Gilbert Pillot - El Código Secreto de La Odisea

March 27, 2018 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Odysseus, Odyssey, Homer, Iliad, Nature
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Descripción: Los griegos en el Atlántico Traducción de RAMÓN PLANES ¿Contiene la Odisea un mensaje que no hemos sabido...

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Gilbert Pillot

EL CODIGO SECRETO - ·- ··

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¿Esconde la "O d is e a ”, bajo las a pariencias de un m a ra villo so p o e m a , las c la ve s de un itinerario s e ­ creto que co n d u ce a tierras ricas en o ro y estaño? ¿Son de sc u b ie rto s p o r p rim e ra v e z los secretos del astuto Ulises? (E d ic ió n ilu s tra d a )

«Hay otros mundos, pero están en éste» ELUARD

Gilbert Pillot

EL CODIGO SECRETO DE LA ODISEA Lo s g riegos en el Atlántico

PLAZA &JANES, S.A Editores

Titulo original:

LE CODE SECRET DE L’ODYSSÉE Traducción de RAMÓN PLANES

Primera edición: Agosto, 1971 Segunda edición: Noviembre, 1972 Tercera edición: Setiembre, 1975

© Robert Laffont, 1969 © 1975, PLAZA & JANES, S. A., Editores Virgen de Guadalupe, 21-33. Esplugas de Llobregat (Barcelona) Este libro se ha publicado originalmente en francés con el título de LE CODE SECRET DE L'ODYSSÉE Printed in Spain — Impreso en España ISBN: $4-01-31003-2 — Depósito Legal: B. 35.242 -1975 G R AFICAS G U A D A , S. A . ! Virgen de Guadalupe, 33 - Esplugas de Llobregat (Barcelona)

INDICE

Ca p ít u l o p r i m e r o

LA ODISEA, UN MENSAJE

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CAPÍTULO SEGUNDO

LAS CLAVES DE LA ODISEA .

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CAPÍTULO TERCERO

EL DESCUBRIMIENTO DEL ITINERARIO DE ULISES.

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CAPÍTULO CUARTO

LOS SIGNOS DEL ZODIACO

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A LA BUSCA DE CIRCE Y DE ESCILA . . . .

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CAPÍTULO QUINTO

CAPÍTULO SEXTO

¿ES POSIBLE? .

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CAPÍTULO SÉPTIMO

¿EL ESTAÑO, EL ORO, O LA EXPLORACIÓN?

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CAPÍTULO OCTAVO

UNA PREGUNTA EXTRAORDINARIA . ,

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CAPÍTULO NOVENO

EL FIN DE ULISES

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A N E X O S ..........................................................

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185

s i

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Argumento de la O d is e a ....................................... 197 NOTAS DE L E C T U R A ........................................................ BIBLIOGRAFÍA .

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CAPITULO PRIMERO

L A ODISEA, UN MENSAJE.™

Sí, ahora sé que todavía es posible partir a la aventura, descubrir islas, cabos, remolinos temidos por los marinos, en canalizos de violentas corrientes provocadas, según dicen las leyendas, por un demonio hembra agazapado en una gruta misteriosa excavada a pocos metros de la costa. Sí, es posible dar con los escollos de Caribdis y de Escila que Ulises habría atravesado doce siglos a. J. C., según la tradición griega que da Homero en la Odisea. Desde hacía mucho tiempo me sentía tentado a indagar, tres mil años más tarde, la identidad de los lugares descubier­ tos por Ulises y sus compañeros. Presuntuosa empresa, sin lugar a dudas, puesto que otros antes que yo la habían inten­ tado y creían poder situar el país de los lotófagos, de los lestrígones y de los cimerios, la isla de Circe y la lejana Ogygia en los parajes de Túnez, de Sicilia, de Cerdeña y de la costa italiana. ¿Cómo, a mi vez, he podido embarcarme en semejan­ te aventura teniendo, ya de entrada, tan reducidas posibilida­ des de éxito? ¿No se dedicó Victor Bérard, hacia 1925, a analizar escru­ pulosamente el texto de la Odisea y buscar sobre el terreno, principalmente en Grecia, la concordancia entre los paisajes y el texto de Homero? Si, en este momento, me hubiese dado por leer en detalle ese estudio profundo, que abarca cuatro tomos, probablemente hubiese renunciado a mi proyecto, des­ corazonado de antemano por el cúmulo de precisiones geo­

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gráficas e históricas que parecían dar un peso considerable a la argumentación del autor. Por suerte no hice nada de ello, y no he consultado la obra de Bérard hasta mucho más tarde. Esto me dejó en libertad para enfocar la cuestión de un modo plenamente personal. Dos acontecimientos decisivos debían llevarme a esta busca, que iba a transformarse, primero, en aventura intelec­ tual —el desciframiento de la Odisea—, luego en reconoci­ miento del terreno, para el descubrimiento de Caribdis y Escila. El número 22 de la revista Planète (1), cristalizó mis inten­ ciones y mis convicciones. Robert Philippe, agregado de His­ toria, sostenía ahí la tesis de que la Odisea no podía desarro­ llarse en el Mediterráneo. Ulises, sin lugar a dudas, habría pasado el estrecho de Gibraltar y la Odisea describía un peri­ plo atlántico en dirección al Norte, principalmente Bretaña. Presintiendo el error de todas las hipótesis anteriores que habían circunscrito a Ulises en la cuenca del Mediterráneo, deseaba, ya desde entonces, releer el texto de la Odisea e in­ tentar confirmar la hipótesis atlántica. Otras preocupaciones me hicieron olvidar esa veleidad de busca hasta el día en que, con ocasión de un aniversario, mi mujer me regaló una traducción de la Odisea. Aquella misma noche, y desde las primeras líneas del poema de Ho­ mero, todos los datos del problema volvieron a mi espíritu. Muy pronto quedé cautivo de la narración, porque la dispo­ sición de los episodios y las precisiones geográficas, entrecor­ tadas por acontecimientos mitológicos, me dieron brusca­ mente la sensación de hallarme ante un mensaje del que se me escapaban ciertas claves. La atracción del misterio con­ jugada con la alegría de sucesivos descubrimientos iba, a partir de aquel día, a tenerme con el ánimo en suspenso y conducirme a levantar el vuelo hacia las brumas del Norte (1) E] número 22 de la revista Planète corresponde al número 12 de la revista Horizonte publicada por esta editorial.

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tras las huellas de Ulises. Pero volvamos a los hechos: releí Homero; primero la Odisea, luego la Ilíada. ¿Qué representan esos textos para nosotros? ¿Qué significan? Todo el mundo conoce la Ilíada y la Odisea. Para muchos, esos dos poemas, los textos griegos más antiguos, evocan le­ yendas y mitología. La Ilíada cuenta con todo detalle el sitio y la toma de Troya, donde destacan uno tras otro los reyes aqueos, o, más exactamente, los jefes de los principios de la Grecia arcaica coaligados contra los troyanos a fin de devol­ ver a su marido la veleidosa Helena, esposa de Menelao, rey de Lacedemonia. Al cabo de diez años de sitio y de comba­ tes, al rey de Itaca, Ulises, se le ocurrió dejar abandonado bajo las murallas un gigantesco caballo de madera, en el que se escondió con sus compañeros. Confió que los troyanos, des­ pués de la retirada fingida del grueso del ejército griego, se lo llevarían dentro de la ciudad; y así ocurrió efectivamente. Ello permitió a los aqueos abrir las puertas de la ciudad al ejército griego que, mientras, había vuelto, y destruir Troya completamente incendiándola y matando a la casi totalidad de sus habitantes. La Odisea se sitúa cronológicamente después de la Ilíada y queda unida a ella principalmente por el personaje central de Ulises, héroe de la guerra de Troya, y, en parte, por las visitas que efectúa Telémaco a ciertos reyes regresados a sus casas al concluir la guerra. Tal no es el caso de Ulises quien, empujado hacia el Oeste por la tempestad, lleva a cabo una auténtica navegación de altura sembrada de trampas y de aventuras, y vuelve por último, al cabo de veinte años, a su isla natal para matar, con la ayuda de su hijo Telémaco, a los pretendientes que cortejaban a su esposa Penélope y dilapida­ ban sus bienes. La Odisea —el documento de base de mis investigaciones— puede resumirse como sigue.

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La narración empieza con la vuelta de Ulises, que había pasado varios años detenido en una isla lejana, por obra de la ninfa Calipso. Tras construir un navio y empujado por vientos favora­ bles, después de diecisiete días de navegación desembarca en la isla de Corcyra donde es recogido por Nausicaa, hija del rey de los feacios. Mientras se prolonga el viaje de vuelta, su hijo Telémaco, instigado por Atenea, se embarca en ltaca para Pilos y se in­ forma cerca de Néstor sobre la suerte de su padre. De allí se va a Esparta para interrogar a Menelao. A la vuelta, evita una trampa tendida por los pretendientes que cortejan a Penélope, esposa de Ulises, y se dirige hacia la cabaña de un porquerizo fiel a Ulises. Éste, bien tratado por los feacios, acepta contar sus aven­ turas, bajo la condición de que sus huéspedes, a la mañana siguiente, lo acompañen a ítaca. Después de la toma de Troya, Ulises y sus doce navios doblan el cabo Malea, en el extremo sur del Peloponeso, y na­ vegan desorientados durante nueve días más allá de Citerea. Arriban al país de los lotófagos, luego llegan a un archipiéla­ go en el que ciertas islas están pobladas por cíclopes. Su jefe, Polifemo, alto como una montaña, les encierra en una ca­ verna de donde escapan Ulises y sus compañeros, colgados del vellón de los carneros. Antes había dejado ciego a Polife­ mo, embriagado por el vino griego. Para vengarse, Polifemo les echa encima enormes rocas cuando se alejan de la playa y clama sobre Ulises la maldición de Posidón, señor de los Océanos y que hace temblar la Tierra. Desde allí, Ulises llega a la isla de Eolia, desde donde, em­ pujado por el viento del Oeste (Céfiro), llega a divisar ítaca. Sus marineros, celosos, abren el odre que contiene los vientos contrarios, que se desencadenan y devuelven los navios a la isla de Eolia. Después de seis días de navegación, Ulises llega a un puer-

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to famoso del país de los Iestrígones. Éstos, furiosos, echan a pique todos los navios que habían entrado en el puerto, excepto el de Ulises, que se había quedado en el exterior, en alta mar. Ulises y sus marineros abordan la isla donde mora la maga Circe, que los retiene un año entero. Al reemprender el viaje, Ulises, empujado por el viento del Norte (Bóreas), llega en un día al país de los cimerios, sube por la desembocadura de un rio y se detiene en un lugar donde consigue evocar a los muertos. De regreso junto a Circe en una noche, ésta le indica el camino a seguir para volver a Grecia: Bordear la isla de las Sirenas sin detenerse, atrave­ sar entre dos islas un estrecho donde hay el remolino de Ca­ ribdis que se produce tres veces durante el día, evitando la mortal Escila, monstruo espantoso que se alberga en una gruta cerca del remolino. Una vez ha superado estas pruebas gracias a los consejos de Circe, Ulises aborda en la isla de Trinacria donde nacen los bueyes de Helios (el Sol). Bloqueada por los vientos contrarios y sufriendo hambre, la tripulación, a pesar de las recomendaciones de Ulises, re­ suelve degollar los bueyes sagrados. Cuando el navio abandona la isla, Zeus, enojado, lo fulmi­ na. Todos los marinos se ahogan, excepto Ulises, quien se aferra a los restos de la nave. Un fuerte viento del Sur devuelve en una noche a Ulises al famoso estrecho de Caribdis y Escila. Después de nueve días y nueve noches de ir a la deriva, Ulises, siempre agarrado al maderamen, llega a una isla leja­ na, Ogygia, donde es recogido por la ninfa Calipso. La vuelta hasta el país de los feacios nos ha sido ya conta­ da en el principio de la Odisea. Los feacios acompañan Ulises a ítaca, con ricos regalos. Ulises y Telémaco se reencuentran en la cabaña del pastor y,

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desde allí, con la ayuda de Atenea, van a sorprender y exter­ minar a todos los pretendientes. Las dos narraciones —la Ilíada y la Odisea— están, pues, ligadas por la cronología y por los personajes. En efecto, en la Odisea se alude repetidas veces a los acontecimientos del sitio de Troya y cuando Ulises, en el país de los cimerios, in­ terroga a los muertos, vuelve a encontrarse por un instante con sus compañeros de armas de la guerra de Troya, que le cuentan las circunstancias de su propia muerte y evocan los recuerdos comunes. Esos dos poemas épicos son tradicionalmente atribuidos a Homero, quien los habría imaginado en el siglo vin a. J. C. trascribiendo poemas orales cantados por los aedos desde si­ glos atrás. Realmente, los acontecimientos que se narran se sitúan al comienzo del siglo xn a. J. C., y las memorables gestas de los aqueos se transmitieron por tradición oral du­ rante cuatro siglos antes de que Homero los pusiera por es­ crito. El lapso de tiempo que medió entre el acontecimiento y su relación escrita es un fenómeno bastante corriente. Acor­ démonos de la Chanson de Roland, escrita en el siglo xil, mientras que el paso de los Pirineos en Roncesvalles se sitúa bajo el remado de Carlomagno, cuatro siglos antes. La existencia de Homero ha sido puesta en duda por cier­ tos comentaristas, apoyándose en el hecho de que el poema podía descomponerse en varias partes homogéneas en cuanto al estilo y a los personajes. Así, la Odisea, parece compuesta de tres narraciones yuxtapuestas, de las cuales una concierne sólo a la relación propiamente dicha del viaje de Ulises, otra al viaje de Telémaco y la tercera a los episodios posteriores a la vuelta de Ulises a Itaca. En realidad, poco importa que el nombre de Homero designe a un hombre o a un «equipo» de escritores encargados de juntar las distintas narraciones que se transmitían oralmente en aquella época, y de cotejar­

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las a fin de controlar su autenticidad. Su trabajo da por resul­ tado un texto coherente, alineando los cantos que les pare­ cieron más auténticos. Lo que importa es que ese trabajo haya sido concienzudo, y a la vista del resultado obtenido parece difícil dudar de ello. Por dos razones: De antemano, no olvidemos que lo que se arriesgaba en ese trabajo era muy importante. Las ciudades griegas de Asia Menor, que reivindicaban la gloria de ser la cuna de Home­ ro, estaban pobladas, desde siglos atrás, por griegos llega­ dos de la Grecia europea como consecuencia de la invasión dórica acaecida al principio de la Edad de Hierro. Esos can­ tos de la Iliada y de la Odisea constituían su patrimonio cultural y les recordaban la historia de su pueblo y las haza­ ñas de sus antepasados. Gracias a la relación de ese pasado de gloria común, las distintas ciudades, por otra parte celo­ sas de su independencia y rivales en el terreno comercial, pudieron tomar conciencia de pertenecer a la comunidad na­ cional griega. Es, pues, verosímil, que el poeta fuera clara­ mente consciente de la importancia de la obra en el plano cultural e histórico y del carácter sagrado de su misión. Por otra parte, no hay duda de que la narración, en su conjunto, y a pesar de ciertas diferencias de estilo, presenta en su desarrollo una indiscutible unidad. Desde el principio, el conjunto de los acontecimientos es anunciado por la diosa Atenea, quien bosqueja la situación y localiza a los principa­ les personajes. Luego, en el espacio de unos días, dos accio­ nes se desencadenan simultáneamente por la voluntad de los dioses: el viaje de Telémaco y la vuelta de Ulises, amenizado con la narración de sus aventuras. En fin, los dos persona­ jes, el padre y el hijo, vuelven a encontrarse para llevar a término, juntos, el último acto, la matanza de los pretendien­ tes. Los acontecimientos que se desarrollan en el curso de las tres fases son casi cronometrados y las precisiones de tiempo y de lugar, muy frecuentes en el texto, acentúan toda­ vía más esa impresión de mecanismo construido según un

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plan riguroso y desencadenando la simultaneidad de las ac­ ciones del padre y del hijo. Más adelante veremos qué inter­ pretación puede deducirse de ese paralelismo y, sobre todo, de esa voluntad de comparación entre la vuelta de Ulises y el viaje de Telémaco. Ese último viaje, sea dicho de paso, no con­ duce a ningún resultado concreto, no añade nada a la acción y resulta prácticamente inútil para el resto de los aconteci­ mientos. Por otra parte, abunda en localizaciones geográficas precisas y en indicaciones de tiempos de trayectos. Así, con perfecta naturalidad, seré llevado a emitir la hipótesis de que esa narración anexa tiene por objeto proporcionar ciertas claves necesarias para la comprensión de la narración princi­ pal, que sigue siendo el viaje de Ulises. ¿Por qué serían indispensables unas claves para compren­ der la Odisea? Es evidente que no es necesario ningún código y que no se impone ninguna investigación si se considera la Odisea como una simple leyenda mitológica, obra de imagi­ nación transcrita bajo forma poética. En esas condiciones parece inútil interesarse por la verosimilitud de la narración y buscar una localización precisa de los acontecimientos. Basándose en tal hipótesis el lector y el comentador aprecia­ rán esencialmente los sentimientos expresados, el comporta­ miento psicológico de los personajes y la forma poética de la narración. En compensación, numerosos autores admiten hoy que las leyendas transmitidas oralmente durante siglos, luego transcritas y recopiladas, cubren siempre, a pesar de inevitables errores materiales, un fondo de verdad histórica, y que esas leyendas tienen por objeto perpetuar los hechos más sobresalientes de la vida de un pueblo. La Biblia, cuya redacción es anterior a la obra de Homero, cuenta la historia de las distintas tribus del pueblo judío, y las precisiones to­ pográficas que sitúan los acontecimientos han resultado con­ firmadas por las excavaciones arqueológicas. ¿Por qué, puesto que las descripciones de los lugares han sido verificadas sobre el terreno, no podemos conceder el mismo crédito a

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lo que actualmente no se puede verificar, es decir, a los acon­ tecimientos de que los mismos lugares son testigos? Para la litada, ese trabajo de verificación ha sido ya lle­ vado a cabo y el arqueólogo alemán Schliemann, basándose en el texto de Homero, ha podido encontrar las ruinas de la ciudad de Troya bajo la colina de Hissarlik, en Asia Menor, cerca del estrecho de los Dardanelos. A partir de ese descu­ brimiento ya nadie piensa ahora en poner en tela de juicio la autenticidad de los acontecimientos relatados por Homero en la litada. La guerra de Troya, el sitio de la ciudad y su des­ trucción han pasado, de golpe, del dominio de la leyenda al de la historia. En consecuencia, sería sorprendente que la na­ rración de la Odisea, que constituye una continuación de la Ilíada, y siempre le ha estado asociada, no representara más que una leyenda de carácter mitológico. Por el contrario, pa­ rece mucho más verosímil que esa segunda narración, al igual que la primera, constituya la relación de acontecimientos históricos que realmente hayan tenido lugar en el transcurso del siglo X II a. J. C., unos años después de la caída de Troya, que los arqueólogos sitúan hacia 1180 a. J. C. En fin, se puede añadir, en apoyo de esta tesis, el hecho de que, durante siglos, generaciones de griegos se transmitie­ ron esas narraciones y que luego tuvieron buen cuidado de reunirías, transcribirlas y aprendérselas de memoria desde su infancia. ¿Se hubiesen tomado tantas molestias por una le­ yenda, si hubieran sabido que era totalmente imaginaria? Mientras que si ese texto encubre un verdadero «mensaje» muy importante a los ojos de los iniciados, ese cuidado de transmisión se explica muy naturalmente. Según lo que hoy se puede suponer del modo de vida y de las preocupaciones de esos pueblos de la alta Edad Media griega, resulta difícil creer que el solo encanto poético de los cantos de la Odisea hubiese justificado tales desvelos en su transmisión y su con­ servación. Para aquellos que no cejaban hasta aprenderlos de memoria, en una época en que se usaba poco la escritura,

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él sentido del mensaje y la relación de los acontecimientos debían tener más importancia que la forma. Mientras que la llíada, una vez admitida la historicidad de los acontecimientos, no plantea problemas de interpreta­ ción y de comprensión, no ocurre lo mismo en el caso de la Odisea, cuya narración central —el viaje de Ulises— ha sido hasta hoy un auténtico enigma. Si se admite que la Odisea encubre un mensaje sólo inteligible para los iniciados, puede darse una explicación. Se trataría, en primera hipótesis, de la relación histórica de una expedición marítima, correspon­ diendo simétricamente, al Oeste, con la realizada hacia Troya, al Este, y que tenía por objeto dar a los griegos el dominio del Bósforo y del mar Negro. El éxito de esta primera empre­ sa les habría incitado a emprender hacia el Oeste una expedi­ ción que les aseguraría el control de ciertas rutas comercia­ les tradicionales, harto conocidas, especialmente, de sus predecesores cretenses. Pero el relato de una expedición y de un descubrimiento geográfico, por importante que sea en el momento de producirse, puede no ser más que un aconteci­ miento accidental sin futuro y de pocas consecuencias en la historia de un pueblo. El mensaje transmitido por la Odisea podía ser más importante para los contemporáneos del acon­ tecimiento y, sobre todo, para sus descendientes. Tal puede ser el caso si, en lugar de contar una aventura fortuita, el viaje de Ulises sirve de pretexto para la descripción de una vía ma­ rítima de la que pueden depender la prosperidad y el poderío de un país. Ahora bien, en los tiempos de la navegación a vela, el conocimiento del régimen de los vientos y de las corrien­ tes era indispensable a los marinos para llegar a destino y los itinerarios marítimos eran secretos celosamente guarda­ dos. Sin embargo, la descripción del camino a seguir debía transmitirse entre marinos de un mismo pueblo por tradi­ ción oral. Para prevenir los «soplos» una precaución elemen­ tal consistía en envolver esa descripción en una narración más vasta y en dispersar en otros cantos ciertas informado-

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nes indispensables para la comprensión del itinerario. Así, sólo el que sabía de memoria el conjunto del texto podía selec­ cionar y juntar todos los datos necesarios, efectuar ciertos cálculos anexos y determinar con precisión el camino a seguir. La Odisea es, a la vez, la narración de una expedición desdichada y la descripción de una ruta marítima. A partir de esta convicción voy a intentar descorrer el velo que cubre el viaje de Ulises, buscar la clave del mensaje e intentar des­ cubrir el verdadero secreto de esa sorprendente aventura: El camino del Atlántico hacia la Europa del Noroeste.

CAPÍTULO SEGUNDO

L A S C L A V E S DE LA O D IS EA

He aquí, pues, los datos del problema. Un viaje fabuloso cuya parte esencial nos es conocida por la narración que Uli­ ses cuenta a los feacios, habitantes de la isla de Corcyra, ellos también grandes navegantes, «amigos del remo», «guías de hombres», como precisa Homero repetidas veces. Esta narración es curiosa. Desde el comienzo de su lectu­ ra, causa la impresión de que Ulises utiliza sucesiva y alter­ nativamente dos lenguajes. Uno, mitológico, evoca episodios poco creíbles que parecen pertenecer únicamente al dominio de lo maravilloso y de la poesía. Otro, práctico y concreto, suministra informaciones topográficas y marítimas de sor­ prendente precisión. Subrayo, ya a partir de ahora, que en Cada etapa de su viaje son utilizados esos dos lenguajes, lo que permite suponer que cada uno de ellos aporta informa­ ciones complementarias, cuya combinación debe permitir a los iniciados descifrar el sentido del mensaje. No disponien­ do al empezar mi investigación más que de pocos medios para intentar la interpretación de los acontecimientos mitológi­ cos, me decido para dar la prioridad a poner de relieve las indicaciones exactas cuya interpretación no ofrece dudas. Ésas conciernen, de antemano y esencialmente, a dos tipos de información; por una parte, la descripción de los lugares abordados, y por otra, las indicaciones que conciernen a la marcha del navio: dirección seguida y tiempo de navegación. Una cosa se deduce inmediatamente: Se trata de una na­

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vegación de altura cubriendo distancias considerables. En la mayor parte de sus etapas, como se ha visto, Ulises navega noche y día, es decir, durante veinticuatro horas consecutivas. Cuando regresa de la isla de Ogygia, donde vivió siete años junto a la ninfa Calipso, Ulises navega así durante diecisiete días, empujado por vientos favorables, antes de abordar la isla de Corcyra, que los antiguos identificaban con Corfú, y, al parecer, con razón. ¿De dónde podía venir Ulises? Incluso admitiendo que el velero desarrollara una veloci­ dad relativamente reducida, de cinco a seis nudos, o sea, cerca de 150 millas en veinticuatro horas, se obtiene, al cabo de diecisiete días, una distancia de más de 2.500 millas, o sea, al menos 4.600 kilómetros, lo que nos conduce mucho más allá del estrecho de Gibraltar. Basándose en otros argu­ mentos —la presencia de nieblas, el fuerte oleaje, las corrien­ tes de marea de Caribdis que se producen tres veces durante el día, etc.—, Robert Philippe, catedrático de Historia, en una tesis aparecida en la revista Planète, sostiene ya que el viaje de Ulises es un periplo atlántico y que el haber escogido a priori el Mediterráneo como escenario ha falseado todas las interpretaciones de los comentadores. Ésos, tradicionalmente, buscan- el itinerario alrededor de Sicilia y en el sur de Italia. Ahora bien, no sólo las distan­ cias recorridas y las direcciones propuestas no concuerdan con el texto de Homero, sino que, gracias a las excavaciones arqueológicas, sabemos que esas regiones situadas a unos días de navegación de Grecia eran ya frecuentadas desde hacía mucho tiempo por los cretenses y los micenios. En el mismo texto de la Odisea se trata de enviar a Ulises cerca de los sici­ lianos, lo que demuestra que un viaje alrededor de esa isla, ya muy conocida, no habría podido adquirir un carácter tan fan­ tástico. Según esos autores, el célebre pasaje de Caribdis y Escila sería el estrecho de Mesina, existente entre Sicilia y Calabria. Se olvidan entonces de recordar el hecho de que no se trata

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de un estrecho, sino de dos islas y que la descripción de Uli­ ses no corresponde, de ningún modo, a la topografía de aque­ llos lugares. Desde ahora es pues necesario dejar a un lado esta hipó­ tesis mediterránea para el itinerario de Ulises el cual, desde hace dos mil años, sume a los comentaristas de Homero en un mar de confusiones. No hay que temer volver a considerar el problema con más amplitud, apoyándose en una metodo­ logía rigurosa. Creo, pues, que a partir de esta hipótesis general de un viaje atlántico, hipótesis expresada por Robert Philippe —que nos servirá de guía— deben ponerse de relieve y no aceptar más que las informaciones precisas de tiempos y de dirección que, en una primera etapa, deberán permitir trazar la forma general del recorrido. También me será necesario intentar descubrir «la escala» de ese plan a fin de conocer las distancias exactas recorridas en tal o cual dirección. Sólo entonces, por comparación con los mapas o por el reconocimiento de los lugares, intentaré localizar las escalas y, sobre todo, los escollos de Caribdis y Escila cuya descripción es muy precisa. En fin, habiendo des­ cubierto cuál fue el camino seguido por Ulises, me será po­ sible comprender el sentido de ese viaje, de interpretarlo y de buscar su «motivación» profunda. Y si, realmente, el texto poético de Homero encubre un mensaje histórico destinado a los sucesores de los aqueos, podremos conocer mejor a los antepasados de los griegos, sus preocupaciones y el nivel de sus conocimientos, y acaso explicar más claramente ese «mi­ lagro griego» del siglo v a. J. C., esa eclosión de la inteligen­ cia y de la actitud científica, base de nuestra civilización. Para intentar volver a hallar el itinerario de Ulises es preciso, para cada etapa, determinar dos factores esenciales: la dirección seguida y la distancia recorrida. En cuanto a las direcciones de navegación, anoto ya que Homero utiliza, de forma sucesiva, dos procedimientos. El

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más corriente es la indicación de los vientos. Se sabe que, en aquella época, la navegación a vela se efectuaba esencial­ mente con viento en popa, puesto que la técnica que permite ir contra el viento no fue practicada hasta mucho más tarde, a partir del descubrimiento de la vela latina. La vela cuadrada de los navios de Ulises sólo les permitía aprovecharse de los vientos favorables, que significaban para ellos el viento en popa. En los demás casos, se avanzaba a remo. Cuando Homero dice que la flota era empujada por un fuerte viento de Bóreas —nombre dado por los griegos al viento del Norte— creo que es preciso entender que los na­ vios se dirigían hacia el Sur. Puedo verificarlo fácilmente al principio de la narración de Ulises, cuando abandona el país de los cicones, al norte del mar Egeo, para llegar hasta el cabo Malea empujado por el viento de Bóreas. Así, cuando sopla el Céfiro, el Euro o el Noto, vientos de Oeste, de Este o de Sur, entiendo que los navios se dirigen hacia el Este, el Oeste o el Norte. La interpretación en este caso es bastante senci­ lla. Otro procedimiento utilizado por Homero: cuando Ulises, al regresar, deja la isla de Ogygia, refugio de Calipso, ésta le aconseja navegar conservando constantemente «La Osa Mayor a mano izquierda». Si se considera la posición de las conste­ laciones en el cielo, tres mil años atrás, y la época del viaje —otoño— se comprueba que la Osa Mayor que, por cada pe­ ríodo de veinticuatro horas, describe un círculo aparente al­ rededor de la estrella Polar, se encuentra en la parte Este del cielo durante la noche, luego a Oeste durante el día, cuando ya no es visible. Si Ulises ve, durante la noche, la Osa Mayor a su izquierda, cuando gobierna el timón, es que mira hacia el Sur. Sigue, pues, una dirección Norte-Sur cuando abando­ na la isla de Calipso. En el mismo lugar Homero añade: «Miraba las Pléyades.» Ahora bien, esa constelación se en­ cuentra efectivamente en ese momento del año, y a media­ noche, en el Sur. Esa ruta Norte-Sur se justifica también por la localización de esta isla, puesto que dos informaciones im-

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portantes nos permiten presagiar que está situada bajo una latitud elevada. En primer lugar, cuando Zeus envía el men­ sajero Hermes a Calipso, para advertirle que deje que Ulises vuelva a ítaca, el mensajero levanta el vuelo desde el Olim­ po y sobrevuela la Pieria. Entonces se me ocurrió la idea de juntar por una línea la cumbre de la cadena de Pieria y la cumbre del Olimpo. La recta obtenida indica exactamente la dirección Norte-Oeste. Trasladadas sobre un mapa de Grecia, corta los meridianos en un ángulo de 45°. La otra indicación concierne a la latitud de la isla. Se ha dicho que, única entre las constelaciones, la Osa Mayor gira alrededor de la estrella Polar y queda siempre visible, como resultado del movimiento de rotación de la tierra. Cuando uno está en el polo Norte, la estrella Polar se encuentra justo encima de nuestra cabeza a la vertical y parece como si todas las estrellas girasen alrededor nuestro; ninguna se sumerge bajo el horizonte. En el Ecuador, la estrella Polar está situa­ da en la horizontal y las estrellas describen un semicírculo aparente, apareciendo por el Este y desapareciendo por el Oeste. Por una latitud intermedia, la estrella Polar se encuen­ tra a cierta altura sobre el horizonte y el ángulo vertical que mide la altura de la estrella Polar con el horizonte indica en grados la latitud del lugar. Las estrellas más próximas a la estrella Polar describen un círculo completo, mientras que las constelaciones que se encuentran más alejadas de la Polar se sumergen cada noche en el Océano. Dice también «el Bo­ yero se acuesta tarde», lo que significa que la constelación del Boyero, en su movimiento periódico alrededor de la estrella Polar, roza el Océano, y queda poco tiempo bajo la línea del horizonte. Ahora bien, la zona terrestre donde se reúnen esas condiciones está situada entre 60 y 65° de latitud Norte. ¿No responde Islandia a las tres condiciones que acabo de seña­ lar? Ser una isla, estar situada entre 60 y 65° de latitud Norte y encontrarse exactamente en el norte-oeste del Olimpo. A pesar de lo que esta coincidencia podía tener de turbadora, la

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hipótesis de Islandia me parecía, a primera vista, ïan inespe­ rada, dada la distancia que la separa de Grecia, que no he querido detenerme en ella sin más confirmación. Sin embargo, dos datos me parecían dignos de ser rete­ nidos con certeza. La isla de Calipso, llamada Ogygia, se halla en una latitud elevada y Ulises, al abandonarla, se dirige hacia el Sur. Entonces resolví anotar, en una tablilla que dividí en cuatro columnas, y poniendo unas debajo de otras, las distin­ tas etapas del viaje y, para cada una de ellas, por una parte, la dirección seguida por el navio, cuando está indicada por los vientos o por otro razonamiento; por otra parte, el tiempo del trayecto expresado generalmente por Homero en días de na­ vegación. Así, para el viaje de vuelta de Ulises que nos fue contado al principio del libro, anoto en una línea:. ISLA DE CALIPSO — ISLA DE CORCYRA DIRECCIÓN NORTE-SUR A LA SALIDA — 17 DIAS Volviendo a considerar, una por una, las peripecias del viaje contadas por Ulises a partir del canto noveno, voy a juntar en esta tablilla las informaciones incontestables de dirección y de tiempo, dejando a un lado las aventuras mito­ lógicas que, a primera vista, me parecen sin interés para lo­ calizar el itinerario. Por lo tanto, vuelvo a estudiar el viaje desde su punto de partida. De Troya al país de los cicones y al cabo Malea, el itinerario está claro y la indicación de un viento de Bóreas no hace más que confirmar la interpretación Norte-Sur, re­ forzada por el examen del mapa de Grecia. La flota de Ulises atraviesa rápidamente el mar Egeo, de Tracia al Peloponeso,

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luego se apresta a doblar, en dirección Este-Oeste, el cabo Malea, extremo sur del Peloponeso, con intención de remon­ tar al Norte-Oeste en dirección de ítaca. En este momento, se desencadena la tempestad y en este pasaje, cuya dificultad es conocida por los navegantes, los navios son arrastrados más allá de la isla de Citera, o sea, hacia el Oeste. Se ven em­ pujados por la tempestad durante nueve días y abordan en el país de los Iotófagos, que es llamado continente por Ulises y no isla, como algunos lo creen actualmente. Inscribo la etapa en la tablilla en la siguiente forma:. CITERA — LOTÓFAGOS: ESTE-OESTË PROBABLE — 9 DÍAS (continente)

Al décimo día, Ulises y sus compañeros pasan una parte de la jornada con los Iotófagos, luego se embarcan precipita­ damente para llegar de anochecida a una de las islas del ar­ chipiélago, habitadas por los cíclopes, escogiendo la que está deshabitada. No inscribo la indicación de dirección porque es descono­ cida, sino simplemente una estimación de tiempo, o sea, seis horas o un cuarto de veinticuatro horas. LOTÖFAGOS — ISLAS DE LOS CÍCLOPES: 1/4 de JORNADA Después de la lucha con el gigante Polifemo, que se pa­ rece a una montaña y le echa piedras cuando huye, la flota de Ulises alcanza a fuerza de remos la isla de Eolia, aparen­ temente bastante próxima, puesto que Ulises no precisa el número de días de navegación. Ninguna indicación concreta puede ser anotada para esta etapa.

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De la isla de Eolia, Ulises, que lleva el timón noche y día, se ve empujado sin interrupción por el Céfiro (viento de Oes­ te) durante nueve días y, en el alba del décimo, distingue las costas de ítaca. Habiendo abierto el odre que contenía los vientos contrarios, los marineros de Ulises provocan un retor­ no inmediato a la isla de Eolia. De forma repentina, este episodio inhabitual me parece, al mismo tiempo, importante e insólito. Importante porque, por primera vez, Ulises me indica una coordenada exacta en relación con un territorio desconocido. Está claro, en efecto, que la isla de Eolia se sitúa a nueve días de navegación al oeste de ítaca, la jornada de navegación englobando un día y una noche, o sea, veinticuatro horas. Insólito, porque esta ida y vuelta muy rápida, cuando Ulises está todavía tan le­ jos, parece intercalarse inútilmente en el viaje y, sobre el mismo plan de la navegación, poco plausible. Ahora bien, hasta aquí, mientras que los episodios mitológicos son evi­ dentemente inverosímiles —como también debían serlo para los griegos de aquella época igual que para mí mismo, a menos que se me escape su verdadero significado— las indicaciones topográficas y náuticas, por el contrario, son siempre preci­ sas y exactas, tanto si se trata de maniobras de aparejo y de abordaje, como de la descripción de una rada bien abri­ gada y de aguas profundas. Tengo la sensación, pues, en re­ lación con el resto de relato, que este episodio suena a falso sobre el plan estricto de la geografía y de la navegación. ¿Cuál podía ser su utilidad? No olvidemos que la epopeya se dirige a un pueblo de marineros que saben distinguir en este terreno el buen grano de la cizaña y lo verdadero de lo falso. Entonces me parece verosímil que este episodio no fue intro­ ducido más que para transmitirnos una información esencial: la localización de la isla de Eolia que, sin ninguna duda, cons­ tituye un punto clave del viaje. Es, en efecto, el único lugar del recorrido que nos puede vincular a un punto conocido, ítaca. Inscribo, pues, en la tablilla:

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ISLA DE EOLIA — ÏTACA: OESTE-ESTE 9 DÍAS ÏTACA — ISLA DE EOLIA: ESTE-OESTE 9 DIAS

A partir de este instante se confirma que si, por boca de Ulises, se había tenido cuidado de transmitirnos estos precio­ sos datos de dirección y de tiempo, era debido a que, en al­ guna parte de la narración, existía una clave que permitiría convertir los días de navegación en distancias. De otro modo, esas últimas indicaciones hubiesen perdido todo su interés. Llegado a este punto de mis reflexiones, se me ofrecen dos vías. O bien, cediendo a mi impaciencia, descubrir y lo­ calizar geográficamente un punto del itinerario, y ponerme en seguida a la busca de esta clave que, como presentía, no debía ser muy difícil de descubrir. O bien —y era el cami­ no cuerdo y metódico— seguir anotando en mi tablilla hasta el final, sin permitirme el menor desvío del proceso que había empezado. Sin embargo, me aprovecho de esta pausa en la isla de Eolia para anotar que el itinerario de Ulises se sitúa resueltamente hacia el Oeste. Así pues, para la etapa del cabo Malea hasta el país de los lotófagos la indicación de direc­ ción Oeste que había indicado en mi tablilla como probable, se halla confirmada. Y, en mi espíritu, toma forma la convicción de que unos navios empujados por la tempestad en dirección Oeste a par­ tir de Grecia, navegando durante nueve días, noche y día, van a cubrir una distancia que los llevará, indudablemente, más allá de las Columnas de Hércules, nombre dado por los aqueos al estrecho de Gibraltar. Mentalmente, un cálculo rápido de­ muestra que, sobre la base de una velocidad de ocho nudos, que es poco para navios empujados por un viento de tempes­ tad, se obtiene un recorrido de cerca de 200 millas en veinti­ cuatro horas, o sea, más de 3.000 kilómetros en los nueve días.

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Ahora bien, el estrecho de Gibraltar se sitúa alrededor de 2.500 kilómetros al oeste del cabo Malea. Hay que descartar, pues, la hipótesis de un viaje por el interior del Mediterráneo. Ahora, después de este paréntesis, vuelvo con el itinerario para completar mi cuadro de direcciones y de tiempos de navegación. A partir de la isla de Eolia, Ulises y sus compañeros nave­ gan durante seis días y, al séptimo, abordan en el país de los lestrígones, en un puerto famoso situado al interior de una bahía casi cerrada por el lado de alta mar por abruptos peñascos. En este país «el pastor que saca su rebaño saluda al pas­ tor que regresa y un hombre que no tuviese necesidad de dormir podría ganar doble salario». Esta frase indica a las claras que Ulises está impresionado por la duración del día que sería, pues, al menos de dieciséis horas sobre la base de una jomada de trabajo de ocho horas. Esto debe ocurrir al principio del verano, ya que los griegos no navegaban duran­ te la mala estación. Se puede suponer que este país se en­ cuentra ya a una latitud bastante elevada y que la flota de Ulises, al salir de la isla de Eolia, ha tomado a bulto la direc­ ción Norte con cierto ángulo posible en relación con esta lí­ nea general. Inscribo, pues, en la tablilla, para esta etapa: ISLA DE EOLIA — LESTRIGONES: DIRECCIÓN NORTE APROXIMADAMENTE: 6 DIAS Después de haber sufrido una aplastante derrota que oca­ siona la pérdida de todos sus navios, menos uno, Ulises sigue su camino «más para adelante» hasta el momento en que aborda la isla donde mora la maga Circe. Este término «más para adelante» puede significar que Ulises, en esta nueva eta­ pa, que parece bastante corta puesto que no se precisa la du-

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ración de la navegación en días, sigue su camino en la misma dirección que en la etapa precedente. Parece, pues, que sigue una dirección bastante próxima del Norte. Entonces inscribo para esta etapa:,

PAIS DE LOS LESTR1GONES — ISLA DE CIRCEg 1 APROXIMADAMENTE SUR-NORTE:, DURACION NO PRECISADA La isla de Circe es de terreno ondulado, bastante pequeña y de forma casi circular, pues Ulises, subido a la colina más elevada, puede ver cómo el mar forma una cintura brillante alrededor de la isla. No parece, teniendo en cuenta la visibi­ lidad normal en esa latitud, que la isla tenga más de irnos diez kilómetros en su mayor longitud. No debe tampoco ha­ ber en ella grandes montañas, según la descripción de Ulises. Después de haber pasado el invierno en esta isla, Ulises vuelve a hacerse a la mar, siguiendo los consejos de Circe, para llegar al país de los cimerios. Sale por la mañana y viaja todo el día, empujado por un viento favorable de Bó­ reas, es decir, un viento del Norte. El sentido de esta etapa está claro. A partir de la isla de Circe en dirección Sur se encuentra el país de los cimerios, a una media jornada de navegación. Esta etapa se escribe tam­ bién en la tablilla:. ISLA DE CIRCE — CIMERIOS:] NORTE-SUR: 1/2 JORNADA Señalemos, al pasar, hasta qué punto son respetados los imperativos técnicos de la navegación. Para esta etapa, Uli-

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ses, que viene de alta mar, puesto que es pequeña la isla de Circe, se aprovecha de la brisa del dia que sopla en verano en dirección de la costa. Al día siguiente, por el contrario, se embarcará por la tarde para alcanzar la isla de Circe, etapa que inscribo en la tablilla?, PAIS DE LOS CIMERIOS — ISLA DE CIRCE:] SUR-NORTE: 1/2 JORNADA Pero entonces, puesto que el país de los cimerios está al sur de la isla de Circe, Ulises no ha podido seguir una direc­ ción Sur-Norte para llegar a la isla de Circe, puesto que hu­ biese pasado ya a lo largo de esta costa y la hubiese señalado. Aunque haya progresado hacia el Norte, ha debido seguir una dirección ligeramente oblicua acusando cierto ángulo con re­ lación al Norte, sea hacia el Oeste, o bien hacia el Este. Ulises vuelve a salir, esta vez al alba, de la isla de Circe para bordear la isla de las Sirenas, y en la misma jomada pasar Caribdis y Escila, lo que le lleva, ya casi de noche, a abordar en la isla del Tridente, donde lo retiene el mal tiem­ po. No puedo mencionar en mi tablilla, a falta de indicacio­ nes de dirección, más que una sola información cierta: esta etapa se desarrolla durante un día, o sea, media jornada de veinticuatro horas. ISLA DE CIRCE — ISLA DEL TRIDENTE:.,, 1/2 JORNADA Sin embargo, cuando Ulises abandona la isla del Tridente y naufraga, al ser herido su navio por el rayo, es un viento de Noto, o viento del Sur, el que le obliga a volver a Caribdis y Escila, después de haber ido a la deriva, aferrado a los

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restos de la nave, durante toda la noche. Esta información me permite, entonces, llegar a la conclusion de que, antes, Uli­ ses había pasado sucesivamente cerca del remolino de Carib­ dis, luego de la gruta Escila en el sentido Norte-Sur, y que la isla del Tridente se encuentra a algunas horas de navegación del célebre pasaje, hacia el Sur, al Sur-Este o al Sur-Oeste. Puedo proseguir con mi cuadro de la siguiente forma:. ISLA DEL TRIDENTE — CARIBDIS Y ESCILAí SUR-NORTE: ALGUNAS HORAS DE NAVEGACION O UNA MEDIA JORNADA DE IR A LA DERIVA Al escribir esto, veo que se plantea un nuevo problema:’ la jornada a la deriva. En efecto, hasta aquí, las distancias estaban expresadas en jornadas de navegación, constituyendo esa cómoda unidad la clave del mensaje cuyo equivalente en distancia quedaba por descubrir. He aquí que eso complica el problema. Durante bastante tiempo he tratado de averiguar si el texto de Homero —de modo especial esa ida y vuelta en­ tre la gruta de Escila y la isla del Tridente— podía ocultar datos que permitieran establecer una equivalencia entre esas dos unidades. Los dos recorridos parecen relativamente idén­ ticos a pesar de la incertidumbre concerniente al lugar exacto del naufragio. La ida en barco se efectúa en pocas horas, pues­ to que Ulises indica que después de haber escapado de Escila, llegan muy pronto a la isla del Tridente. La vuelta a la deriva dura una noche. La impresión es tal que no podría estable­ cerse una equivalente rigurosa. ¿Qué otra cosa puedo hacer, más que inscribir esta nueva unidad de medida en mi cuadro, mientras espero que el texto de Homero me aporte una clave? Ello se producirá sin tardanza. Mientras, tengo bastante con esta medida y albergo fundadas esperanzas de que esta clave me será dada más adelante.

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Ahora Ulises vuelve a pasar frente a Caribdis y Escila y va a la deriva durante nueve días sobre los restos de su navio antes de ir a parar sobre la playa de la isla de Ogygia, donde será acogido por Calipso. Completo el cuadro de esta etapa: CARIBDIS Y ESCILA — ISLA DE CALIPSO: 9 DIAS A LA DERIVA Releyendo las últimas líneas del cuadro, me doy cuenta de que se pueden hacer ciertas deducciones que conciernen a la posición de la isla de Circe con relación a Caribdis y Escila. En efecto, al efectuar el primer análisis, se llega a la con­ clusión de que esta isla debe estar al norte de dos escollos, puesto que Ulises los franquea la primera vez en el sentido Norte-Sur, lo que excluye, en todo caso, una posición al Sur. Sin embargo, si la isla se encontrara exactamente en el Norte, Ulises, al ir hacia el país de los cimerios en el sentido NorteSur, hubiese ya franqueado dichos pasos, y no es tal el caso puesto que no nos habla de ellos en esta ocasión. Así pues, la isla de Circe no puede encontrarse más que al noroeste o al noreste de Caribdis y Escila, y ésta al nor­ oeste o al noreste de la isla del Tridente. En fin, el hecho de que Ulises vuelva a pasar ante los es­ collos cuando va a la deriva, atrapado por el viento del Sur, nos deja presagiar que la deriva de nueve días puso en peli­ gro a nuestro héroe de ser llevado a latitudes todavía más elevadas que aquellas a las que ya ha llegado. Una preciosa información nos precisa la latitud de Carib­ dis y Escila. Ulises, refiriéndose a Caribdis —evidentemente, un remolino debido a la corriente de la marea en una costa recortada y sembrada de arrecifes— dice que el fenómeno se produjo «tres veces durante el día». No olvidemos que Uli-

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ses, después de pasar un invierno en la isla de Circe, vuelve a partir «durante los días largos», lo que puede interpretarse como por los alrededores del solsticio de junio. La marea ascendiendo o descendiendo cada seis horas, permitirá dedu­ cir que el día, aquí, dura dieciocho horas. La latitud corres­ pondiente puede variar, por supuesto, dentro de los límites de varios grados, según lo que se entienda por día. Se con­ siderará una zona variando de 55° a 60° de latitud Norte, según se interprete la palabra «día» como la duración de la luz del día, comprendidos aurora y crepúsculo, o que se limite a la duración que separa la salida de la puesta del sol. Personalmente, me tienta esta última interpretación, lo que me incita a preferir la zona comprendida entre 55° y 58° de latitud Norte para la localización de Caribdis y Escila y de los lugares vecinos, la isla de Circe y la isla del Tridente. En cuanto a la vuelta de Ulises de la isla de Ogygia a la isla de Corcyra, cuya identificación con Corfú parece indu­ dable, las características de direcciones y de tiempos para ese largo viaje han sido ya aclaradas al empezar mi encuesta. Re­ cuerdo que esa vuelta figura en el cuadro bajo la siguiente forma resumida: ISLA DE CALIPSO — ISLA DE CORFÚ NORTE-SUR A LA SALIDA: 17 DIAS Acordándome entonces de que Ulises ha empezado por na­ vegar nueve días hacia el Oeste antes de dirigirse hacia el Norte, me parece evidente que, a la vuelta, Ulises, que verosí­ milmente se encuentra en una latitud elevada, se ve forzado, para seguir aproximadamente el mismo itinerario, a navegar primero hacia el Sur para volver a la latitud de Grecia, antes de dirigirse hacia el Este. Basándome en este cuadro que recapitula todas las infor-

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madones esendales que atañen a las direcdones seguidas y los tiempos de navegadón, me he entregado al juego del re­ trato robot, intentando establecer los diferentes esquemas de itinerarios posibles que responden a todas las condidones planteadas más arriba. Para la estimación de las distancias, tomo como unidad la jornada de navegación dándole una lon­ gitud cualquiera. Estos esquemas no pueden dar más que una idea general del recorrido, permitiendo fijar ideas y eliminan­ do contradicciones. Los citados esquemas no pueden restable­ cer las proporciones exactas del itinerario por varias razones, de las cuales dos son principales. De antemano, incluso to­ mando como escala una jornada cualquiera de navegación, no son respetadas las distancias por el hecho de la curvatura de la tierra, que no puede ser situada en plano. Luego, faltan todavía ciertos datos y la distancia del recorrido no puede ser más que una simple hipótesis cuando no ha quedado preciso el número de días de navegación. Luego de haber dibujado esquemas, me propongo buscar en la narración de Homero las dos claves susceptibles de dar­ me la escala verdadera del itinerario: la distancia recorrida en veinticuatro horas de navegación y la recorrida durante los nueve días de ir a la deriva. La etapa que yo acababa de franquear me aportaba, sin lu­ gar a dudas, un primer resultado concreto. Los esquemas de iti­ nerario que podía elaborar a partir del cuadro de informacio­ nes, presentaban todos el mismo cariz general en forma de L mayúscula, y la naturaleza de las indicaciones topográficas que había alzado anulaba, a partir de ese instante, cualquier hipótesis de viaje únicamente mediterráneo. La duración de la vuelta de Ulises desde la isla de Ogygia, diecisiete días de navegación, con sus días y sus noches, empujado por un vien­ to favorable, me había ya incitado, desde el principio de la narradón, a salir del marco del Mediterráneo.

