Fuchs, Eric - Deseo y Ternura
March 19, 2017 | Author: lagloria28 | Category: N/A
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Eric Fuchs
DESEO Y TERNURA Fuentes e historia de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio
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ERIC FUCHS
Biblioteca Manual Desclée 1. LA BIBLIA COMO PALABRA DE DIOS. Introducción general a la Sagrada Escritura, por Valerio Mannucci 2. SENTIDO CRISTIANO DEL ANTIGUO TESTAMENTO, por Pierre Grelot
DESEO Y TERNURA
3. BREVE DICCIONARIO DE HISTORIA DE LA IGLESIA, por Paul Christophe 4. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN I, por Joseph Moingt 5. EL HOMBRE QUE VENÍA DE DIOS. VOLUMEN II, por Joseph Moingt
Fuentes e historia de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio
6. DESEO Y LA TERNURA, por Eric Fuchs
DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original: LE DÉSIR ET LA TENDRESSE © Editions labor et fides. Ginebra
INTRODUCCIÓN
Traducción castellana: Jeremías Lera Barrientes Ilustración de cubierta: Luis Alonso
) EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 1995 Henao, 6 - 48009 BILBAO
Printed in Spain ISBN: 84-330-1075-1 Depósito legal: S.S. 626/95 Impreso en: llxaropena, S.A. - ZARAUTZ
El texto que tienes entre manos quiere ser expresión de una protesta y de una convicción. Comencemos por la protesta: hace mucho que me siento molesto con lo que comúnmente se llama «moral cristiana». Como creyente venido al Evangelio de manos de san Pablo, y como pastor más adelante, nunca he dejado de preguntarme —tímidamente al principio, luego cada vez de modo más explícito, a medida que mi experiencia pastoral me iba convenciendo de ello y en vista de los desastres ocasionados por la susodicha moral, así como de la legitimidad de la protesta— cómo se podía seguir calificando de cristiana una enseñanza tan extraña al espíritu de los textos del Nuevo Testamento; qué misteriosa alquimia había transformado el Evangelio liberador de Cristo, quien supo encajar con coraje todos los envites de la vida, en tamañas y culpabilizadoras exigencias morales. A fuer de verse uno obligado a ayudar a nombres y mujeres cuya educación cristiana les ha maniatado con mil y un dudosos lazos, llega un día en que se pregunta si no será hora ya de mirar las cosas con más detenimiento y de considerar lo que los adversarios del cristianismo achacan sin más a los, así llamados, «tabúes de la moral judeocristiana». Después de todo, es a los propios cristianos, antes que a nadie, a quienes compete denunciar los errores de la Iglesia. Este libro es fruto, pues, de la natural inquietud que provocaba el constatar cómo la brecha abierta entre la fe original y su traducción en términos de moral se hacía ya insoportable; así como del enojo al comprobar que los engorrosos silencios de unos no respondían sino a la apologética a ultranza de otros. Ahora bien, la apologética no nos interesa, y este ensayo no pretende en absoluto justificar a toda costa el cristianismo. Pero el silencio embarazoso deja a los cristianos en un creciente desconcierto, mientras, por su parte, la tradición bíblica está preñada de sentido y de una promesa capaz de responder a las cuestiones de nuestro tiempo. Nuestro punto de partida es pastoral: no hemos abordado la cuestión con la serenidad objetiva del sabio, sino con la pasión un tanto mordaz del que pide cuentas. De cualquier modo, esta protesta no es más que la cara polémica de una convicción teológica que este trabajo quisiera verificar: la tradición bíblica, siempre que se asuma el riesgo teológico de hacer de ella una lectura que se tome en serio las cuestiones y los descubrimietos de las ciencias humanas, es capaz de volver a fundamentar una ética cristiana de la sexualidad verdaderamente liberadora. «Liberadora», ¡la gran palabra olvidada!, la conclusión obligada de todo libro moderno sobre sexualidad. Hemos asentado que no queremos lanzarnos
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a una apologética de la moral cristiana. Pero esto no implica, por contra, que vayamos a asumir sin más cualquier discurso, por muy moderno que éste fuera. No se trata de ponerse a la moda, y de hablar de liberación sexual por el mero hecho de que todo el mundo habla de ella. Lo que nos empuja es la convicción teológica de que la fuente de nuestro conocimiento moral no está ni en la ciencia, ni en la conciencia o la «praxis» del hombre moderno, sino en la revelación del sentido de la existencia humana en la vida de Jesús de Nazaret tal como nos ha sido transmitida por la tradición bíblica. Convicción ésta que es ya de por sí polémica, pues pone en jaque el discurso sexológico imperante, una nueva ideología de la sociedad «liberal avanzada»; si la moral cristiana ha ocultado a menudo el Evangelio, este discurso sexológico, bajo cualquiera de sus formas, oculta al propio hombre. No es de recibo, no hay derecho a que nos hagan creer que esa nueva moral sin prohibiciones (¡así dicen!) sea liberadora. Es simplemente una mentira: basta mirar en torno a uno mismo. Mejor aún, leamos el Evangelio. Quede claro, por tanto, que nuestra lucha por renovar la ética cristiana no pretende, de ningún modo, hacer el caldo gordo a la moral de la «liberación sexual». Nuestra motivación es doble: pastoral y teológica. La primera justifica la autocrítica que este libro hace respecto a las diversas tradiciones morales cristianas; la segunda explica por qué, en polémica frecuentemente agria con la idelogía de moda, nosotros queremos volver a la tradición bíblica como fuente misma de nuestro discurso ético. Al obrar así, no estamos haciendo labor de historiadores o de arqueólogos, sino la del teólogo, confesando con toda la Iglesia que la Palabra de Dios halla su lugar privilegiado y normativo en dicho testimonio de la tradición bíblica. Entre estos dos polos ¿es posible delinear una ética? Claro que sí. Siempre que no se le exija un catálogo de recetas destinadas a eludir el riesgo del libre compromiso personal. Pretendemos, ciertamente, escribir un libro de ética; pero no se hallarán en él discusiones sobre los problemas habitualmente tratados en las obras de sexología o de casuística, ni consejos sobre el modo permitido o el mejor de hacer el amor. Mucho más urgente es, nos parece, decir cuáles son las directrices fundamentales sobre las que se juega la ética de la sexualidad o del matrimonio. Pues precisamente si de algo andamos faltos hoy, no es de libros de recetas, sino de la convicción de que aún tiene sentido cocinar... A esas directrices fundamentales es a las que hemos querido dedicar nuestra investigación. De esto, y de nada más, habla el presente libro. Pues entre el deseo y la ternura se abre un camino de humanización en el que la ternura (fascinante reconocimiento del otro) marca el sentido del deseo; y en el que el deseo (fuerza vital y don de gozo) se ofrece como fuente de toda ternura posible. Este camino de humanización es el que quisiéramos recorrer.
* ** Es preciso que digamos aún unas palabras acerca de los límites de nuestro trabajo. Hemos hecho a lo largo y ancho de nuestro itinerario ciertas opciones metodológicas de las que ofrecemos a continuación las más significativas:
INTRODUCCIÓN
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— En el capítulo I, que trata sobre el «sentido humano de la sexualidad», hemos seleccionado de cara a un diálogo con las ciencias humanas dos aspectos particulares, limitados por tanto: la cuestión del control social de la sexualidad mediante los ritos simbólicos (aproximación al tema desde el ángulo sociológico y etnológico) y la cuestión del significado que el lenguaje, el de la cultura y el del inconsciente, le da a la sexualidad. Es decir: queremos esbozar el modelo de cuestionamiento del tema que nos interesa y, desde ahí, definir los límites de ese diálogo con las «ciencias del hombre». -— Los capítulos II y III, consagrados al estudio de la tradición bíblica, no pretenden resolver todos los problemas exegéticos planteados por los textos; dado que nuestro interés es de orden ético hemos tenido en cuenta, sí, los recientes trabajos en el campo histórico-crítico, pero con vistas a extraer los elementos de una normativa moral, problema que, conviene remarcarlo, interesa bien poco por lo general a los exégetas profesionales. Y es que nuestro punto de mira no es el mismo: nosotros nos acercamos al texto con un interés concreto, a saber: hacer hablar a los textos frente a los planteamientos éticos del lector contemporáneo. Aunque lo primero es entender el sentido de esos textos bíblicos, nosotros no podemos, sin embargo, quedarnos tan sólo ahí; nos es preciso avanzar hacia dicha confrontación crítica. Labor, por necesidad, parcial y limitada. — Nuestro IV capítulo, histórico, es también fragmentario. No procede hacer un recorrido pormenorizado del desarrollo histórico del problema. La extraordinaria abundancia de los documentos desborda nuestra capacidad. Hemos elegido, pues, por cada periodo de la historia de la Iglesia una figura representativa del planteamiento ético de su época respectiva, con sus cuestionamientos, su problemática y sus dificultades: Clemente de Alejandría (finales del siglo II y comienzos del III), Gregorio de Nisa y Agustín (siglo IV, en Oriente y Occidente), el propio Agustín y Hugo de San Víctor (Edad Media), Lutero y ¿alvino (siglo XVI). Esta opción es, evidentemente, discutible, porque se hubieran podido seleccionar otras figuras, claro que sí; y porque la historia de la praxis moral no va pareja a la historia de las ideas sobre la moral. Conviene, por tanto, relativizar la visión de conjunto que se ofrece, pues lo que hemos intentado captar, más que las prácticas cristianas a lo largo de la historia, es el porqué de una evolución que ha llevado a la ética cristiana tan lejos de sus fuentes evangélicas. Y, sobre este punto, la aportación de los teólogos ha sido decisiva. Por último, en el capítulo que cierra el libro, hemos querido ante todo precisar los aspectos cruciales que ponían en jaque la credibilidad de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio. Una vez más hemos rechazado voluntariamente entrar en debates técnicos que rayan en lo casuístico. Para nosotros, una vez aquilatados los grandes ejes de la ética cristiana, el resto es cuestión personal: por la gracia de Dios, todo hombre, toda mujer, es absolutamente específico, y el modo como él ha de vivir las exigencias y las maravillas del encuentro amoroso es, de igual manera, absolutamente específico. Por ello nos negamos a tratar casos particulares; éstos pertenecen al diálogo interpersonal, y de ningún modo al anonimato de un texto escrito. Precisados estos límites, amén de los que el lector descubrirá por su cuenta, nos gustaría pensar que este ensayo ayudará a propagar las convicciones de
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su autor. A saber: que una ética cristiana renovada ofrece una salida, si no la única, a la profunda desmoralización que caracteriza el final de este siglo. Permítasenos, al término de esta introducción, dar las gracias a cuantos han posibilitado que este libro viera la luz. En primer lugar, a todos mis amigos del «Centre Protestant d'Études», quienes entre otras cosas, me han animado asegurándome que este trabajo lo echaban en falta y les interesaba. También a cuantos han tenido a bien leerlo y hacer crítica constructiva tanto sobre el fondo como sobre la forma. Tengo presentes, en particular, a los miembros del tribunal de tesis y a los profesores de la «Faculté de Théologie de Genéve»: Pierre Bonnard (de Laussanne), André Dumas (de Paris), que se incorporó desde el inicio a esta investigación y me animó a llevarla a cabo, Fran$ois Bovon, Oliver Fatio y Gabriel Ph. Widmer; así como a mis queridos amigos y amiga: Béatrice Perregaux, de la «Faculté des Lettres», Pierre Reymond, Francois Vouga y Marc Faessler, quienes me han confirmado que no existe auténtico trabajo intelectual y teológico si no es comunitario. Mi gratitud igualmente para Mme Marguerite Ravex-Nicolas que ha llevado a cabo, con su habitual competencia, la puesta a punto dactilográfica de mi manuscrito. Me complace asimismo agradecer, por su ayuda financiera, al «Fonds national de la recherche scientifique», al haberme otorgado en su día una bolsa de estudios de año y medio de duración; a la «Université de Genéve», que ha contribuido a la edición de este libro mediante una subvención; y a la «Societé auxiliaire de la Faculté autonome de Théologie», cuya generosidad ha hecho posible que este trabajo viera la luz en buenas condiciones financieras.
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Capítulo I «SENTIDO HUMANO DE LA SEXUALIDAD» Para que nuestra tentativa de reformular los términos de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio tenga alguna expectativa de triunfar, es preciso primero reconocer el contexto en el que dicha tentativa se hace. Si, en efecto, como teólogo, me veo obligado a confrontar prioritariamente la Palabra de Dios tal como se explícita en el testimonio de la tradición bíblica, no es indiferente saber en qué contexto tiene lugar esa confrontación; pues la teología no es formulación racional de verdades eternas, sino confrontación crítica de la predicación de la Iglesia con su fundamento escriturístico. Pero ¿qué sería de una predicación desatenta a la realidad cultural, social, contingente, del hombre a quien se dirige? Si toda ética debe decir claramente en nombre de qué se arriesga a lanzar un discurso (este será el objeto de nuestro segundo y tercer capítulo), debe reconocer también claramente el contexto en el que habla, ¡aunque sólo fuera para ser honesta con sus propios presupuestos! Pero también, y más aún, porque la ética nace de la distancia que una determinada sociedad humana constata —y que en un determinado momento intenta salvar— entre su situación de facto y las justificaciones que ella da a los valores y normas que defiende. Siempre es la situación la que pone en jaque, de forma más o menos brusca, los valores morales admitidos. ¡Ella es quien marca el orden del día! La ética está, por tanto, determinada, al menos en un primer momento, por la situación contextual. Y, no obstante, será preciso que los valores cuestionados, siempre y cuando no queden descalificados por completo, ejerzan a su vez la función crítica que les compete sobre las prácticas espontáneas o novedosas, a fin de que se restablezca un nuevo equilibrio entre las normas y la práctica capaz de ofrecer tanto al grupo como a los individuos un mínimo de seguridad. En ética cristiana ocurre lo mismo: los cuestionamientos del hombre de hoy en día o, para ser más precisos, los interrogantes que la situación de nuestra sociedad secularizada plantea al hombre de hoy, cristiano o no, sacuden profundamente la manera como la Iglesia, las Iglesias, justifican las normas que proponen. La situación, una vez más, interpela a las Iglesias acerca de su comprensión de las consecuencias éticas del mensaje bíblico. Es evidente, por tanto, que el modo de entender y de hablar sobre la sexualidad de nuestra sociedad contemporánea determina de entrada nuestra reflexión ética.
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Sería estúpido no tener en cuenta la aportación de las ciencias del hombre que nos permiten una comprensión más amplia de la sexualidad humana. Y también ahí la evolución del conocimiento origina una situación novedosa para el moralista, pues ha de calibrar en qué medida las aportaciones científicas modifican las justificaciones que se dan a los valores y normas. Abordar hoy en día la sexualidad despreciando la aportación, por ejemplo, de la psicología o de la etnología, significaría verse abocado a un discurso que no tardarían en tachar de impertinente y pretencioso. Significaría confundir —¡una vez más, querido Galileo!— el ojo con la realidad que se contempla. Lo cual no quiere decir que la ética tenga por objeto tan sólo ordenar los «datos objetivos» de la ciencia con vistas a organizar el comportamiento humano. Pues eso sería la misma confusión, pero a la inversa. Atento al discurso de las ciencias humanas, el teólogo cristiano ha de hacer una crítica del mismo a tenor de la autoridad de la Palabra a la que él se remite de continuo. Crítica ésta que ha de versar en particular sobre los presupuestos ocultos que tan a menudo conducen a dichas ciencias a encerrar al hombre y la moral en un neodogmatismo, ajeno a lo transcendente, carente de libertad. Así pues, si nosotros principiamos nuestra investigación escuchando con suma atención el discurso de las ciencias humanas sobre la sexualidad, lo hacemos sin dejar de considerarlo a un tiempo inestimable compañero y adversario a quien criticar. Ya que, si bien de él aceptamos el modelo de planteamiento que caracteriza nuestra época y nuestra sociedad, no es a él al que reclamaremos las justificaciones de las normas éticas que nos parecen justas, sino al testimonio de la tradición bíblica. Nuestra reflexión supone dos momentos: primero una indagación acerca del control simbólico de la sexualidad, evidenciando cuanto etnólogos y sociólogos han descrito al respecto; a saber: la transcendencia de las instancias de control que toda sociedad humana, ¡también la nuestra!, erige contra la sexualidad. Después trataremos de comprender cómo ha intentado el hombre dar sentido, y con qué lenguaje, al deseo que le embarga. 1. EL CONTROL SIMBÓLICO DE LA SEXUALIDAD La sexualidad es una de las ambigüedades fundamentales de las sociedades humanas, en la medida en que ellas deben situarse frente a la naturaleza (de la que surgen y que han de utilizar) y frente a la cultura que define su status propio (...). La sexualidad nunca puede, pues, convertirse en fuente absoluta de desdoro, so pena de destruir la cultura misma de la que se pretendiera extirparla como podredumbre. El sistema de prohibiciones, por contra, se presta a marcar los límites de su influjo, su incompatibilidad con la cocina, la sangre menstrual, etc. La sexualidad es el dominio por excelencia de las reglas, el primer ámbito en el que la cultura se articula con la naturaleza. La ideología que concierne a la sexualidad atestigua, con mayor o menor fuerza, la conciencia desgraciada, importunada por contradicciones insuperables. La sexualidad no se deja encasillar, ella constituye el único misterio de veras: no pertenece al universo del desdoro, pues lejos de ser desagradable, es apasionante. Y es peligrosa, con todo, fuente inagotable de trastornos, individuales o sociales. Pero no puede ser prohibida, pues la sociedad se aniquilaría. Hay que resignarse a hacer de ella una actividad tenazmente vigilada, condicional, prohibirla ciertos días, vedar a determinadas mujeres, decretarla incompatible con la caza, la guerra o el trabajo de la forja, aislarla, circunscribirla de tal manera que nunca nos desborde. Luc de HEUSCH (Prefacio al libro de M. DOUGLAS, De la souillure, Paris 1971, p. 20)
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Nuestra reflexión se va a centrar en comprender la relación existente entre las dos afirmaciones que toda reflexión antropológica se ve obligada a plantearse a propósito de la sexualidad humana, a saber: que ella constituye siempre y doquiera el objeto de un riguroso control social y que, sin embargo, sigue siendo lugar privilegiado en el que emerge un sentido que siempre desborda, en cierta manera, las reglas sociales en las que se intenta encasillarla. En este sentido es en el que hablamos del valor simbólico de la sexualidad, incluso hasta en los controles de los que es objeto. Necesaria para la supervivencia del grupo social, la sexualidad es al mismo tiempo temida por la violencia desordenada que puede introducir en el propio entramado social. Es preciso, por tanto, asegurar el buen uso de la sexualidad y, al mismo tiempo, evitar el desorden mortal que es capaz de difundir. De ahí los innúmeros ritos que encontramos en torno a la sexualidad, los tabúes y las prohibiciones, comenzando por el más fundamental, el del incesto, que delimitan rigurosamente su práctica. A diferencia de los animales, cuya actividad sexual está reglada por ciclos estacionales completamente instintivos, el hombre no dispone de regulación natural alguna para canalizar el instinto sexual. La sexualidad humana se caracteriza por su virtualidad permanente así como por la disyunción entre la sensación del placer y la finalidad biológica. «Tal exceso de pulsión, unido a la ausencia de reacciones condicionadas por el instinto, constituye un peligro extremo para el hombre, desde el punto de vista biológico»1. Desde sus orígenes, la humanidad está en guardia ante la necesidad de canalizar hacia la vida la pulsión sexual que podría ser mortal. Esta necesidad, que el individuo paga a menudo con un alto precio, ofrece, con todo, un marcado aspecto civilizador: «La sublimación de los instintos constituye uno de los rasgos más destacados del desarrollo cultural; ella es la que permite a las más nobles actividades psíquicas, científicas, artísticas o ideológicas, jugar un papel tan importante en la vida de los seres civilizados. (...) ...el edificio de la civilización descansa sobre el principio de la renuncia a las pulsiones instintivas...»2. FREUD tiene razón: en el origen de la civilización está la renuncia a las pulsiones instintivas. Pero es preciso aún explicar por qué el hombre hace tal renuncia, y en este punto la explicación de FREUD, en la continuación de Malaise dans la civilisation, se nos antoja más una novela de ciencia ficción que científica. Si la sexualidad constituye una amenaza que puede llegar a ser mortal, es que ella puede despertar constantemente la rivalidad mimética en el interior del grupo y restablecer el ciclo de la violencia. Es preciso, pues, prohibir el objeto sexual más próximo, es decir, las mujeres del grupo, para alejar el peligro del contagio mimético. El hombre renuncia a la satisfacción inmediata de sus deseos sexuales porque sabe por experiencia que no podría hacerlo sin suscitar un conflicto violento con los restantes miembros del grupo, cuyos deseos querrían igualmente hallar satisfacción inmediata. Se impone prohibir los objetos sexuales próximos y aplazar la satisfacción para más 1. H. SCHELSKY, Sociologie de la sexualité, Paris 1966, coll. Idees 103, p. 15. 2. S. FREUD, Malaise das la civilisation, édition de la Revue francaise de psychanalyse, 39, 1970,1, p. 39 (trad. Ch. et I. Odier).
