Giner de los Ríos. Los laureles de Oaxaca
May 2, 2017 | Author: Karen Arnal | Category: N/A
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Descripción: Francisco Giner de los Ríos. Los laureles de Oaxaca...
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Francisco Giner de los Ríos
1948
Edición digital Febrero de 2015
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Sobre un cuadernillo que no se separó nunca de mí, estos rápidos poemas y notas de viaje fueron naciendo durante el mes de julio de 1945, en una excursión a Oaxaca de los becarios del Cetro de Estudios Sociales de El Colegio de México. Las notas breves del cuadernillo –a veces una palabra sola–, y la gozosa memoria de tantos piedra, cielo, mar y campo, han crecido después en mi escritura hasta este libro que ahora ofrezco. Si no lo hubieran impedido acontecimientos que me hicieron abandonar México y que acapararon por completo mi atención de estos dos años últimos, este libro pequeño sería mayor y hubiera podido llegar a ser una especie de diario, bastante completo y fiel, de aquel viaje. Las páginas que siguen no aspiran más que a guardar lo más fresca posible parte de la belleza que me invadió milagrosamente aquellos hermosos días del que yo creí mi último verano de México. Y quiero que sean mi primera señal de vida – en prenda de amor para ella – al regresar a la tierra que las movió temblando hacia la luz. F. G. R. Febrero, 1948
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A la memoria de
Héctor Pérez Martínez Poeta y escritor, esperanza de mexico, noble y constante amigo.
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CAPÍTULO I CAMINO DE OAXACA A ciudad comienza a despertarse cuando nos vamos. La neblina deja ver una pureza escondida que se esconderá del todo dentro de unas horas, vencedor ya el ajetreo. El sol levanta apenas y en los camiones de Aviación, que nos preceden hacia la carretera, brilla su primera luz sobre un rocío amarillento y sucio. El campo, de pronto. “MI torito consentido”, camión de carga, nos cornea casi sobre el camino, en su fuerte arrancada hacia la querencia ciudadana. ¡QUÉ verdes! Toda fresca en los ojos, la mañana no parece vivir más que en ellos: verde bajo y suave de las praderas, verde alto y oscuro de los pinares, verde altísimo, neblinoso, rompiendo a azul con el primer sol, del cielo recién levantado de la tierra, con solo su frescura –prados húmedos, cielo mojado otra vez– en la cara. Imposible contarlos en tanta mañana nueva, verde todavía también, sobre el aire que le vamos alcanzando a su figura. Verde amarillo, amarillento, amarillante, amarilillo, (limón casi, Donaciano), verdirrojo de pronto, verde oscuro ahora, verde perdido, logrado de repente, quieto una vez, escurridizo luego por la cañada, trepador de más viento allá arriba, lar-
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go y delgado en el fondo –casi azul ya, morado todavía– de las montañas. EL valle de México en lo bajo, nos empuja a más cielo entre estos pinos, quieto en las peñas que lo reflejan –al cielo– entre su verde. ¿PARA qué más que tu nombre, Puerto del Aire? RÍO Frío. El largo café –lo espejos adormilados todavía, entrevistos la mañana y nosotros en el suave vaho de sus cristales– nos deja sin campo, friolentos entre su desparramada tibieza y el aerecillo helado de estas sierras que traemos dentro. “SELVA oscura” y el sol ya. SAN Martín Texmelucan, todo maíz y azulejos a su entrada, nos regala la animación mañanera de su mercado, el brillo de la loza un momento en los ojos. Nos quedaríamos en él, los ojos curiosos por mil recovecos, las manos pesando y sopesando éste y el otro cachivache, los dedos sobre la lana colorida o la loza azul y blanca, divertidos en el regateo ingenioso, un buen rato. Y el ventanillo del automóvil nos enseña de pronto –breve curso de mitología en México, agridulce de pulque el aire– el letrero de una cantina: “Baco Junior” LA nieve del Popo nos sigue allá en el cielo, tras el otro cielo verde del maíz, toda la mañana. La nieve surge, redonda, rotunda, entera, de un cinturón de nubes que le corta abajo la falda azul. Verde, azul y blanco al sol abierto ya. Y la nube gris, casi gasa densa, traspareciéndose sin embargo, como queriendo irse, sin poder, sin querer también, del nevado gigante, lo acaricia lentamente en su marcha hacia Ixtla, suave sombra única del cielo, blando y concreto en ella, enredado en su gracia.
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EL POPO Y LA MAÑANA El Popo se desnudaba en la mañana primera. El vestido de las nubes por su cabeza descuelga sobre el campo de maíz ya verde la verde tierra. La nieve que le corona relumbraba en su cabeza como otro sol blanco y puro que otra aurora le despierta, y fingía en la mañana toda una augusta realeza que le desmorona a gritos su altura por la pradera. Los gritos iban alegres, clara desnudez abierta, sólo turbada en las nubes que la cintura le inquietan. El frío de la mañana su falda hacía violeta y el maíz le contagiaba imposibles transparencias. El Popo estaba temblando todo cándida inocencia en la mañana temprana que le soltaba las riendas. ¡Cómo cabalga en el campo, toda desnuda su sierra, apagado su volcán e incendiada su belleza! 9
Jinete en la majestad de su majestad serena, parecen mentira todas sus azules impaciencias, si ya en su cinto de nubes tiene la mañana presa y la siembra en el maíz y en el maíz la despierta y la levanta hasta el cielo ardida en su nieve tierna. Por fin el viento le arranca las vestiduras postreras, y cuando queda desnudo frente a los llanos de Puebla, el aire dulce y suspenso en la mañana primera prende su gracia en azules piedra ya su leve fuerza. EL mercado de Huejotzingo, al pasar, despliega a lo largo del camino los colorines de sus sarapes, luchadores con el sol. ¡Qué bien, cada vez más, ese lindo sarape serio, de un solo color inimitable, salvado aun, siempre, del sarape mexican curios, tan gringo ya, tan poco verdadero! Aquel negro con rayita colorada, de pronto. LA carretera otra vez. Economía encuentra consonante en cortesía. Y la rima en los camiones que adelantamos: “No es falta de cariño, es falta de llantas”. CHOLULA, como sembrada en el campo con sus cúpulas innumerables, nos llena de extrañeza una vez más, como siempre. Pequeños humos aislados nos recuerdan que alguien habita en esta naturaleza muerta en azulejos, 10
cúpulas, ábsides y cruces, viva sólo en el temblor de los verdes matinales. Y soñamos que esa campana que cantó al pasar, a lo lejos, la mueve toda aquella otra vida enterrada en las piedras cristianas, que la mueven esas otras piedras que la siguen haciendo palpitar bajo la hierba. SUBIMOS a los jardines aledaños de Puebla. Y dejamos atrás, con la mañana que les pertenece a ellas solas, las torres que la entregan al cielo. (Cantas Puebla, entre tus llanos, tendida en tus azulejos, como queriendo escaparte por tus torres hasta el cielo. Los ángeles de tu nombre por la mañana iban quietos, prendida en tu caserío la angélica paz del vuelo. Presa tu fuerza callada en la malla de tus cerros, volar intentabas, Puebla, desde los verdes más tiernos. Tu clara piedra parece otro clarísimo cielo. Mis ojos frente a tu campo, a mis espaldas te dejo cantando, Puebla, en los llanos, tendida en tus azulejos.) EL viento se hace suave colina en aquel cerro, olvidado ya, sobre el verde maíz, de los cañones franceses, puro y solo en la mañana cada vez más alta. 11
OTRA vez San Francisco Ecatepec, con su precioso azulejo poblano, armonioso en sus colorines a cualquier hora del día. Está bien esta mañana, como estaba bien otras tardes antiguas. Y no desmiente en su gracia elegante, popular y culta a la vez, la gracia en vilo de esos campos de Puebla, casi más sembrados de iglesias que de otras cosas. ¡Bien “tiró los cordeles” sobre su verde mapa el padre Motolinía! En esta hora de la mañana, todavía el primer sol, parece que entre el maíz se despiden de cielo propio –cúpulas de azulejo– las infinitas estrellas últimas. HOY sí puedo copiar unos versos que me llamaron la atención otras veces sobre la tumba frontera a la iglesia. Los dedica una madre a su hijo, y no me parecen tan buenos ahora como el último día que los vi, salvada su ortografía primorosa, doblemente primorosa sobre el azulejo verdiblanco: “No llores madre por mí; si la tierra abandoné, en el cielo ángel seré y a Dios rogaré por ti. Pronto los males sufrí de la vida que probé y un ¡ay! De dolor lancé; te di un vezo y me dormí. No llores madre por mi que en el cielo desperté”. CHIPILO se despereza en la mañana, tierno entre su blanca mantequilla, enredada la gracia de su barro en las trenzas sabrosas del queso. Una viejuca inclinada inverosímilmente, persigue a la nieta traviesa. En su gritar –silen12
cioso para nosotros, puro ademán torpón de sus manos– adivinamos el suave italiano trasplantado a este rincón de México, que gozamos una tarde gozosa hace tiempo. ¡TERUEL! Es verdad. Este pueblecillo desparramado en el llano se llama Teruel, como aquella ciudad que nos regaló un diciembre de prolongado fuego, nuevo todos los días: “Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, en el frente de Teruel, primera línea de fuego.” EL solo nombre trae la canción amarrada consigo. Y con la canción, aquella cuarta compañía entre la nieve, aquella fe, despierta siempre, de otros días más altos. Y ¡qué a lo hondo en estos campos nuevos a los ojos! EL campo sube al cielo por los cactos, mientras el calor va invadiéndonos lentamente, la tierra caliente cercana ya. ALCHICHICA. ¿Adónde va ese fotógrafo –única forma negra en el cañaveral calor del mediodía–, la máquina al hombro, tan seguro de su quehacer, el paso perdido, la cubeta, –que revelará no sabemos qué– casi fresca en la otra mano, solo entre los jacales? ACATLAN. A un lado de la plaza, demasiado embellecida por un municipio amante de pavimentos, bancos y farolas, más allá de unas rejas que guardan un ancho patio, las piedras rosaoro al sol de una iglesia llaman a contemplación. Pero el calor del mediodía nos recluye en un verde tenderete de refrescos en cuyo interior se entrometen las ramas de los árboles. La sinfonola se desata y “El ahorro mexicano” –corrido para economistas– quiebra el silencio pesado, caliente de la hora. 13
DESPUÉS de comer –sobre la ancha tortilla el arroz y los frijoles refritos, coronado todo de verde chile–, nos entramos de lleno por la desolada Mixteca. El sol parece achatarlo todo, insensible su peso en el aire, como libre arriba, retorcido y preso en las duras tierras solitarias. La serranía al fondo le cierra el paso toda envuelta en nubes, poniéndole puertas a este campo que va trepando agrio y reseco sus peladas alturas. SE desata de pronto la tormenta. El granizo cubre los campos y los vuelve en un momento sierra nevada y fría. Retiembla en los cristales toda su furia suelta y nos deja ver –el calor de la mano deshaciendo el vaho de los ventanillos– cómo la tierra dura de antes se derrumba jugando por los desmontes que rodean la carretera. La quieta soledad del campo, que tanto pesaba silenciosa y triste sobre la tarde alta, se vuelve ahora casi bramido, como llamando a la divinidad hostil y lejana, persiguiéndola e hiriéndola de rayos y centellas en medio del recién nevado paisaje. Y de repente se abre paso la carretera entre los montes, recupera sus grises oscuros entre la tierra amarilla y dura otra vez, y nos deja ver, sobre un fondo tiernamente verde, prometedor de otras venturas, un sol del todo azul. EL atardecer nos aventaja las espaldas cuando entramos en Yanhuitlán, con sus torres rosadas y sus piedras violetas del sol que ya se marcha. Tiene el cielo otra altura, como si la primavera le subiese a lo hondo después de la tormenta abandonada. Ha llovido aquí antes y el valle tiembla de verdes húmedos, suaves, casi pelusa blanquecina sus caminos. ENTRAMOS al convento, olvidados del códice famoso que guardara otro día, vueltos sólo a su luz de ahora,
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deseando ver el ciprés que dejan adivinar los altos muros. Aquí está, en medio del claustro callado, romántico de abandono, de casi duende suelto entre sus piedras. La luz del atardecer se mece blandamente en el rosaoro de su fuerza callada. Y en el silencio nos quedamos un rato, como en busca de nosotros mismos, nuevos entre el cansancio, libertados al fin en la hermosura. SOBRE la pelada pared de la iglesia, la amplia nave flota el gran maderamen vacío de su aire, cortado sólo a ratos por los retablos de oro viejo. Un precioso órgano empolvado nos deslumbra un momento de riqueza antigua, desbordando lo pobre del abandonado lugar. Sólo unas flores de papel, unos lindos retablillos populares, unos cirios de color, nos hablan de los hombres. Y un Cristo crucificado, sumergidos cruz y pies entre las flores, parece esperar que en la mañana vengan a cambiarle el descolorido vergel para seguir gozando este silencio dulce de su iglesia. ESTOS frailes españoles sabían elegir emplazamientos. Las vegas vecinas recogen en su verde la inmensa, desbordada intimidad del valle. Y los ojos se pierden más allá de sus montes, buscadores del claror último del día, que jinetea limpio y puro los cárdenos horizontes. ADIOS, Yanhuitlán violeta, casi rosado en la tarde, Tu alto ciprés nos despide bajo tu cielo suave. ¡Cuánto aire llena el monte! ¡Que el corazón no se salte de tanta piedra a su espalda y a sus ojos tanta tarde!
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LA tarde parece cada vez más inmensa, lo mismo a lo ancho –verdes ya grises de los valles y los campos– que a lo alto –cielo hondo, sin nubes apenas, inmenso fuego rosa, violeta, del sol que se pone–, mientras nos acercamos a Oaxaca, que es ya casi presencia en nuestro deseo impaciente: “tras lomita”, dice alguien, recordando el chiste. Y “tras lomita” lo que nos espera es una lluvia fina –clásico calabobos– y un cielo plomizo, para que tengamos de todo en los últimos kilómetros. “Vamos a llegar con un cohete de naturaleza “ (Catita Sierra.) ANOCHECE cuando llegamos a Oaxaca. Sigue lloviendo fino al entrar por la parte alta de la ciudad. El caserío se aprieta en lo bajo, grisáceo en la lluvia y en la casi noche. Torres adivinadas en el fondo y, como pesando de abierta presencia, el valle anchuroso. Alguien piensa en el Marquesado y lo dice en voz alta, pero la noche lo domina ya todo. Hotel casi a oscuras, con un precioso patio. Antes de cenar nos asomamos a la plaza cercana. Soportales llenos de cafés. Y nos asomamos también al mezcal de la tierra que nos deja su hondo sabor. ESTAMOS molidos del viaje, pero hay que ver un poco la ciudad y unos cuantos preferimos perdernos en ella a recogernos. Nos dejamos guiar por una lejana música de tambor y chirimía que nos va llamando todo el tiempo. Y por calles oscuras que permiten ver de vez en cuando preciosos portales o rejas corridas cargadas de flor, llegamos frente a una casa iluminada. La música suena ahora con toda su fuerza. Fiesta de hombres solos a la que no es discreto asomarse. LA ciudad no existe, de repente. Este silencio no pesa sobre nada. Es un silencio esencial, completo, en el que el perfume de las flores no es algo ajeno y adjetivo, sino casi 16
carnal silencio mismo. Pero hay algo bajo esta quietud, una como respiración, palpitación interna, que nos va dando el pulso de Oaxaca y que parece cuajar de pronto en los troncos de los árboles cuando llegamos de nuevo - ¿cómo?- a la plaza. Nos sentamos en un banco, en silencio, a mirar un farol estupendamente cursi, sublime casi sobre un fondo de tabachines. La noche se tiende ahora sola, sobre la luz de la plaza, y nos invita desde lo alto a su intimidad. La ciudad parece haberse escapado allá arriba y nos brinda en su piedra húmeda –ya casi madrugada– su soledad. Parece desierta del todo, como si nada quedara bajo este silencio palpitante. Y cuando al fin, sin quererlo del todo, a rastras, nos vamos a dormir, creemos tener ya el pulso de la ciudad con nosotros, pero ¿dónde, dónde está el corazón de Oaxaca? TODAVIA en el balcón –¡qué frío el precioso hierro labrado bajo los brazos desnudos!– buscamos en la proximidad casi amorosa de la noche ese perdido, presente, obsesionante corazón de la ciudad. Y sentimos que en Oaxaca todo va tierno por debajo y florece a piel de aire, desleída y blandamente, como ahora la noche, que es lo único –ahora y siempre– que sale al borde de su pecho. El pecho palpitante sobre su corazón. Oaxaca, nuestro pecho ya.
