Glenn Gould - Escritos Críticos

April 23, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: N/A
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Glen Herbert Gould ha demostrado ser no sólo un extraordinario pianista, sino también un extraordinario cr...

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GLENN GOULD ESCRITOS CRÍTICOS

.. ·

TURNER

GLENN GOULD

ESCRITOS CRÍTICOS Edición e Introducción Tim Page

Traducido por Bernadette Wang

TURNER MÚSICA

© 1984 by the State of Glenn Gould and Glenn Gould Limited © International and Pan-American Copyright Conventions © De esta edición en lengua española: EDICIONES TURNER, S. A. c/ Génova, 3. 28004 Madrid ISBN: 84-7506-284-9 Depósito legal: M. 32.613-1989 P rin ted in Spain

ÍNDICE AGRADECIMIENTOS............................................................

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INTRODUCCIÓN...................................................................

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PRÓLOGO: Consejos a los graduados.......................................

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PRIMERA PARTE: MÚSICA William Byrd y Orlando Gibbons........................................ Domenico Scarlatti............................................................. El arte de la fuga................................................................ Las variaciones «Goldberg»................................................. Bodky y Bach...................................................................... De Mozart y otros temas afines: conversación de Glenn Gould con Bruno Monsaingeon........................................... Gleen Gould entrevista a Glenn Gould sobre Beethoven..... Las Sonatas «Patética», «Claro de luna» y «Appassionata» de Beethoven........................................................................... Las tres últimas sonatas para piano de Beethoven.............. La Quinta Sinfonía de Beethoven al piano: cuatro críticas imaginarias.......................................................................... Algunos conciertos de Beethoven y Bach............................ N’aimez-vous pas Brahms?.................................................. ¿Debemos desenterrar a los románticos raros?... No, sólo son una moda............................................................................ La música para piano de Grieg y Bizet, más una advertencia confidencial a los críticos.....................................................

29 33 34 43» 50 5Φ 68®· 76» 79 83 88 * 98 · 101 106 7

Banco de datos sobre la apresurada carrera hacia arriba de Mahler................................................................................. Un alegato a favor de Richard Strauss................................ Strauss y el futuro electrónico............................................ Enoch Arden, de Richad Strauss.......................................... La música para piano de Sibelius........................................ Arnold Schoenberg: una perspectiva.................................... La música para piano de Arnold Schoenberg....................... Conciertos para piano de Mozart y Schoenberg................... La Sinfonía de cámara n.2 2 de Arnold Schoenberg............ Un halcón, una paloma y un conejo llamado Francisco José. Hindemith: ¿llegará su hora? ¿otra vez?.............................. Un cuento de dos Marienlebens............................................ Sonatas para piano de Scriabin y Prokofiev......................... La música en la Unión Soviética.......................................... La Cuarta de Ivés................................................................ Una miscelánea en honor de «Ernst ¿¿¿qué???»..................... Música para piano de Berg, Schoenberg y Krenek.............. Korngold y la crisis de la sonata para piano........................ La música canadiense para piano en el siglo XX.................. El dilema del dodecafónico................................................... Boulez.................................................................................. El futuro y «Flat-Foot Floogie»............................. ............... Terry Riley.......................................................................... Cuarteto de cuerda, Op. 1, de Gould.................................... ¿Así que quieres escribir una fuga?......................................

111. 115. 125 134, 138 143» 161 168» 175» 184 190» 195 211 214. 235240 247 254 258 263 273» 278 284 286 294

SEGUNDA PARTE: INTERPRETACIÓN Que se prohíba el aplauso.................................................... ¡Los que vamos a ser descalificados te saludan!.................. La psicología de la improvisación......................................... Críticos................................................................................. Stokowski en seis escenas................................................... Rubinstein............................................................................ Recuerdos de Maude Harbour, o variaciones sobre un tema de Arthur Rubinstein........................................................... Yehudi Menuhin.................................................................. En búsqueda de Petula Clark.............................................. Streissand en el papel de Schwarzkopf...............................

305. 311 317 * 320 321· 350 « 359 365 370» 380

INTERLUDIO: Glenn Gould entrevista a Glenn Gould sobre Glenn Gould......................................................................... 385/386 . 8

TERCERA PARTE: MEDIOS DE COMUNICACIÓN Las perspectivas de la grabación.......................................... Música y tecnología............................................................. La hierba es siempre más verde en los descartes: un experi­ mento de escucha................................................................ ¡Oh, por el amor de Dios, Cynthia, debe de haber algo más! La radio como música: conversación de Glenn Gould con John Jessop........................................................................... Prólogo de «La idea del norte»............................................. «La idea del norte»: una introducción.................................. «Los rezagados»: una introducción.......................................

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CUARTA PARTE: MISCELÁNEA Tres artículos publicados con el seudónimo de Dr. Herbert von Hochmeister................................................................. — La CBC, en relación con la cámara................................ — Del tiempo y los que lo marcan...................................... — L’espirit de jeunesse, et de corps, et d’art....................... Toronto............................................................................... Conferencia en Port Chillkoot............................................. Realidad, fantasía o psico-historia: Notas del movimiento clandestino P.D.Q................................................................ El disco de la década................................................... '........ Los hijos de Rosemary......................................................... Discografía para una isla desierta........................................ La película Matadero cinco................................................... Una biografía de Glenn Gould.............................................

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CODA: Conversación de Glenn Gould con Tim Page................

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ÍNDICE ONOMÁSTICO.......... ..............................................

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BIBLIOGRAFÍA.....................................................................

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AGRADECIMIENTOS Debo mi gratitud a muchas personas: ante todo, a James Destrich y a Elizabeth Thaxton Page, mis auxiliares de edición, que me ayudaron en la lenta labor de revolver en una inmensa pila de manuscritos y a preparar las copias de trabajo de los artículos de Gould; a J. Stephen Po­ sen albacea de Gould, quien creyó en este libro desde el principio; a Ruth Pincoe, que catalogó el material escrito y grabado para la testamentaría de Gould; a Ray Roberts, ayudante de Gould en los últimos años de la vida de éste, por numerosos servicios, grandes y pequeños; a Raymond Bongiovanni, mi agente literario, y a Robert Gottlieb y Eva Resnikova, mis editores en Knopf, por su paciencia y sus sugerencias; Patrick Di­ llon, por su exhaustiva lectura y sus numerosas preguntas, y a Geof­ frey Payzant, cuya obra Glenn Gould: Music and Mind debe considerar­ se el germen de los estudios sobre Gould. También debo dar las gracias a Tina Clarke, Brooke Wentz, Charles Passy y Bob Silverman por su ayuda para la ejecución de este proyecto; a Paul Alexander, cuyo entusiasmo contribuyó a despertar mi interés por Gould, y a Susan Koscis, directora de Información al Público de CBS Masterworks, quien gestionó mi contacto inicial con Gould y cuya amis­ tad fue un consuelo espiritual en los difíciles días que siguieron a la muerte de éste. Gracias a Russell y Vera Gould, padre y madrastra de Glenn, quie­ nes me recibieron en su casa de Toronto y me proporcionaron valiosas ideas sobre los primeros años del pianista. Jesse Greig, primo de Gould 11

y su mejor amigo, me ayudó también narrándome algunas maravillosas anécdotas. Por último, todo mi amor y gratitud para mi esposa, Vanessa Weeks Page, por su devoción e inestimable asistencia durante la empresa; leyó todo el material, hizo de editor de los ejemplos musicales y, en general, me ayudó a dar forma definitiva al libro.