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adelante, cuando otras mujeres, venidas del exterior del grupo, puedan ser asignadas, sin riesgos, a cada cual3. De modo que, la sexualidad humana es de entrada social y se ve formulada en sus implicaciones colectivas mediante normas de comportamiento cuya importancia es constante aun cuando su contenido varíe según las épocas y los lugares. Normas que tienen por objeto mantener a raya la violencia, canalizar las fuerzas instintivas hacia una tarea social, así como liberar al individuo de la angustia de verse siempre abocado a un comportamiento que podría exponerle al conflicto violento con los demás. Pertrechado con un cuadro estable de pautas constantes, el individuo puede, en un espacio perfectamente delimitado, organizar un comportamiento libre y dirigido hacia la realización de tareas culturales. La ley prohibe y al mismo tiempo crea un espacio social al abrigo de agresiones instintivas. Paradójicamente, cuando estas normas son interiorizadas y aceptadas más profundamente, parecen «naturales». «Natural» a partir del cual el hombre puede definir su proyecto personal. Y no hay indicio más seguro de la crisis de credibilidad de las normas morales que poner en cuestión su fundamento «natural». Habrá que decir, por tanto, que la función de las normas de moral sexual es la de permitir tanto la satisfacción de los fines biológicos de la reproducción y las necesidades instintivas del placer como la inscripción de esa satisfacción en un proyecto social coherente —el trabajo o la familia, por ejemplo— donde el individuo pueda a la par tomar conciencia de su función social y de su creatividad personal4. Toda sociedad intenta siempre hacer coincidir sexualidad, placer, amor y seguridad colectiva. La importancia del control simbólico de la sexualidad se explica, ya lo hemos dicho, por el miedo a la violencia que la sexualidad comporta en potencia. El deseo es capaz de valerse de la violencia más extrema para verse satisfecho. La violación5 es un antojo violento del deseo, es la expresión última de aquello a lo que podría conducir el deseo. La violencia inherente al erotismo —el cual no es, desde este punto de vista, más que una tentativa para transformar la violencia del deseo en un juego capaz de organizar, de humanizar por tanto, la potencia del eros— advierte al sujeto de la amenaza mortal que habita en él: esta pulsión, este deseo, pueden ser destructores de su propio ser, no sólo porque pueden escapársele a su control, sino y ante todo porque constituyen la amenaza latente de toda relación con el otro; incesantemente el frágil edificio de la vida personal y social está amenazado por la violencia. En efecto, no toda violencia es de origen sexual y el deseo no se expresa por
necesidad mediante la violencia, pero deseo y violencia se llaman constantemente, y eso el hombre lo sabe: conoce la amenaza que debe de continuo esquivar6. La violencia del deseo, aun controlada, es decir, reprimida en parte por el inconsciente, sigue siendo una realidad amenazadora. Y así sabemos que el deseo, al igual que la vida, es más rico que el orden que lo socializa. El deseo proclama tanto la ruina mortal que amenaza a la Ciudad de los hombres (así en Las Bacantes), como la fiesta recreadora que amplía sus horizontes. Por eso, es preciso no dejar de controlar la sexualidad y facilitarle lugares y momentos (fiestas y ritos) en los que su carácter peligroso quede a la par manifiesto y exorcizado. La fiesta coquetea, mima a la violencia, le concede un espacio para, al punto, domesticarla. Pues no hay vida social posible sino allí donde esa violencia se ve contenida y desviada hacia objetivos más lejanos. «El trabajo exige una conducta en la que el cálculo del esfuerzo, relacionado con la eficacia productiva, es constante. Exige una conducta razonable, en la que los movimientos tumultuosos que se liberan en la fiesta y, generalmente, en el juego, no son admisibles. Si no pudiésemos refrenar esos movimientos, no seríamos susceptibles de trabajo, pero el trabajo introduce precisamente la razón para refrenarlos. Estos movimientos dan a los que ceden a ellos una satisfacción inmediata: el trabajo, por el contrario, promete a los que los dominan un provecho ulterior, cuyo interés no puede ser discutido, a no ser desde el punto de vista del momento presente. Desde los tiempos más remotos, el trabajo introdujo un sosiego, a favor del cual el hombre cesaba de responder al impulso inmediato, que regía la violencia del deseo. Es arbitrario, sin duda, oponer siempre todo el desapego, que está en la base del trabajo, a movimientos tumultuosos cuya necesidad no es constante. El trabajo, una vez empezado, crea, no obstante, una imposibilidad de responder a solicitaciones inmediatas, que pueden hacernos volver indiferentes a unos resultados deseables, pero cuyo interés no afecta más que al tiempo ulterior. La mayor parte de las veces, el trabajo es la ocupación de una colectividad, y la colectividad debe oponerse, en el tiempo reservado al trabajo, a esos movimientos de exceso contagiosos en los cuales no existe más que el abandono inmediato al exceso. Es decir, a la violencia. Además de eso, la colectividad humana, en parte dedicada al trabajo, se defiende en los interdictos, sin los cuales no hubiese llegado a ser ese mundo del trabajo que es esencialmente»7. De manera que la sexualidad es de diversos modos amenaza para el orden social: pertenece, en su fondo irreductible, al lenguaje diáfano, a la existencia pretécnica del hombre; es, en fin, anti-institucional. Contradice el orden que el lenguaje instaura entre los hombres, orden racional que posibilita la comunicación, el proyecto colectivo, la moral; desafía a la voluntad rotunda.
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3. El lector habrá intuido aquí la tesis, que nosotros compartimos, de Rene GIRARD, defendida en La violence et le sacre (1972) y aquilatada en Des choses cachees depuis lafondation du monde (1978) (cf. p. 85, 96). 4. Según H. SCHELSKY, op. cit., p. 129. 5. Sobre la violación: Susan GRIFFIN, Le viol, crime américain par excellence, Montréal 1972; Susan BROWNMILLER, Le viol, Paris 1976 (edic. original americana 1975); Marie-Odile FARGIER, Le viol, Paris 1976; Andra MEDEA, Kathlcen THOMPSON, Conire le viol. Paris 1976 (edic. original americana 1974); Ph. ROBKRT, Th. l.AMHHKT, C. I-'AUGKRON, Imane du viol colleilíf el reconslriulion tl'objel, Gcncvc 1976 (coll. «Déviunce et société»).
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6. Sobre la necesidad que tienen las sociedades humanas de esquivar la violencia y sus destructores efectos regulándola mediante un acto unánime de violencia sobre una víctima emisaria y sobre cómo este acto unánime de transgresión fundamenta lo prohibido, cf. los dos libros citados más arriba de R. GIRARD. 7. G. BATAILLE, El erotismo, Barcelona "1984, p. 59-60. Esta obra en su conjunto es muy importante para el análisis de las demás prohibiciones que acompañan a la sexualidad en cuanto ésta está ligada a la conciencia de la muerte.
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AGUSTÍN veía en ello la prueba misma del pecado con el que la sexualidad estaba indeleblemente marcada: «No hay duda que la naturaleza humana se avergüenza de esta libido, y con razón. Porque en su desobediencia, que dejó sometidos los órganos sexuales a sus propios movimientos y los desligó de la voluntad, se muestra bien a las claras la paga que recibió el hombre de su propia desobediencia. Y fue conveniente que su huella apareciera sobre todo en los miembros que sirven a la generación de la naturaleza, empeorada por el primer enorme pecado»8. La sexualidad es una manera de estar en el mundo opuesta a la que la inteligencia técnica le procura al hombre. Mediante ésta última, el hombre se distancia del mundo en razón de lo útil. En cierto modo, la sexualidad es el rechazo de ese distanciamiento: «En el deseo y el placer, se revela una experiencia radicalmente distinta de la presencia y que no se puede elencar con los otros modos de presencia en el mundo. En ella, el cuerpo descubre que puede no dejarse encerrar en la cotidianidad de las tareas y de los trabajos para los que no es más que un instrumento al servicio de los proyectos que el hombre se marca o, simplemente, se le imponen. Descubre su cuerpo y su propia existencia para nada más que esa presencia, liberado de tener que trabajar. Para estar, simplemente, o para estar presente, disponible para una aventura y un encuentro... Esta experiencia no puede ofrecerse más que a un ser liberado durante un tiempo de las tareas y de la preocupación por la transformación del mundo. Es juego, o poesía.. .»9. Esta plenitud que promete el deseo entra en conflicto con otra plenitud, prometida a más largo plazo, la de la aventura técnica y laboriosa. No es fruto del azar el que la sociedad moderna, comprometida como ninguna otra en la aventura técnica, sueñe tan nostálgicamente con las alegrías y promesas del erotismo y que, sin embargo, no pueda hacerlo comúnmente sino merced al voyeurismo. Por ello, el tiempo propio de la sexualidad se acomoda mal al tiempo social, al ritmo que toda institución necesita, todo proyecto, comenzando por la propia institución conyugal. Todo el problema del matrimonio estriba en esa porfía por ¡institucionalizar lo que por definición rehusa la institución! Enigma y amenaza, el deseo sexual ha de verse, con todo, referido a un orden. Referencia que, dada la opción que hace de entre las múltiples posibilidades del deseo, es a un tiempo represión y expresión. Conviene detenerse un instante en la relación existente entre sexualidad y lenguaje. El hombre ha de «decir» su sexualidad para socializarla. Sin el lenguaje, la sexualidad no pasaría de pertenecer al dominio de lo meramente pulsional, de lo indiferenciando, y se perdería el sentido mismo de la sexualización del hombre y de la mujer. Pero también el lenguaje es una opción que no aporta a la consciencia más que un elemento de comprensión. Todo el mundo puede experimentar esta ambigüedad. El chico y la chica, en efecto, no llegan a ser chico y chica verdaderamente hasta que el lenguaje social determina con precisión el papel que cada uno ha de interpretar. Ser hombre es pertenecer a determinada comunidad en la que los ritos, los símbolos y la expresión definen y recuerdan
la tarea social; ser mujer, igualmente, con la diferencia de que, en nuestra sociedad, los ritos y los símbolos de la comunidad femenina se ven sutilmente minusvalorados, y se tiende, por tanto, a descalificar al elemento femenino respecto al masculino. El lenguaje social delimita los roles, propone un sentido y garantiza cierto orden al ritualizar determinadas amenazas inherentes al hecho sexual. Esta cara determinante del lenguaje, represiva incluso, ejerce una presión incontestable sobre cada uno de nosotros; eso que llamamos «sentido común» no es, frecuentemente, más que expresión de este determinismo del lenguaje una vez se ha hecho inconsciente. ¡Las palabras encierrran trampas, y hay que estar sobre aviso!10 Esta ambivalencia de la función social del lenguaje (a saber: expresar un determinado y posible sentido de la masculinidad o de la feminidad y, por ende, excluir otros igualmente posibles) es particularmente visible cuando define los roles del hombre y de la mujer". Los trabajos de los etnólogos —pensamos en concreto y ante todo en las decisivas investigaciones de Margaret MEAD— han mostrado hace ya mucho tiempo la variabilidad de esa definición entre una cultura y otra. La sociología ha hecho ver cómo dicha variabilidad se extiende también al interior de una misma sociedad, donde funciona a partir de criterios de pertenencia de clase, de religión y de nivel educativo12. Esta distribución de papeles es primeramente social, es decir, está ligada a las necesidades del trabajo. Se trata de saber en la multiplicidad de los posibles «quién hace qué». Este parece ser el criterio determinante, en particular en lo que atañe a la definición de los roles sexuales en la pareja. Y, por ello, se puede afirmar que la necesidad de definir las formas de producción colectiva es prioritaria respecto a la de clarificar las normas de la actividad sexual de los hombres y de las mujeres. ¿Cómo se aplican a nuestra sociedad contemporánea estas reflexiones generales? Las antiguas normas, las de origen religioso en especial, caen progresivamente en desuso y, en cualquier caso, no constituyen el punto de referencia obligado de la sociedad occidental. ¿Quiere esto decir, como pretenden ingenuamente ciertos heraldos de la liberación sexual, que hemos atravesado el umbral en el que la sexualidad escaparía a las ancestrales necesidades de la regulación social, para quedar al antojo de las opciones personales? En nuestra sociedad secularizada, la labor de regulación ha sido transferida a la instancia «científica». La sexualidad se ha convertido en objeto de estudio científico. La importancia de este hecho es de sobra conocida; huelga decir hasta qué punto nuestra consciencia ha cambiado respecto a los problemas sexuales y ha visto ampliar sus horizontes por la aportación de los trabajos
8. De civ. Dei, XIV, 20, traduce, de J. Moran, BAC 171-172, p. 970. 9. F. CHIRPAZ, «Scxualité, morale ct poétique. Approche philosophique», Lumiére el Vie 97, 1970, p. 85 s.
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10. A este respecto, son muy reveladores los análisis del lenguaje cotidiano hechos por mujeres para denunciar «el sexismo ordinario» —valiéndonos del título de una crónica de Temps modernes. 11. Excelente presentación del problema en H. SCHELSKY, op. cit., p. 23-42. 12. «Se puede, pues, afirmar que una opción, de entre las múltiples tendencias hereditarias, de las posibilidades de comportamiento sexual se establece no sólo en lo que concierne al rol de ambos sexos en una época determinada, sino que existe también en cada sociedad una división subsidiaria en el comportamiento, según las clases sociales, el grado de instrucción, la religión y a veces según los clanes o el paisaje del entorno». H. SCHELSKY, op. cit., p. 38.
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científicos. Pero no deja de ser una consecuencia más sutil de un fenómeno que conviene recordar: socialmente, la demanda es masiva; ¿por qué? porque se pretende extraer de esas investigaciones normas morales «objetivas» y, por ende, incontestables (!). En realidad, la sexología que se divulga13 se ofrece como un nuevo magisterio moral, cuyos valores primordiales se cifran, creo yo, en la objetivación del sexo y en el activismo del placer. La nueva normalidad sexual comporta la obligación de tomar el sexo como objeto de estudio, como objeto de comentario a la larga. Se impone hablar del sexo, pero como un objeto pretendidamente omnipresente merced a la multiplicidad de comentarios que se le dedican bajo todos los modos de expresión imaginables. Hay algo de resentimiento en esta tentativa de no dejar nada en la sombra: hay que retorcer el pescuezo al secreto (bautizado de inmediato de hipocresía), al misterio, como para extirpar la angustia que, pese a todo, siempre va unida al sexo. Cuanto más se habla más hay que hacerlo, a fin de liquidar ese resquicio que siempre se le escapa al discurso objetivador. No puede uno dejar de pensar que semejante exhibición en el lenguaje sobre el sexo oculta, en el fondo, una búsqueda angustiosa de una nueva normalidad capaz de regular la sexualidad, de darle sentido en una sociedad secularizada, cuya relación con el mundo se ve determinada por el entramado técnico. Pero, al mismo tiempo, esta verbalización podría no ser más que una ilusión a la postre, una sutil manera de evitar enfrentarse con lo real, un sueño. El «todo está permitido» del discurso vulgar de la sexología, ¡ya que todo es susceptible de ser dicho!, topa con una realidad que, de entrada, es más difícil de afrontar, pues no hay ya ley alguna que permita inscribir la sexualidad en un proyecto que la socialice. La nueva moral sexual está marcada por la exigencia de verbalizarlo todo; y se caracteriza también por la imperiosa necesidad de triunfar. Este activismo del placer al que debe entregarse el hombre contemporáneo exige duros sacrificios. Tiene que frecuentar cursos —!pues no sabría improvisar en un ámbito tan delicado!—, leer libros, atender los consejos de especialistas14, preguntarse a cada instante si su partenaire ha alcanzado al fin el orgasmo, en el que el hombre halla su última razón de ser y su liberación. Según los cánones de esta nueva normalidad sexual, el éxito sexual es un valor supremo. Quien se descubra incapaz o poco capaz es anormal, en el sentido literal del término: no se acomoda a la norma. De ahí una nueva angustia que parece caracterizar al hombre de hoy, como atestiguan la correspondencia de revistas
especializadas y las cuestiones planteadas con mayor frecuencia en los consultorios psicológicos: angustia de «no saber hacer» el amor conforme a las nuevas normas de las «hazañas» que son de rigor. ¿Qué significa esta nueva normalidad? Sus profetas, tales como W. REICH o D. COOPER, hablan aquí del valor revolucionario, liberador, del acto sexual satisfactorio. Tras esta búsqueda del éxito sexual habría una profunda protesta contra las alienaciones que el hombre sufre en la sociedad liberal capitalista. El orgasmo es un acto político. Lo cual implica que la sociedad está sexual mente enferma, como dice REICH15; nuestra sociedad patriarcal de Occidente es totalmente represiva, impone un desprecio absoluto de la sexualidad o prohibe una descarga completa de la energía hormonal. Sanar la sexualidad es, por tanto, liberar fuerzas capaces de promover una auténtica «afirmación de la vida, ... bajo su forma subjetiva de afirmación del placer sexual y bajo su forma social objetiva de planificación democrática del trabajo»16. No será, pues, la Revolución quien traiga la felicidad, sino la felicidad, identificada con el orgasmo satisfactorio, la que conducirá a la Revolución. Más sutilmente, D. COOPER muestra cómo el orgasmo es un acto político porque permite la experiencia de la muerte purificadora, una negación radical que hace nacer una nueva toma de conciencia, liberada de los sentimientos alienantes de propiedad17. Esta perspectiva cuasi-budista del aniquilamiento de sí en el nirvana sexual lleva pareja, como puede verse, una visión rayana en el anarquismo: la sexualidad no será liberada más que cuando deje de ser expresión de un sentimiento patriarcal o burgués de la propiedad. Así pues, buscar el éxito sexual equivale a hacer de misionero de la nueva sociedad. Y, bien entendido, aquí se expresa implícitamente toda una moral que empuja a todos y cada uno a colaborar en pro del éxito social liberándose de cuanto pueda poner trabas a la búsqueda del «éxtasis orgásmico». Ahora bien, esta moral está fundamentada sobre una poderosa sacralización del sexo, el cual sería capaz por sí mismo, cuando es «natural» como dice REICH, de dar sentido al hombre, sentido y felicidad. El sexo desempeña así el papel de Dios, aquel a quien se adora y del que se espera tenga a bien responder a las necesidades de sus siervos18. Estamos, pues, probablemente en presencia de una vuelta a una religión pan teísta que, merced a la sexualidad, busca insertar al individuo en el mundo, en el Todo, evitando, mediante la negación de las alteridades, la dureza de los enfrentamientos entre la sociedad y el placer19. No puede uno dejar de ver en ello un intento desesperado de instalarse regre-
13. Un buen ejemplo lo constituye la «Revue internationale des raports humaines» Union, que mensualmente, bajo la dirección de afamados doctores (en sexología, psicología, psicopedagogía...), le enseña a uno a hacer mejor el amor, a zafarse de prejuicios y tabús que le costarían caro, a reconocer la bondad de sus fantasmas. Con una tirada de 275.000 ejemplares, el número de septiembre de 1977, por ejemplo, multiplica los testimonios (?) sobre todo tipo de prácticas sexuales acompañados de comentarios «científicos» destinados a garantizar la normalidad de esas prácticas, en razón de la sinceridad (o sea, se trata de prestar un servicio y participar en la magna empresa de la liberación), y en razón del «éxito» sexual, cuyo criterio es ía intensidad del placer. 14. Como éste (en el mismo número de Union, cuya delicadeza pido al lector tenga a bien apreciar): «Las piernas de la mujer cruzadas sobre los ríñones de su pareja indican a éste la cadencia de penetración descada...». La «cadencia de penetración», ¡galantes términos...! Sobre lo ridículo de los nuevos Diafoirus del sexo. el'. P. BRUCKNER-A. FINKIELRAUT, El nuevo desorden amoroso, Barcelona S 3 I 9 8 8 .
15. La révolution sexuelle, París 1970 (sobre la edic. original de 1945), col. 10x18, p. 52. 16. W. REICH, op. cit., p. 376. 17. D. COOPER, Une grammaire á l'usage des vivants, París 1976 (sobre la edic. inglesa de 1974), col. Combats. 18. Así es como D. COOPER alienta a sus lectores, en su «Manifiesto del orgasmo», a una ascesis, a unos ritos y a una experiencia mística (para alcanzar el orgasmo), términos todos ellos pertenecientes al vocabulario religioso tradicional. ¡Y qué decir de todos esos sexólogos que, en las revistas de divulgación, hacen a todas luces las veces del clero en la Iglesia católica: celebran su liturgia sacramental del sexo, recuerdan las obligaciones morales que les competen y juzgan sobre la conformidad de la conducta de los fieles con el dogma y con la moral! 19. Es significativo que REICH no deje de denunciar la oposición existente entre naturaleza y cultura.
