Friedrich Nietzsche - Aurora

May 27, 2016 | Author: JuanPablo | Category: Types, Creative Writing
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Friedrich Nietzsche - Aurora...

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Aurora

Reflexiones sobre los prejuicios morales Friedrich Nietzsche

traducción

Genoveva Dieterich

A l b a E d it o r ia l , s .l .

Pensamiento. Clásicos ( ’ioiección dirigida por M a teu C a b o t Título original: Morgenr/ilhi>, (iedanken über die rnoralischen Vorurtheile {1881, 1887) Traducido del alemán por G enoveva D ieterich © de esta edición: Alba E ditorial, s.l . Camps i Fabrés, 3-11, 4.'' 08006 Barcelona

Diseño de colección: P e p e M o ll Primera edición: abril de 1999 ISBN: 84^9846-63-4 Depósito legal: B-5 379-99 Impresión: Liberdúplex, s.l. Constitución, 19 08014 Barcelona

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, hn|o las sanciones establecidas por las leyes, la repríKlucdón parcial o total de esta obra por *ualt|iilrf metilo o procedimiento, comprendidos la reprograda y el tratamiento informático, y la tllstrlIiiK'lón de ejemplares mediante ali|iiller o préstamo públicos.

Hay tantas auroras, que aún no han resplandecido. Ri^eda

Indice Nota al texto

Prólogo 11 Primer libro 19 95 Segundo libro Tercer libro .151 Cuarto libro 203 Quinto libro .....................................................................................................285

Nota al texto Aurora. Reflexiones sobre los prejuicios morales pertenece al grupo de obras publicadas por el propio Nietzsche. La primera edición, de 1881, fue publicada en Chemitz por la editorial de Ernst Schmeitzner. La segunda, de 1882, fue publicada en Leipzig por E.W. Fritzsche. Como consta en la portada de esta última, se trata de una «nueva edi­ ción con un prólogo introductor». Esta edición es la reproducida en las versiones modernas de las obras de Friedrich Nietzsche y la base de la presente traducción.

Prólogo

1 En este libro se encontrará a un «subterráneo» en acción, un perfo­ rador, un cavador, un socavador. Se le ve, presuponiendo que se ten­ gan ojos para este trabajo de profundidad, - cómo avanza lenta, sere­ namente, con suave determinación, sin que se manifieste demasiado la dificultad que toda prolongada falta de luz y aire trae consigo; podría, incluso, considerársele satisfecho en su oscuro trabajo. ¿Acaso no parece que le guía cierta fe, que le compensa un consuelo? ¿Que quizá desee su propia y prolongada oscuridad, su inexplicabili­ dad, su secreto, su enigma, porque sabe lo que también tendrá: su propio amanecer, su propia liberación, su propia aurora?... Sin duda, volverá: no le preguntéis qué busca ahí abajó, ya os lo dirá él mismo, este aparente Trofonio y subterráneo, cuando se haya «hecho hom­ bre» de nuevo. Se desaprende a fondo a callar cuando se ha sido durante tanto tiempo topo y se ha estado solo, como él -

En efecto, mis pacientes amigos, yo os diré lo que perseguía ahí abajo en este prólogo tardío, que fácilmente hubiera podido ser una necrológica, una oración fúnebre: porque he vuelto - y he salvado el pellejo. ¡No creáis que voy a proponeros la misma aventura! ¡O la misma soledad! Porque quien circula por esos caminos tan singula­

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res, no encuentra a nadie: es la característica de los «caminos singula­ res». Nadie viene a ayudarlo en su empeño: ha de enfrentarse a todo lo que de peligro, accidente, maldad y mal tiempo le acaezca. Yes que va por su camino - y, como es justo, tiene su amargura y su oca­ sional disgusto en este su; a los que pertenece, por ejemplo, el saber que ni siquiera sus amigos pueden adivinar dónde se halla, a dónde va; y que se preguntarán alguna vez: «¿cómo? ¿aún camina? ¿tiene todavía - un camino?» - En su día emprendí algo que, sin duda, no es cosa de todos: descendí a la profundidad, cavé hacia el fondo, comencé a analizar y a examinar una vieja confianza sobre la que nosotros, los filósofos, solíamos construir, como sobre el suelo más seguro, desde hace un par de milenios - una y otra vez, a pesar de que, hasta ahora, todos los edificios se venían abajo: empecé a soca­ var nuestra confianza en la morai Pero ¿no me entendéis? 3 Hasta ahora se ha reflexionado pésimamente sobre el bien y el mal: era siempre una cosa demasiado peligrosa. La conciencia, el buen nombre, el infierno, incluso la policía, no permitían y no permiten la naturalidad; en presencia de la moral, como en presencia de toda autoridad, no se ha de pensar y, menos, hablar: aquí - ¡hay que obe­ decer! Desde que el mundo existe ninguna autoridad se prestó a ser tomada como objeto de la crítica; y criticar la moral, tomar la moral como problema, como problemática: ¿cómo? ¿acaso no era - y es inmoral? - Pero la moral no sólo dispone de toda clase de medios disuasorios para mantener a raya manos críticas e instrumentos de tortura: su seguridad reposa aún más en cierto arte de fascinación, que domina - sabe «entusiasmar». A menudo, con una sola mirada.

Prólogo 13

logra paralizar la voluntad crítica, incluso logra atraerla a su bando;

;||M casos en que sabe volverla contra sí misma, de modo que, al igual el escorpión, clava su aguijón en su propio cuerpo. Y es que la moral, desde tieiftpos inmemoriales, es experta en todo tipo de dia­ blura del arte de convencer; no hay ningún orador, también en nues­ tro tiempo, que no la llame en su auxilio (observemos, por ejemplo, cómo hablan nuestros anarquistas: ¡qué moralmente hablan para convencer! Al final llegan a autodenominarse «los buenos y los jus­ tos»). La moral ha demostrado ser, desde siempre, desde que en la tierra se habla y se convence, la máxima maestra de la seducción - y por lo que respecta a nosotros, los filósofos, como la verdadera Circe de losfilósofos. ¿Aqué se debe que desde Platón todos los constructo­ res filosóficos en Europa han edificado en vano? ¿Que todo lo que ellos consideraron honrada y seriamente como aere perennius amena­ za con derrumbarse o ya está en ruinas? ¡Oh, qué equivócada es la ^respuesta que aún ahora se tiene preparada a esta pregunta, «porque todos ellos olvidaron la premisa, el examen de los fundamentos, una crítica de la razón total» - ¡aquella fatal respuesta de Kant, que con ella nos atrajo, a los filósofos modernos, a un terreno ciertamente no más sólido y no menos traicionero! (- y una pregunta adicional, ¿no era un poco extraño pedir que un instrumento criticara su propia excelencia y utiliadad?, ¿que el intelecto mismo «reconozca» su valor, BU fuerza, sus límites?, ¿no era esto un poco absurdo?-) La respuesta apropiada hubiera sido que todos los filósofos, también Kant, han construido seducidos por la moral - , que su intención se dirigía apa­ rentemente a la certeza, a la «verdad», pero en realidad a «majestuo­ sos edificios morales»; para utilizar otra vez el inocente lenguaje de Kant, que describe como su objetivo y su tarea «no excesivamente brillantes, pero no del todo carentes de mérito», «allanar y solidificar el terreno para aquellos majestuosos edificios morales» {Crítica de la

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razón pura II, pág. 257). Pero ¡ay! no lo ha logrado, al contrario como tenemos que constatar hoy. Con este exaltado propósito Kant era el hijo genuino de su siglo, que puede llamarse más que cual­ quier otro el siglo de la exaltación: como también lo sigue siendo, afortunadamente, en lo que se refiere a sus aspectos valiosos (por ejemplo, con ese considerable sensualismo que integró en su teoría del conocimiento). También a él le picó la tarántula moral de Rousseau, también él llevaba en el fondo del alma la idea del fanatis­ mo moral, como cuyo ejecutor se sintió y confesó otro discípulo de Rousseau, Robespierre precisamente, «de fonder sur la terre l’empire de la sagesse, de la justice et de la vertu» (Discurso del 7 de junio de 1794). Por otro lado, con tal fanatismo francés en el corazón, no se podía actuar de una manera menos francesa, y más profunda, con­ cienzuda y alemana - si es que el término «alemán» está aún permiti­ do hoy en este sentido - que la que empleó Kant: para crear espacio para su «reino moral», se vio obligado a presuponer un mundo inde­ mostrable, un «más allá» lógico - ¡para eso mismo necesitaba su críti­ ca de la razón pura! O dicho de otra manera: no la habría necesitado si una cosa no le hubiera importado más que todas las otras, hacer invulnerable el «reino moral», más concretamente, invulnerable por la razón, - y es t^ue la vulnerabilidad de un orden moral de las cosas desde el lado de la razón ¡le parecía algo demasiado fuerte! Porque a la vista de la naturaleza y la historia, a la vista de la fundamental inmo­ ralidad de la naturaleza y de la historia, Kant, como todo buen alemán desde tiempos inmemoriales, era pesimista: creía en la moral, no porque sea demostrada por la naturaleza y la historia, sino a pesar de que la naturaleza y la historia la contradigan constantemente. Para entender este «a pesar de que» habría que recordar algo pareci­ do en Lulero, aquel otro gran pesimista, que en una ocasión les plan­ teó a sus amigos con toda su audacia luterana: «Si se comprendiera I

Prólogo 15

con la razón, que el Dios que muestra tanta furia y tanta maldad puede ser bondadoso yjusto, ¿para qué necesitaríamos la fe?». Por­ que nada ha impresionado nunca más al alma germánica, nada la ha «tentado» más, que esa conclusión, la más peligrosa entre todas, que para todo buen latino es un pecado contra el espíritu: credo quia absurdum est - con ella la lógica alemana aparece por primera vez en la historia del dogma cristiano; pero aún hoy, mil años más tarde, nosotros los alemanes de hoy, alemanes tardíos en todos los sentidos, barruntamos algo de verdad, de posibilidad de verdad, detrás del famoso postulado real-dialéctico con el que Hegel en su día condujo al espíritu alemán a la victoria sobre Europa - «La contradicción mueve el mundo, todas las cosas están en contradicción consigo mis­ mas» -: somos pesimistas, hasta en la lógica.

Pero los juicios de valor lóceos no son los más básicos y fundamentar les a los que puede descender el valor de nuestra suspicacia: la con­ fianza en la razón, que sustenta la validez de estosjuicios, es como tal confianza un fenómeno moral... ¿Quizá el pesimismo alemán aún tiene que dar su último paso? ¿Quizá aún ha de poner una vez más, y de manera terrible, su credo y su absurdo el uno junto al otro? Y si libro es pesimista hasta el fondo de la moral, y por encima de la confianza en la moral - ¿no es por eso mismo un libro alemán? Porque, en efecto, representa una contradicción, y no teme hacerlo: en él se le retira la confitmza a la moral - ¿por qué? ¡Por moraUdadrO ¿cómo vamos a definir lo que sucede en él - y en nosotros}, porque por nuestro gusto preferiríamos elegir palabras más modestas. Pero no hay duda, también a nosotros nos llega un «tú debes», también

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nosotros obedecemos a una ley severa situada por encima de noso­ tros - y ésta es la última moral, que aún se hace audible también a nosotros, que también nosotros sabemos aún vivir, aquí, si es que los somos en alguna parte, aún somos hombres de la conciencia: que no queremos volver a lo que nos parece trasnochado y apolillado, a algo «inverosímil», ya se llame Dios, Virtud, Verdad, Justicia, Amor al pró­ jimo; que no nos permitimos puentes de mentiras a viejos ideales; que somos radicalmente hostiles a todo lo que en nosotros quiere conciliar y mezclar; hostiles a toda forma actual de fe y cristiandad; hostiles a la mediocridad de todo romanticismo y patrioterismo; hos­ tiles también al hedonismo de los artistas, a su falta de conciencia, que pretende convencernos de adorar cuando ya no creemos - por­ que nosotros somos artistas-', hostiles, por fin, a todo el feminismo europeo (o idealismo, si se prefiere), que «eleva» eternamente y por eso mismo también «demuele» eternamente: - sólo como hombres de esta conciencia nos sentimos próximos a las ancestrales rectitud y piedad alemanas; aunque sólo como sus descendientes más dudosos y últimos, nosotros inmoralistas, impíos de hoy, incluso, en cierto sentido, como sus herederos, como ejecutores de su voluntad más íntima, de una voluntad pesimista, como ya dije, que no teme negar­ se a sí misma, ¡porque niega con placerá En nosotros - si es que que­ réis una fórm ulase lleva a cabo la autoabolidón de la moral -

- Por fin: ¿por qué habríamos de decir lo que somos, lo que quere­ mos y no queremos, tan alto y con tanto empeño? Mirémoslo desde un punto de vista más fiío, más alejado, más sabio, más alto, digámos­ lo, como puede ser dicho entre nosotros, tan en secreto que a todo el

Prólogo 17

mundo pase inadvertido ¡que a todo el mundo pasmos inadvertidos! Sobre todo, digámoslo despacio... Este prólogo llega tarde, pero no demasiado tarde, ¿qué son en el fondo cinco, seis años? Un libro como éste, un problema como éste no tiene prisa; además, ambos somos amigos del lento, tanto yo como mi libro. Uno no ha sido en vano filólogo, quizá lo sea aún; es decir, un enseñante de la lectura lenta: -por fin uno escribe también lentamente. Ahora no forma parte solamente de mis costumbres, sino también de mi gusto ¿quizá un gusto malévolo? - No escribir nada más que no desespere a todo tipo de ser humano «con prisa». La filología, por cierto, es aquel venerable arte, que exige de su admirador sobre todo una cosa, apartarse, tomarse tiempo, ensimismarse, ralentizarse - como un arte, y un conocimiento, de orfebre de la palabra, que ha de reali­ zar trabaos sutiles y cuidadosos, y no logra nada sino lo logra Untó. Por esto mismo es hoy más necesario que nunca, por eso nos atrae y nos fascina, en una era del «trabajo», quiero decir: de la precipita­ ción, de la prisa indecorosa y sudorosa, que pretende «acabar con todo», rápidamente, también con todo libro viejo y nuevo: - él mis­ mo no acaba con nada fácilmente, enseña a leer bien, es decir, despa­ cio, profunda, considerada y cuidadosamente, con reserva mental, con puertas que se mantienen abiertas, con dedos delicados y ojos ... Mis pacientes amigos, este libro sólo quiere lectores y filólogos per­ fectos: ¡aprcnderf a leerme bien! Ruta, cerca de Genova, en el otoño del año.1886

Primer libro

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Sensatez a posterioñ. - Todas las cosas que viven largamente se embe­ ben paulatinamente de razón hasta tal punto, que su descenden­ cia de la sinrazón se hace inverosímil. ¿No suena paradójico y sacrilego casi todo relato exacto del surgir de un sentimiento? El buen historiador ¿no contradice, en el fondo, constantemente?

Prquiáo de los eruditos. - Es un judo acertado de los eruditos, que los hombres de todos los tiempos creían saberlo que era bueno y malo, elogiable o censurable. Pero es un prejuicio de los erudi­ tos, que hoy lo sabemos mqorc^e. en cualquier otro tiempo.

Todo tiene su tiempo. - Cuando el hombre le dio un sexo a todas las cosas, no creyó estar jugando, sino haber tenido una profun­ da revelación: -la enorme dimensión de este error la ha admiti­ do muy tarde y quizá no por completo hasta ahora.- Del mismo modo, el hombre ha adjudicado a todo lo que existe una rela­ ción con la moral, y ha colocado sobre los hombros del mundo

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un significado ético. Esto tendrá, un día, tanto o tan poco valor como hoy tiene ya la creencia en la masculinidad o la femini­ dad del sol.

Contra la disarmonia soñada de las esferas. - ¡Debemos eliminar toda esa falsa grandiosidad del mundo, porque está contra la justicia, a la que todas las cosas delante dé nuestros ojos tienen derecho! ¡Ypara ello es necesario no pretender ver el mundo más disarmónico de lo que es!

¡Estad agradecidos! - El gran resultado de la humanidad, hasta ahora, es que no necesitamos tener constantemente miedo de los animales salvajes^ los bárbaros, los dioses y nuestros sueños.

El prestidigitador y su contrajuego. - Lo asombroso en la ciencia es opuesto a lo asombroso en el arte del prestidigitador. Porque éste quiere llevarnos a ver una causalidad muy sencilla allí donde, en realidad, actúa una causalidad muy complicada. La ciencia, por el contrario, nos obliga a renunciar a creer en cau­ salidades sencillas precisamente allí donde todo parece tan fácilmente comprensible y nosotros somos las víctimas de la

Primer libro 21

ipariencia. Lzis cosas «más sencillas» son muy complicadas, -¡no pkcaba uno de asombrarse de ello!

'^RMprender el sentido del espacio. —¿Qué ha contribuido más a la felicidad humana, las cosas reales o las cosas imaginadas? Lo cierto es que la dimensión del espacio entre la máxima dicha y la más profunda desdicha sólo ha podido establecerse con la ayuda de las cosas imaginadas. Esta clase de sentimiento del espacio, en consecuencia, se empequeñece siempre bajo la influencia de la ciencia: del mismo modo que hemos aprendi­ do de ella, y aún aprendemos, a sentir la tierra como pequeña, e incluso el sistema solar como un punto. 8

Transfiguración. - Los que sufren, perplejos, los que sueñan, confusos, los extasiados supraterrenalmente, - éstos son los tres grados en los que Rafael divide a los hombres. Nosotros ya no miramos así el mundo - y tampoco Rafael podría hacerlo hoy: vería con sus ojos una nueva transfiguración.

Concepto de la moralidad de la costumbre. - En comparación con el modo de vida de milenios enteros de la humanidad, noso-

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tros, los hombres actuales, vivimos en una época muy inmoral: el poder de la costumbre está extraordinariamente debilitado, y el sentimiento de la moral, tan refinado y tan ensalzado que podría muy bien considerarse evaporado. Por eso, a nosotros, los nacidos tardíamente, la comprensión fundamental del ori­ gen de la moral nos resulta difícil, y cuando la encontramos, a pesar de todo, se nos queda pegada a la lengua y no hay mane­ ra de expresarla: ¡porque suena tan burda! ¡O porque parece desmentir la moral! Así, por ejemplo, la frase prinápak la moral no es otra cosa (es decir, no más) que la obediencia hacia las costumbres, sean cuales sean; pero las costumbres son la mane­ ra tradicional de actuar y de enjuiciar. En temas en los que no manda ninguna tradición, no hay moral; y cuanto menos determinada está la vida por la tradición, tanto más pequeño se vuelve el círculo de la moral. El hombre libre es inmoralil porque en todo quiere depender de sí mismo, y no de cual­ quier tradición: en todos los estados primitivos de la humanidad «malo» significa tanto como «individual», «libre», «arbitra­ rio», «desacostumbrado», «imprevisible», «incalculable». Según el baremo de estos estados: si una acción es realizada, no porque lo ordene la tradición, sino por otros motivos (por ejemplo, por interés individual), incluso por los motivos que en su día fundamentaron la tradición, se la tacha de inmoral y es sentida como tal por su autor: porque no se ha realizado por obediencia hacia la tradición. ¿Qué es la tradición? Una autoridad superior, a la que se obedece no porque ordena lo que es útó7para nosotros, sino porque ordena. - ¿En qué se dife­ rencia este sentimiento ante la tradición del sentimiento de temor, en general? Es el temor a un intelecto superior que da órdenes, a un poder incomprensible e indefinido, a algo más

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que personal, - hay superstición en este temor. - Originalmente la educación y el cuidado de la salud, el matrimonio, la mediciña, la agricultura, la guerra, el hablar y el callar, el trato entre las personas y con los dioses pertenecían al ámbito de la tradición: ella exigía que uno respetara preceptos, sin pensar en uno mismo como individuo. Originalmente, pues, todo era costumbre, y quien pretendía elevarse por encima de ella tenía que convertirse en legislador y en curandero y en una especie de semidiós: es decir, tenía que hacer costumbres, - ¡algo terrible y arriesgado! - ¿Quién es el más moral? En primer lugar aquel que cumple la ley más a menudo: es decir, el que como el brahmán lleva la conciencia de la ley a todas partes y en cada pequeña parte del tiempo, de modo que es constante­ mente inventivo en oportunidades de cumplir la ley. Luego aquel que la cumple aun en los casos más difíciles. El más moral es el que sacrifica más a la costumbre: ¿cuáles son los sacrificios más grandes? Según la respuesta a esta pregunta se despliegan varias morales diferentes, pero la diferencia más importante sigue siendo aquella que separa la moralidad del cumplimiento másfrecuente de la moralidad del cumplimiento más dificiL ¡No nos equivoquemos sobre el motivo de esa moral que exige el cumplimiento más difícil de la costumbre como signo de moralidad! La autosuperación no se exige por las consecuencias útiles que tiene para el individuo, sino para que la costumbre, la tradición, parezca como dominante, a pesar de todo deseo contrario y ventaja individual: el individuo ha de sacrificarse - así lo exige la moralidad de la costumbre. Aquellos moralistas, sin embargo, que como los seguidores de las huellas socráticas recomiendan al individuo en su propio interés el autodominio y la austeridad, como su clave más per­