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Estaban, luego, las turbadoras precisiones concernientes a la duración del día en el país de los lestrígones. Recuérdese: «Un hombre que no tuviese necesidad de sueño podría ganar doble salario, etc.» Es difícil dar en el Mediterráneo con una región donde la duración del día, en el mes de junio, sea tan larga. Igualmente, el hecho de que la constelación del Boyero roce el Océano indica una latitud superior a 60°. También el fenómeno de Caribdis nos indica bien que nos hallamos en un mar donde las violentas corrientes costeras no pueden ser más que consecuencia de mareas. Pero presentía que todos esos argumentos en favor de la hipótesis atlántica quedarían en simples presunciones si no llegaba a descubrir la escala exacta de ese esquema general. Me faltaba luego asegurarme de ello mediante el estudio de los mapas, de la correspondencia entre el itinerario así cal­ culado y los datos geográficos reales. Lo más importante, en primer lugar, era descubrir la pri­ mera clave indispensable para obtener «la escala», es decir, la distancia recorrida por el navio durante un día y una no­ che, o sea, en veinticuatro horas de navegación viento en popa. Puesto que en el viaje de Ulises ignoramos las distancias y, por consiguiente, la velocidad del navio, me preguntaba si el viaje de Telémaco o Pylos las Dunas, que tiene lugar durante el retomo de Ulises, no podía damos esa información. En efecto, ahí nos hallamos en Grecia en lugares perfectamente conocidos. Si el tiempo de recorrido está indicado con sufi­ ciente precisión, les sería posible medir la distancia recorrida, deducir de ella la velocidad del navio y transponerla en la na­ rración principal. Partiendo de esta hipótesis, me decido a calcular el tiempo de viaje y la distancia recorrida, tanto a la ida como a la vuelta del viaje de Telémaco, cuando va de Itaca a Pylos las Dunas y cuando vuelve de allí. A la ida, Telémaco sale de ítaca por la tarde y llega a Pylos en el momento de la salida del sol. Recorre una distancia apro-

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ximada de 130 kilómetros, o sea, en medidas griegas, exacta­ mente 700 estadios, correspondiendo el estadio, más o menos, a 185 metros. Sabiendo también que 600 estadios equivalen a un grado terrestre —de latitud— puesto que los grados de longitud son variables en función de la latitud del lugar, la distancia recorrida por Telémaco representa, exactamente, un grado y un sexto de grado. A la vuelta, Telémaco, después de haber pasado la noche en el interior del territorio, se embarca en Pylos, sube hacia el Norte siguiendo la costa oeste del Peloponeso. Se encuen­ tra, en el momento de ponerse el sol, cerca del cabo occiden­ tal de la Elide y navega en dirección de las islas Puntiagudas situadas al norte de ese punto al otro lado de la entrada del golfo de Corinto. El objetivo de esta maniobra era evitar la línea directa que le haría caer en la trampa tendida por los pretendientes, emboscados cerca del islote de Asteris, al sur de Itaca. Midiendo sobre el mapa la distancia recorrida desde Pylos hasta la puesta del sol, obtengo aproximadamente 65 kilóme­ tros, o sea, 350 estadios. Eso, en cuanto a las distancias. Me queda por determinar los tiempos de navegación. En los dos casos conozco con precisión las horas de lle­ gada, que corresponden a la salida y a la puesta del sol y, como sea que los acontecimientos tienen lugar al principio del otoño, se puede admitir que las duraciones del día y de la noche son de doce horas. Si puedo determinar la hora de salida en los dos casos, conoceré la duración de la navega­ ción. Hasta aquí el problema planteado parecía relativamente sencillo, pero ahora veremos cómo la determinación de la hora de salida nos arrastrará, cada vez más, a cálculos un poco más complejos. Se debe recordar que, en el momento de la salida de ítaca, «el sol iba al ocaso y las calles se llenaban de sombras» cuan­ do Atenea baja al puerto para retener un navio. Atenea vuelve en seguida a la casa solariega de Ulises para recoger a Telé-

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maco y vuelve con él al puerto. Encuentran a la tripulación y hacen que todos vuelvan a la casa para llevarse las provi­ siones de ruta. Vuelven a bajar, en fin, y se embarcan inme­ diatamente. Por lo tanto, después de la puesta del sol, Atenea ha reco­ rrido a pie, y por cuatro veces, la distancia que separa el puer­ to de la casa de Ulises. Acaso los antiguos griegos sabían lo que representaba esta distancia. En cuanto a mí, no me que­ daba más, frente a esta nueva incógnita, que buscar en el texto algo que pudiera permitirme evaluarla. Varias veces se hace alusión a una ida de la ciudad a la casa solariega e in­ versamente, lo que hace suponer que la casa se encuentra a cierta distancia fuera de la ciudad. Uno de los pretendientes, que se halla cerca de Penélope cuando el porquerizo Eumeo, enviado por Ulises y Telémaco, anuncia el retorno de este últi­ mo, ve desde el atrio de la casa el navio de los pretendientes que entra en el puerto. Precisamente, al releer este episodio con cuidado es cuando va a aparecer la preciosa información que estoy buscando. Para comprenderla, es indispensable se­ guir los acontecimientos sobre un mapa detallado de ltaca y sus alrededores (1) y anotar cuidadosamente su sucesión por orden cronológico. A la salida del sol, Ulises y Telémaco se encuentran en casa del porquerizo Eumeo, en el extremo sur de la isla, frente a la ciudad de Samé, situada al otro lado del estrecho que separa Itaca de Cefalonia. El navio de Telémaco abandona la playa para llegar al puerto de ítaca ro­ deando la isla por el Sur, al tiempo que el porquerizo Eumeo sale a pie a través de la isla hacia la casa de Ulises. Los pre­ tendientes, en el mismo momento, están emboscados a unos 6 kilómetros al sur de este mismo punto, al otro lado del es­ trecho. El porquerizo, el navio de Telémaco y los pretendien­ tes salen en el mismo momento. Eumeo se interna, a pie, por los caminos de montaña para llegar a la casa de Ulises, que !C1) Mapa n.° I.

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debe estar al noroeste de la ciudad, puesto que, a su vuelta, declara haber atravesado la ciudad para llegar a la mansión de Ulises. Así pues, primero irá a la ciudad, luego a la casa solariega. Los pretendientes, al ver cómo el navio de Telémaco se prepara para doblar el extremo sur de la isla, dejan su es­ condrijo para volver a Itaca con algún retraso sobre el navio precedente. Eumeo y un heraldo desembarcado del navio de Telémaco llegan juntos hasta Penélope para entregarle su mensaje. Otro grupo de pretendientes, que está en la casa de campo, es advertido por Penélope de la vuelta de Telémaco. Los pretendientes se ponen de acuerdo y piensan que es ne­ cesario prevenir a los que están emboscados en el navio de la inutilidad de su espera. Uno de ellos se levanta y, franquean­ do la puerta, les anuncia que tal gestión es inútil, puesto que ve el navio en el puerto y sus amigos preparándose para car­ gar las velas y alinear los remos. Al volver cerca de Ulises «llegada la noche», el porquerizo Eumeo declara haber visto entrar el navio de los pretendien­ tes en el puerto, desde lo alto de la colina de Hermes que do­ mina aquél. Este momento, pues, precede de algunos instan­ tes al que acabo de describir, puesto que el navio entra en el puerto y todavía no ha cargado las velas. Así, la colina de Hermes está muy cerca de la casa de Ulises. Es exactamente en el momento en que Eumeo y el heraldo están en la casa, junto a Penélope, cuando el navio de los pre­ tendientes entra en el puerto. Se impone una primera con­ clusión, que es interesante anotar; y es que él tiempo emplea­ do por el heraldo para subir del puerto a la casa de campo corresponde al retraso del navio de los pretendientes en rela­ ción con el de Telémaco. Otro dato importante: el porquerizo Eumeo sale a prime­ ra hora de la mañana y vuelve a estar «llegada la noche» en su punto de partida. Ha caminado, pues, durante toda la jor­ nada. Por otra parte, Homero cuida de precisar que no se ha

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detenido por el camino, puesto que Eumeo se había propues­ to dar un rodeo para advertir a Laertes, el padre de Ulises, pero Telémaco le pide con insistencia que se vuelva por el camino recto. Ahora intento averiguar cuáles son las distancias recorri­ das. El mapa enseña que desde el sur de la isla hasta el puerto, situado en la ensenada este a la mitad de Itaca, el re­ corrido puede ser estimado en 11 kilómetros aproximadamen­ te, o sea, 60 estadios. En el mismo plazo, el navio de Telémaco dando la vuelta a la isla, obligado a evitar los escollos y los cabos, debe recorrer unos 28 kilómetros, o sea, 150 esta­ dios. Sabemos que el tiempo empleado por Eumeo y el he­ raldo para ir del puerto a la casa de Penélope es igual al re­ traso del barco de los pretendientes sobre el de Telémaco. Por consiguiente, los pretendientes deben recorrer una distancia superior a 5 ó 6 kilómetros —o sea, 30 estadios— lo que lleva su recorrido a 180 estadios, o sea, una quinta parte más que el navio de Telémaco. Si el porquerizo ha caminado con regularidad, la distan­ cia recorrida por Eumeo y el heraldo desde el puerto a la casa de Ulises representa un quinto de la que Eumeo ha recorrido ya, o sea, 12 estadios. El recorrido terrestre de Eumeo repre­ senta, pues, 60 + 12 = 72 estadios para la ida y otros tantos para la vuelta, o sea, 144 estadios en doce horas. Anda a la velocidad media de 12 estadios por hora. Ha empleado, pues, una hora para ir del puerto a la casa de Ulises. Esta veloci­ dad, que corresponde a 2,250 km. por hora para un hombre al paso en un camino de montaña, parece normal tratándose de un pastor ya de cierta edad, que debe economizar sus fuer­ zas para ser capaz de andar durante toda la jomada sin de­ tenerse. Del cálculo precedente resulta que si el porquerizo Eumeo salió a las seis de la mañana, a mediodía estaba en su punto de llegada y que subió del puerto a la casa solariega entre once y doce, o sea, una hora de marcha. Admito, pues, como resultado del cálculo precedente, y re­

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firiéndome ahora a la salida de Telémaco, que dos idas y vuel­ tas de la casa de Ulises al navio corresponden a una duración de cuatro horas. Telémaco, pues, salió de ltaca cuatro horas después de la puesta del sol. El navio de Telémaco, que había llegado a Pylos las Dunas a la salida del sol, ha navegado du­ rante ocho horas para cubrir una distancia de 700 estadios, o sea, un grado terrestre y un sexto. En veinticuatro horas po­ dría recorrer una distancia triple, o sea, 2.100 estadios o tres grados y medio terrestres. Después de haber obtenido este primer resultado, me siento tentado, evidentemente, a hacer una estimación sobre la velo­ cidad del navio. ¿Es verosímil o nada más que significativo? ¿No será todo ello simple fruto del azar? Es posible, y acaso Homero no ha citado las salidas y puestas del sol más que para embellecer las imágenes y dar colorido a la narración. Es curioso, sin embargo, que esos fenómenos se produzcan en momentos determinados, que corresponden a etapas del viaje y a puntos fácilmente localizables sobre el mapa. Estas observaciones me llevan a considerar el segundo cálculo, el de velocidad, basado en la vuelta de Telémaco. La distancia recorrida por el navio desde Pylos las Dunas hasta la puesta del sol es conocida, puesto que, recordémoslo, es de alrededor de 65 kilómetros, o sea, 350 estadios. Pero con eso tampoco puede precisarse la hora de salida, indispensable para conocer la duración del recorrido, más que por una estimación del tiempo pasado a partir de la salida del sol. Analizo, pues, en detalle el viaje en carro de Pylos a Es­ parta y la vuelta. En el viaje «de ida», Telémaco, que desembarca en Pylos a la salida del sol, pasa una parte de la jornada en compañía de Néstor y sus gentes. Luego, después de numerosas libacio­ nes y de los cuidados de aseo, ponen un carro a su disposición. Viaja hasta la noche en dirección Este y llega, a la puesta de sol, a Feres, llamado también Alfiferes, situado en el curso medio del Alfeo. Se vuelve a poner en marcha al salir él sol,

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y llega a Esparta cuando se pone el sol. A la vuelta, Telémaco, siempre en carro, cubre exactamen­ te las mismas etapas, o sea que, durante toda la duración del primer día entre que se levanta y se pone el sol, franquea la distancia que separa Esparta de Feres, donde pasa la noche. A la mañana siguiente, «a la hora del alba», franquea el pór­ tico de la población para ir a Pylos las Dunas, y embarcarse sin pérdida de tiempo. Al fin de que no existan tiempos muertos entre el viaje en carro y la salida del navio, Homero nos precisa que Teléma­ co renuncia a advertir a Néstor de su vuelta y a ir a la ciudadela, que parece bastante alejada de la playa. Sabe que Nés­ tor se molestará mucho de que no haya ido a decirle adiós y recibir el regalo de la hospitalidad. Este pensamiento no le impide embarcar y dar, sin tardanza, la señal de partida. Por aquí también el conocimiento de las distancias reco­ rridas puede permitirme determinar, aproximadamente, los tiempos de recorrido. Entre Feres y Esparta, el viaje en carro dura cada vez un día entero, el día cubriendo el tiempo que transcurre entre la salida y la puesta del sol, o sea, doce ho­ ras. Puedo intentar la confirmación de esta hipótesis median­ te el examen de las distancias sobre el terreno, pero la impre­ cisión es mucha, porque ignoro cuál era el trazado de los caminos en aquella época. Por otra parte, la distancia cubierta realmente es muy superior a la distancia que aparece a vista de pájaro sobre el mapa, en una proporción muy variable se­ gún la configuración del terreno. És fácil comprobar en un mapa de carreteras que, a veces, es preciso aumentar del 60 al 70 % una distancia contemplada a vista de pájaro por el kilometraje real, en un país medianamente montañoso. Me quedo, pues, con distancias a vuelo de pájaro o, más exacta­ mente, con su analogía. Lo cierto es que, por dos veces, a la ida y a la vuelta, la distancia recorrida entre Feres y Esparta representa una etapa de doce horas. Resulta, sobre el mapa, que la otra etapa de Feres a Pylos

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las Dunas es un cuarto más corta, teniendo en cuenta las dis­ tancias y el terreno. La relación de 100 a 75 para esas dos etapas se traduce a vista de pájaro, en efecto, por recorridos respectivos de 50 y de 37 kilómetros. Cualquiera que sea la distancia real, sólo importa la relación uno y tres cuartos, que permite pensar que, para su última etapa, Telémaco no se ha movido durante nueve horas de su carro. Ahora bien, para efectuar esta última etapa franquea las puertas de la ciudad de Feres, esta vez no a la salida del sol, sino cuando se muestra «la aurora de los dedos de rosa». Es preciso, pues, admitir que salió de Feres, más o menos, una hora antes de la salida del sol, lo que significa que Telémaco se habría embarcado ocho horas después de la salida del sol. Le quedan, pues, hasta la puesta del sol, cuatro horas de na­ vegación. Como sea que ha recorrido 350 estadios durante cua­ tro horas, se obtiene así exactamente una distancia de 2.100 estadios al cabo de veinticuatro horas de navegación. El se­ gundo cálculo de velocidad basado en la vuelta del navio con­ firma el primero. Puede ocurrírsenos una pregunta: ¿Cuál es la velocidad del carro? y, ¿es verosímil? El itinerario seguido comprende dos etapas, recorridas en veintiuna horas, abarcando una distancia a vuelo de pájaro de 87 kilómetros, o sea, aproximadamente, 150 kilómetros sobre el terreno; lo que da una media de 7 kilómetros por hora, ve­ locidad perfectamente admisible. Me acordé entonces, de un tercer viaje marítimo que se si­ túa, también, en lugares fácilmente Iocalizables: el que rea­ lizan los feacios cuando acompañan a Ulises desde la isla de Corcyra, identificada con Corfú, hasta Itaca. Dejan a nuestro héroe en una playa de la costa occidental, que puede suponer­ se un poco alejada de la parte sur de la isla, puesto que desde allí Ulises se va a pie a casa del porquerizo Eumeo en un tiempo relativamente corto (mapa n.° 3). En el último día de su estancia en Corfú, Ulises está im-

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paciente por ver realizarse la promesa de los feacios de reconducirlo a ltaca. Homero precisa que tenía prisa de ver ponerse el sol para embarcar. La salida, pues, tiene lugar a la puesta del sol y el viaje se efectúa de noche. Ulises duerme en el navio, la llegada tiene lugar «antes del alba, en el mo­ mento en que se ve el lucero del alba». Si admito para el viaje de Telémaco que una salida a la aurora, significa una hora antes de la salida del sol, puedo considerar, en este caso, que la llegada se sitúa una hora antes de la aurora, o sea, dos horas antes de la salida del sol. Puedo, pues, estimar en diez horas el tiempo de navegación. Midiendo sobre el mapa la distancia recorrida desde el puerto de Corfú hasta la mitad de la costa occidental de ltaca, me salen alrededor de 162 kilómetros (o sea, 875 estadios) recorridos en diez horas. Esta velocidad media de 87,5 esta­ dios por hora es la misma que la de los dos viajes preceden­ tes y da, por veinticuatro horas, exactamente 2.100 estadios, o sea, 3,5° terrestres. Una vez más el cálculo de velocidad con­ firma los cálculos precedentes. He aquí, pues, tres viajes cuyos datos son del todo inde­ pendientes unos de otros y para los cuales la velocidad media del navio aparece idéntica. Sorprendente coincidencia, si se trata, en efecto, de una coincidencia. Evidentemente, se pue­ de discutir la precisión del cálculo en la estimación de distan­ cias, pero los errores de medida son, en este caso, relativa­ mente débiles y el resultado final no sería modificado. Siempre resultaría que las tres velocidades obtenidas se­ rían muy similares una de otra. Lo que parece arbitrario en estos cálculos, y discutible, es el haber adoptado la conven­ ción concerniente a las horas matutinas; es decir, que trans­ curre cada vez una hora entre el lucero del alba y la aurora, y luego entre la aurora y la salida del sol. Pero, la hora o doceava parte del día, siendo la unidad de medida del tiempo ya utilizada en aquella época, me parece todavía más arbitrario tomar una fracción de hora o una unidad más larga. Y, toda-

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vía más: en esta hipótesis, el resultado final no se vería mo­ dificado más que en una proporción relativamente débil. De todos modos se podría llegar a la conclusión de que las des­ viaciones de velocidad constatadas para los tres viajes no son significativas, dado su escaso valor relativo. Y también lle­ garía a la conclusión de que Homero ha querido damos a co­ nocer, en tres casos precisos, la velocidad media del navio con una débil dispersión alrededor de esta media, y que esta velocidad permitía recorrer en veinticuatro horas, con viento en popa y navegando día y noche, una distancia equivalente a 3,5° terrestres. Tenemos el hábito de expresar la velocidad de los navios en nudos, correspondiendo un nudo a una milla marina por hora, o sea, 1,850 kilómetros por hora. Sabiendo que un grado equivale a 60 millas marinas, tres grados y medio representan 210 millas marinas cada veinticuatro horas, o sea, una velo­ cidad de 8,7 nudos. Esta velocidad media es rápida, verdade­ ramente, pero normal cuando se trata de las mejores condi­ ciones de navegación, lo que nos ha sido muy bien precisado. Los navios, cuyas reproducciones han sido descubiertas en cerámicas, tenían de veinte a treinta metros de eslora y eran bastante estrechos. El de Telémaco iba tripulado por una vein­ tena de remeros y el de los feacios por cincuenta y dos mari­ neros. Eran navios rápidos, concebidos para la piratería y el pillaje, y no pesados buques de transporte. Pensándolo bien, se puede admitir como plausible la velocidad que nos es dada por Homero con respecto a los tres viajes antes citados y, personalmente, la adopto como la primera clave para desci­ frar el mensaje de la Odisea. ¿Por qué, se preguntará el lector, esta clave, tan esencial para descifrar el viaje de Ulises, no está definida más explíci­ tamente, y por qué uno se ve obligado a entregarse cada vez a una serie de cálculos preliminares para descubrirla? Por aquí llegamos al fondo del problema, es decir, a la utilización de esta epopeya por los griegos de la época arcaica, y a las

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razones que pudieran conducirlos a camuflar un mensaje real. Más adelante, cuando quede reconstituido el itinerario de Ulises, examinaré de nuevo esta cuestión para intentar darle una respuesta. Mientras, ahora que estoy en posesión de esta clave, es evidente que tengo muchas más ganas de utilizarla para abrir la puerta de la aventura y salir tras la pista de Uli­ ses, que no de entretenerme a reflexionar sobre las razones por las que escondieron la clave de este modo. Así pues, no esperemos más, despleguemos los mapas del Mediterráneo y del Atlántico, proveámonos de reglas y compases, y, a partir de Itaca, pongamos rumbo al Oeste. CUADRO DE LOS CALCULOS DE VELOCIDAD DE NAVEGACIÓN VIAJE DE TELÉMACO

Distancia en kilómetros Distancia en estadios (a vuelo de pájaro)

1." Ida Itaca-Pylos (navio) 2° Vuelta EspartaFeres (carro) Feres-Pylos (carro) Pylos-Cabo oeste Élide (navio)

130

7QQ

Duración del viaje

8 h.

50

12 h.

37

9 h.

Velocidad horaria

Distancia recorrida en 24 h.

87,5 est

2.100 est

(salida a la aurora)

65

350

4 h.

87,5 est

2.100 est

162

875

10 h.

87,5 est

2.100 est

VIAJE DB ULISES

Corfú-Itaca (sur) (navio) 1 estadio = 186 m. 600 estadios =a.·

V

3,5"

CAPITULO TERCERO

E L D ESCUBR IM IENTO DEL ITINERARIO DE U LIS E S

Desde el canto 9 hasta el canto 13, Ulises cuenta su viaje ante un auditorio de feacios deslumbrados y fascinados. En el curso de la narración, un episodio me había pareci­ do insólito y poco verosímil. El itinerario de Ulises en su con­ junto presenta cierta lógica: una «ida» hasta la isla de Ogygia donde mora Calipso, y una vuelta que nos es contada al prin­ cipio de la Odisea. El episodio insólito está en esta ida y vuelta repentina, desde la isla de Eolia hasta el alta mar de ltaca. Había llegado ya a la conclusión de que ese viaje rá­ pido era imaginario y no tenía por objeto más que permitir­ nos localizar un punto preciso del itinerario, con relación a ltaca, en este caso la isla Eolia. En efecto, Eolo hace que Ulises se beneficie de un Céfiro, viento de Oeste, que lo lleva a la vista de las costas de ltaca, después de nueve días de navegación. Ulises navega día y no­ che sin interrupción (mapa n.° 4). Sabiendo que un grado terrestre corresponde a 111 kiló­ metros, una velocidad de 3,5° por veinticuatro horas, permite cubrir 388 kilómetros, o sea, en nueve días 3.492 kilómetros. Sobre el mapa del Mediterráneo señalo como punto de par­ tida la isla de ltaca, definida por una longitud Este de Green­ wich de 21° y una latitud de 38° Norte. Avanzo entonces en dirección Oeste, al menos hasta el estrecho de Gibraltar, que se encuentra a irnos 2.400 kilómetros. Tres etapas aparecen sobre el mapa:

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De ítaca al sur de Sicilia De Sicilia al cabo de Bon . Del cabo de Bon a Tánger . En total

: . . . .

. . *

f

(550km* 450 km. 1.390 km. »

..2.390k

Ahora estoy en Tánger, con 36° de latitud Norte y 5,5° de longitud Oeste. Me queda por recorrer: 3.492 — 2.390= 1.102 kilómetros. Ahora bien, a esta distancia de Tánger, y a kilómetros más o menos, en dirección Oeste, Sudoeste, con 33° de latitud Norte y 17° de longitud Oeste, se encuentra la isla de Madera. Nin­ guna otra isla aparece en aquellos parajes a menos de varios centenares de kilómetros. La precisión del cálculo me hace sofiar. ¿Es una coincidencia? ¿Qué otra isla, en dirección Oeste con relación de Itaca, podría responder a las condiciones requeridas, suponiendo que por tres veces me haya dejado llevar a calcular de modo abu­ sivo la velocidad del navio? Probablemente me sería necesario retroceder hasta las islas Baleares, o, como mínimo, hasta el lado de acá del estrecho de Gibraltar, o sea, un error de más de un tercio en el cálculo de la velocidad precedentemente es­ tablecida. Es muy poco probable, y en seguida abandono la pista mediterránea para explorar mi descubrimiento. Madera, la de los sombríos acantilados, en pleno Atlántico, azotada por los vientos de alta mar, parece corresponder a la descrip­ ción de Ulises. «Es una isla flotante, toda ella cercada por un muro de bronce, indestructible, donde se alza un liso peñón.» Este parecido entre la isla de Madera y la descripción de la isla Eolia por Ulises, había llamado ya la atención a ciertos autores. La hipótesis según la cual Madera podía ser la isla de Eolia, ha sido ya puesta de manifiesto, sin que, no obstan­ te, otros elementos de prueba hayan reforzado esta afirma­ ción.

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Poseyendo la identificación de esta escala importante, que para mí no ofrece ya dudas, voy a intentar, ahora, reconsti­ tuir la primera parte del viaje de Ulises, que precisamente termina en la isla de Eolia. Voy a utilizar mi nueva clave, la velocidad del navio, para que me ayude en la estimación de las distancias. Cuando Ulises es llevado por la tempestad más allá de Ci­ tera, también navega durante nueve días. Debo, pues, admitir un recorrido total idéntico al que separa la isla Eolia de íta­ ca, o sea, 3.492 kilómetros. El punto de partida se sitúa en los 36° de latitud Norte y 23° de longitud Este (Cabo Malea). De allí también tres etapas nos conducen al estrecho de Gibraltar. Citera — Extremo sur de Sicilia » * ? Sicilia — Cabo de Bon , ¿ ¿ s Cabo de Bon — Tánger . . * , ! * En total

*

»

i

»

720 km. 450 km. 1.390 km. 2.560 km.

Restando esta distancia del total de 3.492 kilómetros, que­ dan 930 kilómetros más allá del estrecho de Gibraltar. Sabien­ do que el país de los lotófagos es un continente, debo dirigir­ me entonces o bien hacia el Noroeste en dirección a Portugal, o hacia el Sudoeste a lo largo de la costa marroquí. Opto por el segundo itinerario, en razón, principalmente, de la existen­ cia de la corriente de las Canarias que tiende, a la salida del estrecho de Gibraltar, a hacer derivar los navios hacia el Sur. La aplicación de esta distancia de 930 kilómetros me lleva a tocar tierra al sur de Agadir, en la región comprendida en­ tre Ifni y la frontera actual del Sáhara español (cabo Juby). Este país es ahora desértico, y parece poco propicio para la producción de un fruto delicioso, el loto, que haría olvidar a

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íos marinos su país de origen. Pero Ulises no habla de un país floreciente, ni de su vegetación, mientras que se extenderá más adelante sobre la fertilidad de las islas del archipiélago, habi­ tadas por los cíclopes. Pero, después de considerarlo bien, ese loto que enturbia la memoria, ¿no se trataría, en realidad, de una droga, muy conocida en Africa del Norte, el kif o cáñamo indio, que libera a los marinos de la nostalgia de su país y les da ánimo para aventurarse hacia el Oeste, abandonando la costa? Ciertamente, a partir de Gibraltar navegan por el Atlántico. Han podido familiarizarse con la marejada, distinta del suave oleaje del Mediterráneo. Pero mantienen la costa de Africa a su izquierda, sin perderla de vista. Ahora se trata de poner rumbo deliberadamente hacia alta mar, por este océa­ no desconocido. Se puede admitir que la ayuda del loto no haya sido inútil. Heródoto cita (cap. IV, 168-195): «los pueblos que habitan en las costas libias». Para comprender su significado, es pre­ ciso dar a la palabra «Libia» el significado que le daban los antiguos, es decir, el conjunto de la mitad Norte del conti­ nente africano al oeste de Egipto. «Después de Egipto vienen los adormaquides, los guiligames, los aslistes y los nasammones que viven de sus rebaños y en verano suben del mar hacia el interior para la recolección de los dátiles y que comen también saltamontes. Luego los Iotófagos que no viven más que del fruto del loto, y los ma­ quiles...» Los Iotófagos no eran, pues, un pueblo imaginario. Su localización al sur de Marruecos correspondería muy bien con la enumeración de Heródoto, saliendo de Egipto en di­ rección Oeste. Los cuatro precedentes podrían ser localizados en la Libia actual, en Túnez, en Argelia y en Marruecos. En cuanto al modo de vida de los nasammones, como nos es des­ crito por Heródoto, llama la atención por su parecido con el de las tribus del Atlas marroquí: trashumancia de los reba­ ños, recolección de dátiles, saltamontes asados... En el curso de la jomada, Ulises abandona el país de los

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Iotófagos y sabemos que llega, ya cerrada la noche, a una isla deshabitada y fértil, situada ante el país de los cíclopes «ni demasiado cerca ni demasiado lejos». Del cabo Juby en dirección Oeste, una travesía de 120 kiló­ metros, que, según nuestra clave, corresponde a unas ocho horas de navegación, conduce en línea recta a la isla más pró­ xima del archipiélago canario, Fuerteventura o su vecina Lanzarote. Es ahí donde Ulises y sus compañeros pasan la noche en una bien abrigada bahía y se nutren matando algunas cabras salvajes. En la costa oriental de Fuerteventura existe, efecti­ vamente, un puerto con un fondeadero seguro. La tierra de los cíclopes, en donde brotan abundantemen­ te y de forma natural el trigo, la viña y los frutos de todas especies, no puede ser más que una tierra volcánica, cuya fer­ tilidad es bien conocida. En cuanto al cíclope «alto como una montaña» con un solo ojo, no voy a contradecir a los comen­ tadores precedentes del texto de la Odisea, quienes, casi uná­ nimemente, hacen de él la personificación de un volcán. En efecto, ante mí y hacia el Oeste, se levanta hasta alcanzar los 3.700 metros de altitud, el volcán del Teide. Cuando los na­ vios de la expedición de Ulises abandonan la tierra de los cíclopes, el gigante Polifemo, cegado por Ulises, lanza por los aires peñascos que caen al mar alrededor de los navios. Evi­ dentemente, esta descripción hace pensar en las proyecciones de lava de una erupción volcánica. En resumen, sobre el plan estrictamente geográfico existen muchos puntos de concordancia entre el texto de Homero y la topografía del archipiélago de las Canarias: la distancia en relación con el continente africano, la existencia de un volcán activo importante, la presencia, en su proximidad, de una isla más baja cubierta de maleza y con un puerto muy abrigado, una tierra volcánica, fértil, cuyas posibilidades en caso de co­ lonización son ampliamente alabadas por Ulises. Recordemos, a tal propósito, que las islas Canarias han sido llamadas du­

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rante mucho tiempo las «islas Afortunadas» en razón de esta fertilidad. Pero bajo el aspecto de la etnografía, otra sorprendente coincidencia me viene a la mente. Cuando Ulises describe el modo de vida de los habitantes de aquel país, precisa que vi­ ven en grutas, que ignoran la navegación, y que, por eso, cier­ tas tierras estaban deshabitadas, especialmente aquella en don­ de desembarcó a poca distancia de la tierra de los cíclopes. Señalemos, al pasar, que esas informaciones nos confirman que se trata de un conjunto de islas, de un archipiélago. Ahora bien, cuando el navegante normando Jean de Béthencourt descubrió las Canarias en 1402, se encontró con una población autóctona de raza blanca, los guanches, cuyo origen está hasta ahora velado por un misterio. Anotó que esos indí­ genas eran trogloditas y mencionó en su informe que no ha­ bían poblado más que ciertas islas. Sabemos que los guanches ignoraban la navegación. Es tentador establecer un paralelo entre esos dos descubrimien­ tos que presentan tantos puntos comunes. ¿Es posible que las condiciones de vida de esa población aislada en el Atlántico hayan sido idénticas durante dos mil quinientos años? En todo caso, es verosímil. Presiento la pregunta que va a hacerme el lector. ¿Cómo estas gentes que ignoraban la navegación llegaron a esas islas, si no se admite ni la teoría de la generación espontánea ni la posibilidad de que una técnica como la navegación pueda per­ derse después de haber sido asimilada por un pueblo? Estamos en el terreno de las hipótesis. Se puede imaginar que el archipiélago canario representa el vestigio de una tie­ rra más vasta, en otros tiempos unida a Africa, y cuyo hundi­ miento haya sido el origen de la leyenda de la Atlántida. La mitología griega parece hacer alusión a un lejano ca­ taclismo en aquella región, cuando nos explica el hundimiento de Atlas en el océano. Ahora bien, la cordillera del Atlas, si-

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tuada bastante cerca de allí, no ha cambiado de nombre desde la Antigüedad. Dejemos a otros el cuidado de profundizar esta hipótesis y sigamos nuestro camino. Ulises no nos espera. Ahora boga con sus doce navios, de una sola tirada, a remo, hasta la isla de Eolia. Madera se encuentra aproximadamente a 4o de lati­ tud en dirección Norte, siguiendo el meridiano situado a 17° de longitud Oeste. Compruebo que recorre aproximadamente 450 kilómetros en dirección Norte. Uno puede preguntarse cómo, en aquella época, con una deriva imprevisible debida a los vientos y a las corrientes, era posible llegar a una isla perdida en el Océano. Sabemos ya que los fenicios se guiaban por la estrella Polar. En el presente caso, la proa era, pues, fácil de mante­ ner. Aún más: la isla de Madera tiene una longitud de más de 30 kilómetros, a la que hay que añadir al menos tanto de una parte como de otra, puesto que la isla es visible desde lejos. El tiempo, en general, es claro bajo aquellas latitudes, y la isla lo bastante alta en el horizonte. Puede suponerse tam­ bién que los doce navios de Ulises, en lugar de quedarse agru­ pados, podían disponerse en línea, a fin de cubrir un sector más vasto. Con todas esas precauciones, un simple cálculo enseña que hubiese sido preciso cometer un error de proa de más de 15° para que la expedición no diera con la isla de Ma­ dera y pasara sin verla. Y, de haber sido éste el caso, el piloto podía darse cuenta al comprobar una duración anormal de navegación. Eso lo incitaría a sacar su «vara de Jacob», instru­ mento rudimentario, que permitía calcular, aproximadamen­ te, la altura de un astro sobre el horizonte —la estrella Polar en este caso— para saber la latitud del lugar. En efecto, la estrella Polar se encuentra en el cénit, es decir, según que uno se encuentre en el polo Norte o en el Ecuador, a 90° a nivel del horizonte. El cálculo de la longitud precisa de observaciones más com­ plejas y actualmente no sabemos qué procedimiento podía ser

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utilizado por los antiguos para darle un valor, aunque fuera aproximado, lejos de la vista de las costas. Calculando la latitud del navio, el piloto puede comprobar si éste está ya en la latitud del lugar al que quiere arribar, una isla, por ejemplo. Si tal es el caso, pone la proa en per­ pendicular a la dirección precedente, siguiendo un paralelo para estar seguro de encontrar su objetivo. Según esta técnica, cuando Ulises quiera, a partir de un punto cualquiera en el Atlántico, volver al Mediterráneo, el camino marítimo más probable será el siguiente: De antemano, y navegando Norte-Sur, situarse en la lati­ tud del estrecho de Gibraltar, o sea, 36°, luego poner proa al Este para pasar indefectiblemente por entre las columnas de Hércules. Es verdad que resulta relativamente fácil pasar por un estrecho cuyas costas vecinas, acercándose progresivamente, forman una especie de canal. Es más difícil llegar a una isla, sin otras tierras a su alrededor, situada en alta mar. Es, pues, normal que el retorno de Ulises no plantee problemas particu­ lares, a condición de navegar con rumbo libre, Norte-Sur, y luego Oeste-Este. Todas estas consideraciones sobre el modo de navegación de los antiguos me conducen a reflexionar sobre la vuelta de Ulises, cuando abandona a la ninfa Calipso. Dispongo, en efec­ to, de indicaciones exactas: diecisiete días de navegación día y noche con una dirección Norte-Sur a la salida. Voy, pues, a aplicar mi clave a ese nuevo recorrido. Puesto que estoy en Madera, la vuelta de Ulises se efectua­ rá en el Atlántico. Aplicando la técnica descrita más arriba, le será preciso descender en latitud hasta 36° de latitud Norte, a la altura del estrecho de Gibraltar y tomar luego la direc­ ción Oeste-Este. De Madera a ítaca debo contar nueve días, encontrándose Madera a 17° de longitud Oeste. Voy a intentar verificar si, siguiendo el paralelo 36, a partir de una longitud de 17°, es decir, sobre el meridiano de Madera, hasta la isla de Corcy-

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ra, punto de llegada de Ulises, obtengo una distancia que co­ rresponda a nueve días de navegación (mapa n.° 4). De ese punto P a T á n g e r .......................... De Tánger al cabo de Bon . . . . . Del cabo de Bon al sur de Sicilia . . . Sur de Sicilia - Corfú . . . . . . Total

»

t

1.050 km 1.390 km 450 km 580 km 3.470 km

Recuerdo que los nueve días de navegación representan un recorrido de 388 X 9 = 3.492 km, con una diferencia apro­ ximada de 22 kilómetros. Es, pues, evidente que Ulises debe navegar nueve días en dirección Oeste-Este a lo largo del pa­ ralelo 36 a partir del meridiano de Madera. Sobre un total de diecisiete días de viaje, quedan ocho días disponibles para una navegación Norte-Sur a lo largo del meridiano de Madera. Puesto que recorre 3,5° de latitud por día, ocho días permiten cubrir 28° durante su navegación Norte-Sur. Ahora bien, 28° al norte del paralelo 36 dan una latitud de 28° + 36° = 64° de latitud Norte (mapa n.° 5). Las coordenadas de la salida del viaje de vuelta de Ulises serían, pues: 64° de latitud Norte y 17° de longitud Oeste. Ese punto corresponde, efectivamente, a una playa y a una isla; está situado en la mitad de la costa sudeste de Islandia. Debo confesar que me lo esperaba. La aplicación de mi clave, la ve­ locidad del navio, a los diecisiete días del viaje de vuelta de Ulises no ha hecho más que confirmar lo que otros datos me habían hecho ya presentir. Llegado a este punto, hago un resumen de la situación. Esta sección de la costa de la que acabo de determinar las coordenadas, responde ahora a las cinco condiciones expues­ tas en el texto de Homero. 1) Está situado exactamente en el noroeste del Olimpo, sobre la prolongación de la línea que une la cumbre del Olim-

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po con la cumbre de la Pieria (vuelo de Hermes). 2) Su latitud de 64° permite ver durante toda la noche la Osa Mayor y las Pléyades. Por contra, la constelación del Boyero roza el Océano y las demás constelaciones pasan cada día bajo la línea del horizonte. 3) Es preciso dirigirse primero hacia el Sur para volver a Grecia. Lo que significa que en otoño, según el mapa del cielo en aquella época, la Osa Mayor se encuentra por la noche a mano izquierda, es decir, al Este. A mitad de la noche las Pléyades están en el Sur y Ulises las tiene ante los ojos cuan­ do lleva el timón. 4) La distancia para volver a Grecia corresponde a die­ cisiete días de navegación, navegando noche y día sin dete­ nerse y tomando como base la velocidad calculada en los reco­ rridos mediterráneos. 5) Este punto está situado sobre una playa, en una isla. Esta serie de pruebas es convincente. Sin embargo, no estoy del todo satisfecho. En efecto, un punto queda oscuro. Cuando Homero descri­ be el jardín de Calipso, situado ante su gruta, los árboles fru­ tales y las flores que cita no corresponden al clima actual de Islandia. También dudo que se pueda encontrar ahí el bosque de pinos que permitió la construcción del navio de Ulises. Sin embargo, el hecho de que Calipso haga fuego en su gruta en otoño, a nivel del mar, puesto que la playa donde está Ulises se halla muy próxima, indica una latitud elevada. Mi primera reacción me lleva a considerar estas descrip­ ciones, sea como un atributo poético unido a la ninfa Calipso, o bien como una exageración de marino, quien tiende, al re­ greso de un viaje, a embellecer los países que ha descubier­ to. Una nueva lectura de este pasaje me sugiere varias ex­ plicaciones. La primera explicación se relaciona con la transformación del clima. Sabemos ahora que, durante un período de algunos milenios, han intervenido variaciones climáticas importantes

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que han afectado al nivel medio de temperaturas o el grado de humedad. Sin embargo, el período de tres mil años es algo breve para admitir semejantes diferencias de clima. La segunda explicación se apoya en la intensidad volcá­ nica de la isla que, bajo la influencia de manantiales cálidos que surgen del suelo en todas las estaciones del año, puede crear localmente de forma artificial zonas climáticas templa­ das. En apoyo de esta tesis, se encuentra en el texto de Home­ ro una alusión a «fuentes que corren en cuatro direcciones distintas» y que parecen ser citadas aquí para explicar la fer­ tilidad del suelo. Si se tratara de manantiales normales, bro­ tarían a mitad de pendiente o al pie de una colina y fluirían en el sentido de la pendiente. En el presente caso, la palabra «fuente» indica un caudal importante y, si el agua fluye en todas direcciones, es señal de que surge en la cumbre de un cerro. Es éste el caso de los manantiales calientes de Islandia de carácter volcánico, donde los elementos disueltos en el agua provocan sedimentos alrededor del punto de salida, los cuales envuelven progresivamente el orificio que muy pronto se ha creado en la cumbre de una pequeña colina de concre­ ciones. Una tercera explicación: el vocabulario utilizado por Uli­ ses. Los nombres de las plantas que poblaban el jardín, per­ tenecen a la flora mediterránea. ¿Es suficiente para afirmar que se trata de plantas mediterráneas? En general, los mari­ nos no son botánicos. Llegados a una nueva isla y en presen­ cia de plantas desconocidas, aunque parecidas a ciertas espe­ cies de su país, ¿no utilizarán espontáneamente, para nom­ brarlas, el único vocabulario que poseen? Éste era también el único modo de hacerse comprender, más tarde, por aquellos que se quedaron en el país. Después de haber descrito esos árboles, la primera vez, sir­ viéndose de los vocablos siguientes: «Una especie de viña», o «una clase de higuera», llegarán con toda naturalidad después de varias repeticiones y tanteos, a simplificar la narración y a

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precisar, por fin, que se trata, efectivamente, de una viña o de una higuera. Pienso, para resumir, que no debe atribuirse demasiada importancia a la presencia de esos nombres mediterráneos en latitudes altas y, sobre todo, no arriesgarse a afirmar que los países descritos corresponden a Córcega o a Sicilia. Por el contrario, un marino no se engaña cuando da noti­ cia del viento que empuja el navio, o del movimiento de las constelaciones. Después de haberme constituido en «abogado del diablo», puedo decir, al término de estas consideraciones: «CREO QUE SE TRATA DE ISLANDIA». Siguiendo a Hermes como a Uli­ ses, tanto a la ida como a la vuelta, me obligan a llegar a esta isla demasiados puntos de convergencia, para que ahora pueda dudar que sea ella el último punto de aquel viaje le­ gendario. Ahora conozco dos puntos esenciales del viaje de Ulises; una etapa intermedia, la isla de Madera; y el punto final, Is­ landia. Sé también cómo, a partir de Grecia, el héroe llegó a Madera bordeando la costa de Africa a la salida del estrecho de Gibraltar y haciendo escala en las Canarias. El método seguido hasta aquí es bastante sencillo. Me ha bastado con combinar mi primera clave —la velo­ cidad del navio—, con las indicaciones de mi tablilla, reca­ pitulando las indicaciones de tiempo de navegación y de di­ rección. Luego no me restaba más que verificar si los lugares así reconocidos sobre el mapa estaban conformes con otras indicaciones topográficas determinadas en el texto: latitud, clima, aspecto del paisaje, etc. Los resultados obtenidos mediante este método son, hasta aquí, muy alentadores. Estoy, pues, impaciente de marchar de la isla de Madera para saber cómo y por qué caminos llegó Ulises a Islandia. Tengo prisa para poder identificar las islas

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y los países visitados y, sobre todo, para encontrar, sobre el terreno, el remolino de Caribdis y la gruta de Escila. Al salir de la isla de Eolia, es decir, de Madera, Ulises y su flota de guerra navegan durante seis días en dirección Nor­ te, puesto que —lo hemos visto ya—, el país a donde llegan, según las indicaciones sobre la duración del día, parece ya situarse bajo una latitud elevada. Manteniendo exactamente la proa al Norte, es decir, si­ guiendo al meridiano de Madera, el grado 17 Oeste de lon­ gitud, precisan seis días para subir seis veces 3,5°, o sea, ganar 21° de latitud, según nuestra clave. Estando situada Madera sobre el paralelo 33, la flota de Ulises llegaría a la latitud 33° + 21° = 54a Norte. La única tierra que se encuentra efectivamente en esta la­ titud en la dirección aproximada Norte, y a partir de Madera, es Irlanda, más exactamente la costa oeste de Irlanda en la provincia de Connaugh, en su porción comprendida entre Gal­ way y la isla de Achill, denominación notable para jalonar nuestro itinerario. Esa región parece corresponder bien a la descripción he­ cha de ese puerto famoso de Lamos en el país de Telépilo, ha­ bitado por los lestrígones. Se trata de un país húmedo; hay bosques, fuentes y una costa rocosa sumamente recortada, poseyendo buenos puertos naturales. Los navios de Ulises se ven fondeados en un puerto casi cerrado por el lado del mar libre, dominado por pendientes abruptas, puesto que son lan­ zados peñascos sobre los navios refugiados en el interior. Esos puertos naturales, que son los valles invadidos por el mar, con paredes abruptas, se parecen a los macizos primarios hercinianos, Bretaña, País de Gales, Irlanda, Escocia... El puerto de que habla Ulises debía ser conocido, puesto que emplea la expresión de «famoso», es decir, «cuyo renom­ bre ha llegado lejos». Sólo escapa de la matanza el navio de Ulises, y a partir de este momento pocas indicaciones permi­ ten localizar la próxima etapa. No se indican días de navega­

