Gaddis, John Lewis - La Guerra Fria

February 21, 2018 | Author: padiernacero54 | Category: Joseph Stalin, International Politics, Soviet Union, The United States, World War Ii
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Descripción: Gaddis, John Lewis - La Guerra Fria...

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John Lewis Gaddis

LA GUERRA FRÍA Traducción de Catalina Martínez Muñoz

Título original: The Coid War © John Lewis Gaddis, 2-005 © traducción, Catalina Martínez Muñoz, 2008 © de esta edición: 2008, RBA Libros, S.A. Pérez Galdós, 36 - 0 8 0 12 Barcelona [email protected] / www.rbalibros.com Primera edición: marzo 2008 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Reí.:

O N F I 197

978 - 84 - 9867 - 1 1 3 - 1 Depósito legal: B - 1 2 . 190-2008 Composición: David Anglés Impreso por Novagráfik (Barcelona) IS B N :

INDICE

M apas Prefacio

ii 13

PR Ó LO G O : LA VISIÓN D E L FU TU R O

17

EL REGRESO D EL M IE D O

21

I.

II.

LANCHAS SALVAVIDAS Y BARCOS DE LA MUERTE

III. AUTORIDAD FRENTE A ESPONTANEIDAD

6

3

97

IV. EL SURGIMIENTO DE LA AUTONOMÍA

131

V. EL RESTABLECIMIENTO DE LA EQUIDAD

16 7

V I.

V II.

ACTORES

205

EL TR IU N FO D E LA ESPERA NZA

247

EPÍLO G O : UNA MIRADA RETROSPECTIVA

269

Notas Bibliografía Créditos fotográficos Procedencia de los mapas índice

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331 3 3 3 3 3 5

MAPAS

CAMBIOS TERRITORIALES EN EUROPA ( 1 9 3 9 - 1 9 4 7 )

2,7

ALEMANIA D IVID IDA Y AUSTRIA

38

LA GUERRA DE COREA ( 1 9 5 O - 1 9 5 3 )

58

ESTADOS UNIDOS Y LA URSS: ALIANZAS Y BASES A COMIENZOS DE LA DÉCADA DE 1 9 7 0 ORIENTE MEDIO ( 1 9 6 7 , 1 9 7 9 ) CONVULSIÓN EN ORIENTE PRÓXIMO ( 1 9 8 0 )

no

2,15 219

229 PERSPECTIVA SOVIÉTICA DE LA DÉCADA DE I 9 8 °

2 Ó? EUROPA TRAS LA GUERRA FRÍA

PREFACIO

Las tardes de los lunes y los miércoles del semestre de otoño doy clases sobre la Guerra Fría a varios cientos de estudiantes de Yale. En esos momentos me obligo a recordar que apenas ninguno de ellos tiene memoria de los acontecimientos que describo. Cuando hablo de Stalin y de Truman, incluso de Reagan o Gorbachov, es como si hablara de Napoleón, César o Alejandro M agno. La mayoría de los alumnos del curso de 2005 sólo tenían cinco años cuando cayó el muro de Berlín. Saben que la Guerra Fría modeló sus vidas de distintas maneras, por­ que les han contado cómo afectó a sus familias. Algunos, muy pocos, comprenden que en el caso de haberse tomado otras decisiones en de­ terminados momentos críticos a lo largo de aquel conflicto tal vez ni siquiera habrían nacido. Lo cierto es que mis alumnos se matriculan en esta asignatura sin apenas conocimientos de cómo empezó la Gue­ rra Fría, de lo que fue o de por qué concluyó como lo hizo. Para ellos es tan sólo historia, y en ese sentido no es distinta de las Guerras del Peloponeso. Sin embargo, a medida que descubren la gran rivalidad que dominó la última mitad del siglo x x , casi todos se sienten fascinados, muchos horrorizados y algunos — normalmente después de la clase sobre la crisis de los misiles cubanos— salen del aula temblando. «¡Caram ba!», exclaman (suavizo un poco su expresión). «¡N o teníamos ni idea de ha­ ber estado tan cerca!» Y a continuación añaden invariablemente: «¡Im­ presionante!». Porque sucede que la Guerra Fría es, para la generación posterior a este período, algo lejano y peligroso al mismo tiempo. Se preguntan si alguien tenía razón para temer a un Estado que resultó ser tan débil, tan incompetente y tan «efímero» como la Unión Soviética;