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INTRODUCCION Glenn Gould y yo hablamos a menudo de la idea de reunir una colec­ ción de sus escritos. Aunque entusiasta, Gould vacilaba, explicando que no había llegado aún el momento de hacer recapitulación. Resulta imposible saber qué es lo que él habría incluido en definitiva en una antología de este tipo; por consiguiente, la responsabilidad de la selección y el orden de los artículos que aparecen en el presente volumen es sólo mía. Gould era un perfeccionista en grado sumo y, tras haber logrado la fama internacional antes de cumplir 25 años, podía publicar todo lo que quería. Por ello, tras leer dos cajas abarrotadas de originales, he llegado a la conclusión de que la mayor parte del material inédito debe seguir sién­ dolo. También he tratado de evitar la duplicación de temas e ideas, aun­ que esto en parte ha sido inevitable. Gould escribió prolíficamente' sobre sus temas favoritos —sólo sus escritos sobre Arnold Schoenberg llenarían un pequeño libro— y era incapaz de reciclar uno o dos párrafos. De forma similar, existe cierto número de guiones radiofónicos y para televisión y cosas por el estilo. Muchos son maravillosos, pero se resisten a ser trasladados con éxito al papel impreso:i Gould comprendió la diferencia fundamental entre escribirpara ser leído y escribirpara ser escuchado/ Con­ fío en que sus obras para esos medios de comunicación lleguen algún día a un público más amplio, pero éste no es el lugar adecuado para darlas a conocer. Por tanto, la mayor parte del material del presente libro está ex­ traído de artículos publicados y de notas para carpetas de discos. Estas notas constituirían una sorpresa, especialmente para los que no conozcan el don del verbo de Gould. Por lo general, éste escribía notas al 13

programa para la música que le estimulaba y le evocaba pudorosos senti­ mientos personales, ya fueran favorables o desfavorables. Probablemente po­ cos coincidirán con los comentarios negativos de Gould sobre el Mozart de la última época o con su fulminante juicio acerca de la Sonata «Appassio­ nata» de Beethoven, pero sus opiniones se manifiestan con fuerza y humor. De hecho, sus escritos son, en algunas ocasiones, mejores que las grabacio­ nes a las que acompañan: en 1974 recibió un premio especial Grammy por su concisa y divertida exégesis escrita de las desmesuradamente largas y un tanto austeras sonatas para piano de Hindemith. Profesor nato, Gould utilizó como aula los medios de comunicación, y su didáctica, junto con la heterodoxia de sus ideas, irritó a muchos críti­ cos. No hay duda de que B. H. Haggin se hacía eco de la opinión de una buena parte del público musical cuando se quejaba de que Gould prefería «decir tonterías sobre cualquier cosa en cualquier lugar a tocar maravillo­ samente el piano en la sala de conciertos». Los lectores de este libro podrían concluir, como yo, que hay una coherencia sumamente lógica en las filoso­ fías de Gould; pero cualquier juicio sobre un artista tan polémico debe ba­ sarse en datos, así que echemos un vistazo a la singular carrera de Gould. Glenn Herbert Gould nació el 25 de septiembre de 1932, hijo de un pe­ letero de Toronto y de una profesora de piano. Comenzó sus estudios de te­ clado a la edad de tres años y siete años después entraba en el Real Con­ servatorio de Música; a los catorce había obtenido un título de graduado y, en mayo de 1946, hacía su primera aparición en público como pianis­ ta. Obtuvo rápidamente la fama nacional; a los veinte años ya había dado conciertos en todo Canadá, incluyendo actuaciones con la Sinfónica de To­ ronto y para la Canadian Broadcasting Corporation. Gould hizo su debuten Estados Unidos en la Phillips Gallery de Was­ hington DC el 2 de enero de 1955. Paul Hume, el augusto crítico musical del Washington Post, escuchó el concierto y declaró extasiado: «Pocos pia­ nistas tocan el piano con tanta belleza, con tanto encanto, con un estilo tan musical y con tanta consideración por su verdadera naturaleza y su enor­ me literatura (...) Glenn Gould es un pianista con dones excepcionales para el mundo; hay que escucharle y concederle sin más dilación los honores y el público que se merece. No conocemos a ningún pianista como él de nin­ guna edad». Una semana después, Gould hacía su debut en Nueva York, en el Town Hall. Davis Oppenheim, director de Columbia Masterworks, asistió al concierto y a la mañana siguiente ofreció a Gould un contrato de grabación: era la primera vez que Columbia contrataba a un artista des­ conocido basándose en un solo concierto. 14

Tras su primer álbum para Columbia —una veloz, gozosa y sumamen­ te original interpretación de las variaciones «Goldberg» de Bach—, publi­ cado a principios de 1956, Gould se vio de repente arrojado a una vorágine de actividad profesional. Recorrió Europa y los Estados Unidos y se con­ virtió en el primer artista canadiense que actuaba en la Unión Soviética. Gould se hizo famoso no sólo por su extraordinario virtuosismo y sus ideas musicales características, sino por su temperamento, sus excentricidades personales y su tendencia a cancelar compromisos en el último momento. En 1964, después de nueve años de superestrellato en los escenarios como concertista, Gould anunció bruscamente que se retiraba de las inter­ pretaciones en vivo y que a partir de entonces sólo haría grabaciones. N in­ gún músico famoso había hecho nunca nada parecido. Era una herejía: Gould, que había recibido las mayores alabanzas posibles —críticas elogio­ sas y llenos absolutos en sus conciertos en todo el mundo—, lo abandonaba todo sin más. De hecho, el joven pianista, que por entonces contaba treinta años de edad, tenía preparadas las explicaciones de su decisión de retirarse de los escenarios. En pocas palabras, estaba cansado de lo que llamaba la «irrepetibilidad» de la experiencia concertista, la incapacidad del intérprete de corregir capirotazos y otros errores menores. Señalaba que la mayoría de los artistas creativos pueden reparar las faltas y perfeccionarse, pero que el intérprete en vivo debe recrear su obra desde el principio cada vez que sube a un escenario. Además, Gould creía que todos los artistas forzados a in ­ terpretar la misma música una y otra vez caen presas de un «tremendo con­ servadurismo», hasta que se hace difícil, cuando no imposible, avanzar. «Los concertistas de piano tienen verdadero miedo al Concierto núm. 4 para piano de Beethoven si resulta que su especialidad es el núm. 3», ob­ serva Gould. «Ésa es la pieza con la que tanto éxito cosecharon en Long Is­ land, caramba, y la que seguramente les llevará al éxito en Connecticut.» Pero abandonar la sala de conciertos no significaba renunciar a la mú­ sica. «La tecnología tiene la posibilidad de crear una atmósfera de anoni­ mato y dar al artista el tiempo y la libertad que necesita para preparar su idea de una obra con el máximo de su potenciación», decía Gould. «Tiene la posibilidad de sustituir esas incertidumbres horribles y degradantes y hu­ manamente perjudiciales que el concierto conlleva.» Gould había odiado las interpretaciones en vivo desde el principio; ahora, con su repentino éxi­ to, había descubierto también que odiaba las giras, volar y la histeria ex­ tramusical que le acompañaba donde quiera que iba. Decidió finalmente que todo el asunto de ser un concertista le había impedido hacer música. «En los conciertos me siento rebajado», se quejaba, «como un artista de vodevil.» 15

