Gelabert Ballester, M. (2005). Vivir en el amor. Amar y ser amado.
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Descripción: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada ...
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Vivir en el amor Amar y ser amado
Martín GeLabert BalLester
SAN PABLO
Colección dirigida por José Luis Vázquez Borau
O SAN PABLO 2005 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723 © Martín Gelabert Ballester 2005 Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1.28021 Madrid Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050 ISBN: 84-285-2745-8 Depósito legal: S&1067-2005 Impresión: Publidisa Printed in Spain. Impreso en España
Introducción
«El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Estas palabras, escritas por Juan Pablo II en la primera de sus encíclicas (Redemptor hominis, 10), siguen siendo de actualidad. No la actualidad de los fenómenos pasajeros que hoy son noticia y mañana se olvidan, sino la actualidad que acompaña a todo ser humano, porque refleja una verdad fundamental de su vida. El ser humano no puede vivir sin amor: de ahí tantas depresiones, tantas angustias, tanta soledad. Pero también tanta dificultad para entenderse a todos los niveles, tantas guerras, tantos conflictos entre las naciones, tanto odio entre los pueblos. Sin amor no hay vida. Sin amor aparece la muerte. La vida no tiene sentido sin amor. No tiene, desde luego, un sentido último y definitivo. Porque, sin amor, la vida termina necesariamente en la muerte. Y eso es así tanto si uno es religioso y confía en la bondad de Dios, como si no lo es. Pero sin amor, tampoco la vida
tiene sus pequeños y limitados sentidos. Sin amor lo que hacemos no tiene razón de ser. De ahí la desgana y el aburrimiento. Sólo el amor ofrece razones para vivir y sólo el Amor ofrece razones para esperar. El amor da sentido a la vida y es el sentido de la vida. Con el amor, el hombre y lo humano cobran nuevo valor. Del ser humano como llamado a vivir en el amor tratan las páginas que siguen. Esta llamada resuena en el fondo de cada uno, en lo más profundo de su corazón. Los creyentes en Cristo interpretamos que esta llamada no sólo es profundamente humana, sino que tiene su origen en Dios. La llamada a vivir en el amor resuena en la conciencia de cada ser humano, pero está explícitamente formulada en la revelación que Jesús nos hizo de Dios. Es una llamada humana y divina al mismo tiempo. Una llamada que ilumina el «misterio» de la persona. Misterio y no problema. Porque los problemas terminan por resolverse. El misterio siempre permanece abierto a nuevos interrogantes y explicaciones. Nunca se resuelve del todo. Pero puede iluminarse mejor. El amor es una de las claves para iluminar el misterio de toda persona. Por esto, la revelación de Dios en Cristo adquiere, desde este punto de vista, una dimensión humana: «Cristo, en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes, 22). La sublimidad de su vocación, la maravilla a la que ha sido llamado: a vivir en el amor.
Ser con vocación de amor
1.
La pregunta más fundamental
¿Qué es el hombre, este ser capaz de pensamiento reflejo, de libertad, de autonomía, este ser capaz de componer música, de interrogarse sobre los problemas metafíisicos, de amar la belleza por sí misma? He aquí la pregunta fundamental y más radical. La que resume todas las demás. La eterna pregunta siempre presente y nunca respondida del todo. La pregunta primera y última de toda filosofía y de toda religión. Esta pregunta es la variante general de la que, de una u otra manera, sobre todo en los momentos decisivos de su existencia, se plantea todo ser humano: ¿quién soy yo? En contra de lo que pueda suponerse, no es fácil responder seriamente a la pregunta por la propia identidad. La prueba está en que constantemente reaparece a todos los niveles: antropológicos, psicológicos, filosóficos, religiosos y personales. Puede responderse de muchos modos y desde diferentes perspectivas. Así, por ejemplo, la medicina y la biología nos enseñan que el ser humano es un animal, con una serie de características muy importantes, pero un animal al fin y al cabo. La sociología
nos enseña que este animal —racional, claro; pensante, con capacidad de hablar y de comunicarse; libre—, este animal libre es, según la sociología, un ser inserto en una red de relaciones que le condicionan y le configuran. La fe cristiana tiene su propia respuesta a la pregunta sobre qué o quién es el ser humano. Q u é o quién: n o es exactamente lo mismo. El interrogante sobre el qué ya orienta la respuesta, pues pregunta presuponiendo que el ser h u m a n o es una cosa, sin duda valiosa y útil, pero cosa al fin y al cabo. El interrogante sobre el quién presupone que estamos preguntando por una persona, por alguien que tiene una dignidad y no es manejable a mi antojo. Algunas ciencias quizá puedan y deban insistir en la aparente neutralidad del qué. La fe cristiana responde al quién. Empieza ya tomando postura. La persona, ¿quién es? ¿Qué dice la fe cristiana? Esta respuesta es importante, para el cristiano la más importante, porque su fe en Dios es determinante de su vida entera. También es importante para el no cristiano, pues en la respuesta cristiana puede encontrar una serie de elementos que le ayuden a profundizar, mejorar o comprender mejor su propia respuesta a la pregunta sobre el ser humano. Y para él, para el no creyente, aclararse sobre quién es el ser humano, es también decisivo, pues según cuál sea la respuesta, así orientará toda su vida. La fe cristiana tiene su propia antropología. Y lo primero que dice sobre el ser humano es que es una criatura m u y especial, con una gran dignidad, «casi como u n dios» (Sal 8), capaz de dialogar con Dios y de establecer relaciones con Él. Ser salido de Dios, dependiente de Dios. Pero con una dependencia no alienante. Ser creado libre, ser que debe asumir libremente su propio ser. Esto es lo que, entre otras cosas, quiere decir
el que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Otra cosa que dice la fe cristiana, y de la que va a tratar el presente libro, es que el ser humano ha sido llamado a vivir en el amor. Y que en este vivir en el amor está su estabilidad, su paz y su felicidad. Vivir en el amor es la única tarea del cristiano. Es una tarea que traduce y manifiesta su ser: cristiano es el que ama —el que ama a Dios (ljn 4,7) y el que ama a su hermano (ljn 2,10)-, porque él es un ser hecho por amor y para el amor. Esta llamada a vivir en el amor no es propia, en el sentido de exclusiva, de la fe cristiana. Es una necesidad de todo ser humano. Por eso, hablar del amor no es hacer un sermón, sino hablar de una realidad que concierne necesariamente a todas y todos. U n a necesidad que tiene no sólo consecuencias individuales, sino también sociales. Y en la medida en que estas consecuencias sean dificultadas o impedidas por la política o la economía —«las preocupaciones del m u n d o y la seducción de las riquezas, ahogan la palabra y queda sin fruto» (Mt 13,22)—, criticar esta economía y esta política se c o n vierte en un imperativo para la supervivencia pacífica y equilibrada de la humanidad. Desde este punto de vista, el presente libro pudiera interesar a todo ser humano 1 .
1 Q u e el amor evangélico representa un interés y una necesidad común a todos los seres humanos, encuentra una buena manifestación en el hecho de que la afirmación de que todos los hombres, siendo hijos del mismo Dios, son hermanos, «la revolución francesa, un cierto socialismo e incluso la repúbüca (secularizándolo) lo han inscrito en su programa: la fraternidad» (G. MOREL, Questions i'homme:Jésus dans la théorie chrétienne, Aubier, París 1977, 162).
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2. El amor, una realidad plurivalente A m o r es una de las palabras más ambiguas y gastadas que existen. A primera vista parece fácil decir lo que es el amor y vivir en el amor, pues todo el m u n d o se imagina que sabe lo que es. Más aún, en cierto modo, no hay prácticamente nadie que no haya hecho una experiencia personal de amor, bajo una forma al m e nos rudimentaria, bien como niño, como adolescente o como adulto. Casi no hay canción actual, de esas que gustan, escuchan y cantan los jóvenes y no tan jóvenes, en la que no aparezca la dichosa palabra —dichosa porque parece que en ella hay dicha, y dichosa por repetitiva— con sus correspondientes añadidos que pretenden definirla. Y, sin embargo, lo que con ella se designa en estas mediocres canciones está muy lejos del auténtico amor. Claro está, algo de lo que es el amor se transparenta en estas canciones. Si n o fuera así, lo que allí se dice carecería totalmente de sentido. Algo de lo que es el amor, sí, porque al ser una palabra que abarca u n espacio semántico —que es lo mismo que decir un espacio de lo real— amplio, puede utilizarse en diversos sentidos. Su significado puede ir de lo sexual a lo espiritual, de lo interesado a lo desinteresado. La fuerza del amor puede derivar en codicia o en caridad. C o n este término se designa la atracción física o psicológica que alguien —o algo— produce en mí. O el deseo de poseer lo que m e agrada, pero n o tengo. Pero puede designar también la compasión que siento hacia el débil o el necesitado. O la entrega de mi tiempo, de mis bienes e incluso de mi persona a una causa justa o a una persona explotada, perseguida o maltratada. O también el perdón que
otorgo a quien m e ha ofendido. En suma, con la palabra amor designamos actitudes y comportamientos no sólo bien distintos, sino, a veces, incluso incompatibles (amor al dinero, amor al pobre). El amor abarca un campo tan amplio c o m o el que va del interés al desinterés. D e ahí que, según cual sea la idea que u n o se hace del amor, puede considerar que la idea que otros tienen es o bien una profanación, o bien una mistificación irreal del amor. Poco a poco iremos diciendo lo que entendemos por amor y lo que implica vivir en el amor. Sin duda, quedarán muchas cosas por decir y las que diremos no agotarán la riqueza de los aspectos del amor que destaquemos. Pero quizá sea bueno comenzar nuestra reflexión resaltando la importancia que tiene el amor en la vida del ser humano y preguntándonos por la razón de esta importancia. ¿De dónde nace el amor?
3. Nacido para amar El amor es la fuerza fundamental que pone en movimiento las otras fuerzas del ser humano, las estimula o las paraliza, las dirige hacia lo bueno y constructivo o hacia lo malo y destructivo. El amor es el destino de toda persona, aquello por lo que el ser humano se siente realizado o fracasado. Toda nuestra vida sólo vale en proporción al amor que encontramos o damos en ella. Y todo lo que hacemos, en cierto modo, lo hacemos movidos por el amor. Somos egoístas porque nos amamos a nosotros mismos. Trabajamos por amor al dinero, o al prestigio, o al trabajo mismo. Estudiamos por amor a la sabiduría.
¿Cómo nace el amor, cuál es su génesis? En realidad, el amor no nace, no surge en un m o m e n t o dado de la vida. El amor nace con nosotros. Todos nacemos c o m o seres hechos para el amor. Otra cosa es que el amor pueda desarrollarse de una u otra forma, pueda orientarse hacia uno u otro objeto. Desarrollarse y orientarse bien, mal o regular. La prueba de que nacemos para el amor está en la necesidad que todos tenemos de superar la soledad. La necesidad del amor nace del sentimiento innato de separación y del deseo de superarlo mediante una experiencia de unión. Dicho de una forma muy sencilla: todos sentimos que nos falta algo, n o sabemos el qué, pero buscamos eso que nos falta. El niño, en cuanto deja el seno materno, siente su falta, y por eso busca la piel y los pechos de la madre. Todos, en muchos m o mentos de la vida, aun estando rodeados de gente, sentimos una angustiosa sensación de soledad. Y, para huir de ella, buscamos esa mano amiga que nos haga sentir acompañados. Nos falta, como dice la sabiduría popular, nuestra «media naranja». Todo esto queda bien expresado en un mito muy antiguo que cuenta Platón (en su obra El banquete), el de los andróginos. Hay que saber, según este mito, que antaño nuestra naturaleza no era como ahora, sino muy diferente. Nuestros antepasados eran dobles (cuatro manos, cuatro piernas, dos órganos reproductores, dos rostros, aunque una sola cabeza para el conjunto de estos dos rostros opuestos el uno al otro) y poseían una unidad perfecta de la que ahora carecemos. La dualidad genital explica que hubiera tres géneros en la especie humana: los varones (que tenían dos sexos de hombre), las mujeres (que tenían dos sexos de mujer) y los an-
dróginos (que poseían u n sexo de hombre y otro de mujer). Todos ellos poseían una valentía y una fuerza tan excepcionales que intentaron escalar al cielo para luchar contra los dioses. Zeus, para castigarlos, decidió cortarles en dos, de arriba abajo. Esto significó el fin de la plenitud, de la unidad, de la felicidad. Desde entonces cada individuo no tiene más remedio que buscar su m i tad, expresión que hay que tomar al pie de la letra: antes «formábamos un todo completo», antes «éramos un solo ser»; pero hemos sido «separados de nosotros mismos buscando sin descanso ese todo que éramos»; «el anhelo y la persecución de ese todo recibe el nombre de amor», que es por añadidura lo que nos hace felices. Lo interesante del mito platónico es que expresa de manera gráfica esa necesidad imperiosa que todos tenemos del otro, pues sólo otro «tú» puede colmar nuestra radical soledad y equilibrar nuestro yo. Otra historia, la de Adán y Eva -dejemos ahora de lado si es mítica o no—, seguramente más conocida, escrita además desde la fe en Dios, también manifiesta esta necesidad de superar la soledad mediante el encuentro con otro ser, igual y diferente al mismo tiempo. Es importante eso de «igual y diferente». A propósito de ello quisiera ofrecer una curiosa observación que hace Tomás de Aquino. N o se refiere para nada a Platón, pero se diría que está pensada c o m o una respuesta al mito que acabamos de narrar. Observa Tomás de Aquino que en Gen 1,27 se lee «los creó macho y hembra», y c o menta: «Dice en plural los para evitar el que se entienda que ambos sexos se daban en u n solo individuo» 2 . El amor se da entre dos seres distintos, iguales y diferentes. 2
TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, l, 93, 4, ad 1.
Iguales, porque sin la igualdad el otro sería un objeto, una cosa para mi servicio. Diferentes, porque sin la diferencia, en el otro sólo encontraría un reflejo de mí mismo. En cualquiera de los dos casos, la soledad no sería superada. En realidad, la androginia humana, no c o m o metáfora, sino en sentido estricto, es la destrucción del amor. El mito de los andróginos confunde deseo y n e cesidad. El deseo del otro no se traduce en necesidad de identificarme con él, sino en comunicarle este d e seo sin buscar que desaparezca en mi misma identidad. Desear al otro es desear que el otro sea verdaderamente otro. Pero sigamos con la historia de Adán y Eva. En los inicios de la humanidad, después de haber preparado un jardín frondoso para que la vida fuera posible y gratificante, Dios creó a un ser humano para que lo habitara. Apareció Adán. Pero muy pronto Adán notó que le faltaba algo esencial. Se encontraba solo. Se paseaba por el universo y admiraba su belleza. Pero las plantas, los animales, las estrellas, no hablaban su misma lengua. N o podía comunicarse con ellos. Dios se dio cuenta: Adán no estaba bien, un hombre solo n o es una buena creación: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gen 2,18). Entonces, de «una de las costillas» del hombre, Dios «formó una mujer» (Gen 2,21-22). D e m o d o que la mujer «ha salido del hombre». Por eso hay en el uno y en la otra una tendencia innata a ser de nuevo «una sola carne» (Gen 2,23-24) por el amor, en la distinción, la diferencia y el respeto a la alteridad. Aparece también en esta historia lo que ya hemos encontrado en el mito anterior: el hombre ha perdido una parte de sí mismo y no se encontrará a sí mismo hasta que n o encuentre lo perdido. La parte perdida —o mejor, lo que el varón necesita
para sentirse completo— es la mujer, que Dios presenta ante Adán para que, si aprende a amarla, encuentre lo que busca, se sienta colmado, su soledad se convierta en compañía del otro igual y diferente. Digo bien si Adán aprende a amarla. Porque la prueba de que el amor es un aprendizaje, que exige tiempo y paciencia, se encuentra en la primera dificultad que tuvieron que superar Adán y Eva. Después de enfrentarse con Dios, en vez de pedirse perdón el uno al otro por haberse incitado mutuamente contra Dios, o de tratar el u n o de defender al otro, como se defienden los que se quieren, se enfrentaron entre ellos, manifestando un amor poco sólido, inmaduro y egoísta: el hombre acusó a la mujer, y la mujer no quiso responsabilizarse de lo ocurrido (Gen 3,12-13). La consecuencia de este enfrentamiento la expresa el libro del Génesis (3,16) con una frase tajante, dicha por Dios a la mujer: «Él te dominará». El dominio sustituye al vivir para el otro. Ambas historias, la de Platón y la del Génesis, coinciden en lo fundamental, a saber, la necesidad que tenemos los humanos de superar la soledad. Es esta una profunda experiencia, que el libro del Génesis ratifica y lee desde la fe. La solución a este problema radical de toda existencia es el amor. Ahora bien, hay muchas maneras de entender y de vivir el amor, muchos modos de superar la soledad. Antes de decir algo sobre estas maneras (en el último apartado de este capítulo), m e parece importante introducir ya la verdadera razón teológica de por qué el ser humano está hecho para amar. Esta razón última, que la fe nos descubre, es que el ser h u m a n o ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor.
4.
Imagen de Dios, que es amor
En el libro del Génesis encontramos la clave de c o m prensión (desde la fe) de lo que es todo ser humano: un ser con una dignidad sin igual, porque ha sido creado a imagen de Dios (Gen 1,27). Esto significa que para comprender a fondo lo que es el ser humano hay que saber algo del modelo a partir del cual ha sido creado, o sea, de Dios. Será el Nuevo Testamento el que nos descubrirá dos cosas importantes sobre Dios, necesarias para comprender lo que es el ser humano. La primera, que Dios es amor. Y la segunda, que Jesucristo es la mejor imagen de lo que es Dios, siendo además el modelo concreto que el Padre tenía delante al crear al ser humano. Hay, pues, una impronta cristológica en la creación del ser humano a imagen de Dios. D e ahí se deduce una serie de consecuencias que vamos a ir desgranando. En su conjunto y en su mutua relación ofrecen la última y definitiva explicación sobre el hombre como ser llamado a vivir en el amor.
4.1. Dios es amor N o cabe una definición de Dios. Dios es indefinible. Todo intento de definirlo lo empequeñece. Por eso, cuando la revelación, sobre todo la del Nuevo Testamento, y más en concreto los escritos joánicos, parece que ofrece definiciones de Dios —«Dios es espíritu» Qn 4,24); «Dios es luz» (IJn 1,5)— se trata de fórmulas que ponen de relieve u n valor esencial de Dios. La «definición» de Dios c o m o amor (IJn 4,8.16) es reconocida como la mejor y más apropiada, porque este
valor que pone de relieve es determinante de todo lo que es y hace Dios. Dios y el amor son inseparables y se califican el uno al otro. Aquí no se dice que en Dios hay amor, sino Dios es amor. El ser de Dios es irrevocablemente definido como amor. Y de la misma forma que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (IJn 1,5), Dios es amor y en él no hay nada más que amor, sin ningún asomo de no-amor. El amor no es una actividad más entre otras de Dios (Dios crea, juzga, gobierna, etc). Es la razón de ser, el motivo de todo lo que hace, lo que connota toda su actividad y todas sus relaciones. El amor se identifica con su ser. Todo su ser es ser amor. Sólo el amor le ocupa 3 . N o es algo suyo, es Dios mismo, su substancia, de tal m o d o que es imposible que Dios no ame. ¿Cómo llegó el autor de la primera Carta de Juan a esta «definición»? N o especulando sobre la naturaleza divina, sino contemplando las manifestaciones de Dios a través de la historia, sobre todo en la persona y vida de Jesús: «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al m u n d o a su Hijo único» (IJn 4,9). Ya a lo largo del Antiguo Testamento, Dios se manifestó como la bondad misma, que socorre a los suyos en la aflicción y que perdona a cuantos se arrepienten. Pero en Jesús, el amor del Padre se manifestó con una generosidad inigualable: en Cristo, Dios ama a sus enemigos, llega a decir R o m 5,10. Los escritos atribuidos al apóstol Juan descubren quién es Dios en función del misterio de Cristo, puesto que el Padre y el Hijo son una sola cosa Qn 10,30), y viendo al Hijo 3
JUAN DE LA CRUZ pone en boca de la Esposa unas palabras que también podría decir el Esposo: «Ya no guardo ganado,/ ni ya tengo otro oficio,/ que ya sólo en amar es mi ejercicio» (Cántico espiritual, estrofa 28).
se ve y se conoce al Padre Qn 8,19; 14,7.9). Así pues, «el discípulo que Jesús amaba», habiendo comprendido todo el amor que existía en el corazón de Cristo Qn 13,1), manifestado en su muerte (cf Jn 15,13), ha concluido que en Dios existía un amor idéntico al que él había descubierto en Jesús. Por eso afirma sin dudar: «Dios es Amor». La reflexión posterior sobre el misterio trinitario irá en esta misma línea: «Dios no ha conocido nunca la soledad. Al definirse como Amor está revelando un misterio de intercomunicación, de relaciones personales... Hay una común-unión tan íntima y tan profunda que tres vidas se fusionan en una. Padre e Hijo se encuentran y se abrazan en el Espíritu Santo». Esta reflexión sobre la Trinidad ofrece también una aplicación que nos interesa a propósito del ser humano, imagen de Dios que es Trinidad: «Cuando el ser humano busca su realización fuera de Dios, está encaminado al fracaso. Es como beber en los charcos. El hombre de hoy, fugitivo de la soledad, buscador de comunicación, sólo encontrará la respuesta a su angustia en el Dios-trinitario. Dios es Amor. El amor es uno-trino. Dios es en sí mismo un misterio de relación interpersonal. El remedio a la soledad está en el amor, apertura hacia los otros, acogida de los otros, enlace mutuo. Nosotros. El hombre ha de re-descubrir en sí mismo la imagen perdida del Diostrinitario»4. 18
4.2. Dios crea por amor Si Dios es Amor, y sólo amor, se comprende que quiera compartir el amor, y no ocupar solo el espacio del ser, pues el amor es difusivo, tiende por naturaleza a comunicarse. Si Dios se decide a crear no es porque le falte o necesite algo. En virtud de su absoluta plenitud, Dios no puede buscar algo. Si crea lo hace de forma totalmente desinteresada y por pura bondad 5 . Crea el mundo para que puedan existir seres humanos, para que pueda automanifestarse, comunicarse, difundirse, expandirse el amor encerrado en la realidad interpersonal divina. Y como el amor es determinante de todo lo que Dios hace, cuando crea a un ser distinto de él, sólo puede hacerlo por amor. No por casualidad, ni por necesidad, sino porque quiere. La teología ha repetido hasta la saciedad que Dios crea de la nada, ex nihilo. Me pregunto si no es ya hora de completar esta afirmación con una más fundamental y primera: Dios crea ex amore, por amor y desde el amor, tal como indica el concilio Vaticano II, en un texto poco citado (GS 2). Bien pensado, Dios no puede crear «de la nada», sino desde sí mismo, porque fuera de él no hay nada. Él ocupa todo el espacio del ser. De modo que, al crear, Dios cede, se retira, deja espacio para que otros sean, y sean con todas las consecuencias, la primera de ellas la independencia. La retirada de Dios funda la libertad humana. Es lo propio del amor: ceder para que el otro sea. Ahora bien, «dando al hombre espacio al crearlo, Dios se pone a sí mismo en situación de vulnerabilidad. Se trata de una aventura llena de riesgos. Atreverse a llamar
4
SEBASTIÁN FUSTER, Misterio trinitario. Dios desde el silencio y la cercanía, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid 1997, 273.
