Francisco: El Viaje y El Sueño - Murray Bodo
January 30, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Nihil Obstat: Rev. Hilarion Kistner, O.F.M. Rev. Edward Gratsch Imprimi Potest: Rev. Jeremy Harrington, O.F.M. Provincial Imprimatur: +James H. Garland, V.G. Arquidiócesis de Cincinnati 16 de agosto de 1988 El nihil obstat y el imprimatur son una declaración de que se considera que un libro o folleto está libre de error doctrinal o moral. No implica que los que han otorgado el nihil obstat y el imprimatur estén de acuerdo con el contenido, opiniones o declaraciones expresadas. La cubierta y el libro fueron diseñados por Julie Lonneman Ilustraciones de Lawrence Zink Traducido del inglés por Alicia Sarre, R.S.C.J. ISBN 0-86716-205-8 ©1994, St. Anthony Messenger Press Todos los derechos reservados Publicado por St. Anthony Messenger Press Impreso en los Estados Unidos de América
Nota de la traductora Quisiera expresar mi profundo agradecimiento a todas las personas que me ayudaron con esta traducción, especialmente al Dr. John Marambio.—Alicia Sarre, R.S.C.J.
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Para mis padres
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Prefacio a la nueva edición La colina detrás de la fortaleza que llaman la Rocca Maggiore está cubierta otra vez este año de ginestra, la retama que se encuentra por todas partes en Umbría. Todavía siguen extrayendo piedra rosada de la cantera ubicada en una ladera de esa misma montaña. Del otro lado del valle, donde el río Chiascio corre tranquilamente, hay un campo grande de amapolas que espero ver cada verano pero que siempre me sorprende por su esplendor en cuanto doblo por el camino que queda más allá del cementerio. Es un día claro de principios de junio. Una brisa fresca sopla suavemente viniendo de la dirección del monte Subasio. Me detengo junto a una pequeña roca cerca de la entrada del cementerio y observo a través de otro valle la gran Basílica de San Francisco. Hay amapolas a mis pies, rojas con todo el sufrimiento de Francisco, el Poverello cuyo cuerpo yace enterrado bajo el peso de toda esa piedra. Me siento sobre una columna quebrada y recuerdo la primera vez que vi la Basílica desde aquí, hace dieciséis años, una fría y húmeda mañana de fines de marzo. Desde donde estoy sentado sólo puedo ver a mi izquierda una de las torres de la Rocca Maggiore. Las últimas palabras de la Misa de hoy me vienen a la memoria: “… Angosta es la puerta y estrecho el camino que conducen a la salvación y pocos son los que dan con ellos.” (Mt. 7,14). La puerta angosta de Francisco era la puerta del lado opuesto de la ciudad donde yo estoy sentado mirando la torre occidental de la Rocca Maggiore. Por esa puerta salió, dejando atrás la seguridad de Asís, y bajó la colina hacia la colonia de leprosos que yacía no lejos de la iglesita de la Porciúncula, la Porcioncita, como se le llamó cariñosamente. San Francisco, cuando escribí las páginas de este libro y aun ahora tantos años después, es para mí el hombre que salió por la puerta angosta de su ciudad, dejando atrás sus posesiones, a su padre y a su madre, a sus amigos y parientes, y empezó a vivir entre los leprosos una vida libre y sin trabas que transformó el fétido pantano al pie de Asís en un nuevo Edén, un paraíso del amor cristiano. Esa imagen ha permanecido conmigo y esa imagen hizo que fuera para mí una alegría escribir este libro. Generalmente me cuesta trabajo escribir: las palabras son pesadas y es difícil ponerlas sobre la página. Sin embargo, Francisco: el Viaje y el Sueño fluyó fácilmente. Sentí, al escribir estas palabras, que era otro el que las escribía. Fue la experiencia más cercana que he tenido de la musa de la que hablan los poetas. Creo que Francisco mismo fue mi musa, que de él era la frescura de estas palabras, de esta visión. Y por lo tanto en esta nueva edición no he cambiado nada del Sueño original. Sólo he tratado de hacer el lenguaje más inclusivo y menos sexista. Cuando acabé de escribir estas palabras en 1972, no me daba cuenta de lo chovinista que era parte de mi lenguaje. Desde entonces he llegado a ser más sensitivo a un lenguaje inclusivo, don de esas otras musas, las mujeres en mi vida. A ellas y a María, la Madre de Dios, a Clara de Asís y a Teresita de Lisieux, 6
les dedico esta edición de Francisco: el Viaje y el Sueño. Murray Bodo, O.F.M. Asís 21 de junio de 1988
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Indice Title Page Copyright Page Introducción Un viaje de sueños El Sueño El Sueño en Spoleto Un renacimiento La gruta Sobre la soledad La Dama Pobreza Encuentro con el leproso Este nuevo día El crucifijo habla Cuando se pierde a un padre Un hombre emancipado El heraldo del Gran Rey El bufón Un viento en la cara El trovador Las bodas místicas de Francisco El demonio y el ángel Los frailes Sobre la intimidad Sobre la integridad y la sinceridad Sobre la guerra Rivotorto El Papa y el mendigo Sobre la Dama Clara Un hombre radical Sobre el amor fraternal Caldo caliente y santidad Sobre alondras y gorriones Una trinidad de pueblos El gozo perfecto Una vieja historia de amor cortesano El lobo de Gubbio 8
Rúbricas en el aire Caballero de la Mesa Redonda Una galería de retratos Sueño de vuelo Memorias del hijo de un tendero Sobre León y Francisco Francisco ante el Sultán Sobre ciudadanos y mendigos Sobre constructores de monasterios La Navidad en Greccio Trabajar con sus manos Sobre el amor Descalzo en el lodo Una apología por la penitencia El Hermano Asno La lluvia en la montaña Viajes a tierras lejanas La Sagrada Eucaristía De escondrijos en la montaña Las lluvias del monte Subasio De armadura y cota de malla Un canario silvestre El Obispo Guido de Asís El Viaje y el Sueño Un junquillo de montaña Cambios en la Orden El montañés Sobre las estaciones y el tiempo El monte Alvernia El sueño del diablo Himno al monte Alvernia Sobre la enfermedad Sobre la ropa Un corazón partido Una oración para toda clase de tiempo Secretos de un amor fiel Mujer Corderito Sobre la violencia La última ruptura En el camino Una oración para buscadores 9
El contacto con Jesus La Hermana Muerte Postfacio
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Introducción Hay una extensa llanura en el centro de Italia, en la provincia de Umbría, que todavía exhala la paz de un hombre de espíritu libre y sin trabas, que nació en la pequeña ciudad de Asís en el año 1182. El mundo lo conoce como santo y poeta bajo el nombre del Poverello, el pobrecito, Francisco de Asís. Todavía hoy, al recorrer los campos de Umbría, la paz de San Francisco te penetra en el alma y vuelves a creer que la alegría perfecta es posible, aun para el hombre y la mujer modernos, si la buscan bajo las mismas condiciones que Francisco. A algunos de nuestros contemporáneos, el precio que él pagó podría parecerles demasiado alto, puesto que Francisco sólo consiguió la paz y la alegría por medio del desprendimiento perfecto. ¿Cuál es el contenido de este desprendimiento? Contestar a esta pregunta es lo que se propone este peregrino de Asís. La historia empieza y acaba con la muerte de Francisco. Lo demás consiste de recuerdos, y por lo tanto los incidentes son fragmentarios y no tienen un hilo continuo de narración. Espero que la unidad que el libro tenga, vendrá de Francisco mismo. Estas páginas no son una biografía de San Francisco. Para esa clase de obra no tengo ni el talento ni el deseo de hacerlo. Sólo he tratado de compartir con ustedes una visión muy personal de San Francisco, y en el proceso de hacerlo, ha surgido un nuevo Francisco, un Francisco que yo no conocía. Finalmente, quisiera expresar mi agradecimiento al Padre Jeremy Harrington, quien me pidió que escribiera este libro, al Padre Roger Huser, mi Ministro Provincial, quien me alentó mucho a lo largo del camino, y a todos mis hermanos Franciscanos cuyo buen ejemplo ha inspirado mi propio Sueño y ha hecho posible mi Viaje.
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Un viaje de sueños Yacía allí presa de su última fiebre, sintiendo flechas agudas de dolor que le atravesaban la espalda. Sabía que éste era el principio de lo que había soñado por tanto tiempo: “Señor, guía mi alma fuera de su cárcel.” Más temprano ese día, sus frailes lo habían transportado aquí a esta capilla de Nuestra Señora de los Angeles, en la llanura al pie de la ciudad. Al bajar la empinada cuesta desde Asís, Francisco les había pedido que se detuvieran en la colonia de leprosos, para que desde allí pudiera bendecir su ciudad por última vez. Estaba casi ciego, pero creía poder ver la ciudad extendida ante él como un inmenso tapiz multicolor. Quizás tan sólo la viera con su espíritu. Qué contraste entre la impresión de hoy y la de su juventud, cuando convaleciente ya de su larga enfermedad, había caminado tambaleándose por las colinas verdes, encontrando que ya no le elevaban el corazón. Sólo tenía veintidós años entonces. Había sido un día brillante y recordaba los techos que reflejaban el sol como colchas rojas, rosadas y blancas. Pero su belleza sólo lo había deprimido. El espíritu pesado de la melancolía lo tenía en sus garras y no comprendía, no quería comprender por qué. La gente que se cruzaba con el joven Francisco mientras él subía penosamente la larga colina lo había reconocido y lo felicitaba porque ya se había recuperado. Y recordaba haber pensado cínicamente: Se están diciendo, “Allí va el hijo inútil de Pietro. Se ve bastante pálido y camina con dificultad. Pero, ¿por qué preocuparnos por él si está en mejores circunstancias que nosotros nunca estaremos? Por lo menos tiene un porvenir.” Si tan sólo hubieran sabido lo vacío y lo desesperado que se sentía precisamente por ser el hijo de Pietro Bernardone, precisamente por ser rico, famoso y consentido. ¡Qué aburridísimo le parecía todo eso entonces! Y sin embargo, de alguna manera, cuando miraba la ciudad desde la cima del monte Subasio, era todavía lo suficientemente joven a los veintidós años para creer que le esperaba algún destino que haría que la hermosa ciudad se enorgulleciera de él. Dónde y cuándo le esperaba el mandato del destino, él no lo sabía, pero su sospecha más profunda era que acabaría por responder al llamado incesante de pertenecer a una orden de caballería, y hacerse caballero. Ése sería su futuro. Recomenzaron los dolores de cabeza, de pecho y de espalda y Francisco despertó bruscamente de su ensueño. Tosió sordamente y aferró con más fuerza el crucifijo que tenía entre sus manos. El dolor empezaba a embotar todos sus sentidos y lentamente se deslizó una vez más hacia las memorias del pasado. Volvióse a ver a los veintidós años, de pie en una colina afuera de su ciudad; ese día había experimentado la desilusión más grande de su juventud. Repentinamente, se había dado cuenta de que durante su enfermedad le había sucedido algo muy triste. De seguro 12
se habría desesperado entonces y habría abandonado la esperanza de jamás volver a ser feliz, si no hubiera sido por el Sueño. ¡Qué Sueño más extraordinario! Algunas semanas después de haberse sentido tan desalentado en la cima del monte Subasio, donde se preguntaba si sus breves veintidós años marcarían el fin de su juventud y de su vida, lo visitó el Sueño que cambió todo para siempre.
El Sueño Francisco se movía de un lado para otro en su cama, forzando su mente, rogándole que tratara de dormir. “Deja de pensar. Mente, por favor, duérmete. Tengo que descansar, que dormir, o nunca me recuperaré de esta locura, de esta desesperación que me tiene en sus garras aquí en la obscuridad.” Se levantó y caminó por el cuarto de un lado a otro mientras se pasaba las manos por su enredada cabellera negra. “¿Qué me pasa? Esto es absurdo. ¿Por qué temblar y estar turbado cuando no hay nada que temer? Francisco, vuélvete a acostar. Descansa.” Se dejó caer nuevamente en la cama y se acostó boca abajo, tratando de sentirse exhausto, pero no podía dormir. Toda la noche se revolvía en la cama, sudaba y se preguntaba por qué le era tan difícil conciliar el sueño. Se había sentido así desde su enfermedad y desde la extraña sensación de soledad que había experimentado al andar por las colinas de Asís ese primer día cuando atreviéndose a dejar su cama de enfermo, se había aventurado a salir a tomar un poco de sol. Ahora sus noches estaban llenas de terror; sólo de vez en cuando podía dormir un rato. Por fin, cuando los primeros rayos del sol de la mañana empezaban a alumbrar su espalda desnuda, Francisco se durmió. Y fue entonces cuando tuvo el Sueño. Fue conducido al gran salón de un Palacio espléndido, donde una Princesa resplandeciente, su novia, tenía su corte. Las paredes estaban cubiertas de escudos y de trofeos de victorias militares. Y cuando Francisco preguntó en voz alta quién era el Señor del castillo, una voz contestó: “Es la noble corte de Francisco Bernardone y de sus seguidores.” Al despertarse, Francisco se sentía transformado. No era el mensaje del Sueño lo que lo maravillaba tanto, ni el anuncio de que sería un gran señor. No, era el hecho de que el Sueño había ocurrido, de que ahora su vida tenía una finalidad, algo por lo que valía la pena vivir. Su Sueño le traía una certitud, como si hubiera tenido una visión. De haberle presagiado el Sueño a Francisco la pérdida de su fortuna, de su posición social y la mendicidad, le habría agradado, porque aun así habría sabido qué camino seguir. Parecía que la idea de tener una meta y un propósito era mucho más importante que la dirección en que iría. Tendría algo que ver con su propia cualidad o con quién era él. Sobre todo quería decir que iba a alguna parte, a cualquier parte. La torpeza de su voluntad había desaparecido, el Sueño lo había librado de su propia voluntad paralizada. Así pues, Francisco decidió llevar a cabo su Sueño, convencido de que lo que importaba era ponerse en camino. Recordaba con claridad la levedad de su corazón al 13
salir de Asís para unirse a los ejércitos de Gualterio de Brienne, el capitán normando que seguía triunfando al servicio del Papa Inocencio III. Sin embargo, los altibajos de su vida no serían cambiados tan fácilmente, ni por sueños ni por presagios. Llevaba sólo un día de camino cuando, en la ciudad de Spoleto, empezó a oír otra vez voces en la noche.
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El Sueño en Spoleto —Francisco, ¿es mejor servir al Señor o al siervo? —¡Oh, Señor!, al Señor, por supuesto. —Entonces, ¿por qué tratas de convertir a tu Señor en un siervo? Y Francisco, que temblaba al reconocer la voz, exclamó: —Señor, ¿qué quieres Tú que haga? —Vuelve a tu casa, Francisco, y piensa en tu primera visión. Has visto sólo las apariencias y no el corazón de la gloria y de la fama. Tratas de hacer que tu visión encaje en tu propio deseo impaciente de Caballería. Y Francisco, tembloroso y completamente despierto, comprendió ahora que había abarcado demasiado. Se dio cuenta de que la impaciencia lo había llevado a actuar con demasiada premura y que debía esperar, escuchar y purificar su corazón para oír palabras más profundas que las que se había imaginado. Había tratado de hacer que la voluntad de Dios sirviera su impaciente deseo de gloria. No había escuchado, verdaderamente. El camino de regreso a Asís parecía temblar a sus pies. Como la figura de un caballero andante que vuelve solo a casa, parecía gritar: “Huyo del frente de batalla,” para que todo el mundo lo oyera. Pero no le importaban las miradas burlonas y el desprecio que notaba en la cara de los campesinos que lo miraban descaradamente. De cierto modo, así era como debía ser ahora. En realidad, debería ir a pie como ellos, y no debería estar montado en un magnífico caballo de batalla. Retornaba a Asís por la vía romana Flaminia. Atrevidas y confiadas en el inmenso poder de Roma, legiones romanas habían marchado por este mismo camino. Se detenían y bebían del manantial sagrado de Clitunno, cerca de Foligno. Les pedían allí a las ninfas del agua que les fortalecieran en la batalla, que les dieran valor y victoria. Al beber del agua clara del célebre manantial, Francisco perdió de su corazón el deseo de gloria, y la guerra y la victoria se convirtieron en palabras huecas que le rebotaban en el cerebro. Se sintió completamente vacío. Algo le decía que dejaba para siempre la vía romana.
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Un renacimiento La vuelta inesperada de Francisco de Spoleto fue la experiencia más terrible de su juventud. El desprecio absoluto que le mostraban los habitantes de Asís lo hizo ensimismarse. El rumor de su supuesta cobardía corrió por la ciudad como un fuego atizado por el viento. Algunos hasta sospecharon que dos años antes, cuando lo habían tomado prisionero en Ponte San Giovanni, en realidad se había rendido por miedo. Otros señalaban que su larga enfermedad después de su prisión en Perusa era, en verdad, culpa y remordimiento por su cobardía. Pietro, su padre, estaba descorazonado. Quería mucho a Francisco y no creía que su hijo fuera un cobarde, pero le resultaba difícil explicar por qué su hijo había vuelto de Spoleto. Su madre, la Dama Pica, se afligía mucho por él y hubiera querido aliviar el secreto mal que le aquejaba, pero no sabía cómo hacerlo. Y el mismo Francisco trataba desesperadamente de explicar, pero solamente convencía más y más a sus padres de que todavía no había sanado del todo de la rara melancolía y desilusión de su enfermedad. Francisco, consternado, caminaba por las calles de Asís. Vivía con un constante sentido de culpabilidad, preguntándose si sus mejillas estaban rojas de vergüenza. Sus amigos se encontraban lejos en el ejército de Gualterio de Brienne y entre los jóvenes aptos para el servicio militar, él era el único que se había quedado con las mujeres y con los niños y con algunos hombres mayores que ya habían probado su valentía en las guerras de antaño. Sin embargo, sabía que no podía volver al campo de combate, porque eso no serviría sino para desacreditarlo más como un cobarde que por fin había recobrado su valor. Seguir los impulsos del corazón cuando todo el mundo está en contra de uno es la prueba más difícil para el espíritu humano. Y a Francisco le parecía que no podría sobrevivir esa prueba. Rezaba como nunca antes lo había hecho, suplicándole a Jesús que le dijera por qué le había ordenado volver a Asís. Pero no recibía ninguna respuesta. Durante esos meses, largos y aterradores, Francisco iba a una pequeña gruta en la colina cerca del monte Subasio y trataba de reflexionar sobre lo que le ocurría. Se dirigió a la gruta todos los días hasta que se sintió como si fuera su casa, el único lugar donde se sentía a gusto. Y llegó a creerse un hombre que conocía las profundidades obscuras de la tierra. Fue allí, en el vientre de la tierra, donde por fin encontró la paz del corazón y el valor de volver a sentirse orgulloso de ser hombre. Fue allí donde volvió a nacer.
La gruta Murmurando en el oído obscuro de la gruta, Francisco llegó a conocer la alegría de la 16
liberación. El amparo protector de la obscuridad le facilitaba el balbucear secretos en el vacío, o gritar su dolor a las paredes húmedas y frías. Cada día se le hacía más y más difícil salir de su gruta y enfrentarse a la dura luz del mundo que lo miraba fijamente. Mientras más y más adentro se metía en la gruta, tanto más protegido se sentía. En su oración le suplicaba a Jesús: “Déjame que me quede aquí; déjame que me esconda en el vientre de esta tierra húmeda.” Pero todos los días tenía que salir, por el pánico que le daba de que la luz no estuviera allí para cegarlo. Imploraba: “¡Oh vientre de la tierra, escóndeme de aquellos ojos que me hielan y me paralizan de miedo!” Fue por fin allí, en esa gruta, donde Francisco encontró a Jesús y donde, al mismo tiempo, llegó a conocerse a sí mismo por primera vez. Hasta entonces, sus voces y sus sueños siempre le habían parecido venir del exterior, desde muy lejos. Sin embargo, durante las horas agonizantes que había pasado en la gruta, empezó a oír una voz dentro de sí mismo, una voz más profunda y más clara que era como descubrir una parte de sí mismo que él no sabía que existía. Cuanto más rezaba y se volvía a Cristo para pedirle inspiración, tanto más se hundía hacia una fuerza interior que le daba fortaleza y paz. Dejó de hablarles a las paredes desnudas de la gruta. Al principio, esta búsqueda interior de sí mismo fue una mirada dolorosa y aterradora; se encontraba débil y pecador: este viaje era un buceo que hacía que se sintiera que se estaba ahogando en un lago vasto y sin fondo. Pero a medida que perseveraba en la oración, llegó por fin a algo como una caverna inmensa y profunda, en la cual el sonido de su propia voz parecía melodioso y profundo. En esa profundidad interior, Jesús le habló dulcemente e hizo que su corazón ardiera de amor. Después volvía a subir a la superficie renovado y alentado. Pero cada vez tenía que zambullirse de nuevo, lo cual le era doloroso y aterrador. Y cada vez tenía miedo de no poder volver a encontrar su caverna protectora. Durante todo ese año después de haber oído la voz de Cristo en Spoleto, Francisco iba diariamente a la gruta afuera de Asís para sondear sus propias profundidades, tratando de traer a la superficie, de manera permanente, la paz interior que había encontrado. Por fin se dio cuenta de que la búsqueda de la caverna sería su jornada diaria, y si quería estar en paz, tendría que adentrarse profundamente en la oración todos los días de su vida. Ese pensamiento le dio gran alegría, porque había llegado a amar la búsqueda y el temor y la anticipación como parte de todo el proceso de orar y de escuchar a Cristo.
Sobre la soledad Mirando desde una esquina de la plaza, Francisco podía ver la cara de la joven y se afligía al ver la tristeza de sus ojos. ¡Tan joven, tan bella y tan terriblemente sola en su angustia! Sólo podía ver la nuca de su amigo pero esto bastaba para darse cuenta de la expresión afligida del muchacho. Algo había ocurrido que hacía tensa la situación entre 17
ellos o dentro de ellos. Francisco conocía ese sentimiento que veía en los ojos de la joven, un sentimiento tan ahogado y oprimido bajo la apariencia externa de la muchacha que Francisco sintió la contracción en su propio pecho. Le dolía tanto el no poder ayudarla, pero habría sido de pésimo gusto que él se hubiera entremetido en sus asuntos, así que bajó los ojos y miró el empedrado de la plaza. Casi inmediatamente su mirada volvió a posarse sobre la joven. Algún día, quizás pronto, Francisco podría encontrar lo que buscaba. No consistía en estar cerca, ni en tocar a otra persona, sino que tenía algo que ver con aquella joven y la necesidad que él sentía de alentarla, de sentir su cabeza sobre su hombro y saber que estaba contenta y que se sentía segura a su lado. ¿O era que, en verdad, pensaba en su propia seguridad? Creía que no era así, y “seguridad” no era la palabra exacta para expresar lo que le molestaba. Ahora que había oído esas voces y que esta nueva dimensión había entrado en su vida, se sentía solo. La única relación significativa en su vida era con sus voces y con sus sueños. Se habían convertido en el verdadero mundo, y lo que veía y oía y tocaba con sus sentidos iba desapareciendo y disolviéndose como si fuera humo. Hasta en su imaginación, la muchacha desaparecía tan pronto como ella apoyaba la cabeza en su hombro y, de nuevo, él se sentía solo otra vez. Francisco se preguntaba si una verdadera joven, si esta muchacha, también se desvanecería si la tocara. O, si no, ¿cesarían sus sueños y sus voces? Tenía miedo de tocar a nadie. Los sueños habían triunfado, su sentido de soledad persistiría.
La Dama Pobreza Francisco, separado de sus compañeros de adolescencia, parecía un caudillo patético, exiliado de su país por su propia voluntad. Permanecía en las esquinas de las calles y espiaba alrededor de los edificios añorando la vida sin cuidado de días de antaño. Solitario, sobre todo por las noches, ansiaba regresar a aquel tiempo y desechar sus sueños como si fueran las ambiciones de un idealista frustrado. Sin embargo, tan pronto como se encaminaba a reunirse con sus antiguos compañeros, un pánico se apoderaba de él y le hacía intuir que estaba tirando alguna joya o tesoro de belleza y valor incalculables. Y no lo podía hacer. Aunque ansiaba compañía, sentía en lo más íntimo de su ser que habría nuevos compañeros después del próximo sueño. ¿Y si no había ninguno? ¿Qué pasaría entonces? ¿Podría soportar esta soledad por una dama fantasma, la dama del Sueño original, la dama del Palacio del Sueño, una dama que en realidad él nunca había visto ni había tocado? Esta posibilidad le aterraba y lo hacía sentirse tímido e inseguro. Después de todo, él era el único que oía las voces y soñaba los sueños y ¿no había estado débil y enfermo por tanto tiempo? Quizás los sueños no fueran sino su fuerte deseo de ser apreciado que se encarnaba en un mundo de fantasía y de auto-engaño. Como el profeta Daniel, era un hombre de deseos, impaciente por satisfacerlos, embriagado con su propia importancia. 18
Ese pensamiento siempre lo hacía reír: ¡Un hombre importante, un caballero andante o héroe de Asís! ¿Quién había oído nombrar a Asís? Un pueblo del siglo XIII que colgaba precariamente de un costado del monte Subasio. Algún día la montaña se sacudiría y todo el pueblo rodaría hasta el fondo del valle. Sin embargo, aunque trataba de hacerlo, no lograba librarse del Sueño, y las Voces se hacían mucho más reales que las de la gente misma que paseaba por la plaza. Se hubiera desesperado al oír el sonido persistente de las voces que resonaban en sus oídos, pero estas mismas voces le habían traído una paz inefable a su vida. Aun ahora, mientras vagaba por las calles desiertas, y miraba a través del túnel obscuro de la calle hacia la luz de la plaza lejana, la paz profunda que llevaba latente apaciguaba de alguna manera su sentimiento de soledad, de no tener a nadie con quien compartir sus sueños. Al orar, era cierto que hablaba dulcemente con Jesús, pero eso no era lo mismo. Quería un compañero, un amigo a quien pudiera ver y tocar sabiendo que se le escuchaba y se le comprendía. Tal vez quisiera demasiado: paz interior en su corazón y el amor de Dios, y comprensión humana, todo a la vez. Pero ¿no había dicho Dios que no era bueno que el hombre estuviera solo? Algo que se agitaba en su interior—y que parecía venir en tonos sordos desde el principio del tiempo—decía que nunca sería y que nunca podría ser un ermitaño. El Evangelio, siempre la vida del Evangelio, lo conmovía. No sólo Jesucristo, sino Jesucristo y sus discípulos, Jesús de Nazaret y su pequeña banda de seguidores, dando testimonio todos juntos de la “locura” y del amor de Dios. Un hombre solitario era una señal de amor inadecuada. La gente veía el amor en personas que se amaban, en personas cuyas relaciones recíprocas irradiaban un amor que sobrepasaba el amor humano. Una familia de hermanos, que se quisieran los unos a los otros y que dieran testimonio al mundo de que el amor es posible, sería como un renacer de la primitiva Iglesia que había llevado a los romanos a decir, “Miren cómo estos cristianos se aman los unos a los otros.” Mas ahora él estaba solo, aislado. Lo que siempre lo había consolado y alentado, sin embargo, era que en su primer Sueño había visto muchos escudos en las paredes del castillo. De seguro que no todos eran suyos. Pertenecían a otros que algún día se unirían a él, a otros que caerían bajo el hechizo de su Dama. De su estadía en la gruta, sabía ahora que su Dama era simbólica del Cristo pobre, de la castidad, del valor y brío, de la caballería y de la virtud y de todo lo fino y espiritual. Más que nada, ella era la Dama Pobreza, y él tenía un deseo único: servir a esta Dama Pobreza, pues servirla era ser más rico que lo que nadie se pudiera jamás imaginar. La Dama Pobreza era el símbolo de las paradojas del Evangelio: riqueza en la pobreza, vida en la muerte, fuerza en la debilidad, belleza en lo sórdido y raído, paz en el conflicto y en la tentación, plenitud en el vacío y, sobre todo, amor en el desprendimiento y en la privación. Todo lo duro, ella lo hacía blando y todo lo difícil, fácil. Si la Dama Pobreza era auténtica, también cambiaría la soledad en compañía y en compartir, tan pronto como Francisco tuviera bastante valor para abandonarla por ella. Si entregaba a la Dama Pobreza su necesidad de amor y de compañía, ella se los devolvería. De esto estaba seguro. Sólo le faltaba obrar según esta convicción. 19
Encuentro con el leproso Francisco recordaba la primera victoria de su nuevo corazón. Toda su vida se llenaba de pánico cada vez que se encontraba con un leproso. Y entonces un día, en el camino que bajaba de Asís, hizo una de esas cosas sorprendentes que sólo el poder del Espíritu de Jesús podía explicar. Extendió la mano y tocó a un leproso, cuya sola apariencia le causaba náuseas. Sintió que sus rodillas le flaqueaban y creía que no podría llegar al hombre que estaba parado humildemente delante de él. El olor a carne pútrida invadía todos sus sentidos como si estuviera oliendo también con los ojos y con los oídos. Empezaron a correr lágrimas por las mejillas de Francisco porque creyó por un momento que no podría hacerlo; cuando empezaba a perder su serenidad, tuvo que saltar materialmente hacia el hombre que se hallaba enfrente de él. Temblando, le echó los brazos al cuello y lo besó en la mejilla.
Luego, como el sentimiento que recordaba del primer día después de su enfermedad 20
cuando había empezado a andar, se sentía feliz y confiado; se irguió con calma, el corazón lleno de amor por este hombre que estaba en sus brazos. Quería abrazarlo más, pero eso hubiera sido para satisfacerse a sí mismo, y tenía miedo de perder la libertad que acababa de encontrar. Bajó los brazos y sonrió, y los ojos del hombre brillaron en agradecimiento, así es que Francisco recibió más de lo que había dado. En el silencio de su mirada, ninguno de los dos bajó la vista, y Francisco se maravilló de que los ojos de un leproso pudieran ser tan hipnóticamente hermosos.
Este nuevo día Este nuevo día. Este canto para volver a empezar. Esta armonía dentro de mí. Esta ligereza que siento. Cuántas veces Francisco recordó esa primera liberación, ese sentimiento de renovación que llenaba todo su ser el día que besó al leproso. Las frustraciones acumuladas de toda su juventud, la lástima que se tenía, las dudas sobre sí mismo, la angustia, la melancolía de su enfermedad—todas salieron desbordadas de su corazón como si una gran represa se hubiera roto, y las amargas aguas acumuladas durante toda una vida corrieron para ser absorbidas por la tierra y para ser olvidadas para siempre. Ese beso, ese alargar de los labios, por primera vez guió su corazón hacia alguien digno de ser amado, alguien que no era él mismo. Ese día empezó más bien a expirar el aire de sus pulmones que a aspirarlo, a exteriorizarse más bien que a ensimismarse, a actuar más bien que a pensar en actuar, a hacer en vez de pensar en hacer. Por fin había encontrado el valor de saltar sobre el abismo que lo separaba de su prójimo, de amar lo que temía que iba a exigir más de él que lo que podía dar. Al continuar mirando al leproso, al pensar sólo en esta persona enfrente de él, se olvidó de sí mismo, se olvidó del abismo que se abría a sus pies y cruzó corriendo en línea recta al otro lado del vacío para alcanzar los brazos del amor y de la felicidad. Toda su vida trató de conservar esa percepción original del amor y de ponerla en práctica todos los días. Amar era mirar al prójimo a los ojos; y olvidando el vacío obscuro que existía entre los dos, y olvidando que nadie puede caminar en el vacío, empezar valientemente a atravesarlo, con los brazos extendidos para entregarse y para recibir a la otra persona. En las últimas palabras a sus frailes, su Testamento, Francisco escribió: “Cuando yo vivía en el pecado, me era muy amargo ver a los leprosos; y el Señor mismo me llevó a ellos y los traté con misericordia. Y lo que antes me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo". Todo estaba allí en esas palabras: el camino que llevaba al leproso era el Viaje; lo que le sucedió entonces fue la realización del Sueño.
El crucifijo habla Francisco presentía una prueba cercana, una especie de rito de iniciación para entrar en 21
algo en el que el temor se mezclaba al respeto. Y hasta cierto punto este presentimiento le daba miedo. En el pasado había experimentado tantos altibajos que desconfiaba de toda exaltación. Sin embargo, sus sueños le infundían una certeza más cercana a la convicción y a la creencia que al sentimiento o a una simple impresión. Perdido en sus pensamientos, Francisco se acercó a la destartalada iglesita de San Damián. Titubeó por un momento y finalmente entró. Arriba del altar, vio el gran crucifijo bizantino con los ojos muy abiertos. Como empujado por una fuerza interior, cayó de rodillas y se puso a orar intensamente: “Jesús, Señor mío, ¿qué quieres Tú que haga? Todos los días reflexiono sobre mi sueño en Spoleto y me pregunto si verdaderamente fuiste Tú quien me habló, o si no era más que mi entusiasmo por mi próximo bautismo de fuego como caballero. Señor, mis sueños me persiguen sobremanera. ¿Qué significan? ¿Por qué tengo estos sueños y oigo estas voces? ¿Qué clase de hombre soy yo, Señor?” Francisco levantó la cabeza. Sus ojos dejaron de mirar el piso de piedra para tratar de penetrar los ojos del crucifijo que adquirieron súbitamente una gran profundidad, como si verdaderamente estuvieran vivos. Súbitamente todo el rostro de Jesucristo parecía animarse. Francisco tuvo miedo. Luego, como de un lugar distante y, sin embargo, viniendo indudablemente del crucifijo, una voz clara y resonante penetró el alma de Francisco: “Francisco, ve ahora y repara mi iglesia que, como ves, se está desmoronando.” Francisco estaba lleno de felicidad. Esperó para ver si oía más, y buscó y buscó en la faz del crucifijo, pero no notó ningún movimiento ni ninguna señal de que escucharía más palabras. Francisco permaneció transfigurado por mucho tiempo y le dio las gracias a Jesús una y otra vez por la clara petición que le había hecho. Empezaría a reconstruir la iglesia sin demora. No se le ocurrió nunca a Francisco que Jesús le estuviera pidiendo otra cosa que la restauración de iglesias que se estaban derrumbando. Por lo tanto, salió corriendo de San Damián y empezó a recoger piedras para reconstruir iglesias en ruinas. Empezaría por San Damián. Toda su mente y toda su energía estaban enfocadas ahora en este proyecto único. Su obediencia tan sencilla y tan sincera a sus sueños y a sus voces iba a ser la norma en la vida de Francisco y lo llevaría a una obediencia total y radical del Evangelio de Cristo.
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Cuando se pierde a un padre Francisco sabía que la prueba más difícil de todas sería el enfrentarse a la intransigencia de criterio de su padre. De alguna manera eran iguales; cada uno se empeñaba tercamente en lo que consideraba más importante en esta vida. Para Pietro era el poder y la influencia y la satisfacción del triunfo en el mundo de los negocios y del comercio. Para Francisco había llegado a ser la debilidad y la pequeñez y la pobreza de espíritu que paradójicamente le daban poder e influencia y satisfacían su espíritu. Si Francisco no podía encararse con su padre y resistirle, borraría todo lo que había logrado en la gruta. Su padre había tratado de mil maneras de curarlo de sus “locuras” desde su vuelta de Spoleto, pero cuando Francisco vendió algunas telas y un caballo y le dio el dinero al sacerdote pobre de San Damián y luego se negó a volver a su casa, fue más de lo que Pietro podía tolerar. El peor agravio ocurrió cuando Francisco empezó a mendigar en las calles de Asís. Andaba harapiento y no cuidaba de su persona y la muchedumbre le silbaba, y se burlaba de que el hijo del comerciante más rico de Asís anduviera mendigando rocas para restaurar iglesias. Un día cuando Francisco andaba pidiendo limosna en las calles y la muchedumbre lo estaba insultando más que de costumbre, pasó por el frente de la tienda de su padre. Pietro estaba lívido de vergüenza y de aflicción. Salió corriendo de la tienda, agarró a Francisco por el cuello y lo llevó al Obispo de Asís. Fue entonces cuando Jesucristo infundió valor en Francisco para enfrentarse con su padre. Con mucha calma, Francisco se desnudó, y poniendo la ropa con gran reverencia a los pies de su padre, declaró en voz alta, “He llamado padre a Pietro Bernardone… Ahora diré Padre nuestro que estás en el Cielo, y ya no llamaré padre a Pietro Bernardone.” Todo había concluido entre ellos y Pietro se dio cuenta de que se había sobrepasado con el muchacho. Lloró amargamente por el hijo de su corazón, pero no sería él quien diera el primer paso hacia la reconciliación. Además, lo que Francisco había dicho era demasiado terminante y demasiado terrible para admitir respuesta. El Obispo cubrió a Francisco con su propio manto y Francisco salió de la corte episcopal más tarde ese día llevando una túnica pobre que le parecía más elegante y más hermosa que las galas más finas de Asís. El Sueño había triunfado.
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Un hombre emancipado ¡El camino sinuoso y montañoso de Gubbio! ¡Cuántos buenos recuerdos tenía Francisco de sus muchos viajes a ese pequeño pueblo de San Ubaldo, que se parecía tanto a su propio Asís! Allí, había sido recibido con cariño por su amigo cuando ya no era bienvenido en casa de su padre. Fue en abril de 1207 que, habiendo dejado a su padre, salió de Asís para ir a Gubbio, vestido con una túnica de campesino. Esa caminata a Gubbio cruzando la montaña boscosa y enmarañada a Valfabricca, fue para él como el primer paseo de Adán en el jardín del Paraíso. El cielo de abril estaba límpido y el sol brillaba en todo su esplendor; todavía había nieve en las grietas de la montaña y el aire fresco era suave y vivificante. Se sentía en completa libertad y toda la naturaleza parecía pertenecerle de nuevo; era tan distinto de aquel día después de su larga enfermedad cuando en su desaliento había vagado por las colinas de Asís. La naturaleza había sido transformada ahora en un Paraíso por la renuncia de todo 24
lo que lo hacía sentirse seguro, de todo a lo que uno naturalmente se apega. No había anticipado este sentimiento de liberación, así es que su propia sorpresa hacía redoblar su gozo. Y se sentía tan feliz que hizo lo que había acostumbrado hacer en tiempos festivos: se lanzó a cantar una canción de los trovadores provenzales. Francisco acababa de llegar a la cima de la montaña y estaba a punto de descender a Valfabricca cuando de repente oyó un crujir de hojas detrás de él. Volvió la cara mientras seguía cantando a voz llena y se encontró frente a frente con un jefe de bandidos. El hombre y la banda que estaba a su alrededor parecían más sorprendidos que el mismo Francisco. Luego Francisco los sorprendió más todavía cantando en alta voz, “Soy el heraldo del Gran Rey.” Francisco se reía cada vez que recordaba la expresión en la cara de los bandidos. El jefe se encogió de hombros, se retorció el bigote y señalando su cabeza hizo pequeños círculos en el aire. Todos se echaron a reír, incluido Francisco, a quien habían cogido y tirado en una profunda grieta llena de nieve. Los bandidos estaban mucho más arriba que él, todavía riéndose a carcajadas y haciendo reverencias al alejarse agitando sus gorras en el aire. Francisco, entre tanto, estaba tratando de salir de la nieve, pero seguía cantando, tan divertido por el incidente como los salteadores. Al poco tiempo ya se estaba sacudiendo la nieve de su túnica y había vuelto al sendero de la montaña. Su amigo en el pueblito de Gubbio se sorprendería de verlo, y tenía él tanto que contarle. Si sólo pudiera comunicarle aunque fuera un poco de la completa emancipación de espíritu que experimentaba ahora. Se dio prisa para llegar a Gubbio, temiendo que este sentimiento se le pasara antes de poder compartirlo. “¿Francesco? ¡Francesco!” Su amigo lo había visto bajar por el camino y lo había reconocido por su manera de andar, pero no por su túnica. —Francesco, ¿qué disfraz llevas puesto? —No es ningún disfraz, Federico. Es mi nueva vida y mi nueva libertad. Al caminar juntos cogidos del brazo hacia la casa de Federico, Francisco le contó todo lo que le había sucedido desde esos primeros días cuando Federico lo acompañaba todos los días a la gruta cerca de Asís y lo esperaba afuera mientras él rezaba. Y mientras él hablaba, a Federico se le llenaron los ojos de lágrimas, y Francisco supo que había comprendido. Su estancia en casa de su amigo fue muy corta, porque quería vivir con los leprosos de Gubbio. Pero Federico, en la única noche que pasó en su casa, hizo algo que Francisco siempre le agradecería: le dio a Francisco la túnica de ermitaño y la cuerda y las sandalias que iban a ser el hábito característico de los Frailes Menores durante toda la vida de Francisco y después. Así es que Francisco, vestido ya como un ermitaño de Dios, salió de la casa de Federico por la mañana y fue a vivir con los leprosos de Gubbio, lavando sus llagas y dándoles los cuidados que necesitaban. Esos eran verdaderamente días idílicos y Francisco guardó siempre un lugar especial en su corazón para Federico y su pueblito de Gubbio, donde había saboreado tanta dulzura del alma. 25
El heraldo del Gran Rey ¡Cuántas caras hay en una muchedumbre! Caras por todas partes: caras que te miran, caras ensimismadas, caras alegres, caras preocupadas, caras distraídas, caras concentradas. Francisco hubiera querido atraerlas todas hacia sí, tenerlas en sus manos, mirarlas dulcemente a los ojos y decirles, “¡Paz y alegría!” Ciertas caras parecían fijar sobre él miradas escudriñadoras. Caras, marcadas por la espera de todos aquéllos cuya jornada no tiene fin o que vagan por la vida sin sentido porque no encuentran nada que hacer, o si no, porque huyen de algo en vez de ir al encuentro de algo. Hacia todas Francisco sentía una gran compasión, porque no tenían ningún ideal y porque ese ideal habría tenido que venir del interior de sí mismos—donde todo era un árido desierto—o venir de alguien capaz de inspirarles su sueño. Se preguntaba a veces si todo el mundo oía como él una Voz interior o si nada más oían voces humanas. Puesto que su Sueño parecía ser algo tan especial, entonces quizás él tendría que hacerse la voz de Cristo para que otros la pudieran oír. Tendría que hacerse el heraldo de Cristo, cantando a voz llena el Sueño glorioso que Dios había hecho para cada una de sus creaturas. Al caminar por los campos y por las calles del mundo entero, se imaginaría que tomaba cada cara de la muchedumbre anónima en sus manos para inculcarle esperanza y amor. Compartiría el Sueño con todos. Así es que llevando puesta una túnica de sayal, ceñida a la cintura por una simple cuerda, y con una cruz marcada con tiza en el pecho y en la espalda, Francisco salió como un caballero finamente armado, que sostenía el escudo del Rey de Reyes. En su entusiasmo y alegría gritaba con voz llena, “Soy el heraldo del Gran Rey,” sin que le importara en absoluto que nunca se volvía caballero un heraldo y heraldo un caballero. Francisco sonreía ahora, con lágrimas en los ojos, al pensar en lo loco que les debía haber parecido a todos los que le oían gritar, “Soy el heraldo del Gran Rey” y que luego lo veían pasar por el camino, un hombrecito, la imagen misma del bufón de la corte. ¡Qué hermoso era todo! Y aun ahora, al recordarlo, se sentía más fuerte y con ganas de ponerse en marcha otra vez, el Rey-Bufón-Heraldo-Amante del mundo.
El bufón Le parecía a Francisco que, una vez que Jesús se había apoderado de su corazón, una palabra lo resumía todo y que esa palabra era “confianza.” Jesús confiaba en que él alcanzaría la perfección de su Padre Celestial. Algo sabía del valor de la confianza por haber trabajado en la tienda de su padre. Los clientes que venían a comprar una pieza de tela fina, la pagaban y le pedían que se la apartara hasta que ellos vinieran a recogerla. Confiaban en que él los reconocería y que les entregaría la tela sin ninguna dificultad. Ésa era una cierta clase de confianza, confianza en su honradez y en su memoria. Pero esta nueva clase de confianza que Jesús había depositado en él era, por sus 26
ramificaciones, de muchísima mayor importancia. El Hijo mismo de Dios le había hablado, le había pedido que restaurara su Iglesia. Comprendía ahora que esa petición incluía más que mezcla y ladrillos. Quería decir que él, Francisco, debía crear de nuevo en su propia persona la vida de Jesús sobre la tierra. Debía ser obediente a la Palabra de Dios, casto en su mente y en su corazón y de una pobreza total. ¿De qué manera reconstruiría esto la Iglesia de Dios? Todavía no lo sabía, pero pensaba que consistiría, como decía Pietro su padre, en ser un buen mayordomo. Como buen tendero, Pietro tenía la seguridad de que, tarde o temprano, los otros tenderos tendrían que seguir su ejemplo para sobrevivir la competencia. Si Francisco era un hombre santo, a la imagen de Cristo, aquellos que lo vieran eventualmente tendrían que examinar su propia vida a la luz de las enseñanzas de Jesús y seguir el ejemplo de Francisco. Y esto era lo que le llenaba de temor. No quería que la gente se comparara con él sino con Cristo. ¿Se enorgullecería de ser santo? Quizás. Pero ése era el riesgo que tendría que correr. Jesús había puesto su confianza en él, y por la razón que fuera, esperaba que este pobre joven, hijo de un comerciante, fuera su íntimo amigo y confidente. Era como en toda amistad, pensaba Francisco. No la esperas, y cuando ocurre, la matas si la analizas demasiado. La amistad, y especialmente la de Dios, es un obsequio. La recibes con reverencia y agradecimiento; uno espera ser digno de la confianza de la persona que se abre a ti, que tiene el valor de atravesar el abismo de incertidumbre para llegar a ti, creyendo que tú, por tu parte, le dirás, “Yo también te quiero.” Evidentemente, Jesús debe haber sabido de antemano que le diría que sí, pero a Francisco todavía le parecía que ¡todo esto era tan maravilloso! Hasta en esta pequeña ciudad de Asís, pobre y orgullosa, el amor de Dios descendió y se filtró por las calles angostas hasta que lo sorprendió a él cuando doblaba una esquina, inconsciente de todo, perdido en sus propios pensamientos egoístas. Las personas en torno a Francisco no podían sino notar cuánto habían cambiado sus pensamientos. Ahora casi siempre estaba absorto, perdido en algún pensamiento de Jesús. Sus pensamientos influían también su manera de ser. Cuando alguien lo miraba, era con una sonrisa extraña, con un gesto que decía, “Pobre Francisco, de seguro que se ha vuelto loco. Tonto, quizás, o quizás poeta, pero de seguro, loco.” Luego Francisco sonreía y decía, “Paz y alegría,” y se preguntaba si eso también sonaba raro. Desde su conversión, todo parecía salirle cómico y hasta sonaba un poco insincero. No sabía él por qué. Quizás era porque la gente no hace esa clase de cosas, yendo por todas partes alabando a Jesús, sonriendo y amando a las personas con sus ojos. Francisco amaba a todo el mundo con sus ojos. ¿Lo notaban? Esperaba que sí. Y los otros, ¿no podrían también amar con sus ojos? Eso sería maravilloso y el ser considerado loco haría modesto el precio que tenía que pagar. Esta idea satisfizo tanto a Francisco que corrió por la calle, subió rápidamente los empinados escalones que llevaban a la iglesia de San Rufino, se sentó a la puerta y se puso a saludar a todos los que entraban con un, “Paz y alegría.” Le parecía que la mayoría de las personas que él veía se molestaban; otras lo consideraban un loco inofensivo y sonreían de una manera condescendiente, y algunos guiñaban el ojo con un 27
gesto que decía, “Sígelo haciendo, Francisco; tarde o temprano estaremos contigo.” Y él apreciaba a los que le guiñaban un ojo.
Un viento en la cara ¡Oh, la alegría de corretear por los caminos en la primavera, con el viento soplándote en la cara y las alondras luciéndose con su vuelo! Francisco siempre se sentía con ganas de correr y de gritar en un día de primavera, sobre todo si acababa de volver de la montaña donde siempre todo estaba frío y húmedo. Tener todo el camino para ti era parte de la felicidad de estar libre, parte de la recompensa por el pesar de la separación de la sociedad cómoda que habías dejado. No tenías nada en el mundo por qué preocuparte y la naturaleza no era sino un jardín donde se podía juguetear. Para Francisco, todo en él y en torno a él era un obsequio de su Padre Celestial. Como no esperaba nada, estaba agradecido de todo. Para él todo era razón de alegrarse, y le agradecía a Dios todo lo que existía. Estrechaba todo contra su corazón con el entusiasmo de un niño sorprendido por un juguete inesperado. El aire que respiraba, los sonidos que oía, los suspiros y perfumes de toda la tierra entraban en su alma agradecida por sentidos perfeccionados por el agradecimiento y la pureza de su corazón. Nada era malo, puesto que todo venía de Dios; el mal tiene su origen en el corazón humano que no quiere amar. Las pasiones, el egoísmo o el orgullo hacen que la persona no ame y esto es malo, pero nada ni nadie es malo en sí mismo. Al encontrarse con personas en el camino o al saludarlas a la puerta de su casa cuando iba a pedir limosna, no podía ocultar la alegría que le causaba el hecho mismo de su existencia. Para Francisco cada persona era un hermoso regalo que alegraba su día con el misterio de su singular personalidad. Al correr por los caminos de Umbría en la primavera, quería gritarle a cada uno lo maravilloso que era vivir en el jardín de Dios. Quería decirles a los árboles y a las plantas, a los animales y a los pájaros, a los arroyos y a los ríos, a las colinas y a los valles, lo hermosos que eran, y cuánta alegría daban a los seres humanos y cuánta alabanza a Dios, solamente por estar allí y por celebrarse a sí mismos. Y no se sentía ni inquieto ni preocupado por el ayer, el hoy, o el mañana porque Cristo estaba allí, y el universo residía en Él y Él residía en el Padre. Francisco ya no se preocupaba, no porque fuera un optimista ingenuo, sino porque por la oración y la penitencia se había vuelto un realista que veía la vanidad de todo lo que no es Dios, y en Dios y con Dios y por Dios veía la importancia de todo. Dios se hallaba en todas partes; la presencia divina infundía a la creación un poder y una gloria que hacían que todo brillara con belleza y bondad a los ojos de Francisco. El toque de la mano de Dios animaba todo lo que existía. La ambición de Francisco era dejar en cada persona una actitud de celebración. Vivir con Dios, con cada hombre, con cada mujer, con cada niño, con todo lo que existía, presupone amor; y el amor traía la alegría, no la tristeza. Cuando una religión entristece, 28
entonces ha dejado de sentir con el corazón y se ha olvidado de las advertencias que Cristo les hiciera a los fariseos. El verdadero culto, la verdadera celebración, en la mente de Francisco, era como corretear por los caminos en la primavera, con el viento soplándote en la cara y las alondras luciéndose allá arriba. Y tú levantabas los brazos y el corazón hacia Dios y gritabas, “Amén", aun cuando una tempestad te amenazaba.
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El trovador A Francisco le deleitaba cantar. Su espíritu encontraba en el canto una liberación; con él, la voz humana, tantas veces un órgano de egoísmo y de pecado, se hacía un instrumento de celebración. ¡Cómo se había emocionado oyendo las canciones de los trovadores franceses del sur de Francia que bajaban a Italia! Bernard de Ventadour, Pierre Vidal, Peirol d’Auvergne… Cada vez que uno de esos grandes cantores pasaba por Asís, Francisco lo imitaba por meses, divirtiendo a sus amigos y gozando de las alabanzas que prodigaban a su joven y hermosa voz. A Francisco le gustaba tanto esta actuación que una vez, antes de su conversión, se había mandado hacer un traje de trovador a su medida. Y hacía muy buen papel a pesar de su pequeña estatura. Se ponía a andar y a actuar como trovador desde el momento en que se ponía su traje de trovador, con sus medias de varios colores, sus zapatos puntiagudos, la túnica con capucha y un laúd colgado a la espalda. Reflexionaba ahora sobre la influencia que su traje había ejercido sobre su manera de actuar. Había algo en la túnica sencilla que se puso el día en que abandonó la casa de su padre que cambió su comportamiento, del de un importante y vano trovador de Asís al de un insignificante cantor. Pero su voz no se deterioró. En realidad, le sonaba más hermosa a Francisco porque ahora no trataba de impresionar a nadie, sino que sencillamente expresaba la alegría de su corazón por la belleza en torno suyo. Siempre que sentía una fuerte emoción, se lanzaba a cantar una canción de alegría y de alabanza. O si no, recordaba alguna de las canciones de los trovadores, cuya letra nunca tenía que cambiar, tan perfectamente se aplicaban a su Dama Pobreza. Una de Arnaut Daniel era su preferida: Suavemente suspira el aire de abril antes de la llegada de mayo. La alegría está en todas partes cuando aparece la primera hoja. Y ¿voy yo a ser el único en desesperarme alejándome del amor? Algo le contesta a mi corazón, “Tus cuerdas también fueron extendidas para el éxtasis. Si no, ¿por qué se elevan sueños a tu alrededor cuando el año está joven?” ¡Sí y mil veces, sí! A Francisco le encantaba esa imagen de sí mismo como un laúd cuyas cuerdas habían sido hechas para vibrar hasta el éxtasis. Quería detenerse en el 30
viento de una tarde de abril y dejar que el Espíritu Santo tocara sobre él para que todo el mundo oyera la belleza de su música. Y en cada estación del año trataba de ver que sus cuerdas estuvieran extendidas y moduladas para que la mano de Jesús tocara sobre él, su humilde instrumento, perfeccionado y hecho resonante por Jesús mismo.
Las bodas místicas de Francisco A Francisco nunca le había sido difícil hablar del amor; hasta le gustaba cantarle al amor, antes de que Jesús le hubiera robado el corazón. Luego, sus relaciones se hicieron tan sagradas que todo amor se convirtió en un amor que no tenía otro nombre más que el de Jesús. Cuando oía leer el Evangelio en la Misa, era Jesús quien le hablaba directamente al corazón; así es que cada palabra expresaba el amor. Bebía cada palabra para integrarla a su ser. Quería hacerse uno con el Verbo, hacer de la Palabra de Dios su propia palabra. Este Verbo de Dios se hacía su propio mensaje, porque Jesús es el Verbo y, al hacerse hombre, había encarnado su propio mensaje de amor. Él era la Palabra. Así es que cuando Francisco oía los Evangelios que se leían en voz alta, era como si Jesús le entrara por los oídos y llenara todo su ser con su presencia. La Palabra que escuchaba se encarnaba en Francisco mismo. Las exigencias de Jesús eran duras, pero Francisco las aceptaba como súplicas de amor. Mientras más difíciles le parecían, tanto más contento se sentía de que Jesús se las exigiera. Era un privilegio que sobrepasaba cualquier regalo que amantes terrenales pudieran darse. El verdadero placer para Francisco era asolearse a la luz de la compañía de Jesús. Si el Señor no le hubiera pedido nada, se habría sentido despreciable y abandonado al igual que un caballero a quien no se le confiaba emprender grandes hazañas sino que debía satisfacerse con socorrer a los huérfanos y a las viudas mientras los grandes caballeros ganaban grandes batallas en regiones lejanas para asegurar el bienestar de su país. Francisco sabía que Jesús lo amaba, precisamente porque le exigía tanto; lo más difícil eran las invitaciones que le hacía desde el principio hasta el fin de los Evangelios a que abandonase todo y a todos por Él. Pero entre más Francisco renunciaba a las posesiones materiales, tanto más se enriquecía. Esto le hacía sentirse estrujado y desbordante a la vez. Era como si Jesús quisiera que Francisco se desprendiera de todo para gozar de la alegría de volver a obsequiárselo. De esta manera, Jesús le seguía devolviendo a Francisco lo que éste le seguía ofreciendo a Él en primer lugar, y así continuaban tratando de superarse el uno al otro en generosidad; se comprendían y se estaban haciendo una misma carne de una manera que un hombre y una mujer jamás podrían duplicar. Y éste era amor como Francisco había esperado que fuera. Así es que el celibato para Francisco no era algo estéril e infecundo, y de todos modos, él nunca pensaba en el celibato sino en la virginidad, lo que era más positivo y denotaba algo que uno escogía para el Reino más bien que algo que uno soportaba a 31
causa de su papel en la Iglesia. La virginidad traía la plenitud a Francisco porque al renunciar al matrimonio no se reducía como persona sino que crecía en su capacidad para amar a más y más personas. Circulaba en un mundo más amplio que la mera familia. Además, su identificación con Jesús era tan absoluta y radical que Francisco tenía que ser virgen como Cristo. Era además la virginidad de Cristo la que hacía posible el amor total que le tenía, y viceversa. Y la paradoja en la vida de Francisco era que su amor exclusivo hacia Jesús era al mismo tiempo inclusivo hacia toda la humanidad. Una vez más, lo que había renunciado, Jesús se lo devolvía en cascadas de nuevas capacidades de amar y de dar. Así se renovaba en él el depósito de agua fresca y pura que se desbordaba en innumerables corrientes de atención, cariño y servicio a los demás. El agua viva que Jesús era pasaba a Francisco para hacer de él un depósito de amor generoso hacia todas las creaturas.
El demonio y el ángel ¡Y luego las tentaciones! ¡Cómo lo habían molestado al principio cuando se hallaba solo y la llamada de su antiguo hogar era tan fuerte para su corazón, atrayéndolo de nuevo a la seguridad de Asís! Pero él, como pudo, se quedó en la llanura situada más abajo de la ciudad, cuidando a los leprosos y esperando a que Jesús arrojara de su corazón al demonio que lo instigaba al mal. La mayor tentación era la de sentir lástima de sí mismo, preguntándose por qué a nadie le importaba lo que él hacía. Los leprosos sí eran agradecidos. Sabía eso, pero no podía esperar de esa pobre gente la amistad que necesitaba para sostenerlo en lo que hacía por ellos. Así es que Francisco vivía en la oración. Se refugiaba completamente en Jesús y le pedía la gracia de sobrevivir esta prueba de abnegación. Al lavar diariamente las llagas de los leprosos, Francisco aprendió que el amor no era fácil, ni blando, ni sentimental como había supuesto que fuera. Diariamente recordaba que tenía que disciplinar sus propios sentimientos si iba a llegar a ser un instrumento de Dios. Poco a poco llegó a comprender que el amor mismo podía ser el demonio en su propio corazón, si por amor se entendía un sentimiento dulce y consolador que rebosaba en el corazón y hacía pequeños charcos de piedad en el alma. Y ese demonio era el más difícil de erradicar porque parecía y se sentía tanto como el verdadero amor. Pero cuando la vida se hacía difícil, uno se sentía solo y no había ninguna recompensa por la entrega de sí mismo, entonces este demonio-amor se mostraba por lo que era en realidad, y uno se desviaba del sendero y abandonaba la Búsqueda. Jesús había dicho, “Nadie que pone la mano en el arado y mira para atrás es digno del Reino de los Cielos.” Francisco permaneció fiel a esta consigna hasta el fin de su vida, porque sabía lo que habría ocurrido de haber mirado hacia atrás durante esos primeros meses cuando estaba solo en el servicio de los leprosos en la pequeña colonia al pie de Asís. No hay panorama más hermoso en toda Italia que el que se ve desde este lugar: los edificios 32
rosados y marrones de Asís se aprietan unos con otros contra los contrafuertes verdes del monte Subasio, y ofrecen la imagen misma de la cordialidad y de la seguridad.
Pero Jesús sabía muy bien lo que el corazón de Francisco podía sobrellevar y le mandó a su ángel para consolarlo y sostenerlo. Ese ángel, como tantas veces sucedió en su vida, resultó ser una persona, el primer fraile que se unió a Francisco en el Viaje. Se llamaba Bernardo de Quintavalle, y ni él ni Francisco jamás miraron hacia atrás una vez que la Búsqueda hubo comenzado.
Los frailes Cuando Bernardo de Quintavalle y los otros vinieron a él, Francisco se alegró de que su Viaje, comenzado cuando el Espíritu Santo se apoderó de su vida, no hubiera terminado, sino que un nuevo y más emocionante Viaje comenzara ahora. Fray Bernardo era, a los ojos de Francisco, el verdadero fundador de la Orden de 33
Frailes Menores, porque fue el primer ciudadano rico de Asís en vender sus posesiones, dar el dinero a los pobres y entregarse completamente a la misericordia de Dios. Francisco recordaba de una manera muy vivida la noche que pasó en la casa del rico mercader, Bernardo de Quintavalle. Bernardo, fingiendo estar dormido, había pasado la noche mirando a Francisco en oración, y en la mañana le había dicho que había decidido renunciar a sus posesiones y seguir a Francisco en las huellas de Cristo. Francisco se quedó completamente pasmado. Nunca, ni en sus esperanzas más extravagantes, se había imaginado que Dios contestaría tan pronto sus oraciones en las que pedía compañía en la pobreza y la búsqueda del Sueño. Pero no le mostró en seguida su alegría y consuelo a Bernardo. En vez de esto, Francisco le dijo que debían ir juntos a la casa del Obispo donde había un sacerdote pobre que diría Misa por ellos. Después le pedirían al sacerdote que abriera el libro de los Evangelios tres veces para ver lo que Dios les revelaría de su porvenir: si Bernardo debía seguir a Cristo como hermano de Francisco o no. El corazón de Francisco siempre latía más de prisa cuando recordaba esas tres lecturas de los Evangelios: “Si quieres ser perfecto, ve y vende tus posesiones y dáselas a los pobres…luego ven y sígueme.” “No lleves nada en tu viaje, ni báculo, ni mochila, ni zapatos, ni dinero.” “Quienquiera que desee seguirme debe de renunciar a sí mismo, tomar la cruz y seguirme.” Con las palabras “nada para tu viaje” todavía resonándole en los oídos, Francisco le echó los brazos al cuello a Bernardo y lo besó en las mejillas. Y Bernardo salió, vendió todos sus bienes y les dio el dinero a los pobres. Luego, ambos, Francisco y Bernardo, mantuvieron ardiendo el Sueño al subir y bajar lado a lado las colinas y cruzar los valles de Umbría.
Sobre la intimidad Descansando la cabeza en el hombro de Fray Maseo, Francisco recordaba la esquina de la plaza pública desde donde había visto a la muchacha de los ojos tristes. Se acordaba de haber dejado la plaza convencido de que la soledad era el precio que había que pagar por el Sueño. Sin embargo, desde el momento en el Palacio del Obispo Guido cuando había renunciado a su padre, en realidad nunca había estado solo. Ni había estado verdaderamente sin compañía desde que los frailes empezaron a venir a él. En efecto, muchas veces había deseado la soledad, disfrutar él solo del Sueño. Mas, después de cada estancia en la montaña, siempre había vuelto otra vez a sus frailes. Los necesitaba. Eran el obsequio que Cristo le había dado, porque Jesús lo comprendía a él, comprendía su temperamento, su necesidad de la presencia corporal de los frailes que le ayudaban a mantener y darle a su Sueño todo su significado de Sueño. Fray Maseo, en particular, era para Francisco la cordialidad y la bondad que 34
apaciguaban su espíritu cuando el miedo se apoderaba de él. Lo que llamaba “el miedo,” sin poder comprenderlo, lo invadía sin aviso previo y sin ninguna causa aparente. Era como el fantasma de la larga enfermedad de su juventud que volvía a obsesionarlo, a espantarlo para que se volviera a desesperar. Francisco recordaba con emoción las muchas veces que este miedo se le había venido encima durante los primeros meses después de su conversión, antes de la venida de Bernardo de Quintavalle. Bernardo rompió el hechizo del miedo o, por lo menos, su frecuencia. Pero Maseo fue el que exterminó ese miedo. Resultó en la vida de Francisco una especie de San Jorge, un gallardo gigante que era el único que sabía vencer al demonio del miedo. La primera vez que Francisco notó esta cualidad en Maseo ocurrió un día de invierno cuando regresaban de haber estado pidiendo limosna en las calles de Asís. Las amas de casa, naturalmente, habían dado sus mejores porciones de comida al gallardo Maseo, que era alto y guapo y que en comparación hacía que Francisco se viera pobre y desmerecido. Francisco se alegraba de esto y su corazón brincaba de alegría al andar por el camino que llevaba a Nuestra Señora de los Angeles. De repente, al dar la vuelta a una pequeña colina, tropezaron con una recua de muías que procedían de Francia cargadas de telas nuevas destinadas a su padre para el próximo bazar de primavera. Sin advertencia alguna, el miedo se apoderó de Francisco y lo dejó frío y vacío por dentro. Trató de disimularlo, pero la emoción era demasiado fuerte y de repente echó a correr hacia el bosque. Maseo, pasmado ante su manera de actuar, y creyendo que era una de las travesuras de Francisco, lo siguió de cerca. Atravesaron el terreno enmarañado y penetraron en lo más espeso del bosque. Impulsivamente y de repente, Maseo alcanzó a Francisco, Io hizo tropezar y los dos cayeron en el suelo y empezaron a luchar. Maseo sujetó a Francisco contra el suelo; en ese momento se cruzaron sus miradas. Alarmado, Maseo se levantó mientras que Francisco se quedó allí, tendido en el suelo, tembloroso y llorando. Fue entonces que Maseo hizo lo que, de entre todos los frailes, sólo él podía hacer: se agachó y cogió a Francisco en sus brazos, lo llevó a una roca grande y seca, donde lo depositó sin decir palabra. Luego se sentó junto a Francisco, le puso un brazo alrededor de sus hombros, y se puso a tararear una canción provenzal. Francisco se dejó ganar por esta intimidad, y con la cabeza recargada en el hombro de Maseo, poco a poco se calmó. El Sueño volvió a resplandecer brillantemente en su corazón; el demonio huyó; Maseo lo había vencido.
Sobre la integridad y la sinceridad Caminar bajo la lluvia por las angostas calles de Asís durante las tardes de primavera le traía gran paz a Francisco. Todo el mundo dormía la siesta y las calles estaban desiertas. Entonces la ciudad era suya, y jugaba al escondite con León y Maseo por el laberinto de calles y callejuelas, o si no, caminaba solo en la lluvia. Luego, a veces, cuando la lluvia había lavado y dejado limpia la piedra rosada, miraba con cariño la casa de su padre donde sabía que no hacía frío y que la buena comida y los excelentes vinos destilaban 35
sus dulces aromas por los grandes salones. Y miraba sus pies descalzos y su túnica raída y se maravillaba. Pero, tan pronto como dejaba de llover, la gente abría las persianas y salía otra vez a la calle. Y Francisco podía ver en sus ojos que él había escogido la mejor parte. Debían haber caminado en la lluvia como él para lavar de sus ojos el miedo y el cansancio. El continuo desviar de la mirada de algunos de los más ricos parroquianos de la ciudad hacía que el corazón de Francisco se entristeciera, y quería tanto librarlos del gran peso de su seriedad acerca de su propio dinero y propiedad. Pero la mayor parte del tiempo evitaban su mirada. Desde el principio de su vida de mendigo, Francisco había notado que, especialmente cuando iba a pedir limosna, muy poca gente lo miraba a los ojos. Siempre parecían evitar su mirada, ya fuera por vergüenza, miedo o desprecio. Había, por supuesto, algunas personas de ojos brillantes, personas sinceras cuyos ojos eran la luz de todo su ser, que irradiaban amor, bondad y confianza. Era maravilloso ver como la gente revelaba lo que realmente era al momento en que se les extendía la mano con el gesto del mendigo. Hasta todo lo que había aprendido de psicología cuando trabajaba en la tienda de su padre, no se comparaba con su experiencia como mendigo en las calles de Asís. Muchas veces la capa de respetabilidad desaparecía y exponía un monstruo, que te maldecía y te destruía con el veneno de las palabras y de los gestos. Era una experiencia que sólo los mendigos comprendían. Estas experiencias desgarradoras hicieron que Francisco decidiera mostrarse siempre en el exterior lo que era en el interior. Algunos frailes creían que él se hallaba obsesionado por este esfuerzo de sinceridad y de integridad, pero Francisco temía la duplicidad y la hipocresía más que nada en este mundo. Jesús había denunciado la hipocresía una y otra vez en los Evangelios, y Francisco estaba seguro de que Jesús nunca había denunciado nada a no ser que fuera algo que corrompía el corazón humano y lo cerraba al Espíritu Santo. Una vez, cuando estaba enfermo, un médico había insistido en que llevara unos parches de tela caliente junto a su piel. Francisco había consentido en hacerlo con tal de que los parches fueran cosidos en la parte de afuera de la túnica también…si no, la gente podría creer que sólo llevaba la túnica de la penitencia cuando en realidad estaba acolchonada en la parte de adentro con ropa blanda y caliente. Francisco se quitó los parches tan pronto como estuvo mejor, porque el Evangelio de Jesús le decía que los que llevaban ropa blanda residían en los palacios de los reyes. Y Francisco nunca querría vivir en un palacio, ni siquiera en una casa cómoda. Era una persona de la calle, un peregrino que llevaba su palacio consigo mismo en su corazón. Había decidido residir en su interior y se había hecho un reino portátil que se movía con él por las calles y los caminos del mundo. Jesús había dicho, “El reino de los cielos está dentro de ustedes.” ¿Qué necesidad tenía de palacios hechos de piedra? Y si permanecía sincero en la pobreza e íntegro en su renuncia a las cosas materiales, ¿quién sabe cuántos seguirían sus pasos, llevando el amor como él, libres en sus movimientos?
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Sobre la guerra Mirando sobre su hombro hacia la plaza de la ciudad, Francisco se fijó en un caballero montado en un caballo de guerra, que platicaba con un muchacho que parecía estar maravillado contemplando al hombre galante que llevaba su armadura pulida y un jubón escarlata. ¡Cuántas cosas le volvieron a la memoria! Se vio a sí mismo en el muchachito de la boca abierta y recordó su fascinación con los caballeros que cabalgaban por las plazas de Asís, con el chasquido de caballos y el sonido de metal en el aire. Recordó que salía corriendo de la tienda de su padre y por la corta subida llegaba a la Piazza Commune y se detenía maravillado ante una vista tan gloriosa. El caballero representaba todo lo que hubiera querido llegar a ser: valiente, pero cortés y amable; un enemigo temido en el campo de batalla y, sin embargo, un dulce protector de los débiles y desvalidos; feroz ante el mal que había que destruir y sin embargo benévolo y delicado ante las damas. Y se había ido a la guerra en una de las innumerables escaramuzas entre Asís y Perusa, el poderoso vecino del norte. Había salido de Asís con la seriedad de Carlomagno, encantado de ver la admiración y la envidia en los ojos de los jóvenes de Asís que lo veían pasar. Pero toda esa pompa y ceremonia se habían desplomado en Ponte San Giovanni donde el ejército de Asís había sido derrotado y Francisco mismo fue hecho prisionero. Allí en el puente, a medio camino entre Asís y Perusa, vio por primera vez la verdadera cara de la guerra, y era fea y sin adornos, y no había gloria en ella ni siquiera para el que vencía. Y sin embargo, tan fuerte era el llamado de la caballería y del honor, que después de un año de prisión en Perusa y una larga enfermedad en su casa, salió otra vez con las fuerzas de Gualterio de Brienne. No obstante, no tuvo que volver a ver los desastres de la guerra, porque en Spoleto, a poca distancia de Asís, había tenido la Visión, el Sueño que había cambiado su vida. Y desde ese momento, su corazón ya rehusó hacer guerra y quería luchar por la paz. Esto exigía las mismas virtudes: el valor y la cortesía, la caballerosidad y la aventura, el honor y la vehemencia de un propósito. Pero ahora ya no era en la guerra donde se probaban estas cualidades sino en la conquista del corazón humano. Francisco comprendió que la verdadera batalla tomaba lugar en el interior de cada hombre, y que esta batalla, umversalmente ganada, suprimiría otras guerras para siempre. ¿Era esto una utopía? Por lo menos trataría de vivirla en su propio corazón y esperaba que otros siguieran su ejemplo. Limitaba su campo de acción a las cosas minuciosas en vez de emprender campañas espectaculares; empezaba consigo mismo en vez de hacer frente a fuerzas exteriores y a gente extraña. Y rezaba para que algún día este muchachito en la plaza se hallara boquiabierto y alborotado al ver a un mendigo descalzo caminar del otro lado de la calle con ojos que relampagueaban con la victoria, y que llevaba ropa raída que brillaba con el esplendor de la pureza y de la pobreza de espíritu.
Rivotorto 37
Para Francisco, los principios de la Fraternidad siempre habían sido los tiempos de Rivotorto. En esos días, todos los frailes vivían en una sola cabaña que había servido de establo, pasando allí desde los calores del verano hasta el otoño húmedo y fresco; y luego desde el frío del invierno hasta las lluvias de la primavera que hacían que el suelo y las paredes estuvieran siempre húmedos y el interior del cobertizo, mohoso. Esos eran los tiempos felices. Se hallaban tan apretados que Francisco tuvo que marcar con tiza en el techo el espacio que le correspondía a cada uno. Los frailes, entonces, dormían bajo su marca de tiza, más o menos, porque unos eran gordos y otros delgados, unos eran altos y otros, bajos. A nadie le importaba entonces y cualquiera de ellos hubiera dormido afuera en la nieve con mucho gusto, porque era tan grande el amor que sentían por el pobre Jesús de Nazaret. Esa fue su luna de miel con la Dama Pobreza, y la Fraternidad nunca volvió a capturar el éxtasis de esos días. Francisco nunca pensaba en Rivotorto, como se llamaba ese lugar, sin llorar. Ningunos recién casados habían tenido jamás una luna de miel tan dichosa como la que tuvieron él y sus frailes allí en ese cochitril cerca del codo del río bajo el cielo de Umbría. Todos se daban cuenta de que una luna de miel no dura para siempre, pero tenían la esperanza de que quizás ésta sí duraría. No fue así. Cuando más y más frailes entraron en la Fraternidad, la sencillez de Rivotorto se disipó y se estableció una estructura más rígida. Y cuando esta complejidad entró en los días idílicos de los bosques y de los campos, Francisco comprendió que debía ir a consultar con el Papa para que con su sabiduría y dirección les indicara qué era lo que debían hacer los frailes. No era que sintiera la necesidad de estructurar esta nueva comunidad de hombres que se estaba formando alrededor de él, pero Francisco sí quería alguna especie de sanción oficial para su manera de vivir en la pobreza y deseaba alguna forma de protección eclesiástica para sus frailes. Porque en esos tiempos había bandas de reformadores y fanáticos que vagaban por el campo llevando a la gente sencilla por callejones sin salida en una ola de entusiasmo hereje. Francisco quería asegurarse de que él no era uno de esos extraños predicadores itinerantes cuyo mensaje servía sus propios fines, más bien que ser una predicación inspirada. Y la única fuente de certidumbre para él era la Iglesia de Cristo tal como estaba personificada en el Papa. Francisco tenía por el Papa un respeto y temor reverencial que iban más allá del temor que gente de su época sentía por el poder y la influencia papales. Francisco veía en el Papa al representante de Jesús en la tierra. Creía que el Papa era la conexión personal entre Cristo y la humanidad. Para él, una aprobación pontifical querría decir una aprobación por Cristo mismo de su interpretación del Evangelio. Iría inmediatamente a Roma, por el valle de Umbría, a la ciudad de Pedro. En Roma reinaba Inocencio III, la perspicaz cabeza de la Iglesia de Dios. Francisco comprendía, como todo cristiano de su tiempo, que por clara que sonara la voz de Cristo dentro de sí, no había ninguna seguridad de que fuera en realidad la voz de Dios a no ser que la Iglesia la aprobara. La corte de Roma era la que discernía los espíritus para cada cristiano del 38
siglo XIII. Así es que Francisco y algunos de los frailes se pusieron en camino, saliendo de Rivotorto en su larga caminata a Roma.
El Papa y el mendigo Una de las maravillas de la vida consiste en que encontramos almas gemelas en lugares y circunstancias inesperadas. Este hecho nunca sorprendió tanto a Francisco como en la audiencia que tuvo con el Papa Inocencio III. Este hombre extraordinario tenía las mismas sospechas y recelo que Francisco de todo cuanto se refiriera al fanatismo; así es que en su primera audiencia, Francisco había sentido la mente del Papa que trabajaba intensamente detrás de su mirada fija y penetrante. Sus ojos eran como rayos de luz que iluminaban los rincones obscuros del alma de Francisco. Y cuando terminó la audiencia, Francisco no tenía la menor idea de lo que el Papa pensaba en realidad. Todo estaba en suspenso. Esa noche, como más tarde Inocencio se lo relató a Francisco, el Papa soñó que la iglesia de San Juan de Letrán, la madre iglesia del cristianismo, empezaba a ladearse, se inclinaba y se iba a desmoronar. En el momento mismo en que la pesadilla le machacaba el cerebro y la iglesia se estaba cayendo con gran estrépito, un pequeño mendigo apareció de entre las sombras y sostuvo con su propio hombro el edificio que se estaba derrumbando. El Papa se despertó con un estremecimiento de alivio al reconocer al mendigo como el hombre pobre de Asís. Ahora bien, Inocencio nunca había prestado mayor atención a las pesadillas, pero este sueño tenía el poder y la persuasión de una visión. Al día siguiente mandó llamar a Francisco y a sus frailes. Fue en esta audiencia que Francisco vio en el Papa un corazón semejante al suyo. Toda la personalidad del Papa irradiaba la intensidad y la seriedad de un niño. Y de una manera distinta a la de la mayoría de la gente a quien Francisco había extendido la mano en súplica, este hombre miró a Francisco directamente a los ojos. Francisco nunca olvidaría su completo candor e inocencia. ¡Qué bien le venía el nombre de Inocencio! Mientras Francisco explicaba el Sueño lenta y deliberadamente, los ojos del Papa se iban humedeciendo, y amó a Francisco con los ojos. En ese momento Francisco supo de seguro que el Sueño era de Dios y que este dulce hombre de un exterior duro, sostendría el Sueño, lo defendería y lo escribiría en el Libro de las Visiones de la Iglesia de Dios. Inocencio, en realidad, hizo más. Se levantó de su trono y abrazó a Francisco, y Francisco sintió a través de los ricos ornamentos papales el latir de un corazón pobre y harapiento como el suyo, que anhelaba cambiar su lugar con cualquiera de estos mendigos y locos de Cristo. Francisco lloró en alta voz, no sólo por la alegría de que el Sueño era verdadero, sino también porque el contacto delicado de este hombre era lo que siempre había ansiado recibir de su propio padre. El Papa se había convertido en más que en el representante terrenal de Cristo. Para Francisco era el padre que había perdido 39
y que se le devolvía multiplicado. En su abrazo Francisco sintió que él, a su vez, era para Inocencio el hijo que éste nunca había tenido por amor a Cristo, que también se le devolvía multiplicado. Los Cardenales, entre tanto, miraban con sorpresa la tierna escena que se desarrollaba sin vergüenza ante toda la corte papal. Algunos refunfuñaban al considerar el melodrama de todo esto, pero otros, con los ojos húmedos, comprendieron. Luego el Papa Inocencio proclamó para que todos oyeran, “Id con Dios, hermanitos, y anunciad la salvación para todos, como el Señor os la revela a vosotros. Y cuando el Todopoderoso haya multiplicado vuestro número, entonces volved a mí y os confiaré un patrimonio aún mayor.” ¡Un patrimonio mayor! Lo que había sentido en el abrazo del Papa era cierto. Francisco había sido restaurado a la casa de su padre, y una herencia nueva y espiritual era suya. De ese día en adelante la relación entre Francisco e Inocencio fue siempre la de hijo a padre y Francisco siempre incluyó al Papa Inocencio entre los Frailes Menores de Jesús.
Sobre la Dama Clara Una escena que Francisco siempre recordaba con cariño era la mirada de sorpresa en la cara de los habitantes de la ciudad ese día en el Palacio del Obispo cuando colocó su ropa a los pies de su padre y el Obispo Guido cubrió su desnudez con su propio manto. Siempre se destacaba una cara en particular a causa de su intensidad y de la compasión en sus ojos. Era la hermosa cara de Clara, la hija de Favarone, un noble de Asís. Debía haber tenido 13 o 14 años en aquel entonces, y estaba de pie, mirando entre dos matronas todas las rarezas que Francisco estaba haciendo. Al estar allí, seguro en el abrazo del Obispo, sonrió a esta joven de pelo largo y rubio cuya reputación era impecable aun entre los más groseros de sus antiguos compañeros. Tres años más tarde, en el tiempo más dulce de la adolescencia, vendría a Francisco a rogarle que la dejara seguirle en la perfecta pobreza de su vida. Nunca olvidaría la mirada en la cara de ella con el ceño fruncido y los ojos vehementes. La seriedad sorprendente de su resolución casi lo hizo reír entonces, porque era tan joven y tan inflexiblemente noble. Se alegraba ahora de no haberse reído, porque Clara nunca se desvió de su inflexible resolución de guardar intactos los ideales que Jesús había murmurado al oído de Francisco. Nunca, ni por un segundo, fue la Dama Clara una desilusión para Francisco, como una y otra vez lo habían sido sus propios frailes. Recordaba con cariño las palabras de profesión de Clara ante el altar de Nuestra Señora de los Angeles: “Quiero sólo a Jesucristo, y vivir por el Evangelio, no poseyendo nada, y en castidad.” Una dulce emoción llenó el corazón de los frailes al oír sus palabras tan llenas de unción y al ver que Francisco le cortaba el pelo sedoso y le entregaba el hábito burdo de la pobreza con su velo blanco, símbolo de castidad. Luego él la llevó de Nuestra Señora de los Angeles al convento benedictino de Bastía. Era la caminata más 40
orgullosa de su vida, porque sabía que estaba presentando a Jesucristo una esposa que era la envidia de todas las mujeres de Asís, y una mujer cuya capacidad para amar todavía ni siquiera había sido puesta a prueba. Más tarde el buen Obispo Guido le hizo entrega a Francisco de la iglesia de San Damián para que fuera el hogar de Clara y de sus hermanas, y Francisco lloró con lágrimas de alegría porque ésta era la misma iglesia que Francisco había restaurado tiempo atrás. Había tomado literalmente las palabras del crucifijo de San Damián, “Francisco, ve y repara mi iglesia.” Y ahora esa iglesia y ese crucifijo estaban bajo el cuidado constante de esta mujer extraordinaria, Clara. Quizás no se había equivocado al tomar literalmente a pecho las palabras de su Señor, porque en su sencillez había preparado una digna morada para las esposas de Cristo. Francisco sonrió ante la ironía de todo esto, y era bastante poeta para darse cuenta de que todo lo simbólico tenía que empezar con lo literal. En San Damián lo simbólico y lo literal eran uno. Había restaurado esta iglesia y esta iglesia restauraría el mundo.
Un hombre radical Durante los días largos y las noches aún más largas que habían precedido la realización del Sueño, Francisco se había preguntado si el Viaje que había emprendido lo llevaría verdaderamente a su destino. Cuando era niño, todos los viajes que hacía fuera de las murallas de Asís, lo llevaban a alguna parte donde podía decir: “Estoy aquí en este lugar. Por fin, he llegado.” Pero este Viaje era diferente. Se dirigía hacia las raíces mismas de la vida de Cristo en la verdadera prolongación de las palabras de Jesús: excursión hacia atrás para volver a encontrar la vida del Evangelio al pie de la letra, también excursión hacia adelante para alcanzar el Reino, y hacia adentro en el corazón donde habitaba la Santísima Trinidad. Aquí nunca se podía decir: “¡He llegado!” Viaje de decisiones tan radicales como el Evangelio mismo. En cada bifurcación del camino se encuentran lado a lado un camino angosto, difícil, y un camino ancho en el que es fácil viajar. Y a Francisco le sorprendía constantemente la alegría que el camino más difícil le causaba, aunque al principio el camino fácil lo atraía con una persuasión casi hipnótica. Si nunca tomaba los caminos fáciles, no era ni para castigarse a sí mismo ni para oponerse a sus frailes, sino porque así era como él leía el Evangelio. Si las palabras de Cristo querían decir otra cosa, entonces él era demasiado ignorante para comprender ese significado más oculto y profundo. Se consideraba a sí mismo como un hombre sencillo de Umbría, que esperaba que las palabras significaran lo que decían. Hasta allí llegaba su capacidad. Una vez oída y comprendida, la Palabra de Dios debía de ponerse en práctica en su propia vida. Para Francisco, la Palabra era vida y no vivirla era privarse de la verdadera vida. Éste era, a su manera de ver, el objeto del Sueño: atreverse a llevar una vida radicalmente sencilla y arriesgarse a siempre confiar en Cristo. Lo que les causaba una alegría indecible a Francisco y a sus compañeros, era que el Evangelio funciona así. Si 41
tratas de vivirlo sin reserva, tienes la experiencia de una nueva manera de ver las cosas, y te sientes como si nunca hubieras vivido antes. Vivir se hace tan precioso que cada momento es delicioso y lleno del peligro del riesgo y del desafío; y el amor significa algo muy claro. Francisco nunca podría mostrarse suficientemente agradecido por el Sueño. Le permitía abrazar al mismo tiempo la vida y el amor, el sufrimiento y la duda. Él y sus frailes se hacían símbolos vivos y tangibles de que la vida se podía vivir; y ninguna persona inteligente podía permanecer indiferente al pensar en los Frailes Menores. Su desafío a los valores de su tiempo era inequívoco: reto tan duro como la roca de las grutas en las que a veces vivían y tan dulce como el amor que se tenían. Francisco enviaba a sus frailes como retos vivientes a la complacencia y a la presunción de los hombres. Esperaba que todos los que los vieran se preguntaran, “¿Cuál debe ser mi respuesta a estos locos? Son insensatos, pero ojalá yo también lo fuera. Lo único que me falta es el valor que necesito para hacerme tan loco y despreocupado como estos mendigos de Asís.” Francisco oraba día y noche para que Dios les diera a todos el valor de ser ellos mismos y no lo que otros querían que ellos fueran. No que quisiera que todos entraran en la Fraternidad o que se unieran a la Dama Clara y a sus hermanas. Deseaba solamente que la gente tuviera la libertad necesaria para llegar a ser lo que en el fondo de su corazón quería ser. Porque Dios hablaba de diferentes maneras a cada persona, llamando a una al matrimonio, a otra a la virginidad; a una a la ciudad y a otra al campo; a una a trabajar con la mente y a otra con las manos. Pero ¿quién era suficientemente valiente para auto-reflexionar y preguntarse, “¿Es esto lo que debo estar haciendo, lo que verdaderamente quiero hacer con mi vida?” La Dama Clara dejó la nobleza para hacerse mendiga, pero su hermano el Papa Inocencio III siguió siendo Vicario de la Iglesia de Cristo. Y los dos eran perfectamente libres al hacer verdaderamente lo que habían decidido hacer. Los dos estaban viviendo su propia vida y no la de otra persona. ¿Quién podía exigirles más?
Sobre el amor fraternal Al pensar en sus frailes mientras yacía moribundo, lo que Francisco más deseaba para ellos era que siguieran siendo hermanos. Temía, por lo que había visto en algunos monasterios más antiguos, que se hicieran hombres que vivían juntos y que comían juntos, pero que rara vez se ocupaban los unos de los otros de esa manera íntima en la que él y sus primeros compañeros se habían servido en el amor, “lavándose los pies los unos a los otros.” Francisco creía de todo corazón que si los frailes verdaderamente se amaban, entonces siempre seguirían siendo miembros de la Fraternidad, sabiendo que en ninguna otra parte Dios estaba tan cerca como en donde los frailes se amaban sinceramente y sin vergüenza. Y cuando viajaban lejos, siempre debían buscar a los frailes de su Orden, sabiendo que formaban una sola familia, que se pertenecían los unos a los otros. Francisco tenía la 42
costumbre de exhortar a sus frailes con estas palabras: “Hermanos, si una madre cuida y ama al hijo que es carne de su carne, ¡con cuánta mayor solicitud debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual!” Y Francisco había querido decir literalmente lo que había dicho: el afecto que los frailes recíprocamente se tenían debía exceder el amor de una madre por su hijo. Sabía que pedía algo heroico, pero precisamente de eso era de lo que trataba el Sueño. Seguir el ideal de la pobreza sólo era posible si había amor. Sin amor mutuo, la Búsqueda se hacía un Viaje de engreimiento y de un idealismo vacío. Evidentemente, lo contrario también era cierto. Si los frailes abandonaban el Sueño de la pobreza evangélica, entonces el amor, para ellos, se haría una especie de egoísmo, y su vida común degeneraría en conveniencia, descanso y comodidad. Francisco sonreía a la complejidad de sus propios pensamientos. Fray Elias, sin duda, frunciría el ceño ante un pensamiento tan complejo de una persona con un espíritu tan sencillo como el de Francisco. Pero Fray León, que había copiado sus palabras y había escuchado sus pensamientos, ni frunciría el ceño ni tampoco sonreiría. Fray León siempre había comprendido la diferencia entre ser sencillo y ser un simplón. No se nace sencillo, se llega a ser sencillo haciendo el Viaje sinuoso que lleva de la caverna hacia la luz, saliendo de sí mismo como de la caverna para encontrar la luz. El hombre es un ser complejo, mientras que Dios es sencillo. Entre más uno se acerca a Dios, tanto más sencillo se hace en la Fe, en la Esperanza y en el Amor. Ser completamente sencillo sería ser Dios, y Francisco sabía lo distante que se encontraba de ser Dios. Su oración constante era, “¿Quién eres, oh Dios y quién soy yo?” Fray León le había dicho que no había en todo el mundo pregunta alguna más profunda de formular ni más difícil de resolver. Un simplón podía hacer la pregunta, pero sólo una persona sencilla podía comprender lo delicadas y ricas que eran esas palabras. Ahora Francisco las repetía otra vez, cambiándolas un poco, “¿Quién eres, oh Dios y quiénes somos nosotros, tus pobres hermanitos del Sueño?” Deseaba que sus frailes siempre permanecieran sencillos, pero que fueran suficientemente íntegros para ver lo que enlazaba la complejidad de estas palabras: Dios, frailes, el Sueño. Formaban una trinidad, y el Viaje las mantenía juntas en una sencilla unidad indivisible.
Caldo caliente y santidad Un contraste que había intrigado a Francisco toda su vida era la gran felicidad aparente de algunos pecadores públicamente conocidos, y la tristeza que velaba la cara de tantas almas piadosas. En Asís había hombres y mujeres que él conocía, que vivían con una gran exuberancia y falta de preocupación, que irradiaban entusiasmo por la vida y que “pecaban” con gran regocijo y desenfreno, sin parecer dolerse de nada del pasado y abrazando el presente con alegría. Francisco jamás había creído que fueran tan grandes pecadores como la gente lo suponía, e instintivamente era atraído por estas sencillas celebraciones de la vida. Podía comprender por qué Jesús se había asociado con 43
pecadores y publícanos si se parecían en algo a estos hombres y mujeres de Asís. Muchas veces eran más honrados y básicamente mejores que algunas almas piadosas que conocía. Quizás hubiera un gran abismo entre la piedad y la bondad. La piedad es externa sobre todo, mientras que la bondad reside en el corazón. También, ¿no se podría decir que la alegría y el entusiasmo por la vida, como la caridad, absuelven de una multitud de pecados? Francisco veía que la diferencia entre la piedad y la bondad se manifestaba bastante claramente en sus frailes. Los más santos de entre ellos no eran únicamente piadosos. Embromaban y se reían y tomaban la vida mucho menos en serio que lo que se suponía que los santos debían hacer. Y Francisco los amaba por ser así. Liberaban a la Fraternidad de esas personalidades melancólicas de cuya bondad nunca dudaba, pero cuya tristeza era una carga en una comunidad de frailes. ¡Si sólo todos los frailes pudieran tener un toque de Fray Junípero, el payasito de Dios! Era un verdadero tónico perpetuo para Francisco, sobre todo en momentos difíciles, o cuando tendía a tomarse demasiado en serio. Fray Junípero era lo que Francisco trataba de ser, un símbolo vivo de la alegría de amar a Dios. Ni tampoco era Junípero tan ingenuo como algunos suponían. Es cierto que era cándido, sin artificio, pero por esta misma razón podía corregir a los frailes mejor que nadie, pues ninguno de ellos podía ofenderse de lo que decía. ¡Y sí que los corregía! Francisco se acordaba muy claramente de un incidente que él no había presenciado, pero que le habían contado. Fray Junípero se había quedado con unos frailes cuyo Guardián era un superior bastante severo, aunque competente y práctico. Una tarde, durante el descanso de la siesta, Junípero había dado una limosna bastante profusa a un mendigo que se había presentado a la puerta de la cabaña. El buen Guardián regañó fuertemente a Fray Junípero por ser tan pródigo con los bienes que se habían pedido de limosna con tanta humildad para esta pobre comunidad de frailes. A media noche el Hermano Guardián sintió que alguien lo tiraba de la túnica; con los ojos medio abiertos, vio a Fray Junípero sonriendo de oreja a oreja y ofreciéndole al Guardián un gran cuenco de caldo muy caliente. El Guardián estaba furioso, pero antes de que pudiera decir palabra, Junípero anunció de una manera desarmante, “Hermano Guardián, noté cuando me estaba regañando esta tarde que su voz estaba un poco ronca. Este caldo, con el gran trozo de mantequilla que le puse, hará maravillas para su garganta y su pecho.” El Guardián, que no tenía nada de tonto, comprendió inmediatamente lo que Junípero estaba tratando de hacer y los despidió a él y el caldo tan severamente como pudo. Pero a Junípero, buen competidor para este hombre, no se lo quitaba uno de encima tan fácilmente, así es que le dijo al Guardián todavía soñoliento y enojado: “Bueno, Hermano Guardián, si usted no quiere tomar este caldo, de ninguna manera podemos dejar que se desperdicie en una comunidad tan pobre como ésta. Si no tiene inconveniente, ¿me puede sostener el cuenco mientras yo me tomo el caldo?” Y con esto, Fray Junípero puso el cuenco caliente entre las manos del sorprendido Guardián y se puso a tomar el caldo con tremendo entusiasmo y ruido. El Guardián estaba tan desconcertado que se echó a reír por la situación tan ridicula en la que se había dejado meter. Los dos hombres acabaron tomando el caldo juntos y alternando 44
cuentos de lo serios que algunos de los frailes se estaban poniendo.
De todos los cuentos de frailes, a Francisco le gustaba más éste. Les contaba este incidente a los novicios y luego decía, “¡Oh, si sólo tuviéramos todo un bosque de juníperos como éste!” Y con esto Francisco recogía su túnica y se echaba a correr por el bosque, gritando y haciendo sonar sus talones desnudos mientras que los pobres novicios se quedaban boquiabiertos, escandalizados por esta manera disparatada de actuar del “gran” Padre Francisco, que los había inspirado por su pequeñez y fervor a dejarlo todo y a seguir al Cristo pobre de los Evangelios. Los que se echaban a reír y seguían a Francisco eran los que permanecían en la Fraternidad.
Sobre alondras y gorriones Amar a Jesucristo, es estar enamorado también de todas las creaturas, porque Jesús las ha santificado a todas. Cuando Jesús se metió en el río Jordán, toda agua se hizo 45
sagrada. Para Francisco, todo lo que Jesús tocó fue santificado para siempre. El hecho de que Jesús murió en una cruz de madera hace que toda madera y todo árbol sean dignos de respeto. Puesto que Jesús miraba los campos y las aves y los bendecía con sus ojos, todos los campos y todas las aves eran hermanos y hermanas de Francisco, porque Jesús era su hermano y Jesús era su amigo y su Señor, que compartía todo lo que tenía con Francisco. El sol era su hermano, la luna era su hermana y los dos le pertenecían. En realidad, todo lo que Francisco veía u olía o sentía o respiraba era suyo, porque nada era suyo. Con ferocidad había arrancado de su corazón todo deseo de poseer y toda avaricia; y como Jesús había prometido, todas estas cosas le habían sido devueltas, apretadas y rebosantes de amor. Porque no poseía nada, era poseído por todas las creaturas libres de Dios. Toda la creación lo amaba, todas las aves y los animales; Francisco lo sabía y les correspondía con su amor. Francisco amaba muy tiernamente las alondras de Umbría. En comparación con ellas cuando se elevaban en alto en el cielo azul de la primavera, él no era sino un gorrión de hombre. ¡Gorrión! ¡Qué bien le caía ese nombre! Eso era Francisco: un pobrecito gorrión deshilacliado, con plumas encrespadas y desgastadas en las puntas. Pajarillo pardo y sencillo, posado en los balcones de Asís, trinando sus cantos de amor a los pobres y a los humildes, a los marginados y a los mendigos que no necesitaban una alondra para hacerlos felices. Hasta él mismo, pobre gorrión de despintado pardo, poSC24e rara vez levantaban la vista lo suficientemente alto para poder ver una alondra magnífica en su vuelo, elevándose y dejándose caer en los lúcidos cielos de la libertad. Pero Francisco amaba las alondras y quería por su canto hacer alondras de todas las personas, elevarlas y liberar su espíritu para que pudieran volar con él y con todas las alondras por el firmamento. En los espacios azules que el amor de Dios abre a nuestra libertad, hasta los gorriones se volvían alondras y la fantasía y la alegría hacían que se realizara el sueño de cada uno. Sin embargo, era más que fantasía. Era la promesa de Jesús que se cumplía aquí y ahora para los que se atrevían a creer en É. A los que dejaban todo para seguirle, Jesús les había prometido la vida eterna y además el cien por ciento___¡ahora! Ser alondra era parte del cien por ciento; y en una mañana de primavera, levantando los ojos desde las amapolas rojas y los botones de oro del valle de Umbría hasta el monte Subasio en el este, Francisco se preguntaba si el ser alondra no sería todo. ¿Qué mayor belleza y gracia podría haber? Porque de seguro una alondra era el Cristo resucitado que volaba en las alas de la celebración.
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Una trinidad de pueblos Poggio Bustone, Fonte Colombo, Greccio: tres poblaciones que se aferraban a la montaña así como la humanidad misma se aferraba a las rocas escarpadas del amor y de la misericordia de Dios. En cada una de estas tres aldeas montañosas sobre el valle de Rieti, Francisco había sentido la presencia viva de Jesús. Formaban como un alto triángulo de experiencia mística que hacía posible su vida activa aquí abajo. Toda su vida había sentido la tensión entre la subida vertical a Dios y el viaje horizontal de amor que trataba de alcanzar a todos los seres humanos. Sabía que sin oración el verdadero amor era imposible, y había aprendido por experiencia que sin amor la oración se hacía egoísta y estéril. Durante los primeros días de su Viaje había querido vivir solo con su Sueño, en lo alto, por arriba de la ciudad, y su espíritu gemía por saber si ésta sería su vocación en esta vida. La decisión de dar la espalda a la gente para dar la cara a Dios era un paso demasiado aterrador para darlo él solo. Así es que mandó a Fray Maseo a pedir el consejo de la Dama Clara y de sus hermanas y el de Fray Silvestre, el hombre que sabía hablar con Dios. Le mandaron decir lo que su corazón ya le había dicho: que Dios no sólo lo había escogido para el Sueño, sino también para reconstruir la Iglesia que se estaba reduciendo a ruinas. El Viaje era esencial al Sueño. Arrodillado en el suelo recibió las palabras de Fray Maseo, y aunque creía que después de oír estas palabras no podría volver a levantarse, sintió al contrario que el Espíritu surgía dentro de él y se levantó de un brinco con valor y alegría. En ese mismo momento salió, abrazado a Maseo, para comunicar el Espíritu de Dios. Escogió la región de Rieti donde predicar la Palabra de Dios, y más arriba del valle los tres retiros montañosos de Poggio Bustone, Fonte Colombo, y Greccio, encaramados como en tres pilares verticales que llegaban al cielo, manteniendo a la vista el Sueño.
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El gozo perfecto Interludio tomado de “Las florecillas” Un día cuando Francisco y Fray León caminaban trabajosamente sobre la nieve y el lodo por el camino que llevaba de Perusa a la iglesita de Nuestra Señora de los Angeles, sucedió una cosa rara. Aunque, en realidad, ya no era nada raro, porque eso sucedía más y más a menudo. Francisco empezó a hacer juegos de palabras con León. —Fray León, acabamos de tener una de nuestras giras de predicación más exitosas y estoy seguro de que estás tan contento como yo de que Dios haya obrado de una manera tan poderosa por medio de dos pobres frailes como tú y yo. Pero, sabes, Fray León, ésta no es la mayor alegría en Cristo. —¡Oh, Padre Francisco!, no me haga empezar a jugar uno de estos juegos que no tienen fin. ¿Cuál es la mayor alegría en Cristo? Dígamelo en seguida. Francisco sonrió para sí mismo viendo que León se estaba empezando a cansar de las sesiones de preguntas y respuestas que tomaban lugar siempre que los dos caminaban juntos. Así es que, en deferencia a León, aunque él prefería la otra manera porque lo ayudaba a discernir sus ideas, Francisco cedió y fue al grano en seguida. —Bueno, Fray León, cuando por fin lleguemos a la Porciúncula y llamemos a la puerta, supongamos que el fraile allí no nos reconozca, nos llame holgazanes y se impaciente porque los pordioseros siempre deben aparecer inmediatamente después de la comida o de la cena y deben tener todavía vino en su aliento. Si luego nos cierra la puerta en la cara y nosotros permanecemos pacientes, entonces ése es el principio de la alegría. Si el fraile, además de esto, nos apalea y nosotros lo amamos por haberlo hecho, entonces, ésa es la alegría perfecta. —Pero, Padre Francisco, él sí nos reconocerá en seguida. Además ése es un ejemplo muy tonto. Yo le habría roto las narices a ese fraile si él le hubiera cerrado la puerta en la cara a usted. Francisco estaba entusiasmado. —¡Oh, Fray León!, gracias por decir exactamente lo correcto. Así podré ir al grano. León iba aprendiendo ahora, mejor que antes, a hacer que Francisco llegara sin muchos rodeos al punto de lo que decía. Lo que le había dicho no tenía importancia, pero Francisco se sentía feliz cuando podía compartir con León algo nuevo que había aclarado. —Fray León, sólo el Espíritu de Jesús es capaz de hacerte paciente. Hay que saber aprovechar estas experiencias para iniciarnos. Tenemos que poner a prueba nuestro espíritu constantemente para saber si todavía somos carnales o si el Espíritu de Dios es más fuerte que nuestro propio egoísmo. Nuestra propia conquista no se perfecciona sino en forma espiritual. Si a causa de nuestro egoísmo el Espíritu nos abandona, entonces 48
cedemos una vez más a nuestra naturaleza violenta y devolvemos mal por mal. ¡Oh, Fray León!, reza por mí para que el Espíritu nunca me abandone y jamás me deje volver a lo que era antes. Fray León, ante esta sencillez de Francisco, no pudo menos que llorar por este hombre tan completa e intensamente sincero que tenía el corazón de un niño. —¡Oh, Padre Francisco!, el Espíritu Santo nunca abandonará a un hombre como usted. ¡Quiera Dios darme su fe y su amor! Por el contrario, usted, Padre Francisco, pecador como es, debiera de rezar por mí.” León siempre decía que Francisco era pecador porque Francisco se sentía mejor si las personas lo veían como él mismo se veía. Al principio, León encontraba esta postura afectada y difícil, pero con el pasar del tiempo empezó a observar que lo que para muchos sería un odio de sí mismos, para Francisco era sencillamente aceptar los hechos tales como él los percibía. Su exuberancia sobre el Espíritu que llenaba su vida hacía que su estado de pecador no le molestara, con tal de que León no dejara de mencionarlo. Así era Francisco; nunca se deprimía por sus pecados, pero se alegraba siempre en Jesús y en su Espíritu que habitaba en él. Y es por eso que León lo quería tanto.
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Una vieja historia de amor cortesano A veces a Francisco se le confundía lo que tenía que ver con la Dama Pobreza y la Dama Clara, su boda con la una y su reverencia por la otra. Quizás eran la misma después de todo. A veces la Dama Clara se confundía en su mente con su primer Sueño y su noviazgo con la Dama Pobreza. Pero nunca confundía a las dos y creía que estaba casado con la Dama Clara. Él mismo la había entregado en matrimonio a Cristo. Pero lo que la Dama Clara representaba y le inspiraba estaba tan íntimamente relacionado con su amor por la Dama Pobreza que ella formaba una parte integral del Sueño. Rara vez miraba a la Dama Clara ahora, no porque fuera remilgado ni nada por el estilo. Aborrecía esa clase de miedo y, además, el Hermano Domingo se estaba agotando al luchar por la Iglesia en contra de esta clase de error frente a un grupo de personas llamadas albigenses. Pero se sentía tan sumiso y extrañamente reverente ante la presencia de la Dama Clara, porque era la esposa de Jesús. ¡Qué preciosa y especial la hacía esto! No obstante, un día, la Dama Clara mandó a decir a los frailes que quería ver a Francisco a solas y que le pedía que, por favor, pasara pronto a verla en San Damián. Francisco, naturalmente, se turbó porque debía ir solo a hablar con Clara y le pidió a Fray León que lo acompañara. León, naturalmente, pensaba que este asunto de esposa de Cristo estaba bien, por supuesto, pero que uno tampoco tenía que exagerarlo. Le dijo a Francisco que si la Dama Clara hubiera querido ver a León, habría pedido ver a León. Y que si Francisco tenía miedo de Clara, ya era tiempo de que cambiara, porque la Dama Clara era tan santa y prudente como cualquier persona pudiera serlo. Además, era bonita y le haría provecho a Francisco hablar con una persona bonita, para variar. Bueno, Francisco creyó que verdaderamente León se debía estar volviendo loco, como lo creía de todos modos la mayor parte del tiempo. —Fray León, no me parece nada conveniente que vean a un pobre fraile hablando con una dama tan noble como Sor Clara. —Pero, ¿quién los va a ver? Y si todo el mundo los viera, ¿a quién le importa? —A mí sí, Fray León. Si somos insignificantes y pobres, como profesamos serlo, entonces no hay lugar para nosotros ante la presencia de grandes personajes como la Dama Pobreza—quiero decir la Dama Clara. Años después Fray León le confió a Francisco que desde ese momento la manera de pensar de Francisco, finalmente había empezado a tener sentido para él. Si Francisco se turbaba tanto cuando tenía que ir a San Damián a hablar con las clarisas, era porque todas estaban unidas con su propia boda mística con la Dama Pobreza. La Dama Clara en particular, como esposa de Cristo, representaba algo bastante central en el Sueño original de Francisco. 50
Clara era esta Dama del Castillo a quien Francisco había dedicado sus grandes hazañas por Cristo y que lo sabía casado con la Dama Pobreza. Siguiendo la tradición del amor cortesano, ella sabía que él estaba unido en matrimonio con la Dama Pobreza. Según esa tradición, un amante, aunque fuera casado, debía tener afecto también por la Dama del Castillo. La diferencia en este caso consistía en que el Señor del castillo era Cristo mismo. Eso quería decir que sus reuniones con la Dama Clara debían ser siempre absolutamente puras y modestas, completamente libres de todo espíritu de posesión de ella, hasta con la vista. Francisco había sublimado el amor cortesano y lo había transformado, como había transformado toda la creación. León tuvo que darse por vencido y decirle a Francisco que estaba de acuerdo con él. —Ciertamente tiene razón, Padre. Debemos ir juntos para asegurar el absoluto decoro de su conversación y hasta hablar por usted si es necesario, ya que soy mayor y tengo mayores conocimientos que un pobre caballero como usted. Francisco lloró fuertemente al ver que León lo comprendía tan perfectamente y los dos cabalgaron en corceles imaginarios al castillo de Damián.
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El lobo de Gubbio (Un cuento de hadas para la gente moderna) A Francisco le encantaban los bosques, no por puro sentimentalismo poético, sino porque en ellos, y en toda la naturaleza, veía un reflejo de la vida. Todo estaba allí—lo bueno y lo malo, el peligro y el refugio, la violencia y la paz. Así es que no menospreciaba el peligro para los habitantes de Gubbio. Después de todo, un lobo es un lobo y no era tan ingenuo como para confundir un lobo con un perro. Desde que oyó la noticia del lobo de Gubbio, Francisco sintió compasión por el lobo. Hay algo de lobo en toda la naturaleza, esa hambre voraz, esa caza impaciente, ese mostrar de los colmillos, tan simbólico de todo lo salvaje y violento en todos nosotros. Pero en el lobo veía, no tanto al cazador, sino al que era cazado. Todo el mundo tenía miedo a los lobos y nadie los quería. Francisco veía en los ojos de los lobos un miedo, una mirada de ser acorralado, una furia y hostilidad que quería devorar todo lo que se le acercara a fin de vengarse de su propio mal y enajenación. Los lobos, después de todo, eran como la gente, si se les tenía miedo, se les condenaba al ostracismo y si se les excluía, acababan por convertirse en lo que más se temía. La cuestión de Gubbio, sin embargo, era aun más interesante para Francisco, porque no se trataba de una manada de lobos obligados a andar unidos por razones de seguridad y fuerza. Éste era un lobo solitario. Un desertor de la manada, que se las arreglaba por su cuenta. Solitario, empujado por el pánico a la rabia y a la violencia, Francisco pensó en Caín, huyendo al este del Edén, marcado, un intruso, aislado de la sociedad. Francisco sabía que tenía que ir a Gubbio para comunicarse de alguna manera con este lobo tan extraordinariamente valiente. ¡Si el lobo solamente reconociera la admiración de Francisco y dejara que Francisco le probara que lo aceptaba como una de las tantas creaturas de Dios que eran salvajes y furiosas! Sin duda este lobo preferiría la aventura y la utilidad a pertenecer a la soledad del bosque y de las calles obscuras. Preferiría la luz que acompañaba el respeto de los hombres a las sombras que poblaban su miedo. Así es que Francisco salió una vez más de Asís por el camino montañoso que llevaba a Gubbio. Tan pronto como entró en la ciudad oyó el murmullo de los rumores que corrían sobre el lobo. Eso, en sí, habría bastado para enfurecer a cualquier creatura. Se alegraba de que el lobo no pudiera entender el habla humana, porque recordaba lo desolado y oprimido que él se había sentido al principio cuando cambió su manera de vivir y sus vecinos de Asís se habían burlado de su túnica burda, de su barba, de su apariencia tosca. Se sentía más hermano del lobo que de los aterrados vecinos de Gubbio. Antes de que la murmuración creara más miedo e ira, tendría que hacer algún gesto grandilocuente. Así es que Francisco caminó valientemente a la plaza y empezó a 52
predicarle a la gente acerca del mandato de Jesús de amar a todas las creaturas de Dios. Luego, en el medio del sermón, mencionó de paso que al entrar en la ciudad había oído rumores de un lobo salvaje que se sabía que entraba en la ciudad de vez en cuando y mataba niñitos. Todo el mundo se puso a gritar al mismo tiempo, asegurándole que “sí, sí,” que eso era muy cierto. Luego, en un momento de bravata del que se arrepintió inmediatamente después de que lo hubo dicho, pues le asustó a él mismo, les preguntó si alguien sabía dónde quedaba la madriguera del lobo, que le gustaría ir a ver a ese lobo y probarles al lobo y a todos que el amor no tenía nada que ver con el miedo. La gente del pueblo estaba pasmada y algunos hombres toscos se echaron a reír a mandíbula batiente. Francisco estaba acostumbrado a esas reacciones, así es que nada más esperó hasta que la gente en la plaza se hubo tranquilizado. Luego una mujercita muy robusta se adelantó, y escupiendo a los pies de un hombre que era tan grande como un buey, dijo que ella llevaría a Francisco a las afueras de la ciudad para mostrarle dónde estaba la madriguera del lobo. Nadie se rió. El hombre grandote se puso rojo de rabia. Francisco se inclinó hacia la mujercita como si fuera una condesa y ella modestamente le hizo una cortesía al tomar a Francisco de la mano. Los dos se abrieron paso a través de la muchedumbre y subieron la calle que llevaba a las puertas de la ciudad, en dirección al santuario de San Ubaldo. Ya para entonces el gentío había recuperado su calma. Los hombres sobre todo estaban furiosos por haber parecido cobardes ante sus esposas y sus hijas que habían formado una fila detrás de Francisco y de la mujer, así es que ellos también empezaron a caminar hacia las puertas de la ciudad. En verdadero estilo italiano, la ira se le pasó pronto a la gente del pueblo y todo el mundo parecía compartir el alboroto de la procesión como si fueran en una gran peregrinación. Francisco estaba gozoso, aunque todavía un poco molesto por su imprudente desafío de encontrarse con el lobo. Como siempre, cuando estaba un poco nervioso, se puso a cantar y pronto toda la multitud también cantaba una vieja marcha marcial. Pronto llegaron a un recodo del camino y la mujer señaló una enorme roca que sobresalía horizontalmente por encima de la madriguera a unos 500 metros de distancia. “Debajo de eso,” dijo orgullosamente y la mujer se acercó más a Francisco. Para sí, ella se había convertido en la heroína del pueblo. Estaba decidida a no abandonar su puesto junto a Francisco. Éste la consideraba una mujer singular, una impresionante matrona que se habría peleado con toda la multitud para protegerlo sin esperar nunca ni una palabra de agradecimiento. Francisco estaba convencido de esto y quería que ella compartiera cualquier gloria que resultara de esta escapatoria atrevida, de modo que le pidió que lo acompañara a la cueva. La mujer aceptó sin pestañear, se recogió la falda y miró con desprecio al hombre que se había reído de ella en la plaza. Francisco y la mujer, cogidos del brazo, se pusieron en marcha y la muchedumbre se detuvo, rascándose la cabeza y encogiéndose de hombros. El hombre que parecía un buey se puso a hacer apuestas y pronto la gente 53
estaba apostando allí en medio del campo. Entre tanto Francisco y la mujer se acercaban a la roca. De repente, sin previo aviso, oyeron detrás de ellos un sordo gruñido y unos golpes en el suelo. Dando la vuelta, Francisco vio al lobo que venía corriendo hacia ellos para embestirlos. Francisco hizo la señal de la cruz, primero sobre la mujer que estaba petrificada de miedo, y luego sobre el lobo. Respiró profundamente y empezó a caminar lentamente hacia él. El lobo caminó más despacio y luego se detuvo abruptamente. Francisco siguió caminando. El lobo echaba espuma por la boca y gruñía de una manera amenazadora. La muchedumbre silenciosa no se movía. Francisco se paró a una distancia prudente del lobo y lo miró con tanta bondad como pudo dadas las circunstancias. La furia brillaba en los ojos del lobo; apretaba las mandíbulas y la baba caía al suelo. Francisco no se atrevía a moverse ahora que estaba cara a cara con el lobo. Se mantuvo inmóvil y trató de aparentar calma. Luego dijo sencillamente y con voz baja y tranquila. “Hermano lobo.” El lobo se tranquilizó en una aparente respuesta a las palabras de Francisco. El lobo lo miraba a él y más allá de él, a la mujer que se hallaba como congelada en el mismo lugar, con la boca abierta, las manos entrecruzadas en una actitud que no se sabía si era de oración o de defensa. Francisco volvió a hablar: “Hermano lobo, en el nombre de Jesús nuestro hermano, he venido hasta ti. Te necesitamos en la ciudad. Esta gente ha venido conmigo para pedirte, poderoso animal feroz, que seas el guardián y el protector de Gubbio. En cambio te ofrecemos respeto y albergue por todo el tiempo que vivas. En prenda de esto te ofrezco mi mano.” Alargó la mano Francisco. El lobo parecía tranquilo, pero permanecía inmóvil, escudriñando a la gente con sus grandes ojos sanguinolentos. Luego, lentamente, caminó hacia Francisco y levantó la pata y la puso en la mano caliente y segura de él. Los dos permanecieron en esta posición por mucho tiempo y lo que se dijeron el uno al otro Francisco nunca se lo reveló a ningún ser viviente. Por fin, Francisco se agachó y puso su brazo alrededor del cuello del lobo. Luego él y su nuevo hermano caminaron mansamente hacia la valiente aldeana y los tres caminaron al frente de la muchedumbre admirada y silenciosa de regreso a Gubbio.
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Rúbricas en el aire Pequeñas lagartijas corren por las murallas de la ciudad de Asís, desplazándose rápidamente en esquemas zigzagueantes sobre las piedras usadas. Sus cuerpos de color verde contrastaban con el rosado y blanco de la piedra haciendo que todo el muro pareciera interesante y vivo. Francisco se veía a sí mismo en esas criaturitas que corrían rápidamente de un lado para otro, entrando y saliendo de las pequeñas hendiduras. Les encantaba la geografía de su pequeño mundo. Se ocupaban de lo que tenían que hacer en la vida sin estar conscientes de sí mismas, totalmente preocupadas en la humilde piedra. Su movimiento era lo que le fascinaba a Francisco. Su moción era un patrón escrito en el aire que desaparecía tan pronto como se hacía. No había permanencia en estas pequeñas rúbricas, no dejaban ningún monumento de sí mismas. Eso era lo que él quería ser, una pequeña rúbrica en el aire que le encantara a quien la viera, pero que era tan anónima como el zigzagueo de las lagartijas que corrían rápidamente por las murallas rosadas de Asís. Su movimiento sería su poema.
Caballero de la Mesa Redonda Abril en Asís. Allí siempre parecía estar lloviendo. Todo el mundo se quedaba en casa, cerca de la chimenea, abrigado y cómodo. La gente contaba cuentos, comía y bebía un vino que calentaba los huesos. Todos, menos los muy pobres y los Frailes Menores. Para ellos, en las cabañs cerca de la iglesita de Nuestra Señora de los Angeles, sólo había humedad y agua de lluvia que iba carcomiendo las paredes de sus cabañas y las llenaba de charcos. Era entonces cuando Francisco se sentía más cerca de sus frailes. Quería que probaran ese delicioso sabor de la pobreza y se sentía, en cierto modo, como Moisés, haciendo que los israelitas dejaran las comodidades de Egipto y lo siguieran al desierto. Al principio, los frailes recibían los días lluviosos con agrado, lo mismo que las noches frías y húmedas, pero al crecer el número de los frailes, también crecieron las quejas. Francisco empezó a sentirse culpable, no de que sus frailes sufrieran, sino porque algunos insultaban a la Dama Pobreza a su cara. Se sentía culpable ante ella de que algunos de sus frailes comprendieran tan poco el Sueño. El Sueño, después de todo, nunca les había sido presentado como cómodo y fácil. Al contrario, Francisco insistía en que la Regla de los Frailes Menores era vivir el rigor del Evangelio de Jesucristo, quien no había tenido dónde reposar la cabeza. Francisco comprendía el sufrimiento de los frailes, pero le era incomprensible que se quejaran tanto y en voz tan alta. Las palabras desalentadoras y las críticas duras crecían 55
constantemente en la comunidad, como un cáncer que iba afectando hasta a los frailes más dedicados. Es por esto que Francisco quería tanto a Fray Gil. Él siempre había tenido palabras de aliento y de sabiduría que sembraban paz y amor entre los frailes. Francisco llamaba a Gil, “El Caballero de la Mesa Redonda,” porque estaba tan completamente dedicado a la Dama Pobreza; era casto y siempre se mostraba alegre, como correspondía a un Caballero de Cristo. ¡La alegría! ¡Qué abnegado tenía que ser uno para mostrarse siempre alegre! Había tantas privaciones y tantas cosas desagradables relacionadas con ser Caballero de la Pobreza, que la mayor tentación era rendirse a la amargura y tener un corazón descontento. El verdadero fraile del Sueño recibía con regocijo las humillaciones y los malentendidos y lo hacían alegrarse. Los primeros frailes comprendían esto y buscaban a propósito ocasiones de ponerse en ridículo. Fray Gil fue el que puso esta sabiduría en palabras. León venía coleccionando los dichos de Gil y le dijo a Francisco que algún día la gente los leería y lloraría de que tanta sabiduría se encontrara en un caballero tan humilde como Fray Gil de los Frailes Menores de Asís. Y Francisco estaba contento. Estos son los dichos de Fray Gil que Francisco guardaba cerca de su corazón: Bienaventurado sea el que ama sin esperar que le correspondan con amor. Bienaventurado sea el que teme sin querer ser temido. Bienaventurado sea el que sirve sin esperar ser servido. Bienaventurado sea el que trata bien a los demás sin esperar que otros lo traten de la misma manera. Porque éstas son verdades profundas, los insensatos no las pueden comprender. Si posees estas tres cualidades no puedes ser malo: primero, si recibes, por el amor de Dios, todas las tribulaciones que el Señor te manda; segundo, si te humillas en todo lo que haces y en todo lo que recibes; tercero, si amas fielmente aquello que no se puede ver con los ojos de la cara. Lo que les sucede a muchas personas es que aborrecen lo que deberían amar y aman lo que deberían aborrecer. La santa contrición, la santa humildad, la santa caridad, la santa devoción y la santa alegría te hacen santo y bueno. ¡Qué bien comprendía el Sueño Fray Gil! Era verdaderamente uno de los Caballeros de la Mesa Redonda.
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Una galería de retratos Francisco guardaba en su memoria pequeñas imágenes de los primeros frailes. Eran frescos que hubiera querido pintar en las paredes de la Porciúncula, la Porcioncita, como cariñosamente llamaba su capilla de Nuestra Señora de los Angeles. Todos los colores hubieran sido brillantes, alegres y hubieran dado vida a la pobreza de Bernardo de Quintavalle, a la pureza y sencillez de León, a la castidad de Angel, a la inteligencia y elocuencia de Maseo, a la mente mística de Gil, al espíritu de oración de Rufino, a la paciencia de Junípero, a la fortaleza corporal y espiritual de Juan de Laudibus, a la naturaleza cariñosa de Rogelio de Todi, al alma peregrina de Lucidus. ¡Que galería de perfección sería ésa! Sería una manifestación imponente en yeso del Sueño y del Viaje. En estos hombres se encarnó todo lo que Francisco amaba y en lo que creía. Y todo el que mirara esos frescos en detalle sabría exactamente lo que se esperaba de los Frailes Menores. Francisco los pintaría tan suavemente que nadie retrocedería atemorizado diciendo que no podría vivir tan heroicamente. No, más bien diría: “Quiera Dios llamarme a unir mis manos con las de estos felices y alegres hombres de Dios. Porque me hablan verdaderamente al corazón y son lo que yo siempre he querido ser.” ¡Oh, qué excelente sería la mano del artista que hiciera que esta alegre compañía de frailes viviera para siempre! Y ¡cómo le gustaría a Francisco ser ese hombre bendito y dar este regalo a éstos, sus más seguros participantes del Sueño! Pero no sabía pintar ni esculpir sino con palabras. Así es que le dictó una carta a Fray León, dirigida a todos los frailes, en la cual describía al Fraile Menor ideal. Y resultó que, en su carta, los pequeños frescos tomaron vida al mencionar a los diez frailes por nombre. Quería que todos los frailes supieran que era posible vivir el Sueño y que en realidad lo estaban viviendo aquí y ahora estos frailes, imperfectos pero fieles. Francisco vio la perplejidad en la cara de León el momento en que empezó a escribir las palabras de Francisco. Pero Francisco no toleraba ninguna oposición ni ningún escrúpulo de parte de los frailes en esta materia sagrada que tenía que ver con lo factible del Sueño. Había oído demasiadas veces la objeción de que nadie podía vivir verdaderamente la Regla de Vida que Jesús le había susurrado al oído. Esperaba que el hecho de que verdaderos hombres regían sus vidas por ella, fuera suficiente para hacer reflexionar a los demás. Y si todavía se burlaban del Sueño, entonces habían desviado su corazón del testimonio de diez vidas santas y eran incapaces de soñar, de anhelar y de crecer en el Ideal.
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Sueño de vuelo Volar. Correr. Luchar contra la pesadez de su propio cuerpo sobre la tierra. Sonreír al escalar el lado abrupto de las montañas. ¿Era tristeza, este perpetuo deseo de volar? El hecho mismo de levantar los brazos parecía librarlo de la fuerza de gravedad de la tierra que lo arrastraba hacia abajo. Amaba la tierra, pero el impulso que sentía lo llevaba siempre hacia arriba, alejándolo de esta tierra hacia algo intangible que desde arriba atraía su corazón. Se sentía a veces como un títere cogido en una contienda de tira y afloja entre fuerzas invisibles que él no comprendía. Y estas fuerzas tiraban desde adentro de su propio corazón. ¡Oh, benditas las cicatrices secretas hechas por esas cuerdas que tiraban en direcciones opuestas que atravesaban su corazón! ¡Oh, bendito el movimiento que al elevar los brazos lo ponía en libertad! Las palmas abiertas de sus manos, especialmente, lo aliviaban del enredo de nudos en su interior. Las palmas abiertas de las manos. La actitud de Cristo en la Cruz, vulnerable, expuesto, vaciándose por nosotros. ¡La cruz! El tirón final de la victoria de Dios sobre las fuerzas opuestas en el corazón. Apretaba su pequeña cruz de madera contra su corazón y sentía que volvía a volar.
Memorias del hijo de un tendero A Francisco le había gustado mucho trabajar en la tienda de su padre. Las telas que vendía eran de fina calidad, y se sentía orgulloso de toda la mercancía de la tienda. Además, era tan divertido bromear con las amas de casa y con las jóvenes y hacerlas que se ruborizaran al describir con gran exageración lo bien que cierta pieza de tafetán purpúreo las haría ver. A veces se hacía el payaso y se colgaba de los hombros un pedazo de damasco veneciano carísimo y caminaba por la tienda fingiendo ser uno de los nobles locales, lo que le encantaba a alguna chica que se reía y trataba de esconder su interés por Francisco. Francisco sabía, naturalmente, que él era una de las razones por las cuales le iba tan bien a su padre en su negocio. Cada joven de la ciudad venía a la tienda, tanto para verlo a él, como para comprar tela. Y a Francisco le encantaba todo esto. Trataba a cada una como si fuera el único objeto de su atención, y las jóvenes salían de la tienda contentas y cargadas de mercancía con el “Gracias, linda mía” de Pietro, que las conducía a la puerta, acicalándose el bigote y sonriendo de oreja a oreja. Sin embargo, entre más tela se acumulaba en las arcas de los nobles de Asís, tanto más frustradas quedaban las jóvenes. Ninguna de ellas podía decir que Francisco era suyo, ni conseguir de él ninguna 58
declaración de amor. Pero era tan galante que lo encontraban irresistible, y seguían viniendo a ver si les iba mejor con este joven encantador y lisonjero de ojos negros relampagueantes y de un contagioso buen humor. Un día cuando Francisco atendía esmeradamente a una imponente y rica matrona, un pordiosero entró en la tienda e interrumpió la conversación de una manera descortés. Francisco, ofendido tanto por lo grosero de su comportamiento como por su sucia apariencia, lo despidió secamente y volvió a atender a la señora. El pordiosero, sorprendido por el inesperado tratamiento que había recibido de Francisco, quien tenía la fama de ser extremadamente generoso, gruñó y refunfuñó y salió de la tienda enojado, mascullando palabras, echando maldiciones y escupiendo en el empedrado frente de la tienda. Francisco, entre tanto, continuaba tratando de convencer a la ostentosa mujer de que esta nueva tela francesa de seguro haría verla por lo menos diez libras más liviana. Pero verdaderamente no atendía totalmente a la mujer. Lamentaba ya el haber despedido al pordiosero de una manera tan seca y perentoria. La mujer le preguntó qué le sucedía, puesto que parecía estar distraído y enfermo. Francisco hizo una pausa. “Pues sí. En realidad algo va mal. Con permiso, señora.” Y diciendo esto, dejó por su cuenta a la confusa mujer, parada en el medio de la tienda con una pieza de seda francesa en sus manos. Pietro tuvo que salir corriendo del cuarto de atrás para tratar de remediar la desconcertante situación. Años más tarde, Francisco le contó este incidente a Fray León y añadió, “Fray León, lamenté tanto mi pequeñez ese día. Si el pordiosero me hubiera pedido limosna en el nombre de algún conde, le habría suplicado a la mujer que me dispensara por un momento y le habría dado una buena limosna al pordiosero. Sin embargo, en vez de eso, resentí su conducta grosera cuando yo hablaba con una dama tan importante. No obstante, cuando se fue el mendigo, todo lo que yo podía oír zumbándome en los oídos eran las palabras con que inició su petición, ‘Por el amor de Dios.’ Esa fue la primera vez, Fray León, que me di cuenta de que había venido siendo generoso para conseguir la adulación y así ganar el favor de la gente. Pero yo estaba dispuesto a posponer el amor de Dios hasta después de una transacción lucrativa. Esta revelación fue como una epifanía, una luz, una revelación gloriosa de Dios. Llegó a mí inmediata y profundamente de manera que yo no podía pensar en otra cosa, hasta que no pude más y salí corriendo de la tienda en pos del malhumorado pordiosero. ¡Qué sorprendido se quedó cuando materialmente le llené de monedas de oro sus manos temblorosas! Fue la primera vez que me sentí verdaderamente libre y cerca de Dios.” Y Fray León le respondió que sí, que le comprendía perfectamente. Lo mismo le había pasado a él la primera vez que le había oído predicar a Francisco sobre el Cristo pobre. “Escapé de la iglesia corriendo, Francisco, y di todas las monedas que llevaba conmigo a un pordiosero cuya esquina había evitado por años debido a que el mendigo era tan molestoso y agresivo. Y fue entonces que Jesús se apoderó de mi corazón y supe que de alguna manera tenía que venir contigo y vivir contigo, el hombre por medio del cual el Señor por fin me había encontrado.” 59
Esa mutua revelación fue el principio de una amistad que iba a durar hasta la eternidad. Y desde ya, Francisco moribundo, acostado en el suelo, se consolaba al pensar que León se hallaba allí con él. Puesto que León sufría con él, su sufrimiento se dividía en dos. Volteó la cara y sonrió al León práctico y severo que ahora lloraba desconsoladamente ante los frailes más jóvenes. Se complacía Francisco en ver que León, quien siempre le decía a Francisco que acabara con su eterno llanto, él mismo estaba llorando ahora. Y hasta las lágrimas de León parecían ahora fuertes y viriles.
Sobre León y Francisco Estaban los dos, León y Francisco en la costa de Ancona, observando el mar Adriático. Las gaviotas chillaban sobre el ruido de las olas que se estrellaban contra las rocas. Francisco recordó haber oído antes esos chillidos, pero no sabía cuándo ni dónde. Debía haber sido hacía mucho, mucho tiempo atrás, quizás cuando era niño en uno de los viajes con su padre. ¡Su padre! ¿Qué habría sido de él? ¿Y de su madre, tan dulce y cariñosa, a la que recordaba siempre con una sonrisa en los labios, de pie en el umbral de su aposento, mirándolo y ahuyentando su mal humor con su presencia? Fray León notó esa mirada perdida en los ojos de Francisco, pero no dijo nada. Sólo miraba el mar y aguardaba a que Francisco compartiera una vez más sus pensamientos con él. “Fray León,” musitó Francisco titubeando, “dejé a mi padre Pietro por nuestro Padre en el Cielo y desde entonces nunca he vuelto a pronunciar su nombre. Pero aquí, ante el mar, y al oír el chillido de las gaviotas, tengo ganas de llorar y rezar por él y por la Dama Pica, mi señora madre. Fray León, todavía los quiero tanto. Encuentro sin sentimientos a aquellos santos que dicen que al amar a Dios olvidaron sus antiguos amores. Yo no puedo hacer eso. Los amo a todos al amar a mi Señor y Él purifica mis sentimientos. Yo ni olvido mis amores ni dejo de amar una vez que he dado mi corazón. Fray León, ¿puedes comprender esto?” Fray León inclinó la cabeza solamente diciendo que sí, pero, para evitar tener que dar una respuesta, se agachó, cogió una piedra y la arrojó al mar. Y Francisco comprendió que Fray León tampoco podría olvidar nunca todo lo que había sido. Él era León, y Francisco era Francisco, y aquí en esta costa de Italia que daba al sur, un nuevo vínculo los unía. Francisco, a su vez, cogió una piedra lisa y blanca y la arrojó lejos en el mar, y caminaron juntos hacia los barcos de los Cruzados donde Francisco se despediría de Fray León y se embarcaría
Francisco ante el Sultán Con la brisa que se elevaba del mar, el espíritu de Francisco se sentía muy ampliado, casi inflado, por la anticipación de volver a ver a sus frailes, a pesar de los rumores que le habían llegado sobre ciertas desviaciones de su estricta Regla de Pobreza. Volvía a 60
cometer el mismo error, pensaba en la Regla como si fuera suya. Debía recordar que la Orden no era su propiedad personal. Si no, de qué había servido renunciar a todo lo material para acabar poseyendo… hombres. ¡Qué terrible resultado sería ése! Sin embargo, la tentación estaba allí. Además, los rumores serían mucho peores que la verdadera situación. De todos modos, todavía se encontraba a una buena distancia de la costa italiana y se sentía como San Pablo cuando había regresado de uno de sus exitosos viajes misioneros para remediar algún malentendido que había ocurrido durante su ausencia. Al moverse el barquito precariamente sobre el mar picado, Francisco adaptó cierto ritmo irregular que lo invitaba a relajarse al compás del cabeceo de la pequeña embarcación. El batir de las olas le recordaba los latidos de su corazón cuando atravesaba el campamento del Sultán. Pues bien, su deseo de encontrarse con el Sultán cara a cara parecía, en retrospectiva, un poco temerario, pero, a decir verdad, ¿no era una locura toda su aventura? Su intención había sido, tanto la de impresionar a sus frailes con la locura del Evangelio, como la de hablarle al Sultán sobre Jesús y sobre la serena caverna interior que había hallado. ¡Qué aterrorizado se sintió al principio cuando fue admitido ante la presencia del Sultán! ¿Dónde se hallaba la ecuanimidad que se atribuye a los santos en momentos de crisis? Sin embargo, se había adelantado con paso firme, sin bajar los ojos, fijando su mirada en los ojos tan duros del Sultán. La cara amenazadora del Sultán lo hacía temblar, recordándole a Francisco de cierta manera a su propio padre, con esa concentración terrible de la mirada, sus mejillas caídas y sus largas orejas ovaladas.
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Al acercarse Francisco, la expresión del Sultán cambió, como si se estuviera divirtiendo un poco. Francisco a su vez imitó su sonrisa. Esto pareció agradar al Sultán, porque cuando los dos se hallaron frente a frente, ambos se sonreían. Los aduladores que se encontraban cerca del Sultán también se sonrieron hasta que el Sultán se volvió y frunció el ceño; entonces todos fruncieron el ceño como pequeños espejos. El Sultán fue el primero en hablar: “Bueno, hombrecito, veo que tienes valor. Noté tu manera nerviosa de andar y tus ojos seguros, y me dije, ‘Me gustaría tenerlo en mi corte. Me diría la verdad y no lo que generalmente oigo.’“ Recalcó estas últimas palabras, mientras miraba con frialdad a sus cortesanos. Francisco no respondió nada. El Sultán prosiguió: “Veo que también tienes buenos modales. Me complace mucho eso.” Hubo una larga pausa, que pareció molestar a los cortesanos que se apoyaban primero en un pie y luego en el otro, carraspeando nerviosamente. —Bueno, hombre santo, ¿qué quieres de mí? 62
—Nada más que traerte la paz, gran señor. El Sultán sonrió. —Pero me gusta la guerra, italianito. Estoy conquistando el mundo para Alá. Para eso nací y para eso soy el instrumento de Alá. —No obstante, gran Príncipe, no hablo de la paz que se contrapone a la guerra. Hablo de la paz en tu corazón, esa alegría que satisface y que fluye del interior como un rico vino. —Pero para un guerrero, ¿qué otra cosa le puede traer mayor satisfacción que la victoria en el campo de batalla? —La oración, ¡oh, hijo de Alá! —¿La oración? ¿Y no le rezo yo todos los días a Alá? —Más, estoy seguro, gran Jefe, de lo que rezan muchos cristianos. Pero quisiera compartir contigo una oración que aprendí peleando la gran batalla conmigo mismo, conquistando, uno tras otro, todos los demonios de mi corazón. Tu oración es buena, estoy seguro, pero quisiera enseñarte una nueva. —Entonces, rézala para mí, aquí, enfrente de estos estúpidos que plagan mi tienda. Francisco se arrodilló y elevó los ojos muy alto, hacia una pequeña apertura en la tienda que dejaba entrar la luz. Señor, ¡hazme un instrumento de tu paz! Que allí donde haya odio, ponga yo el amor; allí donde haya ofensa, ponga yo el perdón; allí donde haya discordia, ponga yo la unión; allí donde haya error, ponga yo la verdad; allí donde haya duda, ponga yo la fe; allí donde haya desesperación, ponga yo la esperanza; allí donde haya tinieblas, ponga yo la luz; allí donde haya tristeza, ponga yo alegría. ¡Señor! Haz que busque yo consolar y no ser consolado, comprender y no ser comprendido, amar y no ser amado. Porque dando es como se recibe, olvidándose de sí es como uno se encuentra, perdonando es como se recibe el perdón, y muriendo es como se resucita a la vida eterna. El Sultán no decía nada. Parecía conmovido por lo que Francisco había vertido de su corazón. Sí, era como un buen vino rico. Luego, en voz baja para que sólo Francisco lo oyera, el Sultán murmuró: —Oh, pobre mendigo pequeño y hombre de ensueños, deseo en mi corazón que 63
hubiera más hombres pacíficos como tú para compensar por el odio que hay en el mundo. Desgraciadamente, el mundo sólo comprende dos cosas: el poder y la violencia. Llegará el día, me asegura tu oración, cuando el orden de este mundo será volcado por gente sencilla que ayuna y ora y que prefiere morir antes que empuñar la espada. Hasta entonces, la voluntad de Dios se realizará por la mano de hombres violentos como yo. —Y vos, señor Sultán, ¿rezarás para que venga ese día? —Haré más que eso, hombre honesto, te dejaré salir con vida de este campamento, para que puedas tú rezar para que llegue ese día. Yo rezo para que después de que yo me haya ido de este mundo—pero no antes—, Alá cambie de opinión y use instrumentos pacíficos como tú, y que este gran ejército de mendigos que aman la paz llegue a vencer las fuerzas del odio y de la violencia. Vete a tus sueños, valiente hombrecito. Luego, en voz alta, el Sultán continuó: “Saquen a este loco de nuestro campamento y denle un salvoconducto para que vuelva a su gente. No me rebajaré hasta el punto de hacer daño a mendigos, a estos gusanos de cristianos raídos. Pueden ver por la apariencia de este hombre lo aplastados que hemos dejado a los cristianos. Vete.” Guiñó a Francisco y Francisco le sonrió, y siguiendo las reglas estrictas de la caballería, salió de la tienda retrocediendo. El barquito empezó a mecerse, lo que rompió el ritmo de los pensamientos de Francisco. Sus ojos se enfocaron una vez más en el horizonte y poco a poco pudo ver la bendita tierra de Italia que se elevaba ante sus ojos. Se encontraba una vez más en casa, aunque como peregrino y extraño, no debería sentirse en su casa en ninguna parte. Este sentimiento de la patria es tan profundo, pensó él, que ninguna consideración teórica puede cambiar lo que corresponde a una realidad que es buena.
Sobre ciudadanos y mendigos ¡Qué tranquilo es el valle de Umbría! ¡Qué seguras son las calles angostas de la ciudad amurallada de Asís! Francisco no deseaba destruir ni esa tranquilidad ni esa seguridad, a pesar de los trastornos que acarreaban sus actitudes. Sabía que por cierto tiempo sus frailes habían vuelto al revés Asís y todo el valle de Umbría. Eso era lo que se había propuesto que hicieran, por cierto tiempo. Francisco siempre había querido mucho al sencillo aldeano de Umbría, pero veía con malos ojos una nueva clase de sociedad que se había implantado en la ciudad, y de la cual estaba emergiendo una nueva clase de ciudadano. Estos nuevos ciudadanos de la ciudad estaban matando lo que Francisco amaba, haciendo de todo y de todos, objetos para sus propios intereses. El dinero sobre todo, se constituía en el medio más seguro para subir la escalera del prestigio y de la importancia en esta sociedad. Desde Santa María de los Angeles en la llanura de Asís, la ciudad había parecido en un momento como un enorme castillo donde los ciudadanos se agarraban y se arrojaban al suelo en su afán de llegar a los baluartes más altos y así poder controlar todo el castillo y el valle que se hallaba a sus pies. Y Francisco se daba cuenta de que él también había 64
estado a punto de participar en competencia para llegar al tope. De joven, siempre había sido tratado como noble porque su padre era sumamente rico. Recordaba la primera vez que fue a la guerra en nombre de los ciudadanos de Asís en la batalla contra Perusa. Fue hecho prisionero en la escaramuza de Ponte San Giovanni y pasó un año en una cárcel de Perusa, no con los soldados ordinarios, sino con los nobles. En esta sociedad de Asís, dividida entre los mayores y los menores, Francisco había descendido de los mayores a los menores cuando por fin encontró a Jesús. Llamó a su Orden los Fratres Minores, los más pequeños de los hermanos, y quería que sus frailes siempre estuvieran asociados con los pobres, con la gente humilde de la sociedad. Ese deseo era una fuente constante de sorpresa para la gente, porque todos querían “mejorar” su situación y hacerse más ricos y disponer de más comodidades para construir sólidamente su porvenir. Toda la base de su confianza la formaba el dinero, fuente de seguridad para sus castillos contra las tempestades de las circunstancias y del destino. Francisco y los frailes habían trabajado contra estos frágiles cimientos, y con el pasar de los años, muchas personas de Umbría habían reconocido que los frailes tenían razón. Al principio la gente los había despreciado. Se quejaba amargamente de estos mendigos perezosos que vivían al margen de la ciudadanía responsable y respetable. Era cierto que esos frailes sacrificaban todo, pero al día siguiente se hallaban a tu puerta pidiéndote parte de lo que tú habías trabajado tanto para conseguir para tu familia. Debían creer que Asís era una torta de varios pisos, puesta en el lado del monte Subasio, para que cuantos quisieran cortaran un pedazo cada vez que se les antojara. Pero más tarde triunfó el ejemplo de los frailes, y ahora los ciudadanos los consideraban testigos de Cristo que merecían atención. Para Francisco, el ejemplo que más le agradó de esta nueva manera de ver las cosas, fue cuando volvió de la Tierra Santa y convocó el primer Capítulo General de los frailes. Se reunieron cinco mil de ellos en Nuestra Señora de los Angeles. Durante ocho días vivieron al aire libre o en pequeñas chozas hechas de ramas de árboles. Una muchedumbre tan enorme era todo menos un ejemplo de orden y de limpieza. Pero a pesar de la apariencia descuidada de esta abigarrada banda de mendigos, los ciudadanos de Asís sabían ahora que eran verdadera levadura evangélica. Los frailes habían sido fieles a la Dama Pobreza y en recompensa los ciudadanos los proveyeron de alimentos y consideraron un privilegio el hacerlo. ¡Qué grande es el poder de la vida vivida según el Evangelio cuando se vive sinceramente y sin condiciones! Francisco recordaba haberles explicado a León, a Angel y a Maseo: “Pueden estar seguros, hermanos, de que mientras más nos avergoncemos de la Dama Pobreza, tanto más la gente nos despreciará; pero si nos adherimos a sus edictos tanto como podamos, la gente nos amará por ello.” Y así había sido. Por todos los caminos los frailes habían llevado bien en alto el estandarte de la Dama Pobreza. La paz y la seguridad permanecían con los que saludaban la bandera deshilachada de los Pobres Frailes de Asís.
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Sobre constructores de monasterios Una de esas mañanas cuando el sol daba contra las rocas de color cremoso de Greccio, Francisco había visto toda su gruta iluminada por los rayos brillantes de luz y había sentido el calor del sol. Este fuego solar era lo que deseaba para sus frailes. Recientemente, en lo obscuro y húmedo de su gruta, le pareció darse cuenta de cómo se sentirían algunos de sus frailes en su Fraternidad. Tendrían frío y sufrirían por la humedad y no habría sol para calentar los rincones obscuros de su vida. Temía que la Fraternidad se hiciera demasiado grande para ellos. Y éstos serían hombres del Viaje, entristecidos por una Fraternidad que se había quedado estancada. Los constructores de monasterios ya habían despejado las enredadas malezas alrededor de las cabañas de los frailes. Mientras se hallaba en Egipto, algunos de los frailes habían iniciado la construcción de un monasterio junto a la iglesita de la Porciúncula, la madre iglesia de la Dama Pobreza. Recordaba las lágrimas en sus ojos y los ojos avergonzados de los frailes cuando volvió de manera inesperada de la Tierra Santa y se subió hasta lo más alto del edificio a medio construir. Empezó a tirar las piedras a tierra, viendo en cada una de ellas una piedra de molino que arrastraba a sus frailes al abismo. Tenía que librarlos de estas piedras que serían el fin del Viaje y el principio del dolor para los que querían montar los corceles rápidos de los Heraldos de Dios. Y se inquietaba por saber quién lo reemplazaría para desmoronar las piedras de la complacencia y de la mediocridad cuando él se hubiese ido. Sabía por ese resplandor de sol en Greccio, que no habría nadie capaz de hacer que tantos frailes siguieran avanzando. Y lloraba abiertamente, pidiéndole a Cristo que salvara el Viaje. Pero todo lo que vio reflejado en las paredes, fueron Asís, Poggio Bustone, Fonte Colombo y Greccio como un tremendo santuario de piedra. Lloró en voz alta por los frailes del Viaje y por la Dama Clara que vería erigirse el santuario ante sus ojos. Y luego, con el último resplandor del sol de la mañana, vio en su gruta los reflejos de una gran procesión de figuras que se movían, y estas sombras en la pared parecían llevar la túnica y la cuerda. “Quiera Dios,” rezó Francisco, “que no sea sólo una ilusión.”
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La Navidad en Greccio Alguien a quien amar, alguien a quien cuidar. Tal era el pensamiento que había invadido el corazón de Francisco en esa Navidad de 1223, cuando decidió celebrar el Nacimiento de Jesús de una manera original. Había hecho traer un buey y un burro verdaderos y los puso junto al altar para que ellos también pudieran participar en el renacimiento de Cristo en el pan y en el vino de la Eucaristía de Navidad. En Navidad, el Niño Jesús viene a renacer en el corazón de la gente, y le parecía a Francisco que Dios venía a la tierra como un recién nacido para que tuviéramos a alguien a quien cuidar. La Navidad era para él la fiesta que más amaba, porque quería decir que Dios era ahora uno de nosotros, carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso, este niño a quien podíamos acercarnos sin miedo. Podíamos hasta hacer el ridículo y actuar sin inhibiciones al tratar de hacerlo reír. Podíamos ser completamente francos, porque un niño nos acepta tal como somos y grita con alegría viendo lo que hacemos para divertirlo. Alguien a quien cuidar, alguien a quien tratar de complacer, alguien a quien amar. Dios, un bebé indefenso; Dios, un pedazo de pan. ¡Qué confianza tan increíble Dios les tiene a sus creaturas! Tanto en la Eucaristía como en Navidad, crecemos porque Dios se ha puesto a nuestro cuidado, porque ahora nos hacemos responsables de Dios. No sólo nos ha dado la tierra que labrar y la creación que subyugar, sino ahora a Él mismo a quien cuidar. Y tan fuerte era el deseo de amar de Francisco, que en esa Misa de Navidad en Greccio el bebé de Belén se le apareció vivo y sonriente en la roca fría de la montaña de Greccio. Y tomó al bebé en sus brazos y lo estrechó contra su corazón, y sentía el calor y la suavidad del niño. La virginidad de Francisco se hizo fértil en este niño que tenía contra su pecho. No tenía más hijo que Jesús mismo. Su Señor había alterado los papeles para él y para todos los que necesitan a alguien a quien amar, a alguien a quien cuidar. Los aldeanos que asistieron a esa Misa fueron testigos de la paternidad de Francisco, y el niño se hizo suyo también. Habían traído antorchas para su viaje de medianoche desde la aldea en la colina del otro lado de la ermita de los frailes, pero no las necesitaron en su viaje de vuelta esa noche, ya que sus corazones ardían tan brillantemente porque Dios se había encarnado verdaderamente en el bebé del altar. Francisco se alegraba tanto por ellos. Esta gente sencilla de Greccio era como si ellos mismos fueran niños, y Dios, una vez más, se había revelado a los pequeñuelos. Alguien a quien amar: tal era Greccio, tal era Navidad. Francisco rezaba para que todos los solitarios del mundo pudieran comprender lo que la Encarnación de Dios quería decir personalmente para cada uno de nosotros: un Dios encarnado, un Dios como nosotros en todo menos en el pecado, un Dios que se deja palpar y llevar por todos los que quieren venir a Él. Alguien a quien cuidar, alguien a quien amar. Eso era Greccio, ése 67
era Dios hecho hombre. Francisco salió de Greccio ese año con un corazón renovado, porque, de allí en adelante, los frailes harían perdurar la costumbre de celebrar Navidad de esta manera. La gente de Greccio se encargaría de hacer correr la voz a la aldea vecina y de allí abarcaría toda Italia y quizás el mundo entero. Algún día, tal vez, todo el mundo podría mirar las figuras de Navidad y sabrían que tenían alguien especial a quien amar, alguien divino a quien cuidar. Y empezarían a amar otra vez.
Trabajar con sus manos Palpar el grano de la madera, acariciar las plantas con las manos, dejar que las espigas de grano le rozaran contra las piernas al caminar: ¡qué alegría para Francisco! ¡Cómo le encantaban las cosas verdaderas y naturales! Hacia el fin de su vida dictó su Testamento a Fray León. En esas últimas palabras de aliento para sus frailes, quería poner todo lo que había aprendido. “Esta línea, Fray León, es la más importante para mí. Así es que escríbela con ternura, escríbela bien: ‘Yo trabajé con mis manos y quiero que todos mis frailes trabajen con sus manos.’“ Francisco recordaba esos momentos de depresión que dejaban que la melancolía se metiera en uno como una intrusa, de quien uno no se podía librar después. Había sido entonces cuando se había arremangado las mangas y se había puesto a hacer un trabajo manual agotador. Recordaba cómo había llevado una por una las enormes piedras que debían sostener las paredes de la iglesita que tanto quería, Santa María de los Angeles, que se iba desmoronando. Al poner las piedras una encima de la otra sentía que ponía en orden la gran confusión que llevaba dentro. Y cuando la última piedra fue puesta en su lugar, Francisco se sintió seguro. Había terminado algo; había edificado el orden, había ganado la batalla contra la confusión y el desaliento. El recuerdo de las semanas y de los meses que había pasado trabajando en los campos alrededor de Asís, todavía entibiaba estos días tan fríos de su enfermedad final. Le gustaba sentir la tierra bajo sus pies y la hierba que rozaba contra sus sandalias abiertas. Y trabajaba mucho, sin nunca esperar que le pagaran, feliz de ir después a pedir limosna de los campesinos de los alrededores. De esa manera, el pedir limosna y el arduo trabajo eran uno. No se sentía justificado pidiendo pan a nadie cuando no había hecho un buen día de trabajo. Pero siempre trataba de pedir limosna a alguien que no supiera que había estado trabajando en el campo todo el día. El campesino entonces le daba comida a Francisco por amor a Jesús y no porque él se lo hubiera “ganado.” Temía la pereza y la ociosidad. Sin embargo, a veces se había esforzado mucho tratando de encontrar trabajo, y si al final del día todavía no lo hallaba, se dirigía, entonces, con confianza a pedir limosna, sabiendo que se había esforzado más que si hubiera trabajado doce horas en el campo. El afán de encontrar trabajo y de no hallarlo siempre lo hacía sentirse vacío e inútil. Y tenía que calmarse y recordar las palabras de Jesús y su promesa de proveer por él 68
más que por los lirios del campo. A veces veía lirios marchitos o pájaros muertos a la orilla del camino y tenía miedo. Su único consuelo, entonces, era pensar que ni los lirios ni los pájaros se habían preocupado de antemano de que iban a morir. Tampoco debía preocuparse mayormente él si quería ser libre. La muerte vendría cuando Dios la mandara y él dejaría de existir en un momento de éxtasis como una alondra fulminada en el medio de su vuelo y estrellándose contra el suelo. En ese instante, su espíritu dejaría su plumaje en la tierra y volaría de nuevo al despejado cielo azul de la libertad, sabiendo que ahora se hallaba inmune para siempre contra las flechas de todo sufrimiento, dolor o muerte. Francisco había abrigado la esperanza de que este momento de éxtasis llegara mientras se encontrara trabajando en el campo. Pero hacía ya mucho tiempo que el Hermano Asno, como siempre llamaba a su cuerpo, no le permitía trabajar. Irónicamente, esta inacción se le hacía más difícil de soportar que la faena más ardua que jamás hubiera realizado. Porque ahora ya no le quedaba nada sino el amor, conservado vivo por su fe y por su esperanza. Nunca había tenido que depender tan completamente de los demás. Éste era el último galanteo que le hacía la Dama Pobreza. Por primera vez se dio cuenta de que las lunas de miel en verdad vuelven a ocurrir para los que perseveran hasta el fin en el amor. Ahora debía entregarse total y terminantemente a su Dama, renunciando por su amor hasta al orgullo del trabajo honrado. Y se sentía en paz en sus brazos.
Sobre el amor ¿Dónde se halla el amor? ¿Se encuentra por el camino como un tesoro que da valor al Viaje? ¿O es el amor el Viaje mismo? ¿A no ser que sea el Sueño el que hace posible el Viaje? Estos pensamientos corrían por la mente de Francisco cierto día mientras escuchaba a Fray León que le leía la Carta del Apóstol San Juan: “Dios es amor. El que permanece en el amor, en Dios permanece y Dios en él.” Por supuesto, si encuentras a Dios, también encuentras el amor. Sin embargo, esto no es sino el principio de la Búsqueda, porque ¿quién pudo jamás jactarse de haber encontrado a Dios, o hasta de haberlo buscado en el lugar adecuado y siguiendo el buen camino? La experiencia de Francisco en su gruta le había revelado que Jesús moraba en él, que Dios no se hallaba más lejos de él que su propio corazón. Pero ahora trataba de encontrar otras manifestaciones de la presencia de Dios. Quería buscarlo en todos los lugares donde habitaba y sabía que esta búsqueda significaba encontrar a Dios por todo lo largo del camino. Sí, allí era donde estaba el amor, allí era donde moraba Dios—en todo lugar y en todas partes donde uno se encontrara: en las dilapidadas casitas de Poggio Bustone, en el castillo de un noble, en una gruta del monte Subasio, en la Reserva eucarística en la capillita de Nuestra Señora de los Angeles… De repente comprendió Francisco que en cierto instante de su vida había empezado a encontrar a Dios en todas partes, porque 69
Dios estaba con él todo el tiempo. Francisco llevaba el amor consigo por todos los caminos y era por eso que encontraba el amor a todo lo largo del camino. Todo parecía tan simple ahora que lo pensaba. El amor viene a los que ya lo tienen. Lo que encuentras, ya lo tienes en tu corazón. Dios nos amó primero y ese don es nuestro desde antes de que nosotros nos pongamos a buscarlo. Este secreto ya estaba en la oración que le enseñó al Sultán, pero no lo había comprendido exactamente de la misma manera que ese día cuando escuchaba atentamente la Carta de San Juan de los labios de Fray León. Muchas veces le pasaba lo mismo con sus oraciones. Sus propias palabras le eran incomprensibles, porque surgían a borbotones y se derramaban en palabras que provenían de ese centro profundo dentro de él, que contenía secretos que ni siquiera adivinaba. Ocurría solamente mucho más tarde, cuando al orar con atención sobre el significado de ciertas palabras, de repente se aclaraba su significado, y las comprendía como nunca antes las había entendido. Este conocimiento profundo, este secreto por fin revelado, explicaban quizás la razón por la cual seguía rezando, aun cuando las palabras ya no significaban nada para él. Sólo tenía que esperar ese fogonazo, esa chispa del Espíritu, que vendría una vez más a iluminar la obscuridad de su mente y a calentar lo que se había enfriado en su corazón. Esas iluminaciones, como la que había tenido cuando Fray León le leía las palabras de San Juan, después lo acompañaban por años en el camino. Así, de vez en cuando, llegaba a comprender el misterio del amor de una nueva manera; entonces se arrodillaba allí donde se encontrara y le daba las gracias al Espíritu Santo por el don de entendimiento.
Descalzo en el lodo Una de las pruebas más difíciles de la pobreza, que hacía que muchas veces Francisco olvidara lo glorioso que era vivir al servicio de su Dama Pobreza, consistía en las incomodidades que presenta llevar una vida de pobreza. Ser pobre trae consigo innumerables pequeñas molestias de las cuales se libran con el dinero los nobles y hasta ricos comerciantes como su padre. Vivir a lo pobre presupone que viajas a pie mientras que los ricos van en carruaje. Vivir a lo pobre presupone que esperas por horas haciendo cola en las tiendas mientras que los ricos pasan antes que tú. Vivir a lo pobre presupone pedir limosna y comer lo que te pongan por delante y alimentarte monótonamente con las mismas sobras, mientras que los ricos se sientan a una mesa bien servida con alimentos variados. Vivir a lo pobre presupone convivir con personas poco educadas, de mentes mezquinas, cuya conversación era insípida y poco interesante, mientras que los ricos escogían a sus amigos con esmero e invitaban a los que habían recibido una educación esmerada, al artista, al festejador profesional. El vivir a lo pobre presupone encontrarte entre los que han abandonado toda esperanza y que viven su vida momento a momento sin ninguna 70
estrella que los lleve adelante, mientras que los ricos tienen la ambición y la voluntad de lograr una meta en su vida. Lo prosaico de todo esto y la dura realidad de ese vivir al día en la pobreza, eran lo que aniquilaba el Sueño en el corazón de muchos. También, algunos de sus frailes buscaban ya un arreglo fácil en su difícil compromiso con la Dama Pobreza. Su idealismo no podía soportar la realidad que devalúa el Sueño. Al huir de la mugre, de la fealdad, de las incomodidades, perdían también la ternura de la Dama Pobreza. Porque la unión con ella implica aceptar la suciedad cuando quieres estar limpio; aceptar una piedra fría cuando deseas una cama caliente; aceptar la soledad de una cama vacía cuando quisieras un compañero; aceptar la voluntad de otros cuando la tuya es más sensata y más competente; aceptar la rutina cuando anhelas variedad. Sin embargo, si has tenido bastante fe para amar a esta dama tan manifiestamente fea y repugnante, al no guardar nada para ti, ella se ha transformado al fin en la Dama más encantadora de tus sueños. Este es su secreto; guarda su precioso mensaje escondido al emprender el viaje con ella. No obstante, a lo largo del camino, siempre has encontrado a alguien cuyo corazón fuera suficientemente puro para compartir su secreto. Y el número de los caballeros de tu Dama ha aumentado paulatinamente con los que sueñan mientras caminan descalzos en el lodo.
Una apología por la penitencia ¿Qué razones puede tener una persona para entregarse a la penitencia y a la mortificación? ¿Se puede encontrar sentido en la abnegación y en la austeridad? ¿Por qué hacer de las separaciones dolorosas una regla de conducta? Francisco sabía que la vida de los frailes provocaba esta clase de preguntas. La gente se maravillaba especialmente cuando hombres como Bernardo de Quintavalle, el comerciante, y Pedro Catani, el abogado, dejaban sus profesiones y sus posesiones para unirse a Francisco. Toda explicación parecería imposible. Se podría decir que consistía en un deseo de armonía dentro de sí mismos y también entre ellos y su Creador. Era como buscar el Jardín del Edén antes de la Caída. Ese Jardín era el fin del Viaje aunque sabían perfectamente que era imposible llegar a él. ¿Pero era verdaderamente tan imposible? Ése era el problema. En cada uno de ellos vivía el Sueño de descubrir dentro de su corazón una fuente secreta de energía, una Presencia que transformaría su vida y restablecería la armonía del Jardín del Paraíso. Naturalmente, seguirían siendo hombres o mujeres sujetos a las tentaciones de la carne, a las enfermedades, y a la muerte. Sin embargo, al escuchar al que se paraba a su puerta interior y llamaba, le abrirían las puertas de su propio corazón para tener la experiencia de la Divina Presencia que habitaba en el centro de su verdadero ser. Y allí podrían una vez más caminar con Dios en la frescura de la tarde: Se hallarían unidos a Dios en un nuevo nivel de conciencia y de comprensión. Así es que el dolor de la separación no era, pues, para ellos sino un medio hacia la 71
unión, una manera de apaciguar y acallar todo lo que pudiera impedir que oyeran esa calmada llamada de Dios. Por eso Francisco había dejado a su padre. El mundo de Pietro, sus valores y sus razones para vivir resonaban tan fuertemente en los oídos de Francisco que no podía oír la Voz que le hablaba en lo más verdadero y más profundo de su ser. Así se explicaba el que estuviera dispuesto y fuera capaz de soportar los insultos y los gritos burlescos de la gente del pueblo de Asís. Oía una Voz dentro de sí que era aun más sonora y más real que la voz de todos los pueblos del mundo. Era por eso que mortificaba su cuerpo cuando reclamaba atención de una manera tan ruidosa que amenazaba ahogar la paz de su Voz interior. Así es que toda la vida de Francisco y la de sus frailes, todos sus sufrimientos, tendían a la unión con Dios que habitaba en ellos. Ellos habían sacrificado todo con tal que su amor fuera consumado allí en el Jardín de Delicias. ¡Y lo habían conseguido! El Viaje no había sido en vano ni los había engañado el Sueño. ¡Ah, mi amado, mi Señor, mi Dios y mi Todo! ¡Qué terribles y obscuros parecían los callejones que llevan a Ti! ¡Qué recorrer de laberintos por dentro y por fuera! Pero te encontramos a Ti, o más bien Tú nos encontraste a nosotros. Te aguardábamos a la puerta cuando llamaste y entraste en nosotros y la vida floreció en el Jardín. Las paredes del Jardín se derrumbaron, porque ya no íbamos a estar encerrados entre cuatro paredes por nuestras falsas necesidades de cosas que creíamos que era imprescindible acumular y proteger. En ese instante los perfumes provenientes de ese nuevo Jardín nos envolvieron y atrajeron a más y más gente al Viaje interior, con la confianza de que ellos también encontrarían la puerta a la que Tú golpeabas, buscando entrar para caminar junto a ellos en ese Viaje refrescante por el Jardín.
El Hermano Asno Fray Francisco en el invierno: imagen gris de mendigo que se destacaba contra la blancura de un campo cubierto de nieve, confundiéndose con la marmota o la zorra, objetos grises que animaban un poco el paisaje inerte. Francisco le tenía compasión al Hermano Asno, su cuerpo, por lo mal equipado que estaba para soportar el invierno. Todos los animales del bosque tienen pieles que los protegen de los elementos. Él sólo tenía un hábito de sayal deshilacliado, remendado por dentro y por fuera. A medida que entraba en años, Francisco deploraba la manera tan dura en la que había tratado al Hermano Asno, su cuerpo, durante casi toda su vida. Antes de su conversión lo había tratado con mimos y muchos miramientos. Después se había despreocupado de él, tratándolo como si no tuviera ninguna importancia. Sin embargo, eran socios y debían haberse sostenido mutuamente durante el Viaje. Además, el Espíritu moraba en su cuerpo y, debido a su propia culpa, la habitación no estaba en muy buenas condiciones. No era cosa que le importara al Espíritu Santo, pero Francisco se avergonzaba de la triste acogida que se veía obligado a darle. Se acordaba de esa tentación y de las zarzas cubiertas de nieve sobre las que se 72
había echado a rodar para obligarse a pensar en otra cosa y para ahuyentar los bajos instintos de la carne. Ahora temía haber tomado al Hermano Asno demasiado en serio. A decir verdad, le había dado a su cuerpo un nombre jocoso, pero también lo temía, porque sabía que la carne tenía el poder de extinguir al Espíritu de Dios. Como todos los temores, éste a veces se hacía más importante que lo que se temía. La cautela se hacía una virtud en sí y por sí misma. Por eso quería ahora hacer las paces con el Hermano Cuerpo. Ultimamente ya no le agradaba el nombre de “Hermano Asno.” Francisco prefería “Hermano Cuerpo” que era más reverente e indicaba el respeto que su cuerpo se había merecido a sus ojos. Además, Francisco ya no veía su cuerpo como algo separado de sí mismo. Él era su cuerpo y su cuerpo era él; el espíritu y la carne eran uno, una sola persona, un hombre animado por el Espíritu. El hecho de que había visto una división tan grande entre el cuerpo y el espíritu le molestaba sobremanera. Le sorprendía el que le hubiera tomado tanto tiempo entender que su cuerpo había sido espiritualizado por la Encarnación de Dios. Jesús era Dios encarnado, así es que toda la creación participaba del Espíritu ahora que había sido tocada por el Hijo Único de Dios. Al contemplarse, Francisco sonreía al ver su propia carne tan digna de compasión. ¡Con cuánta paciencia su pobre cuerpo había sufrido el ser maltratado por tanto tiempo! De modo que ahora, y de aquí en adelante, lo quería suyo. Lo llamaba por su nombre propio, “Francisco.” Él era un solo Francisco, por dentro y por fuera. El frío del invierno lo lastimaba a él. Y le rezaba a la Dama Pobreza que le diera su calor a Francisco.
La lluvia en la montaña Había algo extraño en la soledad total del monte Subasio cuando el viento azotaba los árboles por la noche, sin ningún otro sonido que el susurrar de las hojas. Daba la impresión de que el bosque estaba invadido por figuras siniestras que rondaban por todas partes en la obscuridad. Sabía que Fray León y los otros frailes no estaban lejos, recogidos en sus propias grutas, pero cuando cesaba el viento, había una especie de silencio que los hacía parecer muy lejanos. No comprendía cómo un viento tan fuerte podía crear el silencio. Quizás al soplar ahuyentaba los otros sonidos consoladores de pájaros y grillos para reemplazarlos por un sonido impetuoso y turbulento que uno no quería oír; sólo los sonidos agradables se acallaban. Durante el día, a Francisco le encantaba el sonido del viento que cantaba en el follaje. Le parecía que era como la respiración de Dios que soplaba de una montaña a otra, a veces suavemente y a veces con aspereza. Pero de noche el sonido se transformaba en una queja siniestra en la obscuridad. Y sin embargo era el mismo viento. ¡Qué poderosas eran las fuerzas obscuras de la imaginación que convertían el viento en fantasmas grotescos! Así el viento nocturno de las montañas le recordaba a Francisco esos poderes obscuros del espíritu humano que podían convertir la oración en un ejercicio de caza de 73
fantasmas. Se acordaba de uno de los frailes que, en vez de entrar en su gruta para apaciguarse, se detenía a la entrada y se dejaba asustar por los vientos nocturnos de sus propios problemas. Se preocupaba tanto de sí mismo y cada pequeña falta o pecado era exagerado en un fantasma que se escondía en el bosque, acusándolo oculto en las sombras de los árboles. Francisco le dijo a ese fraile que pensara en la lluvia de la montaña. Porque generalmente, después del viento venían suaves gotas de lluvia que lavaban, purificaban y ahogaban a los fantasmas que se atrevían a rondar todavía. No obstante, el joven argüía que a veces el viento no se acababa cuando empezaba la lluvia, sino que las gotas de lluvia te azotaban el rostro y te cegaban aún más. Francisco se dio cuenta, entonces, de que el joven fraile todavía se hallaba en el nivel elemental de la oración, espantándose con los fantasmas que había creado y que vivía en la penitencia y en la oración del miedo. Vivía en el viento nocturno de la montaña porque así lo quería, inconsciente de su propio deseo. Un día, cuando Dios quisiera, ese fraile vería la locura de querer evitar los fantasmas nocturnos. La luz de la aurora le mostraría estos monstruos nocturnos como las preciosas sombras del pino y del álamo temblón. Encantado por su fragancia no podría sino reírse de haberles tenido miedo.
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Viajes a tierras lejanas Ser apóstol es vivir como peregrino y extranjero en este mundo. Francisco estaba seguro de eso. Él y sus frailes habían sido enviados por Cristo y por Inocencio III, su Vicario sobre la tierra, a predicar la Buena Nueva de Jesús. Y era ese viaje siempre hacia adelante que, con el pasar de los años, había sido su fuente principal de unidad. El llamado de las misiones a extender el conocimiento del Evangelio era verdaderamente la esencia de la vocación del Fraile Menor. Un día, en un Capítulo General de la Fraternidad, se sentía deprimido y exhausto a causa de la constante mezquindad de algunos de los frailes acerca de la interpretación de su Regla de Vida. Ya para entonces sus ojos estaban grandemente debilitados y la salud del Hermano Cuerpo se hallaba quebrantada. Francisco acostumbraba sentarse a los pies de Fray Elias. Cuando quería hablar, tiraba del hábito de Fray Elias, quien, con su vozarrón, repetía las palabras que Francisco quería dirigir a los frailes reunidos. Francisco se lamentaba ante los frailes de que no habían previsto nada para nuevas misiones a tierras extranjeras, sino que habían centrado el Capítulo General en sus propias disputas sobre pobreza y educación. Inmediatamente se pusieron de pie noventa frailes, ofreciéndose para servir hasta la muerte. Y Francisco escondió su cara en el hábito de Fray Elias para llorar. Una vez más el Viaje había unificado e inspirado a los frailes. ¡Qué hermosos son los pies de los que llevan la Buena Nueva del Evangelio! Y ¡cómo deseaba él ir con esos verdaderos frailes de Jesús, de Aquél que se había hecho peregrino y extranjero en esta tierra por nuestro amor! Francisco recordaba con cariño cada uno de esos misioneros, y cómo había encontrado tiempo durante el Capítulo General para hablar con cada uno individualmente y con cuánta reverencia les había besado las manos a estos apóstoles que quizás nunca volverían a Italia. De seguro que la palma del martirio aguardaba a algunos. “Nadie tiene mayor amor que éste, sacrificar su vida por sus amigos.” Le suplicaba a Jesús que aceptara su propio sufrimiento como parte del martirio de sus frailes porque, para Francisco, la corona del martirio formaba parte del Sueño. Después de su conversión, siempre había esperado poder sucumbir por los ideales del Sueño; caer derribado como un caballero andante, así el Viaje y el Sueño se fusionarían para formar una unidad total. Pero la Dama Pobreza le había quitado hasta este orgullo, sin embargo tan legítimo para cualquier amante, tan glorioso para el cristiano, tan importante para el Caballero andante del Señor. Seguiría siendo “el Pobrecito,” aun entre los santos de Dios.
La Sagrada Eucaristía 75
En el Santísimo Sacramento, Jesús estaba presente en todas las iglesias en que los frailes servían, pero nadie iba a esas iglesias a no ser que los frailes allí fueran santos, porque Jesús se manifiesta en las personas, no en las iglesias. La fe de ellos y el amor de ellos eran los que hacían que el Sacramento fuera real para los sin fe. El pan y el vino son transformados en Cristo, y el Cristo comido y bebido es quien transforma a las personas. Y ellas son, ya transformadas, quienes influyen a los demás. Para el ojo humano, el pan y el vino siguen siendo lo que eran antes, pero el pueblo de Dios es de alguna manera diferente de lo que era antes de recibir a Jesús. ¡Oh, los frailes! ¿Por cuánto tiempo seguirían aspirando y respirando al Señor? Ellos eran la Eucaristía para los que no podían ver a Cristo en el pan y en el vino. Así cada fraile debía darse cuenta de que era un testigo de Jesús para los demás. La Eucaristía no significaba nada si los que la recibieran no se convertían y caminaban otra vez como si fueran niños. La Eucaristía fue dada para las personas, no las personas para la Eucaristía. ¡Oh, los frailes! ¿Podrían continuar el Viaje alimentados únicamente por su Señor? Si no pudieran hacerlo, entonces la Eucaristía no sería para ellos lo que Cristo quería que fuera. Era el Sueño realizado dentro de ellos mismos, era el alimento que haría posible el Viaje. Y cuando Francisco pensaba ahora en los frailes, no era nada más en la Orden de los Frailes Menores, sino en todos los hombres y en todas las mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares que aspiraban y respiraban al Señor tan naturalmente como el aire. Pensaba en todos los que dejarían que Cristo los transformara en lo que necesitaban ser para llegar a ser felices. Ya los encontraba en su propio tiempo y en su propio país y veía esa transformación en sus ojos. Los veía en el porvenir, porque la Palabra siempre seguiría hablando, y nunca dejaría de haber personas que escucharan esa Palabra. Ellos y ellas harían que la Eucaristía fuera convincente para los demás debido a la transformación total de su vida.
De escondrijos en la montaña ¡El monte Subasio! Siempre allí, dominando Asís y todo el valle a sus pies. Hasta la colina de la Rocca Maggiore parecía una mera protuberancia que recortaba el horizonte. Era al monte Subasio y a la pequeña ermita, en realidad una simple gruta, a donde Francisco volvía cada vez que el Sueño amenazaba desvanecerse. El puro esfuerzo físico de la dura subida por el largo sendero hasta la cumbre, las rocas duras y frías que le servían de cama, lo sacudían otra vez para hacerlo entrar de nuevo en el Romance de la Búsqueda, la aventura del caballero de Cristo. En la llanura que se extendía abajo, incluso en la iglesita de la Porciúncula, se establecía lo aburrido de la rutina cotidiana. Francisco no podía encontrar allí la gloria del combate ni la prueba de fuego de las batallas. Francisco temía que algún día los frailes perdieran la Visión y se acostumbraran a la rutina y al aburrimiento. Necesitaban ser renovados constantemente, como lo era él, por 76
medio de lugares tales como la ermita del monte Subasio. Allí, a esa gran altura, en la austeridad de esas grutas, era posible volver a lo primitivo, a lo elemental en la naturaleza y en sí mismo. Allí también las decisiones se hacían más fáciles. En vez de distraerse con las preocupaciones diarias de la vida entre otros, se vivía solo con Jesús en la pureza y en el rigor de la montaña. La piedra sobre la cual Francisco dormía en su ermita, le parecía mucho más blanda que la cama en la que había dormido en la casa de su padre. La ermita era un desafío, una ocasión de sacrificio, una realidad física que despertaba su espíritu y fortalecía su determinación de ganar la carrera tan bien descrita por San Pablo. Hasta en sus momentos más débiles y dolorosos en la ermita, cuando el Hermano Cuerpo estaba enfermo y lleno de infección, podía sentir que su espíritu se erguía y gritaba, golpeándose el pecho y proclamando la victoria del hombre interior para que todo el mundo lo oyera. ¡Oh, la dulzura de los caminos de la penitencia y del sacrificio! Le llenaban el corazón de un nuevo vigor y colmaban su espíritu de una determinación que transcendía toda debilidad corporal y toda cobardía. Desde la cumbre del monte Subasio podía gritar: “¡Aquí estoy, mundo! ¡Dios es amor! ¡Dios es alegría! ¡Dios eleva hacia Sí mismo a aquellos que viven en la llanura y que son pobres de espíritu y humildes de corazón!” Y entre más se enrarecía la atmósfera, tanto más se colmaba Francisco del soplo divino. Toda persona, todo fraile de seguro, debería tener su propia ermita a donde podría correr a refugiarse cuando le fallara el corazón, cuando flaqueara el valor de seguir adelante. Desde la cumbre de una montaña se veía que todo abajo se simplificaba y volvía a verse en su propia perspectiva. Francisco recordaba en particular los días problemáticos en la Orden cuando la tempestad había descendido sobre Santa María de los Angeles y los rumores de dificultades habían corrido por el valle como un torrente caído desde la cima del monte Subasio. Pero tan pronto como había vuelto a su montaña solitaria, al mirar hacia la Porciúncula, no podía ver ni siquiera la iglesita; sólo había una vasta llanura toda cubierta de niebla. Francisco creía que la neblina debía de ser una fantasía inventada por su propio cerebro que trataba de controlar la confusión traída al Sueño por el número creciente de frailes. Ni siquiera el Capítulo General de 1221, cuando más de cinco mil frailes venidos de todas partes se reunieron en Nuestra Señora de los Angeles, hubiera sido visible desde la ermita. Desde abajo solamente se podía alzar la vista y cantar, “He elevado mis ojos a las colinas.” Pero mirar desde arriba hacia abajo significaba ver la neblina que lo envolvía todo, las sombras y los vagos contornos de fantasmas sin importancia. Sólo la luz, el aire vigorizante, la subida abrupta y los sentidos avivados y purificados importaban en el monte Subasio. La ermita daba equilibrio y paz. Francisco sabía que tendría que bajar y volver a la vida cotidiana del mundo de abajo. Pero podría hacer eso con alegría, porque sabía que la montaña siempre estaría allí, esperándolo, atrayéndolo otra vez. El monte Subasio era su montaña mágica que elevaba su espíritu, llamándolo a que alzara la vista a los cielos siempre que la llanura empezara a fijar su mirada en la órbita horizontal del desaliento. 77
Francisco oraba diciendo, “Señor, para cada uno de nosotros una montaña para rescatarnos de la llanura.”
Las lluvias del monte Subasio En la montaña nunca te sorprendía la lluvia, la esperabas. En la primavera sobre todo, caían a diario grandes aguaceros. Francisco vivía en un mundo empapado. En la montaña la humedad nunca desaparecía, ni siquiera en los días cuando el cielo se mostraba despejado y brillaba el sol. No obstante, a Francisco le encantaba el monte Subasio. Se agazapaba en su gruta y escuchaba la lluvia por un agujerito en el techo. La lluvia le obligaba a quedarse adentro aun cuando le hubiera gustado caminar afuera por los senderos montañosos. La lluvia le enseñaba a esperar y a marcar el compás de la naturaleza. La consideraba su mejor maestra en la soledad. Sin embargo, uno tendría que vivir al aire libre para verdaderamente apreciar la lluvia. En una casa grande y cómoda en Asís, se podía cerrar las persianas y olvidarse de la lluvia mientras se dormitaba sentado cerca de la chimenea. En la montaña era diferente. Era necesario tener en cuenta la lluvia y también la nieve, las tempestades de viento y el tiempo húmedo y frío. Era humillante tener que depender tanto del estado del tiempo. Justamente por eso a Francisco le gustaba tanto la montaña: dependía de la naturaleza, de sus fantasías y de sus exigencias caprichosas. El Evangelio también cobraba vida en la montaña, porque Cristo habló tantas veces en parábolas tomadas directamente de la naturaleza. Francisco oía, “El viento sopla donde quiere,” y sabía que era cierto. Comprendía que en el viento y en la lluvia si se ponían mal los cimientos, no se sostendría la casa. Naturalmente, iba a la montaña a orar como Jesús lo había hecho. Y esa declaración, la más fuerte de todas, de que si se tenía la fe del tamaño de una semilla de mostaza uno podría mover una montaña. Ni siquiera el viento y la lluvia podían hacer eso, por muchos esfuerzos que hicieran. Y la paciencia. ¡Qué cerca de la tierra, de la naturaleza, había que permanecer para aprender esa preciosa lección! Era menester esperar o trabajar para conseguir todo lo que se quería de la naturaleza. Nada allí se daba sin esfuerzos. ¡Y cómo se beneficiaba uno que siempre andaba corriendo de un lado para otro, uno que siempre insistía en el tiempo que más le conviniera para hacer las cosas! Llovía tanto en el monte Subasio y el tiempo allí era tan variable y difícil de predecir, que se apreciaba cada momento de sol, por breve que fuera. Y cuando no llovía, grandes nubes rodantes de neblina se movían por la montaña y permanecían allí por horas a la vez. No quedaba otra cosa que hacer sino sentarse y concentrarse, sentarse y escuchar. Pero esa concentración fortalecía la mente para la oración. Enseñaba a entrar en el silencio y a despedir despiadadamente todas las preocupaciones que lo agravaban tanto a uno, cuando vivía en la llanura. El alma, como la lluvia, aprendía a hacerse valer e insistía en reservar tiempo para la tranquilidad y la contemplación aunque fuera en medio de la actividad. 78
Se aprendía mucho en la montaña, con tal de que uno se quedara allí para observar todas las variedades del clima, hasta que la tenacidad de la naturaleza se hiciera de uno y pudiera ser confortado por la insistencia de la lluvia sobre sí misma.
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De armadura y cota de malla Francisco recordaba a menudo ahora los días antes de su conversión y los sueños de gloria todavía revoloteaban en su memoria. ¡Qué emocionante había sido ponerse en fila y cabalgar como soldado en el ejército papal bajo Gualterio de Brienne! Francisco evocaba vividamente las preparaciones para su vida militar. Su querido padre, (¿Desde cuándo había vuelto a decir “querido padre?"), insistía rotundamente en que llevara una magnífica armadura y montara el mejor corcel de Umbría. Y naturalmente eso fue exactamente lo que logró su padre. Francisco se sonreía ahora al recordar su absoluta seriedad cuando se presentó ante sus padres, regiamente vestido con una túnica de malla y un sobretodo que lo cubría de pies a cabeza, calzados de malla ligada, yelmo y broquel, cinto y espada. Debía haberse visto verdaderamente impresionante, pero también un poco tieso e incómodo. ¡Qué importante se sentía entonces y qué ridículo todo esto le parecía ahora! ¿Podía ser alguien menos libre que un hombre que llevaba armadura? Y sin embargo, en aquel entonces, todo era maravilloso. ¡Qué dolores e incomodidades sufre la gente para parecer importante! El momento cuando se presentó ante sus padres para que lo admiraran, tenía otro significado más para Francisco. Fue quizás la única vez en su vida en que pudo complacer simultáneamente a su madre y a su padre. Como iba a entrar al servicio del Papa Inocencio III, su madre lo consideraba un verdadero hombre de Dios. Y su padre veía en él un verdadero Lancelot, uno de los soldados más impresionantes que habían salido de Asís por años. El Sueño en Spoleto borró todo eso. Y Francisco volvió a su casa convertido en una desilusión para su padre y una preocupación para su madre. Porque empezó entonces a quitarse la armadura y cota de malla y materialmente demoró años en deshacerse de todo ese metal que lo aprisionaba y salir un hombre libre en carne y espíritu. Y de vez en cuando volvía la tentación a arroparse más, a ensimismarse y a atar su espíritu con cosas materiales. Una vez, años más tarde, alguien le regaló una linda canastita. Pero cuando trató de orar, no podía concentrarse en Dios porque continuaba pensando en la canastita tan linda y delicada. Así es que Francisco salió de su gruta y quemó la canastita. Cuando volvió, su mente y su corazón se elevaron otra vez a su Padre en el Cielo. Algunos de los frailes dijeron que debía haberle regalado la canastita a alguien o haberla vendido y haber dado el dinero a los pobres, pero en ese momento parecía requerirse una inmolación, y al quemarla se la había dado a Dios. Además, esos frailes nunca habían llevado armadura y no podían haber sabido lo incómoda que era la armadura y lo inútil que era para el espíritu.
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Un canario silvestre El vivir en libertad no es, como se supone a veces, vivir egoístamente y sin ninguna responsabilidad. El ser libres nos permite ponernos al servicio de los demás. Y era en esa utilidad y prontitud para responder a las necesidades del prójimo, que Francisco veía el poder redentor de la libertad. Porque no sentía apego a nada, siempre se hallaba preparado y alerta al llamado inmediato. Como Jesús mismo, no contaba con un lugar de reposo. Sin lazos ni vínculos de ninguna especie que lo ataran y le impidieran decir que sí, podía ponerse en camino tan pronto como lo llamaran a que saliera al servicio de su Señor. Francisco creía que sus frailes debían hallarse al servicio de todos. Sin importar la raza, credo religioso o posición social, cualquiera podía venir a los frailes como a hombres solícitos y atentos que estaban suficientemente libres como para dar su tiempo y su cariño con el corazón alegre. Esa clase de libertad no era fácil de conseguir, ni para él, ni para sus frailes. Porque para abrir los brazos al mundo entero, se tenía que primero haber renunciado a apoderarse de todo el universo. El desprendimiento de todo lo material significaba la iniciación caballeresca a una vida libre de servicio y de amor. Además, el hacerse caballero andante exigía no poseer un lugar fijo donde vivir, ni una vida ordenada y decidida de antemano. Se vive siempre listo para cambiar de residencia. Es por eso que los Frailes Menores no podían echar raíces permanentes y reclamar un lugar como suyo propio. Eso habría significado deshonrar a la Dama Pobreza, que se cambiaba de un lugar a otro y que nunca permanecía demasiado tiempo en un mismo lugar. Porque al hacer ella eso, el honor y el respeto que pronto recibía, la transformaban en Dama Comodidad y hasta en Dama Elegancia. Al reflexionar sobre el pasado, Francisco se daba cuenta de que los primeros frailes habían tratado de ser hombres para todos, y que cada uno, a su modo, había sido un fiel Caballero de la Dama Pobreza. El hecho mismo de que se sentían tan unidos había sido una ayuda inmensa para guardar vivo el Sueño que tenían en común. Arrebujados en el frío piso de piedra de Greccio o de Fonte Colombo, se alentaban entre sí y Francisco había observado en todas las ermitas ejemplos heroicos de hombres que no pedían nada a la vida sino la libertad de entregarse generosa y valientemente. La alegría de ellos era sincera y pura; de incontables maneras habían tratado de hacerse felices los unos a los otros. Para los frailes, su misión era sencillamente la de ser lo que eran, y permitir que la luz de su propia paz y de su mutuo amor irradiara hacia todos los que los vieran. Después de cierto tiempo, los frailes ya no tenían que salir a proclamar las bondades de la Dama Pobreza. La luz de su vida brillaba tan claramente desde la cumbre de las montañas que la gente venía a ellos. Venían en centenares, subiendo trabajosamente los senderos pedregosos y abruptos, para respirar el aire fresco de la vida de los frailes. A todas horas Francisco alentaba a los frailes para que atendieran a todos los que venían de noche y de día con la misma bondad y el amor que deseaban que se les demostrara al hallarse ellos en el camino. 81
Hasta en su corta vida, sin embargo, Francisco había visto empañarse el brillo de esta parte del Sueño. Algunos de los frailes empezaron a disfrutar del Sueño sólo egoístamente. Se olvidaron de la advertencia de su Señor de no esconder bajo una canasta sus lámparas encendidas. Porque al hacerlo, la luz acababa por sofocarse y apagarse. Un día cuando Francisco meditaba sobre todo esto, un canario silvestre vino a posarse en el alféizar de la ventana de su ermita. El pajarito empezó a cantar y a comportarse con tal soltura, con tanto entusiasmo y con tal despreocupación por la presencia de Francisco, que éste, completamente cautivado por la presencia del pajarito, olvidó las preocupaciones que sentía por la Fraternidad. El pequeño cantor era tan encantador que Francisco se olvidó completamente de sí mismo, de la hora, y del hecho de que algunos de los frailes lo aguardaban en el camino. Terminado su concierto, el pajarito encantador finalmente se fue volando sin ni siquiera decir, “adiós,” y Francisco entendió que acababa de presenciar lo que el mundo debía de ver y oír de un fraile. Sin hacer caso de quien lo escuchaba, debía cantar y alabar al Señor con tanta naturalidad que los que lo vieran y oyeran se olvidaran de sí mismos mientras duraba el canto. Era una buena meta para el que quisiera permanecer pequeño, hasta en su ambición de servir al Señor. Y ¿quién sabe? Esa distracción momentánea, el hacer que la gente dejara de pensar egoístamente pudiera ser lo máximo que podría exigirse de un pequeño cantor. Esto era, después de todo, una visión momentánea de la libertad del Paraíso y quería decir, el estar tan disponible como un pájaro en el borde de la ventana de la gente.
El Obispo Guido de Asís En la época en que Francisco se sentía tan angustiado porque los frailes se habían alejado del Sueño original, pensaba muchas veces con cariño en el Obispo Guido de Asís, el gran eclesiástico que había creído verdaderamente que el Espíritu actuaba por medio de Francisco cuando todos los demás se burlaban de él. El Obispo Guido fue el que puso fin a la disputa entre Francisco y su padre; ante el Obispo Guido, Francisco había renunciado a su herencia, desnudándose en presencia de su padre y de la gente de la ciudad que miraba. El buen Obispo había cubierto la desnudez de Francisco con su manto y éste se había sentido allí seguro y abrigado como si Dios mismo lo estuviera protegiendo. Recordaba ahora la conversación que había sostenido con el Obispo Guido unas semanas antes de la dramática separación de su padre. Siempre se imaginaba la conversación como un drama corto entre un pobre bobo y un sabio hombre de Dios. He aquí el guión: GIUSEPPE, EL SECRETARIO DEL OBISPO: El honorable Francesco Bernardone pide audiencia al Reverendísimo Guido, Obispo de Asís. OBISPO: Bueno, Francisco Bernardone, he oído hablar mucho de ti y de tus amigos 82
vagabundos que vienen a turbar la paz de mi sueño. ¿En qué puedo servirte a tan temprana hora? FRANCISCO: Siento, Señor Obispo, que lo hayamos molestado, pero somos jóvenes y alegres; no hay mucho que hacer en Asís sino vagar por las calles, cantando. OBISPO: Es bueno dormir de noche, como Dios manda que lo hagamos. FRANCISCO: Sí, Señor Obispo, pero el sueño tarda en venir a los corazones jóvenes y ardientes. OBISPO: Sí, sí Francisco, estoy seguro de eso. Pero, ¿cuál es el motivo de tu visita, joven? FRANCISCO: Señor Obispo, se trata de mi padre. OBISPO: Pietro Bernardone es un ciudadano modelo y un excelente cristiano. Espero que nada vaya mal, ¿verdad? FRANCISCO: No, Señor Obispo, se trata de un conflicto entre mi padre y yo. OBISPO: ¿Y qué es eso, hijo mío? FRANCISCO: Una hermosa dama, Señor Obispo. OBISPO: Ya me lo imaginaba. Nadie vaga por las calles nada más porque no tiene sueño. Eso no ocurre en Asís, de todos modos. Sé prudente, hijo mío. Los labios de una mala mujer destilan miel y su lengua es más suave que el óleo. Sea lo que sea a lo que tu padre se opone, estoy seguro de que está justificado en preocuparse. Yo también me doy cuenta de que la generación joven es bastante liberal. ¿A dónde vamos a llegar? Pero, continúa. FRANCISCO: Sin embargo, la dama a que me refiero, Señor Obispo, no es de carne y hueso. OBISPO: Sí, ya lo sé. Es la perfección misma; es el lucero de la mañana, sus pensamientos no son como los de otras mujeres; vive en el castillo de tu corazón; vive sobre toda tentación y no te mueve sino a la veneración. ¿Qué más? Mi tiempo es valioso. FRANCISCO: Le estoy hablando de mi Dama Pobreza, Señor Obispo. OBISPO: ¿Te estás burlando de mí, joven? FRANCISCO: No, Señor Obispo. Estoy enamorado de un ideal muy bello, el ideal de la Pobreza Evangélica. La pobreza es femenina para mí, Señor Obispo, a causa de su exquisita belleza. La pobreza es una hermosa reina, la mujer de mis sueños. OBISPO: Vaya, vaya, Francisco. Yo soy un hombre práctico. No me mueven las quimeras sentimentales. ¿Qué quieres decir con esto? FRANCISCO: Yo también soy práctico, Señor Obispo. Quiero renunciar a todo lo que tengo y seguir a Nuestro Señor en la pobreza perfecta, la pobreza de Cristo en la Cruz. OBISPO: A decir verdad, preferiría verte enamorado de una mujer de carne y hueso, Francisco. Ten cuidado, hijo mío. No tomes tan a la ligera el consejo del Señor. Eres un soñador. La pobreza evangélica no es una hermosa dama; es una déspota exigente que te extrae del alma una virtud y un auto-control heroicos. Los que andan en juergas de noche por las calles y cantan del amor no saben nada del 83
amor. Hay que saber disciplinarse para amar a Cristo. Nuestro Señor nunca juzgó que fuera necesario soñar con una hermosa dama; Él realmente vivió la pobreza. FRANCISCO: Y yo también quiero vivirla, Señor Obispo. OBISPO: El desear y el hacer son dos cosas muy diferentes, Francisco. Además, un joven como tú que viviera según el Evangelio, haría que la gente se burlara de la Iglesia. Vuelve a tu casa, reza, haz penitencia por tus pecados y deja de andar por las calles por cierto tiempo. Si pudieras hacer esto, entonces quizás podrías volver a verme. Pero una semana de hacer esto, estoy seguro, te convencerá, de que tu dama no es verdaderamente tu tipo. Ahora, si me perdonas, tengo que ver a muchas otras personas. Buenos días, Francisco. Dales mis saludos a tu papá y a tu mamá. FRANCISCO: Sí, Señor Obispo. Rece por mí. Cada vez que Francisco volvía a imaginarse esa pequeña escena, se acordaba de otro corto drama que iba con ella, y que ocurrió unas semanas después entre el Obispo y su padre y que el Obispo le contó el día cuando lo cubrió con su manto. [Palacio del Obispo. El OBISPO y PIETRO están sentados a una mesa suntuosamente servida.] OBISPO: Quizás ya no sientas que necesitas a Dios, Pietro. Si te va tan bien sin Él, entonces, naturalmente, Dios te dejará a la merced de tu propio y miserable ser. PIETRO: Yo no soy el que ya no necesita a Dios. Es Dios el que parece no necesitarme a mí. Dios actúa por su propio interés y como usted ve, no parezco entrar en su esquema. OBISPO: Estás blasfemando, Pietro. PIETRO: ¿Y la opinión de usted, naturalmente, se llama teología? Yo digo que yo no le importo a Dios y usted dice que Dios no me importa a mí. Me parece que las dos declaraciones vienen de hombres frustrados. OBISPO: Sírvete más vino. Te aclarará la mente. PIETRO: ¿Así es que el vino es la nueva solución de la Iglesia para los problemas? Sin duda que Anselmo, el borracho del pueblo, será el próximo Papa. OBISPO: Anselmo es un bobo. PIETRO: Pero tiene barriles de sabiduría guardados; nada más golpea ligeramente y ¡presto!: soluciones líquidas. OBISPO: Te has vuelto muy sarcástico. PIETRO: Escuche, quiero que me ayude con Francisco. Quiero que hable con él. OBISPO: No servirá de nada. PIETRO: ¿Qué quiere usted decir? OBISPO: Ya he hablado con él. PIETRO: ¿Cuándo? 84
OBISPO: Esta mañana, Pietro. PIETRO: ¿Esta misma mañana? OBISPO: Sí, vino a hablar conmigo sobre su decisión. PIETRO: ¿Qué decisión? OBISPO: Se va de su casa, Pietro, para tratar de vivir según el Evangelio. PIETRO: ¿Y usted aprueba esta ilusión romántica? OBISPO: Sí, la apruebo. PIETRO: Entonces, ¡qué me lleve el diablo! ¡Con que usted ha caído también en esta ilusión! OBISPO: No he caído en nada, Pietro. Soy un zorro viejo y astuto y tú lo sabes. Pero también soy el Obispo; me niego a extinguir al Espíritu cuando lo encuentro actuando. PIETRO: Pero usted no puede tomar en serio esta ilusión romántica. El muchacho está ilusionado y lo está ilusionando a usted. Nunca se ha asentado en nada serio en toda su vida. Esta fantasía pasará como han pasado las otras. OBISPO: Entonces debes dejar pasar el tiempo. Verás que sólo el tiempo probará si ésta es una tontería o si es la obra del Espíritu. PIETRO: Para los que no conocen bien a Francisco, quizás. Pero para los que lo conocen, el resultado es claro. Olvidará toda esta locura en el espacio de un año. Entre tanto, Señor Obispo, temo que usted haga el ridículo. OBISPO: Escojo apostar, Pietro. Pero evidentemente estoy seguro de ganar. Pase lo que pase, saldré como el padre bondadoso que trató de comprender. PIETRO: Guido, Francisco es el hijo mío. Es una extensión de mí mismo, pero ahora no lo reconozco como tal. Existe allí en el espacio, como si nunca hubiera sido parte de mí. GUIDO: Así pasa con los hijos, Pietro. PIETRO: Pero me está rechazando a mí más que a nadie, Guido. Ésa no es la manera de actuar de los hijos. Yo quiero que salga de casa, que se vaya lejos de mí, pero no puedo soportar el pensar que verdaderamente se alegre de dejarme, que no le duela dejarme, que no me tenga cariño, que no le importe como me sienta. ¿Puede usted realmente comprender esto? GUIDO: Por supuesto que puedo, Pietro, pero no quiero hacerlo. A mí también me duele que esta decisión de amar a Dios tenga esta consecuencia, que ponga al hijo en contra del padre y al padre en contra del hijo. Pero, por supuesto, Cristo mismo dijo que ocurriría esta división. Dios es celoso en su amor, Pietro. Exige todo tu amor, por lo menos al principio. Si alientas a Francisco, algún día te devolverá tu amor y te pertenecerá más que nunca, ya sea que de una manera u otra lleve sus planes a cabo o no. Pero si rechazas lo que él está tratando de hacer, no volverá. Lo que necesita ahora es que su padre crea en él. PIETRO: No puedo creer en la locura. OBISPO: Entonces prepárate a perder a tu hijo, Pietro. PIETRO: Si deja mi techo para cazar mariposas místicas, nunca le permitiré que vuelva, 85
ni nunca le volveré a hablar mientras yo viva. OBISPO: Esas son palabras duras, Pietro, siempre sentirás haberlas dicho; si verdaderamente quieres decir lo que has dicho. PIETRO: Francisco es el que lo sentirá. Yo, no. Él es mi hijo. A él le toca dar el primer paso. Que vuelva ahora y todo será olvidado. Si no, ya acabé con él. Ahora, si me perdona, tengo negocios importantes a que atender. Buenas noches Señor Obispo y gracias por la cena. OBISPO: Buenas noches, Pietro. Que Dios te otorgue paciencia y sabiduría. PIETRO: Que en vez de eso, me devuelva a mi hijo. Francisco siempre lloraba al recordar las últimas palabras de su padre.
El Viaje y el Sueño El Viaje y el Sueño: ¡Cómo habían transformado la vida de Francisco, entretejiéndose alrededor de cada fibra de su ser! De pie sobre la cumbre del monte Subasio, miraba larga y detenidamente su querida ciudad y todas las llanuras que la rodeaban y que se apiñaban como nuevos picachos en un gesto de ofrecimiento a Dios. Desde cada uno de esos picachos, Francisco podía ver las curvas del camino que habían dificultado el Viaje, así como la espesa neblina que parecía pegarse contra la tierra y hacer desaparecer el monte para empañar el Sueño. Erguido allí sobre la cima de la montaña, con el viento azotándole la cara y penetrando su túnica raída, Francisco se preguntaba cómo había podido conservar vivo el Sueño en medio de tanto sufrimiento, de tanto terror, de tantas dificultades y tribulaciones. No era él quien lo había hecho, por supuesto, sino Jesús. ¡Cuán dulce resonaba en su corazón ese nombre! ¡Jesús siempre a su lado! ¡Jesús que había mandado el Sueño! ¡Jesús que hacía posible el Viaje! Francisco sabía que nadie sobrevivía en la llanura sin cariño ni sostén. Ésa era la esencia de lo que había escrito para sus frailes. Para él, Jesús mismo había sido ese amor y ese sostén, siempre murmurándole al oído, “Francisco, pequeñuelo, nunca dudes de mi amor, nunca te dejaré.” ¡Y qué fiel había sido siempre Jesús! En la Sagrada Eucaristía, particularmente, Francisco había sentido esa presencia de su Señor. No sólo se había nutrido con el cuerpo y la sangre de Cristo sino que la presencia de Jesús se había continuado y prolongado en todas las iglesias donde el Santísimo Sacramento estaba reservado en el tabernáculo. Por esa razón, Francisco había sido intransigente en cuanto a la pulcritud de las iglesias. Su Señor y su Rey, su Hermano y Salvador habitaba allí de una manera muy especial. Una iglesia era una de las cortes fijas del Señor, y él, como Caballero andante de Cristo, iba de una iglesia a otra, asegurándose de que nunca nada sucio se encontrara en el Castillo de su Señor. El Pan de la Vida lo había sostenido en su Viaje y la presencia de Jesús había mantenido vivo el Sueño. Sin este Jesús, fielmente presente, nunca hubiera podido sobrevivir. 86
No sólo había estado Jesús en la cima del monte Subasio, vigilando a su caballero andante desde esas alturas vigorizantes, sino que había bajado a la llanura para unirse con Francisco. Eran compañeros de viaje en ese camino polvoriento. Allí iban los dos juntos, el Señor y su caballero fiel. Pero nunca parecían miembros de la realeza. En realidad, eran más bien como dos bueyes que tiraban juntos de una misma carreta. Ésa era la imagen que le venía a la mente a Francisco siempre que oía el pasaje del Evangelio, “Mi yugo es suave y mi carga ligera.” El yugo era suave porque Francisco sabía que el buey junto a él era el Señor mismo y la carga era ligera porque juntos estaban tirando del Sueño. Le encantaba esa imagen. Él y Jesús, dos humildes bueyes, y el Sueño tan ligero como gloria que flotaba detrás de ellos en una carreta hecha de alas de mariposas. Tantos aspirantes a caballeros aniquilaban el Sueño al tratar de tirar de la carreta por sí solos. Todo lo que conseguían era torcer la carreta y hacerla difícil de manejar. El yugo se arrastraba del otro lado en el suelo y uno se tenía que doblar de costado y la carreta se ladeaba, haciendo que el Sueño le pareciera ridículo a todo el mundo. Se necesitaban, obviamente, dos personas para tirar de una carreta hecha para dos, y ningún Sueño se vive únicamente para uno solo. Tú tiras del Sueño con alguien que amas, porque los Sueños están hechos para dos que se aman y el Viaje es el que los alienta en la vida.
Un junquillo de montaña ¿Y qué decir de los que nunca han hecho el Viaje interior? Francisco los había observado durante toda su vida. Sabía que existían en el hogar de su infancia y también temía haberlos encontrado entre los frailes. Se les reconocía por su frialdad. Eran tan insensibles en su exterior como en su interior. Lo que entristecía más a Francisco, era ver el tormento y la aflicción de los que nunca habían descendido al centro sereno de sí mismos donde hubieran podido conocerse y escucharse. Debido a que nunca habían descendido a suficiente profundidad, sólo se habían encontrado consigo mismos y habían empezado a preocuparse acerca de su vida, de su porvenir, de lo que dejarían de recuerdo a otros. En otras palabras, no habían visto sino la brevedad y aparente futilidad de la existencia seguida por la muerte y por el olvido de todos. Francisco pensaba en estas personas un día que se encontraba en la cumbre del monte Subasio, mirando el magnífico panorama de Asís y todo el valle de Spoleto a sus pies. Miró hacia abajo y notó un pequeño junquillo que parecía mirarlo desde el suelo. Y se olvidó de la majestad de las montañas y de los valles al concentrarse sobre la belleza temblorosa y delicada de esta florecita de la montaña. Aparecía allí en la libertad del aire libre, glorificando a Dios. Su vida, tan breve y vulnerable, era un acto de alabanza como debiera ser la de toda creatura. No se inquietaba por su destino ni por lo que dejaría tras de sí. Ni tampoco temía el que su vida fuera tan corta. Sencillamente, existía. 87
¡Cuánto más debiera ser un hombre testigo de la gloria de sencillamente existir! ¡Así vivirá para siempre! Su existencia basta para su gloria, independientemente de si ha producido una obra o ha engendrado una vida. Pero el hombre debe aprender esta verdad liberadora viviendo de su dependencia de Dios. El amor de Dios es el que lo hace capaz de amarse y de aceptarse a sí mismo. Ése era el secreto y ése era el misterio de la ermita en el monte Subasio. Todo era sereno y apacible en las laderas silvestres y precarias de la montaña porque todo sencillamente existía. Ningún árbol tenía que justificar su presencia trabajando más que su vecino. Sencillamente crecía de su propia vida interna con su ritmo propio y levantaba sus ramas al cielo. Esta florecita a los pies de Francisco no tenía envidia de Francisco, porque éste era más alto o porque podía moverse como quería mientras que ella estaba enraizada en el mismo lugar en el suelo durante toda su vida. ¿Por qué entonces el hombre trataba de ser lo que no era y basaba su propio valor en el éxito que obtenía? Francisco deseaba que toda persona fuera una persona interior para que pudiera mirar este junquillo y verse a sí misma.
Cambios en la Orden Hacia el fin de su vida, Francisco empezó a tener grandes temores sobre la Orden y el materialismo y egoísmo que veía penetrar en la Fraternidad. Un día se hallaba tan deprimido que empezó a dudar de sí mismo. Subir más alto, siempre más alto; nunca una cuesta que bajar en ninguna parte. Francisco se preguntaba con inquietud cuándo vendría una bajada, o si ese momento de declive llegaría alguna vez. Cristo había luchado tanto y por un tiempo tan largo para nacer en él, y su preocupación por los frailes había durado tantos años que hasta perdía la esperanza a veces de ver el día del Señor en su ancianidad. Este pensamiento lo atormentaba también. ¿Por qué se consideraba ya viejo? ¿Adónde se había ido la alegría que siempre lo había rejuvenecido? Francisco sabía, pero no quería admitirlo, que había sucumbido a la mayor de todas las tentaciones: la de creer que la Orden era suya, que él estaba a cargo, en vez de Cristo. Había visto a tantos de sus frailes que se habían amargado de esa manera. Y ahora él se encontraba en la misma marisma que ellos. Otra vez había empezado a sentirse dueño y señor de sus sueños. Todo le había venido de Cristo y ahora él actuaba como si el Sueño, la inspiración, todos fueran suyos, y que sería mejor que nadie se atreviera a manchar este ideal suyo, esta inspiración originalmente suya. Francisco se echó a reír de la ironía de esta situación. Él, que había venido tan lejos con Jesús, retrocedía ahora para volver a ser lo que había sido cuando vendía telas en la tienda de su padre. ¡Cómo hubiera querido que Fray León estuviera ahora a su lado! León le diría lo pecador que era en realidad y lo egoísta que era todo este desorden. ¡Si sólo hubiera podido darse cuenta de que Jesús estaba casi tan inquieto por la Fraternidad 88
como él mismo! Se acordaba de sus propias palabras piadosas a los frailes sobre que la tristeza y la melancolía eran la obra del diablo y que si cualquier fraile se sentía descorazonado debía ir a confesarse inmediatamente. ¡Qué absurdo! ¡Qué diferentes se ven las cosas cuando eres tú el que estás deprimido! Todo este asunto se ponía tan ridículo que pensó en salir de la ermita y hacer algo chistoso, como algunas de las tonterías que se le ocurrían anteriormente para hacer que los frailes se maravillasen y se distrajesen y evitar así que se tomaran demasiado en serio. Así es que Francisco salió de la ermita y corrió cuesta abajo. Cuando llegó al bosque, cogió dos palos y empezó a imitar a un violinista que tocara pequeñas piezas de violin para todas las ardillas del bosque entero.
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El montañés Suponía Francisco que, de repente, la gente se sentía terriblemente sola. El se encontraba con algunas personas que llevaban una expresión en la cara que parecía decir que acababan de volver de algún desierto y que deseaban que alguien las hubiera reconocido o las hubiera extrañado. Quizás era porque se sentía tan cerca de cada ser humano que creía que lo estaban esperando a él. Toda su vida había sentido cierto parentesco con otras personas y le encantaba su compañía. No siempre, naturalmente, o nunca hubiera vivido por tanto tiempo en grutas ni hubiera vuelto tan a menudo al monte Subasio. En las montañas todo era más simple, y Francisco tenía que enfrentarse con su propia soledad, como le parecía que todos debían hacerlo de vez en cuando. Nunca había sido su inclinación obstinarse en pensamientos morbosos sobre sí mismo y hasta cuando estaba solo en la montaña pensaba más en Cristo que en sí mismo. Con Jesús, especialmente, la relación de Francisco siempre había sido profunda y constante. Se paraba al pie del monte Subasio y saludaba con la mano, como si Jesús, solo en su gruta en la cumbre, estuviera allí de pie a la entrada, esperándolo, anhelando oír donde había estado y qué había sucedido desde la última vez que habían compartido la gruta. Subía corriendo y se metía en la gruta de un salto, y se prosternaba sobre la piedra fría donde Jesús había descansado esperando su regreso. La austeridad de todo esto, la pobreza, la aspereza de la vida allí en la cumbre, lo entusiasmaban hasta la médula de su alma. Francisco sabía que el hombre de la montaña en él les parecía un fanático a algunos de sus frailes. Opinaban que no era sino una prueba de resistencia. Temía también que algunos de ellos fueran demasiado delicados para seguirlo a la montaña. Agotarían sus escasas fuerzas tratando de imitarlo, mientras que las grutas frías y la penitencia rigurosa no tenían más efecto que enajenarlos y asustarlos con sus viejos demonios que echaban sombras aterradoras sobre las paredes húmedas. A veces notaba en sus ojos esa mirada espantada, solitaria que decía simplemente que lo habían seguido a la montaña para encontrar lo que él había hallado, pero que en vez de eso sólo se habían encontrado a sí mismos. Era entonces que se sentía más apegado a ellos; porque ese vacío en el desamparo podía ser el preludio de la presencia del Hombre de la Montaña, Cristo, quien los colmaría. Sería entonces que se sentirían libres de Francisco y estarían listos para encontrarse con Jesús. Por fin serían francos, receptivos, vacíos de toda ilusión y de todo ensueño vano. Si llegaban a ese punto y si tenían la fuerza de perseverar, serían liberados del sentimiento de soledad y de toda dependencia para siempre.
Sobre las estaciones y el tiempo 90
Rememorando sobre lo que había sido su vida con Jesús, Francisco veía que esta vida en el Espíritu, como la naturaleza misma, seguía cierto ritmo, un plan ordenado por nuestro Padre Celestial. Las estaciones del año y los diferentes climas de que Jesús había hablado en sus parábolas, Francisco las volvía a encontrar en su propia vida. El sol brillante del verano del tiempo de su conversión y el calor de los días de su fervor inicial habían dado lugar a la armoniosa fecundidad y al calor tibio de los días de otoño cuando le agradaba caminar por los campos de Umbría, atravesar las huertas de moras, cruzar los campos donde ya se habían cosechado el trigo y el maíz y subir a su pequeña ermita por la ladera roja y dorada del monte Subasio. Luego seguía el largo invierno del espíritu, cuando las antiguas tentaciones volvían a helar su alma y la verde esperanza de Umbría se encontraba enterrada en un silencio blanco de nieve. Las únicas voces que oía eran las quejas de los frailes que sonaban como los llantos de los israelitas que insultaban a Moisés por haberlos guiado al desierto. Y el gemido del viento que soplaba por entre los nudosos olivos cargaban estos símbolos de paz con rumores de guerra que sacudían la tranquilidad del alma de Francisco. ¡Qué largo le parecía el invierno! Con el pasar de los años, y aun cuando se había dado cuenta de que este ciclo se repetiría una y otra vez, como ocurría en la naturaleza, Francisco siempre temía el invierno porque, mientras estaba en las garras de diciembre, la primavera le parecía tan lejana como un sueño de fantasmas. Sin embargo, ocurría sobre todo en el invierno que la Pasión de Jesús revivía más claramente en su mente. Así como los vientos de invierno disipaban la niebla que siempre estaba presente en el valle de Umbría y hacían resaltar el contorno claro de las cosas, así el invierno disipaba todo lo nebuloso de su alma y la faz sufriente de Jesús resplandecía brillante y clara contra la blanca nieve de la soledad y de la desolación de Francisco. Había empezado a sentir esta soledad hacia el final, cuando muchos de sus frailes se rebelaban contra el Sueño y cuando nadie a su alrededor parecía creer que la vida según el Evangelio se pudiera vivir en su totalidad. Muchos frailes temían que la Regla de Vida de los Frailes Menores fuera demasiado rígida, y amenazaban con abandonar la Fraternidad. Otros vagaban por el campo inmunes a la regla de la obediencia y algunos hasta se atrevían a ofender a la Dama Pobreza, construyendo casonas para los frailes. Sucedió justamente cuando esta terrible tempestad soplaba en el alma de Francisco que la primavera radiante del monte Alvernia apareció de repente en su vida. La faz sufriente de Jesús se había imprimido profundamente en su mente desde ese día en San Damián cuando su Señor había hablado desde el crucifijo. Ni un día había transcurrido desde entonces sin que tuviera presente la Pasión de Cristo en el corazón. Deseaba con toda su alma estar al pie de la Cruz de Cristo, confirmando su amor, diciéndole que estaría allí con Él, siempre presente en el monte Calvario por los siglos de los siglos, hasta que el Cristo Resucitado volviera en toda su gloria, y ¡ya no habría cruz! Llevado por esta intención, Francisco subió una vez más hasta la cumbre del monte Alvernia, esa santa montaña en el norte de Italia, Alvernia, una verdadera montaña para el retiro. Aun ahora, al revivir el milagro del monte Alvernia se le llenaban los ojos de 91
lágrimas y su corazón desbordaba de ternura y de amor por Jesús. Ocurrió allí, en esa montaña, durante los preparativos para la fiesta de San Miguel Arcángel, que Francisco, atemorizado y tembloroso, había pedido que Cristo lo dejara experimentar y compartir algunos de sus sufrimientos en la cruz. Lo que siguió fue más de lo que un pobre gorrión debía o podía esperar.
El monte Alvernia Recordó la extraña premonición que había sentido antes de emprender la penosa y larga subida al monte Alvernia. Había recordado entonces un pasaje del Evangelio de San Marcos en el que una mujer había sufrido una hemorragia de sangre y recordó cómo había sentido esta mujer el poder curativo extendiéndose por todo su cuerpo como si fuera el contacto extático de las manos de Jesús que la hiciera temblar de pies a cabeza. El toque, el éxtasis de carne sobre carne, era todo lo que Francisco podía recordar de ese momento, antes de sentir la quemadura penetrante de las llagas en sus manos, en sus pies y en su costado. Y desde ese momento el Monte Alvernia, e incluso la mención de ese nombre, le hacía sentir un sentimiento casi insufrible de paz, como si su vida entera hubiera empezado y terminado allí. El monte Alvernia era la realización del Sueño imposible y el Viaje eterno de cada hombre. Sin embargo, ya no era sino un recuerdo, excepto por las llagas de Jesús en sus pies, en sus manos y en su costado. Y ellas, naturalmente, constituían la gran diferencia entre el pobre hombre que subía la montaña y el que la bajaba cojeando.
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El sueño del diablo Durante los momentos más intensos de su meditación, apretado en una de las grietas masivas de la montaña, Francisco se sentía a merced de la violencia de la naturaleza. Esas rocas, ¿se moverían algún día para aplastarlo entre los pliegues de granito del monte Alvernia? ¿Se deslizaría en una hendidura profunda y nunca lo volverían a encontrar? ¿O el cuidado que Cristo tenía de él haría que la montaña permaneciera tranquila e inmóvil en el abrazo de Dios mismo? No fue sino hasta una tarde de verano en el monte Alvernia que lo supo. Su oración se había prolongado todo el día en medio de poderosas tentaciones. En el monte Alvernia, Satanás siempre parecía estar merodeando, listo para llenar cualquier vacío con sus propias sugerencias y visiones del Sueño. La experiencia se hacía terrible a veces, transformando el Sueño en una verdadera pesadilla. En ese momento todo cambiaba. Resultaba que el sueño del Diablo se hacía más hermoso que el de Cristo y ya ni Francisco mismo podía darse cuenta de la diferencia. Esa tarde en particular, el sueño diabólico se hizo particularmente hermoso. El sol poniente formaba una especie de halo detrás del monte Alvernia. El sueño mostraba extensos campos de grano dorado y laderas cubiertas de amapolas rojas, mientras que los frailes corrían por los campos hacia un arroyuelo. De repente, la escena se transformó: todo se congeló y los frailes se quedaron allí como suspendidos en los aires. Anhelaban la corriente que daba vida, pero no podían moverse. Entonces, Satanás armado de una larga guadaña, empezó a caminar por el campo. Los frailes, asustados, empezaron a retroceder, pero detrás de ellos estaba el abismo del infierno en llamas. Les era imposible avanzar sin que el diablo los despedazara, bajo la mirada aterrada de Francisco. Muertos de miedo, algunos frailes acabaron por caer en el abismo. Cuando todos habían desaparecido, Francisco se dio cuenta de que él también estaba en el campo, el último en habérselas con Satanás. La guadaña se alzaba ante él e iba dirigida a su cara. Luego Satanás blandió la guadaña con todas sus fuerzas. Francisco gritó y se volteó, apretando su cara y su cuerpo contra la piedra del monte Alvernia, buscando algo de que agarrarse. Pero el movimiento repentino lo había hecho perder el equilibrio, y se habría estrellado contra las rocas al fondo de la montaña si Jesús no lo hubiera protegido. Repentinamente la roca se hizo blanda como la cera y Francisco se fundió en ella. Luego vino una gran calma y sopló una brisa tibia y suave. Al levantarse de su lecho de piedra, Francisco notó la impresión profunda de su cuerpo en la piedra fría. Jesús había hecho un molde en el Monte Alvernia con el fuego de sus tentaciones y aflicciones espirituales, y Francisco comprendió que la prueba espiritual se parecía a un horno suficientemente caliente como para derretir el granito; se salía vivo por la gracia de Cristo. En cuanto a Francisco, ya nunca volvió a temer la violencia de la naturaleza.
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Himno al monte Alvernia ¡Monte Alvernia! ¡Que mi canto en su alabanza resuene más allá de todas las montañas para que toda la tierra lo oiga! Porque allí en su cumbre fría, tan lejos de todas las ocupaciones humanas, Francisco había terminado su Viaje, y allí el Sueño se había hecho un estandarte que llevaba el blasón de su propia carne. Cuando se ha vivido con el Sueño por tanto tiempo, ¿cómo se sabe si es verdadero? ¿Cómo se sabe si el camino que se toma es el apropiado para la Búsqueda? ¡Oh, monte Alvernia!, que el misterio que se desarrolló sobre tus cuestas sagradas sea la prueba de lo que los frailes tanto querían saber: que el Viaje verdaderamente había valido todo el amor que les había costado. ¡Monte Alvernia! Que este canto proclame que el Viaje es todo interior y que su cumbre montañosa está en el corazón de los hombres. Si Francisco, enfermo y cansado hasta la médula de sus huesos, pudo subir tus alturas vertiginosas, fue para escalar los riscos escarpados de su propia mente y de su propio corazón. Desde las alturas del monte Alvernia podía ver toda la anchura de Italia, del lado este hasta el Adriático y del lado oeste hasta el Mediterráneo. Podía ver Umbría, Toscana, Emilia y La Marca. Sí, y en un día claro, lejos, muy lejos en el sur, se podían ver el monte Subasio y Asís. Francisco podía ver todo esto sólo en su corazón y con los ojos de Fray León y Fray Maseo, porque su propia visión estaba borrosa; sólo podía distinguir el contorno de lo que estaba enfrente de él. No obstante, en su corazón, contemplaba paisajes más grandiosos que los que este pico de los Apeninos ofrecía a los ojos de su cuerpo. En él, las voces y las visiones persistían tan reales como los clavos que taladraron la carne de Cristo. ¡Monte Alvernia! Que todos los que se sienten frailes del Sueño descansen en paz sabiendo que Jesús ha puesto su sello de aprobación sobre la carne del pequeño Fray Francisco, su padre y hermano y porta-estandarte de la Búsqueda. Parece decirnos: “¡Oh, hermanos míos!, ¡hijos míos!, ¡elevad los ojos a las montañas! El monte Alvernia se halla en vuestros propios corazones. Subid hasta allí y que vuestra visión se empañe al mirar todos los otros reinos de la tierra. El Reino de los Cielos, mirando al este y al oeste, al mar, está dentro de vosotros.” ¡Monte Alvernia, realidad para siempre! Y una vez que adquieran ese conocimiento, debéis dejar el monte Alvernia, porque el Viaje no ha terminado. Escuchad el mensaje del monte Alvernia: debéis dejar la cima y tomar vuestra cruz a cuestas en la llanura para hacer otro Viaje hasta la cumbre, donde colgaréis con Cristo cada uno de su propia cruz. Un día ya no volveréis a bajar, sino que de vuestro propio monte Alvernia podréis volar hasta el Cielo. Ese día estaréis con vuestro Señor en su Paraíso.
Sobre la enfermedad
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Francisco siempre llevaba consigo su enfermedad. Como el aire que respiraba, la recibía día tras día y había sido así toda su vida. Antes de que el Espíritu de Jesús se hubiera apoderado de él, su enfermedad lo aterraba y lo atemorizaba hasta el punto de causarle profundos y prolongados períodos de melancolía. Pero una vez que se hubo abierto al Espíritu, abrazó la enfermedad como su cruz diaria. Lejos de mostrarse desalentado, sólo tenía compasión por su pobre Hermano Cuerpo, que soportaba tantos sufrimientos con paciencia, como un verdadero Hermano Asno, con sólo un rebuzno de dolor de vez en cuando. En su sufrimiento Francisco se sentía especialmente cerca de Jesús. No era que quisiera castigarse o que se deleitara en el dolor, sino que en la enfermedad veía una debilidad que podía llegar a ser una fuerza. En este estado enfermizo, se veía necesitado del Espíritu para todo. Como no podía depender de sus propias fuerzas, que siempre le estaban fallando, la fuerza de Jesús era su único orgullo. Como la pobreza, también lo obligaba a tener que depender de su Padre Celestial en vez de estar constantemente supliendo para sí mismo lo que necesitaba. Francisco trataba tanto de mostrarse alegre, especialmente en su enfermedad, que temía que sus frailes creyeran que estaba libre de dolor y que los sufrimientos de ellos se debían a que Dios no los amaba tanto a ellos como a él. Rezaba siempre y en todo lugar por sus frailes, para que ellos también tuvieran la experiencia de la dulzura de una enfermedad purificadora que los librara de toda tensión y ansiedad, las cuales procedían de demasiada dependencia de uno mismo y de la falta de confianza en Dios. Un día, el dolor en los ojos de Francisco se hizo tan grande que rezó intensamente a Jesús, rogándole por un pequeño alivio en su sufrimiento. Y la respuesta que recibió en la oración fue que marchara inmediatamente a Rieti donde vivía un médico famoso que podría ayudarlo. Así es que Francisco, León, Angel y Rufino bajaron a Rieti un frío y húmedo día de marzo. La humedad le hacía daño a Francisco. Penetraba su túnica raída y le atravesaba el cuerpo tan tierno y frágil. El viaje a Rieti no fue como los viajes de ensueños, a Roma, al Sultán, a Gubbio, al Monte Alvernia, cuando se apresuraba por los caminos polvorientos o navegaba por el mar en alegre anticipación. Sin embargo, este doloroso viaje lo llenaba de otra clase de alegría. Éste era un viajecito al Calvario, porque sabía lo que le esperaba en Rieti. León le había dicho que el médico le cauterizaría los ojos, que le dolería mucho, pero que los frailes permanecerían a su lado todo el tiempo. Al principio las palabras de León le habían causado miedo a Francisco. Pero cuando pensó en Jesús en la Cruz, su corazón le saltó de alegría porque podría compartir aunque fuera un poquito de sufrimiento con su Hermano. Así es que este viaje fue redimido y transformado en alegría a pesar del frío y del cansancio. Los cuatro, fortalecidos en Jesús y en su solicitud compartida los unos por los otros, entraron en Rieti como si ésta fuera una nueva Jerusalén. El Calvario de Francisco llegó como se lo había anticipado: el médico compadecido, solícito, le pedía disculpas a Francisco. Los frailes se mostraban preocupados, tensos, sus dedos jugaban nerviosamente con sus cuerdas de lana. Cuando llegó el momento de que 96
sus ojos tendrían que ser librados de su egoísmo, como su espíritu lo había sido años antes, Francisco maravilló al médico, y hasta a sus frailes, al ponerse a rezar una oración al fuego: “Mi hermano fuego, noble y útil entre todas las otras creaturas, trátame con cortesía. Te amaba yo antes y te amo más ahora por amor a mi Señor que te hizo. Te pido que te dignes mitigar tu calor para que pueda yo soportarlo.” El médico, con las lágrimas corriéndole por la cara, aplicó el hierro candente a los ojos infectados de Francisco y Francisco no sintió ningún dolor, aunque fue cauterizado de las orejas a las cejas. Los frailes, aunque habían prometido no hacerlo, habían huido del cuarto durante la cauterización. Volvieron avergonzados de su cobardía. Y cuando los oyó entrar, Francisco empezó un Cántico al Hermano Fuego y todos los fuegos en Rieti se llenaron de vida y crepitaron su propio brillante y alegre refrán.
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Sobre la ropa Francisco se preguntaba cómo se vería, en su enfermedad, ante los ojos de los demás. ¡Qué desagradable les debía parecer! Las cicatrices de sus ojos, su aspecto trémulo cuando caminaba, su gran debilidad cuando trataba de hablar por intermedio de Fray Elias en los Capítulos Generales de la Orden. La gente venía de lejos y de cerca para verlo y oírlo; sabía que debía desilusionarlos. Pero siempre se alegraba, por eso, porque si alguien era alentado por él, no era por él sino gracias al resplandor de Cristo, que habitaba en él. Cristo brillaba sobre todo por los ojos. Las apariencias nunca cambiaban los ojos. La habitación de Cristo traía luz a los ojos y la bondad resplandecía allí. La luz brillaba hasta en los ojos de los ciegos, pero no en los de los malos. Francisco se acordaba de algunos de los personajes ricos y famosos del pueblo que venían a la tienda de su padre. Había un hombre en particular que era duro y cruel y que vivía en constante libertinaje y holgura. Su mirada era penetrante, pero parecía estar cansada. Compraba el paño más fino y se mandaba hacer los trajes más costosos. Francisco lo volvía a ver a veces por las noches en las reuniones sociales y nada en el hombre había cambiado. La única diferencia era que antes el paño estaba en el estante y que ahora el hombre lo llevaba puesto. El paño seguía siendo suave y hermoso y el hombre seguía siendo duro y feo. Francisco sonreía de la importancia que se daba este hombre y reflexionaba sobre su tontería. Los trajes hermosos, pensaba el hombre, harían algo por él, cuando en realidad llevar trajes hermosos sólo hacía lucir el fino paño que de otra manera habría estado escondido en algún estante. Así pues, el hombre se convertía en un puro maniquín para ropa que en sus propios ojos era más importante que él. De joven, Francisco había caído en ese mismo error. No iba a una fiesta si no tenía un traje apropiado que lo hiciera resaltar y parecer más guapo de lo que era en realidad. Sin embargo, una vez que empezó a escuchar la Voz interior, la ropa perdió su importancia para él. Sólo tenía que ser suficientemente sencilla para no llamar la atención, para que lo que el hombre verdaderamente tenía que ofrecer pudiera brillar por sus ojos. Los frailes eran bienvenidos ahora hasta en los castillos de los nobles y a nadie le importaba la ropa que llevaban, si tan sólo podían ver reflejarse en sus ojos la paz y el amor. Las pobres túnicas con sus cuerdas de lana ya no servían sino para identificarlos como la pequeña compañía de la Dama Pobreza. Y Francisco esperaba que, al contrario de otras ropas, las túnicas no llegaran a ser más importantes que los que las llevaban.
Un corazón partido 98
Al sentirse más débil, Francisco, que se daba cuenta de que el Hermano Cuerpo estaba cansado y listo para la otra vida, sufría más debido a las acciones de sus propios frailes. Eran para él como hijos muy queridos y veía su propia salud disminuida como resultado de que había tenido más hijos de los que su cuerpo podía soportar. La mayoría de sus frailes eran sinceros, constantes y fieles a la Dama Pobreza, así como al Sueño original. Otros, sin embargo, debido a su orgullo y a su astucia, venían sembrando las semillas de la discordia. Interpretaban y comentaban su Regla de Vida a su manera; eran inteligentes y habían substituido la sabiduría humana a la locura de Cristo. Francisco siempre había desconfiado de los conocimientos humanos, no porque fueran malos en sí, sino porque eran como la riqueza; al hacerle a uno independiente y consciente de su propio poder negaban la fuerza de lo minucioso y de la “debilidad” de la cruz. Temía la erudición porque era una amenaza tan grande al Fraile Menor en su vocación a la “locura.” Cierto era que algunos de sus frailes sabios, como Fray Antonio, mostraban la inocencia de un niño y estaban entregados totalmente a la locura de la cruz; pero eran la excepción. Para muchos otros, la enseñanza se había hecho un instrumento adecuado para formar sus propias ideas e imponer su propia voluntad a la Fraternidad. Francisco se entristecía especialmente por la conducta de esos frailes que desobedecían a sus Ministros y se burlaban de ellos como personas poco informadas o estúpidas o cualquier otro nombre que podían inventar. Había aprendido por su propia y magnífica experiencia que un peregrino y un extraño, para vivir en libertad, debía entregarse a la Voluntad de Dios sin ningún reparo para ponerse a su servicio. Y la voz de Dios para un Fraile Menor la constituía la voz del hombre que era Ministro y Guardián de los frailes. Y no se trataba de que necesitaran ser observados y protegidos. En realidad, mientras más inadecuado el ministro, tanto mejor. Así se podían poner a prueba constantemente el Ideal, el Sueño, el Espíritu de los frailes. El mejor testimonio de que estaban cerca de la Visión original lo constituían sus relaciones diarias con el loco de Cristo, a cuyo cargo estaban. Solamente un verdadero fraile podría comprender eso. Y Francisco lloraba todos los días porque el número de los que tenían un sentido profundo de la Visión era cada día menor. Hasta un número pequeño de los frailes rechazaba de plano la Visión como demasiado idealista y porque venía de un hombre que exageraba su reacción contra su propio pasado de rico. Reducían este Sueño único a un hecho natural que se podía explicar totalmente en términos del temperamento de Francisco. Esto hería a Francisco, pero a pesar de su pena y desilusión, sabía que el Sueño seguiría atrayendo discípulos hasta el fin de los tiempos. Francisco lloraba, oraba y le suplicaba a Jesús que siempre hubiera Frailes Menores entre los amantes de la Dama Pobreza. Y un día, cuando el espíritu de Francisco gemía en la oración, Jesús le mandó otro sueño para completar la Visión. Vio una vasta llanura que de repente se bañó de luz. Cristo, Nuestro Señor, estaba sentado sobre un trono juzgando al mundo. Y en la parte más baja de la llanura estaba sentada la Dama Pobreza 99
con sus fervientes caballeros. Y el corazón de Francisco brincó de gozo cuando notó allí las túnicas pardas de sus frailes en su compañía. No eran la mayoría, pero sí se hallaban allí, muy juntos a su Dama. ¡Qué paz para Francisco! El Sueño había sido confirmado por esta nueva Visión.
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Oración para toda clase de tiempo En días húmedos, cuando la neblina se metía hasta el último rincón del alma, la tristeza del paisaje obscuro y del cielo nublado recordaban a Francisco los días que habían precedido su conversión, cuando la temperatura exterior todavía influía sobre el humor del interior de su alma. Se sentía completamente libre, puesto que en aquel entonces, su humor fluctuaba constantemente con el viento y la lluvia, el sol y el frío. No obstante, una vez que la luz de Jesús se había introducido en su caverna interior, ya nunca le habían faltado una lámpara y un fuego que brillaran suavemente y que calentaran su interior, independientemente de las condiciones climáticas. Cuando la luz de Cristo venía a alumbrar los rincones obscuros y a purificar el aire mustio del interior de su ser, con qué suspiro de alivio sentía desaparecer la humedad y se sabía limpio y reanimado en su interior. Sin embargo, Francisco sabía que la obscuridad y la humedad se deslizarían otra vez en su alma si la luz de Cristo se extinguía. Así es que trataba siempre de mantener bien encendida la luz de la fe para que alumbrara su interior y también el de los frailes. El verano anterior había terminado un cántico que ahora repetía constantemente y que deseaba que sus frailes siempre cantaran para guardar viva la llama en todas las estaciones del alma. Entonó la oración ahora para que el Hermano Viento la llevara con su soplo sobre el mundo entero: Altísimo, Omnipotente, buen Señor, tuyas las alabanzas son, la gloria y el honor, y toda bendición. A Ti, Señor Altísimo, sólo te corresponden, y ningún hombre es digno de pronunciar tu nombre. Loado y alabado seas, mi Señor, por todas tus creaturas, especialmente por el hermano sol, el cual hace el día y por Ti nos alumbra. y es bello y radiante, con grande esplendor; de Ti, ¡oh Altísimo! lleva significación. Alabado seas, mi Señor por la hermana luna, y por las estrellas, que has formado en el cielo claras y preciosas y bellas. Y alabado seas, mi Señor, por el hermano viento, y por el aire, las nubes, la calma y todo tiempo, 101
por el cual a tus creaturas das sustento. Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua, la cual es muy útil, humilde, preciosa y casta. Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego, con el cual iluminas la noche, y que es hermoso, gozoso, robusto y fuerte. Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la madre tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos, y matizadas flores y hierbas. ¡Oh!, y alabado seas, mi Señor, por los que se perdonan unos a otros en tu amor y que soportan la enfermedad y las pruebas. Bienaventurados son los que viven en paz, porque serán coronados por Ti, Altísimo. Luego el Espíritu de Jesús elevó el corazón de Francisco y añadió: Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar: ¡qué espantosa para los que mueren en pecado! ¡Qué hermosa para los que son hallados en tu Santísima Voluntad, pues la segunda muerte no les hará mal! ¡Oh, alabado y bendecido, mi Señor! ¡Denle gracias y sírvanlo Humilde y grandiosamente! La plenitud misma de estas palabras activaba la llama para convertirla en un fuego ardiente de amor que Francisco quería ver, gracias a sus frailes, flamear como antorchas en el mundo entero. Y oraba otra vez para que sus frailes fueran ellos mismos llamas de amor para que esparcieran la luz de Cristo sobre toda la faz de la tierra hasta que Jesús mismo viniera en gloria a iluminar y a calentar toda la tierra.
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Secretos de un amor fiel Caminar por las calles de Asís en plena noche. Escuchar los trozos de conversación que se filtraban del interior de las casas hasta las calles angostas. Escuchar el sonido amortiguado de sus propios pasos en la quietud de la noche. Mirar la gran fortaleza de la Rocca Maggiore que se elevaba enigmáticamente sobre la ciudad, siniestra en sus contornos cuando el cielo estaba claro y la luna iluminaba la montaña. Escuchar el repique de las campanas de las iglesias. Voltear la esquina y encontrarse de sorpresa con unos jóvenes amantes que se besaban creyendo estar solos; alarmar a una robusta matrona bien arropada que caminaba en la obscuridad. Todos éstos eran recuerdos de su adolescencia cuando el anochecer parecía pertenecerle a él solo. En sus años de adolescencia a Francisco le había gustado pasearse así, o ir de jarana por las calles con un grupo de amigos, pero también prefería estar solo y vagar por los callejones angostos con sus propios pensamientos. A veces hubiera querido perderse para siempre en el laberinto de calles, tocando suavemente las paredes de piedra, esperando que siempre estuvieran allí para protegerlo del porvenir. Otras veces se sentía atrapado como un ratoncito que nunca podría salir fuera de las murallas de la ciudad. En esos momentos, subía corriendo la colina a la Rocca Maggiore y se sentaba a la luz de la luna mirando los espacios silenciosos del valle de Spoleto, mientras que lo acompañaban las estrellas con sus ojos luminosos. Allí se sentía cómodo y seguro. En realidad, él nunca comprendió por qué. Podría haber sido por el silencio o lo extenso de la llanura y la distancia hasta las estrellas que le creaban un espacio liberador que lo aliviaba de la sensación de estar encerrado en sus murallas que Asís a veces le producía. Entonces rezaba para que su porvenir llegara pronto. Ya no lo temía. Le daba la bienvenida trajera lo que trajera. No trataba de evadir lo que lo esperaba. Ensanchaba su corazón y pedía para que viniera pronto. Francisco se sentía armonizar con toda la naturaleza cada vez que podía salir de la ciudad y hallar un lugar para sentarse en una pequeña colina con el objeto de meditar. Después de eso, estaba listo para bajar otra vez y volver a reunirse con sus compañeros. Francisco se mostraba tan alegre y dicharachero que nunca nadie sospechaba que hubiera pasado tantas horas en la cima de las colinas. Nadie sino Clara di Favarone. Años más tarde, cuando ella lo cuidaba en su última enfermedad, mientras vivía muy cerca de las monjas de San Damián, la Dama Clara le contó cómo lo miraba cuando ella era niña. Desde sus años más tiernos, Francisco la había fascinado. Era tan ruidoso y chistoso y hacía el ridículo bailando a la cabeza de toda una banda de muchachos, cantando y coqueteando con las chicas curiosas que asomaban la cabeza por las ventanas con persianas y les hacían gestos despreciativos a los alborotadores nocturnos. Pero también le había visto alejarse solo, hablando consigo mismo y haciendo gestos a las calles vacías y luego corriendo a paso precipitado por algún negro callejón sólo para volver a salir al rato, una silueta pequeña contra la pared gris de la Rocca alumbrada por la luna. A pesar de los grandes dolores de su última enfermedad, era un consuelo para 103
Francisco saber que la Dama Clara, que ahora lo cuidaba, había estado con él en sus momentos tranquilos y reflexivos. No fue sino en su última enfermedad en San Damián que supo que la Dama Clara había sido parte de su vida desde un principio. Siempre en el fondo, observándolo apaciblemente, guardando todo en reserva para algún destino futuro que podrían compartir. Éste había sido su secreto todos estos años. Y al final, sólo ella comprendía por todo lo que él había pasado durante los varios períodos de su vida.
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Mujer Ella era tan dulce y radiante como los rayos del sol de Umbría y su lenguaje cristalino consolaba como un bálsamo el corazón inquieto de Francisco. Así era Clara. Y siempre estaba allí, bajo la superficie de su mente. Aunque pareciera raro, él siempre había sido reservado en su presencia, y temía que, a veces, se había portado exageradamente distante y retraído. Pero rara vez estaba ella lejos de sus pensamientos, porque Clara era la eflorescencia más pura del Sueño que jamás había visto. La tenacidad de espíritu de Clara y su incansable amor avergonzaban a los frailes. Ella soportaba el frío y la pobreza de San Damián en el invierno y animaba a todas sus hermanas con su amor. Era el Sueño personificado, el aspecto contemplativo del Viaje. De San Damián emanaba una luz tan brillante como la del sol. Francisco siempre sabía cuando volvía a Asís que el poder que los había sostenido a él y a sus frailes en el camino venía en gran parte de las monjas de San Damián. Clara no abandonaba su soledad, pero su espíritu salía para facilitar el Viaje a un gran número de personas que nunca habían escuchado su nombre. Ella y sus hermanas eran el corazón, el hogar de la Fraternidad. Eran la fuerza que guardaba vivo el desafío de la pobreza. Clara era mujer. Por lo tanto, elemento de equilibrio para la Fraternidad. Porque en un sentido, la Jornada y el Sueño eran a la vez lo femenino y lo masculino, y lo uno complementaba lo otro hasta que formaban una unidad. Toda respuesta a Jesús era, al mismo tiempo, masculina y femenina en su perfección. Así es que cuando los frailes se peleaban, divididos en cuanto a la pobreza, una mirada hacia Clara le revelaba a Francisco dónde se habían desviado. Las mujeres de San Damián conocían el Sueño con toda su intuición femenina y todo el paciente sufrimiento que perseveraba hasta el final. Clara estaba allí, velando, apenas bajo la superficie consciente de la mente de Francisco. El Sueño estaba seguro con ella, por mucho que la impaciencia masculina de los frailes tratara de alterarlo, mitigarlo o abandonarlo.
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Corderito Después de Clara estaba Fray León, el Corderito de Jesucristo, el fraile puro y sencillo, fiel hasta el fin. Francisco temía haberlo herido sobremanera hacia el final, despidiéndolo de su cargo de secretario y de sacerdote-compañero. Nunca nadie había conocido tan bien a Francisco como Fray León. Después de que Francisco recibió las marcas de la Pasión de Cristo en el monte Alvernia, León había redoblado su cuidado y su atención hacia él. Sin embargo, Francisco temía que la Dama Pobreza no aprobara esta relación especial con Fray León y que un compañero tan maravilloso como él fuera, de alguna manera, una traición del Sueño. Recordaba la mirada en la cara de Fray León cuando le dijo que ahora tenían que separarse para que Francisco pudiera prepararse para recibir la muerte de la misma manera que había empezado su nueva vida en Cristo—solo con la Dama Pobreza. La respuesta de León demostró que acataba totalmente los deseos de Francisco, pero Francisco podía leer en sus ojos que estaba herido. Sabía cuán fuerte debía ser este golpe para su fiel amigo y compañero. Así es que, para mitigar el dolor, Francisco le dijo, “Fray León, una vez vi a un ciego guiado por un perrito. No quiero parecer más importante que él y ser conducido por el fraile más dulce del mundo.” Luego, como señal de su amistad, le pidió a León que escribiera esta bendición: ¡Que el Señor te bendiga y te guarde! ¡Que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te muestre su misericordia! ¡Que el Señor vuelva su mirada hacia ti y te conceda su paz! ¡Que el Señor te bendiga, Fray León! Y cuando León había terminado de escribir, Francisco tomó el pergamino de su mano y lo firmó con el símbolo de la cruz del Antiguo Testamento, la “T”. Luego le entregó el pergamino firmado a Fray León diciéndole afectuosamente, “Toma esto, Fray León, y guárdalo hasta el día de tu muerte.” Y sonriendo, Fray León se agachó, cogió una piedra y la tiró hasta el fondo del valle. Francisco, temblando con su enfermedad y con la emoción del momento, trató de agacharse para encontrar él también una piedra en el suelo, pero no pudo. Entonces León se agachó y cogió una piedrecita lisa y la puso en la mano de Francisco. Y los dos juntos tiraron la última piedra.
Sobre la violencia
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“El Reino de los Cielos sufre violencia y sólo los violentos vencen.” Francisco había vivido en una época violenta. Según su cultura, morir peleando era una muerte gloriosa. De acuerdo con la manera de pensar de su tiempo, él también había ido dos veces a la guerra para demostrar su valor. Pero con su conversión llegó a comprender que la guerra y la violencia constituían un desprecio del Evangelio de Jesús y que ir a la guerra no probaba nada. Había querido confrontar a las personas con la paz de Jesús de una manera que fuera convincente. Así es que lo hizo de una manera violenta. Se hizo violencia a sí mismo e hizo violencia a su época volviendo al revés lo que creía ese mundo. Quería ser caballero; se haría mendigo y se portaría como caballero. Quería honor y fama; buscaría la humildad y el anonimato. Quería conquistar el mundo; se dejaría conquistar por Cristo. La única violencia que conocía era la adhesión violenta y sin compromiso al Sueño. No dejaría que nadie lo destruyera, ni con palabras dulces ni con palabras duras, con obsequiosidad o con poder de persuasión. Había decidido pelear contra las fuerzas del mal con la misma determinación con la que en su juventud se había propuesto ganar la batalla contra Perusa. Insistía, contra toda oposición, que se podía vivir el Evangelio o, a lo menos, que un hombre lo podía vivir si dejaba que Jesús tomara posesión de su vida. Había comprendido desde un principio, cuando empezó a reparar la iglesia de San Damián, que se necesita la energía de una voluntad violenta para perseverar en el bien y que la violencia usada contra los demás no es sino debilidad y revela la desesperación. La violencia para el bien puede cambiar la agresión en virtud, pero el bien se debilita cuando se toma el lado de la seguridad y de la comodidad, ya sea para al bien o para el mal. Quería que los frailes—y todos los hombres—insistieran sobre el amor como una violencia propia de los que tienen una meta en la vida. El Viaje consistía en avanzar con paso decidido y no en un deambular sin una meta fija. Había que conquistar el Reino de los Cielos, no esperar a que se les presentara como un regalo. Cierto que no se podía negar que era un don de Dios, pero sólo si uno estaba determinado a conquistarlo. La voluntad debía volverse irrevocablemente hacia Dios antes de que Él le diera a uno gratuitamente lo que había que ganarse por asalto. Francisco dormía sobre la piedra fría de las grutas húmedas, no por amor al sufrimiento, sino porque se había empeñado en identificarse con Jesús y estaba decidido a ir hasta el fin, por lejos y por difícil que fuera el camino. Y ahora que estaba allí acostado moribundo, seguiría enfureciéndose contra la conformidad, la debilidad y la traición de los ideales. Moriría como Jesús, sin que nadie pudiera arrebatarle ese privilegio. No confundiría la apacibilidad con la debilidad ni la humildad con el miedo. La muerte era su batalla final, y la ganaría para Jesús y con Él.
La última ruptura Hacia el fin de sus días, Francisco llegó a un nivel superior de desprendimiento al 107
renunciar al último refugio de su corazón. Cuando era más joven, le había pedido a Jesús que lo dejara viajar lo largo y ancho del mundo llevando el amor en su corazón a todos los pueblos, pues no quería morirse de aburrimiento en Asís. Habiendo sido escuchada su oración, y habiendo crecido tanto su Fraternidad que tenía el mundo entero en sus manos, las responsabilidades y las dificultades de cuidar de los frailes hicieron que Francisco se preguntara a veces si se había sobrextendido, si había traspasado los límites de su propio potencial. En una palabra, ¿había pecado de orgullo y había sido demasiado ambicioso? Un día cuando se le partía el corazón porque los frailes iban perdiendo parte del Sueño original, de repente ya no le importó. Dejó de hacerse preguntas, sin darse cuenta por qué. Había notado que las preocupaciones y la angustia no servían sino para evitar que Cristo garantizara el Sueño para siempre. Ahora quería sentirse quebrantado como Cristo en la cruz. Su propio fracaso, el quebrantamiento final de su espíritu, el decaimiento de su salud: Éstas eran las piezas finales del mosaico que se necesitaban para completar el Sueño. Llegó entonces a la conclusión de que el último refugio de su corazón había sido el Sueño mismo y que su nueva indiferencia hacia él devolvía el Sueño a Jesús y a sus frailes. Así es que le pidió a su Padre que lo estirara sobre la cruz más allá de los límites de lo que podía soportar. Así es que su propio grito de desesperación, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?,” al romperlo, lo libraría del Sueño mismo que, entonces, pasaría al mundo para siempre. El Sueño le pertenecía a Dios y sólo Él podía asegurarlo. La perseverancia humana se perfeccionaba en esta última ruptura del amor.
En el camino Francisco había pasado gran parte de su vida viajando a pie, yendo o volviendo de alguna parte, o había observado a otros que hacían lo mismo. Las primeras impresiones de su padre eran las de un viajero. Siempre parecía estar viajando por el norte de Italia o por la Provenza en el sur de Francia. Su madre era sedentaria y él y su padre se alejaban de ella o volvían a ella. El viajero en él dio a toda su vida un sentido de movimiento. De su madre recibió la dulzura, la cordialidad, la música y la poesía porque todas éstas eran características de los provenzales de Francia. Su padre había conocido a la Dama Pica en uno de sus numerosos viajes a Francia para comprar tapices y telas. Se la trajo a Asís, donde permaneció toda su vida mientras que Pietro seguía haciendo viajes a Francia. De su padre, Francisco recibió su amor a la aventura, su tenaz adhesión a sus convicciones, un espíritu práctico, un alma de viajero, alma infatigable. Sabía que su padre viajaba constantemente por la ruta de las caravanas que venían a Asís o que salían de Asís. Y estos viajes continuaron por muchos años después de que Francisco se separó de él. En su imaginación, Francisco siempre se estaba encontrando con Pietro en alguna encrucijada y se reconciliaban en alguna bifurcación del camino y Pietro decía que 108
comprendía lo que Francisco había tenido que hacer aquel día ante el Obispo. Quizás ésta era una de las razones por las cuales Francisco se hallaba de viaje con tanta frecuencia. Quizás esperaba que se realizara lo que se había imaginado. Y ahora, en la confusión de sus últimas horas antes de morir, no podía acordarse si la reconciliación verdaderamente había tomado lugar o si esa entrevista no era sino el fruto de su imaginación. Quería levantarse del suelo de su cabaña de Santa María de los Angeles y echar a andar por los caminos otra vez. ¿O había muerto su padre? Sí, había muerto ese día frente al Obispo Guido. ¿O había sido más tarde? En realidad, no importaba ahora. Pronto se encontraría con su Padre Celestial y Él le daría razón de Pietro. En todo caso, creía que su reconciliación estaba a punto de realizarse, que las encrucijadas con las que había soñado estaban fuera del tiempo y del espacio. Sí, en alguna parte donde se enjugarían todas las lágrimas y se sanarían todas las heridas. Sí, lo sabía. Él y Pietro estaban a punto de juntar sus manos y su corazón una vez más. Quería ponerse a cantar de nuevo en acción de gracias a Dios por este último Sueño que estaba a punto de realizarse. Y cuando trató de imaginarse a Dios en su mente, la cara de Dios, de repente, era la de Pietro.
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Una oración para buscadores ¡Qué fuerte y hermoso es el amor! Ningún hechizo, en realidad, sino unción y fervor de corazón. El amor, reflexionaba Francisco, era como las grutas de granito del monte Subasio, pequeñas y angostas, pero que no aprisionaban. Se penetraba por el pasaje, obscuro y frío, y algo se abría dentro de uno. Daba la sensación de invernar en el vientre de la madre tierra, donde se sentía una tibieza y se estaba seguro y lo único que se podía escuchar era la propia respiración, el llamado de las aves, el canto de los grillos que venía de afuera y la voz de Dios dentro de tu propio corazón. Francisco sonreía al pensar en esas pequeñas grutas en la ladera del monte Subasio. Sabía, ahora que estaba acostado aquí en la llanura al pie de la montaña, que en su cuerpo nunca volvería a hacer la santa subida. Pero cuando su alma emprendiera el vuelo sobre la iglesita de Nuestra Señora de los Angeles, esperaba que subiera una vez más hasta la cumbre del monte Subasio y que se deslizara por las grutas, bendiciéndolas para todos aquellos amantes del Señor que fueran suficientemente sabios como para buscarse a sí mismos, excavando su propia gruta en la tierra del monte Subasio. Le pediría a Jesús que su salida de este mundo fuera para ellos una resurrección de su mente, de su corazón y una ascensión de su espíritu a las alturas del santo amor. ¿Quiénes serían esos hombres y mujeres de tiempos venideros? Gente sencilla, de seguro, de diferentes edades, todos en pos del Sueño y del Viaje, tales como Francisco los había entendido. Rezaba por ellos y por su Viaje lleno de ensueños. Se imaginaba que se cernía en los aires sobre la tierra para verlos venir a Asís de todos los países y de todos los rincones de la tierra. Y por ellos dijo esta oración: ¡Bendice esta tierra, amado Señor, y todas las grutas que esconde! Porque vendrá aquí todo un ejército, de buscadores solitarios. Que esta bendita montaña los guarde seguros, hasta que la mañana de sus mañanas amanezca sobre la cima de todos los montes Subasios del mundo. Señor Jesús, yo, tu pequeño servidor y cantor de tu amor, proclamo en tu Nombre a todos los hijos del Sueño: “¡Levántense, soñadores 110
y trovadores del Viaje sin fin! Su Sueño va a comenzar…” Francisco hubiera querido que Fray León pudiera leer su mente y copiar esta oración para todos los futuros buscadores. Ahora se perdería, a no ser que quizás, en años venideros, alguna persona de corazón joven, al encontrarse en la cima del monte Subasio, oyera en su propio corazón los ecos de lo que Francisco había expresado en su alma cuando la Hermana Muerte se acercaba. Francisco oró para que así sucediera.
El contacto con Jesús El contacto con Jesús. El estremecimiento que pasa por el cuerpo cuando Él pone las manos en las de uno. Ese contacto con Cristo en el monte Alvernia había ardido en la mente de Francisco cada día, durante los dos años que transcurrieron desde ese momento hasta este último día de su vida como peregrino. Todas las otras experiencias de su vida palidecían ante ese momento en el monte Alvernia cuando Jesús había quemado sus llagas en la piel suave y delicada de Francisco. En ese dolor exquisito había sentido la unión misteriosa de la alegría y del sufrimiento en un agudísimo acto de amor. Era un acto continuo, puesto que a diario Francisco llevaba consigo los sufrimientos de Jesús en el Calvario. Era un signo tangible de que Cristo lo aceptaba a él, el Poverello, en sus esfuerzos. Era un sello puesto sobre el valor santificante de todas esas noches frías, sin poder dormir, en grutas de montaña con un tronco por almohada y una piedra por cama. El contacto con Jesús. ¡Cómo ardía! ¡Qué dulce la sensación de amor que penetraba como un fuego! Francisco yacía sobre el suelo frío de su cabaña de Santa María de los Angeles, pero no sentía sino el contacto de Jesús en sus pies, en sus manos y en su costado. Los frailes que presenciaban la muerte de Francisco veían como se deslizaba la vida de un viajero con Jesús. Pobre. Quebrantado de cuerpo. Radiante en la luz del Espíritu que brillaba en sus ojos y en las marcas del contacto con Jesús. Y la paz de su muerte sellaría lo genuino de su propia vocación como Frailes Menores del Señor. La realidad de esta paz al final. Así los frailes estarían seguros de que ellos también iban auténticamente en el camino de Jesús. No les quedaba sino perseverar como Francisco lo había hecho y el mismo Jesucristo vendría a investirlos de su Paz perfecta. Francisco miró alrededor de la cabaña y rezó por cada uno de los frailes que veía borrosamente de pie junto a él y por la Dama Clara y por sus hermanas. El Sueño les pertenecía a ellos y a ellas ahora, y no les quedaba sino completar el Viaje.
La Hermana Muerte
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De repente Francisco fue sacudido de su ensueño por las voces de sus frailes que rezaban por él. ¿Cuánto tiempo había estado perdido recordando el Sueño y el Viaje? No importaba, porque de seguro la Hermana Muerte se hallaba a la puerta. Miraba, una por una, las caras borrosas de los frailes, amándolas en su ceguera como las había amado con su vista. Luego le pidió a Fray Elias que le quitara el hábito para poder estar acostado completamente pobre en el suelo. Fray Elias hizo lo que Francisco le había pedido, pero luego le puso otro hábito a Francisco, diciéndole con esa voz autoritaria que sólo Fray Elias usaba, “Padre Francisco, le estoy prestando este hábito en Santa Obediencia. No tiene ningún derecho de propiedad sobre él, así es que le prohibo que lo regale o que se lo quite de su cuerpo.” Francisco estaba extático. La Dama Pobreza había mandado a Fray Elias a él al final de su vida para privarlo una vez más de su propia voluntad, pero al mismo tiempo dejarlo ser fiel y morir sin nada suyo propio. Ahora, al estar acostado en el suelo frío, la alegría final le atravesó todo el cuerpo. Ahora moriría como Jesús su hermano y Señor, pobre y llevando sólo un hábito prestado. Se alegraba de no poder levantarse, porque no merecía ser levantado en alto en la muerte como Jesús había sido crucificado y levantado contra el cielo de Jerusalén. Moriría acostado en el suelo, con las manos tocando el polvo de la tierra, esperando a que Jesús viniera por él. Imágenes de Elias le cruzaron por la mente. Vio al profeta acostado sobre el hijo de la viuda, comunicando vida al muchacho. En la mente de Francisco las dos figuras, la del muchacho y la del profeta se fusionaban en una. Esperaba que así fuera la venida de Jesús. Se fundirían el uno en el otro, miembro a miembro, y llaga a llaga; y Francisco se elevaría completamente unido a Jesús, carne de su carne, y su Viaje terminaría y sería él mismo. Perdido en Jesús, todavía seguiría siendo Francisco, pero también sería eternamente uno con su Amante Divino. Todos los frailes estaban llorando ahora y rezando en voz alta, pero Francisco ni los veía ni los oía. Sus ojos ciegos estaban transfigurados, mirando al Hombre del Sueño que se acercaba. “¡Ahora, Pequeñuelo, Gorrión, aquí estoy!” El Señor estaba inclinado sobre Francisco, pero todo lo que los frailes vieron fue a Francisco medio levantándose e inclinándose hacia adelante, con los ojos cerrados, con una sonrisa radiante en la cara. Parecía sostener un don precioso en sus brazos. Luego se acostó en el suelo y dejó que la levedad de ese don descansara sobre su corazón y murió en el Señor.
Postfacio Las gentes tenían fe en él. Querían creer en el Sueño y él era la prueba del Sueño. Se llamaba Francisco. Vivió y murió tranquila y apaciblemente en Asís. Cuando la luz del espíritu se estaba extinguiendo en el mundo, este hombre, este hombrecito, él solo, había revivido la llama. Murió cuando no tenía más que cuarenta y cinco años, pero dejó tras él un Sueño para soñar y un Viaje para desafiarnos a todos. 112
Este libro es mi propio Sueño y mi propio Viaje con Francisco. Mi oración se eleva para que el Sueño sea claro para ti, lector, lectora, para que tú también te decidas a emprender un Viaje con Francisco hacia esa Paz y hacia esa Alegría que superan toda comprensión. Al hacerlo, sin embargo, recuerda: Los dos son importantes, el Viaje y el Sueño, el salir al exterior y el entrar al interior. Sin el Viaje, el Sueño es un inútil entrar en ti mismo, como una rueda que da vueltas sobre su eje para ti solo. Con el Viaje, el entrar en ti mismo es en sí mismo un Viaje, que no se termina contigo sino que pasa por ti y sale enriquecido de la dirección que tú encontraste en ti mismo. Permanecer en el interior demasiado tiempo puede hacer del Viaje una odisea de cuento de hadas. Y el Sueño se hace una ilusión. La rueda tiene que dar vueltas por el verdadero camino a donde te conduce el Sueño. Permanecer en el camino demasiado tiempo disminuye la luz del Sueño hasta impedir que se vea, y el camino toma el lugar del Sueño. El Viaje y el Sueño son un acto equilibrado de amor. Los dos se realizan cuando fuera de ti mismo te pones a seguir a Cristo, a la vez Sueño y Viaje.
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Índice Title Page Copyright Page Introducción Un viaje de sueños El Sueño El Sueño en Spoleto Un renacimiento La gruta Sobre la soledad La Dama Pobreza Encuentro con el leproso Este nuevo día El crucifijo habla Cuando se pierde a un padre Un hombre emancipado El heraldo del Gran Rey El bufón Un viento en la cara El trovador Las bodas místicas de Francisco El demonio y el ángel Los frailes Sobre la intimidad Sobre la integridad y la sinceridad Sobre la guerra Rivotorto El Papa y el mendigo Sobre la Dama Clara
3 4 11 12 13 15 16 16 17 18 20 21 21 23 24 26 26 28 30 31 32 33 34 35 37 37 39 40 115
Un hombre radical Sobre el amor fraternal Caldo caliente y santidad Sobre alondras y gorriones Una trinidad de pueblos El gozo perfecto Una vieja historia de amor cortesano El lobo de Gubbio Rúbricas en el aire Caballero de la Mesa Redonda Una galería de retratos Sueño de vuelo Memorias del hijo de un tendero Sobre León y Francisco Francisco ante el Sultán Sobre ciudadanos y mendigos Sobre constructores de monasterios La Navidad en Greccio Trabajar con sus manos Sobre el amor Descalzo en el lodo Una apología por la penitencia El Hermano Asno La lluvia en la montaña Viajes a tierras lejanas La Sagrada Eucaristía De escondrijos en la montaña Las lluvias del monte Subasio De armadura y cota de malla 116
41 42 43 45 47 48 50 52 55 55 57 58 58 60 60 64 66 67 68 69 70 71 72 73 75 75 76 78 80
Un canario silvestre El Obispo Guido de Asís El Viaje y el Sueño Un junquillo de montaña Cambios en la Orden El montañés Sobre las estaciones y el tiempo El monte Alvernia El sueño del diablo Himno al monte Alvernia Sobre la enfermedad Sobre la ropa Un corazón partido Una oración para toda clase de tiempo Secretos de un amor fiel Mujer Corderito Sobre la violencia La última ruptura En el camino Una oración para buscadores El contacto con Jesus La Hermana Muerte Postfacio
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81 82 86 87 88 90 90 92 94 95 95 98 98 101 103 105 106 106 107 108 110 111 111 112
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