Y, en efecto, el público esperaba de Gould una especie de número cir­ cense. Su aproximación al piano, tan sumamente original, le convertía en un excelente y apetitoso bocado para los periodistas. Gould era partidario de utilizar un asiento muy bajo e, inevitablemente, llevaba su propia silla plegable a los conciertos, con la que tenía los ojos casi a la altura del tecla­ do. En el escenario vestía chaquetas incluso en verano —«Me espanta coger frío», explicaba— y a veces tocaba con mitones. Además, le gustaba cantar de forma audible mientras tocaba. Gould se disculpaba por esta peculiari­ dad: «No sé cómo nadie aguanta mi canturreo, pero sí sé que toco menos bien sin él.» Los que no entendieron lo que el escritor Lawrence Shames denominó «genuina y profunda rareza» de Gould le rechazaban, conside­ rándolo un chiflado o un adicto a la publicidad que buscaba la fama fácil. Aunque era innegable que en la estructura psicológica de Gould había una vena de travesura intelectual, también había, casi sin excepción, un ángu­ lo serio en todo lo que decía o hacía. Cualquier escritor que busque acontecimientos concretos después de la en apariencia brusca, aunque en realidad largo tiempo pensada, retirada de Gould de los escenarios encontrará poco que llevarse a la boca. Está el testamento de más de ochenta grabaciones brillantes, inconoclastas, en oca­ siones desastrosas, pero siempre interesantes. Además, Gould dejó una can­ tidad considerable de obras para radio y televisión. Estaba especialmente intrigado por lo que llamaba «radio contrapuntística» —documentales so­ noros que incluían hasta cuatro voces hablando al mismo tiempo, un ho­ menaje a las posibilidades fuguísticas del lenguaje—. En un artículo pu­ blicado en 1975 en el New York Times, Robert Hurwitz decía que escu­ char una de estas obras de Gould era «comparable a estar sentado en el me­ tro en una hora punta, leyendo el periódico al tiempo que se captan retazos de dos o tres conversaciones, con el estridente ruido de fondo de una radio portátil mientras el tren traquetea por las vías». Gould hizo una serie de programas de radio sobre dos de sus compositores favoritos, Schoenberg y Richard Strauss, y también produjo una trilogía de «docudramas» sobre la soledad, de una hora de duración, para la CBC, en las que mostraba su fascinación por las cualidades musicales del habla. En los últimos meses de su vida, Gould había comenzado a aventurar­ se en el mundo de la dirección, trabajando con una orquesta compuesta de músicos de aquí y allá que había reunido en Toronto. El primer proyecto era una grabación del Idilio de Sigfrido, de Wagner; Gould amaba desde hacía tiempo esta pieza e incluso la había transcrito para piano solo y gra­ bado a principios de la década de 1970. La grabación orquestal estaba en las últimas fases de montaje cuando Gould murió. Seguramente el Idilio 16

de Sigfrido más lento jamás tocado es de una enternecedora e incompara­ ble ternura: después de escucharlo, las interpretaciones más tradicionales parecen precipitadas. Confiamos en que este inapreciable sabor de lo que podía haber sido se convierta algún día en un disco comercial. Los escritos de Gould pueden figurar como un estimable complemento de su legado de grabaciones; en efecto, gran parte del material más valioso contenido en este libro está directamente relacionado con el medio discográfico. A l igual que sus interpretaciones pianísticas, los ar­ tículos de Gould son lúcidos, no convencionales y, en ocasiones, ofensivos; van desde el insolente «Dilema del dodecafonista», escrito en su primera épo­ ca, cuando tenía veintitrés años, hasta la colección de artículos más breves escritos para Piano Quarterly los últimos diez años de su vida, pasando por el magistral «Perspectivas de la grabación»; en los peores momentos, es inmoderado, juguetón y excesivamente alusivo. Pero en los mejores, que no son infrecuentes, como en el perfil de Stokowski y varias de las notas para carpetas, Gould hace gala de una percepción y una vitalidad ausentes en la mayor parte de la crítica musical desde los dorados días de Huneker, Henderson y Thomson. Como todos los críticos importantes, Gould η,ο te­ nía miedo de confesar una opinión heterodoxa y nunca se contentaba ale­ gremente con reiterar el dogma musicológico de su época. Enamorado sin recato de las ideas, Gould pensaba que algunos pensamientos se traducían en realidad mejor en el teclado de la máquina de escribir que en el delpiano. Los escritos de Gould sobre medios de comunicación y grabaciones han dado pie a las mayores polémicas. Uno de los primeros artistas que trata­ ron el medio discográfico como un fin en sí mismo, su proclamación de que el concierto era una institución moribunda, provocaron una gran can­ tidad de acaloradas impugnaciones. Sin embargo, en un nivel por lo me­ nos, Gould tenía toda la razón; después de todo, son más las personas que han conocido las sinfonías de Beethoven, las sonatas para piano de Mozart y los conciertos de Bach en sus casas que las que nunca pondrán los pies en un salón de recitales. Especialmente para los que han crecido en la era de los discos de larga duración, es un hecho que las grabaciones han sus­ tituido en gran medida al concierto en vivo como el medio más factible y económico para enfrentarse a la obra de un compositor o a la recreación de un intérprete. Sea o no éste el mejor de todos los mundos posibles, es el mundo donde vivimos y parece inútil culpar a Gould por ser el mensajero que trae las malas noticias. Desde luego, para Gould no eran en absoluto malas. En lugar de llorar por la desaparición de la sala de conciertos, imaginaba un espléndido mun­

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do nuevo en el que la tecnología liberaría tanto al intérprete como al oyente para experimentar la música en una intimidad inconcebible hasta ahora. Gould tenía una fe inquebrantable en las ventajas de la tecnología. No im­ porta que su actitud surgiera de una aversión por las interpretaciones en vivo; la necesidad no sólo sigue aguzando el ingenio, sino que también está íntimamente relacionada con la deducción. Gould murió de una apoplejía el 4 de octubre de 1982, sólo diez días después de su quincuagésimo cumpleaños, línea de demarcación tras la cual siempre había declarado —con lo que resultó ser una exactitud amarga­ mente irónica— que dejaría de tocar el piano. No cabe exagerar el senti­ miento de pérdida que sufrieron sus numerosos amigos. Era éste un hom­ bre que carecía en absoluto de maldad, una presencia alentadora y espiri­ tual en nuestras vidas. La imagen pública de Gould es engañosa; se le re­ trata con demasiada frecuencia como un misántropo, réplica musical de Howard Hughes. Nada más lejos de la verdad, ya que a Gould le impor­ taba de forma profunda la gente —bien que a cierta distancia— y disfrutó enormemente de la vida. E l biógrafo de Gould, Geoffrey Payzant, dijo una vez de él que era «una persona sumamente superior, amistosa y considerada. En realidad no es un excéntrico ni un egocéntrico. Glenn Gould es una persona que ha des­ cubierto cómo quiere vivir su vida y eso es precisamente lo que hace». E l estilo de tabla rasa en que vivía Gould no era para cualquiera, pero él se había adaptado a su genio y a las necesidades particulares parejas a sus do­ nes. Como mejor trabajaba era en soledad viviendo la vida de un monje de la era McLuhan, manteniendo el contacto con el mundo casi exclusiva­ mente por teléfono, durmiendo de día y trabajando de noche. « Vivo a larga distancia», decía riéndose, y era, en su mayor parte, cierto. Gould pensaba que los encuentros personales, en general, distraían y eran innecesarios, y afirmaba que podía comprender mejor la esencia de una persona a través del teléfono. Gould tuvo algunos amigos a los que nunca conoció, salvo por teléfono; su factura mensual llegaba regularmente a las cuatro cifras. A tra­ vés del teléfono, hacía participar a sus amigos en cualquier proyecto que ocu­ para su pensamiento en ese momento. Gould llamaba por lo general en tor­ no a la medianoche, mientras sorbía una omnipresente taza de té y se pre­ paraba para comenzar su jornada de trabajo nocturna. Aun ahora, siem­ pre que recibo una llamada persona a persona, especialmente si es a altas horas de la madrugada, espero oír automáticamente la alegre voz de Gould al otro lado de la línea. E l crítico Edward Rothstein observó una vez que Gould «se trataba a 18