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CAPÍTULO II PRIMERA MAÑANA EN OAXACA L sol de Oaxaca nos despierta, entrando de la plaza por el precioso balcón. El verde está tierno y húmedo todavía junto a los bancos que disfrutan algunos mañaneros catadores del aire. La sombra suave vence aún en la mañana, tímido el sol para romper sus últimas gasas. Salgo al Zócalo en busca del periódico, a darme grasa en los zapatos, como queriendo entrar en la normalidad de esta vida provinciana, quieta y segura. Los limpiabotas forman una larga fila bajo las arcadas de la plaza. Ríen fuerte y comentan –cantarina y rápida la voz– sus cosas. Tiene uno la sensación de que le toman el pelo, con alusiones y risas que no entiende del todo, pero que llega a entender a medias. Desde luego el que me da grasa en los zapatos, al aclararse innecesariamente que se ríen de aquel otro del extremo, me confirma en la impresión primera. Y me divierto con ellos a mi costa, tan poco divertido yo. NOS va a enseñar Oaxaca don Joaquín Acevedo. Es licenciado que no ejerce la abogacía; profesor que ha dejado de dar clases. Hombre enamorado de la tierra, que vive para ella, sin otro afán en su vida que mirar y volver a mi-
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rar los campos y piedras que lo vieron nacer. A veces –nos dicen– se pierde a caballo durante unos meses por valles y sierras. Conoce los rincones de la ciudad como nadie y no es seca su erudición –¡oh, manes de los eruditos locales!–, porque está demasiado vertida en todas y cada una de las cosas de su tierra para secarse. Lo mismo entiende de las fechas y datos históricos de cada edificio que de los dulces que se fabrican en este o aquel lugar, o del mejor mezcal que se bebe en tal rumbo. Conoce igual los telares que la cerámica, la mitología mixteca y zapoteca que las leyendas y fastos dominicos, la literatura local que el banco mejor en que mirar atardecer. Habla poco, preciso, siempre cortés y amable, sin levantar jamás la voz, las manos sobrias en el ademán, los ojos siempre brillantes de inteligencia. Ríe fuerte y sano, sin esfuerzo, con la buena fe del que tiene la vida limpia. Y respira amor a la tierra y a la ciudad por todos sus poros. Es difícil, sería difícil, ver a don Joaquín en otro lugar que en Oaxaca, tan en su sitio, tan a sus anchas, toda la ciudad –piedras, luz y cielo– para él, en goce sencillo, entregado a su amorosa tarea de volver a ver, de conocer más, de adelgazar y afinar más los datos, de saborear mejor lo ya conocido, sorprendido siempre en su seguridad, maravillado cada vez con la maravilla gozada muchas veces antes, siempre nueva, siempre bien hallada. ”¡Mire usted eso, mire qué hermosura!” Y los ojos pasean lentos junto a los nuestros la piedra o el lienzo, el árbol o la noche, ayudando con su vieja experiencia cuando algo se escapa, pero sin llamar nunca la atención, cortés y respetuoso con la miopía ajena. Y siente alegría cuando encuentra la comprensión que buscaba, cuando ve que los demás vemos lo que él quiere y un poco como él quiere que lo veamos, con ese amor en él ya encendido que ahora se enciende en no20
sotros. ¡Qué estupendo don Joaquín en su Oaxaca! Estuvo tan con nosotros, tan a gusto nosotros con él, que la ciudad y sus campos no se separan de su figura amiga en el recuerdo. Y será feliz al saberlo, porque Oaxaca es suya desde siempre, de nacimiento, con ese amor de toda la vida cuya delicia la ha ido ganando don Joaquín minuto a minuto de su sabrosa existencia. CALLE de la Libertad, con su libertad de sol y verde entre la piedra, por la piedra, encerrada de montañas. ¡ESTA piedra verde! Es una mezcla tan lograda de ternura y firmeza que maravilla como un compendio de lo delicado, siempre fuerte si bien lo vemos. Al mismo tiempo nos parece que la piedra sostiene a Oaxaca y que Oaxaca se escapa por ella –su densa respiración haciéndose inefable– al cielo. ¡Qué tierna ahora en esa linda casa! ¡Qué fuerte en ese largo muro, moviéndose graciosa en las rejas, hierro fino labrado, lleno de aire! Los comercios la han llenado de colorines, pintando encima sus grandes letreros con texto y dibujos. Y está bien sin embargo. La ciudad, con ese misterioso ser avasallador que nos ha ganado desde el primer momento, le da su tono a todo. POR las calles despiertas ya, con la gente a sus quehaceres –misa mañanera del domingo, mujeres a la compra–, vamos llegando, maravilloso y suave el sol por la frente, a la plazuela de Labastida, tan señora y tan graciosa. Un enorme laurel, primoroso de aire y figura, nos enseña su cuerpo herido: le cortaron una gran rama. Y la plaza no parece sentir, vuelta sólo a los juegos de los niños, esta amputación de su belleza total.
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PLAZUELA de Labastida ¡que desalmada pareces! Toda riendo y cantando de cielo,voces y gente, y en medio de la mañana tu mejor laurel no tiene la rama que más quería en lo mejor de su verde. NOS acercamos al antiguo convento de Santo Domingo, que fué cuartel en su totalidad hasta hace poco y sigue siéndolo en no pequeña parte. Y la centinela no rima mal con su piedra severa y religiosa. La mañana está ya alta del todo, azul y brillante, y casi sentimos dejarla para entrarnos por los portalones y visitar las antiguas celdas –ahora oficinas militares– y el antiguo refectorio, abandonado y triste. EN el patio, fuerte y desnuda la piedra de la arquería, crece la hierba sola y libre. Esta parte del convento dejó ya de ser cuartel, aunque en los muros, frente por frente de los santos pintados entre los arcos, algún cartel militar –2ª batería– recuerde la permanencia ruidosa de los soldados en este silencio. Preciosas argollas clavadas en la piedra. Guardan todavía a su lado el caracolear de los cascos de los caballos en el patio, impacientes del alba vecina, o el salto del jinete al suelo, la piedra arañada de plata por la espuela ligera, el aire suspenso en su centella momentánea. En el centro, una fuente se esconde casi entre seis columnas dóricas, escondidas también bajo el dibujo de flores y pájaros que esculpió en ellas el artista indígena. El escondite les da nueva gracia, y lo que pierden de solemnidad lo ganan en fuerza viva. En un ángulo, de entre la hierba, un pequeño naranjo casi seco al lado, surge un reloj de sol que da la hora silenciosa bajo la fecha grabada en lo alto: 1639. 22
HOY día quince de julio mil seis cientos treinta y nueve, reloj de sol ya parado, el agua canta en la fuente. ¡Que deje el sol a la piedra, que el tiempo ya no se mueve y yo estoy aquí conmigo, tierna de siglos la frente, gozando esta mañanita, mil seiscientos treinta y nueve! LA ancha escalera, con su piedra fresca bajo el polvo del abandono de muchos años, nos recibe, generosa todavía de su antigua esplendidez. Un volado balcón sobre su centro nos muestra el fino hierro, cerrador de un cielo adivinado detrás. En la cúpula, presidida por Santo Domingo, una corte de santos de la Iglesia contempla en silencio nuestro subir y bajar las escaleras, desde su desteñido color manchado aquí y allá por los nidos de barro que han hecho las golondrinas. Dueñas y señoras del lugar, entran por los ventanales – el cielo azul brillante entre su piedra – y parecen ir a clavarse en las cabezas de los santos, en el oro y el negro, rojos quemados ya, de su antigua pintura. Vida en lo mustio de los altos techos sucios, señores y altivos otro día, la dominica provincia en esplendor. Vida fina y rauda, que hace más quieta, con la hora, la vejez de estas piedras. Y el balcón, tan gracioso, tan fino, llamándonos a verle traspasado de golondrina ligera, buscadora, casi halladora ya, de cielo.
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ROMANCE DE SANTO TOMAS (A Lolis) SANTO Tomás me miraba subir por las escaleras. Todo vestido de negro rojo y oro en la cabeza, estaba callado y quieto sobre su cielo de piedra. El sol le quemaba el pecho en una sonrisa abierta. Por la insignia se escapaba toda la luz de la iglesia, que sus ojos se quedaron presos en dulce tristeza. Otros santos le acompañan con otro en la presidencia. Pero techo y santos todos en la mañana no cuentan, que es sólo Santo Tomás el que me mira y me llena, quieto entre las golondrinas que le nimban la cabeza. Han colocado sus nidos de barro sobre la piedra respetando el rostro serio del pensador de la Iglesia, mas las golondrinas dentro el seso le picotean. Y Santo Tomás me mira, dorada y roja la testa, tomista de tomo y lomo, a pájaros la cabeza. 24
AL salir a la calle, el carrito verde rechinando sus ruedas sobre el empedrado lleno de sol, esta definición de la frescura: “Para nieve fina, solamente El Bohemio.” LAS rejas sobre el gran patio exterior, nos dejan ver entre su hierro la iglesia de Santo domingo, con sus dos torres desiguales, una más ancha que la otra, toda bañada de la luz del suelo la sombra de su piedra oro y verde, finamente labrada. Sobre la puerta, bajo la ventana de un coro adivinado, Santo Domingo en persona, con otro santo acompañante, lleva en sus manos, en un templo, toda la provincia dominica. Graciosa y movida la portada, con las estatuas de la Fe, la Esperanza y la Caridad en lo alto, enmarcado todo en la piedra lisa de las dos torres. El cielo azul, brillante, le da a esta piedra suave y fuerte a un tiempo una como frescura acogedora y limpia, casi verdura ya su verde consistencia. POR un momento nos traga lo oscuro en el portalón, la fresca madera casi cubierta de anuncios y recomendaciones eclesiásticos. Sólo por un momento, que luego la selva de oro del techo primero, el aire de oro de la iglesia toda después, la luz entrando a raudales por sus ricas vidrieras, nos vuelven a llenar de casi sol entre la sombra. Sobre nuestra cabeza se extiende un árbol de negras ramas con infinidad de hojas doradas, todo poblado de chatas figuras, santos en busto. Todo torturado, vuelto y revuelto sobre sí mismo, colmo de barroco colmado ya (recordamos de pronto la cartuja granadina), como queriendo escaparse árbol, ramas, figuras y hojas a luz mayor, vidriera del coro arriba. ¡QUE luz en la iglesia ahora, traspasada esta selva que sobrenada su retorcimiento maravilloso cerrando la entrada! ¡Qué luz otra vez, cuando ya los ojos saben los de25
talles –postizo retablo horrible, con arquitos árabes, del altar mayor–, para entregarse al aire rotundo, sencillo y solemne de la iglesia entera! La luz revolotea sobre los oros de los retablos, entre las flores frescas y de papel, rosas, verdes, blancas, desteñido amarillo, abrazada a los hierros que guardan las capillas, y se viene con nosotros, alcanzándonos la espalda, casi gritando delante de los ojos, hacia la capilla del Rosario. De pronto se detiene en la morenita cara de aquella niña y acaricia sus manos sobre el reclinatorio. Y mientras nos sentamos a un lado de la puerta, fresco y espeso el silencio, la fiebre de la frente sobre el frío agradable de la reja, se queda al fin quieta, casi tranquila, oro total en las vidrieras de arriba, como asomada a la mañana altísima. A la puerta de la capilla del Rosario, pegado al muro el alto cuerpo nervioso que la piedra ablanda, Fray Bartolomé de las Casas monta su guardia, la pluma en la mano, al aire. La seriedad que quiso imprimirle el escultor respetuoso se diluye un momento. Y el obispo de Chiapas se abandona un poco en su casa dominica, lejos del quehacer con sus indios y de las santas rabietas con los encomenderos, y casi se sonríe, nos sonríe, señor, señorito sevillano al fin, toda su gracia andaluza floreciéndole la cara. (ESTOS dominicos nos han llenado de España el pecho, con la riqueza de Santo Domingo en los ojos, vibrando todavía en el aire de la mañana nueva que nos da la salida de la iglesia. ¡Qué hondo lo español de estas piedras tan mexicanas, tan de la pura tierra de Oaxaca! ¡Qué llena fe, en continuo desfogue de energía las palabras y las manos! Fundar es verbo justo para todo esto, pero casi resulta frío, como académico, junto al calor cordial. Dejar, no sirve para lo permanente vivo. Es hacer soñando, con la fe en vilo, el 26
sueño entero, parirlo, nacerlo, darlo. Y empujando luego a realidad lograda, en esfuerzo maravilloso, el corazón bajando y subiendo hasta las manos. ¡Qué sueño perdurable! ¡Y cómo remueves en el hondón de lo nuestro, fe minera, buscadora y halladora siempre de la intimidad!). NOS vamos. Calle abajo, el sol en la cara, de repente entrevista –vamos a volver ya volvemos–, la gracia fresca, oscura y blanca, de un patio con jazmines. TUS sienes en la mañana, tu blanca blusa en el viento. ¡Quien te pusiera el jazmín atravesado en el pecho! ¡CUÁNTA reja! Las calles, siempre la montaña al fondo, sin cerrarse en color definido, siempre cambiando, no se están quietas nunca, jugando entre los hierros, asomándose a las habitaciones, pelando la pava con las macetas, temblando bajo los brazos de las mujeres, trepando alegres a los preciosos balcones corridos. LA iglesia de San Felipe, al pasar, con unos niños que escapan corriendo al mediodía, su risa chillona bajo la solemnidad de los laureles. ESTE es el jardín Sócrates, que el pueblo, olvidado de erudiciones e historias ajenas, sigue llamando con su nombre de siempre: La Soledad. Preciosa plazuela, llena de árboles, la callada fuente en medio. El sol no llega casi a través de la frondosidad de las ramas y es sólo, de vez en cuando, una pequeña sonrisa blanca en el suelo, junto a la fresca sombra. La salida de misa –la burguesa misa de una– , ha llenado el jardín de risas y voces, la gente endomingada, pero la plaza guarda su quietud y su recogimiento en el 27
aire alto, tendido como un toldo sobre su silencio hollado. Y los pájaros sostienen sobre las ramas –cielo perdido a los ojos, fresco y cercano en la dulzura de los finos troncos– la armonía escondida, ganada ya. PLAZA de la Soledad, ahora tan llena de gente, todo roto tu silencio de risas entre tu verde. Sobre el revuelo de hoy tu quieto vuelo de siempre. TRASPASAMOS el portalón y entramos en el patio de anchas losas. La piedra de los muros termina sobre el cielo y corta su perfil en el fondo de la pelada serranía, distrayéndonos un rato la hermosura de su mediodía de la otra piedra labrada que venimos a ver. Y aquí está. La portada parece un retablo ella sola, y al centro, sobre la puerta, la estampa de la Soledad, llevada a la piedra por el escultor anónimo desde las páginas mismas de un antiguo libro de devoción. Escultura y grabado en conjunción armoniosa. En la piedra, con la finura de la pluma el cincel, los mil detalles preciosos de la estampa: el paisaje total con arboleda, castillete o iglesia, matorrales, calavera y cruz, procurándole aire y movimiento a la Virgen central, graciosa y casi coqueta bajo su nimbo, con una especie de desdén a todo, encerrada dulcemente en el tremendo instante que vive ante la cruz. La gracia de la estampa le quita patetismo a la escena, pero le añade un no sé qué de viva luz que se entra por los ojos con otra unción distinta. Levedad de la piedra, de pronto, en todo este paisaje que rodea a la dulce, coqueta, suavemente esquiva María. 28
A un lado de la puerta hay un Ángel-verónica, con el rostro de Jesús en el pañuelo delanterillo sobre su cintura. Con los ojos en otro lado, absortos en la mañana, las piernas todavía moviéndose bajo los rígidos pliegues de sus vestiduras, nos da paso casi toreramente, con el ligero quiebro de su actitud toda, citándonos desde su luz con sol de ahora a la suave oscuridad de la iglesia. Y pasamos. LA oscuridad primera se torna luminosa atmósfera de iglesia en misa mayor. Encontramos sitio en un banco cercano al altar, a la derecha, bajo un púlpito desde el que se dicen ahora –la voz altisonante–, palabras que no escuchamos, los ojos clavados del todo en la preciosa Virgen que aquí se venera. Dice la tradición local que su expresión cambia constantemente, que unas veces severa y dura y otras dulce y sonriente. Pero en estos momentos no parece mirarnos, atentos sólo los ojos a repasar el negro manto bordado de oro. La seguimos mirando un rato y la dejamos sola, con los ojos bajos, la femenina inquietud por su tocado invadiéndola toda, para salir de nuevo al quieto mediodía de su Oaxaca. En las escaleras –bajo la robusta Purísima de la fachada lateral–, por las calles, camino del mercado, don Joaquín nos cuenta con sencillez la leyenda de la Soledad, que detiene con su fresca gracia antigua la promesa en los labios del refresco de tuna. Y nos prometemos contárnosla en la quietud de la placita vecina, una tarde de las gozosas que aún nos quedan en Oaxaca. DON Joaquín nos guía entre el bullicio del mercado hacia los refrescos. “Con sed no se come sabroso”.
