Georges Duby - La Europa en la Edad Media.pdf

March 5, 2017 | Author: avatarhistory | Category: N/A
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PAIDOS STUDIO/BASICA

Títulos publicados: 1. K. R. Popper - La sociedad abierta y sus enemigos 2. A. Mcíntyre - Historia de la ética 3. C. Lévi-Strauss - Las estructuras elementales del parentesco 4. E. Nagel - La estructura de la ciencia 5. G. H. Mead - Espíritu, persona y sociedad 6. B. Malinowski - Estudios de psicología primitiva 7. K. R. Popper - Conjeturas y refutaciones. El desarrollo del conocimiento

científico 8. M. Mead - Sexo y temperamento 9. L. A. White - La ciencia de la cultura 10. F. N. Comford - La teoría platónica del conocimiento 11. E. Jaques - La forma del tiempo 12. L. WMte - Tecnología medieval y cambio social 13. C. G. Hempel - La explicación científica 14. P. Honigsheím - Max Weber 15. R. D. Laing y D. G. Cooper - Razón y violencia 16. C. K. Ogden y I. A. Richards * El significado del significado 17. D. I. Slobin - Introducción a la psicolingüística 18. M. Deutsch y R. M. Krauss - Teorías en psicología social 19. H. Gerth y C. Wright Mills ■ Carácter y estructura social 20. Ch. L. Stevenson - Etica y lenguaje 21. A. A. Moles Sociodinámica de la cultura 22. C. S. Niño - Etica y derechos humanos 23. G. Deleuze y F. Guattari - El Anti-Edipo 24. G. S. Kirk - El mito. Su significado y funciones en la Antigüedad y otras

culturas

25. K. W. Deutsch - Los nervios del gobierno 26. M. Mead - Educación y cultura en Nueva Guinea 27. K. Lorenz - Fundamentos de la etología 28. G. Clark - La identidad del hombre 29. J. Kogan - Filosofía de la imaginación 30. G. S. Kirk - Los poemas de Homero 31. M. Austin y P. Vidal-Naquet - Economía y sociedad en la antigua Grecia 32. B, Russeil - Introducción a lo filosofía matemática 33. G, Duby - Europa en la Edad Media

Georges Daby

EUROPA EN LA EDAD MEDIA

ediciones PAIDOS Barcelona Buenos Aires México

Título original: LJEurope au Moyen Age. Art román, art gothique Publicado en francés, en edición Ilustrada, por Arts et métiers graphiques, París, 1979, y en edición no ilustrada por Fiammarion, París, 1984 Traducción de Luís Monreal y Tejada

Cubierta de Julio Vivas

i * edición, 1986

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluidas las fotocopias, sin permiso del propietario de los derechos, © de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A.; Mariano Cubí, 92; 08021 Barcelona; y Editorial Paidós, SAICF; Defensa, 599; Buenos Aires. ISBN: 84-7509-384-1 Depósito legal: B. 6*291/1986 Impreso en Limpergraf, S. A.; Del Río, 17; Ripoüet (Barcelona) Impreso en España ■ Printed in Spain

INDICE Prefacio

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El año mil .................................................................................. 13 La búsqueda de D i o s ............................................................. 35 Dios es l u z ..................................................................................53 La catedral, la ciudad, la e s c u e l a .........................................71 El r e in o ........................................................................................ 89 Resistencia de las n acio n es.......................................................103 El giro del siglo x i v .................................................................... 121 La felicid ad ..................................................................................137 La m u e r t e ..................................................................................161 Referencias b ib lio g rá fic a s......................................................

183

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200

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MAR DEL NORTE

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OCÉANO ATLÁNTICO ^onlívtauít^^

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V

MAR MEDITERRANEO

PREFACIO Hace veinte años, Albert Skira, por sugerencia de Yves Riviére, me proponía trab ajar en la colección que más tarde tituló «Art Idées Histoire». Su propósito consistía en situar las formas artísticas entre aquello que las rodea y dirige su creación, mos­ tra r de época en época el significada de la obra de arte, la función que cumple bajo su aparente gratuidad, las relaciones que m an­ tiene con las fuerzas productivas, con una cultura de la que es una expresión entre otras y con la sociedad cuyos ensueños ali­ menta. Me agradó el proyecto: precisamente en ese momento empezaba a preguntarme acerca de lo que liga las formaciones sociales con las culturales, lo material con lo que”no lo es, lo real con lo imaginario. Escribí primero uno, dos, luego tres de estos libros, tratando de la Edad Media occidental entre el final del siglo x y el comienzo del xv. Aparecieron en 1966 y 1967. Ya en esta prim era obra, el texto y la imagen se hallaban necesaria­ mente coordinados. En 1974, Pierre Nora me incita a reanudar, a remozar, a con­ centrar aquel ensayo. Así sale «Le temps des cathédrales». Roger Stéphane opina que en ese libro hay m ateria para componer una serie de filmes para la televisión. Roland Darbois, Michel Albaric, el propio Stéphane y yo nos ponemos juntos a traducirlo. Claro está que se trata de la traducción de un lenguaje a otro, totalmente distinto, de construir un nuevo discurso. De im pri­ mirle su ritmo. Situar donde conviene las etapas, los momentos culminantes, las transiciones. Construir la arm adura sobre la que vendrán a organizarse las imágenes. Pues esta vez, las imágenes son las soberanas. Roland Darbois marcha a recogerlas. Las reúne. Ante este prim er montaje, yo pongo un comentario. En función del texto hablado, se rehace por última vez el texto vi­ sual. Y así se concluye la obra. Le debo mucho. Los medios empleados en las tomas revela-

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PREFACIO

ban ante todo lo que yo no había podido ver: por ejemplo, los detalles del tímpano de Conques, de las naves de catedrales va­ ciadas de su mobiliario moderno,, Cangrande durmiendo su últi­ m o sueño sóbre la altura de la tum ba que liizó edificar en Verona. De todos modos el provecho vino principalmente de que otra m irada se había posado en las obras de arte: sobre la marcha, se habían impuesto otras selecciones y los montajes sucesivos, yuxtaponiendo de manera inusitada las imágenes, provocaban confrontaciones y suscitaban reflexiones nuevas. Esto explica la sensible distancia entre el texto del libro de que partimos y éste. Lo presento sin retoques, ta l como fue elaborado con la vi­ veza de una prim era impresión visual, ta l como fue dicho. Estas fases han sido habladas. Ante un público inmenso y diverso. Lo im portante era que no desviaran la atención de la imagen. A la imagen se han sometido y subordinado por entero. Son insepa­ rables de ellas. Su única razón de ser consiste en ayudar a apre­ ciar m ejor su sentido. Aquí están fijadas simplemente para me­ moria. Georges D uby

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EL AÑO MIL Imaginemos. Es lo que siempre están obligados a hacer los historiadores. Su papel es el de recoger los vestigios, las huellas dejadas por los hombres del pasado, establecer, criticar escru­ pulosamente un testimonio. Pero esas huellas, sobre todo las que han dejado los pobres, la vida cotidiana, son ligeras y disconti­ nuas, Respecto a tiempos muy lejanos como estos de que aquí se trata, son rarísimas. Sobre ellas se puede construir un arma­ zón, pero muy endeble. Entre esos pocos puntales permanece abierta la incertidumbre. No tenemos más remedio que imaginar la Europa del año mil. Ante todo, pocos hombres, muy pocos. Diez veces, quizá vein­ te veces menos que hoy. Densidades de población que son actual­ mente las del centro de Africa. Domina tenaz el salvajismo. Se espesa a medida que nos alejamos de las orillas mediterráneas, cuando se franquean los Alpes, el Rin, el m ar del Norte, Acaba por ahogarlo todo. Aquí y allá, a trozos hay claros, cabañas de campesinos, pueblos rodeados de jardines, de donde viene lo m ejor de la alimentación; campos, pero cuyo suelo rinde muy poco a pesar de los largos reposos que se le conceden; y muy de­ prisa, desmesuradamente extendida, la zona de caza, de reco­ lección, de pastos diseminados. De tarde en tarde una ciudad. Casi siempre es el residuo de una ciudad ro m an a; monumentos antiguos remendados de los que se han hecho iglesias o fortale­ zas ; sacerdotes y guerrerosA , la domesticidad que les sirve, fabri­ cando armas, moneda, ornamentos, buen vino, todos los signos obligados y los utensilios del poder. Por todas partes se entre­ mezclan las pistas. Movimiento por doquier: peregrinos y mozos de carga, aventureros, trabajadores itinerantes, vagabundos. Es asombrosa la movilidad de un pueblo tan desguarnecido. Hay hambre. Cada grano de trigo sembrado no da más que tres o cuatro, cuando es verdaderamente bueno. Una miseria.

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La obsesión: pasar el invierno, llegar hasta la primavera, hasta el momento en que corriendo los pantanos y las espesuras, se puede tsm a r el alimento en la naturaleza libre, tender trampas,, lanzar redes, buscar bayas, hierbas, raíces. Engañar el hambre.. De hecho, ese mundo parece vacío y en realidad está superpo­ blado. Desde hace tres siglos, desde que han menguado las gran­ des oleadas de peste que durante la más alta Edad Media habían arrasado al mundo occidental, la población se ha puesto a crecer. El aumento iba creciendo a m edida que fenecía la esclavitud, la verdadera, la de la antigüedad. Aún queda gran cantidad de nolibres, de hombres y mujeres cuyo cuerpo pertenece a alguien que lo vende, que lo da, y a quien deben obedecer en todo. Pero ya no se les retiene hacinados en chusmas. Sus dueños, precisa­ mente porque se reproducen, han aceptado verlos establecerse en una tierra. Viven en familia entre ellos. Proliferan. Para alimen­ tar a sus hijos debían ro tu rar y agrandar los viejos terruños, creando otros nuevos en medio de soledades. Ha comenzado la conquista. Pero todavía es demasiado tímida: el utillaje es irri­ sorio; subsiste una especie de respeto ante la naturaleza virgen que impide atacarla con demasiada violencia. La inagotable ener­ gía del agua corriente, la inagotable fecundidad de la buena tie­ rra, profunda, libre desde hacía siglos, desde la retirada de la colonización agrícola romana, todo se ofrece. El mundo está por domar. ¿Qué mundo? Los hombres de aquel tiempo, los hombres de alta cultura, que reflexionaban, que leían libros, se representaban la tierra plana. Un vasto disco cubierto por la cúpula celeste y rodeado por el océano. En la periferia, la noche. Poblaciones ex­ trañas, monstruosas, de unípedos, de hombres lobos. Se contaba que surgían de vez en cuando, en hordas terroríficas, como ade­ lantados del Anticristo. En efecto, los húngaros, los sarracenos y los hombres del norte, los normandos, acababan de devastar la cristiandad. Estas invasiones son las últimas que ha conocido Europa. Esta no se hallaba librada del todo de ellas en el año mil y la gran oleada de miedo levantada por las incursiones no había terminado. Ante los paganos, se había huido. El cristianis­ mo y las formas frágiles, preciosas, veneradas, en que se había introducido durante el Bajo Imperio la lengua latina, la música, el conocimiento de los números, el arte de construir en piedra, permanecían aún como soterradas en las criptas. Los monjes que construyeron la de Toum us habían sido expulsados cada vez

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m ás lejos por la invasión normanda, desde el océano, desde Noirmoutiers, y no habían hallado la paz más que en el centro de las tierras, en Borgoña. Jerusalén constituye el centro de este mundo plano, circular, cercado de terrores. La esperanza y todas las miradas se dirigen hacia el lugar donde murió Cristo, de donde Cristo subió a las cielos. Pero en el año mil, Jerusalén está cautiva, en manos de los infieles. Una ruptura h a dividido en tres porciones la parte conocida del espacio terrestre: aquí el Islam, el m al; ahí el semimal, Bizancio, una cristiandad, pero de lengua griega, extraña, sospechosa, que deriva lentamente hacia el cisma; por último, Occidente. La cristiandad latina sueña en una edad de oro, en el imperio, es decir en la paz, el orden y la abundancia. Este recuer­ do obsesionante se vincula a dos lugares insignes: Roma —aun­ que Roma en esa época es marginal, más que a medias griega— y Aquisgrán, nueva Roma. En efecto, dos siglos antes había resucitado el Imperio roma­ no de Occidente. Un renacimiento. Las fuerzas que lo habían suscitado no venían de las provincias del Sur donde la im pronta latina quedaba marcada más profundamente. Brotaban en lo más silvestre, en una región bravia, vigorosa, tierra de misión, frente de conquista, del país de los francos del este, en la unión de la Galia y la Gennania. Aquí había nacido, había vivido y había sido sepultado el nuevo César, Carlomagno. Un monumento capital mantiene su memoria, la capilla de Aquisgrán. M altratada por los rapaces, restaurada, permanece como el sello indestructible de la renovación inicial, como una invitación a proseguir el es­ fuerzo, a mantener la continuidad, a renovar perpetuamente, a renacer. Los que construyeron este edificio lo quisieron imperial y romano. Tomaron dos modelos, uno en la propia Roma, el Panteón* templo erigido en tiempos de Augusto y ahora dedicado a la Madre de Dios; el otro en Jerusalén, en el santuario levan­ tado en la época de Constantino sobre el emplazamiento de la ascensión de Cristo. Jerusalén, Roma, Aquisgrán, este lento des­ plazamiento de este a oeste de un polo, del centro de la ciudad de Dios sobre la tierra, condujo así a esta nueva iglesia redonda. Las disposiciones de su volumen externo significan la conexión de lo visible y de lo invisible, el tránsito ascensional, liberador, de lo carnal a lo espiritual, desde el cuadrado, signo de la tierra, hasta el círculo, signo del cielo, por el intermedio de un octógo­ no. Tal organización convenía al lugar donde venía a rezar el

