Garrido, Javier - Adulto y Cristiano
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Crisis de realismo V madurez cristiana
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Javier Garrido
ADULTO Y CRISTIANO Crisis de realismo y madurez cristiana 4.a EDICIÓN
Editorial SAL TERRAE Santander
Prólogo
© 1989 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Cubierta: Paco Muñoz Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0837-7 Dep. Legal: BI-1891-93 Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Bilbao
Adolescente es el hombre que se está haciendo. Adulto, se supone, el que está hecho. Pero ¿por qué no siempre ocurre así? ¿Por qué a los 50 años, cuando uno mejor maneja la vida, experimenta tan agudamente la ansiedad del tiempo? ¿Por qué hay personas que, tras haber entregado a los 25 años lo mejor de sí mismas a un ideal, a partir de los 40 tienen la sensación de haber pagado un precio demasiado alto? ¿Por qué la pareja más enamorada experimenta la rutina devoradora a partir de cierta edad? Este libro no ha sido escrito «para solucionar la crisis de la segunda edad en 10 días». Ciertamente quiere ser una ayuda para quien, entre los 40 y los 55 años, siente la necesidad de hacer un balance de su vida. Pero el método que propone es inverso: profundizar en las grandes cuestiones psicológicas, existenciales y espirituales en que se desarrolla «la crisis de realismo», eje de la vida humana. El estilo de ensayo y reflexión intenta reflejar, justamente, esa doble finalidad práctica y teórica. Con todo, si el lector encuentra difíciles los capítulos de la 1 . a parte, Reflexión previa, pase directamente a la 2. a , donde se describe la problemática de la edad adulta. En principio, me dirijo a todo creyente, casado o célibe, clérigo o laico. Pero es normal que refleje especialmente la problemática de los célibes. Por propia experiencia. Espero, sin embargo, hacer ver que las cuestiones de fondo no son tan distintas. Huarte, 1989
1.a Parte: Reflexión previa 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.
¿Hay criterios objetivos de madurez? Sobre el modelo antropológico de Erikson Ciclos vitales y crisis existenciales Sobre el modelo antropológico de C.G. Jung Más allá de la edad A la luz de la Biblia Edades de la vida y experiencia espiritual
1 ¿Hay criterios objetivos de madurez? 1.1. Dicen que un día le preguntaron a S. Freud cuándo una persona es psicológicamente madura, y que respondió: «El hombre maduro ama y trabaja en libertad». En realidad, no hizo más que recoger la vieja sabiduría y formularla en sus núcleos. Los centros que configuran la vida humana son, primero, el amor, la calidad de las relaciones interpersonales; y segundo, el trabajo, nuestra relación práctica con el mundo exterior. Una de esas grandes bipolaridades que estructuran al ser humano. Podría traducirse también: intimidad y tarea, procreación y subsistencia, afectividad y praxis, familia y sociedad. Religiosamente hablando: oración y acción. La frase de Freud resulta psicológicamente clarificadora, porque sitúa ambos polos, dinámicamente, en la libertad. No basta tener un mundo afectivo para ser maduro. Lo que cuenta es la calidad del amor, que depende del grado de libertad interior con que se viven las relaciones interpersonales. No basta ser eficaz. Nuestra sociedad produce mucha gente activa y ansiosa que huye, mediante el trabajo, de sus conflictos latentes. Pero ¿qué significa realmente «libertad»? Psicológicamente hablando, la no dependencia de estímulos externos, cierta facilidad para controlar lo pulsional, capacidad para integrar frus-
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traciones y satisfacciones. Sin duda, el testimonio de Freud desborda esa interpretación. Amar no es cuestión de mecanismos inconscientes o de autocontrol de necesidades. ¿Por qué ha cambiado mi mirada y ahora significas tanto para mí que quiero compartir contigo mi libertad y mis proyectos, mi pasado y mi futuro?
1.2. Volvamos, pues, al análisis psicológico de la madurez humana. El testimonio de Freud nos ha introducido. En su formulación condensada resulta sugerente; pero necesitamos ampliarla. ¿Qué nos dicen los psicólogos de la madurez? ¿Podemos señalar algunos criterios objetivos en los que haya cierto consenso, a pesar de las diferencias ideológicas sobre los «modelos de personalidad»?
A través de este libro irá apareciendo, una y otra vez, esta mezcla de lenguajes. La palabra «madurez» puede tener un sentido biológico estricto: el ciclo vital que gira en torno a los 40 años. O puede hacer referencia al desarrollo psicológico, y entonces significa «amar y trabajar en libertad». Pero, como acabamos de ver, la perspectiva psicológica implica una cierta concepción del hombre; al menos la frase de Freud es susceptible de ser comprendida de modo diverso, según qué contenido se dé a las palabras «libertad, amor, trabajo». En mi opinión, esta mezcla de lenguajes da lugar a confusión cuando el método de reflexión quiere ser científico, pero resulta positivo cuando se quiere hablar del hombre real en su unidad y complejidad. Precisamente, la intención de este libro es acercarnos al hombre maduro, entre 40 y 55 años, que tiene una historia concreta; que ha tenido que enfrentarse con sus tendencias psicológicas; que tuvo que tomar decisiones; que amó y trabajó con personas y en situaciones determinadas; que dispuso, más o menos críticamente, de una cosmovisión; para quien Dios y el Evangelio fueron importantes (está escrito para creyentes); y que ahora está viviendo una crisis extraña, en que no sabe distinguir lo psicológico de lo religioso, sus necesidades humanas de las cuestiones últimas del sentido de la existencia, su experiencia de Dios del cuestionamiento actual de la vida. Por eso la perspectiva global de nuestra reflexión ha de ser dinámica. Nos serviremos de los conceptos formales, elaborados por las ciencias, desde la psicología a la teología, pero con clara conciencia de su integración en la unidad del hombre y en su desarrollo histórico. Los primeros capítulos se centrarán en clarificar los diversos niveles o dimensiones de la llamada «madurez». El proceso de la reflexión parte de una perspectiva psicológica para adentrarse, progresivamente, en las cuestiones existenciales y espirituales.
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a) Una personalidad madura combina conciencia de autoestima y, al mismo tiempo, de limitación. Esa confianza básica en sí mismo permite afrontar la vida, gozar y sufrir. Pero la madurez exige haber superado la confusión entre el ideal del yo y el yo real, típica del narcisismo adolescente. La conciencia de los propios límites se desarrolla en contacto con lo real, descubriendo la riqueza de lo concreto. Cuando domina la fantasía del deseo o la necesidad megalomaníaca de autoimagen, la conciencia de finitud suele ser más bien enfermiza, incapaz de gozar con las pequeñas cosas de la vida. La persona madura sabe aceptarse y ser exigente consigo misma, sin contradicción. Responsable sin crispación voluntarista. b) No se puede madurar sin un proceso de identidad personal. Esto quiere decir que no basta que el niño y el adolescente vayan adquiriendo hábitos psicológicamente sanos. Tienen además que aprender a obrar desde un centro personal, a tomar actitudes ante la existencia, para lograr ser ellos mismos. La identidad, en la adolescencia y primeros años de juventud, suele estar ligada a «modelos de identificación»: una personalidad atrayente, una causa, unos valores puros, unos ideales, en general, abstractos... Hay cuarentones/as que llaman la atención por su capacidad de seguir aferrados a sus sueños de juventud. No maduraron porque no supieron tomar la vida en sus propias manos. Y es que el aprendizaje esencial de la libertad, que es asumir el riesgo de obrar desde la conciencia de la unicidad personal, fue sustituido por esquemas de conducta o por la identificación sublimada del deseo. c) Pero hace falta también saber qué es lo que se quiere: un proyecto coherente de vida.
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El hombre maduro se ha hecho una consmovisión. No sólo la ha aprendido de los demás (familia, educación, sociedad, Iglesia), sino que la ha elaborado, a través de las grandes decisiones de su vida, en torno a experiencias configuradoras: el amor, el trabajo, la relación con Dios, el compromiso ético...
f) ¿Qué decir de su mundo pulsional, concretamente de la autoafirmación y la sexualidad? El hombre maduro las vive como compañeras de camino, no como enemigas.
Tiene la sensación de haber evolucionado coherentemente, desde las primeras intuiciones a la actual lucidez de juicio. Por eso le resulta inseparable su modo de pensar de la experiencia real de la vida. Coherencia en la visión del mundo, pero sin rigidez. d) Una personalidad madura equilibra, sin mayores tensiones, el corazón y la cabeza, la afectividad y la razón. La razón le proporciona objetividad, visión de conjunto, ese distanciamiento psíquico elemental que permite no ser absorbido por el problema y que el «yo» pueda conservar su autonomía en medio de los impulsos y sentimientos. Pero tiene claro que la razón sólo es un instrumento que nos pone en contacto con la realidad. El verdadero motor de la vida es el corazón. El hombre maduro ha amado. Es decir: ha comprometido sus sentimientos, se ha expuesto, ha descubierto el mundo significativo de lo interpersonal, se ha vinculado... Probablemente, ésta ha sido la experiencia más importante y, también, la más difícil. e) Al hombre maduro se le conoce, entre otras cosas, porque se muestra tal cual es, sin tener que ocultar lo que siente o piensa, sus grandes proyectos y sus pequeñas miserias. Esto quiere decir que está en orden consigo mismo, no desdoblado. No es fácil. Porque los golpes y frustraciones obligan a calcular la relación humana, a no exponerse demasiado a posibles heridas. «Más vale prevenir que curar», suele ser la consigna del realismo. Pero haber podido integrar la dureza sin replegarse es toda una conquista de libertad interior que supone un sentido de la vida altamente elaborado. Por el contrario, ante un hombre inmaduro tienes la sensación de disloque: que lo que muestra hacia fuera tiene poco que ver con lo que realmente vive. Quizá se deba al miedo; quizá a la imagen distorsionada de sí; quizá a una actitud consolidada de mentira existencial.
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No se culpabiliza al sentir su fuerza. No tiene miedo a reivindicar derechos, a sostener conflictos. Ni le asusta el tirón de sus apetencias sexuales. Pero sabe que la persona y la relación interpersonal son mucho más que la satisfacción de necesidades. Está a gusto en su cuerpo, de hombre o de mujer. Pero la genitalidad sólo ocupa un lugar secundario. Es infinitamente más preciosa la amistad o la ternura. Le encanta luchar, ser tenaz en su trabajo, tener mundo propio, creado con su esfuerzo. Pero no siente el éxito ajeno como sombra del propio. Sabe colaborar en una empresa común. g) El hombre maduro tiene bien «soldada su historia», como dicen los psicoanalistas existenciales. A veces, cuando alguien te cuenta su historia, no sabe más que describir anécdotas y sucesos. Si le preguntas sobre las grandes constantes de su vida, o cómo relaciona su momento actual con su pasado, se pierde. «Soldar la historia» significa: — Percibir la unidad de sentido entre los diversos ciclos vitales (desde la infancia hasta ahora), de modo que pasado/ presente/futuro se organizan en un todo coherente; — que tanto lo satisfactorio como lo frustrante, lo bueno y lo malo, son percibidos positivamente, en función del proceso de madurez; — que no renuncia a nada de lo que ha vivido, porque cada cosa está «en su sitio» y, simplemente, es mía. 1.3. Estos siete criterios que acabamos de apuntar, por supuesto, son selectivos. Lo que cuenta es el retrato global del hombre maduro. El lector creyente se habrá dado cuenta de que en ningún momento hemos explicitado la fe. No, desde luego, porque yo crea que la fe no tiene nada que ver con la madurez humana (en gran parte, este libro lo reivindica), sino porque era necesario partir de una reflexión lo más objetiva posible dentro del consenso de la psicología.
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Incluso hay que observar que la selección de criterios psicológicos se debe, claramente, a ciertas opciones antropológicas. Después de dos siglos de ciencia psicológica, y a pesar de todos los intentos de reducir el conocimiento psicológico a parámetros cuantificables, cada vez resulta más evidente que toda sistematización de datos psicológicos parte de determinada concepción del hombre.
No es el momento de justificar teóricamente cómo la fe tiene todo que ver con la realización del hombre. Basta tener en cuenta que la Revelación cristiana se presenta como salvación, es decir, como realización plena de la vocación del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gen 1).
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En este sentido, mi opción es clara: búsqueda de un modelo que integre los niveles bio-pslquicos, sociales y existenciales. Entiendo por «bio-psíquicos» los que se refieren a las necesidades vitales, a las pulsiones, a las tendencias afectivas, a cuanto se encuadra en el esquema necesidad-estímulo-respuesta. Los niveles «sociales» se refieren a la internalización de «roles», a las estructuras de relación humana interindividual o grupal, a cómo el hombre se inserta en la sociedad mediante el trabajo, la institución familiar o civil, etc. Los «existenciales» se sitúan a nivel de libertad y significación: actitudes ante la vida, cuestionamiento del sentido, experiencias en que emerge lo simbólico y lo trascendente, etc. Personalmente, no puedo concebir una psicología que quiera atenerse a lo empírico controlable por experimentación. Más aún, creo que la psicología sigue debatiéndose entre tendencias contradictorias y todavía tiene que clarificar su propio estatuto epistemológico. Esto se refleja, por ejemplo, en la polivalenciadel lenguaje psicológico. ¿Qué es «pulsión»? Freud tuvo el mérito de mostrar el carácter cultural del instinto humano. ¿Cómo distinguir en las tendencias de la persona su origen biológico y su contenido cultural, marcado por la educación? El ideal científico exige el análisis y la diferenciación precisa. Pero la psicología es una ciencia que quiere estudiar la vivencia real, la experiencia concreta, en su unidad y complejidad.
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Más importante es dejar constancia de cómo dicha realización es concebida como proceso de maduración, a la luz de la imagen antropológica de niño/adulto. El Nuevo Testamento, especialmente Pablo, apela a ella con frecuencia para diferenciar la etapa inicial y la etapa lograda de la vida de fe (cf. 1 Cor 2,13-3,15; Heb 5,12-13; Ef 4,14-16). Es verdad que, como en el lenguaje humano normal, el símbolo de «niño» tiene un sentido polivalente y paradójicamente, llega a significar la consumación del discípulo del Reino (cf. Mt 18,4). Pero no adelantemos nuestra reflexión y volvamos a preguntarnos: a la luz del Nuevo Testamento, ¿podemos establecer criterios objetivos de madurez espiritual? Los necesitamos como referencia básica. a) El hombre espiritualmente maduro ha personalizado la cosmovisión cristiana a través de una experiencia viva. A diferencia del espiritualmente infantil, que ha hecho de la fe una ideología y que fácilmente está a merced de las modas del pensamiento, o bien depende de la autoridad humana de un maestro/líder, o bien de la autoridad instituida, a la que se aferra en sustitución de su propia inseguridad interior. El hombre espiritualmente maduro conoce la Revelación con ojos interiores (Ef 1,17). Se ha hecho al estilo de Dios, a la lógica misteriosa de su presencia y acción. Es que lo ha vivido en su propia historia.
Valga, pues, como aclaración previa, que en este libro el lenguaje psicológico tiende a esquemas de integración de los diversos niveles que estructuran la experiencia humana. Cuando digamos, por ejemplo, «búsqueda de identidad personal», habrá que tener en cuenta la dimensión bio-psíquica, la social y la existencial.
b) No hay madurez cristiana sino a través de experiencias fundantes. Hubo un momento (que no tiene por qué ser repentino; puede ser una etapa) en que el encuentro con el Dios vivo transformó el sentido de la vida. No dispuso de esa experiencia: le fue dada; y sin embargo, fue la más suya, la que le proporcionó la autoconciencia más clara y sólida de identidad. En sí misma no era una experiencia psicológica; pero, incluso psicológicamente, todo fue distinto desde entonces.
1.4. Y también la espiritual, la que corresponde a la experiencia de la fe.
Posteriormente ha habido crisis, dificultades que parecían insuperables. Ha bastado recordar aquella experiencia; mejor,
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retomarla de nuevo en un acto de fe. Es así como la certeza de Dios se ha hecho fundamento absoluto, roca firme. ¿En qué se nota? En esa paz misteriosamente intacta que guarda nuestro pobre corazón y que, inexplicablemente, es más fuerte que nuestros vaivenes psicológicos y nuestros miedos existenciales (Flp 4,7).
afectivo nuevo, sólo perceptible en la fe. El teólogo debe preguntarse cómo es posible esta experiencia que, siendo plenamente humana, escapa al modelo de personalidad que maneja la psicología.
El infantil no sabe distinguir entre fondo y superficie de sí mismo. Es como una hoja, al aire del momento, dominado por temores interiores y exteriores. Aunque sea psicológicamente autónomo, la problemática del sufrimiento y de la muerte le pone nervioso. c) El cristiano maduro es persona de discernimiento. Este no consiste en análisis sagaz, sino en afinidad de ser. Discernir lo que agrada a Dios depende de la transformación del corazón, en sentido bíblico: el hombre entero, en su unidad originaria de conocimiento y libertad (Rom 12,1-2). Por eso la moral del cristianamente adulto no se basa en códigos de conducta, sino en amor que discierne. La dinámica del vivir está hecha de libertad, aunque uno tenga que dominar sus apetencias espontáneas e incluso deba subordinar su madurez de juicio a los escrúpulos infantiles del prójimo (cf. Gal 4-5; Rom 14). d) El proceso de madurez cristiana está marcado por la totalización de la propia vida en Cristo (cf. Gal 2,20).
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e) La maduración espiritual es proporcional a la maduración del amor de caridad, que el Nuevo Testamento llama ágape. El infantil ama en función de sus necesidades de seguridad (cf. 1 Cor 1-2) o de correspondencia (cf. Le 6,27-38). El verdadero amor cristiano se alimenta de las actitudes de Jesús (cf. Flp 2). Sus cualidades han sido espléndidamente descritas por San Pablo en el famoso himno de 1 Cor 13. Cuando se leen estos textos, la clave de interpretación suele ser religiosa. Pero se olvida que ya la 1.a Carta de Juan dio un viraje antropológico a dicha lectura. El amor, ciertamente, viene de Dios; pero el que ama de verdad y con obras permanece en Dios. No hay dos amores, el divino y el humano, el vertical y el horizontal. Es uno de los signos más nítidos de la madurez espiritual: la correlación entre amor de Dios y del prójimo. A mi juicio, este criterio establece una plataforma óptima de diálogo entre las ciencias humanas y la teología. En efecto, una vida espiritual madura hace salir al hombre de sí mismo, de su egocentrismo. ¿No está ahí, justamente, el punto decisivo de toda terapia y de la maduración de la personalidad?
El ser entero ha encontrado su centro vital en la fe. Incluso psicológicamente, la relación con Cristo cumple la función de centro integrador de la personalidad. Esto aparece en el dominio progresivo de las virtudes teologales, dando unidad dinámica a los pensamientos, afectos, deseos y acciones. No es que desaparezcan las necesidades (por ejemplo, las pulsiones). Pero el proceso espiritual ha permitido integrarlas sin depender de ellas; incluso las ha ido purificando de su tendencia a buscar la satisfacción inmediata, orientándolas a una realidad superior.
1.5. Quizá extrañe la libertad con que he prescindido de los criterios clásicos, establecidos en los manuales de ascética/ mística, para designar la madurez cristiana: la dinámica de gracia, virtudes teologales y morales, grados de oración, influencia de los dones del Espíritu Santo, etc., etc. En capítulos posteriores haremos alusión a la concepción clásica de la perfección cristiana. Pero uno de los objetivos de este libro es revisar dicha concepción por centrarse demasiado en una visión espiritualista del hombre. Para probarlo basta recordar la educación recibida especialmente en las instituciones religiosas.
La afectividad, por ejemplo, guarda su dinamismo propio (deseo, ternura, placer); pero, al centrarse espiritualmente en Dios, por la fuerza del Espíritu Santo, queda resituada a otros niveles. La psicología habitual lo interpreta como mera sublimación (hay quien la tacha de patológica) de necesidades pulsionales. La experiencia cristiana sabe que se trata de un nivel
Las virtudes se adquieren, según la educación clásica, mediante la gracia y la voluntad. En ningún momento se preguntaba por los presupuestos psicológicos, por ejemplo, el de la afectividad. Y, desde luego, ni sospechar que la oración está condicionada por la imagen subconsciente de Dios. Al contrario, el criterio de perfección era referido siempre y unilateralmente
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a la negación de sí. Ninguna reflexión sobre el proceso de maduración humana y de autorrealización, sin el cual toda lucha contra el egocentrismo tiene el peligro de recaer en un nuevo egocentrismo más sutil y fatal: el de la necesidad megalomaníaca de autoimagen.
intento de objetividad debe pasar por la comprensión real de su subjetividad y de su historia.
Era necesario, pues, prescindir de la sistematización clásica de los manuales para recuperar la imagen bíblica del hombre maduro. La intención es clara: poner en diálogo abierto las ciencias humanas y la espiritualidad cristiana. Dicho de otro modo, volver a replantear la eterna cuestión de naturaleza/gracia. ¿Qué tiene que ver la madurez humana con la espiritual, lo que nos dice la psicología con lo que nos dice el Nuevo Testamento? Como he apuntado más arriba, nuestra reflexión no va a ser sistemática, en torno a temas abstractos, sino práctica, en torno a la crisis existencial de la cuarentena. 1.6. Evidentemente, necesitamos criterios objetivos desde los que juzgar la experiencia y la historia concreta. En este sentido, la respuesta a la pregunta que encabeza el capítulo es afirmativa. Pero ¿por qué, sin embargo, la pregunta insistente? A mi juicio, la perspectiva usada hasta ahora para describir al hombre maduro es insuficiente. Se presta a olvidar que no existe madurez sin maduración. Sin darnos cuenta, tenemos el peligro de usar los criterios objetivos como esquema que vamos aplicando intemporalmente, de manera puramente formal, al joven de 20 años, al adulto de 35, al maduro de 50... Peligro demasiado real, por desgracia, cuando educar es llegar a alcanzar un modelo de identidad, en vez de enseñar a vivir un proceso de personalización; o cuando discernir la problemática afectiva de un célibe a sus 40 años se reduce a establecer si ha sido fiel a su castidad o no. Sería absurdo escribir un libro para creyentes entre 40 y 55 años si nos limitásemos a comparar objetivamente su experiencia vivida y los criterios objetivos, prescindiendo de sus ciclos vitales, del significado existencial de los acontecimientos, de la respuesta real a los conflictos, etc. En teoría, sabemos que la madurez se hace históricamente. En la práctica recurrimos a los esquemas formales, porque son cómodos y dan la ilusión de la objetividad. Cuando se trata con el hombre concreto, todo
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Por eso vamos a proseguir nuestra reflexión dando cuenta de una serie de realidades que aportan un contexto dinámico al análisis abstracto de la madurez. Realidades que, sin embargo, son constitutivas de la maduración efectiva de la persona. 1.7. La idea de maduración lleva espontáneamente a la idea de progreso lineal, de evolución sin saltos. Pero la vida humana tiene poco que ver con esa imagen racionalista. Se transponen los esquemas de la evolución de las especies a la historia humana, como si ésta sólo fuese una forma más elevada de la naturaleza. La ciencia ha descubierto que el hombre, ya desde su estructura cerebral, viene poco equipado para resolver los grandes desafíos de la existencia. Su seguridad depende, mucho más que en el caso de los animales, del cuidado materno. El aprendizaje es lento. Hay quien piensa que esta indigencia radical de la primera infancia es el presupuesto bio-psíquico de la tensión bipolar que caracteriza lo humano: seguridad y ansiedad, satisfacción de necesidades y deseos ilimitados. En todo caso, al menos en el estado actual del «homo sapiens», lo que llamamos «instinto» no existe a nivel puramente natural, como respuesta fija a estímulos determinados. Las necesidades humanas pasan siempre por lo cultural: las relaciones afectivas de adultos, la internalización de normas, la cosmovisión social, etc. Lógicamente, esta diferenciación constitutiva entre naturaleza y educación hace que cada persona y cada grupo, cuando llega su edad adulta (en torno a los 18 años, en nuestra cultura occidental), vengan equipados de un modo muy distinto. Si las relaciones afectivas han sido poco seguras, la ansiedad crecerá. Si la educación ha culpabilizado las pulsiones, las necesidades humanas tenderán a ser reprimidas. Si sólo se ha valorado la competitividad social, el conflicto aparecerá en la autoimagen. Pero si los modelos de identificación materno y paterno han sido equilibrados, la integración de la personalidad será más fácil. No necesariamente, porque el proceso del niño no depende sólo del ambiente, sino también de la reacción ante el ambiente.
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Con lo cual la imagen lineal de la maduración resulta todavía más problemática.
prolonga), equilibrio entre tendencias y necesidades, emergencia del yo autónomo, integración social, apertura a las cuestiones últimas. Está equipado; se ha constituido en sujeto. Ahora debe preguntarse qué hacer con su vida, para qué quiere ese equipamiento, en qué va a trabajar, a quién va a amar y dónde va a fundamentar el sentido de su vida. Pero, claro, dicho así, en conceptos formales, el desarrollo es armónico y presenta la fascinación de una maduración lineal. La verdad es que cada uno llega a los 18 años con una historia, unas experiencias, unos conflictos, unos desfases entre unas dimensiones y otras... Pongamos la hipótesis de un joven que acaba de estrenar su adultez con el mejor equipamiento posible. ¿Elegirá un proceso de maduración a partir de su libertad, o preferirá estancarse en su propio equilibrio, satisfaciendo las necesidades múltiples de su personalidad? ¿Qué hará con las preguntas últimas sobre el sentido de la vida: Dios, la muerte? ¿Qué lugar ocupará el prójimo en el proyecto que ahora tiene que elaborar?; ¿y cómo resituará su pasado ante las nuevas situaciones que, implacables, le salen al paso? Porque la vida no se detiene, sigue. Por ejemplo, ¿qué hará con sus fantasías de adolescente, ahora que la realidad le obliga a tener en cuenta una complejidad desconocida? Experiencias nuevas de pareja, terminar la carrera, enfrentarse con la vida propia sin el ambiente protector de la familia, tener que decidir a largo plazo (matrimonio, vida religiosa, etc.)... Y cuando el sufrimiento (fracasos, rechazo de personas queridas, frustraciones en los ideales soñados...) le haga perder pie y tenga que preguntarse: ¿quién soy?, ¿merece la pena vivir?, ¿por qué he arriesgado la vida por un Dios a quien no veo?...
Si a esto añadimos que nuestra cultura se caracteriza por el pluralismo cada vez mayor de funciones, en comparación con culturas más primitivas, ¿cabe seguir usando un esquema evolutivo? No obstante, se habla, de hecho, de «psicología evolutiva». Su pretensión se fundamenta en una larga conquista de datos y reflexión. Hasta el final de la adolescencia, el desarrollo del hombre parece que puede ser objetivado, ya que la evolución no parte del sujeto autónomo, sino del sujeto en relación con el ambiente. Es como si el niño-adolescente fuese equipándose para ser personal, sujeto libre. Hasta la adolescencia el desarrollo depende del ambiente, de que no sea opresor, sino posibilitante. A partir de la adolescencia, el desarrollo depende de cómo reaccione el «yo» ante el ambiente. En ambos casos, el ambiente es determinante. Cabe, pues, hablar de «psicología evolutiva» en cuanto que el desarrollo del hombre tiene un carácter estable y, por lo tanto, puede ser objetivado y formulado en estructuras. Quizá sea ésta la razón por la que la mayoría de los libros de «psicología evolutiva» terminan con los 18 años. Es significativo, además, que los esquemas mejor objetivados responden a la evolución previa a la adolescencia. Es como si el hombre, a medida que se constituye en sujeto, pudiese ser menos objetivado. 1.8. ¿Qué pasa de los 18 años en adelante, que no cabe objetivar científicamente su maduración? Quizá se deba a la falta de observación científica de los ciclos vitales del adulto. Quizá debamos esperar la llegada de algún genio que, como Freud, Melanie o Piaget respecto a la infancia, nos proporcionen las claves de interpretación evolutiva del adulto. Que hoy por hoy faltan estudios sistemáticos de psicología del adulto, es un hecho. Pero ¿es ésta la razón determinante de la desproporción entre la ciencia del niño adolescente y la del adulto? A mi juicio, la razón principal es otra: que a partir de los 18 años se produce uno de esos virajes que caracterizan la existencia humana. Es como si hasta entonces su vida consistiese en lo previo a la libertad: desarrollo biológico (que todavía se
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Por todo ello, en mi opinión, a partir de los 18 años los problemas psicológicos son inseparables de los existenciales. Lo cual no quiere decir que se confundan. Una persona puede tomar a los 25 años la decisión de entregar su vida al Reino, pero motivada inconscientemente por la inseguridad que le produce una sociedad cada vez más compleja y que no se atreve a afrontar. O bien, a los 45, esa otra que ha tenido recursos psicológicos para responder a cada ciclo vital, ahora que los hijos se le van de casa y ha sido desplazada en el trabajo por un joven competitivo, no sabe qué hacer con su sensación de finitud.
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1.9. No es concebible un modelo de desarrollo que no tenga en cuenta que el hombre vive ritmos no concordes. Este dato explica por qué no cabe una psicología evolutiva puramente lineal (que, por otra parte, como hemos visto, no existe ni siquiera en los estadios preadultos). La madurez biológica se da, más o menos, a los 25 años. La madurez psicológica implica el equipamiento previo a los 18 años y las decisiones configuradoras de proyecto de vida, que exigen un proceso de integración que puede durar hasta los 28. La madurez existencial (aceptación de la finitud y esperanza) difícilmente se logra antes de los 40. ¿Qué tiene que ver con lo anterior la maduración espiritual? ¿La unión con Dios depende acaso de la edad? La maduración del amor desinteresado al prójimo ¿es proporcional a la madurez psicológica y existencial? En todo caso, una persona biológicamente madura puede tener la edad psicológica de 3 años. Y aunque, en otro caso, no se constate una infancia con problemas mal resueltos, a los 50 puede una persona encontrarse con una neurosis obsesivodepresiva, porque hacia los 20, semiinconscientemente, tomó la decisión de no sufrir. El hombre es así de complejo, especialmente el adulto. ¿Renunciaremos, pues, a todo saber objetivo? No tendría sentido la reflexión de este libro si no pudiésemos objetivar de alguna manera los ciclos vitales del adulto. Lo que importa es darse cuenta de que los criterios objetivos y abstractos de madurez necesitan una visión dinámica del hombre, y que lo difícil es lograr cierta objetividad en esta perspectiva dinámica, precisamente. Porque esta perspectiva dinámica tiene que manejar, simultáneamente, los niveles biológicos de equipamiento, las actitudes existenciales que orientaron el proyecto de vida, cómo fueron personalizados los acontecimientos más significativos de la historia, en qué medida fue Dios una experiencia configuradora o no, en qué ciclo vital está la persona (porque no es lo mismo convertirse a los 16 años que a los 46), cómo ha llegado al «aquí y ahora», etc., etc. Dicho de otra manera: capacidad de discernimiento que integre las diversas dimensiones de la vida.
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Sobre el modelo antropológico de Erikson 2.1. Una vez dados y resituados críticamente los criterios objetivos de madurez, nuestra reflexión se centrará en modelos específicamente dinámicos, es decir, que tengan en cuenta la madurez en cuanto proceso de maduración en relación con los ciclos vitales. La paradoja de nuestro saber sobre la vivencia humana del tiempo consiste en la pretensión de objetivar lo que, por definición, no ocurre necesariamente. Lógicamente, realizamos cierta abstracción: si los ciclos vitales son vividos como maduración de la persona, responden a unos criterios objetivos de madurez; si el adulto recorre sus fases sin fijaciones en el pasado y elaborando los desafíos existenciales correspondientes, la fase de madurez (entre los 40 y los 55) ha de mostrar una personalidad antropológicamente realizada. A esto se le llama estar a la altura del tiempo. Lo cual significa que la vivencia del tiempo en el hombre nunca es meramente biológica o cronológica. Estar a la altura del tiempo es llegar a ser, en cada ciclo vital, lo que significa dicho tiempo a nivel de proceso de maduración. Paradoja del tiempo humano: que sucede y no se para y que, sin embargo, puede retrasarse, «estar a la altura» e, incluso, acelerarse. Porque hay personas
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que maduran «antes de tiempo» y personas «inmaduras», aunque sean cronológicamente adultas. El modelo de Erikson, además de ser un clásico, nos ofrece un primer instrumento de interpretación del ciclo vital de los 40 a los 55 años. Tiene la ventaja de expresar lo que acabamos de decir: la correlación entre edad y maduración. Y la lucidez, también, de mostrar su contrario: la ambivalencia antropológica de toda edad. Nada es necesario en el hombre a nivel de maduración verdaderamente personal. Todo depende de cómo responda al desafío propio de cada ciclo vital: si de modo positivo e integrador o de modo negativo y paralizante. 2.2. Erikson distingue 8 etapas en la vida del hombre, 5 hasta la adolescencia inclusive, y 3 de adulto. Cada etapa está atravesada por un conflicto, expresado bipolarmente, que, si se resuelve positivamente, origina el fruto propio de la etapa, dando lugar, a su vez, a la fase siguiente.
SOBRE EL MODELO ANTROPOLÓGICO DE ERIKSON
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aprobado, originando la dependencia permanente de expectativas externas y la duda interior. El fruto positivo debería ser la emergencia de la voluntad de ser. c) Edad de jugar (4-5 años) Imaginación, viveza, espontaneidad, actividad, es decir, iniciativa. Lo contrario, culpabilidad: falta de autoestima, retraimiento, sentimiento de «malo». Fruto positivo: el propósito, en cuanto voluntad no sólo autoafirmativa, sino creadora. Primera integración social positiva. d) Edad escolar (6-11 años)
a) Niñez (12 primeros meses) Si el ambiente es propicio, el niño se siente protegido y seguro; desarrolla el sentimiento básico de confianza ante la vida. Si el ambiente es hostil o muy conflictivo, es decir, si es continuamente reñido y se siente abandonado, le domina el miedo, aprende a desconfiar. El fruto positivo de esta etapa debería ser la esperanza, la capacidad de estar en la existencia de un modo confiado.
Le gusta hacer cosas y ser competitivo. Desarrollo del pensamiento abstracto, ligado a horizontes amplios de pensamiento. Previsor, emprendedor, trabajador. Laboriosidad. Lo contrario: es el típico niño falto de iniciativa, que evita toda competición en el juego o en la clase. Se le achaca pereza, falta de motivación. En el fondo, lo que vulgarmente se llama «complejo de inferioridad». Fruto positivo: competencia, en el doble sentido de valer y de afirmar el propio valer. e) Adolescencia (hasta los 18 años, más o menos)
b) Primera infancia (1-3 años) Primeros tanteos de autonomía, a través del movimiento y en la diferenciación de la madre y del padre. Se atreve a hacer cosas y desarrollar capacidades.
Descubrimiento del mundo emocional interior. Se proyecta el futuro. Sentido crítico de lo recibido; independencia de criterios. Mundo propio de relaciones. Descubrimiento de la sexualidad a nivel de pulsión y, sobre todo, a nivel de relación. Todo ello va creando una conciencia de identidad.
Si es demasiado controlado por sus padres, se inhibe, duda, es tardo en el aprendizaje. Su autoconciencia puede estar dominada por la vergüenza, es decir, por la necesidad de ser
Pero, como todo el mundo sabe, la adolescencia es una época crítica en que se siente la inseguridad, no se sabe lo que se quiere. El adolescente experimenta dificultad para situarse
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en el trabajo y ante su propia sexualidad o para integrarse en la trama social. Si predominan estos aspectos negativos, la etapa puede terminar en un estado de confusión de la personalidad. Si la crisis de la adolescencia es bien resuelta, el adolescente puede iniciar la adultez con un sentido de fidelidad a sí mismo y a sus proyectos que le permitirá vivir las experiencias configuradoras de su futuro.
f) Adulto joven (a partir de los 18 hasta los 40, más o menos) Erikson califica esta etapa como la etapa de la intimidad. No se confunda con el intimismo del adolescente, centrado en la maraña de sus fantasías y emociones. Se trata de la capacidad de amar y entregarse, de construir un proyecto de vida con alguien, de una sexualidad controlada y enriquecedora. Época en que se crean vínculos sociales estables y activos; época de tener hijos o de hacer proyectos definitivos de vida. Si se arrastran las etapas anteriores, pueden aparecer «los problemas de carácter». Incapacidad de relaciones auténticas, replegamiento a los ámbitos seguros y conocidos, trabajo sin motivación. Es decir, aislamiento. El fruto de esta etapa bien resuelta: el amor, en cuanto calidad de relaciones interpersonales y en cuanto incondicional de la responsabilidad y el trabajo.
g) Adulto maduro (a partir de los 40 años) Realización positiva: estabilidad y creatividad, a un tiempo; visión de conjunto, con perspectiva de futuro; colaboración con otras generaciones; sentido de lo esencial y de lo relativo. Hay que tener en cuenta que también esta etapa está sometida a la crisis, como iremos viendo. Por eso subraya Erikson el peligro de estancamiento y ensimismamiento que amenazan al hombre/mujer maduros. Lo que aparece es la tendencia al egocentrismo, a abandonar las responsabilidades, a prescindir del futuro, sin ilusión profesional, con una sensación global de confusión y de sin-sentido.
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Pero el hombre maduro que está a la altura de su edad ha ganado en la calidad del amor. Es la época de la solicitud, en que la responsabilidad nace de una entrega más honda, la de autodonación.
h) Vejez Por fin, la persona ha podido integrar la vida y la muerte; mira su pasado como algo valioso y reconoce la ambigüedad de los logros. Unificado en la conciencia de las propias limitaciones. Goza de lo vivido y de lo que tiene, con la paz del desasimiento de sí. Es así como algunos ancianos han llegado a la sabiduría. Los otros no saben para qué han vivido y tienen la sensación de haber «perdido el tiempo». Temor a la muerte, irritabilidad ansiosa, a veces amarga, por no poder amar y gozar de nada, porque «nada merece la pena». Erikson lo llama desesperación. 2.3. Voy a permitirme ahora prolongar la aportación de Erikson mediante algunas observaciones. Para un creyente, sin duda, sobre todo a partir de la etapa «f», el esquema queda corto, hasta impreciso. Sin embargo, tiene la ventaja de atenerse al ámbito antropológico, el de nuestra cultura secular. De este modo respeta el estatuto propio de las ciencias humanas y estimula nuestra reflexión de creyentes para preguntarnos sobre la correlación, o no, entre maduración humana y proceso espiritual. a) El esquema de Erikson corrobora la dualidad entre equipamiento y decisión como uno de los ejes de comprensión de la dinámica de la existencia humana. En efecto, hasta la primera edad adulta, el proceso evolutivo se centra en lograr una identidad, la autoconciencia de sujeto autónomo y activo que dispone de sus capacidades para realizar un futuro. Si el joven adulto «se aisla» y no tiene nada que hacer en la vida, ¿para qué quiere vivir? Refugiado en su pasado infantil, ha renunciado a afrontar la vida como amor y tarea. Tal vez no pueda hacer otra cosa, dados sus condicionamientos. En cualquier caso, la libertad no se ha hecho historia, decisión de ser y crear.
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b) Corrobora también la dualidad entre maduración como autorrealización progresiva y maduración como aceptación de la finitud. Dicho de otra manera, la vida se revela simultáneamente como empeño de plenitud y como lucidez realista de la limitación.
d) ¿Por qué, según Erikson, el principio de la vida humana y el final coinciden en la misma experiencia vital de confianza/ esperanza? El niño nace a la vida aprendiendo a confiar. El anciano logra ser sabio si no se desespera y logra aceptar la muerte confiadamente. Un cristiano no puede menos de poner atención en esta observación. ¿Por qué, en la fe, la madurez consiste en la infancia reconquistada (cf. cap. 29)? ¿Por qué los aprendizajes esenciales de la vida, en la infancia y en la ancianidad, se expresan con los mismos términos con que la antropología cristiana expresa las virtudes teologales (fe, esperanza, amor)? ¿No se insinúa implícitamente que el sentido último de la vida humana apela a la experiencia religiosa, es decir, a nuestro origen como criaturas y a nuestro fin —Dios— a través de la muerte? 2.4. El modelo de Erikson es un buen punto de partida. Y me parece interesante, porque parte de la observación psicosocial, evitando introducir una cosmovisión metafísica, y nos mantiene en la perspectiva científica. Por otra parte, como hemos advertido, las claves de lectura de las etapas de la vida humana, al ser nuclearmente bipolares, ofrecen una polivalencia de interpretación que las hace altamente sugerentes. Desde el punto de vista psicológico, mi objeción más directa sería ésta: si cabe reducir lo existencial a lo psico-social; si, a partir especialmente de los 18 años, lo determinante para el hombre no es su actitud ante la vida, cómo quiere tomarla y con qué sentido ha de abordarla. Evidentemente, libertad personal e identidad social no se oponen. La libertad implica la autoconciencia de identidad, y ésta presupone la internalización del propio rol social. Pero la libertad no consiste, nuclearmente, en cómo me inserto en el entramado social mediante el trabajo y las relaciones afectivas. La libertad sólo adquiere su radicalidad en la pregunta sobre el sentido: ¿para qué trabajo, qué significa para mí la persona a la que amo, por qué tener hijos, hacia dónde vamos, merece la pena vivir, tiene algún sentido morir o es sólo la conclusión de los ciclos vitales...? Hablo como creyente a creyentes. Y a nosotros se nos ha dado percibir la vida en clave de trascendencia. No nos basta «amar y trabajar en libertad».
Cada etapa plantea un nuevo desafío de crecimiento; la vida se despliega, haciendo de la persona un centro configurador; el sujeto ama y trabaja, creando vida en su derredor... Pero, según avanza, a mayor altura de plenitud, más clara conciencia de que la vida aboca a la muerte. De ahí la paradoja de la madurez: ¿En qué consiste, propiamente, madurar? ¿En ser cada vez más o en saber ser cada vez menos? La sabiduría del modelo de Erikson está en integrar ambas dimensiones en una unidad de sentido. Anotemos que esta síntesis sólo se logra al final, en la vejez, mediante la crisis de madurez bien resuelta. Será uno de los temas centrales de nuestra reflexión en la 2. a y 3. a Partes. c) Todo crecimiento se da críticamente, es decir, mediante el conflicto, o mejor, en el riesgo de su contrario. El esquema de Erikson lo expresa mediante la bipolaridad: confianza versus desconfianza, autonomía versus vergüenza, iniciativa versus culpabilidad, etc., etc. Lo cual da a entender que la evolución lineal, como decíamos en el capítulo anterior, es una posibilidad entre otras. La vida del hombre nunca es algo preestablecido, sino más bien algo frágil, que depende del contexto social, de acontecimientos imprevisibles, de la reacción y actitudes ante los retos de la vida en su complejidad... Esta idea de Erikson fundamenta la importancia que tendrá la crisis en el modelo que presento en el capítulo siguiente. Con una diferencia de interpretación: que el polo negativo o amenazante de la bipolaridad, en Erikson, está más bien ligado al pasado, es decir, a la falta de equipamiento adecuado de la fase anterior. Es verdad que su concepción no es mecanicista y que su preocupación por la dimensión social de lo psicológico equilibra el modelo conceptual de la crisis. Esto se percibe especialmente al hablar del adulto maduro (de 40 años en adelante). Pero, en mi opinión, las dimensiones existenciales (libertad, proyecto, sentido de la vida) tienden a ser integradas y absorbidas por lo psicosocial.
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¿Quiero llegar, acaso, a la tesis de que no cabe una interpretación psicológica sin una lectura religiosa del hombre? No exactamente. A niveles formales, no, por supuesto. Cuando descendemos al hombre concreto, reducir la vida de una persona a sus dimensiones psico-sociales, so capa de ciencia, sigue siendo un a priori poco científico. Con todo, entre modelo psico-social y modelo religioso, entre perspectiva científica y perspectiva metafísica, hay una dimensión que permite, a mi juicio, un diálogo constructivo: la existencial. Debería estar integrada en la observación psicológica, pero tiende a ser desplazada cuando la psicología sólo quiere ser «experimental». ¿Por qué?
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Ciclos vitales y crisis existenciales 3.1. Que la vida humana se caracteriza por la presencia en ella de ciclos vitales es un dato elemental. Nacer, crecer, procrear y morir lo hace la especie humana como cualquier otra. Más difícil es establecer los ciclos vitales en su dimensión específicamente humana. Ya decíamos en el capítulo primero que es propio del hombre vivir simultáneamente diversos ritmos de desarrollo. En este capítulo nos proponemos estudiar la relación entre los ciclos vitales y las crisis existenciales, la edad y la maduración de la persona en cuanto proyecto. La idea que fundamenta la relación es la del hombre como sujeto histórico. Para el hombre, vivir no es primordialmente cuestión biológica, sino de decisión. Resulta tan patente que, a medida que alcanza la madurez biológica, inicia su propia historia. En nuestra cultura occidental, el ciclo vital que transcurre entre los 18 y los 25 años es todo un símbolo: en la época del esplendor corporal, el joven inicia su identidad en la historia. Este libro está sustentado, entre otras tesis, por la afirmación de que el hombre comienza a ser adulto cuando define su libertad. El adolescente se cree libre porque puede elegir entre diversas posibilidades, y siente amenazada su libertad en cuanto
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opta por algo con carácter permanente. Vivimos en una época en la que este talante se ha constituido en modelo antropológico. Lo que cuenta es la multiplicidad de experiencias disponibles, aunque sean fragmentarias.
luz de lo mejor de sí mismo, los sueños con que a sus 12-13 años despertó a la vida: ser como aquel maestro/a, dedicar mi vida a Dios, hacer de mi vida un servicio en favor de los más pobres... Ha elegido su carrera desde este ideal, y el ambiente en que se mueve refuerza sus ilusiones. Hasta la relación de pareja está referida a su compromiso cristiano.
Pero existe también el adolescente idealista, que fue despertando al sentido de la existencia desde valores incondicionales (la causa del hombre o de Dios) y para quien la libertad consiste en identificarse con un ideal y lanzarse de cabeza, generosamente, tras él. Cabe denominar esta libertad como libertad abstracta. La fantasía del deseo y el acto de decisión son uno. La libertad no ha pasado por la confrontación entre ideal y realidad, ni a nivel de conocimiento de la persona ni a nivel de realización práctica. En este sentido, la adolescencia simboliza todo un modo de abordar la vida. Normal, hasta cierta edad (hasta los 18 años). Anormal, a partir de cierta edad (desde los 25 años). Es frecuente encontrarse con cuarentones inflexibles en sus posiciones ideológicas, las mismas que a los 16 años les hacían líderes por el brillo de sus ideas «claras y distintas». Así como es cada vez más frecuente el joven que a los 28 años ya «ha pasado de todo», y no sabes si es «un viejo» o todo lo contrario, alguien que no ha querido comprometerse con nada ni con nadie. 3.2. Como es obvio, un modelo de desarrollo humano de corte existencial, aunque tenga en cuenta lo bio-psíquico, está mucho más marcado por sus presupuestos socio-culturales. Por ello, antes de pasar a describirlo, hay que señalar cuál es el sustrato de donde surge. Se trata del tipo de hombre formado en torno a nuestras instituciones religiosas (parroquias, colegios católicos, seminarios), cuya tradición familiar es de vieja raigambre cristiana y ha inculcado en los hijos un alto sentido moral. Dios y sus mandamientos son valores inalienables. Ambiente protector, en que los padres y educadores fomentan la virtud de la responsabilidad. Hay que suponer que este niño/adolescente ha buscado su identidad y ha tenido experiencias de crecimiento en torno a valores incondicionales. A sus 18 años es un idealista, lo normal en un joven de educación cristiana. Su visión del mundo no puede estar mejor justificada desde el Evangelio. Está proyectando su futuro a la
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En su conciencia, sin duda, cree saber lo que quiere. ¿Por qué a nosotros nos parece tan inmaduro? Porque su saber es muy poco real; y su decisión poco confrontada. Este libro ha sido escrito para creyentes. Y todo creyente sabe, a partir de los 40 años, que el drama de la existencia se concentra cabalmente ahí: en cómo mantener la utopía cristiana y asumir la ambigüedad de lo real. Es verdad que el análisis que sigue no parte de una antropología explícitamente cristiana, pero se inspira en ella. Puede ser aplicado perfectamente a cualquier humanismo que se fundamente en valores éticos incondicionales, pero «se huele» su trasfondo cristiano. De un modo más inmediato, se inspira en la tradición psicoanalista existencial (Binswanger, Gebsattel, Caruso...); pero he hecho el esfuerzo de síntesis con ciertas categorías de la filosofía llamada «personalista». Si insisto en tener en cuenta el sustrato de este modelo, no es porque crea que no tiene ningún valor universal. Por el contrario, desde una psicología que integra las cuestiones existenciales, creo que sus ejes de comprensión son válidos, independientemente de la fe. Pero resulta más fácilmente aplicable al joven idealista cristiano que se supone ha sido el lector de este libro y que ahora rebasa los 40 años. 3.3. Después de indicar el marco referencial, pasemos a describir el modelo de desarrollo de los ciclos vitales con sus correspondientes crisis existenciales. a) Entre la adolescencia y la adultez (entre 18 y 25 años) Se supone ya pasada la primera y borrascosa fase de la adolescencia. Se han afianzado los ideales y se dispone de un cierto equilibrio emocional, combinando bien la interioridad y
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el despliegue de actividades. Cada vez aparece más apremiante la pregunta: ¿Qué hacer con la propia vida?
sino también con la propia realidad (miedos propios, conocimiento de aquello con lo que uno esperaba comprometerse, etc.).
En torno al tercer año de carrera universitaria, por evolución interna normal, o bien porque hace ya tiempo que se han establecido relaciones de pareja y ya no se trata del amor platónico, sino de un tú concreto, y se sufren las dificultades de la relación; o bien porque la reflexión conduce al joven a tener un mundo propio, independiente, y la realidad comienza a perfilarse con matices cada vez menos abstractos; o bien porque uno está intentando alcanzar ciertas metas sobre sí mismo y tropieza con sus limitaciones; o bien porque algún acontecimiento sacude la conciencia y obliga a tener miedo al futuro; o bien porque alguna frustración (estudios, amistad, modelos de identificación, tareas en favor de los demás...) está produciendo una sensación global de inseguridad... el caso es que el joven se siente de nuevo confuso.
Este proceso crítico es propicio para fundamentar la experiencia religiosa, como diremos en el cap. 7. Antropológicamente, aboca a la experiencia de lo que se ha llamado «la opción fundamental». En la pedagogía espiritual, corresponde a la «elección de estado».
La confusión atañe a los planes de futuro. El joven duda de lo que ha sido evidente durante unos años, y muy pronto la confusión afecta también a la autoimagen. La autopercepción estaba mediatizada por las identificaciones idealistas del deseo, y ahora aparece la realidad del yo, todavía muy poco consciente. Se ha vivido en ambientes protectores, y la libertad individual se ha ejercitado sólo en un contexto conocido de antemano. Ahora, por primera vez, la realidad externa asoma con una fuerza que hace intuir, inesperadamente, que no tiene por qué atenerse a los dictados de nuestros ideales.
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Por eso, si la crisis se ha resuelto positivamente en torno a los 25 años, el fruto de la misma se traduce en determinación, en la decisión por un proyecto de vida personalmente asumido y que siente auténticamente suyo, precisamente porque lo ha sufrido y ha tenido que retomarlo a través de un proceso de personalización. Mediante este proyecto, el joven vive una doble identidad: la suya personal y la social, ya que es una forma concreta de insertarse en el entramado de la realidad externa y hacer historia. b) El joven adulto (entre los 25 y los 40 años) Lo llamo «joven adulto» porque es ya adulto. Tiene un proyecto estable de vida asumido no «adolescentemente», en función de ensoñaciones, sino de un proceso de fundamentación. Pero todavía es joven, porque le queda la tarea de construir su futuro y ¡conoce tan poco la dureza de la realidad...! Ahí está, lanzado a vivir generosamente su proyecto. Es tiempo de iniciativas, de asumir responsabilidades, de ir creando vínculos afectivos propios (hijos, ámbitos profesionales, primeros destinos en el ministerio o en la vida religiosa...), de tener la sensación de vivir a tope, sumergido en la actividad.
La crisis de autoimagen abarca aspectos internos (la autoconciencia) y externos (confusión respecto al futuro). Emerge en la confrontación inicial entre ideal y realidad. Consiste, nuclearmente, en el disloque entre el ideal del yo y el yo real, a partir del proceso desencadenado por factores que distorsionan la imagen del mundo y de sí con que el joven idealista ha concluido su adolescencia.
El tiempo es posibilidad siempre disponible. La historia está en mis manos.
Esto obliga al joven a resituarse de cara al futuro. Primero ha de elaborar la crisis de autoimagen a través de un proceso de autoconocimiento que le permita una aceptación inicial de sí mismo. En esta fase, fácilmente el proyecto de futuro (por ejemplo, el propósito vocacional específicamente religioso o de matrimonio ) queda en suspenso, ni afirmado ni negado. Simultáneamente, la libertad aprende a no contar sólo con el deseo,
Pero en la medida en que este talante no es alimentado por fantasías infantiles o impulsos adolescentes —si, efectivamente, la tarea está hecha con responsabilidad; si uno no se achica ante los primeros fracasos; si las dificultades estimulan la tenacidad; si los vínculos afectivos son vividos en su incontrolable polivalencia; si el empeño por la virtud proporciona una conciencia cada vez más honda de las fuerzas oscuras del propio yo; si la
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relación con Dios está sufriendo la tensión entre intimidad y acción; si se están experimentando los fracasos de los proyectos mejor justificados, en que uno ha entregado lo mejor de sí mismo...—, en torno a los 35 años, más o menos, sin saber quizá cómo, surgen nuevas cuestiones, adviene la crisis de realismo.
lo ya creado, lo conocido, lo que sabemos qué da de sí. No se trata de conquistar la realidad, sino de aceptarla, pues ha impuesto su ley —la de la limitación— a nuestros deseos. En el ciclo vital anterior, la crisis de realismo desconcierta. En éste, se ha exacerbado, y de nuevo, como en una segunda adolescencia, el hombre maduro se siente confuso, inseguro, desilusionado. ¿Merecía la pena tanto esfuerzo, tanta esperanza? La crisis no consiste en no alcanzar los ideales, sino en el sinsentido de haberse propuesto tales ideales. Lo llamo crisis de reducción: — porque el proyecto de vida tiende a cerrarse en lo alcanzado; — porque el ciclo conduce progresivamente a la experiencia de reducción en las dimensiones de la vida: salud, relaciones humanas, protagonismo social...; — porque la esperanza, hecha de confianza en sí y de experiencia de fe, se siente amenazada por la ambigüedad radical con que uno percibe el propio obrar; — porque tiende a relativizarse todo lo pensado, querido y trabajado; — porque la muerte, antes ignorada, comienza a revelarse tremendamente real. Paradójicamente, es la época de la madurez en sentido cualitativo. Se recogen los frutos de años de tensión y empeño. Se tiene experiencia de la vida. Edad del arte de vivir, de educar, porque se tiene visión de conjunto y se ha aprendido a distinguir lo esencial de lo accesorio. A pesar de (o quizá por) ese distanciamiento interior con que el hombre maduro ama y trabaja, es más eficaz que nunca, sobre todo si la tarea se dirige a personas y sistemas de valores. Como iremos viendo en capítulos sucesivos, este contraste tan intenso entre reducción y plenitud hace que este ciclo vital sea tan significativo para la existencia humana.
Es una crisis más diluida que la de la autoimagen, pero más radical. Y va a prolongarse durante años. ¿En qué consiste? En darse cuenta de que el mundo en que hemos intentado hacer real nuestro proyecto de vida no se amolda ni se amoldará jamás a nuestros planes y deseos. Entiendo por «mundo» aquel conjunto de realidades en torno a las cuales se ha configurado mi historia. Corresponde a mis intereses vitales. Allí donde he puesto mi esperanza y a lo que me he entregado. Puede ser el mundo de lo interpersonal, puede ser la vida interior con Dios, o la obra en que me he sentido realizado, o la conquista de la perfección moral, o sacar adelante una familia, etc. Cuando este proyecto ha sido vivenciado, justificado y motivado por los ideales cristianos, por la utopía del Reino, por una confianza incondicional en el Dios que lo puede todo, la crisis de realismo puede ser brutal. Probablemente, arrastra todavía cierto idealismo adolescente. Pero ¿es que se puede entregar la vida a un proyecto cristiano (fundamentado precisamente en la llamada y misión del Dios de la historia) sin una carga intensa de idealismo? Quizá sea ésta una de las cosas que diferencian radicalmente el realismo pagano del cristiano: que aquél se somete pronto a la finitud controlable, y se acomoda; pero el cristiano mantiene una fe insobornable en una realidad distinta, a pesar de todo. Por lo cual, la crisis de realismo resulta especialmente aguda para él. A mi juicio, desde una perspectiva existencial, viene a ser el eje de la vida humana, ya que compromete el sentido mismo del proyecto cristiano.
