FRANC_ISABEL_-_VAN_GUARDIA_LOLA_-_LA_MANSIóN_DE_LAS_TRÃ-BADAS.docx

September 27, 2017 | Author: La Haker Kandj | Category: Lesbian, Tourism
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Agradecimientos A Julia, cómplice de un asesinato perpetrado una mañana de julio en medio de la vorágine urbana. A Paloma, por sus terapéuticas aportaciones. A Sara, el punto de erudición en cuestiones esotéricas. A Jenni, rapidez y eficacia en cualquier tipo de información que se le pida. A Lourdes, que me ayudó a encontrar un tiempo precioso. A Teresa, fuente inagotable de datos, paréntesis, ternura y generosidad. Y a Obdulia por todas las páginas de texto provisional que ha tenido que leer y por sus siempre acertadas sugerencias.

Amores, desamores, diversión, negocios y unas gotas de misterio, son los ingredientes principales de esta novela cuya trama se desarrolla en torno a una casa de Turismo Rural para mujeres. Con su habitual estilo, ágil, inteligente, chispeante y lleno de ironía, la autora nos adentra de nuevo en ese mundo suyo donde reina la parodia. Junto a «Con Pedigree» (1997) y «Plumas de doble filo» (1999), «La mansión de las Tríbadas» viene a completar una trilogía Insólita, en la que Lola Van Guardia ha sabido combinar de forma ingeniosa el suspense, el erotismo y la ternura, configurando un universo de mujeres lleno de humor. Las lectoras recorrerán las páginas de sus libros con una incontenible sonrisa.

Capítulo 1

Ellas

Sentadas al borde de la cama, las dos mujeres contemplaban la evolución de las llamas en el hogar. Sólo se oía el crepitar del fuego y, al otro lado de la alcoba, en ese mundo que por unas horas habían dejado fuera, el silbido del viento. Fumaban del mismo cigarrillo y bebían del mismo vaso sorbos pequeños de Lagavulin, traspasándose de una lengua a otra el sabor a carbón que dejaba en sus bocas el líquido dorado. Semidesnudas, dejaron que sus cuerpos se abandonaran a los caprichos del amor y, así, una mano se deslizó cadenciosa por la piel de la que ahora era su espejo, desatando a su paso una revolución de vello erizado. La cabeza cayó lenta hacia atrás hasta posarse en el mullido amasijo de sábanas y dejar a la otra mujer tendida boca arriba con los muslos entreabiertos. Por el laberinto de su oreja, avanzó una lengua húmeda, con la dulzura de una babosa resbalando por el musgo. La respiración en la

oreja. Fuera, el zumbido del viento. Por un momento, ambos sonidos se confundieron en el oído y de su garganta salió un pequeño aullido de cachorro. Sintió la mano actuando en varios puntos a la vez. La mano que acaricia, la mano que presiona, la mano que calienta, la mano. Por toda su piel, una mano. Dos manos. Ahora asían sus caderas, se enzarzaban en las bragas y las hacían bajar. Notó la seda que se deslizaba por la tersa piel de la parte interior del muslo acariciándola con una suavidad eléctrica. Conforme la seda bajaba, subía por sus piernas un calor de termas y una erupción de burbujas brotaba de su sexo abierto como el caño de una fuente. Siguió el recorrido de la seda cimbreando por las pantorrillas mientras una cadena de besos dibujaba una cruz de hombro a hombro, de la garganta basta el pecho. Y su voz repetía, « ¡Qué lento, qué intenso!». En su fuga, las bragas se enlazaron en los tobillos; uno de ellos se deshizo de la pernera, el otro la atrapó como una percha. La prenda quedó suspendida de aquel pie y allí permaneció durante todo el tiempo que duró el tornado amoroso. La lengua siguió resbalando. Ahora hacia los pezones. Se agitó sobre ellos para erizarlos aún más de lo que estaban. Al mismo tiempo, notó un deambular de hormigas traviesas caminando hacia la selva púbica y aceptó gozosa su tamborileo alrededor del clítoris. Dedos que juegan, dedos que repican, dedos que incendian el chorro de lava que cubre ya toda esa zona. El canal transparente borbotea como el cava recién servido en el borde de una copa, invitando a ser frenado por un dedo benévolo o sorbido con fruición por una boca sedienta de burbujas. La mano se adentra cautelosa para instalarse en una posición estratégica: dos dedos rodeando los labios mayores, dos rozando las ingles, uno en el centro untándose de miel, equipándose para iniciar la exploración de la sima. Lenta la entrada. Lento el roce en las paredes de la cavidad oculta. Lento y contenido el espasmo intermitente al paso de ese dedo que se va abriendo camino. Y el ritmo asciende obligando a un giro de caderas, a una contracción rítmica para sorber con la boca de su sexo el extremo de la falange. El dedo entra y sale. Fricciona las paredes de la vulva. En una de las salidas atrapa otro dedo y ya son dos los que juguetean en el interior empapados en gelatina. El cuerpo se arquea. Se agarra a las sábanas con ambas manos y empieza a trotar gimiendo y musitando palabras entrecortadas. En el hogar bailan las llamas como si un huracán repentino las hubiera avivado. Los chasquidos de la leña se confunden con sus gemidos, forman juntos un coro de plañideras, interpretando la más fogosa de las sinfonías. Arde el mismo fuego dentro y fuera de su cuerpo y todo se confunde. Manos, dedos, lengua, boca la arrastran a velocidad supersónica hacia remotas galaxias. En un determinado momento, la habitación se tornó azul noche, millares de estrellas atravesaron fugaces el techo, una lluvia de meteoritos estalló en su interior y el silencio del universo invadió la estancia. Entonces, el cuerpo se relajó, las piernas se posaron en el colchón, el pie se inclinó fláccido hacia un lado y las bragas cayeron al suelo. Por la mañana, humeaban aún los vestigios del fuego en forma de brasas escondidas entre un montículo de ceniza durmiente. Un rayo de sol se colaba por una rendija y cruzaba la sala como una lanza para ir a clavarse en el amasijo de pliegues que dibujaban las sábanas sobre la cama. Asomaba un pie por debajo de los dobleces rozando la línea de luz que, de forma imperceptible se iba acercando hacia él. La mujer se desperezó, giró entre las sábanas, alargó un brazo y palpó el colchón vacío. Se incorporó con cierta inquietud, al tiempo que se tranquilizaba a sí misma pensando que la otra se habría levantado antes, que estaría en el baño o preparando el desayuno, pero no oyó ruido alguno. El silencio de la casa era plomizo. El viento se había calmado y del exterior sólo llegaba el graznido de las aves, el ladrido lejano de una perra guardiana. «Habrá ido al pueblo a comprar el desayuno», insistió en autoconvencerse de que no pasaba nada, de que no se había ido, de que su sexto sentido la traicionaba. Pero una maldita intuición hacía latir su corazón con una intensidad anormal. Se incorporó en la cama y vio la ropa tirada por el suelo, las brasas dormitando en el hogar y el