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sonal para la felicidad, son una excepción - y si no nos parece así, se debe a que hemos sido educados en su estela: todos ellos transitan por un nuevo camino, con la extrema desapro­ bación de todos los representantes de la moralidad de la cos­ tumbre, - ellos se salen de la comunidad, como inmorales, y son, en el más profundo entendimiento, malos. Del mismo modo a un virtuoso romano de viejo cuño todo cristiano que «perseguía en primer lugar su propia bienaventuranza» le parecía malo. - Siempre que haya una comunidad y, en conse­ cuencia, una moralidad de la costumbre, predomina la idea de que el castigo de la violación de la costumbre recae ante todo sobre la comunidad: aquel castigo sobrenatural, cuyas expresión y límite son tan difíciles de comprender y se inda­ gan con tan superticioso temor. La comunidad puede obligar al individuo a reparar el próximo daño que produce su ac­ ción al individuo o a la comunidad, también puede tomar una especie de venganza en el individuo porque, gracias a él y como supuesta consecuencia de su acción, las nubes y la tor­ menta divinas se han acumulado sobre la comunidad - pero en el fondo siente la culpa del individuo como su propia culpay lleva el castigo al individuo como su propio castigo -: «las cos­ tumbres se han relajado, se lamentan todos en el fondo de su alma, si son posibles tales actos». Toda acción individual, toda' manera de pensar individual provoca escalofríos; es inimagi­ nable lo que precisamente los espíritus más raros, exquisitos y auténticos deben de haber sufrido a lo largo de la historia po¡r ser considerados siempre como los malos y los peligrosos, incluso por haberse considerado ellos mismos asi Bajo el dominio de la moralidad de la costumbre la originalidad de todo tipo ha desarrollado mála conciencia; hasta este momento el cielo

Primer libro 25

de los mejores está aún más enturbiado por esto de lo que debiera. 10

Contramovimiento entre sentido de la moralidad y sentido de la causa­ lidad. - En la medida en que crece el sentido de la causalidad, disminuye el perímetro del reino de la moralidad: porque cada vez que se ha comprendido los necesarios efectos y saben pen­ sarse separados de todos los accidentes, de todo después casual ipost hoc), se han destruido un sinnúmero de causalidades fan­ tásticas, en las que se creía hasta ahora como bases de costum­ bres - el mundo real es mucho más pequeño que el fantástico y cada vez desaparece un poco de temor y de coacción del mundo, cada vez también un poco del respeto a la autoridad de la costumbre: la moralidad en total queda disminuida. £1 que, en cambio, quiera aumentarla ha de saber evitar que los éxitos sean controlables. 11

Moral popular y medicina popular. - En la moral, que predomina en una comunidad, se trabaja constantemente y trabajan todos: la mayoría trae ejemplos y más ejemplos para la supuesta rela­ ción de causa y efecto, culpa y castigo; la confirman como bien fundada y aumentan su crédito: algunos hacen nuevas observa­ ciones sobre acciones y consecuencias y sacan conclusiones y leyes de ellas: los menos se escandalizan aquí y allá y permiten

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que su fe se debilite en estos puntos. - Todos, sin embargo, son iguales en la manera completamente tosca, acientífica de su acti­ vidad, ya se trate de ejemplos, observaciones o estímulos, ya se trate de la demostración, la confirmación, la expresión o la refutación de una ley, - el material carece de valor y la forma carece de valor, como el material y la forma de toda medicina popular. Medicina popular y moral popular van unidas y no debieran ser valoradas de manera tan diferente como aún se hace: ambas son las pseudociencias más peligrosas. 12

La consecuencia como añadido. - Antaño se creía que el éxito de una acción no era una consecuencia, sino un añadido libre de Dios. ¿Puede imaginarse una confusión mayor? Había que esforzarse especialmente por la acción y por el éxito, ¡con me­ dios y prácticas completamente diferentes! 13 Para la nueva educación del género humano. - ¡Contribuid, voso-, tros, los generosos y bienintencionados, a la gran obra de extir­ par del mundo el concepto de castigo, que lo ha invadido todo! ¡No hay mala hierba más maligna! No sólo lo han introducido en las consecuencias de nuestras acciones - ¡y qué terrible y contra razón es ya entender causa y efecto como causa y casti­ go! - aún se ha hecho más, y se ha despojado, con esta perversa interpretación del concepto del castigo, a la pura casualidad

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del acontecer de su inocencia. Incluso se ha llevado la locura al punto de obligar a sentir la existencia misma como castigo, ¡es como si los delirios de carceleros y verdugos hubieran diri­ gido hasta ahora la educación del género humano! 14 Significado de la locura en la historia de la moralidad. - Si a pesar de esa terrible presión de la «moralidad de la costumbre», bíyo la que todos los seres corrientes de la humanidad han vivido, muchos miles de años antes de nuestra era, y en ella, más o menos también hasta hoy (nosotros mismos vivimos en el pe­ queño mundo de las excepciones y, por así decir, en la zona mala):- si, como digo, a pesar de eso, brotaban ideas, valoracio­ nes e instintos, ocurría con un acompañamiento terrible: casi en todos los casos es la locura la que abre camino a la idea nueva, la que rompe el hechizo de una costumbre, o una su­ perstición venerable. ¿Comprendéis por qué tenía que ser la locura? ¿Algo tan aterrador e imprevisible, en su voz y su gesto, como los caprichos demoníacos del tiempo y del mar, y por ello, digno de un respeto y una observación parecidos? ¿Algo que llevaba tan visible el signo de la total involuntariedad, como las convulsiones y la espuma del epiléptico, que parecía caracterizar así al loco como máscara y caja de resonancia de una divinidad? ¿Algo que daba al portador de una nueva idea respeto y temor de sí mismo y no ya remordimientos de con­ ciencia, empujándolo a ser el profeta y el mártir de esa idea? (Mientras que a nosotros hoy se nos dice que al genio, en vez de un grano de sal, le ha sido dado un grano de la raíz de la locu­

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ra, los hombres de otros tiempos estaban más cerca de pensar que allí donde hay locura también hay im grano de genio y de sabiduría, - algo «divino», como se decían en voz baja los unos a los otros. O más bien: se expresaban claramente. «Por la locu­ ra han descendido los bienes más grandes sobre Grecia», decía Platón con toda la Humsmidad antigua. Vayamos aún un paso más allá: a todos esos seres humanos superiores, que se sentían irresistiblemente impulsados a romper el yugo de cualquier moralidad y a dar nuevas leyes, no les quedaba otro remedio, si no estaban locos de verdad, que volverse o hacerse los locos - y esto vale para los innovadores en todos los terrenos, no sólo para los del sector sacerdotal y político: - incluso el renovador del metro poético tenía que acreditarse por la locura. (Hasta tiempos mucho más temperados les ha quedado a los poetas una cierta convención de la locura: en la que se escudó, por ejemplo, Solón, cuando incitó a los atenienses a la reconquista de Salamina.) - «¿Cómo se vuelve uno loco cuando no lo es uno y no se atreve a parecerlo?» Este espeluznante pensamien­ to lo tuvieron casi todos los grandes hombres de la civilización antigua; de ahí derivó una enseñanza secreta de recursos y con­ sejos dietéticos, junto al sentimiento de inocencia, incluso de santidad de tal reflexión y tal proceder. Las recetas para ser un curandero entre los pieles rojas, un santo entre los cristianos del medievo, un angekok entre los habitantes de Groenlandia, un paje entre los brasileños, son esencialmente las mismas: ayuno insensato, prolongada abstinencia sexual, ir al desierto o subir a una montaña o a una columna, o «sentarse en un viejo sauce con vistas a un lago», o simplemente no pensar en nada, excepto en lo que puede traer consigo un éxtasis o desorden espiritual. ¡Quién se atreve a asomarse a la selva de las penas

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del alma más amargas y más inútiles, que han padecido segura­ mente los seres humanos más fructíferos de todos los tiempos! Oíd esos suspiros de los solitarios y trastornados: «¡Oh, dioses, dadme la locura! ¡Para que, por fin, crea en mí mismo! Dadme delirios y convulsiones, luces fulminantes y tinieblas, aterrad­ me con frío y calor, jamás sentidos por un mortal, con estruen­ do y fantasmas, dejadme aullar y lloriquear y arrastrarme como un animal: ¡con tal de que halle fe en mí mismo! La duda me corroe, he matado la ley, la ley me asusta como un cadáver a un vivo: si no soy más que la ley, soy el más abyecto de todos. El nuevo espíritu que llevo en mí, ¿de dónde procede, sino de vosotros? Demostradme que soy vuestro; únicamente la locura me lo demuestra». Y e ^ fervor alcanzaba demasiadas veces su objetivo demasiado bien: en aquella época en la que el cristia­ nismo demostró con mayor intensidad su riqueza de santos y ermitaños del desierto, y creyó así demostrarse a sí mismo, había en Jerusalén grandes manicomios para santos malogra­ dos, para aquellos que habían dado su último grano de sal. 15 Los medios de consuelo más antiguos. - Primera etapa: el hombre ve en toda mala situación y en toda desgracia algo por lo que ha de hacer sufrir a otro cualquiera, - al mismo tiempo toma conciencia del poder que aún posee, y esto lo consuela. Segunda etapa: el hombre ve en cada mala situación y en cada desgracia un castigo, es decir, la expiación de la culpa, y el medio de liberarse del maleficio de una injusticia real o preten­ dida. Al descubrir esta ventaja, que la desgracia trae consigo.

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cree no tener que hacer sufrir a otro por ella, - renuncia a esta clase de satisfacción porque tiene la otra. 16 Primer axioma de la civilización: - En pueblos bárbaros hay una clase de costumbres cuyo objetivo parece ser la moral, en gene­ ral: reglas penosas y, en el fondo, superfluas (como por ejem­ plo entre los Kamtschadales la de nunca quitar la nieve de los zapatos con el cuchillo, la de nunca pinchar un carbón con el cuchillo o la de nunca colocar un hierro en el fuego - ¡y la muerte cae sobre el que actúa en contra de estas órdenes!), pero que mantienen en la conciencia la cercanía continua de la moral, la obligación constante de ejercer la moral: para con­ firmación del gran axioma con el que se inicia la civilización: toda moral es mejor que la falta de moral. 17 La ¡mena y la mala naturaleza. - Primero, los hombres se han poe­ tizado a sí mismos en la naturaleza: por todas partes se veían, a sí y a sus semejantes, es decir, a su talante malvado y caprichoso, camuflados, por así decir, bajo nubes, tormentas, fieras, árboles y hierbas: entonces inventaron la «mala naturaleza». Luego vino un tiempo en el que se despoetizaron de la naturaleza, el tiempo de Rousseau: el hombre estaba tan harto del hombre, que deseaba un rincón del mundo al que no llegara el hombre con su tormento: se inventó la «buena naturaleza».

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18 La moral del sufrimiento voluntario. - ¿Qué placer es el más alto para los hombres en estado de guerra de esa pequeña, siem­ pre amenazada comunidad, en la que impera la moralidad más severa? ¿Es decir, para almas fuertes, vengativas, hostiles, rencillosas, desconfiadas, dispuestas a lo más horrible y endu­ recidas por la privación y la moralidad? El placer de la cruel­ dad: así como también se considera una virtud de ese tipo de alma en estas situaciones ser inventivo e insaciable en la cruel­ dad. Con la actividad del cruel disfruta la comunidad y se libe­ ra de la ten ebrosidad^! miedo y la precaución constantes. La crueldad pertenece a la más antigua alegría de las fiestas de la humanidad. Por lo tanto, uno se imagina ^ los dioses satisfechos y alegres cuando se les ofrece el espectáculo de la crueldad, - y así se introduce en el mundo la idea de que el sufrimiento voluntario, el martirio escogido por propia volun­ tad, tiene sentido y valor positivos. Paulatinamente la costum­ bre forma una praxis en la comunidad según esta idea: uno se vuelve más désconfiado ante toda sensación de bienestar des­ bordante, y más confiado en todas las situaciones difíciles y dolorosas; uno se dice: los dioses nos miran inclementes por nuestra dicha y clementes por nuestro sufrimiento - ¡y no, por un acaso, compasivos! Porque la compasión es considera­ da despreciable e indigna de un alma fuerte y terrible; - pero ^clementes, porque son deleitados y divertidos por el sufri­ miento: porque el cruel disfruta el extremo cosquilleo del sentimiento de poder. Así entra en el concepto del «hombre más moral» de la comunidad la virtud del sufrimiento fre­ cuente, de la privación, del modo de vida duro, de la mortifi­

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cación cruel, - no, para repetirlo otra vez, como medio de la disciplina, del autodominio, del deseo de dicha individual, sino como una virtud que da a la comunidad uil buen olor ante los dioses malignos y asciende humeante hacia ellos como un perenne sacrificio propiciatorio sobre el altar. Todos esos caudillos espirituales de los pueblos, que han sido capa­ ces de mover algo en el pesado cieno de sus costumbres, han tenido que emplear, además de la locura, el martirio volunta­ rio para hallar fe - y sobre todo y en primer lugar ¡la fe en sí mismosl Pues cuanto más iba su espíritu por nuevos caminos y, en consecuencia, era torturado por remordimientos de con­ ciencia y temores, tanto con mayor crueldad combatían ellos su propia carne, el propio deseo y la propia salud, - como para ofrecer a la divinidad un placer sustitutivo, en el caso de que estuviera descontenta por las costumbres descuidadas y combatidas, y por los nuevos objetivos. ¡No nos precipitemos a creer que ahora nos hemos liberado por completo de tal lógica del sentimiento! Que las almas más heroicas diriman la cuestión en su fuero interno. Todo mínimo paso en el campo del pensamiento libre, de la vida formada personalmente, ha sido conquistado desde siempre con martirios espirituales y físicos: no sólo el avanzar ¡no!, sobre todo el andar, el movi­ miento, el cambio, han exigido innumerables mártires, a.través de los largos y fundamentales milenios de búsqueda del camino, en los que no se piensa, cuando, como de costumbre, se habla de «historia universal», de este tramo ridiculamente pequeño de la existencia humana; e incluso en esta así llama­ da historia universal, que en el fondo es un alboroto por las últimas novedades, no hay otro tema más importante que la viejísima tragedia de los mártires que quisieron mover elpanta-

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no. Nada está adquirido a mayor precio que lo poco de razón humana y de sensación de libertad que es hoy nuestro orgu­ llo. Este orgullo, sin embargo, es la razón por la que hoy nos resulta casi imposible sentir con aquellos larguísimos tramos temporales de la «moralidad de la costumbre», que antece­ den a la «historia universal», como la verdadera y decisiva histo­ ria principal, que ha definido el carácter de la humanidad: en la que el sufrimiento, la crueldad, la hipocresía, la venganza, la nega­ ción de la razón eran consideradas virtud, y, por el contrario, el sentirse bien, el afán de saber, la paz, la compasión eran considerados una amenaza, y el ser compadecido y el trabajo parecían una vergüenza, la Icdpura era una divinidad, el cam­ bio, una inmoralidad perniciosa! - ¿Creéis que todo esto ha evolucionado y que la humanidad, por lo tanto, ha cambiado su carácter? ¡Oh, conocedores del ser humano, aprended a conoceros mejor! 19 Moralidad y entontecimiento. - La costumbre representa las expe­ riencias de hombres anteriores con respecto a lo supuestamen­ te útil y lo supuestamente nocivo, - pero el sentimienio por la cos­ tumbre (moralidad) no se refiere a aquellas experiencias como tales, sino a la edad, la santidad, la indiscutibilidad de la cos­ tumbre. Y así este sentimiento actúa en contra de hacer nuevas experiencias y de corregir las costumbres: quiere decir que la moralidad actúa contra el surgir de nuevas y mejores costum­ bres: entontece.

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20 Li^ekacedores y librepensadores. - Los librehacedores están en desventaja frente a los librepensadores porque los hombres sufren más visiblemente de las consecuencias de los actos que de las consecuencias de los pensamientos. Si se considera, sin embargo, que tanto los unos como los otros persiguen su satis­ facción, y que a los librepensadores el simple, pensar y expresar cosas prohibidas ya proporciona esa satisfacción, todo es uno atendiendo a los motivos: y atendiendo a las consecuencias, la conclusión será incluso adversa al librepensador, siempre que no se juzgue según la apariencia más inmediata y más burda, es decir, como todo el mundo. Hay que retirar mucho de la deni­ gración con la que los hombres han cubierto a todos aquellos que con la acción rompieron el hechizo de una costumbre, en general se les llama criminales. Todo el que subvertía la ley establecida de las costumbres pasaba, hasta ahora, primero como hombre malo', pero luego cuando, como solía suceder, no podía restablecerse la ley y todos lo aceptaban, el predicado cambiaba poco a poco; - ¡la historia trata casi exclusivamente de esos hombres malos que luego han sido declarados buenos\ 21

«Cumplimiento de la ley». - En el caso de que la observación de un precepto moral produzca un resultado diferente al prometi­ do y esperado, y sobre los morales cae no la dicha augurada sino, inesperadamente, desgracia y miseria, siempre queda el subterfugio del coñcienzudo y del miedóso: «Se ha olvidado

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algo en la ejecución». En el peor de los casos, una humanidad aplastada, que sufre profundamente, decretará que: «Es impo­ sible cumplir bien el precepto, somos débiles y pecadores, hasta la médula, y, en el fondo, incapaces de la moralidad, en consecuencia no tenemos derecho a la felicidad y al éxito. Los preceptos y las promesas morales han sido dados para seres mejores de lo que nosotros somos».

22 Obras y fe. - Aún hoy los predicadores protestantes propagan este error fundamental: que lo importante es la fe y que de la fe derivan necesariamente las obras. Esto no es cierto, pero suena tan seductoramente que ha deslumbrado a otras inteligencias, aparte la de Lutero (las de Sócrates y Platón, por ejemplo): a pesar de que la evidencia de todas las experiencias de todos los días lo contradice. El saber confiado o la fe no dan la fuerza para la acción, ni la agilidad para la acción; no pueden sustituir ese mecanismo fino y complejo que ha de preceder para que cualquier aspecto de una idea pueda transformarse en acción. ¡Ante todo y primero, las obras! Eso significa, ¡práctica, prácti­ ca, práctica! La fe correspondiente vendrá por sí misma ¡est^d seguros! 23 En lo que somos más refinados. —Gracias a que durante miles de años los objetos (natflraleza, herramientas,' propiedad de todo

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tipo) han sido pensados como algo vivo y animado, con la fuer­ za para hacer daño y escapar a las intenciones humanas, la sen­ sación de impotencia entre los hombres ha sido más grande y más frecuente de lo que hubiera sido necesario: había que ase­ gurarse las cosas como se aseguraban los hombres y los anima­ les, con la fuerza, la coacción, la adulación, los contratos o los sacrificios, - y aquí está el origen de la mayoría de las costum­ bres supersticiosas, es decir, ¡de una parte considerable, quizá preponderante, y a pesar de ello desperdiciada e inútil, de toda la actividad ejercida por los hombres! - Pero como la sensación de impotencia y de temor ha sido tan fuerte y tan constante­ mente irritada, la sensación de poder se ha desarrollado con tal sutileza, que el hombre puede hoy competir en este aspecto con la balanza de oro más delicada. Se ha convertido en su más fuerte afición; los medios, que se inventan, para conseguir esta sensación, son casi la historia de la cultura. 24 La demostración de un precepto. - En general, la bondad o maldad de una norma, por ejemplo la de hacer pan, se demuestra en que el resultado prometido se obtiene o no se obtiene, siempre que se siga al pie de la letra la norma. Con los preceptos mora­ les no ocurre lo mismo: porque en este caso los resultados son imprevisibles, o interpretables e imprecisos. Estos preceptos descansan sobre hipótesis de un valor científico mínimo, cuya demostración o refutación por los resultados es igualmente imposible: - pero antaño, con el primitivismo original de toda ciencia y las escasas exigencias para dar por demostrada una cosa

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- antaño, la bondad o la maldad de un precepto moral se cons­ tataba como ahora la de cualquier otra norma: haciendo refe­ rencia a su éxito. Si entre los aborígenes de la América rusa rige la norma: no tirarás huesos de animales al fuego ni se los darás a los perros, - se demuestra así: «Hazlo y no tendrás suerte en la caza». Ahora bien, siempre carece uno, en cierto sentido, de «suerte en la caza»; no es fácil, pues, rebatirla, bondad del pre­ cepto por este camino, sobre todo si el sujeto del castigo es una comunidad y no un individuo; siempre se producirá, sin embar­ go, una circunstancia que parezca confirmar el precepto. 25 Moral y belleza. - En favor/de la moral no callaremos que en todo aquel que se entrega a,ella por completo y de todo corazón y desde el principio se atrofian los órganos -físicos y psíquicosde la agresión y de la defensa: eso significa ¡que cada vez es más bello! Porque el ejercicio de esos órganos y de la mentalidad correspondiente mantiene feo y hace cada vez más feo a su pro­ pietario. El viejo babuino es por eso más feo que el joven, y la hembra joven de babuino más parecida al ser humano: es decir más bella. - ¡Según esto sáquese una conclusión sobre el origen de la belleza en las mujeres! 26 Los animales y la moral - Las prácticas que se exigen en la socie­ dad refinada; la evitación cuidadosa de lo ridículo, llamativo.