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c) El adulto maduro (entre los 40 y los 55 años)
d) El adulto anciano (a partir de los 55 años)
A partir de los 40 años, el futuro aparece, cada vez más, como barrera, no como horizonte abierto. «Proyecto» significa decisión de hacer historia nueva. Ahora el proyecto de vida es
Sin duda, es muy inexacto, en nuestros países occidentales, hablar de ancianidad a los 55 años, cuando la media de la vida humana ya ha rebasado los 70. Sin embargo, el análisis del
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proceso existencial nos dice que entre los 55 y los 60 años se produce, efectivamente, un cambio importante: — Retiro profesional y soledad familiar. — La disminución física no es un aviso, sino una compañera. — Todavía puede hacer cosas, pero ¿para qué?
persona. No hay crisis existencial mientras el desarrollo biopsíquico no haya creado sus presupuestos. Sin el equipamiento previo a la adultez, mientras el joven está dominado por sus fantasías adolescentes o conflictos inconscientes, no se desencadena la crisis de autoimagen. Si no la ha habido anteriormente, la crisis de realismo puede acumular ambas (lo cual es bastante frecuente entre célibes de formación preconciliar).
— Se vive, literalmente, de recuerdos. — Impotencia para iniciar nada nuevo, ni humano ni, quizá, espiritual. — La muerte no es un fantasma que aparece y desaparece, sino la realidad que se impone. Lógicamente, según los casos, esta crisis de impotencia se adelanta o se retrasa. Pero siempre tiene la misma característica: la de ser la última, obligando a las cuestiones últimas. ¿En qué consiste la existencia: en plenitud o en empobrecimiento? ¿Para qué vivir si el destino es morir? ¿Merece la pena creer y esperar y amar? Y Dios se revela como el gran tema de la existencia: en su misterio insondable, en su cercanía misericordiosa o en su terror paralizante.
Primera consecuencia: que, cuando señalo fechas (18, 35, 55 años, etc.), nunca han de ser entendidas en su precisión cronológica; tienen tan sólo un sentido aproximativo. Por ejemplo, es frecuente hoy que la adolescencia se retrase hasta los 22 o 24 años, o que el número 40 represente cada vez menos el «demonio meridiano», tan intensamente descrito por los clásicos maestros espirituales.
Época de serenidad y sabiduría, de libertad interior en la simplicidad de la mirada, intacto el corazón, liberado de todo egocentrismo, reducida la existencia a la confianza, fundamentada en la paz espiritual que anticipa el cielo... Se puede morir, así, como si fuera lo normal, lo obvio, como se recibe a una hermana. O se puede morir en la noche de la fe, acongojado por recuerdos torturadores de culpa, deterioradas todas las facultades, sin otra luz que la certeza oscura, que permanece inconmovible en el fondo vacilante de la conciencia. Es la hora del creyente. Todo saber sobre el hombre ha de ser entregado al Señor de la vida y de la muerte. 3.4. El modelo de crisis existenciales que acabo de exponer será retomado posteriormente. Por el momento, interesaba su exposición condensada. Nuestra reflexión se centra en los presupuestos que sustentan dicho modelo. Veamos. ¿Por qué la centralidad de la crisis existencial? Por el conjunto de la exposición, está claro que no se niega el modelo evolutivo, que parte del sustrato bio-psíquico de la
Segunda consecuencia: que el modelo existencial, aunque se centre en la libertad en confrontación con la realidad y el futuro, no anula los presupuestos bio-psíquicos de dicha libertad. Partimos siempre de una crisis integradora del hombre. Presuponemos una antropología del espíritu, pero del espíritu finito, que no se hace historia sino corporalmente, es decir, en el entramado fisiológico, pulsional, de tendencias, fantasías, deseos, emociones, etc. Con todo, el modelo existencial prefiere una visión circular de la unidad dual del hombre. Ciertamente, el espíritu emerge del proceso de maduración bio-psíquica; pero, una vez constituido, tiene autonomía propia. Por ejemplo, una decisión de futuro puede estar condicionada por conflictos latentes de orden apersonal, subconsciente. Pero también ocurre a la inversa: una vida de inautenticidad moral, a los 50 años, puede desencadenar una angustia fóbica. 3.5. La centralidad de la crisis existencial significa que doy la máxima importancia al viraje de la mitad de la vida, más o menos en torno a los 40 años. ¿Por qué? No se trata primordialmente de edad biológica, sino de cambio de sentido en la confrontación de libertad y realidad a través del tiempo. La vida humana es historia, y ésta implica una libertad concreta, que se hace a sí misma en la dialéctica con la finitud. La tensión entre proyecto ideal y limitación hace que la existencia humana sea tan profundamente dramática. El
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modelo existencial equidista entre una concepción idealista y una concepción pragmática del hombre. Por eso tiene tanta importancia «la segunda edad», porque exacerba la tensión. Hasta los 40 años (siempre más o menos), el peso de la libertad está sustentado por el optimismo vital y la esperanza de lograr realizar el proyecto determinado a los 25 años. A partir de los 40 se produce un deslizamiento progresivo hacia el polo contrario: la finitud, la desesperanza... ¿Por qué? Sin duda, se acumulan diversos factores: que el organismo biológico comienza a deteriorarse, y amenaza la muerte en el horizonte; que la experiencia repetida de frustración ataca la esperanza; que la realidad finita ha adquirido tal consistencia que relativiza la cosmovisión utópica; etc., etc. 3.6. Con todo, este libro representa el intento de síntesis entre las grandes bipolaridades que atraviesan la existencia. Si la experiencia del tiempo humano no tuviese otra conclusión más que un fatal realismo escéptico, la fe no tendría nada que aportar al hombre. Pero, igualmente, si la antropología cristiana se aferrara a sus ideales utópicos, incapaz de asumir las grandes tensiones de la vida, sería, con razón, ante el tribunal de la experiencia y de las ciencias humanas, reo de ilusión o, como diría Freud, de la «megalomanía del deseo», fuente de neurosis. Precisamente, el modelo de las crisis existenciales muestra su lucidez al interpretar la vida humana como drama, como tensión permanente entre las grandes bipolaridades. Al abordarlas directamente, permite un proceso de integración. Algunas de esas bipolaridades son: a) Principio de placer/Principio de realidad Fue formulada por S. Freud y, como se sabe, es criterio básico del paso de la neurosis a la salud psíquica, de los mecanismos infantiles a la madurez. Freud se centró en los primeros estadios de la vida humana. Pero puede y debe ser aplicado a todos los ciclos vitales, aunque con connotaciones distintas. Por ejemplo, ¿por qué el adulto maduro no puede fundamentar su vida en ser feliz, sino en ser responsable, en el momento en que vendería sus mejores ideales por un poco de ternura?
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b) Ideal/Realismo La libertad se hace proyecto, si al menos quiere ser cristiana, optando por un ideal. ¿Cómo integrarlo en el proceso de las propias necesidades humanas, en la limitación, en el respeto a una libertad que no es absoluta, sino finita? c) Plenitud/Indigencia Porque la existencia no sólo pone en entredicho las fantasías del deseo, sino el sentido mismo que impulsa al deseo, que es la búsqueda de autorrealización y plenitud. Cuando se llega a maduro es cuando se experimenta radicalmente la propia indigencia. Más: ¿Qué es lo que nos ha llevado a cierta madurez? ¿El desarrollo de nuestras cualidades, la satisfacción de necesidades, los logros de nuestros planes o, por el contrario, la conciencia de nuestras deficiencias, los fracasos que nos enseñaron a no dominar la existencia? ¿No es aquello que más nos empobrece lo que más nos enriquece, al menos en cuanto se refiere al sentido último de la vida? d) Vida/Muerte ¿Qué es vivir? ¿Se trata de morir con aceptación o se trata de hacer de la muerte la plenitud de la propia vida? ¿No es la vida un largo aprendizaje de libertad para aprender a morir libremente? ¿Es que la muerte puede ser la clave de la vida? Y entonces, ¿qué sentido puede tener un trabajo, la familia, la opción por el celibato, promover la justicia, dedicarse a la contemplación, anunciar el Reino? 3.6. En síntesis, la fuerza y la debilidad del modelo de las crisis existenciales estriba en querer mantener simultáneamente el carácter incondicional de la vida humana y la clarividencia de sus necesidades ligadas a la finitud controlable. ¿Es posible, realmente? ¿No es dicha tensión causa de desequilibrios y una ilusión en sí misma? La pregunta es tan crucial que, como creyente, sólo encuentro una respuesta. En efecto, si la tensión se mantiene desde
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la finitud misma, lo que se produce, en lugar de integración, es crispación. Es el caso de quien llega a los 50 años con esquemas rígidos de conducta, moralista sin libertad interior. Y el caso, también, del «mediocre» que, a base de realismo, ha terminado por sepultar toda esperanza en la apariencia de una vida honrada. La respuesta está dada, originariamente, en la fe, justamente porque no es ni idealista ni realista, porque, al ser fundante, se erige en integradora. Por desgracia, hacemos de la fe una ideología para héroes o ascetas, o terminamos acomodando la fe a un equilibrio ordenador. Sólo la experiencia fundante permite que la tensión no se vuelva contra el hombre que la vive. La 3. a Parte de este libro —cómo afrontar la crisis— presupone, nuclearmente, una concepción de la fe más allá del ideal y de la realidad. Con ello no quiero llegar a la conclusión de que sólo la fe cristiana resuelve las crisis existenciales. Fuera de la fe existen también las experiencias fundantes. Por ejemplo, el modelo de Erikson, al describir el proceso, especialmente en la 8.a etapa, las presupone. Lo cual, a su vez, nos remite a una cuestión antropológica central: ¿qué relación existe entre la fe cristiana, llamada «sobrenatural», y la fe en la vida, en el amor, en el hombre, por la que cabe integrar las grandes bipolaridades arriba apuntadas? Pero esta cuestión escapa al propósito de este libro.
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Sobre el modelo antropológico de C.G. Jung 4.1. La reflexión sobre los ciclos de la vida humana nos va llevando progresivamente a las cuestiones últimas, es decir, a la lectura de la vida humana en clave religiosa. El modelo de Erikson no lo explicitaba, pero tampoco excluía tal planteamiento. El modelo de las crisis existenciales lo lleva implícito; basta introducir en sus categorías antropológicas la cuestión sobre el fundamento trascendente de la libertad finita. Con el modelo de C.G. Jung franqueamos la frontera y nos preguntamos directamente si el verdadero desarrollo del hombre no apela claramente al fundamento último de la finitud, Dios. Dicho de otra manera, si la experiencia de la vida humana en sus dos extremos, nacimiento-muerte, no postula la experiencia religiosa. ¿Podemos seguir haciendo psicología del hombre en su totalidad, desde el seno materno hasta la tumba, sin darnos cuenta de que el sentido último de este proceso es directamente trascendente? Si la realización del hombre consiste en la madurez, entendida como autoposesión y equilibrio, lo que viene después de los 50 años es un sin-sentido. Pero si el hombre es esa totalidad de maduración que camina hacia la muerte, y la muerte
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es la cuestión nuclear del desarrollo humano, entonces no cabe psicología sin metafísica. A nivel formal, de método y de consenso científico, podemos seguir llamando «psicológica» sólo la dimensión empírica, objetivable, de la vida humana. Pero a nivel real, de vivencia efectiva, la cuestión sobre el sentido es tan originaria como la pulsional o psicosocial. Jung representa ejemplarmente la cuestión que acabo de apuntar. Sus grandes categorías psicológicas (por ejemplo, «el principio de individuación» o «los arquetipos») se sitúan siempre en la zona fronteriza entre el inconsciente y la experiencia mística, de tal modo que no es fácil determinar si su contenido es vivencial o simbólico. Por eso, unas veces se le ha acusado de psicologizar la religión, y otras de elucubrar metafísicamente sobre los datos observables. De todos modos, el modelo jungiano nos interesa aquí en referencia a nuestro discurso. La psicología, como ciencia del hombre (por lo tanto, no reducida a acumulación estadística de observaciones), nunca podrá prescindir de un modelo antropológico, al menos como soporte hipotético. Y, en efecto, cuanto en este libro vamos diciendo sobre los ciclos vitales, y concretamente sobre la «segunda edad», presupone un modelo antropológico integrador que tiende a una visión unitaria del hombre, pero no indiferenciada. De ahí la preocupación por distinguir los diversos niveles de interpretación (bio-psíquico, psicosocial, existencial, religioso...). Jung nos facilita un discurso fronterizo que podríamos denominar «psico-religioso». Para oídos positivistas, un escándalo. Jung habría hecho del mito religioso un símbolo del subconsciente psicológico, del sustrato colectivo y ancestral del individuo viviente, confundiendo metafísica y observación. Para mí, Jung plantea la cuestión central de la psicología en cuanto ciencia del hombre: ¿cómo interpretar adecuadamente la vivencia humana, especialmente si ésta se refiere al tiempo como unidad de sentido y, por lo tanto, como experiencia de la finitud? Pero, como este libro no pretende resolver estas cuestiones, seguimos la marcha de nuestro discurso centrándonos en el modelo jungiano de los ciclos vitales. 4.2. Para Jung, la vida humana es un proceso de individuación que se divide en dos fases:
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— de expansión, hasta los 40 años, más o menos; — de introversión, a partir de los 40. En la primera, la individuación consiste en un proceso de autonomía. La identidad es una larga conquista, desde la infancia hasta la adultez, cuyo objetivo es el fortalecimiento del yo consciente. En los primeros estadios, el yo emerge de la indiferenciación propia de la naturaleza. Aprende a adaptarse a la realidad circundante (familia y sociedad). Si el proceso de adaptación es logrado, el yo se despliega desde su autoconciencia e influye sobre la realidad externa, creando espacio propio, afirmando su iniciativa y creatividad. Los 40 representan el gran viraje del proceso de individuación. El yo consciente, autónomo, debe iniciar un proceso que a primera vista parece regresivo, pero que, de hecho, es progresivo: debe adentrarse más allá de su autoconciencia, buscar el verdadero yo, el sí mismo. Para Jung, el «sí mismo» es el verdadero centro integrador y umficador del individuo. No cabe objetivarlo. Se trata del «hacia dónde y desde dónde» que posibilita alcanzar la unidad originaria del propio ser. Es como si el hombre, que surge de la indiferenciación de la especie, al hacerse individuo tuviese que pagar el precio de la división entre su ser profundo y su yo consciente. Y ahora, una vez constituido en ser autónomo y desplegado en sus posibilidades, tuviese que reconquistar la infancia, la verdad del ser, más allá de sí, a partir del «sí mismo». Sin duda, para Jung esta segunda fase del proceso de individuación es la más importante. La anterior sería algo así como plataforma previa para ésta. La verdadera madurez del hombre (anotemos que esta fase se inicia con el ciclo vital del «adulto maduro») depende de cómo sea vivido este proceso de «introversión», la búsqueda del sí mismo. Es famosa su frase de que, a partir de los 40 años, la curación de las patologías psicológicas está en relación directa con la cuestión religiosa (en claro desacuerdo con la ortodoxia freudiana, en que la neurosis del adulto nace de fijaciones de la primera infancia y, por lo tanto, la terapia consiste en revivir el pasado). Para Jung, la neurosis del adulto es, primordialmente, crisis mal resuelta sobre el sentido de la vida.
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4.3. El proceso de individuación, según Jung, a partir de los 40 años, plantea una serie de problemas que, debidamente resueltos, conducen al hombre a la libertad interior, la que se da cuando el yo consciente se pierde en el sí mismo.
verdadera integración de contrarios. Lo cual supone un nuevo nivel o salto de conciencia, desconocido, atematizable, que se vivencia como paz inalterable.
a) La primera tentación del adulto es querer conquistar el «sí mismo» con los medios empleados para el despliegue del «yo consciente»: esfuerzo, autocontrol, saber, acumulación de experiencias, etc. Hay que iniciar la sabiduría de lo incontrolable, de lo gratuito, del «dejarse vivir». Jung apela constantemente a las experiencias de carácter místico y a su sabiduría de unificación: la transcendencia de las facultades no-conscientes, la emergencia de lo originario, el silencio iluminador, etc. b) Para ello hay que aprender a «relativizar la persona». Jung da al término «persona» su sentido etimológico, de máscara, pero con un contenido psicológico renovado. Relativizar la propia «persona» sería aprender a prescindir del «rol» que el individuo ha tenido que crear para afirmarse socialmente. Y también la autoimagen, ya que uno se ha vivido a sí mismo en función de un proyecto, de su autorrealización, de algo sobreañadido al «sí mismo». Precisamente, la experiencia de su vida le da al adulto la sensación global de no ser él mismo, a pesar de todas las conquistas de autonomía; de estar desdoblado. El adulto tiene nostalgia de verdad existencial, relativiza ideologías, deseos idealizados... Busca su ser perdido, que intuye más allá de la máscara, del claroscuro de su autopercepción. c) Es la fase de la «aceptación de la sombra». Nunca como ahora había experimentado las contradicciones de lo humano: razón/sensibilidad; plenitud/indigencia; luz/sombra... Y esta contradicción la vive en lo más profundo de su ser. Tiene la tentación de querer dominar la contradicción, de controlar lo oscuro. Se empeñará en estar en orden y ser fiel. Pero sólo conseguirá crispación y desesperanza. El sí mismo se encuentra en la aceptación de la sombra, en no vivir la finitud ni la negatividad como enemigos. No se trata de una aceptación desde la voluntad racional, sino de una
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d) Esta fase aparece en la conciencia como angustia ante el futuro, ansiedad del tiempo y miedo a la muerte. O bien se reprime compulsivamente el propio vacío interior, a la caza de fantasmas (desde la obsesión por la salud hasta el empeño megalomaníaco del liderazgo social o del heroísmo moral). O bien se descubre la sabiduría religiosa: perder la propia vida para ganarla en Dios. El precio atañe al núcleo mismo del proceso de individuación: subordinar la autorrealización al «abandono», a la entrega confiada del yo, que vuelve así a su propio origen, Dios. Por eso el miedo a la muerte, que está en la base del sentimiento vital del adulto, sólo puede ser resuelto, según Jung, desde una actitud religiosa, es decir, asumiendo la muerte como «nuevo nacimiento». 4.4. Cualquiera que haya experimentado alguna vez la experiencia religiosa en su fuerza liberadora se siente profundamente identificado con las anotaciones de Jung. Este relacionó constantemente sus observaciones del inconsciente psicológico con los grandes textos religiosos. Por debajo de las diversas tradiciones, intentó captar su sabiduría esencial. En efecto, mucho antes de las ciencias humanas, las religiones elaboraron sus propias interpretaciones de los ciclos vitales y del desarrollo de la vida humana. Comparando los modelos prevalentes en psicología y en la sabiduría religiosa, la diferencia salta a la vista. Aquélla se centra en el equilibrio y autorrealización. Esta, en la dependencia y en la muerte. Por eso, a primera vista, han aparecido modelos incompatibles. ¿En qué consiste la verdadera realización del hombre: en la autoposesión o en morir a sí mismo? ¿En qué consiste la madurez: en manejar moderadamente la finitud o en confiar como un niño? El mérito de Jung reside en no haber opuesto el desarrollo del yo autónomo a la experiencia religiosa, sino en haberlos integrado en un proceso único. Sin embargo —es necesario señalarlo con nitidez—, ese proceso único es dramático. Es vivenciado conflictivamente. No
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se produce automáticamente. Por el contrario, en torno a los 40 años el hombre tiene la tentación de pararse, de evadirse de las cuestiones últimas de la existencia.
de una angustia que le corroe, y que, al cabo de cierto tiempo, repercutirá incluso en su sistema nervioso.
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4.5. A modo de complemento, sirva este esquema, el de la sabiduría hindú. Necesitaría una reflexión más amplia; pero será suficiente, espero, para que el lector vea la correlación entre el modelo antropológico de Jung y sus fuentes religiosas. Los hindúes dividen la vida humana en 4 fases: — Hasta los 20 años, el hombre aprende. — De los 20 a los 40, realiza. Familia. Trabajo. Responsabilidad social. — A los 40, peregrina en busca de sí mismo. Es relativamente frecuente ver en la India hombres maduros que dejan sus hogares y se dedican a visitar los lugares sagrados o se retiran a un asram, haciéndose discípulos de un «maestro». — A los 60, renuncia. Ha encontrado, por fin, la sabiduría del «no-deseo». Como en el modelo jungiano, el gran viraje de la existencia se produce a los 40 años. Y la comprensión de su sentido depende de la actitud religiosa ante la vida. 4.6. Resumamos nuestra reflexión sobre los diversos modelos antropológicos: el desarrollo de la vida humana se realiza mediante las grandes bipolaridades. A nivel psicológico, la tensión dependencia-independencia. A nivel existencial, la tensión realización-finitud. Pero en cuanto la reflexión se radicaliza, pensando el hombre en términos de vida-muerte, la tensión se expresa religiosamente: hombre-Dios. Es a partir de los 40 años cuando esta tensión se hace existencial y repercute en el equilibrio psicológico, según Jung. ¿Por qué? Será fácil atribuirlo a restos ideológicos de la cosmovisión religiosa del pasado. La realidad es que el hombre no puede evadirse de su experiencia trascendental: ¿de dónde vengo?, ¿por qué vivo?, ¿en qué espero?, ¿tiene sentido la muerte? La cuestión religiosa se le impone en la medida en que está «a la altura» de su edad. Si a los 40 años decide ser eternamente joven, engañándose a sí mismo, la consecuencia será fatal: la represión
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Sin embargo, la lucidez con que Jung ha visto el trasfondo religioso de la crisis de la segunda edad nos obliga a hacer unas observaciones. Como lo hizo Freud con los grandes símbolos literarios (el complejo de Edipo, por ejemplo), también Jung captó la sabiduría psicológica de los mitos religiosos. Pero tal vez ahí reside, igualmente, su lado débil: en la tendencia a interpretar psicológicamente la experiencia religiosa. Evidentemente, la experiencia religiosa es del hombre y, como tal, puede y debe ser observada desde la vivencia subjetiva y, por lo tanto, psicológicamente. La cuestión es si puede ser reducida a su dimensión observable, en función de las categorías de equilibrio, necesidades, miedo, tendencias, etc. Volvemos a encontrarnos con la confusión entre experiencia y significación. El abandono en Dios, asumiendo la muerte, libera del miedo a la finitud, sin duda; pero su intencionalidad o, mejor, su sentido es, literalmente, trans-psicológico: la criatura se encuentra a sí misma más allá de sí misma, en la inmediatez fundante de Dios. Siempre se podrá psicologizar la experiencia trascendental, por cuanto se da en el hombre concreto; pero en sí misma es metafísica. Por otra parte, habría que distinguir cuidadosamente entre la experiencia religiosa de que habla Jung y la experiencia cristiana. Al interpretar antropológicamente y en función de las tensiones psicológicas los mitos religiosos, Jung busca lo religioso universal, por encima de las tradiciones culturales particulares. Y, lógicamente, se vuelve, más allá de los monoteísmos judío y cristiano, a las fuentes primitivas orientales, al polimorfismo de la divinidad. Para él, la simbólica religiosa tiene como centro la figura de la «madre», el seno originario, informe y sin rostro. El proceso de individuación alcanza su meta en la experiencia del «uno», cuando el yo consciente se pierde y se identifica con el Todo. ¿Quién no ve en esta dinámica la transposición psicológica de la aspiración más profunda de la mística hindú? La mística cristiana sigue siendo profundamente desconcertante, pues su meta no es la pérdida del yo en el abismo de la identidad primigenia del Todo, sino la unión de amor personal
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con Aquel que nos creó de la nada y nos llamó a ser sus hijos en su Hijo, muerto y resucitado. Por eso el modelo jungiano me parece ambivalente: plantea con clarividencia el trasfondo metafísico de la crisis existencial de la madurez, pero termina por hacer de la mística religiosa un saber psicológico, una forma de «gnosis».
5 Más allá de la edad 5.1. Llegar a la madurez, según estamos viendo, resulta en el hombre muy paradójico. Da la impresión de que la madurez depende de la edad. ¿Se puede madurar antes de ser adulto, antes de los 40 años? La sabiduría realista sospecha de todo desarrollo antes de tiempo. Tarde o temprano paga un precio. Por otra parte, el tiempo humano es una experiencia primordialmente cualitativa. Su densidad depende de cómo sea vivido. En este sentido, el verdadero tiempo del hombre no tiene edad. O, digamos mejor: la calidad con que se vive la edad depende de realidades que en sí mismas no tienen edad, es decir, del fundamento desde donde se vive cada edad, de las experiencias configuradoras. El tiempo no es mera sucesión. Se puede adelantar o retrasar, estar a la altura de la propia edad o ser un adulto que no ha madurado. Hablaremos, pues, en este capítulo de un conjunto de experiencias significativas, de las cuales depende la maduración y que, sin embargo, son independientes del ciclo biológico y, por lo mismo, determinan el ritmo y la calidad del desarrollo humano. 5.2. Cuando la persona está de tal modo condicionada por lo apersonal, es decir, por las necesidades bio-psíquicas que la bloquean en sus decisiones, es inútil pretender su madurez si
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previamente no se desencadena un proceso que posibilite los presupuestos previos a la libertad.
talante de libertad condicionada. Cuando la libertad no es incondicional, ¿puede hablarse de autenticidad? 5.4. De ahí la importancia de las experiencias de incondicionalidad como una de las claves de la maduración. Incondicional es lo que vale en sí, porque es inmediatamente significativo para el espíritu del hombre, independientemente de sus necesidades.
Por eso estas reflexiones han apelado al equipamiento básico de la persona, que en principio debería estar dado hacia los 18 años, más o menos. Pero ¿qué pasa si los conflictos emocionales absorben gran parte de la capacidad de libertad, como puede ocurrir perfectamente a niveles inconscientes, aunque la imagen social que proyecta un individuo parezca exitosa y feliz? Observemos, por ejemplo, que en toda neurosis el paso de la enfermedad no viene dado sólo por fijaciones infantiles, sino por resistencias semiinconscientes a dejar el sistema de seguridad con que el individuo ha hecho su «modus vivendi». En los trastornos de personalidad y en ciertas regresiones, lo apersonal está mucho más vinculado a lo personal, a actitudes solapadas de inautenticidad ante la vida, de búsqueda caprichosa del placer. Hay miedos paralizantes, ciertamente; pero también egocentrismos. Toda vida humana depende de la actitud básica de autenticidad o inautenticidad. Por ella se define el talante existencial: si quiero ser verdadero conmigo mismo, si estoy dispuesto a arriesgar con tal de llegar a ser persona, si evito sistemáticamente lo que me produce conflicto o angustia, si estoy dispuesto a no negar la realidad por más dolorosa que me parezca... La persona auténtica madura, aunque a veces pague el precio de decisiones inmaduras. Porque lo que cuenta no es acertar, sino aprender a ser. El centro personal de identidad está más allá del bien y del mal ordenados objetivamente. Por eso el auténtico es capaz de leer su vida en una unidad de sentido, integrando lo bueno y lo malo, lo positivo y lo negativo. Por el contrario, una persona inauténtica, aunque se encuentre bien equipada bio-psíquicamente, puede quedar bloqueada en su desarrollo humano. Por ejemplo, si ha ido haciéndose a un talante hedonista por el que filtra sistemáticamente toda experiencia de conflicto, evitando la responsabilidad. A veces pienso que la psicología, al sugerir un modelo de hombre equilibrado, implícitamente fundamenta la vida en la finitud racional y felizmente controlada. Lo cual provoca un
Los grandes imperativos, traducidos en actitudes de verdad • y justicia, más allá de intereses... Cuando el «ethos» de un joven adulto está definido incondicionalmente, su vida adquiere una densidad que le hace crecer a marchas forzadas. La mayoría de los humanos sólo madura controlando los golpes, adaptándose a las contradicciones. ¿Madura realmente, o aprende a sobrevivir? Sólo vive a fondo el que es capaz de jugárselo todo a una sola carta, el que define su libertad y no «nada y guarda la ropa». El amor es, probablemente, la experiencia incondicional por excelencia. Por eso madura excepcionalmente. Pero precisemos que no se trata de cualquier amor, sino del incondicional, el que no depende de la gratificación de necesidades. Esa chica tan soñadora y adolescente, que se ha enamorado de un chico problemático y ha sido capaz de sostener la relación contra viento y marea, aprendiendo a aceptar al otro como es, respetando su ritmo, sabiendo manejar no sólo la voluntad heroica de amar, sino también las mediaciones realistas que les hace crecer a los dos... O ese joven tan introvertido, que se ha encontrado con un hermano suyo pequeño con problemas de drogadicción. ¿Qué le pasa, que acaba de salir de la torre de marfil de sus fantasías mentales y en dos años se ha hecho «todo un hombre», responsable, realista, audaz, generoso? El amor lleva en sí carga de eternidad. Ha sido alumbrado por Dios en el corazón del hombre, marcado con el sello del Absoluto. Cada vez que el hombre ama a fondo perdido, los ciclos vitales se concentran. Sólo el que ama vive de verdad y madura antes. Y es que el amor da a la libertad la densidad de destino. El amor sólo se comprende a sí mismo en la autodonación, en la muerte. ¿Cómo no va a madurar el que ha perdido miedo a la muerte y la ha constituido en fuente de su libertad? 5.5. Si las experiencias determinantes dependiesen de uno, la maduración podría ser racionalmente establecida. Pero no
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disponemos de los acontecimientos. Y, sin embargo, los acontecimientos determinan nuestro vivir.
5.6. Si el ritmo existencial está marcado por la presencia del Absoluto, ¿qué pueden significar las palabras «edad», «proceso», «maduración»?
A los 26 años parecía una colegiala. Se dedicaba a estudiar y, cuando veía a un mozo bien plantado y simpático, a soñar. No se quejaba de la vida, pero siempre decía que «le faltaba algo». Un día alguien le dijo que la quería. Le costó decidirse. En un año es, literalmente, otra. 43 años tiene el sacerdote. Educado en la rectitud moral, sin rigidez. Seminarista de corte clásico: piadoso, estudioso, deportista, buen compañero. Ha trabajado en varias parroquias con ilusión y entrega. Ha madurado en lo humano y en lo divino progresivamente, a través de las responsabilidades y de una fidelidad voluntariosa. El año pasado hizo ejercicios espirituales personalizados. Cayó casualmente en esa tanda. Una noche, estando solo en la capilla, algo le sucedió. El lo llama «el encuentro». Cuando los acontecimientos ponen a la persona en una situación límite, la vida se ve emplazada ante la alternativa ineludible: o se crece a marchas forzadas o se recibe una herida que bloquea el futuro. Si a los 17 años ha perdido uno su apoyo afectivo más importante (madre, padre, amigo/a...), puede ocurrir el gran viraje: despierta de repente al sentido religioso más profundo o adopta la actitud subconsciente y sistemática de no volver a sufrir (mediante, por ejemplo, la superficialidad de la diversión incesantemente perseguida). Una enfermedad prolongada, un fracaso profesional inesperado, una frustración afectiva... ¡tantos acontecimientos que dejan a la persona a la intemperie, en que su proceso normal es sometido a la presión de las circunstancias! Los acontecimientos no obedecen al cálculo racional de nuestro desarrollo. Los psicólogos conocen lo que se llama «la fase de la meseta», en la cual, tras unos años de transformación intensa, el ritmo se frena y la vida parece aletargarse durante años y años. Un día nos encontramos con lo inesperado y somos puestos a prueba. El organismo psíquico y espiritual entero se tensa: confusión, rebeldía, inseguridad, coraje, esperanza, depresión... todo se entremezcla. Es la hora del salto, para bien o para mal, según la reacción de la persona.
Lo que pasa es que la mayoría de los humanos, cuando maduran, lo hacen circunscritos a la finitud. En el caso de los creyentes, desde la finitud abierta a la trascendencia. Son religiosos en cuanto dan un sentido último a la realidad desde Dios, origen y meta. Puntualmente, cuando los acontecimientos sacuden su seguridad, brota una relación personal con Dios y quizá se vislumbra «otra cosa». Pero la finitud tiende a protegerse a sí misma en el espacio de lo controlable; todo vuelve a su normalidad. Hay muy pocos que se complican la vida haciendo de Dios la pasión de su vida. Se les llama a veces los «elegidos», y con ello los demás nos sentimos justificados en nuestra mediocridad o en nuestra generosidad sabiamente programada. Hasta que un día nos damos cuenta de que Dios es Alguien viviente, que su amor presiona suave y tenazmente sobre nuestras conciencias, que yo significo personalmente para El... El amor de Dios no tiene edad; es absoluto. Ciertamente, porque es amor, respeta nuestra edad, quiere ser amado libremente, no es posesivo, cuenta con nuestros procesos de maduración. Pero es fuego que transforma, sin destruir. Es un amor de alianza eterna. Por eso, cuando el hombre se encuentra con El, no sólo fundamenta su finitud, sino que despierta lo más propio del espíritu finito, su nostalgia de eternidad. Hemos sido creados para El y, si alguna vez ha pasado junto a ti, tu deseo ha encontrado su fuente, y ya no podrás saciarte sino con su Rostro (cf. Sal 42-43; Jn 4). Pues bien, contemplemos ahora la hipótesis (que para nosotros, cristianos, es certeza agradecida de fe) de que Dios ha querido comunicarse personalmente con nosotros y ha venido a este mundo para que podamos experimentar en nuestra carne su Vida Trinitaria, la gloria de su amor entregado hasta el extremo (cf. Jn 1 y 13; Ef 1). No, el hombre no podría soportarlo; preferiría morir (cf. Ex 19-20). Dios mismo tendrá que preparar su pobre corazón para que pueda vivir en su presencia y entregarse incondicionalmente (María, la sierva y esposa; cf. Le 1-2). El don del Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, que se une a nuestro espíritu finito para balbucear
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el gozo de la Salvación (cf. Rom 5 y 8), es la señal de que el Reino ha llegado, y su nombre es soberanía de la gratuidad del Amor (cf. 1 Jn 3-4).
miento; por qué siguió la intuición interior; por qué tuvo el valor de romper con aquellas ataduras... Ahora tiene un proyecto de vida, lo considera suyo, lo ha trabajado a través de un proceso de personalización; pero el núcleo de ese proyecto no ha sido fruto de su voluntad ni de su deseo: por qué se casa con María y no con Inma, por qué ha decidido ser célibe, por qué decide el futuro no confiando en sí, sino en el Señor...
Evidentemente, este ritmo de maduración escapa al hombre. ¿Se puede hablar de edades de la vida? ¿No será, más bien, que tardamos en morir porque no nos convertimos al amor, y la paciencia de Dios nos debe madurar con el tiempo (cf. 2 Pe 3)? En el cap. 7 volveremos a abordar este tema. 5.7. Las reflexiones anteriores nos remiten a las cuestiones metafísicas que subyacen a la experiencia humana del tiempo. Una concepción evolutivo-lineal del desarrollo tiene visos de ciencia, pero deja al margen las dos realidades centrales de la vida: la libertad del hombre y la gracia de Dios. Estas no pertenecen, evidentemente, al ámbito científico; pero no dejan de ser reales. Cuando se hace psicología, no tienen por qué ser tratadas; pero cuando se habla del hombre concreto, ¿podrán ser ignoradas? La libertad no tiene edad, porque es iniciativa y, por definición, no está determinada. Con todo, la libertad humana es finita, y sólo existe en una historia objetiva (en el marco biopsíquico de la evolución). De ahí la paradoja del ser hombre: no puede madurar si renuncia a tomar la iniciativa de su vida y, por lo tanto, a saltar por encima de sí mismo; y, sin embargo, si prescinde de su proceso, si no respeta su edad y ritmo existencial, su voluntarismo heroico puede enmascarar mecanismos inconscientes nada espirituales, nada libres. El hombre es esa bipolaridad misteriosa de ser en sí y no disponer de sí. Tiene que emerger de lo indiferenciado apersonal (pulsiones, tendencias, miedos...) para constituirse en yo autónomo. Lo cual depende de otros «yos» (familia, sociedad...)Es un camino largo hasta que, equipado bio-psíquicamente y con una cosmovisión, se entrena en actos de libertad. Tiene la sensación de adulto cuando puede decidir la vida globalmente desde sí. Pero es entonces cuando, más lúcidamente que nunca, se da cuenta de que, en última instancia, no puede disponer de ella. ¿Por qué? Porque ha llegado a ese momento de libertad consciente de que lo anterior no ha sido un plan propio. Sin duda, es consciente de su tarea personal. Pero lo más importante le ha venido dado «desde fuera»: por qué esos padres y no otros; por qué reaccionó así y no de otra manera en aquel aconteci-
La diferencia entre un creyente y un no creyente está en que éste sabe que no dispone del futuro, pero confía en vivirlo auténticamente si es fiel a sí mismo. El creyente pone su futuro en manos de Dios y sabe que la fidelidad a sí mismo es, fundamentalmente, gracia de Dios. Lo cual no lo experimenta como cesión de su libertad, sino como fuente y acto radical de su libertad más autónoma. Es uno de los lugares en que la experiencia de la gracia es más identificable: cuando el no disponer de mí, el abandono confiado en el Amor Absoluto, fundamenta mi decisión más personal. En la Biblia, esta experiencia tiene diversos nombres: obediencia de fe, vocación, etc. 5.8. Con la reflexión anterior quiero establecer la tesis, central en la antropología teológica que subyace a este libro, de que entiendo la gracia en un sentido trascendente e inmanente a un tiempo. En la tradición agustiniana, la imagen de la acción de Dios se expresaba en términos excesivamente extrinsecistas, es decir, como intervención «desde fuera». La experiencia se concentra en una situación sin salida, a partir de la conciencia de la propia negatividad (pecado, finitud...). Por lo tanto, la gracia de Dios saca al hombre de su miseria (gracia sanante) y le eleva por encima de sus posibilidades (gracia elevante). Dios se revela como Dios en el contraste entre nuestra postración y su misericordia. La imagen del hombre es teocéntrica. Desde santo Tomás especialmente, y en las últimas décadas, la teología ha hecho un esfuerzo por entender la gracia antropocéntricamente, es decir, inserta en el dinamismo de autorrealización del hombre. «La gloria de Dios es el hombre», según la famosa frase de san Ireneo; por lo tanto, allí donde el hombre es más hombre, allí está Dios mismo. De ahí, por ejemplo, la afirmación, oída en una predicación pública, de que cuando una pareja se besa se está revelando el amor mismo de Dios.
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En una perspectiva de fe, «todo es gracia», la salud y la enfermedad, el amor de pareja y el amor a los enemigos. Pero cuando la fe se hace discernimiento y quiere detectar signos de lo que el Nuevo Testamento ha llamado renovación del hombre, ser discípulo de Jesús, hace falta algo más que la ambigüedad de lo espontáneamente humano.
es que dicha experiencia sólo se decanta con el tiempo, es decir, cuando los efectos de la intervención de Dios han sido contrastados con el proceso humano en su globalidad.
La imagen agustíniana de la gracia se centra en los momentos puntuales en que irrumpe la acción de Dios, es decir, en las experiencias de ruptura y contraste. La imagen «moderna» de la gracia se centra en el proceso de maduración. La primera atiende a la dimensión de una libertad fundada más allá de sí. La segunda, a la libertad en sí. Lo sabio, a mi juicio, es integrar ambas perspectivas. Para ello, la categoría bíblica de historia de salvación me parece especialmente luminosa. Efectivamente, Dios nos salva desde dentro de nuestros dinamismos humanos, en el respeto a las condiciones normales de la existencia finita (el Antiguo Testamento, con su realismo encarnado). En este sentido, lo que llamamos salud psíquica, madurez humana, autorrealización (presupuestos para la libertad), debe ser considerado como historia de la gracia. De hecho, en el lenguaje creyente se suele hablar de «providencia de Dios». Pero reducir la gracia a las «condiciones normales de la existencia finita» ya no sería quedarse en el Antiguo Testamento, sino en una realización intramundana muy recortada del hombre. Historia quiere decir libertad y totalidad, es decir, una libertad que se cuestiona sobre la vida y la muerte, el sentido o sinsentido de esa misma autorrealización intramundana. Y, sobre todo, historia de salvación quiere decir que el hombre experimenta su propia historia sin disponer de ella, en apertura de fe a la palabra de Dios que ilumina, a la promesa de Dios que desborda, a la libertad de Dios que elige y llama, al amor de Dios que trastorna, al reinado del Dios que resucita a los muertos... «Desde dentro y desde fuera», inseparablemente. Lo que pasa es que, para percibir la gracia desde dentro del proceso humano, se necesita una perspectiva amplia, capaz de leer la propia historia en clave de salvación. Cuando la experiencia de la salvación es repentina, imprevista, resulta espontáneo interpretarla «desde fuera», en términos de gracia. Pero la verdad
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5.9. En este punto de nuestro discurso se hace imprescindible introducir además otra realidad que está más allá de la edad, pero que se vive en el tiempo y de modos diversos, según las edades y según las personas: el pecado. La experiencia del pecado depende de la madurez humana. ¿Peca el niño? Más bien, falta. ¿Peca el hombre/mujer de 50 años? Depende de cómo haya fundamentado su libertad y su historia. Si la ha reducido a orden religioso-moral, su experiencia de pecado estará altamente psicologizada; coincidirá básicamente con el sentimiento de angustia ante lo incontrolable. Si su vida se ha centrado en un proceso de autorrealización, más que de pecado hablará de frustración o negatividad. Si su proyecto de vida consistió en la fidelidad a los grandes valores de justicia y verdad, el pecado es experimentado como drama existencial entre el bien y el mal. Si el amor personal de Dios fue el motor de la vida, todavía hay que discernir qué calidad de amor: si la necesidad infantil de ser amado, si el encuentro interpersonal de la Alianza, si la experiencia mística que arrebata. .. Se peca según se vive, según el sentido que se haya dado a la propia vida. Pero también a la inversa: se vive según se lucha o no contra el pecado. Porque, si ciertas psicologías dependen de la actitud del enfermo que no quiere ver la verdad, entonces las resistencias del inconsciente y el egocentrismo forman ese nudo trágico de ciertas neurosis. Muchas personas biopsíquicamente sanas no maduran porque no quisieron arriesgar nada. Este pecado de inautenticidad ha sido la causa de tantas adolescencias retardadas de personas de la segunda edad. ¿Qué hay detrás de ese realismo hipercrítico de ciertos adultos, sino el pecado de su mediocridad, pues no quisieron amar a fondo perdido? En el balance que el adulto maduro debe hacer de su vida (cf. cap. 20) debe tener en cuenta su historia pecadora. Si la interpreta de modo meramente racional, enmascara su propia mentira existencial. Si puede leerla en clave de historia de salvación, no tendrá miedo a ver errores y pecados, y aquello que ensombrece su vida podrá experimentarlo, en la fe, como camino de Gracia.
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5.10. En resumen, la imposible sistematización de la existencia humana. ¿Qué es el hombre? Tiempo y eternidad, libertad y destino, autonomía y gracia, finitud y trascendencia... Todo parece depender del respeto al proceso de las edades; pero las claves de la maduración están más allá de la edad. La paradoja extrema del ser hombre se muestra en la experiencia mística del Amor Absoluto. Cuando el hombre está más cerca de su realización última —Dios—, entonces se ve más pecador que nunca. ¿Cómo es posible esta síntesis de contrarios en tensión de absoluto? Sin embargo, el místico la sostiene en la debilidad imperturbable de su fe. Aquí, todo saber ha sido trascendido en el no-saber de aquella Luz que, al dejarnos en tinieblas, nos sumerge en la claridad de su Amor. Por eso, junto al saber objetivo de las ciencias humanas y de la teología, queda siempre el hombre concreto y el juicio último, que pertenece en exclusiva a Dios (cf. 1 Cor 4,1-5).
6 A la luz de la Biblia 6.1. ¿Tiene algo que decirnos la Biblia con respecto a la temática que nos ocupa: los ciclos vitales y el proceso de maduración? Partamos de la diferencia de horizonte cultural. Para comenzar, la Biblia nunca concibe la maduración del hombre en sí misma, o sea, como autorrealización. La persona tiene su consistencia en Dios, y el criterio de plenitud humana se llama obediencia de fe a la Palabra. Tanto es así que el esquema niño/ adulto se refiere precisamente a las grandes experiencias del espíritu de Dios. Niño en la fe es el que todavía entremezcla el espíritu de Dios con las motivaciones humanas. Adulto, el que busca agradar sólo a Dios y es guiado «desde dentro», con conocimiento de inmediatez espiritual (cf. 1 Cor 1-3). Uno se pregunta si dicho binomio no tiene un carácter más bien metafórico. Para dar a entender que la experiencia de la Revelación es dinámica y gradual se recurre al esquema primario de todas las culturas: infancia y madurez (cf. 1 Cor 13). De ahí que, sin extorsión alguna, el Nuevo Testamento utilice la palabra hijo/niño para designar el nacimiento a la vida nueva en Cristo (cf. 1 Pe 1-2). El mismo Pablo la usa en sentido simbólico al explicar la dialéctica Ley-Evangelio en las cartas a los Gálatas y Romanos. Nuestras preocupaciones antropológicas, centradas en poder determinar la correlación entre las edades de la vida y la
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experiencia de Dios, presuponen lo que se ha dado en llamar «el viraje antropocéntrico», propio de nuestra cultura occidental. No olvidemos que este viraje ha nacido en reacción a una cultura teocéntrica anterior. Las ciencias humanas parten de una explicación inmanente, secular, del hombre.
en grandes ciclos, comparable en algunos aspectos a los procesos de personalización. Precisemos. La Revelación histórica de Dios tiene como ámbito propio el Pueblo de Dios, no el individuo. En este sentido es inadecuado transponer los procesos históricos de Israel-Iglesia a las edades del individuo. Pero, insisto, ¿no hay puntos de contacto?
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¿Es que, en consecuencia, no cabe diálogo alguno entre el antropocentrismo de las ciencias humanas y el teocentrismo bíblico? La respuesta habitual, en los libros de teología y de espiritualidad, ha sido la de diferenciar los campos. Las ciencias humanas tratan al hombre desde una perspectiva racional y empírica. La experiencia cristiana se alimenta del espíritu sobrenatural, metaempírico. No tienen por qué oponerse ambas perspectivas. La teología, «ciencia superior», tiene en cuenta los datos que aportan las ciencias; pero las trasciende. La diferenciación de campos ha sido necesaria para evitar ciertas actitudes reactivas y ciertos malentendidos que enturbiaron las relaciones entre razón y fe desde comienzos del Renacimiento. Pero no basta, a mi juicio. Falta un diálogo constructivo en el que, respetando la autonomía de cada perspectiva, caminemos hacia un saber integrador. Lo que voy a decir a continuación no es más que un conjunto de notas sueltas, deshilvanadas, y en función de nuestro tema: el de la adultez cristiana confrontada con la adultez madura de los 40-55 años. Queda mucho camino por recorrer. Pero tanto la psicología como la teología deberán partir de una actitud no defensiva. La teología debe preguntarse más decididamente sobre el contenido antropológico de sus categorías religiosas, y la psicología sobre el trasfondo metafísico de sus interpretaciones de las vivencias humanas.
Por ejemplo, ¿cómo educa Dios a su Pueblo por etapas?: al principio le hace el don de una tierra; luego, mediante la palabra de los profetas, se dilata el horizonte de la esperanza hacia la utopía inabarcable; más tarde, al venir Jesús y desconcertar las expectativas de Israel, posibilita el don escatológico del Espíritu Santo, no ligado a la esperanza teocrática... Habría que articular con más detalle estas etapas. Lo dejo a la teología bíblica. De lo que no cabe duda es de que Dios prepara los presupuestos de la fe neotestamentaria. Y de que esta preparación no se refiere sólo al Dios que se revela, sino también al Dios que va madurando al hombre, destinatario de la Revelación. Podemos muy bien hablar de la admirable pedagogía de Dios en sus grandes ciclos históricos. ¿Es comparable la primera etapa —la de la liberación de Egipto y la conquista de Canaán— a la infancia, y el destierro de Babilonia a la madurez? En estas transposiciones volvemos a sentir la artificialidad de los esquemas. Se trata, más bien, de un lenguaje metafórico. Inútil establecer correlaciones exactas. Si el destierro es la madurez, ¿qué representa la época postexílica, más crítica? ¿La sabiduría de los ancianos, acaso? Entonces, ¿a qué viene el Nuevo Testamento? No caigamos en el «espíritu hegeliano», propenso a estas clasificaciones. El alcance de la comparación es, simplemente, simbólico.
6.2. La cuestión previa, base de todo diálogo, se puede formular así: ¿en qué medida el «viraje antropocéntrico», aunque socio-culturalmente sea posterior a la Revelación bíblica, no está implicado en ésta? En mi opinión, la respuesta debe ser afirmativa. Para fundamentarla, aludiré a una serie de temas bíblicos especialmente significativos para nuestra reflexión sobre las edades de la vida.
Lo cual no quita que no tenga densidad antropológica. De esto se trata: de descubrir el proceso de la Revelación en clave de maduración del hombre, como crecimiento progresivo. Un ejemplo más concreto: la articulación de necesidad-deseo a través de los grandes ciclos de la Revelación.
Primer tema: La Revelación, autocomunicación libre y amorosa de Dios, se ha realizado en un proceso histórico que bien puede ser comparado a un proceso de maduración. La dialéctica entre Antiguo y Nuevo Testamento está estructurada
El Éxodo representa un auténtico paradigma. La fe inicial en Dios ha dependido de la experiencia de ser salvados en la extrema necesidad (esclavitud, muerte). «Vieron, temieron y creyeron», dice lapidariamente el texto (Ex 14,31). Pero se
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pusieron en marcha, decidieron salir de Egipto, porque desearon una tierra de libertad, la prometida por Dios a Abrahán, Isaac y Jacob. El desierto significa la prueba: la tentación de atenerse a lo inmediato, a lo controlable, a la satisfacción de necesidades. Al aceptar la alianza con Yahvé, la ley se constituye en guía. La relación con Dios se fundamenta en la fe; pero la obediencia a sus mandatos purifica el deseo. La tierra podrá ser recibida como don en referencia permanente al Dios de la Alianza. El pecado consistirá en la apropiación del don, en utilizar a Dios en función de las necesidades posesivas (culto de la fecundidad, injusticia social; cf. Amos, Oseas, Isaías I, etc.). Dios mismo ha de poner en marcha de nuevo la historia de la fe y de la libertad. Despoja a Israel de su seguridad, lo destierra. Y, sin embargo, es la ocasión de ensanchar el deseo nada menos que con promesas mesiánicas (Isaías II y III). Cuando vuelva de Babilonia, sufrirá nuevas frustraciones...
de que el Espíritu no será algo esporádico o para los mediadores representativos de Israel (profetas, sacerdotes, reyes), sino para todo creyente, ancianos y jóvenes (cf. Jl 3). Pablo ha explicado la realización de esta promesa mediante su tesis (para él se trata del Evangelio, sin más) de la justificación por la fe, que libera al hombre de la Ley y le posibilita ser hijo. El don inaudito del Nuevo Testamento, a partir de la muerte y resurrección de Jesús, es el Espíritu Santo infundido en nuestros corazones, por el que podemos llamar a Dios «Abba» con la confianza y libertad de quien ha entrado en la familia de Dios, hecho coheredero con Cristo y poseedor de las riquezas insondables de Dios. Juan lo ha percibido con tal radicalidad que tiende a leer la escatología futura en términos anticipativos, como realizada en el corazón del hombre. El lenguaje extrinsecista de la Revelación lo retraduce en fórmulas de interioridad personal. Basta leer los discursos de la Cena y la 1.a Carta para percibir la densidad de personalización con que el Nuevo Testamento ha interpretado la historia de la Salvación. La razón teológica es obvia: el Reino ha llegado como Espíritu Santo. Por eso se realiza primordialmente en el corazón del hombre. Lo cual no debe ser interpretado en sentido espiritualista, como cuestión de salvación individual e interior, en oposición a una salvación exterior y social, sino como radicalización escatológica del Reino. Dicho de otro modo, como lo ha visto tantas veces la reflexión filosófica: que con Jesús el hombre ha alcanzado su verdadera dimensión de persona, su valor absoluto e incondicional.
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¿Quién no percibe en esta dialéctica, al menos nuclearmente, el conflicto existencial de ideal/realidad que atraviesa el proceso de maduración humana? 6.3. Segundo tema: La plenitud de la Revelación es designada como personalización última del hombre según el espíritu de Dios. La pedagogía con que Dios educa a su pueblo en el Antiguo Testamento comporta todo un proceso de personalización. Algunas claves son éstas: — El paso de una concepción colectiva de la alianza y del pecado a una concepción más personal, en la que cuentan la libertad del individuo y la interioridad espiritual (cf. Ez 18). — La importancia de la experiencia crítica de la fe, en que la imagen del Dios que remunera a los justos con bienes intramundanos da paso a la experiencia de Dios como bien del hombre (cf. Sal 16 y 73). — Sobre todo, el anuncio profético, a raíz de la destrucción de Jerusalén, de una era mesiánica en que Dios guiará a su Pueblo mediante su Espíritu. Ante el fracaso de la Ley del Sinaí, Dios ha tomado la decisión de implantarla en el corazón del hombre. Ya no serán los padres quienes enseñen a sus hijos el conocimiento de Dios. El Señor va a establecer una alianza nueva, inmediata y personal (cf. Jer 31 y Ez 16), hasta el punto
Todavía la teología no ha sacado las consecuencias de este proceso de personalización. Habría que releer antropológicamente las categorías teológico-espirituales. Por ejemplo, en qué medida el principio de libertad cristiana, formulado repetidamente por Pablo, implica la autonomía del hombre tal como la ha reivindicado el hombre moderno frente al autoritarismo de las Iglesias y la concepción católica de la moral, unilateralmente centrada en el orden objetivo de la Ley de Dios. De hecho, Lutero así lo entendió, aunque su interpretación fuese también parcial. ¿Quién no ve la correlación entre el principio de subjetividad que domina al humanismo moderno y el primado de la fe/esperanza/amor, característico de la antropología neotestamentaria?
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Si este libro recurre a categorías de filosofía personalista, es por encontrar en ellas el puente cultural que permite releer la Biblia en una clave antropológica nueva. Al fin y al cabo, ésta ha sido una tarea permanente en la Iglesia: redescubrir y realizar la identidad cristiana en contextos socio-culturales diversos. No se trata de hacer decir a la Biblia lo que ella no pretende, sino de encontrar las claves que posibilitan, también hoy, seguir inspirando nuestra experiencia humana en la palabra de Dios.
Por eso las referencias a los ciclos vitales son muy frecuentes. Sin ninguna metodología científica, evidentemente; pero la Sagrada Escritura alude constantemente a la observación psicológica, a la sabiduría de la vida acumulada durante siglos.
6.4. Tercer tema: Aunque la Biblia no ha hecho una reflexión sistemática de las edades de la vida, el tiempo es una dimensión determinante de su visión de la historia humana, no sólo colectiva, sino también individual. Pertenece a la reflexión sapiencial, principalmente, un conjunto de textos en que la experiencia de Dios incide explícitamente en la experiencia de los ciclos vitales. — Salmos que aluden a la juventud y ancianidad, expresando la diversidad de la experiencia de Dios según la edad (cf. Sal 71; 92). — La meditación del tiempo como aprendizaje de la finitud y de la acción de Dios (cf. Sal 90; 143). — La lucidez de Qoh 3, con su sentido del tiempo como sazón y drama a la vez. — La reflexión sobre la muerte como clave existencial de la vida (cf. Qoh 11). — La idea, bastante frecuente, de que uno no es sabio necesariamente porque tenga años. Que, por el contrario, uno puede ser joven y alcanzar la madurez. El secreto de la madurez está en el cumplimiento de la voluntad/mandatos del Señor (cf. Sal 119, 100; figuras de José, el joven Salomón, Daniel, Judit, Susana, etc.). — Más: la afirmación de que hay un talante existencial en que el tiempo se condensa y el joven alcanza la sabiduría propia de la ancianidad a través de la prueba (cf. Sab 3,7-19). También aquí está por hacerse un trabajo de profundización. Es propia de la Revelación bíblica su sensibilidad por el hombre entero, en su realismo concreto.
Entre nuestra cultura y la suya hay un contraste de acentos que no conviene olvidar: el hombre bíblico es un hombre interior, pero su interioridad no está tan determinada por el pensamiento reflejo y analítico. Domina, más bien, la interioridad «referida»: a Dios, a la praxis, a la historia, al prójimo. ¿No es el correctivo necesario de nuestra cultura de la subjetividad, que, al exacerbarse, termina en narcisismo?