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pero también se preguntan y me preguntan: «¿Cómo logramos salir con vida de la Guerra Fría?». La intención de dar respuesta a estas preguntas me llevó a escribir este libro, tanto como la de explicar — en un plano mucho menos cós­ mico— otras de las cuestiones que suelen plantearme mis alumnos. N o escapa a su atención que ya he escrito varios libros sobre este asunto; de hecho, suelo asignarles uno que abarca trescientas páginas y sólo llega hasta 196%. A veces me preguntan cortésmente si no podía haber cubierto un período mayor con menos palabras. Su pregunta es razo­ nable, y aún más me lo pareció cuando mi persuasivo agente literario, Andrew Wylie, quiso convencerme de la necesidad de escribir un libro breve, general y accesible sobre la Guerra Fría, lo cual no era sino un modo diplomático de insinuar que los anteriores no lo habían sido. Y como escuchar a mis alumnos y a mi agente es para mí casi tan impor­ tante como escuchar a mi mujer — a quien también agradó la idea— , pensé que valía la pena abordar el proyecto. Este libro va destinado principalmente a una nueva generación de lectores para quienes el período de la Guerra Fría nunca fue «un acon­ tecimiento actual». Confío en que resulte igualmente útil a quienes vivieron esa época, pues como dijo en cierta ocasión M arx (Groucho, no Karl): «Un libro es el mejor amigo del hombre, fuera de un perro. Dentro de un perro está demasiado oscuro para leer». Era difícil sa­ ber lo que pasaba mientras se producía la Guerra Fría. Ahora que ha concluido — y que han empezado a abrirse los archivos de la Unión Soviética, China y los países Europa oriental— , sabemos mucho más; tanto, en realidad, que es fácil sentirse abrumado. Y he aquí otra razón para escribir un libro breve. M e he visto obligado a aplicar a todo este nuevo caudal de información la sencilla prueba de la importancia que popularizara mi colega de Yale, Robín Links: « ¿Y qué?». Es oportuno señalar, por otro lado, todo lo que este libro no preten­ de ser. N o es una investigación académica original. Los historiadores de la Guerra Fría encontrarán familiar mucho de lo que aquí se dice; en parte porque me he nutrido ampliamente de su trabajo y en parte también porque repito algunas cosas que ya he contado en otros libros. Tampoco es mi intención buscar las raíces de fenómenos posteriores a la Guerra Fría tales como la globalización, la limpieza étnica, el ex­ tremismo religioso, el terrorismo o la revolución de la información.

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N o aporto nada nuevo a la teoría de las relaciones internacionales, un campo que ya ha ocupado a suficientes expertos como para que yo me sume a ellos. M e complacería, sin embargo, que esta nueva visión del conflicto como un todo arroje nueva luz sobre sus partes. En este sentido me ha llamado especialmente la atención el optimismo, una cualidad que por lo general no se asocia con este período. Estoy seguro de que el mundo es un lugar mejor desde que este enfrentamiento se combatió como se hizo y fue ganado por el bando que lo ganó. A nadie le preocupa hoy la perspectiva de una nueva guerra global, o de un triunfo total de los dictadores, o el posible final de nuestra civilización. N o era éste el caso cuando comenzó la Guerra Fría que, pese a sus muchos peligros, atroci­ dades, costes, tácticas de distracción y compromisos morales — al igual que la Guerra Civil estadounidense— fue una respuesta necesaria para resolver de una vez por todas ciertas cuestiones fundamentales. N o hay razón para que la olvidemos pero, a la vista de las alternativas, tampoco hay razón para lamentar que ocurriera. La Guerra Fría se libró a distintos niveles y de distintas maneras en numerosos lugares durante varias décadas. Todo intento de reducir su historia al papel de grandes fuerzas militares, grandes potencias o gran­ des líderes sería faltar a la justicia. Cualquier esfuerzo por apresarla en un simple relato cronológico la convertiría en mero pastiche. En lugar de eso he optado por abordar un asunto relevante en cada capítulo, de tal modo que todas las cuestiones se solapan en el tiempo y se mueven en el espacio. M e he tomado la libertad de desplazar alternativamente el foco de atención de lo general a lo particular y viceversa, y no he vacilado en escribir desde una perspectiva que en ningún momento pierde de vista cuál fue el desenlace del conflicto. N o sé hacerlo de otra manera. Para terminar querría dar las gracias a todas las personas que han inspirado y facilitado este libro, y que lo han esperado con paciencia. Entre ellas incluyo naturalmente a mis alumnos, cuyo continuo interés por esta materia sostiene también el mío. Le estoy muy agradecido a Andrew Wylie, como lo estarán mis futuros alumnos, por haber suge­ rido este enfoque más amplio con una exposición más breve, así como por haber ayudado desde entonces a algunos de mis antiguos alumnos a publicar sus propios libros. Scott Moyers, Stuart Proffitt, Janie Fleming,