rayo de sol que se colaba por la rendija de la ventana y dibujaba en medio de la habitación ahora ya una cortina de luz. Las bragas no estaban. Por fin, en la mesilla de noche, apoyado en la lámpara, entre el cenicero repleto de colillas y el vaso con restos de Lagavulin, vio el sobre con su nombre. Abrió la carta, la leyó y sus lágrimas corrieron por el papel difuminándose en regueros de tinta. Las primeras exigencias primaverales habían hecho ya su aparición, aunque el calendario se obstinaba en pregonar que el invierno aún seguía vivo. En un mismo día se alternaban un sol deslumbrante y una sucesión de nubes, vientos y lluvias tan feroces como esporádicas. Las alergias llenaban los consultorios de la Seguridad Social y los antihistamínicos volaban de las farmacias como vuelan de un bar los churros un domingo por la mañana. Churros era precisamente lo que Matilde Miranda estaba poniendo en un plato con amorosa precisión. Tiró al cubo de la basura la bolsa de papel grasienta y arrugada que los había contenido y dispuso en la bandeja la cafetera de ocho tazas, un manojo de servilletas de papel, dos frascos de Actimel y los churros. En la mesa estaban ya las tazas con sus correspondientes platos y cucharillas y un cenicero en el que humeaba un cigarrillo. —Deberíamos tomarnos unos días de descanso ahora que empieza el buen tiempo —dijo Mati llenando hasta el borde las tazas de café. Tea estaba enfrascada en la lectura del periódico y sin levantar la vista de él, rezongó: —Claro, como tenemos tanto tiempo libre. —Me refiero a un fin de semana. Podríamos salir por ahí, respirar un poco de aire limpio. Nos vendría bien. Tea dobló el periódico y, cual discóbolo, lo lanzó al sofá. Observó la disposición de los elementos en la mesa. El cigarrillo se había consumido solo y estaba convertido en un cilindro perfecto de ceniza. Cercenó la brasa y aplastó el filtro contra la porcelana del cenicero. — ¿Qué tal un balneario? — propuso agarrando un churro y mojándolo hasta el fondo en la taza del café. — Se me ocurre algo mejor. Podríamos ir a esa casa de turismo rural para mujeres que acaban de inaugurar. — ¿Turismo rural? —se sorprendió. — Parece una iniciativa interesante. Tea adelantó el labio inferior con escepticismo. — No sé — dijo—. No creo que a Adelaida le haga mucha gracia la idea. — ¡Oye! — se quejó Matilde—. ¿Se puede saber qué pinta Adelaida en...? — Mujer — la interrumpió Tea—, tendríamos que decírselo. A ella también le vendrá bien salir. Desde que inició su exilio extraurbano apenas se mueve y además, últimamente anda un poco desanimada. — Tea, desde que conocemos a Adelaida siempre anda desanimada por un motivo o por otro. — Entonces, razón de más — afirmó y le dio un mordisco al churro. A Adelaida Duarte le afectaba muchísimo la primavera. Sólo olería, ya se ponía mala. Además de la consabida astenia, aquella efusión de capullos, flores, larvas y mariposas le provocaba un revuelo interno que atacaba por igual a su sistema emocional, fisiológico y creativo. Llevaba más de dos semanas batallando en la construcción de una nueva novela. No acertaba con la estructura, no encontraba el ritmo narrativo y tampoco conseguía dar con un título cuya fuerza pudiera atraer de entrada a las lectoras. Tras su última obra, Más allá de tu frondoso pubis, cuyo éxito había superado con creces el de las anteriores, se sentía vacía y aunque se decía a sí misma, y era cierto, que lo mismo le había ocurrido con todas sus novelas, su natural tendencia a la auto desvalorización, la depresión profunda y el pesimismo, la llevaba a pensar, corno siempre, que de aquel estado no podía salir nada bueno.