6.5. Cuarto tema: El proceso del discípulo de Jesús. Tal como conocemos hoy los evangelios, la figura del discípulo ha sido trazada con dos luces: la pascual y la histórica. Por la primera, el discípulo que se encuentra con Jesús experimenta desde el primer momento la plenitud de su vocación y misión (cf. Le 5,1-11). Por la segunda, el discípulo vive un proceso de identificación a través de ciertas etapas y momentos críticos. Se ha hecho determinadas ideas mesiánicas; pero hay cosas que ha de entender «más tarde», es decir, a partir de la Resurrección y el don del Espíritu Santo (cf. Me 8,14-38; Jn 16). ¿Podríamos establecer esquemáticamente las fases del proceso vivido por el discípulo? — La primera adhesión a Jesús parece determinada por las expectativas ambientales del Reino. Quizá influyó el testimonio del Bautista (cf. Jn 1). Sin duda, Jesús les atrajo, y dejaron su familia y trabajo para acompañarle en sus correrías. — Jesús daba signos claros del cumplimiento de lo anunciado por los profetas; pero no respondía exactamente a sus ideas mesiánicas. Resultaba demasiado desconcertante su estilo preferencial por los pobres y los «fuera de la Ley», y especialmente su insistencia en la no-violencia y en el amor a los enemigos. Pero, a pesar de todo, creían en El. ¿Suponían que Jesús usaba esa estrategia esperando su hora de manifestarse como Mesías? Todo lo vivían con la ambigüedad propia de su fe,
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demasiado «carnal», pero misteriosamente atraída por el Maestro (cf. Mt 11-13).
otra, desde que le vemos junto al Jordán, a sus 33 años, más o menos, adulto en sazón, todas las habituales categorías psicológicas y de maduración espiritual se nos quedan pequeñas, incapaces de interpretar el proceso de Jesús. Por ejemplo, aunque Marcos nos dé algunos rasgos psicológicos de reacciones de Jesús, ¿por qué la clave no es psicológica?
— Momento decisivo fue el de Cesárea de Filipo, cuando Pedro, en nombre de todos, confesó a Jesús como Mesías. Jesús aceptó el título; pero añadiendo a continuación que su destino era de sufrimiento, fracaso y muerte. El discípulo ya no sólo quedó desconcertado, sino al aire, sin entender nada. Mientras subían a Jerusalén, Jesús les insistía en la nueva sabiduría del Reino, la del amor que se entrega en olvido de sí (cf. Me 911). — La distancia entre Jesús y el discípulo se hizo abismo cuando, después de la entrada triunfal y desconcertante (aclamado por niños, sentado sobre un pollino), Jesús provocó a las autoridades, evitó definitivamente toda toma de poder, volvió durante la cena a insistir en que tenía que dar su sangre por todos y, para colmo, se dejó apresar, juzgar injustamente y ser crucificado (cf. Le 19,29-23,56). — La crisis fue tan total que sólo pudo ser remontada por el poder de la Resurrección, que hizo de Pedro, el apóstata, el testigo humilde del amor fiel de su Maestro y Señor (cf. Jn 2021). ¿Qué nos enseña este esquema? Que la fe en Jesús es un proceso y que la cuestión central es la crisis del deseo. En la medida en que un hombre ha centrado su futuro en la utopía, su maduración va a depender de la crisis de su ideal. Como ya quedó apuntado en el capítulo de las crisis existenciales, es ahí, cabalmente, donde se sitúa la crisis de realismo del adulto cristiano. E igualmente, la gracia de la segunda edad: el creyente debe pasar de la fe mesiánica de Cesárea de Filipo a la fe personal del Seguimiento. 6.6. Quinto tema: Jesús. Lo que pasa es que Jesús lo mismo sirve para reflexionar sobre el proceso de maduración que sobre su contrario. En este sentido, refleja y exacerba la tensión antropológica que caracteriza la experiencia humana del tiempo: que la madurez está en relación con la edad, pero que lo determinante está más allá de la edad. Desde el comienzo, la presentación evangélica de Jesús responde a dicha tensión. Porque, por una parte, Lucas nos habla de infancia y crecimiento progresivo (cf. Le 2,52) y, por
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Si comparamos los criterios objetivos de madurez establecidos en el cap. 1.° con lo que los evangelios nos dicen de Jesús, el paralelismo es sorprendente. Me atrevo a decir que Jesús sale ganando, que su madurez es ejemplar. Y, sin embargo, cuando lees los evangelios, en ningún momento tienes la sensación de que te presentan una figura ideal, abstracta, de creación literaria. Todo lo contrario: cuanto más te acercas a lo concreto de Jesús, tanto más aparece su personalidad excepcional de hombre maduro. Por ejemplo: — Su equilibrio entre razón, voluntad y sensibilidad. Léanse, por ejemplo, sus parábolas. — Capacidad de soledad y autoconciencia, simultáneamente a la de relación interpersonal, sin inhibiciones. Piénsese en el conjunto de personas que aparecen en torno a El. Aquí se incluye su peculiar modo de tratar a la mujer, tan cercano y respetuoso a la vez. — Jesús es siempre él mismo «por dentro y por fuera», en lo que dice y en lo que hace. — Libertad activa, tenaz, y abandono, disponibilidad, a un tiempo. — Lucidez realista en el análisis de la condición humana y apelación a la incondicionalidad de la decisión ética. — Experiencia religiosa intensa, motor de su vida, y entrega desinteresada al prójimo, especialmente al más desfavorecido. Cuanto hemos dicho de la bipolaridad constitutiva del vivir humano tiene en Jesús una densidad incomparable. Por ejemplo, con Dios es Jesús como un niño; cuando habla de El, se estremecen sus entrañas; parece un ingenuo confiado. Y a la vez, en ningún momento pierde Jesús el sentido de la trascendencia divina ni su actitud de obediencia absoluta a la voluntad de Abbá-Padre. Igualmente, cuando se relaciona con el prójimo es
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entrañable hasta la ternura (recuérdese la escena con los niños); pero nunca abandona la fuerza de la verdad hasta ser implacable (piénsese en los discursos contra los fariseos o en ciertos textos radicales para con sus discípulos).
cional de sistematizar en una unidad de sentido el recorrido vital de un personaje, desde la infancia hasta su muerte. El signo más rotundo que anula toda pretensión de biografía es el lugar determinante que ocupa su experiencia vocacional y mesiánica en el Jordán, que le lleva a entregar su vida a la misión del Reino.
¿Cómo hizo la síntesis de semejantes extremos? La explicación tradicional era simple e inapelable: sus actos humanos eran «teándricos» y, por lo tanto, actuados directamente por su personalidad divina en cuanto tal. Lógicamente, la madurez de Jesús es fruto inmediato de su ser Logos del Padre. Su virtud es perfecta desde el inicio mismo de su concepción. Sólo maduró físicamente y, en todo caso, en algunos rasgos bio-psíquicos. ¿Cómo podía madurar aquel que desde el principio vivía en la visión beatífica, embebida su alma en la gloria celeste? Hoy tenemos una visión más humana de Jesús. Compaginamos la fe en su ser de Dios y el proceso de su maduración humana. Hemos desmitificado su infancia portentosa a la luz de la interpretación «midráshica» de Lucas. Nos preguntamos por sus crisis de joven y de adulto. No conocemos sus crisis psicológicas, ya que los datos sobre el Jesús histórico comienzan en el Jordán; pero podemos entrever su crisis de proyecto mesiánico. Por ejemplo, nos preguntamos si El mismo tuvo claro desde el principio cómo iba a hacerse presente el Reino o si, más bien, tuvo que aprender a discernirlo, quizá a través de la crisis de sus propias expectativas e ideales. Como dice la Carta a los Hebreos, «aun siendo hijo, tuvo que aprender la obediencia a base de sufrir y, así consumado, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen a El» (Heb 5,8-9). Con todo, la sensación irreductible que tenemos, cada vez que intentamos explicar el proceso de madurez de Jesús, es que se nos escapa lo esencial. ¿Acaso porque la perspectiva evangélica es idealista y nos ofrece un Jesús «ejemplar» y, por lo tanto, intemporal? No creo que sea la causa principal. Los evangelios no han sido escritos al modo de las vidas de los santos, para relatar «milagros y virtudes». ¿Acaso porque no nos proporcionan una imagen biográfica de Jesús? Ciertamente, la preocupación de los evangelios tiene poco que ver con la historiografía, es decir, con el intento ra-
¿Por qué la biografía de Jesús se concentra en la misión recibida de Dios y apenas dura tres años? ¿Se trata de un género literario, sin más? ¿O tal vez ese género literario nos proporciona el secreto interpretativo de la madurez de Jesús? Si partimos de la realidad humana de Jesús, hay que suponer un proceso previo de maduración hasta la edad de su bautismo/vocación en el Jordán. No tenemos datos. Pero lo que El muestra a partir de este momento ha tenido que estar preparado. — Integración psicológica. — Proceso de identidad en torno al proyecto de vida. ¿Por qué Jesús no se casó, cuando era lo normal hacerlo hacia los 18 años? La interpretación clásica respondería que porque tenía conciencia de su divinidad y de su misión mesiánica. Nosotros podemos contemplar la hipótesis de que su vida estuvo fundamentada en la obediencia a Dios y que, intuitivamente, percibió que debía estar disponible para un futuro que se revelaría más tarde, en el Jordán. En todo caso, ahora que le vemos manifestarse como «profeta poderoso en palabras y en obras» (Le 24,20), la pregunta que nos hacemos es la misma que se repite en los evangelios: ¿de dónde le viene a éste esa autoridad?; ¿dónde se fundamenta su personalidad?; ¿cuál es el secreto de esa capacidad suya inaudita de síntesis de extremos?; ¿por qué, desde el principio, no puede ser clasificado en ninguna edad?; ¿por qué desborda la fuerza vital de la juventud, el realismo del hombre maduro y la sabiduría del anciano? A mi juicio, la respuesta a estas cuestiones es obvia. Remite a las preguntas últimas que hemos ido formulando a través de los capítulos anteriores. En Jesús aparece de modo esplendente y único lo que un creyente sabe intuitivamente y un no creyente humanista va formulando arduamente: que en la vida del hombre lo decisivo está más allá de la edad, hasta tal punto que estar a
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la altura de la edad propia, en sentido antropológico, no viene determinado por la evolución cronológica, sino por la densidad existencial con que se vive. Tratándose de Jesús, yo lo resumiría en estas dos afirmaciones: — A Jesús le fue dado desde muy pronto (podemos plantear la hipótesis: desde que tuvo uso de razón) fundamentar su autorrealización más allá de sí, en la obediencia a Dios. — A Jesús le fue dado el talante existencial del amor escatológico. Esto determinó que su experiencia del tiempo estuviese habitada por el Amor Eterno de Dios. Su libertad de autoposesión, sin ser anulada, fue habitualmente referida a la desapropiación radical de sí, bajo la soberanía del Padre. Al no pertenecerse a sí mismo, el proceso de maduración fue sometido a la acción gratuita del Espíritu Santo. A estos niveles, la finitud del hombre no puede ser contenida en los cauces del tiempo. El amor deja sin defensas todo sistema de autocontrol. Por eso no cabe hablar de los ciclos vitales de Jesús como proceso de maduración. ¿No le vemos plenamente hecho, inexplicablemente perfecto, a sus 30 años? ¿Cabe hablar de madurez? Las palabras comienzan a ser equívocas. 6.7. He interpretado a Jesús en clave de experiencia mística cristiana. Soy consciente de lo seductora que puede ser dicha perspectiva. La verdad es que con Jesús «siempre hay más». Pero merecía la pena insinuar lo que jamás podrá ser sistematizado psicológicamente y que, no obstante, es el desafío más importante que tiene planteado la interpretación cristiana de las edades de la vida. Con Jesús se revela la verdad última de toda madurez, que en la Biblia aparece como tesis antropológica nuclear: la plenitud del hombre es gracia. El capítulo que sigue vuelve a explicar el tema. Los caps. 18 y 30 retoman el mismo planteamiento, referido a la «segunda edad» en particular.
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Edades de la vida y experiencia espiritual 7.1. Nuestra reflexión ha partido de lenguajes antropológicos y ha tenido que confrontarse con el lenguaje religioso y bíblico. Naturalmente, no se trata sólo de lenguajes; se trata de interpretación del hombre; concretamente, del significado de las edades de la vida. Esto ha preocupado tanto a la sabiduría popular como a las ciencias humanas o a la experiencia religiosa. Es el momento de abordar de modo directo las preguntas que me parecen decisivas en nuestro discurso: — ¿Qué correlación existe entre el lenguaje antropológico secular y el lenguaje teológico espiritual? — Más concretamente, ¿qué correlación cabe establecer entre las edades de la vida y las llamadas «edades de la vida espiritual»? 7.2. Respecto a la primera cuestión, los capítulos anteriores abundan en reflexiones de principio. En éste nos centraremos en un ejemplo especialmente significativo: el de la humildad cristiana. Nos ayudará a captar la problemática actual entre las ciencias humanas y la teología, en que hemos insistido a lo largo de esta primera parte del libro. La ascética cristiana clásica ha distinguido tres grados de humildad:
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— primero: sometimiento a la voluntad de Dios; — segundo: desear igualmente lo próspero y adverso, riqueza o pobreza, honor o deshonor, éxito o fracaso, en abandono confiado a los planes de Dios; — tercero: en seguimiento de Jesús crucificado, preferir sufrimiento y desprecio. El lenguaje es explícitamente religioso. La humildad tiene por contenido la relación entre el hombre y Dios. Crece progresivamente, desde la actitud básica de dependencia radical de Dios, a la identificación con el modelo último, Jesús, el Maestro y Señor, que quiso ser nuestro Siervo humillado (cf. Jn 13). No obstante, un psicólogo que, además, reflexione a nivel existencial, inmediatamente captará su contenido antropológico, sin necesidad de referirlo inmediatamente a la experiencia creyente en cuanto tal. Es nuestra pregunta: ¿cabe releer los tres grados de humildad cristiana en términos de madurez humana? Cuando Sta. Teresa dice que «la humildad es la verdad», sin necesidad de explicitar la dimensión religiosa del hombre, ¿no nos ofrece la pista que necesitamos en nuestro esfuerzo de diálogo de lenguajes? He puesto el ejemplo de los grados de humildad cristiana, porque expresa agudamente el contraste de lenguajes y, paradójicamente, se presta tanto a un diálogo imposible como al encuentro iluminador de los trasfondos antropológicos del lenguaje psicológico y del lenguaje espiritual. En efecto, para un psicólogo: — someterse a la voluntad de Dios se hace sospechoso de dependencia infantil; — desear igualmente plenitud o frustración se presta a reforzar la inhibición o el mecanismo de defensa de «indiferencia»; — y, sobre todo, preferir sufrimiento y desprecio se parece demasiado a la renuncia sadomasoquista del neurótico. Sin embargo, para otro psicólogo: — el primer grado de humildad es el presupuesto de toda madurez: aceptación del principio de realidad, reconciliación con la limitación;
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— el segundo coincide con el desarrollo de la libertad interior: la autorrealización no viene determinada por la ansiedad posesiva, sino por el crecimiento progresivo del propio ser; es decir, autonomía liberada de autoafirmación; — y el tercero consiste en la sabiduría última de toda auténtica realización del hombre: el amor como autodonacion e integración definitiva de contrarios. Este esquema interpretativo de contraste ilustra bien la ambivalencia de lenguajes. El psicológico tiene el peligro de absolutizar categorías cerradas en lo intramundano controlable. El religioso se presta a lo peor y a lo mejor: a lo peor, a reforzar la dinámica neurótica de la represión; a lo mejor, a liberar al hombre del narcisismo de su propia autorrealización. Será necesario que tanto la psicología como la espiritualidad aprendan a intercambiar contenidos. Pero ambos necesitan construir una plataforma previa de diálogo, que, a mi juicio, debe ser una antropología integradora que parta de la observación y asuma la problemática existencial de sentido. Evitaremos así tanto el reduccionismo psicológico como el fundamentalismo religioso. Con todo, el teólogo o, mejor, el hombre de experiencia religiosa, auténticamente espiritual, después de un diálogo honrado a nivel antropológico no puede evitar la sensación de que el lenguaje religioso sigue siendo intransferible (cf. 1 Cor 2, 14-15). — Por más que el principio de realidad sea el presupuesto psicológico del primer grado de humildad, el sometimiento a la voluntad de Dios es «más», ya que implica descubrir como fuente de autonomía el amor creador y de alianza de Dios. — Por más que la madurez de la persona se realice más allá de la consecución de expectativas, en el proceso de libertad interior, el creyente sabe que la purificación del deseo está más allá de sí, en la experiencia del amor absoluto de Dios. — Por más que el criterio último de madurez humana sea la autodonacion, esa inclinación preferente por el pobre, lo humillado, pertenece a la autodonacion de Dios mismo. Más que de sabiduría integradora de contrarios, se trata del misterio pascual, en que Dios realiza anticipadamente la creación futura: crea vida de la muerte, hace experimentar paz en la angustia, alegría en el sin-sentido, cielo en el infierno. Lo cual sólo puede
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ser entendido en la fe, es decir, cristológica y trinitariamente, al ver a Jesús abandonado por el Padre hasta la muerte y unido al Padre por la fuerza del Espíritu Santo. Porque la madurez de Jesús realiza, ciertamente, la síntesis de contrarios; pero no tiene por medida la finitud, sino el reinado escatológico de Dios.
apropiación de Dios. Prevalece, pues, la reflexión religiosa del hombre.
Esta tensión de lenguajes y experiencias es inevitable, por más que queramos sistematizar el saber. ¿No es acaso una de las ilusiones megalomaníacas del hombre «conocer el todo para ser como Dios» (cf. Gen 3)? 7.3. Pasamos ahora a la segunda cuestión: ¿qué correlación cabe entre edades de la vida y experiencia espiritual?; más específicamente, entre la madurez humana del adulto de la segunda edad, si está a la altura de su tiempo, y la madurez espiritual. Ya vimos cómo Pablo relacionó el proceso de maduración en la fe con el binomio niño-adulto. El esquema paulino ha sido repetido en la tradición espiritual sin grandes variaciones y sin ninguna pretensión de sistematizar, a partir de él, el proceso de experiencia espiritual. Más bien, los diversos intentos de sistematización se han inspirado en el esquema tripartito del Pseudodionisio, que no tiene nada que ver con las edades de la vida. Al contrario, terminó por llamarse «edades de la vida espiritual» a los grados y vías del Pseudodionisio: — Fase de iniciados, o vía purgativa. — Fase de proficientes, o vía iluminativa. — Fase de perfectos, o vía unitiva. La clasificación corresponde al desarrollo de la experiencia espiritual en cuanto unión progresiva con Dios. Cualquier manual de teología espiritual (Tanquerey, Garrigou-Lagrange, Royo Marín...) lo explica. Fue combinado con las siete «moradas» de Sta. Teresa y las dos «noches» de San Juan de la Cruz; pero el marco de referencia permaneció inmutable. La clave de lectura cambia de un maestro a otro, según se ponga el acento en la experiencia de unión o en la purificación de la misma experiencia; pero la dinámica es la misma: la maduración de la vida interior a partir del deseo religioso, trascendido por la vida teologal; la transformación del hombre por la ascensión espiritual, en que se libera progresivamente del nivel sensitivo de la exrieriencia e incluso de la experiencia misma en cuanto
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Lo que aquí me propongo es una nueva clasificación de la vida espiritual, teniendo en cuenta de modo explícito algunos datos de las ciencias humanas, especialmente los ciclos vitales. El tema necesita un tratamiento más amplio; pero servirá, espero, como sugerencia y estímulo para seguir reflexionando en esta línea. La teología espiritual sigue alimentándose y reproduciendo los esquemas de los maestros clásicos. Precisa renovarse a la luz de las ciencias humanas y de los nuevos planteamientos de la antropología filosófica. Los místicos siguen representando la zona fronteriza y, a la vez, la zona extrema de diálogo. Han sido las primeras víctimas del análisis psicológico, ya que hablan de experiencia y no se parapetan, como los teólogos, en los conceptos. Pero ellos siguen siendo también el criterio de lo irreductible cristiano, pues demuestran, a nivel de experiencia, cómo todo intento de objetivación global del hombre termina fuera de lo humano.
7.4. Primera fase de la vida espiritual: Iniciación. Corresponde, más o menos, a la fase psicológica de «equipamiento», pero integrando el despertar religioso. El niño-adolescente se abre al sentido de la existencia desde la polivalencia de su proceso: toma progresiva de autoconciencia, confusión emocional, descubrimiento de valores, experiencia interior, significación de lo interpersonal... Lo religioso suele ser fácilmente bivalente: por un lado, tiende a alimentar fijaciones infantiles (el Dios mágico, el superego, el seno protector...); por otra, suscita y potencia lo mejor (la experiencia de incondicionalidad, la búsqueda de Dios como sentido último de la vida...). Por eso el idealismo y la sublimación caracterizan esta fase. Por supuesto, el desfase entre deseos y realidad, entre mundo y vida interior, es intenso. Todo está por hacerse. La vida de relación con Dios es bastante confusa. El compromiso con el prójimo, poco sólido. La generosidad tiene mucho de narcisista. No se vive «de dentro afuera», pues el proceso de iden-
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tificación personal y social es débil y, desde luego, el proceso de identificación vocacional está mediatizado por instancias apenas personalizadas, ya que la libertad es más abstracta que real.
la pedagogía de Dios y su modo de actuar lo mismo en el individuo que en la historia.
La crisis determinante de esta fase, que da paso a la siguiente, es la que llamábamos crisis de autoimagen. Entre los 18 y los 25 años, más o menos.
7.5. Segunda fase: Fundamentación. La crisis de autoimagen puede provocar una regresión, acompañada de ansiedad y de fuertes sentimientos de culpabilidad. Suele ser la plataforma para la experiencia fundante de la gratuidad del amor de Dios. Pero habrá que tener en cuenta su componente ambivalente: por un lado, representa el paso adelante en la calidad de la relación con Dios, en la liberación del superego y en la aceptación de la limitación; por otra, conlleva necesidades inconscientes de dependencia y de compensación. Habrá que clarificar la experiencia religiosa a través de un proceso de autoconocimiento y de confrontación con la realidad externa. Si la experiencia de fundamentación es real, la sensación de integración entre lo humano y lo espiritual permite la autoconciencia de identidad, base del proceso de discernimiento vocacional. El proyecto de futuro ha de nacer de una libertad real. La actitud de disponibilidad a la voluntad de Dios se siente como algo propio, pero desde la experiencia gozosa y liberadora del amor de Dios y de la confianza en El. En esta etapa, la afectividad va encontrando un centro personal: Dios, la pareja... Pero, siendo intensa la intimidad, si el proceso de personalización es correcto, la tarea y las responsabilidades van consolidando ese conjunto de virtudes cristianas que constituirán la sabiduría de la existencia: esperanza activa, conocimiento de sí, constancia, sensibilidad para con el necesitado... Todavía la vida teologal es inicial, pero está formando el sustrato fundante de la vida espiritual. A nivel de cosmovisión cristiana, se percibe la coherencia de la Revelación. La relación con Dios se centra en la fe, no en la Ley. Comienza a entenderse
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La oración puede y debe recibir aquí un impulso importante. La fundamentación depende de dejar atrás la ideología religiosa y la sublimación del deseo para aprender a vivir «de dentro afuera», a partir del amor, es decir, de la experiencia progresiva de la vinculación al Dios de la Alianza. Lo cual está ligado a la «indiferencia espiritual», en el mejor sentido ignaciano: que la vida sólo tiene sentido si es obediencia a la voluntad de Dios, y que tal es la fuente de la propia libertad. Esta fase corresponde al ciclo vital del adulto joven.
7.6. Tercera fase: Proyecto El adulto cristiano madura su fe entre la responsabilidad y la obediencia a Dios a través de lo real. La crisis de realismo hace de gozne en el proceso, ya que obliga al deseo religioso a vivir de fe. Se supone una vida que ha optado por el proyecto del Reino. La entrega personal está fundamentada en la obediencia de fe a la voluntad de Dios; pero proyecto y expectativas se entremezclan. Aquí se aplica lo que dijimos sobre las fases del discipulado en el capítulo anterior. Hay voluntad de seguir a Jesús; pero la adhesión de fe es demasiado mesiánica, es decir, en función de logros, eficacia, realizaciones. Son las circunstancias y acontecimientos los que se encargan de imponer al deseo la ley de la finitud y de discernir la ambigüedad de nuestras mejores motivaciones. La oración parece estancarse en la meseta sin relieve de la monotonía. La presencia de Dios se diluye en la dispersión de las responsabilidades. La confrontación con los otros y el hecho de que nuestros proyectos de radicalidad cristiana sean sometidos a la complejidad de lo real hacen que la fe misma parezca sometida a prueba. ¿Por qué me siento atraído por Jesús, y ya nunca podré dejarlo y, con todo, tengo tanto miedo y me siento cada vez más pobre? Se corre el peligro de volver al voluntarismo, a controlar la vida espiritual; o, por el contrario, a pasarse a una actitud de
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prudencia realista, de madurez racional. Como también es la época de crear mundo propio, de vivir vinculaciones afectivas profundas, de integrar la personalidad en su riqueza multiforme, de ir adquiriendo visión de conjunto, menos ideologizada y más contrastada con la vida, fácilmente la fe se acomoda a la finitud. Cierta madurez humana puede enmascarar una vida espiritual marchita. ¿Dios? Puede dejar de ser deseado y amado, reducido a coherencia y a horizonte último de sentido. ¿El prójimo? El prójimo está ahí para justificar las decisiones iniciales de la vida; pero ya no despierta el amor incondicional.
interior. Será la aridez prolongada en la oración, con momentos de auténtico descontrol (noche pasiva del sentido). Será algún fracaso o desgarro afectivo o inseguridad respecto de aquello que constituía precisamente el principal apoyo de la vida; la fe ha tenido que valerse a sí misma, dolorosa y humilde.
Si la crisis de realismo es bien resuelta, va a darse el gran viraje de la vida espiritual: el inicio de la experiencia mística. Voy a citar un texto de Taulero, uno de los pocos maestros espirituales que se ha preocupado de correlacionar la experiencia espiritual y el ciclo vital del adulto maduro: «El hombre hace lo que quiere, lo comienza como quiere; pero no alcanza nunca la verdadera paz mientras su ser no sea imagen del hombre celeste, lo cual no es antes de los 40 años. Hasta entonces está ocupado con muchas cosas y la naturaleza le lleva de aquí para allá, y muchas veces revela que la naturaleza le domina, y él cree que es el mismo Dios y no puede alcanzar la verdadera y plena paz y ser celeste del todo antes del dicho tiempo. Luego, el hombre debe esperar 10 años antes de que el Espíritu Santo, el consolador, en verdad le llene, el Espíritu Santo que lo llena todo».
7.7. Cuarta fase: Seguimiento Correspondería a los frutos del Espíritu que el hombre comienza a cosechar a los 10 años, más o menos, de la crisis existencial de la madurez. ¿Hacia los 50 o 55 años? ¿Segunda conversión, inicio de la mística? Las partes segunda y tercera de este libro describen este proceso. La libertad no se percibe como proyecto, sino como finitud abierta al Absoluto. No se controla la vida. Dios está tomando literalmente la iniciativa. El deseo ha aprendido sabiduría de fe en la desapropiación. Y lo ha aprendido en lo que le ha venido impuesto pasivamente, que, no obstante, ha sido ámbito privilegiado de crecimiento
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En general, el talante vital es duro. La autoconciencia de pecado, intensa. La confianza en Dios, tenaz. Hay paz, y ella libra de inquietudes al corazón; pero cuando más luz tienes sobre Dios, el Evangelio y el hombre, ¿por qué la esperanza parece arrastrarse planamente sobre la ambigüedad de todo lo humano? Trabajas más desinteresadamente que nunca, sin expectativas, con la certeza claroscura de que sólo te importa Dios y su gloria; pero ¿por qué esa sensación, también certera, de que no terminas de pertenecerle? Hay momentos (en la oración y fuera de la oración) en que notas emerger de muy adentro, sin proponértelo, con la frescura del manantial, el agua viva de un amor que te invade. El yo queda liberado de sí. ¿De dónde esta fortaleza, que se atreve con todo sin perder la lucidez de la propia debilidad? ¿De dónde este amor que prefiere el último puesto? Jesús es tu suficiencia. El Espíritu Santo te instruye internamente en los misterios del Padre. Poco a poco, las virtudes teologales dominan la existencia. Quedan atrás la preocupación por la autorrealización o los ideales de perfección o los sueños del Reino. Unificación, simplificación, pacificación, abandono confiado, fe oscura y amorosa. Desde el momento en que Dios ha tomado la iniciativa del proceso, la paradoja antropológica se acentúa: ¿Madurez humana? Sin duda: hombre integrado, en quien las grandes bipolaridades de la existencia han logrado su equilibrio sin conflicto. Pero ¿por qué el creyente que lo vive prefiere hablar de gracia, dependencia, infancia? 7.8. Quinta fase: Pascua La única bipolaridad que queda es la expresada por la muerte. Pero ¿la muerte física ha de coincidir con la muerte espiritual, es decir, con la experiencia pascual del discípulo llamado a compartir el destino del Maestro? La muerte de Jesús
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representa el amor escatológico de Dios, que trasciende absolutamente todo proceso de madurez antropológica, aunque ésta se alimente de la experiencia trascendente de la muerte natural.
fancia reconquistada de la sabiduría del anciano. Pero, desde el punto de vista vivencial, no olvidemos que el problema no está en el lenguaje, sino en el cambio de sentido de la existencia: que a partir de una edad la temática existencia] es nuclearmente religiosa, pues se centra en la bipolaridad finitud-Dios. — La consumación última cristiana es escatológica y, como tal, no puede ser sistematizada. La vocación a ser hijo en el Hijo no entra en la dinámica de la libertad finita. A lo sumo, como decían los clásicos, en cuanto «potencia obediencial»; o, en lenguaje de K. Rahner, como existencial indisponible. Lo cual nos obliga a retomar la idea del proceso. Formalmente, lo expresamos en términos de evolucional lineal; pero ¿es algo más que una necesidad instrumental de nuestra inteligencia abstracta? En la realidad, el proceso es un crecimiento dramático, atravesado por bipolaridades irreductibles. 7.10. Como la bipolaridad irreductible radical se llama libertad-Gracia, una vez que la libertad está constituida y no está condicionada por los presupuestos bio-psíquicos, todo creyente está dispuesto a creer que el amor de Dios no tiene por qué atenerse a nuestras leyes de correlación entre edades de la vida y experiencia espiritual. El primer ejemplo es Jesús: a sus 33 años, devorado por el celo del Reino (cf. Jn 2 ) , hizo de su muerte entrega libre de amor en obediencia al Padre (cf. Jn 10). Pero, si Jesús nos parece incomparable, pensemos en Teresita de Lisieux a los 24 años. ¿Responden los santos a nuestros esquemas de proceso? En mi opinión, sí. L a misma Teresita, a pesar de su juventud, puede y debe ser interpretada en clave de maduración no sólo espiritual, sino también psicológica. Recordemos, por ejemplo, la famosa noche d e su conversión, en Navidad, a sus 14 años. Sin duda, actuó la gracia de Dios; pero ¿quién no capta inmediatamente su primer paso decisivo en la superación de la «angustia psicológica de separación» que hasta entonces condicionaba su libertad? Lo q u e sucede es que ella, como muchos santos, tuvo desde muy n i ñ a un sentido excepcional para concentrar la existencia en el amor, y un amor absoluto. Fue el amor el que le permitió acelerar el tiempo, darle una densidad de eternidad y madurar « a n t e s de tiempo». Por eso, a veces me pregunto si no cabe hablar de dos caminos de santidad:
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Por eso la pascua puede ser anticipada. Pertenece al Padre; en su hora. La vivió Jesús a sus 33 años, coincidiendo con su muerte física. Dejemos bien claro que el juicio escatológico del Padre sobre Jesús hace de su muerte algo absolutamente único. Pero la vocación del discípulo consiste en participar de dicha muerte, según la medida de la gracia y lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Flp 3; 2 Cor 4-6; Col 1). El Padre nos configura a imagen de su Hijo de muchos modos: en la «verdadera alegría» de la Cruz (san Francisco), por medio de la «noche pasiva del espíritu» (Juan de la Cruz), en el martirio, cuando la muerte física es consumación de amor, etc. ¿Cuántos cristianos, sin embargo, anticipan dicha muerte pascual? ¿Cuántos, mejor, llegan a esa feliz correlación entre consumación humana y consumación espiritual? 7.9. La exposición de las fases de la vida espiritual en correlación con la madurez humana replantea la vieja cuestión de naturaleza/gracia. Resumamos: — La vida espiritual no puede darse sin ciertos presupuestos humanos; digamos, sin equipamiento. — Pero tampoco cabe equiparse adecuadamente sin cierta experiencia religiosa, sin despertar al sentido de la existencia y sin cierta fundamentación de la finitud y de la muerte. — Puede hablarse, teóricamente, de una cierta correlación directa entre el proceso de maduración humana integral y el de la experiencia espiritual, especialmente hasta la crisis existencial de reducción, en torno a los 55 años. He dicho «teóricamente», porque ya vimos en el cap. 5 que lo determinante «no tiene edad». — A partir del «viraje antropológico» que supone la segunda edad, la correlación es experimentada como paradójica. Puede hablarse de maduración; pero la autoconciencia no se centra en la autorrealización, sino en la finitud. De aquí se deriva la ambivalencia de los lenguajes antropológicos y religiosos. En principio, no tendría por qué haber malentendidos. Podemos seguir llamando «madurez» a la in-
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— El de los que maduran viviendo de amor, y así aceleran la muerte, purificados por el amor; — y el de los que aprenden a vivir siguiendo el ritmo del tiempo como sabiduría de la finitud y del amor. Los procesos purificatorios estarían ligados a la tensión entre ideal-realidad, deseo-fe, es decir, a los desafíos propios de cada edad. Desde esta perspectiva, la segunda edad tendría la importancia que significativamente se le ha dado tanto en los modelos antropológicos de desarrollo como en los maestros espirituales.
2.a Parte: Descripción
De hecho, Sab 3 alude a los jóvenes que en la prueba «colmaron mucho tiempo». Y san Juan de la Cruz parece referirse en Llama 1,34 a esos dos caminos de santidad. Pero el mismo Doctor místico se ve obligado a manejar dos claves para explicar el proceso espiritual. — Por una parte, Dios no hace su obra si no ve un corazón «dispuesto», es decir, de alguna manera Dios se somete al ritmo deJ hombre mismo. — Por otra, la transformación depende de la acción directa de Dios cuando «embiste un alma», según fórmula repetida. Terminamos con lo de siempre: la imposible sistematización de la existencia humana.
8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17.
El joven, en busca de identidad Entre los 25 y los 40 años A partir de los 40 años Análisis sociocultural de la generación de los '40 ¿Por qué la crisis afectiva? ¿Por qué tanta gente «quemada»? Las tentaciones del adulto Realismo y mediocridad Crisis existencia] ¿Crisis de fe?
8 £1 joven, en busca de identidad 8.1. Como dice su título, esta segunda Pate del libro va a ser más descriptiva. Recurriré con frecuencia a una tipología diferenciada, a fin de no caer en un esquema lineal y simplista del desarrollo. El estilo será más sugerente que sistemático, más fenomenológico que deductivo. Hay que intentar expresar la riqueza de la vida humana. Aludiré a la experiencia de célibes, casados, solteros..., teniendo como referencia casos reales y casos posibles. Pero tampoco quisiera perderme en la multiplicidad de la casuística. La reflexión debe mantener un modelo antropológico de maduración, el que ha sido trazado en la Reflexión previa. Conviene, pues, tener presente como trasfondo objetivo el esquema de las crisis existenciales y las fases de la experiencia espiritual, tal como aparecen en los capítulos 3 y 7. El horizonte último de reflexión implica la fe. La resonancia de estas páginas resultará más próxima a los creyentes. No obstante, muchos datos y consideraciones pertenecen a la condición humana, sin más. Precisamente, uno de los objetivos de este libro es apuntar hacia una visión integradora de las ciencias humanas, la antropología filosófica y la teología espiritual. Comenzamos por el ciclo del adulto joven, para adentramos inmediatamente en el tema central del adulto maduro.
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8.2. Para comprender lo que le pasa a L.C. no basta tener en cuenta que está en 4.° de medicina, que su familia pertenece a la clase media y que sus padres han tenido que sacar adelante a cinco hijos con mucho esfuerzo. Es un chico responsable y le gusta hablar de cosas serias.
pero que todavía no sabe qué hacer con su vida. Estudia para asistente social, porque intuye que «los tiros del futuro» van por la entrega a los demás.
Muy identificado afectivamente con su madre, pero adora a su padre. No se puede decir que haya recibido una educación rígida. Pero tampoco ha sido un niño conflictivo. A sus 22 años tiene algo de adolescente, a pesar de ser físicamente un hombrón. De familia religiosa practicante y militante, ha estado siempre metido en movimientos juveniles cristianos. Todo le parecía claro: terminar la carrera, dedicarse al prójimo, dar con una muchacha que compartiese sus ideas y proyectos... Hasta que comenzó a salir con C.L. Llevan seis meses de novios. Es su primer amor. Tiene todos los motivos para ser feliz; pero se siente nervioso, raro. ¿Qué le pasa? Sólo constata que, cuanto más quiere estar con ella, tanto más —cuando se ven los sábados por la tarde— desea dejar la relación. Lo que más le preocupa es su desinterés actual por el grupo de jóvenes cristianos. Hasta ahora, era él prácticamente el que llevaba la voz cantante en los momentos de reflexión y cuando había que tomar iniciativas. Siempre le habían dicho que era un entusiasta. Pero ¿por qué ahora todo le parece una «comedura de coco»? Evidentemente, L.C. es típico representante del joven idealista cristiano de educación protectora y fuerte internalización de roles, intensificada por la catequización ideológica. ¿Qué le pasa? Que es un inmaduro afectivo y que, al descubrir el mundo de la mujer con la fuerza de sus 22 años, la identidad personal sufre un giro de 180 grados. Tendrá que iniciar una búsqueda de identidad que aborde los problemas de personalidad y que resitúe la fe. Si ésta no logra integrar la afectividad, terminará por diluirse en una interpretación global del mundo, de la que sólo quedarán, en el mejor de los casos, unos principios morales. 8.3. La búsqueda de identidad en B.G. es sorprendentemente lineal. A sus 19 años parece una mujer «hecha y derecha». Muy autónoma en criterios y en la capacidad de seleccionar relaciones y tareas. Ella dice que siempre sabe lo que no quiere,
Cuando menos lo espera, ella misma se sorprende hablando con Dios. Desde hace unos meses nota que está cambiando su relación con El. Sin darse cuenta, se pone a preguntarle: «Señor, ¿qué quieres que haga?». Le he preguntado si alguna vez se le ha ocurrido hacerse monja (he usado expresamente esa palabra), e inmediatamente ha hecho un gesto de rechazo. Y ha contestado: «Esa es la pregunta que desde hace años temo». Quiere ser de Dios; mejor dicho, la pertenencia a Dios es como una certeza nunca expresada. Pero, según va madurando, esa certeza se concreta. Y siente el riesgo de una libertad que comienza a soltar las manos. En este caso, la búsqueda de identidad está ligada a una especie de instinto de fidelidad a lo profundo de sí mismo. Lo humano y lo divino se reconocen mutuamente, sin conflicto. 8.4. Por el contrario, J.D. viene de un ambiente superficial. Familia pudiente. Madre volcada en sus «trapos» y en sus amigas. Padre dedicado a sus negocios. Tiene una hermana mayor que se trae a todos los chicos de calle. El ha hecho desde pequeño, literalmente, lo que le ha dado la gana. Como nunca le han faltado dinero ni amigos... Ha experimentado de todo. Sólo se ha parado ante la droga dura. El único problema que ha tenido —lo dice él— ha sido el de admirar, desde los 12 años, a un amigo de cuadrilla a quien nunca ha podido dominar. Lo ha ridiculizado; lo ha ignorado; pero ha sido como su sombra. Y es que, en efecto, a pesar de las apariencias, J.D. siempre ha tenido una sombra dentro de sí. A veces, algunos amigos lo han encontrado solo, a las cinco de la mañana, en los jardines de la ciudad, paseando tranquilo «¿Qué te pasa?», le han preguntado. 8.5. La búsqueda de identidad que caracteriza al adulto joven, entre 18 y 25 años, abarca dimensiones psicosociales, existenciales y espirituales.
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La dimensión psicosocial gira en torno a la pregunta: ¿Quién soy yo? Lo cual implica la crisis de autoimagen, es decir, que el ideal del yo, que hasta entonces ocupaba la autoconciencia, comienza a resquebrajarse. A veces se produce por simple proceso de reflexión interior. Lo normal es que venga dada por la confrontación con la realidad: cuando tienes que salir a la calle y dialogar con otros modelos ideológicos; cuando la relación de pareja te obliga a desenmascarar zonas subconscientes de la personalidad hasta entonces bien resguardadas; cuando algún acontecimiento rompe los sistemas de seguridad del joven, frágiles casi siempre; o, simplemente, cuando llega la edad de tomar decisiones y de asumir un rol activo y estable en la sociedad.
centro vivificador y determinante de la persona y de su proyecto de futuro. Dicho de otra manera, que la identidad personal sea experimentada como vocación, como fuente íntima de libertad y de verdad: «Lo más mío es lo que Tú, Señor, quieres para mí».
La dimensión existencial es más compleja: ¿qué quiero ser?; ¿tomo la vida en mis manos o me refugio en falsos sistemas de seguridad?; ¿qué realidades de mi persona son mías y cuáles he ignorado o negado?; ¿por qué me cuesta ser fiel a mí mismo?; ¿obro desde mí o en función de expectativas externas?; ¿qué actitud adopto ante lo negativo, frustrante?; ¿para qué quiero mi futuro? Se supone que un joven creyente tiene un ideal; pero con frecuencia enmascara la falta de identidad personal, ya que, en vez de fundamentar su vida en la verdad de ser él mismo, se aferra al ideal como autojustificación o proyección ilusoria de deseos infantiles. Es como si, subconscientemente, hubiera tomado la decisión de no llegar a adulto, es decir, de no aceptar su propia libertad en confrontación con la realidad. Por eso la búsqueda de identidad del joven adulto presupone la actitud existencial de autenticidad. No se confunda con la coherencia moral que el joven idealista persigue. La autenticidad es previa: espíritu de verdad y coraje para vivir a fondo la existencia, asumiendo los riesgos de la libertad y las consecuencias de los propios actos. La dimensión espiritual se refiere a las cuestiones últimas de sentido y a la relación con Dios. Pero no será real si el joven no experimenta su fe como identidad fundante. En última instancia, la búsqueda de identidad personal tiene que asumir el principio antropológico de ser en simas allá de sí, en Dios. Lo cual hace que la experiencia religiosa del joven entre 18 y 25 años deba ser capaz de integrar los niveles psicosociales y existenciales en un centro unificador y, además, ser ella misma el
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Por eso la dimensión espiritual está en el principio de la crisis de autoimagen y en la conclusión. Lo normal es que el joven adulto adquiera distanciamiento y hasta agresividad respecto a su pasado religioso, poco real y propicio a reforzar dependencias. Pero es ésta, también, la época privilegiada en que el deseo religioso puede dar paso a la fe fundante. 8.6. La búsqueda de identidad exige un proceso en el que podemos distinguir dos fases: — La primera está determinada por la búsqueda de sí mismo. Se traduce en autoconocimiento, descubrimiento de lo interpersonal, replanteamiento de los ideales del pasado, reestructuración de las actitudes ante la vida, etc., etc. Como es obvio, el proceso tiene de todo: luces y sombras, momentos de confusión y experiencia de liberación... — Llega un momento (teóricamente tendría que ser hacia los 23 años, más o menos) en que la pregunta importante no es «¿quién soy?», sino «¿qué quiero hacer con mi vida?». Respetar el ritmo de estas dos fases es pedagógicamente esencial. Cuando se desencadena la crisis de autoimagen y saltan en pedazos los proyectos del pasado adolescente, la sensación de ansiedad hace que el joven quiera tener una respuesta inmediata respecto a su futuro. Aquí es decisivo el principio de discernimiento: que la vocación (y no hablo de vocación específica de consagración al Reino) no se aclarará si previamente no se aclara el proceso de personalización. El proyecto sólo será auténticamente libre si la búsqueda de identidad personal es real. Al fin y al cabo, de lo que se trata en esta búsqueda es de encontrar el propio proyecto de vida en la historia; en términos creyentes: de discernir cuál es el plan que Dios tiene para mí en concreto. Como ocurre con todas las crisis existenciales, las bipolaridades características del hombre se extreman: el joven tiene que preguntarse radicalmente por su «yo real», desmontando
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imágenes falsas de sí, por lo que da la impresión de volver a narcisismos preadolescentes; pero, en realidad, el dinamismo profundo de esta búsqueda de sí es de autotrascendencia: la libertad está aprendiendo a apoyarse en la realidad para dar el salto a la historia. Habrá que cuidar, por ello, de que el autoanálisis no consolide posibles tendencias narcisistas. El necesario equilibrio vendrá dado por otras instancias: la relación grupal, la afectividad de pareja, la responsabilidad, el compromiso social, la oración... Y téngase en cuenta que cada persona es sujeto único.
— La confrontación con la realidad externa, fuera del ambiente protector.
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8.7. A esta búsqueda de identidad se oponen múltiples realidades. No es el momento de enumerarlas. Pero será bueno decir algunas. — Un sistema educativo, marcado por los roles y el aprendizaje pasivo de normas y actitudes, que tiene miedo al conflicto, a la libertad individual y a la complejidad del mundo actual; demasiado frecuente, por desgracia, en nuestras instituciones de inspiración cristiana (cf. el «Epílogo»). — Los mecanismos de autodefensa del ideal del yo: proyección infantil del deseo religioso, racionalización, dependencia de la aprobación externa, etc. — Experiencias vividas de dualismo en que lo religioso haya sido separado de lo humano o, viceversa, en que haya sido reducido a ideología. Por ejemplo: adolescencia configurada exclusivamente por una afectividad familiar y de relación con Dios; o, por el contrario, adolescencia volcada en actividades sociales en que lo determinante ha sido la ideología del grupo o del líder. — Actitudes enquistadas en el pasado. ¿Por qué? Puede haber problemas psicológicos pendientes, no resueltos, que bloquean la posibilidad misma de búsqueda de identidad. O puede que el ambiente en que se ha vivido haya estado tan deteriorado que las experiencias de incondicionalidad sean inconsistentes. ¿Qué puede hacer un joven de 20 años que siempre ha satisfecho inmediatamente sus caprichos, o cuya relación interpersonal sólo ha creado imágenes superficiales, sin contenido afectivo, o para el que Dios ha estado asociado a prácticas meramente rituales? 8.8. Las mediaciones para desencadenar este proceso de personalización son también múltiples:
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— Reflexión, lectura, autoconocimiento. — Diálogo con un verdadero educador que sepa leer la experiencia vivida del joven y le posibilite ser él mismo. — El trabajo como ámbito de contacto responsable y estable con personas y cosas. — La vida diaria en su densidad de claroscuro, especialmente los acontecimientos significativos en que el joven se cuestiona a sí mismo y su proyecto de vida. — La relación afectiva, amistad o pareja, porque hace salir lo mejor y lo peor, la fuerza y la vulnerabilidad del corazón humano. ¿Qué lugar ocupa la relación con Dios en este proceso? Los creyentes tendemos a hacer de la religión la panacea de todos los problemas. Como Dios es el símbolo de lo bueno y justo... Pero olvidamos que la experiencia de Dios no adviene al hombre en su forma ideal. Los no creyentes sospechan de lo religioso, pues han constatado los estragos de los perfeccionismos espirituales. La respuesta, a mi juicio, debe ser matizada y podría ser resumida en estas tesis: a) La experiencia religiosa se presta a ser ambivalente en esta crisis de identidad del joven adulto. — Por una parte, toda crisis favorece el despertar religioso. La sensación de confusión y ansiedad permite que emerja el sentimiento básico de la dependencia, subsuelo de la experiencia de Dios. ¿Quién no ve que Dios se presta a ser el asidero que dispensa del riesgo e inseguridad de tomar la vida en las propias manos? Por eso, con frecuencia el despertar religioso de la preadolescencia y postadolescencia está asociado a síntomas de regresión: encerramiento en sí, fantasías del deseo... — Por otra parte, los síntomas de regresión no siempre delatan fondos neuróticos. Cualquier terapeuta sabe que en el punto de inflexión de una curación se agudizan las resistencias; pero, en realidad, preanuncian la libertad. La experiencia de Dios, pues, con frecuencia ha de reasumir todo el pasado y se manifiesta con connotaciones regresivas. Sin embargo, bien
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EL JOVEN, EN BUSCA DE IDENTIDAD
orientada y no separada del proceso humano, puede ser el elemento catalizador que permita resolver la crisis con un grado de madurez no sospechada anteriormente. En efecto, la búsqueda de identidad, vivida religiosamente, obliga a hacer la síntesis de contrarios: o bien Dios representa la imagen ambivalente del Padre (protector y tirano a un tiempo), con lo cual enquista el proceso, fijándolo en la adolescencia; o bien Dios se revela como el amor interpersonal fundante, que libera de la Ley y posibilita la autonomía en la disponibilidad al Reino.
— El ser en sí más allá de sí le libera de la angustia de futuro, sin dejar de percibir el riesgo de su proyecto de vida. No necesita idealizar la realidad, porque ha descubierto que su fuente de libertad es la voluntad de Dios, largamente discernida a través de un proceso en que aprender a ser libre y estar abierto a los planes de Dios han sido una misma cosa.
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b) Para resolver positivamente la ambivalencia, la relación con Dios debe ser integradora. — En correlación con el proceso humano. Por ejemplo, el despliegue afectivo de las relaciones interpersonales debe ser paralelo al descubrimiento del Dios de la Alianza; el reconocimiento y aceptación de las pulsiones de agresividad y sexualidad no debe percibir a Dios como amenazante, sino como posibilitante; más aún: la autonomía de ser auténtico, fiel a sí mismo, debe permitir la experiencia del amor de Dios como libertad y gracia; etc., etc. — «Integradora» quiere decir, además, que la experiencia de Dios se constituya en centro de unificación personal, de modo que el creyente experimente cómo su pasado, sus tendencias, sus límites, sus posibilidades, sus proyectos... adquieren en la obediencia de fe a la voluntad de Dios su sentido y motivación más real y profunda. c) Lo cual, a su vez, depende de la experiencia fundante de la fe. En mi opinión, esta época es propicia para dicha experiencia, porque: — Permite superar la ambivalencia de super-ego y placer, ley y deseo, ideal del yo y yo real, en que aparece la crisis. Se logra a través de la experiencia personalizada de la afectividad en la relación con el Dios de la Revelación. La Biblia entera está atravesada por la dialéctica del deseo/ley /amor de alianza... — En la experiencia de la gratuidad del amor de Dios, el joven fundamenta su finitud y su autonomía a un tiempo. Para ello tiene que encontrarse a fondo con su finitud, desde la crisis de autoimagen, y tiene que afirmar su libertad en la esperanza del futuro, pero no apoyándose en sí, sino en el Dios salvador.
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La experiencia fundante no se mide por la intensidad psicoafectiva, sino por los frutos de unificación, integración y cambio de horizonte de sentido. Por definición, es gracia. ¿En qué medida totaliza a la persona? El adulto joven, si tiene dicha experiencia fundante, fácilmente se hace la ilusión de disponer de la solución para todo. Serán los años siguientes, especialmente con la crisis de realismo, los que autentificarán la profundidad de tal experiencia. La experiencia fundante identifica al joven adulto. Le da centro personal. Le quedan todavía muchos caminos que recorrer y muchos desafíos que afrontar. Está bien equipado; ha logrado fundamentar el sentido de su vida; maneja bastante bien la imagen real de sí; confía en Dios... Pero ¿qué sabe del mundo y de la vida?; ¿con qué recursos cuenta para afrontar la responsabilidad y la finitud?
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ser persona. Pero ¿qué sorpresas nos deparará el porvenir? ¿Responderá a las expectativas de los 25 años? Porque, a pesar de todos los procesos de búsqueda de identidad, el joven ignora lo esencial.
9 Entre los 25 y los 40 años 9.1. En nuestra cultura, en torno a los 25 años se toman las grandes decisiones de la vida: fin de carrera, matrimonio, ordenación sacerdotal, profesión de votos perpetuos... Últimamente, diversos factores socioculturales hacen que la adolescencia se prolongue y, consecuentemente, las decisiones estables se retrasen. Recuérdese que este libro se dirige a adultos creyentes, cuya inmensa mayoría ha sido idealista en su primera juventud y, por lo tanto, tomó decisiones de carácter incondicional. El número 25 tiene, pues, un valor aproximativo, con carga de símbolo. Entre los 25 y los 40 años se realiza el proyecto, que es personalizado, se supone, a través de un proceso de búsqueda de identidad vivido de los 18 a los 25, más o menos. Hemos escogido el verbo «se realiza» con el deseo de expresar la densidad existencial de este ciclo, el propio del joven adulto. Se ha dejado atrás definitivamente la adolescencia (crisis de autoimagen, discernimiento del proyecto de vida). Es la hora de afrontar la realidad. Hay que medirse con ella. Hay que comprobar la verdad efectiva de los propios recursos humanos y espirituales. Hay que asumir la responsabilidad de vivir; pero no de modo abstracto, sino en lo concreto de las decisiones tomadas. «Realizarse» ya no es un «slogan» atrayente para la fantasía (el adolescente que desea una personalidad rica). En eso consiste
Y no olvidemos que la realidad es infinitamente más compleja que nuestros esquemas. No existe el joven ideal que lo tenga todo: integración psíquica de tendencias y necesidades, autoconcienciareal, adaptación social, autenticidad, experiencia fundante de la fe... ¿Por qué, en los procesos anteriores, ha madurado más el sentido de la existencia que la integración de las pulsiones? ¿Por qué la capacidad de autoconocimiento no le ha restado la capacidad de mantener sus viejos sueños de infancia? ¿Por qué la experiencia afectiva de Dios no ha podido ir a la par con el desarrollo de la relación de pareja? 9.2. A sus 23 años, G.U. tuvo la experiencia fundante de la fe con carácter irruptivo. De tal modo la sintió como totalizante que ya no pudo separar lo divino y lo humano. Dios fue su primer amor y El posibilitó su equilibrio afectivo, la aceptación de sí, la autoestima y la seguridad ante los demás. Desde entonces, la certeza más clara de su vida es la fuerza salvadora de la Gracia. Basta creer en Dios. Lo demás, incluida la integración psíquica, se nos da «por añadidura». A los 26 años profesó en un instituto religioso. A los 27 se le concedió iniciar un nuevo estilo radical de vida evangélica. Entregado al límite, en su comunidad y entre los pobres, en un barrio de chabolas. Tiene ahora 31 años, y desde hace una temporada, unos dos años, vive una tensión fuerte en sus relaciones comunitarias. Se siente agresivo con un compañero sin ninguna razón especial. Intensifica la oración, controla sus emociones, se esfuerza en mejorar la relación... Se pregunta qué le pasa, por qué la vida espiritual no le libera de su necesidad de autoafirmación. Creía que el problema lo tenía superado. ¿Por qué emerge de nuevo, después de tantos años de relación con Dios y autodisciplina? La respuesta exige diversos niveles de lectura: — La experiencia fundante fue real, pues sigue siendo la fuente básica de aceptación de sus sentimientos negativos y la que le permite dar sentido a la situación. Lo nota en que tiene paz, a pesar de la tensión psicológica. Pero cada uno vive la
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experiencia fundante según su propia realidad humana, y, naturalmente, G.U. había hecho de la experiencia de la Gracia un nuevo sistema ordenador de la realidad. Es de los que absolutizan cada experiencia; y aunque la experiencia de la Salvación, en su fuerza fundante, tiene en sí misma un carácter absoluto, no garantiza la solución de problemas psicológicos, y menos cuando atañen a la estructura bio-psíquica de la persona. Fácil tentación de «fundamentalismo espiritualista».
Evidentemente, su rebeldía actual de ser mujer se parece mucho a la de su hija de 12 años, cuando ésta se queja de que sus amigas vuelven a casa a las doce de la noche y ella tiene que volver a las diez. Pero uno dice que más vale tarde que nunca. Puede y debe plantearse la vida de un modo distinto.
— La razón subconsciente de dicha totalización resulta bastante clara: necesidad de autoimagen, educación rígida de las pulsiones, sublimación afectiva en el deseo religioso. Literalmente «racionalizó» (mecanismo de defensa) la experiencia de la Gracia para no encontrarse con sus fondos oscuros, incontrolables. 9.3. El problema que tiene L.I. es que no se siente «realizada». Tiene un marido que la adora y unos hijos preciosos, buenos estudiantes y cariñosos (sólo la mayor, de 12 años, comienza a dar las primeras señales de rebeldía... que no pasan de lo normal). No le falta dinero, sale con sus amigas por las tardes... Hace unos meses que asiste a unas conferencias de promoción de la mujer y tiene la sensación de despertar a la vida por primera vez. Ya no es la misma en casa. Se queja continuamente de su condición femenina. Para un moralista la solución es clara: dejarse de ideologías que sólo sirven para minar las bases de la sociedad, la familia y la religión, y volver a asumir sus responsabilidades de ama de casa, buena madre y esposa enamorada. Esta crisis será positiva si le hace consciente a L.I. de que había caído en unas prácticas religiosas rutinarias. Es el momento en que se aconseja volver a ejercicios de piedad no rutinarios. Para alguien acostumbrado a leer los trasfondos de las situaciones críticas de las personas, a L.I. le pasa lo que a tantas chicas/os que no tuvieron problemas mayores en su adolescencia y juventud. Su vivir fue satisfacer las expectativas ajenas. El caso de L.I. es típico: familia conservadora, buena estudiante, comienza a salir con un chico de su misma clase social cuando tiene 18 años, termina la carrera de farmacia, se casa y... ¿Cómo es posible que a sus 35 años no se haya enterado de qué es la vida? ¿Qué ha sido, entonces, para ella el amor y el tener hijos?
