François Jullien Lo Íntimo
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François Jullien Lo íntimo Lejos del ruidoso Amor
A la que se reconozca
¿Qué mutación se impuso en mi trabajo? Porque este ensayo me llegó con la misma necesidad que los anteriores – o de manera incluso más fuerte. Sigo un hilo o tal vez una veta que había empezado a examinar por diversas puntas y desde diversos lados, a partir de las cuestiones del “tiempo” y de lo “negativo”, así como de la crítica de la idea de “felicidad” y que, en cada ocasión, me condujo más cerca del borde: alrededor del pozo que después llamé globalmente el “vivir”. Este ensayo es entonces el tomo II de mi Filosofía del vivir (Gallimard, 2011): ¿qué significa vivir por y en su relación con el “Otro”? Es lo que intento abordar aquí indagando lo que llamaré el recurso de lo “íntimo”. Pero abordar algo tan singular como lo íntimo, ¿no implicará “filosofar de otro modo”? Puesto que lo íntimo, ¿no designa precisamente aquello que más se resiste a la abstracción y por ende al concepto? Y la “China”, me preguntarán, ¿ya no volverá más a ella? (“Usted ya no es sinólogo”, etc.). China sigue actuando, aunque ya no temáticamente, sino subterráneamente: como punto de retaguardia y de sostén. Para atreverse a más, tal vez. En todo caso, ya no me contentaré con responder ahora, una vez más, haciendo que actúe la separación entre pensamientos que durante tanto tiempo se ignoraron, a fin de que podamos mantener a distancia nuestras propias referencias culturales, en Europa, para releerlas desde afuera y por contraste, a la vez desde más lejos y en mayor detalle – lo que no significa “comparar”. Sino que en adelante insistiré más en la necesidad que tenemos ahora, cuando Europa se deshace, aun cuando sus categorías mentales ya no unifican sino que estandarizan el mundo entero; la necesidad de volver a pensar la inventividad de la cultura europea y en primer lugar evaluar su historicidad. Para lo cual la aparición de lo íntimo servirá como un revelador. En efecto, hace falta salvar al mundo del pensamiento tedioso que toma lo uniforme por lo universal. Aunque para ello es preciso asumir una perspectiva oblicua sobre lo “impensado”. Especialmente volver sobre aquello que aceptamos tanto en nuestro pensamiento, cuyos prejuicios ocultamos tanto, que lo consideramos como evidencia y ya no lo pensamos más – y ya no pensamos más en pensarlo. Y esto es justamente “el Amor”, gran mito de Occidente por excelencia. Pero, ¿cómo salir de ese mito? ¿Cómo no tanto “liberarse” de él sino más bien desestancarse de allí? De modo que no se tratará de un proyecto puramente especulativo. Sino más bien descubrir en un nivel intenso, nuevo, nuestra experiencia y tal vez desarrollar una posibilidad que ha permanecido demasiado inactiva. En todo caso, se trata de
abordarla a la vez más nítidamente y menos desprovistos, a través de menos filtros culturales, así como adquiriendo más herramientas conceptuales, forjadas en varios crisoles para poder aprehenderla. En suma, se tratará el gran tema del Amor, tan ruidoso, desglosándolo de soslayo - ¿cómo abordarlo de frente? –, un tema que monopolizó nuestro pensamiento del Otro en Occidente, para pensar con nuevos bríos, siguiendo el discreto hilo de lo íntimo, cómo vivir de a dos; y a partir de allí, pensar en cómo constituir un punto de partida de la moral.
I – En tren, en el campo 1. 10 de mayo de 1940. La historia fatalmente es simple. Un hombre, su mujer, su hija, toman el tren, valija en mano. Como todos los demás, en masa o más bien en rebaño. Dejan su pequeña ciudad del norte de Francia. En la estación, el éxodo es masivo. Por un lado, se agrupan los hombres, por el otro, las mujeres y los niños. Al azar de los cambios de vías, con el correr de las maniobras, en el caos de órdenes y contraórdenes, el tren queda cortado en dos. El hombre se encuentra solo en un vagón atestado (la historia está en Simenon, El tren). Hay allí una mujer también sola, sin equipaje – no se sabe ni dónde ni cómo ha subido a ese vagón. Una mirada se detiene en ella, unos fragmentos de frases intercambiadas y en primer lugar una botella vacía recogida del suelo y que él le ofrece para que ella la llena de agua en una parada: poco a poco, de instante en instante, prudentemente, reptilmente, se acercan. Él sólo sabrá de ella que acaba de salir de prisión, que partió de prisa esa misma mañana con los demás, sin haber tenido tiempo de llevarse nada. No llegará a saber más. Espera. No se sabe adónde va. El tren se detiene, vuelve a partir, nunca se sabe adónde va; varias veces el tren es bombardeado. Pero vuelve a arrancar. Pasan por pequeñas estaciones desconocidas. Luego, cuando llega la noche, cada cual debe buscarse un rincón para dormir en el vagón superpoblado: campamento sórdido – la escena es propia de todos los éxodos. Promiscuidad sofocante de los cuerpos amontonados; y sin embargo un comienzo de vida se organiza. Él se acuesta al lado de ella. En la oscuridad, se da vuelta sobre ella; con un gesto nítido, no brutal, que ella consiente, la penetra. Hay penetración de un cuerpo en el otro para abrir, para emplazar allí, en medio de todos esos cuerpos extraños, en ese extraño dormitorio ambulante y amenazado, en ese sitio de impudor en donde están bestialmente hacinados, algo que sea su reverso: algo así como una intimidad. O lo que quisiera llamar, más precisamente, el recurso de lo íntimo: abrir lo íntimo entre ellos dos como potencia y como resistencia - ¿las únicas que quedan? Pues, ¿en qué medido hubo efectivamente deseo? Habrá hecho falta para que ese acto tenga lugar, pero no es lo importante. Pues, ¿qué puede haber todavía allí que sea propiamente “erótico”? Lo que en adelante se ha vuelto primordial o, mejor dicho, lo que se ha vuelto vital, crucial, en el extravío que comienza, en ese Éxodo que nadie sabe adónde conduce ni cuándo podrá detenerse, es que el Afuera en el que derivan pueda convertirse en un interior compartido. Entre ellos dos han promovido un
adentro secreto donde pueden refugiarse contra ese Exterior en debacle, acechante, amenazante, en el que son arrastrados. Porque no pueden refugiarse en ninguna parte, ni tampoco en sí mismos, cada uno para sí, ¿no se daría entonces más bien la angustia? No pueden encontrar refugio sino en ellos, en los dos o más bien entre ellos dos, abriendo entre ellos ese espacio íntimo donde ampararse. Como bajo un dosel invisible con el cual se taparan. Porque la promiscuidad en el interior del vagón, donde cada uno está a la vista de todos y en contacto con todos, donde toda vida privada es suprimida, es un afuera todavía más insoportable que el otro, ya que es más inmediato. Ante lo cual, contradiciendo ese Afuera impuesto, esa violencia o más bien esa violación continua a la cual los somete la situación, el gesto de penetración se toma revancha. Discreta pero decididamente. En efecto, no es la expresión de un “sálvese quien pueda” ante la derrota, ni tampoco el último goce sustraído antes de que caiga el diluvio, como si en un mundo que se precipita a su perdición la libido cayera sobre el primer objeto que aparece y se contentara con él. No, más bien se trata de sellar entonces la alianza, de afirmarse (probarse), en la carne, solidarios y coaligados. En ese mundo sin el menor acuerdo interno, totalmente puesto bajo el dominio del Afuera, ese acto por sí solo restaura el adentro y lo exige. Vale decir que dicho gesto de penetración equivale a una rebelión; a partir de un acuerdo común pero tácito - ¿qué más habrían podido decirse? – deciden abrir en ese Afuera un “más adentro” donde retirarse, donde recuperarse. No pueden hacerlo sino de a dos. Entre esos cuerpos amontonados, en la suciedad que se establece, ese gesto que parecería en principio improbable, o sólo debido a una pulsión súbita, expresa de hecho una decisión lógica. En ese mundo desamparado, equivale a un freno. Cuanto ya todo se ha vuelto vacilante y amenazado, cuando ya nada depende de uno mismo, cuando ya ningún derecho es válido, cuando todo es expropiado, se trata de convertir ese Éxodo, ese “camino del afuera”, en su opuesto: invertir el Exilio y desafiarlo. Tal es el poder de lo “íntimo”, cuyo camino de acceso descubren entre los dos. Por supuesto, como suele suceder, el acto precedió al pensamiento: harán falta varios días para que lo íntimo se ahonde, se profundice entre ellos – como dos niños en la playa que cavan a cuatro manos, asiduamente, un pozo donde el agua del mar finalmente se va a extender. Por cierto, hay un deseo que planea, merodea y regresa. Pero no parece más que un coadyuvante, algo que es más un pretexto, o una base, digamos, que una causa o un motivo verdadero. En todo caso, se ve superado –
