Garcia Carpintero - Las Palabras, Las Ideas y Las Cosas

April 17, 2017 | Author: Fernando De Gott | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download Garcia Carpintero - Las Palabras, Las Ideas y Las Cosas...

Description

T L

23

ü

184 copias

Manuel García-Carpintero

Las palabras, las ideas y las cosas Una presentación de la filosofía del lenguaje

EditorialAriel, S.A Barcelona

Diseño cubierta: Nacho Soriano 1." edición: octubre 19% © 1996: Manuel García-Carpintero Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 1996: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: S4-344-8742-X Depósito legal: B. 37.004 - 1996 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

A Begoña

]

i !

«' --i ií ^

1>.

’>¿ J i 4J ;¿ i 1-’ .I'ír-vtó-':

S ilii f

PRÓLOGO

Esta obra ha tenido una larga elaboración. Versiones preliminares de la mayoría de los capítulos fueron escritas desde 1993 y distribuidas entre mis colegas y amigos, así como entre parte del alumnado al que va destinada pri­ mariamente (alumnos de los cursos introductorios de Filosofía del Lenguaje en la facultad de filosofía de la Universidad de Barcelona y de “Lógica y Filoso­ fía del Lenguaje” de la Licenciatura de Lingüística de la misma universidad). Las sugerencias y comentarios críticos de algunos de ellos han sido incorpo­ radas en la versión que aquí se ofrece, de modo que muchos de sus defectos iniciales han sido así remediados. Mi agradecimiento a todos ellos no puede ser más sentido. Leyendo esas versiones anteriores —una vez adquirido el parcial desapego con que el tiempo y la crítica benevolente nos permiten examinar retrospectivamente incluso los más queridos productos de nuestro esfuerzo— soy bien consciente del enorme esfuerzo que hubieron de hacer, y de lo enor­ memente beneficioso que —por encima de todo para mí mismo, pero también para el lector que se aventure en la obra— ha sido ese esfuerzo. Algunas de las personas que, según puedo recordar, han contribuido en mayor o menos grado a que el libro sea mejor de lo que hubiera sido sin su ayuda son: Alicia Ama­ ya, Iratxe Arrieta, Susana Balfegó, Ramón Cirera, Ramón Coletas, Ignacio Jané, Jordi Fernández, Ramón Jansana, Manuel Pérez Otero, David Pineda, Luis Pía Vargas, Daniel Quesada, Jorge Romera, María Verdaguer, Ignacio Vica­ rio. José Antonio Diez Calzada tuvo la paciencia de leer detenidamente la penúl­ tima versión del libro, y sus penetrantes críticas y sugerencias dieron lugar a una versión final muy mejorada. En un lugar aparte debo mencionar, finalmente, a mi esposa, Begoña Navarrete. También intelectualmente, ella ha sido la mayor influencia en los pensamientos que conformaron las páginas que siguen; los ha conocido en casi todas sus edades, y provocó muchas de sus mutaciones. Debo mencionar finalmente la ayuda financiera que he disfrutado durante el período de redacción de este texto, en la forma del proyecto de investigación PB93-1049C03-01 (subvencionado por la DGICYT, Ministerio de Educación), que me ha permitido presentar ideas aquí desarrolladas en congresos y reuniones científicas y ha contribuido de otros modos a la realización del trabajo.

PRÓLOGO prólogo

El beneficio de los comentarios y las indicaciones de todos estos lectores atentos e inteligentes, cada uno de ellos una ejemplificación del lector ideal que el autor de un texto como este busca, hace que no pueda engañarme sobre los defectos que aún restan, y me permiten decir con completa sinceridad —como con un carácter hasta cierto punto formulario suele decirse en estos casos— que sólo yo soy responsable de ellos. Uno de esos defectos llama la atención ya en las líneas precedentes (en parte porque han sido escritas expre­ samente con la intención de exagerar el rasgo): uno tras de otro, los lectores de versiones previas de este trabajo me han hecho notar que su estilo —barro­ co, casi nunca en la variedad conceptista practicada por Tácito o Gracián, casi siempre en la variedad verbosa llevada a cimas estéticas por Cicerón y Góngora— dificulta su lectura. Es mi convicción que el estilo literario, en sus ras­ gos más abstractos, es una manifestación del carácter de una persona, tan esen­ cial como el llevar a cabo acciones temerarias pueda serlo de la imprudencia. Al igual que otros de los rasgos más generales de nuestro carácter, la disposi­ ción a escribir con arreglo a unos patrones más bien que con arreglo a otros, de entre todos los que como lectores somos capaces de apreciar, nace con nosotros y no nos abandona desde entonces. Podemos, desde luego, depurar nuestro estilo; pero no podemos sustituirlo por alguna de las otras alternativas. El estilo de esta obra es un producto, basto, tosco sin duda, y sin duda exa­ cerbado, de uno de esos espíritus que se guían hasta el paroxismo por la máxi­ ma de Forster: “Only Connect”. Las personas así prefieren utilizar términos más infrecuentes, cuando también sería posible utilizar otros más comunes, pues de ese modo establecen conexiones más precisas: conectar más precisa­ mente es conectar más, pues las conexiones imprecisas ya están dadas en cual­ quier caso. Prefieren matizar un sustantivo con un epíteto o un verbo con un adverbio a no hacerlo, por la misma razón; y, por la misma razón también, escogen una compleja e infrecuente estructura sintáctica de subordinación, a una más frecuente coordinación. Pues la coordinación sería compatible tanto con la existencia como con la no existencia de conexiones que la subordina­ ción establece; o no permitiría establecerlas más que de una manera (al gusto de la persona que caracterizo) poco elegante. Prefieren también hilvanar su dis­ curso haciendo excursus en los lugares apropiados, para volver después al lugar inicial, a iterar el elemento del excursus acabada la narración principal (con lo que la conexión podría perderse). Los caracteres así disfrutan impartiendo (o recibiendo) cursos académicos de 50 sesiones —y escribiendo (o leyendo) libros de varios centenares de páginas— hilvanados por un argumento conti­ nuado; un argumento que, por tanto, sólo al final se revela propiamente, y qui­ zás sólo una relectura o el repaso por una memoria en muy buenas condicio­ nes permita apreciar. Si es verdad que es un rasgo de carácter lo que nos guía al preferir, de entre obras igualmente excelentes, el estilo de unas al estilo de otras (el inglés filosófico de Hume y Quine, al de David Lewis; el inglés literario de Jane Austen o George Eüiot, al de Emily Brdnte, Charles Dickens o Robert Louis Stevenson; entre mis contemporáneos, el español de Juan Goytisolo o Rafael

XI

Sánchez Feriosio al de Antonio Muñoz Molina), y a sentimos impulsados a imitar uno más que otro en nuestras propias producciones, entonces no tiene sentido que pida disculpas por él. Puedo, desde luego, pedir disculpas por lo burdo de mi apropiación del estilo que he descrito; pero sólo puedo pedir tole­ rancia por servirme de él a los lectores con gustos distintos —con caracteres distintos—. Cuando nos enfrentamos a obras construidas con arreglo al estilo más opuesto al que caracteriza nuestros propios gustos, podemos tolerarías bien, e incluso apreciarlas, si exhiben el estilo de manera excelente (a veces nos obliga a hacerlo, si no nuestra propia inclinación, el reconocimiento del que sabemos dis­ frutan esas obras). Somos mucho menos respetuosos cuando nos enfretamos a ejemplificaciones no tan distinguidas, y más bastas,, de esas mismas obras. .Puesto que este trabajo .pertenece al segundo grupo, ofrezco las conside­ raciones precedentes con el fin de solicitar al lector su benevolente tolerancia. Para ofrecerla, basta tener presente en todo momento que las diversas opcio­ nes (el estilo barroco y el clásico, en este caso) tienen su propio derecho a ocu­ par un lugar bajo el sol, derivado primero de la existencia de personas con unos y otros gustos, y después de la existencia de obras capaces de satisfacerlos se manera igualmente sublime. Obras que, a buen seguro, no existirían si la into­ lerancia de algunos acabase con las manifestaciones toscas del estilo que detes­ tan; pues incluso las obras sublimes requirieron, salvo en el caso de unos pocos privilegiados, muchos ensayos toscos. Los críticos menos tolerantes encontra­ rán que la inclinación al barroquismo traiciona rasgos censurables de carácter: vanidad, presunción, soberbia...; y quizás tengan razón. Pero lo mismo cabe decir de la tendencia al clasicismo; el crítico debería tener presente que su adversario ve en las versiones particularmente toscas del estilo por él aprecia­ do una llanura, una simplicidad y una superficialidad más destestables a sus ojos que la vanidad, la presunción y la soberbia, y que este adversario no está probablemente menos equivocado que él al creer que estos otros rasgos suelen darse también conjuntamente con ei aprecio del clasicismo. El partidario del clasicismo se refugiará finalmente, a buen seguro, en con­ sideraciones pragmáticas. En un trabajo como éste, una de cuyas funciones habría de ser la de servir de manual introductorio a personas que desean o pre­ cisan iniciarse en la filosofía contemporánea del lenguaje, el clasicismo es lo indicado. Ciertamente, he tratado de hacer concesiones en este sentido. He incluido generalmente, al comienzo de los capítulos y de algunas secciones, esbozos de lo que se incluye en ellas; cuando los argumentos son largos y com­ plejos, he incluido pausas, situando lo expuesto hasta allí en el argumento general; he incluido, por último, resúmenes al final de algunas secciones y de todos los capítulos. (Pese a que yo mismo estimo mucho más el modo de com­ posición de los trabajos filosóficos, artículos o libros, en que no se hace nada de esto, si existe una estructura esbozable o sumariable que una segunda lectura per­ mite al lector esbozarse o resumirse nítidamente a sí mismo; y a que omito leer con atención esbozos introductorios y resúmenes cuando los encuentro.) Unica­ mente me he resistido a la idea de incluir también “tablas” o “figuras”, que van más allá de lo que mis gustos toleran en un libro de filosofía. v:

XII

PRÓLOGO

Pero, en cuanto a la consideración pragmática, me permito hacer notar al crítico que tampoco aquí son sus consideraciones decisivas. Si la filosofía se entiende al modo analítico (particularmente si “filosofía analítica” se entiende como se propondrá en la introducción), entonces está obligada a ser tan clara como la ciencia. Una introducción a un ámbito de la filosofía debería ser una introducción a la práctica de una actividad con tal tipo de claridad. Se conclu­ ye de esto, deplorablemente a mi juicio —incluso en ámbitos muy influyentes en el estado contemporáneo de la comunidad filosófica—-, que la filosofía debe tener el tipo sagital de claridad que caracteriza a la ciencia: en ella, uno abs­ trae un problema específico de todos los demás, y lo trata en gran profundi­ dad: se hace un corte sagital de los problemas. Una introducción a este tipo de prácticas debería poseer entonces esas mismas características: concentración absorta en un problema específico, con entera negligencia de lo que sucede con todo lo demás por conectado que pueda estar con ello. Un estilo clasicista (no en cuanto a la sintaxis, sino en cuanto a la elección y ordenación del material) sería en ese caso lo indicado, pragmáticamente, para un libro como éste: pre­ sentar, ciñéndose a ellos, los problemas específicos de la filosofía del lengua­ je tal y como los han tratado, en sus aportaciones más notables, los más signi­ ficativos filósofos analíticos contemporáneos. Esta idea guía (todo sea dicho, juntara la presión competitiva que fuerza a los profesionales jóvenes a intentar publicar de inmediato sus trabajos en revistas de primera línea), creo, el modo en que se educa a los futuros filósofos en las mejores instituciones del momen­ to (universidades norteamericanas como Princeton, Harvard, Stanford, Comell, Rutgers o el M.I.T.). En mi opinión, hay un grave error aquí (que en este caso perciben correcta­ mente los críticos en ámbitos “continentales” de la filosofía, “analítica”).. Si bien es cierto que la filosofía debe poseer también la claridad sagital de la ciencia, su ámbito específico (sobre cuya naturaleza se ofrece una propuestaa en-la intro­ ducción) hace que sea necesaria además una claridad transversal. Los problemas de la filosofía del lenguaje están esencialmente relacionados con los grandes pro­ blemas filosóficos del pasado, con los problemas epistemológicos y metafíisicos. Ninguna introducción puede ser satisfactoria si omite hacer patente esa relación: además de un corte sagital, es preciso un corte transversal del estado de la cues­ tión. La filosofía posee una dificultad adicional a la dificultad de la ciencia (cuyo origen último pretende revelar la propuesta que se hará en la introducción): la filosofía requiere madurez. Sólo cabe tener buenas ideas sobre un problema filo­ sófico, cuando se ha vuelto a él una y otra vez, después de pasar, cada vez, por el examen de muchos otros problemas filosóficos. La aproximación a los pro­ blemas filosóficos fundamentales es necesariamente holista. La simplicidad de una introducción que omita hacer esto patente será, por consiguiente, una sim­ plicidad esencialmente superficial: será la claridad de quien se las ha arreglado para no tocar algunos problemas fundamentales de la materia que presenta, qui­ zás haciéndolo con el arte suficiente para que a un observador no iniciado no se lo parezca. El barroquismo expositivo de los que siguen la máxima de Forster, pues, tiene también sus propias virtudes prácticas en este ámbito.

prólogo

xm

El prólogo de una obra es el único lugar en que su autor puede permitirse consideraciones personales, y las precedentes ciertamente han tenido un carácter personal. En sustancia, he dicho que los lectores a que esta obra se dirige (como acostumbra a decir Juan Goytisolo de las intenciones que animan sus propios escritos) son aquellos que están bien dispuestos a ser también relectores. Pido a mis lectores tolerancia; que, si se dicen, “esto podría haberse escrito con frases más cortas, o con palabras más comunes, o con estructuras de coordinación, y hubiera ganado en simplicidad”, recuerden primero que el autor no podría real­ mente haberlo escrito como sugieren, y por otro que algunos de nosotros, cuan­ do leemos textos con las características por él deseables, nos decimos “esto podría haberse escrito con frases más largas, con palabras menos frecuentes, con una mayor variedad de estructuras de subordinación, y hubiese ganado en rique­ za”. Por último que, si bien nada intelectualmente interesante, estética o teoréti­ camente, es sólo “cuestión de gustos”, recuerden también que unos y otros esti­ los —en último extremo justificados en verdad por ia existencia de seres huma­ nos con diferentes gustos— están igualmente asociados con vicios y con virtu­ des, y arrojan igualmente un saldo práctico que incluye tanto beneficios como déficit. El lector hará su propio balance en este caso concreto. Pese a la pretensión de abordar los problemas en profundidad, este libro no deja de tener un carácter introductorio. Por esa razón,, he limitado al. míni­ mo posible las referencias bibliográficas y el aparato crítico de notas a pie de página. La presentación está informada por la discusión más reciente en filo­ sofía de la mente y filosofía del lenguaje, como los lectores más “profesiona­ les” advertirán; pero he tratado de que ello no aflore con el aparato usual, para evitar rémoras molestas a un lector que pretende iniciarse en la materia. Muchas de las ideas, incluyendo ideas expositivas, provienen de otros autores. He tratado de dar el debido crédito a todos ellos, pero quiero disculparme aho­ ra por los casos en que, debido al propósito de mantener ai mínimo el aparato crítico, no lo haya hecho. Tampoco he enfatizado las propuestas relativamente originales; algunas han sido desarrolladas en arriados de investigación ya publicados en revistas especializadas; otras se exponen aquí por primera vez. Entre ellas: la distinción entre sistematicidad y contextualidád, y ia explicación de la naturaleza “composicional” o “estructurada” del lenguaje en los capítu­ los I y VI, expuesta previamente en “The Phiiosophical ímport of Connectionism: A Critical Notice of Andy Clark’s Associative Engines”, Mind and Language 10 (1995), pp. 370-401; la teoría de las citas como signos ostensivos del capítulo II, expuesta previamente en “Ostensive Signs: Against the Identity Theory of Quotation”, Journal o f Philosophy, 91 (1994), 253-264; la formula­ ción de la distinción entre internismo y externismo en los capítulos III y IV y del carácter internista de la concepción fregeana de los sentidos, expuesta en “The Nature of Extemalism”, aún no publicado; el análisis de las disposicio­ nes y de la distinción entre propiedades primarias y secundarias en el capítulo V; la teoría de las expresiones referenciales —particularmente de los nombres propios— como expresiones “reflexivas del ejemplar” en el capítulo VII, pre­ sentada en “The Frege-Mill Theory^gfProger Ñames ”, aún no publicado; la