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■emperador. Este tenía por misión ser intermediario, intercesor entre Dios y su pueblo, entre el orden inmutable del Universo celeste y la turbación, ía miseria, el miedo de este bajo mundo. La capilla de Aquisgrán tiene dos pisos. En la planta inferior está la corte, las gentes que sirven al soberano por la oración, las armas o el tra b a jo ; son los representantes de la inmensa multi­ tud que el maestro rige y ama, que él ha de conducir hacia el bien, más arriba, hacía su persona. E l mismo ocupa su- lugar en la planta superior. Allí es donde se asienta. Los signos de alaban­ za que se cantan en las grandes ceremonias lo proclaman eleva­ do, no naturalm ente hasta el nivel del Señor Dios, pero al menos hasta el nivel de los arcángeles. Esta tribuna se abría hacia el exterior sobre el gran salón donde Carlomagno adm inistraba la justicia dirigida hacia las cosas de la tierra. Pero medíante un diálogo solitario entre el Creador y el hombre al que ha hecho guía de su pueblo, el trono imperial m ira hacia el santuario, del lado de esas formas arquitectónicas que hablan a la vez de con­ centración y de ascensión. Sigue existiendo en el seno del siglo xi un em perador de Oc­ cidente, heredero de Carlomagno, que como aquél quiere ser un nuevo Constantino, un nuevo David. Roma lo atrae. Desearía residir allí. La indocilidad de la aristocracia romana, los lazos sutiles de una cultura demasiado refinada y los miasmas de que está llena esa ciudad insalubre lo alejan de ella. La autoridad imperial permanece pues anclada en la Germania, en Lotaringia. Aquisgrán sigue siendo su raíz. Otón III, el emperador del año mil, ha hecho buscar el sepulcro de Carlomagno, rom per el pa­ vimento de la iglesia, ha tomado la cruz de oro que colgaba al cuello del esqueleto y con ella se ha adornado simbólicamente. Luego, como lo habían hecho sus antepasados y como lo harán sus descendientes, ha depositado lo más espléndido de su tesoro en la capilla de Aquisgrán, Así se acumulan objetos maravillosos, apropiados para liturgias donde se entremezclan lo profano con lo sagrado. Los signos que los revisten expresan la unión entre el imperio y lo divino. M uestran al em perador prosternado a los pies de Cristo, minúsculo, pero presente, sólo con su esposa, nue­ vo Adán, único representante de la humanidad en tera; o bien, teniendo en la mano, como Cristo lo tiene en el cielo, el globo, imagen del poder universal. En la catedral de Bamberg se con­ serva hoy el manto con que el emperador Enrique II se vestía en las grandes fiestas. En él están bordadas las figuras de las cons­ telaciones y de las doce casas del zodiaco. Esta capa representa

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el firmamento, la parte más m isteriosa del universo y la m ejor ordenada, la que se mueve dentro de un orden ineluctable, que gravita en lo alto, que no tiene límite. El emperador se muestra ante sus fieles asombrados, envuelto en las estrellas. Para afir­ m ar que es el dueño supremo del tiempo, del pasado, del futuro -—que es el dueño del buen tiempo, por tanto de las cosechas abundantes, el vencedor del hambre— que es el garantizador del orden, que es vencedor del miedo. Admiremos la inconmensura­ ble ‘distancia entre esas ostentaciones del poder donde se enun­ ciaban en formas fascinantes tales pretensiones y todo alrededor, a dos pasos del palacio, el bosque, las tribus salvajes de criado­ res de puercos, un paisanaje para el que el mismo pan, y el pan más negro, seguía siendo un lujo. ¿El imperio? Era un sueño. En la Europa del año mil, la realidad es lo que llamamos la feudalidad. Es decir, las maneras de m andar adaptadas a las con­ diciones verdaderas, al verdadero estado, áspero, mal desvastado de la civilización. Todo se agita en ese mundo, pero sin camino, sin moneda o casi, ¿quién puede hacer ejecutar sus órdenes lejos del lugar donde él se halla en persona? El jefe obedecido es aquel a quien se ve, a quien se oye, a quien se toca, con quien se come o se duerme. La invasión de los paganos sigue siendo amenaza­ dora, el temor que inspira sobrevive a la progresiva retirada del peligro; el jefe obedecido es pues aquel cuyo escudo está allí^ cerca, que protege, vela sobre un refugio donde el conjunto del pueblo puede encontrar abrigo, encerrarse, hasta que pase la tor­ menta ; la feudalidad es por consiguiente, en primer lugar, el cas­ tillo. Innumerables fortalezas diseminadas por todas partes. De tierra, de madera, algunas ya de piedra, sobre todo en el sur. Rudimentarias: una torre cuadrada y una empalizada son el sím­ bolo de la seguridad. Pero también son amenazas. En cada casti­ llo anida un enjambre de guerreros. Hombres a caballo, caballe­ ros, especialistas de la guerra eficaz. La feudalidad afirma su primacía sobre todos los demás hombres. Los caballeros —una veintena, una treintena— que por turno montan la guardia en la torre, salen de ella con la espada en el puño, exigiendo como pre­ cio de la protección que aseguran ser mantenidos, nutridos por el país llano y desarmado. La caballería campa sobre la Europa, de los campesinos, de los pastores y de los hombres del bosque. Vive del pueblo, duramente, salvajemente, aterrorizándolo: un ejército de ocupación. Frente al manto de Enrique II, cuyas constelaciones hablan de paz imaginaria, sitúo otro bordado: la «tela de la conquista»

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como se llamaba en su tiempo a la «tapicería» de Bayeux como decimos nosotros. Mujeres bordaron en la Inglaterra que los normandos acababan de someter esta larga banda de tejido his­ toriado cuyas imágenes, hacia 1080, unos sesenta años después de la capa de Bamberg, contradicen el sueño imperial. Muestra a un rey de Inglaterra, Eduardo el Confesor, sentado en un trono semejante al de Aquisgrán, creyéndose también mediador y en posturas que todavía son las de Carlomagno. En realidad, toda fuerza se ha retirado del rey al que rodean los obispos. Esta pertenece al duque de los normandos Guillermo el Conquistador, príncipe feudal. En tom o a él los hombres de guerra. Sus hom­ bres, los que le han rendido homenaje. Se han ligado a la roma­ na, no por escrito, sino por el gesto, por la palabra, por ritos de boca y de mano, mágicos. Estos guerreros, ante los cuales tiem­ blan los campesinos y los sacerdotes, han venido a arrodillarse un día al pie del dueño de los castillos más fuertes del país, con la cabeza desnuda. Han puesto las manos entre las suyas. Este ha cerrado sus manos sobre las de ellos. El los ha levantado, res­ tableciéndolos así en la igualdad y en el honor, adoptándolos como sus hijos suplementarios, y les ha besado en la boca. Luego estos caballeros han jurado, con la mano sobre los relicarios, servirle, ayudarle, no atentar jamás contra su vida, contra su cuerpo, convirtiéndose así en sus vasallos (la palabra quiere de­ cir zagales), sus muchachos, obligados a conducirse como buenos hijos respecto a este patrón a quien llaman señor (es decir el vie­ jo, el anciano, el mayor), el cual está obligado a mantenerlos, a alegrarlos y si puede a casarlos bien. Y ante todo a proveerlos de armas. Lo m ejor del progreso técnico cuyos primeros movimientos se aprecian está dirigido hacia el perfeccionamiento del arnés militar, hacia la metalurgia de armamento. Todavía falta hierro para los carros. Los forjadores hacen con él cascos y cotas de malla que vuelven invulnerables al combatiente. Los utensilios en que aquella época puso mayor cuidado para elaborar, aquellos cuyo peso simbólico era mayor, son las espadas. Insignia de un «oficio» considerado noble, instrum ento de la represión, de la explotación del pueblo, la espada, más que el caballo, distingue al caballero de los demás. Proclama su superioridad social. Se cree que las espadas de los príncipes fueron fabricadas en un pa­ sado legendario, mucho antes de la evangelización, por artesanos semidioses. Están cargadas de talismanes. Tienen su nombre. La

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espada del año mil es como tina persona. A la hora de m orir, como se sabe, el prim er afán de Roldán fue por Durandarte. El caballero disfruta de su cuerpo. La función que cumple le autoriza a pasar su tiempo en placeres que son tam bién una ma­ nera de fortificarse, de entrenarse. La caza y los bosques para ella, las áreas reservadas a este juego de aristócratas, se cierran a los leñadores. El banquete: hartarse de piezas cazadas mien­ tras el pueblo común muere de ham bre, beber el m ejor vino, cantar; hacer fiesta entre cam aradas para que se estreche, en tom o a cada señor, el grupo de sus vasallos, banda alborotada a la que sin cesar hay que tener contenta. Y ante todo, como ale­ gría primera, la de com batir. Cargar sobre un buen caballo con sus hermanos, sus primos, sus amigos. Gritar durante horas en­ tre el polvo y el sudor, desplegar todas las virtudes de sus b ra ­ zos. Identificarse con los héroes de las epopeyas, con los antepa­ sados cuyas proezas hay que igualar. Superar al adversario, capturarlo, para ponerlo en rescate. En el arrebato, a veces se dejan llevar hasta matarlo. Borrachera de la carnicería. Gusto de la sangre. Destruir y por la tarde dejar el campo esparcido: he aquí la modernidad del siglo XI. En el alba de un crecimiento que ya no cesará, el impulso que inaugura la civilización occidental se revela ante todo por esa vehemencia m ilitar; las prim eras victorias sobre la naturaleza indócil de los campesinos, inclinados bajo las exigencias seño­ riales, forzados a arriesgarse entre las malezas y los pantanos, a sanear y a crear nuevos terruños, consiguen alzar en prim er plano, aplastándolo todo, a la figura del caballero. Ancho, grue­ so, pesado, contando sólo el cuerpo, con el corazón, no con el espíritu, pues aprender a leer le estropearía el alma. Situando en la guerra, o en el torneo que la sustituye y la prepara, el acto central, el que da sabor a la vida. Un juego en el que se arriesga todo, la existencia y lo que acaso es más precioso, el honor. Un juego en el que ganan los mejores. Estos vuelven ricos, cargados de botín, y por eso generosos, difundiendo en tom o a ellos el placer. El siglo xi europeo está mandado po r ese sistema de va­ lores, fundado enteramente en el gusto de rapiñar y de dar, en el asalto. El asalto, la rapiña, la guerra, excepto en algunos lugares res­ petados. El feudalismo ha disociado totalm ente la autoridad del soberano en Italia, en Pro venza y en Borgoña. La socava en la mayor parte del reino de Francia y en Inglaterra. En el año mil,

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todavía no ha hecho mella en las provincias germánicas. Estas siguen siendo carolingias, es decir imperiales. En Germania aún no se ha establecido el feudalism o; es el emperador quien asume la misión de paz, quien apacigua la tu r­ bulencia de los obispos y de los monasterios donde, de vez en cuando, va a rendir homenaje a Cristo, su único Señor. En esta parte menos evolucionada de la cristiandad latina se prolonga así la renacimiento. Sigue denso el esfuerzo que mantiene en pie, que vivifica lo que la Roma antigua dejó de sí misma. Esta herencia se enriquece entonces con lo que, a través de Venecia o de las extensiones eslavas, llega fresco de Bizancio. Los emperadores de aquel tiempo tienen como esposas o como madres a princesas bizantinas. Mediante vínculos más rígidos con las cristiandades orientales, mucho más civilizadas, hay como una segunda primavera, una floración abierta en Reichenau, en Echternach, en Lieja, en Bamberg, en Hildesheim. Estos lugares no son capitales. Tampoco la tiene el imperio. Para cumplir su misión de ordenador, para m ostrar en todas partes la imagen de la paz, el rey de Alemania debe cabalgar sin cesar, siempre en camino, de un palacio a otro. De tarde en tar­ de, en las grandes fiestas de la cristiandad que son también las fiestas de su poder, viene a entronizarse un momento, revestido de todas sus galas, en medio de los obispos y los abades, en los santuarios. Allí, junto a las catedrales en las que se apoya su poder semidivino, en los grandes monasterios donde se ruega por su alma y la de sus padres, están establecidas las escuelas, los talleres de arte. Allí se reúnen hombres cuya visión del mundo difiere totalmente de la de los caballeros de Francia, de Ingla­ terra o de España. Perfectamente conscientes de la barbarie que en tom o a ellos invade las costumbres. Resistiendo con todas sus fuerzas a la degradación de una cultura que veneran. Tomando como modelo lo que han legado los tiempos antiguos en los que radica, para ellos, toda perfección. Como el propio CarloJqsagno, del que se cuenta que se levantaba por la noche, estudioso, para aprender a leer latín, los pintores, los escultores, los que tallan el marfil, los que funden el bronce, los que trabajan por encar­ gos imperiales los materiales más nobles, los únicos dignos de celebrar la gloria de su dueño, es decir la gloria de Dios, todos tienen actitudes de discípulos atentos, aplicados, esforzándose por aproximarse lo más cerca posible a los clásicos. Por sus cui­ dados respetuosos, amorosos, sobreviven en el corazón de la más densa rusticidad de las formas que hacen eco a los versos de la

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«Eneida», un arte que rechaza las abstracciones de la bisutería bárbara, prohibiéndose deformar la apariencia de las cosas, la apariencia corporal del hombre, una estética de la figuración, del volumen equilibrado, de la armonía, una estética de arquitecto y de escultor, clásica. Fue ante todo por el libro como se mantuvo la tradición del clasicismo. Para los hombres de que hablo, los dirigentes de las iglesias imperiales, el libro era sin duda el más precioso de los. objetos. ¿No encerraba la palabra de los grandes escritores de la Roma antigua, y sobre todo las palabras de Dios, el verbo, por el que el Todopoderoso establece su poder en este mundo? Les correspondía adornar ese receptáculo más suntuosamente que los muros del santuario o que el altar y sus vasos sagrados, cui­ dando de que la imagen y la escritura estuvieran en la más estre­ cha consonancia. En los arm arios donde se conservaban los li­ bros litúrgicos subsistían cantidad de biblias, de leccionarios que habían sido ilustrados en la época de Luis el Piadoso o de Carlos el Calvo. Sus páginas estaban decoradas con pinturas que imita­ ban casi todas ejemplos romanos. El vigor plástico de las figuras de evangelistas, los simulacros de arquitectura erigidos en tom o a ellas, el adorno de las iniciales respondían a las lecciones de humanismo que distribuían los escritos siempre releídos de Sé­ neca, de Boecio o de Ovidio. Se copiaron estos libros en el año mil, en las iglesias a las que el emperador venía a rezar. Se quiso hacer algo mejor, más magnífico todavía. Los tejidos, los marfi­ les, los libros importados de Bizancio donde las letras se inscri­ bían en oro sobre fondo púrpura, invitaban a mayor fidelidad en la representación de la figura humana, a más lujo en el des­ pliegue de la ornamentación. Sobre el pergamino de los «Pericopios», confeccionados hacia, el mil veinte para el emperador En­ rique II, el oro, ese oro que los príncipes feudales derrochaban entonces en el torneo y en las francachelas, ese oro se tendía como fondo de una representación sagrada. Sobre los espejismos de ese último término que los transporta a lo irreal se desarro­ llan los episodios sucesivos de un espectáculo, desfilan los per­ sonajes del drama, Cristo y--sus discípulos. Personas asombrosa­ mente vivas. Y se les ve reaparecer dentro del oro, revestidos por el relieve con más presencia aún, sobre las paredes de los altares, en la capilla de Aquisgrán, en la catedral de Basilea. Li­ bros, frontales de altar, cruces. En el arte cuyo inspirador es el emperador del año mil, la cruz no se m uestra como un instru­ mento de suplicio. Es el emblema de un triunfo, de una victoria