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sivamente en parajes imaginarios en los que (aún) no reinarían la represión y la institución20. Hay que preguntarse, no obstante, si, detrás de las justificaciones teóricas o de la explotación comercial subyacente, esta demanda no estará siendo expresión de algo importante. Una protesta, por ejemplo, contra la incapacidad que muestran nuestras sociedades de satisfacer las exigencias elementales de los individuos. En un mundo donde todo tiende a reducir al hombre a su función económica y técnica, a mediatizar toda relación con la pesantez de un complejo aparato técnico y político, el erotismo sigue siendo quizá una de las últimas posibilidades de expresar y experimentar la fundamental fragilidad de la existencia, la nostalgia profunda de una relación carnal con el mundo y con la «naturaleza»21. El problema de nuestra cultura es que esta protesta, cuya relevancia social intentaron traducir los movimientos surgidos de mayo del 68, es ella misma víctima de lo que implícitamente denuncia. Intenta salvaguardar la libertad personal en un mundo superorganizado; tiende por ello a privilegiar las conductas a-normales, particulares, originales. La sexualidad parece haberse convertido en el lugar de los anti-conformismos, del des-control social. Pero la sociedad moderna, y en esto no se diferencia de las antiguas, no puede consentir en realidad ese anti-conformismo. Sólo tiene que hacer del propio anti-conformismo el mejor medio de integración social, lo equivalente a las fiestas de antaño, que protegían de la violencia consintiéndola parcialmente. Y esto se ve bien en el uso que se ha hecho del lenguaje psicológico. Éste, por su tecnicismo, procura a cada cual la ilusión de que se le toma en serio en su originalidad y en su especificidad. En realidad, este lenguaje dicta la norma social a la que conviene conformarse para ser feliz. La paradoja es que uno es feliz siendo como todo el mundo, ¡convencido, incluso, de haber logrado transgredir los tabúes y las prohibiciones! La psicología continúa presentándose como el medio gracias al cual se han hecho posibles las trangresiones, cuando en realidad es el discurso de todo el mundo. O, por decirlo de otro modo, la mayor privatización de la vida sexual permite justamente un control más riguroso. Igualmente, cuando la utopía del deseo ilimitado se ofrece como un contra-modelo de la sociedad capitalista, contra el matriomnio símbolo de la defensa de la propiedad privada, acaba en realidad por reproducir incoscientemente uno de los modelos más dominantes de la sociedad neoliberal. Me explico22: la ideología del matrimonio burgués expresábalas necesidades de una sociedad fundada sobre los valores de la hacienda; la exigencia de fidelidad estaba motivada por la necesidad económica de no deshacerse de las tierras. El cuestionamiento de esta concepción podría muy bien significar que el capitalismo liberal no necesita ya simplemente semejante ideología de la propiedad para funcionar. La utopía del deseo, libre de instalarse donde le plazca, ¿no es la ideología de una sociedad en la que el capital es también
libre de instalarse allí donde quiera? Determinado discurso moderno sobre la fidelidad, que es siempre fidelidad a sí mismo, al destino personal, al desarrollo particular, al propio placer, ¿no corresponde al discurso económico de la inversión que o aporta beneficios o hay que desestimar? Ser fiel equivale a invertir mi deseo allí donde pueda aportarme lo que yo espero. Y la pareja se convierte en lugar de inversión, más o menos apetecible, y en esa medida, más o menos útil a mi proyecto. Existe, pues, un discurso sobre la sexualidad y sobre el deseo que reproduce, pretendiendo combatirlo, el modelo del capitalismo liberal fundado en la libre circulación del dinero (del deseo) y en la competitividad mercantil. De nuevo, la norma social funciona sutilmente, justo allí donde el hombre moderno pretendía zafarse de ella. La misma movilidad del deseo que se reivindica a veces como lo esencial de la libertad frente a la sociedad burguesa opresiva, cuadra excesivamente bien con el liberalismo capitalista, le asegura una mejor adaptación de los individuos al sistema, una integración profunda en los modelos de funcionamiento social. Siguiendo con este esquema de trueques, la sexualidad conlleva también su tercer mundo, sus marginados; sus sub-desarrollados, no por falta de deseo, mas por falta de medios para ser deseados. Por eso mismo, a todos estos hay que ofrecerles algunas compensaciones, para evitar que las nuevas normas sociales y sus exigencias no desencadenen una violencia más fuerte que la de los revolucionarios. De ahí el convertir en objeto, y en mercancía, la sexualidad. Función de derivación asignada a las imágenes eróticas de las que está lleno nuestro mundo: funcionan con total precisión, como la religión según Marx, como opio del pueblo. Precisamente en la medida en que la normalidad social deviene hazaña sexual, léase belleza, virilidad, etc., no es soportable más que bajo la forma del sueño, del fantasma. Lo que surgía como protesta contra la miseria cotidiana, acaba por reforzar esa miseria, aumentando a la larga este «pedante hastío de lo real» que caracteriza a nuestra sociedad (la expresión es de LAPLANTINE). Se ve claro, por tanto, en nuestra sociedad, ese doble juego de control y de protesta que caracteriza al simbolismo social de la sexualidad. A pesar de las apariencias, nos parece incluso que el control tiende a ser más fuerte que nunca, a expensas de la protesta. Y esta última está aún en pos de una expresión, de un lenguaje que le permita manifestarse como fiesta, parte de un simbolismo colectivo que nos arraiga en un proyecto que es la vez sentido y crítica de nuestra sociedad. Debemos retrotraer la cuestión más todavía, e intentar aclarar la relación existente entre sexualidad y palabra.
20. Cf. F. LAPLANTINE, «Les idéologies contemporaincs du plaisir», Lumiére et vie, 114, 1973, «Le plaisir», p. 41-64. 21. Nos hemos detenido más ampliamente sobre este tema en Bull. C.P.E. (18° année, 1966, 2-3), «Sexualité et morale», p. 5-17. 22. Ayudándome de un análisis, inédito, de W. OSSII'OW.
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2. SEXUALIDAD Y PALABRA Llegaste tú, la tarde reventaba la tierra, Y tierra y hombres cambiaron de sentido Llegaste tú, yo estaba triste, y dije sí; Desde ti pronuncié yo mi sí al mundo. P. ELUARD (Dominique aujourd'hui présente)
El lenguaje, como hemos adelantado, es, al alimón, expresión y represión
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del deseo sexual. El análisis sociológico nos ha convencido de ello. No hay humanización de la sexualidad sin lenguaje, sea éste simbólico, jurídico, ritual, moral, etc. Se trata de insertar la sexualidad, siempre tan misteriosa y amenazadora, en un sentido posible, y desde ahí, de orientarla y controlarla. Pero no basta con constatar el fenómeno o con advertir la pluralidad de sentidos posibles dados por el hombre a la sexualidad. La cuestión ética, que siempre subyace a la del sentido, constriñe a afrontar el problema de la verdad de ese sentido ¿Cuál es el mejor, el más auténtico, el más verdadero, el más justo, el más moral? Sea cual fuere el modo de plantear la cuestión, ésta es siempre ineludible.Y aunque nos viéramos al final del análisis en el mayor de los escepticismos, tendríamos que responder a ella, a pesar de todo, siquiera de forma provisoria. Pero antes de concluir eventualmente con buena parte de nuestros contemporáneos que dicho sentido no va más allá de lo que uno quiera darle y que no hay en este terreno ninguna verdad vinculante, es preciso considerar otros tipos de análisis y no sólo los sociológicos.
a) Las «evidencias» de la Fisiología Podría uno verse tentado a pedir una respuesta a la biología y a la fisiología. ¿Qué hay más natural, después de todo, que partir de la constatación elemental de la diferencia de sexos? ¿No está esta diferencia preñada de un sentido anterior a cualquier elaboración? La sexualidad se ve, ciertamente, estructurada por el lenguaje social, pero ¿no es ella también, e incluso con anterioridad, estructuradora de ese mismo lenguaje? Ser hombre o ser mujer, es serlo de una determinada manera, modelada por la cultura. Pero es también estar presente en el mundo de determinada manera, modelada esta vez por los imperativos fisiológicos del ser sexuado. ¿Es posible distinguir aquí qué proviene de la cultura y qué pertenece a la «naturaleza»? Hay que reconocer que existe al menos una interacción mutua. También por razones fisiológicas, hombre y mujer no viven su sexualidad del mismo modo. O, por decirlo mejor: no están presentes en el mundo de la misma manera. El deseo del hombre se expresa mediante pulsiones limitadas en el tiempo, breves e intensas. De ahí que la sexualidad masculina se caracterice a menudo por su agresividad, por una cierta violencia encaminada a obtener satisfacción inmediata, sin atender a las consecuencias. Está orientada al solo momento de su realización. «Es (el deseo) el acto volcado hacia el otro, donación que se colma en el momento en que se da»23. La sexualidad femenina, por su parte, está ligada al ciclo regular de la ovulación, con sus molestias y desajustes, independiente de toda voluntariedad. A causa de ello, la mujer comienza su adolescencia sufriendo su sexualidad como un penoso engorro. Y por otro lado, cosa evidente, la sexualidad femenina se ve relacionada con la maternidad, es decir, con algo que vincula el presente del acto sexual con el porvenir de un posible embarazo y de un niño que poner en el mundo. Aun cuando los medios anticonceptivos han liberado a la mujer del miedo al embarazo no deseado, la mujer está
23. F. CHIKI'AZ, l.e corps, París 1969', col, «Iniciatiun philosophique» 50, p. 66.
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condicionada, por la propia estructura de su cuerpo, a unir, mucho más que el hombre, sexualidad y tiempo, sexualidad y proyecto24. He aquí un testimonio de la experiencia que una mujer tiene de su cuerpo: «La regla, en primer lugar, salpica mi vida conforme a un ritmo sinuoso, en el que se suceden los altibajos, los momentos en los que yo domino mi cuerpo y otros en los que yo me someto a su ley, los instantes en los que abordo la vida como vencedora y otros en los que aflora mi fragilidad. Regular y obstinadamente, la regla me llama al orden impidiéndome imaginarme en mis proyectos distinta a lo que soy. »E1 embarazo, por su parte, me ha enseñado lo que significa esperar, una espera rica en promesas, rica en inquietudes también, ese tiempo largo y pleno sin el cual ninguna nueva vida vería la luz25. »E1 parto constituye ese momento de mi vida en el que yo he experimentado con intensidad la ruptura, esa ruptura indispensable a la aparición de un ser vivo. En el momento en que se rompían los estrechos lazos que nos mantenían mutuamente unidos, en ese preciso momento estallaba la evidencia de su singularidad. Apenas salido de mí, y ya era otro; carne de mi carne, nunca sería mi doble. En ese instante se me ha mostrado también el precio inmenso de una vida: este niño es único, es infinitamente precioso y nada ni nadie podrá jamás exigir que se lo sacrifique. »La lactancia, en fin, me permitió medir el precio que hay que pagar para que un ser viva. Un precio a pagar de una misma, de lo más profundo de sus reservas, un precio que no admite trampa alguna. »Mi cuerpo de mujer me recuerda sin cesar mis límites; me instruye, cuando aparece una nueva vida, sobre el valor del tiempo —del largo tiempo—; sobre el alto precio, también, que debo pagar de mi propia persona; me revela igualmente y sin lugar para las dudas, la alteridad de todo ser humano, aun del concebido en mi seno. Esta pedagogía de mi cuerpo me abre, si quiero hacerle caso, a ciertas dimensiones de la vida que, sin ella, no habría captado con tanta nitidez. Me adiestra asimismo, si le soy fiel, para determinadas opciones que hoy en día no son evidentes: respeto al ritmo y a la lentitud inherentes al desarrollo de cada cual, acogida del otro y de lo que él tiene de más irreductible a mí misma, reconocimiento de lo que eso me ha de costar inevitablemente»26. Sea como sea, estos aspectos no deben ser exagerados, pues si «la diferenciación morfológica impone determinados ritmos [y] (...) asigna tareas en la función de reproducción (...) sólo en el mundo de la cultura dichas diferencias se revisten de valores y llegan a funcionar como destino, es decir, como cerco de la posibilidad humana»27.
24. Cf. Geneviéve TEXIER,«Sexualité féminine et maternité», Esprit, 1970/11, «La sexualité», p. 1921-29; A. JEANNIÉRE, Anthropologie sexuelle, París 1964, col. «Recherches économiques et sociales», p. 69-103; ANNIE LECLERC, Parole defemme, París 1974, p. 78-86. 25. Hay otro momento de la vida precedido a menudo de una larga espera, aquel en el que una vida se apaga. ¿Se debe al azar el que tradicionalmente hayan sido las mujeres las que han velado a los moribundos? 26. Nicole FATIO, texto inédito. 27. F. CHIRPAZ, «Dimensions de la sexualité», Eludes, 1969 (mars), p. 414.
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De modo que, aunque hay una «palabra de mujer» sobre la sexualidad que expresa un específico modo de estar en el mundo, una conciencia de su propio cuerpo muy diferente a la del hombre, dicha palabra es una amalgama de condicionamiento cultural y de raigambre corporal28. Aun quedando a salvo que estamos lejos de haber comprendido y explorado todas las riquezas de la existencia corpórea, tanto del hombre como de la mujer, ese conocimiento es de un orden diverso al fisiológico, pues el problema radica, una vez reconocido el cuerpo (¡algo muy importante!), en saber cómo habitamos este nuestro cuerpo, qué sentido le reconocemos. Hay que renunciar por tanto a pensar que pudiera existir, previo al lenguaje de la cultura, un lenguaje primigenio, evidente e incontestable. El sentido no se halla oculto «naturalmente» en la fisiología; apela a otras instancias. Hoy en día parece haberse llegado a un amplio acuerdo al respecto. Valgan dos testimonios, tomados de los dos extremos del abanico científico. Primero el de un biólogo: «Al biólogo se le permite, en cuanto tal, alzarse contra dos concepciones abusivas: — La de una biología "punitiva" y alienante que condenaría irremediablemente a la mujer a una especie de fatalidad, ligada a su condición anatómicofisiológica. Muy al contrario, lo que hace falta es redefinir con mayor precisión los datos biológicos, y no precisamente para recluir a la mujer en sus límites, antes para ' 'corregirlos", mejorarlos, de modo que no representen un handicap social. — La que tiende a asimilar el comportamiento sexual en general con el coito y la reproducción. Si el coito, así como la actividad reproductora que a veces le va ligada (pero no de modo ineludible), están determinados, al menos en buena medida, por los datos anatómico-fisológicos del hombre y de la mujer, no sucede lo mismo con el comportamiento sexual en su sentido más amplio (función erótica y función relacional en general), y, afortiori, con el comportamiento social. Los roles del hombre y de la mujer y su status social (...) poco tienen que ver con la biología. Hay que "desgravar" a ésta de semejante impuesto. Dos diferencias biológicas incontestables (...): la fuerza muscular (la de la mujer constituye globalmente los 570/1000 de la del hombre) y la agresividad (ligada en parte a las hormonas masculinas) puede que explicaran, al principio, la atribución de determinadas funciones sociales a los hombres y, sobre todo, el afianzamiento de su dominio. Dejados a un lado estos dos factores, nada en la biología pudo justificar en el pasado, ni puede seguir justificando en nuestros días, la perdurabilidad de semejante estado de cosas (...) La biología, basándose en estas diferencias que constata entre los sexos, no aporta ningún juicio de valor que permita marcar desigualdades» .29.
28. Como claramente advierte Annie LECLERC: «Ellos (los hombres) han inventado toda la sexualidad mientras la nuestra guardaba silencio. Si nosotras inventamos la nuestra,a ellos les será preciso repensar la suya por entero». Parole de femme, Paris,1974, p. 53. Este bello libro es una meditación profunda y luminosa sobre la experiencia que la mujer tiene de su cuerpo. Cuerpo real y cuerpo simbólico a un tiempo, que es preciso inventar desde la novedad de una palabra liberada y encarnada. 29. üdette TH1BAULI, como conclusión de la primera parle de lu obra en colaboración Le
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Y he aquí el parecer de un psicoanalista: «...para nosotros, "la anatomía no es el destino". Lo cual no quiere decir que la anatomía sea irrelevante. Es ella la que hace que el complejo de castración adquiera en la niña la forma de envidia de pene y la que explica el que en ella prevalezca el perfil privativo a la hora de buscar una identificación imaginaria; mientras que el muchacho se descubre a sí mismo «vinculado» al objeto —lo que constituye, en expresión de Lacan, una "aflicción". »Pues, si es cierto que el yo en la niña se construye conforme al mismo principio del Lust (placer) que en el niño, y que, en consecuencia, no habría nada de sorprendente en que ella experimente la misma amenaza de castración, no se puede negar, empero, que su tranquilidad a este respecto es mucho mayor»30. b) Lo elaborado por la cultura Podríamos, entonces, volvernos a la historia de las culturas ¡y preguntarle a ver si los hombres han arrancado a la esfinge el secreto de su enigma! Lo hemos dicho más arriba: parece claro que el primer intento de dar sentido a la sexualidad consistió en relacionarla con las fuerzas de lo sagrado, «...el primer sentido propiamente humano dado a la sexualidad aparece en los cultos fálicos; en ellos se encuentra asociado a las potencias cósmicas que conducen el baile vertiginoso de los ciclos de vida-muerte. La sexualidad extrae su sentido de esta dimensión cósmica, mediante la cual el hombre participa de una energía vital que le sobrepasa, que se derrocha al diseminarse la vida y retorna a los interminables ciclos de la naturaleza mediante la muerte»31. Ligada a los profundos ritmos de la naturaleza —tal como el hombre primitivo los percibe: vida y muerte, y vida surgiendo de nuevo de la muerte—, la sexualidad es interpretada aquí como fuerza divina, sagrada (es decir, buena y mezquina a un tiempo)32. Gracias a ella, el hombre se ve asociado, en la fiesta orgiástica que le simboliza y le ritualiza, a la potencia resucitada y resucitadora de la naturaleza. Pero esta asociación es también ocasión propicia para percibir el lazo existente entre sexualidad y violencia, es decir, entre sexualidad y desorden que amenaza las leyes de la ciudad. Sacralizar la sexualidad es poner de relieve su carácter terrorífico, porque vincula al hombre a una fuerza que le domina y que él no puede controlar si no hace valer, sin tregua, su astucia. La fiesta es su signo; la fiesta, que levanta las prohibiciones, aunque dentro de un marco cuidadosamente predelimitado. Se sacraliza la sexualidad porque a cada paso se corre el riesgo de precipitar el retorno a lo indiferenciado, el resurgimiento de fuerzas malévolas que la
faitféminin, bajo la dirección de Evelyne SULLEROT, París 1978, p. 218. Los subrayados son de la autora. 30. M. SAFOUAN, La sexualidad femenina en la doctrina freudiana, Barcelona 1979, p. 127. 31. A. JEANNIERE, Anthropologie sexuelle, París 1964 (col. Recherches économiques et sociales), p. 54. 32. Tal y como lo muestra con incomparable fuerza Eurípides en Las Bacantes, cfr. R. GIRARD, La violence el le sacre..., p. 180-200.
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frágil ciudad humana encubre sumergidas. La ciudad, conquista sobre la naturaleza, no puede menos que temer lo que desde el corazón de su existencia le rememora la violencia de la que emergió. Y se sacraliza la sexualidad, también, porque ella permite organizar el mundo, distinguir entre hombre y mujer, entre niño y adulto, entre tiempos favorables y desfavorables (a partir, por ejemplo, de los períodos de la mujer y de la sangre menstrual). Corre el riesgo de precipitar a los hombres en lo indiferenciado, pero puede también ordenar la ciudad, estructurar intercambios con otros grupos, acreditar roles sociales y económicos... Si sacralizar la sexualidad es ordenarla a un proyecto social sin dejar de reconocer su carácter amenazador, es igualmente, y de paso, alejarla del mundo de las fuerzas cósmicas anónimas que atraviesan al hombre sin deberle nada. Se puede, ciertamente, urdir argucias contra esas fuerzas, intentar domarlas, pero simpre son signo de una radical dependencia del hombre. De modo que, para que el hombre pueda afirmar su especificidad, le será preciso negar lo que le esclaviza de modo tan craso a las potencias instintivas. La sexualidad, que el hombre comparte por otro lado con los animales, ¿no es acaso el signo de esa no-humanidad de la que el hombre pretende desmarcarse? En el instante en que el hombre se define como espíritu o razón, es cuando él se disocia del mundo y se otorga un Dios transcendente y abstracto. El hombre toma las riendas de su destino cuando rehusa dejarse dominar por sus meras pulsiones instintivas. En cuanto espiritualización del hombre, rechazo de la sexualidad en su vertiente animal, de la naturaleza finita y mortal, esta desacralización permite también el paso del ritual a la ética. Es el momento en el que aflora la reflexión sobre las normas, tanto en la Grecia de los trágicos y de los filósofos, como en el Israel de los profetas y de los legistas. Indudablemente esta interpretación ha marcado nuestra cultura occidental. Lo veremos más in extenso en el capítulo cuarto. Hay que reconocer que esta sacralización de la sexualidad, mediante la razón en Grecia, en Israel gracias a la fe en la Palabra de Dios, ha sido determinante en la evolución de la conciencia que el hombre ha ido adquiriendo de sí mismo. Para que la persona humana surgiera, era precisa probablemente esta ruptura, este distanciamiento respecto al sexo. Pero separado del devenir de la persona, el sexo, despojado además de su prestigio sacro, corre el riesgo de ser reducido a una función genital sin sentido simbólico alguno. Las consecuencias nos son de sobra conocidas: la más grave sin duda es que durante mucho tiempo sexualidad y amor se han visto disociados, concediéndole al segundo el solo rango de comunión de los espíritus con lo divino y en lo divino, es decir, en el más allá de la muerte. Sueño de un amor eterno que se nutre más de sí mismo que del amado, y que no es a la larga sino un amor propio del yo-soñado-eterno, por encima de las contingencias que la sexualidad no deja de recordarnos. Semejante repulsa de la sexualidad hacia la negatividad tenía que suscitar una interpretación contraria: ¿y si esta negatividad constituyera de por sí la posibilidad que se le brinda al hombre de afirmar su libertad respecto a Dios? Así es como la transgresión de las leyes morales o sociales a través de la sexualidad se erigen, para el libertino, en signo de su poder.