XIV

PRÓLOGO

interpretación de la teoría de ias constantes lógicas en el Tractatus como expre­ siones cuyo significado es sensible a rasgos semánticos abstractos de las expre­ siones genuinamente referenciales del capítulo IX, expuesta en “The Grounds for the Model-Theoretic Account of the Logical Properties”, Notre Dame Jour­ nal o f Formal Logic, vol. 34, núm. 1 , 1993, 107-131, y en “The Model-Theoretic Argument: Another Tum of the Screw”, Erkenntnis 33 (1996); la inter­ pretación fenomenalista de los simples del Tractatus en el capítulo X; el aná­ lisis del concepto de lenguaje privado en los capítulos IV y XI; la exposición de las paradojas de la tesis quineana de la indeterminación del significado y la referencia en el capítulo XII, presentada en “Disquotationalism in the Face of the Indeterminacy Thesis”, aún no publicado; finalmente, las sugerencias res­ pecto de la naturaleza del carácter “descitativo” o “desentrecomillador” de la verdad en los capítulos X y XII, desarrolladas en “What Is a Tarskian Theory of Truth?”, Philosophical Studies, 82 (1996), pp. 113-144 y en otros trabajos pendientes de publicación. Con la única excepción de las citas de ias Investigaciones filosóficas, las traducciones que ofrezco son mías. Al menos en cinco ocasiones (algunas se indican en el texto) encontré, al pretender citar una traducción ya existente, errores graves, que tergiversaban el sentido del texto de manera sustancial. El ámbito de ias traducciones, al menos de las de textos filosóficos, es uno .de los muchos en los que nuestra cultura tiene aún mucho que mejorar. Los temas que se exponen en este trabajo son aquellos sobre los que he venido reflexionando desde que me introduje en la filosofía. Cualquier valor que pueda encontrarse en el modo en que aquí se abordan se debe, primero, a quienes me introdujeron a ellos, Juan José Acero y Daniel Quesada; después, a Calixto Badesa, Enrique Casanovas, Ramón Cirera, Ramón Jansana e Igna­ cio Jané, las personas que han creado en el departamento de Lógica, Historia y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona un ambiente de tra­ bajo serio y concienzudo y la práctica del escrutinio crítico por colegas bene­ volentes, pero rigurosos, que hace impensable la confusión y esa nuestra tan habitual aventurada improvisación.

INTRODUCCIÓN ■'|||

I 5

3

1

Desde un punto de vista tanto teórico como técnico, el siglo xx ha produ­ cido indudables avances en nuestra comprensión del mundo que nos rodea. Resulta notable, sin embargo, lo pequeño que en comparación queda nuestro conocimiento de lo que, por otra parte, nos parece perfectamente familiar y apenas necesitado de estudio. Disponemos del enorme caudal de conocimien­ tos teóricos y técnicos necesario para enviar un hombre a la Luna, y sabemos también construir complejísimas máquinas que hacen por nosotros, con mucha mayor precisión y rapidez, los cálculos requeridos para ello. Sin embargo, no sólo no sabemos cómo construir una máquina que sea capaz de entender los diálogos más cotidianos que intercambian dos conocidos cuando se encuentran, ni participar apropiadamente en tales intercambios; la verdad es que ni siquie­ ra sabemos cómo enunciar, de un modo suficientemente claro, de qué habría­ mos de dotar a una máquina así. Sabemos hablar, y entender lo que nos dicen, por descontado; adquirimos ese conocimiento con mucha mayor facilidad de lo que adquirimos conocimientos como los antes descritos, y lo preservamos también sin ningún esfuerzo a lo largo del tiempo. Pero cuestionamos cómo expresaríamos eso tan cotidiano que sabemos, eso que hemos adquirido con tanta facilidad, basta para sumimos en la perplejidad. La filosofía “analítica” —también un fenómeno del siglo XX— se ha ocupa­ do predominantemente de aliviar esa perplejidad. La filosofía no es una mate­ ria de la que quepa esperar una respuesta precisa a inquietudes como las que se acaban de formular. Difícilmente cabe esperar acuerdo entre sus practican­ tes respecto a cuáles hayan de ser las respuestas a las preguntas que desearían responder —a veces ni siquiera existe el acuerdo sobre qué preguntas sea impor­ tante responder. Ya para comenzar, no existe acuerdo entre los filósofos que se reconocerían a sí mismos como practicantes de la filosofía analítica respecto de si el término se aplica propiamente sólo a filósofos que comparten un cierto: con­ junto sustantivo de ideas. Se aplica, sin duda, a filósofos que reconocen los temas que este libro persigue presentar de manera introductoria, así como las pro­ puestas sobre los mismos que en él se discuten, como el bagaje imprescindi­ ble para la reflexión sobre nuevas propuestas que ayuden a avanzar la discu-

XVI

INTRODUCCIÓN

sión. Filósofos, en otras palabras, que reconocen en las grandes obras de Frege, Russell y Wittgenstein ejemplos paradigmáticos de un nuevo modo de abordar los problemas tradicionales de la filosofía. Si bien el conocimiento de las grandes aportaciones de la tradición analítica a nuestra comprensión del lenguaje nos ha de dejar aún a una gran distancia de vislumbrar respuestas a . preguntas como las anteriores, sí están esas aportaciones en condiciones de delinear de manera precisa los contomos de los problemas, de delimitar el alcance de nuestra ignorancia. La familiarización con la filosofía contemporá­ nea del lenguaje, por consiguiente, habría de resultar de interés no sólo para los interesados en la filosofía, sino también para todos aquellos que, desde cualquiera de las muchas perspectivas en que se aborda el lenguaje, desearían alcanzar una mejor comprensión teórica de su naturaleza. Michael Dummett —uno de los más importantes filósofos contemporáneos en esta tradición— ha defendido con gran pe/ietrariÓTrlarfesisde que existe un , conjunto sustantivo de ideas distintivas de laEoncepción analítica' de la filosofía. ; i La idea sustantiva central es, según Dumm eftrfer tesí r d e la~pno r ida d d eU en --i i guaje sobre el pensamiento. Los filósofos del pasado pensaron que eí lengua[ je es un fenómeno sin excesivo interés filosófico en sí mismo. Un lenguaje no , sería nada más que un medio arbitrario para hacer perceptibles nuestros pen; samientos: nuestros juicios, nuestros deseos, nuestras emociones, nuestras ! dudas, etc., con el fin -de hacerlos accesibles a los demás; o, simplemente, con ¡ el de ayudamos a recordarlos nosotros mismos después. Los grandes proble¡ mas filosóficos (la naturaleza y los límites del conocimiento humano; el carác; ter de la realidad “externa”, por relación a la cual evaluamos la corrección o i incorrección demuestras concepciones, la satisfacción o no de nuestros: desig­ nios) eran pues planteados directamente a propósito del pensamiento, hacien; do caso omiso de ese intermediario prescindible, el lenguaje mediante el que los expresamos. Por contra, la filosofía analítica se caracteriza, según Dum­ mett, por defender la —quizás intuitivamente paradójica— tesis contraria. Filó­ sofos como el Wittgenstein de las Investigaciones, Quine, Seilars, Davidson o el propio Dummett han sostenido, en efecto, que estrictamente hablando sólo -^piensa quien habla. El contenido de los pensamientos de alguien se identifica ; con el significado que cabe atribuir a las palabras mediante las que los expre­ saría, en función de la comunidad lingüística a la que pertenezca (o, en el caso | de Davidson, en función de lo que aventuraría al respecto un hermeneuta cua; lificado). Estrictamente hablando, los seres que no hablan (los animales o los niños pequeños) no piensan; cuando nos referimos a ellos como si lo hicieran, , estamos llevando a cabo una proyección ilegitima, o arbitraria. Esta concepción tiene en su favor que proporciona un fundamento claro a lo que un observador externo aprecia inmediatamente como lo más caracterís­ tico de ese nuevo modo de abordar los viejos problemas practicado por los filó­ sofos analíticos desde Frege, Russell y Wittgenstein; a saber, el papel que desempeñada filosofía del lenguaje como la materia filosófica fundamental: el lugar donde deben plantearse, propiamente hablando, las cuestiones funda­ mentales de la disciplina. La tesis de- Dummett acuerda bien con la práctica

INTRODUCCIÓN

®S m.

j Uc H '■

C

o-'V-í/jrH

XVH

analítica de plantear los grandes problemas filosóficos como problemas lin­ güísticos. Sin embargo, tal y como está enunciada esa tesis parece poco plau­ sible, pues deja fuera de la tradición analítica ni más ni menos que a sus padres; fundadores (Frege, Russell y el Wittgenstein del Tractatus), además de a muchos filósofos analíticos contemporáneos (este último es seguramente uní efecto buscado por Dummett). A mi juicio, existe una descripción más débil de la característica distinti­ va de la filosofía, tal y como se entiende en el ámbito analítico, que se adecúa mejor a la práctica de esta tradición y recoge aún el distintivo enfásis que en ella se pone en la comprensión del lenguaje y en la enunciación de los pro­ blemas filosóficos como problemas lingüísticos. Pese a ser más débil, la des­ cripción es aún susceptible de provocar controversia: muchos-filósofos que, uti­ lizando criterios puramente sociológicos (tales cómo qué revistas leen y en cuáles publican, qué conceptos y conocimientos se presuponen en sus trabajos, . a qué autores citan frecuentemente) contarían como “analíticos”, no se reco­ nocerán a buen seguro en la misma. A cambio, la concepción es interesante. Las que algunos ofrecen, llevados quizás por la desesperación que produce no dar con una caracterización no sociológica que sea aceptable por todos, no lo son; estas caracterizaciones suelen tener como consecuencia que cualquier filó­ sofo que ofrezca argumentativamente justificaciones inteligibles para las tesis que defiende, comenzando por Platón y Aristóteles, sea analítico. Por lo demás, la corrección de la concepción no depende de que los;'que practican la actividad descrita se reconozcan en ella, sino de que su práctica misma quede en efecto bien caracterizada así. De acuerdo con esta propuesta, la práctica de la filosofía analítica no sé) distingue por presuponer la tesis sustantiva de la prioridad del lenguaje sobre■; el pensamiento, sino más bien una tesis metodológica análoga: la prioridad j filosófica del estudio del lenguaje, y de los conceptosTaTyEomo se expresan j en eí lenguaje, sobre el estudio de los pensamientos. La filosofía, en esta con- j cepcidn, es una actividad intelectual teórica, coincidente con la lexicografía en ! particular y con la semántica de los lenguajes naturales en general en sus méto- j dos y en su objetivo: la investigación del significado de las expresiones lin­ güísticas. La diferencia con estas disciplinas es doble. En primer lugar, el í. ámbito de la filosofía es más restringido: a la actividad filosófica interesa sólo j el estudio de ios significados de ciertas expresiones, a propósito de las cuales j la tradición filosófica viene planteando (desde los presocráticos) genuinos pro- s tiernas teóricos: términos tales como ‘saber’ y ‘opinión’; ‘objetivo’ y ‘subje-! tivo’; ‘causa’; ‘realidad’ y ‘apariencia’; ‘mente’ y ‘cuerpo’, etc. De este modo, la filosofía sería, si acaso, una parte propia de la lexicografía o la semántica.;! Pero no cabe en rigor hablar de inclusión, como consecuencia de la segunda , diferencia; pues las explicaciones que la filosofía pretende, ofrecer al elucidar los significados de palabras como las mencionadas (o, como diremos alterna­ tivamente, al elucidar ¡os conceptos expresados por estas palabras) no__son meramente descriptivas (como ocurre en el caso 3e la semántica), sino críticas, regulativas. La actividad filosófica se arroga a sí misma la capacidad de

XVIII

-

INTRODUCCIÓN

i corregir ei uso que hacemos comúnmente de expresiones como las anteriores. : En lo que resta de esta introducción trataré de clarificar esta propuesta, y de : replicar a las objeciones más obvias que a buen seguro habrá suscitado ya en ' el lector. Comenzaré explicando qué es una actividad intelectual teórica. Con este concepto pretendo hacer un contraste entre actividades intelectuales, como la ingeniería, el arte, la moral o el derecho, cuyo objetivo prioritario no es teóri­ co, sino práctico, y otras, de las que la ciencia constituye el paradigma, cuyo objetivo prioritario es puramente teórico. De manera consistente con la pro­ puesta que estoy defendiendo —dado que explicar qué es la filosofía es una tarea en sí misma filosófica—1 trazaré la distinción entre lo teórico y lo prác­ tico en términos lingüísticos, o conceptuales. Los usuarios competentes del español apreciamos una diferencia clara entre una oración en indicativo como ‘Víctor cierra la puerta’ y una en imperativo como ‘¡Víctor, cierra la puerta!’. La primera se utiliza típicamente para aseverar algo, o para expresar una .opi­ nión, una conjetura, una convicción, etc. La segunda se utiliza en cambio para instar a la acción. Sólo por analogía con estos ejemplos, seríamos capaces de clasificar muchas de las prácticas que llevamos a cabo mediante expresiones lingüísticas, y muchos de nuestros pensamientos (tanto si los expresamos lin­ güísticamente como si no) en dos grupos, el de las actividades representadonales doxásticas, al que pertenecen las que llevamos a cabo; típicamente con oraciones en imperativo como ‘Víctor ciérrala puerta’, y el de las actividades representacionales conativas, al que pertenecen las que llevamos a cabo típi­ camente con oraciones en imperativo como ‘¡Víctor,uierra la puerta!’., Sin una definición expresa, es seguro que en muchos casos tendríamos dudas (¿dónde pondríamos lo que hacemos típicamente mediante interjecciones como ‘¡ay!’, o saludos como ‘¡buenos días!’?). Sin embargo, me aventuro a conjeturar que (os usuarios del español produciríamos clasificaciones suficientemente coincidentes: en el primer grupo estarían las opiniones, los juicios, las creencias, las convicciones, las imaginaciones, las expectativas (y las manifestaciones lin­ güísticas de todas estas actividades mentales), así como las constataciones, ase­ veraciones, etc.; en el segundo, los deseos, las intenciones (y sus manifestacio­ nes lingüísticas), así como las solicitudes, los requerimientos, los mandatos, etc. Considero teóricas a las empresas intelectuales que se centran prioritaria­ mente en actividades representacionales doxásticas; considero prácticas a las que no lo hacen así, sino que los objetivos que las caracterizan conciernen esencialmente a actividades representacionales conativas. El arte busca crear objetos que, quizás por producir en ios seres humanos un placer estético (el placer que producen en los seres humanos las imágenes coloreadas dispuestas de ciertos modos, los sonidos de ciertos tipos dispuestos estructuralmente de

1, “Pudiera pensarse: si la filosofía habla del uso de la palabra ‘filosofía’ , entonces tiene que haber una filo­ sofía de segundo orden. Pero no es así; sino que el caso se corresponde con el de la ortografía, que también tiene que ver con las palabra ‘ortografía’ sin ser en tal caso una ortografía de segundo orden." L. Wiugenstein, investigaciones Filosóficas, § 121.