En uno de esos ataques estaba, cuando recibió una llamada de Cecilia que acabó de hundirla. Karina, su ex novia, con la que habían acabado como el rosario de la aurora, regresaba de su exilio en Provincetown para instalarse en la capital autonómica. — ¡Lo que me faltaba! — exclamó. Cecilia trató de consolarla con palabras amistosas, pero su discurso se vio interrumpido por un molesto pitido que taladró el tímpano de la escritora indicándole que tenía otra llamada. Negada como era para la tecnología, no sabía cómo mantener en espera la comunicación actual y recoger la que llegaba, así que cortó por lo sano diciéndole a Cecilia que la llamaría en otro momento y atendió la llamada entrante. — ¡Hola cielo! ¿Cómo te tengo? — La voz de Tea sonaba animosa. — Fatal — la de Adelaida, pesarosa—. Me tienes fatal — y le explicó todas sus penas. Tea no le hizo ni caso, le comunicó su proyecto de salir al campo el fin de semana y la animó a que fuera con ellas. Así podría cargar pilas para enfrentarse a su novela, a Karina y a lo que hiciera falta, a lo que Adelaida respondió recordándole lo mal que le sentaba a ella la primavera y más en el campo. — Pero, Ade, si aún faltan veinte días para que empiece la primavera. — Dieciocho — replicó—. Suficientes para sentirla encima y (pie te entre el muermo. Y no me llames Ade, haz el favor. La conversación prosiguió unos minutos más en el mismo tono: Adelaida poniendo pegas y Tea haciendo caso omiso a las quejas de su amiga. Finalmente, la convenció argumentando que podía llevar a Tilita, su perra, ya que en la casa de turismo rural admitían animales de compañía. Se despidió a toda prisa alegando que llegaba tarde a la redacción del periódico y allí la dejó. Tras colgar el teléfono, la escritora miró a su perrita, apoyada la barbilla en su cojín de plumas con las orejas extendidas cual alfombra a ambos lados, y le dijo: — Visto el panorama, Tilita, creo que nos sentará bien salir. Hasta la capital del estado pluriautonómico habían llegado también los primeros síntomas de la primavera. En su despacho de Chueca, la doctora Marisa Giménez buscaba en Internet alojamientos a los que poder acudir en vacaciones acompañada de Minerva, su pequeña West Highland White Terrier. La Semana Santa estaba ya cerca y a ella le gustaba hacer las cosas con tiempo para no encontrarse a última hora con desagradables sorpresas. Además, quería confeccionarse un fichero de residencias para amas y mascotas. Entrando aquí y saltando allá a través de las conexiones telemáticas la doctora encontró un anuncio interesante: Casa de turismo rural para gays y lesbianas. Precio correcto, amplia gama de servicios, zona atractiva y además admitían animales de compañía. No estaba mal, pensó, pero... En un suspiro se preguntó a sí misma: « ¿Por qué no montarán una casa de turismo rural sólo para lesbianas? O para mujeres en general. Al fin y al cabo, la que no lo es, puede convertirse en cualquier momento». Bueno, se conformó, ya encontraría algo. Apagó el ordenador y se puso a mirar la correspondencia. Tenía varias cartas del banco (que es quien más escribe en los tiempos que corren), algunas facturas, una postal de una dienta desde el balneario de Archena, a donde ella misma la había enviado para que se recuperara del estrés, una invitación a una conferencia sobre técnicas de reproducción asistida y un tríptico publicitario en el que se anunciaba la reciente inauguración de una casa de turismo rural sólo para mujeres. « ¡Qué casualidad!», exclamó. Justo lo que estaba buscando llegaba a sus manos. Teniendo en cuenta que la casualidad no existe, era como para preguntarse: « ¿Qué estará tramando el destino?». A pocos metros del consultorio de la doctora Giménez, se encontraba la comisaría de policía en la que la inspectora García tenía su cuartel general. Por aquella época andaba ella algo aturdida. Sus superioras estaban preocupadas. Desde hacía un tiempo parecía ida, melancólica, como abstraída en algún pensamiento lejano.

— Para mí que se añora de las catalanas — dijo la comisaría en jefe—. Desde lo del caso Mayo, no ha parado de darnos la lata, alabando a las mozas de escuadra. ¡Con la manía que yo les tengo! ¿No tendremos algún caso por aquella zona? Así la enviamos y a ver si se queda tranquila. La subcomisaria se rascó una ceja con aire reflexivo. — Nada por el momento, comisaría, pero lo tendré en cuenta por si sale algo. En esto, entró García cabizbaja y ambas disimularon. — ¿Qué hay, García? ¿Cómo vamos? — ¡Psssee! —Recogió los informes del día y se los llevó a su despacho. Sí, García estaba preocupada. Tenía un problema que solucionar y pensaba hacerlo a la mayor brevedad. Cogió su agenda, descolgó el teléfono y marcó un número. Respondió una voz nasal, más bien cantarina, que le espetó de corrido: — Clínica Flores, ¿en qué puedo atenderla? — Mire, me dé hora con la doctora Flores, que es para una revisión. — ¿Es su primera visita? — preguntó la voz en el mismo tono mecánico. — No —respondió García conteniendo una leve irritación—. Ya le he dicho que es para una revisión. Mi nombre es Emma García. — ¿Me dice su número de expediente? — Pues, mire usted, es que ahora mismo no lo tengo a mano. — ¡Uy! Entonceeees... —Se oían voces de fondo, trajín de papeles y teclas de ordenador. — ¿No puede localizar mi ficha por el nombre? —pidió García. — Me resulta más fácil por el número de expediente. — Pero tendrán informatizado el archivo, digo yo. — Sí, señora, tenemos una base de datos muy completa. El tono de desafío iba subiendo por ambas partes. — Pues si es tan completa su base de datos, también podrá localizar mi expediente por el nombre. Ahora la voz de la señorita era más aguda y tensa. — Es que usted se llama García y con ese apellido tenemos unas trescientas mil entradas. La inspectora no soportaba que una administrativa cualquiera le hablara en ese tono. Apretó los dientes, entornó los ojos y, lamiendo con rabia las palabras, replicó: — Seguro que si busca por García Romerilla no le salen tantas. Inspectora Emma García Romerilla, de la comisaría de Chueca. Me dé hora y con carácter urgente. ¿Queda claro? — Clarísimo, inspectora. Venga el lunes a las 3 h. Los cambios de estación suelen ir acompañados de crisis existenciales, inseguridad y dolores de úlcera. Inés Villamontes lo sabía de sobras y por eso ponía en funcionamiento todos sus mecanismos esotéricos y místicos para hacer frente al tránsito estacional. En esas épocas, siempre tenía un gran trasiego de dientas deseosas de consultar su futuro, pedirle consejo sobre la resolución de un problema pendiente o someterse a alguna técnica de limpieza y sanación de las que Inés practicaba con suma conciencia y sabiduría. Por su consultorio pasaron Clara y Ana, preocupadas por el porvenir de su hijita. Ahora que empezaba a tener conciencia, habría que explicarle cuáles eran sus orígenes y, por mucho que ella lo aceptara, faltaba observar cómo reaccionaría el entorno. Hizo también sus consultas Margarita Sureda, la redactora de la Cadena 4 de TV. Quería despejar ciertas dudas acerca de unas supuestas geopatías que había detectado en el nuevo plató de la Cadena 4 y, ya puesta, le preguntó sobre el trágico desenlace que presumiblemente tendría su relación amorosa con una fontanera estupenda. Otra que quiso indagar en su futuro fue Remei G., la pequeña cineasta emigrada a los Estados Unidos de América en busca de fama, glamour y fortuna. Ahora, de vuelta con una mano delante y otra detrás, invirtió buena parte de sus ahorrillos en hacer una consulta a la bruja más famosa del país entre las bolleras.