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alcanzada sobre las potencias de subversión en el universo ente­ ro, de norte a sur, de este a oeste, sobre ios dos ejes cuyo nece­ sario encaje figura la cruz. Sobre ella está aplicada la imagen de un Cristo coronado, siempre vivo, del que el emperador, lugarte­ niente del cielo, arcángel, es delegado en este mundo. La cruz es el signo de tal investidura. Lo mismo que la espada sirve de em­ blema a la caballería y a todos los poderes de agresión de que es portadora, del mismo modo ía cruz, hablando de orden, de luz y de resurrección, hace sensible lo que constituye la esencia del poder imperial. Hacia esas cruces enriquecidas can las más so­ berbias joyas heredadas de la gloria romana, hacia esas cruces blandidas como estandartes p ara rechazar el m al, es decir el tu­ m ulto y la muerte, convergía toda la empresa de renovación. Uno de los mejores artesanos de esta empresa fue Beraw ard, obispo de Hildesheim. Un obispo consagrado como lo eran los soberanos. Impregnado por los ritos de la consagración de una sabiduría venida del cielo, designado para difundirla aquí abajo, para iluminar. Educador por consiguiente: fue el preceptor de los infantes imperiales. Bem ward hizo levantar cerca de su sede episcopal una réplica de la columna Trajana que había visto en Roma. También historiada, envuelta por una larga banda dibu­ jada semejante a la tapicería de Bayeux, pero no bordada como ésta, sino fundida a la antigua en bronce. Bem ward también hizo fundir en bronce en Hildesheim las dos hojas de una puerta para una iglesia dedicada a san Miguel, otro arcángel, abriéndose al interior del santuario, es decir a la verdad. Sobre cada uno de los batientes, anillas a las que los criminales fugitivos venían a am arrarse, agarrándose a lo sagrado en la esperanza de conver­ tirse en intocables como los suplicantes de la antigüedad clásica, y los dueños del poder, a quienes la pasión desviaba del camino recto, Ies cortaban a veces las manos con la espada para apresar­ los. Sacrilegio. También Bem ward lo imitaba. Seguía el ejemplo de Carlo­ magno y de los grandes dignatarios de 1a iglesia carolingia. Pero hasta él, los bronces de las portadas no habían llevado imáge­ nes. Los de Hildesheim están tan poblados de ellas como las pá­ ginas de los evangeliarios. Puestas a la vista del pueblo, de cara al mundo corrompido, hundido en la barbarie, estas puertas te­ nían la función de enseñar el bien, la verdad, la sabiduría. De­ sarrollaban una exhortación fundada en la yuxtaposición de die­ ciséis escenas. Hay que detenerse en su disposición^ pues revela la visión del mundo- de los hombres cuya cultura era en aquel

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tiempo la más alta, su manera de pensar, ae enunciar un mensa­ je que se creían obligados a lanzar por todas partes hacia una sociedad cuyas prim eras fases de desarrollo modificaban en este momento las estructuras, que se feudalizaban, que resbalaban insensiblemente bajo la dominación de los guerreros, es decir de la violencia. Dos hojas: la de la izquierda y la de la derecha. El mal y el bien. La desesperación y la esperanza. La historia de Adán y la historia de Jesús, con dos movimientos inversos. El discurso debe leerse de arriba abajo en la parte izquierda que habla de degradación, de decadencia, de caída. Se lee de aba­ jo arriba en la parte derecha, la buena, puesto que proclama aquí la posible reincorporación, puesto que invita a resurgir, puesto que señala el camino ascendente, el que hay que seguir. Muy hábilmente, la retórica visual saca provecho igualmente de las analogías entre cada uno de los episodios de estos dos relatos yuxtapuestos. Insiste en las concordancias que, dos a dos, unen las escenas de la derecha a las de la izquierda. Propone una lec­ tura horizontal para determ inar más claramente dónde está el bien y dónde el mal. Conduciendo la m irada desde Adán y Eva excluidos, arrojados del paraíso, condenados a morir, hacia Jesús presentado en el templo, recibido, admitido, desde el árbol de muerte hacia la cruz, árbol de vida, desde el pecado original hacia la crucificación que lo borra, desde la creación de la mu­ je r hacia esa especie de gestación cuyo lugar fue la tumba de la resurrección. Así es como enseña Bemward. No con palabras, sino con signos abstractos. Mediante una especificación anun­ ciadora de los grandes misterios que tres siglos más tarde vendrán a representar ante las catedrales actores vivos. Ya se ve aquí actuar a los hombres y a las mujeres. Presencia del hombre. Ya que se trata del hombre, de la suerte de cada hombre. Del hombre caído, arrojado hacia abajo, hacia la tierra por el peso de la falta, humillado hasta esta condición despreciable en que el feudalismo rebaja a los campesinos sometidos, envilecido, obli­ gado a trabajar con sus manos, empujado en fin, en última etapa, hasta el homicidio, hasta la violencia, hasta ese encarnizamiento por destruir de que dan pruebas, en la época, los caballeros que como sabemos derram an cada día la sangre de los justos. Mien­ tras que en el otro batiente, la vida de una m ujer y la vida de un hombre, María nueva Eva, Jesús nuevo Adán, afirman que el gé­ nero humano debe salvarse finalmente. Caída y redención. Una historia inmóvil, inmediata, actual. En el seno del siglo xi, la hum anidad se alza de su degradación.

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Se ha puesto en camino bajo la dirección del emperador. La obra de arte está allí para orieníar su marcha. Es indicativa y por eso adopta de nuevo el lenguaje más claro, el de la Roma antigua. Sin embargo, el m ensaje está lanzado muy los límites extremos de la era civilizada. Muy cerca de los san­ tuarios y de ios sacrificios humanos del paganismo escandinavo. En las primeras líneas de combate que eí pueblo de Dios debe librar contra las tinieblas.

Un e r e m it a a c o m ie n z o s d e l s i g l o x i i

«Las vastas soledades que se hallan en los confínes del Maine y de Bre­ taña florecían entonces, como un segundo Egipto, con una multitud de ana­ coretas que vivían en celdas separadas, santos personajes, famosos por la excelencia de su regla de vida. |...| [Entre ellos, uno llamado Pedro.) Pedro no sabía cultivar los campos ni el jardín; eran los brotes jóvenes los que, con el complemento de su trabajo de tornero, le proporcionaban los platos cotidianos de su mesa. Su casa, todo menos grande, se la había construido igualmente con cortezas de árbol dentro de las ruinas de una iglesia consagrada a san Medardo, cuya mejor parte habían abatido las tempestades. |...{» Geofroy le Gros, «.Vida de san Bernardo de Tirón»

E l c o m e r c io e n L o m b a u d ia e n e l s ig l o x

«A su entrada en el reino, los mercaderes pagaban en los puntos de paso, sobre los caminos pertenecientes al rey, el diezmo de toda mercan­ cía; he aquí la lista de esos pasos: el primero es Suse, el segundo Bard, el tercero Bellinzona, el cuarto Qhiaverma, el quinto Bolzano (o Bolciano), el sexto .Volargno (o mejor Valamio), el séptimo Trevale, el octavo Zuglio, sobre el camino de Monte Croce, el noveno cerca de Aquilea y el décimo Cividale del Fríul. Toda persona al llegar a Lombardía desde más allá de las montañas debe pagar el diezmo sobre los caballos, los esclavos mascu­ linos y femeninos, los paños de lana y de lino, las telas de cáñamo, el estaño, las espadas; y allí, en la puerta, cada uno debe pagar el diezmo de toda mercancía al agente del tesorero. j . . . j En lo que concierne a ingleses y sajones, gentes de esta nación tenían la costumbre de venir con sus mercancías y géneros. Pero cuando en la aduana veían vaciar sus fardos y talegos, se acaloraban; surgían altercados con los agentes del tesoro, se injuriaban, se atacaban a cuchilladas y por ambas partes había heridos.» «Honoranciae Civitatis Papiae»

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L a c e r e m o n i a de a r m a r c a b a l l e r o e n e l SIGLO X II

«Teniendo en la mano Durandarte la espada El rey la sacó de la vaina, enjugó la hoja Luego la ciñó a su sobreño Roldán Y he aquí que el papa la ha bendecido. El rey le dijo dulcemente riendo: «Yo te la ciño con el deseo »De que Dios te dé valentía y audacia, «Fuerza, vigor y gran bravura »Y gran victoria sobre los infieles.» Y Roldán dijo con el corazón en fiesta: «Dios me la co«8eda por su digno mandato.» Cuando el rey le ha ceñido la hoja de acero, El duque Naün«g va a arrodillarse Y calzar a Roldán su espuela derecha. Para la izquierda, es el buen Oger el danés.» «El cantar de Aspremont»

R e v u e l t a d e l o s s i e r v o s de V i r y CONTRA LOS CANONIGOS DE NUESTRA SEÑORA DE PARIS, 1067

«El año de la Encarnación del Señor 1067 bajo el reinado de Felipe rey de los francos, viviendo Godofredo, obispo de París, viviendo Eudes, decano y Raúl, preboste, viviendo igualmente Herberto, conde de Veranandois, de Vuacelin, procurador de Viry, los siervos de Viry, sublevándose contra el preboste y los canónigos de Santa María, afirmaron no deber aquello de que manifiestamente habían sido absueltos sus antepasados, a saber, la guardia de noche, y poder además, sin autorización del preboste y de los canónigos, casarse con las mujeres que quisieran. Su oposición nos condujo a participar en un litigio en el que demostrarían que no tenían que esperar la autorización de los prebostes y canónigos. Pero como pen­ saban reducir con sus razonamientos esta costumbre a la nada, por los méritos de María, la Santísima Madre de Dios, su lengua se embrolló de tal modo que lo que adelantaban, pensando hacer progresar sus asuntos, se volvió para abrumarlos y dar plena satisfacción a los nuestros. Confun­ didos así, por juicio de los ediles hecho conforme a ley, nos restituyeron el derecho de guardia entregando al deán Eudes ei guante izquierdo. Por derecho abandonaron la reivindicación acerca de las mujeres forasteras: en adelante no se casarían con ellas sin la autorización del preboste y de los canónigos.» «Cartulario de la iglesia de Notre-Dame»

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V id a de N o r b e r t o , a r z o b i s p o d e M a g d e b u r g o ; h a c i a 1 1 6 0

«Al llegar a la ciudad fortificada de Huy, situada en el Mosa, distribuyó a los indigentes el dinero que acababa de recibir y habiendo descargado así el fardo de los bienes temporales, vestido tan sólo con una túnica de lana y envuelto en un manto, con los pies desnudos, en un frío espantoso, partió hacia Saint-Güles con dos compañeros. Allí encontró al papa Gelasio que había sucedido al papa Pascual después de la muerte de éste y... recibió de él el libre poder de predicar, poder que el papa confirmó por la sanción oficial de una carta... [Norberto vuelve a marchar, pasa por Valenciennes y allí se asocia a un clérigo llamado Hugo.] Norberto y su com­ pañero recorrían los castillos, los pueblos, los lugares fortificados, predi­ cando y reconciliando a los enemigos, pacificando los odios y las guerras más arraigadas. No pedía nada a nadie, pero todo lo que se le ofrecía lo daba a los pobres y a los leprosos. Estaba absolutamente seguro de obte­ ner de la gracia de Dios lo que era indispensable para su existencia. Como le gustaba ser en la tierra un simple peregrino, un viajero, no podía ser tentado por ninguna ambición, él cuya esperanza estaba ligada al cielo. ¡Fuera de Cristo todo le parecía vil.j La admiración y el afecto generales crecieron tanto en tom o a él dondequiera que se dirigiera, haciendo cami­ no con su único compañero, que los pastores abandonaban sus rebaños y corrían por delante para anunciar su llegada al pueblo. Las poblaciones se reunían entonces alrededor de él en multitud y, al escucharlo durante la misa exhortarlos a la penitencia y a la esperanza en la salvación eter­ na —salvación prometida a cualquiera que haya invocado el nombre de Señor—, todos se regocijaban de su presencia y cualquiera que hubiera te­ nido el honor de albergarlo se consideraba feliz. Se maravillaban de este género de vida tan nuevo como era el suyo: vivir sobre la tierra y no bus­ car nada de la tierra. En efecto, según los preceptos del Evangelio, no llevaba zapatos ni túnica de recambio, contentándose con algunos libros y sus vestiduras sacerdotales. No bebía más que agua, a menos que fuese invitado por personas piadosas; entonces se acomodaba a su manera de hacer...» «Vida de san Norberto, arzobispo de Magdeburgo»

S u e c ia e n e l s ig l o x i

«Los que atraviesan las islas danesas ven abrirse (ante ellos) otro uni­ verso, en Suecia y en Noruega, dos Inmensos reinos del norte que hasta el presente nuestro mundo casi ha ignorado. A este respecto, he tenido informaciones del muy sabio rey de los daneses: para atravesar Noruega hace falta al menos un mes; en cuanto a Suecia, difícilmente bastan dos meses para recorrerla. «Y eso, yo mismo he hecho la experiencia, me dijo, yo que no hace mucho tiempo, baje- el rey Jacobo, he servido doce años en estos países, ambos encerrados en montañas muy altas y principalmen­ te Noruega que rodea a Suecia con sus montes.» Suecia no fue pasada completamente en silencio por les autores antiguos Solín y Orosio. [...(

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Es un país muy fértil, de suelo rico en cosechas y en miel y que además, por la fecundidad de sus rebaños, supera a todos los demás; los ríos y los bosques .están muy bien situados y por todas partes el país rebosa de mer­ cancías extranjeras. También se podría decir que los suecos no se privan absolutame&í&.ále nada, smo de aquello que nosotros queremos o mejor adoramos: el orgullo. Pues todos estos instrumentos de una vana gloria, es decir el oro, la plata, corceles regios, pieles de castor o de marta cuyo atractivo nos vuelve locos, ellos no los hacen ningún caso. j...j Ahora vamos a decir dos palabras sobre las supersticiones suecas. El templo más noble que posee este pueblo y que se llama Ubsola está situa­ do no lejos de la ciudad de Sectona. En este templo, enteramente adorna­ do con oro, son objeto de veneración popular las estatuas de tres dioses: el más poderoso, Thor, en medio del trisismam posee un trono; a un lado y otro se hallan los lugares ocupados por Wodan y Fricco. Estos dioses tienen el significado siguiente: «Thor, me han dicho, se asienta en los aires, manda en la tempestad y el rayo, el viento y la lluvia, el buen tiempo y las cosechas. El segundo, Wodan, es decir furor, dirige las guerras y procura a ios hombres valor contra los enemigos. El tercero es Fricco que distribuye a los hombres paz y placer, [...i Honran también a dioses creados a partir de hombres que por sus altos hechos se ven atribuir la inmortalidad: así lo han hecho, según se lee en la vida de san Ans cario, del rey Erik.» Adam de Bremen, «■Gesta Hammaburgensis ecclesiae pontificum»

Los

HUNGAROS VISTOS POR EL SAJON W lDüKINDO

( 9 2 5 7 - 1 0 0 4 ? ), MONTE DE CORVEY (WESTFALIA)