ÍNTRODUCCÍQK

XIX'

ciertos modos, las narraciones de cierto tipo, etc.) sean recomendables) es decir; que nos insten a verlos, oírlos, leerlos, etc. Es esencial a la actividad artística el buscar producir objetos que, potencialmente, nos insten de este modo a.la acción: a verlos, oírlos o leerlos. La moral y el derecho persiguen enunciar nor­ mas públicas o privadas con arreglo a las cuales sea apropiado formar las inten­ ciones que rigen nuestras acciones. La ingeniería busca producir objetos útiles para ayudamos a realizar determinados proyectos, designios, etc. Es, de nue­ vo, esencial a lo que hacen quienes practican estas actividades que sus resul­ tados sean sensibles a las intenciones, deseos, etc., de seres como nosotros. Por otro lado, la realización de los objetivos de las actividades teóricas puede cier­ tamente tener (y usualmente tiene) consecuencias prácticas; estas consecuen­ cias guían además las decisiones privadas y públicas sobre a cuáles de ellas dedicar tiempo y recursos. Pero tales consecuencias son sólo efectos sobrevinientes a la actividad misma, no ios objetivos que las caracterizan.2 ¿Cuáles son esos objetivos? Lo expondré, de nuevo, en términos lingüís­ ticos; para facilitar la comprensión ilustraré mis observaciones con dos ejem­ plos. Los ejemplos provienen de la práctica que he declarado paradigmática de las actividades intelectuales teóricas, la ciencia; con el fin de que resulten real­ mente ilustrativos, los ejemplos (la teoría genética de Mendel y la mecánica celeste de Copémico) conciernen a conocimientos que forman parte ya del bagaje cultural de cualquier posible lector de estas páginas. Las actividades intelectuales teóricas se caracterizan por buscar explica­ ciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas planteados a propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las soluciones, cualesquiera que éstas puedan ser. Consideremos el caso de la mecánica celeste copemicana, para ilustrar los conceptos que se utilizan en esta caracterización.3 La percepción visual nos informa de diversos hechos sobre los movimientos aparentes, relativos al lugar que nosotros ocupamos, de obje­ tos luminosos en el firmamento visible. Los hechos son, básicamente, de tres tipos. En primer lugar, el movimiento diurno aparente del Sol, y el movimien­ to nocturno de las constelaciones. En segundo lugar, el movimiento anual del Sol con respecto a las constelaciones a lo largo de la eclíptica. Finalmente, ei movimiento aparentemente errático de ios planetas con respecto a las conste­ laciones (incluyendo los incrementos y disminuciones en la intensidad de la luz que proyectan que acompañan a estos movimientos “eiTáticos”). Todos estos hechos conciernen, como he dicho, a objetos luminosos; la percepción visual no nos informa de si los objetos emiten luz o la reflejan, ni de su naturaleza: por lo que a los informes de la percepción visual respecta, el Sol podría ser una hoguera que Zeus reaviva cada día, o un carro de fuego. Y conciernen al movimiento aparente: son compatibles con que seamos nosotros los que nos

1. Pese a estar enunciada en términos analíticos, esta exposición resultará sin duda familiar: se parece, estre­ chamente a la clasificación del saber que lleva a cabo Aristóteles al comienzo de la Metafísica. 3. La exposición que sigue se apoya en los excelentes trabajos de Nonvood R. Hanson, Constelaciones y con­ jeturas (Alianza: Madrid, 1978) y Thomas S. Kuhn, La revolución copemicana, Ariel: Barcelona, 1978.

XX

INTRODUCCIÓN

movemos, y no ellos, por ejemplo, y también con que nos movamos tanto los observadores como los objetos luminosos observados. Sin embargo, por más que ios califiquemos de meramente “aparentes”, todo lo que he descrito son hechos que conocemos; si se prefiere algo menos rotundo, he descrito convic­ ciones bien fundadas comunes a la inmensa mayoría de los seres humanos. Tanto las convicciones como los conocimientos son actividades representadonales doxásticas, no conativas. La mecánica celeste copemicana ofrece una familiar explicación de estos fenómenos. La explicación pertenece también a la familia de las actividades doxásticas: es una conjetura, una opinión, o a estas alturas, más bien ya un conocimiento. No hace falta enunciar sus detalles, pues todos los conocemos. Sí importa observar que la explicación es cognoscitivamente independiente de los hechos que he descrito en el párrafo anterior. Con esto quiero decir que aceptar la verdad de todas las oraciones mediante las que expresaríamos los hechos descritos en el párrafo anterior no fuerza a un usuario competente, reflexivo y sincero del español a aceptar la verdad de la explicación copemi­ cana. (Como, por ejemplo, fuerza a un usuario competente, reflexivo y since­ ro del español el aceptar la verdad de ‘hoy es martes’ a aceptar también la de ‘mañana es miércoles.) Antes bien: quienes se enfrentan por primera vez con la explicación copemicana, pese a aceptar los hechos antes descritos, la encuentran increíble, inaceptable. Y el que así lo hagan no conlleva, en abso­ luto, que cuando aceptaban la verdad de las oraciones con que expresamos los hechos descritos en el párrafo anterior, no las entendieran bien, no supieran lo que estaban diciendo o padecieran algún trastorno psíquico. Mientras que si alguien que acepta como verdadera ‘hoy es martes’ nos informa también de que considera falsa ‘mañana es miércoles’, pensaríamos que es un extranjero que no domina la lengua, que no sabe lo que dice, que no entiende algunas palabras, o que padece algún otro trastorno. Las explicaciones que una actividad intelectual teórica tiene por objetivo pro­ porcionar solucionan problemas. La mecánica celeste copemicana explica los hechos sobre los movimientos aparentes de objetos luminosos, en tanto'que enun­ cia las causas de esos hechos. De modo que, en este caso, el problema es enun­ ciar las causas de los hechos observados. Un problema concerniente a un domi­ nio sobre el que poseemos algún conocimiento se puede plantear mediante una ¡pregunta: ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos lumino­ sos?’ Las preguntas son actividades representacionales, que sabemos distinguir tanto de las aseveraciones como de los mandatos. Las preguntas quedan a medio 1camino de las actividades doxásticas y de las conativas; una pregunta puede bus/ car obtener información (‘¿dónde está el cine Verdi?'), o puede buscar obtener ! más bien una instrucción (‘¿qué camino he de seguir para llegar al cine Verdi?’). , Una pregunta teórica es una cuyas ,respuestas razonables pertenecen ai grupo de i las actividades representacionales doxásticas, una pregunta práctica es una cuyas respuestas razonables pertenecen al grupo de las actividades representacionales | conativas. Los problemas que buscan resolver las prácticas teóricas son aquello ) planteado por preguntas teóricas: los significados de preguntas teóricas.

INTRODUCCIÓN

xx¡

No debe suponerse que las preguntas para las que las prácticas teóricas ofrecen explicaciones están cabalmente planteadas con anterioridad temporal a la existencia de la explicación propuesta por la actividad teórica. En ocasiones (como han puesto de manifiesto filósofos contemporáneos de la ciencia, como Karl Popper), sólo después de disponer de ía explicación, somos capaces de formular correctamente el problema. Puede incluso ocurrir que sólo la expli­ cación nos permita ver la existencia del problema. Alguien que no conozca la teoría copemicana (o sus más precisas versiones contemporáneas) puede no ver ninguna necesidad de responder a la pregunta ‘¿por qué se mueven de tal y cual modo tales y cuales objetos luminosos?’; simplemente, diría esta persona, ■se mueven así, no hay más explicación que ofrecer. Lo que es más, disponer de la explicación puede servimos para rechazar alguno de los “hechos” relati­ vamente a ¡os cuales se’ había planteado originalmente el problema. El caso copemicano es aquí particularmente claro, pues ía explicación nos llevó a corregir radicalmente los términos en que antes se había planteado el proble­ ma. Es por eso que, cuando enunciamos ex post fa d o el problema (como hemos hecho en los párrafos anteriores), aceptando ya la verdad de ía explica­ ción copemicana, hablamos de movimientos aparentes. Los hechos explicados por una teoría son muchas veces “construidos” por ía teoría; pero no, natural­ mente (como pretenden los teóricos contemporáneos de la ciencia como “cons­ trucción social” de fenómenos) en el sentido de ‘construir’ en que los cons­ tructores construyen casas, sino en aquel en el que el microscopio electrónico j nos permite “construir” hechos microscópicos: propiamente hablando, lo que / el microscopio nos permite construir es una representación correcta de ios / hechos microscópicos, que sin él no estaríamos en disposición de construir) Una buena indicación de que hemos conseguido una explicación satisfac­ toria en cualquier ámbito teórico es que, con ayuda de la teoría, somos capa-j ces de predecir correctamente hechos relativos al ámbito de problemas que no j habríamos podido predecir sin ayuda de la teoría; típicamente, hechos relati-1 vos al futuro. (El carácter futuro no constituye un rasgo necesario de las pre- j dicciones, empero. La.teoría de Darwjn _se confirma en gran medida por sus predicciones sobre el pasado, como ocurre con la teoría geológica de la deriva de los continentes.) A ojos de muchos, la teoría de Newton resultó confirma­ da cuando, con su ayuda, Halley predijo la reaparición del cometa que lleva su nombre con una precisión en su tiempo impensable. La filosofía de la ciencia contemporánea, que ha enfatizado tanto esta observación como la que hemos mencionado en el párrafo anterior, revela claramente hasta qué punto la ima­ gen tradicional del “método inductivo” (amontonar “hechos observables” para obtener de ellos apropiadas “generalizaciones inductivas”) es un mito. Eso no significa, en absoluto, que las actividades intelectuales teóricas del tipo de las que hasta aquí estamos considerando (del tipo del que la ciencia es el para­ digma) no sean disciplinas empíricas: sus explicaciones se aceptan sólo en la medida en que son corroboradas por datos observables, obtenidos experímentalmente en situaciones controladas e intersubjetivamente contrastables. La caracterización más ajustada a los hechos que podemos hacer del “método

X X II

IN T R O D U C C IÓ N

inductivo” consiste en describirlo como invocando el tipo de argumento que se conoce como inferencia en favor de la mejor explicación. Sea cual sea el orden de precedencia entre la elaboración de la explicación teórica y la formulación precisa de los problemas, la justificación que podemos aducir para aceptar una explicación teórica es que la propuesta ofrece la mejor explicación hasta aho­ ra contemplada del campo problemático. Y un buen indicio de ello es el que acabamos de describir: la capacidad de la explicación para permitimos elabo­ rar predicciones atinadas de hechos que constituyen el ámbito problemático, que no hubiésemos sabido cómo formular sin ella. Las explicaciones ofrecidas por las prácticas teóricas (específicamente, por la ciencia) tienen, pues, bien conocidas virtudes epistémicas: nos permiten pre­ decir con más precisión hechos futuros pertenecientes al ámbito problemático (en el caso que estamos considerando, por ejemplo, la posición futura de los objetos luminosos cuyo movimiento aparente es menos regular, es decir, los planetas); nos proporcionan una satisfacción cognoscitiva difícil de describir, consistente en que tenemos la impresión de comprender mejor las cosas; redu­ cen lo relativamente complejo, desordenado y anémico a lo más simple, inte­ grado y nómico, etc. Pero ninguna de estas virtudes velan aquello más impor­ tante que hace a una explicación tal: a saber, que nos proporciona información sustancial verdadera sobre el ámbito en cuestión. Se trata, además, de infor­ mación que el resto de nuestro conocimiento no nos hubiera permitido obte­ ner, por más exhaustivamente que lo hubiésemos examinado, y por más cui­ dadosos y hábiles que hubiésemos sido al extraer las consecuencias lógicas de lo que ya sabíamos. Es precisamente por eso que los hechos conocidos que sus­ citan el problema, dijimos, son cognoscitivamente de la solu­ ción ofrecida, de la explicación. Únicamente nos queda ya por elucidar la idea de que las explicaciones proporcionadas por las actividades intelectuales teóricas son conceptualmente aumentativas. Lo que quiero decir con esto es que es parte de la actividad de ofrecer soluciones a problemas teóricos el introducir nuevos conceptos, gene­ ralmente introduciendo términos nuevos para ellos, o dando nuevos sentidos, a términos ya en uso (términos teóricos). Los conceptos son “nuevos’’ relativa­ mente a los necesarios para formular, con toda la precisión que sea posible, el problema que la explicación persigue solucionar. Así, como es bien sabido, la mecánica newtoniana introdujo el concepto de masa. En cuanto al ejemplo que estamos considerando, quizás no parezca a primera vista cierto que cumple también esta condición; a fin de cuentas, ía explicación ofrecida por la mecá­ nica celeste copernicana se efectúa en términos que ya aparecen en la caracte­ rización de los hechos para los que esa teoría ofrece una explicación. Pero, si se examinan las cosas de cerca, se ve que el ejemplo sí satisface ía condición. Es cierto que ‘planeta’, por ejemplo, se suele utilizar tanto para enunciar la teo­ ría copernicana, como para describir uno de los hechos a explicar —el hecho relativo al movimiento aparentemente errático, día tras día, de ciertos objetos luminosos (a (os que, etimológicamente, se llama ‘planetas’ precisamente por lo errático de su movimiento aparente, relativamente a la estabilidad igual­

INTRODUCCIÓN

XXIII

mente aparente de las constelaciones)— . Pero la palabra no tiene el mismo sig­ nificado en uno y otro caso. Tal como se^usa para describir el hecho a expli­ car, ‘planeta’ significa objeto luminoso con movimiento aparente errático, observado desde la Tierra; la Tierra no es, en este sentido, un planeta, y un “planeta”, en este sentido, puede ser un carro de fuego, una esfera de éter, una hoguera que Zeus enciende y apaga, etc. Tal y como se usa en la explicación, sin embargo, ‘planeta’ significa objeto que órbita en torno a otro que emite luz, reflejando la luz emitida por éste, con independencia de su movimiento aparente observado desde la Tierra. En este sentido, la Tierra es un planeta. El ejemplo que hemos proporcionado ilustra las características mediante las que hemos explicado qué es una actividad intelectual teórica: se trata de prácticas cuya finalidad es proporcionar explicaciones conceptualmente aumentativas que solucionen problemas teóricos planteados a propósito de un cuerpo de conocimientos cognoscitivamente independiente de las explicaciones ofrecidas. Pero se trata sólo de un ejemplo ilustrativo. Si la caracterización es razonable, la práctica científica debería poder acomodarse, en general, a esta abstracta descripción. Examinaré brevemente un segundo ejemplo, con el fin de que las ideas centrales que forman parte de ía caracterización se revelen separables del caso particular con el que las hemos ilustrado. En el caso de la genética mendeliana clásica, el ámbito de problemas a solucionar concierne a ciertas regularidades observables en la transmisión de caracteres en el curso de la reproducción sexual. Mendel estudió, específica­ mente, pares contrapuestos de caracteres en guisantes: arrugado/liso, amari¡lo/verde (en ambos casos, características de las semillas), alta/baja (propieda­ des de la planta). La descendencia de determinadas semillas (homocigóticas) posee los mismos caracteres que sus progenitores; la de otras (heterocigóticas) es mezclada. Si se reproducen entre sí plantas homocigóticas con caracteres con­ trapuestos (guisantes arrugados y guisantes Usos), la descendencia manifiesta únicamente uno de los rasgos. Estos guisantes descendientes, sin embargo, son heterocigóticos; si se reproducen después entre sí los guisantes de esta primera generación, su descendencia contiene guisantes arrugados y lisos. Los contiene, además, en una proporción específica: de cada cuatro, tres presentan uno de los rasgos, uno el otro. Los hechos observados que constituyen el problema a expli­ car, pues, conciernen a cómo los caracteres pueden ser transmitidos incluso por organismos que no los presentan, y a por qué se distribuyen en la segunda gene­ ración unos y otros caracteres en la proporción en que lo hacen. Mendel expli­ có estos hechos postulando que los caracteres están determinados por dos genes, procedentes uno de cada progenitor a través de un proceso aleatorio, y que un organismo heterocigótico manifiesta sólo los rasgos asociados con uno de los genes, el “dominante”. Esta explicación reúne las características que hemos des­ crito en los párrafos precedentes. El problema es teórico; la solución ofrecida es cognoscitivamente independiente de los hechos explicados, y es conceptual­ mente aumentativa (el concepto de gen se introdujo con ella).4 4.