Inés le echó las cartas y le dijo: — Veo una casa, una casa grande (Remei disparó su imaginación: «Son los estudios cinematográficos con mi nombre que pienso montar»), y tú estás dentro («Dirigiéndolo todo», pensó). Hay muchas mujeres a tu alrededor («Esas son mis subalternas»), mujeres de todas las razas, tamaños y colores («Y esas las actrices, seguro»); veo humo y fuego, un fuego creativo; tus manos elaboran con resultados óptimos y la creatividad está contigo (« ¡Bingo!»). Tu futuro inmediato está en esa casa. Remei salió de allí más contenta que una azufaifa*. Por fin vería sus sueños cumplidos. Ella había regresado a su tierra para triunfar y ante sus ojos se abría el más esperanzador y exultante de los porvenires. Claro que Inés Villamontes decía lo que veía y veía bien. Otra cosa era la interpretación que Remei le daba. Porque era cierto que en su futuro aparecía una casa, una mansión que iba a ser el centro neurálgico de apasionantes y controvertidos sucesos. Una gran mansión que se cruzaría también en los destinos de todas las mujeres nombradas hasta el momento: Tea de Santos, Matilde Miranda, Adelaida Duarte, Margarita Sureda, Clara y Ana, las dos mujeres que se amaron frente al fuego, Gina y Cecilia, actuales regentas de la discoteca Gay Night, la inspectora García, la doctora Giménez y la mismísima Inés Villamontes, más las históricas, las militantes, las radicales, las organizadas, Paca la peluquera, Azucena la del gimnasio y muchas independientes. Todas ELLAS, y un montón de ocas, coincidieron en aquella casa.

*En catalán ginjol

CAPÍTULO 2

Astenia primaveral Después de leer la carta, Gemma Campmany buscó las bragas por toda la estancia. No estaban. Se vistió con el traje de chaqueta de tweed, cogió su bolso negro de piel, muy plano, (marca Vogue, por cierto) y salió al exterior. Sentía el tiro del pantalón rozándole el sexo al ritmo de sus pasos. Aquella sensación le hizo rememorar con tristeza la noche anterior y todas las noches anteriores con la dolorosa conciencia de haberlas perdido para siempre. Cerró de un golpe seco el portalón de madera y por un momento se detuvo para echar una última ojeada. Desde el pueblo llegaba el sonido de las campanas de la iglesia. Miró a su alrededor. La quietud del campo, una masía cercana, su pequeña casa aislada en una loma, el campanario al fondo. Probablemente, no regresaría nunca a aquel lugar que había sido su nido de amor secreto. Secreto el amor y secreto el nido. ¿Acaso no se había roto por eso? «Tanto secreto no puede traer nada bueno», se dijo, pero en ningún momento se planteó la posibilidad de volver atrás. Enfrentarse a la verdad y dar la cara no entraba en sus planes. ¿Qué era lo que le impedía hacerlo? ¿Su estatus social? ¿El cargo que ocupaba? ¿O el compromiso que representa ser fiel a una misma? En aquel preciso instante, le vino a la mente uno de esos pensamientos banales que nos asaltan como gazapos en los momentos más dramáticos. Tenía que comprar jalea real, solía

hacerlo en los cambios de estación. Le iría bien para combatir el estrés, la fatiga, la tristeza que sentía y, sobre todo, la astenia primaveral. En la puerta le esperaba un flamante Saab cabriolé de color gris metalizado. Abrió las portezuelas con el mando a distancia, se puso al volante y tomó la carretera general para dirigirse a su despacho en la Conselleria d’Agrocultura. A media mañana, en la casa de turismo rural se recibió una llamada. Estaban todavía acabando de pintar la verja y el timbre sonó varias veces antes de que llegara corriendo una de las socias. Con la carrera, las ocas, que hasta el momento se habían mostrado tranquilas, se agitaron alarmadas. Las ocas formaban parte tanto de la decoración como de la historia de aquella casa que en sus más de dos siglos de existencia había pasado por momentos de esplendor, de auge, de declive, de apogeo, de ruina, de apoteosis, de florecimiento y de decadencia. En las últimas décadas había sido restaurante, casa de colonias y granja eco-rural sin éxito en ninguno de los tres casos. Ahora era objeto de un nuevo y revolucionario proyecto: un grupo de mujeres, que aunque reducido no conseguía conjuntar todas las ideas, la había adquirido con la intención de montar una casa de turismo rural only for women. La idea en sí presagiaba un futuro atrayente, pero sus ejecutoras, llevadas tanto por la ilusión como por la codicia, cometieron de entrada un gran error. Habiendo invertido en la compra todo su capital, no les quedaba ni un mísero euro para arreglarla como era menester. Las habitaciones eran húmedas, los lavabos quedaban en el pasillo, las ventanas no cerraban bien, algunas paredes tenían grietas y la chimenea no tiraba. Aun así, la abrieron al público; pensaron que ya irían arreglándola con la aportación económica de las dientas. Había tanto deseo de que existiera una casa como aquella —y las dueñas eran conscientes de ello—, que pensaron que la parroquia tragaría con cualquier cosa. No obstante ahora (estarán de acuerdo conmigo las lectoras y me disculparán esta pequeña apreciación personal) el nivel de exigencia de las mujeres ha subido en todos los terrenos hasta ponerle a la sociedad el listón muy alto. Al descolgar el teléfono, una voz potente, firme y segura horadó el auricular y los tímpanos de quien atendía la llamada. Quería hacer una reserva a nombre de Tea de Santos. Pedía dos habitaciones, una doble y otra individual, ambas con baño y, a poder ser, con vistas. Ni el tono empleado ni las exigencias de quien llamaba fueron del agrado de la socia en cuestión, que no se anduvo con contemplaciones y lejos de explicarle las condiciones del hospedaje y buscar una solución, se la quitó de encima diciéndole que no les quedaba ni una habitación libre. — Ha llamado una señoritinga — le explicó luego a su colega—, con unas ínfulas, la tía... A la otra, conforme iba oyendo la narración detallada de la conversación, se le iba erizando el vello, pero al advertir que la protagonista del episodio había sido nada menos que Tea de Santos, no pudo contenerse más y puso el grito en el cielo. — ¡Pero tú sabes a quién acabas de rechazar! — rugió—. Tea de Santos es una periodista hiperfamosa. Hacía aquel programa en la Cadena 4 de TV: «TE Adoro TEA» y luego el magazín de los viernes «AbreTE A la Noche». ¿No te acuerdas del famoso escándalo de la ministra Beatriz Panceta? Ella fue quien lo sacó a la luz. — ¡Ah! Ya sé. Es aquella de la nariz... — Sí, la de la nariz. Seguro que viene con Adelaida Duarte, la gran diva de las letras lésbicas: La autora de Novias en la noche, De peluche y Más allá de tu frondoso pubis. — De peluche, perdona que te diga, era una pastelada que no había quien se la tragara. — Tienes razón. La mejor es Más allá... ahí tienes sexo explícito a tope. — Oye. ¿Y la tercera quién debe de ser? — Seguro que es Matilde Miranda, la que hace ese programa de radio todas las mañanas. — ¡Ah, sí! Esa me encanta. —Y se puso a canturrear la sintonía del programa:

Alas matinales, alas matinales por el triunfo de la feminización...

con la tonadilla de un popular himno anarquista. — No podemos dejar que se nos escapen — insistió—. Son un reclamo para nuestro negocio. — Pero es que la tía pedía dos habitaciones con baño. ¡Ya me dirás! Como no les pongamos un póster de Porcelanosa en la pared... — ¡Menudo problema! — meditó. — ¿Qué tal — propuso la socia—, si les instalamos un orinal y una palangana y les decimos que es el aseo típico del mundo rural y que nosotras somos muy fieles a las costumbres tradicionales? La otra suspiró. — Me temo que no nos queda otro remedio. Vete a la anticuaria de Peratallada y compra un aguamanil para cada habitación y tres orinales. Yo, mientras tanto, intentaré encontrar a la periodista. ¡Ah! Los orinales que sean de porcelana y pintados a mano, que éstas son muy finas.

— ¿Y cómo vas a localizarla? ¡No tenemos su número! — ¡Qué pardilla eres, hija! ¿No sabes que nuestro teléfono registra las llamadas? La tenemos metidita ahí dentro —exclamó señalando el aparato con un gesto de picardía. El número que había registrado era el de la redacción del periódico en el que Tea colaboraba habitualmente, pero, por fortuna, la periodista todavía estaba allí. En pocos minutos, la hospedera zanjó el tema. Le anunció que acababan de quedarse libres dos suites con aseo y vistas al jardín y que le bacía la reserva en cuanto abonara el veinte por ciento del coste total a la cuenta corriente que le indicaba a continuación. — ¡Qué suerte hemos tenido! — le comunicó Tea a Adelaida desde su móvil apenas transcurridas unas horas—. Además, pienso incluir los gastos de las tres en las dietas. Ya les he dicho a los del periódico que quiero escribir un reportaje sobre mujeres y agroturismo.

Como el alojamiento es barato, ni siquiera lo notarán —afirmó. A Adelaida, eso de que el alojamiento fuera barato le despertaba, de entrada, serias reticencias, pero, por una vez en su rígida existencia, decidió dar un voto de confianza al asunto y le confesó a su amiga: — Nos irá bien airearnos. Ya sabes que a mí la astenia primaveral me deja destrozada. A la inspectora García no era la astenia primaveral lo que la tenía cabizbaja y meditabunda. Una molestia en el pecho izquierdo era su principal motivo de preocupación. Se trataba de una protuberancia que ella sentía del tamaño de una nuez aunque en realidad no superaba el de un piñón y que, por pura manía, le había creado el tic de sobarse el pecho con cierta regularidad. Hasta sus superioras lo habían advertido e incluso llegaron a llamarle la atención. — García — le ordenó un día la subcomisaria en jefe—, evite ese gesto, haga el favor, que no queda propio de una inspectora de su talla. Aquella tarde tenía hora en la ginecóloga y como le daba corte presentarse con su uniforme de inspectora — traje de chaqueta estilo Loyola de Palacio, pelo recogido en una cola y gafas con montura de concha—, se atusó un poco la melena, se puso las lentillas y se vistió con su look más informal: jeans, camiseta cuello de barco y una cazadora tejana. No sabía exactamente por qué lo había hecho, pero se sentía más segura con aquel atuendo. Como suele ocurrir en las consultas de las ginecólogas, pasaban cuarenta y cinco minutos de la hora prevista para la visita y la inspectora García permanecía aún en la sala de espera con las piernas cruzadas esperando a que la llamaran. Ya se había leído todas las revistas del corazón y ahora observaba, dando golpecitos nerviosos con el pie, la decoración del consultorio y todo cuanto en él acaecía: puertas que se abrían y cerraban, teléfonos que sonaban, enfermeras que salían y entraban, pacientes que llegaban. Con su sagaz y detectivesca mirada, se dedicó a deducir qué llevaba a aquella consulta a cada una de las mujeres que llegaban. « Esta seguro que viene para la revisión; aquella viene a hacerse la prueba del embarazo y, por la cara que trae, hija no deseada seguro. Debió de ser un desliz, porque estas jovencitas, ya se sabe, una noche loca, el alcohol, un par de rayitas y luego pasa lo que pasa. Lo sabré yo, con lo que he visto y con lo que me conozco los peligros de la noche. Esa otra, problemas de menopausia, ya se la ve que tiene sudores», iba ella relatándose a sí misma mentalmente. En esto, se abrió una puerta y apareció una médica de aspecto menudo y vivaracho; media melena tono caoba claro, labios perfilados y unos enormes ojos color mandarina. Llevaba la bata desabrochada con un aire entre informal y provocativo, enfundados en el bolsillo izquierdo, a la altura del pecho, un par de bolígrafos y un marcador color naranja fosforito con letras doradas en las que se leía Gelocatil y un fonendo colgado del cuello. La doctora Giménez consideraba que había que mostrar cierta autoridad ante las pacientes y el fonendo era el instrumento que le otorgaba ese poder incuestionable que tienen las facultativas. Salió de su despacho, fue al mostrador de recepción, tomó unos informes y, con la mirada fija en ellos, regresó por donde había llegado. «Mira qué médica más mona —pensó García— ya podía ser mi doctora.» Pero no. Su doctora era una especie de matrona enorme que le tocó las tetas sin gracia ninguna y le anunció que aquello que tanto le molestaba era un quiste y que no había más remedio que hacer una biopsia para analizar su composición. El cabreo que pilló García fue de órdago. Con cajas destempladas le espetó: —A mí no me raja usted la teta. ¡Vamos! Ni usted ni nadie. Y salió de allí enfurecida lamentando no haberse puesto su uniforme de inspectora. Sería la astenia primaveral, los biorritmos mal encuadrados o una confluencia astral poco propicia, pero en aquellos días andaban todas descolocadísimas. Remei G. no conseguía encontrar una productora para su nueva película, sus contactos no funcionaban y su cuenta