*5

Victoria Klose, Maureen Clark, Bruce Giffords, Samantha Jonson y otros colegas de Penguin han sido extraordinariamente comprensivos con mis retrasos sobre los plazos previstos y han abordado su-trabajo con notable eficacia una vez el libro estuvo terminado. Difícilmente lo habría escrito sin la ayuda de Christian Ostermann y sus colegas del Proyecto Internacional sobre la Historia de la Guerra Fría, cuya energía y rigor en la recopilación de documentos en todo el Inundo — mientras escribo estas líneas acaba de llegar la última remesa de los archivos albaneses— dejan en deuda con ellos a todos los historiadores de este período histórico. Por último, pero no menos importante, doy las gracias a Toni Dorfman por ser la mejor editora/lectora, además de la mujer más adorable del mundo. La dedicatoria conmemora a una de las principales figuras de la Guerra Fría — y amigo de hace muchos años— , cuya biografía no me compete a mí escribir. J. L. G. N ew Haven

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PRÓLOGO LA VISIÓ N DEL FUTURO

En el año 19 4 6 , un inglés de cuarenta y tres años llamado Eric Blair alquiló una casa en un rincón del mundo, un lugar en el que esperaba morir. Se encontraba en el extremo septentrional de la isla escocesa de Jura, al final de una carretera sin asfaltar, inaccesible en automóvil, sin teléfono ni electricidad. La tienda más cercana, la única de la isla, se hallaba unos cuarenta kilómetros al sur. Blair tenía razones para desear aislamiento. Estaba destrozado por la reciente muerte de su mujer; tenía tuberculosis y pronto empezaría a toser sangre. Su país se recuperaba de los costes de una victoria militar que no le había brindado ni seguridad, ni prosperidad, ni tampoco la certeza de que la libertad sobreviviera finalmente. Europa se dividía en dos bandos hostiles y el mundo parecía irle a la zaga. La disponibilidad de bombas atómicas convertía en apo­ calíptica la perspectiva de una nueva guerra. Y Blair tenía una novela que terminar. Su título sería 1984, una inversión del año en que la concluyó, y se publicó en Gran Bretaña y Estados Unidos bajo el pseudónimo de George Orwell. Las críticas, señalaba The New York Times, fueron «abrumadoramente de admiración — aunque— entre los aplausos se oían también gritos de terror».1 N o había en ello nada sorprendente, toda vez que 1984 evocaba una época, a tan sólo tres décadas y media de distancia, en la que el totalitarismo había triunfado por doquier. La individualidad quedaba aniquilada, junto con la ley, la ética, la creativi­ dad, la claridad lingüística, la fidelidad a la historia e incluso el amor... salvo, claro está, ese amor que todos estaban obligados a sentir por el dictador, muy parecido a Stalin, y sus correligionarios, que gobernaban un mundo en guerra permanente. Mientras es sometido a otra implaca-