sí mismo con una mezcla de ironía y seriedad, pareciendo a veces un show­ man musical y un sacerdote consagrado a su arte al mismo tiempo». Gould abundaba en paradojas: era un hombre en cuya vida personal reinaba un caos feliz, pero cuyo arte era refinado hasta un grado extraordinario; era una especie de ermitaño que, como compañero telefónico, era el más espon­ táneo y alegre que cabe imaginar; era un solitario profundamente conser­ vador que se creía socialista; era un hombre que no iba a ninguna iglesia, pero que pasaba sus largas noches leyendo libros de teología y filosofía. M i recuerdo más duradero de Gould será siempre el de nuestro último encuentro, una fría tarde de agosto en Toronto, poco más de un mes antes de su muerte. A las tres de la mañana fuimos en el coche hasta un desierto estudio de grabación del centro donde, con su habitual vestimenta de vera­ no para estar en casa —dos jerséis, camisa de lana, bufanda, sombrero flexible—, se relajó ante el teclado de un Yamaha de media cola y tocó arre­ glos suyos para piano de óperas de Richard Strauss. El Yamaha se convir­ tió de repente en una orquesta de medio metro cuadrado: densas líneas contrapuntísticas, translúcidamente claras y perfectamente perfiladas, que re­ sonaban en la sala vacía. Lejos de los ojos y los oídos del curioso mundo, de los ávidos admiradores y los críticos desaprobadores, de los contratos lu­ crativos y los repartos de porcentajes, Gould tocó toda la noche, perdido en el puro gozo de crear algo hermoso. T im P a g e

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PRÓLOGO1

CONSEJOS A LOS GRADUADOS Sé que al aceptar el papel de impartir los consejos a los graduados accedo a una venerable tradición. Sin embargo, es un papel que me asus­ ta un poco, en parte porque es nuevo para mí y en parte porque estoy firmemente convencido de que los consejos gratuitos hacen más mal que bien. Sé que en estas ocasiones es costumbre de quien imparte los con­ sejos les diga algo del mundo al que se van a enfrentar —basándose, des­ de luego, en su experiencia—, un mundo que no podría reproducir ne­ cesariamente el que quizá sea el de ustedes. Sé también que es costum­ bre recomendarles las soluciones que, en la experiencia de orador, han resultado válidas, presentándolas en ocasiones de forma anecdótica en la tradición del «cuando yo tenía su edad» o, lo que es aún peor, en la de «si yo tuviera su edad». Pero he tenido que rechazar este método por­ que me veo obligado a darme cuenta de que la diferencia de nuestras experiencias limita la utilidad de cualquier consejo práctico que pudiera ofrecerles. De hecho, si pudiera encontrar una frase que resumiera mis deseos para ustedes en esta ocasión, creo que me dedicaría a convencer­ les de la futilidad de vivir demasiado de los consejos de los demás. ¿Qué puedo decirles que no vaya en contra de esta convicción? Hay, quizá, algo que no contradice mis ideas sobre la futilidad de los consejos en una circunstancia como ésta porque no se basa en llamar su aten­ ción sobre algo demostrable —es decir, algo que hay que demostrar y, 1 Discurso pronunciado en el Real Conservatorio de Música, Universidad de Toronto, en noviembre de 1974.

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por tanto, será con toda probabilidad rechazado—, sino que es simple­ mente una sugerencia sobre la perspectiva desde la cual enfocan los da­ tos que ya poseen y los que decidirán adquirir en un futuro. Se trata de lo siguiente: nunca dejen de ser conscientes de que todos los aspectos de lo que han aprendido y aprenderán son posibles por su relación con la negación: con lo que no es o lo que parece no ser. Ι ό más impresionante del hombre, quizá lo único que je excusa de toda su idio­ tez y brutalidad, es el hecho de que haya inventado el concepto de lo que no existe. Puede que «inventado» no sea la palabra correcta —quizá «adquirido» o «asumido» sean más aceptables—, pero «inventado», vol­ viendo a ello, expresa de algún modo con mayor contundencia, si no con mucha exactitud, el logro que implica ofrecer una explicación a la hu­ manidad, una antítesis que afecta a lo que no es la humanidad. La ca­ pacidad de representarnos en función de lo antitético a nuestra expe­ riencia es lo que nos da una medida no sólo matemática del mundo en que vivimos (aunque sin lo negativo no iríamos muy lejos en las mate­ máticas), sino también una medida filosófica de nosotros mismos; nos ofrece un marco dentro del cual definir lo que consideramos actos posi­ tivos. Ese marco puede representar muchas cosas. Puede representar· moderación. Puede representar un refugio de todas las direcciones anti­ téticas que sigue el mundo exterior a nosotros, direcciones que podían haber tenido coherencia y validez en otro lugar, pero de las que nuestra experiencia busca protección. Ese marco puede representar un arancel de la máxima arbitrariedad contra los sistemas puramente artificiales, aunque totalmente necesarios, que construimos para regirnos: nuestro yo social, nuestro yo moral, nuestro yo artístico, si lo desean. La impli­ cación de lo negativo en nuestras vidas reduce por comparación cual­ quier otro concepto con el que haya jugado el hombre en la historia del pensamiento. Es el concepto que pretende hacernos mejores —darnos es­ tructuras dentro de las cuales pueda funcionar nuestro pensamientoai mismo tiempo que admite nuestra debilidad, la necesidad que tene­ mos de esta barricada tras la cual puedan buscar una lógica la incertidumbre, la fragilidad y la provisionalidad de nuestros sistemas. Están ustedes a punto de entrar —como se dice en estas temibles oca­ siones— en el mundo de la música. Y la música, como saben, es la cien­ cia más acientífica y la sustancia más insustancial. Nadie nos ha expli­ cado nunca realmente y de forma exhaustiva muchas de las cosas pri­ migeniamente obvias de la música; nadie nos ha explicado realmente por qué llamamos a lo alto «alto» y a lo bajo «bajo». Cualquiera puede lograr explicarnos lo que llamamos alto y lo que llamamos bajo; pero ar­ 22