«XVIII. Entretanto los ávaros, según lo que piensan algunos, eran los restos que subsistían de los hunos. Los hunos habían salido de los godos; los godos habían salido de una isla que se llama, según cuenta Jordanes, Suiza. Los godos reciben su nombre de su duque llamado «Gotha», Como algunas mujeres en su ejército habían sido acusadas ante él de prácticas mágicas, fueron examinadas y halladas culpables. Como formaban una multitud, se abstuvo -de castigarlas según merecían, pero de todos modos las expulsó del ejército. Así, echadas, alcanzaron un bosque próximo. Como estaba rodeado por el mar y las marismas Meóticas, no había ninguna sali­ da para escapar. Pero algunas de ellas estaban encinta y alumbraron allí. Nacieron otras y otras de ellas; se formó una raza poderosa y viviendo como bestias salvajes, incultas e indómitas, estas gentes se convirtieron en cazadores infatigables. Después de muchos siglos, como a fuerza de morar en este sitio ignoraban absolutamente la otra parte del mundo, ocurrió que hallaron cazando una cierva y la persiguieron tan lejos que franquearon las marismas Meóticas por un camino impracticable hasta en­ tonces para todos los mortales de tiempos pasados; allí vieron ciudades, fortalezas y una raza de hombres antes desconocida; volvieron por el mismo camino y contaron estos hechos a sus compañeros. Estos, por cu­ riosidad, se desplazaron en multitud para tener pruebas de lo que habían

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oído. Entonces las gentes de las ciudades y fortalezas limítrofes, cuando apercibieron esta multitud desconocida y estos cuerpos repelentes por sus vestiduras y su aspecto general, se pusieron a huir creyendo que eran de­ monios. En cambio ellos, asombrados y admirados ante nuevos espectácu­ los se abstuvieron en principio de matar y de saquear; pero nadie resiste el afán humano de tocar; después de haber asesinado a los hombres en gran número, pusieron mano en los objetos y no escatimaron nada. Ha­ biendo hecho un inmenso botín, volvieron a su territorio. Mo obstante, vien­ do que las cosas tomaban para ellos otro sesgo, volvieron por segunda vez con mujeres, niños y todo su bagaje bárbaro, y devastaron los pueblos vecinos a la redonda; para terminar se pusieron a instalarse en Panonia. XVIIII. Vencidos por Carlomagno, empujados más allá del Danubio y encerrados en un inmenso- atrincheramiento, escaparon a la habitual desa­ parición de los pueblos.» «Widukindi Monachi Corbeiensis rerwn saxonicarum libri tres»

En

L a o n , e n e l s ig l o x ix

«A título de ejemplo citemos un caso que si tuviera lugar entre los bárbaros o los escitas sería ciertamente juzgado por esas gentes, que no tienen ninguna ley, como perfectamente impío. Como en sábado, de diver­ sos rincones de la campiña, el pueblo campesino se dirigía a este lugar para comerciar allí, los burgueses circulaban por el mercado llevando en un vaso para beber, una escudilla o cualquier otro recipiente, legumbres secas o trigo o cualquier otra especie de fruto, como para venderlos y cuando habían propuesto la compra a un campesino que buscaba tales productos, éste prometía que lo compraría al precio fijado. «Sígueme, decía el vendedor, hasta mi casa, a fin de que allí puedas ver el resto de este fruto que te vendo y que después de haberlo visto lo tomes.» El otro seguía, pero cuando habían llegado ante el cofre, el fiel vendedor habiendo levantado y sosteniendo la tapa del cofre: «Baja la cabeza y los brazos dentro del cofre, decía, a fin de ver que todo ello no difiere en nada de la muestra que te he ofrecido en el mercado.» Como el comprador colgándose por encima del borde del cofre» estaba suspendido por el vientre, con la cabeza y los hombros hundidos dentro del cofre, el buen vendedor que se mantenía a sus espaldas, después de haber levantado los pies del hombre que no desconfiaba, lo empujaba rápidamente dentro del cofre y volvía a bajar la tapa sobre su cabeza; lo conservaba al abrigo en esta ergástula hasta que se rescatara. Esto tema lugar en la ciudad así como otras cosas parecidas. Los robos, digamos mejor los bandidajes, eran practicados en público por los notables y por los subordinados de los notables. No existía ninguna segu­ ridad para el que se arriesgaba a salir de noche y no le quedaba más que dejarse despojar o apresar o matar,» Guíbert de Kogent, «Historia de su vida, 1053-1124»

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E l h a m b r e d e 1 033

«En la época siguiente comenzó a desarrollarse el hambre por toda la superficie de la tierra y se llegó a temer la desaparición del género huma­ no ca si,entero. Las condiciones atmosféricas iban contra el curso normal de las estaciones hasta tal pisjto que el tiempo no era jamás propicio para las siembras y sobre todo a causa de las inundaciones, nunca era favorable para las cosechas. Se creía ver a los elementos dirimir entre ellos sus que­ rellas, pero estaba fuera de dada que para ellos se trataba de castigar el orgullo de la humanidad. Lluvias incesantes habían empapado el suelo tan completamente que en el espacio de tres años no se abrió un surco que se pudiera sembrar. En la época de la cosecha, la cizaña estéril y otras hierbas malas habían cubierto por entero la superficie de los campos. Allí donde los rendimientos eran mejores el almud de semilla daba, a la cosecha, un sextario; en cuanto al sextario, apenas si daba un puñado. Esta vengativa esterilidad comenzó en Oriente. Despobló Grecia y pasó a Italia; desde, allí, por las Galias, donde penetró, alcanzó a todas las naciones inglesas. Entonces la presión de la escasez se cerró sobre la población en­ tera: ricos y gentes acomodadas palidecían de hambre lo mismo que los pobres. Los procedimientos deshonestos de los poderosos desaparecieron en la miseria universal. Cuando se llegaba a descubrir alguna vitualla pues­ ta en venta, el vendedor según su fantasía tenía completa libertad para superar el precio o para contentarse con él. En muchos lugares el almud costó sesenta sueldos y en otras partes el sextario quince sueldos. Entre­ tanto, cuando se hubieron comido bestias y pájaros, empujadas por un hambre terrible, las gentes llegaron a disputarse carroñas y otras cosas innombrables. Algunos buscaron un recurso contra la muerte en las raíces de los bosques y en las plantas acuáticas, pero en vano. No hay refugio para la cólera vengadora de Dios más que en sí mismo. Da horror contar ahora la corrupción a que llegó entonces el género humano. ¡Ay! ¡Ah, dolor! Cosa en otro tiempo inaudita: enrabiados por las privaciones, los hombres en esta ocasión fueron acosados hasta recurrir a la carne hu­ mana.» Raúl Glaber, «Historias-» P e n u r i a e n F l a n d e s e n 112 5

«En esta época, nadie podía alimentarse normalmente en comida y be­ bida; contrariamente a lo acostumbrado se consumía de una sola vez, para una comida, todo el pan que aíites de la época del hambre se tenía cos­ tumbre de consumir en varios días. Se saciaban así sin medida y la exce­ siva carga de la comida y la bebida distendía los orificios naturales de los órganos y declinaban las fuerzas naturales. Los alimentos crudos e indi­ gestos agotaban a los individuos a quienes el hambre no cesaba de trabajar hasta que rendían su último suspiro. También muchos a quienes desco­ razonaban los alimentos y las bebidas, aunque los tuviesen en abundancia, estaban todos hinchados.

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En la época del hambre, en plena Cuaresma, se vio a gentes entre nosotros, en la región de Gante y de los ríos del Lys y del Escalda, comer a l faltarles absolutamente el pan. Algunos que hacían camino hacia las ciudades y ios castillos para allí procurarse pan, no habían llegado a medio camino cuando morían oprimidos por el hambre; cerca de los do­ minios y de las mansiones de los ricos, cerca de los castillos y lugares fortificados, pobres gentes llegadas par-a pedir limosna al término de un penoso viaje morían mendigando. Un hecho increíble que decir es que nadie en nuestra comarca había conservado su color normal; todos tenían esa palidez peculiar propia de los muertos. La misma debilidad tomaba a enfermos y sanos; la vista del sufrimiento de los moribundos poma ma­ los a aquellos cuyo organismo se conservaba sano.» Galberto de Brujas, «Historia del asesinato de Carlos el Bueno»

C o n tr a l o s sa c e r d o te s y l o s

o b ís p o s

«He aquí al monje promovido a obispo: Pálido y adelgazado por el ayuno, pronto a conseguirlo, Con un diente ruidoso e incansable, Engullendo en seis bocados seis gruesos pescados, Poniendo fin a su comida con enorme lucio, Ganar en menos de dos años peso y grasa, A imagen de los puercos hambrientos. El que en el claustro bebía en el río Ahora hace tan gran diluvio de vino, Que se le lleva a la cama por los brazos, ebrio. Ahora veréis venir en tropel de mil en mil A sus padres y sus sobrinos «Yo soy, dicen, un pariente del obispo, Yo soy de su familia», Y hacer a éste canónigo, a este otro tesorero. Los viejos servidores de mucho tiempo, Pierden su trabajo y su puesto. El triste hipócrita que habéis elegido, Una vez adquirido el honor que no ha merecido, Se muestra para comenzar bueno y dulce: Ante todo encorva el occipucio Dispuesto a dar todo lo que se exige. Pero una vez pasados los dos primeros años, se muestra en adelante duro, odioso a sus subordinados. Os persigue, os abruma con procesos y pleitos, Se retira a los campos y en rincones ocultos Y allí, secretamente, a escondidas,

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Usa de viandas prohibidas por la regla. Pues lo exige la rabia de su deseo lascivo, Y, sin esperar, un adolescente, hijo de caballero, Al que hizo armar por sus méritos Lo zarandea con sus dedos acariciantes; Y con más empuje que un carnero realiza su tarea. Es entonces cuando se revela vuestra locura, Cuando la incontinencia del pontífice Se apoya en su vanidad, en su avaricia, Y en algunos la estupidez y la ignorancia. Que Beauvaís se guarde en lo sucesivo de tales prácticas.» Atribuido a Hugo de Orleans o Primado (nacido hacia 1095), compuesto hacia 1144-1145

D e E b l e s , c o n d e de R o u c y

(1102)

«Dilapidando los bienes de la noble iglesia de Reims y de las iglesias vinculadas a ella, el poderoso y turbulento barón Ebles de Roucy y su hijo Guichard las sometían a los estragos de su tiranía. Su actividad en el ofi­ cio de las armas (había llevado su ostentación hasta partir hacia España con un ejército de una importancia que sólo correspondía a los reyes) se alzaba a la par con una rapacidad desordenada que le empujaba a los pillajes, a las rapiñas y a las maldades de toda especie. Contra un criminal de este tamaño el señor rey Felipe había recogido cien veces quejas lamentables; acabaron por llegar en dos o tres ocasiones hasta su hijo; ese hijo convoca y reúne entonces un pequeño ejército de unos setecientos caballeros escogidos entre los más nobles y más robustos barones de Francia; marcha a su cabeza hacia Reims; en una activa cam­ paña de casi dos meses castiga a los merodeadores que anteriormente ha­ bían ocupado las iglesias, devasta las tierras del tirano mencionado y de sus cómplices, los anonada por el fuego y los entrega al pillaje. Bien he­ cho: he aquí los saqueadores saqueados y los verdugos también, o más duramente torturados. Tan grande era y tanto fue el ardor del señor y el de su ejército que apenas dejaron —no cesaron si se exceptúan los sába­ dos y los domingos— sea de buscar contacto con las espadas y las lanzas en ei puño, sea de devastar los campos para vengar las injurias recibidas. Esta lucha, no estaba dirigida solo contra Ebles, sino también contra todos los barones vecinos que, con los grandes barones loreneses sus pa­ rientes, formaban una hueste extraordinariamente provista.» Suger (1089-1151), «Vida de Luis el Gordo»

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C a r i a d e A e lr e d d e R ie lv a u x , abad c i s t e r c i e n s e , A UN ABA» DE FOUNTAINS ÁBBEY; 1 1 6 0

«Una monja de la orden de Gilberto de Sempringham, monasterio de Watton, ha pecado con un canónigo. Encinta y descubierta, es puesta en prisión, encadenada. Se hizo venir a su cómplice... algunas de las monjas, llenas de celo por Dios y no de prudencia, y que deseaban vengar la inju­ ria hecha a su virginidad, pidieron en seguida a los hermanos que les entregaran al hombre por un momento, como para escuchar de él algún secreto. Se apoderaron de él, lo arrojaron a tierra y allí lo mantuvieron. La causa de todas estas desgracias (la monja) fue introducida como a un espectáculo; se puso un instrumento en sus manos y fue- forzada, a su pesar, a cortar con sus propias manos las partes viriles de su cómplice. Entonces una de las que lo sujetaban arrancó las partes que le habían sido quitadas y las hundió en la boca de la culpable, tal como estaban, manchadas de sangre.»