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pretencioso, la ocultación tanto de las propias virtudes como de los deseos más violentos, el comp>ortarse como todos, el inte­ grarse, el disminuirse, - todo esto como moral social puede encontrarse a grandes rasgos en todas partes, hasta en el mundo animal más profundo, - y en esta profundidad es cuan­ do vemos la intención subyacente a todas estas medidas ama­ bles: se pretende escapar a los perseguidores y ser favorecido en la búsqueda de la presa. Por eso los animales aprenden a dominarse y a simular, hasta el punto de que algunos, por ejem­ plo, adaptan sus colores al color ambiente (gracias a la llamada «función cromática»), se hacen los muertos o toman las formas y los colores de otro animal o de arena, hojas, liquen, esponjas (lo que los ingleses llaman «mimicry»). Así el individuo se esconde bajo la generalidad del concepto «hombre» o en la sociedad, o se adapta a príncipes, estamentos, partidos u opi­ niones del tiempo o de su entorno: y pzura todas las maneras refinadas de simular que somos felices y poderosos, que esta­ mos agradecidos y enamorados, se encontrará fácilmente el símil animal. También ese sentido de la verdad, que en el fon­ do es un sentido de la seguridad, es común al hombre y al ani­ mal: uno no quiere dejarse deslumbrar o engañarse a sí mismo, y escucha con desconfianza los argumentos de las propias pasiones, uno se domina y permanece alerta frente a sí mismo; el animal lo comprende tan bien como el hombre, también en él el autodominio nace del sentido de la realidad (de la pru­ dencia) . También él observa los efectos que tiene sobre la ima­ ginación de otros animales, y aprende de ellos a mirarse a sí mismo, a verse «objetivamente», tiene su grado de autoconocimiento. El animal enjuicia los movimientos de sus enemigos y de sus amigos, aprende de memoria sus características y las

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tiene en cuenta: frente a determinados individuos de una espe­ cie renuncia a la lucha definitivamente, y del mismo modo intuye en la manera de acercarse de algunas especies de anima­ les sus intenciones de paz y acuerdo. Los comienzos de la justi­ cia, como los de la prudencia, la templanza y el valor-, en una palabra, todo lo que entendemos bajo virtudes socráticas, es ani­ ma/: una consecuencia de esos instintos que enseñan a buscar alimento y evitar a los enemigos. Si consideramos que incluso el hombre más desarrollado sólo se ha elevado y refinado en la daseát su alimento y en el concepto de lo que le es hostil, esta­ rá permitido definir todo el fenómeno moral como animal. .. 27 El valor de la creencia en las pasiones sobrehumanas.- La institu­ ción del matrimonio se aferra tozudamente a la creencia de que el amor, aunque es una pasión, es capaz de ser duradero, incluso de que el amor para toda la vida puede ser presentado como la regla. Gracias a esta tenacidad de una noble creencia, y a pesar de que ésta se ve contradicha a menudo y casi regu­ larmente y, por lo tanto, es una pia fraus, ha concedido ad amor una nobleza superior. Todas las instituciones que conceden a una^pasión el crédito de durar y ser responsable de esa dura­ ción, en contra de la esencia de la pasión, le han concedido un nuevo rango: y el que ahora es asaltado por una pasión, ya no •C siente humillado o amenazado, como en otro tiempo, sino ensalzado ante sí y sus semejantes. Pensemos en instituciones y costumbres que, a partir de la entrega fogosa del instante, han creado la fidelidad eterna, a partir del impulso de la ira, la

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venganza eterna, de la desesperación, el luto eterno, de la palabra espontánea y pasajera, el eterno compromiso. Cada vez ha entrado mucha hipocresía y mucha mentira en el mundo con una de estas transformaciones: cada vez, también, y por este precio, im nuevo concepto suprahumano, que eleva al hombre. 28 El estado de ánimo como argumento. - ¿Cuál es la causa de la deci­ sión jubilosa para la acción? - Esta pregunta ha preocupado mucho a los hombres. La respuesta más antigua y todavía usual hoy es: Dios esia causa, así nos da a entender que aprueba nuestra voluntad. Cuando en otro tiempo se consultaba a los oráculos sobre una empresa, se deseaba llevar de vuelta a casa esa decisión jubilosa; y cada cual respondía a la duda, cuando se le presentaban en el alma varias acciones posibles, de esta manera: «Haré aquello que provoque esa sensación». No se decidía uno, pues, por lo razonable, sino por un proyecto, ante cuya imagen el alma se volvía valiente y esperanzada. El estado de ánimo bueno se colocaba como argumento en el platillo de la balanza y superaba a la racionalidad: porque el estado de ánimo era interpretado, supersticiosamente, como efecto de un dios, que promete el éxito y deja hablar su razón a través del estado de ánimo como la máxima racionalidad. Considé­ rense ahora las consecuencias de tal prejuicio, cuando lo utili­ zaban - ¡y lo utilizan! ¡«Animarse»! - hombres perspicaces y sedientos de poder, con él pueden vencerse todos los razona­ mientos y todos los contrarrazonamientos!

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29 Los actores de la virtud y del pecado. - Entre los hombres de la Antigüedad que se hicieron famosos por su virtud eran, según parece, un sinnúmero los que actuaban ante sí mismos: los grie­ gos, sobre todo, como actores natos, lo habrán hecho espontá­ neamente y lo habrán considerado en orden. Para eso cada cual competía con su virtud con la virtud de otro o de todos los demás: ¡cómo no emplear todas las artes para exhibir su propia virtud, sobre todo ante sí mismo, aunque sólo fuera por practi­ car! ¡De qué servía una virtud, que no se podía o que no se sabía mostrar! - A estos actores de la virtud los paró los pies el cristianismo: a cambio inventó el repugnante presumir y darse importancia con el pecado, trajo al mundo la pecaminosidad falsa (que hasta el día de hoy es de «buen tono» entre los bue­ nos cristianos). 30

La crueldad refinada como virtud. - He aquí una moralidad, que se basa por completo en el apetito de distinción, - ¡no penséis demasiado bien de ella! ¿De qué apetito se trata y cuál es su móvil escondido? Se pretende que nuestra presencia duela al otro y despierte su envidia, el sentimiento de su impotencia y de su inferioridad; se trata de que guste la amargura de su desti­ no, mientras dejamos caer una gota de nuestra miel sobre su lengua y lo miramos a los ojos con dureza y autosatisfacción durante esta supuesta obra de caridad. Éste ya se ha vuelto humilde y es perfecto ahora en su humildad, - ¡buscad a los

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que ha deseado torturar con ello desde hace mucho tiempo, y los encontraréis! Aquél muestra compasión con los animales y es admirado por ello, - pero hay ciertos hombres, sobre los que ha querido descargar así su crueldad. Allí vemos a un gran artista: el placer anticipado ante la envidia de contrincantes vencidos no ha dejado dormir su energía, hasta no alcanzar la grandeza, - ¡cuántos instantes amargos de otras almas se ha dejado pagar por ella! La castidad de la monja: ¡con cuán reprobadores ojos mira el rostro de mujeres que viven de otra manera!, ¡cuánto placer vengativo en estos ojos! - El tema es breve, las variaciones sobre él pueden ser infinitas, pero difícil­ mente aburridas, - pues sigue siendo una novedad demasiado paradójica y dolorosa que la moralidad de la distinción sea, en el último fondo, el gusto por la crueldad refinada. En el último fondo - significa aquí: cada vez en la primera generaciónPorque cuando la costumbre de cualquier acción distintiva se hereda, no se hereda con ella el móvil escondido (se heredan solamente los sentimientos, pero no los pensamientos); y supo­ niendo que ese móvil no se reintroduzca a través de la educa­ ción, en la segunda generación ya no hay ese gusto por la cruel­ dad: sino únicamente placer en la costumbre como tal. Este gusto, sin embargo, es el primer peldaño del «bien». 31 \El orgullo del espíritu. - El orgullo del hombre, que se rebela contra la teoría de la descendencia de los animales y establece un gran ¡abismo entre la naturaleza y el hombre, - este orgullo se basa en un prguido sobre lo que es el espíritu: y este prejuicio es relativa­

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mente reciente. En la larga prehistoria de la humanidad se presu­ ponía el espíritu por todas partes y a nadie se le ocurría venerar­ lo como una prerrogativa del hombre. Como, por el contrario, K había convertido lo espiritual (jimto a todos los instintos, mal­ dades e inclinaciones) en bien común y, por lo tanto, en algo general, nadie se avergonzaba de descender de animales o árbo­ les (las familias distinguidas se sentían honradas por estas fábu­ las) y veía en el espíritu aquello que nos une con la naturaleza, lo que nos separa de ella. Así la gente se educaba en la humil­ dad, —y también como consecuencia de un pr^icio. 32 £1freno. - Sufrir moralmente y luego escuchar que este tipo de sufrimiento se basa en un «rror indigno. Es un consuelo tal afir­ mar con el sufrimiento «un mundo de la verdad más profundo» de lo que es el resto del mundo, que se prefieresuíñT y así sentirse ' por endma de la realidad (por la conciencia de acercarse así a ese «mundo de la verdad más profundo»), a estar libre de sufnmien•to y de esa sensación de lo elevado. Por lo tanto, son el orgullo y la habitual manera de satisfacerlo, los que se oponen a la nueva comprensión de la moral. ¿Qué fuerza habrá, pues, que emplear para eliminar este freno? ¿Más oi^ullo? ¿Un orgullo nuevo? 33 El desprecio de las causas, de las consecuencias y de la realidad. — Esos aciagos accidentes que caen sobre una comunidad, tor^

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mentas o sequías o epidemias, llevan a todos sus miembros a sospechar que se han cometido delitos contra la moral o que hay que inventar nuevas costumbres para pacificar un nuevo poder y capricho demoníacos. Este tipo de sospecha y de refle­ xión evita así precisamente la investigación de las verdaderas causas naturales, acepta la causa demoníaca como premisa. Aquí se halla una de las fuentes del desatino hereditario del intelecto humano: la otra nace cerca, cuando con la misma cerrilidad se presta mucha menos atención a las verdaderas consecuencias naturales de una acción que a las sobrenaturales (los llamados castigos y favores de la divinidad). Por ejemplo, están prescritos determinados baños en determinadas épocas: la gente se baña, no para estar limpia, sino porque está prescri­ to. No se aprende a huir de las consecuencias reales de la suciedad, sino del supuesto desagrado de los dioses por el des­ cuido de la higiene. Bajo la presión del miedo supersticioso el hombre imagina que lavar la suciedad tiene importancia espe­ cial, le atribuye segundas y terceras significaciones, estropea el sentido y el gusto por la realidad, y por fin, estima esto, en la medida en que puede ser un símbolo, como algo valioso. De este modo el hombre bajo los imperativos de la moralidad de la costumbre desprecia, primero, las causas, segundo, las conse­ cuencias, tercero, la realidad, y deriva todos sus sentimientos superiores (el respeto, la nobleza, el orgullo, el agradecimien­ to, el amor) de un mundo ima^nario: el llamado mundo supe­ rior. Aún hoy podemos ver las consecuencias: siempre que el sentimiento de un ser humano se eleva está en j^ego ese mundo imaginario. Es triste: pero por el momento al hombre científico tienen que resultarle sospechosos todos los sentimien­ tos superiores, tan mezclados están con sinsentido e ilusión. No

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que lo sean necesariamente en sí o para siempre: pero, sin duda, de todas las sucesivas limpiezas que se le avecinan a la humanidad, la limpieza de los sentimientos superiores es una de las más urgentes. 34 «Sentimientos morales y conceptos morales. - Visiblemente los senti­ mientos morales se transmiten porque los niños perciben en los adultos fuertes inclinaciones y fuertes aversiones hacia determinadas acciones y, como monos natos, las imitan- luego, en la vida, en la que se encuentran llenos de estos afectos aprendidos y bien ensayados, piensan que un posterior por­ qué, una especie de explicación, de que esas inclinaciones y aversiones están justificadas, es una cuestión de decoro. Estas «explicaciones», sin embargo, no tienen nada que ver con el origen.y con el grado del sentimiento en ellos: uno se contenta con la regla de que como ser racional se han de tener razones para el pro y el contra de ese sentimiento, razones presentables y aceptables. En este sentido, la historia de los sentimientos morales es muy diferente a la historia de los conceptos mora­ les. Los primeros son poderosos antes de la acción, los segun­ dos, después de la acción, en vista de la necesidad de hablar sobre ella. 35 Sentimientos y su descendencia de juicios. - «¡Confía en tu sentí-

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miento!» - Pero los sentimientos no son algo último, original, detrás de los sentimientos hay juicios y valoraciones, que nos han sido transmitidos en forma de sentimientos (inclinaciones, aversiones). La inspiración que nace del sentimiento es la nieta de un juicio - y, a menudo, ¡de un juicio erróneo! - ¡en cual­ quier caso, no del tuyo propio! Confiar en su sentimiento - sig­ nifica obedecer a su abuelo y a su abuela, y a los abuelos d e' éstos, más que a los dioses que llevamos dentro: nuestra razón y nuestra experiencia. 36 Una tontería de la piedad con segundas intenciones. - ¡Cómo! ¿Los inventores de la culturas ancestrales, los más antiguos fabrican­ tes de las herramientas y las cuerdas métricas, de los carros y barcos y edificios, los primeros observadores de las leyes del universo y de las reglas de la tabla de multiplicar - son incom­ parablemente diferentes y superiores a los inventores y obser­ vadores de nuestro tiempo? ¿Los primeros pasos tienen un valor, que no igualan todos nuestros viajes y vueltas al mundo en el reino de los descubrimientos? Así suena el prejuicio, así se argumenta en favor del menosprecio del espíritu contemporá­ neo. Y sin embargo, es evidente que en su día el azar fue el mayor de los descubridores y observadores, y el benévolo apun­ tador de aquellos viejos inventores, y que en el invento más insignificante que se hace hoy se emplea más espíritu, discipli­ na y fantasía científica de los que antaño existían en épocas enteras.

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37 Conclusiones erróneas de la utilidad. - Cuando se ha demostrado la máxima utilidad de una cosa, aún no se ha dado un paso hacia la explicación de su origen: es decir, con la utilidad nunca puede hacerse comprensible la necesidad de la existen­ cia. Pero hasta ahora ha regido la opinión contraria - y hasta en los terrenos de la ciencia más estricta. ¿Acaso no se ha hecho pasar en la misma astronomía la (supuesta) utilidad en la orde­ nación de los sátelites (sustituir en otras partes la luz del sol debilitada por la mayor distancia, para que los habitantes de los planetas no carecieran de luz) como la finalidad de su ordena­ ción y como explicación de su origen? Recordemos las conclu­ siones de Colón: la tierra está hecha para el hombre, por lo tanto, si hay territorios han de estar habitados. «¿Es plausible que el sol luzca sobre la nada y que la vigilancia nocturna de las estrellas se desperdicie sobre mares sin rutas y países sin habi­ tantes?». 38 Los instintos transformados por los juicios morales. - El mismo ins­ tinto se convierte en penoso sentimiento de cobardía bajo la influencia de la censura que la sociedad aplica a ese instinto: o en agrada^ble sentimiento de sumisión en el caso de que una moral, como la cristiana, lo acepte y apruebe. Es decir: ¡se le agrega una buena o una mala conciencia! En sí mismo, como todo instinto, no posee este sentimiento, como tampoco un carácter o nombre morales, ni una sensación adherida deter­

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minada de placer o disgusto: adquiere todo esto como segunda naturaleza cuando entra en relación con instintos ya bautiza­ dos como buenos o malos, o cuando es registrado como cuali­ dad de seres, que ya han sido reconocidos y valorados moral­ mente por el pueblo. - Así los griegos antiguos sentían de manera diferente a la nuestra sobre la envidia; Hesiodo la inclu­ ye entre los efectos de la bondadosa y caritativa Eris, y no se con­ sideraba chocante atribuirles algo envidioso a los dioses: com­ prensible en un estado de cosas, cuya alma era la competición; la competición, sin embargo, estaba reconocida y valorada como buena. Los griegos también diferían de nosotros en lá valoración de la esperanza;, se la consideraba ciega y traicionera; Hesiodo ha expresado en una fábula lo más fuerte sobre ella, algo tan sorprendente, que ning^ún exégeta más reciente lo ha entendido - porque va en contra del espíritu moderno, que ha aprendido a través del cristianismo a creer en la esperanza como virtud. Entre los griegos, por el contrario, a los que el acceso al conocimiento del futuro no parecía por completo vedado, y a los que se les imponía en numerosos casos la con­ sulta del futuro como una obligación religiosa, mientras que nosotros nos contentamos con la esperanza, ésta necesariamen­ te se degradaba y caía en lo maligno y peligroso, debido a tanto oráculo y tantos augures. - Los judíos han sentido de otra ma­ nera que nosotros la ira y la han santificado: para ello han ele­ vado entre ellos la majestad tenebrosa del hombre, unida al cual se mostraba, a un altura imposible de imaginar para un europeo; han formado su Jehová iracundo y venerable según sus profetas iracundos y venerables. Comparados con ellos los grandes iracundos entre los europeos son como seres de segun­ da mano.

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39 Elpr^uiáo del «espíritu puro». - Donde ha reinado la doctrina de la espiritualidad pura ha destruido con sus excesos la fuerza ner­ viosa: enseñaba a menospreciar, descuidar o torturar el cuerpo, y a torturar y menospreciar al hombre mismo por sus instintos; producía almas sombrías, tensas, deprimidas, - ¡que, encima, creían conocer la causa de su sensación de malestar y quizá ser capaces de eliminarla! «¡Ha de hallarse en el cuerpo, porque aún está demasiado pujante!» - deducían, cuando el cuerpo protestaba con sus dolores una y otra vez contra su constante escarnecimiento. Un hipernerviosismo general y ya crónico era, por fin, la suerte de esos virtuosos espíritus puros: cono­ cían el placer só\o en la forma del éxtasis y de otros precursores de la locura - y su sistema culminó cuando declaró el éxtasis como el objetivo más alto de la vida y la medida reprobadora de todo lo terrenal. 40 El cavilar sobre costumbres. - Numerosas normas de la moral, deri­ vadas de una lectura superficial de un hecho extraño y aislado, se volvieron pronto incomprensibles; su intención era tan difí­ cil de calcular con seguridad como el castigo que pudiera seguir a su^contravención; incluso era dudosa la consecuencia de las ceremonias; - pero al darle vueltas al asunto, el objeto de tales cavilaciones adquiría más y más valor, y por fin lo más absurdo de una costumbre entraba en la sacralidad más sagra-1 da. ¡No se desprecie la energía invertida en esto por la humani­

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dad durante milenios, y aún menos el efecto de este cavilar sobre las costumbresl Hemos llegado aquí al gran campo de entrena­ miento del intelecto, - aquí no sólo se ñaguan y desarrollan las religiones: ¡aquí está el digno, aunque lúgubre, pasado de la ciencia, aquí crecieron el poeta, el pensador, el médico, el legis­ lador! El miedo a lo incomprensible, que ambiguamente nos exige ceremonias, dio poco a poco paso al atractivo de lo arca­ no, y donde no se era capaz de indz^;ar, se aprendió a crear. 41 Para la valoración de la vita contemplativa. - No olvidemos como hombres de la vita contemplativa los males y las maldiciones que han caído sobre los hombres de la vita activa gracias a las diver­ sas consecuencias de la contemplación, - en una palabra, qué reproches tiene que hacérnosla vita activa cuando con demasia­ do orgullo nos jactamos ante ella de nuestras buenas obras. Primera las así llamadas naturalezas religiosas, que por su núme­ ro predominan entre los contemplativos y, por lo tanto, forman su subespecie más común, han actuado en todos los tiempos en el sentido de hacer la vida imposible a los hombres prácticos, incluso de amargársela: ensombrecer el cielo, extinguir d sol, sospechar de la alegría, desvalorizar las esperanzas, paralizar la mano activa, - eso es lo que han hecho, como también han tenido para los malos tiempos y las malas sensaciones sus con­ suelos, limosnas, ayudas y bendiciones. Segunda los artistas, menos numerosos que los religiosos, pero aún una clase bas­ tante frecuente de seres de la xHta contemplativa, han sido como personas generalmente insoportables, caprichosas, envidiosas.