ticular las razones por las que esto tan acientífico e insustancial que lla­ mamos música nos conmueve de la forma en que lo hace y nos afecta con toda la profundidad posible es algo que nadie ha logrado nunca. Y cuanto más se piensa en el perfectamente asombroso fenómeno que es la música, más se da cuenta uno de hasta qué punto su proceso es producto de la construcción puramente artificial del pensamiento siste­ mático. No me interpreten mal; cuando digo «artificial» no quiero decir algo malo. Quiero decir simplemente algo que no es necesariamente na- / tural, y «necesariamente» se refiere a la posibilidad de que en el infinito V podría resultar que, después de todo, hubiera sido natural. Pero, por lo j que podemos saber, la artificialidad del sistema es lo único que confiere J a la música una medida de nuestra reacción ante ella. ¿Es posible, entonces, que esta reacción sea también simulada? Qui­ zá sea igualmente artificial. Quizá sea éste el fin de todo el complejo lé­ xico de la educación musical: limitarse a cultivar la reacción a un con­ junto determinado de actos simbólicos en el sonido, y no sean actos rea­ les que producen reacciones reales, sino actos simulados y reacciones si­ muladas. Quizá, como los perros de Pavlov, tenemos escalofríos cuando reconocemos una decimotercera interrumpida y nos sentimos cómodos con una séptima de dominante que resuelve precisamente porque sabe­ mos que eso es lo que se espera de nosotros, precisamente porque he­ mos sido educados para estas reacciones. Quizá sea porque nos impre­ siona nuestra propia capacidad de reaccionar. Quizá no sea más que nos hemos gustado, que todo el ejercicio de la música es la demostración de una operación refleja. El problema empieza cuando se olvida la artificialidad de todo ello, cuando se deja de rendir homenaje a las denominaciones que para nues­ tras mentes —para nuestros sentidos reflejos, quizá— hacen de la mú­ sica un objeto analizable. El problema empieza cuando comenzamos a sentirnos tan impresionados por las estrategias de nuestro pensamiento sistematizado que olvidamos que tiene un reverso, que procede de la ne­ gación, que no es más que una seguridad muy pequeña frente al vacío de la negación que lo rodea. Y cuando eso ocurre, cuando olvidamos es­ tas cosas, la función de la personalidad humana empieza a verse per­ turbada por todo tipo de fallos mecánicos. Cuando las personas que prac­ tican un arte como la música caen fascinadas por esos supuestos posi­ tivos del sistema, cuando se olvidan de reconocer ese acontecimiento con­ tra la negación que es el sistema y cuando pierden el respeto a la in­ mensidad de la negación frente al sistema, se sitúan fuera del alcance de ese reabastecimiento del ingenio del que dependen las ideas creativas 23

porque el ingenio es, en realidad, un goteo cauteloso en la negación que está fuera del sistema desde una posición firmemente instalada en el sis­ tema. La mayoría de ustedes enseñarán en un momento u otro algún as­ pecto de la música, me imagino, y es en ese papel cuando serán más pro­ clives, creo, a lo que yo llamaría los peligros del pensamiento positivo. Quizá yo no estoy en condiciones de hablar sobre la enseñanza: es algo que nunca he ejercido y que creo nunca tendré el valor de ejercer. Me parece que implica una responsabilidad sumamente impresionante que prefiero evitar. Sin embargo, es probable que la mayoría de ustedes se enfrentarán a esa responsabilidad en algún momento; y desde la ba­ rrera, entonces, creo que su éxito como profesores dependerá en gran me­ dida del grado en que se permita que la singularidad y la unicidad de la confrontación entre ustedes y cada uno de sus alumnos determine su enfoque hacia ellos. En el momento en que el aburrimiento o la fatiga, el tedio del paso de los años, superen el ingenio específico con el que se apliquen a todos los problemas, se verán amenazados por ese exceso de dependencia de los atributos susceptiblemente positivos del sistema. Puede que recuerden la introducción de George Bernard Shaw a sus obras completas de crítica musical, en la que habla de su temprana am­ bición por desarrollar la resonancia innata de su voz por barítono y hon­ rar los escenarios de las salas de ópera del mundo. Le alentó, al parecer, un vivaz charlatán, uno de esos fósiles andantes de la teoría musical, que ya había hecho caer en la trampa a la madre de Shaw cuando era estudiante y que se proclamaba en posesión de algo llamado «el Méto­ do». Parece ser que, después de varios meses de someterse al Método, Bernard Shaw se entregó a su máquina de escribir y nunca pudo volver a cantar afinado. No sugiero en ningún momento que subestimen la importancia de la teoría dogmática. Tampoco sugiero que amplíen sus facultades de in­ vestigación a tal propósito y comprometan su reconfortante fe en los sis­ temas en los que han sido enseñados y a los que siguen siendo sensi­ bles. Pero sí sugiero que procuren recordar a menudo que los sistemas con los que organizamos nuestro pensamiento y en los que tratamos de transmitir ese pensamiento a las generaciones siguientes representan lo que cabría imaginar como un primer plano de actividad —de acción positiva, convencida, segura de sí misma— y que este primer plano sólo puede tener validez en tanto intente imponer credibilidad al vasto fondo de posibilidades humanas aún sin organizar. Quizás aquellos de ustedes que se convertirán en intérpretes y com24

positores no serán tan vulnerables, aunque sólo sea porque el mercado en el que tendrán que desenvolverse exige de forma insaciable nuevas ideas o, en todo caso, nuevas variaciones sobre las viejas ideas. Además, como intérpretes o compositores, lo más probable es que existirán —o, en todo caso, deberán tratar de existir— más para sí mismos y de sí mis­ mos que lo que les estará permitido a sus compañeros en la pedagogía musical. No estarán expuestos de forma tan constante al tipo de inte­ rrogantes que inducen a una respuesta preparada; no tendrán una oca­ sión tan grande de permitir que sus conceptos sobre la música se vuel­ van inflexibles. Pero esta soledad que pueden adquirir y deben cultivar, esta ocasión para la contemplación de la que deben aprovecharse sólo les será útil en tanto puedan sustituir esas preguntas que plantea el alumno al profesor por preguntas planteadas por sí mismos para sí mis­ mos. Deben tratar de descubrir hasta dónde llega su tolerancia para las preguntas que se hacen a sí mismos. Deben tratar de reconocer ese pun­ to a partir del cual la exploración creativa —preguntas que amplían su visión de su mundo— sobrepasa el punto de tolerancia y paraliza la ima­ ginación enfrentándola a demasiadas posibilidades, demasiadas oportu­ nidades especulativas. Mantener en equilibrio las cuestiones prácticas del penamiento sistematizado y las oportunidades especulativas del ins­ tinto creativo será la empresa más difícil y la más importante de sus vidas en la música. De algún modo no puedo evitar pensar en algo que me ocurrió cuan­ do tenía trece o catorce años. No he olvidado que me he prohibido las anécdotas esta noche, pero me parece que ésta viene al caso y, dado que siempre he pensado que ha sido un momento decisivo para mi reacción ante la música y dado que, en cualquier caso, me estoy volviendo viejo y nostálgico, van a tener que oírmela. Estaba practicando el piano un día —recuerdo con claridad, aunque da igual, que era una fuga, la K. 394, para los que también toquen el piano— y de pronto se puso a fun­ cionar una aspiradora justo al lado del instrumento. Bueno, el resultado fue que en los pasajes fuertes, esta música luminosamente diatónica en la que Mozart imita de forma deliberada la técnica de Sebastián Bach quedó rodeada de un halo de vibrato, casi el efecto que se lograría si can­ taran en el baño con los oídos llenos de agua y de repente sacudieran la cabeza. Y en los pasajes más suaves no podía oír en absoluto ni un so­ nido de los que producía. Podía sentir, naturalmente, podía notar la re­ lación táctil con el teclado, repleta de su propio tipo de asociaciones acús­ ticas, y podía imaginar lo que estaba haciendo, pero de hecho no podía oírlo. Pero lo extraño era que todo sonó de repente mejor de lo que ha­ 25