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LA FRESCURA DEL MERCADO (Romance de Rosa Gracida) MANOS de Rosa Gracida sobre el hielo cepillaban para que el hielo cantase sus luces entre la horchata. Por un momento ha brillado y luego ya se apagaba, callando a gritos de frío tanta frescura callada. Después Rosa con la nuez su blancura apedreaba para que en la horchata juegue el cantar de la cuchara. ¡Qué blanca llega a la boca! ¡Cómo en la boca cantaba! Y ahora en la otra y la otra –frescura nunca acabada, que nunca encuentra razón del ansia que la destapa– echa Rosa la alegría de la tuna colorada. También la tuna es canción toda su sangre ya blanca, ya blanca, ya casi rosa, ya rosa, ya colorada. Desde los brazos de Rosa cuánta frescura bajaba. Y ella escondía los ojos tras parapetos de horchata recelando que en su fuego 30
la frescura se acabara. Ahora de piña, Rosita, ahora de leche quemada. Luego de piña otra vez. El hielo ya se quejaba de tanto raspar constante del hierro sobre su cara. Pero las manos de Rosa sus penas le consolaban, y lo hacen rojo en la tuna y en la fresa rosa clara y blanco en la leche fresca y horchata en la dulce horchata. ¡Cuánta morena frescura el cuello de Rosa guarda! Y por lo brazos morenos toda entera le bajaba a hacerse blanca en el vaso, por sus manos derramada. Entre sus dedos el hielo. Y el hielo ya suspiraba. Todo el mercado se cuelga de los clavos de su gracia, y Rosa sonríe y sigue piña que piña en la nata, en la cabeza unas flores y en sus ojos ya quemada toda la frescura inerme de la inocente mañana. Rosa Gracida, más rosa que la tuna por la horchata.
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CAPÍTULO III TARDE Y NOCHE DE LOS LAURELES IN sed ya, hemos comido sabroso. Sobre la larga mesa, en un lado del patio fresco, han ido apareciendo y desapareciendo los platillos de la tierra. El mole, culminación de todo, final casi glorioso, me quema con lo más elemental de su compleja salsa: su fuerza suelta, directa, fuego purísimo. CRUZAMOS la plaza siempre recién mojada, como si el rocío de esta mañana siguiese pegado a su hierba y sus bancos verdes en este comenzar de la tarde. Nos quedaríamos un rato a la sombra fresca, oyendo los pájaros o casi descabezando el sueño que envidiamos a aquel viejo tan blanco de ropa y de cabellos sobre su piel morena y arrugada. ¡Oh, manes del mole oaxaqueño! NOS recuperamos de lo pesado de la hora frente a la sencillez solemne y severa de la catedral. Ancha y señora, nos acerca su sombra serena y fuerte, casi dulce al tiempo, de iglesia guerrera. Y nos ganamos del todo cuando entramos a la oscuridad tan llena de frescura, de su sobrio interior. Poco a poco, como en un lento florecer de apagados brillos, el oro viejo de los retablos nos llama entre la piedra. Y sobre la madera del banco más lejano al altar mayor gozamos largo rato, en silencio, de esta luz trepadora que
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sube y baja los muros y las bóvedas hasta aventajarnos por completo la penumbra que parecía envolvernos. Y vemos, de repente, todo. SALIMOS a la calle. Sol cegador, cielo azulísimo, casi cruel para los ojos que traemos tiernos de la oscuridad de allá dentro. Y sólo el verde de los laureles en medio del patio adivinado, por encima de las paredes y de las casas, nos devuelve un poco a la frescura. LAURELES, siempre laureles por el cielo de Oaxaca. La tarde, sobre un laurel, nos mira pasar, y pasa. ENTRAMOS en La Merced, iglesia chaparra como casi todas las de la ciudad, luchadoras y vencedoras de terremotos. Retocada y todo, conserva su gracia y la gana con las lindas ofrendas –flores, cintas, retablillos– que la fe popular va derramando en sus altares (Habría que hacer, historiadores del arte, una historia de este arte de la fe popular, tan ingenua, tan bellamente expresada en mil detalles que pasan desapercibidos entre los del otro arte monumental de siempre. Es una delicia. Y habría que aprisionarla en fotografías, en películas de color, porque esas flores de ahí morirán mañana, y la corona que rodea los pies de esa virgen debería guardarse para otros ojos que los míos gozosos de esta tarde) toda la iglesia es un puro gorjeo en estos momentos. Distribuidos en bancos, con una señorita al frente, niños y niñas –convenientemente separados– aprenden la doctrina, repetida y recitada en voz alta, a coro. Y cada grupo va por un trozo distinto. Sin dejar su parloteo, lo niños nos siguen con los ojos, distraídos, vueltos a no34
sotros sin perder en su curiosidad las palabras, loros fijos e inquietos en la madera del banco. Y cuando salimos –los ojos de las maestras también ahora, sin el recato de antes, sobre nosotros– a un patio abandonado, lleno de granados frutecidos, nos acompaña el sonsonete de las voces, apagándose suavemente al sol de la tarde. “AHORA nos vamos a la pura tierra” (don Joaquín Acevedo) Y la pura tierra es esta calle tan ancha por que vamos descendiendo hacia Los Príncipes, esta calle de los Mártires de Tacubaya, con sus laureles y una preciosa fuente seca, que Rodolfo Sandoval, oaxaqueño de pro, que está gozándose de nuestro gozo de Oaxaca, me regala ahora. Y me la regala de tan buena voluntad, tan del todo para mí, que, olvidado del grupo, acaricio los troncos de los laureles como cuida su propio jardín un jardinero. LAURELES, quien os pudiera en su corazón guardar y llevaros a otro cielo donde poderos cantar con otra voz que os hiciera bajo el cielo caminar. Laureles, que yo no quiero quedar sin vuestro mirar esta tarde y este viento que me hacen desesperar. Laureles, que ya sois míos. No me dejéis sin cantar. Veníos con la alta tarde en mi corazón ya en paz.
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LLEGAMOS a Los Príncipes, con su preciosa fachada defendida por un arco lleno de solidez, tan hondo como alto, que le da un cierto aspecto guerrero, de fortaleza que ha encontrado su camino dulce. Y en medio de la iglesia, olvidados de los oros viejos de sus retablos, de la hermosa Guadalupe del dieciochesco Cabrera que se guarda en sus muros, nos quedamos maravillados ante una pequeña virgen con alas, angélica en su ademán, enmarcada en unas cortinas de seda rosa, llenas de sensualidad. Y hay de pronto en el templo una invasión tierna de casi alcoba, de femeninas intimidades que no pierden su calor suave en la severidad del aire. NOS escapamos al cielo por el patio, subiendo luego a la tarde, y rompemos el verde oro caliente de la atardecida con las campanas echadas a un tímido vuelo corto. Desde aquí se ve más tierno el valle, casi muriendo debajo de nosotros en sus huertas, trepando hasta la ciudad, que parece casi desierta, sólo viva en algún humo de chimenea que se deshace en la inmensidad del cielo bajo que nos aprisiona, escapados a él, el aire apenas vivo entre las sienes, sol bajo ya. Y ahora La Defensa, cerrada en estos momentos, defendiéndose a sí misma con su nombre de nuestra curiosidad. Nos quedamos un rato, a gusto, bajo sus árboles, pesando en las manos lo tierno de la tarde, lucha ya de sol y sombra sobre las tapias vecinas de La Noria, la huerta en que Don Porfirio hizo su plan famoso. Nos lo imaginamos a caballo, entre la frondosidad de los árboles cargados de fruto, rumiando sus ideas en la tranquilidad de otra tarde como ésta, su estado mayor respetuosamente aguantando en la casona. Y los verdes suaves de la hora nos lo borran de la imaginación, clavados los ojos de verdad en las ramas que acarician y perfuman de fruta las altas tapias de barro 36
ADIOS, La Noria callada. Me gustaría quedarme con tu huerta y con tus frutos en la gracia de tu tarde. POR las calles de Oaxaca, por su pura tierra, asomándonos a los patios floridos, encontrando de pronto unos ojos en su ventana, vamos hacia San Francisco. Primoroso rincón. También la iglesia está cerrada y tenemos que estarnos con la tarde sólo, bajo éste laurel extraordinario –¡qué colmo de laureles entre tu cielo, Oaxaca!–, mirando la linda fachada empotrada en su arco, frente a la graciosa torre con sus bronces callados, sólo turbación en el aire los pájaros, fondo de piedra verde. PAJARO en la piedra verde, sobre su verde saltando, volando desde su verde a aquel otro verde alto. Piedra verde y laurel verde, ya casi verde es el pájaro. ¡Qué verde toda la tarde en lo verde de su salto! ¡Y que verde el corazón de verde anhelo colmado: tan pronto en la verde piedra como en el verde del árbol! Como otro pájaro verde es su verde sobresalto. Y ya no sé sobre el verde qué verdes están temblando: si mi verde corazón, la piedra, el laurel o el pájaro. 37
DESDE el rincón de San Francisco, por las calles otra vez –más rejas corridas, más ventanas con flores, luz de atardecer suave–, llegamos a la iglesia de San Agustín. Magnífica escultura sobre su ancho portal. La piedra es tiernamente blanca a esta hora y parece que la tarde le presta su blandura final, casi pegajosa sobre la piel. La iglesia por dentro nos sobrecoge de desnudez y sobriedad. Y los escasos retablos lucen más su oro viejo –encendidos y temblorosos los candiles–, sobre el yeso frío. Cuando casi nos ganaba la humildad y pobreza del recinto, con su sencillez verdadera, alguien se pregunta a nuestro lado si será ésta iglesia de penitencia, porque –dice–, está expuesto el Santísimo. Nos refugiamos en la casi noche, que nos recibe tierna cuando cruzamos de nuevo el patio callado, adivinados los laureles del fondo, de ese fondo que Oaxaca tiene siempre lleno de laureles. DESPUES de la cena –tierna la ancha tortilla de maíz–, paseamos por la plaza, alegremente iluminada y llena de músicas que se escapan chillonas de los cafés. Sabroso el mezcal de la tierra en los soportales, mientras la noche pesa dulcemente sobre el arbolado, sobre nosotros, aplatanados ya en delicia casi total para que sea más delicia todavía. Y las calles de Oaxaca nos llaman y nos piden más desde la luna que las baña ahora, nuevas y distintas ya en su misterio permanente, azul su antiguo verde, flor calurosa toda su piedra abierta por la noche. Y nos vamos. Nos vamos a perseguir la noche de Oaxaca por Oaxaca, por su calle más ancha, por los mercados, entre la cerámica que descansa apilada hasta mañana, los preciosos cántaros. (VA la noche de Oaxaca entre sus cántaros negros. 38
La luna que hoy da en su barro ternuras cubre de acero, mas lo que es raíz de tierra, tierra cocida en el fuego de la leña de sus árboles –fervor último del suelo–, convierte a la luna en barro, barro de plata y de hierro, se hace nube y luz y voces, tierra otra vez, siempre cielo. Noche tierna de Oaxaca entre sus cántaros negros) YA solo, sin nadie, con toda la ciudad para mí, vuelvo a marcharme, alta ya la noche, su luna más alta. Y me pierdo por las callejas, camino del monte, para ver la ciudad dormida desde aquel cerro con laureles que me ha estado llamando todo el día, sin verlo apenas, pero siempre presente en su hermosura lejana. Y Oaxaca se estira de pronto allá abajo, rodeándome, escapándose hacia el valle bañado de luna, toda dormida, apenas encendidas algunas de sus luces, como para temblar todavía más en este casi frío – madrugada al fin–, que me va alcanzando la espalda. SUBIENDO entre los laureles llenos de la luna llena, claro de luz y silencio el alma clara me lleva. Oaxaca duerme allí abajo lo tierno de su existencia, quieto su camino interior, plata ya su verde piedra. 39
Yo la sueño en los laureles en que mi silencio tiembla. Santo Domingo y sus torres el claro sueño le velan.