D e l o s que d u e r m e n c o n d o s h e r m a n a s

«Veamos las prescripciones de los cánones respecto a los que se acues­ tan con dos hermanas o con dos hermanos. Quien haya dormido con dos hermanas, si está casado con una de ellas, que no tenga a ninguna de las dos; y que los adúlteros no sean unidos jamás en matrimonio (Concilio de Orleans). Del mismo modo, respecto a su propia mujer, ya no se le per­ mite cumplir el deber conyugal: al conocer 3. su hermana se le ha hecho intocable. La muerte de la esposa no autoriza al culpable, o al adúltero, a casarse. El mismo punto de vista hay en el papa Zacarías: te has acostado con la hermana de tu mujer; si lo has hecho, no tengas ninguna de las dos; tu mujer, si este delito se ha cometido a sus espaldas y no quiere permanecer casta, que se case ante Dios con quien quiera. En cuanto a ti y a la adúltera, permaneced sin esperar jamás el matrimonio y pasad toda vuestra vida en la penitencia. Cuando dice «que se case con quien quiera», da a entender «después de la muerte del marido». Y Gregorio: quien sor­ prende a su mujer en adulterio, ’que no tome otra esposa, y la mujer otro, marido por todo el tiempo que vivan. Sí la adúltera muere, que él (el marido) se case si quiere. La adúltera nunca, ni siquiera después de la muerte de su marido; que pase todos sus días gimiendo en la penitencia. Se trata aquí del adulterio cometido con un pariente del marido o una pariente de la mujer.» Pedro Lombardo (finales del siglo xi-1160), «Libro de las Sentencias»

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F o r u m C o n c h e ( F u e r o de C u en ca) , 1189

XI, 27. Del que forzare a la mujer de orden (religiosa). Cualquiere que a la mujer de orden forzare, despéñenlo, si preso fuere; si non, peche qui­ nientos sueldos de las cosas que hubiere. XI, 29. Del que denostare a mujer ajena. Cualquier que denostare a la mujer ajena llamándola puta o rocina o malata, que peche dos marave­ díes e sobre esto jure que non sabe aquel mal en ella; e si non quisiere jurar, salga enemigo; pero si alguno forzare a la puta pública o la denos­ tare, non peche nada. XI, 32. Del que robare los paños a la mujer que se bañare. Cualquier a la mujer que se bañare robare los paños o la despojare, peche tres­ cientos sueldos; si negare e el querelloso non lo pudiere probar, jure con doce vecinos e sea creída, sacada la puta pública que non ha la caloña como dicho es. XI, 33. Del que cortare las tetas a la mujer. Cualquier que cortare las tetas a la mujer peche doscientos maravedíes e salga enemigo; e si negaft» i&scoja la querellosa entre la jura de los doce vecinos o del riepto, lo que más quisiere. XI, 34. Del que cortare las faldas a la mujer. Cualquier que a la mujer cortare las faldas, sin mandado del juez o de los alcaldes, peche doscien­ tos maravedíes e salga enemigo; e si negare, sálvese con doce vecinos e sea creído o respondan a su par. XI, 36. Del que toviere mujer velada e barragana. Otrosí, quien en otro lugar hubiere mujer velada e viviendo la primera, tomare otra encubierta, despéñenlo; otrosí, si la mujer hubiere marido en otro lugar e casare en Cuenca con otro, quémenla; e si tomare señor, azótenla por las plazas e por todas las calles de la ciudad e láncenla así fuera de la ciudad. XI, 37. Del que tuviere concubina. El oírme que mujer velada en Cuenca o en otro lugar hubiere e tuviere concubina paladina, ambos los aten en tino e azótenlos, XI, 39 y 40. De la que ficiere con que abuerte lo que tuviere en el vientre. La mujer que a sabiendas ficiere con que abuerte, quémenla si fuere mani­ fiesta; si non, sálvese con fierro caliente; otrosí, la mujer que dijere que concibió de alguno e el omne non lo creyere, tome el fierro caliente, e si se quemare, non sea creída; e si sana fuere, el padre reciba a su fijo e críelo como fuero es. XI, 42 y 43. De las mujeres que son herboleras. Otrosí, la mujer que fuere herbolera o fechicera, quémenla o sálvese con fierro; e la mujer que a su marido matare, quémenla o sálvese con fierro; e en este caso toda mujer ha de tomar el fierro e en otro caso ninguna non ha de tomar el fierro, sinon la puta que con cinco omnes hubiere fecho fornicio o puta paladina. XI, 44, De las alcahuetas. Cualquiere que probada fuere por alcahueta o medianera, quémenla; e si fuere sospechosa e negare, sálvese con fierro.

LA BUSQUEDA DE DIOS Obstinadamente fiel a la tradición rom ana, el arte imperial m uestra rostros de hom bres y de mujeres. La mayoría con los ojos abiertos a otro espectáculo, al más allá, por encima de las apariencias. Sin embargo, algunos rostros se nos parecen. Estos corresponden generalmente a las representaciones del infierno. Por una razón muy sencilla; los intelectuales de aquel tiempo, los hom bres de iglesia que guiaban la mano de los artistas, juzgaban que el infierno es el mundo visible, carnal, el nuestro. Perverti­ do, invadido por el pecado, pudriéndose lentamente, condena­ do. Va a term inar. Porque está moribundo y porque es malva­ do hay que darle la vuelta. Si se es capaz de ello. Pueden hacerlo algunos, los monjes, los héroes. El siglo x i los veneró. Puso toda su esperanza de salvación en los monasterios. Los mimaba. Col­ m aba con sus dones a esos refugios. Como los castillos, son luga­ res tutelares, ciudadelas alzadas contra los asaltos del mal, a me­ nudo encaramados en la montaña, símbolo de alejamiento y de ascensión, grado por grado, hacia la pureza. Como el castillo, el monasterio extrae las riquezas de los contornos, Pero los caba­ lleros y los campesinos entregan de buen grado lo que tienen, porque temen a la muerte, al juicio y los monjes Ies protegen contra los peores peligros, los que no se ven. Al sur de la cristiandad latina, tampoco los reyes eran visi­ bles. Aún se Ies nombraba, todavía se pronunciaba su nombre en las liturgias, pero parecían ta n lejanos como los dioses. La realeza no era ya más que un mito, u n a idea de paz y de justicia. Las monarquías estaban de hecho marginadas en la exuberancia del empuje feudal. En la Europa del Mediodía, los focos de la innovación artística no se hallaban pues, como en Germania, a las orillas del Oise y del Sena, en Winchester, en las cortes rea­ les ; estaban en los grandes m onasterios, sobre todo en aquellos que se hallaban en relación m ás estrecha con las áreas de cultura

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adelantada. Este era el caso de los de España. No había aquí frontera entre cristianos y musulmanes. Un enfrentamiento mili­ tar perm anente; alternativas de éxito y de reveses; tan pronto los escuadrones del Islam profundizando hasta Barcelona, empu­ jando hasta los Pirineos, como los guerreros de Cristo galopando hasta Córdoba, forzando sus puertas. Intercambios siempre. La Europa cristiana apoderándose de aquello que podía tom ar, oro, esclavos, más refinamiento en las palabras y en los gestos, más sutileza en las especulaciones del espíritu. Porque prosperaban vigorosas comunidades cristianas bajo la dominación tolerante de los califas, los monasterios d&.«Castilla, Aragón y Cataluña se­ guían en relación, por Zaragoza y Toledo, con los viejísimos focos muy vivos, las cunas orientales del cristianismo. Esta comunica­ ción favoreció las innovaciones arquitectónicas que tuvieron su lugar en las iglesias de los Pirineos a comienzos del siglo XI. Conforme a la regla benedictina, la existencia de los monjes es en principio separación, ruptura. Pero al abrigo de la clausura que guarda de las corrupciones del siglo, es también comunidad. La soledad se vive en grupo. Algunas decenas y a veces algunas centenas de hombres, salidos todos de la aristocracia, forman una fraternidad. La conduce un padre, el abad. De estas grandes casas de familia que eran entonces las abadías hoy no queda casi nada. Tan sólo a veces el patio central, en tom o al cual se orde­ naban los locales colectivos, el dormitorio, el refectorio, la sala donde se reunían para tratar los asuntos comunes. Este espacio, rodeado de arcadas, encerrado en sí mismo, imagen del retiro, del repliegue, es el claustro. Dispuesto para la deambulación, para que cada hermano vaya allí a rumiar, caminando, la palabra de los libros, el claustro muestra la creación reducida por la obe­ diencia y la humildad a sus ordenanzas primitivas, los cuatro elementos de la naturaleza visible, el aire y el fuego, la tierra y el agua, arrancados de la turbulencia: la tierra prometida. Junto a una de las crujías, la iglesia. Con frecuencia sólo ésta permane­ ce en pie después de mil años. Es la obra de arte por excelencia, de ese arte nuevo que se ha forjado en la raíz del segundo milenario de la era cristiana en Lombardía, en Borgoña, en Cataluña. Todo el esfuerzo de inten­ ción, todas las investigaciones se han concentrado en el edificio que alberga el altar del sacrificio. Para que sea construido con bellos bloques ajustados, una roca, una piedra, contra la que satán no pueda prevalecer. Para que sea bellísima, puesto que el oficio, para ser agradable a Dios, debe desarrollarse en plena

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magnificencia. Sobre todo para que p o r la perfección de sus for­ mas sea el monumento de expresión del orden invisible. Como la pintura de los libros, y m ejor que ésta, la arquitectura de la igle­ sia es desvelamiento, revelación del misterio. Ya por la manera en que se im planta dentro del espacio, la iglesia deja entrever la verdad oculta bajo el velo de las aparien­ cias. Siempre está orientada. Su cabecera, el punto hacia el que la comunidad vuelve los ojos cuando reza, m ira hacia el este, hacia la aurora, hacia la luz que cada m añana se levanta disipan­ do la ansiedad, proclamando la victoria cierta del bien sobre el mal, de Dios sobre lo diabólico, de la eternidad sobre la muerte. La estructura del edificio también enseña. Si los constructores se empeñaron en sustitur la armazón de m adera por la bóveda, es porque al emplear un solo material, la piedra, querían hablar de homogeneidad, de coherencia indisociable, dar una equivalen­ cia visible de la unidad del género humano reunido por la misma fe, de la unidad de las tres personas divinas, de la unidad con­ sustancial del Creador y sus criaturas. Las primeras experiencias fueron emprendidas en la parte subterránea del santuario, en esa necrópolis sobre la que estaban plantados la mayoría de los mo­ nasterios, entre las tum bas de santos y bienhechores, pues una de las funciones del monasterio era la de guardar a los muertos y favorecer la comunicación entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Puestos a punto en las criptas los procedimientos de construcción, fueron luego transportados a la iglesia alta: el pilar reemplazó a la columna, se tendieron bóvedas sobre las na­ ves laterales y sobre la central. Este era el propósito: estable­ cer, a semejanza de la cripta y de sus sarcófagos, el coro y sus altares. En la iglesia alta cum plíala comunidad monástica su oficio es­ pecífico, su función. Pues los monjes son funcionarios. El «opus Dei», el trabajo para Dios, les incumbe. Consiste en pronunciar, en nombre de todos los demás hom bres, en nombre del pueblo entero, las palabras de la plegaria, sin interrupción, de día en día, de hora en hora, desde el corazón de la noche, cuando des­ cienden del dormitorio para lanzar en medio de las tinieblas y del silencio la prim era imploración, hasta completas, momento de terminación en que se tiembla al ver ai mundo balancearse de nuevo en la noche. Rezar, es decir, cantar. La edad románica ignora la oración m uda y cree a su Dios m ás sensible a la ora­ ción en común, proferida con u n a m ism a voz, pero sobre los rit­ mos de la música, puesto que esta alabanza debe sincronizar con

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aquellos himnos con los cuales el coro de serafines rodea, en lo más alto de los cielos, el trono del Omnipotente. Durante ocho horas diarias, los monjes cantan a pleno pulmón. Del canto gre­ goriano hemos olvidado que era masculino, que era -violento, que era un canto de guerra gritado por los monjes, combatientes, contra los ejércitos, satánicos para ponerlos en derrota, lanzando contra ellos, como dardos, la más segura de las armas ofensivas: las palabras de la oración. Cantar, danzar: la liturgia se despliega como una ronda muy lenta, majestuosa* a lo largo de la nave, de los ambulatorios, en tom o a la piedra del sacrificio, entré las piedras de los muros, bajo las piedras de la bóveda. Amamos estas piedras desnudas. Los que las ajustaban las quisieron adornadas. Instalaban ante los altares la efigie del Se­ ñor, sentado solo, rodeado de su corte de ángeles y de bienaven­ turados, presidiendo las pompas ceremoniales. Situaban sobre los muros relieves y colgaduras explicando la creación, contando historias y ante todo la de Jesús, crucificado. No muerto, sin em­ bargo, sino con los ojos abiertos. No desnudo, sino con vestidu­ ra regia, abrazando al universo con el gesto de sus brazos exten­ didos. Reapareciendo en su gloria triunfante, sobre los frescos del ábside, tal como se le verá volver cuando se desgaire el velo, cuando se abran las puertas del cielo y toda la humanidad al tér­ mino de su marcha salga del tiempo. Tal es el sentido del oficio monástico y del edificio dispuesto para su desarrollo: exponer las correlaciones entre la tierra y el cielo, entre el tiempo y la eternidad. El espectáculo cuyos actores son los monjes de nuevo cada mañana y cuya decoración es la iglesia llega, el día de Pas­ cua, a la escenografía de una resurrección. Dentro del transcurso de su ciclo anual, la procesión de monjes en el seno del espacio arquitectónico imita, en realidad, la marcha del género humano hacia el fin del mundo. Desprendido ya a medias de lo carnal, ya con un pie en el otro mundo, la comunidad monástica guia esta marcha y la activa. La sociedad de aquel tiempo creía firmemente en la solidaridad, en la responsabilidad colectiva. Tanto en el bien como en el mal. Cuando un villano cometía un crimen, to­ dos sus vecinos se sentían manchados. De igual modo todos pen­ saban poder salvarse p o r la pureza, por las abstinencias de algu­ nos delegados. Estos eran los monjes. Un puñado de hombres encargados de desviar con gestos y fórmulas la cólera del cielo, de captar el perdón divino y de difundir en torno a ellos este rocío benéfico.

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Los monjes no construyeron su iglesia con sus propias ma­ nos. Empleaban a obreros, asalariados. De todos modos, los creadores, los que concibieron el edificio y escogieron sus orna­ mentos. eran sabios, iniciados. Para todos ellos, las claves del conocimiento perfecto se encontraban en los números y en sus combinaciones. Se tenía entonces a la matemática por la más alta de las ciencias humanas, la que llevaba a acercarse más a la naturaleza divina. No estaba separada ni de la astronomía, es decir de la observación en el firmamento de los reflejos más puros de la razón divina, ni de la música, es decir del acto mismo de rezar. Al curso de los astros y a las armonías del canto llano, la ciencia de los números unía indisolublemente a la arqui­ tectura. Una iglesia románica es una ecuación al mismo tiempo que una fuga y una trasposición del orden cósmico. La biografía del hombre que calculó las proporciones de la gran basílica de Cluny, quizá la más perfecta de toda la cristiandad, dice en prim er lugar que había recibido su inspiración de los santos, de Pedro y Pa­ blo, patronos de aquel m onasterio. Añade que era «un admirable salmista» y entendamos en ello un compositor, hábil en la orde­ nación de la salmodia. Efectivamente el edificio está construido sobre un complejo armazón de combinaciones aritméticas. Esta tram a de relaciones numéricas entrecruzadas es como una espe­ cie de red tendida para captar el espíritu del hombre y atraerlo hacia lo incognoscible. Cada una de esas cifras asociadas posee una significación secreta: el uno evoca a quien sabe entender al Dios único; el dos a Cristo, en quien se mezclan las dos natu­ ralezas divina y hum ana; el tres a la Trinidad; el sentido del número cuatro es muy rico: dirige la meditación por un lado ha­ cia la totalidad del mundo, los puntos cardinales, los vientos, los ríos del paraíso, los elementos de la m ateria (por esta razón, el claustro, imagen de la naturaleza reordenada, es cuadrado), por otro hacia realidades inmateriales, morales, hacia los cuatro evangelistas, hacia las cuatro virtudes cardinales, hacia los cua­ tro extremos de la cru z; habla también de la homología entre lo visible y lo invisible. El mensaje que solamente por sus proporcio­ nes emite el edificio es más sencillo en las iglesias de los prioratos rurales, en Chapaize o en Cardona; por el contrario, despliega sus innumerables armónicos en las abadías mayores, en Tournus o en Conques, No obstante la enseñanza es sustancialmente la misma. Así, por todas partes, en todos los cruceros, se halla- ins­ crito el signo del tránsito, del traspaso que la oración monástica