bría sonado sin la aspiradora y las partes que de hecho no podía oír eran las que mejor sonaban. Bueno, durante años a partir de entonces, y aun hoy, si tengo mucha prisa por grabarme en la cabeza la huella de una partitura nueva, provoco el efecto de la aspiradora poniendo algunos rui­ dos totalmente contrarios lo más cerca que puedo del instrumento. No importa qué ruido, en realidad —películas del Oeste en la televisión, dis­ cos de los Beatles; cualquier cosa que suene alta bastará—, porque lo que pude aprender de esa unión accidental entre Mozart y la aspiradora fue que el oído interno de la imaginación es un estimulante mucho más poderoso que cualquier grado de observación externa. No tienen que reproducir la excentricidad de mi experimento para probar esta verdad. Descubrirán que es verdad, creo yo, siempre que per­ manezcan profundamente involucrados en los procesos de su imagina­ ción, no como alternativa a lo que parece ser la realidad de la observa­ ción externa, ni siquiera como complemento de la acción y adquisición positivas, porque esa no es la mejor forma en que puede servirles la ima­ ginación. Lo que la imaginación puede hacer es servir como una especie de tierra de nadie entre ese primer plano de sistema y dogma, de acción positiva, para el que han sido educados y ese vasto fondo de inmensas posibilidades, de negación, que deben examinar constantemente y al que nunca deben olvidar rendir homenaje como la fuente de todas las ideas creativas.

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PRIMERA PARTE

MÚSICA

W ILL IA M BYRD Y O R L A N D O GIBBON S1 A los tres compases de la novena y última variación del «Sellinger's Round» (última contribución de William Byrd a este disco), un solitario si bemol —la única nota de su género que adorna este opus de 182 com­ pases— proclama al mismo tiempo el final de esta obra y el comienzo de ese nuevo sistema de acordes de orientación tonal que en unos años suscribiría la mayor parte de la música. Como es lógico, la nota no ca­ rece en absoluto de precedentes; en este mismo álbum, Byrd sitúa otras notas de este tipo o equivalentes modales en encrucijadas cadencíales similares; y todos los accidentes asumen,.a ese respecto, un significado y una intensidad en la música Tudor que no volverán a alcanzar, salvo en raras ocasiones, hasta la época de Wagner. Pero lo que distingue a este si bemol concreto es que se da, ante todo, como desenlace de una obra en la que se ha aplicado rigurosamente un concepto diatónico si­ milar al de do mayor (aunque, huelga decirlo, no en beneficio del do ma­ yor que nosotros conocemos) y en el contexto de unas variaciones que, aunque prodigiosamente inventivas en cuanto a melodía y ritmo, sólo proponen los cambios de acorde más discretos como apoyo del tema bur­ lón que está a su disposición. Es inevitable que, a nuestros oídos, una nota así venga cargada con el bagaje de la historia —de ese edificio puente de la subdominante con el que Bach, atravesando los últimos estrechos de una fuga, aterriza en una cadencia final V-I, por ejemplo, o con el que telegrafía Beethoven 1 Notas para la carpeta del disco Columbia M 30825, 1973.

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los últimos párrafos de una sonata, un cuarteto para cuerdas o una sin­ fonía—. Aún así, a los oídos isabelinos quizá representara poco más que un caso de contradicción enarmónica —esa técnica «peón come a peón» de movimiento modal de las voces que con tanta suavidad trataron las celebradas figuras de su época—. Y hay, ciertamente, muchos más mo­ mentos sorprendentes de relación cromática cruzada en esta música; la célebre pavana «Salisbury» de Gibbons ofrece el caso sumamente expre­ sivo de un sol natural en el contralto peleándose con un sol sostenido en el tenor —aunque, por otra parte, el «Italian Ground»2del mismo com­ positor, por ejemplo, podría ilustrar mejor las nuevas nociones de com­ patibilidad de tríadas que dieron paso al barroco. Así pues, la verdad sobre esta nota debe estar en algún paso inter­ medio. Es evidente que las dos partes del compás que se le asignan no pueden sostener ningún concepto analítico profundo; las consecuencias más sutiles de esa inversión de la polaridad armónica —el sistema de radares de alarma rápida a distancia creado por los compositores barro­ cos y clásicos para avisarnos de la presencia de un código— tendrán que esperar aún uno o dos siglos más. Y aun así, debido a ese espléndido ais-, lamiento de que disfruta dentro de su contexto, pocos momentos me vie­ nen a la mente que glosen con mayor perspicacia esa transición entre dos métodos lingüísticos que hasta cierto punto ocupó toda la música del Renacimiento tardío. Esa transición, después de todo, no fue hacia un lenguaje más com­ plejo o más sutil, sino hacia un lenguaje que, en sus manifestaciones ini­ ciales al menos, consistía en una sintaxis de acordes casi rudimentario. Y, tal como lo difundieron a principios del siglo XVII maestros tan céle­ bres de la Europa meridional como Monteverdi, por ejemplo, y frente a los complejos tapices renacentistas que vino a suceder, ese lenguaje pa­ rece con mucha frecuencia torpe, carente de arte y previsible. Monteverdi, desde luego, aceptó el nuevo lenguaje como un hecho consumado. Sus temerarias y triádicas declaraciones se exponen con el fervor evangélico del pionero y, por una jugada de la suerte, se les ha. atribuido una influencia totalmente desproporcionada a su valor inicial como música. Monteverdi se limitó a desoír las razonadas llamadas de la técnica del Renacimiento y se dirigió hacia un tipo de música que na­ die había intentado hacer antes. Bueno, casi nadie, en cualquier caso: en la música «progresista» de los últimos años de Monteverdi hay algo inherente y, quizá inevitablemente, de amateur, y, creo yo, incluso an2 N. del T.: Tipo de bajo con variaciones.

tes de su época debieron de haber existido unos cuantos compositores profanos realmente horribles que no pudieron cubrir las apariencias renacentistas y que probablemente escribieron algo parecido una o dos veces. En estos casos, sin embargo, lo más probable es que sus albaceas pro­ curaran la desaparición del producto; en el caso de Monteverdi, tal como fueron las cosas, éste le hizo famoso. En parte, quizá, porque fue el pri­ mer no aficionado que infringía las normas y lograba hacerlo con impu­ nidad; pero también, sospecho, debe algo al hecho de que las infringió en búsqueda de un nuevo tipo de empresa musical: la ópera, y ello, a su vez, bien podría ser la razón de que, hasta la fecha, en los países sep­ tentrionales de vocación instrumental consideremos a veces la ópera —especialmente la ópera italiana— algo muy inferior a la música y, de forma poco caritativa y bastante inexacta, que las estrellas de la ópera no son músicos. Las normas infringidas por Monteverdi hallaron su apología no sólo al servicio del teatro musical, sino en el desarrollo de una nueva prác­ tica armónica, que iba a ser codificada en breve, llamada tonalidad. Mon­ teverdi no estaba, como es natural, solo en ese intento de escribir mú­ sica total, pero causó más sensación que la mayor parte de sus contem­ poráneos; mucho más, seguramente, que aquellos cuyo arte y aspecto ex­ terior suavizaba la relativa sobriedad de la vida en los climas septentrio­ nales. Los dos maestros septentrionales representados en este disco, aun­ que unidos por la marca, indeleble y característicamente inglesa, del con­ servadurismo, no son, y el juego de palabras es intencionado, lobos de la misma camada3. Comparten el mismo idioma, pero no la actitud: Gib­ bons representa la introspección de un Gustav Mahler frente a la ma­ yor vistosidad de Byrd-Richard Strauss. Quizá por esta razón Gibbons, a pesar de la reputación de virtuoso que gozaba entre sus colegas, nun­ ca demuestra ganar ventaja en la música instrumental. Byrd, por otra parte, pese a ser el creador de una música incomparable para la voz, es también el patrono de las obras para teclado. En efecto, Byrd es una de las «personas particularmente dotadas» —en su música, como en la de Scarlatti, Chopin y Scriabin, no hace falta usar frases desafortunadas— y toda su prolífica producción para teclado se distingue por una notable penetración en las formas en que puede emplearse la mano del hombre 3 N. del T.: La expresión en inglés es «birds of a feather», pájaros de la misma pluma; el autor juega con el homónimo Byrd.