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ble sesión de tortura, al héroe de Orwell, Winstón Smith, le dicen: «Si quieres una imagen del futuro, piensa en una bota aplastando un rostro humano [...] para siempre».1 Orwell falleció en los primeros meses de 1 9 5 0 — en un hospital londinense, no en su isla— , sabiendo sólo que su libro había impresionado y aterrado a sus primeros lectores. Quienes lo leyeron con posterioridad respondieron de un modo similar: en el mundo surgido de la Segunda Guerra Mundial, 1984 se convirtió en la visión más convincente de lo que acaso se avecinaba. Así, cuando nos acercábamos realmente a ese año, las comparaciones con la fecha imaginada por Orwell fueron ine­ vitables. N o todo el mundo había caído bajo el totalitarismo, pero buena parte de él estaba en manos de dictadores. El peligro de una guerra entre Estados Unidos y la Unión Soviética — dos superpotencias en lugar de las tres anticipadas por Orwell— parecía mayor de lo que lo había si­ do en muchos años. Y ese conflicto sin final aparente conocido como Guerra Fría, que se iniciara cuando Orwell aún estaba vivo, no tenía visos de concluir. Sucedió entonces que, en la noche del 1 6 de enero de 19 8 4 , un ac­ tor al que Orwell habría reconocido de sus tiempos de crítico de cine compareció en televisión en su flamante papel de presidente de Estados Unidos. La reputación de Ronald Reagan había sido hasta ese momen­ to la de un ardiente adalid de la Guerra Fría. Esa noche, sin embargo, concibió un futuro distinto: Imaginen conmigo por un momento que un hombre llamado Iván y una mujer llamada Anya se encuentran, por ejemplo, en una sala de espera o

cobijándose de la lluvia o de una tormenta con un hombre llamado Jim y una mujer llamada Rally, y que no existen barreras lingüísticas que les impidan comunicarse. ¿Discutirían sobre las diferencias entre sus respec­ tivos gobiernos? ¿O hablarían de sus hijos y de cómo se ganaba la vida cada uno? Puede que incluso decidieran reunirse a cenar en una noche próxima. Demostrarían, por encima de todo, que los pueblos no hacen las guerras.3 Fue ésta una invitación inesperadamente grata a que los seres humanos prevalecieran sobre las botas, los dictadores y los mecanismos de la guerra, y así, en el año orwelliano de 19 8 4 , se desencadenó la secuen­

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cia de acontecimientos que haría posible alcanzar este objetivo. Justo un año después de que Reagan pronunciara este discurso, un enemigo acérrimo del totalitarismo llegó al poder en la Unión Soviética. En un plazo de seis años el control de este país sobre la mitad de Europa se ha­ bía desmoronado y, en un plazo de ocho años, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (Unión Soviética o URSS), el país que en primera instancia había provocado la siniestra profecía de Orwell, había dejado de existir. Estos hechos no sucedieron sólo porque Reagan pronunciara un dis­ curso o porque Orwell escribiese una novela: lo que resta de este libro complica la cadena de causas. Sin embargo, no está mal partir de una visión, pues las visiones generan esperanzas y temores. Es la historia quien más tarde se ocupa de determinar lo que prevalece.

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CAPÍTULO I EL REGRESO D EL MIEDO

Esperamos a que desembarcaran. .Les veíamos las caras. Parecían gente corriente. Los imaginábamos distintos. Bueno, ¡eran estado­ unidenses! LIUBOVA KOZINCHENKA,

Ejército Rojo, 58a División de Guardias Supongo que no sabíamos qué esperar de los rusos, pero si uno los miraba y los observaba no notaba la diferencia [...] ¡Vestidos con nuestro uniforme podrían haber pasado por estadounidenses! AL ARONSON,

Ejército de Estados Unidos, 69a División de Infantería1

Así se suponía que debía concluir la guerra: con vítores, apretones de manos, bailes, copas y esperanza. El Z5 de abril de 1 9 4 5 , los dos ejér­ citos se encontraron por primera vez en la ciudad alemana oriental de Torgau sobre el Elba; convergían desde extremos contrarios del mundo tras dividir en dos la Alemania nazi. Cinco años más tarde Adolf Hitler se volaba la tapa de los sesos bajo los escombros de Berlín y, aproxi­ madamente una semana después, los alemanes se rendían de forma incondicional. Los líderes de la victoriosa Gran Alianza, Franklin D. Roosevelt, "Winston Churchill y Josef Stalin ya habían intercambiado apretones de manos, brindis y deseos de un mundo mejor en dos cum­ bres celebradas durante la guerra: la de Teherán, en noviembre de 19 4 3 , y la de Yalta, en febrero de 19 4 5 . Sin embargo, estos gestos habrían servido de poco si las tropas bajo su mando no hubieran sido capaces