corriente mermaba por momentos. Margarita Sureda había roto definitivamente con su novia fontanera. La hija de Clara y Ana tenía problemas de alergia y cada vez que la niña se ponía malita les asaltaba la duda de si era algo natural o provocado por el peculiar sistema que usaron para concebirla. Además, en la guardería las madres preguntaban, mejor dicho, comentaban entre ellas manifestando una curiosidad morbosa. ¿Cómo se lo habrían montado las dos madres para tener a la niña? ¿Habría sido por inseminación artificial? ¿De cuál de las dos sería hija? Resultaba curioso que la pequeña Atzavara tuviera rasgos físicos de ambas. Algunos de estos comentarios habían llegado a oídos de Clara y Ana provocándoles una presión y una inquietud que, aunque prevista, no sabían muy bien cómo afrontar. ¿Qué iba a ocurrir cuando la niña iniciara la escolaridad obligatoria?, se preguntaban. Las otras niñas, crueles como son, ¿se cebarían en la pobre Atzavara burlándose de ella? ¿Harían chistes fáciles recordándole la tópica sentencia de «madre no hay más que una»? — Si no fuera la única en el mundo... — sollozaba mamá Clara. — Eso. Si se animara alguien más y pudiéramos compartir nuestra circunstancia... — refrendaba mamá Ana. También durante ese período, en el Gay Night, la discoteca femenina más populosa de la ciudad, se vivían momentos de extrema tensión. Sus dueñas, Gina, Cecilia y la reincorporada Karina, no acababan de ponerse de acuerdo en cuanto a la forma de llevar el negocio. Ya no recordaban el tiempo que hacía que Gina y Cecilia gestionaban el local mientras Karina disfrutaba de un largo exilio en Provincetown al arrullo de su bollera mamá. Su éxito con las norteamericanas no le había dejado tiempo para participar en los trámites administrativos y económicos del negocio, pero sí para cobrar su parte de los beneficios. Cuando había algún problema las socias la llamaban por teléfono y ella solucionaba la papeleta correspondiente a base de faxes y mensajes de correo electrónico. Su viaje a Provincetown había provocado más de un desgarro cardíaco. Primero, había abandonado a Adelaida Duarte que en aquel tiempo era su pareja oficial y, más tarde, flirteó con tantas mujeres a la vez que la moral yanqui no fue capaz de soportarlo y tuvo que salir por piernas. Cuando le dijo a mamá que regresaba, ésta lo comprendió, aunque se sintió herida en su maternal instinto protector y le hizo prometer que la visitaría durante las vacaciones. Para que así fuera, la señora se comprometió a correr con todos los gastos del desplazamiento de su hija. Como hasta una edad muy avanzada había pensado que Karina era hétero (mejor dicho, lo era), cuando la vio convertida su emoción fue tan grande que, desde entonces, le concedía todos los caprichos, toleraba todas sus memeces y siempre se ponía de su parte desgraciara lo que desgraciase. Ahora había vuelto y no paraba de dar instrucciones y proponer modificaciones en cuanto a la gestión del Gay Night. Que si esto en USA lo hacen así, que si la cuestión del marketing aquí la llevamos muy mal, que si habría que poner un tal o quitar un cual para realzar el negocio, etc., etc., etc. Pero Gina y Cecilia habían dado ya con la fórmula para tener contenta a la clientela, sabían que el local funcionaba a las mil maravillas y eran conscientes de que lo habían levantado con su propio esfuerzo, superando numerosas dificultades sin la presencia de la tercera socia. — Nosotras llena discoteca cada weekend y beneficias están altas. No es buena cambiar cuando business funciona — protestó Gina con su peculiar acento de Manhattan. — Sí, el weekend se llena — replicó Karina—, pero entre semana no nos comemos una rosca. Con una pequeña inversión ganaríamos el triple. — Pues, perdona que te diga — intervino Cecilia—, pero si una disco de mujeres está de moda en esta ciudad, incluso me atrevería a decir en este país, es la nuestra. Hemos conseguido con gran esfuerzo aquello con lo que durante tanto tiempo soñamos y ahora vienes tú y nos lo quieres cambiar todo sin asumir los riesgos. ¿Y si luego no gustan las modificaciones y dejan de venir? — ¡Ay, Cecilia! Parece mentira que seáis tan estrechas. Precisamente, lo que hay que

hacer es renovar la clientela. — Pues a nosotras ya nos va bien con la que tenemos. Sin embargo, Karina no estaba dispuesta a transigir, así que, con gran sutileza, introdujo pequeñas pero sustanciales modificaciones en la decoración, en la iluminación — más agresiva en la pista, mucho más oscura en las salas y confusa en la barra— y en la música, cada vez más estridente. Con total premeditación y alevosía aumentó el volumen del sonido en el rincón donde había instaladas unas cuantas mesas para las que querían charlar y la música sonaba más tenue. Incluso hizo correr la voz de que el local estaba dando un giro hacia una clientela más joven y dinámica. La campaña surtió su efecto y empezaron a entrar caras nuevas en busca de más carne que romanticismo. Gina y Cecilia se sentían impotentes para frenar a Karina y, hartas ya de discusiones, se plantearon seriamente la escisión. En el Gay Night se respiraba, cada vez con más intensidad, un aire diferente. Tanto era así, que hasta Nati Pescador, la dienta habitual por excelencia, se planteó dejar de ir tras el morrocotudo disgusto que tuvo una de aquellas noches. — Me siento más apartada de ese rollo que el pescado en un arroz a banda — les confesó a sus íntimas amigas Candi y Gabi. Y les explicó que la noche anterior, una de esas quinceañeras pos moderna con la que intentó enrollarse la había llamado dinosauria y carcamal y aquello ha acabado de hundirla—. No sé, tías, me sentí como fuera de una bañera que siempre había sido la mía — se lamentó. Ahora, además de sus recurrentes fracasos amorosos, Nati veía que empezaba a tener una edad en la que una no está ya para tonterías. — Creo que me niego a admitir que me estoy haciendo vieja, que de aquí a la menopausia hay un abrir y cerrar de ojos, chicas. Y como era más bien obsesiva, la asaltó una especie de paranoia y empezó a sentir todos los síntomas de una vejez prematura: reuma en las articulaciones, artrosis en las manos, cansancio recurrente. — Nati, eso que lo digan las de cuarenta vale, pero tú... — la reprendieron Candi y Gabi con cariño—. Lo que tienes es sólo un poco de astenia primaveral. Se te pasará en seguida. No obstante, ella se volvió pasiva, apenas salía de casa excepto para tomar una infusión a media tarde con las amigas y llenó su botiquín con toda clase de medicamentos homeopáticos, naturistas, fitoterapéuticos y flores de Bach. Así estuvo hasta que se enteró de que Remei G. había regresado de los Estados Unidos de América. Entonces, de un soplo, se le fueron todos los males. Para Inés Villamontes, aquel trasiego de tensiones, preocupaciones y circunstancias adversas tenía una explicación que iba mucho más allá de la vulgar astenia primaveral. Según ella, eran los efectos, primero, del eclipse, que aunque olvidado ya, había dejado una intensa huella y sus secuelas tardarían todavía un tiempo en desaparecer; y además, se preparaba una confluencia de planetas, todos en fila, amenazantes cual espada de Damocles. Aquello, sin duda, iba a tener consecuencias imprevisibles. Los grandes cambios estaban asegurados. Muy pronto iban a vivirse acontecimientos sin precedentes, lo que predijo Nostradamus era una anécdota al lado de lo que Inés Villamontes presentía. Todo se movía. Todo. Y había que afrontarlo con determinación, valentía, firmeza, seguridad, serenidad y dominio; cualidades todas ellas inherentes a las mujeres. — ¡Ojo, chicas! — advertía Inés a sus dientas—. Que viene una época energética durilla. Pero ya sabéis — las consolaba ella con su habitual positivismo—, que la crisis es la mejor ayuda para el crecimiento personal. En aquellos días, empezaron a aparecer las primeras notas en prensa: «Se estudian medidas para el control de la reproducción entre homosexuales».

