Gonzalez Casanova Jose Antonio - Mahler La Cancion Del Retorno
June 28, 2023 | Author: Anonymous | Category: N/A
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José Antonio González Casanova
MAHLER La canción del retorno retorno
Prólogo de ANTONI ROS-MARBÀ
EDITORIAL ARIEL, S. A.
BARCELONA
1.ª edición: noviembre 1995 © 1995: José Antonio González Casanova Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 1995: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-1138-5 Depósito legal: B. 38.410 - 1995 Impreso en España
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A Rosa Virós
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I La única realidad auténtica en este mundo es nuestro espíritu. Para quien se percata de ello cualquier otra realidad es tan sólo un fantasma, una creación vacía. GUSTAV MAHLER
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PRÓLOGO Hará unos siete lustros, el autor de este libro y el autor de este prólogo se intercambiaban líricos regalos de música clásica, con silbos o tarareos, para entretener así las pausas de alguna marcha épica, agotadora y nocturna, a la que nos uncía un mismo servicio militar. Sólo la música y, al fondo, las cumbres pirenaicas, daban sentido a nuestra vida juvenil de entonces. Ellas y, por supuesto, nuestros ilusionados proyectos profesionales: en mi caso, la dirección orquestal, y, en el suyo, la enseñanza universitaria del Derecho político. Ninguno de nosotros imaginó, supongo, que nos volviera a unir, muchos años después del «comienzo de una bella amistad» (tan cordial como sincopada en encuentros), un inesperado y sorprendente libro, dedicado al gran redescubrimiento musical de las últimas décadas: el compositor y director Gustav Mahler. Yo no tengo por costumbre escribir prólogos ni los catedráticos de Derecho político o constitucional suelen escribir sobre música. Si alguno de ellos se atreve, como González Casanova, yo también debo atreverme a pergeñar para su libro algo así como una presentación; innecesaria, pero solicitada con tanto afecto que me resulta innegable. La fraternidad que nace de situaciones bélicas (aunque sean de simple ensayo general) obliga, ya se sabe, a fidelidades ineludibles y a ritos simbólicos como este de ahora. Al fin y al cabo, ¿no nació nuestro afecto mutuo en circunstancias bien mahlerianas: con marchas militares, historias de amor y desgracia de soldados, dianas o revelges, sones de la naturaleza y paisajes de altas cimas? Lo que más me sorprende y congratula de este libro es ser el test testimonio imonio de un oyente. La musicología es hoy una ciencia prolífica y los estudios sobre Mahler se han multiplicado y casi alcanzan o tal vez superan, no lo sé, a los que tratan de Mozart, Wagner o Beethoven. Pero no es usual que un mero auditor, el receptor de la música, nos hable de ella y nos dé fe de cómo ha sido captada, vivida y recreada por su espíritu: máximo anhelo y último propósito, en definitiva, del compositor, el cual crea su obra —y en Mahler era obsesión— para comunicarse, para crear un lazo con las restantes almas. Esa comunicación que es la música y que al director de orquesta le plantea el tremendo reto de cómo interpretarla para ser fiel al mensaje del artista creador, en el caso del destinatario final, del oyente «de tropa», es un misterio que muy pocos revelan, como no sean, claro está, filósofos de la música de la altura de Bloch, Adorno o García Bacca, o novelistas de notoria sensibilidad musical como, por ejemplo, Thomas Mann. González Casanova ha estudiado la música de Mahler muy a fondo, pero sobre todo se ha identificado con ella y nos confirma la mayor originalidad de ésta: su clara vocación romántica de un lenguaje desonoro que —en transmita realidad de la viday trascendentales— para alcanzar la rehumanización lo humano plena lacrisis de sus espiritual valores permanentes mediante el retorno a las fuentes míticas y simbólicas del espíritu. En este sentido no es poca aportación la de un escritor que declara con toda honestidad no ser musicólogo de oficio y que, no obstante, se atreve, guiado por su oído profundo —ese «tercer oído» del que hablaba Nietzsche—, a no compartir ciertos tópicos que nos mostraban hasta ahora un Mahler trágico, casi nihilista, obsesionado por la muerte y paradigma de una decadencia social y cultural que su música, según la audición de González Casanova, no refrenda ni en sus momentos más desoladores. Por el contrario, el Mahler de este libro es un músico lleno de vitalidad, de esperanza y de amor, que asume como puede sus propios conflictos religiosos, sentimentales o laborales, así como la conflictiva cultura de su civilización y de su época —que son también las nuestras—, para extraer de todo ello un mensaje de lúcida conciencia, de ardorosa denuncia y de conmovedora fe en la capacidad humana de resucitar como el fénixCasanova de sus propias prop cenizas.una por una todas las composiciones de Gustav Mahler y ha González ha ias recorrido descubierto el rastro de un camino de retorno al sí mismo del hombre y de su mundo que, según 5
el autor, constituye el profundo sentido de la obra mahleriana. Ha fundido hasta el detalle música, biografía, contexto histórico, político y cultural e, incluso, simbología acuñada por una tradición secular que a sus ojos se muestra hondamente significativa. Todo ello nutre un extenso texto literario —¿cómo no, tratándose de Mahler?— que me parece presidido, consciente o inconscientemente, por el modelo de esa monumental y no menos sorprendente y ecléctica Tercera sinfonía, cuya arquitectura épica contiene el más lírico y penetrante melos y que, como la definiera el propio Mahler, es la construcción de todo un mundo que se pone a cantar desde la evocación sonora del big-bang primigenio hasta la misma divinidad, concebida como puro amor de creación. En este momento de mi vida, yo, que he vibrado muchas veces con la música de Mahler, he de confesar que me siento más cerca del místico Bruckner que del agónico y unamunesco autor de La canción de la Tierra. Mahler es para mí radicalmente terrenal. Pero por eso mismo su mensaje penetra en el alma de millones de oídos y se hace cada día más vigente —como lo demuestra el festival de hogaño en Amsterdam— hasta que el mundo alcance la serenidad y la fe en lo divino tan características de aquel admirado maestro de Gustav Mahler. Éste, en cambio, no renunció a cantar la antesala obligada de la gloria eterna, el purgatorio de la vida en la tierra, tan amada por él, y ése es el misterio, creo yo, de su permanente actualidad. Este libro de González Casanova, tan novedoso, raro y personal, no sólo expresa la acción eficaz de la obra mahleriana en las almas sensibles a la belleza trascendente que combate los dolores del mundo, sino que nos la explica como síntesis simbólica de un psiquismo que resume toda una cultura con sus contradictorios avatares y sus constantes problemas. Yo espero que este libro logre su noble propósito de recrear en el lector el mensaje singular de un músico cuya influencia, si bien no necesita ya de explicación alguna, sí se merece una respuesta empática, cordial y agradecida. La que le ha dado, bellamente escrita, en nombre de tantos de nosotros, hombres y mujeres de un tiempo que busca el camino de retorno a su origen sagrado, mi antiguo compañero de pausas musicales en medio de fatigosas marchas bajo las estrellas y ante el silencio de las altas cimas de l'Alt Empordá.
ANTONI ROS-MARBÀ
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AGRADECIMIENTOS Durante la prolongada elaboración de este libro han sido innumerables las personas amigas que se han interesado por él y me han alentado a culminarlo. Ante la imposibilidad de citarlas aquí sin omitir injustamente a alguna, quiero expresarles mi gratitud a todas con la esperanza de que recuerden lo mucho que, en cada momento, me acompañaron con su estímulo. Otras han intervenido decisivamente en el proceso espiritual o material de dicha elaboración y al ser su número más reducido puedo hacerles justicia por su nombre. Este libro le debe mucho —nada menos que su origen— a Minuca Alonso-Vega, la primera en darme a conocer, en 1968, la música de Mahler. Anna Maria Esteve, librera atenta y especialista en todas las artes, me nutrió durante años de las novedades bibliográficas extranjeras sobre el tema de mi trabajo. Jordi Freixa i Janáriz ha sido siempre un interlocutor insustituible con su comunicativa pasión de melómano entendido, como lo fue hasta su prematura muerte nuestro amigo común, el ingeniero y músico Lluís Callejo. Pere y Toni Comín soportaron juvenilmente mis largos discursos sobre un compositor tan querido por los tres. Beatriu Torrents, Eduard Castellet y el grupo de amigos que a su alrededor rinden, año tras año, fiel homenaje a la música, entenderán muy bien los motivos de mi gratitud hacia ellos. En fin, Josep Maria Rovira Belloso, cura amigo y teólogo eminente, me ha sugerido infinidad de aspectos reveladores de la música del compositor bohemio. Tengo yunasugerido deuda particular Jacint Jordana por haber leídoMontserrat cuidadosamente texto original importantesconreducciones y modificaciones. Albet el y Oriol Martorell me han resuelto no pocas dudas de musicología con sus notables conocimientos. Eugenio Trías y Rafael Subirachs tuvieron la generosa amabilidad de analizar mis primeros proyectos, e Imma Sueiras hizo legible con su pericia habitual un largo escrito difícil. Ni que decir tiene que el prólogo de Antoni Ros-Marbá —gran introductor de Mahler en nuestros conciertos— supone para mí una prenda preciosa de su vieja y cordial amistad y el símbolo de lo mucho que significa la música de aquél para nuestra generación. Mi trabajo llega a otros oyentes de Gustav Mahler, actuales y futuros, gracias a la editorial Ariel y a la fe, gratificante, de Marcelo Covián, el cual si podía esperar de mí una obra jurídica o política, acogió esta otra tan distinta sin hacerme el temido reproche de «zapatero, a tus zapatos». Seguro que ha influido en esa fe, desde su eternidad presente, nuestro amigo entrañable Ignacio de Otto, discípulo y maestro mío, el compañero universitario (¡de universo!) que compartió másverlo tiempo y conmerece mayor que intimidad mi proyecto mahleriano. La alegría hubiera tenido al realizado este índice de gratitudes, al acabar, evoqueque su amada memoria inolvidable.
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INTRODUCCIÓN Cuando el mundo de la música conmemoró en 1960 el centenario de Gustav Mahler, este compositor de estirpe judía y cultura alemana apenas era conocido y apreciado por un público extenso. Algo similar pasó con Bach hasta el fervor romántico, con Mozart y sus óperas antes de prestigiarlas Mahler o, en fin, con Johannes Brahms ya avanzado este siglo. Todo parece p arece indicar que en el arte musical y por causas sutiles y complejas cada época olvida las obras que perdieron su encanto momentáneo y en cambio recupera aquellas del pasado ya olvidadas que responden mejor a su inquietud. En el caso de Mahler no puede hablarse propiamente de olvido. Desde 1911, año de su muerte, se oyó su música y se extendió su influjo gracias a la fidelidad de amigos y discípulos: directores famosos como Walter, Klemperer y Mengelberg o autores de la talla de Schónberg, Berg o Webern. Pero fue la revolución musical de estos últimos la que impidió, paradójicamente, comprender la obra mahleriana como algo actual y con futuro, pese a lo mucho que le debe la segunda escuela de Viena a sus innovaciones y anhelos. El posterior desarrollo de las «vanguardias» la incluyó en la decadencia del «mundo de ayer». Por último, el ascenso y la hegemonía del nazismo hicieron callar la voz de aquel judío «disolvente y pervertido» y la de sus fieles intérpretes. Tras la derrota nazi en 1945, el principal obstáculo para el conocimiento de Mahler fue — nueva paradoja— su propia obra,nocuyas dificultades técnicas, la repertorios inusual extensión de Por las sinfonías y su magnitud orquestal facilitaban su presencia en los habituales. otra parte, el contenido y el estilo característicos de su música exigen una atención intensa y concentrada y una cierta capacidad intuitiva para captar «lo que nos dice Mahler», pues si algo define esencialmente su mensaje musical es esa voluntad de decir, de comunicar con el oyente, de exigir su participación para que los sonidos, más que inspirados, inspiren, sean música y también sentido en el alma de quien no sólo los oiga, sino que los escuche. Sin embargo —tercera paradoja—, los avances técnicos de la fonografía permitieron tras la Segunda Gran Guerra que la «reproducción industrial de la obra de arte», analizada por críticos tan agudos como Walter Benjamín o Adorno, acercase una música, a menudo abrupta, pero en el fondo intimista, a la intimidad de la escucha en el propio hogar, en la reunión amical, en la soledad que invita a la meditación. Esta victoria del disco, de la cásete y, más tarde, del vídeo, tuvo su efecto reproductor en el ámbito de lasy salas de concierto, en loscreadoras recitalesde y festivales, y, en Las definitiva, en las emisiones radiofónicas televisivas, principales la popularidad. ovaciones entusiastas y los miles de manos que han aplaudido a Mahler en los últimos veinte años y en tantos lugares del mundo, de Nueva York a Tokio o de Madrid a Moscú, constituyen un fenómeno inédito en el ámbito musical, debido, sin duda, a las condiciones modernas de la comunicación de masas, y confirma la profecía mahleriana: «Mi tiempo llegará.» Como el mismo compositor sabía muy bien, la principal contradicción de su empeño artístico radicaba en las condiciones sonoras y acústicas requeridas por su lenguaje para ser asimilado y gustado. Él imaginaba su música entre masas de hombres y mujeres que, en actitud activa, participaran con el espíritu en la palabra vertida sobre sus oídos y mentes. «En un siglo, mis sinfonías serán interpretadas en inmensas salas que ocuparán cientos de personas y que serán grandes fiestas populares.» Con motivo de su muerte, dos críticos musicales coincidieron en destacar esta aspiración de Mahler: «Él quiso crear la sinfonía popular, un arte potente, definitivo, que fuese para el pueblo, dirigido al pueblo, en el que participara el pueblo. Detrás del pueblo él veía el mundo, el universo» (Paul Stoecklin). «Él quería renovar la sinfonía para hacer de ella una especie de Pascua popular.
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Aspiraba a crear el arte musical para la muchedumbre y por la muchedumbre. En su sistema artístico había una vena del viejo mesianismo judío mezclado con el nuevo humanitarismo» (Theodore Lindenlanb). Por eso la popularidad de la música mahleriana no nace de ser ésta un producto comercial consumista de la industria musicográfica. La tecnología que ha permitido la mundialización de las comunicaciones, del intercambio y de la interdependencia material y espiritual de los pueblos y de las gentes, coincide en el tiempo y en las áreas culturales más civilizadas o modernas con una resurrección de la sensibilidad por lo humano, por la humanidad en su conjunto y por la casa común de toda ella. Esta sensibilidad, como no podía ser menos, alcanzó directamente, durante los años sesenta, al arte y a la política. El síndrome cultural del mítico «sesenta y ocho» responde a esa renovada sensibilidad que, siglo tras siglo, desde el Renacimiento, restablece como denuncia y proyecto el sentido de lo humano frente al progreso científico y técnico cuando éste es utilizado contra las personas por los poderes de dominación. La resurrección de la música de Mahler se inscribe, sin duda, en dicho síndrome, que marcó hace treinta años el ocaso de un modelo de civilización y ofreció una vez más la alternativa utópica que no ha cesado de ofrecer la humanidad a sus propios desafueros y errores: la emancipación de todo poder dominante y opresor, la solidaridad fraternal entre todos los seres vivos de la tierra, el piadoso respeto al misterio sagrado de la condición humana. Sin embargo, no le hubiera extrañado a Mahler, de haber vivido para verlo, que su mensaje alcanzara la soñada popularidad a través de malentendidos, distorsiones grotescas y modas algo maniáticas. Su único temor —pero también su confianza suprema— residía en que, al final, quienes se hubieran sentido atraídos por su obra, avanzaran más allá de una atracción espúrea y supieran convertirse y reconocerse en aquélla más que divertirse y distraerse con ésta. En los primeros años setenta, dos películas famosas consagraron la popularidad de Mahler en unos términos que confirman su singularidad frente al interés del «hombre de la calle». Se trata, como es harto sabido, de Muerte en Venecia de Luchino Visconti y Mahler de Ken Russell. Ambas dieron al mundo una imagen relativamente falsa del compositor: la primera, por confusa y libre en exceso; la segunda, por tratarse de una caricatura rayana en la burla surrealista. No obstante, realizaron el impagable servicio respectivo de convertir su música en una nueva «estrella» y traducir su biografía al lenguaje pop de una estética que exalta su propia descomposición. Si el filme viscontiniano confundió a Mahler con la decadencia de la modernidad, el de Russell lo vinculó, con su parodia descoyuntada, al acervo posmoderno. Si uno lo convertía en mito, el otro le otorgaba el salvoconducto de la moda. Los filmes citadosa difundieron imagen de un cuyos rasgos se habrían contagiado la impresiónlaque produce su Mahler música neurótico a muchosobsesivo, oyentes circunstanciales. Como en su tiempo, pero de modo diferente, la música de Mahler es celebrada o rechazada con apasionada rotundidad. En el primer caso, el celebrante no sabe dar casi nunca razón de su entusiasmo. En el segundo, el disgusto es ante todo auditivo y suele colapsar la comprensión. En general, no puede decirse que la música mahleriana «guste», como puede gustar la de Chopin, Chaikovski o Rachmaninov. Mahler no es siempre «melódico» y, en ese sentido, popular. La identificación viscontiniana con la decadencia expresa, sin errar del todo, la supuesta obsesión de Mahler por la muerte, y la claridad con que Mahler narra el combate y la contradicción no deja de provocar una desazón incompatible con la convencional placidez que se dice buscar en la armonía melódica. Por otra parte, para la prisa de un mundo que no sabe adonde corre, las sinfonías mahlerianas resultan morosas; enormes construcciones inacabables en las que el desmemoriado se pierde, sobre todo si desconoce el conjunto que forman todas ellas, de una prodigiosa unidad y con materiales quedese una autocitan continuamente una lasinfonía a otra, dey un ciclo de canciones a otro. Se trata dificultad innegable depara comprensión el sentimiento musicales. Por eso Mahler requiere no sólo la colaboración de oídos sensitivos y 9
simpatéticos. Con Mahler, mucho más que con cualquier otro compositor, necesitamos estar constantemente sobre su oleaje psíquico y temperamental y rememorar en cada obra las que la preceden y la siguen. Si fuera humanamente h umanamente soportable, la música mú sica de Mahler debería oírse toda entera en una sola audición, sin interrupciones. Dice William Ritter: «Cuando su obra sea mejor conocida, se convencerán no sólo de la maravillosa unidad de cada una, sino de la unidad del todo. Esas diez sinfonías no son nunca las mismas y, sin embargo, todas ellas juntas forman un único complejo lógico.» ¿Cuál puede ser la explicación de que en una cultura alejada por lo general de la música «clásica», que desconoce casi por completo la posterior a Schonberg debido a su hermetismo y que sólo recrea su incultura con los clichés que el mercantilismo maneja so pretexto de divulgación educadora, no haya decaído el boom Mahler una vez decaída su moda? Un estudio de David Chesterman sobre el número de interpretaciones sinfónicas en Londres desde 1951 situaba a Mahler, ya en 1962, entre los diez primeros compositores. En 1986 superó al eternamente popular Chaikovski con el quinto puesto. En 1987, doce directores habían editado la integral de su obra. En la España de 1980, el hit parade de música clásica de Radio Nacional colocaba la Cuarta sinfonía de Mahler en tercer lugar. En ese mismo año, el escritor cubano Alejo Carpentier escribía que «la rehabilitación de Mahler, tras el injustificado menosprecio en que durante más de medio siglo lo tuvieron los públicos de Europa occidental y América Latina nos trae ahora una tal cantidad de monografías, estudios, biografías, del gran compositor que casi se siente desconcertado el solicitado lector ante el número de tomos distintos que, con un mismo retrato en la portada, se le ofrecen en las librerías». Efectivamente, la primera bibliografía crítica en tres volúmenes publicada por Simón Michael Namenwirth en 1987 incluye 2.536 referencias entre libros y ensayos. La Gustav Mahler Gesellchaft ha publicado ya dieciséis volúmenes de Kritische Gesamtausgabe y Susan M. Filler, en su guía de investigaciones sobre el músico —que incluye los trabajos sobre su mujer, Alma Schindler—, comenta una bibliografía de 1.062 obras. No se conoce un caso semejante dentro de la música del siglo XX y hay que acudir a Bach, Mozart o Beethoven —tal vez también a Wagner— para poder establecer un parangón. El compositor vanguardista Luciano Berio declaraba en El País de 22 de octubre de 1981: «Yo puedo sentirme muy cerca de autores como Mahler o Monteverdi, que forman parte de mis raíces: su música es universal en el sentido más amplio de la palabra; esa música aún lanza luz sobre nosotros.» Este comentario es uno más de los que los «clásicos» del vanguardismo musical han hecho en reconocimiento de la trascendencia y la actualidad de Mahler. Boulez ha prologado la monumental biografía de éste en«¡Mahler tres volúmenes llevada a cabo por H. L. de La Grange y Stockhausen ha llegado a exclamar: es la música!» En la obra literaria de los últimos años encontramos numerosas citas y referencias sobre Mahler. Uno de los protagonistas de John Le Carré es declaradamente mahleriano. Milán Kundera escribe en La inmortalidad (1989) que «Laura amaba la música sincera y profundamente; en su amor por Mahler veo un sentido preciso. Mahler es el último gran compositor europeo que se dirige aún de modo ingenuo y directo al homo sentimentalis. Después de Mahler, el sentimiento en la música ya se vuelve sospechoso [...] Mahler es, para Laura, el último compositor». Thomas Bernhard, en Der Untengeher (1983), al hablar de su compañero de estudios musicales Wertheimer, dice de él que «sólo quería ser Glenn Gould o el mismo Gustav Mahler o Mozart y compañía». Pero Mahler no es sólo referencia para los connaisseurs. Lo encontramos abundantemente citado en los periódicos, desde la tira cómica de El País (23 de enero de 1991): «"O sea, que ustedes odian", "Sí, pero Mahler nos ha «Mahler en la {Música no 80),se«El fenómeno Mahler» (Diario 16),unido"», «Mahlerhasta y Guerra al finsuena juntos» (Elcárcel» País), «Mahler y el mito» (La Vanguardia). Haro Tecglen le insulta en su columna diaria de El País 10
(«austríaco meloso, copión y wagneriano») y Mijail Gorbachov, en el mismo periódico (10 de mayo de 1992), en un comentario a la tensión dramática de sus últimos días como presidente de la URSS, durante los cuales escuchó por primera vez a Mahler en su Quinta sinfonía dirigida por Abbado, escribe: «Tenía la sensación de que la música de Mahler se acercaba de algún modo a nuestra situación, al período de la perestroika, con todas sus pasiones y luchas.» Hasta Woody Allen, en Maridos y mujeres (1992) lleva a dos de sus personajes a escuchar la Novena de Mahler. La exigente Sally dirá: «A mí normalmente n ormalmente me carga Mahler, pero estuvo muy bien.» En algunos países, la «fiebre Mahler» ha supuesto un giro espectacular en sus gustos musicales. Desde los comentarios hipercríticos de un Romain Rolland, chovinista y antialemán, en vísperas de la Primera Gran Guerra europea, hasta la exposición de París Gustav Mahler. Un homme. Une oeuvre. Une époque, en 1985, media un abismo de incomprensión por fin superado. Bernard Keeffe, refiriéndose a Gran Bretaña, afirma: «La música de Gustav Mahler ha tenido el éxito de cautivar a nuestros auditorios de un modo que no se creía posible hace tan sólo quince años. En 1954, un conocido crítico londinense decía "¡No queremos a Mahler aquí!". Posteriormente, ha llegado a ser considerado casi el mejor compositor de nuestra época.» En cuanto a Estados Unidos, Cari E. Schorske, premio Pulitzer 1980 por su ensayo Viena Fin-deSiécle, confirma en él que «Gustav Mahler, durante largo tiempo considerado un compositor trivial y bastante tedioso, se convirtió repentinamente en un elemento popular de los programas sinfónicos. Durante la revolución estudiantil de Berkeley, la recién creada Mahler Society proclamó su credo, según el estilo del momento, con un botón: "Mahler fenomenal"». Este autor recuerda en ese sentido la frase del historiador alemán Burckhardt: «La historia es lo que una época considera digno de atención en otra.» Pese a la evidentísima influencia de Mahler en los principales compositores soviéticos (sinfonías 4.a, 5.a y 8.a de Shostakovich y la 3.a de Prokofiev) tiene razón Gorbachov cuando en el artículo antes citado afirmaba que Mahler «no estuvo, como suele decirse, "bien visto" en nuestro país durante mucho tiempo». Sin embargo, a partir de la década de los setenta, la música de Mahler pasó del ocultamiento al mayor interés, hasta el punto que el famoso director de la Orquesta Sinfónica del Estado, Iuli Svetlanov, llegó a proclamar su convicción de que «considero personalmente a Mahler como el genio más grande de todos los pueblos y de todos los tiempos». En España, la profecía de Felip Pedrell, en 1907, de que Mahler sería el Beethoven del siglo XX no tuvo eco en su tierra hasta la «moda Mahler» de los años setenta. Tan sólo Pau Casals, antes de la guerra civil, y Ataúlfo Argenta, tras ella, demuestran una sensibilidad mahleriana. Significativamente, el programa mano de la sinfonía de 1921 endeBarcelona) se justificaba que seencelebraran dosdeaudiciones deQuinta la misma «dada(enero la importancia esta obra, representativa de una tendencia muy personal y vigorosa entre la moderna música, y para su mejor comprensión». Asimismo, en el programa de la Cuarta (el 2 de noviembre de 1924, también en Barcelona), dirigida por Pau Casals, se considera a Mahler «el más notable sinfonista posterior a Brahms, cuyas obras merecen un conocimiento y una atención mayores de lo que hasta ahora se les suele otorgar por lo general». Ese conocimiento y esa atención comenzaron en nuestro país con el libro de Federico Sopeña, Introducción a Mahler. Maestro y precursor de la música actual, en el mismo año del centenario, al que siguió, en 1976, sus Estudios sobre Mahler, que recogen comentarios a lo largo de quince años precursores, en los cuales los análisis teóricos de José Luis Pérez de Arteaga y las audiciones dirigidas por Antoni Ros-Marbá contribuyeron decisivamente a hacer de Mahler en España algo más que una moda: todo un reconocimiento admirado de un muerto desconocido que de pronto vivificaba el panorama, algo monótono ya, de la música clásica. En una entrevista concedida a Bernard Scharlitt en 1906, el propio Mahler confesaba: «Estoy convencido de que, como compositor, no seré reconocido en vida. Esto sólo ocurrirá cuando 11
haya muerto. Es necesaria la distancia para una adecuada afirmación de un fenómeno como el mío [...] Yo soy, en expresión de Nietzsche, un hombre fuera de su tiempo, aplicable sobre todo a mi tipo de obras. El verdadero hombre de su tiempo es Richard Strauss. Por eso gozará de inmortalidad en vida.» Fue un catalán, Felip Pedrell, quien, como digo, advertía ya sobre el futuro de Mahler: «Puede afirmarse absolutamente que Mahler será para nuestros descendientes lo que Gluck y Beethoven fueron para los admiradores de Berlioz y lo que Wagner es para nuestros contemporáneos. ¿Quién puede fijar reglas inmutables? ¿Quién puede oponer barreras al genio?» Profecía esta que fue ampliada por otro compositor y musicógrafo catalán, Josep Soler, en 1982, en estos audaces términos: «No es difícil pronosticar que en un futuro muy próximo las sinfonías de Mahler llegarán a ser consideradas entre el gran público como las sinfonías por excelencia, desplazando —muy probablemente— a las de Beethoven en el lugar singular que ahora éstas ocupan o estaban ocupando.» Esta capacidad de futuro nace, por un lado, de sus innovaciones técnicas y, por otro, de su contenido espiritual. Kurt Blaukopf le llama «el contemporáneo del futuro» por sus collages surrealistas, sus montajes cinematográficos y un tratamiento del timbre que anticipa la música concreta y la estereofonía, y lo considera no un romántico tardío, sino un precursor: algo que ha acabado reconociendo toda la vanguardia posweberniana en plena crisis de la música deshumanizada. Pero, ante todo, la posteridad de Mahler aparece profetizada a su muerte y confirmada casi un siglo más tarde por el mensaje humano que contiene de forma clara y directa. En el programa del Festival Mahler en Amsterdam (mayo de 1920) podía leerse: «Desde ahora no cabe duda. Mahler es el compositor de nuestro tiempo. La pobreza, la miseria, todas las taras de una insoportable realidad han acrecentado en proporciones insospechadas la necesidad metafísica de salir de la angustia cotidiana.» Y, recientemente, Norman Lebrecht ha resumido así el origen de la influencia de Mahler en nuestro mundo de hoy: «Ningún compositor ha tenido una influencia más grande en la música del siglo XX que Gustav Mahler; ninguno habló más de sí mismo con su música. Mahler fue el primer compositor que buscó soluciones personales espirituales en la música, indagando dentro de sí remedios para la condición humana. Esta búsqueda es la clave de la notable resurrección de Mahler medio siglo después de su muerte.» Esta concepción de la música mahleriana como medio de autoexamen y camino de regeneración moral tiene un testimonio notable en la experiencia de un hombre de negocios americano, Gilbert Kaplan, que ha llegado a especializarse como inspirado intérprete de la Segunda sinfonía de Mahler, «Resurrección»: «No había oído a Mahler hasta 1965. Creo que la primera vezmúsica que escuchas a Mahler es muyadiferente a la primera vez que, tan poremocionante, ejemplo, oyestana Mozart. La de Mahler hace cambiar las personas. Es tan poderosa, personal, que la primera vez que la oyes es como si contactaras contigo mismo.» Leonard Bernstein justificaba en 1967 su proclamación pr oclamación de la actualidad de Mahler («su tiempo ha llegado») con este impresionante recorrido histórico de los males del mundo contemporáneo: «Sólo después de cincuenta, sesenta, setenta años de holocaustos mundiales, de simultáneo avance de la democracia unido a nuestra creciente impotencia para eliminar las guerras, de magnificación de los nacionalismos y de intensa resistencia a la igualdad social; sólo después de haber experimentado todo esto a través de los vapores de Auschwitz, de las junglas asoladas de Vietnam, de Hungría, de Suez, del asesinato de Dallas, de los procesos de Sinyavsky y Daniel, de la plaga del maccarthismo, de la carrera de armamentos [...]; sólo después de todo esto podemos finalmente escuchar su música y comprender que él lo había soñado ya.» Por todo eso, otro gran director mahleriano, Klaus Tennstedt, declaraba en el Sunday Times de 15 de septiembre de 1985sigue que «los jóvenes buscan han sido destruidos. Mucho despuésdel de su muerte, Mahler luchando contra un valores mundo que terrible. Devuelve a la gente su sentido sentimiento, del temor, de la indignación». Palabras a las que bien pueden añadirse como 12
esperanzada conclusión las de un tercer director profundamente dedicado a la obra de Mahler, Claudio Abbado: «Tal vez la juventud pueda encontrar en Mahler todas las grandes cuestiones sobre la vida y la muerte» (Barbican, diciembre de 1986). Al final de su Musée imaginaire, Malraux desarrolla la idea de que las obras maestras no brillan en una realidad estática, sino que viven de sus intermitencias, de sus eclipses y, sobre todo, de sus resurrecciones. Este juego de muerte y renacimiento responde al juicio de Leopardi sobre esa peculiaridad de las obras geniales, las cuales, «incluso cuando representan al vivo la nulidad de las cosas, reavivan el entusiasmo y, no tratando de otra cosa que de la muerte, le devuelven al alma, al menos momentáneamente, aquella vida que había perdido». Es, más o menos, lo que viene a decir el crítico literario Harold Bloom sobre la obra sublime, la cual no recibe recompensa más que a largo plazo, cuando se descubre que en su momento se había rebelado contra el gusto fácil. Por eso puede afirmar el psicoanalista Theodor Reik acerca de Mahler que «no siempre su música era de mi gusto. Ocurría, en verdad, algunas veces, como si la voz que resonaba en su música ejerciese sobre mí una atracción especial, como si se le hubiese otorgado, de una manera que ningún otro compositor gozaba, el poder expresar emociones que yo había sentido profundamente». En definitiva, la resurrección de la obra mahleriana constituye un síntoma reactivo ante la crisis, no sólo del arte, sino de toda una civilización —la nuestra—, sobre la cual han corrido ríos de tinta aparentemente inútiles, pues la autodestrucción del mundo por parte de los poderes del dinero y de la guerra no parece detenerse pese a las mil y una denuncias, protestas y luchas defensivas. Algo nos dice, ciertamente, esa música, pese a carecer de programa «descriptivo», que no oímos en la de otros compositores de nuestro siglo, sometidos a una deshumanización de su arte que, a mi juicio, no se inicia con la dodecatonía schónbergiana, sino con la misteriosa matemática sonora de Debussy. El mismo Ortega reconoce que «la música, después de Wagner, debió ser liberada de sentimientos personales y depurada hasta conseguir una ejemplar objetividad. Ésta fue la gran misión de Debussy. Gracias a él fue posible escuchar la música con tranquilidad, sin lágrimas [...] Debussy liberó a la música del elemento humano y por este motivo inició una nueva era». El juicio de Ortega coincide con el de Kundera: «Debussy quiere embrujarnos, no emocionarnos, y Stravinski se avergüenza de los sentimientos. Mahler es, para Laura, el último compositor.» Tal vez en este punto se halle la explicación del interés de nuestra época por Mahler y no por Debussy. Rigurosamente contemporáneos, instauradores de una nueva era musical con el cambio de siglo y profundamente afines en aspectos sustanciales de su personalidad y de su obra más allá de las apariencias, Debussy y Mahler distinguen por haber cadaencrucijada, uno —comoalos dos hermanos del cuento de Grimm— unsecamino diferente desdeseguido una misma la que deberán retornar cada vez que quieran saber el uno del otro o acudir en su auxilio. La diferencia radical entre ambos es que, en Debussy, la música se convierte en un mundo misterioso y secreto que se inventa a sí mismo y se autodestruye simultáneamente. De algún modo, supone la victoria del sonido sobre la música, del signo sobre el símbolo, arrebatándole a éste su propio nombre y haciendo del simbolismo —poesía hermética de un Mallarmé— instrumento de comunicación «esotérica», mero intercambio de imaginaciones cerradas en sí mismas, mónadas de un universo enclaustrado. Como afirmaba Debussy, «la música debía haber sido una ciencia hermética. Yo propongo la fundación de una Sociedad de Esoterismo Musical». Mahler, por el contrario, sigue el camino inverso. Retorna del misterio del inconsciente y narra el viaje del ser humano de su psiquismo profundo a su conciencia, de su memoria ancestral a la narración épica de la humanidad de su tiempo. Si, para Debussy, la melodía es antilírica porque es incapaz traducir la movilidad de las almas de laMahler, vida, y por eso sólo es apropiada para canción ende cuanto confirma un sentimiento fijo,y para lo lírico-subjetivo, el lied, es la el núcleo musical y humano de la sinfonía o relato simbólico —mítico— en el que la humanidad se 13
reconoce a sí misma como un todo unido y solidario, con un mismo origen e idéntico destino. Si en Debussy la forma musical deja de ser una sucesión de ideas para convertirse en una proliferación de instantes determinantes, Mahler —tachado de metafísico y de sermoneador— funde la movilidad psíquica (timbres, motivos, temas) en vastos frescos históricos, en amplios relatos míticos, cuyo protagonista no es jamás la idea, sino el ser humano con toda su riqueza contradictoria. Su música es ópera y drama, canción y novela; solos instrumentales como voces; orquestas polifónicas que se enfrentan y dialogan; tempo interior y tiempo histórico fundidos; comunicación continua con el oyente; hermetismo esotérico como mensaje abierto, mercurial, no como enclaustramiento solipsista del alma. Esta comparación entre Debussy y Mahler no tendría tal vez una trascendencia excesiva (sus caminos son a la postre complementarios) si no se hallaran en el origen de dos formas de hacer música que han ido cayendo en una progresiva incomunicación y, por tanto, han perdido todo sentido como verdadera música para grandes audiencias potenciales. La épica de Mahler, proseguida por Berg, Shostakovich y Prokofiev, degeneró, por imperativos del stalinismo, en un «realismo socialista» de mero valor propagandístico o se diluyó en las bandas sonoras del cine de aventuras que en Hollywood compusieron sus jóvenes discípulos Korngold y Steiner; la lírica debussyana, recogida por Webern y Messiaen, culminará en un misticismo del lenguaje sonoro cada vez más «formalista» y vacío de algún tipo de sentido comunicable y comprensible para el gran público. Una de las paradojas más interesantes de la música contemporánea es que las sucesivas «vanguardias» (música serial, aleatoria, concreta, simbólica...) no han permanecido insensibles a las catástrofes colectivas del último medio siglo y a los combates por la paz, la libertad y la justicia en el mundo. Algunos de sus autores se han comprometido políticamente en un sentido progresista y bastantes obras expresan con su título temáticas histórico-políticas (tan concretas como Hiroshima o España) o bien de carácter religioso. Diríase que la tradición ilustrada de la modernidad racionalista, con su misticismo de la forma artística al servicio de la humanidad ideal, reproduce en nuestros días un nuevo «despotismo ilustrado» que aspira a educar a las masas mediante las innovaciones tecnológicas propias de una sociedad postindustrial. Tachar a esa música de formalista y deshumanizada parece un contrasentido, cuando su finalidad última es la misma que la romántica: revelar progresivamente en la materia, en el sonido, en el ruido incluso, el espíritu que la anima desde siempre y abrir el oído de las muchedumbres a los mensajes más sutiles y misteriosos de la naturaleza. El precio que q ue estos nuevos redentores del ser humano han de pagar por hablar un lenguaje que no llega al corazón de las masas es la soledad de la vanguardia incomprensión y ser ytachados de inhumanos espirituales. vez este nuevodedivorcio entre ilustrada tropa popular es el que por ha producido esaTal relectura positiva la obra «decadente», «agónica» de Mahler por parte de Boulez, Stockhausen o Berio, en un intento de soldar los caminos divergentes de una misma encrucijada romántica: la épica humanista de Mahler, Schónberg y Berg y la lírica racionalista de los epígonos de Debussy. En efecto, la música de Mahler —que ha sido exhaustivamente analizada en los últimos veinte años— se presenta hoy a la musicología con un rostro bifronte: por una parte, significa la culminación del sinfonismo clasico-romántico de Haydn a Bruckner, y, por otra, siembra las semillas de la música futura. Para algunos admiradores de su obra, como Adorno, tal ambivalencia no reflejaría más que el destino trágico de una música empeñada ingenuamente en perpetuarse pese a haber agotado su ciclo histórico, pero cuya composición, tan perfecta y auténtica, expresaría sus propios límites, su radical impotencia, su nihilidad. Mahler sería, pues, un nihilista musical a su pesar. Su obra obr a tendría toda la grandeza de lo imposible. otros, comoelPierre MahlerElnointerés puede actual ser considerado el «último de una estirpe» (elPara último clásico, últimoBoulez, romántico...). de una música centenaria residiría en su capacidad de transmutación, de transformación. Es el propio proceso de invención mahleriano 14
el que resulta ejemplar y magistral para la música presente y futura, por haber sido capaz de sintetizar lo esencial de las antiguas formas musicales con las innovaciones más revolucionarias, como son el retorno a la polifonía barroca con una nueva libertad; la manipulación renovadora de materiales temáticos heredados; la abolición casi completa de la forma sonata en favor de un proceso evolutivo evo lutivo de «variante perpetua» para integrar, como en el Ulises joyceano, lo lírico en lo épico, lo psíquico en lo histórico; la transformación del lenguaje tímbrico, la densidad prolija del mensaje musical, libre, variopinto y lleno de contrastes; la arquitectura disciplinante, a menudo heterodoxa, pero siempre armoniosa, firme, llena de sentido y autoridad y, en fin, la cegadora claridad del lenguaje sonoro al servicio de un mensaje único y excepcional en toda la historia de la música de Occidente, pues, como escribiera Ritter, «Mahler no hacía arte inútil. Su música quería aportar una buena nueva, quería evangelizar por encima de todas las religiones y todos los cultos. Amaba la humanidad; estaba siempre pensativo, volcado sobre la desgracia humana. De la raza de Moisés y Spinoza tanto por el sufrimiento como por el genio...». Llegados a este punto, el lector tiene perfecto derecho a preguntarse con qué clase de libro sobre Mahler se enfrenta y si no será éste uno más de los muchos cuyo número desconcertaba a Alejo Carpentier. En principio, cuando inicié un largo camino de muchos años en el conocimiento de Mahler y su obra, mi deseo instintivo fue escribir un libro sobre ésta para que fuese conocida también por otros muchos. Era un sentimiento similar al que nos mueve cuando a un amigo le hablamos de otro muy querido y ardemos de impaciencia por que se conozcan. La amistad es contagiosa. Con el tiempo el deseo se trocó tro có en confesar «lo que Mahler me dice». El encuentro con la obra de arte, si es profundo y auténtico, nos permite captar, oír, nuestro propio destino. El libro que ahora inicias, amigo lector, comenzó a gestarse un día del año 1972 1972,, cuando, tras escuchar por enésima vez obsesiva el famoso y malinterpretado «Adagietto» de la Quinta sinfonía, comuniqué a los míos con asombrada convicción: «Esta música soy yo.» Jamás se me había ocurrido compararme con nadie ni con nada, ni siquiera en esos juegos de sociedad proustianos donde le preguntan a uno qué pájaro quisiera ser en caso de ser pájaro. Pero, esta vez, una música completamente desconocida venía a decirme sin que yo le hubiese preguntado nada quién era yo en caso de ser música. Y ¿acaso no lo soy? La melodía del destino de cada uno es música, es decir, nuestra vida despliega hasta su fin una inspiración que nos impulsa en su sentido. Perderlo —como tantas veces nos ocurre a lo largo de ella— hace de nuestro vivir un desatino inarmónico, enajenado, perdido el privilegio de ser nosotros mismos. Aquella primera audición de la música de Mahler pasó de ser una afirmación a convertirse inmediatamente en un tremendo interrogante. La primera vez que me reconocía en algo, ese algo, porSólo desconocido, espejo de mi autodesconocimiento. ¿Quién eraque yo me de verdad? la ansiedadera queelesa pregunta mepropio provocaba explica lo muy ansiosamente puse a indagar todo cuanto pudiera saberse de quién había compuesto aquella música, de quién me había hecho nacer, de ese padre maternal que al decirme «tú eres eso» me obligaba a ser lo que ya era sin saberlo. Porque ya no podía separar en mi indagación la vida que me había dado la mía más auténtica de la entera obra de esa vida creadora quise saber también cómo era ésta, pues, al saberlo, esperaba saber nada menos que el sentido y la forma de la mía, mi destino. Lo que desde el inicio hizo mi indagación de la vida y la obra de Mahler un viaje apasionante y prometedor fue su romántica aspiración a construir con ellas una vasta síntesis en la que la unidad del hombre aparecía inseparable de su universo, y en la que la originalidad personal y la aventura espiritual única consistían justamente en establecer con la máxima claridad los vínculos de todo ser humano con la totalidad que lo crea, lo envuelve y le da sentido. Esa unidad constituye en sí misma una relación musical, una sinfonía, una estructura épica cuyo corazón late, líricamente, como unaqueda canción: la canción del retorno al origen. Unenorigen profundo ya desconocido que el canto siempre suspendido en el aire; abierto, estadotan inconcluso, posibilidades ilimitadas, a un u n infinito misterioso del cual la obra ob ra de arte, la música y la vida no 15
son más que fragmentos del misterio que nos rodea: algo más que un objeto de contemplación estética y algo menos que el encuentro definitivo con el deus absconditus. Durante veinte años me he indagado a mí mismo en la obra mahleriana. Y al fin he descubierto que mi vida es radicalmente la misma de todo ser humano, que soy fraternalmente el mismo que la humanidad, que soy y existo porque consisto en los demás, que tengo un padre maternal común que me da consistencia y me guía desde el origen de mi origen en un viaje de retorno al ser que soy. En ese largo tiempo supe, entre otras muchas cosas, que también Mahler, cuando conoció el poema de Friedrich Rückert, «Me he apartado del mundo», inspirador del «Adagietto», dijo, como yo al oírlo: «Esto soy yo.» Poeta, compositor y oyente formábamos la rapsodia de una palabra primera, de una inspirada melodía que venía de lejos, del origen. Había, pues, que retornar a él y, para ello, en primer p rimer lugar, empecé a pensar en este libro y en que con él debía continuar una rapsodia inacabable que ahora puedes cantar tú, lector oyente, si, en tu libertad, quieres darle la bienvenida. He creído imprescindible que mi escrito respondiera en la medida de mis fuerzas al estilo de composición mahleriano, en un intento de implicación que explicara mejor que un distanciado análisis crítico lo que, en definitiva, ha sido un encuentro. No comunico, pues, una teoría sobre la obra de Mahler. No pretendo saber la «verdad» sobre ella, pero tampoco expongo meras sensaciones, sentimientos y opiniones subjetivas, libres, pues por ellas mismas no creo que merecieran hacerse públicas. Tal vez el género que mejor corresponda a este libro sea el tan proteico y desprestigiado, en un tiempo que exige seguridad y eficacia, de ensayo. Todo ensayo es modesto y ambicioso a la vez. Su modestia le viene de su mera condición de intento, sin pretensiones de comunicar verdad alguna que pudiera presumir de cierta. Su ambición reside en comunicar un encuentro personal con el fin de que su relato pueda hacer aún más claro el sentido de una obra a quienes ya la conocen y aman o a los que desean sumarse a éstos. Me gustaría creer que dicho sentido es el que explica en último término la capacidad de recepción, consciente o inconsciente, que esa música ha tenido en nuestro tiempo y que aún conserva e incluso acrece. ¿Puede sostenerse que la obra de un compositor como Mahler, al representar un paradigma humano y artístico de la crisis y de la esperanza del hombre moderno y de su modernidad, sirve como símbolo y pretexto para una reflexión sobre uno y otra? ¿Será una piadosa ingenuidad inoportuna ver en la obra musical de Mahler algo así como una guía espiritual para perplejos, de modo que podamos todos llegar a escucharla y sentirla escuchándonos y sintiéndonos, reconociéndonos, para, después, conmovidos, hacer de nuestra vida una activa esperanza para la renovación del mundo? Esteun libro sobre«mosaico el significado de la música mahleriana ha compuesto, a la manera de ésta, como amplio de citas». Tras dudar muchosesobre su colocación en el texto (en capítulos complementarios o a pie de página) me he decidido por lo que en apariencia sería erudición pedante y que, sin embargo, responde con mayor fidelidad al estilo de Mahler, es decir, integradas absolutamente en la narración como parte sustancial del relato. En coherencia con la pretensión del libro, no debía sustentarlo en citas que le confirieran más autoridad que la escasa mía, sino, como hitos del viaje trazado, piedrecillas orientadoras del mismo y, al tiempo, piedras constructoras de la casa común, de la sinfonía universal que, como pretendía Mahler, no es obra sólo de un genio individual o de un amanuense inspirado por la palabra que se le dicta o copia: es obra que se ha ido haciendo entre todos, con material memoria del pasado, pasión del presente e imaginación del futuro. Rapsodia que ensaya narrar procesos de ideas para acabar formando una filosofía narrativa y mítica como la que imaginara Schelling y a la que aspira en nuestro tiempo y lugar Eugenio Trías. Escuchar lo aque Mahler dice a—la todos a cada es oíry laesvoz de nuestra propia alma, es retornar a ella través de sunos música deyella en launo de él— construir nuestro propio mito, reconstruir los puentes simbólicos que nos unían con nuestra trascendencia constituyente. Si este 16
libro pudiera prestar el único servicio digno de ser prestado, que es el de ayudar a que el alma retorne a un mundo, desalmado, que a tanto esforzado héroe conduce al más desesperante desánimo, valdrían la pena los años que tardó en componerse y la voz del rapsoda se sabría salvada por el eco.
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I Alrededor del año 1900, la sensibilidad finisecular de la cultura europea comparte un mismo objeto de predilección: Die Leben. La vida es aquello que, por vivir, está condenado a la muerte. Esta gran verdad de la naturaleza, que se tornó dramática en el Barroco y trágica en el Romanticismo, llegó a ser sinónimo del sinsentido y del absurdo a fines del siglo XIX. Si el Renacimiento fue el renacer de un dios enterrado —el yo — también fue el retorno de una antigua obsesión: el tiempo, la fugacidad, el ocaso de todo lo viviente. Hoy, cuando inventamos la «posmodernidad» al no saber con qué nombre puede prolongarse «lo moderno», estamos reconociendo el carácter esencialmente transitivo, temporal, de una civilización edificada sobre el frágil y movedizo fundamento de lo hodierno, de su propia cotidianidad, cuyo agonismo, en vez de ocultar, revela la ruptura con un orden objetivo que la trascienda y sustente. Ahora bien, ¿habrá que recordar una vez más la unidad inextricable entre decadencia y creatividad, entre apocalipsis social y resurrección cultural? Si es verdad que lo vivo acaba en muerte, no lo es menos que ésta engendra nuevas vidas, cuya mera presencia atestigua que no es cuestión de fe la creencia en la capacidad del hombre de resucitar, en la necesidad que éste siente de vincular su metamorfosis a un origen y a un destino que le trascienden y sustentan hasta el punto de vivir el tiempo como un camino de retorno. Ha sido la experiencia misma de la cultura vienesa de fin de siglo la que confirma esa unión indisoluble entre creación renovadora y referencia un fines ordende trascendente, cada vez v ezdecía más secularizado. «Todos alos siglo se parecen», Huysmans, el gran testigo del decadentismo francés. El mito de una Viena decadente y creadora ha sido un tema constante de reflexión histórica, filosófica y estética durante los últimos veinticinco años; coincidente, sin duda, con la crisis actual del pensamiento y de la práctica política, motivadora de la muy extensa literatura sobre el fin de la modernidad como era. En el «jubiloso Apocalipsis» del Imperio austrohúngaro se ha querido ver el mito fundador de nuestra modernidad porque, según J. J. Wunenberg, «nos seduce, al permitirnos descifrar mejor nuestra propia incertidumbre, vivir mejor nuestra ansiosa espera de un mundo nuevo, ya se llame sociedad postindustrial, nueva era tecnológica o civilización del tercer milenio». La cultura austríaca del 1900 desarrolló un racionalismo lúcido, a menudo irónico y corrosivo, que desconfiaba de las especulaciones metafísicas y de todo énfasis idealista, pero, lejos de una indiferencia moral, proclamó una mayor autenticidad ética y profetizó el surgimiento de una nueva era de rigor clarividente con su desdén por los discursos complacidos y sin exigencia. Esa mezcla compleja y original de entusiasmo modernista y de pesimismo angustiado, de gusto por la ciencia y de profundización moral, caracterizó una gran parte de la élite austríaca cultivada de principios de siglo, poniendo de manifiesto lo que recordaba Meinecke: un nuevo y más profundo interés por po r lo genuino y verdadero y un nuevo sentido para el carácter fragmentario y problemático de la vida moderna. Como fundamento y culminación del nuevo resurgir de los valores vitales, el problema más hondo que se plantea el pensamiento y el arte de la cultura vienesa finisecular es de índole metafísica, por no decir claramente religiosa, que, a su vez, torna problemático el propio núcleo del pensar y del lenguaje artístico. En este campo, como en tantos otros, el modernismo filosófico y artístico del fin de siglo enlazó con el Romanticismo, como éste había enlazado, a través del Iluminismo del siglo xvín, con la melancolía religiosa del gran siglo barroco y el sincretismo renovador del Renacimiento florentino. Pero, a diferencia de las sensibilidades anteriores, el «neorromanticismo» del 1900 fue romántico en una época nada «romántica» dominada por el positivismo y el materialismo. Se
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trata de un romanticismo religioso nuevo, cuyo eco todavía oyen autores como Dorfles o Habermas cuando se refieren a los actuales hermeneutas receptivos al mito y al que Rafael Argullol identifica con un «retorno a los brujos», propio de nuestros días, consistente en salir de las ruinas de la arquitectura de la razón y, sin ignorar su grandeza, aventurarse en nuevas-viejas búsquedas que reaproximen al hombre a su enigma. Fue ese enigma del destino humano, ese misterio de la vida concreta de cada uno abocada a la muerte, a tanta muerte, el que imprimió a los defensores de la vida de hace un siglo su singular sello de religiosidad como «grito del mundo». La religión que ellos expresaban era una religación, un reanudar el vínculo roto entre lo divino y lo humano mediante una gnosis, un saber, de salvación. Pero esa sabiduría sólo se podría alcanzar mediante un doloroso viaje de retorno a la patria perdida. Narrar ese viaje, describir sus avatares, sus peligros y sus sombras, descubrir el paisaje y el rostro primordiales del alma errante, fue la tarea del pensamiento y el arte, como lo había sido para místicos y artistas del pasado, testigos y profetas del Paraíso perdido y reencontrado. La obra musical de Gustav Mahler se inscribe de lleno y de forma paradigmática en este clima espiritual cuyo centro profundo es la religación trascendente. Su biografía se halla incorporada a su arte porque éste es su viaje de retorno a la trascendencia que la hizo posible. Arte y conciencia del sí mismo son un solo proceso autobiográfico que se inicia con los orígenes ancestrales de su estirpe judía y que se prolonga a través de toda interpretación, posterior, musical o literaria, de su obra, pues en esa inmortalidad segura reside la perpetua reflexión del espíritu de Mahler, siempre abierto a un saber de salvación mayor, siempre en ascenso compartido con esa humanidad a la cual dedicó desde el principio su canción del retorno.
Los años de aprendizaje del joven Mahler Gustav Mahler nació en Kalist, una ciudad puramente checa del sur de Bohemia, y su infancia transcurrió en Iglau, población de lengua alemana en la frontera oeste de Moravia. La minoría judía, dedicada preferentemente al comercio entre los granjeros checos y los núcleos urbanos germanizados, constituía un grupo mercurial de intermediarios conciliadores en medio de la tensión étnica y nacionalista. Los judíos hablaban el checo para entenderse con los campesinos y conocían el alemán porque era la lengua del Imperio, la lengua del poder vienes. Los judíos checos eran, a su vez, fruto de un mestizaje de sangres, ya que antiguas migraciones, provocadas por Catalina II, aportaron estirpes desde Rusia, Polonia y Letonia. Por otro lado, desde la represión de la herejía husita, algunos checos se asimilaron a los judíos antes que hacerse católicos. Con todo, su condición étnica les impuso desde la Edad Media una vida estable en ghettos, con un habitat minúsculo y sin higiene, que condujo a un largo proceso de degeneración física por miseria y enfermedad y a una mortalidad precoz. Los judíos no podían escoger residencia ni profesión. Hasta 1848 no se derogó la ley que obligaba a no contraer matrimonio, excepto el hijo mayor de cada familia nuclear. Quienes vivían en el campo no pudieron poseer tierras hasta 1867. Dentro de la cuota de familias judías «legales», había que esperar la muerte de su jefe para, mediante compra de los funcionarios, ocupar su puesto. Sólo la legalidad familiar permitía circular libremente. La abundancia de hijos naturales fomentaba la emigración y el desarraigo. Era como una orfandad errante. La marginación social acompañaba al tradicional recelo hacia un pueblo considerado deicida, sobre el cual recaían las fantasías del temor popular. Muy cerca de Kalist estaba Polna, donde, en el siglo xvm, un judío fue acusado de «asesinato ritual» de un niño cristiano. El educación. padre de Mahler, Bernard, comerciaba alcoholes y quiso siempre y en En su juventud y durante losenviajes tocaba el violín o leíaprogresar mientras socialmente conducía el vehículo. Le llamaban «el sabio de la carreta». Más tarde regentó una taberna y celebró un 19
matrimonio de razón con María, una joven tímida y delicada, diez años menor que él y que amaba a otro. Su marido la llamaba burlonamente «la duquesa» y la trataba con aspereza autoritaria. Según Gustav, sus padres eran «el agua y el fuego». María fue descrita por un sobrino como «mujer excepcional, un ser angélico, llena de sabiduría y comprensión, culta, de ojos azules y bondadosos. Tenía algo cautivador en la voz que alejaba del mundo. Su presencia física y su personalidad irradiaban y atraían como por magia». Era una mater ¿olorosa. Vivió un perpetuo embarazo desde los veintiún años hasta los cuarenta y dos. De sus catorce hijos vio morir a nueve, siete de los cuales tenían menos de dos años. Bernard Mahler fue un tirano doméstico, siempre sombrío y difícil de satisfacer. Arbitrario y chinchorrero, pero siempre dispuesto a educar. Cuando se convirtió en ciudadano y acomodado burgués, llegó a ser un personaje local, bien considerado por la comunidad judía, aunque era algo libertino con la criadas y su trato no era cómodo. Abrió sucursales y el comercio de alcohol le permitió convertir la primitiva taberna en un respetable café. En su casa creó una amplia biblioteca. En su hogar «se leía». El hermano mayor de Gustav Mahler murió de accidente al año de vida. El fue el segundo de los hijos y antes de los quince años asistió a la muerte de seis hermanos. La que mayor huella dejaría en su memoria fue la de Ernst, un año más joven que él y todo el día a su servicio, que Gustav recompensaba tocando el piano. Ernst murió de pericarditis a los trece años y durante meses su hermano mayor le acompañó junto al lecho inventando historias sin cesar. Fue, sin duda, su pérdida más cruel. De sus hermanos menores que llegaron a adultos, Leopoldine murió de meningitis a los veintiséis años, ya casada y con dos hijos; Alois emigró a América en 1907 y desapareció sin dejar apenas rastro; Otto, que era músico, se suicidó a la edad de veintidós y Justine, ama de casa de los hermanos Mahler hasta la boda de Gustav con Alma Schindler, fue asesinada por los nazis en 1938. La lengua natal de Gustav Mahler fue el checo. Sus primeros conocimientos fueron el folklore bohemio, los cantos eslavos y las leyendas tradicionales alemanas. La nodriza de unos niños amigos le narró Das klagende Lied, que sería con el tiempo su opera prima completa y publicable. Iglau era una población musical desde el siglo xvi. Allí estudiaron Stamitz, el fundador de la escuela de Mannheim, y también Dussek y Smetana. Además de la música académica, la población de Iglau compartía y celebraba la de los Böhmische Musikanten, músicos bohemios itinerantes; la de las bandas militares, con su toque vespertino de oración y sus marchas (Gustav siguió una vez, a los cuatro años y con su acordeón, una de esas bandas) y las danzas de boda, en las que, como en los entierros, destacaban los típicos instrumentos checos de viento. en Enlos lasque aldeas cercanas pudo niño Mahler los zaloby sonrientes el instrumental debíaoír darelimpresión de gemir y llorar.(«lamentos»), ländlers Gustav fue un niño nervioso, algo insolente y, a ratos, insoportable. Un profesor le llamó «mercurio». Era la víctima propiciatoria, junto con su madre, de las reprimendas paternas. Si bien era tiránico (a los ocho años daba clases de piano y trataba ya con rigor a sus alumnos), también sabía ser paciente, compasivo y caritativo. Pero su rasgo más sobresaliente eran las ausencias, la ensoñación, sus fugas hacia la lectura insaciable, a menudo prohibida. Subido al techo del granero, allí se estaba leyendo y leyendo durante horas hasta que le tapiaron la ventana por donde salía. Tal vez fue entonces cuando aprendió a representar historias o novelas ante pequeños públicos con las ventanas cerradas, creando así una atmósfera misteriosa y solemne. Sus estudios más precoces fueron de piano. El primer concierto lo dio a los seis años y a esa edad compuso su primera obra, cuyo título parece resumir uno de los caracteres más originales de su música: Polka con introducción de marcha fúnebre. A los ocho, el consejo que daba para componer era tocar al piano en todo cuanto leAlemán, pasase aedificado uno por la y, después, con ello. Respecto a sus estudios el Instituto porcabeza los jesuítas detrás trabajar de la iglesia de San Ignacio, las mejores notas del niño Mahler a los nueve años fueron en religión judía y 20
gimnasia. Sus actividades físicas preferidas eran el remo y la natación, vías de escape para compensar su nerviosa preocupación por las notas escolares. Sufría tanto en su espera que se decía: «Cuando seas mayor y tu impaciencia vuelva intolerable la espera de algo ardientemente deseado, acuérdate de este día y dite: "Aquel momento pasó y, asimismo, todo momento penoso tendrá un fin."» Esta impaciencia, sin embargo, era compatible con una pasividad soñadora. Un día, su padre lo llevó consigo de paseo y al tener que volver a casa por algún olvido se olvidó a su vez de su hijo durante varias horas. Vuelto al bosque en su busca, lo encontró en el mismo lugar donde quedara, abstraído y paciente. El Gustav niño estuvo presente en la vida posterior de Mahler y en toda su obra. Como reconocería en una ocasión, «los hechos vividos, las experiencias interiores y exteriores de la infancia han dado a mi vida futura su forma y su contenido». Y en una entrevista, publicada en Nueva York poco antes de su muerte, afirma: «Lo que sucede en la infancia deja una impresión indeleble. En música, las canciones que un niño asimila determinarán su humanidad musical. La música que los maestros asimilan en su infancia forma la textura de su desarrollo musical maduro. La música es absorbida y llega a formar parte de la persona. He oído quejarse a menudo a compositores, que buscan la individualidad por encima de todo, de haber escuchado demasiada música de otros compositores, temiendo que se vea afectada su originalidad. También evitan escuchar canciones callejeras o populares, por la misma razón. ¡Qué inmensa tontería!» Cuando Mahler llega a Viena hacia los quince años para proseguir sus estudios musicales comienza a experimentar dudas sobre su propia originalidad. Teme las ideas «venidas de otras fuentes» como si estuviera embargado por su capacidad de asimilación de toda música. Por otra parte, surge en él una preocupación que no le abandonará nunca: la dificultad para concluir sus obras. ¿Acaso la música, en su infinitud, puede cortarse en fragmentos acabados? Mahler dirá respecto a su producción artística: «Así como existe una evolución en mi vida física, así se da una continuidad ininterrumpida en mis obras.» Los primeros años en Viena, como los de todo adolescente, sirven para descubrir la dureza de la vida social. Joven judío venido de Bohemia. Penuria económica y un futuro profesional inseguro. Le cuesta adaptar su temperamento a las exigencias de una ciudad de rostro cortés, humor conciliante y costumbres fáciles, que oculta pasiones violentas y secretas; cuya tolerancia nace del escepticismo; cuyo gusto por la tertulia en cafés y clubs democráticos a menudo está al servicio de la intriga y la murmuración y en la que el hedonismo jubiloso no logra esconder un pesimismo derrotista. Es una Viena donde se citan razas, pueblos, culturas y genios muy diversos; donde lo cosmopolita excluye de lo opereta provinciano y en ladonde su asiento el tradicionalismo más conservador, no un ejército que desde batallatienen de Sadowa en 1866 ha dejado en manos de Prusia el liderazgo germánico, y un sistema político que es la negación de todo sistema con su alternancia de absolutismo y liberalismo, centralismo y autonomismo, burocracia imperial y dispersión de poderes: en donde represión y libertad coexisten y la democracia en el sufragio no llegará hasta 1907. El joven Mahler, a juicio de quienes le trataron por aquel entonces, conserva las virtudes y defectos de su infancia. Se le consideraba tiránico, reservado, excéntrico, consciente de su valía pero, asimismo, paciente y de buen corazón; incluso limosnero aunque pasara hambre. En carta a un amigo escribe: «La suprema alegría de vivir y el deseo de muerte más desgarrador reinan alternativamente en mi corazón.» Acaba de sufrir su primer amor adulto, una alumna de piano, en Iglau, durante el verano de 1879: Josephine Poisl. Rechazado por el padre de ésta, su dócil hija no tardará en contraer matrimonio con un hombre mayor para llevar la consabida existencia de una burguesa de provincias. Quizá no supo nunca que su decisión inspiró a Mahler lo mejor de sus primeras obras.
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Hacia los veinte años, Mahler se incorpora al círculo socialista y wagneriano que dirige Engelbert Pernerstorfer. El liberalismo germánico decepciona a la juventud más inquieta. Schopenhauer, Nietzsche y Wagner son los maitresa-penser de la nueva generación. Nadie como el mago de Beiruth para entusiasmar con su música y sus escritos a una juventud confusa aún en sus ideales de renovación filosófica y estética, parejos a sus inquietudes democráticas y sociales. Entre los nuevos amigos de Mahler figura, de modo decisivo, Siegfried Lipiner, judío como él y discípulo del filósofo Fechner, cuyas obras de psicofísica, basadas en una atrevida concepción metafísico-poética del mundo, influyeron más tarde en el futuro compositor. Lipiner, casi adolescente, había sido amigo personal de Nietzsche, Rhode y Wagner. A los veinte años publicó un drama, Prometeo liberado, y dos años más tarde pronunció una revolucionaria conferencia: «Sobre los elementos de una renovación de las ideas religiosas en el presente.» Lipiner se convirtió conv irtió en el mentor intelectual de Mahler. Le sugirió múltiples lecturas y, sobre todo, hizo de él para siempre un discípulo de su Prometeo. Para Lipiner, la religión es todo aquello que trasciende la realidad en cuanto ésta no expresa más que el mundo conceptual cotidiano de la humanidad. La religión es una experiencia emocional o trascendental. El hombre, a través de su subjetividad, ha de llegar a ser un ser completo, indivisible. Todos los elementos de su naturaleza están unidos y aspiran a una expresión unificada. Quien adquiere conciencia no puede menos que volverse hacia «sentimientos religiosos y artísticos». En ese sentido, el declive de las religiones es algo positivo: revela una tendencia profunda a aceptar el mito «como presentación de lo que trasciende la realidad». La tragedia (Nietzsche) es lo único que permite dicha trascendencia. Por el sufrimiento trágico, el hombre se libera de su individualidad pasajera y logra unirse con la naturaleza. Se llega así al verdadero panteísmo, aprehendiendo la naturaleza desde su interior y convirtiéndonos en Pan, el Todo-Uno, para alcanzar luego lo divino (theos). El ideal humano es un segundo Renacimiento que disipa el crepúsculo nebuloso y perplejo de nuestra época. Hemos de transformarnos y transformar el mundo mediante una terapia estético-religiosa. En el drama sobre Prometeo, Lipiner sintetiza su pensamiento. Prometeo ha acabado con Dios y es libre, pero el mundo se deshumaniza. Desde las cumbres de la libertad el hombre se precipita en el abismo de todas las pasiones. Sólo el dolor podrá salvarle. Cristo se le revela al Titán. Se unirán así la libertad de espíritu prometeica y la humildad ante lo divino: el espíritu que reina sobre el universo. La historia vive su redención última. Todo se resuelve en un canto universal del Todo, que es Uno. En definitiva, del dolor de la falta nace el Acto verdadero. «El dolor del mundo es la fuente de la alegría de vivir.» El otro gran mentor de Mahler dentro círculo wagneriano Víctor Adler, entre también fundador del socialismo austríaco y eldel dirigente político de fue mayor prestigio la judío, clase trabajadora. La amistad y el apoyo mutuo entre estos dos hombres fue constante a lo largo de sus vidas. De Adler aprendió Mahler la acción reformadora como vía posibilista y eficaz de ir construyendo la comunidad cultural y social al servicio de los individuos, particularmente los excluidos históricamente por la organización clasista de la sociedad. El socialismo sería, en último término, la creación de unas condiciones vitales que impidan la alienación de las personas y hagan del individuo un ser completo. La cultura debe abrirse al proletariado y el arte tiene una misión social de humanización y de integración comunitaria; es un servicio público más allá del interés decorativo o recreativo al que lo había reducido la burguesía insolidaria y acaparadora. Adler organizaría los primeros desfiles obreros por el Prater de Viena, el Primero de Mayo y, junto a sus actividades políticas, fundó diversos servicios culturales para trabajadores. Mahler, durante su década de director de la Ópera Imperial, tuvo ocasión de poner a prueba la capacidad del sistema de aceptar sus reformas hasta que las intrigas le obligaron a dimitir de su cargo en 1907.
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Si bien Mahler, por dedicarse enteramente a la música, no compartió con muchos de sus admirados contemporáneos el cultivo simultáneo de múltiples parcelas del saber y de la investigación, propio del neohumanismo renacentista de aquellos años en el mundo germánico, no por eso dejó de coincidir con ellos en su interés universal por las principales cuestiones que a todos preocupaban. En el catálogo de lecturas de Mahler hubo sitio desde muy pronto, no sólo para la poesía y el relato —que desde niño le habían cautivado—, sino también para la filosofía, la religión y la ciencia de su tiempo. Sus poetas eran, amén de la poesía medieval y barroca alemanas, Hölderlin, Novalis, Eichendorff y Rückert. Entre las novelas y cuentos, sus obras predilectas fueron las de Cervantes, Sterne, Hoffmann, Jean-Paul Richter, Shiller, Goethe, los hermanos Grimm y Balzac, los rusos Dostoievski y Tolstoi, más los relatos medievales de Tristan y Parsifal, sobre los que Wagner construiría dos de sus principales dramas musicales. El teatro griego, Shakespeare, Racine, Calderón y Grillparzer le serían de gran ayuda en su tarea de director de óperas. En filosofía, sus lecturas abarcaron desde Platón a Hartmann y Fechner, pasando por Giordano Bruno, Spinoza, Dante, Schopenhauer y Nietzsche. De las religiones antiguas conocía el zendavesta, el taoísmo y la griega. La mística alemana (Böhme, Silesius) le confirmaría muchas de sus intuiciones. En el campo científico le apasionaba especialmente la física, la biología y la astronomía, así como la vida de los animales, a los que siempre amó. Sin duda, Gustav Mahler no es un compositor «ingenuo». Su inspiración responde a una sensibilidad histórica y cultural que comparte con plena conciencia de ello y se nutre de un amplísimo bagaje de interrogantes y respuestas. Pocos músicos han contado con un acervo intelectual tan completo y, sobre todo, tan profundo y selecto, exento de vanidades eruditas y curiosidad superficial. Aunque la obra completa de Mahler y cada una de sus sinfonías evocan a menudo una vasta biblioteca de variadísimos volúmenes en donde podemos hallar todo o casi todo lo que al ser humano interesa o preocupa, nada más lejos de un enciclopedismo obsesivo que aspira a dominar el mundo mu ndo sabiéndolo todo sobre él. Mahler aspira a algo más sencillo y más grave. Mahler, como cualquier hombre o mujer, busca un saber de salvación, quiere contestarse a las preguntas radicales sobre la vida y la muerte, sobre el origen y el destino de su humanidad. La obra musical es para él ese diálogo interior, hecho de preguntas y respuestas, que constituye la misma tarea filosófica. Pero no la que pasa por mera elucubración intelectual, sino la que expresa la propia vivencia angustiada y esperanzada de toda una vida, de todo un viaje hacia la muerte y hacia un más allá de ella, una misteriosa pervivencia inmortal que poco a poco se irá revelando como una dimensión eterna que la vida oculta pero que es justamente la que le otorga suLa animación, su alma. obra musical de Gustav Mahler, desplegada a lo largo de treinta y tres años, alegoriza el viaje de su inconsciente en busca de la inmortalidad, aquella planta que en la primera epopeya conocida, el poema babilónico Gilgamesh, el héroe arranca del fondo de las aguas para después perderla al serle robada por una serpiente. El periplo del compositor bien puede interpretarse como el relato actualizado de un mito constante de la humanidad, intensamente vivido durante la crisis espiritual y cultural del fin de siglo. Similar a las sinfonías del finés Sibelius, las cuales parten de un pequeño núcleo temático y van creciendo a partir de él de modo orgánico como una planta, la obra completa de Mahler arranca de un primer grupo de composiciones juveniles en el que ya está configurado en embrión todo su desarrollo posterior. Puede afirmarse que en ella, unitaria y única, ocurre lo mismo que en Wagner o, en el campo literario, con Marcel Proust. Se trata de una extensa narración dramática cuyos capítulos corresponden a las etapas del viaje personal del compositor; un viaje mítico sí en y, su porcaso tanto, alegórico y simbólico, del viaje humano universal y de la cultura históricaenque representa.
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La etapa inicial del viaje iniciático de Mahler constituye, pues, por así decirlo, el preludio temático y formal de la vasta sinfonía de su vida y de su obra, autobiográficamente inseparables. Es la etapa fundacional de una existencia creadora en la que el valor dominante es, coherentemente, la Vida, con todo su despliegue, lógico y dramático, replegado y en estado de latencia. La vida se nos aparecerá grávida del deseo amoroso y del afán de inmortalidad; del amor que busca su eternidad sublimándose en la obra de arte; del arte que canta el retorno a la fuente de vida eterna a través del viaje del alma a su propio centro. Mahler hereda del romanticismo alemán la identificación cósmica y mística de la vida humana individual con la naturaleza física del universo, la cual, a su vez, tiende a identificarse con la divinidad o, en todo caso, constituye el lazo sensible entre esta última y el ser humano. La Vida es la sagrada acción de lo divino en el Cosmos mediante la constante renovación de la naturaleza, simbolizada por la Primavera, que es, y así lo indica su mismo nombre, la realidad primordial que produce terror, perplejidad y amor como la naturaleza, como la oscura y deslumbrante divinidad. La Primavera se halla en el centro del mundo simbólico de Mahler y las referencias a ella son prácticamente constantes, ya sea de modo explícito o implícito, desde obras de juventud inacabadas (Rübezahl) o fragmentarias (Es fiel ein Reif im Frühlingsnacht) hasta la testamentaria Das Lied von der Erde. La primavera, concebida como naturaleza eternamente renovada, no se confunde con un panteísmo materialista de «eterno retorno», aunque pueda parecer así desde una perspectiva de resignación conformista que vea en la renovación anual de la naturaleza el único consuelo para la muerte —definitiva— del individuo. Por el contrario, la primavera puede consolar tan sólo a quien vea en ella el símbolo, no de un eterno retorno, sino del retorno de lo eterno al ser humano o, mejor dicho, del posible sí de éste a la presencia de aquél: retorno del ser a lo eterno. La auténtica primavera no representa la brillante, fugaz e ilusoria condición natural de la vida, sino la negación permanente de la mortalidad, el rostro natural de lo inmortal. He ahí su realidad y su verdad primordiales. El primer lied de Mahler, con versos dedicados a Josephine Poisl, nos habla de un «soñador en pleno día», cuyas «angustias sin límite» en sus «mudos vagabundeos por los bosques primaverales» contrastan con la mirada amiga del sol. Pero «ningún sol me calienta y ningún cielo me consuela. No obstante, ¡amo tanto la primavera! ¡Ah, ella, la única que alegra mi vista, hace tiempo que se retrasa, lejos de aquí!». Este carácter animador de la primavera, que la equipara con el impulso vital y el puro nacer o renacer, aparece claramente descrito en otra canción coetánea, Despertar primaveral: Llama ventana ¿Qué el árbol del soñando? tilo. ¡Arriba,a la levántate! haces El sol ya ha salido, la alondra despierta, los arbustos ondean, las abejas e insectos zumban y he visto también a tu amor vivaracho. ¡Arriba, dormilón, arriba, arriba!
Jean-Paul Richter, el novelista admirado por Mahler, dijo de la alondra: «Cantas, por tanto, vuelas.» Y Bachelard confirma el carácter vertical del canto y la claridad que hace vibrar nuestro ser con el saludo matutino de esta ave. La alondra sería un mundo despierto que en uno de sus puntos canta: síntesis pura del ser y el devenir, del canto y del vuelo. Su canción, dijo Michelet, «parece el júbilo de un espíritu invisible que deseara consolar la tierra». Por otro lado, el tilo es un árbol femenino que evoca un dulce, fiel y eterno amor. Ese amor que en los versos de Richard Leander, Mahler,aesvivir un amor vivaracho, vital, juvenil, alegre, que obliga a despertar del sueñocantados nocturnopor y empezar bajo la luz del sol.
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La frase musical que enlaza el amor con el despertar reaparecerá muy pronto en la cantata Das klagende Lied, asociada a la suerte del hermano asesinado mientras dormía y, al final de la vida de Mahler, en el quinto lied de La canción de la Tierra, «El borrachín en primavera», donde se niega el despertar primaveral porque tampoco éste deja de ser un sueño. La verdadera primavera, por tanto, no es para Mahler el ineluctable resurgir de la naturaleza, sino lo contrario de la muerte y de la ensoñación suicida. Como la misma vida y su sinónimo, el amor. Ya en una de sus primeras óperas inconclusas de juventud, Rübezahl, Mahler contraponía el mero retorno de la primavera cantado por Ratibor, el amante de Emma, princesa raptada por el rey de los Espíritus de la Montaña, al retorno de éste, señor de un reino infernal que, al ser abandonado por la joven en aras de su matrimonio con Ratibor, canta así su despecho: «El hombre tiene un corazón mezquino. He querido darte la inmortalidad, la virtud. Has escogido la suerte lamentable de los humanos. Adiós. Sé feliz en tu infortunio.» Los últimos versos del canto del señor del Hades, Rübezahl, prefiguran el «Adiós» de Das Lied von der Erde: El hombre tiene el corazón tenebroso y mezquino. El espíritu es tan claro como el sol e irradia vida eterna. La joven naturaleza, la Koré del Hades de las cumbres, no hallará su verdadera felicidad en el amor humano porque la naturaleza es tan ilusoria como el amor si abandona las alturas sublimes. La naturaleza puede ser, incluso, el reino del espanto y de la pasión amorosa que lleva al fratricidio, como Mahler afirmará inmediatamente en el Das klagende Lied compuesto a los veinte años. Pero, sin duda, el «verde mayo» del lied «Hans und Grete» es el tiempo de «buscar el amor» y de encontrarlo, porque la primavera es lo contrario de la pena, aunque no sea su consuelo definitivo. En sus poemas a un nuevo amor frustrado, Johanna Richter, el joven músico de veinticuatro años confiesa que Debo errar más lejos, más allá de toda belleza, ah, sobre esta tierra, ay, tan verde, tan verde. Y en recuerdo del matrimonio de Josephine Poisl, el primero de los Lieder eines fahrenden Gesellen nos dirá: ¡Dulce pajarillo, tú cantas en la verde campiña! Ah, ¿por qué ha de ser el mundo tan bello? ¡No cantes más! ¡No florezcáis más! ¡La primavera se acabó! ¡Ya no volverán las canciones!
La primavera no es inmortal. Se acaba, y con ella el canto, aunque persista la belleza del mundo, si se ha perdido el amor, si el amor no le da vida a la vida. La naturaleza no puede equipararse, pues, a ella. ¿Dónde podremos hallarla? En su tercer poema a Johanna Richter, Mahler nos habla de la suya, incipiente, de esta manera: Grave es la vida humana. He visto en sueños mi pobre vida muda —una altiva chispa surgida de la forja—. Apenas ha alcanzado la existencia ardiente y ya debe —lo he visto— perderse en el Todo. (Me he despertado, riendo y llorando, embargado por una nostalgia inmensa.)
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Para el bisoño poeta, la vida es una «altiva chispa surgida de la forja». Como vio en su sueño («Vi el mundo despojado de toda apariencia»), de un formidable océano de llamas surgían chispas innumerables que se elevaban en el aire para acabar disolviéndose en la nada y, sin fin, «nacían y desaparecían». Esta conciencia de la fugacidad de la vida es el «horror más secreto del ser» al proclamar el «origen de todas las cosas». Mahler quiere morir, pero... Pero no, ¡no morir, no perecer! ¿No ser ya más? ¡Oh, Dios del cielo, vivir, vivir!... Comprendí. tú, «llenaAún de oigo gracia». Te inclinaste,Eras compasiva. tus palabras. Un gran pájaro blanco como la nieve hizo temblar el aire sobre mí. Y vi un ángel de gracia. Lo conocía muy bien.
Este amor a la vida («¡Vivir, vivir!») sólo lo sustenta una mujer «llena de gracia», cuyo rostro conserva la memoria nostálgica y que es mensajera de un destino al cual cond conduce uce un viaje oscuro sin más guía que esa misma mujer, ángel y estrella. ¡Qué mundo tan extraño! Tantas estrellas como brillan en la noche y sólo una le corresponde a cada hombre. Ah, ¿cuál será la que brilla allí arriba para mí?
Cabría pensar aquí que Mahler, tan joven, sueña en hallar su «alma gemela», la prometida por los dioses, el amor nupcial que vence a la muerte, ese «anillo caído en la noche primaveral» del poema de Heine y al que puso parcialmente música unos años antes. Pero el poema describe las dos flores azules cuyos tallos enlazados crecen sobre la tumba de los amantes —así Tristán e Isolda— simbolizando la unión mortal. Este eros tanático es el tema del lied «Serenata», texto de Lenau, sobre el Don Juan de Tirso: Si para gozar tus favores he de morir, mi vida ha durado demasiado, ¡que se agote en un santiamén!
Pero en el lied siguiente, «Fantasía de Don Juan», también de Lenau, la joven pescadora que no atrapaba peces, pero sí corazones, «no sentía penas de amor en el corazón». La mujer es ingrata como la Emma de Rübezahl, como la novia casada con otro de los Lieder eines fahrenden Gesellen y la reina altiva que induce al fratricidio en Das klagende Lied. Esta ambivalencia de lo femenino —estrella que guía hacia la vida pero que abandona al viajero en su oscuridad— convierte a la mujer en encarnación suprema del más doloroso enigma que amenaza al vivir. En el quinto de los poemas a Johanna, Mahler escribe: La esfinge mira fijamente y amenaza con sus enigmas y sus ojos grises permanecen silenciosos. Ni una palabra redentora ni un rayo de luz. No obstante, si no encuentro la respuesta lo pagaré con la vida.
Esta precoz misoginia de Mahler es, sin duda, fruto de unos encuentros con lo femenino entre los cuales sólo la figura materna parece salvarse de la ambigüedad enigmática. Efectivamente, con la vida pagó el Gustav adulto no hallar respuesta a la mirada fija de su esfinge más amada,
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Alma Schindler. Desde su juventud, Mahler, pese a sus amores y amoríos prematrimoniales, ha optado ya inconscientemente por una amada, por una reina y señora de su adoración que nunca le abandone, que no se le pueda morir. A ella va dedicado en realidad el último de los poemas de 1884 a la esquiva Johanna Richter: Hay una graciosa reina a la que decido servir en silencio con toda lealtad, no por riquezas ni por orgullo de ser leal, ni por la recompensa de su amor, ni por gloria ni honor. Tan sólo aspiro a contemplarla de lejos y oculto, como cuando en la noche profunda se elevan los ojos hacia una estrella. Quiero, como un centinela, permanecer ahí, bien lejos y mudo, y, al verla pasar, presentarle armas en el acto.
¿Acaso podía Mahler encontrar palabras mejores para declararle su amor y su fidelidad a la música? Si la vida pide inmortalidad y sólo el amor puede darla, no es la naturaleza, una y otra vez primaveral, ni la mujer, su fruto más hermoso, quienes salvarán la vida del olvido, sino la muda y oculta contemplación de esa estrella que brilla en la noche profunda de la humanidad. Sus centinelas más fieles la hana ascender confundido el hasta brillosuque ilumina armas. Su lejanía, por el contrario, lesnunca ha incitado porcon la luz fuente en unsus viaje heroico rodeado de sombras. Ese ascender es arte y sufrimiento como si fuese vida. Para el artista Mahler no habrá otro arte de vivir que el arte. Ésa es la lección mejor aprendida de sus años de aprendizaje. Hasta que descubra, como preludio de su propia muerte, que esa vida en el arte ha sido una «vida de papel».
La canción del lamento De los años de aprendizaje del joven Mahler no es sólo la frustración amorosa la gran maestra de su vida, sino la muerte y el sufrimiento humano, compañeros inseparables desde la infancia. Das klagende Lied, su primera obra completa, contiene en agraz los principales leitmotivs de toda su obra posterior. En esa cantata está ya todo Mahler. No es ajeno a esa «totalidad» el carácter mítico, radicalmente trágico, de—lo la narración forma musical pues una las constantes mahlerianas más conocidas fúnebre y ylalamarcha— tienen,adoptada, entrelazadas, evidente expresión onírica: comunican el relato de un viaje de pesadilla por el reino del Urwelt psíquico. La estrella celeste que atrae al artista Mahler brilla de dolor, enterrada como un tesoro ambiguo, en el fondo del inconsciente humano. El viaje de búsqueda caracteriza ya las primeras composiciones musicales adolescentes, como la ópera inacabada Los argonautas, basada en la segunda pieza de la trilogía de Grillparzer, El vellocino de oro, leyenda griega que tantas similitudes guarda con El oro del Rhin de los Nibelungos wagnerianos. Mahler compartió muy pronto con sus amigos Lipiner y Kralik la pasión por los mitos clásicos y las leyendas y sagas de de la antigua cultura alemana. Cuando Mahler preparaba el esbozo de su cantata, Kralik escribía un gran drama, Adam, al que calificó de «Tragedia humana contrapuesta a la divina (Comedia)» y en 1881 trabajaba en un «Libro de los dioses y los héroes». Kralik soñaba en una «cultura moderna fundada en los mitos del pasado», gracias a la cual se pudiera «superar la realidad», ya que, como afirmaba Lipiner, «la fantasía no es un reino para escapar de la vida, puesto que ella es la verdadera vida». 27
Una atmósfera sombría rodeaba la vida de Mahler durante la composición de Das klagende Lied. Despedido del teatro donde trabajaba, impresionado por el suicidio de una joven enamorada de él años atrás y la caída en la locura de dos amigos suyos, Mahler escribe el 1 de noviembre de 1880 a su íntimo Emil Freund: «No veo más que dolor por todas partes.» En la misma carta le comunica que ha concluido su marchenspiel, «un verdadero hijo del dolor». En los últimos días, cada vez que trabajaba en un pasaje, insignificante en apariencia, creía ver —según contó más tarde— emerger su propia imagen de un rincón oscuro, como si se tratara de su sombra. Sentía un dolor físico casi insoportable, «como si su doble buscara abrirse paso a través del muro». Entonces tenía que abandonar la habitación. Algo de ese terror sagrado sintió Mahler en ocasiones posteriores: con los Kindertotenlieder y la Sexta sinfonía. Asimismo, cuando componía el primer movimiento de la Segunda, «Resurrección», vio cómo su cuerpo yacía en un ataúd. Si hubiera que deducir la índole de cada una de las correspondencias citadas a partir del contenido literario del mensaje musical respectivo, las mismas confesiones de Mahler nos confirmarían Das klagende Lied como su inmersión en lo más profundo y primario del inconsciente colectivo, donde mora nuestra Sombra, nuestros instintos e impulsos originarios, el terror y el deseo, la vida y la muerte primordiales. Donde el mito primitivo elabora su relato con la materia ancestral. Pierre Boulez ha sabido resumir muy acertadamente lo que significa Das klagende Lied para el conjunto de la obra de Mahler: «A finales del siglo XIX, Mahler trata de reencontrar, por la ingenuidad, las fuentes mismas del romanticismo alemán: recurre al cuento, a las leyendas populares que desde Armin y Brentano han sido el hilo conductor de una cierta visión romántica [...]. Ese recurso al origen implica la nostalgia de un paraíso perdido a la vez que una ingenuidad calculada de querer reencontrar el camino hacia él [...]. Esta primera epopeya mahleriana nos hace conscientes de los desarrollos y de las implicaciones futuras. Ya está esbozada la gran novela: descifraremos sus capítulos a medida que las obras vayan llegando. Hay creadores cuyo poder nace de una fuente única y se amplifica según ciertos datos constantes.» Estas palabras de Boulez confirman un siglo más tarde lo que el propio Mahler creía de su primera obra acabada. En carta a su hermana h ermana Justi exclama: «No puedo entender cómo una obra tan extraña y potente ha podido salir de la pluma de un joven de veinte años.» Y a su amiga Natalie, trece años después: «Lo esencial es que el Mahler qu quee tú conoces se había revelado ya allí de golpe.» La música de Das klagende Lied, la «gran novela» que en ella se esboza y cuyos capítulos corresponden a las obras futuras, coincide, como Mahler solía proclamar, con su propia vida interior, con un viaje por el bosque en busca de la roja flor altiva de la inmortalidad. Viaje que se klagende hará inequívocamente explícito en propio los Lieder einesnarra fahrenden Gesellen. Das Lied, cuyo libreto es del Mahler, una antigua leyenda alemana que, de niño, le había impresionado mucho. La halló más tarde en una colección de cuentos de hadas de Ludwig Bechstein, pero en la versión de este recopilador los protagonistas son dos hermanos de distinto sexo y Mahler optó por el relato similar de los Grimm, El hueso que canta, en el que ambos son varones. Sin embargo, Mahler asignó una voz femenina y, en todo caso, infantil, al hermano víctima del fratricidio y al hueso cantor que con su canto habrá de denunciarlo (Klagend). La leyenda y el texto mahleriano nos cuentan que había una vez una reina altiva, hermosa en desmesura, cuyos favores no lograba ningún caballero, pues a todos despreciaba. En el bosque crecía una flor roja tan bella como la reina: «El caballero que la encuentre será su esposo.» Dos hermanos penetraron en el bosque para buscar la flor. Uno era hermoso y delicado y el otro no hacía más que blasfemar. El más joven se adentró por el bosque profundo y pronto halló la roja flor altiva. La puso en su sombrero y se echó a dormir. El otro anduvo errante por una agreste quebrada y buscó en vano. Al anochecer encontró a su hermano dormido junto a un sauce verde y lo mató. Un bardo hizo un caramillo con el hueso brillante del hermano asesinado y surgió de 28
él un bello y triste canto de la horrible historia. En las bodas de la reina altiva el bardo hará sonar el hueso cantor y el asesino oirá a su propio hermano que amargamente le recrimina su muerte: «Oh, hermano, mi buen hermano, tú fuiste quien me mató. Ahora que mi hueso canta seré tu acusador eternamente. ¿Por qué entregaste a la Muerte mi joven vida?» La reina cae desvanecida. Caballeros y damas huyen despavoridos. Las antiguas murallas se derrumban. Las luces de la gran sala se apagan. «¿Qué queda de la fiesta nupcial? ¡Oh, dolor!» En la simbología universal, con la que ha trabajado la psicología profunda, el bosque es una clara alegoría del inconsciente: lugar de peligros, pero también de descubrimientos. Es un estado del alma y el antecedente ancestral «donde uno se pierde». El bosque medieval es todo un universo simbólico y un laberinto iniciático. La estancia en el bosque hace del hombre un salvaje (wald-wild), el mundo boscoso es el reino schopenhaueriano del querer ser (wille), el mundo como voluntad. En los cuentos de hadas, la flor simboliza la metempsicosis, la muerte y resurrección. Entre las flores, la rosa permite expresar todos los sentimientos, desde el ardor pasional a la compasión serena y pura. Sus cinco pétalos representan los cinco elementos que componen el universo y es el número del hombre y del destino. Penetrar en el bosque para encontrar la rosa roja altiva que exige la hermosa y altiva princesa para entregarse a un caballero alegoriza el reto de lo femenino eterno, el enigma ante el que se juega la vida el hombre y que le obliga a penetrar en la oscuridad del laberinto iniciático para hallar su destino. Sólo recuperará la memoria de la Magna Mater y el paraíso de la unión hierogámica entre el espíritu y la carne mortal quien descubra en sí mismo el reflejo especular del inalcanzable primer origen. Pero el hombre está partido. Su personalidad escindida se expresa en esos dos hermanos opuestos. Según el Zohar de la mística judía, Caín mató a Abel por el amor de la madre Eva. Para la mitología hebraica, Caín fue condenado por Dios a un hambre insaciable, a una perpetua falta de sueño y a la decepción en todos sus deseos. Los huesos de Abel no sólo se lamentan, sino que acusan eternamente a Caín. Das klagende Lied suele traducirse como «canción del lamento», pero, en lengua alemana, significa «canto fúnebre», mas también querella, denuncia o demanda judicial. En la cantata de Mahler, el hueso cantor no sólo se lamenta: acusa. La víctima es el acusador y, ante su acusación, la ciudad cainita ve derrumbarse las antiguas murallas, sus brillantes salones se apagan, Eva se desvanece. Nada queda de la hierogamia cuando es Caín quien la practica. Muerto Abel, sólo es inmortal y activo su esqueleto. Es lo inmortal quien canta en cada muerte y quien acusa y destruye el gran poder de Caín. La misma naturaleza, como la voz tonante de Yahvé en algunos salmos de David, tiembla,deselaagota y destruye, airada,una al son hueso todo acusador. Porqueyasegún el comentario bíblico Mishná, quien destruye vida,del destruye el universo, que q ue cada individuo es un microcosmos, el universo condensado. En los cuentos de hadas, los huesos y esqueletos aparecen vinculados a la idea de resurrección. Señala Eliade que el hueso representa la fuente misma de la vida, tanto humana como animal. Reducirse a la condición de esqueleto equivale a volver a entrar en el vientre de la vida primaria, es decir, una renovación completa, un renacimiento místico. En la mitología de muchas culturas cazadoras y pastoras se enseña que el hombre resucitará de sus huesos. En la cristiandad, los huesos se equiparaban a la juventud y a la fuerza, se les atribuía un poder innato y se decía que llevaban dentro la semilla de la vida. Es muy corriente en los cuentos de hadas, ha recordado J. C. Cooper, que los huesos que cantan sirvan con frecuencia como medio para delatar a un asesino y, en algunos casos, con los huesos de la persona asesinada se hace una flauta que asoma por encima de la tumba y tiene la facultad de hablar para corregir las injusticias que se han hecho con el muerto. Resulta fácil ver en Das klagende Lied una alegoría de la civilización prometeica de la Europa capitalista e imperialista, del Siglo de las Luces que ilustran, que han condenado los mitos, la 29
memoria, y entronizado una Razón altiva y cruel donde debiera seguir reinando la sofía inmemorial. El arte, el canto que surge, inmortal, de tanta muerte será el gran acusador, la voz que clama y protesta desde el hueso mismo de la vida, desde el bosque sagrado del inconsciente colectivo. La princesa altiva es el orgullo aristocrático, la separación del «espíritu» de la carne vital, como el cuchillo fratricida es el símbolo fálico y falócrata que penetra la carne y asegura la supremacía «espiritual» incluso con la muerte. Pero se trata de un espíritu diabólico. «Diablo» (diabolos) significa justamente «el que se atraviesa». Es el gran separador, lo contrario del símbolo. Desde la psicología junguiana, Caín sería la sombra de cada ser humano, el complementario machadiano «que marcha siembre contigo y suele ser tu contrario», el doble, el hermano del mismo sexo que, para Otto Rank, simboliza nuestro profundo deseo de muerte del yo, nuestro anhelo de abandonarnos a algo superior al ego, de fundirnos con el yo trascendente. El hermano representa tanto la muerte como el alma inmortal. Los dióscuros romanos viven en nosotros: uno, mortal, y el otro, inmortal. Uno ha de morir para que el otro viva eternamente. La sombra es ese hermano muerto y enterrado de nuestro yo perdido, aquel que la vida nos ha obligado a reprimir y sustituir por el yo falsario de las relaciones sociales. Pero también representa el yo enajenado, aquellos rasgos que la sociedad condena y que, al negarlos, proyectamos en los demás como sombras odiosas. La tarea fundamental del hombre de mediana edad consiste, según Jung, en restablecer el contacto con la figura del hermano, ese otro que es nuestra sombra y sin el cual seremos constantemente atormentados por la acusación. En el caso de Mahler se ha visto en Das klagende Lied la sombra de Ernest, pero a lo largo de toda su obra musical, la búsqueda incesante de la fraternidad entre los hombres responde a las secretas voces que le acusan, pese a su indiscutible preocupación y generosidad, de haberse desentendido de sus hermanos Otto y Alois y de su compañero fraternal Hugo Wolf. En el libro del Génesis, «Yahvé preguntó a Caín: ¿Dónde está Abel? Y le contestó: No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano?». Mahler se sintió siempre responsable de sus hermanos más jóvenes, pero en el caso de Otto y Alois, el desengaño recibido por su ingratitud y el despilfarro de su sacrificada ayuda económica le llevaron a un cierto distanciamiento. Alois emigró a América tras años de no saber Gustav nada de él, y Otto se disparó un tiro en el corazón. De él dijo Mahler a su amigo Fórster: «Yo tenía un hermano, también músico y compositor, un gran talento, un hombre incomparablemente más dotado que yo. Desapareció muy pronto. ¡Ay, se suicidó en la flor de la edad!...» Por lo que se refiere a Wolf, éste, en su demencia, veía en Mahler su salvador y llegó a identificarse con él creyéndose director vivió de la obsesionado Ópera de Viena. Hasta suamuerte prematura psiquiátrico, un suicidio el frustrado, por Mahler, quien culpaba deen noun haber estrenadotras su ópera El Corregidor. El biógrafo de Wolf, Ernst Decsey, al conversar con Mahler acerca de los Heder de su antiguo amigo y comprobar que sus comentarios eran tan agrios y obsesivos, extrajo la conclusión de que «¡Wolf era la herida!». Sólo al final de su vida, Mahler reconocerá su responsabilidad en otra frustración musical: la de su propia esposa Alma, a la que prohibió seguir componiendo si había de ser su mujer. Su remordimiento y su intento de reparación tuvieron todo el poder catártico de un auténtico encuentro con su sombra, con el lado sombrío de su fraternidad humana, que, sin duda, habría de redimir tanta envidia inconsciente, tanta soterrada culpabilidad. Cuando, en la Décima sinfonía, inacabada, esa conciencia de culpa le abata hasta clamar como Jesús «¡Dios mío, por qué me has abandonado!», habrá concluido todo un largo viaje espiritual que se inicia al borde del misterio más radical de la vida: ¿dónde está tu hermano?