En la interpretación libertina, esa otra línea de fuerza que atraviesa nuestra cultura, la sexualidad es reconocida y exaltada, ciertamente, pero como posibilidad de exaltación del poder del individuo, de su pertinaz triunfo sobre el otro; y de ahí que haya de recomenzar incesantemente el juego de la seducción. ¿Qué es lo que buscan Don luán o el Valmont de las Liaisons dangereusesl «Las nacientes inclinaciones tienen, después de todo, encantos inexplicables, y todo el placer del amor está en el cambio. Se goza una dulzura suma venciendo con cien homenajes el corazón de una belleza juvenil, viviendo día tras día los pequeños progresos que uno hace, combatiendo por medio de arrebatos, lágrimas y suspiros el inocente pudor de un alma a la que le cuesta trabajo rendir las armas, forzando poco a poco todas las débiles resistencias que ella nos opone, venciendo los escrúpulos de que se enorgullece y llevándola suavemente allí donde deseamos hacerla llegar. Mas una vez adueñado de ella, no hay ya nada que decir ni que desear; acaba toda la hermosura de la pasión, y nos adormecemos en la tranquilidad de semejante amor como no venga algún nuevo objeto a despertar nuestros deseos y a ofrecer a nuestro corazón los encantos atrayentes de una conquista a realizar»33. Don Juan se siente forzado a dar continua prueba de su poder, y por ello, como muy bien lo apreció Moliere, el libertino debe también, de mil y un modo diversos, proclamar que él está por encima de las leyes comunes, incluso de la más sagrada de todas dentro del cristianismo, la que hace del pobre un protegido de Dios (Acto III, esc. 2). En el límite, como SADE, Don Juan desafía a Dios valiéndose de su sexo como de un arma para probar la futilidad de las leyes morales y la impunidad del transgresor. Anarquista hasta el punto de minar la ideología de su propia clase, como mostraba la admirable puesta en escena de P. CHÉREAU, Don Juan es un personaje negro, sádico, que utiliza la sexualidad como el medio más eficaz otorgado al hombre fuerte para dominar al débil, para aplastarlo, para reducirlo a su merced; para reafirmar ante semejante testigo humillado la omnipotencia del hombre liberado, del superhombre. El pregona un mundo en el que, humillando los cuerpos, el hombre cree desembarazarse del misterio que los habita. Extraño transtrueque: Don Juan, el hombre libre, no puede consentir ni siquiera la propia fragilidad; queda como atrapado en el atolladero del resentimiento. Creyéndose liberado de los entredichos de la ley, no puede afirmar esa libertad más que prohibiendo al otro existir, porque éste le recuerda por su mera existencia la ley fundamental a la que, justamente, teme enfrentarse el libertino. Reducir al otro a un cuerpo que hay que conquistar y poseer para usar y tirar, es negar que el otro sea palabra, alteridad irreductible, es negar que el otro escapa siempre, sea quien sea, a las pretensiones infantiles de omnipotencia del libertino. El triunfo del libertino es, una y otra vez, una amarga derrota. Si Don Juan es un personaje trágico, es porque, desde el comienzo, se engaña ilusamente con cuanto vive; cegado, cree luchar por la libertad, y no sabe que la libertad está justamente en quienes él reduce a su capricho, en esa porción de irreductibilidad que siempre y a cada momento se le escapa.
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33. MOLIERE, Don Juan, acto I, escena 2, trad. de J. Gómez de la Serna, en: Obras Completas, Madrid 1987", p. 471.
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El interés del mito de Don Juan estriba en la confesión de este fracaso; nuestra cultura occidental ha querido expresar ahí de modo muy claro, aunque indirecto, su formidable deseo de dominio y su convicción de que dicho deseo le llevaba a la muerte... El libertino, ese sombrío doble de Tristán, liga como este último la sexualidad a la muerte, la única capaz de colmar las promesas del deseo. Ni Don Juan ni Tristán son, sin embargo, los personajes principales sobre el escenario de la moral occidental. Representan más bien al antagonista de ese otro personaje, de menor prestigio, que intenta desde hace siglos reconciliar su necesidad de orden con su necesidad de amor. Lo predominante en Occidente lo constituye esa interpretación de la sexualidad que vincula su sentido, cuando no su práctica, a la formación de una pareja estable, conyugal para decirlo en una palabra. La sexualidad halla su sentido en ese ordenamiento, que se anhela estable y fiel, de la pareja34. Puede resumirse esta interpretación diciendo que la sexualidad podrá llamarse humana cuando permita o exprese una relación amorosa lograda. Y habrá que precisar este último participio, evidentemente ambiguo, diciendo que se «logra» una relación amorosa siempre y cuando sea libre, adulta, creativa e integrada. Libre, porque no puede haber relación sexual auténtica sin libertad por parte de los protagonistas; la violación, sean cuales fueren los fantasmas que de siempre ha vinculado, ¡nunca ha obtenido por parte de la humanidad el reconocimiento de una relación lograda! Adulta, porque, desde esta perspectiva, una relación sexual exige que los protagonistas estén lo más liberados que les sea posible de sus dependencias infantiles: ¡madurez física y madurez psíquica no van forzosamente de la mano! Creativa, es decir, que tienda a crear con la pareja una realidad nueva que sea algo y algo más que la mera suma de las dos individualidades actuantes: la prole va a ser el signo por excelencia de esa realidad novedosa creada por la pareja, pero no el único; toda una red de relaciones se teje entre los dos protagonistas y a partir de ellos, la cual constituye una realidad social, cultural y afectiva, novedosa. Integrada, finalmente, porque no cabe separar la sexualidad del resto de la existencia y porque la sexualidad está llamada a significar y a posibilitar una relación más íntegra, que englobe toda la actividad de ambos miembros de la pareja, y no sólo su deseo sexual. Este es, reducido a sus elementos esenciales, el discurso ético predominante aún en nuestra cultura occidental. Anda latente en toda una práctica social y personal en las que funciona a modo de norma en nombre de la cual muchos, y sin duda la mayoría de los hombres, juzgan sobre el éxito o el fracaso, el logro o la frustración de su vida. Pero este discurso es asimismo muy controvertido. Por un lado, y como ya hemos dicho (cf. p. 11 ss.) de manos de una nueva normalidad que hace del éxito sexual, en el sentido cuasi-técnico del término, un criterio más decisivo que el del amor. Una sutil objetivación de la sexualidad tiende, a dar al traste con un proyecto en el que está fundamentalmente vinculada al amor.
Pero son los hechos sobre todo los que cuestionan esta interpretación: sobrevalorar la pareja, en un momento precisamente en el que buena parte de los controles sociales tradicionales van perdiendo su efectividad, carga a los protagonistas con una responsabilidad muy pesada35. Si la pareja debe ser a la vez un contra-modelo social, donde pueda vivirse, por ejemplo, la igualdad entre el hombre y la mujer que no se da en otros ámbitos de la sociedad, y un refugio en el que el hombre y la mujer puedan encontrar su realización persona] al abrigo de los ataques de la sociedad, semejante programa marca objetivos terriblemente exigentes. Y difíciles de alcanzar: el número creciente de divorcios y el fenómeno cada vez más común de «matrimonios de prueba» son buen testimonio de ello. Nos hablan del baremo tan utópico que constituye la pareja enamorada y duradera, pues se lleva muy mal el no poder verificarla con los hechos. Esta utopía peca por algún lado de idealismo; de un modo u otro, desconoce la realidad de la sexualidad36. Lo mismo cabe decir, en fin, de cada una de las interpretaciones que hemos descrito —a título de ejemplo y no con afán de exhaustividad— a lo largo de este breve repaso por la historia y la cultura. Todas estas interpretaciones resaltan algún aspecto del problema, pero todas encallan a la larga al tratar de resolver la tensión que surge cuando se intenta integrar la sexualidad en un proyecto que la humanice: las resistencias que la realidad, sexual en primer lugar, y social después, opone a dicho proyecto subrayan instantánea y crudamente los límites de toda palabra lúcida y, por ende, de toda ética de la sexualidad. Lo que sucede es que el lazo existente entre sexualidad y palabra es más profundo y crítico de lo que hemos dicho hasta ahora. Llegados a este punto, se impone una ojeada a la antropología analítica.
34. Una reciente encuesta sociológica realizada en Ginebra entre todas las parejas que llevan casadas dos años revela que los tres valores que mejores expresan las profundas aspiraciones de estos hombres y mujeres son la igualdad, la fidelidad y la perennidad. Doe. inédito. Universidad de Ginebra, Cctcl, grupo de investigación sobre lu familia.
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c) La ley del lenguaje y la humanización de la sexualidad No hay sexualidad sin lenguaje, como hemos visto. Pero el recorrido que se ha hecho por la pseudo-evidencia de la fisiología o por algunos de los discursos elaborados por la cultura no ha conseguido elucidar la relación entre la sexualidad y el lenguaje que intenta expresar su sentido. Lo que pasa es que hasta ahora hemos estado considerando la sexualidad como un objeto «puesto-ahí», del que el lenguaje tendría que rendir cuentas; pero el psicoanálisis nos advierte: en realidad, la sexualidad no se convierte en humana más que cuando se enfrenta a la dura ley del lenguaje que la precede y estructura. Dicha confrontación es la que nos proponemos describir de inmediato para así percatarnos de los desafíos éticos que están en juego. La experiencia más decisiva, y la que condiciona al fin y al cabo todas las ulteriores expresiones que el hombre puede dar de su existencia sexual,
35. Cf. J. KELLERHALS, «Couple et famille: ambigüités et tensions contemporaines», Bull. CPE 29, 1977, 5-6, «La famille», p. 17-37. 36. Sobre la ambigüedades y las contradicciones de las prácticas sociales actuales en el terreno que nos ocupa, cf. el artículo de J. KELLERHALS, «Ambigüités sociales de la sexualité» en Sexologie, 1970-1973, publicado bajo la dirección de W. GEINSENDORF Y W. PASINI, Ginebra 1974, p. 5-9.
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es la que se juega cuando el niño pasa de su primer estadio de indefinición, en el que se halla por necesidad orgánica, al de sujeto. Ahora bien, esta experiencia está radicalmente ligada al lenguaje. En efecto, es la palabra del otro la que otorga al niño su identidad al nombrarle. Lo ha hecho ver J. LACAN al estudiar lo que él denomina «el estadio del espejo»37. Para que el niño sea capaz de abandonar la identificación imaginaria de su «yo» con el cuerpo, o con partes aisladas del cuerpo ajeno, es preciso que él pueda verse. Ahora bien, dice LACAN, esto no es posible si la voz del otro no le nombra como alguien, es decir, como una realidad distinta de su cuerpo, una unidad simbólica representada por el nombre, pura expresión del deseo ajeno de que el niño viva como realidad distinta, como alteridad. En el espejo, el niño ve no la imagen de lo que ve, sino el nombre que oye. Cuando el niño ve lo que oye se hace sujeto, es decir, esa realidad invisible, ya que no puede ser nombrada. En su nombre, el sujeto es puesto aparte: «este poner aparte libera al deseo de la fascinación del objeto y entrena al sujeto en la vía de la renuncia a ser cosa sin más fin que verla o tenerla»38. Él ya no es la cosa que ve (o que imagina), es ese alguien que articula su cuerpo real a su cuerpo imaginario (el del deseo ajeno).
Porque lo que el lenguaje entre-dice41 en las palabras, es la ley fundamental —simbolizada en la figura del Padre—, el interdicto del incesto, que cierra al niño el acceso a la madre y al mismo tiempo le garantiza un espacio vital al abrigo de la agresividad sexual de sus allegados. La función del apelativo «padre» es la prohibición del disfrute inmediato. El padre debe oponerse a que el niño se identifique con lo que él cree el deseo de su madre respecto a él. Y lo hace separando a la madre del niño. Y eso en nombre de la «ley», que en nuestras sociedades ya no es simbolizado por un rito de iniciación sino expresado en los deseos recíprocos que unen al padre y a la madre. (Si estos deseos fueran patógenos el niño quedaría aturdido). La ley es aquí anterior a la concepción misma del niño: «El estado edipiano se caracteriza por la puesta en práctica de la ley desde antes de la concepción del niño en la medida en que la ley del lenguaje rige ya la alianza paterna... En el deseo inconsciente que le vincula al cuerpo de la madre (su mujer) toma cuerpo la palabra entre-dicha de la alianza (su hijo); y ahí está ya tomando forma la interdicción del incesto»42. Lo prohibido es la identificación del niño con su realidad imaginaria. Es preciso que choque con esa limitación fundante que es el deseo de sus padres y su unidad en el encuentro. «Es ésta la ley que... prohibe al sujeto confundirse con la multiplicidad de las funciones, de las pulsiones que en él tienen lugar. Al mismo tiempo, es el Otro el portador de Ley, el Otro quien es y se convierte en instancia de referencia»43. Se puede intentar, con P. DAVID, precisar algo más qué es la ley. En cuanto prohibición del incesto, se expresa mediante las reglas de la filiación y de la alianza. La alianza, unión contractuada por compromiso mutuo; y la filiación, vínculo de derecho que existe entre el padre o la madre y su hijo, significada en la donación del apellido, constituyen las condiciones históricas en las que se expresa el encuentro simbólico. Éste es el que hace posible alianza y filiación. «Es un acto de reconocimiento y de estima mutuos dentro del respeto a determinadas reglas»44. Implica, pues, el reconocimiento de la alteridad ajena conforme a ciertas reglas: unas del ámbito consciente de los usos y costumbres; otras del ámbito inconsciente, cuya carencia, según muestra el psicoanálisis, entraña graves consecuencias para el sujeto. Dicho de otro modo: la palabra de alianza y reconocimiento mutuo que los padres se dan, adquiere suma importancia. A este respecto, el apellido es mucho más que la inserción de un individuo en un grupo; es el testimonio del pacto implícito o explícito de los progenitores entre sí y, entre ellos y su familia. El psicoanálisis da fe de cuánto afecta al sujeto que este pacto sea despreciado.
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Aquí es donde encontramos la ley como una realidad que se atestigua en la palabra del otro para poner aparte al sujeto39. La ley va unida al orden del lenguaje. En el ámbito del lenguaje es, en efecto, donde se opera primariamente la puesta aparte del sujeto, gracias a él evita identificarse con las cosas. El lenguaje es instrumento de comunicación y articulación de lo real. En sentido propio, el lenguaje permite articular las presencias, asociándolas desde la distancia. El lenguaje, sistema pre-establecido al que el cachorro humano viene a acogerse y debe acogerse para comunicarse con el otro, obliga a renunciar a la satisfacción del placer inmediato: «El niño no accede a la simbolización de sus pulsiones más que cuando ya no le es posible apaciguarlas directamente mediante el cuerpo a cuerpo. Entonces es cuando él puede inventar un largo circuito que pasa por expresiones vocales, mímicas, gestuales»40. Sólo se accede al ordenamiento del lenguaje renunciando a la satisfacción del cuerpo a cuerpo. Sólo se llega a ser sujeto accediendo a la norma simbólica de la comunicación —diferenciada por la renuncia al orden imaginario de la participación fusional con el otro. De modo y manera que el niño accede a la posibilidad de la comunicación entre el «yo» y el otro a través de la renuncia a la seguridad de la indistinción. Lo que para él equivale a reconocer su limitación: yo no lo soy todo, no soy más que ese «yo» que vive gracias al deseo de los demás y a su reconocimiento.
37. Cf. Écrits I, París 1966, en la edición Points (1970), p. 89-97. 38. D. VASSE, L'ombilic et la voix, París 1974, p. 111. 39. «El sujeto se desliga de sus identificaciones especulares e imaginarias con las cosas en el momento en que oyer y adopta la palabra (...) Esta palabra es tanto la que le nombra (por medio de la voz ajena) como aquella con la que él se nombra y con la que nombra las cosas y a los demás» D. VASSE, op. cit., p. 114 s. 40. hrancoisc DOLTO, Prefacio a P. DAVID, Psychanalyse etfamille, Paris 1976, p. 12.
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41. El francés juega aquí con la etimología y el significado de los vocablos interdit, interdire: prohibir; el castellano cuenta también con los sustantivos «entredicho», «interdicto» e «interdicción», así como con el verbo «interdecir», de significado análogo, aunque de uso raro; nos valemos de los mismos siempre y cuando sea necesario reproducir el juego etimológico. (N. de T.). 42. D. VASSE, op. cit., p. 129; cf. igualmente P. DAVID, op. cit., p. 114. 43. D. VASSE. «L'ordre symbolique et la Loi», Bull. Centre Th. More 2, 1974, N° 7, p. 22. 44. P. DAVID, op. cit., p. 118.
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Así pues, la ley se expresa en el reconocimiento de la diferencia sexual como alteridad y en el de la alianza que une y articula a los padres; además, prohibe al niño el sexo de su madre. Resumamos lo que este breve recorrido por el psicoanálisis nos ha permitido comprender: la ley del lenguaje es la que da sentido humano a la sexualidad, es decir, la que la sitúa como lugar donde uno experimenta la alteridad y los límites e, igualmente, como posible lugar de alianza con el otro. Estos dos puntos son capitales a nuestro parecer; son como el molde de un sentido, el mismo que la ética habrá de intentar llenar con vistas a una normativa. Como lugar de experimentación de la alteridad, ya que la ley prohibe al sujeto identificarse con sus pulsiones, con su realidad imaginaria, la sexualidad le descentra de sí para orientarle hacia el Otro, el padre portador de la ley y, junto con él, hacia el Otro, mundo, cosas, realidad. La ley como límite fundante, obstáculo donde una y otra vez tropieza el sujeto. Ley, igualmente, que al sujeto humano en la doble realidad (que él debe aceptar) de la precedencia y de la limitación. El hombre no es origen de sí mismo, ni su propio fundamento, no puede sino consentir en la palabra de alianza pronunciada con anterioridad a él; y él no lo es todo, sino solamente alguien, en tal lugar y tiempo, sexuado de determinada manera, separado para siempre jamás de su madre,que no es él. Precedencia y limitación, condiciones de expresión del deseo. Porque me hablan puedo yo hablar. El ordenamiento de la palabra me constituye. El hombre no existe más que aceptando la palabra que le precede. Este reconocimiento del límite fundante es también la apertura que posibilita la relación dialogal con el otro, e incluso el intercambio de una palabra de alianza con un hombre o una mujer particulares y únicos. Reconocer que uno no es comienzo de sí mismo ni su propio fundamento, y que sólo se vive diciendo, esto es, sin guardar para sí la palabra de amor que nos precede. La sexualidad no puede, por tanto, ser, sin perversión, el lugar de la abolición del límite o de la diferencia. El sueño gnóstico del retorno al Todo indiferenciado implica, de hecho, la negación de la ley del lenguaje, y, por ende, el rechazo de lo que es por su propio límite la condición de posibilidad de una relación dialogante. Y, por eso mismo, la sexualidad no será humana si no se acepta la irreductibilidad del otro que me funda en la medida misma en que no se identifica conmigo, ni se identificará jamás. Rechazo del narcisismo mediante la aceptación del límite, y rechazo de la violencia, pues reduciría la alteridad: tales serían, en formulación negativa, las conclusiones de este breve análisis.
3. CONCLUSIÓN Intentábamos, según dijimos al comenzar esta primera parte, recpnocer en qué contexto nos encontrábamos situados de hecho. Podemos ahora precisar algo este particular. El contexto de toda reflexión moral es el de una conciencia muy viva de que la sexualidad no existe, nunca ni en ningún sitio, sin un lenguaje social que la controla y organiza, la reprime y la significa. Aun cuando uno pretende
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liberarse de las normas sociales impuestas, como en parte ocurre en nuestra sociedad occidental contemporánea, parece claro que no se trata tanto de abolir las normas cuanto de proponer otras más aceptables. Sigue en pie la cuestión de por qué estas nuevas normas son más aceptables: si por las necesidades reales de los hombres de este tiempo o por los intereses del poder imperante (a la sazón, más económico y tecnocrático que político). Cuando abordemos los textos bíblicos y los de la tradición cristiana, tendremos que recordar este estrecho vínculo entre moral y necesidades sociales. No podremos tomar cualquier discurso moral, por muy lleno que estuviese de referencias bíblicas, como moneda legal. También dicho discurso estaría al servicio del grupo social, para defenderlo de las fuerzas centrífugas que lo amenazan, es cierto; pero está por ver aún en qué medida eso es lo más importante. Su verdad no es, pues, más que limitada y contingente. Más aún, tal y como ha quedado de manifiesto al analizar los nuevos valores de la moral sexual contemporánea, no podemos reducir el discurso sobre la moral a esta única función social: ha de expresar también una protesta contra la reducción del hombre a las funciones sociales útiles; ha de dictar el posible sentido de la sexualidad que de algún modo supere al que la sociedad vive o da por bueno. Y así sucede con el discurso moderno de la «liberación sexual», el cual responde muy bien a las necesidades de nuestra sociedad técnica y objetivadora: comporta, sin duda, un aspecto de control social; pero deja traslucir también la nostalgia, o incluso la esperanza, de una relación no funcional entre los hombres, de un espacio más amplio otorgado al deseo y a sus hallazgos, un anhelo de libertad dentro de la consabida fragilidad de los cuerpos... Habrá que intentar tener en cuenta esta protesta cuando abordemos más directamente el terreno ético. Aparte de esto, conviene señalar que no se puede decir que nuestra sociedad contemporánea sea más capaz que las precedentes de dar un sentido a la sexualidad que garantice la vida social y la vida personal. La breve incursión que hemos hecho por la historia de la cultura nos ha mostrado cómo todas las interpretaciones propuestas hasta ahora ponen de relieve, por su diversidad, que ninguna verdad objetiva se imponía categóricamente. Todo lo más, y tampoco es tanto, la antropología analítica ha evidenciado dos temas, los de la alteridad y la alianza, que están quizá preñados de significado ético verdaderamente importante, siempre y cuando se explicite en qué sentido se orientan, de qué alteridad se trata y de qué tipo de alianza. Y así, consideramos que el aporte de las ciencias humanas es, para la moral, decisivo y limitado. Decisivo, porque dichas ciencias definen las condiciones de posibilidad antropológica de una reflexión ética; limitado, porque no pueden (ni quieren) pronunciarse sobre la verdad del sentido que los hombres inscriben en ella. De algún modo sabemos lo que no podemos decir sobre la sexualidad, so pena de irrealismo, pero no sabemos aún bajo qué título hablar de un sentido humano de la sexualidad. Los significados que los hombres han ido dando a la sexualidad son múltiples. Hemos evocado algunos de ellos más arriba. Algunos se nos antojan aberrantes (pero tal vez porque ignoramos o desconocemos en exceso el contexto social en el que surgieron; cosa que tendremos que recordar cuando abordemos la tortuosa historia de la moral sexual cristiana); otros parecen la
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expresión inmediata y estrecha de las necesidades del grupo social que los propone; otros, por último, parecen dejar abierta una tensión entre las necesidades de lo real y la transcendencia de la libertad. Y decimos «se antojan» o «parecen» porque nos faltan criterios para emitir un juicio de valor. ¿En nombre de qué podemos decir que determinada manera de vivir la sexualidad es errada o auténtica? Y a la par hay que tener en cuenta que, si queremos hacer un trabajo de ética, hemos de arriesgarnos a plantear la cuestión de la verdad, aun siendo conscientes de los imperativos sociales que pesan sobre nuestro modo de plantear la cuestión. El moralista cristiano no puede escurrir el bulto: tiene que decir en nombre de qué se atreve a proponer una perspectiva particular que a él le parece mejor que otras. Este será el objeto de los capítulos segundo y tercero de nuestro trabajo.