5
Cf TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 1,44, solución y ad 1.
a la vida a los hombres creándolos es, visto desde Dios, u n voto de confianza en el ser humano y en su historia y además llevado a cabo sin imponer ninguna condición ni exigir garantía alguna al hombre. La creación del ser h u m a n o es un cheque en blanco del que Dios mismo sale fiador. Dios hace voluntaria renuncia de poder creando a los hombres con una voluntad propia, libre y finita. Dios se hace con ello, hasta cierto punto, d e pendiente del ser humano y, por lo mismo, vulnerable» 6 . Tendremos que volver sobre lo que aquí se insinúa. Para que se dé el amor no basta con que uno ame. El amor es el resultado de la libre correspondencia del amado a la iniciativa amorosa del amante. Lo que n o impide al amante seguir amando (es lo que ocurre con el amor de Dios), aun en el caso de una respuesta negativa del amado. Se trata entonces de un amor sin correspondencia. Pero este amor no es la perfección del amor, no es el amor que busca el amante, aunque sea manifestativo de la incondicionalidad del amor del amante. Es la incondicionalidad la que hace vulnerable al amante. Más aún, si Dios crea por amor, hace sólo lo que le agrada, n o aquello que n o tiene más remedio que hacer. Ninguna circunstancia, ninguna realidad previa es condicionante de su actuación. Obra con soberana libertad. El ser h u m a n o es una maravilla a los ojos de Dios, porque al crearlo, Dios ha hecho lo que le gustaba. U n a verdadera obra de arte, en definitiva. Esa es la palabra griega que utiliza Ef 2,10 para decir qué es el ser humano: un poiema de Dios, una obra de arte divina. Estamos relacionados con Dios como una pintura con 6 E. SCHILLEBEECKX, L'histoíre des hommes, récit de Dieu, Cerf, París 1992, 148 (trad. esp., Los hombres, relato de Dios, Sigúeme, Salamanca 1995 2 ).
el pintor, una pieza de cerámica con el ceramista, un libro con su autor. Esto indica una relación muy estrecha y muy positiva. Dios al crear al ser h u m a n o hizo su mejor obra de arte. Y, c o m o le ocurre a todo artista cuando hace una obra maestra, debió quedarse sorprendido, maravillado, admirado. Nosotros somos un deleite, un placer para Dios (cf Prov 8,31). Cuando él nos mira se llena de alegría, se sorprende agradablemente al ver esa estupenda maravilla salida de sus manos. Esa mirada positiva de Dios sobre cada uno de nosotros debería ayudarnos a vernos a nosotros mismos con esa mirada, sobre todo en los momentos difíciles y complicados. Yo no puedo hundirme bajo el peso de mis fracasos cuando sé que Dios m e mira de esa manera y me ve como la mejor de sus maravillas.
4.3. Dios Padre crea teniendo por modelo a Jesús Ya hemos dicho que es a través de Cristo como se llegó al descubrimiento de que Dios es Amor. Pero hay otro aspecto cristológico que también interesa aquí para aclararnos mejor sobre el ser humano, a saber, que ha sido creado a imagen de Jesús. Dios, al crear al ser humano, tenía delante de sí un modelo insuperable: su propio Hijo que tenía que encarnarse. Se comprende mejor así lo que acabamos de decir sobre la obra de arte que es el ser humano. En efecto, el Nuevo Testamento afirma que la imagen de Dios se realiza plenamente en el hombre Jesús. Cristo es la perfecta imagen de Dios (2Cor 4,4; Col 1,15; H e b 1,3). El m o d o de entender esta verdad de fe tendrá repercusiones en el
modo de entender la realización de la imagen en el ser humano. Al respecto es interesante notar el sentido que tiene el término imagen en Col 1,15. El más directo es que en la naturaleza humana y visible de Jesús se refleja el Dios invisible. Pero hay otra posible interpretación de sumo interés para nuestro tema. Imagen no es sólo el reflejo de un modelo anterior a ella, sino precisamente ese modelo; imagen es paradigma, el modelo del que se sirve un artista para realizar su obra. Jesús sería el modelo a partir del cual Dios ha creado al ser humano. Si Jesús es el modelo a partir del cual Dios ha creado al ser humano, la noción de persona humana se funda radicalmente en la cristología, y quedan valoradas todas las dimensiones del ser humano, incluida la corporalidad: también ella es imagen de Dios. Por eso toda persona «debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo» (GS 14). El ser humano es una criatura muy bien hecha, no sólo por la calidad insuperable del artista creador, sino por el modelo inigualable que tenía delante este artista al realizar esta obra maestra. Hay una consecuencia muy práctica que se deduce del hecho de que Jesús sea el modelo a partir del cual ha sido formada la persona humana. Pues, al ser Jesús la más perfecta imagen de Dios, es también, por decirlo con palabras del Catecismo de la Iglesia católica (CCE 470), la expresión humana de las costumbres divinas de la Trinidad. O sea, la traducción humana del modo de ser y obrar de Dios.Y si una obra es tanto más perfecta cuanto más se parece al modelo a partir del cual ha sido hecha, mirando a Jesús podemos saber a qué atenernos para realizar la imagen de Dios que somos nosotros. Esta mirada es tanto más necesaria cuanto que la cercanía de Jesús a los pobres y despreciados, el amor que
manifestaba a los pecadores, su valentía desarmada para enfrentarse a los poderosos que mantenían situaciones injustas, nos llama permanentemente a la conversión. En definitiva a vivir en un amor como el suyo: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9).
4.4. Dios crea para que los seres humanos vivan en comunión A la luz de todo lo anterior se entiende mejor una afirmación del libro del Génesis sobre la imagen: «Macho y hembra los creó». La bisexualidad forma parte de la imagen de Dios. Dios no creó al hombre en solitario. El ser humano siempre es plural. No sólo porque se realiza bien como varón, bien como mujer sino, sobre todo, porque en solitario no alcanza su verdad y su realización.Ya desde el principio ha sido creado como ser de comunión, llamado al amor. Esto es lo que significa sobre todo la bisexualidad, prototipo de toda comunión. La semejanza con Dios de la criatura humana reside en el hecho de existir el uno para el otro, en el hecho de que los seres humanos vivan en comunión. La esencia de lo humano es la sociabilidad. Un individuo solo no sería una buena creación (Gen 2,18), pues el hombre solitario no sería el ser creado a imagen de Dios, porque Dios no es solitario. Lo propio de Dios es existir en relación. Reflexionando sobre el texto de Gen 1,27 («Creó Dios al ser humano a imagen suya, macho y hembra los creó»), escribe Juan Pablo II: «Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta existir en relación al otro yo... Dios, que se deja conocer por los hombres por
medio de Cristo, es unidad en la Trinidad: es unidad en la comunión... El hecho de que el ser humano, creado c o m o hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios c o m o ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados c o m o " u n i dad de los dos" en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el m u n d o la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina... Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo es amor» (Mulieris dignitatem, 7). La bisexualidad no es más que el prototipo biológico de una verdad fundamental de amplio alcance, que podemos expresar con estas palabras del concilio Vaticano II: «Dios no creó al hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, u n ser social y n o puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (GS 12). El ser h u m a n o sólo realiza su carácter de imagen de Dios y, por tanto, sólo encuentra su propia identidad, cuando vive en comunión con sus semejantes y los reconoce como hermanos. Sólo en la fraternidad se realiza la imagen de Dios. Esto encuentra su primera expresión en la entrega del varón a la mujer y en el hecho de que ambos son el uno para el otro la única «ayuda adecuada» (Gen 2,19). Ahora bien, esta necesidad, natural y religiosa al mismo tiempo, de vivir en sociedad (que encuentra su plenitud en el vivir en el amor) puede realizarse de di-
versas maneras. Algunas no conducen a la comunión, al auténtico amor, sino a una degradación del amor. Ya en la historia de Adán y Eva encontramos esta posibilidad de degradar el amor. Ellos quisieron vivir independizándose de la fuente del amor, rompiendo con Dios, no cumpliendo su voluntad (el que ama, c o m o veremos, siempre busca complacer al amado). Esto les condujo a la ruptura entre ellos (como ya hemos indicado más arriba), acusándose mutuamente, demostrando así que sólo se buscaban a sí mismos a través del otro, o sea, que su amor era egoísta; y también a la ruptura con la naturaleza (pérdida del jardín, necesidad de labrar la tierra con fatiga, etc). El conocido c o m o pecado original fue el no amor, el romper la relación, el n o querer depender de otro, el pretender bastarse a sí mismo, el encerrarse de nuevo en la soledad. El pretender ser en contradicción con la naturaleza del propio ser. El p e cado original fue la degradación del amor y, por eso mismo, el oscurecimiento de la imagen de Dios. Hoy la humanidad se encuentra ante una situación paradójica. Por una parte hay un deseo de incrementar y profundizar las relaciones entre las personas y los p u e blos. Hay una mayor conciencia de la interdependencia. Pero, por otra, también asistimos al auge del individualismo y de las reivindicaciones nacionalistas. Peor aún, hoy, como ayer, muchas personas y pueblos se afirman enfrentándose. O buscan imponer su voluntad a los demás. La sociedad actual se rige por el principio del propio provecho, a costa de lo que sea. La propaganda nos incita a todos a producir y consumir más. Todas las actividades están subordinadas a objetivos económicos, que se han convertido en fines.Y más que compartir el amor, en todo caso se comparten beneficios.
¿Y qué decir a nivel personal? U n a de las graves enfermedades de la persona de hoy es la soledad. N o sólo la soledad exterior: el silencio asusta, y por eso se busca la compañía del televisor, o de los auriculares, o de u n compañero cualquiera. Pensamos sobre todo en la soledad interior, en ese vacío personal que se manifiesta de tantas formas y que produce nefastos resultados, angustia vital. Los psicólogos y psiquiatras constatan que una gran mayoría de angustiados son seres que no pueden sufrir la soledad y son, por lo mismo, buscadores de comunicación. Una de las cosas que más necesita la gente es ser escuchada. D e ahí la importancia de una reflexión serena y equilibrada sobre el amor c o m o única salida a las o p o siciones y conflictos entre personas y pueblos. Pero para ello es necesario aclararse sobre qué es el amor.
5. EL amor, ¿sentimiento, arte o mandamiento? 5.1. Sentimiento La necesidad de superar la soledad, al ser innata, hace que muchos entiendan que el amor es un mero sentimiento. Sin duda lo es. Pero es también m u c h o más. Al concebir el amor c o m o sentimiento, la superación de la soledad y la unión que todos buscamos puede expresarse, manifestarse o lograrse, por medio de uniones insatisfactorias, precarias y, en ocasiones, poco humanizantes. Uniones que tienen m u c h o de compulsivo, que se quedan en el terreno puramente biológico, que no tienen en cuenta la totalidad de la persona, sus dimen-
siones ricas y variadas. Así ocurre, por ejemplo, cuando se confunde el amor con la experiencia sexual, y sobre todo cuando lo sexual se limita a una experiencia genital. Porque no cabe duda de que la experiencia sexual es buena y hasta necesaria. Pero hay muchas maneras de vivirla. Puede vivirse como resultado del amor, c o m o un componente más del amor; o puede vivirse c o m o sustitutiva del amor, como un mal sucedáneo del amor. El acto sexual sin amor sólo alcanza por u n breve instante a romper la distancia entre dos seres. El amor como sentimiento es muy restrictivo. Los que «no m e caen bien» no pueden ser objeto de mi amor. Sin embargo, el evangelio habla de un amor u n i versal. Si es universal tiene que ser posible amar a los que n o me gustan. Ahora bien, si el amor es un gusto, una sensación agradable y placentera, está claro que n o puedo amar a quien no m e gusta. El amor c o m o sentimiento es limitado. En el amor como sentimiento deja de ser verdad eso de que el amor todo lo puede. Q u i e n entiende el amor como sentimiento o sensación agradable, piensa también que no tiene nada que aprender sobre el amor. Amar, se piensa, no es difícil. Es sólo cuestión de encontrar la persona adecuada, atrayente, deseable. Esta concepción descansa sobre una premisa: la de que en el amor lo importante es ser amado. Y así se busca desesperadamente alguien que m e ame. La cuestión entonces se reduce a cómo ser amable, c ó m o lograr que alguien me quiera. Aunque sea a costa de mentir. Cosa que sucede con frecuencia: trato de aparentar lo que pienso que puede hacer que el otro m e ame. Casi dejo de ser yo para ser amado. El amor así entendido es una variante de nuestro deseo de poseer, de nuestra ambición de tener. Su mejor expresión es
la atracción sexual (que puede traducirse de muchas maneras: orgías, etc., y que va acompañada y a veces sustituida por drogas, alcohol y otras sensaciones que hacen olvidar por un instante la soledad). Q u e el amor c o m o sentimiento no es ni constante ni duradero y, además, tampoco es fácil, encuentra una prueba en la gran cantidad de divorcios y separaciones que se dan. Y en que, a pesar de tantos fracasos, los nuevos matrimonios (o uniones, que para lo que aquí tratamos de decir prueban lo mismo) suelen ser tan numerosos c o m o los divorcios o las separaciones. ¿Por qué tantos fracasos en el amor? Porque, en el fondo, muchos sólo se buscan a sí mismos. Y por encima del otro, colocan el propio éxito, enriquecimiento, triunfo o poder. Se trata entonces de un amor egoísta, en donde, a pesar del insaciable apetito de amor, uno siempre es lo más importante.
5.2. Arte Hay otro m o d o de entender el amor. Hace más de 50 años, Erich F r o m m publicó u n libro, cuyo título era toda una declaración de intenciones: El arte de amar. Si el amor es un arte, de entrada, significa dos cosas: que es una capacidad y que es u n aprendizaje. U n a capacidad que tienen todos los seres humanos. Pero que no todos la cultivan, la cuidan, la aprenden, en definitiva. El aprendizaje de un arte requiere disciplina, tiempo y paciencia. N o hay que entender la disciplina en sentido negativo de amenaza, intimidación o control. Disciplina es una palabra muy positiva, derivada de discípulo. U n discípulo es alguien que es seducido o atraído por otro:
el amor también se aprende viendo a otros amar c o m o es debido. Disciplina es una relación amorosa que hace emerger lo mejor de nosotros, del mismo m o d o que el pianista se siente atraído hacia la música del piano, y entonces vienen las largas horas de duro trabajo frente al instrumento. Pero este trabajo no mortifica. Eleva y enaltece. Si el amor es una capacidad, la cuestión n o es ya encontrar a alguien que m e ame o que m e guste, sino poner en práctica mi capacidad de amar. Más que una cuestión de objeto, el amor es una actitud, una orientación del carácter, un ejercitar una facultad, una expresión de mi vida. Sin duda, cuando yo amo, puede entonces ocurrir la maravilla de despertar en el otro el amor, y de ser también yo amado. Hay u n lazo muy estrecho entre el desarrollo de la capacidad de amar y el desarrollo del objeto del amor. Así ocurre, en el caso ideal, en el amor de la madre por su hijo. El niño es ante todo objeto de un amor gratuito. El es, en primer lugar, amado. Y amado incondicionalmente. Poco a poco, este amor primero e incondicional despierta en el niño la capacidad de amar, de responder a su vez a este amor. Y de pasar de una primera etapa en la que la madre es absolutamente necesaria, a una etapa más madura en la que el niño trata de complacer a su madre y de «ganarse» su amor. El arte de amar exige concentración. Concentrarse es ser capaz de quedarse solo consigo mismo. Si yo busco a otro porque no soy capaz de estar solo, eso no es una relación de amor. Eso es dependencia. Las personas dependientes sólo buscan que se les ame, pero son incapaces de amar. La dependencia puede parecer amor porque es una fuerza que hace que alguien se apegue
violentamente a otro. En realidad fomenta el infantilismo, destruye la relación en lugar de construirla. En esta relación n o hay ninguna libertad, ninguna elección. Es una cuestión de necesidad y n o de amor. El amor es más bien el libre ejercicio de la voluntad de elegir. Dos personas se aman únicamente cuando son capaces de vivir la una sin la otra, pero deciden vivir juntas. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es condición de mi aptitud para amar. Concentrarse significa también saber escuchar, estar atento a las necesidades del otro. Tomar en serio lo que el otro m e dice. Finalmente, concentrarse es también ser objetivo, percibir las cosas y las personas tal como son, sabiendo separar esta visión objetiva de mis deseos y mis miedos. Para el enfermo, sólo existen sus deseos y sus miedos. Percibe el m u n d o exterior como una proyección de su interioridad. Así suele distorsionar la realidad. ¿Cuántos padres no evalúan las reacciones de sus hijos en función de su obediencia o de la satisfacción que les procuran, en lugar de mostrarse atentos y de interesarse por los sentimientos que su hijo experimenta? ¿Cuántas personas n o actúan de forma parecida con su pareja, marido o mujer? El arte de amar exige objetividad. El arte de amar exige confianza en el otro. Esta confianza p u e d e a u m e n t a r o disminuir en función del conocimiento del otro. Pero siempre es condición del amor. Confianza es dejar ser al otro, y sobre todo, dejarle libre. C u a n d o quieres apoderarte del amigo, controlarle para estar más seguro de él, manifiestas tu desconfianza y destruyes la amistad. En la esfera de las relaciones humanas, la fe es una cualidad indispensable de la fraternidad y de todo amor verdadero. Tener fe en otra persona es estar seguro de la fidelidad e inaltera-
bilidad de sus actitudes fundamentales. La confianza en el otro significa también confianza en sus posibilidades. Esta confianza separa la ayuda que siempre es necesario estar dispuesto a prestar al amado de la manipulación. La confianza, además, evita la intranquilidad y la ansiedad que son propias de todo amor egoísta. Amar es comprometerse sin reserva, darse incondicionalmente, esperando que nuestro amor engendre el amor del amado. El amor es así u n acto de fe. Q u i e n tiene poca fe, tiene poco amor.
5.3. Mandamiento Lo más decisivo y original de la enseñanza de Jesús es el amor. Pero para Jesús, en continuidad en eso con el Antiguo Testamento, el amor es u n mandamiento. Más que en el amor como arte, el amor como mandamiento ya n o es principalmente una cuestión de objeto, de encontrar a alguien que m e guste, sino de querer amar o, si se prefiere, de obedecer. Así el amor puede ser universal, sin restricción alguna. Pero entender el amor como mandamiento plantea de entrada una dificultad que parece insoluble, a saber, la aparente contradicción entre amor y mandamiento. El sentimiento es espontáneo, el arte es libre, el mandamiento es obligado. ¿Cómo puede ser entonces amor? ¿ N o son contradictorios el amor y el mandamiento? H e m o s dicho que el amor como arte es una actitud, una capacidad. La teología de Tomás de Aquino calificó el amor cristiano como virtud. Pudiera encontrarse aquí una aproximación entre el amor como arte y el amor c o m o mandamiento. Pues la virtud es la actualización
de una capacidad para el bien. Es la fuerza, la habilidad, la facilidad para realizar lo moralmente bueno, con alegría y constancia, aun a costa de vencer todo tipo de resistencias. La diferencia entre el amor como arte y el amor cristiano está en que este último no es una virtud aprendida, o si se prefiere, puesta a punto por el esfuerzo y el trabajo del ser humano. El amor cristiano es una virtud teologal. Esto significa que tiene su origen, su fundamento y su posibilidad en Dios. Sólo Dios lo hace posible.Y por esta razón es un mandamiento divino. Aunque tenga su origen en Dios, esta virtud teologal cuenta con la libertad humana. Cabría decir que la virtud teologal del amor es una libre necesidad o una necesidad libre. No hay contradicción entre necesidad y libertad. También el comer es una necesidad libre. Aunque sea necesario comer para vivir, si yo no quiero, no como. Como le ocurre al que ayuna por razones estéticas (quiere adelgazar) o religiosas. Puesto que el mandamiento del amor recapitula toda la vida cristiana, toda la enseñanza de Jesús y todos los preceptos de la ley de Dios, en definitiva, toda la revelación7, de ahora en adelante nos ocuparemos explícitamente de él. Nuestro próximo capítulo estará dedicado a analizar la aparente contradicción entre amor y mandamiento; y a explicar por qué razón el amor cristiano es un mandamiento. Algunas de las cosas que acabamos tan sólo de enunciar sobre el mandamiento encontrarán, en el siguiente capítulo, mayor desarrollo y explicación. El tercero y el cuarto capítulo de este libro los dedicaremos 7 «El único objeto de la Escritura es la caridad» (B. PASCAL, Pensées, n° 670 ed. Brunschvicg).
a los contenidos del mandamiento, o sea, al análisis y exposición de los destinatarios del mandamiento del amor: Dios y el prójimo, todo ser humano, en definitiva.
Para
meditar
¿Qué consecuencias consideras que tiene para tu vida espiritual: a) considerar que has sido creado «de la nada», o b) considerar que has sido creado «del amor» y que además Jesucristo es el modelo a partir del cual has sido creado? ¿En qué sentido crees que el amor es un sentimiento y en qué sentido crees que no lo es, o no es sólo un sentimiento? ¿Conoces experiencias, propias o ajenas, en las que la consideración del amor como sentimiento ha llevado a la insatisfacción, o por el contrario ha dejado satisfecho? ¿Por qué dirías tú que el ser humano es un ser con vocación de amor? ¿Tienes alguna experiencia que pueda corroborar e ilustrar prácticamente eso que dices? Tras la lectura de este capítulo, ¿qué idea tienes del amor? Esta lectura, ¿ha modificado tus ideas precedentes sobre el amor? ¿En qué sí y en qué no?
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EL amor como mandamiento, ¿una contradicción?
«La originalidad y el signo distintivo del amor cristiano está precisamente en que pueda contener esta aparente contradicción: amar es un deber». Estas palabras, escritas en 1847 por Sóren Kierkegaard, me mueven a preguntar: ¿contradicción por qué? Una primera y superficial respuesta podría ser: porque, a primera vista, parece que el amor es un placer. O un acto espontáneo, un sentimiento. Pero, en todo caso, se diría que siempre es un acto libre. Un amor obligado, se conciba como se conciba el amor, no parece posible. Y, sin embargo, el Nuevo Testamento se encarga de repetir una y otra vez que el amor es un mandamiento. A los creyentes esta insistencia nos obliga a pensar que como mandamiento el amor alcanza su máxima riqueza y su más completo sentido. Pero también nos obliga a aclararnos sobre el sentido cristiano que tiene este concepto. En efecto, el amor es una palabra ambigua. Ya hemos dicho que su significado puede ir de lo sexual a lo espiritual, de lo interesado a lo desinteresado. Ahora bien, si en el terreno del amor resulta fácil entender el recorrido que va del interés al desinterés (interesadamente
amo al dinero o a una persona que me puede reportar beneficios; con desinterés amo a mis hijos o a mis padres, aun cuando estén enfermos o sean pobres y nada puedan darme, a no ser su amor), es menos comprensible el camino que, en el amor, va de lo espontáneo a lo impuesto. Pues, de entrada, parece que tanto los amores interesados como los desinteresados se sitúan, de una u otra manera, sino en el ámbito de lo espontáneo, al menos en el de lo libre. La atracción sexual que siento por otra persona es controlable, pero es espontánea. El deseo de apoderarme de lo ajeno puede ser reprimido, pero en primera instancia surge como atracción espontánea. La entrega de mi tiempo a una persona necesitada, que quizá ni siquiera me resulta atractiva, es, en todo caso, libre cuando se hace en nombre del amor. ¿Cómo hablar, pues, de un amor mandado, obligado? El amor puede ser espontáneo (amor como sentimiento) o libre (amor como arte), pero no parece concebible que sea obligado. El mensaje evangélico une amor y mandamiento. Sin duda, en virtud de obediencia se puede hacer el bien. Pero, ¿cómo hacer de la obediencia un amor? En virtud de obediencia puede hacerse lo que a uno no le agrada e incluso le repugna, pero, ¿cómo llamar a eso amor? Tomás de Aquino, a propósito del mandamiento del amor al enemigo, se planteaba una objeción similar: «Amar al enemigo parece imposible por ser contrario a la inclinación de la naturaleza»1. Queda así claro el sentido de este capítulo y el problema que plantea: ¿cómo puede ser el amor un man1 TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 8, arg. 13; cf Suma Teológica, I-II, c. 25, a. 8, arg. 2 y 3.
damiento? Y, sin embargo, ¿no es así como lo califica la Escritura?