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9.4. Por el contrario, a sus 39 años M. V. comienza a tener la impresión de ser vieja. Hacia fuera fue siempre la chica de éxito: inteligente, guapa, expresiva... Tuvo la suerte de unos padres que combinaban muy bien disciplina y libertad. Pero no con palabras, sino con su modo de ser: ese saber el punto exacto de ternura y distanciamiento, según los casos, que da la madurez afectiva. A los 14 años, en unas convivencias del colegio escuchó hablar de Jesús de un modo especial. Aunque parezca mentira, desde entonces supo a quién pertenecía. No cambió en nada su modo tan natural de relacionarse con los chicos. Sólo por dentro, una especie de reserva instintiva, sin rigidez, pero alerta. Nunca llamaba la atención en el grupo de compañeras con quienes inició la vida religiosa a los 20 años. Alegría en sus ojos y fidelidad a las cosas sencillas. A nadie le extrañó tampoco que a los 28 años pidiera ir a misiones. La encontraron un poco joven, como que no conocía la vida; pero la dejaron ir. América y sus pobres la hicieron mujer. Del modo más normal, respondiendo cada día a la realidad circundante, comunitaria y de misión. A los 34 años la hicieron responsable de una comunidad conflictiva. Por primera vez en su vida experimentó el rechazo visceral de algunas hermanas. Para colmo, un señor importante, muy amigo de las religiosas, andaba detrás de ella. Todo un caballero, por otra parte. Ahora reconoce que entonces se jugó la vida. Pues para ella la vida es el corazón. ¡Era tan fácil caer en sus brazos, dejarse llevar en un momento de debilidad! La sensación de soledad fue tan dolorosa que ni siquiera descansaba en la oración. Esta se había hecho terriblemente árida. Su único desahogo consistía en irse sola por el campo y gritar vocalmente, despacio, entre sollozos, algún salmo. Aquello ya pasó. A M.V. se le ha complicado la vida más que nunca. Se queja a veces de la falta de tiempo para estar a solas con su Señor. Pero ya no pide ni eso. Ha aprendido a
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abandonarse en sus manos. Lo hace cada minuto. Como su respiración. A ratos, amorosamente; a ratos, con el quejido de un deseo humilde. Evidentemente, M.V. ha madurado desde el realismo de la vida; pero su fuente ha sido el amor. 9.5. A E.Ch. le ocurre algo que nunca habría sospechado. Se ha enamorado como un adolescente de su compañera de bufete. ¿Por qué? No se lo explica, porque no ha dado pie a ello. Siempre ha sido un hombre serio, aunque no un moralista. Al contrario, cuando salía con H., que después sería su mujer, ambos pertenecían a un movimiento cristiano de acción social. ¡Fue tan hermoso compartir con alguien las ideas, el proyecto, la lucha por los demás! Tuvieron relaciones prematrimoniales, conscientes de lo que significaban para los dos. En aquella época se quejaban, sobre todo ella, de tener poco tiempo para estar solos los dos. Pero se trataba de no ser egoístas, ¿no? La primera crisis la tuvo cuando, al tener el tercer hijo, H. le sugirió la conveniencia de cambiarse a otro piso un poco más amplio. ¿Por qué parecía H. claudicar de sus principios de austeridad cristiana? La segunda, hace dos años, cuando ella le dijo que iba a dejar la comunidad cristiana de base a la que habían pertenecido desde novios. Ahora, que se siente atrapado afectivamente, no sabe qué pensar de su vida. ¿Merecía la pena tanta generosidad? ¿Por qué no se atreve a hablar claramente con H. de lo que le pasa? 9.6. Para comprender el significado antropológico de este ciclo vital hay que tener en cuenta los ejes de su dialéctica. a) En primer lugar, cómo se recogen en él los frutos de los años anteriores. No ha sido fácil llegar hasta aquí. Hasta que el joven sale a la vida mínimamente equipado, ¡qué arduo aprendizaje! Tiene todavía reciente el recuerdo de los últimos años de búsqueda de identidad. Ha sido duro el primer contraste con la propia realidad personal y optar por un proyecto de vida. Pero la vida ofrece tantas posibilidades que no es el momento de mirar atrás. El joven adulto olvida fácilmente su pasado.
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Etapa de vitalidad y confianza en el futuro, de iniciativa. La realidad no es objeto de fantasía o de curiosidad, a la que uno asoma desde su torre bien protegida (el ámbito familiar y estudiantil). Exige ser tomada como se posee a una amante. Y ahí se lanza el joven con ímpetu creativo. El trabajo adquiere la importancia que le corresponde en la existencia humana. Ámbito de autorrealización y de valoración social. Para el creyente, instrumento fundamental de su misión en el mundo. Amar adquiere también una densidad especial. No consiste en mirarse a los ojos, sino en mirar en la misma dirección: hijos y un proyecto común de vida. La sensación de tener mundo propio (hogar, parroquia, comunidad religiosa). Fácilmente se abandonan las relaciones anteriores (amistades de estudiantes que parecían eternas) y se crean vinculaciones mucho más estables, porque pertenecen a la trama misma de la vida. Entre los 25 y los 40 años siente uno cómo va enraizándose en la realidad. Tiene intereses, compromisos, responsabilidad. Ama y trabaja. Por eso la autoconciencia de libertad se diferencia tanto de la etapa anterior. Antes había que elegir. Ahora hay que llevar a cabo un proyecto: sacar adelante a la familia, hacer de esta parroquia o de este colegio un ámbito de vida cristiana, conquistar una experiencia elevada de Dios... Pero cuando uno ha fundamentado mal su opción de vida, puede sentirse desbordado por una realidad que no esperaba y que provoca reacciones diversas: — Inhibición ante las responsabilidades. Problemas pendientes de falta de autoestima y de seguridad personal. — Choque brutal ante la complejidad de un mundo para el que no había sido preparado. Educación protectora e idealista. — Pérdida de sentido religioso y de relación con Dios. Los nuevos intereses vitales, más cercanos a lo concreto, exigen síntesis espirituales propias de la madurez. — Incapacidad para asumir los nuevos roles afectivos. Ese marido que se refugia en el trabajo, porque no sabe hablar cara a cara con su mujer. Ese célibe que se parapeta en su función de maestro y de hombre espiritual, porque es incapaz de mostrarse como es ante los demás, especialmente ante la mujer...
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b) La dinámica de esta fase cambia según las experiencias configuradoras, es decir, según el proyecto realmente vivido.
vamente, sutilmente, como que la fuerza del yo es más aparente que real.
Aquí conviene distinguir entre proyecto como estado de vida y proyecto en cuanto experiencia configuradora. Porque un monje puede estar dedicado a la oración y, sin embargo, su experiencia configuradora puede ser el estudio. ¿Por qué? Porque su interioridad se alimenta especialmente de su necesidad de interpretar el mundo. O una mujer casada puede estar plenamente dedicada a su marido e hijos y, sin embargo, ser la oración, en cuanto relación afectiva con Dios, lo determinante de su experiencia adulta. ¿Por qué? Porque su corazón no puede vivir con menos que Dios. O un cura puede estar plenamente entregado a los adolescentes de su colegio y, sin embargo, su experiencia configuradora es crear adhesiones. ¿Por qué? Porque, inconscientemente, sus carencias afectivas tiene que compensarlas con ese «rol» de líder.
Al principio, esperanza decidida, arriesgada. Progresivamente, realismo lúcido, más calculador. Al principio, el deseo impregna la fe de ideales. El proyecto del Reino es optimista. Progresivamente, el mundo no se amolda, más bien se resiste. El Reino es conflictivo. Al principio, el amor es audaz, entusiasta. Progresivamente, fiel, más verdadero. Al principio, Dios y lo humano van juntos; oración y acción se complementan. Progresivamente, tensión, dispersión... Al principio, visiones globales. Progresivamente, relativización de los grandes proyectos; preferencia por lo cotidiano.
Hasta esta edad, sin duda, existen experiencias que marcan el modo de ser y de vivir de la persona. Pero la experiencia configuradora es la que hace que el adulto sienta la realidad como suya. Por eso necesita tiempo, que algo sea gozado y sufrido, amado y odiado. El tiempo ha de ser experimentado como duración y concentración. Sin estas vinculaciones fuertes, acumuladas, la vida se expone a no ser vivida.
Por ello, hacia los 35 años, más o menos, comienza la crisis de realismo, que se irá agudizando progresivamente. Ya quedó explicado en la 1.*. Parte de este libro su sentido antropológico. Para un creyente, en particular, la crisis compromete el fundamento de su vida. No se puede ser creyente sin dar a la existencia un sentido de utopía. Pero estar a la altura del tiempo pone progresivamente en entredicho esa utopía, ya que todo va diciéndote que no va a realizarse tu proyecto cristiano.
La grandeza y miseria de ciertos estilos de celibato dependen de la capacidad de crear vinculaciones. Por principio, Jesús creó el celibato para amar, no para hacer del amor un distanciamiento de pureza. Otra cosa es cómo se compaginan tales vinculaciones con un corazón indiviso, con una pertenencia de amor exclusivo a Dios.
Al principio, ser adulto es ser consecuente con el proyecto cristiano. Progresivamente, aprender a amoldarlo a la ambigüedad de lo real. Da lo mismo que la experiencia configuradora sea la relación con Dios o la justicia social. En ambos casos la utopía queda sometida al realismo crudo de la finitud humana.
c) El ritmo vital cambia según va acercándose a los 40 años.
9.7. La respuesta a la crisis de realismo vendrá dada por el planteamiento que hagamos del ciclo vital del adulto maduro. Pero cabe señalar aquí dos criterios esenciales.
Al principio, sensación global de despliegue. Progresivamente, de confrontación. La realidad es más conflictiva de lo que uno sospechaba.
a) El adulto joven debe aprender progresivamente a descubrir la utopía en el dinamismo de la realidad, es decir, a no considerar el ideal «fuera», sino «dentro» de la realidad misma.
Al principio, integración de la personalidad. ¡Tantas cosas quedaban sueltas, sin consolidación, en las fases anteriores! Por eso, hasta los 35 años, más o menos, ser adulto tiene todo que ver con el proceso de consistencia y de autonomía. Progresi-
La crisis de autoimagen ya le llevó a darse cuenta de que el ideal no se vive desde la identificación del deseo, sino mediante un proceso. El descubrimiento de la vida como proceso permite evitar el dualismo entre la utopía y la finitud.
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Pero el joven adulto ha tenido que definir su proyecto de vida incondicionalmente. Para casarse ha tenido que vivir un proceso; pero el fundamento de la decisión no es algo personal, sino utópico e incondicional: para siempre y según el amor de alianza que Dios nos tiene. El que se consagra a Dios y su Evangelio «no puede poner la mano en el arado y mirar atrás», no puede arriesgar y calcular, al mismo tiempo, según el principio de Jesús (Le 9,62). Volvemos a encontrarnos con la paradoja del realismo cristiano: realismo, sí; utopía, también.
¡Qué peligrosa es la tentación de leer la propia historia en clave de idealismo inmaduro! Normalmente, el que ha vivido a fondo, el que por fin ha dejado atrás su mundo adolescente, es el que llega a ser verdaderamente adulto. Y el que no se resigna a la realidad y se aferra a sus viejos sueños es el que no se entera de la vida.
Precisamente, la realidad finita, que se impone implacable a los proyectos del joven adulto, le obliga a plantearse sus ideales en una dinámica nueva: aprender a trabajar la realidad «desde dentro», no desde fuera, como había creído al principio. — Si su proyecto íntimo es la perfección moral, tendrá que descubrir que «nada es transformado si primero no es aceptado» (máxima de Jung).
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Pero, si la utopía es gracia, ¿por qué extrañarse de que no cumpla nuestras expectativas? Si el Reino es dado en esperanza, ¿cómo no trabajar denodadamente en él, sin necesidad de controlar su eficacia? Dicho así, parece fácil. La cuestión es que el joven adulto vive la tensión entre utopía y realidad con crispación. Si ha tenido la experiencia fundante de la Gracia, la luz interior le dice que no debe perder la paz, que tiene que aprender a creer y amar. Si no ha tenido dicha experiencia, la crisis puede ser aguda desde el punto de vista cristiano:
— Si su ideal es la justicia, deberá aprender a respetar los condicionamientos objetivos, personales y estructurales, como punto de partida.
— o se queda estancado en un talante adolescente;
— Si su meta es la unión con Dios, habrá de saber que ésta no cabe sin la purificación del deseo y la humildad de no tener derecho a nada.
— o es el momento propicio para la experiencia fundante de la Gracia.
Con lo cual las virtudes teologales (fe, esperanza, amor) comienzan a adquirir el verdadero protagonismo de la vida cristiana. Hasta ahora sustentaban el trasfondo las motivaciones últimas, mediatizadas por las virtudes morales o, mejor dicho, por el yo y sus proyectos. La crisis de realismo obliga al joven adulto a nuevas síntesis: ¿se puede mantener la utopía cristiana en medio de la ambigüedad de los logros humanos? La esperanza cristiana permitirá dicha síntesis de contrarios, como veremos más tarde. El joven adulto cristiano debe intuir al menos el camino de síntesis. b) De ahí la importancia de la experiencia fundante de la fe. ¡Cambia tanto el modo de percibir el conflicto entre ideal y realidad! Precisamente porque la fe no consiste ni en el ideal ni en la realidad ni en la identificación del deseo ni en la sensatez moral, por ello permite al joven adulto no considerar la realidad como enemigo de sus proyectos.
— o desplaza la fe hacia la prudencia sabiamente egoísta;
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Estaba claro que la operación no había sido más que el desencadenante de algo que se estaba gestando. La falta de ilusión por el trabajo y la parroquia no nacía de la experiencia de la enfermedad. Es verdad que ésta le había afectado más de lo que él esperaba; pero era normal, ya que entraba por primera vez en un quirófano.
10 A partir de los 40 años 10.1. Hace dos meses que salió de la clínica, operado de un quiste. Los médicos le dijeron que era una simpleza, pero que más valía extirparlo, por si acaso. Todo bien, sin complicaciones. Sin embargo, V.L. se siente distinto desde que hace cuatro meses se decidió a ir al médico. Le falta la ilusión por el trabajo y la parroquia. A sus 43 años, es la primera vez que ha guardado cama en una clínica. Tipo vital, pletórico de salud. Sacerdote de iniciativa, inteligente y capaz. Párroco, a los 30 años, de una parroquia de barrio conflictivo, en Madrid. Le achacan ser un poco autoritario; pero la gente le valora por su cercanía y entrega. Le conocí hace cinco años en unos Ejercicios espirituales para curas. Ya entonces me llamó la atención el contraste entre la imagen social que proyectaba hacia fuera y su experiencia interior. Mostraba una sensibilidad especial por el mundo de la oración. Cada vez que se retiraba (cada dos o tres meses se iba a un monasterio cisterciense), volvía a sentir el aguijón. Tenía verdadera hambre de Dios, decía él mismo; pero la actividad y la urgencia de las tareas desbarataban sus deseos. ¿Por qué no lograba saciar esa nostalgia de relación viva con Dios? Vino a verme, charlamos largo, intentamos leer su historia...
De repente se introducía en su vida un elemento extraño que él no controlaba y que le ponía al descubierto la caducidad de la vida. ¿Es que no lo sabía? ¿Es que no lo había experimentado muchas veces al contacto con los enfermos y ancianos? ¿Es que no lo había explicado en sus homilías y conferencias religiosas? Fue la ocasión para dedicarse más intensamente a la oración. Vino a mí para confirmar su propósito de dejar la parroquia y poder ser coadjutor en una zona más tranquila. No quería abandonar el ministerio, por supuesto; pero ¿no era la hora de llevar a cabo su sueño de intimidad con el Señor? Analizamos este deseo espiritual. Y poco a poco fue apareciendo la carga de ansiedad psicológica que había en ello. Era otro modo de querer controlar la propia existencia, a Dios mismo. Profundizamos en la misma veta, y fue revelándose un viejo problema de su época de formación: la falta de integración de sus pulsiones afectivosexuales, compensadas por su dinamismo activo externo. Hablamos claramente de crisis de «segunda edad». No era nada grave. Pero era la primera advertencia. Y sobre esta base volvimos a preguntarnos: ¿cuál era el sentido de su búsqueda de Dios, nunca satisfecha? La respuesta no podía encontrarse a base únicamente de oración. Había que hacer un balance general de su historia, leerla en distintas claves (psicológica, existencial, espiritual). Sólo entonces podríamos trazar un camino de futuro. 10.2. El ejemplo ilustra sumariamente el camino que iniciamos: describir la crisis de la «segunda edad» a niveles diferenciados. A partir de los 18 años, la vida es búsqueda de identidad, proyecto, historia. A partir de los 40, la vida revela los fundamentos reales en que se ha definido una persona y sus decisiones. Etapa de verdad. Por eso exige ser interpretada desde la unidad y polivalencia que es cada ser humano y su libertad encarnada.
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Cuando decimos «40 años», el número tiene carácter simbólico y aproximativo. La crisis de realismo ha comenzado ya; a partir de los 40 se acelera, y en torno a los 50 se muestra como crisis de reducción, que se agudiza progresivamente. Conviene, pues, advertir que la fenomenología de los capítulos que siguen corresponde mejor a los 50 años.
ees, su verdadera vivencia de la realidad. ¿Por qué un santo tiene casi siempre cara de niño? ¿Por qué un vicioso no puede ocultar su profunda tristeza? Al independiente se le nota en el modo de cerrar la mandíbula. Al indeciso, en la manera de situar la mirada ante su interlocutor.
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Como explicábamos en la primera parte del libro, los factores de aceleración o desaceleración del tiempo (por qué una persona está a la altura de su tiempo, y otra no lo está) no es una cuestión meramente cronológica. Por ejemplo, en las instituciones actuales de célibes de autoconciencia de la crisis de la madurez se retrasa bastante, entre otras razones, porque no hay generaciones de jóvenes que empujen, y somos los maduros, comparativamente, los jóvenes efectivos. Hechas estas observaciones, pasemos a la compleja descripción de este ciclo vital. 10.3. Quizá lo más significativo de un hombre/mujer maduro sea su rostro. Si supiéramos descifrarlo, podríamos leer en él su historia. Porque su rostro, a esta edad, está ya configurado. Tiene los trazos de la persona «hecha». Aunque los ojos mantengan un aire juvenil y hasta ingenuo, ciertas arrugas, ciertos perfiles de la frente y, sobre todo, esas líneas que se entrecruzan cuando la persona habla, sonríe, manda o grita, definen una vida entera. Nunca como a esta edad se entiende tan bien la intuición de los antiguos de que la persona es su máscara, su hacerse presente en el rostro. No puede evitar mostrarse. Su sufrimiento, en los plegamientos sutiles de la piel que circunda los ojos. O su fortaleza a toda prueba, en la comisura de los labios. O su manera de enarcar las cejas, tan expresiva y soñadora. Pero, simultáneamente, el mismo rostro oculta los deseos íntimos, los reflejos del corazón y sus emociones. Rostro endurecido, sellado por experiencias acumuladas, que hace tiempo perdió la expresividad juvenil y que ha aprendido a guardarse. Cuando decimos que se conserva joven, aludimos al rostro; pero al rostro vivo, en acto de comunicación. Cuando decimos que está envejeciendo, es que su rostro refleja pesadumbre, resignación. El rostro del hombre/mujer maduro se presta a la caricatura, justamente porque delata un carácter y, muchas ve-
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Evidentemente, se trata de un signo, no de una palabra; y, como tal, precisa la sabiduría de una interpretación. Pero ya es significativo que el tiempo quede plasmado en muchos rostros y que, al alcanzar la madurez, su característica sea la fijación. Con la vejez, el rostro se hace sombra de sí mismo. Acentúa la fijación hasta la rigidez. Sólo los ojos, en algunos casos, conservan su luz y vitalidad. 10.4. La madurez es la edad en que uno comienza a «tener goteras». En caso de buena salud, durante las fases anteriores la enfermedad ha sido vivida como realidad ajena a uno mismo, inexistente. Ahora comienza a inquietar, y uno se sorprende de la importancia que adquiere, como un pariente que ha venido de lejanas tierras y se asienta en casa definitivamente. Parece extraño que no se le haya tenido más en cuenta. En la mayoría de los casos, uno se percata de su edad cuando siente ciertos síntomas de deterioro físico. Como a nivel social uno está en plenitud de facultades, el primer aviso viene del propio cuerpo. Hay que moderar el ejercicio físico, porque «el fuelle» se agota pronto. Los análisis dicen que el colesterol se dispara. La tensión comienza a «bailar», aunque no se hagan excesos en el comer y beber. Dolores de columna, artrosis incipiente. Cuesta leer de cerca; hay que pensar, dice el oculista, en lentes bifocales. En el trabajo intelectual, la retentiva disminuye ostensiblemente. Uno trata de consolarse pensando que la inteligencia funciona con más datos que nunca; pero hay que cuidar el horario. La sensación de declive es inevitable. La mujer la vive, de una manera aguda y concentrada, con la menopausia. En épocas y culturas en que el valor primordial de la mujer era la procreación, la crisis de la menopausia no era sólo biológica, sino también existencial. Pero en épocas como la actual, en que la realización de la mujer no depende primordialmente de los hijos, el significado crítico de la menopausia ha disminuido. Sin em-
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bargo, no olvidemos que la mujer vive en una sociedad altamente sexista. La menopausia le recuerda que ya no es joven, que ya no es atractiva como antes, y siente la amenaza de la pérdida de uno de sus instrumentos básicos de poder y de relación: su cuerpo.
ya nos conocemos demasiado y más vale no empeñarse en cambiar lo incambiable. En la tarea pastoral, porque uno tiene derecho a ser como el común de los mortales (tiempo libre, distracciones...).
La desgracia de muchos varones es que quieren ignorar su andropausia, que también existe: disminución del apetito sexual, desplazamiento social en las relaciones heterosexuales, y esa vanidad del macho, que ha buscado afirmarse corporalmente mediante la fuerza bruta, o el estar deportivamente «en forma», o a través de sus fantasías de seductor. El declinar biológico es, con frecuencia, el desencadenante de la crisis existencial. Al fin y al cabo, al sentirnos enfermos o disminuidos comenzamos a comprobar en propia carne (nunca mejor dicho) que está cambiando nuestro ritmo vital: que la vida comienza a situarse en el horizonte de la muerte; que quizá nos falte tiempo o fuerzas para realizar nuestros proyectos; que la fínitud no es una idea... 10.5. El hombre/mujer maduro vive esta tensión de extremos, que repercute en todo su talante de vivir: cuando más carga social ha de soportar es cuando comienza a cansarse física y psicológicamente de vivir. En efecto, la mayoría de los padres entran en la madurez cuando sus hijos son más problemáticos: los mayores, en los últimos años de universidad, a punto de casarse o independizarse, en plena búsqueda crítica de identidad; los pequeños, en plena adolescencia. Les gustaría descansar después del trabajo, en la tranquilidad del hogar. Pero ¡problemas en el trabajo y problemas en casa! Uno tiene ya constituido su bagaje de ideas y de normas de conducta; pero ¡hay que ponerlas continuamente a debate con los hijos y con la sociedad que se acelera! Añadamos la competencia profesional... Por eso esta edad sueña con las vacaciones: el fin de semana; el apartamento fuera de la ciudad; el mes tranquilo de verano... Las vacaciones simbolizan el espacio vital en que el adulto quiere aislarse, guarecerse de tantas tensiones acumuladas por responsabilidades de todo tipo. Los célibes dedicados a obras sociales o de evangelización sienten la misma sobrecarga. En la comunidad religiosa, porque
La tensión está asociada a la crisis de proyecto. Después de haber dejado la piel en la empresa, en la familia, en la parroquia, en la comunidad religiosa... ¿merecía la pena? Ahora que podíamos recoger los frutos, sólo sentimos el peso de la responsabilidad que nos atenaza y de la que nunca podemos desprendernos. Este cansancio es caldo de cultivo para una de las tentaciones más frecuentes a esta edad: la evasión. Hablaremos de ello. 10.6. No sabe cómo, pero el hombre/mujer maduro siente progresivamente una sensación difusa de miedo, de insatisfacción. Le preguntas si tiene algún motivo concreto, y te responde que no. No le pasa nada grave. Simplemente, que ya no tiene la ilusión de antes. En las psicologías más débiles o aparentemente fuertes, que no supieron fundamentar el sentido de su vida, la sensación difusa de miedo se traduce con frecuencia en psicosis de fracaso. Se entremezclan motivos fútiles y serios, fantasmas y hechos. De ahí esa desazón, ansiedad, que caracteriza a tantos cuarentones/as. Que los hijos no han respondido a la idea de los padres. Estos están muy irritables, dicen aquéllos (con el talante petulante que tienen ciertos adolescentes, pero con la intuición certera de que «los viejos están raros, no se aclaran»). Cuando hay reunión comunitaria, a X se le nota hace meses encerrado en sí mismo. Habla lo justo. ¿Por qué comienza a dudar de los métodos pastorales con los que lleva trabajando hace quince años y que han sido, en buena parte, creación original suya? Lo mismo le ocurre a Y, aunque en otro campo: el de la profesión. Acaban de ponerle en la oficina a un joven de 29 años. Nunca ha escatimado esfuerzos ni tiempo para ayudar a los compañeros de trabajo. Sin embargo, con éste se siente terriblemente egoísta. Se resiste a enseñarle el oficio. Está claro que tiene miedo a ser suplantado, a perder prestigio social.
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Z está profundamente desanimada, porque está rozando los 50 años y, después de 30 años de vida claustral, sus sueños de santidad le parecen cada día más lejanos. Y no es precisamente porque sea más humilde, sino porque es inútil su esfuerzo renovado de fidelidad a la oración y la mortificación.
pecialmente del comportamiento humano: educación, política, síntesis integradora de pensamiento, responsabilidad en las instituciones...
La idea de pérdida se adhiere al cerebro como un fantasma obsesivo. Pérdida de salud, de motivaciones espirituales, del cargo, de lo arduamente conseguido durante años, de los hijos, del trabajo... Amenaza de fracaso: en el proyecto cristiano de vida, en la obra en que uno ha empeñado lo mejor de sí (personas, fundaciones...), en la propia vida ante Dios... 10.7. «La cuarentena, la edad en la que llegamos a ser lo que somos» (Péguy). La frase refleja la ambivalencia de esta edad. «Por fin, hemos llegado a reconciliarnos con lo real». Y también: «A mi edad... no soy más que esto». Ha costado mucho llegar a conocerse. El camino, la confrontación con la reaJidad. Después de tantos ideales y energías empeñados, ¿cuál es mi medida verdadera? Lucidez de saber lo que doy de mí. Por fin, he hecho el «traje» de la existencia a mi yo real. A pesar de la crisis de autoimagen y luego de realismo, sólo ahora soy consciente de lo que puedo. He buscado siempre lo que debo. Comienzo a darme cuenta de que la sabiduría del ideal está en la realidad, que debo hacer lo que puedo.
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Se comienza a ser sabio, ese arte del juicio práctico, en que pensamiento y acción no se perciben como enemigos, sino como aliados. «Prudencia» le llamaban a esto los clásicos. Nosotros lo llamamos «discernimiento», el cual supone la experiencia del espíritu en la inmediatez irreductible de lo concreto.
— El hombre/mujer maduro es realista. Su realismo puede deslizarse hacia el escepticismo y la mediocridad; pero también expresar la consistencia y riqueza de la libertad personal, de la obra bien hecha, del gozo de las cosas sencillas, de la esperanza activa y paciente, de la humildad responsable, del amor lúcido... Conoce el amor, pues hace tiempo dejó de ser una idea romántica y tuvo que renovarlo cada día, con dolor y alegría. Está enraizado en la existencia a través de lazos permanentes, de intereses vitales. Las personas no son vagas ideas sobre el hombre, sino rostros vivos. Las tareas no son proyectos posibles, sino lucha sostenida.
Para un hombre educado en el idealismo y cuyo proyecto de vida estuvo configurado por el Reino, la sensación de fracaso es inexorable. Sin embargo, la paradoja de esta edad estriba en sostener los extremos. El hombre reconciliado con lo real, con su finitud, conoce una plenitud insospechada.
Ya no cabe una lectura idealista de la propia historia. ¿Por desencanto, acaso? No necesariamente, sino por esa lucidez de quien ha comprobado la obra de Dios en la purificación de los propios ideales. Estos se alimentaban demasiado de ambición y vanidad, de autocomplacencia narcisista. Por eso el realismo actual es fruto de humildad y madurez de fe.
— El hombre/mujer maduro tiene experiencia.
10.8. Este capítulo nos ha ofrecido una primera panorámica de lo que pasa a partir de los 40. He dado más cabida a los aspectos críticos de esta edad, ya que la 2.a Parte del libro se centra preferentemente en ellos, dejando para la 3. a las posibilidades de nueva maduración que encierra. E igualmente he preferido partir de una fenomenología «menos espiritual», a fin de ganar en densidad humana. ¿No es propio de esta edad desconfiar de las sublimaciones del deseo para asentarse en la verdad de la finitud?
No está haciendo experiencias. Ha construido mundo propio. Puede mirar hacia atrás, tener visión de conjunto, comparar opciones... El joven cree en sus ideas. El maduro conoce el valor real de las ideas. Por eso esta edad es altamente productiva, sobre todo en trabajos que necesitan manejar la complejidad de lo real, es-
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Con ello busco también un objetivo pedagógico: que el lector no se evada de esas sensaciones primarias a través de las cuales emerge casi siempre la crisis existencial. Resumamos: la edad de los 40 a los 55 años es una edad extraña, porque uno no es ni joven ni viejo. En esto se parece a la adolescencia como típica edad de transición: ni niño ni joven adulto. En ambos casos acaece un cambio bio-psíquico. En ambos aparece un talante de ansiedad e inestabilidad emocional. Ambos crean un estado de ánimo confuso que pone en crisis la propia identidad. La diferencia es radical en cuanto al fundamento de la crisis. La adolescencia abandona el sistema artificial de la familia y se abre al mundo, a ver si puede crearse un espacio propio. En la madurez es el propio espacio vital el que es puesto a prueba, socavado, sometido al sinsentido.
11 Análisis sociocultural de la generación de los '40 11.1. Nuestras reflexiones se centran en la persona. Pero hacen referencia constante a la realidad externa, social y cultural. No propugnan una visión individualista del hombre. La subjetividad está siempre referida a la historia. ¿Qué sentido tendría hablar del tiempo humano si lo redujéramos a vivencia interior? Con todo, no es el momento de meternos a dilucidar la cuestión antropológica de la dialéctica entre individuo y sociedad. Estamos hablando del adulto cristiano de hoy, el que nació en la década de los 40 en un determinado contexto y ahora, en la década de los 80, sobrepasa los 40 años. Su proceso personal es inseparable de los acontecimientos históricos que han marcado la postguerra (española y mundial). En nuestro caso de cristianos, nos tocó vivir en plena juventud el magno acontecimiento del Concilio Vaticano II, la Revolución de mayo del 68, la transición del franquismo a la democracia, etc. Años de profundos cambios socioculturales. Anotemos este dato de importancia trascendental para nuestro tema, especialmente para los célibes: fuimos educados en una sociedad marcada por el autoritarismo y el monopolio ideológico del clero, en instituciones típicas de la tradición cristiana de la Contrarreforma, de modo que definimos nuestra vida, nuestra identidad personal y de proyecto de vida, hacia los 25
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años, cuando se estaba celebrando el Concilio. Sin duda, si al menos tuvimos la suerte de tener ciertas inquietudes, el Concilio simbolizó nuestra búsqueda de identidad. Pero jamás pudimos sospechar lo que iba a traer consigo. ¡Qué 25 años de transformaciones a todos los niveles: ideológicos, socio-económicos, de comportamiento...! Entre los 25 y los 40 años, en una época en que lo que importa es realizar el proyecto de vida, suponiendo que uno ya aclaró su identidad personal y social en años anteriores, a nosotros nos ha tocado revisarlo todo. No ha sido fácil, ciertamente. ¿Tenemos la sensación de que ha merecido la pena? El desafío ha sido brutal. ¿Mayor que en otras épocas: por ejemplo, la de nuestros padres, a quienes tocó vivir la guerra civil? No lo sé. En cualquier caso, para comprender nuestra experiencia real de cuarentones/as o cincuentones/as, es imprescindible cierto análisis socio-cultural, saber de dónde veníamos y por lo que hemos tenido que pasar.
11.2. Algunos rasgos de nuestra adolescencia, antes de 1960: — Cosmovisión religiosa. El sentido de la vida era inconcebible sin Dios. Al menos en la mayoría de las familias que han nutrido de vocaciones nuestras instituciones, lo religioso no era algo meramente ritual o formalista. Dios era una realidad viviente. — En general, estaba muy ligada a la Ley, con toda su fuerza ambivalente: responsabilidad, sí, pero con necesidad de orden y autojustificación. Contrarreforma moralista. — Y también reforzada por un modelo social autoritario, desde la familia al Estado, en que la Iglesia priorizaba las virtudes pasivas de la obediencia y la renuncia a sí mismo.
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— Unos «roles» bien delimitados: el de hombre y mujer, el de laico y clérigo, el de casado y soltero, el de autoridad y subdito, etc. Dicho así, parece un sistema sin fisuras. Y, sin duda, la derecha triunfante, que impuso su ideología nacional-católica durante tantos años (los de nuestra infancia y adolescencia, precisamente), se hizo la ilusión de haberlo conseguido y de controlarlo. Pero en realidad el sistema era más débil de lo que aparentaba. Por señalar algunos rasgos: — El pensamiento neoescolástico no satisfacía las conciencias. Desde Europa se sucedían oleadas de pensamiento una tras otra: existencialismo, marxismo, neopositivismo, estructuralismo... — Los avances de la ciencia y de la técnica, que repercutían inmediatamente en los comportamientos, introduciéndose en la familia y en las instituciones: la radio, el automóvil, la televisión... — A pesar del muro de los Pirineos, la presión europea con sus ideas y sensibilidad: laicismo, democracia, secularidad, comunismo... — Movimientos eclesiales de renovación que resquebrajaban los viejos esquemas de «sociedad cristiana»: el movimiento litúrgico, la investigación crítica de la exégesis, la teología del laicado, los grupos de reflexión y acción católica, etc. El Concilio Vaticano II nació en Centroeuropa. En España nos pilló, en general, desprevenidos. Pero fue normal que nos afectase especialmente a los que entonces teníamos entre 18 y 25 años. Por talante juvenil, predispuesto a la novedad y especialmente sensible a los signos de los tiempos. Porque, quizá sin darle un nombre preciso, bullía en nosotros un conjunto de intuiciones que conectaban con otras de la misma onda.
— El ideal cristiano era la perfección, simbolizada por el «status» de los hombres/mujeres consagrados.
Naturalmente, dependió del ambiente. No era siempre la educación tan rígida: había profesores que venían de Europa, acabados sus estudios; de vez en cuando caía en nuestras manos algún libro «prohibido»...
— Estructuras socio-económicas rígidas, y aún más rígidas —si cabe— estructuras socioculturales, sin libertad de pensamiento ni pluralismo ideológico.
11.3. Pero lo que en un principio parecía un mero «aggiornamento», como entonces se decía (adaptación y actualización de la disciplina canónica y mayor amplitud de ideas, para
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dialogar mejor con el mundo moderno), muy pronto se reveló como verdadera revolución, en que hubo que cuestionar todo, hasta los fundamentos de la fe. Partíamos de nuestra seguridad de identidad (como cristianos y según nuestros respectivos «status» de clérigos, religiosos o laicos), buscando hacer algunos arreglos en nuestra vieja Iglesia, bien firme, y nos encontramos con desafíos cada vez más radicales. No estaría mal que mirásemos estos últimos 25 años de nuestra historia. Nos parecerían, creo, una película apasionante en la que se han sucedido vertiginosamente cambios insospechados. Veamos algunos que nos ayuden a esta toma de conciencia. Los voy a mezclar, porque en la experiencia viva ocurre que revisión de costumbres y reflexión de principios se amalgaman. Sí descendemos a lo concreto, ganaremos en fuerza evocativa. Olvidamos pronto el pasado y apenas nos damos cuenta del cambio de «mundos» que hemos sufrido. A veces nos preguntamos, sorprendidos: pero ¿es posible que a mis 20 años yo pensase y viviese así como lo más natural del mundo? — Nos parecía lo más natural del mundo aquella moral en que había que buscar siempre lo más perfecto, objetivamente predeterminado por normas, votos, constituciones, estatutos, a los que uno podía añadir «obras de supererogación». — La Iglesia católica y sus dogmas garantizaban la verdad. Hoy, a la luz de la Biblia y de la reflexión de las ciencias humanas, la verdad la percibimos en confrontación con la historia y la conciencia. La Iglesia misma aparece como una realidad en camino, no sólo como un sistema cerrado.
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autorrealización? ¿Por qué hemos opuesto lo divino a lo humano? — Antes nos tratábamos de Vd., y en los conventos había que pedir la bendición del superior/a de rodillas. Ahora, el principio del igualitarismo intenta nivelar todas las relaciones, rompiendo las diferencias de «roles». — ¿Y qué decir de la revolución sexual? Fuimos educados en la represión de las pulsiones, especialmente de la sexualidad, porque la pureza de pensamiento y obra constituía todo un ideal de vida cristiana... — Reestructuración del mercado de trabajo a partir de la industrialización y urbanización. Reestructuración de las relaciones entre las instituciones religiosas y el mundo civil. Mundo mixto en que el hombre y la mujer alternan en un pluralismo indeterminado de funciones. Curas, religiosos/as, laicos/as trabajan a diario en tareas comunes. — El aparato ideológico, firme y sistemático, ha sido sometido a revisión en cada uno de sus puntos. ¿Quién puede tener la misma idea de Jesús, la Iglesia, los Sacramentos, el Papa, la Gracia, la Salvación, etc., que hace 30 años? — Hemos visto sucederse una serie de utopías, más o menos internalizadas como ideales: la vida sobrenatural (década del 50), la vocación eclesial (década del 60), el compromiso sociopolítico (década del 70), la autorrealización (década del 80)...
— En España hemos pasado del hambre crónica a la abundancia. ¿Sospechamos las consecuencias de este cambio en las virtudes cristianas, al pasar de un régimen de austeridad a un standard de vida en que el principio de placer es normal? La virtud del sacrificio, que para nosotros era tan esencial...
— Amigos y amigas que compartieron con nosotros nuestros mismos proyectos en grupos cristianos, en el seminario, cuando éramos jóvenes, y que ahora, casados, ordenados o profesos, en sus respectivos lugares de compromiso, cuarentones o cincuentones como nosotros, no tienen nada que ver con nosotros. Algunos son especialmente anticlericales, otros «pasan» de lo cristiano, otros nos miran con compasión... Y entre los que hemos mantenido la fidelidad a nuestros orígenes, ¡cuánto desencanto, cuánta sensación de haber pagado un precio excesivo...! ¡Cuánta cobardía, quizá, por no haber hecho lo que ellos...!
— La nueva sensibilidad antropocéntrica. ¿Lo importante es «salvar el alma» o ser feliz? ¿No quiere Dios acaso nuestra
— Lo que está claro es que nuestro papel de cristianos en el mundo ha cambiado radicalmente. Somos unos entre otros,
— El «mundo» no nos parece tan enemigo. La Constitución «Gaudium et spes» nos ha enseñado a caminar al lado de los hombres de buena voluntad, aunque sean protestantes y ateos, sin creernos mejores que los demás.
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cuando antes, especialmente los privilegiados del sistema (clérigos y religiosos/as), teníamos el poder y el prestigio. Nosotros, que fuimos educados para ser maestros y líderes... — Y en consecuencia, ha cambiado nuestra autoconciencia. No vivimos la fe en pacífica y segura posesión. Porque, inmersa en los cambios sociales, ha venido la secularidad, este desafío que deja la identidad cristiana a la intemperie, expuesta ante la racionalidad crítica. ¿Tiene sentido hoy hablar de Dios en un mundo que se interpreta desde sí mismo? ¿No será la experiencia religiosa la ilusión megalomaníaca del deseo? ¿Por qué no reducir lo religioso a una sabiduría de lo humano, sin más? ¿No es el cristianismo, con su pretensión de Revelación mesiánica, la principal barrera del humanismo planetario hacia el que caminamos inexorablemente todos? Que cada cual se haga la lista de sus preguntas y experiencias críticas durante estos años. ¡Qué carga de intensidad! ¿Nos ha servido para madurar? ¿Tenemos la sensación de que los cambios socio-culturales han ido enriqueciendo nuestra identidad humana y espiritual? ¿Qué precio hemos tenido que pagar? ¿Ha sido para nosotros un proceso lineal e integrador o, por el contrario, quizá nos hemos sentido como náufragos, perdidos en ese maremagnum de la historia, para el que ciertamente no habíamos sido educados? ¿Por qué, en última instancia, seguimos siendo cristianos? 11.4. Sería interesante hacer el análisis psico-social de los creyentes ante el cambio. Resulta injusto reducir a unas cuantas actitudes la complejidad del fenómeno; pero puede ser ilustrativo. En el punto de partida del análisis, a mi juicio, habría que tener en cuenta lo siguiente: que fuimos educados en un sistema cerrado y para un sistema que se suponía continuaría cerrado. Lo cual nos dio un gran sentido de identidad, pero en el que no cabía diferenciar el nivel de la autoconciencia libre del nivel de la internalización de «roles». De ahí que, en cuanto el cambio socio-cultural atacó nuestros sistemas de seguridad, cada uno de nosotros percibió el grado de consistencia o de inconsistencia de su identidad. Porque el desafío de estos años ha consistido precisamente en mantener la identidad en un proceso de integración de los cambios.
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— Muchos no pudieron permanecer en nuestras instituciones, porque las sintieron incapaces de integrar el cambio. Por autenticidad, por lealtad a la Iglesia misma, prefirieron ser cristianos en contextos seculares. — Otros dejaron nuestras instituciones, porque su identidad vocacional era más ideológica que personalizada. Ha hecho falta mucho espíritu para ir integrando la experiencia de la fe sin adoptar posiciones defensivas ante el cambio. Aquí se comprende la importancia de lo que llamábamos la «experiencia fundante». — Algunos permanecen dentro, porque todavía las instituciones posibilitan la protección del individuo, especialmente si éste tiende a ser pasivo. Se trata de una actitud semidefensiva de «no querer enterarse». — Bastantes tienen una actitud claramente defensiva. El mundo se ha descristianizado y va a la ruina. El postconcilio ha sido una etapa de descontrol. Hay que recuperar el verdadero Concilio, estrechando los lazos de obediencia con la autoridad, y así volver a conquistar el mundo. — Quizá sea peor todavía la actitud defensiva de tipo «victimalista»: la de quienes añoran el pasado y se sienten fácilmente agredidos por las actitudes que llaman «progresistas» de los otros. — Porque también muchas actitudes «progres» revelan, ciertamente, la falta de identidad propia. Demasiado miedo a no estar al día, a perder el tren de la historia, a no caer bien a los jóvenes... ¡Qué necesidad de identificarse con el modelo teológico en boga! — Muchos se sienten disociados. Es el precio que han pagado por querer mantener la bipolaridad de identidad y cambio. Fueron educados en los ideales espirituales y, al tener que abrirse al mundo, dejaron la oración, aunque no el sentido religioso de su existencia. O bien quisieron renovar las instituciones desde la radicalidad evangélica sin tener en cuenta suficientemente las condiciones socio-culturales, por lo que el proceso de integración ha creado una serie de desfases en su personalidad y proyecto de vida. — Otros muchos, de buena voluntad, sin grandes problemáticas personales, han hecho la síntesis como han podido, al
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ritmo de las instituciones o de compañeros más «lanzados». Más que elaborar síntesis personalizadas, han logrado evitar extremos, fraguando una fidelidad práctica. Algunos han llegado a la madurez con la paz de haber servido a Dios y a los hombres, sin pretender tener respuesta a los grandes retos del mundo actual. Otros, sin embargo, han caído en la mediocridad y la acomodación. Auténticamente maduros, capaces de síntesis maduras, hay que reconocerlo, pocos. ¿Por qué? 11.5. Cada generación ha de llevar su propia carga de historia. Y es ahí donde experimenta su grandeza y su miseria. Los de nuestra generación, los que nacimos en la década de los 40, reconocemos todo lo que recibimos de nuestros padres, sociedad, instituciones, Iglesia. Fue una suerte haber sido educados con un gran sentido de identidad. Pudimos entregar nuestras mejores energías juveniles a los grandes ideales. Aprendimos a no calcular. Que la vida tiene un sentido incondicional, era lo evidente. Que la experiencia religiosa fundamenta la vida, idem. ¡Cómo vibrábamos ante un proyecto evangélico de radicalidad! En aquellos internados de educación espartana, la fantasía del deseo se disparaba hacia sueños de heroísmo en todos los frentes... Comparemos nuestro «mundo educativo» con la complejidad y pluralismo de los modelos educativos actuales, incluso los que pretenden ser «unitarios e integradores», los de la escuela privada. El adolescente de hoy ¡se siente traído y llevado por tantas instancias...! Puede escoger satisfacciones materiales mucho más variadas que en nuestra época. Conoce muy pronto la diversidad de cosmovisiones: creencia religiosa, ateísmo, religión católica, no católica, etc. Los sistemas de comportamiento en que se mueve le permiten obrar de modo distinto respecto a nuestra generación: en moral social y sexual, por ejemplo, o en las prácticas religiosas. No prejuzgo qué educación es mejor o peor. Cada una tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Lo que queda claro es que nuestra generación ha sufrido y sigue sufriendo la crisis de realismo por partida doble: — primero, porque todo proceso humano, que va respondiendo a los ciclos vitales, ha de pasar por la crisis existencial del realismo, especialmente a partir de los 35 años;
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— segundo, porque nuestros ideales de juventud pertenecían a un determinado «mundo», y teníamos la esperanza, más o menos fundada, de realizarlos; pero ha sido precisamente ese mundo el que ha sido puesto en cuestión. Estar, pues, a la altura de nuestra edad, la de la madurez, comporta no sólo resolver crisis personales, sino también históricas. Mejor dicho, ambas dimensiones son inseparables. Con esto no quiero decir que la segunda dimensión sea exclusiva de nuestra generación. La historia, evidentemente, no ha cambiado sólo con nosotros. Únicamente pretendo dar cuenta de ambos aspectos con la concreción de lo que nos es propio: la revolución socio-cultural de estos 25 años, al menos en España.
¿POR QUE LA CRISIS EFECTIVA?
12 ¿Por qué la crisis afectiva? 12.1. A los 40 años, se supone, uno ha tenido que haber amado. La afectividad consiste en la capacidad de percibir al sujeto personal viviente. Y ahora que el corazón tiene historia, aparecen los rostros conocidos, con su nombre. En la infancia uno ama como reflejo de ser amado. En la adolescencia, el amor es proyección del deseo. El adulto joven descubre su identidad en relación con un tú (Dios, la pareja, la amistad). El adulto maduro ha vivido el drama del amor. Drama es esa historia concreta en que se ha comprometido el corazón y se ha experimentado uno de sus misterios irreductibles, la vinculación. Por eso, amar no es tener hijos y alimentarlos, ni hacer el voto de castidad y dedicarse a la oración, ni ser ordenado para el ministerio sacerdotal y dedicarse a hacer el bien, sino sentir la vida del otro, sufrir y gozar con los sufrimientos y alegrías del otro, acompañar, rechazar, apropiarse, olvidarse de sí, luchar por, entregarse, necesitar y renunciar... Evidentemente, depende de la propia vocación. En el matrimonio, la trama de los sentimientos humanos ocupa un lugar determinante. En el celibato es más sutil, porque la relación interpersonal fundante es espiritual. Pero a los 40 años, se supone, uno ya tiene la experiencia de haber amado. Ese hijo difícil que tanto hace sufrir y por quien se haría cualquier cosa. Aquel amigo/a que apareció en un encuentro
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casual, con quien se establecieron lazos de confianza y comunicación, que comprometió incluso la vinculación que definía el proyecto básico de vida. Estas personas a quienes se ha ayudado de un modo diferente, pues la ayuda no consistió en hacerles un favor, sino que creó una relación interpersonal... El drama se ha concentrado, sobre todo, en el tú que definió la propia identidad. No ha sido fácil amar. Ha habido que renovarlo cada día. Más de una vez nos hemos sentido cansados. Cuando uno se casa u opta por el celibato, se crea expectativas, en gran parte porque idealiza el amor. En la relación de cada día, la finitud impone la limitación, el conflicto, la frustración. Aunque el objeto del amor sea Dios, y precisamente porque es Dios. ¡Tiene tan poco que ver con lo que uno se ha imaginado desde sus necesidades de gratificación...! Por eso la tentación de no amar, de replegarse y contentarse con un trato agradable y tolerante, ha sido persistente. El drama del corazón del adulto maduro consiste en esta doble sensación: sí, ha amado, y es en la afectividad donde se ha sentido vivo, donde ha experimentado la densidad del tiempo; pero ahora ya conoce lo que el amor da de sí, ¿y merecía la pena tanto desgaste, tanta entrega? Afectividad enraizada y, al mismo tiempo, sometida a crisis. Porque el amor de la pareja arrastra el peso de la rutina, el roce de las limitaciones mutuas, acumuladas durante años. En los primeros conflictos creías que era un mal momento, que todo cambiaría. Ahora sabes que todo seguirá igual, porque ni ella ni tú vais a cambiar. Unos años antes, la relación sexual os daba la ilusión de la intimidad. Ahora se ha reducido a costumbre, a gratificación momentánea. ¿Os queréis? Sin duda; pero ¿por qué os lo decís tan pocas veces? Si Dios fuera alguien que te acaricia... Después de 25 años de oración, ¿qué frutos he recogido? Llevo más de 15 de aridez. Al principio lo atribuía al trabajo. Era fiel a la oración personal diaria, al retiro mensual, a los ejercicios espirituales anuales... El deseo de Dios ha llegado a dolerte: ejercicios personalizados de mes, semanas de experiencia de Dios... Ahora tienes la sensación de estar condenado/a al Dios ausente, atrozmente lejano. Más que culpable, te sientes frustrado. A veces, en un instante, tu corazón se estremece; pero ya no te fías. En los primeros años de vida religiosa, cuando te preguntaron si Dios te llenaba, dijiste que sí sin vacilación. ¿Y ahora?
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¿POR QUE LA CRISIS EFECTIVA?
Pasemos revista a los hombres de las personas a quienes hemos querido de verdad, dándoles generosamente lo mejor de nosotros mismos: rupturas por incomprensión, heridas que más vale no tocar, desagradecimiento, sensación de haber sido utilizado... Y no es que te sientas víctima del desamor. Volverías a hacer lo mismo, porque es lo mejor que has hecho en tu vida, no calcular el amor; pero ¿por qué la vida obliga implacablemente al desprendimiento?
pronto a un ideal. Si la educación institucional reforzó su idealismo (lo que suele ser habitual), el ciclo vital del adulto joven ha estado marcado por un desfase: proyecto idealista y retraso en la integración de necesidades humanas. Consecuencia: la experiencia de la realidad y su limitación permiten que los mecanismos de control/represión de necesidades se aflojen y, por lo tanto, emerjan ahora. A los 38 años se descubre al hombre/ mujer como si se tuviesen 16 años. Necesidad de vivir lo no vivido, idealización romántica del amor humano...
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12.2. La crisis afectiva del adulto se manifiesta de muchas maneras. Con frecuencia, de forma paralizante. Simplemente, se renuncia a amar. La relación interpersonal es sustituida por gratificaciones físicas inmediatas y controlables: la ansiedad por el trabajo, el placer de la comida, la acomodación al ritual de lo cotidiano, las pequeñas aficiones (por ejemplo, el coleccionismo), la evasión de responsabilidades nuevas... Otras, de forma activa, intentando renovar lo que queda de ilusión. Voy a señalar algunas expresiones típicas de la afectividad del adulto en crisis. Especial necesidad de ternura. Volver a encontrar un minuto de ternura... El adulto vendería todas las glorias del mundo por una caricia. ¿Por qué? Cuando has dado tu vida por una causa, y ésta no se realiza, y además sabes (hasta ahora todavía abrigabas algunas esperanzas) que no va a realizarse, ¿qué te queda? Te vuelves a la felicidad primaria. La causa representa el esfuerzo, la responsabilidad, los objetivos del proyecto de vida de tus 25 años. Puede ser la evangelización de un mundo cada día menos cristiano, la liberación de los oprimidos, la promoción de los marginados, o algo más cercano: la familia, la perfección espiritual... La ternura representa el resto de felicidad que te queda al cabo de tanta lucha inútil. Este momento es propicio para nuevas relaciones afectivas, especialmente si las que se tienen no son satisfactorias. ¿Por qué los amores tardíos del cincuentón? ¿Por qué ese amigo, que hasta ahora era sólo un amigo, comienza a ser mirado con ojos distintos por esta mujer intachable y abnegada? ¿Por qué la mayoría de los problemas afectivos de los célibes se dan a partir de los 35 años? En este caso, casi siempre se acumulan la crisis de autoimagen y la crisis de realismo. El célibe entregó su vida muy
Muchas crisis afectivas de célibes nacen de hondura mayor: de la lucidez de un celibato sin expectativas. Precisamente porque a esta edad no esperas que Dios llene tus necesidades humanas y porque, a través de tu entrega al prójimo, te has encontrado con rostros concretos y has comenzado a darte cuenta de que tu amor idealista era demasiado abstracto. Polarizada en Dios, la necesidad humana de significar algo personalmente para alguien estaba latente, y ha emergido ahora, cuando has conocido a personas de carne y hueso y la relación con Dios ya no puede ser sublimada como al principio. 12.3. El adulto maduro necesita ser necesitado Parece un sentimiento contrario al anterior. La necesidad de ternura nace de la frustración de expectativas; la necesidad de ser necesitado por otro nace del amor a la responsabilidad. Pero se mezclan los sentimientos, ya que la necesidad de ser necesitado puede enmascarar el deseo infantil de posesión. Hay que suponer que el realismo empuja al adulto maduro a protegerse a sí mismo. Está cansado de responsabilidades y quiere atenerse al calor de lo conocido. Pero ¿por qué esa manía de salvar a los demás? Podemos atribuirla a la inercia de los años. ¿No ha dedicado su vida precisamente a los demás? Sin embargo, responde a algo más: ser necesitado protege de la conciencia de la finitud. Cuando una madre cristiana, al hacerse sus hijos mayores, decide dedicarse a los ancianos o adoptar nuevos niños, a sus 45 años, puede hacerlo porque el amor de autodonación está totalizando su vida; pero, también, porque no puede asumir el desprendimiento de los suyos. Especialmente, el célibe tiene la manía de proteger. Acostumbrado a ayudar, educado en el autoritarismo del amor, le
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cuesta aceptar la autonomía de las personas a las que ha despertado a la vida. Es la edad de la solicitud (Erikson) y, por lo tanto, del amor desinteresado (cf. cap. 26); pero esa solicitud puede ocultar la amenaza de pérdida. Cuando uno es necesitado tiene la ilusión de mantener las vinculaciones, de ser importante para los otros.
dado con algún amor juvenil. La gente de alrededor se pregunta: «¿Cómo es posible que no se dé cuenta del error?». El amor, ciertamente, no tiene edad. Pero cualquiera ve lo que hay detrás de esos amores tardíos: la ilusión de no perder capacidad de seducción o de mantener la autoimagen. Como es fácil también percibir la razón de por qué el célibe cuarentón se quiere casar con la viuda desconsolada que se ha quedado con 4 hijos: esa mezcla de necesidad de ser admirado y de ser salvador de causas perdidas. A cierta edad no es fácil darse cuenta de cuan sutilmente se proyecta la afectividad. Esta viene rebozada de razones altamente justificables. Sin embargo, a un observador objetivo no se le escapa el carácter ilusorio de las nuevas relaciones.