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al respecto con el máximo provecho. Seguramente, como atestigua la sép­ tima división del «Sellinger's Round», era, él o algún colaborador suyo, un maestro que rozaba la perfección en las escalas en terceras. Sin embargo, no era un compositor que permitiera que el gorgorito fuera un obstáculo del ingenio. Efectivamente, entre las piezas inclui­ das en este álbum, el «Voluntan (for my lady Nevelle)» es un austero ejercicio lleno de estrechos contrapuntos que bien podría atribuirse a Jan Sweelinck. Incluso en esta obra, sin embargo, es patente en todas partes la misteriosa explotación que Byrd hace del registro instrumen­ tal —sus estratagemas más ambiguas se resuelven, inevitablemente, en las zonas del teclado que mejor las traducen en la realidad—, mientras que en la atmósfera engañosamente relajada y preeminentemente me­ lódica de la sexta pavana y gallarda las voces secundarias ofrecen sóli­ dos fondos similares a los de los himnos y se desvanecen simultánea­ mente en imitaciones en canon del tema. Para Orlando Gibbons, por otra parte, la música vocal fue el princi­ pal medio de expresión y, pese al cupo de escalas y trinos de rigor en vehículos de virtuosismo tan ayunos de entusiasmo como la gallarda Sa­ lisbury, nunca se acaba de contrarrestar la impresión de estar ante una música de belleza sublime que de alguna forma carece de su medio ideal de reproducción. Como el Beethoven de los últimos cuartetos, o Webern casi siempre, Gibbons es un artista de un compromiso intratable tal que, al menos en el campo del teclado, sus obras funcionan mejor en la memoria o sobre el papel de lo que nunca podrán funcionar a través de la intercesión de una tabla que suena. En la primera década del siglo xvn, sin embargo, Orlando Gibbons creaba himnos y antífonas con cadencias tan directas y enfáticas como ninguna de las que escribiría Bach para alabar la fe de Lutero; una mú­ sica que poseía una sorprendente penetración en la psicología del siste­ ma tonal. Pero Gibbons, como todo buen inglés, rehuía la senda de la aventura; aunque era un perfecto experto en el uso de las nuevas téc­ nicas, una vida vivida peligrosamente «à la Monteverdi» era ajena a su naturaleza. Y así, de vez en vez, cuando el espíritu le incitaba a ello y el contexto parecía propicio, engendraba algún conflicto extraño y am­ bivalente entre las voces, algún desvío de última hora en torno a todo lo que suponía la máxima precisión y coherencia y «progresismo» en la estructura. Estampaba en él el sello de su historia y el de la suya propia y, de esa forma, realizaba las consecuencias del si bemol de Mr. Byrd.

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D OM EN ICO SCA RLA T T I1 Las obras para teclado de Domenico Scarlatti no fueron, desde lue­ go, concebidas como música para piano; aun así, pocos compositores han escrito nunca con un talento tan manifiesto para el teclado: en efecto, Liszt y Prokofiev son quizá los únicos rivales cercanos de Scarlatti en lo que a «el máximo efecto por el mínimo esfuerzo» se refiere. Y la sagaz apreciación táctil de Scarlatti contribuye a que sus seiscientas y pico so­ natas puedan tocarse en los instrumentos contemporáneos sin el más mínimo desmerecimiento para su metodología derivada del clavecín y tengan éxito aun cuando estén sometidas a los trucos pianísticos más inconscientes respecto del estilo. Sin embargo, no es un mudo testimo­ nio de un potencial de Augenmusik latente —el tipo de estrategia «es­ críbelo bien de verdad y ni siquiera un cuarteto de tubas podrá estro­ pearlo» que funciona con Bach, por poner un ejemplo—, sino más bien un tributo a un despliegue extraordinariamente clarividente de los re­ cursos del teclado. Esto es tanto más notable cuanto, pese a sus numerosos y excéntri­ cos trucos, las sonatas de Scarlatti distan de ser a prueba de fórmulas: la mayoría están escritas en un solo movimiento que avanza a toda má­ quina, observan el inevitable cambio de tonalidad binaria y, salvo pocas excepciones, fomentan su virtuosismo algo jadeante con una parlanchí­ na estructura bipartita que, pese a las dobles octavas y a los rellenos de tríadas, hacen que Scarlatti pueda desplazarse por el teclado con una destreza y excentricidad manual que ninguno de sus contemporáneos pudo igualar. Scarlatti no desarrolla ideas en esa forma extensa y dis­ cursiva que caracterizó a su generación; parece casi avergonzado cuan­ do se le sorprende con un fugato en las manos o cuando se enreda con la más breve imitación en estrecho. La mayor parte de los ardides contrapuntísticos que contribuyeron a formular las impresionantes decla­ raciones de Bach y Haendel son, para Scarlatti, meros impedimentos ba­ rrocos. Scarlatti da lo mejor de sí cuando corretea con soltura de una brillante secuencia a la siguiente, de una octava a su vecina, empleando el truco vanguardista, hoy día corriente, de utilizar extremos periféri­ cos en rápida sucesión y, como resultado, su música posee un grado de 1 Notas al programa para una emisión de CBC, febrero de 1968.

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peculiaridad mayor que la de cualquier otra figura comparable. Hay una previsible discontinuidad en Scarlatti, y si su obra no es memorable en el sentido convencional del término, si su fantástico fondo de melodía no se queda grabado con facilidad en la memoria del oyente, la inconte­ nible vivacidad y buena voluntad de esta música garantizan que casi cualquier suite de piezas que se tome de esas seiscientas sonatas será, con toda seguridad, una delicia musical.