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tiene la función de apresurar. En este punto, crucial propiamente hablando, como en el centro del oratorio imperial de Aquisgrán, como en el centro del baptisterio de Aix-en-Provence, la m irada es atrapada, obligada a elevarse desde el cuadrado a ras de tierra hacia el círculo, hacia el hemisferio de la cúpula, a fin de que el alma se inscriba en un recorrido de sublimación, de transfigura­ ción verdadera. El cuadrado, el circula; el paraíso perdido, el paraíso espera­ do. La arquitectura que llamamos románica, instrum ento de adi­ vinación al mismo tiempo que ofrenda, participa de la magia tanto como de la estética. Tomó forma en el pensamiento de al­ gunos hombres muy puros que se esforzaban por atravesar los misterios, por penetrar en provincias desconocidas que ellos vis­ lumbraban, deseables, inquietantes, más allá de lo que los sen­ tidos y la razón humana son capaces de aprehender. Su espíritu corría el riesgo de perderse en el laberinto de los fantasmas. Es­ peraban de la obra de arte que les sirviera de hilo conductor. En el tapiz de Gerona, la creación se representa tal como hu­ biera sido menester que permaneciera, tal como era cuando salió de las manos de Dios, ofrecidas todas sus maravillas, los peces, las flores, los pájaros, Adán invitado a disfrutar el jardín, solici­ tando a la naturaleza con gestos apacibles, al correr de los me­ ses. Sobre este mundo sin fisura, coherente, en el centro de todos los círculos, reina un Cristo joven, imberbe, príncipe de la paz. En realidad, el mundo se ha resquebrajado y desencajado. Está infectado, podrido. Y la pregunta que se alza obsesionante, a la que buscan respuesta la obra de arte y la oración unidas, es ¿por qué el mal? ¿Por qué las plantas venenosas, los animales con garras, los hum anos frenéticos, crueles, perversos? ¿Por qué los caballeros rapaces, por qué los campesinos retorcidos por la miseria? El arte monástico quiere m ostrar que también los santos de Dios han sido presa del m a l Se les ha torturado, se les han sacado los ojos, se les ha cocido o partido en dos, he­ chos pedazos. Eso en el mundo. Pero hoy, fuera del mundo, como todos estaremos mañana, viven en la gloria. Han recibido su re­ compensa, un feudo en el cielo. Son vasallos de un señor al que sabemos vengador de toda injusticia, que fulmina y pisotea, que humilla a los orgullosos y exalta a ios más humildes. El monas­ terio es el palacio de este formidable soberano. Lo hace muy her­ moso para que el dueño sea clemente y por eso siempre hay que adora-ario. Es la antecám ara del paraíso. Allí se espera que la

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puerta se abra. Se llama, se grita p ara que se abra más pronto, para que acaben el mal y la miseria, para que por fin se haga la luz. Para que vengan los días terribles de que habla el Apocalip­ sis. Escuchemos las palabras de san Juan: «Y vi cuando abrió el Cordero uno de los siete sellos, y oí uno de los cuatro seres vivos que decía como en voz de trueno: “Ven.” Y vi, y se mostró un ca­ ballo blanco, y el montado sobre él tenía un arco, y le fue dada una corona, y salió venciendo y para vencer. Y cuando abrió el segundo sello, oí al segundo ser vivo que decía: “Ven.” Y salió otro caballo, éste alazano, y al montado en él le fue dado, el lle­ varse la paz de la tierra y que se degollasen unos a otros, y le fue entregada una gran espada. Y cuando abrió el tercer sello oí al tercer ser vivo que decía: “Ven.” Y vi, y se mostró un caballo ne­ gro, y el montado en él tenía una balanza en su mano. Y oí como una voz en mitad de los cuatro seres vivos que decía: “Un cuar­ tillo de trigo por un denario, y tres cuartillos de cebada por un denario; pero no estropeéis el vino ni el aceite.” Y cuando abrió el cuarto sello oí una voz del cuarto ser vivo que decía: “Ven.” Y vi, y se mostró un caballo de color verde pálido, y el montado en él tenía por nombre “M uerte”, y el infierno iba con él y se les dio potestad sobre la cuarta parte de la tierra para que matasen con el cuchillo, con el hambre y con la mortandad y por medio de las fieras de la tierra. Y así vi a los caballos en la visión y a los montados en ellos que llevaban corazas de fuego, y de color de jacinto y de azufre y las .cabezas de los caballos eran como cabezas de leones, y de sus bocas salía fuego, humo y vapor sul­ fúreo. A consecuencia de estas tres plagas murieron la tercera parte de los hombres: del fuego, del humo y del azufre que salía de las bocas de aquéllos. Porque el poder de los caballos está en su boca y en sus colas; sus colas, en efecto, son semejantes a ser­ pientes con cabezas, y con ellas dañan. Y las figuras de las lan­ gostas serán semejantes a caballos apercibidos para la guerra, y sobre sus cabezas habrá como unas coronas semejantes al oro, y sus rostros serán c-omo rostros de hom bres; y tenían cabellos como cabellos de mujeres, y sus dientes eran como de leones; y tenían corazas como corazas de hierro, y el ruido de sus alas era como el ruido de carros de muchos caballos que corren a la gue­ rra. Y tienen colas semejantes a las de los escorpiones, y en esas colas suyas está su poder de dañar. Después de esto vi, y se mos­ tró una gran muchedumbre que nadie podía contar, de toda gen­ te y tribus y pueblos y lenguas; estaban delante del trono y de­ lante del Cordero, envueltos en blancas vestiduras y tenían unas

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palmas en sus manos. Y gritan con voz recia diciendo: “Salud a nuestro Dios, el sentado en el trono y al Cordero.” Y los ángeles todos estaban de pie en derredor del trono y de los ancianos y de los cuatro seres vivos, y cayeron «ante el trono sobre i sus rostros, y adoraron a Dios, diciendo: “Amén, la bendición y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y la honra y el poder y la fuer­ za a nuestro Dios por los siglos de los siglos; amén.”» Para los hom bres que no se habían lanzado dentro de un mo­ nasterio, rompiendo con todo, existía un medio de lavar sus fal­ tas, de ganar la am istad de Dios, que era la peregrinación. Dejar la casa y los parientes, aventurarse fuera de la red de solidarida­ des protectoras, caminar durante meses o años. La peregrinación era penitencia, prueba, instrum ento de purificación, preparación para el día de la justicia. La peregrinado» ^era también símbolo, marcha hacia el Canaán, soltadas las am arras, preludio a la muerte terrenal, a la entrada en otra vida. La peregrinación era también placer. Ver países, distracción de aquel mundo gris. En cuadrillas, entre camaradas. Y cuando los caballeros; peregrinos se iban hacia Santiago de Compostela o Jerusalén llevaban armas, esperando la ocasión de em pujar un poco al infiel: la; idea de la guerra santa, de la cruzada, se formó durante esos viajes. No di­ ferían de los que periódicamente conducían a los vasallos hacia sus señores para su servicio cortesano. Este servicio ¡lo rendían los peregrinos a otros patrones, los santos. Sus reliquias reposa­ ban aquí y allá, en las criptas de los monasterios. Los peregrinos pasaban de una a otra, acogidos, nutridos, enseñados. El sermón monástico discurría sobre el miedo del! juicio. Lo esencial ha pasado a la gran imaginería que fue esculpida a pri­ meros del siglo xii en los pórticos de las basílicas, en las más ricas abadías. Allí se ve principalm ente al Eterno en su función de justiciero, separando con el gran gesto que le da él tímpano de Conques, diagonal inexorable, con la mano derecha! levantada hacia los elegidos y la izquierda baja, castigadora, obrando la partición definitiva en tre el grano bueno y la cizaña que se hallan todavía, en este mundo, inexplicablemente mezclados. A la dere­ cha de Cristo, el seno de Abraham, la morada, la paz, los ritm os equilibrados de una arquitectura. Del otro lado, todo lo que es vicioso, atorm entado, la gesticulación, el desorden. Una limpia. Una criba que deja penetrar lo que es puro, reteniendo en el exte­ rior, en las tinieblas, la contaminación y todas las miserias hu­ manas. He aquí exactamente lo que el monasterio quiere ser y lo

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que el arte monástico, la arquitectura monástica pretenden mos­ tra r que es. Pasada la puerta,, y al franquearla, se prefigura el óbito al mismo tiempo que eí fin del mundo: el peregrino se in­ troduce en la otra parte del universo, la buena. Ha dejado detrás de él la fealdad y el sufrimiento. Menos abruptam ente, de manera menos ruda que como lo h a n hecho ya las esculturas de la porta­ da, las disposiciones del espacio en el interior de la iglesia llaman a salir de si mismo, a desnudar poco a poco al hombre viejo, a medida que se aproxima paso a paso a esta maravilla oculta, el relicario. Allí se encuentra lo qae queda sobre la tierra del santo, ese amigo del gran juez, su asesor, el eficaz abogado cuyos favo­ res hay que ganar. Por eso se h a venido con tanta fatiga, para honrar al santo y permanecer un momento con él en su casa. Conseguir pasar allí la noche. Aguardar bajo las bóvedas el re­ tom o de la luz, la liberación, una aurora que quizá será la del ultim o día, la de la gran migración al son de las trompetas. Los hombres más sabios de la Iglesia, cuando su peregrinación les llevaba a los monasterios del sur, se sentían a veces extraña­ dos, a comienzos del siglo xi, por hallar relicarios en forma de cuerpos, de rostros, y ver a las m ultitudes fascinadas por tales simulacros. ¿No era volver a caer en la idolatría? Se tranquiliza­ ban. A los santos Ies gustaba ser figurados y que se adornaran sus estatuas. Lo fue la de santa Fe en Conques. Las limosnas de ricos y pobres recubrieron enteram ente su cuerpo con lo más rutilante que se pueda encontrar, con viejísimas joyas que generaciones de guerreros se habían legado sucesivamente y sobre todo con ese oro que el Occidente agresivo, conquistador, victorioso, iba aho­ ra a arrebatar a manos llenas, por el éxito de las annas o por el comercio de la paz, en la España todavía infiel. He aquí lo que se construyó durante el siglo xi entre los cla­ ros que se abrían. D urante el siglo xi esos espacios no cesaron de ampliarse. Las extensiones de soledad forestal son recortadas, agujereadas, se reducen y poco a poco penetran los movimientos de la vida en su espesura- Los campesinos son obligados a trab a­ ja r con más dureza y sus señores les tom an casi todo. Sin embar­ go, consiguen alim entar m e jo r a sus hijos: en otro tiempo, de seis o siete que nacían vivos, m orían cuatro o cinco antes de la adolescencia; ya no mueren más que tres y esto basta para esti­ mular todos los progresos. El arte,, el gran arte de que habla, nació de la opresión señorial y de ía sumisión del pueblo ante las fuerzas oscuras que lanzan el ham bre, ía epidemia, la invasión y a las que

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iaay que conciliar dando, enriqueciendo cada vez más a los mejo­ res servidores del Dios bueno, a los monjes. Pero también los monjes se sienten obligados a ofrecer. ¿Qué? La obra da arte. El arte monástico es una ofrenda. Es un don de gratuidad hecho al Señor, del que se espera el contradón, la reciprocidad. El arte monástico es una llam ada a la paz lanzada desde mil abadías. Entre 980 y 1130, los cristianos de Occidente no se han levantado todavía de su prostem ación ante un Dios al que se figuran terri­ ble. Sin embargo, salen del selvatismo. Producen más. Sacrifican una gran parte de esas riquezas nuevas. Quieren que ésta? sean consagradas. Y así es como su sueño pudo encamarse en; obras que vemos todavía y que comprendemos mal. En este corto inter­ valo nació el más alto y quizá también el único arte sagrado de Europa.

F orum C o n ch e (F u ero

de

Cuenca), 1189

«Fuero de Cuenca». Edición por don Rafael de Ureña. Real Academia de la Historia, Madrid, 1935. (Se ha modernizado la ortografía original, así como algunas* palabras, para hacer el texto asequible al lector medio.) XI, 45. Del fierro de qué forma ha de ser. El fierro para facer justicia haya cuatro palmos en alto e esto porque aquella que lo hubiere de salvar pueda poner de yuso la mano, e haya un palmo en luengo o en ancho dos dedos; e aquella que el fierro hubiere de tomar, llévelo nueve pies e póngalo en tierra quedo, mas primeramente sea bendicho de clérigo misacantano. XI, 46. De cómo calienten el fierro. El juez e el clérigo calienten el fierro, e entretanto non se llegue ninguno al fierro porque non fagan algún maleficio; e aquella que el fierro hubiere de tomar, primeramente sea escudriñada porque non tenga algún mal fecho, e desende lávese las manos delante todos, e las manos limpias, tome el fierro, e después que el fierro hubiere llevado, cúbrale el juez las manos con cera e sobre la cera ponga estopa o lino, e desende átela bien con un paño; e esto fecho, traígala el juez a su casa e después de los tres días cátele la mano e si la mano fuere quemada, quémenla a ella sufra la pena que le fuere juzgada; e aquella sola mujer tome el fierro que fuere probada por medianera o la que con cinco omnes hubiere fornicado, e la otra que de furto o de omnecillo o de encendimiento fuere sospechada, jure o dé lidiador como es fuero. XI, 47 y 48, Del que vendiere cristiano. Otrosí, el omne o la mujer que cristiano vendiere, quémenlo, si probado le fuere; si non, el omne. pásese a la lid e la mujer tome el fierro; e si alguno vendiere cristiano e fnyere, nunca sea recibido en concejo; otrosí, la mujer que con moro o con judío fuere tomada, quémenlos ambos. XII, S. Del que quebrase al otro el ojo. Cualquier que a otro quebran­ tare el ojo, peche cien maravedíes; e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su par; e quien diente quebrantase a otro, peche veinte mara­ vedíes, e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su par; e quien a otro tajare- el dedo, peche veinte maravedíes, e si lo negare, sálvese con siete vecinos a responda a su par; e quien el pulgar tajare, peche cincuen­ ta maravedíes, -e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su

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par; e quien brazo tajare, peche cien maravedíes, e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su par. XII, 13. Del que la pierna quebrantare a otro. Quien quebrantare a otro la pierna, peche cincuenta maravedíes; e quien el píe tajare, peche cien maravedíes, e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su p$r* XII, 16. Bel que castrare a otro alguno. Cualquiere que omne castrare, peche doscientos maravedíes e salga enemigo; e si lo negare, sálvese con doce vecinos o responda a su par; pero si con su mujer o con su fija fuere preso e lo castrare, non peche nada. XII, 28. Del que fuere fallado en pecado sodomítico. Cualquier que fuere fallado en pecado sodomítico, quémenlo; e cualquier que a otro dijere «yo te fodí por el culo», si pudiere ser probado aquel pecado que es verdad, quémenlos ambos; si non, quemen a aquel que tal pecado dijo.