1. Sabiduría superficial: el amor no se manda ¿De verdad que lo espontáneo pertenece a la esencia del amor? Examinemos el asunto más de cerca. Precisamente porque el amor abarca un amplio campo de actitudes, conviene distinguir unos y otros amores. Y comprobar así que la espontaneidad sólo califica a un tipo de amor, el codicioso e interesado. El amor sólo se puede definir a partir de la relación que en cada caso se establece (amor al arte, a la ciencia; amor entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amigos; amor a uno mismo). Esta relación está marcada por la apetencia, pero hay muchos tipos de apetencias y no todas surgen espontáneamente; algunas aparecen tras un largo proceso reflexivo o tras pasar por experiencias más o menos agradables. Y, cuando resultan incompatibles, unas apetencias se prefieren a otras. Uno deja de tomar determinados alimentos, a pesar de lo mucho que le gustan, porque prefiere conservar su salud. Se ve así que el amor es un apetito modulado por el bien, por lo que yo considero bueno para mí. Sucede a veces que en esta búsqueda del bien, uno se equivoca. O bien se deja seducir por bienes parciales o temporales. O por lo que tiene apariencia de bien, pero en realidad es un mal. El amor siempre se dirige al bien, pero no al bien en abstracto, sino a lo que yo considero bueno en ese momento para mí. Esta consideración es fundamental y puede ser producto de una mayor o menor espontaneidad.
Cuando el bien que uno desea alcanzar es otra persona, hablamos de amor interpersonal. Este amor surge como resultado de la necesidad que todos tenemos de superar la soledad. Pero hay muchas maneras de considerar al otro que todos necesitamos. Hay una manera egocéntrica de superar la soledad y de dirigirse al bien, que es el otro hombre. La soledad también puede ser superada por una relación interpersonal en la que hay acogida, pero además hay don, responsabilidad y respeto. La primera manera es más espontánea. La prueba la tenemos en el niño. En los inicios, el bienestar propio es la ley absoluta de sus relaciones e intercambios con el exterior. E incluso cuando reconoce al otro como otro, primero lo ve en función de sus necesidades y deseos, bien como ayuda o como obstáculo para la obtención del placer y del afecto. Esta etapa necesita ser superada para lograr la madurez. Pero es la más espontánea. La etapa egocéntrica de la primera infancia, de un modo u otro, siempre sigue latente en toda vida humana. Espontáneamente lo que aparece es el egoísmo, el construirme a mí mismo. Para eso, el otro puede ser un estorbo, porque su presencia a lo menos que me obliga es a tenerle en cuenta y a hacerle sitio. Y en demasiadas ocasiones a ocuparme de él. De ahí el rechazo del otro: «Los hombres no se aman los unos a los otros, ninguna inclinación natural los une entre sí. ¿Quién cree todavía en la realidad de los sentimientos puros? ¿Quién no ve en ellos una farsa, una pantalla de hipocresía al amparo de la cual, cada uno, si no da necesariamente rienda suelta a sus peores inclinaciones, busca siempre su propia ventaja y sólo se deja
guiar por las prescripciones de la preocupación por sí mismo? "Amarás a tu prójimo como a ti mismo"; esta conmovedora exhortación no impide que en todas partes reine el apetito de posesión y el deseo de sobresalir». Toda la vida social está construida en función de esta espontaneidad egoísta, no para anularla, sino para reprimir sus efectos más perversos y destructivos, pues llevados al extremo terminarían por ser autodestructivos: «Se trata de civilizar los impulsos destructores mediante otras pulsiones igualmente espontáneas (la busca del beneficio, el temor a la muerte violenta) antes que de oponer al conjunto de los desarreglos humanos los vanos preceptos religiosos de devoción, de sacrificio o de humildad. ¿Sabiduría del amor? Para el realismo la sabiduría consiste, por el contrario, en hacer el duelo del amor y en reemplazar esta condición inhallable movilizando, para hacer posible la paz entre los hombres, pasiones menos hermosas, pero más efectivas»2. La espontaneidad egoísta viene caracterizada como realismo. Ser realista es atenerse a la naturaleza humana, en lugar de, como los moralizadores, pretender corregirla mediante discursos edificantes. Homo homini lupus3. 2 Ambos textos en A. FINKIELKRAUT, La sabiduría del amor, Gedisa, Barcelona 1999,103. 3 «El hombre es el peor enemigo del hombre» (D. HUME, Diálogos sobre la religión natural, trad., pról. y notas de CARLOS MELLIZO, Alianza, Madrid 1999, 122).
¿Quién se atreverá a declarar falso este adagio ante todas las enseñanzas de la vida y de la historia? La teología católica habla de un pecado original, resultado del primer acto de libertad del ser humano. En cuanto tuvo capacidad para decidir, lo que primero vino a la mente del hombre fue esto: pretender ser dueño absoluto de sí mismo, no deberse a nadie, tener plenos poderes. Eso sólo es posible si el otro, superior o igual a mí, no está. En la medida en que está es un estorbo. Es odioso. Desde este punto de vista, nada es más molesto que el prójimo: «El yo tiene dos cualidades: es injusto consigo mismo, por el hecho de convertirse en el centro de todo; y es incómodo para los otros, por el hecho de que quiere someterlos: pues cada yo es el enemigo y quisiera ser el tirano de todos los otros»4. El egoísmo, en tanto que amor interesado a uno mismo por encima de todo lo demás y a costa de todo lo demás, termina desembocando en el odio. Cuando todos somos egoístas no queda otra salida. Pues cada uno busca lo suyo por encima de los demás, y al querer el otro situarse también por encima de mí, resulta que ambos nos estorbamos al querer algo que sólo puede uno tener (estar por encima del otro), y así nos hacemos enemigos. Por añadidura, esta desembocadura espontánea recibe una confirmación por parte de la razón utilitaria. De modo que, si el amor no se explica por la naturaleza, tampoco se explica por la razón. Porque lo natural es el egoísmo y lo racional es, en muchas ocasiones, el odio. En este sentido tiene razón Max Horkheimer cuando dice que «desde la perspectiva meramente científica, el odio no es, a pesar de todas las
diferencias sociales funcionales, peor que el amor. No hay ningún razonamiento lógicamente concluyente por el que yo no deba odiar si ello no me reporta ninguna desventaja social»5. ¿Qué diremos, pues, si ello aparentemente me reporta ventajas? La razón no sólo no corrige nuestros instintos egoístas, sino que nos mueve a pensar que lo más racional es el odio. También aquí, los efectos más destructivos de la razón son corregidos por ella misma, introduciendo la dimensión social del egoísmo de la razón, que ya se encuentra en el Código de Hammurabi: «Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano» (Ex 21,24), en donde el amor como desinterés y perdón están totalmente ausentes. Sin duda, el «ojo por ojo», y su más extrema aplicación en la ejecución de un homicida (Ex 21,12), trata de limitar los excesos de la venganza; resulta así un progreso con relación a la desproporción en la respuesta al mal que ella engendra. Sobre esta respuesta proporcionada al mal se construye la justicia; pero la justicia, en esta su primera raíz, resulta egoísta e interesada: le interesa la restitución de lo mío, piensa solamente en mí y en mis derechos y no tiene en cuenta la situación del otro. Mucho menos piensa en la pérdida voluntaria de lo que el otro me ha quitado. En el perdón, en suma. La justicia no se construye sobre el perdón. Espontáneamente yo vivo. Y quiero seguir viviendo. A costa de lo que sea. Racionalmente, yo exijo. También a costa de lo que sea. Este «a costa de lo que sea» es el gran error que el ser humano ha cometido desde sus principios, pues hay determinados costos que apa5
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B. PASCAL, Pensées, n° 455 (ed. Brunschvicg).
M. HORKHEIMER, Anhelo de justicia (edición de JUAN JOSÉ SÁNCHEZ) .Trotta,
Madrid 2000,168.
rentemente dan más vida, pero en realidad conducen a la muerte: «El que se ama a sí mismo, se pierde» (Jn 12,25). Para descubrir esto hay que estar atentos a una palabra que viene de más allá de mí mismo, y así resulta que la fundamentación última del amor (desinteresado) es teológica.
2. Sabiduría divina: el mandamiento del amor Se dice que el amor no se manda. Sin embargo la Escritura habla del mandamiento del amor. Pero antes de entrar en esta cuestión capital quisiéramos, a modo de precomprensión, ofrecer algunas consideraciones que nos lleven más allá de esta sabiduría superficial que dice que el amor no se manda, y nos ofrezcan un contexto filosófico -nótese bien, filosófico— que nos ayude a comprender que el auténtico amor es una intimación, un mandato. Estoy pensando en la aportación de E. Lévinas. Según este autor el rostro del otro me prohibe la indiferencia ante él y me intima al amor. Cierto, yo puedo desobedecer y responder con el odio, pero lo que no puedo hacer es no oír la llamada. El rostro del otro me acosa, me compromete, me manda amarlo. Filosóficamente, el amor no surge como una actividad del sujeto amante, sino como una interpelación, una provocación que viene de fuera de mí. El rostro del otro acusa mi egoísmo, este egoísmo que no toma en consideración lo que no sea yo mismo. Yo no puedo escapar de ese rostro. Por este motivo, la apertura al otro no nace instintivamente, como fruto de mi espontaneidad. Algo extraño a mí me obliga a romper
mi indiferencia. Soy molestado por una intrusión que yo no he buscado ni elegido ni querido. Naturalmente yo sólo me busco a mí, pero la presencia del otro hace que yo no pueda existir naturalmente. El amor no es producto de la simpatía, sino de la presencia, presión, persecución ejercida sobre mí por el prójimo. Me veo obligado a responder, cargado a pesar de mí mismo con una obligación moral. No soy yo el que se lanza espontáneamente hacia el otro, sino el otro el que entra en mí y turba mi egoísmo, pretendiendo, ni más ni menos, que yo sea para él antes que para mí mismo. Ante esta provocación yo puedo responder con el rechazo, o con el odio, pero puedo responder con amor. El amor surge cuando yo suspendo el movimiento espontáneo de existir sólo para mí. Pero el papel activo no lo tiene el que responde amando, sino el prójimo que está ahí antes de que yo decida amarle. Este contexto filosófico resulta una precomprensión que favorece la mejor comprensión del mandamiento bíblico del amor. Pues un cristiano, ante la interpelación de la presencia del rostro necesitado, no sólo puede y debe sentirse vulnerable, sino que esta vulnerabilidad viene iluminada y reforzada por una palabra divina, que le otorga una nueva consistencia y un nuevo motivo, que le carga de nuevas responsabilidades, pero sobre todo realiza algo que no puede hacer ninguna interpelación humana: otorgar una espontaneidad nueva al amor como resultado de una nueva creación. En definitiva, pues, y situándonos abierta y claramente en el terreno teológico, ¿por qué el amor es un mandamiento? Aclaremos una cosa: en boca de Jesús la palabra mandamiento no hay que tomarla en un sentido
jurídico, pues para Jesús el amor es la esencia misma de la vida, como es la esencia misma de Dios. Entonces, ¿por qué es mandamiento? Porque amor y mandamiento son lo mismo. El mandamiento es expresión de la voluntad de Dios. Y el amor es unión de voluntades, consiste en hacer la voluntad del amado, pues los amantes tratan de complacerse el uno al otro. Cuando el amor es codicioso, la voluntad ajena se opone a la propia. Pero hay un amor en el que se realiza el milagro de que la voluntad propia coincide con la ajena. Si dos seres humanos se aman, ¿no se repiten constantemente el uno al otro: «Se hará c o m o tú quieras»? Cuando se trata del amor del ser h u m a n o por Dios, el complacer a Dios se traduce en conformidad con la Voluntad divina, en la búsqueda constante de lo que place a Dios, en definitiva, en cumplir la voluntad de Dios: «El amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos» (ljn 5,3; J n 14,15). Por otra parte, el amor es u n mandamiento porque es una revelación. N o sólo una revelación humana, algo o alguien que m e abre los ojos, el rostro del prójimo que m e interpela y al interpelarme m e descubre una nueva realidad; sino una revelación divina, una palabra que viene de más allá de lo humano, cargada con una autoridad definitiva. El amor es un mandamiento porque es revelación; y es revelación porque es un mandato. U n mandato es la orden de un superior a un inferior, la indicación del que más sabe al que menos sabe para ponerle en el buen camino. Pero, ¿no es esto también una revelación, una orientación que no nace de mí, que yo sólo descubro ante la provocación de algo extraño y superior a mí? Su presencia n o es fruto de la carne o de la sangre, sino gracia, signo de una presencia que
viene de más allá. Dios habla al ser humano, c o m o u n maestro a su alumno. Se dirige a él para aportarle lo que todavía no sabe y no puede extraer de sí mismo. Lo que el ser humano extrae de sí mismo es el egoísmo. Lo que no sabe, lo que jamás surge en el corazón humano, lo que la mente nunca pensó, es que «el que se ama a sí mismo, se pierde»; y que hay un m o d o de perderse en donde uno se ama de verdad, pues se gana para la vida eterna (Jn 12,25; M t 16,25; Le 17,33). La razón última, más profunda y definitiva por la que el amor es una revelación se debe a que el amor define lo que es Dios y el m o d o como Dios se hace presente en el ser humano (siendo este m o d o la revelación de la verdad más profunda del misterio de lo creado): «Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (ljn 4,16). Puestos a decir algo de Dios, la razón dice que Dios es Señor poderoso, quizá también un Señor benévolo («clemente y misericordioso», dice el Corán), pero Señor al fin y al cabo. Pero que Dios es amor resulta inconcebible y hasta blasfemo (como es el caso para el islam, religión que pretende adecuarse muy bien con la naturaleza humana). Y si la razón descubre que Dios es amor, pero tiene que elucubrar por su cuenta sobre lo que eso puede significar, la razón entiende que Dios ama a las personas de bien. Difícilmente entiende que en el amor pueda ocurrir algo así como dar la vida por el amado. Pero lo que jamás puede entender es que Dios, por medio de Cristo, dé la vida por sus enemigos (cf R o m 5,7-8). Hasta dónde llega el amor de Dios y Dios que es amor sólo puede descubrirse por revelación. El de Dios es u n amor como no hay otro, sin comparación posible. Y puestos a decir algo del hombre, la razón dice que
el pobre es pobre y que allí no hay sino pobreza. Sólo la revelación descubre el secreto escondido en todo ser humano: la presencia de Dios en él (cf Mt 25,40), y por tanto la dimensión divina del amor fraterno. En Jesús se revela un amor al prójimo que tiene categoría divina: el segundo mandamiento (amar al prójimo) «es semejante» (Mt 22,39), de la misma categoría que el primero (amar a Dios). Más aún. La revelación, al identificar el Amor con Dios y descubrir lo divino del amor fraterno, manifiesta la eternidad del amor. Todo amor (auténtico) es divino y todo lo divino es auténtico amor. ¿Cómo traducir en términos humanos esta revelación? ¿Cuál es el equivalente humano del amor de Dios, un amor incondicional, desinteresado, sin límite, sin fisura, sin fallo, sin cambio, sin tomar en cuenta el mal, sin que pase nunca (cf ICor 13,4-8)? ¿Cómo traducir lo eterno en términos humanos? En forma de mandato. El amor es mandato porque así se manifiesta su cualidad divina y eterna: el no pasar nunca, el durar siempre. La traducción humana del amor eterno es el mandamiento, pues el mandamiento pone el amor a salvo de contingencias, veleidades, temporalidades, cambios de humor. El mandamiento otorga estabilidad al amor al hacerlo necesario: «Tú debes amar». Así el amor humano puede asemejarse al amor divino y participar de lo eterno del amor. En un mundo de amores provisionales y condicionados, el mandamiento expresa la incondicionalidad y eternidad del amor, el valor divino del amor. Un amor limitado, o un amor que cambia según las circunstancias, eso no es amor. ¿No se juran amor y fidelidad eterna los amantes? ¿Eterna? ¿En qué se fundamenta esta eternidad? ¿Acaso no saben que tienen
que morir? ¿Acaso no saben que son limitados, falibles y que todo lo falible no sólo puede fallar, sino que alguna vez falla y, por eso, todo amor humano no sólo es limitado sino también frágil, expuesto a mil contingencias que lo pueden destruir? ¿Y no es esta fragilidad del amor lo que hace que los amantes sientan la necesidad continua de «poner a prueba» su amor? Pero, ¿qué consistencia tiene, qué seguridad ofrece un amor que necesita probarse? ¿Probar no es suponer que hay posibilidades de fracaso? ¿En qué se fundamenta, pues, el amor eterno que se juran los amantes, en el amor o en lo eterno? Un amor que no se fundamenta en lo eterno está radicalmente sometido al cambio, pues sólo lo eterno persiste: «Sólo el deber de amar protege al amor para la eternidad contra todo cambio... Cuando el amor es un deber está eternamente asegurado»6. Un amor convertido en deber es un amor seguro, porque nunca cambia. Como es un deber, mi amor no cambia aunque el otro me odie, y en este no cambiar manifiesta su fuerza. Así se explica que el amor más grande, el más seguro, el más consistente, el de Dios, alcanza a sus enemigos, porque este amor no está condicionado por la respuesta del hombre. La traducción humana de este amor divino es el «tú debes amar». En Dios, el amor no cambia. En la persona humana, el deber impide el cambio en los cambios de humor. El amor se convierte así en una necesidad, pero en una necesidad que, como veremos más adelante, no sólo es compatible, sino equiparable a la libertad. 6
Lo dice S. KIERKEGAAED, Vie et regne de l'amour, Aubier-Montaigne, París s.f., 39 y 43 (el traductor, Pierre Villadsen, que no pone fecha a esta edición, informa que la edición original «parut á Copenhague a la fin de l'année 1847»).
E n suma, el amor es mandamiento porque es revelación. Y es revelación porque es divino. Y porque es divino es mandamiento. Lo inquebrantable y eterno, c o m o características propias de lo divino, se traducen humanamente como mandamiento, c o m o realidad n o discutible, al amparo y por encima de cualquier veleidad.
3. El triple objeto del mandamiento El mandamiento del amor alcanza a un triple objeto. Objeto quiere decir lo correlativo al sujeto, o sea, el objeto indica a quién o qué debo amar siguiendo el mandamiento. Según la interpretación teológica de los textos bíblicos (cf Dt 6,5 con Lev 19,18; M t 22,36-40; M e 12,28-31; Le 10,25-27), todos aquellos a quienes yo debo amar podrían constituir uno de estos tres referentes: yo mismo, el prójimo y Dios. Esta revelación se encuentra ya en el Antiguo Testamento y es ratificada por Jesús con su soberana autoridad. N o es que haya tres amores. El amor es una actitud única, pero puede considerarse bajo diferentes aspectos. Por ser una actitud única, los diferentes aspectos bajo los que puede considerarse el amor son inseparables. Se ama o no se ama. Amar a Dios sin amar al prójimo es tan absurdo como amar al prójimo sin amar a Dios. A propósito del triple objeto del amor (o de los aspectos bajo los que puede considerarse) conviene notar que Dios tiene la iniciativa y la primacía. Tiene la iniciativa porque él ama primero y hace posible el amor del ser humano. En efecto, nuestro amor es un amor de respuesta a u n amor previo, gratuito e incondicional,
que ama a los pecadores, a los que n o se lo merecen, y que despierta nuestra capacidad de acogida y nos mueve a responder con amor (amar a Dios) y a imitar su amor (amar al hermano). Y Dios tiene la primacía porque al ser Dios el amor mismo, es el primero y el más digno de ser amado —por encima de todo lo demás-, y es también el criterio valorativo de todos los otros amores. Más aún, en realidad a uno mismo y al prójimo sólo se les ama bien cuando se les ama por Dios y en Dios, por razón de Dios (porque Dios así lo manda), y en la medida en que Dios está en uno mismo y en el prójimo. Si se entiende bien, vale decir que en realidad sólo se ama a Dios, aunque en Dios están incluidos todos los otros amores, de modo que no amar al prójimo y a uno mismo es no amar a Dios. N o es posible amar de verdad a Dios sin amar al prójimo, puesto que n o es posible amar sin cumplir la voluntad del amado (ljn 5,3), y su voluntad es que amemos al prójimo. Y n o es posible amar al prójimo y a uno mismo sin amar a Dios, puesto que lo que debemos amar en el prójimo (y en uno mismo) es que en él (y en uno mismo) esté Dios 7 . Los tres amores están mutuamente implicados, siendo Dios el lazo unitivo. Hay entre ellos una íntima interdependencia, c o m o muy bien notó Elredo de Rieval: «A pesar de la clara distinción de este triple amor, existe también entre ellos una admirable conexión, de tal m o d o que cada u n o se halla en todos y todos en cada uno; no es posible poseer uno sin los otros, y al fallar uno se pierden los otros. Porque no se ama a sí mismo quien no ama al prójimo o a Dios, ni ama al prójimo 7
Cf TOMÁS DE AQUINO, De caritate, a. 4; Suma Teológica, II—II, 25, 1.
como a sí mismo quien no se ama a sí mismo. Ni ama a Dios quien no ama al prójimo: "pues quien no ama a su hermano a quien ve ¿cómo va a amar a Dios a quien no ve?" (ljn 4,20)»8. En los próximos capítulos tendremos que explicar más sobre el amor a Dios y el amor al prójimo. Ahora interesa responder a la pregunta de por qué y en qué medida el triple objeto del amor cae bajo mandamiento. En efecto, hay un amor a sí mismo que no necesita de ninguna revelación: «Esto no está mandado, ya que es innato a la naturaleza». Pero hay un amor a sí mismo que es mandato: «Es preciso cuidar que el hombre se ame a sí mismo cual conviene»9. Gracias a la palabra de Dios sabemos cuál es nuestro mejor destino y nuestro máximo bien, a saber, Dios mismo. La meta del ser humano no es él mismo, su destino no es natural, pues lo que mejor le conviene, lo que más le adecúa, lo más apropiado y conveniente para él, es precisamente algo que le supera, pero que él puede acoger, pues es «capaz de Dios», aunque esta capacidad sólo Dios puede colmarla: «Todos los hombres son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo», pero no le es posible al ser humano «alcanzar su propio fin al margen de Dios» (GS 24 y 13). Al amar a Dios es cómo nos
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8 ELREDO DE RIEVAL, El espejo de la caridad, libro tercero, cap. II, 3-5. Hay una edición castellana de esta obra de Elredo, monje y abad cisterciense del siglo XII, compañero y discípulo de san Bernardo, hecha por la editorial Monte Carmelo, Burgos 2001. A continuación del texto citado el abad cisterciense habla de la mutua precedencia de estos tres amores e indica que «según el orden, no en dignidad», «el amor al prójimo precede en cierto modo al amor de Dios; y el amor de sí mismo al del prójimo».Y añade: «El amor de Dios es como el alma de los otros amores: él vive plenamente en sí mismo, con su presencia imparte a los otros su esencia vital, y su ausencia lleva a la muerte». Para concluir: «Estos tres amores se engendran mutuamente, se alimentan entre sí y se excitan entre ellos, para perfeccionarse todos a la vez». 9 Ib, libro tercero, cap. II, 3.