Capítulo II «EL HOMBRE Y LA MUJER A IMAGEN DE DIOS: TEOLOGÍA BÍBLICA DE LA SEXUALIDAD» Las ciencias humanas nos enseñan que la sexualidad siempre está socializada y, por tanto, rigurosamente controlada. Sin embargo, siempre escapa en alguna medida a dicho control social para convertirse en lugar de descubrimiento del surgir de la persona, en válvula de escape fuera del imperativo social, o incluso en cuestionamiento de éste último. El significado humano de la sexualidad se mantendría en ese difícil y precario equilibrio entre un lenguaje social que impone normas y mediante ellas define un sentido, y una palabra personal que, en la experiencia de la relación sexual, halla el lugar para la afirmación de la libertad. El desafío ético se situaría en esta dialéctica entre las necesidades de la sociedad, las condiciones necesarias para su propia existencia, y la esperanza que impulsa el proyecto liberador de algunos. Quedan por definir unas y otras naturalmente, la validez de las normas sociales y la del proyecto que las contradice. Hemos visto en el capítulo anterior que la cuestión no puede ser zanjada con un análisis científico. Este es capaz de definir el problema, pero no de pronunciarse sobre la validez de las soluciones que los hombres le han ido dando. Si queremos responder ahora a esta cuestión no podemos contentarnos con describir los hechos, hemos de arriesgarnos a pronunciar juicios de valor y, consiguientemente, a clarificar sus motivaciones. ¿Por qué entramos ahora, como teólogos cristianos que somos, a debatir la cuestión del valor de ciertas normas morales en materia de sexualidad? Debido a nuestra convicción de que la Palabra de Dios, tal como la tradición bíblica1 intenta transmitirla sirviéndose de la ambigüedad del lenguaje humano, da a conocer lo más profundo de los problemas de la existencia humana, abordándolos desde una perspectiva tal que se puede captar su sentido teo-
1. Utilizamos el singular («la» tradición bíblica), no para dar por sentado un concordismo fácil entre las diversas tradiciones que se amalgaman en la formación del Antiguo y del Nuevo Testamento —cuyas diferencias y tensiones analizaremos más adelante—, sino para subrayar el hecho de que todas esas tradiciones pretenden dar cuenta, a través de su propia diversidad, del modo como el lenguaje humano puede expresar la Palabra reveladora de Dios, y bajo qué condiciones.
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lógico. Digamos simplemente que, de entrada, vamos a intentar demostrar la pertinencia de esta convicción con un trabajo de ineludible discernimiento bíblico. Al lector toca decir al término del recorrido si la demostración le ha convencido. Hay que añadir una palabra: dirigirse a la tradición bíblica para hallar en ella la luz última de los problemas de la existencia, no implica dejar a un lado el espíritu crítico frente al lenguaje bíblico. ¡Muy al contrario!, lo que buscamos es ver cómo, aun dentro de la ambigüedad de esa palabra realmente humana, es decir, situada, unos hombres intentaron oir y proclamar una Palabra que la fe dice provenir de Dios, de ese Otro que se ofrece como origen y horizonte de la verdad de la existencia. Para encontrar esa palabra hay que reconocer primeramente la densidad de las contingencias humanas en las que siempre «se hace carne»; y, desde ahí, tratar de percibir cómo los mismos textos expresan eso que los habita y atraviesa. Nuestra investigación supone, pues, la exégesis crítica de los textos hecha con rigor científico, aunque sostenida por la convicción de que los textos bíblicos pueden ser lugar de revelación de una Palabra cuyo valor significativo y cuya fuerza liberadora atestiguan su singular autoridad. Por ello nos disponemos a interrogar a la tradición bíblica. Y lo vamos a hacer en dos etapas: estudiaremos primero las tradiciones que hablan de la sexualidad, poniendo de relieve sus riesgos y proponiendo un control estrecho. Estas antiguas tradiciones, transmitidas fundamentalmente por el medio sacerdotal en forma de textos legales, representan una elaboración ética primigenia sobre la sexualidad, con respecto a la cual, y a menudo en contra de la cual, se van perfilando las tradiciones más elaboradas teológicamente, y que nosotros abordaremos a continuación. Si las primeras ponen el acento sobre el riesgo de la sexualidad, las segundas insisten en el surgimiento del diálogo que posibilita la sexualidad entre el hombre y la mujer. Al distinguir, como hacemos nosotros, estas dos etapas, no pretendemos introducir jerarquía alguna entre ellas, sino simplemente, hacer ver cómo se articulan, dentro de la misma tradición bíblica, el ordenamiento social de la diferenciación y el de la alteridad, más directamente teológico.
prender su sentido. En los cap. 11-16 del Levítico, leemos toda una serie de instrucciones sobre lo puro y lo impuro: un extraño despliegue de interdicciones y permisos se suceden sin lógica aparente: sobre los animales (cap. 11), sobre la mujer después del parto (12), sobre la lepra (13-14), sobre la sexualidad (15) y sobre los ritos de purificación del día de la Expiación (16). ¿Cuál es el denominador común a todos estos casos de impureza? Me parece que cabe aventurar la siguiente hipótesis: son declaradas impuras las cosas o las personas que no responden, por algún motivo u otro, a la integridad del orden de cosas querido por Dios. Así, sobre los animales3, constatamos en primer lugar que son declarados puros los necesarios para la vida del hombre, en concreto del israelita, pastor y no cazador, sedentario y no nómada. Los animales bendecidos por Dios, puros, son aquellos con los que el hombre ha sellado una especie de alianza de familiaridad y de servicio; para el israelita se trata de los rumiantes de pezuña hendida4. En contrapartida, los animales que no responden a estas características serán reputados impuros. La distinción entre lo puro y lo impuro sirve, pues, para organizar el mundo conforme a un orden gracias al cual el hombre puede habitar su espacio. Se ve esto mejor si reproducimos el sistema de clasificación de los demás animales. Los animales son clasificados en tres categorías (según el orden de la creación, cf. Génesis 1,20.25.28), conforme al medio en el que se mueven: hay animales terrestres (Lv 11,2-8), de los que acabamos de ver cómo se dividen en «puros» e «impuros»; después están los animales acuáticos (Lv 11,9-12) y, por último, los animales alados (Lv 11,13-23). Estas dos últimas categorías comportan también animales puros e impuros; puros son los que están perfectamente adaptados —al menos a los ojos del observador empírico— a su medio vital: así, son puros los animales acuáticos que están provistos de aletas y de escamas (11,9), porque se adecúan a las exigencias de la vida en el agua; de igual forma, los pájaros que tienen plumas y alas y además vuelan. Por contra, serán reputados impuros los animales que no responden a su medio vital: así, las bestias que viven en el agua, pero carentes de aletas o escamas; así también, las bestias que tienen alas pero que no vuelan (11,20); así, por último, los animales que viven en la tierra pero no caminan (11,42), etc. En una palabra, todos los animales que no se conforman a las características del orden del mundo, tal y como se representa éstas el israelita, son impuros, es decir, conllevan una amenaza para cuantos los toquen. ¿Qué amenaza? La del
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1. EL ORDEN DE LA DIFERENCIACIÓN: LA SEXUALIDAD ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE También para la tradición bíblica la sexualidad es el lugar de una experiencia ambigua y, por eso mismo, temible. Esta ambigüedad es puesta de relieve en las tradiciones más antiguas mediante una serie de prohibiciones cuya función es la de proteger el cuerpo social de ciertos peligros a los que expone la sexualidad humana, así como la de promover significados positivos que permitan integrar la sexualidad en un proyecto constructivo. La tradición «sacerdotal»2 ha conservado, principalmente en el libro del Levítico, numerosas pruebas de esas prohibiciones. Hay que intentar com-
2. Para una presentación de conjunto de esta tradición, G. v. RAD, Teología del Antiguo Testamento, t.l, La teología ile las tradiciones históricas de Israel, Salamanca 1986, p. 295352.
3. Consúltese sobre esta cuestión el excelente libro de Mary DOUGLAS, De la souillure. Éssai sur les notions de pollution et de tabou, París 1971, trad. del inglés por Anne GUERIN; sobre todo el capítulo consagrado a las «abominaciones del Levítico». 4. «...las prescripciones alimenticias corroboran a posterior! un estado de hecho. Los ungulados de pezuña hendida y que rumian constituyen el alimento básico de un pueblo pastor. Si se ve obligado a comer de la caza, ésta habrá de poseer los rasgos distintivos de los ungulados, que sea, consecuentemente, de la misma especie general. Y se da así una especie de casuística que permite a los judíos la caza del antílope y de cabras y chivos salvajes. Todo sería muy claro si el jurista que escribió estos libros no hubiera creído nesario legislar sobre casos límite. Algunos animales, como la liebre o el damán, parece que rumian porque están constantemente rechinando los dientes, pero como no tienen la pezuña partida, son contados entre los prohibidos...» M. DOUGLAS, op. . til., p. 27
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b) Lo maravilloso y lo trágico: la enseñanza del Antiguo Testamento (AT) Incontestablemente, la tradición bíblica valora la sexualidad. Sin embargo, junto a esa valoración, el AT denuncia una perversión en la que puede caer la sexualidad. Conviene parar mientes en ello a fin de captar mejor lo que la Biblia quiere dar a entender de la relación que hay entre el reconocimiento de la alteridad del otro mediante la sexualidad y el reconocimiento de la alteridad de Dios mediante la Palabra. Relación que, a nuestro entender, constituye el punto decisivo de la enseñanza bíblica. El Antiguo Testamento denuncia incesantemente una práctica de la sexualidad que acarrea la pérdida de sí en la indiferenciación, en el éxtasis. Porque la sexualidad es símbolo, ponerla al servicio de una experiencia que descalifica la palabra y pretende la inmediatez del encuentro con lo sagrado, si no con Dios, es pervertirla. De ahí que la tradición bíblica, la del Antiguo Testamento en particular, no cese de denunciar la sexualidad idolátrica que busca una experiencia inmediata de lo divino en detrimento de la palabra. Pues Dios no se halla allí donde el hombre pierde la palabra, sino allí donde, siendo como es otro, escucha la Palabra que le funda. A lo largo de la historia de Israel vemos un encarnizado combate contra los cultos orgiásticos del mundo cananeo con que Israel se enfrenta. Cultos que vinculan la percepción de Dios con la experiencia del orgasmo sexual, es decir, con la experiencia de una fusión en lo indiferenciado mediante la pérdida de la palabra, de la conciencia de sí. Desde esta perspectiva, la sexualidad no implica una relación personal con el otro, al no considerar al partenaire más que ocasión de una experiencia inefable (así se explica además la existencia en estos cultos de prostitutas sagradas). Y así, a la divinidad considerada como un Todo en el que se pierde el hombre corresponde una sexualidad que anula la Palabra y el valor personal de los protagonistas del acto sexual. Por esto mismo es por lo que la Biblia critica tan duramente semejante interpretación; lo que está en juego es la noción misma de Dios. Y el Dios de la Biblia no es, en absoluto, el todo en que uno se pierde, sino el TotalmenteOtro cuya Palabra resuena en todo hombre para conducirle a la vida y no a la muerte. El es aquél en quien tiene su origen el don de esta vida, que no nos pertenece sino sólo y en la medida en que nosotros hagamos, por nuestra parte, don de ella a otro en el riesgo del encuentro y del amor. La sexualidad está bajo el signo de ese don, hasta el punto de constituirse en símbolo de la relación con el Dios Totalmente-Otro, el Creador que se une a nosotros mediante el don de la Palabra. El rechazo radical de una sexualidad extática es primeramente teológico. Lo que se rechaza es una perversión teológica que desconoce la alteridad de Dios. E Israel, al descubrir a su entrada en Canaán prácticas sexuales en las que la alteridad no era reconocida, tomó plena conciencia de la oposición teológica entre su religión y la cananea (y más tarde la griega). La historia de Israel está marcada por esta mutua y profunda conexión entre la sexualidad como lugar de verificación teológica, y la teología como sentido último de la relación entre el hombre y la mujer. Para Israel, una sexualidad «pervertida», es decir, sacralizada en pos de la indiferenciación, es el claro índice de un
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rechazo del Dios de la Palabra y de la promesa; es idolatría, o sea, culto del hombre a sí mismo. Contra tal fascinación egolátrica, hay que romper lanzas en favor de la alteridad, lo que la Biblia llama amor. Amor éste que no es mero sentimiento, mero impulso hacia el otro para colmar un vacío o una distancia, sino que es, primera y originalmente, la palabra del otro que viene a quebrar el círculo encantado del yo, de la autosuficiencia. El amor, que tiene su origen en Dios, es una llamada imprevisible que trastorna el mundo cerrado del hombre, trastoca su orden, su equilibrio, su sueño (¿su muerte?). Y por eso dicho amor siempre va unido a la esperanza, porque es afirmación de una vida posible, de una historia por hacer. El amor es creador. Este amor es el que da sentido a la sexualidad humana según la tradición bíblica. El hombre y la mujer se convierten, el uno para el otro, en signo y portador de la palabra; de esa palabra que sobreviene como la imprevisible llamada del Otro, que quiebra el orden de la muerte en el preciso instante en que constriñe al reconocimiento de la finitud. Uno a otro, en la más estrecha relación que darse pueda, el hombre y la mujer se reconocen portadores de lo único que puede darles vida si son capaces de rehuir su codicia y sus miedos. Alteridad del otro fundada en esa alteridad última de la Palabra. Así es como el hombre y la mujer pueden vivir juntos, ser «una sola carne» sin devorarse, destruirse, reducirse, someterse a capricho. A la guerra de los sexos, que es el triunfo del miedo, puede suceder el reconocimiento. Reconocerse mutuamente. Verse reconocidos. Este riesgo, este desafío de la sexualidad, nadie lo ha expresado mejor que el anónimo autor de la vieja tradición «yahvista» en Génesis 2-3. La cuestión que él aborda es la del mentís que la realidad de la existencia humana, marcada por la precariedad, la violencia, el sufrimiento y la muerte, parece oponer continuamente a la voluntad buena del Dios creador. Más en concreto, ¿por qué el embeleso de Adán al descubrir a Eva (Gn 2,23) parece siempre oscurecido por el resentimiento y la violencia que dramáticamente asocian al hombre y a la mujer? ¿Por qué ellos, que estaban llamados originalmente a ser «una sola carne» son, en realidad, dueño y esclava? En una palabra, ¿por qué la sexualidad se ha convertido en expresión de lo trágico de la existencia humana, estando como estaba llamada a expresar lo maravilloso de esa existencia? El extraordinario mito de Gn 2-3 es un intento de respuesta a estas preguntas. Hay que examinar este texto, de un lado por su interés, de otro porque na desempeñado un papel muy considerable, por desgracia a través del tamiz de la exégesis de AGUSTÍN, en el conjunto de la tradición moral occidental. ¿Cuál es el sentido del relato que tradicionalmente conocemos con el muy equívoco título de «la caída»21? Se nos ofrece como explicación de la presencia
del mal (cf. 3,14-19) en el mundo creado bueno por Dios: el hombre desobedece el mandato de Dios (2,16; 3,11), éste le castiga, privándole así de su felicidad original. Esta explicación es sólo en apariencia conforme al texto; lo que en el texto se muestra como una sucesión cronológica (hay un antes y un después de la «caída») es en realidad la expresión mítica de la coexistencia en el hombre de las dos realidades conjuntas, la invitación que Dios le hace a reconocerse fundado por su Palabra, que constituye también su límite (2,16), y el rechazo que constantemente opone el hombre a dicho reconocimiento. Esta conexión entre los dos momentos del relato conviene considerarla no como una sucesión en el tiempo, dos períodos de la vida del primer hombre, sino como el nudo que, para el autor, constituye el drama de toda existencia humana, tanto ayer como hoy. Por ello es tan importante el punto de inflexión entre los dos momentos (Gn 3,1-5), ya que expresa, merced a la enigmática figura de la serpiente, cómo el hombre falta dramáticamente a su verdad y se pierde engañándose. La figura de la serpiente22 objetiva de algún modo ese debate interno, expresa la experiencia de la cuasi-exterioridad de la tentación. Con una finura excepcional, el autor muestra cómo el interdicto fundante de Dios (2,16: puedes comer de todo, salvo de un árbol) que permitía al hombre existir como hombre, vale decir, en una relación de alteridad con Dios, en un mundo acogido como don, es transformado por la serpiente en interdicción limitadora de la libertad: «No comáis de ninguno de los árboles...» (3,1) Lo cual queda confirmado en el v. 5, donde la serpiente manifiesta la sospecha del hombre respecto a Dios: ¿y si la limitación no fuera en realidad más que el signo del miedo y de los celos de Dios para mantener sujeto al hombre? Ahora bien, lo que aquí se expresa es el resentimiento del hombre que rechaza su humanidad al rechazar su limitación, para intentar ser como Dios (3,5), para lograr la omni-potencia. Lo que está en juego en ese breve diálogo que mantiene la serpiente con la mujer es la imagen que el hombre se hace de Dios y que, a su vez, determina la imagen que tiene de sí mismo. Si Dios es aquel que impide al hombre acceder a la libertad, padre castrante que mantiene al niño en la dependencia, entonces el hombre debe, en efecto, violar el interdicto y matar a ese Dios para poder ser hombre. Pero ¿quién dice que Dios sea así, sino la voz de la serpiente, es decir, la voz del sueño de la i-limitación, de la omni-potencia y de la omni-delicia? Y así lo expresa simbólicamente el texto de inmediato: el mundo ya no es acogido como don, es visto como objeto de codicia («vio la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría» 3,6). Lo que definía al mundo como don (el árbol/ prohibición) es precisamente lo que excita la codicia. En el plano de la sexualidad la consecuencia no se hace esperar: el otro, en su diferencia, se convierte también en objeto codiciable, o en sujeto que puede objetivarme por su codicia. El miedo va a separar al hombre y a la mujer, y la desnudez a ser sentida como vergüenza (3,7; 2,25). La diferencia que estructuraba la relación de unidad prometida en 2,18-23, que posibilitaba
21. Para una exégesis más detenida véase: P. HUMBERT;, Études sur le recit du paradis et de la chute dans la Genése, Neuchátel 1940; Fr. J. LEENHARDT, «La situation de l'homme dans la Genése», en Das Menschenbild im Lichte des lívan/feliums, Fcstschrift f. E. BRUNNER, Zurich 1950, p. 1-29; G. v. RAD, El libro del Gétwsis. Salamanca 1988; N. LONFINK, «Le récit de la chulo du premier homme», L'A.T., liible du ehrétien aujourd'huí, Paris 1969, p. 7188; P. GRF.l.OT, «Hombre, ¿quién eres? Los once primeros capítulos del Génesis», Cuadernos bíblicos 5, Listel la 1988.
22. ¿Por qué una serpiente? Por razones que se explican fácilmente desde las tradiciones culturales y religiosas de las que bebe nuestro autor, cf. nota w de la TOB, AT, p. 48.