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CAPÍTULO IV MAÑANA EN EL CAMPO IUDAD arriba, húmeda todavía la mañana en su rocío, dulce la hierba entre las redondas chinas del empedrado, el verde de la piedra reluciente, comenzamos la ascensión del cerro, camino mío de la madrugada. Entre rosales, cuidado el jardín, a medio camino del monumento a Juárez, se levanta la planta purificadora de aguas. Oigo distraído las explicaciones casi catalanas del ingeniero director. Las eses mediterráneas son ya oaxaqueñas. Las máquinas dicen su canción también. Y más aún cuando nos acercamos al ruido incesante, presidente todo el tiempo, de los surtidores que ventean y asolean el agua. Aunque entre luego en otros laberintos, tubos y estanques purificadores, el agua me parece del todo pura en la mañana, saltarina y alegre sobre sí misma, toda llena de sol, enredada en su chorro primero, cielo arriba, cielo abajo, sin atreverse del todo –jardín civilizado al fin– con los rosales vecinos. (Usted es refugiado también. No lo puede negar, me dice con cordialidad catalana, sin acento ya sino a lo hondo del ingeniero Bueso. No sé qué contestar ahora, entre el ruido del agua, todo vuelto al sol, del todo fuera de mí, sereno en la mañana, purifi-
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cado ya también. Y me río con él, sin separatismos de por medio, jefes y esclavos del agua los dos.) QUE tú vas por los laureles tu recuerdo acariciando. Yo me marcho con los míos y hasta el laurel los levanto. Por este camino al cerro los dos juntos, tan lejanos. JUÁREZ nos esperaba en su bronce, respetuoso de nuestra inocencia –derecho ajeno que nos pertenece pacíficamente esta mañana–, subido sobre su pedestal de piedra, monstruoso ángel bajo, desde el cielo. Con su mano adelante, el índice extendido, saluda al viajero de Oaxaca y le señala a un tiempo el sitio para marcharse si la ciudad no le gusta, según la interpretación local de su ademán. Estamos un rato con él, con su fina memoria, olvidados de su fealdad monumental de ahora, asomados al valle y a Oaxaca –Monte Albán enfrente, con sus piedras adivinadas–, desde la balaustrada que puso al monte una administración demasiado cuidadosa de la belleza. Por un momento, ante el valle anchuroso, soñamos que el monumento se vuelve anchuroso, soñamos que el monumento se vuelve carroza presidencial y que el gran indio –nuestro ya también– abandona su bronce muerto por su nervio siempre vivo y se va otra vez –el Estado mexicano encerrado en las ventanillas del vehículo– a defender la tierra inquebrantable que llevaba con él. Y valle adentro, mar verde del tierno maíz, las montañas azules del fondo, se nos marcha ligero y libre, salvado al fin de su escultura inútil.
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EL monumento a la bandera va acortando la subida con su cercanía. El rojo, el blanco y el verde, desgarrados en el continuo pleito con vientos y lluvias, parecen muy pequeños en el azul inmenso de la mañana. Y como el cielo la tierra, esta tierra. Don Hernando sabía elegir los emplazamientos y no pudo soñar un marquesado más verdadero que el que se extiende ante los ojos. Otra mañana lo avistarían los suyos desde aquí, empañados de neblina mañanera, tratando de tener quieto a su caballo espantado de tanto cielo abierto, el brazo firme y el pecho tierno. (Oaxaca se nos hace de pronto sitio para fundar.) NOS rodea abajo la ciudad, chaparra y ancha, con el inevitable Santo Domingo en medio. El monte goza en la mañana el abrazo de piedras y de árboles que le da el caserío, y distrae su mirada –hay que saberse marchar–, por los tres valles que cabalga; el de Etla, que se ahoga entre nosotros y Monte Albán, con sus pueblecillos lecheros y de trigo arrimados a la serranía; el de Oaxaca mismo, todo verde, luminoso ahora, como con lagos de sol clamando al cielo, y el valle de Tlacolula al fondo, llamando a la ciudad hacia sus barrancas, a la cita amorosa de la canción. ALLA en lo bajo, en el extremo casi de Oaxaca, donde el caserío comienza a espaciarse, campo ya, vemos la mancha oscura, fragante en la mañana seca, de los laureles frondosos del Ojo de Agua. Hacemos el descenso a campo traviesa, entre las peñas, enredados en los arbustos espinosos y los zarzas, por una pendiente resbaladiza, la boca llena de sed, con la brisa leve y caliente del casi mediodía quemando las sienes. ¡Qué rara la risa en el silencio del cerro, blanco en el verde azul de su tierra brava!
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NOS cobijan al cabo los laureles en una plazoleta de ladrillo, la pequeña fuente en medio, rodeada de tiestos de geranios, rebosante todo de frescura, de oscura luz suave, sólo brillante en los troncos de estos árboles gigantes que ahora nos sirven de amparo. La risa se hace nueva en esta sombra, perfumado al aire de melocotones, limas y granadas, para goce inmediato, sed satisfecha en seguida, la boca agridulce de la fruta. ROMANCILLO DE LAS GRANADAS Como cantan las granadas su frescura entre las manos, cuando los dientes encuentran su grano todo rosado. Tus ojos, niña, pedían otro amor por los geranios, mientras abría tu risa laureles enamorados. En tu mano una granada, tus frescos brazos en alto, se me ha quedado en las sienes el aire paralizado. Yo no apagaba mi sed, que otra sed me va saltando con la mañana en las venas, mis ojos sobre tus labios. Y en tus labios las granadas, risa que risa gozando, ya la rosa de su pulpa blanca de tus dientes blancos. ¡Cómo cantan las granadas junto a tu boca quemando 44
el grano de su hermosura! Mis ojos sobre tus labios. Y en la mañana, ¡qué pena! Sed y pecho abandonados. SIN ganas, como a rastras del seguir, las manos acariciando morosas y olvidadas los troncos del limonero, nos vamos del Ojo de Agua: ADIOS, tú, el Ojo de Agua, espérame otra mañana, que aquí quiero venir solo a dar tu sombra a mi alma. OTRA vez la ciudad en sus afueras. Anuncio comercial hasta el fin: “Mesón El Porvenir. Se conceden garantías al cliente.” EN un patinillo con verde sombra de plátanos, a espaldas de la casa, don Manuel nos sirve unas cervezas frías. Pesa el mediodía después de toda la mañana en el monte. La frescura de las granadas es apenas un regusto en los labios, recuerdo de paraíso reciente, perdido ya. Don Manuel trae las botellas mojadas aun del hielo, para alegría de las manos. Sobre unas tortillas de maíz resecas y quemadas, que se quiebran en los dientes demasiado aprisa, en demasiados sitios –torpeza molesta de las manos–, surgen la sardina entomatada, con sus hilillos de grasa casi sangre sobre el amarillo, y el tierno queso blanco coronado del verde de los chiles. En la segunda cerveza se ensaya el submarino de mezcal, sin nostalgia ya del tequila. Los plátanos son más verdes. Todo parece más tierno bajo el cielo apenas entrevisto. La frescura del poyo de ladrillo parece 45
trasminar el olor de las flores y una brisa pequeña desnuda las palabras. PENA de irse cuando hay que levantar campo. El loro ha dejado de parlotear y repite sólo el currusquillo de las secas tortillas en los dientes. No hay más cerveza. Por el oscuro tendejón –olor mezclado a cera y mezcal, a fresco guardado en la madera– salimos de nuevo al sol de mediodía. Pleno azul otra vez, ardiendo todo. Sobre las casas –la pared caliente a la espalda, barro ya, piedra casi–, se adivinan los verdes oscuros de los laureles, sitio de la hermosura posible en esta hora.
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CAPÍTULO V ATARDECER EN MONTE ALBÁN ESDE el juego de pelota, ¡cuánto cielo esta tarde! Estas piedras guardan un misterioso no sé qué, difícil de alcanzar para nosotros. Impone su grandeza, llega su llenura hermosa, su mensaje remueve fibras hondas, pero encierran algo inasequible al espíritu. Es como un querer y no poder llegarle a esa alma definitiva que tienen todas las cosas. Y al querer ahora, puedo llegar y llego al alma –su misterio está flotando en la tarde–, pero es como si no llegase del todo. Como si llegasen dominadores –transidos de belleza extraña y nueva– los ojos y las manos, el espíritu afuera. ES hermosa la tarde entre estas piedras. Parece más tierna y más íntima en su inmenso cielo de último sol, apoyada y deshecha entre estos muros que guardaron una vida que queremos sentir, que sentimos palpitar en su hermosura. Subimos la pirámide olvidados de nosotros mismos, los ojos anhelantes del cielo que les llena en su espera final, en esa última plazoleta en que se han sembrado tiernamente. Me refugio en la tarde del calor vivo de estas piedras antiguas, como queriendo descifrar en la dulzura del viento su sentido. Y lo espero venir apoyado en la piedra, vuelto sólo
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a lo que se niega terca y misteriosamente al sentimiento hondo, sin negar nunca –penetrando siempre– su belleza final, sólo en los ojos, yéndose ahora, mía luego. HUILAPAN, al fondo, en el valle bajo que trepa hacia Tlacolula, brilla su cristianidad de tejados, cúpulas y ladrillos al último sol. ATARDECER FINAL MISTERIOSA deidad que corres por la tarde con el sol ya cansado entre las manos tiernas, dime pronto qué es esto que rodea mi sed, que canción traen las piedras hasta el centro del pecho, qué dulzura me imprime esta hermosura extraña. Que se rompa esta angustia que la voz me detiene y que mi pecho tenga calor para esta fuerza. El viento se desata sobre la abierta cumbre y la piedra me cubre de siglos y de voces que no sé a dónde llevan la belleza que guardan. Monte Albán, piedras quietas, palpitantes de vida, en las sienes te tiembla la perdida mañana que algunos le ganaron a tu existencia antigua. Y el presente recubre de niebla por los ojos, deshecha entre tus piedras, esta tarde suave que se niega a las manos.
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CAPÍTULO VI LUNA DE OAXACA OAXACA otra vez: lo lleno. ODA la sed del campo en los labios secos. ¡Qué bien esta nevería escondida, en una calle quieta y apartada a la que no llegan casi los ruidos, más que lo necesario para sentir la vida de la ciudad, su dulce llenura! Nieves de vainilla, de leche, de limón, refresco de tuna. La frescura nos va ganando poco a poco y florece en la risa de las muchachas, Monte Albán con sus tumbas casi olvidado, sólo su inmenso cielo todavía abierto, brillante, en los ojos. Y el contraste: un anuncio de muebles para baño en la pared, frío mural comerciante y triste. Pero, dentro de un baño, una mujer desnuda supera en su desnudez la incapacidad del pintor, y la casi noche que se entra por puertas y ventanas tiene de pronto –la nieve en los labios– una calurosa intimidad. LA noche comienza a despertar del todo la palpitación latente de Oaxaca. Se la siente todo el día por debajo y se la ve a veces trepar a los laureles o hacer más redondo el cielo, casi valle también, pero en la noche se hace evidente con una presencia tierna que va invadiendo el aire, las flores y las piedras hasta hacernos temblar con ella, sentirla en
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nuestras venas, respiración de nosotros mismos, palpitación ya todo. EL mezcal, después de la cena, en los soportales, nos invade de suave alegría. Mezcal de pechuga –no queda del añejo– con toda la esencia de la tierra dentro. Es también palpitación de Oaxaca, sangre alborotada suya, algo así como nervio entero y desnudo suyo. Y es una delicia el lento buche en la boca hasta dejar quemarse la garganta, mientras la plaza tiembla en sus tabachines, más perfumada que nunca. SE impone el paseo. Oaxaca da un ansia constante de verla y pasearla, y, aunque en cualquiera de sus bancos se puede sentírsela toda alrededor en gozosa presencia, sus piedras y sus calle, todo ese misterio abierto y claro de su paraíso general, le piden a uno recorrerla, siempre nueva a los ojos. Y en la noche, con esta luna de julio que nos está bañando todo el tiempo de milagroso verano igual, la ciudad tiene otra fuerza distinta, otro color en su frescura llena, cada vez más fragante y desatada. AL pasar, los cestos del mercado, en grandes pilas, son más blancos que nunca bajo la luna. Y parecen extendernos sus brazos, aterrorizada paja desnuda, toda su gracia como demudada en el silencio. SALIMOS al monte para ver la ciudad una vez más. Don Benito Juárez está casi hermoso esta noche en su escultura, salvada su fealdad en la irrealidad de la luz. La ciudad se escapa allá abajo, parece perderse y acabarse –las torres de Santo Domingo apenas entrevistas esta vez– en el mar plateado de sus valles. La luna es tan extraordinariamente grande, lo abraza todo de modo tan total, que se borran los paisajes buscados y tenidos en tanto gozo anterior para hallarnos sólo ante este gozo de plata y oro, cielo desnudo y 50
tenso, tierra blanca, los laureles más oscuros y relucientes que otras veces. LUNA callada y tierna, camino de los laureles, solos la noche y el monte, silencio blanco e inerte. Quiero quedarme aquí quieto sólo la luna en las sienes, pensando que estoy pensando, alta mi alma y alegre. LOS rosales, con la luna, al bajar del cerro. Alguien propone subirle un manojo de rosas blancas –¡qué blancas están ahora, casi rotundas en su palidez!– al gran indio que dejamos allá arriba, hace un momento, navegando en los valles de Oaxaca sobre su monumento hermoso de esta noche. MIRA la luna, cómo rueda por los laureles abajo, hacia las huertas, para perderse en el fondo de la serranía un momento y volver sobre el valle, redonda, triste y risueña a un tiempo, llena ya de Oaxaca, llena, luna del todo. LAS esquinas parecen perderse, hombros irreales de la calle tendida, sólo rotundos de pronto en la plata negra de una reja corrida o de un balcón. Y la luna nos las va dejando delante y atrás, en imposible salida –el paso abierto y libre–, de su dulce presencia. LAS escaleras de la iglesia de la Soledad, todas bañadas de luna, nos suben lentamente a la placita. Sobre un poyo adosado a la pared, la espalda en la piedra fresca, disfrutamos de la oscuridad que regalan los árboles frondosos, refugio quizá único en toda Oaxaca de esta luna total. Pero 51
el cielo sigue pesando arriba con toda su plata redonda, su luz siempre presente, como cantando alrededor de estos árboles envolviéndolos en su fantástica realidad irreal, clavándoles lindas saetas de su luna hasta ese polvillo de repente blanco del suelo. NOS gustaría entrar en la iglesia cerrada –tan llena de silencio ahora– y mirar un rato a la Virgen que ayer admiraba su propio tocado con femenina inquietud, indiferente del todo a nosotros. La imaginamos con su negro manto bordado en oro, los preciosos ojos bajos, casi encendida por la luna que se estará colando indiscreta por las vidrieras para mirarla también, para preguntarle por el secreto de esa gracia suya que se derrama en todo momento hasta la placita. Y la placita –a pesar del nombre intruso de Sócrates que luce ese odioso cartel, y a pesar de nosotros mismos, al fin callados– se nos antoja de pronto un verde y oscuro salón tranquilo. La Virgen de la Soledad, que ha descendido con ligereza de ese altar en que descansa, está arreglando ahora los cachivaches de última hora, sacando las flores al fresco de la noche, antes de recogerse. Y toda la placita tiene un perfume de suave, femenina quietud íntima cuando nos vamos otra vez con la luna de Oaxaca por sus calles increíbles, camino de otro sueño al parecer necesario.