arrastrado – por algo muy distinto. Mientras que el afuera desconocido del exilio no deja de renovarse, de una parada a otra, mientras la presión de los otros y de los acontecimientos demora tanto en dar tregua, resulta que de día en día, de estación en estación, de un centro de recepción al siguiente, en ese mar de vicisitudes donde no se deja de partir para arribar una y otra vez, cada vez más indiferentes ante el Diluvio, ellos pasean su botecito, esquife invisible, sobre el cual se han subido. En el último campo de alojamiento, reiteran, aunque más sistemáticamente, como ya habituados, su ritual de una vida apartada y salvada del gran oleaje. Cuando él sabe que ella está desnuda bajo su vestido después del lavado, ya no se trata sólo de una mirada cómplice o que se complace burlonamente entre ambos. Frente al mundo, frente a todo lo que amenaza, esas miradas que se intercambian son una muralla, frenan todo acontecimiento. 2. Porque de entrada lo íntimo que se instaura entre ambos ha neutralizado al menos dos cosas. La cuestión de la fidelidad (a su mujer separada) por un lado ya no se plantea; o más bien ya no tiene que plantearse. No tiene sentido sino para los demás; por supuesto, siempre está presente alguien que se mofa; pero para ellos está anulada. Han pasado más allá. Lo íntimo en lo cual se introducen muy rápidamente – donde se deslizan – para salvarse y que luego progresivamente eligen, donde se comprometen, no compite ni rivaliza con nada, porque no es comparable a nada. Aun cuando empieza a instalarse en la duración y regresa lo ordinario, cuando se torna sedentario, lo íntimo no tiene nada que ver con la vida de pareja, sus cálculos, sus presiones, tensiones y relaciones de fuerza, sus planes proyectados. Él va todos los días a la oficina de informes a averiguar noticias de los suyos y ella lo acompaña, fiel, en esas gestiones. Por lo tanto, no “traiciona” a “su mujer”. La sempiterna cuestión de las pasiones y las exclusiones, los celos o la rivalidad, resulta expulsada de entrada. Por otra parte, lo íntimo que se instaura entre ellos supera – o más bien franquea, deja de lado – la curiosidad que podrían abrigar con razón uno por el otro. Porque no saben casi nada uno del otro: tan sólo que ella sale de prisión y no tiene dinero; que él está casado y que su mujer espera un segundo hijo. Pronto queda claro que ella necesita ayuda. Pero, ¿es judía? ¿Es extranjera? ¿Será acaso una espía? Pero durante esos meses de desamparo, él no intentará saber más. No se interrogan. No por indiferencia, sino porque lo íntimo va acompañado de discreción y porque es de otra índole: no apunta necesariamente a decirlo todo o simplemente a confesarse. Durante esas horas tan largas, con todos esos lapsos de espera, nunca se ponen a contar sus historias, a
“charlar”. ¿De qué les serviría? Se contentan con permanecer juntos, a veces tomándose las manos; miran los dos juntos el mar, el agua que chapotea, los barcos que salen del puerto. Eso íntimo con que hicieron un pacto exime de toda charla o más bien la deshace. La deja muy atrás. 3. A veces él le dice: “Te amo”. Nada más, por otra parte. Pero entonces ella le pone el dedo sobre los labios y le dice: “shh”. Ella no prosigue con ese tema demasiado fácil. Esa palabra pegada allí como una etiqueta resulta en efecto incongruente. No porque se pueda sospechar que no es sincera, sino porque resulta a la vez, de manera extraña, exagerada y reductiva. No solamente no aporta nada, sino que es un tanto ampulosa y ya mistificadora. Parece lanzada entonces como quien quisiera desembarazarse de lo más desconcertante que tiene la situación, aunque también sea lo más exigente, y se procurara ponerse a salvo de la demarcación que fija esa palabra para tranquilizarse. Porque perciben que fatalmente, cuando esa palabra llega, es como si estuvieran posando. ¿No se encuentran uno al lado del otro en efecto porque fueron arrastrados hasta allí por la Historia, llevados por la misma multitud? No se sedujeron, ni siquiera se eligieron. Por lo tanto, esa palabra no puede agregar nada e incluso oculta lo esencial con su comodidad: que ellos hacen causa común y se mantienen juntos uno por el otro, conectados en adelante uno con el otro, con el correr de los días y de las amenazas, en ese refugio compartido, y por razones que superan todo lo que se podría relatar porque son elementales, las más básicas. Ciertamente que ella, sin dinero, sin papeles, no tiene otro medio de supervivencia más que seguirlo como un perro fiel. Por cierto que también él encuentra finalmente en ella un misterio en el que sumergirse, el mismo que no conoció ni tan siquiera imaginó en su vida de pareja. Por lo tanto, se podrán atribuir a su acercamiento todas las justificaciones que se quieran, considerarlos a ambos como interesados en esa relación, pero tales razones, esas sospechas de hecho no tienen importancia; no socavan para nada, no corroen en nada el zócalo o el fondo de acuerdo que se ha erigido entre los dos, en ese mundo desamparado, y como si fuera por toda la eternidad. Aunque sepan que en pocos días, no se sabe cuándo, tal vez en la próxima parada, serán separados. Porque de repente algo se encuentra a su alcance, algo se descubre en ellos, entre ellos, por medio de esa apertura de lo íntimo que ya no tiene nada que ver con el orden de las cosas. Aunque tendrían muchas y buenas razones para lamentarse (Simenon por otro lado tiene el buen gusto de no recargar el cuadro de la desgracia), por
el mero hecho de que sitúan así uno junto al otro, del mismo lado, por el simple hecho de que se han vuelto conniventes y ya ni siquiera tienen verdadera necesidad de hablarse (o si les incomoda no tener nada que decirse, todavía es por pudor o por costumbre), alcanzan finalmente lo inaudito de existir. Lo que por una vez en la literatura – y para lo cual servía todo el despojamiento precedente – es señalado sin pathos: “pasamos así tres horas en una estación minúscula junto a un albergue pintado de rosa […]. Si tuviese que describir el lugar, sólo podría hablar de manchas de sombra y de sol, del rosado del día, del verde de la viña y de los groselleros […] y me pregunto si aquel día no llegué lo más cerca posible de la felicidad perfecta”. En ese mundo que se tambalea, en pleno trastorno, lo íntimo a su vez, como respuesta, trastorna y hace tambalear. Debido a que en el éxodo forzado hicieron caer toda barrera entre ellos; debido a que se pusieron del mismo lado frente al Afuera del mundo y de la vida errante, debido a que permanecen juntos experimentando, observando, diríamos que se encuentran “sobre una nube” – la expresión coloquial es acertada. En el seno de esa dependencia total, los dos pueden recobrar cierta independencia: al suprimir la distancia entre ellos, pueden volver a poner ese mundo a distancia - ¿podrían hacerlo de otro modo? Esa frágil y pequeña nube es arrastrada por el viento de la Historia, sacudida por los acontecimientos; pero debido a que experimentan eso de a dos, se tornan leves, se vuelven alertas, en lugar de dejarse paralizar por el miedo o por el interés. Los dos han trasladado la barrera que separa a cada uno de su Afuera, con una misma maniobra, más allá de ellos: la bolsa de intimidad que abrieron se despliega sobre ellos como una tienda donde alojarse. Eso íntimo no se reduce a la complicidad puesto que finalmente supera al mismo tiempo el cálculo y la intención. Se abstiene asimismo del placer charlatán de la confidencia, pues es cierto que lo íntimo no se constituye por el hecho de contarse algo. Finalmente, no se deriva sólo de la simpatía o del afecto: la experiencia, como vemos, adquiere un giro metafísico; da acceso. Habrá que decir a qué.