CAPÍTULO 3

Naufragios — ¡Intolerable! —exclamó Tea estrujando entre sus manos las páginas del periódico. Adelaida y Mati concluían el ritual de servirse un té con pastas—. ¡Es intolerable, vamos! Era la sobremesa del domingo. Habían abandonado con ostensible enojo la casa de turismo rural y, antes de retirarse a sus respectivas mansiones —las de Tea y Mati, en sendas barriadas medio burguesas de la capital y la de Adelaida en una de las urbanizaciones más lujosas de las cercanías de la ciudad—, decidieron concluir el fin de semana haciendo una tertulia en el lujoso apartamento de Tea situado en la Vila Olímpica. — Desde luego — confirmó Adelaida—. ¿A quién se le ocurre llevarme a esa pocilga con duchas comunitarias y moho en las paredes? No he podido dormir en toda la noche, me he cruzado con un insecto al ir a cerrar la ventana, que, por cierto, no encajaba bien y entraba aire por todas partes. Y del aseo, no digamos. Hay que tener caradura para llamar a aquello «una habitación con baño», por mucho tipismo rural que quieran venderte. La verdad, me parece una vergüenza. — No me refería a eso, Ade — replicó Tea—. Mirad lo que dice el periódico. Pretenden prohibir la reproducción entre homosexuales. Ahora que avanzan tanto las técnicas, va y nos joderán las leyes. — Las leyes nos han jodido siempre — afirmó Mati. — Y de todas formas —socarroneó Adelaida—, no sé por qué te incluyes, tú que eres «hétero y muy hétero». — Mira, Ade, en este momento no estoy para ironías, bastante hemos tenido ya con el fracaso del fin de semana. ¡Con lo que necesitábamos un descanso y el contacto con la naturaleza! Y ahora, para colmo, esta noticia. Vamos a tener que movernos. — Se levantó a coger un cigarrillo y dio una profunda bocanada de humo que soltó de inmediato como una chimenea—. Pienso escribir un artículo denunciando el hecho. — Una denuncia en el juzgado — insistió la escritora—, directamente. Un hospedaje de esas características debería clausurarse. No soporto el cutrerío. — Que no, Adelaida — intervino Mati con paciencia—, que se refiere a la noticia. Yo también haré mención en mi programa. — ¿Y los grupos de presión? — añadió Tea—. Habrá que ver qué medidas toman. Nos pondremos en contacto con las chicas del GLUP... — ¿Las históricas o las escindidas? — preguntó Mati.

1. GLUP: Grupo de Lesbianas Unidas y Pioneras — Todas. Y las del LA, las del ALT, las independientes y hasta con los RadiGays si hace falta. Tenemos que hacer un frente común. Adelaida escuchaba el discurso de Tea con una mezcla de interés e irritación creciente. A

la escritora le molestaba muchísimo que no prestaran atención a sus demandas cuando éstas, como entonces ocurría, eran de una justicia aplastante. — Podríamos organizar un ciclo de conferencias sobre nuevas técnicas de reproducción asistida — proseguía Tea—, y hacer trípticos informativos. ¡Ah! Y también habrá que movilizar a las del sector sanitario. Nos pondremos en contacto con esa clínica de San Francisco... ¿O era en Houston, Texas? Sí, mujer, esa clínica para mujeres que... En aquel momento, Adelaida no pudo más y estalló. — Oye, rica, y con el tema de la casa no vamos a hacer nada ¿o qué? A partir de ahí, se desató una discusión que era típica entre las dos amigas. Tea acusó a Adelaida de insensible a los temas sociales, sobre todo, cuando no la incumbían directamente y la llamó egoísta. La escritora se sintió muy ofendida, tildó a la periodista de «Teresa de Calcuta» del mundo lésbico e insinuó que ya iba siendo hora de que aceptara su homosexualidad. — Y si no, te pones a hacer terapia a ver si encajas de una vez que eres tan bollera como la que más. — Eso tú, guapa. — Por supuesto que lo soy y orgullosa de serlo. — Me refiero a la terapia. Tú sí que necesitas que te arreglen, que cada día estás más protestona y más amargada. — ¿Y tú, qué? ¡Histérica, que eres una histérica!