Cf. Giere, Understanding Scientific Reaso/iing, donde se exponen además los aspectos epistémicos.

XXIV

INTRODUCCIÓN

No toda actividad intelectual teórica posee interés objetivo; incluso activi­ dades intelectuales teóricas que han parecido a algunos de los mejores intelec­ tos de la humanidad poseer interés objetivo, carecen en realidad de él. Tales actividades no se ocupan de problemas teóricos, sino de arcanos. Determinar el sexo de los ángeles; establecer la carta astral de Julio César; averiguar la composición de la piedra filosofal, o recuperar mediante el psicoanálisis recuerdos reprimidos en la infancia son (ni que decir tiene, a mi juicio) arca­ nos; ocuparse en ellos es practicar actividades intelectuales sin interés objeti­ vo alguno. Las razones por las que carecen de él difieren. En algunos casos, los problemas que quienes practican estas actividades pretenden solucionar son pseudoproblemas; ios hechos para los que se busGan explicaciones, simple­ mente, no se dan (por más que personas razonables hayan pensado o piensen que se dan). En otros, las explicaciones que parecen buscarse (dado el plan­ teamiento de los problemas) son pseudoexplicaciones. Quizás tienen virtudes epistémicas análogas a las de las verdaderas explicaciones:: proporcionan la impresión de que comprendemos mejor las cosas; permiten hacer predicciones atinadas; etc. (Las pseudoexplicaciones sólo logran esto último gracias a la extrema vaguedad con que se formulan; pero muchas explicaciones genuinas adolecen del mismo defecto, así que no es con base en esto que hemos de rechazarlas.) Pero, en cualquier caso, a juzgar por lo que sabemos las explica­ ciones propuestas son falsas: no proporcionan información correcta sobre el ámbito problemático. Así, a juzgar por lo que sabemos, no hay una sustancia que permita trans­ formar los metales en oro; y, aunque sería perfectamente posible establecer la situación de ciertos cuerpos celestes en el instante del nacimiento de César, ello no proporcionaría ninguna información causal interesante, pues, de nuevo a juzgar por lo que sabemos, la situación de lo’s cuerpos celestes en el instante del nacimiento de un hombre no explica ni su carácter ni sus avatares. Por últi­ mo, ambos defectos pueden darse en conjunción: así, ni la práctica psicoanalítica parece tener efectos terapéuticos (comparados grupos de individuos sometidos a tratamiento psicoanalítico durante un largo período con otros sometidos a otros tratamientos —incluida simplemente la atención afectiva de alguien querido— durante el mismo período, los efectos parecen ser entera­ mente similares); ni parece existir tampoco ningún proceso psíquico de la natu­ raleza de lo que los psicoanalistas denominan 'represión’ (a saber, un cierto mecanismo que destierra de la conciencia ciertos sucesos acontecidos en la infancia, que causan sin embargo diversos episodios psíquicos, como neurosis, sueños, actos fallidos, etc.). La gran virtud de entender la filosofía de acuerdo con la propuesta prece­ dente estaría en que nos permite mostrar que, a juzgar por lo que por ahora sabemos, parece razonable creer que la filosofía sí es una actividad intelectual objetivamente interesante. El hecho de que algunos de los mejores intelectos de la humanidad (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz...) así lo hayan creído es un indicio de ello, desde luego; pero, como acabamos de ver, no es un indicio suficiente, más aún dado el estado de la disciplina.

INTRODUCCIÓN

*

XXV

Sería vano pretender establecer más allá de toda duda que la filosofía es una disciplina teórica interesante: ningún hecho interesante puede establecerse con esa certidumbre, “más allá de toda duda”. Pero sí sería deseable mostrarlo de una manera suficientemente convincente. Bajo el supuesto explícito de que la filosofía es el tipo de actividad intelectual que aquí se ha descrito, este libro intentará establecerlo así. Para ello, es preciso explicar primero cómo la semán­ tica es una actividad intelectual teórica; es decir, cuáles son sus problemas teó­ ricos y qué aspecto tienen sus propuestas explicativas. Esta tarea se lleva a cabo en el capítulo segundo, por el procedimiento de estudiar de manera relativa­ mente exhaustiva un caso ilustrativo. Inevitablemente, para que el estudio pue­ da ser suficientemente exhaustivo, el ejemplo ha de ser en sí mismo no muy interesante. Con el fin de que el caso examinado posea algún interés adicional al de servir de ilustración del tipo de actividad intelectual teórica que, según la presente propuesta, es la filosofía, he elegido presentar un caso —el de las citas— que, con el fin de prevenir ciertos malentendidos, es en cualquier caso necesario estudiar en una introducción a la filosofía del lenguaje. No sería ni preciso ni aconsejable hacerlo con la exhaustividad con que aquí se trata, de no mediar la motivación que acabo de ofrecer. En el resto del libro he tratado de presentar los problemas filosóficos de acuerdo con la propuesta, aunque sin hacer mención expresa de que procedo de ese modo. La mejor justificación para la misma estará por tanto en que el lector aprecie que, así planteados, los problemas filosóficos tradicionales son genuinos problemas teóricos: problemas complejos, para alcanzar siquiera a plantearse correctamente los cuales hace falta un largo entrenamiento (no diga­ mos ya para hacer propuestas interesantes sobre su solución). Problemas difí­ ciles, por tanto; pero no arcanos: problemas relativos a hechos que en efecto se dan, para solucionar los cuales existe un camino relativamente claro, apli­ cando el mismo método que utilizamos en general para justificar explicaciones teóricas. Que la filosofía haya de ser “difícil” en el mismo sentido en que lo es la ciencia resulta sorprendente, y no sólo para el “hombre de la calle”. La tardía vocación filosófica de algunos científicos ilustres les revela creedores de que, en su madurez, una buena tarde de reflexión les capacita para hacer propues­ tas filosóficas interesantes. Nunca, desde luego, sé les ocurriría pensar lo mis­ mo respecto de los problemas de cualquiera de sus colegas en otras discipli­ nas. Los resultados a que luego llegan evidencian que hubieran hecho mejor mostrando el mismo respete hacia la filosofía. Es de lamentar que el respeto que en esta concepción de ia filosofía se manifiesta hacia la ciencia no se vea devuelto con una actitud recíproca. Friedrich Engels observó muy acertada­ mente en su Dialéctica de la Naturaleza lo siguiente: “Los científicos creen librarse de la filosofía ignorándola o denigrándola. Pero puesto que sin pensa- i miento no pueden. avanzar y para pensar necesitan pautas de pensamiento, i toman estas categorías, sin darse cuenta, del sentido común de las llamadas | personas cultas, dominado por ios residuos de una filosofía ampliamente supe- i rada, o de ese poco de filosofía que aprendieron en la universidad, o de la lee-;

XXVI

INTRODUCCIÓN

tura acrítica y asistemática de escritos filosóficos de todas clases* por lo que no son sólo unos esclavos de la filosofía, sino que muchas veces lo son de la peor; y los que más denigran la filosofía son esclavos precisamente de los peo­ res residuos vulgarizados de la peor filosofía.” Estas palabras resultan particu­ larmente profétícas a propósito de ios científicos “cognítivos”, los que se ocu­ pan profesionalmente de temas cercanos a los expuestos en esta obra. Una comprensión adecuada de las explicaciones que proporcionan las teo­ rías requiere una comprensión adecuada del material conceptual específico, por ellas introducido. Estos conceptos teóricos no pueden comprenderse cabal­ mente mediante metáforas o analogías, ni comprendiendo simplemente el sen­ tido que esos términos, o términos análogos, puedan tener en el lenguaje coti­ diano. El único modo de entenderlos es conocer su conexión lógica (muchas veces mediada por elaboradas nociones matemáticas) con los hechos en el ámbito problemático que se pretende explicar con ellos, en. toda su compleji­ dad. En algunos casos (como en los de los dos ejemplos que hemos ofrecido), alcanzar esta comprensión no es muy laborioso. En otros, como es sabido, sí lo es. Pero, por laboriosa que sea, esa tarea es imprescindible si se quiere alcanzar una genuina comprensión. Ningún libro de divulgación, por ingenio­ so que sea su autor, puede ofrecer una comprensión adecuada de la teoría gene­ ral de la relatividad o de la mecánica cuántica, capaz de: reemplazar a la com­ prensión indicada. Este no es un libro de divulgación sobre las explicaciones que ofrece la filosofía contemporánea del lenguaje, sino uno que intenta proporcionar una presentación adecuada. No presupone casi nada en el lector (con excepción de las secciones VI, § 6, VII, § 5, VIH, §§ I -2, y IX, § 4, que sí presuponen un cierto conocimiento de la lógica de primer orden), pero sí exige trabajo y con­ centración. Las explicaciones filosóficas consisten habitualmente en establecer relaciones entre ciertos conceptos, que parecen estar en lo más profundo de nuestra comprensión de las cosas. La explicación de cualquiera de ellos acaba remitiendo a la de los demás. Así ocurre con cualquier intento de explicar los conceptos fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje: acaba remi­ tiendo a la explicación de los conceptos de que se ocupa la epistemología o la metafísica. Gran parte de ¡a dificultad de las propuestas filosóficas proviene de la necesidad de mantener a la vista relaciones complejas entre conceptos muy abstractos, y no olvidar por ello las relaciones cdn los pensamientos más coti­ dianos en que se echa mano de ellos, los que constituyen la “base empírica” de la disciplina y a propósito de los cuales se artrulan los problemas de la filo­ sofía. Quiero anticiparme, para concluir, a algunas objeciones que puede susci­ tar la aproximación a los problemas filosóficos que acato de presentar, y ela­ boro en las páginas sucesivas. Una objeción natural se podría presentar así: “lo que a mí me interesa es saber qué es significar, o qué es saber, o qúé es saber a priorí; no saber qué significan ¡as palabras ‘significado’, ‘saber’, o ‘conoci­ miento a príorf”. Esta objeción presupone algo que vamos a cuestionar en las c h i v a s (cf. caos. XI y XII): a saber, que existe una diferencia cua­

INTRODUCCIÓN

xxvn' ■v

litativa entre explicar, el significado de un término, y decir cómo son las cosas. Decir qué significan los términos sería, meramente, describir convenciones ó \ estipulaciones arbitrarias. Decir cómo son las cosas es, por contra, algo verda- ] deramente sustantivo. Sin embargo, justamente el caso anterior de los concep- ] tos teóricos sugiere que una distinción así es más difícil de fundamentar de lo que pueda parecer. No parece haber una diferencia radical entre decir qué sig­ nifica ‘gen’, y decir cómo se comportan los genes en sus aspectos fundamen­ tales. Una objeción análoga es la de que la filosofía es “a príorf', y sus resul­ tados no pueden justificarse, como los de la ciencia, mediante el “método inductivo”. Esta objeción presupone una concepción del conocimiento a priori que habremos también de poner en cuestión. Por último, otra versión de la objeción que he oído a veces se expresa elegantemente diciendo que la filoso­ fía analítica es filosofía que no se deja traducir de un lenguaje a otro. Se tra­ taría de un trabajo centrado en matices idiomáticos, minucias desde el punto de vista de lo que tradicionalmente se ha entendido por ‘filosofía’. La respuesta a esto es que incluso estudiando aspectos concretos del español podemos estar estudiando a la vez aspectos completamente generales, comunes a cualquier lenguaje. El énfasis en los aspectos teóricos del estudio de la filosofía (como de cualquier actividad intelectual de esta naturaleza) no pretende hacer que se pase por alto sus virtudes prácticas. Como hemos dicho, y elaboraremos en los dos primeros capítulos, el objetivo teórico de la filosofía es análogo al de las disciplinas lingüísticas: se trata de enunciar de manera explícita un cierto saber que poseemos de manera tácita (cf. I, § 4j. Ahora bien, ¿para qué queremos tener conocimiento explícito de la sintaxis y de la semántica de nuestras len­ guas? La razón fundamental, que hemos destacado hasta aquí (una razón por sí sola bastante y en cualquier caso la más importante) es puramente teórica: allá donde hay algo que ignoramos, es legítimo buscar teorías que alivien nues­ tra ignorancia. Pero hay también una razón práctica. Sea cual fuere la natura­ leza del conocimiento tácito, su ejercicio hace pensar que está constituido por muy burdas generalizaciones inductivas basadas en una experiencia limitada. El resultado es un saber sin duda ninguna muy eficiente en su aplicación en los contextos cotidianos que están vinculados con su misma existencia, pero también uno muy poco reflexivo y por ende muy poco crítico. Nuestro cono­ cimiento tácito de la sintaxis de nuestra lengua no es suficiente muchas veces para, confrontados con una oración “rara”, saber si es gramaticalmente correc­ ta o no. En ocasiones, puede ser que al hacer explícitas las reglas pertinentes al caso que se puedan extrapolar de casos “normales”, resulte que las reglas dejen también la cuestión sin decidir. Pero en otras ocasiones ocurre lo con­ trarío: hacer explícitas las regias nos permite resolver la cuestión reflexiva­ mente. Todos sabemos usar los predicados evaluativos; en cierto sentido de ‘saber’, por tanto, sabemos qué diferencia hay entre los predicados evaluativos ( ‘la película es mala’) y los descriptivos (‘los personajes no tienen nada que ver con la gente de la vida real’, ‘la trama es incomprensible’, etc.). Pero es

i 1o.c- c :

xxvm

'..."\j,'ri-.y'