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la alegría del encuentro, se convierte en conciencia de debilidad y de amenaza. La alteridad ha cambiado de signo, de positiva se hace negativa. En adelante habrá que hacer lo que sea para reducirla. Así, a la imagen falseada de Dios (Dios celoso) corresponde una imagen falseada del otro sexo, visto como amenaza. Al miedo a Dios, imaginado fantasmagóricamente como Padre mezquino, corresponde el miedo al otro y a "sí mismo. Hay que ocultar bajo ceñidores de hojas lo que señala la alteridad sexual. Es ahora el sexo del otro el que se alza como fruto prohibido, respecto al cual se repetirá hasta la saciedad el mismo juego de la codicia y del miedo. El sexo queda así sutilmente sacralizado, toma el lugar del límite fundante, cuando su papel era el de remitir a él. La continuación del relato multiplica los detalles que evocan esta alteración de la relación. Como se hace una imagen negativa de Dios, el hombre no puede por menos de temerle (3,8). Ha comenzado un tiempo nuevo, dominado ahora por el miedo a Dios y al otro; «ha comenzado» en lenguaje mítico, quiere decir «comienza siempre de nuevo», porque el hombre es esa ambigüedad marcada de por vida por la pregunta «¿puedo amar o debo temer?»23. La conciencia de culpabilidad descrita en los v. 12-13 también está ligada a la falsa idea de Dios: el verdadero culpable es el propio Dios (3,12: «La mujer que me diste por compañera»). Una palabra más sobre lo que se describe como la sanción divina a la desobediencia humana (3,16-19). Hay que advertir en primer lugar que de este modo la situación por tantos motivos dramática de la existencia humana es interpretada no como un destino fatal e irremediable, sino como el resultado de una falta. La desdicha no es esencial, sino sólo accidental. Lo primero, y en el espíritu del escritor yahvista el objeto de la promesa incondicional hecha al hombre, es la voluntad buena del Dios creador tal como la expresa el capítulo 2. La mezquina estrechez en que se halla ahora atrapado el hombre siempre puede mudarse en cabal reconocimiento de la limitación. Si algo hay de dramático en la existencia humana, es que el proceso del hombre y de la mujer con Dios nunca está cerrado ni nunca carece de consecuencias. Cada vez que el hombre se imagina a Dios como un Padre tiránico, lo halla. El hecho de que este drama se repita sin cesar no impide al autor esperar que no siempre será así: su relato culmina en efecto con la vocación dirigida a Abrahán (Gn 12,1-3), que constituye una auténtica recreación de la humanidad en la nueva alianza que Dios sella con el Padre del pueblo. Lo que quiere decir que la fe en Dios («Y creyó él en Yahveh, el cual se lo reputó por justicia», Gn 15,6) puede restituir la imagen de Dios en el hombre. Pero esta esperanza no elimina la dureza del diagnóstico. Primero hacia la mujer, a la que el autor describe tal como él la ve a su alrededor, en la sociedad israelita del siglo X: reducida a existir sólo en razón de los hijos, arrojados al mundo entre sufrimientos, y en razón de su marido dentro de una relación de deseo/seducción y de dominio (3,16). Dato importante este último:
23. «...es el pecado el que constituye la nada de la vanidad. Y así queda abierta la posibilidad de interpretar los dos estados de inocencia y de pecado, no ya en sucesión, sino en superposición; el pecado no sucede a la inocencia, sino que ln pierde en el Instante». P. RICOEUR, Finitude el tulptibiliii-. i II: La symbolitiite du nial, l'aris. 1960, p. 253.
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la tradición bíblica tiene claro que, de hecho, la sexualidad se vive como relación entre dueño/esclava (cf. por ej. 2 Samuel 13,1-15), dramática encerrona en la que la mujer siempre es la víctima. La mujer topa con la violencia del hombre, y el hombre, por su lado, tendrá que vérselas con la violencia de la tierra (3,17-19). Quedan así, hombre y mujer, separados hasta en su destino cotidiano: la mujer como madre y esclava del hombre, el hombre como desdichado productor sometido a la cruda ley del trabajo, «siervo de la gleba». Es hora ya de resumir: en los textos que abren el libro del Génesis, los mismos citados por Jesús, la sexualidad aparece descrita al mismo tiempo: — como lugar de una dichosa experiencia de la complementariedad del hombre y de la mujer. «No es bueno que el hombre esté solo». La «bondad» de la unión del hombre y de la mujer remite a la bondad de la creación, pues la sexualidad es el signo de la diferenciación, de la alteridad mediante la cual Dios revela su propia alteridad. Y así, en Gn 2,23 el acceso del hombre a la palabra (y no a la mera nominación como en 2,20), es descrito como el resultado de su encuentro con la mujer. El hombre no puede hablar a Dios más que cuando éste se revela a sí mismo merced a la alteridad del otro (sexo). Lo que equivale a confirmar la función positiva del deseo, cuando es reconocimiento del otro, esto es, experiencia del límite, pues sin el otro yo no puedo existir. (Eso simboliza el árbol-prohibición en medio del jardín, en medio del espacio destinado al encuentro del hombre y de la mujer). — como lugar de la deplorable experiencia de la violencia del deseo que desemboca en la servidumbre de un sexo a otro. Lugar por excelencia de la experiencia del miedo y de la vergüenza, en el que la conciencia de la diferenciación se traduce en agresividad. La mujer en particular se ve bajo la amenaza de no poder vivir la sexualidad más que bajo la modalidad de la servidumbre al hombre; cosa que el texto corrige, en parte, recordando que la trágica existencia de la mujer desemboca, a pesar de todo, en la maternidad («Eva, la Viviente, por ser ella la madre de todos los vivientes», 3,20), mediante la cual la mujer es asociada a la creación misma de Dios (ella «dijo: he procreado un varón, con el Señor», 4,1). Pero incluso este retoque sigue siendo ambiguo, pues reduce a la mujer a su papel de madre; como mujer parece no poder vivir sino el fracaso de su deseo, constantemente despreciada en cuanto tal por el hombre: «Hacia tu marido irá tu deseo, y él te dominará» (3,16). La relevancia teológica de este texto estriba en situar al hombre entre la promesa (al principio y también como horizonte) y el reconocimiento realista del drama que le embarga. Y estriba asimismo en que sabe asociar toda la vida del hombre, y su sexualidad, a la actitud que éste muestre frente a Dios, a la imagen que él se hace de Dios. Gn 2-3 habla así de la sexualidad en términos rigurosamente teológicos, mostrando que el verdadero riesgo de la existencia humana, riesgo que la sexualidad ayuda a percibir por sus propias ambigüedades, es teológico: ¿cuál es tu imagen de Dios? Cosa que LUTERO supo decir con su paradójico genio: «Adán tiene un Dios tal y como él lo cree; tal y como lo dibuja en su corazón, así lo encuentra... Por ello dice Dios: si me dibujas bien, me posees bien; si me dibujas mal, mal me posees...
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¡me tienes como tú crees! Si quieres tenerme como diablo, me tienes como diablo, pero sin que sea culpa mía»24. Cuando el hombre sospecha que Dios es un Dios malvado, entonces tiene que vérselas, efectivamente, con ese Dios malvado. Adán y Eva, a la postre, se topan con el Dios juez, ¿por qué?, porque así lo han querido ellos. En un primer momento Dios sanciona la opción del hombre, a cualquier riesgo, como lo demuestran toda la historia de Israel y más aún la enseñanza y la doctrina de Jesús, hasta aceptar incluso la burla y la muerte en cruz, para que cambie en nosotros la imagen que nos hacemos de él. Pues toda la desgracia del hombre, y toda las desgracias que los hombres se infligen, provienen de ahí, de la imagen de Dios que llevan consigo, ya que esa imagen determina automáticamente su relación con el otro. Pues la conciencia de la alteridad ajena está ligada a la de Dios. El sentido que se le dé es crucial: ¿la entiendo como el límite que funda mi propia existencia, o como una amenaza que hay que conjurar a cualquier precio, una injusta e insoportable limitación de mis deseos? La sexualidad nos hace probar en propia carne lo que sucede cuando rechazamos la alteridad del otro (signo del rechazo de la alteridad de Dios); expresa de manera a menudo cruel el riesgo fundamentalmente teológico de la existencia. Por eso se ha asociado tan frecuentemente la sexualidad al pecado, en particular y como veremos más adelante, en la tradición occidental agustiniana; y al hacerlo, por desgracia, se confundía al revelador con lo revelado; ¡aquello de lo que es índice la sexualidad, con la sexualidad misma! En la tradición bíblica, la sexualidad no es el pecado; ella revela merced al dramatismo del que es portadora, lo arriesgado de la existencia humana; el pecado es la idolatría, la adoración de una falsa imagen de Dios. Por este motivo, como indicábamos más arriba, toda la historia de Israel está marcada por el combate contra la idolatría religiosa que se expresa normalmente —¿sólo por azar?— en prácticas sexuales que reducen la alteridad tanto de Dios como del hombre. c) Cada uno es su cuerpo: la enseñanza de Pablo El debate sobre el sentido del límite y de la alteridad reaparece en un momento muy distinto, cuando el apóstol Pablo se ve obligado a intervenir ante los corintios para advertirles que no confundan libertad y libertinaje, espiritualidad y desprecio del cuerpo (1 Corintios 6,I2-20)25. Este texto, capital para entender lo que es la antropología bíblica, merece se le dediquen algunas páginas. Leamos primero el texto en cuestión: «"Todo me es lícito"; mas no todo me conviene. "Todo me es lícito"; mas ¡no me dejaré dominar por nada! La comida para el vientre y el vientre
24. Sermón sobre Mt 8,13; dieciocho de junio de 1534. Weimarer Ausgabe 37-451 ss. 25. Para el estudio de este texto consúltense los comentarios (cf. Bibliografía general, capítulos II y III) y las monografías siguientes: Herradc MEHL-KOEHNLEIN, L'homme selon Vapñtre Paul, Cahier théol. 28, Neuchátel 1951; J. A. T. ROBINSON, Le corps. Étude sur la ihéologie de sainl Paul, Lyon 1966 (sobre la edic. ingl. de 1952); W. SCHMITHALS, Die Gnosis in Korinth, Eme Untersuehunx zu den Kiirinlherbriejen, (¡Mtingcn 1956; J. MURPHY O'CONNüR, L'existence chrélienne selon sainl Paul, l'uris 1974.
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para la comida. Mas lo uno y lo otro destruirá Dios. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: "Los dos se harán una sola carne". Mas el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. ¡Huid de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo!». Este texto parece ser una respuesta, bastante polémica por cierto, a una actitud moral tomada por los corintios y de la que Pablo ha oído hablar (cf. 1 Co 5,1). Esta actitud estaría resumida en la fórmula, casi un slogan, del v. 12a «Todo me es lícito». Los corintios, manifestando así una forma de esplritualismo próxima al gnosticismo, habrían dado validez al siguiente razonamiento: el espiritual auténtico puede hacer todo, porque está por encima de las contingencias comunes (v. 12a); todo lo corporal es despreciable porque está condenado a morir, sólo el espíritu cuenta (v. 13a). Razonamiento que justificaría una doble afirmación de libertad, respecto a las leyes morales ordinarias por una parte, y frente a diversos tabúes alimenticios (de origen judío probablemente) por otra. Al hacer esto, los corintios quizá creían estar en el camino recto de la enseñanza paulina sobre la libertad. Pablo se ve obligado a poner las cosas en su sitio. «Todo me es lícito» (v. 12): consideramos esta frase como una declaración de principio de los propios corintios. Pablo admite la fórmula: la libertad evangélica no tolera limitaciones de la ley ni de tabúes de tipo alguno. Pero inmediatamente interpreta la fórmula con dos frases que precisan su sentido: «mas no todo me conviene» (v. 12a) y «mas ¡no me dejaré dominar por nada!» (v. 12b). La primera restricción parece que hay que interpretarla, en razón del paralelo de 1 Co 10,23 como recuerdo de que la libertad está al servicio de la edificación de la comunidad; «no todo me conviene», sobreentendido: para la construcción de la comunidad. Y así descarta el apóstol la interpretación individualista de la libertad («soy libre de hacer lo que me plazca, sin tener en cuenta a los demás»). La segunda restricción es muy clara: ¿qué libertad es esa que conduce a la postre a la esclavitud, a la servidumbre de la sexualidad, por ejemplo? La frase siguiente sobre los alimentos y el vientre puede haber sido pronunciada también por Pablo para contestar el razonamiento de los tabúes alimenticios, tan copiosos en el judaismo. Volvemos a encontrar este problema, líneas adelante, en el capítulo 8. Pero Pablo rechaza el paralelo que probablemente hacían los corintios cuando añadían algo así como: «el cuerpo está hecho para la fornicación y la fornicación para el cuerpo, mas lo uno y lo otro destruirá Dios». Pues si el vientre y los alimentos son, en efecto, cosas perecederas, el cuerpo, por su parte, no es mero y despreciable envoltorio curnal. Aquí Pablo rompe de lleno con el dualismo cuerpo/alma de rancia
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raigambre griega. El cuerpo no es algo que yo utilizo, pues yo soy un cuerpo, y el modo como yo soy este cuerpo no es indiferente. De donde la oposición que establece Pablo entre «cuerpo para la fornicación» y «cuerpo para el Señor». En el primer caso, el cuerpo es instrumentalizado, se convierte en cosa, y en cuanto tal deja de ser auténtico cuerpo. En el segundo, el cuerpo se convierte en mi modo de presencia al reconocer que lo que me da sentido («aquello por lo que he sido hecho») no me pertenece (es «el Señor»). Es lo que explícita, en el versículo siguiente, la mención de la resurrección: si yo resucito es que soy mortal, y sólo un acto de Dios puede arrancarme de la muerte. El cuerpo se torna, pues, ese modo de ser desde el reconocimiento del límite. Por contra, para los corintios, lo que es mortal es indiferente o despreciable, escapando el verdadero yo a cualquier límite al colocarse como inmortal en sí mismo. El reconocimiento del límite y la consideración positiva del cuerpo van de la mano. Otra cosa más: el cuerpo es nuestra manera de estar en relación, es un modo de estar en presencia de otro. El versículo 15 lo confirma: nuestros cuerpos son «miembros de Cristo» (comparado él mismo con un cuerpo), lo que significa que nosotros no somos sino seres puestos en relación los unos con los otros, así como que no podemos pretender, cada uno por su cuenta, lo ilimitado. No lo somos todo, cada cual tiene radical necesidad de los demás, y en los demás se realiza. Se ilumina de golpe todo el sentido de nuestra existencia corpórea: estar en relación de presencia mutua, en el «misterio» de Cristo (cf. Ef 5,32), o sea, en el inter-dicto de Cristo, ese lugar sin realidad visible que es el Cristo-Señor, pero gracias al cual podemos existir en una relación de libertad, relación que no supone diluir las individualidades. Por ello, quien usa de su cuerpo como de un instrumento, se equivoca al pensar, por ejemplo, que no compromete la totalidad de su persona en una relación sexual con una prostituta. Lo que Pablo cuestiona aquí (v. 15b-17), no es la sexualidad en cuanto tal, sino una sexualidad instrumentalizada, separada del orden de Ja presencia. La oposición no se entabla entre espiritualidad y sexualidad, sino entre cuerpo-instrumentalizado, reducido al porte exterior o al funcionamiento genital, y cuerpo-espiritualizado, signo de una presencia misteriosa porque halla su sentido en el Señor. Razón de más para huir de la fornicación, porque ésta es una negación del cuerpo (¡precisamente allí donde cree encontrar la realización de sus instintos naturales!), en cuanto presencia habitada por el Espíritu. Vemos aquí cómo esta conciencia «crística» del cuerpo funda una ética de la sexualidad. Porque es icono del Espíritu, el cuerpo no puede ser instrumentalizado, y es una ilusión creer que sería algo neutro o sin consecuencias comprometer el propio cuerpo en una relación sexual meramente física. Es lo que expresa de modo decisivo la admirable afirmación del v. 19, donde Pablo junta precisamente lo que los corintios oponían: el cuerpo y el espíritu: «vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios». El cuerpo es, en definitiva, ese lugar cuyo sentido es estar habitado por la presencia de Dios. Es, pues, el icono de Dios. Se establece así una relación, siempre apasionante de captar, entre lo visible (el cuerpo que yo soy) y lo invisible (la presencia que habita este mi cuerpo y que viene de Dios); entre el orden de la presencia, que da sentido de por sí
al cuerpo, el cual, sin ella no sería más que opacidad orgánica, y el orden de la ausencia, pues el Espíritu en cierto modo (como Cristo en el v. 15) es Dios en tanto que ausente, inasible, que nos constituye en sujetos, que nos fundamenta, aun cuando siempre se nos escapa. Pues bien, yo no soy más que cuando dejo de identificarme con mi cuerpo para acceder a la realidad simbólica de un sujeto, definido como tal por la palabra del Otro (el Espíritu) que me da el ser escapándoseme. Eso explica el «no os pertenecéis» (v. 19b). De aquí se desprende una perspectiva tremendamente original: frente al dualismo de los corintios que oponen el cuerpo, despreciable por mortal y limitado, al alma/espíritu inmortal, Pablo recuerda el fundamento cristológico de la antropología cristiana. Podemos resumir su propósito en tres puntos:
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1.° El cuerpo no es una cosa, un instrumento del que el hombre podría hacer uso sin que le comprometiera realmente. El cuerpo es la persona misma del hombre marcado por el límite de su condición de creatura y llamado a la relación y al encuentro con otro. En consecuencia, la sexualidad no es una función comparable a la alimentación, sino la expresión del cuerpo/persona en tanto que llamado a la relación. 2° La fornicación es grave, porque constituye una perversión teoantropológica, más aún que moral. Es negación del cuerpo como límite y como presencia, la cual no puede venirle más que del otro. Como tal, es un rechazo del Señor, dado que él es el lazo misterioso que permite la relación y quien posibilita la articulación de todos los «miembros» en un solo «cuerpo». 3.° El cuerpo es el icono de Dios. Contra el desprecio del cuerpo y contra la reducción del hombre a su cuerpo, Pablo mantiene que la opción no se da entre una espiritualidad desencarnada y un cuerpo reducido a su opacidad orgánica: todo el sentido del cuerpo es ser presencia habitada del Espíritu de Dios.
3. CONCLUSIÓN ¿Qué concepción tiene la Biblia de la sexualidad? Incontestablemente habla de ella como de una realidad ambigua. Desempeña un papel capital en la ordenación del mundo, ya que se inscribe en el mismo hombre —y para que éste pueda, a partir de ella, organizar la creación— como el principio ordenador de la diferencia. Pero también puede convertirse en arriesgado factor de desorden, cada vez que traspasa las reglas de la diferencia. El Antiguo Testamento no oculta esos peligros; la sexualidad puede conducir al colmo de la violencia asesina, tal y como nos lo cuenta el sorprendente relato de Jueces 19-21, en el que la violencia sexual ejercida por los habitantes de Guibeá con la mujer de un levita de Ef'raim (19,22-26), aboca —al transgredir las sagradas leyes de la hospitalidad, de la heterosexualidad, y del respeto a la mujer del pro-
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jimo— a la violencia colectiva y a la práctica destrucción de toda una tribu, la de Benjamín26. En contrapartida, las parejas ejemplares de los Patriarcas muestran cómo la sexualidad ordenada a la bendición de Dios sobre la vida, se hace creadora de historia y de amor. Se abre camino ahí una primera línea de reflexión, según la cual la diferenciación no sólo constituye un principio ordenador del mundo, sino también, y sobre todo, una condición de posibilidad de una relación auténtica. Lo que limita al hombre, pues el hombre no es la mujer ni la mujer el hombre, es necesario para que se dé alianza, reconocimiento mutuo. Este esbozo de reflexión antropológica adquiere decisiva profundidad en el relato yahvista de la creación, retomado, interpretado y sancionado por el propio Jesús. Don del Creador para que el hombre pueda expresar la alteridad misma de Dios, la sexualidad humaniza al hombre27 pues le permite conformarse a la realidad estructurante del límite, y le posibilita abandonar la imaginaria omnipotencia de sus sueños para asumir así la alteridad singular del otro. «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre...». La reflexión sobre la sexualidad, conduce, a la postre, a una reflexión sobre Dios. Lo que pone de manifiesto la tradición bíblica es, en efecto que si la sexualidad se vive como un modo de rehusar la alteridad y la limitación para buscar la salvación en la indiferenciación del placer, se convierte en índice del desconocimiento de Dios y de práctica idolátrica. Lo sacro que se exalta en la búsqueda del placer no es, entonces, más que la imagen divinizada de uno mismo. Y ahí queda denunciado el riesgo más grave que la sexualidad entraña para el hombre, el de encerrarse en la ilusión de la autosuficiencia: creer que uno es el propio fundamento de sí mismo, y que los demás no tienen otro sentido o función que el de servir a esa edificación de uno mismo; rechazar, por último, los interrogantes del otro, que queda reducido de golpe a no ser más que un instrumento de placer. Pero rechazar al otro significa de hecho, advierte la tradición bíblica, rechazar al Otro-Dios, por la desconfianza radical respecto a su Palabra, esa realidad que no proviene del corazón humano y que, al interpelarle, le descentra de sí para comprometerle en una relación creadora. Génesis 2-3 narra cómo al engañarse a sí mismo, sobre el sentido del límite que la sexualidad marca en su cuerpo, el hombre (Adán) se engaña en realidad sobre Dios, del que hace un tirano; y cómo, de resultas, la relación hombre/mujer queda inmersa en la violencia, el miedo y el resentimiento. De modo que la bondad de la sexualidad («Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien») está unida al reconocimiento de la alteridad de Dios, y a la experiencia positiva del límite. Y el alto riesgo que el hombre está llamado a descubrir en sus propias carnes, por el mero hecho de haber sido
26. Cf. asimismo los relatos concernientes a Sodoma en Gn 19, y la violación de Dina, hija de Jacob, que provoca la masacre de las gentes de Siquem, en Gn 34. El Deuteronomio es sensible a esta violencia siempre amenazadora de la sexualidad y se esfuerza en proteger la vida del pueblo en determinados momentos: 22,13-23,1, leyes sobre la virginidad, el adulterio y la violación; 24,1-4, leyes sobre la protección de la mujer repudiada. 27. ¡Y no como dirán los moralistas puritanos de todas las épocas— rebaja al hombre a la animalidad!