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ción, la expresión «navegamos hacia delante»... puede inter­ pretarse como una prosecución en la misma dirección gene­ ral Norte, lo que lo acercaría al archipiélago de las Hébridas. Ulises confiesa que se ha perdido entre las nieblas, porque no ve el sol ni en pleno día y no puede determinar su orien­ tación hasta el momento en que aborda en la isla de Circe. ¿Sería la más meridional de las Hébridas? ¿O, más al Este, una de las islas que bordean la costa es­ cocesa? ¿O, más al Norte, las Oreadas, o las Shetland? Vagué mucho tiempo por aquellos parajes —¿voy a con­ fesarlo?— con la imaginación, sobre los mapas de las Islas Británicas. Debo rendirme a la evidencia: en esa dirección no puedo avanzar más, a menos de entrar en el terreno de las especulaciones intelectuales y de las hipótesis no verificables, cosa que hasta este punto he podido evitar. Entonces se me ocurre una idea, al releer el cuadro de las direcciones y de los tiempos que había establecido al em­ pezar. Lo hubiera debido hacer antes. ¿Si, en lugar de seguir a Ulises a partir de Madera en el orden cronológico de los acontecimientos, intentara más bien, a partir de Islandia, se­ gundo punto de tierra firme, remontar la narración a partir del fin? Esta segunda aproximación resultará, con la expe­ riencia, mucho más fructífera. Abandono, pues, por un tiem­ po, mi busca a tientas de la isla de Circe y vuelvo a subir en latitud hasta la costa de Islandia, con 64° de latitud Norte y 16° de longitud Este, cerca de la gruta de la ninfa Calipso. En ese lugar, donde vemos a Ulises por primera vez sentado en la playa, desesperando de volver a ver alguna vez su lejana Itaca. ¿Cómo llegó aquí?, ¿de dónde venía? Al cabo de una deriva de nueve días, Ulises aferrado a su desarbolado navio, incapaz de gobernarlo, fue a parar a esta costa. Aquí se plantea un nuevo enigma. ¿Qué representa en dis­ tancia, sobre el mapa, una deriva de nueve días en semejan­ tes condiciones? Este plazo corre a partir del momento en

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que Ulises, sobre los restos de su nave, acaba de franquear por segunda vez los peligros de Caribdis y Escila, y esta vez empujado por el Noto, es decir, en el sentido Sur-Norte. Es, pues, la misma posición de Caribdis y Escila lo que es­ pero determinar, buscando convertir los nueve días de deriva en distancia y en dirección precisas. A priori, ese problema parece insoluble y estoy a punto de dejarme vencer por el desaliento ante una empresa tan difícil. La segunda aproximación, es decir, la que parte de Islan­ dia parece, pues, a primera vista, todavía más ardua que la primera. Y luego, reflexionando sobre ello, pienso que se debe con­ fiar en Homero y puesto que cada vez me ha permitido en­ contrar en el texto, a menudo en un lugar imprevisto, las in­ formaciones que al principio me faltaban, debe existir, más adelante, una segunda clave. Vuelvo a releer una vez más el pasaje que se refiere a esta deriva de nueve días, luego pro­ sigo hasta el momento en que Ulises, de regreso en Itaca, no queriendo ser reconocido por su porquerizo Eumeo se hace pasar por un navegante cretense. Explica entonces un viaje imaginario que tiene por escenarios Egipto, Fenicia y Creta. El seudo Ulises, que viene de Fenicia y va a Libia, se apro­ xima a Creta para dirigirse en seguida hacia el Sur, empu­ jado por el viento de Bóreas (viento del Norte). En el pre­ ciso momento en que está lo suficientemente alejado de Creta como para no ver «ninguna tierra al horizonte», se desenca­ dena una tempestad. Y entonces me pongo inmediatamente en estado de alerta, puesto que los dos versos que siguen son idénticos a los que utiliza Homero para describir el navio herido por el rayo a la salida de la isla de Trinacria. «Tronó Zeus y, al mismo tiempo, lanzó su rayo sobre el navio. Herido por el rayo de Zeus, giró sobre sí mismo, se llenó de azufre, y todos los hombres de a bordo se cayeron. Igual que cuervos marinos, ahí estaban, alrededor de la ne­ gra nave, llevados por el oleaje y el dios les rehusaba la

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vuelta... nueve días de deriva; al décimo...» En seguida me parece evidente que se trata de un toque de atención, destinado a provocar en nuestro espíritu una aso­ ciación entre esos dos acontecimientos. He aquí, pues, una deriva de nueve días en el Mediterrá­ neo que empieza en condiciones absolutamente análogas a las del viaje real. Tan pronto doy con la segunda clave del relato de Homero, aquel que, por el mismo procedimiento de la trans­ posición en el Mediterráneo, debe dar la distancia recorrida durante esos nueve días y, acaso, también la dirección segui­ da, llego a tener una certeza. Me urge, por un momento, dejar las brumas de Islandia y llegarme hasta el sol del Mediterráneo para descubrir esta nueva clave, antes de volver a partir a la aventura. De antemano, trato de situar el lugar del naufragio. Intento, en efecto, calcular las coordenadas de los puntos de salida y de llegada de esa deriva de nueve días y deducir de ellas la distancia recorrida, en latitud y en longitud. A con­ tinuación, trasladándome a mi punto de llegada a Islandia en el viaje real, sacaré de las coordenadas de este punto las dis­ tancias recorridas en longitud y latitud, para determinar las coordenadas del punto de partida de la deriva de nueve días. En teoría, este cálculo parece bastante sencillo, puesto que se trata, en realidad, de transponer un triángulo S. L. H. (pun­ to de salida, punto de llegada y punto H, cruce del meridiano del punto de llegada con el paralelo del punto de salida). Me bastará aplicar el punto S del triángulo sobre el supuesto em­ plazamiento de la gruta de Calipso en Islandia, o sea, 64° de latitud Norte y 16° de longitud Este, para determinar el punto L, que corresponde al emplazamieno de Caribdis y Escila. Pero volvamos, con más atención, a la narración de Ulises: «Allí (en Fenicia) pasé en su casa el resto del año... me embarcó... en ruta para Libia... La nave corría empujada por un buen viento de Bóreas que soplaba fuerte en medio del mar, por encima de Creta. Cuando dejamos atrás Creta, y no

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se veía tierra alguna, sólo cielo y agua, en ese momento el hijo de Cronos detuvo encima del buque vacío una nube sombría que oscureció el mar...», y sigue entonces con la descripción del naufragio. Queda, pues, claro, que el navio, procedente de Fenicia, llegó a la extremidad este de Creta, y ahora se encuentra al sur de Creta, puesto que el viento de Bóreas que le empuja hacia el Sur, es decir, hacia Libia, pasa por encima de Creta. Harrel Courtes en Los hijos de Minos nos dice, a propó­ sito de los antiguos puertos de Creta: «Al sur de la isla el tráfico se operaba por Tripitis, al pie de los montes Asterussa.» Ese puerto es exactamente el pri­ mero que se encuentra situado en la costa sur viniendo del Este, es decir, de Fenicia. Partiendo de ahí, en dirección de Libia, un navio sigue aproximadamente en dirección NorteSur el meridiano situado a 26° de longitud Este. ¿Cuál pudo ser su latitud en el momento del naufragio? ¿Cuál, la longi­ tud de ese meridiano? El problema planteado consiste en de­ terminar a partir de qué distancia en el mar no serán visibles cumbres de una altitud de 2.500 metros más o menos, tenien­ do en cuenta la redondez de la tierra y suponiendo una visi­ bilidad perfecta. El cálculo da una distancia de alrededor de 100 millas marinas, o sea, un poco menos de 2o de latitud. Siendo la latitud de la costa sur de Creta de 35°, el navio en el momento del naufragio ha franqueado ya, pues, y con toda verosimilitud, el paralelo 33. Pero como a partir del paralelo 32 estaría muy próximo de la costa de África, el naufragio no puede haber tenido lugar más que entre esas dos latitudes. Admito, pues, en término medio para el lugar del naufragio, punto de arranque de la deriva de nueve días, las coordena­ das siguientes: Latitud 32,5° Norte Longitud 26° Este

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«[Nueve días de deriva!, al décimo, en una noche negra, la gran ola que me llevaba me acercó a la tierra de los tesprotes... Allí oí hablar de Ulises. El rey me afirmó haberlo tenido por huésped... Me aseguró que Ulises había salido para Dodona, para oír, por la alta cabellera del divino roble, el con­ sejo de Zeus, de qué modo podía volver al pingüe país de ítaca.» El país de los trespotes está situado en la antigua pro­ vincia del Epiro, frente a Corfú, en la parte sur de la actual Albania. El santuario de Dodona se encuentra, efectivamente, en esta región. Sobre esta costa se puede escoger razonablemen­ te como punto de desembarco el que corresponde a la latitud del Olimpo, es decir, el paralelo 40. Se obtiene, para el punto de llegada, las coordenadas siguientes:. Latitud 40° Norte Longitud 20° Este A diferencia de las coordenadas del punto de naufragio, compruebo que, durante esos nueve días, la deriva ha sido en latitud de 40° menos 32,5°, o sea, 7,5° en longitud de 26° a 20° Este, o sea, 6o. Ahora bien, un grado de longitud repre­ senta, a los 32,5° de latitud, una distancia de 95 kilómetros. La deriva hacia Oeste ha sido, pues, de 95 X 6 = 570 kilóme­ tros. Ahora voy a aplicar esos dos datos esenciales al viaje atlántico, suponiendo evidentemente que, durante los nueve días, las dos derivas son idénticas en latitud y en longitud, es decir: en latitud 7,5° en longitud 570 kilómetros Como que el punto de llegada a Islandia se encuentra a 64° de latitud, el punto de salida estaría, pues, situado sobre la latitud 64 menos 7,5°, o sea, 56,5°. He aquí, pues, una pri­

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mera coordenada para los escollos de Caribdis y Escila. En cuanto a la longitud, el punto de llegada se halla si­ tuado a 16° Oeste de Greenwich. Bajo de 7,50 hacia el Sur a lo largo de ese meridiano; luego, desde allí, debo contar 570 kilómetros hacia el Este para encontrar el punto de salida. ¿Qué representan 570 kilómetros en grado de longitud sobre ese paralelo 56,5? Es fácil comprobar sobre un mapa que, a esa latitud, un grado hacia Este o hacia Oeste corres­ ponde a 60 kilómetros. Los 570 kilómetros representan, pues, exactamente, 9,5 de desplazamiento hacia el Este. Para obtener la longitud de los escollos, basta, pues, con quitar 9,5 de 16° y se obtienen 6,5 al Oeste de Greenwich. En resumen, las coordenadas de los escollos de Caribdis y Escila serían, de acuerdo con este cálculo:, Latitud 56,5 Norte Longitud 6,5 Oeste Tan pronto como estas cifras quedan inscritas sobre el papel, me apresuro a abrir el atlas por la página de las Islas Británicas para localizar este punto. Mírese al igual que hago yo, y trácese líneas de coordenadas, una línea vertical a 6,5° Oeste y una línea horizontal a 56,5° de latitud. Daréis con un punto situado en Escocia, cerca de la costa Oeste en los parajes de la isla de Coll. Efectivamente, entre esta isla y la isla de Mull una especie de canal Norte-Sur pone en comunica­ ción el mar de las Hébridas con el canal del Norte, que cons­ tituye la entrada del mar de Islandia. Examinando sobre un mapa a mayor escala las islas que se encuentran alrededor de este punto observo que se hallan muy próximos dos peque­ ños islotes y luego otro que se llama la isla de Staffa. Si se abre un diccionario cualquiera lo que se lee puede sorpren­ der. Por regla general, de Staffa se irá a Fingal (gruta de...) y allí pone: «Célebre caverna de Escocia en la isla de Staffa. De una longitud de 69 metros sobre 20 metros de bóveda,

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forma una nave sostenida por paredes de basalto a colum­ nas. El mar penetra en ella por una abertura de 13 metros y chapotea hasta el fondo de esta caverna.» (Petit Larousse, 270a edición). Sabréis también que esa particularidad asombró al com­ positor Mendelssohn, quien tituló una de sus obras La gruta de Fingal. Acordaos ahora de las descripciones de Ulises con relación al antro de Escila. «Una caverna de profundidad azulada, vuelta del lado del Oeste. Ningún hombre, desde dentro de su nave, podría hacer llegar una flecha hasta el fondo de la caverna... La voz (de Escila) no era más potente que la de una perra recién nacida.» Antes, Circe había precisado a Uli­ ses, hablándole del escollo, que «la roca es lisa, pulida». Ahora bien, ese escollo de Staffa está formado, precisa­ mente, por columnas de basalto que se hunden verticalmente en el mar y el espectáculo de esa roca regular, lisa como co­ lumnas, estaba perfectamente adecuada para estimular la imaginación de los marinos, y para sugerir que había sido tallada y pulida. La gruta, que se abre a ras de agua, su color azulado, su profundidad, así como los bramidos que salen de su interior y que no pueden proceder más que de un mons­ truo espantoso que acecha a los marinos desde el fondo de su caverna, todo esto demuestra una gran concordancia entre la topografía de los lugares y el texto de Homero. Por lo que se refiere a la gruta de Escila, parece que no existe en ningún sitio del Mediterráneo o del Atlántico, una gruta que responda tan perfectamente a las exigencias del texto. En cuanto al remolino de Caribdis, supongo que debe en­ contrarse al pie de un segundo escollo muy próximo al pri­ mero; a lo largo de esa costa Oeste de Escocia, salpicada de islas y de ensenadas, bajo el efecto de la marea que se en­ cuentra presa en los estrechos pasajes entre las islas y la costa, violentas corrientes costeras pueden provocar remolinos pe­

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riódicos que se produzcan cada seis horas. Éste es también un fenómeno susceptible de causar gran impacto en las ima­ ginaciones de los marineros mediterráneos que navegan por primera vez en aquellos parajes. Circe dice a Ulises: «Al pie de la roca, la famosa Caribdis engulle el agua negra. Tres veces al día la escupe y tres veces la engulle.» Sabiendo que el fenómeno, ligado a la marea, debe producirse cada seis horas, esta frase indica claramente que la duración del día es de dieciocho horas, puesto que se pro­ duce tres veces. La noche, pues, y en aquella latitud, sólo tiene una duración de seis horas, o sea, un cuarto de veinticuatro horas. Se ha dicho que Ulises navega durante «los días largos», lo que puede interpretarse como una indicación de estación, probablemente próxima al solsticio de junio. Estos datos básicos me han llevado, pues, a calcular cuál podría ser la latitud de un lugar donde la duración de la noche, a últimos de junio, fuera de ocho horas. He dicho ya anteriormente que, según ese cálculo, la la­ titud de Caribdis se situaría por los alrededores del parale­ lo 57. Una confirmación más para la localización de Caribdis y Escila. ¿Se puede seguir siendo escéptico tras estas primeras conclusiones? Claro que, teóricamente, todo eso podría ser fruto del azar, pero, ya metidos por esta senda y, honesta­ mente hablando, ¿no sería preciso calcular cuál podría ser la probabilidad en la que se han dado tantas coincidencias? Personalmente, este descubrimiento de la gruta de Fingal no me permite dudar más de que estoy en el buen camino para descubrir el verdadero itinerario de Ulises. No me quedará sino intentar hallar in situ el famoso es­ trecho situado entre los dos escollos y el remolino periódico al pie de la gruta de Escila. Vuelvo ahora al viaje de Ulises a partir de Caribdis y Es­ cila, siempre volviendo al pasado. Ulises ha llegado ante Ca-

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ribdis al salir el sol, después de haber ido a la deriva durante toda la noche, empujado por el viento del Sur (Noto), aga­ rrado a los restos de su nave. En verano, la noche es corta en esa latitud y el tiempo de deriva no ha debido exceder mucho de siete horas. Sabiendo que ha recorrido, por tér­ mino medio, un poco más de 100 kilómetros al día, deri­ vando desde Caribdis hasta la isla de Ogygia, el lugar del naufragio del navio debería situarse alrededor de 30 kilóme­ tros al sur de la isla de Staffa, es decir, entre la isla de Mull y la isla de Islay. El navio se dirigiría hacia el Sur o el Su­ doeste, puesto que Ulises dice que quedó bloqueado en la isla de Trinacria durante un mes a causa del viento del Sur. Esperaba, pues, el viento del Norte para salir. Ya sobre el camino de vuelta, sólo el viento del Norte podía convenirle. La isla de Trinacria se encuentra, pues, al norte de ese punto, pero muy próxima de la gruta de Escila, puesto que Ulises precisa que llega muy pronto a aquella isla después del epi­ sodio de Caribdis y Escila. El extremo sur de la isla de Mull parece responder a esas dos condiciones. La isla de Mull sería, pues, la isla de Trinacria, o sea, del Tridente, y su forma, es preciso reconocerlo, evoca muy bien un tridente cuyas tres puntas estarían vueltas hacia el Oeste. Puesto que Ulises pasa por segunda vez ante Caribdis y Escila, empujado por el viento del Sur, se puede deducir que, la primera vez, abordó los escollos viniendo de un punto si­ tuado o bien al norte de aquéllos, o al Noroeste, o Noreste. Pues bien, venía de la isla en donde habitaba Circe. Si esta isla se encontrara exactamente al norte de los es­ collos, Ulises hubiese ya sufrido las pruebas de Caribdis y Escila cuando, yendo al país de los cimerios, se dirigía recto al Sur, empujado por el viento del Norte. La isla de Circe, pues, no puede encontrarse sobre el meridiano de esos céle­ bres escollos. Del mismo modo, el mapa muestra que una localización

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al Noreste debe ser eliminada, puesto que el corte de la costa escocesa no da ocasión de atravesar el Océano en dirección Norte-Sur. Sólo las Oreadas y las Shetland, al norte de Es­ cocia, poseen un mar libre en dirección Sur, pero su lejanía con relación a Caribdis y Escila me obliga a eliminarlas. En efecto, Ulises deja Circe por la mañana y llega por la tarde a la isla de Trinacria. En tales condiciones, no podemos quedamos más que con una localización de la isla de Circe en dirección Noroeste. Sabiendo, por otra parte, que esa isla no es muy grande, pues­ to que Ulises, desde su cumbre, ve el mar haciendo una co­ rona a su alrededor, llama mi atención la isla de Barra, la más meridional de las Hébridas. En estas condiciones, la isla de las Sirenas, que Ulises debe bordear antes de llegar a los escollos, podría ser la isla de Tiree o la isla de Coll, que se encuentran efectivamente sobre la línea que une la isla de Barra a los escollos de Staffa. Eero todavía hay más: al sur de la isla de Barra el mar está efectivamente libre hasta la costa norte de Irlanda, y la dis­ tancia a recorrer siguiendo un eje Norte-Sur corresponde a 185 kilómetros. En efecto, Ulises, para llegar al país de los cimerios, navega un día, desde que se alza hasta que se pone el sol, o sea, la mitad de la distancia que recorre habitual­ mente en veinticuatro horas alrededor de 385 kilómetros, según la escala adoptada. El país de los cimerios, siempre cubierto de nieblas y cuyos habitantes no ven el sol, sería, pues, el norte de Irlanda. Esta localización parece satisfactoria, cuando se sabe que Irlanda posee en Europa el récord del número anual de días nubla­ dos. Ulises remonta el curso del río Océano, llevado por la co­ rriente sobre una corta distancia y, a la vuelta, se deja llevar del mismo modo hasta el mar. Esta descripción corresponde perfectamente a esos ríos de Irlanda, cuya desembocadura —un valle invadido por el

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mar, como en Bretaña— es sensible a los movimientos de la marea. Ahora bien, en el caso presente, el río Foyle se encuentra a la distancia requerida, justamente al sur de la isla de Barra, y el río más arriba de Londonderry está, en efecto, formado por la conjunción de dos ríos, como precisa Ulises. Las po­ siciones relativas de la isla de Barra y de Irlanda del Norte están perfectamente conformes con la narración de Ulises y con la de Circe, quien le dicta su camino y la dirección que debe seguir, en la víspera de su partida. Revisando siempre con carácter retrospectivo el viaje de Ulises, me queda enla­ zar este episodio con la salida de la isla Eolia, y situar las desgraciadas aventuras en el país de los lestrígones. Una línea que una Madera (isla de Eolia) con la isla de Barra corta la costa Este de Irlanda en la provincia de Con­ naught, es decir, a la altura del paralelo 54. Ahora bien, yo ya había calculado que Ulises, navegando durante seis días y seis noches al dejar la isla de Eolia, franqueaba una distan­ cia igual a 3,5° terrestres en veinticuatro horas, o sea, 21 gra­ dos en los seis días. La isla de Madera al estar situada exacta­ mente sobre el paralelo 33, Ulises, pues, había llegado reco­ rriendo 21° dirección Norte, a los 54° de latitud. No es pues ne­ cesario buscar más lejos ese país de Telépilo habitado por los feroces lestrígones. Un examen más detenido de esa costa debería permitir localizar el puerto profundo y «famoso» de Lamos, «que flanquea por cada lado una roca a pico y conti­ nua; dos lados rígidos, uno frente a otro, avanzan donde la boca y no dejan más que una entrada estrecha». Pero el realce del nivel del mar desde aquella época, y que está muy marcado en Bretaña, ha podido modificar la apa­ riencia de los lugares, agrandar las bahías y los pasos. Las descripciones que hace Ulises del país de los lestrígo­ nes se aplican perfectamente a esa región de Irlanda: «País de montañas y costas recortadas, peñascos cayendo a pico sobre el mar y puertos profundos, muy abrigados del oleaje

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de alta mar». «Las olas nunca se hinchaban, ahí, ni poco ni mucho.» Ulises envía unos hombres de reconocimiento. Siguen un camino trillado, por donde los carros llevan a la ciudad la madera de las altas montañas. La curva queda cerrada y, en sus grandes líneas, el itine­ rario de Ulises puede ser objeto de un primer resumen serio. A partir de Grecia, Ulises boga hacia el Oeste, pasa el estre­ cho de Gibraltar, y luego, bordeando la costa de Africa, abor­ da «en el continente» en el país de los lotófagos, en la parte sur de Marruecos. Vuelve a salir el mismo día para llegar, por la tarde, a una isla del archipiélago canario frente a la isla de los cíclopes, o volcán del Teide. Después de una expedición en la isla de Tenerife, navega en dirección de Madera (isla de Eolia) a donde llega procediendo del Sudeste. Un viaje ficti­ cio Madera-ítaca, tiene simplemente por objeto situar en se­ guida la isla de Eolia con relación a Grecia, nueve días de navegación al Oeste. Desde ahí, Ulises singla hacia el Norte, llega a la costa Oeste de Irlanda, al nivel del paralelo 54, en el «burgo elevado de Lamos», en Telépilo, donde pierde todos los navios, excep­ to el suyo. Sin embargo, continúa «más adelante» en la mis­ ma dirección y aborda a la isla Barra, la más meridional de las Hébridas, buena posición estratégica para invernar y ex­ plorar las islas vecinas. El año siguiente, y en el mes de junio, «durante los días largos», en una jornada de navegación recto al Sur, aborda la costa norte de Irlanda, en el país de los cimerios cubiertos de H m m a , en la desembocadura del Foyle. Sube río arriba lle­ vado por el flujo ascendente de la marea, hasta el punto de con­ fluencia de los dos ríos. Se vuelve por la tarde, llevado por el río Océano y alcanza en una noche su base en la isla Barra. Al día siguiente vuelve a partir en dirección de la isla de Mull, hacia el Sudeste. En su camino da con la isla de Coll o de

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Tiree, isla de las Sirenas, e, inmediatamente después, con dos escollos de Caribdis y de Escila, batidos por el oleaje atlán­ tico. La gruta de la isla de Staffa causa gran impacto en su imaginación por su profundidad y los murmullos que de ahí se escapan. Las altas columnas de liso basalto lo impresio­ nan, y anota que es imposible escalarlas. Observa también que, mientras dura el día, el remolino de Caribdis se produce tres veces, es decir, una vez cada seis horas, puesto que el día tiene una duración de dieciocho horas en esa latitud, durante el solsticio de verano. Llega muy aprisa al brazo sur de la isla de Mull y queda bloqueado por los vientos del Sur y del Este. Parece que Ulises quiera hacemos saber que a partir de ese lugar, la isla de Trinacria donde la tripulación mató los bueyes de Helios, el camino de vuelta supone el viento del Norte. El navio es fulminado poco después de la salida y un fuerte viento del Sur obliga a Ulises a volver a pasar frente a Caribdis y Escila después de una noche de deriva. De allí, el viento del Sur o de Sudeste, que continúa so­ plando, lleva a Ulises, después de nueve días y nueve noches de deriva, a la costa de Islandia en su parte Sudeste, a 64° de latitud Norte y 16o de longitud Oeste, más o menos. Estamos en la lejana Ogygia, donde mora Calipso. Ulises reside varios años en aquella isla, luego, tras repa­ rar sus averías, vuelve a salir a últimos del verano. Toma cui­ dado de anotar que, en aquel país, la constelación de la Osa Mayor permanece enteramente visible. Vuelve a salir en direc­ ción Sur, cara a las Pléyades y dejando la Osa Mayor a mano izquierda. Navega ocho días en esa dirección, lo que permite alcanzar el grado 36 de latitud Norte, a la altura del estre­ cho de Gibraltar. Luego, una navegación a lo largo de ese pa­ ralelo en dirección Este durante nueve días, le permite regre­ sar a Grecia, a la isla de Corfú. En total, y desde Islandia, ha empleado diecisiete días. Desde Corfú, gracias a la ayuda de los feacios, alcanza Itaca en una noche. El viaje ha terminado

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y la continuación del relato tiene lugar en la isla de ltaca, sin equívoco posible. He aquí, pues el perfil general del itinerario, según se me ha revelado con el estudio del texto y de los mapas. Estoy convencido de que la verosimilitud de esta hipótesis de viaje y la concordancia, en sus grandes líneas, del texto de Homero y de las distancias señaladas sobre el mapa, me dan las mayo­ res posibilidades de ver confirmarse sobre el terreno el itine­ rario que supongo. Sin embargo, incluso si, como espero, ob­ tengo esta confirmación in situ, no hay que olvidar que, para descubrirlo, el texto no me ha sido suficiente. En varias oca­ siones sólo el examen de los mapas, de las posiciones relati­ vas de las islas, me permitió, por deducciones y cortes, eli­ minar las variantes sin salida y seleccionar el único camino que pudiera satisfacer a las exigencias del texto. Ahora bien, nada nos permite pensar, en el estado actual de nuestros conocimientos, que en aquella época se estable­ cieran mapas exactos. En tales condiciones, el itinerario vuelto a hallar demuestra que el viaje fue real, pero no es sufi­ ciente para probar que los contemporáneos de Ulises hubiesen sido capaces, con la ayuda del texto, de seguir la misma ruta. En efecto, con ese texto y en el estado actual de mi análisis, no es posible determinar la dirección a dar al navio, cuando no está indicada la dirección del viento. Este problema es muy importante. Si el texto no permite, por sí solo, seguir el itinerario, el sentido de la Odisea es muy distinto del de mi pri­ mera hipótesis. Ello significaría que esa relación del viaje es una aventura excepcional, cuyo máximo interés queda concen­ trado en el personaje de Ulises. Son sus virtudes de navegante, su valor y su astucia lo que se quiere exaltar y transmitir a la posteridad. El viaje sirve de soporte a esa aventura, las escalas y las direcciones seguidas no tendrían, en ese caso, más que un aspecto accesorio, no constituirían más que una decoración

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destinada a poner de relieve la actitud del héroe. Si, por el contrario, el texto sólo permitiera descubrir de nuevo perfectamente ese itinerario, dando de forma exacta para cada etapa la dirección a seguir y la distancia a reco­ rrer, el sentido de la Odisea sería totalmente distinto. Se trata entonces, bajo disfraz de una aventura personalizada, de des­ cribir con precisión un camino marítimo, que no debe parecer claro más que a los iniciados, camuflándolo bajo un barniz mitológico. Entonces, en tal caso, el verdadero tema de la Odi­ sea no es ya la relación de las aventuras de Ulises, sino el misterio de un secreto celosamente guardado y sólo accesible a los descendientes de los aqueos. Si, como creo, el texto de la Odisea tiene un sentido para los navegantes aqueos, si es de verdad un mensaje a ellos des­ tinado, resultará que me escaparon algunas informaciones. Así pues, cada vez que no está precisada la dirección de los vientos, debe existir un código que permita conocer la dirección a tomar. En cuanto a las distancias recorridas, el código resulta ya ahora bastante claro. Cada vez que la distancia es superior a una jomada de navegación, está expresada o en jomada de na­ vegación, o bien en jomada de deriva. Para las direcciones, en cambio, el nombre del viento: Bó­ reas, Noto, Céfiro o Euro, no está mencionado, por término medio, más que en un caso sobre dos, cuando la dirección a seguir corresponde a uno de los cuatro puntos cardinales. Me siento inducido a admitir que, en los demás casos, existe en el texto una clave que permitía a los aqueos comprender la di­ rección que debían tomar.

CAPITULO CUARTO

LO S SIG NO S DEL ZODIACO

En el momento en que me planteaba esas preguntas y cuan­ do trataba de descubrir cuál era el lenguaje utilizado por Uli­ ses para indicar las direcciones del espacio, se publicó un li­ bro titulado Géographie sacrée du Monde grec, escrito por Jean Richer. Rápidamente comprendí que podía proyectarse una nueva luz sobre la Odisea, a partir de la tesis sostenida por el autor. Éste piensa, en efecto, que desde la época de la Grecia arcaica existía una correspondencia entre las direcciones del espacio y los signos del Zodíaco. Generalmente, el mapa del cie­ lo y de las constelaciones proyectadas sobre la tierra, permitía, a condición de ponerse de acuerdo sobre la posición del punto central, indicar la dirección de una ciudad o de una región pre­ cisando el signo del Zodíaco que, en el mapa del cielo, se en­ contraba en la misma dirección. Por el hecho de su proyección sobre la tierra, la rueda zodiacal utilizada para la designación de las direcciones se presentaba entonces en el orden inverso del habitual. Los doce signos delimitaban, así, doce sectores de 30°, es decir, doce direcciones del espacio, de 30° en 3CF. Se obtiene, en el orden de las manecillas de un reloj, colo­ cadas evidentemente como las horas sobre un cuadrante, nu­ meradas de una a doce, colocando la hora duodécima en direc­ ción Norte:

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N CAPRICORNIO

Ï. 2. 3. 4.

Sagitario Escorpión Libra (ESTE) Virgo

5. Leo

6. Cáncer (SUR)

7. Géminis

8. Tauro

9. 10. 11. 12.

Aries (OESTE) Piscis Acuario Capricornio (NORTE)

Para Grecia, el centro del sistema así considerado era el templo de Delfos, lugar sagrado de la religión griega y de los oráculos. El autor llegó a esta conclusión analizando, de modo principal, los signos que figuran en las monedas de las más importantes ciudades griegas y las esculturas de los frontones de los templos. L#s coincidencias son, en efecto, sorprenden-

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tes. Parece evidente que ciertos lugares han sido escogidos como centros de un sistema de coordenadas polares, es decir, de líneas radiantes alrededor de un punto. Esas líneas habrían servido de referencias a los sacerdotes para orientar la colo­ nización griega, definir el emplazamiento de ciudades y tem­ plos, y decidir qué dioses debían ser honrados en aquellos lu­ gares, tomando en consideración la posición de la ciudad en la rueda zodiacal. Habrían existido tres centros: Delfos y Délos en Grecia, y Sardes en Asia Menor. El segundo, Délos, se encuentra sobre el meridiano de Ammonión en Egipto, célebre por su templo dedicado al dios egipcio Amón. Ese lugar, el actual oasis de Siwas, habría sido el punto básico de todo el sistema. Los dos otros centros, Delfos y Sar­ des, se encuentran a una y otra parte del meridiano de Am­ monión, a igual distancia de éste. Delimitan exactamente, para un círculo centrado sobre Ammonión, un sector de 30° correspondiente a un signo del Zodíaco, cubriendo los doce signos 360°. Observa, además, que Delfos y Sardes se encuen­ tran sobre el mismo paralelo. Parece que para el autor no existen dudas de que ese sistema de coordenadas se haya ex­ tendido hacia el Oeste, en el Mediterráneo occidental. En su hipótesis, la isla de Malta y la ciudad de Cumas, en Italia, habrían sido centros de referencia para esas regiones, desem­ peñando la misma función que Delfos o Délos para Grecia. La hipótesis del autor viene apoyada también por el hecho de que se encuentran sobre numerosos objetos antiguos de Oriente, de Egipto o de Grecia, motivos decorativos perma­ nentes: leones, grifos, cameros, toros, sirenas, etc., que tienen una significación astrológica. De siempre, ciertos temas han sido asociados a constelaciones, en general por mediación de representaciones animales, animales reales como el león o el toro, o míticos como los grifos, centauros o sirenas. En con­ secuencia, la elección del motivo de decoración sobre un vaso permite a los iniciados situar su lugar de origen.

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Se observa también que, en las leyendas griegas, abundan las alusiones a los signos astrológicos y que hasta aquí se nos ha escapado su auténtico sentido. La hipótesis expuesta en el libro de Jean Richer contribuye, acaso, a dar un principio de explicación. Esa lectura me incitó, entonces, a examinar la situación geográfica de los principales episodios griegos de la Odisea con relación a Delfos, que era el centro del sistema zodiacal para aquella región. Ulises está en Corfú y en ltaca; Telémaco en ltaca, Pylos y Esparta. Trazo entonces una línea recta juntando cada una de esas ciudades con Delfos. Compruebo entonces con sor­ presa que esas rectas cubren exactamente las direcciones zo­ diacales. De Corfú a ltaca, Ulises recorre, en una noche, exac­ tamente, un sector de 30°; de ltaca a Pylos, Telémaco recorre dos sectores, o sea, 60^. De Pylos a Esparta recorre todavía un sector de 30° (mapa n.° 2). En fin, cuando a la vuelta de Esparta, Telémaco se en­ cuentra a la puesta del sol en la punta Oeste de la Élide, fran­ quea todavía el límite de un sector de 30° en relación a Delfos. Observo, en fin, que Pylos está sobre el mismo paralelo que Délos. ¿Es una coincidencia? ¿O bien esas etapas de viaje han sido escogidas preferentemente a otras para sugerir el sistema de medida de direcciones que el autor quería utili­ zar, en este caso un sistema de doce direcciones haciendo entre ellas un ángulo de 30o? Es difícil pronunciarse, y no voy a arriesgarme a ello. Pero no sería como para sorprenderse si, ahí también, igual que para la determinación de la velo­ cidad del navio, el viaje de Telémaco a España sirviera de patrón para damos una nueva unidad de medida, en realidad la medida de las direcciones con relación a un punto de refe­ rencia tomado como base. Pero entonces, ¿los acontecimien­ tos mitológicos que salpican el viaje de Ulises, y que he pues­ to a un lado deliberadamente, las alusiones a los animales

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que forman parte del lenguaje astrológico, tendrían acaso una significación precisa sobre el plan geográfico? Tomando por base esta nueva hipótesis, vuelvo a la lectu­ ra del viaje de Ulises para sacar de él, en cada etapa, las es­ cenas que pueden ser asociadas a un signo del Zodíaco o que hacen intervenir un animal representativo de un signo o de un eje zodiacal. Siendo mis conocimientos en esta materia particularmente limitados, debo contentarme con un cuadro de corresponden­ cia sacadas del libro de Jean Richer. Después de nueve días de tempestad, Ulises llega a un con­ tinente, el país de los lotófagos, los que comen loto. Había situado ese país al sur de Marruecos, casi a la latitud de las Canarias, es decir, alrededor de 29° de latitud Norte. Observo inmediatamente que esta latitud es la del oasis de Siwas, la antigua Ammonión, base, según Jean Richer, del sistema de coordenadas para el Mediterráneo. La alusión al loto, o nenú­ far de Egipto, ¿no significaría, entonces, que es preciso bor­ dear la costa de Africa hasta la latitud del principal santuario de Egipto, base del sistema de coordenadas geográficas de aquella época? Pasemos al país de los cíclopes. Encerrados en el antro del gigante Polifemo, Ulises y sus compañeros deben su vida a los carneros que Ies permiten escaparse de la gruta. ¿Esta alusión al carnero significa que el país de los cíclopes se en­ cuentra en la dirección de Aries, es decir, al Oeste con rela­ ción al precedente? Lo que es geográficamente exacto cuando se identifica el archipiélago de los cíclopes con las Canarias. Ulises vuelve a la isla de Fuerteventura y de ahí boga hacia la isla de Eolia o isla de los vientos. Ahora bien, en el lenguaje astrológico, el viento y el aire están asimilados a Acuario, signo de aire. Sorprende com­ probar, entonces, que para llegar a Madera la dirección a

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tomar sea exactamente la de Acuario, o sea, hacia el noroeste trazado un ángulo de 30° en dirección Norte. A partir de Madera, Ulises se dirige, unos grados más o menos, hacia el Norte para llegar al país de los lestrígones, que son descritos como gigantes, y la hija del rey toma agua del río de la «fuente de la Osa». Pero, según Jean Richer, la alusión al gigantismo y a la Osa Mayor indica la dirección Norte, lo que confirma mi itinerario. La próxima etapa es la isla donde mora Circe. La maga Circe está rodeada de bestias salvajes: leones, lobos, etc., que ella mantiene bajo su hechi­ zo. La identificación de Circe con la diosa Artemis, dueña de las bestias salvajes, es aquí evidente. Más aún: Artemis esta­ ba tradicionalmente acompañada por una cierva. Ahora bien, jes de la isla de Achill, país de los lestrígones, hasta la isla Jean Richer, en su explicación de la leyenda del río Alfeo, si­ guiendo a Artemis, admite que se trata de una alusión al eje Géminis-Sagitario (Sudoeste-Noroeste) trazando un ángulo de 30° en dirección Norte. Una excelente confirmación de esta hipótesis viene dada en la Odisea por el mismo Homero quien cita, en el canto XV, verso 478, «Artemis, la Sagitaria...» Es, pues, una vez más sorprendente comprobar que, desde el extremo oeste de Irlanda, a la altura del paralelo 54, para­ jes de la isla de Achill, país de los lestrígones, hasta la isla de Barra, isla de Circe, es preciso tomar con exactitud una dirección de 30° Este con relación a la dirección Norte, es decir, precisamente la dirección Sagitario, según la rueda zo­ diacal. Desde allí, empujado por el viento Bóreas o viento del Norte, Ulises se dirige en línea recta al Sur, en Irlanda del Norte, hacia el país de los cimerios para evocar a los muer­ tos en la sombría estancia de Hades y de Perséfone guardia­ nes de los Infiernos. Ahora bien, en las leyendas griegas, la bajada a los Infiernos estaba tradicionalmente situada en el cabo Tenaro, extremo sur de la península del Peloponeso, exactamente sobre el meridiano de Delfos, en dirección recta

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hacia el Sur con relación a Delfos. Después de su vuelta al lado de Circe, Ulises vuelve a par­ tir hacia el Sudeste en dirección a la isla de las Sirenas. La presencia de las Sirenas, que en aquella época están siempre representadas bajo forma de pájaros, según Jean Richer es una alusión al eje Acuario-Leo, que representa una dirección Noroeste-Sudeste, haciendo un arco de 30° con el eje Norte-Sur. Una vez más, es fácil comprobar sobre el mapa que, según mi itinerario, es esta dirección la que debe seguir Ulises al dejar la isla de Barra para llegar a los escollos de Caribdis y Escila. Y ahora el próximo personaje mítico con quien nos encon­ tramos no es otro que la misma Escila, espantoso monstruo marino de seis cabezas, que recuerda extrañamente a la hidra de Lema que venció Hércules en un pantano de la Argólida, en Grecia. Ahora bien, la hidra resulta ser, a la vez, una isla griega y una constelación próxima de la de Leo, que indica una dirección Sudeste formando un ángulo de 30° con el Sur. La isla de Hidra, en Grecia, y la Argólida, donde está Lerna, se sitúan en esta misma dirección con relación a Delfos. A su vez, la isla de Staffa y su mugiente gruta, se sitúan exactamente en la dirección de la constelación de la hidra próxima a Leo sobre la rueda zodiacal, con relación a la isla de Coll, de donde Ulises acaba de salir. Pasando ante Staffa, el navio no puede hacer más que di­ rigirse a la isla de Mull. En esa isla de Trinacria nacen los bueyes y las ovejas inmortales pertenecientes a Helios Hiperión. En Grecia, la isla de Sérifo, que estaba consagrada a He­ lios, se encuentra al sudeste de Delfos; igual posición para la isla de Mull, que envuelve en parte la isla de Staffa, principal­ mente por el Sudeste; pero ahí el sentido es menos evidente, tanto más que la alusión a los bueyes haría más bien pensar en la constelación de Tauro, que significa Sudoeste. Ciertos nombres pueden tener también un sentido que por ahora se

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me escapa. Así, en la isla de Trinacria pacen 7 rebaños de 50 bueyes y otras tantas ovejas, o sea, dos veces 350 bestias. Igualmente, cuando Ulises aborda en la primera isla del ar­ chipiélago de los cíclopes, se matan 118 cabras para alimentar a Ulises y sus hombres. ¿Acaso se trata de datos en un calen­ dario desconocido? Después de la matanza de los bueyes, ¡oh prodigio!, los despojos se animaron y se pusieron en marcha, probable­ mente para mostramos, sin lugar a dudas, su carácter inmor­ tal. Ahora bien, me entero, por otra parte, que en aquella época de fines de la Edad de Bronce, los lingotes de metal precioso eran a menudo vaciados en forma de pieles de bue­ yes. Este hecho ha sido probado por excavaciones arqueoló­ gicas, donde los vestigios recogidos han podido ser fechados como de aquella época. El metal podía ser considerado, en su calidad de materia, como inmortal, aunque tomara formas distintas según el tra­ bajo de los herreros. Igualmente, la relación entre los meta­ les y los rayos del sol era también una creencia bastante extendida. En fin, el buey sirvió de representación para las primeras monedas y el mismo nombre de la pieza antigua —aes— deriva de él. En lenguaje simbólico, esas pieles de bueyes acaso signi­ ficaban lingotes de metal precioso, para los iniciados, y la matanza de bueyes inmortales en esa isla de Trinacria que parece ser el objetivo del viaje, se traduciría por el pillaje de metal precioso que se llevaron los compañeros de Ulises. Más adelante intentaremos, a la luz de los conocimientos arqueológicos actuales concernientes a últimos de la Edad de Bronce, dar con el significado de la ruta marítima que nos es descrita. Por ahora limitémonos a comprobar que el itine­ rario a seguir es relativamente fácil de comprender para los iniciados, a partir del momento en que se quiera admitir que las direcciones estaban dadas por alusiones a constelaciones del Zodíaco y por la indicación de los vientos.

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En cuanto a la distancia a recorrer en una dirección de­ terminada, está indicada en días de navegación cuando ésta es superior a una jomada de veinticuatro horas; siendo dada la escala de distancia para una jomada por los viajes de Telémaco en Grecia, donde las distancias son conocidas. Pero a continuación, para la vuelta, ¿por qué ese naufragio al salir de la isla de Trinacria? Puede interpretarse fácilmente como un signo nefasto relativo a la dirección seguida por Ulises. Todavía hoy conservamos el hábito de colocar una calavera y tibias entrecruzadas cuando queremos impedir el paso a causa de un peligro. El adivino Tiresias, que ha indicado su camino a Ulises, ha precisado que éste debe pasar ante la isla de Trinacria sin matar los bueyes de Helios. Según mi interpretación, ello puede significar que ese camino marítimo es aceptable para un navio no cargado, es decir, en posesión de todas sus po­ sibilidades de maniobra. Desgraciadamente, los compañeros de Ulises no resisten a la tentación y el castigo de Zeus se abate sobre el navio. En consecuencia, eso puede significar que, si el navio está cargado, es preciso no tomar la dirección seguida por Ulises al salir de la isla de Trinacria. ¿Cuál era, pues, esa dirección nefasta? Es fácil de determinar: se trata del Sudoeste. En efecto, Ulises rehúsa dejar la isla de Trinacria en tanto que los vientos soplen del Sur y del Este que, sin embargo, lo em­ pujarían en la buena dirección, es decir, la Noroeste. Los vientos cambian, abandona la isla, luego se levanta viento de Oeste, el navio se hunde, y en seguida los restos son empuja­ dos por el viento del Sur durante toda la noche para llegar a Caribdis y Escila al amanecer. El punto del naufragio se encuentra, pues, ligeramente al sudoeste de Caribdis y Escila. La dirección feliz está, pues, opuesta a aquélla. Ahora bien, en lenguaje astrológico y en el sistema de referencia zodiacal utilizado para indicar las direcciones, una dirección está representada por un eje zo­

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diacal, Norte-Sur, por ejemplo, y la dirección que se encuen­ tra «en oposición» con ésta es perpendicular a la precedente, es decir, Oeste-Este. En consecuencia, la dirección a tomar está indicada por el signo que está en oposición con el eje Noreste-Sudoeste, es decir, el eje Noroeste-Sudeste, que le es perpendicular. Como sea que los restos del navio son empujados por el Noto, o viento del Sur, la dirección a seguir no puede ser más que la Noroeste, es decir, la de Islandia. Por otra parte, la direc­ ción exacta viene dada de todos modos por la deriva de nueve días explicada por Ulises en un viaje imaginario alrededor de Creta. La muerte del piloto, ocurrida durante el naufragio, demuestra que a partir de ese instante debemos cambiar de guía. En efecto, en aquella época era el piloto quien estaba encargado de calcular el camino según la posición de los astros. Ese otro guía no puede ser, lo decimos una vez más, otro que la transposición a Grecia de la deriva del navio que pro­ porciona al lector atento la dirección y la distancia a la vez. El sentido queda claro: el navio cargado con los despojos de los bueyes de Helios ha sido fulminado cuando emprendía el camino de vuelta en dirección Sudoeste, es decir, cuando intentaba reemprender el itinerario seguido en el viaje de ida. El navio cargado debe, pues, ayudado por el viento del Sur, volver a pasar ante Caribdis y Escila, lo que es geográfi­ camente exacto. Llegados a la isla de Ogygia, en Islandia, pueden tomarse prestados al lenguaje astrológico otros detalles referentes a la gruta de Calipso. ¿La presencia de la viña sobre la pared de la caverna? Una alusión a Dionisio. Ahora bien, el mismo Dionisio encuentra a menudo un lugar entre los demás signos astrológicos, sobre los vasos o los pendientes. Su posición en la mayor parte de los casos queda vecina de la del signo de Acuario, lo que corresponde, según la rueda zodiacal uti­ lizada con anterioridad, a una dirección Noroeste, que es

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exactamente la de Islandia a partir de Escocia. Para la vuelta de Islandia, las indicaciones de dirección, como hemos señalado ya, están basadas en la posición de las constelaciones en relación con la marcha del navio, la Osa Mayor y las Pléyades. El cálculo demuestra que Ulises se dirige hacia el Sur. Esa ruta es fácil de seguir para un velero. En verano, las altas presiones están centradas sobre Islandia y los vientos domi­ nantes que, en el hemisferio Norte, se inclinan en el senti­ do contrario a las agujas de un reloj, soplan a partir de esa zona de alta presión en dirección Sur, y luego, llegadas a latitudes más bajas, tienden a orientarse hacia el Este. El periplo atlántico de Ulises tiene la forma, pues, de un largo bucle estirado en el sentido Norte-Sur, que recorre en sentido contrario a las agujas de un reloj, subiendo hacia el Norte al empezar el verano y volviendo hacia el Sur en otoño. La vuelta en dirección Oeste-Este desde un punto situado en el alta mar de Gibraltar hasta Grecia, no presenta proble­ mas particulares gracias a los vientos dominantes del Oeste que, en aquella estación, se llevan el navio hacia el Este. Ya cuando desde la isla de Eolia, Ulises intenta por primera vez volver a Itaca, el texto dejaba entender que vientos regula­ res habían empujado durante nueve noches y nueve días el navio en dirección Este. En fin, la llegada a la isla de Corcyra vuelve a proporcio­ nar la ocasión de verificar el código de las constelaciones. El primer personaje que encuentra Ulises al llegar a Corfú es Nausicaa y sus compañeras, venidas al río a lavar la ropa. En el canto VI, verso 100 y siguientes, Ulises cuenta: «No bien hubieron comido Nausicaa y sus esclavas, despojáronse del velo que cubría sus cabezas y jugaron a la pelota; y entre ellas, Nausicaa, la de los brazos de nieve, comenzó a cantar. Como Artemisa, la Sagitaria, sobre el escarpado Taigeto o el Erimanto...» Aquí hay, pues, una clara identificación entre

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Nausicaa y Artemis la Sagitaria. Como hemos visto, la direc­ ción Sagitario designa el eje Sudoeste-Noroeste, formando un ángulo de 30° con el Norte. Es, exactamente, la dirección se­ guida por Ulises para llegar a Corfú, después de haber dobla­ do la punta sur de Sicilia. Ahora se impone hacerse una pre­ gunta importante: ¿se puede admitir, en el plan de la navegación pura, que el itinerario descrito constituya una ruta marítima lógica para el velero que va del Mediterráneo a Es­ cocia y vuelve de allí? Esto es algo fundamental. Si la res­ puesta es afirmativa, el viaje de Ulises podría ser muy bien la descripción de una ruta marítima que ciertos navios hu­ biesen utilizado ya a partir de aquella época, es decir, en el siglo X II a. J. C. Cuando Ulises califica de «puerto famoso» el burgo elevado de Lamos, en el país de los lestrígones, ¿no da a entender que aquel puerto es conocido de todos los mari­ nos? Si, por el contrario, se estima que este itinerario no pre­ senta unidad de continuación y de lógica sobre el plan de la navegación a vela, es preciso admitir que aquel viaje fue ex­ cepcional, y el sentido de la Odisea es distinto. En este de­ bate, parece que el itinerario descrito para llegar a Irlanda y a las islas escocesas presenta las ventajas de que Ulises pueda aprovecharse de la corriente de las Canarias a la sali­ da del estrecho de Gibraltar, luego de isla en isla hasta Ma­ dera, de avanzar lo suficiente por el Atlántico para poner proa al Norte, sin arriesgarse a ser rechazado sobre la costa ibéri­ ca por los vientos de Oeste dominantes. Por el contrario, a la vuelta, ¿representa interés el rodeo por Islandia? Cierto es que, cuanto más difícil es el manejo del navio, más cuidado debe tener el navegante de la dirección de los vientos y de las corrientes. En aquella época debía ser prefe­ rible efectuar una larga vuelta, efectuando un recorrido su­ plementario a remo, para llegar a un punto desde donde se estuviera casi seguro de ser empujado por los vientos favo­ rables hacia el destino final. Si aquella dase de navio, además de la navegación con

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viento en popa podía, como máximo, navegar en una direc­ ción perpendicular a la dirección del viento, sin poder remon­ tarse más allá, fácilmente nos percatamos de que el golfo de Vizcaya, a la vuelta de las Islas Británicas, podía representar una verdadera trampa, cuando los vientos atlánticos soplan sin interrupción del Oeste. Les es difícil, entonces, doblar el noroeste de la península Ibérica, la actual Galicia, antes de bordear la costa de Portugal en el sentido Norte-Sur. En cam­ bio, una navegación a partir de Islandia en dirección Sur hasta la latitud conveniente y luego hacia el Este, no parece plantear ningún género de problema. Dejo abierto este de­ bate.