N'í>¿\.Ah',L

INTRODUCCIÓN

este un saber irreflexivo del que no sabemos dar cuenta, un saber que no sabe­ mos hacer explícito. Estamos así sujetos a que cualquier Sócrates haga mofa de nosotros; o, dicho con más seriedad, nuestro saber carece de una dimensión autorreflexiva, y, por ende, crítica, de la que (al menos algunos) lo querríamos poseedor. A mi juicio, la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía del len­ guaje es también la cuestión fundamental de que se ocupa la filosofía. Esta es la cuestión del realismo: ¿hay una realidad independiente de nuestro lenguaje y de nuestro conocimiento, que nuestro lenguaje representa y que podemos al menos esperar conocer? (Parte del problema es formular la cuestión con mayor precisión; de ello nos ocuparemos a lo largo del capítulo V.) De la respuesta que se ofrezca a este problema dependen claramente cuestiones prácticas, y cuestiones prácticas muy importantes. El cinismo de muchos de nuestros con­ temporáneos va de la mano con su antirrealismo: se diría que, para ellos,! alguien ha demostrado ya, con claridad meridiana, que la respuesta a la cues-; tión anterior ha de ser necesariamente negativa, y de ello se obtiene una con-; clusión escépticd sobre la importancia del saber y, en general, sobre los gran­ des ideales ilustrados del pasado. La actitud se ha transmitido (muchas veces por el mecanismo descrito por Engels en el texto antes citado) incluso a los científicos: Este libro no pretende ofrecer una respuesta a la cuestión del rea­ lismo,pero sí material para abordarla de una manera más crítica. . El objetivo fundamental de las páginas que siguen, como indica el subtí­ tulo de esta obra, es presentar, de la manera más clara que me es: posible, los problemas más importantes de que se ocupa la filosofía del lenguaje: y las apor­ taciones de los más notables investigadores en este ámbito, que deben ser baga­ je de cualquiera que desee reflexionar él mismo sobre ellos. No he. pretendido exponer mi propio punto de vista, mucho menos aún de una manera sistemá­ tica. Una presentación de problemas filosóficos, sin embargo, no puede ser meramente expositiva; iniciarse en su estudio requiere apreciar las dificultades más patentes de las propuestas, las razones que parecen sostenerlas y los:argu­ mentos en contra. Es inevitable, pues, que los puntos de vista del autor afloren aquí y allá, en la selección del material, y en el énfasis en críticas o encomios. Confío en que ello tenga el efecto beneficioso de suscitar en el lector el es­ tímulo para la reflexión propia. Pese a que el objetivo principal es introducir las contribuciones funda­ mentales a la filosofía del lenguaje —y no mis propios puntos de vista— y a que, por consiguiente, la estructura del libro está determinada por la presenta­ ción de las aportaciones de los autores relevantes en una disposición sustancíaímente cronológica, puede también discernirse una cierta estructura narrati­ va, que traiciona más que ninguna otra cosa mis propias convicciones filosófi­ cas. El título de esta obra refleja el “triángulo” al que se hace tradicionalmen­ te referencia, al mencionar los problemas fundamentales de que se ocupa la filosofía del lenguaje. En un vértice se sitúan las palabras —expresiones como ‘el día en que lo asesinaron, Julio César no teñía más de 30.000 pelos’—; en otro, las cosas —hechos constituyentes del mundo o la realidad extralingüísti-

j;

i':'--,-');1N

INTRODUCCIÓN

. ri'v.vA: "CldACL-o

XXIX

ca, como aquel concerniente al número de pelos de César el día de su muerte del que depende que la expresión anterior sea verdadera o falsa—; en el ter­ cero, lusjdeas —los pensamientos que suponemos a quien produce una expre­ sión como la anterior, sin los cuales no tendría ningún sentido atribuirle ver- j dad o falsedad: sólo imagine el lector que la “expresión” la han dibujado sobre la arena de la playa las idas y venidas aleatorias de una bandada de gaviotas—V) El problema prioritario de la filosofía del lenguaje es elucidar con claridad la naturaleza de esas relaciones. El libro comienza con la exposición de la teoría al respecto, a mi juicio, intuitivamente más accesible; se trata de la teoría “representacionalista”, que puede encontrarse, con variantes que se complementan entre sí, en la obra de Locke (capítulo IV) y en la de Frege (capítulo VI). (Entre'los dos capítulos metodológicos iniciales y éstos se incluyen capítulos eft que se introducen los conceptos y concepciones relacionados de la epistemología y de la metafísica.) La teoría representacionalista pretende asignar un balance apropiado a los tres vértices del triángulo. El siguiente estadio argumentativo requiere apreciar las dificultades para mantener este balance, que lleva a autores como Russell a enfatizar el vértice del mundo (capítulos VII-VIII), y a otros como el Wittgenstein del Tractatus a enfatizar el vértice del pensamiento —incluso a costa de hacer desaparecer el mundo de la representación, según la interpretación fenomenalista de esa obra que se defiende aquí— (capítulos IX-X). El “momento” siguiente incluye teorías, de aroma decididamente contemporáneo, que como las del Wittgenstein de las Investigaciones y la de Quine, enfatizan el vértice lingüístico a expensas de los otros dos (capítulos XI-XII). Los dos últimos capítulos están destinados a presentar una propuesta que permitiría res­ taurar el balance inicial, libre de los defectos del representacionalismo. No hace falta decir que ésta es una caracterización interesada de tal propuesta, que distará de parecer ajustada a los hechos para muchos. Evitaré decepciones si advierto desde ahora que no he pretendido justificarla, ni aproximadamente, con el detalle que sería preciso. Como dije, el objetivo de las páginas que siguen no es presentar mis propios puntos de vista, sino introducir a otros a la tarea apasionante de buscar soluciones tentativas para los problemas filosófi­ cos que suscita el lenguaje.

C apítulo I

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜISTÍCAS

En este primer capítulo introduciremos algunas nociones a las que poste­ riormente se dará un frecuente uso, tales como la distinción tipo/ejemplar, la distinción entre enunciados y proposiciones, la distinción entre sintaxis, semántica y pragmática y la distinción entre el uso y la mención de signos. La mayoría de las nociones que presentaremos recibirán ulterior clarificación en capítulos posteriores, desde la perspectiva de diferentes concepciones del len­ guaje. Este capítulo pretende sólo ofrecer el bagaje necesario para iniciar la discusión.

1.

Tipos y ejemplares

Si reparamos un momento en lo que decimos, observaremos que con el término ‘la séptima sinfonía de Beethoven’ no nos estamos refiriendo a enti­ dades de la misma naturaleza en las dos oraciones exhibidas a continuación: (1)

El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gusta particularmente.

(2)

Ayer asistí a la inauguración de la temporada de conciertos en el Palau, El segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven me gustó particularmente.

Mientras que en (2) estamos hablando de una particular versión de la sép­ tima sinfonía de Beethoven, una que se interpretó en un cierto lugar durante un cierto intervalo temporal, en ( 1 ) no nos referimos a ninguna interpretación particular, sino, por decirlo intuitivamente, a algo caracterizado por un con­ junto de rasgos o propiedades que todas las interpretaciones concretas de la sinfonía, por diferentes que en aspectos particulares puedan ser entre sí, tienen en común. Algo similar ocurre con ‘el Citroen ZX 1.6i aura’ en (3) y (4) y con ‘el rinoceronte en (5) y (6):

2

(3) (4) (5) (6)

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS cS sA S

El Citroen ZX El Citroen ZX ción. F,1 rinoceronte F.1rinoceronte

3

momento, nos basta para servirnos sin más de las nociones de tipo y ejemplar que tenga un contenido razonablemente distinto y que nosotros seamos capa­ ces de distinguir un tipo de un ejemplar en casos claros) podernos darla por supuesta, sin cuestionamos si la relación entre tipos y ejemplares debe enten­ derse en términos nominalistas, conceptualistas, realistas aristotélicos o realis­ tas platónicos. Esta capacidad nuestra se manifiesta, por ejemplo, en la habili­ dad que todos tenemos para apreciar la ambigüedad presente en enunciados como ‘Juan y Luis están leyendo el mismo libro’. (¿Están leyendo el mismo libro-tipo, o más bien el mismo libro-ejemplar!) Sin duda, desearíamos contar con mayor claridad; desearíamos saber, por ejemplo, si los tipos lingüísticos de que vamos a hablar repetidamente después deberían verse como “meros nom­ bres”, es decir, como teniendo una realidad creada arbitrariamente (como sos­ tienen los nominalistas a propósito de los universales en general); o si, más plausiblemente en este caso, aun teniendo una entidad menos arbitraria, son “meros conceptos”, debiendo esencialmente su realidad a aspectos de la men­ te humana (como sostendrían los conceptualistas) o como universales objeti­ vos, independientes de la mente y el lenguaje. Los signos lingüísticos admiten la distinción entre tipo y ejemplar. En esta página hay muchos ejemplares distintos de la misma letra-tipo, la primera letra del alfabeto español. En la primera frase de este párrafo, sin ir más lejos, hay tres. Las letras pueden servimos para hacer una observación que hemos guar­ dado hasta aquí, a saber, que un mismo particular puede ejemplificar muchos tipos distintos. Las tres letras a continuación: a, a, A ejemplifican diversos tipos. Como los tipos se identifican por una serie de rasgos generales, repeti­ dos en sus ejemplares, caracterizamos esos diversos tipos ejemplificados por las letras indicando los rasgos que los identifican: tenemos así el tipo primera letra del alfabeto español (ejemplificado por las tres), el tipo letra en cursiva (que sólo la segunda ejemplifica), el tipo letra en minúsculas (ejemplificado por la primera y por la segunda). El segundo de los particulares exhibidos antes ejemplifica, pues, estos tres distintos tipos. Si A y B son dos tipos ejemplifi­ cados por un particular, puede ser que uno de ellos sea, por así decirlo, una “versión” más abstracta del otro; esto es, que las propiedades o rasgos que identifican a uno (el más específico) incluyan propiamente a las que identifi­ can ai otro (el más genérico). Esto es lo que ocurre con los tipos primera letra del alfabeto español y primera letra del alfabeto español en mayúsculas. Pero no siempre tiene que ser así, como ilustran los tipos antes mencionados: nin­ guno de los tipos cursiva, minúscula, primera letra del alfabeto español es una versión más o menos abstracta de alguno de los otros. Son simplemente tipos distintos. La comunicación lingüística se efectúa mediante ejemplares: lo que llega a nuestros oídos o alcanza nuestras retinas son ejemplares. Pero sólo en la medida en que los ejemplares son ejemplares de ciertos tipos lingüísticos pue­ de producirse tal comunicación: hablando metafóricamente, sólo porque el hablante elige para transmitir sus pensamientos expresiones con rasgos reco­ nocibles por su audiencia puede típicamente producirse la comunicación. Aho-

1.6i aura tiene un buen coeficiente aerodinámico. 1.6i aura aparcado en doble fila obstaculiza la circula­ es un felino en extinción. atacó con furia a sus perseguidores.

Llamaremos tipos a entidades como aquellas a las que nos referimos en las oraciones (1), (3) y (5), por contraste con entidades como aquellas a las que nos referimos en las oraciones (2), (4) y (6), a las que llamaremos ejemplares. Si queremos formular con claridad la naturaleza de la diferencia (es decir, construir una teoría explicativa de la misma), lo primero que podemos decir para avanzar en esa dirección es que los tipos son entidades abstractas, mien­ tras que los ejemplares son entidades concretas. Con esto indicamos al menos dos cosas. La primera, que los ejemplares tienen ubicación en el espacio y en el tiempo, mientras que los tipos, como los números y las ideas platónicas, carecen de ella. La segunda, que los ejemplares, a diferencia de los tipos, cau­ san y son causados. Al rinoceronte del que se habla en (6) puede hacérsele una caricia, pero no al rinoceronte del que se habla en (5); el Citroen ZX 1.6i aura del que se habla en (4), pero no el mencionado en (3), puede producir un terri­ ble atasco; la séptima sinfonía de Beethoven mencionada en (2), pero no aque­ lla desque se habla en (1), puede romperle a alguien los tímpanos. Las nocio­ nes están sin embargo relacionadas: los ejemplares son ejemplares de algún tipo. La distinción entre tipo y ejemplar fue introducida por el filósofo nortea­ mericano Charles Sanders Peirce (y en la literatura se emplean frecuentemen­ te expresiones inglesas cuando se quiere recurrir a ella: type/token, en lugar de tipo/ejemplar). Sin embargo, está manifiestamente emparentada con una vieja distinción filosófica, la distinción entre universal y particular, entre las ideas platónicas y los objetos que “participan” de ellas. Los ejemplares tienen todas las características de los casos paradigmáticos de particulares (personas, árbo­ les, rocas): como ellos, son concretos y están espaciotemporalmente ubicados. Los tipos, por su parte, tienen todas las características de los universales. Como los universales, los tipos se identifican por rasgos o características generales que se pueden hallar, en el mismo momento de tiempo, ejemplificados en dis­ tintos lugares. En términos de esta distinción tradicional, podemos hacer una puntualización a lo dicho en el párrafo anterior que quizás el lector avisado haya encontrado necesaria. Aunque los tipos, como los universales, por su carácter “abstracto” no pueden intervenir en relaciones causales concretas, son perfectamente apropiados cuando de lo que se trata es de enunciar leyes o regu­ laridades causales (cf. V, § 1). Es así que podemos decir con perfecta propie­ dad, por ejemplo, que la séptima sinfonía de Beethoven me produce placer; y aquí es manifiestamente del tipo de lo que estamos hablando, no de ningún ejemplar concreto. Más adelante examinaremos algunos de los términos en que se plantea el debate tradicional sobre la naturaleza de los universales (cf. IV, § 3). Por el i

4

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

?,p ; LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

ra bien, lo que hablante y oyente conocían previamente al hecho de la comu­ nicación no puede ser la particularidad de los sonidos o signos gráficos que el hablante utiliza,-^ino rasgos generales que ellos poseen. Parece natural pensar, pues, que las teorías lingüísticas tratan de tipos, que son los tipos los que tie­ nen sintaxis o significado. Así parece manifestarlo nuestra práctica común: (7) trata de tipos, no de ejemplares: (7)

snow is white significa en inglés lo que la nieve es blanca significa en español.

Naturalmente, (7) trata también, indirectamente, de todos los ejemplares que son especímenes del tipo del que (7) trata directamente: una afirmación sobre tipos es, indirectamente, una afirmación sobre todos los ejemplares de ese tipo (al igual que una afirmación sobre universales es, indirectamente, una afirmación sobre los particulares que “participan” de ellos). Este hecho resul­ tará de gran importancia más adelante, cuando reparemos en que el dato inne­ gable de la dependencia del contexto extralíngüístíco del significado de muchas expresiones (por ejemplo, ‘tú’, ‘aquí’, etc.) nos fuerza a tomar en considera­ ción no sólo los tipos, sino también los ejemplares para una correcta com­ prensión del funcionamiento del lenguaje (VII, § 4). Que las teorías lingüísticas traten de tipos y sólo indirectamente de ejem­ plares quizás pueda justificarse mediante la siguiente reflexión. Los lenguajes de que se ocupan las teorías lingüísticas están conformados por expresiones que se usan de acuerdo con convenciones', los signos lingüísticos son herra­ mientas que (como las monedas, por ejemplo) tienen convencionalmente asig­ nados ciertos propósitos o funciones. Una de esas funciones, quizás la más significativa, es la de servir a la comunicación: permitir que un invididuo trans­ mita a otro una opinión que el primero tiene, o le dé instrucciones para llevar a cabo tareas que el primero desea que se ejecuten, etc. (Estas afirmaciones se elaboran en el capítulo XIV.) Ahora bien, los objetos tienen propósitos eonvencionalmente asignados en virtud de poseer características repetibles. Deci­ mos de un objeto que sirve a un propósito o que tiene convencionalmente una función por relación a características de ese objeto que son reproducibles, que pueden ser copiadas de un ejemplar a otro. De ahí que los signos sean, prime­ ro, signos-tipo. Un ejemplar no es repetible; sólo lo son aquellas característi­ cas suyas en virtud de las cuáles ejemplifica un cierto tipo.

2.