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Estos sentimientos ambivalentes son frecuentes, y casi diría que constituyen el trasfondo de la crisis afectiva del adulto maduro. Se perciben en ciertos comportamientos: — Los celos. El adulto maduro se pone fácilmente celoso. Lo has hecho todo por esta persona, y ahora se va con otro... ¡Si al menos supieses que iba a ser feliz...! Pero tiendes a retenerla, porque sólo tú puedes defenderla de los peligros. Se distinguen de los celos pasionales de la juventud. Son redes sutiles, en que la posesividad está hecha del miedo a perder a las personas, a sentirse solo. — El sentirse desmesuradamente responsable y, por lo tanto, culpable. En vez de hacer lo que puedas, te empeñas en no frustrar las expectativas ajenas. Cuando uno es maduro, suele ser necesitado. Se supone que es la época en que mejor puedes ayudar: a los jóvenes, porque tienen que aprender a vivir; a los ancianos, porque no pueden valerse por sí mismos. Es el tiempo de ocupar cargos de responsabilidad, y todo incita a la preocupación por los demás. Pero esa ansiedad que quiere estar en todo te delata. La sabiduría popular lo expresa bien: «Todos somos necesarios, pero nadie es imprescindible». 12.4. El adulto maduro necesita ser admirado La Rochefoucauld hizo la observación siguiente: «Lo que nos incita a hacer nuevas amistades no es tanto el cansancio que tenemos de las antiguas o el placer del cambio, sino el disgusto que nos produce no ser suficientemente admirados por los que ya nos conocen demasiado y la esperanza de serlo todavía más por aquellos que no nos conocen tanto». Esta perspicaz observación nos hace comprender por qué es relativamente frecuente encontrar a un adulto maduro enre-
¿Por qué a esta edad el corazón del hombre lo mismo puede atrincherarse en el realismo más desesperanzado que volver a nacer de sus cenizas como si se tuviesen 17 años? Los griegos crearon el mito de Pigmalión como una variante de lo que estamos tratando: el escultor que se enamoraba de sus propias obras. La segunda edad se presta a ello especialmente. Amor y solicitud van juntas; añadamos un toque de narcisismo, y ya tenemos el lazo amoroso del profesor y su alumna preferida, del psiquiatra y su cliente, del maestro/a y su discípulo/a. 12.5. Las distintas facetas de la crisis afectiva nos revelan un tema de fondo: la soledad del adulto maduro. Tiene todas las razones para sentirse acompañado y querido: mujer, hijos, amistades, compañeros de trabajo; o bien, en el caso de los célibes: hermanos/as de congregación, relaciones de ayuda, confianza, trabajo, y amistades que han surgido al ritmo de la propia vida... ¿Por qué, sin embargo, esa tristeza que emerge de muy adentro sin razones especiales? Sin duda, el mundo afectivo ha sido ámbito privilegiado en que se ha experimentado la incomprensión, lo difícil que es crear una relación estable y confiada, lo limitados que somos en este terreno, a lo que hay que añadir expectativas frustradas, heridas, desgarros, la muerte de seres queridos; y quizá más dolorosamente aún se ha experimentado cómo lo que parecía un amor eterno ha dado paso, a través del distanciamiento, a la indiferencia. La soledad expresa ese largo aprendizaje de la vida que nos va convenciendo de la finitud de todo. El amor nació porque
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creíamos que era la única fuerza capaz de superar la mediocridad y la limitación. Lo idealizamos. Pero a esta edad ya no es posible volver a «subirse a la nube». Por eso queda la tristeza, que unas veces se traduce en aburrimiento y otras en nostalgia de lo perdido.
tatan, radiantes como recién enamorados, cuánto se quieren y se necesitan. Desde luego, todo es más sereno y transparente.
¡Cuántas veces se sorprende el adulto con lágrimas en los ojos por una simpleza! ¿Por qué estoy tan sensible? Una escena de ternura, una caricia imprevisible, la contemplación de una tarde que se muere... Y él mismo no se entiende, porque sigue funcionando en la vida como si los sentimientos no fueran «realistas». Este contraste entre momento de blandura y talante de dureza y eficacia le desazona. 12.6. La maduración depende del grado de madurez con que se haya amado, decíamos en el capítulo primero. La segunda edad sirve, cabalmente, para discernirlo. Como vamos repitiendo a modo de tesis: a partir de los 40 años se revela la verdad de la propia vida, dónde y cómo tiene uno fundamentada su vida, en este caso su afectividad. Problemas pendientes u ocultos aparecen a plena luz. Mejor dicho, aparecen si se les deja. Porque, como veremos también, la mayoría de los humanos se las arregla para no enfrentarse a ellos. Dos chicas solteras, dedicadas al cuidado de sus padres mayores, revelarán la calidad real de su entrega filial. En una, su rigidez y tendencia a quejarse dan a entender una afectividad narcisista, hecha de moralismo. La otra, a sus 45 años, siente intensamente la soledad; pero está en paz con su conciencia, hasta el punto de decir que volvería a hacer lo mismo. La dedicación a sus padres no la impidió amar al prójimo y llevar una vida normal, aunque ella sabe que el secreto lo descubrió a los 29 años, cuando en unos Ejercicios espirituales se encontró con Jesús. Esa madre está desesperada, y toda su ilusión, ahora que su único hijo acaba de casarse, está en organizarse viajes. En uno de ellos coqueteó con un viudo. Para sorpresa de su marido, ha vuelto feliz, pero extraña, esquiva, pendiente de su físico. A diferencia de esta otra, que, a medida que sus tres hijos van teniendo novia, procura salir los fines de semana con su marido. Van de paseo, hablan de todo, se confiesan mutuamente sus miedos al futuro... Les parecía que el amor de los hijos y el trabajo profesional les había distanciado un tanto, y ahora cons-
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C.B. acaba de cumplir 43 años. Lleva 22 de clausura. Ha pedido un día de desierto para renovar sus votos y dedicarse a la oración. Es medianoche y se siente terriblemente sola. Todo, porque una hermana le ha dicho que ha venido un familiar suyo y la Madre Abadesa no la ha avisado. Toda su espiritualidad, en un pozo. ¡Qué diferencia de Sor B.C., que cumplió la semana pasada 41, y ahí la tienes, en cuanto se encuentra en el claustro con una anciana, con una alegría en los ojos que parece haber entrado ayer en el convento! Pero nadie sabe que desde hace doce años su oración está pasando por la prueba de la aridez. Sólo desea amar, y a veces le parece que su corazón está marchito. No se queja, es verdad; por el contrario, ha aprendido a vivir su impotencia desde la actitud de abandono confiado en manos del Padre; pero a ratos resulta muy dura la oscuridad de la fe. Podemos multiplicar ejemplos. Como todas las crisis existenciales, la del adulto maduro es bivalente. Para unos es el momento en que la afectividad, bajo la presión del desencanto, de la finitud o de la propia inmadurez, termina por enquistarse en el egocentrismo más defensivo e impermeable. O se dilata, para otros, hasta horizontes insospechados de libertad, desinterés y gratuidad.
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Porque no nos fiamos de las fantasías del deseo, y la frustración de nuestras expectativas la sentimos tan mordiente que nos cuestionamos en qué las apoyábamos. Comenzamos a diferenciar deseo y esperanza. 13.2. Si comenzamos a diferenciar, es que estamos afrontando bien la crisis. El problema viene cuando uno pierde la esperanza, porque considera sus deseos de juventud como «irreales», y ello le deja un poso de amargura en el corazón.
13 ¿Por qué tanta gente «quemada»? 13.1. Partimos, como en todo el libro, de creyentes que se plantearon la vida a la luz de un ideal y, por lo tanto, comprometieron su vida con decisiones incondicionales. Del tipo que sean, siempre asociadas a valores cristianos. Esto quiere decir que su búsqueda de identidad, cuando llegaron a ser adultos, fue configurada por la esperanza. No nos contentamos con atenernos a realidades palpables, inmediatas. Introdujimos en nuestra vida la dinámica de la utopía. Ahora que somos maduros, al menos cronológicamente, ahora que estamos en plena crisis de realismo, amenazados y tocados por la reducción, ¿cómo sentimos nuestras utopías? ¿Estamos «quemados» o, por el contrario, más esperanzados que nunca? Jesús y su Evangelio atraen, porque despiertan el deseo. Es la primera forma de esperanza. Nos abrimos a la vida deseándola distinta. Queríamos ser felices, pero no con lo fácil. Nuestra generación hablaba poco de felicidad en su juventud. Prefería hablar de «un mundo mejor», del Reino, de la perfección cristiana, del seguimiento de Jesús, de realización del plan de Dios en la historia... Nuestra crisis consiste en que ya no deseamos esas cosas. Mejor dicho: nos preguntamos si pueden ser deseadas. ¿Por qué?
Observamos que el que mantiene la esperanza sin ilusiones considera también como «irreales» sus sueños. Son irreales en cuanto metas, como si uno pudiese alcanzarlas. Son reales en cuanto promesa de Dios. Pero el que está «quemado», cuando dice que son «irreales», es que está dando la espalda al futuro. Su deseo ha sido la fuente de su autoengaño; ya no tiene esperanza. Hay muchas formas de desesperanza, unas más inmediatamente palpables, y otras solapadas. Por ejemplo: — El escepticismo de quien escucha al joven e ironiza con sus ideales: «Sarampión de la edad; ya se te pasará». — Hay un racionalismo autosuficiente, revestido de equilibrio humano, que tiende a confundirse con la «madurez de la personalidad», pero que guarda una agresividad sutil contra todo lo que suene a frescura y sencillez evangélicas. — La rigidez del hombre que todo lo ha juzgado en función del bien y del mal, a quien sólo le queda el sistema de sus principios, incapaz de diálogo y de misericordia con los sometidos a las pasiones humanas. — ¡Fortaleza inexpugnable de los que nunca arriesgaron nada, ni por la utopía ni por el placer, y defienden su «saber estar» con uñas y dientes! — Los que se alimentan de una queja sorda y constante: cuando leen el periódico, cuando sienten amenazada su comodidad por iniciativas de cambio...; nostálgicos del pasado y sus formas inamovibles. — Cuando la frustración de la ambición espiritual (¡esperaba ser santo y morirse joven!) dio paso a una «prudencia» que calcula cada renuncia.
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— Ese miedo desproporcionado a perder la salud, la juventud, los cargos, etc.
y en todo lugar «a la altura de su vocación». ¿No le han educado para esto? Y el «rol», así, le va haciendo progresivamente incapaz de ser él mismo, de permitirse ser débil, de expresar sentimientos y, lo que es peor, de verse en su verdad.
— Esa irritabilidad que a los mediocres les producen los que aman generosamente. Gran parte de las tentaciones del adulto maduro son tentaciones contra la esperanza. Volveremos sobre ello al final de esta 2.a Parte. No todos llegan a sentirse «quemados» a esta edad. Pero todos, de una manera u otra, sentimos cómo se han quemado, esfumado, evaporado, tantos sueños de la juventud. 13.3. Hablamos, sin embargo, de los que se sienten especialmente «quemados», cuya tentación más inmediata es buscarse un «hueco vital» y dejarse de utopías irrealizables. Este género de personas es bastante frecuente entre creyentes, y yo diría que especialmente entre célibes masculinos. No sabría decir si el número es proporcionalmente mayor que entre casados. Para comprenderlos hay que tener en cuenta diversos factores, que varían según las personas y las trayectorias respectivas de sus vidas. — El deseo desmesurado. Educación perfeccionista, que entre los 18 y 25 años no enseñó al joven adulto a elaborar una imagen real de sí. O la autoconciencia narcisista, que sublimó necesidades subconscientes de autoestima. O una recóndita ambición de quererlo todo, de subordinar siempre la realidad limitada al poder de la propia voluntad. Hay una hybris del deseo religioso que en la segunda edad puede resultar trágica. — No haber atendido suficientemente a las necesidades personales. Con la mejor buena voluntad, uno puede entregar lo mejor de sí mismo a un ideal. Se lo juega todo a una sola carta. Tenía todas las razones para pensar que no iba a verse frustrado. Confiaba en Dios y en sus promesas de plenitud. Pero ahora ve que no basta la buena voluntad idealista, que la vida da muchas vueltas y que siempre se paga el precio de un salto en el vacío por no haber tenido en cuenta el proceso y las necesidades reales de la persona. Se le puede echar la culpa a Dios; pero ¿no hubo acaso falta de humildad, precipitación? — El célibe está especialmente expuesto a parapetarse tras su «rol» social de hombre/mujer perfecto que no debe frustrar las expectativas de la gente. Así que uno tiene que estar siempre
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— ¿Quién no se cansa de tener que tirar siempre del carro, del propio y del ajeno? Hay un cansancio natural, capaz de hacer decir tranquilamente: «¡Estoy harto! ¡También yo tengo derecho a la intimidad y al descanso!». Pero hay otro cansancio, acumulativo y desazonado, que renuncia a amar y a sufrir. — A veces nos falta sentido común y nos sentimos responsables de los que no quieren salvarse ni ser salvados. Esto quema mucho, pues quiere decir que alimentamos subconscientemente fantasías de omnipotencia. — Algunos se identifican excesivamente con los problemas de las personas a las que ayudan, y llegan a sentirse culpables cuando no se sienten afectados tanto o casi tanto como el que sufre. También esto quema mucho, porque es literalmente imposible semejante identificación, y el vivirla indica falta de equilibrio emocional. No es fácil amar y ser un buen profesional. Tendemos a refugiarnos en el distanciamiento del «rol» (consejero, terapeuta...) sin comprometernos a fondo, afectivamente. O, por el contrario, confundimos el compromiso afectivo (la empatia) con la proyección de las propias necesidades, entre ellas la del dominio paternalista, muy frecuente por cierto en contextos clericales. — La falta de preparación profesional es un factor que va quemando, mucho más en una sociedad tan cambiante como la nuestra, que exige estar al día. Es el caso del ingeniero brillante que a los 30 años ascendió rápidamente y se durmió en los laureles. O el caso del sacerdote que lleva quince años sin haber leído apenas nada de teología seria, que se ha contentado con revistas de divulgación, en función de la preparación inmediata de la catequesis o de la homilía. — Y quema, a la larga, el alimentar el sentido de la vida de convicciones ideológicas sin experiencia viva de fe y amor. Lo cual, por desgracia, es bastante frecuente entre creyentes. No hablo de los practicantes que viven el sentido último de la vida como cumplimiento de normas. Hablo precisamente de los que tienen un fondo religioso y decidieron su vida por un ideal,
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pero sin experiencias fundantes. Entre los 18 y los 40 años, las convicciones racionales pueden sostener la esperanza y el dinamismo de la entrega. A partir de los 40 años, ¡con qué poca consistencia aparecen las mejores ideas! De hecho, en los momentos difíciles se echaba mano del fondo religioso, de los sentimientos básicos de la fe (confianza en Dios, aceptación de Su voluntad...); pero se volvía al talante habitual, el de la fe ideológica (cosmovisión coherente, proyecto, voluntarismo...). Ahora, sin embargo, uno se siente quemado, porque se da cuenta, con lucidez creciente, del «montaje» que es la fe cuando, al fin, lo que uno busca es justificar su propia vida.
su carácter de solución drástica. Ambas tienen un común denominador: la huida hacia adelante. Cuando no se puede soportar la angustia del presente, se busca una solución rápida y de ruptura.
Podríamos proseguir con la lista; pero bastará lo dicho para percatarse del desafío que supone la segunda edad para quienes desde jóvenes quisimos una vida de compromiso cristiano serio. Al polarizar nuestras energías en la utopía, pagamos el precio de no conectar con la realidad y sus condicionamientos objetivos (personales y colectivos). El precio se multiplica, porque el ideal fácilmente tiende a nutrirse de sublimación espiritual o de voluntad coherente. Con lo cual la persona se identifica con los valores ideales y universales, dejando de lado la dialéctica de lo concreto, la confrontación del ideal con su propio proceso de personalización. La consecuencia, a partir de los 40, puede ser fatal: la incapacidad de sentimientos profundos. Hay que decirlo claramente: la gente que desde joven se dedica a los demás puede hacerse incapaz de sentimientos profundos. Evidentemente, no tiene por qué ser así. Pero no es tan extraño si la educación se centra desproporcionadamente en la ideologización de los jóvenes, sin respetar sus procesos de integración y maduración.
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— La búsqueda de nuevas filosofías de la vida Si la fe ha sido más bien ideológica, el Oriente ofrece la interioridad y la reconciliación con el origen, creando la ilusión de haber dado, al fin, con «la sabiduría». En este sentido, el momento existencial del adulto maduro y la experiencia religiosa hindú tienen muchos puntos de contacto. Recordemos el modelo antropológico de Jung. A partir de los 40, la persona tiene que iniciar la búsqueda del «sí mismo», siendo el camino religioso el privilegiado. En la sabiduría hindú coincide con la etapa de la «peregrinación», de la búsqueda de sí. Pueden atraer también otras filosofías: el nihilismo a lo postmoderno. Quiero decir: no el de Nietzsche, sino el que ofrece cierto talante agnóstico liberal, muy a la moda, en que el saber vivir el presente sin la pretensión de interpretar el mundo, pero manteniendo cierta ética de situación, está logrando atraer a ciertas conciencias desencantadas. — El divorcio en los casados y el abandono del celibato en los consagrados
Por eso una de las tentaciones de los «quemados» es la de formar «ghetto», un mundo al margen de la realidad, pero con la ilusión de ser los «puros», los iluminados.
No es difícil percibir cómo la crisis afectiva se hace presente en personas «quemadas» por haber sido idealistas. La ilusión de ser amado y de rehacer la vida viene a ser la tentación inmediata. En algunos casos no se trata de «huida hacia adelante», sino de la decisión lúcida y valiente de asumir el pasado, con sus graves errores, y de reorientar la propia vida, sin por ello perder los valores cristianos fundamentales. En otros, claramente, se trata de autoengaño e inautenticidad. ¿Qué se busca? No querer asumir las consecuencias de los propios actos, no perder «la última oportunidad». Se tienen 43 o 52 años. Si se espera más tiempo, será demasiado tarde. Así que hay que agarrarse al último vagón como sea.
13.4. Si no se adopta la solución del «ghetto», el quemado encuentra otras salidas a su frustración. Voy a señalar dos por
El común de la gente sospecha, malignamente, que cuando se está pasando una crisis hay lío amoroso de por medio, y en
El precio aumenta cuando el ideal por el que decidimos nuestra vida representaba valía y prestigio social. Es el caso de nuestra generación de los años cuarenta. Nuestra ideología ya no está de moda. Socialmente, nuestras instituciones se hacen sospechosas. Vamos a la marginalidad.
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el caso de los curas, «asunto de faldas». En mi opinión, al menos en lo que toca a los célibes, la causa determinante del abandono suele ser la crisis existencial y de sentido de la vida, que pone al desnudo en esta edad la mala fundamentación con que uno decidió su proyecto de vida. Las «faldas» suelen ser, más bien, el desencadenante de la crisis y, lógicamente, también el desencadenante de la ruptura. 13.5. Pero también es el momento de dar el gran salto hacia adelante, purificando el deseo y concentrando la existencia en el dinamismo teologal de la esperanza cristiana. Para ello es necesario que la persona madura se haga cargo de la crisis de proyecto que está viviendo. El creyente, condenado a ser idealista en virtud de la utopía del Evangelio, sufre crisis de realismo, porque ve que la utopía mejor justificada, la que está fundada en el proyecto y la palabra de Dios, no va a realizarse. De ahí la tensión extrema y el peligro de «quemarse». El que desde joven prefirió poner bajo el listón de su ideal lo tiene más fácil, sin duda. Pero ¿se ha enterado realmente alguna vez de lo que es creer en el Dios de Jesús? De ello hablaremos en la 3. a Parte.
14 Las tentaciones del adulto 14.1. Según vamos describiendo la crisis del hombre/mujer adulto, recibimos la impresión creciente de lo compleja que es. Si siempre es difícil interpretar la realidad humana (en la 1.a Parte apelábamos a los niveles de lectura de los ciclos vitales), en la segunda edad resulta imposible aclarar las motivaciones últimas. Pongamos un ejemplo. Todo el mundo sabe que comienza a hacerse viejo cuando aparecen ciertas «manías». En la segunda edad, especialmente en torno a los 50, aparecen las primeras: costumbres fijas en los usos personales, temas repetitivos de conversación... Primera interpretación del fenómeno: al anquilosamiento físico le sigue el psíquico. Interpretación freudiana: se trata de fijaciones infantiles asociadas a la fase anal de la libido, que en los ciclos anteriores estaban desplazadas y ahora han adquirido una sintomatología localizable. Interpretación existencial: la angustia del tiempo, propia de esta edad, se expresa a través de mecanismos de repetición, como un modo de retener el tiempo. Sin duda, las tres interpretaciones se apoyan mutuamente y no se contradicen, pero muestran el carácter polivalente de la vida humana. Por eso hemos propugnado desde el principio una visión integradora y entremezclamos deliberadamente diversas perspectivas de interpretación. Es lo que propongo de nuevo en la serie de tentaciones que a continuación se describen.
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La serie no pretende ser exhaustiva, sino significativa. Quiere ayudar a profundizar en la fenomenología de la crisis de esta edad. Algunas ya han sido explicitadas en capítulos precedentes —por ejemplo, la de «huida hacia adelante», en el capítulo anterior—, y otras serán objeto de reflexión en capítulos sucesivos.
sabías que estás ansioso «por dentro», porque ya no eres el líder y maestro indiscutible?
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Uso la palabra «tentación» en el sentido habitual de «atracción peligrosa». Cada crisis es una posibilidad nueva de maduración, pero también de lo contrario: de estancamiento y autodestrucción. Si uno pudiese distanciarse interiormente de su crisis y objetivarla con plena lucidez... Pero uno está inmerso en ella, y de ahí el peligro de resolverla mal, atraído por lo fácil, por lo inmediato. En la tentación se revela la autenticidad e inautenticidad de la propia vida. Cuando uno ha fundamentado su proyecto de vida en la fe, es probable que no le tiente el juvenilismo, pero sí el escepticismo espiritual. Cuando todo se cifró en la afectividad de la pareja y ahora se siente la soledad, ¿cómo no engañarse con la ilusión de un nuevo amor? Repitamos la tesis: la crisis existencial del adulto maduro es la hora de la verdad y obliga a clarificar los fundamentos reales de la propia identidad. Por lo mismo, es la hora de la tentación de la mentira existencial, o bien de la conversión definitiva. 14.2. La primera tentación consiste en ignorar la propia edad y lo que uno está pasando. Sorprende la capacidad que tenemos los humanos para no querer saber. Nos facilitará el examen esta lista de cuestiones. Te molesta que tu hijo te aventaje en el deporte o que no puedas tener siempre la razón con él en vuestras luchas dialécticas. ¿No sabías que él es ya un adulto y que tú estás perdiendo vitalidad a marchas forzadas? ¿No sabías que ya no se tiene la memoria de los 20 años? Te quejas de leer y no retener. Comienzas a tener miedo de no estar a la altura del dominio intelectual con que te afirmabas ante los demás. Te extrañas de tu irritabilidad y falta de autodominio, tú, que siempre has aparecido como un conversador ecuánime. ¿No
¿No sabías que la fe es oscura y que la sabiduría del Reino es para los pequeños? Lo has predicado muchas veces. Pero has tenido que aprender a ser autónomo y responsable, y has olvidado ser pobre delante de Dios. ¿No sabías que ya no tienes 30 años? ¿Por qué te empeñas en ignorar esa aprensión con que vives desde hace meses al descubrir ese bultito en tu mama derecha? ¿No sabías que los jóvenes crecen para llegar a tener vida propia? ¿Por qué exiges que sigan pendientes de ti? Te pone nervioso acudir a un funeral, visitar a tus tíos ancianos. ¿No sabías que tienes la edad de ir pensando en la muerte? ¿No sabías que tienes una historia? ¿A qué viene ese voluntarismo por alcanzar la perfección de un solo golpe, ignorando tus condicionamientos? ¿No sabías que el amor humano es finito? Ahí estás, aferrado a tu tristeza, como un reproche. ¿No sabías que el amor de Dios no puede ser manipulado? Y tú quieres arrebatarlo antes de morirte, volviendo a tus sueños juveniles de experiencias místicas. 14.3. Tentación es la rigidez. Cuando se ha dado sentido a la vida desde la conquista de la virtud, en lucha titánica contra lo cómodo y placentero, la sensación de cansancio y frustración, porque no ha habido proporción entre el esfuerzo y los logros, se traduce en dureza de juicio. Persona exigente consigo misma, que en su tensa fidelidad manifiesta simultáneamente la incapacidad de autocrítica y el miedo a ser pillado en falta. Los robles no se doblan; se quiebran. Son los que mueren de pie. Tienen la grandeza del titán, pero frecuentemente enmascaran un corazón estrecho. La rigidez es una necesidad de autodefensa. Si se tienen responsabilidades, se hará causa común con los que comparten las mismas ideas y actitudes hostiles ante las novedades. En personas sin relaciones sociales, la vida está
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marcada por el individualismo. Cumplirán las normas y evitarán todo signo de debilidad que traicione sus sentimientos. Porque tienen sentimientos, y muy profundos. Lo que pasa es que se dirigen a los principios inmutables.
indulgencia, hasta tiene su lado bonito esa capacidad de renacer. ¡Soñamos de nuevo como adolescentes, actuamos como niños grandes! Pero ¿quién no percibe lo trágico de este juvenüismo cuando representa la angustia del tiempo que se va, el miedo a la muerte?
Si esta rigidez va unida a la conciencia de ser guardianes de la verdad y del bien (el clérigo de la contrarreforma, desorientado por el concilio Vaticano II), la tentación de rigidez estará justificada por la seguridad que da sostener el último baluarte de la fe.
También es verdad que resulta menos ridículo, porque nuestra cultura occidental, envejecida y prepotente, ha puesto de moda el talante juvenil. Pero no deja de ser trágica esa ansiedad febril de felicidad que quiere ignorar lo elemental: la caducidad de todo.
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14.4. Tentación es también lo contrario: el juvenüismo — En las modas ideológicas. Cuando no hay identidad e historia, a los 45 años todavía se puede coquetear con la última corriente de pensamiento o de conducta. No se ha hecho criterio propio. — En el modo de vestir. Hay que seguir atrayendo. Más vale ignorar la propia edad y que el encanto físico ya pasó. Probablemente, se tiene miedo a no tener otra cosa que ofrecer a los demás sino ese juego de imágenes agradables que es el vestir, salir, alternar, viajar... — En las relaciones interpersonales. ¿Por qué el coqueteo con los más jóvenes, precisamente? Seducir es una de las tentaciones más sutiles de los hombres/mujeres maduros. Se saben o se creen «interesantes». Se intenta seducir creando admiración. En lo sexual, porque se sabe manejar la relación y no es difícil conquistar. En lo intelectual, por el verbo brillante. En lo moral y religioso, creando «escuela». — En el cuidado de la salud y del cuerpo. Están apareciendo las primeras «goteras», y la salud comienza a ser muy importante. Hay que estar «en forma», conservar el capital que hasta ahora había sido alegremente dilapidado. Se cuida el horario del dormir, la dieta, el ejercicio físico. Hay ciertos períodos en que incluso se tiene la ilusión de haber recuperado fuerzas que se creían perdidas. Es verdad que el juvenüismo resulta con frecuencia cómico. A veces te preguntas: «¿Cómo es posible que ese 'hombre hecho y derecho' esté tan pendiente de su figura?». Si lo miras con
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14.5. Búsqueda de seguridad material — Es la época del coleccionismo: monedas, sellos, relojes..., cualquier cosa que produzca la sensación de controlar el tiempo. — Fácilmente nace la tacañería incluso en personas que habían sido espléndidas. Guardan celosamente sus cosas cotidianas; miran y remiran sus cuentas bancarias... El dinero adquiere una carga simbólica insospechada. — A veces se proyecta en la necesidad de perpetuarse en una obra material. Es la pasión de muchos varones célibes que aprovechan sus cargos para construir algún edificio. O de personas que hicieron dinero rápidamente y quieren materializarlo en «obras de beneficencia». — La búsqueda de seguridad no tiene siempre un carácter tan materialista. Se traduce en confort, comodidad, placeres... Lo físico, en todas sus formas, adquiere a los ojos del adulto maduro la categoría de lo verdaderamente real, en contraposición a lo ideológico y espiritual. Muy significativo.
14.6. Tentación de instalarse «Ya he luchado bastante. Que ahora lleven otros el carro de las responsabilidades. ¡Que me dejen en paz!». Atenerse a lo conocido, defenderlo... Esa madre posesiva que se las ingenia para encontrar defectos en cada uno de los
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amigos de su hijo. O ese ejecutivo maduro, tan susceptible cuando algunos colegas hacen referencia a nuevas tecnologías. O el cura que lleva quince años en esta parroquia, conoce a todos los feligreses y controla cada movimiento del coadjutor nuevo. O el religioso a quien no se le puede plantear un destino, porque su lugar de residencia y él mismo forman tal unidad que es inamovible. O la profesora de universidad, autoridad definitiva en la historia del siglo XII de Inglaterra, pero nada más.
riencia religiosa «descarnada», poco atenta a las necesidades humanas y a los procesos complejos de la persona.
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La tentación del «hueco vital», cálido y seguro, nace de miedos profundos. A veces el hueco vital se reduce a algo tan simple como el encuentro rutinario con los amigos en el bar, después del trabajo, o el cotilleo diario en torno a una taza de café con las amigas. ¿Cómo es posible que la vida termine así, tan muerta? La angustia de la finitud siempre ha sido consolada en el hombre por el calor protector. La tentación del adulto es descansar. Y esto significa volver a sus costumbres, a los amigos de siempre, a las tareas rutinarias... Miedo evidente al sufrimiento. Hay que evitar como sea los golpes. La experiencia de la vida previene al adulto de caer en la trampa de nuevos riesgos. ¿No ha experimentado, acaso, que cada vez que inició un proyecto tuvo que pagar el precio y, además, siempre mayor que el logro conseguido? «Más vale, se dice el adulto, la aceptación». Y esta aceptación se reviste de realismo y madurez. Pero oculta cobardía y desesperanza. 14.7. Pragmatismo — Los grandes proyectos han dado paso a soluciones realistas. Desconfianza instintiva para con las teorías sistemáticas. ¿No ha enseñado la vida, acaso, cómo cambian las ideologías? — La responsabilidad de lo concreto ha obligado al juicio práctico, a desplazar el pensamiento abstracto, muy unido a los ideales. Por eso las reuniones de párrocos o de padres quieren pautas de conducta. — En lo espiritual, hasta irritan las sublimidades que no conectan con las cuestiones de la vida. Sospecha de la expe-
— Tendencia a leer la realidad en clave racional, «naturalista», especialmente si en la juventud dominó una visión espiritualista de la fe y hubo que aprender a tener en cuenta las causas segundas, los presupuestos humanos de la propia historia. Dado que la educación tradicional era más bien dualista, es decir, tendía a sobrenaturalizar la realidad (motivación y mirada de fe para todo, desde la obediencia a la autoridad hasta los acontecimientos más mínimos), la crisis de realismo ha repercutido de un modo muy crítico en la experiencia espiritual. Por ejemplo: ¿Qué significa «la providencia de Dios» para un adulto que ha tenido que establecer fines y medios en la realización de sus proyectos? ¿Qué valor puede dar a la intimidad con Dios si no le ha servido para afrontar las responsabilidades con lucidez y autonomía? Añádase el contexto socio-cultural de influencia anglosajona y técnica y de tradición pragmática. Lo que cuenta son las «ideas operativas», la planificación, lo comprobable y evaluable. Cansado de los grandes ideales y no resignado todavía al «hueco vital», el adulto maduro se aferra al pragmatismo para seguir dando sentido a la vida y poder justificarla. No discuto la necesidad y conveniencia de introducir en nuestra espiritualidad y pastoral la metodología racional y funcional. En principio, me parece un logro, al menos en orden al equilibrio de la comprensión y manejo de la realidad. Pero cuando el pragmatismo se constituye en actitud existencial básica, responde, a mi juicio, al desencanto de la fe, a la pérdida de sentido de Absoluto. Lo cual es grave: el espíritu cristiano no es idealista, pero tampoco realista; sin embargo, hay que reconocer que el espíritu del hombre se cultiva más fácilmente en lo ideal, por lo menos al principio, cuando el adolescente despierta al sentido de la existencia.
14.8. Activismo y su contrario, intimismo Algunos adultos viven a caballo entre los dos polos: a ratos se sumergen en la actividad más desenfrenada, y a ratos se retiran a la soledad más desnuda. Hay muchas variables que dan razón
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LAS TENTACIONES DEL ADULTO
de esta doble tentación, según las personas y su trayectoria histórica.
es de frustración, sino de plenitud; una plenitud ciertamente relativa, pero conscientemente aceptada.
— Conflictos subconscientes no resueltos, que se traducen en ansiedad, y ésta se desfoga lo mismo en la actividad que en la nostalgia de encontrarse a sí mismo.
No obstante, ¿por qué considero tentación esta suficiencia? ¿No es acaso la señal de la adultez, de quien sabe vivir, bastarse, aceptar la realidad? A la luz de todo el discurso de este libro, no es difícil adivinar la respuesta: porque es una madurez cerrada sobre sí, una suficiencia que se nutre de racionalidad objetivadora, que enmascara la desesperación peor de todas: la negación del Amor. Poco a poco, subrepticiamente, el corazón ha muerto de inanición. Lo peor es que no se da cuenta. En efecto, se goza de la amistad, la afectividad tiene cubiertas sus necesidades y el prójimo tiene su sitio en la mesa de este hombre íntegro. Pero es justamente eso lo que no termina de convencer: que todo está en su sitio.
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— Miedo a la soledad y a las grandes preguntas que acucian en esta edad. Porque la búsqueda de retiro, en vez de ser aprovechada como tiempo de verdad, sólo sirve para percatarse de lo solo que uno está y empujar de nuevo, casi compulsivamente, a la actividad. — Angustia existencial por el tiempo que huye. — Pérdida del sentido de fe. Se trabaja a tope, porque la relación con Dios está bloqueada hace años, y quedan tan sólo los principios éticos que permiten seguir justificando la propia vida. — Vuelta a lo espiritual, pero en su forma más infantil y ambivalente. Se huye de la responsabilidad, de la complejidad de la tarea, refugiándose en la espiritualidad, como si la vuelta al deseo religioso pudiera suplir la frustración de no haber vivido en la verdad. — O, simplemente, porque no se sabe hacer otra cosa. Uno ha vivido funcionando, respondiendo a las expectativas externas, sin vida propia. Si el ambiente es espiritual, se reforzarán los actos de piedad y la identificación con el «mundo sobrenatural». Si el ambiente fomenta la eficacia, hay que seguir actuando como si a los 50 años la vida fuese la rutina de los 36.
14.9. Autosuficiencia Esta tentación es más sutil, porque se parece a la madurez. Se supone un control y un dominio de la propia vida, unas actitudes de autenticidad, un saber lo que se quiere... Por eso no se huye de los desafíos de la edad. Al contrario, hace años que el realismo impregna el talante existencial. Se tienen criterios propios, se ha aprendido a crecer ante las dificultades, a ser autónomo, a arriesgar y a discernir. La sensación global no
Lo mismo ocurre con el «suficiente espiritual». Tuvo la suerte de la experiencia fundante de la fe a los 24 años, cuando, después de un proceso de personalización, el encuentro con el Señor definió su vocación. Su trayectoria de adulto joven no ha experimentado rupturas ni grandes vaivenes. Le acompañan la salud psíquica y las cualidades de relación social. Por eso ni la responsabilidad ni las angustias han quebrantado seriamente su proyecto de vida. Tiene ahora 47 años y le han encomendado una comunidad difícil. Antes se dedicó a tareas pastorales. Le molestó un tanto cambiar de responsabilidad; pero le bastó una semana para asumir la nueva situación. Cuando en la capilla y en el comedor va mirando uno a uno a sus hermanos, advierte dentro de sí sentimientos contrarios: de comprensión benévola y, a la vez, de superioridad. La tentación de la suficiencia espiritual comienza ahí, en la autoconciencia de superioridad. 14.10. Mentira existencial Es la primera y la última de las tentaciones del adulto. Se agazapa lo mismo en la búsqueda de seguridad del materialista que en la suficiencia espiritual del piadoso. Tesis de fondo: la tentación del adulto maduro es enmascarar su crisis. — La autonomía de una madurez que necesita dominar la existencia, porque tiene miedo a la finitud.
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— El maestro de espíritus, que aconseja a los demás y se las sabe todas. Pero ese mismo saber es angustia, necesidad de controlar la vida espiritual. — Entrega incansable al prójimo, pero huyendo de Dios. — Persona fiel, intachable, que ha hecho de su «justicia» un arma contra el amor. — Hablar, moverse, estrenar novedades... pero no hacerse las preguntas últimas. — Seguir manteniendo la imagen de «santo y espiritual»; pero ¿por qué ese voluntarismo sin calor humano? — Se quiere tranquilidad, cuando uno sabe por dentro que está condenado a amar y a sufrir. — Todo te dice que es la hora del amor sin reservas, pero retrasas el sí con infinitas razones. — ¿No sabías que sólo en el desasimiento de sí está la libertad? — ¿Por qué empeñarse en vivir cuando ha llegado la hora de morir libremente, en abandono de fe?
15 Realismo y mediocridad 15.1. Merece la pena dedicar un capítulo a la tentación de la mediocridad. La entiendo en un sentido polivalente, pero radical. Mediocre es la persona que no destaca. Pero hay gente sencilla con una gran calidad de vida; que no hace nada especial, pero que, en cuanto se la conoce de cerca, llama la atención por la densidad de su existencia. Entiendo por mediocre el que ha renunciado a vivir afondo. Es la persona que «funciona» bien, que es correcta, respetuosa y fiel al deber. Pero ha perdido la capacidad de gozar y de sufrir. Cumple, pero se reserva. Lo hace instintivamente, como una actitud defensiva que ha llegado a ser sistema de vida. Nunca se pone al descubierto. Da la sensación de ser impermeable. El funcionario burócrata, guardián del orden, que tiene miedo al riesgo y subordina sentimientos y personas a las determinaciones objetivas de la Ley. Cierto tipo de cura, de cristiano. El mediocre ha renunciado a la tensión del «más». Ha sido siempre prudente, no ha hecho excesos. La norma de su vida ha estado constituida por el principio de evitar los extremos, sobre todo a la hora de amar o de asumir riesgos comprometidos. ¿No decían los clásicos que «la virtud está en el justo medio»?
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En su sabiduría: situarse en el punto en que el esfuerzo pueda ser medido y controlado. «Ser como los demás» es una especie de consigna. ¿Para qué establecer metas elevadas cuando todos los días constatamos cómo los ídolos caen del pedestal? Más vale protegerse del peligro.
solida a través de un proceso de replegamiento del espíritu. Necesita años. Por eso en la segunda edad suele adquirir carácter propio.
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Pero mediocre es también el personaje importante: científico famoso, escritor conocido, político brillante, eclesiástico de carrera. El mediocre representa el Sistema. Sabe sostenerse en la ola del momento cuando los demás van y vienen. Equilibrio, diplomacia... Si miras en profundidad, por debajo de la superficie: vanidad, formas, exuberancia de palabras... La edad del realismo, de los 40 a los 55 años, es propicia para ello. En primer lugar, porque, cuando no se ha vivido a fondo, sólo queda la rutina de la vida y el «hueco vital». Uno ha aprendido a adaptarse y a buscar el mejor partido. Para muchos adultos, en eso consiste la vida. En otros es por desencanto. Fueron idealistas, pero mediocres idealistas. Se dedicaron a la espiritualidad; pero es ahora cuando se ve que no era más que revestimiento de su propia incapacidad para tomar la vida en sus manos. Se dedicaron a ser profetas sociales en un momento en que era lo que se llevaba; pero ahora están de vuelta y disponen del carnet del partido para conseguir un puesto. Y ¡cuántos idealistas por perfeccionismo terminan aceptando la realidad resignadamente...! El adulto maduro experimenta muy agudamente que no es mejor que los demás, que ha terminado siendo «como todos». En algunos casos (el mediocre común) ser como todos ha sido su aspiración en la vida: adaptación a las circunstancias, sin unicidad personal. Pero también el que quiso crear mundo propio, el que puso en tensión su vida desde un ideal y entregó lo mejor de sí mismo para realizarlo, siente ahora la tentación de ser como todos. Al fin y al cabo, el hombre se sirve del anonimato de la masa para protegerse de la angustia de ser libre; y se protege de la soledad y la muerte mediante el calor del grupo compacto. 15.2. Hay una forma de mediocridad fruto del pecado, espiritual. Los clásicos lo llamaron tibieza. Pero no cualquier tibieza, —por ejemplo, la falta de gusto sensible en la oración o cierto desánimo en el trabajo pastoral—, sino la que se con-
— El contacto permanente con lo sagrado, cuando no es personalizado y renovador de la fe, termina por crear una capa de insensibilidad y rutina. — El deseo proyectó sus expectativas en la experiencia orante. Al no ser satisfechas, se dejó de creer en la presencia y acción de Dios. — Se trabaja por los demás con tesón; pero se ha dejado de amar, o porque nunca se supo hacer o porque no fue superada aquella frustración, y desde entonces la actitud ante los demás es de defensa. — Hubo un momento en que se percibió el vértigo de Dios. Amor íntimo y total que pedía el sí incondicional. Pero el miedo y la falta de confianza en Dios produjeron la cerrazón del espíritu. Desde entonces, una resistencia sorda a encontrarse cara a cara con Dios ha moldeado un corazón duro. Al principio, desazón constante; ahora, rigidez. — Esa superficialidad que lo curiosea todo, que no puede estar en silencio media hora, que está pendiente de noticias y acontecimientos, fácil a la murmuración... No es mala persona, ciertamente. Es que se ha asentado en el miedo a las preguntas últimas. — ¿Por qué esa huida sistemática del sufrimiento? Obsesión por la salud, egocentrismo de intereses, incapacidad de autocrítica... Tibieza es esa mentira existencia! con que el espíritu del hombre se retira a su fortaleza inatacable. Jesús lo dijo insuperablemente: «Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se la salará? Ya no sirve más que para arrojarla a la calle y que la pise la gente» (Mt 5,13). ¿Y quién de nosotros no ha sabido alguna vez que su vocación era ser luz del mundo y sal de la tierra? El cristiano es idealista, porque ha escuchado la Palabra de la verdad. Pero ¡qué fácil es caer en la tentación de poner el candil debajo del perol...! Miedo, cuando eres joven adulto y tienes que entregarte a fondo. Desesperanza, cuando eres maduro y has tenido que aprender a ser realista y calculador.
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Por eso es peligroso el Evangelio: despierta el deseo del hombre y le lanza al espacio del Absoluto, nada menos que al Reino; pero la realidad termina imponiendo la ley de la finitud. Más vale, ¿no?, aprender desde el principio a ser práctico. El adulto maduro siente esta tentación en carne viva. ¿No hablaban los clásicos del «demonio meridiano»? Sin duda, en esa expresión se recoge bien lo que quiero sugerir en este capítulo: que a la edad del «meridiano», cuando la vida ha de dar un viraje, a partir de los 40 años, la tentación es más fuerte.
proceso humano del educando; cuando el criterio determinante es el orden objetivo de la verdad y el bien; cuando el grupo de pertenencia tiene miedo a la sociedad laica y se autodefiende; cuando la espiritualidad tiende a ser dualista respecto de lo humano y de la historia... No sigo, porque volveremos a ello en el Epílogo. Pero la reflexión crítica se impone. No damos precisamente la impresión de ser hombres/mujeres que hayan aprendido a vivir a fondo. Puede llamar la atención nuestra «buena voluntad»; pero nos acusa nuestra inconsistencia como personas. ¿Educamos realmente para la adultez?
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Porque las tentaciones fuertes no vienen tanto de las pasiones o tendencias cuanto del espíritu: egocentrismo, desesperanza, insensibilidad espiritual... No es extraño que el Apocalipsis llegue a esta afirmación: «Porque no eres ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca» (Ap 3,16). Es significativo que esta amenaza sea referida precisamente a los suficientes, a los que se ven ricos y satisfechos, maestros de la verdad e intachables. La tentación de los «buenos» es siempre la más peligrosa. Pero cuando el bueno tiene una caída estrepitosa, se le pueden abrir los ojos de la verdad. Lo malo es la mediocridad, la tibieza, asentada como está en la mentira. ¿No llama Juan al demonio «padre de la mentira»? Exista o no exista el diablo, él simboliza nuestra resistencia a la luz (cf. Jn 3,8). 15.3. La tentación de la mediocridad se origina de diversas maneras, como todo lo humano. Quiero hacer referencia a algunos factores para que se perciba la densidad de la crisis de la madurez. Es como si a esta edad se perfilase con nitidez lo que anteriormente se revela sólo incoativamente. Lo cual, lógicamente, remite a una de las tesis de fondo de este libro: que la existencia humana es procesual e histórica. Hay que aludir, en primer lugar, a la educación. Si yo dijese que nuestras instituciones eclesiales se prestan a fomentar el hombre mediocre, ¿sería exagerado? No digo que las otras instituciones no lo fomenten también. Pero ¿por qué no atrevernos a la autocrítica? Cuando domina la ideología y se tiene miedo a la conciencia autónoma de la persona; cuando el acento está en la asimilación del «rol» de cura o de religioso/a; cuando se refuerza la identificación idealista del deseo sin clarificar el
La causa de nuestra mediocridad está también en nosotros mismos. El hombre tiene miedo a la unicidad de su ser personal, a ser él mismo hasta el final. Preferimos refugiarnos en el «status», responder a las demandas ajenas; pero nos resistimos a ser libres desde el riesgo de la propia conciencia. Por otra parte, es muy fácil sustituir la auténtica experiencia del espíritu por sus derivados. Por ejemplo: el encuentro con el Dios vivo, cara a cara, puede ser suplido por el deseo piadoso de la Omnipotencia protectora; el compromiso por el prójimo se vivencia como una causa socialmente valorada; el amor, como buena voluntad de convivencia sin conflictos; la fe, como un horizonte trascendente de sentido; la esperanza, como optimismo responsable; la verdad, como un saber coherente y garantizado, etc., etc. ¿Por qué, en definitiva, una persona accede a ser auténtica, a fundamentar su existencia en la libertad y en la experiencia de Dios? El que a los 45 años puede dar gracias a Dios por su historia, reconciliado con todo, lúcidamente consciente de su pecado y rebosante de esperanza, sabe que no ha dispuesto de la clave. Se da cuenta ahora de la importancia de aquel acontecimiento, del acierto que supuso haber optado en una determinada dirección... Pero es gracia. El realista mediocre probablemente está satisfecho de su vida; pero huele a muerte. La madurez es la edad del balance de la vida (cf. cap. 20). Al final, siempre tenemos que referirnos al misterio de la existencia como drama de salvación-pecado. Sin duda, la raíz de la mediocridad es el pecado; pero un pecado solapado. No será fácil desenmascararlo. No se trata de actos gravemente
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pecaminosos. El mediocre no los tiene. Hay que dar con los fondos de pecado que han configurado progresivamente esta vida que se consolida ahora, a los 50 años, en la mediocridad. Por eso es tan difícil la conversión a esta edad: porque el mediocre se las sabe todas y, además, ni quiere ni espera convertirse. Está bien parapetado.
16 Crisis existencial 16.1. Es el momento de percatarnos de la clave interpretativa de la crisis del adulto maduro. La fenomenología de la crisis es multiforme, como hemos visto. ¿En qué consiste, en definitiva, la crisis? La estadística social constata que a esta edad se produce, proporcionalmente, el mayor número de suicidios. La depresión es frecuente. En el caso de la mujer, asociada a la menopausia; en el varón, por reducción de intereses vitales. Aunque no sea en la forma aguda de depresión, cualquier cuarentón o cincuentón pasa una larga temporada de bajo tono vital. Si el inicio de la misma coincide con el inicio de la cuarentena, hacia los 45 fácilmente tendrá la sensación de retomar con fuerza la vida, y es probable que a los cincuenta y tantos recaiga. Unas veces lo atribuirá al «stress», al cansancio y la acumulación de problemas, al desgaste físico y psíquico... Otras, cuando se detiene a pensar, a nada concreto, a la sobrecarga que es vivir. ¿Por qué esta doble interpretación? Lo mismo le ha ocurrido a E.C. cuando ha acudido al psiquíatra. No tiene ganas de vivir, se levanta con un esfuerzo sobrehumano, hace las cosas sin motivación, como un autómata. Han resurgido en su mente viejos fantasmas de infancia: miedos obsesivos. Se ha decidido, por fin, a pedir consulta a su amigo psiquíatra. La respuesta ha sido significativa:
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— Mira, E., los síntomas son de semidepresión. Hace un año que tienes trastornos. Tu hijo mayor acaba de casarse. Eres eficaz en la oficina; pero no te entiendes muy bien con la nueva ayudante, mucho más joven que tú. ¿Qué quieres: que te dé unas pastillas? Como amigo, tengo que decirte que lo tuyo no es psíquico, sino existencial. Es verdad que siempre has sido un perfeccionista que has necesitado estar a la altura de las circunstancias, hiperresponsable, y que ahora pagas el precio de tus tensiones acumuladas. Pero la raíz es más profunda: no aceptas tu envejecimiento.
La sensación global del tiempo como reducción existencial suele ir acompañada de algunas señales que la refuerzan, por ejemplo:
La crisis del adulto maduro exige una doble interpretación. La primera (llamémosle «funcional»): una serie de cosas que antes funcionaban ahora no funcionan, desde la salud hasta los principios de cosmovisión, pasando por los mecanismos de autocontrol emocional. La segunda, (existencial): globalmente, la vida misma comienza a no tener sentido. 16.2. Esta sensación va asociada al cambio profundamente significativo que a partir de los 40 años se tiene de la experiencia del tiempo. Dijimos en la 1.a Parte, que la vida humana está atravesada por dos cortes: a los 18 años, el paso del equipamiento a la libertad; a los 40, el cambio de expansión a reducción. El adulto maduro lo siente como una transformación del sentido del tiempo en cuanto duración, es decir, en cuanto posibilidad de ser. Hasta los 40, más o menos, el tiempo tiene la imagen de un arco abierto; se dispone de él. A partir de los 40, el tiempo es percibido como barrera, como realidad indisponible que hay que retener, porque termina. Comienza a significar limitación. Ya no hay tiempo para realizar nuestros proyectos y expectativas. Por eso el que fundamentó sus proyectos en un ideal (el creyente) experimenta tan agudamente la crisis de la madurez, porque a la crisis de realismo se une la del tiempo. Para el hombre cuyo proyecto es finito, a no ser que sea muy ambicioso, la limitación del tiempo le remite a su sabiduría esencial. Para el hombre que creyó en el Absoluto, ver cómo se le desliza el tiempo entre sus dedos puede provocar una auténtica crisis de fe: ¿Es que Dios no cumple sus promesas? A no ser que descubra en la reducción misma la sabiduría del Reino como Gracia (tema de fondo de la 3. a Parte de este libro).
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desgaste físico y aparición de «goteras», como dijimos; pérdida de memoria retentiva; disminución de la potencia sexual; pérdida de reflejos; estrechamiento de los campos de interés vital; reducción de relaciones afectivas; rutina de comportamientos; que hace tiempo que «nada pasa», ni en lo humano ni en lo espiritual; — estancamiento de la relación con Dios... 16.3. Es el momento en que uno comienza a mirar el pasado, la historia. Hasta ahora, la flecha de la vida se dirigía al futuro. A partir de los 40, el pasado comienza a adquirir presencia actuante. Se traduce, por ejemplo, en: — conversaciones que recuerdan los años juveniles, especialmente entre amigos de la misma edad; — reflexión sobre el propio pasado: acontecimientos, decisiones... — búsqueda intelectual de síntesis, de visiones de conjunto; — afición a lecturas históricas; — nostalgia de experiencias intensamente vitales... Esta mirada al pasado puede enmascarar la renuncia al futuro, la acomodación. Pero puede dar lugar también al verdadero salto al futuro, al permitir una reconciliación con la propia historia, como veremos. Es lo que el psicoanálisis existencial ha llamado «soldar el tiempo», lograr articular los ciclos vitales en una lectura unitaria de sentido. Pero también es frecuente lo contrario: tener que huir de un pasado sin historia real, porque uno sólo puede contar anécdotas, al no haber construido un mundo propio. Hay historia cuando ios sucesos están fundamentados en una identidad. ¡Cuántos hombres/mujeres, sin embargo, a esta edad se sienten vacíos! No han vivido nada auténticamente suyo.
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Con todo, en el mejor de los casos, aunque uno llegue a la madurez sin problemas importantes pendientes y con la sensación de una historia vivida a fondo, la sensación de sin-sentido permanece. ¿Por qué? Porque el tiempo es mi propio ser realizándose. Cuando el tiempo ya no es posibilidad de plenitud, sino experiencia acumulada de finitud, todo, hasta los mejores logros, aparece como caduco, relativo.
o has tenido que cambiar de trabajo y de ambiente después de años de estabilidad... ¡y ya se ha desencadenado la crisis existencial!
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16.4. El adulto maduro, que no es ni joven ni viejo, vive el tiempo mirando al pasado, como hemos dicho; pero también mirando al futuro. ¿No está, acaso, en lo mejor de la vida? Dispone de caudal de energía física; ha madurado psicológicamente; tiene experiencia de la vida y visión de conjunto; no pierde el tiempo con ideales abstractos; es certero en sus juicios; su identidad se ha afianzado con los años; se ha consolidado en sus convicciones... ¿No es la hora, precisamente, de mirar al futuro con serenidad, de dar lo mejor de sí? ¿Por qué, cuando uno parece estar en la etapa de plenitud, aparece implacable la sensación de caducidad? Meditar sobre esta paradoja es tarea esencial de esta edad. La respuesta, a mi juicio, hay que situarla a dos niveles:
a) El fenomenológico La historia del adulto ha estado jalonada por múltiples experiencias de sufrimiento. Ha tenido que crecer en libertad a través de rupturas y separaciones. No hay proyecto sin expectativas; pero ¡cuántos fracasos! Se ha amado y trabajado denodadamente, pero ¡a qué precio! Creyó en el ideal y se lanzó sin cálculo al riesgo. ¡Qué sensación actual de autoengaño! Y aquella muerte repentina, uno y otro desgarro afectivo, los conflictos repetidos de relación, el cansancio de no ver los frutos del empeño de años... Lo que pasa es que, con frecuencia, cuando uno está sumergido en la lucha, alentado por el optimismo de la juventud, no se entera. Las dificultades incluso nos hacen crecer. Pero llega el momento (a partir de los 40, propicio) en que un suceso te hace cambiar la perspectiva de la vida. Se te ha casado el hijo, o se te ha muerto un amigo, o has sufrido una operación,
b) El trascendental Porque los sucesos de la vida los vive uno en un horizonte de sentido. La vida está hecha de realidades concretas; pero la vida consiste en una serie de bipolaridades. El vivir del hombre nunca es meramente bio-psíquico o psicosocial. A través de los sucesos se realiza el espíritu encarnado y su destino trascendental. Por eso la pregunta sobre la existencia no se dirige al quehacer, sino al fundamento del quehacer. Y la crisis existencial se desencadena cuando uno percibe a través de la realidad observable, fenomenológica, las grandes bipolaridades del ser relativamente absoluto, del corazón finito e insaciable que es el hombre. Me permito aludir a estos presupuestos de antropología filosófica de inspiración cristiana, porque sólo desde ellos, a mi juicio, se percibe la densidad real de la crisis de la madurez. No son aspectos parciales los que están enjuego (por ejemplo, la problemática afectiva de la pareja, o la aridez espiritual en la oración, o el miedo a perder competencia profesional). Lo que está en juego es la fundamentación de sentido, cómo vive uno las grandes bipolaridades que caracterizan la dinámica de la existencia humana. Por ejemplo: a) Necesidad-deseo Cuando están satisfechas las necesidades, todavía queda el deseo. Pero, si uno se ha dedicado sólo a las necesidades (seguridad material, gratificación afectiva, prestigio social...), la sensación de vacío existencial se plasmará en ansiedad: de riqueza, de poder, de placeres... y en huida, miedo, obsesiones... A no ser que la angustia o una situación límite permitan una toma de conciencia que replantee el sentido de la vida. b) Ideal-realidad La maduración del creyente guarda relación directa con la manera en que haya vivido esta bipolaridad. Si la búsqueda de perfección ocultaba las fantasías de omnipotencia del narcisista,
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la crisis será brutal. ¡ Querer mantener la vida a golpe de voluntad a una edad en la que uno está cansado de luchar y no puede ignorar sus propias limitaciones...! Pero, si ha sabido integrar el ideal mediante un proceso espiritual sabiamente planteado, en la dinámica de la propia finitud, puesta la confianza en Dios, entonces la crisis de madurez no quebrantará la paz interior. Por el contrario, representará un nuevo paso hacia la fe purificada. Hay creyentes que descubren a esta edad el carácter fundante de la fe. Fueron jóvenes idealistas que aprendieron a ser sanamente realistas con el tiempo, sin traumas. Pero, según miran el futuro, algo por dentro les dice que no basta, que Dios sigue llamando a la fe de lo imposible. Han de descubrir la vida teologal, esa síntesis de contrarios que el Espíritu Santo opera en los creyentes, pues el binomio ideal-realidad no es cuestión de equilibrio psíquico o racional, sino de síntesis nueva.
c) Plenitud-limitación Cuando la vida ha sido motivada por expectativas de autorrealización, ya sea secular (autoliberación, madurez personal, autonomía plena) o religiosa (santidad, perfección de virtudes), a los 40 años uno ya no se hace muchas ilusiones sobre la posibilidad de ser hombre en plenitud. Puede, sí, resignarse a no pedir más a la vida. Puede descubrir que la verdadera plenitud no nace del propio esfuerzo, sino de la limitación: negación del deseo, sabiduría del sufrimiento. Puede encontrar el tesoro del Reino en la propia pobreza, aceptada, agradecida, esperanzada...
d) Vida-muerte En última instancia, ¿en qué consiste el vivir? ¿Es la muerte el término que vacía de sentido el pasado y deja sin esperanza el futuro? ¿Será la muerte la experiencia culminante de la vida, que permite liberarse de la necesidad y del deseo y hacer la síntesis de contrarios?