zi

de escenificar su propia y mucho más bulliciosa celebración donde ver­ daderamente importaba: en el frente de un campo de batalla del que el enemigo empezaba a retirarse. ¿Por qué, entonces, los ejércitos de Torgau se encontraron con tanto recelo, como si esperasen la llegada de visitantes interplanetarios? ¿Por qué las semejanzas que percibieron les sorprendieron... y tranquilizaron tanto? ¿Por qué, a pesar de ello, sus mandos insistieron en celebrar por separado las ceremonias de rendición, una para el frente occidental en la ciudad francesa de Reims, el 7 de mayo, y otra para el frente oriental en Berlín, el 8 de mayo? ¿Por qué intentaron las autoridades soviéticas sofocar las manifestaciones espontáneas pro-estadounidenses que se produjeron en Moscú tras el anuncio oficial de la capitulación del ejér­ cito alemán? ¿Por qué las autoridades de Estados Unidos suspendieron bruscamente, una semana más tarde, el imprescindible envío de ayudas y préstamos para la Unión Soviética, que más tarde reanudaron? ¿Por qué la mano derecha de Roosevelt, Harry Hopkins, que había desem­ peñado un papel decisivo en el diseño de la Gran Alianza de 1 9 4 1 , tuvo que viajar precipitadamente a Moscú seis semanas después de la muerte de su presidente, en un intento de salvar el pacto? ¿Y por qué, en este mismo sentido, Churchill titularía posteriormente sus memorias de estos hechos como Triunfo y tragedia? La respuesta a todas estas preguntas es en buena medida la mis­ ma: porque la guerra fue ganada por una coalición cuyos principales miembros ya estaban en guerra, ideológica y geopolíticamente, si no militarmente. Cualesquiera que fueran los triunfos de la Gran Alianza en la primavera de 19 4 5 , su éxito dependió en todo momento de la per­ secución de objetivos compatibles por parte de sistemas incompatibles. La tragedia era ésta: la victoria exigía a los triunfadores, o bien dejar de ser quienes eran, o bien renunciar a buena parte de lo que esperaban obtener tras esta guerra.I

I En el caso de que un visitante alienígena hubiera estado presente en las orillas del Elba ese día de abril de 1 9 4 5 , éste, ya fuera masculino o femenino, ciertamente habría detectado semejanzas superficiales entre

los ejércitos soviético y estadounidense allí reunidos, así como en sus sociedades de origen. Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética habían nacido de una revolución. Ambos países profesaban ideologías con aspiraciones globales que, 3 juicio de sus líderes, si funcionaban en casa deberían funcionar igualmente en el resto del mundo. Ambos, siendo Estados de dimensiones continentales, habían cruzado numero­ sas fronteras; ocupaban respectivamente el primero y el tercer puesto mundial, por su extensión geográfica. Y ambos habían entrado en la guerra como resultado de un ataque por sorpresa: la invasión alemana de la Unión Soviética, que comenzó el z z de junio de 1 9 4 1 , y el ataque japonés contra Pearl H arbor el 7 de diciembre de 1 9 4 1 , que Hitler utilizó como excusa para declarar la guerra a Estados Unidos cuatro días más tarde. Hasta ahí habrían llegado las semejanzas. Las diferen­ cias, como se apresuraría a señalar cualquier terráqueo, eran mucho mayores. La revolución estadounidense, acaecida cerca de un siglo y medio antes, reflejaba una profunda desconfianza hacia la concentración de autoridad. La libertad y la justicia, según insistieron los Padres Fun­ dadores, sólo se alcanzaban limitando el poder político. Merced a una ingeniosa constitución, a su aislamiento geográfico de posibles rivales y a una magnífica dotación de recursos naturales, Estados Unidos ha­ bía logrado convertirse en un país extraordinariamente poderoso, tal como se puso de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Para lograrlo fue preciso limitar severamente el control gubernamental sobre la vida cotidiana, ya fuera mediante la propagación de las ideas, la orga­ nización de la economía o el manejo de la política. Pese al legado de la esclavitud, el exterminio casi total de los pueblos indígenas americanos y la persistente discriminación racial, sexual y social, los ciudadanos de Estados Unidos acaso tenían razones para proclamar, en 19 4 5 , que vivían en la sociedad más libre sobre la faz de la tierra. La revolución bolchevique, ocurrida tan sólo un cuarto de siglo an­ tes, entrañaba por el contrario la concentración de la autoridad como medio para derrotar a los enemigos de clase y consolidar las bases a partir de las cuales la revolución proletaria se extendería por todo el mundo. En el Manifiesto Comunista de 18 4 8 Karl M arx sostenía que la industrialización puesta en marcha por los capitalistas había generado la explotación de la clase obrera, que tarde o temprano terminaría por