amamos máximamente a nosotros mismos. Al buscar a Dios alcanzamos nuestro máximo bien, nuestra bienaventuranza y total felicidad. De ahí que el auténtico «amor de sí mismo» se llama conversión, volverse hacia Dios, dando la espalda al pecado, a lo que me perjudica, porque eso en definitiva es el pecado. Amarse a sí mismo no es tan fácil como puede parecer a primera vista. El amor a uno mismo (como el amor al prójimo y el amor a Dios) es exigente. Si exige una conversión, esto significa un cambio que afecta a muchas de nuestras «malas» o «inadecuadas» costumbres personales, económicas o políticas: «No sólo de pan vive el hombre» (Mt 4,4); «lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21). La conversión no es un asunto únicamente interior, no es sólo cuestión de buenas intenciones: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). N o hay conversión sin deshacerse de muchas cosas que nos impiden alcanzar la verdadera libertad y, por eso, nos esclavizan. Hay un amor al prójimo que no necesita de ninguna revelación, el amor a quienes nos favorecen, a quienes nos interesan o a quienes nos gustan. Se trata de un amor interesado, egoísta, codicioso, en el que nada hay de extraordinario. Eso también lo hacen los paganos, los que no tienen a Dios (Mt 5,46-47; Le 6,32-34). Pero hay un amor al prójimo que es mandato: el amor al enemigo. N o por ser enemigo, sino para «ser hijos del Padre celestial», «perfectos como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5,45.48; Le 6,35). Hay un modo de amar al enemigo que nos diviniza y sólo la revelación descubre.Y hay un amor al prójimo amigo que es mandato, siendo la máxima expresión del amor divino: el amor mutuo, a ejemplo de Cristo que nos ha amado, con un
amor semejante al que el Hijo tiene por el Padre y el Padre por el Hijo 0 n 13,34-35 con J n 15,9; Ef 5,2). Este amor m u t u o construye la Iglesia, comunidad de amor y sacramento (expresión y reflejo) de la comunión de amor que hay en el seno de la inefable Trinidad. Ambos amores, al enemigo y al amigo, están recapitulados en el precepto primitivo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». C u a n d o dejo de amar al prójimo como a mí mismo le trato como si fuera un objeto disponible. N o le trato como otro yo. N o le considero un sujeto. Este dualismo: yo sujeto-el prójimo objeto, está detrás de todo pecado. Si el amor a sí mismo que es mandato se traduce en conversión, el amor al prójimo que es mandato se traduce en misericordia y perdón. Este amor al prójimo se descubre al contemplar a Cristo en su enseñanza, vida, muerte y resurrección: allí se expresa el amor más grande de Dios, el amor que da la vida por los amigos (Jn 15,13; 13,1) y perdona a sus enemigos (Le 23,34). Finalmente, hay un dinamismo natural del amor que tiende al infinito, que n o necesita de ninguna revelación, pues está inscrito en lo más profundo del corazón humano (aunque luego la revelación nos descubra el sentido y la razón profunda de este dinamismo, a saber, que el ser h u m a n o es imagen de Dios, tiende naturalmente a Dios c o m o a su origen, su corazón está inquieto si no descansa en Dios). Este dinamismo del amor, abandonado a su suerte, al ser de un poder extraordinariamente grande y abierto al infinito, está expuesto a desintegrarse. E n vez de ponerlo al servicio de su búsqueda de Dios, el ser h u m a n o orienta el impulso de su deseo hacia una multiplicidad de objetos (la salud corporal o las riquezas del mundo, las amistades
mundanas y los placeres del cuerpo, o el afán de gloria y de prestigio) que, por su misma finitud y limitación, le decepcionan siempre. Este desvío del a m o r hacia objetos que fragmentan al h o m b r e es cada vez más fatigoso y decepcionante. Desviado de su orientación a Dios, el ser h u m a n o no conoce el descanso. Sólo el mandamiento («amarás a Dios sobre todas las cosas»), al orientar adecuadamente este dinamismo, descubre a la persona dónde está su verdadero reposo 10 . Puede también suceder que, habiendo conocido a Dios, el ser humano le ame egoístamente, con un amor natural, aprovechado, un amor de concupiscencia, que lejos de buscar la voluntad de Dios, sólo busca su p r o pia felicidad. D e ahí la necesidad del mandamiento, que dice que a Dios hay que amarle por encima de todas las cosas, por encima del amor a u n o mismo. «Es preciso que prestemos mayor atención a lo que hemos oído, para que n o nos extraviemos» (Heb 2,1). Si el amor a sí mismo que es mandato se llama c o n versión; y el amor al prójimo que es mandato se traduce en misericordia y perdón; el amor a Dios, que es mandato, debe mirar contemplativamente el rostro de Cristo y traducirse en oración y en escucha atenta de la voluntad del Padre.
10 «La criatura racional ha sido creada capaz de ser feliz, y por eso está siempre ávida de dicha felicidad, aunque por sí misma es incapaz de alcanzarla. Impulsada por la desdicha de no conseguir por sí misma la dicha, cree que para conseguir la ansiada felicidad debe gozar de otra cosa distinta de ella» (Ib, libro tercero, cap. VIII, 22).
4.
El mandamiento, yugo suave
Traducida c o m o mandamiento, en cierto m o d o , la revelación me hace violencia. M e pide, ni más ni menos: «Niégate a ti mismo» (Mt 16,24; M e 8,34; Le 9,23). Pues lo natural no es amar a Dios sobre todas las c o sas, sino amarme a mí mismo sobre todo lo demás. Lo natural n o es amar al enemigo, sino odiarle. Lo natural n o es amar al prójimo, sino aprovecharse de él. Y si es natural amar a mis amigos, lo es en la medida en que en ellos m e amo a mí mismo. D e ahí la primera tentación de rechazar el mandato, de seguir con mis espontaneidades. Sólo cuando m e decido a entrar en este m u n d o nuevo que se me revela, sólo entonces descubro que hay un amor, que naturalmente parece un odio (el odio a sí mismo), que es la máxima ganancia, pues ama tanto la propia vida que la guarda para la vida eterna (Jn 12,25; M t 16,25; M e 8,35; Le 9,24). Pero hay más, pues si el mandamiento m e hace violencia, el amor lo facilita todo. Si «el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos», no es menos cierto que «sus mandamientos no son pesados» (ljn 5,3). En el amor hay obediencia, pero una obediencia libre, no forzada: es u n «obedecer de corazón» ( R o m 6,17). El amor evangélico no es producto de una obligación exterior. Se le llama ley, pero no en sentido jurídico, pues está por encima de toda ley. Es la esencia misma de la vida. Así, el amor, siguiendo una expresión evangélica, puede entenderse como u n yugo, metáfora frecuente entre los rabinos para referirse al yugo de la ley y, si bien para los rabinos este yugo era una bendición, Jesús entiende que fatigaba y sobrecargaba, en contraste con el suyo que es suave (Mt 11,28-30). Esta identifica-
ción del yugo del Señor con la caridad se encuentra en el abad de Rieval: «Este yugo n o oprime, sino que une; esta carga n o tiene peso, sino alas; este yugo es la caridad; esta carga es el amor fraterno» 11 . Lo que en realidad es pesadísimo, dice Elredo, es el «yugo de la concupiscencia del mundo... N o es áspero el yugo del Señor sino el del m u n d o ; y el peso del m u n d o es muy grande. El yugo del Señor es suave y la carga del Señor es ligera»12. «No sufro por haber abrazado el yugo de Cristo, sino por no haber abandonado del todo el yugo de la codicia» 13 . El amor es entregarse al otro encontrándose en el otro. M e entrego porque el otro m e seduce, pero yo m e dejo seducir. El amor se convierte así en u n d o m i nio que no es opresivo, en posesión que no menoscaba la autonomía de lo poseído, en un mandato que mueve a través de la libertad de lo movido, porque una vez acogido —y la prueba de la acogida es la respuesta— se convierte en mí en una especie de segunda naturaleza, en constitutivo de mi personalidad, en u n principio de espontaneidad. «Estoy enferma de amor», se lee en el Cantar de los Cantares (5,8). Enfermedad: metáfora de la intensidad —y del interés— con que se vive una cosa. Por tanto, enfermedad que no es alienación, invasión que no es dominio, servicio que no es servidumbre, pasividad que no es capitulación. Una enfermedad en la que u n o quiere permanecer. Esta es la paradoja del amor. En un m u n d o en el que la libertad se ha convertido en un grito que, a menudo, no se sabe qué signifi-
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Ib, libro primero, cap. XXVII, 78. Ib, libro primero, cap. X X X , 86. Ib, libro segundo, cap. i y 7.
ca, en una sociedad en la que cualquier dependencia se considera negativa, hay una manera de inclinarse ante el otro que no es sometimiento, no es alienación. Para el individuo enamorado, la presencia del amado le reafirma y enriquece, pues como repite el Cantar: «Si yo soy de mi amado», también es verdad que «mi amado es mío» (Cant 2,16; 6,3; 7,11). El mandamiento del amor no se impone por la fuerza. Es un mandato que apela a la libre acogida desde la fe. Una vez acogido se convierte en «lo único necesario» (cf Le 10,42), en una libertad necesaria o una necesidad libre, porque «yo ya no quiero elegir otra cosa». El amor no ve ninguna incompatibilidad entre libertad y necesidad. Más aún, la necesidad verdadera y permanente es la más libre porque es resultado de la libertad: «Para ser libre no es necesario ser indiferente a la elección de uno u otro de los dos contrarios, sino que, cuanto más propenso soy a uno de ellos, sea porque conozco con evidencia que el bien y la verdad están en él o porque Dios dispone así el interior de mi pensamiento, tanto más libremente lo elijo y abrazo; y, ciertamente, la gracia divina y el conocimiento natural, lejos de disminuir mi libertad, la aumentan y fortifican: de suerte que esa indiferencia que siento, cuando ninguna razón me arrastra, por su peso, hacia uno u otro lado, es el grado inferior de la libertad y más denota defecto en el conocimiento que perfección en la voluntad; pues si siempre tuviéramos un conocimiento claro de lo que es verdadero y bueno, nunca sería laboriosa la deliberación acerca del juicio o elección que habríamos de tomar y, por
ende, seríamos del todo libres sin ser nunca indiferentes»14. «En general, nos representamos como un bien extraordinario la libertad de elegir. Y también lo es; pero sin embargo, depende también del tiempo que debe durar. Pues uno se equivoca si se imagina que es un bien el que dure toda la vida. ¡Oh! Cuánta verdad y experiencia hay en esto que dice san Agustín de la verdadera libertad (diferente de la libertad de elección): el sentimiento de libertad más fuerte que tiene el hombre se da cuando, habiendo resuelto definitivamente, imprime a su acción (como si fuera un sello indeleble) esta necesidad interior que excluye la idea de otra posibilidad»15. En el hombre libre, la verdadera expresión de su libertad toma forma de instinto, un instinto de su naturaleza -de una segunda naturaleza-. Así, aquel en el que el amor es un instinto —aquel en el que el amor brota espontánea y naturalmente- se siente libre al amar. Pues bien, precisamente aquel que se siente tan dependiente del amado, hasta el punto de perderlo todo si pierde al amado, precisamente ese es independiente 16 , porque ama «por instinto». En la máxima dependencia del amor está la máxima libertad del amor. Pues la libertad no es la indeterminación del que se encuentra ante varias posibilidades, ya que entonces la libertad disminuiría con su uso: a medida que me decido por un camino, 14 R . DESCARTES, Meditaciones metafísicas, medit. 4 o , Espasa-Calpe, México 1982,152-153. 15 S. KIERKEGAARD, Diario XIV A 177; cf X I I A 428; VIIIA 359. 16 Cf ID, Vie et régne de l'amour, o.c, 48.
otros se cierran. La libertad consiste en ser dueño de sí mismo, de forma que puede ejercerse plenamente allí donde sólo hay una única posibilidad. Cuando uno ha encontrado su camino se siente definitivamente liberado y al mismo tiempo necesitado de seguirlo. Así ocurre al encontrar el amor. Es necesidad porque es mandato.Y es liberación porque es lo que uno necesita: «El resultado de la libertad es la necesidad verdadera y permanente» 17 . Se comprende que el evangelio diga de María (la hermana de Lázaro y Marta) que «ha elegido la mejor parte» porque «hay necesidad de una sola cosa» (Le 10,42). Hay u n elegir lo único necesario. Hay algo ante lo cual no hay elección (es necesario) y, sin embargo, es una elección (hay que elegir). Esta exclusión de elección expresa la gran pasión y enorme tensión con la que se elige. Hay una libertad de elección en donde n o hay otra elección.Y una libertad de elección (entre varias realidades indiferentes) que es la pérdida de la libertad 18 .
5. El mandamiento se transforma en gracia La teología resuelve la tensión entre la espontaneidad que reclama el amor y la negativa imposición alienante que puede comportar el mandato, con el concepto de virtud: la caridad es una virtud, la virtud por excelencia, la virtud de las virtudes, la que hace buenas a todas las demás, la única necesaria, pues si ella está se gana todo, y si ella falta se pierde todo. K. RAHNER, La gracia como libertad, Herder, Barcelona 1972,47. Cf S. KIERKEGAARD, Diario XIIA 428.
En sentido general la virtud designa la fuerza, el vigor o la potencia de una persona. Virtud es capacidad, aptitud y actitud. Referida al cristiano, la virtud designa su capacidad para hacer el bien, consecuencia del hecho de que él es bueno. El árbol bueno produce frutos b u e nos. Puesto que este hacer el bien es resultado y manifestación de una bondad constitutiva, el bien que de ahí deriva es alegre y constante, y está intrínsecamente relacionado con la libertad. La virtud es una potencialidad de la libertad, una disposición permanente y dinámica de la libertad para hacer el bien. Las virtudes pueden ser naturales. Hay unas facultades innatas que el ejercicio puede desarrollar y mejorar. Pero pueden ser adquiridas: un maestro puede ayudarme a desarrollar en mí una serie de posibilidades de actuación, que sin la ayuda de ese maestro nunca hubiera logrado poner en prácüca.Y hay unas virtudes, unas capacidades, que el sujeto adquiere como resultado de su docilidad a Dios. Son las virtudes teologales, que mueven al ser humano a realizar actos divinos, actos en los que Dios se expresa. La mayor de las virtudes t e o logales es la caridad. C o n la palabra caridad designamos al amor convertido en virtud cristiana. La caridad como virtud es la espontaneidad de una vida nueva, resultado de la acogida de un A m o r previo que viene de Dios, pero que se convierte en constitutivo de mi personalidad, transformando mi persona y posibilitando que ella pueda realizar libre, alegre y espontáneamente aquellos actos que se corresponden con lo que Dios es y lo que Dios quiere. Sin duda, todas las virtudes, las naturales y las divinas, deben enfrentarse y luchar contra los múltiples obstáculos que se oponen a ellas. Una persona sobria y serena
puede encontrarse, en alguna ocasión, en la necesidad de luchar contra la tentación de la bebida. En línea similar, el N u e v o Testamento se refiere al combate de la fe, al trabajo difícil de la caridad y a la tenacidad de la esperanza (cf ITes 1,3). Pero esta lucha no anula la libertad y espontaneidad de la virtud. Tan sólo indica que en esta vida todo es limitado y está condicionado. Y también expuesto a la degradación y a la pérdida. Ser cristiano comporta un estilo de vida que tiene como referencia a Cristo y su evangelio. La ley propia del cristiano es «el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó a nosotros (Jn 13,34)» (LG 9). «El que ama al prójimo ha cumplido la ley», «la caridad es la ley en su plenitud» ( R o m 13,8.10). Ahora bien, la espiritualidad y la teología, a lo largo de su historia, han entendido la caridad desde un doble punto de vista: como mandamiento y c o m o virtud, dando así lugar a una doble orientación de la moral. Existe una moral centrada en los preceptos y existe una moral centrada en las virtudes. Ambas dimensiones son importantes y necesarias. Pero si se acentúa el precepto se construye una moral de sumisión y de obediencia a normas exteriores, y se corre el peligro de la arbitrariedad. El ideal de la vida consiste, entonces, en la sumisión a una norma que se impone desde fuera del hombre, y no hay otra virtud que la de la obediencia. Por el contrario, si es la virtud la determinante y la que regula el mandamiento, entonces la moral se entiende y se vive c o m o camino de autodespliegue del ser, c o m o camino de perfección para llegar a ser plenamente. El mandamiento, en tanto que querido por Dios como orientación del que más sabe al que menos sabe, se reconoce como bueno para mí. Si se m e impone no
es arbitrariamente, sino c o m o lo que más m e conviene; n o es un pesado fardo, sino lo que mejor m e realiza. Y así se convierte en virtud, pues yo lo veo no tanto como una imposición externa, cuanto como coincidente con la llamada interna a la realización del propio ser. La moral se convierte así a la vez en teónoma (ley de Dios) y autónoma (ley propia), pero nunca en heterónoma (ley de otro). La ley de mi ser y la voluntad de Dios sobre mí son una sola e idéntica cosa, pues Dios quiere única y exclusivamente mi bien, mi felicidad, mi realización. Cuando un creyente dice «quiero cumplir la voluntad de Dios» o «quiero realizar mi ser», está diciendo lo mismo, aunque emplee lenguajes diferentes. Más allá de la terminología, el Salmo 40 expresa lo que significa el mandamiento convertido en virtud: «Está escrito en tu libro que debo hacer tu voluntad. Y eso deseo, Dios mío, tengo tu ley en mi interior» (Sal 40,9). La voluntad de Dios se convierte en mi deseo, porque se ha convertido en el principio interior que guía todas mis acciones.Y se convierte en principio interior porque el que acoge el mandamiento comprende que «tus preceptos son la alegría de mi corazón». D e ahí la conclusión inevitable: «Inclino mi corazón a cumplir tus leyes» (Sal 119,111; cf Sal 1,2: M e recreo en la ley de Yavé; mi gozo es la ley del Señor). D e m o d o que el cristiano no se siente sometido a ninguna ley ni obligación: «La ley no ha sido instituida para el justo» ( I T i m 1,9). El cristiano no vive coaccionado, pues Dios n o ejerce presión desde fuera: «No cabe temor en el amor; antes bien, el amor pleno expulsa el temor, porque el temor entraña castigo; quien teme no ha alcanzado la plenitud en el amor» (ljn 4,18). Así la gracia sustituye al mandamiento cuando «el mandamiento se transforma
en gracia»19, en virtud que brota de la gracia; y la ley se convierte en ley del Espíritu que da la vida. No es extraño que la tradición haya relacionado la virtud de la caridad con el don de sabiduría: «Tu mandato me hace sabio» (Sal 119,98). La sabiduría establece conexiones, crea armonía. Para el cristiano es un don del Espíritu Santo, don por medio del cual el Espíritu se da a sí mismo, aunque en este darse se destaque una característica del ser donante, que es también característica del amor. Gracias a la caridad el Espíritu Santo habita en nosotros (Rom 5,5) y el cristiano posee una sabiduría que le permite juzgar y ordenar todas las cosas de acuerdo con la voluntad de Dios, que es Amor20. Ni la moral cívica ni mucho menos la cristiana tienen posibilidades de durar si sólo son represoras, pues lo que se obtiene mediante el miedo sólo dura mientras dura el miedo. Pero tampoco pueden quedarse en un bienintencionado intento de reforma de algunos actos del comportamiento humano. Es necesario ir mucho más allá. Se trata de crear actitudes y hábitos estables que hagan innecesaria la ley, que garanticen (en el caso de la ética civil) que el ciudadano se comporta de forma responsable, no por temor al castigo, sino porque está convencido de que esto es lo mejor para él y para la sociedad. De modo que, aun si no hubiera castigo, el buen ciudadano se comportaría del mismo modo. En el caso del cristiano, el hábito estable de la caridad le lleva incluso más allá de toda ley, allá donde no puede llegar la ley, pues el amor conduce incluso al perdón y a la misericordia, haciendo posible una nueva humani19 En otro contexto utiliza esta expresión MELITÓN DE SARDES, Homilía sobre la Pascua,1 (SC 123,64). 20 Cf TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II—II, 45, 1; y también 45, 6, ad 3.
dad, en la que nadie se siente humillado, ni vencido, ni reprimido; en la que todos se saben hermanos, hijos del mismo Padre que a todos ama y a todos une. Tal es la importancia de entender el mandamiento del amor como virtud.
Para
meditar
1.
Todos los seres humanos están hambrientos de amor. ¿Cómo es posible entonces que el amor sea un mandamiento? ¿Cómo es posible que algo tan «natural» necesite convertirse en mandamiento? ¿Acaso no sabemos amar? ¿O es quizá que algo nos ha hecho incapaces de amar? ¿Qué crees tú que nos incapacita para amar?
2.
Hoy se dice y se repite que faltan vocaciones para la vida consagrada. También hoy conocemos a muchos matrimonios que son incapaces de seguir amándose, y se separan. Y conocemos a muchos que viven en pareja, pero piensan que el amor dura lo que dura, y que no puede durar siempre. Cuando desaparezca, cada uno seguirá su camino. No faltan sólo vocaciones para la vida consagrada. También faltan vocaciones para el matrimonio. ¿No será en realidad que faltan vocaciones al amor?
3.
Hoy es difícil encontrar a alguien que quiera asumir compromisos serios, duraderos, exigentes. ¿No será porque hemos perdido nuestra capacidad de amar? ¿No es necesario redescubrir el amor como mandamiento, un mandamiento que garantiza la seriedad del amor?
63
Llamados a amar a Dios
El ser humano está llamado a vivir en el amor. Ante todo, llamado a amar a Dios sobre todas las cosas, por encima de todo lo demás. Se trata de un mandato absoluto. Cualquier otra cosa está subordinada a él y desde él se entiende. U n mandato que, tal como hemos indicado en el capítulo anterior, no hay que entender en sentido jurídico, sino como algo que te agarra de tal forma que «sin ello ya no puedo vivir».
1.
El primer mandamiento
La tradición de las Iglesias católica y luterana, recogida en sus catecismos, afirma que el primer mandamiento de la ley de Dios es: «Amarás a Dios sobre todas las cosas». Estrictamente esta formulación procede de san Agustín, como muy bien reconoce el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 2065 y 2066), pero, como no podía ser de otra manera, tiene un buen apoyo en la Sagrada Escritura: «Amarás aYavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). Jesús
ratifica y confirma este primer mandamiento, refiriéndose al texto del libro del Deuteronomio que acabamos de citar. En efecto, ante la pregunta sobre cuál es el mandamiento mayor de la ley, que los fariseos formulan a Jesús en diferentes contextos y con diferentes intenciones (Mt 22,36; Me 12,28; Le 10,25), la respuesta es: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente».
1.1. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen El precepto del amor a Dios se encuentra por primera vez en la tradición de los diez mandamientos o palabras que Moisés recibió en el monte Sinaí, y que eran la contrapartida del pueblo al pacto queYavé había hecho con ellos. Es importante notar que su primera formulación es negativa: «No tendrás otros dioses fuera de mí» (Éx 20,3; Dt 5,7). El interés de esta primera formulación negativa está en lo concreta que resulta. En positivo es difícil, por no decir imposible, y en todo caso siempre resulta insuficiente, decir en qué consiste exactamente amar a Dios, de la misma forma que es imposible decir exactamente quién es Dios. Dios es el innombrable, del que no es posible hacerse imagen alguna. Dios preserva siempre su misterio. Tomás de Aquino llega a decir que lo máximo y más perfecto de nuestro conocimiento de Dios en esta vida es conocerle como a un desconocido. En continuación con esta idea, ¿cabe decir que amar a Dios es, en primer lugar, saber lo que no hay que amar? Amar a Dios significa sentirse insatisfecho con lo que uno es y tiene.