La

cruzada llam ada de l o s

n iñ o s ,

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«En dicha época tuvo lugar una expedición ridicula: niños y hombres estúpidos tomaron la cruz sin ninguna reflexión, por curiosidad más que por afán de salvación. Participaron niños de ambos sexos, chicos y chicas, y no solamente pequeños sino también adultos, lo mismo mujeres casadas que solteras, marchando todos con la bolsa vacía y esto no sóío en toda Alemania, sino también en la región de las Galias y la de Borgoña. Ni sus amigos ni sus parientes podían impedirles de ninguna manera intentarlo todo para tomar el camino: la cosa iba tan lejos que por todas partes, en los pueblos y en los campos, dejaban los instrumentos que teman en la mano para unirse a los que pasaban. Como frente a tales acontecimientos constituimos una multitud a menudo fácilmente crédula, muchas gentes, viendo en esto el efecto de una verdadera piedad animada por la inspira­ ción divina y no un entretenimiento irreflexivo, subvenían a las necesida­ des de los viajeros distribuyéndoles víveres y todo lo preciso. A los clérigos y a algunos otros de espíritu mejor equilibrado, que ponían objeciones contra esta partida considerada por ellos enteramente vana, oponían los laicos una resistencia vehemente, tachando a los clérigos de incredulidad y diciendo que, más que la verdad y la justicia, era la envidia y la avaricia lo que les empujaba a oponerse a esta empresa. Pero un asunto iniciado sin que lo hubiera examinado la razón y la discusión lo hubiera consoli­ dado no llegó nunca a nada. Y así, cuando esta multitud estúpida llegó a tierra de Italia, se desparramó y sé dispersó por las ciudades y poblacio­ nes, muchos de ellos fueron retenidos como esclavos por las gentes del país. Se dice que otros llegaron hasta el mar y allí, burlados por los marineros, fueron transportados hacia otras tierras lejanas. Los que quedaron, cuan­ do llevados a Roma vieron que no podían ir más lejos —pues no estaban apoyados por ninguna autoridad— reconocieron por jan que su fatiga era vana y huera, sin que por eso fueran relevados de su voto de cruzada a excepción de los niños que no tenían la edad de la razón y de aquellos a quienes la vejez abrumaba. Así es como, decepcionados y confusos, toma­ ron eí camino de vuelta. Los que antes tenían la costumbre de atravesar las

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provincias en masa, cada uno dentro de su grupo y sin olvidarse jamás de cantar, volvían en silencio, uno por uno, con los pies desnudos y famé­ licos. Eran objeto de todas las vejaciones y más de una muchacha fue raptada y perdió la flor de su pudor. El mismo año, el duque de Austria, algunos barones y otros hombres de condiciones diversas emprendieron una cruzada para ayudar al conde de Montfort en su combate contra los albigenses... herejes de la tierra de Saint-Gilles. El papa Inocencio fc> había pedido y organizado y es él quien imponía esta cruzada para la remisión de los pecados.» «Armales Marbaccenses»

* «Cuando se ama a una imagen o a una persona, es el accidente quien ama al accidente, y no debe ser así; entretanto me resigno hasta que me haya fiferado de ello.»

* «El que querría tener reposo en todo tiempo se dejaría prender en ello lo mismo que todas las demás cosas.»

* «Permanece en ti mismo: la ocasión de ocuparse de cosas ajenas te hace pasar por una necesidad, pero no es más que un pretexto.»

* «Feliz el hombre que no se prodiga mucho en actos y en palabras; cuanto más numerosos son los actos y las palabras más se encuentra el accidente.» Enrique Suso (1295-1366)

D e LA CONTRICION DE TEOVALDO, USURERO PARISINO

«En tiempos del rey de Francia Felipe (Augusto), predecesor del que reina hoy, había en la ciudad de París un usurero muy rico llamado Teovaldo. Terna numerosas posesiones, una infinidad de dinero amasado por la usura. Presa de remordimientos por la gracia divina, vino al Maestro Mauricio, obispo de la ciudad, y se remitió a su consejo. Este, inflamado entonces por la construcción de la catedral dedicada a Nuestra Señora, le aconsejó consagrar todo su dinero a la continuación de la obra emprendi­ da. Habiendo parecido este consejo un poco sospechoso al usurero, fue a encontrar a Maestro Podro el chantre y le refirió las palabras deí obispo.

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Maestr,a«j?edro le respondió: «Por esta vez no te ha dado un buen consejo. Pero ve y haz gritar a íravés de la ciudad por la voz del .heraldo que estás resuelto a restituir todo lo que has recibido por préstamos.» Así lo hizo. Y luego volviendo al Maestro, le dijo Teovaldo: «A todos los que han venido hacia mí, les he dado en conciencia todo lo que les había tomado y aún me queda mucho.» «Ahora podrás dar limosna con toda seguridad.» Elde Shónau ha contado que por consejo del chantre, había marchado por las plazas de la ciudad desnudo con sus bragas, flagelado por un siervo que decía: «He aquí al que el Estado honraba a causa de.su dinero y retenía como rehenes a los hijos de los nobles.» Cesáreo de Heisterbach, «Dialogas Miraculorum»

«Un campesino agonizaba; un diablo estaba allí amenazándole con me­ terle una estaca encendida en la boca. Conociendo su pecado, el campesino se volvía a una parte y otra, pero siempre estaba el diablo delante de él con su estaca. Había instalado una estaca de la misma forma y del mismo grosor desde su campo hacia el de un honrado caballero del mismo pueblo para quitarle su propiedad. Envió a los suyos a este caballero, prometien­ do restituir lo que había tomado y suplicando que le perdonase. El caba­ llero les dijo: «No perdonaré; que se le deje torturar.» De nuevo se espan­ tó el campesino como la primera vez; de nuevo envió a los suyos, pero no obtuvo el perdón. Por tercera vez vinieron mis mensajeros con lágri­ mas diciendo: «Os rogamos señor en nombre de Dios que remitas su falta a este desgraciado, pues no puede morir y no se le permite vivir.» El caba­ llero respondió: «Me he vengado bien; lo perdono.» En aquel instante, cesó toda la angustia diabólica.» Cesáreo de Heisterbach «Dialogas Miraculorum»

«Quiero contaros una historia bastante extraordinaria, ocurrida real­ mente en mi época, en Toledo. Muchos escolares de diversos países iban allí a estudiar la nigromancia. Algunos jóvenes bávaros y suavos, oyendo a su maestro decir cosas asombrosas, increíbles, y queriéndolas compro­ bar, le pidieron: «Maestro, queremos que nós muestres lo que nos ense­ ñas»... A la hora conveniente, los llevó a un campo. Con una espada, tra­ zó un círculo en tomo a ellos ordenándoles, bajo pena de muerte, que permanecieran encerrados en él. Les recomendó también que no dieran nada de lo que se les pidiera y no aceptaran nada de lo que se les ofre­ ciera. Apartándose un poco, evocó a los demonios con sus encantamientos. En seguida estaban allí, bajo las apariencias de caballeros bien armados, practicando en torno a los jóvenes los juegos de la caballería. Tan pronto fingían caer como tendían hacia ellos su lanza o su espada, esforzándose

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de -ffif£$t&eeras por sacarlos fuera del círculo. Al no conseguirlo, se trans­ formaron en bellísimas muchachas e hicieron la ronda en tomo a los jó­ venes. incitándolos con toda suerte de mohines. La muchacha más seduc­ tora escogió a uno de los escolares, cada vez que se acercaba a él bailando, le presentaba un anillo de oro, turbándolo e inflamándolo de amor por ella cjon el movimiento de su cuerpo. .Repitió su maniobra muchas veces. El joven, vencido, tendió por ím sy' dédó1^?S& ei anillo fuera del círculo. En seguida, ella lo arrastró. El desapareció. Llevándose su presa, la tropa de espíritus malignos se disipó en un torbellino. Se produjo un clamor y un tumulto entre los discípulos. Acudió el maes­ tro. Se quejaron del rapto de su camarada, «No es culpa mía, respondió él, vosotros me habéis obligado. Os había advertido. No lo volveréis a ver.» Cesáreo de Heisterbach «Dialogus Miracüiorum»

«En la diócesis de Colonia, un odio mortal separaba a dos linajes de campesinos. Cada uno tenía como jefe a un campesino magnánimo, orgu­ lloso, que siempre fomentaba nuevos conflictos y los envenenaba, impidien­ do todo acuerdo. El cielo permitió que ambos murieran el mismo día. Y como eran de la misma parroquia, por voluntad de Dios que quería dar a conocer a través de ellos cuán mala es la discordia, los dos cadáveres fueron puestos en la misma tumba. Cosa admirable e inaudita; todos los que estaban allí vieron a los dos cuerpos volverse la espalda chocando im­ petuosamente con la cabeza, los pies y la espalda como caballos indómi­ tos. Se retiró a uno de ellos para enterrarlo en otra tumba. Por la pelea de Los dos muertos, volvió la paz entre los vivos.» Cesáreo de Heisterbach «Dialogas Miraculorum»

«Había un caballero en Sajorna que se llamaba Ludolfo. Era un tirano. Un día que cabalgaba por el camino vestido con ropas nuevas y de color escarlata, encontró a un campesino sobre su carro. Habiendo el movimien­ to de las ruedas salpicado de lodo su vestidura, este orgulloso caballero, fuera de sí, sacó su espada y cortó uno de los pies del hombre.» Cesáreo de Heisterbach «Dialogus Miraculorum»

«Había un campesino llamado Enrique que se aproximaba a la muerte: vio una piedra grande y ardiente suspendida en el aire por encima de él. Enfermo, abrasado por el ardor de esa piedra, clamó con voz horrible: «El fuego de esta piedra por encima de mi cabeza me devora.» Se llamó a un sacerdote que le confesó, pero en vano, y que le dijo: «Recuerda si no

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has causado eaal a alguien con esta piedra.» Volviendo sobre sí mismo, el campesino dijo: «Ya me acuerdo: para extender mis campos, he despla­ zado esta piedra más allá de los linderos.» Cesáreo de Heisterbach «Diaíogus Miraculorum»

C a r t a d e p a z pajra L a o n .

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«5. Si alguien tiene un odió mortal contra otro, que se le prohíba per­ seguirlo cuando salga de la ciudad o tenderle emboscadas cuando va a ella. Si lo mata cuando va allí o se aleja o si le corta cualquier miembro y se produce queja contra él, sea por haberlo perseguido, sea por haberle ten­ dido emboscadas, que se purgue de la acusación por el juicio de Dios, Si le ha golpeado o herido fuera de los límites de la Paz, cuando se haya podido probar bajo testimonio legal de los hombres de la Paz que ha habido persecución o emboscada, le será permitido purgarse de esta acusación por juramento. Si se ha descubierto que es culpable, que entre­ gue cabeza por cabeza, miembro por miembro, o bien, según decisión del alcalde y de los jurados, que se rescate honorablemente por la cabeza o por el miembro, según la naturaleza de éste.» «Ordenanzas de los reyes de Francia»

De

la

ADORACION DEL PERRO GüINEFORT

«Hay que hablar en sexto lugar de las supersticiones ultrajantes, algu­ nas de las cuales por ultrajantes para Dios y otras para el prójimo. Son ultrajantes para Dios las supersticiones que conceden honores divinos a los demonios o a alguna otra criatura: es lo que hace la idolatría y lo que hacen las miserables mujeres echadoras de suerte, que piden la salvación adorando saúcos o haciéndolos ofrendas: despreciando las iglesias o las reliquias de los santos, llevan a sus hijos a estos saúcos o a hormigueros o a otros objetos a fin de que venga la curación. Es lo que pasaba recientemente en la diócesis de Lyon donde, cuando yo predicaba contra los sortilegios y oía confesiones, muchas mujeres con­ fesaron que habían llevado sus hijos a san Guinefort, Y como yo creía que era algún santo, hice mi investigación y supe por fin que se trataba de un perro lebrel que había sido muerto de la siguiente manera. En la diócesis de Lyon, cerca del pueblo de las monjas llamado Netsville, en la tierra del señor de Villars, ha existido un castillo cuyo señor tenía un hijo de su esposa. Un día, cuando el señor y la dama habían sali­ do de su casa y la nodriza había hecho lo mismo, dejando solo al niño en la cuna, entró una serpiente muy grande en la casa y se dirigió hacia la cuna del niño. AI verio, el lebrel que había quedado allí, persiguiendo a la serpiente y atacándola bajo la cuna, volcó la cuna, y daba mordiscos a la serpiente, que se defendía y mordía a su vez al perro. El perro acaí?ó

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por matarla y la arrojó lejos de la cuna. Dejó la cuna y también el suelo, su propia garganta y su cabeza inundados de sangre de la serpiente. Mal­ trecho por la serpiente, se mantenía en pie cerca de la cuna. Cuando entró la nodriza, creyó al verlo que el niño había sido devorado por el perro y lanzó un grito muy fuerte de dolor. Al oírlo la madre del niño acudió a su vez, vio y creyó las mismas cosas y lanzó un grito semejante. Del mismo modo, el caballero, llegando allí a su vez creyó la misma cosa y sa­ cando su espada mató al perro. Entonces, al acercarse al niño, lo encon­ traron sano y salvo durmiendo dulcemente. Intentante comprender, des­ cubrieron la serpiente desgarrada y muerta por los mordiscos del perro. Reconociendo entonces la verdad del hecho y deplorando haber matado tan injustamente a un perro tan útil, lo arrojaron a un pozo situado ante la puerta del castillo, lanzaron sobre él una gran masa de piedras y plan­ taron al lado árboles en memoria del hecho. Pero el castillo fue destruido p or la voluntad divina y la tierra reducida al estado de desierto, abando­ nada por sus habitantes. Pero los campesinos, al oír hablar de la noble conducta del perro y decir cómo había sido muerto, aunque inocente y por una cosa de la que debió esperar el bien, visitaron el lugar, honraron al perro como a un mártir, le rezaron por sus enfermedades y sus necesi­ dades y algunos fueron víctimas de las seducciones y de las ilusiones del diablo que por este medio empujaba a los hombres al error. Pero sobre todo las mujeres que tenían niños débiles y enfermos los llevaban a este lugar. En un burgo fortificado que distaba una legua de este lugar, iban a buscar una vieja que les enseñaba la manera ritual de actuar, de hacer ofrendas a ios demonios, de invocarlos, y que las conducía a este lugar. Cuando llegaban, ofrecían sal y otras cosas; colgaban en las zarzas de al­ rededor los pañales del niño; clavaban un clavo entre los árboles que ha­ bían puesto allí; pasaban al niño desnudo entre los troncos de dos árboles: la madre, que estaba a un lado, tema al niño y lo arrojaba nueve veces a la vieja que estaba al otro lado. Invocando a los demonios, conjuraban a los faunos que estaban en el bosque de Rimite para que tomaran a este niño enfermo y debilitado que era para ellos, según decían; y a su hijo, que habían llevado consigo que se lo devolvieran gordo y robusto, sano y salvo. Hecho esto, estas madres infanticidas volvían a tomar a su hijo y lo ponían desnudo al pie del árbol sobre la paja de una cuna y con el fuego que traían consigo encendían a un lado y otro los cabos de dos. can­ delas que medían una pulgada *y las fijaban en el tronco por encima. Luego se retiraban hasta que se consumieran las velas, a fin de no oír los vagidos del niño y no verlo. Al consumirse así las candelas quemaron por entero y mataron a varios niños, como lo hemos sabido por muchas personas. Una mujer me contó también que acababa de invocar a los faunos y se retiraba criando vio a un lobo salir del bosque y acercarse al niño. Si el amor maternal no hubiera forzado su piedad y no hubiera vuelto hacia él el lobo o el diablo bajo su forma, como ella decía, hubiera devorado al niño. Cuando las madres volvían a su hijo y lo hallaban vivo, lo llevaban a las aguas rápidas de un río próximo llamado Chalaronne, donde lo su­ mergían nueve veces; si salía de ello y no moría en el momento o poco después» era que teñía las visceras resistentes. Nos hemos trasladado a aquel lugar, hemos convocado al pueblo de esta tierra y hemos predicado contra todo lo que se ha dicho. Hemos