Las canciones de un joven caminante
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En sus poemas a Johanna Richter —auténticos esbozos de los Lieder eines fahrenden Gesellen —, Mahler se ve a sí mismo como un «viajero solitario» que, pese a su juventud, se halla destrozado «tras un largo viaje» y ha tenido que «buscar largo tiempo, interrogar las estrellas, las nubes, los cuatro vientos»: ¿Ves al caminante que erra en silencio? Sobre un sendero solitario y abandonado ha perdido la ruta, nada le orienta, ninguna vendrá a iluminarle. La ruta esestrella, larga yay, lejano el ángel del Señor. Se alzan voces engañosas, seductoras, dulces. ¿Cuándo, pero cuándo, acabará mi viaje? ¿Cuándo reposará el viajero de las penas pena s del camino?
Los versos son tremendamente vulgares y manidos, a diferencia del libreto de Das klagende Lied. Mahler no ama a Johanna pese a que dice amarla intensamente. Sabemos, por la minuciosa biografía que ha escrito De La Grange, cómo el inquieto y ambicioso director musical del d el teatro de Kassel desea, aún más intensamente que a Johanna, abandonar un lugar que se le ha vuelto odioso y acercarse más a su meta final que «siempre será Viena». Por otra parte, esas «voces engañosas, seductoras, dulces» que el Ulises desorientado oye alzarse en su camino es lo único que Mahler confiesa amar en las mujeres: «Ninguna mujer podría gustarme si cantase una sola nota falsa o una sola afrase antimusical. En yunsería instante, todo sentimiento queA yo pudiera experimentar respecto ella se desvanecería reemplazado por el odio. la inversa, ¿quién no ha experimentado ante una bella voz o un talento musical auténtico un sentimiento que se parece extraordinariamente al amor?» El joven Mahler tal vez confunde el amor a una voz con el amor a la mujer, pero las voces son instrumentos al servicio de otra feminidad más alta: «Siempre es en las mujeres donde encuentro lo más grande y elevado.» La mujer no es el bien absoluto, pero en ella se encuentra el eco de ese bien, en ella resuena el alma. Y como a su vez el alma es una inmensa caja de resonancias lejanas, la dulce y seductora voz de una mujer no sólo sería engañoso confundirla con lo que siente el alma, sino que es justamente su sonido quien nos recuerda y aviva aún más la inquietud viajera hacia el origen. En ese sentido, la marcha de Mahler y la ruptura con la joven cantante de Kassel ni siquiera encontrarán su satisfacción en Viena, suprema aspiración profesional, pues «no me sentiré jamás en mi casa en ninguna parte». En lasque Canciones un joven el tópicocon romántico del amorsefrustrado y del dolor mortal producede la unión caminante, del ser amado otra persona va transformando insensiblemente en un sufrimiento de distinta índole: el contraste entre la alegría del amor humano, que simboliza el desposorio de la amada perdida, y el profundo dolor del alma; el contraste, asimismo, entre la belleza resplandeciente del mundo que resuena y la certeza del alma de que su felicidad no retornará y que jamás volverá a florecer. La pena del alma es un «ardiente cuchillo clavado en medio del pecho» que produce una herida tan profunda «que rasga por igual alegrías y dolores» y que «nunca da tregua ni reposo, ni de día ni en el sueño». Es ese sueño nocturno el que Mahler quisiera eternizar con la muerte, pues, a la luz del día, el cielo azul son los ojos azules de la amada y los campos de trigo, sus rubios cabellos. Son los ojos azules de «mi tesoro», «die zwei blauen Augen von meinen Schatz», los que han llevado al poeta a «caminar por el ancho mundo y a decir adiós a estos amados lugares». Y la pregunta surge como un rayo revelador: «Ojos azules ¿por qué me habéis mirado? A partir de ahora sólo tendré penar.» Amor y pena serán los «únicos compañeros» del caminante que ha partido en la noche silente y que en ella hubo de atravesar «die dunkle Heide», los páramos sombríos. La muerte deseada llega en forma de una lluvia de capullos de tilo que «cayeron lentamente hasta cubrirme 31
como copos de nieve y entonces olvidé el amargo dolor de mi existencia». «Todo era bueno de nuevo, todo: el amor y el penar, el mundo y el sueño.» Más allá de la anécdota amorosa, el mensaje de las Canciones del caminante tiene todo el carácter iniciático que el romanticismo había asignado a la metáfora de lo andante y que las leyendas medievales ponen claramente de manifiesto, como en el conocido ciclo artúrico y la historia del Santo Grial. Por otra parte, el bildungsroman germánico, que relata de forma novelada el proceso de aprendizaje y formación de un joven héroe, actualiza a finales del siglo xvin la senda de perfección y purificación de éste. En alemán, wanderung (viaje) guarda una similitud notable con wandelung (transformación). Y el Gessel era, en alemán antiguo, como el compagnon francés, el aprendiz de un oficio o arte, de cuyos gremios y ritos de formación surgirían comunidades esotéricas y prácticas iniciáticas. El joven viajero de Mahler es, ciertamente, un símbolo del proceso de aprendizaje a través de la noche del alma y del dunkle Heide (el mundo de las sombras, el Hades griego). Todos los héroes andantes dicen adiós a sus lugares bienamados de origen porque han sido mirados por los ojos azules de un tesoro {schatz) perdido: un u n paraíso celestial del cual fue expulsada la humanidad según el mito de un unaa Edad de Oro y el del pecado o caída del hombre, cuya nostalgia es la máxima pena de amor de éste. El joven Mahler se identifica con ese aprendiz que viaja en la noche, desciende a los infiernos de su pena de amor celestial y halla por fin su patria omnicomprensiva de la beatitud. El cuarto y último lied, «Los ojos azules de mi tesoro», es la primera marcha fúnebre de Mahler y la que mejor expresa musicalmente el sentimiento de un duelo misterioso, ya que, a diferencia, por ejemplo, de la que abre la Quinta sinfonía y en la que se reafirma la condición mortal del hombre, en este profético lied se canta la ausencia de algo querido que ha muerto para nosotros. No es casual la similitud de la melodía con la conocida de Yo tenía un cantarada, antigua canción popular alemana, recogida por Mozart en el adagio de una de sus obras postreras. La marcha fúnebre no suena por uno mismo, sino por el otro, el tesoro perdido. Se trata de una melodía desolada, resignada, soñadora y meditativa, que expresa más nostalgia que pesadumbre. Volveremos a encontrarla en los «adioses» más hondos de Mahler: en el Wunderhornlied «No volver a verse», en el último de los Kindertotenlieder y en el «Abschied» de La canción de la Tierra. La propia muerte no puede cantar por sí misma la esperanza hasta haber reparado la pérdida de aquello —lo único— que puede darnos la inmortalidad. Tras la marcha fúnebre, sin apenas cesura, como un milagro trivial y cotidiano, el viajero encuentra por primera vez el tilo, el lugar del reposo, donde el amargo sabor de la vida se olvida y donde todo, absolutamente todo, tiene sentido: el sufrimiento el amor; mundana visión del máslaallá. La melodía es ahora una canción de ycuna, casi la unarealidad navideña de pazy yla pureza como de los copos que ennievan al viajero. El arpa que indica la transición esperanzada entre lo fúnebre y el lirismo sereno del final presagia la del famoso «Adagietto», así como los finales citados de «Los muertos en flor» (Kindertoten) o Das Lied von der Erde. El tilo, con su amplia simbología de curación y de paz, tiene un precedente significativo en la música de Schubert. En el quinto lied del Viaje de invierno hallamos la contraposición al hallazgo venturoso del tilo. El viajero lo ha abandonado pese a que dio sombra a sus más dulces sueños, en su corteza grabó muchas palabras de amor y siempre acudió a él en penas y alegrías. Errante toda la noche, las ramas del tilo le susurran «Amigo, ven conmigo, en mí encontrarás descanso». Aunque el viento helado le azota y le vuela el sombrero, el viajero no vuelve sus pasos, y cuando se halla ya a muchos días de viaje de su lugar aún sigue oyendo el susurro del tilo que le recuerda «Aquí encontrarías descanso». La musicología mahleriana ha visto en las Canciones del joven caminante la precoz culminación del genio surgido en Das klagende Lied. Sobre un paisaje esencialmente trágico — la condición humana—, Mahler despliega el sonido musical como un drama operístico, un 32
drama de acción. Theodor Adorno ha destacado la técnica novelística de Mahler y el carácter de román que adquieren sus sinfonías mediante fórmulas innovadoras, como la progresión tonal, las variaciones continuas, los contrastes entre música «culta» y «popular» o entre «trascendente» y «trivial», similar al contrapunto trágico-cómico. Si todas estas técnicas evocan la fórmula novelística romántica, la viveza del dramatismo, la personificación de los instrumentos a través de un cuidadoso y sutil tratamiento del timbre (a menudo paradójico, como el viejo zaloby bohemio de su infancia) y las bruscas rupturas —casi cinematográficas— de la exposición constituyen una insólita técnica de collage musical que aproxima la obra de Mahler a la novelística posromántica. Pero, sin duda, los rasgos más originales de Mahler: la vinculación del ritmo de marcha a la historia narrada, dramatizada, y la simbiosis de la forma lied y de la sinfónica (canciones orquestadas y unidas en ciclo, sinfonías que incluyen la voz humana y temas orquestales basados en Heder anteriores), se hallan claramente prefigurados en esas Canciones del caminante, verdadero paradigma del sentido trascendental que él pretendió dar a su música. La vida es un largo viaje por el amor y el dolor. El viaje interior del hombre es la búsqueda de la paz espiritual. El arte de la música consiste en narrar ese drama, esa novela de aprendizaje y resurrección que nos enseña a conocer nuestra propia vida, pues, como escribiera Marcel Proust: «La grandeza del verdadero arte consistía en encontrar de nuevo esa realidad, lejos de la cual vivimos y que estamos en grave peligro de no llegar a conocer antes de nuestra muerte, y que es, sencillamente, nuestra vida, la verdadera vida, la vida por fin descubierta e iluminada; por tanto, la única vida realmente vivida.» Mientras Mahler vivía su furtivo amor con Marión von Weber, una dama casada de Leipzig, compuso nueve canciones con texto del Das Knaben Wunderhom (El cuerno maravilloso del zagal, antiguas canciones populares alemanas), la mayoría como obsequio a los hijos de aquélla. Tras su aparente humor musical, el texto literario y la modulación de la voz comunican una evidente frustración amarga respecto a la vida, que en estos Heder tiende a ser identificada al amor humano. Por otro lado, la vida, simbolizada una vez más por la primavera, aparece condenada a morir, incapaz de perdurar en sí misma. Sólo cabe la esperanza de una plenitud que la trascienda. Su símbolo es el ruiseñor estival. Sin embargo, el canto de esta ave no asegura la victoria sobre la vida caduca, pues la «dulce amada», el «tesoro de ojos azules», duerme un sueño mortal que, en realidad, no es otra cosa que la muda respuesta de la trascendencia a la inconstancia, al olvido o a la infidelidad de su buscador, del viajero. Y no es eso lo terrible. Lo verdaderamente terrible es que si se escucha la voz de lo alto y se deserta del mundo, el castigo es la muerte. En cualquier la inmortalidad no puede la pérdida de la vida y, de hecho, se presenta como algocaso, radicalmente condicionado por laeludir muerte. La negativa al viajero se refleja ya por primera vez en el delicioso lied «Sobre cómo lograr que obedezcan los niños malos», en el cual Mahler expresa su culpabilidad inconsciente por su intrusión en un hogar que respeta y en el que los niños se le presentan como acusadores de un falso amor vanidoso y narcisista. La sutil forma de rechazar las insinuaciones del seductor por parte de una esposa que se escuda en unos niños desobedientes, a los que q ue el caballero no podrá comprar su complicidad, nos habla de la pureza infantil incorruptible frente a la adulteración del deseo de plenitud amorosa. Esa primavera falsa que el caballero esgrime seductoramente imitando el canto del cuco (pájaro que simboliza también, al poner sus huevos en nidos ajenos, los celos envidiosos y el parasitismo, pero, sobre todo, la pereza, pues se le supone incapaz de construir por sí mismo un nido propio), es una parodia utilitaria y egoísta de la auténtica búsqueda de la plenitud vital y amorosa. No es más que un atajo, indigno y falso, que la propia infancia espiritual rechaza. En el segundo lied, «Caminé alegre por un verde bosque», Mahler canta el encuentro con la amada tras una larga noche. El ruiseñor —símbolo de la plenitud victoriosa— no logra 33
despertarla y el viajero, tras exclamar «¡He caminado tanto!», se pregunta qué ha sido de él. Y es que, pese a la esperanza que Frau Nachtigal simboliza en el lied «Relevo estival» («¡esperamos al ruiseñor que vive en los verdes prados y que cuando el cuco muere toma su relevo!»), la vida es un invierno y, cuando vuelve el verano, la amada, el «tesoro querido de mi corazón», ha muerto y no responde a la voz del viajero que le interpela entre sollozos: «¡Ah, tú, tesoro amado de mi corazón, sal de tu profunda tumba! ¿No oyes piar los pájaros?» De nuevo, Mahler desconfía del «verde mayo». El lied «Aus! Aus!», que jura y perjura que «el amor aún no está agotado», es una canción de ironía casi cínica, en el que la frase «¡Consuélate, amor, en mayo renacen muchas florecillas y el amor no está aún agotado!», suena a piadosa mentira de un amante fugaz. La única verdad es que, como exclama el lied «Despedida y ausencia», ambas son tristes. No persiste más vínculo que el símbolo: «Si hemos de separarnos, dame tu anillo de oro.» Pero responder a la llamada del símbolo, escuchar la trompa alpina que suena a lo lejos, como ocurre en el lied «En el fortín de Estrasburgo», significa desertar del ejército en guerra. El desertor de la vida como combate «debía llegar nadando a la patria», pero, a medianoche —momento de máxima angustia—, «¡Ay, Dios, me pescaron en la corriente y todo acabó!». La culpa fue del pastorcillo, de la memoria de lo alto que conduce a zambullirse en las aguas confusas del psiquismo, en el hechizo de la trompa alpina. La deserción del mundo establecido, de su guerra constitutiva entre hermanos, se paga con la muerte. El joven Mahler no tiene otra salida que la ironía romántica, que la ensoñación del romanticismo. Su sabiduría ante la tragedia de la vida, ante su contradictoria trascendencia mortal, viene resumida en el lied «Autoconocimiento», divertida paradoja del que no sabe lo que le pasa, pues no está ni enfermo ni sano, se siente herido mas no tiene heridas, tenía hambre y nada le apetece, tuvo una moneda y la gastó en nada. A ese Mahler partido que canta con toda sinceridad «Me gustaría casarme pero no soporto los gritos de los niños», lo define certeramente el médico que, mirándole a los ojos, le espeta el diagnóstico: «Yo sé lo que te pasa. ¡Te pasa que eres tonto!» Y no es que sea tonto, es que, en la mejor tradición barroca, el amor y la vida son pura paradoja, mera contradicción. La vida y el amor no existen. Sólo es verdad lo que se inventa, lo que imagina la mente. Por eso el lied «El poder de la imaginación» consiste en el diálogo de una amada impaciente que reprocha a su admirador su desinterés por poseerla: Dices que quieres tenerme en cuanto venga el verano, pero el verano ha venido y tú aún no me has tomado [...] Pues cómo habré de tomarte si, en verdad, yo ya te tengo. ¡Con sólo pensar en ti ya estoy contigo bien dentro!
¿No evoca este wunderhornlied el profundo malentendido entre la vitalísima Alma Schindler y el imaginador Gustav Mahler? Por encima aún del drama personal, la vida, para un romántico tardío, que no tiene excusas ya para ilusionarse con ella ni con el amor que la expresa, no tiene otro hechizo sin engaño que el de residir en la mente. La vida es lo que se piensa. Con sólo pensar, pensar en ella y en el amor, ambos se poseen. Melancólico refugio, con todo, porque ¿qué ocurrirá con ellos cuando la mente se extinga? En último término, la atracción de Mahler por los versos del Wunderhom nace de una opción consciente por hombre el realismo antirromántico. Loslatemas escogidos la a lo largo dededoce son la soledad del en lamás tierra, la vanidad de vida cotidiana, crueldad los años hombres entre sí, pero descrito, en letra y música, con toda su crudeza y sabor reales, con toda su verdad 34
dramática y trágica, que incluye el humor, sin el cual no habría verdad. En carta a Max Marschalk, de 24 de abril de 1896, Mahler le promete enviarle estas canciones porque «tal vez sean el mejor modo de dar una visión más profunda de mi corazón, mi alma y todo mi ser».
La muerte del titán A los veintiocho años, Mahler, en un mes de marzo, concluye su Primera sinfonía, bautizada «Titán», no porque se refiera a la novela de Jean-Paul, que tanto gustaba a Mahler, sino porque coincide con el papel titánico del héroe, con el tipo de experiencias de éste y con las imágenes que las encarnan. Donald Mitchell dice del título de la Primera que «se refiere simplemente a un héroe titánico que aparece en escena como un glorioso hijo de la naturaleza, que es acosado por un destino hostil y que debe realizar un tremendo combate contra el mismo hasta agotar todas las fuerzas de su alma. En último término, este héroe es el mismo artista que nos habla de las alegrías y penas de su juventud». Mahler comparte con Jean-Paul múltiples aspectos de la personalidad. El primero compondrá sinfonías como novelas, al igual que el segundo las escribía sinfónicamente en la prosa más musical de la literatura alemana. Sus obras respectivas son auténticas mezclas de gravedad dramática y bufonería absurda, como en Hoffmann, cuya silueta, cómica y enternecedora, compartían físicamente. Les une el arte que narra un viaje espiritual por el bosque del alma tras la niñez precozmente perdida (los kindertoten, los muertos prematuros), la niñez que no acaba nunca en pérdida vida delyartista, triunfal conlos lo finales que ha bruscos muerto que seríadejan tan prematuro como su muchopues más todo cruelencuentro por irrisorio. De ahí la acción en suspenso de las novelas de Jean-Paul y el regusto de ironía de algunos finales sinfónicos de Mahler cuando parece imitar las grandilocuencias victoriosas del romanticismo musical. La Primera sinfonía constituye una verdadera recapitulación de la vida juvenil de Mahler y de su obra primeriza, pero, al mismo tiempo, es un resumen acabado y premonitorio de toda su vida y su obra posterior, el embrión de donde surgirá el organismo vivo, autobiográfico, de una música inacabada en el momento de su muerte. No carece de simbolismo la coincidencia de ese momento fundacional con el «relevo» que Mahler toma de otra obra inacabada, Die Drei Pintos, sobre tema hispano, de su admirado Cari María von Weber, el fundador de la ópera alemana. Encargado de su conclusión por un nieto del compositor, Mahler vivirá una de las experiencias amorosas más dramáticas de su vida al vivir, como dijimos, un idilio angustiado y semi-secreto con Marión, la esposa del capitán Weber, una judía cuatro años mayor que el joven músico, madre de tres hijos, y de un gran parecido con la madre de Gustav. Éste dijo de aquella experiencia, indisolublemente ligada a la composición de su Primera sinfonía, que «lo más significativo de todo esto para mí es que en ese período viví una especie de "huida del mundo" a través de mi relación con la familia Weber y con la naturaleza musical, radiante y apasionada, de la mujer que dio a mi vida un nuevo sentido. Sus encantadores hijos fueron también sincera y estrechamente queridos como ellos me quisieron a mí. Éramos admiradores recíprocos». Marión, según parece, estuvo a punto de huir con él, pero en el último instante, cuando Mahler la esperaba en la estación de ferrocarril, ella no acudió a la cita, aliviándole un peso que, sin duda, era superior a sus fuerzas. No sólo le inspiraría aquella mujer las páginas más dolorosas y apasionadas de la Primera, sino también un proyecto de ópera cuyo tema responde a la constante mahleriana del contraste alegría/tristeza y que más tarde —abandonado el proyecto— aparecerá, como trágica condensación, en el primero de los Wunderhomlieder para orquesta, Canción del centinela a medianoche. Una joven logra el perdón de un soldado que va a ser ajusticiado declarando públicamente que quiere casarse con él. La marcha fúnebre se torna nupcial. Pero su dignidad le lleva a rehusar la boda y preferir la muerte, aunque está enamorándose de su salvadora. Gracias a las súplicas y declaraciones de amor de ella, la obra termina felizmente. 35
Asimismo, Mahler, mientras trabajaba en su primera sinfonía empezó a componer una marcha fúnebre monumental, Todtenfeier, más tarde primer movimiento de la Segunda sinfonía, «Resurrección», dedicado secretamente a Marión. Durante su composición, una tarde, creyó verse en un ataúd rodeado por las coronas de flores que acababa de recibir por el éxito del estreno de Die Drei Pintos. Sería Marión quien, al verle en tal trance, le libraría de él llevándose las flores consigo. No es el amor furtivo lo único que angustia a este Mahler de 28 años. También están sus usuales conflictos con sus superiores en los teatros donde trabaja, sus sentimientos de preterición injusta, la falta de reconocimiento de sus cualidades por hombres que admira, como Von Below y Brahms, la enfermedad y ruina de sus padres, sus responsabilidades económicas como hermano mayor. Cuando años después hable de sus dos primeras sinfonías, comentará: «Toda mi vida está contenida en ellas. En ellas he volcado mis experiencias y sufrimientos. Para quien sepa escucharlas, están tan estrechamente unidas a toda mi existencia que si mi vida fluyese apaciblemente como un riachuelo, creo que no sería capaz de componer nada.» Y ante las primeras incomprensiones dirá: «En su totalidad, nadie ha comprendido la Primera sinfonía, excepto los que han compartido mi vida.» Más allá de los programas ad usum periodistorum, como decía con sorna Mahler, la Primera nos narra, en esencia, la vida dolorosa de un héroe que se enfrenta con el destino y que es derrotado por él. Pero en esa derrota reside su verdadera victoria, pues ésa es la propia naturaleza del combate espiritual: convertirse, llegar a ser un héroe, ya que, como escribió Mahler a Richard Strauss, «Tengo necesidad de volver atrás para que todo el ser toque el fondo del abismo antes de lograr una verdadera victoria, ya que la batalla que he pretendido expresar es de aquellas en las que la victoria tanto más se aleja cuanto más la cree próxima el que combate. Tal es la esencia misma de todo combate espiritual. En efecto, ¡no es fácil ser o convertirse en héroe!». Ese «volver atrás», que se refiere a las citas de los primeros movimientos contenidas en el último, implica citar las obras anteriores a la sinfonía, pues de ellas fueron tomadas, y, además, por el hecho significativo de aparecer como custodiadas por temas musicales que aparecerán de nuevo en sinfonías posteriores, el conjunto del movimiento final de la Primera constituye todo un crisol simbólico del futuro desarrollo de la obra mahleriana. La marcha del ser humano a través de una vida sufriente y conflictiva, cuyo destino trágico e ineludible es la muerte, es una alegoría del viaje interior del alma en busca de aquello que da sentido a la tragedia. En su Primera sinfonía, Mahler, camusianamente, cree hallarlo en la propia condición titánica del hombre según la clásica tradición romántica. El ser humano es un ser divino por el mero hecho de fuerza, intentarlo, es vitalidad, un héroe por lo difícil es convertirse tal. Es la en su energía, en su en su la que triunfaque siempre aun de laenmuerte. Sinvida, embargo, como hemos visto, mientras Mahler compone su Primera sinfonía está ya obsesionado por ese Todtenfeier que pide resurrección. La sinfonía, en su primer movimiento, «La primavera eterna», nos conduce con sus sonidos «de la naturaleza» a una evocadora autocreación del mundo, un surgir de la natura que es como el despertar tras un largo invierno, un redescubrimiento de lo permanente, a partir del cual se inicia una marcha alegre, jubilosa, por un bosque entre cuyo ramaje brillan los rayos de un sol casi estival. Naturaleza, dirá Mahler, «que nos posee con su estallido y su vida encantada, pero también con toda su turbadora mística». De un modo que recuerda el futuro inicio de la Tercera, la naturaleza despierta llena de resonancias misteriosas que descienden como una escalera de la memoria hasta el fondo del inconsciente humano y, al mismo tiempo, emerge la creación como una epopeya histórica, como un ascenso hacia la conciencia humana y pasa de un genesíaco sonido marcial y lejano a un idílico compás de felicidad natural, de paz confiada. Se inicia una marcha grave y lenta que asciende de nuevo como una marcha trabajosa hacia la conquista de la plenitud del ser, hacia el 36
camino triunfal de una tierra poseída con gozo y confianza: una tierra amiga, el propio hogar del hombre. Mahler identifica genialmente naturaleza, historia y vida personal en su primaria y esencial condición humana. La infancia no es sólo el comienzo de la vida: es ella misma en su milagrosa creación. La evocación sonora del canto del cuco —ese pájaro de Cronos— indica el nacimiento del tiempo, el reloj que marca la vida creada: paso, marcha, biografía e historia. Mas lo que resuena, mientras suena el tiempo, es el pasado telúrico, genesíaco, maternal, con los chelos trenzando en forma de nana las nieblas inconscientes del alma. De ellas emerge (danza popular, alegría del sueño infantil) el cuento de hadas y, después, los pasos indecisos del niño que se aventura en el bosque, que se siente por unos momentos perdido en él como en un sueño, solo, inmóvil, en estado de trance, atento a todo ruido, pero en el fondo, sereno, confiado, igual que aquella tarde, cuando el pequeño Gustav no creyó nunca haber perdido a un padre que se había olvidado de él. Este primer movimiento, larga cita de la segunda de las Canciones del caminante, reitera la maravilla del mundo y expresa el primitivo sentimiento dionisíaco de júbilo, tan propio de los niños cuando juegan ensimismados en su mundo de paz y que los adultos suelen romper con indelicadeza. Este júbilo tranquilo e inocente camina saltarín como en el allegro de la Cuarta sinfonía, en el que Mahler hace memoria de la más hermosa música pasada, y en el final de la Quinta, en donde el tema de la infancia recuperada, que da vida al «Adagietto», es literalmente danzado en muestra de animosa esperanza en el porvenir. Pero Mahler pasa, sin perceptible tránsito, esa alegría infantil a unadeirónica despedida presuntuosa adolescente la vida que de le espera. El héroe escapa todo ese encanto de la infancia,del«se echa a reírlanzado y sale dea él por piernas», en palabras del propio compositor. Tal vez por esa razón, Mahler suprimió un segundo movimiento titulado «Blumine» («Florecillas»), al que consideraba sentimental y demasiado indulgente: una «locura de juventud del héroe». Se trataba de un recuerdo evocador de su amor juvenil por Johanna Richter, pero, de hecho, iba dedicado, como toda la sinfonía, a Marión von Weber. Es un texto algo relamido y manierista, que no suena en nada al Mahler posterior por su decorativa superficialidad. Sin embargo, encontramos en él nada menos que el gran nostálgico del «postillón» de la Tercera sinfonía, que es el tema de la nostalgia por la patria perdida de la infancia vinculada a la naturaleza, muy semejante al de la sinfonía Linz mozartiana. Esta unidad naturaleza/infancia, el idilio feliz niño/bosque, pese a la mediocre vulgaridad de la música, resulta de lo más enternecedor y anticipa, por otro lado, los principales adagios extáticos 50/0
de la Tercera y la aCuarta sinfonías así como mismo «Adagietto» de sela esconde Quinta, todos ellos ligados la unión profundadedeMahler, la infancia con laelmisteriosa divinidad que en la naturaleza. El carácter reflexivo y melancólico del oboe solitario, que rememora alguna antigua canción, nos aporta la primera conciencia de pérdida. El redescubrimiento de este fragmento y su inclusión en algunas versiones, como la de Eugene Ormandy en 1969, es fundamental para entender la totalidad del «recuento» psíquico, en el que los tesoros perdidos de la infancia son los más íntimos, los más «apartados del mundo» y, por eso mismo, aparecen en la memoria como suspendidos en el aire y en el tiempo, pues la música de «Blumine» es de las que concluyen con puntos suspensivos, no termina de acabar. Como la infancia... «Toda música procede de la danza.» Son palabras de Mahler a su amiga Natalie Bauer-Lechner, referidas al tercer movimiento (sin «Blumine», el segundo) en forma de scherzo, donde el lied juvenil «Hans und Grete» danza ya a ritmo de landler tirolés, vals rústico que en la sinfonía, pese a ser lento y mesurado, fue bautizado por Mahler con la frase «A toda vela». Según él, su héroe ha cobrado confianza y recorre el mundo. Mahler transforma el viejo landler de Haydn, Mozart, Schubert y Bruckner en «otra cosa». En toda su obra posterior, esta muestra del folklore tradicional se va a fundir con el vals de los salones vieneses para darnos la unidad simbólica de 37
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la fiesta social, del instinto de socialidad humana, reflejado en la danza como rito de convivencia y que resulta inseparable, en tantas culturas, del noviazgo, las nupcias y, en general, de la alegría colectiva de la comunidad. Hay en toda la obra de Mahler una significativa constancia del símbolo de la rueda, utilizado, consciente o inconscientemente, como expresión de la vida en su compleja plurivalencia. La vida es marcha y viaje lineal hacia el cumplimiento de un destino, pero no menos es —sobre todo, la vida social, la convivencia— un «círculo», una «rueda» giratoria, danzante y siempre torturante como la de Ixión. Pero no siempre es así, ya que, en un principio, la vida acoge continuos retornos de lo mismo, cuya repetición no es enajenante, pues se trata de un «eterno retorno» de lo nunca perdido del todo, como la infancia, su nostalgia y, en definitiva, el sentimiento de estar «en casa», de ser uno mismo. A su vez, la rueda es alegoría de unión y así lo demuestran desde siempre los corros infantiles, muchas danzas de boda y de fiesta popular. Mahler combina sutilmente en la unidad subyacente de la vida todos los matices de la rotación, desde el corro festivo a las marchas nupciales, pasando por la fantasmagoría de las danzas de la muerte o los bailes de sociedad. La vida, el amor, la fiesta, pero también la añoranza, el recuerdo, la rutina y la «locura» mareante de un mundo que gira ciegamente son expresados mediante formas y ritmos (scherzos, rondós, landlers, valses...), que unas veces hablan de ingenua alegría y otras son parodias cómicas y crueles, llenas de sarcasmo, de esa vida falsa en que los hombres han convertido su vida. En el lied «Hans und Grete», Mahler canta y danza así: ¡Al corro! ¡Al corro! ¡El que esté alegre que se una al corro! ¡El que tenga penas que las deje en casa! ¡Quien besa a su amor qué contento está! Tú, Hans ¿no tienes ninguno? ¡Pues búscate uno! ¡Un amor: eso sí que es bueno!
Mahler no puede, pues, separar la alegría juvenil de su «titán», de su héroe, marchando seguro por el mundo del encuentro con el círculo humano, de la unión con los semejantes. Las penas se dejan en casa, es decir, son solitarias e íntimas, pero pueden abandonarse si se suma uno a la circunferencia, al universo redondo y armonioso que danza de júbilo y que lo transmite a cada uno de sus puntos. La comunidad humana no es más que el trasunto de un orden vivo y musical, como creían ya los pitagóricos y cantó Dante en su Divina Comedia. El amor que mueve el cielo yHans las estrellas tiene también su alegre reflejoformado terrenal en eseplaza. amorElque puede tiene, surgircon un día si busca a Grete en el corro en la scherzo todo,deunfiesta oculto mensaje que insinúa la ya sabida ambivalencia de la vida, del amor y del círculo humano. Homenaje a Von Weber o secreta confesión de culpabilidad, la danza nos evoca de modo manifiesto una reminiscencia del vals de El cazador furtivo. Pero ¿acaso no era ése el papel de Mahler respecto a la esposa de su protector? Si el scherzo expresa al acabar la danza el fin de la inocencia, el siguiente movimiento marca el tránsito de lo divino a la «Comedia humana», como bautizó el autor la segunda parte de su sinfonía. El alegre viaje a toda vela del joven héroe acabará en cortejo fúnebre, en burla irónica de una vida irrisoria. Si el scherzo es una danza en corro que festeja el amor posible, el cuarto movimiento es una parodia de marcha fúnebre que al utilizar la conocida melodía Frère Jacques, ejemplo clásico de la forma más simple de canon, la escritura contrapuntística es aquí infinita y, en definitiva, circular. El símbolo de la rueda se desplaza de la alegoría espacial a la temporal y desde su inicio, con la ronca profundidad del contrabajo, hasta el final del movimiento, con la lenta percusión que imita el latido, la respiración del ser viviente, Mahler nos narra el paso ante los ojos del héroe de un cortejo fúnebre, que le desvela, como a Buda, toda la miseria y dolor del
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mundo. Un dolor revestido de ironía horrorosa, con brutalidad de contrastes, merced a las cantinelas de una orquestina bohemia (los musikanten de Iglau) que se mezclan «por azar» con el cortejo. En una antigua colección de cuentos de hadas, los niños austríacos se habían familiarizado con El entierro del cazador, ilustrado por Schwind, en donde los animales del bosque acompañan hasta el cementerio el cuerpo del cazador difunto. Las liebres llevan el pendón mientras unos musikanten conducen el cortejo de forma grotesca, acompañados de gatos, cornejas y sapos músicos, así como ciervos, chivos, zorros y otros animales del bosque. El cuadro de Schwind y la música de Mahler evocan claramente la miniaturización barroca de Callot, que Eugenio d'Ors ha relacionado con la vindicación de los derechos del microcosmos por el estilo barroco: el abismo pascaliano de lo infinitamente pequeño, lo que la muerte tiene de atomizador (la caducidad) y el mensaje reflexivo del memento. D'Ors, por otra parte, ha sabido ver la proximidad en el tiempo y en el espacio de Callot con las danzas de la muerte en los países germánicos y centroeuropeos. El contrapunto al canon del Frère Jacques es esa orquestina grotesca y burlona, envueltos uno y otra en una sonoridad sorda, mortecina, como una visión de sombras y fantasmas que provoca una misteriosa sensación de extrañeza, de «más allá». Los instrumentos suenan como travestidos, con sonidos impropios contra natura: contrabajos agudos y flautas graves. Frente a esta alegorización de la vida y de las ilusiones del héroe (pues la figura del cazador, en la simbología, representa al buscador espiritual que intenta comprender las complejidades de su naturaleza, sus falsas identificaciones y laíntegra ilusióndedelasuúltima ego), Mahler deja oír del su lamento y destruir su meditación dolorosa con la cita de las nos Canciones caminante, el tilo consolador que, sin embargo, no excluye el recuerdo final de la pérdida de los «ojos azules de la amada». Si la vida es caducidad y sangrante ilusión, como el arte barroco puso tan melancólicamente de relieve, el viajero, el cazador, el buscador espiritual, sólo tiene la esperanza de hallar de nuevo el tesoro azul, celestial, por cuya nostalgia inició la marcha errante. Pero el árbol de la vida no es un regalo del azar, sino una conquista del héroe, un lento y penoso ascenso hasta la victoria final. Apagada la evocación del lied consolador y coincidente con el recuerdo que impide el descanso definitivo («los ojos azules de la amada»), retorna la fanfarria irónica, burlonamente alegre, y se aleja su música, disminuyendo, hasta penetrar en el silencio que equivale al olvido. Y sin solución de continuidad, surge el último movimiento de la sinfonía como el estallido desesperado de un combate que el héroe libra con todos los males del mundo y en el que recibe todos los golpes redoblados del destino. En palabras de Mahler, el movimiento «celebramundo la victoria del héroe pero se renueva triunfa, puesEn ha el logrado su propio interior, que niderrotado, la vida ni la que muerte podrán yarrebatarle... curso crear de esta transfiguración le retorna la memoria de las ilusiones perdidas, encarnadas en los temas precedentes, como si el sol se elevara tras una noche de tempestad». En efecto, la Primera sinfonía concluye con un canto de fe en la vida admirablemente expuesto y justificado. Tras un primer estallido de protesta horrorizada, que, poco antes de morir confesará su autor a Bruno Walter que le parecía «acusaciones salvajes contra la cara del Creador», se abre una marcha marcial, combativa, que concluye con el abatimiento del héroe, el cual se refugia en una melodía sublime, la primera de esas músicas tan mahlerianas que cantan extáticamente la divinidad amorosa, como en la Tercera y Cuarta sinfonías. Entre nuevos sones amenazantes y el huracán del destino se apunta el tema del triunfo que augura la victoria final y el desarrollo de este contraste fiero se presenta aparentemente como la conclusión. Pero ésta, para Mahler, sería una falsa victoria. La marcha triunfal va disminuyendo, cargada de fatiga, hasta acabar con una premonitoria cita del bim-bam angélico de la Tercera. El mensaje de Mahler con este falso f also final es de una extrema claridad. Como le dijera a Strauss, «tengo necesidad de volver atrás para que todo el ser toque el fondo del abismo antes de lograr
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una verdadera victoria». A su amiga Natalie le comunicó las vacilaciones que tuvo a la hora de imaginar el auténtico final y, sobre todo, la transición de la falsa victoria a la verdadera. Él quiso dar la impresión de que ésta «venía caída del cielo o de otro mundo» y, al lograrlo, consideró que ese pasaje es justamente lo que otorga a la sinfonía su grandeza. La transición es suavísima. Como si el bim-bam angélico la anunciase, suenan trompas de lo alto que enlazan con el despertar de la primavera del principio de toda la sinfonía y ésta, a su vez, con la melodía sublime, la cual culmina con una cita inconfundible del himno eucarístico Tantum ergo Sacramentum, integrado en la explosión de éxtasis desde la cual el héroe reanuda la marcha triunfal, transfigurada, entre amenazas sordas que no le abandonarán en el ascenso lento y difícil que la música lleva a cabo en ostinato hasta que la marcha se hace, entre trompetas y en forma coral, solemne. Doce choques de platillos acompañan como rúbricas taxativas, el triunfo espiritual. Como en la novela de Jean-Paul, el Titán mahleriano está constituido por dos almas gemelas, unidas en un abrazo mortífero, en una lucha fratricida: único medio de que lleguen a formar de nuevo la antigua unidad perdida. Como vio Albert Beguin, Jean-Paul Richter, perseguido por la idea de «lo doble» y por la obsesión del dualismo, fue capaz de ir hasta el extremo del temor, vio el mundo transfigurado, y su arte, en su culminación, expresó esa metamorfosis. Con su Primera sinfonía, Gustav Mahler se anuncia ya como uno de esos «altos hombres», los «hombres del domingo» que pueblan las novelas de Jean-Paul y que, como él mismo, han llegado a considerar —en palabras de Beguin—, «la muerte como un nacimiento a un mundo superior y, animados por esta certidumbre, puedencelebran responder a los momentos o de recaída exaltaciones líricas: entonces la belleza de la tierra,deenangustia la que por todas partescon se transparenta la luz prometida». Por las mismas fechas, Richard Strauss acababa de componer su poema sinfónico Muerte y transfiguración. También en esta obra se pretende narrar musicalmente una vida, rememorada en el lecho de muerte, y en ella aparecen la infancia, la adolescencia, los amores y hasta la lucha del agonizante. Pero la «transfiguración» sólo aparece levemente en forma de unos ideales que la muerte destruirá. Strauss, antimetafísico convencido, sólo sabe narrar la vida y no la transfiguración; narra mejor la agonía dramática que la muerte llena de misterio e interrogantes. Tal vez por todo ello no podía comprender que Mahler prolongara el final de su sinfonía más allá de su victoria pírrica y que cayera en el «error» de retornar a las citas del primer movimiento. Pero es que, como ha visto Federico Sopeña, «Mahler no describe, como Strauss, sino que crea un mundo imaginario derivado de la técnica musical. Lo imaginario es búsqueda directa del misterio en su doble fazmúsica de dulce tremendo. No hay programa, sino signostímbrica ligados indisolublemente (estructura) a la sinymás. La elementalidad de la inspiración hace los sonidos alucinantes. La revuelta es grito, pero se llega a través del misterio. Lo "vulgar" pertenece a la estructura de la desolación: recuerda al Chaikovski patético, pero sin la elegancia mundana». La solución vital que le parecía lógica a Strauss, la considera Mahler «sólo aparente» («mi "sofisma"», literalmente). Y añade categórico: «Se requiere una ruptura y una conversión totales de la esencia personal para obtener una verdadera "victoria" en un combate como ése.» Y ante la sugerencia de Strauss de que revise y mejore la partitura en el sentido citado, Mahler aporta una respuesta iluminadora. Tras comunicar a su colega que ha concluido su Segunda sinfonía, le augura que «cuando la escuche, comprenderá que ahora he de cuidarme de cosas más importantes que embellecer la piel que acabo de dejar caer: me ha crecido otra por debajo, nueva y más ajustada. La verdad es que mi última obra se relaciona con las previas, ya conocidas de usted, como el hombre con el recién nacido. Entre ellas median siete años, y esto quiere decir mucho a nuestra edad».
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Mahler no cree, pues, que sea necesario corregir ni «mejorar» nada, porque es la misma vida real, su vida, la que vive los conflictos, madura su conciencia de ellos y provoca la continua búsqueda de las soluciones. En un primer conflicto, el joven músico se lanza, pese a la nostalgia de los «ojos azules de la amada» y la angustia del hermano muerto («Frère Jacques, frère Jacques, dormez-vous?»), a confiar saludablemente en la vida, en su propia vida real. ¿No era ya, a sus veintitantos años, Gustav Mahler? Como dice un admirado De La Grange, su cuidadoso biógrafo y analista, Beethoven comenzó siendo Haydn y Mozart, y Wagner fue Meyerbeer. Mahler, en cambio, fue él mismo desde el principio al no proseguir como Bruckner o Strauss el camino de su idolatrado Wagner. Mahler rompe con el universo wagneriano, y enlaza, en un viaje de retorno «retro-progresivo», como diría Salvador Pániker, con las fuentes del romanticismo alemán: Richter, Hoffmann, los Heder de Schubert y las óperas de Von Weber. Si el joven romántico Mahler tiene necesidad de volver atrás para que todo el ser toque el fondo del abismo antes de lograr una verdadera victoria, el primer capítulo de su vida y su obra se define cabalmente como un claro retorno al misterio de la vida, problema esencial del Romanticismo, heredero fiel del Barroco. Pero a diferencia de sus maestros, Mahler puede ver, un siglo más tarde —el titanesco y decepcionante siglo XIX—, junto con sus contemporáneos más sensibles, la irrisoria victoria de la civilización del progreso. Se requiere una ruptura y una conversión totales. La vida sólo es visible si la nostalgia del Lost Paradise tiene sentido. Y el sentido sólo puede existir si lo perdido puede ser reencontrado porque existe asimismo. ¿Es el Paraíso una fábula o un mito; una ilusión imaginaria o un misterio que la memoria conserva y la imaginación revive? Todadelavida obrao posterior deprimer Mahlercapítulo es la historia una respuesta indagada y presentida a este dilema muerte. mu erte. El de esadehistoria que ahora se cierra no ha sido más que el preludio de una sinfonía inacabable... e inacabada. En él están ya presentes todos los motivos, todos los símbolos constantes que, como personajes vivos, representarán el drama más significativo y paradigmático del fin de siglo europeo y del nuestro. La música de Mahler es, ante todo, un canto a la vida siempre amenazada por la muerte. Pero si todo lo que vive ha de perecer, todo lo que muere ha de resucitar. El primer capítulo de la historia de Mahler tiene la coherencia de todos los principios, corresponde a la primavera de su vida y su obra expresa la vida misma con toda su energía iniciadora e iniciática: creadora y, por tanto, orientada hacia una progresiva liberación. La energía, fuente de vida, aspira, como ella, a esa forma material de toda creación, pero ésta fluye a su través disolviendo las formas adquiridas en un proceso continuo de metamorfosis. La primera juventud, la primavera de la vida, es el momento fundacional de un proyecto vital que, a su aporta vez, constituye una primera síntesis las intuiciones en la infancia. La niñez a ese proyecto fundante toda de la fuerte capacidadexperimentadas asociativa y sintética que se halla detrás de la inteligencia intuitiva y de la imaginación rápida, porque los niños son pura memoria y ésta se nutre de la intuición, pues sólo se intuyen síntesis, órdenes subyacentes a la dispersión de los seres. El joven Mahler narra a lo largo de sus primeras obras el inconsciente cultural del que se nutre su inspiración. Su misma juventud le impulsa por instinto natural a afirmar su personalidad, a luchar compulsivamente por el triunfo profesional y social, por el reconocimiento de su obra humana. Por eso mismo no puede amar sus continuos amoríos, sus amadas literarias Josephine, Joahnna, Marión y, más tarde, Adela Marcus y Anna von Mildenburg. Ni siquiera podrá amar verdaderamente a su mágica compañera, la Música, si es mero instrumento de su lucha por alcanzar la inmortalidad. Su auténtica metamorfosis, su verdadera resurrección, no será la resurrección pensada pero no vivida de su Segunda sinfonía, sino el momento de máximo abandono en 1910, anonadado por la culpa y arrepentido hasta la muerte.
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II Entre la Primera y la Segunda sinfonía transcurren siete años de la vida de Mahler y sabemos por él que si en la «Titán» no hubiese logrado la comprensión buscada, el remedio no era modificarla, sino «hacer algo mejor». El septenio transcurrido aportó una experiencia de vida en la que ésta aparece acumular todas sus potencialidades, pero también todos sus conflictos y contradicciones, en coincidencia personal con el cénit y la crisis de la sociedad europea finisecular. El ambivalente interés por la vida —potente y frágil— venía provocado por su reconocimiento como máxima expresión de la energía, del poder y de la creación y, por tanto, como negación de la muerte o sus símiles: el colapso y la decadencia. La resurrección del vitalismo frente a la racionalidad instrumental y calculadora se planteaba, más que retar a la muerte, exorcizarla en todas titánico, sus formas. Pero seguía en plena de los poderes vitales (el mito prometeico, del progreso), noenel pie, sentido de la victoria muerte (perdido tras la secularización de las creencias), sino el de la misma vida. En 1896 escribía Mahler a Max Marschalk hablándole de su Segunda sinfonía: «He titulado el primer movimiento Todtenfeier y, si quieres saberlo, es el héroe de mi sinfonía en re mayor, a cuya tumba me acerco y cuya vida reflejo, desde una perspectiva superior, en un puro espejo. Al mismo tiempo se trata de la gran cuestión: ¿Por qué has vivido? ¿Por qué q ué has sufrido? ¿Es todo esto una broma pesada?» La gran cuestión sigue siendo, para Mahler, la vida, pero no en su realidad temporal dinámica, en su proceso creador y conflictivo, sino en su sentido, en el significado y finalidad de su realidad y su desarrollo. La muerte no cuenta aquí más que como vida difunta, cumplida, total. Es su mejor definición plenaria, pero, por eso mismo, se erige como enigma vital: ¿por qué?, ¿para qué la vida? La respuesta buscada no atañe, pues, a la vida en sí como fenómeno biológico, sino al individuo (¿quién es éste?) y a su relación con los demás seres: los demás individuos, las cosas, el mundo en general. Qué significan para él los bienes que posee y por qué los desea como bienes. Por qué crece su deseo sexual, se multiplica y posee la Tierra como a una mu mujer. jer. Por qué crea comunidades, instituciones de gobierno y de cultura, obras de arte..., surgidas de su pensamiento, de su imaginación. Se trata de interrogantes compartidos por toda una generación histórica europea que asiste en esos años a la plenitud de un proyecto humano, el cual, en medio siglo, ha roto, revolucionariamente, con milenios de humanidad y que, no obstante, o tal vez por ello, vive la mayor inseguridad y desazón de su historia. En efecto, la revolución industrial iniciada en Inglaterra durante el siglo xvm alcanza ya a finales del xix a la química, la electricidad y la fabricación de automóviles. El poderío del capital acumulado obliga a una administración del mismo muy alejada de la economía rudimentaria que se basaba en la propiedad agraria. La sociedad contemporánea se configura hoy en esa década final del siglo tal como la conocemos. Pero tal sociedad nace como una confluencia conflictiva de múltiples grupos sociales, políticos e ideológicos. La integración social y política de las naciones se ve continuamente
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amenazada por el cúmulo de intereses enfrentados que la expansión económica comporta. La apelación al «interés nacional» será la fórmula mágica que pretenda subordinar la lucha de clases a los intereses de los grupos dominantes, y la gran empresa en la que podía implicar a la burguesía industrial y de negocios y a las clases populares era justamente la expansión política y económica de la nación mediante el imperialismo. El nacionalismo, en el interior de los Estados, se convierte en el aglutinador de todos los «anti», incluido el rencor de las clases medias contra la plutocracia y el temor a la desarraigada y agresiva clase obrera. El gran chivo expiatorio, como tantas otras veces en la historia europea, serán los judíos. El antisemitismo veía en los judíos no tanto una comunidad étnica, una «minoría nacional» incrustada en la nación e incompatible con la unidad y grandeza de ésta, como una secta internacional apatrida, la negación misma de lo nacional y de lo patriótico. Escribe Robert Musil en su Diario: «El espíritu y el judío tienen en común lo apatrida, en ningún sitio del mundo tienen su tierra.» El fundamento psíquico del nacionalismo se enfrenta, pues, con el del universalismo a partir de símbolos proyectivos de posesión: lo que Freud llamó narcisismo secundario. El primer objeto de posesión del ser humano es la madre o quien represente su papel. Pero el deseo de poseer nace de una primera coincidencia de separación: cuando uno ya no es su madre. La unidad cortada por un hachazo sagrado sería el fundamento de la sexualidad como deseo, como proyección emocional en el objeto libidinal. La identificación proyectiva y erótica con la madre es primera forma de sublimación de carácter narcisista, pues desde el «yo»susefundación, constituye adepartir de ya esauna proyección deseante. La personalidad, entonces, padece, una radical duda sobre su identidad, que el mismo núcleo familiar, y luego la sociedad, se encargarán de fomentar con el juego especular de las proyecciones mutuas. Por el contrario, el universalismo judío se halla ligado a ese perpetuo éxodo que simbolizan los tres viajeros bíblicos, Abraham, Moisés y Jesús, modelos de vida itinerante, relatos autobiográficos en los que la identidad del individuo no se recibe por proyección posesiva de la propia unidad indiferenciada con la totalidad perdida, sino por integración de los sucesivos presentes, llegando a ser lo que potencialmente se es: un cuerpo espiritual, universal. Al ser «lo judío» sinónimo de vía a la trascendencia, el materialismo positivista, el nacionalismo competitivo, el erotismo vitalista y el sentimentalismo irracional —rasgos destacados del inmanentismo angustiado de una época crítica— perciben el judaismo como el espejo acusador de un inmenso error, de un proyecto idolátrico que, cual un toro áureo construido por Aarón, se destruyejudaismo al descender, Sinaí, Moisés, hermano. Pero es enmosaico el senoydel propio dondeairado, se vivedellamonte contradicción entre elsu profetismo nómada la integración nacional del profeta armado Aarón, como el arte de Schónberg y de Thomas Mann puso de relieve en forma simbólica. Conservador del orden establecido o revolucionario, el judío europeo, y en especial el de países germánicos, sufrió una crisis permanente de identidad, aumentada en la medida en que buscaba la integración social, mediante un esfuerzo notable y vivía el doble rechazo del antisemitismo y de su propia conciencia, escindida entre asimilación y diáspora. Como ha visto Marthe Robert al hablar de Freud y de Kafka, el judío germanizado estaba siempre más o menos en una posición semitrágica, semigrotesca y completamente falsa. En las novelas de Schnitzler, concretamente en Der Wegins Freie (La vía de liberación), podemos encontrar el análisis más sutil de la crisis de identidad del judío vienes asimilado. Con todo, Mahler dijo de sí mismo en frase lapidaria: «Yo soy tres veces apatrida: como bohemio en Austria, como austríaco entre alemanes y, como judío, en todo el mundo, en todo lugar, un intruso jamás bien acogido.» Sin embargo, y como ejemplo de la asimilación cultural del judío Mahler, el mismo Schnitzler consideraba a Richard Strauss «judío» pese a ser un clásico ario, debido a su exuberante
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sensualidad erótica, su desbordada imaginación oriental y la hábil explotación comercial de su arte, mientras que Mahler sería, según él, tipo perfecto de artista alemán, místico, idealista, casto, amante de la música popular: casi idéntica imagen que de Mahler tenía Thomas Mann cuando concibió el personaje de La muerte en Venecia, Gustav Aschenbach. Es este intruso el que aspira en 1892 a ser reconocido como compositor y alcanzar la máxima meta en su trabajo, ser director en Viena: «Considero este nuevo puesto [Hamburgo] como una simple etapa, pero debo reconocer que estoy muy fatigado de este viaje perpetuo y que aspiro a encontrar una patria [...] Es extraño lo fuertes que son en estos momentos la añoranza de mi país y mi deseo de retornar a Viena.» El contexto biográfico que antecede y enmarca la Segunda sinfonía (el segundo capítulo de la novela mahleriana), son los seis años que transcurren desde la muerte de su padre y el suicidio de su joven hermano Otto, músico como él. Entre esas fechas, Mahler perderá también a su madre y a su hermana Poldi y sufrirá una dolorosa operación de hemorroides, «sus males subterráneos», como él las denominaba. Los sucesivos estrenos de la Primera sinfonía no tuvieron el menor éxito. Mahler recordaba con horror el primero de ellos y se consideró un fracasado: «Erré por la ciudad como un enfermo o un condenado a muerte.» En Budapest tuvo problemas con el nacionalismo húngaro y, como de costumbre, con sus superiores administrativos. Aunque el mítico director Hans von Bulow, el gran pope de la dirección de orquesta, le reconoce y admira —en parte influido por un Brahms fascinado ante el montaje y dirección del Don Giovanni —, —, sigue siendo un obstáculo insalvable para la ambición de Mahler —que sueña con sustituirleoye enelelTodtenfeier podio— y, de además, se exclama: niega a considerarle compositor. Cuando, a regañadientes, Mahler, «¡Si esto escomo música yo no sé nada de música!» Por otra parte, Bulow se niega también a dirigir los Heder del joven compositor alegando «su muy especial estilo». En todo caso, aunque Gustav se sepa consagrado como director y el público le ovacione y grite «¡Viva Mahler!» en medio de las representaciones y aunque se despida de Budapest en olor de multitudes, no puede, por ser judío, dirigir en Viena, Berlín, Dresde y Munich. Ha logrado cautivar a un influyente Brahms, pero éste, como Bulow, no acaba de aceptar las innovaciones y la originalidad musical del nuevo compositor. Ni su ambición es correspondida con el premio que él cree merecer, Viena, ni se le reconoce como creador, algo para él aún más amargo. Son momentos de laxitud y descorazonamiento: «El pasado me duele —¡todo lo que he perdido!— y también el presente, con su soledad, y tantas cosas más.» La búsqueda del símbolo La soledad de Mahler parece, en realidad, buscada. Con más de treinta años, no puede decirse que le tiente el matrimonio. Rompió su relación con Johanna Richter, entre otras razones porque cortejó durante su idilio a una amiga de ésta, casada. Marión von Weber y su amor imposible no fueron impedimento, sino excusa para cambiar Leipzig por Budapest. Y, en la capital húngara, su amistad con una joven viuda, Adela Marcus, seis años mayor que él, sólo le valió para acuñar fama de seductor «diabólico» que le acompañará hasta Viena. Con todo, Mahler no seducía, aunque era fascinante para algunas mujeres, como su amor en Hamburgo, la cantante Anna von Mildenburg, la cual aseguraba que «este hombre, aparentemente siniestro, demoníaco, salvajemente grotesco, cómico, único, estrafalario, podía ser alegre como un niño, despreocupado y animoso como un muchacho en su primer día de vacaciones estivales». Tampoco Mahler era seducido por las mujeres que admiraba («Siempre es en las mujeres donde yo encuentro lo más grande y elevado») y bastaba que esa admiración no se diese para que desapareciera su interés. Lo que Mahler veneraba, cuando hallaba motivos suficientes para ello, era la amistad, y en ese campo no distinguía entre la masculina y la femenina. Sólo las costumbres de la época le
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impidieron gozar más de esta última, pero, con ciertos límites impuestos por su propia idiosincrasia solitaria y su necesidad de concentración para crear, llegó por aquellas fechas a convertir en su mejor amiga a Natalie Bauer-Lechner, una divorciada andrógina (en su juventud vestía a lo George Sand y se la confundió una vez con un travestido), que solía enamorarse de hombres con talento y llegó a pretender casarse con él, tras compartir con la hermana de éste, Justine, el cuidado hogareño de sus vacaciones. Pero Mahler, aunque recelaba de su exagerada atención, fue muy comunicativo con ella y por Natalie sabemos muchas cosas enormemente reveladoras de su intimidad y de su música. Esta comunicación revela una amistad que confía en la condición femenina más allá de lo que ésta puede suponer para un varón enamorado. El mismo Mahler se consideró precozmente como un marido insoportable porque la convivencia que él imaginaba posible con una mujer era la relación maternal y servicial de su hermana Justi o bien la amical y confidente de Natalie: «La soledad me es propicia como creador y yo me entrego a ella. La mujer que se case conmigo deberá aceptar que viva lejos de ella, con varias habitaciones de por medio, con una entrada separada; deberá consentir no estar conmigo más que un tiempo determinado con anterioridad, perfectamente arreglada y vestida. En fin, debería no enfadarse ni quejarse si yo me apartase, si me mostrara a veces frío y desdeñoso cuando no tuviera ganas de verla. En una palabra, debería tener un carácter que no poseen ni las mejores mujeres.» Como tantos varones de su tiempo, Mahler no renuncia al sueño romántico del amor/amistad, pero no sabe realizarlo porque la crisis de identidad de una cultura centrada en el poder dominante y posesorio alcanza a la sustituida raíz mismapor delalaguerra relación intersexual. mujer la fraternidad humana ha sido entre los sexos. Entre el hombre y la Los románticos vieron en la condición femenina la naturalidad inocente que integra lo carnal y lo espiritual. El amor femenino, a diferencia del sentir del hombre, es un sentimiento «absolutamente indivisible y simple», y no supone, como en el de aquél, desgarro y dispersión. El amor romántico es el anhelo místico del ser-uno, de la disolución de los límites estrechos del propio ser hacia la unidad y continuidad de todo lo vivo. El amor romántico no es platónico. Implica una interpenetración a partir de una bipolaridad de seres iguales, que los amantes resuelven mediante la conexión erótica. En vez de los tradicionales lazos jurídicos del matrimonio, los románticos prefieren una sociabilidad amistosa y dialogante y, sobre todo, la vibración acorde, el amor como dos flujos de vida que se encuentran y se potencian y que a través de los cuales cada uno, al entrar en sí mismo, desvela en su interior la existencia que tiene enfrente. Por lo que se refiere al hombre, el mito de lo femenino la nostalgia todas las dimensiones incluido lazoalta. con la naturaleza.condensa Lo femenino es ocasióndee inspiración para despertarperdidas, a una vida nueva yelmás A final de siglo, en cambio, la crisis de identidad del yo, la explosión vitalista y la presencia torturante del tiempo que todo lo destruye y de la muerte que se resiste al progreso científico inspiran una enfermiza vinculación de lo femenino a las fuerzas de la destrucción. Al ser la mujer el ser más «natural», sinónimo de vida, sería también la portadora de la muerte y de la aniquilación de la vida. De ahí la fácil identificación de la sexualidad femenina con la tentadora serpiente, con el poder destructor de la salud material y moral del hombre, con la noción tradicional de pecado y de caída espiritual a través de la falacia espiritualista, virginal y sublime de la feminidad. La androginia deja de ser símbolo de la unidad del ser, perdida y recuperada en la unión amorosa heterosexual, para expresar la ambivalencia frágil, fatal, de la mujer. La androginia sagrada de un Ireneo que no veía en Cristo ni a un hombre ni a una mujer, o del blest hermaphrodite de Donne, del Serafita balzaciano, del Ulrich-Agathe de Musil o del dúo Pamina/Papageno cuando cantan «Hombre y mujer, mujer y hombre, juntos alcanzan la divinidad», se transmuta en una masculinización de la mujer en detrimento de la virilidad del hombre. Los papeles se invierten y es este último el que se ve abocado, para exorcizar su
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impotencia generalizada y su creatividad en decadencia, a encumbrar a la mujer libre y despótica, imagen de una naturaleza tan cruel y destructora como llena de vida y devoradora insaciable de todas ellas. En su ensayo de 1905, Crítica de la feminidad, la feminista vienesa Rosa Mayreder destaca cómo la civilización occidental moderna hace de la intelectualización masculina una causa de neurosis, una incapacidad de armonizar las exigencias intelectuales y su papel sexual dentro de su tradicional dualismo entre el cuerpo y el espíritu. Esta «impotencia», esta feminización pasiva del hombre, le llevaría, por reacción, tanto a la ostentación viril que ve en la mujer un objeto de conquista, como a la inseguridad sexual que la considera una amenaza. Habría una deserción colectiva de los valores masculinos y la consiguiente ocupación por parte de la mujer de los papeles secularmente asignados al varón. La sexualidad, por tanto, remite a una fragmentación de la unidad andrógina del ser humano que, a su vez, remite a otra fragmentación radical, fundamento de la pluralidad de escisiones de la sociedad y la cultura euroamericana del capitalismo en expansión mundial. El nacionalismo, el capitalismo expansivo, el imperialismo, la ciencia positivista, la fetichización idealista de una feminidad seráfica o demoníaca son referencias fragmentarias a una matriz materialista en la que el yo intelectualizado y desarraigado cree encontrar, por la revitalización erótica, su trascendencia, la cual se confunde con la inmanencia narcisista de una madre interiorizada, dominante y castradora, que hace de la vida un espejo de la aniquilación mortal y de la muerte un fascinante reclamo de la disolución del individuo. La conciencia de fragmentación nace precisamente de la experiencia de lo moderno, de menos su «progreso», rápida caducidad y de su ausencia de arraigo en algo perdurable. Pero no surge dedela su experiencia de la poderosa vitalidad, a la que se identifican naturaleza, cultura nacional y feminidad erótica. Por haber hecho, con anterioridad, sinónimos hombre, ley, forma y sentido; por haber hecho de la divinidad un individuo masculino y patriarcal; por imaginar la Razón racional y universal como el hombre mismo y ver en ella el atributo masculino por antonomasia, opuesto a los símbolos de la feminidad, todo el resurgir de la vida inútil y pretenciosamente domeñada por los hombres aparece como la decadencia de Occidente y el retorno a la barbarie y al temor pánico. Lo femenino, lo dionisíaco, el Edipo freudiano y el Teseo que mata al padre Toro de la portada de Ver Sacrum, órgano de la Jung Wien, implicada en el movimiento artístico de la Secession, expresan los temores profundos a la propia potencia vital y dan pie a la gran dualidad con la que se abre el siglo en el campo del arte: la afirmación de la vida, de lo dionisíaco y telúrico o el rechazo de ésta en busca del permanente sentido de la forma, de lo apolíneo y espiritual. yaentonces desde suLudwig comienzo, la dualidadelparece condenada al sinsentido porque, formulable: como creía porPero, aquel Wittgenstein, problema de la via no tiene solución «que el mundo es mi mundo se muestra en los límites del lenguaje (el único lenguaje que yo entiendo), los cuales son los límites de mi mundo». Por su parte, la forma es el resultado de un juego lingüístico y, al pretender escapar de la vida/muerte, ni siquiera puede mostrarla en su limitación, y deja, en consecuencia, de ser lenguaje, pues ya nada comunica. Sólo la narrativa simbólica —no la convencional y social de los signos con que el lenguaje se constituye como «juego»— puede comunicar el sentido de la vida a través de formas artísticas que no pretendan sustituir a los propios símbolos, recayendo así en la misma contradicción del juego lingüístico, lingü ístico, sino que, como en la antigua sabiduría popular del Wunderhom, los acojan en su radical plurivalencia para que entre el comunicante y el receptor se instaure una creación nueva, conjunta; una comunicación vital que, en sí, ya es una victoria que se opone a la monstruosidad de la muerte. Es esa pérdida del símbolo, es ese olvido del anillo o alianza entre las partes separadas de un todo unitario fundante, lo que mejor y más radicalmente define la fragmentación moderna. Y es justo ese símbolo o anillo de alianza entre lo divino y lo humano lo que Gustav Mahler va a cantar en su Segunda sinfonía y que ya se encuentra de modo
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esotérico u oculto en la letra de un poema del Wunderhom, «Leyenda renana», al que puso música en agosto de 1893 mientras componía el «Andante» y el «Scherzo» de «Resurrección». Con anterioridad, Mahler había compuesto entre enero y abril de 1892 cinco canciones basadas en textos del Wunderhom, de los cuales tres evocan no sólo la misoginia de su autor, sino los peculiares problemas eróticos en la cultura de d e su tiempo. En «Vano esfuerzo», un landler lento en el que la voz de soprano modula todas las gracias de la seducción, una muchacha enamorada le ruega vehementemente al amado que la acompañe a pasear, que coma cuanto desee de sus víveres y que le acepte su corazón. A todo lo cual él va contestando, de modo brusco y cortante, que «no quiero nada de ti, muchacha loca». En «Consuelo en la desdicha», un cómico diálogo entre una moza y un húsar, expresa irónicamente la guerra de sexos. La música militar que acompaña la voz masculina resalta de modo grotesco la virilidad, mientras que los versos de la soprano, a diferencia del lied anterior, están en gran parte en sol mayor, y denotan firmeza e igualdad con el varón, confirmadas en el dúo final de redoblado ritmo guerrero. El texto no puede ser más directo y descarnado y, por eso mismo, más irónico, comenzando por el título. Si la desdicha es que dos amantes se separan para siempre, su consuelo es decirse mutuamente que amar al otro es una locura y que cada uno puede vivir y ser feliz sin él. Si el húsar parte exclamando con ironía que le será fiel a su antigua pareja, la moza le responde cáusticamente: «Te crees el mejor del mundo, pero estás muy equivocado.» La igualdad que la canción consagra entre los contendientes es asimismo sangrienta. Ambos cantan a dúo su desdén más absoluto: «¿Crees que voy a ligarme a ti? Nada más de mi canción, ánimo. ¡Me avergonzaré de ti cuando me una a alguien!» Enlejos la tercera «¿Quién ha compuesto esta cancioncilla?», la figura femenina aparece, en cambio, totalmente sublimada a través de un texto algo hermético pero de evidente simbolismo. En lo más alto de una colina hay una mansión de alcurnia desde donde mira una dulce y encantadora muchacha. Pero aquél no es su verdadero hogar. Ella es la hija del dueño. Su casa es la llanura (grüner heide). «Mi corazón está herido. ¡Ven, tesoro mío, a sanarlo! Tus ojos oscuros me han herido profundamente, pero la rosa roja de tu boca sana los corazones, vuelve a los jóvenes más lúcidos, resucita a los muertos y sana a los enfermos.» «¿Quién ha compuesto esta cancioncilla? Tres ocas la trajeron por el agua. Dos grises y una blanca. Y a quien no pueda cantar ellas se la silbarán.» ¿Quién es esa muchacha de noble estirpe que nos mira desde lo alto con profunda mirada que hiere el corazón, que habita en la llanura y cuya rosa roja hace sabia a la juventud, sana la enfermedad y resucita a los muertos? Parece claro que se trata de una alegoría femenina, con rasgos simbólicos conocidos, como la rosa roja (presente en Das klagende Lied y en el canto «Urlicht» de la Segunda sinfonía) en su significación tradicional de amor puro de caridad, paradisíaca flor, herida redentora de Cristo, signo de renacimiento místico e imagen del alma según Ángelus Silesius. La muchacha, hija de lo alto, habita, empero, en el reino de la melancolía (heide). Bachelard recuerda que ya Empédocles habló de la «pradera de la desgracia» y señala que la pradera, creada por el agua del río, es de por sí un tema triste y que «en la verdadera pradera de las almas no crecen más que asfódelos». La melancolía, sin embargo, como ha visto Carlos Gurméndez, es la interiorización de la desgracia, pero, al mismo tiempo, es sueño de la infancia e instancia activa de racionalización de la experiencia vital, que abre la esperanza de ser redimida en la dirección del cumplimiento y la plenitud. Los neoplatónicos renacentistas como Ficino hallaban en la melancolía el origen de la perseverancia en las grandes cosas, en la magna opera que la alquimia vinculaba al símbolo de la rosa roja. Cuando Mahler compuso esta canción en su estudio de Hamburgo, presidía la habitación una fotografía de un grabado sobre San Antonio predicando a los peces, una reproducción de La melancolía de Durero y otra de El concierto de Tiziano. El monje de mirada mística que aparece en este cuadro
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se parece extraordinariamente al propio Mahler, y éste afirmó en cierta ocasión que «con este cuadro podría componer yo eternamente». La melancolía de Mahler se refleja en esta cancioncilla donde se pregunta quién la compuso. La respuesta es que la trajeron por el agua dos ocas de color gris, color de la acedía triste, y otra de color blanco, que expresa la voluntad de alcanzar el estado celestial. La oca, como el ganso o el cisne, es un animal benéfico, asociado a la Gran Madre y al «descenso a los infiernos». Aparece con gran frecuencia en los relatos populares (en Ma mere l'oie, que inspiró a Ravel, diversos cuentos de Grimm...) y se relaciona con el destino, como lo prueba, según Cirlot, el «juego de la oca», símbolo de los peligros y fortunas de la vida antes del retorno al seno materno. La significación regeneradora del agua confirma el mensaje de unas aves melancólicas que aspiran al ascenso celeste del alma. Ellas le silban a uno la misteriosa tonadilla si no puede entonarla, pues ellas son las sibilas, porteras del más allá, que comunican al ser humano sus misterios. Jung, comentando un texto de Nietzsche en Gloria y eternidad, habla del silbar como un residuo arcaico, un señuelo para atraer a la divinidad teriomorfa. La sublimación de la mujer como símbolo de la trascendencia personal culmina en la «Rheinlegendchen», una de las canciones de Mahler de mayor vena popular austríaca. La idea surgió en él espontáneamente y halló en la antología de Arnim-Brentano su confirmación, las palabras que la expresaran. El tono es luminoso, el ritmo es de landler y las estrofas arrancan con una deliciosa indecisión, muy propia de los valses de Strauss. Narra la historia de un segador que unas veces tiene un amor (schátzel, «el pequeño tesoro», como suelen estos poemas nombrar el amor) está 50/0. Él «Ya se pregunta de junto qué sirve la hozlanzaré no tienea filo y de quémi sirve un tesoro si y, nootras, está junto a él. que siego al ríosegar —sesidice— su corriente anillo de oro.» El anillo llega hasta el fondo del mar y se lo traga un pez que acabará en la mesa del rey, y cuando éste pregunte a quién pertenece el anillo, la amada del segador contestará que es suyo y correrá por montes y valles para devolvérselo. La moraleja que canta la amada es que «puedes segar junto a cualquier río siempre que me envíes por él el anillo de oro». Tras la aparente sencillez del relato no es difícil captar un mensaje alegórico sobre el valor del símbolo. La amada es, como siempre, ese tesoro lejano de una trascendencia feliz y amorosa a la que aspira el ser humano, afanado en una vida de trabajo que se le antoja tantas veces sin sentido por la ausencia de dicho tesoro ansiado, por p or la falta de «filo» de su acción sobre el mundo mundo.. Todo un giro cósmico tiene que recorrer la alianza entre lo trascendente y lo humano para que le sea devuelto al homo faber el símbolo, la alianza entre él y su lejana esperanza de sentido. El río de la vida (que va a dar a ese mar que es un morir y en el que el pez, que simboliza la compasión divina, haceladepena mediador), el camino ha de seguir promesa de eternidad dichosa si ha de merecer segar y es segar junto aque su corriente. Unlasolo de violín paradisíaco subraya la respuesta de la amada al rey: «este anillo me pertenece». Pero el símbolo obliga. La trascendencia es un combate a su favor. Quien conserva la alianza debe ser con ella como un centinela nocturno que vela cuando todos duermen y que, por estar en guerra, no puede estar alegre, sino grave. No le seducirá la hermosa que le espera en la rosaleda o en el campo de tréboles, como canta otro de los Heder de 1892, «Der Schildwache Nachtlied» («Canción nocturna del centinela»), porque éste ha sido llamado al campo de batalla y ni siquiera confía en que Dios proteja a quienes creen en él, porque el creyente supremo es aquel que combate y no el que espera protegerse en la lucha. ¿Quién canta todo eso en la noche?, acaba preguntándose la canción. La respuesta final es: un centinela verlorne, solitario, perdido, triste, desesperado, inútil. Todas estas acepciones caben en alemán y son altamente significativas. La identificación de Mahler con ese centinela del Wunderhorn parece evidente si hemos comprendido el carácter profético y testimonial de su indagación metafísica a partir del dolor del mundo, de la perpleja soledad de éste y de la lucha que el arte debe llevar a cabo para brindar un
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sentido a la vida y a la muerte, aunque la soledad y la incomprensión sean la única ronda que acompañe al centinela nocturno. No se trata tan sólo de un mensaje filosófico sobre la condición humana. Lo demuestra otro lied coetáneo, «Das irdische Leben» («La vida terrena»). Su título, con el que Mahler sustituyó el de «Verspätung» («Retraso»), pretende presentar el grito del niño que pide pan y la respuesta de la madre, que siempre lo consuela pero le hace esperar hasta que muere, como un símbolo de la vida en general. En palabras de Mahler, «lo que más necesitamos, corporal y espiritualmente, es justamente lo que más hemos de esperar hasta el momento en que ya es demasiado tarde, como en el caso del niño muerto». Mahler se anticipa aquí al expresionismo musical posterior con un contraste espeluznante entre los gritos infantiles, torturados y cada vez más agudos, y la respuesta lenta y uniforme de la madre. Adorno ha visto en ese contraste la impaciencia que choca con la monotonía de la vida moderna: la weltlauf que se desarrolla mecánicamente y sin interrupción, indiferente a los sufrimientos humanos. Para Mahler, la madre representa el destino, «que no tiene por qué darse prisa en satisfacer en el momento oportuno nuestros gritos pidiendo pan». Sin duda, Mahler, al componer este lied, se hallaba en un estado de particular impaciencia respecto a su futuro profesional, tanto el de director como el de compositor. Pero la identificación del destino con la madre impasible e insensible llama la atención si recordamos la ternura que en él provocaba cualquier referencia a la maternidad. El tópico de la «madre buena», como el de la madre naturaleza, no soporta ya la cruel experiencia de la realidad, a la que Mahler opta por servir mostrándola con toda crudeza en señal de protesta. El trato inhumano a los niños, trabajadores en la industria, la miseria infantil en barrios obreros, las yinjustas sevicias sufridas en hogares desmoralizados y maltratados por los la privación económica las condiciones laborales eran moneda corriente cuando Mahler compuso «La vida terrena». Al comienzo del oratorio Elias, del aristócrata judío Félix Mendelssohn, el coro recita estas palabras de la Biblia, tomadas del primer libro de los Reyes (XVII, 7) y del libro de las Lamentaciones del profeta Jeremías (IV, 4): «Los niños pedían pan, nadie se lo partía.» Es notable el estilo «mahleriano» del canto coral. Expresa una sensibilidad muy similar, una compasión airada, un clamor de justicia en el que q ue la infancia se identifica con todos los pobres de la tierra, cuya justa causa fue siempre la causa y la denuncia de los profetas de Israel, aunque, su voz clamó a menudo en el desierto. También se hizo eco Mahler de ese fracaso al transformar en lied otro poema del Wunderhom, lleno de amargo sarcasmo, «San Antonio predicando a los peces», que incorporó más tarde al tercer movimiento de la Segunda sinfonía. Con un estilo musical intencionadamente rústico, evocador de su Bohemia natal, Mahler trazó un rondó entre de forma muy libre, algo arcaizante y lleno de humor, que resaltamoral burlonamente la similitud los humanos y los animales a la hora de recibir la predicación de un santo que ha debido dirigirse a los peces al hallar el templo vacío de feligreses. «A todos encantó el sermón, pero siguieron siendo como eran.» Mahler confesó que se había reído mucho componiendo este lied, y añadía: «Bien pocos serán los que comprendan la sátira de la humanidad que contiene esta historia.» La sátira se volverá reflexión sobre ese carácter tan evidente hoy de la sociedad moderna, sociedad «espectáculo» que ya los artistas y escritores del Barroco habían denunciado ante el fasto de oropel del «gran teatro del mundo». La irregularidad y el sinsentido de la «danza» social, giros y más giros mudos, sin música que les confiera armonía y sentido, son producto para el observador sensible de unos danzarines sordos, llevados por el ritmo agradable de un discurso social que no comprenden, incapaces de oír y de seguir ningún mensaje de auténtica salvación para sus vidas v idas de muñecos mecánicos. El sentido de la vida
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Las confidencias de Mahler a Richard Strauss sobre sus dos primeras sinfonías («existe la misma diferencia entre ellas que entre un hombre y un recién nacido» y «Titán es un cadáver abandonado») ayudarían a comprender el programa y la estructura de la Segunda a partir del Todtenfeier de un septenio atrás. Las innovaciones y cambios introducidos en este solitario poema orquestal de 1888 para construir el primer movimiento de la nueva sinfonía constituyen verdaderos lazos de sentido con el programa interior de ésta, que ya no se limita a una meditación sobre la tumba del cadáver abandonado del Titán, el héroe de la Primera, sino que se amplía hasta ofrecer una respuesta a la inexorable muerte colectiva, a la decadencia de las civilizaciones prometeicas. Para ello, Mahler, antes de formularla, procede a una extensa reflexión sobre la vida social de su tiempo, que abarca el segundo y el tercer movimientos. La voz humana será la encargada, en los dos últimos, de comunicar la alternativa propuesta, pues si bien el compositor creía que «mi necesidad de expresarme musicalmente, sinfónicamente, empieza allí donde reinan los sentimientos oscuros, en las puertas que conducen al otro mundo, allí donde las cosas no son ya destruidas por el tiempo o por el espacio», también comprobaba que «cuando concibo un gran cuadro musical, siempre llego a un punto en el que la palabra me es necesaria como portadora de mi idea». Mahler dijo, en ese sentido, «estar dispuesto a recorrer todas las literaturas del mundo» para encontrar las palabras que debían sostener la apoteosis de la Segunda sinfonía, darle su significación, formular su mensaje y hacer de ella, como quería Wagner, una «obra de arte total». Mahler introduce, tal vez por primera vez en la historia de la música, el flashback característico del relato final, cinematográfico. Los tressimbólicos movimientos y que preceden a la apoteosis son tres momentos de lasiguientes memoria aldelTodtenfeier muerto, algo así como la casi instantánea visión que de toda su vida tienen, según se dice, los que están a punto de morir. La resurrección que Mahler ofrece no es una victoriosa venganza contra la muerte. Es una confirmación postrera de la vida y, en ese sentido, la primera no sería la negación de la segunda, sino el inicio de su plenitud, la puerta del lejano hogar perdido. La expresa indicación que hizo Mahler de que entre el primer movimiento y los restantes se guardara una pausa de «al menos cinco minutos» (que pocos directores cumplen), permite destacar como algo distinto ese viaje interior del alma del difunto que, por otra parte, no se detiene —como en cierto momento pensó al imaginar una segunda pausa entre el cuarto movimiento, «Urlicht» y el final— en el deseo de eternidad que canta el lied «Luz primigenia», sino que anhelo y logro se expresan sin solución de continuidad. La Segunda sinfonía plantea de nuevo la cuestión del pr programa ograma musical en Mahler. Pese a su claro de lainterior», «música de programa», esto noosignifica que negase la existencia su obra de unrechazo «programa pero no apriorístico preestablecido, ideológico, sino en «surgido» dinámicamente de la propia lógica interna de una idea matriz que casi siempre —por no decir siempre— se presenta al compositor como una forma de «revelación» y que, después, se va desarrollando de modo imperioso ante los propios ojos y oídos del autor. La distancia entre esa «programación» orgánica y la preestablecida no es cuestión baladí. Como escribía Mahler al crítico Arthur Seidl: «Usted ha definido perfectamente mi meta oponiéndola a la de Richard Strauss. Está en lo cierto cuando dice que mi música concluye, como última elucidación de la idea, en un programa, mientras que, en Strauss, el programa está ahí como un alimento servido desde el principio. Creo que usted pone el dedo en el enigma esencial de nuestro tiempo y expresa asimismo su alternativa.» Richard Strauss personifica muy bien la segura dominación (herrschaft) de los poderes de una civilización en el cénit de su desarrollo, con el orgullo de la gran organización (las empresas, el Estado, los ejércitos). El artista programa como dios y señor de la obra. El ario rubio y alto muniqués es todo lo contrario del pequeño y cetrino judío bohemio, para quien la creación es un acto «esencialmente místico». Hay una fuerza exterior que dicta la obra. El artista es un
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instrumento de música con el que toca «el espíritu del mundo, la fuente de toda existencia». Para Mahler, «llega un momento en que esa fuerza misteriosa e inconsciente os dirige en los pasajes más difíciles e importantes, que son casi siempre aquellos en los que precisamente uno no tiene ganas de trabajar, que uno quisiera evitar, que acaban poseyéndole a uno y que, finalmente, exigen ser creados». El «enigma esencial de nuestro tiempo» consiste en saber si la orgullosa obra humana de la civilización industrial capitalista es fruto del espíritu trascendente o no. Para Mahler la respuesta es claramente negativa, pero él, como centinela solitario y visionario que es, da testimonio de ser un mero instrumento musical, cuyo canto no se ha hecho para celebrar los amores instintivos, el deseo material, el poder del hombre, sino, en palabras del Marín Marais de la novela de Pascal Quignard, Tous les matins du monde, para ofrecer «un petit abreuvoir pour ceux que le langage a desertes. Pour l'ombre des enfants. Pour les coups de marteaux des cordonniers. Pour les états qui précédent l'enfance. Quand on était sans souffle. Quand on était sans lumiére». O, como escribiera Rilke: No, no es nada amar, muchacho, aunque tu voz fuerce a tu boca, pero aprende a olvidar el sobresalto de tu grito. g rito. Pasa. Cantar de veras ¡ahí es otro aliento, un soplo en torno a nada. Un vuelo en dios. Un viento. Así como el Todtenfeier de 1888 era una coda de la Primera sinfonía, cuyo final, a su vez, recapitulaba su narración, ahora contiene en forma de preludio, en cuanto primer movimiento de la Segunda, el desarrollo simbólico de toda ella. En la concepción mahleriana, el primer movimiento describe el combate titánico, pero siempre desigual, contra la vida, así como el destino de un hombre de grandeza colosal que todavía se halla prisionero del mundo y, después, al final, su muerte. Estamos ante el ataúd de un hombre que hemos amado. Su vida, sus combates, su sufrimiento y su fuerza de voluntad desfilan por última vez ante los ojos de nuestro espíritu. En este momento tan grave, cuando uno se desembaraza de todo lo que la vida cotidiana tiene de aturdidor y envilecedor, una voz serena nos oprime el corazón. Pese a la agitación ensordecedora de la jornada, la oímos: «¿Qué te reserva el futuro? ¿Qué es esta vida y, por tanto, qué significa esta muerte? ¿Habrá para nosotros una supervivencia? ¿Todo esto no es más que un sueño vacío y absurdo, o bien esta vida y esta muerte tienen un sentido?» A tales preguntas debemos responder si hemos de continuar viviendo. Y esa respuesta «yo la he dado en el último movimiento», pero es fundamental comprobar que los dos grandes temas de éste, el lamento del
deseo frustrado y la promesa resurrección,temáticas, aparecen ya en medio delycombate héroe que ha de morir. Al igual que otrasdeanticipaciones como la muerte el Juiciodel Final, todo el futuro se halla contenido en el presente. El segundo movimiento, un landler lento y elegante como un vals, es concebido por Mahler de forma polivalente. Por un lado, es «un momento feliz del querido difunto, un recuerdo nostálgico de su juventud y de su perdida inocencia». Por otro, es «un rayo de sol, claro y puro», que proyecta la vida del héroe. «Estoy seguro —escribe a Max Marschalk— que qu e tú has comprobado esto por ti mismo cuando has acompañado hasta su tumba a un ser querido. Tal vez, a la vuelta, se te ha aparecido a menudo la imagen de un rato de dicha desaparecida hacía tiempo, que ilumina entonces tu alma como un rayo de luz cuyo eco nada podría disminuir. Llegas incluso a olvidar la circunstancia. ¡Esto es el segundo movimiento!» «El segundo y el tercero representan episodios de la vida del héroe difunto. El "Andante" nos habla de sus amores.» En realidad, las tres visiones se suceden en el texto musical y se entrelazan. El recuerdo nostálgico en el primerdetema de modoenmuy al segundo «Blumine», suprimido canta definitivamente la Primera lassimilar mismas fechas enmovimiento, que se compuso este «Andante». El segundo tema recoge con acento dramático la llamada trágica que en el
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Todtenfeier se hacía a una perennidad de la dicha, y, tras él, se abre la coda sobre el primer tema con un pizzicato que Mahler quiso que sonara como una gigantesca guitarra que expresase —así en la Séptima sinfonía — ese clima de serenata que él asignaba —no sin cierta ironía disimulada— a la más convencional tradición del amor humano. No deja de ser significativo que a Mahler nunca le acabase de agradar del todo este «Andante». Creía que «faltaba algo», pero no sabía qué. Si relacionamos su insatisfacción con la supresión pura y simple de «Blumine» de la Primera podríamos llegar a sospechar —como también nos indican las canciones del Wunderhorn sobre historias de amor— que Mahler experimentaba una relativa incomodidad cuando debía expresar sinceros sentimientos amorosos; esa sinceridad que tanto se echa en falta cada vez que, casado con Alma, pretenda hablarle de amor, o en las tres sinfonías «abstractas» compuestas, entre 1902 y 1905, como encarnación viva del mismo. Sólo al dedicarle la Octava parece Mahler hallar un vínculo entre su esposa y el femenino eterno redentor. Sólo en el último movimiento de la inconclusa Décima abandona Mahler el mito romántico de la Liebestod en aras de una muerte por amor a su Almschi. A ese «rayo de luz» de un recuerdo feliz, tal vez, más que faltarle algo, le sobra. Le sobra el convencionalismo del amor que ha dejado de ser «romántico» para convertirse en un rito social de cortejo. Sin el pizzicato irónico de la gran guitarra, el recuerdo feliz hecho nostalgia nos habla, como siempre en el Mahler más sincero, de la infancia perdida, de la inocencia arrebatada por la vida. Por eso puede uno llegar a «olvidarse de la circunstancia», algo imposible con los amores pasados, los cuales incluso en la indiferencia dejan huella. Porque la infancia es un
estado demovimiento la memoriademás que una sinfonía, colección«Lo de que recuerdos por las intensos éstos sean. En el segundo la Tercera me dicen flores que del campo» (el único tiempo totalmente alegre y tranquilo de la obra entera de Mahler), volveremos a encontrar ese clima, en donde la felicidad de una vida está en acorde con lo más bello de la naturaleza. Como todo artista realmente inspirado, es decir, más dispuesto a ser instrumento de la inspiración que a ser él el inspirador de su obra, Mahler interpretaba el «programa» interior de sus sinfonías una vez compuestas y, como suele ocurrir en estos casos, el mensaje inspirado se abría paso lentamente, con el paso del tiempo, a su comprensión, sugiriéndole nuevas lecturas o destacando aspectos no tan evidentes al principio. Un proceso así se abrió con el tercer movimiento de su Segunda sinfonía, compuesto al unísono como lied y basado en el humorístico poema del Wunderhorn, «San Antonio predica a los peces». Lo que en la canción se queda en humor, en la sinfonía se torna sarcasmo agresivo, denuncia social y, finalmente, aguda reflexión sobre el sinsentido de la vida cotidiana adulta, de la realidad insoportable que sucede a la infancia. Al crítico Max Marschalt escribe en 1896 lo que dos meses antes había confiado a Natalie Bauer y a Bruno Walter: «Cuando has despertado del sueño melancólico del "Andante" y has de entrar de nuevo en el torbellino de la existencia, puede muy bien ocurrir que esa incesante agitación, ese tumulto insensato de la vida, te parezcan horribles, como el girar de unos danzarines en una sala de baile brillantemente iluminada: tú los contemplas de lejos, desde la noche profunda y ¡no puedes oír la música que los mueve! Así la vida parece desprovista de sentido, es una pesadilla aterradora de la que despiertas con un grito de disgusto. Esto es el tercer movimiento. Lo que viene a continuación es claro...» Mahler, con su vehemencia verbal característica, había sido aún más expresivo con sus amigos: los giros de los bailarines parecen «confusos y absurdos por falta de ritmo», así «para quien se ha perdido a sí mismo y ha perdido su felicidad, el mundo parece absurdo, demente, como deformado por un espejo cóncavo. El scherzo se acaba con el grito de horror de una alma torturada por esta evidencia». Bien se trate de un gusto por el efectismo verbal o bien de una exagerada y algo folletinesca transcripción de la fiel Natalie, Mahler, con estas palabras, no se limita a una ingeniosa metáfora
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muy apropiada, sino que insiste en resaltar que el mundo parece sin sentido, deformado a los ojos del alma torturada porque se ha perdido a sí misma y su felicidad, lo cual no deja de ser una verdad psicológica bastante obvia. El mundo, según eso, no sería tal como lo ve dicha alma y, por tanto, el problema no lo presentaría aquél, sino ésta. Pero, en 1900, Mahler hubo de redactar, para la presentación de su sinfonía en Munich y en Dresde, el acostumbrado programa que él repudiaba tanto, y en él leemos cuál acabó siendo su serena lectura del scherzo que había compuesto años atrás. En el segundo gran episodio significativo de la vida del héroe difunto no vemos ya la danza deformada por unos ojos que no oyen la música ni oímos el lamento de una alma que todo lo deforma porque se siente infeliz. Lo que narra el scherzo es algo objetivo y sin metáforas: el choque frontal con la realidad que rodea al esforzado héroe. «La incredulidad y la negación se apoderan de él; contempla la maraña de las apariencias y, con el corazón puro de la infancia, pierde también el apoyo sólido que sólo el amor aporta. Duda de sí mismo y de Dios. El mundo y la vida le parecen una confusa fantasmagoría. La náusea ante toda existencia y todo devenir le oprime como un puño de acero y le atormenta hasta hacerle proferir un gran grito de desesperación.» Sin embargo, todas las versiones que nos da Mahler de su scherzo confirman la justeza de su odio a los programas porque su música —toda música—, en cuanto simboliza, es un libro en blanco para escribir la interpretación subjetiva del oyente, incluido su compositor. Por eso tiene razón éste al torturarse por la comprensión intuitiva del mensaje musical, estrictamente musical. Porque lo que éste dice por sí mismo pretende expresar todo un cúmulo simbólico, polivalente e, incluso, contradictorio —como todo simbolismo—, sólo el arte musicalpor puede intentar. Exclamaba Mahler a este respecto: «¡Qué terriblesque dificultades reservará, ejemplo, el scherzo, a sus oyentes! ¿Qué dirán si es que lo oyen? ¿Yo mismo podré oírlo un día y saber si lo que para mí es tan profundo, tan importante, lo es también para los demás? Todo artista está obligado a contar con su prójimo y si mi obra no transmite el mensaje que he querido expresar, entonces no tiene sentido que componga.» Pero este legítimo temor de Mahler se evaporaría sólo con imaginar cuántas veces más a lo largo de su obra expresará en términos musicales muy parecidos la fantasmagoría de la vida social en una civilización inhumana. Que en su scherzo de la Segunda no se equivocó y que, sea cual sea el matiz interpretativo que se escoja, los sonidos transmitieron fielmente un mensaje claro como el citado, podría confirmarlo otro tercer movimiento, pero, esta vez, el de la sinfonía de 1969 de Luciano Berio, que es uno de los mejores ejemplos de collage musical al reproducir literalmente el scherzo mahleriano como fondo de una conversación sin sentido, insulsa y vana, a la Woody que rodean gritos y estrépitos con sordina: algo así como un vernissage neoyorquino filmado por Allen. ¿Realismo o alegoría? Mahler no renuncia a ninguna de ambas cosas. «He imaginado un hecho real en ciertos pasajes de una forma, por decirlo así, dramática. El paralelismo entre la vida y la música es, tal vez, más amplio y profundo de lo que aún hoy pueda captarse.» En el caso del scherzo, el dramatismo nace no tanto de un conflicto entre la vida y el héroe como de la misma vida en sí, simbolizada por una danza fantasmal, casi macabra, que sucede inmediatamente al bellísimo landler de la infancia perdida. El scherzo se inicia con unos imperiosos golpes de timbal: «¡Danzad, danzad, malditos!», parece decir. Y la rueda de Ixión se pone a rodar como ese cuento de nunca acabar que q ue es el poema del Wunderhorn. Una y otra vez predicará el profeta junto al río de la vida y los peces saltarán de gozo con la música de su voz, pero «todos seguirán siendo como eran». Al concluir la Primera Guerra Mundial, Maurice Ravel dejó constancia en La Valse de la muerte violenta del mundo del siglo XIX. El alegre vals vienes evocaba en el compositor francés la impresión de un fantástico remolino de destino. Su genialidad expresiva reside en la fragmentación de temas valsísticos que recoge al principio para concluir en un cataclismo de
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sonidos donde cada tema continúa respirando su individualidad, excéntrica y distorsionada ahora, en el caos de totalidad que avanza inexorable, cada vez más acelerada en su compulsión obsesiva. Angustia, brutalidad, catástrofe. La desintegración de un mundo es fruto de un todo absorbente, ciego y perpetuamente acelerado por su propia totalidad cerrada y narcisista. No cabe mejor mimesis de los «nervios», ese «último recurso del vienes», como dijo Benjamín, en los que, según éste, un escritor tan lúcido como Karl Kraus podía descubrir la presencia, aún, de la madre tierra. El spleen baudelaireano, el tedio o la náusea, que, para Simmel, en sus análisis de 1896 y 1903, tenían como causa la gran urbe moderna, son más destacables en el scherzo de la Segunda que en La Valse. La monotonía de la rueda no concluye en el caos violento porque la guerra aún no ha hecho su aparición, aunque sí la anuncian las trompetas marciales que se alternan con las breves evocaciones de la paz infantil del «Andante», pero, en cambio, provoca los gritos de desesperación del que se siente impotente en la «jaula de hierro» que definiera Max Weber y no sabe cómo liberarse de ella. El final del movimiento anticipa las trompetas del Juicio. Hay un juicio moral mo ral sobre la sociedad fingida y alienante que danza mecánicamente como la madre del niño hambriento que molía impasible sin atender el grito del hijo que no estalla aún, pero que en el scherzo desaparece como tragada por un irrisorio «gluglú» de cloaca. El movimiento perpetuo del progreso, tal como fue pensado en Europa desde Condorcet hasta Schumpeter, acaba en el estancamiento de una agua podrida. El verdadero cambio implica un desarrollo, sí, pero éste no es posible si no afecta en primer término a la conciencia. Por aquel tiempo, HenrideBergson combatíaque la es inercia de la temporalidad inteligencia dominante e instrumental con la recuperación la consciencia, duración, no cronológica, sino cualitativa; memoria que contiene una evolución creadora como la música y que constituye nuestro verdadero ser vital, ese que Proust, su amigo y pariente en tantas cosas, consideraba olvidado entre las apariencias mundanas de una actividad frenética. No puede decirse que, a finales del siglo pasado, no estuviera despierta la conciencia de ese estancamiento, como lo demuestra la propia angustia provocada por la impotente perplejidad ante las nuevas fuerzas presentes, ante las catástrofes que se avecinan, las revoluciones que se anuncian, los irresolubles conflictos entre múltiples fragmentos de «nación dividida». Pero la conciencia angustiada no es más que el último horror del narcisismo. La «hipertrofia del yo», de la que hablaba el poeta vienes Peter Altenberg, conduce a las frecuentes neurosis de las que hizo gala la sociedad europea en aquel tiempo. Se puso de moda enfermar de los nervios y acudir a sanatorios como el que permitió a Alma Mahler conocer a Walter Gropius y enamorarlo. El ansia de inmortalidad
La conciencia de la propia memoria, de lo perdurable en uno, sólo podía surgir de un revolucionario retorno a los orígenes, en una época que veía lo pasado como un desecho, o, en el peor de los casos, como una superstición. Barrocos y románticos habían recuperado la mitología, griega y egipcia fundamentalmente, y habían sabido integrarla en el acervo cultural cristiano. Pero se trató de un retorno a «las madres», a los arquetipos que, como en el Renacimiento, hicieron compatibles, en el ámbito abstracto de la Razón, la vieja fe heredada —tan sólo conservada por el pueblo fiel e ignaro— y las conquistas del pensamiento científico. La síntesis tuvo un extraordinario valor intelectual, pero no pudo suplir la «muerte de Dios» en el corazón angustiado de dos siglos huérfanos. De Pascal a Kierkegaard, el corazón tuvo razones para seguir, más que creyendo, esperando en algo tan humilde y tan glorioso como la resurrección de los cuerpos. Algo que la gente sencilla recitaba en el Credo latino sin saber lo que decía, pero que esperaba porque se lo había prometido Jesús. Eso que el poema popular del Knaben Wunderhorn, «Der Todtensegen» (titulado, en la antología romántica, «Urlicht», «Luz
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primigenia») canta, según Mahler, con «la voz conmovedora de la fe ingenua que resuena en nuestro oído». El cuarto movimiento de la Segunda sinfonía es un solo de contralto —la voz andrógina que fascinaba a Mahler— y es uno de sus más bellos e inspirados Heder. Es la respuesta inmediata al scherzo, a la noria inútil del progreso estancado: ¡Oh, rosa roja! El hombre yace en la miseria. el mayor dolor. ¡Qué mejor que el cielo para mí! Avanzo por un ancho camino y un ángel me cierra el paso. ¡Ah, no! ¡Me niego a retroceder! ¡Vengo de Dios y a Dios retornaré! ¡Mi Dios amado me ha dado una luz que me iluminará hasta la vida eterna y feliz!