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e) Existencia abierta-cerrada La cuestión religiosa nace de la radicalidad de la crisis existencial. ¿Consiste la vida en vivir a fondo o en recibirla como don? A un creyente con luz interior le resulta claro dónde se juega, en definitiva, la crisis existencial y la ansiedad del tiempo que corroe al hombre maduro: en la fe en el Dios creador y redentor. La ansiedad delata apropiación y deseo de dominar la existencia, nuestro viejo pecado, realmente «original», raíz de todas nuestras angustias y crisis. Por eso el creyente sabe que esta edad es tiempo privilegiado de gracia. A condición, eso sí, de que vuelva a ser como niño (Mt 18,3) en manos del Padre. En este sentido, la edad madura plantea la paradoja antropológica que vimos en la 1.a Parte al comparar los modelos antropológicos de las ciencias humanas y de la sabiduría religiosa: ¿en qué consiste el madurar: en autonomía o en dependencia? Ya señalé la pista básica de respuesta: la experiencia cristiana, más allá de autonomía o heteronomía. Tal es uno de los desafíos centrales de la crisis de madurez. No basta haber conquistado autonomía cuando la limitación y la muerte te dejan sin consistencia propia, impotente ante las cuestiones más importantes de la vida. Y es ahora cuando no puedes evitarlas. Años atrás, todavía cabía la posibilidad de distraerse... 16.5. Todo aboca a la pregunta por el sentido o sinsentido del sufrimiento. Este no ha sido una experiencia puntual, sino que en el conjunto de la propia historia aparece como algo constante. No cabe darle la espalda como si no existiera o como si fuera un capítulo oscuro y secundario de la vida. El sufrimiento, a su vez, ha sido el elemento clave en la elaboración de las crisis anteriores. No es posible, o al menos es mucho más difícil, integrar positivamente el sufrimiento si la actitud básica ante él ha sido de huida. La característica de la edad madura está en la dimensión sustancial con que se percibe dicho sufrimiento. Por ello: — o es negado (¡hay tantas maneras de hacerlo!), — o se descubre en él la sabiduría de lo esencial: que no es enemigo de la vida, sino su verdadero promotor.
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No obstante, conviene aclarar: el sufrimiento se constituye en aliado de la vida cuando es amada la vida. Parece una perogrullada, pero es su secreto. Cuando la vida es negada, el sufrimiento es desgraciadamente amado; destruye. Los psicoanalistas ortodoxos lo llaman «masoquismo»; los creyentes, «soberbia espiritual». El sufrimiento no se opone a la vida cuando la última palabra es la vida. En esto, el cristianismo ofrece el símbolo definitivo: un Crucificado resucitado. La muerte ha sido vencida por la vida. Pero lo que el hombre tiende a olvidar es la paradoja extrema: que la vida ha surgido de la muerte como respuesta creadora del Padre a la obediencia de fe de su Hijo. Tal es el desafío nuclear de la ancianidad. Pero comienza a serlo en la crisis existencial de la segunda edad.
17 ¿Crisis de fe? 17.1. La fe, en sentido bíblico, se realiza en la historia. Por eso conlleva crisis, es decir, que es puesta a prueba, tentada. Es lo contrario de la fe vivida como sistema de seguridad, que nos atrinchera frente a la vida, o de la fe entendida como ascensión espiritual, que se realiza más allá de los conflictos de la existencia. No hay experiencia de fe sino a través de la condición humana, precisamente porque Dios se revela en la historia humana y en forma humana. La historia de Israel y, definitivamente, la vida, muerte y resurrección de Jesús son la referencia esencial de toda historia de fe. Y en ella la crisis aparece como nudo de tensión y de nueva creación. Recordemos: — El camino del Éxodo con sus momentos críticos, cuando la fe de Israel, que ha sido liberado de la esclavitud, debe aprender a aceptar al Dios de la Alianza, soberanamente libre, fiel, pero inobjetivable. — La crisis de la destrucción sucesiva del reino del Norte, y especialmente de Jerusalén, núcleo de la predicación profética, que vuelve a apelar a la fe humilde, purificada, y que ha hecho del sufrimiento ámbito de una esperanza más alta, la mesiánica. — La crisis de la «sabiduría», la que nace de la confrontación lúcida y dolorosa entre ideal y realidad, pues Dios parece frustrar las expectativas de los que esperan en El.
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¿CRISIS DE FE?
— La crisis del Reino, hasta el apocalipsis de la muerte de Jesús, pues el Mesías Jesús ha sido la principal piedra de tropiezo para la esperanza de Israel. Crisis que hizo caer incluso a los discípulos, a Pedro.
dudas racionales (¿existirá Dios efectivamente?; ¿no será la fe un producto de nuestras necesidades e impotencia humanas?; ¿no es absurdo creer en la Resurrección o en la Eucaristía?; etc.); pero su motivación real no es intelectual, sino vital: se ha perdido la confianza en la interpretación ideológica del mundo. En la juventud, las ideas y cosmovisiones sirven para afianzar el sentido de la vida. En la madurez todo se hace sospechoso de «montaje», de «consuelo ilusorio».
Cuando se ha fundamentado el sentido de la vida en Dios y se ha aprendido a esperar en Dios a través de la propia vida, la crisis de fe se hace inherente a la historia misma de la persona. Si la fe sólo ha sido una idea o un compartimento junto a otros, cuando llega la edad madura puede seguir superficialmente intacta. Pero si la fe ha sido la experiencia central, la clave de lectura de la realidad, cuando llegue la edad madura, será sometida a crisis. 17.2. ¿Por qué necesariamente la crisis de fe en el adulto maduro? Porque el momento existencial que está viviendo compromete el sentido global de su vida y, lógicamente, su fe. A los 16 años se vive la fe despertando al sentido de la vida. A los 25, se supone, la búsqueda de identidad ha cuajado, haciendo de la fe el fundamento del proyecto de vida. Pero, salvo en casos excepcionales (ya hablamos de ello en los capítulos 5 y 7), la fe conlleva expectativas falsas, fantasías del deseo, apropiación. No ha sido sometida a prueba. A los 40 años la fe ha sufrido una prueba y otra y otra, por lo que la crisis de fe no se concentra en situaciones particulares, sino en su conjunto. Brota espontáneamente la pregunta global: ¿merecía la pena haber esperado tanto de Dios? ¿Es capaz la fe de proporcionar una vida humana lograda? Lo cual se manifiesta en ciertas tentaciones específicas que siente el adulto cristiano en confrontación directa con su ser creyente. Tentaciones propiamente espirituales.
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b) Desesperanza La fe vivida está asociada al proyecto de vida y, por lo tanto, a expectativas de transformación de la realidad. Será la evangelización o la justicia, será una forma radical de vida, será la autorrealización... Según los modelos socio-culturales, así se percibe la eficacia de la fe para el hombre. En una sociedad en revolución, el mensaje cristiano puede representar la causa de los pobres o su contrario, la alienación religiosa. En la postmodernidad occidental, la eficacia de la fe está asociada a la satisfacción del individuo en su búsqueda de felicidad; en un convento de tipo tradicional, a los valores de la ascesis; en una fraternidad de inserción, la fe justifica la opción por la solidaridad. El adulto maduro ha tenido que relativizar la causa mejor justificada. ¿Por qué? Sencillamente, porque no se han cumplido las expectativas. Al principio de la crisis buscaba razones concretas: ingenuidad en el planteo del proyecto de vida, errores en la acción, etc. Ahora se pregunta, más radicalmente, si el proyecto cristiano mismo no es una utopía irrealizable. ¿Por qué no haberse limitado a ser como todos, ateniéndose a las leyes de la finitud controlable? ¡Al menos no habría sufrido tanto!
a) Dudas de fe Son frecuentes a esta edad, y muchos creyentes se extrañan de la virulencia con que brotan después de años en que uno creía tener segura su fe. A veces son restos del inconsciente, que manifiesta tendencias obsesivas a través de escrúpulos religiosos. Suele ser normal en situaciones de angustia, y la segunda edad se presta a ello, como hemos visto. Otras son consecuencia de la crisis existencial. Pueden aparecer en forma de
c) Aridez La fe se vive desde diversas experiencias configuradoras. En algunas está asociada a una causa. En otras, a la relación personal con Dios. En éstas hablamos de «deseo religioso», es decir, de la afectividad abierta y tocada por el Tú Absoluto. Puede ser un creyente con tendencias inhibitorias y propenso al
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intimismo. Puede ser alguien que en la juventud fue marcado por el encuentro con el Dios vivo. En cualquier caso, la oración adquiere una importancia decisiva como ámbito de experiencia y realización del deseo.
En esto se muestra el carácter fundante de la fe para la existencia humana: en que ella está en el origen, en medio y al final de todo. Presente en nuestras necesidades, las trasciende. Motiva nuestras expectativas; pero no depende de su realización. Por eso la crisis de fe se resuelve mediante la fe misma, viviéndola como un proceso.
Es frecuente también que el adulto maduro se sienta profundamente frustrado en su relación afectiva con Dios. Tiene la impresión de perder el tiempo en la oración, de que Dios está demasiado lejano. La frustración se acrecienta, porque se recuerdan con nostalgia aquellos años de gozo intenso, de contacto feliz con el Señor. ¿Qué queda ahora de todo aquello? ¿No fue quizá proyección de necesidades humanas no satisfechas? ¿Por qué no ha madurado la relación con Dios proporcionalmente al proceso humano? Es como si la intimidad con Dios fuera inversamente proporcional al realismo de la vida. Y, sobre todo, ¿por qué Dios no termina de llenar el corazón? El adulto maduro vendería todo por un poco de ternura, y Dios, su Dios, el Dios del amor, está ausente y nos abandona a nuestra tristeza interior. d) La acedía Los maestros del espíritu han visto en la «acedía» una de las tentaciones más fuertes del espíritu. Han dicho, además, que amenaza especialmente a la edad de la madurez. También fue llamada «tedio de la vida», «tristeza espiritual»... Consiste, básicamente, en el rechazo que el hombre dedicado a las cosas de Dios siente por todo lo espiritual. Falta de gusto en la oración; resistencia a la iniciativa de Dios; resistencia al Amor... Tentación típicamente espiritual, la de los buenos y generosos, la de quienes conocieron la fuerza totalizadora del amor de Dios, la de quienes entregaron su vida sin calcular el riesgo. Pero ¿por qué ahora ese hastío devorador? Quizá, porque la entrega estaba motivada por ciertas necesidades inconscientes. O quizá, también, porque el yo no quiere morir y abandonarse desnudo al fuego del Amor. La acedía revela el trasfondo de pecado que habita en el hombre, nuestras tinieblas interiores. 17.3. «Crisis», en sentido bíblico, significa «prueba»; pero también «discernimiento», capacidad de interpretar el sentido de la prueba para percibir los planes de Dios a través de la dificultad. Lo paradójico de la crisis de fe estriba en que sólo puede ser superada desde la fe misma.
Sin embargo, en la edad madura, si la fe no ha sido experiencia fundante, sino parcial o puntual, el peligro de perderla o de arrinconarla puede ser grave. No olvidemos que la crisis de la madurez es totalizadora. De ahí la paradoja repetida: si la fe ha sido fundante, nunca más se verá amenazada, a la vez que nunca demostrará mejor su auténtica fuerza de nueva creación. Si la fe fuese una cosmovisión ideológica, o la justificación ética de un proyecto, o la proyección trascendente del deseo, la crisis de madurez la sometería al sin-sentido. Pero es ahora, cabalmente, cuando aparece en su ser de vida teologal, es decir, de acción salvadora y transformadora del Espíritu Santo en el hombre. Cuando desaparece la necesidad de interpretar coherentemente el mundo, queda la fe. Cuando nuestras expectativas mejor justificadas han fracasado, queda la fe. Cuando Dios no es experimentado como objeto de deseo, queda la fe. Por eso decía en el capítulo 7, al hablar de las edades de la vida y las etapas de la experiencia espiritual, que a la madurez debería corresponder, en la historia del creyente, el inicio de la experiencia mística, es decir, la etapa en que dominan las virtudes teologales. Lo cual, desde luego, no ocurre necesariamente. Depende de la calidad de la existencia y del proceso espiritual. Sin olvidar que lo decisivo está «más allá de la edad», en la Gracia. 17.4. A la luz del Evangelio (cf. cap. 6), disponemos del mejor esquema interpretativo de la crisis de fe del adulto maduro: el proceso del discípulo de Jesús. Pedro y sus compañeros han de sufrir la crisis de fe mesiánica para poder nacer a la fe escatológica del Espíritu Santo, a través del escándalo de la Cruz, haciéndose seguidores de Jesús. Es el esquema de los Sinópticos: confesión de fe mesiánica en Cesárea de Filipo, anuncio de la Pasión, llamada al Seguimiento. Del mismo modo, el creyente maduro sufre a través de toda su crisis existencia! el escándalo de una fe que no responde
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a sus expectativas, y debe aprender a negarse a sí mismo, entrar en la sabiduría de la cruz, perder la vida para ganarla, si quiere seguir al Maestro. Al viraje existencial corresponde la nueva llamada a la radicalidad de la fe. Al sin-sentido con que el creyente experimenta el vivir humano corresponde la oscuridad de la fe, vida de Dios en Dios.
mismo. Lo religioso emerge de nuevo como centro de sentido. Pero, si no está bien fundamentado, se presta a ser utilizado como refugio y escape de frustraciones no asumidas. Allí donde falla lo humano, todavía queda Dios, el Absoluto. La fantasía del deseo ha vuelto a encontrar su fuente de gratificación, como en la infancia y la adolescencia. Como no se es capaz de integrar la realidad, la ilusión religiosa consuela de los sinsabores de este mundo.
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Si intentamos desdoblar formalmente esta experiencia de fe, distinguiremos tres aspectos: — Realismo de la fe. Ha tenido que confrontarse con la limitación, el conflicto, la libertad, el bien y el mal, el éxito y el fracaso. Una fe experimentada como dinámica de salvación, inmanente y trascendente a un tiempo, «ya pero todavía no». — Fe purificada de expectativas. Lucidez respecto de nuestros proyectos y deseos, distintos de los de Dios. Fe que ha tenido que hacerse al estilo de Dios: tan libre, tan desconcertante, tan contra-corriente... Fe iluminada por la palabra y obra de Jesús, especialmente por la Cruz. — Fe que se afirma en el corazón y en la existencia como centro integrador, unificador y totalizador, verdadera vida del hombre, fundamento y raíz de todo. Es ahora cuando el creyente sabe por maestro interior, por unción del Espíritu (1 Jn 2,2627), el don que ha recibido. Aquí se aplica el esquema paulino del cristiano adulto, que dejó atrás la fe infantil, ligada al deseo (a la «carne», dice el Nuevo Testamento), a las expectativas del hombre según las posibilidades del hombre (el «hombre natural», en contraposición al «espiritual» de 1 Cor 2). ¿Fe madura? Digamos que fe, a la que la crisis del ciclo vital de la madurez hace madurar. 17.5. Centrar ahora la vida en la fe podría ser una trampa si por fe se entiende una actitud espiritualista. En efecto, el desencanto propio de la edad, que descubre lo relativo y caduco que es todo proyecto humano, puede conducir a retomar la experiencia religiosa, que en la vida anterior había quedado en segundo plano a causa de las urgencias y responsabilidades personales y sociales. Recordemos el esquema de C.G. Jung: de la extraversión a la introversión, de la afirmación del yo a la búsqueda del sí
¡A cuántos hombres y mujeres maduros que fueron religiosos en su infancia se les ve volver a las prácticas de piedad, a la experiencia de Dios...! Habrá que discernir, porque, una vez más, lo religioso se presta a lo mejor y a lo peor. A lo mejor, porque es la hora de una fe adulta, purificada del deseo. A lo peor, porque cabe usar a Dios como mecanismo neurótico de defensa frente a la vida. En la 3. a Parte intentaremos la respuesta auténticamente madura: — Centración existencial en la fe; recuperar la oración. — Reintegración del proyecto cristiano en el amor desinteresado al prójimo. Una vez más, el mensaje cristiano ofrece los criterios decisivos de discernimiento. La mística cristiana no consiste en una ascensión espiritual que desliga del mundo, buscando el origen sin conflictos. Por el contrario, la experiencia del Origen, Dios, se da en la obediencia a Dios a través de la finitud, y la unificación última no se da en el silencio que se distancia de lo múltiple, sino en la autodonación de amor que asume el pecado del mundo. 17.6. Concluyamos esta 2. a Parte aludiendo al método de nuestras reflexiones. Lo hemos llamado integrador, por cuanto busca siempre distinguir y unir, a un tiempo, los diversos niveles de la experiencia humana: el psicosocial, el existencial y el espiritual. Tal ha sido nuestro discurso al describir el ciclo vital del adulto maduro. J.E. lleva una larga temporada en que se siente insatisfecho. Dice que se cansa mucho más que antes en la oficina y que se irrita fácilmente con los compañeros de trabajo. En la familia encuentra refugio, pues tiene una mujer que le adora; pero los
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hijos están en plena ebullición de ideas y autoafirmación. No está acostumbrado a este talante. En la parroquia lleva fielmente la marcha catecumenal de un grupo de adultos. Cuando comenzó, hace cuatro años, puso en ello alma, vida y corazón. Ahora está tentado de dejarlo, pues se cree inútil. Se desespera viendo cómo la gente rehuye el compromiso. Quería confesarse de todas estas sensaciones de desesperanza y falta de amor al prójimo que le culpabilizan hasta la desazón. Por mi parte, he aprovechado la ocasión para preguntarle qué buscaba con la absolución. Y, a medida que íbamos hablando, entre los dos descubríamos progresivamente, más allá de los síntomas, la crisis de madurez. Lo fácil e inmediato era tranquilizarse por un momento. Lo importante era situar su vida entera ante el juicio de Dios y su misericordia. Pero esto exigía más tiempo y un cambio de actitud. Hemos quedado en que profundice en sus sentimientos de frustración y que haga oración con esta pregunta: «¿Hacia dónde me conduces, Señor?; ¿qué quieres enseñarme en este momento de la vida?». Sólo así alcanzaría fuerza personalizadora y gracia de reconciliación el sacramento de la penitencia.
3. Parte: Cómo afrontar la crisis 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30.
Tiempo de gracia ¿Puede cambiar un adulto? Hacer balance de la propia vida Cuando hay problemas pendientes... Aceptación y confianza Unificación de vida Recuperar la oración Formación permanente Eficacia y desasimiento Madurez afectiva Realismo y esperanza Hacia la ancianidad y la muerte La segunda edad, ¿inicio de la mística?
18 Tiempo de gracia 18.1. La 2.a parte, DESCRIPCIÓN, nos ha hecho conscientes de la complejidad y radicalidad de la crisis de la segunda edad. Hemos puesto el acento en los aspectos problemáticos, dada la intención pedagógica de estructurar el libro según el esquema de sombra-luz, desafío-maduración, crisis-gracia. Pero al hilo del discurso íbamos apuntando ya una serie de pistas que ocuparán la reflexión de esta 3. a parte: cómo AFRONTAR LA CRISIS. Leyendo el índice, es fácil percatarse de la lógica que va a guiarnos: — Mirada de fe y actitud de autenticidad con que el adulto maduro debe abordar su crisis (caps. 18-21). — Claves que definen la dinámica existencial y permiten resolver la crisis y recoger sus frutos (caps. 22-28). — Temática que anticipa la plenitud cristiana de la ancianidad (caps. 29-30). 18.2. El adulto maduro cristiano debe abordar sus problemas desde una actitud iluminada por la fe. Lo que vive no puede separarlo del sentido fundamental de su vida. Lo que pasa es que cada uno tiene aquella mirada de fe con que ha llegado a esta edad, es decir, leerá su crisis de madurez según haya leído las fases anteriores.
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Por ejemplo, si en los momentos difíciles uno se ha sentido perdido y la fe en Dios le ha dado la posibilidad de sobrevivir, cabe el peligro de buscar en Dios la solución mágica de la crisis: pretender de Dios que nos libere de viejos problemas de falta de integración psíquica que no fueron abordados a su tiempo. Esta actitud «fundamentalista» tiene el brillo de la fe «que traslada las montañas», pero tiene también el peligro de «tentar a Dios» con milagros que El no ha prometido realizar. La tentación puede ser tanto más aguda cuanto que a esta edad se perciben más lúcidamente los condicionamientos de la propia personalidad y cómo dificultan la libertad interior.
a) El adulto maduro ha aprendido a respetar la autonomía de las causas segundas. Ha comprometido su esfuerzo y las mediaciones humanas para enfrentarse a los problemas. No espera de Dios la solución de una serie de temas que dependen de nosotros. Es como si distinguiese conscientemente lo que el hombre puede y debe hacer desde sí y lo que Dios ha prometido y quiere hacer desde El.
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O, por el contrario, si en la edad de la autorrealización Dios sólo ha sido un referente, ahora que se experimenta la finitud, quizá no se sepa cómo iluminar desde la fe la propia realidad humana. Puede darse cierto dualismo entre lo humano, percibido y explicado mediante categorías intramundanas de racionalidad, y lo espiritual, que en realidad ha quedado reducido a consmovisión o, en todo caso, a fondo afectivo religioso que sólo emerge puntual y superficialmente. La paradoja de esta edad, a nivel de fe, es doble: — Por una parte, la crisis de realismo acostumbra a una mirada «natural», sin sublimaciones espiritualistas. Por otra, si la fe ha ido madurando, ¿qué queda ahora sino las certezas fundantes de la fe? — Por una parte, haber tenido que vivir a fondo, enraizado en la existencia, hace que no creas demasiado en el poder de la Gracia. Después de tantos años de esperar de Dios la transformación y la liberación, ¿qué has conseguido en realidad? Por otra parte, cuando experimentas claramente que no puedes liberarte de tu egocentrismo ni lograr la unificación interior, es el momento privilegiado para creer que Dios ha prometido cambiarnos el corazón (cf. Jer 31 y Ez 36); que, cuanto más débil, más fuerte se es por gracia de Dios (cf. 2 Cor 12). 18.3. Por todo ello, esta edad ha de ser vivida como tiempo de gracia, como momento oportuno de fe en la Buena Nueva de la Salvación; pero partiendo siempre de las bipolaridades que caracterizan esta edad. En este sentido, me atrevo a decir que esta edad obliga a dilucidar y experimentar la problemática de naturaleza-gracia que atraviesa la antropología cristiana.
b) Con todo, se supone que, si ha madurado en la fe, superando el «extrinsecismo agustiniano» (cf. cap. 5), ha experimentado la acción de la Gracia «desde dentro» de la condición humana: cómo la Providencia nos guía a través de las causas segundas; cómo no existe lo natural en sí; cómo también es gracia la liberación bio-psíquica, social o cultural. Es decir que, literalmente, «todo es gracia»: lo que hacemos desde nosotros y lo que experimentamos como don incontrolable, porque Dios, el creador, redentor y consumador, es Único. c) Ha experimentado, igualmente, la dialéctica asistematizable de libertad-pecado-gracia. Con lo cual, especialmente ahora sabe que no puede disponer en última instancia ni de sí mismo, ni de su autoplenitud, ni de su futuro, y ¡cuánto menos de la promesa escatológica de la vida del Padre a imagen de su Hijo bajo la acción del Espíritu Santo! 18.4. Sin embargo, como tiempo de gracia que es, al creyente se le encomienda una tarea esencial e insustituible. En primer lugar, su proceso de integración. Hemos ido viendo cómo la existencia humana se debate entre tensiones bipolares: necesidades y libertad, deseo y fe, dispersión y unidad, utopía y realidad, etc. A partir de los 40 se siente apremiantemente la necesidad de integración, que se traduce, por ejemplo, en: — ansiedad por controlar la vida espiritual como centro unificador; — afirmación autónoma de sí, pero sin crispaciones defensivas, sin el afán de los años juveniles por encontrar «espacio vital» de autorrealización; — dificultad para satisfacer serenamente las necesidades biosíquicas, sin abandonar la dinámica de radicalidad evangélica;
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— sabiduría para abrirse incondicionalmente a la iniciativa de la Gracia;
que los maestros espirituales señalan para la segunda conversión. Suele llamarse «segunda conversión», por comparación con la primera, aquella que estabiliza la entrega incondicional a Dios. Quizá la primera coincidió con la experiencia fundante, a la edad en que la persona busca su identidad, entre los 18 y los 25 años. Luego, el impulso primero dejó de tener su primer empuje polarizador; y, aunque el talante global no se desvió de su primer objetivo, dominaba cierta ambigüedad de fondo, resistencias latentes, alternancias condicionadas por intereses vitales en que se mezclaba lo divino y lo humano. Se mantiene cierta generosidad; pero, a pesar de todo, uno sabe que ningún esfuerzo puede alcanzar la raíz del corazón. Sólo Dios puede hacer la obra de centrarnos definitivamente en El. Se desea esta segunda conversión... y se teme. Se la confiesa necesaria; pero sólo cabe pedirla humildemente. Dios se sirve de todo para llevarnos a esta segunda conversión: de purificaciones interiores y de acontecimientos dolorosos, de la paciencia de la fe, año tras año, y de su libertad soberana. Lo que está claro es que yo debo hacer lo que pueda; pero que no depende de mí. Le ofrezco al Señor signos de disponibilidad y espero en su misericordia. El sabe mejor que yo lo que me conviene. Tal es el discernimiento espiritual que aquí se propone para afrontar la crisis de la madurez. 18.6. Este capítulo introduce y enmarca lo que sigue. Pero quisiera terminarlo con una referencia que necesitaría mayor espacio de reflexión: cómo esta edad desafía lo mejor del humanismo cristiano. Es como si hasta los 40 años los principios de humanismo racional fuesen aptos para resolver los procesos de los ciclos vitales. Pero también es como si ahora tuviésemos que apelar a nuevas síntesis: las que nacen directamente del Espíritu Santo. Suelo llamar a estas síntesis «síntesis de contrarios». Vendrán a ser el «leit motiv» de nuestro discernimiento: cómo son los grandes equilibrios del Espíritu, ese orden misterioso que crea el Espíritu en el corazón del hombre y en su existencia entera. Un orden no controlable; un equilibrio no tenso; una vida en libertad, no sometida a la angustia de la finitud; la plenitud del amor que lo llena todo y lo trasciende todo.
— deseo de paz asentada en la fe y entrega a la voluntad de Dios... Evidentemente, la integración es un proceso. Necesita ritmo y discernimiento. Hay que trabajarlo. Algunos capítulos de esta 3. a Parte están dedicados a temas que incluso se formulan bipolarmente para dar a entender que se trata de síntesis integradora. En segundo lugar, concentrar la existencia en la fe. ¿Por qué? Porque el creyente maduro sabe cada vez más lúcidamente que se le pide el acto primero y último de la fe: recibirlo todo por Gracia. Su realismo le obliga a la aceptación de la finitud y, por lo tanto, a fundamentarse más allá de sí, en el amor primero y fundante de Dios. Su impotencia ante los fondos de pecado le llama a esperar contra toda esperanza en el Dios que crea de la nada y saca vida de la muerte. Su consistencia y autonomía muestran la ambivalencia de todo logro humano. Es el momento del salto a la verdadera libertad: la de la infancia espiritual. La tarea del Reino sigue apelando a la generosidad. Pero es la hora de la misión, y la eficacia del Reino no está en relación directa con nuestras posibilidades, sino con la obediencia a los designios del Padre. En tercer lugar, en la medida en que trabaje su proceso de integración y concentre su existencia en la fe, aprenderá a dejar en manos de Dios el proceso y la fe misma. ¿No es gracia, acaso, la sabiduría del Reino que se da a los pequeños? Pero este no disponer ni siquiera de la propia tarea (¿cómo acertar en aquello que es inobjetivable y cuyo misterio irreductible tiene su origen y fin en Dios mismo?) el creyente maduro ya no lo experimenta con angustia o desazón, sino como libertad liberada y sabiduría última de la existencia. 18.5. Si nos fijamos bien, los términos que estamos usando para describir este tiempo de gracia son básicamente los mismos
19 ¿Puede cambiar un adulto? 19.1. Plantearse la segunda edad como tiempo de gracia (capítulo anterior) presupone que la crisis posibilita un cambio. Pero ¿no reside ahí justamente la dificultad? ¿Es que un adulto puede cambiar? La sabiduría popular ha expresado plásticamente lo que es constatación universal: que el hombre maduro está definido y que, en consecuencia, tiende a fijar su modo de ser y su conducta. Dice, por ejemplo, que «genio y figura hasta la sepultura»; que «cuando un árbol ha crecido torcido...». La explicación antropológica viene a ser ésta: que la libertad humana existe encarnada y sólo encarnada. Es decir, que mi deseo de cambiar (a nivel psicológico, existencial o espiritual) tiene que tener en cuenta mi estructura bio-psíquica, mi historia, mi entorno socio-cultural, mis opciones, mis experiencias, hábitos, etc. Entender la libertad en sentido racionalista, como voluntad consciente y no determinada, es ignorar el carácter finito y encarnado del espíritu humano. Cuando un adulto, pues, se plantea su futuro y quiere resolver su crisis de madurez, deberá partir de su libertad configurada, no de su libertad abstracta. 19.2. Como libertad configurada que es, su tentación estriba en no creer en el cambio. De nuevo los extremos: la ilusión de cambiar de golpe, en función de la propia insatisfacción,
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proyectada en la fantasía del deseo; o el escepticismo que abandona toda esperanza de cambio. ¿No ha enseñado acaso la vida que estamos marcados por la infancia y apresados en nuestras limitaciones? Más vale, se dice el adulto, la resignación lúcida.
que han tenido que pagar, y ahora se sienten más atrapados que nunca en sus limitaciones. También éstos se preguntan: ¿podré cambiar?
Para dar con un camino de respuesta a esta cuestión, hay que distinguir, a mi juicio, dos aspectos. El primero, el subjetivo: ¿Quién puede cambiar? Porque no todos los hombres y mujeres adultos tienen la misma posibilidad de cambio. Hay quienes están de tal manera condicionados en su libertad real que podemos hablar de personalidades fijadas. Por ejemplo, un neurótico arrastra una estructura psicológica y, con los años, ha ido reforzando sus mecanismos infantiles de «fijación». Los psiquiatras saben lo difícil que es que un neurótico cambie a partir de cierta edad. Pero, igualmente difícil es para el inauténtico, o sea, para el que ha construido su vida sobre la mentira existencial: por ejemplo, el que decidió no hacerse problemas, «no comerse el tarro». De hecho, al encontrarnos con la persona madura concreta no es fácil distinguir sus condicionamientos de infancia de sus actitudes existenciales reforzadas con el tiempo. Sin embargo, la crisis de este ciclo vital suele ser a veces el desencadenante terapéutico que debilita los mecanismos de defensa. El hombre siempre es imprevisible. Los hay básicamente sanos y auténticos, pero que tienen algunos problemas que les condicionan para el cambio, aunque no gravemente. Por ejemplo, ese religioso que no termina de ser autónomo, porque no integró en su adolescencia y juventud su necesidad de autoafirmación. Su sentido de la verdad hace que se enfrente a los problemas, que no se inhiba; pero gasta demasiadas energías en los conflictos comunitarios. O esa madre que fue preparada para el amor abnegado y no desarrolló la relación con su marido e hijos aprendiendo a tener vida propia. Ahora que los hijos le obligan a la desapropiación afectiva, se siente deprimida. No va a ser fácil integrar su proceso psicológico de maduración con su espíritu cristiano de autodonación. Podríamos multiplicar los ejemplos. ¿Qué hombre/mujer maduro no conoce sus desfases, lagunas, carencias? Hasta esos pocos privilegiados que parecen haber crecido simultáneamente en integración psicológica y en libertad interior saben el precio
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Porque sólo los superficiales o los suficientes mediocres creen que han llegado a la plenitud y no tienen nada que cambiar. En realidad, las contradicciones más fuertes de la existencia humana están sin resolver. 19.3. Segundo aspecto, el objetivo: ¿Qué es lo que hay que cambiar? Posiblemente, hacer de esta pregunta el instrumento de discernimiento es el secreto para el cambio. ¿Puede cambiar el temperamento, es decir, la manera habitual de desarrollarse los procesos psíquicos y de reaccionar al entorno? Ligado como está a la constitución de la personalidad individual, hay que decir que más vale aceptarse uno a sí mismo que empeñarse en cambiar. Anotemos, sin embargo, que la mayoría de la gente se preocupa principalmente por su «mal carácter». No nos gusta cómo somos; desearíamos ser distintos. En el fondo, nos molesta el sufrimiento que nos produce aguantarnos a nosotros mismos o la posibilidad de no ser queridos o admirados. A partir de los 40 años, «genio y figura hasta la sepultura». En algunos casos, los de profunda transformación interior (por ejemplo, en la experiencia mística), se cambia hasta el carácter: estructura reaccional defensiva liberada por el amor, que ha recobrado su infancia gozosa; o tendencias depresivas que la fe ha liberado de viejos miedos inconscientes. Pero lo normal es aprender a convivir con el propio temperamento: en vez de hacerlo problema, vivirlo como camino de aceptación y gracia. ¿Puede cambiar el comportamiento, la conducta moral ligada a ciertos hábitos? Esta zona de la libertad suele preocupar a los perfeccionistas, que hicieron de su conducta esfuerzo permanente de voluntad. Tienden a ser «voluntaristas» y renuevan periódicamente sus propósitos de ser buenos, de mejorar en virtudes. La verdad es que a esta edad apenas creen en el cambio. Simplemente, necesitan autojustificarse. Olvidan que la conducta moral, racionalmente controlable, suele estar motivada por necesidades bio-psíquicas inconscientes o por ciertas actitudes existenciales. Lo sabio sería discernir ese nivel de motivaciones, y desde ahí plantear la estrategia del cambio.
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Un criterio acertado, a mi juicio, es el siguiente: que tanto a nivel de temperamento como de hábitos morales, más vale cambiar indirectamente y de dentro afuera que no centrarse en el objeto directo del cambio. Dicho de otra manera: si deseas controlar tu irritabilidad, no te empeñes en autodominarte; aprende a conocer tus mecanismos de defensa y a aceptarte a ti mismo. Es el único modo de cambiar, dentro de lo posible.
llegado la hora de la fe, en que sólo cuenta creer. Si persevera en la fe, paciente y humildemente, verá la acción salvadora y transformadora de Dios.
Lo que sí es posible cambiar es la actitud o las actitudes. Mejor dicho, eso es lo que hay que cambiar. La crisis tiene carácter global, porque replantea las actitudes fundamentales ante la vida. Por eso hay que distinguir las actitudes en función de un determinado valor y las actitudes de fundamentación. Por ejemplo, al hacer unos días de reflexión, uno se da cuenta de que lleva años de resistencia a la oración; ahora desea cambiar de actitud. Esto puede ser importante, pero no determinante. A esta edad hay que buscar dilucidar las actitudes de fondo. Por ejemplo, continuando el caso anterior, lo determinante sería cambiar, de la actitud de pretender bastarse a sí mismo, a la actitud de comenzar a esperar en Dios. Lo cual está en relación con los fondos de pecado, que ahora se revelan en toda su potencia de muerte (cf. Rom 7). El hombre/mujer maduro se lamenta del cúmulo de errores, debilidades e infidelidades que ha cometido en su vida; pero debe distinguir entre aquello que le impide la vida del Espíritu Santo y aquello que tan sólo se la entorpece o dificulta. Ahora bien, la persona que vive en tinieblas ni siquiera se percata de su pecado. A esta edad, el pecado ha plantado su morada y ha fijado sus mecanismos de enmascaramiento. No será fácil la conversión, si no es por un auténtico milagro. El hombre verdaderamente espiritual experimenta atrozmente su impotencia ante el poder del pecado: la ambigüedad de las motivaciones que guían su vida, la esclavitud de las apetencias, la fuerza implacable del egocentrismo, la incapacidad del sí incondicional a Dios, la cerrazón resistente a la penetración del Amor Absoluto...
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La sabiduría y la eficacia del cambio dependen, simplemente, del acto que fundamentó el sentido de su vida en la juventud y que ahora aparece con su fuerza originaria. El cambio pide la resurrección de los muertos, hacer posible lo imposible. Paradoja de la fe y de la libertad: la libertad extrema en el máximo de la finitud. 19.4. Hasta la edad madura, la problemática del cambio se centra en el crecimiento. Se habla de la crisis de la adolescencia como de crisis de crecimiento. A partir de los 40 años, la crisis se dirige a la transformación. ¿Cuestión de palabras? En cierto modo, sí; pero las palabras reflejan modelos antropológicos distintos. Se quiere decir que el sentido profundo del cambio del adulto maduro se centra en aquellos niveles que, precisamente, no controla. El crecimiento viene determinado por el código genético y por la necesidad de dejar una impronta personal en la historia. Ser transformado depende de la autoconciencia que uno tenga de su finitud y su pecado. Estos niveles suelen ser atemáticos, y el captarlos depende de la calidad espiritual con que se haya vivido. Por ejemplo: — La transformación de la voluntad en libertad de obediencia. — La integración de lo pulsional, en cuanto necesidad y apetencia, en la afectividad amorosa de la Alianza. — Liberación de la autoimagen y confianza en sí para recobrar la espontaneidad de la confianza filial en Dios. — El optimismo vital, transformado en el gozo de la esperanza teologal. — La autonomía del yo, liberada de la distancia y la diferencia respecto del otro por obra del amor.
Evidentemente, es imposible liberarse a sí mismo de esos fondos de pecado. El adulto maduro debe aprender a reconocer esta impotencia radical respecto de lo esencial.
— La transformación del corazón, apresado en el deseo y la autofinitud, y ahora ensanchado inconmensurablemente a la medida del corazón de Dios.
Pero precisamente aquello que se le presenta como cambio imposible se le ofrece, en la fe, como máxima posibilidad. Ha
¿Qué cabe? Pedir. La súplica brota en esta hora del corazón del creyente con un acento nuevo.
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— Nunca más consciente de que ha llegado hasta aquí por obra y gracia del Señor. — Más lúcido que nunca de que ni sabe ni puede acceder por sí mismo a estos niveles de transformación. Ahora entiende aquello de Pablo: que pertenece al Espíritu Santo gemir en el corazón del creyente lo que a éste le conviene según Dios (cf. Rom 8,26-27). 19.5. Y pagar el precio. Todo crecimiento está en relación con el sufrimiento, desde el infante a quien se le corta el cordón umbilical hasta el adulto que opta por un proyecto de vida renunciando a otro. Pero la transformación exige el precio más alto. Los clásicos lo llamaron purificaciones pasivas. Vienen dadas, incontrolables, y nos dejan impotentes, desvalidos, sin poder apoyarnos en nada. Precisamente por eso son transformadoras, porque irrumpen en aquellos niveles en que no cabe actividad de la persona. Sólo cabe consentir, dejarse hacer. A partir de los 40 años comienza la época de las grandes pasividades: — enfermedad prolongada; — desgarros afectivos de vinculaciones determinantes; — tentación de desesperanza; — frustración de proyectos que alimentaron lo mejor de la vida; — autoconciencia radical del pecado; — experiencia interior de purificación de Dios.
20 Hacer balance de la propia vida 20.1. Si puedes, retírate unos días. Tienes que hacer balance de tu vida. No se trata de un examen de conciencia para hacer recuento de cualidades o defectos, virtudes o vicios. Es la hora de retomar la vida de un modo nuevo. La crisis de la segunda edad atañe a los fundamentos. Para ello hay que desarrollar un doble movimiento. El primero, de discernimiento. Discernir significa leer la propia historia. Pero no cabe lectura sin relectura. En ella se compromete la actitud básica con que uno aborda su pasado. Si se quieren mantener los viejos esquemas de seguridad, el examen sólo servirá para reforzar posiciones. Si no se tiene miedo al sufrimiento, es posible que se dé «el gran salto adelante». Por eso el segundo movimiento es inherente al primero: desaprender lo aprendido. No puedes discernir si al mismo tiempo no te das cuenta de que la sabiduría de la vida nace de este desmontar esquemas, ideas, estereotipos, que han sido el bagaje con que nos adaptamos al mundo y establecimos redes de relación y conducta. ¿No es la hora en que sufrimos lo poco que sirve lo aprendido para vivir lo esencial? Lo que es vivir de modo personal, a partir de la unicidad del propio ser, y descubrir que la vida consiste en «otra cosa»,
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inquietante y maravillosa, eso lo tuvimos que aprender solos. Y en la medida en que este aprendizaje ha marcado nuestra actitud existencial, hemos adquirido saber propio, ese pequeño número de experiencias y certezas que guían nuestra vida.
hemos sufrido y gozado. Permanece como hilo conductor. A él se vuelve en los momentos difíciles. Orienta la esperanza.
Si estamos ahí, hacer el balance será relativamente fácil. Discernir será retomar las certezas fundantes. Si no estamos ahí, el balance servirá para abrir este camino nuevo de sabiduría. Los clásicos lo llamaron «la docta ignorancia». Ese saber que no se hace de conceptos ni viene «de fuera»; que se hace a nivel profundo, atreviéndose a ir más allá de «modelos» recibidos. Al principio es por intuición. Con el tiempo, a veces se formula en «máximas»; por ejemplo: «sé tú mismo»; «no consiste en hacer, sino en dejarse hacer»; «se cree desde el corazón»; etc., etc. Pero, claro, la máxima es condensación expresiva de experiencia; no debe ser un nuevo esquema de comportamiento A nivel de fe, «la docta ignorancia» es el camino regio del creyente. Como dije en el cap. 7 y repetiré en el 30, la edad madura es propicia para la vida teologal. El balance de la vida deberá llevarnos a las grandes «máximas» de los místicos cristianos. Nadie como Juan de la Cruz lo ha expresado con su característico lenguaje de paradojas: — Si quieres llegar a lo desconocido, camina por lo no conocido. — Para serlo todo, no ser algo en nada. — Todo para Ti y nada para mí. — ¿Qué sabe el que no ha sufrido? 20.2. Para discernir tu vida, distingue el nivel fenomenológico y ¿[fundante. El fenomenológico te recuerda sucesos, encuentros, ideas, experiencias interiores y exteriores, proyectos, sueños, frustraciones, momentos críticos, angustias... En medio de esa maraña, ¿puedes percibir lo más significativo, lo que emerge constantemente a pesar de los vaivenes, los temas de fondo? Discernir significa captar la experiencia o las experiencias configuradoras. En toda vida humana hay un eje o foco (o más de uno) en torno al cual se ha organizado el propio vivir. Lo
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Voy a señalar algunas experiencias configuradoras características de la vida humana: — El trabajo. Se ha vivido en función de la profesión. — La afectividad asimétrica. Esa persona cuya vida está jalonada por experiencias de dependencia. Tema repetitivo, asociado a carencias e inseguridades de fondo. O esa madre volcada en sus hijos, omnipresente y débil a un tiempo. — La causa social. Se despertó al sentido de la vida a partir de un valor incondicional y universal. Han cambiado los esquemas de compromiso; pero lo mejor de sí mismo se entrega a la justicia y promoción del hombre. — La afectividad simétrica. La experiencia determinante ha sido el encuentro con un tú, el amor interpersonal. — El orden religioso-moral. El esfuerzo de la vida se ha concentrado en adquirir la perfección de la virtud en relación con la dialéctica de salvación/condenación. — La autorrealización. Búsqueda apasionada y renovada de equilibrio y madurez, subordinando toda fantasía al logro del propio ser libre y veraz. — La relación de confianza en Dios. Lo más claro que se tiene en la vida, desde donde ha sido posible luchar y aceptarse: saber que Dios no falla. — La relación de amor personal con Dios. Se tuvo hace años una experiencia de encuentro, y la nostalgia de ese amor primero, probado y desplegado, sigue siendo la razón principal del vivir. ¿Cuál es tu experiencia configuradora? No suele aparecer con facilidad. Unas veces se confunde con la constante; otras veces se diferencia. Por ejemplo, la constante de una persona puede ser su curiosidad intelectual; pero la experiencia configuradora está más allá, en la motivación profunda (a menudo inconsciente) que determina la constancia. ¿Por qué tanta curiosidad intelectual? ¿Búsqueda de verdad? ¿Ansiedad latente? ¿Necesidad de valoración social?
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Por eso la pregunta crucial sigue siendo: ¿dónde he fundamentado realmente mi vida? No basta saber teóricamente, desde el saber cristiano, la respuesta: Dios. Lo que cuenta es la verdad vivida.
— En todo y por todo, no olvides que la clave de tu futuro no te pertenece. ¿Cómo vives, desde qué actitud de fe has de plantearte tu presente y tu futuro?
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Es probable que el mediocre tenga las cosas muy claras. El auténticamente humano y el creyente honrado quizá tengan que llegar a la conclusión de la «docta ignorancia»: nadie puede justificar su vida y controlar la razón última de su vivir. ¿Cuál es mi experiencia fundante? ¿Dios o yo mismo? ¿El Reino o mis necesidades? 20.3. Por eso el balance no desemboca en unas recetas de buena conducta ni en un saber controlador del futuro. Como ocurre con los grandes ejercicios del espíritu, lo importante se produce indirectamente. En este caso: — El balance sirve para crear una actitud de autenticidad, de espíritu de verdad, de libertad interior, para enfrentarse con uno mismo y las mentiras ocultas. — Para reconciliarse también con la propia historia. Cuanto más realista para reconocer la propia ambigüedad, tanto más esperanzado respecto al futuro. Lo cual, evidentemente, depende de la calidad de la fe. No podrás aceptar tu historia si todavía necesitas justificarla. Si el balance desemboca en un proyecto personal, mejor aún. Sería conveniente concluir estos días de retiro escribiendo tu plan de vida. Algunos consejos elementales: — Lo importante no es el horario, ni el ordenamiento de la conducta según tus deseos de perfección, ni siquiera una programación de actitudes. — Formula las líneas de fuerza, los ejes del proceso de tu transformación personal, las claves en que se está jugando tu crisis actual y tu futuro. — Pon atención en la experiencia en torno a la cual se está desencadenando la vida profunda «aquí y ahora». — Establece, en consecuencia, las prioridades y opciones que exigen tus mejores energías. — Medios prácticos para ello.
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20.4. Para facilitar esta tarea me permito ofrecer un cuestionario: • ¿Qué «mundo propio» has ido creando? ¿Te da a entender algo de ti mismo? • ¿Cómo ha ido cambiando tu autoimagen desde joven hasta ahora? • ¿Cómo ha ido cambiando tu proyecto de vida (matrimonio, profesión, ordenación...) desde joven hasta ahora? ¿Por qué ese cambio? • Analiza tu proceso afectivo y sus fases para discernir tu momento actual, teniendo en cuenta: — tus amistades; — la relación de pareja; — tus relaciones familiares o de comunidad. • ¿Quién ha sido y es ahora Dios para ti? • Discierne en qué aspectos lo humano y lo espiritual van a la par o, por el contrario, hay desfase. • Discierne cómo vives la bipolaridad realismo/esperanza. • ¿Qué tema te crea en este momento más problemas? ¿Por qué? • ¿En qué tema tendrías que trabajar especialmente, teniendo en cuenta tu proceso de maduración y transformación? • ¿Hay necesidades psíquicas no integradas? ¿Debes iniciar un proceso de integración o de aceptación? • ¿Hay algo en ti que te impide la entrega incondicional a la voluntad de Dios? ¿Qué tendrías que hacer? • Plantea la oración según tu proceso, y especialmente según tu historia afectiva con Dios. • Busca cómo unificar tu vida, especialmente en lo cotidiano, en tus responsabilidades diarias.
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• Discierne cómo vives tu misión, especialmente la bipolaridad entrega/desapropiación. • Plantéate también la formación permanente y los medios para ello. • Un proyecto personal de vida supone clarificar prioridades y hacer opciones dentro de tu realidad. • Una vez hecho tu proyecto personal, ¿se lo aconsejarías a otro si estuviese en tu lugar? • ¿Crees que dicho proyecto asume tu pasado y te dispone para el futuro? Reconozco que este cuestionario, dicho así, de repente, resulta excesivo. Tómalo a tu ritmo y medida. Por ejemplo, comienza a responder a la pregunta que te resuena más cercana. Si te agobia, dale tiempo; una vez a la semana. Bien merece la pena dedicar un año entero a estas cuestiones. Las crisis existenciales difícilmente se encauzan en menos de dos años.
21 Cuando hay problemas pendientes... 21.1. El balance nos da conciencia de nuestra realidad, de nuestro aquí y ahora. Punto de partida inalienable para afrontar la crisis. Por desgracia, muchos la afrontan desde esquemas aprendidos. ¿No se trata, al fin y al cabo, de ser buenos, de seguir trabajando, de amar a Dios y al prójimo? Pues no; se trata de percibir la propia verdad y caminar hacia el futuro a la luz de la obra que Dios, efectivamente, ha realizado en nosotros. No de lo que nos gustaría ser, sino de lo que somos. Lo contrario es no querer ver que la crisis que se vive es, precisamente, de realismo y reducción. Distingamos tres tipos de personas: las que están a la altura de su edad, las que maduraron antes de tiempo y las que tienen problemas pendientes. A éstas se dirige este capítulo. Probablemente, se sienten muy desconcertadas. Han hecho el balance de su vida y se dan cuenta que no pueden abordar el futuro desde la madurez humana y espiritual que aquí se propone. Hay problemas que les condicionan seriamente. 21.2. Hablemos de algunos problemas pendientes que, de no solucionarlos, producirán estancamiento y, en consecuencia, condenarán al adulto maduro a un futuro estéril. V.M. entró en la vida religiosa con una decisión poco clarificada: en función de adquirir un nuevo «status» social me-
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diante el estudio de una carrera (sus padres eran pobres) y en función de cierta sensibilidad religiosa propensa a la piedad. Si recorremos su historia, aparecen dos constantes: por una parte, ha tenido siempre éxito en su trabajo de profesora; por otra, a partir de los 28 años, en que hizo profesión perpetua y se incorporó plenamente a la actividad escolar, nunca ha podido volver a una relación fluida con Dios, a pesar del esfuerzo repetido por lograrlo. Ahora, a los 43 años, se siente insatisfecha consigo misma, preguntándose si su lugar es la vida religiosa. Le he preguntado si la cuestión vocacional es actual o viene de lejos. Me confiesa que viene de lejos, pero que no ha tenido el valor de planteársela hasta hace dos años.
sexualidad. ¿Necesitará vivir esa experiencia afectiva, que ahora considera como la desgracia de su vida, desde una perspectiva distinta? Habrá que ver, igualmente, cómo es su relación con Dios y la calidad de su experiencia vocacional.
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No es fácil discernir cuál es el problema central que tiene V.M. Se capta con nitidez la disociación entre su autorrealización profesional y social y su identidad vocacional. Pero habrá que profundizar en la crisis existencial de sus 43 años: ¿por qué está tan mal equipada para asumir la sensación que tiene de vida malograda? Probablemente, arrastra ciertas actitudes semiinconscientes de inautenticidad, de huida de la verdad de Dios, de dejarse llevar por sus recursos humanos, fáciles para el éxito inmediato... 21.3. La inmadurez afectiva es el problema pendiente de P.O. a sus 47 años. Educación puritana; chico piadoso, estudioso y responsable. Desde su pubertad, la sexualidad le ha dado bastante lata a nivel de fantasías; pero su fuerza de voluntad y autocontrol desviaba rápidamente la atención, a fin de evitar el pecado. Como su afectividad no es rígida, esto le ha permitido tener relaciones abiertas y múltiples con las mujeres, eso sí, a nivel asimétrico, desde su «rol» de religioso sacerdote. Hace meses, sin embargo, vino la revolución. Se le declaró una chica de 35 años a la que conocía y ayudaba desde los 25; se hicieron algunas caricias un poco más expresivas de lo habitual; ha comenzado a masturbarse ansiosamente por las noches, sin poder evitarlo; se siente devorado por sentimientos de culpabilidad; lucha con todas sus fuerzas por ser fiel a sus opciones... La verdad es que da mucha pena, sobre todo cuando se le oye en confesión. Lo primero que le he dicho es que su problema no es propiamente moral, que tiene que integrar su afectividad y su
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21.4. En algunos casos, el problema pendiente es la falta de preparación profesional. A X le ha cogido la revolución tecnológica actual aferrado a los métodos que estudió cuando hizo peritaje. En la vida normal se siente bien. Pero, claro, el trabajo le lleva buena parte del día. Cada mañana le cuesta más entrar en la fábrica y codearse con compañeros más jóvenes. Esta inseguridad le afecta de tal modo que, cuando vuelve a casa, sólo tiene ganas de leer el periódico y ver la televisión. Su mujer le insiste en que estudie. Periódicamente, cada quince días, hace el propósito de matricularse en alguna academia. Cada vez está más depresivo. Evidentemente, el desencadenante de la crisis es la inseguridad profesional. Ahondando, nos encontramos con una persona que no tuvo mucha confianza en sí y que adolece de falta de iniciativa. Mientras domina la situación, está contento. Pero, si no es así, tiende a inhibirse. Sólo parcialmente es correcto centrar el problema en la preparación profesional. Debe ser el momento de hacer un balance global de la vida. De lo contrario, la solución sólo será un parche. Tarde o temprano aparecerá la crisis existencial de la reducción. 21.5. El problema pendiente puede ser específicamente espiritual; por ejemplo: llegado a la edad madura, encontrarse desfasado en la experiencia de Dios, comparativamente con la trayectoria de la maduración humana. M.T. es de las personas que llaman la atención por su rica personalidad. Tiene 44 años y es soltera. Estuvo a punto de casarse, pero optó por ser una «liberada». Ha mantenido la fe, como ella misma dice, por una especie de respeto metafísico a las cuestiones últimas del sentido de la existencia. De hecho, hasta los 16 años estuvo involucrada en movimientos juveniles cristianos. Los dejó, porque los encontraba demasiado «idealistas», en el mal sentido: preferir hablar de todo sin meterse a analizar la realidad y mojarse en ella. Desde entonces, su lucha
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por el hombre se ha desarrollado en la calle, en las asociaciones de vecinos, en el ayuntamiento...
tualismo que no tenga en cuenta el proceso y momento reales de la persona.
La sensación que tiene ahora es la de moverse mucho, pero sin el entusiasmo de antes. Ella misma confiesa que de vez en cuando necesita irse sola a encontrarse consigo misma. Le encanta entrar en la capilla de un monasterio y oir cantar gregoriano.
Por lo mismo, no conviene olvidar que a esta edad los problemas pendientes son más difíciles de resolver que en su momento. Ya quedó dicho: en la edad madura se está fijado, se está constituido. Y en la medida en que la vida no ha sido efectiva maduración, más. La neurosis o la inautenticidad o las disociaciones de la personalidad se consolidan con los años, porque tienden a reforzar sus propios sistemas de defensa. El que ha madurado de verdad mantiene la apertura del espíritu y la flexibilidad del psiquismo.