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creado ser sexuado, se cifra en su modo de asumir la alteridad: ¿es reconocida como la limitación que hace posible la relación creadora, la «alianza» con otro en el desafío de una historia por construir, o es denunciada como una amenaza que hay que eludir a cualquier precio, como una injusta e insoportable limitación del deseo? Plantear esta cuestión es mostar también el registro sobre el que la tradición bíblica juzga el cuerpo. El cuerpo, reconocimiento positivo del límite y, por ende, posibilidad de relación diferenciada con otro, no es, en efecto, «algo», como tampoco la sexualidad es «algo»; uno y otra son expresión de una presencia habitada por el Espíritu de Dios, el Otro en nosotros, Palabra que nos habla al tiempo que nosotros le hablamos.
Capítulo III «AMOR E INSTITUCIÓN: TEOLOGÍA BÍBLICA DEL MATRIMONIO» El estudio de la tradición bíblica nos ha mostrado cómo la sexualidad inscribe en el hombre un límite que le posibilita el reconocimiento de la alteridad ajena. Y cómo, por eso mismo, se convierte en creadora de una historia. De ahí que, en su vertiente positiva, la sexualidad, para la Biblia, no se puede separar de la pareja, en la que halla sentido y mediante la cual se transforma en fuerza creadora y, de mera pulsión indiferenciada, se convierte en historia. La tradición bíblica nunca habla de la sexualidad en sí, a no ser para denunciar el riesgo mortal de objetivación que entraña para el hombre. ¡Lo que equivale a decir que la distinción entre el sentido de la sexualidad y el sentido de la existencia de la pareja conyugal hay que relativizarla seriamente! No obstante, nosotros mantenemos esta distinción, en nombre de lo que creemos constituye la perspectiva de fondo de la tradición bíblica; perspectiva que el texto apenas explícita, pero que sobreentiende de continuo: en efecto, llama la atención la tensión entre la promesa vocacional dirigida al hombre y el peso de la realidad social en la que debe inscribirse dicha promesa que el texto bíblico pone de manifiesto. Tensión ésta que, por lo que a nuestro tema concierne, es doble: por un lado la tradición bíblica no oculta que la sexualidad humana comporta una dimensión y una profundidad que el matrimonio, tal y como ha sido vivido a lo largo de los siglos, nunca podrá expresar totalmente. Pero, por otro lado, afirma igualmente que la existencia fiel y duradera de la pareja conyugal facilita una profundidad y una promesa que descalifican de golpe los restantes modos posibles de vivir la relación sexual. Entre la sexualidad y la institución conyugal se establece una crítica recíproca. Las consecuencias éticas de esta doble crítica serán estudiadas en el quinto capítulo. De momento tratemos de comprender qué dice la tradición bíblica del matrimonio y qué sentido teológico le da a la institución conyugal al referirla al proyecto de Dios sobre el hombre. En la aventura conyugal hay un misterio y un riesgo sobre los que han meditado ampliamente las tradiciones o autores bíblicos. ¿Qué decir de la relación que el matrimonio posibilita (¡y que a menudo impide!) entre el amor y la institución, entre el deseo y el tiempo en el que se inscribe el proyecto, entre la impaciencia de la culminación y la paciencia de una historia común? Ahora bien, todo cuanto decimos del matrimonio también lo dice la Biblia de las relaciones entre Dios y su pueblo, siempre en tensión entre la maduración
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de una historia de lento despliegue y los brotes de una esperanza y de un amor impacientes por llegar a su culmen. Este paralelismo entre la historia del hombre y de la mujer y la historia de Dios y su pueblo constituye el núcleo de la teología bíblica. Quisiéramos poner de relieve su riqueza, interrogando en primer lugar al Antiguo Testamento (AT), y más tarde al Nuevo. (NT).
lírica celebración del amor humano. El Cantar de los Cantares celebra la alegría, el placer y la belleza del amor conyugal. El diálogo del esposo con la esposa y su mutua fascinación, exalta la belleza física y el amor sensual: «¡Qué hermosa eres mi amada, qué hermosa eres! Tus ojos son palomas. —¡Qué hermoso eres, mi amado, qué dulzura y qué hechizo! Nuestra cama es de frondas (...) —Azucena entre espinas es mi amada entre las muchachas. —Manzano entre los árboles silvestres, es mi amado entre los jóvenes: a su sombra quisiera sentarme y comer de sus frutos sabrosos. Me metió en su bodega y contra mí enarbola su bandera de amor. Dadme fuerzas con pasas y vigor con manzanas: ¡Desfallezco de amor!» (1,15-2,5). «Me has enamorado, hermana y novia mía, me has enamorado con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar. ¡Qué bellos tus amores, hermana y novia mía; tus amores son mejores que el vino! Y tu aroma es mejor que los perfumes. Un panal que destila son tus labios, y tienes, novia mía, miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos es fragancia del Líbano. Eres jardín cerrado, hermana y novia mía; eres jardín cerrado, fuente sellada» (4,9-12). «Tus pies hermosos en las sandalias, hija de príncipes; esa curva de tus caderas como collares, labor de orfebre; tu ombligo5, una copa redonda rebosando licor, y tu vientre, montón de trigo, rodeado de azucenas; tus pechos, como crías mellizas de gacela; tu cuello es una torre de marfil (...) ¡Qué hermosa estás, qué bella, qué delicia en tu amor! Tu talle es de palmera; tus pechos los racimos. Yo pensé: treparé a la palmera a coger sus dátiles; son para mí tus pechos como racimos de uvas; tu aliento, como aroma de manzanas. ¡ Ay, tu boca es un vino generoso que fluye acariciando y me moja los labios y los dientes!» (7,3-10). «Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el abismo; es centella de fuego, llamarada divina; las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni anegarlo los ríos. Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable» (8,6-7).
1. EL MATRIMONIO SEGÚN EL ANTIGUO TESTAMENTO Dejamos a un lado los aspectos concretos de la moral conyugal israelita; interesan éstos al etnólogo o al historiador más que al moralista, pues, salvos algunos hechos particulares sobre los que volveremos más adelante, todos ellos forman parte de las costumbres sexuales y conyugales tradicionales de los pueblos del Oriente Medio1. Aquí intentaremos estudiar en qué y cómo transforma la comprensión y la práctica sexual y conyugal la conciencia teológica de Israel. Al igual que la sexualidad2, el matrimonio es un don del Dios creador. «Dijo luego Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»3. El redactor yahvista subraya la bondad de este don con tanto énfasis como el que dedica, líneas más adelante, a describir con craso realismo lo que los hombres han hecho de ese don; la práctica conyugal refleja una relación de dominio y de rivalidad entre el hombre y la mujer: «A la mujer le dijo:... Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (3,16). Como decíamos más arriba a propósito de las palabras de Jesús sobre la relación hombre/mujer, al situar estos datos «al principio», en el origen creacional, el viejo autor hebreo quiere recordar la intención fundamental, fundante, de Dios. A pesar de las apariencias, el texto no quiere evocar una edad de oro perdida después por la falta de los hombres, sino anunciar que la realidad vivida en el presente por los hombres y las mujeres no es un destino fatal ni expresión de la voluntad creacional de Dios. El matrimonio es una promesa que Dios no ha olvidado, a despecho de cuanto parece desmentirla en los hechos. Tal convicción de que el matrimonio es más que la realidad sociológica vivida, de que comporta una promesa que el hombre y la mujer están llamados a descubrir hasta la fascinación mutua, el AT la atestigua en múltiples ocasiones. Descuella en primer lugar, no en sentido cronológico sino teológico y estético, el admirable Cantar de los Cantares*, en el centro del AT, la más
1. La bibliografía es inmensa. Citemos las obras que nos parecen especialmente importantes: Sobre el problema en su conjunto: R. de VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, trad. de A. Ros, Barcelona 1985 (edic. franc. 1958), p. 49-104; R. PATAI, L'amour et le couple aux temps bibliques, París 1967, trad. de M. King (edic. inglesa 1959); H. VAN OYEN, Etique de l'Ancien Testament, Genéve 1974, trad. d'E. de Peyer (edic. alem. 1967), p. 120-125, 164-171. 2. Hemos analizado los textos del inicio del Génesis en las pp. 48-52. 3. Para la historia de la interpretación de este texto, cf. Maric de MÉRODE, «Une aide qui lui corresponde: l'exégesc de Gn 2,18-24 dans les écrits de l'Ancien Testament, du judaísme et du Nouveau Testament», Revuc théol. de Louvain, VIII, 1977, p. 329-352. 4. Cf. D. LYS, Le plus beiw chant de la rréalion, París 1968, Lectio divina 51. Este excelente comentario al Cantar incluye unu bibliografía selecta muy útil.
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El amor conyugal aquí cantado es posible porque se ha liberado de cualquier fin religioso o utilitario. El matrimonio no es ya la repetición de la unión entre el dios y la diosa con miras a fecundar la tierra; tampoco es el medio de mantener sometida a la mitad (femenina) de la humanidad; se les da al hombre y a la mujer para que perciban en él la auténtica dimensión de la libertad, de la gratuidad y de la alegría del amor mismo de Dios. Nada más chocante a este respecto que el modo como el Cantar vuelve los mismos términos de la maldición de la mujer citados poco ha (Génesis 3,16): el deseo amoroso puede significar también el genuino amor, la alegría del don de sí: «Yo soy de mi amado y él me busca con pasión» (Cantar 7,11). Dueño/esclava: el AT, que sabe muy bien que la relación hombre/mujer en la pareja puede degenerar en esta relación, no la considera, sin embargo, como la última palabra: ésta pertenece al esposo y a la esposa del Cantar de los Cantares al reconocer en su deseo el don liberador de Dios. Y brilla así una prodigiosa luz: «El antiguo
5. D. LYS traduce «tu sexo».
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Israel quiere abordar y vivir concretamente lo sexual como una realidad espiritualizada, pero esencialmente profana y humana»6. El amor del hombre y de la mujer, una vez desacralizado y devuelto a su plena significación humana, se va a convertir para Israel en la imagen genuina de la alianza entre Dios y su pueblo. El matrimonio, mediante la promesa de que es portador, indica el misterio de una alianza, y a la par, por un efecto de feed-back, este uso simbólico del matrimonio conduce a una mayor profundización de los significados espirituales y éticos de la institución conyugal. Merced al Dios que le eligió y que se revela muy distinto a los demás dioses, Israel desacraliza la sexualidad; vuelta ésta a su humanidad, liberada del temor religioso y del utilitarismo, se le reconoce como el lugar de una relación amorosa entre el hombre y la mujer. Esta relación, a su vez, puede significar, por analogía, la relación de Dios con su pueblo (encuentro, alteridad, historia); y semejante simbolismo permite profundizar en todo el valor ético, espiritual y humanizante del matrimonio. Será el profeta Oseas, que ejerció su ministerio durante la segunda mitad del siglo VIII, el primero en utilizar la imagen de la pareja conyugal para dar a entender la profundidad del lazo existente entre Yahveh Dios y su pueblo7. Jeremías8 y más tarde Ezequiel9 retoman la misma imagen, al igual que el Segundo Isaías10. La imagen va a permitir tanto una profundización en el sentido de la alianza (berit en hebreo) como en el del matrimonio, poniendo de relieve lo que constituye una relación auténtica entre un hombre y una mujer: el amor (la hesed, es decir, la bondad del corazón, el sentimiento amoroso, la ternura), la fidelidad (la emunah) y el celo (la qin'ah, es decir, la rivalidad celosa frente a cualquier posible amante). Todos estos términos se van a aplicar a la relación —amorosa, fiel y celosa— de Dios para con su pueblo. Queda aún otro término importante11, a saber, ahabah, deseo amoroso'2, «...podemos, entonces, abordar la cuestión del matrimonio: describirlo en términos de ahabah (amour, love), de hesed y de berit, implica decir que su origen se encuentra en un sentimiento y en un deseo espontáneos que conducen a una opción, que están reglados por una alianza y que se afirman en el amor fiel de la hesed»". El matrimonio, como realidad terrestre y creación de Dios que es, se ve también cargado, en el AT, de una función simbólica importante, que, a su 6. E. SCHILLEBEECKX, Le mariage. Réalité terrestre et mystére du salut, Tome I, París 1966, p. 54; cf. asimismo las pertinentes anotaciones de D. LYS, op. cit., p. 50-55. 7. Sobremanera en los cap. 1-3. Para los comentarios sobre estos capítulos cf. E. SCHILLEBEECKX, op. cit., p. 60-65 y E. JACOB, Osee, C.A.T. Xla, Neuchátel-Paris 1965, p. 1838. 8. 3,1-5; 31,1-4.21-22. 9. 16,1-63; 23,1-49. 10. Cf. 54,1-17. 11. Cf. E. JACOB, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, p. 106-110. 12. Este término, dentro del contexto de las costumbres del antiguo Oriente según las cuales sólo el hombre puede tomar la iniciativa amorosa, no puede designar más que el amor del hombre hacia la mujer y nunca (excepción hecha de I Samuel 18,20: «Mikal, hija de Saúl, se enamoró de David») el amor de la mujer hacia el hombre. Será preciso tener esto en cuenta cuando abordemos los textos de Pablo, quien parece reseservar al hombre el amor ¡dejando para la mujer la sumisión! 13. E. SCHILLEBEECKX, cit.. p. 82
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vez, realza los elementos relaciónales que lo constituyen. El amor, la fidelidad, la alianza y la ternura se ofrecen al nombre y a la mujer como llamadas y signos de un amor, de una fidelidad, de una alianza y de una ternura que la historia toda de Israel relata y enseña a confesar como proveniente del mismo Dios. ¡Pero esa promesa choca con la historia! Es decir, se inscribe en una realidad social y cultural, la propia de los usos y costumbres del Oriente antiguo. Ya hemos hablado de la desacralización que la conciencia teológica de Israel operó sobre la sexualidad; en el plano de las costumbres, la labor de liberación del sentido humano de la relación conyugal es más lento. Es evidente que al comienzo, en el tan importante contexto de los lazos de sangre dentro del clan, el matrimonio constituye un eslabón en la sucesión de generaciones que forman el clan y le aseguran su continuidad. El primer valor es, entonces, la procreación, muy por encima de la calidad del encuentro entre los esposos o de la fidelidad de su amor14. La sexualidad permite a la pareja inscribirse, merced a sus hijos, en el designio creador e histórico de Dios; «de generación en generación», expresión eminentemente bíblica, como lo son las innúmeras listas familiares que agotan la paciencia del moderno lector de la Biblia, quien no percibe ya sus alegres y triunfales tonos. Por eso precisamente está permitida la poligamia, al igual que la sustitución de la esposa estéril por una concubina, encargada de dar hijos a la pareja (así Agar, que reemplaza a Sara en el lecho de Abrahán). Pero esta línea que realza la procreación es minimizada un tanto (en absoluto abolida) en beneficio de la que, decíamos, constituye el original e innovador aporte de Israel, y que cabe denominar la línea electiva y afectiva. A medida que se profundiza en los valores relaciónales del matrimonio se refuerza progresivamente la monogamia y cierto rigorismo moral, destinado a proteger el matrimonio de los estragos de una sexualidad no santificada. Los profetas comparan la infidelidad de Israel con la prostitución; más adelante, sobremanera en el judaismo posexflico expuesto a las libertades morales de la civilización greco-oriental, esta tendencia al moralismo se hace más palpable. Gestación y parto serán vistos como la suprema dignidad de la unión conyugal15. Así, la tensión que el AT pone de manifiesto entre «la vertiente patriarcal-genealógica, en la que la descendencia prima sobre el umor, y la vertiente profético-mesiánica, en la que los encuentros amorosos predominan sobre la obligación de servir a la especie»16, no queda resuelta. Nos parece, sin embargo, que el AT de por sí no sitúa en absoluto esas dos líneas al mismo nivel de valor. La primera, la línea genealógica, es constatada, en efecto, como la realidad histórica, mientras que la otra, la línea relacional,
14. Si bien, en las tradiciones más antiguas de Israel, como ya hemos visto más arriba, este elemento no está ausente; piénsese, por ejemplo, en el amor de Jacob a Raquel. Sobre el rol de In poligamia en Israel, cf. R. PATAI, op. cit., p. 42-50 y H. VAN OYEN, op. cit., p. 165 s. 15. «Frente a unas formas de vida alteradas e importunadas por los sentidos que se les da en olius naciones, Israel se esmera en guardar las distancias ante todas las licencias sexuales, lo cual din origen, en el judaismo tardío, a exigencias extremas (que acabarían por perpetuarse en la i'iisuística católico-romana). Excluidos los juegos eróticos y sexuales todo lo posible, el amor conyugal profundo y su culminación encontrarían su dignidad suprema en el engendramiento y en el parto». H. VAN OYEN, op. cit., p. 168. 16. La fórmula es de André DUMAS.
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se ofrece como una promesa, una esperanza, un sentido que hay que descubrir. Creo, una vez más, que no es por azar por lo que el AT se abre con la doble descripción de la pareja humana según el designio creador de Dios (Génesis 2) y según la realidad histórica (Génesis 3). Lo que hay «al principio» es el anhelo de una pareja en la que el hombre y la mujer ceden al hechizo mutuo y hacen alianza de amor. Este comienzo es la promesa cuyo sentido ha intentado concretar Israel a lo largo y ancho de su historia, promesa cuya fuerza utópica siempre pretendió verificar17.
Pero Marcos no comprendía ya el transfondo del debate, el cual versa, como muy bien sabe Mateo dada su raigambre judía, sobre la interpretación legítima del texto del Deuteronomio 24,1. Texto éste que era objeto, en efecto, de encendidas discusiones en el seno del judaismo en la época de Jesús20: la escuela rabínica de SHAMMAY concebía la autorización de repudiar a la mujer de manera estricta y restrictiva, al contrario que la escuela de HILLEL, quien daba una interpretación más laxa21. De manera que lo que había sido manifiestamente concebido por la legislación deuteronomista en su origen como una defensa de los derechos de la mujer repudiada —el libelo le permitía volver a casarse, evitándole así verse reducida a la mendicidad o a la prostitución22— se había transformado en un permiso legal —¡al menos para quienes tenían recursos financieros!— de practicar lo que podríamos llamar una poligamia sucesiva. Esta hipocresía, fatalidad del legalismo, es la que Jesús quiere denunciar ante todo. Respetar la ley de Moisés implica respetar su fundamento, aquello en lo que estriba su origen: la voluntad creacional de Dios. Tanto en la versión de Mateo como en la Marcos este punto es capital: todos los sutiles distingos de las interpretaciones legalistas quedan descalificados por la afirmación fundamental de que Dios quiso una pareja humana sólidamente unida en el amor. Esta voluntad no puede ser puesta en duda. Y así, Jesús acusa implícitamente a sus adversarios de traicionar la ley que tan escrupulosamente ellos quieren respetar. Pues si Moisés autorizó el repudio, lo hizo obligado por la maldad humana23 y no para permitir violar la intención genuina de Dios. La polémica es evidente. Pero sería craso error pensar que Jesús con esas palabras está promulgando, de manera radical, una ley sobre el matriomnio y el divorcio. Notemos primero que Jesús no censura a Moisés, restituye sólo la intención del texto deuteronomista, aclarando así el alcance social de la ley, que es el de aportar una respuesta a la desdichada necesidad de la maldad humana; la ley tiene por función evitar que esa presencia del mal en el hombre y en medio de la sociedad tenga consecuencias catastróficas. De modo que Jesús no cuestiona el alcance y las funciones de la ley, sino la deformación que de ella hacen los doctores judíos al elevarla de contingente al rango de norma de la voluntad divina, cuando es justamente el contario el lamino a seguir. La ley es necesaria, como respuesta a la propia necesidad del mal; pero no constituye, en cuanto tal, la voluntad creacional de Dios; confundir una y otra, eso es lo escandaloso para Jesús, tanto más cuanto ahí estriba la más sangrante hipocresía, ¡y con ella la esclavitud de la mujer! Jesús quiere, pues, recordar el designio de Dios, su voluntad, que es lambién su promesa. Ante dicho designio, queda claro que todo repudio de
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2. EL MATRIMONIO SEGÚN EL NUEVO TESTAMENTO El Nuevo Testamento da fe del esfuerzo llevado a cabo por la joven comunidad cristiana para traducir en términos éticos la enseñanza recibida de su Maestro y Señor, Jesucristo, enseñanza que él hizo vida de modo tan significativo. Traducción dentro de, y en contraste con, la cultura judía por un lado (cosa que vale para la tradición judeo-cristiana), y con la cultura helenista, del otro (como testimonia la tradición pagano-cristiana muy influenciada en sus orígenes por los modelos del judaismo helenista). Por ello no se puede abordar el NT sin delimitar cuidadosamente los diversos momentos de la tradición cristiana y los diferentes medios culturales a los que se enfrenta la joven comunidad.
a) La enseñanza de Jesús Topamos primero con el texto que ya hemos estudiado en parte a propósito de la sexualidad: Me 10,1-10, par. Mt 19,1-8. Resaltábamos entonces cómo Jesús apela a la intención fundadora de Dios al crear al hombre «macho y hembra» y al convocarles a la unidad de la carne18. Conviene advertir que esta enseñanza se ofrece al hilo de una pregunta capciosa de los adversarios de Jesús sobre el divorcio. Cabe, sea cual fuere el carácter formal de la actual presentación evangélica19, suponer en esta perícopa el eco de una discusión polémica de Jesús contra la casuística de los doctores de la ley. El texto no es tan claro en el evangelio de Marcos, donde Jesús obliga a sus interlocutores a reconocer que en la ley de Moisés no hay ningún mandamiento acerca del divorcio, sino todo lo más una licencia, una concesión a la dureza del corazón humano. El mandato de Dios, de por sí, apunta hacia la unión de la pareja.