Decir que Dios es «mi bien» y por eso es «mi amor», es comenzar por decir: «Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen» (Sal 16). Cuando uno está satisfecho con lo que tiene, ya no desea otra cosa. En lo que le satisface pone todo su amor. Si con lo que hay en este mundo ya nos sentimos colmados, si en este mundo encontramos una respuesta suficiente para todas nuestras preguntas y anhelos, no necesitamos para nada a Dios. En negativo, amar a Dios es algo muy concreto: «No tendrás otros dioses fuera de mí». O sea: para amar a Dios hay que comenzar por desprenderse de los ídolos. Pues hay amores que son incompatibles: «Lo que es estimable para los hombres, es abominable para Dios» (Le 16,15).Y, aunque el no amar a uno no implica automáticamente el amor al otro, sí que el amor al uno exige el no amor al otro. ¿Qué es un ídolo? U n ídolo es la pasión central del hombre, el valor supremo dentro de mi sistema de valores: la institución, la naturaleza, el poder, la propiedad, la capacidad sexual, la fama. Al adorar al ídolo, al encontrar en él la felicidad, al poner en él todo su amor, el hombre adora su propio yo, sus proyecciones, sus carencias quizá, pero en definitiva, su yo, lo que quisiera tener y no tiene o lo que tiene y quiere seguir teniendo. Si este ídolo me satisface y llena mi corazón, me incapacita para amar a Dios. La primera diferencia entre Dios y los ídolos está en que Dios es uno, y los ídolos son muchos. Al ser muchos hacen que mi corazón se disperse, vaya de un sitio a otro, y al final acabe cansado. Pero la principal diferencia está en que el ídolo es una cosa y no está vivo. Dios es el Viviente y por eso puede dar vida. El ídolo es una cosa hecha por el hombre, la obra de sus manos. Pero las cosas no acaban de llenarnos:
«Sacan el oro de sus bolsas, pesan la plata en la balanza, y pagan a un orfebre para que les haga un dios, al que adoran y ante el cual se postran. Se lo cargan al hombro y lo transportan, lo colocan en su sitio y allí se queda. No se mueve de su lugar. Hasta llegan a invocarle, mas no responde, no salva de la angustia» (Is 46,6-7). Si es así, si los dioses y señores de la tierra no me satisfacen ni me salvan de la angustia y, por eso, no pongo en ellos mi corazón, entonces mi corazón puede abrirse a otras perspectivas que le satisfagan y está preparado para poder amar a Dios, el único que puede llenar el corazón del ser humano.
1.2. Amar con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas
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¿Qué significa en positivo amar a Dios? Para amar a Dios hay que comenzar por descubrir que alguien nos ama incondicionalmente. Que Dios nos ama primero y nos ama siempre. En efecto, el amor a Dios es un amor de respuesta a un amor previo, gratuito y fiel de Dios hacia el ser humano. Para expresar la cercanía e intimidad del amor de Dios, la Escritura utiliza las analogías del amor paterno-filial (Dios quiere a Israel como a un hijo: Éx 4,22; Os 11,1; Jer 31,9; Sal 102,13; Is 63,15); y del amor esponsal (Jer 2,2; Ez 16; Os 2,21-22), aunque el amor de Dios desborda toda comparación. Es un amor que sólo puede expresarse con un «cuánto más»
(Mt 7,11; Le 11,13). «Mejor que nuestro corazón es Dios» (ljn 3,20). Es un amor universal. Hacia todo ser humano, sin excepción alguna; un amor constante, sin desánimo: «Me he hecho encontradizo de quienes no preguntaban por mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: aquí estoy, aquí estoy, a gente que no invocaba mi nombre. Alargué mis manos todo el día hacia un pueblo rebelde que sigue su camino» (Is 65,1-2). El Nuevo Testamento ratifica y profundiza en la universalidad y constancia del amor de Dios. Él ama a sus enemigos, a justos e injustos, a malos y buenos, a todos los seres humanos sin excepción, sea cual sea su situación (cf R o m 5,6; IPe 3,18; Mt 5,45). Aquellos que descubren un amor así se sienten interpelados, llamados a dar una respuesta total. A amar ellos, a su vez, a este Dios sumamente amable, con toda su personalidad, con la totalidad de su ser. Con todo el corazón, sin reservarse nada. Con toda el alma, en los momentos buenos y en los malos, perseverando hasta el final (cf Mt 10,22), siendo capaces de dar la vida en caso de persecución. Con todas las fuerzas, o sea, con todas sus riquezas (cf Cant 8,7: Las riquezas de este mundo no pueden apagar el amor).
1.3. El amor supone incomunicabilidad La posibilidad de amar a Dios presupone algo bastante obvio para un cristiano, pero no tan obvio para otras religiones (el hinduismo, por ejemplo: el alma —atman— y el absoluto —Brahmán— son una misma cosa), a saber: la distinción real entre Dios y el ser humano. Si
ahora lo recordamos es porque determinadas expresiones místicas, también en ambientes cristianos, corren el riesgo de oscurecerlo. La tentación de la androginia, a la que nos hemos referido en el capítulo primero, está presente en la religión. Pero es un peligro que es necesario evitar cuando pensamos en la relación de la persona con Dios. A modo de ejemplo citamos a uno de los más grandes místicos españoles (consciente de que él sí evitó el peligro que late en estas expresiones): «Sintiéndose ya el alma toda inflamada en la divina unión... parece que con tanta fuerza está transformada en Dios y tan altamente de él poseída...». «Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, al cual siente ya el alma en sí, no sólo como fuego que la tiene consumida y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama». Para el místico, la unión por el amor entre Dios y el ser humano es comparable a «la que hay entre el madero inflamado y la llama de él; que la llama es efecto del fuego que allí está»1. De forma clara y directa lo dice el poema Noche oscura («Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada»); y este otro texto de un gran mallorquín: «Más es amado el amado por el amante, cuando el amante quiere ser su amado, que si el amante no amase ser el amado»2. El peligro de estos textos es interpretarlos o t o l ó gicamente. Pues la primera ley del amor es el respeto inalterable de la alteridad. Dios es distinto de la persona humana, ninguna confusión es posible. La unión 1
JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, canción I, 1 y 3. RAMÓN LLULL, Llibre del gentil e deis tres savis (a cura d'Antoni Bonner), Patronat Ramón Llull, Palma de Mallorca 2001,140. 2
con Dios no es absorción ni fusión ni disolución ni inmersión ni desaparición del hombre en Dios. El amor a Dios significa que Dios es distinto, separado, otro con relación al ser humano. La distinción y una cierta incomunicabilidad entre los que se aman no es sólo condición, sino la fuente misma de la perfección de todo amor. Abolir esta distinción y esta incomunicabilidad supone la muerte del amor, por falta de sujetos amantes, pues la fusión de dos personas en una es la aniquilación de las personas. Sin duda, el amor une. Pero en la misma medida que une, diferencia y afirma. Incluso entre las divinas personas de la Trinidad hay una parcial, pero real, incomunicabilidad. A primera vista puede parecer que la comunicación debe ser absoluta, pues si el Hijo no lo recibe todo del Padre, ya no es tan perfecto como el Padre y, por tanto, no puede ser Dios. Sin embargo no es así. El Padre posee algo que es propio suyo y que es incomunicable al Hijo, a saber, que el Padre es Padre.Y lo mismo hay que decir del Hijo. Hay pues una incomunicabilidad intra-divina, condición y fuente de la misma vida divina. Si la perfección de Dios no excluye sino que implica la incomunicabilidad intradivina, tampoco excluye la incomunicabilidad extra-divina entre Dios y el ser humano. Amar no es «saberlo todo» del amado, ni tener todo lo que es suyo. La perfección del amor, de la felicidad y del placer no está ahí, sino en el hecho de ir el uno hacia el otro, en ser el uno para el otro. En el amor no es posible «compartirlo totalmente todo», pero esto no significa que se ame mal o que no se sea totalmente amado, sino que es la condición para que cada uno sea, y así el amor sea posible.
Amar a Dios significa que Dios es distinto del ser humano, que no hay identidad entre Dios y el hombre, que cualquier concepto de Dios que tienda a disolver a la persona en Dios, no es cristiano. En el próximo capítulo diremos que, en las condiciones de este mundo, a Dios siempre se le encuentra de forma sacramental, sobre todo en el sacramento del prójimo. Pues bien, amar a Dios significa también que Dios no se confunde con el prójimo, ni se identifica con el prójimo, aunque se le encuentre «en» el prójimo.
1.4. Pero, ¿es posible el amor del ser humano a Dios? Cuando pensamos en el amor del ser humano a Dios, ¿de qué estamos hablando? Dios es absoluto, inefable, inalcanzable. ¿Cómo puede el ser humano amar a alguien tan distante y tan distinto? ¿No supone el amor cercanía e igualdad? Se ama a los iguales. Se respeta a los superiores. Se teme a los señores. ¿No parecería más propio de la relación entre Dios y la persona que Dios fuera temido y obedecido? He aquí otra tentación de la religión, presente por ejemplo en el islam. Islam significa sumisión, someterse a Dios. Y para un cristiano es llamativo que entre los casi cien nombres de Dios que el Corán cita, falte precisamente el de «Amor». Para el musulmán, Dios es Señor, y el señor juzga, premia y castiga. Sin duda, en el caso de Dios se trata de un Señor «clemente y misericordioso». Pero este señor tiene su propio lugar, no puede ponerse al nivel del ser humano. Eso es tanto más significativo cuanto que, al decir de Lessing, el islam es la religión
que mejor concuerda con la naturaleza humana 3 . Que Dios sea señor sería lo «más natural». El primero de los mandamientos, que estamos analizando, nos obliga a romper con esta imagen. El mandamiento no dice: Adorarás al Señor, sino: Amarás al Señor. El amor va por delante del señorío. Hay aquí un cambio decisivo en la concepción de Dios que, en el curso de la revelación, hará su camino y terminará por descubrir que Dios es sólo Amor y nada más que Amor. Poco a poco, la revelación pasará de un concepto de Dios como poder absoluto a otro en el que Dios aparece como absoluto amor. Además de romper con una determinada imagen de Dios, el primer mandamiento también nos obliga a ofrecer una respuesta creíble, una explicación justificada de la «nueva» imagen. La daremos en este mismo capítulo, cuando tratemos de la amistad entre Dios y el ser humano. Antes de abordar este importante aspecto, nos preguntamos desde dónde sabemos que Dios es Amor, lo que nos permitirá también tratar de dónde encontrar el mejor modelo de lo que puede significar el amor del ser humano a Dios.
3
Se pregunta Lessing en defensa del islam: «¿O es que realmente crees que Mahoma y sus seguidores han solicitado del hombre otra confesión que la de las verdades sin las que no podrían preciarse de ser hombres?» (G. E. LESSING, Escritosfilosóficosy teológicos, introducción, traducción y notas de AGUSTÍN ANDREU, Anthropos, Barcelona 1990,230).
73
2.
El amor de Dios por el ser humano
2.1. Cristo, revelación del amor de Dios Páginas arriba hemos citado u n o de los textos capitales del N u e v o Testamento: «Dios es amor». N o debió de ser nada fácil llegar a esta conclusión. Pues incluso en el Nuevo Testamento encontramos páginas que, al menos a primera vista, n o acaban de adecuar con la idea de que Dios es amor. Basta pensar en el capítulo 9 de la Carta a los romanos. Allí san Pablo, en u n discurso que puede parecer por momentos enrevesado, se ve obligado a justificar que Dios n o es injusto, ante las objeciones que él mismo se pone, a veces inspiradas en el Antiguo Testamento: Dios usa misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere; hace de una misma masa o b jetos para usos nobles y otros para usos despreciables; manifiesta su ira y prepara objetos para la perdición (como si los humanos n o fueran más que objetos e n las manos de Dios). Ante textos c o m o este hay que r e cordar que la revelación es histórica. Hay circunstancias que la condicionan, la dificultan, la hacen avanzar lentamente. Pero dejemos esto y volvamos a nuestra tesis sobre «Dios es Amor», que es determinante de todo lo que se diga de Dios. Dijimos, y ahora repetimos, que el autor de la p r i mera Carta de Juan llegó a esta definición de Dios contemplando la persona y la vida de Jesús: «En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió al m u n d o a su Hijo único» (IJn 4,9). E n efecto, en Cristo se manifiesta de manera ejemplar y de forma perfecta el amor de Dios y el amor que es Dios. Se manifiesta igualmente la respuesta de amor que Dios
espera del ser humano. Por esta razón Jesús es calificado de mediador 4 entre Dios y los hombres: «Mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15; 12,24). Nueva, porque a diferencia de la antigua, ya nada la puede romper (Heb 8,6-13). La infidelidad del ser h u m a n o n o es obstáculo para que Dios siga ofreciéndole su amor. Dios se m a n tiene fiel a su amor en toda circunstancia, precisamente porque Dios es amor. Toda la vida de Jesús manifiesta lo que es el amor de Dios y hasta dónde llega este amor, hasta el extremo, hasta más n o poder. Su misión es revelar al Padre y a su amor: «No hago nada p o r m i propia cuenta; lo que el Padre m e ha enseñado, eso es lo que hablo» (Jn 8,28). «Yo les he dado a conocer tu N o m b r e y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú m e has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26). Este amor es, ante todo, u n amor descendente. C o n esto se quiere decir que Dios tiene la iniciativa, que él ama primero y hace posible la respuesta de amor p o r parte del ser humano: «En esto consiste el amor: n o e n que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó» (IJn 4,10). Porque Dios ama y quiere salvar al m u n d o envía a su Hijo (IJn 4,9; J n 3,16-17) para que, amando a los hombres y dando su vida p o r ellos, les revele el amor de Dios. E n el acontecimiento salvífico de Cristo, el amor del Padre está siempre presente y 4 El concepto de mediador aplicado a Jesús merece una reflexión que aquí no podemos hacer. Jesús no es un mediador que se encuentra en posición intermedia entre dos polos, Dios y el hombre. Es mediador omnicomprensivo, una mediación englobante, con una posición que se extiende de un extremo al otro, es decir, del último grado de la humillación humana al más alto grado de la gloria divina (cf A.VANHOYE, La dimensión universal de la mediación salvíjica
de Jesucristo según la Carta a los hebreos, en ACTAS DEL XI SIMPOSIO DE TEOLOGÍA
HISTÓRICA, La encarnación. Cristo al encuentro de todos los hombres, Facultad de Teología,Valencia 2003, 9-24).
75
operante. Es este amor el que explica el acontecimiento de Jesucristo, hasta el punto de que confesando a Jesús c o m o Hijo, el creyente puede decir: «Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (ljn 4,16). D e este a m o r descendente trata 2 C o r 5,19: «En Cristo estaba Dios reconciliando al m u n d o consigo». Aquí n o se dice, c o m o sería de esperar, que los seres humanos debemos reconciliarnos con Dios, puesto que somos pecadores y nos hemos apartado de Dios. Se afirma que es Dios quien se reconcilia con los h o m bres. Esto es algo inaudito: Dios no espera que los culpables se acerquen para reconciliarse con él, sino que él se adelanta y los reconcilia. Así manifiesta la calidad de su amor. La vida entera de Jesús manifiesta el amor del Padre. U n amor incondicional, universal (a los buenos y a los malos, a justos e injustos). U n amor compasivo y misericordioso, siempre dispuesto al perdón y a la acogida. U n amor generoso, inagotable, sin cálculo: los obreros de la última hora, dice Jesús, recibirán el mismo salario que los más madrugadores, según este sorprendente principio: «Los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos» (Mt 20,16). N o hay aquí ninguna arbitrariedad, sino una sabiduría divina, que n o entiende la moral de m o d o matemático: «¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20,15). Si para Dios hay privilegiados (si es que la palabra tiene algún sentido aplicada a Dios), son aquellos cuya situación angustiosa o injusta debería ser un motivo más para confiar totalmente en el amor: los pobres, los niños, los presos, los enfermos. El amor de Dios hacia ellos llega hasta el punto de identificarse con ellos. Por este motivo lo que a ellos se hace o deja
de hacer, es a Dios a quien se hace o no se hace: «Tuve hambre, y m e disteis de comer» (Mt 25,31). Y en cuanto al perdón inagotable, sin el que el amor de Dios ya no sería amor, hay que leer con ojos nuevos la historia del hijo pródigo: «Estando todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Le 15,20). Y tras vestirle con u n vestido nuevo, se puso a festejar. El Dios de Jesús es un Dios efectivo y afectivo, un Dios de emociones y de pasiones. Sensible al dolor y a la pena de los seres humanos. U n Dios que se alegra cuando el ser humano está bien. C o m o este pastor, cuyos pies «entre pedruscos con amor corrían/ tras la pobre oveja descarriada» (Unamuno), se siente feliz al encontrarla (Le 15,7). El amor está atento a las necesidades corporales y espirituales del amado. E n este sentido hay que citar las comidas de Jesús con los pecadores, por lo sorprendentes que resultaron y lo significativas que eran de u n amor atento a la totalidad de la persona (Le 15,2; M t 9,10-11). Todavía hoy, entre nosotros, compartir una mesa es signo de acogida y de confraternización, de respeto y de confianza. Lo propio de Jesús es que n o hace distinciones entre los comensales. Especial importancia tiene su actitud de compartir la mesa con los pecadores. Para u n j u d í o de bien, comer c o n u n pecador reconocido es hacerse u n o con él y r e c o n o cerse igualmente pecador por una especie de contagio moral. Jesús come con los pecadores, pero cambiando totalmente este sentido. Sentarse con ellos a la mesa es, para Jesús, liberarlos de la estigmatización social y moral que sufren. Hacerse solidario con ellos, compartiendo la mesa, equivale a compartir la vida. Incluso hasta el día de hoy, en oriente, «comunión de mesa es
comunión de vida»5. En gestos como estos manifiesta Jesús el amor incondicional de Dios, tan bueno, tan generoso, tan misericordioso. En la muerte y resurrección de Jesús la revelación del amor del Padre alcanza un momento culminante: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rom 5,8). El paréntesis es fundamental: siendo nosotros todavía pecadores. ¿Cómo es posible un amor así, el amor del que da la vida por sus enemigos? Ante un amor así cabe preguntar: ¿Quién nos separará del amor de Dios? Ni la muerte ni la vida, ni lo presente ni lo futuro, nada, absolutamente nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,39). La Cruz de Cristo desvela la significación del amor. Ante todo en Cristo mismo: su crucifixión manifiesta el amor con el que ama a los seres humanos y que le impulsa a dar su vida: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20; Ef 5,2.25; cf Rom 8,32.39). El amor auténtico comporta siempre una entrega de sí mismo. En el amor de Dios se revela una entrega sin límite, sin reservarse nada y, por eso, llega hasta el don de la vida. Dar es lo más propio del amor: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El Padre ama y da al Hijo a los hombres. El Hijo da la vida, su vida, en obediencia amorosa al Padre y en provecho de los hombres: «En esto hemos conocido lo que es el amor: en que él dio su vida por 5
141.
J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento I, Sigúeme, Salamanca 1993,
nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (ljn 3,16; cfJn 15,13).
2.2. Amor y don Es importante detenerse en el don como epifanía del amor, para aclararnos sobre un aspecto fundamental del amor y sobre el sentido de la Cruz de Cristo como manifestación del amor. Normalmente, entendemos que el don es una pérdida. Dar es dejar de tener, privarse, renunciar. El que da se empobrece. En el mundo mercantilista en el que nos movemos, uno da a condición de recibir algo a cambio. Desde tales presupuestos, entendemos como sacrificio el dar del que habla el Evangelio. Lo concebimos como algo doloroso, algo que cuesta, porque en el fondo el amado me quita algo, me quita la vida. Muchas veces se ha entendido así la Cruz de Cristo, como una pérdida para Cristo, aunque sea ganancia para nosotros. Pero bien pensado, el dar es un poder. Yo doy porque tengo (dinero, pero también saber, alegría). Manifiesto así mi riqueza, mi capacidad, mis posibilidades, mi vitalidad. Saberme rico debería llenarme de gozo. No sólo eso, cuando doy estoy también provocando una reacción, una respuesta del otro. Si no hay respuesta, mi don ha resultado fallido y, por tanto, no ha habido don. La respuesta es manifestación y prueba del don. Eso significa que al dar también recibo. No sólo manifiesto mi riqueza, mis posibilidades, mi saber, sino que acreciento lo que tengo y soy. El dar me enriquece, de modo que no es rico el que mucho tiene y guarda para sí, sino el que mucho da.
El máximo don que u n o puede dar es el don de sí mismo, el don de la vida. Dar la vida es dar lo que vive en mí: la alegría, el saber. Al compartir lo que vive en mí, n o sólo no pierdo nada, sino que aumento la vida en quienes lo reciben. La vida se multiplica, la riqueza crece, el amor manifiesta su fecundidad. También ahí acontece la máxima ganancia para mí. Mi alegría aumenta al ver la alegría de los demás. M i saber aumenta al provocar la reflexión y el pensamiento del otro. M i amor queda colmado al ser correspondido con el agradecimiento y el amor del otro. ¡Atención! Cuando uno da de verdad la vida, n o la da con intención de recibir. Pero al dar, no puede impedir que rebrote sobre él la alegría de ver la fecundidad de su don. El amor es u n poder que produce amor.
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La Cruz de Cristo es manifestación suprema del don de su vida a favor de los seres humanos.Y es manifestación última del amor de Dios que entrega, que da a su Hijo al mundo. Si es así, este don no puede ser nunca pérdida. Los textos evangélicos lo dicen claramente, tanto en lo que se refiere a Jesús, como en lo que se refiere a los cristianos que viven, en el seguimiento de Cristo, su vida c o m o don. En el dar de Jesús hay la suprema ganancia: «Doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie m e la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18); «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da m u c h o fruto» (Jn 12,24). Lo mismo ocurre con el dar del cristiano: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16,25; M e 8,35; Le 9,24; Jn 12,25). El que entrega la vida, ese la gana. En el seguimiento
de Cristo se trata de ganar la vida. Lenguaje difícil para los no iniciados, pero que los discípulos deberían entender: «En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el m u n d o se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya n o se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,20-21). A la luz del amor, el don supremo de la vida, que biológicamente es la muerte, cobra u n nuevo sentido. D e m o d o que, la cuestión de la muerte se convierte en la cuestión de la vida: «Vuestros padres comieron el maná y murieron»; pero hay un pan que «quien lo come, no muere» (Jn 6,49-50); «si alguno guarda mi palabra, n o verá la muerte jamás» (Jn 8,51). En primer lugar, estos textos indican que amar (a Dios y al p r ó jimo) es vivir. Cualquiera que sea la salida final de la existencia, vivir hoy - l o que se llama vivir, porque hay situaciones en las que uno exclama: ¡eso no es vida!—, vivir, digo, es amar. Pero hay más, pues una vida en el amor no se acaba en su final físico-temporal: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que cree y vive en mí, no morirá jamás» 0 n 11,25-26). La verdadera razón por la que la vida n o acaba en la muerte es el amor. En realidad eso no es una razón, porque la esencia del amor consiste en n o morir: «Es fuerte el amor c o m o la muerte» (Cant 8,6). N o se trata de ocultar lo trágico de la muerte. Pero sí de verla a la luz del amor de Dios. Amar a alguien es desear estar «siempre» a su lado, no dejarlo «nunca». Q u e Dios n o deje morir a los que ama, pertenece a la esencia de lo que es Dios, porque los amantes no quie-
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ren separarse nunca. Si el discípulo vive según el amor, «no verá la muerte jamás». Jesús, viviendo en el amor, dando la vida —«no hay amor más grande que el dar la vida por los amigos» (Jn 15,13)-, no sólo en la Cruz, sino en el día a día, en la entrega de cada momento —«habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1)-, nos descubre el secreto del amor. Al amar hasta la muerte no lo hace con la esperanza de recobrar la vida como premio por este sacrificio, sino con la certeza de poderla tomar de nuevo por la fuerza del amor mismo. Donde hay amor hasta el límite, hay vida sin límite, porque el amor es la vida. Para quien ama, no hay muerte.