liberarse. N o contento con esperar a que esto sucediera, Vladimir Illich Lenin se propuso acelerar la historia en 19 x 7 , haciéndose con el control de Rusia e imponiendo el marxismo en su país, aun cuando éste no en­ cajara en las predicciones de M arx, según las cuales la revolución sólo podía darse en una sociedad industrial desarrollada. Stalin consolidó a continuación el problema, diseñando una nueva Rusia acorde con la ideología marxista-leninista y forzando a una nación esencialmente agrícola y con una escasa tradición de libertad a convertirse en un país industrializado sin ninguna libertad en absoluto. Como consecuencia de ello, la URSS era, al término de la Segunda Guerra Mundial, la sociedad más autoritaria del planeta. Si los países vencedores difícilmente hubieran podido ser más distin­ tos, lo mismo cabe decir de las guerras que libraron entre 1 9 4 1 y 19 4 5 . Estados Unidos abordó dos contiendas simultáneas — contra Japón en el Pacífico y contra Alemania en Europa— con un escaso número de bajas; menos de trescientos mil estadounidenses murieron en combate en los distintos escenarios de la batalla. Su país, geográficamente ale­ jado del conflicto bélico, no sufrió ataques significativos al margen del inicial en Pearl Harbor. En alianza con Gran Bretaña (cuyo número de víctimas de guerra se situó en torno a 3 57.000), Estados Unidos podía elegir, dónde, cuándo y cómo combatir, lo cual reducía significativamen­ te los costes y los riesgos de la batalla. Sin embargo, a diferencia de los británicos, los estadounidenses terminaron la guerra con una economía boyante: el gasto bélico casi había duplicado su producto interior bruto en menos de cuatro años. Si hubiera algo parecido a una guerra «bue­ na», sin duda que ésta lo fue para Estados Unidos. La Unión Soviética no corrió la misma suerte. Peleó en un solo fren­ te, pero éste fue indiscutiblemente el más terrible que la historia había conocido hasta la fecha. Con sus ciudades, pueblos y campos arrasados, sus industrias arruinadas o precipitadamente trasladadas al otro lado de los Urales, la única opción aparte de la rendición era una resistencia desesperada, sobre un terreno y en unas circunstancias elegidos por el enemigo. Las estimaciones de muertos, entre civiles y militares son notablemente inexactas, pero es probable que cerca de 2,7 millones de ciudadanos soviéticos murieran como consecuencia directa de la guerra, lo que supone un número casi noventa veces superior al de víctimas es­ tadounidenses. La victoria difícilmente pudo ser más costosa; en 19 4 5 ,