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CAPÍTULO VII LEYENDA DE LA SOLEDAD (A Catita) UNA recua entre los montes por la noche iba viajera. Cerca de Oaxaca andaba con toda la gente en vela, que estaba la noche oscura en lo alto de la sierra. Sin saber cómo ni cuándo otra mula se le agrega que camina quieta y mansa, sube que baja las cuestas. Atravesada llevaba una caja de madera y no traía en sus lomos de propietario una seña. Iba la recua trotando a la luz de las estrellas. De San Sebastián la ermita ya llegaba hasta la puerta. 53
La mansa mula de pronto se dejó caer en tierra, y fue inútil levantarla que nadie encontraba fuerzas. Noticióse a la justicia por ser extraña la bestia y no querer nuestro dueño quedarse con carga ajena. De los lomos le quitaron la ancha caja de madera y el bruto se alzó un momento, alegre y firme la testa, sólo por caerse muerto sobre aquella misma tierra. Dentro del cajón hallaron un Cristo de talla entera y de una preciosa Virgen las manos y la cabeza. Para aclarar tal misterio y que todos comprendieran: “La Soledad ante la cruz” explicaron unas letras. Su luz llenaba la noche. Toda la gente despierta. Y San Sebastián lucía a la luz de las estrellas con una mula en el suelo y una Virgen a sus puertas. Cuando el alba levantó la brisa llegaba tierna.
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Ya se acercaba el obispo con otra gente de iglesia, porque tamaño suceso exigía providencias. La imagen de Jesucristo a carmelitas entrega para que ya se la lleven y la pongan en su iglesia. Y deja en San Sebastián las manos y la cabeza de aquella Virgen hermosa que en la noche iba viajera. San Sebastián se retira, que ya el lugar tiene reina. Desde entonces Soledad tiene jazmín a su puerta. El jardín quema en su aire el sabor de la leyenda y la imagen de la Virgen que guardan sus verdes piedras trasmina desde el altar toda su gracia y su esencia. Por eso el cielo va alto esta tarde oaxaqueña. Entre los árboles limpios, cerca del agua serena, de Soledad esta historia cobra verdad verdadera: que en los ojos de una niña que ahora sale de la iglesia va la Virgen otra vez hacia la noche viajera. 55
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CAPÍTULO VIII POR TLACOLULA Y MITLA ALIMOS de Oaxaca con la mañana todavía baja, húmeda en las manos de rocío amanecido, tierno sol primero. Otra mañana al campo, dejando a las espaldas, gozosa la espera dentro de nosotros de regreso seguro, la piedra verde de la ciudad, sus altos laureles, su misterio palpitando claridades inefables. EL árbol del Tule nos recibe señor de estas horas. Nos lo imaginamos señor de todas, tempestuosamente verde, con sus anchas raíces bien clavado a la tierra, como si su vuelo monumental y ligero a un tiempo se hubiera detenido. Nos sabe a siglos, sin querer, como queriendo conquistarnos para su tierna antigüedad dichosa. De pronto nos parece sólo una inmensa verdura desatada, ahogadora del aire. Ahora aire sólo, con la verdura en el dulce costado herido. Luego madera, inmensa madera de naves deformes, entrechocadas para gloria del cielo que las cubre. Luego otra vez, ahora, cielo, puro cielo, siembra en azul del verde, clara –oscura luego– nube. Y de repente, con una angustia de venas sobresaltadas, rompiendo hacia su propio mar desde su angustia eterna, inmenso corazón. Verde corazón
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gigante, levantando hasta las manos quietas todo el temblor del suelo mexicano. Todo México en árbol de repente. El sol empieza a temblar en su sombra, entregado a una dulzura suya que le desconocíamos. SALIMOS de la sombra del Tule hacia el mar, como quien gana la playa con los ojos, todo el árbol un entero, frondoso submarino. A nuestra izquierda, en medio del monte, escondidas en su falda, las piedras lejanas de Santiago de los Borrachos. NOS acercamos al pueblo de Tlacolula, cantando en medio de su anchuroso valle, que se va llenando poco a poco de sol. A pesar de la hora, dudosamente propicia a esos efectos, nos viene a los labios la canción. “Y a l’hora que asté sabe la espero en la barranca montado en la potranca pa darnos al amor…” NOS duele sin querer el amor de la antigua pareja, en estas agrias tierras, sequeronas de suyo, verdes sólo a la espalda, con un verde trepador del húmedo misterio de Oaxaca. “Si juera asté tan changa como es asté de chula que en todo Tlacolula no hay otra como asté.” Y vemos pasar entre los llanos al mozo, destanteado por la hora, malhumorado de lo mucho que “malorió” el chilpayate que trajo la muchacha. 58
TLACOLULA. Por un patio arbolado entramos a la iglesia. La decoración se parece a la de Santo Domingo en su retorcido barroco de ramas y de hojas, pero el oro es más viejo y la luz, a pesar de la hora temprana, mas caliente. Todos los altares están materialmente sembrados de ofrendas humildes, de flores de papel, de lindos retablillos con leyendas de primorosa ortografía dando gracias al negro Cristo por las mercedes recibidas y los milagros favorecedores. En el roto de un viejo cuadro, el delicioso remiendo de unos animalitos indefinibles con cintas rosas al cuello. AL salir de la iglesia, en un oscuro tendejón cercano, que huele todavía al cerrado de la noche recién pasada, probamos un viejo mezcal de pechuga, tierno en los claros años de su vida larga. Al salir, la mañana parece más luminosa y acogedora que nunca. AL fondo, saliendo de la bruma que aun le oculta las faldas, Loma Larga nos cierra el prometedor camino del Istmo. ¡Mañana te veremos de cerca! Nos desviamos de la carretera hacia Mitla y al rato entramos por su caserío chaparro hasta una plazuela con preciosos laureles. (Aquí también, Oaxaca, tus laureles, enamorados al fino aire del pueblo después del agrio camino del llano.) Nos detenemos frente a una casa revocada de blanco: “La sorpresa. Oficina de Correos.” Y mientras se deshace en dos sitios distintos el único cartel, se nos antoja estupenda la correspondencia que hasta aquí llegue. “LA Sorpresa” tiene un precioso patio, con plátanos y árboles, frescos sólo del cantar del agua cercana. En el ex59
tremo de uno de los soportales, la larga mesa de limpios manteles nos ofrece la sorpresa del desayuno. Carne, huevos, la sardina entomatada sobre las tortillas anchas de la tierra, unos tamales de hoja, panes dulces y chocolate. Un buche de agua fresca y nos tumbamos en el suelo de piedra, bajo la sombra verde y amarilla, pegajosa casi en su cálida carnosidad sensual, de los plátanos. El cielo canta, solo, arriba, como en el cielo ya, sin trabas. CAMINO blanco, polvo fino en los pies sobre el pedrusco, hacia las ruinas de Mitla. Los cactos altos de un verde casi brillante en esta hora, parecen querer clavar la dura tierra al cielo, y nos llevan callados, cuesta arriba, encerrados en su verde solemnidad, en su silencio erecto, quemada de sol su arisca superficie. El cielo arde y echa fuego, hacia abajo, pesada en la espalda su anchura profunda, como queriendo escaparse por nosotros, desde nosotros a otro cielo más bajo que le aguarda. Y vuelve arriba con el sol, aire fino, casi leve, de pronto. PRISIONEROS siempre de los cactos, bajamos a una hondonada. En lo alto de la nueva cuesta, lejos todavía, cercana en la mañana su piedra dorada, una iglesia. Y a su alrededor, adivinadas, las piedras que venimos buscando, chaparras, sin perfil ninguno todavía en la ladera del monte, borradas aun por el paisaje seco y adusto. De repente, en el silencio de la mañana, quieto ya el sol, nos paraliza una música de tambores y trompetas. Y en el recodo del camino se aparece, pasado un rato, una banda de ocho o diez hombres, sus trajes blancos sobre el blanco del polvo del camino, brillantes a la sombra delgada de los cactos. Apagadamente, con tristeza lánguida que ablanda el duro aire 60
azul, tocan una especie de marcha. Atrás, a hombros, viene una caja de madera ¿negra? con unas secas, pocas flores encima. Y detrás mujeres y niños, algún hombre más. EL entierro pasa entre nosotros, que nos hemos quedado quietos, la espalda pegada a una tapia de redondas piedras, temblando. Al frente de los músicos, delante de todos, viene, borrachas todavía las piernas del mezcal del duelo, el padre del muerto. Guarda la seriedad del momento, la cara morena como de piedra, secos y perdidos los ojos, ausente de su borrachera y de sí mismo, puesto sólo en la circunstancia, presidiendo. Se tambalea alguna vez, cuando la música pierde también su paso, pero los ojos quietos, solemnes, le recuperan en seguida, le vuelven los pies a la casi danza precisa. El féretro, bailando solemnemente sobre los hombros de los cuatro que lo llevan, siembra su madera en el aire y ondea en él por un momento la delgada bandera de sus flores. Los negros rebozos de las mujeres brillan en el aire, agachados al sol, como iluminados sólo por la débil llama de los cirios que sostienen las manos. Las niñas llevan también las velitas, con un ritmo en el paso pequeño que no rompe el ritmo final de todo, herida de solemnidad –leve su música ahora– la mañana. PARADA en estas caras serias, ajenas a todo, vueltas a una lejanía que se niega a los ojos, la hora se pierde, tiempo quieto de pronto. Lo irreal de la música que la llena, de este entierro danzante, tremendamente serio, de estas velas encendidas que hacen temblar la gloria del sol – perdido ya también, ya marco sólo -, se nos mete en los ojos, muy hondo, por el pecho, a buscar el frío de la espalda estremecida, único recuerdo que nos vuelve el ser al cuerpo. Y entre los 61
cactos, por la piedra blanca, el polvo blanco, blanca la luz sobre la caja, en las flores, sobre los rebozos, bailando, se nos marcha el entierro de los ojos, cuando ya creíamos en él, cuando nos íbamos con él por la mañana, el muerto casi nuestro en pena ya sentida, compartida con estos seres que lo acompañan por el campo. La música con que se aleja por el monte solo nos lo sigue clavando en la mirada y lo vemos llegando a la ciudad que habíamos olvidado, camino del necesario cementerio. GREGORIO García Melchor, zapoteca, con su gorra de funcionario de la arqueología, nos acompaña en la visita a las ruinas, intentando explicárnoslo todo. Nos gana al fin en él no la erudición que su oficio y la costumbre le han dado: hay en sus explicaciones un orgulloso amor por lo que enseña, mostrado con tal vehemencia en algún momento, que se nos antoja el señor de este antiguo palacio. Cuando elogiamos el color de unos frisos, sacado al aire con tal armonía que se olvida la ciencia sequerona de los que lo hicieron para goce de nuestros ojos, Gregorio García exclama: ”Si aquí había cosas preciosas hasta que vinieron los españoles a deshacerlo todo”. Es tan vivo el recuerdo que parece el mismo Gregorio el desposeído. Y sin querer me siento como culpable ante sus negros ojos, nacidos a la luz entre su amor a estas piedras, suyas del todo hasta en el sufrimiento. VAMOS entrando en las tumbas, amplias y húmedas, calientes del sol que guardan hace horas –del sol de hoy–, calientes, sobre todo, del sol de los siglos, que ha ido quemando su oscuridad. Estamos ahora ante la columna de la muerte. Abrazado a ella un hombre deja siempre un espa62
cio libre entre sus manos: los dedos cuentan los años de vida que le resta pasar en estos valles. Gregorio conmina casi: “Son creencias de la comarca. Debe usted respetarlas y hacerlo”. EN la columna de piedra mi muerte guardada estaba. (También yo tengo una muerte en estas ruinas calladas) Me abracé muy fuerte a ella por si era enamorada, que ya la muerte mi vida otra vez me la buscara perdido en la tierra mía el monte bañado en alba. Y no le hice el amor como la señora manda. En esta piedra de Mitla no quiero decepcionarla. Abrazado a la columna ya la respuesta esperaba. Y la piedra habló muy quedo unas palabras extrañas. En ellas iba mi suerte con la muerte entrelazada. Gregorio, que las entiende, pone sus dedos sin trampa en el trozo que desnudo a la piedra le quedaba. Y once dedos da la piedra: tengo la vida contada. 63
Once años, muerte mía, todavía nos separan. Y yo lo siento, señora que el frio me enamoraba de tu cadera en la piedra, fresco amor de esta mañana. LA iglesia pequeña, pegada a las ruinas, nos molesta ahora. Tiene un aire invasor que nunca le habíamos atribuido a las piedras también. La fe que pretende encerrar dentro no cuenta en la impresión de ahora. Es la piedra misma, amarilla y rosada, la que resulta blanda e intrusa en el señorío del pedregal, junto a estas piedras indias, dueñas otro día del viento, antes, mucho antes de ese ayer tan vivo que relumbraba en las palabras de Gregorio. Nos vamos. ADIOS, Gregorio García, entre estas ruinas pastor de tanta vida callada. ¡Que te cobije su amor! BAJAMOS por el monte de Mitla. En las piedras del camino, temblando entre el polvo blanco, parece resonar todavía la música del entierro. AL pasar por Tlacolula entramos en un tendejón fresco y oscuro, con el solo brillo de la loza diseminada por los anaqueles. Y compramos mezcal añejo y mezcal de pechuga en unas preciosas ollitas redondas, de barro negro, la letra esmaltada y brillante encima, con su atadillo de paja y su saquito de sal de gusanos. En los labios por un mo64
mento –el trago corto y limpio– la esencia de la tierra, su calurosa, suavísima sangre (“Esta tierra está bendita”, dice alguien que entiende y sabe de verdadera unción.) POR un camino que las lluvias han deshecho llegamos a Tlacochahuaya, con sus pobres casas pegadas a un precioso convento popular. Sobre el encalado, que recubre la piedra casi totalmente, bailan y viven esculturas de santos, pintados en rojo y azul. Lo mismo el policromado que las carnes y paños son de la tierra, de las gentes de la tierra, de los hermanos antiguos de Gregorio García ganados a otra fe. Pero su mano lo gana todo también cuando entramos. La iglesia es un vergel de enormes flores y pájaros multicolores. El oro viejo de los retablos cobra otra fuerza entre estas flores, una fuerza que se pierde enredada en los ramos, en las hojas, en los preciosos pétalos toscos, flor silvestre. Catolicismo indígena, lo menos católico posible, lo más cristiano y puro en su sencilla fe. OAXACA otra vez, con sus laureles, perdido el sol.
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CAPÍTULO IX DEL MUSEO AL MERCADO ENTA visita –necesariamente lenta con tanto que ver y tanta explicación que escuchar– al hermoso Museo del Estado, lleno de tesoros en joyas y reliquias indígenas. Los ojos se quedan prendidos en los extraordinarios collares y diademas, en la preciosa cerámica zapoteca. Pero todo resulta frio, como sin vida, en la científica disposición de las vitrinas, las manos cuidadosas de la arqueología demasiado presentes. Estorban los inevitables letreros y las explicaciones del cicerone son tan justas y precisas, tan cargadas de erudición, que sin querer se escapa uno al recuerdo de nuestro Gregorio García de esta mañana, tan libre de expresión en su entusiasmo, tan seguro de lo suyo entre sus piedras de Mitla. Y las piedras de Mitla nos parecen más hermosas todavía. Doblemente hermosas en medio del monte, en su sitio, piedras verdaderas en la piedra, sin cristales que las ahoguen ni letreros que les clasifiquen innecesariamente sus evidentes señorío y categoría.