CAPÍTULO QUINTO

A LA B U S C A DE CIRCE Y DE ES C ILA

Acabo de despegar de Túnez, Cartago. Miro cómo se aleja la colina de Birsa que domina el golfo de Túnez y los dos puertos púnicos en forma de semicírculo, que se comunican con el mar por un estrecho canal. Al pie de esta colina es donde la reina Dido, según la leyenda, huyendo de Tiro, en Fenicia, fundara Cartago, más de ocho siglos a. J. C. Esa co­ lina, unos siglos más tarde, con una población de 700.000 ha­ bitantes, se convertía en un gran mercado del Mediterráneo occidental, almacén y centro de tránsito entre el Atlántico y el mundo griego. Tomada y arrasada por los romanos, luego reconstruida, hoy queda poco de aquella metrópoli. Las vi­ llas y los jardines, escalonados en las pendientes, descansan hoy sobre montones de ruinas. Después de la inmensa playa de Rauad, el Coronado de la «Swisair» toma la dirección Norte, dejando a nuestra iz­ quierda las ruinas de Ütica hundidas por los aluviones del Meyarda. La vía romana, que sale de la ciudad hacia el Norte, bordea los antiguos puertos enarenados y desemboca en el puente romano, donde no quedan más que los inútiles mon­ tones sobre una ciénaga, ahora no regada por ningún río. La costa se aleja a la izquierda, los lagos de Bizerta y de Ichkel brillan todavía al sol en esta última hora de la tarde. Ahora tenemos el mar a nuestro pies, azul sombrío, salpicado de blancas crestas. Pronto llegaremos a la costa sur de Cerdeña, y sé bien que en ese momento, entre Túnez y Cerdeña, cruzo,

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por primera vez, el itinerario de Ulises. Ulises recorrió este mar tres veces a la ida, en los dos sentidos y una vez a la vuelta, en el sentido Oeste-Este, para llegar a la isla de Cor­ cyra (Corfú). Me imagino por un instante la flota de doce navios negros, largos y de velas deshilacliadas, dirigiéndose hacia el Oeste, empujados por un viento favorable que hincha sus velas cuadradas, con unos cincuenta hombres en cada navio. De momento no tienen que intervenir los remeros. Delante están los pilotos expertos en astronomía, familiari­ zados con las rutas marítimas, de las corrientes y de los vien­ tos. Detrás, un hombre al timón, constituido por un largo remo mantenido en posición oblicua sobre un lado del navio. Acaban de bordear las conocidas costas de Sicilia y, navegan­ do día y noche, esperan franquear, dentro de cuatro días, las columnas de Hércules exploradas por sus antepasados, siglos atrás, i Qué magnífica escuadra, portadora de grandes es­ peranzas! Qué sacrificio y qué audacia para sus tripulaciones, marineros y comerciantes de las islas de la costa oeste de Grecia, ítaca, Zante, Cefalonia, etc. El Coronado ahora vuela sobre Cerdeña, donde los hallaz­ gos arqueológicos que datan de la época cretense y micénica atestiguan la existencia de intercambios comerciales con Grecia, unos siglos antes de la época de la guerra de Troya. Para encontrarme con Ulises y sus compañeros, no estoy obli­ gado, como ellos, a dar largos rodeos a fin de tener en cuenta las corrientes y los vientos. Prefiero poner proa al Norte y seguir el itinerario de Hermes, que utilizaba, como yo, la vía aérea. Esa «línea» de Hermes representa un eje Sudeste-No­ roeste a partir del Olimpo. Después de las caletas color rojo sangre de las Isla de la Belleza y la luminosa blancura de los Alpes, la escala de Ginebra me permite volver a encontrar el itinerario de Hermes. El Trident de la «British European Airlines» nos lleva ahora, a través de la noche, hacia el No­ roeste. París centellea, luego viene la inmensa extensión de Londres de límites indefinidos, cuadriculados por redes de

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farolas naranjas o amarillo claro. Unos días más tarde, el vuelo Londres-Glasgow me lleva a Escocia. He escogido, en efecto, del itinerario de Ulises, los puntos más característicos para verificar mi hipótesis sobre el terreno. Sobre todo, quie­ ro intentar dar con los célebres lugares de Caribdis y Escila, que están descritos con tanta precisión. Aquí, en Escocia y en el norte de Irlanda, se sitúan, según mis cálculos, los prin­ cipales episodios del viaje de Ulises: el desdichado contacto con el pueblo de los lestrígones, la invernada en la isla de Circe, la ida y vuelta Norte-Sur al país de los cimerios, el paso ante la isla de las Sirenas, y luego, inmediatamente des­ pués, el remolino de Caribdis y la gruta de Escila, la isla de Trinacria o del Tridente. Glasgow nos servirá de base de partida para explorar esta región. Esa ciudad es «un ángel bajo un rostro negro», nos dice el piloto de la «B. E. A.». En efecto, las fachadas negras de los inmuebles construidos a fines del siglo xix, cuando empezó la industrialización que aumentó la población de esta ciudad, en algunas décadas, a más de un millón de habitantes, dan una impresión exterior siniestra, pronto desmentida por la tradicional hospitalidad escocesa. Nuestro primer objetivo es la isla de Barra, lugar de la supuesta estancia de Ulises en compañía de Circe. La isla forma parte del archipiélago de las Hébridas Exteriores, es decir, de las más alejadas de la costa escocesa hacia el Noroeste. Un vuelo de una hora y diez minutos me permitirá llegar ahí y sobrevolar la supuesta zona de Caribdis y Escila. El avión que nos espera es un Heron cuatrimotor, que permite llevar catorce pasajeros, siete a cada lado de un pasillo central. La poca altitud del vuelo (6.000 pies, o sea, alrededor de los 2.000 metros) y la anchura de las ventanillas permiten una excelente visibilidad... sobre el mantel de nubes que forman como un techo abajo, a unos centenares de metros. Sobre el mar, el cielo está más despe­ jado, aparecen las islas y las playas. Atisbo el paisaje al pasar por encima de la isla de Staffa y de su célebre gruta, cuyas

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coordenadas geográficas concuerdan con las proporcionadas por el cálculo. Localizo perfectamente la isla y su gruta gigante, pero en lo que concierne al remolino de Caribdis... nada. El mar parece muy tranquilo a su alrededor, pero espero efec­ tuar luego averiguaciones sobre el lugar. Examino, sobre todo, la línea de islotes que sobrevolamos, inmediatamente después de Staffa. Se trata de las islas Treschnish, que tienen el mé­ rito de hallarse sobre el eje Sur-Este conveniente con rela­ ción a Barra, para identificarse con los célebres escollos. Su escasa altitud y su agradable aspecto no parecen correspon­ der a la descripción de Homero. Experimento cierta decep­ ción y vacila mi seguridad. No obstante, el haz de pruebas acumuladas designa incontestablemente esta región. A la vuelta, proseguiré esta investigación. Veamos, de antemano, Barra. La isla se acerca, bastante elevada, pero con suaves y regulares declives, con playas blancas, con sombríos cabos de peñascos y landas punteadas de blancos corderos. El avión se dirige hacia la punta norte de la isla, a escasa altitud, pro­ vocando la huida de una multitud de aves marinas y de co­ nejos silvestres, cuyas madrigueras horadan la colina como una esponja. Como era de presumir por el examen del mapa de la isla y las chanzas cambiadas entre el piloto y los pasa­ jeros del avión, que dan la impresión de conocerse todos, no hay pista de aterrizaje. Después de una primera pasada por encima de una barraca de tablones, que ostenta orgullosa un cartel en el que se lee «Aeropuerto», a cargo de un joven que hace señales con los brazos, el piloto nos hace aterrizar... en una playa salpicada de charcos de agua del mar. La presencia de cascarones en la arena confiere a ésta un bello aspecto. Visiblemente, somos los únicos turistas entre los pasajeros del avión y el piloto nos propone, con perfecta naturalidad, dar la vuelta a la isla cuando nos volvamos. Un taxi nos espe­ ra y, a través de la única carretera circular, nos lleva a la costa Sur, a Castelbay, donde nos hospedamos en casa del hombre que vive ahí, puesto que el único hotel de la isla se

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incendió hace poco. En el centro de la bahía, sobre tin pe­ ñasco, un castillo proporciona la nota romántica indispensa­ ble. La isla perteneció al clan de los Mac Neil, temibles pira­ tas del siglo XVI. El actual descendiente de los Mac Neil, un arquitecto americano, sigue habitando en el castillo duran­ te los meses de verano. La isla mide unos 10 kilómetros de diámetro. El punto culminante, hacia donde emprendemos en seguida la ascensión se eleva por encima de Castelbay en la parte sur de la isla a 1.260 pies, o sea, un poco más de 400 metros. Avanzamos lentamente por entre los brazos, bajo un cielo azul y un sol violento. En la cima, la vista panorámica permite, efectivamente, ver el mar por todos lados envolvien­ do la isla. Hacia el Sur, de donde vino Ulises, el puerto de Castelbay protegido por las islas está efectivamente muy abrigado. Ulises dice: «Allí fuimos llevados a la costa por nuestra nave en silencio, a un puerto hospitalario para las embarcaciones.» Más adelante añade: «He visto, subido a una cumbre rocosa, la isla alrededor de la cual el mar infinito for­ ma una corona. La isla es llana. En su centro he visto con mis propios ojos una humareda a través de un espeso enci­ nar y un bosque.» Es difícil calificar de llana la isla de Barra. Pero también habla Ulises de un peñasco rocoso y de peque­ ños valles, lo que parece indicar cierto relieve (mapa n.° 8). Desde la cima se distingue muy bien, al fondo de un valle orientado al Sudeste, un bosquecillo de pinos y de sicómoros. Si no hay ya encinas en la isla, éstas, en cambio, están muy extendidas en la costa oeste de Escocia. De todos modos, de tres milenios para acá, los árboles de las islas Hébridas han sido talados para proporcionar la madera necesaria en la cons­ trucción de navios, así como para combustible y el pastoreo. «La isla es arbolada», dice Ulises. Actualmente quedan tres pequeños bosques de algunas docenas de árboles, compren­ dido el bosque que veo en el valle de Circe (pronunciar Kir­ ke). A ese respeto es interesante notar que la consonancia Kirk es en extremo frecuente en gaélico, antigua lengua celta de

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uso corriente en las Hébridas y en ciertos lugares de Ia Escocia no insular. La principal localidad de las islas Shetland al norte de Escocia se llama Kirkwall. Esa raíz, Kirk, vuelve a encontrarse muy a menudo en los nombres de lugar en Ir­ landa y en Bretaña. Ahora bien, actualmente se admite que los gaélicos, el más antiguo de los pueblos celtas, invadieron las Islas Británicas hacia 1300 a. J. C., es decir, más de un siglo antes de la caída de Troya, que está en el primer canto de la Odisea. En tal caso, Kirke podría ser el nombre de una diosa local que los aqueos asimilaron a Artemis, señora de las bestias salvajes, que va acompañada de un ciervo. Empezamos a bajar por el lado sudeste, en dirección a una piedra alzada de la que varias muestras, localizadas en la isla de Barra, atestiguan que el poblamiento de la isla se re­ monta, al menos, al segundo milenio a. J. C. Aquel pueblo, con­ temporáneo de los aqueos, dejó otras trazas de su actividad en la costa oeste de la isla, de modo especial en dos lugares, en la parte sur de esta costa y en el extremo norte al término de una larga playa de blanca arena. Recorriendo esta costa por la tarde, a la espera de la puesta de sol, descubrí los ves­ tigios de dos fortificaciones prehistóricas, situadas ambas so­ bre cabos desde donde la visibilidad permitía cubrir toda esta costa oeste, orientada hacia el Atlántico. Se trata de construo ciones circulares formadas por bloques tallados groseramen­ te, levantados sin cemento ni mortero. En algunas de ellas se han encontrado trazas de fuego lo suficientemente potente como para vitrificar la arena o la piedra. ¿Se trata, acaso, de vestigios de una antigua actividad metalúrgica? Pero la locali­ zación de esas fortificaciones sobre cabos próximos al mar de­ jaría suponer, más bien, que se trata de una actividad vincu­ lada con la navegación. ¿Eran, acaso, faros cuyo fuego era alimentado con leña? Es difícil imaginar una navegación activa con semejantes instalaciones, en esas islas situadas en el fin del mundo y en una época tan remota. Sin embargo, queda un hecho cierto:'

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la presencia de piedras alzadas, de varios dólmenes y de cons­ trucciones en círculo, que recuerdan el culto solar, atestigua que esas islas estaban pobladas en la época que nos interesa y que la densidad de este poblamiento indica actividades eco­ nómicas susceptibles de mantener aquella población. Hacia las diez y cuarto de la noche, hora local, el sol des­ ciende sobre el mar, la fortificación prehistórica se esfuma y, en el largo crepúsculo volvemos para atrás a través de las landas de brezales y de las baldosas de granito redondeadas y estriadas por la erosión glaciar. Paisaje familiar de los Al­ pes por encima de los mil metros, y que aquí se encuentra a orillas del mar. Entonces me vuelve a la memoria aquel pasa­ je de la Odisea en el que Ulises, al describir los accesos a Caribdis y Escila, precisa que la roca es lisa y se diría como «pu­ lida». Pienso que ese término no puede aplicarse mejor que a esas baldosas pulidas por los glaciares. Ahora bien, las úni­ cas regiones de Europa donde la roca ha podido ser pulida por los glaciares al borde del mar son Escandinavia y Esco­ cia. Esta observación me confirma que estamos en la buena pista. Heme aquí henchido de esperanza para la segunda eta­ pa de nuestra busca, que concierne a Caribdis y Escila. Al día siguiente volvemos a salir en dirección al cabo que marca el rincón sudeste de la isla, con la segunda intención, hipotética si no insensata, de encontrar algún vestigio del lugar de la sepultura de Elpenor, el marinero borracho que Ulises incineró y luego enterró en un túmulo «en el punto más ele­ vado del cabo». Hubiesen grabado una piedra para señalar el emplazamiento. Ese cabo se llama el Beinn nan Chaman, y lo he escogido en razón de su situación avanzada hacia el Sudes­ te, es decir, hacia Grecia. Creo, en efecto, que un jefe de expe­ dición lejana tendría interés, en semejantes circunstancias, en colocar la sepultura en una cima fácilmente reconocible en lo sucesivo, cuando otros querrán verificar su paso por aquellos

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lugares, lo que explica la frase de la Odisea, «en el punto más elevado del cabo». Creo también que en aquella altura debe escogerse con preferencia el declive que está orientado hacia la tierra natal. Subimos por esos dulces declives poblados de brezales, manchados aquí y allá por algunos cadáveres de cor­ deros despedazados por las aves. Desde la cima echo un vistazo sobre el mar infinito, hacia Grecia, luego bajo algunos metros en esta dirección. La cum­ bre está circundada por una gran pared vertical, inclinada en dirección al mar. Observo entonces, en el centro de esta pared, un espacio rectangular, de varios metros de longitud. En el interior, la superficie de la roca presenta una serie de fisuras, ora rectilíneas, verticales u horizontales, e incluso redondea­ das. Eso, ¿es natural? ¿0 bien se trata de una antigua inscrip­ ción a la que se habría querido proteger de la erosión volvien­ do a abrir la pared vertical para conseguir un cuadro protec­ tor? Es tan difícil creer en ello como pronunciarse. Existe efectivamente al pie de la pared y en lo alto de la pendiente orientada hacia el Sudeste, un montículo formado por un conjunto de gruesas piedras colocadas en sentido vertical. No puedo dejar de imaginarme que ahí está, acaso, la urna que contiene las cenizas de Elpenor. Dejo ese lugar a pesar mío. Me gustaría quedarme un rato más. A la vuelta, en casa de nuestra amable hospedera de Castelbay, hago un resumen men­ tal de los resultados obtenidos en la exploración de Barra, antes de volver a subir al Heron en el aeropuerto de la playa de la costa norte. No estoy decepcionado, puesto que he dado con la mayor parte de las condiciones requeridas para que esta isla pueda ser considerada como la de Circe. En primer lugar, su localización en la prolongación de la etapa prece­ dente que había llegado hasta el oeste de Irlanda. Luego, la presencia de una tierra y de un río de desembocadura pro­ funda a una jomada de navegación hacia el Sur. En fin, sus dimensiones: ni demasiado grande, porque de otro modo no podría verse, desde la cumbre, el mar formando una corona;

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ni demasiado pequeña, porque sus recursos no hubiesen per­ mitido a una población local y a sus huéspedes de paso inver­ nar en buenas condiciones. Es verosímil la existencia de enci­ nares produciendo bellotas para la cría de cerdos. El Heron se hace esperar. No ha podido despegar por mor de incidentes técnicos, nos comunica la encargada de la «B.EA.», en su despacho del aeropuerto edificado con tablo­ nes que, mientras vigila con el rabillo del ojo el escalfador donde prepara el té para el piloto en cuanto aterrice, cumple, a la vez, las funciones de oficina de registro de equipajes para los viajeros y de torre de control. Para engañar la espera, la encargada nos propone ir a tomar el té en una confortable al­ quería, próxima a la playa que sirve de campo de aterrizaje, lo que aceptamos gustosos, puesto que está lloviendo. Tres horas más tarde, el Heron surge de entre las nubes y se posa sobre la arena, produciendo salpicones al pasar sobre charcos de agua. Tras despegar, el avión se eleva lentamente sobre el mar y, al poco tiempo, vemos quedarse atrás la cumbre más elevada de la isla, sus extensas playas blancas, sus cabos y sus caletas. Una hora más tarde, después de haberse deslizado por un valle entre colinas sembradas de blancos corderos, el Heron aterriza en Glasgow. La primera etapa de la busca so­ bre el terreno ha terminado. Va a empezar la más importante. Un día en Glasgow me permite, tras vagabundear por los callejones que rodean Buchanan Street, comprar en una libre­ ría especializada unos mapas confeccionados por el servicio cartográfico del Estado Mayor, así como un libro que me pa­ rece bien documentado sobre el mar de las Hébridas y sus islas (mapa n.° 9). Luego nueva salida, esta vez terrestre, a lo largo del Loch Lomond, que se introduce en las montañas en dirección Norte. El autobús escocés atraviesa collados desolados, con un cielo bajo, y nos deja en el pequeño puerto de Oban, en la costa

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oeste de los Highlands. Ahora se trata de acercarse lo más posible a la zona su­ puesta de Caribdis y Escila, cuyas coordenadas me han sido dadas por un cálculo de distancia a partir de Islandia. En efecto, nueve días de deriva habían llevado a Ulises a Islandia a partir de este punto. La narración de la deriva idéntica he­ cha en el Mediterráneo a partir del sur de Creta hasta el país de los tesprotes me permitió determinar cierto número de gra­ dos recorridos en latitud y en longitud. Deduciéndoles de las coordenadas de un punto de la costa oriental de Islandia, ob­ tuve para Caribdis y Escila un punto muy próximo de la isla de Staffa, célebre por su gruta de Fingal. ¿Se trataba de la gruta de Escila? En tal caso, debía encontrar en ese lugar dos islas de desigual altura y, cerca de la gruta, el remolino de Caribdis produciéndose tres veces durante el día. Dejando Oban, nuestro navio penetra en el Sound of Mull, largo estrecho que separa la isla de Mull de la Escocia no in­ sular. Dejamos a nuestra izquierda, en un extremo de la isla de Kerrera, una colonia de focas que se dejan caer por los peñascos y nos miran con simpatía. Después de la escala de Tobermory, ponemos proa al Sur para dar la vuelta a la isla de Mull y acercamos a los «Tresnish», una serie de islotes que se encuentran dentro de la zona de búsqueda, por dos razones. Por una parte, sus coordenadas geográficas son las dadas por el cálculo de que hablé más arriba; y por otra parte se encuentran como la isla de Staffa, sobre una línea que sale de la isla de Barra en dirección Noroeste-Sudeste haciendo un ángulo de 30° con el eje Norte-Sur. Esta indicación de direc­ ción es proporcionada por el episodio de las Sirenas, pájaros míticos correspondientes a la constelación de Acuario. Por des­ gracia, el aspecto de esas islas, como ya había sospechado desde el avión unos días antes, no parece corresponder al tex­ to de Homero. Su altitud me parece demasiado escasa y no veo entre ellas ningún estrecho que pueda constituir un pa­ saje obligatorio. Su estructura basáltica se presta, sin lugar

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a dudas, a la formación de grutas, pero el mar, completamen­ te en calma a todo su alrededor, no deja aparecer el menor remolino. Deposito mis esperanzas en Staffa, a donde ahora nos estamos acercando. Efectivamente, el espectáculo es sor­ prendente. Las grutas —pues hay varias en la isla— son mo­ numentales. Las paredes están formadas por columnas de ba­ salto cristalizado en sección hexagonal. Parece, de verdad, la bóveda de una catedral. Es fácil imaginar, en este lugar, el antro de algún monstruo espantoso. Pero tampoco se ve por allí el remolino de Caribdis. No podemos tampoco confundir la isla de Staffa con las dos rocas de las cuales «una está más elevada que la otra». En pocas palabras: es inútil pretender por más tiempo que el antro de Escila y que el remolino de Caribdis deba producirse al pie de la roca. La decepción es amarga, pero la agradable e interesante escala en la isla sagrada de lona llega en el momento preciso para reconfortarme. La isla verde, soleada, ceñida por playas de blanca arena, emerge de un agua transparente, muy azul. Hay unas casas bajas de granito oscuro, y sus ventanas están adornadas con flores. En 563, san Colombán, procedente de Irlanda, desembarcó en esta isla para evangelizar a los pictos, habitantes de las Hébridas. La isla se convirtió en un centro de peregrinación, y, entre otras cosas, existen las floridas rui­ nas de una iglesia románica del siglo xm . Más lejos, cerca de una iglesia restaurada, el empedrado de un antiguo camino conduce hasta una magnífica cruz céltica del siglo xi. A unos pocos metros, rodeadas de hierbas silvestres, yacen una al lado de otra las efigies talladas en el granito de varios reyes escoceses de la alta Edad Media. Se ha observado a menudo que los lugares consagrados a la religión conservaban su destino incluso cuando nuevos in­ vasores propagaban una fe diferente. Hoy sabemos que en numerosas regiones célticas los lugares de peregrinajes cris­ tianos se confunden a menudo con antiguos lugares de culto de la religión druídica anterior.

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Los monjes, encargados de evangelizar el pueblo, estaban así más seguros de poder borrar todo rastro del culto ante­ rior y las antiguas fiestas paganas podían ser reconvertidas más fácilmente en peregrinaciones de la nueva religión. Con toda verosimilitud, lona ha debido ser desde siempre, y gra­ cias a su situación excepcional, en un extremo de la isla Mull, un lugar de encuentros y de intercambios. Los navios de poco tonelaje que bordeaban la costa escocesa en el sentido NorteSur no podían dejar de hacer escala allí. El antiguo nombre gaélico de la isla era «Innis nan Druinich»: la isla de los drui­ das. No hay duda, pues, que la isla de lona era un renom­ brado lugar céltico en tiempos precristianos. También en esa isla, vestigios prehistóricos bajo forma de construcciones cir­ culares atestiguan un poblamiento muy antiguo. Cuando nos alejamos de la isla de lona, que veo esfumarse hacia el noroes­ te de la playa que queda detrás del navio, observo que toma­ mos una dirección que corresponde más o menos a la línea Noroeste-Sudeste indicada por Circe a la salida de Barra. Es­ toy, pues, en el buen camino, pero los escasos islotes que des­ filan a mi derecha y los acantilados de la isla Mull, que bor­ deamos a nuestra izquierda, no me revelan nada que se pa­ rezca al famoso estrecho y al remolino de Caribdis. Cansado de escrutar el horizonte, bajo la mirada, desilu­ sionado, hacia mis compañeros de viaje que están en el puen­ te calentándose, al abrigo del viento del Norte. Y, en este pre­ ciso instante, VEO EL REMOLINO... en fotografía, en un fo­ lleto que uno de ellos, muy cerca de donde yo estoy, hojea dis­ traídamente. A cambio de unos chelines me quedo con el fo­ lleto y también me entero de que un remolino, célebre en la región, llamado «Whirlpool of Corrievreckan», se halla en un estrecho situado entre dos islas, algunas millas al sur del lugar donde nos encontramos en este momento. La información me parece lo suficientemente apasionante para pasar aquel mis-

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mo día una parte de la noche comprobando mapas y docu­ mentos, así como, principalmente, el libro de W. H. Murray sobre las Hébridas, del que un capítulo entero está dedicado a este lugar célebre. Lo que acabo de ver me parece del mayor interés. Existe un vasto canal, de orientación general NorteSur o más exactamente Norte-Noreste-Sur-Sudoeste delimitado al oeste por las dos islas Islay y Jura, que lo separan de alta mar, y limitado al este por la península de Kintyre y la costa del condado de Argyll. Ese canal se estrecha más hacia el norte y el oleaje de la marea creciente y descendente provoca, en su salida más estrecha, o sea, hacia el norte, violentas corrien­ tes costeras. En ese lugar, el canal comunica con alta mar por un estrecho situado entre el extremo norte de la isla de Jura y la pequeña isla de Scarba. En este pasaje situado entre las dos islas, en las horas cuando el flujo y el reflujo tienen más violencia, se produce el remolino (whirlpool). Cuando ese fenómeno se aúna con una fuerte marejada del Atlántico, el ruido de la resaca puede oírse desde varias millas a la redonda. Los navios de poco tonelaje corren peli­ gro de ser arrastrados y estrellarse contra las rocas si no pa­ san el estrecho durante las horas en que el mar está en calma. Según W. H. Murray, el estrecho no disfruta en vano de su legendaria reputación y, además de su experiencia personal de turista cuando pasó por ahí en 1959, cita varios ejemplos de navios que tuvieron dificultades en este lugar. Según las antiguas leyendas escocesas, ese estrecho está encantado por una bruja llamada «Cailleach», que provoca el naufragio de los navios: la bruja viviría en una gruta situada exactamente sobre la vertical del remolino. Esta gruta, de grandes dimensiones, existe efectivamente y Murray recomien­ da a sus lectores, no sin malicia, me imagino, que la utilicen para vivaquear, a fin de observar mejor el remolino y empa­ parse a gusto del ambiente, a la vez dramático y legendario, de ese siniestro lugar. ¿Cómo no establecer inmediatamente una relación entre esa leyenda gaélica y el episodio de Escila?

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Cómo no comparar fonéticamente el nombre de la bruja gaélica «Cailleach» con «Cratais», la madre de Escila, según la nombra Circe a Ulises cuando éste se propone defenderse de Escila con la espada: «Escila no es una mortal: es un azote inmortal... Lo que debes hacer es pasar muy aprisa; llama en socorro tuyo a Cratis, la madre de Escila; fue ella quien dio a luz ese azote para los hombres...» ¡Cuantas coincidencias! En cuanto al nombre actual del estrecho «Corrievreckan», deriva del gaélico antiguo y significaría: remolino de Breacan. Esta designación aparece por primera vez en el glosario de Cornac, que fue rey de Munster y obispo de Cassel de 901 a 908. Breacan, rey de Irlanda, habría naufragado en este estrecho con cincuenta embarcaciones. Ese desastre es, en realidad, muy antiguo puesto que Breacan no es un nombre céltico cris­ tiano sino un nombre gaélico antiguo. Verosímilmente, las embarcaciones eran antiguos barcos de forma redonda cons­ truidos con cuero sobre una armazón de madera. Tal aconte­ cimiento ha dejado trazas también en las leyendas irlandesas que, sin embargo, lo sitúan en el estrecho que separa Irlanda del Norte de la isla del Rathlin. Según las leyendas nórdicas, Breacan sería hijo del rey de Noruega. Lo habría engullido el remolino en circunstancias novelescas. Queriendo llevar a término una hazaña notable por el amor de una mujer, se juró pasar tres días, en su bar­ co, en el remolino de Corrievreckan. Se hizo tejer especialmen­ te tres cuerdas para sujetar el ancla. Una era de lana, otra de cáñamo, y la tercera de una cabellera de virgen. La pri­ mera se rompió en la primera noche, la otra en la segunda noche, los cabellos de la virgen fueron cediendo uno tras otro, y a última hora se rompió el hilo, el barco fue arrastrado y engullido por el remolino. El cuerpo de Breacan, encontrado más tarde, fue inhumado en una gruta vecina, llamada Uamh Brecain, en la costa sur del estrecho. Se observa que existen numerosas leyendas referidas a ese estrecho, y que hacen intervenir, en general, a la vez la acción

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del remolino que se traga los barcos y la gruta que se encuen­ tra cerca. El paralelo entre esas viejas leyendas y la historia de Caribdis y de Escila es particularmente sorprendente. Esta comparación no es cosa reciente, puesto que Adamnan, bió­ grafo de san Colombán, en el siglo xvi habla de los peligros a que estuvieron sometidos los compañeros del santo, cita el «Charybdis Breacanis», consonancia muy próxima de la deno­ minación actual «Corrievreckan». Los nombres de lugar son, en general, bastante estables: los pueblos pasan, pero los nom­ bres quedan. El invasor conserva el nombre en su pronun­ ciación, pero lo traspone a su propia lengua. Esta vez ya no tengo dudas de estar en el buen camino, y queda olvidado el resultado negativo de mi crucero a Staffa. Esta noche me cuesta dormir; barajo sin cesar esas nuevas in­ formaciones y tengo prisa en comprobarlas sobre el terreno. Al día siguiente bajo al puerto para informarme sobre el modo de llegar hasta el remolino de Corrievreckan, entre Jura y Scarba. Quiso la suerte que, justamente, la compañía «Mac Braynes» iba a hacer pasar uno de sus barcos por el estrecho, en el sentido Oeste-Este, lo que era para mí el mejor medio de acercarme allí. Saliendo de Oban, el navio se dirige primero hacia el Loch Linnh que se alarga hacia el Noreste, estrechándose conforme se elevan las montañas que lo circundan. El fondo del Loch, muy estrecho, acaba en Fort William, al pie del Ben Nevis, punto culminante de Gran Bretaña con más de 1.400 metros de altitud. Damos la espalda a esta magnífica perspectiva para poner proa al sudoeste, hacia el Firth of Lorne, dejando a nuestra derecha la costa sur de la isla de Mull. Tomamos poco a poco la dirección sur. Nos acercamos a la isla de Scar­ ba. Esa pequeña isla cuando se la aborda por el Noroeste pa­ rece muy elevada, aunque su altitud no pase de los 500 me­ tros. Pero, hacia el Oeste y hacia el Sur, las pendientes son muy abruptas. Sobre el lado Oeste, un riachuelo que viene de la meseta superior cae en cascada exactamente sobre la

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costa, saltando así sobre grandes losas de granito alisado y estriado por la erosión glaciar. Estamos ahora frente al estrecho, que franqueamos en el sentido Oeste-Este. A la izquierda, la isla de Scarba, en forma de pirámide monumental, domina el panorama con sus pen­ dientes abruptas y lisas. A la derecha, la otra costa del estre­ cho, que pertenece a la parte norte de la isla de Jura, es mu­ cho menos elevada. Está formada por una especie de meseta de poca altitud que se quiebra bruscamente para formar un litoral árido, sembrado de grutas y de islotes puntiagudos. En el centro del estrecho el mar ha cambiado de apariencia. El oleaje de alta mar se detiene bruscamente y choca con gran­ des círculos de remolinos, cuyo centro es absolutamente liso, como si el agua subiera de las profundidades del estrecho para dar vueltas en seguida sobre el contorno del círculo. Aquel día tuvimos un tiempo magnífico: cielo sin nubes y ni un soplo de viento. Es difícil, en tales condiciones, darse cuenta del efecto producido por el oleaje del Atlántico rompiendo con­ tra estas corrientes circulares. En el centro de esos grandes círculos lisos, aquí y allá, unos torbellinos en forma de espi­ ral absorben el agua de la superficie como si algún hoyo pro­ fundo aspirara el agua del mar. Es preciso reconocer que, en tiempo apacible, el espectácu­ lo no impresiona. Pero el aspecto inhabitual del mar, que está formado por grandes círculos bordeados de espuma, los re­ molinos ascendentes y los torbellinos en espiral, dan un sen­ timiento de inquietud y de malestar. Es fácil imaginar que el espectáculo, cuando se desata el temporal a la hora en que es más violenta la corriente de marea, debe ser distinto. Los marinos de la región afirman que el ruido de la resaca se oye entonces en varias millas a la redonda. W. H. Murray, en el capítulo consagrado al Corrievreckan, citando su expe­ riencia personal lo compara a una descarga cerrada de arti­ llería. En cuanto a Ulises, dice (canto XII, versos 202): «De pronto vi olas, vapores, y oí unos golpes sordos.» El estrecho

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tiene dos millas de longitud en el sentido Este-Oeste y una milla de ancho. La corriente de marea llega a los nueve nudos según las instrucciones náuticas. El paso por el Corrievreckan se desaconseja de forma rotunda a los veleros de poco tone­ laje que corren el peligro de ser llevados hacia los peñascos. Todas las leyendas relativas al Corrievreckan —y son numero­ sas— imputan la supervivencia o el hundimiento de los na­ vios que intentan el paso, al humor de la «Cailleach, demonio hembra que vive en una de las grutas que dominan el remo­ lino». Cuando, por nuestra parte, hemos franqueado el es­ trecho, la «Cailleach» alias «Cratais de Circe», ha sido muy benévola para con nosotros. Busco con los ojos su antro y, efectivamente, ante estribor aparecen dos vastas grutas al pie de la pared sur de la isla Scarba, es decir, sobre la ribera norte del estrecho. La segunda, en el sentido Oeste-Este, que parece la mayor, puede ser considerada como la guarida le­ gendaria de «Cailleach». Su entrada está orientada hacia el Oeste. Del otro lado, sobre la costa sur del estrecho, el mapa militar señala la presencia de numerosas grutas, difícilmente visibles desde el mar. En una de ellas estaría enterrado Breacan, el infeliz rey, naufragado en el Corrievreckan. Una piedra alzada marcaría en la gruta el lugar de su tumba. El ya cita­ do W. H. Murray intentó dar con las huellas de Breacan explo­ rando, no sin dificultad, esa costa noroeste de la isla Jura, par­ ticularmente agreste. En su opinión, encontró la gruta pero no la sepultura. Toda la costa está deshabitada y es de difícil acceso. No la cruza ningún camino y el suelo es inculto. Es muy rocosa, cas abruptamente sobre el mar y el oleaje del Noroeste la bate incesantemente. Veamos ahora lo que dice el texto. Circe describe a Ulises dos caminos que tendrá ante sí: «Por un lado están las rocas que caen desplomadas y contra ellas rom­ pen, rugientes, las grandes olas de Anfitrite, la de los ojos oscuros. Los felices dioses las llaman las Planetas.» Esta frase parece describir la entrada al estrecho y las dos masas roco-

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sas que los limitan al Norte y al Sur. «Por allí ni siquiera las aves pasan sin peligro, inclusive las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre Zeus; pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre se ve obligado a mandar otra a fin de completar el número.» En mi opinión, esta frase designa la roca lisa, es decir, los declives de Scarba, y la alusión a la paloma y a Zeus signi­ fica, probablemente, que esta roca está situada, para el obser­ vador, en dirección Norte y de la constelación de la Paloma. Ahora bien, ésta se encuentra situada sobre el eje GéminisSagitario, que dibuja hacia el Noreste un ángulo de 30° con la dirección Norte. Es, exactamente, la posición de Scarba. «Ninguna embarcación, en llegando allá, pudo escapar sal­ va; porque las olas del mar y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las tablas del barco y los cuerpos de los hombres. Tan sólo logró doblar aquellas rocas una nave, surcadora del Ponto, la nave Argos, por todos los poetas celebrada, al volver del país de Eetes; y también a ésta habríala estrellado el oleaje contra las grandes peñas si Hera no la hubiese hecho pasar, por su afecto a Jasón.» Queda clara la alusión a la constelación de los Argonau­ tas, y ésta, en el mapa del cielo, se encuentra en la misma dirección que la constelación de Cáncer. Ahora bien, si nos referimos a la correspondencia entre los signos del Zodíaco y las direcciones del espacio, sabemos que el Cáncer repre­ senta la dirección del Sur. La alusión a Hera, esposa de Zeus, no hace más que confirmar la descripción de un eje Norte-Sur por las dos rocas que enmarcan el estrecho. Sigamos la lec­ tura detenidamente: «Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza al an­ churoso Urano con su agudo pico, coronado por el pardo nu­ barrón que jamás lo abandona; de suerte que la cima no apa­ rece despejada nunca, ni siquiera en verano ni en otoño. Nin­ gún mortal, aunque tuviese veinte manos e igual número de pies, podría subir al tal escollo, ni bajar del mismo, pues la

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roca es tan lisa que parece pulimentada.» Con cierta exagera­ ción mediterránea esta descripción se aplica bastante bien a la isla Scarba, de forma piramidal con sus rocas lisas puli­ mentadas por los glaciares. «En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Erebo, y a él debéis enderezar el rumbo de la cóncava nave... allí mora Escila.» Al pie de los declives de Scarba, en lo más limitado del estrecho, existe efectivamente esa gruta orientada hacia el Oeste. Es allí donde la tradición céltica sitúa el antro de Cailleach. Más adelante, Circe precisa a Ulises: «Verás, Ulises, que el otro escollo es más bajo.» Ello es exacto, el litoral sur del estrecho es mucho más bajo que la isla de Scarba. «Al pie de la roca, la famosa Caribdis engulle las turbias aguas. Tres veces al día las echa afuera y otras tantas vuelve a sorberlas con un ruido horrendo.» Efectivamente, las tres mareas totalizan una duración de dieciocho horas veinte minutos aproximadamente, lo que co­ rresponde a la duración del día en aquella latitud durante los «días largos», es decir, en el solsticio de junio. Los dos caminos que se ofrecen a Ulises, viniendo del Noroeste, pare­ cen claros. El del Sur, que llevaría Ulises a bordear la inhos­ pitalaria costa noroeste de Jura, es visiblemente desaconse­ jada por Circe, puesto que sólo ha podido escapar la nave de los Argonautas. El otro camino se mete por entre las dos islas en el estrecho frente a la gruta de Escila, o sea, en dirección Este, con una roca al Norte y otra al Sur. Para evitar el remo­ lino de Caribdis, Ulises deberá poner proa hacia la gruta, refe­ rencia fácil, puesto que su abertura vuelta hacia el Oeste se presenta de cara al entrar en el estrecho. Así es cómo se comporta Ulises cuando llega a la vista del estrecho, siguiendo el eje Noroeste-Sudeste a que alude el epi­ sodio de las Sirenas. Respetando esa línea, debe tener ante sí la costa norte de Jura. Siguiendo el consejo de Circe pondrá

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entonces proa al Este para internarse en el estrecho. Es Uli­ ses quien dirige la maniobra. «Al poco rato de haber dejado atrás la isla [de las Sirenas], vi vapor e ingentes olas y escu­ ché fuerte estruendo... Y a ti, piloto, voy a darte una orden que fijarás en tu memoria, puesto que gobiernas el timón de la cóncava nave. Apártala de ese vapor y de esas olas, y pro­ cura acercarla al escollo, no sea que la nave se lance allá, sin que tú lo adviertas, y nos lleves a todos a la ruina. Así les dije, y obedecieron sin tardanza mi mandato.» Ulises se dirige exactamente en dirección de la gruta, pues­ to que precisa más adelante: «...subí al castillo de proa, lugar desde donde esperaba ver primeramente a la pétrea Escila, que iba a producir tal estrago en mis compañeros. Mas no pude verla, y mis ojos se cansaron de mirar en vano a todas partes, registrando la os­ cura peña.» «Pasábamos el estrecho llorando, pues a un lado estaba Escila y al otro Caribdis, que sorbía de horrible manera las salobres aguas del mar. Al vomitarlas dejaba oír un sordo murmullo, revolviéndose toda como una caldera colocada so­ bre un gran fuego...» Es verosímil que Ulises evite el centro del estrecho donde son más violentos los remolinos y las corrientes y que bordee la costa de Scarba cerca de las grutas. Ahora nuestro navio ha salido del estrecho y penetra en el amplio corredor marino que se extiende entre la isla de Jura y el condado de Argyll. Circe había dicho a Ulises: «Llegarás luego a la isla de Trinacria, donde pacen los mu­ chos bueyes y pingües ovejas de Helios.» Trinacria ha sido traducido por tridente. Pienso que puede interpretarse que es la isla de los tres dientes o de las tres puntas. Entonces, situándome en la parte derecha del navio y mirando hacia el Sudeste despiertan mi atención tres picos que se destacan limpiamente sobre el horizonte. Son visibles

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desde muy lejos y su forma piramidal es característica. Son tres cumbres situadas en la parte sur de la isla de Jura. Actualmente son conocidos por «The Three Paps», o sea, los tres senos, y alcanzan una altitud aproximada de 850 me­ tros. El primero, situado al Este, se llama Beiunn Shiantaidh, que significa montaña sagrada. El pico central, que es el más elevado, se llama Beiun an Oir, que se traduce corrientemen­ te por montaña del oro. El último, el más meridional, el Beiun a Chaolais, domina el estrecho que separa Jura de la isla de Islay. Esas tres montañas están formadas de cuarcita, mezcla de cuarzo y de granito. Si nos acordamos de que, frecuente­ mente, los filones auríferos están constituidos por cuarzos auríferos insertos en fisuras de granito, no sorprende que el pico principal sea llamado la montaña del oro. Apoyado en la barandilla, me cuesta separar la vista de esos «tres senos» que podrían también llamarse las tres pun­ tas (Trinacria). Aparecen, en efecto, tan pronto como uno ha pasado el estrecho y la siguiente frase de Ulises indica muy bien que la isla de Trinacria está muy próxima a Caribdis y Escila: «Después que nos hubimos escapado de aquellas rocas, de la horrenda Caribdis y de Escila, llegamos muy pronto a la isla admirable del dios; allí pacían los hermosos bueyes de ancha frente, y muchas pingües ovejas de Helios, hijo del Hiperión.» Ulises se ve obligado a hacer jurar a sus gentes, que lo apremian para abordar la isla, puesto que la noche se les viene encima, que no tocarán los bueyes sagrados: «Tan pronto como hubieron acabado de prestar el jura­ mento, detuvimos la bien construida nave en el hondo puer­ to, junto a una fuente de agua dulce...» Es preciso bordear durante bastante tiempo la costa orien­ tal de la isla Jura, en dirección Sudeste, antes de dar con un puerto abrigado. Éste se encuentra, en efecto, en la parte sur de la isla cerca de las «tres puntas». Una bahía bien protegi­ da de la alta mar por pequeños islotes. Observo también que la

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presencia de los bueyes de Helios en esta isla puede ser una alusión a la constelación de Taurus que, según nuestro código, indica la dirección Sudeste. Una vez más, el código de las constelaciones del Zodíaco parece confirmarse, puesto que las tres cumbres están exactamente en la dirección Sudeste. Pero, por una curiosa coincidencia, esa costa oriental de la isla Jura está reputada también por la calidad de sus prados y sus rebaños de ganado. También en ese lugar el hábitat hu­ mano es muy antiguo y son visibles los recuerdos prehistó­ ricos. En el extremo sur de la isla, un menhir de más de cua­ tro metros de alto domina el estrecho que separa Jura de la isla de Islay. Es presumible que su erección date del 1600 antes J. C., más o menos, o sea, cuatro siglos antes del viaje de Ulises. Las grutas de la costa noroeste a las que se refieren numerosas leyendas han servido, de mucho tiempo acá, de abrigo tanto para los pueblos navegantes, como para el ga­ nado. El navio de Ulises, pues, está anclado en esta bahía de la costa oriental de Jura, costa casi rectilínea que describe una línea en sentido Noreste-Sudoeste, con el mar abierto al Sud­ este. Esta posición geográfica está en perfecta concordancia con los versos que vienen a continuación: se ha levantado la tempestad y el navio está bloqueado en esta bahía. Ulises nos explica el porqué: «Durante todo el mes, Noto sopló sin cesar, y no se alzaba otro viento más que Euro y Noto.» Está claro que, en tanto que soplen el viento del Este y el viento del Sur, no puede volver a hacerse a la mar, puesto que todos los vientos tienen por efecto empujarlo hacia el Norte o el Oeste, es decir, contra la costa. También aquí es satisfactoria la concordancia con el tex­ to. Los compañeros de Ulises, hambrientos, ceden a la ten­ tación de descuartizar los bueyes de Helios, lo que va a atraer sobre el navio el castigo de Zeus. Al cesar la tempestad, izan la vela y ganan alta mar. «Cuando hubimos dejado atrás aque-

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lia isla y ya no se divisaba tierra alguna, sino tan sólo el cielo y el mar...» Entonces el navio es fulminado, se ahogan los compañeros de Ulises y él mismo se aferra a los restos de la embarcación. En aquel momento soplaba el viento de Oeste, puesto que se nos dice: «Pronto cesó el soplo violento del Céfiro, que causaba la tempestad, y de repente sobrevino el Noto, causante de nuevas inquietudes para mi corazón al llevarme de nuevo a la mortal Caribdis. Toda la noche anduve a la merced de las olas, y al salir el sol llegué al escollo de Escila y a la horrenda Ca­ ribdis.» Este texto indica con precisión que el lugar del naufragio se encuentra al sur-sudoeste del estrecho de Caribdis y Escila. En efecto, los restos de la nave son empujados, primero y por un breve momento, hacia el Este por el Céfiro, luego toda la noche por el viento del Sur. Yo ya había calculado que esa noche de deriva correspondía a un poco menos de 50 kilóme­ tros, puesto que, en la narración ficticia que hace Ulises a su vuelta a Grecia, la velocidad de deriva se establece alrede­ dor de los 100 kilómetros por período de veinticuatro horas. Por la noche, de vuelta al puerto de Oban, en mi habitación del hotel, vuelvo a desplegar mapas de las Hébridas para ve­ rificar dos puntos importantes. El primero concierne a la etapa cubierta por Ulises desde el momento en que deja Circe hasta su llegada a la isla de Trinacria. Parece evidente que la hora de salida coincide con la salida del sol. Cita: «Ella habló (Circe), y en seguida apuntó la Aurora en el trono de oro. Entonces la ilustre diosa se fue hacia el interior de la isla; y yo, llegado a mi nave, daba ánimos a mis hom­ bres para que se embarcaran y soltaran las amarras de popa. Subieron a bordo sin tardar, se sentaron ante los escálamos y, colocados en orden, con sus remos levantaban la espuma del mar.» Ahora bien, sabemos por el discurso de Euriloco, un com-

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pañero de Ulises, que cae la noche cuando se deciden a abor­ dar la isla Trinacria. Ha navegado, pues, durante toda la jor­ nada. Ya cuando Ulises efectuó su viaje al país de los cime­ rios a partir de la isla de Circe, el viento había hinchado las velas desde la salida del sol hasta su puesta. El itinerario pro­ puesto, desde la isla de Circe hasta la isla Trinacria, debe re­ presentar, pues, una distancia de navegación igual a la reco­ rrida por Ulises en el curso de su precedente viaje. En mi hipó­ tesis, que identifica Caribdis con el Torbellino del Corrievrec­ kan es exacta, la distancia que separa la isla de Barra de la costa norte de Irlanda debe ser igual a la recorrida por Uli­ ses desde Barra hasta la costa sudeste de Jura, pasando por el Corrievreckan. Veo en el mapa, con un sentimiento de ali­ vio, que en los dos casos la distancia recorrida se aproxima a los 190 kilómetros. Observo también que esta distancia repre­ senta, aproximadamente, la mitad de la «jomada» de nave­ gación utilizada antes para determinar el itinerario. Recuerdo que esta «jomada» se refería a un ciclo de veinticuatro horas de navegación continua, y que representaba, según nuestra clave, unos 380 kilómetros. Habiendo tenido tiempo suficien­ te para esta verificación antes de la hora de cenar, devoro con verdadero placer la lonja de haddock y las inevitables patatas hervidas de la minuta reservada a los pensionistas. Me quedaba un segundo punto que comprobar: la posibili­ dad de un lugar de naufragio a unos 50 kilómetros al sursudoeste del estrecho de Corrievreckan. El mapa demuestra que, efectivamente, ese punto se encuentra en mar abierto en­ tre la isla de Islay y la isla de Gigha. A partir de ese punto, los restos de la nave pudieron ser llevados hacia el Este hasta el extremo norte de la isla de Gigha, luego hacia el Norte du­ rante toda la noche. Es importante observar que, tan pronto como sopla el viento del Sur, Ulises sabe que obligatoriamen­ te deberá volver a pasar por Caribdis y Escila. La orientación de ese pasillo marítimo, entre las islas de Islay y de Jura, por una parte, y la costa escocesa, por otra parte, demuestra que,

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efectivamente, con viento fuerte del Sur y teniendo en cuenta la corriente de la marea, es difícil para los restos de una embarcación evitar el estrecho de Corrievreckan. En efecto, ese pasillo, toscamente orientado en sentido Sur-Norte, se cie­ rra hacia el Norte y, en su extremidad, la puerta principal de salida hacia alta mar es el estrecho situado entre Jura y Scarba. «Toda la noche fui llevado —dice Ulises— y a la salida del sol llegué al escollo de Escila y a la horrenda Caribdis, que se traga el agua salada del mar...» «Me agarré, hasta que el remolino vomitó mástil y quilla.» Ulises aprovecha la ocasión de su segundo paso por Caribdis para hacer una nueva ob­ servación. Agarrándose a un árbol, deja que el remolino hun­ da los restos de su nave y espera que reaparezca. Observa la hora del hundimiento, que se produce al comienzo del día. «Éstos aparecieron por fin, cumpliéndose mi deseo. A la hora en que el juez, que entiende en numerosos pleitos entre liti­ gantes, se levanta y vuelve al Agora para cenar, dejáronse ver los maderos fuera ya de Caribdis.» Las sesiones de la magistratura en el Agora, en la Grecia antigua, debían celebrarse por la mañana, para terminar a la hora de la comida del mediodía, antes de los calores de pri­ mera hora de la tarde. El agua que hundió el maderamen vuelve a pasar, pues, ante Ulises a mediodía. Pero, ¿a qué hora salió el sol? Ulises ha pasado un mes en la isla de Trinacria y ha navegado durante tres días, o sea, en total, 33 ó 34 días a partir del solsticio de junio. Vuelve a pasar, pues, ante Carib­ dis y Escila hacia el 25 de julio. Ahora bien, en esa latitud y en aquella fecha, el sol debe salir hacia las 3.40 h. Los restos de la embarcación desaparecieron, pues, entre las 3.40 h. y mediodía, o sea, durante ocho horas veinte minutos. Como sea que cumple una ida y vuelta con la corriente de la marea, se ha alejado, pues, durante la mitad del tiempo, o sea, cuatro horas y diez minutos. Esto significa que el mar estuvo en calma durante cuatro horas y diez minutos después de la

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desaparición de los restos del navio, es decir, a las 7.50 horas. ¿Qué significa esta información que, evidentemente, exigiría ser calculada con mayor exactitud? ¿No se tratará de un pro­ cedimiento para darnos a conocer el año en que se sitúa la expedición? En efecto, debe ser posible reconstituir las tablas de mareas de aquellas lejanas épocas —alrededor de 1200 antes J. C., fecha supuesta de la caída de Troya—, para determi­ nar en qué año, un 25 de julio, a los 56° de latitud Norte, la marea estaba en su punto más alto, y en su punto más bajo, hacia las ocho de la mañana. ¿No sería extraordinario llegar así, indirectamente, a saber la fecha de la caída de Troya, sa­ biendo que la expedición de Ulises se sitúa, principalmente, al año siguiente? Sería interesante verificar si, mediante ese procedimiento, se obtiene una fecha aproximada de la actualmente admitida para la guerra de Troya según nuestros actuales conocimien­ tos arqueológicos e históricos. ¿Y si, en verdad, se verificara esta concordancia? ¿No sería permisible imaginar que Ulises, por ese procedimiento científico, intentó transmitir a sus le­ janos descendientes, después de treinta siglos, la fecha de su viaje? De todos modos, nos encontramos en presencia de una observación científica precisa que tiene por objeto darnos la hora exacta de la marea. Esta vez pienso que toda esta parte del itinerario, desde la isla Eea, dominio de Circe, hasta la lejana Ogygia, donde mora Calipso, está determinada con precisión. En efecto, si, lo que no parece ofrecer dudas, Caribdis y Escila correspon­ den al estrecho de Corrievreckan, el cálculo de la longitud de la etapa de Ulises, desde el momento en que deje Circe, a la salida del sol, hasta su llegada a la isla Trinacria, por la no­ che, me confirma por ello que la isla de Barra es, sin duda, la isla de Eea. Sin embargo, queda un punto oscuro. ¿A qué isla aludía Circe cuando dijo que Ulises, al dejarla, debería afrontar la prueba de las Sirenas? Si este episodio es claramente mito-

Mapa del cielo.