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violentas, y poco pacíficas: este efecto ha de ser restado de los efectos exaltantes y regocijantes de sus obras. Tercera los filóso­ fos, una especie en la que se funden fuerzas religiosas y artísti­ cas, pero de tal modo que junto a ellas hay todavía sitio para una cosa tercera, la dialéctica, el gusto por la demostración, han sido como los religiosos y los artistas causantes de males y, además, han aburrido con su obsesión dialéctica a muchos seres humanos; su número, afortunadamente, siempre fue reducido. Cuarta, los pensadores y los trabajadores científicos raramente perseguían efectos, y más bien se retiraban silencio­ samente a sus madrigueras. Así han causado poco disgusto y poco malestar, y como olyeto de la burla y la risa han alegrado a menudo, involuntariamente, la vida a los hombres de la vita activa. Al final la ciencia ha resultado ser algo muy útil para todos: si par esta utilidad actualmente muchos predestinados a la vita activa adoptan el camino hacia la ciencia, en el sudor de su fijpnte y no sin quebraderos de cabeza y maldiciones, la grey de los pensadores y los trabajadores científicos no es culpable de este infortunio; es «sufrimiento autoproducido». 42 Origen de ¿a vita contemplativa. - En tiempos primitivos, cuando los juicios pesimistas reinan sobre el hombre y el mundo, el in­ dividuo consciente de su plena fuerza procura actuar según •IOS criterios, es decir, trasladar a la acción esas ideas, a través de It caza, la rapiña, el saqueo, la violencia y el asesinato; incluyen­ do las variantes más pálidas de estas acciones, que son las únicas Hue la comunidad tolera. Pero cuando su fuerza disminuye,

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cuando se siente cansado o enfermo o triste y, en consecuencia, pasajeramente libre de deseos y ambiciones, es un ser humano relativamente mejor, es decir menos dañino, y sus ideas p>esimistas se descargan únicamente en palabras y pensamientos, por ejemplo, sobre el valor de sus compañeros o de su mujer o de su vida o de sus dioses, - sus juicios serán juicios negativos. En este estado se convierte en pensador y profeta, o sigue especu­ lando creativamente sobre su superstición e imagina nuevas costumbres, o se burla de sus enemigos pero invente lo que invente, todos los productos (de su espíritu) reflejan su estado, es decir, el aumento del miedo y del cansancio, la disminución de su aprecio de la acción y el placer; el contenido de estos pro­ ductos ha de corresponder al contenido de estos estados de ánimo poéticos, filosóficos o sacerdotales; en ellos ha de regir el juicio negativo. Más tarde se llamó a todos los que continua­ mente hacían lo que antaño hacía el individuo en ese estado, es decir a los que juzgaban malévolamente, vivían melancólicos e inactivos, poetas o pensadores o curanderos-: de buena gana se hubiera despreciado y expulsado de la comunidad a estas per­ sonas, porque no actuaban suficientemente; pero había en eso un peligro, - ellas habían investigado la superstición y la huella de las fuerzas divinas y nadie dudaba de que dispusieran de medios de poder desconocidos. Ésta es la valoración en la que vivía la estirpe más antigua de las naturalezas contemplativas, - ¡des­ preciadas sólo en la medida en que no eran temidasi Bajo este disfraz, con este prestigio ambiguo, con un corazón malvado y a menudo con una cabeza atemorizada, apareció por primera vez en la tierra la contemplación, débil y terrible al mismo tiem­ po, despreciada en secreto y colmada de respeto supersticioso. Aquí, como siempre, vale la frase: \pudenda origo\

Primer fibro 53

43 Cuántas fuerzas tienen que confluir ahora en el pensar. —Alejarse de la contemplación sensorial, elevarse a la abstracción, realmente ha sido considerado una vez como elevación: noso­ tros ya no somos capaces de sentirlo así. La dedicación a las más pálidas imágenes de palabras o cosas, el juego con tales seres invisibles, inaudibles e insensibles, se veía, gradas al pro­ fundo desprecio del mundo sensorialmente tangible, seduc­ tor y maléfico, como una vida en otro mundo superior. «¡Estos conceptos abstractos no seducen ya pero pueden guiarnos!» y uno se sentía impelido hacia arriba. No los contenidos de estos juegos de la espiritualidad, ellos mismos han sido «lo superior» en los tiempos primitivos de la ciencia. De ahí la admiración de Platón por la dialéctica y su entusiástica fe en su^relación necesaria con el hombre bueno desensualizado. hjo sólo los conocimientos han sido descubiertos uno a uno y poco a poco, sino también los medios del conocimiento como tal, los estados y las operaciones que en el hombre preceden al conocimiento. Y cada vez parecía como si la operación recién descubierta o el estado sentido por primera vez no fue­ ran un medio para todo conocimiento, sino ya contenido, objetivo y suma de todo lo que m erecía ser conocido. El pensador necesita la fantasía, el impulso, la abstracción, la desensualización, la invención, la intuición, la inducción, la dia­ léctica, la deducción, la crítica, la acumulación de material, la manera de pensar impersonal, el recogimiento y la síntesis, y no menos la justicia y el amor hacia todo lo que existe, - pero todos estos medios, uno a uno, pasaron en la historia de la vita contemplativa por fines, y fines últimos, y dieron a sus

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inventores esa felicidad que embarga el alma humana cuando surge la luz de un último fin. 44 Origen y significado. - ¿Por qué me viene una y otra vez a la mente este pensamiento y reluce con colores cada vez más bri­ llantes? - que antaño los investigadores, cuando se hallaban en el camino hacia el origen de las cosas, siempre creían encon­ trar algo de eso, que es de un valor incalculable para toda acción y todo juicio, es más, que siempre se presuponía que de la comprensión del origen de las cosas tenía que depender la salva­ ción del hombre: que ahora nosotros, por el contrario, cuánto más investigamos el origen, tanto menos participamos con nuestros intereses; es más, que todos los juicios de valor e ?acios de tiempo de no satisfacerlo, debilitarlo y desecarlo, lego, podemos imponernos como ley ima ordenación severa Sg^ular de su satisfacción; en la medida en que así se introduIuna regla en él y se enmarcan en límites temporales fijos sus reas, ganamos espacios en los que no nos molesta, - y de ahí lizá podamos pasar al primer método. Tercero, podemos Ifctregarnos voluntariamente a la satisfacción salvaje y desenllnada de un impulso para cosechar el hastío que nos produIi y con ese hastío obtener poder sobre él: siempre que no hitemos al Jinete que hace correr a su caballo hasta matarlo y 4nismo se rompe el cuello, - lo que por desgracia suele ser la en este experimento. Cuarto, hay un truco intelectual É consiste en relacionar estrechamente con la satisfacción

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un pensamiento muy penoso, de tal modo que con un poco de práctica la idea de la satisfacción se siente inmediatamente como penosa (por ejemplo, cuando un cristiano se acostumbra a pensar en la proximidad y la burla del demonio durante el acto sexual, o en los castigos eternos del infierno por un asesi­ nato por venganza, o simplemente en el desprecio con el que la persona por él más respetada vería un hurto, o cuando algu­ no ha opuesto ya cien veces al violento deseo del suicidio la idea del dolor y de los reproches de familiares y amigos y así se ha mantenido en vida: - ahora en él estas representaciones se siguen las unas a las otras, como causa y efecto). A este método corresponde también cuando el orgullo del hombre, como por ejemplo en Lord Byron o Napoleón, se rebela y siente el predo­ minio de un afecto sobre la actitud general y el orden de la razón como una ofensa: de lo que nace la costumbre y el placer de tiranizar el impulso y hacerlo, por así decir, rechinar. («No quiero ser el esclavo de un apetito cualquiera» - escribió Byron en su diario). Quinto: se lleva a cabo una dislocación de las energías propias imponiéndose uno un trabajo cualquiera espe­ cialmente pesado y agotador, o sometiéndose uno voluntaria­ mente a una nueva sensación o diversión, dirigiendo así los pensamientos y el juego de fuerzas físico por otros derroteros. Éste es también el resultado que se obtiene cuando se favorece temporalmente un impulso, dándole frecuente ocasión de satisfacción y convirtiéndolo así en el derrochador de esa ener­ gía, de la que en otro caso dispondría el impulso incómodo por su virulencia. Este o aquel individuo también es capaz de contener determinado impulso, que pretende ejercer un papel dominante, excitando y dando libertad temporalmente a todos los demás impulsos por él conocidos y permiténdolos devorar

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todo el alimento que el tirano quiere exclusivamente para sí. rPor fin, sexto: quien soporta y encuentra razonable debilitar y deprimir toda su organización física y psíquica conseguirá con ello, naturalmente, también el objetivo de la debilitación de un determinado impulso preponderante: así actúa, por ejemplo, el que intenta rendir por el hambre su sensualidad, y que al mismo tíempOyJógicamente, hace pasar hambre y destruye su vigor y, a menudo también, su razón, como el asceta. - Resu­ miendo: evitar las ocasiones, implantar reglas en el impulso, producir saturación y hastío de él, y establecer la asociación con una idea penosa (como la de la vergüenza, las consecuen­ cias nefastas o el orgullo ultrajado); luego la dislocación de las energías y, por fin, la debilitación y el agotamiento generales, éstos son los métodos: pero que se quiera combatir la violencia de un impulso no está en nuestro pmder, tampoco qué método se encuentra, tampoco si obtenemos éxito con él. Nuestro inte­ lecto en este proceso es, según toda evidencia, el instrumento ciego de otro impulso, rival del que nos atormenta con su viru­ lencia: ya sea el deseo de tranquilidad, o el miedo a la vergüenza y otras terribles consecuencias, o el amor. Mientras «nosotros» creemos estar quejándonos de la violencia de un impulso, es en ,realidad un impulso el que se queja de otra, es decir: la percepción j del sufrimiento causado por tal virulencia presupone que exis­ te otro impulso tan o más violento, y que se avecina un duelo en el que nuestro intelecto hábrá de tomar partido.

lio Eso, que se opone. —Podemos observar el siguiente proceso en

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nosotros mismos, y desearía que se observara y confirmara a menudo. En nosotros surge el clima de un tipo de ganas, que no conocíamos hasta este momento, y en consecuencia surge un nuevo deseo. Ahora depende de qué se opone a este deseo; si son cosas y consideraciones generales, también personas, que en nuestra estima valen poco, - el objetivo del nuevo deseo se disfraza con el sentimiento «noble, bueno, loable, digno de sacrificio», toda la predisposición moral heredada lo adopta, lo añade a sus objetivos sentidos como morales - y ahora cree­ mos no perseguir ya un deseo sino una moralidad: lo que in­ tensifica considerablemente la confianza de nuestra aspi­ ración. 111

A los admiradores de la objetividad. - El que de niño ha percibi­ do entre los familiares y amigos, en cuyo círculo ha crecido, sentimientos variados y fuertes, pero poco refinamiento en el juicio y poca afición a la justicia intelectual, y, por lo tanto, ha gastado lo mejor de su energía y su tiempo en la reproduc­ ción de sentimientos: notará de adulto en sí mismo que cada cosa nueva, cada persona nueva produce en él afecto o re­ chazo o envidia o desprecio; bajo la presión de esta experien­ cia, ante la que se siente impotente, admira la neutralidad del sentimiento, o la «objetividad», como algo milagroso, como cosa del genio o de la más exquisita moralidad, y no quiere creer, que también ella es sólo elfruto de la educación y la fostumbre.

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112 Sobre la historia natural de debery derecho. - Nuestros deberes - son los derechos de los demás sobre nosotros. ¿Cómo los han adquirido? Tdmándonos como capaces de contrato y de corres­ pondencia, por iguales y parecidos a ellos mismos, confiándo­ nos, en vista ^e ello, algo, educándonos, reprendiéndonos, apoyándonos. Cumplimos con nuestro deber - quiere decir: justificamos esa idea de nuestro poder, por la que se nos conce­ dió todo, correspondemos en la medida en que se nos dio. Es nuestro orgullo, pues, el que nos ordena cumplir el deber, queremos restablecer nuestra soberanía, cuando oponemos a lo que otros hicieron por nosotros algo que nosotros hacemos por ellos, - porque aquéllos han intervenido con su acción en nuestro ámbito de poder y tendrían constantemente acceso a él si no ejercitáramos la correspondencia con el «deber», es decir, interviniéramos en el poder de ellos. Los derechos de los demás sólo pueden referirse a lo que está en nuestro poder; sería insensato, si nos exigieran algo que no nos pertenece. Más exactamente: sólo pueden referirse a lo que ellos creen que está en nuestro poder, suponiendo que es lo mismo que noso­ tros creemos que se'halla en nuestro poder. Fácilmente podría tratarse en ambas partes del mismo error: el sentimiento del deber depende de que tengamos la misma convicción que los demás en lo que respecta al perímetro de nuestro poder: que prometemos determinadas cosas, que podemos comprometer­ nos con ellas («libertad de la voluntad»). - Mis derechos: son esa parte de mi poder, que los otros no sólo me han reconoci­ do, sino en la que desean mantenerme. ¿Por qué llegan a esta situación los otros? Primero: por su prudencia, su miedo y su

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precaución: ya sea que esperan algo parecido por nuestra parte (protección de sus derechos), o que consideran el combate con nosotros peligroso y poco práctico, o que ven en cualquier disminución de nuestra fuerza una desventaja para ellos, por­ que entonces seríamos inadecuados para una alianza con ellos contra un tercer poder hostil. Segundo: por donación o conce­ sión. En este caso los otros tienen más que suficiente poder para ceder una parte y garantizar esa parte al que se la regalan: se da por supuesto un escaso sentimiento de poder en el que recibe el regalo. Así surgen derechos: grados de poder recono­ cidos y garantizados. Si las relaciones de poder cambian sustan­ cialmente, los derechos se extinguen y surgen otros nuevos, - así lo refieja el derecho de los pueblos en su constante movimien­ to de morir y nacer. Si nuestro poder disminuye considerable­ mente, se altera el sentimiento de los que nos garantizaban hasta ahora nuestro derecho: consideran si podrán ayudarnos a restablecer su posesión plena, - si se sienten incapaces para ello negarán a partir de ese momento nuestros «derechos». Del mismo modo, cuando nuestro poder crece considerablemente, se altera el sentimiento de los que lo reconocían hasta ese mo­ mento y cuyo reconocimiento ya no necesitamos: intentan reducir nuestro ¡Joder a su antigua medida, pretenderán inter­ venir aduciendo su «deber», - pero sólo se trata de inútil pala­ brería. Allí donde rige el derecho se mantienen una situación y un grado de poder, y se rechazan una disminudos, según los conceptos de aquellos viejos filósofos, al «populacho»? 158 Clima del adulador. - Ahora no hay que buscar a los aduladores abyectos en las cercanías de los príncipes, - éstos tienen ahora el gusto militar, y el adulador va en contra de ese gusto. Pero cerca de los banqueros y los artistas sigue creciendo aún hoy esa flor. 159 El resucitador de muertos. - Las personas vanidosas valoran más un ñagmento del pasado desde el momento en que son capa­ ces de revivirlo en el sentimiento (sobre todo cuando es difí­ cil), incluso parece que pretenden despertarlo de entre los muertos. Como los vanidosos siempre son legión, los estudios históricos, en cuanto una época entera cae en sus manos, iCOrren considerable peligro: se despilfarra demasiada energía

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en todo tipo de resucitamientos. Quizá se entienda mejor todo el movimiento del Romanticismo desde este punto de vista. 160

Vanidoso, ávido y poco sabio. - Vuestros deseos son más grandes que vuestra razón, y vuestra vanidad es mayor que vuestros de­ seos, - ¡a hombres como vosotros hay que recomendarles, des­ de el fondo, mucha práctica cristiana y un po€(^ de la teoría de Schopenhauer! 161

Belleza según la época. - Cuando nuestros escultores, pintores y músicos desean reflejar el sentido de la época tienen que repre­ sentar la belleza congestionada, gigantesca y nerviosa; así como los griegos, bajo el imperativo de su moral de la medida veían y representaban la belleza como Apolo de Belvedere. ¡En reali­ dad debíamos calificarlo como feo\ ¡Pero los ridículos «clasicistas» nos han despojado de toda honestidad! 162

La ironía de lo actual. - En estos momentos el estilo de los europeos es tratar todos los temas grandes con ironía, porque de tanta agitación por servir a éstos no tienen tiempo para tomarlos en serio.

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163 Contra Rousseau. - Si es cierto que nuestra civilización tiene algo deplorable: podéis concluir con Rousseau que: «esta deplora­ ble civilización es culpable de nuestra depravada moralidad» o de concluir contra Rousseau que: «nuestra buena moralidad es culpable de la desolación de la civilización. Nuestros conceptos sociales, débiles y poco varoniles, del bien y del mal, y la treí^enda preponderancia de éstos sobre el cuerpo y el alma han debilitado, por fin, todos los cuerpos y almas, y destruido a los hombres independientes, soberanos y libres, los pilares de toda civilización fuerte, donde ahora encontramos la mala moralidad pueden verse los últimos restos de esos pilares». ¡Así una para­ doja vale la otra! Es imposible que la verdad se halle en ambos lados: ¿se halla siquiera en uno de ellos? Examínese. 164 Quizá prematuro. - Kctaalmenie parece que bíyo nombres falsos y equívocos de todo tipo, y generalmente con gran confusión de los que no se creen atados por las costumbres y las leyes esta­ blecidas, éstos llevan a cabo los primeros intentos de organizar­ se y así procurarse una ley. mientras que hasta ahora vivían denunciados como criminales, librepensadores, inmorales y malvados, bsyo la bandera de los proscritos y de la mala con­ ciencia. En total habría que aceptarlo como justo y positivo, aún cuando haga del próximo siglo un siglo peligroso y cuelgue a todos el fúsil al hombro: aunque sea para que haya un contra­ poder que recuerde constantemente que no existe una moral

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que moralice en exclusiva, y que toda moral que se afirma exclusivamente a sí misma destruye demasiadas fuerzas positi­ vas y resulta muy cara a la humanidad. Los disidentes, que tan a menudo son los más inventivos y fructíferos, h^m de dejar ya de ser sacrificados; no ha de considerarse ignominioso desviarse de la moral en acción y pensamiento; han de hacerse numero­ so» experimentos nuevos de la vida y la comunidad; ha de libe­ rarse el mundo de un tremendo peso de mala conciencia, ¡estos olyetivos elementales deberían ser fomentados por todos los hombres honrados y amantes de la verdad! 165 La moral que no aburre. - Los mandamientos principales mora­ les, que un pueblo se hace enseñar y repetir constantemente, están en relación con sus faltas principales y, por eso, no lo abu­ rren. Los griegos, a los que a menudo faltaba la medida, el valor frío, el sentido justo y, sobre todo, la cordura, no se cansa­ ban de las cuatro virtudes socráticas, - ¡eran tan necesarias y tan escaso el talento, precisamente para ellas! 166 En la encrucijada. - ¡Vamos! ¡Queréis entrar en un sistema en el que se ha de ser rueda, por completo, o caer bajo las ruedas! ¡En el que se da por supuesto que cada uno es lo que desde arri­ ba se hace de él! ¡En el que la búsqueda de «conexiones» figura entre las obligaciones naturales!, ¡en el que nadie se siente ofen­

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dido cuando le señalan a una persona con la advertencia de que: «Puede serle a usted útil»!, ¡en el que nadie se avergüenza de hacer visitas para obtener el favor de una persona! En el que ni siquiera se sabe que por integrarse dócilmente en estas cos­ tumbres uno se caracteriza definitivamente como baratija de la naturaleza, que otros pueden utilizar y luego romper, sin sentir­ se demasiado responsables por ello; como si dijera: «¡Los que ion como yo nimca escasearán: ¡utilizadme, sin más!». 167 Los homenajes incondicionales. —Cuando pienso en el filósofo ale­ mán más leído, en el músico alemán más escuchado y en el hombre de estado alemán más respetado debo confesar: que a los alemanes, a este pueblo de los sentimientos absolutos, se lo ponen hoy muy difícil sus propios grandes hombres. Tenemos ahí tres grandes espectáculos: en cada caso un río, en su cauce propio, por él cavado, y tan fuertemente agitado que a menudo parece como si quisiera remontar una montaña. Y, sin embar­ go, por muy lejos que uno lleve su admiración: ¡quién no quisiera diferir, en total y en suma, de la opinión de Schopenhauer! - Y ¿quién podría opinar ahora como Richard Wagner, en total y en detalle? Por muy cierto que sea que, como ha dicho alguien, donde él recibe o da un impulso hay enterrado un problema, - él mismo nunca lo saca a la luz. -Y, por fin, cuántos no desean estar de acuerdo de todo corazón con Bismarck ¡si él mismo estuviera de acuerdo consigo mismo O hiciera un esfuerzo por parecerlo! Sin prinápios, pero con impulsos primitivos, un espíritu ágil al servicio de fuertes impul­

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sos primitivos, y por eso sin principios, - esto no debería extra­ ñar en un hombre de estado, sino más bien ser considerado lo justo y adecuado; pero hasta ahora desgraciadamente ¡se tenía por algo tan poco alemán!, tan poco alemán como-el ruido en torno a la música, y la disonancia y el descontento en torno al músico; tan poco alemán, igualmente, como la nueva y extraor­ dinaria posición que ha escogido Schopenhauer: no por encima de^as cosas, ni de rodillas ante ellas - ambas posiciones podían haber pasado por alemanas - sino \ contra las cosas\ ¡Increíble! ¡Y desagradable! ¡Colocarse en una línea con las cd^s, pero como su enemigo, y por fin como enemigo de sí mismo! -¡Qué va a hacer el admirador incondicional con un modelo de este cali­ bre! ¡Y qué va a hacer con tres modelos como éstos, que no quieren mantener la paz entre ellos! ¡Schopenhauer es enemi­ go de la música de Wagner, y Wagner enemigo de la política de Bismarck, y Bismarck un enemigo de todo wagnerismo y schopenhauerismo! ¡No hay salida! ¡Adónde refugiarnos con nues­ tra sed de «homenaje global»! ¿No podríamos escoger de la música del músico unos cientos de compases de buena música, que nos llegan al corazón y a cuyo corazón nos acogemos gus­ tosamente, porque tienen corazón, - alejarnos con este peque­ ño botín y - olvidar el resto? Yllegar a un acuerdo parecido con respecto al filósofo y al hombre de estado, - escoger, apreciar y, sobre todo, olvidar el resto? ¡Ah, si no fuera tan difícil olvidar! Había una vez un hombre muy orgulloso que sólo admitía lo que provenía de él mismo, bueno o malo: pero cuando tuvo necesidad del olvido no se lo pudo dar a sí mismo y tuvo que conjurar tres veces a los espíritus; éstos acudieron, escucharon su petición, y dijeron: «¡Eso precisamente no está et/nuestro poder!». ¿Los alemanes no deberían aprender de la experien-

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cia de Manjred? ¡Para qué conjurar a los espíritus! Es inútil, no olvidamos cuando queremos olvidar. ¡Y qué grande sería el «resto» que tendríamos que olvidar de estos tres grandes de nuestro tiempo para ser en adelante sus admiradores globales! Es más aconsejable aprovechar la buena ocasión y probar algo nuevo: ganar en honestidad con nosotros mismos, y de un pueblo de la repetición crédula y de la hostilidad ciega y furiosa con­ vertirnos en un pueblo del asentimiento condicional y de la o ^sició n benevolente; primero, sin embargo, aprender que la celebración incondicional de las personas es ridicula, que para los alemanes no es un desdoro corregirse en este punto, y que hay una frase profunda y muy digna de consideración: «Ce qui importe, ce ne sont point lespersonnes: mais les chases». Esta frase es como el que la dijo, grande, íntegra, sencilla y lacónica, como Carnet, el soldado y republicano. - Pero ¿está permitido hablar ahora así de un francés a los alemanes, de un republica­ no, además? Quizá, no; quizá incluso no esté permitido recor­ dar aquello que Niebuhr sí pudo decir a los alemanes: que Qadie le había dado tanto la sensación de verdadera grandeza como Carnet.