II. Adentro/afuera: cuando cae la barrera 1. Partamos al ras de la lengua. Desconfiemos del arrebato que amenaza con arrastrarnos por la pendiente de la metafísica. Para no dejarnos llevar por la tentación efusiva que se cierne sobre este caso, sobre este tema, actualmente convertido en tan prolífico, de una “apertura” al otro, aclaremos la noción, circunscribamos el término. O para decirlo de manera preventiva, curativa (en términos wittgensteinianos): partamos de lo único de donde podemos partir – de los “usos” del lenguaje ordinario. Pero resulta que respecto de lo íntimo el uso nos pone delante de esos dos sentidos, nos coloca sin mediación en esa bifurcación. Lo íntimo se dice de aquello que está “contenido en lo más profundo de un ser”; y así hablamos de un “sentido íntimo” o de la “estructura íntima de las cosas”. Pero también es aquello que “vincula estrechamente por medio de lo más profundo que existe”: unión íntima, tener relaciones íntimas, ser íntimo de… El diccionario (el Robert) enumera luego esos dos sentidos y los sitúa juntos, sin más glosas, sin pestañear, pero, ¿qué relación hay entre ellos? ¿Y no se oponen además? Porque uno expresa lo apartado y lo oculto, y el otro expresa la relación. Virtud del Diccionario que estira la lengua en todos los sentidos y según sus posibilidades, pero, ¿hasta dónde puede llegar en este caso el desmembramiento? ¿Equivale a una verdad esa virtud extensiva? Íntimo se llama en efecto “lo que es totalmente privado y generalmente oculto a los demás” (así ocurre con la vida íntima, con una convicción íntima o con lo que llamamos “diario íntimo”). Pero al mismo tiempo, igualmente, íntimo expresa lo que reúne a dos personas y favorece la armonía entre ellas. Por ambiente, por pregnancia, de manera tácita: comida íntima, fiesta íntima; o incluso hablamos de un rincón íntimo, a salvo del mundo, apartado de las miradas y de la charla de las personas que pasan – la pareja en éxodo durante la noche del último campamento se encontrará allí. Debemos pues empezar escuchando la lengua, los diversos usos de la lengua, diversos hasta la disyunción; aunque por eso mismo también debemos seguir lo que nos hace pensar entonces correlativamente y tal vez incluso deducir un sentido del otro: (1) que lo íntimo es lo más esencial al mismo tiempo que lo más retirado y lo más secreto, que se oculta a los otros; (2) que lo íntimo es lo que asocia más profundamente con el Otro y conduce a compartir con él. ¿Cómo se pasará entonces de un sentido al siguiente debajo de lo que parece, a primera vista, nada menos que una contradicción? ¿O bien qué esclarece esa contradicción? El hecho de que el diccionario establezca los dos
sentidos rivales sin explicarse, sin rechistar, contentándose con yuxtaponerlos, nos dejaría sumidos en la aporía si no advirtiéramos en cambio, en el llamado a franquear esa separación, algo así como una revelación – por medio de ese desgarramiento “vemos detrás”. O digamos que percibimos entonces lo que se ofrecería para pensar de modo más crucial, lo que repentinamente nos da un asidero al pasar, sin previo aviso, en el seno de una palabra, en ese gap, sobre nuestro ser como humanos. La lengua piensa. Habrá que empezar entonces deteniéndonos en lo que dice (y hace) la lengua, sin que por ello lo conciba de modo suficiente, en todo caso sin explicitarlo. Porque no se encuentra un superlativo para “exterior” (a ello sólo responde “último”). Pero hay un superlativo para “interior”: “íntimo”. Intimus, dice el latín: lo que es “muy” o “más interior”. Nos vemos remitidos pues un paso más allá ante lo que nos hace falta pensar o, más precisamente, dialectizar, para superar esta aporía. Porque lo íntimo es lo intensivo o la radicalización de un interior, que lo retrae en sí mismo y lo sustrae de los otros, y lo íntimo al mismo tiempo expresa también su contrario: la unión con el Otro, unión “íntima”, un afuera que se vuelve adentro, “lo más adentro” – y genera la exigencia de compartir. “Íntimo” efectúa esa inversión de un sentido al otro: aquello que es lo más interior – porque es lo más interior lleva lo interno a su límite – es aquello que por eso mismo suscita una apertura al Otro; por lo tanto, lo que hace caer la separación provoca la penetración. 2. Resulta entonces que por medio de lo íntimo se quiebran las relaciones tradicionales del adentro y del afuera; e incluso estos ya no parecen reconocibles a primera vista. En efecto, por la inversión que contiene lo “íntimo”, que se convierte de lo más secreto en aquello que más puede vincular, es decir, de lo que es más interior en cada uno – “íntimo” en él – en aquello que puede fundar más profundamente, a la vez justificar y provocar, su unión con el Otro (según la expresión banal, aunque enseguida envidiosa: “son íntimos”), el interior y el exterior se revelan de pronto en las antípodas de lo que concebimos con ellos (manteniéndolos separados). Porque resulta que, según lo íntimo, lo interior parece comunicarse en el fondo con su opuesto. De allí, la hipótesis expuesta para aclarar la paradoja: ¿no será que cuando más se ahonda, se profundiza lo interior, menos puede extenderse aparte y aislarse? Cuanto más se aprehende en sí mismo el interior de nosotros mismos, en su trasfondo, como suele decirse, en tanto que “muy” o “más interno”, tanto más se encamina hacia su desclausura. Más da indicios “de lo Otro” que ya no es entonces el otro, sino su contrario: inversión que no puede ser
más significativa y que no hago más que constatar – y es lo que me propongo explorar aquí en la estela de lo íntimo. Porque veo allí un hilo que se puede seguir con curiosidad para considerar lo que viene después. Tal vez nada menos que la necesidad de volver a pensar lo que entendemos como nuestra “interioridad” y por ende también una relación con el “otro” que ya no resulte forzada por la moral. ¿O acaso la moral no sea solamente el despliegue de lo íntimo en un principio, cuando todavía no está maniatada por la obligación? O digamos: ¿no sería acaso la misma moral, en el fondo, aquello en cuya senda nos pone el “recurso” de lo íntimo? Y de manera suficiente, porque basta para romper la clausura interior, en la cual un “yo” se encerró. De manera mucho más probatoria, menos dolorista en todo caso, en tanto que positiva, de la que efectuó tradicionalmente la piedad como “fundamento” de la moral. Puesto que sabemos que el problema que le planteó la “piedad” a la filosofía es precisamente que no se comprende cómo puedo experimentar “en mi interior”, para retomar los términos de la antinomia clásica, el mal que le ocurre al Otro “en el exterior”. Pues, ¿cómo se “traslada” uno mismo al otro (a su sufrimiento)? ¿Acaso por medio de la “imaginación”, acaso por la “representación” (Rousseau, Schopenhauer? Y entonces, ¿cómo explicar el carácter inmediato de la reacción? De allí surge su “misterio”, como se lamentó (Schopenhauer en El fundamento de la moral). Lo íntimo por su parte es la oportunidad, en cambio, por el mero hecho de la alteración que se efectúa en él, de extender correlativamente su adentro al exterior, de tener la propia interioridad también en el Otro, cuanto más se intensifica, fuera de uno mismo, derribando la clausura de un “sí mismo”. Habitualmente, en efecto, en el estadio más rudimentario, el de lo “natural”, digamos, el adentro y el afuera confinan y se yuxtaponen, cada cual por su lado, y por ello se ignoran. Ese contacto es al mismo tiempo separación – como la piel. Uno y otro yacen para sus adentros, a uno y otro lado de la frontera, y se mantienen aislados, cada cual siguiendo su orden propio. Existen así el interior del cuerpo y el exterior del mundo: fisiológico por una parte, físico por otra. Uno puede herir y cortar al otro (el cuchillo). A lo sumo, hay un intercambio entre ellos: el cuerpo inspira-expira; absorbe y eyecta – la relación sólo es utilitaria. O bien, si las categorías de lo interior y lo exterior comienzan a entrecruzarse como en el trabajo (recordemos a Hegel), el interior del pensamiento que transforma el exterior del mundo y recíprocamente, ese proceso del que proviene la Historia, diferenciándose de lo natural, sin embargo los mantiene
separados. Aun cuando enlazan entre sí un devenir común, no por ello dejan de permanecer cada uno de su lado, y cada uno conserva su distancia. Pero lo que hace suponer lo íntimo, radicalizando la inversión dialéctica entre los sujetos que somos, es que en su caso, desde el momento en que se profundiza en sí mismo, pretende ser lo interior de lo interior, “lo más interior”, y ese interior hace caer la frontera en la cual se encerró una interioridad. Al mismo tiempo que se retira en sí mismo, apela a “lo Otro” (mantengamos tanto como sea posible el efecto genérico del neutro) para que penetre en ese adentro, para que se le una y se inmiscuya; y la delimitación adentro/afuera llega entonces a borrarse. Lo íntimo designa entonces dos cosas que mantiene asociadas: el retiro y el compartir. O antes bien, debido incluso a la posibilidad del retiro, surge la solicitación de compartir. No sólo, evidentemente, porque cuanto más íntimo es lo que está en juego, más profundo es lo compartido. Sino sobre todo porque sólo lo que es íntimo quiere ofrecerse y puede hacerlo. Es porque nuestras partes “íntimas”, según la denominación usual, son las más retiradas, no exhibidas, e incluso deben vestirse, deben ocultarse, que podemos descubrirlas y llevarlas ante la mirada del Otro; exponerlas es ya ofrecer que salgan así de la neutralidad y la indiferencia que hacen permanecer a cada cual de su lado y que convoquen a la penetración y la mezcla. Debido a que se profundiza como íntimo, lo interior incita a su franqueamiento por un afuera; del mismo modo que a cambio aspira a su propia expansión. En tanto que se torna superlativo de sí mismo, ese interior renunciar a seguir siendo interno y reclama su superación para no chocar – deshacerse o agotarse – contra el límite. O bien, dicho al revés, esa apertura al exterior parece inscrita en el seno de la profundización del interior, convirtiéndolo en su contrario. “Repartición” a la que además tiende lo íntimo, al yuxtaponer esos dos sentidos opuestos y poner en juego su mismo ambigüedad. Compartir es dividir partes, donde cada cual tendrá la suya sólo para sí, como se reparte una torta. Pero compartir es igualmente tomar parte en algo, ya no estar más solo y participar. Comparto un pastel, o bien comparto sentimientos o ideas. De tal modo que ser íntimo es compartir un mismo espacio interior – espacio de intencionalidad: de pensamiento, de sueño, de sentimiento – sin que ya nos preguntemos a quiénes pertenecen estos últimos. Allí se evoluciona como a partir de un fondo común que cada uno de los dos reaviva, mediante una frase, un gesto, una mirada, como en el tren de los exiliados, pero sin apropiárselo – sin siquiera pensarlo.
3. Porque de nuevo se hace presente lo que prescribe la lengua y cuya lógica hay que pensar. Cuando hablo de una cosa “íntima”, cuando íntimo es un epíteto, lo íntimo remite a su primer sentido: apunta hacia un retiro a salvo de los otros, designa en esa profundización del adentro lo que esencialmente es tanto más difícil de comunicar en la medida en que se mantiene apartado. Pero cuando digo: “yo soy íntimo”, cuando íntimo se vuelve atributo, cuando se lo predica y se le confiere un sujeto, su sentido de pronto se invierte, el punto de vista se altera nuevamente. Descubro que no puedo ser “íntimo” en mí mismo, que no puedo ser íntimo solo. Soy necesariamente íntimo con: no puedo “ser íntimo” sino para un “tú” – se requiere un plural (dual), se evoca un Afuera. Es decir que lo “muy interior” o “lo más interior” que constituye lo “íntimo” no se piensa sino desencerrando al yo que se enuncia en relación con un partenaire y dentro de una relación. Pero no se trata entonces, como dije, de dar pruebas de una buena voluntad ética hablando así de apertura al Otro; no cedo entonces, como puede resultar tentador, al tema eminentemente moral (demasiado ostensiblemente moral) del “hay que compartir”. Aunque la lengua lo piensa y lo implica por sí misma, fríamente y sin rechistar. Se trata entonces, por mi parte, de emprender una “analítica” (a partir de lo que dice y obliga a pensar la lengua), pero no predicar. “Soy íntimo contigo” significa en efecto que te abrí un “más adentro” de mí, que ya no mantengo con respecto a ti mi sistema habitual, tentacular, de defensa y de protección – aquel con el cual nos blindamos frente al exterior, y que hacemos variar, por supuesto, según los partenaires y las situaciones, pero usualmente sin renunciar por completo a él. En lo íntimo, no me prevengo ni me excluyo más. Vale decir que somos íntimos entre nosotros en la medida en que hemos derribado nuestros cálculos y nuestras razones y está suspendida la machaconería del interés, que no por ello deja de seguir rondando normalmente, como suele decirse, “adentro de la cabeza”, aun cuando ya no nos guíe, aun cuando ya no pensemos más en ello. Lo íntimo es el compartir subterráneo que ya ni siquiera necesita mostrarse ni probarse. Entramos en lo íntimo como quien penetra en una tienda, retomando esa imagen, que un buen día encontramos, cuya entrada alzamos y en adelante un mismo dosel nos cubre y traza este “nosotros”. Que el abrigo sea común a los dos y remita la clausura más allá de ellos hace que se evolucione en adelante “a cubierto”, a gusto, sin coerción, sin prescripción, sin obligación, como en un elemento o un medio compartido, en vez de continuar cruzándose cada cual confinado en su frontera y enfrentándose. Bajo ese dosel invisible, aun si no se “hace” nada (del tipo “¿qué hicimos hoy?”), aun si no se “dice” nada (ya no
es necesario decir algo para “llenar” la conversación), el recurso de lo íntimo no se agota: en el entre que abre, se “entre-tiene”. Porque lo íntimo es un estadio que se alcanza, no un estado; pertenece a lo que llamaría el auge, no a la calma. Difiere por ello de la ternura, porque la relación no es solamente de sentimiento o de apego; razón por la cual habitualmente somos menos sensibles y apenas nos detenemos en ello. No se piensa en lo íntimo; uno ni siquiera piensa que se vuelve íntimo. Luego un día constatamos, ponderamos, que de hecho nos hemos vuelto así. Por otra parte, como no es ni virtud ni cualidad, no tiene determinación ni objetivo, en suma, como no tiene fin (y la vía ética desde los griegos quería un “fin”, telos), lo íntimo se ha sustraído igualmente a la captación de la filosofía. Por tal motivo, como comprobamos, se han interesado tan poco en ello, se lo pensó tan escasamente después de todo. No obstante, lo íntimo me parece que merece que nos detengamos en ello tanto más en la medida en que vemos lo que nos hace ganar con respecto a todo pensamiento de la intro-(sección) y de lo interior (la famosa “vida interior”, etc.). Es incluso a lo que más me aferro aquí: poner de relieve lo íntimo en contra de la interioridad y de su culto, para desembarazarnos de ellos. Pues mientras que la noción de interioridad de entrada es sospechosa por lo que deja entrever, o sea ruptura y rechazo del mundo exterior, y por ende encierro en sí mismo y debilitamiento por confinamiento (del mismo modo que todo subjetivismo siempre hará sospechar que ignora la objetividad), resulta que lo íntimo, al excavar algo más profundo, más interior que lo interior, al mismo tiempo invierte esa tentación del repliegue con su vuelco, la lima y la subvierte. Se produce un rebote que enlaza la relación y hace surgir una aventura; mediante lo cual genera lo inaudito. Lo más interior, e incluso “lo más interior” de todo, se halla atravesado por una tentación de desconocimiento y abandono; se libera de sí mismo aspirando al exterior de sí que abolirá la frontera limítrofe de uno: “uno mismo” ya no está apretado, no se estanca, sino que se desborda y se vuelve expansivo. Lo íntimo es ese elemento o ese medio donde un yo se despliega y se exterioriza, pero sin forzarse, sin pensarlo – lo que en verdad significa “efusión”. No se podría ser restringido, mezquino, mediocre cuando se accede a lo íntimo. Lo que entonces nos hace descubrir lo íntimo, en consecuencia, aunque discretamente, sin alertar, no es nada menos que aquello que de golpe, por la posibilidad que abre, desbarata la concepción de un Yo-sujeto bloqueado en su solipsismo – la misma contra la cual se sublevó tanto, como es sabido, la filosofía contemporánea. La psicología nos decía que solamente me relaciono con el Otro, afuera, y puedo abordarlo,
por una proyección-abstracción a partir del “yo”. Freud también… Vemos con asombro que Freud pertenece a ese partido. Aunque sin embargo hizo tanto para derribar la concepción de un sujeto insular y que pretende ser autárquico, no deja de seguir preso del prejuicio de la “representación” como facultad maestra a partir de la cual un sujeto se relaciona con el mundo del mismo modo que dominó la filosofía clásica. Como si sólo accediera a la conciencia del Otro (al hecho de que el Otro tenga conciencia) mediatamente y por deducción: “que otro hombre tenga igualmente una conciencia – dice – es una inferencia que se obtiene per analogiam” (El inconsciente, 1915). Es decir que respecto de todo hombre fuera de uno mismo, “la hipótesis de la conciencia se basa en una inferencia” y por ende “no puede merecer la certeza inmediata que tenemos de nuestra propia conciencia”. Pero la posibilidad de lo íntimo basta precisamente para desmentir y demoler esta aserción, sirviendo de piedra de toque para su contrario. Diría incluso que la finalidad de lo íntimo, si tuviera una, sería precisamente hacer experimentar lo inverso: que el otro es conciencia al unísono conmigo mismo, lo que entonces se aprehende de manera inmediata y no por deducción, no per analogiam, en ese adentro compartido. Debido a que en lo íntimo la frontera entre nosotros se difumina y hasta se borra, y el Otro se deshace de su exterioridad y recíprocamente, resulta que compartimos efectivamente la conciencia; la “con”-ciencia que se promueve de acuerdo con el Otro ya no es propiedad de un sujeto; o digamos que en lo íntimo nuestras conciencias encajan tan bien que se desapropian; ya no hay “tu” o “mi” conciencia, sino que “la” (también optamos aquí por el genérico) se extiende entre nosotros, abriendo ese “entre”. No es tanto que “me haces falta”, como se suele decir habitualmente, cómodamente (posesivamente), sino más bien que “me siento en ti”. En la medida de esa intimidad, nos volvemos co-conscientes y co-sujetos. Con lo cual lo íntimo levanta una punta del velo que nos ocultaba la co-originariedad de los sujetos que pretende pensar el pensamiento moderno y según el cual, como empezamos a ver, la moral se puede considerar de modo muy distinto. Lejos de ser entonces un aspecto particular de la experiencia humana, o aun cuando fuese su intensificación, lo íntimo desestabiliza aquello en lo que basamos tradicionalmente nuestra aprehensión del Yo-sujeto y es en verdad “revelación”, tal como afirmé – pero una revelación completamente empírica y muy modesta, hecha al pasar, furtiva, reservada. Por consiguiente, nos será preciso avanzar más dentro de lo que no dudaré en llamar lo inaudito de lo íntimo, tanto más inaudito en la medida en que es discreto, para abrir con nuevo impulso, siguiendo ese
hilo, un camino hacia lo humano y hacia la moral, sondeando el “nosotros” que esto nos descubre.
III – La palabra, la cosa 1. Es una bella palabra en francés: “ín-timo”. In- abre, hace alzar la voz, brinda el timbre: la i armónica resuena. Luego –timo repliega, cierra ese impulso – ese acento – suavemente y lo torna discreto. La e muda1 que se retira hace que se termine indefinidamente: hace murmurar. Por un lado, las dos sílabas reverberan, la expiración responde a la aspiración, pero por el otro, no funciona sin cierta asimetría: a la elevación breve, que crea un efecto de llamado, le sucede un descenso de la voz que la absorbe y la prolonga en sordina. El intimo italiano, por ejemplo,2 disperso en tres sílabas y continuamente sonoro, no posee este recurso. Por una vez la lengua francesa, a la que habitualmente se le reprocha que sea tan poco musical, resulta justa (como se dice “justa” en música). ¿No basta acaso con pronunciar de nuevo la palabra mentalmente, una vez más, nada más que para escucharla, para obtener placer en cada ocasión? “Intime”: fonetistas y poetólogos no terminarán de descubrir sus recursos; y no se podría concebir mejor, en efecto, ni imaginar un acuerdo más perfecto, entre la palabra y la cosa, entre el sonido y el sentido: por una vez, el significante transporta maravillosamente su significado. Y en cuanto al significado, lo hemos visto desarrollarse desde el latín siguiendo sus dos vías paralelas: por un lado, diciendo lo que está más adentro, lo más profundo, lo más retirado; por el otro, que unas personas están ligadas de la manera más estrecha y perdurable. Por una parte, el núcleo de la cosa; por la otra, la intensidad de la unión. Vemos que Cicerón habla tanto del fondo íntimo de un santuario, sacrarium intimum, o del íntimo secreto del arte, ars intima, como de sus amigos íntimos, mei intimi, familiares intimi. Pero como ya empezamos a sospecharlo, cuando estos dos sentidos salen de su paralelismo, dejan de ser compartimentos estancos entre sí y se cruzan, entrando dialécticamente en relación uno con el otro, es cuando nace su fecundidad – cuando ese término súbitamente hace pensar; cuando el retiro en el interior de uno mismo desemboca en la relación con el Otro; o para decirlo también a la inversa, cuando por la apertura al Otro se descubre algo más interior en uno, cuando la profundización de lo íntimo dentro de mí se efectúa por medio del acceso al Afuera de mí.
1 En la palabra francesa intime, donde la última vocal es muda [T.]. 2 Tal como su equivalente en castellano, que se pronuncia igual [T.].
De modo que ese Otro, ese Afuera que excava lo íntimo dentro de mí y lo revela, ¿qué podría ser en primer lugar si no Dios – lo que llamamos “Dios”? ¿No es acaso, en primer lugar, para lo que sirve Dios, al menos el Dios cristiano? Lo leemos directamente en las Confesiones de Agustín, que representan el gran giro en la materia. Sin duda alguna, el contexto cristiano fecundó lo íntimo y lo hizo prosperar. Puesto que Agustín lo concibe en adelante unitariamente así: “Estando advertido de ello, de volver sobre mí mismo, entré en mi intimidad bajo tu guía y pude hacerlo porque te convertiste en mi sostén” (Confesiones, VII, 10). En “mi intimidad”, dice Agustín, o más bien en “mis intimidades”, en neutro plural, así como también dice las “vísceras íntimas de mi alma”, y bajo tu guía, “conduciéndome tú”, duce tu. ¿Y qué percibí al entrar en “mis intimidades”? Ya no una cosa, sino “la luz”, una luz inmutable, lux incommutabilis: no la luz vulgar que percibe la carne, ni tampoco una luz superior que colma todo el espacio, sino una luz distinta, “verdaderamente otra”, la misma que me creó – ipsa fecit me. En el curso de las Confesiones, Agustín trabaja los dos aspectos a la vez en cuanto a lo íntimo. Por una parte, profundiza lo “más interior” en mí y le da consistencia, intima mea; lo convierte en el fondo y la forma de la subjetividad cuyo concepto vemos así surgir en Occidente. Pero por otra parte, invoca a Dios como esclarecedor interno de lo íntimo al que rige: Dios es el “maestro” o el “médico” íntimo propiamente dichos (tu medice meus intime, docente te magistro intimo). A partir de lo cual Agustín puede afirmar que Dios es incluso “más interior que mi intimidad”, interior intimo meo, del mismo modo que es superior a mi cumbre. Dios, que es lo Exterior absoluto, el Totalmente otro que reveló la Creación, es al mismo tiempo Aquel que me revela lo más interior de mí; a la vez me lo hace descubrir y lo despliega. Agustín llama “Dios” a ese Otro, o a ese Afuera, que funda mi intimidad en lo “más adentro” de mí, abriéndolo a Él. El resto – “la fe”: credo – no es más que una consecuencia. Para el discurso cristiano, por lo tanto, ya no quedará más que profundizar uno por medio del otro. Por una parte, hundiéndose cada vez más en lo íntimo dentro de sí mismo y radicalizándolo, sobrepasando ese superlativo, aunque sea insuperable, es decir, dándole un superlativo al superlativo. Bossuet: “Dios ve en lo más íntimo del corazón”; “ven a recogerte en lo íntimo de tu intimidad”; y por otra parte, llamando al hombre a salir de sí para encontrar la verdad de su conciencia y de su condición, es decir, “fuera de sí mismo y en lo íntimo de la voluntad de Dios” (Pascal, en la carta
sobre la muerte de su padre, 1651). Lo íntimo, lo íntimo de lo íntimo, es el término último, término clave, que enlaza los dos y los hace comunicarse desde adentro, la Exterioridad y lo más interno del alma, la trascendencia de la primera que se revela así, en lo íntimo, como inmanente a la segunda. En adelante, “íntimo” conjuga ambas cosas. Por ello lo íntimo constituye la bisagra de lo religioso cristiano y allí encuentra – comprueba – al mismo tiempo su razón y lo que configura su recurso. Lo íntimo se utiliza entonces como nombre, erigido en noción, aunque para que sea la noción menos “noción” posible, en todo caso la menos especulativa, ignorada como tal por la filosofía, por estar en el límite de lo concebible. Es inaceptable al menos para una lógica del entendimiento: lo interior se ahonda, pero para abrirse a su Afuera; o el yo no se profundiza sino para salir de sí. Al evocar ese enlace de la conciencia en Dios, lo íntimo señala hacia el fondo, origen y profundidad, de la experiencia humana. De modo que el trabajo de la filosofía moderna, aunque sonsacando su pensamiento de la subjetividad, ¿no fue acaso trasponer ese sentido cristiano, i. e., cargado por el cristianismo, en un sentido propiamente “humano”, es decir que descubra y desarrolle lo que promueve lo humano? Como si a partir de allí ese Otro o ese Exterior al que se abre lo íntimo en lo más profundo de sí pudiera ya ser simplemente Ella o Él, sujetos humanos como yo, y ya no requiriese para hacerlo que se apele a “Dios”. Pero no dejó de conservar de “Dios” la potencia de hacer aspirar al desborde de sí en el interior de sí, cuya idea instauró el cristianismo, haciendo creer en la posibilidad de ese vuelco en el “Otro”, en ese enlace con un más allá de lo que conforma su “persona”, y además en otra “persona” tal como podemos encontrarla personal, efectivamente en todo momento. Al mismo tiempo, se puede evaluar lo que ya pierde la “intimidad” con respecto a lo íntimo, es decir, frente a esa superación de la frontera, esa aspiración al absoluto, porque ya no se manifiesta entonces sino en cosas o en estados, deteriorándose en propiedad o en calidad; hasta qué punto la intimidad hace caer el impulso que ahonda lo íntimo de nuestro ser íntimo, promoviendo un sujeto y tornando rígidos sus rasgos. Como debe ser, ese determinativo (de la intimidad) es lisa y llanamente un resultado, hace olvidar el auge que está en su origen y que lo vuelve efectivo. Como entre lo Bello y la belleza, esta última apacigua a aquél. Pero, ¿no vemos acaso que “intimista” da un paso más en esa disminución, que ya sólo se difunde en las cosas como un decorado y que llega incluso a la inversión? Al abolir la apertura al otro en la cual se profundiza lo íntimo, se diluye en género, en manera, en atmósfera. Desde el momento en que se olvida la intrusión de un Afuera que hace caer la frontera, la interioridad se repliega
sobre sí misma y se complace consigo misma. Lo “intimista” debe denunciarse: a decir verdad, ese kitsch no es tanto lo contrario de lo íntimo, sino más bien su perversión. Término latino, término cristiano, lo íntimo es un término europeo. Aunque es tiempo, en la hora de la uniformización del mundo, de dedicarse a una geografía de las palabras. Desde el momento en que pienso las lenguas y las culturas no en términos de identidad, sino de fecundidad, tengo que explorar hasta dónde lo “íntimo” desplegó sus recursos en la diversidad de las culturas. ¿Se encuentra acaso en otra parte? ¿Es algo culturalmente marcado? Intimo, intima, intímate, intim: las lenguas de Europa concibieron lo íntimo en proporción a su afiliación con el latín. Pero, ¿y si salgo de Europa? Puesto que no se trata solamente de sondear genealógicamente lo que pertenece a nuestra concepción moderna de la subjetividad en su relación con el Otro, y con respecto a lo que llamamos usualmente y por comodidad la “herencia” cristiana, que se puede discernir tanto mejor en la medida en que sale de su “evidencia” y actualmente está en vías de replegarse – su retiro la vuelve singular. Pero también habrá que considerar, si es verdad que íntimo es un término europeo, qué espacio teórico esboza en el estado presente del mundo. Pues si se lo disimula, corremos el riesgo de elaborar hoy lo universal (de lo humano) a un precio en verdad demasiado barato. 2. Por otra parte, está la “cosa” – aunque no sea más que un gesto íntimo como un apretón de los dedos: “… Me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna cuyo hombro sentía contra el mío…” (El tren). Retirado, reservado, furtivo e incluso ocultándose a los demás, el gesto íntimo saca de oficio a lo íntimo de sus sentidos paralelos y conjuga ejemplarmente ambos, afuera y adentro – lo hace a la vez más estrechamente y más densamente. Con un solo movimiento, expresa a la vez el retiro y el compartir. Proviene de un sentimiento interior y que incluso es el más interior, el más secreto, al mismo tiempo que no se contenta con dirigirlo al Otro, sino que se lo impone físicamente. A la vez el más discreto y el más directo; que trae consigo lo más imperceptible de la subjetividad, que es lo más retirado, al mismo tiempo que lo encarna en lo más tangible y lo más exterior – el cuerpo. O bien tomemos una frase íntima. En la banalidad de las palabras y de las representaciones que transmiten, aun usando palabras y representaciones que se dicen usualmente sin cargarlas más, arriesgando entonces lo que más se aprecia, la frase profundiza entonces a cubierto una relación de tal modo que no importa tanto lo que se dice como a quien se le dice y la manera en que se es comprendido: penetra allí una
significación aparte, retirada, que antes que comunicar hace comulgar (communicare decía igualmente el latín antes de que el término se cristianizara). No informa sino que antes bien crea la alianza; aunque se produzca verbalmente, no deja de actuar tácitamente. O bien se trata de una mirada íntima, connivencia en el sentido propio: un solo plegamiento de los párpados que se juntan (connivere dice también el latín) basta para transmitir una intención secreta, tan secreta que no se la puede formular. Lo que cuenta entonces en la mirada se ha invertido insidiosamente: en lugar de lo que ve en el otro es lo que el otro ve en ella. Deja percibir un adentro tanto como percibe un afuera. Más aún, la mirada íntima no mira tanto como se deja mirar – como a menudo la mirada de la Virgen en los cuadros de iglesia. Tanto unos como otros, frase, mirada o gesto, resulta pues que instauran un atajo con respecto a su funcionalidad establecida y la desvían; y esa disidencia con relación a lo habitual, esa distancia frente a lo banal, los repliega en un adentro compartido, que traspasa de un ser al otro como un túnel o bien los cubre a ambos bajo un mismo abrigo. En verdad, un gesto íntimo es algo extraño. Su “eficacia” es asombrosa. Mediante un desplazamiento mínimo en el espacio externo, hace cruzar de golpe la barrera interior, anula la frontera del Otro, su reserva. Es a la vez tangible, físico, expuesto (aun cuando se disimule) y por consiguiente señalable, al mismo tiempo que está impregnado de una subjetividad a tal punto que resulta indecible, que no se atreven o no pueden formular. Lo que se trae en lo más profundo de sí, revelándonos algo más profundo que uno mismo, y que se mantiene a resguardo de los otros, es precisamente lo que produce entonces a cubierto una apertura al Otro, dentro del gesto íntimo, de tal modo que penetra en su fondo, en lo profundo, y se lo revela; su avance, por más discreto que sea, equivale a una intrusión y lo hace dar vueltas. Porque un gesto íntimo no puede hacerse a solas; implica en efecto a “Otro”, exige que haya dos. Así como tampoco se puede ser íntimo con uno mismo, no se puede hacer un gesto íntimo para sí mismo (uno puede tocar sus “partes íntimas”, pero no por ello el gesto es íntimo); y aun cuando sea yo solo quien toma su mano, ese gesto, cuando es íntimo (es incluso aquello en lo cual vemos que es íntimo), se efectúa de a dos. De tal modo, aun si parece habitual, banal y hasta de todos los días, un gesto íntimo es “inaudito”. Aun si no nos damos cuenta de ello o no se le presta atención, siempre constituye un acontecimiento en cuanto tal: un gesto íntimo es siempre nuevo, no se gasta, o bien ya no es íntimo porque no es eficaz. Es incluso el anticipo de la relación: antes de que la intimidad se declare, sirve como precursor y desencadenante.
Mientras la situación (la relación) no ha salido a la luz, es incluso estratégicamente conativo. A menudo la intimidad del gesto precedió a la palabra. Frase de novela: “entonces le tomó la mano, después le dijo…”. No es sólo que anticipa, sino que además precipita; es lo que decide de golpe entre las posibilidades, le pone fin a lo incierto, saca del aplazamiento y hace precipitar súbitamente en el adentro compartido. Gesto decisivo como pocos; el acontecimiento que crea ya nada más lo vuelve a cerrar ni lo borrará, nada más podrá hacer que objetivamente no haya existido, aun si es renegado – arrastra consigo la vida entera. 3. Especialmente dos rasgos caracterizan el gesto íntimo. Por un lado, es portador de intencionalidad, a diferencia del gesto de aproximación que se efectúa por descuido (o del gesto médico aunque actúe sobre las partes íntimas). Por otro lado, puede imponerse al otro, pero no pretende ser (ni es válido) sino consentido por éste. Dicho al revés: si ejerce violencia, pues tiene algo de agresión, dicho gesto no deja de ser íntimo desde el momento en que es aceptado por el otro y se vuelve un lenguaje entre ellos (Julien Sorel cuando toma la mano de Madame de Rênal en Vergy). ¿Qué relación tiene entonces con lo sexual? Por una parte, el gesto íntimo puede ignorar lo sexual (“no querer saber nada”: cuando se sostiene la mano del enfermo en el hospital e incluso entonces se lo acaricia); y por otra parte, cuando está teñido de sexualidad, enseguida lo vemos bifurcarse respecto de lo erótico. Puede ser el mismo gesto, por otra parte, la caricia o el roce. Pero ya sea que excite (y se excite); ya sea que penetre, se insinúe e invada. Ya sea vector de erotismo y permanezca en el estadio reactivo, donde entonces se abroquela la pulsión; ya sea que se haga portador de intimidad, que lo atraviese y vaya detrás, va a hacer resonar la interioridad del Otro bajo el arco de la caricia (comparación banal aunque insuperable), buscará lo interior de su interior y se lo hará experimentar. Por lo tanto, o bien hay ganancia de deseo-placer, Lust; o bien hay ganancia de acuerdo tácito y de expansión. O bien hay un antes y un después (lo que convencionalmente se llama el “acto” sexual): la tensión erótica antes/la connivencia después). ¿Hasta qué punto son excluyentes uno del otro? ¿Hasta qué punto lo erótico acalla momentáneamente todo lo íntimo y lo íntimo llega a hacer olvidar lo erótico, disolviéndolo en su infinitud? Lo suficiente, en todo caso, como para que lo sexual se difracte entre los dos y para que aquello que contradice lo erótico ya no sea tanto lo “espiritual”, según la oposición fijada, demasiado cómoda, heredada de nuestros viejos dualismos, sino esa dimensión íntima que, cuanto más se
extiende, más sustrae la condición de posibilidad – o sea, de hecho, de exterioridad – de lo erótico. Sin embargo, no podemos ocultar que el gesto íntimo, aun si lo que pretende establecer es la dulzura de una connivencia, actúa primero como una intrusión frente al otro, vale decir, una penetración. Pero, ¿intrusión en qué? Diría: en el campo de pertenencia o de lo que llamaría “privacía” (en inglés, privacy), tal como se constituye para cada uno a partir de su propio cuerpo, cuya barrera no está marcada pero que se conoce de entrada, y que cada uno transporta consigo, en donde cada uno se envuelve y se agazapa. El gesto íntimo hace una brecha en esa frontera invisible mediante la cual cada uno se conserva y se apropia de sí. Porque lo que importa no es tanto que el gesto sea expresivo (muchos de nuestros gestos lo son: de cólera, de odio, de piedad – la semiótica de los gestos no constituye un problema) sino el hecho de que el gesto íntimo, que irrumpe en el campo de pertenencia del Otro, mediante el cual éste se reconoce y se apropia, deshace – hace caer – la barrera entre el Otro y uno mismo, entre afuera y adentro; de manera que un adentro se extiende a través del otro, en lugar de toparse con su exterioridad provocativa – provocativa porque mantiene la distancia y hasta la incrementa, como lo querría el erotismo. El gesto íntimo era en principio una audacia: me atrevo, me permito hacer, sólo con el desplazamiento discreto de la mano, lo que otros – tal vez todos los otros – no tienen o no tendrán derecho a hacer en su vida, no piensan o no pueden arriesgarse a hacer, y a lo que sólo yo me autorizo. Pero esa usurpación impuesta, que se introduce entre dos peligros, la indecencia y la violencia, en una apuesta que cuenta con el consentimiento del Otro para hacer caer la delimitación con uno mismo, ha logrado de golpe hacer que se altere la relación; al extender la “privacía” a nosotros dos, invierte los datos: de una efracción del afuera en un adentro compartido; o de lo que siempre al comienzo tiene algo de un forzamiento en una dulzura infinita (volveré sobre esta “dulzura” de lo íntimo para sustraerla de la cursilería psicológica). Resulta fascinante ese punto de trastocamiento donde todo se decide, donde la transgresión se convierte en recibimiento, e incluso descubre una espera, así como el impulso súbito se hace vibración, eco, que no se extingue. Lo que hace que el gesto íntimo, aun si se ha vuelto familiar, nunca sea rutinario; conserva siempre, como ya dije, algo de un acontecimiento inaudito, de milagro. A lo cual se debe que, aun cuando se muestra, nunca puede ser completamente develado; que se preserve del prójimo para no ser profanado; que aun si
se realiza en público, siga estando en un código “secreto”. O de lo contrario, resulta deshabitado de sí mismo, ha perdido su eficacia y ya no es más íntimo. Pues entonces, cuando el gesto no se realiza más, o cuando hacerlo se torna una carga, se expresa ya una reticencia que restablece la frontera invisible (Fabrizio y la Sanseverina en el lago, tras el episodio de la torre Farnese). Por lo tanto, si que se advierta y por ende sin que se piense en hablar de ello, ha comenzad de facto, físicamente, la separación: el hombro que ya no se roza, la mano que no se tiende más. El cese del gesto íntimo no solamente traduce (trasluce) el fin, o al menos el deterioro, del entendimiento tácito y de la connivencia, sino que también lo anticipa y lo precipita. Advierte lo que está destinado a deshacerse y ya lo inicia. A semejanza del atreverse al gesto, pero esta vez en sentido contrario, ya no por una apertura sino mediante la retracción de lo posible. El gesto que no se hace más, o incluso apenas retirado, ya significa – suficientemente – que devolvemos al Otro a su afuera, lo abandonamos a su exterioridad. 4. Está pues, por una parte, la singularidad que nos descubre la palabra – “íntimo”: tan adecuada en francés, común a las lenguas europeas a partir de su factura latina, signada por el giro cristiano, aunque todavía habrá que comprender hasta dónde y por qué. Y por otra parte, está la “cosa” que a su vez parece tan común y que incluso no podemos concebir que no haya existido siempre y en todas partes: el simple apretón de los dedos, o la mirada, o la frase, que hace pasar de golpe mi sentimiento interior, el más interior, a la interioridad de Otro, borrando la frontera entre nosotros y ofreciendo lo íntimo en mí – abriéndome lo íntimo suyo. ¿Qué límite cultural puedo imaginar para esa experiencia? ¿O acaso no sería tan simple? Dicho de otro modo, en lo íntimo, ¿se trata de una categoría cultural e históricamente marcada, cuya noción surgió y se desplegó en un determinado contexto de civilización, en un determinado momento de su desarrollo y conservaría su impronta? Todos nuestros conceptos “llegaron a ser”, decía Nietzsche, que era en eso heredero de Hegel. No podré entonces desentrañar lo “íntimo” sino indagando esa singularidad cultural y explorando su coherencia; no podré comprenderlo sin esa historia y esa aculturación. Así como no podemos comprender, por ejemplo, la saudade portuguesa más que volviéndonos, en pleno paisaje mediterráneo, hacia el océano y sus más distantes costas, resultando entonces embarcados hacia viajes muy diferentes; o la Sehnsucht de la lengua alemana, que “nostalgia” traduce muy mal, salvo penetrando en
la fisura romántica y su sueño, no tanto formado de Burg altivos, de brumas y de leyendas, como de obsesiones a la Novalis y de aspiraciones donde lo finito es “alusión” a lo Infinito; o bien como no podemos penetrar el iki japonés sino asociando al sentido del honor y de la seducción (ikiji-bitai) el renunciamiento budista, akirame, como tan exactamente lo describió Kuki Shuzo. Pasemos a China, que permaneció por mucho tiempo ajena a Europa tanto por la lengua como por la Historia y que me sirve así como palanca o, digamos, como “abrelatas” filosófico: ¿cómo traducir allí “íntimo”? Puesto que no encuentro allí un término donde se reúnan “la esencia íntima de” y “la relación íntima con”, es decir, donde el ahondamiento de un interior en uno mismo pueda revelarse al mismo tiempo como acceso al Otro, como en Agustín donde Dios se descubre “más interior que lo íntimo mío”, interior intimo meo. En China, debería elegir una cosa o la otra: o bien expreso la realidad más interna, privada, oculta (si-mi, yin-mi), o bien designo la profundidad del lazo (quin-mi), salvo que la misma idea de intensidad por compacidad se encuentra en ambos términos (mi, en estos compuestos del chino moderno). ¿Deberemos creer en consecuencia que los chinos, al menos hasta el encuentro con Europa, habrían vivido de otro modo la experiencia que para nosotros (el “nosotros” que se mostraría entonces europeo) es la de lo “íntimo”, o bien que en cierta medida la habrían ignorado? Pero esta última, a partir de Agustín, ¿no ha sido crucial en la construcción de la subjetividad? Y asimismo, o en primer lugar, volviéndonos sobre nosotros mismos y remontándonos en nuestra historia, ¿qué pasa con los griegos, “nuestros” griegos, ya que la palabra es latina, si sólo fuera latina: intimus? ¿Los griegos entonces desconocieron lo “íntimo”? Se plantea finalmente la cuestión del género adecuado para llegar más lejos: ¿no debería más bien escribir una novela? Lo íntimo, es sabido, es lo más singular, lo “más interior” y se agazapa antes del análisis y el enunciado. ¿Puedo acaso imaginar algo más resistente – recalcitrante – a la captación del concepto y a la abstracción? Una vez más se verifica en este caso que, según la vieja formulación escolástica, la existencia está hecha de singulares (existentia est singularium), mientras que la “ciencia”, el discurso del conocimiento, “se refiere a” los universales (scientia est de universalibus), y por lo tanto estaría condenada a permanecer a distancia de dicha existencia. De modo que lo íntimo sería por principio reacio a la filosofía – ¿qué filósofo habló de ello? Tendré que hacer entonces mi propio camino no sólo entre la palabra y la cosa – entre lo que se halla implicado por la “palabra” y lo que se encuentra manifestado por la “cosa”, gesto,
frase o mirada – sino también aventurarme entre la noción y la situación: pasar de la historia cultural en gran escala a lo individual de este momento, esta vida, y apelar al relato, variándolo incluso mediante la ficción. ¿Pero no es acaso, de hecho, la condición de todo pensamiento del vivir? ¿Y podrá hacernos creer además, a su respecto, en alguna ruptura entre ambas, literatura y filosofía?
IV – No existió lo íntimo griego 1. Héctor y Andrómaca, al encontrarse en las murallas de Troya (en la Ilíada, canto VI), ¿son íntimos entre sí? Después de tantas disputas y combates entre valientes, de discursos encendidos y llamados a la venganza, después de tanto estrépito y tanta sangre derramada intensamente, los dos esposos se buscan, se apresuran uno delante del otro y se encuentran sobre la muralla; junto a ellos, una nodriza tiene en brazos a Astianacte, el niño nacido de su unión. Abajo, en la llanura que levanta polvo bajo los carros, no ha terminado el combate en el que se han inmiscuido los dioses. Admito que esa escena, leída en el griego titubeante de mi juventud, como la leyeron hasta entonces tantos adolescentes de Europa (una educación ya caduca, como se sabe), me pareció definitiva, y que sellaba de entrada lo que sería – lo que habrá de ser – lo humano. Como por una escotilla, veríamos allí al “hombre mismo”, según la expresión fetiche, en sus resortes básicos y sus afectos. La prueba de ello, nos dicen, es la súbita conmoción de nuestros afectos cuando leemos la escena; conmoción que se produce en cadena con el correr de los siglos, igualmente, tácitamente, de generación en generación: ¿quién no reaccionaría a ello? ¿Y hay algo más elemental que lo “reactivo”? (¿O con qué otra palabra puedo intentar extraer esto más radicalmente?) ¿No es acaso la prueba de que lo vivido en un tiempo tan remoto nos ha “tocado” como por medio de una onda que no se pierde – onda que trasmitiría lo “humano”? Independientemente entonces de todo condicionamiento – y por ende también de todo ocultamiento – que provendría de la lengua o de la ideología, de la historia y de la cultura, o más en general de lo que se ha convenido en llamar, desde Foucault, el “discurso”. Sin embargo, estamos todos de acuerdo en reconocer que las maneras de ver e incluso de sentir han mutado después de tantos siglos. Pero justamente ya no se trataría tanto de ideas o de sentimientos sino de tipos y de situaciones, o bien, digamos, de “estructuras” de humanidad tales como las habría logrado alcanzar Homero, “el primer poeta”, antes de lo concebido y lo afectivo; y una vez orientadas como lo están desde ese momento en un plano básico, casi milagrosamente se ha como anulado la distancia de ellos a nosotros. Pero en este argumento se habrá reconocido el último coto cerrado defendido por el viejo humanismo.
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