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NOS asomamos un momento al colegio Superior del Estado y a la cordialidad abierta de las autoridades académicas, que nos muestran la rica biblioteca del plantel y nos 67
invitan a chapuzarnos en la piscina, después de competir desigualmente con los muchachos oaxaqueños en un improvisado partido de futbol. La sociología y la economía – al menos en este deporte– no se entienden decididamente, y, con la poesía de guardameta –mirando todo el tiempo el cielo de Oaxaca– el tanteo es abrumador en contra nuestra. El agua bien fría de la alberca nos consuela muy pronto de la vergonzosa derrota. VAMOS a tomar de nuevo los ricos helados oaxaqueños y esta vez elige el sitio don Joaquín, cerca de Catedral, en un pobre tenducho disimulador en su apariencia de extraordinarias riquezas, bajo los árboles, en medio de la tarde de una plaza. El sol ha puesto ya el aire rosado con su fuego final y la nieve tiene en los labios el mismo estremecimiento del atardecer. DESPUÉS de la cena –el patio del hotel débilmente iluminado y siempre rumoroso de la ciudad, con su plaza cercana–, otra vez con la luna, con la luna por Oaxaca, delicia total, y llegamos como siempre –ya parece que estamos aquí toda la vida, Oaxaca incorporada del todo a nosotros– al monumento a Juárez, pasando por los rosales de la planta purificadora y por la larga, primorosa avenida de los laureles. La ciudad duerme allá abajo su dulce sueño de ayer y el monte nos regala esta noche un nombre nuevo para la glorieta amiga de las noches pasadas. (A Julián Calvo) Ya los laureles acaban en que la luna verdea. Oaxaca duerme su sueño quieta, callada y serena, 68
vuelta sólo a ese misterio que sus tres valles encierran. El monte se abre de pronto en limpia circunferencia. Blanco de luna va el suelo que apenas mis pies encuentran. Se ha abierto de pronto el monte de grillos entre sus peñas y los secretos me dicen que la ciudad le desvela. Con él y la noche solo, Glorieta de la Azucena. ¿POR qué se llama así este calvero en medio del monte, sin más flor que la luna que lo baña en este momento? Pero la azucena imposible en este suelo duro y pelado se abre también de pronto, como otro sueño más –tan real, tan verdadero todo– de este sueño entero que es Oaxaca, la que duerme allá abajo. JUÁREZ nos cobija una vez más bajo su horrible escultura –que la luna arregla milagrosamente– y nos tiene mucho rato asomados al valle desde las barandas, no sé ya si de piedra o de luna sólo, que tiene el monumento a su alrededor. Monte Albán enfrente se dibuja –plata rotunda y valiente– sobre un cielo interminable, y el valle de Etla, a la espalda, viene como un río ancho y brillante hacia nosotros, nos inunda de luz, atraviesa la ciudad callada y se pierde hacia Tlacolula en el mar –casi cielo, casi luna en su fondo– del valle que nos llevará mañana hacia el Istmo. ALGUIEN propone bajar al mercado, que se estará cerrando a estas horas, y tomar un café bien rociado de mez69
cal añejo. El mercado está recogiéndose ya, cuando llegamos. Hay un silencio rumoroso con el ajetreo final de los últimos puestos abiertos que comienzan a apilar sus sillas y sus bancas y a extinguir los fuegos para el café de olla. Las discretas conversaciones de los parroquianos trasnochadores y cafeteros impenitentes se mezclan a las contarriñas de alguna robusta matrona, que riñe con menos discreción –la voz siempre cantarina– al chamaco que por lo visto se distrajo. Nos cuesta trabajo que nos sirvan ya, pero la palabra “forastero” nos abre en seguida las puertas de la cordialidad oaxaqueña. SON las doce de la noche. Café de olla. Mercado. Todo se va recogiendo: sillas, mesas y cacharros. Solo quedamos nosotros a nuestras bancas clavados, con mucho frio en la espalda, calor de café en los labios. Con azúcar, sin azúcar, solo con mezcal rociado, bendito café de olla medio hirviendo sobre el barro. ¡Qué gusto mientras te bebo ver recogerse el mercado con sus voces y sus ruidos casi de sueño apagados! ¡Y que bien hacia la noche luego se va caminando con tu sabor en la boca y aún tu calor en las manos! 70
CAPÍTULO X CAMINO DE TEHUANTEPEC ON la luz del amanecer –¡qué tierno el aire de Oaxaca en la hora friolenta!– salimos para Tehuantepec. El Tule tiene el primer sol en su copa frondosa cuando pasamos, barco verde saliendo de la aurora. Seguimos el mismo camino de ayer, valle de Tlacolula adelante. Parece distinto con esta luz, más propicia por lo menos al final de la cita de la canción pero los caballeros que cruzamos a lomos de potranca parecen ir más bien hacia el trabajo.
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AQUÍ está Loma Larga, que al sol, alto ya, nos acerca rudamente, con su pelada fuerza serrana. A la derecha comienza el camino nuevo para nosotros, que llevamos toda la ilusión del Istmo traducida en canciones. MATATLAN. Las buganvilias enredan su sangre violeta, roja, rosada, tan suave en lo vivo del grito de su color, por los callados cañaverales. EL campo se hace cada vez más inmenso en su silencio. De vez en cuando un humo pequeño denuncia un jacal. Y en el techo hay una cruz. 71
MIRADOR Primo Fitz. La carretera se va haciendo extraordinaria, colgada sobre el abismo, las inmensas lomas verdes muy cerca o angustiosamente lejos. El paisaje pesa de tal manera que se acabaron las canciones, los ojos bien abiertos. ¿ADÓNDE va ese hombre solo, carretera adelante, en medio de la mañana anchísima, con un jarro negro en la mano, los ojos perdidos en el monte desierto? EL paisaje parece lunar, con sus manchas oscuras y blancas, todo pelado y duro, en este apretado, macizo nudo de montañas. Aquí se sujetan mutuamente las dos Américas en un abrazo casi nervioso. No hay huella del hombre en la inmensidad del silencio y el automóvil se nos antoja de repente descubridor de nuevas tierras, rodando por una carretera tan genial que tampoco parece obra de manos humanas. Y ahora, en un recodo, como una broma que nos hace romper con risas el silencio asombrado que llevamos, un cartel: “El Cupido.” LA carretera se termina de pronto, cortada por unos grandes tractores atravesados en ella, abandonados y solos en la mañana. En la obra no hay nadie a quien preguntar y tiramos a la buena de Dios, monte arriba, por un camino de tierra, todo menos carretera. El calor pesa ya en medio del seco monte selvático. GRAMAL. De sus jacales callados y solos sale una mujer con unos ojos negros maravillosos, y angustiados que nos pregunta ansiosa: “¿Han visto a los de la Cooperativa?” No sabemos qué responderle, asombrados casi de verla, vuel72
tos de pronto a una realidad trabajadora y social extraña a esta naturaleza que nos envuelve totalitariamente. EL automóvil no puede con estos agrios repechos. El camino pedregoso que vamos trepando no está hecho para él. Lo dejamos descansar de vez en cuando para que no arda materialmente su motor renqueante. Y nos maravilla entonces, sin su ruido familiar, el silencio imponente de estos montes. LLEGAMOS a Nejapa, paraíso escondido en medio de la selva seca. El automóvil se rejuvenece al meter sus ruedas en el fresco arroyuelo que cruza la entrada del pueblo y es una fiesta de agua la que llevamos por un momento a cada lado. Nos sentimos de nuevo entre los hombres, alegres, casi riendo de ver correr tras de nosotros a los asombrados chiquillos del pueblo. Nos detenemos en la ancha plaza con soportales y nos entramos un rato por su sombra, que hacen más fresca –casi jugosa– los puestos de fruta. Pasado el primer alboroto de nuestra llegada, la mañana calurosa pesa otra vez sobre nosotros con su ardiente, inmensa soledad, estas piedras humanas incorporadas del todo a la selva de que surgen milagrosamente, NEJAPA callada y sola, con toda tu plaza al cielo. A tu mañana asomado, ¡qué soporta al silencio! ALMORZAMOS en los soportales y nos asomamos luego un poco por el pueblo y al oscuro tendejón del centro de la plaza, decorado preciosamente su fresco interior. Hay 73
un altarcillo en un rincón con unas flores de papel conmovedoras a los pies de una Guadalupe muy poco clásica, orlada –estampa al fin– de cintas de colores. Y al borde de la plaza, junto al camino que hemos de seguir, un entoldado con refrescos, bien picado de hielo inverosímil, nos reclama enseguida. REFRESCO de tamarindo en la frescura del toldo. En la plaza, ¡cuánto sol! En la boca, ¡cuánto gozo! CUANDO decimos que vamos a Tehuantepec miran el automóvil con una especie de irónica incredulidad que no se traduce en palabras, y para tranquilizarnos nos dicen que tardaremos poco, unas cuantas horas nada más. ABANDONAMOS Nejapa con la sensación de que Tehuantepec está detrás de lo desconocido, de una selva que quizás nos guarde toda una noche que sentimos próxima a pesar de las largas horas que nos separan de ella. Y el camino se va haciendo cada vez más duro y cerrado para el automóvil que nos lleva. Hay que buscarle a veces la continuación, porque se interrumpe de pronto o termina en medio del agua. Materialmente tenemos que sacar el coche en volandas de muchos sitios, o bajarmos de él y empujarlo para que logre remontar una cuesta increíble. (EL historiador Ramón Iglesia –que dirige la expedición– se ha crecido en el viaje. Está viviendo del todo, en medio de la naturaleza, cualquiera de las crónicas que antes supo analizar tan hondamente. Y hay –por encima de la preocupación que le da la responsabilidad del grupo– una especie 74
de alegría vital en toda su actitud que yo voy admirando y midiendo silenciosamente. Muchas veces hemos hablado los dos de la crisis estupenda que representó para él nuestra guerra española en su concepción de la historia y, sobre todo, en su concepto de lo que debe ser el historiador. Después de haber hecho historia activamente, de haber sido protagonista de su curso violento, se ven las cosas de otra manera, se piensan y se escriben desde otra altura, iluminadas de otra luz más verdadera. Y el Ramón capitán de hace seis años, historiador de toda su vida, se encuentra ahora precisamente frente al paisaje de la historia que más ha investigado y que más amorosamente ha visto. Y parece que el paisaje le está entregando para lo ya hecho y, más aún, para lo que tiene que hacer, una nueva esencia de todo, valores distintos. Frente a la selva hosca e inquietante que tenemos ante los ojos, que parece cerrarnos del todo el camino del Istmo, Iglesia se multiplica y organiza nuestro esfuerzo colectivo como el capitán maneja a sus huestes, y vamos subiendo y bajando las barrancas, evitando y salvando los caminos más difíciles, sacando el coche de baches y ríos en que parece que nos podemos quedar para siempre. Y lo hacemos todo con seguridad y alegría, dóciles a su vigilancia y a sus voces, admirando el dominio de la situación que revelan todos sus gestos, aceptando sin protesta las órdenes que nos da y el esfuerzo que nos pide. Pero aparte de todo ello –los ojos brillantes tras las gafas, incansable en su ir y venir, sonriente y serio, la frente quemada del sol–, Ramón está gozando en grande esta tarde extraordinaria, este escenario que le entrega vivo, relampagueante de pronto, el color verdadero de todo lo que hablaban aquellas papeletas para siempre olvidadas, la historia presente con toda su estatura, desnudo y vibrante el nervio de su fuerza. “Ahora sí que lo entiendo todo”). 75
NOS alegra de pronto encontrar de nuevo la carretera panamericana, que seguiremos un buen rato hasta que se interrumpa otra vez. La selva se va haciendo más densa todavía a sus lados, con una fuerza invasora, pero la espesura es más verde y más tierna y tiene una fragancia extraordinaria en los oros que le entrega el sol de la tarde altísima. EL aire es más dulce ahora y hay una casi brisa que nos consuela del calor pasado. ¡Qué dulce va el aire bajo el sol rabioso! La selva se mece en su verde oro. Y el aire se queda enredado y solo en los tiernos bosques bajo el sol rabioso. ¡Qué dulce va el aire, corazón ya todo! DE repente –no anoto el nombre con el entusiasmo y se me olvida– un pueblo pequeño, escondido en la selva, apercibido apenas en unas mujeres que lavan ropa en un río, y al borde de la carretera un tendejón de bebidas. La cerveza sabe a gloria, fría en los labios, la botella helada como una caricia en las manos. El aire está azul y transparente y da gusto oír correr el riachuelo cercano en el silencio pesado, caliente, de la tarde. “Hoy sí que llevamos un cohete de naturaleza, Catita”.
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LA selva nos ahoga luego con su caluroso abrazo, el coche cada vez más lento, la sed recién apagada más despierta que nunca. Va cayendo la tarde pesadamente y es una verdadera borrachera de color el sol final sobre las ramas entrelazadas, el verde tierno prisionero del verde oscuro, brillo sólo en el aire, todo desatada furia alrededor, sujeta furiosamente a la tarde total. EL calor me vence y me duermo con el atardecer que parece despertar –el sol caído ya, descanso posible– toda esta selva obsesionante y siempre presente. El corazón ya no puede con tanto bosque furioso. Los ojos que aún me quedaban se cierran tristes y solos. Y cuando el sueño me vence hay otra selva en su fondo. Rayos y cielo se vuelcan sobre la selva de pronto, y el corazón se levanta desnudo, claro y hermoso y los ojos que ahora quiero se abren alegres y solos. Contigo, selva, esta tarde corazón quebrado y roto. Ahora, contigo y tormenta, alto corazón gozoso. LA tormenta se ha desatado de repente. La selva, sacudida por una lluvia ensordecedora que detiene al viento, nos muestra su verde terror a la luz de los relámpagos, he77
rida por los rayos. En medio del estruendo nos quedamos. El cielo es negro entre su fuego continuo y parece más cercano que nunca, como si fuera a estrellarse en este mar revuelto de verdes entrevistos, de trepidante verdura castigada. Y de repente también, como por ensalmo, sólo la tierra mojada como recuerdo del instante recién escapado, el cielo se abre puro y limpio y tranquiliza con su honda lejanía alta la selva otra vez rumorosa, casi suave bajo la luna que llega. CON la carretera misma, el coche se detiene frente a un río que nos parece anchísimo en la noche. ¿Podremos pasar? El profesor Miranda, olvidado del método de la ciencia política que acaba de publicar en el lejano y desconocido México D.F., opta por el de medir la profundidad del agua con su estatura, y, guiado por los faros del automóvil, atraviesa el río, buscando el mejor vado. Pasamos una vez más. TEHUANTEPEC nos recibe, al fin, bajo la luna, todo su caserío casi apagado. El ingeniero jefe de Caminos –que aloja con su familia a las muchachas- está asombrado del viaje y se hace cristianamente cruces no sabemos si de nuestra ignorancia entusiasta o de la suerte que hemos tenido. LA ducha nos descansa de todo el día de calor y nos recuerda que comimos en Nejapa hace más de ocho horas. Y por Tehuantepec dormido, el aire suave y fresco lleno de luna, nos vamos al mercado a cenar.
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CAPÍTULO XI POR JUCHITÁN AL MAR A mañana es azul y transparente cuando nos levantamos y atravesamos la ciudad llena de flores entre su piedra fuerte, camino del mercado. Cerca de él encontramos un café con cierto aire de puerto de mar y por contraste pedimos para el desayuno unos huevos rancheros.