168 Un modelo. - ¿Qué amo en Tucídides, que me lleva a admirarlo más que a Platón? Tiene el interés más total e ingenuo por todo lo que es típico en el hombre y en los acontecimientos, y piensa que a cada tipo corresponde una porción de buen sentida des­ cubrirla es su em peño. Tiene mayor justicia práctica que Katón; no es un denostador y un minimizador de los hombres

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que no le gustan o le han hecho algún mal en la vida. Al contra­ rio: al ver sólo tipos, descubre algo grande en todas las cosas y todos los tipos, y les añade algo grande; ¡qué tendría que ver la posteridad, a la que él dedica su obra, con lo que no fuera típicol Así con él, el pensador de hombres, esa cultura del conoámiento más ingenuo alcanza un último y magnífico florecimien­ to, que tuvo en Sófocles su poeta, en Pericles su hombre de estado, en Hipócrates su médico, en Demócrito su investigador de la naturaleza: esa cultura que merece ser bautizada con el nombre de sus maestros, los sofistas, y que desgraciadamente empieza a volverse pálida e incomprensible para nosotros en el momento de ese bautizo, - pues de pronto sospechamos que debió de ser una cultura muy inmoral ¡contra la que luchó Platón con todas las escuelas socráticas! La verdad es en este caso tan embrollada y confusa que no apetece esclarecerla: ¡que el viejo error {error veritate simplicior) siga pues su viejo camino! 169 Lo griego nos resulta muy lejano. - Oriental o moderno, asiático o europeo: en relación con lo griego todo esto se caracteriza por lo masivo, y el gusto por la gran cantidad, como lenguaje de lo sublime, mientras que en Pestum, Pompeya y Atenas, y ante toda la arquitectura griega, uno se asombra por cómo los grie­ gos saben expresar y gustan de expresar 2\go sublime con medidas pequeñas. - Igualmente: ¡qué sencillos se veían en Grecia los hombres a sí mismos en su imaginadónl ¡Qué gran ventaja les llevamos en el conocimiento del hombre! Pero cuán laberínti-

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cas son nuestras almas y nuestras ideas de las almas compara­ das con las suyas! Si quisiéramos y nos atreviéramos a una arquitectura acorde con nuestra rmxietz. psicológica (¡somos demasiado cobardes para ello!) - ¡el laberinto tendría que ser nuestro modelo! ¡La música que nos corresponde y que de ver­ dad nos expresa ya lo presagia! (Porque en la música los seres humanos se relíyan, creyendo que nadie puede verlos debajo de su^úsica). 170 Otra perspectiva del sentimiento. - ¡Qué es nuestra palabrería sobre los griegos! ¡Qué sabemos de su arte, su alma - ¡que es pasión por la belleza desnuda masculinal - Sólo a partir de ahí sentían la belleza femenina. Tenían, pues, para ella una pers­ pectiva completamente diferente de la nuestra. Ylo mismo ocu- ‘ iría con el amor a la mujer: amaban de otra manera, desprecia­ ban de otra manera. 171 El alimento del hombre moderno. - El hombre moderno es capaz de digerir mucho, casi todo, - es una especie de ambición suya: pero pertenecería a un orden superior si fuera capaz de ello; el homo pamphagus no es la especie más refinada. Vivimos entre un pasado que tenía un gusto más excéntrico y original que el nuestro, y un futuro que quizá tendrá un gusto más escogido, nosotros vivimos demasiado en el centro.

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172 Tragedia y música. - Hombres con un estado de ánimo básica­ mente guerrero, como por ejemplo los griegos en la época de Esquilo, son difíciles de conmover, y cuando la compasión vence por fin sobre su dureza, se apodera de ellos como un fre­ nesí y un «poder demoníaco», - entonces s.e sienten prisione­ ros y agitados por un temblor religioso. Luego tienen sus dudas sobre este estado; mientras se hallan en él disfrutan de la volup­ tuosidad del estar-fuera-de-sí y de lo maravilloso, mezclada con las gotas más amargas del sufrimiento: un brebaje muy apropia­ do para guerreros, algo raro, peligroso y agridulce que no le deparan a uno fácilmente. - A almas que sienten así la compa­ sión va dirigida la tragedia, a almas duras y guerreras, difíciles de vencer ya sea por miedo, ya sea por compasión, pero a las que viene bien ser ablandadas de vez en cuando: pero ¡de qué les sirve la tragedia a los que están abiertos a las «afecciones simpáticas» como las velas al viento! Cuando los atenienses se volvieron más blandos y más sensibles, en el tiempo de Platón, - ¡qué lejos estaban todavía de la sensiblería de nuestros habi­ tantes de las grandes y pequeñas ciudades! - ya se quejaban los filósofos de lo perniciosa que era la tragedia. Una época llena de peligros como la que acaba de empezar, en la que el valor y la virilidad están en alza, endurecerá quizá poco a poco las almas hasta el punto en que necesiten autores trágicos; hasta ahora eran un tanto superfluos, - por emplear el término más suave. - Quizá también vengan tiempos mejores para la música (¡seguro que serán peoresl), cuando los artistas deban dirigirse con ella a hombres estrictamente personales, duros en sí, domi­ nados por la sombría seriedad de sus propias pasiones; pero

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(}de qué Ies sirve la música a todas estas pequeñas almas de la época declinante excesivamente móviles, inmaduras, semipersonales, curiosas y ávidas de todo? 173 Los^pologistas del trabajo. - En el elogio del «trabajo», en la incansable palabrería sobre la «bendición del trabajo», veo el mismo subtexto que en el elogio de las acciones desinteresadas impersonales: el del temor a todo lo individuíri. En el fondo ahora se intuye, al contemplar el trabíyo, - se trata siempre de ese trab^o duro que va de la mañana a la noche - , que un tra­ bajo tal es la mejor policía, que mantiene sujeto a cada cual y obstaculiza eficazmente el desarrollo de la razón, el deseo, el afán de independencia. Porque quema una cantidad enorme de energía nerviosa y la sustrae al pensar, reflexionar, soñar, sufrir, amar, odiar; porque propone siempre un objetivo mez­ quino y da satisfacciones livianas y regulares. De este modo una sociedad en la que se trabaja siempre duramente tendrá más seguridad: y ahora se adora la seguridad como la divinidad máxirña. - ¡Y, ahora, oh espanto, se ha vuelto peligroso precisa­ mente el «trabajador»! ¡Los «individuos peligrosos» abundan! Ydetrás de ellos, el peligro de los peligros - ¡el individuo! 174 Moda moral de una sociedad dedicada al comercio. —Detrás del prin­ cipio de la moda moral actual: «Las acciones morales son las

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acciones de la simpatía por el otro», veo regir un impulso social del miedo que se disfraza intelectualmente así; este impulso tiene como objetivo supremo, más próximo e inmediato, que la vida sea despojada de todo el peligro que antes tenía, y que cada cual contribuya a ello con todas sus fuerzas: ¡por eso únicamen­ te las acciones dirigidas a la seguridad colectiva y al sentimiento de seguridad de la sociedad haii de recibir el calificativo de «buenas»! - Qué poca satisfacción deben de sentir ahora los hombres consigo sí mismos cuando una tal tiranía del miedo les prescribe la ley moral suprema, cuando permiten sin rechis­ tar que les ordenen apartar la vista de lo que hay por encima o al lado de ellos, pero tener ojos de lince para cualquier emer­ gencia, para cualquier sufrimiento distante. ¿Con este terrible objetivo de limar todas las aristas y durezas de la vida no nos hallamos en el mejor camino de reducir a toda la humanidad a arencü ¡Arena! ¡Arena pequeña, blanda, redonda, infinita! ¿Es éste vuestro ideal, heraldos de las afecciones simpáticas? Entretanto queda sin aclarar la cuestión de si somos más útiles al prójimo ayudándolo y socorriéndolo continuamente - lo que sólo puede darse muy superficialmente, cuando no se con­ vierte en un intervenir y remodelar tiránico - o creando algo a partir de nosotros mismos que el otro contemple con placer, por ejemplo un bello jardín, tranquilo, cerrado en sí mismo, con altos muros contra los vendavales y el polvo de las carrete­ ras, y también una puerta acogedora. 175

Pensamiento básico de una cultura de los que se dedican al comerdo. -

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Vemos surgir actualmente la cultura de una sociedad para la cual el comercio es el alma, en la misma medida en que lo eran la competición deportiva personal para los griegos antiguos, y la guerra, la victoria y el derecho para los romanos. El que se dedica al comercio evalúa todo sin crearlo, y lo evalúa según la necesidad de los consumidores, no según su necesidad propia más personal; «¿quién y cuántos consumen esto?» es su pregunta prii^ordial. Instintiva y constantemente emplea este tipo de evaluación: con todo, y por lo tanto también con las produccio­ nes de las artes y las ciencias, de los pensadores, científicos, artistas, políticos, de los pueblos y partidos, de épocas enteras: ante todo lo que se produce pregunta por la oferta y la deman­ da, para así fijar para sí el valor de una cosa. Esto convertido en carácter de toda una cultura, pensado hasta el infinito y el últi­ mo extremo e impuesto a todo desfeo y poder: es lo que os enorgullecerá a vosotros, hombres del siglo venidero: ¡si tienen razón los profetas de la clase dedicada al comercio, cuando os ■ prometen este destino! Pero yo tengo poca fe en esos profetas. CredatJudeus Apella, por hablz^r con Horacio. 176 La crítica de los padres. - ¿Por qué ahora soportamos bién la ver­ dad sobre el pasado inmediato? Porque ya hay toda una gene­ ración nueva que se siente en oposición a ese pasado y saborea las primicias del sentimiento de poder en esta crítica. Antaño, por el contrario, la nueva generación deseaba fundarse sobre la generación mayor, y empezaba a sentirse a sí misma no sólo aceptando las opiniones de los padres, sino tomándoselas más

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en serio que ellos, si cabe. La crítica de los padres se considera­ ba entonces depravada: ahora los jóvenes idealistas empiezan con ella. 177 Aprender la soledad. - ¡Oh, pobres diablos en las grandes ciuda­ des de la política mundial, jóvenes hombres de talento, martiri­ zados por la ambición, que creen su deber opinar sobre todos los acontecimientos - siempre sucede algo! ¡Que al así levantar polvo y armar ruido, creen ser el vehículo de la historia! ¡Que como siempre obedecen, siempre esperan el momento para meter baza, y pierden toda productividad genuinal Por mucho que pretendan realizar grandes obras: ¡el profundo silencio de la gestación nunca cae sobre ellos! El suceso del día los lleva por delante como si fueran paja, mientras ellos creen ir en pos del acontecimiento - ¡los pobres diablos! - Cuando se pre­ tende ser un héroe sobre el escenario no hay que pensar en hacer de coro, es más, no hay que saber siquiera cómo se hace de coro. 178 Los que se desgastan a diario. - A estos jóvenes no les falta ni carácter ni talento ni empeño: pero nunca les han dejado tiem­ po para darse a sí mismos una dirección, más bien les han acos­ tumbrado desde niños a recibirla. Entonces, cuando alcanza­ ron la madurez para «ser enviados al desierto» se hizo otra

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cosa, - se los utilizó, se los enajenó de sí mismos, se los educó al desgaste diaño, se hizo de ello una doctrina de la obligación - y ahora no pueden vivir sin ello y no desean otra cosa. Pero no hay que negar a estos pobres animales de carga sus «vacacio­ nes» - como se llama a este ideal del asueto de un siglo sobre­ cargado de trabajo: cuando podemos holgazanear a gusto y hacer el tonto y ser pueriles. \ 179

¡Tan poco estado como sea posible!- Todos los sistemas políticos y económicos no merecen que precisamente los espíritus más brillantes puedan y deban dedicarse a ellos: un tal gasto de espíritu es, en el fondo, peor que una situación de emergen­ cia. Son y serán terrenos de trabajo para cabezas menores, y otras no deben servir en estos talleres: ¡es preferible que la máquina se rompa en pedazos de vez en cuando! Pero así como están las cosas hoy, cuando no sólo todos creen tener que estar al tanto de ellos a diario, sino que cada cual quiere dedicarse a ellos cada instante, abandonando su propio traba­ jo, la locura es grande y ridicula. Pagamos la «seguridad gene­ ral» demasiado cara a este precio: y, lo que es el colmo, se pro­ duce así lo contrario de la seguridad general, como nuestro querido siglo se empeña en demostrar: ¡como si nunca se hubiera demostrado! Hacer la sociedad segura contra ladro­ nes e incendios, e infinitamente cómoda para cualquier comercio y viaje, y transformar el estado en previsor, para lo bueno y lo malo, - éstos son objetivos bajos,¿mediocres y no realmente imprescindibles, que no hay que perseguir con los

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medios y los instrumentos más importantes a nuestra disposi­ ción, - ¡los medios que habría que mCT'ucrjustamente para los objetivos más altos y especiales! Nuestro tiempo, por mucho que hable de economía, es un despilfarrador: despilfarra lo más valioso, el espíritu. 180

Las guerras. - Las grandes guerras del presente son los efectos del estudio histórico. 181

Gobernar. - Los unos gobiernan por placer de gobernar; los otros, para no ser gobernados: - para éstos sólo es el menor de dos males. 182

La burda consecuencia. - Se dice con gran énfasis: «¡Qué gran carácter!» - ¡Sí, cuando manifiesta una consecuencia burda, cuando la consecuencia salta a la vista incluso más ofuscada! Pero en cuanto actúa un espíritu más fino y más profundo, y es consecuente a su manera superior, los espectadores niegan la existencia de carácter. Por eso los políticos astutos interpretan habitualmente su comedia detrás de un manto protector de consecuencia burda.

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183 Los viejos y losjóvenes. - «Hay algo inmoral en los parlamentos piensan aún éste o aquél ¡porque en ellos se pueden tener tam­ bién opiniones contra los gobiernos!» - «Hay que tener siempre una opinión sobre el asunto en cuestión que plazca al señor» éste es el undécimo mandamiento en más de una vieja y honra­ da calaza, especialmente en el norte de Alemania. Nos reímos de ello como de una moda trasnochada: ¡pero en su día era la moral! Quizá un día se reirán sobre lo que ahora pasa por ser moral a ojos de la generación educada parlamentariamente: colocar la política del partido por encima de la propia razón, y responder a todas las cuestiones del bien común según aporte buen viento a las velas del partido. «Hay que tener una opinión del asunto adecuada a la situación del partido» - así se formula­ ría el canon. Al servicio de una moral de este tipo están toda clase de sacrificios, autorrepresiones y martirios. 184 El estado como producto de los anarquistas. - En los países de los hombres domesticados hay aún muchos atrasados e indómitos: actualmente se reúnen, más que en ningún otro lugar, en los partidos socialistas. Si un día sucede que éstos promulgan leyes podemos contar con que se colocarán una cadena de hierro y ejercerán una disciplina terrible: -¡se conocen bien a sí mismos! Y soportarán estas leyes, conscientes de que las han impuesto ellos - el sentimiento de poder, y de este poder, les resulta dema­ siado joven y fascinante como para no sufrir todo por él.

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185 Mendigos. - Hay que suprimir a los mendigos: nos enoja darles, y nos enoja no darles. 186 Hombres de negocios. - Vuestro negocio - es vuestro prejuicio máximo, os ata a vuestro lugar, a vuestra sociedad, a vuestras inclinaciones. En el negocio, diligentes, - pero en el espíritu perezosos, satisfechos con vuestra mediocridad, y el delantal del deber colgado sobre esta satisfacción: ¡así vivís, así queréis que sean vuestros hijos! 187 De un futuro posible. - ¿Es imposible imaginar un estado en el que el delincuente se denuncie él mismo, se imponga un castigo públicamente, con el orgulloso sentimiento de que así honra la ley, que él mismo ha hecho, que ejerce su poder al castigzirse, el poder del legislador? Puede.cometer una vez un delito, pero gracias a su castigó voluntario se sitúa por encima de él, no sólo lo anula por honradez, grandeza y serenidad: añade un servicio y al bien común. - Este sería el criminal de un posible futuro, que naturalmente presupone una legislación del futuro, de la idea fundamental: «Me someto exclusivamente a la ley que yo mismo he promulgado, en lo pequeño y en lo grande». ¡Aún hay tantos intentos que hacer! ¡Aún ha de salir a la luz más de un futuro!

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188 Borracfwra y alimento. - Los pueblos son tan engañados porque siempre buscan un embaucador, un vino excitante para sus sen­ tidos. En cuanto lo encuentran, se contentan con pan malo. La borrachera tiene más valor para ellos que el alimento, - ¡aquí está el cebo en el que siempre morderán! ¡Qué son para ellos los he^bres elegidos entre sus filas - aunque sean los más prác­ ticos expertos - comparados con los brillantes conquistadores o las viejas suntuosas casas principescas! El hombre del pueblo al menos ha de suponerles conquistas y suntuosidad: así quizá encuentra la fe en ellos. Los pueblos obedecen siempre, y aún hacen más que obedecer, ¡si con ello consiguen emborrachar­ se! No se les puede ofrecer la tranquilidad y el placer sin la corona de laureles y su fuerza enloquecedora. Este gusto popu­ lachero que toma más en serio la borrachera que el alimento no ha nacido, en absoluto, en la profundidad del pueblo: ha sido lle­ vado y trasplantado allí, donde crece con extremo primitivismo y vigor, pero tiene su origen en las inteligencias más altas, y ha florecido durante milenios en ellas. El pueblo es el último terre­ no inculto en el que todavía prospera esta mala hierba brillante. - ¡Cómo! ¿Ya él habría que encomendarle la política? ¿Para que extraiga de ella su borrachera diaria? 189 De la alta política. - Por mucho que la utilidad y la vanidad de los individuos y de los pueblos intervengan en la alta política: el agua más potente que la impulsa hacia delante es la necesi­

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dad del sentimiento del poder, que no sólo brota en las almas de los príncipes y poderosos sino que de tiempo en tiempo, y no en escasa medida, brota justam ente en las capas inferiores del pueblo de fuentes inagotables. Siempre llega el momento en el que la masa está dispuesta a jugarse su fortuna, su con­ ciencia y su virtud para procurarse ese máximo placer, y man­ dar a capricho (o imaginarse mandando a capricho) como nación vencedora y arbitrariamente tiránica sobre otras naciones. En esos casos los sentimientos despilfarradores, desprendidos, esperanzados, confiados, arriesgados, fantasio­ sos, fluyen con tal profusión que el príncipe ambicioso o pru­ dentemente previsor puede desencadenar una guerra y susti­ tuir su injusticia con la buena conciencia del pueblo. Los grandes conquistadores siempre se han llenado la boca con el lenguaje patético de la virtud: siempre estaban rodeados de masas exaltadas que sólo querían escuchar el lenguaje más elevado. ¡Extraña locura de los juicios morales! Cuando el hombre tiene el sentimiento del poder se siente y se procla­ ma bueno', justam ente en ese momento, los otros, sobre los q u / ha de descargar su poder, lo sienten y llaman malol Hesiodo ha pintado en la fábula de las edades del hombre dos veces consecutivas la misma edad, la de los héroes homé­ ricos, y ha hecho de una-dos: vista desde la perspectiva de los que se hallaron bajo la espantosa y férrea presión de estos hombres aventureros y violentos o que oyeron hablar de ella a sus antepasados aparecía como mala: pero los descendien­ tes de estas generaciones guerreras veneraban en ella un tiempo pasado bueno, dichoso-semidichoso. Al poeta no se le ocurrió otra solución que ésta, -¡sin duda lo escuchaban gen­ tes de los dos tipos!