Sin duda, esa luz es la conciencia, la memoria ancestral de que el ser humano «viene de Dios y a Él retornará». Es la misma luz de la candela de fuego de la vigilia pascual, la señal del Espíritu en el alma de cada hombre y mujer. Por eso «Urlicht» evoca en sí misma la resurrección en una vida de eterna bienaventuranza. La partícula ur tiene en alemán una rica polisemia que sirve para indicar el origen, lo innato, lo primitivo y lo ingenuo, el arquetipo y el ideal, el derecho y el sentido. Es el fundamento profundo de un punto de partida, pero también la reminiscencia que guía rectamente hacia su reencuentro mediante el retorno. Es principio y fin de un círculo que une directamente todos los puntos o instantes del retornar, porque todo él lo es. Ur fue la patria de Abraham, el gran viajero hacia la Tierra prometida por Yahvé. Urano es el dios del Cielo griego. «Urlicht» brilla como el anillo dorado del símbolo. Es el símbolo. Mahler indicó que la voz de contralto debe adoptar «el tono y la expresión de un niño que creyera estar en el Paraíso». Y es que el tema principal del lied es ya el del «Final» de la sinfonía. La «voz conmovedora de la fe ingenua» canta y, al cantar, abre paso a la resurrección. Si, al comienzo, la música de las primeras palabras («el hombre yace») anticipa la del «Oh Mensch!» del poema de Nietzsche en la Tercera sinfonía, los compases finales sobre la frase «me iluminará hasta la vida eterna y feliz» volverán a repetirse en el adagietto de la Quinta, otra gran presencia del poder iluminador de la infancia, de una infancia iluminada, lúcida, por la acción de esa rosa roja («¡Oh, rosa roja!») que, como vimos, torna clarividentes a los jóvenes, sana a los enfermos y resucita a los muertos. De nuevo estamos enfrentados a las terribles preguntas y caídos en el grito de angustia final del scherzo. Suena la voz del Gran Señor en la trompeta lejana. ¡La Gran Llamada! Ha sonado la hora del fin del mundo. Se anuncia el Juicio Final. Se desencadena el terror del Apocalipsis. Toda conciencia se desvanece ante la proximidad del Espíritu Eterno. En el silencio terrible creemos reconocer un ruiseñor lejano como un último eco de la vida terrenal. Dulcemente resuena el coro celeste de los bienaventurados: ¡Resucitarás! Entonces aparece el esplendor divino. Una dulce y maravillosa luz nos penetra hasta el corazón. Todo es sereno y feliz. ¡He aquí que ya no hay más justicia, ni pecadores ni justos, ni grandes ni pequeños, ni castigo ni recompensa! Un sentimiento omnipotente de amor nos embarga de certidumbre y nos revela la existencia bienaventurada. Este «programa» el quinto movimiento por otras palabras similares que ponende deMahler relieve para su triunfal herejía: «He aquíaparece que nosubrayado ocurre lo que esperábamos: nada de juicio divino, nada de salvación ni condenación, ni buenos ni malos y ni siquiera Juicio.
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Todo ha cesado de existir. En la mayor dulzura se elevan simplemente estas palabras: "Resucitarás, sí, resucitarás." No necesitan comentarios. Aquí no consiento añadir ni una palabra más de explicación. Es tan prodigioso el impulso, la elevación que nos conmueve y alza hasta el final, que ni yo mismo sé cómo pude llegar a componer esto.» Mahler lo sabía muy bien. El mismo lo escribió a Arthur Seidl el 17 de febrero de 1897: «En esta época Bulow murió y asistí a la ceremonia fúnebre [...] De golpe, el coro, acompañado por el órgano, entonó el coral de Klopstock, "Resurrección". Fue como un rayo de luz que me atravesó el alma. Tal es el rayo que espera el creador, la sagrada inspiración. Lo que entonces viví había que crearlo en sonidos. Y, no obstante, si yo no hubiese llevado en mí la obra, ¿cómo hubiera podido vivir ese momento?» En realidad, sólo las dos primeras estrofas del canto final son del poeta barroco. Todo el resto es del propio Mahler y constituye una glosa altamente apasionada de los escuetos versos pietistas: Corazón mío, tras un breve reposo resucitarás. Quien te ha llamado te dará la vida eterna. Tú sembraste para renacer un día. El Sembrador reúne las gavillas de los mortales.
La apoyatura sonora concluye con un consuelo infinito y, como en la Primera, parece presagiar el final inmediato de la música. Pero he aquí que la voz andrógina de la alto — ¡inolvidable e insuperable Kathleen vauna a cantar, con una proclamación firmeza que sedecontagiará al coro y arrastrará a la soprano, el textoFerrier!— de Mahler, reivindicativa que todo lo esforzado, sufrido y alcanzado no ha sido en vano, no se ha perdido ni frustrado, sino que se recupera por el alma, ya libre de dolor y de muerte, dispuesta a vivir por fin. Se muere para vivir. Las penas padecidas son las que conducen a Dios y, con las alas conquistadas en un ardiente impulso de amor, se asciende hacia la invisible luz. «¡Corazón mío, resucitarás!, ¡resucitarás muy pronto!» Mahler hace suyas las palabras de Isaías y de san Mateo: «Entonces los justos resplandecerán como el sol en el Reino de su Padre. Una alegría eterna coronará sus cabezas. Todas las penas y todos los gemidos habrán huido para siempre.» Esas mismas palabras se encuentran en un aria del Elias de Mendelssohn y son la respuesta al lamento jeremíaco por los niños sin pan de ese mismo oratorio. Asombra la coincidencia también aquí del tratamiento musical que ambos autores dan a la esperanza de inmortalidad. Y, sobre todo, a la reparación del dolor padecido. Pero la «herejía» mahleriana es total. Para la tradición judeocristiana, el Juicio Final expresa el principio de que, junto a la reparación del daño sufrido, ha ddee darse al justo otra, la cual afectaría no menos a la justicia: el castigo del pecador, de aquel que, en definitiva, fue el causante del mal en el mundo. Por otra parte, en el judaismo, la inmortalidad del alma no aparece ligada necesariamente a la resurrección de los cuerpos y, en todo caso, sólo los justos, sus almas, resucitarán. No es ésa la afirmación de la Segunda sinfonía. Todos los corazones, todos los cuerpos, renacerán y todo esfuerzo, amor o bien alcanzados retornarán, porque nada se pierde. No hay juicio divino posible ni prolongación hasta el Creador de la judicialidad humana. Los justos y los injustos habitan sólo en esta Tierra y todo eso ha dejado de existir. Estamos en otra dimensión, en otro mundo, donde la divinidad no juzga, sólo ama. Por eso «no ocurre nada de lo que esperábamos». No puede considerarse, pues, esta propuesta de Mahler a una humanidad explotadora y explotada, avarienta de bienes y poderes o carente de ellos, dogmáticamente cristiana ni ortodoxamente judaica. Tampoco es un panteísmo sentimental y disolvente. Todo lo contrario. Nunca brillaría tanto la identidad personal de cada individuo, con sus deseos, amores y obras, con sus esfuerzos y sus fracasos, que en esa luz invisible que ilumina las tinieblas de la vida.
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Nadie se quedará sin esa luz porque el individuo —como los instrumentos y timbres de la orquestación mahleriana— no pierden su identidad y su protagonismo, aunque formen ese gran desfile de masas que es la marcha de los muertos resucitados, en tantos sentidos pareja a la que simboliza el verano triunfante en la Tercera sinfonía. Esta visión medieval del Apocalipsis, llena de imaginería popular entre burlona y grave, en la que «las tumbas se abren y todas las criaturas surgen de la tierra aullando, avanzan a paso de marcha en gigantescos cortejos: ricos y mendigos, pueblos y reyes, toda la Iglesia con sus papas», nos dice que la humanidad entera deja de temer y se prepara para vivir: no ha nacido, vivido y sufrido en vano. Pero no sólo la humanidad, también el mundo, la naturaleza. Y en eso sí es cristiano Mahler: la redención por amor al hombre es inseparable de la transfiguración del mundo, como expresan el piccolo y la flauta, la voz del ruiseñor, los ruidos de la naturaleza, expectantes ellos también; casi los mismos sonidos que abrían la Primera sinfonía y retornaban después en la memoria del héroe para fortalecerle frente al destino, o que abrirán los primeros compases de la Tercera, cuando Mahler, tras haber resucitado a la humanidad, reconstruya, transfigurado, ese mismo mundo cuya resurrección acaba de proclamar en su Segunda. Igual que en la Primera, la salvación del mundo viene de lo alto, pero no sin lucha interior del ser humano, partido entre el deseo, el «Dies irae» y el amor maternal de Dios. El quinto movimiento se presenta como una verdadera ópera, con su preludio, su arranque desesperado (que enlaza con el horror que produce una historia circular y mecánica) y la voz profética «del que clama en el desierto», de quien predica inútilmente a unos peces contradictorios, a unos creyentes descreídos. Los motivos angustiados se suceden y, entre ellos, tiene especial valor simbólico el que evoca el rey Amfortas del Parsifal wagneriano, eternamente torturado por la herida del remordimiento, de la culpa, al que sólo sanará la fe de un «joven inocente de corazón puro». La resurrección no surge por ensalmo. Crece desde el origen del mundo, se impone lentamente al pizzicato sombrío del «Dies irae», penetra y se yergue como la santa lanza de Parsifal (la que cura la herida de Amfortas) en un glissando que Mahler repetirá en su Décima. El tema del deseo, con el que se inicia el Todtenfeier, tocado por chelos y violines, emerge sobre una marcha frivola y lejana, bajo continuo que enfrenta el clima del scherzo, insensible a las verdaderas necesidades del ser humano, para integrarse en las palabras que canta la voz de contralto: «Cree, corazón mío, que nada está perdido.» Y esta vez no será la madre mala que deja morir al hijo la que triunfe en su mecánica indiferencia. El coro celestial cantará el renacer del hombre como un niño acunado por su madre buena. Mahler no duda en citar claramente la canción de cuna más famosa de nuestra cultura, la de Brahms, en una genial mixtura de motivos navideños y marianos. Porque el rostro amoroso de la divinidad es para Mahler el de una madre frente al justiciero Padre del Juicio Final. La conciencia de la lucecita, de la Urlicht, permite volar hacia la luz invisible. Sus alas las ha conquistado el alma «en un ardiente impulso de amor». El anillo, la alianza con la trascendencia divina, es el símbolo amoroso que une a la humanidad con su divinidad ancestral. Y ese símbolo se encarna en un niño que salva a los que se hacen como él, a los que la vida no ha matado su infancia espiritual. Ya en la cultura micénica de la protohistoria, Pasifae, la Reina Luna de Micenas, la que brillaba para todos, era la madre del sagrado Niño-Toro, el héroe que llega a la tierra y enseña a los hombres el camino de la salvación. Está entre el cielo y la tierra porque es un hombre sujeto a la muerte, pero es el Hijo de la Madre Luna Virgen, la Eterna y No-nacida. Así, también, en los últimos siglos del culto egipcio a Osiris, el Resucitado, se decía que el toro Apis era su espíritu. En el libro de los Jubilados, de Ezra, del Apocalipsis cabalístico de Baruch, hallamos asimismo cuadros dramáticos que anticipan a Dante, donde el hombre, asaltado de dudas y angustias, se enfrenta a un Dios y a unos ángeles que le combaten con palabras encorajantes. Tras un acto final terrible, el Mesías resucita a los muertos.
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El deseo amoroso, tan ligado a la carne, se transfigura en Mahler como un deseo de ser amado que no es rechazado. Novalis, en sus Cantos espirituales, lo creía así: Si os entregáis de corazón a Él os será fiel como una esposa amante.
Y también: ¿Quién ha descifrado el alto sentido del cuerpo terrenal? ¿Quién puede decir que comprende la sangre? Un día todo será cuerpo. Un cuerpo. Yen la celeste sangre nadará la pareja feliz-
Comentando la Segunda, el crítico Guido Adler afirmaba que «tras la desesperación, el despertar a través de Dios y el amor conduce a la fe, no en el sentido de una creencia determinada, sino más bien fe en la omnipotencia del amor. La resolución suprema del enigma es en Mahler puro amor de Dios, hombre y naturaleza». La Segunda casi alcanza su plenitud en la Octava, donde todo es conducido al «accende lumen sensibus, infunde amorem cordibus». Esta concepción de la divinidad como Eros, que culminará el mundo transfigurado de la Tercera sinfonía, no niega el cristianismo, pero lo desborda en un sentido verdaderamente «católico» o universal, coherente con el borrón y cuenta nueva del judío converso Saulo de Tarso, que negaba la distinción entre judíos y gentiles como Mahler entre buenos y malos en el otro mundo del amor divino. no plantea, pues, la cuestión de la muerte más que como puerta que se abre a la La Segunda pervivencia, a la inmortalidad, no sólo del individuo físico, sino de su obra, que es, de algún modo, su alma. La resurrección de los cuerpos puede entenderse así como futuro de la propia obra y como futuro de la humanidad en su conjunto y de esa «obra» suya que, en los albores del siglo XX, empieza a ser también la propia Tierra. La historia, por tanto, adquiere sentido, no en el eterno retorno de la pasión instintiva por la posesión y el dominio de personas y cosas, de pueblos y riquezas, que pronto se vuelve danza mecánica y deshumanizadora, sino en la conciencia de que es un tiempo para construir el mundo alumbrándose el proyecto y su dirección finalista hacia la plenitud (eso exactamente significa «telúrico») con la luz primigenia, con la Urlicht que el amor de Dios ha encendido en la naturaleza humana. Theodor Reik dedicó un libro a la sospecha psicoanalítica de que Mahler tuvo la «revelación» de ese «Final» que da sentido, estructura y genial belleza a su sinfonía, porque la muerte de Von Bulow le abría las puertas del máximo rango europeo como director y, en definitiva, el cumplimiento de su gran ambición: Viena. «Resurrección» sería la del joven luchador que pugna con todas las dificultades para abrirse paso entre esa sociedad que desprecia y acusa, pero en la que desea vehementemente verse integrado, reconocido, e incluso situado en su cumbre. En la Viena finisecular, ser director del Hofopertheater suponía constituirse en una de las autoridades supremas de la vida social y cultural. Para alcanzar tal condición, Mahler tuvo que renunciar públicamente a una religión judía que no practicaba y bautizarse como católico. ¿Fue esa primera apelación a su «catolicismo» lo que se esconde en la composición de la Segunda sinfonía? Se juntarían aquí, de modo contradictorio, los arquetipos judíos de Moisés y Aarón: el místico y el práctico, el visionario y el organizador, el asceta y el adorador del Toro venéreo. La radical ambigüedad del joven Mahler es que aspira a ser todo eso al mismo tiempo, pero, con el desgarro de la contradicción. Su retórica abunda en expresiones de egolatría disfrazada de modestia. Beethoven, Dante, Goethe son sus compañeros. Su obra amplía el «fondo de sabiduría» de la humanidad. Los hados le protegen y la luz divina se le revela. ¿Dónde acaba el testimonio profético, el martirio por la trascendencia, y empieza la obsesión por la propia
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persona y su perennidad? En una carta a su mujer, Alma, de 27 de junio de 1909, Mahler confiesa que las obras de un artista son «las efímeras y mortales partes de él, pero lo que un hombre hace de sí mismo, lo que llega a ser a través del esfuerzo incansable por vivir y por ser, es algo que permanece». Mahler pudo ser oportunista en muchos momentos de su vida y, sin duda, lo fue, con astuto cálculo y grandes dotes de psicólogo. Pero con su obra fue todo lo contrario. Y, sin embargo, es su inmortalidad y no la de ésta lo que de verdad le obsesiona. Y ni siquiera la inmortalidad de su persona, sino la de su esfuerzo. Hay en él una compulsión al ascenso en donde no es fácil discernir si ama más las cumbres que la escalada. Enamorado del alpinismo e incansable montañero, vive la creación del mismo modo: «Así es también cuando compongo: cuando he cogido un impulso (como, por ejemplo, el final de la Segunda), cuando he alcanzado una cima, la abandono con un pesar inmenso y me consuelo intentando alcanzar otra más elevada, fuera de mi alcance en mi ascensión precedente.» Lo judío es la historia de un éxodo, de un existir, de un vivir fuera del gobierno, de la pesantez, del Cosmos creado. El mesianismo judío es la utopía de un «mundo nuevo y de un nuevo cielo», donde las religiones establecidas son una pura contradicción porque son culturales e históricas. El mesianismo es historia en el sentido de relato con «lo otro» siempre perseguido, con un perpetuo más allá que no retorna nunca pporque orque el único retorno es ese viaje lineal —más allá del «progreso» convencional que se muerde la cola— hacia la plenitud. La línea de ese viaje es un ascenso sinuoso por el Sinaí diario. El profeta es una serpiente que ofrece sabiduría, conocimiento lo otro, más búsqueda allá de un incansable Dios cultural, nomadismo implícito de la sabiduría,depues éstadel es más quenacional. posesión Hay de ununtesoro. Ser judío es ser nómada porque desde Abraham no hay cultura ni nación en donde pueda reclinar su cabeza el Hijo del Hombre y, en el desamparo, la soledad, el desvalimiento y el abandono —en su orfandad—, Abraham crea utopías para proseguir el camino. Si Ulises vive de la memoria, Abraham vive de la imaginación. El retorno a ítaca se produce porque existe una patria rememorada donde espera una esposa. Para el judío, la patria no es un pagos, sino un habla común, la revelación compartida (en medio de la dispersión nómada y de la fragmentación pagana) de que sólo el lenguaje leng uaje del habla expresa la infinita distancia entre el hombre y el más allá. Recorrer ese largo paso no permite reposo ni detenimiento, porque la palabra del habla no se repite nunca, es la pura creación continua. Lo eterno no puede detenerse jamás porque no es tiempo. Para Mahler no cuenta tanto su propia obra por ser suya como por ser interpretación de la palabra, encuentro hablado con el oyente acerca de un encuentro hablado anterior, que ambos, oyente y compositor, han tenido respectivamente con la palabra. De ahí su manía de perfección interpretativa, su obsesión por la clara comunicación de lo que le ha sido dicho, por el ascenso a una más clara audición. Porque el ascenso a la fuente del habla es lo mismo que el esfuerzo de aproximación a lo infinitamente lejano, lo otro, lo siempre extraño pero no ajeno, pues en el mismo ser humano arde la candela de la Luz invisible, extraña por lejana, haciendo así de lo otro el rostro humano que nos interpela sobre nosotros mismos, sobre nuestra misteriosa condición trascendente. Por eso la muerte no existe para el judío Mahler como final de la vida. No es eso lo doloroso de la muerte, sino que ésta es una violencia que se le hace a la vida cuando llega «a destiempo», cuando no cumple su verdadero sentido de plenitud, de cumplimiento, de perfección. La civilización vitalista, paradójicamente, provoca la muerte violenta y desatenta, imperdonable; y dar ese tipo de muerte es matar, matar el cuerpo pero también las obras de un cuerpo que se trasciende en el hablar de su trascendencia compartida con otros cuerpos. La obsesión de Mahler por ese tipo de muerte —incluida la propia— no tiene nada que ver con un deseo ególatra de inmortalidad para sí o su música, sino que forma parte del angustioso cuidado ante el peligro constante de la palabra en una civilización occidental, muriente, cuya
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decadencia proviene de haber matado lo otro, de haber querido suprimir por el poder de la fuerza la distancia animadora y vitalizadora de lo trascendente. Por eso, el antisemitismo que recibirá a Mahler en Viena y que se extenderá cada vez más por Europa, es la creencia en que sólo la muerte puede matar lo otro, lo extraño, lo que trasciende a todo poder de este mundo. Stefan Zweig trazó un retrato de esta ansiedad de Mahler que hace del deseo de perfección el paradigma de todas sus obsesiones de marcha, de ascensión y de continuidad perdurable de ambas, para que la vitalidad del habla trascendental no muera, sino que siga ascendiendo, transformada, una y otra vez resucitada. r esucitada. Deseo de perfección que no es otra cosa que un deseo de lo Eterno Uno, aquello que justifica como un bien la dualidad, lo otro, a lo que estamos permanentemente abrazados como a un amante, como a un hermano. Anhelo de ser por siempre nosotros mismos, individuos que ya no somos nuestra madre y nuestro Dios creador, sino seres tan sólo deseantes, nostálgicos del hogar protector, pero alejados de él hasta el retorno, temerosos de perder esos bienes materiales e imaginarios en los que hemos proyectado nuestra persona y por los que luchamos ciegamente, unos contra otros, rompiendo aún más los lazos, el símbolo del amor. La naturaleza humana es carne que sueña con resucitar. La Segunda sinfonía de Mahler invoca ese niño interior que siempre resucita, esa carne del mundo que, de Belén al Gólgota, promete que no existe ruptura entre la tierra y el cielo porque todo lo creado contiene en sí mismo a su creador. Lo Otro no es más que lo Uno.
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III Si Mahler expresa en su Primera sinfonía la vida como poder que se estrella contra el muro de la muerte, y en la Segunda canta su fe en lo Otro, en esa dimensión eterna de la vida que le otorga sentido y destino, su Tercera —compuesta entre 1895 y 1896— responde de forma «práctica» al gran interrogante de su tiempo y de su oficio: cómo se alcanza esa dimensión secreta de ylanovida, puede el serdehumano confiar en que el misterio de salvación existe realmente es elcómo eco desconsolado un deseo. La Tercera nace de la inocente y admirada mirada del viejo niño Gustav ante el paisaje. Desde la ventana de su háuschen de Steinbach, el 5 de junio de 1895, ve el campo florido hasta el lago y le surge una graciosa melodía con ritmo de minuetto, «Was mir die blumen auf der wiese erzáhlen» («De lo que me hablan las flores del prado»). Pero, al igual que en la infancia, no «todo es humor y gracia en la sinfonía, una risa enorme sobre el mundo entero». El bosque animado de animales mensajeros, reino del terror, aire del pánico, es el paso siguiente de la inspiración musical: «De lo que me hablan los animales del bosque», un vasto scherzo binario, mezcla de pesantez rústica y ensoñación enternecida, basado en la tonada «Relevo estival», en la que el cuco simboliza la naturaleza primaria y anuncia el tiempo y la muerte mientras que el ruiseñor —su relevo— es el dios del verano y de la naturaleza humana, la única que verdaderamente canta. Mahler se burlaba de quienes veían en la naturaleza un universo idílico: «Todo el mundo olvida que la naturaleza lo incluye Todo, todo lo grande y terrorífico, al lado de lo amable. Y eso es justo lo que sobre todo he querido expresar en toda la obra.» De la oscuridad del bosque surge el mensaje del gran interrogante: ¿estamos ante el crepúsculo de los dioses? ¿Vive el hombre la noche oscura del alma? Si en la noche se grita «¿Quién vive?», ¿vive el hombre? Mahler responde a tientas: imagina un movimiento al que titula «De lo que me habla el crepúsculo», que, en realidad, acabará siendo el consagrado a los animales del bosque; más tarde lo sustituirá por «Aquello de lo que me habla la noche: qué es el hombre». Y, finalmente, el poema de Nietzsche «Oh, Mensch!» transforma el título en «De lo que el hombre me habla». La evolución responde a la lógica profunda del retorno: la decadencia de la vida nos sumerge en la noche mortal y, desde ella, el ser humano clama por el eterno gozo. Y ése es su mensaje, de lo que nos habla nuestra humanidad. Al igual que en las sinfonías anteriores, la respuesta a la que aspira el hombre vivo que busca eternidad la dará la infancia. Iba a darla un infante («De lo que me habla el niño»), pero ese protagonismo lo reservará Mahler sabiamente para el final de la Cuarta sinfonía, en simétrica correspondencia con quien le hablará al final de la Tercera, el amor divino, que él identifica siempre —por su huella— con la niñez. Quienes encarnarán a ésta en el ámbito espiritual extraterrestre serán los mensajeros de Dios («De lo que me hablan los ángeles»). Así, el coro de voces infantiles del penúltimo movimiento, con su motivo de campanitas, funde lo angélico con la fe niña y abre el largo éxtasis de la revelación del amor «que mueve el cielo y todas las estrellas». Es ese amor divino, creador e impulsor, el que inspiró a Mahler, el verano siguiente, acabar su obra por el principio, por la vasta obra terrenal de Dios, que, a la vista de Steinbach, eran los grandes macizos pétreos que rodean el lago: «De lo que me hablan las montañas.» Mas el habla de éstas le conduce a las profundidades geológicas, al origen de la Tierra, al mensaje telúrico. La raíz germánica erz significa literalmente «mineral» y sirve para designar lo primero o arcaico, vinculado a la palabra erzahlung, narración. relato el que nos narra, estrechamente desde los orígenes, el origen. En la relación creación ocreada está El ya primer el relato, el es símbolo, divino. Narrar el proceso creador del mundo, relatar la acción del eros universal, obliga a Mahler
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a concluir su propia obra por el principio de la Creación. Si en el principio era el verbo (la palabra) del amor, el mundo es el inicio de un proceso evolutivo ascendente que, hecho historia natural, culmina en la historia del hombre, el cual asciende en retorno a través de la conciencia hasta la fuente primigenia de su ser, hasta la divinidad. Esta concepción teilhardiana, universal y dinámica, de la naturaleza es, obviamente, romántica, pero, desde la Creación de Haydn, el Génesis no había hallado una expresión musical que, más allá de la teogonia convencional judeo-cristiana, desarrollase una síntesis filosófica cuyo centro fuera la conciencia humana. En el orden definitivo de la sinfonía, el primer movimiento será, por tanto, una introducción con dos partes, significativamente tituladas «El despertar de Pan» y «El verano hace su entrada». Como en el inicio de la Primera, los bruits de la Nature evocan la creación del mundo, pero ahora no como naturaleza actual y presente, sino como fenómeno histórico y simbólico al mismo tiempo, es decir, filogenético y antropológico. La raíz telúrica del hombre se desdobla en una dualidad esencial. El despertar de Pan significa, como el nombre mítico recuerda, el surgimiento del Todo, del Universo. La entrada del verano es el surgimiento de la vida, de la vida biológica, de la cual, tras la fase vegetal y animal, surgirá la condición consciente del ser humano. Los tres reinos de la naturaleza, unidos por el nexo de la evolución creadora, retornan al reino del espíritu que los instauró en un acto perpetuo de identidad amorosa. La Tercera sinfonía constituye, pues, una creación artística sobre la naturaleza amorosa y creadora de la divinidad, sobre la permanente acción de ésta y sobre la obra total y unitaria (universal) que de dicha acción resulta. En el centro de la sinfonía se halla el ser humano mortal, deseoso La del respuesta la trágica condición humana, en las dos primeras sinfonías,deeseternidad. que la vida hombrea tiene el sentido que indica lo expresada telúrico (teleios, lo completo, lo cumplido o perfecto), el sentido de un proyecto que cumple su destino en su participación constituyente en lo Uno, en el Todo amoroso y creador. La conciencia de ser parte de él es ya la primera creación autocreante. Todo hombre es un artista. Su vida es su gran ob obra. ra. Y las llamadas «obras de arte» son las aproximaciones, los viajes, que emisores y receptores de las mismas realizan en comunión hacia su propio centro, hacia lo Uno que les une. En esa amorosa identidad, el ser humano reposa de la lucha fratricida por la posesión del universo. La Tercera sinfonía es la obra del arte mahleriano que nos habla de la vida humana como obra de arte y de esta última como la plenitud de sentido de la primera. Mahler era muy consciente de la intencionalidad de su sinfonía de 1896 en los diversos ámbitos de significación que acabamos de definir. Sobre ella dice a su amiga Natalie que «planea por encima del mundo de combate y dolor de la Primera y de la Segunda y no puede ser concebida más que como un resultado de ambas». Por otra parte, le permite ahondar en el sentido de su propia creación artística: «El término sinfonía quiere decir para mí construir un mundo con todos los medios técnicos existentes.» Lo cual implica una profunda reflexión sobre otra gran crisis espiritual de su tiempo: la del lenguaje y, en definitiva, la del arte. «Lo que yo quiero expresar es algo cambiante, siempre nuevo, y su contenido determina por sí mismo la forma. Debo, pues, recomenzar sin cesar la creación de mis propios medios de expresión, incluso cuando domino perfectamente mi técnica como creo que ocurre ahora.» Efectivamente, la crítica musicológica posterior ha visto en la Tercera un verdadero hito histórico y, en el conjunto de la obra de Mahler, la culminación de su proceso de maduración como compositor. A sus 35 años se enfrenta con éxito al desafío de realizar un drástico replanteamiento del tradicional equilibrio orquestal que renueve la sinfonía clásica. No se trata tan sólo de emular a Beethoven o de lograr sinfónicamente la «obra total» del drama wagneriano. Se trata nada menos que de la renovación del sonido de la orquesta al crear otro mundo orquestal y sonoro. El timbre, el contrapunto, la polifonía, así como el valor simbólico que a todos estos elementos les confiere cuidadosamente Mahler, permiten hablar de un nuevo lenguaje al servicio de una nueva concepción de la sinfonía como estructura comunicante, como
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totalidad armoniosa que habla claramente, sin metáforas ni «imitaciones de la vida», más allá del «verismo» novelesco de un Berlioz o un Richard Strauss, sobre algo tan poco metafísico como el viaje interior del hombre hacia la unidad perdida, el intento real de suturar la ruptura histórica con los lazos simbólicos que tanto atormentaba al artista finisecular. La reconstrucción del lenguaje
Para el romántico Jean-Paul lo que diferencia a la imaginación creadora de otras facultades es la capacidad de alcanzar lo universal a partir de los fragmentos sensibles, ya que «hace mundos completos con sólo una parte del mundo y todo lo unlversaliza hasta el universo infinito». El decadentismo francés y, en general, el europeo, creyó ver en la obra de arte la negación del nihilismo que nace del sentimiento trágico de la vida y, sin embargo, era la misma obra de arte la que se tornaba inviable a causa de la autorreferencialidad nacida de la escisión con la realidad de aquélla. La «modernidad» de la Modernidad, cifrada por los especialistas entre 1870 y 1930, consiste precisamente en esa ruptura de la alianza entre el lenguaje y el mundo, que tiene en Rimbaud y Mallarmé su más alta y hermosa confirmación y en quienes alienta, con todo, un evidente impulso místico hacia la unidad con lo Otro («je est un autre») y hacia la unidad del Todo (el Libro). La crisis espiritual del 1900 no es que culmine en la del lenguaje artístico, sino que ésta es el núcleo esencial de aquélla: la ruptura del habla con el mundo es fruto de un mundo histórico que está sordo, a aquello decerca lo quelahabla Mahler teníaLaelfamosa oído muy atento ese habla de lo absurdum, creado y vivió muy de crisis el delmundo. lenguaje artístico. Carta de aLord Chandos (1902), del joven poeta Hoffmannsthal, es el paradigma de la imposibilidad de expresar las cosas más importantes de la vida. En 1899, la obra de Mauthner, Beitráge zu einer Kritik der Sprache, había puesto de relieve que el lenguaje se había convertido ya en causa y síntoma de la senilidad de Occidente. En los albores de la Segunda Guerra Mundial, el grito final del Moisés de Schónberg, «¡Oh, Palabra, tú, Palabra de la que carezco!», muestra que los Aarones de la política son unos charlatanes que mienten con el becerro de oro mientras que Moisés no tiene yyaa palabras. La historia es engaño y sufrimiento y Dios no tiene otra presencia real que la zarza de fuego. El fuego: única palabra verdadera, mientras, en el ámbito literario, Trakl, Rilke y Kafka, Musil y Kraus desesperan. Cuando Mahler, con su Tercera, construye un mundo, universaliza el universo infinito, como diría Jean-Paul, pero, a diferencia de los primeros románticos, no crea «otro mundo» imaginario al escapar (ése es elpor proyecto de ciertos simbolistas del misticismo formalista del artecual «frío» denunciado Mann)también ni describe alegóricamente el yreal. No hay, pues, distancias, ironía, entre la vida terrena y el arte. Ambos son una sola cosa. Si para el Hoffmannsthal de 1902 la única casa, el único hogar, era el lenguaje, esa antigua casa de la que, según Kraus, hemos sido expulsados, Mahler nos habla del Universo amoroso como la casa del lenguaje, pues la lengua de un ser es el medio por el cual se comunica su ser espiritual y la lengua de la naturaleza es algo así como una consigna secreta, una lengua muda que el hombre interpreta como lectura de su propio pensamiento, un pensamiento nacido de ella, pues, antes de pensar que existimos, la existencia nos da el pensar y nos da qué pensar. Toda lengua superior es traducción de la inferior hasta que se despliega en la suprema claridad de una unidad lingüística existencial: el universo comunicante, la autonarración del Eros. Algo semejante ocurre con la obra de Joyce, especialmente en el Ulises y en Finnegans wake, donde los símbolos auditivos del idioma descienden hasta las regiones primigenias, hasta la geología del habla, para narrarnos musicalmente la filogénesis del hombre multidimensional, mágico y racional, hecho de inconsciente vital, de conciencia trágica y de sobreconsciente angélico. El lenguaje, el habla, son algo más que un juego convencional, pero no forzosamente lo contrario de éste. La escisión
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entre ambos no debe conducir, místicamente, al silencio, sino a la reunión simbólica. Mahler construye un mundo sonoro en su Tercera que es goethianamente clásico porque expresa la «nostalgia de la casa», no como ausencia, sino como presencia. Mahler cumple los cánones clásicos: la sinfonía como estructura armónica convencional. Pero una forma vacía es inconcebible, pese al vaciamiento progresivo de las formas musicales de la civilización burguesa. Y una sustancialización de la forma musical, que conlleve la «musicalización» de las artes y, en primer término, de la literatura, concluye en una un a religión del arte, que es pura parodia, solitaria e incomunicante, de la religión perdida. En último término, la reconstrucción del mundo que lleva a cabo Mahler con su Tercera sinfonía responde a una concepción del arte y a una cosmología inequívocamente herederas de la tradición neoplatonizante renacentista. La estructura de la sinfonía, los materiales empleados y su combinación sonora evocan con facilidad un grandioso fresco barroco, mientras que la «novela» filogenética de la evolución de la naturaleza utiliza todos los recursos dramáticos del romanticismo. Los románticos Baader, Schelling, Novalis conservaron la tradición religiosa que vincula la divinización del mundo a una energía creadora del mismo y exterior a él. Redimir el mundo es mantenerlo unido, en su autonomía, a ese ser creador. El artista —incluido el político— más que restaurar un orden armónico arcaico, una Edad de Oro soñada, lo que hace es rectificar la perversidad, enderezar la caída naturaleza humana, reconstruyendo incesantemente, equilibrando, lo que destruye la unidad de los seres. El arte es un instrumento comunitario al servicio de la comunidad de los y del mundo. Este carácter «mágico» delhombres arte romántico se mueve, como quería el neoplatonismo renacentista, por el amor. Pero éste no es un eros abstracto, ni siquiera, tan sólo, una energía cósmica o, desde la fe cristiana, el Cristo crucificado por amor a los hombres. Si el hombre desciende a su interior hallará un fondo inconsciente, en donde, según Canas, se agita la emoción de una semejanza sagrada, el centro o alma donde entramos en contacto con el amor universal. Justo porque, como veía Schelling, la naturaleza tiene una finalidad objetiva, la de tender a la conciencia, el yo, desde ella, tiende a ser tan creador y, por tanto, tan consciente como la naturaleza. Es en ese centro del alma donde la imaginación creadora se nutre de las imágenes arquetípicas, primarias, que la memoria conserva vivas, actuantes, pero, ante todo, referidas a un unicum. ¿Cómo no iba a tentar a un músico que concibe la sinfonía como la construcción de un mundo componer una cuyo contenido es el universo? El carácter esencialmente musical del cosmos, allí donde los pitagóricos fundían la inteligente razón matemática con la emoción vital religiosa, parece exigir su reproducción artística en términos no menos musicales, pero tan magna obra es inconcebible sin una weltanschauung, sin una previa «concepción del mundo», según la cual, como acabamos de ver, este último es un ser unitario que engloba al hombre como microcosmos análogo y que ni siquiera permite, en su unidad interna, distinguir entre «materia» y «espíritu». Esta indistinción, que nace del concepto moderno de «energía» y que aproxima cada vez más el conocimiento de la física a la intuición mística, aparece particularmente subrayada en el fenómeno musical. La música es la más alta espiritualización de la naturaleza porque la expresa con un mínimo de materia. En ella todo es forma y sustancia, es decir, vibración rítmica; la misma vibración que constituye la realidad de todo fenómeno natural. Si el mundo, como quería Schopenhauer, no es más que una música realizada, y ésta, según Hoffmann, «el sánscrito de la Naturaleza», Wagner concibe al músico como el mago que recrea la unidad de un universo disperso reuniendo los fragmentos separados de lo sacro original. Según el consejo de Novalis, el músico se zambulle en las profundidades del inconsciente y de este modo la sinfonía se vuelve confidencia, intimidad, conocimiento de sí mismo. Habla de las mismas cosas que la filosofía o la teología, pero de modo más directo y accesible para las gentes,
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en un lenguaje más universal. Bruckner y Mahler ahondarán en el romanticismo wagneriano mediante un misticismo sinfónico que adopta la forma de un sueño continuo de la vida intenor. Pero, mientras que en Bruckner —el santo schopenhaueriano— ese sueño suena a energía ondulatoria desencarnada, a ensimismada vida mística, en Mahler, por el contrario, la materia, la tierra, canta; expresa su infernal gemido; el alma se debate en sus tensiones constitutivas; la conciencia se atormenta y se extasía; la divinidad no se deja poseer por el alma, más bien lo invade todo, lo impregna todo, es un dios universal inaprensible. Con sudedicadas Tercera sinfonía, Mahlerartística: intentó dar de aquellas palabras A. W. Schlegel a la genialidad «Lacumplida claridad,razón la energía, la plenitud y lade totalidad con las que el universo se refleja en su espíritu humano y con las que este reflejo se refleja a su vez en él, determinan el grado de genialidad y lo colocan en situación de dar forma a un mundo en el mundo.» Este poder cosmogónico constituye para Steiner una imitatio, no de la creatividad de la naturaleza, sino del inaccesible primer fíat. El artista mortal llevaría a cabo, haría una summa articulada del mundo al igual que el rival innombrable, el «otro artesano» del que hablaba Picasso, en aquellos seis días del Génesis o, como decía Strindberg refiriéndose a Gauguin, «el Titán que envidia al Creador y que en su tiempo libre realiza su pequeña Creación propia». Y en todos los actos de arte sustantivos late, como en la creación del mundo, una furiosa alegría. Su fuente es la fuña amorosa, y en el caso de la música, nos recuerda Durand, una metaerótica que conciba contrarios y domina la fuga existencial del tiempo, una erótica abstracta, more matemático que, surgida de unas imágenes llenas de afectividad, culmina en la armonía, entendida ante todo como síntesis. no puede ser más que una dialéctica contrastante, Esta síntesis, conciliadora de contrarios, pues, a diferencia de la mística, no hay confusión, sino coherencia; no hay panteísmo teísta, sino drama concentrado como en la sonata. En toda música verdadera hay drama, ópera, «misa», no sólo en el microcosmos de los sentimientos humanos, sino como integración contrastante de las sonoridades de todo el drama cósmico, que es esencialmente el conflicto entre la materia mortal y la eternidad de la energía. Lo apolíneo y lo dionisíaco
Mahler nos ha dejado a través de sus conversaciones con su fiel amiga Natalie y las cartas a su amada de entonces, Anna von Mildenburg, una extensa explicación del primer movimiento introductorio de la Tercera. La conciencia que tiene de su obra es extraordinaria, como siempre. «Mi música no es más que el sonido de la Naturaleza. Toda ella, el Mundo, surge y se despierta. Al principio uno se estremece ante la materia inmóvil y sin alma. Pero, a continuación, la vida impone su fuerza, se desarrolla y, etapa tras etapa, se diferencia hasta formas superiores de la evolución: flores, animales, hombres, hasta el reino del espíritu y los ángeles. En la introducción reina todo el ardor brutal del mediodía durante el verano. La vida, aún inmóvil e inanimada, prisionera de la naturaleza, gime a lo lejos suplicando ser liberada por fin. Desde el final del movimiento, la vida se llevará la victoria.» Como en Der Rhein de Holderlin o en los sueños visionarios de Jean-Paul, el romántico Mahler concibe la vida como un hálito de energía que anima a la materia, no tanto desde ella como frente a la misma. Es un combate por la liberación. La vida es una «adolescente encadenada», perdida en el abismo sin fondo de una naturaleza aún muda y caótica. El movimiento que abre la Tercera es todo un desafío, una floración de la voluntad de vivir schopenhaueriana en lucha contra la inmovilidad de los comienzos del mundo. Se trata de la misma voluntad que anima a la humanidad. Por eso el sordo sonido de la materia con que se inicia la sinfonía es el que abre el tema misterioso del hombre cuando canta el poema de Nietzsche en el cuarto movimiento.
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La vida irrumpe en el sombrío y pétreo caos inmóvil de la materia como una marcha que arranca desde fuera de ella. Es muy significativa la dualidad que desde el principio Mahler establece entre lo orgánico y lo inorgánico. Si la marcha indica el dinamismo evolutivo y creador de la vida, ésta no nace de la evolución de la materia (la cual, sin embargo, arde ya en deseos de vitalidad, clama en clarinazos fundacionales y, al tiempo, precursores del misterio humano), sino de una fuente superior. Hay un indudable paralelismo entre ese clamor y el que preludia la resurrección en la Segunda sinfonía. Asimismo, la inesperada aparición de la vida frente a la materia original es respuesta dulce enternecida, llena de júbilo esperanzador, que, pronunciada poruna el violín, invita a unay marcha seguraamorosa, y triunfal, bautizada como el despertar de Pan o la llegada del verano. La marcha representa la culminación estilizada del proyecto romántico de «redimir» lo más humilde y vulgar y que Hegel considera lo más propio del arte cristiano (ensalzar lo humillado). Mahler utiliza una tonada popular entre los escolares austríacos, una canción estudiantil que ya Brahms menciona en su Obertura académica, que adopta sones de banda municipal paródica y acaba adquiriendo una cómica majestuosidad de «gran estilo» antes de envolver con él ia reexposición del tema inicial de la naturaleza inerte. A partir de esta fusión premonitoria entre el mundo y la vida, Mahler teje una vasta narración dramática en donde los dos temas protagonistas se contraponen, pugnan, se abrazan a través de un verdadero poutpurri o collage polifónico y contrapuntístico con materiales sonoros heterogéneos, «orquestas» que suenan a la vez desde puntos diferentes, se encuentran, se interrumpen mutuamente, «quitan palabra», se burlan unasy de otras, convergen hacia La un centro, chocan y se repelen.seTodos loslaestilos posibles coexisten se rompen en fragmentos. impresión es una caótica naturaleza, viva, agresiva, incluso fiera, azotada por vientos que arrasan y fertilizan, poblada de misteriosos mensajes animales, redobles de tambores que amenazan y luego se pierden en la lejanía. No estamos ante una naturaleza idílica estática, falsamente «romántica». La tierra grita y se agita, fecundada por la vida, pero no canta aún. De este amoroso combate surge una «humanización» de la materia. Los cavernosos sonidos de ésta se hacen menos sordos y densos, inarticulados, para tornarse claros, definidos, e incluso líricos. Ahora sí, la marcha arranca del primer tema la vida de la materia vivificada. La materia ha hecho suya la vida y transmite a la marcha su fortaleza y densidad compacta. El cortejo de Pan ya no es el caos vitalista y anárquico del comienzo, sino todo un ejército que avanza en formación, seguro de sí mismo. La alegría báquica se ha transformado en una marcha obrera del Primero de Mayo en manifestación por el Prater de Viena, que en su fase triunfal incluye frases que evocan La Marsellesa o La Internacional, o en una marcha de santos resucitados a lo negroamericano. Y, a su vez, la marcha se vuelve en ocasiones vals sentimental sereno o danza folklórica. Finalmente, una coda orquestal que funde todos los instrumentos en un potente abrazo consagra la unidad de la materia inorgánica y la vida. La voluntad de vivir no sólo se ha desencadenado de lo inerte a ritmo de marcha histórica, sino que acaba liberándolo de su inercia. La llamada heráldica del dios Pan, del universo, ha sido respondida por la vida tanto como ésta ha despertado la potencia concentrada de aquél. En su explicación del primer movimiento, Mahler nos habla de la vida como una «procesión homérica», el «cortejo ruidoso de Dionisos», que trae con él el verano, que se presenta como un conquistador que avanza en medio de todo cuanto crece y florece, trepa y vuela; de todo lo que espera y desea; en definitiva, de todo lo que sentimos como instinto. La materia inerte se asimila en Mahler al invierno, al oponente finalmente derrotado por la «aparición victoriosa de Helios, el milagro de la primavera gracias al cual todo vive, respira, florece y canta, todo aspira a madurar tras perecer los que han participado en el milagro: los imperfectos, los hombres».
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Para simbolizar musicalmente la victoria de la vida, Mahler comentaba regocijado que «necesitaré una banda de regimiento para sugerir el alegre cortejo, rudo y marcial. Será toda una "chusma" como jamás se ha visto». No oculta el compositor que este movimiento «es humorístico, incluso grotesco, barroco», y el conjunto de la obra debería bautizarse con el título nietzscheano de la «gaya ciencia», el saber alegre de Mahler, la ciencia que sólo «la música de la naturaleza, la cosmología, puede captar en su esencia mejor que ningún arte o ciencia», ya que «ningún artista está tan poseído por la mística de la naturaleza como el músico». Por eso Mahler creeella queuna «mi será algo profundamente que el mundo no ha oído todavía. naturaleza en vozsinfonía para contar misterioso, algo queToda no selapercibe quizáencuentra más que en el sueño»: de ahí el subtítulo humorísticamente shakesperiano de «Sueño de un mediodía de verano». En el primer movimiento de la Tercera, Mahler logra expresar la intuición ornea de un Dionisos apolíneo mediante el carácter danzante de la marcha de Pan. Si la danza simboliza el eterno retorno ensimismado de la trama cósmica y de la vida instintiva, intransitiva, que no «va a ninguna parte» (y, por tal razón, la imaginería medieval la vinculaba al diablo, como grotesca y burlona encarnación del viejo Dionisos, hijo del travieso ladronzuelo Hermes), en cambio, la marcha simboliza un proyecto y un tránsito hacia una finalidad: un sentido. Lo que comienza siendo en la «llegada del verano» una danza de alegría saltarina, juvenil, burlesca y una mojiganga disolvente y casi obscena, propia de escolares iconoclastas, se va tornando discurso ordenado y sintáctico, estructura transitiva organizada como una manifestación obrera de los socialistas Adler. Si en la danza del diablo medieval burla en conlalanueva que elfealma medieval sederefugiaba su paganismo original paraeranolaentrar y encampesina la nueva historia: para «no comprometerse de nuevo», como sugiere María Zambrano, Mahler parece compartir la creencia de Nietzsche de que la marcha es el discurso de la prosa; pero la pasión, la alegría saltarina de lo dionisíaco, reenvía la marcha a ella misma y, así, el verso es un discurso danzante: «Mi pie pide a la música, sobre todo, los arrebatos que procuran una buena marcha, un paso, un salto, una pirueta.» El ritmo de marcha del despertar de Pan se sitúa desde el principio, según Federico Sopeña, como «escarceo en lo inconsciente». La cita literal de unas frases de la ópera Carmen de Bizet nos da la pista del carácter solar, apolíneo, de la danza dionisíaca, que marcha hacia la luz sin dejar de moverse, desde la oscuridad del origen de la materia densa, en el confuso caos de la pasión instintiva y deseante de comunión. Es sabido que Nietzsche, tras su ruptura con Wagner, contraponía la claridad mediterránea de Bizet a la bruma nocturna del Tristán. Frente a la inmersión suicida del eros tanático, la danza marchosa a la luz del sol, pasión del fin, pero no pasiva, sino activísima asunción lúcida del destino que permite a Mahler transfigurar, por una parte, el sordo clamor de la materia en danza campesina y en vals de salón urbano y, por otra, en rítmica marcha del Primero de Mayo: todo a la luz del día, como discurso claro de la historia humana. Si el mundo algo quiere —como veía Pedro Salinas— y el mundo «gime con dolores de parto» —como dijo el apóstol—, la música de Mahler hablará «de lo que le hablan las rocas» más allá de su silencio: de su impulso secreto a la movilidad ascendente, de sus cumbres tendidas hacia lo alto, de su oscura nostalgia de la luz original. Aparecen, pues, claramente diferenciados, pero conexos, los diversos niveles analógicos que el discurso narrativo-simbólico de Mahler sintetiza mediante la técnica musical adecuada a tal empresa comunicante. En primer lugar, la cosmogonía entre la materia y la vida que define el universo como un orden impuesto por la energía inteligente sobre el caos de lo inerte. En segundo término, la misma pugna, en el seno del microcosmos psíquico, entre el inconsciente (reino del deseo instintivo o voluntad de vida) y la acción energética de la inteligencia que elabora la conciencia con los materiales fragmentarios y heterogéneos de la psique, reuniéndolos, sin suprimirlos, en una síntesis ordenada, creadora y clarividente. Y, en un tercer
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nivel superior o político, el combate entre las fuerzas de la inercia social (las estructuras pétreas que impiden la transformación dinámica de las formas de sociedad, percibidas por Simmel o Weber) y las que encarnan la vida, el progreso y, sobre todo, la humanización de la sociedad hasta volverla comunitaria y fraternal. La conexión entre los tres niveles sigue un proceso genético-analógico, es decir, la similitud no es metafórica sino identificante. La misma energía vital que mantiene a Pan (al Todo) despierto es la que surge como vida material de la pugna entre la materia y la vida o, si se quiere, entre la Nada y la energía(bajo creadora. También ladeNada «despierta» yo selo pone a andar, También lo inorgánico las metáforas lo subterráneo invernal) se resucitada. abre a la fecundación de la vida orgánica. Y, en consecuencia lógica y real, el principio biológico prosigue su marcha hacia niveles de formalización y de conciencia superiores mediante la incorporación fecunda y dinamizante del anterior. De ese modo, la síntesis de todos ellos no es un mero fenómeno intelectual, sino un proceso dialéctico real, impulsado y presidido por la vida, análogo a la del mito cristiano de la redención: muerte y descenso a los infiernos; resurrección de los muertos; ascensión a los cielos. La encarnación de la divinidad redime lo material mortal, lo inerte, y lo rescata incorporándolo sin escisión a lo psíquico, donde la vitalidad elabora su propio autoconocimiento y desde donde la sólida energía consciente de lo material construye la comunidad humana según la síntesis, tan querida por el socialismo austríaco, de la cultura, o encuentro interfecundante entre lo material y lo espiritual. Una interesante comprobación del nexo entre el nivel psíquico y el político, la aporta el mismo Mahler, defraternal quien seen cuenta después de componer la Tercera sinfonía— feliza encuentro la calle—años con cierta manifestación de trabajadores, lo cual le un llevó exclamar, radiante, «¡Son mis hermanos!». Por llegar a sus oídos una vez que Richard Strauss, cuando dirigía el primer movimiento de la Tercera, siempre creía ver «incontables batallones de trabajadores en marcha por el Prater, el Primero de Mayo», le estrechó entusiasmado la mano la primera vez que volvió a verle, diciendo: «¡Excelente! ¡Eso es! ¡No había caído en ello hasta ahora, pero eso es!» Si esto es cierto, Mahler había alcanzado expresar los diversos niveles de significación de su obra de un modo analógico-dialéctico sin ser consciente de ello: inconscientemente, con lo cual vendría a darle la razón a Wagner cuando, muy influido por Schopenhauer, veía inseparables la comprensión de la música y las relaciones entre inconsciente y conciencia. Sólo la música puede cumplir una función similar a la onírica como es la de comunicar el mundo exterior objetivo con el ámbito subjetivo del inconsciente. Mahler habría expresado musicalmente una analogía existente en la realidad objetiva, captada sin conciencia de ello, pero comunicada con unos recursos lingüísticos que permiten al oyente reconocer no sólo la descripción por mimesis de un desfile proletario, sino el profundo símbolo que existe, real y misteriosamente, entre aquél y la redención de la materia inorgánica por el principio de vida. Sin embargo, es cierto que Mahler, como su amigo, el dirigente socialista Adler, habían recibido de Wagner y Nietzsche el optimista mensaje de que la comunidad pasional de las masas, su carácter dionisíaco e irracional, podrá ser transfigurada apolíneamente, mediante el arte musical, teatral y político, en una comunidad racional, en una «cultura». El pesimismo de Schopenhauer, para quien sólo el abandono de la pasión y el anonadamiento místico permiten superar la voluntad de poder en que consiste el mundo de la vida, fue superado a través de lo que McGrath, en su libro Dionysian Art and Populist Politics in Austria, considera como «estética simbolista», que permite seguir el modelo de la prototragedia griega a la hora de integrar las pasiones individuales —irreconciliables y cainitas por p or idénticas y hermanas— en una formación unitaria y, sin embargo, libre porque tiene dirección y sentido para cada pasión; la cual deja de ser «inútil» cuando se sabe, como el hombre griego, parte esencial de la polis, parte esencial del universo. En ese sentido, como sugiere agudamente McGrath, podemos invertir la imagen de
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Richard Strauss de modo bien real y sostener que los trabajadores acaudillados por Adler marchaban —sin saberlo— al ritmo de la música de Mahler. De lo que nos habla el mundo
Los cinco movimientos que Mahler compuso el verano anterior, sin los cuales, confesó, no hubiera podido concebir el primero, constituyen de hecho un desarrollo pormenorizado de la introducción o preludio. La vida primigenia, con alegría danzante e impulso instintivo, se despliega en los dos movimientos, dedicados respectivamente al reino vegetal y al animal. «De lo que me habla el hombre», cuarto movimiento, retoma el gran encuentro crucial entre la materia y la vida psíquica, y los dos últimos suponen un retorno al misterioso origen espiritual de la materia y la vida a través del mensaje heráldico del coro angélico y la contemplación extásica del amor divino. Como escribiera Pico della Mirándola cuatro siglos atrás: «En el hombre está también la vida de las plantas, el sentido interno y externo de las bestias, el espíritu provisto de razón celeste, la participación en la mente angélica; se da en él una posesión verdaderamente divina de todas esas naturalezas que confluyen en una unidad de tal modo que invita a exclamar con Mercurio: ¡gran milagro la naturaleza humana!» De modo similar a las dos primeras sinfonías, «De lo que me hablan las flores del campo» es el homenaje constante de Mahler a la naturaleza en su dimensión simbólica más idílica, más dulcemente pacífica y serena. Pero en este caso se trata del único movimiento en toda la obra mahleriana la alegre tranquilidad es felicidad total, donde la vida está en acorde completo lo más bello deenlaque natura y lo que canta es la terrenal. Excepcionalmente, el ritmocon es de minuetto y, aquí, la danza es ligera, elegante. Ballet floral que recuerda a Chaikovski y a los salones floreados del modernismo decorativo. Se trata de un ambiente muy del tiempo. Lo natural penetra con todo su encanto en la vida social, como ya se apuntaba en los remansos danzantes de la marcha de Pan. Con alguna cita sinfónica brahmsiana y la conclusión, que recoge fugazmente un fragmento de la noche de amor del Tristán, el habla de las flores expresa que la vida es bella y pacífica en sí, un delicado regalo de los dioses y que el edén perdido fue, sin duda, un mundo vegetal. El scherzo «De lo que me hablan los animales del bosque» parte del lied del Wunderhorn «Relevo estival», que sirve de lema epigramático al mensaje del movimiento: ¡Esperamos al ruiseñor que vive en verde prado! ¡Cuando el el cuco concluye él inicia su canción! El pájaro, ha dicho Bachelard, casi esférico del todo, es la suma, sublime y divina, de la concentración viva, es el mayor grado de unidad. Ese exceso de concentración le otorga su fuerza personal, pero implica su extrema individualidad, su aislamiento, su debilidad social. Jaspers le llama «el ser redondo» y Michelet lo contempla como «modelo del ser». Mahler ha tenido la intuición simbólica de trazar el arco musical de la naturaleza viva desde el misterioso latir del cuco, mensajero de la fugacidad de lo vivo, hasta el canto del ruiseñor, heraldo del arte inmortal, de la tierra renovada por la luz solar del espíritu. El bosque, símbolo del inconsciente oscuro, está habitado por almas inocentes, por cuerpos infantiles que huyen y se esconden, que se asustan y tiemblan, que amenazan de miedo. Los animales son dulces y terribles decía Rilke. Ese contraste en el que Mahler narra, como el más
puro ejemplo pugnaamor entre franciscano el espíritu ypor la materia, el campo de batalla de la evolución psíquica. Hay deunlatierno esos proyectos frustrados (¿inacabados?) de humanidad, de cuerpo espiritual. Refiriéndose al scherzo decía Mahler: «Es el fragmento más
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cómico y más trágico al mismo tiempo que se haya escrito jamás, pues sólo la música puede transportarnos así, de un solo impulso místico, de lo uno a lo otro.» El bosque animado se acaba convirtiendo en una danza rítmica de la «sociedad animal», pero aquí, a diferencia del scherzo de la Segunda, el absurdo no es la comunicación de la trivialidad, los monólogos cruzados de la incomunicabilidad humana narcisista, sino el destino macabro de la condición animal, de la que el hombre participa. «Es como si toda la natura hiciera muecas y sacase la lengua», comentaba Mahler, «pero hay también detrás de eso un humor realmente pánico; lo que selosapodera deinconscientes— nosotros es máseselprofundamente escalofrío que tragicómica, la risa». La vida en el bosque —como instintos hace animal reír y llorar. No en vano Mahler necesitó evocar irónicamente, con una cita de la Pastoral de su amado Beethoven, la incapacidad satisfecha del hombre para captar la trágica impotencia de los animales, su infinita resignación paciente ante el peso de la materia, su nostalgia de la divinidad, expresada de modo tan impresionante por la mirada de un can. La empatia de Mahler respecto al reino animal, su fraternal solidaridad, como compañero del viaje ascendente hacia el espíritu que ve caer por el camino a sus cámaradas, aparece expresada por el tema del posthorn, el cuerno que anuncia la llegada del correo, tocado por el jinete que precede como guía a las caballerías que lo transportan. Un recuerdo de infancia inspiró a Mahler ese famoso solo y, aparentemente, nada tiene que ver con los temas que le rodean. Sin embargo, la imagen misma del correo sugiere una mirada sobre el bosque que el postillón atraviesa; mirada que condensa la nostalgia del niño que
abandona la misteriosa fraternidad de laretener, naturaleza, pues lasemirada aleja mientras contempla, pierde pronto loanimal que desea fascinado: frustra es lo fugaz, que se se intenta. Metáfora de la vida humana, el sonido del cuerno de posta expresa no menos la nostalgia de la infancia perdida, de la casa primera que se abandonó, los primeros mensajes que se esperaba ilusionado, pues el postillón traía noticias del mundo y los regalos y siempre el niño asociaba la Navidad con su llegada. A lo largo del scherzo, el cuerno de posta establece el diálogo entre Mahler y el reino animal. Enlaza con el canto del cuco y se cierra con el clarín militar que ordena reiniciar la danza fantasmagórica del bosque, la cual, como preludio del viento de pasión dolorosa que agitará de terror a los animales, adopta un aire sarcásticamente goyesco. La analogía entre el conflicto trágico materia-espíritu y la condición trágica de la animalidad encuentra una respuesta dialéctica en la analogía que simboliza el cuerno de posta: su sonido, que al principio se insinúa lejano en medio de la danza de los animales, se desgrana lentamente como un viejo relato de origen antiguo que tranquiliza e invita, con el delicado toque navideño, a vivir sin inquietud en el seno del bosque hasta el toque de clarín que acaba con la paz. El postillón trae un mensaje de esperanza. Los vientos de pasión, la tormenta cósmica, el retorno a la naturaleza, a sus sonidos inorgánicos, al cuco de la muerte, al clarín de la guerra, no impiden que el postillón vuelva a sonar y se abra con los violines a un anticipo del tema de amor divino del último movimiento. «¡Paz y por Navidad a casa!», parece decirnos. Tras este mensaje, nuevo viento de pasión y, como en la Segunda, explosión de la naturaleza inorgánica, retorno sordo a lo inanimado, peligro de extinción de la vida animal por culpa de lo inerte, terror de la naturaleza y clamor por el espíritu que todo lo redime y resucita. Inmediatamente se pasa al cuarto movimiento, al tema inicial de la sinfonía, sobre cuyo profundo sonido misterioso se alza la voz de alto que canta el poema de Nietzsche «Oh Mensch!». De esta esperanza en la ternura amorosa de Dios por el reino animal, frágil, temeroso e impotente, da fe Mahler mismo, muy consciente esta vez de lo que le han dicho los animales del bosque: «Al final vuelven de nuevo las sombras pesadas de la natura inanimada, de la materia aún inorgánica y no cristalizada. Pero se trata más bien de un paso atrás hasta las formas profundamente pro fundamente animales de la existencia, ante el potente impulso que lleva hasta el espíritu, hasta la más alta de las criaturas terrestres, es decir, el hombre. Existe
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entre el primer movimiento y el último un lazo que apenas será captado por los oyentes. Lo que en el primero era sordo e inmóvil, se desarrolla en el otro hasta alcanzar la cumbre de la conciencia, en donde el ruido inarticulado alcanza su más alta articulación.» La analogía entre la pugna materia-vida y la condición tragicómica de la animalidad conduce a otra tercera, como sabemos: el combate inconsciente que en nuestro psiquismo entablan la conciencia de mortalidad de la materia y el instinto o deseo de inmortalidad. Ese era el dilema trágico al que Mahler había consagrado sus dos primeras sinfonías. Con la Tercera pretendía ir «hasta de lamovimiento existencia, de allísudonde se viven el «como temblorundel mundo tras y eluna de Dios». el Porcorazón eso dijomismo del cuarto Tercera que era despertar pesadilla» y «una dulce toma de conciencia de sí mismo». De la que él calificó, mientras la componía, de «la mejor y más acabada de mis obras» dijo asimismo que «con ella concluye mi "Trilogía de la Pasión"». Es el instinto de inmortalidad el que late trágicamente en la condición animal inconsciente de un modo subjetivo, y eso es lo que narra Mahler, en empatia con los animales del bosque y como si quisiera prestarles, solidario, su conciencia de animal humano, consciente, reconociéndose temeroso animalillo perdido en el terror de su bosque psíquico. Pero la intuición del amor que ha creado el universo y que atrae a todo ser hacia su origen le lleva a crear uno de los movimientos musicales más conmovedores, más humanos, de toda su obra sinfónica. Ésta es la razón profunda de que en el cuarto movimiento aparezca la voz humana y se narre lo que el hombre dice con su poder característico: la palabra. Para ello, Mahler se acoge, en el momento crucial de la sinfonía, a un moderno enigmático de Nietzsche que éstehumana, expresa«el su disgusto por el presente del hombre y, poema sin embargo, su fe enenlaelespecie secreto de los mundos, su dolor profundo, su alegría —más misteriosa aún— y el ardor de esa alegría que, lejos de llorar su efímera fragilidad, pide eternidad»: ¡Oh, hombre, escucha! ¿Qué dice la Noche profunda? Yo dormía y desperté de un profundo sueño. El mundo es profundo y más de lo que el día cree. Profundo es su dolor y el gozo mucho más que el dolor de su corazón. El dolor dice: ¡pasa! pero el gozo quiere eternidad, una profunda, profunda, eternidad! En este poema, Nietzsche, filósofo de la luz y el Mediodía, pone en cuestión la claridad del arte de Occidente. La verdadera búsqueda de la verdad es tarea nocturna, como en Novalis. La noche es la puerta de lo eterno. La medianoche es la hora más profunda y oscura, cuando el hombre duda y reniega de la vida y puede acceder a una forma superior de existencia. Pero el optimismo de Nietzsche, que parece contradecir el pesimismo schopenhaueriano al asignar a la voluntad de vivir la voluntad de sobrevivencia más allá de su naturaleza inevitablemente autorreferente, no hace más que exaltar la permanencia de gozo frente a lo pasajero del dolor. La voluntad de vivir se fortalece y culmina con la voluntad de gozar el maravilloso don de la vida siempre. Pero es un siempre cuya eternidad se postula a partir del hecho cierto de que la vida una y otra vez retorna en cada ser nacido, pues para Nietzsche no cabe ninguna otra eternidad. Lo que impresiona más del cuarto movimiento es comprobar cómo Mahler, sobre el texto invariado de Nietzsche, presenta, mediante el tejido musical, una respuesta totalmente distinta al enigma de la vida humana. Haciendo suya la voluntad del poema de que el hombre despierte de su profundo sueño diurno para descubrir en las profundidades nocturnas el más hondo secreto de la naturaleza al que la razón no puede llegar, Mahler repite la lección nietzscheana de que el bien
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y no el mal se halla en la entraña deseante del hombre y que ésa es su más cierta voluntad vital. Pero la eternidad que anhela el bien no habita en los humanos más que como anhelo: viene de un más allá sobrenatural. Ése es el mensaje que la noche profunda, el inconsciente psíquico, comunica. De eso le habla el hombre nocturno, profundo, Mahler, a Mahler. Como éste dijo: «La música debe contener siempre un anhelo, un anhelo hacia lo que está más allá de las cosas de este mundo. Incluso en mi infancia, la música ya era para mí algo misterioso que me transportaba por encima del mundo.» Muy lento misterioso emerge el«¡Hombre, antiguo clamor de lo inorgánico el que(ense realidad, abría la sinfonía. Trasy la voz admonitoria escucha!», el cuerno con «inglés» «angélico») responde insinuando el tema del final. Tras el «Yo dormía», el oboe se lamenta tres veces con el tema de la voluntad de vivir. Tras «más de lo que el día cree», los violines, en tutti, cantan una popular canción de la época, la habanera La paloma, de Sebastián de Iradier, compositor español y profesor de canto de la emperatriz Eugenia. Los dos últimos versos, «pero el gozo quiere profunda eternidad», son cantados como un himno triunfal que suena a abrazo de reencuentro. Como en la Segunda sinfonía, la música que responde al enigma y al anhelo, acoge, abraza las palabras del hombre que interroga y clama, confirmando así la promesa hecha a la esperanza, dándole a la sabiduría del inconsciente humano su confirmación. El movimiento concluye con el triple lamento del oboe y todo vuelve con los chelos al silencio de las profundidades, a la inorgánica materia muda. Esta conclusión revela, junto con la consciente elección de una canción «de moda», la genial intuición mahleriana de ver en lo eterno algo presente e histórico, encarnado en el tiempo fugaz, como la divinidad eterna se encarnó en la vida mortal. En mi primera visita a Viena para acudir a la tumba de Mahler en Grinzing me emocionó profundamente oír en la popular Kárntnerstrasse a un músico callejero tocar al acordeón La paloma de Iradier. Pensé que era un misterioso homenaje inconsciente a la fe musical de Mahler. Me vinieron a la memoria las conocidas con ocidas palabras de la canción: Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño, que es mi persona.
¿Las conocía Mahler? No importa saberlo. La canción dice lo que dice. Nos habla de una paloma que q ue se asoma a nuestra mirada, abierta al mundo y al cielo, y a la que hemos de acoger con amor y ternura porque es nuestro enamorado, aquel que canta su amor por nosotros. ¿Acaso no simboliza la paloma el espíritu mismo del d el amor? Nada más perecedero que una canción de moda, pero también nada más eterno cuando, como en el caso de ésta, se sigue cantando y recordando no se sabe por qué secreta belleza que las gentes reconocen en el fondo inconsciente de su corazón. No podía Mahler ser más profundo cuando hizo símbolo de eternidad una tonada destinada, a su juicio, al olvido como todo lo actual. ¡Qué pocos podrían reconocerla un siglo más tarde, oculta en un rincón de una vasta sinfonía cósmica! Pero ahí está, dándonos la clave de toda ella y abriendo con su sencillez y modestia la puerta del coro angélico que canta un lied del Wunderhorn, en el movimiento siguiente, como mensaje divino de perdón y de amor. El origen del mundo es el amor
Con el texto «Los niños pobres», extraído del Wunder-horn y que proviene del siglo xm, Mahler hace cantar a un coro mixto de mujeres y escolanía que acompañan el solo de contralto:
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Tres ángeles cantan una dulce canción que resuena, alegre y bendita, a través del cielo proclamando por todas partes la felicidad. ¡Pedro se halla libre de pecado!
El tono de júbilo es humorístico y casi impertinente, como propio del alma infantil. Mahler creía que «el humor, aquí, es el único medio de expresar lo más alto». El bim-bam que expresa la unión de la voz humana con el sonido de las campanas celestiales se repite tras el grito «¡Ven y ten piedad de mí!» de la contralto, pero esta vez con seriedad religiosa, en clara inversión del motivo que expresa a lo largo de la sinfonía la voluntad de vivir y con reminiscencia de la música de transformación del Parsifal. La música que subraya la redención de Pedro, al evocar el Dies irae, nos habla asimismo de la redención de la muerte. Inmortalidad y perdón de los pecados son la misma cosa. El amor borra el mal y transforma la vida. El movimiento concluye con un bim-bam del coro de niños en tono triunfal y las últimas notas suspendidas en indicación de que la alegría celestial es inacabable. La introducción del coro angélico formado por niños y mujeres no responde a una necesidad estructural de la sinfonía desde una perspectiva técnica. Según parece, fue el movimiento de concepción más antiguo y pueden corroborar esta suposición los diversos motivos pertenecientes al lied «La vida celestial», compuesto tres años antes y que constituirá el final de la Cuarta tras haber sido destinado en un principio a la Tercera con el título «De lo que me habla el niño». El coro de ángeles no simboliza tanto la inocencia infantil como, a la inversa, los niños tendrían de angélico su capacidad de ser mensajeros divinos y de guiar al hombre adulto desde el ser interior de éste: el niño que todos llevamos dentro, nuestro guía interior y, en cierto modo, nuestro ángel de la guarda. Los tres ángeles que anuncian a Pedro, el amante infiel, el negador de Jesús tres veces, que éste le ha perdonado y que no debe llorar, pues si ama a Dios gozará eternamente del gozo celestial, no son un mero consuelo sentimental del hombre, sino que forman parte de la simbología ontológica y cosmológica con la que Mahler construye su sinfonía. Para Maimónides, el filósofo judío medieval, autor de la Guía para perplejos, «ángel» es el nombre de la facultad imaginativa misma. El ángel nos guía de las cosas visibles a las invisibles. Constituye la anagogía, la ascensión a lo celeste, no a la visión de Dios. El vuelo anagógicoangélico es la gracia del éxtasis. Para Henri Corbin, estudioso de la mística sufí, la intuición analógico-simbólica del universo, la dimensión angeológica del d el ser y la música polifónica son un solo principio. cumbre extática ascensión ana-gógica no eselementos el numerus sonorus almas, de las esferas con su La eterno retorno, sinodela lasimpatía entre los diversos (planetas, ángeles) enlazados en el ritmo de la liturgia celestial. Vendría a ser un octavo cielo por encima de las mismas estrellas, algo similar al Paraíso de Dante, para quien también la materia y el espíritu mantienen relaciones singulares no jerárquicas, ya que el Paraíso es concebido como un único y gigantesco concierto de polifonía vocal e instrumental en el que participan los astros, los coros angélicos y los espíritus bienaventurados. La presencia angélica en la Tercera responde, por tanto, a la lógica misma de la sinfonía; constituye el inevitable engarce entre los cuatro movimientos anteriores y el final. Si toda la sinfonía construye un universo circular cuyo motor oculto sólo se revela en el último movimiento, revelándose así el sentido de toda la esfera, los instrumentos reveladores de lo previamente intuido, según el grado de vitalidad de los seres y su capacidad de conciencia, son los ángeles. Recuérdese que, para Eugenio d'Ors, en polémica con Schopenhauer y Nietzsche, lo dionisíaco al «subconsciente» y lo apolíneoelalsegundo «sobreconsciente» o «ángel». Mientras el primero pertenece gravita hacia el pasado (lo inorgánico), tiene vocación de porvenir. La voluntad de vida que anida en la subconsciencia tiene, paradójicamente, una tremenda atracción
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hacia estadios anteriores a la humanidad, mientras que el sobreconsciente angélico —la «imaginación» para Maimónides— crea el mundo como representación simbólica. El ángel como guarda que guía está muy presente en la biografía de Mahler, acompañándole —casi tanto como el diablo— en sus avatares creadores. Son muchas las alusiones a una inspiración personificada. Para ceñirnos tan sólo a la Tercera sinfonía citaré que mientras componía el primer movimiento creyó oír una voz: «la de Beethoven o la de Wagner, con quienes estoy ahora en contacto cada noche; una compañía que, por otro lado, no es nada desagradable». A que la mañana percibey de conla estupor quesencilla. una dificultad técnica se había resuelto del modo le habíasiguiente sido inspirado forma más «En un adagio todo se resuelve en la paz y en el ser. La rueda de Ixión de las apariencias se inmoviliza por fin.» Con estas palabras, Mahler justificaba la heterodoxia de concluir su sinfonía con un movimiento lento. Sin embargo, su clara referencia al pensamiento de Schopenhauer sobre el reencuentro tranquilo de la voluntad con el «bien supremo y el estado de los dioses» no concluye, como en el filósofo del pesimismo, en el Nirvana de la autoaniquilación de la voluntad. La paz que brota del «Adagio» final de la Tercera no excluye el conflicto: pertenece a la serena aceptación de la vida como ritmo desde el saber profundo que otorga la revelada unidad del ser. Por otro lado, este último, tras la escucha de la música mahleriana, sólo permite una interpretación del pensamiento de Parménides según la cual el «ser» es algo existente en su unidad y contrapuesto a la fragmentación de las apariencias. Es, por tanto, un ser que incluye la diferencia y no se alza con el monopolio de la identidad ontológica abstracta, sino que reúne el despedazado cuerpo dionisíaco de la en existencia en un cosmos, en una síntesis viva, contrapuesta al caos danzante descrito por Mahler sus scherzos. El «Final» no es, propiamente dicho, «espiritual», en el sentido que ese término es aplicable, por ejemplo, a Bruckner, fervoroso católico, sino una meditación profunda que no tiene por objeto ningún dogma religioso, sino la pura religiosidad en sí misma, como religación o relato de todos los seres creados en la unidad de un Ser amoroso. Se trata de la religiosidad expresada, respectivamente, por la última obra de Beethoven, el cuarteto para cuerda, opus 135, y por la última de Wagner, Parsifal. En efecto, el «Adagio» se inicia con una cita casi literal del lento assai del cuarteto beethoveniano, todo un canto final, sereno y grave, de aceptación de la vida y la muerte; un adiós confiado que no cierra el paso al reencuentro. Tras esta cita del maestro, Mahler prosigue con un motivo que anticipa el lied «Me he apartado del mundo» en su recogida soledad de contemplación, que enlaza con el tema de renovación espiritual del Parsifal y, a continuación, con un apasionado y contenido discurrir mediativo sobre el amor; un amor que no es, como escribe a su amada Anna von Mildenburg en esos días, «el que tú te imaginas», sino el que justifica el lema literario que preside el movimiento con los versos del Wunderhom: «Padre, mira mis heridas. No dejes que ninguna criatura se pierda.» Mahler habla de un Dios «en la medida en que Dios sólo puede ser contemplado como Amor». A ninguna mujer dedicó nunca Mahler una música más amorosa, más «romántica», excepto la dedicada a la Madre Tierra al final de sus días. Pero ese temor solidario a que alguna criatura puede perderse interrumpe varias veces el éxtasis amoroso. Hay estallidos de temor que reintroducen motivos del primer movimiento, llamadas abismales de lo inorgánico, mementos mori de la vida, grandes cargas de profundidad sonora que evocan la caída en los precipicios de la Nada. Pero el amor prosigue su diálogo con todos los seres; los instrumentos afilan el perfil individualizado de aquéllos y la orquesta trenza polifónicamente, variación tras variación — como en Beethoven—, un abrazo que culmina en tuttis unánimes sobre el tema del amor hasta estallar en un coral sereno y solemne que, finalmente, se torna triunfal. Mientras suena a lo lejos, de nuevo, la cita del Parsifal, el rumor de la materia como un fondo marino bajo las formas
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cambiantes de las aguas y en coda prolongada que las trompetas escoltan del tema amoroso, los timbales reproducen los latidos del mundo, cada vez más fuertes, más seguros, más vivos. Frente al demonio, vinculado a la danza, a la rueda y al eterno retorno de la trama cósmica, el ángel induce al alma a liberarse de lo demoníaco, del destino entendido como ananke o necesidad. Aquí la mitología inspiradora de la prototragedia griega y la mística judía coinciden en hacer del ángel hermético (el Mercurio latino) el arquetipo central e inspirador de toda la Tercera sinfonía y de su propia composición como obra de arte con finalidad de conocimiento redentor. Sin duda, Mahler cuando pide en su diálogo amoroso al Padre que no se pierda ninguna de sus criaturas, está asumiendo el papel mediador, redentor, del Cristo. Pero esto sólo es concebible si comprendemos que el lugar que narra el sexto movimiento no es aún la casa que los ángeles han prometido a Pedro si ama a Dios por encima de todo, sino, como escribe Mahler a su amigo Fritz Lóhr, «un compendio de mis sentimientos hacia todas las creaturas, que se desarrolla no sin una preocupación espiritual profundamente temerosa, la cual, no obstante, se convierte gradualmente en una confiada bendición». En esto, Mahler es un claro discípulo del Wagner de Religión y arte. El poeta-sacerdote es un signo mediador de que del grito de la naturaleza brota en el hombre la esperanza de salvación. Pero algo fundamental le separa de Wagner. El papel redentor/mediador, con su lógica proyección en la vida social, no es el de agrupar a las masas en una comunidad racial o nacional. El inicial pangermanismo del círculo wagneriano al que concurría el joven Mahler pronto se trocó en un humanismo universal más allá de «judíos y gentiles». Coherentemente, y como ha visto la música vincula mundo en un plano metamusical, mientras queRedlich, la de Wagner halla mahleriana su efectivo poder en música el efectoy físico de la música. El pueblo que avanza por el Prater el Primero de Mayo no tiene nada que ver con los batallones hitlerianos de las SS. Son todo lo contrario. Hermann Hesse, años más tarde, dirá: «en el espíritu alemán domina el derecho materno, el sometimiento a la naturaleza en forma de hegemonía de la música como no la ha conseguido ningún otro pueblo nunca. Y en la música se ha consumido voluptuosamente el espíritu alemán y ha descuidado la mayor parte de sus obligaciones». El himno religioso con que concluye la Tercera sinfonía es —como escribe Sopeña— «el remate de toda una ascensión que llama al éxtasis pero que exige una preocupación». Su «eternidad» no es vía de escape, sino de acción histórica amorosa, de acción política. La creación de la Tercera supuso para Mahler no sólo una revelación cognitiva, sino una experiencia mística de comunión con el Todo-Uno. Al sentirse instrumento musical del universo amoroso tuvo que ser consciente como nunca de que el sentido de la obra de arte —y de la vida como tal obra— es la comunicación amorosa con los otros. Cuando se sabe que «lo otro», lo trascendente del ser humano, es el amor, se reconoce también la necesidad que tenemos de los otros para ser. La ruptura con la unidad uro-bórica de la Gran Madre cosmogónica originaria (de la cual es símbolo la madre propia) supuso la ruptura de la unidad andrógina o hermafrodita (Hermes/Afrodita, Mercurio/Venus), es decir, entre lo objetivo y lo subjetivo, lo interno y lo externo, lo esotérico o mistérico y lo exotérico y racional. Pero la recuperación de la unidad la llevó a cabo Mahler, como acabamos de ver, no a la manera del Wagner primero, el del Liebstod tristanesco, sino de modo inteligente, racional, consciente, integrando a Dionisos con Apolo, el infierno de lo inorgánico con el Paraíso de la redención, lo mortal con lo eterno. Esa dualidad unitaria, que los romanos simbolizaron con los hermanos gemelos Castor y Pólux, guías de navegantes como estrellas de la constelación de Géminis, expresa la conciencia de la propia unidad diferenciada, lograda empero por la presencia del «otro», mi igual, mi hermano y, a menudo, mi sombra. Mahler, alcanzada su madurez como artista, dominando casi a la perfección su lenguaje musical, renovando la sinfonía clásica hasta su plenitud como sistema lógico y mágico a la vez
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de representar el mundo y ejercitar su voluntad amorosa, verá en 1902, a sus cuarenta y dos años y ya feliz esposo de Alma Schindler, su primer gran reconocimiento público con la Tercera sinfonía. Pese a su originalidad innovadora, pese a sus extremas dimensiones, heterogeneidades y dificultades de comprensión, fue su calidad simbólica, su elocuente lenguaje y su intensa afectividad lo que rompió la sordera de los hábitos auditivos, inyectó vida en las rocas inertes de la audición convencional y comunicó al mundo que todos somos uno y que el origen de todo es el amor.