24

la URSS era un país destrozado y afortunado por haber sobrevivido. La guerra fue, según señaló un observador contemporáneo, «el recuerdo más atroz, pero también el mayor motivo de orgullo para el pueblo ruso».2. Llegado el momento de establecer los acuerdos posbélicos, los ven­ cedores mostraron sin embargo más semejanzas de lo que estas asime­ trías pudieran presagiar. Estados Unidos no intentó revocar su larga tradición de alejamiento de los asuntos europeos; de hecho, Roosevelt le aseguró a Stalin en Teherán que las tropas estadounidenses regresarían a casa dos años después de que terminase la guerra.3 Tampoco, tras la depresión de la década de 19 3 0 , había ninguna certeza de que el boom económico de .los años de la guerra pudiera prolongarse o de que la democracia volviera a arraigar en los países — relativamente pocos— en los que aún existía. El hecho innegable de que los estadounidenses y los británicos no habrían podido derrotar a Hitler sin la ayuda de Stalin contribuyó a significar que la Segunda Guerra Mundial fue una victoria únicamente sobre el fascismo, no sobre el totalitarismo y sus perspectivas para el futuro. Entre tanto la Unión Soviética contaba con importantes bazas, pese a las inmensas pérdidas sufridas. Sus fuerzas militares no se retirarían de Europa, por ser parte del continente. Su economía había demostrado ser capaz de mantener el pleno empleo, mientras que las democracias capitalistas fracasaron en este sentido durante los años anteriores a la contienda. Su ideología gozaba de un amplio respeto en Europa, puesto que los comunistas lideraron ampliamente la resistencia contra los nazis. Por último, la desproporcionada carga soportada por el Ejército Rojo en la derrota de Hitler otorgaba a la Unión Soviética mayor legitimidad moral para ejercer una influencia sustancial, incluso preponderante, en el diseño de los acuerdos posbélicos. En 19 4 5 creer que el comunismo totalitario sería la tendencia del futuro era tan fácil como creer que lo sería el capitalismo democrático. La Unión Soviética contaba además con una ventaja adicional, la de ser el único país entre los vencedores que emergió de la guerra con un liderazgo sólido. La muerte de Roosevelt, el 1 2 de abril de 1 9 4 5 , catapultó a la Casa Blanca al inexperto y mal informado vicepresidente Harry S. Traman. Tres meses más tarde, la inesperada derrota de Churchill en las elecciones generales británicas convirtió en primer ministro

2-5

al mucho menos formidable líder del Partido Laborista, Clement Attlee. La Unión Soviética, por el contrario, contaba con Stalinj un gobernante incontestado desde 19Z9, el hombre que transformó su país y lo llevó a la victoria en la Segunda Guerra Mundial. Diestro, imponente y en apariencia perseverante y sereno, el dictador del Kremlin sabía lo que quería para la posguerra. Traman, Attlee y las naciones por ellos lide­ radas parecían mucho menos seguras.

II

¿Qué quería Stalin? Tiene sentido empezar por él, pues era el único de los tres líderes que tuvo tiempo para considerar y establecer sus priori­ dades sin perder la autoridad. Con sesenta y cinco años al término de la guerra, el hombre que dirigía la Unión Soviética estaba físicamente exhausto, rodeado de sicofantes y personalmente solo, si bien conser­ vaba un férreo, incluso aterrador, control del país. El ridículo bigote, los dientes descoloridos, la cara picada de viruela y los ojos amarillos, según recuerda un diplomático estadounidense, «le conferían el aspecto de un tigre marcado por viejas cicatrices de guerra [...]. Y un visitante incauto jamás podría adivinar los abismos de cálculo, ambición, amor al poder, envidia, crueldad y astuta venganza que acechaban tras aquella fachada tan poco pretenciosa».4 Stalin había eliminado a todos sus riva­ les mediante una serie de purgas practicadas en la década de 19 3 0 . Sus subordinados sabían que la elevación de una ceja o el movimiento de un dedo podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Notablemen­ te corto de estatura — no pasaba del metro sesenta— este hombrecillo viejo y barrigón era pese a todo un coloso montado a horcajadas sobre un Estado colosal. Los objetivos de Stalin para la posguerra eran su propia seguridad, la de su régimen, la de su país y la de su ideología, exactamente en este orden. Intentaba garantizar que ninguna acción interna amenazara de nuevo su régimen personal y que ninguna acción externa amenazara de nuevo a su país. Los intereses de los comunistas en otros lugares del mundo, por admirables que fueran, jamás se antepondrían a las priori­ dades del Estado soviético tal como él las había establecido. En Stalin se daban cita el narcisismo, la paranoia y el poder absoluto: 5 era enor-

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