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190 La antigua cultura alemana. - Cuando los alemanes empezaron a parecerles interesantes a los otros pueblos de Europa - no ha­ ce mucho de ello se debió a una cultura que ahora no pose­ en, es más, que se han sacudido con ciego afán, como si hubie­ ra sido una enfermedad; a cambio no han sabido obtener nada mejofyque la locura política y nacional. Indudablemente han conseguido con ella hacerse aún más interesantes a los demás pueblos que antaño con su cultura: ¡y así estarán contentos! Entretanto no puede negarse que aquella cultura alemana embaucó a los europeos, y que no merecía tal interés, ni esa emulación y esa apropiación competitiva. Consideremos hoy a Schiller, Wilhelm von Humboldt, Schleiermacher, Hegel y Schelling, leamos su intercambio de cartas y adentrémonos en el gran círculo de sus seguidores: ¿qué los une?, ¿qué actúa en ellos sobre nosotros, como somos ahora, tan pronto insoporta­ bles, tan pronto enternecedores y dignos de compasión? Por un lado, el afán de parecer, a cualquier precio, moralmente exaltados^ por el otro, el afán de brillantes y deshuesadas genera­ lidades, junto con la pretensión de verlo todo más bello (los caracteres, las pasiones, los tiempos, las costumbres), - desgra­ ciadamente más «bello» según un mal gusto desvaído, que no obstante se jactaba de ser de origen griego. Se trata de un idea­ lismo blando, bonancible, con matices plateados, que pretende sobre todo tener gestos y voces de nobleza simulada, algo tan fatuo como inofensivo, animado por la más cordial aversión contra la realidad «fría» o «seca», contra la anatomía, contra las pasiones completas, contra toda clase de austeridad y escepti­ cismo filosóficos, pero sobre todo contra el conocimiento de la

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naturaleza, en la medida en que no se deja utilizar para un sim­ bolismo religioso. Goethe observaba este trajín de la cultura alemana a su manera: al margen, suavemente reticente, silen­ cioso, cada vez más seguro de su propio y mejor camino. También Schopenhauer observó este trjyín un poco más tarde, - se le habían hecho de nuevo visibles mucho mundo real y mucha diablura del mundo, y habló de ellos tan tosca como entusiásticamente: ¡porque esta diablura tenía su bellezal —Y, en el fondo ¿qué sedujo a los extranjeros a no mirar las cosas como Goethe o Schopenhauer, o simplemente a no mirarlas? Aquel brillo mate, aquella enigmática luz de vía láctea, que emite esta cultura: y el extranjero se dice: «Esto nos queda muy, muy lejos, aquí acaba para nosotros el ver, el oír, el compren­ der, el disfrutar, el valorar; ¡sin embargo, podrían ser estrellas! Los alemanes ¿no habrán descubierto en secreto un rincón del cielo y se habrán establecido allí? Hay que intentar acercarse más a los alemanes». Y se acercaron más a ellos: cuando poco más tarde los mismos alemanes empezaron a despojarse del bri­ llo galáctico; sabían demasiado bien que no habían estado en el cielo, - ¡sino en una nube! 191 ¡Hombres mejores! - Me dicen que nuestro arte se dirige a los hombres ansiosos, insaciables, indómitos, asqueados, atormen­ tados del presente, y les muestra una imagen de felicidad, ele­ vación y alejamiento del mundo junto a la imagen de su barba­ rie; de modo que pueden olvidar y respirar, incluso extraer del olvido el impulso para la huida y el viraje. ¡Pobres artistas, con

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tal público! jCon tales segundas intenciones semi-sacerdotales, semi-psiquiátricas! ¡Qué feliz era, en cambio, Corneille - «nues­ tro gran Corneille», como exclamaba madame de Sévigné con el acento de la mujer ante un hombre de una pieza, - y qué superior su público al que podía beneficiar con las imágenes de las virtudes caballerescas, del deber riguroso, del generoso espíritu de sacrificio y del heroico autocontrol! De qué manera tan dí^rente amaban él y ellos la existencia, no a partir de una «voluntad» ciega y salvaje, que se maldice porque no se es capaz de suprimirla, sino como un lugar en el que la grandeza y la humanidad juntas son posibles, y donde incluso la exigencia más estricta de las formas, el sometimiento a la arbitrariedad temporal o espiritual no oprimen ni el orgullo, ni la caballero­ sidad, ni la gracia, ni el espíritu de todos los individuos, sino son más bien sentidos como un atractivo y un acicate del contraste con la dignidad y la nobleza innatas, con el poder heredado del deseo y de la pasión. 192 Desear enemigos perfectos. - No puede discutírseles a los franceses que han sido el pueblo más cristiano del mundo: no porque entre ellos la fe de la masa haya sido mayor que en otras partes, sino porque entre ellos los ideales cristianos más difíciles se han encarnado en hombres y no han quedado en idea, amago o medianía. Ahí está Pascal, en fuego, espíritu y honradez el pri­ mero de todos los cristianos, - ¡y considérese lo que había que unir aquí! Ahí está Fénélon, la expresión perfecta y encantadora de la cultura eclesiástica en todo su vigor: una aurea mediocritas que

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como historiadores tenderíamos a creer imposible, mientras que sólo ha sido algo indeciblemente difícil e inverosímil. Ahí está madame de Guyon entre sus pares, los quietistas franceses: y todo lo que la elocuencia y la intensidad del apóstol Pablo ha intentado intuir de la semidivinidad más sublime, amorosa, silenciosa, arrebatada, del cristiano se ha hecho realidad, despo­ jándose de esa impertinencia judía que Pablo muestra frente a Dios, gracias a una ingenuidad en la palabra y la actitud auténti­ ca, femenina, fina, elegante y muy francesa. Ahí está el fundador de los monasterios trapenses, que ha llevado a sus últimas conse­ cuencias el ideal ascético del cristianismo, no como una excep­ ción entre los franceses sino como francés: porque hasta este momento su sombría creación sólo se ha afianzado y ha prospe­ rado entre los franceses, y los ha seguido a Alsacia y a Argelia. No olvidemos a los hugonotes: la unión del sentido guerrero y trabajador, de la moral refinada y del rigor cristiano nunca ha tenido expresión más bella. Y en Port Royal floreció por última vez la gran ciencia cristiana: en Francia los grandes hombres poseen más talento para el florecimiento que en otras partes. Lejos de ser superficial, un gran francés tiene su propia superfi­ cie, una piel natural para su contenido y su profundidad, mientras^ue la profundidad de un gran alemán generalmente se queda encerrada en una cápsula abigarrada, como un elixir que intenta protegerse de la luz y de manos atolondradas por su frasco duro y extraño. - ¡Yahora adivínese por qué este pueblo de los tipos consumados del cristianismo necesariamente tenía que producir los tipos contrarios consumados del pensamiento libre no cristiano! El pensamiento libre francés siempre luchó con grandes hombres, y no sólo con dogmas y sublimes engen­ dros, como los librepensadores de otros pueblos.

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193 Esprit y moral. - El alemán, tan entendido en el misterio de ser aburrido con ingenio, saber y cordialidad, que se ha acostum­ brado a sentir el aburrimiento como algo moral, - tiene miedo de que el esprit francés le saque los ojos a la moral - miedo y ganas, como el pajarito delante de la serpiente de cascabel. De los alemanes famosos ninguno ha tenido más esprit que pero al mismo tiempo ha tenido un miedo tan grande y tan ale­ mán de él que ha creado su curioso pésimo estilo. Su esencia consiste en que un núcleo es envuelto una vez y otra, hasta que apenas asoma bajo el envoltorio, avergonzado y curioso, como las «mujeres jóvenes miran a través de su velo», para hablar con la vieja misoginia de Esquilo - : ese núcleo es, sin embargo, una ocurrencia ingeniosa, a menudo insolente sobre las cosas más espirituales, una arriesgada y fina asociación de palabras, como corresponde a la sociedad de pensadores, como complemento de la ciencia, - ¡pero en ese envoltorio se presen­ ta como la ciencia abstrusa en persona y el colmo del aburri­ miento moral! Los alemanes por fin habían encontrado una forma del esprit autoraada, y la disfrutaron con tan ufano placer que la mente excelente, muy excelente, de Schopenhauer se detuvo ante ella, - toda su vida protestó contra el espectáculo que le daban los alemanes, j>ero nunca supo explicárselo. 194 La vanidad de los maestros de moral. - El, en total, escaso éxito de los maestrbs de moral tiene su explicación en que han pretendi­

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do demasiado de una vez, han sido demasiado ambiciosos; querí­ an dar preceptos para todos. Pero esto significa moverse en la vaguedad y dar discursos a los animales para convertirlos en hombres: ¡no es de extrañar que los animales lo encuentren abu­ rrido! Habría que buscar círculos restringidos y buscar y fomentíir para ellos la moral, jx>r ejemplo dar discursos a los lobos para convertirlos en perros. Sobre todo, el gran éxito será siempre para aquel que no pretende educar ni a todos ni a círculos res­ tringidos, sino a uno solo sin mirar ni a la derecha ni a la izquier­ da. El siglo pasado aventaja al nuestro en que en él había tantos hombres educados individualmente, junto a otros tantos educa­ dores, que hallaron en ello la tarea de su vida - y con la tarea tam­ bién la dignidad, ante sí mismos y ante toda «buena sociedad». 195 La así llamada educación clásica. - Descubrir que nuestra vida está consagrada al conocimiento; que la desperdiciaríamos, ¡no!, que la habríamos desperdiciado ya si esta consagración no la hubiera protegido de nosotros mismos; recitarse estos versos a menudo y con emoción: «Destino, ¡te sigo! Y aunque no quisiera, ¡tendría que seguirte con suspiros!» - Yen una mirada hacia atrás sobre el camino de la vida descu­ brir también que algunas cosas ya no tienen remedio: la dilapi­ dación de nuestra juventud, cuando nuestros educadores no emplearon aquellos años ansiosos de saber, ardientes y sedien­

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tos, para conducirnos hacia el conoámiento de las cosas, ¡sino hacia la así llamada «formación clásica»! La dilapidación de nuestra juventud, cuando nos transmitieron un somero saber sobre los griegos y los romanos y sus lenguas con tanta torpeza como saña, y en contra del principio supremo de toda educa­ ción, según el cual \sólo se ha de dar alimento al que tiene hambre de éR Cuando nos impusieron de manera violenta las matemáticas y la físi^, en vez de llevarnos primero a la desesperación de la ignorancia y disolver en mil problemas, en problemas acucian­ tes, humillantes e irritantes nuestra pequeña vida cotidiana, nuestro faenar y todo lo que sucede entre la mañana y el anoche. cer en la casa, en el taller, en el cielo y en el paisaje, - para enton­ ces mostrar a nuestro deseo que necesitamos perentoriamente un saber matemático y mecánico, ¡y enseñamos entonces el pri­ mer júbilo científico ante la lógica absoluta de este saber! ¡Si nos hubieran enseñado también el respeto ante estas ciencias, si nos hubieran hecho vibrar el alma, siquiera una vez, con las luchas y las derrotas y el continuar en la brecha de los grandes, con el martirio, que es la historia de la ciencia rigurosa}. ¡Más bien recibi­ mos el soplo de un cierto desprecio de las verdaderas ciencias, en favor de la historia, de la «formación formal» y de las «huma­ nidades»! ¡Ynosotros nos dejamos engañar con tanta facilidad! ¡Formación formal! ¿Acaso no hubiéramos podido señalar a los mejores profesores de nuestros institutos y preguntar riendo: «¿Dónde está su formación formal? ¿Ysi no la tienen, cómo van enseñarla?». ¡Yhumanidades! ¿Aprendíamos acaso algo del espíritu en el que justamente los antiguos educaban a su juven­ tud? ¿Aprendíamos a hablar como ellos, a escribir como ellos? ^Nos ejercitábamos constantemente en la esgrima de la converleción, en la dialéctica? ¿Aprendíamos a movernos con belleza y

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nobleza como ellos, a luchar, lanzar y combatir con los puños como ellos? ¿Aprendíamos algo de la ascética práctica de todos los filósofos griegos? ¿Nos ejercitaron en una sola de las virtudes clásicas, en la manera en que lo hacían los antiguos? ¿No nos fal­ taba, además, en nuestra educación toda reflexión sobre la moral, y aún mucho más la única crítica posible de ésta, esos rigurosos y valientes intentos de vivir en esta o en aquella otra moral? ¿Despertaban en nosotros cualquier sentimiento que los antiguos consideraran más alto que los modernos? ¿Nos enseña­ ban la división del día y de la vida, y los objetivos máis allá de la vida, en un espíritu clásico? ¿Aprendíamos las lenguas antiguas como aprendemos las de los pueblos vivos, - para hablarlas, y hablarlas cómodamente y bien? ¡En ningún aspecto una verda­ dera capacidad, una nueva habilidad como resultado de años de trabajo!. Sino sólo un conocimiento de lo que en un tiempo unos hombres sabían y podían. ¡Y qué conocimiento! No hay nada más evidente para mí a través de los años que todo el ser griego y antiguo, tan sencillo y mundialmente conocido como parece presentarse a nosotros, es muy difícil de entender, inclu­ so apenas asequible, y que la habitual ligereza con la que se habla de los antiguos o es una estupidez o una vieja presunción heredada de la falta de reflexión. Las palabras y los conceptos similares nos confunden: pero tras ellos siempre hay escondido un sentimiento que debería extraño, incomprensible o penoso al sentimiento moderno. ¡Yéstos son los terrenos en los que se permite jugar a los niños! Pero basta, lo hemos hecho cuando éramos niños, y hemos cogido casi para toda la vida aversión hacia la Antigüedad, ¡la aversión de una familiaridad aparente­ mente excesiva! Porque hasta ahí va el orgulloso engreimiento de nuestros educadores clásicos, de estar, por así decir, en la pose­

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sión de los antiguos, que dejan desbordar esta presunción sobre sus alumnos, junto a la sospecha de que esta posesión no puede hacer feliz a nadie, y que sólo sirve para honrados, pobres, locos y viejos ratones de biblioteca: «¡Que cuiden su tesoro! ¡Será digno de ellos!» - con este silencioso pensamiento secreto culmi­ nó nuestra educación clásica. - Ya no tiene remedio - ¡para nosotros! ¡Pero no pensemos sólo en nosotros! 196 Las cuestiones más personales de la verdad. - «¿Qué es exactamente lo que hago} ¿Y qué pretendo con ello precisamente yo?» - ésta es la pregunta de la verdad, que hoy, dado el tipo de educación actual, no se enseña y que, en consecuencia, nadie se pregunta, no hay tiempo para ella. En cambio, hablar con los niños de tonterías y no de la verdad, hablar de banalidades y no de la verdad con mujeres que más tarde serán madres, hablar con jóvenes de su futuro y de sus diversiones y no de la verdad, ¡para eso siempre hay tiempo y ganas! - Pero ¡qué son setenta años! - pasan corriendo y pronto terminan; ¡importa tan poco que la ola sepa adónde se dirige! Sí, incluso sería sabio no saber­ lo. - «Admitido: pero no es como para envanecerse no pregun­ tar siquiera por ello; nuestra educación no hace orgullosos a los hombres». - ¡Tanto mejor! - «¿De verdad?» 197 La hostilidad de los alemanes contra la Ilustración. - Pasemos

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revista a la contribución que los alemanes han hecho durante la primera mitad de este siglo a la cultura universal con su tra­ bajo intelectual, y empecemos por los filósofos: han retrocedi­ do a la primera y más antigua etapa de la especulación, por­ que hallaron su satisfacción en conceptos, en vez de en explicaciones, como los pensadores de épocas soñadoras, revitalizaron una especie precientífica de la filosofía. En segundo lugar, los historiadores y románticos alemanes: su empeño general se dirigía a reivindicar sentimientos pasados, primitivos, y sobre todo el cristianismo, el alma, la leyenda y el lenguaje populares, el medievalismo, la ascética oriental, el hinduismo. En tercer lugar, los investigadores de la naturale­ za: luchaban contra el espíritu de Newton y Voltaire y, como Goethe y Schopenhauer, intentaban restablecer la idea de una naturaleza divinizada o diabolizada, y de su significado general ético y simbólico. La tendencia de los alemanes iba esencialmente contra la Ilustración, y contra la revolución de la sociedad, que se entendía, cometiendo un grave error, como su consecuencia: el respeto a todo lo aún existente bus­ caba convertirse en respeto a todo lo que ha existido una vez, sólo para que el corazón y el espíritu se llenaran de nuevo y no tuvieran espacio para objetivos futuros e innovadores. El culto del sentimiento fue erigido en lugar del culto de la razón, y los músicos alemanes, como los artistas de lo invisi­ ble, soñador, fabuloso, anhelante, contribuyeron a la cons­ trucción del nuevo templo con más éxito que todos los artis­ tas de la palabra y de los pensamientos. Admitiendo que individualmente se han dicho y se han estudiado innumera­ bles cosas positivas, y que desde entonces más de un tema se juzga con más justeza que nunca hasta ahora: no queda más

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remedia que decir del total que nofue un peligro general no considerable hacer descender, con la apariencia del conocimiento más completo y definitivo del pasado, el conocimiento en sí por debajo del sentimiento y - para hablar con Kant, que defi­ nía así su propio empeño - «abrir de nuevo el camino a la fe, imponiendo al saber sus límites». ¡Respiremos de nuevo aire librei la hora de ese peligro ha pasado! Y es extraño: precisa­ mente los espíritus que habían sido conjurados tan elocuen­ temente por los alemanes han sido a la larga los más perjudi­ ciales para las intenciones de sus conjuradores, - la historia, la comprensión del origen y de la evolución, la empatia con el pasado, la pasión nuevamente despertada del sentimiento y del conocimiento, después de que durante un tiempo todos parecieran ayudantes afanosos del espíritu oscurantista y retrógrado, han adoptado un buen día otra naturaleza y vue­ lan con alas desplegadas dejando atrás a sus conjuradores, como nuevos y más potentes justamente de esa Ilustraáón contra la que habían sido movilizados. Esta Ilustración es la que debemos ahora continuar nosotros, - sin preocupar­ nos de que, ha habido una «gran revolución» y una «gran reacción» contra ella, incluso de que aún están ambas vigen­ tes: ¡se trata únicamente de pequeños oleajes, comparados con la marea realmente grande con la que nos movemos y deseamos movernos! 198 Dar a su pueblo el rango. - Poseer muchas y grandes experien­ cias interiores, v descansar v velar sobre ellas con oios esniri-

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tuales, - eso hace a los hombres de la cultura, que dan el rango a su pueblo. En Francia e Italia lo hizo la nobleza, en Alemania, donde hasta ahora la nobleza ha pertenecido en general a los pobres de espíritu (quizá no por mucho tiem­ po), lo hicieron los religiosos, los maestros y sus descen­ dientes. 199 Nosotros somos más distinguidos. - Fidelidad, generosidad, el pundonor de la buena fama: estas tres virtudes unidas en una actitud - es lo que llamamos aristocrático, distinguido, noble, y así superamos a los griegos. No queremos renunciar a ello, por el sentimiento de que los viejos objetos de estas virtudes han descendido en el aprecio (y con razón), sino proporcio­ nar subrepticiamente nuevos objetos a este nuestro delicioso impulso hereditario. - Para comprender que la actitud de los griegos más distinguidos sería considerada poco y apenas decente en medio de nuestra distinción todavía caballeresca y feudalista, recuérdese aquella frase de consuelo que Ulises solía emplear en situaciones penosas: «¡Sopórtalo, mi queri­ do corazón! ¡Ya has soportado cosas peores!». Y como ejemplo práctico del modelo mítico tómese la historia de aquel oficial ateniense que, amenazado con un bastón por otro oficial delante de todo el estado mayor, encajó la ofensa con estas palabras: «¡Pégame, si quieres, pero ahora escúchame tam­ bién!». (Es lo que hizo Temístocles, aquel muy hábil Ulises de la Antigüedad clásica, que era lo suficientemente hombre como para enviar a su «querido corazón» aquella frase de

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consuelo en momento tan penoso.) A los griegos les era ajeno tomarse a la ligera la vida y la muerte por una ofensa, como nosotros lo hacemos bajo la influencia de un espíritu caballeresco heredado, de aventura y sacrificio; o buscar oca­ siones para jugarse ambas de manera honrosa, como hace­ mos nosotros en los duelos; o valorar más la conservación del buen nombre (el honor) que la adquisición del mal nombre, si va unido a la gloria y al sentimiento del poder; o ser fieles a los prejuicios y a los principios de clase si les impiden conver­ tirse en un tirano. Pues éste es el innoble secreto de todo buen aristócrata griego; mantiene en un plano de igualdad a cada uno de los miembros de su clase por puros celos, pero está dispuesto en cada momento a saltar como un tigre sobre su presa, el poder absoluto; |qué le importa ahí la mentira, el asesinato, la traición, la entrega de la ciudad patria! La justi­ cia resultaba extremadamente difícil a este tipo de hombres, casi pasaba por ser algo increíble; «el justo» - era entre los griegos como «el santo» para los cristianos. Cuando Sócrates decía; «El virtuoso es el más dichoso», la gente creía no haber oído bien, pensaba haber oído algo aberrante. Porque ante la imagen del más dichoso todo hombre de alto linaje pensaba en la absoluta desconsideración y la perversidad del tirano, que en su insolencia y desenfreno sacrifica todo y a todos. Entre hombres que en secreto fantaseaban desaforadamente sobre una dicha de este calibre la profundidad a la que estaba implantado el respeto al estado nunca era suficiente, - pero yo pienso; hombres cuya ambición de poder no es tan devas­ tadora como la de los nobles griegos no necesitan tampoco esa idolatrización del concepto del estado con la que enton­ ces se consolaba aquella ambición.