Me dice que no se fía mucho de esa especie de nostalgia metafísica que ahora le envuelve. Y yo también le advierto que puede significar cansancio, desencanto, huida... Pero, sin duda, significa también que está rebrotando su sentido de Absoluto, sólo indirectamente vivido a través de la entrega por el hombre. No supo unir en su momento actitud ética y experiencia religiosa, y la crisis de la madurez le recuerda que no basta con ser coherentes en la vida. 21.6. Hay tantos problemas pendientes como historias personales que no han logrado estar a la altura de su edad, es decir, de la crisis existencial de la madurez. Cuanto se diga en los capítulos siguientes presupone estar «a la altura». Por ello corremos el peligro de plantear de manera idealista y abstracta la solución a dicha crisis. Remitimos al capítulo 1, donde hacíamos ver la necesidad de cambiar criterios objetivos de madurez por una concepción dinámica de la vida humana. Esto es necesario cuando se trata de modelos teóricos de pensamiento; pero se hace elemental cuando está en juego la praxis, la vida concreta de la persona. Dicho de otra manera: si queremos afrontar correctamente la crisis de la segunda edad, habrá que discernir, en primer lugar, los problemas pendientes. Siendo realistas, todos los tenemos. Lo que llamamos madurez humana y espiritual sigue siendo una abstracción. 21.7. En consecuencia, habrá que abordarlos como problemas pendientes que son, es decir, como no resueltos en su momento anterior y que ahora condicionan el planteamiento adecuado de la crisis actual de realismo y reducción. Por ejemplo, es inútil hablar de aceptación en los términos del cap. 22 cuando la persona sigue bajo la presión de la imagen negativa de sí desde niño. En este sentido, hay que evitar todo espiri-
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De ahí la pregunta formulada en el cuestionario del capítulo anterior: ¿es la hora de integrar o sólo la de aceptar ciertos problemas pendientes, especialmente psíquicos? Habrá que discernirlo en cada caso. Desde luego, pretender ahora un proceso de integración que debía haber sido hecho hace 15 o 30 años es tarea ardua. Con frecuencia exige medios extraordinarios: de terapia o de dirección espiritual o de autodidáctica. Siempre se paga un precio. A esta edad, la propia historia sólo existe en cuanto arrastra restos del pasado. En muchos casos, todo el esfuerzo deberá centrarse en la aceptación. Respecto a demasiadas cosas de nosotros mismos, la mejor sabiduría consiste en dejar de percibirlas como enemigas. No justificamos la pereza. El realismo enseña a vivir la limitación como parte esencial de la existencia. El que no lo ha aprendido antes, en la segunda edad lo deberá aprender a pesar de todo. 21.8. Para el creyente hay un principio iluminador en los Ejercicios ignacianos que le ayudará a situar sus problemas pendientes: el principio del «tanto cuanto Dios lo quiera». El creyente, por ejemplo, que advierte que, para vivir más libremente la comunicación en las relaciones interpersonales, le vendría bien una «dinámica de grupo», se pregunta si tal es la voluntad de Dios y qué es lo que le motiva realmente en esa búsqueda de autorrealización psicológica. Cabe engañarse por los dos lados. Decir: «Para servir a Dios y amar a los hermanos no hace falta usar medios extraor-
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dinarios», cuando subrepticiamente se quiere eludir la confrontación grupal. O lo contrario: «Dios quiere siempre que lleguemos al máximo de nosotros mismos», olvidando una posible llamada a la reducción. El «tanto cuanto» no está dado «a priori». Hay que discernirlo en cada caso. Pero para el creyente es decisivo percibir toda realidad en cuanto voluntad de Dios.
22 Aceptación y confianza 22.1. El hombre/mujer maduro se siente aquejado de ansiedad, que es un signo de toda crisis. Pero en la segunda edad la ansiedad atañe a niveles hondos de la persona, ya que la tensión de extremos se agudiza. Afrontar bien la crisis comienza por la sabiduría de la aceptación. Me atrevo a decir que la aceptación debe ser la actitud básica, el subsuelo en que fundamentar el presente y el futuro del adulto maduro. Para ello es necesario distinguir diversas dimensiones: — La psicológica. La experiencia psicológica de aceptación comporta la autoestima de sí, junto con la conciencia de los propios límites, de modo que uno se muestra como es, liberado de la necesidad de autoimagen. — La existencial. En la confrontación de ideal y realidad, desde la adolescencia hasta ahora, se ha aprendido a asumir la finitud no como algo meramente limitativo, sino como posibilidad de maduración. El ideal se percibe en el dinamismo de lo real en cuanto proceso. Se está reconciliado con lo logrado y lo no logrado, con la medida de sí. Su signo es la paz de quien ha aprendido a serenar los deseos y proyectos al ritmo del propio ser. No debe confundirse con la actitud de tranquilidad racional de quien se autocontrola para defenderse de posibles conflictos.
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— La espiritual. La aceptación de sí y de la vida se fundamenta en la confianza en Dios. Es ésta la que, en definitiva, ha permitido dar sentido a la limitación y al pecado. Ahora que se siente la ambigüedad de todos los esfuerzos morales y de todos los sueños espirituales, más aún, su imposible realización, el abandono de fe en la fidelidad y misericordia del Señor crea ese milagro de la paz interior, más fuerte que nuestras frustraciones del presente y que nuestros miedos de futuro.
en una mirada global y pacificadora nuestro pasado con sus culpas, cobardías, traumas, errores, complejos...
Es necesario que el maduro creyente descubra o retome más lúcidamente que nunca la sabiduría de su pacificación interior. Busca la paz, porque se siente profundamente dividido. A veces se evade, evitando encontrarse consigo mismo. Otras confunde la aceptación con la resignación fatalista («así es la vida, no merece la pena iniciar nada nuevo»...). 22.2. El proceso de pacificación no comienza de cero. Ha de contar con la historia vivida y el conocimiento de las causas que nos hacen estar ahora insatisfechos y ansiosos. ¿Hay algo en mí no aceptado? ¿Algún capítulo que quisiera arrancar del libro de mi vida? ¿Por qué? Entre las cosas que más cuesta aceptar, está siempre lo que podríamos llamar la «piedra de tropiezo». ¡Cuántas veces hemos cometido el mismo error, hemos caído en la misma trampa! Será el temperamento impulsivo que nos ha llevado a decisiones que luego lamentamos; será la tendencia a falsear la realidad desde nuestros fantasmas mentales; será la actitud de autodefensa cuando los demás invaden nuestra autonomía; será la necesidad afectiva de significación, nunca saciada; será nuestro sueño de Absoluto, obsesión permanente que no nos deja adaptarnos a la normalidad... ¿Qué se puede hacer con ese defecto que nos ha salido al paso cada vez que hemos querido cambiar? Hay que releer la propia historia y soldarla en una unidad de sentido en la que hasta lo más negativo, el pecado, sea aceptado como gracia. Parece escandaloso decirlo así, pero ¿no es la fe en la misericordia de Dios la que nos justifica? ¿No es Dios el que nos reconcilió en Cristo, asumiendo nuestros pecados? (cf. Le 15; 2 Cor 5; Rom 4-5; Ef 2). Sin esta experiencia de la fundamentación de la vida en la fe, es decir, sin la conciencia liberadora de que Dios nos acepta como somos, gratuita e incondicionalmente, no será fácil asumir
22.3. La pacificación tiene que mirar de frente, con espíritu de verdad, las limitaciones contra las que hemos luchado y que, además, creíamos que debían ser superadas; las cuales, en principio, no deben ser aceptadas. Al menos así lo hemos creído durante mucho tiempo. ¿No es en torno a ellas, justamente en el deseo de superarlas, como hemos desarrollado nuestro proyecto de vida? Ahora nos preguntamos con desazón: ¿llegaremos a realizar el plan previsto por Dios cuando fuimos llamados a la existencia o a una determinada vocación? ¿Por qué no somos ahora mejores que hace 20 años? ¿No habrán sido sueños nuestros mejores deseos? Cada vez están más lejos la felicidad, el equilibrio interior, la entrega incondicional al prójimo, la experiencia de unión con Dios, la santidad... ¿Qué es la vida, que parece haber jugado con nosotros? Da la impresión de que nos hemos dedicado a cazar fantasmas. Es la hora de la humildad, la auténtica, la que decía santa Teresa que se hace de verdades. Por fin se está desmoronando nuestro ídolo interior, el de nuestras «megalomanías». ¡Cuánta ambición espiritual! ¿Cuánto egocentrismo solapado! ¡Cuánta mentira bajo apariencia de virtud! La humildad tiene el secreto de la paz si sabe confiar en el amor de Dios. Porque la paz profunda que se promete al adulto no es la de quien conquista metas, sino la del pobre que se abre al corazón de Dios. La paz de la autoposesión sigue bajo la opresión de la angustia de la finitud. Es falsa o, al menos, engañosa. ¿Qué podrá hacer en una situación límite; por ejemplo, ante el desamor? 22.4. El secreto, pues, de la aceptación que pacifica es la confianza en Dios que libera de la angustia de culpa y de finitud. Paradoja de la existencia humana: cuanto más responsable eres, tanto menos dependes de tu esfuerzo; cuando has aprendido a llevar la vida en tus manos, has de comenzar a dejarte llevar. La confianza es el sentimiento más elemental de la fe, el primero que surge del corazón que se abre a Dios y a su palabra.
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¡Qué misterio! Es también el último que se aprende, la cima de la sabiduría cristiana. Al final, todo se reduce a confiar. Nacemos al ser desde la indigencia de la nada, confiando. Volvemos a la nada, a través de la muerte, confiados en el Dios que resucita a los muertos. La madurez representa el punto de inflexión entre ambos extremos. Cuando más podemos confiar en nosotros mismos, hay que reiniciar los pasos de la confianza, como un niño.
La paciencia, que elabora las frustraciones en una visión de conjunto, percibiendo su sentido a largo plazo. Tan activa que, a diferencia del impaciente, el paciente no abandona la tarea aunque ésta no haya respondido a sus expectativas.
Pero, esta vez, aprender a ser niño implica pagar el precio de la aceptación, del realismo desencantado. ¿Podrá nuestro pobre corazón pasar por la aceptación sin naufragar en la resignación desesperada? Pertenece al Espíritu Santo esa maravilla de la «infancia reconquistada» (cf. cap. 29). Probablemente necesitará tiempo. Diez años, decía Taulero (cf. cap. 7), para recoger los frutos de la confianza en Dios a través del sufrimiento y de la aceptación. Dios busca asentarnos en la humildad para hacer su obra definitiva, la de la nueva creación. 22.5. Mientras tanto, el camino de la aceptación va creando en el adulto maduro una actitud que va a constituir el trasfondo de su talante existencial: la pasividad activa.
La paciencia, que va unida a (me atrevería incluso a decir que consiste en) la paz perseverante y que tiende a ser confundida con el autodominio, aunque procede de algo más hondo: de la confianza humilde de quien cree en el Dios de la historia que escribe recto con líneas torcidas. Esta paz es tarea y gracia, a un tiempo, de la segunda edad. Tarea de sabiduría espiritual. Perseverancia en la actitud de confianza, a pesar de todo, cuando sobran las razones para perder la esperanza. En los momentos de sufrimiento intenso (¡y en esta época abundan!), la paz del corazón está amenazada y depende de un hilo. No sabrán mantenerla los suficientes y los fuertes, sino los pequeños y débiles que, en vez de apoyarse en sí mismos, ponen su confianza en el Señor. Es uno de los signos más inmediatos de la presencia del Resucitado (cf. Jn 14). No la da el mundo, ni el autocontrol, ni las técnicas de relajación, ni la autoconciencia progresiva. La da el Espíritu Santo. Basta abrirse al amor del Padre desde la propia pobreza.
¡Qué difícilmente lo entiende el joven impulsivo o el ansioso perfeccionista! Cuando la experiencia de aceptación, fundamentada en la confianza, penetra el corazón, es decir, el centro personal, la libertad deja de ser crispada. Jung diría que el proceso de individuación está alcanzando el «sí mismo». Los cristianos decimos que la vida teologal ha tomado la iniciativa del ser y obrar del creyente.
Por eso desconcierta a los que se autoposeen. Estos terminan por retirarse a sus defensas. El pequeño del Reino está más expuesto que nadie al dolor y la desesperanza. Pero confía. No sabe cómo, pero siente que de lo más hondo de su ser le brota, como agua viva, mansa, limpia y pacífica, la paz que inunda su corazón.
Por ejemplo, cuando santa Teresa dice que «la paciencia todo lo alcanza», está refiriéndose a esta dinámica del hombre que ha accedido a la sabiduría de la aceptación.
En los momentos extremos, la paz se traduce en certeza oscura de confianza. En los momentos ordinarios hace vibrar serenamente las fibras del corazón y va curando las heridas del pasado.
La paciencia, que respeta el ritmo de las cosas y de uno mismo y que, lejos de ser pasiva, tiene el instinto del tiempo como sazón. Sabe esperar el momento. La paciencia, que no se extraña del precio que paga toda tarea de transformación. Lo que llamamos esfuerzo y actividad, con frecuencia no es más que ansiedad por hacer las cosas y a las personas a nuestra medida.
Es el preludio del gozo espiritual, don soberano del Espíritu Santo. 22.6. Según sea la actitud de aceptación y de confianza que uno haya vivido su historia personal y asuma en esta hora de la verdad todo su pasado, así será también su grado de percepción de la fe como clave de sentido.
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Al creyente maduro se le conoce en que lee su vida entera como historia de salvación. Le surge el agradecimiento al Señor como expresión espontánea. No habla en teoría ni se empeña en interpretar espiritualmente su realidad. Ha constatado cómo ha sido guiado, cuidado. Le basta preguntarse qué habría sido de su vida sin Dios para darse cuenta de que ha sido salvado. La certeza más evidente de su vida es que Dios es fiel, que su gracia actúa misteriosamente, con el poder y la tenacidad del amor que sabe hacerse presente y transformarlo todo poco a poco y de manera providencial. Se resume en aquel versículo del salmo que ha prologado las vidas de tantos creyentes: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 89).
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A.E. ha tenido el instinto de la unificación desde joven, a partir de su actitud de honradez y autenticidad. Lo cual se ha traducido en un proceso lineal de maduración humana. Trabajador y reflexivo. Muy atento a sus actitudes ante el prójimo. De gran autonomía afectiva, austero consigo mismo, sin rigidez, a sus 47 años las responsabilidades no le asustan. No obstante, desde hace un tiempo se siente desanimado. Sin razones especiales. ¿Por qué últimamente se enternece tan pronto? Comienza a tener miedo a su corazón, él, que siempre ha tenido las cosas tan claras en el terreno afectivo. La necesidad de unificación viene dada, a mi juicio, por distintas razones: — Porque, de hecho, no se ha tenido vida propia. Se ha ido funcionando más o menos bien, en razón de las expectativas externas. — Porque al crear vida propia fácilmente nos dispersamos. La adultez comienza por la intimidad, se realiza en la responsabilidad (trabajo, hijos, proyecto evangélico), se pone en crisis en la madurez. Del despliegue a la unificación es el ritmo de la existencia (recordemos el proceso de expansión-reducción explicitado por Jung: cap. 4). — Porque la unidad del ser humano sólo se da más allá, en su origen y meta, Dios. Si la vida ha consistido en deseo de plenitud, la crisis de la madurez introduce el principio de la finitud. La tensión del deseo, en confrontación con la realidad, hace percibir que sólo Dios puede darnos la unidad perdida. — El proceso de maduración, por más verdadero que parezca, no se hace sin apropiación de la existencia. Toda dispersión o tensión del deseo remite a la herida original del pecado. En efecto, la conciencia de no unificación que experimenta el creyente maduro es la conciencia del espíritu replegado sobre sí mismo, que busca desde sí la unidad perdida. Pecado raíz, incapacidad de vivir la propia finitud como don, en el gozo de ser criatura y sólo criatura. Al fin y al cabo, la división interior consiste en verse separado, en no percibirse inmediatamente, desde el amor creador de Dios, en el seno de la Vida Trinitaria. 23.2. Distingamos, pues, diversos talantes cuando se pretende unificar la vida:
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a) El funcional Cada año, cada mes, cada semana a veces, se hace un plan de vida, un horario y unos propósitos que dan la ilusión de controlar la vida. Unificación artificial, que no sería engañosa si no ocultase la inautenticidad de una vida pensada y vivida como orden. Tan funcional es la unificación de quien justifica su dispersión en razón de la multiplicidad de sus quehaceres. Sin duda, la unificación de vida no es fruto de cesión de responsabilidades, justificada por la vuelta al intimismo espiritual. Pero reducir la unificación a la buena voluntad que uno pone en lo que hace es querer ignorar las cuestiones del espíritu. b) El voluntarista Precisamente porque se es consciente de la crisis de la madurez, se quiere retomar la vida buscando centrarla en lo esencial, lo único necesario. No se pone el acento en un plan funcional de vida, sino en aquello que ha sido la experiencia configuradora: Dios. Para ello se establecen prioridades y se hacen ciertas opciones. Hay un deseo sincero de entrega generosa, de no dispersión, de no perder más tiempo con lo accesorio. El criterio de la voluntad de Dios sigue siendo el más importante; pero en lo demás, en lo que hasta ahora era entretenimiento sano, evasión necesaria, se busca una reducción. La tensión espiritual vuelve a imprimir a la vida un sentido de absoluto, búsqueda de la suficiencia de Dios. ¿No ha llegado ya el momento de dejar atrás los procesos de integración y esperar de Dios mismo la libertad interior? Retrasar la conversión sería cobardía y falta de confianza en las promesas de Dios. Todo parece atado y bien atado. Lo malo es que se quiere ignorar la propia historia. Se quiere comenzar de cero, por un golpe de voluntad. Esta ambición espiritual, que se establece metas y no acepta el ritmo de Dios, termina por bloquear el proceso de unificación. c) «Desde dentro» Aquí se nota al hombre de discernimiento, al que no busca la unificación desde esquemas, sino desde el proceso real de la persona, atento a la obra de transformación del Espíritu.
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Si los años anteriores nos han enseñado esta sabiduría de Dios que actúa desde dentro de nuestra condición humana como fermento en la masa, como semilla humilde y pujante, habremos ahorrado muchos errores posibles en este momento, que exige el máximo de lucidez espiritual de cara al futuro.
aunque sean muy sobrias, psicológicamente hablando; cuando producen un nuevo sentido de Dios...
23.3. Hay que combinar una serie de elementos con mucho tacto. Principalmente, esta bipolaridad:
a) La unificación se realiza consolidando las certezas fundantes. Es significativo cómo el adulto joven concibe la vida como crecimiento, y el adulto maduro como transformación. Para éste, la imagen de la maduración se centra en un tema que se repite; no es una flecha que se dispara, sino un pozo que se ahonda. Lo que cuenta es creer y amar cada vez más intensamente. Si lo escucha el adulto joven, lo interpreta como fundamentalismo. El adulto maduro expresa su propio talante de hombre que está unificando el todo desde el centro.
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— Por una parte, cierta tensión espiritual, no ansiosa. So pretexto de que la unificación es gracia, no puedes seguir dejándote llevar por todas las instancias. Siempre encontrarás razones para dispersarte. ¿No será que tienes miedo a la reducción, a la soledad? Tomar en serio la Gracia es hacer lo que honradamente cree uno que puede y debe hacer. En todos los órdenes: oración, responsabilidades, mortificación de lo.no necesario, entrega incondicional al prójimo... — Por otra parte, saber siempre que lo decisivo no nos pertenece es gracia. Hay que pedirla, esperarla. Más aún: hay que vigilar atentamente por dónde va Dios a llevar su obra. Porque lo suyo es desconcertarnos. ¿No nos ha enseñado acaso la vida que lo más importante lo ha tenido que hacer Dios a pesar nuestro? Tú crees que debes hacer más oración; pero El te lleva a despojarte del deseo religioso a través de circunstancias que te obligan a romper tus planes de concentración espiritual. El sabe lo que te conviene. Déjale hacer; confía. La bipolaridad tiene que sustentarse en el talante que he apuntado arriba: vivir de dentro afuera. ¿Qué quiero decir? Vive de dentro afuera no el que ha desarrollado la vida interior en sentido espiritualista, como dedicación a lo religioso, sino el que sabe respetar la verdad profunda de su ser. Humanamente, sentido del proceso. No se hace sino lo que va respondiendo al aquí y ahora de la vida que se despliega. Realismo de la autenticidad, liberada de identificaciones idealistas o de modelos de perfección. Espiritual mente, luz atemática que discierne la voluntad de Dios desde lo que el Espíritu Santo va haciendo en nosotros. Los clásicos lo llamaron «mociones interiores». El perfeccionista las confunde con las fantasías del deseo. El hombre espiritual ha aprendido a distinguir las verdaderas de las falsas; por ejemplo: cuando pacifican, aunque cuesten; cuando liberan,
23.4. Por insistir en este tema, tan importante a la hora de afrontar la crisis de la segunda edad, me atrevo a añadir algunas pistas más.
¿Cuál es tu certeza fundante, la que se afirma a lo largo de tu vida como clave de bóveda, como roca firme? ¿Quizá la misericordia fiel de Dios...? b) La unificación está más allá de nosotros: en la voluntad de Dios. Esto quiere decir: — que lo importante no es tu proyecto, sino lo que Dios quiera; — que hasta tu unificación has de dejarla en manos de Dios, porque, si el Señor quiere unificarte después de muerto, ¿qué más te da? Esta libertad interior de desear sólo la voluntad de Dios es el presupuesto de la unificación, ya que lo que impide radicalmente la unificación es la propia voluntad, por mejor justificada que esté. Y viene a ser el secreto que unifica atemáticamente, más allá de nuestros deseos y necesidad de controlar la vida espiritual, lo que nosotros percibimos como división: oración y acción, distracciones y presencia de Dios... c) Cada cual tiene que aprender a buscar la unificación desde su experiencia configuradora. Por ejemplo, no es sabio querer unificarte ahora desde la oración cuando el sentido de tu vida ha estado marcado por el amor al prójimo. ¿Por qué no intentar que tu entrega a los demás explicite mejor tu fe? Lo cual no quita, como es obvio, dedicar un tiempo a la oración.
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d) «Buscar y hallar a Dios en todas las cosas». Esta máxima ignaciana fue pensada y formulada para la dinámica de integración espiritual. Para el creyente maduro es de gran vigencia. Si su vida está hecha de múltiples actividades, porque tiene que aprender a actuar desde Dios y para Dios. Si es un contemplativo, dedicado al retiro, porque la madurez de la unión con Dios no se realiza defendiéndose de lo externo, especialmente de los hermanos, sino como camino de unificación de todas las cosas en Dios, según la fórmula que han gustado los místicos cristianos y que repetía con frecuencia Francisco de Asís: «Dios mío y todas las cosas». 23.5. Alguien se preguntará tal vez por qué he concentrado la dinámica de la unificación en Dios. Ciertamente, no por concepción espiritualista de la fe. La segunda edad, he repetido, plantea las cuestiones últimas. Aunque tu unificación, a nivel de experiencia configuradora, sea el amor al prójimo, es la hora de fundamentar ese amor explícitamente en su fuente: Dios. Lo cual no predetermina la pedagogía concreta a seguir. En efecto, una dinámica de unificación en Dios presupone un proceso humano y espiritual bastante elaborado. Cuando hay problemas pendientes, por ejemplo, de una vida espiritual mal fundamentada, la dinámica de unificación tiene que comenzar, a veces, por sacar a la persona de su «mundo espiritual» y lanzarle a experiencias humanas que a primera vista le dispersan.
24 Recuperar la oración 24.1. No siempre la segunda edad es la época en que se recupera la oración. Hay creyentes para quienes la oración ha representado el lazarillo de su vida, el acompañante diario. No sabrían vivir sin su tiempo de oración. Aun en estos casos, la oración necesita ser retomada. Lo normal es estar pasando una fase prolongada de aridez. Y, dada la lucidez con que se percibe la propia ambigüedad en todo, no se sabe si es aridez o tibieza. Hace sufrir el comprobar la esterilidad de tantos años de oración. Uno se había hecho la ilusión de una relación íntima y total con el Señor. ¿Qué frutos efectivos se han recogido? Sensación de pérdida de tiempo, aburrimiento, estancamiento espiritual... De ahí la desazón: ¿cómo reencontrar el camino de la experiencia de Dios cuando uno ha dedicado buena parte de su vida, e incluso lo mejor de ella, a la oración? La mayoría de los creyentes viven con la oración una relación más discontinua. De jóvenes (grupos de oración, seminario, etapa de formación), quizá tuvieron la suerte de fundamentar el proyecto de su vida a través de un proceso de personalización y de oración. La experiencia fue gozosa. Luego, las responsabilidades sociales (hijos, trabajo, pastoral) ocuparon la atención y el interés vital. Tal vez no se dejó del todo la oración, pero ésta ya no era elemento determinante. Vinieron después años de relativización de la llamada «vida espiritual»,
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a la que se acusa (en parte, con razón) de fomentar el «intimismo». Pero por dentro se la echa en falta. Son éstos, especialmente, los que en la edad madura necesitan recuperar la oración.
— Porque la crisis existencial de la segunda edad es crisis aguda de fe, como vimos. Es lo último que harían muchos adultos maduros: orar. ¿Para qué? Criticismo realista que se atiene a lo comprobable.
24.2. Pero no se recupera la oración partiendo de cero, como cuando, de joven, descubres, fascinado, el mundo de la interioridad y de la relación con Dios.
— Las ansiedades latentes que arrastra esta crisis no facilitan el ritmo de concentración y equilibrio interior necesarios para la oración.
Por una parte, la crisis de madurez hace propicio este tiempo para recuperar la oración:
24.3. Pero la cuestión central es otra: ¿quién es Dios para este adulto maduro? Y digo «éste», porque cada hombre/mujer, a partir de los 40 años, tiene su historia de relación con Dios.
— Como hemos explicado, vuelve el interés por lo fundamental, por lo religioso. El desencanto de lo proyectado da lugar a la experiencia del Absoluto. — Acucian las cuestiones últimas y se remueven los fondos religiosos, que la vida había relegado a ser sólo «fondo» y que adquirían fuerza en momentos puntuales, especialmente en las situaciones límite. — El proceso de maduración conlleva la sabiduría de la vida y de la muerte, de lo relativo y lo Absoluto. — La sobrecarga de responsabilidades ya no tiene la fuerza de motivación de los años mozos. Necesitamos sacar fuerzas de raíces más hondas para seguir luchando y amando. — Las ambivalencias propias de esta edad se prestan a remover las experiencias infantiles, la vuelta a lo religioso. Por otra parte, no es esta edad fácil para la oración. Es frecuente ver a hombres/mujeres maduros cómo se apuntan a cursillos de espiritualidad y de oración; pero ¿por qué se desaniman tan pronto?: — Porque en la oración se compromete la persona entera, y no cabe reiniciar la aventura de la relación con Dios dando la espalda a todo el pasado, a las heridas, a la afectividad vivida, a las imágenes inconscientes de Dios, a los problemas pendientes... — Porque el deseo religioso se presta a lo mejor y a lo peor. Puede significar la madurez de quien se reconcilia con su finitud y ha hecho del amor de Dios la fuente de su autodonación. O lo contrario: el último agarradero de quien no acepta la realidad y se proyecta, frustrado, en fantasías espirituales.
Para M.D., Dios lo es, literalmente, todo. Cuando lo descubrió a los 18 años, fue su primer amor y lo arrasó todo. A partir de los 28 vivió una aridez atroz, sólo refrescada por etapas breves de intimidad intensa. Desde hace tres años (ahora tiene 45), la aridez ha dado paso a la contemplación infusa. No es más fácil que antes; pero es distinto. El Señor lo ocupa todo, amoroso y terrible. J.V. tiene miedo a Dios. Según avanzan los años, cada vez que hace oración (y ha sido de los religiosos fieles, intachables), no hace más que dar vueltas a su cabeza. Pequeñas preocupaciones que le distraen. Pero ha comenzado a advertir que le inquietan desproporcionadamente esas distracciones, y el otro día descubrió que arrastran de fondo una culpabilidad difusa, lacerante, continua. Es como si la oración le recordase que con Dios está en falta. E.I., sencillamente, huye. Sabe muy bien que la clave de su vida está en la oración. Ha tenido el don de la honradez. Tratándose del prójimo, nunca ha escatimado ningún esfuerzo. ¿Por qué tan reticente con Dios? El suele decir que «porque lo conoce demasiado». Así es. Tiene miedo al cara a cara con Dios. No es el miedo paralizante del que necesita ser aprobado. Es el vértigo de decir sí al Amor Absoluto. La recuperación de la oración comienza por discernir: ¿quién ha sido y es Dios para mí en mi vida? Habrá que tener en cuenta la complejidad de este tema si se quiere un planteamiento correcto. Más que la imagen cultural, importa la imagen afectivamente vivida, que es lógico que haya cambiado desde la infancia hasta la madurez. Ligada, desde luego, a procesos
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personales, a los acontecimientos y proyectos, a las crisis existenciales.
24.5. Sobre la base anterior del discernimiento, hay que pasar a determinar cierta sabiduría práctica de la oración. Se me ocurren estos criterios, ya que precisar un método me resulta imposible.
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Bien merece la pena esta tarea de discernimiento, aunque lleve meses. No existe la receta para orar. Existe la persona concreta, con su pasado y su presente. La oración es relación interpersonal, y jamás podrá ser reducida a técnica. Depende directamente de la experiencia real inobjetivable del Tú, Dios. Por eso, a mi juicio, las pedagogías de la oración son válidas para desencadenar zonas latentes y despertar «ondas» perdidas. Pero suelen tener un carácter puntual. Si no se logra personalizar al máximo la oración, terminará por ser algo sobreañadido y desechable. Personalizar la oración significa dar con el camino propio, el mío, en este momento de mi vida. 24.4. En correlación con el punto anterior, recuperar la oración implica preguntarse: ¿qué espero de la oración? — Quizá estoy esperando que me dé lo que no me ha dado la vida. No se puede ir a Dios buscando compensar frustraciones no asumidas. — Quizá estoy haciendo ahora de la oración la respuesta a mi necesidad de unificación profunda. Tengo el peligro de proyectar en la oración mi ansiedad por controlar la vida espiritual. Esta ambición bloquea la verdad de la relación con Dios. — Quizá no es más que un espejismo entre otros, pues, en vez de enfrentarme conmigo mismo, estoy buscando novedades. — Puede ser mi descanso afectivo. A veces tengo miedo de buscarme en la oración. Pero voy aprendiendo mi pobreza. El me enseña a descansar en su corazón y me devuelve a los hombres y a la tarea. — Puede ser mi cielo y mi infierno. No me gusta encontrarme con El cara a cara; pero es más fuerte, y atrae implacable. Me cuesta entrar; pero, cuando me dejo, es maravilloso a veces, y otras sobrecogedor. — Puede ser mi tiempo de verdad cada día: lo necesito para encontrarme a mí mismo, para no engañarme, para volver a clarificarme en los momentos de oscuridad, para ir asimilando los criterios y actitudes de Jesús...
a) Conjugar, sin disociar, oración y vida. El adulto maduro conoce la densidad de lo real. Sabe, si es creyente, que la oración es muy importante, pero que lo determinante casi siempre viene dado fuera de la oración. La calidad de la vida no está en hacerla oración a toda costa, a base de actos de piedad, jaculatorias, intención espiritual... Lo que cuenta es la actitud de fondo que guía nuestros actos y si dicha actitud está animada por el amor. Cuando los clásicos hablaban de «rectitud de intención» en el obrar, probablemente se referían a la vigilancia del corazón, a las razones íntimas desde donde nos movemos y sentimos a las personas y las cosas. Tal vez querían decir eso cuando insistían en «hacer de la vida un acto de oración». Este lenguaje se ha prestado al malentendido del dualismo espiritualista, ante el cual, lógicamente, se ha reaccionado queriendo crear una espiritualidad de la acción por la calidad de la acción misma. Pero la reacción no hace justicia a la vida que el Espíritu Santo suscita en el creyente. El amor derramado en nuestros corazones no tiene forma; es la vida eterna en acto en nuestro corazón. Por lo mismo, informa y transforma todo: la oración y la acción. Ciertamente, es un don. Pero ya es hora de que el adulto cristiano vaya aprendiendo esta sabiduría del amor en todo. b) En cada historia personal, al menos en esta fase de madurez, es probable que haya alguna forma dominante de oración, ya sea la liturgia, ya sea la oración mental, ya sea la oración vocal repetida... Me parece inteligente partir de la fidelidad a la mediación que cada uno percibe más suya, a no ser que el proceso mismo lleve a un cambio en el camino. Con todo, no habrá que perder la visión de conjunto. La oración cristiana exige cuidar el equilibrio de la fe. Si prevalece la intimidad, no olvidar los sacramentos y la oración de la Iglesia. Si prevalece la reflexión de la Palabra, abrir espacios de silencio interior. El equilibrio no tiene por qué ser diario. El seglar no puede permitirse el lujo de tiempos amplios de oración. Combina ora-
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ción, vida, descanso, relaciones, trabajo, sociedad, Iglesia... ¡como puede! 24.6. Recuperar la oración va a exigir la paciencia de la fe. No es la madurez edad para experimentalismos, aunque sea una de sus tentaciones. Merece la pena hacer que la oración ocupe el puesto de honor que ha tenido siempre en los creyentes. Sin absolutizarla, ciertamente. Porque Absoluto, sólo Dios. Pero ¿qué es la oración, al fin, sino la confesión de fe de que sólo Dios es y la realización anticipada de nuestra vocación de adoradores del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo? La oración es cuestión de fe. En cuanto se apoya en los derivados de la fe (sentimiento, experiencia controlable, obras buenas, eficacia, deseos, ideales...), corre el peligro de ser abandonada. Y el adulto ya no está para volver a engañarse, esta vez con el más peligroso de los engaños, la oración. Porque, si le falla la oración, es como si le fallase Dios. Entonces, ¿qué le queda? La paciencia de la fe exige dejar a la fe misma que fructifique. Pero no suele hacerlo a corto plazo, sino a largo. En efecto, lo propio de la vida teologal es la transformación del corazón, del centro personal, y desde aquí, por osmosis de las potencias del hombre uno, cambia el hombre entero.
25 Formación permanente 25.1. Una crisis existencial sólo puede ser resuelta si no evita las cuestiones de fondo. De ahí la insistencia en dichas cuestiones. Pero caeríamos en el fundamentalismo si ignorásemos que las nuevas tomas de postura ante la vida que exige cada ciclo vital son inseparables de las otras dimensiones de la realidad humana. Por ello, este capítulo de la formación permanente quiere señalar algunos aspectos a tener en cuenta. Hay que salvar el doble escollo: el de centrarse en resolver los problemas de fe dejando de lado el contexto histórico en que se vive, y el de pretender resolver las frustraciones renovando los instrumentos de adaptación social. La vida humana tiende a funcionar circularmente: la necesidad de actualizarse provoca cuestiones de sentido; las crisis existenciales exigen integrar los cambios culturales. 25.2. Nuestra generación, la de los años cuarenta, fue formada en un modelo sociocultural que podemos calificar de «cerrado»: una cosmovisión cristiana inmutable; una moral objetivamente preestablecida hasta el detalle; unos «roles» sociaLes perfectamente definidos; un papel preponderante de la autoridad; una correlación simbiótica entre sociedad civil e instituciones religiosas... Algo fermentaba y quería reventar, a pesar de todo. Vino el Concilio Vaticano II; luego, la democracia política y el plu-
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ralismo ideológico y de costumbres. Habíamos sido educados en la creencia de que la formación recibida iba a ser para siempre; que, a lo sumo, los años nos ayudarían a enriquecer la experiencia y los modos de pensamiento y a matizar la comprensión de algunas certezas. Pero entramos en un ritmo histórico en que el drama consistía en desmontar precisamente todo lo que habíamos aprendido. Tuvimos que revisar nuestra lectura de la Escritura, cambiar los presupuestos de la moral, reinterpretar la cristología, repensar las categorías antropológicas, constatar que la sociedad iba a su aire y las instituciones religiosas al suyo, etc., etc.
a) Información o actualización de conocimientos. Nivel objetivo, del que en este momento podemos disponer con amplitud.
Así que unos tuvieron que aferrarse a la filosofía perenne, a la autoridad del magisterio, a las formas tradicionales de vida, y otros tuvimos que sufrir y discernir por intentar salvar la identidad rompiendo con los rígidos moldes del pasado. La consecuencia ha sido espectacular: Antes se llamaba formación sólo a la fase inicial; ahora se llama formación al talante permanente de renovación que debe caracterizar al creyente, al religioso/a, al sacerdote. Los padres tienen que ponerse al día si quieren dialogar con los hijos. Los que ejercitan el ministerio exigen un año sabático cada cierto tiempo. 25.3. Por desgracia, muchos creen que para la formación permanente basta con actualizar conocimientos. De hecho, ha habido y hay una saturación de ofertas, en consonancia con el ritmo trepidante de la era tecnológica, sobre cualquier tema: exégesis, teología, educación, espiritualidad... Medios no faltan, si se quiere usarlos. Pero no hay proporción, a mi juicio, entre asimilación de información y formación real de las personas. ¿Por qué? Porque no se ha hecho el mismo esfuerzo a nivel de formación de personas y porque esta tarea exige mucho más tiempo. La mentalidad no cambia necesariamente, aunque uno use nuevos lenguajes. La teología postconciliar, por ejemplo, explica que la Iglesia es comunidad y participación; pero los hábitos sociales, acumulados durante generaciones, siguen siendo clericales. Se hace un año sabático para actualizar contenidos; pero ¿quién se plantea la crisis existencial que está viviendo a los 50 años? En este sentido, me parece importante distinguir los niveles en que ha de realizarse la formación permanente:
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b) Cambio de mentalidad. Aquí se compromete la persona. Supone flexibilidad y capacidad para integrar su identidad con el cambio. Lo tiene difícil el que experimenta el cambio como amenaza. c) Revisión de estructuras. Aquí, las instituciones religiosas resultan lentas y, en muchos casos, impermeables. Pero, sin cambio de estructuras, todo proceso de formación permanente queda limitado, en el mejor de los casos, a individualidades poderosas y, a la larga, se bloquea. d) Formación de nuevos hábitos. Al fin, los cambios históricos se traducen en nuevos «roles» sociales y en opciones prácticas de conducta. e) Cuestionamiento existencial. Este nivel va incluido en los anteriores y los trasciende, y a él va dedicado este libro. La verdad es que no abundan muchos materiales que aborden la formación permanente en su radicalidad existencial. 25.4. Teniendo en cuenta que este libro pretende ayudar a los de la segunda edad a plantearse su formación permanente con realismo y esperanza, puedo permitirme algunas sugerencias. Estaría fuera de lugar bosquejar aquí un plan. Lo que voy a sugerir quiere remachar algunos acentos en consonancia con el talante y contenido de estas páginas. — El primer medio que yo sugeriría a un adulto maduro es que hiciera balance de su vida, tal como he explicado más arriba (cf. cap. 20). — Si no puede hacerlo, busque un maestro, alguien que le acompañe y sea capaz de leer su vida en profundidad. Pero, ojo, no me refiero a un «director espiritual» que ponga en orden de perfección la vida o sirva para suplir la propia inseguridad con la autoridad de otro. — Esté muy atento a la realidad que le rodea: sociedad, formas de vida, comunidad o familia. Por ejemplo, en la vida religiosa actual, uno de los medios más importantes de formación permanente es el nuevo estilo de relaciones, el acento que ponemos en lo interpersonal, la búsqueda común del proyecto
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de vida, la corresponsabilidad. En la familia, son los hijos y sus procesos los que empujan principalmente a un espíritu de discernimiento. — Establecer prioridades en orden a un proyecto personal de vida. Cuando se quiere todo sin renunciar a nada, en realidad termina venciendo la rutina, lo fácil. — Optar por algunos «tiempos fuertes» en que uno se dedique a beber en las fuentes de lo esencial, es decir, las que iluminan las cuestiones de sentido; por ejemplo, la oración, la lectura de formación personal... — Confrontar el propio proceso con otros. Para ello hay que saber hacer paréntesis, asistir a cursillos, vivir experiencias de renovación... Sin duda, me quedo corto. Espero, sin embargo, que estas sugerencias, en conexión con las reflexiones de este libro, permitan al adulto maduro encontrar su camino de formación permanente. 25.5. Lo malo es cuando no se siente la necesidad de la formación permanente. Con frecuencia, la necesidad aparece en forma de inseguridad e insatisfacción; pero más de uno la desplaza. Personas que se encierran en su propia suficiencia, teniendo respuesta para todo. O los que se inhiben definitivamente en sus complejos de inferioridad. Ya dijimos que la segunda edad se presta a ello. «¿Para qué renovarse, dicen, si la experiencia nos enseña que nada cambia?». Una vez más, permanecen en formación los que supieron vivir sus ciclos vitales al ritmo de los desafíos de maduración de cada etapa. Ya dice la vieja sabiduría que, en cuestiones de vida, el que se estanca muere, y el que no avanza retrocede.
26 Eficacia y desasimiento 26.1. La segunda edad es la de la responsabilidad. Decíamos que uno es adulto cuando se responsabiliza de su vida y crea un proyecto. La libertad se estrena transformando la realidad, abriendo futuro. El adulto maduro siente la carga de sus responsabilidades. No es la hora de elegir, sino de ser fiel. Sabe lo fácil que es iniciar y lo difícil que es llevar a cabo. La libertad como juego de la existencia ha dado paso a la libertad responsable. Por lo mismo, el adulto maduro suele ser muy eficaz, al menos si está bien preparado profesionalmente. Tiene energía, ya que no es anciano; y tiene sobre el joven la ventaja de la experiencia. Es verdad que la aceleración tecnológica y la competitividad están adelantando los años de la eficacia (los ejecutivos agresivos, entre 35 y 45 años, de nuestra sociedad); pero allí donde el trabajo exige visión de conjunto y complejidad de juicio, el adulto maduro es altamente eficaz. Es más constante que el joven. Distingue mejor lo esencial de lo accesorio. La vida le ha enseñado a confrontar las ideas puras con la ambigüedad y complejidad de la realidad cambiante. Es más tolerante y mentalmente flexible, lo cual le permite el juicio práctico certero. Más acostumbrado que el joven al conocimiento de las personas, sabe discernir. Y tiene ese sexto sentido, que sólo enseña la experiencia del tiempo, para calibrar los objetivos a corto y a largo plazo.
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Estamos hablando del que ha madurado. Porque también existe el inflexible, el suspicaz, el que defiende su puesto compulsivamente, el que se asusta ante el cambio... 26.2. Para captar mejor la experiencia de la responsabilidad del hombre/mujer maduro, tengamos en cuenta estas tres áreas: a) Las relaciones interpersonales asimétricas. Me refiero a los hijos, en el caso de los padres, o a las generaciones jóvenes, en el caso de la vida religiosa comunitaria o en las relaciones pastorales. Época privilegiada para ser auténtico educador. Años atrás, quizás eras más bien modelo de identificación, líder de tus hijos, alumnos/as, grupos de jóvenes... Ahora has ido aprendiendo esa difícil tarea de dejar al otro que sea él mismo, despertando lo mejor que tiene al ritmo de su proceso, no proyectando en él tus propios fantasmas o ideales... Sin embargo, ¿por qué te cuesta tanto conectar con ellos? ¿Por qué dudas de que a ellos les pueda servir tu experiencia o tus valores? Cuando más eficaz puedes ser en la educación, comienzas a sentir el «salto generacional» y la inutilidad de tus esfuerzos.
bierno. Es normal que el hombre/mujer maduro lo sienta como cima de su proceso humano, como signo de autoplenitud. Pero, una vez estrenada la responsabilidad de la autoridad, no tardas en darte cuenta de la carga que llevas encima: incomprensión, soledad, inutilidad de tu esfuerzo, peso de las estructuras... Aunque hay otros a quienes el gobierno les inocula el virus del poder; y cuando éste se introduce en el corazón del hombre, arrasa lo que quedaba de vida auténticamente humana.
b) El ámbito profesional, lo que llamamos habitualmente «trabajo» He explicado en el número anterior qué puede aportar el adulto maduro a este nivel: visión de conjunto, constancia y flexibilidad, discernimiento... Pero ¿por qué, sobre todo a partir de los 50 años, aparece tan intensamente la ansiedad del trabajo? Unas veces quieres dejarlo y retirarte tranquilamente a tu intimidad hogareña, a tus viejas aficiones (nq atendidas, por causa de las urgencias de la vida), a tus lecturas o a tus nostalgias de contemplación. Otras veces te da pánico pensar en el día en que ya no sepas qué hacer, y te aferras con uñas y dientes a tu trabajo, atento a la amenaza de ser desplazado por otro más joven y competente. c) El ámbito del gobierno La mayoría de las instituciones, al menos las de la vida religiosa, están en manos de adultos maduros. Antes de los 40 años» se puede ser líder, pero difícilmente un hombre de go-
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26.3. El adulto maduro debe meditar en la ambivalencia con que vive sus responsabilidades. Más eficaz y menos ilusionado que nunca. Mayor capacidad para lo importante (suscitar lo esencial, la vida personal) y menor interés por ello. La misma responsabilidad que te ha enraizado en la existencia te está distanciando de personas y cosas. ¿Por qué? Porque has recibido muchos golpes y sabes perfectamente el precio que se paga: desagradecimiento, heridas, desproporción entre esfuerzo y resultados... Añade que, en cuanto creyente, has vivido tus responsabilidades como misión, como realización del Reino. Es Dios el que se comprometía a hacer eficaz tu trabajo por un mundo más justo y fraterno. Tu idealismo optimista de joven, motivado por la fe en el Dios que cumple sus promesas, te llevó a la entrega radical y generosa. No calculaste ni el número de hijos, ni el tiempo dedicado a los demás, ni tu salud, ni tus tareas, ya que ibas «a por todas». Pregúntate con sinceridad: ¿qué has conseguido? Pregúntate más hondamente: ¿cómo se ha ido resituando tu esperanza? Realmente, ¿Dios es eficaz? ¿Merece la pena su causa? ¿Crees que el hombre puede cambiar? Añade, en cuanto creyente y persona madura con conocimiento de lo humano, la experiencia de la libertad y del mal. No sabías lo eficaz que es éste y lo torpe y condicionada que está aquélla. ¿No lo has experimentado en tu historia personal? ¿Ha vencido tu amor incondicional o has tenido que amoldarte a tus limitaciones, protegiéndote de heridas? ¿No recuerdas cuánto esfuerzo dedicaste a aquella persona y cómo te pagó? Y ahora mira tus compromisos vividos, a los que has sido fiel a pesar de todo: ¿éxito o fracaso? Quizá no sea correcto plantearlo así; digamos mejor: ¿sigues confiando en la naturaleza humana? ¿Volverías a hacer las mismas opciones? Enumera los jirones que has dejado por el camino.
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La tentación de fatalismo es fuerte en la segunda edad. En la Biblia ha sido expresada con crudeza en el estribillo de Qohélet: «Nada nuevo bajo el sol. ¿Qué saca el obrero de sus fatigas?». Así me imagino a este escritor, desencantado de los optimismos ingenuos de la fe, como un hombre probado, en plena crisis de madurez, en la frontera de los 50-55 años, entre la adultez y la ancianidad.
místico cristiano que expresaba la dinámica del amor: la soledad fecunda de la alianza con el Dios vivo. Pero el creyente maduro, en crisis de ineficacia, tiene el peligro de hacer del desasimiento la justificación ascética de su falta de esperanza y de amor.
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26.4. Sin embargo, la crisis de eficacia es la propicia para el desasimiento evangélico. He dicho «desasimiento evangélico», porque hay otro que no lo es. En efecto, el adulto maduro, entre los 40 y los 55 años (prorrogable en nuestra cultura hasta los 60-65), vive un periplo: va desplazándose poco a poco, del máximo de interés y eficacia, al desánimo y al desasimiento. Tiene momentos de activismo ansioso, pero termina rindiéndose a sus limitaciones. Si no aprende a hacerlo consciente y libremente, la falta de salud y la sociedad se encargan de hacerlo por él. Hay un desasimiento mortal, desesperado, amargo. Hay otro desasimiento, de sabiduría humana, que el creyente puede y debe integrar en su experiencia evangélica. Consiste en la aceptación sabia de la propia finitud. Es la hora de la autocrítica y de reconocer cuánta fantasía del deseo había en tu generosidad idealista. Aceptar que no puedes trabajar como antes te libera de la dispersión del esfuerzo. Puedes dedicarte a lo importante. No se trata de trabajar a tope, sino con discernimiento. La sabiduría del desasimiento, presente en todas las religiones, enseña, además, que el poder desapropiarse de la propia tarea es la condición para realizarla eficazmente, sobre todo si la tarea se refiere directamente a la persona humana. Cuando se trata de despertar la vida profunda, incontrolable, la técnica da paso al amor; y la influencia, al respeto que discierne a partir del otro. Esta misma sabiduría dice que el desasimiento propicia la vuelta de lo religioso, la experiencia del Absoluto. Pero es aquí, quizá, donde el Evangelio pone su nota de discernimiento. Ha habido tendencia en la tradición a una ascética del desasimiento como signo de perfección. «Olvido de lo creado, memoria del Creador», decía Juan de la Cruz. Y él sabía lo que decía como
Por eso tiene que integrar evangélicamente su proceso de desasimiento. Indiquemos las claves: a) Revivir en sí mismo el proceso del discípulo (cf. capítulo 6) que tuvo que aprender a desasirse de sus expectativas mesiánicas para entrar en la lógica del Reino mediante la sabiduría de la Cruz. En este sentido, puede ser importante incluso una elaboración teórica de cómo el Reino ha querido ser eficaz en la historia humana. Porque no se trata de resignarse a la victoria del mal sobre el bien, o de refugiarse en la interioridad, desencantados de un mundo abandonado a los poderes del Maligno, sino de aquella fe, purificada de nuestras fantasías de poder y liberada del deseo de apropiación, por la que el discípulo asimila y pone en práctica el estilo mesiánico de Jesús: «desde dentro» de la condición humana, sin violencia, respetando la libertad, confiando en la fuerza misteriosa de los pobres y humildes, mediante la fuerza transformadora del amor, que no separa a justos de pecadores, a judíos de samaritanos... b) Mediante el desasimiento de la propia obra, el creyente aprende a vivir en obediencia al Padre, creando así el espacio abierto a la iniciativa de Dios. Como Jesús, que no obraba por propia cuenta, sino lo que el Padre le mostraba; y es así como ha recibido el poder de dar vida (cf. Jn 5). El desasimiento no es distanciamiento desinteresado, sino amor desapropiado. 26.5. Las claves evangélicas anteriores necesitarían mayor desarrollo. Pero este libro no ha sido pensado como un tratado de espiritualidad. Me limito a aquel discernimiento que permitirá afrontar cristianamente la crisis de la madurez (en este caso, esa típica ambivalencia de eficacia y desasimiento que caracteriza a la segunda edad). Como el discernimiento tiene su piedra de toque en los frutos, señalemos el más claro, el que hace la síntesis de contrarios: el amor que se hace fuerte en la debilidad.
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Cuando no tienes motivos para seguir trabajando por los demás, entonces vives de la esperanza del Espíritu Santo. Cuando la eficacia no se apoya en tus cualidades, la desapropiación de ti te permite ser instrumento de la iniciativa de Dios en el otro. Cuando estás harto de responsabilidades, tu amor permanece fiel, con la fortaleza de Dios. Las paradojas del desasimiento cristiano remiten al misterio pascual, a la fecundidad de la semilla que muere para dar fruto (cf. Jn 12). San Pablo lo ha expresado esplendentemente, manteniendo el mismo lenguaje paradójico, en la 2.a Carta a los Corintios, hablando de su ministerio. Merece la pena leerla, captando su dinámica de contrarios, clave del discernimiento espiritual cristiano.
27 Madurez afectiva 27.1. Si el adulto tiene problemas pendientes de inmadurez afectiva, no será fácil enfrentarse con ellos; pero, si no lo hace, puede bloquear su futuro. Por ejemplo, si ha sido incapaz de expresar sentimientos por miedo a la dependencia afectiva, el sistema de racionalización creará defensas impermeables, que pueden traducirse en rigidez de juicio e intolerancia. Si la afectividad no ha estado equilibrada con el autocontrol, la confusión emocional de esta época puede producir un deterioro de la relación interpersonal, a merced de necesidades inconscientes. Pero, aunque la maduración de los años haya transcurrido paralela a la maduración afectiva, el adulto vive una tensión afectiva que le hace sentirse en fase de regresión, como si volviese a estadios superados de la adolescencia. Y esto le desconcierta. En efecto, es la edad de la paternidad, en que, se supone, el amor ha crecido con la autodonación: hijos, ayuda a las personas, dedicación al prójimo, responsabilidad y fidelidad... ¿No es verdad que la madurez afectiva depende de la crisis de realismo, es decir, cuando tienes que aprender a amar al otro como es, en sus limitaciones, más allá de las fantasías del deseo que dominan siempre las primeras fases de enamoramiento? Y es la edad también de la ansiedad de futuro y la aparición de necesidades primarias, porque la vida se te va de las manos
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y, para asumir los golpes de la realidad, necesitamos ternura y cariño y calor. Resurge el niño que todo adulto lleva dentro, posesivo, indefenso.
— ¿Ha sido el amor el sentido de mi vida? Si lo ha sido, ¿qué tipo de amor? ¿Posesivo? ¿Desinteresado?
27.2. En esta situación caben dos reacciones: la de quien protege su afectividad, haciéndose duro, y la de quien se entrega a sus necesidades primarias, haciéndose vorazmente egoísta. El primero no se deja «afectar» por nada ni por nadie. El segundo sólo se cuida de sí mismo. Ambas actitudes pueden compenetrarse y reforzarse mutuamente. El egoísta, por ejemplo, pendiente de su salud e incapaz de sentimientos para con los demás. O el trabajador infatigable, que dedica todo su tiempo al prójimo y está a todas horas quejándose de no ser reconocido. El desafío afectivo del adulto maduro es notable: es más sensible que hace años y tiene que amar sin esperar nada de aquellos a quienes se entrega. Se sorprende de lo fácil que es a la ternura, de la tentación de iniciar nuevas relaciones afectivas (cf. cap. 12). ¿Qué me pasa, que un detalle me derrite? Pero no puedo detenerme a satisfacer necesidades. Mi vida pertenece a los otros. Es la hora del amor desinteresado. Lo primero que ha de hacer el hombre/mujer maduro es clarificar su mundo afectivo, objetivarlo. — ¿Qué constantes aparecen en mi historia afectiva? Tendencia a la dependencia, a evitar la relación interpersonal, a reprimir necesidades, a sustituirlas por otras cosas... — ¿Qué experiencia afectiva ha configurado mi vida de modo que ha sido la clave de mi madurez? ¿La relación con Dios? ¿La relación de pareja? ¿La amistad? ¿Los hijos? ¿La compasión por el prójimo? — ¿Cómo ha ido cambiando y desarrollándose esa experiencia, desde que era joven hasta ahora? — ¿Qué me dan a entender de mí esas necesidades que están emergiendo ahora y que hasta hace poco eran prácticamente desconocidas? — ¿Qué frustraciones afectivas me han influido más? ¿Por qué?