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EL mercado cubierto es grande y recogido a un tiempo y tiene a esta hora de la mañana una suave oscuridad que brilla sólo en las flores increíbles y en los huipiles tehuanos de las mujeres, todas hermosas y atractivas con sus morenos brazos desnudos y el andar primoroso –largo vuelo de la falda– que les da llevar jícaras en la airosa cabeza. PASEAMOS por la ciudad, que tiene una alegría tierna –el calor soportable todavía– entre sus piedras sólidas y chatas. Preciosa iglesia fortaleza rodeada de buganvilias, al final de una calle invadida por la hierba. Tehuantepec tiene una calidad dorada en su piedra que resaltan aún más la verdura invasora y el cielo azulísimo. Y ahora, de repente, en esa esquina, la gracia de una estampa cuando pasa, gra79
ciosa y sensual aun, una hermosa vieja –los ojos verdes y vivos, en la cara morena–, que va hacia el mercado con su floreada jícara en la cabeza. La falda negra y la blusa negra con dibujo de oro llevan la brisa enredada en su vuelo, y la vieja ríe frescamente, complacida con nuestra admiración, provocándonos todavía. SALIMOS temprano para Juchitán. La selva otra vez, fragante, verde y dorada en la mañana. Los colores chillan materialmente si logra aislárselos, pero tienen una armonía total en su enredada, desbordada, delirante combinación. Y entramos en Juchitán a media mañana, en plena animación del mercado, la enorme plaza bajo un sol de fuego con los árboles frescos y frondosos en el centro, su verde reflejado en la arquería de los recios soportales de enfrente. NOS perdemos por el mercado, materialmente ebrios de luz, de colores, de las maravillosas voces de las mujeres –hablan cómo pájaros–, de sus trajes y de sus rostros morenos entre las flores y el pescado, bajo los toldos blancos con la sombra azul, mar y campo presentes. ¡QUE borrachera de olor! El mar en tierra abierta, el pescado con la flor. ¿DONDE están los hombres de Juchitán? En las afueras hemos entrevisto alguno, con un largo machete desnudo y brillante al sol, golpeándole las piernas al caminar, adentrándose en la selva. Pero en toda la plaza y el mercado sólo encontramos a este viejo de blanco vestido, que dormita en 80
un banco, ajeno en su aplatanamiento total, blando todo él, al bullicio cercano. EL mediodía nos entrega un cielo altísimo, que parece alejarse de nosotros, de toda esta fiesta de colores y luces que nos regala la tierra tranquila y trepidante a un tiempo, encerrada del todo en su fuerza, rumoroso paraíso encontrado de pronto bajo un toldo negador del azul que se afirma allá arriba. Si el cielo dice que sí y la clara tierra no, ¿cómo la flor? Dímelo, mujer, pájaro en la voz, flor de tierra y cielo, calurosa flor. LAS mujeres ríen claro y fuerte y charlan de un puesto a otro con sus voces cantarinas, en esta preciosa lengua incomprensible que se enreda por las flores y las telas, entre las jícaras de mil colores, y siembra todo de sensualidad. Los huipiles son maravillosos y es difícil encontrar dos iguales en su dibujo en todo este mercado rojo, amarillo, azul, verde, blanco todo el tiempo, siempre variando en alegre locura tranquila. CATITA –que tiene ahora un cohete de mercado– viene hacia mí con dos grandes jícaras en las manos para elegir, y me quedo indeciso entre una verde oscuro, con pájaros y peces entre flores, o la otra, de flores solas con toda la luz de Juchitán dentro. 81
PROBAMOS la nieve de limón y el refresco de tuna en el puesto de una preciosa muchacha, el collar de flores blancas quemándose en su cuello moreno, los pendientes de oro casi cantarines entre su cabello negrísimo, los ojos incomprensiblemente azules bañándole de luz todo el cuerpo, que se cimbra como un junco estupendo entre los cubos de hielo y nieves, reina toda ella de la frescura. “¡De limón, huero!” Y se ríe conmigo, segura de sí misma, toda la mañana enredada en su gracia. RAMÓN Iglesia no puede reunirnos para la marcha necesaria. Estamos absolutamente perdidos por el mercado y salimos y entramos, prisioneros de su luz, de toda esta gracia desatada e inmóvil de las voces, los ojos, las joyas, los grandes toldos frescos, las flores maravillosas. No podemos irnos. Y nos vamos. No hemos visto Juchitán apenas, enredados toda la mañana –¡qué corta y qué eterna!– en el hechizo del mercado rebosante de luz. Al meternos de nuevo por la selva, el cielo –libre otra vez– canta gloriosamente sobre el pueblo. Tiembla el cielo su secreto sobre tu voz, Juchitán, ¡quien te tuviera el corazón! LA selva está ahora llena de Juchitán, de su gracia entrevista y de la plenitud gozada del mercado. Un economista, que en el Istmo ha obtenido al fin el sentido verdadero 82
de la realidad, piensa en voz alta: “Si me pierdo alguna vez, que me busquen en Juchitán, pero, ¡por favor, que no me encuentren!” IXTEPEC. Nos detenemos sólo a comer, pero la comida es memorable, con una sopa de pescado capaz de levantar a un muerto. Y la bamba desatada todo el tiempo en la gramola le entrega un nervio especial a esta luz de las cuatro de la tarde que se filtra por las persianas verdes. EL ferrocarril del Istmo nos da un susto en su encuentro repentino en medio de la selva. Y luego –¿Por qué no antes?– vemos flotar su blanca humareda mucho rato sobre el mar verde de los árboles. ¿Cuándo el otro mar verdadero? EL sol está poniéndose cuando nos acercamos a Salina Cruz. La impaciencia no ve el mar todavía tras las lomas delirantes de la tarde selvática. Y en lo alto de una cuesta, recortadas las siluetas en el cielo rosado, divisamos a dos tehuanas con las jícaras en la cabeza, el ondulante movimiento de sus caderas ceñido por el viento, más largo que nunca el vuelo de sus faldas azul y blanca. La estampa es maravillosa y al alcanzarlas, desde lo alto, el mar de pronto, inmenso en el fondo, grito gris lleno de violeta, muy cerca, aquí mismo. ¡EL Pacífico! Para un español refugiado que no se asomó todavía a Acapulco, el avistarlo así, de repente, en medio de la calurosa vegetación tropical es todo un acontecimiento. Y me lanzo con todos a su playa –por un momento en los ojos la vieja estampa de Balboa metido hasta las rodi83
llas en el agua, clavándole a un mar inmóvil y sereno el pendón castellano–, deseoso de encontrarme del todo con él, en él. Sitio de la frescura. Y el agua está calentona en el atardecer cada vez más ancho, bajo un cielo casi flor en su rosa maravillosamente abierto.
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CAPÍTULO XII MAR EN SALINA CRUZ (A Luis Santullano) 1 CANTA el mar bajo el viento su milagro vuelve estremecido hacia la playa su claro corazón, plata en la luna. La playa lo recoge dulcemente, todo deshecho entre la espuma blanca, casi temblando ya, desmantelado. Amor que se destruye y se rehace, que en la espuma se vuelca y desmorona para que el beso nuevo lo devuelva a dulzura mayor, entera siempre. El corazón del mar entre la playa, escapándose al mar, volviendo luego, sube a mi corazón y el pecho llena quietos los dos sobre la clara orilla. Y junto al mar tendida la hermosura, volcándose amorosa de las venas, la angustia se deshace y se levanta, vencida ya la noche por la aurora de tanta plenitud enamorada. 85
2 El mar vuelve a sí mismo la canción que nos daba. Y se aleja en la noche hacia otro mar más suyo, solo ya entre la espuma, señor de sí, de tanto dar cansado. No importa que nos llegue y que su limpia sal bese los labios. Esta noche se marcha el mar al mar y nos deja en la playa, abandonados. 3 ¡QUE soledad más plena este silencio, quieto ya el mar sobre su mar cansada! 4 MAR solo entre la noche, limpio y solo, como si nada abierto le llamase, como si ya la luna traspusiera un cielo que se agota de repente. Ya quedó solo el mar. Junto a mi pecho. 5 SALINA Cruz se marcha por el monte, buscándose en la tierra que le falta. 86
Y el mar persigue su silencio quieto golpeando en su playa, toda luna. Salina Cruz le entrega sólo piedra, muerta su carne por la noche viva, vacía la ciudad, sola y callada. Y el mar le besa tanta ausencia triste y la hace suya entre la espuma dulce. Testigos yo y la noche. ¡Qué hermosura! 6 SOLA tu sola canción, alta la noche, cantándose a sí misma entre las olas. 7 VEN, mar, hasta la mano. Déjame ver el hondo corazón de tu frescura. 8 LA plenitud que te logré un momento vuelve hacia ti –mi corazón ya solola eternidad sin nombre, pura y virgen. 9 VENTE conmigo, mar, hacia la noche. Subamos los dos juntos su hermosura, destruidos de amor, el beso lento, casi muerte lograda entre los brazos que empuja dulcemente a mayor vida. Y que nos halle así la aurora nueva.
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10 ¡QUE sola está la luna entre tus brazos, mar solo ya, sin risas que te alcancen el corazón callado de tus penas! La risa que te dieron yo la guardo. Yo la guardo esta noche, mar solo, abandonado. 11 MAR, contigo otra vez, solo contigo, me vuelvo sobre mí desde tu espuma, para dejarte solo con la noche. Y te encuentro aquí dentro, entre mi sangre, cantando tu hermosura por mis venas, empujando en mi pecho tu alegría, en soledad inmensa los dos solos.
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CAPÍTULO XIII DEL ISTMO A OAXACA ALINA Cruz está comida por la selva y el mar, sus calles mitad hierba mitad arena salada. El puerto está muerto en estos días, sin barcos ni movimiento alguno, sólo vivo en el mar que le besa su piedra abandonada.
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HEMOS pasado en la ciudad dos días, vueltos al mar, al sol y la luna, sin ciudad apenas, entregados del todo a la delicia de la playa. Pero las noches, después de la luna del malecón, la brisa suave y blanca, nos ha dado la ciudad con toda la desolada tristeza de un pasado esplendor todavía evidente en el abandono de ahora. Grandes hoteles de finales de siglo, con restos de lujo en sus paredes y en sus puertas siempre abiertas, y en las calles las cantinas vacías, una casa sí y otra también. Aun parece flotar en el aire la alegría y el movimiento de ayer, el dinero de los marinos y de los comerciantes de tierra adentro rodando por las mesas de juego de los cafés, en las galleras y por los discretos hotelitos de la avenida principal, cerrados hoy tristemente a piedra y lodo.
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EN una vieja cantina con preciosos espejos biselados y la barra larguísima de esa caoba oscura y brillante de los barcos, hemos gustado lentamente un ron más viejo todavía, con un perfume y una suavidad extraordinarios, mareado aún de antiguo mar, sin nombre ya la chata botella que nos acabamos. La noche es más dulce cuando salimos. EN la noche última nos acercamos al baile del jardín, con kiosco para la música en medio. Las muchachas de Salina Cruz no nos aceptan con nuestra indumentaria más que tropical y nuestra ignorancia de la complicada etiqueta de presentaciones, petición de pieza, etc. Y nos contentamos con mirarlas bailar por la abierta plazoleta, a la luz de la luna, los danzones más suaves en su ambiente que nunca, con sus novios y amigos locales, mucho más numerosas ellas que ellos. SALIMOS para Oaxaca de noche aún para ganar tiempo y poder hacer con luz el difícil camino del regreso. Y desde el coche presenciamos el amanecer en el trópico, a nuestra espalda el mar presente todavía. Toda la selva nos envuelve de rumores y de luces, los pequeños carriles abiertos a machete en la arboleda –¿a dónde llevan?– luminosos de pronto, dulce y pesado, casi pegajoso, el aire. DESAYUNAMOS fuerte en el mercado de Santa María de Tehuantepec, pequeño y recogido bajo sus arquerías de piedra, que empieza a moverse con el primer sol. Tamales de hoja y pollo frito, un chorro de mezcal en el café de olla. AL volver al coche nos reclama –¡qué grito de color!– el mercadillo de las flores que comienza a desplegar su fragante y luminosa maravilla sobre el suelo, mientras llegan 90
a él, con más flores en la mano, la espalda o en la cabeza, las lindas tehuanas. Y toda la mañana nueva está llena de flor, de femeninas voces y figuras, cuando nos vamos. (¿POR qué no volvemos a Juchitán?) LA selva siempre. Obsesionante con su hermosura invasora, parece crecer mientras más nos adentramos en ella y vamos trepándole –mucho mejor que el otro día– sus montes altos. Y la mañana trepa con nosotros, al mismo tiempo, calor de fuego ya, sol total. OTRA vez el monte seco, selva alta, la tierra dura y blanca, sin fragancia, escapándose al cielo en las lomas inasequibles. ¡Qué sed ya –mediodía casi– del agua de Nejapa, del refresco de tamarindo bajo el toldo! MITAD de camino siempre entre dos ansias, Nejapa: me acerca el Istmo tu selva y el misterio de Oaxaca EN Nejapa comemos y nos vamos luego a ver otra vez el tendejón, con la Guadalupe de las flores de papel. Se nos antoja ahora más seca y oscura, después de ese brillo de todas las cosas del Istmo, las cintas de su orla casi descoloridas. En cambio, el refresco de tamarindo nos sabe a gloria, húmedo el aire de frescura, más fino a los ojos, los labios ya como nuevos. EL nudo de montañas que trepa hasta Primo Fitz vuelve a darnos la fuerza casi nerviosa de su abrazo y nos sobre91
coge de nuevo su contemplación. Indudablemente las dos Américas se sujetan aquí la una a la otra, y ahora que conocemos las dos vertientes del macizo se nos entra muy dentro la esencia de estas tierras oaxaqueñas partidas por él: los valles que tuvieron primero la piedra de Monte Albán y Mitla y luego el antiguo Marquesado, con sus laureles y sus iglesias de piedra verde, sitio para fundar; y las selvas del Istmo, que van quedando atrás –Juchitán en los ojos– sitio para perderse, paraíso encontrado. LOMA Larga por un momento y ya estamos frente al valle de Tlacolula, camino de Oaxaca, ¡Qué sensación de casa, de estar en casa, de pronto! Saboreamos a la derecha la silueta de Mitla, casi pegada a la falda, violeta ya, de la serranía, y descansamos un rato en Tlacolula, casi atardeciendo sobre sus tabachines. La mayoría se lanza sobre los refrescos y las nieves para abandonar del todo el calor que traemos. Algunos preferimos el lento trago de mezcal añejo, que nos vuelve al cuerpo el sabor de estas tierras. ¡Con razón alguien dijo el otro día que estaban benditas! ATARDECER del todo en esta nueva entrada a Oaxaca. Y nos gana en seguida el misterio verde de los laureles, el aire quieto casi, cielo puro y distante en los primeros luceros.
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CAPÍTULO XIV LA FERIA DEL CARMEN L campo otra vez. La ciudad queda atrás con sus laureles. Después del Istmo, con su desbordado color y sus flores calurosas, cielo cercano y dulce, estos valles de Oaxaca tienen una serenidad maravillosa, una contenida hermosura distanciada del cielo, reflejo de él en sus verdes clarísimos.