Objetivos explicativos de las teorías del lenguaje

En la introducción expusimos la naturaleza de las prácticas teóricas; más específicamente, la de aquellas que persiguen ofrecer explicaciones, de las que la ciencia ofrece casos paradigmáticos. Estas prácticas se caracterizan por ofre­ cer soluciones, en términos conceptualmente ampliativos (es decir, introdu­ ciendo para ello conceptos propios, teóricos) para ciertos problemas cognosci-

5-

tivamente independientes de la solución ofrecida. La corrección de estas expli­ caciones se justifica inductivamente, mediante un “argumento en favor de la mejor explicación”, sobre la base del mayor poder de la propuesta para prede­ cir hechos en el ámbito de los que constituyen el problema; particularmente, hechos que no hubiésemos podido prever sin ayuda de la explicación y de su específico material conceptual teórico. En los años recientes, los lingüistas (gracias, por encima de todo, a la inmensa aportación de Noam Chomsky) han dado razones suficientes para pensar que la lingüística podría ser una actividad teórica, en el sentido allí elucidado. Queremos ahora, para comenzar, indicar cuáles son los problemas que el estudio del lenguaje persigue solucionar. Resu­ miendo lo que vamos a explicar enseguida, el problema es hacer explícitas las i reglas, sólo tácitamente conocidas por los hablantes, en virtud de las cuales j ciertas propiedades lingüísticas sistemáticas o productivas, respecto de las cua- j les los usuarios tienen intuiciones relativamente claras, están determinadas a! partir de otras propiedades lingüísticas, en último extremo de propiedades no i sistemáticas. Con la expresión ‘lenguaje natural’ nos referiremos a lenguajes usados de hecho por comunidades de individuos, como el catalán, el inglés o el español. Los lenguajes naturales constan, en primer lugar, de un cierto número (que en lenguajes léxicamente ricos puede llegar a algunos cientos de miles) de pala­ bras, de un léxico o vocabulario. (Nos referimos a palabras-tipo, no a pala­ bras-ejemplar.) Las palabras, pues, son algunos de los objetos característicos del ámbito de estudio teórico de las disciplinas lingüísticas. Una de estas dis­ ciplinas, la morfología, se ocupa sólo de ellas. Parecería que hay poco o nada que explicar en lo que respecta a las palabras; parecería que todo lo que hay que hacer es enumerarlas, y una lista de objetos no es, ciertamente, una expli­ cación, salvo en un sentido muy laxo del término. Sin embargo, ya en este ámbito podemos encontrar preguntas interesantes, cuyas respuestas sí consti­ tuirían explicaciones. Para empezar, no está nada claro qué sea una palabra. La única definición más o menos precisa que se nos ocurre inicialmente es ésta: una palabra es una expresión que se debe escribir entre espacios. Esta defini­ ción no es satisfactoria, porque también los lenguajes que no se escriben tie­ nen palabras. Aun así, atengámonos a ella. Las palabras, en los diversos len­ guajes, exhiben estructura: por ejemplo, algunas tienen singular y plural, los verbos tienen diferentes formas, algunos adjetivos admiten la formación de un sustantivo abstracto correspondiente, etc. Estas estructuras en muchas ocasio­ nes se pueden construir de acuerdo con reglas generales. Dividiendo las pala­ bras en unidades más pequeñas, morfemas (éste es ya un concepto teórico), podemos formular tales reglas y ofrecer con ello explicaciones. Por otra parte, las palabras son, en primer lugar, tipos de sonidos (sólo en algunos lenguajes relativamente recientes tienen versiones gráficas). También la composición de sonidos para formar unidades mayores exhibe estructura (en algunos casos, una estructura presente en todos los lenguajes naturales). Atribuyendo a los sonidos propiedades teóricas (labial, dental, fricativa, etc.) podemos formular de un modo general las regularidades que tales estructuras ponen de manifiesto.

: ¿a :••

ó

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

.En ambos casos, el de la morfología y el de la fonología, encontramos ya un aspecto central de las propiedades lingüísticas, aspecto éste que constituye uno de los objetos característicos de explicación por parte de las teorías lin­ güísticas, cualquiera que sea su ámbito específico. Este aspecto es la sistematicidad de las propiedades lingüísticas. La propiedad de ser una palabra del español (una propiedad lingüística) es sistemática, en el sentido de que, típi­ camente, el que un objeto sea una palabra del español depende de que esté compuesto de modos específicos de objetos “más pequeños” con ciertas pro­ piedades (“típicamente” porque las palabras de una sola letra constituyen excepciones). Tomemos esta explicación como nuestra definición de la sistematicidad de una propiedad: una propiedad es sistemática si está en la natura­ leza de la propiedad el que su posesión por un objeto dependa generalmente de que el objeto esté compuesto de modos específicos a partir de otros objetos poseedores de propiedades específicas. ‘Sistemático’ se opone aquí a ‘asiste­ mático’; una propiedad lingüística es asistemática si su extensión (el conjunto de las entidades que tienen la propiedad) está dada por enumeración, median­ te una lista. Es sistemática si, en lugar de estar la extensión determinada mediante una lista, está determinada por reglas, que en último extremo hacen referencia a propiedades lingüísticas asistemáticas. Son propiedades lingüísti­ cas sistemáticas, por ejemplo, ser una palabra del español, o ser una oración gramatical del español. Un razonable proyecto de explicación es el de dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad de la que se sospecha que lo es. Dar cuenta de la sistematicidad de una propiedad requiere especificar los obje­ tos “más pequeños” (posiblemente introduciendo para ello conceptos teóricos), especificar sus propiedades relevantes (también posiblemente teóricas), y, en esos términos, indicar los modos en que se pueden combinar para dar lugar a los objetos “más grandes” (observables) poseedores de la propiedad sistemáti­ ca (también observable). Estas indicaciones constituyen las leyes o reglas de la ; teoría explicativa. Uno de los problemas centrales de la filosofía de la ciencia es el de clari­ ficar la noción de explicación. Éste es un problema del que, naturalmente, no podemos ocupamos aquí. Pero tampoco es razonable utilizar la noción con tan poco cuidado que cualquier cosa pueda contar como una explicación. En par­ ticular, muchos lectores podrían sentir que llamar “explicación” a una formu­ lación general de las reglas morfológicas del inglés o a una de sus reglas fono­ lógicas es ir más allá de lo que un uso razonable de la expresión permitiría. Quizás ‘descripción’ sería un término más apropiado para tales empresas. En defensa de nuestro uso de ‘explicación’ en este contexto podemos decir ahora i lo siguiente. Enunciar de manera explícita las reglas que determinan la estruc- j tura de los lenguajes naturales es articular un complejo sistema de convenció- \ nes. Ahora bien, una convención es una regularidad mantenida por una serie ! de expectativas recíprocas, conocidas por los miembros de una cierta comuni- / dad (XIV, § 3). Así, articular un complejo sistema de convenciones es articu-/ lar un complejo estado de conocimiento; el estado de conocimiento, podríamos ; decir, de un hablante idealmente competente. Pero articular, siquiera que sea,'

7

parcialmente, el sistema cognoscitivo que subyace a nuestro uso del lenguaje*! es, en cualquier representación aceptable del concepto, explicar. La sistematicidad de las propiedades lingüísticas tiene dos síntomas típi-' eos. Si alguien aprendiera meramente de memoria todas las palabras del espa­ ñol, su conocimiento de la propiedad de ser una palabra del español sería aún deficiente. Esto, se pondría de manifiesto en que, por ejemplo, si se introduje­ ra un nombre común nuevo en el español, bastaría la introducción de la pala­ bra en singular para que un hablante competente del español incorporase a la clase de las palabras del mismo no sólo el nombre común en singular explíci­ tamente introducido por la Real Academia de la Lengua, sino también la versión en plural (y seguramente muchas otras derivaciones, diminutivos, aumen- ' * tativos, etc.). Basta con que la Academia establezca que, a partir de ahora, ‘implementar’ es un verbo español —dando las pertinentes indicaciones sobre su uso— para que todos los hablantes competentes del español sepan que ‘implementé’, ‘implementarárí, etc., son todas ellas ipsofacto nuevas palabras castellanas. Es decir, porque la morfología del español es sistemática, la in­ corporación al mismo de un verbo en infinitivo es ya la incorporación de toda una serie de otras expresiones. Sin embargo, alguien cuyo conocimiento de la propiedad tenga meramente la forma de una lista aprendida de memoria, sim­ plemente en virtud de ese conocimiento (es decir, a menos que hubiera sido, capaz de inferir de la lista la correcta teoría morfológica), no sería capaz de! efectuar tal generalización. Un síntoma análogo de la sistematicidad de ser una palabra del español consiste en que, si se elimina una de las unidades léxicas cuya pertenencia al español está determinada por enumeración (por ejemplo, porque deja de usar­ se, o porque se conviene expresamente en hacerlo así), se eliminan ipsofacto del español muchas palabras: todas las que resultan de combinar la unidad eli­ minada con unidades que permanecen en el lenguaje. Estos dos síntomas son igualmente válidos cuando, en lugar de pensar en la ampliación o disminución del conjunto de unidades de un lenguaje en el sentido usual del término, pen­ samos en la ampliación o disminución del idiolecto que habla un individuo en un momento dado. Podemos resumir así los hechos sobre la sistematicidad de algunas pro­ piedades lingüísticas: Entre las propiedades lingüísticas (aquellas de que se ocupan predominante­ mente las teorías lingüísticas) las hay sistemáticas y asistemáticas. La exten­ sión de las propiedades asistemáticas está determinada por enumeración. La de las propiedades sistemáticas está determinada mediante reglas que hacen referencia a las propiedades asistemáticas. Para aumentar o disminuir el len­ guaje que habla una población o el idiolecto que usa un individuo en un momento dado con un caso de una propiedad asistemática es preciso intro­ ducir expresamente el uso de ese caso, o retirar expresamente del usó ese caso. Introducidos expresamente en un lenguaje casos de propiedades asiste-

1

8

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

máticas —70 removidos expresamente de un lenguaje casos de propiedades asistemáticas—, se han introducido necesariamente con ello — o se han removido:— casos de propiedades sistemáticas no expresamente contempla­ dos al hacerlo. Así pues, habida cuenta de que ser una palabra del español es una pro­ piedad sistemática y de que dar cuenta de tal sistematicídad es-una empresa teóricamente pertinente, se comprende que ya las teorías morfológicas se sir­ van de nociones teóricas. Una teoría morfológica del español, por ejemplo, introducirá dos morfemas para el plural, una serie de morfemas-raíz detrás de los que esos morfemas se pueden adjuntar, y reglas generales para adjuntar uno u otro en función de los sonidos finales del morfema-raíz. Relativamente al ámbito explicativo de la morfología, pues, los morfemas y sus modos posibles de combinación {poner delante, poner detrás, etc.) son objetos teóricos, y tam­ bién lo son aquellas de sus propiedades invocadas en las reglas de cons­ trucción, las leyes o reglas postuladas por la morfología del español. Los datos empíricos que se utilizan para la elaboración de una teoría mor­ fológica consisten primariamente en intuiciones de los hablantes del lenguaje sobre la estructura de las palabras del mismo. (Sólo “primariamente”: es con­ siguiente al carácter explicativo de las teorías lingüísticas el que no tenga sen­ tido imponer restricciones a priori sobre qué datos empíricos puedan servir para contrastarlas o refutarlas. Chomsky ha venido defendiendo, a mi juicio de manera convincente, que determinados hechos sobre el aprendizaje del len­ guaje son también datos empíricos que una buena teoría debe explicar.)1 El lin­ güista puede recurrir a sus intuiciones, o a las de los otros hablantes del len­ guaje, sobre cuál sería el pretérito perfecto de un supuesto nuevo verbo; al menos, puede recurrir a esas intuiciones cuando conciernen a casos claros. Las predicciones de su teoría serán de este mismo tipo, y habrán de ser confronta­ das con las intuiciones de los hablantes. Al igual que ocurre con otras disci­ plinas científicas, los elementos empíricos (las intuiciones de los hablantes) pueden en ocasiones ser corregidos por la teoría, cuando están en contradic­ ción con ella, en lugar de ser la teoría corregida por los datos empíricos. Las palabras no son, sin embargo, los objetos teóricamente privilegiados en el estudio de los lenguajes naturales, en el sentido de que no son los po­ seedores de las propiedades observables que nos permiten formular los pro­ blemas, las perplejidades, que las disciplinas lingüísticas más características (y más interesantes para la filosofía) persiguen resolver. Si, en lugar de la defi­ nición inapropiada de ‘palabra’ en que nos hemos apoyado para esta discusión, tratásemos de construir una más satisfactoria (una válida también para lengua­ jes exclusivamente orales), apreciaríamos hasta qué punto las palabras son objetos relativamente abstractos, ellos mismos altamente teóricos respecto de

l.

Cf. Jerry Fodor, “Some Notes on What Linguistics Is about”.

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

-9;

los objetos con los que habríamos de empezar el estudio teórico del lenguaje. De hecho, sólo nuestra gran familiaridad con nuestro propio lenguaje materno' (y particularmente con su versión escrita) explica que la división de los frag­ mentos más largos de discurso en palabras nos parezca tan “natural”. Pense­ mos, por contra, en lo difícil que nos resulta hacer esta misma distinción cuan­ do oímos una frase en una lengua que no dominamos plenamente, o en las difi­ cultades que encuentran para llevar a cabo esa misma tarea incluso respecto de su lengua materna quienes no están familiarizados con el lenguaje escrito. En rigor, la noción de palabra sólo tiene un sentido preciso relativamente a com­ plejas consideraciones sintácticas y semánticas. Si descubriésemos una co­ munidad de seres que parecen utilizar un lenguaje, no serían las palabras de ese lenguaje los objetos con los que primero tropezaríamos; a ellas llegaríamos a través de una serie de pasos de abstracción teórica. Lo que observaríamos sería actos lingüísticos, acciones tales como expresar opiniones, ofrecer infor­ mación, preguntar, dar órdenes, etc. Éstos actos se llevan a cabo con oracio­ nes. Diremos, siguiendo una propuesta de Wittgenstein, que una oración es la unidad mínima con la que podemos llevar a cabo una de estas acciones lin­ güísticas. En este sentido, ‘Juan’, proferida en ciertos contextos, bien puede ser una oración —por cuanto se puede utilizar para llevar a cabo acciones típica­ mente lingüísticas, tales como llamar a Juan o responder a una pregunta (“¿quién se comió el pastel?”). Son las oraciones (oraciones-tipo, no oracio­ nes-ejemplar), típicamente construidas a partir de varias palabras, las entida­ des epistémicamente básicas el estudio del lenguaje. Las oraciones del español son típicamente combinaciones de palabras,; pero no toda combinación de palabras castellanas es una oración castellana. ] ‘Sergi come papilla’ es una oración castellana, pero no lo es ‘Sergi comen S papillas’, ni tampoco ‘Sergi me propuso de que me fuera al cine con él’. Estas I últimas son combinaciones agramaticales de palabras castellanas. Las oracio- J nes castellanas tienen, pues, la propiedad de ser gramaticales. La sintaxis es la actividad teórica que trata de explicar en qué consiste la gramaticalidad de las oraciones. Mucho más aún que en el caso de las palabras, es fácil observar que ésta es una propiedad sistemática. El mismo test que mencionamos antes lo pone de manifiesto. La mera introducción del verbo ‘impiementar’, efectuada junto con las pertinentes indicaciones sobre su uso, basta para que ‘Sergi implemento el programa’ pase a ser una nueva oración gramatical del español; no es precisa ninguna nueva regla al respecto. La única explicación de esto ha de ser que la gramaticalidad y la agramaticalidad dependen de que las oracio­ nes estén o no compuestas, de modos específicos, de entidades más pequeñas, poseedoras de ciertas propiedades. Una explicación satisfactoria de la grama- : ticalidad debe dar cuenta de esta sistematicídad, y tal es el objetivo prioritario ;■ de una teoría sintáctica.* 2 2. En la lingüística contemporánea se distingue usualmente la sintaxis del español de la sititaxis, sin más. Esta distinción la motiva la creencia de que es posible dar una descripción general de ciertos aspectos de la sintaxis de todo lenguaje natural humano.