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IV Gustav Mahler concluyó su Tercera sinfonía el 10 de julio de 1896. Al día siguiente fue a visitar a Brahms, como en años anteriores. «Me gusta ver al viejo. Es un viejo árbol sólido y nudoso, frondoso y potente, que aporta frutos dulces y maduros.» Pero Brahms se halla triste y enfermo. Ha muerto Clara Wieck. Pronto morirá él. Cuando Mahler se despide vuelve por última vez su mirada desde la puerta de la casa y ve un Brahms acabado que se prepara una frugal comida solitaria. «Todo es vanidad», piensa Mahler. El viejo maestro, que rechazó su juvenil KLagende, se entusiasmó con su versión de Don Giovanni y fue uno de sus apoyos decisivos en el retorno a Viena pese a su condición judía y wagneriana, moriría el 3 de abril de 1897. El mismo día que se fundaba la «Secession» y un día antes de que Mahler viera realizado su sueño. «Comienza para mí un nuevo capítulo. Pero yo reencuentro mi patria y haré todo lo posible para que se acaben mis años errantes.» Al despedirse de su amigo Fórster de Hamburgo, le dice: «Es usted un idealista incorregible. ¿Cree usted que mi nombramiento en Viena se debe a mis realizaciones artísticas? Se debe a una protección femenina.» Mahler se refería a la influyente Rosa Papier, maestra y amiga de su amante Anna von Mildenburg, la cual influirá no menos en la conversión oficial de Mahler al catolicismo, condición inexcusable para su nombramiento. El 23 de febrero de 1897 tiene lugar el bautizo en Hamburgo. El 27 de abril llega a Viena. «Lo que me produce mayor placer no es tanto la gloria externa de la situación que se me concede como el hecho de haberme conquistado por fin una patria, mi patria, siempre que los dioses me sean propicios y me guíen, pues debo estar preparado para un terrible combate.» El retomo al hogar
El retorno de Mahler a Viena es vivido como una vuelta a casa; una casa de círculos concéntricos que incluye otras «casas» interiores. Viena es su casa musical política; las otras, sus casas musicales inspiradoras: la del trabajo estival en Maiernigg, con su hauschen junto al lago, con su Cuarta sinfonía, creada a los cuatro años de la Tercera. Mahler concibe la «patria» como el lugar de encuentro sagrado con su inspiración y el ámbito de sus epifanías. Félix Salten, el autor del cuento infantil Bambi, escribió sobre Mahler: «la intensidad de su naturaleza parecía llenar la ciudad entera. Para la generación de mis padres, Mahler era la gran experiencia, el gran acontecimiento». Y el temible crítico y periodista Karl Kraus comentó así la llegada de Mahler a la Staatsopere: «Con porte de Sigfrido, un nuevo director de orquesta ha hecho su entrada en la Ópera estos días. En su rostro se adivina ya que va a barrer enérgicamente todos los restos de la mala administración.» Mahler cae enfermo el 18 de mayo y se le recomienda operarse de amígdalas. En esa misma fecha, en 1911, morirá a consecuencia de amigdalitis por infección. Pasa la convalecencia buscando diversos lugares y parajes tranquilos. En todos ellos construye con la imaginación una hauschen y, a alguna distancia, fuera del alcance de la vista, una casa. Cerca de los cuarenta años, Mahler vive desasosegadamente la nostalgia de una casa, de un hogar, de una familia. No se trata sólo de una soltería que empieza a dolerle tras la ruptura con Anna por incompatibilidad, ya conocida, entre el amor y el trabajo, sino, de un modo genérico, de hallar por fin su propia intimidad, matrimoniar su alma, siempre dividida entre el reconocimiento de sus contemporáneos y la necesidad de ser nutrida nu trida por la inspiración de lo alto. Como tantas el drama interiory de Mahlerlaboral, es la tensión la intimidad delyalma y el trabajo social,personas, entre la pasión amorosa el deber y entreentre el amor apasionado la propia alma. Si ha sacrificado su amor a Anna von Mildenburg por el trabajo artístico de ambos en la Ópera de Viena, incompatible con su matrimonio por razones puritanas de honestidad
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profesional, no menos sacrifica su intimidad de compositor en aras de la dirección de algo que bien pudiera considerarse en la Austria de entonces todo un Ministerio de la Música. Su condición de funcionario público responsable del máximo orgullo nacional de un Imperio en crisis le lleva a quejarse amargamente ya en el mismo momento de comenzar a vivir su dorado sueño de años. «Estoy hundido hasta el cuello en una actividad atroz. Todas mis ideas y movimientos se dirigen hacia el exterior y me alejo cada vez más de mí mismo. Mi tarea principal es preocuparme preocup arme de los asuntos ajenos y no me queda ni un instante libre para cumplir la tarea capital que el Señor me que ha me confiado. QuéCómo penosomeesgustaría vivir endecirles medioque de me todosiento este esplendor y de todas estas gentes admiran... modesto y miserable y que sólo deseo una cosa: cumplir con mi deber.» Pese a su éxito mundano y, justo por ello, Mahler ve acrecentada su ansiedad, sus contradicciones y tensiones, su siempre desdichada conciencia de fragmentación. La complejidad de su tarea pública, la rigidez burocrática en la que ésta se desarrolla, el carácter nervioso de Mahler y su obsesión perfeccionista y detallista hacen de él un director exigente, admirado pero a menudo incomprendido y odiado. Rápidamente se extiende la leyenda bien fundamentada de su tiranía fascinante, que pronto deriva, en aquella Viena de costumbres fáciles y violentas pasiones secretas, hacia la leyenda de su satiriasis, que, en realidad, no pasó de un breve enamoramiento por la joven cantante Selma Kurz, cuya voz de soprano, de «incomparable dulzura», le encantó como tantas otras en el pasado. Una vez más, sin embargo, el cumplimiento del deber laboral se impone a la pasión amorosa, y Mahler seguirá siendo el asceta forzoso, el solterón el neurótico la sufre Staatsopere, enfermo crónico hemorroides que ha demístico, ser operado en juniorenovador de 1898 ydeque un cruelelpostoperatorio en eldeque vuelve al Wunderhorn para componer los Heder «El prisionero en la torre» y «Donde suenan las brillantes trompetas», «concebidos —nos confiesa— en el dolor». Sin necesidad de recurrir a interpretaciones psicoanalíticas, no cabe duda de que en Mahler encontramos ciertos elementos de lo que se ha llamado «carácter sádico-anal», fijación de la fase erótica infantil en la que el primer placer de la creación, de la «obra propia», es sometido a las exigencias culturales represivas y desvalorizadoras por todos conocidas. La leyenda, promovida por Alma Mahler, de la impotencia sexual de su marido, es una derivación, adulterada, de la verdadera «impotencia» del músico: su temor neurótico de no poder componer, de no recibir inspiración fecundante. En realidad, se trata de un miedo «femenino»: no concebir por falta de una potencia sobrenatural: «No puedo ni gustar como cualquier otro el placer de las vacaciones ni esperar que el Espíritu Santo me visite», escribe en el verano de 1899. «Cuando tenga de nuevo una hauschen y toda la calma que necesito, quién sabe si el Creador no dejará de acudir a la cita.» Estas dudas sobre la propia creatividad, que hasta el momento habían sido constantes y que se traducen, como sabemos, tanto en la angustiosa espera de la inspiración inicial como en la dificultad de concluir la obra iniciada, se hacen dependientes de dos condiciones conexas: la inspiración divina y el recogimiento del alma. El ángel anunció a una María en actitud recogida. Se comprende que la vida exterior, la actividad mundana, desde dirigir la Ópera del Imperio hasta firmar autógrafos a los jovencitos veraneantes, impida ese recogimiento. Mahler es un compositor de verano, con poco tiempo y con la angustia de esperar todo un año para continuar y concluir lo que no pudo realizarse en el verano anterior. Esa impotencia de la vida para recogerse convierte la casa, y especialmente la casita solitaria y retirada, en el lugar sagrado de encuentro con la inspiración, de acogimiento del espíritu, de reencuentro con la propia alma, perdida en el pandemónium de la vida. «Todo lo que yo pido a la Providencia es un rincón tranquilo, donde pueda cada año no pertenecer más que a mí mismo durante algunas semanas.» La impotencia creadora y el estreñimiento intestinal mantienen en Mahler una relación neurótica que expresa la ambivalencia erótico-agresiva del excremento como la más íntima
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creación y el desecho orgánico más despreciable. La retención de la materia fecal es una autoagresión punitiva que impide la «creación», pero no menos un rechazo del mundo hostil, que no se merece lo que desprecia. Cuando su primera hija nació de nalgas, Mahler palmoteo feliz: «Así es mi hija. Muestra al mundo inmediatamente lo que se merece.» El resultado final de ese combate, de esa angustia que la filosofía sufre y refleja, es la inflamación hemorroidal, la proctalgia y las hemorragias rectales, como la que puso a Mahler al borde de d e la muerte el 24 de febreroo de 1901 y a sufrir febrer sufrir por tercera ve vezz una seria intervenc intervención ión quirúrgica. quirúrgica. Vinculada del como está se en comprende la mente bien de Mahler creación con la anécdota, intimidadnorecogida o apartamiento mundo, el valorlasintomático de una exenta de comicidad, que el músico confió entre risas a su íntima amiga Natalie. Un día de verano de 1899, tras un enema laxante, Mahler hubo de precipitarse hacia el retrete, del que retornó feliz con el esbozo completo de «el más importante de mis Heder-», la canción Wunderhorn, «Revelge», que permite a Adorno declarar: «¡Todo Mahler es un Revelgel» Que esta vinculación del retractus a la creación artística fue algo más que anecdótica lo indican estas palabras, llenas de humor algo amargo, en carta a Nanna Spiegler el 20 de agosto de 1901: «Se pondrá un día una placa en mi hauschen del bosque: "Aquí se sentaba cada mañana Gustav Mahler, tan célebre en su tiempo." Se ruega no equivocarse y no poner la placa en el pequeño retrete adjunto, que sería su lugar más propio, pero en donde su testimonio respetuoso no sería comprendido más que por Natalie y yo.» «Revelge» culmina una tríada de wunderhomlieder que Mahler compuso mientras se desesperaba entre y laquirúrgica Cuarta por su faltaLas de tres inspiración y sufría convalecencia tras lala Tercera operación de 1898. canciones trazan lael dolorosa camino inconsciente de Mahler en busca de su alma, de su hogar interior. «El prisionero en la torre» consiste en el diálogo entre una mujer enamorada y su amado, el cual se halla entre los muros de una prisión. Son siete estrofas que alternan la voz masculina y femenina. Se trata de casi dos soliloquios, tan opuestos son entre sí sus discursos. El prisionero canta, desafiante y seguro, que el pensamiento es libre, desata las ligaduras y derrumba los muros aunque el cuerpo sea encerrado en la celda más oscura. El acompañamiento musical de sus palabras es provocadoramente marcial, como si, en efecto, quien hablase fuese el pensamiento, combativo y libre. Por el contrario, la mujer canta lo magnífico que es sentirse alegre, en verano, en las altas montañas, donde abunda el verdor, se puede estar en plena soledad lejos de los gritos de los niños y el aire es fresco y libre. «¡Tesoro mío, nunca querré separarme de ti!» A lo cual el prisionero responde con desdén que en su situación todo se hace en silencio y en la mayor quietud y nadie puede impedir sus deseos y anhelos. La enamorada se lamenta con asombro de que su amor cante tan feliz como un pájaro y ella, en cambio, permanezca tan triste a la puerta de la prisión. Palabras que provocan en el hombre la respuesta final más violenta: «Ya que así te lamentas, renunciaré a tu amor. Así nada podrá hacerme daño y mi corazón podrá reír y alegrarse. Así será por siempre. ¡El pensamiento es libre!» Son muy curiosas las analogías que guarda este lied con la situación personal de Mahler y con la filosofía que preside el tránsito de la Tercera sinfonía a lo que pronto sería la Cuarta. Dejando de lado la ya conocida misoginia que abunda en Heder anteriores, la negación de lo femenino en éste, el rechazo desdeñoso y extremadamente viril de la música sensual y seductora que acompaña la muy modulada voz de la mujer, es toda una negación del vínculo dionisíaco, que se extiende a toda referencia de la naturaleza. Tal negación se apoya explícitamente en el temor a sufrir daño y tristeza. Por otro lado, contrapone la libertad del espíritu y de la mente a la corporal, hasta el punto de invertir la lógica y situar la felicidad en la torre y la desdicha fuera de ella. Parece claro que con este lied, Mahler se siente reflejado inconscientemente en su contradictoria situación de aspirar, por un lado, a un arte que le libere de la prisión de la vida y,
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por otro, a buscar con anhelo todo lo que el prisionero rechaza con desdén. Lo que tiene una lectura positiva desde la perspectiva del espíritu debe leerse, desde la vida, como una negación. Sin duda, la torre es una protección del alma y, a la vez, el frágil obstáculo de su potencia liberadora. Es la morada que hace de lo «interior» una fuerza exterior, sin muros ni cadenas. La «intimidad» es la única manera de habitar en el mundo sin ser sometido a él. Pero, al mismo tiempo, se trata de una autoclausura defensiva que se niega al amor y a una vida natural en lo que ésta tiene de dicha. Lo más contradictorio, en el plano personal, es que, desde su infancia, Mahler buscafrente en elaaire libre dedel las trabajo altas montañas y en su verdor la liberación del espíritu la prisión obligadosolitarias y las relaciones que comporta. Si escreadora verdad que estamos ante una espiritualización que, iniciada en la Tercera se plasma definitivamente en la Cuarta, también comprobamos cómo sigue atormentando a Mahler el rechazo de la vida y lo adusto y, en definitiva, forzado de ese rechazo, fruto de un exceso de sensibilidad narcisista que se refugia en la huida imaginativa, en un arte que canta sin oírlo el mensaje de una alma que es libre en su centro. El segundo lied, soñador y dulce, tierno y misterioso, narra el encuentro de dos amantes interrumpido por el canto del ruiseñor que anuncia la marcha de él a la guerra en el páramo lejano, allí donde suenan las airosas trompetas y está su casa de verde hierba, su tumba. Es una de las composiciones más bellas y conmovedoras de Mahler y su clima de ensoñación permite una lectura simbólica ceñida a la intimidad psíquica. El encuentro entre el alma y el amado, para decirlo en términos místicos, es una promesa de posesión tan cercana, ruiseñor, la vida, la condición dramáticapara delsiempre. mundo (el páramo), alejadopero del el amor, y la morada queanuncia le aguarda al espíritu amoroso La vida es, por tanto, un viaje hacia la muerte, y la casa del hombre, en eterno conflicto, está alejada al máximo del encuentro amoroso entre su alma y el amor, «que estuvo aguardando demasiado tiempo». El ser humano parece condenado irremisiblemente a no poder unirse con «el amor preferido de su corazón». Compuesto entre frío, lluvia, ruidos molestos y en un lugar desapacible durante las vacaciones errantes de 1899, el lied orquestal «Revelge» («Toque de diana») es el más sinfónico de los de Mahler y el que él consideraba más importante («No puedes imaginarte la riqueza de contenido místico y el terror de este poema»). Solía recordar, riendo, que su inspiración le llegó en el retrete, como acabamos de decir. De cadencia militar y ritmo arcaico —parece evocar la guerra de los Treinta Años—, tiene un tono triste, amargo, pero resignado. Anticipa las siniestras marchas de la Sexta y preludia el expresionismo musical. Hasta el Wozzeck de Alban Berg (que cita expresamente este lied) y la obra de Kurt Weill, no hay música tan dura y cruel, tan violentamente plebeya y abiertamente antirromántica. Aunque se ha visto en ella una mera parodia del militarismo, su contenido místico, es decir, simbólico, como sostiene Mahler, es evidente: Los compañeros yacen amontonados como hierba segada. Toca el tambor grave y agudo, despierta a sus silenciosos compañeros, golpean una y otra vez al enemigo ¡un gran terror lo aniquila! El tambor redobla, grave y agudo. Ya están de nuevo en el cuartel. En el callejón, a la luz del día, marchan ante la casa de su amada. Llegadasobre la mañana yacen allí sus huesos. Hilera hilera se amontonan los esqueletos y a su cabeza está el tambor para que ella pueda verle. Tra-la-li-tra-la-ley-tra-la-lera...
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En cierto sentido, «Revelge» es la continuación de «Allí donde suenan las brillantes trompetas». Es la confirmación del seguro presagio que allí se tiene de la muerte en guerra. Pero el contenido místico cambia de sentido sin que disminuya —más bien aumenta— el dramatismo y el horror de la situación. Por el callejón de la vida, el hombre muere guerreando ante los ojos del alma. La fraternidad no existe. Se muere en soledad. Cada uno tiene su propia muerte violenta. El hombre estaría perdido para siempre si no despierta a la humanidad muerta, amontonada como hierba segada. Los resucitados enemigo y como sombras amuertas, la luz del marchan ante la cuerpos casa delaniquilan alma. A al la aterrorizado cabeza de generaciones y generaciones quedía el tambor ha transfigurado, marcha «para que ella pueda verle». La alegoría no parece difícil de interpretar. El destino trágico del hombre espiritual en un mundo enfrentado es su soledad, pues la fraternidad no existe —no puede existir— ni entre los suyos, pero el tambor despierta, resucita, la fuerza colectiva que abate el mal del mundo. El tambor es símbolo antiguo del sonido primordial, vehículo de la palabra, de la tradición y de la magia, como dice Cirlot. El tambor está hecho de la madera del «árbol del mundo» y se le asocia el sentido místico de éste. Se asimila al altar sacrificial y por ello tiene el carácter de mediador entre el cielo y la tierra. De los latidos del mundo de la Tercera a los latidos del corazón infantil de la Cuarta, «entre las tres y las cuatro de la madrugada», el artista, el músico-sacerdote, redentor, mártir y profeta, despierta a la silenciosa humanidad y cumple así con su esencia espiritual para que le vea el alma desde su casa. La casa del alma
La fama y el trabajo han hecho de Mahler, a final de siglo, un misántropo cuarentón angustiado por el paso del tiempo («Mozart y Schubert ya habían muerto a mi edad, y ¡qué cantidad de obras habían compuesto ya!»). Será Anna von Mildenburg, de nuevo, quien le proteja. Por casualidad puede orientar a las «mujeres piadosas» de Mahler, Justi y Natalie, hacia la población de María-Wórth, que parece un anuncio divino de creatividad (María del Verbo). Muy próximo está Maiernigg. Mahler compra por cuatro mil florines un terreno junto al lago Worthersee y encarga inmediatamente al arquitecto Thener la construcción de una casa de campo. En Maiernigg ha encontrado por fin su tierra prometida, su verdadera patria, su Tebaida, el lugar sagrado de realización corporal y espiritual. Bosques, lago, alta montaña, paisajes, marchas, ciclismo, natación, remo. Los Dolomitas serán la piedra gigante que le inspirará una obra similar. Toda su obra futura que él pudo oír en vida, de la Cuarta sinfonía a la Octava, se hará en Maiernigg. Este reencuentro con la casa ideal de la inspiración no va a producirse sin tensiones. Justo porque la casa representa para Mahler todo un arquetipo simbólico que da sentido a su viaje interior en busca de su propia alma, el proceso de construcción de la casa de Maiernigg y el de la nueva sinfonía, que ya se insinúa cuando comienza el año cuarenta de su vida, van a seguir «un camino de retorno doloroso», como el evocado por Hermann Broch, en su poema «Virgilio tras las huellas de Orfeo». Para Mahler ese camino de retorno es, como cantó Brahms, «el camino que retorna al país de la infancia», pues para el músico en busca de casa «la composición me recuerda un juego de construcción en el cual, con las mismas piedras, se construye siempre un nuevo edificio. Pero las piedras están siempre presentes, acabadas y preparadas desde la infancia, que es la única época destinada a esa cosecha y a esa asimilación». Mientras la casa se construye, Mahler habita durante el verano de 1900 en una villa alquilada a veinte minutos de la hauschen. Mahler sube por un minúsculo sendero que discurre «a través de las maravillas y terrores del bosque». Descubre que un «segundo yo» había ido trabajando la Cuarta sinfonía mientras el primero vivía la vida cotidiana de un año de tensiones y problemas:
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«Tal vez, ante esa vida de apariencias que llevo, mi yo verdadero se ha dicho: Todo esto no son más que tonterías, no me dejaré influir por ellas, y tal vez ha volado hasta ese último refugio, hacia sí mismo, para llevar su propia vida más pura y elevada. La mayoría de los hombres no descubre jamás ese segundo yo, lo rehuye y lo asesina mediante las relaciones sociales. Ignoran que su salvación reside en la soledad y que sólo en ella se manifiesta ese yo y entra secretamente en acción.» Hay, pues, una eternidad interior que da sentido a la vida personal y que hay que rescatar del tiempo convencional. La consecuencia profunda de haber intuido la Resurrección de los muertos y la existencia de un Reino de Dios el mundo que hayhabita que resucitar cada díaesa en el seno del alma para que ésta pueda entrar en elen reino celesteesmientras al cuerpo. Pero resurrección es la que Mahler no se ve capaz de alcanzar cuando, al leer por esas fechas la Resurrección de Tolstoi, se muestra triste e irritable, pues «no llega a acordar el contenido de su vida con la verdad de ese libro que hace caer las escamas de los ojos». La verdad es que Mahler no tiene tiempo ni paz para asimilar las revelaciones que recibe, incluso de sus propias obras. Su inconsciente se expresa con enorme claridad cuando muestra al mundo de lo que habla el amor, la naturaleza, los ángeles y el hombre, pero ha quedado pendiente desde años atrás oír aquello ddee lo que le habla el niño: la infancia. Son sus demonios infantiles los que todavía Mahler debe exorcizar. Es el infierno del hogar familiar, el homeheit que obsesionó a Freud, el que debe ser bautizado con las aguas de la inspiración de Maiernigg, ya que, como viera Thoreau, «el lago es el ojo de la tierra, donde el espectador, hundiendo el suyo, sondea la profundidad de su propia naturaleza». O, como enseña Bachelard, para un gran soñador, en el revelación agua es verlo su alma: el lago es el Argos del Universo. Tal vezverlaalgo primera delenlago le venga a Mahler, mientras acaba de componer la Cuarta, con la ayuda de su viejo amigo y mentor, Lipiner, de quien recibe su último drama Hippolytos. Este personaje repite la antítesis nietzscheana de lo dionisíaco (Fedro, el impulso vital) y lo apolíneo (Hipólito, la paz del alma). Al final de la obra, los dos principios se unen. El fuego de Fedro penetra en el alma de Hipólito, el cual se enamora de su madrastra. El comentario de Mahler nos permite comprobar que aún se mueve entre las aguas tristanescas de la liebestod incestuosa. «La insoluble contradicción de toda la vida no llega a ser un fenómeno fatal y bien determinado más que en la existencia de los amantes. Por eso deben morir; no para expirar una falta trágica, sino porque existe un lazo sobrenatural, místico, entre el amor y la muerte.» El tiempo es el gran rival de Mahler. La futura casa se edifica poco a poco junto al lago. El músico hace apuestas sobre qué se acabará antes: la casa o la sinfonía. Al principio se angustia, pero después acaba tranquilizándose. ¡Acabará primero la Cuartal Por vez primera no se ha visto obligado a entablar él «un combate que habitualmente absorbe más energía nerviosa que el trabajo». Mahler reconoce que jamás había experimentado tanto la alegría de crear. El año anterior había dicho: «Temo que cuando la casa esté lista, me falle la inspiración y no pueda trabajar más.» Theodor Reik interpreta esta obsesión como un complejo de impotencia, coincidente con el deseo latente de tomar esposa. La casa sería símbolo de la mujer. La casa acabada es la recompensa por acabar la sinfonía, por ser «potente». Encargar la construcción sin haber acabado la sinfonía le culpabiliza, le inhibe, le vuelve «impotente». En realidad no fue así. La casa de Maiernigg, «el reino tan puro de su actividad personal», estará acabada, como premio, más tarde del 5 de agosto de 1900, fecha en que Mahler concluye su Cuarta sinfonía tras haber retrasado su 40 aniversario para celebrarlo con ella. Y si es cierto para él que «uno se siente completamente abandonado por Dios cuando hay que vivir sin santuario», en su carta de reconocimiento al arquitecto Thener no duda en afirmar que «no puedo expresarle hasta qué punto me siento feliz en mi nueva condición de propietario de una casa de campo ni con qué esperanza alegre, con qué verdadera confianza, contemplo esta vez el porvenir».
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En el superactivo y errante Mahler, al que los avatares de la vida no han podido desterrar de su alma las primeras impresiones que la configuraron, llegar a ser «propietario de una casa de campo» supone haber alcanzado con su esfuerzo, con su trabajo, no un signo de ostentación social, sino todo un retorno al viejo hogar de la infancia, allí donde se produjo el primer encuentro sagrado entre la divina naturaleza y su mente despierta, entre el mensaje inspirador del mundo bello y su irresistible vocación de comunicarlo a las gentes. Mahler comparaba su Cuarta a un cuadro primitivo pintado sobre fondo dorado. Cada pequeño detalle que«que, lo compo compone y se transforma poco a poco, comolosocurre con el cuerpoelemento y el almaohumanos, desdeneelvaría nacimiento a la muerte, siguen siendo mismos, idénticos, siendo siempre diferentes». Su título debía ser Humoreske, por su carácter alegre, pero acabó desechándolo. Sin duda, la comprensión del sentido de esa alegría le indujo a ello, ya que se trataba de una «alegría que vive de otra esfera más alta, que nos es extraña y por tanto, aterradora. Sólo un niño puede comprenderla y explicarla y, justamente, un niño es quien lo explicará todo finalmente; un niño que, aunque en estado de crisálida —en referencia a la última escena de la segunda parte del Faust, que integrará en la Octava sinfonía años más tarde— pertenece ya a ese mundo superior». En efecto, toda la Cuarta es wunderhorn: un cuento de hadas para niños. La vida contada «para menores», que recoge, como los cuentos infantiles, todo el mundo mágico, ingenuo, terrible y realista de «lo primitivo». Como en un cuento, la narración se desliza suavemente, sin tensiones propias de la forma sonata. No es una novela, sino un relato plano y sin programa, ya que, como antítesis de la lasinfonía tradicional, nocuentos, hay aquí «contrarios» dramáticamente reproduzcan vida, sino, como en los arquetipos que sóloopuestos existen enque la imaginación simbólica y que, si cobran vida, lo hacen únicamente en un espacio psíquico ideal similar al sueño, permitiendo así que la imaginación del oyente pueda interpretarlo como quiera o necesite. La Cuarta es la sinfonía más cantabile, más lied, de Mahler. Es pura música de cámara en la que, frente al predominio del metal y el viento de las anteriores, aquí los violines, la madera, evocan un carácter íntimo, acogedor, casero. Adorno llega a considerarla como la obra de Mahler más «cerrada en sí misma», como una mónada leibniziana. En todo caso puede dar esa sensación porque, como creía el propio Mahler, «toda la obra es la más acabada de las que he compuesto». El color intimista, las melodías dulces y sombrías, el contrapunto que mantiene la atención del oyente, la sonoridad peculiar como de ocarina, instrumento infantil, crean un clima de ensoñación, de bosque animado por aquellos mágicos y misteriosos seres del bosque que el cuerno del postillón asustaba. Pero sobre todo, lo que aproxima más la Cuarta al relato propio de la niñez es la claridad, virtud típicamente mahleriana. Según Wittgenstein, nuestra falta de comprensión se produce porque no dominamos el uso de las palabras y porque nuestra gramática carece de claridad. Esto no era ningún secreto para Mahler y él mismo se ufanaba de practicarlo: «En lo que creo adelantarme a los compositores presentes y pasados es en algo que puede cifrarse en una sola palabra: claridad. Me rompo los cuernos, sutilizo, refino, hasta que logro lo que quiero. Me digo entonces que si mi obra ha de durar, todo ese trabajo es útil, pues al diente del tiempo le costará más destruirla. Lo que no impregna el menor detalle, por mor de ese dominio artístico supremo, está condenado a la muerte incluso antes de haber nacido.» En realidad, la claridad y el detallismo perfeccionista de Mahler, que en la Cuarta se ponen por p rimera primera vezmúsica de relieve, responden, entre otras un razones, de superar la crisisHay de lenguaje de la clasico-romántica mediante retornoa la a lanecesidad naturaleza... de la música. en esta sinfonía un retorno al estado pre-temático de los materiales, ya apuntado en las anteriores pero que aquí, de forma más astuta y menos iconoclasta, se usan, como las piezas del juego de
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construcción infantil, para construir un edificio nuevo cuyas estructuras son las tradicionales. Ese primitivismo es una reacción al arte saturado y supercivilizado. Decía Cocteau que el «caféconcierto» siempre es puro mientras que el teatro está siempre corrompido. A diferencia de Strauss, Mahler no es teatral, sino lírico. Su propósito es rescatar lo más puro de la música que ha recibido en herencia. Por eso, al comienzo de la sinfonía se tiene la impresión de que estamos ante un neoclasicismo formal que nos conduce a Haydn, Mozart, Schubert..., para muy pronto descubrir que estamos ante un conjunto de tópicos musicales tan puros, sencillos y eficaces, que nos hallamos En anteeste el núcleo delfuentes, que partieron para sus sus geniales predecesores. viaje dearquetípico retorno a las que sucede a la construcciones vasta v asta construcción cósmica de la sinfonía anterior, Mahler parece que quiera aplicar la misma mirada redentora sobre la materia sonora original, sin otra transfiguración que el ahondamiento en su simplicidad y pureza primitivas y en el brillo noble y permanente de lo arcaico. «Estoy satisfecho —decía— porque he podido colar mi mensaje en un molde tradicional y evito cuidadosamente toda innovación gratuita que no sea indispensable.» Vuelto, pues, Mahler de su viaje circular por el universo y devuelto a su punto de partida, la fuente arcaica de donde han surgido materia, psique y razón, su propio impulso le lleva inconscientemente a iniciar otro viaje en círculo —esta vez de retorno— alrededor del microcosmos de la subjetividad. La verdadera y profunda casa de lo íntimo humano —ahora que sabemos que se corresponde con la universal Creación— es el alma en paz o, simplemente, el alma para quien la ha perdido. El alma es esa cervatilla que Hércules busca durante largo tiempo para consagrarla divinidad. En psíquico la mejor hacia tradición romántica, sigue los caminos que que retornan al alma: aellasueño, el viaje el «sí mismo»,Mahler y el lenguaje arquetípico funda el orden comunicante entre la mente y la realidad. Son tres vías análogas porque surgen de la naturaleza universal y vuelven a ella penetrando su misterio, comprendiendo su maternidad. La Cuarta sinfonía constituye, efectivamente, un viaje circular de retorno al alma desde la iluminación de una eternidad amorosa que baña su paisaje. Pero ese viaje al alma es, para que la iluminación la alcance por entero, un discurrir por ella, por sus parajes oscuros, presentidos e ignotos; un abrir las ventanas de la mónada animada para que penetre el aire puro de las alturas. Este psicoanálisis es, realmente, una psicosíntesis, porque, como vio Jung, el alma, cuando se duele, es que ya se sabe fragmentada, dividida e incluso mendaz. Su curación no vendría de la contemplación racional de sus fragmentos como «causas» de un dolor que al analizarlo desaparece, sino de la intuición de la unidad subyacente y suficiente, que lleva, como al niño de la Cuarta, «a comprenderla y explicarla» si el viaje de retorno es al mismo tiempo un retorno al espíritu de la infancia. En su estudio sobre la alquimia, Jung ofrece una sugerente explicación del simbolismo de la cuaternidad. En el vas hermeticum, receptáculo de los cuatro elementos, se opera la transformación. Así, el individuo humano, microcosmos simbolizado por la vasija hermética, puede comprender su metamorfosis mediante el proceso de la cuaternidad. Para alcanzar la totalidad y la unidad de los elementos fragmentarios que lo dividen, el ser humano, al igual que el macrocosmos, ha de integrar en la unidad cuatro tendencias contrapuestas, que se corresponden a los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego. El proceso transformador comienza con los cuatro elementos separados (caos primigenio); se eleva hacia los tres modos de aparición del mercurio en el mundo inorgánico, orgánico y anímico (ascensión); alcanza luego la naturaleza lumínica de los dioses y la nobleza de los metales (sol y luna), los cuales, merced al amor (filia), logran vencer la discordia (neikós) de los elementos, y, finalmente, toca la naturaleza del anima, una e indivisible (etérea y sempiterna) que es la quinta essentia. Este progreso, llamado axioma de María, se extiende como un leitmotiv a través de toda la alquimia. El número cuatro, por tanto, simboliza para Jung el estado pluralista del hombre que no ha alcanzado la unidad interior, esto es, un estado de falta de
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libertad, de la no identificación consigo mismo, del desgarramiento de tendencias contrapuestas. En definitiva, una situación penosa, no resuelta, que busca la unidad, la conciliación, la libertad y la curación, es decir, la integridad. La Tercera sinfonía, en su construcción estructural, responde esencialmente a este proceso en su dimensión macrocósmica, y la Cuarta en la microcósmica o individual. La unidad circular de esta última evoca la forma redonda del mándala, representación simbólica de la psique integrada, imagen que sirve para consolidar el ser inferior y favorecer la meditación profunda que permite conservar eldeorden psíquico. aventurado descubrir de cada de los cuatro movimientos la sinfonía conNo loses elementos materiales delalaanalogía tierra (1.°), el aireuno (2.°), el agua (3.°) y el fuego (4.°), que se corresponden con las cuatro funciones psíquicas primordiales: percibir, pensar, sentir e intuir. Pero, como vemos, se trata de una proyección del inconsciente surgida justo de una necesidad del alma que aspira a lo que no tiene, a lo que no puede vivir en la conciencia cotidiana. En 1900 se publicaron tres obras decisivas en la revisión del paradigma racionalista de la modernidad. Las Investigaciones lógicas del judío moravo, nacido en 1859, Edmund Husserl; la Interpretación de los sueños, del también moravo y judío, Sigmund Freud; y la Teoría de los «quanta» de Max Planck (1858). Estos tres autores, rigurosamente coetáneos de Mahler y en la edad que la sabiduría tradicional, recogida por Jung, considera determinante de la «conciencia desdichada» en busca inconsciente de curación del desgarro psíquico, demostraban idéntica sensibilidad mística. Max Planck, para quien la música «es un intento de resolver, o, al menos, de expresar, el misterio último de la naturaleza», creía en un orden racional de la realidad y logró descubrir en la materia los quanta, unas microscópicas mónadas energéticas que disolvían la interpretación «materialista» de ésta y, en retorno a la inspiración romántica, confirmaban científicamente que la «materia» de la materia es la energía o «espíritu». La percepción microscópica de la tierra, de la madre materia, abría la puerta a la contemplación de un misterio último. Por su parte, Freud actualizaba asimismo el sueño romántico como sala de proyección de la psique, donde los personajes (fantasmas) nos reenvían a sentimientos anteriores y a menudo lejanos y primitivos que, con el sueño, resuenan y se resienten con un lenguaje simbólico revelador, el cual, según Husserl, fundador de la fenomenología, nos procura la evidencia originaria del mundo y nos constituye como sujetos conscientes a través del sentido que para nosotros tiene la comunicación del mismo. La circularidad comunicante con la que Husserl intenta superar la crisis del idealismo y del positivismo es sobre todo un retorno a la contemplación ingenua y distante (irónica) del mundo: es una mirada niña y maliciosa que afirma la evidencia de lo que hay para después concienciarlo y actuar consecuentemente. Si la vida terrena es energía, la vida ni se crea ni se destruye. Tan sólo se transforma. Y la muerte, rigurosamente hablando, no existe más que como fenómeno objetivo que nos hace conscientes, plenamente humanos, de que sólo una comunicación fraternal, una comunidad de muertos transfigurados puede derrotar el mal en el mundo y, en ordenada marcha frente a la casa del alma, borrar nuestras culpas y nuestro resentimiento. El retorno al origen parece el sueño lógico de cuanto ocurre en el final de siglo. El año 1900 abre el círculo del retorno a lo pre-racional de la Ilustración, al primitivo hogar del hombre. Y la Cuarta sinfonía, la música de un solitario cuarentón, constituye una mirada interior hacia donde habita la verdad intuida. La vida es energía en metamorfosis y el alma es una crisálida que se transformará en mariposa. El niño que murió de hambre es el que ahora, transfigurado, nos habla de su intuición de la vida celeste y profunda, esa vida que el sueño trae a la conciencia para que el ser humano despierte y se ponga en marcha al ritmo tremendo del mundo, al ritmo tiernísimo de su pequeño corazón.
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Viaje al centro de uno mismo
Mahler recurre al sueño romántico como «programa» de ese viaje al alma por el alma misma. Sueño y viaje son lo mismo cuando se trata de un recorrido psíquico, pero no siempre volvemos a ser niños y a captar la desnuda realeza de las cosas por la vía del sueño. Este ha de ser soñado, vivido, por un niño. Mahler regresa a esa condición para narrarnos el relato entre cuatro movimientos sinfónicos que, en su exposición, siguen el orden inverso de su lógica interna, porque lo que pura el niño le ha humana, hablado ademasiado Mahler eshumana, de la morada última del infantil. alma, queY es vida eterna odeceleste, y bella, descaradamente el la relato, como en un ingenioso cuento de Lewis Carroll, en donde lógica y magia son lo mismo, puede leerse igualmente al derecho que al revés porque el viaje es por el sueño y el alma; no hay espacio y, por tanto, tiempo alguno que no sea el musical, que es el que nos lleva por la morada suprema de la vida celeste en que consisten los tres primeros movimientos. Cuando llegamos al cuarto, el final del trayecto es similar a la de esos trenecitos que, en los parques de atracciones, recorren un circuito por el interior, lleno de sorpresas, de una montaña o castillo de cartón piedra. Al salir, volvemos a ver la misma luz que abandonamos. Tomando algunos títulos del programa primitivo del que Mahler extrajo ideas indicadoras para la 3.a y 4.a sinfonías, Paul Bekker trazó un «baedeker» sintético del viaje narrado en esta última obra. El primer movimiento sería un viaje de sueño por las praderas del paraíso; viaje que, a través de paisajes sonrientes o melancólicos del eterno presente, conduce, en el segundo movimiento, Hein (la conducir muerte), la cual dirige auna danza hacia con elelviolín para, como enhasta las Freund viejas leyendas, amicalmente los seductora fieles reunidos Otro Mundo: el que se ilumina y se despliega a los ojos del viajero en el tercer movimiento («adagio»), elevándose a través de una serie de metamorfosis hasta la última morada, donde todos los deseos son cumplidos y los espíritus danzan, tocan y cantan en un juego feliz («final»). La interpretación de Bekker, sustancialmente acertada, parte de una perspectiva tan espiritualista que no puede ser más que ascendente, y parece basarse en la lógica de ese signo que preside la concepción «programática» de las tres sinfonías anteriores: vida, muerte y resurrección. En esa línea, la Cuarta sería una repetición, algo que parece contradictorio con la novedad que el propio Bekker destaca: la sinfonía se inicia en el Paraíso mismo, que es un «eterno presente» desde el cual no cabe muerte alguna como rito de paso ni ascenso a morada más alta. Con mayor intuición de lo que quiso expresar, es Mahler quien, lógicamente, se aproxima más a su propia profundización en el sentido de la sinfonía. Para él, el primer movimiento expresa la «alegría suprema» conquistada al final de la Tercera; el segundo, cómo la muerte, con sus sonidos extravagantes, nos conduce poco a poco hacia la vida eterna; en el tercero, la más seria de todas las santas, santa Úrsula, sonríe beatíficamente como una estatua yacente, dormida, para despertar en la beatitud suprema, en un clima de paz solemne, de alegría grave y dulce en el que no faltan instantes de profundo dolor, «comparables, si se quiere, a recuerdos de la vida terrena». El final es explicado así: «Cuando el hombre, ahora lleno de asombro, pregunta qué quiere decir todo eso [el "Adagio"], el niño le responde en el cuarto movimiento: "Es la vida celestial..." ¡Qué malicia y, al mismo tiempo, cuánto profundo misticismo! ¡Todo está cabeza abajo, patas arriba. Simplemente, la lógica ha perdido toda significación! Como si, de golpe, se captase la otra cara de la luna.» En esta explicación de Mahler no cabe la ascensión. Todo ocurre en un mismo plano bivalente: todo es «alegría suprema», «lenta marcha hacia la vida eterna» y «vida celestial», contempladas y mostradas por un niño que ha captado «la otra cara de la luna», ha visto el revés de la trama y, contra toda la lógica imperante de la razón instrumental, lo que ha comprobado es la verdadera realidad no aparente. ¡Sólo un niño podía comprenderlo y explicarlo así! En eso
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consiste para el mundo su malicia y su profundo misticismo. Los niños —ya se sabe— son de la piel del diablo. La Cuarta comienza por el final y va a narrarnos lo que el niño ve. Pero ¿desde dónde lo ve? Lo ve desde el final, desde ese cuarto movimiento que contempla y cierra el círculo de la sinfonía del retorno, consistente en un lied del Wunderhorn para solo de soprano. La voz — insistía Mahler— no debe sonar en ningún momento a parodia. El canto es auténticamente serio: está cantando —contando— un niño. Se trata de una canción muy popular en Baviera y Bohemia, que se lied partes, del siglo xvm. por un ritomello rápido, basado en el tema La canción se remonta divide ena un cuatro separadas principal con que se inicia la sinfonía y que tiene un inesperado sabor de música oriental, exótica. La primera parte es una contraposición entre lo terreno y lo celestial basada en el silencio y paz de éste. La vida es angélica y se expresa en las artes musicales y en la fiesta donde se danza y se retoza. La mirada de san Pedro desde el cielo nos da una primera indicación de que la vida celestial ocurre en este mundo. En la segunda parte, el componente utópico de una sociedad ideal, donde la culpa ha desaparecido porque ha cesado de ser perseguida la inocencia, se hace más evidente aún. El pan y el vino, símbolos del sustento vital, son gratis. El niño de «La vida terrena» ya no morirá de hambre ante la pasividad materna. La tercera parte es un canto a la «sociedad abundante» donde la propiedad ha desaparecido y la alimentación de todos está asegurada. No se trata de una burla del cielo ni de una visión irónica del materialismo de la fe popular. La canción no bromea. De nuevo se trata de una utopía terrena, de un hondo sentimiento de los más pobres de la tierra. La última estrofa de lo que el niño ve se abre con una suave música que evoca la paz y armonía del principio. La música auténtica es la celestial. Ella anima los corazones y reconduce todo a un despertar alegre. Hasta Úrsula ríe, ella cuyo nombre, «osita», evoca el oso, animal iniciático, símbolo lunar, que en la alquimia correspondía a la nigredo y que Jung vincula al aspecto terrible del inconsciente. Como es de ver, el lied, con su estructura cuatripartita, tiene un contenido simétrico. La primera estrofa y la última cantan la alegría espiritual identificada a la música. Las dos partes intermedias cantan la utopía material de una comunidad terrena en la que el ser humano tiene asegurada su vida frente a la violencia y la injusticia. Humor malicioso y profundo misticismo unidos: he ahí cómo ve el niño hasta qué punto el rey va desnudo; hasta qué punto el mundo histórico que le ha tocado vivir es el reverso de lo que el alma y el cuerpo humanos requieren naturalmente; hasta qué punto la vida celestial no es un consuelo escapista de la terrena, sino, por el contrario, la encarnación real y efectiva de la utopía impresa en el alma y que el niño, o quien se haga como él, no ha borrado aún. Con música que preludia la de Mahler, Félix Mendelssohn viene a decir sustancialmente lo mismo: que en la voz de un niño habla el Señor. En un momento del Elias, el coro canta el texto bíblico del primer libro de los Reyes, XIX, 11-12: Y después del fuego ha venido una voz pequeña y tranquila y en esa voz tranquila venía el Señor. Jung personifica en el profeta Elias la sabiduría del inconsciente, y la voz tranquila y pequeña es esa voz que Mahler quería que sonara «serena y candida», cuyas últimas notas enlazan con un latido, similar pero levísimo, al del final de la Tercera, como si al gran corazón del cosmos correspondiera, latiendo al unísono, el pequeño corazón de un niño. «La vida celestial» permite eludir tanto la interpretación «descreída» como la creyente «escapista». Mahler mismo cree en la seriedad del relato infantil porque es la vox populi que él
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conoce bien y que Schelling había expresado en términos filosóficos así: «El Reino de Dios, que es la meta de todo movimiento y desarrollo del Ser, no es un reino de almas inmortales sin cuerpo, sino un reino de personas corporeoespirituales libres que distribuyen libremente el amor de Dios. No viven en una esfera abstracta, sino en una naturaleza corporal transfigurada. La finalidad del proyecto divino consiste en la corporización de lo que en un principio era una potencia espiritual latente en la materia originaria y que se manifiesta a lo largo de un inconmensurable proceso de revelación.» El cielodedeMahler, «La vida nofundamental es «lugar» sobrenatural, sino una En palabras «lacelestial» atmósfera de la totalidad». Unaluminosa totalidadtransparencia. transparente que permite la clarividencia de una mirada pura. Cuando el primer movimiento se pone en marcha lleva ya consigo claros motivos del «Final». La vida celeste es un proyecto utópico que se desarrolla en forma de lo que Bloch llama «sueño diurno» o imaginación creadora actuante en el mundo. Los dos primeros movimientos pueden considerarse, respectivamente, como descripciones de la vida y de la muerte, pero, a diferencia de los movimientos correspondientes de la Segunda, en los que a la vida natural idealizada se le contrapone la convencional y conflictiva del mundo moderno, equivalente a la muerte sin sentido, en la Cuarta se describe una vida y una muerte como son desde la visión de una alma que ha logrado integrar —como el niño— la vida celeste en la terrena. Vistas así la vida y la muerte, la utopía encuentra ya un primer espacio sonoro, una morada, un topos. La profundización intuitiva en la «naturaleza de las cosas» permite decir que la vida y la muerte reales son realmente así: como nos dice la sabiduría del inconsciente, el profeta Elias, la voz pequeña p equeña y tranquila del niño. Lo mismo ocurre con el «Adagio». No estamos tampoco en ningún lugar, pero la fe en la utopía del espíritu encarnado y de la «comunidad de hombres libres e iguales» por la que han luchado todos los movimientos políticos emancipatorios desde hace dos siglos, encuentra aquí su expresión más pura, pues tanto en la vida como en la muerte existe una dimensión de ambas en la que pueden ser experimentadas con paz y con amor en medio de cualquier avatar y sin renunciar a él como expresión del propio encarnizamiento del espíritu. El impresionante valor simbólico que Mahler logra extraer del sonido musical consiste, como en la Tercera sinfonía, en los diversos planos de significación analógica que logra introducir en los timbres y en la misma textura de la narración. Toda la vitalidad del Wunderhorn, mundo poblado de extrañas figuras irónicas, animales parlantes, sonidos imperceptibles, señales misteriosas, ruidos vulgares, trabajos artesanales y robustos campesinos, se organiza en un casi puntillista paisaje en miniatura, laberíntico pero ordenado, por el que circulan multitud de pequeñas ideas musicales en libertad de rondó, pero dentro de un orden «clásico», que tanto puede significar una visión «amable», bien-humorada, de la vida (no exenta de una dulce amargura, como en Cervantes), o bien las galerías secretas del inconsciente, donde pulula una polifonía armónica gracias al orden lógico de los arquetipos, polivalentes por naturaleza, simbólicos. Es recomendable oír este movimiento dirigido por Bruno Walter, el primer y más querido discípulo de Mahler, pues nadie mejor que él ha destacado los cambios de tiempo flexibles que permiten captar tanto el espíritu como la forma de la obra, insistiendo en el timbre, en los solos, en el clima onírico, mágico pero real, «materialista», de los dos primeros movimientos, así como en el «realismo» del «Adagio», con sus «sonrisas y lágrimas» y la infantil impertinencia con que el malicioso niño del Wunderhom explica su mensaje «profundamente místico». Con Walter, los materiales sonoros, primitivos e ingenuos, forman una escritura horizontal cuyos diferentes estratos parece que resbalan unos sobre otros, creando así no sólo la extraordinaria movilidad de la vida, sino esa pluralidad de planos analógicos que en la realidad están unidos: el mundo animado, que marcha y danza con una misteriosa armonía, última y secreta; el mundo psíquico, bosque frondoso donde habitan imágenes del mundo animado que se proyectan a su vez en él
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haciéndolo aún más complejo en su animación; el mundo musical, lazo originario entre lo externo y lo interno del ser humano, que recupera su originalidad perdida enmascarándose irónicamente con las respetables formas de la tradición. Hasta puede vislumbrarse sin dificultad un plano cosmológico en miniatura, microcósmico, en el que el collage de minitemas se muestra como un miniuniverso de planetas y constelaciones que giran armoniosamente, dulcemente, alegremente, aproximándonos a una música pura pero doméstica, que en su variación repetitiva evoca una «eternidad», como si la música no fuese a acabar nunca, igual que los cuentos de nunca acabar, circulares, «unos», los scherzo, múltipleses episodios, y siempre, sobre todo, prisa. El segundo movimiento, con pese ritmoa de simpáticamente paródico. Sinsin duda, la música se burla de la muerte mediante la parodia. Aquí la fragmentación, gracias a una sutil instrumentación, construye ese juguete infantil llamado caleidoscopio, en el que las combinaciones sonoras, arbitrarias pero lógicas, transfiguran y recomponen según el humor negro popular la mortalidad de las cosas y de los seres, incluidos los humanos. Nunca había cantado la muerte serenatas más dulces ni danzado con mayor seducción lándler sentimentales y nostálgicos por todo lo perdido. El sarcasmo y la ternura se dan la mano como en las novelas de Dickens. La parodia se viste otra vez de Schubert o Haydn. El clima onírico a lo Jean-Paul envuelve las formas y los colores novísimos con que Mahler contempla a la «hermana muerte», el viejo amigo Hein, ese pobre diablo medieval que dirige la danza con un violín, parodiado por el clarinete, ya sea un landler campesino o un vals urbano, pues la muerte es igual para todos y ésta nos avisa, como la música de este movimiento, que incluso la utopía realizada tendrá un fin para cada uno de nosotros, sin que eso deba asustarnos si vivimos en la alegría celeste. Como en el final de la Tercera, el «Adagio» de la Cuarta es una vasta meditación de la memoria original. El viaje contempla el paisaje con paz. Dobles variaciones beethovenianas sobre dos temas distintos (el segundo como recitativo de oboes que se lamentan) nos traen una «melodía divinamente serena y profundamente triste que lo atraviesa todo, de forma que sólo puedes reír y llorar», explicaba Mahler. Hay en el movimiento un allegretto grazioso que podría simbolizar, como comentaba el músico, la sonrisa de santa Úrsula, esa sonrisa de estatua yacente que representa con sus brazos cruzados el reposo en un sueño eterno. De algún modo estamos aquí reviviendo la tensión fundamental del «Oh Mensch!» de la Tercera. Estamos ante la sustancia misma de la grave y serena alegría de la vida celeste encarnada en la terrena. Oímos la llamada nostálgica de redención que pide «profunda eternidad». Llega el mensaje redentor y desaparece como un relámpago. Surge una reminiscencia del «Idilio» de Sigfrido y luego la premonición del lied «Me he retirado del mundo» y del «Adagietto» de la Quinta, así como del segundo Kindertotenlied. Según Mahler, esa «sonrisa de santa Úrsula» le recordaba «el rostro de su madre, riendo con una profunda tristeza y como a través de las lágrimas, pues ella también, en sus profundos sufrimientos, siempre los sublimó y perdonó por amor». El decrescendo final es «música de las esferas, tiene una atmósfera casi religiosa y católica», y concluye en una explosiva resurrección que, como en la Segunda y en la Tercera, enlazará la meditación con la utopía del último movimiento. El final radiante del «Adagio» se combina con el motivo penitente. No hay redención de la angustia sin la pregunta profunda de Parsifal. La reminiscencia fundamental que hallaremos en la obra postuma de Mahler (La canción de la Tierra y la Novena y Décima sinfonías) será ese «ardiente anhelo» del «Adagio» de la Cuarta, como el andante allegro del mismo será el alegre danzar marchando del final de la Quinta y de la Séptima y los momentos de vida eterna de las dos últimas sinfonías. Es un ardiente anhelo de hogar, de patria futura, de utopía cumplida. lied «Lacuando vida celestial» la morada dellos hombre. El viajedehasta queEltermina la Cuartaesempieza, pues movimientos éstaella son es yaun unviaje viajede porretorno casa, por el interior del alma, recorrida con la mirada transparente y clarividente de la infancia. El paisaje de la vida y el del alma coinciden: se reflejan el uno al otro en un juego de espejos
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dialogantes que el niño sabe jugar graciosamente. Sin embargo, el conocimiento no comporta necesariamente, como creía el racionalismo psicoanalista, la metamorfosis, la transformación del alma. También puede deslumhrar la revelación. También puede dejarnos de piedra. Kierkegaard decía que la vida sólo puede ser comprendida hacia atrás, pero debe ser vivida hacia adelante. Para Proust, maestro de la memoria, la tarea del arte consiste en hacernos «retornar por la dirección por la que hemos venido a las profundidades donde lo que ha existido realmente permanece desconocido dentro de nosotros». En la hermenéutica cabalística, la anagogía, ta 'wilpleromática o el sod, equivalen a lareencontrada, epístrofe neoplatónica, pero mientras ésta se reposa de el manera en la patria la interpretación del Libroenconduce, como sabemos, no a quedarse ahí, sino a hacerlo presente, proyectándolo hacia el futuro. En la autobiografía de Freud se diferencia al artista del neurótico precisamente en ese rasgo: que el primero «sabe hallar el camino de retorno desde el mundo de la fantasía a la realidad». Para Freud, la creatividad artística es un «viaje de ida y vuelta a las regiones del inconsciente». Ha de haber un retorno del retorno si el punto de arranque del proceso artístico de regresión está en contacto fructificante entre la experiencia catalizadora y el recuerdo de la infancia. Freud es en esto un epígono del romanticismo. El recuerdo infantil es el hilo de Ariadna que nos permite recorrer, reconociéndolo, el laberinto de la niñez. Pero ya advirtió Moritz, el agudo pensador romántico, que «no ha habido todavía ningún Teseo que haya encontrado por medio del recuerdo la salida del laberinto». Moritz va más lejos: cree que al retornar hasta el origen por el camino del recuerdo, se pierde la propia conciencia individual, se llega a las puertas, no del Paraíso, sino de la locura. Sin embargo, el romanticismo asumió este peligro en cuanto partía del carácter transformador del retorno. Si la infancia es la situación privilegiada de quien se comunica amorosamente con el mundo, el retorno a ella hace del hombre un wanderer, un viajero, al cual, como en las novelas de formación de Goethe o Novalis, o en los antiguos viajes míticos de Ulises y Eneas, el descenso órfico a los infiernos es prenda segura de retorno a la realidad transfigurada y es también la condición para un hombre nuevo. La gran cuestión es que el viaje de retorno al alma impulsa a su transformación, y esta última no supone otra cosa que la ruptura con el instinto que nos mantiene atados a ella, confundida aún con la madre, ese hogar carnal y simbólico del que nacen, como imágenes reproducidas, la casa, el amor pasional, la soledad narcisista de la pareja humana. La vida celeste transforma esa unidad estática en una unidad dialéctica, tensa y difícil, para la mayoría de los seres humanos. La metamorfosis implica esa ruptura unida, esa distinción entre un yo activo y abierto y una madre sustentadora pero no absorbente y petrificadora. La casa no es una torre cerrada, sino una ventana abierta. La idealización romántica de la infancia, de Novalis a Lou Andreas-Salomé, se quiebra, pues, con Freud, de quien Kraus decía que «el viaje de retorno a la tierra de la infancia preferiría hacerlo, tras detenida reflexión, con Jean-Paul antes que con Sigmund Freud». Sin embargo, Bachelard nos ofrece, a través del lirismo órfico de Rilke («No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia»), un «complejo de Orfeo», antítesis del «complejo de Edipo». Se trata de la necesidad primitiva de agradar y de consolar. Una actitud de ofrenda, una caricia caritativa. Con la muerte de Dios, el hombre es un niño huérfano. Para Nietzsche, Cristo muere abandonado por su padre, pero esa orfandad le permite resucitar como un neoDionisos. El artista creador es en sí mismo el niño neonato, el Fausto goethiano, transformado en un niño admitido en el «coro de los niños bienaventurados». Pero, como recuerda Jung, laSólo identidad en que el niño no permite la conciencia de sí, su como persona. mediante la vive separación y una confrontación agónica a individuación través de las oposiciones produce la conciencia como intuición madura. El niño simbolizaría al mismo tiempo la preconciencia y la posconciencia. Sería punto de partida —al que debe retornar el hombre— y
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el punto de llegada a través de la conciencia, no sólo, como creían los románticos, por la mera intuición. La esencia pre-consciente es el estado inconsciente de la primera infancia. Su esencia posconsciente es una anticipación por analogía de la vida después de la muerte. El «niño eterno» en un hombre es una experiencia indescriptible, una incongruencia, un estorbo y una prerrogativa divina. No es, pues, toda infancia la morada del hombre, sino aquella «infancia espiritual» que nos retorna al mundo para que su esfuerzo por vivir no sea baldío. Charles de Foucauld y Teresita de Lisieux los no coetáneos de Mahler hicieron esaburgués niñez del alma una cuarta virtud teologal.son Como es tampoco la mujerque hogareña deldeideal la proyección del alma del pater familiae, pues el alma no es algo femenino ni maternal, sino un mov movimiento imiento que conduce a la edad adulta, un crecimiento que aleja de la naturaleza, tras haber experimentado su fascinación. Los románticos confundieron lo femenino con el sentimiento y éste con el amor. Al no tener el alma sexo, las relaciones interpersonales no son fundamentalmente erótico-sentimentales desde la perspectiva del alma. Lo que el psiquismo sentimental llama «alma» es una proyección suya. Pero el alma no es una proyección, sino un proyector que ilumina la conciencia que se tiene de las relaciones interpersonales. A Mahler le toca vivir en la cuarentena de su vida —esa edad mítica del despertar de la conciencia por la polifonía musical del alma— la experiencia contradictoria de una «alma artista» inspiradora de una conciencia no-trágica ni desgarrada (la Cuarta sinfonía) y, al mismo tiempo, de una conciencia contradictoria y desdichada que le tiene en vilo y sobre ascuas infernales, en levitación mística y en ardientes anhelos sentimentales de reconocimiento público, de una perfecta colaboración servicial en su sacerdocio artístico, de un hogar burgués y de una «alma» proyectada, a la cual conferir un confuso papel de musa auxiliar y ama de llaves. En 1901, Mahler todavía proyecta su alma en la música más que en la mujer. Ninguna ha podido rivalizar con ese espejo narcisista del compositor. La gran prueba de su alma será Alma cuando Mahler intente compartir dos «ánimas» y pretenda asignarle a una de ellas el papel vicario que, a su juicio, le corresponde, el que incluye el cuidado de la casa de Maiernigg, proyectada inconscientemente para ella; la prohibición de componer música, por ser tarea impropia de una simple musa; y el reproche de no poseer el rostro de dolor de María Mahler. La intuición temprana de Mahler es que su verdadero hogar era la música y que ninguna mujer por perfecta que fuese podría soportar su compañía continuada. Durante la composición de la Cuarta la excusa que da para no encontrarse con su gran protectora y amante Anna von Mildenburg es que «trabajo en una gran obra. ¿No comprendes que ella exige la participación de todo mi ser y que cuando estoy profundamente inmerso en ella estoy muerto del todo para el mundo exterior?» Mahler vive, además, a sus cuarenta años, la máxima contradicción de un judío «integrado» en la sociedad vienesa, convertido oficialmente a un catolicismo cuyos dogmas no comparte, elevado al máximo rango artístico-social, combatido furiosamente tanto por los detractores de su música como por los opuestos a sus drásticas reformas y tiránica dirección de la Ópera y, sobre todo, por las intensas campañas antisemitas de la época. Si se pudiera hablar de una «alma judía», Mahler sería un buen testimonio de ella. En la arquetípica confrontación de Moisés y Aarón, el primero simboliza el monoteísmo (la unidad pura del alma) y el segundo la idolatría que implica el politeísmo. El conflicto se desplaza al psiquismo primario, donde para el niño la intimidad (heimlichkeit) es esencialmente familiar, hogareña. Espigando en la obra de los autores románticos, Freud, como años antes Schelling, descubrió la estrecha relación entre estados psíquicos de «extrañamiento inquietante» {Unheimlichkeit) y complejos infantiles profundamente rechazados. Pese a ser términos
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opuestos, indicarían que el «extrañamiento inquietante» es un elemento surgido de la psique íntima del niño marcada por su relación hogareña. El «extrañamiento inquietante» de Mahler es uno de los principales rasgos de su carácter y podemos deducir que forma parte de su heimlichkeit judía. Su integración en la sociedad austríaca se produce gracias y a despecho de su valía musical. Su hogar, su patria, no lo son verdaderamente, y su templo se ve amenazado de destrucción. Toda su música durante veinte años es un clamor del inconsciente por un hogar del alma en el que no se sienta inquietamente extraño. paralelismo Kafka en este punto conmovedor. Como Su Kafka, Mahler con tiene una es cuenta pendiente con el padre, con la figura arquetípica del Padre. La naturaleza es el refugio materno en donde la dulzura y la paz se ven amargadas por el sufrimiento y la injusticia de una esposa tiranizada, sirvienta perpetua a la que se le han muerto tantos hijos. Los hermanos son para él un deber que le esclaviza y culpabiliza, pues no ha podido o sabido librarles del destino trágico. Su fidelidad fraternal a Justi, la fiel compañera, le ha servido de coartada para no casarse. Pero el sentimiento del deber, el deber sentimental, incluido el que siente por los obreros del Prater, ¡sus hermanos!, no le lleva hacia ellos. Al fin y al cabo él sólo es un músico... solitario. Tetralogía del inconsciente podría llamarse al conjunto de las cuatro primeras sinfonías de Mahler y los Heder que las inspiran y acompañan. De lo que le «habla el inconsciente» nos habla Mahler con su música joven. Pero su conciencia presenta serias resistencias a la voz del alma. Su niño interior está confuso entre el heimlichkeit y el unheimlichkeit judíos. ¿Dónde están los padres? ¿Dónde están los hermanos? En su soledad, la casa está vacía. ¿Podrá llenarla el amor? Mas ¿dónde está el amor?
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V El 24 de febrero de 1901, Gustav Mahler dirige La flauta mágica. Una joven asistente, de 22 años, Alma Schindler, comenta a su compañía: «ese rostro de Lucifer, esas mejillas pálidas, esos ojos de brasa». Con una piedad profunda exclama: «¡Nadie puede seguir mucho tiempo en esas condiciones!» Y, en efecto, por la noche se le declaró al triunfante director del homenaje a Mozart una violenta hemorragia intestinal que amenazó con desangrarle. El médico de urgencia afirmó que si llega a retrasarse media hora, Mahler hubiese muerto. Todo se solucionaría con una nueva operación y una nueva convalecencia, que, según testimonio de su fiel Bruno Walter, influyó poderosamente en su actitud posterior: «Se había vuelto más maduro, dulce e indulgente y una gran calma, surgida de las profundidades, había recubierto de algún modo, el conjunto de su personalidad.» Años más tarde, al recordárselo Walter, Mahler contestó: «Es verdad. Esa vez aprendí verdaderamente algo, pero se trata de una de esas experiencias de las que resulta difícil hablar.» Y al indicarle Walter que el compositor había adquirido entonces una visión más calmada y feliz del mundo, Mahler volvió a responder afirmativamente: «Es cierto. Poseía esa certeza, pero la he perdido de nuevo, y mañana volveré a poseerla para perderla pasado mañana.» ¿Sería la certeza de entonces el que «la idea de abandonar la vida ha cesado de parecerme terrible a condición de tener todos mis asuntos en orden. Más aún, el pensar que debía retornar a la vida me ha parecido casi penoso»? En junio llega a Maiernigg, cargado de amarguras y decepciones con motivo de su trabajo de director. Acaba de dimitir como director de la orquesta filarmónica por razones de salud, pero se trata de una excusa. La visión del lago parece como si le bañase de toda preocupación: «¡Es demasiado bello!, exclama. ¡No debiera uno permitirse una cosa así!» Y dirigiéndose a Natalia: «¿Hubieras pensado alguna vez que pudiésemos llamar "nuestro" " nuestro" un lugar tan celeste?» En dos meses de «vida celestial», Mahler vive una de las explosiones creadoras más grandes de su vida. Compone nada menos que ocho canciones (cuatro Rückertlieder, «El tamborcillo», y los Kindertotenlieder 1, 3 y 4). Tras las usuales dificultades de inspiración, inicia su Quinta sinfonía. «Puedo estar satisfecho de mi explosión de este año... naturalmente siempre es la misma historia: demasiado apresurado, nunca bastante tiempo... Siempre he de dejar alguna cosa a la mitad.» Pero esto ya no le preocupa tanto, porque la Quinta le satisface: «Mi creación actual es la de un adulto, de un hombre hecho. Si no alcanzo, como en otras ocasiones, la cima del entusiasmo, sin embargo, eso ha sido reemplazado por la plenitud de la fuerza y por un oficio consumado. Me siento hoy totalmente dueño de mis medios técnicos y capaz de realizarlo todo durante largo tiempo.» Pero la experiencia personal de la muerte y la edad alcanzada han transformado la música de Mahler. La vasta tetralogía anterior constituye todo un sistema filosófico sobre el sentido de la vida, la muerte, el mundo y la utopía, que, como hemos visto, expresa no tanto una fe cristiana como un cúmulo de tradiciones míticas y místicas —unas conscientes y otras no tanto— que, poco a poco, le permitirán reflexionar sobre la escasa influencia que su obra musical tenía en su propio espíritu. Mahler cree en lo que dice, pero su certeza le abandona y retorna para volver a huir, precisamente porque es más un grito del inconsciente colectivo del que se nutre su inspiración que una verdadera creencia personal. La sentimentalidad mahleriana es, como toda sentimentalidad, una coartada psíquica para soportar la culpaante de un profundo horror de la vidauna enintensa una alma sensible provocaPero esa defensa helada el mismo quedesapego. provoca, El para equilibrarla, emoción afectiva. ésta nunca logra ser del todo sincera porque no nace tanto del amor como del miedo. En ese
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sentido, Mahler tiene razón cuando dice no temer a la muerte, ya que volver a la vida le parece aún más horrible. Pero la proximidad de la muerte le permite ahondar en sí mismo y sospechar de una conciencia demasiado auto-complaciente. Mahler empieza a amar por primera vez una vida que había podido perder. Ese amor, que le lanzará con un cierto atolondramiento, por primera y última vez, al matrimonio, se hace más altruista y le permite pensar en una nueva inmortalidad más humana: la que aportan los hijos y no las obras de arte. La madurez que se reconoce Mahler no esélsólo musical: es personal. A partir ahora no hablará más de vida. Lo que creía que explicaba a esta últimade(la Primera sinfonía) no laesvida, más sino que de la su precipitada recopilación presuntuosa de lo vivido por un muchacho cuando éste quiere inaugurar su mayoría de edad y hacer borrón y cuenta nueva. Su vida empezará a contarla de verdad con la Quinta sinfonía. Tres días después de la muerte del compositor, el 21 de mayo de 1911, el novelista vienes Arthur Schnitzler escribe en su diario: «Mi madre viene a almorzar. Tocamos juntos la Quinta de Mahler. ¡Menuda autobiografía!» Tal vez sirva todo lo dicho para entender que, ya con plena salud y con una explosión creadora sin precedentes, lo que cante Mahler en el verano de 1901 será el dolor, la muerte de niños y soldados, la angustia de la medianoche, la sensación de estar muerto para el mundo y la agonía que representan los dos primeros movimientos de la Quinta. Sólo en el tercero, el scherzo, una vitalidad nunca perdida parece imponerse a tanta desgracia y queda ahí, danzante y esperanzada, hasta el verano siguiente, en el que concluirá la sinfonía. En el entretanto, la vida de Gustav Mahler se lanza sin reservas en brazos de la vida, la juventud y el amor. Cuando retorne a la casa de Maiernigg, recién casado, su Quinta concluirá, llena de todo el júbilo que la vida otorga en tales circunstancias, pero, como en toda culminación feliz de una historia, se habrá iniciado con ella el descenso por la otra ladera de la vida, la conciencia de la realidad, la dolorosa aceptación de la propia historia personal con toda su ambigüedad. El crítico y musicólogo Paul Bekker habla de una crisis interior de Mahler que se reflejaría en la Quinta, así como de «el paso de un arte intuitivo puramente imaginativo a un arte de creación consciente». Deryck Cooke considera esta sinfonía como «esquizofrénica», un intento de síntesis de lo trágico y lo jubiloso. Un primer testimonio de dicha ambigüedad lo tiene Mahler a lo largo de 1902 en el fracaso escandaloso en Viena de la Cuarta y el éxito clamoroso de la Tercera en Crefeld, que marca el comienzo de su reconocimiento como compositor. Klimt incluye la efigie de Mahler en su Beethoven de la magna exposición de la Secession como la de un caballero solitario de rostro anguloso y austeridad iluminada, que orienta el combate del hombre hacia la victoria final. El segundo testimonio lo aporta su propio matrimonio. Alma es casi una adolescente, bella y culta, que ha enamorado ya a hombres maduros y famosos como Burckard y Klimt, a músicos sensibles como Zemlisky, y que, con una fijación paterna de chiquilla huérfana, busca obsesivamente la atención masculina y muestra ya, tan joven, una personalidad fuerte e independiente. Mahler se enamorará como un estudiante. Pretenderá casarse en seguida y no puede remediar un ambivalente sentimiento de enamorado y de padre, de adorador romántico e idealista y de pater familiae burgués que ha alcanzado, por fin, el cénit profesional y social, quiere fundar un hogar y espera tener descendencia. El enamoramiento de Gustav y Alma, como juzgaron quienes creían conocerlos bien, tuvo todo el carácter de un deslumbramiento mutuo al servicio de dos vanidades: la «muchacha más bella de Viena» y «Herr Direktor de la Ópera imperial». Alma era una fascinante mezcla de las heroínas Rosetti y perversa, íntegra provocativa, que llega virgen al pictóricas noviazgo,depero que ynoKlimt; tiene espiritual inconveniente en aplacar las yangustias neuróticas de impotencia de Mahler antes de la boda. Por su parte, el músico cuarentón significa, para Alma, la máxima personalidad en el mundo cultural —y, en cierta medida, político— de Viena. Haber
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sido escogida por él es una consagración, y que él la escoja es casi un acto suicida para un asceta solitario, ensimismado en su obra y que, en múltiples ocasiones, ha confesado su escasa capacidad para cumplir un brillante papel en la convivencia matrimonial. En la «espléndida soledad» de Maiernigg, un Mahler feliz concluye su Quinta y brinda, amoroso, a su mujer el iied «Si amas la belleza». Pero el diario íntimo de ella expresa la más dura decepción por el «egoísmo» de Gustav. Él afirma que «nunca había trabajado ni tanto tiempo ni con tanta facilidad», pero ella, aunque tiene la certeza de que Mahler es «grande y genial», y «jura no vivirCuando más queal para él», sedesiente víctima sacrificada y alaMahler se de le escapa ese sentimiento. año justo su primer encuentro nazca primeranohija ambos, María, y más tarde, en 1904, la segunda, Anna, el matrimonio, con su división del trabajo convencional, aumentará la natural tendencia de Alma a la neurosis y, por tanto, la tensión con Mahler, a quien el hogar, de esta guisa, aportará nuevas inquietudes. Un viaje por la propia obra
La Quinta sinfonía es un viaje. Toda ella lo es y, como siempre hasta ahora, un viaje en el que el retorno se inscribe en la estructura temporal de la música, pero esta vez de modo total y fundamental. No hay, como en la Primera y la Segunda, flashback o recuerdo. No hay, como en la Tercera y en la Cuarta, una estructura circular del viaje: ya sea Eros o el niño quien —desde el movimiento final— dé la pauta musical y sentido simbólico a los anteriores, guiando la sinfonía en un viaje de retorno al Creador a través del paisaje evolutivo de la creación, o al narrador infantil a lo largo de las intuiciones del psiquismo primordial. En la Quinta, la estructura de los movimientos responde a la necesidad inconsciente de narrar el proceso de concienciación acaecido desde la Primera sinfonía a la Cuarta. Es como un epítome quintaesenciado de la vasta construcción sinfónica anterior: incluye las cuatro sinfonías anteriores —evocadas una por una en cada movimiento respectivo— y, como conclusión del proceso, el quinto movimiento, «Allegro final» en la forma de rondó, refleja el sentido de la propia sinfonía número cinco. Este viaje por la propia obra no se limita a compendiarla, sino que expresa, como digo, la revelación que ha ido madurando en el espíritu del compositor tras el encuentro con los dictados de su inspiración durante veintidós años. En tal sentido, es un viaje del alma, no por los vericuetos de la misma (como en la Cuarta), sino de retorno a ella y de nuevo retorno desde el alma a la vida exterior, mundana, histórica. Es, en definitiva, un viaje de ida y vuelta y de doble retorno: se vuelve, recapitulando, a recoger los elementos intuitivos que han permitido comprender la vida, y, con ellos, tras una postrera meditación sobre los mismos, se reanuda el viaje vital, iluminada la conciencia por la luz interior del alma. Del retorno a las sombras se retorna a la luz, mostrándola, pues «no se enciende una lámpara para ponerla bajo el celemín, sino sobre el candelera para que alumbre a cuantos hay en la casa» (Mt., 5, 15). A comienzos del siglo XX, la civilización occidental ha tomado ya posesión del mundo. Las comunicaciones han hecho de la tierra un universo, y si bien se trata de una unidad por dominación explotadora —el colonialismo—, no menos se abre definitivamente para Occidente, más allá del conocimiento exótico, la puerta de las más antiguas culturas orientales con su legado de sabiduría, con su preservado respeto auscultador de la naturaleza no violada, con un profundo conocer del alma humana. El estudio de dichas culturas fomentó ese orientalismo que acabará influyendo en las artes y en la filosofía, e indujo asimismo a vincular el mito de la búsqueda iniciática de origen griego con las nuevas fronteras de la tecnología viajera y los espacios abiertos de la geografía mundial. El hondo simbolismo que se puede captar en la obra farragosa y, sin embargo, tan leída y popular de Jules Verne, atestigua esta fusión finisecular de aventura, utopía tecnológica y misticismo.
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El holandés errante wagneriano o el mismo conde Drácula de Stoker son aún héroes románticos de una búsqueda desasosegada de amor y de paz. De salvación. Pero ésta parece requerir víctimas inocentes, sacrificadas. Detrás de la idealización romántica de la mujer hay la explotación burguesa de los sacrificios humanos que aplacan la ira de los dioses. El verdadero héroe es el que se sacrifica a sí mismo, el que no pone en su lugar a nadie en el ara de inmolar. El que dice como el personaje de Joyce: «No temo estar solo. Ni temo cometer un error, incluso un gran error, un error para toda la vida y quizá también para toda la eternidad.» novelas iniciáticas de oVerne o de Melville, para no citar otras tan conocidas las de R.En L. las Stevenson, Jack London Joseph Conrad, el exotismo, la lejanía geográfica o elcomo encuentro con culturas «primitivas» son, sin duda, símbolos del encuentro con patrias anímicas, reencuentro del héroe consigo mismo mediante una aculturación de lo supuestamente infantil que hay en aquéllas. El apartamiento del propio mundo social y cultural es claramente una huida que, como al final se descubre, no libera, pues no es verdad que «la vida está en otra parte». Graham Greene ha recorrido casi los mismos escenarios exóticos del romanticismo para decirnos algo revelador de los europeos refugiados en el «paraíso» de un Tercer Mundo miserable y explotado: la soledad alcohólica y angustiada de d e esos outsiders irredentos. Respecto a esa búsqueda de alma en las viejas fórmulas de la sabiduría oriental —que el siglo XX ha practicado hasta ahora mismo cada vez que la «crisis» espiritual golpeaba a los occidentales— advirtió Jung su recelo, pues veía en esa orientación una renuncia a asumir la confrontación de la conciencia con el inconsciente colectivo de nuestra cultura. Sólo si lo exótico nos devuelve, como un eco, la voz interior —así Mahler en La canción de la Tierra — el viaje al «otro mundo» geográfico y cultural tiene sentido. La verdadera patria, la patria de la verdad del hombre, está en su interior. Interior hominis habitat ventas. A sus ocho años, Mahler tuvo un sueño sobre el judío errante: «De pronto, yo estoy en la plaza del mercado. Los nubarrones resplandecientes me han seguido. Miro alrededor y veo una forma gigantesca: el judío eterno. Su capa, alzada por el viento, se extiende sobre su espalda como una enorme bolsa. Lleno de terror me pongo a salvo rápidamente, pero él me alcanza en cuatro pasos y quiere obligarme a coger un bastón, que es también el símbolo de su eterno errar. Me desperté en ese momento dando un grito de terror espantoso.» Una versión del mito del judío errante es la meditación peripatética (flânerie) de Walter Benjamin: «Sólo el que anda el camino aprende el poder que le conduce.» Desde su obra juvenil Los argonautas, Mahler, el escalador de los Dolomitas, el paseante solitario alpino, es un viajero en cuerpo y alma. Desde el más antiguo relato babilónico, Gilgamesh, hasta el Ulises de Joyce, el viaje geográfico es un proceso iniciático en la madurez del hombre, es la creación de un hombre a través de su acción en el mundo. El hombre es un héroe. Teseo, Eneas, Parsifal, Dante, Fausto, Stephen Dedalus, el judío irlandés Leopold Bloom son encarnaciones del Orfeo griego o del Cristo, viajeros hacia la casa del Padre, hacia la patria futura, esa patria a la que sólo se retorna construyendo lo por venir. El Stephen hero al que Joyce, en 1903, encarga construir la «increada conciencia» de su estirpe humana y el Tonio Kröger al que Mann, en ese mismo año, asigna la misión de reconciliar el arte con la vida, son los compañeros de Mahler en ese final de la Quinta. En ambas también la música está en el origen de sus epifanías, de su revelación. Originalmente, el primer movimiento contenía al segundo de la versión definitiva. Ambos guardan una estrecha conexión: la que une la vida como marcha fúnebre (primer movimiento) con la vida como agonía unamuniana (segundo), pero Mahler pareció entender la lógica interna de la sinfonía como marcha, como viaje no forzosamente fúnebre, sino todo lo contrario; de la tinieblasera desde la luz laenmuerte. el doble sentido de la frase: de la vida como «ser para la muerte» a la vida como Hay, por tanto, una progresión ascendente y animante en el conjunto de movimientos que sigue el orden inverso, descendente y hacia lo inanimado, del proceso vital. La sinfonía es la
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respuesta espiritual al destino material de la vida. El verdadero destino del hombre no es una infancia alegre, una pubertad adolescente y nostálgica, una juventud frenética y enajenada y, en fin, una dolorosa agonía de mortificaciones que concluye en marcha fúnebre de esta vida, sino ese mismo proceso pero a la inversa; ese destino, pero en sentido contrario. Por eso, musicalmente, a la marcha fúnebre sucede la agonía, el frenesí del mundo, la meditación del púber y la alegría de la primera infancia. La sinfonía, en su proceso, funde el plano histórico vital exotérico con el intemporal, espiritual y esotérico. Se narra la vida real, pero la narración emplea un lenguaje un estilo queseson su negación. esteen modo, la noche sigue siéndolo, transfigurada. La luzy que la baña encontrará a sí De misma la marcha danzante final a lapero luz del día. La sinfonía tiene tres partes y se ha visto en el scherzo del tercer movimiento el pivote sobre el que bascula toda la obra, equilibrando con su extensión y centralidad los dos primeros movimientos «sombríos» y los dos últimos «luminosos». En realidad, como decimos, la luz es un rayo sutil que atraviesa todos los movimientos y que sólo puede percibirse su existencia (como en la Tercera y en la Cuarta) al final. No hay movimientos sombríos ni luminosos, sino un lento e imperceptible ascenso desde la oscuridad más absoluta a la luminosidad más radiante. El papel central del scherzo no depende de esa división radical, sino de su simbolismo ambivalente. Como la Tercera, este tercer movimiento representa el mundo, la creación y lo creado; es la vida en su esplendor fugaz, en su tejer y destejer relaciones interpersonales y colectivas; es lo mundano con todas sus contradicciones y, por tanto, es el eje desde donde el destino traza su circunferencia: lo más sombrío y luminoso de la condición humana, pero su experiencia (como en anteriores scherzos) obliga a meditar, retirado del mundo, en el centro inspirador de la infancia clarividente. De esa meditación reveladora e iluminante (el «Adagietto» del cuarto movimiento) surge la marcha alegre y confiada del hombre que ha alcanzado la «infancia espiritual», la sabiduría de la vida celeste, la conciencia luminosa de la vida que, como la candela del alma de la Segunda, permite seguir avanzando hasta el hogar eterno. Beethoven había titulado el primer movimiento de su Quinta «Así llama el Destino a nuestra puerta», y Mahler no dudó en iniciar la suya con trompetas que evocan el conocido arranque de aquélla, por otra parte, ya identificado con el fatum en el movimiento primero de la Cuarta. Para la numerología, ambos compositores consagraban la obviedad, ya que el cinco es el número del destino, del hombre, del microcosmos, del viajero, del pontífice o hacedor de puentes, que une el mundo esotérico con el externo y muestra lo sagrado (el hierofante de la quinta carta del Tarot). Para la Cabala, el cinco representa el diagrama melódico que nos indica cómo equilibrar las fuerzas que nos animan. Según el monje renacentista Luca Paccioli, el hombre está en el centro del Árbol de las Formas. La clave numérica de su crecimiento es el cinco o la letra HEI, iniciadora del ruaj o espíritu. Efectivamente, en la Quinta la subjetividad se objetiva de tal manera que la «autobiografía» se torna simbología; la narración, más dramática que nunca en Mahler, más operística, expresa lo que es la vida como idea vivida (temporalidad, proceso, drama). Escasos meses antes de que Mahler alumbrara los primeros compases de su Quinta, Claude Debussy escribía en la Revue Blanche: «Creo que después de Beethoven se ha demostrado la inutilidad de la sinfonía.» Mahler demuestra, en cambio, que la sinfonía puede ser, al menos, útil para simbolizar la condición humana como inquieta viajera en pos de una conciencia siempre mayor. La Quinta bien pudiera considerarse una sinfonía axial en la obra de Mahler. Para Alma Schlinder, la Quinta contenía no sólo «la relación del hombre adulto con todo lo viviente», sino la quintaesencia del espíritu Comoylapsicológicamente novela-río proustiana, el material sonoro es imaginario y realista a un mahleriano. tiempo; inasible complejo, luminosamente ordenado y absorbido en un modelo en continuo desarrollo, propio de la simbología del número
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cinco, que indica también la búsqueda constante de variaciones que desarrollen temas fundamentales. La Quinta es esencialmente dramática, es decir, en un plano hondamente psíquico, se presenta tan unitaria como contradictoria. Es la más dialéctica de las sinfonías de Mahler y, en ese sentido, la más suya, pues en ella la fragmentación de la realidad vital se da por supuesta y lo que interesa narrar es el conflicto en sí mismo que surge entre los fragmentos, las fuerzas opuestas que despedazan al hombre y lo fragmentan, refundidas en una síntesis superior que es el mismo con casi la sinfonía Doméstica Strauss unaenvez más, comohombre ocurrióreintegrado. con Vida Su de diferencia héroe, ambas coetáneas con la de Quinta deestriba Mahler, el descarado prosaísmo «familiar» del muniqués, cuya autobiografía musical pretendía única y orgullosamente hablar de sí mismo y no desde sí mismo. El héroe mahleriano de la Quinta es un arquetipo. Su viaje es el mito primordial del reencuentro del hombre con su «sí mismo», el proceso de individuación junguiano, el prototipo de camino iniciático de todas las religiones mistéricas. Las contradicciones a las que sirve el contrapunto, el stürmisch bewegt (tempestuosamente movido) del segundo movimiento, no pueden compararse a las peleas conyugales de Strauss o al temperamento inestable de su esposa Pauline. Mahler acababa de aprender lo más perenne de Bach («Bach me enseña algo cada día, ya que mi método de composición es innatamente "báquico"»): la dramatización barroca de la música, las pasiones contrapuestas que cantan cuando se enfrentan hasta la síntesis final, que no es una escapatoria, una huida, sino una fuga, un acto de máxima liberación creadora, en donde los conflictos confluyen en una unidad superior de libertad ordenada, como la que concluye la Quinta sinfonía. De la sombra a la luz
La atmósfera del primer movimiento corresponde a esa Trauermarsch que ya está personalizada en el último Wunderhornlied de Mahler, «El tamborcillo». Su inspiración melódica le llegó, aquel verano de 1901 en Maiernigg, tras levantarse de la mesa. Sentado junto a una fuente terminó en poco tiempo el esquema. Al percatarse de que no era un motivo sinfónico, sino un lied, recordó el poema del Wunderhom «Der Tambourg'sell» y comprobó que el acuerdo entre las palabras y la música era perfecto. No sobraba ni faltaba una nota. Goethe veía en este poema una «magnífica versión de la angustia anímica», Mahler consigue una nueva musicalidad, desnuda, sobria, que expresa, como en el final del Billy Budd melvilleano, la mudez de la desesperación. Las anotaciones indicativas para el empleo de la voz son muy expresivas: «ingenua sin sentimentalidad», «con espanto», «como un lamento», «con voz rota». No se podía compadecer con mayor horror y pena impotente el destino de un joven tambor, de los más distinguidos, que es condenado a la horca por desertar y que se despide del mundo y de los oficiales, cabos y mosqueteros que le rodean, con un fuerte grito lleno de ambigüedad trágica: «Vbn euch ich Urlaub nimm! Gute Nacht! Gute Nacht!» («Me despido de ustedes. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!») La deserción militar y la deserción de la vida se funden sarcásticamente. Toda una serie de conclusiones sobre la condición trágica de la vida se desprenden de este Red lleno de solidaria ternura y de horror: la deserción del tambor (¿por qué no incluir la del profeta que despertaba a las almas muertas en «Revelge»?) conduce a una muerte infame. La guerra de los Treinta Años, ese gran fresco barroco de las luchas religioso-políticas de la Alemania del siglo xvii, inspiró la desengañada visión La popular una vida en sí misma «picara» y terrible, injusta y cómica en su absurda tragicidad. tiernademarcha fúnebre, casi una «navideña», con que Mahler despide al joven tambor, anticipa nada menos que la despedida, el adiós a la vida, de La canción de la Tierra. Con ella el compositor toma partido por la inocencia, por la candidez ingenua del
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supuesto desertor, que a mí no puede dejar de evocarme los últimos momentos desesperados de mi ex alumno Puig Antich, uno de los últimos ajusticiados a garrote vil por el franquismo. La cita literal de la canción popular Yo tenía un cantarada muestra también la muda impotencia de los soldados que conducen a su compañero al patíbulo. El primer movimiento de la Quinta surge de este Red sinfónico, se abre con aquellas evocaciones del dolor humano que definían la vida en el viaje interior de la Cuarta y que recoge la amarga contradicción del niño muerto ante la indiferencia de un sol brillante que brilla para todos deldeprimer Kindertotenlied. Trauermarsch es el lamento fúnebre a las aspiraciones fáusticas la Primera sinfonía. ElLa hombre se halla condenado al fracaso y ésa es su condición porque es un ser para la muerte y no hay romanticismo que pueda sublimar el realismo expresionista de una música veraz, hincada en la conciencia popular, abatida por las desgracias de una vida personal y colectiva cuya lógica se le aparece tan implacable como absurda. Pero el hombre protesta y se defiende. El segundo movimiento, tempestuoso y vehemente, es un lamento combativo, una verdadera agonía rebelde. Muerte y vida se entrelazan en un combate a vida o muerte. Como en la Segunda, se suceden las dulces quejas y los lamentos nostálgicos de ese corderillo llevado al matadero que es el hombre inocente. Hace su entrada imprevista un cortejo báquico como el de la Tercera, que acaba siendo una victoria pírrica, pues la vida es arrasada por un viento que todo lo abate. La rebelión de la humanidad, con su nostalgia de felicidad, parece que puede transfigurar el dolor en alegría, pero el viento hiela su esperanza. Se cae de nuevo en el torbellino que arrastra hacia el fondo y, de nuevo, la victoria barroca que anuncia el «Finale» en forma de aparición fantasmagórica: un coral beatífico, como una aparición celeste, que de golpe se diluye, tal una sonrisa que se hiela. Torna el conflicto, la angustia fantasmal. Suena la trompeta lejana del destino. La claridad alcanzada en la Cuarta brilla ahora con toda su terrible individualización, tersa y precisa, en los instrumentos, cuyo timbre se ha hecho tremendamente humano. Son miles de seres los que claman, se lamentan, combaten y protestan. No hay masas densas y opacas de sonido impersonal. No hay más que humanidad sonora. Cada voz es inconfundible y única, y todas juntas armonizan en una narración polifónica y contradictoria, agónica. ¿Llegará la resurrección? La agonía expira con una amorosa súplica de ella. La naturaleza nos da la respuesta final, pero es inequívocamente ambigua. El grave pizzicato es como un cuco: la vida natural tiene los días contados. El movimiento concluye con un suspiro de fatiga exhausta. La promesa de resurrección no tiene ahora la respuesta segura de la Segunda. No hay aquí una sirvienta jorobada y endeble como Sesemi Weichbrodt, el personaje clave de Los Buddenbrook, la primera novela de Mann, aparecida en 1901, que al angustiado interrogante final de la señora Permaneder («La vida, ya lo veis, ¡quiebra tantas cosas en nuestra entraña! ¡Destruye tantas creencias! ¿Un más allá?... ¡Si fuera así!...»), responda retadora: «¡Así es!» Pero así como la verdadera resurrección de la Segunda se hallaba en la integración amorosa con el universo, en la vida como obra de arte y en el arte como creación de vida, Mahler, sin solución de continuidad con el movimiento anterior, abre el scherzo más vasto, alegre y serio de todos los suyos, sin pizca de parodia ni caricatura, dispuesto a cantar sin miedo la vida mundana, los viejos amores de «Blumine» perdidos y olvidados, las danzas rústicas de la ronda nupcial, la serenata nocturna que volveremos a oír en la Séptima, el vals vienes, más voluptuoso que nunca. Todo el esplendor romántico en homenaje postumo pero convencido. La vida es la gran obra del hombre. Vivir es danzar y amar, darse las manos, construir una ciudad, conservar la patria ancestral sin retóricas hueras ni ornamentaciones presuntuosas. Verazmente, como ocurre en la realidad, desarrolla una realidad deperdiendo continuo elcambio como el caminar «raro» de se Mahler, pues siempre está elsincopada, ser humano paso e rítmico intentando recuperarlo. Mahler consigue en este tercer movimiento integrar el caos vital en el cosmos de la armonía. «Como en una catedral gótica, la aparente confusión debe resolverse en un orden y en una
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armonía superior.» «Cada nota está animada de una vida suprema y todo gira en redondo como un torbellino o una cola de cometa. No se ha introducido ningún elemento romántico ni místico: sólo hay la expresión de una fuerza inaudita. Es el hombre a la plena luz del día, alcanzado el punto culminante de la vida.» Pero la vida no es, en el fondo, armonía suprema. El vals gira a derecha e izquierda sin concluir nunca el círculo total, el retorno completo. Es justo la pareja quien obliga al danzante que dirige el baile a girar avanzando; la relación del héroe con la vida es inacabable y progresiva. retornoa absoluto es sólo igual una larga aspiración en espiral al vals sólo lo detiene elElretorno la inmovilidad, que en el universo y en elyalma delinterminable hombre. Mahler temía que los futuros intérpretes del scherzo confundieran la vibración inestable, la variación perpetua, el rondó ro ndó «caprichoso» de una u na música-símbolo mú sica-símbolo de la vida, con la rapidez y el estrépito sonoro: «Los directores de los próximos cincuenta años lo tocarán muy rápido y cometerán un sin-sentido. ¿Y el público? ¡Cielos! ¿Qué hará ante ese caos que siempre engendra de nuevo un mundo, presto en el último momento a retornar a la nada? ¿Cómo acogerá esas sonoridades primitivas, esas estrellas danzantes, esas olas que expiran, centellean y fascinan?» En el scherzo se canta la alegría de la creación, la vitalidad del mundo, ese mundo creado por el arte del hombre, que armoniza los contrarios sin suprimirlos, que construye vastas catedrales góticas y barrocas donde todo cabe y encuentra su asiento porque lo infinito invisible hace vibrar en giros bien sensibles a la materia del sueño, la nostalgia que asciende en espiral, esa nostalgia que en el scherzo resuena con el tema del «postillón» de la Tercera, preludio de la infancia contemplativa del bosque animado que es la vida. El scherzo, a medio camino de la sinfonía, simboliza el hombre en el mundo, mediado entre el cielo y la tierra. Como el Sol, regente de la quinta casa astrológica y de su signo, el León, el scherzo hace huir a la Noche y su luz nos guía en la búsqueda de las respuestas al enigma que aquélla presenta. El viaje del sol es de oriente a occidente. Los Rückerlieder de aquel verano de 1901 expresan idéntico viaje de la sombra a la luz. Entre la solitaria angustia nocturna de «Um Mitternacht» al sueño amoroso de «Yo aspiraba un aroma de tilo», hay la meditación mística de «Me he apartado del mundo», donde la soledad ya no es solitaria y angustiosa, sino paz compartida con el cielo, el amor y el canto. Para retornar con alegría al mundo, como retornará Mahler en el «Finale» de la Quinta, es preciso detenerse un momento en el viaje de ascenso desde las sombras y, en el recogimiento que éstas aún brindan en sus límites, sumergirse en la luz fronteriza del alma infantil, allí donde lo celeste y lo terreno se contemplan mutuamente sin extrañeza. Éste es el reino donde la cuerda de chelos, violines y arpa vibra suspendida en el aire del brevísimo adagietto de la sinfonía, el lugar donde, al decir de Paul Bekker, «el alma ha encontrado su casa, se ha encontrado a sí misma». Tierno y meditativo como un niño solitario. Así es el cuarto movimiento, el adagietto. Parece darle la espalda a la sinfonía, como Tadzio al compositor Aschenbach del filme viscontiniano, pero es para que el enamorado de la belleza retorne, siguiéndole por la Venecia ddesgarrada esgarrada por las aguas, a la fuente misma de la meditación. El adagietto es una isla en medio de una tempestad. Una romanza sin palabras que se inspira en el lied «Me he retirado del mundo», pero cuya melodía parece ser un eco lejano de Tristán e Isolda, el mismo que se halla en el segundo de los Kindertoten-lieder. El tema musical que permite concebir el adagietto como una meditación que inspira el Tristán lo hallamos en el «Adagio», en el cuarto movimiento de la Cuarta, y es el «ardiente anhelo» en el que se consumen juntos Tristán e Isolda en el segundo acto compuesto por Wagner en Venecia. un anhelo de amor yque de buscan de muerte de amor de los dos amantes, que sólo en ella creenEs encontrar la eternidad bmuerte, uscan ardientemente. El adagietto tiene una estructura muy sencilla y en su brevedad —siete minutos— evoca ciertamente una pequeña isla llana con tres cumbres no muy elevadas, pero agudas, y un
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horizonte redondo, vacío y silencioso, alrededor. Sobre el tema del lied «Ich bin der Welt abhanden gekommen», los violines y el arpa nos introducen en un paisaje psíquico de tranquilo reposo y aislamiento absoluto. Se inicia un diálogo del alma con el silencio que la rodea. Los chelos, profundos, graves, responden a los contemplativos violines y, juntos, descienden reposadamente, entre arpegios, con un suave jadeo y suspirando de anhelo hacia un punto en el que la profundidad resuena como un eco que asciende de nuevo, sereno y firme, cada vez más seguro y deseante hasta la visión de un fulgor revelador, que estalla como una flor imprevista o unaLaola, tal elesnacimiento Venus o el Tadzio que surge delinmenso mar. descanso voluptuoso en un visión vivida por de toda la orquesta de cuerda con un regazo para, despues, en graves acordes de violines y chelos y entre ondas de suspiros amorosos, alternar, tierna y apasionadamente, el tema inicial con el que más tarde será el segundo Kindertotenlied: Ahora comprendo por qué me lanzabais tan oscuras llamas en algunos momentos, ¡oh, ojos!: para concentrar todo vuestro poder en una mirada.