(Foto Giraudon.)

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*·. - < * ‘ · · ■'ú tÉ & fyíjl ‘ 1 Isla de Barra: es la isla de la

maga C irc e . Desde esta cúsp i­ de, U lise s ve el mar inmenso formando una corona, y descu­ bre el palacio de C irc e , situado en un valle cerca de un encinar.

(Foto del autor.)

Isla de Stäffa: la primera hipóte­

sis situaba la gruta de Escila en esta isla, pero no se encuen­ tra aquí el remolino de Caribdis. (Foto d el autor.)

U lis e s y C ir c e . Vaso griego.

(Foto Giraudon.)

Remolino del Corrievreckan. » ... sor­ biendo las salobres aguas del mar. Al vom itarlas, como un caldero colocado sobre un gran fuego, el agua se agita, bulle...» Odisea, canto X II, versos 236 a 238.

Caribdis. «La fam osa Caribdis engulle las turbias aguas. Tres veces al día las echa fuera y otras tantas vuelve a soberlas. ¡No te encuentres ahí cuando las sorba!» Odisea, canto X II, verso s 104 a 106. (Fo to s del autor.)

Isla de Scarba. La gruta de Cailleach. « ... Una gruta som bría que mira al ocaso, al Erebo, y hacia ella debes enderezar el rumbo, noble U lises.» (Recomendaciones de C irce a U lise s. Odisea, canto X II, versos 81 a 83.) (Foto del autor.)

(A la derecha) El remolino y las pendientes de Scarba. (Foto Jack Flou se .)

isla Jura, vista del Corrievreckan. (Foto del autor.) «Luego, llegarás a la isla del Tridente.» (C irce a U lise s.) Odisea, canto X II, verso 127. «Luego, cuando hubimos escapado de los escollos, de la terrible Caribdis y de E scila, llegamos en seguida a la admirable isla del Sol.» (Na­ rración de U lise s.) Odisea, canto X II, versos 260-261.

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lógico y pretende indicar la dirección que debe tomarse, es de suponer que la isla debe de existir. Ahora bien, Ulises deberá deslizarse sucesivamente entre las dos islas de Tiree y Coll para pasar luego rozando la isla de lona, antes de llegar al estrecho entre Scarba y Jura. Al menos dos islas se encuentran en esta parte del itinera­ rio y debo reconocer que mi construcción presenta aquí un fallo. Me inclino, sin embargo, por lona. Ésta parece haber sido, en efecto, y de siempre, un venerado lugar religioso. Era ya la isla de los druidas, antes de la venida de san Colombán y de sus discípulos. La celebración de un culto se acompaña siempre, o casi, de cantos litúrgicos que encantan el audito­ rio. Las sirenas aspiran al conocimiento universal: «...nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestros labios, sino que todos, después de recrearse con ella, se van alegres, sabiendo muchas y nuevas cosas... y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra.» Se puede pensar que el canto de las Sirenas que pretenden dar el conocimiento, es una alusión a la celebración del culto de una muy antigua religión, culto que podía terminar de modo nefasto para los extranjeros, y de ahí el consejo de Circe de evitar detenerse en aquella isla. Puesto que ahora conozco las coordenadas exactas de Ca­ ribdis y Escila, puedo volver al itinerario en el sentido nor­ mal e intentar verificar si la deriva de nueve días me lleva, exactamente, a Islandia. Vuelvo, pues, con más precisión todavía al cálculo de la deriva en el Mediterráneo, conforme es contada por Ulises, y que se produce también durante nueve días. Recuerdo que el punto supuesto del naufragio ficticio en el Mediterráneo se sitúa a las 32,5° de latitud Norte y, aproximadamente, sobre el meridiano 26° Este de Greenwich, que corta verticalmente la parte oriental de Creta, itinerario clásico de los navios que salen de Creta con dirección a Libia, cuando vienen de Feni-

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cia, es decir, del Este. Es el itinerario tal cual lo ha descrito Ulises. El punto de llegada se sitúa en el país de los tesprotes, parte sur de la actual Albania. Por casualidad, parece que ese país no ha cambiado su nombre de tres mil años a esta parte. ¿Es posible? Sobre un mapa de carreteras de Grecia, trazado por Kummerly y Frey, en Berna, se puede leer: «Tesprotia, en la costa occidental de Grecia, frente a la isla de Corfú». El nombre ha quedado, pero uno puede preguntarse si se refiere exactamente a la misma región de la época de Ulises. En el caso de otras regiones de Grecia se ha comprobado que la de­ signación de la provincia seguía a la migración de los pueblos y que, en las más alejadas épocas, el nombre comprendía, en general, regiones situadas ligeramente más al Norte, puesto que los pueblos tendían a desplazarse hacia el Sur. Es, pues, probable que la Tesprotia de Homero designara una región situada ligeramente al norte de la actual Tesprotia. Esa observación me ha llevado a escoger como punto de de­ sembarco el límite norte de la actual Tesprotia, es decir, apro­ ximadamente el punto donde la costa está cortada por el pa­ ralelo 40. Otra razón me ha hecho escoger este punto. En la narración de Ulises, que pasa una noche con los tesprotes, éstos lo llevan al día siguiente a un navio que lo deja, a la puesta del sol, en la costa de Itaca. Parece, pues, que la dura­ ción de la navegación fue de una jomada. Según la velocidad media adoptada precedentemente para nuestros cálculos, el recorrido representaría 190 kilómetros. Ahora bien, el punto señalado sobre el paralelo 40 está exactamente a 190 kilóme­ tros al norte de Itaca. Observo entonces una disposición cu­ riosa. El punto de salida y el punto de llegada de la deriva de nueve días se encuentran, respectivamente, uno sobre el meridiano de la ciudad de Troya, y el otro, sobre el paralelo de esa misma ciudad, formando así con Troya un triángulo rectángulo, cuya cúspide sería Troya sobre el paralelo 40 Norte, Hay más: se trata de un triángulo rectángulo muy particu­

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lar. Desde el punto de partida de la deriva hasta Troya, vol­ viendo a subir hacia el Norte sobre el meridiano, o sea, si­ guiendo el cateto mayor del ángulo recto, se encuentran 7,5° de latitud. Tomando ese grado de latitud como unidad de medida, compruebo que el cateto menor del triángulo, entre Troya y el punto de llegada de la deriva, a lo largo del paralelo 40, mide 5o de latitud, o sea, 555 kilómetros. El cateto mayor representa, pues, una vez y media más que ¿1 cateto menor. Los dos ángulos agudos del triángulo, en el punto de salida y en el punto de llegada, miden, pues, exactamente, 30° y 60°. La dirección de la deriva queda entonces perfectamente defi­ nida, Sudeste-Noroeste, haciendo un ángulo de 30° con el Norte. Es, exactamente, la dirección que se expresa en el lenguaje astrológico por el eje Leo-Acuario. Queda también exactamen­ te perpendicular con la línea que une Troya con Delfos, cen­ tro del sistema griego de coordenadas. Este último eje es el de la altura del triángulo rectángulo, es decir, la perpendicu­ lar reducida de la cúspide Troya sobre la hipotenusa (eje de la deriva). En cuanto a la distancia recorrida durante la deriva de nueve días, es muy fácil de calcular puesto que su cuadro es igual a la suma de los cuadros de los dos lados del ángulo recto (teorema de Pitágoras). Siempre expresados en grados terrestres, se obtiene: (5)2 + (7,5 f = 81,25, o sea, una cifra muy aproximada al cuadrado de 9. Ahora bien, 9o terrestres equi­ valen a 1.000 kilómetros. La gruta de Calipso se encuentra, pues, en principio, a 1.000 kilómetros de la salida oeste del estrecho de Corrievreckan en la dirección de Acuario, es decir, Noroeste haciendo un ángulo de 30° con la dirección Norte. Los cálculos que siguen permiten comprobar que se llega así sobre la costa sudoeste de Islandia en un punto cuyas coor­ denadas son las siguientes: Latitud Norte 63,40° Longitud Oeste 17°

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Pienso que, esta vez, el cálculo que acabo de realizar es mucho más exacto que el que establecí la primera vez, a par­ tir de Islandia, para intentar localizar Caribdis y Escila. AI observar que los puntos de partida y de llegada de la deriva se encontraban sobre los dos ejes Norte-Sur y Oeste-Este de la ciudad de Troya, y al descubrir un triángulo considerable y una dirección de deriva que correspondía exactamente a uno de los ejes del sistema de coordenadas zodiacales, he podido aumentar en forma considerable la precisión del cálculo de la deriva de nueve días. Observo también que el punto de llegada está situado so­ bre el meridiano 17 Oeste que es, exactamente, el de Madra, ex isla de Eolia, punto clave de todo el itinerario. ¿Cómo he podido determinar este punto de llegada? Para aquellos a quienes interese este pequeño cálculo, preciso que las coordenadas del punto situado en el mar a la salida Oeste del estrecho de Corrievreckan son las siguientes: Latitud 56,10° Norte Longitud 6° Oeste Para la deriva en latitud, es suficiente añadir 7,5°, lo que da 63,40°. Para la deriva en longitud, es preciso convertir la distancia de 5° terrestres, es decir, 555 kilómetros en grados de longitud bajo esa misma latitud de 63,40°. En un desplaza­ miento Este-Oeste, a esta latitud, se franquea un grado alre­ dedor de cada 50,500 kilómetros. Para mi deriva en longitud de 555 kilómetros, se obtiene, pues, a esa latitud, un paso de 11°, lo que da para el punto de llegada una longitud de 6 + 11 = 17°. Las coordenadas de la gruta de Calipso serían, pues:. Latitud 63,40° Norte Longitud 17° Oeste

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En fin, vale la pena señalar una última coincidencia. La velocidad de deriva constituye la segunda clave indispensable para la comprensión del texto, ya que la primera clave la cons­ tituye la velocidad del navio. Ésta, tengámoslo presente, era de 3,5° por período de veinticuatro horas. Ahora bien, la de­ riva en Grecia desde el sur de Creta sigue una línea que es la hipotenusa del triángulo rectángulo formado por el punto de salida, la ciudad de Troya y el punto de llegada. Hemos vis­ to que esta distancia era igual a 9o terrestres, o sea 1.000 kiló­ metros. Como sea que esta deriva ha tenido una duración de nueve días, la velocidad de deriva es exactamente de un grado terrestre por período de veinticuatro horas; una coincidencia más, y extraordinaria. Escoger el grado de latitud como uni­ dad de distancia implica, sin duda, un conocimiento de la lon­ gitud de la circunferencia terrestre y, como consecuencia, del radio de la tierra. He aquí algo que parece pasmoso para unos pueblos que vivieron doce siglos a. J. C., es decir, en plena Edad del Bronce. ¡Pensad que están tan lejos del nacimiento de Jesucristo como nosotros lo estamos de la coronación de Carlomagno! Hay que tener en cuenta que la simple redondez de la tierra no fue admitida oficialmente hasta después de Ga­ lileo, es decir, hace menos de cuatro siglos. Es cierto que los sabios griegos de la época clásica habían reconocido ya la forma esférica de la tierra. Hacia 235 a. J. C., Eratóstenes pudo calcular el perímetro de la tierra con menos de 1 % de error. Pero, ¿fue él, realmente, el inventor del pro­ cedimiento de cálculo, o, inspirándose en métodos más anti­ guos, no se limitó a efectuar sencillamente tina nueva medida? La utilización del grado de latitud como unidad de medida de distancia, un milenio antes, permite plantear la pregunta. Antes de intentar dar una respuesta, debo confrontar ese itinerario fantástico con lo que sabemos actualmente de aque­ lla época lejana. ¿Es verosímil, o está en contradicción con los datos arqueológicos que poseemos? He aquí lo que me preocupa, mientras el Trident, aleján-

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dose de Glasgow, deja detrás de mí los lochs y las islas. Debo mucho a Escocia. Una busca apasionante en un marco salvaje y hospitalario a la vez, y, sobre todo, una magnífica confirma­ ción de la exactitud del mensaje de la Odisea. Esta vez no puedo ya tener dudas: ESTOY SOBRE LAS HUELLAS DE ULISES. ¿Sería posible volver a encontrar sobre el terreno otras precisiones topográficas que aparecen con toda claridad en la narración de Ulises? El lector puede participar también en esta aventura si intenta, aprovechando un viaje o imas vaca­ ciones, descubrir sobre el terreno los puntos más destacados del itinerario de Ulises. Voy a intentar facilitarle esa búsque­ da agrupando por países los paisajes descritos por Homero, que el lector podrá, acaso, descubrir. En Grecia, en primer término, si se va a Corfú, daréis cier­ tamente con la playa y el torrente donde Nausicaa y sus com­ pañeras lavaban la ropa, y el camino asaz largo que atraviesa la colina para llegar, en la otra vertiente, al puerto de los fea­ cios, tan bien protegido. Bajo cierto ángulo, y a partir del emplazamiento de la ciudad de Alcínoo, puede verse, en alta mar, un islote cuya forma recuerda la del navio que condujo Ulises a ítaca, y que Posidón transformó en roca para cas­ tigar a los feacios. (Canto XIII-versos 93 a 184.) Pero es en ltaca donde podrán ser verificadas muchas de las descripciones de Homero. En primer término, ¿dónde está la casa solariega de Ulises? Los movimientos de los principa­ les personajes en el canto decimosexto permiten algunas lo­ calizaciones; la cabaña del porquerizo Eumeo donde Ulises y Telémaco se encuentran para concertarse sobre la matanza de los pretendientes, debe situarse en el extremo sur de la isla, en el centro de un circo de colinas. El antiguo puerto de ltaca debía estar en el centro de la isla, acaso en el mismo empla­ zamiento del puerto actual. La mansión de Ulises estaría, a vuelo de pájaro, a 2,5 kilómetros al Noroeste, cerca de una colina.

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Los movimientos de navios en el puerto debían ser visi- bles desde el pórtico de la casa de Ulises. Pasemos a la Grecia continental. Pylos, en la costa oeste del Peloponeso, debe ser localizada al norte de la actual pobla­ ción de Pylos-KaKovatos, sobre una colina que domina una costa baja y muy arenosa. Pero lo más importante no está en Grecia. Tres países captarán nuestra atención para verificar el itinerario de Ulises: las Canarias, Irlanda y Escocia. En las Canarias, la descripción de la primera isla abordada por Uli­ ses en el canto IX es bastante precisa. He citado los pasajes interesantes en un anexo. Aquella isla no puede ser más que Fuenteventura o Lanzarote. Allí debe encontrarse «el puerto de seguro abrigo» y «la fuente al fondo de la bahía». En Irlanda deben ser exploradas dos regiones. En el país de los salvajes lestrígones, la región del macizo del Connema­ ra en la costa oeste parece la que responde mejor a las des­ cripciones hechas en el canto X, cuyos extractos están tam­ bién citados en las primeras páginas de este libro. Quedará por localizar en aquella costa «el puerto famoso», que flanquean por cada lado una roca a pico y continua, dos costas empinadas situadas una frente a otra. Los peñascos abruptos y las montañas próximas. En el norte de la isla, la región de Londonderry y la de­ sembocadura del Foyle deberían corresponder a la descrip­ ción del país de los cimerios. El río, en cierto trecho, debería poder ser remontado con el flujo de la marea ascendente. Pero, ciertamente, las islas de Escocia proporcionan un campo de investigación apasionante. ¿Habitaría Circe en realidad en la isla de Barra con pe­ queños valles y bosques, con el mar formando a su alrededor una corona y, en la punta más elevada de un cabo, el Túmulo, tumba del marinero Elpenor? Todo eso, ¿existe hoy? Luego, bogando hacia el Sudeste a partir de esta isla des­ cubriréis, como yo, la isla de las Sirenas, los dos escollos, uno alto y liso, otro sobre el que rompe el oleaje, el remolino de

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Caribdis y la gruta de Escila. Sí, creo que todo eso lo veréis efectivamente, como yo mismo lo he visto. Debéis recorrer también la isla Trinacria. Acaso su exploración os ilustrará sobre los motivos del viaje de Ulises. Entonces quedaréis con­ vencidos, como yo lo estoy, de haber navegado tras las hue­ llas de Ulises y de haber descifrado, al menos en parte, el sen­ tido de su mensaje.

CAPÍTULO SEXTO

¿E S POSIBLE?

Nos sentimos influidos por las posibilidades de nuestras técnicas actuales, demasiado inclinados a desestimar las de los antiguos, sencillamente porque hoy no somos capaces de utilizarlas con la maestría y la eficacia de aquellos que las practicaban todos los días. Se puede pilotar un avión de reac­ ción y ser incapaz de guiarse por las estrellas en alta mar. De un siglo a esta parte, los límites de los conocimientos histó­ ricos se ensanchan constantemente. Doscientos años atrás, el origen del mundo, basado en la Biblia, estaba fijado en 4004 años a. J. C. Hoy se calcula que se remonta a los cinco mil mi­ llones de años. Cada descubrimiento arqueológico tiende a situar en épocas más antiguas el origen de los conocimientos humanos y el descubrimiento de nuevas técnicas. Los comien­ zos de la agricultura o la aparición de las civilizaciones urba­ nas han retrocedido, en estos últimos años, varios milenios. Ocurre lo mismo con el empleo de muchas otras técnicas. ¿Cuál es el verdadero origen de los conocimientos transmitidos oral­ mente de generación en generación? Aquel que, antes que na­ die, expresa en un lenguaje escrito un principio o un teorema, a menudo no es más que el punto culminante de una larga serie de observaciones prácticas. A nuestros ojos sólo emerge esta cumbre, pero el origen de los conocimientos concretos y de las primeras aplicaciones puede situarse muy lejos en la Prehistoria. ¿No ocurre así con la navegación, que nos inte­ resa particularmente en este asunto?

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En la época en que se sitúa el viaje de Ulises, los cálculos que permitían determinar la posición de los astros y de las estrellas eran conocidos desde hacía mucho tiempo gracias a las observaciones de los egipcios y de los babilonios. Según una tesis reciente de G. Hawkins, profesor de la universidad de Boston, los monumentos megalíticos circulares de Stone­ henge, en Gran Bretaña, constituirían un observatorio astro­ nómico construido hacia 1700 a. J. C., o sea, 500 años antes del viaje de Ulises. Se puede, pues, suponer que los conoci­ mientos de aquella época permitían medir la altura lejos de las costas, situar la latitud de una isla o de una tierra nueva. En cuanto a las posibilidades de la navegación a vela y a remo, eran conocidas y practicadas desde 2000 años antes. Queda, en fin, la audacia de los navegantes, el gusto por la aventura y el descubrimiento, tercer elemento indispensable para llevar a bien esa locura, elemento que ha existido en todos los tiempos. Si se reúnen esos tres elementos, no es exagerado afirmar que el viaje, según el itinerario propuesto, es técnicamente realizable. Una experiencia real daría, evidentemente, más peso a esta afirmación. No parece, pues, demasiado aventurado ad­ mitir que el itinerario descrito es posible, teniendo en cuenta los conocimientos astronómicos de aquella época y las prue­ bas extraordinarias de la navegación a vela. Pero el hecho de que ese viaje sea técnicamente posible no prueba que la Odi­ sea sea algo más que una sencilla relación de viaje. Si, en compensación, se puede probar que a partir del tex­ to de Homero, y sólo del texto, era posible a un griego recons­ tituir el itinerario, entonces la Odisea no es ya una historia, sino un mensaje. ¿Cuál sería, en definitiva, el secreto de la Odisea? Un men­ saje disimulado en tin texto épico que cuenta una epopeya individual, sembrada de episodios fantásticos. Y ese mensaje, ¿qué significa? Una sucesión de instrucciones náuticas, esen­ cialmente sobre la orientación que debía mantener el piloto,

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la distancia a recorrer, las posiciones relativas de las escalas unas con relación a otras, los puertos bien abrigados, los ma­ nantiales de abastecimiento de agua dulce o de caza, las islas desiertas o aquellos cuyos habitantes son peligrosos, así los fenómenos geográficos más notables, volcanes, estuarios, es­ collos, corrientes de marea, nieblas, etc. Hay también obser­ vaciones científicas que conciernen a la duración del día y de las mareas, la altura de las constelaciones sobre el hori­ zonte, etc. Es, pues, una exacta descripción de una ruta marítima atlántica. Este itinerario debía quedar en secreto, como ocu­ rrió siempre en el curso de la Historia a propósito de los des­ cubrimientos marítimos. ¿Cómo procede el autor que quiere que el significado exacto del mensaje sea sólo accesible a los iniciados? En primer término, los datos están dispersos en la narra­ ción, como sumergidos en el interior de una historia mitoló­ gica en la que Atenea desempeña el principal papel. El oyen­ te, al escuchar esa narración, debe saber ya lo que busca, a fin de seleccionar las informaciones, como yo mismo he hecho. Sólo los navegantes, los comerciantes, los pilotos o los geógrafos podían estar interesados por ese aspecto de la na­ rración, y ser aptos para realizar la selección. Pero si el oyente no era griego, podían escapársele dos claves esenciales para la compresión del mensaje. Ignorando la topografía exacta de ltaca, la distancia del islote de Asteris, las distancias que separan ltaca de Pylos, o Corfú de ltaca, era imposible para un extranjero conocer la velocidad de los navios en el itinerario griego y, en conse­ cuencia, trasponer las distancias recorridas en el Atlántico. También, e incluso suponiendo salvado este obstáculo, el eventual espía tenía que chocar contra una segunda barrera: la indicación de las direcciones de navegación. Era bastante fácil, por cierto, interpretar la dirección se­ guida por el navio según los nombres de los vientos que so-

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plan en un momento dado. Pero hemos visto que ese proce­ dimiento no se utilizaba más que para las direcciones correspondientes a los cuatro puntos cardinales. Cuando el navio sigue una dirección que forma ángulo con relación a esos dos ejes esenciales Norte-Sur y Oeste-Este, precisa des­ cubrir la constelación que corresponde a esa dirección y saber que esas direcciones serán dadas por un sistema formado por seis ejes que delimitan exactamente sectores de treinta grados. También ahí es indispensable el conocimiento de Grecia, puesto que la alusión a ese sistema está expresada por las escalas de Ulises y de Telémaco, que delimitan exac­ tamente los sectores de treinta grados, tomando Delfos por centro. Era indispensable, en fin, para la comprensión de esta cla­ ve, que el oyente conociera el principio de la proyección de las constelaciones del Zodíaco sobre la tierra, y la correla­ ción existente entre esos signos del Zodíaco y los animales o personajes de la Mitología griega. ¿Podía comprender el men­ saje alguien provisto de esos conocimientos? Para respon­ der a esta pregunta, voy a intentar traducir «en lenguaje co­ rriente» el mensaje de la Odisea, remplazando los nombres de viento y las alusiones a los signos del Zodíaco por las di­ recciones reales, y convirtiendo en millas marinas los días de navegación. «A partir del cabo Malea, tomar la dirección que conduce más allá de Citera (Oeste). Recorrer una distancia que corresponde a nueve veces 210 millas, o sea 1.890 millas abordando al "Continente” (africano) en la latitud de Egipto (loto). Dejar la costa y a 50 millas en alta mar, abor­ dar una primera isla de un archipiélago muy fértil en relación con el país precedente (Fuerteventura). »Isla con un puerto bien abrigado, abundante en agua y en cabras, no muy alejada de otra situada al Oeste (Aries) con un pico muy ele­ vado, un volcán (cíclope) que lanza piedras. Volver a la primera isla. De allí tomar la dirección Eolo (Acuario — 30° Noroeste) para abordar en una isla con farallones color de bronce. Esa isla se encuentra a una distancia de 9 veces 210 millas de ítaca, o sea, 1.890 millas. Para volver de esta isla a Itaca, basta con ser empujado por el Céfiro (viento de

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Oeste). Está, pues, situada a 1.890 millas al oeste de Itaca. A partir de esta isla recorrer una distancia de 6 veces 210 millas, o sea, 1260 millas o 21 grados de latitud para llegar al puerto famoso del país de Telépilo (puerta lejana) en dirección de la Osa (fuente de la Osa) con re­ lación a la precedente etapa y habitada por gigantes (dirección Norte), los feroces lestrígones. País montañoso y cubierto de arbolado, con puertos profundamente introducidos bajo rocas abruptas. El día es tan largo allí en el mes de junio que un hombre ganaría doble sala­ rio. Avanzando más en la misma dirección, a menos de veinticuatro horas de navegación (no está indicado el número de días) se llega a una isla. Se puede ver el mar formando una corona a partir del punto más alto y su posición está en dirección Sagitario (Artemis la Sagita­ ria = 30° al Noroeste) con relación a ese último punto. Se aconseja in­ vernar en esta isla, que posee un buen puerto. »A una media jom ada de navegación hacia el Sur (viento Bóreas) poniéndose en marcha a la salida del sol, o sea, unas cien millas, se encuentra un estuario que se puede remontar y volver a descender durante la jom ada con el oleaje de la marea (Foyle). »Es el país de los cimerios, a menudo cubierto de brumas. Saliendo por la tarde, se puede volver a la isla en una noche. »Embarcándose durante los días más largos del año, seguir el eje Acuario-Leo (Sirenas) (Noroeste-Sudeste con un ángulo de 30° con rela­ ción al Norte). Se pasa cerca de una isla y, poco después, se presentan dos escollos. Uno, con la roca lisa más elevada que la otra, está situado al Norte (pájaros y árboles) y a sus pies, tres veces en un día, se produce el remolino de Caribdis. Tomar la dirección de la Gruta de Escila cuya entrada está orientada hacia el Oeste. Inmediatamente des­ pués no se puede dejar de arribar a la isla de los "Tres picos” situada al Sudeste (dirección Tauro). Todo ese recorrido desde la isla de Eea puede efectuarse en una media jomada, o sea, una distancia alrededor de las cien millas. Si el viento sopla de Sur y Este, el navio no puede abandonar la costa, lo que significa que está orientada Sudoeste-Noreste. »Para la vuelta, yendo muy cargados, se desaconseja (naufragio) partir hacia el Sudoeste. Puesto que ese eje es nefasto, precisa seguir el que está en oposición con él según la terminología astrológica, es decir, el eje que le es perpendicular (Sudeste-Noroeste) en dirección Noroeste, puesto que se pasa ante los escollos, empujados por el Noto (viento del Sur). La distancia a recorrer ahora y la dirección a tomar son exactamente las de una navegación que partiría de un punto si­ tuado entre Creta y Libia en el momento en que desaparece la tierra hasta un punto situado en el país de los tesprotes, a un día de nave­ gación de ítaca, es decir, más o menos a cien millas al norte de Itaca. »Se aborda entonces la "lejana Ogygia", de clima frío, doñee crece, sin embargo, una vegetación variada, alimentada por fuentes que corren en todas direcciones. La isla no está habitada; ni hombres ni navios

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para volver de allí. La presencia de la viña (alusión a Dioniso) y de lechuzas (Atenea) atestigua que esta isla se encuentra sobre el eje Noroeste-Sudeste con relación al punto precedente (los escollos). Con relación al Olimpo, se encuentra en la dirección de la cumbre vecina de la cadena de la Pieria (Noroeste) y Hermes, para llegar allí, debe sobrevolar grandes extensiones de agua. Esta isla está situada a una latitud elevada de aproximadamente 64° Norte, puesto que cada noche la constelación del Boyero roza el océano. Sin embargo, no se puede regresar directamente de allí. Antes es preciso tomar, a la salida, la dirección Sur. En otoño, durante la noche, es preciso mantener la Osa Mayor a mano izquierda y tener delante la constelación de las Pléya­ des. Como existe un punto desde donde se puede volver a ltaca empu­ jado por el Céfiro (viento de Oeste) en nueve días y que el viaje de vuelta dura 17 días, es preciso navegar proa al Sur durante 8 días, o sea, recorrer 8 veces 210 millas, que da un total de 1.680 millas o 28 grados de latitud. Luego 9 días de navegación, o 1.890 millas conducen a la isla Corcyra (Corfú). Se aborda Corcyra siguiendo el eje Sagitario (Norte-Este 30°). De Corcyra se debe salir a la puesta del sol para llegar a ítaca antes de la aurora, en el momento en que todavía se ve el lucero del alba, o sea, alrededor de diez horas de navegación.»

Esta traducción del mensaje es muy imperfecta, porque voluntariamente he omitido gran número de detalles secun­ darios, pero creo que resume lo esencial. ¡Cuántas precauciones se tomaron para esconder celosa­ mente el secreto de este itinerario y para asegurarse de que los fenicios «ricos en engaños» no pudieran comprender su verdadero significado! Esta ruta marítima debía resultar muy fructífera a las gentes de ítaca y de Cefalonia para que, por una parte, no pudiese ser revelado su significado más que a los iniciados en la civilización griega y que, por otra, se hubiesen tomado tantas precauciones para transmitir in­ tacta esa leyenda durante centenares de años. Por otra parte, así se comprende la utilidad de la forma poética de la narra­ ción. Gracias al ritmo del canto y a la versificación, se ase­ guraba un control de la transmisión del texto. Como sea que cualquier error, omisión o modificación arriesgaba rom­ per el equilibrio del poema, quedan pocas probabilidades de haberse producido deformaciones con relación al texto, y

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éste es el motivo de por qué, todavía hoy, es preciso atenerse estrictamente a la narración de Ulises. Ahora que ya no existen dudas sobre la existencia de este mensaje, tenemos derecho a preguntarnos si es verosímil su contenido. En efecto, ¿se puede admitir, en el estado de nues­ tros conocimientos históricos, la existencia de semejante ruta marítima, en una época tan lejana? Para intentar responder a esta pregunta debo, por un mo­ mento, situarme al fin de la Edad del Bronce, en el Medite­ rráneo y en la Europa occidental, y volver a pensar ese viaje bajo la luz de nuestros conocimientos actuales sobre aquella época. Los aqueos, de origen indoeuropeo, aparecieron en Grecia hacia 1800 a. J. C., rechazando o asimilando un pueblo más antiguo, los pelasgos, emparentados con los cretenses. La ci­ vilización cretense, conoció su apogeo hacia la mitad del se­ gundo milenio. Su poderío se basó en el comercio y las rique­ zas se acumularon en las numerosas poblaciones de la isla. ¡Homero habla de noventa ciudades! Esta civilización, llama­ da minoica, por el nombre del más conocido de sus reyes, Minos, nombre que nos ha sido transmitido por las leyendas griegas, irradia sobre el contorno del Mediterráneo oriental. Hacia Occidente, la arquelogía ha permitido recuperar productos llevados por los marineros cretenses a Sicilia y España. A partir de aquella época parece que se produjo cierta unidad de civilización en todas las regiones incluidas en el itinerario de Ulises. El culto del sol representado por un carro solar o por barcas solares se ha extendido ya desde el mar Egeo hasta Escandinavia. También está muy extendi­ do el culto de la doble hacha, o bipenna. Raymond Furon (Manuel de Préhistoire Générale), escribe: «Ese símbolo, en relación con el rayo y el trueno, figura en el palacio de Cnossos en Creta. También se le encuentra en Italia del Norte, en

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las Baleares, en España, en Bretaña y en Escandinavia.» El dominio de los mares por parte de los cretenses era tal que las ciudades de Creta, en aquella época, ni siquiera estaban fortificadas. Sir Evans consiguió, en Cnossos, encon­ trar el palacio de Minos, y su reconstitución, discutida por algunos, tiene sin embargo el mérito de restituir de forma impresionante la importancia del palacio, su complicada ar­ quitectura —de la que nace la leyenda del laberinto y del minotauro—, su organización interna, el modo de vida y los ocios de esos precursores de la civilización griega. Es impor­ tante preguntarse si esos cretenses, cuyas hazañas se sitúan entre dos y diez siglos antes de la fecha supuesta del viaje de Ulises (siglo xii a. J. C.), eran ya capaces de navegar muy lejos, hasta perder de vista las costas, si pudieron avanzar en dirección del Atlántico. En lo que concierne a esos descubrimientos marítimos y a la antigüedad de las técnicas de navegación, se puede recu­ rrir a la Histoire de la Navigation, de Pierre Célérier. «La Historia demuestra que, mucho antes de nuestra era, fueron llevados a cabo grandes viajes marítimos. También demuestra que se efectuaron, casi con regularidad, travesías entre tierras separadas por miles de kilómetros, sin ningún medio de navegación de altura. »La observación del cielo y de los movimientos de los as­ tros comenzó, al parecer, en edades primitivas, y en todo caso sabemos que determinados pueblos, como los egipcios, tenían, algunos milenios antes de nuestra era, conocimientos astro­ nómicos extensos y precisos. Aquellos navegantes se guiaban, pues, en función del acimut del sol o de las estrellas, según las horas y las estaciones, con una aproximación suficiente. »El hábito adquirido durante nuestros estudios de no sentir curiosidad por el pasado más allá de lo concerniente a la An­ tigüedad clásica, a menudo nos impide ver la enorme exten­ sión de los tiempos, acaso civilizados, que la precedieron. Todavía más: es preciso que pensemos que han sido borra­

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dos de la memoria de los hombres vastos períodos de civi­ lización y que, sin duda, en ellos fue ejercida la navegación tan bien como en los tiempos históricos...» La posibilidad de una navegación de altura algunos siglos antes de la época de los aqueos, parece admitida pues sin discusión por los especialistas de la navegación. ¿Por qué, entonces, los antiguos de la época clásica no tuvieron conocimiento de ello? Por la sencilla razón, pienso yo, de que los poseedores de aquellas instrucciones náuticas no tenían ningún interés en divulgarlas. Y, en la misma obra, Pierre Célérier añade: «Las sagas escandinavas que han llegado hasta nosotros, por ejemplo, aluden a menudo a conocimientos que no revelan; y cuando dan detalles, parece evidente que se trata de viajes regu­ lares...» De igual modo, hoy estamos seguros de que algunos pes­ cadores de las costas francesas frecuentaban los bancos de Terranova algunos siglos antes del descubrimiento oficial de América; y, sin embargo, no se encuentra traza alguna de informaciones concernientes a esa navegación ya que se guar­ darían celosamente. Hoy sabemos de tierras conocidas y frecuentadas de mucho tiempo antes de la fecha oficialmente admitida como la de su descubrimiento; especialmente América. ¿Por qué no se habría producido igual fenómeno en un pasado más lejano? El secreto que envolvía esos descubri­ mientos a menudo sería suficiente para explicarlo. En apoyo de esta tesis se puede citar el hecho de que se ha descubierto, en la costa del Brasil, una estela cuyos carac­ teres grabados son indiscutiblemente fenicios. El itinerario descrito en la Odisea no es, pues, inverosímil en sí mismo y no parece incompatible con las posibilidades técnicas de navegación en alta mar, que son todavía más an­ tiguas. Pero volvamos a Grecia, donde Creta hacia 1400 a. J. C. pa­

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rece que pasó al dominio de los aqueos. El palacio de Minos fue incendiado y destruidas varias ciudades. Pero los aqueos eran, de hecho, los herederos de los cretenses. Siguieron las mismas rutas que los marinos cretenses hacia Occidente. Las tablillas descubiertas en Pylos y en Micenas, en escritura lla­ mada lineal B y las descubiertas en Creta, demuestran que los dos pueblos hablaban la misma lengua, un griego arcaico. No se ha conseguido descifrar totalmente. Los reyes de los principados aqueos se declaraban descen­ dientes de héroes mitológicos, a menudo hijos de Zeus. Ahora bien, Zeus, según la leyenda griega, nació en una de las grutas del monte Ida, en Creta. Esas grutas han sido redescubiertas y excavadas. En Les Fils de Minos H. Hariel Courtés expone el resultado de aquellas excavaciones, y los objetos votivos hallados atestiguan la existencia de aquel culto. Se han en­ contrado bipennas (hachas de doble filo), símbolo de Zeus, del que hemos visto su considerable extensión en Occidente. Esa filiación de los héroes aqueos, descendientes de Zeus, originario de Creta, ¿no indica que los aqueos se considera­ ban como emparentados con los cretenses? La traducción de las tablillas micénicas y cretenses parece confirmarlo actual­ mente. De cualquier modo, heredaron las tradiciones marítimas de los cretenses; incluso los superaron en sus lejanas expe­ diciones. Sobre este tema se puede citar a Gabriel Leroux, en Les Civilisations de la Méditerranée: «Si no puede afirmarse que los cretenses frecuentaran los mercados del Mediterráneo occidental, numerosos vestigios de una influencia egea parecen demostrar que los micenios no temieron esas expediciones lejanas. La primera escala hacia Occidente fue, sin duda, Corcyra (Corfú). Se ha indicado ya lo que Malta y Sicilia debieron a las influencias egeas... Los micenios pasan en seguida a las islas Eolias, donde compran liparita, luego a Cerdeña para dejar ahí lingotes de cobre marcados con sellos egeos, luego a las Baleares, etc., sobre

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las costas ibéricas, los motivos, las joyas y los objetos de estilo egipcio que los micenios imitaban para la exportación nos conducen, acaso, hasta el reino de Tarteso...» He aquí, pues, a nuestros micenios ya muy avanzados en el itinerario que nos describe Ulises, puesto que Tarteso, en el sur de España, en la desembocadura del Guadalquivir, se encuentra más allá de las columnas de Hércules, sobre el Atlántico. Unas palabras sobre las columnas de Hércules. Constitu­ yen el actual estrecho de Gibraltar; según la tradición griega atestiguan la apertura del estrecho por Heracles —Hércules— haciendo retroceder las montañas para abrir el paso entre el Mediterráneo y el Atlántico. ¿No será esto acaso, dicho en forma de fábula, el recuerdo del paso del estrecho por Hera­ cles, que sería uno de los primeros reyes aqueos, fundador de la dinastía de los Heraclidas? Puesto que en la época de la guerra de Troya los reyes de Micenas nacieron de los des­ cendientes de Heracles, el descubrimiento de los estrechos sería de una época muy anterior a la Odisea, probablemente dos o tres siglos antes. Cuando, luego, Heracles franquea las columnas de Hércules, siempre según la leyenda, para llegar a un archipiélago llamado el Jardín de las Hespérides, muchos comentaristas piensan que se trata del archipiélago de las Canarias, de donde trajo las manzanas de oro. Esta­ mos, efectivamente, en la ruta del oro antiguo, que recorría el Senegal y, por vía marítima, todo lo largo de la costa afri­ cana. Siempre volvemos a encontramos en la misma ruta marí­ tima, y las Canarias constituyen, precisamente, la segunaa escala del viaje de Ulises. Si los aqueos llegaron efectivamen­ te a aquel archipiélago ya en aquella edad heroica, que pa­ rece ser la de los grandes descubrimientos marítimos, puesto que otras expediciones como las del «vellocino de oro» se sitúan en la misma época, no es inverosímil que sus descen­ dientes en el curso de los siglos siguientes, y apoyándose en

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aquellos primeros descubrimientos, empezasen a recorrer el océano Atlántico. Según una tesis del arqueólogo español Peña Basurto, los cretenses habrían llegado a Tarteso hacia el 2200 a. J. C., o sea, 1000 años antes del viaje atlántico de Ulises. Por otra parte, las antiguas leyendas griegas indican que Tánger fue fundado por Heracles. Las puertas del Atlántico eran, pues, perfectamente cono­ cidas por el mundo egeo desde mucho tiempo atrás al acer­ camos a la época en que Homero sitúa la Ilíada y la Odisea, es decir, cuando los aqueos, bajo la dirección de Agamenón, rey de Micenas, acordaron la expedición a Troya. De todos modos, es cierto que en la época que nos interesa, es decir, el siglo X II a. J. C., el Mediterráneo occidental hacía tiempo que era navegado por los navios cretenses y micenios. De ello se deduce que, razonablemente, las aventuras de Ulises no podían situarse en los parajes de Sicilia y de Italia, que no son más que escalas en esa antigua ruta comercial. Los comentaristas del texto de Homero y de modo princi­ pal Bérard (Dans le sillage d’Ulysse) se han encerrado vo­ luntariamente en el Mediterráneo, porque rechazaron, ya a partir de la primera etapa, franquear el estrecho de Gibral­ tar. Sin embargo, Raymond Furon en su Manuel de Préhis­ toire Générale es afirmativo. «La Península Ibérica conoció el bronce al empezar el se­ gundo milenio gracias a los navegantes egeos, de quienes se han descubierto escalas en Sicilia y en Italia meridional.» La antigüedad del descubrimiento del Atlántico por los egeos no parece, pues, ofrecer dudas. La expansión comercial de los micenios ha sido atestigua­ da por las excavaciones arqueológicas practicadas en el con­ torno del Mediterráneo. A partir de aquella época, la Argólida, con las ciudades de Tirinto y de Micenas, ejerció su hege­ monía sobre el conjunto de Grecia. Después de 1400 años a. J. C.f tomaron el relevo de la potencia cretense y las exea-

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vaciones revelan lujosas joyas de oro y de plata, así como armas de bronce que confirman perfectamente las descrip­ ciones de Homero. Gabriel Leroux en Les premières civilisations de la Méditerranée hace notar, sin embargo, que «en su conjunto el arte micenio se convierte en popular e industrial. Los talleres se multiplican en las ciudades y alrededor de los palacios, una red de caminos frecuentados cubre Grecia, se desarrollan las comunicaciones marítimas y se trabaja al por mayor, simplificando la forma de producción, para una nu­ merosa clientela...». Es evidente que esta expansión económica del período micenio se explica igual como para Creta algunos siglos antes, por el desarrollo de las comunicaciones marítimas y la im­ portancia del comercio exterior. ¿Cuál es, es este contexto, el significado de los acontecimientos relatados en el primer poema de Homero, la Ilíada, que desemboca en la toma de Troya por la Confederación de los aqueos? En la misma obra, Gabriel Leroux expresa la siguiente opinión: «Muy próxima a los micenios por su arte y su civilización, la Tróade les hacía una temible competencia cerca de sus clientes del Asia Menor. En general, todo el mundo está de acuerdo en fijar el sitio entre los años 1193 y 1184 a. J. C. »Es muy probable que los aqueos buscaban, con la expedi­ ción de Troya, abatir la principal potencia que hubiese po­ dido oponerse a su establecimiento en Asia Menor, y, de hecho, a partir del siglo xii a. J. C., pueblos y ciudades se embarca­ ron en masa llevando consigo sus dioses, sus riquezas, sus tradiciones, y conservando a través del período micenio muchos secretos de la civilización cretense.» Schliemann, tomando como punto de partida el texto de Homero, halló el emplazamiento de Troya bajo la colina de Hissarlik, en Turquía. Unos años más tarde, en 1874, instaló un taller de excavaciones sobre el emplazamiento de Micenas y sacó a la luz del día los palacios y las tumbas de unos prín­

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cipes aqueos de una época anterior a la guerra de Troya. Troya, admirablemente situada, controlaba el camino que permitía a los productos pasar de Europa a Asia y viceversa. Se han encontrado las capas arqueológicas correspondientes a varias ciudades sucesivamente destruidas y reconstruidas, correspondiendo el nivel más antiguo a principios del tercer milenio. Era, pues, una ciudad muy antigua la que los aqueos sitiaron e incendiaron. La abundancia de objetos de bronce, aleación de cobre y de estaño, de origen troyano, permite a ciertos autores pensar que Troya era un mercado de estaño. Según los autores, y en lo que concierne al estaño, son posibles dos fuentes de aprovisionamiento: una, procedente de los yacimientos situados al norte del Irán por las mesetas de Asia Menor, y otra de Bohemia, por la vía del Danubio. Los aqueos, al haber aliminado a su principal competidor y tras asegurarse el dominio de los estrechos que controlan la entrada al mar Negro, pudieron sentir la tentación de vol­ verse hacia el Oeste. ¿Qué sabemos de su expansión occiden­ tal? La arqueología nos ha confirmado su paso, en el curso de los siglos anteriores, por Sicilia, Cerdeña, Baleares y el sur de España. En cuanto a las leyendas, dan a entender que los aqueos llevarían ya mucho tiempo conociendo la puerta del Atlántico, Tarteso. El ya citado Gabriel Leroux, nos dice: «Los tartesios ocupan la Bética y Andalucía, las regiones más ricas de España. Afamados metalúrgicos, marineros audaces, para quienes eran familiares las costas del Océano, vieron llegar hasta su capital, Tarteso, en la desembocadura del Guadalquivir, mercaderes atraídos desde todos los extremos del Mediterráneo por su reputación de fabulosa riqueza y por el comercio de la plata y del estaño. Su generosa hospitali­ dad, su civilización, a la vez vigorosa y refinada, comparable ¡jot su lujo grandioso con la de Oriente, impresionaron viva­ mente a los antiguos. Estrabón les atribuye seis mil años de antigüedad y loa los poemas y los anales rimados, conser­ vados por sus sacerdotes...»