10

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

La gramaticalidad no es sólo una propiedad sistemática, sino que es tam­ bién una propiedad productiva. Una propiedad es productiva si los hechos de los que depende que se aplique o no a algo hacen que la propiedad la tenga necesariamente un número infinito de objetos. Una propiedad definida median­ te un procedimiento recursivo es un caso típico de propiedad productiva. La oración ‘el amigo de Juan es chino’ es gramatical en español; también lo es ‘el amigo del amigo de Juan es chino’; también lo es ‘el amigo del amigo del ami­ go de Juan es chino’, etc. Y no parece haber ningún límite al número de repe­ ticiones de la expresión ‘el amigo de(l)’, tal que cualquier oración en la serie cuyo comienzo hemos indicado, construida usando un número mayor que ése de repeticiones de la expresión, sería gramaticalmente incorrecta. Es cierto que, a partir de un número pequeño de repeticiones, de la expresión ‘el amigo de(l)’, ya no somos capaces de saber si la oración es o no gramatical: la ora­ ción se hace demasiado larga como para que seamos capaces de “procesarla”. Pero parece razonable decir que las razones por las que esto ocurre (limitacio­ nes psicológicas y físicas de los seres humanos) no tienen nada que ver con las razones por las que una oración es gramatical o no lo es. Por el contrario, si comparamos dos oraciones de la serie que nos parezcan manifiestamente gra­ maticales, una con un número n + 1 de apariciones sucesivas de la expresión ‘el amigo de(l)’ y la otra la inmediatamente anterior en la serie, aquella que contiene n apariciones de la expresión mencionada, nos sentimos inclinados a pensar que las razones por las que ambas oraciones son de hecho gramatica­ les, cualesquiera que éstas sean, determinarían que, dada una oración cual­ quiera en la serie que sea gramatical, la que contiene exactamente una apari­ ción más que ella de la expresión ‘el amigo de(l)’ debe ser también gramati­ cal. Obtenemos así una serie infinita de oraciones, todas ellas gramaticales. Si una propiedad es productiva, es también sistemática: el que se aplique" o no a uno de los objetos en su dominio depende de que éste esté compuesto de modos específicos de otros objetos poseedores de ciertas propiedades. No cabe explicar de otro modo el que una propiedad se aplique necesariamente a un número ilimitado de objetos. El condicional converso no tiene por qué ser verdadero. La propiedad de ser una oración de ciertos lenguajes primitivos (códigos que se utilizan para fines muy específicos), o de ciertos lenguajes arti­ ficiales, es sistemática (por razones como las que se han discutido ante­ riormente) pero no productiva, porque el número de oraciones que se pueden construir con las regias sintácticas de esos lenguajes es finito. La propiedad de ser una adjetivo del español es no sólo sistemática, sino también productiva. No tenemos más que considerar los adjetivos numerales cardinales (o ios or­ dinales): ‘uno’, ‘dos’, ..., ‘diez’, ‘once’, ..., ‘cien’, ..., ‘ciento diez’, ..., .... La sistematicidad que hay implícita en esta serie es productiva; no hay ningún límite razonable que pueda imponerse a los mecanismos de construcción implí­ citos en la serie más allá del cual pueda decirse que no hay más cardinales españoles: por el contrario, hay cardinales españoles que no tendríamos tiem­ po de pronunciar, ni siquiera si empleásemos para ello cada segundo de la vida de cada miembro de la especie humana.

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

11

Si la sintaxis se ocupa de explicar la gramaticalidad de las oraciones, dan­ do cuenta de la sistematicidad (y la productividad) de esa propiedad, la semán­ tica se ocupa de otra propiedad, también productiva, de las oraciones. Más específicamente: distingamos, de entre las oraciones, los enunciados. ‘¿Cierra Víctor la puerta?’, ‘¡Víctor, cierra la puerta!’ y ‘Víctor cierra la puerta’ son todas ellas oraciones, pero sólo la tercera es un enunciado. Un enunciado es una oración respecto de la cual podemos preguntamos si es verdadera o falsa, una oración que se utiliza convencionalmente para efectuar actos lingüísticos tales como aseveraciones. Los enunciados “dicen” algo. Diferentes enunciados pueden “decir” lo mismo: ‘Víctor cerró la puerta’ y ‘Víctor closed the door’ son diferentes enunciados, pero “dicen” lo mismo. El mismo enunciado puede “decir” cosas distintas; así ocurre con ‘yo cérre la puerta’, cuando lo usan diferentes personas, o con ‘vi a Juan con los. prismáticos’, que puede utilizar­ se para decir que la persona que habla, valiéndose de unos prismáticos, vio a Juan, o que la persona que habla vio a Juan llevando unos prismáticos. A eso que los enunciados “dicen” —sin preguntamos más por el momento acerca de su naturaleza, de la que habremos de ocuparnos por extenso en páginas suce­ sivas— le llamaremos proposición. Pues bien, expresar una proposición es una propiedad semántica funda­ mental de los enunciados. Y es también una propiedad sistemática y producti­ va. La introducción de la nueva palabra ‘implementar’ no sólo daría lugar a un sinnúmero de nuevas oraciones gramaticales, sino que; también produciría un sinnúmero de nuevos enunciados, cada uno de los cuáles expresaría una determinada proposición. No sólo será ‘Sergi implemento el programa’ una nueva oración gramatical, por el mero hecho de haber sido introducida la nue­ va palabra, sino que esta oración expresará una determinada proposición. Debemos concluir, pues, que un enunciado expresa una cierta proposición en virtud de que el enunciado está compuesto, de ciertos modos, de unidades sig­ nificativas más pequeñas, y de que esas unidades más pequeñas tienen ciertas propiedades. Una teoría semántica aspira a hacer explícitas tales regularidades. La misma tesis se puede justificar invocando esta vez la productividad con la misma serie que antes, ‘el amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo de Juan es chino’, ‘el amigo del amigo del amigo de Juan es chino’, etc., esta vez desde el punto de vista semántico: cada una de esas oraciones expresa una cier­ ta proposición, y no parece razonable poner un límite al número de oraciones en esa serie, cada una de las cuales expresa una proposición distintiva. La sistematicidad de propiedades lingüísticas como ser gramatical y expresar una determinada proposición constituye la razón fundamental por la que buscamos teorías sintácticas y semánticas. Los lingüistas contemporáneos ' influidos por Chomsky insisten frecuentemente en que nuestro conocimiento ; del lenguaje es creativo, en que a cada momento realizamos la hazaña de entender oraciones que nunca antes habíamos oído y de proferir oraciones que i nunca nadie había dicho. Y esto es sin duda cierto. Se apunta con ello a algo i más básico, que explica nuestra indudable creatividad lingüística: a saber, que nuestro conocimiento del lenguaje es el conocimiento de propiedades siste-j

12

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

máticas, y de su sistematicidad. Es así que podemos ir “más allá” de las ora| dones que oímos cuando aprendimos nuestra lengua. Podemos ir más allá, en Iel sentido de que podemos decir y entender oraciones que no estaban entre i aquellas que nos sirvieron para aprender a usar las lenguas que dominamos. 1 No podemos ir más allá, en el sentido de que no podemos trascender la i sistematicidad ya presente en ese corpas de partida: no podemos producir ni j comprender más oraciones que aquellas que las reglas del español permiten i construir con significados específicos, a partir de las unidades cuyo significa: do está determinado por enumeración. La creatividad lingüística consiste en el i hecho de que un Zeus que hubiera llevado a cabo la tarea a nosotros vedada de aprender de memoria la lista infinita de las oraciones gramaticales del espa! ñol con su significado, no sabría sin embargo lo que nosotros sabemos del español. Esta ignorancia se pondría de manifiesto con la mera introducción de una nueva palabra: Zeus no sabría construir nuevas oraciones significativas combinando la nueva palabra con las viejas; nosotros sí. (A menos, claro está, que Zeus supiese algo más que la mera lista, es decir, que a partir de la lista (hubiese inferido las reglas sintácticas y semánticas que la determinan.) Las teo­ rías sintácticas y semánticas aspiran a hacer explícito ese conocimiento nues­ tro, la estructura del lenguaje. El hecho que plantea el prqblema fundamental que las teorías lingüísticas pretenden explicar es, pues, el de la sistematicidad del significado de las ora­ ciones? Una unidad léxica es la unidad mínima con significado de un lengua-i je; el significado de las unidades léxicas está dado por enumeración. El signi­ ficado de las unidades léxicas es, pues, una propiedad asistemática. Los crite­ rios que ya conocemos ponen de manifiesto la sistematicidad del significado de las oraciones. Si se ampliase un lenguaje natural (o el idiolecto de una per­ sona), añadiendo una nueva unidad léxica, y dotándola de significado, existi­ rían muchas oraciones no expresamente contempladas al llevar a cabo la amplia­ ción —oraciones formadas por la nueva unidad, en combinación con viejas uni­ dades léxicas— que tendrían ipso facto significados específicos. Esto sería inex­ plicable si el significado de las oraciones de los lenguajes naturales no estuvie­ ra determinado por reglas. Análogamente, la eliminación de una unidad léxica de un lenguaje natural (por desuso, o por otro motivo) o del idiolecto de una per­ sona (por olvido quizás) tiene como consecuencia la eliminación de muchas ora­ ciones en que esa unidad se combina con otras que permanecen en el lenguaje. Obsérvese que, si bien cabe decir que se ha eliminado del lenguaje por desuso (o del idiolecto por olvido) la unidad léxica, no cabe decir igualmente que se han dejado de usar en el lenguaje las oraciones removidas al eliminar la uni­ dad, pues quizás no se habían usado nunca; ni cabe decir que el hablante del3

3. También el de la productividad; pero, dado que la productividad implica la sistematicidad, pero no a la inversa, es menos arriesgado afirmar que los lenguajes naturales son sistemáticos que afirmar que son productivos. Como se verá más adelante, basta que el lenguaje natural sea sistemático para defender que las teorías lingüísticas son teorías genuinamente explicativas — que es lo que en último extremo está en juego cuando se pone en cuestión la pro­ ductividad del lenguaje— . Quiero hacer constar, no obstante, que yo mismo no tengo duda alguna sobre el carácter no sólo sistemático, sino también productivo de los lenguaje naturales.

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

13

idiolecto ha “olvidado” el significado de las oraciones al olvidar el significado de la unidad, pues quizás nunca había tenido presente siquiera que esas ora­ ciones tenían ese significado. De nuevo, esto sería inexplicable si el significa­ do de las oraciones de los lenguajes naturales no estuviera determinado por reglas. El problema fundamental que las teorías lingüísticas persiguen resolver es, pues, éste: ¿cuáles son las reglas que establecen, a partir de unidades dadas por enumeración, qué oraciones pertenecen a un lenguaje dado, y cuál es su significado? Una explicación lingüística es una enunciación de esas reglas; y para confirmar o refutar una explicación así utilizamos como datos empíricos primarios las intuiciones de los hablantes de la lengua en cuestión relativas a predicciones de la teoría (particularmente, predicciones novedosas) sobre qué oraciones se pueden construir en esa lengua y qué significado tienen. Nuestro conocimiento del lenguaje es creativo también en un sentido dis­ tinto, que conviene no confundir con el anterior. En una canción de Joaquín Sabina encontramos la siguiente afirmación: “huyendo del frío, busqué en las rebajas de enero, y encontré una morena bajita que no estaba mal”. Tomada literalmente (es decir, considerando la proposición que este enunciado conven­ cionalmente expresa), esta afirmación tiene que ser falsa: buscando entre los | artículos rebajados en las rebajas de enero no se encuentra uno morenas baji-i tas que no están mal. Sin embargo, el contexto —el resto de la canción— nos; i permite entender que la proposición que Sabina expresa es la que se podría; expresar literalmente con este otro enunciado: “huyendo de la soledad, contes- \ té a algunos anuncios de la sección de contactos personales en una revista, y j así trabé relación con una morena bajita de buena apariencia física”. Sabina i consigue decir esto con una oración que dice otra cosa, y al hacerlo lleva a cabo algo susceptible de ser considerado estéticamente valioso. Por ejemplo, nos hace ver una cierta relación —cuya existencia quizás no habíamos sospe­ chado— entre la situación literalmente descrita por la oración que emplea (la situación de rebuscar en las rebajas de enero), y la situación que realmente quiere describir (contestar un anuncio en la sección de “contactos” de una revista). Y, lo que es estéticamente más importante, lo hace sin decir expresa­ mente que lo hace, sino dejando a nuestro ingenio el establecer esa relación: pues es aquí donde reside cualquier virtud estética que pueda tener; es este as­ pecto el que se pierde cuando la idea se enuncia literalmente. Los chistes, las ironías, los sarcasmos, las metáforas, todos ellos son casos de uso creativo del lenguaje en este nuevo sentido. La pragmática, tal y como aquí usaré el con­ cepto, es.la subdisciplina lingüística que se encarga de estudiar estos fe-¡ nómenos. Aunque no cabe hablar de sistematicidad aquí, no por ello dejan de i existir generalizaciones explicativas también en este terreno. —I En lingüística se tiende a utilizar ‘pragmática’ para el estudio de todos los fenómenos que tienen que ver con el “uso”, y se ubica en el ámbito pragmáti­ co, por ejemplo, el estudio de las “fuerzas ilocutivas” que distinguen a los dife­ rentes tipos de actos lingüísticos (aseverar, ordenar, preguntar, etc., cf. XIII, § 2) y el de los indéxicos o deícticos (‘yo’, ‘esto’, ‘ahora’, etc., cf. VII, § 4), En el sentido que en este texto se da al término, sin embargo, el estudio del fundo-

14

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

ríamiento convencional de los indicadores de la fuerza ilocutiva‘(la forma indi­ cativa, imperativa, interrogativa, etc., de las oraciones) y el de los deícticos per­ tenece a la semántica, y no a la pragmática. La clasificación usual en lingüís­ tica no es razonable; pues, en último extremo, todos los fenómenos lingüísti­ cos tienen que ver con el “uso”, con la acción humana (XTV). La distinción interesante, si queremos disponer de una taxonomía razonable de las tareas explicativas relacionadas con el lenguaje, es la distinción entre fenómenos semánticos convencionales (de que se ocupa la semántica) y fenómenos semán­ ticos no convencionales (de que se ocupa la pragmática). Los objetos de que se ocupa la pragmática no son abstracciones como las oraciones o las proposiciones. Los objetos de la pragmática son las preferen­ cias, los actos de uso de signos lingüísticos en contextos concretos con ciertos fines racionales. Desde un punto de vista epistemológico (“en el orden del conocimiento”), en el principio son las proferencias, las emisiones concretas de signos-ejemplar llevadas a cabo con particulares intenciones, comunicativas o de otro tipo. Como se dijo antes, lo patentemente observable en el caso del lenguaje, aqu'ello con que primero nos toparíamos si descubriésemos una nue­ va comunidad de usuarios de un lenguaje—y aquello sobre lo que nuestras intuiciones lingüísticas son claras— son actividades lingüísticas concretas. Desde un punto de vista teórico u ontológico, sin embargo, la pragmática presupone la semántica: es porque la oración ‘huyendo del frío, busqué en las rebajas de enero, y encontré una morena chiquita que no estaba mal’ tiene ya, convencionalmente, un cierto significado, porque expresa una determinada proposición, que Sabina puede arreglárselas para decir otra cosa con ella, para crear un nuevo significado. Alguien que no entienda el significado literal o convencional de la oración será incapaz de entender lo que Sabina quiere decir con ella, captando al hacerlo el efecto artístico que él quiere conseguir. Y es \ la semántica la que determina el significado convencional de la oración, la pro- I posición que expresa literalmente. Por otro lado, la semántica es teóricamente j independiente de la pragmática: para explicar qué proposición expresa cada I enunciado no es preciso indicar qué otras proposiciones se puede conseguir, j pragmáticamente, que exprese.3

3.

Uso y mención de signos

En esta sección queremos llamar la atención sobre una diferencia cuya no apreciación suele provocar confusión, particularmente cuando, como a lo lar­ go de esta obra, nuestro discurso es “metalingüístico”; es decir, cuando versa él mismo sobre el lenguaje: la diferencia entre el uso y la mención de signos. Para hablar (o escribir) de las cosas hemos de mencionarlas, y para mencio­ narlas usamos palabras (signos sonoros o gráficos). Pero las palabras son tam­ bién “cosas”, y están entre las cosas que en ocasiones queremos mencionar. Por ejemplo, en (1) menciono la espada de Artús, y para ello uso la expresión que es el sujeto gramatical de esa oración. En (2), sin embargo, lo que preten-

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

15

do mencionar no es la espada de Artús, sino la palabra que usé en ( 1 ) para mencionar tal espada. De otro modo, (2) sería patentemente falso (además de absurdo), porque las espadas carecen de sílabas. (1)

Excalibur fue extraída de una roca por Artús.