La paz serena de amor desaparece bruscamente. El arpa torna a la soledad deshabitada, pero se alza la memoria. El tono se hace grave. El alma rememora, responde, se siente responsable de la visión vivida. Inicia un lento ascenso suspendido en el aire para descender después pianissimo hasta desaparecer. Sin transición alguna, enlazando el silencio con un ritmo de marcha prometedor y vivaz, se inicia el «Finale». Luchino Visconti ha sido sin duda el universalizador de este adagietto y quien mejor ha podido dar a conocer un Mahler desconocido a amplias masas de nuestra generación. Pese a la lentitud que ha impuesto a su interpretación y que destacados directores sinfónicos han asumido de forma equivocada, dando pie a la falsa impresión de un Mahler elegiaco y sentimental en extremo, no escapó a la gran sensibilidad del realizador italiano el mensaje espiritual de esta revene apasionada y contenida. Quien recuerde la muda historia de amor del compositor Aschenbach y el joven Tadzio, hecha de miradas profundas y silentes, recordará también el carácter iniciático de una relación que va más allá del encuentro erótico para reflejar con imágenes conmovedoras el súbito surgir de la inspiración poética, creadora, la milagrosa aparición de un mensajero, de un ángel que señala con el brazo extendido la infinitud del mar y al que el artista intentará seguir hasta la muerte. El eros platónico, analizado con dominada emoción por Thomas Mann en su pequeña obra La muerte en Venecia, tiene, sin duda, que ser comprendido en el contexto de una actitud permanente de desconfianza hacia el fondo tristanesco de la «muerte de amor», que el escritor alemán simboliza con las aguas infectadas de los canales y con lo que el arte de su tiempo vio como arquetipo de la decadencia en la «ciudad muerta» del Adriático. Pero Visconti, aun apoyado en esa actitud e incluso merced a ella, supo destacar, gracias al contraste, la dimensión angélica del amor nefando e imposible, la inalcanzable realización de ese amor por su perversidad trágica, porque su realidad trasciende la vida mortal y es, por tanto, la historia que nos narra una alegoría simbólica del viaje del alma a esa infancia perdida que siempre puede emerger entre las aguas del inconsciente, junto a los estanques más cenagosos y pútridos, letales. El niño, el ángel, revelan su mensaje idéntico a quien se aparta del mundo, a quien muere para éste y resucita con la segura memoria del de la visióncompuso y su mensaje. Wagnerunpreparaba en Venecia el fundamental acto segundo como Cuando estudio previo Tristán, lied basado en el poema de su musa de entonces, Mathilde Wesendonck, «El ángel»:
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En los lejanos días de mi niñez oí hablar muchas veces de los ángeles, que trocaron la delicia sublime del cielo por el sol de la tierra y que descienden suavemente y elevan consigo al cielo al corazón temeroso y triste que languidece apartado del mundo y, callado, se desangra ycon muere en torrente lágrimas, suplicando ardiente plegariadepor su salvación. También a mí llegó un ángel que sobre sus luminosas alas me condujo al cielo, alejando mi espíritu de todo dolor.
La música de este lied guarda una profunda similitud con la del adagietto y, como he dicho, con ese segundo Kindertotenlied que evoca el dolor de Rückert por la pérdida de sus hijos, precozmente muertos, pero, sobre todo, el sentido de la mirada ardiente de sus ojos, que parecen decirle, como los últimos versos cantan: nos gustaría permanecer a tu lado, pero nos lo ha negado el destino. ¡Míranos, porque pronto estaremos lejos! Lo que en estos días sólo son para ti ojos serán estrellas en las noches futuras.
La infancia, tan precozmente muerta en el alma del hombre, ha concentrado, sin embargo, su fuerte poder en la mirada estelar que nos lanza con oscura llama, que nos llama con su relámpago revelador desde el fondo del alma. La infancia es ese Tadzio presentido por Novalis, es el «aedo nacido bajo el cielo sereno de Grecia» que desde lejanas costas llegó a Palestina y entregó por entero su corazón a un milagroso niño: Tú eres aquel que desde eternos tiempos, absorto y pensativo adolescente, sobre las tumbas de los hombres velas; símbolo de consuelo en las tinieblas, feliz aurora del hombre Lo que en honda tristezamás nos alto. sumía, ahora en dulce extático arrebato nos abre el más allá. La muerte anuncia la infinita vida. Tú eres la muerte y la salvación.
El niño ensimismado piensa, juega y crea en soledad. Es su propio hijo. El hombre creador tiembla y teme por su obra, presiente la muerte más terrible que es la pérdida de su creación, de sus hijos, que son la memoria de su infancia ya muerta, la memoria que le permitía caminar y avanzar por la vida. Mahler vivió dolorosamente ese presentimiento, como lo demuestra su identificación con los poemas de Rückert, pero quiso creer una y otra vez en que la memoria no muere del todo, porque ella misma es una perpetua resurrección que surge cada vez que el hombre creador se retira del mundo mund o y vive la vida celeste experimentada en la infancia: Me he retirado del mundo, en el que tanto tiempo perdí en el pasado. ¡Hace tanto que no sabe de mí
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que debe creerme muerto! Nada me importa que lo crea ni puedo decir nada en contra, pues, realmente, he muerto para el mundo. He muerto para el tumulto del mundo y reposo en un lugar silencioso. Vivo sólo en mi cielo, en mi amor y en mi canto.
Tras leer estos versos, Mahler dijo: «Soy yo mismo.» La música del lied crea una atmósfera de plenitud total, que algunos han querido identificar con un sentimiento inconsciente de muerte. Es verdad que su dulzura e inmovilidad absolutas recuerdan un cierto misticismo oriental o, más sencillamente, la sonrisa de la estatua yacente del «Adagio» de la Cuarta, que a Mahler le recordaba a la de su madre. Pero aunque la música se extasía sobre la palabra gestorben (muerto), y meinem lieben (mi amor), estamos muy lejos aquí de la confusión tristanesca entre amor y muerte. Lo que Mahler canta es la soledad interior que permite recuperar a la gran amada: el alma en su pureza infantil, en su diálogo amoroso y musical con la vida celeste, la mirada del ángel-niño, la memoria que guía, la estrella que conduce al pobre niño dios. Platón aconsejaba el retiro del mundo (qnryrf), la fuga, para llevar una vida sabia. El viaje místico tenía, según Plotino, una primera etapa que conduce a los límites del mundo sensible: el amor, la música y la filosofía. Eckhart retoma la idea agustiniana de un conocimiento vespertino en el queselareconoce criatura es en es su Dios «ser en sí», y otro en el que el «sí mismo» humano «enreconocida el Uno que mismo». Peromatutino este último conocimiento sólo lo halla el hombre «retraído, retirado del mundo». Como quería Cornelio Agripa: «Es menester que todo lo que quiera retornar al Uno, de donde partiera, abandone la multitud.» A este encuentro consigo mismo en la soledad le llama Jung reencuentro con la verdadera alma, con el anima que tan a menudo confundimos con su proyección en los otros, y, en el caso del varón, en el otro sexo, en la feminidad. La confusión andrógina de Tristán e Isolda, pese a su voluptuosa y fascinante musicalidad, responde a una fácil e instintiva identificación del alma con la sexualidad mortal, de las aguas creadoras con las estancadas en los tortuosos canales de la psique; espejo turbio del uno mismo en el otro, narcisismo letal sin paisaje detrás, donde Narciso no puede re-conocerse, sino tan sólo imaginarse: donde la mirada no habla a la mirada, sino que tan sólo se mira a sí misma. Mahler toma el lenguaje del anhelo sexual como expresión sensible comunicante del amor del alma por el amado, tal como hicieran como Teresadeo laJuan de lapero Cruzesy,una en ese sentido, el adagietto es un eco del Tristán, delmísticos «ardiente anhelo», pasión, música que transfigura la sexualidad, no sublimándola, sino invirtiendo literalmente los términos de la relación dualista voluntad/representación. Lo que en Wagner es erotismo físico vestido de retórica espiritualista y confusión cromática del sonido, húmedo magma, inconsciencia abismal y «deleite supremo», en Mahler es amor espiritual y claridad diatónica, donde las reminiscencias tristanescas, wagnerianas, son metáfora sexual del símbolo, en vez de utilizar éste como metáfora de la ardiente pasión de los amantes. El adagietto fue, es verdad, un regalo amoroso de Mahler a su recién esposa, pero si fue una ofrenda no fue ella su inspiradora y protagonista, sino un primerísimo objeto del amor surgido del soliloquio de Mahler con su alma más pura. Que ese encuentro con sí mismo era todavía más inconsciente que consciente lo demostrará al largo viaje que Mahler aún deberá recorrer hasta descubrir que su amor por Alma dependía mucho más de la idealización romántica de lo femenino, de la proyección narcisista de su anima, que de la lúcida aceptación y cabal reconocimiento del objeto amoroso como sujeto diferenciado y libre. Alma será su conciencia y, en último término, su ángel salvador. La plenitud de esa conciencia se iniciará con la
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excepcional dedicatoria de su Octava sinfonía, en donde culmina el servicio de Mahler a su nación invocando la venida del Espíritu creador para redimirla del inmediato apocalipsis bélico en el que estallará la confusión de la voluntad de vivir con el suicidio colectivo. Pero mientras ese viaje concluye, Mahler, en su plenitud vital y salvado de la muerte, inicia alegre y triunfal, con el «Finale» de la Quinta, su matrimonio, su madurez musical y su década vital en el siglo XX. De la Segunda a la Cuarta sinfonía Mahler dicta una música en la cual cada instante sonoro, cada fragmento, es una huella del misterio vida/muerte. La candela que alumbra el camino hacia la resurrección, como las utopía miradasque, infantiles en el adagietto, son rastros luminosos de una a travésdel delcielo arte,estrellado se realizapresentidas ya en nuestra vida de oyentes. Por el oído nos entra la fe. No es otra la íntima y tradicional función de la música, como reconoce el marxista Bloch, para quien, en nuestra cultura, sólo merece ser verdadera música, como creía Hegel respecto al arte romántico, la cristiana, es decir, la que responde al proyecto utópico de una conciencia de pecado y de una fe en su redención, la que reconoce en la muerte el fruto de la culpa y ve en el perdón que da el amor la puerta abierta de la vida eterna. La encarnación de la utopía
El «Finale», en nuestra simbologia, representa claramente la Quinta sinfonía misma. Canta el viaje de retorno al mundo. Su forma de rondó le da ese aire de danza, de rueda libre que gira en el aire por el eje de la alegría psíquica. Se abre un círculo apasionado y abierto, un mandala unitario con todo el espíritu de la música clasico-romántica. Es el «coral de la vida» y el «cantar de los cantares de la voluntad» para Paul Bekker y, según Neville Cardus, «lo más ardiente, brillante y musical que ha compuesto Mahler». Es un himno a la alegría de vivir, que evoca la Novena de Beethoven, aunque, en realidad, es la «heroica» de Mahler. La dicha parece carecer de problemas. El héroe vuelve de su ida a los infiernos, ha recibido la promesa de vida, pues ha retornado a las fuentes de ella, y con ella en la mano inicia la marcha danzarina del abrazo al mundo. Hay un momento, en medio de esa «marcha campesina» tan de Haydn, en el que nos parece escuchar el ritmo popular de unas alegres sardanas, la danza que los griegos trajeron a Cataluña. Siguen varios episodios fugados que indican la liberación arrolladura. La inspiración melódica parece inagotable y alterna contrapuntísticamente variaciones múltiples del rondó con las fugas. En un final de torbellino, todos los motivos y fragmentos temáticos se mezclan de modo inextricable. Mahler no duda en introducir al comienzo de su alegre marcha una burlona referencia, llena de seguridad en su propia obra, contra los críticos musicales que «no entenderán nada de la sinfonía». Se trata de su antiguo Wunder-hornlied «Elogio del alto intelecto», en el que el asno juzga los méritos musicales del cuco y del ruiseñor. Este cantó dulcemente y el asno dijo: «¡Es demasiado difícil para mí! ¡No me entra en la cabeza!» Adorno necesita exagerar los rasgos humorísticos del «Finale» de la Quinta para convertirlo casi en una «broma musical» todo él. El adagietto sólo habría servido para confirmar la imposibilidad de unir vida y arte, voluntad de vivir y espíritu amoroso y, de esa guisa, más tendría el adagietto de muerte tristanesca, de amor imposible en esta vida, que de alegre y confiada marcha con la rama de la inmortalidad en la mano. También aquí, Gilgamesh vería frustrado su retorno de los infiernos. En consecuencia, Mahler habría parodiado la alegría triunfal de los clásicos finales sinfónicos, destinados ya, tras la profunda crisis de civilización europea finisecular, a no ser otra cosa que parodias de sí mismos. La potencia de que hace la galasuperación Mahler en(como este si «Finale» sería, potencia impotente. El dépassement, la alegría ya para fueraAdorno, de este una mundo) son imposibles y la incapacidad subjetiva de Mahler para un «final feliz» se acusa en su deseo de autenticidad, lo cual le obligó a componer un movimiento en clave de humor. La introducción
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del tema principal del adagietto en el «Finale» no sería una memoria viva de la revelación lograda que una y otra vez, casi obsesivamente, nutre la marcha alegre y firme del que vuelve al mundo para luchar y vencer, sino, como cree Sponheuer, una «secularización» no trascendida en la melodía sacra del adagietto. El «Final» sería un fantasma, una apariencia ilusoria, un sueño. Sin embargo, los rastros, las huellas que deja la historia y, más concretamente, la historia del arte, constituyen una herencia cultural, porque expresan el proceso continuo de sedimentación de los sueños diurnos, de aquello a lo que el ser humano aspira y no ha logrado aún: la memoria de suEl futuro. arte ni siquiera va detrás de la vida: va por delante, pre-figurándola. El viaje del artista no
es un círculo cerrado de eterno retorno de lo mismo. El arte es una reelaboración activa que amplía y aumenta esencialmente el mundo humanizándolo. La materia existente, el movimiento, son datos reales de una utopía viva, actual, que se está haciendo. El artista no reproduce una supuesta perfección del mundo, sino que, por el contrario, el mundo se perfecciona mediante la creación artística. El gran mensaje de la prefiguración utópica se encuentra justo en el fragmento, en aquello que, en su finitud y brevedad, contiene lo infinito utópico, lo que no tiene límites, lo eternamente vivo. La obra de arte, por tanto, es en sí misma un viaje por el paisaje de la utopía hacia una ítaca que, como viera Kavafis, no es la verdadera patria de Ulises, sino una vocación fija en la mente que regala la travesía nunca emprendida sin ella y las aventuras y experiencias de una larga jornada. Porque los dioses llaman a los hombres éstos deben siempre atravesar fronteras.
Estos versos de Hermann Broch nos recuerdan al Ulises de Dante, que «no murió en ítaca». Don Juan, el Quijote y Fausto serían las grandes figuras arquetípicas de ese viajar más allá de los límites de la prudencia. Pero es la música el arte franqueador de fronteras por excelencia, el arte que se refiere de manera más intensa al núcleo existencial originante del ser y de modo más expansivo a su horizonte. Incluso la muerte, la «más pura antiutopía», es vencida por ella. Y es que, en la medida en que la música «enciende en sí misma la luz que necesita», se encuentra en la frontera de la humanidad: ese «mundo-nosotros» al que aspira la soledad del hombre.
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VI Los largos viajes del alma hacia ella misma son, mientras duran, días de aventura, avatar y cambio. No hay reposo ni repetición: no hay vida cotidiana. Por el contrario, cuando se llega al hogar de la conciencia, cuando el hombre sabe por fin lo que es la vida, comienza otra aventura más arriesgada: vivirla día a ydía, en toda trama cotidiana y difícil, en suNo monótona de convivencia, cuando deseos amores se su cumplen y la ilusión se esfuma. era otratensión la misión del héroe sino ésta: aceptar su destino. Compartir el amor único que ha creado el mundo obliga a amar más allá del sentimiento o del deseo y aceptar la soledad en que nos dejan, a veces, quienes dicen amarnos. Gustav Mahler ha escuchado el oráculo que siempre responde cuando se interroga bien a la esfinge. En medio del camino de su vida, su infancia interior le ha hablado de la alegría celeste con que puede vivirla, pero ese mensaje, como expresa toda su obra musical hasta entonces, es un mensaje del inconsciente que espera ser asumido con plena conciencia, paso a paso, durante los días de vida que le restan. El escenario inmediato de la vida consciente, el ámbito íntimo donde probar que la vida celeste se ha encarnado, es esa familia que Mahler añoraba para olvidar, como tantos pretenden, la otra cara, sombría y, en su caso, terrible, de una infancia hondamente feliz. Mas no sólo es en el hogar donde la conciencia se forja y la aceptación se aprende, sino en el trabajo diario al servicio de unas gentes que han de importar más que la propia obra, que la propia realización. Un Mahler omnipotente al frente de la Ópera imperial, un director perfeccionista infatigable, sacerdote de un culto casi inhumano, puede ser célebre y admirado, temido y acusado, pero, ante todo, puede, con su arte, su pureza y su espíritu, servir de símbolo, de guía sacramental, a una generación que se debate entre la frivolidad y la angustia. Aquella mezcla de ingenuidad y presunción del joven Mahler cuando se creía un instrumento divino había de conducirle inevitablemente a la egolatría narcisista que, según se dice, caracteriza al artista genial. Cuando el maduro pretendiente de Alma Schindler le exige, si han de casarse, que deje sus veleidades de compositora novel, la condena a un papel de musa casera. En una carta que hoy nos parece de una hipocresía casi cínica, el adorador escribe: «No creas que en la relación entre dos esposos yo veo en la mujer una especie de pasatiempo, encargado, con todo, del hogar y del servicio al marido. Tú no crees que yo piense eso, ¿no? Pero lo que es seguro es que tú debes ser "la que yo necesito" si hemos de ser dichosos: mi esposa y no mi colega. ¿Crees que has de renunciar a un gran momento de tu existencia, del que no podrías prescindir, si abandonas abandon as completamente tu música a fin de poseer la mía y también de ser mía? [...] Tú no tienes más que una única profesión: hacerme dichoso. ¿Me comprendes, Alma? [...] El papel de compositor me corresponde a mí. El tuyo es el de compañero amante, de camarada comprensivo. ¿Estás satisfecha? Yo exijo mucho, mucho. Puedo y debo hacerlo, pues sé lo que tengo para dar y lo que yo daré.» En el Rückertlied «Si amas la belleza», compuesto para Alma en el verano de recién casados y cuya melodía algunos comentaristas juzgan escrita «sin pasión», Mahler logra un conmovedor tono amoroso que, sin duda, es sincero. La técnica del movimiento melódico ascendente es similar al tema de resurrección de la Segunda y al accende lumen de la Octava, lo cual parece indicar la trascendencia espiritual que elmusicado compositor darle a su matrimonio. Pero lo curioso es comprobar que el poema de Rückert, yaquiso con anterioridad por Clara Wieck (opus 12) y por su esposo (opus 37), guarda una estrecha similitud musical en Mahler con la primera
canción de Amor y vida de una mujer de Schumann: «Desde que le he visto estoy absorta.» 106
El Red es de 1840, año de la boda de Robert y Clara. Él había escrito el 3 de junio de 1839: «Yo te enseñé el amor y te formé para mí en tu condición de novia, según el ideal imaginado; a ti, que fuiste mi alumna de más talento y que, como recompensa, me has dicho: ¡Ahora tómame también!» Por su parte, Clara escribía en su diario: «Para mí empieza una nueva vida, una vida hermosa, en la cual se ama a alguien más que a sí mismo. Duras obligaciones gravitan, no obstante, para mí; que el cielo me otorgue fuerzas para cumplirlas fielmente como buena esposa.» Con la mayor naturalidad, Schumann pone en boca de la amada versos que expresan su total anonadamiento ante el esposo: Desde que te he visto estoy absorta. Mire a donde mire sólo a ti te veo.
Con melodía casi idéntica a la del Red de Schumann, Mahler aconseja a Alma, a través del poema de Rückert, que no le ame si ama la belleza, la juventud, o las riquezas, pero Si amas el amor, ¡oh, sí, ámame entonces! ¡Ámame siempre, que eternamente te amaré yo!
Mahler se identifica con el amor. Si Alma es verdaderamente amorosa —como debía serlo Clara Wieck con su marido—, deberá amarle por encima de cualquier otro ser, inferior a él. Pero la sumisióniniciar de Alma tiene un precio. Al año y medio de Ycasada escribe su diarioque íntimo: «Necesito una nueva vida. No puedo soportar ésta.» en réplica a laenadoración se le exige, le dirá a su esposo en una ocasión que «lo que amo en un hombre es tan sólo lo que es capaz de hacer... cuanto más perfectas son sus obras más le amo». «Eso es peligroso para mí — contesta Mahler—, ¿y si aparece alguien con capacidad superior a la mía?» Alma contesta sin vacilar: «Entonces, estaría obligada a amarle.» Mahler sonríe y concluye: «No me inquieta. De momento no conozco a nadie con poderes superiores a los míos.» Alma sí lo conocería pocos años más tarde: el arquitecto Walter Gropius, el futuro fundador de la Bauhaus. Mahler parece darse cuenta muy pronto de que su vida matrimonial tiene poco de idílica. Las dificultades económicas para que la familia lleve el tren de vida que Alma desearía; la ruptura de las relaciones sociales que sus respectivos temperamentos provoca (Alma aparta a su marido de los viejos amigos y él no comparte la sociabilidad mundana de su mujer); los embarazos y la posterior crianza de las hijas, con sus enfermedades —mortal para María a los cinco años— y el trabajo delaMahler, poco propicio para una relación íntima atenta, y sensual como laabsorbente que necesita joven esposa, no facilitaban la convivencia y más bien alegre confirmaban los recelos del músico hacia un posible logro de hacer compatible su trabajo con la dicha hogareña. Los muertos en flor
La indudable felicidad que para Mahler supuso ser padre de dos hijas se tiñó a menudo de la preocupación obsesiva por su salud que la experiencia trágica con sus hermanos pequeños había provocado sin remisión. r emisión. A las ppocas ocas semanas de nacer, María, la hija mayor, estuvo a punto de morir. Su padre la paseaba en brazos durante largos ratos murmurándole dulces confidencias como si su voz pudiera curarla. Mientras vivió la pequeña, Mahler se sintió unido a ella con un extraño vínculo. Jugaba con ella, le cantaba canciones y le contaba raras historias inventadas y cuentos de hadas. La llevaba en brazos o corría y bailaba con ella como un niño. Cuando murió, en pleno verano, en 1907, Mahler no quiso volver a Maiernigg y vendió la casa. Nunca se consoló de aquella pérdida y cuando le llegó la muerte a él quiso ser enterrado junto a ella y así reposan juntos.
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Alma se escandalizaba de que en plena paternidad feliz, con las niñas sanas y llenas de vida, su padre hubiera compuesto dos de los Kindertotenlieder, las «Canciones de los muertos niños». Pero estas canciones a la muerte precoz, excepto dos de ellas —las más esperanzadas— son anteriores al noviazgo de Mahler. No era tentar al cielo, como decía una Alma más supersticiosa aún que su marido, sino todo lo contrario: invocarlo como refugio seguro, como madre protectora de una infancia del hombre que, para Mahler, siempre se pierde prematuramente. Las canciones compuestas en el verano de 1901 junto a «El joven tambor» y los dos primeros movimientos de la Quinta se inscriben ciertamente en el clima fúnebre trascasi su riesgo de muerte. Los poemas de Rückert escogidos entonces son que los vivió más Mahler amargos, sarcásticos. Comparan la alegría universal que otorga a todos el sol menos para el padre huérfano de hijos, un padre cuya mirada busca inútilmente el rostro de su niña querida a la luz del candelabro y que se obstina en creer que si los pequeños no vuelven a casa es «porque se han entretenido en su paseo, ¡tan hermoso es el día!». Pero, pese a todo, la esperanza está viva. Si una lucecita se ha apagado en la casa, ¡loada sea la luz que alegra el mundo!, y nada hay que temer, pues los niños no han hecho más que adelantarse y «los alcanzaremos en el otero iluminado por el sol». La esperanza se torna fe en los dos Heder de 1904, cuando Mahler ya es padre y ha temido realmente por la vida de su hija mayor. Es una fe realista, aceptante, transfiguradora. La música del primero guarda una casi total similitud con la del «Adagietto» de la Quinta. Mahler medita sobre la mirada infantil, convertida en luz nocturna del cielo estrellado. Su conciencia se abre a la comprensión que no tenía: «Envuelto en brumas por el destino ciego, no presentí que el rayo estaba a punto de retornar al origen de donde surgen todos.» El segundo lied se inicia con ritmo de marcha tormentosa, como el motto del destino en la Quinta y la Sexta sinfonía, pero, sobre todo, el motivo de «muerte» del lied «Um Mitternacht». Sin embargo, el final, que es el del ciclo, es una canción de cuna navideña, semejante a la que aparece en el acompañamiento del segundo tema del «Andante» de la Sexta, que, como en el final de las Canciones del caminante, transfigura la muerte en reposo de paz: Con este tiempo, en medio de la tormenta, el aguacero y los truenos, reposan como en la casa de su madre, donde ninguna tempestad les asusta, protegidos por la mano de Dios. Las palabras wetter, saus y braus dejan de ser tempestuosas y la música alcanza tal vez la máxima ternura, la mayor dulzura de toda la obra de Mahler cuando la prodigiosa voz de Kathleen Ferrier la interpreta a la perfección. Es la misma voz de «Urlicht» en la Segunda y de «Oh Mensch!» en la Tercera; la misma música entrañable y maternal de La canción de la Tierra y de la Novena en sus finales de anonadamiento filial y confiado; la misma que canta al concluir la Octava toda la escala simbólica de los nombres maternos: «jungfrau, mutter, konigin, gottin» («doncella virgen, madre, reina, diosa»). No hay, pues, tragedia en los Kindertotenlieder, pese a la impresionante y conmovedora subjetividad que parece expresar su canto. No hay mera reminiscencia de Ernest y sus hermanos, los niños muertos del hogar infantil del compositor. No hay tampoco presagio supersticioso y exorcismo neurótico de la muerte no lejana de María Mahler. Les ha sido fácil a los comentaristas, de la mano de Alma, a menudo muy superficial, relacionar estas canciones con un exceso de biografía. Sin que esta última pueda dejarse de lado, la realidad profunda se halla bien clara en la propia música. Una vez más, para Mahler, la infancia es siempre un bien perdido que se pierde niñamente, precozmente, pero nunca del todo, mejor dicho y en sentido afirmativo, al revés: del todo nunca. La infancia, el niño que la tempestad del mundo arrastra hasta hacerlo desaparecer asesinado, pervive, en forma transfigurada, en el alma adulta, consciente, fiel a la
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memoria, cuya metáfora es el seno materno sobre el cual posa el padre su mano protectora. Mahler confía en la inmortalidad de toda infancia. Por eso Mahler puede confiar también en la perennidad de su obra, porque es hija suya, niña de sus oojos, jos, ppero, ero, ante todo, porque todo fruto es un futuro. El se sabía hijo de Wagner, Schubert o Beethoven y amaba tiernamente al más niño de sus padres: el niño Mozart, el Tadzio adolescente, a quien consagrará su último aliento al musitar su nombre con el diminutivo cariñoso de los austríacos: Mozartl! Por tal razón creía en los jóvenes músicos aunque no estuviera de acuerdo con ellos, como le ocurriera al viejo Brahms con él. AenSchónberg conoció en comienzos, le defendió públicamente, en solitario medio delloescándalo quesus produjo el estreno de su primera sinfoníaledeaplaudió cámara casi (donde se citan literalmente fragmentos de la Sexta mahleriana) y durante un tiempo compró sus cuadros de forma anónima para ayudarle económicamente. «Yo no entiendo su música —dijo Mahler en una ocasión—, pero él es joven y tal vez tiene razón. Yo soy viejo y me atrevo a decir que mi oído no es bastante sensible.» La confianza de Mahler en el arte futuro, en el arte aún niño, evoca la idea misma de lo romántico como modernidad, tan bien expresada por Stendhal o Baudelaire. Para ser consecuentemente romántico, es decir, moderno, se ha de correr el riesgo de sorprender al público. El futuro es el presente del artista moderno porque, en definitiva, la misión de éste es servir de conciencia, no tanto de sus coetáneos, como de los seres humanos venideros. Así Mahler se lo advertía a Specht: «Mi Sexta planteará en el futuro un enigma que tan sólo podrá intentar resolver la generación que haya digerido d igerido y asimilado las cinco primeras.» El enigma sigue en pie casi un siglo más tarde. En realidad, nadie parece ver en la Sexta enigma alguno. Quien la bautizara de «trágica» por primera vez ha tenido más eco que Mahler. Y los múltiples análisis musicológicos que ha recibido una sinfonía considerada unánimemente como «difícil», destacan todos ellos los aspectos «trágicos» de una obra que parece adquirir tal carácter por la tonalidad en ta menor, con la que se abren los dos primeros movimientos y el «Allegro» del cuarto y último, y los famosos «tres golpes de destino», considerados usualmente como una premonición de los tres avatares que Mahler sufriría en 1907: la muerte de su hija, su cese como director de la Ópera y el diagnóstico de una cardiopatía incurable. De nuevo es Alma la iniciadora del mito de una Sexta trágica. De ella nos llegan unas palabras de Mahler cuyo significado cree interpretar fielmente: «En el último movimiento se describió a sí mismo y su caída o, como decía más tarde, la de su héroe: "Es el héroe, sobre el cual caen golpes de muerte, el último de los cuales lo tala como se tala un árbol." Éstas fueron sus palabras.» Alma había escrito, en las líneas inmediatamente anteriores al texto citado, algo que los analistas de la Sexta suscriben con reticencia: «En el tercer movimiento (el segundo en la versión definitiva) representó los juegos arrítmicos de las dos niñas pequeñas caminando en zigzag sobre la arena. Lúgubremente, las voces infantiles se hacen cada vez más trágicas, y al final se extinguen en un quejido.» El biógrafo de Mahler, H.L. de La Grange, advierte la contradicción en que incurre Alma al hablar de un movimiento presumiblemente compuesto un año antes de que naciera la segunda niña y que, en todo caso, no podía inspirarse en el caminar de una recién nacida. Como en el caso de los Kindertotenlieder, Alma fábula premoniciones mortales de Mahler en relación con sus hijas y consigo mismo, cuando, como hemos visto, las canciones responden básicamente a otra preocupación más honda y las palabras que pone en su boca sobre los tres golpes del destino no consta en ninguna parte que el compositor las refiriera al suyo personal, sino al de ese «héroe» que, como un arquetipo de la humanidad, ve narrada su aventura simbólica desde autobiografización las dos primeras sinfonías. Una excesiva de la obra mahleriana —a la que el músico se negó siempre pese a su explícito reconocimiento de que su «vida» estaba en sus composiciones—, niega el
carácter eminentemente simbólico y arquetípico de éstas e incluso el «reflejo» que se da entre 109
obra y vida, pues, como a estas alturas no puede dudarse, la primera no refleja la segunda (eso ocurre en Strauss), sino a la inversa: la vida interior, espiritual, de Mahler, es interpelada sobre su capacidad de reflejar lo que su obra le dice. El continuo diálogo entre el mensaje inconsciente que su música lanza al mundo y la conciencia de su autor constituye el verdadero drama. Drama, que no tragedia, pues lo trágico es lo imposible, es la conciencia romántica de que Dios ha muerto y, por tanto, también la esperanza humana. Y Mahler, en este punto capital, nunca fue un romántico. Mientras hay vida, hay diálogo con el dios profundo que nace cada día como un niño pobre en la cueva alma.y Reconocer a ese que nos habla en la Cuarta, queen noslamira en el «Adagietto» de la del Quinta que brilla en lasniño estrellas de la inspiración o reposa memoria oscura de un dios materno como cantan los Kindertotenlieder de 1904, no es algo trágico. Más exactamente: su negación. Con todo, no se equivoca Alma cuando califica la Sexta como la sinfonía «más profundamente personal», pese a la opinión del d el pianista ruso Jossip Gabrilowitsch, amante frustrado de Alma y admirador de Mahler, al cual consideraba «el artista más impersonal que haya existido nunca». Justamente en esta sinfonía Mahler elabora una especie de «coda» de la anterior, un epítome objetivo de lo que la Quinta ha narrado como recapitulación reflexiva de las cuatro primeras. La Sexta, por decirlo así, es una reflexión sobre la reflexión, la conciencia de un proceso de concienciación, la plenitud de una subjetividad que pugna por ser objetiva: una forma coherente de salvar la vida y su sentido uniendo al héroe andante con el mundo concreto y difícil, contradictorio y patético, de la realidad cotidiana. Matrimonio y trabajo, hogar y sociedad política. De ahí que lo «más profundamente personal» sea, artísticamente, lo «más impersonal que haya existido nunca». Una vez rechazada la mitificación de lo trágico en la Sexta, no puede ponerse en duda que toda ella expresa un combate que, a diferencia de la Quinta, no avanza hacia la luz de la revelación desde la noche de la vida, pero que tampoco, como suele afirmarse, sigue el camino contrario. Similar en esto a la Cuarta, su estructura es «plana». Ese la menor con que se abre y se cierra la sinfonía simboliza ciertamente un statu quo, unas «tablas» en la resolución final ddee la lucha y, en ese sentido, el cuarto movimiento de la Sexta es —incluso literalmente— un desafío a la alegría infantil del final de la Quinta, ya que constituye la otra cara de esa alegría: la grave seriedad del compromiso con la vida, con el amor y el servicio. Toda la sinfonía es una muestra patética de esa dificultad y, como apunta La Grange, si algo hay autobiográfico e inmediato en ella es el conflicto matrimonial entre Alma y Mahler. El gran enemigo al que se enfrentan los «puros», los «héroes» y los «semidioses» son la inercia, la mezquindad y la mediocridad de la vida y de las gentes. «A ese combate público, profesional, contra lo Alltags (lo cotidiano), contra la resistencia de la materia, tal vez haya que añadir el que él debía llevar ya contra Alma, en su vida privada o más bien contra la ligereza, el egoísmo, la frivolidad y la dureza de corazón que él conocía y de la que ella se sabía capaz.» El amor idealizado por Alma inicia su muerte con la Sexta. Pero esa ampliación de la conciencia en un tema tan querido, que se vuelve tan doloroso, es el fruto positivo, el triunfo sobre la «ilusión» del final de la Quinta, la culminación del viaje hacia la luz que la Quinta recorre. Que el combate de la conciencia no tiene fin, que la lucha contra uno mismo para ser capaz de amar y perdonar, de aceptar y ser generoso, es algo inacabable, lo pondrán de manifiesto las sinfonías siguientes hasta esa Décima inacabada, en la que Mahler está por fin dispuesto a «vivir y a morir por ti, ¡Almschü». Mientras Mahler componía el final de la Sexta leyó Confesión de Tolstoi y El retrato de Dorian Gray de Osear Wilde. La primera es, según una «obra terriblemente llena de bárbara autolaceración, de tortuosos interrogantes que qu eél,conducen a una destruccióntriste, sin límite ddee toda la bondad que puede adquirirse por el corazón o por el espíritu». La segunda es una cruel
alegoría de la introspección. El retrato que envejece y se deforma de modo siniestro es el espejo 110
del proceso de autodestrucción morbosa del protagonista. También en esos días Mahler lee la partitura del primer sexteto de Brahms, pieza de una voluptuosidad trágica, como supo comunicar en imágenes Louis Malle en su película Les amants; una desesperada apología del adulterio sin más sentido que la imposible perennidad de la atracción sexual. «Jamás en la vida me he sentido más solo», escribe Mahler al año y medio de casado. Alma, por su parte, reconoce en sus memorias que «la rígida economía, el cuidado de la casa, que debía realizarse en exacta conformidad con los deseos de Mahler, los niños y la rutina cotidiana, se sumaron para desgastar nuestro mutuo amor». La conciencia de Mahler se nutre de esa realidad que destruye la roca durísima de un ego construido con los materiales de toda una cultura masculina disfrazada de idealismo. Si la Quinta es la sinfonía del destino, la Sexta es la de la aceptación de éste. La riqueza de inspiración del verano de 1904 surge de esa incipiente conciencia, que aún tardará seis años en transformar una actitud inveterada, consustancial con su carácter. Una conciencia que inspira los dos esperanzados Heder dedicados a la muerte de la inocencia, el final de la Sexta, la corrección de las últimas pruebas de la Quinta y las dos «músicas nocturnas» de la Séptima, que suponen respectivamente dos aproximaciones complementarias al enigma erótico: la mujer como rostro ambivalente —amoroso y terrible— de la naturaleza, y el humor como rostro sonriente y comprensivo del amor. Que tanta aceptación, tanta objetividad y tanto realismo sean posibles permite hablar de situación dramática, pero no trágica, y justifican el recuerdo de Alma cuando escribe: «Mahler está más humano y expansivo [...] Llevamos una vida muy animada. El verano fue hermoso, sereno y dichoso» como si la conciencia iluminada por la realidad aportara más dicha que la ilusión contrariada por ésta. Mahler pudo decir a sus amigos, uno de aquellos días en que se habló de Goethe, ministro en Weimar: «Nadie puede ayudar a nadie, ni desde un trono, ni como ministro, ni siquiera como dama caritativa. Sólo puede ayudarse uno progresando por uno mismo. El supremo egoísmo es el altruismo. Me diréis "sólo cuando uno se realiza"...» La aceptación del destino
El primer movimiento de la Sexta, en tonalidad de la menor, consta de tres núcleos simbólicos: el tema de la vida como destino, que adopta la forma de un motto armónico y rítmico (una marcha, que viene de «Revelge» e iniciará las dos sinfonías siguientes); el «tema de Alma», llamado así porque Mahler le confesó: «He intentado encarnarte en un tema. No sé si lo he logrado, pero deberás contentarte con él»; y un largo episodio lírico de original colorismo que evoca claramente, de modo casi tangible, la soledad meditativa del lied «Me he apartado del mundo» y del «Adagietto». Suele considerarse el primer tema de marcha como paradigmático del estilo mahleriano. Recordemos que, para Adorno, todo Mahler está en «Revelge», pero recordemos también de qué soledad retraída surgió la inspiración del lied y su contenido simbólico: el despertar del guerrero caído, el cual, con su tambor, despierta a su vez a sus compañeros y los conduce de nuevo al combate victorioso para retornar después ante la casa de la amada con el fin de que ella pueda contemplar su retorno triunfal. La victoria del muerto resucitado y victorioso era la ofrenda a su propia alma. La marcha de este primer tema, por tanto, puede considerarse como esa profundización del destino vital que es la conciencia; como el despertar y el combate obstinado, combativo, obsesivo incluso, de la conciencia, enfrentada a la realidad ambivalente de la vida, que es amor/odio, colaboración/rivalidad, Federico Sopeñade ve ella, conuna su arranque desde los bajos de la cuerdailusión/desilusión. (al que Barbirolli otorga un sonido forjaenvulcánica), profecía del estallido de La consagración de la primavera de Stravinski. No es, como en la
Quinta, una marcha fúnebre, sino de empuje, signo de libertad subjetiva en contraste con la 111
marcha colectiva de la Tercera en su primer tiempo. Si en ésta «progresa» el cosmos histórico, en la Sexta el progreso es el de la conciencia personal. En realidad, más que una marcha del destino, es una marcha que lo desafía. El hombre consciente, maduro, «hecho», es el antidestino. Lo factum es lo contrario del fatum. Como en las anteriores sinfonías, Mahler anuncia aquí también las revelaciones optimistas, esperanzadas, que encontramos particularmente en el tema de la resurrección, el coro angélico, la vida celeste y el «Tadzio» del «Adagietto». El tema de Alma surge, en efecto, como una revelación que viene a reanimar el clima que la marcha de la conciencia crea: tan de culminación fatigada, de agotamiento. El «puente» musical entre el primer tema de marcha y el segundo, entre la conciencia y Alma, es un coral lírico que permite a Adorno —siempre empeñado en concebir la música de Mahler como expresión de lo imposible— afirmar que los corales no conducen a ninguna parte, no pueden hacer de puente y, por tanto, su inclusión más bien simboliza una oposición contradictoria entre ambos temas más que una posibilidad de fecundación mutua, como pretende el resto del movimiento. A mi entender, la opinión de Adorno parte una vez más de su partí pris sobre el sentido de la obra mahleriana. Pese a la agudeza y profundidad del análisis, hay en él una obsesiva necesidad de vincular siempre el indiscutible carácter combativo y empecinado de la música de Mahler a una conciencia trágica de lo utópico-imposible, incluido el futuro de la música «burguesa» en general, de cuyo agotamiento histórico y formal sin esperanza Mahler sería, según Adorno, su más conspicuo, admirable y trágico exponente. Sin embargo, todo el primer movimiento de la Sexta es un diálogo —tenso y contradictorio, ciertamente— entre dos principios incompatibles que no son, como cree Adorno, el de utopía y el de realidad, sino exactamente al revés, pues en la música percibimos —si utilizamos la misma visión crítica que él— hasta qué punto el tema de Alma, relativamente «vulgar», denuncia la ilusión, la «utopía» del paraíso matrimonial, el «espléndido aislamiento» (así calificaba Alma los veranos en Maiernigg), mientras que la marcha de la conciencia, con su firme y segura rotundidad, con su implacable obstinación, evoca la capacidad realista de asumir que la utopía es la realidad en marcha, no un inalcanzable disfrazado de realización. Si a este diálogo tenso, conflictivo, pudiéramos llamarle desde este momento «amor», el coral en acordes de la madera, que hace de puente entre ambos temas y que «suena a boda», no sería una ironía, como viene a insinuar Adorno, sino toda una aceptación (irónica, en todo caso, por ser una «distancia» objetiva) de la realidad. Sin que tenga nada que ver directamente con esta afirmación, es inevitable aquí el título la versión de las tampoco memoriashay de Alma es And the Bridge is recordar Love («Y el que puente es eldeamor»). Poringlesa otra parte, que exagerar el significado «ilusorio» del tema de Alma, que recoge motivos del «Adagietto» y del «Final» de la Quinta y que se anticipa al final de la inacabada Décima. Mahler ama a Alma, pero la realidad de ésta le obliga a purificar ese amor de necesidad narcisista, de egotismo idealizante. Cuando el movimiento concluye su reexposición (símbolo este, inusual en Mahler, de la clásica forma sonata y evocadora del «fin de la aventura», de la rutina hogareña), el siguiente episodio musical, el de la soledad meditativa en la naturaleza, es la consecuencia lógica del diálogo conflictivo pero amoroso. Y, como ocurría en la Quinta, tras este nuevo adagietto espiritual, desde la altura de las cumbres, simbolizada por el realismo provocador de unas esquilas, se abre una marcha de descenso, con múltiples variaciones sobre el tema de Alma, casi idéntica en muchos momentos a la alegre marcha del final de la Quinta. Pero, esta vez, una imprevista e imperiosa variante del tema de la conciencia se encarga de avisarnos de los límites de esa el movimiento con una indiscutible deldudas, amor por Mahler, trasconcluya dudar mucho y sin resolver victoria nunca sus dejóAlma, a la ya todoalegría. no es Aunque lo mismo. posteridad de sus intérpretes —tal vez por simple azar— un orden de los movimientos de la
Sexta en el que el scherzo ocupa el segundo lugar en vez del tercero usual. Al margen de 112
consideraciones estrictamente musicales, la duda sobre el lugar simbólico que corresponde al «Andante» —si antes o después de uno de los scherzos más terribles de toda su obra, salvo el de la Séptima —, plantea un rico campo de sugerencias favorable a nuestra línea de interpretación. El «Andante» del tercer movimiento es, como veremos, un nuevo testimonio de «religiosidad», mientras que el scherzo es un monumento a la demoníaca capacidad crítica de Mahler, a su fabulosa causticidad, a su sarcasmo ante la vida por demasiado amada y por sentirse en exceso poco correspondido por ella. En general, los scherzos ocupan en el conjunto sinfónico del compositor el tercer lugar, tras tiempos tranquilos. Por excepción, en las sinfonías con sólo cuatro movimientos el scherzo ocupa el segundo (caso de la 4.a, 6.a y 9.a), pero siempre antes de un tercer movimiento sereno, reflexivo o religioso o que tenga tal carácter, como el de la «Urlicht» de la 2.a o el «Oh Mensch!» de la 3.a En la Séptima, el scherzo va tercero, pero antes de la segunda música nocturna, que es un «andante amoroso». Y en la Novena, si bien va en segundo lugar y antes de un rondó burleske, precede también al «Adagio», que es el cuarto movimiento o final. Parece evidente, pues, que el orden en que han quedado los movimientos de la Sexta corresponde a la lógica formal de una sinfonía con cuatro y a la tradición mahleriana de anteponer el scherzo (símbolo del avatar vital visto con espíritu crítico y, en general, si excluimos el de la Quinta, pesimista) a los andantes, adagios y adagietto, que expresan la meditación psíquica y la fe/esperanza instintiva en una vida v ida celeste que se encarna en la terrena. ¿Por qué, entonces, las continuas dudas sobre el lugar del scherzo en la Sexta o, lo que es lo mismo, el lugar de un «Andante» tan profundamente religioso? Desde la perspectiva musical no cabía mucha duda para un compositor experimentado como él si el último movimiento debía ser simétrico y hasta semejante al primero. Desde una perspectiva ideológica, el dilema estribaba, por tanto, en «juntar» un scherzo —a su vez, similar a los dos movimientos extremos— al primero o al último. Dada la superficie «plana» de la sinfonía, como la de la Cuarta, también en la Sexta había que introducir la «altura» en el espacio simbólicamente más significativo. En el caso de la Cuarta, el «poco adagio» abría la puerta del final, de la vida celeste, mostrando así el carácter «redentor» que para Mahler tiene lo alto. Lo mismo ocurre, como vemos, en la Sexta, con la diferencia de que el «Andante» no se limita a abrir la puerta de lo utópico encarnado: realiza esa encarnación de la utopía, desciende de la libertad de lo alto hasta el reino de la necesidad, del conflicto fatal y necesario de la vida cotidiana, donde no es el héroe el abatido por el destino, sino el destino del yo ególatra abatido por la conciencia del héroe. Un héroe que lo es porque ha luchado para ser consciente a través del dolor y la desilusión. Las dudas de Mahler debieron ser, por tanto, de carácter musical y a la espera del veredicto de los oyentes o de los críticos. Pero no parece infundado creer que, en la lógica simbólica de la sinfonía, el scherzo —como el segundo movimiento agónico de la Quinta — es una continuación profundizante del primer tiempo, un insatisfecho y exigente ahondamiento en la verdad de su ambivalente relación con Alma, problema previo y conciencia reveladora de un renovado recurrir a la verdad de lo alto. El segundo movimiento se abre con una marcha similar a la que iniciaba el primero, pero particularmente inquietante. La conciencia es ahora un detector de siniestros. No es marcha fúnebre, ni siquiera militar. Las botas que avanzan compactas tienen algo de chirriante, como los ruidos urbanos que tanto afectaban a Mahler. En una foto muy divulgada se ve al músico atravesando una calle de Viena y, al fondo, un tranvía. El rictus de la boca, de profundo desagrado e irritación, puede ir dirigido al impertinente fotógrafo, pero bien pudo ser anterior y fruto de una captado penosa travesía entre el insoportable ruido de una ciudad moderna. fotógrafo tan sólo habría esa instantánea, reveladora del conocido horror del músicoElante el ruido. ¡Cuál sería su horror si ahora viviera!
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Sin embargo, fue esa misma introducción del ruido, monótona, maquinal, discordante, la que entusiasmó a Schonberg y a Berg y ha sido considerada por la musicología contemporánea como una profecía, si no una intuitiva contemporaneidad musical con el expresionismo. Oído una y otra vez este movimiento, aparece con mayor claridad que su «argumento» se halla referido a una situación colectiva, social, que tiene como protagonistas antagónicos dos «estilos» de componer música y en el que, como siempre en Mahler, la metáfora musical narra otro plano más amplio de la realidad: la transición histórica de una cultura a golpes de «civilización» y de progreso técnico. La marcha siniestra de esa cultura en decadencia se justifica a sí misma con la visión retrospectiva de una danza arcaizante, llena de reverencias corteses y ritmo noble y cadencioso, símbolo de las formas clásicas del arte, pero no menos de unas relaciones humanas y sociales harto convencionales. Todo un mundo de ayer —parafraseando las memorias nostálgicas de Stefan Zweig— se mueve al son de una danza lenta como en un museo de figuras de cera, con la palidez que el Visconti de El Gatopardo pintó en los rostros de la aristocracia siciliana a su llegada a Donnafugata. La danza se hace poco a poco más y más burlona. Hay una ironía resignada y tierna en la mirada hacia atrás. Mahler parece tomar partido por el perdedor. Así la danza se ve interrumpida por unos auténticos «rebuznos» orquestales que nos recuerdan quién premió al cuco frente al ruiseñor en el lied «Elogio del alto discernimiento», retomado en el «Final» de la Quinta. La danza del pasado es sustituida ahora por una danza del presente: fría, vulgar, hierática, casi robótica, de muñecos de feria, como los que se pusieron de moda a principios de siglo en los parques de atracciones de Viena, Barcelona o París. Para que no quepa duda de que esa parodia de la antigua danza es fruto de la marcha del tiempo, el tema siniestro del principio se entremezcla con la danza de las marionetas mecánicas. El xilofón aporta aquí su papel clave: apuntar el carácter metálico, frío e impersonal de los danzarines. Cada vez se hace más siniestra la extraña mezcolanza. Aparecen sonidos de profunda oquedad, que destacan el vacío espectral, la danza de los muertos vivientes que nos envuelve. Vacío que acaba sonando, a través de ecos sordos y ásperos, como una amenaza. Amenaza que se cumple en un estallido muy mahleriano, histérico y horrible: insoportable. Como en la rueda de Sísifo, el tormento prosigue, rutinario y monótono. Vuelta a la danza reverencial, ahora más estilizada, lenta y lejana, adelgazándose, petrificándose y perdiéndose en el tiempo. Da toda la impresión de que incluso sus corteses ejecutores se han contagiado de la rigidez de los muñecos de feria. Su ritmo se sincopa hasta que, de pronto, adquiere una falsa rapidez precipitada, una prisa tonta de quienes son impelidos a abandonar un escenario sin contemplaciones por un metteur en scéne despreciativo y tiránico: de nuevo los sones huecos, amenazadores. Un clarinete burlón marca una nueva parodia de la vieja danza, que concluirá en un caos sonoro, en un desorden cómico, respuesta llena de sarcasmo a la disolución del viejo cuerpo de ballet. De ese caos emergerá un tararí de chirigota, un toque de diana ambiguo, un canto del gallo que no se sabe qué nuevo día anuncia, con ramalazos de viento que arrastra las hojas secas del otoño. Unos breves compases anuncian, de forma grotesca e irreverente, la serenata amorosa de la Séptima sinfonía. Una vez más —la última— oiremos, veremos, la danza simbólica de la antigua música y del mundo de ayer. Pero si bien ella concluirá el movimiento, no lo hará ni mucho menos con aire triunfal. Su muerte estaba anunciada desde el principio. Sus pasos son más lentos que nunca, su lejanía La música va disminuyendo pianissimo hasta que acaba de hundirseesenelel horizonte silencio delmismo. que surgirá el «Andante». Como afirma Giorgio Pestelli, la danza arcaica supone «un tiempo antepasado, visto a la luz
fría de un estupor desconfiado hacia mecanismos que ya no significan nada». Pero este 114
comentarista parece moverse dentro del mismo prejuicio que Adorno ha popularizado entre tantos críticos. Todo el movimiento es considerado una burla de los antiguos modos, del mundo que desaparece ante el ímpetu del siglo XX e incluso, Adorno dixit, la más clara admisión de ese fenómeno irreversible, cuando no la propia confirmación mahleriana del mismo; él también impotente y arrastrado por el vendaval de la modernidad. De hecho, los analistas del scherzo no distinguen entre nostalgia y parodia; confunden en una misma artificialidad, inhumana y grotesca, las dos danzas antagónicas, los dos mundos enfrentados. No está claro que Mahler esté practicando los mismos usos que rechaza (símbolo máximo de su desesperada impotencia por escapar del vendaval histórico que azota la música armónica). Por el contrario, el contrapunto que establece entre el mundo de ayer y el presente le permite no tomar partido claro por el pasado ni por el futuro y reflejar tan sólo un proceso de segura pérdida y de dudosa adquisición. Para Mahler, el presente es un «purgatorio». La música del scherzo anticipa en mucho la del movimiento de la Décima así titulado y no anda muy lejos de la que horrorizará a Thomas Mann, tras la hecatombe nazi, en su Doktor Faustus. Porque en lo que sí acierta Adorno es en la denuncia de la producción industrial en serie de la obra de arte, en la inhumanidad de la música posterior a la escuela de Viena, en la siniestra artificialidad del nuevo kistch y, en fin, en la deshumanización definitiva de una sociedad dominada por los amos del poder, del dinero y las armas, del consumo del arte de artificio, del espectáculo y de las ideas. La conciencia de todo ello en Mahler ha permitido a algunos críticos de la Sexta ver en el ritmo obstinado de la marcha un signo de «catástrofe cósmica» o «necesidad de las cosas que progresa fríamente», y «la marcha brutal y ciega de la multitud» en una sociedad de masas. Mahler estaría expresando «ritmos colectivos» como el de la Tercera, pero no es fácil f ácil distinguir, por lo visto, entre la manifestación obrera y socialista del Primero de Mayo y las procesiones fantasmales por los largos pasillos del «metro» de miles y miles de trabajadores de todas clases, yendo y volviendo de su cárcel laboral. En esa maravillosa muestra de precisión lacónica, de perfección técnica, de modernísima orquestación de cámara que es el segundo movimiento de la Sexta, Mahler nos da la visión exacta de la sociedad de su tiempo, la cual no hará más que perfeccionar su monstruoso montaje mecánico, su «jaula de hierro». Ese «formalismo petrificado y desesperante» que se ha visto en el scherzo, no es el de la música clasico-romántica, sino, en todo caso, la degeneración de la «nueva música», sumida en la negatividad de la sociedad burocrático-industrial-militar que por aquellas fechas teorizaba Max Weber y que pronto novelaría Kafka. Sopeña ve en toda la sinfonía una inextricable unión entre la angustia personal y la colectiva, y Leonard Bernstein una premonición de las tragedias y horrores del siglo XX, con dos guerras mundiales a sus espaldas. El «Andante» moderato es la previsible respuesta de Mahler a la irrisión descarnada del movimiento precedente. No puede extrañar que comience con una clarísima evocación del «Adagietto» de la Quinta, que abre y cierra un largo episodio de tendencia extática, de soledad arcádica, en el que el tema del primer movimiento, el ascenso a las cumbres, se deja oír de nuevo, no como un detalle «realista», de encarnación de la utopía amorosa, sino en toda su dimensión mística. Los violines se encargan de crear esa atmósfera característica de las sinfonías 2.a, 3.a y 4.a, con intensas expresiones del «gran anhelo», que algún comentarista ha descrito como un estado en el que «el mundo está lejos y el presentimiento de la eternidad abre el cielo al solitario». Algo hay también de las «soleadas colinas» del cuarto Kindertotenlied y un anticipo de la serena aceptación de las tres últimas sinfonías. Esta introducción movimiento sidosalida calificada, sin embargo, de «sentimentalidad desarmante», como sidel Mahler no tuvierahaotra a su impotencia por encarnar la utopía que emocionarnos con su ingenuidad infantil. Pero el filósofo español García Bacca ha elaborado
una distinción, sutil y profunda, dentro del concepto de sentimentalidad en la música que resulta 115
oportuna, entre otros motivos porque cita expresamente a Mahler como ejemplo, junto a Beethoven y Bruckner, de una variante dentro de esa noción. Para García Bacca habría un tipo de compositor «sentimental» o «romántico» (Mozart, Brahms) en cuya obra y técnica predomina lo sentido, y un segundo tipo, «sentimentaloide» (no en su usual acepción peyorativa, sino en la literal de «forma» como sufijo), en el que predomina el sentido. El primero descubre la intimidad del sujeto sintiente; su estilo es tierno, dulce, tranquilo, devoto, cantabile. El segundo, por el contrario, descubre lo externo al sujeto (el mundo, el cosmos); su estilo es enérgico, impetuoso, de marcha y, al mismo tiempo, misterioso, pues es una profundidad la suya que oculta algo peligroso, tremebundo o sublime. Beethoven, Bruckner y Mahler serían media de un estrato más profundo y próximo a la ciencia y a la técnica que el estrato descubierto y descubrible por Mozart y Brahms, pues los sentimientos con predominio de el sentido frente a los de lo sentido merecen llevar, según García Bacca, el título de «transfinitantes», ya que superan la finitud, el encierro del músico y de sus obras en el interior, en la intimidad, y porque descubren no solamente lo externo al sujeto, sino además lo profundo del universo: lo superficial y lo nuclear. Según esto, la música de estos «sentimentales de la forma» o del sentido se corresponde por afinidad estructural con la física más contemporánea. Para ilustrar la inclusión de Mahler entre los músicos del sentido, García Bacca cita la más «religiosa» de sus sinfonías, la Segunda, en la que las oscilaciones sonoras sentimentales tienen por base fija, por nivel de reposo, la sentimentalidad de retenerse, contenerse (sehr zurückhalten), de freno (nicht eilen), lo cual indicará que es preciso frenar, finitar lo sonoro sentimental para que no resulte indefínido, indeterminado: para no caer en lo «misterioso» en sí. Hasta lo misterioso es langsamer misterioso, misterio despacioso hasta las palabras finales «Zu Gott wird es dich tragennl» («te conducirá a Dios»), porque la mística no es aniquilación nihilista, sino penetración contenida, «frenada» en el misterio, no disolución sentimental de las formas, sino profundización en ellas. Como en todos los tiempos de meditación, el «Andante» recurre al sentimiento cordial más que a la razón discursiva, pero, como se ha dicho, sin «misterios» ni cromatismos confusos. La escritura se muestra aquí, como otras veces, pero tal vez con mayor intensidad, clara y distinta. Todos los instrumentos son convocados a la meditación casi navideña alrededor de un fuego que al comienzo parece surgir de unas brasas crepusculares para ir pausadamente adquiriendo la esbelta llama de una música de temblor contenido, de espirales suaves, de dulce llamear. Los tutti orquestales deben mucho a Bruckner, con su misticismo dinámico, creyente, ascensional. La totalidad parece atraer todas las células musicales como un imán hacia niveles cada vez más altos, no de sonoridad, sino de concentrada intensidad, de contenido sentimiento. Tal vez sólo la Décima en su final se muestre tan conmovedora, porque —no lo olvidemos— el amor que subyace en esta meditación religiosa no es el Eros divino ni la visión de la Jerusalén celeste o del niño interior, sino un ardiente anhelo de amar y ser amado en el seno de un matrimonio psíquicamente contradictorio. El tema de Alma se adivina, semioculto entre las pausadas modulaciones que nos hablan indistintamente de todo cuanto Mahler amaba, integrado e irreconocible en sí mismo. Sólo su aroma invade algunos de los momentos de mayor ternura. El «Andante» es por todo ello un auténtico hito en el camino de autorreconocimiento de Gustav Mahler. El «Andante» da sentido a toda la sinfonía. Su final pianissimo, su descenso dulce y amoroso hacia el silencio, entre el pizzicato de los contrabajos, es la respuesta aceptante y redentora del final del scherzo, la negación de la negación, la encarnación de la utopía en el tiempo duro de dellaservicio delserá trabajo. La promesa segura tiempo futuro, último movimiento sinfoníay no una trágica agonía, sino de un que rudoelcombate, noble yelsincero, contra el egoísmo, la mezquindad y el odio que aún pueblan el mundo.
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El enigma de la Sexta sinfonía
El movimiento final de la Sexta debiera darnos la respuesta al enigma planteado por Mahler respecto a la única de sus sinfonías que «acaba mal». Si él mismo la llamaba «su» trágica, el enigma propuesto a las generaciones futuras que hubiesen asimilado toda su obra anterior no puede ser otro que dilucidar qué hay de trágico en ese «Finale», concebido como un drama, un combate; una alternancia de luces y sombras, de afirmaciones y negaciones; formando un tejido denso, pero claro, conciso, admirablemente impresionante obra deSexta orfebrería arquitectura al mismo tiempo, que fascinó atrabado; la jovenuna generación («¡La única despuésy de de Beethoven!», exclamaba Alban Berg) y que reencontramos en la obra de éste, la más mahleriana, Wozzeck. Con su música, Mahler se sitúa, por sensibilidad y por técnica, a la cabeza profética del siglo XX. El combate del héroe no es un combate romántico de barricadas y de abordajes. Sólidos bloques compactos, fantasmas de acero, recorren Europa. Pesadas masas se abaten sobre la vida y explotan, una y otra vez, despedazándola. No hay música marcial en este tiempo. Lo militar de parada vienesa o de caballeresca guerra no tiene cabida. La guerra es total, esencialmente civil en su incivilidad. El combate es colectivo y no enfrenta ya a las fuerzas del bien y del mal, pues toda fuerza es ya un mal. La forma dramática de la sonata sirve al movimiento para narrar un conflicto que no tiene más protagonista que el conflicto en sí, la guerra en sí misma. La narración es un relato objetivo: de ahí la íntima frialdad que se oculta detrás de tanta pasión. Mahler casi ha desaparecido del relato, según la conocida aspiración de Flaubert. Mas oímos su voz. Suena en las escasas pero constantes reminiscencias de la música de lo alto, incluso en aquellos corales negativos en los que se vuelve fúnebre y tenebrosa. Las esquilas y las campanas, el tema de Alma, la alegría recordada de la Quinta, todo lo que mantiene vivo a Mahler, son afirmaciones que interrumpen la marcha arrolladora, salvaje, de la fuerza ciega dominadora de todo el movimiento. Por haber visto esto de forma inversa se ha creído que la utopía era aplastada por el destino, pero aquí la utopía está clavada, imperturbable, eterna, en medio de la realidad colectiva, de la historia, con una encarnación dolorosa pero fértil, pues es la conciencia la que clama recién nacida, la que protesta de la ciega y sorda cerrazón de la materia. Que Mahler no era inmune inmun e al horror que ésta podía llegar a exhalar da muestra su huida de la hauschen mientras componía el «Finale», pálido, superexcitado y mudo, lleno de un «terror pánico», con la sensación de que «la mirada ardiente del dios Pan se había fijado en él». Si algún combate personal pudiérase captar en este infierno de la materia dejada de la mano de Dios sería acaso el del Getsemaní. Mahler quisiera apartar de sí el cáliz sangriento del destino europeo. La inusual utilización de las esquilas montañesas no pretende «obtener ningún tipo de efecto sonoro desconcertante, sino de encontrar un símbolo sonoro para el sentimiento de alejamiento de la tierra, de la más alta soledad», explicaba, pues ellas son «el último rumor que llega de la tierra al viaje que alcanza la altura». La sinfonía concluye, pues, con un enfrentamiento sin solución. El resultado es, ciertamente, la guerra, la muerte de un mundo, de una humanidad. Pero el artista no debe, no puede escapar de ello. El arte por el arte no tiene salvación. Todos estamos embarcados en el mismo navio. El arte se halla comprometido y por eso mismo puede existir. Hasta la música se ha vuelto una materia pesada, inerte, contra la cual el espíritu debe reaccionar rompiendo su rígida concentración energética, liberando la energía petrificada, introduciendo vida como en la Tercera sinfonía. No deja de serde unaMayo hermosa coincidencia que la liberadora versión definitiva de lasujeto Sexta la concluyera Mahler el Primero de 1905. Sólo la marcha de un nuevo histórico —los trabajadores— hubiera podido devolver a un mundo mecánico y fantasmal,
opresor y violento, la utopía de una sociedad de hombres libres e iguales. 117
La sinfonía muestra su verdadera faz atravesando el enigma. Es una música viril, potente, enérgica, creadora, que protesta contra un destino que, por eso mismo, se acepta como realidad material, pero al que se le niega valor moral. La gran síntesis de la sinfonía —en un marco formal clásico, en una monumental unidad en la que todos los opuestos se entrecruzan de mil maneras— es la fusión vitalísima de lo conflictivo y lo amoroso, lo perecedero y lo sublime. Como el Empédocles de Hölderlin, el sacrificio expresa la reconciliación. Lo trágico, en todo caso, sería lo paradójico. No se intenta domesticar lo trágico a través de lo sublime, como denunció Nietzsche de Schiller, ni disolverse en el misterio, sino de zambullirse en el volcán de la materia que explota y vomita fuego, asumir la paradoja de que la destrucción es la condición necesaria para la construcción futura. Precipitarse en el abismo de la realidad es el verdadero «apartarse del mundo», constituye el lugar del sentido. La realidad doliente y precipitante del devenir es absolutamente ella misma, pero entonces es en el ser. Por transparencia vemos la unidad del ser, y la presencia de lo divino per absentiam. Hasta la Nada desaparece. Lo trágico no es el vacío de sentido ni mucho menos la disolución en lo pánico que siempre retorna. En Hölderlin, la desolación de un mundo abandonado por Dios se presenta como la tumba de su inminente resurrección. La Sexta es incomprensible si no se tiene en cuenta que, dos años más tarde tan sólo, Mahler convocará a su pueblo y a su cultura a la gran cita mosaica que les propone: acudir al ruego colectivo, urgente y necesario, que un mundo al borde de la destrucción y la guerra ha de hacer al Espíritu Creador para que acuda a evitarlas. La Octava sinfonía es la verdadera coda, el auténtico final —humilde, confiado— de la Sexta. Si lo trágico es lo imposible, no hay nada imposible para el Espíritu. Mientras él llega («Veni creator espíritus!...») la conciencia acepta la realidad de la muerte porque sin ésta no hay redención. Sólo si el grano muere habrá abundante cosecha. En la tradición astrológica de carácter místico o esotérico, la casa sexta, regida por el signo de Virgo, es aquella en la que concluye la involución del espíritu en materia y se inicia el ciclo de retorno de ésta hacia la esencia. En el caso del hombre es el momento de su vida en que la crisis desilusionante conduce a la muerte del yo y su transfiguración en tierra virgen que da nuevos frutos. El sacrificio aceptado, como el de Perséfone y Deméter, renueva el mundo yermo con el máximo esfuerzo, la concentración y el amor.
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VII En el otoño de 1904, Mahler estrena la ópera de Beethoven Fidelio, con montaje de Rollen La gran innovación consiste en concebir el decorado como expresión de luz, aire y alegría humana, elementos simbólicos de una aspiración de libertad y de un amor que todo lo envuelve. Fidelio canta la armonía de dos almas afines, acordes por sentimientos ideales, cuyo amor rompe todas las barreras y se confunde con el ideal emancipador, revolucionario, al que sirven Florestán y su esposa Leonora, transformada en Fidelio para liberarle del tiránico Pizzaro. Beethoven y Mahler amaban particularmente esta obra por su conmovedor idealismo, de una pureza casi ingenua, de una sencilla y exultante fe en la fidelidad conyugal. El 14 de diciembre se estrena en Viena la Tercera sinfonía de Mahler, con gran éxito popular y fuertes ataques de la crítica. Schónberg, como sabemos, queda fascinado por la metafísica mahleriana. La amistad entre los dos músicos no hará más que crecer y Mahler se siente recompensado por el respeto y el afecto que provoca en los jóvenes innovadores de una música que se está agotando mientras él comienza a ser considerado un «clásico», pese a las polémicas que levanta. En este mismo año, Richard Specht publica el primer opúsculo sobre su obra y Mahler no le oculta su felicidad: «Estoy muy satisfecho e incluso estupefacto al ver hasta qué punto ha penetrado p enetrado usted profundamente en la esencia de mi ser. Su comprensión es doblemente preciosa porquealusted se acerca acerca el al crítico hombremusical a travéscon de su obra.» Ese hombre que se comprensión profunda es el director de la Ópera imperial que da su voto pública y espectacularmente al dirigente socialista Adler, perteneciente a la extrema izquierda de la época, que se mezcla en el Prater con la manifestación del Primero de Mayo, disuelta violentamente, o reparte entradas gratuitas para las sesiones musicales entre las cooperativas obreras, pero que, sin embargo, se halla en conflicto casi permanente con los representantes sindicales de la Staatsopere. Es el mismo hombre que le escribe a su esposa: «La vida cotidiana nos conduce hacia nosotros mismos; ahora bien, de nosotros a Dios no hay más que un paso», pero del cual había descrito Alma en su diario poco tiempo atrás tensiones como ésta: «Después me fue más difícil que de costumbre soportar la tiranía de Mahler y me porté francamente mal con él. Lo notó en seguida durante nuestro paseo, dio la vuelta bruscamente y volvió a la Ópera. Seguí sola por la ciudad.» El 29 de enero de 1905, Mahler estrena en Viena su obra liderística de madurez. Para el crítico Ludwig Karpath, estos Heder anuncian un período nuevo. Ya no estamos ante «las emanaciones de un espíritu en plena lucha, sino ante las emociones de una alma que ha atravesado el purgatorio y que alcanza la grandeza tanto en el pensamiento como en el sentimiento». Es esta unión equilibrada de pensar y sentir la que Mahler será capaz de expresar en su Séptima sinfonía, acabada «en una especie de furor» el 15 de agosto de 1905, tras las conocidas angustias por falta de inspiración y un desesperante período de molestias digestivas de origen claramente psicosomático. El equilibrio inalcanzado en la vida se sufre en la carne pero se alcanza en el arte. Como en otras ocasiones, Mahler escapa a los Dolomitas. La inspiración sólo llegará al retorno, cuando toma la barca para atravesar el Wórthersee en Krumpendorf. Al primer golpe de remo, surge el tema (más bien el ritmo, la atmósfera) que introduce el primer movimiento. Como si entre la Sexta y la Séptima sinfonías no hubiese más que una frontera acuática, Mahler atraviesa el «lago inspirador» para componer «mi mejor obra, de carácter particularmente alegre». La barca es una isla flotante, una cascara protectora, una cuna acunada por el agua, una madre que nos adormece como la noche. Las dos nachtmusik de la Séptima, compuestas el
verano anterior, son también una «isla de sueño», un mundo intermedio «nocturno», romántico a
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lo Eichendorff, cuyos poemas, junto a los de Rückert, guardan tanta similitud con la sensibilidad mahleriana. No es extraño, pues, que se haya captado en la Séptima, además de claroscuros a lo Rembrandt, una nocturnidad suave y tranquila, la de una «dulce amada en brazos de un soldado», la de una serenata a la luz de la luna, esa barca del cielo. La seguridad acogedora del arca viene también de su intimidad recogida, de ser el lugar de lo arcano, del secreto fecundo del abismo acuático por donde navega. En ese sentido, la barca de Mahler es una imagen más de la naturaleza, a cuyas cimas ha ido buscando la inspiración esquiva. Pero el viaje por el lago es a golpe de remo. El verano anterior, Alma le había comentado a su amiga Erica Conrat, al avistar un velero en el Wórthersee: «He aquí algo que Gustav sería incapaz de hacer: navegar por el lago, tumbado, apoyada la cabeza en sus manos y contentándose con contemplar el cielo. No sabe gozar. Si se decidiese a navegar sería sólo para remar con todas sus fuerzas. ¡Si lo hiciese a vela se llevaría con él un volumen de Kant!» Pero el sarcasmo de Alma desconoce que el remo simboliza, según recoge Cirlot, el pensamiento creador y el verbo (wórth), origen de la acción. La acción sinfónica de la Séptima ha sido considerada «extravagante», «compleja», «altamente sofisticada», «obra fascinadora aunque algo vacilante» o «mercurial», que requiere una clara percepción para ser vivida satisfactoriamente. Algunos críticos creen que marca la transición al expresionismo. Y otros, como Quirino Principe, descubren en ella un «ascenso en espiral». En efecto, después de la Sexta la música no puede avanzar rectilínea ni permanecer inmóvil y tiene que girar en redondo. En la Octava, el movimiento en espiral tenderá a convertirse, para decirlo como el propio Mahler, en una sola cosa con las órbitas de los planetas. Una vez más, la nueva sinfonía es inseparable de la precedente y culmina, más allá de su final, en la que ha de venir, pero esta interdependencia se refiere ante todo a la lógica simbólica que las une y no forzosamente a la materia musical. En este caso, la originalidad de la Séptima, pese a sus notables citas de obras anteriores, es absoluta, hasta el punto de asistir con ella a una auténtica metamorfosis, sin que por ello dejemos de reconocer como muy familiar casi todo el material sonoro y las formas más características de la narración mahleriana. Mahler compositor «barroco»
La estructura de la sinfonía es simétrica, aún más que la Quinta, pero similar a ésta por el número de movimientos (cinco) y por el sentido ascendente —de muerte a vida— que culmina en el final triunfante de ambas sinfonías. En la Séptima, los movimientos extremos sostienen todo el peso sinfónico y encuadran los movimientos pares de las «músicas nocturnas», los cuales, a su vez, encuadran el scherzo central, sin duda el más demónico de todos los de su autor. La gran originalidad de la sinfonía corresponde al lenguaje. Por primera vez en Mahler se niegan sin tapujos y con descaro las funciones tonales tradicionales. Las disonancias, las asperezas melódicas, las sonoridades «osadas» y casi agresivas se multiplican con un refinamiento orquestal del timbre, propio del manierismo. Los más variados instrumentos, en gran parte ya utilizados en la Sexta, tejen una variadísima trama en la que, a diferencia de la sinfonía anterior, no se expresa un febril combate de opuestos entrelazados, sino, por el contrario, una movida sucesión de episodios de todo género que anticipan, mediante la técnica del collage y sus continuos e imprevistos avances y retrocesos, la narración cinematográfica. Estamos ante una obra de 1905 de una asombrosa modernidad. El entusiasmo de la joven escuela de Viena se explica muy bien, pues aquí Mahler parece haber emprendido el mismo camino de la nueva generación dentro de una fidelidad inequívoca a la construcción musical clásica. Esta audacia dellalenguaje narrativo, juntodeallasvirtuosismo casi preciosista de la técnica empleada, hace de Séptima la más musical sinfonías mahlerianas, el paradigma de la crisis de la música europea al iniciarse el siglo XX. Casi nada evoca en ella el sinfonismo
decimonónico, pues incluso las abundantes regresiones al romanticismo nocturno y naturalista 120
quedan incorporadas a la nueva estructura y a la novedad tímbrica de tal modo que cambian por completo de significación, hasta el punto de que, como en la Sexta, se tiende a ver en ellas simples parodias, burlonas o nostálgicas, cuando, en realidad, constituyen estilizaciones extremas, casi surrealistas, de un estilo históricamente condenado pero que Mahler conserva y transfigura mediante la metamorfosis general a la que somete a la música de su tiempo. Como signo de esa paradoja aparente, la Séptima ha podido ser considerada al tiempo «neoclásica» y pionera del expresionismo musical. En realidad, lo que se halla en esta sinfonía es toda una utopía del «más allá» de la música europea, que resume la propia anterior (hay una verdadera antología de formas mahlerianas típicas) y que se lanza a la «noche» del futuro: nueva música que es la transfiguración nocturna, la resurrección de la antigua. Schónberg escribía a Mahler en 1909: «La impresión que me causó la Séptima sinfonía, y, antes que ella, la Tercera, es permanente. Ahora estoy real y totalmente ganado por usted [...] y me lleva a colocarlo entre los compositores clásicos. Pero como un clásico que para mí es, más aún, un pionero.» En esa metamorfosis sólo un rasgo se mantiene fiel al pasado: el ingenio, el encanto, la hermosura. El artista sigue soñando con formas ideales armónicas, pero llenas ahora de toda la disonancia, el conflicto, la contradicción de una historia sin salida, de una música que no n o encontrará otra que el misticismo de la forma antes de caer en el más descarnado formalismo. Por cuanto lo cristiano no es una mística, sino, fundamentalmente, conciencia de pecado y de su redención, es decir, muerte diaria y eternidad en el tiempo, la «música cristiana», a la que se refiere Bloch y que tiene como ejemplo constante y modelo explicativo para el arte posterior la estética barroca, encuentra en toda la obra de Mahler hasta la Octava un testimonio singular. Mahler es un romántico, pero ya hemos visto cómo matiza sus creencias idealistas con un realismo —denunciador más que aceptante— y con una ininterrumpida búsqueda de luz que el sueño nocturno del romanticismo había detenido al confundirla con la sombra. El claroscuro mahleriano, la imbricación sin confusiones de los dos polos de toda dualidad, el infinito contenido y lo finito ilimitado que se entrecruzan en toda su obra, hacen de ella un drama barroco, única forma del arte occidental que anula la tragedia clásica. La Séptima, esta insuperable armonía de lo disonante, ese retablo laberíntico de símbolos, alegorías y emblemas que transfiguran la materia sonora en puro aire, puede ser calificada de expresionista, surrealista o neoclásica, pero, ante todo, constituye la sinfonía más sutilmente barroca de un artista «cristiano». La amada eterna
Se ha dicho que, en la Séptima, Mahler pretendió equilibrar el supuesto pesimismo de su sinfonía precedente con un retorno al mensaje optimista de la Quinta. Pues bien, la Séptima, que parte inequívocamente del primer movimiento de la anterior, se inicia como una marcha subterránea, igual que un topo, abriendo galerías que prolongan el hueco que en la tierra de la conciencia abría aquel golpe postrero de la Sexta. Si el viaje que narra la Séptima comienza de esa guisa, acaba, por el contrario, en el reino de la vida, a la plena luz del día transfigurado. En su camino nocturno, la música describe una visión extrañamente lúcida de las sombras, ya sea en las dos nachtmusiken o en el endemoniado y fantasmal scherzo, pero el timbre se encarga de crear un ambiente cristalino, transparente como las aguas subterráneas, los veneros ocultos y secretos que se deslizan en la oscuridad de la materia: los que alimentan las fuentes alpinas, sus ríos y sus musical lagos e que inspiran alguna esforzado, la palabra, el verbo cantará la luz.vez, cuando son surcadas por un remero De forma que recuerda el viaje onírico de la Cuarta, Mahler traza en la Séptima otro viaje
similar, sutil y extraño, por la conciencia alcanzada en la Sexta. Ahora no recorre el inconsciente 121
con la mirada infantil de una vida celeste, sino lo consciente con los ojos objetivos de una ironía cordial, de una inteligencia sentiente como diría Zubiri. La aceptación dolorosa del mundo en conflicto, el combate entre el amor y la guerra, tiene aquí su escenario activo. El individuo y la sociedad humana, inextricablemente unidos, son contemplados y descritos de forma transfigurada porque uno y otra lo están ya en la utopía que la fidelidad conserva. Si la Cuarta retornaba al microcosmos del alma desde la intuición del amor celestial que mueve al mundo, la Séptima retorna al mundo desde la conciencia que dicho amor procura. Y así como la agonía universal mostraba su cara oculta y redimida en el sueño diurno de la utopía en el alma, así la agonía mundana de la Sexta muestra su otra faz redentora en el sueño nocturno de una vida transfigurada. Mahler se despide del romanticismo con un abrazo que enlaza la Noche de Novalis con la que no es «noche oscura», sino Luz. Porque el camino que recorre la conciencia es luminoso y él mismo es la luz que brilla, en claroscuro contraste, gracias a las tinieblas. El final alegre y confiado de la Quinta necesitaba la mediación del grave y desencantado final de la Sexta para volver a sonar literalmente, incorporado al más amplio, seguro y jubiloso de la Séptima. Al igual que sin el niño de la Cuarta y su memoria (el «Adagietto»), el mensaje de amor de la Tercera no hubiera llevado su alegría hasta el final de la Quinta. Hay un perceptible paralelismo entre la Séptima y su «opuesta» anterior, la Primera. La música nos reenvía continuamente por evocación dramática a los movimientos paralelos correspondientes, aunque éstos no coincidan siempre en el orden. Pero el tratamiento de temas y motivos es completamente otro, como lo es asimismo el de aquellos que, de forma contrastante y no por azar, evocan, por ejemplo, los naturlaut o la marcha fúnebre de la Primera sinfonía, o bien la persistente presencia del lied «Revelge» en la primera nachtmusik, que, a nuestro juicio, confirma con ella la interpretación que en su momento le dimos. Mahler lleva a cabo una síntesis, una especie de d e resumen, que a veces puede sonar a potpourri, de lo más significativo de su obra anterior, como si quisiera lanzarse al agua transfiguradora de la nueva música con las alforjas que guardan lo digno de no quedarse en la orilla. Y como si fuera arrebatado por un torbellino descendente/ascendente, la marcha segura, voluntariosa, del primer movimiento se hace cada vez más rondó, círculo que avanza en espiral, aspirado por una fuerza atractiva. Es la subida a los Dolomitas y el descenso hasta el lago, pero al revés: en retorno musical, imagen inversa del espejo que es la obra de arte respecto a la vida, transfiguración espiritual de la realidad consciente. En dicha síntesis, fundamental la lentitud delque movimiento es signoNos de encontramos meditación y con los múltiples episodios motivos rápidos gozan del equilibrio otorga la lentitud. que evocan, sobre todo, la paz que el amor humano introduce en la vida. Por primera vez en un allegro, Mahler combina los elementos combativos con la reverte feliz; los sonidos de la naturaleza inorgánica, fúnebre, del inicio de la Tercera, con el lirismo del tema de Alma; las fanfarrias militares del Klagende Lied con el éxtasis amoroso y los misteriosos pájaros del bosque animado o los «suspiros» de los Kindertotenlieder con La paloma de Iradier. Como si quisiera transmitirnos la fe en la renovación constante de la música, los viejos temas reaparecen dichos de otra manera, metamorfoseados, y, por primera vez, la sensualidad carnal — tomada, sin ironía, del gran rival Strauss— se integra en lo trascendente. La naturaleza se humaniza y el espíritu se encarna. El material sonoro es decididamente evolutivo. Se abre un camino nuevo, cada vez más triunfante, que alterna continuamente el tono mayor y el menor. El lirismo conduce a la exaltación tranquila de la música en las alturas, desde donde desciende a la marcha saltarina alegre, nietzscheana, atraviesa un con paisaje contradicciones como El el trazado en el finaly de la Sexta, redimidoque definitivamente todadesencillez y naturalidad. primer movimiento de la Séptima supone la afirmación de la música como instrumento de
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redención de la vida. El héroe agónico de la Primera sinfonía se ha transfigurado al abrirse a la experiencia de su humanización amorosa, de integración de todas sus posibilidades activas. La primera nachtmusik prolonga esta «salvación» de antiguos objetos amados sin que la nostalgia evidente no haga otra cosa que destacar, en claroscuro, el brillo que nunca les abandonará. Se trata de un wunderhornlied sin palabras, una ronda nocturna por el mundo barroco que Mahler evocó con tanta compenetración. Hay en esta música una misteriosa actitud introspectiva como si Mahler quisiera brindar con cierto detalle un autorretrato psíquico centrado en su identificación con los temas populares y sabios del barroco alemán. Marcel Brion ha destacado en los autorretratos de Rembrandt cómo éste, cuando se interroga sobre sí mismo, relaciona unos y otros momentos de su vida con una veracidad escrupulosa, con una atención casi cruel a fuerza de imparcialidad y distanciamiento. Así Mahler, cuando recupera, con las viejas canciones de soldados y de esposas olvidadas, la resignada aceptación de la vida con todas sus crueles vulgaridades que el pueblo sabe muy bien. Es la noche del mundo, el claroscuro de la conciencia, la ambigüedad radical con la que tropieza toda «patrulla» investigadora, toda ronda nocturna. Pero la gran reminiscencia que nutre este segundo movimiento se halla bañada por la ternura que refleja el romanticismo sereno a lo Eichendorff, por un amor aceptante que acoge a la humanidad en su valle de lágrimas sin un reproche. La transfiguración que Mahler hace del mundo del Wunderhom, metáfora de su dolorido sentir juvenil, culmina con la evocación tranquila del tercer canto del viajero («Tengo un ardiente cuchillo...»), pero sobre todo, con la presencia del Wunderhornlied más mahleriano de todos, «Revelge». No es casual que, en este movimiento, Mahler nos ofrezca, por última vez en su obra, la forma de marcha, y que ésta sea la de la ronda nocturna que evoca «Revelge», aquella marcha de los muertos resucitados ante el balcón de la amada «para que los viera» retornar victoriosos de la muerte. En la nachtmusik las trompetas avisan que el despertar, el toque de diana, se perpetúa, fiel, en la nueva música; que la marcha transformadora del mundo no ha concluido; que una y otra vez el artista, que debe redoblar su tambor para no «estar perdido para siempre», aspira a merecer, responsable, la mirada amorosa de su alma, de su conciencia lúcida. Por eso la sinfonía alcanza su centro en el scherzo más implacable de Mahler, pues incluso este movimiento aparece transfigurado por su contexto —las dos nachtmusiken que lo custodian y, en cierto modo, lo abrazan— y, paradójicamente, por la aguda expresividad que estiliza los usuales rasgos sarcásticos hasta disolverlos en una cálida frialdad compasiva, en una brillante inanidad, en una síntesis de cordialidad y distanciamiento respecto a la vida mundana. Nunca como la misantropía social de Mahler más metafísicamente La vidaeneseste unascherzo mala noche en una mala posada. La vidaseesmuestra una pesadilla. Pero en realidadbarroca. eso no es lo importante por demasiado subjetivo. La verdad objetiva es que la vida mundana es un sueño, una ilusión. La danza — landler landler y valses— se desnuda, se descarna y se libra, por fin, de ser condenada metáfora de lo fugaz e intrascendente para elevarse a pura categoría musical. En este punto, Mahler lo que hace no es tanto transfigurar una trivialidad culpable, imposible de redención, como rescatar a esas formas de danza tan amadas y hacerlas girar solas, puras, sin ningún bailarín. Quince años antes que Ravel, el vals se extingue como una orgullosa espiral de sí mismo, girando sobre su propio ritmo acelerado y perpetuo, ya sólo metáfora de la energía libre, negación de la materia, eternidad del aire. Si el scherzo es un genial monumento a la música pura, al sintetizar las formas antiguas con el lenguaje nuevo, se comprende la sabia intuición mahleriana de situarlo en el centro de la sinfonía, protegido por las dos nachtmusiken amorosas. En la primera, la reflexión sobre el amor al mundo que contenía toda la obra anterior permite comprender que en el scherzo ya no hay burla ni desprecio hacia éste. Y en la segunda, la reflexión sobre el amor a la compañera sentimental, al versar sobre las formas ya caducas del sentimentalismo musical, enlaza su
salvación con la del landler y el vals del scherzo, pues no en balde estas últimas expresan en la 123
cultura europea la incesante búsqueda de la festividad, la unión y, en definitiva, el amor frente a la discordia. El cuarto movimiento es un andante amoroso. La serenidad de la noche se vuelve serenata. El amor canta al aire libre, se hace público. Sale de casa para entrar por la ventana donde mira y escucha la mujer a la que se ama. Pero aquí la sentimentalidad es igualmente transfigurada. La mandolina y la guitarra —instrumentos tradicionales desde el amor cortés trovadoresco— adquieren un sonido misteriosamente abstracto: son símbolos porque ya pasó el tiempo de las serenatas y del amor cortés y romántico. El verdadero amor es otro. El trato mecánico o maquinal de las cuerdas pretende, en contraste con los clarinetes y los violines, trasladar el verdadero sentimiento de la convención superficial a la sinceridad cordial. Se salva lo fundamental y se diluye lo pasajero. El cantor cree en el amor, pero no puede tomarse en serio lo que la gente toma por tal. Mahler parece saber ya que el amor verdadero es inseparable del humor, ese humor con el que, tiernamente, acepta la sentimentalidad sin creer demasiado en ella. Bruno Walter consideraba esta nachtmusik como un autorretrato de Mahler y, sin duda, refleja toda la ambivalencia de su sentimiento amoroso y una incipientísima conciencia de que el amor romántico es puro narcisismo egoísta, idealismo proyector que elimina el rostro del otro, que subyuga a la mujer a quien qu ien se dice amar, cortejar y cantar. En realidad, toda la música compuesta por Mahler desde su boda con Alma le fue dedicada a ésta, tácita o expresamente. El amor y la alegría de la Quinta no pueden separarse de los felices aspectos, por convencionales que pudieran ser, de una nueva vida. En la Sexta, Alma simboliza, a través de un tema principal que lleva su nombre, el principio amoroso frente a la dureza del destino. En la Séptima, pese al «cinismo» que ve en ella algún crítico como H. Truscott («la parodia satírica, cavernosamente pastoral y cínica de la Séptima»), el amor conyugal es exaltado de la mejor manera con que podía hacerlo un marido desilusionado: con humor aceptante y cariñosa nostalgia. En fin, la Octava, donde Mahler confiesa con toda ingenuidad lo que para él representa la femineidad, el «eterno femenino» goethiano, la dedicó a Alma, pese a sus protestas. Por tanto, la segunda tetralogía mahleriana —toda ella expresión de su proceso concienciador en plena madurez vital y artística— tiene en Alma una de sus causas fundamentales (Alma fue su conciencia, dijimos) y a ella, coherentemente, van dirigidos gran parte de sus mensajes. Pero, como mantiene Neville Cardus, «es un gran error creer que Mahler puede ser oído principalmente en términos de respuestas emocionales, románticas y extramusicales. Aunque toda frase de Mahler es como un puro nervio suyo, aunque toda variación dinámica es un signo pulso y dey presión no es menos cierto quesiendo todo eso nos llega enalguna forma de variación música, endeestructura lenguajesanguínea, tonales». La gran amada sigue la Música, y si sinfonía debía serle dedicada especialmente ésa fue, a mi juicio, la Séptima, la más musical de todas, en la que lo musical resulta ser el más profundo objeto de la composición, el más cuidado y expresivo tema. Si, para Mahler, la música es el equivalente de la «cosa en sí» en que consiste el mundo tras las apariencias, la transfiguración del mundo llevada a cabo en la Séptima es, asimismo y en primer lugar, la de un arte que alcanza su perennidad en dicha transfiguración más allá de sus formas aparentes históricas, adquiriendo formas nuevas, metamorfoseándose sin temor al futuro, anticipándose al mismo, construyéndolo profèticamente. El rondó final de la Séptima tiene todo el aire de una Kermesse, de un fin de fiesta, de una feria popular, de un carrousel. Vulgar como un Prater dominguero, pero rico y exuberante como un festival de luz y sonido. Apoteosis de la polifonía, el polirritmo, la discontinuidad y el collage. La fusión de marcha y danza. Ironía del vondó-ritomello: todo se repite, no hay nada nuevo bajo el desenvuelta, sol y, sin embargo, la música siempre ser Para nueva. la creatividad, a la ligereza a la osadía infantil, ¡a lapuede música! lo Homenaje cual nada amejor que una nueva antología de auto-citas y el buen humor de Los maestros cantores o La viuda alegre. Y
para que los críticos futuros se desesperen, la gran autocita del final de la Quinta, que remacha el 124
clavo de la audacia: ¡concluir con un final triunfante por segunda vez y, para mayor descaro, después del «trágico» de la Sexta! Ciertamente, después de dicho final, sólo el de la Séptima ha provocado tantos o más análisis y juicios críticos, como si los especialistas en Mahler hubieran convenido con venido —y no les faltaría cierta razón— que toda la obra del compositor bascula sobre la justificación o no de un final feliz sinfónico en la primera década del siglo XX. Según el «programa» de la Séptima elaborado por el director del Concertgebouw de Amsterdam —el gran amigo y divulgador de Mahler, Willem Mengelberg—, fruto al parecer de sus conversaciones con el autor, en el rondó final «ya no hay sombras, espectros, muertos: sólo seres humanos que viven a la plena luz del día: trabajan, viajan, luchan, construyen. Su vida es una vida plena en todos los sentidos. La idea central de este movimiento es la actividad». Para Bekker, se trata de «un abandono feliz a la luz... Mahler dice un sí lleno de énfasis a la vida... Lo trágico del combate contra el destino, la antinomia del mundo y del individuo se resuelven por la certeza de la unidad del Uno con el Todo». En cambio, para Adorno nos hallamos ante una «desgraciada positividad que arruina el final» y, más recientemente, Jungheinrich afirma que Mahler llega a la apoteosis de la autodestrucción de la sinfonía clásica. Peter Ruzicka lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias: «Mahler ha reunido aquí toda su obra anterior y la ha suicidado. En do mayor no se puede ya afirmar nada. Frente al penoso exhibicionismo de un Richard Strauss, Mahler, al menos, se pone en peligro él mismo.» Para Sponheuer, Mahler hablaba en serio y quería salvar ingenuamente el final feliz, pero, al ir en contra de la realidad histórica, su intento se habría quedado en teatralidad operística sin bbase. ase. Un juicio mucho más positivo y agudo es, a mi parecer, el de Quirino Principe, según el cual el rondó es «la metamorfosis del tema de marcha "weberiano" en el primer movimiento de la Sexta. Es más elocuente que nunca la negación de todo posible recorrido rectilíneo y progresivo en la esfera terrestre [...] Pero la ironía recae también sobre la crítica, y el final de la Séptima, mientras se burla de quien es ciego ante la crisis, afirma que, a pesar de ésta, los acordes perfectos son lícitos y la música puede y debe continuar. Anuncia inclusive lo que la arriesgada y a veces vituperada Octava se propone en gran estilo». A mi juicio, el siempre sensato y equilibrado Henry-Louis de La Grange es quien acierta plenamente al considerar el rondó (calidoscopio fascinante de motivos, temas, estilos, situaciones y cuadros diversos) un homenaje al arte, a la actividad musical en sí misma, a la pura alegría de componer: «El cielo toca el infierno, el día a la noche, la alegría al dolor, el incienso se carácter vuelve azufre, el oro, el TeLa Deum en carnaval, risa en Como mueca.» confirma el «barroco» deplomo, la sinfonía. parodia es simplela ironía. se Con dice lo encual el final de la Cuarta, «La vida celeste», «ninguna música de este mundo se puede comparar a nuestra música». A través del arte del montaje y del acarreo de todos los materiales posibles, Mahler inventa el verdadero sincretismo democrático del pop art, justifica el «todo vale» posmoderno, pero bien hecho, con sentido y profundidad. Su crítica del elitismo selectivo que ha culminado en el formalismo estetizante y vacuo hace de él un fidelio enamorado de la música, que acepta la inevitable ambigüedad de ésta, igual que la de la vida y el mundo. Ni la Sexta es trágica por imposible ni la Séptima es cínica por posibilista. Ambas sinfonías, hijas de la Quinta, cantan a dos voces, distintas pero armonizadas, un mismo canto: el combate humano por hacer posible lo imposible; la encarnizada encarnación de la utopía; lo ilusorio y la nada como materia de la creación; la resurrección de todo lo muerto, que no había muerto, pues vivía su propiapresente, eternidad.conflictivo En ese combate, la memoria de loelalto contempla, en laporSexta, el tiempoenhistórico y violento, así como esfuerzo humano tender puentes de comprensión amorosa. En la Séptima, en cambio, es el tiempo histórico pasado el que
es invitado a resucitar transfigurado, a permanecer alzado en la memoria, más allá de su 125
fugacidad y decadencia. La verdadera redención del tiempo se produce en el tiempo musical, en esos cinco movimientos de la Séptima sinfonía que cantan el cantar, lo que tiene vocación de eternidad, el arte fiel que la hace posible, la música-bienamada; que cantan a la amada auténtica de Mahler. La resurrección del fénix Si la Sexta puede parecerle trágica a Adorno y la Séptima cínica a Truscott es porque, para el primero, la utopía sólo admite una caracterización negativa y, para el segundo, lo que une los fragmentos dispersos con los que Mahler acoge una realidad histórico-social y artística fragmentada es «la afirmación sarcástica de la perversa duda» sobre que dicha unión sea posible. Lo dionisíaco impondría su realista poder conservador para satisfacción del nihilismo. Puede rastrearse con cierto asombro la necesidad que parecen sentir muchos críticos de la obra mahleriana de negarle valor objetivo a los innegables ejemplos que ésta pone continuamente de esperanza utópica. La claridad de su planteamiento, la inequívoca condición esperanzada del lenguaje musical —rastreable incluso en las autocitas que como leitmotivs se repiten significativamente para darnos el verdadero sentido de su presencia— suelen calificarse de ideología y, por tanto, de falsa salvación. Para no llamarle falsario es por lo que, tal vez, se insiste tanto en la «tragedia» de aspirar a lo imposible. Es evidente que esta actitud de un importante sector de la musicología mahleriana se debe a un seguimiento aerifico de las tesis de Adorno, convertidas en dogmas indiscutibles. Como ha escrito Hans Heinrich Eggebrecht, «la comprensión actual de Mahler sigue en gran parte monopolizada por Adorno y cualquier otro tipo de comprensión se enfrenta a la tarea de liberarse de ese monopolio». Pero lo más curioso es que la admiración de Adorno por Mahler no le haya permitido a este filósofo de la música aceptar el carácter «teológico» de su obra, ya que para Adorno la teología colabora a la crítica de lo que hay en cuanto se enfrenta a la «vanidad de la fe en el más acá». El mundo en que vivimos debe ser trascendido, según Adorno, no tanto porque así vivimos más en él, como porque en él morimos y «no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos, porque ninguna afectaría a la injusticia de la muerte». Esta idea, tan dostoievskiana, implica que la apariencia estética, la obra de arte auténtica, en concordancia con la teología, aspira a una salvación que implica la resurrección de la carne, como ha visto con profundidad Mercé Rius en su agudísimo análisis de la obra de Adorno. Si, como cree esta autora, el móvil del teorizar adorniano es el sufrimiento, y más concretamente, el sufrimiento La físico, dolor humano, tendría ver el dolor deldolor, mundobusca, con las «fatigas concepto». obrael de Mahler nace,poco como la deque Adorno, de ese como éste,del la salvación de la carne, no por la escapada fácil de un futuro consuelo más allá de la vida terrena, sino por la conciencia, la solidaridad y el combate que la música puede y debe expresar como instrumento de salvación mediato o inmediato. Aunque sólo sea, para Adorno, una salvación, que, como en todo arte, se identifica con la crítica: «Las obras de arte se desarrollan, además de por la interpretación y la crítica, por la salvación. La salvación tiene como objetivo la verdad de una falsa conciencia en la manifestación estética.» Pero ocurre, además, que Adorno, a diferencia de Hegel, niega la necesidad objetiva de un progreso en el devenir histórico, como no sea a través de un retorno a las posibilidades malogradas del pasado para revitalizarlas y que se hallan, latentes, en nuestra experiencia inmediata que, al ser espiritual, es logos y es carne. De modo muy próximo a Ernest Bloch y su concepción de la utopía como rescate de lo inacabado, Adorno ve la dialéctica de la historia objetiva material por el «retroavance» que los individuos —y en lugar, el artista—yen busca movida y en rescate de aquella esencialidad oculta yhagan ahogada porprimer la apariencia ilusoria de las convenciones sociales cosificadoras, enajenadoras. En definitiva, la dialéctica
crítica en que consiste la verdadera historia humana se nutre, no de las falsas utopías 126
progresistas, sino de la capacidad humana de reencarnar en el presente constantemente aquella energía, hecha de verdad y certeza, de esencialidad, que nunca concluye su acción en el mundo, pues ésta no es otra que aquella constante reencarnación. ¿Cómo no pudo Adorno comprender a Mahler en toda su profundidad? El número siete, en la aritmología de Kircher, que recoge el saber egipcio y pitagórico, expresa lo misterioso y oculto. Indica la búsqueda incesante de una conciencia interior cada vez más clara. Dios del aire y de lo verdadero por cuanto auna el desapego emocional que permite el equilibrio discernidor con el amor que surge del verdadero conocimiento. El siete es emblemático de la unión de Psique y Eros (inteligencia y pasión) y de la del senex y el puer (la sabia ignorancia). Del conocimiento surge el valor de los objetos en sí mismos y desaparece la proyección subjetiva que los cosifica e instrumentaliza. En el caso de los seres humanos, el Tú es el Otro, distinto del Yo, su opuesto o su complementario. La conciencia de la alteridad se expresa en primer lugar en el encuentro de lo masculino y lo femenino como polos de la acción del universo y como misterio mutuo, espejo recíproco en el que nos sabemos uno compartiendo, por reflexión, lo común. Ese matrimonio sagrado o hierogamia simboliza la unidad de lo terrenal y lo celeste, así como la del pensamiento con el sentimiento. Cada vez que dicha unidad se logra se consuma un ciclo de la conciencia y se asciende a otro superior que repite el mismo proceso en forma serpentina o sabia. Es propio de cada ascenso el sacrificio del yo y así lo narra el trabajo de Hércules, la captura por el hombre del jabalí de Enmanto, símbolo del deseo dominado, en las montañas, donde se producen las grandes revelaciones. Con esa creencia alegre, Mahler repite literalmente varias veces en su rondó final la marcha juvenil, optimista y llena de fe de la Quinta. El viaje por el sueño diurno a través de la oscuridad sólo se puede calificar de música nocturna por una incomprensión de la lógica profunda que preside toda la creación mahleriana o, simplemente, porque la paradoja es la esencia de todo viaje interior. La Séptima es la concreta encarnación de la utopía en el mundo, incluido el de la música. Hasta tal punto es así que, finalmente, el mundo, la vida, quedan también transfiguradas en pura musicalidad. La unidad con el Todo tiene aquí, como cree Bekker, un decisivo poder: el de aceptar la vida tal como es en la firme creencia de que puede ser como la sueña la utopía. utop ía.