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Parece que luego los griegos olvidaron a sus antiguas re­ laciones, hasta el día en que Kalaios de Samos, en 630 a. J. C., empujado por la tempestad hasta Tarteso, volvió de allí con un cargamento de oro y obtuvo un importante beneficio. El itinerario descrito por Ulises evita Tarteso y bordea, en lugar de las costas españolas, el litoral marroquí, para hacer escala en las Canarias. Si los micenios eran clientes de los tartesios, señores del comercio atlántico, se comprende fácilmente el porqué el cami­ no aconsejado evitaba Tarteso. Los motivos de los comercian­ tes son inmutables... Con relación al archipiélago de las Canarias, la obra de Arielli y de Castro Farinas titulada Las islas Canarias, da al­ gunas precisiones históricas anteriores a su descubrimiento oficial por los portugueses. «Desde los tiempos más remotos, las islas Canarias fueron habitadas por una población de raza blanca, muy activa: los guanches... Las momias guanches prueban que los habitantes eran de elevada estatura, 1,80 m al menos, rubios o castaños. Se cree que tenían los ojos azules... »Vivían en cavernas naturales o en cabañas cuyo techo estaba hecho de vegetales... »El estudio de los esqueletos exhumados de las necrópolis confirma que los habitantes estaban dotados de una fuerza excepcional, de una vitalidad y de una resistencia casi sobre­ naturales. »...En definitiva, después de una primera ola de hombres de Cro-Magnon y de tipo euroafricano cuya cultura era muy antigua, otras poblaciones se instalan en la isla, mediterrá­ neos de tipo oriental, armenoide, grácil; y otras más, que po­ seían una cultura más evolucionada. »...Los guanches de Tenerife y de la Gomera embalsamaban a sus muertos del mismo modo que los egipcios y los perua­ nos de la época precolombina.» Se puede establecer fácilmente un paralelo entre los guan­

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ches y los cíclopes, con la excepción evidente del ojo único en mitad de la frente que caracterizaba a esos últimos. Sin embargo, es preciso retener de ese texto la posibilidad de un contacto antiguo entre los guanches y los pueblos vecinos del Mediterráneo. Es interesante comprobar también que en 1341 una expedición portuguesa cruza ante trece islas del archi­ piélago y comprueba que sólo cinco de ellas están habitadas, lo que concuerda con la situación descrita por Ulises. Pero todavía es más sorprendente la comparación entre el texto de Homero y el del navegante normando Jean de Béthencourt, en su historia del descubrimiento en 1402. «Las islas de las Canarias son siete... la primera, viniendo de Castilla, es Lanzarote, tierra rica en trigo y en ganado, es­ pecialmente cabras; es una tierra buena para la viña y los árboles que, sin embargo, no crecen a causa de la gran can­ tidad de ganado que pace y lo destruye todo. No hay agua dulce. »Más lejos, Fuerteventura; es un país rico en agua dulce de río, hay muchas cabras, pocas vacas, uvas, huertos, almen­ dros y otros árboles; está situada a tres leguas de Lanzarote. »La Gran Canaria viene luego, gran isla muy rica con mu­ cha agua dulce de sus ríos, con mucha caña de azúcar, tierra abundante en trigo duro, en candeal, en cebada, en vino, en higueras y con muchas palmeras que producen dátiles. »A continuación Tenerife... donde hay una de las cadenas de montaña más altas del mundo, donde pueden verse algu­ nas veces, en las cimas, llamas como las de Mongibel, en Sicilia.» La presencia de cabras y de agua dulce en Fuerteventura está señalada por los navegantes. En cuanto a las llamas que se escapan del volcán del Teide, evocan muy bien la actividad del mayor de los cíclo­ pes, Polifemo, hijo de Posidón, que hace temblar la tierra. Después de una escala en Madera, nuestra ruta nos lleva a Irlanda y a Escocia. ¿Es verosímil que los navegantes mi-

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ceñios se hubiesen aventurado tan lejos por el Atlántico? ¿Acaso, ahí también la arquelogía nos proporcionará elemen­ tos positivos y va a permitimos situar ese viaje en relación con lo que sabemos de aquella época en Gran Bretaña? El prehistoriador británico Gordon Childe en su libro De la Prehistoria a la Historia aporta una opinión autorizada a favor de las relaciones comerciales entre las Islas Británicas y el Mediterráneo a partir de la mitad del segundo milenio: «En la Grecia micenia... los mercaderes obtenían sustan­ ciosos beneficios y accedían a una situación social interesante. »Después de 1400 a. J. C., el comercio micenio tomó el re­ levo del comercio minoico... Micenas exportaba lozas hacia Troya, las costas sudoeste de Asia Menor, Siria, Egipto, Pa­ lestina, Sicilia e Italia. »El comercio micenio se orientó hacia la Europa bárba­ ra. Lozas y alfarería llegaron hasta Macedonia y Sicilia y fueron más lejos todavía. Se han encontrado, hasta en el sur de Inglaterra, perlas, lozas según la moda en 1400 y, en un montículo de la Edad del Bronce en Cornualles, se ha des­ cubierto un puñal fabricado en Grecia. En cambio, Micenas importaba estaño de Cornualles, oro de Irlanda y ornamen­ tos fabricados en Inglaterra... »Así es como los países bárbaros, comprendiendo entre ellos Irlanda y Dinamarca, aportaron en lo sucesivo una con­ tribución positiva a la experiencia colectiva de la Humani­ dad, cuyo foco estaba en el Cercano Oriente. »Es posible que las civilizaciones de la Edad del Bronce en Europa occidental y en Europa central sean el resultado de actividades comerciales de las que tenemos pruebas; en todo caso, les deben sus progresos. Los aristócratas bárbaros del sur de Inglaterra y de Dinamarca, por ejemplo, enrique­ cidos por el comercio con las tierras lejanas, eran los equi­ valentes sociológicos y económicos de los jefes micenios; sin embargo, eran más pobres y más rústicos, pero es probable que los intercambios entre aquella aristocracia nórdica y el

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rico mundo minoico no fueron extraños a la llegada de Ia edad heroica de Grecia.» Parece, pues, una vez probado que existieron relaciones comerciales, y que pueden situarse, en el tiempo, uno o dos siglos al menos del viaje de Ulises. Sobre el tema de las relaciones entre España e Irlanda, Gabriel Leroux afirma, sobre Tarteso: «Con los países del Atlántico, en particular Irlanda, las relaciones son más seguras, y ello explica el rápido desenvol­ vimiento de la metalurgia del bronce, probablemente venida de Oriente, como la del cobre a partir de 2000. Además del estaño de Galicia, los españoles debían procurarse a partir de aquel momento el de Cornualles, las famosas islas Casitérides de los antiguos...» Por su parte, Jacques Briard en L’Age du Bronze propor­ ciona la siguiente confirmación: «En la Edad del Bronce antiguo, Irlanda conoció una in­ dustria metalúrgica muy activa... El oro era uno de los pro­ ductos irlandeses más buscados en aquella época. Se expor­ taban placas de oro en forma de media luna, lúnulas, gorgueras o diademas... a Inglaterra y al continente europeo. Al finalizar la mencionada época, otra producción original de Irlanda eran las hachas planas o con rebordes, decoradas tanto sobre la superficie plana como sobre los lados con mo­ tivos geométricos, cabríos, rombos, etc. Hachas de ese tipo han sido halladas desde el Oeste de Francia hasta la Europa del Norte. El oro irlandés continúa siendo objeto de comer­ cio en el bronce medio.» En Inglaterra han sido encontradas perlas de vidrio o de loza, fabricadas en los talleres de Tell el Amama, en Egipto, y fechadas en 1400 a. J. C. Asimismo, sobre una de las piedras alzadas de Stonehenge, monumento megalítico circular que data de alrededor del 1700, se distingue un grabado represen­ tando un puñal de tipo micenio. En esas condiciones, ¿por qué no se puede imaginar una

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expedición marítima aquea navegando por aquellos parajes en la época de la guerra de Troya? He aquí un paso que, personalmente, yo no dudaría en dar. ¿La busca del oro, que ha empujado siempre los hombres hacia las grandes aventuras marítimas, era el objeto del viaje de Ulises? Sin embargo, el texto de Homero donde Irlanda está nom­ brada como el país de los feroces lestrígones, no parece hacer de aquel país el término del viaje; el «puerto famoso» de Noto no parece ser más que una escala en el camino de Es­ cocia, vivamente desaconsejada a los sucesores de Ulises, en razón del carácter hostil de sus habitantes. La isla de Barra, en cambio, está claramente recomendada como base de parti­ da para llegar tanto a la costa norte de Irlanda, país de los cimerios, como a la isla de Trinacria, a condición de saber evitar los peligros de los escollos de Caribdis y Escila.

CAPITULO SÉPTIMO

¿E L E S TA Ñ O , E L ORO, O LA EXPLORACION?

He indicado anteriormente que la matanza de los bueyes de Helios, cuyas pieles debían llevarse los compañeros de Ulises, podía ser interpretada como de lingotes de metal precioso. Jacques Briard precisa, a propósito de la Edad del Bronce: «El metal bruto viajaba de numerosas formas. En el Me­ diterráneo, en su período de dominación, los cretenses mono­ polizaban el comercio del cobre de origen chipriota y lo al­ macenaban bajo forma de lingotes “en pieles de buey” que a menudo llevaban sus emblemas favoritos, como el de la bipenna. En Cerdeña, los minerales empleados eran los de la isla, pero algunos lingotes egeos en forma de piel de buey demuestran que la iniciación a las técnicas de la metalurgia fue obra de “prospectores” egeos.» Parece que allí también Ulises utilizaba un código. Para disimular el objetivo real de su viaje, se habla de pieles de buey en lugar de lingotes de oro o de estaño. Esta transpo­ sición terminológica es perfectamente comparable con la de la gente del hampa quienes, para conservar el secreto de sus conversaciones, utilizan la palabra «ladrillo» u otra del mismo género para hablar de dinero. ¿De qué metal se trataba? Se pueden adelantar dos hipó­ tesis: el estaño o el oro. En favor del estaño está el hecho que este metal, según

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afirman los textos, tenía por origen las islas del Atlántico. ¿Estaríamos sobre la pista de las islas Casitérides? Hago un rápido resumen de los antecedentes de este enigma. Al fin del segundo milenio a. J. C., el bronce era uti­ lizado para todos los utensilios caseros, las armas, los bas­ tidores de puertas o ventanas, etc. Estaba constituido por una aleación de estaño y de cobre, a la que se añadían elementos menos importantes en proporción variable, como el plomo. El cobre, por su parte, no plantea problemas a los historia­ dores puesto que se le encuentra en varios países del Medite­ rráneo y su mismo nombre procede de la isla de Chipre, donde las minas eran florecientes a partir de la época creten­ se; es decir, anterior a la que nos ocupa. El estaño, por el contrario, no existe prácticamente en la cuenca del Mediterráneo con la excepción de Etruria. La masa de bronce producida en aquella época arcaica, sobre todo en Grecia, no puede explicarse más que si se admite la existen­ cia de un comercio de estaño muy importante entre los países productores y la cuenca del Mediterráneo, Varios autores antiguos aluden a semejante comercio. Según Heródoto, el mineral de estaño —la casiterita— procedía de las islas Casitérides, que sitúa aproximadamente lejos, en el norte de España. Plinio et Viejo reporta que se sacaba el estaño de las islas del océano Atlántico, y que lo transportaban en barcas de mimbre revestidas de cuero. Ahora bien, ese modo de navegación es característico de los pueblos celtas antiguos. Aristóteles, por su parte, atribuye el adjetivo «céltico» al término griego cassiteros. El geógrafo Estrabón, por su parte, refiriéndose a Posidonio de Apamea, afirma que las islas Casitérides, de donde procedía el estaño, eran diez, y se encontraban al norte del puerto de Artabres, La Coruña, y en alta mar, todas ellas situadas en gran proxi­ midad entre sí. Ahora bien, las Hébridas forman en realidad un archipiélago de unas diez islas importantes, situadas exac­ tamente al norte de Galicia.

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El texto más preciso es el de Avieno, poeta latino, en su Ora marítima. Evocando a los pueblos que habitaban en aquellas islas, dice: «Todos atraviesan el mar en sus botes, que no están construidos de madera de pino o de abeto, sino fabricados con piel o cuero. Se emplean dos días para ir de ahí hasta la isla Sagrada (Irlanda), como se la llamaba antes, que ocupa un gran espacio del mar y que sirve de morada al pueblo de los hibemios. La isla de los albiones se encuentra al lado... He ahí lo que el cartaginés Himilcón vio con sus propios ojos y yo lo cuento siguiendo los anales de Cartago.» Así pues, la información es seria y el autor de la fuente de sus informes precisa además que los ciudadanos de Cartago poseían numerosas villas y burgos más allá de las columnas de Hércules. Cita especialmente Ofiusa, acaso el país de Ofir de que habla la Biblia, y de donde el rey Salomón, cada tres años, se hacía traer el oro. Ese país, llamado en otros tiem­ pos Oestriminis, estaba, según Avieno, situado cerca de las islas Casitérides y su superficie igualaba a la del Peloponeso. Ahora bien, Irlanda está situada exactamente antes de las Hébridas, viniendo de España, y su superficie es superior a la del Peloponeso, es decir, que podría contener el país de Oestriminis. En tal caso, ¿Oestriminis podría ser el país de los lestrígones? La consonancia permite suponerlo. Diodoro de Sicilia habla de la ruta del estaño, de la que una etapa importante era Tarsis o Tarteso, en el sur de España. Para la mayoría de historiadores los intercambios comer­ ciales entre las islas Británicas y los países del Mediterráneo son, hacia el fin del segundo milenio a. J. C., un hecho evidente. Bajo esta luz, la hipótesis se refuerza y toma cuerpo. Las islas de Escocia y las Hébridas, ¿serían esas famosas islas Ca­ sitérides, fuente del estaño antiguo y punto de salida de la ruta del estaño hacia el Mediterráneo? Entonces se convier­ ten, con Irlanda, en el verdadero objetivo del viaje de Ulises:

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la busca de la fuente del estaño, indispensable para la fabri­ cación del bronce y él mismo generador de beneficios consi­ derables. Debía ser particularmente interesante para los grie­ gos poder «relegar» a sus proveedores tradicionales: la ciudad de Tarteso, cerca de Cádiz, que poseía con toda verosimilitud el monopolio de aquel tráfico. También se explica mejor la defensa extremadamente violenta de los lestrígones, que de­ bían tener una posición clave sobre esa ruta del estaño en el extremo oeste de Irlanda. El puerto famoso de que habla Uli­ ses era, acaso, el punto de reunión del mineral, traído de las islas vecinas en pequeñas embarcaciones de piel, tal como las describen los autores antiguos. La casiterita, o mineral de es­ taño, se presentaba entonces en la forma de guijarros oscuros, de origen aluvial, que formaban líneas fácilmente distingui­ bles en las playas. El mineral era tratado sobre el mismo lu­ gar, en las islas o en Irlanda, por fusión con leña, transforma­ do en lingotes antes de ser comercializado. Forzosamente de­ bían juntar el metal y almacenarlo en un puerto de embarque mientras esperaban cargarlo en uno o varios navios de nave­ gación de altura. En efecto, esos navios, procedentes del Sur, no podían llegar hasta aquellas latitudes más que en la buena estación, es decir, «durante los días largos» como dice el mis­ mo Ulises. La marcha del convoy debía ser bastante lenta y, en semejantes condiciones, no se puede pensar más que en un viaje anual durante el verano, incluso sólo uno cada dos o tres años, como lo indica la Biblia a propósito de Ofir. La existencia de ese convoy no es imaginaria, puesto que sabemos por los textos que el estaño venía de las islas Casi­ térides a través del Atlántico. Hay más: las excavaciones arqueológicas han demostrado que en la Edad del Bronce eu­ ropeo, es decir, durante el segundo milenio a. J. C., se practi­ caban intercambios comerciales, basados principalmente en el tráfico de los lingotes de metal y el ámbar del Báltico, en­ tre las actuales costas de Alemania, de Gran Bretaña, de Fran­ cia y de España. Así pues, los canjes se efectuaban princi-

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pálmente por mar. La vía marítima ha resultado ser, de siempre, el medio más económico para el transporte de mercan­ cías, sobre todo, en una época cuando en el continente cubier­ to de bosques sólo existían algunos malos caminos. La llegada y la salida del convoy anual daban lugar, sin duda, a grandes fiestas, la primera de las cuales debía coin­ cidir, verosímilmente, con el solsticio de verano. Los dólme­ nes y las alineaciones megalíticas, numerosos en Irlanda y en las islas escocesas, permitían localizar la posición de los as­ tros, predecir la llegada de la flota y fijar su fecha de partida. La presencia de abundantes vestigios prehistóricos en las islas Hébridas y en Irlanda, esencialmente localizados cerca de las costas y en las islas, y que los métodos actuales para fechar sitúan hacia la mitad del segundo milenio a. J. C., ates­ tiguan que esas regiones experimentaban en aquella época una intensa actividad humana, orientada principalmente hacia la navegación y la metalurgia. Esa época corresponde, según al­ gunos autores, a la llegada a Irlanda y a Escocia de las prime­ ras invasiones celtas procedentes de la Alemania actual, los gaélicos. Y, en efecto, es con la lengua gaélica con la que de­ ben cotejarse los nombres propios citados por Homero en la Odisea. Esa parte de Irlanda abordada por Ulises —«país de los lestrígones»— habría sido habitada por los «oestrigaélicos», es decir, los gaélicos occidentales. Se podría explicar también el origen de la palabra lestrígones. También es posible que Eea corresponda a una consonancia gaélica. En cuanto a Cir­ ce, que debe pronunciarse Kirke, el radical Kirk, que significa iglesia, evoca acaso alguna sacerdotisa céltica. Igualmente el nombre de cimerios hace pensar en la consonancia Kimer, que debe tener un significado en gaélico. En fin, he señalado ya el parentesco de sonoridad que pue­ de notarse entre Caribdis y Corry en gaélico, que se encuentra en el nombre de Corrievreckan, y por otra parte Escila y Cailleach, diablesa que habitaba en la gruta de Corrievreckan. Sé

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perfectamente que todas esas comparaciones no son más que presunciones, y no pruebas; pero, añadidas a todas las demás deducciones que se sacan del análisis del texto, ¿no pueden, finalmente, arrastramos a la convicción? La busca del estaño podía no ser el único «motivo» para llegarse hasta aquellos países, muy alejados de Grecia. Tam­ bién se puede pensar en la busca del oro. En favor de esta tesis, recordemos que Irlanda era, en aquella época, gran ex­ portadora de oro. Se puede, pues, suponer, dada la atracción que ese metal ha ejercido siempre sobre los hombres, que la nombradla del país se había extendido muy lejos. No es inve­ rosímil, en tales condiciones, que los cretenses y luego los aqueos hayan querido darse cuenta sobre el lugar y subir hasta la fuente. La isla de Jura, o Trinacria, que parece ser el obje­ tivo del viaje, está formada de cuarcita, cuyos filones son a menudo auríferos, y el nombre de la cima principal, recordé­ moslo, significa en gaélico: ; la montaña del Oro! No olvidemos que, veinticinco siglos más tarde, la búsque­ da del oro será el potente motor que originó los grandes des­ cubrimientos marítimos de portugueses y de españoles. Por otra parte, sabemos ya a partir del primer canto de la Odisea que Ulises estaba en relaciones, antes de la guerra de Troya, con mercaderes de bronce y de hierro. El motivo comercial sería, pues, muy natural. Pero también me parece que, para los aqueos, Ulises sería algo más que un sencillo mercader o el rey de un modesto te­ rritorio. Se le asocia, por lo general, el calificativo de astuto y de prudente, en el sentido de previsor. Su prudencia es la consecuencia de su espíritu de observación y de adivinación. Su astucia es a menudo una astucia que denota su inteligen­ cia y sus conocimientos. Parece, pues, que Ulises reúne cierto número de cualidades que caracterizan la actitud científica: observación y deducción. ¿Por qué, entonces, la expedición de Ulises no perseguiría también un objetivo científico? Avanzar hacia el Norte hasta altas latitudes, medir la longitud del día,

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el espacio entre una marca y otra, la posición de las constela­ ciones... Es natural, por otra parte, que las consideraciones comerciales se mezclaran con las preocupaciones científicas, como ocurrió más tarde en la época de los grandes descubri­ mientos. ¿Acaso esta expedición no tuvo lugar jamás? La aventura de Ulises podría no ser más que un medio cómodo para reunir en un solo texto la suma de los conocimientos marítimos re­ cogidos por los marinos aqueos sobre esa ruta del Atlántico en el curso de varios viajes escalonados en el tiempo. En tal caso, también podría pensarse que el mismo Ulises no sería más que un mito. Pensándolo bien, esto me parece poco vero­ símil, puesto que el personaje de Ulises posee tal «presencia», está mezclado a tantos episodios de la litada en compañía de personajes históricos, de los que se conoce el número de na­ vios y de soldados que les siguieron, que no puedo dejar de creer en la existencia de Ulises. Si Ulises no es un héroe inventado, entonces se debe ad­ mitir que su expedición en el Atlántico, a las Canarias, a Ir­ landa, a Escocia y a Islandia es una aventura auténtica. En cuanto a la interpretación del texto, los códigos a descubrir son relativamente sencillos: transposición al Mediterráneo para la velocidad del navio y referencia a las constelaciones para otras direcciones que no sean los puntos cardinales que están indicados por los nombres de los cuatro vientos. En­ tonces se explica mucho mejor el interés del viaje de Telémaco que aporta la clave esencial, y la utilidad de las menti­ ras de Ulises, de vuelta a Itaca, cuando se sabe que el viaje ficticio por el Mediterráneo suministra las coordenadas de la deriva de nueve días.

CAPÍTULO OCTAVO

U N A P R E G U N TA EXTRAORDINARIA

La expedición, pues, se realizó; sus descubrimientos fue­ ron consignados, y luego registrados en un lenguaje apropiado que debía responder a las dos condiciones siguientes: en pri­ mer término, que no fuese comprendido por un extranjero poco familiarizado con la mitología griega, y después permi­ tir a los sucesores iniciados volver a encontrar con precisión sobre el terreno la ruta marítima descubierta por Ulises. La Odisea responde perfectamente a esas dos condiciones. Pero, entonces, se nos ocurre hacernos una pregunta extraordi­ naria. Puesto que son los días de navegación los que constituyen una unidad de medida de las distancias, y no el tiempo real­ mente empleado por la expedición para recorrer una etapa, condición indispensable para la comprensión del texto por los sucesores, ¿cómo explicar la exactitud de las distancias así medidas? ¿Cómo procedieron los aqueos, en el siglo xn a. J. C., para determinar, kilómetro más kilómetro menos, las posiciones relativas de las islas y de los continentes sobre distancias tan considerables? ¿Cómo pudieron medir la posición exacta de la isla de Madera en relación, respectivamente, con Grecia y con Irlanda? Dejémoslo en lo que se refiere a la medida del grado te­ rrestre escogido como unidad de medida, puesto que se pue­ de imaginar un conocimiento del radio de la tierra que per-

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mitiera calcular su circunferencia y, por consiguiente, la lon­ gitud del grado que representa la 360° parte. Pero en seguida preguntamos cómo, a base de esa unidad, es posible calcu­ lar con exactitud que la distancia entre el estrecho de Co­ rrievreckan y la costa de Islandia sea de nueve grados. No se trata, en islas tan alejadas, de proceder por triangulación sis­ temática. Es preciso admitir que sólo medidas astronómicas efectuadas sobre el lugar han permitido calcular exactamente la posición del lugar de observación sobre la esfera terrestre. Admitamos a continuación que la latitud del lugar haya sido obtenida por la medida de la altura del sol en su cénit o de la estrella Polar en el horizonte. Queda por resolver, sin embargo, el problema de la longitud. Basta, para apreciar la dificultad del problema, con mirar los antiguos mapas con­ feccionados sólo tres o cuatro siglos atrás, en el siglo xvi, por ejemplo. Entonces uno se da cuenta de lo mal conocidas que eran las posiciones relativas de las tierras. Los errores cometidos, especialmente en longitud, se cifran en miles de kilómetros. La posición de ciertas islas del Pacífico no ha podido ser calculada con precisión de algunas decenas de me­ tros más que hasta hace muy poco, gracias a mediciones to­ madas por satélite artificial. La medición de la longitud no encontró solución satisfac­ toria hasta el siglo xvin, cuando la precisión de los relojes permitió calcular el retraso o el avance del cénit del sol con relación al lugar de origen. ¿Cómo imaginar que pueblos que vivieron tres milenios antes, y que consideramos como tribus incultas, recién sali­ das de la Prehistoria, hayan poseído un conocimiento de la tierra más exacto que el de los contemporáneos de Newton y de Pascal? Mucho más exacta incluso que las cartas de nave­ gación del siglo vni, que en 1970, según que su origen fuera inglés o holandés, daban para la isla de Terranova dos posi­ ciones que diferían en 9o de longitud. ¿De dónde les venía ese conocimiento de la tierra, que su­

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ponía el dominio de técnicas astronómicas y matemáticas que uno se resiste a atribuir a aquellos aqueos batalladores, vio­ lentos y codiciosos? Se puede suponer que fueron iniciados por los cretenses, quienes, ciertamente, habían practicado antes que ellos viajes de altura. Los cretenses, a su vez, debie­ ron aprender de los egipcios o de los babilonios sus conoci­ mientos astronómicos y matemáticos. ¿Por qué se perdieron? ¿Cómo se produjo la pérdida, brutal o progresivamente? Pa­ rece que el conocimiento de esa ruta marítima de Europa Oc­ cidental y de Islandia se haya perpetuado durante varios si­ glos. El cartaginés Himilcón, hacia 600 antes J. C., en su periplo hacia el Norte a partir del estrecho de Gibraltar llegó hasta Irlanda y navegó incluso más allá. Fue, pues, tras las huellas de Ulises. ¿Lo sabría? Tiempo más tarde, Piteas de Marsella estableció relaciones en Córcega con fenicios emi­ grados de Tito. De regreso en Marsella, obtuvo los medios necesarios para dirigir una expedición que franqueara el estre­ cho de Gibraltar, subió en dirección a Irlanda siguiendo el iti­ nerario de Himilcón, o sea, el de Ulises. Al igual que este úl­ timo, aprovechó una escala para calcular la duración del día en el solsticio de junio. Se dirigió hacia el Norte, desembarcó en islas donde las noches sólo duraban tres horas. Luego, de estas islas a otras, invirtió siete días de navegación, luego cin­ co días para llegar a una tierra que toca al círculo ártico. Pi­ teas era astrónomo, se le puede dar crédito en este punto y reconocer en esta «Ultima Thule» a Islandia, tierra de Calipso, cuya costa norte toca al círculo polar. Comprueba entonces que durante el solsticio de invierno las noches duran casi vein­ ticuatro horas. Una vez más, el navegante sigue, al parecer, el itinerario descrito en la Odisea. Como sería inverosímil que estos jefes de expedición se comprometieran sin informacio­ nes previas sobre las direcciones a seguir, es lógico pensar que estos tres viajes tengan un origen común, una especie de antigua saga transmitida desde una época extremadamente alejada.

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En efecto, en la Odisea Ulises no da la impresión de ir al azar; habla de un puerto famoso en el país de los lestrígones y va directamente a la isla de Eea. En cambio, cuando se tra­ ta, después, del episodio de Caribdis y Escila, de deriva y no de navegación normal, acaso ello signifique que la llegada a Islandia fue un accidente fortuito, debido a la tempestad. Sin embargo no lo pienso así y sigo creyendo que la Odisea es un mensaje preciso que revela el secreto de una ruta marí­ tima rigurosamente establecida, frecuentada a partir de la Edad del Bronce europeo por navegantes venidos del Medi­ terráneo. La posición exacta de las tierras había sido deter­ minada por observaciones astronómicas efectuadas sobre el lugar por métodos basados, con toda probabilidad, en el mo­ vimiento de los astros móviles en relación a las constelacio­ nes. ¿Mediante qué procedimientos e instrumentos? Otras tan­ tas preguntas que ahora quedan sin respuesta. No por ello debemos silenciar que, si se admite que el texto del que se ha sacado un código da una ruta marítima precisa, la Odisea adquiere una nueva dimensión. No sólo por el secreto así re­ velado —la ruta Norte-Oeste—, sino también por lo que nos permite saber sobre el insospechado nivel de los conocimien­ tos científicos de los aqueos. La Odisea, sin embargo, constituye algo más que un sen­ cillo mensaje encargado de transmitir unos conocimientos. Suponiendo que las claves más esenciales, indispensables para la comprensión del texto, sean conocidas del auditorio, la reconstitución del itinerario se convierte entonces en un apasionante ejercicio que moviliza una extensa gama de co­ nocimientos repartida entre las disciplinas más diversas: to­ das las ramas de las matemáticas, medidas de longitudes, de triángulos, reglas proporcionales, trigonometría, astronomía, medidas de tiempos y de velocidades, etc. El texto recuerda también a los oyentes conocimientos técnicos: el arte de cons­ truir un navio y de maniobrarlo. En fin, enseña historia, por la vía indirecta de las leyendas heroicas, y geografía mediante

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la descripción precisa de las posiciones relativas de las islas y de los continentes; familiariza con las ciencias humanas —psicología y derecho— que son evocadas a menudo a partir de la vuelta de Ulises a ltaca en su conflicto con los preten­ dientes. La Odisea representa así la suma de los conocimien­ tos científicos de aquella época y un valioso instrumento de enseñanza. Se le puede asimilar a un vasto estudio de casos, presentado bajo una forma susceptible de excitar la imagina­ ción y, por eso mismo, suscitar el interés de los oyentes. A favor del clima psicológico así creado, el texto recitado se convierte en una ocasión de transmitir los conocimientos adquiridos por las generaciones anteriores. Si esta interpreta­ ción es exacta, la Odisea nos permite medir el nivel científico de los aqueos y nos da también, en la curva del progreso de los pueblos europeos, un punto preciso situado doce siglos antes de nuestra era. En esta hipótesis, la Ilíada y la Odisea, bajo una forma poética que reduce las posibilidades de un error de trans­ misión, aportarían a los descendientes de Ulises, más que una suma de conocimientos y de principios, un auténtico bagaje pedagógico destinado a formar el razonamiento del oyente. De antemano, despertando su imaginación por el interés de la aventura humana, y luego, obligándolo a buscar las fuen­ tes de información, a controlarlas mediante cortes sobre el itinerario propuesto, y, al plantearse la reconstitución del iti­ nerario de Ulises, descubrir por sí mismo las reglas matemá­ ticas indispensables para la determinación de las distancias y de las direcciones. ¿No encontramos, a partir de aquella época heroica, los rasgos principales de una formación científica? Sabemos que Ia Iliada y la Odisea fueron, durante siglos, las bases esencia­ les de la enseñanza griega. Entonces nos explicaríamos mejor el prodigioso desarrollo de la civilización griega clásica algu­ nos siglos más tarde, hacia los siglos vi y v a. J. C. Pero, no obstante, parece cierto que en aquella época se había perdido el verdadero sentido de la Odisea. Ya el mismo Homero, ha­

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cia el siglo vin, no sabía a qué países hacía alusión la Odisea. Es probable que los conocimientos científicos se perdieran progresivamente, en razón del secreto que envolvía su trans­ misión, reservada a un círculo restringido de iniciados. Algu­ nos años después del retomo de Ulises, hacia la mitad del si­ glo X II a. J. C., la invasión doria se extendió sobre Grecia. Lle­ vándose sus dioses y sus leyendas, los pueblos de ítaca y de Cefalonia así como de otros lugares se refugiaron en la costa de Asia Menor —la Turquía actual— y conservaron de me­ moria, repitiéndolos de generación en generación, los textos de la litada y de la Odisea. Pero el verdadero sentido del men­ saje escondido bajo la epopeya de Ulises y sus aventuras mi­ tológicas se les escapan ya, habiendo sido o asesinados o dis­ persados en la tempestad los pocos iniciados, poseedores del sistema de coordenadas zodiacales. Cuando Homero, hacia el siglo vin, recogió las narraciones dispersas, las confrontó y las anotó, se había perdido, hacía ya mucho tiempo, su autén­ tico sentido.

CAPITULO NOVENO

E L FIN DE U LIS E S

A la luz de lo que ahora sabemos sobre el viaje de Ulises, ¿qué se puede pensar de los episodios que siguen a su vuelta de ítaca? A la Odisea le falta un desenlace. Ahora que conozco el au­ téntico itinerario de Ulises, no puedo dejar de plantearme al­ gunas preguntas sobre ello. El vigésimo cuarto y último canto no me satisface; quedan sin explicar demasiados hechos o ac­ titudes. Cuando, al final del canto, Atenea interrumpe bruscamente el combate para que cada cual vuelva a su casa sin más ex­ plicaciones, subsiste cierta insatisfacción en el lector. Esta historia no puede acabar así, no se han ajustado cuentas. Uli­ ses no se ha justificado del asesinato de los pretendientes, cas­ tigo excesivo aplicado sin juicio ni apelación. Por su parte, las gentes de Itaca que se acercaban a la casa de Laertes para apoderarse de Ulises, no le perdonarían, indudablemente, la muerte de sus hermanos y de sus amigos. En varias ocasio­ nes se alude a esa ley de la sangre que exigía reparación o al menos el destierro del culpable, condenado a errar en país extranjero despojado de sus bienes. Tal es el destino que el adivino Tirsias consultado por Ulises en el país de los ex cimerios le había predicho para el fin de su vida, después de un difícil viaje de retorno, cuyas peripecias sucedieron conforme a las predicciones. Ese despido, sin condenar a ninguna de las partes, al final

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del vigésimo cuarto canto, deja cada bando en su lugar. No puedo dejar de imaginarme una solución distinta, el canto vigé­ simo quinto, el proceso de Ulises. Sí, un proceso, puesto que una enumeración objetiva de los hechos esenciales ilumina el personaje de Ulises con una nueva luz. Vamos a ver cómo el expediente de la acusación, a falta de pruebas formales, en­ cierra, sin embargo, serias presunciones de culpabilidad. Para comprender el personaje de Ulises sin retroceder has­ ta su tierna infancia, es preciso trasladarse a veinte años atrás, al empezar la guerra de Troya. Sabemos que le costó mucho a Agamenón —más de un mes—, decidir a Ulises a partir para Troya. Es muy fácil comprender que Ulises, teniendo en cuen­ ta la posición geográfica de ítaca, hubiese tenido poco interés por la expedición proyectada para muy lejos, en dirección Noroeste, al otro extremo de Grecia y que, en tales condicio­ nes, haya buscado negociar su participación. La toma de Troya abría a los aqueos las puertas del mar Negro y les daba el control del camino terrestre que flanquea­ ba el Bósforo de Europa a Asia. El éxito de la expedición no podía dejar de favorecer, sobre todo, a las ciudades griegas del mar Egeo, al este de Grecia. Las gentes de ítaca y de Corfú, por el contrario, están admirablemente situadas para controlar las vías comerciales que vienen del Oeste. Parecería normal, en semejantes circunstancias, que Ulises pidiera, a cambio de su participación en la expedición troyana, que la confederación aquea le brindara en seguida su apoyo para or­ ganizar una expedición semejante en dirección a Occidente. No olvidemos que Ulises era un mercader. En efecto, Ate­ nea para volver a poner en marcha las indagaciones de Ulises y provocar la partida de Telémaco se escondió bajo los rasgos de Mentor, mercader en hierro y bronce, que negociaba con Ulises. Más tarde, en la litada, bajo los muros de Troya, Uli­ ses fue tratado por Agamenón de «astuto y avaro». En el curso de un combate desgraciado para los aqueos, el prudente Ulises huyó ante el enemigo, y no se redimió más que por su

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astucia en el célebre episodio del caballo de Troya. En cam­ bio, no dejaron de confiarle las misiones diplomáticas en las que se reconoció su habilidad para defender una causa, por la mentira si era preciso. Le confiaron también la dirección de los navios, puesto que sus cualidades marineras no las dis­ cutía nadie. A partir de la salida de Troya se comprueba una divergen­ cia entre la narración de Ulises, quien declara haber sido em­ pujado por el viento hacia el país de los cicones, y el testimo­ nio de Néstor, rey de Pylos, que fue con él a la isla de Ténedos, y afirma haberle visto volver a salir para Troya al lado de Agamenón. Las declaraciones de Ulises están, pues, en con­ tradicción con las de los testigos. Después de haber doblado el cabo Malea, una tempestad de nueve días, según Ulises, había empujado la flota más allá de Citera. Parece al menos curioso que los doce navios, in­ capaces de volver a ltaca porque derivan durante nueve días y nueve noches empujados por la tempestad, lleguen agrupa­ dos al país de los lotófagos. Parece más verosímil que Ulises conduzca voluntariamente su flota hacia Occidente para rea­ lizar su proyecto de expedición. Pero acaso no deseaba reve­ lar este hecho a los feacios y ocultarles, mediante esta expli­ cación meteorológica, el hecho que la expedición era preme­ ditada, sin su concurso. Desde su llegada al país de los cíclo­ pes, un episodio revela que Ulises es el auténtico jefe de esta expedición. Después de haber muerto cierto número de cabras, el botín es repartido igualmente entre todos, con la excepción de Ulises que recibe una parte suplementaria. Entonces es forzoso admitir que su condición de jefe implica una respon­ sabilidad total en la sucesión de los acontecimientos. Dejando por segunda vez la isla de Eolia, Ulises, que no precisa su objetivo, se dirige hacia el Norte sin tomarse la molestia de invocar la excusa de la tempestad. Está claro que sabe dónde va, lo que queda confirmado a continuación cuando habla del puerto «famoso» de Notos, en el país de los

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lestrígones. No parece sorprenderle llegar a un puerto cono­ cido. Aquí, su modo de conducirse es raro para un jefe de expedición. Sabe que es peligroso penetrar en ese puerto, que se presenta como una trampa con la desembocadura estrecha, puesto que confiesa haber tomado la precaución de amarrar su navio en el exterior de la bahía. ¿Por qué, en tales con­ diciones, autoriza a sus otros navios a entrar en el puerto? Entonces Ulises envía para efectuar un reconocimiento a un heraldo, que se encuentra con la hija del rey de los lestrí­ gones. En aquel momento se desencadena el ataque contra los navios anclados en el puerto. Sólo dos hombres esca­ pan a la matanza y se incorporan al navio de Ulises, anclado a lo lejos, en el exterior del puerto. Esta triste aventura de­ muestra hasta qué punto es indiscutible la responsabilidad del jefe de expedición. Consciente del peligro, permite que sus navios se aventuren canalizo adelante casi contra su voluntad. Falta de autoridad, o error estratégico, en los dos casos es difícilmente defendible la actitud de Ulises, jefe de expedi­ ción. Al haber alcanzado su objetivo, la isla Trinacria, explica en seguida la pérdida de sus últimos compañeros a causa de un naufragio en la tormenta. Él solo habría conseguido afe­ rrarse al casco del navio desarbolado, dejando que a sus ma­ rineros se los llevaran las olas. A su vuelta, en lugar de ir directamente a Itaca, Ulises pasa a la altura de la isla para dirigirse a Corfú, donde moran los feacios. A cambio de la narración detallada de sus aventuras, obtiene no sólo que sea fletado un navio especialmente para él, sino que también le cubren de regalos que amontona en una gruta tan pronto llega a Itaca. Tantas atenciones sobrepasan en mucho las que resultarían de la simple aplicación de las leyes de la hospitalidad hacia un náufrago. Es más verosímil que el mensaje incluido en la narración era de importancia extrema para esos navegantes profesiona-

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les que son los feacios, «amigos del remo». Entonces quedan explicados la acogida y los regalos. Llegado a ítaca, Ulises no se atreve a darse a conocer, ni siquiera a sus amigos, con la excepción de su hijo, y también al fiel porquerizo le explica un viaje imaginario. ¿Por qué, si desea recuperar sus bienes, no recurre, según la tradición, a la justicia de los hombres reunidos en el ágora? Sabe de an­ temano que el pueblo de ítaca no le seguirá por aquel camino y escoge hacer justicia por su mano. Tiende una trampa a los pretendientes y los mata a todos sin escucharles tan sólo. Y, no obstante, después de la muerte de su jefe, todos están dispuestos a someterse y a ofrecer indemnizaciones. Como respuesta, Ulises prosigue metódicamente la matanza y siem­ bra el luto en todas las familias de ítaca y de las islas ve­ cinas. He aquí los hechos que, en su sencilla desnudez, podría reunir un fiscal para el proceso de Ulises. A partir de esos hechos, la acusación debería edificar una tesis que explicara del principio al fin, de modo coherente, el comportamiento de Ulises. La acusación ahora es más fácil de formular. Mentor, aso­ ciado de Ulises, sabe sus proyectos y sus intenciones y el ob­ jetivo secreto de la expedición: la busca y la conquista de la ruta del estaño. No pierde la esperanza de verlo volver y pro­ voca las investigaciones de Telémaco. Ulises, con la complici­ dad de su piloto, lleva los navios hacia Occidente siguiendo un itinerario del que ya antes ha tenido noticia, y que acaso su piloto ha recorrido ya. Vencido por los lestrígones, en Ir­ landa, en unas condiciones imperdonables para un jefe de expedición, sigue su camino e inverna en la isla de Barra; al verano siguiente explora el norte de Irlanda y las islas esco­ cesas. Vuelve, tras alcanzar su objetivo, único poseedor del secreto de la ruta del estaño, después de haberse desembara­ zado oportunamente de los últimos testigos de su poco glo­ riosa aventura.

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Sabe que, llegado a ese estadio, le será difícil justificar ante sus compatriotas de ltaca la pérdida de navios y de hom­ bres. Debería, además, compartir con sus asociados el resul­ tado de su expedición. Prefiere entonces dirigirse a Corfú y confiar a los feacios, los rivales de ltaca, el secreto de su ruta marítima, a través de su narración, y mediante tesoros que disimula cuidadosamente a su llegada a ltaca, por la sen­ cilla razón de que le sería difícil justificar su origen. ¿A quién debe rendir cuentas en primer término? Primero, a las fami­ lias de terratenientes de ítaca, de Zante y de Duliquio, que habían proporcionado navios y tripulaciones, y cuyos repre­ sentantes más vigorosos acampan en sus tierras mientras es­ peran la elección de Penélope. ¿Cómo, en semejante situación, puede volver Ulises a tomar posesión de sus bienes y reinar de nuevo en ltaca? Sabe que el pueblo no le seguirá y que un debate público le obligaría a explicarse. Le queda una sola salida, la matanza de todos los pretendientes, de todos aquellos que, justamente, tendrían derecho a pedirle cuentas. El pueblo, impresiona­ do, se someterá a la ley del más fuerte. Por otra parte, Ulises sabe que no puede quedarse demasiado tiempo así, sea bajo una falsa personalidad, sea bajo su identidad real. Corfú no queda demasiado lejos y, sin duda, llegará un día en que un marinero feacio, de paso por ítaca, contará la verdadera versión de sus aventuras, muy diferente de la que Ulises dio cuando llegó a ítaca. También puede ser descubierto el tesoro escondido en la gruta, al no ser la isla demasiado vasta. Por lo tanto, no le queda otro remedio más que obrar aprisa. En seguida encuen­ tra el pretexto, pero parece muy frágil en relación con el cas­ tigo. Los pretendientes hacen la corte a Penélope, rica viuda, y ello parece completamente normal. En cuanto a la dilapi­ dación de bienes, no han hecho más que consumir el usu­ fructo. Ante todo, pues, urge no dejarles tiempo de pedir per­ dón y de ofrecer reparaciones, lo que les sería concedido por

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cualquier persona sensata. Por ello, Ulises, después de haber dado muerte a su jefe ante sus propios ojos, no escucha su petición de perdón y sus ofertas de reparación. Y el crimen será perpetrado hasta el último de los pretendientes. Si es inexcusable admitir que a la ley todavía le quedan fuerzas, se puede admitir, después de haber expuesto la tesis de la acusación, que el proceso de Ulises se efectuó. Incluso rechazado cualquier otra consideración, un jefe de expedición que ha perdido navios y tripulaciones debe comparecer ante un tribunal y explicarse. El ataque de Ulises contra sus conciudadanos, por sorpre­ sa y astutamente, constituye ya en sí una confesión de cul­ pabilidad. Ulises puede difícilmente inventar, para su defensa, una nueva historia después de haber engañado ya a tantas per­ sonas. Es difícil imaginar el procedimiento antiguo en seme­ jantes circunstancias. Sin embargo, se puede pensar que Uli­ ses habría tenido interés en atenerse a la versión que los fea­ cios no dejarán de propagar, o sea, la que ha llegado hasta nosotros gracias a Homero. Los sabios de la isla, constituidos en jurado, tendrán en cuenta para su veredicto los eminentes servicios prestados por Ulises durante la guerra de Troya, lo que le valdrá librar­ se de la pena capital. Se podrá incluso, atendiendo a su peti­ ción, concederle un último favor: que ese vigésimo quinto canto no sea recitado jamás por los aedos para que la memo­ ria del héroe no sea empañada a los ojos de las generaciones venideras. En cuanto al veredicto, se puede pensar que a continua­ ción de la confiscación de sus bienes destinados a indemnizar a las familias de las víctimas, Ulises ha sido condenado al des­ tierro de por vida en un lugar lo más alejado posible del mar. Ulises no sentirá la tentación de correr nuevas aventuras y así la predicción del adivino Tiresias, contada en el canto undécimo, se verá realizada: «Toma un remo bien hecho y

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vete hasta llegar cerca de hombres que ignoran el mar y co­ men su pitanza sin sal; no conocen, pues, ni los navios de rojos flancos, ni los remos bien hechos, que son las alas de los navios... Cuando otro viajero, al dar contigo, dirá que llevas sobre tu espalda robusta una pala para cribar el grano, entonces, hinca al suelo tu remo bien hecho... Para ti, la muerte te llegará lejos del mar, muy dulce.»