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hecho exhumar al perro muerto y cortar el bosque sagrado y lo hemos he­ cho quemar con los huesos del perro. Y he hecho dar por los señores de la tierTa un edicto previniendo la incautación y reventa de los bienes de aquellos que en lo sucesivo afluyan a aquel lugar por tal razón.» Esteban de Borbón (hacía 1180-1261)

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BIOS ES LUZ Bruscamente, en el siglo xn, se acelera el movimiento de ex­ pansión. De ese crecimiento es un signo la cruzada, el tropel de los caballeros de Cristo hacia las riquezas de Oriente, la aventura fabulosa. Hay otro menos brillante pero más seguro inscrito en el paisaje: es entonces cuando aparecen los rasgos que éste pre­ senta todavía hoy. Pueblos nuevos, campos floridos, viñedos, y el nuevo actor en el que se adivina que se va a apoderar del prim er papel, el dinero. La moneda, siempre demasiado escasa porque cada vez hay más necesidad de ella en todas partes, porque todos los comercios se animan. Efervescencia, un progreso tan trastor­ nante como el que arrastra a nuestra época y del que apenas po­ demos soportar la idea de que pueda hacerse más lento. En todos los pisos del edificio cultural repercutieron los contragolpes de aquel impulso. El sentimiento religioso tomó otro tinte, impo­ niéndose la convicción de que la relación con Dios es un asunto personal y que la salvación se gana viviendo de cierta manera. Desde el Apocalipsis, la m irada se deslizó insensiblemente hacía los Hechos de los Apóstoles y hacia el Evangelio, para buscar modelos de conducta en esta parte de la Escritura. Semejante traslación resonó directamente en la obra de arte. Por la misma época, las relaciones entfe los hombres ganaban en ligereza. Esto favorecía los reagrupamientos, las concentracio­ nes, las síntesis. Las primeras fases del crecimiento se habían ma­ nifestado, alrededor del año mil, por una dispersión de los pode­ res, por la feudalizacíon. Cien años más tarde comienzan a re­ construirse los Estados, los principados, los reinos. Ya las abadías se habían reunido en congregaciones, lo que conducía a proseguir en común las investigaciones estéticas que se habían inaugurado aisladamente, en Tournus, en Saint-Bénigne de Dijon, en SaintBiiaire de Poitiers. En 1100, la m ás poderosa de esas congregacio-

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nes eran la orden de Cluny y el monumento más prestigioso la nueva iglesia abacial de Cluny, edificada en algunos años gracias al oro venido de España y a la plata venida de Inglaterra. Ya está la moneda en posición dominante. Y de nuevo hay soberanos con­ siderados, por razón de los dones pecunarios que habían hecho, como los verdaderos constructores. ¿Qué queda de este monumento? Ruinas desoladoras. A co­ mienzos del siglo xix esa maravilla sirvió como cantera de piedra. Los escasos vestigios revelan sin embargo lo que fue el proyecto: restablecer en su plenitud lo que el feudalismo había ahogado, el palacio imperial. Más espléndido de lo que había sido el de Carlo­ magno, puesto que era el palacio de Dios. Digno de él y de las so­ lemnidades que exige. La luz es discretamente el es­ pacio contenido po r sus muros y estrictam ente cerrado, separado de las turbaciones de la tierra. Pero ya se tienden los pilares para elevar las bóvedas hasta perderse de vista, «in excelsis». Son arre­ batados por este mismo impulso a que invita la gran escultura del portal, del que ya no subsisten más que algunos despojos irri­ sorios y que precisamente representaban la Ascensión. Hay una réplica que permite im aginar lo que fue el gran Cluny: Paray-LeMonial. El discreto exterior sólo deja entrever la rovasora m ulti­ plicación de las capillas. En la fachada occidental se abren las puertas como una llam ada a precipitarse dentro, a abandonarlo todo para situarse po r fin dentro del orden. Todo el interior con­ verge hacia el presbiterio, lugar de la ofrenda, de la elevación, al que los abades de Cluny veían como el «paseo de los ángeles». Un palacio, cabeza de un imperio más perfecto que cualquier otro sobre la tierra. Para construirlo se han vuelto a tom ar natural­ mente las columnas acanaladas, los gabletes. Formas tomadas de la romanidad clásica cuya conservación habían prolongado los emperadores del año mil. En este palacio, la fiesta y todas las sun­ tuosidades del mundo. Pues los monjes de Cluny, con muy buena conciencia, se consideraban como príncipes, formando la corte del Todopoderoso, como los cortesanos de una especie de VersaHes inmaterial, sacralizado, persuadidos de que les incumbía orga­ nizar con gran pompa una ceremonia ininterrum pida y que para ello debían dilapidar tesoros. Esta propensión al lujo se mani­ fiesta de m anera evidente en la pequeña capilla de Berzé-la-Ville, un oratorio privado que el abad Hugo hizo decorar en uno de los grandes dominios donde le gustaba residir. La ornamentación re­ cobre aquí to d a la m uralla, desplegando todos los prim ores de la linea y del eolor. En los castillos de Judea, príncipes francos se

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acostumbraban entonces a vivir con refinamientos parecidos. Pero los cruzados y los sacerdotes que les acompañaban descubrían también en Tierra Santa, en su plena realidad, la existencia que Jesús había llevado. Se apercibían de que este mismo Dios, des­ mesuradamente lejano cuando se habla de él en el Apocalipsis, había vivido un día como cada uno de nosotros, como Lázaro, como Magdalena, como sus amigos, y que el Señor supremo entro­ nizado en los ábsides, antes de haber vencido a la muerte, había sido ese maestro escarnecido que un discípulo traicionó y entre­ gó. Ya en los frescos que adornan el priorato de Vic, en un sim­ ple interca«a&¡s© db mimá&s, la humanidad prevalece sobre lo divino. Sin duda, lo que venía de la tradición monástica y culmina en la estética cluniacense conducía siempre a preparar el alojamien­ to del Salvador para su retorno triunfal, a aclamarlo, a tratarlo como a un rey. Tal intención había autorizado la innovación te­ m eraria y trastornante de erigir en las basílicas, al aire libre, a la mirada del pueblo, altas figuras esculpidas semejantes a las que la Roma pagana situaba en otro tiempo sobre sus arcos de triun­ fo. Tallar en la piedra la efigie de los profetas era sin embargo figurar forzosamente con una cierta verdad cuerpos y rostros de hombres, arrancar la visión a lo irreal. Así en Moissac, el escultor siguió de cerca el texto de san Juan. Quiso m ostrar, en el centro del cielo abierto, al Eterno inaccesible. Este se halla atraído de manera irresistible hacia la tierra y como capturado. ¿Con qué medios? Por la música, que fue sin duda el arte mayor de aquel tiempo, el instrum ento más eficaz de conocimiento, y del que san Hugo había ordenado que los tonos fuesen representados sobre los capiteles del coro de Cluny, es decir en el corazón de todo el program a iconográfico, en el punto de convergencia de todos los gestos de la liturgia. En el tímpano de Moissac, los músicos son reyes. Llevan las insignias de los reyes de la tierra. El Cristo cuya gloria cantan los domina y el archiabad domina también a los so­ beranos terrestres. El crecimiento económico entraña entonces muy rápidamente la restauración del poder de éstos. Suscita sobre todo, después del renacimiento carolingio del siglo xi, después del renacimiento otoniano del año mil, un nuevo renacimiento más vigoroso. Revivifica lo que sobrevive de la he­ rencia romana, el humanismo. Se ve muy bien en Líeja. En bron­ ce, en los lados de una pila bautismal, instrum ento de un ritual de renovación, tie un sacramento que no está reservado a algunos elegidos como lo estaban las liturgias cluniacenses, sino destinado

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a distinguirse sobre todo el género humano, aparecen personajes en las actitudes más verdaderas. Han caído todas las trabas que, cien años antes en esas provincias, impedían a los artistas servi­ dores de los emperadores alejarse demasiado de los modelos clá­ sicos, expresarse según su propio temperamento. El arte renacien­ te del siglo x ii es de libre audacia. Y entre los nuevos bautizados se hace sitio al filósofo, pues en el impulso que la arrebata, la cris­ tiandad latina está ahora dispuesta a apropiarse sin tem or de todo el saber de los paganos. Por todas partes figuras de hombres a los que poco a poco penetran los temblores de la vida. Se acumulan en los claustros benedictinos, dispuestas allí para que la meditación de los reli­ giosos salte cada vez más arriba, de imagen en imagen. A la del hombre se yuxtaponen las representaciones de cosas naturales, plantas, animales. La escultura m uestra a las criaturas reducidas al plan muy sencillo, regular, racional de que Dios tenía el espíri­ tu lleno cuando las formó. Del mismo modo, la sociedad humana aparece en sus estructuras ideales, conforme a la voluntad divi­ na: tres categorías, los campesinos, los guerreros y los sacerdo­ tes, unos y otros subordinados a los monjes, que miran a la hu­ manidad de la que se han separado desde lo alto de su perfec­ ción. Cuando disponen en las galerías del claustro las expresio­ nes figuradas de sus sueños, se distinguen dos tendencias cuya oposición revela entre los valores del pasado y los del porvenir una tensión tanto más viva cuanto más se precipita el progreso. Por una parte, el eco del mensaje evangélico que, en las escenas que representan la vida de Jesús, invita a no rechazar la parte de carne que se halla en la persona de cada hombre y también en la de Cristo. Por otra parte, el relente del antiguo pesimismo, la con­ denación de lo que no es espíritu puro, la obstinación de ver en todas partes al maléfico, a denunciarlo en todo lo que toca a lo corporal, por una m ultitud de signos que son los de la pesadilla y la frustración. Los monjes cluniacenses eran señores orgullosos de serlo. Su arte es un arte de grandes señores. Por el lugar que concede a las representaciones del pecado, por ejemplo a los mons­ truos que bullen en el gran tum ulto del pilar de Souillac, da testi­ monio de la violencia, de una civilización dolorosamente alum­ brada. «¿Qué vienen a hacer en vuestros claustros donde los religio­ sos se entregan a las santas lecturas esos monstruos grotescos, esas extraordinarias bellezas disformes y esas bellas deformida­ des? ¿Qué significan aquí los m onos inmundos, los leones feroces,

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los bizarros centauros que no son hombres más que a medias? ¿Por qué los guerreros en el combate? ¿Por qué los cazadores so­ plando en los cuernos? Aquí tan pronto se ven varios cuerpos bajo una sola cabeza como varias cabezas sobre un solo cuerpo. Aquí un cuadrúpedo que arrastra una cola de reptil, allá un pez tiene cuerpo de cuadrúpedo. Aquí está un animal a caballo. En fin, la diversidad de estas formas aparece tan múltiple y tan maravi­ llosa que se descifran los mármoles en lugar de leer en los ma­ nuscritos. Se ocupa el día en contemplar esas curiosidades en lugar de meditar la ley de Dios. Señor, si no se enrojece ante estos absurdos, que se lamente al menos lo que han costado.» Esta voz que se alza para condenar a Cluny, para gritar que Cluny traicio­ na el espíritu del monaquisino, es la de san Bernardo. Contesta­ ción. Expresa en este altísimo nivel, en las finas capas de la más alta cultura, las contradicciones de que aquella época estaba llena, lo mismo que la nuestra. R uptura violenta. Bernardo de Clara val luchaba. Contra todo. Contra los monjes de antigua observancia, contra los cardenales ávidos, contra los filósofos y los humanis­ tas, contra los reyes incestuosos, contra los caballeros a quienes gustaba demasiado el am or y la guerra. Luchador infatigable, in­ tratable, imposible, que se arrastraba enfermo hasta los cuatro rincones de la cristiandad para moralizar. Ninguna imagen mues­ tra los rasgos de su rostro. No tenemos de él más que palabras. Tobantes. Cantidad de folletos y sermones cuyo texto se habían encargado los copistas de difundir por todas partes. Durante una generación fue Bernardo la conciencia exigente de la cristiandad. Conocía al mundo, había vivido veinte años como hijo de caballe­ ro antes de convertirse y entrar con una banda de allegados en el monasterio más austero, en Citeaux. Había tenido tiempo de per­ cibir esta nueva forma de corrupción cuyo agente es la moneda. Por eso llamaba a despojarse cada vez más. Criticando precisa­ mente a los monjes de Cluny por el gusto excesivo que manifes­ taban hacia el lujo y hacia la comodidad. Proponiendo otro estilo de vida monástica, otro estilo de arte monástico, el cisterciense. Es un retorno. El propósito cisterciense es reaccionario, retró­ grado: resistir a las tentaciones del progreso y para ello, ante todo, huir lo más lejos posible. Volver a los principios del mona­ quisino benedictino implicaba separar a la comunidad del siglo o mejor aislarla en pleno desierto. Esto dio el éxito a la orden. La sociedad del siglo xii se enriquecía. Estaba aún dominada por representaciones morales que lé hacían pensar que un hombre puede ser salvado por el sacrificio de otros hombres, sus sus ti-

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tutos. Tenía siempre necesidad de monjes. Pero de monjes más pobres, pues se sentía m anchada por sus riquezas. Admiró en los cistercienses el que no se dejasen prender en las precipitaciones que entonces hacían acelerarse al tiempo, que volvieran al ritm o tranquilo de las estaciones y los días, a los alimentos frugales, a las vestiduras sin apresto, a las liturgias rigurosas, que la desnu­ dez y el renunciamiento de esta pequeña selección compensara la voracidad del resto de los pecadores y obtuviera el perdón para ellos. Citeaux vuelve pues a la sencillez de las formas arquitectóni­ cas. Conservando las mismas, pero expulsando de ellas lo superfluo, desembarazándolas de todo lo que las abrum a inútilmente. Limpiándolas. La abadía vuelve a ser una roca. La piedra con que está construida se deja tosca, en su aspecto natural. Allí se han conservado las huellas dejadas po r el trabajo de los hombres. Cada sillar está marcado con el signo, con el sello del artesano que lo ha labr
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