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200 Soportar la pobreza. - La gran ventaja del abolengo aristocrático es que permite soportar mejor la pobreza. 201

Futuro de la aristocracia. - Los gestos del mundo distinguido expresan que en sus miembros la conciencia del poder juega constantemente su excitante juego. Así el hombre, o la mujer, de costumbres aristocráticas no se deja caer agotado en un sillón, evita apoyar la espalda, cuando todo el mundo se instala cómodamente, por ejemplo, en el tren, no parece cansarse cuando en la corte pasa horas de pie, no arregla su casa pen­ sando en la comodidad, sino con grandiosidad y dignidad, como para recibir a seres más grandes (y más largos), responde a una agresión verbal con compostura y claridad mental, no aterrado, aplastado, avergonzado y sin aliento como el plebeyo. Así como sabe dar la impresión de una gran fuerza física cons­ tantemente accesible, desea mantener con serenidad y amabili­ dad indefectibles, incluso en situaciones penosas, la impresión de que su alma y su espíritu están a la altura de los peligros y las sorpresas. Una cultura distinguida puede asemejarse en el terreno de las pasiones al jinete que siente placer en hacer ir al paso a un animal apasionado y orgulloso - piénsese en la época de Luis XIV, - o al jinete que siente a su caballo galopar como una fuerza de la naturaleza, en el límite donde el caballo y el jinete pierden la cabeza, pero disfrutando de la felicidad de mantener, a pesar de todo, el control: en ambos casos la cultura

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distinguida respira poder, y si a menudo en sus costumbres sólo reclama la apariencia del sentimiento de poder, por la impre­ sión que este juego causa a los no-distinguidos, y por el espectá­ culo de esta impresión, el verdadero sentimiento de superiori­ dad crece constantemente. - Esta indiscutible felicidad de la cultura distinguida, que reposa sobre el sentimiento de superimidad, asciende ahora a un peldaño aún más alto porque gracias a todos los espíritus libres, al hombre nacido y educado aristocráticamente le está permitido, y ya no resulta censurable entrar en la hermandad del conocimiento y recibir allí órdenes más espirituales, aprender servicios de caballería más altos que hasta ahora, y alzar la vista hacia ese ideal de la sabiduría victoríosa que es como el tiempo que se aproxima. Por fin: ¿a qué va a dedicarse dé ahora en adelante la aristocracia si cada día pare­ ce que es más indecoroso ocuparse de política? -

202 Para el cuidado de la salud. - Apenas hemos empezado a reflexio­ nar sobre la fisiología de los criminales y ya nos hallamos ante la incuestionable evidencia de que entre criminales y enfermos mentales no existe una diferencia esencial: siempre que creamos que la manera de pensar moral dominante es la manera de pen­ sar de la salud mental. Ninguna opinión, sin embargo, goza ahora de tanto crédito como ésta, así que no temamos ser con­ secuentes y tratar al criminal como a un enfermo mental: sobre todo, no con caridad soberbia, sino con sensatez médica, buena voluntad médica. Un cambio de aires, otra compañía, desaparecer por un tiempo, quizá estar solo y una nueva activi­

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dad - ¡son buenas para él! Quizá a él mismo le parezca una vent£ya'vivir durante un tiempo en reclusión, para encontrar pro­ tección de sí mismo y de un molesto impulso tiránico - ¡bien! Que se le expongan con toda claridad la posibilidad y los medios de curación (de la eliminación, transformación, subli­ mación de ese impulso), también, en el peor de los casos, su improbabilidad; hay que ofrecerle al criminal incurable, que acaba aborreciéndose a sí mismo, la oportunidad para el suici­ dio. Reservando éste como último medio de alivio no se ha de escatimar ningún esfuerzo para devolver al criminal, sobre todo, el buen ánimo y la libertad espiritur vuestra parte aceptarla, incluso ser sus protectores, ¡consi­ derando que la ciencia no ejerce esta generosidad hacia vues­ tras opiniones! ¿Sabéis que no tenéis ningún derecho a ejer­ cer esta tolerancia? ¿Que este gesto condescendiente es una afrenta a la ciencia peor que el desprecio abierto que se per­ mite algún cura o artista desaprensivo? Os falta esa conciencia estricta para lo que es verdad y real, no os atormenta y martiri­ za hallar la ciencia en contradicción con vuestros sentimien­ tos, no conocéis el ansia ávida del conocimiento dom inán­ doos como pna ley, no sentís ninguna obligación en el deseo de estar presentes con vuestros ojos en todas partes donde se conoce, de no dejaros escapar nada queyz está conocido. ¡No co­ nocéis lo que tratáis con tanta tolerancia! ¡Ysólo porque no lo conocéis os resulta tan fácil adoptar una expresión tan con­ descendiente! ¡Precisamente vosotros lanzaríais miradas furi­ bundas y fanáticas si la ciencia pretendiera examinar vuestra cara sus ojos! - ¡Qué nos importa, pues, que ejerzáis la tole­

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rancia - con un fantasmal ¡Ni siquiera con nosotros! ¡Y qué importancia tenemos nosotros! 271 El estado de ánimo festivo. - Precisamente para esos hombres que desean más ardientemente el poder ¡es indescriptiblemente agradable sentirse anonadadói ¡Hundirse de pronto y profunda­ mente en un sentimiento, como en un remolino! Dejarse arre­ batar las riendas de la mano y ser espectador de un movimiento ¿quién sabe hacia dónde? Sea quien sea, sea lo que sea, lo que nos hace este servicio, - es un gran servicio: somos tan felices y estamos tan alterados, y sentimos un silencio de excepción a nuestro alrededor como si estuviéramos en el centro mismo de la tierra. ¡Por una vez, sin poder! ¡Una pelota de las fuerzas pri­ migenias! Hay un distenderse en esta felicidad, un desembara­ zarse del gran peso, un rodar cuesta abajo sin esfuerzo como siguiendo la inercia ciega. Es el sueño del escalador de monta­ ñas, que sin duda tiene su meta en las alturas, pero que en el camino se duerme de puro cansancio y sueña en la dicha del contraste- es decir el rodar cuesta abajo. - Describo esta felici­ dad como me la imagino en nuestra sociedad actual de Europa y América, atosigada y ansiosa de poder. De vez en cuando desean retornar tambaleando a la impotencia, - este placer se lo ofrecen las guerras, las artes, las religiones, los genios. Cuando nos entregamos por un tiempo a una impresión devoradora y aplastante - ¡es el moderno estado de ánimo festivo! - luego nos sentimos más libres, recuperados, fríos y rigurosos, e incan­ sables perseguimos, de nuevo, lo contrarío: el poder.

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272 La purificación de la raza. - Probablemente no existen razas puras, sino sólo razas purificadas, y éstas en muy escaso número. Lo corriente son las razas crtozadas, en las que siempre se halla­ rán junto a la disarmonía de las formas corporales (por ejem­ plo, cuando los ojos no corresponden a la boca) las disarmo­ nías de las costumbres y de los conceptos de valor. (Livingstone oyó decir a alguien: «Dios creó hombres blancos y negros, el demonio creó las razas mixtas».) Las razas cruzadas son siempre al mismo tiempo culturas cruzadas, moralidades cruzadas: gene­ ralmente son peores, más crueles, más intranquilas. La pureza es el último resultado de innumerables adaptaciones, absorcio­ nes y expulsiones, y el camino hacia la pureza se demuestra en que la fuerza existente en una raza se limita progresivamente a determinadas funciones escogidas, mientras que antes debía encargarse de demasiados y a menudo contradictorios cometi­ dos: una limitación de este tipo siempre parecerá también un empobrecimiento y ha de ser juzgada con tacto y delicadeza. Por fin, cuando el proceso de purificación culmina, toda esa fuerza, que se perdía antes en la lucha de las cualidades disarmónicas, está a disposición del organismo total: por lo que las razas purifi­ cadas siempre han sido más fuertes y más bellas. - Los griegos son un ejemplo de raza y de cultura purificadas: esperemos que un día se consigan una raza y una cultura puras europeas. 273 El elo^o. - Aquí hay alguien al que se le nota que desea elo^arte.

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aprietas los labios, se te encoge el corazón: ¡Ah, si pasara ese cáliz! Pero no pasa, ¡se acerca! ¡Bebamos, pues, la dulce desfa­ chatez del panegirista, sobrepongámonos a la repulsión y al profundo desprecio que nos produce el meollo de su elogio, cubramos nuestro rostro con los pliegues de la satisfacción agradecida! - ¡No ha pretendido más que halagarnos! Y ahora, después de que ha pasado todo sabemos que él se siente muy elevado, ha obtenido un triunfo sobre nosotros - ¡sí! y también sobre sí mismo, ¡el muy canalla! - porque no le resultó fácil arrancarse ese elogio. 274 Derecho y pñvilegio humanos. - Nosotros, los hombres, somos las únicas criaturas que cuando se malogran pueden borrarse como se borra una frase malograda, - lo hagamos en honor de la humanidad o por compasión con ella, o por disgusto con nosotros mismos. 275 El transformado. - Ahora es virtuoso, únicamente para hacer daño a otros. ¡No volváis tanto la cabeza hacia él! 276 ¡Qué a menudo! ¡Qué inesperado! - ¡Cuántos hombres casados

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han vivido esa mañana en la que comprenden que su joven esposa es aburrida y cree lo contrario! ¡Por no hablar de esas mujeres cuya carne es dócil y cuyo espíritu es débil! 277 Virtudes calientes y frías. - El valor como coraje y temple fiíos, y el valor como bravura acalorada y medio ciega, - ¡ambos reciben un mismo nombre! ¡Pero qué diferentes son las virtudes frías de las calientesl Y sería un necio el que creyera que la «bondad» sólo se añade con el calor: ¡y no menos necio el que pretendie­ ra atribuirla exclusivamente al frío! Lo cierto es que la humani­ dad ha encontrado muy útiles el valor cálido y el valor frío, y además no tan frecuentes como para no contarlos entre las pie­ dras preciosas en sus dos colores. 278 La memoria complaciente. - Quien tiene un alto rango hará bien en adquirir una memoria complaciente, es decir, recordar cosas positivas de las personas y marcarlas con una raya: de este modo se las mantiene en una agradable dependencia. Así puede actuar el hombre también consigo mismo: si posee o no uña memoria complaciente decide, a fin de cuentas, sobre su actitud hacia sí mismo, sobre la elegancia, bondad o desconfianza en la observación de sus inclinaciones e inten­ ciones, y sobre el tipo de las inclinaciones e intenciones mismas.

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279 En lo que nos volvemos artistas. - El que convierte a otro en su ídolo intenta justificarse ante sí mismo elevándolo a ideal; se convierte en artista en este empeño para tener una buena conciencia. Cuando sufre, no sufre por el no saber, sino por el engañarse, como si no supiera. - El sufrimiento y el placer ínti­ mos de un hombre de este tipo - todos los amantes apasiona­ dos pertenecen a él - es imposible de agotar con cubos nor­ males. 280

Infantil - El que vive como los niños - es decir no lucha por su pan y no cree que a sus acciones corresponde un significado definitivo - permanece infantil. 281

El yo lo quiero todo. - Parece que el hombre sólo actúa para po­ seer; al menos, las lenguas sugieren esta idea al contemplar toda acción pasada como si con ella poseyéramos algo («yo he hablado, luchado, triunfado»; es decir, yo poseo ahora mi dis­ curso, mi combate, mi victoria). ¡Qué avaricioso resulta el hom­ bre! ¡No dejarse arrebatar ni siquiera el pasado, desear poseer­ lo también!

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282 Peligro en la belleza. - Esta mujer es bella y sabia: ¡ay, cuánto más sabiduría hubiera alcanzado si no fuera bella! 283 Paz doméstica y paz del alma. - Nuestro estado de ánimo habitual depende del estado de ánimo en el que sabemos m antener nuestro entorno. 284 Presentar lo nuevo como vigo. —Muchos se irritan cuándo les rela­ tan una novedad, sienten la supremacía que le concede la novedad al que la conoce antes. 285 ¿Dónde termina el yo? - La mayoría de las personas toma bajo su protección una cosa que saben, como si el saberla ya la con­ virtiera en su propiedad. El deseo de apropiación del senti­ miento del yo no tiene límites: los grandes hombres hablan como si todo el tiempo estuviera detrás de ellos y fueran la cabeza de ese largo cuerpo, y las buenas mujeres se atribuyen como un mérito propio la belleza de sus hijos, de sus vestidos, de su ^erro, de su médico y de su ciudad, aunque no se atre­

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van a decir: «Todo esto soy yo». Chi non ha, non é - dicen en Italia. 286 Animales domésticos y falderos, y parientes. - ¡Hay algo más repugnante que el sentimentalismo hacia las plantas y los animales por parte de una criatura que desde el principio ha vivido entre ellos como el enemigo más furioso, y que al final exige de sus víctimas debilitadas y mutiladas senti­ mientos tiernos! Ante esta clase de «naturaleza» al hombre le corresponde sobre todo seriedad, si es un hombre pensan­ te. 287 Dos amigos. - Eran amigos pero han dejado de serlo, y desataron en ambos lados su amistad al mismo tiempo, el uno porque se creía demasiado incomprendido, el otro porque se creía dema­ siado conocido - ¡ambos se equivocaban! - porque ninguno de ellos se conocía a sí mismo lo suficiente. 288 Comedia de los nobles. - Los que no consiguen la confianza noble y cordial intentan que se intuya su noble naturaleza a través de la reserva y la severidad, y un cierto desprecio de la confianza:

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como si el fuerte sentimiento de su confíanza se avergonzara de mostrarse. 289 Donde no está permitido decir nada en contra de una xñrtud. - Entre los cobardes es de mal tono decir algo en contra de la valentía, y provoca desprecio; y personas desconsideradas se indignan cuando se dice algo en contra de la compasión. 290 Un despilfarro. - En naturalezas irritables y violentas las prime­ ras palabras y acciones no son, en general, representativas de su verdadero carácter (se deben a las circunstancias y son, en cierto modo, imitaciones del espíritu de las circunstancias), pero como han sido pronunciadas y hechas, las verdaderas palabras y acciones características que les siguen se pierden a menudo en arreglar, reparar o hacer olvidar. 291 Pretensión. - La pretensión es un orgullo interpretado y simula­ do; pero es precisamente característico del orgullo que es incapaz ,del juego, la simulación y la hipocresía, y los aborrece - en este sentido la pretensión es la simulación de la incapaci­ dad disimulación, algo muy difícil y en general condenado al

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fracaso. Si, como siempre suele suceder, el orgullo se traicio­ na en este trance, al pretencioso le esperan disgustos triples: nos enfadamos con él porque pretende engañarnos, y nos enfadamos con él porque ha querido mostrarse superior a nosotros, - y, por fin, nos reímos de él porque ambas cosas le han salido mal. ¡Hasta qué punto, pues, hay que desaconsejar la pretensión I 292 Una especie de confusión. - Cuando oímos hablar a alguien, gene­ ralmente basta el sonido de una sola consonante (por ejemplo, la r) para despertar nuestras dudas sobre la honradez de su sen­ timiento: nosotros no estamos acostumbrados a ese sonido y ten­ dríamos que producirlo conscientemente, - nos suena «fabrica­ do». Aquí hay un terreno de confusión notable: y lo mismo puede decirse del estilo de un escritor, que tiene hábitos que no son los de todo el mundo. Su «naturalidad» es sentida como tal sólo por él, y con lo que él siente como «fabricado», porque con ello ha cedido a la moda y al llamado «buen gusto», quizá encuentra aprobación y despierta confianza. 293 ^radecido. —Un grano de más de sentido agradecido y piedad: - y ya sufnmos por ello como con un vicio, y caemos con toda nuestra independencia y probidad en las garras de la mala con­ ciencia.

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294 Santos. - Los hombres más sensuales son los que han de huir de las mujeres y martirizar el cuerpo. 295 Fineza del servir. - Dentro del gran arte del servir se consi­ dera una de las tareas más exquisitas servir a un indepen­ diente indóm ito, que aunque es en todo el egoísta más rem atado no quiere pasar por serlo (eso es precisam ente uno de los objetivos de su am bición), y que lo quiere todo según su voluntad y antojo, pero siempre de tal modo que parezca que se sacri'fíca y raras veces desea algo para sí mismo. 296 El duelo. - Considero una ventaja, dijo uno, poder tener un duelo si lo necesito; porque me rodean constantemente bue­ nos camaradas. El duelo es el último camino, completamente honorable, que queda al suicidio, por desgracia es un rodeo, y ni siquiera uno muy seguro. 297 Dañino. - Se estropea a un joven con total seguridad si se le

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incita a respetar más al que piensa igual que al que piensa de manera diferente. 298 El cuüo a los héores y sus fanáticos. - El fanático de un ideal que sea de carne y hueso tiene, normalmente, la razón mientras niega, y en esto es terrible: conoce lo negado como a sí mismo, por la simple razón de que procede de allí, está afin­ cado allí y, en secreto, teme siempre verse obligado a volver allí, - desea hacer imposible el regreso con la manera como niega. En cuanto afirma, cierra los ojos a medias y empieza a idealizar (a menudo sólo para hacer daño a los que se han quedado en casa -); y decimos que es algo artístico, - bien, pero también con cierta deshonestidad. El que idealiza a una persona la coloca tan lejos que ya no la ve enfocada - y enton­ ces interpreta lo que ve hacia lo «bello», es decir: hacia lo simétrico, de líneas suaves, vago. Como desea adorar a su ideal, que flota en la lejanía y las alturas, ha de construir, para protegerse del profanum vulgus, un templo para su adoración. A él acarrea todos los objetos venerables y consagrados que posee, para que su magia beneficie al ideal y éste crezca y adquiera mayor divinidad con este alimento. Por fin, ha crea­ do de verdad su dios, - pero hay uno que sabe cómo lo ha hecho: su conciencia intelectual, - y también hay uno que protesta contra ello, inconscientemente, el idolatrado, que a causa del culto, los himnos de alabanza y el incienso se vuelve insoportable, y se revela de manera palmaria y desagradable como no-dios y demasiado-humano. Al fanático no le queda

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más que una salida: deja que lo maltraten a él y a sus correli­ gionarios, e interpreta todo el desastre m maiorem dei gloñatn con un nuevo género de autoengaño y mentira noble: toma partido contra sí mismo y siente, como maltratado e intérpre­ te, algo como un martirio, - así asciende a la cima de su pre­ sunción. - Personas de este tipo viven, por ejemplo, por Na­ poleón: quizá incluso sea él el que ha inspirado al alma de nuestro siglo la postración romántica ante el «genio», tan ajena al espíritu de la Ilustración, él, ante el que un Byron proclamaba sin avergonzarse ser «un gusano». (Las fórmulas de esta postración han sido encontradas por Thomas Carlyle, ese viejo y pretencioso cabeza-confusa y hurón, que dedicó una larga vida a volver romántica la razón de sus ingleses: ¡infructuosamente!) 299 Apariencia de heroísmo. - Lanzarse en medio de los enemigos puede ser la señal de la cobardía. 300 Indulgente hacia el adulador. —La última sabiduría de los ambi­ ciosos insaciables es no dejar notar el desprecio a los hombres, que les inspira .la visión de los aduladores: por el contrario, apa­ recer indulgente también hacia ellos, como Dios, que no pue­ de ser más que indulgente.