(2)

Excalibur está compuesta por cuatro sílabas.

Sin embargo, para mencionar la palabra he usado en (2) la misma palabra que en ( 1) usé para referirme a la espada. En ( 1) la palabra ‘Excalibur’ ha sido usada, pero en (2) ha sido a la vez usada y mencionada. Esta práctica puede inducir a confusión, pues hay en ella una equivocidad similar a la que existe en el caso de la palabra Aristóteles, usada en (3) para mencionar al famoso filó­ sofo griego del siglo rv a. de C. y en (4), sin embargo,- para mencionar al famo­ so millonario griego de nuestro siglo (so pena de que uno de los dos enuncia­ dos, o ambos, sea falso), (3)

Aristóteles fue maestro de Alejandro Magno.

(4)

Aristóteles se casó con la esposa de John F. Kennedy.

Otra equivocidad familiar es la que existe en el caso de la palabra ‘banco’. Para evitar la equivocidad, podríamos simplemente utilizar otra palabra cuando queramos mencionar la palabra que es el sujeto de ( 1 ), una distinta a la que usamos cuando queremos mencionar la espada de Artús. Podríamos, por ejemplo, bautizar Heathcliff al famoso nombre de la espada de Artús usado en ( 1) para mencionar dicha espada. (Heathcliff sería, así un nombre de una expre­ sión-tipo, a saber, del nombre de la espada, no un nombre de la espada misma; y no de cualquier nombre de la espada —que naturalmente puede tener otros— sino del usado en (1) para mencionarla.) Pero este procedimiento sería muy poco útil, puesto que no es sistemático: si ahora quiero mencionar el nombre que acabo de introducir para mencionar al nombre de la espada de Artús usa­ do en ( 1) (por ejemplo, con el fin de decir de él que tiene diez letras), tendría que introducir una nueva palabra. En general, para cada expresión que quera­ mos mencionar, habríamos de estipular un nuevo nombre. En lugar de eso, en el lenguaje escrito recurrimos (cuando escribimos con propiedad) al expedien­ te de las comillas. Otro expediente similar al que recurrimos en el lenguaje escrito para nom­ brar una expresión es ponerla en bastardilla; eso es justamente lo que he hecho antes, cuando he introducido el nombre ‘Heathcliff’. Cuando se dice unas lí­ neas más arriba “si ahora quiero mencionar el nombre que acabo de introdu­ cir ...” el lector habrá advertido quizás que esa hipótesis ya se había dado unas líneas antes en el mismo párrafo; pues cuando introduje el nombre del nombre de la espada, ‘Heathcliff’, no lo usé, sino que hablé de él, lo mencioné. Como quería mencionar ‘Heathcliff’ (en lugar de usarlo para referirme con él a

16

‘Excalibur’), lo puse en cursiva. En el lenguaje hablado recurrimos al énfasis para distinguir uso y mención, o simplemente descansamos en el contexto. Para mencionar una expresión, pues, la escribimos entre comillas. Propia­ mente escrito de acuerdo con esta convención, (2) hubiera figurado así: (2')

‘Excalibur’ está compuesta por cuatro sílabas.

De modo que ahora ya no hay lugar a la equivocidad, por cuanto los sujetos de ( 1) y (2') no sólo nombran cosas distintas, sino que son también ellos mis­ mos palabras distintas. En este trabajo hemos seguido hasta ahora la convención de entrecomillar mediante comillas simples las expresiones cuando queremos mencionarlas, en lugar de usarlas del modo habitual. Será útil que examinemos más de cerca esta convención. Ningún recurso lingüístico parece tan simple como el de las citas. Y, ciertamente, se trata de un mecanismo simple, en comparación con otros. Pero, como ,se puede ver examinando el próximo capítulo, ya aquí el desa­ cuerdo teórico es significativo: alguien podría pensar que en los párrafos anteriores se ha dicho todo lo que es preciso decir sobre ellas, pero ese pensa­ miento sería ingenuo. Cualquier investigación sobre el lenguaje conlleva cons­ tantemente la mención de expresiones. Un mayor grado de explicitud en nues­ tro dominio de esta herramienta redundará en una mejor disposición a evitar frecuentes confusiones que su uso provoca.4 Dos aspectos de la distinción entre el uso y la mención de una expresión requieren comentario, uno sintáctico y otro semántico. El aspecto sintáctico es que las expresiones entrecomilladas son nombres (o sintagmas nominales, como dicen los gramáticos), sea cual fuere la función sintáctica de las ex­ presiones flanquedas por las comillas en las oraciones en que tienen su uso habitual. En el ejemplo anterior, la expresión flanqueada por las comillas era también un nombre, pero, en general, la expresión mencionada puede pertene­ cer a cualquier categoría: un verbo, un adjetivo, una oración completa, como en (5), o incluso una expresión que ni siquiera es una palabra; en cualquiera de esos casos, la expresión resultante de entrecomillarlas es, sintácticamente, un nombre: (5)

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

‘El azafrán es caro’ es una oración castellana.

El aspecto semántico es correlativo al sintáctico. La expresión flanqueada por las comillas no sólo no tiene su función sintáctica habitual cuando apare­ ce entrecomillada, sino que tampoco ejerce su función semántica habitual. La expresión que es el sujeto de ( 1 ) tiene como función semántica habitual justa­ mente la que tiene en (1), a saber, mencionar una cierta espada. Pero carece por completo de esta función en (2'). (2 ') no trata de espadas en absoluto, sino 4. En esta sección expongo la teoría de las citas que yo mismo considero correcta. Esta teoría se propuso ori­ ginalmente con el fin de superar los problemas de las teorías que se examinan en el próximo capítulo.

17

de palabras. Del mismo modo, la expresión flanqueada por comillas en (5) .tie­ ne usualmente la función de expresar un aserto sobre el precio de una cierta especia; pero tal función semántica no tiene nada que ver con su papel en (5), que no trata en absoluto de economía ni de especias. Una cita, pues, consta en el lenguaje escrito de una expresión de cualquier tipo flanqueada de comillas, y el todo constituye sintácticamente un nombre. La única función semántica de las expresiones que aparecen flanqueadas de comillas en una oración (esto es, mencionadas), sea cual sea la función que tie­ nen habitualmente (cuando están usadas), es, por así decirlo, la de exhibirse a sí mismas. La teoría más simple de las citas que se nos ocurre formularía la regla semántica para las citas de este modo: dada una expresión-tipo cual­ quiera, la expresión-tipo que la contiene flanqueada por un par de comillas es una nueva expresión que nombra a la primera. Denominemos la teoría natu­ ral a esta caracterización del significado de ¡as citas. La teoría natural, sin embargo, no parece ser correcta, por la siguiente razón: como vimos en la sección primera, un mismo ejemplar puede ejempli­ ficar muchos tipos distintos. Pues bien, entrecomillando un ejemplar de una expresión, podemos referimos a cualquiera de los tipos que ese ejemplar ejem­ plifica. «‘Excalibur’», en «‘Excalibur’ nombra una espada famosa», por un lado, y en «‘EXCALIBUR’ sólo contiene letras mayúsculas», por otro, no designa la misma expresión-tipo. Ésta es, pues, una razón empírica para recha­ zar la teoría natural. Pues esa teoría presupone que las citas son unívocas, refi­ riendo siempre al tipo más abstracto ejemplificado por la expresión entreco­ millada. Una teoría más ajustada a los hechos (a la que denominaremos teoría davidsoniana) formularía la regla así: dada una expresión cualquiera, el resul­ tado de incluir entre comillas un ejemplar suyo es una nueva expresión que se usa para mencionar alguno de los tipos ejemplificados por el ejemplar; el con­ texto debe determinar cuál. El problema ahora es que la regla no especifica, por sí sola, qué designa una cita. Son factores contextúales (el contexto lin­ güístico en el ejemplo anterior, el contexto extralingüístico en otros casos) los que acaban de determinar a cuál de los varios tipos ejemplificados por la expre­ sión citada queremos referimos. Pero el defecto no está en la teoría; tales pare­ cen ser los hechos semánticos sobre el uso de las comillas.3 La teoría davidsoniana no toma en consideración para nada la función semántica usual de la expresión flanqueada por las comillas; la expresión pue­ de no tener ninguna. La regla sólo menciona la expresión misma. Ésta es una nueva virtud de la teoría, pues cuando decimos “‘urububú’ no es una palabra castellana” la expresión mencionada no tiene ninguna función semántica. En una expresión entrecomillada, las comillas están para decimos que la función semántica de la expresión flanqueada por ellas en el todo no es la usual (qui­ zás la expresión en cuestión ni siquiera tiene una función semántica usual­ mente). La cita toda (la expresión entrecomillada y las comillas) tiene la fun5.

La explicación aquí ofrecida del funcionamiento de las comillas está tomada de Donald Davidson, “Quo-

18

LAS PALABRAS, LAS IDEAS Y LAS COSAS

LOS OBJETIVOS EXPLICATIVOS DE LAS TEORÍAS LINGÜÍSTICAS

ción de mencionar una expresión. Y la función de la expresión que va dentro de las comillas es la de permitimos determinar —con ayuda del contexto— cuál es la expresión mencionada en ese caso particular. Las expresiones entrecomilladas funcionan semánticamente en cierto modo como los jeroglíficos. En éstos, el sig­ no guarda con su significado una relación de similitud —y no una meramente convencional, como la que existe entre la palabra ‘Barcelona’ y la ciudad. En las expresiones entrecomilladas, el ejemplar que aparece flanqueado por las comi­ llas nos permite inferir el significado de la expresión entrecomillada completa en virtud también de relaciones no convencionales; en este caso, la relación queexiste entre el tipo al que la cita hace referencia, y el ejemplar que se ofrece, den­ tro de las comillas, para que la audiencia infiera por sí misma aquél. ■ El lector puede comprobar que la regla mediante la que la teoría davidsoniana recoge el funcionamiento semántico de las citas determina un mecanis­ mo semántico productivo. Ello se debe a que se trata de una regla semántica recursiva, es decir, una regla que se aplica a los resultados de aplicarla. Pues, como una expresión entrecomillada es ella misma una expresión, puede a su vez ser mencionada a través del mismo expediente del entrecomillado, ca­ racterizado por la regla, y así sucesivamente: ‘Excalibur’, “Excalibur” , ‘“Excalibur”’... . O, mejor, cambiando estratégicamente mientras sea posible la tipografía de las comillas, para evitar confusiones cuando la expresión entre­ comillada es ella misma la cita de otra expresión (como hemos hecho ya ante­ riormente, y continuaremos haciendo en adelante): ‘Excalibur’, «‘Excalibur’», “«‘Excalibur’»”, etc. Nuestra única regla asigna a cada una de estas expresio­ nes (y a cada una de las que podemos construir de modo similar) un signifi­ cado preciso (y uno diferente en cada caso). Esta es, por consiguiente, una nue­ va virtud de esta modesta teoría. Si contamos las comillas entre las letras de nuestro alfabeto, podemos decir: ‘Excalibur’ es un nombre de Excalibur, la espada de Artús, y tiene nue­ ve letras: ‘E’, ‘x’, ... y ‘r’. «‘Excalibur’», por otra parte, es un nombre de la palabra ‘Excalibur’ —a su vez un nombre de la espada de Artús— y tiene once letras: ‘E’, ..., ‘r’ y ‘” . La teoría davidsoniana permitirá al lector descifrar este aparente galimatías. La productividad de nuestro mecanismo semántico para la cita tiene esta virtud: si el único medio de que dispusiéramos para men­ cionar expresiones fuese ponerlas en cursiva, no tendríamos un mecanismo' productivo. Con este sistema tendríamos tantos nombres de expresiones como expresiones, ni uno más. No podríamos, por ejemplo, referimos a uno de nues­ tros nombres de expresiones; no podríamos citar una cita. Este ejemplo pone también de manifiesto algo que antes se estableció de modo general, a saber, que la productividad de una propiedad (el significado de las citas, en este caso) implica su sistematicidad. De hecho, si nuestro mecanismo para construir nombres de expresiones es productivo es porque es también sistemático, por­ que las citas tienen estructura semántica. Si la teoría es correcta, en los casos más simples las citas constan por un lado de las comillas y por otro de la expre­ sión-ejemplar que aparece flanqueada por ellas. Ambas partes tienen una fun­ ción semánticamente distinta, que la teoría describe.

Muchos chistes se apoyan en confusiones de uso y mención, “—¿Qué sig­ nifica pourquoi? en francés?” “— ‘¿Por qué?”’ “—No, por nadag^or saberlo.” En la respuesta, naturalmente, se menciona la expresión ‘¿por fú^£)m.o..se usa. La respuesta es una abreviación de este enunciado más prolijo: Y^pjirquoi?’ significa en francés lo mismo que ‘¿por qué?’ en español.” Pero la taita de comillas en el lenguaje hablado provoca que quien formuló la pregunta no lo entienda así: confunde por tanto la mención de una expresión con sú uso. Es preciso advertir que el lenguaje contiene muchos casos en que¡ si bien las expresiones no están usadas como usualmente, tampoco están mencionadas, en el sentido que acabamos de exponer. Una teoría completa dé todos los fenómenos lingüísticos análogos al de la mención habrá de ser,, por increíble que a priori hubiera resultado, terriblemente complicadá. Otro chiste lo ilus­ tra: El pianista está tocando ‘As Time Goes By’. El mono del pianista arro­ ja al suelo, repetidamente, la bebida del cliente. El cliente pregunta enojado al pianista: —Oiga, ¿sabe por qué el mono derrama mi cuba-libre? El pia­ nista: —No, pero si me la tararea ... .E l pianista entiende (o pretende, enten­ der) que las palabras ‘¿por qué el mono derrama mi cuba-libreT están usa­ das para nombrar una canción; el cliente, en cambio, las había usado con. su sentido usual. En adelante, seguiré la práctica de poner en cursivas las expre-, siones que, si bien no tienen su sentido más usual, tampoco están menciona-, das. Así ocurre, por ejemplo, cuando se usan los primeros versos dé una can-"’ ción o una poesía no con su significado usual, sino para referirse a la can­ ción o poesía; o cuando se dice “el concepto caballo”. Él término ‘caballo’, en el último caso, no está usado para hablar de caballos; pero tampoco está mencionado. ;)• •, " -■ : A modo de resumen, una cita del excelente “diccionario filosófico inter­ mitente” de Quine, extraída de la entrada uso contra mención: .

19

Para mencionar algo usamos su nombre, o alguna descripción. Cuando decimos que Boston tiene trece concejales usamos el nombre de la ciudad y con ello mencionamos la ciudad, tal y como acabo de hacer. Escaso lugar para el misterio hay en esto, gracias a la feliz circunstancia de que hay'pocas cosas menos parecidas a una ciudad que un nombre. Mencionar ciudades y otros obje­ tos concretos es un juego de niños; simplemente, use sus nombres. El cuidado comienza a ser aconsejable, sin embargo, cuando pasamos a mencionar nombres. Para mencionar un nombre, como cualquier otra, cosa, se usa un nombre suyo. Boston no es bisílabo, pero ‘Boston’ lo es; la cita sirve como un nombre del nombre. Una cita nombra su interior. Es un nombre de sus propias entrañas. Tampoco se debe suponer que ‘Boston’ es una cita. ‘Boston’ es simple­ mente una palabra de seis letras, y no contiene comillas. Para mencionar la cita usamos su nombre, una cita de la cita. “Boston” contiene un par de comillas.6

6.

W. V. O. Quine, Quiddities. An íntermitlenly Pkilosophical Dictionary, pp. 231-232.

V»?"'v !

íKO

,10

O' .V O t í

20



1 (./_
View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF