Geoffrey_y_Angela_Parker_-_LOS_SOLDADOS.pdf

July 29, 2017 | Author: homologein | Category: Musket, Cavalry, Military Science, Military, Unrest
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AKAL/CAMBRIDGE · HISTORIA DEL MUNDO PARA JOVENES

M O N O G R A FIA S

L IB R O S B A SE La vida cotidiana

Los inicios de la civilización

Los rom anos y su imperio

Bárbaros, cristianos y musulmanes

1 1

L a v id a en el P aleo lítico L os p rim e ro s ag ricu lto res y las p rim e ra s ciu d a d es

L a a g ric u ltu ra en la E d a d d el H ierro Pom pe> a

La Edad M edia

L a v id a e n u n p u e b lo m edieval El c re c im ie n to d e u n a c iu d a d m edieval L a E s p a ñ a m u s u lm a n a Los c a s tillo s m edie vales L a v id a e n u n m o n a s te rio m edieval

Europa descubre el mundo

La a n tig u a C h in a y L a G ra n M u ra lla

Renacimiento y Reforma

M onarquías y revoluciones

El poder para el pueblo

Europa en el mundo

El siglo XX

1 E d im b u rg o y la revo lució n de la m ed ic in a El ferro carril La c o n s tru c c ió n en la ép o c a v ictoriana L os sin d ic a to s ingleses

1

D e p o rta d o s a la T ie rra d e Van D iem en L o s m ao ries

El au to m ó v il

1

P ueblos, credos y culturas

1 1 ■ 1 1 1 1 1

L as p irám id es E l P arten o n

El ejército ro m a n o

La La La La

vida e n u n m o n a ste rio m edieval vida e n u n p u eb lo m edieval c o n s tru c c ió n d e la s ca te d ra le s m ed ie v ales E s p a ñ a m u s u lm a n a

B ud a La a n tig u a C h in a y La G ra n M u ralla H e rn á n C o rtés, c o n q u ista d o r de M éxico

1

M a rtin L u lero L os s o ld a d o s eu ro p e o s e n lr r 1550 y 1650

La g u erra d e la in d e p e n d e n c ia n o rte a m e ric a n a La a rm a d a q u e v enció a N a p o le ó n

E d im b u rg o y la re v o lu ció n de la m ed ic in a L o s sin d ic a to s ingleses

. D esarrollo tecnológico

1

La v ida en el P aleo lítico L o s p rim e ro s a g ric u lto re s y las p rim e ra s c iu d a d e s L as P irá m id e s El P arten ó n

L a a g ricu ltu ra en la E d a d d el H ierro L os in g en iero s ro m a n o s El e jé rc ito ro m a n o



L os b a rc o s v ikin go s

L a v id a e n u n p u e b lo m edieval La c o n s tru c c ió n d e la s c a te d ra le s m edievales L o s castillo s m ed ie v ales

1 1

L as p rim e ra s n av e g acio n es a lre d e d o r del m u n d o L a G ra n M u ra lla C h in a H e rn á n C o rtés, c o n q u is ta d o r d e M éxico

L os s o ld a d o s e u ro p e o s e n tre 1550 y 1650

L a g u erra d e la in d e p e n d e n c ia n o rte a m e ric a n a L a a rm a d a q u e v e n c ió a N a p o le ó n

La re v o lu ció n a g raria E d im b u rg o y la re v o lu ció n de la m ed ic in a El ferro carril El W arrior, el p rim e r n a v io m o d e rn o d e co m b a te La c o n s tru c c ió n e n la é p o c a v icto rian a La re v o lu ció n textil L a re v o lu ció n del h ie rro

L a re b elió n d e la In d ia e n 1857 D ep o rtad o s a la T ie rra d e Van D iem en E l J a p ó n M eiji L o s m ao ries

L a re b elió n d e la In d ia en 1857

U n a u s tra lia n o e n la P rim e ra G u e rra M u n d ial G andhi L a s re v o lu cio n es ru sas H itle r y lo s ale m a n e s M a o Z e d o n g y C h in a Israel y lo s á ra b e s

U n a u s tra lia n o e n la P rim e ra G u e rra M u n d ia l El a u to m ó v il

1

A K A L /C A M B R 1D G E H IST O R IA D E L M U N D O PARA JÓ V E N E S Esta es u n a colección de libros perfectam ente ilustrados y m anejables, que a b a rc an la historia de las civilizaciones h u m a n a s desde sus orígenes h asta bien av a n zad o el siglo X X El co n ju n to de la colección se divide en: * Libros base: diez títulos, en color, cada u no a b a rc a n d o un p eríodo de la H istoria. * Monografías: contienen diversos estudios sobre distintos aspectos de la vida sociaL cultural tecnológica, etc., de épocas y lugares concretos.

AKAL/CAMBRIDGE · HISTORIA DEL MUNDO PARA JÓVENES

EDITOR GENERAL·TREVOR CAIRNS

LOS SOLDADOS EUROPEOS ENTRE 155© Y 1650 Geoffrey y Angela Parker Traducción M ontserrat Tiana Ferrer Revisión científica Elena Hernández Sandoica

s ÂKAL

T ítu lo o rig in a l: European Soldiers 1550-1650

Maqueta: RAG Mapas y diagramas de Reg Piggott y Pete,r North

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratam iento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

© C a m b rid g e U n iv e rs ity P re s s , 1977 P a r a to d o s lo s p a íse s d e h a b la h is p a n a , © E d ic io n e s A k a l, S. A ., 1991 L o s B e rro c a le s d e l J a r a m a A p d o . 4 0 0 - T o r r e jó n d e A rd o z T e lé fs.: (9 1 ) 6 5 6 56 11-656 49 11 F ax : 6 5 6 4 9 95 M a d rid - E s p a ñ a IS B N : 84-7600-543-1 D epósito legal: M -21.053-1991 Im preso en G rafiris, S .A .

Para Susanna y Edmund

Indice

Detalle de un cuadro de Sebastián Vrancx, un artista que vivió en Amberes en el siglo XVII, autor también del cuadro que ilustra la portada del libro. En los dos aparece una caravana que ha sido sorprendida por un grupo de soldados emboscados. En el de la portada vemos a un grupo de mujeres a las que están registrando para ver si llevan joyas o dinero escondidos entre la ropa; a los que tratan de huir los matan sin piedad, y también a algunos de los que se quedan. En cuanto a la escena de esta página, es igual de sangrienta: al hombre que aparece en la esquina inferior izquierda lo están asesinando a sangre fría bajo la atenta mirada del oficial al mando de los atacantes, mientras que las tropas victoriosas se reparten las pertenencias de aquellos a los que han matado.

Introducción: cómo obtener información, p. 6 1. Los hombres y sus armas, p. 12 Qué aspecto tenían, p. 12 Las armas, p. 15 La armadura, p. 20 De dónde procedían los soldados, p. 23 2. La vida en el ejército, p. 27 El alojamiento, la comida y la paga, p. 27 Los seguidores de las tropas y sus familias, p. Las maniobras y la disciplina, p. 35 3. El servicio activo, p. 46 La campaña de 1634, p. 46 La batalla de Nordlingen, p. 50 El resultado de la batalla, p. 54 4. El abandono del ejército, p. 56 La deserción, p. 56 Las heridas, p. 57 Las enfermedades, p. 59 La muerte, p. 60 El licénciamiento, p. 62

Introducción: cómo obtener información

Hoy día, si queremos saber qué aspecto tienen los soldados y qué cosas suelen hacer, podemos ir a un cuartel y averiguar­ lo, o buscar fotografías y descripciones en los libros. Pues bien, con los soldados del pasado sucede prácticamente lo mismo. En prim er lugar, podemos ir a cualquier museo y ver los uni­ formes, las armaduras y las armas que se utilizaron en las dis­ tintas épocas históricas (seguramente en el museo de tu ciu­ dad podrás encontrar ropas y objetos utilizados por los solda­

Çrand kUltuafiL·,

dos de los siglos XVI y XV II), y también podemos visitar los pue­ blos y las ciudades que en la época del Renacimiento estuvie­ ron defendidos por murallas o castillos, ya que muchas de es­ tas construcciones se conservan aún casi intactas. Por ejemplo, los castillos de Deal y de Camber, que se alzan en Inglaterra, en la costa de Kent, fueron construidos por En­ rique VIII en la década de 1540 para detener una posible in­ vasión francesa, y todavía se mantienen en pie perfectamente

ffiPortnut d eû ilçllt d'Atmtmaffiit fo r le J^oy de JSatice et "'VSateç Csj/nen¡t

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6

.Mutírti ¿ÍKtuditnir.i

El rey Enrique IV de Francia puso sitio en 1597 a la ciudad de Amiens, que había sido capturada por el ejército español. En este grabado se pueden ver las grandes murallas construidas por Enrique IV para proteger a sus hombres de la artillería de Amiens y del peligro de verse atacados por una columna de refuerzos españoles. Hoy día no queda en pie ninguna de estas fortificaciones, pero durante el seco verano de 1964 se tomó una fotografía aérea en la que aún se adivinaba la forma de las murallas y de dos de las fortalezas con forma de estrella.

conservados. Lo mismo sucede con las enormes murallas de Berwick-upon-Tweed, también en Inglaterra, que se alzaron en el siglo XVI para m antener a raya a los escoceses, o con el gran castillo de Carisbrooke, en la Isla de Wight, que se reconstru­ yó en los años 1590 para impedir que la Armada Española lle­ gara a las costas inglesas. Y tanto en Inglaterra como en Es­ cocia se construyeron durante la Guerra Civil de los años 1640 un montón de edificaciones de defensa que aún se mantienen

en pie. Además, incluso cuando una fortaleza de este tipo de­ saparece con el tiempo, todavía se aprecian rastros de ella en el terreno, que muestra desigualdades, o en las cosechas, que según su crecimiento nos indican dónde se alzaba la edifica­ ción. Por ejemplo, en esta fotografía de Amiens se ve perfec­ tamente la forma de las enormes defensas que se construyeron durante los sitios de 1597; lo cierto es que estudiando el te­ rreno no se nota que haya desigualdades, pero sin embargo,

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Portada del libro de John Cruso Instrucciones Militares para la Caballería, impreso en Cambridge en 1632. Cruso se quejaba de que los escritores anteriores que habían tratado sobre tácticas de caballería habían escrito sus obras «cómo si los únicos que las leyeran fueran hombres ya avezados en el arte militar». Por eso, decidió escribir un manual para principiantes, profusamente ilustrado (véase el dibujo de la página 21), que resultó ser muy popular.

IN S T R U C T IO N S

c a v a l l r ie 'ill coi n i i / >vun:r.

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viéndolo desde el aire, se puede seguir la forma de las cons­ trucciones gracias a las cosechas, que crecen de distinta mane­ ra en las zonas donde el suelo se ha removido mucho. Luego, una vez que hayamos averiguado cuanto podamos en los museos, los castillos, las murallas y las desigualdades del terreno, podemos acudir a los libros en busca de información sobre los soldados de la Europa del Renacimiento. Durante los siglos XVI y XVII se escribieron un montón de libros sobre la guerra y sus técnicas, algunos de los cuales incluían ilustra­ ciones. Este tipo de libros nos resultan de gran utilidad, pues estaban pensados para explicar a aquellos que querían llegar a oficiales qué tipo de cosas hacían los soldados y cómo las ha­ cían: en ellos se habla de las maniobras de adiestramiento, de cómo construían los campamentos y de cómo empleaban las armas (aunque, como veremos más adelante, muchos de los li­ bros no eran siempre todo lo claros que debieran haber sido). Precisamente, algunas de las ilustraciones que mostramos en este libro están sacadas de los escritos militares de aquella época. Y otro testimonio contemporáneo muy valioso es el que nos proporcionan los artistas. La guerra era uno de los temas fa­ voritos de muchos pintores y grabadores, y gran parte de los cuadros de la época reflejan con gran realismo las privaciones y la brutalidad que envolvían la vida de los soldados. Mira, por ejemplo, la ilustración que aparece al principio del libro; en ella vemos a las tropas de un ejército cortándoles la gargan­ ta a sus enemigos a sangre fría. Y mira también la pintura de la página 22, realizada por otro artista de Amberes, en la que se ve lo harapientos y bajos de moral que podían llegar a estar los soldados en invierno. No obstante, ni las pinturas, ni los libros, ni los museos nos pueden mostrar cuáles eran las viven­ cias de los soldados que lucharon durante esos cien años; para averiguarlo, debemos acudir a otras fuentes. Hay autores famosos como el español Cervantes o el alemán Von Grimmelshausen que sirvieron en el ejército y después, basándose en sus experiencias personales, escribieron vivos re­ latos sobre la vida de los soldados normales. Y disponemos de otro tipo de documentos, más breves, más numerosos, y quizá más fiables, que son las cartas y los diarios escritos por los sol­ dados que se encontraban en el servicio activo, y que descri­ ben los sucesos y las situaciones tal y como ocurrieron. Mu­ chos de estos relatos de primera mano hablan de los sufrimien­ tos y las desilusiones de dichos soldados, y algunos, como los de la página 10, son realmente conmovedores. En los archivos

de las bibliotecas y en otros lugares por el estilo se encuentran guardados documentos de este tipo, algunos de los cuales se leen fácilmente (cuando la persona que los escribió era más o menos culta), mientras que otros resultan casi imposibles de descifrar (los que escribían los soldados rasos que habían aban­ donado la escuela a los nueve años o incluso antes; en reali­ dad, muchos de ellos ni siquiera llegaron a ir). En cualquier caso, si nos tomamos la molestia de estudiarlas cuidadosamen-

Una colección de balas de cañón y otras armas de fuego de diferentes tamaños encontradas en uno de los barcos de la Armada Española que se hundió frente a las costas de Irlanda en 1588 y que fue explorado por los buceadores en 1970. En primer término aparecen balas de pistola, arcabuz y mosquete (cada una mayor que la anterior); a la derecha hay unas balas de cañón de metal, y a la izquierda unas de piedra. Todas ellas son macizas, la idea de rellenarlas con pólvora para que explotaran no se le ocurrió a nadie hasta después de 1590.

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Dos ejemplos de documentos en los que se reflejan las desgracias de la guerra. El de la derecha es una petición (procedente de Cheshire, Inglaterra) de dos granjeros de la región que fueron contratados para luchar en la rebelión realista de Sir George Booth que tuvo lugar en Cheshire en 1659. Estos dos hombres fueron capturados el 2 3 de agosto, durante la batalla de W innington Bridge, po r las fuerzas del Protectorado. Después de la restauración del rey en 1660 los desafortunados soldados tratados de obtener de aquellos que los habían contratado alguna compensación por sus sufrimientos. En la traducción que aparece bajo el texto se han marcado los finales de línea con guiones diagonales. El segundo ejemplo está en español, y procede de los Países Bajos, de 1594. Se trata de otra petición de dinero, esta vez de los soldados al gobierno que los contrató. Según ellos, les deben el salario de cien meses (una exageración, sin duda), y hacen saber al gobierno las consecuencias que puede tener el que no les paguen. La propia escritura de la carta, sumamente infantil, la hace aún más amenazadora. Este papel fue enviado al gobierno central de España para mostrar el estado de desmoralización de las tropas.

T ra d u cció n

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A sus Honorables Majestades los Jueces de Paz de Northwich Hundred, la Humilde Petición de Edward Morton y William Gwenn, que humildemente Exponen./.

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T ran scrip ción

Cien pagas nos deben, y me parece que no hacen caso de nosotros. No se espanten por cosas que viesen pues así nos tratan, pues no nos pagan lo que tanto trabajamos. Aun de una miseria de hambre que nos dan, nos la van alargando de mes a mes. Tanto cargan al asno que a coces echan la carga, que por vida de Dios que nos lo han de pagar los que más cerca estuvieren, pues tan poco se acuerdan de nosotros, juro.

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Que considerando que estos pobres Suplicantes eran hombres trabajadores/ que fueron contratados por los habitantes de Sandbach para que sirvieran a su lu g a r/ en el último Combate del sumamente honorable Sir George/ Booth; y que así lo hicieron con fe y diligencia, olvidando sus tareas para ponerse a las órdenes del Excelentísimo Coronel Manwaring hasta q u e ,/ al dispersarse sus fuerzas, fueron capturados en W inington/ Bridge, y al no recibir ningún socorro de aquellos a los que ser-/vían, padecieron un encarcelamiento extremo y lleno de miserias, q u e / con sus escasas fortunas no podían aliviar; y al concluir dicha situación, y a causa de su aprisionamiento, y de la pérdida de tiempo que supuso,/ quedaron reducidos a un estado de absoluta necesidad, enfrentándose a una ruina segura. Considerando dichas premisas, estos pobres suplicantes ruegan a sus M ercedes/ la ya mencionada graciosa Orden de Jefes de Policía de Sandbach, a los q u e / sin duda los habitantes de dicho lugar se someterán,/ que paguen a estos pobres suplicantes/ lo mismo que otras Ciudades han pagado a los soldados que contrataron en Casos similares,/ para que así su perentoria necesidad se vea aliviada, y su mísera vida alegrada;/ y estos pobres Suplicantes (que ahora se echan a los pies de sus Excelencias,/ como Objetos de los que apiadarse) alzarán siempre sus plegarias p o r/ la salud y la felicidad de sus Excelencias./

Tres cascos de la década de 1570 procedentes de la Colección Wallace de Londres, una de las mejores colecciones de armas y armaduras que existen en Europa. Se trata de auténticas obras de arte, con una hermosa decoración, y dos de ellos llevan un enganche especial para poner una pluma. No obstante, al igual que sucede con las armas y las armaduras de casi todos los museos, no sirven como ejemplo de los artículos de baja calidad fabricados en masa para los soldados rasos de cualquier ejército.

te, es seguro que estas cartas nos proporcionarán mucha infor­ mación. Por último, contamos también con los informes oficiales que cada gobierno redactaba sobre sus fuerzas armadas. Entre és­ tos se encuentran cartas, informes sobre el dinero que se ha gastado, actas de reuniones, libros de órdenes, hojas de paga

y listas de todo tipo. En realidad, se ponía por escrito todo lo que pudiera tener relación con el ejército: de cuánto pan dis­ ponían las tropas, qué estatura tenían los soldados, cuántos de ellos morían en servicio, etc., y todos estos documentos oficia­ les nos han proporcionado también gran parte del material in­ cluido en este libro. 11

1. Los hombres y sus armas

Qué aspecto tenían Lo primero que tenemos que saber acerca de los soldados de los siglos XVI y x v i i es el aspecto que tenían. En los retratos que aparecen en estas páginas puedes ver que no se parecían

en nada a los soldados de hoy día. Lo más sorprendente, qui­ zá, sea el darse cuenta de que todos ellos llevan barba y bigo­ te, y algunos el pelo muy largo. No se trata de una casualidad, como podríamos pensar, pues en casi todas las ilustraciones del libro verás que sucede lo mismo. Lo que pasa es que en aquella

Página opuesta y abajo: Estos tres grabados están sacados de uno de los libros de maniobras militares más populares del siglo XVII, El Uso de las Armas: Arcabuz, Mosquete y Pica, escrito por Jacob de Gheyn y publicado en 1607. Con cada uno de los dibujos se pretendía mostrar la posición correcta para los soldados que manejaban cada una de estas armas. Cada dibujo aparece numerado, para que el oficial al cargo de la maniobra no

tuviera más que decir el número y com probar en el libro que todos sus hombres estaban haciendo lo que debían. Abajo: Una obra m uy posterior de Jan Boxel, Imágenes de las Maniobras con Armas, publicado en 1673, muestra que las cosas apenas habían cambiado desde la época de Gheyn. El sistema de enseñar por medio de dibujos numerados era el mismo, y lo único diferente es la ropa del soldado (y también su peinado).

época los soldados creían que el tener la cara llena de pelo les daba un aspecto más fiero, quizá con razón. El otro detalle que puede sorprender (a nosotros, por lo me­ nos) es que los soldados no llevaban una ropa determinada, a excepción quizá del cuerpo de guardia cuando desfilaba ante

la corte. Tampoco esto es una casualidad, pues se decía que si los hombres elegían sus propias ropas y se adornaban con plu­ mas, jubones y calzones de la forma y el color que más les gus­ tara, lucharían con más alegría y más valor. No fue hasta la dé­ cada de 1630 cuando algunos ejércitos como los famosos «guar-

Estos dos grabados, más o menos contemporáneos, muestran las limitaciones de las maniobras militares durante la época que nos ocupa. A la izquierda aparece un gallardo sargento mayor llevando la alabarda, el símbolo de su autoridad. Detrás de él, su compañía ejecuta una complicada maniobra... ¡pero sin marcar el paso! A la derecha, aparece el ejército holandés aproximándose al castillo de

Wedde, en Friesland, en 1593. Tampoco aquí los holandeses marcan el paso, ni los que avanzan en columna n i los que han formado en cuadrado. En cuanto a los hombres del extremo inferior izquierdo, no son soldados, sino pioneros, obreros reclutados especialmente para construir fortificaciones y excavar trincheras, que es lo que están haciendo en este momento.

dias azules» de Gustavo Adolfo de Suecia o los «chaquetas ro­ jas» del New Model Army inglés empezaron a vestir a sus sol­ dados con uniformes, todos iguales. En otros ejércitos, la úni­ ca manera de distinguir a los camaradas de los enemigos era la marca que tenían que llevar todos en la ropa, y que normal­

mente consistía en un pañuelo o un fajín de un color determi­ nado: rojo para España, azul para Francia, etc. Estos colores se llevaban utilizando desde por lo menos el siglo XIV, así que todos los soldados (¡a menos que fueran daltónicos!) sabían lo que significaban.

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Las armas En aquella época se suponía que cada hombre deüia llevar una espada y un puñal, aunque las ilustraciones que tenemos aquí nos muestran las otras dos armas principales que llevaban los soldados de infantería: la pica y el mosquete. Además, las mismas ilustraciones nos enseñan cómo se utilizaban. La pica

era el arma más corriente, a pesar de que su extremada longi­ tud (entre 4,5 y 6 metros) la hacía muy difícil de manejar. Las ilustraciones de esta página nos muestran que el uso de la pica ofrecía dificultades, y en las de la página siguiente vemos que realmente los hombres que la manejaban se podían encontrar con muchos problemas. Se trata de una serie de dibujos que muestran la posición correcta de la pica en el momento de ata­ car a otros soldados de a pie: los hombres avanzan con las pi­ cas apuntando hacia delante, listos para hundirlas en la cara del enemigo. Sin embargo, la posición de la pica para utilizar­ la contra la caballería era diferente: el soldado tenía que apo­ yarse el extremo superior contra el talón, apuntando al pecho del caballo (cuyo jinete a su vez trata de clavar su pica en el soldado; por algo llevan armadura los dos combatientes). Por

Una lanza contra una pica: ilustración contemporánea sacada de otro manual de maniobras muy popular durante la primera mitad del siglo XVII: la obra de Joan Jakob von Wallhausen La Destreza Militar a Caballo. En ella se trata de mostrar la posición correcta tanto del piquero como del jinete, aunque no cabe duda de que si los dos combatientes hacían exactamente lo que se les indicaba, ambos se encontrarían con problemas.

lo general, los piqueros luchaban en filas apretadas, y muchas veces formaban un cuadrado con las armas apuntando hacia afuera, como si fueran un gigantesco erizo o un puerco espín. M ientras m antenían esta formación en cuadrado muy pocos ji­ netes se atrevían a atacarlos. En cuanto al mosquete, aunque no abultaba tanto como la pica, ni mucho menos, tampoco era nada fácil de usar, y ade­ más era muy lento: para cargarlo y dispararlo hacían falta nada menos que veintiocho movimientos, que como es lógico reque­ rían varios minutos. Además, se trataba de un arma muy pe­ sada, de casi 9 kg de peso, es decir, unas tres veces el peso de un rifle moderno, y sólo se podía disparar apoyándolo en un pie en forma de horquilla. Y aparte del mosquete y el pie cada soldado tenía que llevar: 15

Parte de dos secuencias de ilustraciones de La Destreza Militar a Pie, de Wallhausen. A l igual que en la página 12, cada movimiento aparece numerado, aunque en este caso junto a la ilustración aparece un texto que describe lo que debe hacer el soldado. Los rasgos más característicos del equipo del piquero son la pesada armadura que tenía que llevar, y la extremada longitud de su arma, que la hacía difícil de manejar. En cuanto a los dibujos de los

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mosqueteros, fíjate en el trozo de mecha encendida que tenían que llevar todo el tiempo, y en las bolsas de munición que llevan colgadas de la dragona (la correa del hombro). Se dio más de una vez el caso de que un soldado se hiciera volar por los aires a sí mismo por descuido, al acercar demasiado la mecha a la pólvora que llevaba colgada.

Despliegue de las armas y armaduras utilizadas por la infantería suiza durante el siglo XVI. Algunas de las armaduras aparecen pulidas y brillantes, mientras que otras están pintadas de , negro; unos de los hombres apuntan con sus picas a la cara de sus enemigos, y otros empuñan alabardas. Los soldados suizos eran famosos por su valor y su firmeza en la batalla. En la pared, detrás de los soldados, aparece un cuadro de Hans Holbein en el que se ve a las tropas suizas luchando (véanse los mapas de la página 51).

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1 Exterior

Cazoleta

1 Amartillado, Listo para disparar

Mecha

Percutor Serpentina

Mecanismo de mecha Martillo Fiador Muelle principal ^ Tope Diente intermedio Diente final

Cubierta de la cazoleta Muelle del fiador

2 Momento del disparo

2 Interior

Mecanismo de pedernal Visto desde el interior

Secuencia del disparo de los mosquetes de mecha y de pedernal. En los diagramas del mecanismo de mecha, en el (1) aparece la serpentina que presiona la mecha encendida contra la pólvora de la cazoleta. En el (2) las flechas indican el movimiento del mecanismo en acción. En cuanto al mecanismo de pedernal, que reemplazó al de mecha durante el siglo XVII, es menos arriesgado: al apretar el disparador, el fiador libera el tope, y el martillo cae hacia delante, haciendo que el pedernal golpee contra el percutor. Es únicamente entonces, al golpear el percutor, cuando la pólvora de la cazoleta queda expuesta a las chispas que le harán prender. Derecha: Un mosquete original disparado desde un pie en forma de horquilla. Ya se ha apretado el disparador y la pólvora ha prendido. En la fotografía se puede ver claramente la pólvora que sale del cañón al hacer explosión.

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Disparador

Un mosquetero contra un jinete. Aunque el mosquete tenía más alcance de lo que muestra este dibujo, se tardaba tanto en volverlo a cargar que el mosquetero sólo tenía tiempo de disparar una o dos veces antes de tener a la caballería encima de él. Por eso, lo más prudente era esperar hasta el último minuto antes de disparar, ya que si fallaba el blanco estaba perdido.

— la pólvora para cargarlo, en unas bolsitas que se colgaban de la dragona (la correa que pasa por encima del hombro) — un frasco aparte con la pólvora especial, más fina, que ha­ bía que poner en la cazoleta — un trozo de mecha que ardiera despacio para prender la pólvora de la cazoleta (y algo con lo que encender la me­ cha) — un pedazo de plomo y un molde con el que hacer las ba­ las (¡cada soldado tenía que hacerse las suyas!) — y unos cuantos objetos más. El arma se disparaba aplicando la mecha a una carga de pól­ vora que se colocaba en la cazoleta, que a su vez prendía la carga principal que se encontraba en el cañón. Si se apuntaba bien, una bala de mosquete, de unos 3 cm de diámetro, podía matar a un hombre a una distancia de hasta 400 metros. Sin embargo, como es natural, con un arma tan complicada de ma­ nejar, siempre había algo que salía mal. Si no se ponía bastan­ te pólvora, la bala se quedaba muy corta, pero si se ponía de­ masiada, entonces el cañón del mosquete le estallaba en la cara al que lo disparaba. E incluso aunque la carga de pólvora fuera correcta, podía suceder que la pólvora de la cazoleta estallara sin prender la del cañón, y si el mosquetero no era muy cuida­ doso, también era posible que se le cayera la bala antes de dis­ parar. No obstante, el percance más corriente era que la me­ cha se apagara en el momento crítico, sobre todo si llovía, con lo que el soldado quedaba indefenso. No cabe duda de que por eso es por lo que, como podemos ver en las ilustraciones de

las páginas 52 y 53, en la batalla de Nórdlingen los mosquete­ ros se mantuvieron todo el tiempo junto a los piqueros para poder correr a esconderse detrás de ellos en caso de apuro. A causa de todo esto, los soldados veteranos solían mofarse de los mosquetes, diciendo que sólo servían para asustar a un enemigo sin experiencia con el ruido de la pólvora al estallar. Sin embargo, se equivocaban. Los expertos militares estaban continuamente experimentando para conseguir hacerlos más manejables, más seguros y más precisos. Así, a principios del siglo XVII descubrieron que se podía sustituir la mecha por un trozo de pedernal que, al golpear contra el percutor de metal, producía una chispa que encendía la pólvora de la cazoleta, que a su vez hacía explotar la carga principal. A partir de en­ tonces se fue reemplazando poco a poco el mecanismo de me­ cha por el de pedernal, con lo que el mosquete fue cobrando una importancia cada vez mayor en las técnicas de guerra eu­ ropeas. Sin embargo, ya antes de eso las tropas de caballería se ha­ bían tomado muy en serio las armas de fuego. Durante el siglo XVI, al igual que había sucedido en la Edad Media, los jinetes dependían de una armadura pesada para protegerse de los dis­ paros y los golpes de pica. Luego, a medida que fue aumen­ tando la precisión y el alcance de tiro de los mosquetes, quedó claro que sus armaduras no bastaban para protegerlos, por lo que la caballería empezó a luchar contra los piqueros utilizan­ do carabinas de caballo y pistolas largas que se guardaban en unas pistoleras especiales en la silla de montar (en la ilustra19

La armadura completa de la izquierda se reservaba para ocasiones de ceremonia, y se fabricó hacia el 76 0 0 en la Armería Real de Greenwich para Lord Buckhurst; pesaba más de 32 kg. La segunda es una armadura para utilizarla solamente a caballo; se fabricó en

Italia en la década de 7620 para el Duque de Saboya, y pesa unos 27 kg. En cuanto a la del dibujo de la derecha, se trata de una armadura completa muy similar a la primera, y fue diseñada por un artista de la corte inglesa en la década de 7600.

ción de la página 21 se ven bastante bien). Sin embargo, con­ tra la artillería y los mosqueteros no tenían ninguna defensa: un grupo de jinetes que se moviera con lentitud con toda su armadura puesta ofrecía un blanco perfecto.

en esta página, con grabados en oro y adornadas de la cabeza a los pies, se utilizaban para desfiles y actos de ese tipo, no para luchar. Una de las más hermosas (y también de las más completas) que han llegado hasta nosotros se fabricó, irónica­ mente, para el jefe de la artillería francesa, es decir, el hombre que se encontraba al mando de los enormes cañones que con­ virtieron la armadura en algo inútil. ¡Y lo que es seguro es que a él jamás se le hubiera ocurrido marchar a la batalla con ella puesta!

La armadura Aunque hoy día se conservan bastantes armaduras realmen­ te magníficas, la mayor parte de ellas, como las que aparecen 20

Izquierda: La caballería no siempre utilizaba lanzas, a veces empleaba carabinas o unas pistolas grandes fabricadas especialmente para utilizarlas a caballo. Este dibujo del manual de Cruso de 1632 (véase página 8) muestra a dos regimientos de caballería enfrentándose en la lucha. Abajo: Una resistente «langostera» realizada en Inglaterra a mediados del siglo XVII. Se producía en masa y se fabricaban para utilizarlas, no como decoración; protegían la cabeza, la nariz, las orejas y el cuello de los soldados de caballería contra los golpes de espada. El tornillo de la pieza de la nariz permitía que ésta se subiera o se bajara.

Una de las respuestas de la caballería ante la invención de los grandes cañones consistió en aumentar la rapidez de su ata­ que, convirtiéndose en un blanco móvil más difícil para las ba­ las. Descubrieron que si atacaban lo bastante deprisa, la arti­ llería no podía disparar más que dos veces antes de que la al­ canzara la caballería, y por tanto los jinetes decidieron aban­ donar su pesada armadura, conservando únicamente los pro­ tectores del pecho y la espalda, y a veces también las piezas que cubrían los muslos. Una armadura de este tipo es por ejem­ plo la que aparece en el centro de la página anterior, o las que llevan los soldados del grabado de esta misma página, que muestra a la caballería lanzándose al ataque. Además de la armadura, todos los soldados llevaban casco durante la batalla, y el más famoso de ellos es el llamado «mo­ rrión», del que puedes ver tres ejemplos en la página 11. Lue­ go, en el siglo. XVII, la caballería lo reemplazó por la «langos­

tera», utilizada por ejemplo por los dos bandos que se enfren­ taron durante la G uerra Civil inglesa. En cuanto a las armas, la nueva caballería prefería las espadas antes que las lanzas o las pistolas, y las manejaba de manera que causaran el mayor daño posible a sus enemigos. Es decir, que las tácticas del gra­ bado de esta página en el que los soldados de caballería llevan grandes pistolas pasaron de moda rápidamente. Te habrás fijado en que, ya lleven armadura, monten a ca­ ballo o luchen con pica, todos los soldados de las ilustraciones tienen un aspecto limpio, saludable y alerta. Sin embargo, la realidad no siempre se ajustaba a esta imagen. Es cierto que había ocasiones en las que los soldados parecían auténticos príncipes, como en esta descripción realizada en 1567 por un francés que estuvo observando al ejército español mientras avanzaba: «Había 10.000 soldados de a pie, veteranos curti­ dos todos ellos, e iban tan bien equipados con ropas y armas 21

Pieter Snaeyers fue un artista militar que vivió en Amberes. En este cuadro muestra al ejército español acampado alrededor de Aire-sur-le-Lys en 1641. Las fortificaciones de los sitiadores son muy parecidas a las murallas que levantó Enrique IV alrededor de Amiens y que aparecen en la página 6.

(muchas de ellas con incrustaciones de oro) que cualquiera ha­ bría pensado que se trataba de capitanes, más que de soldados rasos. Es más, uno pensaría que eran príncipes, tal era el or­ gullo, la dignidad y la arrogancia con que desfilaban». Pero ningún ejército conservaba ese aspecto durante dema­ siado tiempo. En muchas ocasiones los soldados se veían obli­ gados a luchar descalzos y casi desnudos, pues aunque al unir­ se al ejército cada uno recibía una muda completa de ropa, du­ rante el servicio activo ésta se rompía enseguida, y a veces pa­ saban meses e incluso años antes de que les dieran ropa nue­ va. Por ejemplo, en 1646 un oficial del ejército parlamentario inglés destacado en Cheshire se quejaba de que sus hombres no tenían «ni un andrajo con que cubrir su desnudez, ni un penique en el bolsillo; para ser sinceros, he de confesar que si no lo hubiera visto con mis propios ojos no lo creería». Más o menos por esa misma época, en 1641, unos soldados del ejér­ cito español destacado en los Países Bajos soportaban una si­ tuación igual de sombría; en esta ocasión sus privaciones se des­ criben en un cuadro que aparece en esta misma página. En él vemos que los hombres van descalzos y casi desnudos mien­ tras se abren paso a través de la nieve; no es de extrañar que uno de ellos (en el centro, bajo el árbol) se esté muriendo: jun­ to a él aparece el capellán, escuchándole en confesión. Pero ni siquiera un cuadro «realista» como éste nos mues­ 22

tra toda la verdad acerca de los soldados de los siglos XVI y Para empezar, el cuadro no nos dice lo bajos que nos pa­ recerían hoy día la mayoría de los hombres; incluso en los re­ gimientos especiales como la Guardia Real de Luis XIV, don­ de se elegía a las tropas por su elevada estatura, el soldado más alto medía 1,75 m. Es más, sólo había diez hombres, de los 3.500 que componían la Guardia, que midieran más de 1,73. La explicación a esto es que en aquella época los habi­ tantes de Europa eran por término medio mucho más bajos que la población actual, quizá incluso 30 cm más bajos: en todo el conjunto de la población, sólo uno de cada treinta medía más de 1,50. Además, tanto los soldados como los civiles nos habrían pa­ recido terriblemente feos, pues normalmente estaban desfigu­ rados tanto por la lucha como por las enfermedades. En efec­ to, cada vez que encontramos un informe del ejército en el que se describe el aspecto de los soldados, nos encontramos con que muchos de ellos estaban cubiertos de marcas de viruela, les faltaban casi todos los dientes, o tenían deformaciones de uno u otro tipo en la cara. Esto no debe extrañarnos si tene­ mos en cuenta los escasos adelantos de la medicina por aquel entonces. Además, la mayor parte de los soldados mostraban en su cuerpo las marcas de las heridas sufridas durante la lu­ cha: a unos les faltaba un ojo, otros estaban llenos de cicatri­ ces de pica o de espada, y muchos eran mancos o cojos, mien­ tras que muchos otros recibían heridas tan graves que tenían que abandonar el servicio activo. Por desgracia, algunos de es­ tos últimos no tenían ningún medio de ganarse la vida y se veían obligados a mendigar para poder sobrevivir. En resu­ men, no debemos olvidar que aunque algunos soldados y ofi­ XVII.

cíales salían intactos de todas sus campañas y tenían el mismo aspecto pulcro y alerta de los hombres de los retratos que apa­ recían al principio del capítulo, también había muchos que no lo conseguían, y después de cada lucha los ejércitos dejaban tras de sí un rastro de vidas humanas destrozadas o perdidas en el campo de batalla.

De dónde procedían los soldados Hoy día los ejércitos suelen reclutarse en el mismo país para el que van a luchar, es decir, que durante las guerras de este siglo el ejército alemán lo componían sobre todo soldados ale­ manes, el francés soldados franceses, etc. Todos opinan que es la medida más segura: si los hombres luchan para defender su país, su familia y sus posesiones, lucharán con más entusias­ mo. Sin embargo, en los siglos pasados las cosas eran muy di­ ferentes. El problema principal era que no había ningún gobierno eu­ ropeo que pudiera permitirse m antener un gran ejército pro­ fesional permanente, y por tanto en las épocas de paz desmo­

vilizaban a casi todos los soldados para ahorrarse el dinero de su paga. Sin embargo, cuando estallaba una guerra cada go­ bierno tenía que reclutar sus fuerzas partiendo de cero, y ade­ más tenía que hacerlo a toda prisa. Para ello lo más sencillo era conseguir hombres que ya hubieran luchado en guerras an­ teriores y que, por consiguiente, supieran utilizar la pica y el mosquete. No cabe duda de que dentro del propio país se po­ dían encontrar veteranos de éstos (a menos que hubiera pasa­ do mucho tiempo desde la última guerra), pero también es casi seguro que no serían suficientes, por lo que habría que buscar al resto de las tropas experimentadas en el extranjero. En ge­ neral, las regiones que más soldados proporcionaban a los ejér­ citos europeos eran las zonas montañosas, así como las áreas cercanas a las fronteras políticas conflictivas, que solían ser es­ cenario de muchas batallas. Y, en efecto, había unas cuantas zonas de Europa que «ex­ portaban» soldados adiestrados, como los estados del sur de Alemania, los cantones suizos y los Balcanes. Se trataba en ge­ neral de zonas montañosas con terrenos malos para la agricul­ tura y que normalmente contaban con una población mayor 23

El alistamiento: un soldado se une al ejército de Alemania en la década de 1570. El capitán está pagándole el salario de los primeros meses mientras que el escribano de la compañía pone su nombre en la lista. En el dibujo inferior, los soldados se unen al ejército de Alemania en 1630. Lo único diferente son las ropas que llevan.

que la que podían alimentar, que poco a poco fueron desarro­ llando la tradición de que los jóvenes activos que no tenían tra­ bajo en casa se marchaban para unirse a algún ejército, a cual­ quiera de ellos, para ganar así algo de dinero. Unas veces eran los propios nobles de la región los que reclutaban a los hom­ bres creando una compañía entera, y a veces incluso todo un regimiento, que luego «alquilaban» a cualquier gobierno que estuviera dispuesto a pagarles, y otras eran los hombres los que partían por su cuenta en busca de un ejército que quisiera con­ tratarles. Al final llegó un momento en el que se podían en­ contrar tropas alemanas, suizas y «albanesas» (de los Balcanes) en casi todos los ejércitos de Europa, luchando junto con los hombres del país al que defendían. Sin embargo, estos soldados profesionales dispuestos a com­ batir con cualquier jefe que les pagara, estos «mercenarios» como se les llamaba, no eran nunca de fiar. Por ejemplo, hubo

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ocasiones en que un ejército perdió una batalla porque los mer­ cenarios se negaron a luchar hasta que les pagaran, y hubo otras en las que los mercenarios se cambiaron de bando por­ que el enemigo les ofreció más dinero. Por tanto, era raro en­ contrar un ejército que estuviera compuesto por mercenarios en más de un tercio, o como mucho la mitad. El resto estaba compuesto por reclutas nuevos procedentes del país del go­ bierno que mandaba el ejército. Aunque en aquella época ha­ bía zonas en las que el servicio militar era obligatorio, y tam­ bién existía una táctica que consistía en secuestrar a los hom­ bres y llevárselos a la guerra en contra de su voluntad, normal­ mente bastaba con pedir voluntarios. Para ello, un oficial y un par de veteranos recorrían los pueblos tocando un tambor y ofreciendo una recompensa en metálico, comida y la promesa de futuros salarios para todo aquel que se uniera al ejército mientras durara la guerra. Los nombres de los que aceptaban la oferta se anotaban en una lista (de ahí viene el término «alis­ tarse»), y a cambio recibían su recompensa en público. Los dos dibujos de la página anterior, uno de la década de 1570 y otro de la de 1630, muestran ese momento: el capitán de recluta­ miento entrega al nuevo recluta su dinero de alistamiento. Por otra parte, el número de voluntarios variaba según la estación del año: en las épocas en que había menos trabajo (y por consiguiente menos dinero que ganar) la oferta de la re­ compensa en metálico y los futuros salarios parecían muy ten­ tadores, mientras que en el verano, por ejemplo, cuando todo el mundo estaba ocupado cosechando el cereal, no había ma­ nera de reclutar soldados. En esos casos los oficiales de reclu­ tamiento se veían obligados a adoptar otros métodos, como ofrecer el perdón a los condenados a la horca por algún delito a cambio de que sirvieran en el ejército durante un período de­ terminado, o aceptar a los que eran demasiado vagos o dema­ siado alcohólicos o estaban demasiado enfermos como para ga­ narse la vida por otros medios. Al final, en muchas zonas hubo que implantar una especie de servicio militar obligatorio para forzar a los civiles a unirse al ejército quisieran o no. William Shakespeare nos dejó una excelente descripción de la aplica­ ción de este último método durante el reinado de Isabel I en la Segunda Pai te del rey Enrique IV. En ella, el capitán de reclutamiento, Sir John Falstaff, llega junto con su ayudante, el cabo Bardolph, a un pueblo de Glou­ cestershire para seleccionar a cuatro hombres para el ejército. Los jueces de paz de la población, llamados Shallow y Silence, ya han elegido a cinco posibles reclutas, para que Falstaff se

Tern ero : Mi buen señor cabo Bardolf, sed mi amigo. He aquí cuatro enríques de diez chelines en moneda francesa, para vos. En honor a la verdad, señor, me gustaría tanto ser ahorcado como partir. Y, sin embargo, señor, por mi parte me es igual; pero obedece a que no quisiera, porque tengo el propósito de quedarme con mis amigos; de otro modo, señor, lo que es por mí, no me inquieta nada. B ard o lf ; Bien; poneos a un lado. M ohoso : Ahora, mi buen señor cabo capitán, por

consideración a mi anciana madre, sed mi amigo. No tiene a nadie en casa que la cuide cuando yo marche, y es vieja y no puede ayudarme. Tendréis cuarenta chelines. B ard o lf ; Vamos, separaos a un lado. DÉBIL: Por mi fe, a m í me es igual. Un hombre no puede

morir más que una vez. Debemos a Dios una muerte. No tendré jamás un alma cobarde. Si ése es mi destino, sea; si no, sea también. Ningún hombre es demasiado bueno para servir a su principe, y siga el camino que quiera, el que muera este año estará libre para el próximo. B ard o lf : Bien dicho, era un bravo mozo. DÉBIL: Por m i fe , ja m á s tendré alm a de cobarde. Falstaff ; Veamos, señor: ¿qué hombre m e llevo? S h a l lo w : Escoged los cuatro que os plazca. B ard olf : Señor, una palabra. Tengo tres libras para librar a Mohoso y a Tenero. Falstaff : Está bien: retírate. Otro ejemplo de alistamiento: en Inglaterra Sir John Falstaff obliga a alistarse a cuatro soldados para ir a la guerra en 1590. ¡En este caso son los soldados los que ofrecen dinero al capitán para que no les haga unirse al ejércitoI

lleve a los que prefiera: un campanero llamado Bullcalf (Ter­ nero Estúpido), un sastre llamado Feeble (Débil), y tres hom­ bres sin trabajo llamados Mouldy (Mohoso), Shadow (Sombra) y W art (Verruga). ¡Desde luego, una bonita colección! Feeble estaba temblando de miedo, W art tenía unas piernas ñacas como palillos y era demasiado débil como para cargar con un mosquete (no digamos para dispararlo) y Shadow era tan del­ gado que, como decía Falstaff, disparar contra él sería para el enemigo como disparar contra el borde de un cortaplumas. En cuanto a los otros dos, cuando se dieron cuenta de lo que iba a suceder, llamaron al cabo Bardolph a un lado: 25

—Sed amigo mió —dijo Bullcalf el campanero—. Antes pre­ feriría que me ahorcaran que ser soldado. Os daré dos libras si me dejáis quedarme. —Muy bien —dijo Bardolf. Entonces Mouldy decidió usar la misma treta: —Sed amigo mío —dijo—. Por el bien de mi madre, no me elijáis. Os daré otras dos libras. —Muy bien —dijo Bardolph. Sin embargo, Feeble el sastre no estaba dispuesto a hacer lo mismo, y aunque estaba asustado, sabía cuál era su deber. Dijo: —A mí me da igual. Un hombre no puede morir más que una vez, y nadie es demasiado bueno para servir a su príncipe. Y así fueron seleccionados los menos adecuados, Feeble, Shadow y Wart, mientras que los más fuertes se quedaron en casa. Siguiendo estos métodos se podían llegar a reunir ejércitos enormes, como el de Felipe IV de España, que en 1625 tenía reclutados a 300.000 hombres (aunque no todos estaban en el mismo lugar), o el de Gustavo Adolfo de Suecia que, en 1631, tenía 120.000 soldados en Alemania, mientras que sus enemi­ gos probablemente tenían tantos como él. Ante semejante con­ centración de hombres, lo primero que había que hacer era or­ ganizados en unidades más pequeñas y establecer una cadena de mando que uniera al capitán general con el soldado más in­ significante. En primer lugar, cada hombre pertenecía a una «sección» o un «escuadrón» de unos veinticinco soldados bajo el mando de un cabo. Esta sección pertenecía a una compañía de unos 150 hom­ bres bajo el mando de un capitán. La compañía, a su vez, se encuadraba en un regimiento de unos 1.500 hombres bajo el mando de un coronel. Unas veces los regimientos permane­ cían estacionados en una guarnición, manteniéndose como uni­ dades más o menos independientes, y otras veces se unían a otros para formar un ejército de campo bajo el mando de un general. En ambos casos, a las tropas que luchaban se les unían una serie de oficiales administrativos que se encargaban de pro­ porcionar a los soldados todo lo necesario: médicos, cirujanos y capellaneá, que se encargaban de su salud física y espiritual, y‘ furrieles, oficiales pagadores y oficiales de suministros que se encargaban de sus necesidades corporales. Por lo general, los oficiales pertenecían a las clases altas, y solían proceder de la misma región que los hombres que te­ nían a su mando (es más, como ya hemos visto, muchas veces

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La cadena de mando Rey Lord General o Capitán General oficiales generales: furriel-general pagador-general capellán-general cirujano-general, etc. general dé artillería

general de caballería

general de infantería

unidades de artillería

coronel, al m ando de un regim iento de caballería ( 1.500 hombres)

coronel, al m ando de un regim iento de infantería (1 .5 0 0 hombres)

I

I capitán, al m ando de una compañía de caballería (1 0 0 hombres)

capitán, al mando de una compañía de infantería (1 5 0 hombres)

corneta, al m ando de una tropa de caballería (25 hombres)

cabo, al mando de una sección de infantería (25 hombres)

ellos mismos se encargaban de elegir a sus hombres). Normal­ mente servían como soldados rasos durante un breve período de tiempo, para obtener experiencia de primera mano sobre los problemas y las condiciones de la vida militar, aunque casi siempre estos «soldados caballeros» recibían un trato especial. Para empezar, disfrutaban de privilegios tales como pagas ex­ tras y raciones de más, y además estaban exentos de las tareas más desagradables de la vida en el campamento. Por otra par­ te, a los soldados corrientes de origen humilde les era prácti­ camente imposible ascender por encima del rango de cabo o sargento (los llamados «suboficiales»). Es decir, que el ejército estaba dividido en clases sociales, y sin embargo, a pesar de eso, todos los soldados, ya fueran oficiales, soldados caballe­ ros o soldados rasos, eran en cierto modo miembros de una misma familia: cuando escaseaba la comida, todos pasaban hambre, cuando se luchaba, todos corrían el riesgo de morir o quedar mutilados, y cuando obtenían una victoria, todos com­ partían el triunfo y el botín. En resumen, que como ya vere­ mos, la vida militar, aunque en muchos aspectos no era igual para todos, en muchos otros sí lo era.

2. La vida en el ejército

Gracias a nuestras diversas fuentes de información pode­ mos hacernos una idea bastante aproximada de cómo era la vida militar durante los siglos XVI y XVII. Ya hemos visto las privaciones y las penas que soportaban los soldados de las dis­ tintas naciones, y también los consuelos y las alegrías de que disfrutaban. Lo cierto es que durante la mayor parte del tiem­ po la vida resultaba muy difícil para todos y, como es de su­ poner, cuanto más bajo estuvieras en el escalafón, más dura sería tu existencia.

El alojamiento, la comida y la paga Cuando el rey Enrique VIII de Inglaterra invadió Francia en 1513, hicieron falta tres grandes carros sólo para llevar las tiendas en las que iba a vivir durante la campaña. Una vez al­

zadas, estas mismas tiendas cubrían una superficie de 372 me­ tros cuadrados... es decir, el tamaño de un campo de fútbol. Además, otro carro se encargaba de transportar el objeto fa­ vorito del rey: una «casa de madera» compuesta de secciones especiales que se podían montar y desmontar en cada parada. Lo cierto es que casi ningún ejército del siglo XVI iba man­ dado por su propio rey, y desde luego el extravagante Enrique VIII no puede ser considerado de ninguna m anera como un gobernante europeo típico, pero aun así toda esa parafernalia que le rodeaba en la campaña de 1513 nos sirve para ilustrar el hecho de que los niveles de comodidad de los altos oficiales eran infinitamente más elevados que los de los soldados rasos. Las ilustraciones de las dos páginas siguientes nos revelan una de las principales diferencias: los oficiales de casi todos los ejér­ citos dormían en tiendas con un doble techo (una lona por denEl ejército inglés se prepara para repeler una invasión francesa en 1544. Fíjate en los anticuados arqueros ju n to al cañón, a la izquierda, y el tipo de fortificación, los bastiones del castillo de Portsmouth. Enrique VIII, a la derecha, m ontado a caballo, lo observa todo con aire de suficiencia.

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Este grabado del campam ento inglés de Enrique VIII en Marquison, cerca de Boulogne, en Francia en 1544, es una copia. Se realizó en el 1788 a p a rtir de una serie de originales que se encontraban en la casa de campo de Lord Montague en

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Cowdray, Sussex. Más adelante la casa se quemó, y todo lo que quedó de aquellos cuadros son estos grabados, m uy detallados, p o r cierto.

tro y otra por fuera, para que el interior se mantuviera más ca­ liente). En el dibujo de la página 28 puedes ver los distintos tipos de tiendas. En él aparecen los soldados levantando el campa­ mento: están desmontando las tiendas oficiales (unas son re­ dondas y otras cuadradas, y las hay de distintos tamaños) y do­ blándolas y, por cierto, parece que a unos se les da mucho me­ jor que a otros. En cuanto a los soldados rasos, no disponían de tiendas en las que dormir. Los oficiales decían que si lleva­ ban tiendas para que durmieran los soldados el equipaje abul­ taría demasiado, y por lo tanto se suponía que éstos, según la frase oficial, deberían «buscarse su propio alojamiento».

Cómo m ontar un campamento: tiendas para los oficiales y refugios rudim entarios para los hombres; cañones y armas alrededor del campamento, y cortafuegos entre las hileras de tiendas. Fíjate en los detalles curiosos: los soldados que juegan a las cartas a la derecha, las mujeres cocinando, los niños que juegan, el hom bre de la camilla, en el centro del dibujo, el novillo a punto de ser sacrificado en la esquina superior izquierda, o el hom bre que se bebe una enorme jarra de cerveza en la esquina inferior izquierda.

Muchas veces esto quería decir que los hombres tenían que dormir al raso, como mucho metiéndose debajo de un arbusto, y sabemos que durante las campañas de invierno muchos sol­ 29

dados morían de frío mientras dormían. Sin embargo, los ve­ teranos sabían cuidar de sí mismos, y lograban salir bastante bien parados de este tipo de situaciones. Si en la zona del cam­ pamento había árboles, entonces cortaban ramas para hacer con ellas una especie de colchón que cubrían con paja, con tie­ rra o con una lona. Si por casualidad había casas abandonadas por los alrededores, entonces arrancaban las puertas, las con­ traventanas y todos los trozos de madera que pudieran servir­ les para construirse una cabaña. En el segundo dibujo, publi­ cado en 1573, aparecen varios soldados fabricándose refugios con estos materiales. En realidad, una de estas «casitas-refugio» podía resultar mucho más caliente que una enorme tienda o una casa aban­ donada. Por ejemplo, Elis Gruffud, un soldado galés curtido y emprendedor del ejército de Enrique VIII escribió en su dia­ rio de campaña que una m añana de invierno se despertó en la caseta que se había fabricado, después de haber dormido «tan calentito como un cochinillo», y en una tienda cercana oyó a un hombre que exclamaba: «¡Caballeros, si anoche hubiera sa­ bido que íbamos a tener tanto hielo y tanta nieve, no me ha­ bría molestado tanto en quitar los piojos de la camisa; me ha­ bría limitado a sacarla a la intemperie para que se murieran de frío, como nos va a suceder a todos si seguimos aquí mucho más tiempo!» No obstante, no cabe duda que más de un sol­ dado muerto de frío, tendido en su humilde covacha, miraría con envidia hacia las enormes tiendas donde se alojaban el co­ mandante en jefe y los altos oficiales. Una vez que terminaba la campaña y los hombres se trasla­ daban a los cuarteles de invierno o a la guarnición que les co­ rrespondía, la vida resultaba un poco más cómoda. En Europa no se construyeron grandes cuarteles como los de hoy día hasta principios del siglo XVIII, y antes de esa época a cada soldado se le asignaba un lugar de alojamiento que solía ser una casa en el pueblo o la ciudad donde estuviera estacionado. En esa casa vivía con varios compañeros más, y todos ellos tenían dere­ cho a recibir gratis comida y cama (o parte de una cama, pues normalmente en cada una dormían dos o tres hombres), lo cual les parecía muy bien, pues tenían cubiertas todas las necesida­ des sin pagar nada a cambio. No obstante, para los civiles en cuya casa se alojaban este arreglo podía significar morirse de hambre, pues ni los obreros pobres ni los campesinos tenían co­ mida suficiente como para alimentar a dos o tres soldados ham­ brientos además de a su propia familia, por lo que muchas veces surgían problemas entre los dueños de la casa y los soldados. 30

También había ocasiones en que los propios oficiales esti­ mulaban la brutalidad de los soldados, como sucedió en 1519, durante las guerras irlandesas de Isabel I de Inglaterra, en las que el comandante de sus fuerzas en el Ulster, Sir Humphrey Gilbert, convirtió en costumbre el que cada vez que lanzaba un ataque «al territorio enemigo, mataba a hombres, mujeres y niños, y saqueaba, destrozaba y quemaba... cuanto podía, cui­ dando de no dejar a salvo nada que pudiera servir de uso o de alimento a los enemigos... El dar muerte a los granjeros con la espada equivalía a matar a los soldados de hambre, pues así se evitaba que escaparan y se pusieran a salvo», refugiándose entre la población local. Sin embargo, esta política tan cruel sólo se utilizaba normalmente en las zonas en las que, como en Irlanda, un gobierno extranjero estaba tratando de impo­ ner su autoridad sobre una población mayoritariamente hostil que tendía a dar cobijo a cualquier rebelde. Ante esta situa­ ción los militares pensaban que si los rebeldes podían vivir en­ tre los habitantes locales como pez en el agua, la mejor mane­ ra de matar al pez era secar el agua. Y no es de extrañar que semejante comportamiento hiciera crecer el sentimiento popular en contra de los soldados. A este respecto contamos con unos comentarios muy significativos de dos escritores diferentes. Uno de ellos es Barnaby Rich, que en 1578 escribió: «Si buscas un nombre para referirte a un ti­ rano, a un blasfemo, a un asesino, a un ladrón, a un saquea­ dor, a un desflorador, a un opresor, llámale simplemente sol­ dado». El otro es Geoffrey Gates, que en 1579 escribió: «Los soldados son una camada tan venenosa para su país nativo que es mejor vomitarlos fuera de la república antes de dejar que se alimenten de ella.» Pero los civiles tampoco se limitaban a las palabras a la hora de expresar su odio hacia los soldados: hubo ocasiones en que los soldados asignados a una aldea en particular se comporta­ ron de una manera tan atroz que la población civil se unió para atacar a las tropas de los alrededores. Hoy día esto nos puede resultar chocante, pues ahora sería dificilísimo que sucediera algo parecido, pero debemos tener en cuenta que en aquella época los civiles estaban casi tan bien armados como los pro­ pios soldados: tenían hachas, cuchillos, y muchas veces tam­ bién fusiles. Algunas veces se dio el caso de que los habitantes de alguna aldea tendieron una emboscada a un centenar de sol­ dados, o los asesinaron mientras dormían. Sin embargo, no era frecuente que las cosas marcharan tan mal: normalmente los soldados recibían una cantidad razona-

Dos soldados se han presentado, sin ser previam ente invitados, con sus esposas (y sus hijos) a comer y beber en la casa de un campesino que les pillaba de camino. Los campesinos se lim itan a mirar, aparentemente desvalidos, mientras los soldados exigen que les sirvan más bebida. Fíjate que tanto los soldados como sus fam ilias van vestidos con seda y encajes.

No obstante, no han llevado consigo sus armas, y los furiosos campesinos, m al vestidos pero armados con hachas y horcas, se han lanzado contra ellos, dando muerte a aquellos indeseables huéspedes. Estos dos cuadros son de un artista holandés, David Vinckeboons, que los pin tó en la década de

162.0.

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Derecha: Algunos de los artículos cotidianos que se encontraron a bordo del barco de guerra Vasa. En la fotografía aparecen una cuchara de madera, un plato y un barril de mantequilla, también de madera, y una taza y un cazo de barro.

ble de comida y bebida de sus anfitriones, y a cambio el go­ bierno les reducía a éstos los impuestos. Otras veces era el go­ bierno el que se encargaba directamente de la manutención de las tropas, y esto era siempre necesario cuando el ejército te­ nía que embarcar por alguna razón. Por ejemplo, a bordo del barco de guerra sueco Vasa, que se hundió en 1628 nada más salir del puerto de Estocolmo, se encontraron grandes canti­ dades de pan y otros alimentos divididos en raciones, listos para irlos repartiendo a los hombres cada día. Gracias a ellos sabemos que tanto la tripulación como los soldados estaban di­ vididos en grupos de unos ocho hombres, y que cada grupo te­ nía un pequeño barril de m adera en el que se encontraban ocho cuencos de barro, un cuenco más grande de madera, unas cuantas cucharas y un cuchillo. Aunque seguramente los hom­ bres emplearían estos utensilios para comer, no cabe duda de que el instrumento más importante eran los dedos. Además, les permitían beber 6 pintas (algo más de 3 litros) de cerveza al día. Es posible que ahora esa cantidad nos parezca un tanto excesiva, pero los hombres que se encontraban a bordo nece­ sitaban hasta la última gota de esta bebida, ya que se alimen­ taban de comida conservada en sal y no disponían de agua dul­ ce con la que apagar su sed. También se encontraron más o menos los mismos objetos en los barcos de la Armada Española que se equiparon aquí, en el otro extremo de Europa, y naufragaron frente a la costa de Irlanda en otoño de 1588. Los arqueólogos submarinos con­ siguieron dar con sus restos, y en ellos encontraron, entre otras cosas, grandes cuencos comunes, cucharas, tenedores y barri­ les para almacenar comida y bebida. Así, con las necesidades básicas de techo, ropa y comida so­ lucionadas, los soldados que no se encontraban en el servicio activo podían dedicarse a llevar una vida de ocio. Como ya ve­ remos más adelante, apenas se hacían maniobras, porque a na­ die le parecía im portante que los soldados marcharan marcan­ do el paso, y tampoco se hacían prácticas de tiro porque la pól­ vora y las balas eran demasiado caras como para «malgastar32

En el caso de los barcos hundidos de la Arm ada Española, el m ar ha deshecho casi todo lo que había. En la m ayor parte de los casos, lo único que queda son las armas de m etal (sobre todo los cañones de bronce y de hierro) y los objetos cotidianos que llevaban a bordo. La fotografía inferior muestra un gran cuenco de madera, de 4 6 cm de diámetro, utilizado por la tripulación del Trinidad Valencera, que se hundió ante la costa del Condado de Donegal, en Irlanda. La fotografía aparece un poco borrosa porque se tomó debajo del agua, mientras el cuenco estaba aún en el fondo del mar, tal como quedó al hundirse la nave.

Detalle del gran lienzo p intado p o r Pieter Brueghel, un artista de Amberes, en 1562 y que muestra «El Triunfo de la Muerte»: un ejército de esqueletos se acerca p o r la izquierda, llevándose por delante a las mujeres, los bufones y los amantes. Sólo los valerosos soldados a los que han sorprendido jugando se atreven a volverse, espada en mano, y m irarles a la cara. Este cuadro se encuentra hoy día en el Museo del Prado de Madrid, pues lo compró el rey Felipe II hacia el 1570. En realidad, Brueghel era uno de los artistas favoritos del rey.

las» cuando no había enemigo contra el que disparar. Además, como tampoco había uniformes, no había botones que pulir ni botas que limpiar. Por tanto, al no tener que emplear su tiem­ po llevando a cabo todas esas acciones sin recompensa que ocu­ pan gran parte del día de los soldados actuales en épocas de paz, los hombres de entonces se encontraban con un montón de tiempo disponible (precisamente en eso residía el gran atrac­ tivo de la vida militar; está claro que nadie se alistaba sólo para pasar hambre y arriesgarse a que le mataran). En la fotografía de la página 29 los soldados aparecen bebiendo, jugando a las cartas y a los dados, y cortejando a las damas de la localidad, más o menos las mismas actividades que aparecen en la ilus­ tración de esta página, un cuadro pintado por el artista ñameneo Pieter Brueghel en 1562, sólo que en éste se ha dado énfasis a la presencia siempre acechante de la muerte súbita.

Y no era sólo el enemigo el que podía poner en peligro los ratos de ocio de los soldados: también estaba la falta de dine­ ro. No es que los salarios fueran escasos, al contrario, eran bas­ tante más altos que los de los trabajadores agrícolas o los obre­ ros industriales no especializados. El problema era que la paga nunca llegaba a tiempo. La mayor parte de los gobiernos retrasaba cuanto podía la paga de sus tropas, y a veces los soldados podían pasar meses enteros sin ver un solo penique: por ejemplo, al term inar la pri­ mera Guerra Civil inglesa en 1647, a los hombres del New M o­ del Army les debían unos cuatro meses de paga, y a los del ejér­ cito español destacado en los Países Bajos en 1576 les debían entre tres y seis años de salarios atrasados. Por tanto, no es de extrañar que a veces las tropas se amotinaran en señal de protesta, negándose a luchar hasta que les pagaran. Estas 33

Boceto en acuarela de mediados del siglo XVII en el que aparece un ejército en marcha: los cañones, la carga, el ganado y los seguidores de la tropa van en el centro, mientras que la caballería y la infantería van rodeándolos. Era una buena idea llevar con ellos la comida «por su propio pie», p o r si acaso el enemigo había devastado los lugares por los que tenían que pasar.

«huelgas» solían dar resultado, pero sólo para aquellos que se amotinaban: ningún gobierno podía permitirse pagar a todos sus hombres de una sola vez, y por eso al final las unidades que más lata daban eran las que antes conseguían su dinero. No fue hasta mucho más adelante que los gobiernos empe­ zaron a darse cuenta de que (como dijo Napoleón siglos más tarde) «Un ejército marcha a ritmo de su estómago», y hasta mediados del siglo XVII ninguno se preocupó de proporcionar a sus hombres comida en vez de dinero. En 1650 los hombres de casi todos los ejércitos recibían al menos su pan de cada día: cada dos días les daban una hogaza de 1,5 kg hecha con una mezcla de harina de trigo y centeno, que se convirtió en la ración habitual de las tropas de toda Europa. Hoy día nos parecerá una dieta muy escasa, pero debemos tener en cuenta que es más de lo que podía esperar la mayor parte de la po­ blación civil de aquella época.

Los seguidores de las tropas y sus familias Aquí a la derecha aparece un dibujo en el que vemos un espléndido ejército en marcha, y en él vemos que los soldados de la Europa del siglo X V I no avanzaban ellos solos: en medio de la infantería, la caballería y la artillería, marchan unas co­ lumnas de mujeres. Una de ellas lleva su equipaje sobre la ca­ beza, y otra lleva una mochila (¿o quizá se trata de su bebé?). Además, todas ellas llevan bastones para caminar por el terre­ no desigual, y a su lado caminan los niños, las muías, las vacas (que servirán de alimento si es necesario) y las carretas de car­ ga en las que llevan toda clase de objetos, tiendas y equipos. El dibujo nos sirve para hacernos una idea de la cantidad de carros y seguidores de la tropa que había en cada ejército: muchas veces, sólo la mitad de la comitiva eran realmente sol­ dados, el resto eran mujeres, niños y criados que a veces su­ peraban en número a los componentes de las tropas. Además, 34

a estos seguidores había que alimentarlos, y la mayor parte de ellos exigían algún medio de transporte. Así, por ejemplo, en el año 1577 un ejército español de 5.300 hombres que se tras­ ladaba de los Países Bajos a Italia pidió raciones como para alimentar a 20.000 personas, es decir, que por cada soldado había tres acompañantes. Esta misma expedición llevaba un equipaje que pesaba 2.600 toneladas, y para transportarlo hi­ cieron falta quince asnos, 118 muías pequeñas y 365 muías grandes. Y unos cincuenta años después, las cosas no habían cambiado demasiado: en 1622 un holandés vio a una columna española que marchaba a la guerra y se echó las manos a la ca­ beza, horrorizado: «Jamás se habrá visto una cola tan larga en un cuerpo tan pequeño», escribió. «Un ejército tan pequeño

Grabado holandés de la década de 1590 realizado p o r lacob de Gheyn (véanse ilustraciones de las páginas 12 y 13). El hom bre del tambor, que además lleva una espada y un cuchillo, mantiene elevada la m oral de la tropa tocando su instrum ento m ientras avanzan aunque, p o r desgracia, unos soldados tienen adelantada la pierna derecha y otros la izquierda.

con tantos carros, mulos de carga, rocines, cantineros, lacayos, mujeres, niños, y toda una chusma que superaba con mucho al propio ejército.» En los ejércitos que permanecían movilizados durante mu­ cho tiempo, los hombres se alistaban jóvenes e iban enveje­ ciendo en el servicio activo, y muchos de ellos se casaban y te­ nían hijos. Así, el ejército se iba convirtiendo en el «hogar» de muchas mujeres y niños que no tenían ningún otro lugar donde ir. Por ejemplo, durante el conflicto que azotó Europa central desde 1618 hasta 1648, la llamada G uerra de los Trein­ ta Años, cada uno de los ejércitos se convirtió, al irse trasla­ dando de cada batalla o cada sitio al siguiente, en una gigan­ tesca ciudad ambulante con su propia vida comunitaria: había tiendas, servicios y familias, defendido todo ello por una mu­ ralla de hierro: las armas de los soldados. Al final, cuando ter­ minó la guerra, muchos de los habitantes de estas ciudades am­ bulantes se quedaron de repente sin «hogar», pues la vida del campamento era la única que conocían. Precisamente se escri­ bió una historia muy famosa acerca de la esposa de un soldado que, después de las guerras alemanas, no supo qué hacer al vol­ ver a la vida civil. La historia se llamaba «Madre Coraje», y fue convertida en obra de teatro por Bertolt Brecht. En cuanto a la vida de las esposas de los soldados, era tan difícil como la de sus maridos, pues además de cocinar y en­ cargarse de los niños tenían que realizar tareas para otros, ta­ les como lavar, limpiar, coser o arreglar ropa, para poder con­ seguir un poco de dinero extra para su familia. Y si su marido moría en la batalla, la única esperanza que les quedaba era ca­ sarse otra vez: «Madre Coraje», por ejemplo, se casó con ocho soldados, y todos menos uno murieron en la lucha. Por otra parte, si su marido era derrotado, su vida podía convertirse en un infierno, pues normalmente el campamento del ejército ven­ cido quedaba en manos del enemigo, y éste muchas veces les cortaba el cuello a todas las mujeres y niños que encontraba; y si se libraban de ese destino, entonces se convertían automá­ ticamente en esposas o criadas de los vencedores.

Las maniobras y la disciplina Si ahora tratas de imaginarte a un ejército en marcha, segu­ ramente pensarás en una serie de hileras ordenadas de solda­ dos marchando todos al paso y vestidos de uniforme. Pues bien, ya hemos visto que los soldados de la Europa del siglo XVI no llevaban uniforme, y en realidad tampoco se puede de­ cir que hicieran maniobras. Lo cierto es que se escribieron mu­ chos libros acerca de cómo debía luchar un soldado, pero de hecho prácticamente ninguno conocía las técnicas. La mayoría de los ejércitos no necesitaban más que unas cuantas órdenes esenciales, muchas de las cuales, como «pre­ paren las picas» o «sigan a su jefe», se decían de palabra, mien35

Vista aérea de la batalla de Naseby, ju sto antes de que diera comienzo la lucha el 14 de ju n io de 1645. El N ew M odel A rm y aparece en p rim e r plano, formado en hileras, m ientras que los realistas le hacen frente con la misma formación. A la izquierda, la caballería del príncipe Rupert se enfrenta a la de Ireton, m ientras que los Ironsides de Cromwell aparecen a la derecha. Delante del grueso de las tropas parlam entarias se ve perfectam ente a «la última esperanza», mientras que el rey Carlos aparece a caballo, guiando personalm ente a sus hombres. La batalla duró varias horas. Nada más empezar, la caballería del príncipe Rupert hizo huir a la de Ireton, sembrando la confusión, m ientras los hombres de Cromwell derrotaban a sus oponentes en el otro flanco. Por su parte, en el centro, los realistas fueron ganando terreno firmemente, pero el resultado final se decidió con el retorno de los jinetes victoriosos de Cromwell, que se echaron sobre la infantería del rey Carlos. Para cuando regresaron los jinetes de Rupert, la batalla ya había terminado: las fuerzas del rey habían sido derrotadas y, tal y como se vio más tarde, el resultado de la guerra quedó decidido. A l cabo de menos de un año, Carlos I se rindió, sin haber conseguido reunir otro ejército.

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Este diagrama muestra la disposición habitual del ejército en la batalla: la artillería a los lados y el grueso de las tropas agrupado en formaciones rectangulares para crear un frente estrecho pero profundo. Se trata de una ilustración aparecida en un tratado m ilitar de Leonard Digges publicado en 1579. En realidad, Digges era un matemático, y hasta varios años más tarde no presenció lo que era el servicio activo (con el ejército de la reina Isabel en los Países Bajos).

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tras que las otras se daban por medio de los redobles de un tambor. El problema de este último sistema de transmitir ór­ denes consistía en que, a pesar de que el tambor se oía muy bien, era fácil interpretar mal el toque. El ejército inglés, por ejemplo, contaba con cinco órdenes diferentes: «avance», «re­ tirada», «marchen», «a las armas» y «a formar». También se utilizaban, igual que se hace hoy día, tambores, pífanos y gai­ tas para ayudar a los soldados a avanzar todos juntos... aun­ que no marcaran el paso, como vemos en la ilustración. En rea­ lidad, en el siglo X V I a nadie le parecía importante marchar marcando el paso, y muchas veces los músicos militares deci­ dían salirse de lo establecido y se dedicaban a tocar alegres can­ ciones y danzas con las que, según un escritor inglés, los hom­ 38

bres avanzaban «bailando y brincando» en vez de marchar en hileras ordenadas. Pero, por supuesto, estos bailes y brincos tenían que cesar cuando el ejército se encontraba con el enemigo: en ese mo­ mento, el general tenía que decidir cómo iba a formar a sus hombres para la batalla. En el siglo X V I éste era un problema relativamente sencillo: las tropas se formaban en hileras estre­ chas, una detrás de otra, con la infantería en el centro, la ca­ ballería a los lados, y la artillería de campo o bien delante o, más frecuentemente, a los lados. Una vez que el general lo te­ nía todo dispuesto, se enviaba a un grupo de hombres con ex­ periencia, lo que se llamaba «la última esperanza» y que se com­ ponía sobre todo de mosqueteros, a que se enzarzaran con el

Representación esquemática del ejército parlam entario durante la batalla de Naseby (16 45 ) en el que aparece un concepto completam ente diferente del mostrado en la página 38. A q u í el frente es ancho / poco profundo, la artillería está colocada entre medias de la infantería, y la caballería a ambos lados. El diagrama está basado en el grabado sobre la batalla que aparece en las páginas 36 y 37. «La débil esperanza ΠΤ1 de los mosqueteros» ^





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Caravana de carreteras, vigilada por los mosqueteros / c=> Π Π ' [ a o V ; ;

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enemigo para tratar de provocar un enfrentamiento general. En el siglo X V I, el curso de una batalla a partir de las posicio­ nes que se indican en este gráfico era fácilmente predecible. Los mosqueteros, situados en semicírculos o en dos hileras (los de delante arrodillados y los de detrás disparando por encima de sus cabezas), abrían fuego contra sus oponentes hasta que la línea completa avanzaba lo suficiente como para empezar el combate cuerpo a cuerpo o «pica a pica». Según un escritor militar, los hombres avanzaban «sujetando firmemente las pi­ cas con la punta dirigida justo hacia la cara del enemigo», lan­ zando «murmullos y gritos, y a veces corriendo violentamen­ te», tocando trompetas y gaitas, haciendo redoblar los tambo­ res y disparando los cañones. Según este escritor, cuanto más

A excepción de México, los demás asentamientos europeos de aquella época que aparecen en este mapa estaban lim itados a las llanuras costeras y los valles de algunos ríos; la influencia europea más allá de esos terrenos se reducía a ataques y expediciones de castigo que tenían lugar a intervalos regulares.

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Este boceto de 1613 muestra una típica batalla americana del siglo XVII: el explorador francés Champlain, con la ayuda de sólo dos europeos, conduce a sus aliados indios contra la tribu de los iroqueses.

ruido, mejor, ya que así «se aturden y atemorizan los espíritus de los adversarios». M ientras tanto, las pequeñas unidades de caballería se mantenían al margen, sin tomar parte en todo esto, pues sólo se utilizaban para atacar a los mosqueteros de la «última esperanza» o para perseguir al enemigo una vez de-

Don Bernardo de Vargas Machuca, autor del p rim e r m anual de guerra de guerrillas, retratado en la portada de su libro. En la mano izquierda lleva una espada, y en la derecha un compás que posa sobre América. Su lema era el que aparece debajo: «A la espada y el compás. Más y más y más y más».

rrotado. En caso de que se produjera una confrontación entre los jinetes de uno y otro bando, normalmente se limitaban a dispararse las pistolas unos a otros (como vimos en la ilustra­ ción de la página 21) y retirarse para volverse a enfrentar otro día. En definitiva, que el arma decisiva en la mayoría de las batallas de finales del siglo X V I era la pica. Pero este esquema de batalla comenzó a cambiar en el siglo X V II, cuando el número de mosqueteros aumentó y el de pi­ queros empezó a disminuir; a consecuencia de esto, y como los jinetes eran más efectivos contra los lentos mosqueteros, el tamaño de la caballería empezó a crecer también, y de he­ cho muchas de las grandes batallas tanto de la G uerra Civil in­ glesa como de la G uerra de los Treinta Años se abrieron con un ataque masivo de la caballería, que normalmente resultaba decisivo. Al empezar la batalla la caballería se colocaba a los lados, en las llamadas alas, formando tres hileras; la infantería formaba también en tres hileras, con los mosqueteros delante del todo. El segundo diagrama, basado en un libro publicado en 1647, muestra que los mosqueteros superaban con mucho a los piqueros. Cuando llegaba el momento del combate cuer­ po a cuerpo, estos nuevos soldados utilizaban sus mosquetes como si fueran garrotes, para golpear a sus enemigos, y en cuanto a la bayoneta, no se inventó hasta finales del siglo X V II. No obstante, estas nuevas técnicas de guerra no las adopta­ ron todos los ejércitos europeos: había soldados españoles, por­ tugueses, ingleses, franceses y holandeses luchando guerras por todo el mundo: en Asia, en África, en la India y en América, y en todas esas, zonas se veían superados en número, y con mu­ cho, por el enemigo nativo. La ilustración de la página anterior muestra a Samuel de Champlain, el explorador francés que fun­ dó Quebec en 1608 y creó los cimientos del Canadá francés, en una situación muy habitual para los europeos que luchaban en el extranjero: está tratando de m antener su dominio sobre Ca­ nadá contando sólo con un puñado de ayudantes... en este caso, ¡sólo dos mosqueteros! Sin embargo, a pesar de las difi­ cultades, consiguió la victoria gracias a su habilidad para divi41

Estas dos páginas (y las siguientes del original) tratan de describir la sencilla operación de hacer que tres filas de soldados se conviertan en una sola.

Qué deben hacer los Capitanes para triplicar las lilas por los flancos.

B todas las reduccio­ nes de escuadrones para formar lineas con los distintos bandos hay que tener en cuen■’ta que la parte central del frente es ta que so­ porta máspeso en la lu­ cha, que después de ' ésta viene el flanco de­ recho, y que el flanco iz­ quierdo es el que me-

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Instrucciones y

Ó rdenes Militares

... sea un fre n te igual y a distancias iguales de las fü a s anteriores y a mencionadas. Y después, si el capitán del m ism o bando hace marchar a su compañía en orden sim ­ ple de a 5 en un hilera como la dispuesta al principio para convertir dos f i a s en una, según marchaban de 5 en 5, para hacer que fo rm en en orden de a 15, entonces tendrá que ordenar al Sargento de su bando: Tripliquen las filas en línea recta, y al pronunciar el Capitán estas palabras los sargentos ordenarán inm ediatamente a los tambores que toquen la orden de triplicar las fia s , o si no darán la orden ellos m ism os con las palabras que ya hemos mencionado, para hacer que la segunda y la ter­ cera fila, según sus armas, se incorporen a la primera fü a de la m ism a arma, y la quinta y la sexta se incor­ poren a la cuarta, y la octava y la novena a la séptima, y así sucesivamente hasta que se ordenen todo el resto de las Jilas, y una vez completada la maniobra, alarga­ rán inm ediatam ente la Jila para m antener la distancia que tenía al principio. Del m ism o modo, si un Capitán desea triplicar las filas de hombres armados por los fla n ­ cos, es decir, si tal como marchaban antes en orden de a 5, con cada hilera en form ación simple, quiere hacer que reduzcan hasta convertirse en 15 en cada fila, en­ tonces él, su Teniente o su Sargento pueden ordenar que se tripliquen las f i a s ordenando a las primeras: Tripli­ quen las filas p or los dos flancos. A l pronunciar el Ca­ pitán, el Teniente o el Sargento estas palabras, la segun­ da y la tercera fila avanzarán inm ediatamente hacia los flancos de la primera, es decir, la segunda fila avanzará hacia el flanco derecho de Ia primera, y la tercera avan­ zará hacia el flanco izquierdo de la susodicha primera flla, hasta form ar al fin a l un fre n te uniforme con los hombres colocados a la m ism a distancia; entonces, las f i ­ las quinta y sexta avanzarán de la m ism a manera hacia los flancos de la cuarta fila , y los de la octava y la no-

vena hacia los flancos de la séptima, y a sí sucesivamen­ te todas las dem ás fila s del m ism o arm a avanzarán ha­ cia las fila s anteriores: así al igual que antes cada fila consistía en un orden simple de 5, ahora con esta tripli­ cación por los flancos cada Jila se compone de 15. Y pues­ to que con esta triplicación por los flancos, y también con la triplicación en línea recta, la cuarta fila se ha conver­ tido en segunda, y la séptima en tercera, y así sucesiva­ mente, y como ahora queda demasiada distancia entre ι/nas fila s y otras, cada fila deberá avanzar, a ser posi­ ble a l m ism o tiempo que se realiza la maniobra de tri­ plicación, hasta quedar a la distancia conveniente de la fü a anterior, distancia que y a habrán indicado el Capi­ tán, el Teniente o el Sargento.

nospeso soporta. Igual­ mente, las lilas primera, segunda y tercera, pero sobre todo la primera, son las preteridas por los caballeros que de­ sean mostrar su valor ante su Capitán en el campo de batalla.

Pero hay que aclarar que, en caso de que la última o las dos últim as filas, a l realizar la maniobra de tripli­ cación ya mencionada, no cuenten con una fila ante ellas a cuyos flancos poder incorporarse, entonces la primera de las dos fila s avanzará hacia el Jlanco derecho de los pi­ queros hasta colocarse en el centro, en el lugar en que se encuentra el Portaestandarte con el Estandarte, y allí se alineará, colocándose a la derecha del Portaestandarte. E n ese m ism o momento, la última fila de los otros cinco piqueros avanzará hacia el flanco izquierdo hasta llegar al centro, ju n to al Portaestandarte, colocándose a /a iz­ quierda de éste. Este movimiento tiene que ser realizado porque, según la disciplina, no se puede aceptar que una fila incompleta de un escuadrón de piqueros, o de cual­ quier otra arma, que no cuente con el m ism o número de hombres que las demás, avance ni hacia delante ni ha­ cia detrás. Por consiguiente, el Capitán, antes de orde­ nar la triplicación de las Jilas aquí indicada, debe tener m u y en cuenta el número de filas...

Cómo y dónde deben colocarse las lilas so­ brantes de piqueros.

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Va en contra de la dis­ ciplina que una lila con un número de hombres diferente de las demás avance hacia delante o hacia detrás.

dir a los indios nativos, haciendo que se volvieran unos contra otros. Hernán Cortés había conquistado Méjico para España casi un siglo antes utilizando más o menos el mismo método, y mientras que Champlain luchaba contra los indios del extre­ mo norte de América, otros europeos luchaban contra otros in­ dios en el extremo sur, en Chile. En esa zona, como no había más que unos cuantos cientos de europeos contra decenas de millares de indios, se desarrolló un tipo especial de guerra, la llamada «guerrilla», que consistía en enviar a la selva peque­ ñas unidades muy bien adiestradas de unos treinta «coman­ dos» con comida suficiente, incluyendo semillas para plantar en caso de necesidad, y munición para dos años. Estos grupos, puestos bajo el mando de jefes especialmente dotados, logra­ ron hacer retroceder a los indios poco a poco, extendiendo el dominio español más hacia el sur. Uno de los líderes de la gue­ rrilla se llamaba Bernardo de Vargas Machuca y, en 1599, una vez que term inaron sus días de lucha, se dedicó a escribir un libro sobre sus experiencias acerca de la guerra en la selva, li­ bro que se puede considerar como el primer manual que se ha escrito sobre la guerra de guerrillas. Pero Vargas Machuca fue una excepción, pues muy pocos soldados veteranos escribieron algo sensato acerca de la gue­ rra. Es más, muchos de ellos ni siquiera sabían escribir. En rea­ lidad, la mayoría de los numerosos libros que se publicaron so­ bre adiestramiento militar, armas, armaduras, estrategias y tác­ ticas fueron escritos por teóricos de salón. Por ejemplo, sólo en Inglaterra se publicaron, entre 1471 y 1642, nada menos que 624 libros militares, y casi todos sus autores eran políti­ cos, hombres que se dedicaban al ocio, e incluso algún mate­ mático. Algunos de ellos eran hombres muy cultos, pero que carecían por completo de experiencia práctica respecto a la guerra. Y ni siquiera a ellos se les ocurrió incluir diagra­ mas para hacerse entender: intentaban describirlo tan sólo con palabras, y la verdad es que no es nada fácil. Prueba por ejemplo a describir, utilizando solamente palabras, la mane­ ra de hacer que tres hileras de soldados se conviertan en una

La «contramarcha» fue ideada por los comandantes del ejército holandés en 1594, y con ella se pretendía que la formación de mosqueteros produjera una cortina de fuego continua. Los hombres disparaban y luego se retiraban a la retaguardia para volver a cargar sus armas mientras iban disparando las demás filas. Luego, a medida que se fue mejorando el diseño del mosquete, esta operación se hizo más rápida: la primera versión de la maniobra constaba de diez hileras de hombres, porque se tardaba muchísimo en volver a cargar después de cada disparo: en este diagrama de Jan Boxel, publicado en 1673, ya sólo hay cuatro hileras.

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Estos dos grabados, publicados en Las Miserias de la Guerra, de Jacques Callot (1633), muestran a la justicia militar en acción. Los soldados reciben su castigo por las faltas cometidas: unos simplemente la ejecución, otros la muerte con tortura. Callot, que

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nació en Lorena, donde vivió durante las guerras de mediados del siglo XVII, probablemente se basó en experiencias propias a la hora de realizar estos dibujos, espantosamente realistas.

sola... y luego lee la descripción que aparece en la página 42, realizada en el siglo X V I por el teórico militar inglés Sir John Smythe. Sin embargo, en el siglo X V II las cosas fueron mejorando: se publicaron cada vez más libros que incluían una serie de dia­ gramas para ilustrar los diversos pasos de cada maniobra mi­ litar. Sin ir más lejos, en este libro aparecen algunos dibujos sacados de tres de los primeros libros de este estilo que se pu­ blicaron (y también tres de los mejores): en las páginas 12, 13 y 35 aparecen unos dibujos de El Uso de las Armas: Arcabuz, Mosquete y Pica, de Jacqb de Gheyn (publicado por primera vez en Holanda en 1607); las ilustraciones de las páginas 15 y 19 pertenecen a La Destreza Militar a Caballo, de Johan Jakob von Wallhausen, y las de las páginas 16 y 49 a L a Destreza Mi­ litar a Pie (publicado en Alemania en 1616). En cuanto al di­ bujo de la página 43, pertenece a uno de los mejores manuales militares del siglo X V II, un libro del holandés Jan Boxel publi­ cado en 1673, y que muestra exactamente la manera de adies­ trar a los mosqueteros para que disparen una «salva», hacien­ do que cada hilera avance un paso, dispare, y se retire al final del todo para volver a cargar sus armas mientras disparan las demás. Estos libros ilustrados resultaban bastante útiles, pero tam­ poco servían de mucho por sí solos: más de un capitán sin experiencia, al adiestrar a sus hombres, descubría horro­ rizado que había olvidado la palabra exacta para dar la orden, y tenía que gritar: «¡Un momento!, ¡esperad que mire en el libro!» Y si los soldados oficiales novatos no estaban familiarizados con las órdenes necesarias para adiestrar a los hombres, a los soldados rasos no se puede decir que les fuera mucho mejor. Por ejemplo, en la* Inglaterra isabelina los hombres tenían cua­ tro días al año para adiestrarse en el manejo de las armas, aprender a marchar y reconocer las palabras básicas emplea­ das para dar las órdenes. En realidad, España era el único país que m antenía adiestrados a sus soldados. Como nuestro rey go­

bernaba también sobre gran parte de Italia, los Países Bajos y América Central y del Sur, lo normal era enviar a los nuevos reclutas a servir en una guarnición de una zona pacífica duran­ te los primeros meses, para que pudieran aprender las manio­ bras de guerra, la disciplina y el manejo de las armas antes de tener que enfrentarse al enemigo. Luego, una vez que estaban adecuadamente adiestrados, se les destinaba a un ejército en servicio activo, mientras que otros reclutas recién llegados ocu­ paban su lugar. Lo cierto es que este sistema funcionaba fran­ camente bien, pero, por lo que sabemos, no lo utilizaba ningún otro país aparte de España; quizá eso explique por qué las tro­ pas españolas del siglo X V I eran mucho mejores que cualquie­ ra de las otras. Por otra parte, y a pesar del fracaso de la mayoría de los gobiernos a la hora de proporcionar a sus hombres un adies­ tramiento básico, se esperaba de los soldados que se compor­ tasen con gran moderación. Había un código de comporta­ miento muy complicado, los llamados «Artículos de Guerra», que explicaba con gran detalle lo que estaba permitido hacer y lo que no. La desobediencia a cualquiera de estos «Artícu­ los» traía consigo castigos muy severos. Había muchas ofen­ sas, entre ellas el robo de productos por valor superior a un chelín, que se castigaban con la muerte, y otras cuyo castigo era la muerte con tortura; también había otras que se castiga­ ban con latigazos, palizas, multas o trabajos extra¡ En la página anterior aparecen dos pinturas realizadas por un famoso artista que vivió en la época de la G uerra de los Treinta Años y se dedicó a dibujar lo que veía. En los dos ca­ sos el castigo se está llevando a cabo delante de toda la tropa para mostrar a los hombres lo que les puede suceder a los que no se comportan como es debido. Quizá el soldado del dibujo superior se quedara dormido mientras estaba de guardia, o qui­ zá intentó desertar, y es posible que el del dibujo inferior hi­ ciera algo más serio, como tratar de incitar a un motín, o la ofensa más grave que podía cometer un soldado: comunicar el santo y seña al enemigo; eso era traición. 45

3 . El servicio activo

Durante todo el siglo que tratamos en este libro sólo hubo un año, el de 1610, en el que los diversos estados europeos no estuvieran envueltos en una guerra, e incluso durante ese año, los ejércitos permanecieron en marcha, ya que los conflictos seguían latentes. Varios de los estados se mantuvieron en gue­ rra durante más de la mitad del tiempo, y uno de ellos, Espa­ ña, estuvo luchando prácticamente durante todo el siglo. Lo cierto es que de todas estas guerras había muy pocas que se pudieran considerar como disputas claras entre dos países: la mayor parte de ellas eran luchas largas en las que intervenían varios grupos de aliados. Se puede decir, por tanto, que el es­ tado natural de Europa era la guerra, más que la paz, y en los mapas de la página siguiente puedes ver dónde se lucharon las contiendas principales.

graba derrotar a los protestantes alemanes y a sus aliados, y vencía también a los holandeses, entonces España seguiría sien­ do la potencia más poderosa de Europa; por el contrario, si resultaba derrotado, España se vería obligada a aceptar la paz.

La campaña de 1 6 3 4 El 23 de junio de 1634 un ejército de 19.000 soldados es­ pañoles salió de Milán, en Italia, para cruzar los Alpes camino de Alemania. Al frente del mismo se encontraba el hermano del rey, el príncipe Fernando, que perseguía dos objetivos prin­ cipales: el primero, localizar y destruir un ejército de tropas suecas en el sur de Alemania, y el segundo derrotar a los «re­ beldes» holandeses en los Países Bajos. En ese momento, Es­ paña se encontraba luchando en dos guerras al mismo tiempo: por un lado, en Alemania, en la G uerra de los Treinta Años, en la que los alemanes protestantes, con la ayuda de Suecia, Francia, Inglaterra y Escocia, trataban de derrotar a los ale­ manes católicos, que a su vez contaban con la ayuda de Espa­ ña. Por otro lado, también participaba en la Guerra de los Ochenta Años que tuvo lugar en los Países Bajos entre 1568 y 1648 y con la cual los holandeses, ayudados de vez en cuan­ do por Francia e Inglaterra, trataban de conseguir la indepen­ dencia de España. En aquel momento, el destino de ambas guerras parecía de­ pender del éxito de la expedición del príncipe Fernando: si lo­ 46

El príncipe-cardenal, Don Fernando, hermano de Felipe IV de España; nació en 1609, y murió en 1641; fue gobernador de Cataluña de 1632 al 33, de Lombardia de 1633 al 34, y de los Países Bajos de 1634 al 41. Aquí aparece retratado por Rubens en un cuadro de la batalla de Nórdlingen.

Las guerras en Europa de 1550 al 1650 _______ 5J0 Millas '

1000 Km

Zonas en guerra

1 5 5 0 -5 9 : Guerra entre los Habsburgo y sus enemigos (encabezados por Francia y Turquía) que dura casi toda la década. Iván el Terrible conquista parte del valle del Volga a los aliados de los turcos.

1 5 8 0 -8 9 : Continúa la guerra en Francia y los Países Bajos. Inglaterra y España en guerra (derrota de la Armada Invencible en 1588). Rebeliones en Rusia.

1 6 1 0 -1 9 : Continúan los problemas en el Báltico, pero en el resto de Europa hay paz.

1 5 6 0 -6 9 : La Gran Guerra del Norte entre las potencias bálticas de 1 563 al 70. Rebelión en Escocia, Francia y los Países Bajos. Ataques turcos a Hungría y el Mediterráneo.

1 5 9 0 -9 9 : Guerra entre Francia, Inglaterra y Holanda por un lado, y España por el otro. Nuevas guerras en Hungría y el Báltico.

1 62 0 -2 9: Vuelve a estallar la guerra en los Países Bajos y continúa en el Báltico. La Guerra de los Treinta Años se extiende por todo el Sacro Imperio Romano.

1 63 0 -3 9: Continúa la Guerra de los Treinta Años, con Francia en lucha contra los Habsburgo a partir de 1635.

1 5 7 0 -7 9 : Rebelión en Irlanda y los Países Bajos. Guerra civil en Francia. Guerra en los territorios de este del Báltico y en el Mediterráneo.

1 6 0 0 -0 9 : Continúa la revuelta holandesa, así com o la lucha en el Báltico y la guerra en Hungría. Rebeliones en el Imperio Otomano.

1 6 4 0 -4 9 : La Guerra de los Treinta Años continúa hasta 1648, al igual que la guerra en los Países Bajos. Estallan guerras civiles y rebeliones en Inglaterra, Ucrania, Nápoles y Sicilia. Los turcos atacan la Creta veneciana.

Más a la izquierda: Estebanillo González, «bufón, autor y compositor» de uno de los relatos más entretenidos acerca de la marcha del príncipe Fernando sobre los Países Bajos en 1634. Este retrato aparece impreso en el libro, aunque es casi seguro que «González» es un nombre falso, y hasta el m om ento nadie ha logrado descubrir con seguridad quién fue realmente el autor de Vida y hechos de Estebanillo González. Izquierda: Caricatura de un soldado irlandés del siglo XVII: hasta los cordones de los zapatos están hechos de comida. Derecha: Soldados montando un campamento, sacado de La Destreza M ilitar a Pie, de Wallhausen.

Por suerte para nosotros, en el ejército de Fernando viaja­ ban tres personas que se preocuparon de escribir un diario de lo que les iba sucediendo durante la campaña. Por un lado, es­ taba el secretario del príncipe, que llevaba el diario oficial de la expedición, en el que anotaba todas las órdenes dadas a la tropa; por otra parte, había un amigo del príncipe que fue to­ mando nota de cuanto sucedía; y por último, tenemos el relato de un soldado-cocinero, Estebanillo González, que escribió (y más tarde publicó) un libro sobre sus hazañas camino de los Países Bajos. En la primavera de 1634 los hombres del príncipe ya esta­ ban listos para partir, pero tuvieron que esperar hasta el mes de junio a que desapareciera la nieve de los pasos de los Al­ pes. Durante ese tiempo se dedicaron a hacer maniobras, y an­ tes de partir a su largo viaje recibieron adiestramiento y equi­ pos nuevos. Sin embargo, no todos los soldados iban adecua­ damente equipados; Estebanillo González, por ejemplo, recor­ daba que llevaba el mosquete atado con una cuerda, porque tanto el percutor como la culata estaban rotos; en vista del es­ 48

tado de su arma, decidió rellenar sus frascos de pólvora con sal y pimienta, pues así, según decía, «ya que no podía luchar, al menos comería decentemente». Por esa misma razón deci­ dió sustituir su espada militar por tres cuchillos de cocina, uno grande, otro mediano y otro pequeño, para poder aprovechar cualquier tipo de alimento que se cruzara en su camino. No cabe duda de que al final debió acabar teniendo el mismo as­ pecto que el soldado caricaturizado en el dibujo superior, rea­ lizado en el siglo X V II, que lleva encima, no sólo todo tipo de comida, sino incluso los pucheros y utensilios de cocina. Pero aun así, Estebanillo no pudo librarse cuando el ejérci­ to se puso en marcha: tuvo que mantenerse junto a sus com­ pañeros mientras cruzaban los Alpes hacia Munich y Baviera, donde se reunirían con un ejército de católicos alemanes. Sin embargo, y por desgracia para ellos, durante los meses de ju­ nio y julio los valles alpinos estaban aún llenos de nieve fun­ diéndose, por lo que el avance resultaba muy lento; primero el camino quedó bloqueado por una avalancha, y luego varios hombres se extraviaron al desbordarse un río. Poco después

la comida comenzó a escasear, y los soldados empezaron a su­ frir las consecuencias de las frías noches pasadas a la intempe­ rie en las montañas (por ejemplo, el paso de Stelvio, uno de los que tuvieron que cruzar, tiene una altitud de 2.750 metros). Hicieron falta tres semanas de penalidades para cruzar los pa­ sos y llegar a Innsbruck, al otro lado de los Alpes, donde los hombres recibieron su paga y pudieron descansar. Además de la paga, se repartió ropa y botas nuevas para aquellos que las necesitaban, y se impusieron castigos a todos los que habían

cometido alguna falta o habían tratado de desertar por el ca­ mino. Después de una buena temporada de descanso en Innsbruck el ejército llegó a Munich el día 24 de agosto. Ahora se encon­ traba relativamente cerca de las tropas de sus aliados, los ca­ tólicos alemanes, y también de las de sus enemigos, los suecos y los protestantes alemanes. Desde allí fue avanzando cautelo­ samente, hasta que el 2 de septiembre llegó a las afueras de Nordlingen, una ciudad al noroeste de Munich, donde se reu49

T ie rra s p o r e n c im a d e lo s 9 0 0 m . m illa s

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El avance del príncipe Fernando de España entre junio y noviembre de 1 634

Junio

Milan LOMBARDIA

nió con el ejército de los católicos alemanes para acampar los dos juntos en un campamento levantado con mucho cuidado. Esta ilustración, sacada de un libro militar de texto de esa mis­ ma época, muestra el campamento que construyeron. Los ca­ rros de carga (muy numerosos, por cierto) aparecen colocados formando un semicírculo cuya base es el río; fuera de este se­ micírculo aparecen los mosqueteros montando guardia, mien­ tras que algunos grupos de soldados traen ovejas, vacas y cer­ dos (algunos de ellos en barcas) para alimentar a las tropas, y también heno para los caballos. Además, en los extremos de las tres primeras filas del campamento podemos ver las coci­ nas, de las que sale humo, lo que nos indica que ya han empe­ zado a preparar la cena. No cabe duda de que esta última vi­ sión alegraría el corazón de Estebanillo González.

La batalla de Nórdlingen El ejército del príncipe Fernando tenía que tomar todo tipo de precauciones alrededor del campamento, pues el grueso de las tropas protestantes, que contaban con unos 25.000 hom50

bres, se encontraba cerca de allí. En efecto, durante la noche del 5 al 6 de septiembre, el enemigo avanzó sigilosamente para atacar por sorpresa a los soldados españoles mientras dormían. Sin embargo, el avance iba encabezado por unos cuantos ca­ rros y varios cañones que se atascaron en el fango y, en medio de la oscuridad, tropezaron con los árboles y con los cantos del camino y se volcaron con gran estruendo. Como es lógico, todo aquel jaleo despertó a los soldados españoles, por lo que los protestantes tuvieron que detener su avance hasta la ma­ ñana siguiente, momento en que dio comienzo la batalla con todo su fragor. Las tropas del príncipe Fernando, compuestas por unos 33.000 hombres, recibieron la orden de formar en línea entre Nórdlingen y una empinada colina de unos 457 metros de al­ tura llamada Altbuch. Los protestantes entonces decidieron lanzar su ataque principal sobre la colina, a pesar de que sa­ bían que estaba defendida por la artillería española. El prim er ataque fue un éxito clamoroso: las tropas del prín­ cipe recibieron el golpe y empezaron a retroceder; parecía que aquella iba a ser la gran victoria de los protestantes... pero las batallas del siglo X V II nunca eran tan sencillas. Cuando los pro­ testantes empezaron a avanzar, dos de sus regimientos se to­ maron mutuamente por enemigos y empezaron a luchar uno contra el otro. Lo cierto es que sin contar con más ayuda que los fajines y unas cuantas plumas de colores, de lejos no resul­ taba nada fácil distinguir al compañero del enemigo, sobre todo entre la humareda que provocaban los mosquetes. Además, mientras luchaban unos contra otros, un almacén de pólvora dejado atrás por los católicos en su huida se incendió, estallan­ do con una explosión devastadora justo cuando pasaban los protestantes, y lanzando por los aires a cientos de soldados he­ chos pedazos. El príncipe Fernando entonces decidió aprovechar la opor­ tunidad y ordenó a la caballería que se lanzara al ataque antes de que los protestantes hubieran tenido tiempo de recuperar­ se de la confusión creada por la pólvora. Así, ganando veloci­ dad a medida que descendían por la ladera, los enormes caba­ llos, llevando cada uno a un jinete con una reluciente espada, se encontraron enseguida sembrando la muerte entre sus ene­ migos. Sin embargo, en ese momento volvió a cambiar el cur­ so de la batalla: los regimientos suecos estaban formados tam­ bién por hombres duros y con experiencia, que consiguieron detener la matanza y, poco después, se encontraban avanzan­ do de nuevo.

Grabado de Hans Holbein de principios del siglo XVI que refleja el caos y el peligro que entrañaba la lucha cuerpo a cuerpo. Seguramente en Nórdlingen los piqueros lucharon más o menos así.

Las posiciones alas 10 de la mañana El e jé r c i to s u e c o tr a t a d e a ta c a r a lo s te r c io s e s p a ñ o l e s e n la c o lin a d e A ltb u c h , m ie n tr a s lo s p r o t e s t a n t e s a l e m a n e s a v a n z a n h a c ia lo s c a tó lic o s e n S to ff e lb e r g

PROTESTANTES ALEMANES EJERCITO SUECO

C) A ltb u c h EJÉRcrro ESPAÑOL

~

CATÓLICOS ALEMANES

Γ Λ Campamento

erg Tierras por encim a de los 4 5 0 m Entre 3 0 0 y 4 5 0 m Lugares de sitio

51

Esta vista aérea de la batalla se imprimió poco después de que ésta tuviera lugar. Muestra un momento de la lucha más avanzado que la ilustración similar que vimos sobre la batalla de Naseby en las páginas 36 y 37. Aquí vemos a las tropas suecas retrocediendo

52

mientras los españoles (en primer término) avanzan por la izquierda. La caballería católica carga por la derecha, mientras que a lo lejos los jinetes protestantes, que ya han cruzado el Rezenbach, galopan para ponerse a salvo. En la esquina inferior

derecha vemos el campamento católico de Stoffelburg, en el que las mujeres y los seguidores de la tropa andan de un lado para otro, realizando sus tareas en medio del fragor de la lucha. No hay que olvidar que, después de la victoria, los hombres tendrían que

comer. No cabe duda de que allí, entre las mujeres y los seguidores de la tropa, debió de ser donde se escondió Estebanillo González hasta que se ganó la batalla.

53

Esta vez, los soldados españoles formaron en cuadrado, manteniéndose firmes en su posición. Cada vez que los suecos les disparaban, los españoles se ponían de rodillas, dejando que las balas pasaran por encima de sus cabezas; entonces de­ volvían el disparo pillando desprevenidos a los suecos, de los cuales muchos caían al suelo muertos, mientras que los que lo­ graban llegar hasta los cuadrados formados por la infantería quedaban ensartados en las picas de los españoles. Los protestantes lanzaron quince ataques con la esperanza de romper la unidad de los cuadrados españoles; sin embargo, tras siete horas de carnicería no habían logrado ningún éxito, por lo que finalmente pensaron que cualquier nuevo intento sería en vano, y decidieron prepararse para la retirada. Así los suecos del ala derecha empezaron a retroceder, ini­ ciando la retirada a través del Rezenbach, un afluente del Da­ nubio. En ese momento, el príncipe Fernando vio la oportu­ nidad que había estado esperando: al ver que los suecos cru­ zaban el río sin orden ni concierto, ordenó a la línea española que avanzara. Con el grito de «¡Santiago!, ¡cierra España!», los españoles se lanzaron como un solo hombre con la espada enarbolada para matar a cuantos enemigos encontraran a su paso. M ientras tanto en el ala izquierda, cerca de Nordlingen, los católicos alemanes, que llevaban todo el día manteniendo su posición frente a los protestantes, se lanzaron también al ata­ que. Los protestantes para entonces estaban cansados, aturdi­ dos y desorganizados, y algunos de ellos murieron allí mismo, en el terreno que defendían; a muchos otros les mataron mien­ tras huían. Se calcula que en el campo de batalla quedaron ten­ didos 6.000 hombres, y otros tantos fueron hechos prisione­ ros, entre ellos el comandante en jefe de las tropas suecas, Gus­ tav Horn. Por supuesto, los españoles también sufrieron pérdidas: mu­ chos de sus hombres murieron durante el primer ataque de los protestantes, y el bombardeo constante de la artillería de cam­ po y los mosquetes hicieron aumentar esa primera cifra. Entre los muertos se encontraba un capitán que había estado de pie justo al lado del príncipe Fernando mientras éste dirigía las operaciones. Sin embargo, Estebanillo González salió indem­ ne; el ruido de los primeros disparos había sido demasiado para él: había decidido que ya no aguantaba más y se había me­ tido de cabeza en un agujero junto a un caballo muerto, fin­ giendo ser el jinete del mismo, también muerto. Sólo se atre­ vió a salir cuando oyó a los españoles que gritaban «¡victoria!, ¡victoria!» y vio con sus propios ojos que los protestantes huían 54

Los soldados saqueando han debido tener siempre más o menos el mismo aspecto. Este dibujo se publicó en 1573, aunque las quemas, el pillaje y la destrucción gratuita eran tan frecuentes en las guerras de mediados del siglo XVII como en las de mediados del XVI.

perseguidos por sus camaradas. Entonces se puso en pie de un salto, sacó el cuchillo de cocina más grande que llevaba, y se unió a la persecución para «rebanar a unos cuantos suecos», y para apuñalar y robar cuanto pudiera a los muertos y los mo­ ribundos que quedaban en el campo de batalla, quedándose con cuanto encontraba, como los crueles soldados que apare­ cen en la ilustración de la portada.

El resultado de la batalla Durante cinco días después de la batalla, Estebanillo y sus compañeros se dedicaron a darse un festín con la carne, el pan y el vino que habían dejado atrás los protestantes en su huida.

Además, los soldados que habían demostrado un valor espe­ cial en la batalla recibieron su recompensa, y muchos de los pri­ sioneros, como sucedía en casi todas las batallas, se cambiaron de bando para luchar en la próxima campaña junto a sus an­ tiguos enemigos. Luego, el 10 de septiembre, el príncipe Fer­ nando hizo formar a sus hombres en columna y se puso en mar­ cha hacia el norte, hacia los Países Bajos. Todavía quedaban 480 km hasta Bruselas, las carreteras eran malas y el paisaje, según el diario del secretario del príncipe, era desértico: los pueblos reducidos a cenizas, los campos sin cultivar, los pocos habitantes supervivientes reducidos a sombras hambrientas. El ejército no llegó a su meta hasta el 4 de noviembre de 1634, justo dos meses después de la victoria de Nórdlingen, y cuatro meses después de abandonar Italia. Nadie puede negar que la de Nórdlingen fue una gran vic­ toria, una de las más gloriosas obtenidas por las tropas espa­ ñolas, pero lo cierto es que no le consiguió a nuestro país nin­ gún beneficio duradero. Un famoso escritor francés del siglo X V I, Michel de Montaigne, dijo una vez que «no se puede ha­ blar de victoria mientras no se gane la guerra». Pues bien, la batalla de Nórdlingen demostró lo cierto que era ese comen­ tario, pues aunque después de ella gran parte del sur de Ale­ mania cayó en manos de los católicos alemanes, y aunque el príncipe Fernando llegó a los Países Bajos precedido por una gran reputación gracias a su éxito, la derrota total de los pro­ testantes sirvió para alarmar a Francia. En efecto, tal como vemos en el mapa, a principios del siglo X V II Francia estaba totalmente rodeada por España, la Italia Española, la Borgoña Española y los Países Bajos Españoles. Después de Nórdlingen, se planteaba además la perspectiva de una Alemania Española, y eso era lo último que deseaba Francia. El Gobierno francés empezaba a pensar que, a me­ nos que declarara inmediatamente la guerra a España, las tro­ pas victoriosas de Fernando, con los ánimos renovados por su victoria en Alemania, reconquistarían los Países Bajos rebel­ des y luego se volverían hacia Francia. Un estadista español describió la situación diciendo: «El corazón del Imperio Espa­ ñol es Francia.» Y fue por eso, para evitar que esta amenaza se convirtiera en realidad, por lo que en mayo de 1635 Fran­ cia declaró la guerra a España, enviando un ejército a los Paí­ ses Bajos para que luchara contra las tropas del príncipe Fer­ nando. Así fue como éste se encontró con que, en vez de de­ rrotar a los holandeses, ahora tenía que prepararse para defen­ derse de Francia.

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n g la ter r á s ?

PALATINADO

Territorios bajo el dom inio español Territorios gobernados por amigos de España 2 0 0 millas 1 3 0 0 km

Francia rodeada por España en la década de 16 30

Al final, después de trece años más de lucha tanto en los Países Bajos como en Alemania, España aceptó la paz, aunque la guerra con Francia continuó hasta 1659. La verdad es que para entonces España ya no podía permitirse los gastos que su­ ponía la guerra en tres frentes: costaba demasiado m antener a las tropas. Casi todos los españoles recibieron la noticia con alegría (las guerras nunca son del agrado de los que pagan los impuestos), aunque para los soldados era una mala noticia. Para muchos de ellos el ejército era su vida, la única que co­ nocían y ¿qué iban a hacer, qué podían hacer, cuando dejaran las armas? 55

4. El abandono del ejército

Todos los ejércitos que se mantenían en servicio activo per­ dían cada año, inevitablemente, a muchos de sus hombres: unos morían, otros resultaban heridos o caían enfermos, y otros sencillamente desertaban. Al final, todas estas causas unidas terminaban reduciendo en por lo menos una quinta parte el po­ der incluso de las mejores unidades, y había algunas que llega­ ban a perder hasta tres cuartas partes de sus miembros en un solo año.

La deserción Ninguno de los ejércitos de aquella época otorgaba a sus miembros permisos o vacaciones: una vez que uno se unía a las tropas, se suponía que debía servir en ellas sin interrupción hasta que term inara la guerra o le m ataran en ella. Incluso los campesinos tenían «días santos» a lo largo del año, es decir, días en los que la Iglesia no les permitía trabajar, pero los sol­ dados no tenían ni eso. Además, muchas guerras duraban años y años, algunas toda la vida de los soldados, y durante ese tiempo no tenían ni un solo día libre, es más, había veces que tenían que luchar incluso en Navidad. Por tanto, si sumamos esto a las penalidades y los peligros que tenían que soportar, no es de extrañar que muchos de ellos trataran de escapar y desertaran. Algunos de los desertores eran soldados jóvenes que sen­ tían añoranza de su hogar, otros estaban cansados de la férrea disciplina o las terribles condiciones de vida, y otros sencilla­ mente tenían miedo. Por otra parte, el número de deserciones aumentaba en las épocas en las que la lucha se hacía más cruen­ ta. Por ejemplo, durante el sitio montado por los españoles en Bergen-op-Zoom, en los Países Bajos, en 1622, el ejército si­ tiador que en julio contaba con 20.600 hombres, en octubre no tenía más que 13.200, y muchos de estos desertores esta­ ban tan desesperados que huían incluso hacia la propia ciudad que estaban sitiando. En algunos de los diarios que se conser­ van escritos por los habitantes de la ciudad podemos leer: «Desde que salía el sol hasta que se ponía, podías ver a los sol­ 56

dados que salían de un salto de sus agujeros, como si fueran conejos, y abandonaban las trincheras, los setos, los m atorra­ les y los fosos donde se ocultaban para correr sin aliento hasta la ciudad». Los que conseguían llegar hasta Bergen se quejaban amar­ gamente del trato que recibían en las trincheras, de la manera en que sus oficiales les hacían moverse a golpes «como si fue­ ran ovejas camino del matadero», y de que llevaban meses lu­ chando sin ver ni un céntimo de su paga. U na vez en la ciudad suplicaban lastimosamente para que les dieran «un poco de pan y algo de dinero» y, por supuesto, un billete de vuelta a casa. Por otra parte, también había muchos hombres que de­ sertaban en otras direcciones. Desde las murallas de Bergen, los guardias de vez en cuando veían a los centinelas españoles que abandonaban sigilosamente su puesto, fingiendo que iban a cortar algo de grano, a recoger leña o a buscar verduras, y luego se iban alejando cada vez más del campamento hasta que echaban a correr en busca de la libertad. Se dice que un día,

Mala un idad

Enero

D iciem bre Hombres! en activo

Un médico amputa una pierna, colocando debajo un cubo para recoger la sangre. El paciente parece estar inconsciente: o bien se ha desmayado a causa del dolor, o bien está borracho, o quizá el trapo que le cubre la cara está empapado en el zumo de alguna planta que le mantiene drogado. Este grabado, al igual que el de la página 58, procede de un manual de cirugía militar, el primero que se publicó, escrito en 1517 por Hans von Gersdorff.

ya casi al final del sitio, un desertor del campamento español llegó tambaleándose hasta las murallas, y al verle el guardia le preguntó: —¿De dónde vienes? Y él respondió: —Del infierno.

Las heridas Como es natural, el de soldado era un oficio peligroso: mu­ chos morían en las batallas, y muchos más resultaban malheri­ dos y quedaban deformados o mutilados de por vida, incapa­ citados para ganarse el pan de ninguna otra manera. Además, durante los siglos XVI y XVII nadie sabía muy bien cómo funcionaba el cuerpo humano, y muchas veces la gente se recuperaba de sus heridas y enfermedades a pesar de los tra­ tamientos y medicinas utilizados, más que gracias a ellos.

til ik

Una selección del adornado instrumental que utilizaban los expertos cirujanos militares durante el siglo XVI: sierras, cuchillos, hachas, tenazas, e incluso un berbiquí y una barrena... No es de extrañar que la gente llamara a los cirujanos «sierra-huesos».

No obstante, el soldado que resultaba herido en el campo de batalla solía tener más suerte que el campesino que se caía de un almiar o al que pisoteaba un caballo, pues los médicos y los cirujanos del ejército eran los mejores que había. En rea­ lidad, su oficio consistía en arreglar cuerpos rotos, todos y cada uno de los días, por lo que no es de extrañar que acabaran ha­ ciéndolo bastante bien. Muchos de ellos desarrollaron nuevas técnicas, como la que aparece en este grabado en el que el pa­ ciente tiene una lesión en la pierna derecha, quizá una fractu­ ra complicada, o un pie espachurrado. En aquella época la úni­ 57

ca solución a estos problemas consistía en cortar o «amputar» el miembro dañado, operación que podía llevarsë a cabo con gran rapidez: bastaba un buen tajo y tres golpes de sierra (en las ilustraciones de la página 57 puedes ver el instrumental que se utilizaba). Una vez concluida la operación, el problema prin­ ga cirugía en el campo de batalla y sin anestesia. El cirujano está haciendo una profunda incisión en el pecho del soldado para sacar una bala o un fragmento de flecha (los trozos que ya ha extraído están en el suelo, a sus pies). Este grabado pertenece también al manual de cirugía militar de Gersdorff.

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