ANEXOS

ARGUMENTO DE LA ODISEA

CANTO 1 Los dioses están reunidos en el Olimpo. Atenea, la diosa de los ojos brillantes, defiende la causa del valeroso Ulises retenido por el encanto de la ninfa Calipso en la isla de Ogygia. Sólo Posidón, dios del mar, que desquicia la tierra, actual­ mente de viaje, podría oponerse a la vuelta de Ulises, con motivo del rencor que alimenta contra él. En efecto, Ulises, en el curso de su periplo, ha dejado ciego al gigante Polifemo, el más fuerte de los cíclopes, que resulta ser hijo de Posidón. Zeus, que preside la asamblea, resume: —Y bien, todos los que estamos aquí aseguremos su re­ greso. Posidón depondrá la cólera, pues no le sería posible contender, solo, con todos los dioses inmortales. Y Atenea le responde: —Mandemos a Hermes a la isla Ogygia, y manifieste cuan­ to antes a la ninfa de hermosas trenzas la resolución que he­ mos tomado, el retomo del paciente Ulises. Yo, en tanto, yéndome a ítaca, instigaré vivamente a su hijo y le infundiré valor en el pecho para que llame al ágora a los aqueos de larga cabellera y prohíba la entrada en el palacio a todos los pretendientes, que degüellan sin cesar y en gran número las

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ovejas y bueyes de remos flexibles y cuernos retorcidos. Y le enviaré después a Esparta y a Pylos las Dunas a preguntar por su padre y ganar honrosa fama entre los hombres. Dicho esto, Atenea va a ítaca y se presenta a Telémaco bajo la apariencia de un rico mercader, Mentor, jefe de los tafios, «amigos del remo», quien declara que viaja al extran­ jero en su navio para traer bronce, llevando una carga de hierro brillante. ■—Nuestros padres ya se dieron mutua hospitalidad desde muy antiguo, a Ulises y a mí, como se lo puedes preguntar al héroe Laertes. Así, para hacerse admitir por Telémaco y ser creída por él, es interesante señalar que Atenea no toma el aspecto de un vagabundo, de un adivino, de un heraldo o de un caudillo guerrero, sino sencillamente el rostro de un mer­ cader con quien Ulises estaba ya en relaciones comerciales. Sus padres se conocían ya y se frecuentaban sin duda por las mismas razones. Así, el hombre que corre menos riesgo de despertar la desconfianza de Telémaco es aquel que exporta hierro e importa bronce y, con toda naturalidad, se preocupa del destino de Ulises y desea su vuelta. Por otra parte, Mentor precisa, unos versos más lejos, hablando de Ulises: —Nos reuníamos a menudo antes de que embarcara para Troya. Esta frase nos ilustra sobre las actividades de Ulises an­ tes de la guerra de Troya y sobre sus relaciones. «Dime con quién andas y te diré quién eres.» Según este refrán, Ulises sería un gran comerciante y un armador, lo que justificaría su capacidad financiera y técnica, que le permitía equipar y mandar una flota de doce navios. Uno puede preguntarse, ya a partir de ahora, si esta aparición de Mentor, que Telémaco escucha con confianza y de quien seguirá los consejos, no ilumina con una nueva luz la expedición de Ulises sugiriendo un motivo comercial. Por su parte, las relaciones entre Telémaco y los pretendientes aparecen, a partir de este episodio, bastante equívocas. Cuando Mentor llega a ítaca, encuentra a

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Telémaco sentado entre los pretendientes, participando en sus diversiones y en sus juegos; de todas formas, Homero pre­ cisa en qué estado de ánimo se encuentra: «Sentado entre los pretendientes, con el corazón apesadum­ brado, pues tenía el pensamiento fijo en su valeroso padre/ y en cuando, al regresar, si lo hacía, dispersase a aquéllos y recuperara la dignidad real y la posesión de sus riquezas.» Y Mentor-Atenea se asombra de esta situación: —¿Qué significa este festín? ¿Por qué esta muchedumbre? ¿Qué necesidad tienes de estas gentes? ¿Es un banquete, nna comida de bodas? Porque no nos hallamos evidentemente en un festín a escote. Me parece que los que comen en el palacio con tal arrogancia se pasan de la raya. ¿Quiénes eran aquellos pretendientes? Su grupo pasaba de la cincuentena y comprendía todos los nobles y los príncipes de ítaca y de las islas vecinas, sin excepción. «Devoran y con­ sumen la casa», y cortejaban a Penélope. Esta última razón, que ha sido siempre mantenida por los comentaristas del texto de Homero, no legitima el pillaje de los bienes y la ocupación de la casa. Se ocurre otra interpretación. Anteriormente Te­ lémaco pensaba que le gustaría ver a su padre «recuperar sus derechos». ¿Equivale a decir que había sido desposeído de ellos? La ausencia de Ulises no justificaba la actitud de los pretendientes e incluso admitiendo que por el hecho de esta ausencia Ulises hubiera abandonado sus derechos legítimos, ésos debían volver a su viuda y a su hijo. Ahora bien, los pre­ tendientes, a los ojos de todos y sin que aparentemente hu­ biera protestas de Penélope y de Telémaco, disfrutaban el usufructo de los bienes de Ulises. Parece sorprendente que to­ dos los que en Itaca y en las islas vecinas contaban como per­ sonajes importantes no sólo admitían esta situación, sino que participaban activamente a la dilapidación de los bienes de Ulises. Su actitud y su seguridad, el consentimiento de Telémaco y de Penélope se explicarían mejor si, en efecto, aque­ llas gentes hubieran poseído un crédito sobre Ulises y, para

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gozar de garantías mientras esperaban su regreso, usaran de sus bienes, mataran sus ovejas y bebieran su vino a título de prenda. ¿Con qué derecho estaban instalados allí todos aque­ llos nobles vecinos? Y, ¿cuál podía ser la base de esos dere­ chos? La explicación más sencilla, cuando se conoce la impor­ tancia de la flota de Ulises, es que todos aquellos ricos pro­ pietarios habían debido suministrar, a su salida, los navios, tripulaciones y víveres que reunieron para confiarlos a Ulises. Veremos más adelante (canto 2) que los pretendientes adop­ taron entre ellos el siguiente convenio: cuando Penélope hu­ biera escogido un nuevo esposo, lo que jurídicamente signifi­ caría el reconocimiento de la desaparición definitiva de Uli­ ses, el que hubiera sido escogido se quedaría con la casa de Ulises, y los otros pretendientes se repartirían los demás bie­ nes. Eso demuestra que sus intenciones iban más allá de la simple sucesión de Ulises como esposo de Penélope. Telémaco decidió seguir el consejo de Mentor y anunció a los pretendientes y a Penélope el viaje que iba a emprender a Pylos las Dunas y a Esparta para informarse de la suerte co­ rrida por su padre. CANTO 2 Al día siguiente, Telémaco reúne a los aqueos en el ágora y expone al pueblo de ltaca sus agravios contra los preten­ dientes que arruinan su casa. Antínoo, uno de ellos, replica con violencia echando la culpa a Penélope, que los engana. Revela a todos, en esta ocasión, la última astucia de la es­ posa de Ulises. Ésta, antes de tomar una decisión, había pe­ dido un plazo para terminar el tejido de un velo que será la mortaja de Laertes, el anciano padre de Ulises. Ahora bien, para retardar el vencimiento del plazo, deshacía durante la noche lo que tejía de día. Telémaco, renunciando a conven­ cerlos, pide entonces un navio rápido y veinte compañeros

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para ir a Esparta a informarse acerca del regreso de su padre. Mentor, «a quien Ulises, cuando salió con sus barcos, le había confiado toda su casa» se levanta entonces y reprocha al pue­ blo su indiferencia y su apatía en relación con los pretendien­ tes. A su vez, éstos le reprochan con vehemencia de excitar el pueblo contra ellos. Los asistentes se dispersan y los preten­ dientes, que se reúnen en el palacio de Ulises, se inquietan por la decisión de Telémaco. Éste, por su parte, manda pre­ parar provisiones de ruta por su vieja nodriza Euriclea, a quien anuncia su partida haciéndole prometer que no advertirá a su madre antes de dos días. Entonces Atenea, toma los rasgos de Telémaco para encontrar un navio y reclutar una tripulación a la que cita para la noche, en el puerto, para la salida. Des­ pués de la puesta de sol, la diosa ajusta los aparejos en el navio y lo amarra a la entrada del puerto. Vuelve a subir al palacio de Ulises y, con el aspecto de Mentor, anuncia a Telémaco que el navio está dispuesto. A buen paso, bajan al puer­ to, encuentran la tripulación que les estaba esperando, vuel­ ven con ellos al palacio de Ulises para transportar en un solo viaje los víveres al navio. Empujado por un viento Céfiro, es decir, un viento del Oeste, el navio sale del puerto para na­ vegar durante toda la noche. No está precisada la hora de salida, pero señalemos, ya a partir de ahora, que Atenea re­ corre cuatro veces la distancia que separa el puerto del pala­ cio de Ulises, después de la puesta de sol. En cuanto a la hora de llegada a Pylos, nos es dada al principio del canto 3. CANTO 3 «El sol ya se elevaba, dejando el mar espléndido, subien­ do hacia el broncíneo cielo para alumbrar a los inmortales dioses y a los hombres mortales, por toda la tierra que da el trigo. Llegaron entonces a Pylos, la ciudadela de Neleo.» Es, pues, a la salida del sol cuando Telémaco y sus compañeros

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llegan a Pylos después de haber recorrido alrededor de 125 kilómetros durante la noche. Son recibidos calurosamente por los de Pylos, y participan de un suntuoso festín. Según la tradi­ ción, después de haber restaurado a sus visitantes, su hués­ ped Néstor, antiguo compañero de Ulises, les interroga sobre el objetivo de su viaje. Telémaco revela que viene a informar­ se del destino de su padre desaparecido. Néstor expone enton­ ces en qué circunstancias, a la vuelta de Troya, se dispersaron los aqueos, prefiriendo Agamenón quedarse allí y Ulises, des­ pués de haber seguido primero a Néstor hasta la isla de Ténedos, decidió con sus compañeros volver a subir hacia el Norte para juntarse con Agamenón. Néstor, que volvió directamente a Pylos en tres días, no ha tenido más noticias de Ulises des­ pués de aquella fecha. Telémaco pasa la noche en Pylos y, a la mañana del cuar­ to día, después de un sacrificio consumado a la aurora, se lanza en carro en dirección de Lacedemonia (Esparta). «Du­ rante todo el día los caballos mordieron el yugo que los su­ jetaba. Y cuando se ocultaba el sol y las tinieblas comenzaban a llenar los caminos, llegaron a Feres.» Feres se encuentra en el curso medio del Alfeo. Salidos a la aurora de Feres llegan a la puesta del sol al palacio de Menelao, en Esparta. (Ver mapa n.° 2.) CANTO 4 Calurosamente acogido por Menelao, Telémaco admira la riqueza de su residencia: techos altos, vajilla de oro, sillas la­ bradas, mullidas alfombras... Telémaco todavía no se ha dado a conocer. Emocionado por la evocación de las hazañas de su padre y de la amistad que le unía a Menelao, deja que co­ rran sus lágrimas. Aparece Helena, heroína de la Ilíada, es­ posa de Menelao, y todos evocan el destino de Ulises. Por su parecido con su padre, Telémaco es reconocido en seguida,

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y Helena se pone a contar lo que sabe de Ulises y de las astu­ cias que concibió para apoderarse de Troya. * Telémaco pasa la noche en el palacio, y a la mañana si­ guiente Menelao le informa de todo lo que sabe concerniente a Ulises. Ha sabido gracias a Proteo, servidor de Posidón, la suerte corrida por los principales jefes aqueos. Ulises estaría retenido en una isla por la ninfa Calipso, sin navio y sin com­ pañeros. Invita a Telémaco a permanecer varios días en su palacio, pero éste, que tiene prisa por volver a Itaca, declina la invitación. Durante este tiempo, los pretendientes, reunidos en la casa de Ulises, se enteran del viaje de Telémaco y acuer­ dan tenderle una emboscada a su vuelta, en el paso que se­ para la parte sur de ïtaca de la isla de Cefalonia. Un heraldo advierte a Penélope de las intenciones asesinas de los preten­ dientes y ella suplica a los dioses que salven a su hijo, lo que le será concedido. Sin embargo, un navio rápido, equipado con veinte pretendientes resueltos, boga durante la noche y se esconde cerca del islote de Asteris, al sur de ítaca, para espiar a Telémaco. CANTO 5 Al día siguiente, los dioses reunidos en el Olimpo escuchan a Atenea quien, una vez más, defiende la causa de Ulises y comunica a los dioses las amenazas que pesan sobre Teléma­ co. Zeus decide enviar inmediatamente el mensajero Hermes cerca de Calipso para ordenarle que no retenga más a Ulises. Hermes emprende el vuelo desde el Olimpo, atraviesa Pieria, cumbre situada al noroeste de la morada de los dioses, fran­ quea grandes distancias, vuela sobre el mar y llega a una isla muy alejada donde se encuentra la gruta de Calipso calentada por un gran fuego. Hermes declara: —Zeus me ha ordenado venir contra mi deseo. ¿Quién re­ correría gustoso las inmensas salobres aguas, donde no hay

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ciudad alguna, residencia de hombres mortales, que hagan sa­ crificios a los dioses y les ofrezcan selectas hecatombes? La isla estaría, pues, deshabitada, y su clima parece bas­ tante duro, puesto que estamos en otoño, lo que nos será in­ dicado más adelante, y que ya un gran fuego alumbra la gru­ ta. Sin embargo, Homero precisa: «De cuatro fuentes manaba un agua clara; estaban muy cerca la una de la otra y dirigi­ das en varias direcciones. Veíanse por los alrededores frescos y amenos prados de violetas y apio silvestre.» Tras escuchar la sentencia de Zeus, Calipso la acata, no sin protestar. Re­ procha a los dioses sus celos, que los torna crueles, puesto que no aceptan ver a las diosas unirse a los hombres. Sin embargo, añade: —Le aconsejaré de buena gana y no le ocultaré nada, a fin de que vuelva sano y salvo a su patria. Cuando Hermes se ha marchado, Calipso va hacia Ulises quien, sentado en la playa se lamenta mirando el mar incan­ sable, «pues la ninfa ya no le era grata». Ella le anuncia que va a partir y le indica los medios para construir un barco, ajus­ tando veinte troncos de árboles, con mástil y puente. Al cabo de cuatro días, después de una última noche pasada con la ninfa, Ulises despliega las velas y, empujado por un viento favorable, navega empuñando el timón con sus manos. «El sueño no le cerraba los párpados.» Navega, pues, día y noche. «Fijaba los ojos en las Pléyades, y el Boyero, que se pone muy tarde, y la Osa, llamada también el Carro, la cual gira siem­ pre en el mismo lugar, acecha a Orion y es la única que no se baña en el Océano. Calipso, la augusta diosa, le había or­ denado que tuviera la Osa a mano izquierda durante la tra­ vesía. Durante diecisiete días no cesó de navegar y al decimoc­ tavo pudo ver los umbrosos montes del país de los feacios.» Esta tierra es llamada en el texto de la Odisea la isla Corcyra, es decir, Corfú. El verso 204 del canto 6 indica que se trata de una isla. Varios comentaristas de la Odisea han tenido cui­ dado de buscar sobre el lugar los indicios que permitieran

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esta identificación, generalmente admitida. A punto de abordar, Ulises sufre todavía la venganza de Posidón quien, dándose cuenta de su regreso, provoca una tempestad. Su balsa es volcada y deshecha. Ulises, después de dos días de sufrimiento, llega al estuario de un río y se duer­ me, agotado, en el bosque. Señalemos, de paso, lo alejada que estaba la isla de Ogygia, puesto que Ulises ha tenido que na­ vegar diecisiete jornadas, noche y día, antes de llegar a Cor­ cyra. CANTO 6 Nausicaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, recibe en sue­ ños el consejo, inspirado por Atenea, de ir a la mañana si­ guiente al lavadero a hacer su colada. Tendrá que ir allí en carro, «puesto que los lavaderos están muy lejos de la ciu­ dad». Estos lavaderos son, en realidad, charcos formados en el río cerca de su desembocadura, allí donde precisamente está durmiendo Ulises. V. Bérard, en su libro Dans le sillage d’Ulysse y, después de él, Jacques Boulenger, han reconstituido sobre el terreno el itinerario de Nausicaa en la isla de Corfú. Nau­ sicaa y sus doncellas, después de haber lavado y tendido la ropa sobre los guijarros, juegan a pelota en la playa. Al per­ der una pelota, se ponen a gritar y despiertan a Ulises, quien aparece desnudo con gran espanto de las doncellas. Sólo Nau­ sicaa lo escucha con atención y decide, después de haberlo alimentado y vestido, llevarlo a la ciudad ante su padre. Pro­ bablemente deslumbrada por esta aparición, Nausicaa confie­ sa a sus compañeras: —Deseo que un hombre igual a éste sea llamado mi es­ poso, habite aquí, y que le plazca morar en esta tierra. Ulises ha debido abordar en la costa oeste o norte de la isla y la ha atravesado en parte para llegar a la ciudad de los feacios situada al Este con «dos hermosos puertos en la es­

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trecha entrada». Lo que dice Nausicaa nos informa también sobre la actividad de su pueblo y sobre sus medios de sub­ sistencia. «Aquí se trabaja en aparejar negros navios, cables y velas, y pulen los remos. Puesto que los feacios no cuidan ni de arcos ni de carcajes, sino de mástiles y de remos, y de navios bien asentados, sobre los cuales gustan surcar el m a r gris.» La situación de Corfú en el extremo occidental de Grecia, guardando la entrada al mar Adriático, en el lugar más próximo del sur de Italia, explica esa vocación marinera. El punto de llegada del viaje de Ulises puede situarse, pues, con gran probabilidad, en la isla de Corfú.

CANTO 7 Ulises se ha separado de Nausicaa en la entrada de la ciu­ dad para evitarle los comadreos malintencionados. Se ha de­ tenido a la puesta del sol en un pequeño bosque cerca de la ciudad, para dejarle tiempo de llegar al palacio de su padre. Ulises, al preguntar su camino, confiesa que es extranjero y que no conoce a nadie en la población. Ahora bien, aquí «no dispensan buena acogida a los forasteros, pues las gentes fían en la rapidez de sus naves para cruzar el gran abismo del mar... sus naves son tan rápidas como el ala de los pájaros o el pen­ samiento». «Ulises admiraba los puertos, las naves bien proporciona­ das, el ágora donde se reunían los héroes, y los muros gran­ des, altos, provistos de empalizadas, que era cosa admirable de ver...» Las riquezas del palacio de Alcínoo nos son descri­ tas con, acaso, cierta exageración. «Las puertas que cerraban la sólida mansión eran de oro, con montantes de plata sobre un umbral de bronce.» Perros de oro y de plata guardaban la puerta. El personal de palacio se apresura ante nuestros ojos y, en verdad, vemos vivir esas gentes de la Edad del Bronce con una precisión sorprendente: «Las sirvientas quebrantan

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con la muela el rubio trigo; otras tejen telas y hacen girar los husos. Las bien labradas telas relucen como si destilaran aceite líquido. En la misma medida en que los feacios son expertos, sobre todo, los hombres, en conducir una velera nave, así sobresalen las mujeres en fabricar lienzos.» Sigue la descripción del vergel y de los frutos siempre abundantes. Luego habla del fértil viñedo, donde «mientras unos vendi­ mian las uvas otros las pisan». Este último verso nos indica que la vuelta de Ulises se sitúa en otoño. Alcínoo, que lo acoge y lo trata con amistad, ofreciéndole comida y libaciones, le propone acompañarlo a su casa el día siguiente. Antes de retirarse a descansar, Ulises cuenta a sus huéspedes su estancia en la isla de Calipso y las peripecias de su regreso. CANTO 8 Al despuntar el día, siguiendo la iniciativa de Alcínoo, los feacios se reúnen en el ágora para que les sea presentado Uli­ ses y para elegir una tripulación que lo llevará a Itaca. Los cincuenta y dos jóvenes escogidos para esta misión van a preparar el navio. Se dirigen en seguida a palacio para un fes­ tín en el curso del cual un aedo evoca con sus cantos las proe­ zas de los aqueos bajo los muros de Troya, y ante esa evoca­ ción, Ulises, emocionado, a duras penas puede contener sus lágrimas. Alcínoo propone entonces unas competiciones de­ portivas: pugilato, lucha, carreras pedestres, saltos, etc. Con tal ocasión un feacio provoca a Ulises afirmando que, en apa­ riencia, se parece más a un mercader que a un atleta. Herido en su amor propio, Ulises coge un disco y lo envía tan lejos que supera en mucho las marcas conseguidas por sus compe­ tidores. La fiesta continúa con la narración mitológica de los amores de Afrodita y Ares. Ulises confiesa a su huésped su admiración por el modo irreprochable con que los feacios

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saben organizar juegos, cantos y danzas. A cambio, Alcínoo invita a los nobles feacios a ofrecer regalos que Ulises se lle­ vará en su barco, en un cofre. Al atardecer, después de haber tomado un baño caliente y de ser atendido por las sirvientas, Ulises ve a Nausicaa y le promete, con sus ojos en los de ella, dirigirle una plegaria todos los días, en acción de gracias por haberle salvado la vida. Todos vuelven al festín y un aedo inspirado canta el epi­ sodio de la guerra de Troya en el que Ulises y sus compañe­ ros, escondidos dentro del caballo de madera que arrastran sus enemigos, penetran en la ciudad y la saquean. De nuevo, la evocación de semejantes recuerdos emociona a Ulises hasta el extremo de venirle lágrimas a los ojos. Alcínoo se da cuen­ ta, y esta vez le pide que hable sin rodeos ni disimulos de sus orígenes, y de los países así como de las ciudades visita­ das en el curso de su viaje. CANTO 9 Emocionado por el canto del aedo, seducido por la caluro­ sa acogida y acaso también por la riqueza de los regalos que le son ofrecidos, Ulises se dispone a empezar la verdadera na­ rración de su viaje, que abarcará los cuatro cantos que siguen. A partir de ahora es preciso prestar la máxima atención, pues­ to que la narración del viaje nos introduce en la parte esen­ cial del misterio de la Odisea·, el itinerario de Ulises, objeto de tantos estudios y controversias. Desde el principio de su aventura, Ulises revela su gusto por el pillaje, atacando a la salida de Troya la ciudad de Ismaro, en el fondo del mar Egeo, al noreste de la isla de Tasos. Los cicones, habitantes de esa región, acuden con refuerzos en el momento en que los aqueos, negligiendo los consejos de prudencia de Ulises, festejaban a lo largo del litoral. Los cicones, «hábiles en combatir desde los carros», rechazan hacia el mar a los compañeros de Uli-

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ses, con algunas pérdidas. Empujados por un viento violento de Bóreas (Norte) los navios se dirigen hacia el Sur. En el momento en que Ulises dobla el cabo Malea, es decir, el extremo sudeste de la penín­ sula del Peloponeso, la corriente y el viento le extravían más allá de la isla de Citera. Hasta aquí el itinerario es bastante claro y fácil de reconocer sobre un mapa del Mediterráneo oriental y de Grecia (mapa n.° 6). A partir de ahora las cosas se oscurecen y las interpreta­ ciones se toman contradictorias. —Desde allí vientos contrarios lleváronme nueve días por el mar abundante en peces; al décimo arribamos a la tierra de los lotófagos, que se nutren de flores. Bajamos al litoral, y después de hacer aguada, mis compañeros tomaron la co­ mida junto a las ligeras naves. La interpretación habitualmente admitida para el país de los lotófagos es la isla de Djerba, ante el golfo de Gabes, en Túnez, o sea, 1.200 kilómetros al oeste de Citera. Esta locali­ zación nos parece discutible, por dos razones: primera, Uli­ ses habla de un continente y no de una isla y, en esta materia, el vocabulario empleado ha sido siempre muy exacto y, en ningún caso, el margen de interpretación no permite confun­ dir isla y continente. Y luego, la distancia recorrida parece muy escasa para navios empujados por la tempestad durante nueve días y nueve noches. En efecto, admitiendo sólo una velocidad de cinco a seis nudos se obtienen ya alrededor de 250 kilómetros cada veinticuatro horas, o sea, más de 2.000 kilómetros al cabo de los nueve días. En el transcurso de este día en el país de los lotófagos, una parte de los marineros come lotos (!), planta que tiene por efecto aniquilar su voluntad de regreso, hasta el extremo de que Ulises debe llevarlos a la fuerza hasta las naves. Vuelven a salir inmediatamente y, siguiendo su ruta, llegan al país de los cíclopes. «Todo nace sin que la tierra haya reci­ bido ni semilla ni arado; trigo, cebada y vides que, en gran­

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des racimos, bien alimentados por las lluvias de Zeus, les dan el vino... Ni muy próximo ni muy alejado, delante del puerto del país de los cíclopes existe un islote. Hállase cubierto de bosques, donde se reproducen en cuantía considerable las ca­ bras monteses, que jamás se asustan por la presencia del hom­ bre. Allí no pastan los rebaños. Los cíclopes no poseen tam­ poco naves de rojas proas, ni cuentan con artífices que se las construyan de muchos bancos... Aquellas gentes hubiesen con­ seguido dar mayor vida a aquel islote, que no era nada esté­ ril y sí excelente para producir en cada estación lo que le es propio, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos, y allí la vid jamás se perdería. La parte inferior es llana y labradera... El puerto es seguro y en él no son me­ nester amarras para sujetar las naves, ni cables, ni áncoras; al llegar allí se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el viento sopla y el ánimo incita al marinero a partir. En el fon­ do del puerto, en una gruta rodeada de álamos, mana una fuente de agua límpida. Tal vez era la tierra donde desembarca­ mos, conducidos, sin duda, por un dios, en noche oscura, pues nosotros nada podíamos ver.» Este pasaje merecía, en mi opinión, ser citado íntegramen­ te, pues demuestra bien el cuidado que puso Homero en ser exacto, cuando se trata de descripciones topográficas útiles al navegante. Son verdaderas instrucciones náuticas, donde todo está previsto: la seguridad de la rada, la profundidad del agua, los recursos de la isla y sus posibilidades en caso de colonización. Matan cabras para nutrirse de carne fresca, beben el vino rojo de las ánforas, mientras miran a lo lejos la tierra de los cíclopes, de la que ven alzarse el humo. Al día siguiente, Uli­ ses se embarca para llegar, a través del mar gris, a la tierra de los cíclopes, cubierta de pinos y de robles. Les sale al paso un gigante monstruoso, parecido a una montaña boscosa que apareciera solitaria entre altas monta­ ñas. Encerrados en una gruta por el gigante Polifemo, Ulises

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no sale del apuro más que cegando el cíclope mediante una estaca que ha puesto a calentar y que introduce en su único ojo, después de haberlo emborrachado con vino tinto. Al huir en su navio, Ulises no puede dejar de imprecar al monstruo; entonces el gigante le arroja, al tuntún, bloques de roca que caen muy cerca del navio. Al haberle dicho Ulises su nombre, el cíclope, hijo de Posidón, el que sacude la tierra, ruega a su padre que abrume de desdichas a Ulises y que no llegue a su país más que «después de haber perdido a todos sus com­ pañeros, al término de mucho tiempo y de duras pruebas». De vuelta, en el mismo día, a la isla vecina donde están los otros navios, Ulises pasa allí la noche. En la aurora de la ma­ ñana siguiente manda levar anclas. De allí bogan, «golpeando con sus remos el mar gris de espuma». Varios comentaristas de Homero ven en el cíclope una personificación del volcán cuyo ojo único simboliza el cráter. Igualmente, la proyección de bloques de roca al mar repre­ senta bastante bien una erupción volcánica cuando lavas y es­ corias, proyectadas fuera del cráter por las explosiones, van a caer al mar. Algunos, pues, han asimilado el país de los cíclo­ pes al Etna en Sicilia; otros, como V. Bérard, se inclinan por la bahía de Nápoles y el Vesubio, con la isla de Capri situada en el punto exacto para asumir el papel de la isla de las Ca­ bras, donde Ulises puede aprovisionarse de caza en abundan­ cia. Pero, en el caso del Etna, no existe ninguna isla en las proximidades. En cuanto a Capri, su geología abrupta y mon­ tañosa no corresponde en ningún modo a la descripción muy exacta que da Ulises. Allí, habría dificultades para encontrar «junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos, así como campos llanos y labraderos».

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CANTO 10 Llegan a la isla de Eolia. «Es una isla flotante, a la que cerca un broncíneo e inquebrantable muro, y una escarpada roca la bordea por doquier.» Los comentaristas clásicos del texto de Homero son afirmativos: la isla de Eolo es la Strom­ boli en las islas Eolias. Esto parece evidente si uno se con­ tenta con la similitud de nombres. Tal similitud, de hecho, no significa nada, puesto que ese nombre ha podido serle dado con posterioridad. Bien recibido por Eolo, Ulises, después de haberle contado lo que ocurrió en Troya, le ruega que pre­ pare su vuelta. Eolo encierra los vientos contrarios en un odre que coloca en el fondo del navio y envía el Céfiro, viento del Oeste, para que lleve las naves a Itaca. «Durante nueve días y nueve noches, bogamos sin descanso.» Al décimo, ya a la vista de las costas de ítaca, aprovechándose del sueño de Uli­ ses, sus compañeros, por curiosidad y por codicia, abren el odre que está en el fondo de la bodega. Se desencadenan los vientos prisioneros. «Las naves fueron de nuevo llevadas por la maldita tempestad a la isla de Eolia.» Esta vez, la recep­ ción es distinta. Considerando que, por sus desdichas, Ulises debe ser odiado por los felices dioses, Eolo lo echa de su lado. Ulises nos dice entonces: «Navegamos sin interrupción durante seis días con sus noches, y al séptimo avistamos Tekpilo de Lamos, en el país de los lestrígones, donde el pastor, al recoger su rebaño, llama a otro que sale en seguida con el suyo. Allí un hombre que no durmiese podría ganar dos sa­ larios: uno guardando bueyes, y otro apacentando blancas ovejas, pues los caminos del día y los de la noche están muy próximos. Llegamos al puerto magnífico que está rodeado de escarpadas rocas por ambas partes y tiene en sus extremos riberas prominentes y opuestas que sólo dejan un estrecho paso. Las naves estaban amarradas en el profundo puerto,

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muy juntas, porque allí no se levantan olas ni grandes ni pe­ queñas y una plácida calma reina en derredor. Yo solo dejé mi negra embarcación fuera del puerto, jtinto a uno de sus extremos, e hice atar las amarras a un peñasco.» Algunos, atraídos sin duda por los acantilados de Boni­ facio, sitúan en esa región el país de los lestrígones, exacta­ mente en Porto Pozzo, al norte de Cerdeña. Pero los innume­ rables lestrígones, de talla gigante, atacan a los aqueos lan­ zándoles piedras desde los acantilados y dañan los navios. Sólo el de Ulises escapa a la destrucción huyendo a tiempo «lejos de las rocas cortadas a pico». Evidentemente, debe su salvación al hecho de que sólo él dejó su nave fuera del puerto. Aquí nos volvemos a encontrar con el «prudente Ulises». Desde allí bogan más adelante «y llegan a la isla de Eea» donde mora la diosa Circe, en «un puerto hospitalario para los navios». Dos días de descanso y, al tercero, Ulises sube a una cumbre rocosa y ve humo que sale por encima de un en­ cinar: se trata del palacio de Circe. Ve la isla llana alrededor de la cual el mar forma una corona. Un primer grupo va al palacio de Circe, edificado de piedra pulida, situado en un valle, en medio de un claro. Circe los recibe, les da de beber y de comer. Echa una droga en la bebida que les transforma en cerdos, se entiende que en sentido figurado. Solamente su jefe de grupo, desconfiado y prudente, no corre la suerte de sus compañeros y advierte a Ulises, que se quedó en la playa con el otro grupo. Ulises decide ir al encuentro de Circe para liberar a sus hombres. Tiene la suerte de encontrar por el ca­ mino a Hermes, quien le da una hierba antídoto para sus­ traerse a los maleficios de Circe. También le aconseja que amenace a Circe quien, sintiéndose dominada, le ofrecerá su lecho. Ulises tendrá interés en no rehusar la oferta si quiere liberar a sus compañeros. Hermes añade: —Pero hazle prestar el juramento de los felices (los dioses) de que ella no urdirá contra ti ningún mal propósito, que no

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se aprovechará de tu desnudez para quitarte la fuerza y la virilidad. Las cosas ocurren como estaba previsto. Se establece la confianza mutua entre Ulises y Circe, los compañeros son li­ berados y todos lo celebran, invitados por la diosa. La aco­ gida debió ser agradable, puesto que Ulises y sus compañeros se quedan un año en la isla de Circe, hasta el siguiente, cuan­ do vuelven los «días largos». ¿Dónde está la isla de Circe? Los comentaristas disponen de una respuesta inmediata a esta pregunta. En efecto, existe en la costa italiana un monte Circeo, situado al sudeste de Roma. Evidentemente, no es una isla. Ello no importa, se puede imaginar que en aquella época el monte Circeo estaba separado de la costa. Así pues, en el momento en que vuelven «los días largos» los compañeros recuerdan a Ulises que ya es hora de volver a ver la tierra de sus padres. Ulises está de acuerdo y anuncia a Circe su propósito de volver al mar. La diosa admite que se vayan Ulises y sus compañeros e incluso acepta ayudarlos con sus informaciones. Le dice, sin embar­ go, que antes deberá emprender un viaje al reino de los muer­ tos, a las moradas de Hades y de Perséfone, para interrogar a los muertos. El soplo de Bóreas conducirá tu nave. Cuando tu navio llegue al término del Océano encontrarás una costa llana y los bosques sagrados de Perséfone: álamos altos y negros y sauces que pierden sus frutos. Cerca de un río, Ulises deberá interrogar el alma del tebano Tiresias, quien le dirá el modo de seguir su camino para volver a Itaca. Al amanecer, Ulises despierta a sus compañeros para bajar a la playa e izar las velas. Uno de ellos, que dormía sobre el techo, con la pesadez del vino absorbido la víspera, se salta un escalón y se rompe las vértebras. «Su alma descendió al Hades.» He aquí a uno que toma

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por el atajo para esperar a sus compañeros en la próxima etapa. CANTO 11 Se embarcan, el viento favorable sopla de popa y «gober­ nábala el viento y el piloto, y durante el día avanzó a velas desplegadas, hasta que se puso el sol y las tinieblas llenaron todos los caminos. El navio llegó a los confines de la tierra. Allí están el pueblo y la ciudad de los cimerios, entre nieblas y nubes. Allí llegó nuestro navio, que sacamos a la playa, y nosotros llegamos al sitio que nos indicara Circe». Ulises evoca a los muertos y obtiene de Tiresias las recomendacio­ nes útiles para su regreso: alcanzar la isla del Tridente, pero sin tocar los bueyes de Helios que allí pacen, de otro modo perderá a sus compañeros y deberá esperar mucho tiempo para su vuelta. Se le informa también que debe dar sepultura al joven marinero que se mató aquella misma mañana en casa de Circe. A continuación, Ulises ve aparecer hombres y mu­ jeres: todos los principales personajes de la mitología griega, los héroes y los reyes. Da, en fin, orden de salida y «la corriente nos llevaba sobre el río Océano, primero íbamos a remo, en seguida nos empujó una excelente brisa». Para esta etapa, los comentaris­ tas rehúyen la dificultad renunciando a cualquier localiza­ ción. Les basta con afirmar que se trata de un viaje imagi­ nario. Algunos, sin embargo, piensan en una localización en la región del Vesubio. CANTO 12 Ulises vuelve, por la noche, a la isla de Circe. Al día si­ guiente, habiendo cortado leña, incineran el cuerpo de Elpe-

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nor, el joven marinero, y entierran sus cenizas con sus armas. Sobre su tumba alzan un montículo en el lugar más elevado del cabo, levantan una estela y plantan verticalmente un remo sobre la tumba. «Cumplimos, pues, todos los ritos», dice Ulises. Circe y sus sirvientas, siempre solícitas para con Ulises y sus compañeros, les preparan un auténtico festín y se comprometen a completar las informaciones de Tiresias sobre el camino a seguir. Por la noche, sola con Ulises, Circe le expone los peligros que le esperan y la conducta a seguir para escapar de ellos: no ceder a los cantos de las Sirenas y, por precaución, verter cera en los oídos de sus compañeros a fin de que no oigan sus cánticos. En cuanto a él, deberá ha­ cerse atar de pies y manos al mástil del navio, si quiere, a la vez, oír sus cantos y no ceder a la llamada. Luego se presentan dos caminos: A un lado se alzan peñas prominentes, contra las cuales rompen las inmensas y rugientes olas de Anfitrite. Una de las dos peñas está coronada por el pardo nubarrón que jamás la abandona... la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Erebo; a él debéis enderezar el rumbo de vuestra nave... Ningún hombre, que dispara el arco desde la cóncava nave podría llegar con sus flechas a la profunda cueva. Allí mora Escila. Tiene una voz semejante a la de una perra recién nacida, y, sin embargo, es un monstruo perverso... El otro escollo es más bajo, se halla a tiro de flecha. Al pie de la peña la famosa Caribdis sorbe las turbias aguas. Tres veces al día las echa afuera y otras tantas vuelve a sorberlas de ma­ nera horrible. No te encuentres allí cuando las sorba... Haz que tu nave pase rápidamente el escollo de Escila. Llegarás más tarde a la isla de Trinacria. Allí pacen en gran número los bueyes de Helios. Si los dejas indemnes aún llegaréis a Itaca, pero si les causas daño te anuncio la pérdida de la nave y la de tus compañeros. No llegarás a la patria sino al cabo

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de mucho tiempo, triste, y habiendo perdido a todos tus hombres. Ulises sale de madrugada, izada la vela, empujado por un viento favorable. «La bien construida nave llegó muy presto a la isla de las Sirenas.» Siguiendo los consejos de Circe, es­ capan al primer peligro tomando todas las precauciones pre­ vistas. Al poco rato de haber dejado atrás la isla de las Sirenas, vi humo e ingentes olas y percibí fuerte estruendo... A ti, pi­ loto, he aquí mis órdenes: aparta la nave de ese vapor y de esas olas, y procura acercarla al escollo... Pasamos el estre­ cho. A un lado estaba Escila y al otro Caribdis, que sorbía de horrible manera las salobres aguas del mar. Contemplábamos Caribdis, temerosos de la muerte; en aquel momento Escila me arrebató de la cóncava embarcación seis de mis hom­ bres... Llegamos muy pronto a la irreprochable isla del dios. Allí estaban los hermosos bueyes de Helios. Ulises, acordándose de los consejos de Tiresias y de Circe, quiere pasar ante la isla sin desembarcar en ella. Pero es tarde, y sus compañeros, cansados, están todos de acuerdo en detenerse. Entonces Ulises les hace prometer que no toca­ rán los bueyes de Helios, y que no consumirán otros víveres que los que dio Circe. Juran abstenerse de matar el divino ganado. Detuvimos la bien construida nave en el hondo puerto, junto a una fuente de agua dulce; mis compañeros desem­ barcaron, y luego prepararon muy hábilmente la comida. Cuando la noche hubo llegado a su último tercio, Zeus sus­ citó un viento impetuoso y una tempestad deshecha cubrió de nubes la tierra y el mar. El viento sopla durante un mes, siempre del Sur o del Este, bloqueando a Ulises en la isla al tiempo que se acaban las provisiones. «El hambre les atormentaba el estómago.» Aprovechándose de su sueño, los compañeros de Ulises, que han llegado al término de sus fuerzas, prefieren afrontar la

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cólera de Helios antes que morirse de hambre. Matan los bueyes, hacen sacrificios a los dioses para intentar apaciguar­ le y, acto seguido, asan la carne, cuyo olorcillo despierta a Ulises. ¡Demasiado tarde!, la matanza de los bueyes ha sido consumada. Zeus promete a Helios que llegará el castigo y que el rayo herirá el navio de Ulises. Cuando, un poco más tarde, tras cesar la tempestad, acuerdan volver al mar, oímos contar a Ulises el naufragio de sus compañeros ya sin sor­ presa. «Heridos por el rayo de Zeus, ella (la nave) giró sobre sí misma, se llenó del olor del azufre y mis hombres caían del navio. Semejantes a cornejas marinas, llevábalos el oleaje alrededor de la negra nave... —Ulises se aferra a los restos de la embarcación— y de repente sobrevino el Noto (viento del Sur), el cual fue causa de nuevas inquietudes para mi co­ razón: de nuevo tenía que pasar por la mortal Caribdis. Toda la noche anduve a merced de las olas, y al salir el sol llegué al escollo de Escila y a la horrenda Caribdis. Ésta sorbía la salobre agua del mar (y los restos del navio)... Me agarré, esperando que Caribdis vomitara el mástil y la quilla. Y éstos aparecieron por fin, cumpliéndose mi deseo. A la hora en que el juez se levanta en el ágora, para cenar después de haber fallado las numerosas causas de los que acuden a él en de­ manda de justiciá, dejáronse ver los maderos fuera ya de Caribdis. Soltéme de pies y manos y caí con estrépito en medio del agua, junto a las grandes piezas de madera; y, sen­ tándome encima, me puse a remar con los brazos, y no per­ mitió el padre de los hombres y de los dioses que Escila me viese... Desde aquel lugar anduve errante nueve días, y la noche del décimo lleváronme los dioses a la isla de Ogygia, donde vive Calipso...» Según opinión de todos los comentaristas clásicos, Carib­ dis y Escila se encuentran en el estrecho de Mesina, que se­ para Sicilia de la punta de la bota italiana. Ulises habría pa­ sado antes cerca de la isla de las Sirenas, que se ha solido identificar con Corfú aunque ésta, sin embargo, queda mani-

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fiestamente alejada. Es cierto que Ulises pasa muy aprisa de la isla de las Sirenas a Caribdis y Escila y en la misma joma­ da llega a la isla de Trinacria o de «los tres picos». Los pa­ rajes de Caribdis y de Escila están descritos con tal exactitud que, en caso de localización dudosa, un examen sobre el te­ rreno debería permitir una verificación indiscutible. Hasta ahora no parece que los parajes del estrecho de Mesina hayan dado plena satisfacción a los comentaristas, puesto que se sigue discutiendo sobre ello. En realidad, parece que uno perdería el tiempo buscando con tanta precisión. No los en­ contrarán... y con motivo. La totalidad de los textos que acabo de reproducir evocan un paisaje que no recuerda nada las costas del Mediterráneo. Ulises navega por un mar difícil, el oleaje es fuerte y la re­ saca al pie de las rocas lisas que caen a plomo sobre el mar, lanza la espuma a gran altura. Las cumbres desaparecen tras la bruma. En fin, el fenómeno de Caribdis, que se produce tres veces en el curso del día, cuando los días son más largos, es harto conocido. Se trata de una corriente violenta de marea acompañada de remolinos, que se produce a cada flujo y reflujo, es decir, cada seis horas. En cuanto a Escila, es una gruta profunda abierta sobre un escollo al nivel del mar y el movimiento del oleaje en el interior debe provocar una especie de bramido que evoca la guarida de un mons­ truo. Por otra parte, Ulises no habla de un estrecho, sino de dos islas. La isla de Trinacria, según la hipótesis clásica, no puede ser otra que Sicilia, pero después de la deriva de nueve días la mayor parte de los comentaristas no saben ya dónde situar la isla de Ogygia, morada de Calipso. Sabiendo que está si­ tuada a diecisiete días de navegación, es decir, muy lejos de ítaca, se hace derivar a Ulises hacia occidente, en dirección del estrecho de Gibraltar. Con este canto se acaba la narración que hace Ulises a los feacios en la gran sala del palacio de Alcínoo. En efecto, el episodio del retomo de la isla de Ogygia ha sido ya contado

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por Ulises y Alcinoo en el primer momento de su llegada al país de los feacios. Ahora poseo, pues, los principales datos del viaje de Ulises con el resumen de los tres últimos cantos, en los cuales era necesario detenerse. Ahora resumiremos más rápidamente los cantos que siguen, destacando sólo lo esen­ cial de la acción y los episodios que, indirectamente, puedan facilitar la comprensión del viaje de Ulises, CANTO 13 Los feacios han escuchado atentamente la narración de Ulises. Alcínoo da las gracias al narrador y pide que cada oyente regale a Ulises, como signo de agradecimiento, un gran trípode y de un caldero. Luego todos se van a sus casas, a dormir. Al alba, los presentes, de bronce sólido, son dis­ puestos en el navio y un nuevo festín reúne la gente en el palacio de Alcínoo. Pero «Ulises volvía a menudo la cabeza hacia el sol brillante, y deseaba que se fuera al ocaso, puesto que deseaba partir... así, Ulises vio con alegría cómo se es­ condía la luz del sol». Ulises se levanta y dice adiós a sus huéspedes, pronun­ ciando las fórmulas de deseos de felicidad y prosperidad. El héroe se embarca y se duerme sobre las tablas de popa en el momento en que los remeros «inclinándose hacia atrás azotaban el mar con sus remos... ella (la nave) corría con un movimiento seguido y seguro... Cuando salía la más ru­ tilante estrella, la que anuncia la luz de la aurora, hija de la mañana, la nave se acercaba a la isla (ítaca)». Los feacios dejan a Ulises en la playa, cerca de una gruta, con sus obsequios. Pero Posidón, cuyo rencor es tenaz, pide a Zeus que castigue a los feacios, quienes han ayudado a Ulises, «con el fin de que en adelante se abstengan y cesen de llevar a los hombres». Zeus le sugiere transformar en peñasco el navio de los feacios cuando, de vuelta a Corcyra, se halle

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a la vista de la ciudad. Así se hizo. Ulises se despierta y no reconoce su isla, puesto que Atenea lo ha envuelto en una nube con el fin de que no sea identificado todavía. Algunos piensan haber encontrado en la isla de ltaca el puerto «bien abrigado», donde Ulises, dormido, ha sido dejado por los feacios, así como la gruta vecina. Atenea se aparece a Ulises, disipa por un instante la nube para mostrarle la tierra de ltaca, lo ayuda a esconder sus bienes en la gruta y le advierte de los peligros que le esperan. Ella establece un plan de batalla: no darse a conocer de mo­ mento, y con este objetivo lo transforma para darle un pa­ recido con un vagabundo decrépito, vestido con harapos. —Llégate ante todo al porquerizo, al guardián de tus cerdos, que te quiere bien. Yo voy a Esparta, la de hermosas mu­ jeres, para llamar a Telémaco, tu hijo. CANTO 14 Por un camino de montaña, Ulises va a la casa del porque­ rizo, «situada en un lugar descubierto, grande y bello, en forma de círculo». Se admite que este lugar se encuentra en el ex­ tremo sur de la isla de ltaca. Ulises no es reconocido por el porquerizo Eumeo, y, para explicar su presencia en la isla, se hace pasar por un cretense; a quien atribuye la siguiente aventura: Habiendo ido hasta las orillas del Nilo, para una expedición, es vencido y hecho prisionero por los egipcios. Siete años más tarde, un fenicio «sabio en engaños» se lo lleva a Fenicia, luego en un barco que tenía que ir a Libia bordeando Creta, empujado por un buen viento de Bóreas (Norte). Cuando, al dejar Creta, no veían tierra alguna, el rayo hunde el navio y Ulises, el único que se salva, aferrado a los restos de la nave, deriva durante nueve días y nueve noches. Al décimo, aborda en la tierra de los tesprotes. El rey de aquel país le propone subir sin tardanza a un navio que·

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debe salir para Duliquio, isla vecina de Itaca. Desgraciada­ mente, y encontrándose en altar mar, los marinos lo despojan de sus vestidos y «preparan para él el día de la esclavitud». Llegada la noche, desembarcan en Itaca y su prisionero puede escapar. El porquerizo Eumeo se compadece de las desdichas de su visitante, le da de comer y, a su vez, descubre su pena, la larga ausencia de Ulises, su señor, y la actitud indigna de los pretendientes, que viven a costa de sus bienes. Ulises le pre­ dice el retomo de su amo y para convencerlo le propone una apuesta. Pero ha llegado la hora de cenar, y Ulises pasa la noche en casa del porquerizo. CANTO 15 Atenea, después de haberse separado de Ulises, ha ido a Esparta para incitar a Telémaco a regresar a Itaca. Le indica, en sueños, el itinerario que debe seguir para no caer en la emboscada que le han tendido los pretendientes entre Itaca y Cefalonia. Telémaco deberá dirigirse a partir de Pylos las Dunas en dirección Norte, evitando las islas, a fin de poner proa al Oeste para llegar a Itaca. La diosa le aconseja pasar la noche en casa del porquerizo Eumeo, y desde allí, enviar su navio a la ciudad. El porquerizo, por su parte, deberá ir al palacio de Ulises para anunciar a Penélope la vuelta de su hijo. Telémaco y el hijo de Néstor, que han sido despertados con la aurora, dicen adiós a Menelao y a Helena, quienes les ofrecen los regalos de la hospitalidad y una comida, antes de ponerse en camino en su carro. «En todo el día los caballos no cesaron de agitar el yugo. Se puso el sol, y las tinieblas empezaron a llenar los caminos, cuando llegaron a Feres, a la morada de Díocles, el hijo de Orsíloco, a quien engendra­ ra Alfeo. Allí durmieron aquella noche.» Vemos que Telémaco, durante la jomada, atraviesa en

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carro la misma distancia que a la ida y que, una vez más, hace etapa en Feres. Este detalle tendrá su importancia. «Cuando apunta la aurora de los dedos de rosa... suben el labrado carro y lo guían por el vestíbulo y el pórtico so­ noro... Pronto llegan a la abrupta acrópolis de Pylos.» Telémaco pide permiso al hijo de Néstor para no subir a la acrópolis. —Temo que el anciano me detenga en su casa, contra mi voluntad, por el deseo de tratarme amistosamente, y a mí me urge llegar allá lo antes posible —en seguida se dirige al navio, consciente de que Néstor «tendrá una tremenda cóle­ ra»—. Embarquémonos, es preciso devorar el camino —dice. Izan la vela y Atenea les envía un viento favorable. Así pasaron por delante de las Fuentes y del Calcis, de hermoso caudal. Se puso el sol y todos los caminos se llenaban de sombras; la nave avanzaba rápidamente, acercándose a Feres, gracias al buen viento de Zeus; pasó a lo largo de la brillante Elida, donde ejercen su dominio los epeyos. En la misma hora, Ulises y el porquerizo Eumeo charlan durante buena parte de la noche junto al fuego de leña, en la cabaña. El porquerizo cuenta su vida; como, todavía niño, unos fenicios, «marineros de nombradla, pero gentes rapa­ ces» que vinieron a comerciar en su país, consiguieron rap­ tarle después de haber seducido a su nodriza, que se convirtió en su cómplice. Luego Eumeo es vendido por los fenicios a Laertes, padre de Ulises. Después de esta narración, Ulises y Eumeo se duermen y su sueño es corto. Ya aparece la au­ rora y, en la playa, Telémaco y sus compañeros cargan las velas echan las anclas y toman su primera comida en la tierra de ítaca, desde que salieron de allí. Telémaco da ór­ denes: —Llevad ahora el negro bajel a la ciudad mientras, yo ba­ jaré hacia los campos y los pastos. El navio se aleja de la playa para dirigirse a la ciudad de Itaca doblando el extremo sur de la isla, mientras Telémaco,

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con paso rápido, llega en seguida al establo del porquerizo Eumeo. CANTO 16 Telémaco llega a la cabafia del porquerizo, quien le ma­ nifiesta, ya desde el umbral, su alegría por volver a verlo. Entra y se sienta al lado de Ulises, a quien no puede recono­ cer. Luego presenta sus excusas por no poder acoger al ex­ tranjero en su palacio, ocupado por los pretendientes, pero, mientras, pide a Eumeo que le encuentre un puesto en la al­ quería. A su vez, Ulises toma la palabra y se extraña de que su huésped Telémaco tolere semejante actitud en su casa. Telémaco explica los orígenes de esta situación y pide al por­ querizo que vaya al palacio de Ulises a anunciar a Penélope su vuelta, sano y salvo, de Pylos. —Yo me quedaré aquí, y tú yete allá a darle la noticia, a ella sola; ten cuidado de que ninguno de los aqueos se entere, pues son muchos los que maquinan males en mi contra. Eumeo propone dar un rodeo para advertir también a Laertes, el padre de Ulises, pero Telémaco le ordena impera­ tivamente: —Tú vuelve, así que hayas dado la noticia, y no vayas por los campos en busca de Laertes; pero encarga a mi madre que le envíe en secreto y sin perder tiempo la esclava des­ pensera, a fin de que se lo participe al anciano. El porquerizo sale para la ciudad. En este instante Atenea se aparece a Ulises y le aconseja que hable con su hijo, a fin de ponerse de acuerdo con él sobre el modo de desembarazarse de los pretendientes. Atenea arde en deseos de combatir a su lado. Entonces Ulises se pre­ senta a su hijo: «Soy tu padre por quien gimes y sufres tantos dolores, sin cesar expuesto a la violencia de los hom­ bres.» Pero Telémaco duda todavía en reconocerlo, hasta que

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Atenea ha transformado su miserable aspecto y le ha devuelto su bello semblante, lo que Ulises se apresura a explicarle. Al fin se precipitan uno en brazos del otro. Ulises le pregun­ ta luego sobre las fuerzas adversarias y su hijo le da la rela­ ción exacta de los pretendientes, que son ciento ocho, sin contar los criados. Ulises cuenta con la ayuda de Zeus y de Atenea, lo que tranquiliza un poco a Telémaco, que hubiese preferido encontrar algunos aliados. Ulises tiene a punto su plan de batalla, del que informa a Telémaco, le da instruccio­ nes concretas y le recomienda que no descubra su presencia a nadie, sea quien sea. Ulises irá a su casa bajo la apariencia de un vagabundo. Mientras Ulises y su hijo hablan así, el navio de Teléma­ co entra en el puerto de Itaca. Tan pronto ha anclado en el puerto, es enviado un heraldo a la morada de Ulises para ad­ vertir a Penélope, según las instrucciones de Telémaco. El heraldo y el porquerizo Eumeo se encuentran en la sala donde está Penélope, para transmitirle su mensaje. Cumplido el en­ cargo, el porquerizo vuelve a sus bestias. Los pretendientes, consternados por la noticia de la vuelta de Telémaco, salen al umbral y uno de ellos propone enviar un navio a sus com­ pañeros, que siguen emboscados, para decirles que su vigi­ lancia es inútil. En este instante, al dirigir la mirada hacia el puerto, ven cómo entra en la rada la nave de sus amigos y suponen que éstos han debido ver pasar a lo lejos el navio de Telémaco, sin poder darle alcance. Los pretendientes se reúnen todos en el palacio de Ulises y por el momento desis­ ten de matar a Telémaco. Penélope ha sabido que los pre­ tendientes habían tramado un complot para matar a su hijo. Avanza hacia ellos y les dirige violentos reproches. Llegada la noche, el porquerizo vuelve a encontrarse con Ulises y su hijo, quien le interroga: —¿Qué se dice en la ciudad? ¿Están en ella de regreso los soberbios pretendientes o me acechan aún, esperando que vuelva a mi casa?