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OCOTLÁN. El mercado nos enseña la animación de la mañana en los puestos de fruta y en las telas, los preciosos rebozos negros. Nos distraemos con los divertidos regateos entre los marchantes, lucha diaria del centavo que aquí se reviste de la fina cortesía –cantarina y suave la voz– de los oaxaqueños. Y don Joaquín, que ha venido hoy con nosotros, nostálgico de sus lindos caballos en el automóvil, nos dirige luego, con su pericia habitual, a los puestos de nieve. “Las nieves de Ocotlán tienen fama en todo el rumbo de Oaxaca” Y no la desmienten. NOS acercamos a la iglesia, de preciosas proporciones y magnífica portada, con ese barroco mexicano que esta tierra hace más retorcido y más dulce ¡Lástima de pintura 93
reciente que le quita vigor a la piedra vieja! Están diciendo misa cuando entramos. En el coro –sólo los suaves latines del cura en el silencio de la nave, allá abajo– nos quedamos largo rato ante un estupendo cuadro casi escondido. EN la placita cercana los ineludibles, maravillosos laureles nos hacen pensar en cualquier rincón de Oaxaca. Oaxaca al fin este Ocotlán silencioso. Y el sol se esconde en esos momentos como para que el verde se dibuje todavía más sobre la piedra del fondo. AL pasar, un ambicioso letrero encima de una puerta pequeña, insignificante: “Se hacen y componen santos”. EL valle de nuevo, siempre el valle entre Oaxaca y nosotros, desde Oaxaca a nosotros, con nosotros en la ciudad, presente, unas veces temblando, firme y rotundo otras. DON Joaquín viene contándonos historias y leyendas de la ciudad y lo hace con una gracia y sencillez que riman bien con el campo, los ojos aún asombrados cuando llegamos a Oaxaca, toda la mañana el sol y las nubes luchando allá arriba. DESPUES de comer vamos a la feria que se celebra por ser la octava del Carmen. Y subimos a los caballitos y a las calesitas, nos columpiamos en las barcas y le entramos a los tiros al blanco. Lolis –alguien lo atribuye a una constante cualidad de su mirada– le atina: “Le ha tocado el catrín, señorita.” Y le regalan una preciosa estampa y una ollita de barro primorosa que le envidiamos un momento.
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ESTÁN instalando los toritos de fuego y las ruedas de artificio que se quemarán esta noche y toda la calle es un ir y venir de gentes atareadas y curiosas. Alegre trabajo el de preparar la diversión de todos, la propia quizá en primer término. En una iglesia cercana los pequeños naranjos de la puerta lucen entre sus hojas carnosas unas flores con la bandera nacional. PARA descansar del bullicio nos vamos a las huertas cercanas a la Merced y repetimos el paseo de la otra tarde –los Príncipes, la Noria, rincón de San Francisco– hasta recalar en la calma absoluta de la placita de la Soledad, silenciosa y solitaria como nunca en esta hora. Y yo me quedo largo rato solo, escribiendo a Jorge González Durán por su libro reciente. EN la noche, la feria, toda iluminada y alegre. La gente se apretuja en la calle, alrededor de los fuegos de artificio, el cielo más hondo que nunca allá arriba, y la luna ya no sabemos si llena –¿es que en Oaxaca dura más?–, eterna para nosotros estos días. UNA música pegada a los muros de la calle ataca La Llorona, que ya no nos abandonará en toda la noche, fondo constante de todo el espectáculo. ¡Y cómo suena en Oaxaca la canción! “Todos me dicen el negro, llorona, negro, pero cariñoso. Yo soy como el chile verde,
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llorona, picante, pero sabroso.” Y comienzan los fuegos. Unos hombres con máscaras gigantes encima de los hombros, y con toda la rueda de artificio en lo alto, ardiendo y estallando, danzan incansables, se buscan y se huyen, inundando el aire de fuego chisporroteante en mil colores. El círculo de gente se agranda y se achica a su alrededor, casi danzando también, temeroso del fuego y atraído por su encanto. Las mujeres chillan cuando las chispas las alcanzan y cuando los muchachos les lanzan al tiempo –hábilmente lograda la retaguardia– los atronadores buscapiés. Y en medio del bullicio –sólo el cielo de Oaxaca tranquilo arriba–, La Llorona vuelve a surgir con estos versos que volverían loco a cualquier astrónomo más o menos científico: “Si al cielo subir pudiera, llorona, las estrellas te bajara, la luna a tus pies pusiera, llorona, y que el sol te coronara.” Y de la astronomía ideal, los cohetes por medio, sustituyéndola sobre el cielo, bajo el cielo, pasa la canción a lamentaciones más concretas y reales: “De noche, cuando me duermo, llorona, me pongo a pensar y digo: ¿de que me sirve la cama, 96
llorona, si no me acuesto contigo?”. EL olor a pólvora se crece con el castillo final, de apoteosis, que es recibido con enorme entusiasmo. La noche es ahora toda una pura algazara de colores y sonido bajo la otra fiesta de la luna alta. Y la feria se nos antoja de pronto amurallada por el silencio del resto de la ciudad que presiden los adivinados laureles, todo su alboroto y su gente concentrados en esta calle llena de fuego. “Ay de mí, llorona, llorona, llévame al río. Tápame con tu rebozo, llorona, que ya me muero de frío.” Y nos vamos hacia Juárez como otras noches –ya queda poco– para recuperar un rato más la Oaxaca de siempre, la nuestra, la que se duerme tranquila, vuelta sólo a su misterio clarísimo, entre sus valles llenos de luna. Y a la espalda nos sigue persiguiendo la canción: “Ay de mi, llorona, llorona de azul celeste. Aunque la vida me cueste, llorona, no dejaré de quererte.”
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CAPÍTULO XV CARTA A JORGE GONZÁLEZ DURÁN Desde La Soledad de Oaxaca, con su Poesía. ASTA allí, hasta la tierna antigüedad del árbol del Tule, hasta esa fuerza que es madera unas veces, otras sólo verde bajo el cielo, siempre serenidad desatada, llevé, Jorge, tu libro de poesía. Quería leerlo de nuevo en estas tierras de Oaxaca que tú me habías anunciado algún día, y deseaba leerlo además en el sitio que una noche tuvo tu verdad y tu silencio. He pasado por allí siempre de prisa, nunca solo, aunque siempre conmigo. Y no he podido hacerlo como quería. Pero la otra mañana, camino de Mitla, tu nombre resbaló con tu recuerdo por el frondoso submarino, navegante entre esta tierra y estos cielos, cielo ya desde sus troncos, en que mi sueño –desatado también– había convertido a aquel verde corazón gigante. Sus poderosas raíces levantaron hacia mí un suelo de México de repente trémulo, puro árbol en toda la mañana, en toda la otra tarde, diez minutos.
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TE escribo ahora, solo, sin tu libro en la mano, pero con él dentro de lectura reciente, desde un pequeño jardín de 99
Oaxaca, que el atardecer adelgaza en su aire lleno de rumores: El Jardín de La Soledad (la triste realidad municipal me recuerda –cartel azul con gruesas letras blancas– que esto se llama “Jardín Sócrates”, pero los muros de la iglesia vecina, con su preciosa Virgen de la Soledad dentro, me vuelven a la realidad verdadera.) Me siento mejor en este rincón recogido que bajo la tempestad verde y quieta del Tule. Recuerdo casi –distancias salvadas, suavidad de esta tarde por medio– aquel patio de Mascarones cuando todavía su tierra roja respiraba por arboles maravillosos, antes de la tumba de losas actual. En él nos conocimos –ciudad de México nueva para los dos, tu Jalisco y mi España recién perdidos– y por él nos llevaron juntos la amistad y la poesía. Este jardín de la Soledad nos reúne en la distancia, hermanos ya, los dos sobre tu libro de poemas. Ante el polvo y la muerte. ¡Qué bien mirarlos desde esta quietud nueva, serenidad y angustia recobradas! “Mira cómo el silencio nos ampara del olvido en que va la huella oscura.” ¿Por qué estos dos versos en la casi noche de ahora? Vienen a mí por los ojos. Miro el silencio y me siento amparado en las horas que aguardan. Por él, con tu poesía de la mano, podré bajar, “sobre el claro latido de mi sangre”, a su hermosura. No recuerdo tus versos. No los tengo en la mano y sabes lo flaca que es mi memoria, felizmente casi olvidada de los míos. Los anteriores los trajo el silencio consigo, como amarrada su esencia –que no su forma sólo– a sus cabellos. Su esencia, sí, porque ella es lo que guardo ahora y lo que queda flotando siempre cuando se aprietan los caminos 100
para llegar a la memoria de toda poesía. ¡Qué bien está esa esencia en este jardín que tu poesía hace nuestro! Parece encontrarse a sus anchas en este aire, recogido también como el vuelo de la angustia que movía tus venas al escribir. Tu corazón encuentra aquí su cauce. No sé si Oaxaca te daría a ti esa sensación de ternura subterránea que sólo se atreve a salir a flor cuando lo elemental –el agua, el fuego, la tierra, la verde o blanca piedra– le presta su apoyo necesario. Todo lo tierno, que es un poco lo lleno que nos falta y nos sobra, sube entonces a la fiebre o a la serenidad. Como esa amorosa pasión que a ti te cerca –prisionero siempre en su libertad– o te deja desnudo –libre siempre en su hermosura– cuando acercas tu palabra limpia a la belleza, sea polvo o muerte, mujer o flor, o ese mar que te llenó la canción con su primer encuentro. (Ahora me canta el mar en este jardín, todo el mar aprisionado y libre, “junto a la fresca sombra de su cara” que traen las páginas de tu libro. Y la Soledad, con su piedra, verde sólo de estos árboles cuando te escribo, me parece anclada en la noche que va llegando, como otro mar, a su playa. Siento tu poesía; Jorge, como algo mío, como algo que es sangre propia para quemar esta tarde en la belleza. La misma fiebre, la misma contenida pasión desatada, esa ternura de la muerte que no es horror en nosotros, sino viva agonía, compañía amorosa inasible a las manos. Así te veo y así me veo yo, siempre que puedo estar conmigo como ahora. Alguien me ha dicho que nuestras voces van hermanas sobre muchos caminos. Justo es, si hermano te siento, que tu voz me llegue hoy desde dentro, como belleza mía, tuya. Al dejar este banco del jardín –mi espalda siente temblar ya toda la noche nueva de Oaxaca en su piedra amiga– para dejar esa “sola soledad del sueño” que me regalabais 101
los dos y volver de nuevo entre los hombres, quiero decirte sólo que en él he estado a gusto con tu poesía, sin casi los versos de ella, que es como debe estarse siempre con los poetas. Tú supiste verme así también –con sólo las ineludibles citas de todavía mayor juventud– cuando México recibió mi Rama viva por tu carta en la inolvidable “Tierra Nueva”. Y supiste encontrarme detrás de los versos, donde yo estaba y quiero estar siempre. Yo he dejado tu libro en mi equipaje de viajero, y llevo tu poesía conmigo por los jardines y las piedras de Oaxaca, ya de noche ahora, sólo viva en el aire de luna que platea el verde oscuro de sus extraordinarios laureles.
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CAPÍTULO XVI ÚLTIMO DÍA DE OAXACA UBIMOS muy de mañana al monumento a Juárez –¡qué hermoso estuvo anoche con su luna!–, una vez más entretenidos un rato en los rosales. El cerro tiene en su piedra toda la gente de Oaxaca que ha subido a desayunar en esta fecha –23 de julio– los típicos tamales de hoja. Nuestra Glorieta de la Azucena –tan pura y sola ayer– está invadida de puestos y de toldos en que se apretuja el gentío. Humo de las fritangas, calor. Se come sabroso y el café de olla admite, a pesar de la hora, su chorrito de mezcal. La ciudad, allá abajo, ajena al bullicio, tranquila y dulce en su silencio, parece subir al cielo por sus laureles.
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POR el monte nos asomamos a decirle adiós desde lejos al Ojo de Agua, brillante su apretada arboleda al sol de la mañana, entre la tierra roja y blanca. LAS campanas –¿Santo Domingo?– hacen de bronce el aire por un momento y lo devuelven luego, más tierno, a su ternura.
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Visitamos los talleres en que se fabrica la primorosa loza oaxaqueña. Y nos maravilla la sencillez y limpieza con que van surgiendo ante los ojos los vasos y las jarras de colores, los platos con pájaros y flores, los preciosos toritos negros. Pintura blanca y negra sobre el barro tierno puesto a secar antes de ir al horno. Y en medio del taller, a pesar de la artesanía visible y el despliegue comercial de los objetos, parece que Oaxaca desnuda una vez más su esencia ante nosotros. ¡Qué soñar el de estas tierras que se están marchando al cielo, firme la voz en sus valles, redonda en sus vasos negros, barro ya toda su gracia, gracia alfarera sin ceño. En esta jarra, Oaxaca, se prendió todo tu sueño, y fresco ya entre mis manos, te palpo temblando el cielo. DESPUES del mole, que nos regala en señal de despedida la cocina del hotel, nos perdemos por la ciudad y las huertas cercanas, esperando la hora de las danzas en el cerro. Y la tarde, que está serena y clara como nunca, nos aprieta dulcemente el aire a las sienes, presa también en la melancolía que comienza a ganarnos estas horas finales. CUANDO subimos al cerro –delante de nosotros un gallardo jinete, con preciosa muchacha en la grupa, hace caracolear graciosamente el negro caballo– no encontramos sitio cerca de los danzantes y hemos de contentarnos con 104
contemplar el espectáculo de lejos, desde unas rocas altas. (Lo que perdemos en detalle lo ganamos en cielo inmenso.) En el amplio cuadrilátero que ha dejado en medio el gentío, y al son de una música que nos llega muy apagada, se van sucediendo los cuadros con las danzas típicas de todos los rincones del Estado que interpretan muchachas y muchachos de las escuelas oficiales. Los trajes están preciosos a esta luz rosada y densa del atardecer. La bamba pone al rojo vivo el entusiasmo general y nos trae a nosotros, prendido en su gracia, todo el color recién gozado, vivísimo en la memoria. En los números finales –ya casi la noche pesando sobre ellos– los danzantes interpretan unas impresionantes danzas de guerra, intercalando una preciosa pantomima histórica cuya trama no entendemos del todo, pero en la que aparecen curiosamente mezclados Hernán Cortés y la emperatriz Carlota y en la que los indios rechazan a unos conquistadores españoles con uniforme napoleónico bajo la dirección de un general casi contemporáneo nuestro en el estilo de sus entorchados. Y si no entendemos la trama del asunto –¿qué más da, economistas casi convertidos a la poesía?–, nos quedamos, en cambio, prendidos en el ritmo de los danzantes, en sus saltos prodigiosos, en la elegancia de sus airosos plumeros, en lo abigarrado del conjunto, la música muchísimo más fuerte ahora, trepadora del monte, hasta este casi cielo en que estamos nosotros. BAJAMOS a la ciudad, deseosos de aprovechar las últimas horas por sus calles y rincones. La Soledad, con la placita callada, llena de luna, nos cobija a su vera un momento, y el famoso cartel de las letras blancas sobre el 105
fondo azul: “Jardín Sócrates” –en un acto de espontánea y colectiva justicia– desaparece como por ensalmo de su sitio municipal para quedar abandonado en una calle cercana. ULTIMO café de olla en el mercado, que empieza a recogerse, y último, prolongado mezcal a la salud de esta tierra, de estas gentes, de los laureles y el cielo de estos días. (Los cestos apilados nos regalan una vez más su blancura al pasar.) COMO Juárez preside esta noche desde su monumento todo el ajetreo de la limpieza del cerro después de la fiesta, decidimos disfrutar de la última luna que nos queda en Oaxaca en el escondido rincón de Arista, bajo los frondosos laureles. Se desatan los comentarios entusiastas, pero el silencio de la noche, que trasmina en el aire todo el misterio dulce de la ciudad, acaba por ganarnos, y cuando nos vamos, camino del hotel, a preparar la inevitable vuelta de mañana, estamos tan llenos de él que lo vamos acariciando por las paredes y los faroles de las calles y lo sentimos temblar dentro de nosotros, Oaxaca para siempre en el corazón.
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