EL ARTE DE LA F U G A 1

Bach siempre estuvo escribiendo fugas; ninguna ocupación se ajus­ taba mejor a su temperamento y nada puede evaluar con tanta preci­ sión el desarrollo de su arte. Bach ha sido juzgado por sus fugas. En sus últimos años, cuando se­ guía componiéndolas, en un momento en que la vanguardia de la época se ocupaba de empresas de vocación más melódica, era rechazado como una reliquia de una era anterior, menos iluminada. Y cuando, a princi­ pios del siglo XIX, se inició el gran movimiento popular Bach, sus segui­ dores eran unos románticos bienintencionados que veían en los impre­ sionantes y glaciales coros de la Pasión según San Mateo o de la Misa en si menor enigmas insolubles, cuando no ininterpretables, merecedo­ res de devoción sobre todo por la fe que rezumaban de forma tan triun­ fal. Como arqueólogos que excavaban el subsuelo de una cultura olvi­ dada, les impresionó lo que encontraron, pero lo que más les complacía era su propia iniciativa para encontrarlo. Para el oído decimonónico, es muy difícil que esos coros de modulaciones ambivalentes hayan encaja­ do en ningún concepto clásico-romántico de estrategia tonal. Y aún hoy los que creemos comprender las consecuencias de la obra de Bach y la diversidad de su impulso creativo reconocemos en la fuga el foro fundamental de toda su actividad musical. Hay una proximidad constante de la fuga en la técnica de Bach; todas las estructuras que ex­ plotó parecen destinadas en última instancia a una fuga. El aire de dan­ za menos pretencioso o el tema coral más solemne parece implorar una respuesta, ávido de ese vuelo contrapuntístico que halla en la técnica fu1 Introducción al libro I de El clave bien temperado, de Bach, publicado por Amsco Music Company, 1972.

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guística su realización más completa. Todas las sonoridades que probó, todas las combinaciones instrumentales-vocales parecen estar talladas para admitir innumerables respuestas e incompletas a menos que di­ chas respuestas estén próximas. Se tiene la impresión de que, justo de­ bajo de la superficie, incluso en esos momentos de máxima calidez en que le encontramos vendiendo café en una cantata o apuntando cancio­ nes para Ana Magdalena, subyace una situación fuguística en potencia. Y podemos sentir su incomodidad casi visible (o audible) cuando, de vez en vez, debe reprimir el hábito y el esfuerzo fuguístico para unirse a esa búsqueda simplista del control temático y la conformidad modulatoria que constituían la principal inquietud de su generación. La fuga, sin embargo, no se eclipsó tras la muerte de Bach, sino que siguió siendo un reto para la mayor parte de la generación más joven que crecía, aunque no lo supiera aún, a su sombre. Pero empezaba a de­ saparecer progresivamente, empleada, cuando lo era, como final disuasorio de obras corales de gran escala o terapia pedagógica para melodistas en ciernes cuyos bajos Alberti necesitaban animación. Dejó de ser el centro del pensamiento musical, y una sobredosis de fuga podía costarle caro a un compositor joven de la época en lo que al favor del público respecta. En una era de la razón, la fuga parecía irracional en esencia. Puede que la técnica de la fuga haya llegado con más facilidad a Bach que a otros, pese a que es una disciplina que nadie adquiere de la noche a la mañana. Y tenemos como testigos de ese hecho los primeros esfuer­ zos de Bach en la fuga, entre ellos esas torpes toccata fugas escritas cuando contaba unos veinte años de edad; repetitivas hasta la saciedad, rudimentariamente secuenciales, necesitadas desesperadamente del lá­ piz rojo de un corrector, sucumben con frecuencia ante esa ampulosidad armónica contra la que tuvo que luchar el joven Bach. La mera presen­ cia de sujeto y respuesta parecía suficiente para satisfacer sus exigen­ cias aún faltas de autocrítica. La primera de las dos fugas incluidas en la Toccata en re menor para clave reitera su proposición temática en no menos de quince ocasiones sólo en la tonalidad principal.

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En estas obras, los aspectos inventivos de la fuga se subordinaban por fuerza a un examen de la función modulatoria de la tonalidad y, pese a la inclinación contrapuntística predominante de esa generación, era, en efecto, rara la fuga que establecía una forma acorde a sus exi­ gencias materiales. Éste es, de hecho, el problema histórico de la fuga: que no es una for­ ma como tal, en el sentido en lo que es sonata (o, en cualquier caso, el primer movimiento de la sonata clásica), sino más bien una invitación a inventar una forma acorde a las exigencias de la idiosincrasia de la composición. El éxito en la creación de una fuga depende de hasta qué punto el compositor puede renunciar a las fórmulas en aras de la crea­ ción de una forma y, por esa razón, la fuga puede ser la más rutinaria o la más estimulante de las empresas tonales. Medio siglo, ni más ni menos, separa esos torpes intentos adolescen­ tes de fuga del resuelto anacronismo de las últimas: E l arte de la fuga. Bach murió poco antes de terminar esta obra, pero no antes de haber dado rienda suelta a un grado de gigantismo fuguístico que, al menos por el reloj, no fue cuestionado hasta el exhibicionismo neobarroco de Ferruccio Busoni. Pese a sus proporciones monumentales, un aura de renuncia impregna toda la obra; de hecho, Bach renunciaba a las preo­ cupaciones pragmáticas de la creación musical y se dirigía hacia un mundo idealizado de invención absoluta. Una faceta de esta renuncia es el regreso a un concepto de modulación casi modal; apenas hay momen­ tos en esta obra a los que Bach envuelve con ese infalible instinto de regreso tonal que inspiró sus composiciones didácticas menos vigorosas. El estilo armónico utilizado en E l arte de la fuga, pese a su agresivo cro­ matismo, es en realidad menos contemporáneo que el de sus primeros ensayos fuguísticos, y en su nómada vagabundeo por el mapa tonal, pro­ clama con frecuencia una descendencia espiritual del cromatismo am­ bivalente de Cipriano de Rore o Don Cario Gesualdo.

La mayor parte de sus relaciones tonales básicas son explotadas en aras del relevo y la continuidad estructurales —hay incluso una ocasio36

nal cadencia completa en la dominante cuando Bach termina un seg­ mento principal dentro de una de las fugas pluritemáticas—, pero este opus fluido y cambiante en modulaciones rara vez está dotado de este determinismo armónico lleno de significado por el que destacaron las fu­ gas del período central de Bach. Entre los esfuerzos inmaduros de su época de Weimar y la intensa concentración enclaustrada en sí misma de E l arte de la fuga, Bach es­ cribió literalmente cientos de fugas, denominadas como tales o no, para todas las combinaciones instrumentales, que revelan en su forma más fluida una técnica contrapuntística casi impecable. Para todas ellas, y para todos los esfuerzos posteriores en la forma, la pauta la marcan los dos libros de sus 48 preludios y fugas: E l clave bien temperado. Estas obras, de sorprendente variedad, alcanzan esa compenetración entre la continuidad lineal y la seguridad armónica que el compositor evitó to­ talmente en sus primeros años y que, dada su tendencia al anacronis­ mo, no desempeñan más que un papel menor en E l arte de la fuga. El talento tonal que exhibe Bach en estas obras parece unido de forma ine­ xorable al material del compositor y poseído de un alcance modulatorio que hace posible que éste subraye los caprichosos motivos de sus temas y contratemas. Al plasmar esta homogeneidad conceptual, Bach no se desinhibe en cuanto al estilo, sino que, de hecho, logra determinar su vocabulario armónico casi pieza por pieza. La misma primera fuga del libro I, por ejemplo, sólo tolera la más modesta de las modulaciones y, a su manera infestada de estrechos, ca­ racteriza ingeniosamente el propio sujeto de la fuga, un modelo afable y diatónico de excelencia académica.

Otras, como la fuga en mi mayor del libro II, exhiben gran parte del mismo tipo de aversión por la modulación; y es tan tenaz aquí la lealtad de Bach a su tema de seis notas, y tan tímido el programa de modula­ ciones a través del cual nos lo revela, que se tiene la impresión de que el intenso y fervientemente anticromático fantasma de Heinrich Schütz cabalga de nuevo.

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