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Eumeo responde: —No me ocupé de inquirir ni de preguntar nada mientras anduve por la ciudad, pues tan pronto como entregué el men­ saje no tuve más deseo que venirme a toda prisa. Encontróse conmigo un heraldo, diligente nuncio de tus compañeros, que fue el primero que habló a tu madre. También sé otra cosa, que he visto con mis ojos. Al volver, cuando ya me hallaba más alto que la ciudad, en la colina de Hermes, vi que una nave rápida entraba en el puerto, ¡cuántos hombres a bordo! Estaba cargada de escudos y de azagayas. Creí que serían ellos... Luego cenan y gustan las dulzuras del sueño. CANTO 17 A la mañana siguiente, Telémaco sale el primero, a la au­ rora, llega al palacio, tranquiliza a su madre y le explica su viaje. Ulises, acompañado del porquerizo, sale un poco más tarde con dirección a la ciudad y se presenta a su vez, dis­ frazado de pordiosero. Bien recibido por Telémaco, quien ordena que le den de comer, Ulises se vuelve entonces hacia los pretendientes para pedirles limosna. Uno de ellos repro­ cha al porquerizo haber traído un pordiosero a la morada donde están festejando. A pesar de una severa réplica de Te­ lémaco, que asume la defensa de Ulises, el pretendiente apo­ rrea al pordiosero arrojándole un escabel a la cabeza. Penélope se da cuenta de la presencia del mendigo y pide oírle. Ulises, al responderle, le aconseja esperar a la noche para no atraer sobre ella la cólera de los pretendientes.

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CANTO 18 Otro mendigo, Iros, en el curso de la cena busca quere­ llarse con Ulises, quien responde, conciliador: —No voy a tener celos si a ti te dan la mayor parte. Pero el irascible vagabundo quiere echar a Ulises de la sala. Los pretendientes se alegran de esta disputa que les divierte. Ulises acepta el desafío, haciendo jurar antes a los pretendientes que no intervendrán a favor de Iros, lo que aquéllos admiten en seguida. De un solo puñetazo, Iros queda fuera de combate y es arrastrado fuera de la sala. Sin embar­ go, inspirada por Atenea, Penélope se decide a comparecer ante los pretendientes para incitar a su hijo a que no se mez­ cle con ellos y reprocharle haber dejado maltratar a un fo­ rastero. Reprocha también a los pretendientes su actitud para con ella y les recuerda que, según la tradición, es a ellos a quienes corresponde traer los regalos susceptibles de in­ fluir en su elección. Encantados por tal discurso y por la belleza de Penélope, cada uno de ellos hace traer por un criado un regalo que será entregado al objeto de sus deseos. Llegada la noche, el festín acaba con libaciones y los pre­ tendientes se retiran, mientras que Ulises se queda en el pa­ lacio bajo pretexto de ocuparse de las antorchas. CANTO 19 Padre e hijo acuerdan descolgar las armas de las paredes de la sala, a fin de evitar que los pretendientes puedan utili­ zarlas contra ellos. Telémaco les explicará que desea hacerlas limpiar. Cumplido este trabajo Telémaco se retira, y Penélo­ pe baja a la sala para hablar con Ulises, a quien no ha re­ conocido. Le da a entender cuánto echa de menos a Ulises,

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y mediante qué astucias intenta atrasar el momento en que deberá escoger nuevo esposo. Al preguntarle ella por su origen, Ulises, a su vez, le explica que viene de Creta «rodea­ da por el mar, hermosa y fértil: en ella habitan innumera­ bles hombres, y se levantan noventa ciudades. Allí se oyen mezcladas varias lenguas, pues viven en aquel país los aqueos, los magnánimos eteocretenses, y los dorios, que están divi­ didos en tres tribus, así como los nobles pelasgos. Entre las ciudades se halla Cnossos, gran urbe, en la cual desde la edad de nueve años reinó Minos». La historia que cuenta Ulises es evidentemente imaginaria y distinta de la que explicó al por­ querizo. Presume de haber visto a Ulises en Creta cuando salía para Troya. Para certificar la autenticidad de su narra­ ción, incluso describe el manto que llevaba Ulises en aquella época, y también el broche y la túnica. Penélope se anega en llanto ante semejante evocación y no puede dudar de que está diciendo la verdad. Entonces Ulises le predice su pronto regreso. —Está salvo y llegará dentro de poco. En agradecimiento, Penélope da orden a sus sirvientas de que lo cuiden bien. Una vieja nodriza, que conoció a Ulises en otros tiempos, le da un baño de pies. La mujer, al lavarlo, reconoce en la pierna una cicatriz que tenía Ulises, herida causada por un jabalí acorralado. Ulises la obliga a que se calle y a no revelar a nadie su verdadera identidad. CANTO 20 Ulises, instalado en el vestíbulo para pasar la noche en él, se pregunta, mientras espera que le venga el sueño, sobre el modo de matar a los pretendientes. Atenea lo tranquiliza y se duerme. A la mañana siguiente, varios signos y augurios anuncian la muerte de los pretendientes. Éstos se reúnen en la gran sala. Telémaco les ordena que no maltraten al men-

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digo y les recuerda, aprovechando la ocasión, que están en la casa de Ulises. La audacia de Telémaco sorprende a los pretendientes, les irrita, y uno de ellos llega a proponer que metan el mendigo en un navio para venderlo en Sicilia, y sacar de él un buen precio. CANTO 21 Penélope propone a los pretendientes un concurso del que ella será la puesta, puesto que desean casarse con ella. Hace que le traigan el arco que Ulises había dejado en su casa cuando partió para Troya. Aceptará casarse con aquel cuya mano tienda la cuerda con mayor soltura y envíe la flecha a través de las doce hachas alineadas. Las hachas, en aque­ llos tiempos, tenían, en efecto, una apertura en la parte su­ perior. Telémaco alinea las hachas, lo prueba, pero admite que no es lo bastante fuerte para tender el arco como es preciso. A su vez, los pretendientes los prueban sin éxito. Durante este tiempo, Ulises se presenta en el patio, se da a conocer al porquerizo Eumeo y a un boyero que le ha sido fiel. Éstos le prometen su ayuda en la lucha que va a em­ prender. Los pretendientes, descorazonados por sus infruc­ tuosos ensayos, proponen dejar el concurso para el día si­ guiente. Ulises pide entonces que le den el arco para hacer una prueba, proposición que los pretendientes juzgan escan­ dalosa, porque temen la vergüenza que caería sobre ellos si un extranjero desconocido consiguiera tender el arco de Uli­ ses. Penélope apacigua los ánimos recordándose que, incluso si ganara, no por ello el extranjero se la llevaría. Telémaco pide a su madre que se retire. El arco es entregado a Ulises, mien­ tras que los servidores fieles cierran cuidadosamente las puertas y alejan a las esclavas. Luego, con Telémaco a su lado armado con una lanza, se coloca cerca de la entrada de la sala, con el carcaj lleno de flechas a sus pies.

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CANTO 22 Ulises hiere con una flecha a Antinoo en la garganta, el más importante de los pretendientes, j Estupor y espanto! Los otros, creyendo que se trata de un accidente, amenazan a Ulises, quien escoge aquel instante para revelarles su ver­ dadera identidad. Pálidos de terror, los pretendientes buscan hacerse perdonar, culpando de todo a Antínoo y prometiendo una reparación. —Mis manos no se abstendrán de matar —responde Ulises, inflexible. No hay más salida que el combate. Los pretendien­ tes intentan acercarse a Ulises, pero son heridos uno tras otro. Ulises se está quedando sin flechas y los pretendientes que sobreviven reciben armas de un hombre a su servicio. La situación es crítica. Telémaco y los dos fieles servidores van, a su vez, a buscar más armas. Felizmente, Atenea les ayuda y desvía los venablos que lanzan los pretendientes. El combate se inclina entonces definitivamente a favor de Ulises. Sólo dos hombres —un aedo y un heraldo— que había cuidado de Telémaco cuando éste era niño, dan a Ulises, por la intervención de su hijo ocasión de ejercer el derecho de gracia. Ha terminado la matanza de los pretendientes, todos se ba­ ñan en su sangre, y el espectáculo resulta horrendo a la vista. Ulises llama a la vieja sirvienta que lo había reconocido y le ordena que señale entre las mujeres de la casa las que se ha­ bían comprometido con los pretendientes. ~-Doce sobre cincuenta —responde la anciana sirvienta, que da orden a las mujeres, en nombre de Ulises, de acudir a la sala. Entonces las mujeres se ven obligadas a sacar los cadáve­ res al patio y a limpiar la sala. Luego serán colgadas en un

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rincón del patío. La muerte del porquerizo, traidor a Ulises, que ha proporcionado armas a los pretendientes, será más len­ ta y más espantosa. CANTO 23 A Penélope le cuesta creer a la vieja nodriza, quien le ha contado lo que acaba de ocurrir. No se atreve a creer en el re­ tomo de Ulises y piensa que sólo un inmortal ha podido ven­ cer a los pretendientes. La nodriza le revela entonces que re­ conoció a Ulises por la cicatriz en la pierna. Penélope baja a la sala, pero todavía duda en reconocer a su esposo. Telémaco le reprocha su frialdad y Ulises se ausenta para tomar un baño y reaparecer en su mejor aspecto. Cuando Ulises vuelve a la sala, Penélope, quien aún desconfía, no acaba de ceder. Enton­ ces Ulises se da a conocer sin equívoco, recordando cómo, en otros tiempos, construyó su habitación alrededor de un olivo que, cortado por sus propias manos, proporcionó la madera para la cama. Ya no es posible dudar y esta vez Penélope se echa en sus brazos. Un poco más tarde, Ulises no puede dejar de advertirle que sus pruebas no han llegado a término, puesto que el adivino Tiresias, evocado en el país de los cimerios, le predijo una nue­ va partida, para acabar su vida lejos de su país y del mar. Des­ pués de la noche pasada con Penélope, Ulises abandona el pa­ lacio, para ir a ver a su anciano padre, Laertes, antes que se extienda la noticia de la matanza de los pretendientes. CANTO 24 lar Odisea podría terminar aquí, y algunos comentaristas han expuesto multitud de argumentos para poner en duda la autenticidad de este último canto. Las almas de los preten­

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dientes, que han bajado a los infiernos, encuentran las de Aquiles y de Agamenón, a quienes cuentan las circunstancias de su muerte provocada por la vuelta de Ulises. Durante este tiempo, Ulises y Telémaco van a ver a Laer­ tes, quien no disimula, a aquél que toma por un forastero, su resentimiento para con los pretendientes y su pesar por el hijo perdido. Ulises, una vez más, ha intentado poner a prueba a su interlocutor antes de darse a conocer. Después de las efusio­ nes habituales, la angustia se apodera de Laertes: —Temo que el pueblo entero de ítaca venga en seguida a atacamos aquí y que, además, envíen emisarios a todas las ciudades de los cefalonios. Estos últimos versos nos demuestran, al menos, que la causa de Ulises no era muy popular ni en ítaca así como tam­ poco en las islas vecinas. Efectivamente, la noticia de la muerte de los pretendientes se ha extendido con gran rapidez y, después de haber sepul­ tado a los muertos, los itacenses se reúnen en el ágora. Eupites, padre de Antínoo, el primer pretendiente muerto por Ulises, toma la palabra: —¡ Oh, amigos! Atrevida fue la obra que ese hombre ma­ quinó contra los aqueos. Llevóse a muchos y valientes hombres en sus naves. Por su culpa perecieron las naves, perecieron los hombres. Ha vuelto y ha dado muerte a otros, la flor de la nobleza de los cefalonios. Vamos... pongámonos en camino, no le demos tiempo de huir mar adentro. Pero aparecen los dos pretendientes perdonados por Ulises y desaconsejan esta acción, evocando el apoyo de que manifies­ tamente goza Ulises en esta empresa por parte de los dioses. Entonces, la mitad del pueblo renuncia, descorazonada. La otra mitad sigue a Eupites, con las armas en la mano. Empie­ za el combate y la jabalina de Ulises traspasa a Eupites. En este instante interviene Atenea, detiene el combate con su voz poderosa que atemoriza a los guerreros, y así preside al re­ tomo de la paz sobre Itaca.

N O TA S DE L E C TU R A

HOMERO Premières civilisations de la Méditerranée por Gabriel Leroux («P.U.F.») Cap. II. 5. Hoy todavía se duda entre la hipótesis de un grupo de rap­ sodas, la gens homérida de Quíos, y la de un poeta único y genial. En general, se ponen de acuerdo al decir que Homero vivió hacia 850. El fondo de la lengua homérica parece eolio y en seguida quedó cubierto por el dialecto jónico. Con ocasión del censo efectuado en Atenas por orden de Pisistrato en 560, la Ilíada y la Odisea recibieron forma casi definitiva. LAS DIRECCIONES DEL ESPACIO Y EL ZODIACO Géographie sacrée du monde grec por Jean Richer (Bibi, de las «Guides Bleus») pág. 55 La hoja de higuera representa el árbol místico y hace alu­ sión al eje Sur-Norte. pág. 73 Artemis, cazadora, hace pensar en el Sagitario.

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CONTEXTO PROTOHISTÓRICO Manuel de préhistoire générale (Bibliothèque scientifique) por Raymond Furon («Payot», Paris) Nivel de los mares pág. 51 Las cronologías cifradas permiten decir que en el mar del Norte el mar transgresivo llegó a la cota —35 hacia el año a. J. C. 15000 en el Magdaleniense. Estuvo a —20 hacia el año 7000 a. J. C. o el 8000 a. J. C. y sumergió el Paso de Calais. Un poco más tarde, en Yoldia invadió el lago Báltico, que se con­ virtió en el lago Ancilo. Hacia el 6500 a. J. C. se afirmó la trans­ gresión, llegó a —10. Hacia el 4000 a. J. C. estaba en el cero actual. Hacia los siglos m y iv fueron invadidas las costas breto­ nas, fue la época de la inmersión de la ciudad de Ys, en la bahía de Douamenez. Después de un descanso de varios siglos, seguido de una ligera regresión, el mar invadió los Países Bajos en los siglos XII y X III.

En el cabo de Plogoff (en Bretaña) son actualmente descu­ biertos monumentos megalíticos a seis metros bajo el agua. El óptimo climático del Neolítico empezó el 5400 a. J. C. CRETENSE A partir del Minoico antiguo I (2800 a 2400 a. J. C.) el co­ mercio se tornó muy activo. Creta se organizó, para convertirse en una nación poderosa. La utilización industrial del bronce acreció la importancia y el poderío de Creta, que se encargaría

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de ir a Occidente en busca del estaño. Los marineros cretenses fueron hasta Sicilia y el Adriático. En Grecia se produjo un atraso de 200 años (en relación con Creta) en el uso del bronce. TROYA Se utilizaba corrientemente el bronce con un 10 % de esta­ ño. Se ha encontrado también allí lapislázuli de Afganistán y ámbar del Báltico. Tesoros descubiertos dan muestras de una joyería muy va­ riada, con alhajas exóticas que confirman intercambios comer­ ciales con todo el Oriente, con el Mediterráneo, el Danubio y el Báltico. MICENIOS Hacia el 1400 a. J. C. consiguieron penetrar en Cnossos, que fue saqueada e incendiada. Micenas se convirtió en la here­ dera de Creta. Se establecieron transacciones hacia Occidente con Italia, Sicilia, Cerdeña y España. En el principio del segundo milenio, la península Ibérica fue iniciada en el bronce por los navegantes egeos, de quienes se descubren las escalas en Sicilia y en Italia meridional. Gran Bretaña pág. 402 Al comenzar el segundo milenio a. J. C. un grupo de celtas descendió por el valle del Rin y pasó a Gran Bretaña. Fueron los galeses o gaélicos, rechazados más tarde a Irlan­ da y Escocia, quienes aportaron el conocimiento del bronce.

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Sicilia pág. 410 La civilización siciliana del segundo milenio a. J. C. se di­ vide en Siciliano I (del 2000 a. J. C. al 1500 a. J. C.) y en Sici­ liano II (del 1500 a. J. C. al fin del milenio). En el Siciliano II, la economía siciliana se llegó a transformar en una economía de la Edad del Bronce por incorporación de la provincia en el sistema comercial de Micenas. Se encuentran entonces en Sici­ lia vasos egeos del Heládico último III, espejos y espadas de bronce, así como anillos de oro. Los artesanos locales produ­ jeron espadas imitadas del Minoico reciente I (Creta), hachas horadadas y cuchillos troyanos. Luego navajas de doble filo, y fíbulas. El culto del sol pág. 411 El culto del sol es conocido en la Egeida merced particular­ mente a un grabado de plata hallado en Syros, que muestra un carro solar. Ese culto del sol se extendió hasta Escandinavia. Culto de la doble hacha o bipenna pág. 413 Este símbolo, en relación con el rayo y el trueno (Zeus) fi­ gura en el palacio de Cnossos, en Creta. Se le encuentra tam­ bién en Italia del norte, en las Baleares, en España, en Bre­ taña y en Escandinavia.

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CONOCIMIENTOS MATEMATICOS De la Prehistoria a la Historia (What happened in History) por Gordon Childe 1./pág. 176 En el segundo milenio (a. J. C.) en el valle del Nilo, los es­ cribas copiaban prescripciones médicas y problemas de arit­ mética, cuyos orígenes hacían remontar al tercer milenio... Un tal Ahmes, en el siglo xv se alabó de haber escrito su libro de aritmética según un texto de la época del rey Amenemhat (18801850 a. J. C.)... Las reglas que aplicaron los administradores de los templos de Sumer y los arquitectos de Egipto les per­ mitieron calcular tan bien como por las leyes de la matemática y de la mecánica la cantidad de granos que les serían necesa­ rios para sembrar sus campos y el número de piedras precisas para edificar sus pirámides. En cuanto al calendario egip­ cio y a su corrección por Sirio, se trataba de verdaderas apli­ caciones de leyes astronómicas cuantitativas. 2./pág. 233 Hacia 1800 a. J. C. la observación directa y las medidas ha­ bían hecho que los babilonios aprendieran ciertas relaciones geométricas distintas a las reglas empleadas para calcular las superficies y los volúmenes que utilizaban ya desde mucho tiempo... los escribas sabían el resultado del teorema de Pitágoras para diecinueve casos distintos.

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TROYA Premières civilisations de la Méditerranée por Gabriel Leroux («P.U.F.») Cap. II. 5 Muy próxima de los micenios por su arte y su civilización, la Tróade les hacía una temible competencia cerca de sus clien­ tes de Asia Menor. En general, se está de acuerdo en fijar para el sitio los años entre 1193 y 1184 a. J. C. ...Es muy probable que los aqueos con la expedición a Troya buscaran derribar la principal potencia que hubiese podido oponerse a su establecimiento en Asia Menor, y, de hecho, a partir del siglo xii, pueblos y ciudades se embarcaron en masa, llevándose sus dioses, sus riquezas, sus tradiciones y, conser­ vados a través del período micenio, muchos secretos de la civi­ lización cretense. Los aqueos (eolios) fueron los primeros que, dejando el Epi­ ro y Etolia al oeste, Tesalia y Beocia al este, atravesaron el mar Egeo y se establecieron hacia 1150 entre los estrechos y el golfo de Esmima. EL ITINERARIO ATLÁNTICO ¿Fue Vlises a Bretaña? por Robert Philippe. (Revista Planète n.° 22)1 Nuestra tesis: la Odisea en el Atlántico El fondo del debate es la Odisea. La Ilíada no encierra mis­ terio alguno. Relata una operación victoriosa contra los que 1. Publicado en Revista Horizonte n.° 12, p. 82-91, editado por Plaza & Janés. Barcelona.

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tienen en sus manos los estrechos; los griegos quieren una ruta libre hacia el mar Negro... Ulises simboliza la aventura grie­ ga... Hay, en esta relación de aventura, una solución de con­ tinuidad. Después de un feliz regreso hasta el cabo Malea, una tempestad abre un boquete negro de nueve días. Luego, Uli­ ses, que se ha perdido, sigue su camino a través de un archi­ piélago. ¿En el Mediterráneo? No, a juzgar por todos los aspectos. El punto de arranque de la segunda salida, ya calmada la tem­ pestad, arbitrariamente fijado en el Mediterráneo, ha falseado todas las interpretaciones. La tempestad se ha llevado a Ulises fuera del Mediterráneo, al Atlántico. Gracias a este artificio, Ulises se adentra por una ruta real y fabulosa: la del oro, del estaño y del ámbar. Con el canto V de la Odisea empieza el relato de una nave­ gación atlántica... ¿cuál es la fuente de los elementos geográ­ ficos utilizados por el narrador? Una relación de viaje de ori­ gen fenicio o una especie de transmisión oral; se trata, en cual­ quier caso, de vina descripción fenicia de las costas y del mar océano. POSIBILIDADES DE LA NAVEGACIÓN De la Préhistoire à l’Histoire por Gordon Childe pág. 226 1. En el curso del segundo milenio... la evolución de los medios de transporte facilitó las comunicaciones por tierra y por mar. Lot£gipcios del Imperio Medio ya construían barcos de 61 metros de eslora sobre más de 20 metros de manga, ca­ paces de transportar ciento veinte hombres. Los navios creten­ ses, que no tuvieron al principio más que una veintena de me­

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tros, tenían 30 en el período micenio. Con mar tranquila, eran necesarios cuatro días de navegación para ir de los puertos del delta (del Nilo) a Biblos..* pág. 283

2. Pueblo marinero, los griegos se guiaban por las estre­ llas y observaban los fenómenos celestes que se escapaban a la atención de los sacerdotes, encerrados en los templos. Los marinos observaron que, en el curso de sus navegaciones hacia el Sur, parecía como si la estrella Polar se acercara al horizonte. La medida de su altitud, medida angular, permitía evaluar la distancia recorrida. Los griegos se aprovecharon de los descu­ brimientos astronómicos de los babilonios y de los egipcios. A partir del segundo milenio a. J. C. había en la biblioteca de la capital hitita una extensa nomenclatura de las estrellas. ANTIGÜEDAD DE LA NAVEGACION por Pierre Célérier Histoire de la navigation («P.U.F.») Cap. I. Pág. 11 La costumbre de servirse de la Polar se remonta a la Pre­ historia. Cap. II El navio egipcio es el primer tipo de esas largas naves que, durante siglos, reinarían en el Mediterráneo. El trirreme grie­ go es su descendiente directo. El trirreme iba al abordaje bajo el impulso de sus cuarenta

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y ocho remos manejados con toda la fuerza de sus ciento cua­ renta y cuatro remeros, a la velocidad máxima de alrededor de 10 nudos... Unas pinturas rupestres muy viejas descubiertas en Escandinavia nos demuestran que, unos tres o cuatro milenios antes de nuestra era, los hombres de estas regiones se aventuraban en el mar. ANTIGÜEDAD DE LA NAVEGACION Histoire de la navigation por Pierre Célérier («P.U.F.») Uno se siente inducido a pensar que el mundo era mejor conocido en ciertas épocas que en edades posteriores. Tal es el caso, por ejemplo, de la rica y legendaria Tarchiech, de que habla la Biblia, que realmente existió... muy probablemente en España, y era un puerto situado hacia la desembocadura del Guadalquivir, fundado alrededor de treinta siglos antes de nues­ tra era. También se piensa que los barcos de aquella época y más tarde algunos cartagineses frecuentaron Madera y las Ca­ narias, que no serían redescubiertas oficialmente más que ha­ cia 1350, por los portugueses... Hoy sabemos con certeza que algunas tierras eran conoci­ das y frecuentadas mucho tiempo antes de la fecha oficialmen­ te admitida como la de su descubrimiento, especialmente Amé­ rica. ¿Por qué no se habría producido el mismo fenómeno en un pasado más lejano? El secreto que envolvía tales descubri­ mientos sería suficiente para explicarlo.

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ANTIGÜEDAD DE LA NAVEGACION CONDICIONES TÉCNICAS Histoire de la navigation por Piere Célérier («P.U.F.») Cap. III. 1 La Historia demuestra que mucho antes de nuestra era fue­ ron realizados grandes viajes marítimos. También demuestra que tuvieron lugar, casi regularmente, travesías entre tierras separadas por miles de kilómetros de océano, sin ningún me­ dio de navegación de altura. La observación del cielo y los movimientos de los astros pa­ recen remontarse a las primeras edades, y en todo caso sabe­ mos que determinados pueblos, como los egipcios, tenían, va­ rios milenios antes de nuestra era, conocimientos astronómicos extensos y precisos. Los navegantes se orientaban, pues, en función del acimut del sol o de las estrellas según las horas y las estaciones, con una aproximación suficiente. El hábito adquirido durante nuestros estudios de no apli­ car nuestra curiosidad del pasado más allá de la antigüedad clásica, a menudo nos impide ver la enorme extensión de los tiempos, acaso también civilizados, que la precedieron; tam­ bién debemos pensar que vastos períodos de civilización han sido borrados de la memoria de los hombres y que, sin duda, en ellos la navegación fue practicada tan bien como durante los tiempos históricos... Cap. IV. 1 Los verdaderos puertos aparecieron muy pronto en la his­ toria de la Humanidad. El más antiguo del que tenemos noti­ cia con exactitud es el de Faros, ante Alejandría, que los egip­ cios construyeron unos tres mil años a. J. C.: los malecones

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medían en total 8 kilómetros, las dársenas cubrían 120 hec­ táreas y ochocientas galeras podían tener cabida allí... Éstas son dimensiones comparables a las de nuestros puertos mo­ dernos.

INSTRUCCIONES NÁUTICAS Histoire de la navigation («P.U.F.») por Pierre Célérier Cap. III. 1 Los griegos no autorizaban la navegación más que de marzo a octubre. Convenía conocer los resultados de las experiencias ante­ riores. Así nació lo que se ha convertido en nuestras actuales instrucciones náuticas. Esos compendios de informaciones han existido, sin duda, en todos los tiempos; incluso antes de que el hombre supiera transcribirlos, una especie de poemas orales debían transmitirse verbalmente de generación en generación y acaso cabe ver aquí la razón de la forma llena de imágenes de los más antiguos de ellos. Volveremos a encontrarlos en todas las épocas, pero la mayor parte ciertamente se han perdido, puesto que sus poseedores los consideraban como secretos que no se debían divulgar. Las sagas escandinavas que han llegado hasta nosotros, por ejemplo, aluden a menudo a conocimientos que no revelan; y cuando dan precisiones, parece que se trate de viajes regu­ lares... Igualmente, hoy tenemos por cierto que pescadores de las costas francesas frecuentaban los bancos de Terranova va­ rios siglos antes del descubrimiento «oficial» de América; aho­ ra bien, no se encuentra referente a aquella navegación ningún

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rastro de informaciones, que celosamente debían guardar para ellos.„ Una constante del carácter de las gentes de mar.

AQUEOS Y CRETENSES RUTAS MARITIMAS DE LOS AQUEOS Les premières civilisations de la Méditerranée por Gabriel Leroux («P.U.F.») Cap. II. 4. Pág. 59 Cuando llegaron a Grecia hacia 2000, los aqueos ignoraban todo lo relativo al mar. Pero pronto recorrieron las mismas ru­ tas que los marinos cretenses, luego nuevas rutas hacia Occi­ dente. A partir de entonces, la isla Feliz (Creta) estuvo en peligro, hacia 1400 Cnossos quedó completamente destruida. Fue el fin de la Creta minoica... Pero los mismos vencedores fueron los auténticos herederos de la civilización minoica, y durante dos siglos más prolongaron su esplendor. En aquel período, la Argólida, más avanzada, ejerció una especie de hegemonía sobre Grecia entera. Los palacios fortifi­ cados de los Pelópidas en Micenas, y de los hijos de Danao en Tirinto y en Argos, rivalizaban en poderío y en esplendor... Para los señores opulentos, ricos en oro «los artistas continúan ciselando lujosas joyas de oro y de plata, de un trabajo re­ finado y la armería sigue siendo digna de los puñales damas­ quinados y de las espadas de Creta». Pero, en su conjunto, el arte micenio se convierte en popular e industrial. Los talleres se multiplican en las ciudades y alrededor de los palacios, una red de caminos frecuentados cubre Grecia, se desarrollan las relaciones marítimas, y en adelante, se trabaja al por mayor, con procedimientos más simplificadores, para una numerosa

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clientela, cuyas exigencias artísticas son, sin embargo, limi­ tadas... Si no se puede afirmar que los cretenses frecuentaran los mercados del Mediterráneo occidental, numerosos rastros de una influencia egea parecen probar que los micenios no temie­ ron esas expediciones lejanas. La primera escala hacia Occi­ dente fue, sin duda, Corcyra (Corfú). Se ha indicado ya lo que Malta y Sicilia debieron a las influencias egeas... Los micenios pasaron luego a las islas eolias para comprar allí la liparita; luego fueron a Cerdeña, dejando allí lingotes de cobre marcados con sellos egeos, seguidamente a las Baleares... y a las costas ibéricas, los motivos, las joyas y los objetos de es­ tilo egipcio que los micenios imitaban para la exportación, nos conducen acaso hasta el reino de Tarteso... Si los micenios habían conocido España y las columnas de Hércules, lo que queda incierto, los navegantes helenos igno­ raron aquellas rutas lejanas hasta el día en que el samio Kolaios, empujado por la tempestad hacia Tarteso en 630, volvió de allí cargado con una fabulosa carga de oro, de la que sacó 60 talentos de beneficio. EL COMERCIO MICENIO De la Prehistoria a la Historia por Gordon Childe En la Grecia micenia... los mercaderes realizaban sustan­ ciales beneficios y accedían a una situación social interesante. Después de 1400 a. J. C., el comercio micenio ocupó el lugar del comercio minoico... Micenas exportaba lozas a Troya, a las costas sudoccidentales del Asia Menor, a Siria, a Egipto, a Pa­ lestina, a Siailia y a Italia. El comercio micenio se dirigió hacia la Europa bárbara. Las lozas llegaron hasta Macedonia y Sicilia, y más lejos toda­

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vía. Se han encontrado incluso en el sur de Inglaterra perlas de loza según la moda de 1400 y en un montículo de la Edad de Bronce, en Cornualles, se descubrió un puñal fabricado en Grecia. En cambio, Micenas importaba el estaño de Cornualles, el oro de Irlanda y ornamentos fabricados en Inglaterra... Así es como los países bárbaros, comprendidos Irlanda y Dinamarca, aportaron a partir de entonces una contribución positiva a la experiencia colectiva de la Humanidad, cuyo cen­ tro estaba en el Próximo Oriente. Puede que las civilizaciones de la Edad de Bronce en Eu­ ropa occidental y en Europa central sean el resultado de las actividades comerciales de las que tenemos pruebas; en todo caso, les deben sus progresos. Los aristócratas bárbaros del sur de Inglaterra y de Dinamarca, por ejemplo, enriquecidos por el comercio con las tierras lejanas, eran los equivalentes sociológicos y económicos de los jefes micenios; sin embar­ go, eran más pobres y menos refinados, pero es probable que los intercambios entre aquella aristocracia nórdica y el rico mundo minoico no fueron extraños a la llegada de la edad heroica de Grecia. SICILIA Y CERDEÑA La civilisation de la Méditerranée por J. Gabriel Leroux («P.U.F.») EN SICILIA l./pág. 24 La cerámica con dibujos pardos, negros o blancos sobre fondo rojo, con curiosos motivos en espiral sobre las losas que cierran las tumbas, y una placa de oro pulido, réplica de un hallazgo efectuado en la segunda ciudad de Hissarlik (Tro­

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ya), afirman relaciones con la Egeida y permiten situar este período entre 2500 y 1900, aproximadamente. Después de algunos siglos en que parecen interrumpirse los contactos, se abre un segundo período sículo (1400 a 1000) con­ temporáneo de la expansión micénica. Existe evidencia de cons­ tantes relaciones merced a los hallazgos de la región de Sira­ cusa: vasos micénicos, cuentas de vidrio probablemente egip­ cias, y una píxide de pórfido con el nombre de Ramsés II (1300-1234) CERDEÑA 2./pág. 30 El período más espléndido se sitúa en la Edad del Bronce, en el tiempo de la expansión micénica (1400-1200), que contri­ buirá sin duda al desarrollo de la metalurgia en Cerdeña; se encuentran allí lingotes de cobre chipriotas, hachas y espadas de bronce dignas de sus modelos de Cnossos (Creta) y de Micenas (Grecia). ESPAÑA RELACIONES MARÍTIMAS (TARTESO) Les civilisations de la Méditerranée por J. Gabriel Leroux («P.U.F.») ESPAÑA pág. 28 Con los países del Atlántico, en particular Irlanda, son más seguros los contactos y ello explica el rápido desarrollo de la metalurgia del bronce, probablemente venida de Oriente, como

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la del cobre a partir del año 2000. Además del estaño de Ga­ licia, los españoles tenían que procurarse, a partir de enton­ ces, el de CornuaUes, las famosas islas Casitérides de los an­ tiguos... Los tartesios ocupan la Bética (Andalucía), las regiones más ricas de España. Metalúrgicos de renombre, marineros auda­ ces, para quienes las costas del Océano eran familiares, vieron desembarcar en su capital, Tarteso, situada en la desemboca­ dura del Guadalquivir, a mercaderes atraídos desde todos los extremos del Mediterráneo por su reputación de fabulosa ri­ queza y por el comercio de la plata y del estaño. Su generosa hospitalidad, su civilización a la vez vigorosa y refinada, comparable por su grandioso lujo a las de Oriente, impresionaron vivamente a los antiguos. Estrabón les atribuye seis mil años de antigüedad, y loa los poemas y los anales ri­ mados conservados por sus sacerdotes. CANARIAS Les pays légendaires por René Thévenin («P.U.F.») Cap. II. pág. 4 En las Canarias se produjo un encuentro singular; ahí de­ sembarcó, en 1341, una expedición genovesa, y Jean de Béthencourt tomó posesión del archipiélago. Habitaba allí un pueblo muy extraño. Aunque de raza blanca, ni su tipo ni su lengua tenían relación con nada conocido. No usaban vestidos, habi­ taban en grutas, ignoraban los metales, no se servían más que de útiles o de armas de madera o de piedra. No tenían idea alguna de la navegación.

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Cap. III. 4 Los guanches eran hombres de elevada estatura, de piel blanca, con cabellos rubios, ojos claros, de un tipo que no corresponde en nada al de las razas africanas de las mismas latitudes, pero, si se examinan sus huesos, se acerca mucho, con su cráneo alargado, su frente alta, su rostro bajo y trian­ gular, al de nuestros viejos antepasados de Cro-Magnon. LOS GUANCHES Les lies Canaries por Arielle y Castro Farinas («Albin Michel») pág. 35 Desde los tiempos más remotos, las islas Canarias fueron habitadas por una población de raza blanca, muy trabajadora: los guanches... Las momias guanches demuestran que los ha­ bitantes eran de alta talla, 1,80 m como mínimo, rubios o cas­ taños. Se cree que tenían los ojos azules... Vivían en cavernas naturales o en cabañas cubiertas de ra­ maje... El estudio de los esqueletos exhumados de las necrópolis confirma que los habitantes estaban dotados de una fuerza ex­ cepcional, de una vitalidad y de una resistencia casi sobrena­ turales. ...En definitiva, después de una primera oleada de hombres de Cro-Magnon y de tipo euroafricano, cuya cultura es muy antigua, se instalaron en la isla otras poblaciones, mediterrá­ neos de tipo oriental, armenoide, grácil; e incluso otras pobla­ ciones, que pmeían una cultura más evolucionada. ...Los guanches de Tenerife y de la Gomera embalsamaban

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sus muertos del mismo modo que los egipcios y los peruanos de la época precolombina. pág. 39 En 1341 una expedición portuguesa efectuó un viaje hacia las islas y pasó ante trece de ellas, de las cuales sólo cinco estaban habitadas. pág. 88 De las siete islas de las Cananas Capítulo 64, El canario, por Jean de Béthencourt, Historia del Descubrimiento en 1402. «Las islas de las Canarias son siete... la primera, viniendo de Castilla, es Lanzarote, tierra rica en trigo y en ganado, es­ pecialmente cabras; es una tierra buena para la viña y los ár­ boles que, sin embargo, no crecen a causa de la gran cantidad de ganado que pace y lo destruye todo. No tiene agua dulce. »Más lejos, Fuerteventura es un país rico en agua dulce de río, hay muchas cabras, pocas vacas, uvas, huertos, almendros y otros árboles; está situada a tres leguas de Lanzarote. »A continuación viene la Gran Canaria, gran isla muy rica, con mucha agua dulce de sus ríos, con mucha caña de azúcar, tierra abundante en cereales, trigo candeal, cebada, vino, higue­ ras, con muchas palmas datileras... »Luego viene Tenerife... donde hay una de las cadenas de montañas más altas del mundo y se pueden ver, algunas veces, en las cumbres, llamas como las que hay en Mongibel, en Sicilia.»

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RELACIONES COMERCIALES INGLATERRA-MEDITERRÂNEO EN LA EDAD DEL BRONCE L’Age du Brome por Jacques Briard («P.U.F.») pág. 59 La civilización de Wessex es la más brillante que conoce In­ glaterra al fin del bronce antiguo. Se caracteriza, sobre todo, por relaciones comerciales leja­ nas con Europa central, el mundo egeo e incluso Egipto... pág. 61 En fin, un elemento interesante es la presencia en las tur­ bas de cuentas de vidrio o de loza importadas de Egipto, donde eran fabricadas en los talleres de Tell el Amama, y de las cua­ les H. C. Beck y J. F. Stone estudiaron el reparto, datando las del Wessex de los alrededores de 1400 a. J. C. ...Uno de los grabados de Stonehenge muestra un puñal de tipo micénico, confirmando las relaciones del bronce antiguo inglés con las civilizaciones mediterráneas. PIELES DE BUEY-LINGOTES L'Age du Bronze por Jacques Briard («P.U.F.») pág. 122 El metal bruto viaja bajo numerosas formas.

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En el Mediterráneo, durante su período de dominación, los cretenses monopolizaron el comercio del cobre de origen chi­ priota y lo almacenaron en forma de lingotes «en pieles de buey», que llevaban a menudo sus emblemas favoritos, como el de la bipenna. pág. 117 En Cerdefia, los minerales empleados eran los de la isla, pero algunos lingotes egeos en forma de piel de buey demues­ tran que la iniciación a las técnicas de la metalurgia fue obra de expertos egeos. ORO DE IRLANDA Y RELACIONES COMERCIALES DE IRLANDA L’Age du Bronze por Jacques Briard («P.U.F.») 1./pg. 38 Las civilizaciones del bronce antiguo conocieron cierta pros­ peridad y algunas veces el oro fue ampliamente utilizado e incluso dio lugar a un tráfico importante, como el de las lú­ nulas de Irlanda. 2./pág. 59 En la Edad de Bronce antiguo, Irlanda conoció una indus­ tria metalúrgica muy activa... El oro fue una de las produc­ ciones irlandesas más buscadas en el bronce antiguo. Fue ex­ portado en placas de oro en forma de media luna, lúnulas, golas o diademas... a Inglaterra y al continente europeo. Al fin del bronce antiguo, otra producción original de Irlanda fueron las

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hachas planas o con reborde, decoradas tanto sobre la parte llena como sobre los lados con motivos geométricos, cabríos, rombos, etc. Hachas de este tipo han sido recogidas desde el oeste de Francia hasta el norte de Europa. El oro irlandés con­ tinuó siendo objeto de comercio en el bronce medio,

FUENTES DEL ESTAÑO PREHISTÓRICO Le problème des Cassitérides por Jacques Ramin («Éditions Picard») pág. 25 La riqueza en estaño de las islas Británicas es harto cono­ cida. Cornualies y el sudoeste del Devonshire son las regiones que constituyen lo esencial de esta riqueza y es esa parte del país, concretamente, la que ha sido considerada como genera­ triz de la más importante producción de antes de nuestra era— pág. 26 En Irlanda se encuentra, igualmente, un poco de estaño, en especial en Wisklow, donde existen minas de oro y plata. El oro fue un producto exportado por los antiguos irlandeses en las épocas protohistóricas y hasta Bállina... pág. 28 El bronce apareció en Creta hacia 2400 a. J. C., y su uso se desarrolló en seguida. En aquel momento, los cretenses dispo­ nían ya de una marina y realizaban operaciones comerciales por todo el-Mediterráneo, incluso en España, acaso... Esta expansión hacia Occidente en el momento del desarrollo del

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bronce cretense constituye ya, por sí sola, presunción de una fuente occidental de aprovisionamiento de estaño.« pág. 42 Señalemos, de paso, una antigua industria metalúrgica en Irlanda y la exportación, a últimos del bronce antiguo, de ha­ chas planas y con rebordes decorados, hacia Francia occidental y el norte de Europa. La civilización de Wessex, en el sur, de­ muestra relaciones con la Europa central, el mundo egeo y Egipto. ASPECTO DEL ESTAÑO PREHISTORICO Le problème des Cassitérides por Jacques Ramin («Éditions Picard») Las mineralizaciones estanníferas se encuentran bajo forma de impregnación, de filones y de aluviones, forma que cons­ tituye, todavía hoy, la más importante fuente del estaño... es el caso de los aluviones marinos: por el juego de las olas, se produce una mezcla de aluviones... Éste (el mar) lava el mineral que se deposita sobre la are­ na bajo una forma lo suficientemente concentrada para ser vi­ sible a simple vista y permite ser explotado sin medios me­ cánicos... En lo que concierne al estaño y a los tiempos protohistóricos, no olvidemos que Europa estaba cubierta de bosques y que, en compensación, las costas eran frecuentadas sobre muy largas distancias. Esto nos lleva a pensar que los aluviones, so­ bre todo marinos, fueron descubiertos primero y, sin duda, muy fácilmente. El lavado natural produce una clasificación por gravedad. Este enriquecimiento se traduce en regueros de color oscuro

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que contrastan sobre el blanco de la arena y que atraen la mirada.

SITUACIÓN DE LAS CASITÊRIDES Le problème des Cassitérides por Jacques Ramin («Éditions Picard») pág. 53 Algunos de entre ellos (documentos históricos) sitúan lejos las Casitérides, en el norte de España. pág. 56. Todos los autores sitúan las Casitérides o, cuando no es empleado este nombre, las fuentes del estaño, en el occiden* te de Europa. pág. 58 Heródoto (siglo v a. J. C.). «No sé nada de las Casitérides..., no he oído de ningún tes­ tigo ocular que existiera un mar más allá de los confines de Europa. Sólo es cierto que el eléctrum (ámbar) y el estaño nos llegan de regiones remotas de aquella parte del mundo.» Eustaquio llama a Irlanda Hibemia, es decir, el país de los iberos. Avieno (orbis descriptio) menciona a los iberos hasta las frías aguas del océano boreal. Plinio el Viejo dice: «Frente a Celtiberia hay varias islas llamadas Casitérides por los griegos a causa de las minas de estaño que allí hay» (IV. 36-1).

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Nidácrito trae el primer estaño de la isla Casitéride (VII, 57-7). pág. 59 Creemos, como S. Remiach (en Un nouveau texte sur le com­ merce de Vétain) que los fenicios no fueron los primeros im­ portadores de estaño y que, si tal cometido ha sido atribuido a Midas, el frigio, podría ser como recuerdo de una tradición muy antigua anterior al siglo x, época en que Midas habría vivido. pág. 60 Estrabón (II. 5, 15) Estrabón, a propósito de la descripción general de la pe­ nínsula Ibérica, señala que las comarcas occidentales de In­ glaterra estaban situadas enfrente y en el norte. Igualmente, añade, las islas marítimas llamadas Casitérides estaban al norte de las Artabres (Galicia) y más o menos en la misma región. Estrabón (III. 5, 11) «Las islas Casitérides son diez, al norte del puerto de las Artabres [La Coruña] y mar adentro, todas muy próximas unas de otras. Uno de ellas está desierta... [aquellos hombres] poseen estaño y plomo, que intercambian. Herótodo (siglo v a. J. C.) pág. 61 que vivió en el siglo π después de J. C. dio las coordenadas de las islas Casitérides: estarían en pleno Océano al noroeste de la península Ibérica. Avieno (Ora Marítima)

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pág. 67 escrita a la luz de documentos cartagineses muy antiguos... «Se emplean dos días para ir de allí [Estrimmis] a la isla Sagrada [Irlanda], como se la llamaba antes, que ocupa un gran espacio en el mar y que sirve de morada al pueblo de los hibemios. La isla de los albiones se encuentra al lado. Las ex­ pediciones de comercio de los tartesianos [Tarteso, en el sur de España] iban antiguamente hasta Estrimmis.» —Himilcón fue enviado por Cartago, como Hannón, hacia 600 a. J. C., para reconocer las costas atlánticas al norte de las columnas de Hércules. Seguramente visitó Bretaña... Su viaje duró cuatro meses y tuvo tiempo de llegar hasta las islas británicas. —Piteas, griego de Marsella, hacia 323 a. J. C., dio la vuelta a la Gran Bretaña y fue hasta Tule, isla que toca el círculo polar.

Bl B L I O G R A F I A

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