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VIII «El primer día de vacaciones subí a la cabaña con firme intención de hacer seriamente el vago aquella vez, pues tenía una terrible necesidad de ello y de reponer mis fuerzas. Cuando entré en aquel lugar de trabajo que me era tan familiar, en el mismo momento de hacerlo, el Espíritu Creador me agarró y, tras sacudirme y azotarme durante ocho semanas, concluí el grueso de la obra.» Esta confesión de Mahler sobre el origen de la Octava sinfonía a mediados de junio de 1906 no es una metáfora nacida de la superstición o de la vanidad mesiánica. El «espíritu creador», la inspiración musical, parece pedirle un inmenso coro polifónico, una cantata, un himno, aunque sus palabras son todavía una incógnita para p ara él. Se conserva el manuscrito de un primer proyecto sinfónico cuatripartito: I) «Veni Creator»; II) «Caritas»; III) Juegos navideños con el Niño; IV) Creación mediante Eros (Himno). Al dorso de este esbozo de «programa» figura el tema principal de la obra, el texto litúrgico Veni Creator, célebre himno de Pentecostés, obra del monje benedictino Raban Maur, muerto en el 856, al cual más tarde se le atribuiría el título de Praeceptor Germaniae. El manuscrito está dedicado a Alma con estas palabras: «Octava sinfonía. Agosto 1906. La primera inspiración, preservada para mi Amschl, spiritus creator.» texto utilizado Mahler, vez concluida la composición parece por unElpredominio de lospor coros en launa sinfonía, retornando así al género musical, cantata como endecidirle el Klagende Lied de su primera juventud. Se produce entonces un hecho curioso que impresionará al compositor. Entre el himno y la posterior obra coral, Mahler elabora un interludio sinfónico que no acaba de convencerle, pues tiene la impresión de que «falta algo». Por otra parte, preocupado por conocer una tradición fidedigna y rigurosa del texto latino, había recurrido a su amigo de infancia, el arqueólogo y filólogo Fritz Lóhr. Cuando recibe de éste el texto completo del Veni Creator, comprueba con asombro que faltaba en el primer texto un largo párrafo, justo donde había compuesto el pasaje meramente instrumental. Las nuevas palabras se superponían con exactitud al interludio sinfónico que, a su juicio, era demasiado largo. Mahler calificó de «milagro», «misterio» y «alegría extática» aquel extraño fenómeno de unas palabras que correspondían a la música ya compuesta, al espíritu y al contenido de la composición. Mahler se decide entonces a «reencontrar las sonoridades de la antigua música eclesial en el cuadro de la música contemporánea». En los ensayos anteriores a su estreno, un Mahler ebrio de entusiasmo se dirigió a su colaborador Alfred Roller —a quien tiempo atrás había confesado su incapacidad para componer una misa— y exclamó: «¡Alfred, he aquí mi Misa!» Alrededor del 15 de agosto, Mahler escribe a Mengelberg: «Acabo de terminar mi Octava. Es la más grande de todas las que he compuesto hasta ahora. Es tan original de contenido y de forma que no puedo describírtela por escrito. Imagina que el universo se pone a cantar y a zumbar. Ya no son voces humanas, son planetas y soles que giran.» El contenido que Mahler califica de original y que tiene ese carácter «cósmico» no surgió con la misma espontaneidad que el Veni Creator. La respuesta a la invocación religiosa podía haber sido la que en un primer momento Mahler intuía a partir de temas constantes en su inspiración y en su obra: el eros creador (3.a sinfonía), la caritas cristiana (que figuraba en el plan inicial de la 4.a), los «juegos navideños con el Niño Jesús», cuyo texto coral correspondería a dos wunderhornlieder de la antología romántica tantas veces consultada en la primera tetralogía sinfónica.
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Hay en estos primeros tanteos una lógica profunda y coherente, que llevará a escoger, como segunda parte de la sinfonía y respuesta al himno medieval de Pentecostés, el final de la segunda parte del Fausto goethiano. Por un lado, la religiosidad mahleriana sigue ligada al símbolo de la infancia como inocencia y capacidad de memoria de lo alto, y, por otro, pretende, fiel al romanticismo, la síntesis del ágape cristiano, el amor de caridad, con el eros griego, creador y formador del universo. Si en la Tercera ese eros se confunde con la divinidad, ahora Mahler lo encuentra en una de sus obras favoritas: el Faust de Goethe y, concretamente, en la titulada Noche de Walpurgis clásica, final del segundo acto de la parte segunda, cuando Eros nace del encuentro entre el fuego y el agua y las sirenas cantan: ¡Que reine entonces Eros, origen de todo! ¡Gloria al agua y al fuego y a esta rara aventura!
versos que reciben, la confirmación del coro: ¡Gloria al aire que se alza suavemente! ¡Gloria al abismo henchido de misterio! ¡Oh, los cuatro elementos, recibid la más alta alabanza!
Hay un paralelismo, tal vez inconsciente, entre ese Eros-niño, que acaba de nacer, y el mismo Mahler, que consideraba el matrimonio de sus progenitores la unión «del agua y el fuego», pero no menos paralelismo entremarinas dicho Eros, según el del poema, por el contacto de la «humedad de vida» deexiste las olas con lanacido, luz alquímica homúnculo, el misterioso espíritu que Goethe toma de Paracelso como símbolo de metamorfosis de la naturaleza aspirante a su humanización. En ese momento del poema, el filósofo Tales afirma que el homúnculo significa en sí el «soberano anhelo» y el «angustiado resonar doloroso» que se vierte, lanzando chispas y llamas, hasta «despedazarse en el fúlgido trono» de Afrodita-Galatea. Es ese fuego del espíritu creador el que, a lomos del dios Proteo, el de las transformaciones constantes, hace arder las ondas oceánicas y engendra de nuevo todo lo creado. Volvemos al inicio de la Tercera sinfonía, pero, esta vez, el «principio de vida», el Dionisos que se despedaza y fertiliza la materia inorgánica, no se une primordialmente al «abismo henchido de misterio» de lo mineral, sino a las ondas líquidas que mueve el «aire suavemente alzado». Es más propio del espíritu creador el carácter aéreo, rítmico y ondulatorio. Su fuego y su luz no tienen la condición volcánica de Hefesto, esposo de Afrodita, o la de Ares, su amante, dios de la guerra, sino la del «carbón cuyamedieval, luz «fúlgida blanca» brilla en launretorta obra delcon hombre espiritual.animado», La tradición que yhace del alquimista sabio alquímica, santo, co-creador Dios del universo entendido como proceso y no como ya acabado, es recogida por Goethe para alearla con la figura griega de Proteo. El amor creador no es hijo de Vulcano o Marte. Venus-Afrodita representa la materia más líquida, más disoluta y libre, más energética y menos cristalizada, cuya atracción logra romper el cristal de la redoma alquímica para que así estalle el espíritu creado por el arte del hombre. El nacimiento del Eros creador es, por tanto, el fruto del espíritu humano y humanizador que enciende lo más vivo y libre de la materia. De ahí que las claras connotaciones sexuales del símbolo acuoso puedan servir a su vez de simbología para el amor humano, trasunto creador y espiritual del Espíritu Creador primigenio, actuante ya, desde hace milenios, en las personas de carne y hueso, en sus mentes, en su palabra o verbo y en su acción. La historia de la humanidad es el proceso de esa creación por el espíritu, de ese continuo y constante renacimiento del eros creador, enfrentado a la entropía agónica de la materia más densa y su oscuro fuego. El judío Mahler estaba muy preparado para captar este esotérico mensaje goethiano y la música es el arte
más líquido y aéreo para reproducirlo.
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Si la Schöpfung durch Eros debía ser el himno final de la Octava sinfonía —simétrica, en su contenido «pagano», al inicial himno del Veni Creator —, los dos movimientos intermedios («Caritas» y «Juegos navideños con el Niño») nos aproximan a la idea de una mediación cristiana, es decir, una encarnación del Espíritu en respuesta al anhelo invocador. La figura del Niño Jesús, según la iconografía poética del wunderhom barroco, expresa en los dos poemas seleccionados por Mahler la doble condición del Cristo. El primero, que es el último de la antología de Arnim y Brentano, escrito en latín y titulado «Dormi Jesu», sería una canción de cuna en la que María arrulla a su hijo para que se duerma y haga así feliz a su madre. Ese carácter filial de Cristo, sometido a la dulce coacción entrañable del amor humano, se complementa con el segundo, «Shet auf ihr lieben Kinderlein», titulado «Canción del Alba», en el que se compara al Niño Jesús con el lucero matutino que brilla en todo el universo y lo ilumina a él como un héroe; comparación que alcanza al día mismo, pues «impide que la noche perdure». La canción concluye rogándole a ese nuevo día-Niño que ilumine el delicado corazón humano comunicándole su resplandor celestial. Una vez más, Mahler, fiel a la imagen de la infancia, equipara el Dios-infante al amor y a la luz, a la iluminación creadora surgida del encuentro del minúsculo fuego de la redoma alquímica con el mar venusino. Sin embargo, el proyecto original nunca se llevó a cabo. Mahler optó por convertir en música ese vasto oratorio que es el final del Fausto. Creyó, sin duda, que servía por sí solo como signo complementario del Veni Creator, es decir, como la otra parte del símbolo descrito en la Octava sinfonía. Aquel mismo verano de 1906, en Salzburgo, Mahler confesará a Richard Specht que rondaba por su mente hacía tiempo la idea de poner música a dicha escena final, con su coro de anacoretas y los personajes simbólicos del Valer aestaticus, Pater profundus, Doctor Marianus, las mujeres penitentes, los coros de ángeles y de niños bienaventurados, la Mater gloriosa... Pero Mahler pretendía hacer algo bastante diferente de lo de muchos compositores tentados por la obra de Goethe (Spohr, Mendelssohn, Wagner, Berlioz, Gounod, Schumann y Liszt; estos dos últimos particularmente), a los que reprocha un tratamiento «azucarado y flojo». Este interés por la figura de Fausto en su versión más popularizada en el mundo germánico (frente a la de Lessing, Lenau, Chamisso, Weidmann, Müller o Klinger, entre otras) responde, en último término, a que se trata, según Burckhardt, de la «imagen primigenia, el mito auténtico y certero» en el que el alemán, al igual que el griego en la leyenda de Edipo, «puede vislumbrar de nuevo, a su manera, su esencia y destino». Palabras estas que viene a corroborar Jung cuando en sus Recuerdos afirma: «Yo no podía entonces, cuando leí el Fausto, sospechar hasta qué punto el extrañoPero mitoJung del va héroe Goethe era colectivo y cuandeproféticamente alemán.» másdelejos. Retomando una opinión Schelling, queanticipó veía en elel destino Fausto goethiano «la esencia más pura e íntima de nuestra época» a través de un poema «verdaderamente mitológico», Jung sostiene que Goethe concibió su obra como un «opus magnum o divino», al cual él mismo creía servir y que constituyó su misión principal en la vida. Más que ser Goethe su actor, el Fausto sería la sustancia viva del proceso suprapersonal de transmutación arquetípica que habría afectado a Goethe hasta el punto de hacer de él su instrumento literario más eficaz en los albores del siglo XIX. El segundo Fausto no pretende, como algunos creen, establecer un lazo entre el ideal fáustico y el cristiano, sino representar las dos caras o aspectos de una misma utopía humana. La profunda comprensión de este fenómeno por parte de Mahler le llevó a invertir las formas musicales que, de un modo tópico, se hubieran podido asignar a cada una de las dos partes de la Octava sinfonía. Así, el Veni Creator, que parece exigir la forma coral, adopta la de una marcha, signo de combate humanista, y, en cambio, escena final del Fausto se configura un coro gigantesco. En palabras de Schónberg, «loslados movimientos de la Octava no soncomo más que una
sola y misma idea [...], una sola idea contemplada y dominada en el mismo instante». El Verbo, la palabra, acuciada por la invocación, por la marcha continua de una razón siempre insatisfecha 130
que pide humildemente ayuda, pero que también la exige como el cumplimiento de una antigua promesa, se encarna en la acción coral de la humanidad; ella misma se vuelve acción renovada y renovadora que, en espiral, ascenderá de nuevo, en un nuevo nivel histórico, para arrancar otra vez, laborante y orante, nuevos retornos del Espíritu Creador sobre los hombres y las pasiones. Como afirma el reconstructor de la inacabada Décima sinfonía, Deryk Cooke, la Octava es un libre encuentro entre la Palabra del catolicismo latino y el humanismo germano de lo Profundo. Espíritu celeste y espíritu de la tierra nutriéndose y fertilizándose mutuamente, pues la sinfonía no se dirige a una divinidad extática, «fuera de aquí», mera proyección del ser humano, sino a un Dios dinámico que está aquí; ya que, en definitiva, para Cooke, una obra de arte no es una afirmación abstracta de una proposición intelectual, sino la expresión, mediante la manipulación y el desarrollo de ciertos símbolos apropiados, de una actitud vital y una evaluación de los diversos y potenciales estados del ser del hombre. En ese sentido, la Octava podría ser considerada, según este autor, como la sinfonía coral del siglo XX por antonomasia, igual que la Novena de Beethoven lo fue del XIX. La divinidad tiene necesidad del hombre para cumplir el proyecto dinámico y creador de las cosas. En el hombre está contenida y se halla más altamente potenciada la energía del homúnculo, la inocente ingenuidad de una memoria infantil de lo divino, que impulsan, al contacto con lo femenino eterno, a ir penetrando en niveles superiores de conciencia. Los juegos navideños con el Niño han quedado asumidos por una idea simbólica más profunda aún: es el alma virginal abierta al misterio la que engendra y conserva en su regazo, dormido como un niño dócil, el espíritu de luz que ilumina lo nocturno. El niño Jesús es el homúnculo cristiano en la redoma cristalina de María, que se abre, a su vez, a la belleza venusina del mundo, creando esa corriente amorosa que Mahler explica a Alma en términos de la filosofía platónica de Goethe sobre el amor generador y que acaba comparando a Sócrates con Cristo. El primero representa «la luz de la cultura superior, de los mayores logros intelectuales»; el segundo, la infancia ingenua, el niño como «recipiente de la más maravillosa sabiduría práctica, producto de una contemplación y captación directa e intensa de los fenómenos». «En ambos casos, ¡Eros como creador del mundo!» En definitiva, el plano «humanista» y el plano «religioso» resultan, en Goethe y en Mahler, intercambiables, y a eso responde, como dijimos, la aparente contradicción de un himno litúrgico en forma de marcha fugada que evoca los ricercati renacentistas y de un melodrama romántico en forma de coral. El mundo que clama al cielo
El conjunto de la Octava sinfonía posee, pues, una clara unidad temática basada en la organización de unas células rítmicas y melódicas que se repiten en las dos partes, de modo que la diacronía musical se sustituye por una sincronicidad entre la invocación al Espíritu y la respuesta práctica que éste da «inmediatamente» en forma de acción dramática u operística a través de los personajes simbólicos del Faust. A su vez, Mahler recoge sin citarla expresamente, la música «fáustica» anterior más relevante (Schumann, Liszt), pero también, dentro del espíritu de cantata de Das klagende Lied, las aportaciones más clásicas de las Pasiones de Bach, de Parsifal o de La flauta mágica, así como de la obra de Weber, por él concluida, Drei Pintos. Esta recuperación de la historia musical, similar a la ya emprendida en la Séptima sinfonía, confirma el carácter de summa del mensaje mahleriano, de retorno a las «posibilidades» de antaño para actualizarlas, declarándolas resurrectas, vivas, activas. Por otra parte, dentro de una firme estabilidad tonal de mi bemol mayor, símbolo de gozo, magnificencia, esplendor y plenitud, Mahler utiliza sistemáticamente el procedimiento de la variante, creando así una constante evolución del material temático, flexible y móvil, siempre reconocible y diferente. En la Octava
se abre la etapa final de la música mahleriana de la variación perpetua, ese eterno devenir que en
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las últimas obras hará inconcebible, como afirma La Grange, el menor retroceso del discurso musical y alcanzará incluso la síntesis de lo único y del todo. La unidad profunda entre ambas partes de la sinfonía reside en la metamorfosis del epigramático Veni Creator a lo largo del drama fáustico, como si se tratara de una agua bautismal que se filtra silenciosamente por sus entresijos melódicos. Es lo que Adorno llama «potente corriente evolutiva que recorre subterránea» toda la obra y que constituye, como en La canción de la Tierra, su unidad sinfónica. No sin su ironía característica, Adorno afirma a este respecto que en la Octava «todo pende de un hilo: en cada instante puede caerse de la utopía más total en lo grandioso decorativo. El peligro que corre Mahler es el que amenaza a todo redentor». Pero este hilo de la Octava es más bien el de Ariadna por un laberinto no horizontal, sino ascendente. Quirino Principe advierte: «lo que en la gran tradición litúrgica es circular, en la Octava es espiral, con nervaduras y vetas y elementos radiales y movimientos ondulatorios». Si para construir todo un universo sonoro, en la Tercera, con sus «murmullos, ruidos misteriosos de las selvas vírgenes, clamores y plegarias», Mahler había logrado salvaguardar la individualidad tímbrica, lo humano en lo cósmico, ahora, en la Octava, pretende lo inverso: introducir lo cósmico en lo humano. Aquí, es el universo el que se pone a cantar, pero son voces humanas las que sustituyen a los soles y planetas porque no hay distinción entre voz literaria y música instrumental. La música lo dice todo, la música canta, el universo canta con voz humana, creando, como dice Mahler, «una sinfonía pura en la que el más bello instrumento del mundo es colocado en su verdadero lugar y no simplemente como un sonido entre otros, ya que en mi sinfonía la voz humana es ante todo el mensajero de la idea poética en su totalidad». La Octava, pues, es la plenitud de lo coral, del coro que libera las energías humanas para tejer una armonía polifónica, una pluralidad de voces comunitarias, una comunidad de fe, de palabra y de acción. Si la sinfonía coral de Beethoven, con su himno final a la alegría de Schiller, es considerada como el templo del humanismo moderno, la Octava de Mahler es asimismo, un siglo más tarde, un canto de fraternidad humana que solicita la alegría perdida, pues la fe «ilustrada» en una simpatía universal, en una voluptas atrayente y unitiva, se ha demostrado idelógica, engañadora. Ha de reconstruirse la «coralidad» del mundo. Son reveladoras las palabras de Ernst Bloch: «Ahora, la antigua comunidad religiosa está disuelta. d isuelta. El Coral, su Obra, no podemos disfrutarlo como realidad y ni siquiera crearlo como una fuerza religiosa, sino tan sólo como una aspiración a la fuerza y a la unidad. Hay una nueva comunidad, un diferente anhelo comunitario y, sobre todo, una coherencia universal que conduce a los hombres y que les dota, mediantela elsalvación coro, de mil quemultiplicado buscan un solo claman suenespera a lasPara alturas, que invocan con voces un grito porDios, mil, que trascendido música. esto sirve el coral, tempestuoso y catedralicio, unido a la línea ascendente de la nueva fe que va —en versiones crecientemente apasionadas del Barroco— de la Misa de Bach en si menor al "Pater omnipotens" de la Missa solemnis y, en fin, a la música sacra de Bruckner, en particular su Misa en fa menor. Todo ello conduce a la convicción cada vez más firme —rastreable con idéntica fuerza en el terreno filosófico— de que la comunidad, aun más que orar al Espíritu Santo, ha de dar testimonio del mismo.» Mahler invoca al Espíritu con fiereza, con exigencia. No reza, ordena. En el Veni Creator nada hace pensar en una música «religiosa» en el sentido tradicional. Quien manda aquí es el coro humano, la comunidad, tantas veces denunciada en los scherzos mahlerianos por su ausencia de verdaderos vínculos, por su sórdida materialidad, por su desconcierto y su absurdo girar de noria encadenada. Comunidad que ahora Mahler se pone a clamar y a reclamar, pero no menos a recibir inmediatamente de una acción donde lo milagroso se confunde del todo con lala respuesta acción dramática de anacoretas, penitentes de y la la gracia historiaespiritual misma de
Fausto. Per áspera ad ostra.
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Sobre el tema principal del Veni Creator, Mahler pretendía que «ningún oyente pueda resistirlo: quiero que aterre a cada uno de ellos». Una experiencia de proporciones cósmicas como la Octava, al estar, con todo, pensada en función de la infinita diversidad de los elementos que la integran, busca el impacto personal. Es una música coral, de masas, pero no va dirigida a las masas, al «hombre-masa» de la sociedad capitalista, sino al ser humano personal, al individuo que busca serlo, al indiviso ser que ha de restaurar su condición primigenia reanudando sus lazos simbólicos, recomponiendo su fragmentada existencia. Pero justamente para lograr ese mensaje individual, la música del Veni Creator no asciende a cielo alguno predeterminado, imaginario, proyectivo, ideológico. La forma ddee esa música, como decía Bloch, es la de una catedral, pero se trata de una catedral —altísima y repleta— siempre terrena. No es el templo de la Iglesia triunfante, sino de la Iglesia militante. La verdadera ascensión —en espiral— se producirá en la segunda parte, desde ese purgatorio dantesco que son los barrancos montañosos de la escena final del Faust, que también es el fragoso bosque de Das klagende Lied, donde el mundo inaugura su historia cainita, y el alma germana, su oscuro lamento, su sorda protesta. Mahler, como Bach, Beethoven o Bruckner, no se limita a orar ante el Espíritu, sino que da testimonio de él a través de su acción. El infinito logos con el que Schiller hermanaba a todos los hombres en su Oda al gozo, en Goethe es, desde el principio, acción, para que efectivamente, realmente, los hombres lleguen a ser hermanos como aspiran Schiller y Beethoven, más allá del duelo natural Caín/Abel. Lo expresa Mahler con toda claridad cuando, en Salzburgo, le comunica a Richard Specht que «esta sinfonía es un don a la nación. Todas mis sinfonías precedentes no eran más que preludios de ésta: mis otras obras son trágicas y subjetivas. Ésta es una inmensa dispensadora de alegría». Esta música, que Mahler tenía la impresión de que «en cierto modo le había sido dictada», era, como afirma Burnett James, su «contrapunto al optimismo burgués, doméstico, nacionalista y subjetivamente temporal» de los Meistersinger wagnerianos. Y si la mayor parte del público culto que la oyó el 12 de septiembre de 1910 —entre otros, el Thomas Mann «apolítico» y nacionalista germano— creyó que se afirmaba en la tradición, Mahler se afirmaba contra la crisis de la cultura alemana, lo cual «es casi lo mismo, pero no exactamente igual». El don que hace a su nación Gustav Mahler parece ser la réplica al Triumphlied con el que Brahms celebró la victoria del II Reich en la guerra franco-prusiana y, en todo caso, es un grave aviso sobre la inminente guerra mundial que las tensiones nacionalistas y el imperialismo alemán preludian en Europa. Al (paraclitus), dar al drama asume fáusticolacomo respuesta del Espíritu alegría, el consuelo, la intercesión abrumadora herencia de las creador, víctimas.laEn Mahler, la denuncia heiniana de la víctima, la protesta marxiana de los explotados, el grito dostoievskiano de los humillados y ofendidos, se convierten en victimismo del héroe, quien, sin embargo, conjura lo indiferente y lo trivial al precio de su infelicidad. Toda la obra de Mahler persuade de que el artista moderno no puede ser ya héroe si no se hace testigo —mártir— de las víctimas de toda una civilización que «progresa» a su costa. En el texto de Raban Maur para la festividad de Pentecostés, Mahler destaca musicalmente cuatro versos para construir con su leitmotiv el puente que unirá las dos partes de la sinfonía: Ven, Espíritu Creador, a visitar nuestras almas, colmadas de tu gracia [imple superna gratia] tú que las creaste. Concede perpetua fuerza
a nuestro cuerpo enfermo [infirma nostri corporis].
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Enciende tu luz en los sentidos. Llena de amor los corazones. [Accende lumen sensibus. Infunde amorem cordibus.] Almas llenas de gracia espiritual, cuerpos inmortales, mentes clarividentes, sentimientos fraternales..., ésas son las exigencias humanas porque así, para llegar a ser así, han sido creados los Lo queFausto literalmente clama al das cielofrische en esteLeben», himno de denuncia (klagende quehumanos. los seres como «er ahnet kaum apenas intuyen la nuevahymne) vida a es la que están destinados; «bleit ein Erdenrest», están presos aún de la materia los seres más angélicos; «Alles Vergängliche ist nur ein Gleichnis» y de las apariencias, nuestros ojos; que, en fin, la humanidad no sepa formar, como la infancia, una alegre ronda de manos enlazadas, «hände verschlinget euch freudig zum ringverein». Significativamente, el tema ascendente «Accende lumen sensibus, infunde amorem cordibus», que se repetirá como símbolo de esperanza y de salvación, pertenece a la vasta familia de temas mahlerianos, constituida principalmente por el de «resurrección» (2. a), el inicial y el «Adagio» de la 4.a, el «Adagietto» y el «Final» de la 5. a, y el de Alma (6.a). La coherencia temática es absoluta, pues, como hemos comprobado, vida eterna, vida celeste y espíritu de infancia son, para Mahler, una misma realidad fundamental, destinada a cumplir una acción redentora en el mundo y entre la humanidad, y a ser el soporte, la mediación y el premio de la misma y de sus protagonistas. Así el coro angélico que transporta el alma de Fausto a los cielos canta con el tema del «accende» los versos de Goethe: «Wer immer strebend sich bemüth, den können wir erlösen», «al que siempre se esfuerza y con dolor asciende, podemos redimirlo». El ritmo de marcha, con evocaciones de «Revelge», incita ya a despertar. Las trompetas tocan la diana. El espíritu es convocado. El primero en despertar ha de ser el espíritu. El poeta, el músico, como el bardo, tienen la misión de convocar las fuerzas, las energías ocultas, silenciosas; recordar que el ser humano no ha olvidado su origen. Si el espíritu lo ha creado y le ha impreso en la memoria original su energía creadora, su mensaje de perpetua creación del universo, el hombre interpela a su hacedor: «Tú que me has creado, asiste a tu criatura. Tú, a quien llaman el Consolador, el Amor de caridad, ilumina nuestras almas y colma con tu amor los corazones.» Un interludio instrumental inquietante, entre paródico y desgarrado, antecede a un compasivo reconocimiento de la fragilidad del ser carnal, mortal, tras el cual estalla una auténtica carga marcial, una fuga ascendente en el tema del «accende» que culmina en la más agresiva y belicosa fuga, donde se exige la liberación del mal moral y la paz duradera. ¡Nunca se había exigido la paz con tanta violencia! La misma paz se convierte aquí en un combate por ella. Sin solución de continuidad, las huestes musicales, el impresionante cortejo militar de miles de voces, de instrumentos, de planetas, soles y galaxias, clamando, cantando y zumbando en órbitas cada vez más amplias y altas, exigen el sentido espiritual de la vida, la evitación de todo daño y sufrimiento ajenos, «Ductore sie te praevio vitemus omne Pessimum». Con una libertad y volubilidad fascinantes, la polifonía varía continuamente el texto literario, combinando las palabras en un inextricable tejido nuevo donde las variantes no sólo no destruyen lo anterior, sino que, en forma de palíndromo infinito y aleatorio, se destaca con mayor fuerza el sentido del mensaje glosado. Ésa es otra de las formas de transfiguración y metamorfosis con que Mahler reconstruye la unidad interna de un himno medieval, y demuestra su actualidad en el siglo XX al convertirlo en esa danza-marcha frenética, pero al final esplendorosa y triunfal, que parece definir la orgullosa expectativa de la modernidad. Con todo, lo que suena al fin de este himno de combate es la alegre marcha de la Quinta. Los gritos de
«¡Gloria, gloria, victoria!», que lanza el coro de niños a pleno pulmón, impulsan un ascenso de
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todas las voces y de la orquesta entera que parece inacabable, ilimitado, casi demencial. El furor barroco se confunde con la furia. Realmente, todo el cosmos grita, todo el mundo clama al cielo desde los cielos. La tierra entera, como la sinfonía, es un clamor por ella: De gratiarum muñera; Disolve litis vincula, Adstringe pacis foedera.
«Rompe las cadenas que nos oprimen y haz que vivamos unidos en una alianza de paz.» En la liturgia del domingo de Pentecostés, las lecturas bíblicas coinciden en esta idea central: el Espíritu creador actúa en el mundo para reparar la hybris fáustica de la torre de Babel, fortaleza autista y presuntuosa que debía alcanzar el cielo de una humanidad que prefería encerrarse en ella con su lengua común, con su cultura y su Dios, a extender su presencia por toda la tierra conservando las mismas palabras como símbolo de su unidad original. El Espíritu creador, negado de ese modo por la ciudad de Babel, hizo de ésta alegoría de la pluralidad de lenguajes y la dispersión de las culturas. La venida del Espíritu Santo sobre los aspóstoles el día de Pentecostés simboliza esa reparación de Babel: el lenguaje plural pero común, la comunicación universal de un pueblo de Israel que no se encierra en su cultura, en su lengua y su cielo, sino que cumple su misión mensajera de reino sacerdotal, de nación espiritual. Lo que el apóstol Pablo escribe a los corintios: «Todos judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu paranosotros, formar un solo cuerpo.» La salvación de Fausto
La segunda parte de la sinfonía se inicia con un preludio orquestal que sirve de unión entre el texto litúrgico y el de Goethe. De hecho, la escena final del segundo Fausto la convierte Mahler en una extensa glosa del primer texto. El combate que en la historia lleva perpetuamente a cabo el «reino de sacerdotes» para mantener la alianza entre el Espíritu divino y una «nación santa», las tentaciones y desfallecimientos, las energías perdidas e invocadas, el premio al esfuerzo y a la fidelidad, todo cuanto, en fin, constituye el contenido del texto medieval, va a ser representado, en la más completa acepción de la palabra, en el drama romántico, en la alegoría barroca, en un verdadero auto sacramental. Una«Um suave, lenta, profundísima música nos habla melancólicamente. Es muy a la del lied Mitternacht» y expresa la soledad radical del ser humano. La cercana misma soledad anticipada de la «Canción del solitario en otoño» y del «Ewig» de la cercana Canción de la Tierra: «Sol del amor, ¿volverás a salir de nuevo para secar tiernamente mis amargas lágrimas?» Pero también encontramos en esa música el dolorido lamento del bardo de Das klagende Lied. Todo el dolor del mundo, todo el dolor que provocan la «reina altiva» y la rosa roja, causa del fratricidio en el oscuro bosque. De pronto, el canto de la melancolía, que recoge en crescendo temas de las anteriores sinfonías, en particular el de la resurrección, el del «Adagietto» final de la 5. a y el de Alma, se trueca en la clara evocación esperanzada que las trompetas hacen del futuro coro de niños bienaventurados, que es sencillamente el coro angélico de la Tercera. Pero, tras su paso fugaz, se abre, entre vibraciones oscuras que nos traen a la memoria el sordo rumor de la naturaleza de la Primera y la Tercera, el eco lejano del coro de santos anacoretas, similar al de peregrinos de la sinfonía «Resurrección». anacoretas en sonellos «apartados del del mundo», la «gruta más recóndita», pacíficosLos y silenciosos, «sagrado refugio amor».refugiados Donde «elenbosque se
estremece», las «raíces están fuertemente enlazadas» y las «ondas rompen sin cesar».
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Desde las profundidades resuena el coral de instrumentos que anuncia la promesa de resucitar. Con suprema dulzura extática, el coro abre paso al canto del Pater aestaticus, símbolo del alma en su ascenso y descenso en el aire tal como la conciben los versos de Goethe: «eterna pasión de delicias, vínculo ardiente de amor, profunda agonía del corazón, aspiración luminosa de Dios», que pide ser herida, atravesada y abatida «para que se destruya en mí todo lo perecedero y resplandezca la estrella inmortal del amor que nunca muere». A ese gemido responde como un eco el Pater profundas, el verdadero espíritu de la tierra, el que sabe que «el Amor todopoderoso, que todo lo impregna y fecunda, reina por doquier», y que los cuatro elementos («bosques» y «rocas», «aguas», «rayos» y «aire») son todos ellos «mensajeros del amor que revelan la eterna fuerza creadora que nos rodea». Entre ambos solos se funden de modo emocionante el «Adagietto» y el largo interludio orquestal de La canción de la Tierra. Todo el romanticismo alemán se concentra aquí para expresar el espíritu «confuso y desolado que se debate en prisión» y que clama «¡Oh, Dios mío, alivia mi mente, envía tu luz a mi pobre corazón!». En ese momento hacen su aparición los ángeles, que planean en las alturas con el alma inmortal de Fausto. Su canto es alegre, infantil, casi navideño. Se inicia con el mismo saltarín ritmo del final de la Quinta. Recogen toda la gracia de la Tercera y comunican su mensaje fundamental: «A todo aquel que persevera en la lucha nosotros le redimiremos.» Como una emanación del coro angélico, cantan ahora los niños bienaventurados, que evolucionan en círculo por las altas cimas. Sobre el tema de «amorem cordibus» trazan una danza en corro. Su mensaje es el de la infancia, el de la inocencia fraternal, el futuro del mundo: «Cojeos de las manos para la alegre ronda. Girad y cantad vuestros sentimientos sagrados. No desesperéis. Dios está con vosotros. Aquel a quien buscáis habréis de hallarlo.» Los ángeles más jóvenes completan el mensaje infantil. Ellos saben que el divino deseo de redimir es ayudado por «las rosas que traen en sus manos las santas penitentes». El sufrimiento, el remordimiento por haber pecado, la humildad de saberse alejado de lo divino, mereció en la vida de Jesús la más tierna aceptación. Magdalena, la Samaritana, María Egipcíaca, la Margarita del primer Fausto, todas ellas mujeres amantes, perseguidas por el fariseísmo masculino, traen la rosa roja del amor sin altivez, no como arma que enfrente a los hombres por su posesión, sino como símbolo amoroso que incluso logra que «los diablos sintieran la agonía del amor». Los ángeles anuncian el triunfo definitivo sobre el infierno. «¡Hasta el viejo Satán sabrá lo que es amar!» corodedelalos Ángeles el tema «infirma nostri corporis», al que acompaña el El violín muerte, se Perfectos, lamenta desobre que aún ellosdeconservan un residuo material. Aquí Goethe se muestra difícilmente comprensible. Parece indicar que «cuando la poderosa fuerza del espíritu asimile cada uno de sus elementos materiales, ningún ángel tendrá poder suficiente para romper la doble naturaleza [zwienatur] íntimamente ligada». La voz de la contralto irrumpe para afirmar que «sólo el amor eterno podrá» transformar toda materia en espíritu, disolverla en pura energía. Los ángeles novicios dan entonces la explicación más sencilla a este pensamiento oscuro, hermético, del poeta. Los ángeles cantan al grupo de niños bienaventurados, aquellos niños prematuramente muertos para sus padres y para la vida, que «progresan en círculo deleitándose en la primavera que nace y en la clarividencia de un mundo superior». La música de este episodio enlaza sutilmente los acentos más consoladores de los Kindertotenlieder con la serena aceptación de la muerte que pronto encontraremos en La canción de la Tierra. La coherencia es de nuevo notable. Aquella boca de rosa que en el wunderhornlied «¿Quiénde compuso esa cancioncilla?» volvíadea la losvida muchachos aquella alma, símbolo la divinidad, es la nueva visión celeste, clarividentes; la verdadera
primavera eterna ante cuyo retorno cotidiano la muerte no importa, porque la infancia es un ascenso que siempre retorna también, es un retorno que asciende una y otra vez a la vida celeste, 136
trazando el círculo vertical por donde se aspira a seguir esa espiral del espíritu que impulsa y que atrae a la vez, que «atrae hacia adelante» como el eterno femenino y con el cual se identifica en un sentido profundo. En tal ascenso colectivo del grupo fraternal de generaciones y generaciones de hombres-niños (que siempre morirán prematuramente, pues aun la muerte no llega cuando el espíritu la crea, sino cuando la materia se resiste a ser transfigurada), irrumpe la voz del Doctor Marianus, alegoría del hombre-niño que adora a su madre María como Mahler y que habita ya la «célula más alta y más pura de todas». Mientras, los ángeles más jóvenes, en simbólica simpatía por los niños bienaventurados, sus semejantes, piden que Fausto, «el recién llegado se una, se junte en primer lugar con ellos para alcanzar su fin supremo». Siempre es la infancia el fin supremo del alma, y por eso los niños bienaventurados «acogemos con alegría a esta alma todavía en forma de crisálida. Los ángeles nos la confían a nosotros para que se le libre de los velos que aún la aprisionan. La santidad de la nueva senda emprendida embellece esa alma». María, la Mater gloriosa, no tardará en aparecer. La voz del Doctor Marianus, que es ya la voz de Fausto, canta cómo percibe sus resplandores («ich seh's am Glanzel»). Su adorador la invoca: «¡Suprema soberana del mundo! ¡Virgen, pura en el sentido más excelso! ¡Diosa de los dioses!» De modo conmovedor, Mahler prepara su llegada con un breve interludio orquestal en el que, de manera sutil pero clara, reaparece el tema de Alma. Con una música lenta, extática, que evoca sin ninguna duda el lied «Me he apartado del mundo», surge tiernísimo el tema de la Mater gloriosa, entre violines y arpas. Una música acuática, muy próxima a la del «Adagietto», sobre la cual el coro canta la esperanza en la virgen casta de las mujeres seducidas por la pasión: «¿Quién por sí mismo puede romper las cadenas del deseo?» Siguen el canto de Margarita, Magdalena, la mujer samaritana, María Egipcíaca. Todas estas penitentes cantan el tema del amor, reproducen los sones angélicos, apoyando su canto en el tema de la Mater gloriosa. Los niños bienaventurados celebran su encuentro con Fausto con la marcha alegre del final de la Quinta: «Vedle cómo, lleno de confianza, nos supera ya en fortaleza.» Y sobre el tema de Alma cantan los versos «Wird treuer Pflege Lohn reichlich erwidem», «por nuestro fiel desvelo nos recompensará con largueza». La orquesta acompaña con tono severo, pero cálido, uno de los momentos más significativos de la cantata, pues en él se halla resumida toda la filosofía mahleriana: «Prematuramente nos apartaron del coro de la vida, pero este hombre es sabio y él será nuestro guía.» La inocencia perdida, el abandono precoz, violento, de la infancia espiritual por la violación, la seducción, la manipulación irrespetuosa de la sociedad adulta, agostó la promesa de tantas generaciones de seresy humanos; agostó de alma la renovación del mundo. Pero la sabiduría del sufrimiento del esfuerzo fiel alalaesperanza memoria del infantil hace de Fausto redimido un guía de la juventud más joven. El puer y el senex por fin unidos. La «docta ignorancia» del niño es la sabiduría celestial. Emil Ludwig, el gran biógrafo alemán, narró las apoteosis de la Octava, cuando Mahler concluyó su audición en Munich el 12 de septiembre de 1910. Entre ovaciones atronadoras, el músico se despedía del mundo. Dirigió una mirada crítica a la muchedumbre que le aclamaba y al punto se dirigió hacia el coro de niños cantores que le tendían sus manos. Las estrechó una por una, sonriente. Bruno Walter, el discípulo bienamado, escribió al recordarlo: «Esa demostración de amor por parte de la nueva generación le llenó de esperanza en el futuro de su obra y le causó una profunda alegría.» La alegría de Fausto redimido, guía perpetuo de toda infancia del espíritu, que penetra lleno de confianza en el corro infantil bienaventurado, en el anillo angélico que lo acoge y le salva. el amante, tema de para, «implecon superna Margarita cantaconvertirse el reflejo de en suSobre antiguo músicagratia», del «accende lumen», enlalapresencia Beatriz dedivina Fausto:
«Dejadme que yo le guíe, pues aún le deslumhra la luz del nuevo día.» Y la Mater gloriosa acepta esa mediación de la mujer: «¡Ven! ¡Ven hacia lo alto! Tan pronto sienta tu presencia te 137
seguirá!» En ese momento hace su aparición el coro místico, que acompaña la voz del Doctor Marianus: «¡Mirad hacia lo alto!» («Bliecket auf!»), que se mantiene todo el tiempo con el fondo del tema de la Mater gloriosa, al que se suma el coro místico, entonando el himno final de la sinfonía. Las altas montañas de la Sexta y la Séptima sinfonías se hallan aquí transfiguradas. El coral que concluye en la Octava se abre ahora, por fin, con arpegios de agua que pronto se convierten en una cajita de música íntima, evocadora, secreto del alma que prepara, como en el preludio a la resurrección de la Segunda, el susurro del coro que acaba en un largo suspiro vibrante enlazando con el tema de la Mater gloriosa. El coro exulta, la orquesta se enciende, y con el tema del «accende lumen» afirma solemnemente que la femineidad eterna nos conduce cond uce a lo alto. Todo lo de este mundo tan sólo es símbolo. Lo inacabado aquí se verifica. Lo inefable aquí se realiza.
Mahler subraya el verso «Zieht uns hiñan», «os conduce a lo alto», con el fondo orquestal del canto de Margarita sobre el alma de Fausto: «El ser lejano y bienamado me mira ahora libre de angustia.» El aspecto dinámico de la fe de Mahler, como ha visto Clytus Cottwald, se simboliza en la repetición de laEs palabra hiñan, «alto», al final de la obra, como aislado todoelelcontrario, contexto literario y musical. una llamada en sí misma, nada contemplativa, sino,depor activa, de aquí abajo, «una divisa fáustica en el camino de la utopía». Cuando Mahler se hallaba preparando La canción de la Tierra en junio de 1909 escribe a su mujer, con motivo de una lectura reciente de Goethe hecha por Alma, que «arroja luz sobre tu yo interior el que hayas vuelto a Goethe. Muestra que llegas a la luz...». Para Mahler, cuando un artista no discierne con claridad lo que se oculta tras la apariencia racional en una obra, es que «no ha logrado la totalidad dentro de sí mismo». Y refiriéndose concretamente a los versos finales del Fausto, los interpreta como la cúspide de una inmensa pirámide, «un mundo presentado y construido paso a paso, en una situación y evolución tras otra». Lo no transitorio, lo que hay detrás de las apariencias es indescifrable. Lo que nos arrastra con su «fuerza mística», lo que siente con «absoluta certeza» como «centro de su ser» todo lo creado —«quizá hasta las piedras»—, es lo que Goethe llama el «eterno femenino», «es decir, el lugar del reposo, la meta, en oposición y la«fuerza lucha por alcanzarla (el eterno por masculino)». Mahler aprueba que Alma llame a alesaesfuerzo feminidad del amor», representada la figura simbólica de la Mater gloriosa, y él le atribuye a Goethe el parangón del «Ewig-Weibliche» con la bienaventuranza eterna de los cristianos, como si lo mejor que hubiera podido hacer el gran poeta fuese emplear «esta bella y suficiente mitología, la concepción del mundo más completa a la que es posible llegar en esta época de la humanidad». Sin embargo, lo «eterno femenino» goethiano, alegorizado por la figura de la Mater gloriosa, no es exactamente lo mismo que lo «femenino eterno», alegorizado por las madres, de las cuales Mefistófeles advierte a Fausto. Al fin te indicará un trípode ardiente que has llegado hasta el fondo más profundo. A las Madres verás en su fulgor. sentadas, otras transformación: de pie, andando, yUnas siempre formación,
el trato eterno del sentido eterno. Entre formas de toda criatura 138
no te verán, pues sólo ven esquemas.
Para hallar a las madres el único espacio es el propio de los esquemas arquetípicos. Así Mefistófeles orienta: ¡Abajo, pues! Igual diría: ¡Arriba! Es lo mismo. Tú ¡escapa a lo existente en el reino absoluto de las formas! Goethe confiesa a Eckermann que Plutarco se halla en el origen de su concepción de las madres, pero que, aparte del nombre, todo lo demás es de su cosecha, mantenida en su misterio ante el fiel biógrafo. Fue éste quien nos dejó su personal interpretación, sin duda bastante coherente con el pensamiento de Goethe. Para Eckermann, «las madres son espíritus creadores, principio y sostén de cuanto surge y tiene en la Tierra forma y vida». En consecuencia, el artista ha de bajar al imperio de las madres siempre que pretenda dominar la forma de un ser. «La incesante actividad de las madres consiste en la eterna metamorfosis de la existencia terrenal [...] Y en cuanto ésta, por generación, recibe nueva vida, hallamos siempre en acción el elemento femenino; lícito es pensar que esas deidades creadoras sean mujeres y se les pueda aplicar con razón ese nombre de madres.» El platonismo de estas afirmaciones es evidente y asimismo el sincretismo que funde la tradición griega con otras antiguas culturas en las que la Gran Madre es una deidad del urwelt, transfigurada por el cristianismo Virgen primordial Madre. En indiferenciada, la tradición cristiana, el Espíritu Dios, que sobrevuela las aguas deenla la sustancia es simbolizada por de la paloma, símbolo a su vez de pureza y sencillez, de concordia y de paz. En Grecia, se asociaba la paloma —pájaro sagrado de Afrodita— a la armonía y al número ocho, símbolo este del Eros sublimado. Las palomas sagradas que rodeaban la encina consagrada a Zeus representaban a la Gran Madre telúrica y confirman la idea de una hierogamia entre el dios celeste de la tempestad con la gran diosa de la fecundidad. En diversas culturas de la Antigüedad, la paloma se contraponía al toro como sublimación del instinto sexual, como espíritu. En ciertos bajorrelieves fúnebres se ve una paloma, símbolo del alma, bebiendo en un vaso que representa la fuente de la memoria. En el encuentro entre el homúnculo con Galatea, en el segundo Fausto de Goethe, se anticipa una nube de palomas: Son palomas, de amores encendidas, con plumas de blancura como luz. Esta concepción del eros griego como pájaro se encuentra claramente en el Fedro platónico. Sin duda, como cree Bachelard, porque el vuelo es «voluptuosidad purificada». La voluptas tiene la misma raíz latina que «voluta», ese vuelo ascendente en espiral que evoca la idea de voluntad y también de alegre libertad, la misma que canta Schiller (freiheit, freude). Para los gnósticos, la sophia, la sagrada sabiduría, es de hecho la luz de la Madre celestial. El Espíritu Santo gnóstico es femenino, es realmente la esencia femenina de Eros. Todavía se encuentra en algunas iglesias cristianas la Santa Paloma, portadora de sabiduría, mensajera de Dios. Y en el mundo de la tradición mística judía, desde el comienzo de la creación, en el seno del caos, aparece el Espíritu, aliento de Dios (rouah Elohim) que penetra el mundo y se extiende por toda carne. La palabra de Dios, el Verbo, se oye. El número ocho marca el final del ciclo del tiempo. Es la cifra de la muerte que precede al renacimiento. El número ocho simboliza la rueda de las metamorfosis sucesivas. Entre el ocho y el nueve, entre Escorpio y Sagitario, la Vía Láctea, el camino Santiago,número y se halla Sirius, guía de navegantes, la Stella Maris. pasa El ocho es un número solar, eldesegundo de Cristo,
que hace de éste el nuevo Apolo, el vencedor de las Erinias maternas de Orestes. En el santuario de las Madres, Apolo anuncia al enloquecido Orestes la definitiva resolución de su destino. 139
Edipo y las Erinias de su padre Layo son atraídas al círculo pírico y asimiladas por la naturaleza apolínea. Edipo se redime en Orestes. La muerte del padre y el incesto edípico son expiados con la ceguera y la locura, pero el veredicto de Apolo es que el principio paterno, el orden del espíritu, ha de prevalecer sobre el materno, el orden de la materia. La síntesis mahleriana entre el himno litúrgico de Pentecostés y el mito goethiano desarrolla, por una parte, la concepción de éste sobre el carácter arquetípico ddee la metamorfosis, y, por otra, el sincretismo cristiano de influencia platónica y gnóstica. La Mater gloriosa no es simplemente la Virgen María, sino el símbolo de todas las hierogamias a las que Mahler rinde obsesiva veneración: cielo / tierra, vida terrenal / vida celeste, eros creador / amor divino, cuerpos mortales / almas eternas, sacerdocio / nación santa, música/humanidad. Y, como apunta Leonard Bernstein, también la hierogamia más subjetiva, la sublimación más alta del «complejo de María» diagnosticado por Freud a Mahler tras la reveladora experiencia de la infidelidad matrimonial de Alma: «Porque es la Virgen la que llama a Fausto a su lado, la que le hace ascender a los cielos por fin y le redime del pacto con el infierno... Y ahí está el niño judío llamando a María, a su madre, recobrando su infancia, que va a subir por fin a los cielos, a la recompensa, a la promesa, por medio de la Virgen, de la Madre de Cristo... Mahler está dando a su conflicto, a un problema particularmente judío, una solución cristiana.» Las sutiles pero constantes citas del tema de Alma a lo largo de la Octava y la clara identificación entre aquélla y la Mater gloriosa, así como la excepcional dedicatoria de la sinfonía a su esposa, nos indican que, sin duda, Mahler proyectaba en Alma-Maria Schindler, como tantos hombres hacen con su compañera sentimental, la imagen materna. En diversas ocasiones Mahler reprochaba a su mujer que carecía en su rostro de los rasgos de sufrimiento de María Mahler. Pero sabemos que para el romanticismo mahleriano la sublimación no es mera sustitución o renuncia. El desinterés sexual de Mahler —que las versiones de su mujer han vulgarizado al máximo—, no nace de una carencia de deseo o de un misticismo «abstracto», sino de una fatiga y una obsesión laboral que podríamos diagnosticar, según el tópico, a muchos ejecutivos y hombres de acción o de negocios. La sublimación erótica de Mahler es metamorfosis por despojamiento, esterilización energética, transformación, transfiguración, cuerpo luminoso y musical, desmaterialización, espiritualización hasta lograr vivir la espiritualidad de la materia. Así lo entiende Ernst Bloch cuando dice del compositor: «Nadie antes que él se había asomado tanto al Cielo, con la fuerza de una música tan conmovedora, inquieta y visionaria, como este hombre anhelante, santo, hímnico [...] ya que este artista penetró en época, frívola, escéptica, como un mensajero del más allá, sublime en asupunto actitud, sinsu precedentes en lainsípida fuerza yy vehemencia masculina de su patetismo y, ciertamente, de comunicar el más profundo secreto de la música acerca de los vivos y los muertos.» Anhelante y mensajero del más allá. Trabajador infatigable como Fausto, pero para alcanzar lo inefable no silente, aquello que nos habla más allá de lo aparente a través del símbolo. Así, escribe a Alma, compuesta ya la Octava: «Ten la certeza de lo que siempre sostengo: lo que dejamos atrás es sólo la corteza, la envoltura. Los Meistersinger, la Novena, el Fausto sólo son la cascara desechada, como lo son, hablando con rigor, nuestros cuerpos. No quiero decir, por supuesto, que la creación artística sea superflua: es una necesidad de crecimiento del hombre y una alegría, lo cual es también cuestión de salud y energía creadora. Pero ¿qué necesidad real hay de las notas?» Y a Bruno Walter, en febrero de 1909: «¿Cómo podría describir una crisis tan terrible? Lo veo todo bañado por una luz nueva. Me hallo enfrentado a tales transformaciones que no me extrañaría encontrarme en un nuevo cuerpo como Fausto en la escena final.» ParaenMahler, la Mater gloriosa, como la Tierra y el Cielo, son símbolos, si se quiere literarios, pero todo caso míticos: es lo eterno femenino que subyace en la idea de reposo frente a la
masculinidad de la acción. Más allá de la conocida teoría burguesa practicada por Mahler de la mujer como «reposo del guerrero», se trata de la meta alcanzada, del proyecto esforzado 140
cumplido. El reposo es el del séptimo día de la Creación. Y la recompensa, el poder decir las últimas palabras de Brahms al probar unas gotas de vino antes de expirar: «Sí, es bueno.» Alfredo Casella afirmaba por aquel tiempo que en la obra de Mahler se encontraban «todos los sentimientos humanos a excepción del amor sexual, del que se buscará en vano algún rastro en su obra». Algo similar al reproche de Alma en la vida matrimonial, pero al que Mahler responde así: «con el conocimiento que tienes de mi naturaleza no debes sentirte jamás herida por mí, máxime que tú sabes perfectamente que sólo vivo para ti y para Gucki y que ninguna otra imagen puede interponerse entre tú y mi amor». Parece más masculina la necesidad de perpetua conquista que tiene Alma de la atención de aquellos que admira y, en sentido inverso, más propio del arquetipo femenino servir al amor como concordia, como paz extática, contemplación activa o, lo que es lo mismo, acción contemplativa. Pero para ello es preciso ascender a las cumbres de lo alto. El rasgo decisivo de la auténtica virilidad es tener la fuerza necesaria, la energía, la potencia de llegar a ser femeninamente virginal, es decir, hermético frente a la voluntad de poder posesivo y abierto a la encarnación de lo divino. Si la Mater gloriosa es la feminidad constante (eterna) divinizada, también simboliza en Mahler sobre todo la eternidad, cuyo máximo arquetipo visible sería lo femenino. Como el Niño nace de la Madre, lo divino es hijo de lo Eterno. Ese mensaje es el que pretende transmitirnos la Octava sinfonía.
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IX La invocación al espíritu creador no podía quedar sin respuesta. Pero el espíritu arrasa y la creación espiritual destruye todo cuanto se opone y se resiste a ella. Con su Octava sinfonía, Mahler se ha inmolado en el altar del mundo. Cuando se despida de él, en Munich, aquel 12 de septiembre 1910,resumir su vida toda pública y compositorhahadeculminado mensaje que mejor de podía su como obra: director si la humanidad alcanzar con su elverdadera emancipación, su libertad, su paz y su felicidad, ha de revivir en su seno la escena de la Anunciación, ha de sembrar de espíritu la tierra de las madres. Pero al músico que anuncia y profetiza le está reservado el privilegio de iniciar, una vez más, la marcha liberadora del ser humano en su propia vida, en su propia obra. El viento, la ventura del espíritu, arrastrará a Mahler lejos de su titánica empresa en la Operhofer de Viena hasta el exilio americano, como a tantos europeos de su época. El viento del espíritu, como la cruel tormenta del quinto Kindertotenlied, le arrancará de sus brazos a su primera hija María. El aliento de fuego de su espíritu creador consumirá su corazón hasta dejarlo sin inmunidad alguna, a merced del virus que acabará con su vida. La obra mahleriana de los tres años siguientes a la Octava sinfonía es una obra postuma. Su mensaje es un mensaje lanzado desde la otra orilla de la vida, desde una región que el músico habita vivo los pero solitario, apartado del mundo, en un cielo, un nuevo. amor y un cántico que transfiguran últimos días de su existencia de un modo radicalmente Mahler ha traspasado el umbral de su acción profética sobre el mundo que le rodea, su tiempo y su cultura. Con La canción de la Tierra, la Novena sinfonía y los esbozos fragmentados de la Décima, su música se despide de ese mundo y se adentra en el reino místico de la intemporalidad. Con él se hace posible hablar, literalmente, de una música de ultratumba, cuya misión profética, utópica, no es otra que la de dar testimonio de un estado del alma que es dable sólo mientras el cuerpo alienta, pero que no debe nada ya a sus deseos y exigencias. La obra liberadora del espíritu ha desatado por fin las energías presas de la materia y en progresivo despojamiento ha alcanzado la meta por la cual el alma clamaba: «Veni, Creator espíritus!» Las tres últimas canciones de Mahler van a contarnos cómo el alma se libera definitivamente del mundo terrenal, cómo llega por fin a la tierra prometida, a la tierra santa que hollara el pie de Dios, y cómo el alma canta su amor en ese cielo, en esa nueva tierra del hombre renovado para siempre. Cuando la musicología dedicada a Mahler destaca la metamorfosis de su última música entre 1908 y 1910 se fija tan sólo en su novedad, su «modernidad» y su misterioso cambio tímbrico hacia formas más delicadas, sutiles e incorpóreas. Pero, más allá del modo singular con el que Mahler atraviesa la crisis revolucionaria de la música contemporánea sin dejar de ser él mismo, lo que hace de su música postuma algo más sorprendente si cabe que toda su obra anterior, es su anonadamiento casi absoluto, como creador, frente al relato sonoro. Lo que el místico Flaubert soñaba respecto a la obra literaria, Mahler lo alcanza del único modo en que es posible: no siendo ya el autor quien domina su creación, sino ésta, creándose a sí misma, la más pura obra así creada. ¿No había afirmado Mahler en alguna ocasión que «no somos nosotros quienes componemos, sino la música la que nos compone»? Tras los «tres golpes del destino» que suponen su dimisión como director de la Ópera de Viena, la muerte de Putzi y el diagnóstico de sufrir una grave cardiopatía, Mahler ve cómo se derriban uno tras otro los tres templos donde su personalidad humana y artística acudía para orar y confiar. Las inquinas, maledicencias y conspiraciones que provocaron en marzo de 1908 su
caída como «tirano» incorruptible y fanático de la Staatsopere le ayudaron, con su humillación, a aceptar para sí la verdad abstracta, tantas veces proclamada por él pero escasamente vivida, de la
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vanidad de todo poder, del fracaso de toda obra redentora sin concesiones. La muerte, aquel verano siguiente, en Maiernigg, de su pequeña amiga más querida, la «fuerte, testaruda, "diabólica" Putzi», que tanto hablaba y jugaba con su padre, no podía ser vivida por el autor de los Kindertoten-lieder como una más de las muchas muertes infantiles que rodearon su adolescencia y que eran usuales en su tiempo. Su hija María simbolizaba no sólo la esperanza en la vida, sino la fe en ella. Una fe frágil, insegura, amenazada, cierto es, como toda fe, pero, por eso mismo, necesitada, como una planta en flor, de atento cuidado y necesaria conservación hasta la ansiedad. Perder a María por una escarlatina que se complicó con la difteria contagiada, según parece, por la pequeña Anna, afectó profundamente a Mahler y le ayudó a aceptar la crueldad ciega de la naturaleza. Aquel fratricidio involuntario e inocente, que tanto amargaría a la hermana menor por «sentir» que los mayores la culpabilizan inconscientemente, añadía dolorosos sentimientos trágicos a los ya experimentados por el carácter práctico y resolutorio de Mahler ante la impotencia de una medicina aún muy lejos de sus actuales victorias sobre la mortalidad infantil y de una ciencia de la que tanto se esperaba en su tiempo y que no podía impedir dramas tan hirientes. Pero, sin duda, la terapia preventiva que los médicos recomiendan a Mahler para su cardiopatía va a afectarle directamente en el núcleo neurótico de su inspiración creadora. Como escribe a Bruno Walter: «Durante años me habitué a hacer sin cesar ejercicios violentos, a correr por bosques bo sques y cimas, a fin de traerme esbozos musicales como un botín conquistado en ruda lid [...] Incluso los males del espíritu acababan por desaparecer después de una buena marcha (una ascensión, por lo general). Ahora, en cambio, debo evitar cualquier esfuerzo, controlarme continuamente, no caminar mucho. Al mismo tiempo, entregado a esta soledad, donde escucho todo lo que pasa en mí, me resiento más de mis handicaps físicos [...] No soy capaz de nada excepto de trabajar [...]. Me apoyo en la única virtud que todavía me queda: ¡la paciencia!» La paciencia es creadora. No dimite, acepta, como Mahler cuando, por honestidad profesional, debe abandonar su omnímodo poder; cuando sigue siendo padre solícito de la solitaria Anna sin hermanas; cuando, en sus «paseos contados» por el bosque tirolés de Schluderbach, junto a Toblach, busca olvidar los dolorosos días que le han apartado para siempre de su casa de Maiernigg y esboza la música de los poemas chinos traducidos por Hans Bethge y publicados aquel mismo año de 1907 en Leipzig. Textos meditabundos y melancólicos como su estado de ánimo, pero que Mahler, al escoger los textos de la que será Das Lied von der Erde y, sobre todo, al componer su música, acentuará el carácter de aceptación no resignada, de paciencia eficaz y creadora en definitiva, expansión espiritualtensa de una nutrida ya por por todos los combates de lay, utopía posiblede pero excesivamente aúnconciencia, por el temor al fracaso, la impaciencia. Durante su estancia en América, Mahler ha hecho amistad con el eminente sinólogo Friedrich Hirth, quien, entre otras valiosas informaciones sobre las antiguas culturas de China, le alecciona acerca de la influencia de éstas y de las hindúes sobre la griega y la egipcia. Más allá del gusto del Jugendstil de moda por lo exótico y oriental, Mahler busca en los poemas de La flauta china recogidos por Bethge la sabiduría ancestral, la urlicht, próxima al taoísmo, que ha permitido a cientos de generaciones del Extremo Oriente responder con paciencia creadora al gran misterio universal de la vida y la muerte y que puede orientar a culturas que han perdido el norte como la alemana y europea de comienzos del siglo XX. «Creo que jamás he escrito algo tan personal», le confiesa a Bruno Walter. Y ese «algo», por ser tan personal, es justamente lo más universal de Mahler. Lo subjetivo aparece por primera vez identificado plenamente con su más amado objeto: la vida de este mundo, la vida terrenal, la vida que es el canto de la Tierra. Como en los hermosos y melancólicos versos de Fernando
Gutiérrez que abren su largo poema de 1950, Anteo e Isolda:
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Cada día la tierra se levanta para hacernos un hueco a la medida y se enciende de vidas y, encendida, se nos pone a cantar: la Tierra canta. Canta para esa vida que adelanta en el amor su estar o no nacida, y, veces, de vida, el acorazón noscantar duele yendesuser garganta. Quizá el dolor es poco para alguno, pero es el corazón el que lo siente, y el corazón ¡es tan poquita cosa!... que, de la noche a la mañana, uno ve que empieza a morirse oscuramente y que es la tierra inútilmente hermosa.
Que la hermosura de la Tierra es, al fin y al cabo, inútil, va a ser la más profunda reflexión de Mahler, el gran enamorado de la naturaleza, su inspiradora inmediata, cuando, de la noche a la mañana, ve que ahora sí empieza a morirse de verdad para el mundo y que el corazón —esa poquita siente más que nunca nu ncapara el dolor de aquél, como del expresa el título del primer lied de la nuevacosa— sinfonía, «Canción báquica brindar por el dolor mundo». La obra de Mahler no es, según creen algunos, un discurso sobre la muerte, sino con la muerte. Furio Jesi ha comparado a Mahler con Novalis y Rilke, quienes se defienden de la muerte apropiándosela en abrazo de amor. Mahler permite que su palabra musical se debilite, se vuelva casi balbuceo en una «dolorosa pasión de la palabra, constreñida a flanquear, como símbolo alquímico, la renovación del yo y privada de toda verdad que no sea intrínseca a aquella fase oscura del primer abrazo con la muerte». Precisamente sobre esto iba a escribir años más tarde Hermann Broch que allí donde no se da una relación auténtica con la muerte y donde el valor de absoluto de ésta en el mundo de aquí abajo no es constantemente reconocido, no existe un verdadero principio ético, y, por esa razón, «Viena, capital de una monarquía expirante, tenía, sin duda, toda clase de relaciones con la extinción de la vida, pero ni la más mínima con la muerte». Se ha dicho que el exilio dota a la imaginación con el instrumento de la melancolía. Mahler, el eterno exiliado, revive en América la lejanía de la patria vienesa por la que tanto suspiró en su juventud, pero el nuevo exilio de madurez le permite vivir en sí mismo lo que es la radical condición exiliada de la existencia humana y asumir la sabiduría muriente del ocaso. Cuando la vida le lleva hacia el confín de Occidente, la condición mortal del ser humano le conduce a la sabia melancolía oriental. La propia forma y la estructura musical de La canción de la Tierra suponen un giro filosóficamente oriental en la tradición arquitectónica de Mahler, que guarda una gran coherencia con el intimismo delicado de una alma a la que la vida ha conducido al desasimiento «tras un largo viaje doloroso». Esta sinfonía sobre poemas chinos no sólo constituye la solución final aportada por Mahler al problema de la simbiosis entre canto y sinfonía (lo que parece ser un simple ciclo de canciones, como los Kindertotenlieder, acaba en sinfonía lírica con un esquema clásico), sino que al tan denostado colosalismo de sus sinfonías anteriores (siempre atemperado por el tratamiento camerístico de la orquesta y el abundante valor acordado a los instrumentos solistas) se enfrenta ahora una estructura compuesta por movimientos-miniatura, en
los cuales la característica miniaturización pictórico oriental es trasladada a una música, a menudo pentatónica, que describe paisajes de la naturaleza y sentimientos humanos con la 144
misma finura, delicadamente microscópica. En realidad, Mahler, en pleno torrente de expresionismo intimista, recupera muchas de las intuiciones técnicas utilizadas en la Cuarta sinfonía, su onírico viaje por el psiquismo humano. Mahler, como ocurre en el campo de la pintura impresionista (Van Gogh, Monet, Cézanne), necesita acudir a la reducción miniatural de la naturaleza, ya que su «inmensidad» simbólica sólo es expresable de esa forma. Para Gilbert Durand, «la naturaleza "inmensa" no se aprehende ni se expresa más que gulliverizada, reducida —¡o inducida!— a un elemento alusivo que la resume y de ese modo la concentra, la transforma en una sustancia íntima». Frente a las culturas de influencia «diurna», las que se forman en torno a un misticismo y al sentimiento de acuerdo cósmico («régimen nocturno» en la terminología popularizada por Durand) tienden a preferir a la gigantización del modelo su miniaturización. Intimidad, silencio, concentración del paisaje como recogida soledad de lo que el hombre tiene de ser más natural y como fusión de éste con la naturaleza. El estado espiritual de Mahler sólo podía expresarse a través de la iconografía simbólica china y, para proseguir con el símil pictórico, a través de una música análoga a la pintura del Extremo Oriente. Ésta, sin perder la más cuidadosa expresividad, consigue transmitir una sensación de formas evanescentes, diluidas en una agua especular, trasunto de una concepción y descripción de la vida como algo irreal, distante y, en último término, mera obra de arte, artificio del hombre que también tiende, de retorno a la madre naturaleza, hacia la disolución y lo informe. Ese retorno se halla en la miniaturización, pues el hombre se hace niño, se empequeñece, tiende a la intimidad de la breve gruta materna donde era una sola cosa con su universo vivo y latente. Hay en el último Mahler una premonición de las brevísimas piezas orquestales de Webern y algo también del misticismo musical de Debussy. Pero en nuestro compositor, la materia carnal de sus formas sonoras mantiene la mística encarnada y, así, expresa mejor la realidad. En ningún momento la pureza del sonido se abstrae de la vida y de su ritmo propio. No se retorna a la música de las esferas muertas, sino a la de la Tierra viva. La que canta eternamente es nuestra madre tierra. Canta una dulce e inacabable canción de cuna para que durmamos en un reposo tan eterno como el suyo. Creer en eso, confiar en eso, es la mayor sabiduría, es el más «suave y silencioso pensamiento». La muerte es un abrazo de amor de nuestra madre. Por eso La canción de la Tierra no puede ser considerada como una resignada aceptación de un destino cruel, sino como la iniciación de un nuevo y largo viaje definitivo de retorno al hogar, a la patria futura. Y pese a todas las connotaciones de disolución vital que el orientalismo schopenhaueriano en general, el misticismo de los en boga durante la época, Mahler noy, muestra un panteísmo de latelúrico naturaleza ni decadentes, un erotismo puso tanático e incestuoso respecto a ella, mórbido y suicida. Por el contrario, los poemas escogidos y la música que los canta ponen de relieve no sólo su permanente amor a la vida y a la Tierra, sino la inmensa expansión de su conciencia psíquica que le lleva a resolver los más profundos enigmas —y sencillos— de su inconsciente, que no son otros que los de todo ser hu humano. mano. La vida es sueño
La misma estructura de la sinfonía simboliza exactamente el mensaje mahleriano. Una primera parte fragmentada en cinco canciones para voces alternas de tenor y contralto tiene como réplica, tras un interludio orquestal que hace de nexo, una segunda, de casi idéntica duración, subdividida a su vez en dos cantos para contralto. Dentro de la primera parte, los Heder que abren y cierran la misma respectivamente, cantados por el tenor, establecen marco el que se inscribe la reflexión filosófica y moral que ha de conducir en la segunda elparte a laennarración
simbólica que sirve de respuesta vital al misterio desvelado por la reflexión precedente. El marco de ésta no es otro que la vanitas vitae, tan presente en nuestro barroco cristiano. El lazo que une 145
ambos Heder, el primero y el último, es la embriaguez del hombre como escapatoria de la vida, pero si en el primero su causa reside en la fugacidad de la existencia humana frente a la larga duración de la Tierra, florecida cada primavera, en el último el hombre prefiere la embriaguez a esa renovación anual, porque la vida es simplemente un sueño. En una calculada ascensión simétrica, los tres Heder intermedios constituyen el nexo temático entre el principio y el fin de la reflexión pesimista. El segundo canta el ocaso solitario del hombre que busca el consuelo amoroso que le rejuvenezca y alegre en su miseria, mientras que el tercero y el cuarto describen respectivamente dos escenas juveniles dedicadas a la amistad y al amor, cuya música resalta su carácter ilusorio, de mero sueño, ese sueño que, en definitiva, es la vida para el embriagado cantor del último lied: El cielo es de un eterno azul y la tierra vivirá largo tiempo, y florecerá de nuevo en primavera. Y tú, hombre, ¿cuánto tiempo vives? Ni siquiera cien años puedes gozar de las caducas baratijas de este mundo. Misteriosa es la vida. Misteriosa Misteriosa es la muerte. ¡Mira allá abajo! A la luz de la luna, un fantasma se agazapa en las tumbas. ¡Esextraño un mono! ¡Oye atravesar su aullido la dulce fragancia de la vida! Bebamos, pues. Ahora es el momento. Apurad, compañeros, vuestras copas de oro. ¡Misteriosa es la vida! ¡Misteriosa es la muerte!
En el taoísmo, la bebida del vino, símbolo de inmortalidad, era objeto de una compleja preparación ritual y en algunas sociedades secretas chinas el juramento se hacía con mezcla de vino de arroz y sangre, que, bebida por la comunidad, permitía alcanzar «la edad de noventa y nueve años». El momento que el poema cree propicio para que él y sus compañeros apuren las copas de oro es la visión del mono fantasmal sobre las tumbas que aulla a la luz de la luna. Pero en la antigua China el mono no simboliza la muerte, sino lo irracional, entendido como lo instintivo inconsciente. Los simios, como todo ser fabuloso o legendario, ofrecen una doble faz: pueden ser peligrosos si no se domina su fuerza. En caso contrario, pueden ser una ayuda. Por eso en China se le concede al mono el poder de otorgar la salud, el éxito y la protección, como los duendes, las brujas y las hadas. Una leyenda china presenta al mono como maestro de las fuerzas instintivas y creadoras que él va liberando. Zambullido en un torrente, encuentra en el fondo una gruta celestial, tierra de felicidad. Según otras tradiciones chinas, el mono es un ser melancólico, que teme la vejez y la muerte pero que por tal razón busca la inmortalidad en cavernas y grutas o cabalga sobre el viento por el azul del cielo. Gracias a esta perpetua búsqueda, su cuerpo y su espíritu se transformaron y acabó convirtiéndose en hombre. El verdadero sabio que recomienda abandonar las vanidades del mundo no es el bebedor filosófico, sino el mono admonitorio que, sobre las cerradas tumbas sin salida, avisa, iluminado por la luz lunar, que no hemos de esperar la muerte para ser eternos. La eternidad es la inmortalidad de lo vivo... mientras está vivo. Si algún misterio sombrío tiene la vida y la muerte es de laimagen dificultad del serdehumano por comprender delelmono, él mismo un hombre inacabado. este mensaje desesperado, casi histérico,
La música de esta primera canción, oída una y otra vez, no logra en ningún momento transmitir una lectura trágica de los versos de Li Tai Po, de los cuales Mahler, 146
significativamente, suprimió los que consideró pesimistas. Por el contrario, la mezcla de euforia y horror que puede sugerir un beodo angustiado por el aullido del extraño fantasma sobre la tumba precoz de cualquiera no deja de ser una primera impresión nacida, muy probablemente, de la contradicción entre una lectura de ese signo y la música de Mahler. En efecto, ésta, en su orquestación, en sus timbres y en su ritmo, en las inflexiones vocales del tenor, en los breves interludios que separan las estrofas, alterna los tonos vibrantes y combativos de algunos wunderhornlieder marciales, y no por eso trágicos, con momentos de extraordinaria paz, sobre todo cuando la voz canta, anticipando el final de la sinfonía, el azul eterno del firmamento y el retorno florido de la primavera mientras dure por largo tiempo la Tierra. Tres veces repite el tenor que una copa llena (ein voller becher) vale más que todos los reinos del mundo. Con una asombrosa técnica instrumental, Mahler logra con su arte expresionista transmitir toda la terrible ambivalencia del aullido del mono, símbolo del inconsciente, del instinto ancestral que pide inmortalidad, que avisa de la voluntad de vivir, que exige la rebelión contra las tumbas ambulantes que son tantas vidas destrozadas o sin sentido consciente. Pero el «¡bebamos ahora!» es algo más que un carpe diem desesperado. Hay en su música una clara señal de victoria, impropia de un grito trágico. El «¡apurad, compañeros, las copas de oro hasta las heces!» no suena a sacrifìcio si por él se entiende una resignación, y sí, literalmente, un acto sagrado. El golpe seco con que concluye el lied ha sido comparado con el final de la Sexta, pero quienes lo hacen, pese a insistir en el carácter trágico de todo el lied, reconocen que no tiene el sentido de marcha la catástrofe queuna ellos al final sin dudaaquí porque, éste el combatehacia temático concluye en rudaleeasignan inapelable toma citado, de conciencia, quien si la en avisa ruda e inapelablemente a ella es el grito terrible pero salvador del inconsciente. Que este primer lied, en su implacable sabiduría sobre los misterios de la vida y de la muerte, debió significar para Mahler un homenaje al dolor como gran acusador de la vida sin sentido que la humanidad lleva, nos lo hacen sospechar dos párrafos del Titán, su lectura preferida de juventud. En el capítulo 47, carta de Albano a Roquerol, se repite casi literalmente la idea expresada en la tercera estrofa del poema chino: «las estaciones florecen una y otra vez, eternamente, en todos los jardines de la tierra; únicamente nosotros pasamos fugaces una sola vez ante ellos y nunca más volveremos». Y en el capítulo 43, poema de gracias de Liana, en frases muy similares al Cant espiritual maragalliano, se prefiere, por humana, la primavera mortal de la vida a la etérea de un Dios justiciero en donde el pecho del hombre apenas se atreverá a respirar: «Oh, purifícame en esta tierra y permíteme vivir aquí como si ya hubiese penetrado tu cielo.» En todo en caso, tuviera o no Mahler en su memoria estos sentimientos de Jean-Paul, sí los tenía en su corazón, como nos demuestra toda su obra anterior. La auténtica primavera perpetua del hombre es su propia vida renovada una y otra vez por el impulso de su inconsciente deseo de eternos instantes, de actos y obras que le trasciendan, que le vinculen amorosamente a la comunidad de los hombres y de los seres, a la sabia y amada tierra materna. Si cada vez que pasamos fugaces por sus jardines, nuestros ojos, purificados, ven el Edén, nosotros seremos la primavera misma, la eterna renovación de la Tierra. La segunda canción se titula «Canción del solitario en otoño» y comienza con el verso «Las brumas del otoño condensan la tristeza sobre el lago». Con el trasfondo de un paisaje que se marchita lentamente, la voz de contralto recita estas palabras: Mi corazón está cansado. Mi luz se en ha el quemado Estofarolillo me hacedepensar sueño en un chisporroteo.
y a ti voy, querido lugar del reposo. Sí, dame el descanso. Necesito reparar mis fuerzas,
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lloro mucho en mi soledad. En mi corazón permanece el otoño desde hace mucho. Sol del amor, ¿volverás a surgir de nuevo para secar tiernamente mis lágrimas amargas?