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301 «De mucho carácter». - «Lo que he dicho, lo hago» - esta manera de pensar pasa por ser de mucho carácter. ¡Cuántas acciones se llevan a cabo no porque han sido escogidas como las más razo­ nables, sino porque cuando se nos ocurrieron cosquillearon de alguna manera nuestro afán de notoriedad y nuestra vanidad, y decidimos seguir adelante con ellas e imponerlas a toda costa! Así acrecientan en nosotros la fe en el propio carácter y en nuestra buena conciencia, o sea, en resumen, en nuestra/uerza: mientras que la selección de lo más razonable alimenta el escepticismo hacia nosotros mismos y, en consecuencia, un sentimiento de debilidad. 302 ¡Una, dos, tres veces verdad! - Los hombres mienten con una indecible frecuencia, pero luego no piensan más en ello y, en consecuencia, tampoco creen en ello. 303 Pasatiempo del conocedor de hombres. —Él cree conocerme y se siente perspicaz e importante cuando trata de esta y de la otra manera conmigo: yo me cuido de desengañarle. Porque ten­ dría que pz^arlo, mientras que ahora él me quiere bien, ya que le procuro una sensación de superioridad omnisciente. —Otro teme que yo imagine conocerlo, y se siente humillado. Así se

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comporta oscura y vagamente, e intenta confundirme en lo que a él respecta, - para así elevarse de nuevo sobre mí. 304 Los destructores del mundo. - A éste no le sale bien algo; por fin exclama indignado: «¡Que se vaya al diablo el mundo!». Este aborrecible sentimiento es el colmo de la envidia, que argu­ menta así: ¡como yo no puedo tener algo, el mundo entero no ha de tener nada, el mundo entero no ha de ser nadal 305 Avaricia. - Nuestra avaricia al comprar crece con la baratura de los objetos, - ¿por qué? ¿Acaso las pequeñas diferencias de pre*cio crean el pequeño ojo de la avaricia? 306 IdeeUgriego. - ¿Qué admiraban los griegos en Ulises? Sobre todo la capacidad para la mentira y para la represalia taimada y terri­ ble; estar a la altura de las circunstancias; cuando es necesario, parecer más noble que el más noble; poder ser lo que uno quiera, perseveríuicia heroica; tener al alcance todos los medios; él posee espíritu - su espíritu es la admiración de los dioses, que sonríen cuando piensan en él —; ¡todo esto es ideal gvicgol Lo curioso'és que aquí la oposición entre apariencia y ser no se

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percibe y, por lo tanto, no se evalúa moralmente. ¡Hubo alguna vez actores tan a conciencia! 307 /Facta.' ¡Sí, facta ficta.'- Un historiador no tiene que tratar de lo que de verdad ha ocurrido, sino sólo de los sucesos supuestos: porque únicamente éstos han tenido efecto. Lo mismo sólo de los héroes supuestos. Su tema, la así llamada historia universal, son opiniones sobre supuestas acciones y sus supuestos motivos, que a su vez dan lugar a opiniones y acciones, cuya realidad se evapora inmediatamente y tiene sólo el efecto del vapor, - un engendramiento y una gestación continuos de fantasmas sobre las profundas nieblas de la realidad inescrutable. Todos los his­ toriadores hablan de cosas que nunca han existido excepto en la imaginación. 308 No entender el negocio es distinguido. - Vender su virtud al precio más alto o, incluso, practicar la usura con ella como maestro, funcionario o artista, - es hacer del genio y del talento un asunto de mercaderes. ¡No hay que pretender ser sagaz con la sabiduríal 309 Miedo y amor. - El miedo ha fomentado más el conocimiento

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general sobre el hombre que el amor, porque el miedo desea adivinar quién es el otro, qué sabe hacer y qué pretende: equi­ vocarse en estos terrenos sería un peligro y un peijuicio. El amor, por el contrario, tiene el impulso secreto de ver en el otro tanta belleza como sea posible, o de elevarlo todo lo que pueda: equivocarse sería para él un placer y un provecho - por lo tanto, se equivoca. 310 Los afables. - Los afables han adquirido su manera de ser por el temor constante que sus antepasados tuvieron de ataques extraños, - calmaron, apaciguaron, se excusaron, previnieron, distr^eron, adularon, se inclinaron, escondieron el dolor, el disgusto, despejaron inmediatamente su rostro - y, por fin, legaron este delicado y trabajado mecanismo a sus hijos y nie•tos. Un destino más benévolo no dio a éstos ocasión para aquel constante temor: sin embargo, siguen tocando con persistencia su instrumento. 311 La así llamada alma. - La suma de movimientos interiores que le resultan fáciles al hombre, y que por lo tanto repite gustosa­ mente y .con gracia, se llama su alma; - se dice que no posee alma cuando deja traslucir en sus movimientos interiores esfuerzo y dureza.

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312 Los olvidadizos. - En las explosiones de la pasión y en las fanta­ sías del sueño y de la locura el hombre descubre su prehistoria y la de la humanidad: la animalidad con sus gestos salvajes; su memoria retrocede, por una vez, lo suficiente, pero su estado civilizado se desarrolla a partir del olvido de estas experiencias primigenias, es decir, del debilitamiento de esa memoria. El que siempre ha estado muy alejado de todo esto como un olvi­ dadizo del género superior no entiende a los lumbres, - pero es una ventaja para todos cuando hay aquí y allá alguno de estos individuos que «no los entiende», y que han sido engendrados, por así decir, por simiente divina y por la razón. 313 El amigo indeseado. - Al amigo cuyas esperanzas no podemos satisfacer lo preferimos como enemigo. 314 De la sociedad de los pensadores. - En medio del océano del deve­ nir despertamos en una islita, que no es mayor que una barca, nosotros, aventureros y aves de paso, y miramos a nuestro alre­ dedor durante un ratito: tan deprisa y con tanta curiosidad como nos es posible, porque ¡con qué rapidez puede barremos un golpe de viento o arrastrar una ola de nuestra islita, de modo que no quede nada de nosotros! Pero aquí, en este

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pequeño espacio, encontramos otras aves de paso y oímos de otras anteriores, - ¡y así vivimos un delicioso minuto de conoci­ miento y adivinación, entre alegre aleteo e intercambiando gorjéos, y nos aventuramos en el espíritu al océano, no menos orgullosos que él mismo! 315 Desprenderse. - Dejar algo de nuestras posesiones, renunciar a nuestro derecho - da alegría, cuando indica gran riqueza. A ella pertenece la generosidad. 316 Sectas débiles. - Las sectas que presienten que van a permanecer ‘d ébiles intentan cazar a unos cuantos miembros inteligentes, con la idea de sustituir por la calidad lo que les falta en canti­ dad. Aquí reside un peligro considerable para los inteligentes. 317 ''Eljuicio del atardecer. - El que reflexiona sobre el trab^o del día y de su vida cuando llega al final y está cansado, desemboca en una meditación melancólica: pero no se debe al día y a la vida, sino al cansancio. - En medio del trab^o normalmente no nos tomamos tiempo para juicios sobre la vida y la existencia, y en medio del placer, tampoco: si una vez sucede, ya no damos

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razón a aquel que esperó el séptimo día y la calma para encon­ trar muy bonito todo lo que existe, - había dejado escapar el momento más adecuado.. 318 ¡Cuidado con los sistemáticos! - Hay un arte intepretativo de los sistemáticos: como quieren cumplir un sistema y por ello hacen redondo el horizonte, han de intentar presentar sus cualidades más débiles con el estilo de las más fuertes, - pre­ tenden representar naturalezas completas y homogéneamente fuertes. 319 Hospitalidad. - El sentido en las costumbres de la hospitalidad es; paralizar lo hostil en el forastero. Cuando no se siente en el forastero inmediatamente al enemigo, la hospitalidad declina; florece mientras florece su premisa negativa. 320 Del tiempo. - Un tiempo muy fuera de lo corriente e imprevisi­ ble vuelve a los hombres también desconfiados hacia sus congé­ neres; les entra el ansia de la novedad porque han de apartarse de sus costumbres. Por eso los déspotas aman todos las regio­ nes en las que el tiempo es moral.

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321 \Peügro en la inocencia. - Los seres inocentes son siempre las vícti­ mas, porque su ignorancia les impide distinguir entre medida y exceso, y ser al tiempo cautos consigo mismos. Así mujeres ino­ centes, es decir, ignorantes, se acostumbran al uso frecuente de afrodisiacos y luego los echan mucho de menos cuando sus maridos enferman o se marchitan prematuramente; justamen­ te la idea ingenua y crédula de que esta manera frecuente de tratar con ellos es lo legítimo y lo habitual, las conduce a una necesidad que más tarde las expone a las tentaciones más vio­ lentas y a cosas peores. Pero en general, y simplificando; el que ama a un ser humano o una cosa sin conocerlo o conocerla, se convierte en presa de algo que no amaría si lo pudiera ver. En los casos en los que la experiencia, la prudencia y los pasos medidos son necesarios, el inocente precisamente será estro­ peado más a fondo, porque ha de beber a ciegas el poso y el ultimo veneno de cada cosa. Considérese la práctica de todos los príncipes, iglesias, sectas, partidos y corporaciones: ¿no se utiliza siempre al inocente como el cebo más dulce para los casos más peligrosos y depravados? - así como Ulises utiliza al inocente Neoptolemos para arrebatarle por la astucia el arco y las flechas al viejo y enfermo ermitaño y monstruo de Lemnos. - El cristianismo con su desprecio del mundo ha hecho de la ignorancia una virtud, la inocencia cristiana, quizá porque el resultado más frecuente de esta inocencia es, como sugerimos, la culpa, la sensación de culpa y la desesperación; por lo tanto, una virtud que conduce al cielo haciendo un rodeo por el infierno: ^pes sólo en ese momento pueden abrirse los sombríos propileós de la salvación cristiana, surte efecto la promesa de

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una segunda inocencia postuma: -¡una de las más bellas invencio­ nes del cristíanismo! 322 Vixñr sin médico, si esposible. - Me da la impresión de que un enfer­ mo es más imprudente cuando tiene un médico, que cuando se ocupa él mismo de su salud. En el primer caso le basta con ser riguroso en lo que se refiere a todo lo prescrito; en el otro caso, observamos con mayor conciencia eso a lo que se refieren las prescripciones, nuestra salud, y notamos más cosas, nos impone­ mos y nos privamos de mucho más de lo que nos impondríamos y privaríamos por orden del médico. - Todas las reglas tienen este efecto: distraer del objetivo detrás de la regla y hacer más imprudente. - ¡Ycómo la imprudencia de la humanidad hubie­ ra ascendido a lo indómito y destructivo, si alguna vez hubiera dejado, con absoluta sinceridad, todo en manos de la divinidad, como médico suyo, según la frase «¡lo que Dios quiera!»! 323 Oscurecimiento del délo. - ¿Conocéis la venganza de los hombres tímidos, que se comportan en sociedad como si hubieran robado sus miembros? ¿La venganza de las almas humildes y cristianas, que sólo van de puntillas por la vida? ¿La venganza de esos que siempre opinan inmediatamente e inmediatamente reciben un sofipn? ¿La venganza de los borrachos de todos los géneros, para los que la mañana es lo más siniestro del día? ¿Lo mismo de los

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enfermos de todos los tipos, de los enfermizos y deprimidos, que carecen ya de valor para ponerse bien? El número de estos pequeños vengativos y no digamos ya de sus pequeños actos de vengama es insólito; el aire vibra constantemente con las flechas y flechitas disparadas de su maldad, de modo que el sol y el cielo de la vida están oscurecidos por ellas - no sólo de su vida, sino mucho más de la nuestra, la de los demás: lo cual es peor que la excesiva frecuencia con la que nos rasgan la piel y el corazón. ¿Acaso no negamos a veces el sol y el cielo porque hace tiempo que no los vemos? - Por eso: ¡soledad! ¡También por esto, soledad! 324 Filosofía de los actores. - Es la ilusión feliz de los grandes actores creer que los personajes históricos que representan sintieron como ellos sienten en su interpretación, - pero se equivocan mucho: su fuerza imitatoria y adivinatoria, que les gustaría hacer pasar como una capacidad visionaria, penetra sólo lo suficiente como para explicar gestos, tonos, miradas, y en gene­ ral lo externo; es decir, captan la sombra del alma de un gran héroe, hombre de estado, guerrero, ambicioso, celoso, deses­ perado, entran hasta casi el alma, pero no hasta el espíritu de su objeto. ¡Sería un bonito descubrimiento, que bastara el actor visionario, en lugar de todos los pensadores, conocedores y expertos, para iluminar la esencia de cualquier estado! No olvi­ demos nunca, cuando se manifiestan pretensiones de este tipo, que el'actor es un mono ideal y hasta tal punto mono, que no es capaz creer en la «esencia» y lo «esencial»: para él todo es juego> tóno, gesto, escenario, decorado y público.

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325 Vivir y creer al margen. - El medio para convertirse en el profeta y el taumaturgo de su tiempo es hoy el mismo que antaño: vívase al margen, con pocos conocimientos, algunos pensamientos y mucha presunción, - por fin nos invade la creencia de que la humanidad no puede avanzar sin nosotros, porque con toda evi­ dencia nosotros avanzamos sin ella. En cuanto surge esta fe, se obtiene crédito. Yun consejo para el que quiera utilizarlo (le fue dado a Wesley por su maestro espiritual Bóhler): «¡Predica la fe hasta que la tengas, y entonces la predicarás porque la tienes!». 326 Conocer las propias circunstancias. - Podemos calcular nuestras fuerzas, pero no nuestra fuerza. Las circunstancias no sólo nos la esconden y no nos la muestran, -¡no!, ¡la agrandan y la empequeñecen! Debemos vernos como una magnitud varia­ ble, cuyo potencial en circunstancias favorables puede equiva­ ler al máximo: hay pues que reflexionar sobre las circunstan­ cias y no escatimar esfuerzo en su observación. 327 Una fábula. - El donjuán del conocimiento: aún no ha sido descubierto por ningún filósofo o poeta. Le falta el amor a las cosas que conoce, pero tiene vocación, interés y placer por la caza y las intrigas del conocimiento - ¡hasta las estrellas más

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altas y lejanas del conocimiento! - hasta que no le queda nada por cazar más que lo absolutamente lacerante áéi conocimiento, como ese bebedor que al final bebe absenta y agua fuerte. Al final anhela el infierno, - es el último conocimiento que lo seduce. ¡Quizá también lo desilusione, como todo lo conocido! Y entonces tendría que quedarse inmóvil para toda la eterni­ dad, clavado al desengaño y convertido él mismo en invitado de piedra, ¡con el ansia de una cena del conocimiento que nunca le será concedida! - porque el mundo de las cosas ya no tiene ni un bocado que ofrecer a este hambriento. 328 Lo que las teorías idealistas permiten adivinar. - Encontramos las teorías idealistas, con toda seguridad, en los prácticos sin escrú­ pulos; ♦ pues ellos necesitan el brillo de esas teorías para su reputación. Se aferran a ellas con sus instintos y no tienen la sensa­ ción de hipocresía al hacerlo: tan poco, como un inglés con su espíritu cristiano y su santificación del domingo se siente hipó­ crita. Por el contrario: a las naturalezas contemplativas, que han de controlar todo impulso de fantasear y que temen pasar por iluminados, les bastan sólo las duras teorías realistas: recu­ rren a ellas con la misma necesidad instintiva, y sin perder por ello su honestidad. 329 'N

Los difamadores de la alegría. —Los seres profundamente heridos

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por la vida sospechan de toda alegría, como si siempre fuera infantil o trivial, y revelara una insensatez ante la cual sólo se puede sentir compasión y ternura, como cuando un niño cerca ya de la muerte aún acaricia en su cama sus juguetes. Estos seres ven debajo de todas las rosas tumbas escondidas y secretas; las diversiones, el tumulto, la música animada, les parecen como el obstinado autoengaño del gravemente enfer­ mo, que desea beber una vez más durante un minuto la embriaguez de la vida. Pero este jucio sobre la alegría no es más que la refracción de sus rayos sobre el fondo sombrío del cansancio y la enfermedad: es en sí mismo algo conmovedor, insensato, que invita a la compasión; incluso algo infantil y tri­ vial, pero de esa segunda infunda que sigue a la edad y precede a la muerte. 330 ¡No basta!- No basta con demostrar una cosa, hay que seducir al hombre a aceptarla o alzarle hasta ella. Por eso el que sabe ha de aprender a expresar su saber: ¡y a menudo de tal manera que suene como simpleza! 331 Derecho y límite. - El ascetismo es la manera de pensar adecua­ da para aquellos que tienen que destruir sus impulsos sensua­ les porque éstos son fieras furiosas. ¡Pero únicamente para éstos!

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332 El estilo arnpuloso. - Un artista que no quiere descargar, y así ali­ viar, su sentimiento inflamado en la obra, sino que por el con­ trario pretende trasmitir precisamente el sentimiento de hin­ chazón, es recargado y su estilo es el estilo ampuloso. 333 «Filantropía». - No consideramos seres morales a los animales. ,iPero creéis que los animales nos consideran a nosotros como tales? - Un animal que sabía hablar dijo: «La filantropía es un prejuicio del que, al menos, nosotros los animales no sufirimos». 334 El caritativo. - El caritativo satisface una necesidad de su espíritu cuando hace el bien. Cuánto más fuerte es esta necesidad, tanto menos se coloca en el lugar de ése que le sirve para satisfacer su necesidad, se vuelve indelicado y hasta ofende. (Esto se le reprocha a la caridad y a la misericordia judías, que como sabemos son más apasionadas que las de otros pueblos.) 335 Para que él amor sea sentido como amor. - Necesitamos ser honestos con nosotros mismos y conocernos muy bien para poder ejer­

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cer frente a los otros ese fingimiento humanitario que se llama amor y bondad. 336 ¿De qué somos capaces?-Uno había sido atormentado tanto por su descastado hijo durante todo el día, que al anochecer lo mató y dijo, aliviado, al resto de la familia; «¡Por fin podemos dormir tranquilos!» - ¡No sabemos a qué podrían empujarnos las circunstancias! 337 «Natural». - Ser, al menos, en sus errores natural, - es quizá el último elogio de un artista artificial y, por lo demás, histrión y semiauténtico. Un ser de esta índole exhibirá precisamente por eso descaradamente sus defectos. 338 Conciencia sustitutiva. - Un hombre es para el otro su conciencia: y esto es importante, sobre todo cuando el otro no tiene ninguna. 339 Transformación de las obligaciones. - Cuando la obligación deja de

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pesar, cuando después de prolongado ejercitamiento se con­ vierte en inclinación gustosa y en necesidad, entonces los dere­ chos de los demás, a los que se refieren nuestras obligaciones, y ahora nuestras inclinaciones, se transforman en otra cosa: en ocasiones de sensaciones agradables para nosotros. Desde ese momento el otro, gracias a sus derechos, se vuelve amable (en vez de respetable y temible, como hasta ahora). Nosotros busca­ mos nuestro placer cuando reconocemos y apoyamos el ámbito de su poder. Cuando los quietistas dejaron de sentir su cristia­ nismo como un peso, y encontraron en Dios sólo placer, adop­ taron su lema: «¡Todo en honor de Dios!»: lo que hacían en este sentido ya no era un sacrifícío; equivalía a: «¡Todo para nuestro deleite!». Pretender que la obligación siemprerc^xxltc molesta - como lo hace Kant —significa pretender que nunca se haga costumbre y norma: en esta pretensión hay un peque­ ño resto de crueldad ascética. 340 La aparienáa está en contra del historiador. - Es un hecho bien demostrado que los hombres nacen del vientre materno: a pesar de ello, los niños ya crecidos vistos al lado de su madre hacen parecer muy improbable la hipótesis; tienen en su con­ tra la apariencia. 341 Ventaja en el desconocimiento. - Alguien dijo que en la infancia

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había sentido tal desprecio por los caprichos fatuos del tempe­ ramento melancólico, que hasta la mitad de su vida se le había ocultado el tipo de temperamento que tenía: el melancólico, justamente. Declaró este desconocimiento como el mejor de todos los posibles. 342 ¡No confundir! - ¡Sí! Él considera la cosa desde todos los ángu­ los, y vosotros creéis que es un verdadero hombre de conoci­ miento. Pero él sólo desea rebajar el precio, - ¡quiere com­ prarla! 343 Supuestamente moral. - No queréis estar nunca descontentos con vosotros, ni sufrir por vosotros mismos, - ¡y llamáis a esto vuestra disposición moral! Pues bien, otro lo llamará vuestra cobardía. Pero está claro que nunca haréis el viaje alrededor del mundo (¡que sois vosotros!), ¡y siempre seréis un acciden­ te en vosotros mismos y un poco de tierra sobre el terruño! ¿Creéis, acaso, que nosotros, los de parecer diferente, nos exponemos al viaje a través de los propios desiertos, pantanos y cordilleras heladas, y elegimos voluntariamente como los estilitas los dolores y el hastío de nosotros mismos por pura estupidez?

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344 Matices en la equivocaáón. - Si Homero se quedó dormido de vez en cuando, como se dice, fue más sabio que todos los artis­ tas de la ambición insomne. Hay que dar un respiro a los admiradores, convirtiéndolos de vez en cuando en críticos; pues nadie aguanta una bondad brillante y despierta ininte­ rrumpidamente; y en vez de hacer bien, un maestro de ese arte se convierte en un maestro disciplinario al que se odia mientras nos precede. 345 Nuestra felicidad no es un argumento en pro y en contra. - Muchos hombres sólo son capaces de una felicidad restringida: esto no constituye un argfumento contra su sabiduría, en el sentido de que ésta no puede proporcionarles más felicidad, como no constituye un argumento contra la medicina-que algunos hombres'no tienen cura y otros siempre están achacosos. Que cada uno encuentre con buena suerte exactamente el concepto de vida con el que realizar su máxima medida de felicidad: lo que no iippide que su vida pueda ser desdichada y poco envidiable. 346 Misóginos. - «¡La mujer es nuestro enemigo!» - el que como h
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