3. Amor de amistad: de Dios por el hombre y del hombre por Dios 3.1. Un amor gratuito que suscita la reciprocidad Por ser don, el amor de Dios es gratuito. Depende de su entera iniciativa. Se da sin esperar nada a cambio. Pero este amor tiende a suscitar la reciprocidad. Es un amor fecundo, creador. La fuerza misma del amor busca una respuesta de amor, pues «amor saca amor»6. Que el amor busca la reciprocidad aparece ya en la relación de Jesús con su Padre, modelo de toda relación del ser humano con Dios: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi 82 6
«Siempre que se piense en Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes, y cuan grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene: que amor saca amor» (TERESA DE JESÚS, Libro de la vida, cap. XXII, 14).
amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,9-10). En este pasaje se reconoce una continuidad de amor del Padre al Hijo, de este al Padre, y de los discípulos al uno y al otro. El primer amor (el mutuo entre el Padre y el Hijo) es el fundamento y el modelo del segundo (de los discípulos al Padre y al Hijo). En este texto hay un verbo de suma importancia: permanecer. Este verbo, unido al verbo amar, indica la reciprocidad entre los dos amantes, que viven en una perfecta comunión de vida: «Permaneced en mí, como yo en vosotros» (Jn 15,4). Esta permanencia implica una unión similar a la que hay entre los sarmientos y la vid, metáfora que al aplicarse a las relaciones del ser humano con Dios hay que entender como una unión por el amor: «El que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (ljn 4,16). El amor gratuito, sin dejar de ser gratuito, reviste una nueva modalidad: se convierte en amor recíproco, porque el amor suscita amor. Y así, el amor de Dios, que era un amor «sin motivo» (o sea, que el primer motivo del amor era que Dios es amor y no puede dejar de amar), se convierte en un amor motivado. Yo amo a Dios porque Dios me ama a mí. Esta respuesta mía provoca una nueva respuesta de amor en Dios: Dios me ama porque yo le amo. Es la perfección del amor. Esta perfección tiene su mejor modelo en las relaciones entre el Padre y el Hijo. «El Padre ama al Hijo» (Jn 3,35; 5,20). Por esto, el Hijo «ama al Padre» Qn 14,31), cumpliendo en todo su voluntad, hasta el don de la vida (como sucede en todo amor: uno trata de complacer al amado): «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre
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y llevar a cabo su obra» 0n 4,34). Porque el Hijo le ama, el Padre tiene un nuevo motivo para amar al Hijo: «El Padre me ama porque doy mi vida» (Jn 10,17). Este nuevo motivo de amor por parte del Padre se aplica no sólo a Jesús, sino a todo cristiano que responde con amor al amor del Padre: «El Padre os quiere porque me queréis a mí» (Jn 16,27).
3.2. Una verdadera amistad entre Dios y ei ser humano El amor gratuito convertido en amor recíproco es amistad. Hay muchos modos en el amor, siendo la amistad su mejor realización. Ya Aristóteles distinguía tres tipos de amor: de concupiscencia, de benevolencia y de amistad. El amor de concupiscencia tiende a la posesión de un objeto para la propia satisfacción. El objeto es captado como una cosa y, si se trata de una persona, es reducida a la categoría de lo útil, del interés o del placer. Según Aristóteles, un amor fundado en la utilidad o en el placer es débil y frágil, poco sólido y durable. Amar así no es amar de verdad al otro, sino amar la propia ventaja7. El amor de benevolencia tiende a la persona a causa de su bondad. Es un afecto a la persona a la que se quiere bien, comenzando por la afirmación y la valoración de su personalidad. No se trata de que la bondad del otro no pueda sernos útil y agradable, pero sí se trata de no aprovecharse de ello en perjuicio del amado. La amistad es un amor de benevolencia correspon7
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libro VIII, cap. 3 y 4 (1156 a-1157 b).
dido. Dice acertadamente Aristóteles que cuando «uno quiere el bien de un amigo, no por sí mismo, sino por él... es llamado benévolo, aun cuando sus sentimientos no se vean correspondidos. Pues la benevolencia, cuando es recíproca, deviene amistad»8. La amistad es la forma más perfecta del amor. Es el horizonte del pleno desarrollo al que tiende todo amor, en la medida en que permanece fiel a su propio dinamismo y allí donde no encuentra dificultades para su desarrollo. Se caracteriza por: a) Una identificación profunda y efectiva de las voluntades: yo quiero hacer la voluntad de mi amigo, y quiero complacerle. b) Una mutua comprensión: en la amistad hay una comunicación en la verdad, una apertura recíproca, una confianza mutua. Al amigo no sólo se le da lo que uno tiene, sino lo que uno es o, al menos, algo de lo que se es. Al amigo se le da «lo mío». c) Una mutua benevolencia: cada amigo busca el bien del otro. Uno es amigo de su amigo cuando le desea el bien. No sólo lo que le complace, sino lo que le perfecciona. Esta mutua benevolencia implica la mutua benedicencia (yo hablo bien de mi amigo; digo de él, dentro de la verdad, lo mejor que puede decirse) y la mutua beneficencia (hacer el bien del amigo). d) La reciprocidad es condición esencial de la amistad. La comprensión y la benevolencia que caracterizan la amistad son mutuas. e) Finalmente, compartir y comulgar en el bien hu8
Ib, libro VIII, cap. 2 (1155 b).
mano. El bien es el campo en el que se desarrolla y crece la amistad. En el mal no puede fundamentarse ninguna amistad. En el mal, a lo sumo, hay complicidad.
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La amistad puede darse según diversas modalidades. Una cosa es la amistad entre el marido y la mujer y otra la del padre con el hijo. En ambas hay un mutuo compartir y una mutua benevolencia, pero no se comparten exactamente los mismos bienes. Todos los papeles sociales, las profesiones, las formas de participación en la sociedad, y también las relaciones entre los pueblos, deberían desarrollarse según diversos modos de amistad. La pregunta que aquí nos interesa, y que ha motivado lo anteriormente dicho, es: ¿también la relación entre Dios y el ser humano es de amigo a amigo? De Moisés se dice que hablaba con Dios «como habla un hombre con su amigo» (Ex 33,11). Hablar de amistad entre Dios y el ser humano presupone una pregunta muy importante: ¿quién es el ser humano para Dios? ¿Quién soy yo para Dios? Ya el salmista (Sal 8,5) se planteaba esta cuestión: ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides? Sí, ¿quién soy yo para que Dios me tenga en su memoria de forma permanente? En la permanente memoria sólo están los más amados. «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?», dice un verso de Lope de Vega. Sí, ¿qué tendré yo para que Dios quiera ser amigo mío? ¿Qué tengo yo que pueda interesar a Dios, que pueda gustarle, complacerle hasta el punto de querer que lo comparta con él, como comparten lo mejor que tienen los buenos amigos? La respuesta del salmista es muy significativa: el ser humano es casi
como un dios. En él Dios se ve reflejado. En función de la revelación neotestamentaria, podemos añadir: por el Espíritu, la persona queda divinizada, hecha partícipe del ser mismo de Dios. Desde este punto de vista, se puede comprender la osadía de san Juan de la Cruz al decir que, en el intercambio amoroso entre Dios y la persona, la persona transformada «da Dios a Dios» con la misma verdad con que lo recibe9. Así como la persona humana se recibe de Dios, también Dios se recibe de ella. Dejemos el atrevimiento del místico y volvamos a la respuesta del salmista, ya que resuelve una de las más serias dificultades que plantea el hablar de amistad entre Dios y el ser humano. Pues, ¿no hay entre ellos una máxima desigualdad? Para tener una relación amistosa con alguien es necesario considerar al otro como un igual. Ahora bien, si entre Dios y el ser humano hay desigualdad, esta desigualdad no impide una cierta igualdad. La suficiente para poder hablar de amistad. El ser humano es «casi como un dios», dice el salmista. Ya la primera página de la Biblia nos recuerda que el ser humano es «imagen» de Dios. Por otra parte, en Jesús, Dios ha «probado» su capacidad y su deseo de cubrir la distancia que le separa del ser humano, no reteniendo su categoría de Dios, sino haciéndose un hombre cualquiera (cf Ef 2,6-7). En este sentido, la amistad entre Dios y el ser humano adquiere una connotación cristológica imprescindible, como es imprescindible esta connotación en toda relación entre Dios y la persona, incluso la que se dará en la vida eterna: el hombre Jesús es el único mediador entre Dios y los hombres (ITim 2,5), en 9
JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, canción III, 78.
este mundo y en el celestial. «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre», responde Jesús a Felipe 0n 14,9). O sea, no hay otro modo de ver al Padre y de relacionarse con él sino es a través de Jesús. Así y;i podemos hablar de verdadera amistad y de verdadera igualdad. Dios es humano. Nadie tan humano como Dios. Santo Tomás definió la caridad como amistad entre Dios y el hombre 10 , ofreciendo una rigurosa explicación teológica de esta amistad y fundamentándola en la revelación, citando expresamente Jn 15,15: «A vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre». Hay una relación de intimidad entre el creyente y Jesús, que prolonga esta intimidad hasta la unión con el Padre. Pero, consciente de la trascendencia divina, cuando se trata de la amistad del creyente con el Padre -«al que nadie ha visto jamás» (Jn 1,18)—,Tomás de Aquino adata que se ttata de «una cierta» amistad. Esta restricción (un cierto tipo de amistad) expresa el hecho de que la reciprocidad que hay entre los amigos, deriva, en nuestro caso, de la sola iniciativa divina. Por otra parte, santo Tomás está convencido de que la igualdad que supone o a la que tiende la amistad11 no puede aplicarse cuando se trata de la amistad del ser humano con Dios. No hay proporción entre el hombre que ama y el Dios amado, pues nunca la medida de quien ama (la persona humana) está adecuada a la medida del amado (Dios). Hechas todas estas aclaraciones, ¿qué puede significar en concreto esta peculiar amistad eritre Dios y el ser 10 11
TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, 11-11,23,1. «La amistad consiste en una cierta igualdad, según el Filósofo» (TOMÁS DE
AQUINO, De caritate, a. 2, arg. 15).
humano? Respondamos a tres niveles, el primero referido a Dios y los dos últimos al ser humano. Por parte de Dios, significa que Dios quiere ser conocido (o sea, quiere compartir su intimidad con el ser humano), reconocido (o sea, quiere que el ser humano sea consciente de lo que significa este Dios que se revela) y amado (o sea, quiere que el ser humano le responda con un amor que alcanza la totalidad de la persona: todo el corazón, todas las fuerzas, toda el alma) como Padre, dándose por el Hijo en el Espíritu. Por parte de Dios, además, su amor no tiene más motivo que su propia bondad. Es un amor gratuito, que brota del corazón amante de Dios. Esta gratuidad e iniciativa divina tiende a crear las posibilidades de la reciprocidad, de un amor reconocido y agradecido. Por parte del ser humano, su amistad es un complacerse en Dios tal como se revela en Jesucristo y tal como es interiorizado en el hombre justificado por el don del Espíritu. Esta complacencia se traduce en conformidad con la voluntad divina, en la búsqueda constante de lo que place a Dios. Dado que en la amistad cada uno de los amigos busca el bien del otro, la búsqueda del bien de Dios por parte del ser humano, amigo de Dios, se traduce en cumplir la voluntad de Dios. Ahora bien, este cumplir la voluntad de Dios redunda, paradójicamente, en el máximo bien del hombre, pues la voluntad de Dios es siempre la salvación y la felicidad del ser humano. Finalmente, la amistad entre Dios y el ser humano se prolonga en una amistad de los humanos entre sí, pues la voluntad de Dios (que la persona amiga quiere cumplir) es que nos amemos los unos a los otros. El modelo acabado de este mutuo amor entre los seres
humanos es el amor que hay entre el Padre y el Hijo: «Para que el amor con que tú m e has amado esté en ellos» (Jn 17,26). «Que c o m o yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34). El amor a Dios tiene una dimensión fraterna. D e esta dimensión fraterna tratará nuestro próximo capítulo. Ahora basta decir que el amor fraterno debe alcanzar a todos y cada u n o de los seres humanos. Es u n amor universal que alcanza incluso al enemigo, al que no está dispuesto a responder con amor. Esta falta de reciprocidad impide que la amistad se realice. Queda así claro que el amor al enemigo (lo trataremos en el próximo capítulo) no es el ideal ni el máximo grado del amor cristiano. El amor cristiano alcanza su plenitud en la reciprocidad propia de la amistad.
estado presente, la caridad es imperfecta», aunque «se perfeccionará en la patria (celestial)»12. La razón fundamental de esta imperfección está en la limitación del ser h u m a n o . Vistas así las cosas, también hay que decir que ni siquiera en el cielo el amor a Dios alcanzará su perfección. E n efecto, si por perfección se entiende que u n o se ponga al nivel de Dios y le responda con u n amor c o m o el suyo, hay que decir que en el cielo tampoco es posible esta perfección. Dios nos ama con u n amor infinito. Dada nuestra capacidad limitada, n o es posible responder con u n amor así. Ahora bien, n o cabe duda de que, en el cielo, podremos responder al a m o r de Dios con todas las fuerzas de las que u n o es capaz. Si en el cielo Dios n o será amado todo lo que puede ser amado (pues Dios es infinito), sí será amado con todo el amor (limitado) con que la persona puede amarle.
4.
La cuestión es si en este m u n d o resulta posible amar a Dios con todas las fuerzas de las que somos teóricamente capaces.Y hay que decir que no. N o sólo porque en esta vida estamos sometidos a múltiples tentaciones que distraen nuestra atención del amor a Dios, sino porque, por decirlo de algún modo, el ser humano tiene otros asuntos legítimos y necesarios de los que ocuparse, c o m o son las cosas necesarias para conservar la vida presente. N o es posible tener «explícitamente siempre» la m e n t e ocupada en Dios: «Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4,7). Q u e nuestro amor a Dios sea imperfecto en este m u n d o resulta a la vez consolador y estimulante. C o n s o l a d o r p o r q u e (como hemos dicho) se evitan
La consoladora imperfección del amor a Dios
Podríamos ya dar por terminado este capítulo. Pero nos parece oportuno aclarar y completar algo afirmado anteriormente, a saber, que n o hay proporción entre la persona que ama y el Dios amado, pues nunca la medida de quien ama (el ser humano) está adecuada a la medida del amado (Dios). Dicho de otra manera: el amor del ser humano es, por naturaleza, imperfecto. Por naturaleza, n o por motivo del pecado. Saber esto es consolador, pues evita falsas heroicidades y tristezas debidas a una búsqueda de perfección que nunca se logra. El ser humano está llamado a amar a Dios con todas sus fuerzas. Pero siendo bien consciente de que «en el
TOMÁS DE AQDINO, Suma Teológica, II-II, 23, 1, ad 1; cf 11-11,44,6.
así falsos perfeccionismos que sólo crean decepción al no lograrse nunca. Y estimulante, porque se evitan también falsas satisfacciones y paradas. Con el amor a Dios no se acaba nunca. Ni siquiera en el cielo se acaba con el amor a Dios. Este amor, en el cielo, hay que entenderlo de manera dinámica, como un nuevo descubrimiento cada día. Descubrimiento que no quita nada a la novedad del descubrimiento anterior. En el amor cada día se ama más, sin que este «más» disminuya un ápice la intensidad y plenitud del momento anterior.
Para
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que vive en mí: mi alegría, mi sonrisa, mi saber, mi capacidad de perdón, mi comprensión. ¿A quién crees que podrías dar tú algo de eso? ¿Al hacerlo, piensas que estás amando con un amor como el de Cristo y, en definitiva, con un amor como el de Dios?
meditar
1.
¿Qué diferencia te parece que hay entre decir: Dios es Señor, o decir: Dios es amor?
2.
¿Dónde ves tú revelado y realizado el amor que es Dios? Explica y justifica la respuesta.
3.
¿Alguna vez has pensado que Dios quiere ser amigo tuyo y que tú puedes ser amigo de Dios? ¿Este modo de considerar tu relación con Dios cambia algo en tu vida? Los amigos quieren complacerse. ¿Cómo manifiestas tú que Dios es amigo tuyo? Piensa en hechos concretos.
4.
¿Recuerdas alguna experiencia gratificante en la que el dar te haya llenado de alegría? Piensa que dar no es solamente dar algo, es dar la vida. Pero dar la vida no significa ir a la muerte, sino dar lo
93
Llamados a amar al prójimo
1.
El segundo mandamiento, semejante al primero
Los tres evangelistas sinópticos son testigos de una misma tradición: a Jesús se le invita a tomar partido a propósito de una disputa bastante común en las escuelas rabínicas de su época, la de qué mandamiento es el primero de todos. Según el evangelista Mateo (22,37-38), Jesús respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento». Pero a continuación, Jesús añadió algo que no se le había preguntado: «El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,39-40). En su respuesta Jesús ha enlazado dos textos del Antiguo Testamento, el primero sacado del libro del Deuteronomio —«amarás al Señor, tu Dios» (Dt 6,5)— y el segundo del libro del Levítico —«amarás al prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18)—. La coordinación de ambos textos no debió sorprender en demasía, puesto que ya la realizaban algunas corrientes de su época,
c o m o queda claro en el evangelio de Lucas, en donde es el mismo legista que pregunta quien conoce, cita y une ambos textos del Antiguo Testamento. Jesús lo que hace es ratificar la respuesta del legista (Le 10,25-28). ¿Dónde está, pues, la originalidad de la respuesta de Jesús, puesto que esta respuesta ya era conocida? En la insistencia en el doble mandamiento unificado y en una precisión muy importante que introduce Jesús: «El segundo es semejante al primero» (Mt 22,39); «no existe otro mandamiento mayor que estos» (Me 12,31). O sea, el segundo es «semejante», de la misma categoría, de la misma naturaleza, del mismo valor que el p r i m e ro. «No existe otro mandamiento mayor»: pero en este «otro» están incluidos los dos; los dos son «mayores». ¿Cómo se explica esta práctica igualdad, esta equivalencia entre los dos mandamientos? ¿Cuál es el motivo de que formen juntos una clase de preceptos por encima de todos los demás, resumiéndolos a todos y siendo el m o t o r de todos ellos? A mi e n t e n d e r hay dos razones que explican la igualdad entre ambos mandamientos. U n a subjetiva (por parte del sujeto que ama) y otra objetiva (por parte del prójimo amado). Por una parte, quien ama a su prójimo de verdad está haciendo algo que supera sus fuerzas, está haciendo algo que sólo es posible p o r el impulso del Espíritu Santo, está realizando un acto divino. C o n las fuerzas y los motivos de este m u n d o nunca llegamos a amar de verdad. Siempre tenemos «razones» para no amar, o al menos para estar precavidos. Siempre hay algo en el prójimo que no nos gusta. Amar..., amar..., eso sólo sabe hacerlo Dios, que nos amó cuando éramos pecadores, cuando no nos lo m e recíamos. Sólo Dios ama incondicionalmente. C u a n d o
yo amo a mi prójimo, por encima de las muchas razones que tengo para no amarle, o por encima de las p o cas o muchas cosas que yo mejoraría en él y que, por tanto, no m e gustan, estoy realizando u n acto divino. El amor siempre procede de Dios y sólo es posible de verdad con la gracia de Dios. Por otra parte, y fijándonos en el prójimo amado, la mirada de la fe descubre en él la presencia misma de Dios, en línea con lo que dice la parábola del j u i cio final del evangelio de san Mateo: cada vez que lo hicisteis con uno de esos, los pequeños, «a mí m e lo hicisteis». Dios se identifica con el prójimo. El prójimo se convierte así en sacramento de la presencia del Señor glorificado. Al encontrarnos con el prójimo nos encontramos con Dios mismo, y al amarle amamos al mismo Dios: «A mí m e lo hicisteis». Todo hombre es sagrado e inviolable, porque todo ser h u m a n o es reflejo de la inviolabilidad del mismo Dios. Este doble motivo explica la igualdad entre el amor a Dios y el amor al prójimo.Y nos permite entender la grandeza y la profundidad del amor al hermano. C o m prender la sublime realidad que se encuentra en todo ser humano hace también que cambie nuestra mirada, nuestra inteligencia. Y que nuestras fuerzas se orienten a su más decidida defensa. Así, Dios, lejos de ser una fácil escapatoria, se convierte en suma exigencia, en lo más comprometedor y en el mayor de los motivos para luchar por una nueva humanidad, sin discriminaciones, ni componendas con la injusticia.
2.
El prójimo, sacramento de Dios
Conviene que profundicemos un poco en el segundo de los motivos de la igualdad: la presencia de Dios en el prójimo. Es importante caer en la cuenta de lo que dice el Rey del juicio escatológico: «a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Pues según la lógica más elemental, lo que tendría que haber dicho es: me sentía satisfecho porque cumplíais mi voluntad. Pero no es esto lo que dice, sino «a mí me lo hicisteis». Es como si dijera: yo estaba allí, presente en el necesitado, y allí se me podía encontrar. Esta presencia de Dios en el prójimo se da en la realidad concreta de la vida, en la pobreza, la enfermedad y el desamparo. El ser humano se convierte así en sacramento de Dios, no en un dominio particular, sino en la realidad y totalidad de su existencia, de su situación y de su historia. Sacramento. He aquí una palabra clave para entender el modo de presencia de Dios en el prójimo. El sacramento es una realidad de este mundo, que conserva toda su consistencia (pan, vino, aceite, el prójimo) y, sin embargo, en ella se hace presente una realidad invisible y trascendente, o sea Dios. En el sacramento se anticipa ya en este mundo algo que sólo será totalmente visible en la escatología: que Dios sea todo en todas las cosas. En el sacramento hay como dos niveles de realidad: la realidad visible y primera esconde otra realidad más profunda, oculta pero no menos real, sin que ambas realidades se confundan, ni se identifiquen. El sacramento posee en sí mismo una «semejanza» con el misterio de la encarnación de Dios en Jesús1. Por eso los sacramentos cristianos tienen una dimensión esencialmente 1
TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, 60, 6, c. y ad 3.
cristológica. Así ocurre con la presencia sacramental de Dios en el prójimo. La parábola del juicio final de Mt 25,3lss. se refiere concretamente al Hijo del hombre, uno de los títulos que el Nuevo Testamento aplica a Jesucristo. Desde esta perspectiva el prójimo se convierte en la prolongación del misterio de la encarnación, por medio del cual «el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). «Con el hombre —cada hombre sin excepción alguna— se ha unido a Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello»2. En cada ser humano es posible encontrar a Cristo, que en él está. Esta presencia sacramental de Dios en cada ser humano se puede considerar desde un doble punto de vista: desde el prójimo que recibe el amor o desde quien ama a su prójimo. El primer punto de vista está muy bien reflejado en la parábola del juicio final de Mt 25,31ss. Allí se nos descubre el secreto escondido en el prójimo: en él está presente Cristo mismo. El segundo punto de vista lo encontramos en la parábola del samaritano misericordioso (Le 10,30-37). Para convertirte en «prójimo del que cayó en manos de los salteadores... vete y haz tú lo mismo». Lo llamativo de la parábola está en que quien es considerado un extranjero, e incluso un enemigo, da el primer paso. El sacerdote y el levita dan un rodeo para no encontrarse con el herido. Pero un samaritano «al verle, tuvo compasión. Acercándose vendó sus heridas, le montó sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él». Aquel a quien las costumbres sociales consideran el más alejado, muestra el amor más cercano, más concreto, más realista y más 2
JUAN PABLO II, Redemptor hominis, 14.
gratuito. La parábola enseña al cristiano a identificarse con Cristo, a ser Cristo para el otro. Si en la parábola del juicio final se descubre que en el «otro», sea quien sea, está Cristo, en la del samaritano misericordioso se descubre cómo ser Cristo para el otro necesitado.
3.
Universalidad del amor
Si «con cada hombre sin excepción alguna se ha unido Cristo» (Juan Pablo II), todos los seres humanos, sin excepción, deben ser objeto de mi amor. Por el mismo hecho de estar llamado a amar a Dios, el cristiano está llamado a amar al prójimo: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (ljn 4,20).
3.1. El amor al enemigo
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La universalidad del amor cristiano encuentra su expresión más radical en el amor al enemigo, al que no se lo merece. Jesús, al enseñar a sus discípulos el amor al enemigo, lo hace consciente de la novedad de su doctrina, ya que la contrapone a la enseñanza corriente en algunos círculos del judaismo. Más aún, el amor al enemigo parece contraponerse al sentido común y al interés bien entendido que cada uno debe tener por lo suyo. Recordemos el texto evangélico, que se encuentra al final del sermón de la montaña, como culminación de una serie de contraposiciones («habéis oído, pero yo os digo») que manifiestan la novedad de la enseñanza de Jesús:
«Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publícanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,43-48). ¿Cuál es, según esto, la razón definitiva del amor al enemigo y el «mérito» que hay en ese amor? N o es la mayor dificultad de este amor, y el sacrificio que parece comportar. El motivo tampoco está, aunque sería una buena razón, en el hecho de que el odio es negativo para el que odia3, pues corrompe la personalidad e impide la paz del corazón. El verdadero motivo está en la imitación del Padre celestial, que es el punto de referencia de todo el sermón de la montaña. El es la razón de nuestro amor a todo ser humano, incluido el enemigo: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre» (Mt 5,48). «Amad a vuestros enemigos; entonces seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desgraciados y los perversos» (Le 6,35). La clave del argumento está en la relación del padre con el hijo. Un hijo se parece al padre no tanto por sus rasgos físicos externos, sino por tener su mismo temperamento, sus 3 «El odio implica desorden en la voluntad del hombre, que es lo mejor que tiene» (TOMÁS DEAQUINO, Suma Teológica, 11-11,34,4).
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mismos sentimientos, su mismo talante. Los discípulos de Jesús están llamados a aspirar a esta filiación. Están llamados, ni más ni menos, a «imitar a Dios, viviendo en el amor» (Ef 5,1). ¿Quién es el enemigo? El que no tiene nada de amable, el que no merece mi amor, el que pretende hacerme daño. ¿Cómo amar a alguien así? A veces se califica el amor al enemigo de imposible o irreal. Por eso es importante aclarar qué significa amar al enemigo y mostrar así su posibilidad para todos. Pues el amor, como ya hemos dicho, no es una cuestión de sentimientos, sino de actitudes. Si fuera cuestión de sentimientos sería imposible amar al enemigo, porque es imposible amar al que no nos gusta y, menos aún, al que nos daña. Pero el amor es otra cosa, como ya sabemos. Jesús no dice: te tiene que gustar tu enemigo; ni tampoco: tienes que mostrarte afectuoso con tu enemigo. N i tampoco: tienes que tener intimidad con tu enemigo, tener con él confianzas o confidencias. El verbo que Jesús emplea para hablar de este amor (agapáó, distinto de philéó) denota ante todo manifestaciones de respeto y de benevolencia. ¿En concreto qué puede significar esto? Adoptar estas cuatro actitudes:
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1) N o hacerle mal a tu enemigo, no devolver mal por mal, n o ponerte a su nivel y, por tanto, no hacer lo que tú consideras que está mal hecho; 2) n o desearle mal —«no odies en tu corazón» (Lev 19,17)-; 3) desearle bien: desearle bien puede ser desear que se convierta; de ahí que Jesús, en el contexto del precepto del amor al enemigo, diga: orad por los que os persiguen;
4) estar dispuesto, si la ocasión se presenta, a hacerle bien; digo, si la ocasión se presenta, ya que ocasiones de hacer el bien hay muchas sin necesidad de buscar expresamente al enemigo. C o n lo indicado creo que se cumple perfectamente con el precepto del amor al enemigo. Claro que, en esto, c o m o en todo lo referente al amor, hay grados. Por eso es posible ir todavía más allá y llegar a un grado de perfección tal en el amor al enemigo, que u n o busque explícitamente manifestarle con signos el amor, no quedándose sólo en «no dejarse vencer por el mal» (exigencia necesaria), sino buscando positivamente «vencer al mal con el bien» ( R o m 12,21). O dicho de otro modo, no sólo dejando de odiar por la injuria recibida, sino esforzándose con beneficios por traer a su amor al enemigo. Pero esta perfección no es exigida para cumplir con la caridad hacia el enemigo. Para ello bastan las cuatro actitudes mencionadas, que culminan en la disposición efectiva de servirle y hacerle bien, si la ocasión se presenta. D e Jesús bien p u e d e decirse que llevó hasta el extremo el amor al enemigo. Es difícil encontrar a alguien que muera por una persona de bien, pero una actitud así es admirable y comprensible. Pero lo inaudito, lo nunca visto, es que alguien dé su vida por sus enemigos, c o m o hizo Jesús (cf R o m 5,6-8). Ahí está la grandeza de una vida que se entrega sin condiciones de ningún tipo. Otros p u e d e n aproximarse a este m o d o de amar, c o m o sucede con los mártires, que mueren perdonando a sus enemigos. Pero en el caso de Jesús estamos ante «una sangre que habla más fuerte que la de Abel» (Heb 12,24), pues Jesús hace lo que
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ningún mártir puede hacer. Jesús no sólo muere perd o n a n d o a sus enemigos, sino ofreciendo al Padre un motivo para que les perdone: «No saben lo que hacen» (Le 23,34), desconocen a quién crucifican. Y de este m o d o «justifica» a sus enemigos, los hace justos. Es el colmo del amor.
3.2. Distináones que se imponen
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A propósito del amor al enemigo se impone, al menos, una distinción. U n a cosa es ser enemigo y otra es tener enemigos. U n cristiano no puede ser enemigo de nadie. Porque está llamado al amor. U n amor que alcanza a todos los seres humanos, sin excepción.Y los alcanza en lo concreto de su situación. Pero otra cosa es tener enemigos. El cristiano n o quiere tenerlos. Busca no tenerlos. Pero, a veces, se ve obligado a sufrir el tenerlos. Jesús no era enemigo de nadie, pero tenía unos enemigos tales que terminaron por quitarle la vida. N o podemos quedarnos ahí. Hay que reflexionar sobre los motivos que hacen que uno tenga enemigos. U n o puede tener enemigos porque se los ha buscado. Ese no puede ser el caso del cristiano y, si por desgracia lo es, está llamado al arrepentimiento y a solicitar el perdón. Pueden tenerse enemigos por culpa propia, aunque u n o no sea consciente de ser culpable. E n este caso, en cuanto es consciente, debe eliminar esta causa y de nuevo pedir perdón. Pero uno puede tener enemigos en contra de su voluntad y a pesar de lo que hace para no tenerlos. La culpa de tener enemigos n o está en uno mismo, sino en el enemigo. En este caso el cristiano está
llamado a hacer lo posible para que el otro deje de ser enemigo. Está llamado no sólo a otorgar el perdón si se le pide, sino a dar el primer paso, a ofrecer el perdón. Entiéndase bien: ofrecer el perdón no es molestar al otro, no es humillarse constantemente, no es ir detrás de mi enemigo. Ofrecer el perdón es situarse en línea con las cuatro actitudes de las que ya hemos hablado: no desearle mal, n o hacerle mal, desearle bien y, si la ocasión se presenta, manifestarle que se está dispuesto efectivamente a hacerle bien. Hay una palabra puesta por el evangelio de Mateo (5,23-24) en boca de Jesús que resulta iluminadora: «Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano». La fuerza de esta palabra está en que no se pregunta quién tiene la culpa de que tu hermano tenga algo contra ti. Es posible que el culpable de tener algo contra ti sea él. Quizá porque es un envidioso, o un maniático, o un egoísta. Pues bien, a ti te corresponde dar el primer paso. T ú estás llamado a perdonar siempre. Y el perdón cubre la distancia, y lo hace gratuitamente. Porque el perdón es manifestación de amor, de este amor universal que, en muchas ocasiones, sólo puede ser gratuito, puesto que no tiene reciprocidad.
3.3. Consecuencias políticas y sociales El mandamiento del amor al enemigo tiene consecuencias sociales y políticas. Nuestras sociedades y naciones se enfrentan con problemas, que hoy han cobrado una especial virulencia, en los que está e n j u e g o nuestra ac-
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titud para con el enemigo: guerra, violencia, terrorismo, racismo, ataques injustificados, legítima defensa, etc. El Evangelio no es ningún programa político (y menos un programa de un determinado partido), pero sí que puede y debe inspirar cualquier programa y sobre todo a cualquier político, más aún si este político es cristiano. Dada la complejidad de los problemas aquí sólo podemos dar algunas indicaciones generales. Consideremos el caso más claro, a saber, la actitud que tiene que tomar una nación o un gobierno ante una agresión injusta. ¿Tiene derecho a la legítima defensa o el amor al enemigo le intima a dejar que el agresor cometa un atropello? Sin duda aquí está vigente el precepto del amor al enemigo, pero también está presente otro precepto más importante: el amor a uno mismo. «El hombre está más obligado a mirar por su propia vida que por la vida ajena». Las consecuencias que para la vida del agresor se sigan del ejercicio de la propia defensa no son responsabilidad de quien se defiende, siempre que los medios utilizados sean proporcionados a la agresión o, dicho de otro modo, «si no se ejerce una violencia mayor que la necesaria»4. Cierto, también aquí puede darse el amor al prójimo en grado heroico y negarse uno a utilizar la violencia para defenderse, aún arriesgando la propia vida. Pero esta postura vale solamente para uno mismo. Pues en caso de que sea otro el agredido y yo pueda defenderle, en caso de no hacerlo me estoy convirtiendo en cómpl ice del agresor. Esto vale tanto más para los poderes 4
TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, 64, 7; cf Catecismo de la Iglesia católica, 2264.
públicos: «La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar el agresor en la situación de no poder causar perjuicio»5. Hoy los problemas que tienen que ver con la violencia en las sociedades y entre naciones son enormemente complejos. Su valoración depende en muchas ocasiones de quién los juzga y desde dónde los juzga, con qué prejuicios, informaciones, falsa propaganda, etc. A veces, es difícil distinguir lo que es agresión injusta, terrorismo, represalia, venganza, reacción desmesurada, respuesta a una provocación, reivindicación histórica o de clase más o menos justificada. Muchas agresiones son reacciones a agresiones previas. Muchos odios se deben a injusticias previas. También entre las naciones. ¿No han explotado, y siguen explotando, las naciones ricas de Occidente a otros países menos poderosos y desarrollados? No basta con decir: el otro me agrede. Es importante, para poder entenderse con él, dialogar e intentar la paz, preguntarse por las causas que desencadenan esta agresión, ir a la raíz de los problemas. Y hacerlo con un talante comprensivo, con verdadera intención de entendimiento, con ganas auténticas de paz. Eso implica intención de ceder y de perdonar. En todo caso, un cristiano debe hoy considerar la paz como un imperativo absoluto. Y debe actuar políticamente en este sentido. Y si sigue estando vigente para ' Catecismo de la Iglesia católica, 2265. Cf también lo que dice GS 78: «No podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros y de la sociedad».
los gobiernos la legitimidad de la defensa, o los medios de disuasión para que el enemigo se lo tenga que pensar muy seriamente antes de atacarme, no hay que confundir ese derecho con el ataque que hoy, en el colmo del cinismo, se llama preventivo.
4.
Intensidad del amor
4.1. La comunidad de Jesús: hermanos que son amigos
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El amor al enemigo manifiesta muy bien la gratuidad del amor. Pero hay todavía u n amor mejor que, siendo también gratuito, es además recíproco: el amor entre los hermanos. En el capítulo anterior ya dijimos que el amor gratuito de Dios buscaba la reciprocidad, para convertirse en una verdadera relación de amistad con el ser humano. También dejamos indicado que esta amistad debe prolongarse entre los hermanos de la comunidad mesiánica: «Que como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» Qn 13,34). Este amor m u t u o es además el signo distintivo de los discípulos de Cristo, un signo que resplandece ante el m u n do: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros» 0 n 13,35). Este amor m u t u o es el mandamiento que Jesús dejó a los suyos. Es «su» mandamiento, el propio de Jesús. Mientras que los mandamientos de Dios son «amar a Dios» y «amar al prójimo», el mandamiento de Jesús añade un matiz al amor al prójimo: el prójimo se convierte en amigo. El amor es recíproco. Así se edifica la Iglesia, la comunidad de los que siguen a Jesús. En
ella los hermanos están llamados a ser amigos, a que su amor sea recíproco. Jesús califica este mandamiento suyo de «nuevo» (Jn 13,34). La novedad está en que el amor que se profesan los discípulos es una imitación del amor que Jesús tiene por ellos: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros c o m o yo os he amado» (Jn 15,12). Y como el amor de Jesús llega hasta el don de la vida (Jn 15,13), así debe ser el amor entre los hermanos: cada uno está llamado a dar la vida por el hermano (ljn 3,16). Los cristianos están llamados a imitar a Cristo en su amor. Hay dos términos que expresan lo concreto, realista, eficaz y afectivo que debe ser este amor: «servicio» y «diaconía». Jesús mismo se presenta como siervo (doülos: M e 10,45) y como el que sirve (diáconos: Le 22,27), invitando a sus discípulos a seguir su ejemplo: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor (diáconos), y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo (doülos) de todos» (Me 10,43-44). El mejor ejemplo del servicio al que Jesús nos llama se encuentra en el episodio del lavatorio de los pies de J n 13,4-15. Lavando los pies a sus discípulos Jesús realiza u n gesto inaudito para «el Maestro y el Señor» (Jn 13,13-14), pues un gesto así sólo podían hacerlo los esclavos de inferior categoría. Jesús obra, pues, c o m o un servidor, lo que provoca el desconcierto de Pedro. Pero él y nosotros debemos comprender que mientras nuestro servicio no llegue a tal extremo n o podremos «tener parte» con el Señor (Jn 13,8). En coherencia con esta imagen que Jesús da de sí mismo, en el himno de la Carta a los filipenses (2,6-11), la soberanía de Jesús n o se manifiesta en el aferrarse a lo propio, sino en dejarlo, tomando la condición de esclavo.
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El otro término, diaconía, significa originalmente servir a la mesa. Con esta palabra se manifiesta el contraste que hay entre el señor, que está sentado a la mesa, y el criado, que le sirve: «¿Quién de vosotros si tiene un siervo arando o pastoreando, cuando regresa del campo, le dice: Pasa al momento y ponte a la mesa? ¿No le dirá más bien: Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?» (Le 17,7-8). Así funcionan las cosas en el mundo. En contraste con ello, Jesús invierte los papeles, primero para él y luego para los suyos. Y así se presenta como ese Señor que sienta a sus siervos a la mesa, se ciñe y se pone a servirles (Le 12,37). Importa insistir en que el servicio y la diaconía a la que están llamados los cristianos en sus comunidades fraternas son recíprocos. Si dejan de serlo, estamos ante otro tipo de amor, el amor al enemigo, y ya no estamos describiendo la vida de la comunidad de Jesús. Un ejemplo de funcionamiento de esta comunidad, sin duda idealizado, pero un ideal al que hay que tender y hacer real, lo encontramos en la primera comunidad cristiana, tal como la describen los Hechos de los apóstoles: «Todos los creyentes estaban de acuerdo y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el dinero entre todos, según la necesidad de cada uno» (He 2,44; cf 4,32). San Pablo, en su Carta a los romanos (12,9-20) y en la primera a los corintios (13,4-7), describe las cualidades del amor cristiano: el amor vence al mal con el bien. p o r e s o siempre adopta actitudes positivas ante la malicia o la debilidad del prójimo. Es paciente. Por eso puede parecer débil. En realidad, es respetuoso. El amor está siempre totalmente abierto al prójimo: «No busca su in-
terés... Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (ICor 13,5.7).Ya Jesús había recomendado a los suyos: «No juzguéis» (Mt 7,1), cosa que no significa perder el sentido de los valores, sino no transformar el amor en acusador. Y perdonar siempre: «¿Cuántas veces tengo que perdonar?... No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,21-22). En las relaciones entre los hermanos no hay cálculo ni reivindicación.
4.2. El obstáculo más importante para realizar la comunidad: el poder Lo que más obstaculiza el amor mutuo, el peligro que más acecha a la comunidad cristiana es el ansia de poder. El poder es uno de los ídolos más atractivos para el ser humano, pero también más opuestos a lo que es el Dios que en Jesús se manifiesta. El poder es una delicia tan peligrosa como las riquezas. Yo creo que más peligrosa aún. Por eso, Jesús advierte constantemente a los suyos contra el peligro del poder. Pues el poder hace que desaparezca la igualdad y, como consecuencia, hace imposible la reciprocidad. Además, puede terminar oprimiendo. Y, al oprimir, es injusto. Que esta tentación está muy presente entre los discípulos de Jesús lo manifiestan en diferentes ocasiones los relatos evangélicos: Me 10,35-45; Mt 20.20-28; Le 22,24-27. Este último texto se sitúa en el contexto de la cena pascual. Mientras Jesús está entregándoles el pan, que es su cuerpo, y el vino, que es la sangre de la nueva Alianza, los discípulos están todavía lejos de haberle comprendido. Sólo así se explica que, en momento tan solemne e íntimo, «entre ellos hubo un altercado sobre quién de ellos parecía ser el
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mayor» (Le 22,24). Jesús, entonces, aprovecha para contraponer la búsqueda de poder, con la que se funciona en el mundo, con la ley de su comunidad, que debe ser el servicio. Y así él se presenta como este diácono que «está en medio» de ellos para servir (Le 22,27). Está en medio. Así llega mejor a todos. Ya el autor de la primera Carta de Pedro (5,1-4) se ve obligado a recordar a los que presiden las comunidades cristianas que no pueden adoptar actitudes de prepotencia: «Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no a la fuerza, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey». En la comunidad cristiana no hay prepotencia, sino amor. No hay gobierno, sino servicio. No hay condenación, sino comprensión y perdón. N o hay imposición, sino diálogo.Y si en ella hay uno que preside, lo hace desde el amor, siendo ejemplo para los demás y el primero que sirve. Lo hace no con poder que oprime, sino en todo caso con autoridad. Autoridad que viene de autor, y quiere decir: el que tiene competencia, el que acredita su saber. La autoridad en la Iglesia arrastra con el ejemplo, con la paciencia y con el servicio. La perversión del poder, en el mundo sin duda, pero también en la Iglesia, empieza cuando nadie lo controla y él pretende controlarlo todo. Entonces, el poder sólo pretende perpetuarse a sí mismo, y no deja espacio a los demás. La contrapartida al poder en el mundo, pero sobre todo en la Iglesia, es la autoridad del que convence con su vida. Jesús tenía mucha autoridad, convencía (Me 1,27). Pero no tenía ningún poder (Jn 18,36). Si lo hubiera tenido, no lo hubieran crucificado.
5.
La paz, obra del amor
5.1. A nivel individual El amor engendra la paz. Ya Tomás de Aquino explicó y el Vaticano II (GS 78) recordó que uno de los mejores frutos del amor es la paz. Hecho que tiene aplicaciones individuales y sociales. La paz entre las naciones y la paz a nivel personal dependen del amor. Jesús habla de paz poco antes de su muerte, en el contexto de un discurso en el que la clave de bóveda es el amor: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1). Y también de alegría (Jn 16,20-22), otra consecuencia del amor, como también recuerda y explica Tomás de Aquino. La alegría y la paz están muy relacionadas. Las que Jesús propone y da son distintas de las que ofrece el mundo. En diferentes ocasiones, yo mismo he predicado que el Evangelio nos hace felices. Y lo mantengo. Pero importa matizar que esta felicidad, nacida de la acogida de la buena noticia, no puede confundirse con el placer del que todo lo centra en uno mismo y todo lo quiere para sí. La felicidad evangélica no se manifiesta de forma ostentosa. No nace de la búsqueda egoísta del propio bienestar, sino de la alegría que produce el contemplar, con gratitud y sin envidia, el bien de los demás. Sólo el que trabaja por el bien de los demás, trabaja por su propia felicidad. La felicidad completa en este mundo es imposible. Sólo podemos poseerla parcialmente y por momentos. Siempre nos falta algo y lo que tenemos está siempre amenazado. La felicidad perfecta, plena, es escatológica. Pero en medio de las tristezas y dificultades de este mundo, en un mundo de felicidades incompletas, el
cristiano puede estar en paz y vivir en paz en la m e dida en que vive en el amor a Dios y en el servicio al prójimo.
5.2. A nivel
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internacional
Anteriormente indiqué que hoy la paz entre las naciones y los pueblos debe considerarse como un imperativo absoluto. Eso significa que la guerra moderna n o tiene ya justificación alguna. La destrucción de ciudades o de regiones enteras, las matanzas masivas de ciudadanos civiles, es u n crimen contra Dios y contra la h u manidad. Hay que buscar, sin cansarse, otros medios de presión para resolver las legítimas reivindicaciones o los derechos nacionales conculcados. E n este sentido, uno de los peores enemigos de la paz y, por tanto, una de las causas de la guerra, es la fabricación y el comercio de armas. Las naciones fabrican armas de guerra con el falso propósito de defender la paz. ¿Quién fabrica estos fusiles? ¿Cuántos vende cada trimestre? ¿Cuánto cuesta cada uno? ¿Hay algún comisionista de por medio? H e aquí algunas buenas preguntas que deberíamos hacer a nuestros supuestamente democráticos y no menos supuestamente pacíficos gobiernos que, en el colmo de la ironía, como dice Jesús, se hacen llamar bienhechores. El realismo político nos puede llevar a pensar que, de la misma manera que los Estados, algunos al menos, persiguen el tráfico de drogas, y para esto se requiere una cierta fuerza, también los Estados deberían disponer de la mínima fuerza necesaria para erradicar la fabricación y el tráfico de armas. Y para disponer de medios para defender la paz.
Pero esto debería hacerse desde un control mutuo, desde la claridad total y desde el compromiso de limitar estas armas a las estrictamente necesarias, dejando claro que determinadas armas (atómicas, nucleares, químicas, biológicas) deben estar absolutamente prohibidas. En este terreno los problemas son m u y complejos. Hoy la comunidad internacional no puede tolerar que determinados gobiernos dictatoriales y tiránicos pisoteen, -en y masacren a sus ciudadanos. H e m o s tenido demasiados ejemplos en el pasado siglo X X y en los comienzos del siglo X X I . La conciencia de la humanidad exige, si es posible, que se intervenga para impedir esos crímenes y derrocar a esos tiranos. Pero esto debe hacerse no por intereses egoístas de anexión de territorios o de conquista de riquezas, sino p o r verdadero interés humanitario y tomando las medidas jurídicas necesarias para que estas intervenciones sean limitadas y con el menor coste posible, sobre todo de vidas humanas. N o cabe duda de que hay tiranos con los que no es posible nunca el diálogo por medios pacíficos y persuasivos. En estos casos, y sólo en estos, es preferible dialogar desde la presión y la fuerza, que n o poder dialogar nunca. Pero este derecho no puede arrogárselo una sola nación, sino que debe ser producto del consenso internacional. Construir la cultura de la paz no es un sueño disparatado ni utópico. Es una exigencia de humanidad y, para los cristianos, una obligación evangélica. Sabiendo que en la base de todo está el egoísmo de los seres humanos, que conlleva la falta de justicia y de amor. D e ahí la necesidad de educar las conciencias, de respetar todos los derechos, de abrir cauces de diálogo. Las exigencias de la caridad evangélica son más actuales que nunca.
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6. Amor y justicia social
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El m u n d o ha evolucionado m u c h o desde los tiempos de Jesús. Pero su mensaje de amor resulta de una actualidad sorprendente. Naturalmente, este mensaje no es un programa político, pero sí tiene aplicaciones políticas y sociales. Estas aplicaciones dependerán de las circunstancias históricas en que nos toca vivir. El mandamiento del amor exige poner en práctica, con imaginación y valentía, todos los recursos disponibles para la salvaguarda y promoción de la dignidad humaría y del entendimiento entre los pueblos. Gracias a una más lúcida lectura del Evangelio, sin duda también provocada por la fuerza de presión de los a c o n t e c i m i e n t o s y reivindicaciones de muchas personas y colectivos, el pueblo cristiano se ha abierto cada vez más a las exigencias del amor evangélico. Se ha ido e n t e n d i e n d o con más profundidad q u e este amor no p u e d e consistir en gestos individuales de simpatía, de atenciones e incluso sacrificios individuales heroicos en el servicio de los demás. Se ha llegado a entender que este amor debe animar, invadir y transformar todos los sectores de la vida de los seres humanos y de la misma organización de la sociedad. Todas las estructuras sociales deberían modelarse según el criterio del amor. Pero hay más, es importante, en nombre del amor y empujados por el amor, analizar críticamente las causas que provocan determinadas situaciones de pobreza, y no limitarse a la creación de programas y estructuras asistenciales y paliativas que n o cuestionan la política o la economía que produce hambre, inmigración, desatención, soledad, marginación, malos tratos, etc. La caridad fraterna no es una
suplencia para remediar las deficiencias de un orden social que aplasta a los pobres. La caridad supone y exige la justicia, aunque vaya más allá de la justicia. La verdadera caridad exige hoy que trabajemos, en la medida de nuestras responsabilidades y posibilidades —seguramente más urgentes y mayores de lo que habitualmente pensamos— en la construcción de una sociedad más justa, más humana, más fraterna. Por otra parte, la caridad insta a la justicia a ir más allá de sí misma, más allá del «dar a cada u n o lo suyo», que es lo propio de la justicia. Y eso de dos maneras. E n primer lugar, criticando la clave individualista de «lo suyo» y afirmando la clave social y universal de lo que corresponde a cada uno. En efecto, la fe cristiana nos recuerda que Dios ha entregado la tierra y todo lo que ella contiene a «todos» los seres humanos. P o r tanto, allí donde los bienes no son accesibles a todos y no están repartidos con criterios de equidad evangélica, n o se cumple la voluntad de Dios. La presencia de pobres entre nosotros es la prueba de nuestra injusticia. En otro sentido, el mandamiento del amor orienta la vida humana hacia la «justicia mayor» (Mt 5,20), que anticipa y anuncia el R e i n o de los cielos. Pues la justicia humana, incluso en sus casos mejores, n o agota las exigencias del amor, «el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar» (GS 78b). La justicia sola no es suficiente para el logro de una auténtica humanidad, «si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones»6. Al abrir la vida humana al amor, el Evangelio ' J U A N PABLO U,Dives in misericordia, 12.
eleva toda justicia y nos abre a la gratuidad y a la misericordia como auténtica dimensión de lo humano. Hay obligaciones que ningún código de justicia puede prescribir. Ningún código ha llegado a persuadir a un padre para que ame a sus hijos, ni a ningún marido para que muestre afecto hacia su mujer. Los tribunales de justicia pueden obligar a proporcionar el pan del cuerpo, pero no pueden obligar a nadie a dar el pan del amor. E n este sentido, el samaritano misericordioso (Le 10,29-37) representa la conciencia de la humanidad, porque va más allá de toda justicia, elevándola desde el amor. E n esta línea, afirma el Vaticano II: «No hay ley humana que pueda garantizar la dignidad personal y la libertad del hombre con la seguridad que comunica el evangelio de Cristo» (GS 45). Si un día la justicia llegase a ser perfecta, seguiría siendo necesario el amor. U n m u n d o perfectamente justo, con leyes perfectas, donde se aseguren a cada u n o los derechos individuales y sociales, puede seguir siendo un m u n d o frío, sin alma y sin esperanza, si falta el amor. U n discípulo del Evangelio debe tener una gran sensibilidad en este aspecto. Los cristianos están llamados a edificar un m u n d o justo en el que las relaciones entre los seres humanos, los pueblos y las diversas comunidades sean relaciones de amor.
7. EL amor, criterio de autenticidad religiosa 118
L a teología de santo Tomás afirma con fuerza que la caridad es la forma de todas las virtudes, incluidas la fe y la esperanza. Esto significa que, en la vida cristiana, donde hay caridad todo vale, y donde n o hay caridad
nada vale. La caridad no es un precepto más al lado de los otros preceptos o al lado de las otras virtudes. Es la actitud de una vida nueva, la participación en la vida de Dios. N o añade nada especial a los actos humanos, pero les da sentido y valor. Es el motor y el fin de toda la vida moral, pues sólo ella procura a los actos humanos su bondad fundamental, al orientarlos hacia su verdadero fin, que es Dios. ¿Cómo traducir en términos actuales esta gran intuición de que el amor es la forma de todas las virtudes? U n a pregunta puede ayudarnos a ello: ¿desde dónde creemos, desde dónde esperamos, desde dónde actuamos y nos movemos?, ¿qué es lo que impulsa nuestras decisiones?, ¿cómo m e sitúo ante la vida? Se trata de la postura en la que u n o se sitúa; de los presupuestos, prejuicios, intereses que condicionan nuestros juicios y nos hacen ver las cosas de una u otra manera, incluso sin que seamos conscientes de ello. La psicología de la forma o estructura ha mostrado que, por ejemplo, u n conjunto de bloques dibujados puede verse de maneras distintas según desde donde se mire. La perspectiva en la que u n o se sitúa influye en lo que se ve. Más aún, permite descubrir determinadas dimensiones que desde otra perspectiva serían invisibles. Por su parte, el p r i n cipio de indeterminación de Heisenberg nos explica el proceso por el cual un microscopio electrónico no es capaz de ver el núcleo de un átomo p o r la alteración que causa en los electrones que giran alrededor del átomo. Es decir, el propio instrumento que se utiliza para observar transforma al objeto observado, o dicho de otro m o d o , lo mirado es transformado por el sujeto que mira. Pongamos el caso de la fe. La caridad es la forma de
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la fe. ¿Qué significa eso? En la llamada segunda guerra del Golfo (contra Irak), un ministro del gobierno español, cuya fe católica es pública, afirmó que la posición del Papa contra la guerra no era vinculante para un católico. Es cierto que muchas posiciones del Papa no son vinculantes para un católico. Pero, en el ejemplo propuesto, la cuestión es otra. Se trata de los distintos lugares desde los que se mira la realidad, que pueden conducir a conclusiones diferentes y a vivir distintamente la que se supone es la misma fe católica. De cara a la fe también es importante la perspectiva en que uno se sitúa. Jesús creía desde el amor. Este lugar desde el que creía Jesús es el que mejor nos pone en sintonía con lo que Dios es y el que mejor permite que nuestros egoístas intereses sean criticados por la fe en vez de que la fe sea modelada por nuestros intereses. Si así ocurre con la fe, cuánto más ocurrirá con todo lo demás: ¿no se ven de distinta manera y, por tanto, se sacan diferentes consecuencias y, por tanto, se actúa de distinto modo, cuando se conoce la situación del pobre y del necesitado gracias a un informe escrito o filmado o gracias a un contacto directo con sus necesidades, y más aún si uno ha experimentado en sí mismo tales necesidades? El amor es la forma de todas las virtudes. Es el criterio de toda religiosidad cristiana. Esta verdad podría prolongarse y decir que el amor puede y debe ser criterio de toda religiosidad. Esta sería una buena aportación cristiana al diálogo interreligioso y un criterio cristiano de autenticidad de la presencia divina en el creyente de otras religiones. Desde una perspectiva cristiana, el amor es el signo de que Dios ha entrado en la vida de una persona —quizá anónima y secretamente, pero
realmente—, y es también el signo de que la persona ha respondido a la intervención de Dios en su vida, siendo menos importante el saber en qué medida esta persona es consciente de la relación que en el amor se establece entre Dios y ella. El rey del juicio escatológico aclara que, al dar de comer al hambriento, el ser humano, aunque no tenga ninguna conciencia de ello, se encuentra con Dios (Mt 25,35). Este encuentro no depende de ninguna «intención» o «conciencia» especial. Basta el amor sólo. Así, en la medida en que las religiones conducen a la vivencia del amor, un amor sin límites ni discriminaciones, en esta misma medida conducen al Padre de nuestro Señor Jesucristo, aunque este Padre no sea explícitamente reconocido como Padre de Jesucristo. No es ocioso añadir que si este conocimiento no es criterio de salvación, sí lo es de felicidad y de calidad de vida, al menos desde el punto de vista del que ya le reconoce explícitamente. En estos tiempos de teología interreligiosa y de diálogo entre las religiones, desde el punto de vista cristiano, tenemos en el amor un criterio para discernir los elementos auténticos de una religión, la presencia de Dios en ella y la verdad de sus doctrinas. Pues la verdad de una religión, incluida la cristiana, no está en los milagros que puedan hacer sus profetas o fundadores (Mt 7,22); no está en la belleza de su culto o en la precisión de sus formulaciones (Mt 7,21), sino en el cumplimiento de la voluntad del Padre (Mt 7,21).Y lo que el Padre quiere es el amor. Porque vivir en el amor es vivir una vida que refleja lo que él es: Dios es amor.
Para 1.
¿Habías caído en la cuenta de que Jesús equipara el mandamiento del amor a Dios y el del amor al prójimo? ¿Cómo explicarías tú esta igualdad?
2.
¿Eres enemigo de alguien? ¿Tienes enemigos? Piensa que una cosa es ser enemigo y otra tener enemigos. Un cristiano no puede ser enemigo de nadie. Pero quizá, por desgracia, puede haber gente que no le quiera a él. Si es tu caso, ¿has pensado por qué motivos no eres querido? No es lo mismo no ser querido porque uno se ha hecho, de algún modo, odioso para el otro, o no ser querido porque uno es coherente con su conciencia y con la verdad, y su vida es una denuncia para los «malos».
3.
Reflexiona sobre esto que dice la primera Carta de Pedro (3,17): «Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal». ¿Qué consecuencias prácticas puede tener o tiene esto en tu vida?
4.
Tras la lectura de este capítulo, ¿qué consideras más meritorio y más cristiano: el amor al enemigo o el amor al hermano cristiano? Si tu respuesta es «al enemigo», me parece que te conviene releer el capítulo, pues me temo que no lo has entendido bien.
122 5.
naciones? ¿Cómo ves tú este asunto? ¿Crees que el evangelio no tiene nada que decir al respecto? ¿Cuál es, en tu opinión, el principal obstáculo para que haya paz y concordia no sólo entre las personas, sino también entre los pueblos?
meditar
¿Has encontrado en este capítulo alguna orientación que pueda servir para las relaciones entre las
6.
¿Cómo se construye la Iglesia? ¿Qué dificultades concretas encuentras para construir la Iglesia?
7.
Concretamente, ¿qué puede significar para ti creer desde el amor? ¿Y hacer política desde el amor? ¿O crees que la política no tiene nada que ver con el mandamiento del amor?
123
Epílogo El amor no acaba nunca
1.
El amor permanece
«El amor no acaba nunca» (ICor 13,8). Porque la posible desaparición de una actitud constitutiva de la vida (y eso es el amor), sería manifestación de que nunca ha estado presente. Al menos, presente en plenitud. Pero no estar presente en plenitud, en el caso del amor, es no estar presente de ningún modo. Porque no se ama a medias. Se ama o no se ama. De la misma forma que no se vive a medias. Se vive o no se vive. Otra cosa es el modo de vivir. El amor no acaba nunca. Luego, siempre permanece. Permanecer no es la propiedad de lo inmóvil, sino una propiedad adquirida de nuevo en cada instante y que, cada vez que es adquirida, se transforma al mismo tiempo en una intensa actividad. Nada más activo, más vivo, más dinámico que el amor. Un hombre puede haber tenido mucho dinero. Cuando lo pierde, sigue estando seguro de que lo tuvo. Pero si una persona deja de amar, es que nunca ha amado. Cuando dos seres que dicen haberse amado rompen su relación, nunca se han amado de verdad. Pues cuando
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126
dos seres se aman, cada uno de ellos no sólo tiene una relación con el otro, sino una relación con el amor. En el amor siempre se hace presente una tríada: el amante, el amado y el amor. Un cristiano puede y debe considerar esta tríada a la luz del amor que es el Dios cristiano: el Padre amante, el Hijo amado, el Espíritu amor. Si en el amor sólo hubiera amante y amado, la ruptura significaría la desaparición del amor. Pero al haber un tercero, el amor, si uno de los dos deja de amar, eso no significa que desaparezca el amor en el otro. Pues el verdadero amor «no acaba nunca». Para romper la mutua relación de dos amantes habría que romper con el amor. Pero no es posible romper con el amor, puesto que si desaparece, es porque nunca ha existido. El amor es Dios y, por eso, es eterno. Todo amor es una participación de esta eternidad. Cuando dos amantes rompen, lo normal es decir que renuncian al amor. Sin embargo, el verdadero amante nunca renuncia al amor. Dios nunca renuncia al amor: nos amó -nos ama— siendo nosotros pecadores, enemigos. Ama a quienes le rechazan. Por eso, siempre está abierto al amor, a la reconciliación, a la novedad del encuentro. Como si nada hubiera ocurrido. Porque para el amor no cuenta el pasado. Sólo cuenta la apertura al amor, el futuro posible, el amor que se espera. Lo que permanece tiene su mirada puesta en el porvenir. ¿Se para la danza porque un bailarín se marcha? En cierta medida, sí. Pero si el otro bailarín permanece en posición de danzar, y el espectador no sabe lo ocurrido, s i n duda pensará: La danza comenzará en cuanto llegue la pareja. Para el amor, el pasado no cuenta, puesto que permanece. En cuanto llega el amado, todo continúa como si nada hubiera ocurrido.
2.
El amor siempre es nuevo
El amor permanece. En la tierra y en el cielo.Y siempre es nuevo. Porque siempre se renueva. Nunca termina, porque cada día comienza «de nuevo». De este modo es eternamente joven. En lo que se refiere al amor del ser humano por Dios, el amor no acaba y siempre es nuevo, porque Dios es inagotable, inabarcable, incomprensible totalmente para el ser humano. Dios, precisamente por ser la plenitud del ser, es la novedad siempre nueva, la posibilidad siempre actual de desplegar las potencialidades de su vida infinita. Con Dios cada día avanzamos, sin que esto signifique que el día anterior estuviéramos más atrás: «¡Qué incomparables encuentro tus designios, Dios mío, qué inmenso es su conjunto! Si me pongo a contarlos son más que arena, si los doy por terminados, aún me quedas tú» (Sal 139). Dios siempre queda todo entero por descubrir. Este dinamismo empieza en la tierra, continúa en el cielo y nunca se agota. El cielo, plenitud del amor, no es una quietud. Miguel de Unamuno decía que la gloria no puede representarse como la adquisición de una vez por todas de la verdad entera y total, sino como «un trabajo, una continua y nunca acabada conquista de la verdad suprema e infinita, un hundirse y chapuzarse cada vez más en los abismos sin fondo de la vida eterna»1. La contemplación de la verdad debe ser «un continuo descubrimiento de ella, un incesante aprender»2. «El reino de Dios, cuyo advenimiento pedimos a diario, esa patria, 1
M. DE UNAMUNO, Obras completas (ed. preparada por M. GARCÍA BLANCO),
Escélicer, Madrid 1966-1989, t. III, 186; cf t.VII, 272 y 278. 2 Ib, t.VII, 244.
¿no seguirá siendo camino?», se pregunta Unamuno en su Diario3. Se trata de un «eterno acercarse sin llegar nunca, un inacabable anhelo, una eterna esperanza que eternamente se renueva sin acabarse del todo nunca, un crecer sin cesar en conciencia y en anhelo»4. Esta descripción de la vida eterna en categorías psicológicas y dinámicas es también una buena descripción de lo que es el amor, que no tiene nada de tedio ni de aburrimiento. Quien ama, no teme perder el amor, pues todos los días lo renueva. Quien se ha encontrado con Dios, no puede perderlo, pero todos los días le resulta nuevo. Tomás de Aquino dice que el ser humano, en su visión de Dios no agota, no puede agotar, la esencia divina. Puede verla, pero no abarcarla ni penetrarla5. En realidad, también es correcto decir que el ser humano no puede ver a Dios tal como es, «porque no es tanta la eficacia del entendimiento creado para verlo, cuanta es la de la divina esencia para ser entendida»6. Hay, por tanto, en esta visión, un progreso real, cada vez más pleno. Esta perspectiva tensional del encuentro amoroso del ser humano con Dios descarta de raíz todo peligro de mística panteísta, que concluye en la fusión y, por lo tanto, en una pérdida del propio yo por absorción en la divinidad, con lo que la vida eterna, lejos de ser la plenitud personal, se convierte en aniquilación. El amor libera, personifica, nunca niega ni disuelve, reafirma la personalidad y libertad del amado. Y la vida eterna es amor de Dios al hombre y del hombre a Dios. Esta exi3
Ib, t.VIII, 768. Ib,t.VII,260;cf343. Non comprehentis (TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I—II, 3 , 8 , ad 2). 6 ID, Suplemento de la Suma Teológica, 92, 1, ad 14.
4 5
gencia del amor queda respetada con esta concepción dinámica de la escatología.
3.
El amor se renueva
Esta novedad permanente, este descubrimiento continuo, este avanzar siempre en el amor sin que ello signifique que antes había un menor amor, no se aplica solamente a la relación de la persona humana con Dios, sino en realidad a toda relación amorosa. El amor es un tender, un ir hacia el amado sin llegar a hacerse nunca con él, un conocer siempre nuevos aspectos, dimensiones, matices del amado. Para amar hay que conocer. N o puede amarse lo desconocido. Pero hay conocimientos que sólo dentro de un clima de amor se pueden obtener. Así ocurre con las personas. En la relación interpersonal amor y conocimiento van unidos, son directamente proporcionales. El conocimiento que da el amor no se queda nunca en la superficie, penetra hasta el núcleo de la persona, llega a su más profunda intimidad. El amante conoce los sentimientos del amado antes de que este los manifieste abiertamente. Y, sobre todo, el amante comprende de verdad. Por eso, no condena. Pero el conocer mantiene con el amor una relación más esencial, que nos permite profundizar en la novedad y el dinamismo del amor. En efecto, el amante quiere conocer los más íntimos secretos del amado, «su secreto». Pero querer compartirlo todo y conocer todo del amado es una ilusión. Cada persona es un misterio para sí misma. El fondo de su corazón es desconocido para sí misma. Sólo Dios penetra y conoce el corazón. El
ser humano no se conoce a sí mismo. ¡Cuánto menos podrá hacerlo otro ser humano! C o n o c e r el secreto de otro sería algo así c o m o cosificarlo, destruir su misterio y, por tanto, rebajarlo al nivel de lo manipulable. Cuanto más penetramos en la profundidad de nuestro ser o del ser amado, tanto más esta profundidad se nos escapa. Es una ilusión pensar que la perfección del conocimiento está en la comunicación absoluta. U n m o d o perverso de conocer el secreto del amado sería «someterlo» totalmente a mi voluntad, manipular su pensamiento para que piense c o m o yo quiero. Pero entonces, lo despersonalizamos, lo transformamos en una cosa, en mi posesión. Es la actitud sádica. Conocer y amar no es saber y tener todo del otro, sino respetarle como otro, preservar su ser. El único m o d o de conocer a otro, respetándole c o m o otro, es por el amor. Pero este conocimiento nunca acaba. El misterio del otro, sigue siendo misterio, aunque cada día sea mejor iluminado. C u a n d o yo «desnudo» totalmente al otro, con la falsa pretensión de desvelar su misterio, no sólo sigo sin conocerle, sino que destruyo el amor. El amor sólo se mantiene a condición de que el «desnudo» nunca sea total. En el amor cada día hay un motivo para maravillarme de nuevo.
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El amor siempre es nuevo. Siempre tiende a renovarse, a rejuvenecerse. Los amantes dicen que se aman como el primer día. En realidad, es un m o d o de decir que el amor conserva su vigor, su dinamismo, su intensidad, su juventud. Pues lo cierto es que no se aman como el primer día. Si así fuera significaría que su amor ha quedado no sólo en un estadio infantil y primitivo, sino que nunca nació. Pues quedarse en los inicios es matar la vida y no dejarla florecer. La vida siempre cre-
ce, como el amor. El amor cada día es nuevo y cada día es mayor. Hoy más que ayer, pero menos que mañana. N o en el sentido de que ayer fuera menos. También ayer era pleno, intenso. Pero hoy parece nuevo. H o y se ha renovado. H o y ha descubierto nuevos matices, facetas. Se ha maravillado de nuevo. El amor es un descubrimiento continuo del amado. Por eso, permanece. N o acaba nunca. «Nunca te querré lo suficiente», dice el auténtico amante, pero n o porque antes no quisiera suficientemente. Si, c o m o hemos pretendido decir a lo largo de este libro, el ser h u m a n o es llamado al amor, eso significa que si acoge esta llamada, el amor se convierte en su más profunda identidad.Y si esto es así, sólo puede perder el amor perdiéndose a sí mismo.
índice
Págs.
Introducción 1. 1. 2. 3. 4.
5
Ser con vocación de amor La pregunta más fundamental El amor, una realidad plurivalente Nacido para amar Imagen de Dios, que es amor 4.1. Dios es amor 4.2. Dios crea por amor 4.3. Dios Padre crea teniendo por modelo a Jesús 4.4. Dios crea para que los seres humanos vivan en comunión 5. El amor, ¿sentimiento, arte o mandamiento? . 5.1. Sentimiento 5.2. Arte 5.3. Mandamiento Para meditar
7 7 10 11 16 16 19
23 26 26 28 31 33
2. El amor c o m o mandamiento, ¿una contradicción? 1. Sabiduría superficial: el amor no se manda.... 2. Sabiduría divina: el mandamiento del amor... 3. El triple objeto del mandamiento 4. El mandamiento, yugo suave
35 37 42 48 54
21
Págs.
134
5. El mandamiento se transforma en gracia Para meditar
58 63
3. Llamados a amar a Dios 1. El primer mandamiento 1.1. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen 1.2. Amar con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas 1.3. El amor supone incomunicabilidad 1.4. Pero, ¿es posible el amor del ser humano a Dios? 2. El amor de Dios por el ser humano 2.1. Cristo, revelación del amor de Dios 2.2. Amor y don 3. Amor de amistad: de Dios por el hombre y del hombre por Dios 3.1. Un amor gratuito que suscita la reciprocidad 3.2. Una verdadera amistad entre Dios y el ser humano 4. La consoladora imperfección del amor a Dios.. Para meditar
65 65
4. Llamados a amar al prójimo 1. El segundo mandamiento, semejante al primero 2. El prójimo, sacramento de Dios 3. Universalidad del amor 3.1. El amor al enemigo 3.2. Distinciones que se imponen
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3.3. Consecuencias políticas y sociales 4. Intensidad del amor 4.1. La comunidad de Jesús: hermanos que son amigos 4.2. El obstáculo más importante para realizar la comunidad: el poder 5. La paz, obra del amor 5.1. A nivel individual 5.2. A nivel internacional 6. Amor y justicia social 7. El amor, criterio de autenticidad religiosa Para meditar
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111 113 113 114 116 118 122
Epílogo. El amor no acaba nunca 1. El amor permanece 2. El amor siempre es nuevo 3. El amor se renueva
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