Mahler, siempre fiel a sus leitmotivs fundamentales, consigue crear un clima distante y desnudo como la soledad personal, fundida o, mejor dicho, expresada a través de un paisaje como el descrito poema. Las brumas del otoño, la tristeza del lago,anuncia la soledad del alma. En un claro retorno aenlosel Rückertlieder, la atmósfera del «Um Mitternacht» la esperanza. El «señor de la vida y de la muerte» de aquel lied es ahora el «sol del amor», final subrayado musicalmente por los últimos compases del primer Kindertotenlied: Una lucecita se ha apagado en mi casa ¡loada sea la luz que alegra al mundo!
El sol del amor es el que consuela al poeta Rückert de la muerte de sus hijitos. «¡La desgracia sólo me ha ocurrido a mí!», exclama todo padre huérfano mientras el «sol brilla para todos». Por eso el poeta le advierte a ese padre que es él mismo. «¡No encierres esa noche dentro de ti, viértela [versenken] en la luz eterna!», en el sol del amor universal, en el seno maternal de Dios, que acoge y protege a los niños precozmente muertos como si se hallasen en el regazo de su madre. Lo más hermoso de este lied de la soledad es que la música del Kindertotenlied primero surge en el momento en que la contralto confiesa que su corazón está cansado, como si su infancia hubiese muerto con el cansancio de la vida. La luz del amor inocente se ha consumido en un soplo, pero le aguarda el sueño eterno, el «querido lugar de reposo», la luz radiante que recoge e integra en su seno toda lucecita que se apaga en cada casa. La música vibra, se exalta, gime de alegría y de esperanza, se apoya en los mismos compases de Mein herz ist mude. El corazón cansado es la prenda del renacer del sol amoroso. La esperanza de que el niño está con su primera madre divina es la del hombre solitario al que ese sol secaría tiernamente las amargas lágrimas. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados tiernamente como a un niño su madre. Y no se trata de un consuelo en el «otro mundo», sino en éste. El solitario en otoño canta: A ti voy, querido lugar del reposo. Sí, dame el descanso. Necesito reparar mis fuerzas. No es el «reposo eterno», el requiescat in pace de los muertos difuntos, sino el necesario para recuperar la energía perdida por la falta de amor, el que se precisa para recuperar éste, para transformarse en una microscópica chispa de la única luz universal y eterna. Una canción que se inicia con el paisaje otoñal más desolado nos habla de un largo invierno reparador que ha de engendrar la nueva primavera, el nuevo sol radiante que borra las desgracias nocturnas de cada ser. ¿Es esa juventud renovada, es esa eterna juventud que nace de la muerte solitaria, la que debiera cantarse a continuación? El poema de Li Tai Po «El quiosco de porcelana» es el soporte literario de la siguiente canción, pero Mahler, significativamente, le cambió el título por este otro: «De la juventud», que indica muy a las claras su pretensión de interpretar los versos chinos más allá de la mera
descripción amable quefilosofía hace el sobre poeta para exponer, con la brevedad que juventud una sutil pero diáfana el carácter ilusionado e ilusorio detoda la misma. Lacomporta, intención
de Mahler parece evidente. El corazón no puede esperar de la juvenilización física un rejuvenecimiento de sus fuerzas y de sus ilusiones. Si la energía juvenil que aporta la edad se 148
pierde con ella, sólo se ha h a perdido una ilusión ilusa, pu pues es tod todaa esa bella y simpática reunión reun ión de amigos jóvenes en el quiosco que refleja el lago es la realidad invertida de su imagen: En medio del laguito de juguete hay un quiosco de porcelana verdiblanco. El puente de jade se arquea sobre él como el lomo de un tigre. En el quiosco, unos amigos vestidos primorosamente beben, charlan y riman. Llevan manguitos de seda y bonetes de seda, cubren con gracias sus cogotes. En la tranquila agua del lago todo se refleja, maravillosamente, como en un espejo. Todo está al revés en el quiosco de porcelana. En el agua del lago, el puentecito es una media luna. Los amigos de primorosas ropas beben y charlan.
Esta joya de la miniatura es, sin duda, la que mejor expresa la «lejanía» y el «exotismo» orientales de la juventud como paraíso artificial, y nada impide pensar que el quiosco de porcelana sobre las aguas del estanque sea esa conocida «torre de marfil» donde unos exquisitos poetas charlan y riman» más lazo con la cordial vida realsimpatía que un puentecillo de jade. Pero puros no hay«beben, ironía en la música. Sólosinviveza admirada, algo condescendiente como si de una cosa de niños se tratara. Al fin y al cabo, sabemos que los amigos son jóvenes por el título que Mahler se inventa. «¡Qué jóvenes son! ¡Qué niños!», parece decirnos. Pero lo indudable es que son «amigos», una de esas fratrías íntimas de artistas que se inician en la obra y la ilusión, en los sueños creadores y de fama, como en la Viena que tan bien conoce Mahler y cuyos aires musicales sabe introducir entre la escala pentatónica para lograr esa impresión única de un exotismo familiar, de una lejanía tan próxima. Estos «niños» del laguito de juguete no son, como afirma Adorno, los «niños bienaventurados» de la Octava que han pasado de la imaginería bíblica palestina de la Faustmusik a la china. No son tampoco unos kindertoten resucitados en un cielo infantil como en la Cuarta, pese a la clara evocación climática de esta sinfonía en la primera parte del lied. Hay una firmeza en la descripción musical de las «primorosas ropas», en los manguitos y bonetes de seda, que hablafeliz, de realidad, de unaserlo pequeña y en el de fondo solitariatiempo realidad, cerrada sí misma, egoístamente como puede la juventud cualquier y lugar, o en todo círculo selecto a lo Stefan George o los decadentistas d ecadentistas franceses finiseculares. El mensaje de Mahler viene a continuación, en la simétrica segunda parte, que refleja en el espejo del lago con suave tristeza evocadora y melancólica el «otoño» de esa juventud, la soledad que implica toda cosa pasada. Aquí el vals vienes se confunde con el ritmo oriental; ciertos tonos del wunderhorn aportan un leve toque de tragedia contenida. La música titubea, como si fuera a detenerse de un momento a otro y a desaparecer, fantasmal, como en la Séptima sinfonía. La palabra spiegelbilde (reflejo) se alarga como un lamento. La juventud, por tanto, es, para Mahler, una visión de sueño y la música nos habla de la «imagen de una imagen», miniatura del recuerdo, pero también de una quimera, de una profecía utópica, basada en ese símbolo en forma de arco que une en alianza la realidad y su reflejo, la misteriosa relación entre una realidad irreal y una irrealidad real: este mundo y otro, más claro, donde la vida es la misma pero eterna en su forma. En su forma, los amigos son eternos, como su juventud y su amistad, como su belleza y su arte. Todo es fugaz y permanente gracias al arte de
la música, que crea un mundo más real. Hasta el puente de jade se ha transmutado. La metáfora inicial del lomo del tigre (voluntad de vida y de poder) se ha convertido en una media luna, en el 149
arca de la alianza que surca las aguas del reflejo, en la cuna que mece los sueños de eternidad de los jóvenes amigos. El arco es ahora arca. La unión con la tierra diurna es ya la unión con el nocturno cielo. El mundo es ya el Otro Mundo. La voz del tenor, agudamente oriental, rompe por un momento su estable tonalidad justo en las palabras umgekehrt der Bogen (el arco invertido) para indicarnos el valor de ese puente al revés. Tan al revés como todo lo que existe en la realidad del quiosco de porcelana. El arco lunar creado por las aguas puede ser como las brumas que condensan la tristeza en el lago solitario otoñal y como la que recibe el aullido rebelde del mono sobre las tumbas de la primera canción. Pero la luna es símbolo constante de la Gran Madre, inspiradora de imaginación creadora, guardiana de la memoria, resucitadora de lo pasado muerto. La tristeza y el horror son arcos tendidos, arcas de alianza entre la vida mortal y la vida eterna. La fragilidad de la porcelana desaparece en la consistencia firme de una imagen acuosa que sólo puede romper momentáneamente un objeto material, extraño y agitador, pero que está ahí, segura, en su pura forma, en su realidad inmaterial. La ironía mahleriana parece culminar aquí del modo más ejemplar. El cénit de la burla compasiva contra lo ilusorio tiene su perfección simétrica en la figura inversa. También lo ilusorio es una ilusión. No es verdad que nada sea verdad. Si todo es fugaz eternamente, la eternidad no excluye lo fugaz, sino que vive de ello: es su reflejo. El mundo está al revés de su sentido. El destino del mundo es su sentido en vía inversa. Por eso el retorno se dirige derechamente progreso su irrealización. una latierra realmente sólo contra puede el lograrse con del esa mundo canciónhacia del retorno que es en síConstruir misma toda obrareal de Mahler, resumida en la miniatura simétrica, imagen de una imagen, que él ha titulado «De la juventud»: de la única, verdadera y eterna juventud. El sueño de Fausto tiene aquí su realidad. Los jóvenes amigos son la metáfora («todo lo fugaz es sólo símbolo») del espíritu fraternal. Lo ilusorio es también quimera. Todo lo que pasa es profecía. La cuarta canción, sobre el poema chino, también de Li Tai Po, «En las orillas del Joyeh», la titula Mahler, emparejándola de algún modo con la anterior, «De la belleza», no en sentido estético, sino vital, completamente ligado a la belleza física, que indica sanura juvenil y provoca la pasión amorosa. Tal vez sea éste el único ú nico lied en el que Mahler nos habla de esa dimensión del eros y lo hace con la misma jovial energía y ternura qque ue un par de jóvenes amantes. La música es intencionadamente convencional para lograr ser arquetípicamente expresiva según los cánones culturales más estrictos. Nada menos intemporal y abstracto que el amor-pasión. Mahler acude a los viejosdel landlers e incluso, para describir la virilidad, a las marchas, sones militares wunderhom. La delicadeza oriental parece reservada para la fanfarrias descripcióny de las bellas muchachas que arrancan flores de loto a la orilla del río y las reúnen sobre sus rodillas mientras se llaman entre sí con excitación. Es, como ha visto Adorno, una escena proustiana — las muchachas en flor de Balbec— que la música de la coda eleva a pura melancolía, a tiempo perdido que recobra el arte. Hay un claro paralelismo entre el carácter de sueño o de ilusión del lied anterior y el de éste. Identificadas casi con su paisaje, también aquí hay una breve reunión amical, a la cual El oro del sol envuelve sus siluetas reflejadas en el brillo del agua.
También, a lo lejos, «resplandecen como rayos de sol» jóvenes jinetes que galopan a través de los verdes sauces. En los versos añadidos por Mahler al original chino, uno de los corceles expresa, con su relincho de alegría y su encabritamiento, «el huracán que azota con sus cascos las flores y la hierba, agita con furia sus crines y echa humo por los belfos». Metáfora del deseo
sexual, el caballo centauriza al jinete y simboliza la tensión entre el amor humano y el deseo instintivo. La virilidad, así descrita, encuentra en la música su confirmación más estridente y sin 150
duda sarcástica. Mahler retoma por unos instantes lo más descoyuntado y burlón del scherzo de la Séptima para exagerar hasta la parodia la pretenciosa masculinidad guerrera de la juventud. Es tal la ruptura del clima delicado y sensual con que se inicia la canción, que produce una primera extrañeza. La virilidad extremada roza la peor histeria «femenina». Sin embargo, la réplica final a tanta pretensión ridicula es una lánguida y lenta danza que expresa cómo la más bella de las muchachas lanza largas miradas deseo. Su porte altivo es purodefingimiento. En el brillo de sus grandes ojos, en la hondura de su mirada apasionada, vibra la emoción suplicante de su corazón.
También aquí se alude a lo ilusorio del instinto. Con cierta crueldad en el caso del varón, con inocultable ternura en el de la muchacha, cuyo porte altivo es puro fingimiento, ya que está deslumbrada por ese jinete confundido con un rayo de sol. También aquí el oro del sol envuelve las formas y las refleja en el agua brillante
dándonos de nuevo la lección del reflejo, esta vez diurno, mucho más engañador, porque si la mujer la luna, su brillo fuegosuviril, el aguaverdad brilla en porque refleja Mahleraún no recibe, duda encomo señalar la falsedad del del instinto, marchita su época en al quesol. la dominación del olimpo patriarcal ha entrado definitivamente en crisis, mientras la mujer se debate entre su creciente conciencia de autonomía e igualdad y su ancestral dependencia amorosa. Pese a tal denuncia, Mahler quiere en la coda de su canción preservar la profunda verdad que se oculta tras la manipulación interesada del instinto femenino, tras la dependencia de la mujer a su necesidad de amar. La canción concluye con un bello canto de amor a cargo de violines, clarinetes, fagots, oboes, trompas, arpas, chelos y flautas. Es el deseo de Psique en espera de Eros. Más allá de lo ilusorio del deseo sexual hay una pasión de lo femenino eterno, encarnado en la mujer, que es la maternidad espiritual. A través de una de esas sutiles, casi imperceptibles canciones de cuna que Mahler introduce en los momentos culminantes de la añoranza humana, se expresa la «emoción suplicante» del corazón de la más bella muchacha. El epílogo de la coda suena anticipadamente a la llamada de la Tierra a cada uno de sus hijos, esa llamada irresistible a la que el hombre fatigado por tanto galope y posesión acude diciendo adiós al mundo. La emoción suplicante de la muchacha es, en el fondo, una emoción de madre, la emoción de una naturaleza que sigue amando al hombre que la domina, abusa de ella, la viola y la destruye. El lied que cierra la primera parte de La canción de la Tierra guarda una estrecha relación con el poema de Nietzsche de la Tercera sinfonía. Toda ella se halla de algún modo presente en la última obra lírica de Mahler, pero si en el «Oh Mensch!» se exhorta a escuchar la voz de la noche profunda —esa voz de medianoche, de mittemacht, del hombre solo frente al misterio—, en el lied «El ebrio en primavera», el hombre da la respuesta más profunda desde su oquedad, su respuesta más negativa, la que logra conmover incluso el nihilismo de Adorno hasta el punto de ver en ella —¡por fin!— un anonadamiento, una autodestrucción por ebriedad, que llama a la reconciliación. En la simetría especular de esta primera parte, el último lied es también la respuesta al profundo aullido del inconsciente. El instinto de supervivencia, que se nutre en la canción
báquica del vino dorado de la vida, ha ido buscando el sol del amor, la luz eterna que rrecoja ecoja esas lámparas chisporroteantes que son nuestras existencias breves. Pero la amistad y el deseo sexual
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son sólo símbolos, imágenes cuyas formas eternas nos anticipan la gran verdad: toda la vida es símbolo, imagen y, para el hombre, ho mbre, sueños. Así comienza el último lied: Si la vida es sólo un sueño ¿para qué afanarse y desesperar? Beberé todo el día hasta que no pueda más. Y cuando no pueda más, ahitos el alma y el gaznate, casasuelta. tambaleante yretomaré dormiréaami pierna ¿Despertar? ¡Bah! La ebriedad absoluta es el gran sustituto de la vida. Es el sueño más coherente, pues logra confundir el soñar y el dormir: la única forma viva de estar muerto, de obtener la plenitud, el hartazgo, del alma y del cuerpo al mismo tiempo. ¿Para qué despertar? ¿Por qué? El anonadamiento, la autodestrucción: ése es el embriagado proyecto de una civilización nihilista, desesperada. Ni siquiera se confía ya en el permanente p ermanente milagro de la primavera: Canto hasta que la luna brilla en el firmamento negro y cuando ya no puedo cantar más me voy a dormir. ¿Qué me importa la primavera? ¡Dejadme estar borracho!
Cantar, embriagarse, dormir: tres formas de inmortalidad, tres formas especulares de la vida. Hasta el arte mismo, como coartada del vivir, es un desesperado cielo nocturno. ¿Será, de nuevo, la luna la Mater gloriosa que acoja el canto, que nos duerma en su seno maternal, en su arco de luz delegada? El hombre ha escuchado el profundo mensaje nocturno de las Madres y tiembla, se estremece al oírlo en el pájaro que canta y ríe como en el mono aullante sobre las tumbas. Vida y muerte le advierten de que el gozo pide eterna, profunda eternidad, pero se niega a creerlo. Tal vez su deseo es tan hondo que confunde el horror de su incredulidad con la posesión de lo deseado. Toda la gran confusión del hombre contemporáneo está aquí soberbiamente resumida. Nunca había llegado Mahler a una definición tan radical del nihilismo en el que se sentía inmerso. La causa de tanto sufrimiento, de tanta lucha, de tanta oscura ansiedad es esa apasionada negativa del ser humano histórico que asume la mística de la negatividad y hace de su infierno su cielo, de su canto supremo, la puerta del silencio. Cuando no Mahler los clamar tremendos versos Tai Pomás al expresionismo musical e intenso, hace eleva más que contra ellos.deElLidestino coherente de un poemadesgarrado así es no estar escrito, como el de una música así el de no ser compuesta. Cuando la nada es poesía y canta, ha dejado de serlo, pero ha cumplido el radical proyecto que la habita: forzar la creación, reproducir el impulsivo divino de crear desde la nada. También en esto Mahler ha llegado al límite de la sabiduría. La autodestrucción anonadante es un retorno al más profundo origen de todo lo creado. Más allá de la nada es imposible avanzar. Más acá de ella, toda creación, toda vida, todo amor y universo son posibles. Canción del retorno al Dios materno
La canción del adiós («Der Abschied») no sólo constituye la extensa segunda parte de La canción de la Tierra y la respuesta que el solitario espectador de la juventud y la belleza va a darle al embriagado cantor de tras la vida sueño,todo sinoesel silencio inicio lírico de lapura Novena sinfonía, sus primeras y últimas palabras, las escuales sonoro, mística musical,
inalcanzable romanza sin palabras del alma mahleriana. Tan largo adiós no podía concluir. En los finales de ambas sinfonías, la música queda suspendida en el aire. Son los finales más 152
abiertos de toda la obra del compositor. No se trata, pues, de una despedida, sino de una cita: de un eterno adios. La canción se construye a partir de dos poemas de autores diferentes: «La espera del amigo», de Mong Kao Jen, y «La despedida del amigo», de Wang-Wei. Pero Mahler hizo alteraciones y adiciones altamente significativas, tendentes a destacar el carácter místico y esperanzado de esa despedida que sólo lo es del mundo perecedero. Por otra parte, algunas de las modificaciones buscan relacionar más estrechamente los elementos simbólicos de los poemas de la primera parte con el sentido que para Mahler tiene la segunda, confiriéndole a ésta su más profunda significación. Es admirable la sabiduría musical con que los versos chinos, vinculados a un mensaje meramente estoico y resignado, no carente de un semivelado escepticismo, se transfiguran en un canto de serena esperanza y en una afirmación de la vida más allá de su innegable e innegado dolor: El sol se pone detrás de las montañas. montañ as. La tarde desciende por los valles con su fresca sombra. El simbolismo de un ocaso renaciente no podía hallar mejor subrayado musical que los violonchelos hablando de la hondura de la tierra, la madera que avisa como un clarín de diana que se inicia el despertar y un nuevo camino por la oscuridad entre latidos suaves de las arpas. La voz grave y segura de la contralto recita los versos sin expresión, con la serena objetividad del mundo. En seguida surgen los dos temas fundamentales de la canción: el de la vida y el de la muerte. Este último no hace más que apuntarse como un suspiro. El primero se alza rápidamente con toda su pasión sobre las palabras: La luna es una barca de plata que surca un lago azul y se remonta.
Mahler había añadido a «los oscuros abetos» del poema chino «el lago azul» (blauen himelsee), destacándose así la ascensión del símbolo lunar, la barca que conduce a lo alto. La voz femenina subraya justamente las palabras (der Mond, la luna, y herauf, ascenso). A continuación se inicia con un fondo de arpas y de oboes una canción de cuna (barca, cuna, arca) que evocan la paz del final de las canciones del joven errante y de los Kindertotenlieder, así como el inicio del lied «Me he retirado del mundo»: La tierra respira, entregada al reposo y al sueño. Todos los deseos aspiran ahora a soñar.
La canción de cuna recoge entonces los versos que Mahler introduce en el poema y que son aquellos de su quinto poema de juventud a Johanna Richter: Los hombres fatigados retornan a su casa para recobrar en el sueño la juventud y la dicha perdidas.
La música casi explota amorosamente, la canción de cuna se confunde por unos instantes con el inicio del «Adagietto» de la Quinta y sobre la palabra «sueños» reaparecen los motivos extáticos más bellos del final de la Tercera y del adagio de la Cuarta. La estrofa concluye con un dulce piar de pájaros (el retorno de la juventud) y el inicial sonido de las arpas y chelos que cantan sordamente que el mundo entero duerme y sueña: Los pájaros se acurrucan en las ramas silenciosos.
¡El mundo cae en el sueño!
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Desde el sueño del mundo emerge en rápida, brevísima evocación, el lied de la Tercera, el «Oh Mensch!» nietzscheano, y el motivo inicial del adiós retorna con las palabras Espero erguido a mi amigo para la última cita
para dejar paso de nuevo al tema de la vida, esplendoroso, emotivo: Deseo ardientemente, amigo mío, gozar a tu lado la belleza de este atardecer. ¿Por qué tardas? Me has dejado solo mucho tiempo... Voy y vengo con mi laúd entre mares de hierba. ¡Oh belleza! ¡Oh mundo ebrio de vida y amor!
En este último verso, añadido por Mahler, se halla la respuesta a la ebriedad nihilista que busca en la vida muerte, en el sueño fantasmagórico, el anonadamiento. A un mundo emborrachado y enloquecido, que camina hacia su autodestrucción material y espiritual, responde Mahler con el verdadero don de la ebriedad: el amor que hace vivir y vibrar de belleza al mundo, el amor que un misterioso amigo de todos los humanos derramó sobre sus campos y «vestidos los dejó con su hermosura». Mahler recupera la idea central del primer lied, que hemos reencontrado en el Titán de JeanPaul y en el Cant espiritual maragalliano: el ardiente deseo de gozar la belleza de la vida y del mundo esealamado amigo que, en Ese su secreta siempre tarda tanto en llegaralylado llenadeldeAmigo soledady Amado, y nostalgia alma que lo invoca. rostro faz, oculto de Dios es el sol que seca el llanto del solitario en otoño, es aquel a quien el alma espera erguida en la última cita en esta tierra, en el pórtico de la morada interior, todavía en el gozo postrero y supremo de los sentidos. Aún no es el momento de abandonarlos. El último viaje inacabable vendrá después. Pero no llegaría nunca a emprenderse sin ese amor correspondido que une al Amigo y al Amado ante la belleza del atardecer, la que abre la noche oscura del alma. El último adiós a la vida como sueño es una apertura a la larga soledad esperanzada que se nutre de los hermosos vestidos que el amor creador fue dejando como rastro de su existencia. El laúd caminante, el de los trovadores y minnesinger de todos los tiempos y lugares, es aquel don divino que el cantor considera suyo. La errancia —ya lo sabemos— simboliza la búsqueda de esa morada que Mahler sabe bien cuál es y que no puede confundirse nunca con hogar alguno ni siquiera con el «quiosco de porcelana» del arte más puro. Mahler vincula claramente el símbolo lunar de la maternidad celeste a la Mater gloriosa, la femenina eternidad amorosa de Dios. El «Ewig» final retoma la melodía hímnica de la luna, arca de plata que asciende a lo alto de los cielos como la Virgen Asunta. La canción de cuna, que acompaña el sueño de una tierra y unos seres que gimen de deseo y que ahora, por fin, sólo aspiran a soñar que recobran la inocencia de su niñez, se inicia en las palabras «El arroyo canta melodioso a través de la oscuridad», como si de un camino se tratase, un camino de agua sonora hacia un belén simbólico, donde la infancia reposa en la cuna lunar. La morada última que busca el cantor errante no es otra que ese portal de Belén, esa tierra santa donde el Amigo se hizo tan humano como su amado en la primera cita que tuvieron para contemplar juntos la belleza del mundo y, juntos, gozar del crepúsculo de la vida mortal. La sabiduría del Niño es la de senex puer, la del hombre fatigado de experiencia que recupera la juventud en ese retiro del mundo que es la cueva de Belén, en ese amor sereno y dulce intuido en el «Adagietto». El himno a la belleza del mundo embriagado de vida y de amor se prolonga con un interludio que le une al canto final de despedida. La voz se torna el más humano de los instrumentos
musicales. Los chelos funden el ser del hombre con la profunda sima de la tierra. Todo suena profundamente y solo. Estamos de nuevo casi en el principio de la Tercera, cuando la Tierra inorgánica esperaba la vida. En una inversión radical, aquí la Tierra parece haberse despedido de 154
ella y del ser humano, su máxima expresión. El mundo duerme. Todo es gravedad, pero, de pronto, todo clama en un desgarrador crescendo iniciando una de las melodías más dulcemente tristes de la historia de la música. Una música desgarradora, que parte el corazón. Lenta, rítmica como un latido, reiterada, obsesiva como una pena que no nos abandona. Delicada y entrañable como el llanto silencioso de una madre que ha perdido al hijo. La melodía es una de las citas más sublimes de Mahler. Consciente o no —no podemos saberlo— la cita reproduce las doloridas frases del Stabat Mater de Dvorak, que se hallan antes en su Quinta sinfonía de 1875. La similitud es tan extraordinaria que parece imposible y al mismo tiempo reveladora la coincidencia porque, como vemos, el simbolismo maternal se hace una y otra vez más evidente. El llanto silencioso de la madre junto al hijo crucificado y muerto es lo que Mahler comunica con esta melodía que preludia la marcha definitiva hacia lo alto y hacia la resurrección misteriosa. El poema de Wang-Wei, matizado por Mahler, dice así: Desciende del caballo y le ofrece la bebida del adiós. Le pregunta adonde va y también por qué, por qué, debe irse. Él responde con voz velada: Oh, amigo mío, la fortuna no ha sido generosa conmigo en este mundo. Me voy a las montañas. Busco a mi solitario corazón. Marchoreposo a mi patria, a mi última morada. Nunca más vagaré hacia la lejanía. ¡Mi corazón está en paz y espera su hora!
En un recitativo de cantata bachiana, la quebrada voz de la contralto, surgida entre las notas del Stabat Mater, reexporte la introducción del adiós hasta que surge el tema del final del primer Kindertotenlieder sobre la frase «Busco reposo a mi corazón solitario». Antes, la queja al amigo sobre la mala fortuna en este mundo ha venido subrayada por el tema de la vida, que habrá de constituir el himno final de la primavera eterna. Los tres últimos versos, añadidos por Mahler, constituyen el núcleo de todo su mensaje musical. La canción de cuna navideña acompaña el «camino hacia mi patria». Sobre «mi última morada» suena el lied «Me he apartado del mundo», que volverá de nuevo, más amoroso que nunca, más adagietto que nunca, cuando la voz única, desgarrada y serena, depaz Kathleen Ferrier, la suprema de La canción deacabara la Tierra, que su corazón está en y aguarda su hora. Su voz,contralto dañada por el cáncer que concante ella en 1952, un año más tarde de su legendaria grabación en Viena dirigida por Bruno Walter, tiene registros de tal autenticidad que, sin duda, es imposible escuchar una versión más identificada con la emoción que Mahler experimentaría al componer lo que nunca podría oír. Este abrazo de paz que Mahler da a la muerte culmina todo el largo viaje de su obra y su pensamiento. En su libro Piedra escrita, Yves Bonnefoy dedica un poema al epitafio de Kathleen Ferrier, cuya voz grave le evoca al poeta francés «la conciencia poética de la existencia», sobre todo en la versión citada de Das Lied von der Erde. Para Bonnefoy, esa voz permite manifestar plenamente las relaciones sonoras y rítmicas —musicales— que el poema crea entre las palabras. La música es la afloración de una unidad y de una trascendencia y, por eso, leer musicalmente debe relacionarse con esa otra búsqueda de la unidad que es el rito religioso. El diálogo entre amigo que desciende de su montura y el instinto viajero adequien bebida del adiós simboliza la elsabiduría humana, despojada ya de todo vidaofrece como lavoluntad de
poder (¡los jóvenes centauros como rayos de sol!), que sigue preguntándose por el misterio del
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más allá y, sobre todo, por qué el hombre debe morir. Mahler sustituyó el «warum er reisen wolle» («por qué quiere irse») de la traducción de Bethge, por «warum es müsste sein» («por qué debe ser esto»), para indicar un destino independiente de la voluntad humana. La «bebida del adiós» es, sin duda, la conciencia lúcida que ha de acompañar las largas travesías de la inquietud, pero la respuesta que supera el interrogante no pretende contestar acerca de por qué el destino debe ser el que es, ya que justamente la vida en este mundo es un dolor en la medida en que dependa de la suerte o la fortuna, es decir, el ciego azar que nunca puede ser verdaderamente propicio, pues niega en sí mismo toda justicia. La respuesta del viajero errante, al final de su vida, es que sólo el retorno a la patria, hacia las montañas de lo alto, tantas veces evocadas por Mahler en su obra, permite que el sol seque tiernamente las lágrimas del solitario corazón y que éste pueda reposar en el seno maternal de la unión con el amor eterno. Mahler escribe claramente que «nunca más vagaré hacia la lejanía». Es el final de los deseos ensoñados, de las proyecciones idealistas, del «vino, mujeres y canto» de la Viena insustancial, del arte desesperadamente vuelto hacia sí mismo en una mística negativa. La auténtica lejanía y la última está en el horizonte de lo alto, hacia donde marcha en su último viaje el errabundo, a donde el destino le lleva con la firme mano de una revelación inscrita en su propio ser y que le ha permitido recorrer y atravesar todos los azares de una fortuna injusta. El epílogo de La canción de la Tierra ha sido considerado como la prueba decisiva e irrefutable del panteísmo mahleriano. Junto con la obsesión enfermiza por la muerte, éste es el otro tópico deluna compositor y sobre suypensamiento religioso y filosófico. En el caso gran de Das Liedsobre von la derobra Erde, lectura pesimista trágica del ciclo de canciones conduce, sin duda, a una conclusión igualmente trágica y pesimista, pero tan obvia como la misma consideración social preponderante que suele merecer la muerte en sí misma. Lo que lleva a amortiguar esta conclusión es precisamente el canto final a la tierra eternamente renovada cada primavera. Son los versos finales, alterados por el propio Mahler, del poema de Wan-Wei, cuya música evoca el tema final de la 2. a sinfonía, «Resurrección»: Por doquier la tierra bienamada florece en primavera y reverdece. Por doquier y por siempre, siempre brilla el horizonte azul. Por siempre, siempre, siempre... El texto chinosisevuelven limitaba, por día. el contrario, a afirmarfrancesa el pasodel continuo de D'Herbeylas nubes blancas y aoriginal preguntarse algún En la traducción marqués Saint-Denys se habla de «la naturaleza inmutable y las blancas nubes eternas». La versión alemana manejada por Mahler reproduce la francesa, pero él introduce unos cambios que rompen la impresión de inmutabilidad distante de la naturaleza. Por una parte, la tierra aparece ligada al hombre por el amor de éste. La tierra es «bienamada» como una esposa, como una mujer a la que se ama sinceramente. Por otro, la tierra, al florecer en primavera, reverdece, se renueva cada año. No es un ser inmutable, sino en continua transformación gracias a la vida. Por último, las blancas nubes, símbolos de la fugacidad, que el poeta chino ponía como ejemplo de un retorno más que dudoso, han desaparecido para dejar paso a un horizonte, a una lejanía infinita para la vista humana, que brilla con luz azul celeste siempre. En el primer poema de Li Tai Po se decía exactamente eso: El cielo es eternamente azul y la tierra vivirá largo tiempo
y florecerá de nuevo en primavera.
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La tierra, pues, no es eterna, como tampoco lo es el cielo desde donde hoy ya podemos contemplarla. La cosmología de Mahler no cree en un universo infinito ni eterno, ni lo confunde con la divinidad, que es su creadora amorosa. El carácter simbólico de la única eternidad que se postula en los versos de Mahler viene destacado por las palabras «Allüberall und ewig, ewig, blauen licht die fernen», «por doquier y por siempre, siempre brilla el horizonte azul». El tenaz viajero de este mundo cree y confía en la eternidad de un cielo lejano cuyo brillo es la señal de su existencia. En el horizonte del ser humano, siempre, siempre, brillará esa luz: la de la vida celeste, la que han visto los niños del mundo, la que acogerá siempre la luz consumida de cada ser, siempre prematuramente muerto, la que encendió la urlicht que conmovió al ángel guardián del Paraíso. El ewig final se repite nueve veces, número simbólico de la sabiduría superior. Es el final más abierto de la obra de Mahler. La última nota queda suspendida y jamás resuelta en su carácter intemporal, como en la sonata de los adioses de Beethoven. Poco antes de morir, Mahler preguntó a Bruno Walter: «¿Cree usted que es soportable? ¿No incitará a la gente a suicidarse?» Ese no saber cuándo acaba la música ha llevado a decir a Philip Barford que el alto grado de atención consciente provocado por ese final refleja el océano del inconsciente. Todo es oído y experimentado «como si fuera recordado». Y es verdad. Ya hemos notado cómo juega el símil proustiano en esa música cuya textura orquestal, casi china, extrema los tonos agudos y claros, dándonos la impresión de un mundo poco sólido, casi acuático, donde los lagos, riachuelos y ríos del paisaje se funden con eldualidad vino y las y todo tiende a disolverse quebrarse como el cristal. La punzante de lágrimas, los contrarios, quejunto parece imposible de unir,o nos da esa mezcla de dulce sensualidad extasiada de estar vivo y de conciencia amarga de la mortalidad que hace desfallecer a la misma música. En el borde de la vida, allí donde la «muerte propia», no la abstracta arquetípica, es acogida con serena perplejidad por el músico, éste parece compartir aquel pensamiento de Ludwig Feuerbach de que «Tu creencia en la inmortalidad no es verdadera si no crees en esta vida». El horizonte azul y eterno es ese límite de nuestra visión que, por serlo, no tiene fin. Es nnuestra uestra propia limitación, no la suya. Desde ese horizonte infinito, la tierra y nosotros somos una sola cosa, porque, como escribía Fechner en 1879, «hemos de concebir la tierra como un ser que nos es supraordenado, tanto en sentido material como espiritual, como un ser unitario en un sentido más elevado que nosotros mismos y, en consecuencia, hemos de entenderla también como un nudo que nos ata a las demás criaturas con un lazo divino». En su himno a la Tierra, Mahler traslada a ella ese lazo simbólico que hace de la humanidad algo real y consistente, algo unitario, cuya renovación histórica la Tierra simboliza con su renovado florecer. Ella, en su materialidad, es la imagen (no sueño, no ilusión) de la profunda morada del hombre, de ese Belén donde Dios se hace Niño, de esa madre gloriosamente terrenal que nos conduce al horizonte azul. En el quinto fragmento del Réquiem alemán de Brahms, tiempo lento para soprano y coro en sol mayor en el que se yuxtaponen contrapuntísticamente textos bíblicos dedicados a la muerte de su madre, encontramos una asombrosa similitud con la apoyatura musical del «Ewig» mahleriano. La voz de soprano canta los versículos del Evangelio de san Juan (XVI, 22): «Estáis tristes ahora, pero volveré a veros y vuestro corazón se alegrará y nadie os arrebatará vuestro gozo.» Sobre las palabras «ich will ench wiedersehen», «volveré a veros», el coro canta «Yo os consolaré como una madre dice Yahvé» (Isaías, LXVI, 13). Al igual que en la melodía del Stabat Mater de Dvorak, no es posible saber si la cita brahmsiana es consciente, pero también aquí la coincidencia emociona por su significación.
Brahms pone en boca de su madre muerta el mensaje de Jesús resucitado que retorna a su cielo: ¡volveré a veros!, mientras que la pérdida de la madre lleva a Yahvé a prometer consuelo como el que ella daba. Esa yuxtaposición de dos promesas maternales, la mirada y el consuelo, en la 157
música del Réquiem y de La canción de la Tierra permite imaginar la fusión que Mahler intuye, tras la muerte humana, entre la Madre Tierra perdida y esa otra Madre celeste, horizonte de luz, que siempre volverá a vernos y nos consolará de toda pena y de todo dolor.
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X En febrero de 1909, Gustav Mahler, genio y figura, se halla de nuevo en el torbellino de las pugnas musicales que más odiaba. En América, los conflictos son otros, pero son lo mismo: orquestas que no comprenden la pureza tiránica del maestro; empresarios y dirigentes musicales que valoran el rendimiento económico el arte; públicos sin tradición musical y que prefieren lo más espectacular a lo bello; rivalesque ambiciosos, más flexibles y componedores Mahler, como el joven italiano Arturo Toscanini... Sólo Alma parece encantada con la experiencia americana. La economía familiar se recupera, el tren de vida mejora y la vida de sociedad en Nueva York, Boston, Filadelfia, le permite brillar, ser admirada. Sin su papel usual de ama de casa y con la pequeña Anna al cuidado de los abuelos Molí, Alma Schindler parece haber olvidado sus penas de party en party, de recepción en recepción. Mahler se sincera con su confidente más estimado, Bruno Walter: «Sobre mí habría que escribir demasiado tan sólo para comenzar. Atravieso desde hace un año y medio tantas experiencias nuevas que me es imposible hablar de ellas. ¿Cómo podría intentar describir una crisis tan terrible? Lo veo todo bañado por una luz nueva. Me hallo enfrentado a tales transformaciones que no me extrañaría encontrarme en un nuevo cuerpo como Fausto en la escena final. Me siento ávido de vivir como nunca y encuentro "la costumbre de estar vivo" más dulce que nunca. En este momento, los días mi existencia son como de lapor Sibila... Me encuentro a mí mismo menos importante cadadedía... ¡Qué absurdo dejarselibros sumergir el brutal torbellino de la vida! ¡Mentirse a uno mismo y mentir aunque sólo sea un instante al que está por encima de nosotros...! ¿Quién piensa en nosotros, quién actúa? ¿Qué cosa más rara: cuando oigo música —incluso cuando dirijo—, oigo respuestas bastante concretas a todos mis interrogantes y todo se me vuelve claro y cierto o, mejor dicho, me parece comprender claramente que, en el fondo, no son del todo interrogantes?» Cuando Mahler retorna a Europa para sus vacaciones estivales en 1909 ha alcanzado ya una fama mundial como director mítico y como autor de una obra original, polémica y técnicamente indiscutible. Su amigo y rival Richard Strauss se ha portado muy bien y dirige con éxito varias sinfonías mahlerianas, lo cual aviva en nuestro compositor los sentimientos de gratitud en general. Mahler aspira entonces a reanudar viejas amistades, particularmente la de su mentor de juventud, Lipiner, apartado de él desde el día en que la presentación de sus amistades a Alma concluyó en ruptura por la clara incompatibilidad de éstas con la joven e impertinente prometida de un embobado cuarentón. Lipiner hizo de confesor de Mahler. Según nos cuenta Walter, el músico lo buscaba impetuosamente y «quería que ese espíritu elevado y claro le aportara algo de su equilibrada visión del mundo». Lipiner compuso un poema sobre sus conversaciones con su viejo amigo, «El músico habla», y se lo regaló cuando Mahler cumplió al año siguiente los cincuenta años. El comentario de éste a Walter indica su estado espiritual: «Lo que Lipiner me dice es maravillosamente profundo y verdadero, pero hay que ser Lipiner para encontrar en ello seguridad y sosiego.» El desasosiego de Mahler no es musical. Participa feliz en las reuniones de sus jóvenes amigos Schónberg, Berg y Webern. Su admiración y afecto siguen acompañándole. Conoce y anima a nuevas promesas, como Edgar Várese. Pero su preocupación fundamental comienza a ser su mujer, la cual, desde 1907, tiene múltiples desarreglos físicos de origen psíquico. La medicina de la época solía recomendar en estos casos estancias más o menos prolongadas en balnearios
tranquilos. Entre junio y julio, Alma se recluirá en el de Levico, cerca de Trento, donde recibió hasta veinticuatro cartas de su marido animándola. Mahler marchó, solo, a Toblach, y desde allí escribe que «soporto la soledad tan bien como un beodo el vino. De hecho, creo que todos los 159
hombres tienen necesidad de ella una vez al año. Es una especie de purgatorio o de purga para el espíritu». En esa soledad, Mahler se pone a trabajar febrilmente durante el verano. De un golpe surge la Novena sinfonía, su obra más rápidamente compuesta. «La he escrito como un ciego, para liberarme, y ahora que comienzo a orquestar el último movimiento me he olvidado del primero... Algo se dice en ella que tenía en la punta de la lengua desde hace tiempo; algo que, tal vez, pudiera aproximarla en su conjunto, en todo caso, a la Cuarta, aunque difiere bastante de ella.» Los cuatro movimientos de la Novena no surgen a voluntad de su autor y prolongan ese carácter «objetivo», de desasimiento, de una música que se inicia en La canción de la Tierra. Constituyen la más acabada expresión de las formas arquetípicas de Mahler y en eso reside su unidad formal, como un mándala cuaternario en el que la horizontalidad musical, la planicie única que unía los cuatro movimientos de la Cuarta, se sustituye aquí por la simetría de un cuarteto (A-B-B-A) de diferentes tonalidades que logra formalmente lo que en Mahler, como sabemos, es finalidad repetida: la marcha danzante. Podríamos describirla como la linealidad que siempre retorna sobre sí misma; la progresión que retrocede; la ascensión eri espiral; la estructura unitaria y circular que engendra una línea recta y siempre curva a la vez porque, como en los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, «en mi fin está mi comienzo», y porque «el más feliz de los hombres es aquel que puede unir lo más estrechamente el final de su vida con su principio» (Goethe). La simetría cuarteto mahleriano en intercalar movimientos algo agitados, y sobre todo, dedelagresividad paródica,consiste entre un «Andante»dosinicial y un «Adagio» finóle predominantemente intimistas, extáticos y amorosos. Pero la unidad ddee la obra no surge tan sólo de las similitudes formales y de la simetría cuaternaria, sino, como decíamos, de la «evolución» curvilínea de la simbología desde la lenta marcha inicial, que evoca una partida por mar, hasta los últimos compases erstebend (muriendo), cual ondas en la playa. Es continua la presencia de ciertos temas y motivos a lo largo de los cuatro movimientos. Incluso, de forma totalmente inusual, el rondó-burleske se ve, de pronto, atravesado por la anticipación literal del «Adagio». Mahler pudo decir que había olvidado el primer movimiento mientras orquestaba el último, pero el olvido es el homenaje que el recuerdo hace a la memoria. En la de Mahler, la síntesis alcanzada en cada fragmento del mándala incluye a su vez fragmentos que se repiten —síntesis tras síntesis— variando así, transfigurado, su sentido. Lo cual permite captar la circularídad dinámica de la sinfonía, pues si el adagio es la «noche transfigurada» del andante, éste se oye de nuevo con laesluzque de«en esa mi transfiguración. metamorfosis final surge de la forma que había en un principio comienzo estáSimilafinal». La musicología mahleriana no ha podido liberarse de la muy lógica tentación de vincular la Novena sinfonía, junto con La canción de la Tierra, a la muerte próxima del compositor. Alban Berg la escucha al año de ésta, en su primera audición, y escribe a su esposa acerca del primer movimiento: «Todo él es un presentimiento de la muerte. La muerte se anuncia sin cesar una y otra vez. Todos los sueños terrestres encuentran aquí su cima (tal es la razón de esas subidas gigantescas que siempre bullen tras cada pasaje tierno y delicado), sobre todo en esos momentos escalofriantes cuando el presentimiento adquiere la fuerza de una certeza o el intenso deseo de vivir alcanza el paroxismo o la muerte se impone con la máxima violencia [...] Entonces no hay ya rebeldía posible. Y lo que sigue no me parece más que resignación, siempre con la idea del "más allá".» Para Paul Bekker, el lema no escrito de la Novena bien podría ser «Lo que me dice la Muerte». Y Bruno Walter no duda en considerar que el último Red de La canción ca nción de la Tierra,
«El adiós», hubiera podido servir de título a la Novena. Abundantes han sido las referencias a una supuesta «vejez prematura» de Mahler, cuya última sinfonía sería obra de un hombre «mortalmente enfermo». Pero como ha demostrado abundantemente H. L. de La Grange, ningún 160
aspecto de la salud de Mahler —incluida la cardiopatía diagnosticada cuatro años antes— permitía presagiar su muerte a causa de una infección faríngea. Es corriente, con todo, ver de forma retroactiva rasgos premonitorios de muerte en la vida, los actos y el físico de quien ya ha muerto. La imagen de «hombre acabado» que para algunos daba Mahler al dirigirse al podio para interpretar la Octava podía deberse a muchos factores —y no era el menor el reciente conflicto matrimonial— y no justamente a la gestación de una enfermedad. Es cierto que se ha especulado en esta cuestión, en parte gracias a una supuesta actitud supersticiosa de Mahler sobre el destino mortal de los compositores que habían llegado al número nueve en su obra sinfónica (Beethoven, Schubert, Dvorak, Bruckner). Tal superstición no tiene otro fundamento que el testimonio —no siempre fiable— de Alma Schindler y, además, como dijera Schónberg, «para Mahler, el número nueve era motivo de creencia, no de superstición [glaube, nicht Aberglaube]». En todo caso, desde la perspectiva estrictamente numérica, La canción de la Tierra es la Novena sinfonía, pues ya vimos que no se reduce a uunn simple ciclo de canciones. Y, por tanto, la que figura con esa numeración oficial es, en realidad, la décima. d écima. Mahler la esbozó mientras concluía la anterior en el verano de 1908. En consecuencia, tanto si era su novena sinfonía como si era su décima, ningún temor supersticioso le impidió lanzarse a la aventura de sobrevivir a una novena obra. No era el miedo a morir lo que le hizo dudar sobre el número de Das Lied von der Erde, sino sobre si merecía ésta la noble calificación de Novena sinfonía como la de Beethoven. El mismo William Ritter escribe el año de la muerte de Mahler, que esa duda se debía «un sentimiento que entraba respeto que que la aprensión y la superstición». Sin aduda, la Novena yensuelmensaje es lomás másel enigmático nos ha dejado escrito Mahler y sólo puede comprenderse una y otro en el contexto de toda su obra y de los rasgos más constantes y sobresalientes de su vida. ¿Se trata de una concienciación de la propia muerte vecina? ¿Es un haz testamentario de recuerdos en busca del tiempo perdido? ¿O más bien es un revelador viaje al más profundo inconscíente? ¿Podría ser, acaso, un mensaje misterioso, hermético, por el cual Mahler pasa de ser compositor a ser compuesto, recreado? Desde esta pura hipótesis imaginativa, no extrañaría que el año 1909 asistiera al paso del cometa Halley, que provocó un extendido temor a que el mundo llegase a su fin, y al comienzo de la redacción de A la recherche por Marcel Proust, o al sueño revelador de Gustav Jung que fundamentó su ruptura con Freud y toda su obra de psicología profunda posterior, por no mencionar el primer estudio científico sobre el hermetismo y la gnosis pagana de Reitzenstein, editor del libro egipcio de religión esotérica Poimandres. Algo de todo ello participa en el sentido tiene a (¡no nuestra audición,una la música la Novena: el si finsedequiere— un mundo artístico que y psíquico la muerte!); memoriade—testamentaria que personal, sintetiza una vida y una obra anteriores para, con ellas, cruzar el Jordán, el horizonte azul, más allá siempre; un sueño diurno revelador de la utopía humana que se esconde en el fondo del ser humano y que ha ido emergiendo una y otra vez en esa obra musical anterior, ya que, como escribe Jack Diether, «Mahler reconoce instintivamente que la verdadera vida de la creación musical es ampliamente subconsciente»; y, en fin, un mensaje misterioso, esotérico, que culmina la conciencia objetiva y aceptante, expresada en la Sexta sinfonía, y que alcanza al mismo lenguaje musical en Das Lied: más superconsciencia cósmica que reflexión subjetiva, más mensaje revelador —para Mahler y sus oyentes— que revelación de éste. El «Adagio» final de la Novena, introducido ya en el rondó burlesco, no sería, en este enfoque de la cuestión, un adiós postrero, un canto fúnebre a la propia vida, una despedida definitiva del mundo, sino la coda de una vasta sinfonía vital y artística que, desde su inicio, habría narrado siempre el mismo monomito primordial: el del viaje del héroe en busca del sí mismo perdido; viaje que no tiene
otro fin temporal que el que, por supuesto, marca la aniquilación física, pero que perdura como condición arquetípica del ser humano por encima de sus avatares. No otra cosa simboliza en profundidad ese despedazado cuerpo de la Décima sinfonía de Mahler, inacabada para siempre 161
pero que nosotros podemos prolongar una y otra vez hasta hacer de ella, como de la obra completa de Mahler, una música infinita. La musicología que ha demostrado sentirse fascinada por la significación psicológica de la obra de Mahler llega con la Novena a un callejón sin salida. Prácticamente ningún autor niega su carácter tanático, pero son escasos los que van más allá de esa caracterización; por otra parte, tan obvia que, conociendo el talante «metafísico» « metafísico» de Mahler, resulta, al final, casi irrelevante. La muerte de la que nos habla el «Adagio» final no es, en ningún caso, un adiós a la vida, como podía serlo el del pintor Cavaradossi de la Tosca pucciniana de 1900, que muere desesperado porque huyó para siempre la hora en que, en su recuerdo, abrazaba el deseante cuerpo de su amada. No tiene razón Adorno cuando afirma que, en la Novena, «la vida no es dulce más que como recuerdo» y que «eso es justamente lo doloroso», ni cuando niega la esperanza que se desprende del «claro» introducido en el bosque del rondó-burleske al calificarla de «fulgor fugitivo en las profundidades de las tinieblas». Es ese mismo prejuicio sobre lo fugaz el que lleva a negar al ilustre filósofo la unidad de la sinfonía, deshecho ya el román, fragmentado hasta el deshilachamiento su texto. En la Novena, la falta de unidad interna de un discurso agotado y sin sentido flota como los restos dispersos de un naufragio. Mahler habría erigido en metafísica su propia imposibilidad, enfrentándose así a lo imposible. El mundo mahleriano, como el de Kafka, «está infinitamente lleno de esperanza, una esperanza que, simplemente, no es para nosotros». Mahler, según Adorno, «lo fundamenta todo, apasionadamente, en lade insensata idea de que, a pesar de todo,ser, el milagro es posible». La idea mahleriana la posibilidad del milagro podrá en efecto, insensata —y lo es, venturosamente—, pero no puede decirse que sea apasionada. Nada más «frío» en Mahler que ese final «Adagio» de «afirmaciones objetivas, casi sin pasión», como dice Schónberg. «Cuando, en la desnudez, afronta por fin la nada —escribe Theodor Reik— no hay trazos de sentimentalidad, de falsa emoción y de notas falsas. Aquí un hombre se eleva a lo más alto [...] Donde otros se pierden, él se encuentra. Donde otros caen, él alcanza alturas inaccesibles.» Y esas alturas inaccesibles no son otras que la meta, el hogar, la propia patria futura del origen, porque, para Reik, «el último Mahler es el único verdadero, es él mismo: él es sí mismo», reencontrado en el seno de la gran conciencia que late en lo inconsciente universal, su última y más completa creación desde la nada de la muerte. Si ésta simboliza el no-ser, la muerte no importa si se es, si uno crea su propio ser de la nada, como Dios. Sobre esto escribió Paul Bekker: «su necesidad apremiante de verdad había alcanzado su meta. Tenía a Dios enfrente, en la horadedelalamuerte». última revelación quedicho puede serle concedida a labajo mirada Diospero bajoesa la forma Él le había a Walter: «Veo todo una humana: luz nueva», totalidad de visión cierra un arco casi sideral de retorno de Mahler a su origen. En aquellos lejanos versos a Johanna Richter en 1884: ¿Por qué te detienes, fatigado pie mío? Prosigue tu marcha, compañero de mi pena muda. Debo ir lejos, más allá de toda belleza, ah, sobre esta tierra, ay, tan verde, tan verde...
la aspiración y el destino coinciden en ese ir más allá de toda belleza. Ese logro de trascendencia es también un logro de continuidad. «Todo tiempo es un eterno presente y sólo a través del tiempo el tiempo es conquistado», dice Eliot. El origen es la infancia como experiencia de amor: la experiencia de ver y ser visto, de oír y ser oído. La unión imposible de las esferas de la existencia —el pasado y el futuro— es real cuando uno y otro son conquistados y reconciliados.
Y cuando Mahler exclame, en plena revelación del gran error de su vida pasada, que «toda mi vida ha sido de papel», ha conseguido olvidar incluso que su verdadero papel ha sido oír y ser oído. La música no existe si no es oída y recreada en el oyente, y por eso Mahler obliga a quien 162
le escucha a sentir lo que él siente, a oír lo que él oye cuando el ser —los seres— se lo dicen, al conocer aquello de lo que le hablan. Claro está que, como él mismo se temía, «los hombres tendrán trabajo durante mucho tiempo abriendo las nueces que para ellos estoy cogiendo del árbol». Viaje por el amor y la muerte
La sinfonía se inicia como una sutil prolongación del ewig suspendido en el aire infinito de La canción de la Tierra. Es una marcha lenta, muy lenta, sobre las aguas de una laguna quieta, como si se entrara en la paz viva de otro mundo. Pero muy pronto se anuncia un viento amenazante. Los suaves latidos de la Tierra, de su corazón maternal, dejan de sonar y los remos hirientes de una embarcación sombría se hunden en la Estigia en que se han convertido las aguas del principio. La música desgrana gemidos de nostalgia y el pausado avance de la nave conduce a un paisaje áspero de disonancias, de exasperados recuerdos, de éxitos ambiguos. Lentamente, la barca que conduce Caronte penetra en la noche sorda desde donde se parte de verdad. Suenan las oscuras llamadas al pasaje difunto: las sirenas de toda partida. Ahora todo son sombras y los remos se hunden con pesadez en un líquido denso y espeso como de ciénaga. Lejanos ecos de montañas purísimas acompañan piadosamente la incursión por lo negro, por lo desconocido, en anuncio de la breve apoteosis orquestal, que se enciende con el imprevisible triunfo evocador de la Resurrección, como side de dudas prontoysefantasmas hubieran envuelve abierto unas puertas inimaginables: esperanza inquietud. El torbellino al navegante que ha pasado bajo lase puertas esfíngeas. El espacio ya no tiene horizonte. La música desciende, se adelgaza, se torna terriblemente amenazadora. Bajamos por un abismo acuático en el que, sin advertirlo, se penetra en una gruta de delicias, a la que acuden todos los recuerdos, un sinfín de citas seguidas de la obra mahleriana. ¿Estaremos acaso en el paraíso que halló en el fondo de las aguas el mono de la leyenda oriental? Hay un encuentro, sí, con lo sublime. Una sublimidad que acaba estallando por insoportable, por ser terrible como un ángel. Pero de ese fogonazo no parece quedar nada. Más intensa y aguda que nunca, suena la marcha fúnebre, con las campanas que tocan a muerto, junto a las sordas sirenas que dan su último adiós al navegante. Así, aquel marinero ahogado cuyo entierro en el mar de mi infancia es para mí inolvidable. Jamás había llorado Mahler tanto una muerte, pero nunca tampoco la había envuelto en lienzos tan amorosos, tan maternales, tan tiernamente acogedores. La flauta cantalauna últimacanta canción solitariapara queque, preludia victorialafinal la muerte. En breves oleadas, orquesta esa victoria entre la arpegios, navesobre retorne a su primera singladura de dulce paz paradisíaca. Mas, en realidad, no hay retorno. Hay, como siempre, metamorfosis. La dulzura es un estado que la música expresa, también como siempre en Mahler, mediante la lenta suspensión de las notas. Se alcanza un final en re, en pizzicato y en armónicos, de cuerdas y arpa, que prolonga el piccolo y el armónico agudo del chelo hasta un punto lejano e intangible como de sueño. El más secreto lazo con la Cuarta es ese viaje interior del alma por su inconsciente que, en la Novena, guiado por el ángel («imple superna grada») desborda ya la conciencia «realista» expresada en la Sexta para alcanzar el super-consciente que lo trasciende todo. Son los estallidos del encuentro definitivo del alma consigo misma, del estar llegando a las puertas de casa, de estar llegando a puerto tras cruzar la laguna del Hades en la barca azul lunar. Como en el caserón grande y solitario de Toblach, donde un Mahler sin familia sufre su purgatorio del espíritu y no puede componer en su hauschen porque llueve sin parar, la música
recorre las galerías pobladas de fantasmas, pero también de viejas melodías, en esa fiesta ambivalente que los espíritus mahlerianos celebran en la casa deshabitada, vacía de su propio espíritu, con ecos de oquedad, que recuerda la visita de los amigos desaparecidos al Toulouse163
Lautrec moribundo del Moulin Rouge de Huston. ¿Angustia o energía viva, eterna? Las llamadas lejanas de la muerte real —la de Putzi ante todo—, no excluyen la alegría del reencuentro en la casa con todo lo tiernamente querido y en lo que se sigue confiando: eso que va poniendo luz en la sombra mientras ésta avanza. La gnosis iniciada en La canción de la Tierra tiene aquí su culminación. El hogar del alma sólo se alcanza a través de la muerte del temor a ella, del horror a la aniquilación. La constante mahleriana de «morir para el mundo» cobra aquí su realidad y su fuerza definitivas. La máxima dulzura de la música parece indicar algo así como el abandono del cuerpo en un viaje astral de éste. La flauta asciende y desciende en solitario para narrarnos ese viaje del alma, la cual permanece unida en la distancia al cuerpo deshabitado. Si hay estallidos de luz y de reencuentro consigo mismo también hay «catástrofes» sonoras, como aquella lejana de Das klagende Lied. Pero éstas son visiones cegadoras de la verdad del otro, de lo otro. El lugar de reencuentro con la infancia divina es una gruta para animales y pastores. Belén no es un palacio. p alacio. El castillo de la reina altiva y el hermano asesino se derrumba ante la voz de la verdad, que es la voz que se rebela contra la ambición fratricida que niega la existencia del otro hermano. En ese reencuentro de la infancia que es el otro-hermano hay toda una simbología implícita que la música va revelando. El andante se inicia, como todo lo primero y primario, por los sones hondos de la fundación de la naturaleza y que, para el hombre, se repiten como ecos en el seno materno. El frágil ritmo de sincopado la latido música, algunos han identificado metafóricamente el del corazón Mahler, de es el deque la madre terrena, como es el de la Tierra madrecon en el ewig. ¿Y no es en el primer viaje del hombre desde las aguas de la Tierra y por el estanque oscuro de su madre cuando empieza a latir su corazón? Como no podía ser de otro modo, el suave remar de los primeros compases nos hace pensar en la música acuática del «Adagietto». Como en el mito de Isis y Osiris, el viaje fúnebre por las aguas (las negras góndolas venecianas) es la regresión total que abre la vía al renacimiento. En el fin está el principio. Lo que nos narra el andante de la Novena es una dulce marcha, llena de fantasmas amenazantes, hacia el reencuentro con la figura arquetípica de la Madre, con la propia feminidad creadora: la que nos permite existir y ser, pues nosotros n osotros nos creamos maternalmente a nosotros mismos cuando creamos algo desde esa mismidad y cuando reconocemos en la obra hecha que ella es nosotros. La ansiedad existencial surge del temor a no ser si ella no existe, porque no es reconocida por esa madre que es la cultura en la que nacemos. La muerte corporal no es otra cosa ni tiene más importancia quedela su de presencia, metaforizarlatente en lo más instintivo vivirque la negación ontológica. Al conjuro o real, surgendelasnuestro angustias asaltaban a Mahler hasta el final de sus días y que no podían aplacar las maravillosas certezas y verdades del primer ángel conductor de su juventud, Siegfried Lipiner, ya que la seguridad y el sosiego sólo puede darlos la madre interior, la creación interior, la obra interna del alma sobre sí misma. El inconsciente de Mahler procede en el «Andante» a una reflexión creadora, femenina, sobre su dramática relación con lo femenino imaginal, convertido en la feminidad imaginaria, idealista, del niño que se ha sentido abandonado por una madre triste, maltratada, dispersa entre tanto hijo y tanta mortalidad. Ese «complejo de María», que Freud creerá ver en el músico, le habría llevado a una relación conflictiva, equivocada con la mujer, y sería la causa de su fracaso matrimonial. Reik y Halbrook, Diether y Still, entre otros, han elaborado desde esta perspectiva detallados estudios psicoanalíticos sobre la obra de Mahler, que podemos resumir en los términos siguientes.
La deficiente interiorización, por ausencia, de la imagen materna habría conducido al Gustav niño a una obsesiva necesidad de posesión de la madre real y de controlar o dominar lo femenino dentro y fuera de sí. De ese modo no hacía más que reproducir la conducta autoritaria y tiránica 164
de su padre con su esposa y con las mujeres en general. Dominación y utilización de éstas que Mahler hijo practicará disfrazado de víctima sentimental o de puritano y sádico sacerdote de una obra a la que podía inmolar cualquier otro amor. La joven Alma representaría para él la «niñita ideal», a la cual dominar paternalmente en identificación neurótica con la «madre-objeto ideal». Si Alma, a su vez, no hubiese proyectado en Mahler la imagen del padre perdido, al cual había logrado seducir y dominar como «niñita», seguramente no habría caído en la trampa de ser su aplicada hija. Podríamos entender así la desmesurada importancia que Mahler daba a que Alma no compusiera. Su temor era el mismo que él sentía por la impotencia creadora que tan a menudo le asaltaba. Su máxima contradicción residía en necesitar la dominación de lo femenino y, al mismo tiempo, necesitar su expansión creadora mediante productos artísticos que le permitieran sublimar su identificación frustrada y frustrante, con la figura materna. Alma debía ser su musa inspiradora como objeto idealizado del deseo incestuoso, pero no podía ser la madre inspirada de su propia música porque eso implicaba no sólo escapar de la dominación masculina que Mahler ejercía sobre ella, sino provocar una envidia largamente larvada hacia la fascinante fecundidad de la naturaleza, femenina y maternal, de la que Mahler se habría sentido expulsado en sus primeros años y que, como sabemos, sólo le podía consolar su sustitución por aquella otra naturaleza campestre en la que un día su padre le dejó olvidado pero paciente y sereno. La identificación reactiva con el padre autoritario y sádico provocaría ese Mahler despótico, inflexible, perfección maniática, que, en sinlaembargo, muestra rasgos de enorme ternuracony compasión de humana. Su egoísmo cotidiano vida familiar era perfectamente compatible su delicadeza, su preocupación por la salud de Alma y su afectuosa atención a los niños. La ansiedad prematrimonial de Mahler, con sus fantasías de impotencia, se podría comprender a partir de una culpabilización inconsciente por su «complejo de María». Aunque los biógrafos no aportan datos ciertos sobre la vida sexual de Mahler anterior a su matrimonio, ciertas expresiones epistolares dirigidas a Anna von Mildenburg permiten deducir que el músico no era virgen cuando se enamoró de Alma. Es muy corriente este desarreglo de la conducta erótica en casos de idealización sublimante de la figura materna, y no es causal la dedicatoria a Alma de la Octava sinfonía y el voluntario paralelismo que Mahler parece trazar entre su esposa y lo eterno femenino que simboliza la Mater gloriosa o Virgen María. Incluso el mesianismo mahleriano tendría también una explicación en el niño mártir Jesús, el hijo que María acogió como a su Dios. Toda la obra de Mahler sería fruto de esa ansiedad inconsciente que sólo el arte permite liberar y que, por eso mismo, convierte la obra artística en un primer acto positivo del elemento femenino creador, reprimido por el artista en su vida cotidiana. La música sería para Mahler el «objeto transicional» (en el lenguaje de Winnicott) a través del cual buscaría su autointegración. El ewig de La canción de la Tierra supone aún una cierta idealización de la Madre imposible, en cuyos brazos sólo puede el hijo ser acogido del todo y para siempre muriendo en la cruz del martirio. Si esa imagen materna llega incluso a identificarse con Dios, cuando promete a los hijos huérfanos que él los consolará como una madre, la sutil trama sonora que en el primer movimiento de la Novena enlaza e integra los elementos «masculinos» de temor a la aniquilación del ser (y su nihilista correlato agresivo) con los «femeninos» de una dulce confianza en la serena pasividad de la música, permitiría, según Holbrook, considerar el «Andante» como el lugar del reencuentro de Mahler con su propia voluntad de vivir, de gozar de la vida, sin los esfuerzos titánicos de imponer su poder y su verdad al mundo que le rodea; soñando sólo en crear como una madre, en componer música como obra de amor, no de
frustraciones sublimadas. ¿Por qué no pensar, entonces, que este movimiento, tan beethoveniano que bien pudiera llamarse de «los adioses» a la juventud desaparecida y al amor perdido, por sus cortejos 165
fúnebres, por sus disonancias y explosiones, por los largos gemidos infantiles de añoranza y el derrumbe catastrófico de la misma arquitectura musical es la síntesis de toda una vida que ha pugnado entre la feminidad reprimida y asustada y la virilidad ansiosa y agresiva? Hacia el final del «Andante», la música adopta las formas lentas de un manso oleaje que va llegando a playa, olas que ya no se estrellan contra unas rocas que el tiempo ha erosionado y cuya transformación en arena es todo lo contrario de lo que Schnebel llama «ruinas compuestas», pues nos indica que el agua (la música, el alma) llega por fin, sin rechazo, a besar todo cuanto es fuerza permanente y nuclear de los grandes proyectos «masculinos» de acción sobre el mundo. Esa lectura, por decirlo así, «mansa», de la síntesis andrógina de una música llena de fuerza y de ternura, es del todo compatible con otra, más ascensional, expresada por los crescendos que expanden y hacen estallar los materiales, los cuales, fragmentados, finalmente se recomponen y reconcilian. Estamos ante un «Andante» que tiene mucho de allegro y que en su coda final culmina toda una experiencia nueva de música «no tonal», en el sentido de que, indiferente a la filosofía romántica del tono, la música se hace «impersonal», «objetiva», a través de planos sincrónicos que pretenden reproducir la serena intemporalidad de lo que ya trasciende ese invento de las almas sin sosiego: el tiempo. No sin razón Schónberg pudo decir que esta Novena «parece como si fuera obra de un autor oculto que utilizase a Mahler como su portavoz» y «comprende, por decirlo así, las manifestaciones objetivas y casi desapasionadas de una belleza que sólo puede percibir quien sepa apartarse del calor animal y sienta la paz del hogar espiritual». Alban de Berg se trata del movimiento admirable haya jamás. Es laPara expresión su amor inaudito a la tierra «más y de su deseo deque vivir en escrito ella en Mahler paz, de gustar aún de la naturaleza hasta su trasfondo, antes de que llegue la muerte». La muerte que llega en la Novena para que Mahler nos hable de lo que ella le dice es una muerte por amor capaz de matar la liebestod tristanesca y triste de la identificación incestuosa con la Madre, devoradora de quienes se suicidan en ella. Como los hermanos-amantes de Musil, el encuentro de Mahler con su hermana gemela, con su feminidad, no será en las aguas narcisas del deseo del otro como oscuro objeto, sino en la revelación del otro como hermano y, por tanto, como irremediable y venturosamente otro, a quien se reconoce y se ama como uno mismo siempre ha querido ser reconocido y amado. La dulce muerte con que concluye el «Andante» de la Novena sinfonía es el final de su temor porque confirma la que se ha tenido en vida. Cuando se llega, por fin, amar el amor que uno lleva dentro, se tiene plena conciencia de ser, de consistir. Porque uno es en el amor a los demás. Y «el amor no pasa nunca» (Corintios, I, 13, 8). El combate por la paz
El segundo movimiento de la Novena es una compleja síntesis de los scherzos mahlerianos que Deryk Cooke ha bautizado como «scherzos del horror» (de las sinfonías 6.a y 7.a) y del juego de danzas (landlers y valses) que caracterizan prácticamente todos su segundos movimientos sinfónicos, dedicados a narrar la vida y el amor humano como deseo a menudo frustrado y siempre anhelante, lleno de ansiedad pero también de esperanza. La perfección formal que Mahler alcanza en este scherzo no hace más que resaltar su humor amargo y sardónico, único en la época hasta la Petrushka de Stravinski. Es un lenguaje agresivo y paradójico que, sin embargo, debido a la insuperable construcción, convierte su taxativa implacabilidad en una crítica convincente, justificada No hay nihilismo, desesperación, tragedia. La parodia, la burla y, se en hallaconsecuencia, al servicio depositiva. una objetividad
dura, desagradable, pero que «suena» a verdad. Aquí los landlers y valses, metáfora de la vida, especialmente la cotidiana, para la cual, como Mahler decía, «estaba magníficamente
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incapacitado», van a recibir un tratamiento definitorio, no meramente descriptivo o, como en la Séptima, histórico. Aquí las danzas no expresan dramas o frivolidades de los seres humanos, fiestas comunitarias populares o el baile de salón de las clases dominantes, sino la vida social en sí misma, la vida mundana, tantas veces observada con ironía crítica en sus manifestaciones, pero hasta ahora no definida como esencialmente grotesca y vana, además de ilusoria. Sin embargo, en la medida en que la danza es metáfora de la vida y su tiempo es el de ella, comparte su ilusoria y grotesca vanidad y es tan pasajera como la historia. La música de danza es la más dionisíaca y colectiva. Constituye el centro del folklore y de las culturas populares o nacionales. Por esa razón se halla sometida al sistema de poder social, a los intereses, ideologías y valores que se condensan en lo que llamamos «gusto» imperante, cada vez más ligado a la manipulación del mismo por la moderna industria del consumo musical de masas. El segundo movimiento se abre significativamente con unas reverencias de los fagots y su respuesta —cómica— de los clarinetes. Mahler introduce ritmos de minuetto en el «montaje» de su «lección de danza». El folk-urban continuum que los antropólogos han estudiado en los procesos de modernización, encuentra aquí aqu í un humorístico ejemplo ddidáctico. idáctico. El verano en que compuso la Novena, Mahler declaraba, según atestigua el crítico Ernst Decsey: «Cada época tiene su expresión y una época posterior no puede gustar ingenuamente de la precedente. Debe llamar en su ayuda a la noción de cultura [...] En Bach, la polifonía se desarrolla hasta un punto culminante, pero el hilo se rompe de golpe. Irrumpe la música popular. Haydn y Beethoven le abren puerta, pero no tenían tanta maestría Bach...cantaran El idealladelmúsica futuropopular.» sería una No clasehay, de artistaslaque "poseyeran" la polifonía de Bachcomo y además pues, en el scherzo una parodia burlona de esta música, sino su exacta definición desde la perspectiva «pedante» de una ingenuidad epocal perdida: la más cruel y no obstante, amorosa, objetividad de un enamorado de la tierra que ya no puede caer en el señuelo dionisíaco. En conversación con William Ritter, había dicho Mahler que «hay que aprender de todo, incluso del jazz», si bien le preocupaba que la música norteamericana se decantase por la música de origen africano en detrimento del clasicismo europeo. David Holbrook ha visto en el scherzo un «disgusto por la existencia» propio de la fase maníaco-depresiva del proceso psíquico de Mahler. También en la danza macabra de la Cuarta o en el fantasmagórico baile del Wozzeck de Alban Berg, es el diablo quien dirigiría la danza con su violín. Un impulso de autodestrucción habría llevado a Mahler a expresar en su lenguaje disonante, fragmentado, desafinado, la idea de que «el baile ha terminado», la danza —esa danza que «punto fijo del mundo giratorio»— de serque el eje de ya la vida. se haceEliot cadallama vez más inmóvil, obsesivamente cerrado ha en dejado una mónada baila sola, El sinbaile pareja, sin el otro, los otros. El vals final es el de la muñeca mecánica de la Séptima. La mujer ya no danza, ni, tal vez, nadie humano. La vida cotidiana es irrelevante. La muerte acaba con todo, al igual que en la macabra fiesta de despedida en la película de Fosse, All that jazz. Los trombones se burlan como niños despiadados y crueles. «¡Otro toro!», parecen repetirle a un oído avezado en los sones populares hispanos. Sólo durante unos breves compases se apunta un dulce tema del «Adagio» final de la sinfonía, imprevisto, sorprendente entre tanta desolación. Y, sin duda, es esa cita premonitoria la que salva todo el scherzo, porque Mahler, evidentemente, ha concentrado todos los elementos depresivos y maníacos de su carácter en este segundo movimiento y en el que le sigue, para purificarse de ellos, para apartarlos de sí sin negarlos porque también son verdad, su verdad. Porque toda su obra se halla repleta de ese disgusto ante la existencia real y cotidiana, convencional y falsa, manipulada por los poderes de este mundo, hipócritamente alegre, cruelmente festiva en medio del sufrimiento y la injusticia. Deprimente.
Hay una estrecha unidad con el rondó-burleske del tercer movimiento, dedicado expresamente y con toda la ironía del mundo «A mis hermanos en Apolo», a los críticos musicales ya caricaturizados en el final de la Quinta con el tema del Red «Elogio de la clarividencia». Para 167
William Ritter, este movimiento es una demostración impresionante del poder, la maestría, el «imperio» de Mahler, de su vitalidad musical, de su capacidad de burla de la música como «obra mundana» sometida al diktat sabihondo de la crítica. Dionisos y Apolo, Bach y Bacchus. Aquí Mahler se presenta como el gran demiurgo, el mago que recoge toda la música eslava, de Dvorak a Smetana pasando por Rimski-Korsakov, y la tritura en una infernal batidora para darnos un inmenso mélange. El «Rondó» se inicia como un juego, con llamadas de provocación infantil («¿Dónde estás? ¡Cójeme! ¿A que no me cojes?»). Sigue una burlona cita del final de la Quinta, como recordatorio a los críticos malqueridos. Aquí hay fuga también, pero completamente falsa: es sólo escapatoria. Se vuelve tan repetitiva que denuncia un sin salida. El virtuosismo contrapuntístico tiene algo de desesperado. La suite bachiana parece que no puede seguir. En medio de ella nada menos que la canción de Weiber de La viuda alegre. El juego sigue, cada vez más aburrido. Todos los instrunientos juegan, por grupo o solitarios; todas las voces son oídas. De improviso resuenan viejas fanfarrias militares, antiguos valses rancios, marchas entrecortadas en el collage polifónico. ¡Es un Bach posmoderno! Pero el juego sigue, repetido, pesado, aburrido y, sin embargo, soportable por lo que tiene de burla sutil, de humor, de «jemenfutisme». Mucho de ese humor, algo más rudo, se encontrará en el gran discípulo soviético de Mahler, Shostakovich. De nuevo se interfiere en el juego la marcha del final de la Quinta, cada vez más ridiculizada. Hasta que, porque arteocupa de magia, címbalos abren la del llamado «tercer episodio» del movimiento, un los tercio del mismo y gran cuyapuerta escritura, contenido melódico, ritmo, densidad armónica y plan tonal, entran en contraste rotundamente con el resto. Se trata de un coral, iniciado por un motivo —que, en esencia, es un grupetto de negras— anunciado por la trompeta, a la que responde la flauta, y que van a desarrollar las cuerdas en un triple pianissimo en su versión original y en versión aumentada en contrapunto. El motivo, afín al del pájaro que anuncia la primavera al borrachín del poema chino, ya había sido utilizado por Bach, Beethoven, Brahms y por Bruckner, en el tercer movimiento de su Octava, como símbolo de la más profunda paz interior. Pero se trata nada menos que del motivo omnipresente en el final de La canción de la Tierra y se había insinuado precisamente en la cita de La viuda alegre. No para ahí el valor significativo del motivo. Lo encontramos en la «Liebestod» del Tristán y en La noche transfigurada de Schónberg y, por lo que respecta al mismo Mahler, en la «Urlicht» de la Segunda, en el final de la Tercera, y es el lazo de unión en la Octava entre los versos del Veni Creator «Imple superna gratia» e «Infirma nostri corporis». Su presencia en la Novena es algo más que ocasional. Constituye la clave del último movimiento. No cabe duda de lo que significa: todo tipo de paz, cualquier paz que el hombre pueda imaginar. No puede haber irenismo en Mahler. La paz será inmediatamente asaltada por la rueda infernal del «Rondó». La paz forcejea, se resiste, queda rebajada a su propia burla cuando el clarinete anuncia que no tardará en llegar el torbellino. La música intenta reemprender los senderos de la marcha triunfal de la Quinta, ya sin ironía, pero se acaba imponiendo el bla-bla-bla monótono de los instrumentos, uno por uno, en una paródica evocación de una asamblea de sordos. La fuga esta vez resulta imposible por lo pesada. Es una fuga de pesadilla, donde los pies se hunden, pegajosos, en un limo que impide avanzar y la angustia atenaza al que sueña. Como en una distorsionada versión del Bolero de Ravel, así como el vals del scherzo lo era de La Valse. Al final, sí, vence la ronda infernal del mundo de las apariencias, la rueda de tantos terceros movimientos sinfónicos de Mahler: el coro nupcial de Das klagende Lied; el corro de Hans y
Gretel de la Primera; la inútil predicación a los peces de la Segunda, la rueda de Ixión de la Tercera; la danza macabra de la Cuarta; La Valse de la Quinta; el Sísifo de la Sexta; la danza
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esquelética de la Séptima; el borrachín «pasota» de La canción de la Tierra y el carnaval del segundo scherzo de la Décima. Apolo y Dionisos se abrazan en el «Kondó-burleske». Para William Ritter, toda la vida está en toda la música. Es como una borrachera que mantiene la sangre fría. Es el borracho en primavera. El torbellino del «Rondó» se construye con música salvajemente eslava. Hay también evocación del tema de Pan de la Tercera. Bach y Lehar se dan la mano porque la música «inferior» y la «superior» son, ambas, música y vida. El romanticismo ha llegado a su culminación irónica. Nada de sentimentalismos. Puro dominio de sí. Objetividad. Máxima lucidez de la conciencia. Si se quiere, «pasotismo» absoluto. Desde la filosofía platónicohermética, unión de contrarios más allá de las apariencias maniqueas del pandemónium final impresionante, pero ceñido —musicalmente— a sus propios límites. No hay rencor en Mahler ante la gran mentira de la vida social. Si acaso, desdén. No hay condena, pero sí denuncia. Por encima de todo: hay la constante aspiración a la paz, a la armonía, al amor, que, en medio del episodio redentor del «Rondó», deja oír las notas de la sinfonía «Resurrección», las que hablan del «ardiente anhelo» del alma, o las que, en la Sexta, evocan las altas montañas sobre Maiernigg. La canción de la Nada
La tonalidad del «Adagio» final en re bemol mayor, es símbolo de plenitud. La gran frase que inician los violines pertenece a la persistente tradición de lo solemne e «hímnico», cuyo último representante era el siempre amado por Mahler, Antón Bruckner. Pero lo que al inicio del tercer movimiento de la inacabada Novena de éste es el salto de novena como aspiración de infinitud, en Mahler es una perfecta octava, como traslación de una realidad a un estado superior. Jean Matter ha relacionado el «Andante» con la muerte y el «Adagio» con la transfiguración de la misma, lejos, muy lejos del tratamiento totalmente superficial de la obra de Richard Strauss, cuyo título parece aproximarlo a la inspiración mahleriana, pero, en cambio, significativamente cerca de las Cuatro últimas canciones del final de la vida de su amigo y rival. Así como el «Andante» tenía la estructura de una sonata-rondó, el «Adagio» es rondó puro, circularidad pura de dos grandes temas, que, pese a estar bien diferenciados, se entrecruzan dialogando, o incluso, cuando el principal alcanza la hegemonía y acaba invadiendo todo el escenario sonoro, aquél adopta una vez el lenguaje del segundo. Si el tema hímnico que sigue al expresivo patético de la introducción es un coral de rica orquestación y densa sonoridad de las cuerdas, con abundantes tutti y un hondo solo de trompa, el segundo tema se expresa con estilo camerístico en el que predominan las voces solistas y la polifonía. Su texto se forma con hilos finísimos, líneas ingrávidas, disociadas y frágiles, tendidas sobre el silencio serenamente, sin emoción audible, ellas mismas pura emoción silente. La extrema lentitud, bruckneriana, del coral, guarda, con todo, una conciencia dinámica del tiempo, típica de Mahler, que hace de lo extático algo vivo, síntesis de lo temporal y de lo eterno. Y, por otra parte, como ha destacado Theodor Schmitt, el collage polifónico del segundo tema, con su calma gélida, que parece evocar al «abandono del yo» y la «naturaleza armoniosa, alejada del hombre», cuando se entrecruza y dialoga con las variantes del tema hímnico éstas dan la impresión de una «cálida voz humana que se eleva en medio de una naturaleza inanimada». del coral hay tres mahlerianas altamente significativas para sentido deDentro este movimiento final decitas la sinfonía: la música de la «Urlicht» sobre lascomprender palabras «/mel Himmel
sein», «en su cielo»; la del cuarto Kindertotenlied, sobre las palabras «einem weiten Gang», «un largo paseo», eufemismo consolador de la muerte infantil; y la metamorfosis del motivo del
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rondó-burleske con el que el clarinete parecía burlarse de isla de la paz espiritual al preludiar el torbellino, la ronda final, del tercer movimiento. Ahora, este motivo enlazará como un istmo aquella retirada del mundo con el himmel sein y el largo paseo que la infancia da por él. Para Jack Diether, «este "Adagio" sólo podía concebirlo un cerebro que sabe lo afín que es el decir de los niños al pensamiento más profundo que pueda concebirse, quien puede percibir la relación que existe entre las cosas y no la diferencia entre unas pocas. Se deben usar las palabras más corrientes para decir las cosas más extraordinarias». Ese «reencuentro con la inmediatez de la infancia» que, según Rüdiger Schenk, es consecuencia de la necesidad de Mahler de «revisar sus ideas sobre el sentido de la realización personal», es, como hemos visto a lo largo de este libro, una constante de toda su obra desde el comienzo hasta el fin, pero, en efecto, tiene en el «Adagio» de la Novena una culminación teórica y expresiva que reconduce toda explicación sobre el sentido de la sinfonía a una definitiva consagración del encuentro supremo entre todos los elementos y aspectos de la vida arquetípica (amor, creación, feminidad, maternidad, filiación...). Ese encuentro está representado por los dos temas del «Adagio» en diálogo, el coral hímnico y el polifónico camerístico, los cuales simbolizan, respectivamente, el mundo de la humanidad y el de la divinidad, de modo similar al de la Octava sinfonía. Lo que Schmitt considera «calma gélida» de una «naturaleza armoniosa, alejada del hombre», no permitiría ir más allá en la interpretación de este movimiento fundamental de la Novena porque, de hecho, parte de esa
supuesta «estructura cree de laver desolación», en palabras de Federico Sopeña, que la casi unanimidad de los comentaristas en esta sinfonía. El segundo gran tema del «Adagio», en realidad, no es un paisaje armonioso de la naturaleza ni un paisaje desolado de la vida del hombre alejado de ella. Cuando el tema renace como tal, tras haber acogido su estilo las citas del «Rondó» intercaladas en los fragmentos del himno, arpas y clarinetes cantan con toda fidelidad el final de Das Lied, el más apasionado canto humano a la creación divina. Después, hacia el final del movimiento, todo el tema coral se transfigura en el lenguaje cristalino y transparente de su interlocutor. Es el encuentro del anhelo ardiente con la paz celeste, del hijo con la madre, y la visión, por fin alcanzada, de un padre, maternal por amoroso, que tiene el mismo rostro que su hijo. En el «Adagio» encontramos, por tanto, la culminación de un encuentro, anunciado ya en la Octava sinfonía y en La canción de la Tierra, completando así, con lo que podemos llamar «trilogía de la superconciencia» en Mahler, las dos épocas anteriores, constituidas por la tetralogía del inconsciente (1.a a 4.a) y la trilogía de la conciencia (5.a, 6. 6 .a y 7.a). En los esbozos de la Décima asistiremos, por último, a la acción, casi a ciegas, de la superconciencia alcanzada por Mahler en su trilogía postrera. Con todo, sería falso un dualismo estricto entre los dos grandes temas en encuentro y diálogo. El himno, como el Veni Creator de la Octava, no surge del alma humana espontáneamente. Lo propio de ésta es el anhelo ardiente, el interrogante lleno de ansiedad. Cuando el himno coral se inicia, el oído nos conduce con toda prontitud al «Adagio» final de la Tercera, al amor extático y activo, creador del universo. Y ya en la medida 11, el tema de la divinidad se interpola en el coral antes de su segunda estrofa, como un guía que, a partir de ahora, acompañará a un canto hímnico más compacto y, sin embargo, más fluido, más solemne, pero también más dulcemente confiado. Como Margarita al encuentro de Fausto, como Beatriz al encuentro de Dante, el coral asciende hasta una profunda y segura paz. Los ecos del piadoso Bruckner se hacen más intensos hasta confundirse maestro y discípulo en un abrazo. Es en esa paz triunfante donde el potente crescendo de la segunda estrofa del tema coral cita la
música del cuarto Kindertotenlied sobre las palabras «nur den Gang zu jenen Hóh'n», «están paseando por las colinas». Esta clara referencia al consuelo de un padre es, en definitiva, la gran prueba para el intérprete. Una lectura literal, «científica», de la musicología mahleriana, siempre 170
ha visto en el indudable eufemismo de la muerte que tales palabras representan una esperanza «ilusoria». En consecuencia, también su cita en el «Adagio» de la Novena no puede significar otra cosa. La cita del cuarto Kindertotenlied podría renovar el eufemismo en el «Adagio» de la Novena y participar así en la desolación que se postula, pero, cuando en la última parte, antes de que el tema coral se penetre totalmente del lenguaje puro e «inexpresivo» de la trascendencia, una nueva cita, rotundamente simbólica esta vez y ligada a la anterior, permite ir más allá de las «colinas» del eufemismo para alcanzar la cima del propio símbolo. Se trata del pasaje de la segunda parte de la Octava en el que los ángeles novicios (coro de voces femeninas) cantan la visión del cuerpo espiritual (Geisterleben) formado por un tropel de niños bienaventurados (Seliger Knaben) que dibujan una nube alrededor de la cima montañosa al girar en círculo. En los versos de Goethe son niños liberados de la opresión de la materia (yon der Erde Druck; Seliger también significa «difuntos») que disfrutan ahora de nueva primavera y de la hermosura del mundo superior (am neuen Lenz und Schmuck der obern Welt). El canto concluye invocando la unión de Fausto a este feliz corro infantil para iniciarse y crecer en la perfección. La autocita es muy breve pero suficiente para comprender con facilidad cómo ha pretendido Mahler expresar el encuentro del alma humana con el más allá de un mundo superior, «más allá de toda belleza». Recuérdese que la voz del tenor (Doctor Mañanas), símbolo del Fausto redimido, entra el coro femenino de los ángeles sobre las palabras «der obern Welt», y canta con el en coro de niños bienaventurados sunovicios recepción «como crisálida» y «promesa de futuro ángel», para concluir, en solo extático, invocando a la sublime soberana del mundo: «¡Déjame contemplar tu misterio bajo la tienda azul desplegada del cielo!» En el primer Kindertotenlied el poeta llora que la lucecita que iluminaba su tienda de nómada en la tierra se hubiese apagado tan pronto y en Das Lied se citaba dicha canción para invocar la alegre luz que ilumina el mundo, para subrayar la esperanza del solitario en el sol que tiernamente secará sus lágrimas amargas; la luz que ilumina el horizonte azul del cielo ante el cual la primavera se renueva siempre. Es ese horizonte azul la inmensa carpa que hay que rasgar para descubrir el misterio de la Virgen Madre, el velo de Isis, la verdad femenina que el hombre fáustico, dominador, sólo puede desvelar si se hace crisálida infantil y promesa de ángel futuro. Más allá de las colinas del eufemismo está, pues, la rotundidad del símbolo de ese anillo que rodea la cima montañosa de lo alto. Son los niños muertos, los santos inocentes que, en versos del Faust no recogidos en la Octava sinfonía, son descritos por el Pater seraphicus, el mensajero que une lo humano y lo divino, como «nacidos a medianoche, de espíritu y sentidos entreabiertos, con padres huérfanos tan pronto, ganados para los ángeles». Es el corro y el coro infantil, símbolo de fraternidad, el que une la tierra con el cielo, el que señala con su nube la penetración de lo alto en lo Alto, la tierna, sencilla y sutil entrada de lo humano en lo celestial. Si el símbolo se simboliza con el anillo (¡aquel anillo lanzado al río de la «Rheinlegendchen»!), los niños muertos bienaventurados simbolizan todo cuanto Mahler ha querido decirnos sobre los misterios de la vida y la muerte. La estructura de la desolación no es otra cosa que ese misterio extático de un Dios Madre que acoge a sus hijos tras el velo del horizonte azul de la muerte. El hijo no vuelve a la Madre Tierra, sino que su cuerpo a través de ésta se transfigura en esa energía pura que expresa el segundo gran tema del «Adagio». El gran tema coral del anhelo ardiente de la humanidad por la paz eterna se va despojando lentamente hasta hallar la desnudez más pura en la escritura del segundo tema. Las cuerdas transportan suavemente el cuerpo del deseo, la materia densa y compacta de los grandes
proyectos humanos, como un sacrificio ofrecido a la divinidad. Las trompas recuerdan el tierno motivo del rondó, y toda la epopeya sacrificada se confunde con un sueño, como algo que fue, que aún es, pero tanto más evanescente cuanto más la escritura transfigurante lo penetra, lo 171
empapa, lo absorbe. ¿Disolución? ¿Desilusión? ¿Por qué negarse a la evidencia sensible de que Mahler ha sido musicalmente capaz de traducir la eternidad silente? Pero esa traducción es posible porque, como la evocación del principio del «Andan «Andante», te», en ritmo sincopado, nos n os permite entender la muerte como partida que ha llegado a su fin, al puerto sin tiempo, de música suspendida, ese do superagudo de los violines y el piccolo que expresa un sentimiento de religiosidad profunda. Como al final del «Andante», como al final de Das Lied, la música son líneas de puntos suspensivos. La muerte no n o es un naufragio ni su efecto la fragmentación flotante y dispersa de la nave. La muerte es un viaje por el fuego, la tierra, el agua y el aire. La muerte no es la de Mahler, sino la de su hermano Ernest, la de todos sus hermanos muertos, la de Otto, la de Hugo Wolf, la de su hija primogénita María Anna, en cuya tumba de Grinzing y a su lado quiso ser enterrado Gustav, sin duda para crecer de crisálida a ángel nutrido por su infancia. La coda, que se inicia con un sordo vibrar de las cuerdas solas, establece el final del tiempo. Los violines citan de nuevo y por última vez «mit inniger empfinfung», con entrañable emoción, el cuarto Kindertotenlied, pero ahora en sus palabras finales «Im sonneschein, der Tag ist schón», «iluminado por el sol, el día es hermoso sobre las colinas». Tras esta profesión de fe, la música se hace cada vez más lenta. Las voces se adelgazan y se aislan, surgen retazos evanescentes de antiguos motivos, fragmentos susurrados que se interrumpen de pronto (¿sollozos de emoción tal vez?); música, como escribe La Grange, «solitaria y desnuda, música inmóvil y que aspira al silencio, música sin peso y casi sin realidad, música que se fija, que se hiela y que se yaleja, abierta sobre la eternidad», música que, para Kurt von Fincher, es «reminiscencia presentimiento, música que está quizá dispuesta a recomenzar», música de inefable dulzura, como la del final de La canción de la Tierra o de la revene amorosa de la Séptima y que ya habíamos oído mucho antes en los últimos compases de las Canciones del viajero. Lo que hace de esta coda del «Adagio» una música única es que canta la nada haciendo de ella una canción de cuna, como la nana de Musorgski con la que Visconti acompaña la muerte de Von Aschenbach, su mirada puesta en el adolescente Tadzio que se interna en el mar con el brazo extendido hacia el horizonte azul. También aquí la música concluye con la placidez del agua que llega y se funde con la playa, besándola. Aquí es Tadzio quien retorna en las ondas para hacer posible el imposible anhelo del músico, del artista. Al sacrificio de éste, a su adiós definitivo al mundo de las apariencias, de las imágenes, del esfuerzo y del sufrimiento, responde la Nada con su piedad, la muerte con su dulce abrazo. Como en La muerte y la doncella de Franz Schubert, la muerte le susurra al alma: Soy tu amiga y no vengo a castigarte. No temas, no soy cruel. Dormirás dulcemente en mis brazos. En el comienzo está el fin. En el final está el comienzo. El más grande lírico alemán antes de Goethe, Walther von der Vogelweide, autor de esa joya del Minnesang que es Bajo el tilo, poema arque típico de la paz del alma que encuentra su descanso final tras una vida de larga errancia, canta su encuentro con la patria perdida en una «Canción de Cruzada», donde Jerusalén es la Tierra Santa que simboliza el retorno del alma a Dios en este mundo. También Mahler podía ya cantar con el minnesinger tirolés del siglo xm: Ahora vivo por fin en la alegría. Mis ojos pecadores ya contemplan
la patria tan querida, tierra santa que al hombre infunde un temor sagrado. Lo que siempre soñé se cumple ahora: 172
ascender al lugar que el mismo Dios hecho hombre pisó y ver su huella. En la tradición hermética hay diez grados o estadios en el proceso de conocimiento. Los siete primeros corresponden a la construcción del ser o templo interno; el octavo es de transformación; el noveno, de conclusión de la obra; y el décimo, de coronación de la misma y la salida virtual del cosmos o, simplemente, de la perspectiva espacio-temporal humana, que se ha
sido poco a poco lo largo de todo el proceso. Este viaje en presididas ascenso corresponde, en lasmodificando principales culturas de laaAntigüedad, a diversas pruebas iniciáticas, por la idea de sacrificio y de despojamiento personal, cuya suprema expresión es la muerte simbólica en forma de incursión en el Hades, la montaña a la que llega Noé, el décimo patriarca, tras el diluvio, el Getsemaní y el Gólgota de Cristo. El hombre pasa por la puerta de los dioses y se hace uno con ellos. La humanidad no es aniquilada en la roca de Prometeo porque ha transformado su hybris, su soberbia endiosada, en valerosa humildad, la de Hércules, que mata al Cancerbero, guardián del Hades, y tras atravesar la Estigia con Caronte, libera a Prometeo. Con su sacrificio, el hombre renace a su dimensión sagrada. Todo el misterio cristiano gira sobre la conversión de la figura paterna de Yahvé —un padre despótico y celoso de la progresiva conciencia humana— en la nueva figura divina del Hijo del Hombre, del fruto hierogámico del Espíritu y la Tierra Madre, dispuesta virginalmente a servirle para que sea posible la redención del mundo, la ascensión de la humanidad a su patria creadora, a la paternidad amorosa de un dios de volcánico quien Yahvé sólo fue uno ydehace sus rostros. realiza esta transfiguración del Yavhé quetan imaginó Freud de BelénLalaNavidad tierra santa, símbolo de unión sagrada con la divinidad. Con el sacrificio de su humanidad, Cristo emerge inmortal de los infiernos y se muestra en su cuerpo transfigurado a toda la especie humana como mártir o testigo del reino del Espíritu en el mundo, pero este hacer sacramental inició su epifanía ante los poderes mundanos en la Navidad. Jesús Niño simboliza el renacimiento de lo humano. La Virgen Koré ha parido al Aión. La disolución panteísta de los cuerpos, el eros tanático del retorno matricial, la paz de los cementerios resignados, son negaciones del verdadero anonadamiento. La Nada es el origen de la creación, la pre-materia inmaterial con que el amor pudo expresarse por primera vez. Retornar a la Nada es el gran sacrificio con el que el Hijo del hombre confirma que antes de todo fue hijo de la paternidad divina. Cuando, con la muerte cotidiana, dejamos de ser tiempo, no morimos más que para él y renacemos, bajo las puertas que unen la dualidad del comienzo y el fin, para construir la utópica edad dorada, la única paz viva entre los hombres, la revolucionaria solidaridad que su historia les ha negado tantas veces.
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XI El 7 de julio de 1910, Gustav Mahler conmemoró los cincuenta años transcurridos desde su nacimiento. Recibió un sinfín de felicitaciones y obsequios. Contestó a casi todas las cartas desde su soledad de Toblach con la gratitud de quien se siente consolado en la incomprensión que padece de porsuparte una Lipiner, cierta crítica. Pero año tres ypreocupaciones no leél;abandonan: la enfermedad viejo de amigo que moriría medio después que los trastornos nerviosos de Alma y los preparativos para el estreno de la Octava en Munich. De las tres, la más inquietante es, sin duda, el extraño silencio de Alma. Sus cartas desde el balneario donde se recupera son cada vez más espaciadas, inexpresivas o llenas de mudas respuestas a los obsesivos interrogantes de su marido y su cariñosa solicitud, como si ella quisiera vengarse de la alegría vital que en ocasiones desborda a su marido y que éste intenta comunicarle. Porque Mahler, en efecto, ha recuperado la felicidad en América. Desde Nueva York había escrito a sus amigos Adler y Roller que se sentía muy dichoso de trabajar en el Nuevo Mundo y ganar el dinero «que me permitirá luego gozar de una manera digna el ocaso de mi vida durante el tiempo que me sea concedido [...] Si Dios quiere, espero en un año llegar a tener una vida normal. Estar en algún sitio en mi casa, poder vivir y trabajar (no sólo vegetar y trabajar) y lo suficientemente cerca de mis raros amigos para poder verles de vez en cuando. Creo que en un futuro más o menos próximo nos instalaremos en los alrededores de Viena, allí donde brilla el sol, donde maduran bellos racimos, y que entonces ya no nos iremos más de allí». La sinfonía inacabable
La Décima sinfonía es, ciertamente, la obra de Mahler cuyo significado se halla en relación más directa con una experiencia personal dramática bien concreta: el idilio de Alma con Walter Gropius; la presencia de éste en Toblach, las tensas horas en que Alma es conminada por su marido a que decida libremente si permanece o no a su lado; las conversaciones entre ambos esposos, en las que Alma habría sido del todo sincera al reprocharle a Mahler su comportamiento respecto a ella; haciéndole responsable, en definitiva, de su infidelidad con el joven arquitecto alemán. máspor apasionante esta estrecha entreydrama personal creación escritos musical es tanLosólo indicios de racionales, por relación deducciones a partir de losy esbozos porque el compositor, podemos llegar a reconstruir con una seguridad relativa la incidencia de la crisis en la obra, tanto en lo que se refiere a su forma como a su contenido. Del análisis posterior de una y otra también puede deducirse de modo aproximado la influencia que el estado de ánimo de la pareja durante las dos do s semanas siguientes a la crisis pudo tener en la inspiración de Mahler. Lo que parece fuera de toda duda es que éste dejó su última sinfonía en el estado en que quedó antes del 2 de septiembre de 1910, fecha de su partida a Munich, donde el día 12 se estrenaba la Octava. Los cinco movimientos de la Décima estaban ya claramente estructurados como esbozos, su orden fijado, y la orquestación de los dos primeros y de la mitad del tercero prácticamente concluida. Con todo, es aún más apasionante rastrear, con los datos aportados por Susan Filler, lo que esta investigadora considera todo «un proceso vital de composición, a veces doloroso, pero
siempre tendente hacia manuscritos un mismo fin». Efectivamente, conocido esetachadas procesoy por deducciones lógicas sobre los textos con indicaciones, numeraciones alteradas, etc., y sabida la breve e intensa historia que se desarrolló en la casa de Toblach aquellos días del verano, cuidadosamente reconstruida por La Grange, podemos concluir, sin un margen de error 174
que pueda invalidar la conclusión, que ese fin perseguido por Mahler fue construir una sinfonía que reflejara más que nunca una gran revelación, la recibida por la infidelidad de Alma, y su inmediato efecto sobre su propio ser. Puede sostenerse con bastante probabilidad de no errar que durante los días en que Mahler vivió en Toblach, días de bienestar físico y excelente salud, de euforia vital sólo empañada por la inquietud que le provocan las cartas y sobre todo los silencios de Alma, tuvo en mente un proyecto de dos movimientos, cuyos esbozos tendría Décima muy adelantados antes de la crisis. de Sebreve tratasinfonía del primer movimiento, «Adagio» de la futura y, con variantes posteriores, del segundo, scherzo, ambos en la tonalidad de fa sostenido. Respecto al tercero, titulado «Purgatorio», y el cuarto, que es un segundo scherzo en mi menor, resulta imposible saber si son anteriores o posteriores, pero todas las circunstancias de tiempo, si no de estilo, inducen a creer que, como mínimo, son fruto de la crisis de comienzos de agosto o de los últimos días de angustiada espera de la llegada de Alma a Toblach. No cabe duda de que el quinto movimiento o «Finale» lo añadió Mahler como resolución, no sólo técnica, sino psíquica de un conflicto que vemos reflejado en sus proyectos sucesivos de ordenación interna de la sinfonía. Según la información que tenemos, el cuarto movimiento actual, el «Scherzo» en mi menor —cuyo estilo y espíritu son los que más se corresponden en toda la sinfonía con una crisis espiritual grave—, fue pensado como primer movimiento, seguido por el «Adagio» como final de una sinfonía diferente a la inicialmente proyectada. Después, pasó ser segundo, el «Adagio» primero y el primitivo «Scherzo» fa sostenido menora como tercero tras y final. Pero al como introducir el allegretto moderado en sien bemol menor, titulado «Purgatorio o Inferno», éste pasó a ser tercer movimiento entre los dos scherzos. Aunque la cada vez mayor libertad de Mahler respecto a los viejos usos de construcción sinfónica le permitían, como vemos, concluir heterodoxo-sámente con un scherzo, diversas razones técnicas de tonalidad y, sin duda, de carácter psicológico, le condujeron por último a la más lógica de las ordenaciones, tanto simbólica como musical. Alteró el orden de los scherzos, colocando el de fa sostenido menor tras el «Adagio» en fa sostenido mayor y menor, y al scherzo en mi menor, ahora convertido en el final, le añadió, para que no lo fuera, un quinto movimiento sin indicación general de tiempo, simplemente «Finale». Para adaptar a éste el scherzo lo concluye de una forma altamente significativa que por aquel entonces sólo Alma podía comprender. Y de modo que redondeaba el simbolismo de toda la Décima, cambió la tonalidad en si bemol —que es la del «Purgatorio»— por la de fa sostenido mayor del primer movimiento. La lectura simbólica que cabe hacer de todos estos cambios hasta el orden definitivo conduce a dos conclusiones fundamentales. En primer lugar, la sinfonía tiene dos partes muy diferenciadas, unidas por el puente del tercer movimiento, «Purgatorio», que acabarán encontrándose en los movimientos extremos por una expresa cita del «Adagio» en el «Finale» y la ya mencionada similitud tonal. Y, en segundo lugar, la permanente voluntad de Mahler a lo largo de las diversas ordenaciones proyectadas fue la de concluir la sinfonía con un movimiento positivo, esperanzado, redentor, como pudieron ser, sucesivamente el scherzo en fa y el «Adagio». Cuando el final iba a serlo el scherzo en mi menor —el más cruel y conflictivo, trasunto de la crisis— compuso otro que, por decirlo así, lo redimiera. Desde esa misma perspectiva simbólica, el resultado de tantas variaciones impulsadas por el combate espiritual de aquel verano fue una sinfonía cuya primera parte coincide con la primera inspiración optimista, serenamente jubilosa y de gran espiritualidad, de los solitarios y lluviosos días del cincuenta aniversario, en los que las correcciones finales de la Novena le evocaron, sin
duda, la alta conciencia alcanzada con dicha sinfonía. Que la segunda parte se inicie con ese brevísimo puente titulado «Purgatorio» como la realidad que describe el segundo scherzo, terrible y doloroso, no hace más que confirmar que dicha parte nos habla del sempiterno dolor del mundo —esta vez inequívocamente personal— que, sin embargo, Mahler se niega a aceptar 175
y que de nuevo se dispone a superar de la única forma en la que él siempre creyó, pero que, por primera vez en su vida —vez que será también la última—, le guiará hacia una acción coherente con su creencia. El «Finale» de la inacabada Décima es un canto de amor enamorado, puro y fraternal en su apasionada fiebre de virilidad angustiada, de temor a perder a una amada desconocida hasta entonces. Pero la sinfonía —la más brillante coda que Mahler pudo poner a su trilogía final de lo superconsciente— queda como testimonio postumo de un amor hasta la muerte por que amor, no es ya la Liebestod durante ocho de matrimonio sin saberlo, la la muerte del yosufrida idealista y tirano de años Narciso y el renacimiento del sí sino mismo fraternal y generoso, que no ve en la amada la madre imposible, la hija devota o la lira del músico, sino la persona, el ser humano, con quien compartir la herencia de una estirpe común, de un cielo y de una tierra que se aman como esposos amantes y que son padre y madre de todos los seres surgidos de ese mismo amor. La Décima sinfonía debe mucho a la infidelidad de Alma (no sin razón afirma C. M. Zenck que ésta decidió publicar dos de sus movimientos «porque se consideraba el punto central de la obra, la bienamada y la musa incomparable de un creador»), pero también a la «infidelidad» de aquellos que, en contra de la opinión de mahlerianos tan devotos e ilustres como Walter, Klemperer, Kubelik, Bernstein, Boulez o Solti, Vignal y Sopeña, consideran que una versión de concierto del material legado por Mahler no sólo no es una traición a éste, sino que impide que se traicione su profunda y demostrada voluntad de comunicar al mundo todo lo que el espíritu le revelaba. La verdad es que ni Schónberg ni Berg, Webern, Krenek, Shostakovich y Britten se atrevieron a elaborar esa posible versión, tal vez porque creyeron que debían terminar una sinfonía inacabada y no osaron, por respeto al maestro, sustituirle en su voluntad. Pero al actuar así no dejaban de creer en algo a lo que Mahler, pese a su extraordinaria personalidad, daba, como sabemos, un valor secundario: el genio individual. Mahler creía en la obra inspirada por algo trascendente al hombre y en la esencia del alma humana, cuya expresión auténtica en el arte es «después de todo, lo que realmente cuenta». Él mismo concluyó Drei Pintos de Weber porque creía en el valor de su música. Él no se hubiera opuesto a que otro terminase la Décima, pero, como ha repetido Deryck Cooke, autor de la más completa y rigurosa versión de las tres existentes, la sinfonía, más que inacabada, está incompleta. Hay algunas ausencias de detalle técnico que, aun siendo en el perfeccionista Mahler muy importantes y seguramente revisables por él, pueden repararse razonablemente razon ablemente mediante un cuidadoso cumplimiento de las leyes de la lógica musical y un conocimiento profundo del estilo del compositor. Cualidades ambas que, según la mayoría de los entendidos, concurren en la versión del musicólogo, crítico y también compositor, Deryck Cooke. La obra dejada por Mahler es una sinfonía acabada, de estructura musical integrada y significante, totalmente formada en su melodía e inteligible del todo como armonía, de una continuidad temática compás a compás desde el principio al fin y con un mensaje claro que arroja, según Cooke, una luz crucial sobre toda la obra anterior, ya que «la resolución final del largo conflicto espiritual de la vida de Mahler no se encuentra en la Novena sinfonía, sino en la bastante diferente Décima». A los efectos de nuestra indagación sobre dicho conflicto espiritual, nos parece de una extrema fidelidad a Mahler el trabajo de hacer audible un final de obra tan crucial. Más allá de las «infidelidades» que una mano ajena, aun capaz y cordial, pueda introducir para que el mensaje esencial nos llegue, es tal mensaje el que hay que escuchar y oír. Es evidente que no todo en la Décima que oímos es de Mahler y que los matices que él hubiera aportado hubieran sido como
siempre reveladores, pero ¿no es un modo muy mahleriano el amar la música por lo que dice más que por la forma de expresarlo? Por muy inseparables que en él estuvieran siempre uno y otra, su Décima, tal como nos la ha legado, simboliza la más emocionante de sus convicciones: que toda muerte es prematura, que toda vida es incompleta, que aquello que trasciende toda vida 176
y vive más allá de su muerte es» lo que de eterno guarda en su interior y que persiste en el espíritu de los vivos sea cual sea la forma en que se nos presente. La forma de la Décima sinfonía es fruto de unas manos amorosas que se tienden a recoger un cuerpo al que la muerte abate. Es, de algún modo, un fruto colectivo, una obra, más que inacabada, inacabable, pues deja abierto el oído de la colaboración, ese modo tan querido por Mahler de participar profundamente en la creación artística y abrazarse al alma de su autor. El joven director Simón Rattle afirmaba en 1980 en queel «al veintepodrá años, seguir la versión de Cooke puede considerarse como un largo proceso quecabo cadade director su propio instinto, atento a su propia personalidad interpretativa, como en un cambiante espejo». La Décima no sólo simboliza la resurrección en vida de Mahler, sino el mensaje de d e comunidad humana en el arte que late en toda su obra. La era de Acuario
¿Es posible narrar el Cielo? Sólo si se ha recorrido antes la Nada. Como su secreto maestro en el corazón, Antón Bruckner, Mahler ha atravesado el muro del Límite, pero a diferencia de él, que era para el autor de la Décima «mitad Dios, mitad un niño», tuvo una pesante conciencia de su espesor. Justo porque la vida celeste existe ya en este mundo, su acceso continuo, doloroso, es un entrar y salir por ella. Son más largas las estancias fuera que dentro. Y aun dentro, al no haber tiempo, ¡qué inacabables y fugaces parecen al alma! El «Adagio» la Décima y salir ese trajín de llevar y traer tantas cosas de la vidadecotidiana al narra estadoese deentrar beatitud, quedel nocielo, es —bien lo sabe ya Mahler— la de estatua yacente que sonríe, sino una despojada serenidad inexpresiva, semejante a la desolación, puro lirismo átono, al que se llega tras apasionada aspiración e insistente protesta. El cielo es un estado sustancial, denso y compacto, de cosas y seres vivos, de fragmentos que se sueldan entre sí sólo por estar juntos. El cielo es una queja amorosa y al mismo tiempo un éxtasis, donde los contrarios se abrazan; lo opuesto se une; hombre y mujer son tan sólo personas; lo «negativo» se halla totalmente integrado en lo «positivo» hasta desaparecer, juntos. El cielo es, sobre todo, un estado de transición perpetua, de esforzada penetración y conquista conq uista cuando, al olvidarnos de él, nos olvida, y de dulce invasión irresistible cuando es él el que nos busca. Mahler, desde su Octava exigente, había alcanzado esa gracia. El ángel le guió hasta la gloria que él nos deja como legado inmemorial en su última sinfonía. El tono de fa sostenido mayor, símbolo de claridad brillante, da sentido a una música que alterna el de tema celestial, lentamente, dulcemente, dominador, con ela puerto mundano, partir del recitativo violas solas, eco de las sirenas que anunciaban la llegada de laa Novena. A través de las variantes perpetuas que nos evocan los últimos cuartetos reflexivos, hondos, de Beethoven, la estructura del movimiento se hace extática pero viva. La tensión, el crescendo, la resolución, subsisten, pero han perdido su significado mundanal. El discurso se hace libre en una monodia elocuente como una canción. El wetlauf, las penas del mundo (se cita «Nunca me ha sonreído la fortuna» de Das Lied), conservan en el segundo tema su destino aparencial, frágil, inconsistente, pero ha desaparecido la burla sardónica, la disonancia aguda. Ahora se ama la vida de verdad, sin juicios. La música sólo se torna aguda para decirnos que la vida se adelgaza para atravesar como un fantasma el muro celeste, para horadar el tiempo, para rasgar como espadas la historia, porque la transición perpetua tiene esas dos dimensiones: la horizontal del presente y la vertical del futuro. Como siempre, en el último Mahler, la polifonía contra-puntística es el lenguaje más
expresivo, casi expresionista, apto para describir conjuntamente la crueldad del mundo y la dulzura que lo envuelve. Estamos a un paso ya del Wozzek y de la Lulú de Berg, como lo estamos no menos de su Suite lírica. Estamos en un mundo sonoro nuevo, de desgarrado lirismo desnudo y, sin embargo, de un cromatismo casi wagneriano, rapsódico. 177
Cuando llega de pronto la Gran Revelación —«catástrofe» le llaman los discípulos del nihilismo—, el viejo órgano bruckneriano entona el coral de la plenitud. En el acorde de nueve sones, tan próximo a la atonalidad, la unión del alma con el Todo se corresponde con las puertas abiertas de la Segunda y la Cuarta. Hay un ascenso vertíginoso, una asunción del alma hacia lo altísimo, que nos recuerda La muerte de Virgilio de Hermann Broch. El mundo ha sido por fin incorporado a su sí mismo. El «Adagio» es ya toda la música, como en la inacabada Novena de Antón Bruckner. caeganarnos sobre eluna mundo. palabras Schónberg Ya sobre Mahler: «TenemosLaunbendición deber: el de alma Oímos inmortal.lasAsí se nos de ha prometido. la poseemos en el futuro futur o y hemos de lograr log rar qque ue éste se convierta co nvierta en nuestro presente. Y ésta es la esencia del genio, ser el futuro. El futuro es eterno y, por tanto, la más alta realidad. La realidad de nuestra alma inmortal solamente existe en el futuro. Nosotros debemos seguir luchando puesto que la Décima todavía no nos ha sido revelada.» La Décima sí nos ha sido revelada, justo para que sigamos luchando iluminados por su brillante claridad. La Décima es presente, futuro y eternidad. El mundo, que será siempre una jaula de hierro para el espíritu, ha de ser diariamente atravesado por p or el espíritu del aire, por las dulces y mansas aguas que todo lo acarician, lo inundan, lo disuelven en armonía. El «Adagio» es también profecía. En la era de Acuario, lo individual, sin dejar de ser, se integra en lo colectivo y en él alcanza su plenitud. Tras la Gran Revelación, tras la catástrofe de los poderes de este mundo y la destrucción del castillo de la reina altiva y del rey fratricida, la canción denunciadora trocado en canción la vidafortaleza celeste de enagua el mundo. La meditación del «Adagio», consesu ha claridad liberadora, con de su mansa purificadora, ha empapado el andante de la humanidad, la andadura histórica. El cromatismo denso de la fusión no mórbida, el abrazo amoroso de los dos temas, tras haber tenido la sensación de flotar sobre la Nada, de haber sido expulsado una y otra vez del Paraíso, nos habla de esa unión, tantas veces soñada, de la energía humana y la cósmica, de la disolución del yo en una dialéctica intersubjetiva en el que lo otro es uno mismo, y los otros, nuestros hermanos, hijos como nosotros del cielo y de la tierra. En este viaje de la continuidad en la diferencia, en este inacabable éxodo hacia lo interno, la paz del «Adagio» casi parece fría de puro inteligente. El amor que une ha absorbido la dependencia emocional. La conciencia es ya todo, desde que la Gran Revelación nos conduce en su ascenso agudo, penetrante, hasta el fondo de esa coda donde, por un momento eterno, la profecía concluye porque también lo ha hecho la historia. Ahora ya todo es armonía con la parálisis del tiempo. El círculo en espiral se cierra. Todo lo demás es silencio. En el scherzo del segundo movimiento la profecía se cumple. La humanidad vive su edad de oro. El mensaje de lo eterno se encarna en el futuro presente, en el presente futuro. Aquellos landlers y valses que nutrieron la música joven de Mahler y que parecían muertos, perdidos y olvidados, resucitan ahora más vivos que nunca, más alegres, sólidos y activos que nunca. Jamás había escrito Mahler un movimiento más risueño, lleno de humor cálido. Desaparecieron las parodias, las burlas, las nostalgias. El landler simboliza el pueblo llano que vive del trabajo y de sus fiestas; un pueblo que no ha perdido sus lazos con la tierra, que ha recuperado a los desarraigados urbanos del proletariado industrial, que los ha integrado en su danza en corro. Pero no menos danza la sociedad de las ciudades el vals característico de los salones, grandes y pequeños, donde aristocracia rancia y burguesía poderosa, ya no fingen comunidades imposibles, sino que afirman su aportación histórica a la belleza del mundo, a la sensibilidad, a la civilización. Cultura y civilización acabarán en el scherzo danzando juntas, marchando juntas una misma danza. La vida no es esa agonía social del scherzo de la Quinta desde que la utopía
ha dejado de estar-en-ningún-sitio. La conclusión feliz, el mensaje de paz humana y social que se deduce del «Adagio», podía ser la de la sinfonía, y así parece que, en un primer momento, lo imaginó Mahler, antes de la crisis de agosto. Deryck Cooke cree que, en algún sentido, Mahler tal vez quiso repetir la estructura de 178
la Quinta, en donde el segundo movimiento se halla íntimamente ligado al primero y el tercero sirve de bisagra entre dos partes que indican el tránsito de la muerte a la vida. En la Décima, la estructura es la misma, ciertamente, pero su sentido es el inverso para confirmar el mismo mensaje: de la vida celeste en el mundo a la redención de la muerte diaria del amor mediante el amor que no muere. El primer scherzo de la Décima es un caso único en Mahler de movilidad rítmica. La exclamación de Hölderlin,de«¡Todo ritmo!», se esteingenio aéreo, rítmico cambia continuamente metro,es alcanza el cumple culmenendel en lasmovimiento, variacionesque y combinaciones, danza amorosamente con motivos del «Adagio», funde ländlers y valses en un igualitarismo campechano sin brizna de paternalismo, se muestra ruralmente socarrón, pero conserva la gracia de Haydn, retorna a la infancia del Wunderhorn y a la alegre tierra de la naturaleza y a las fuentes del Buen Amor, homenajea a la amistad por encima de las rivalidades del siglo con esas citas straussianas de las trompas alpinas. Una música, en fin, que, como recuerda Cooke, «habla de vida, no de muerte». La tremenda elaboración de este movimiento impresiona por el escaso tiempo con que contó Mahler. Su exuberante jovialidad indica una energía y una audacia realmente juveniles. Pero esa fuerza y vitalidad no es ruda como otras veces, sino intimista, confidencial. Se trata, desde luego, de un sueño, de una profecía de futuro que la obra de arte hace presente y eterniza para que nunca se olvide la utopía. Su insistencia, su constante repetición, tan extraña en Mahler, le ha llevado La Grange a considerarlo algopastoral, ingrato ylo«kafkiano», a tanto alegría. aPero esta genial, viva, música que parecepese decirnos es encanto que es yy tanta será permanente. Se profetiza su continuidad como sal de la tierra, como aire que siempre podrá ser respirado. Es una apuesta contra la victoria del «ruido» sobre el sentido comunicante, contra el autismo del músico frente a la fuente colectiva y al origen comunitario del sonido y la danza, del ritmo y de la marcha. Hay algo en el final de este scherzo brillantísimo que lo emparenta con el final de la Quinta y de la Séptima, los dos finales sinfónicos más triunfantes de Mahler porque simbolizan la victoria de la vida como amor y de la música como expresión de esa vida. Lo que este scherzo celebra es la victoria de la libertad: ¡la liberación! La época convulsa y conflictiva que le ha tocado vivir a Mahler como a nosotros, época de violentas disonancias sociales y nacionales, de rebeliones, rebeldías y revoluciones, ha de concluir con la emancipación de la humanidad. Los ideales juveniles del socialismo utópico de Adler, Lipiner y Mahler no han sido olvidados. El lema beethoveniano de la fraternidad universal, adulterado por la historia contemporánea, encuentra aquí su recuperación, su reencarnación, un siglo más tarde.
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XII En una carta de Gustav Mahler a su mujer, en septiembre de 1908, con motivo de una lectura que Alma hizo de Novalis, se regocija de la impresión espiritual causada en ella con estas palabras: «En un momento así llegarás a comprenderme. Estoy muy feliz de que seas capaz de tales alma. Por desgracia, conciencia así de sí mismo se pierde en cuanto se vuelveestados al ruidodely al torbellino de la vidauna cotidiana. Lo importante es acordarse de esos instantes de beatitud y habituarse a dirigir una mirada nueva sobre ese mundo para respirar un poco de aire en él.» La vida cotidiana. Su ruido. Su torbellino. Sólo los momentos de beatitud espiritual, guardados en la memoria, hacen respirable esa vida de cada día, vista con una mirada nueva, la que se extiende en el «Adagio» de la Décima sinfonía sobre los seres y que en el scherzo hace vibrar con el aire puro de una comunidad terrenal incontaminada, la vida de las gentes, su historia cada vez más común, la utopía profetizada y prometida al hombre. Pero esa comunidad soñada en la nostalgia de futuro de una verdadera patria se construye y se destruye cada día en la intimidad de convivencia de unos pocos seres; a menudo, la de dos solitarios que se juran compañía hasta la muerte. En esa celda mínima de la pareja humana, en el círculo de luz que llaman su hogar, debe respirarse el aire puro del Buen Amor y debe ser contemplado el convivir diario con unos ojos siempre nuevos. Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos la vida cotidiana de las familias, la que después se integra en el trabajo y la fiesta, en las relaciones sociales, en la política y en la guerra, está llena de envidias, enconos, frustraciones y daños, de vulgaridad y de miserias. Como una maldición, las generaciones se transmiten la herencia de lo involuntario, de lo fatal, de lo que parece ser una ley inviolable de la necesidad, de la propia naturaleza humana, vulgar y miserable. Hay padres despóticos y esposos tiránicos. Hay madres que dejan morir de hambre de amor a sus hijos. Hay esposas frivolas o infieles. Hay hijos ingratos y hermanos que se envidian hasta el fratricidio. A todos, que con tanto anhelo buscan el Buen Amor, les tienta el demonio de la posesión, del dominio y del secuestro y, por eso mismo, todos sienten miedo, todos se temen los unos a los otros, todos desconfían y se engañan, acaban levantando inmensos muros de incomprensión y silencio. La vida cotidiana, simplemente la vida, es un infierno en vez de gloria. ¿Podría ser al menos, para el hombre, un largo purgatorio redentor?
El purgatorio de Mahler El tercer movimiento de la Décima, en si bemol menor, allegretto moderado, con ritmo de movimiento perpetuo, fue bautizado por Mahler en el texto manuscrito como «Purgatorio o Inferno», y acabó tachando esta segunda palabra como si no quisiera perder toda esperanza e intuyera que la dolorosa culminación de su vida cotidiana matrimonial podía ser un puente tendido hacia el perdido paraíso de un verdadero amor. Tras la alegre danza del movimiento anterior, asombra y perturba la agresiva brevedad de esta pieza siniestra, fría, inexpresiva hasta la abstracción, que es insólita en Mahler y que supera en sarcasmo y sordidez a cualquier burla paródica anterior, a cualquier danza de aquelarre o carnaval. Pero la brevedad del «Purgatorio», desde una perspectiva simbólica, es engañosa. Es el introito a los dos últimos movimientos. Mahler subvierte el orden teológico establecido y más
arriba del Purgatorio situará el Infierno, que es la auténtica antesala de la Gloria. El Hades mahleriano no es el lugar de la condenación eterna, sino el hondón del inconsciente donde habita el tesoro del sí mismo que hay que descubrir entre las sombras a través del desgarro de las últimas apariencias. Sin duda, algo muy concreto —con casi entera seguridad, la decepción 180
producida por la infidelidad de Alma, recién descubierta casi por azar—, tuvo tu vo que inspirarle su única música verdaderamente nihilista, una música donde todo es mentira, falsedad, ficción. No hay burla posible cuando todo es burla en sí mismo. Parece muy significativo que el moho ostinato que atraviesa de punta a cabo esta música literalmente estúpida (inmóvil, átona) y absurda (sorda y sórdida), sea el mismo que el del wunderhornlied «La vida terrenal», en el que la madre hace oídos sordos una y otra vez al ritornello angustiadoy del hijo quedepide pan hasta morir inanición. Como no el recuerdo sarcástico fantasmal aquella marcha del de final de la Quinta, conparece la quecasual Mahler celebraba la gran esperanza del amor como fuerza para vivir y que, nutrida por la mirada nueva del «Adagietto», aparece estrechamente ligada a la vita nuova de Mahler con su joven Alma recién desposada. Hay otras citas que inducen claramente a pensar que es el amor de Alma lo que está en juego en este movimiento llamado «Purgatorio», como es la de la serenata de la Séptima (canto al amor comprensivo y benigno, el amor-humor). Y están las tremendas frases escritas sobre la partitura por la propia mano del compositor que, si bien no se corresponden directamente con el mensaje musical, no dejan de vincularlo al origen de esa música muerta y mortífera, de esa nada aniquilante que ya nada crea porque ya no cree en nada: «la muerte anunciada», «piedad», «¡Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!», «Hágase tu voluntad». Es la primera vez que la muerte en su sentido negativo es contemplada como mal moral, como
destrucción Hay,lasí,supuesta como veremos pronto, una próxima angustia aniquiladora Mahler que nada tiene del que amor. ver con vivencia de una muerte física.en La «muerte anunciada» no es la que intuye el cardiópata ni la que presagia la mandolina volante que golpeó a Mahler en una sesión espiritista, sino la del corazón que se cree amante y amado, y la del artista que canta su serenata ingenua con música nocturna. n octurna. Si la danza es, en Mahler, símbolo usual popular de la vida amorosa, y el corro, la ronda danzante, metáfora de la comunidad que nace de ella, no puede olvidarse que, por el contrario, el tipo de bailable fantasmagórico y burlón de tantas sinfonías se corresponde con los aspectos negativos de la rueda: la esclava repetición de la rutina; la indiferencia solitaria del autismo narcisista monologante; el irreal desdén del mundo ante las miserias humanas; el infierno o, al menos, purgatorio, de la vida mundana, del weltauf, la vanidad y futilidad de lo cotidiano, que produce ese horror íntimo del que sufriera Kafka. Por eso, este tercer movimiento se halla exactamente situado donde debe estar en la lógica simbólica de la sinfonía. Porque es la negación absoluta del precedente y, sin embargo, se presenta, con sabio realismo, como la otra cara de la utopía, como la mundanidad que ha de ser redimida por la vida celeste, como el escenario donde se desarrolla la tragedia catártica, el lugar transitorio y purificador donde los penitentes piden piedad y, abandonados como se sienten de la mano de Dios en plena crucifixión, niegan su voluntad y se someten a un proyecto redentor del que tan sólo intuyen el rayo certero de la desilusión. En este sentido, el «Purgatorio» es la charnela de la sinfonía, sobre ella gira todo su mensaje. Estamos ante un interludio desmitificador o crítico de la utopía para que ésta nunca pueda confundirse con la realidad cotidiana, que es su prueba constante, su campo de acción. La destrucción del amor es previa e imprescindible para alcanzar la única alternativa: la destrucción o el amor. Porque nótese que no es realmente el amor lo que ha destruido el flirt amoroso de Alma Mahler con Walter Gropius, sino su carácter ilusorio. El «Purgatorio» expresa la destrucción de un amor soñado en la doble acepción del sueño como ideal y de sueño como
irrealidad. Y aquí se abre para Mahler y su música un nuevo y último viaje iniciático hacia el corazón de las tinieblas, hasta el fondo confuso donde el agua es a la vez espejo y espejismo y en donde, como tantas veces antes, la conciencia de algo más grande es el premio a la dolorida perplejidad. 181
Para Still, que considera la música militar de Mahler símbolo de destrucción y violación, elemento irónico y amargo, impregnado de crueldad y masoquismo, las sinfonías nacidas al calor del matrimonio (5.a, 6. a y 7.a) son sinfonías agresivas, por no decir sádicas, e implican una identificación paterna y masculina, igual que su deseo de martirio en la infancia le identificaba con su madre. En todas estas obras, la figura de Alma aparece como algo abstracto. Su mujer, en realidad, no existe para él. Es pura sublimación idealizante. En la Octava, Mahler habría progresado estado paranoide al depresivo, puesto manifiesto en Das Liedhecho y en laestallar Novena. Por último, del las acusaciones de Alma, tras la crisis deldeverano de 1910, habrían su culpabilidad inconsciente. En la Décima, la culpabilidad se agrede a sí misma («Locura, poséeme, ¡maldita!», «El diablo baila conmigo»). Los ataques a la figura materna se vuelven contra sí mismo («Aniquílame, que yo olvide que existo, que cese de existir, que muera...»). Los sordos golpes de tambor expresarían la aceptación de morir para salvar a madre y esposa en una postrera ambivalencia de redención sádica y de autocondenación reparadora («vivir por ti, morir por ti»). El sistema obsesivo construido como un castillo a lo largo de los años era esa obra musical que le protegía de su incapacidad de amar verdaderamente y que le ocultaba a sus ojos su fracaso vital, pero la tremenda acusación de Alma le hizo ver que había vivido errado, que su vida había sido de papel, falsa e ilusoria, y, por tanto, también su obra, la gran máscara, la mentira mayor de todas. Sin embargo, como sostiene Still, en la Décima sinfonía, Mahler, por primera y última vez, parece dirigir su música directamente a suenmujer, la cual, sigue por fin, representa su papel p apel de persona humana, salvo en la medida que todavía simbolizando la verdadero figura materna. Pero, por eso mismo, «aquí, en fin, oímos una música que une la infancia con la edad adulta, lo cual, sin duda, caracteriza toda música genial». Que el «Purgatorio» será fértil, musical y psíquicamente, nos lo indica Cooke cuando destaca el hecho de ser «la fuente de motivos y emociones de los dos amplios movimientos siguientes». En eso reside su capacidad de penitencia y de redención, aunque, en apariencia, su final sea un ejemplo inaudito en Mahler de cómo una música puede desaparecer de golpe, tras un ruidoso sonido de trombón que suena a la más grosera burla: una ventosidad sonora que anuncia la descarga fecal en el retrete. Nada más expresivo y expresionista. Nada más exacto para expresar el asco. Nada más mahleriano —si esta orquestación del final es de Cooke— para indicar el ya antiguo complejo sádico-anal de un hombre del cual su esposa, con todas sus debilidades, va a ser la musa inspiradora, la auténtica lira de su nuevo canto de expiación y gloria. La angustia que produjo en Mahler el temor a perder a Alma, y que se tradujo en desvanecimientos, llantos solitarios en la hauschen, pensamientos suicidas y una patética y casi ridicula adoración amorosa, de la que son testimonios actitudes serviles, billetes apasionados dejados por diversos rincones de la casa y poemas ardientes en el más rancio estilo del romanticismo vulgar, parece exagerado y claramente pueril. Casi todo cuanto escribe Mahler durante esos días que preceden al estreno de la Octava es una exaltación de Alma, no tanto como la esposa que despierta nuevas pasiones al verse amenazada por otro su posesión, cuanto en su símbolo materno y creador. Alma es identificada con la lira, con el estro poético. «Mi amor ardiente encontrará junto a ti, como lo hizo antaño, mi música, la paz del hogar y la morada.» «Me queda un corazón que late y me llama a mi patria.» «Te amo: tal era el sentido de mi vida. Con qué dicha, al dormir voy a olvidar el mundo y el sueño [...] ¡Sálvame! —he muerto para el mundo— llego por fin a puerto.» En un poema persa, traducido por Rückert, que Mahler copió para Alma, se dice:
Así tiembla un corazón ante el amor como amenazado de naufragio, pues donde el amor despierta
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muere el yo, ese sombrío déspota. Déjale, pues, dormir y respira libremente con el alba. La idealización de Alma persiste, y tal vez por eso la casada infiel —que sigue carteándose, viéndose y amándose con Gropius hasta los mismos días en que su marido agoniza— llegó a escribir en sus recuerdos que su matrimonio ya era irrecuperable, que ambos lo sabían y que para que él no se sintiera herido «representamos la comedia hasta el fin». Pero esta idealización forma parte de un proceso de concienciación amor amorosa osa que al reconocer los errores erro res cometidos, permite de nuevo al inconsciente revelar que la figura de lo eterno femenino en el psiquismo del hombre no es una idealización de la mujer concreta, sino que, por el contrario, como concluye el Fausto, es la mujer la que es tan sólo símbolo de la suprema eternidad. Hasta el diagnóstico de Freud es interpretado por Mahler desde una perspectiva espiritual. El 4 de septiembre, nueve días antes del estreno en Munich de la Octava, Alma recibe estas palabras de su esposo: «Freud tiene mucha razón: tú fuiste siempre para mí la luz y el punto central, quiero decir la luz interior que se eleva por encima de todo lo demás...» Por eso, en su última carta desde Munich antes de que llegue Alma, le dice arrebatado: «Qué hermoso es amar. ¡Y sólo ahora sé lo que es! El dolor ha perdido su poder y la muerte su tormento. Tristán dice la verdad: soy inmortal, pues ¿cómo puede morir el amor de Tristán?... A fin de cuentas, mi sueño se ha hecho realidad. Perdí el mundo, pero hallé mi refugio.» Mahler, aquí, no está hablando como el Tristán wagneriano de Aschenbach, sino como el Tristán simbólico y místico de Béroul, cuyo refugio en el bosque con Isolda significa justamente el apartamiento del mundo y la aspiración a lo absoluto, esa unión de los contrarios que la pareja representa. Se podría relacionar al «Purgatorio» crítico y pedagógico de la Décima con la escena final del Das klagende Lied. La historia que narra el hueso del hermano asesinado hace desmayar a la reina y el castillo se derrumba. Así, Mahler en ese implacable ostinato que le martiriza refleja el horror de una alma altiva que de pronto se descubre unida a un feroz yo, una alma que se le desmaya como su cuerpo, unos días después de la dramática escena con Alma y Gropius, y todo un sistema obsesivo de defensas neuróticas que se le derrumba como un castillo de naipes. «¡Toda mi vida ha sido de papel!» Todo lo anterior nos retrotrae a las tesis de Holbrook, según, las cuales, Mahler habría intentado superar sus sentimientos de inversión distorsionadora del amor venciendo la envidia y el rencor hacia elfecunda objetivoy materno masculinos) y retornando imagen de una madre «buena», amorosa,(elementos clave de toda obra de arte auténtica,a lola verdaderamente invulnerable a la muerte. En Das klagende Lied, el matrimonio con la reina altiva (la madre mala) implicaba el asesinato del hermano. Es decir, abrazar el propio elemento femenino supone la castración, como la posesión absoluta del objeto amado conduce a la destrucción de un aspecto fundamental del yo, identificado con una masculinidad rival. La amenaza del abandono de Alma reaviva ese temor a la castración, sinónimo de aniquilamiento del sentido de la propia obra y, por tanto, de la vida ficticia que servía de sublimación. De ahí el servilismo, la angustiada adoración de Mahler, colapsada de algún modo su personalidad, destruido el castillo neurótico por la acusación que el amor perdido (el dulce hermano asesinado) lanza contra él. Incluso la versión edípica que Freud le aporta tenía que sumirle aún más en la sima de la culpabilidad, ya que a la condena de sus elementos agresivos, masculinos, pre-edípicos, se sumaba, como cree Still, la destrucción de la
imagen paterna con la que se había protegido de sus conflictos «cuerpo a cuerpo» con la madre. La frase tomada del evangelio de Mateo, «¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» no es una exclamación retórica. La muerte de Dios no es la crucifixión, sino la que el crucificado experimenta cuando a su sacrificio filial el Padre responde con un silencio que parece negarle 183
todo sentido. Esta suprema abyección del hombre privado de la imagen paterna pone de manifiesto en el mito cristiano que el verdadero vínculo del ser humano, el que da sentido a su vida, no es el maternal del cuerpo, sino el paternal del espíritu. El odio judío al padre se halla, como es notorio, en el repliegue más profundo del complejo edípico de Freud y se comprende, pues, que, según Alma, Mahler no quisiera saber nada de este aspecto de la consulta celebrada con el padre del psicoanálisis. Sin embargo, la postrera confianza en la Mater gloriosa de la Octava en lo indica femenino invulnerable, ser testimonio de convierte una redención la imagen materna «mala»,ycomo la carta a Alma aldesde Toblach, se en eldemito cristiano de la bienaventuranza eterna. El «complejo de María» diagnosticado por Freud se transforma en la certeza mística de que la madre «buena» es aquella que une al hijo con su padre y hace de la imagen de éste el espejo donde aquél aqu él se reconoce plenamente en un mismo amor. Morir por amor
El scherzo en tonalidad de mi menor, símbolo de inquietud y tristeza, no agota ese infierno que anticipa la gloria y resurrección de Mahler. Su fuego se extiende hasta gran parte del «Finale» y sus llamas lamen el Paraíso, que, ya para siempre, en la obra musical del genio, quedará indeleblemente descrito como un paraíso infernal, una incierta gloria que debe conquistarse día a día. Querenovación la angustialoy demuestra el temor delaperder siempredea Alma fueron para asulos conciencia y su rápidapara capacidad respuesta queestímulos Mahler tuvo agravios acumulados durante siete años por su mujer. No sólo cambió su actitud convencional de marido burgués en cuanto a costumbres caseras, sino, lo que es más importante, su mentalidad sobre las relaciones matrimoniales. Prueba espectacular de ello fue su decisión de consultar sobre su problema a un hombre por el que no sentía especial confianza ni admiración. Pero, aun significando todo esto muchísimo, el cambio de actitud respecto a su mujer de mayor trascendencia para él, más que para ella incluso, fue el homenaje de amor que quiso hacerle el día en que, de forma imprevista, Alma le oyó tocar al piano los Heder de su creación tanto tiempo guardados humildemente en un olvidado cajón de su escritorio. Este tardío reconocimiento de su obra por parte de un músico genial supone algo más que una reparación obligada en un matrimonio de músicos. Es una reparación psíquica, en el sentido que Melanie Klein, la gran psicoanalista de la primera infancia, le ha dado al término. La nueva capacidad de amor implica reconocerse como un ser que ya no depende de la nutrición exterior, del amor que pueda recibirse, sino que, revelada la propia feminidad, la propia autosubsistencia creadora y, por tanto, la confianza en sí mismo, los impulsos de actividad agresiva o viril tienden a situarse en su punto exacto de finalidad: ya no buscan inconscientemente destruir el objeto de deseo o sus proyecciones idealizantes, sino que colaboran ahora a expresar la fecunda creatividad del amor con actos de equilibrada simpatía, de reconocimiento objetivo, de generoso servicio. La infidelidad de Alma fue el síntoma visible de que su relación amorosa con ella había fracasado por algún profundo motivo inseparable del propio carácter. El que Mahler fuese capaz de ir más allá de la culpabilización a su mujer significa que un largo viaje inconsciente hacia la conciencia —reflejado en su propia obra artística— había llegado a su meta. El que no podamos saber cómo hubiera vivido Mahler en esa nueva patria del sí mismo, abierto al amor auténtico, no impide afirmar, como lo demuestra musicalmente el final de su incompleta Décima, que el
hombre y el artista habían culminado heroicamente la gran prueba, la única prueba, a que es sometido el ser humano a lo largo de su existencia. No tiene sentido, pues, contestar afirmativamente al interrogante de si fue la imposibilidad de vivir sin la neurosis defensiva de
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toda una vida lo que condujo a Mahler a una muerte relativamente prematura para su edad en la época. De la tensión vivida por Mahler durante el posterior agosto de su vida da suficiente testimonio ese infierno musical de los dos últimos movimientos de la Décima. El scherzo arranca violentamente con un acorde hiriente, disonante, que cita el primer lied de La canción de la Tierra, como el aullido del mono, el grito del inconsciente, que se revela ante la muerte sin sentido. Aparecen luego Scheherazade, la granun embaucadora, o delmahleriano, «Purgatorio». El contrapunto se torna aquímotivos signo dededesgarramiento. Sigue vals típicamente lleno de melancolía, como un recuerdo del amor feliz. Se suceden los cortes bruscos y abruptos. Torna la cita al Das Lied. El lamento del dolor del mundo se alarga hasta enlazar con un solo de violín, roto por una y otra cita de Das Lied, entremezcladas con un vals que parece gemir, luego se remansa e intenta volver a empezar, pero la música parece esfumarse, con breves alternancias sincopadas hasta que surge presuntuosa la cita, que se repetirá, del Don Juan de Strauss (¿acaso Gropius, el joven seductor?). El movimiento se adentra ahora en un dramatismo sarcástico, con fuertes aullidos animales, chirriantes, demoníacos («¡El diablo baila conmigo!»). El vals es interrumpido por fuertes descensos en picado de la música hasta una melodía eslava, misteriosa y fúnebre, que se despide nostálgicamente de no se sabe qué. El vals es ya el de la muerte. Las disonancias lo interrumpen continuamente. El violín dialoga con el silencio. Los tambores, sordos, bailan oscuramente en la tiniebla. Súbitamente, la música evoca cesa. Como un ataúd se cierra de golpe, la tambor militar, seca, decisiva, el entierro del que bombero neoyorquino queúltima hizo nota llorardela Mahler. En la psicología junguiana, la identificación permanente de la madre real con la Madre arquetípica dificulta el proceso de llegar a ser uno mismo en plenitud, pues al no aceptarse la ambivalencia de la realidad, la afirmación del yo filial, si no quiere seguir perenne puer, no tiene otra estrategia que la de despertar el rechazo y la ira de la madre absorbente y negativa, la misma que le obligará a guardar en el saco de la sombra todo lo que ella niegue. Con el tiempo, la redención del alma que ese hijo anhela se confunde con la de los sentimientos sombríos, y por tal razón el «alma gemela» redentora se ve sometida a la misma estrategia sadomasoquista de los orígenes: provocar con dureza, dominación y desapego el castigo, el abandono, del ser amado en la inconsciente y desesperada esperanza de que, al fin, el sufrimiento nos permita amar la realidad ambivalente y nuestra propia sombra. Cuando más cristalizada está una personalidad en un poderoso ego y cuando más duro se ha luchado en pro de un ideal arquetípico, más difícil es reconocer y afrontar la propia sombra, pues, como en el caso de Mahler, llegar a creer que toda su vida ha sido «de papel» puede conducir al colapso de la persona si no se llega a comprender que la sombra no es «el diablo que baila conmigo», sino el daimon que colabora a la reintegración psíquica, como en tantos artistas lo negado y rechazado se convierte en la fuente redentora de la vitalidad, la creatividad y la espiritualidad. Si lo diabólico es lo que desgarra y separa y lo simbólico lo que reúne, vincula e integra al individuo consigo mismo y con sus semejantes hermanos, la sombra, como daimon, integra lo diabólico y lo simbólico y, al hacerlo, se constituye también, fundamentalmente, en símbolo que asume y redime lo desgarrador. De una forma precozmente madura, Mahler parece muy consciente de ello cuando escribía a Justi veinte años atrás para encauzar las turbulentas relaciones entre sus cuatro hermanos: «No discutáis, no desconfiéis los unos de los otros.
Alegraos de esa parte que tenéis en común, no reprochéis al otro lo que os resulta incomprensible de él y no intentéis imponer leyes para "toda la humanidad". Para el Señor sois todos iguales, pero a los ojos de los hombres cada uno es para el otro un mundo desconocido con una parte común, a la que se reduce nuestra comprensión. Gracias a ella manteneos unidos y no 185
destruyáis por ligereza el vínculo, el lazo [...] Lo que nos exaspera en particular de los demás, el noventa y nueve por ciento de las veces, es aquello que nosotros mismos somos capaces de hacer. Me refiero tanto a nuestras faltas como a nuestra personalidad. Reconocemos en los otros nuestro propio mundo y ese reflejo nos produce tanta rabia que quisiéramos romper el espejo inmediatamente.» El vínculo, el lazo..., que integra y salva la sombra diabólica que separa y enfrenta, que une a Abel a Caín, que tiene un haberlos amoroso amado cuidadonide Otto, desuficientemente Alois, de Hugosu Wolf y de Alma, que redimey de toda culpa por no respetado misterio, su mundo desconocido, por haber olvidado tantas veces aquella carta a Justi veinte años atrás. La introducción en re menor del «Finale» es el fragmento más desolado de la música de Mahler. Lo inicia el sordo golpe de tambor, que es el eco del que cierra el scherzo, al que suceden cinco golpes más, alternados, entre profundas oquedades sonoras y lejanas llamadas de muerte, sobre motivos tomados del «Purgatorio». El mundo retumba y se abre para acoger el aniquilamiento, pero de la catástrofe surge, dulce y tenaz, en un solo de flauta, la melodía más bella de todas cuantas compuso su autor, que canta el tema del amor, transfigurado motivo del tercer movimiento. Su respuesta a la aniquilación pasa a los violines, los cuales, acompañados por arpas y después por tenues trompetas, subrayan las palabras escritas por Mahler sobre las notas de este tema consolador: «¡Vivir por ti! ¡Morir por ti, Almschli!» La dulce melodía es conducida por las cuerdas hasta un apasionado coral bruckneriano en el que arpas crean un clima de ensueño «Blumine» líquido, de de fusión acuosa,sinfonía. que en algunos evocalaslejanos recuerdos del desaparecido la Primera El coral momentos crece y se ensancha hasta alcanzar, afinándose, en tono agudísimo y triunfante, pero, al final, es golpeado hasta cinco veces por los sordos golpes del tambor militar, que, entre trompetas lacerantes y las tubas sombrías iniciales, pretenden negar la continuidad del amor. Se entabla entonces, en el «Allegro», el combate entre motivos del «Purgatorio» que conservan el sarcasmo y la vanidad del weltlauf y parodian la marcha final de la Quinta, y el tema amoroso, que se enfrenta tenaz a las burlas de los clarinetes y a la estúpida danza del viento y la madera. Y parece lograrlo, porque la marcha paródica se torna triunfo del amor, un triunfo amenazado intermitentemente por trompetas, trompas y clarinetes. El tema amoroso se vuelve meditativo, se refugia de nuevo en los violines y arpas y, al fin, sólo en la trompeta solitaria, pero no podrá detener el nuevo asalto. En medio de una música desgarrada y horrible, de la que se yergue un larguísimo acorde disonante, el tema de amor retrocederá hasta la aniquilación del inicio, entre descendentes que se derrumban, que derrumban el mundo, que lo derrotan al derrotar al amor, que expresan de nuevo el más tremendo aniquilamiento. Pero inmediatamente, como una espada, como un ángel, hace su aparición el tema del «Adagio», del primer movimiento de la sinfonía, el tema del estado celeste, traído por las trompas y el contracanto de la trompeta que se fundirá con el tema amoroso para, juntos, avanzar serenamente, con largas y hondas evocaciones de un pasado y, luego, apasionadamente, para hacerse después, más y más, un solo tema tierno y entrañable... Con suavidad penetran en el tema las trompetas y, en un soberbio coral de violines con un fondo de chelos que marcan el ritmo de la tierra, el canto de amor, ¡el himno!, asciende lenta y solemnemente por los escalones de un trono y con la misma suavidad del principio vuelve a descender, pianissimo, hasta el recogimiento íntimo de una alcoba, donde tan sólo rompe el silencio un duetto de fagot y violín, al cual, morendo, se sumará la flauta que iniciara la melodía amorosa. Como una suave canción de cuna para enamorados, como la que se canta a un niño
hasta que se duerme, la postrera música de Mahler culmina la historia de una redención por amor. Los violonchelos, en séptima ascendente, impulsan en las cuerdas agudas un grito de pasión infinita que concluye, descendente, con el motivo del «Purgatorio» que nos habla de ella, y sobre el que figura el diminutivo cariñoso de Alma. Las notas finales descienden, muy cerca ya 186
del silencio, como si depositaran tiernamente el peso de un abrazo. No es un final erótico ni místico. No se penetra en el nirvana ni en el Walhalla de los dioses. No hay victoria ni resignación. No hay muerte ni utopía. Hay sencillamente la primera y última música en verdad amorosa de Mahler. Sin idealizaciones sublimes, sin mesianismos redentores, sin esperanzas metafísicas, un músico arrepentido, doloridamente consciente de sí mismo, no hace más que expresar como puede —con versos cursis o con música de conmovedora belleza— el descubrimiento delyotro real; el reconocimiento del hermano la hermana— muerto en su corazón torturado domeñado; el reencuentro con el hogar —de materno de la madre buena; el retorno a su verdadera vida de niño fuerte y sensible, imagen de la huella de un dios. Este grito de amor final («Almschli!...») atraviesa la muerte de amor narcisista y se clava en el silencio del universo para caer en una nueva profundidad misteriosa, en una nada radiante, en un no-ser que sin embargo es porque el amor que todo lo comprende y todo lo perdona, que no envidia y no quiere mal, que es benigno y paciente, generoso, que todo lo cree y todo lo espera, es el eros eternamente creador. La música de Mahler, en sus notas finales, no queda suspendida en el tiempo, sino abierta, incompleta e inacabable como toda vida, como todo amor, como la misma música. Más allá del amor y la muerte
La Décima, sin duda, música desarrollado nueva de Mahler, música de otro hombre, de otro artista. Nunca sabremos cómo esselahubiera y porla cuánto tiempo. Sin duda, no hubiera seguido los mismos pasos que la de sus discípulos y jóvenes amigos de la escuela de Viena, pero ya en sus orígenes compartió la misma sensibilidad, idéntica preocupación y el núcleo mismo de su mensaje espiritual. Como Fausto, Mahler hubiera podido decir tras su última música: «Me siento arrastrado por el vasto océano, el espejo de las aguas marinas se desliza silenciosamente a mis pies, una luz nueva se alza a lo lejos sobre playas desconocidas.» Si la angustia de no dar cima a la obra es la angustia más intensa en el artista, Mahler fue también un cansado y enfermo Hólderlin, que, cuando componía su inacabado Empédocles, expresó su esperanza contra la muerte en estos versos: ¡Bienvenido entonces silencio de las sombras! Contento estaré aunque mi lira no acompañé las dioses profundidades. Unamevez viví comoa los y nada más deseo.
El 21 de febrero de 1911, con fiebre y anginas, Mahler dirigió por última vez en Nueva York. Entre las obras del recital figuraba el opus 42 de Busoni, Canción de cuna elegiaca. Un hombre canta a su madre muerta en el ataúd la misma canción que le había oído cantar en su infancia, canción que le había seguido toda la vida y que poco a poco se había ido transformando: La cuna del niño se mece. La balanza del destino oscila. El camino de la vida se borra. Desaparece allá abajo por la lejanía eterna. Pero Mahler quiere proseguir ese camino borroso que se esfuma hasta desaparecer en el
horizonte infinito. En su viaje de retorno a Viena para morir, comenta varias veces su deseo imperioso de ir a Egipto: «Cuando hayamos descansado de este viaje, nos iremos los dos a Egipto [...] Ir a Egipto, no ver nada más que el cielo azul.»
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En París, el escultor de la profundidad, Auguste Rodin, acaba de concluir el busto de Mahler, cuyos rasgos, había dicho, «me sugieren orígenes orientales muy lejanos, de una raza ya desaparecida, como la de los egipcios de la época de Ramsés». Para Rodin —nos recuerda Rilke—, «hacer un retrato era buscar en un rostro la eternidad». Por eso, los modelos de Rodin «han sido explorados en todas las latitudes de su ser y todos los climas de su temperamento se despliegan sobre los hemisferios de su cabeza. De este modo, Rodin ha otorgado una vida a cada uno en el«Rodin último lleva gestolas de líneas su vida». Si,dea estos juiciohombres de Simmel, vitales de sus figuras en una dirección y altura cósmicas y el interior está penetrado por un destino terrenal y metafísico», el escultor del movimiento y de la actitud del alma moderna frente a la vida tal vez supo lo que nosotros no podemos más que imaginar: el impulso interior que conducía a Mahler, poco po co antes de morir, a la antigüedad egipcia: ¿salvar la inocencia sagrada de las heridas del poder del mundo? ¿Encontrar el saber hermético de los antiguos misterios? Faltaban tres años para que Joyce enviara a su Ulises en busca de un hogar y una esposa y a Stephan Dedalus, su Telémaco, en busca de su padre. Dos años antes, Proust retornaba al presente de la mano de su madre muerta y Jung tuvo el sueño que le condujo, más allá de Freud, al origen simbólico de la psique. Es el tiempo en que Kavafis escribe El viaje a ítaca («llega hasta Egipto, a ver ciudades, muchas, y aprende, aprende, de los sabios siempre»). Alma Mahler había sido visitada aquel invierno por Annie Besant, fundadora del movimiento teosófico y descubridora del pensamiento de Krishnamurti. Según los recuerdos de Alma, «en cuanto iba, yo ibaaquello a ver a era Mahler le contaba palabra por palabra cuanto me había dicho. laEnBesant aquel se tiempo todo muyynuevo y le interesaba». Hasta el final, Mahler necesita saber con la razón, confirmar con ella, lo que el corazón le dicta. Ciencia y misterio, filosofía y música. Fe agónica, muerta de dudas y viva de esperanza, como la de su coetáneo español Miguel de Unamuno, que, un año después de morir Mahler, publicará su obra filosófica capital, Del sentimiento trágico de la vida, un canto a la contradicción constitutiva de la interioridad humana. La última obra que leyó Mahler durante su enfermedad fue El problema de la vida, del filósofo alemán Eduard von Hartmann. El libro acabó completamente deshojado, pues el enfermo no podía sostener el volumen y arrancaba las páginas para leer. Otros libros de filosofía le acompañaron en su viaje de retorno del Nuevo Mundo, entre mejorías y recaídas, pero el de Hartmann expresa muy bien lo que podría ser un resumen de las inquietudes constantes del compositor. El principio del inconsciente, fundamento de toda su filosofía, es una síntesis de la voluntad schopenhaueriana, el espíritu absoluto de Hegel y la filosofía de la naturaleza de Schelling. El principio inconsciente es lo mismo que el espíritu divino, cuya evolución tiende a una especie de «suicidio cósmico». La conciencia es aquella lucidez que, en la especie más desarrollada —la humanidad—, destruye las apariencias ilusorias, la fe, la esperanza y la acción humanas como culminación de la historia e instauración del Reino de Dios en el mundo. Por el contrario, el triunfo de la conciencia, que se corresponde con el logro de la felicidad —quietud y éxtasis—, supone la definitiva disolución de la voluntad de poder y la liberación total de un Dios sufriente que está en todas las cosas que constituyen la realidad. Cuando la voluntad llegue a tal punto de autoconciencia del sufrimiento que produce en el mundo, tendrá la posibilidad de autoanularse y de redimir el mal. Esta redención del mundo respecto de sí mismo implica el fin del universo. En el camino de esta redención, y como una de las formas más dinámicas de la conciencia, el arte (o contemplación estética de la armonía ideal que también reside en las cosas) se enfrentará
siempre hasta el fin a la fuerza irracional de la voluntad de poder del hombre. ¿No guarda esta filosofía del mundo y de la vida una singular coincidencia con la vida, el mundo y el arte mahlerianos? Fueran cuales fuesen los sentimientos de Mahler ante su última posibilidad de saber algo más sobre su más honda y radical preocupación como ser consciente, 188
debió verse, sin duda, grandemente comprendido en la razón de sus intuiciones y de su combate interior. El mismo, su propia vida y su obra entera, parecen un testimonio fidedigno y coherente de esa redención que el sufrimiento y su conciencia alcanzarán, el día final del universo, en el seno amoroso de su creador. Los días finales de Mahler concitaron todos los símbolos. Al salir de la clínica de París hacia la estación del Este, su ambulancia se cruzó con el cortejo del presidente de la República francesa, por coraceros caballo que interpretaban militar.un DeMahler París ayacente. Viena, enjambresformado de periodistas subieron,a en las estaciones, al vagón música donde viajaba En el sanatorio Loew ocupó la habitación 82. Poco antes de entrar en coma sus dedos dirigieron una orquesta invisible y por dos veces pronunció con dulce sonrisa el diminutivo de su querido Mozart. Una tormenta de rayos, truenos y gran aguacero —como al morir Beethoven— estalló el día de su muerte, 18 de mayo, y cesó a la media hora de su fallecimiento. Sin discursos ni música, como había dispuesto, fue enterrado junto a su hija Putzi en el pequeño cementerio de Grinzing, «allí donde brilla el sol y maduran bellos racimos». Y fue verdad. Cuando cayeron los primeros puñados de tierra sobre el breve ataúd, como de niño, un rayo de sol atravesó de pronto la tarde lluviosa. Paul Stefan ha dejado escrito que, después, el arco iris trazó su signo de paz y de alianza sobre el horizonte y que junto al conmovido silencio de la muchedumbre se oyó cantar también a un ruiseñor.
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LA CANCIÓN DEL RETORNO Gustav Mahler no es un cantor de la muerte, como a menudo se afirma, sino un cantor de la vida en su verdad primera, en su verdor original. Por eso su canto es la rapsodia de una voz primigenia que la memoria conserva ddesde esde la primera infancia. Y cada vez que Mahler rapsoda nos habla de lo que le habla esa voz, traza entre nosotros y ella un rayo de urlicht, una senda de luz por la que podemos retornar a nuestro origen común de unos seres hermanos. Desde el principio hasta el fin, Gustav Mahler canta una canción del retorno. Toda su obra musical, su arte compositor, los mensajes literarios que incorpora y ahonda, su propia vida psíquica con sus avatares mundanos, constituyen, en su particularidad y en su conjunto, un referente constante de eso que llamamos retornar: «ir o venir de nuevo al punto de partida». Ahora bien, ese largo viaje de retorno, que dura toda una existencia y abarca toda una obra, se caracteriza por ser justamente la negación de los desesperantes retornos estáticos de la repetición sin fin y sin finalidad: del «eterno retorno» de lo mismo. Por el contrario, la infinita circularidad que une el inicio y el final del viaje, el punto de partida y el punto de meta, es marco y relato de una línea abierta que progresa en espiral ascendente, que hace del retorno al origen un constante avanzar, una marcha danzante, un dramático himno. Todo el lirismo mahleriano, casi todos sus Heder, nos hablan de canciones, amores y amantes, reales o evocados, que vuelven; de ruiseñores, relevos del canto; de anillos que retornan, de muertes que son retornos, de soldados fantasmas que tornan a pasar bajo el balcón de la amada y de soldados desertores porque les llama el hogar; de regresos del sueño y regresos del mundo para despertar o vivir tan sólo en el cielo amoroso del canto. Tales retornos son actos de vida y de esperanza, en contraste con otros que, para dar sentido profundo a los primeros, también canta Mahler: los eternos retornos de la noria, las condenadas ruedas de Sísifo e Ixión, los peces sordos a las continuas prédicas, la danza inmóvil del salón mundano, el molino impasible ante el hambre del niño, la ausencia repetida del soldado que prometió amor eterno a la doncella. Desde aquel viaje primero que era retorno a lo ancestral del hombre, al bosque salvaje del primer fratricidio, toda la música de Mahler narra sucesivos viajes, cada vez más profundos, hacia esa patria común de los hermanos hombres, anterior al cuchillo que los escindió: una patria, un Padre, que, en lo Alto, reúne, como símbolo, los dolorosos fragmentos de su universo de amor. alEncastillo Das klagende al bosque conduce al retorno del hueso acusador de la reinaLied, altivael yretorno al retorno de éste, cainita destruido, a sus piedras, dispersas. El amante olvidado, el fahrenden gesellen, retorna al tilo que da la paz mortal. El titán prometeico vence a su derrota retornando a la naturaleza y a la infancia para, en la sinfonía de la Resurrección, retornar a la urlicht que promete el retorno transfigurado de su obra humana. En la Tercera sinfonía, el mundo entero y el hombre retornan, llevados por un ardiente deseo, al Eros creador del universo y, en la Cuarta, el alma retorna a su propio centro, desde la vida celestial a la mundana. El viaje de retorno desde el inconsciente colectivo que anida en su primera tetralogía sinfónica hasta la conciencia alcanzada gracias al mismo, lo relata Mahler en la Quinta. Y en la Sexta nos dirá cómo la conciencia dolorida del alma retorna a ese mundo real, fratricida y guerrero, donde el héroe ha de sufrir las pruebas de su iniciación espiritual, entre las cuales figura en lugar preferente la aceptación amorosa de la realidad y la recuperación transfigurada, en redentor
retorno, de tantas «huellas» utópicas todo como cuanto la humanidad, en su larga marcha siglos, hamúsica, dejado a sus hijos en señal de sentido: canta la Séptima con sudenocturna transmutándolo en sones, en aire del Espíritu. Ese espíritu que, para que retorne a las naciones en guerra, es convocado en la Octava, culminando así una segunda tetralogía sinfónica de la
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Conciencia, que abre las puertas de la trilogía final en la que Mahler expresará con toda sencillez y unción un mundo sobreconsciente. La canción de la Tierra es la canción del retorno de todo el dolor y de todo el gozo del mundo al horizonte celeste de su origen, como en la Novena sinfonía es el alma la que retorna a él y, en la Décima, inacabada e inacabable, lo es la humanidad, su futuro y, finalmente, el propio compositor, el cual sólo en la luz azul de su alma celeste podía reencontrar, a su retorno, la sombra retornada aquel primer viajeroto ancestral: la sombra deel síretorno mismo,definitivo el otro, ela hermano asesinado, la partedeperdida del anillo —¡el símbolo!—, la lejana patria. Si la obra de Gustav Mahler merece el calificativo de paradigmática es porque expresa de modo arquetípico —inconsciente, y más tarde, consciente— el retorno de una cultura civilizada, radicalmente en crisis, a la unión con su origen universal humano. La misma situación crítica es ya un signo que prefigura el camino de búsqueda, la senda que desanda hasta el punto crucial todo lo andado. Y, como no podía ser de otro modo, es el arte creador quien da el alto para avisar que se ha perdido el norte y que toda una cultura lleva tiempo dando vueltas sobre sí misma, esclavizada a la noria de su ensimismamiento, sin avanzar un paso en su falso progreso. Pero el arte ensimismado ha perdido el don de la palabra. Ni siquiera tiene con qué avisar de su silencio. Tan sólo el simple ruido bárbaro e ininteligible de una singular babelia o el susurro hermético de su torre de marfil. Porque no hay comunicación sin comunidad y no puede haber comunidad sin lenguaje. Ni siquiera por signos pueden entenderse las culturas, porque hay lenguaje significativo donde se ha perdido el símbolo. El primer retorno deberá ser elnosuyo. Habrá que retornar a él para que él retorne. La cultura incomunicada no es una patria. El lenguaje simbólico comunica en cuanto religa el habla con la palabra fundante, paterna. El retorno a la patria es ir en busca de ese referente fundamental, de ese padre que habla desde la otra orilla del anillo roto. El símbolo nos conducirá a la patria más allá de la cultura huérfana, de la nación agresiva e indefensa que busca su identidad encarnizadamente porque, al perder la memoria de su origen, ha perdido lo que llamamos alma, y por más que la busque en el habla materna, la palabra que busca, la que da vida al alma no es el eco pueril de quien dio vida al cuerpo, sino la memoria infantil del espíritu generador que dio vida a la vida. La verdadera patria no está, pues, en la infancia. Pero en ésta conviven, casi nunca armoniosas, la figura materna y la figura paterna. Si la vida naciente no retorna al origen de su fecundidad, si la infancia carnal no regresa más allá de su primer refugio, el alma no alcanza el saber que le es propio, no reconocerá jamás su identidad con el padre. Retornar a la infancia de una alma en plenitud es llegar a identificarse con la figura paterna, con la palabra universal y común que nos hace ser nosotros mismos cuando por fin somos, no un yo solitario, sino un yotú, un nosotros fraternal, sombra del padre. Mahler canta esos cuatro retornos, inseparables, al símbolo roto y al alma, a la infancia y a la patria perdidas. Su tradición cultural, sobreactualizada por la crisis finisecular, resucita los más antiguos símbolos, contempla los más variados rostros del alma; recorre todos los rincones de la infancia; abre, una tras otra, las sucesivas puertas que conducen a la que será patria definitiva: sólida casa donde estar en paz segura y ser de verdad. En ese viaje de retorno asume cuantos espejismos y trampas acumula su generación para exorcizar el temor al más allá de una trascendencia que amenaza su pueril presunción civilizada. Él mismo, obra de su propia obra, pero escindido de ella como un ser fragmentado más, vive una existencia plena de
contradicciones, y su llegada a puerto, su salvación final al borde de la muerte, antes parece una piadosa gratitud del destino a su fidelidad a las voces de lo Alto que una firme posesión de verdades y certezas. Mahler, más que imponer un discurso religioso o moral determinado para él y para la humanidad, para su tiempo y el nuestro, él mismo es el mensaje, el instrumento vivo, 191
carnal y espiritual, que canta el ardiente deseo de retorno a la patria de toda una cultura y que narra en su canción el viaje arquetípico de ese retorno. Pese a su fuerte autoconciencia, no siempre fue del todo consciente de cuánto llegó a decir como rapsoda de la Palabra primera. Pero a nosotros nos es dado retornar a ese viaje de múltiples retornos, reseguirlo y reconocerlo como nuestro propio viaje en circunstancias de tiempo y de lugar que en nada difieren, por ser su prolongación, de las que hicieron posible la obra paradigmática de Gustav Mahler. El primer para una civilización y guerrera, muerta de poder deseo, es esasímbolo tierra viva y fascinante, esapatriarcal, naturalezaposesiva ambivalente, sensual y terrible, quey de es llamada Mujer. Mahler la representa con una rosa roja en dos de sus intuiciones fundamentales: el precio mortal del amor de la princesa altiva de Das klagende Lied y la melancolía de la muchacha de la pradera en «¿Quién compuso esa cancioncilla?» Pero la rosa roja será también la del Wunderhornlied que se abre al comienzo de la luz primigenia, la urlicht que «mi Dios amado ha encendido en mí para iluminarme el camino hacia una vida eternamente bendita»; una rosa roja que es, por tanto, el alma: una alma primitiva, infantil, que conserva la memoria de «las Madres» telúricas, la misma feminidad constante que nos conduce a lo Alto en la Octava sinfonía. Pero hay otro símbolo no menos arcaico y más exacto, pues representa al símbolo mismo. Es el anillo de la Leyenda renana que le es retornado por el alma —la doncella del rey— al hombre esforzado. Ese anillo se alegoriza también en la Octava a través del corro infantil que en su cielo acoge el alma de Fausto, hecha crisálida eternidad. El alma descubierta como una luz pordeMahler en su Segunda sinfonía es una pequeña chispa del anima mundi que enciende su creación cósmica en la Tercera y que, retornada con toda su luminosidad a la psique humana en la Cuarta, recibirá la visión del Niño de su vida celeste; la visión que espera contemplar, como aprobación moral del alma, el soldado que a golpe de tambor ha despertado a sus compañeros y los ha conducido a la victoria («Revelge»). Si Mahler recibió la urlicht como memoria primigenia es porque el alma se esconde entre sus pliegues en el hondón de la naturaleza, de la infancia, cuya pérdida y retorno se cantan en su Primera sinfonía para exorcizar a la muerte sin remedio. Urlicht es el alma infantil de los ángeles-niños de la Tercera y del Niño celeste de la Cuarta. Es, por encima de todo, el Tadzio del «Adagietto» de la Quinta, a quien Visconti prestó el rostro y las miradas del niño Mozart en su viaje a Venecia, como recuerda Sopeña: un Mozart que, al decir de dos teólogos como Barth y Küng, es emblema musical constante del misterio de la resurrección. Son las miradas de Tadzio las que, más tarde, en los Kindertotenlieder, consolarán al padre huérfano, pues sus hijos danzan también alegres y acogedores en el corro celestial de la Octava y atraen a su comunidad santa a Fausto, que se ha hecho niño como ellos tras haberse apartado del mundo y por eso, en el horizonte azul de Das Lied von der Erde, encontrará la imagen de la Madre buena como reflejo del Padre celestial, por fin hallado en el «Adagio» final de la Novena. Ese padre tiene en su regazo a Putzi y a los niñitos muertos del poeta Rückert. Es la imagen transfigurada de tantos padres sin consuelo por haberla perdido cuando perdieron su infancia. Es un padre que resucita la sombra de los hermanos asesinados en el bosque salvaje u olvidados en medio del tráfago inmisericorde de la vida, o desconocidos tras la máscara de una joven esposa, musa y esclava, a la que se prohibe p rohibe ser madre de una ob obra ra musical tan sólo reservada al genio. El retorno a la infancia concluye en Mahler cuando su obra es capaz de expresar el doble símbolo arcaico de la mujer y el anillo a través de una alma que ya no se proyecta en su musa (Sexta sinfonía),
Alma Schindler que ya no la introyecta comoElesposa burguesa convencional la Séptima ni la sublima como Mater gloriosa en la Octava. retorno a la infancia conduceena Mahler hasta ese reencuentro con unos padres cuyas imágenes arquetípicas se han unido para retornar al hijo toda su identidad fraternal. Por nuestros padres somos nuestros hermanos en ellos. Hasta nuestros hijos recuperan su condición fraterna respecto a nosotros, y sólo podremos 192
amar a la mujer si ante todo la amamos porque es hermana nuestra. Todo esto nos dice, tal vez sin saberlo, Mahler en su desgarrada, fragmentada, inacabada, Décima sinfonía. Alma Schindler, la esposa infiel hasta la muerte, es símbolo vivo de la vida eterna porque es mujer, alma y hermana. Ella, con su infidelidad, le ha abierto para siempre los ojos de la conciencia y las puertas finales que conducen, ahora sí, a la verdadera casa del alma, a la patria que la infancia conservaba en su memoria. patria, por en Mahler, la infancia, como al creía Schiller. La infancia es tan sólo suLa memoria y setanto, halla no tanes, cerca de la muerte, de la nada, estar como está casi recién nacida, que, a menudo, patria y muerte se confunden. Seducido por la rosa roja, muere asesinado el joven hermano junto al sauce del bosque. Atravesado por el cuchillo de unos ojos azules busca la paz de la muerte junto al,tilo el despreciado amante vagabundo. En la pradera de la melancolía tendrá su tumba el enamorado guerrero que ha de abandonar a la amada. Pero la paz del tilo resonará con más clara y segura beatitud al final de los Kinder-totenlieder. El tilo sólo era un símbolo y, como tal, polivalente y ambiguo. En los versos de Rückert, la música del tilo corresponde a un Dios que acoge a los siempre prematuramente muertos como una madre a sus hijos. ¿Cómo podía dejar de ser la patria de los humanos la eternidad que en la Octava se funde, en la Mater gloriosa, con la feminidad telúrica arquetípica para incorporar a Fausto al corro fraternal de todos los seres que retornaron a la infancia del espíritu? En ese cielo maternal del horizonte azul del hombre, siempre («ewig, ewig, ewig...!») se vivirá una vidalaceleste música su no reino puedeceleste, compararse de este mundo.siempre, Y, sin embargo, aunque patria cuya del hombre, no seacon deninguna este mundo, siempre, siempre, retorna a él. También lo celeste retorna a quienes lo buscan. Quienes buscan el reino justo de la divinidad, quienes conservan en la memoria las huellas de la utopía (uno de los innumerables nombres de Dios) tienen su patria diaria y futura en ella. Si el alma que se hace niña ve en todo humano un hermano, el reino de la utopía está ya en el mundo: es la fraternidad universal, es la eterna era nueva de la historia, la que trasvasa siempre las antiguas aguas de la renovación permanente, de la revolución constante, del retorno perpetuo a las fuentes. Todo cuanto canta Gustav Mahler en los primeros tiempos de su Décima y que será siempre inseparable, para toda alma fraternal, de dar la vida hasta la muerte por amor a cualquier ser, prójimo o lejano. Oscuramente, casi sin saberlo, nuestro fin de siglo y de milenio ha sentido el retorno de Mahler, tras años de olvido o de desconocimiento, como una visita fraterna y un retorno de la vida celeste. Si Mahler saludó, un Primero de Mayo, a las huestes obreras con un emocionado «¡Son mis hermanos!», hoy, multitud de personas podrían devolverle la salutación: «¡Mahler, mi hermano!» El retorno de Mahler, su llegada a nuestro mundo en el momento histórico de su postrimería más convulsa y perpleja, parece como, en su Octava sinfonía, el fruto inesperado de una muda y clamorosa invocación de las gentes: «¡Ven, espíritu creador!» Frente al perplejo nihilismo contemporáneo, la fragmentación esquizoide de la psique, la incomunicación retórica del espectáculo ilusorio, las guerras, injusticias y miserias de un orden mundial imperialista, las religiones dogmáticas, sectarias y enfrentadas, el arte deshumanizado y una música solamente sonido o simple ruido, hermética y sin alma, las muchedumbres sensibles piden, claman, exigen, que el alma de cada uno de nosotros retorne al mito primordial, al viaje simbólico del héroe que retorna a la patria, tras descender a las madres de la memoria; al sí mismo plenario, a la unidad psíquica en que consiste una alma verdadera, viva de eternidad, capaz de retornar al lenguaje comunicante; a la fraternidad universal; a la religión natural, única como el universo, y a un arte
creador, humano, fuente de conocimiento purificador, que nos hable líricamente de alma a alma y que cante la epopeya de nuestra humanidad sagrada, constructora de una tierra nueva y de un hombre nuevo.
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El retorno a Mahler expresa todo ese «ardiente deseo» de reconstruir con los fragmentos solitarios y dispersos de una cultura agonizante el anillo simbólico, el lazo de nuestras vidas con su trascendencia, la patria primigenia, la utopía diaria. Asimismo, el retorno a la música de Mahler significa que su propio mito ha sido captado como revelación fulgurante del retorno mítico, como la recepción del mensaje de ese mito primordial que es la esforzada búsqueda de sentido para la vida personal y colectiva. La cegadora claridady del lenguaje mahleriano, su continua transfiguración lo prosaico eny poético, su profunda sencilla humanidad, revolucionan todas las formas de convencionales tópicas de comunicación entre un compositor y su audiencia. Mahler nos habla personalmente, de tú a tú, como un amigo, como un hermano. Pero exige de nosotros, como un padre, que estemos atentos a su palabra, que nos esforcemos por entenderle, que vayamos más allá de su mito y de su moda, que no nos distraigan o diviertan uno y otra y que nos convirtamos, como siempre exigieron los profetas. Porque, en definitiva, no nos habla de él cuando narra su mito personal; no nos habla de un tiempo pasado ni su mensaje religioso, trascendente, contiene dogma alguno o se encierra en un templo. Mahler nos habla de nosotros mismos, es el espejo de nuestro ardiente anhelo, es el instrumento musical que nosotros pulsamos. Al ser nuestra propia música, nos incita, con su ejemplo, a la variación continua, al retorno de lo olvidado y a la aventura de lo nuevo. Nos da un tono que podemos alterar, nos sugiere los timbres más imaginativos, nos ofrece el amplio hogar sinfónico donde prender el fuego de nuestra más íntima canción. Este libro que ahora acabas, lector amigo, te ha narrado, en último término, un encuentro personal con la música de Gustav Mahler. De algún modo es el relato que me une a ella y el fruto de una conversión, de un primer y esperanzador cumplimiento del «ardiente anhelo». ¿Habré logrado transmitirte su luz primigenia, su urlicht, su alma, como ella hizo conmigo? ¿Lograremos todos juntos, uno tras otro, transmitir y perpetuar esa luz en una tradición constante que nos retorne a través del tiempo a esa eternidad misteriosa que nos constituye y sustenta? Le es imposible a la palabra humana ser tan clara, pe netrante y profunda como lo es la música. La más bella musicalidad de un escrito es incapaz de hablarle al alma de su propia canción. Es ella quien debe cantarla, quien debe contarse a sí misma el relato de su deseo de trascendencia, de retorno a la patria, de inmortalidad. Que estas palabras finales dejen paso al silencio para que otras almas como la mía, como la tuya, canten con su propia música la inacabable canción de todo ser humano, su canción del retorno. «Villa Adriana», Sant Feliu de Codines, 25 de febrero de 1994
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DISCOGRAFÍA SELECTA Se incluyen en ella las versiones de la obra de Mahler cuya audición ha servido de sustento sonoro al presente libro. Su carácter subjetivo no excluye, por tanto, cualquier otra selección posible ni implica en todo caso un predominio de la valoración técnica. Respecto oadealgunas obras se indican o más versiones significantes, sin orden de preferencia jerarquía cualitativa. El quedos la mayoría de ellas corresponda a directores como Walter, Klemperer o Horenstein, tan vinculados por época o sensibilidad al propio Mahler y a su estilo, se justifica obviamente por el carácter ya citado de la selección, sin que tampoco suponga desconocimiento o desdén de la extensísima y brillante interpretación mahleriana llevada a cabo en los últimos treinta años por orquestas, directores y cantantes de fama mundial. Se ha procurado citar grabaciones asequibles (cuya fecha aparece entre paréntesis), con la advertencia de que las firmas productoras pueden haber variado por causa de las fusiones multinacionales. Se hace constar también la presentación en disco compacto (CD). — Das klagende Lied (La canción del lamento) P B , Orquesta Sinfónica de Londres (1970), Sony Classical (CD). IERRE
OULEZ
— Lieder und Gesänge aus der Jugendzeit (Canciones y tonadas de juventud), Dietrich Fischer-Dieskau y D B (piano) (1980), EMI. — Lieder eines Fahrenden Gesellen (Canciones del caminante) B W , Orquesta Sinfónica de Columbia, Mildred Miller (1960), Sony Classical (CD). R K , Orquesta Sinfónica de la Radiodifusión Bávara, Dietrich Fischer-Dieskau (1970), Deutsche Grammophon. ANIEL
RUNO
ALTER
AFAEL AFAEL
UBELIK UBELIK
ARENBOIM
— Sinfonía n.° 1 B W , Orquesta Sinfónica de Columbia (1961), Sony Classical (CD). E O , Orquesta de Filadelfia (1969) (incluye «Blumine»), RCA. RUNO
ALTER
UGENE
RMANDY
— Des Knaben Wunderhorn Lieder (Canciones del cuerno maravilloso del zagal) F P , Orquesta del Festival de Viena (1963), Heinz Rehfuss y Maureen Forrester, Vanguard Classics (CD). ÉLIX
ROHASKA
— Sinfonía n.° 2 B W , Orquesta Sinfónica de Columbia (1958), Sony Classical (CD). O K , Orquesta del Concertgebow de Amsterdam, Kathleen Ferrier, Jo Vincent (1951), DECCA. RUNO
ALTER
TTO
LEMPERER LEMPERER
— Sinfonía n.° 3 J H , Orquesta Sinfónica de Londres (1970), Unicom (CD). ASCHA
ORENSTEIN
— Sinfonía n.° 4 B W , Filarmónica de Nueva York, Desi Halban (1945), (19 45), CBS. O K , Orquesta Filarmonía (1961), Elisabeth Schwarzkopf, EMI. RUNO TTO
— TTO
ALTER
LEMPERER LEMPERER
Rückert Lieder LEMPERER
O K K , Orquesta Christa Ludwig (1967), EMI. Dietrich Fischer-Dieskau (1964), R OrquestaFilarmonía, Sinfónica de la Radiodifusión Bávara, Deutsche Grammophon. AFAEL AFAEL
UBELIK UBELIK
195
— Sinfonía n.° 5 B W , Filarmónica de Nueva York (1947), (1947) , CBS. V N , Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig (1966), Philips (CD). RUNO
ALTER
ACLAV
EUMANN
— Kindertotenlieder (Canciones de los muertos en flor) B W , Orquesta Filarmònica de Viena (1949), Kathleen Ferrier, EMI. O K , Orquesta del Concertgebow de Amsterdam (1951), Kathleen Ferrier, DECCA (CD). RUNO TTO
ALTER
LEMPERER LEMPERER
— Sinfonía n.° 6 J H , Filarmónica de Estocolmo (1966), Unicorn. ASCHA
ORENSTEIN
— Sinfonía n.° 7 H S , Sinfónica de Viena (1950), Orfeo (CD). B M , Sinfónica de Viena (1967), Hunt Productions (CD). ERMANN
RUNO
CHERCHEN
ADERNA
— Sinfonía n.° 8 J H , Orquesta Sinfónica de Londres (1959), DISCOCORP. L M , Filarmónica de Viena (1989), Sony Classical (CD). ASCHA
ORENSTEIN
ORIN
AAZEL
— Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra) B W , Filarmónica de Viena (1952), Kathleen Ferrier y Julius Patzak, DECCA (CD). RUNO
ALTER
ASCHA
ORENSTEIN
J H ,DESCANT Orquesta Sinfónica de la BBC del Norte (1972), Alfreda Hodgson y John Mitchinson, (CD). — Sinfonía n.° 9 B W , Orquesta Sinfónica de Columbia (1961), CBS. O K , Orquesta Nueva Filarmonía (1967), EMI. H S , Sinfónica de Viena (1950), Orfeo (CD). RUNO TTO
ALTER
LEMPERER LEMPERER
ERMANN
CHERCHEN
— Sinfonía n.° 10 S R , Orquesta Sinfónica de Bournemouth (1980), EMI. IMÓN
ATTLE ATTLE
Entre las diversas integrales de la obra sinfónica de Mahler, todas ellas valiosas, se cita aquí como preferente la de R AFAEL AFAEL K UBELIK UBELIK , con la Orquesta Sinfónica de la Radiodifusión Bávara (1967-1971), Deutsche Grammophon (CD), por ser la que inició al autor de este libro en el conocimiento sistemático de la sinfonía mahleriana.
ÍNDICE
Prólogo Agradecimientos Introducción
I Los años de aprendizaje del joven Mahler La canción del lamento Las canciones de un joven caminante La muerte del titán
II La búsqueda del símbolo
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El sentido de la vida El ansia de inmortalidad III La reconstrucción del lenguaje Lo apolíneo lo dionisíaco De lo que nosy habla el mundo El origen del mundo es el amor IV El retorno al hogar La casa del alma Viaje al centro de uno mismo V Un viaje por la propia obra De la sombra a la luz La encarnación de la utopía VI Los muertos en flor La aceptación del destino El enigma de la Sexta sinfonía VII Mahler, compositor «barroco» La amada eterna La resurrección del fénix VIII El mundo que clama al cielo La salvación de Fausto IX La vida es sueño Canción del retorno al Dios materno X Viaje por el amor y la muerte
El combate por la paz La canción de la Nada XI
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La sinfonía inacabable La era de Acuario XII El purgatorio de Mahler Morirallá pordel amor Más amor y la muerte La canción del retorno Discografia selecta
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Impreso en el mes de noviembre de en Talleres Gráficos HUROPE, S. L. Recaredo, 2 8005 Barcelona
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