17. Hemos desarrollado estas reflexiones en «Chance et ambigüité de la famille selon l'Evangile», Bull. CPE 29, 1977, n.° 5-6, número especial sobre «La famille», p. 38-47. 18. «¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?» (Mt 19,4-6a). 19. Cf. R. BULTMANN, L'hhtoire de la tradition synoptique, Paris 1973, trad. de A. Malet sobre la edic. alcm. de 1971, p. 43 y 492. Aunque no compartimos el escepticismo de Bultmann cuando concluye un orinen comunitario de ambos lexlos; pensamos que este relato ofrece, adaptándolo a las necesidades de la comunidad, una enseñanza original de Jesús.
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20. Cf. H.L. STRACK-P. BILLERBECK, Kommentar zum NT aus Talmud und Midrasch, 956\ I, p. 313 ss. (en adelante, Str.-B.); A. COHÉN, Le Talmud, Paris 1950, p. 214-223. 21. Hacia el año 135 d . C , Rabbí AQIBA enseñaba que basta con ver una mujer más hermosa que la propia para estar en el derecho a repudiar a ésta última. JOSEFO dice en su autobiografía: • l'.n ese momento, descontento de la conducta de mi mujer, la repudié; ella me había dado tres hijos de los que dos murieron...». 22. Cf. F.J. LEENHARDT, «Les femmes aussi... Á propos du billet de répudiation» RTP l%9, I, p. 31-40. 23. «Díccnle: Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla? Díceles: Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; |KTO al principio no fue así» (Mt 19,7-8).
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la mujer por el hombre es un pecado, entendiendo por tal no tanto una falta moral cuanto una frustración del designio de Dios, de su voluntad y de su promesa. Recordar esto no es establecer un nuevo legalismo, más duro que el precedente, sino situar el matrimonio en el contexto de la dialéctica entre la promesa divina y la dureza del corazón humano. El nudo de la cuestión se desplaza así desde una problemática en la que el matrimonio, considerado como una realidad «natural», evidente, estaría regulado en su práctica por una moral de lo «permitido» y de lo «prohibido», hacia una perspectiva en la que el matrimonio es reconocido como el lugar en el que el hombre y la mujer aprehenden la promesa y la gracia de Dios, y donde también cabe, y más cruelmente que en cualquier otro dominio de la vida humana, el rechazo a creer en la gracia creadora y recreadora del amor, la cerrazón temerosa y codiciosa, en una palabra, el rechazo del otro. Tal desplazamiento es capital, arranca al matrimonio del ámbito del mero legalismo para devolverle su auténtico alcance teológico. Volveremos de inmediato sobre este punto decisivo. Pero de momento advirtamos que el evangelio de Mateo narra cómo los discípulos, tras oir la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio, le dicen: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19,10). Mateo quiere probablemente denunciar de ese modo ¡a reacción legalista que la Iglesia de su tiempo parece haber tenido ante las palabras de Jesús. Si Jesús es visto como un nuevo legislador, más riguroso que todos los precedentes, ¡entonces es cierto que el matrimonio se convierte en un yugo insoportable! Pero Jesús no habla, precisamente, como legislador, sino como profeta, desvelando así la dimensión teológica del matrimonio. En apoyo de esta última afirmación contamos con la actitud de Jesús frente a cuantos o cuantas han experimentado el fracaso o las dificultades de la vida conyugal o sexual24: teñida de la más grande misericordia y de una dulzura que Jesús no manifiesta, desde luego, hacia los hipócritas (por ej. Mt 23) o hacia los mercaderes del Templo (Me 11,15-19 y par.). Jesús es muy severo, como también lo fueron los profetas, con cuantos se sirven de la promesa de Dios para el propio provecho; se muestra en cambio misericordioso hasta el extremo con cuantos el fracaso ha llevado hasta el límite de la desesperación; para éstos cabe decir que donde abunda el pecado sobreabunda la gracia; aun en el seno de la mayor de las angustias, sigue en pie la promesa. Y quien experimenta la frustración de su vida conyugal, más necesidad tiene de ser liberado por el Evangelio de la culpabilidad a la que le condena el legalismo, de la desesperación de no poder poner ya su esperanza en el amor. Porque, quede claro, el fracaso existe, y la promesa de Dios, en este como en tantos otros ámbitos, se ve burlada, pasa inadvertida. Jesús lo sabe, lo sugiere por más señas en el propio texto que acabamos de considerar a propósito de la ley mosaica. Y también en otros sitios: la tradición evangélica conserva
un logion de Jesús sobre el adulterio25. No podemos dejar de ver en él el eco directo de una enseñanza de Jesús. Volveremos más adelante sobre la cláusula restrictiva («salvo en caso de porneia»), introducida por Mateo, que no es original. Bajo formulaciones ligeramente diversas las palabras de Jesús tienen un sentido muy claro: en contra de la interpretación tradicional, él equipara el repudio al adulterio. Repudiar a la mujer, es malograr la esperanza que la pareja debe encarnar; es, más en concreto, estafar la confianza que la mujer había puesto en su marido al aceptar vivir con él; es, por último, minimizar la importancia que Dios atribuye al lazo conyugal. Si este repudio está motivado por el deseo de otra mujer, no es, evidentemente, más que una manera hipócrita de justificar legalmente el adulterio. Pero, una vez más, la intención de esta frase debe ser bien entendida: este dicho pertenece al grupo de enseñanzas polémicas de Jesús contra la interpretación leguleya, y Jesús denuncia aquí la práctica tolerante del repudio que minimiza e incluso menosprecia la fuerza del vínculo conyugal. «En las palabras sobre el divorcio, Jesús no da una ley, sino que se expresa contra un empobrecimiento legalista de la realidad del matrimonio... Es claro que, junto con la realidad del matrimonio, se muestran sus exigencias»26. Todo aquel que repudie a su mujer, aunque fuera ateniéndose a la ley, aunque lo hiciera por sancionar la mala conducta de su mujer27, comete adulterio, es decir, destruye por iniciativa propia el singular vínculo del matrimonio. Ninguna interpretación, ninguna casuística puede justificar aquí el malogro de la voluntad de Dios. No hay repudio inocente. Frente a la realidad del fiasco que amenaza a la pareja conyugal, Jesús no quiere dejarse embaucar con distingos entre fracasos «autorizados» y fracasos «prohibidos», como si los primeros pudieran invocar inocencia y poderse justificar. Lo que amenaza la unidad de la pareja es principalmente la codicia28, que reduce al otro a mero objeto del deseo, que, de por sí, marca el rechazo del otro como otro. Lo que está en juego en la relación sexual y conyugal es precisamente esa profundidad; el debate no se entabla entre lo «permitido» y lo «prohibido», sino entre la codicia, el miedo, el rechazo, y el descubrimiento de la presencia de un amor creador e indulgente en el otro a quien se acoge.
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24. Véase por ejemplo, Mt 21,31-32, donde pone a la prostitutas como ejemplo de fe; Le 7,36-50, cuando Jesús le pone a Simón el fariseo el ejemplo de una mujer de ligeras costumbres, la cual comprendió enseguida quién era Jesús; Jn 8,1-1 I, la mujer adúltera a quien Jesús se niega a condenar.
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25. (Mt 5,32) (Mc,ll-12) (Le 16,18) (Mt 19,9) ...Todo el que repu- ...Quien repudie a su ...Todo el que repu- ...Quien repudie a su dia a su mujer, excep- mujer y se case con dia a su mujer y se mujer, salvo en caso to el caso de «por- otra, comete adulterio casa con otra, comete de «porneia», y se neia», la hace ser contra aquélla; y si adulterio; y el que se case con otra, comete adúltera; y el que se ella repudia a su ma- casa con una repudiaadulterio case con una repudia- rido y se casa con da por su marido, coda, comete adulterio otro, comete adulterio mete adulterio 26. P. HOFFMANN, «Las palabras de Jesús sobre el divorcio y su interpretación en la tradición neotestamentaria» Concilium 55, 1970, p. 210-225. La cita es de la p. 223. 27. Si se quiere interpretar en tal sentido Mt 5,32, con Fr. J. LEENHARDT. 28. «Habéis oído que se dijo: No cometereás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,27 s.). Con esta frase, Jesús muestra a las claras que él se sitúa más allá del legalismo, el cual sólo puede juzgar por los hechos realizados; Jesús lo que quiere es evidenciar la inviabilidad del legalismo y, además, poner de relieve la infinita exigencia del amor: ya no se puede obrar como si algo quedara fuera del alcance de esa exigencia, ¡no hay ya zonas reservadas!
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Dicho esto, no nos parece justo deducir de este texto la idea de que Jesús ha prohibido rigurosamente el divorcio. Todo divorcio, es cierto, implica un fiasco, y no hay argucia jurídica o moral capaz de cambiar este hecho, pero yo no veo que Jesús haya pensado jamás que ese fracaso estuviera prohibido a los creyentes. Y empleo deliberadamente la expresión «fracaso prohibido» para subrayar lo absurdo del problema. Existen quizás casos en los que, a pesar de los esfuerzos de uno de los cónyuges, o de los dos incluso, se destruye el vínculo conyugal. «El logion de Jesús estigmatiza el divorcio como contrario a la voluntad original de Dios; pero no plantea la existencia de una realidad conyugal independiente de los cónyuges. La voluntad de Dios subsiste, y califica la desunión; ahora bien, dicha voluntad no mantiene la unión después de su ruptura»29. Volveremos sobre esta difícil cuestión del divorcio al examinar el modo como Mateo y Pablo intentarán tener en consideración la «dureza del corazón» humano sin dejar de mantener el sentido teológico del logion de Jesús. Conviene, con todo, discutir antes un texto muy extraño y no menos apasionante, al que nos hemos referido brevemente con anterioridad. «Dícenle sus discípulos: Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse. Pero él les dijo: No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda»30. Desde la perspectiva legalista en la que se sitúan, a los discípulos se les hace muy duro el dicho de Jesús sobre el adulterio. Lo que quiere hacerles entender Jesús es que la venida del Reino hace posible vivir el matrimonio como gracia, y no como un dato natural con sus leyes humanas. Los discípulos de Cristo pueden «comprender este lenguaje». Y para confirmarlo, Jesús aduce tres situaciones que, justamente, no son «naturales»; pero a las dos categorías de eunucos que el judaismo descalificaba por tratarse de incapaces para contraer matrimonio, y en las que se veía una maldición31, Jesús añade una tercera, en la que la renuncia al matrimonio es voluntaria, «por el Reino de los Cielos»32. Así, celibato y matrimonio, a causa del Reino, dejan de ser realidades naturales o resignadas fatalidades para sumarse, uno y otro, a la gracia que posibilita la libertad humana. La libre existencia del célibe es la que garantiza
que también el matrimonio es una opción libre; el matrimonio vivido como gracia que remite a la fidelidad es el que garantiza que el celibato no es una maldición, antes puede ser admitido por algunos como una vocación. De manera que, sin idealizar de modo alguno la situación humana, Jesús invita al hombre y a la mujer a superar la perspectiva natural o puramente social a la que obligan las apariencias para reconocer la bondad de la creación bisexual y la vocación que ahí hace Dios al hombre y a la mujer.
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29. Fr. J. LEENHARDT, art. cit, p. 40. 30. Tan sólo Mateo aporta este dicho (19,10-12), pero su propia extrañeza bien parece una garantía de autenticidad; en el conjunto de la reflexión teológica de Mateo no se ve qué pudo llevarle a inventar semejante enseñanza que rompe de modo tan palpable con la tradición judía. Un exégeta tan crítico como H. BRAUN ve en estas palabras un logion auténtico de Jesús, cf. Spatjüdisch-haretischer und frühchrisüicher Radikalismus. Jesús von Nazareth und die essenische Qumransekte, Tübingen 1957, II, p. 112, n. 3 y p. 113, n. 1. 31. Sobre la situación de los eunucos en el judaismo, cf. Str.-B. I, 805 s. y J. JEREMÍAS, Jerusalén en tiempos de Jesús, Madrid 1977, p. 354. 32. Jesús piensa, tal vez, en los esenios que practicaban la abstinencia y el celibato, cf. C. DANIEL, «Esséniens et eunuques», Revue de Qumran 6, 1968, p. 353 s.s. Pero me parece abusivo afirmar que Jesús no tuviera presentes a sus propios discípulos, ¡o a sí mismo sin ir más lejos! (así P. BONNARD, l/évanitilr selon saint Matlhieu, CNT I, Neuchatcl-Paris 19702, p. 284 y 446 s.); la expresión «por el Reino» es demasiado específica como para no designar ÍI los discípulos de Cristo.
b) La enseñanza de la tradición apostólica Trataremos ahora de comprender cómo interpretó la enseñanza de Jesús la Iglesia primitiva. Las principales fuentes son las cartas de Pablo, pero conviene antes indagar cómo transmitieron e interpretaron los evangelistas las propias palabras de Jesús. /." Los evangelistas LUCAS tiende, en el ámbito de la sexualidad al igual que en otros problemas morales, a radicalizar la enseñanza de Jesús. Y así es el único que cila el matrimonio como una de las (mezquinas) excusas puestas por los invitados al banquete para desatender la invitación (Le 14,20). El logion del negarse a sí mismo para seguir a Jesús adquiere en Lucas un sesgo de radicalídad casi insoportable33; y entre las realidades que hay que odiar para poder ser discípulo de Jesús, se elenca el amor a la esposa. La misma idea la hallamos rn 18,29, donde Lucas es una vez más el único en mencionar el amor a la esposa entre las cosas a las que es posible, si no necesario, renunciar «por el Keino»34. En la versión lucana de la controversia entre Jesús y los saduceos sobre la resurrección (Le 20, 34b-35), por último, el evangelista utiliza una lórmula cuando menos ambigua, que deja entender que para ser considerado digno de la resurrección es preciso no haber tomado mujer o marido35. Parece que estuviéramos en los albores de una línea de pensamiento que iba a tener urnn éxito en el devenir de la historia de la Iglesia, línea según la cual, para mejor testimoniar la novedad del Reino, algunos cristianos se creen llamados n vivir un riguroso ascetismo sexual y conyugal36. En el tercer evangelio asoma la sospecha de que el matrimonio podría ser un obstáculo importante para una
13. Le 14,25-27. El mismo logion lo refiere Mateo (10,37-38) de modo más suave. 34. Compárese el mismo texto en las versiones mateana (19,29) y marcana (10,29). 3.V Esta es la formulación de Lucas: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido (lit.: inmiiii mujer y son dadas en matrimonio, seil. las hijas por los padres); pero los que han sido siilerados dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, no ii'iiinn mujer ni marido (lit.; ni toman mujer ni son dadas en matrimonio)». En Mateo leemos: •I'.ii lu resurrección no se toma mujer ni marido (lit.: no se toma mujer ni una es dada en liimonio)...» (22,30). 16 Ya en el siglo II un hombre como Julio CASSIEN citará estos textos para justificar el i.iclisino riguroso que él defiende, llegando incluso a la castración, cf. CLEMENTE de Alei.inilrui, Strommata 3, l>(¡ 8, 1182 c.
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vida auténticamente cristiana. Lucas parece mostrarse dueño de una sensibilidad que caracterizará a las comunidades pagano-cristianas de finales del primer siglo, expuestas a la inmoralidad del mundo helenístico e influenciadas por sus tradiciones ascéticas. MATEO, por su parte, o más bien su comunidad, no comparte esta perspectiva ascética, tan poco judía por lo demás. Su interpretación personal de la enseñanza de Jesús se caracteriza esencialmente por el añadido en 5,32 y en 19,9 de una clausula restrictiva —«salvo en caso de porneia»— al dicho de Jesús anteriormente estudiado sobre el repudio y el adulterio. ¿Por qué este añadido?37. Cabe, creemos, formular la hipótesis siguiente: muy pronto, y sobremanera en el seno de comunidades judeo-cristianas, se debió hacer de las palabras de Jesús norma de vida moral de las Iglesias, como complemento o, mejor, interpretación de la antigua ley mosaica. El evangelio de Mateo constituye, por más señas, el resultado de tal intento interpretativo. Y si hubo que intentar semejante ensayo fue, sin duda porque las comunidades de origen judeo-cristiano, entre ellas la de Mateo, por fidelidad a la ley de Israel, corrían el riesgo de reducir la doctrina de Jesús a los estrechos límites de la doctrina tradicional. La intención de Mateo es mostrar que Cristo, nuevo Moisés, tiene la autoridad de interpretar de manera novedosa la voluntad de Dios («habéis oído que se dijo a los antepasados... Pues yo os digo...», 5,21.27.31.33...), y, por tanto, de invitar a los hombres, y muy particularmente a sus discípulos, a una «justicia» superior a la de los escribas y fariseos (5,20). Pero no tardaría en aflorar el peligro de hacer del mensaje de Jesús un comentario de la ley similar al de los escribas y doctores de la ley. En lo que concierne al matrimonio y al divorcio, tal comentario iba a ser particularmente riguroso. Escindida de su perspectiva escatológica, la advertencia jesuánica de la indisolubilidad de la pareja acabaría por convertirse en una declaración legalista, es decir, abstracta, jurídica y culpabilizadora para cuantos viven un fracaso en este terreno, mientras que originariamente lo que quería era recordar la promesa y el sentido teológico que van unidos a la existencia de la pareja humana, así como denunciar la hipocresía del legalismo que, pretendiendo respetar la letra, quebranta el espíritu de la ley. Ante semejante tergiversación en la que el discurso de Jesús se convierte en ley ¿qué se puede decir a quienes sufren un fracaso, que se encuentran, por ejemplo, víctimas de un adulterio por parte del cónyuge? ¿Qué le sucederá a una pareja que pasa por graves dificultades conyugales? Remitirla a las palabras de Jesús, sin hacer patente su carácter de promesa, significaría abocarles a una condena implacable, a su exclusión de la comunidad, ¡pues sería remitirles a una ley absoluta! Nuestra hipótesis es que el inciso mateano quiere responder precisamente a semejante escollo, recordando la dimensión profética del mensaje de Cristo, que impide una lectura legalista del mismo al situar la exigencia en una perspectiva teológica y no moral.
Expliquémonos con mayor claridad. En primer lugar ¿qué significa la expresión «salvo en caso de porneia»lM Porneia puede tener numerosos sentidos: prostitución, impudicia, vida libertina, adulterio, mala conducta. La brevedad de la expresión no permite decidir con precisión ateniéndose al mero plano lexicográfico. Habrá que buscar la solución partiendo del contexto de la discusión existente en el judaismo y en el cristianismo naciente sobre las condiciones que autorizan el repudio. Se han explorado dos vías fundamentales. La primera, inaugurada, salvo error, por BONSIRVEN, seguido de BALTENSWEILER y BONNARD39, comprende porneia en el contexto de las difíciles relaciones entre judeo y pagano-cristianos en la Iglesia primitiva. Hallamos en Hch 15,20.23-29 mención de una tentativa llevada a cabo para regular esas relaciones: en aras de la concordia se les pide a los paganocristianos «que se abstengan de lo que ha sido contaminado por los ídolos, de la porneia, de los animales estrangulados y de la sangre», es decir, que respeten ciertas prohibiciones tocantes a puntos delicados para los judíos. La porneia a la que se refiere este texto de los Hechos, evocaría los interdictos de Levítico 18,6-18 concernientes a los impedimentos de matrimonio por motivos de consanguinidad. Los exégetas anteriormente citados sientan la hipótesis de que Mateo tiene en mente la misma preocupación y que retoma el término para decir a los pagano-cristianos que si ellos se separan de su mujer para avenirse a esa petición, no cometen adulterio. Mateo buscaría, entonces, subsanar la dificultad nacida del conflicto entre un dicho de Jesús que prohibe cualquier tipo de repudio y una petición hecha por los judeoeristianos a los pagano-cristianos de no contraer matrimonios ilegítimos según la Ley, o, dado el caso, separarse de la mujer casada en tales condiciones. Esta es la primera hipótesis. Ha merecido el visto bueno de numerosos exégetas. Con todo, no nos parece convincente. En primer lugar, porque siempre es delicado explicar un texto a través de otro posterior y proveniente de una fuente distinta. Pero también, y sobre todo, no se ve por qué Mateo se habría arriesgado a modificar el texto de una enseñanza del propio Señor pura dirigirse a pagano-cristianos que no son, curiosamente, sus interlocutores primordiales. El problema de Mateo no es salir al paso de una dificultad locante a un caso, probablemente muy excepcional por lo demás, de unión conyugal contractuada por antiguos paganos, sino el de responder a una cuestión ciertamente más angustiosa y por desgracia menos excepcional: la del fracaso de una unión conyugal en su propia comunidad judeo-cristiana. Más aún ¿por qué iba Mateo a remitir al texto del Levítico 18, que enumera los cusos de ilegitimidad de matrimonio para impedir tales uniones, en un debate
37. Todos los exégetas están, en efecto, de acuerdo en considerar Mt 5,32 y 19,9 como añadidos matéanos. No se ve por qué los demás evangelistas habrían suprimido esas palabras en el logion de Jesús, que hubieran sido muy útiles para regular determinados problemas comunitarios. Se puede, por contra, explicar muy bien qué razones impulsaron a Mateo a insertarlas en la enseñanza del Maestro.
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W. Sobre esta cuestión cf. J. BONSIRVEN, Le divorce dans le Nouveau Testament, Parisl'oiirnai 1948; J. DUPONT, Mariage et divorce dans VÉvangile, Bruges 1959; P. BONNARD,
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