Si mi vida ha sido auténtica, la crisis afectiva es radical: porque allí donde lo he dado todo experimento ahora que he querido poseerlo todo. Grandeza y miseria de la paternidad/ maternidad humanas. ¿Qué padre/madre no descubre a esta edad cómo ha proyectado en sus hijos sus mejores sueños y cuánto le cuesta la desapropiación? (Hijos son, igualmente, las personas que uno ha configurado espiritualmente o las obras que uno ha creado con lo mejor de sí mismo). Esta es una de las razones, a mi juicio, de la tensión afectiva de extremos, propia de esta edad. La desapropiación de lo que más te pertenece y el desgarro de las vinculaciones que han dado sentido a la vida remueven los fondos de la persona y hacen rebrotar sentimientos primarios de amenaza de pérdida, de angustia de separación, de descontrol emocional, etc., que dejan a la persona a la intemperie, como un niño indigente. 27.3. Pero esto que parece «regresión» ha de ser la plataforma para el amor definitivamente adulto, el desinteresado, el que nace de libertad interior de autodonación y que exige un proceso que durará años de purificación. Hay que tener en cuenta los siguientes pasos: a) Es importante que se exprese el «niño» con sus necesidades. Dejarle que grite, que llore. ¿Por qué? El adulto se ha hecho duro, ha creado caparazón y defensa para ser autónomo y manejar la vida y sus golpes. Pero el corazón necesita espacio abierto, no calcular. Si ahora se empeña en mantener su propio equilibrio, ateniéndose a la medida prudente, terminará por sustituir el amor por la justicia y el autodominio. La función pedagógica de la ternura y de la debilidad del corazón es esencial. Permite al adulto maduro no cerrarse en su racionalidad y distanciamiento. Lo triste es que se llama madura a la persona que se protege, que ha calculado bien el riesgo de amar y ser amado. El maduro que se deja ser niño vuelve a nacer de nuevo, aprendiendo a ensanchar el corazón. Uno de los frutos es la integración del inconsciente. Si maduramos en independencia, dejamos atrás el otro eje de la
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existencia, la dependencia. Cuando uno es autónomo y se permite ser niño, vuelve al origen de su libertad y de su finitud.
generoso en personas que, psicológicamente, tienden a ser narcisistas por arrastrar inhibiciones de la adolescencia! ¡Cuánta limpieza de corazón en temperamentos abruptos, que al principio deben decir no, como reacción defensiva primaria, y luego se entregan en el sí incondicional! Con frecuencia, Dios da la impresión de que le gusta transformar el corazón dejando intactos nuestros automatismos y reacciones temperamentales. ¿Por qué lo hace? — Quizá porque lo que cuenta es el amor. El ve el corazón; nosotros, la apariencia, como repite tantas veces-la Escritura. — Quizá para fundamentarnos en humildad. La peor de las apropiaciones es la espiritual. — Quizá porque el Reino vino así, y así quiere que resplandezca en la tierra: «desde dentro» de la condición humana. Tesoro en vasijas de barro, que diría Pablo (2 Cor 7). 27.5. El creyente maduro conoce la fuerza que realiza esta transformación: el amor que viene de Dios. Decíamos en el cap. 1 que uno de los criterios objetivos más claros de madurez cristiana es la unidad de amor de Dios y del prójimo. Ahí se dirige, en última instancia, la experiencia crítica de la afectividad que sufre la persona madura. Cuando el amor no fabrica expectativas, entonces es de Dios, «ya que Dios es amor, y en esto consiste su amor: no en que nosotros le hayamos amado, sino en que El nos ha amado (cf. 1 Jn 4). Podríamos aplicarle todos los atributos del himno de la caridad de 1 Cor 13. Pero dejemos este texto de Pablo como paradigma del amor cristiano perfecto. Atengámonos a nuestro nivel de reflexión, que mira el ideal desde el proceso y en función del proceso. Preguntémonos: si el cristiano maduro está a la altura de la edad, ¿cómo y dónde experimenta la posibilidad de amar desinteresadamente, de modo que supere su propia contradicción afectiva entre autodonación y apropiación? Podemos ofrecer dos claves:
Este nivel no se elabora desde el autocontrol, sino dejando que los fondos de la persona, expresados en forma de inseguridad y carencias, retomen y asuman la finitud radical. No se confunda con la regresión infantil, que es egocéntrica. Precisamente, el hombre/mujer maduro que se permite ser niño está encontrando en su debilidad afectiva nuevas energías para el amor desinteresado. b) Asumir paciente y humildemente las desapropiaciones afectivas, permaneciendo fiel a la fuente del propio corazón. Somos así: cuando nos quitan lo nuestro, dejamos de amar. Creer en el propio corazón, capaz de amar dándose, es descubrir que la fuente está dentro de nosotros. Cuando uno es joven, confunde la autodonación con el «deseo», pues éste consiste en salir de sí, seducido por el otro. Pero ignora cuánta ilusión y expectativa conlleva ese éxtasis. El adulto maduro, sin embargo, tiene todas las razones para no creer en el amor desinteresado. ¿Cómo es posible amar sin éxtasis y sin expectativas...?: por eso al joven le parece que al amor del maduro le falta «calor». Pero no es así. Lo que pasa es que está hecho de una calidad nueva. No puede separar el amor de la verdad, y resulta desconcertante. Cuando más se te entrega, sabes que no te pertenece. Le puedes herir, pero no puedes alcanzar su centro último. No se distancia, pero está solo. 27.4. Con todo, conviene hacer una advertencia: Estos niveles de transformación del corazón no se dan unívocamente. Quiero decir que, además del ritmo de purificación interior que exigen las desapropiaciones afectivas, están enjuego la libertad de la Gracia y las limitaciones últimas de la persona, que nosotros no controlamos. Por ejemplo, a una persona afectivamente madura se la conoce en que no es habitualmente egocéntrica. Pero eso no quiere decir que sus reacciones no muestren ciertos desfases. Tenemos una imagen del cristiano perfecto, sin resquebrajaduras, ni heridas, ni desequilibrios, ni lagunas. A medida que los años nos enseñan a conocer en profundidad a las personas, vamos quedándonos sin esquemas ni estereotipos. ¡Cuánto amor
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a) La experiencia afectiva de la suficiencia de Dios Los desgarros afectivos, comparables a las purificaciones pasivas, resitúan la afectividad en su fuente: Dios. Esto vale no sólo para los célibes, sino también para los casados creyentes.
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Cuando has de desapropiarte de tus hijos, puedes volverte a tu marido o a tu mujer como agarradero y seno protector de tus necesidades. O será el momento de centrarte en Dios y consolidar la relación de pareja sobre nuevas bases. Dios, ciertamente, no es rival del amor humano, sino lo contrario: el que lo crea y recrea. ¡Es tan hermoso y potenciador que la pareja se encuentre en Dios y camine hacia una plenitud nueva, insospechada...!
logra dominar sus tendencias psíquicas, todavía le queda el egocentrismo; se apropia la existencia.
El célibe ha de hacer de su soledad, más consciente que nunca, el ámbito en el que descubrir a Dios como la parte de su herencia, como su único y total Bien (cf. Sal 16). Puede entretenerse con cariños que consuelan ilusoriamente su vacío interior; o puede hacer de su soledad, habitada por el Amor Absoluto —unas veces dulce y delicado, otras celoso y absorbente—, el ámbito privilegiado de la contemplación y de la caridad inagotable. b) El amor de fe Tiempo de amor sufriente, que el Espíritu Santo aprovecha para que el amor brille con su fuego propio, limpio de ganga. El amor de fe es desnudo. Deja a Dios ser Dios. Como un niño, se abandona a oscuras en el corazón de Dios. Y también en el corazón de Dios conlleva, fuerte en la debilidad, el pecado del mundo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (cf. Le 23). 27.6. Dado que la afectividad ocupa un lugar central en el proceso de madurez, valga, a modo de conclusión, una referencia a la psicología. Esta nos dice que la madurez afectiva está en relación directa con la superación del egocentrismo. Y lo mismo dicen la reflexión antropológica y la teología espiritual. Observación importante en nuestro diálogo interdisciplinar. La dificultad está en articular el proceso por el cual el egocentrismo es definitivamente erradicado del corazón humano. La psicología se preocupa del narcisismo, de la tendencia a percibir la realidad desde el principio de placer subjetivo y solitario. La revelación cristiana nos dice que, cuando el hombre
De ahí la paradoja que subyace a este capítulo: el adulto maduro vuelve a sufrir su viejo narcisismo para superarlo definitivamente más allá de sí, en la experiencia de la gratuidad del amor de Dios, sin las expectativas del deseo. Sin duda, la condición ha sido adquirir un cierto grado de autonomía, de capacidad de asumir la soledad y la finitud. Pertenece al sufrimiento poner al hombre más allá de dependencia y autonomía, de narcisismo y realismo
28 Realismo y esperanza 28.1. Según vamos afrontando la crisis, tenemos la sensación, a pesar de querer atenernos al proceso y no al ideal, de que nos disparamos hacia experiencias místicas, inasequibles. Al final, siempre terminamos con respuestas de hondura espiritual. En efecto, estar a la altura de esta crisis implica que el sentido de la existencia se ha desarrollado o, al menos, ahora se concentra en las cuestiones últimas. Por eso es la hora del creyente, de vivir a fondo las virtualidades de su fe. Por el contrario, para otros, que quizá se creían creyentes, las respuestas que vamos dando a la crisis producirán desánimo y desazón. Cuando se necesita controlar la vida, y la fe no ha liberado de esa angustia, siempre agazapada en el corazón del hombre, el comprobar que nada te pertenece, ni tus mejores sueños ni tus mayores realizaciones, es francamente difícil. Hace años oí esta frase: «El hombre verdaderamente maduro pierde las ilusiones y mantiene la ilusión». Frase feliz, que explícita la dinámica de despojo que vive el creyente. Es la fe, precisamente, la que le permite mantener o, mejor, potenciar su esperanza cuando van desapareciendo las expectativas, trituradas, una tras otra, por la máquina implacable que es el tiempo y la realidad finita y conflictiva.
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28.2. Haciendo un recorrido retrospectivo de nuestra reflexión, especialmente de los últimos capítulos, resumamos en el binomio realismo-esperanza la sabiduría del proceso de maduración.
28.3. Pongamos algunos ejemplos, situaciones problemáticas que caracterizan la crisis de madurez.
Es tiempo de síntesis, y de síntesis de contrarios, hemos repetido. ¿Qué queremos decir? Que aquello que hasta esta edad aparecía como bipolar e incluso como contradictorio (por ejemplo: idealismo y realismo; esperar lo imposible y atenerse a la limitación; ser radical y saber relativizar) se une ahora en una síntesis superior que permite no sólo controlar el equilibrio, sino vivir la correlación fecunda de los contrarios. Es uno de los signos, a mi juicio, más claros del Espíritu Santo. La sabiduría humana logra superar las ambivalencias psicológicas o establecer el equilibrio de las tensiones del espíritu finito. Por eso los griegos hablaron de la virtud como «justo medio». Pero el cristianismo (piénsese, por ejemplo, en el Sermón de la Montaña) se atrevió a lanzar al hombre al Absoluto. El amor sólo existe sin medida (cf. Le 6). ¿No se expone a la «megalomanía del deseo», a las fantasías de omnipotencia, alimentando narcisismos incontrolables? De hecho, este libro, escrito para cristianos educados en ideales incondicionales, presupone ese riesgo. Más aún: ha hecho de ese riesgo el camino de la agudización de la crisis de madurez. Pero lo que para la sabiduría de la finitud es un problema, para nosotros, creyentes, es un camino. Es en esa crisis entre ideal y realidad que configura nuestra talante existencial como hemos descubierto la fuerza y sabiduría de la fe, que está más allá del ideal y de la realidad. Sólo cuando se confunde la fe con el deseo religioso es cuando amenaza el peligro de narcisismo. La fe puede hacer la síntesis del mayor realismo y de la más loca de las esperanzas por ser milagro del Espíritu Santo en nuestra condición humana, en tensión permanente de bipolaridades. Pero el Espíritu Santo unifica los contrarios. La trampa de la madurez no creyente estriba en confundir su precario equilibrio integrador con la síntesis de contrarios. Se llama «madurez» a la aceptación serena cuando el corazón ha dejado de creer en lo imposible. Por el contrario, el creyente maduro no se hace ilusiones sobre sí mismo ni sobre los demáspero ¿por qué tiene ese corazón de niño, que pide lo imposible y trabaja por lo posible? Lúcido e ingenuo; desconcertante.
a) ¿Cómo mantener el radicalismo evangélico, respetando mis limitaciones, ahora que, con los años, he comprobado que mis radicalismos se alimentaban de ansiedades perfeccionistas? Hay que distinguir, en mi opinión, dos niveles de sabiduría: — Uno de sabiduría práctica, que respeta el proceso real de transformación de la persona. ¿Qué opciones tiene que seguir manteniendo? ¿Cuáles deben ser relativizadas? ¿Qué necesidades humanas han de ser integradas? Lo cual quedará plasmado en un proyecto personal de vida que responda al «aquí y ahora». — Pero con lo anterior no se responde a la problemática esencial. Porque el sufrimiento más profundo no viene de tener que ceder en ciertas opciones de forma de vida, sino de no alcanzar a vivir la radicalidad del seguimiento de Jesús. ¿Es que entonces no basta la fe y ésta está subordinada a necesidades humanas? ¿No es capaz Dios de cumplir sus promesas? La respuesta necesita un discernimiento matizado que, en última instancia, remite a la síntesis de contrarios. En efecto, lo primero que hay que aclarar es si la apelación al carácter absoluto de la fe no enmascara la fantasía de omnipotencia. Segundo, hay que discernir si, a la vez que se integran necesidades, el Señor no está purificando nuestras expectativas de radicalismo evangélico, en cuanto forma de vida, para conducirnos a otro radicalismo: el de la humildad y el amor. En cuyo caso, resituar el proceso no es perder radicalismo cediendo a la «prudencia carnal», sino sabiduría de la fe que vive la obediencia a Dios en el respeto al proceso humano y, al mismo tiempo, en el amor humilde. b) ¿Cómo creer que Dios hará su obra de santidad en mí, ahora que sé lo lejos que estoy y veo que no hay tiempo para realizarla? ¿Me queda tan sólo la resignación de captar la frustración de mis sueños? Aquí sí que la respuesta es síntesis extrema de contrarios. El secreto está en la pobreza de espíritu. — Si soy pobre de espíritu, no tengo derecho a nada. Demasiada misericordia tiene el Señor al permitirme haberle de-
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seado y servido. Me basta con que me deje en el último rincón del cielo, sin méritos ni virtudes. — Y si soy pobre de espíritu, confío tan totalmente en su amor absoluto, el cual se complace en mi pobreza y pecado, que me atrevo a pedirle y esperar de El que me dé la santidad de su mismo Hijo. ¿Cómo es posible la síntesis de ambos extremos? Para el que tiene la experiencia de la fe como fundamentación del ser en sí más allá de sí, en la pura Gracia, resulta evidente. Observemos que la problemática que ha ido apareciendo en torno a la segunda edad refleja constantemente la dinámica espiritual de las Bienaventuranzas (Mt 5). ¿No resulta esto sorprendente e iluminador para un creyente? 28.4. La síntesis de contrarios aparece, pues, como fruto de la crisis de madurez. Quizá tengamos que esperar años, según vamos entrando en la ancianidad. ¡Ojalá! Pero lo que es meta se constituye también en camino: otra de las paradojas de la condición humana creyente. Si preguntas a una persona madura cómo vive, te dirá espontáneamente: «Hago lo que puedo, y el resto se lo dejo a Dios». La formulación es un tanto imprecisa, pero expresa perfectamente esa filosofía de la vida que caracteriza al creyente que ha hecho del realismo y la esperanza su estilo existencial. — «Hago lo que puedo». Que lo mismo significa responsabilidad que aceptación, esfuerzo que sentido de los límites. No es poco hacer lo que se puede. A esta edad tendemos a la poltrona, a lo fácil; o lo contrario: a la ambición ansiosa que quiere conquistar metas a golpes de voluntad. — «El resto se lo dejo a Dios». No es el «resto», sino el todo. Porque ya no puedes dominar la existencia, y tus ideales juveniles resultan inalcanzables, y tus limitaciones te han enseñado a confiar en la Gracia. Da la impresión de que es un recurso. Al contrario, uno sabe que Dios es el Señor de la historia y que las transformaciones decisivas, lo mismo personales que colectivas, le pertenecen. En ese dejar hacer a Dios se refleja la paz profunda de quien no necesita tener la última palabra.
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28.5. Esta filosofía de la vida, tan realista y tan audaz al mismo tiempo, ha sido explicada por Jesús insuperablemente en la parábola de los pájaros y las flores que ni siembran ni hilan (Mt 6,25-34). A primera vista, Jesús aparece como un poeta ingenuo o un místico espiritualista. ¿Cómo es posible tomar tan a la ligera la preocupación por la subsistencia que agobia a nuestra finitud humana? Dios no se dedica a hacer milagritos. Sin embargo, en cuanto te detienes a reflexionar en las palabras de Jesús, descubres su cruda lucidez. En efecto, ¿no está ahí el problema más acuciante del hombre, que vive agobiado y quiere protegerse como sea de la angustia de su finitud? Lo hace mediante la seguridad material o el prestigio social, la autoposesión o la santidad. Sólo los que confían en Dios como Padre se liberan definitivamente del miedo a no controlar el futuro. Viven al día, cada día, como nos ha enseñado Jesús. Pienso que la mejor manera de vivir el presente de la segunda edad (entre los 40 y los 55 años) y entrar en la ancianidad es vivirlo así, cada día. Dado el contexto en que habla Jesús, el económico, se suele entender el «cada día» por referencia a no acumular bienes materiales. Y, ciertamente, esa dimensión está implicada. Pero nace de una experiencia más honda, como dice el Evangelio: de haber apoyado la vida en la confianza en Dios, centrándola en el Reino y su justicia. El adulto maduro vive cada día, porque sabe que el futuro se está gestando en el presente, y que el Señor lo hace germinar misteriosamente, como el grano de trigo que crece de noche, cuando el labrador duerme (cf. Me 4,26-28). Porque no dispone del futuro, y su alegría está en dejarle a Dios que guíe su vida. ¿No ha aprendido, acaso, que los planes de Dios no son nuestros planes? Lo ha aprendido en propia carne, a través de tantos proyectos y deseos progresivamente desmontados, desde su infancia. Porque al amor de fe le gusta estar colgado de Dios, como un niño, recibiendo lo que le dan en cada momento. ¿Para qué organizarse la vida desde el autocontrol? Cuando oración, oración; cuando acción, acción. Cuando sufrimiento, sufrimiento; cuando fiesta, fiesta. Al que mira «desde fuera», este talante de
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ser le parece irresponsable. Al que se ha liberado de tenerlo todo a punto, la responsabilidad se ha concentrado en su fuente: la inmediatez que da el Espíritu para captar la realidad intuitivamente, sin los rodeos racionales y la torpeza de nuestros intereses, que son, en definitiva, los que nos impiden sumergirnos en la corriente profunda de las cosas y las personas. Así que, viviendo cada día, no tienes que preocuparte por asegurar nada, ni siquiera la obra de Dios en ti. El sabe mejor lo que te conviene. Basta vigilar cómo va guiándote y transformándote, por donde menos esperabas, maravillosamente fiel y certero. Vigilancia de obediencia, para no poner obstáculos. Al fin, la libertad no elige; consiente. Cuando reina Dios.
29 Hacia la ancianidad y la muerte 29.1. Podríamos interrumpir aquí nuestra reflexión; pero ello significaría considerar la segunda edad como un compartimento estanco. El tiempo es duración y sazón. La madurez se inicia con la crisis de realismo (que comienza hacia los 35 años) y culmina con la crisis de reducción, dando paso a la ancianidad. De ahí la polivalencia de lecturas a que se prestan los capítulos anteriores. Con una misma edad, a unos les parecerá que han sido escritos para santos o para ancianos cargados de años y de sabiduría; y a otros les parecerá que responden exactamente a lo que ellos están viviendo. Ciertamente, nadie está reflejado en todo lo que hemos dicho y del mismo modo en que lo hemos dicho. Pero con eso cuenta toda reflexión antropológica seria. La ancianidad, pues, va haciéndose presente paulatinamente en la experiencia del hombre maduro. Algunos rasgos son típicos: — Sensación progresiva de reducción. No sólo «goteras», sino incapacidades: físicas, psíquicas, intelectuales... — Desplazamiento social. No sólo cuentas menos, sino que eres sustituido por otros y has de retirarte, como un trasto inútil, del trabajo, de la toma de decisiones... — Realidad totalizadora de la muerte. Se vive de recuerdos. No existe futuro.
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Físicamente, al acentuarse la reducción, viene la impotencia y el desvalimiento. Pérdida de autonomía en lo elemental: el propio cuerpo.
— ¿Se trata de terminar de morir o de morir libremente, en obediencia de amor?
Psíquicamente, puede ocurrir cualquier cosa: lo mismo la serenidad de quien, al fin, no tiene miedo a nada, que su contrario: la ansiedad devoradora del cuidado obsesivo de la propia salud. Existencialmente: se muere según se ha vivido. ¿Espiritualmente? Sólo Dios tiene la palabra. Porque unos esperan la muerte como a una hermana, asumiendo pacíficamente su reducción a la nada; y otros han de cargar sobre sí lo que falta a la pasión del Señor, a través de las tinieblas del cuerpo y del espíritu. Si la segunda edad divide en dos el sentido de la vida, la tercera edad somete el sentido al sin-sentido. Podemos prever la reacción del anciano según haya resuelto su crisis de madurez. Pero no siempre es así. Unas veces, porque el deterioro físico desestructura bio-psíquicamente a la persona; otras, porque seguimos siendo un misterio para nosotros mismos. Sólo Dios juzga. No obstante, el reflexionar sobre los procesos humanos de maduración y consumación presupone hablar de la realización consciente del hombre con criterios objetivos. Dejamos a Dios el juicio último; pero, en cuanto a nosotros nos toca discernir, cabe establecer la dinámica por la cual el hombre/mujer maduro ha de entrar en la ancianidad y vivir su muerte.
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— ¿Se trata de retener la vida como una presa o abandonarse a ciegas en el corazón del Dios que promete la vida eterna? — ¿Se trata de resignarse al sin-sentido o de abrirse al don de la verdadera alegría, la que en esta hora se nos da como anticipo del cíelo? — ¿Se trata de abandonarse al sufrimiento o de asumir la parte que nos toca como discípulos de Jesús, solidarios en su sufrimiento redentor? Sólo la fe, que permanece al pie de la Cruz mirando al Traspasado (cf. Jn 19), puede hacerse estas preguntas. Por eso morir de verdad, ser plenamente hombre en la muerte, es el don de los santos. Han vivido del amor escatológico de Dios revelado en Jesús muerto y resucitado. Y por eso sus vidas, paradójicamente, han consistido en anticipar la muerte. Han tenido prisa por morir, han deseado el martirio, han sido transfigurados por la gloria del Resucitado en la contemplación, han gozado en el sufrimiento... Vivieron la pascua de Jesús en su existencia de amor. Cuando éste se hace destino, el tiempo se acelera y se concentra. La eternidad recrea el tiempo, sumergiéndolo en la Vida Trinitaria. Los demás, si estamos a la altura de nuestra edad, tendremos que aprender a ser ancianos y a morir, haciendo de nuestra ancianidad participación en la pasión de Jesús, y de nuestra muerte su Pascua.
29.2. Dicha dinámica es nuclearmente espiritual. Quiero decir: se encarna en una fenomenología de la finitud (enfermedad, marginación, soledad...); pero el creyente la vive en clave de fe. Por eso la figura insuperable de la ancianidad es la pascua de Jesús. En el hiato de muerte-vida eterna, separaciónunión, angustia-confianza, se resuelve la etapa definitiva del vivir, que es morir.
¿Cómo? Se me ocurren estas pistas (no me detengo a desarrollarlas, porque la tercera edad no es el objeto directo de reflexión de este libro):
Insistí anteriormente en que la tensión bipolar entre idealrealidad, plenitud-finitud, permite al hombre maduro, si la vive en la fe, la transformación interior, la síntesis de contrarios, que va a manifestarse en el despliegue de la vida teologal. Ahora la tensión es, literalmente, metafísica:
Si no puedes trabajar como antes, ahora puedes dedicarte a la oración. ¿No lo deseaste antes con todo tu ser y te fue imposible? Oración difícil, en la que quizá no puedas ofrecer al Señor más que tu pobreza; pero contento de estar con El, presentarle el dolor y la esperanza de los hombres, hablarle de
a) Asumir la reducción como sabiduría de concentración
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tus amigos, pedirle por quienes te han hecho o te hacen sufrir, darle gracias, decirle que le amas, humildemente...
La libertad se reduce a consentir, y es entonces cuando vuelve a su origen: como cuando nació del acto creador de Dios e hizo el primer acto de fe.
Deseabas una vida evangélica radical, de inserción y solidaridad con los más pobres. Quizá debiste someter tus sueños a la obediencia. No fue fácil, porque llevabas la razón; pero dejaste al Señor que guiase tu vida por encima de tus proyectos. Ahora sí que estás en el último rincón. Ni siquiera tienes la satisfacción de hacer algo importante por los demás. Servicio anónimo, de tareas insignificantes. El amor sencillo es tu fuerza y tu recompensa. Desde que murió tu marido, vives sola. Es muy duro mascar la soledad. Cada noche llega con su silencio, las puertas cerradas. Ni siquiera tienes el ruido juguetón de unos nietos tantas veces añorados... Te sientes querida, pero nadie puede consolar tu soledad opresora. ¿Por qué? La respuesta te viene de muy adentro, de ese abandono de fe que no siempre te libera de tus miedos, pero que siempre te devuelve la paz. Estás en buenas manos. Tu vida tiene sentido así: recordando tu pasado, contando los días que faltan para recibir la visita de tus hijos, haciendo presente al Señor en tus quehaceres diarios... ¿Para qué sirve todo esto? ¿No vale más morir, si se ha cumplido ya la misión? El sentido de la vida se concentra en ese «cada día» de la obediencia de fe.
b) El desvalimiento, camino de infancia espiritual El niño quiere crecer. El joven conquista autonomía. El maduro reconoce que lo determinante no es disponer de sí. El anciano se vuelve niño. Estás en la cama. Apenas puedes vestirte. Cuando esto comenzó, sentías amargura interior. Pedías excusas a todas horas a tu hija por dar tantas molestias. Un día que estabas triste y meditabas en la Pasión: cómo Jesús no se quejaba; cómo era llevado de Anas a Caifas, de Caifas a Pilato, de Pilato a Herodes, del Sanedrín al Pretorio, del Pretorio al Calvario... Comenzaste a comprender. Como un niño, en manos de los hombres, en los brazos de Dios. Desde aquel día tienes un gozo interior inalterable.
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No desear, no pretender, no proyectar. Ha costado la vida entera llegar ahí. El milagro está en que, lejos de ser algo negativo, en ese abismo de la nada brilla el gozo del amor intacto. ¡Qué frescura en la mirada! ¡Qué calor de paternidad con el prójimo! ¡Qué transparencia confiada en la relación con Dios!
c) Personalizar la muerte ¿Por qué se nos roba la muerte? No se habla de ella. Se la enmascara con la medicina, cada vez más tecnificada y sofisticada. ¿Es positivo hundir en la desesperanza a un anciano hablándole de su fin? Habrá que discernir en cada caso. Pero lo que, sin duda, no tiene justificación es esa conspiración sistemática que está haciendo de la muerte el fantasma innombrable. «Se muere solo» (Pascal), es verdad. Nadie puede sustituir mi conciencia ante el juicio de Dios. He de tomar mi vida como un todo. «Con temor y temblor», que diría Pablo (Flp 2), mirando de frente mis pecados, mis errores, mi vida vacía, mis miedos... Pero también es necesario que la confíe a la misericordia de Dios. «¿Quién nos separará del amor de Dios? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió, más aún, el que resucitó, el que a la derecha de Dios intercede por nosotros?» (Rom 8). En este combate es donde la angustia de la muerte cede su poder a la victoria de la fe. Y se muere acompañado por los hermanos en la Iglesia. Primero, los sacramentos, actualización salvadora de la muerte y resurrección de Jesús: eucaristía, unción de enfermos... Luego, la Comunión de los Santos: los hermanos que nos precedieron en la esperanza de la vida eterna. Simultáneamente, la presencia vigilante de los hijos, tal vez de algún sobrino, o el hermano/a de la comunidad religiosa. A veces quisieras más cercanía y delicadeza. Pero tú sabes lo torpes que somos ante el sufrimiento y la muerte. Hablamos
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por decir algo, por darnos seguridad a nosotros mismos. Decimos tonterías. Tú lo comprendes. Porque tú también te percatas de lo difícil que es morir con dignidad, estar a la altura de la hora más solemne de la vida. Así es la condición humana. Y también esto hay que asumirlo: con paz, consintiendo, aceptando la pequenez hasta el final, vuelta la mirada al Padre, que nos acoge en su dulce e infinita misericordia. 29.3. La reflexión anterior corre el peligro de establecer una relación directa entre ciclo vital y maduración espiritual, como si la ancianidad y la muerte nos introdujesen automáticamente, por lógica de evolución lineal, en la plenitud de la vida en Cristo. De hecho, la teología espiritual sostiene su equilibrio a base de afirmar los dos polos en correlación: — El Espíritu Santo va «disponiendo» (término clásico) al creyente a la unión definitiva con Dios a través de un proceso de cristificación. Es obra de la Gracia, que trabaja al hombre «desde dentro». Dios es libre y hace lo que quiere. Pero es ley normal de la pedagogía de Dios respetar el proceso de transformación. — Sin embargo, por mejor preparado que uno esté, cuando llega la «hora», cuando Dios decide consumar la vida de un creyente, la experiencia inmediata es que Dios irrumpe; que se está manifestando su soberana libertad y trascendencia; que no hay proporción entre la disposición-preparación y lo que Dios pretende; que sólo Dios, una vez más, es el que hace y crea la disposición. El paradigma es Jesús. Nadie tan dispuesto a la muerte como El. ¿No había venido, precisamente, para la hora escatológica del amor entregado hasta la muerte? (Jn 12,23-26). Con todo, es el mismo Jesús el que evita adelantar esa hora; huye incluso de la muerte (Jn 8,59). La «hora» pertenece al Padre en exclusiva. Sólo El puede consumar la vida de su Hijo (cf. Me 13,32-33). Por eso la muerte puede coincidir con la consumación de la vida creyente. Dice san Juan de la Cruz que algunos mueren con muerte de amor (Llama, 1,30). En otros, la muerte se adelanta a través de las purificaciones pasivas (Noche, 1.2,6). O puede ser que uno no esté a la altura cristiana de su muerte.
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La segunda edad, ¿inicio de la mística? 30.1. El término «mística» da lugar a tales confusiones que uno se pregunta si no sería mejor suprimirlo. Pero, por otra parte, ¿cómo dar a entender lo que ocurre en un creyente a partir de un determinado momento de su vida? Todo «místico» lo cuenta como vida nueva, inefable, incomprensible para quien no la tiene. Partamos de una idea básica: la vida mística consiste en el predominio consciente de las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad). E intentemos desglosar su contenido mediante algunos rasgos: — Se presupone siempre que las virtudes teologales informan la vida entera del creyente, pero que hasta la etapa mística no logran integrar y guiar ese conjunto complejo que es la persona humana. Todavía ocupan un lugar central otras instancias: necesidades bio-psíquicas, la autoafirmación del yo, el deseo religioso, etc. Llega un momento en que la fe se despliega con su dinamismo propio: el teologal. — El dinamismo teologal es atemático y, en sí mismo, trans-psicológico. En cuanto experiencia, sólo se percibe indirectamente: en su intencionalidad profunda y en sus frutos de transformación del «centro personal», el corazón. Por ejemplo,
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percibir la presencia de Dios «teologalmente» no consiste en sentirlo sensiblemente, sino en un acto fundante de ser por el que el yo es trascendido y se abandona al Tú que lo fundamenta. Por eso no depende de conceptos, ni de imágenes, ni de sentimientos. Pues bien, predominan las virtudes teologales cuando, de modo habitual, la persona obra bajo el dinamismo atemático del Espíritu Santo.
Mística refleja es la experiencia en que el predominio de la vida teologal trastorna la actividad normal de las tendencias bio-spíquicas y las funciones/potencias racionales del hombre (inteligencia, voluntad, memoria creativa). Digo actividad «normal», porque, en efecto, en la experiencia mística se suspende o se activa «anormalmente». Por ejemplo, la relación con Dios en la oración de unión («quintas moradas» de santa Teresa) se realiza en la paralización de la capacidad de pensar y actuar, pudiendo darse fenómenos de levitación.
— Lo cual no quita que de hecho se dé en y mediante las tendencias y potencias del conjunto anímico-espiritual que es la persona concreta. Precisamente, el predominio de las virtudes teologales implica que, al fin, la vida de Dios se ha erigido en centro configurador del todo humano. De ahí la sensación de liberación insospechada, de pacificación y unificación que caracteriza la entrada en la «vía mística». Sin embargo, el mismo creyente se sorprende muy pronto, después de las primeras fases, del proceso infinitamente complejo que se ha iniciado. No desaparecen automáticamente ciertos automatismos psíquicos; reestructurar el inconsciente a la luz de Dios comporta precios imprevistos; morir al yo sólo es posible a través de purificaciones incontrolables... El presupuesto teológico de esta vida es el siguiente: Dios toma la iniciativa en la vida del hombre. Así se cumple la paradoja de la antropología cristiana: la libertad finita ha sido creada por Dios con dinamismo propio; pero sólo alcanza su plenitud cuando se nutre directamente de su fuente: la vida misma de Dios. Lo cual, evidentemente, es don. Cuando el Espíritu Santo se apodera de nuestro espíritu, la libertad alcanza su forma suprema: la obediencia/desapropiación plena del Hijo «vuelto al Padre» (Jn 1). Por eso la comprensión definitiva de la antropología cristiana se da cristológica y trinitariamente, es decir, a partir de la libre y definitiva autocomunicación de Dios al mundo en Jesucristo. 30.2. Dios lleva a cabo su reinado en el hombre desde la misma condición del hombre, este hombre encarnado en una historia biológica, social, cultural, herido y esclavizado por el pecado, con una libertad que no existe en el punto cero, sino configurada por su pasado y las circunstancias actuales, interiores y exteriores, etc. Por haberlo olvidado, se ha dado el nombre de «mística», seductoramente, a uno de los caminos posibles: el que podríamos denominar reflejo.
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En mi opinión, existe la mística concomitante, es decir, la experiencia del predominio de la vida teologal sin fenomenología de ruptura. Más bien, habría que preguntarse a qué responde el camino de la «mística refleja». Los clásicos lo interpretaron como libertad de Dios; pero ellos mismos apuntan más de una vez en otra dirección: a los condicionamientos psicológicos de la persona. De hecho, es sorprendente que en las «séptimas moradas» (sta. Teresa, 7 Moradas 3,12) desaparezca toda fenomenología extraordinaria. Interesaba hacer esta precisión, porque creo que todos estamos llamados a la vida mística, en cuanto predominio de la virtudes teologales; pero no todos a la experiencia refleja. ¿Podríamos decir que ésta es un carisma dado por Dios «para edificación de la Iglesia», a fin de que, a través de los signos extraordinarios de la vida de Dios, sintamos todos la llamada a la consumación de la fe, la esperanza y el amor? En efecto, conocemos a cristianos con un extraordinario grado de amor que ignoran su propio camino de santidad. Se les ha dado anticipadamente el don escatológico; pero tal vez sólo perciben sus limitaciones y su pecado. Suele ser propio de Dios ocultar sus dones: bien para mantener en humildad a los que los reciben, bien para que, pese a desconocerlos los interesados, perciban los demás la misericordia entrañable de Dios. Y a quienes se los da a conocer, El mismo se cuida de que los perciban a través de purificaciones que les obligan a la desapropiación. 30.3. A la luz de dicho marco conceptual, incidamos en la pregunta que encabeza el capítulo: ¿hay alguna relación entre el significado existencial y espiritual de la segunda edad y la experiencia mística? Dicho de otro modo: si el cristiano está a
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la altura antropológica de la madurez y la vive en dinámica de fe, ¿puede esta edad considerarse como inicio de la mística? El texto que citábamos de Taulero (cf. cap. 7) parece afirmarlo. Pero anotemos que lo hace indirectamente. No establece la correlación entre madurez y experiencia mística, sino la necesidad de sobrepasar los 40 para lograr, al cabo de unos diez años, la unificación espiritual deseada (la cual, ciertamente, es descrita en términos de experiencia mística). Con todo, la idea de fondo es la misma: la edad cuenta en el proceso de la transformación espiritual.
espíritu. Los clásicos se centraban en la experiencia de oración y relación con Dios. Pero el ámbito donde es purificada la fe de sus deseos y apropiaciones no se limita a la vida monástica y de oración. Allí donde el creyente lo ha esperado todo de Dios, allí es donde ha de ser pasivamente purificado.
Comenzaremos también nosotros por señalar las correlaciones en sentido positivo: por qué, efectivamente, la segunda edad es propicia para la experiencia mística. Primero: porque la tensión de extremos, al desarrollarse a niveles de fundamentación de la existencia, posibilita un nuevo espacio a la acción del Espíritu Santo y, en consecuencia, una nueva conversión y totalización de la vida en las virtudes teologales. El espíritu emerge a través del conflicto. Por ejemplo, la crisis de ideales y expectativas permite consolidar la fe en su dinamismo teologal: el de la plena disponibilidad a los planes de Dios. Segundo: porque el talante de la vida pasa de proyección activa a actividad pasiva y desinteresada. Todos los místicos caracterizan al paso a la contemplación infusa y al predominio del amor teologal como ruptura del egocentrismo y concentración en el teocentrismo espiritual. Hay que precisar que se trata de una pasividad activada, atraída, arrebatada. También nosotros, al preguntarnos cómo afrontar la crisis, hemos constatado el viraje de actitudes, la preeminencia de las llamadas «virtudes pasivas», que, según hemos visto, remiten, al final, a la dinámica de las Bienaventuranzas y al seguimiento de Jesús.
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Evidentemente, nada de esto inicia en la mística si no es vivido en clave de amor de fe. La transformación no viene de las circunstancias, sino del corazón, iluminado por el Espíritu Santo. Sólo el amor, al estilo de Dios, es capaz de dar sentido al sin-sentido, ser fuerte en la debilidad, hacer de la limitación nueva posibilidad. Por eso la mística es uno de los signos privilegiados del amor escatológico, es decir, de que ya ha llegado realmente el Reino de Dios a nuestra pobre condición humana. 30.4. Digamos también que la correlación entre segunda edad e inicio de la mística no es necesaria. Primero: porque, perteneciendo a los inescrutables designios de Dios realizar la consumación de cada una de las vocaciones humanas, puede no querer que ésta se dé en este mundo. ¡Cuántas personas no llegan nunca a hacerse conscientes de la vida teologal que les fue infundida en el bautismo...! ¡Y a cuántas, sencillamente, les reserva Dios una vida eterna sobreabundante en el cielo...! No olvidemos que la vida mística es plenitud percibida, consciente. Pero la obra de Dios no se mide por lo que nosotros podemos percibir. Segundo: porque muchos se quedan a medio camino. Hay que oir las lamentaciones de san Juan de la Cruz {Cántico 1,710) o de santa Teresa (1 Moradas 1,1-8) cuando ponderan la dignidad del hombre y su vocación. ¡Cuántas veces se lamentó Jesús de la cerrazón de Israel y los suyos (1x9,41; 10,13-15)...! ¿Qué pasa en el corazón del hombre que se defiende tan desesperadamente del amor de Dios?
Tercero: porque esta edad va introduciéndonos progresivamente en las grandes pasividades (enfermedad, rupturas afectivas, fracaso de proyectos globales, marginación social, soledad, muerte...).
Tercero: porque la vida de Dios es indeducible de ningún proceso de finitud, por más maduro que sea. Paradoja de la antropología cristiana: si estás a la altura de tu edad, puedes entrar en la mística; pero no puedes hacerlo por ti mismo: es Gracia.
La dinámica espiritual de la experiencia mística es inseparable de las «noches pasivas», sean del sentido, sean del
Cuarto: porque la mística nace de un amor peculiar, el escatológico, y éste no tiene edad, no viene dado por proceso.
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LA SEGUNDA EDAD, ¿INICIO DE LA MÍSTICA?
Quiero decir que un creyente ha podido madurar en su conjunto humano-espiritual con coherencia, hasta el punto de elaborar con sabiduría humanista y de fe las dificultades de esta edad, logrando así un equilibrio sabio. Le ayuda a ello su salud psíquica, sus recursos humanos y su sentido religioso de la vida. Pero, si no ha conocido el amor que totaliza, la fe que se abandona ciegamente en Dios; si, en su coherencia y saber estar en la vida, hay una punta de autosuficiencia; si no le ha tocado vivir una situación límite... ¡imposible que dé el salto a la mística! Una vez más, la sabiduría de la Cruz desbarata la mejor filosofía humanista y religiosa. El don de la mística pertenece a los pequeños, a los que han sufrido el agobio de la existencia y han puesto su esperanza sólo en Dios (cf. Mt 11,25-30).
sufrimiento, y hace tiempo que se saben condenados a amar. ¿Para qué estar pendientes de sí mismos?
30.5. Hemos discernido los pros y los contras de la tesis. Pero observemos que, en cualquier caso, se trata de los inicios de la mística. La consumación mística, la cristificación plena, la unión transformante, la caridad perfecta, el matrimonio espiritual (términos todos de la tradición), desde luego que no están en correlación próxima con la segunda edad. El nivel existencial y espiritual en que se debate la crisis de madurez no afecta en modo alguno a la «purificación pasiva del espíritu», que diría san Juan de la Cruz, ni puede provocar el amor pascual de la «hora». Podríamos prolongar nuestra reflexión y preguntarnos: ¿es la ancianidad, con la muerte, la edad propicia para la consumación cristiana? Y la respuesta será paralela a lo que hemos dicho de la segunda edad: sí y no. Teóricamente, el sentido último de la ancianidad y la muerte es el de la «hora escatológica», el de la plena participación en la muerte y resurrección de Jesús; en la realidad, la vida humana no crece unívocamente, por proceso lineal. De nuevo, la paradoja: sin edad no se madura ni consuma la existencia; pero lo decisivo (por ejemplo, la libertad y la Gracia) no tiene edad. Por todo ello, según terminamos nuestra reflexión sobre los ciclos de la vida y la realización cristiana del hombre, se reafirma la certeza de que el secreto de la vida es el amor. Los que desde jóvenes tuvieron el don de concentrar la existencia en el amor simplificarán sus crisis. No saben vivir protegiéndose. Cuando les llega la edad madura, dan el salto al amor de fe como lo más natural del mundo. Están hechos al
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Ya dijimos de ellos que son los que viven mucho en poco tiempo. Los otros han aprendido a amar con el tiempo, al ritmo de sus ciclos vitales. Ha llegado la hora de concentrar la existencia en el amor. Todos los signos de la crisis de madurez van a lo mismo, a provocar la alternativa: o te repliegas en tu egocentrismo o te entregas definitivamente al Amor. Nos preguntábamos antes: ¿por qué se queda tanta gente a medio camino? Tendría que responder cada cual con la mano en el corazón. ¿Porque necesitamos proteger nuestra finitud, especialmente a esta edad? ¿Porque no creemos en el Amor?... 30.6. No puedo terminar nuestra reflexión en torno a la segunda edad sin aludir a J n 21,15-18, la última conversación entre Jesús y Pedro, que, en mi opinión, resume admirablemente nuestro recorrido. Ya no es Pedro el discípulo de las expectativas mesiánicas, el que confunde fe y entusiasmo, el adulto joven que se entrega generosamente al proyecto de Jesús y no entiende la sabiduría de la Cruz (cf. Jn 13,36-38). Pedro, el discípulo maduro, purificado por la experiencia de su pecado y la tarea paciente del Reino, apoyado en la fe (cf. Jn 21,1-14), confiesa ahora humildemente su amor, disponible y fiel. Pero todavía le espera la consumación: cuando ya sólo le quede extender los brazos y dejar que otro le lleve adonde él no quiera. Esa hora, la escatológica, la del amor hasta la muerte, le identificará plenamente con su Maestro y Señor. Ancianidad y martirio en uno.
Epílogo (para responsables de otras personas) 1. Un epílogo se añade; no es algo necesario. El tema central del libro ya ha sido tratado. Sin embargo, cualquiera que haya leído activamente estas páginas habrá comenzado a hacerse preguntas más amplias, a sacar algunas conclusiones. Aunque parezca extraño, el libro ha sido escrito para adultos maduros; pero, de refilón, mi mirada se dirigía continuamente a nuestros jóvenes. La segunda edad es propicia para ayudar a los demás. A partir de los 40 años, la responsabilidad consiste en solicitud y autodonación. Se supone que hemos aprendido a vivir. ¿Qué podemos ofrecerles? Lo primero y más importante, nuestra experiencia. Pero no basta. ¿Qué modelo educativo sería adecuado? Estamos seguros de que el nuestro, no. Pero ¿cuál? En torno a estas cuestiones se mueven las notas que siguen. 2. ¿Fuimos preparados para la adultez, concretamente para las crisis que hemos sufrido? Cabe responder, con sabiduría elemental, que nadie puede prepararnos para las crisis existenciales. En efecto, lo esencial se aprende siempre solo. Por mejor equipado que esté un joven, no puede disponer del futuro. Por otra parte, ¿quién podía prever en 1960 la revolución que se avecinaba?
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EPILOGO
En castellano se dice que «después de visto, todo el mundo es listo». El hombre/mujer adulto tiene el peligro de juzgar su pasado a la luz de su altura presente, siendo poco objetivo con el contexto de su juventud.
La dimensión religiosa no es concebida en función de la «ascensión» a lo superior/vertical o a lo interior/espiritual del hombre, sino como totalización y plenitud del mismo.
Con todo, si hemos llegado a madurar, estamos en condiciones de tener una visión de conjunto, discernir los profundos cambios de estas décadas y empezar a sacar conclusiones.
b) El proceso ha de respetar no sólo el principio de subjetividad, sino los ciclos vitales tal como aquí han sido explicados (por ejemplo, la búsqueda de identidad que caracteriza al joven entre los 18 y los 25 años). En consecuencia, las dos experiencias críticas y configuradoras son:
3. Fuimos educados en el ideal, dentro de unas estructuras autoritarias. Tal ha sido nuestra grandeza y nuestra miseria. Grandeza, porque nos permitió dar a nuestra vida un talante de absoluto. Miseria, porque reforzó nuestras fantasías perfeccionistas hasta el punto de ignorar nuestras necesidades humanas. Grandeza, porque nos hizo altamente responsables. Miseria, porque la responsabilidad no nacía de libertad interior, sino de sistemas normativos, de búsqueda de orden religiosomoral. Grandeza, porque no perdíamos energía respecto de las certezas objetivas sobre Dios y el hombre. Miseria, porque las certezas no eran personalizadas e iban demasiado mezcladas con modelos culturales periclitados. Grandeza, porque los valores incondicionales, los ligados especialmente a la trascendencia, eran el marco de referencia primero y último. Miseria, porque no teníamos el sentido de lo psicológico y social, de la historia y de la condición real del hombre. 4. Por eso hoy estamos dispuestos a revisar el pasado y a crear nuevos modelos. ¿Cuáles deberían ser las pistas básicas para poner en marcha una educación que permita a nuestros jóvenes ser adultos y cristianos en el mundo actual? a) La educación deberá centrarse en la persona como centro de libertad y como centro de su propio proceso de realización. Debe asumir, pues, el principio antropocéntrico de la modernidad. La libertad no consiste en asimilar consciente y voluntariamente lo dado desde fuera, sino en la decisión de ser «desde sí» y en el riesgo creativo. Las estructuras son para la persona, y no al revés.
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— la crisis de autoimagen; — la personalización del proyecto de vida. c) El acento en lo personal no hay que confundirlo con una imagen individualista del hombre. Se acentúa la autonomía para dar calidad a lo interpersonal. Igualmente, se da primado a la libertad sobre la estructura, pero integrando la dimensión social de la persona. Lo cual, lógicamente, exige revisar los roles de relación: más igualitarios y participativos. d) La educación en la fe será inseparable de la personalización. No es concebible una espiritualidad que no tenga en cuenta los datos de las ciencias humanas y la problemática de la maduración psico-social del joven. Todo menos una visión dualista entre lo natural y lo sobrenatural. Con todo, la visión cristiana del hombre tendrá claro desde el principio que la fe no es una dimensión entre otras de la vida, sino la dimensión fundante y configuradora. Más aún: será necesario discernir con clarividencia y propiciar en el joven aquello que no puede ser planificado y que, sin embargo, es la clave de la existencia: la actitud de autenticidad, la apertura a la libertad de Dios, la entrega incondicional al Dios que se revela, la experiencia de encuentro con Jesús, etc. Todo aquello que se inserta, ciertamente, en el proceso de personalización, pero no tiene edad y no puede ser objetivado. La educación verdaderamente humanista y cristiana se centra en la pregunta: ¿cómo despertar, favorecer, ayudar a que emerjan las experiencias fundantes? Sean del inconsciente, sean de actitudes éticas, sean de la experiencia religiosa, en ellas se juega la persona. e) De ahí que el discernimiento constituirá no un capítulo particular de la educación (en orden a temas puntuales como la
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vocación o las fases de la oración), sino la dinámica habitual. No se llega a adulto si uno no ha tomado la vida en sus manos y ha discernido sus problemas pendientes, sus procesos de integración humana, las «mociones» del Espíritu, etc. 5. ¿Por qué esta opción por la personalización? Porque es hora de integrar el principio antropocéntrico en la vida cristiana, tal como fue propuesto por el Concilio Vaticano II, especialmente en la «Gaudium et spes». Porque es hora de devolver a la fe su vocación de nueva alianza en el Espíritu. Porque es hora de educar para una fe en la que el cristiano, siendo humanamente adulto, sea profeta del Dios de la libertad y de la historia. Lo cual implica hombres que viven de dentro afuera, en discernimiento. 6. ¿Puede hacerse esto sin un cierto conflicto con la tradición institucional, es decir, con las estructuras y modos de nuestras instituciones católicas (colegios, seminarios, parroquias, congregaciones religiosas...)? Digo «cierto conflicto», porque, sin duda, nuestras instituciones, al menos algunas, han cambiado bastante. Con todo, en mi opinión, el cambio no es suficiente, y en este momento, desde hace algunos años, más bien hay una tendencia a la involución. Se usan nuevos lenguajes, menos normativos y autoritarios; pero no hay cambio real de mentalidad ni de hábitos. Educar en la personalización requiere educadores con procesos propios. Las estructuras son más flexibles; pero sigue primando el sistema ordenador y objetivo. Pensemos en la problemática moral. La tendencia a proteger, a darlo todo hecho, a evitar el riesgo, es tan inherente al estilo católico de educación (lo ha sido durante tantos siglos) que no debemos dar por supuesta su transformación ni en una generación ni en varias. Con demasiada frecuencia vemos surgir grupos que vuelven a las viejas posiciones de rearme moral y espiritual frente a un
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mundo corrompido y peligroso al que hay que salvar-. Esta contraposición ideológica y de poder entre Iglesia y mundo es uno de los signos más claros de una educación y un sistema cerrados en sí mismos. Se argumenta desde la «postmodernidad» diciendo que ya ha pasado la época de la conciencia individual, que la vida cristiana es comunitaria y solidaria... Lo cual sería verdad si no enmascarase la angustia ante la misisón que Jesús ha encomendado a los creyentes de ser semilla y levadura, no un grupo de influencia dentro del pluralismo de la sociedad laica actual. Mientras la institución tienda a protegerse tanto a sí misma, se hace sospechosa. ¿Por qué tanta ansiedad por la supervivencia en la búsqueda de vocaciones sacerdotales y religiosas? No estamos convencidos de que la vocación central en la Iglesia es la del cristiano seglar, inserto en el mundo, y que las vocaciones específicas de consagración son subsidiarias, no más. 7. ¿No llegan estos planteamientos demasiado tarde? ¿No son todavía demasiado dependientes de la modernidad? ¿Son viables en la postmodernidad? La objeción es seria, porque, tal como expliqué en el capítulo 5, el libro presupone la generación de los años cuarenta: creyentes idealistas que hemos sufrido la crisis de realismo simultáneamente a la búsqueda de integración de la fe y la cultura moderna que trajo el Concilio Vaticano II. ¿No volvemos a estar desfasados? En efecto, la postmodernidad ha dado la espalda a las grandes utopías que caracterizaron a nuestra juventud, a las experiencias de incondicionalidad, al sentido religioso como dinámica monoteísta de Absoluto. Lo que cuenta es la experiencia inmediata, aunque sea fragmentaria. La felicidad no está siempre más allá, sino aquí y ahora. La libertad no es un proceso de emancipación, sino el espacio vital en que tienes que realizar tu propia vida. Frente a los grandes principios, el saber pragmático, hecho de pequeñas renuncias en función de placeres accesibles. Reconozcamos que el desafío es tan digno de tenerse en cuenta como para exigirnos un discernimiento: Primer momento. Hemos de ser capaces de aceptar la distancia de nuestra problemática de la de los jóvenes. Ellos, al
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menos en su mayoría, no han recibido nuestra educación idealista y represora. Corremos el peligro de proyectar en ellos nuestros problemas Segundo momento. Percibir que la postmodernidad nace de la modernidad y que empalma con ella en su núcleo antropocéntrico. También ahora lo más evidente para los jóvenes es su libertad individual, su experiencia de autorrealización, el proceso de personalización. Tercer momento. Discernir y criticar la ambigüedad de la postmodemidad. Por ejemplo: ¿cómo aceptar ese talante hedonista que evita las cuestiones últimas de la existencia y no permite que emerjan los valores incondicionales, ya sean éticos o religiosos? Cuarto momento. Sopesar los pros y contras de la sensibilidad postmoderna. Por ejemplo, los jóvenes de ahora no vibran ante las grandes utopías socio-políticas y parecen rabiosamente individualistas; pero, de hecho, están hambrientos de relaciones humanas, de intercomunicación grupal, y a estos niveles sí que desean mayor igualdad y justicia. ¿Es necesario advertir que este análisis se refiere a nuestra sociedad occidental, y concretamente a nuestra juventud urbana? 8. Apuntes y notas, no más, con ocasión de un libro que ha tenido la osadía de dirigirse a creyentes que nacieron en la década de los 40, más o menos, en la sociedad nacional-católica de la postguerra, educados en unos moldes muy determinados, que han tenido que vivir la aventura de hacerse adultos y cristianos, y que ahora, además, les toca la responsabilidad de otras personas, ancianos, adultos, jóvenes. ¡Que el Señor nos dé su luz y fortaleza!
261 6. A la luz de la Biblia
61
La Biblia y las ciencias humanas. Una espiritualidad procesual e histórica. La experiencia del discípulo. Jesús, hombre maduro. 7. Edades de la vida y experiencia espiritual
73
¿Correlación entre el lenguaje antropológico y el espiritual? Madurez humana y espiritual. Reformulación de las fases de la vida espiritual.
índice
2.a Parte: DESCRIPCIÓN 8. El joven, en busca de identidad
Prólogo
87
5
Casuística. Dimensiones psicosociales, existenciales y espirituales. Crisis de autoimagen. Proyecto de vida e identificación vocacional. La experiencia religiosa fundante.
1 / Parte: REFLEXIÓN PREVIA 1. ¿Hay criterios objetivos de madurez?
9
9. Entre los 25 y los 40 años Proyecto y realidad. Casuística. Dialéctica de la juventud adulta. Inicio de la crisis de realismo.
Perspectiva estática y perspectiva dinámica de la madurez. Criterios formales. Niveles bio-psíquicos, sociales y existenciales. Madurez cristiana. Madurez y maduración.
10. A partir de los 40 años 2. Sobre el modelo antropológico de Erikson
23
Las 8 etapas de la vida humana. Observaciones. 3. Ciclos vitales y crisis existenciales
3j
43
Lo inobjetivable de los ciclos vitales. Libertad, gracia y pecado. La imposible sistematización.
El rostro. Decadencia bio-psíquica. Tensiones, miedos... Edad de la experiencia y del realismo. 11. Análisis sociocultural de la generación de los '40
115
12. ¿Por qué la crisis afectiva?
124
La experiencia de haber amado. Rasgos de la afectividad del adulto maduro. ¿Crisis del celibato? Soledad y desasimiento.
El proceso de individuación. A partir de los 40 años. Sabiduría religiosa y edades de la vida. 5. Más allá de la edad
106
Proceso personal y entorno. De dónde venimos y por dónde hemos pasado. Las actitudes ante el cambio.
Adultos y libertad. Perspectiva existencial. Las 4 etapas de la adultez. Las bipolaridades existenciales. 4. Sobre el modelo antropológico de C.G. Jung
96
51
13. ¿Por qué tanta gente «quemada»? Deseo y esperanza. Factores de desesperanza. La huida hacia adelante.
132
263
262 14. Las tentaciones del adulto
139
15. Realismo y mediocridad
149
25. Formación permanente
163
173
28. Realismo y esperanza
29. Hacia la ancianidad y la muerte 179
233
185
197
245
Qué es mística. Correlación positiva entre madurez y experiencia mística. Correlación no necesaria. Epílogo (para responsables de otras personas)
191
239
La tercera y última edad. Dinámica espiritual: la pascua cristiana. Sabiduría. 30. La segunda edad, ¿inicio de la mística?
Casuística. Integración y aceptación.
Niveles: psicológico, existencial, espiritual. Pacificación y humildad. La pasividad activa.
225
Síntesis de contrarios. Pobreza de espíritu. Vivir cada día.
Discernimiento. Las experiencias configuradoras. Elaborar el proyecto personal.
22. Aceptación y confianza
219
la tentación del egocentrismo. La infancia que nos cura. Las desapropiaciones afectivas. Suficiencia de Dios y amor de fe.
Libertad abstracta y libertad configurada. Aspectos subjetivos y aspectos objetivos del cambio. Crecimiento y transformación. Las necesarias pasividades.
21. Cuando hay problemas pendientes
26. Eficacia y desasimiento
27. Madurez afectiva
Naturaleza y gracia como experiencia existencial. Tarea de integración y de concentración. Tiempo de segunda conversión.
20. Hacer balance de la propia vida
215
Discernir la realidad. Sobre el desasimiento evangélico.
3." Parte: COMO AFRONTAR LA CRISIS
19. ¿Puede cambiar un adulto?
209
Identidad y cambio. Niveles de la formación. Sugerencias.
Fe y experiencia de crisis. Dudas de fe, aridez, acedía... El proceso del discípulo de Jesús. ¿Vuelta a lo religioso?
18. Tiempo de gracia
24. Recuperar la oración
155
La experiencia del tiempo. Discernir la propia historia. Problemática existencial. Sentido y sin-sentido del sufrimiento. 17. ¿Crisis de fe?
203
Problemática de la oración en la segunda edad. ¿Quién es Dios para mí? Sabiduría de la oración.
Quién es un mediocre. Tibieza y mentira existencial. 16. Crisis existencial
23. Unificación de vida Unificación funcional, unificación voluntarista y unificación «desde dentro». Las claves de unificación.
Enumeración de las diversas tentaciones y reflexión acerca de las mismas.
Pensando en los jóvenes. Grandeza y miseria de la educación recibida. Pistas para un nuevo modelo educativo. Educación personalizada e institución. Problemática y discernimiento de la postmodernidad.
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