3. LA: Lesbianas Autosuficientes 4. ALT: Alegría Lesbiana Independiente

Entre acusaciones y aspavientos de la una y de la otra, ante la paciente mirada de Mati, el tema que había provocado la discusión se diluyó en el olvido. Sin embargo, no iba a hacer falta exponer ningún tipo de queja con respecto a la casa de turismo rural, ni denunciar el deplorable estado de sus instalaciones, ni acusar a las dueñas de estafa. A los pocos días, cerró misteriosamente. Y, hasta pasados unos meses, no se descubriría el motivo que llevó a las dueñas a aquella repentina, drástica e insospechada decisión. Una mañana, sin más, en la puerta de la masía apareció un cartel que rezaba: «En venta». La doctora Giménez se llevó un tremendo disgusto al enterarse de que la casa de turismo rural para mujeres acababa de cerrar. Precavida como era, aquella misma mañana había llamado para reservar habitación en Semana Santa y una voz mecánica en el contestador le había anunciado el naufragio, tanto del proyecto, como de sus vacaciones. Le habría ido tan bien retirarse a escribir en una casa tranquila en plena naturaleza con su ordenador portátil y su inseparable Minerva. La doctora Giménez era conocida, sobre todo, por sus revolucionarios artículos tanto en revistas de medicina como en boletines feministas radicales. Había publicado además varios libros de contenido no menos sedicioso, entre los que destacaba un ensayo sobre la maternidad titulado Gestación fatal en el que aseguraba que «madre sí hay más que una o no todas las maternidades son iguales». Lo que más impactaba de la doctora eran sus ojos. Tenía la cara irregular y una mirada de ardilla que obligaba a rendirse al primer destello. Con aquella cara se había quedado la inspectora García, que buena era ella para quedarse con una cara. Aquella mañana de marzo, sin nada más interesante que hacer, García se entretenía archivando expedientes cuando apareció su superiora y la envió a Fuenlabrada a resolver un caso.

— Ahora no puedo — masculló la inspectora—. ¿No ve que estoy con el archivo? — García, no me sea insolente, que lo que acabo de decirle es una orden. — ¡Es una orden, es una orden! — rezongó García cerrando el archivo de un manotazo— . Y ¿de qué se trata? — De una reyerta callejera. Al parecer una indigente ha sido atracada por una drogadicta y, como no le ha encontrado nada, le ha clavado una aguja. Aquello acabó de desmontar a García, quien no se sentía en absoluto valorada por sus superioras. ¿Acaso no tenían presente que había sido ella la que había resuelto el caso más interesante y difícil de las últimas décadas? Sin poder reprimirse le espetó a su jefa: — ¿Después del caso Mayo, me da esto? ¿No tiene nada más cutre para mí? — Y se frotó el pecho izquierdo con aquel gesto que era ya demasiado habitual y que sacaba de quicio a la subcomisaria. — Mire, García, no dudo de su brillantez como inspectora, pero es usted un servicio público, está de guardia y ahora lo que toca es resolver el caso de la indigente de Fuenlabrada, así que coja su coche y diríjase hacia allí sin más dilaciones. García entornó los ojos y apretó las mandíbulas. — A la que pueda, me pido el traslado —masculló clavando la mirada en su superiora. Cogió su gabardina gris y salió de allí dando un portazo. El encuentro entre Remei y Nati fue entrañable, pero no estuvo exento de melancólicos momentos. Nati le explicó a Remei lo depre que andaba porque a su edad aún no había encontrado pareja estable. Remei le confesó a Nati que no había triunfado en los Estados Unidos, aunque había estado a punto y que, en realidad, había regresado porque prefería ser profeta en su tierra. Pero se desplomó cuando tuvo que admitir que no llevaba encima ni medio euro para pagar el café que se estaba tomando. — Estoy en las últimas, Nati — exclamó con gran disgusto—. Como no encuentre pronto un curro, no podré hacer más películas y es una lástima, porque hablé con la bruja y me dijo que tengo un futuro brillante. — Ya verás cómo encuentras algo — la consoló Nati ofreciéndole un kleenex—. Tú tienes muchos recursos. — Hubo un estruendo de mocos que Nati observó con tierna mirada mientras rebuscaba en su mente una solución para el problema de su amiga—. Se me ocurre una idea. ¿Por qué no hablas con las dueñas del Gay Night? Están renovando el local y puede que necesiten gente. — ¿Lo dices en serio? — Claro. Y si te ves muy apurada, ya sabes que en mi casa puedes estar el tiempo que quieras. Una cama y un plato no te van a faltar nunca. Además, ahora me he vuelto macrobiótica y como sanísimo. — ¿Ya no comes latas? — preguntó Remei con el kleenex en la nariz y un hipo en la garganta. — Ni un berberecho, tía. De repente, ambas se miraron, soltaron una carcajada impresionante y se fundieron en un abrazo. — ¡Jo, Nati! Eres la mejor amiga que he tenido en la vida. Cuando sea famosa, ya verás, te mencionaré en mi biografía. Remei habló con Cecilia aquella misma tarde, pero la información que recibió no fue ni esperanzadora ni agradable. A la pregunta « ¿No tendréis algo para mí?», recibió un nuevo disgusto. Desde que Karina había vuelto, el negocio no iba bien y Gina y ella se estaban planteando abandonar la empresa. — ¡No jodas, tía, pero si vosotras os habéis dejado la piel en el Gay Night! — Pues sí, chica, así están las cosas. Mira que hasta nos estamos planteando montar una granja de bollería en Salamanca.

— ¿Y por qué en Salamanca? — ¡Ay, no sé! Por cambiar de aires. — Pues en Salamanca, lo de la bollería no creo que funcione y a mí me interesa estar aquí por el tema cinematográfico. Me han dicho que la Generalitat últimamente está dando muchas subvenciones. — Ya, pero mira... En cualquier caso, no sabemos qué pasará. Espera unos días y habla con Karina, a lo mejor ella necesitará a alguien. Tras colgar, Cecilia regresó a la mesa abarrotada de papeles en la que Gina y ella, calculadora en mano, se debatían entre un mar de números. El negocio que se traían entre manos no era precisamente una bollería en Salamanca. Cecilia había hecho aquel comentario para despistar. Si sus intenciones llegaban a oídos de Karina, estaban perdidas, además, si daban una información inoportuna, podían ser víctimas de espionaje empresarial y asistir al naufragio prematuro de su proyecto. Acababan de comunicarles que estaba a la venta aquella masía en el Empordá, ideal para montar una casa de turismo rural. — Puestas a invertir —había dicho Cecilia—, mejor en algo nuevo. ¿No? Gina estuvo de acuerdo. Ambas sabían que se trataba de un buen negocio si se hacía en condiciones, pues era de todas conocido el fracaso precedente. Pero Gina y Cecilia no iban a andarse con nimiedades. Ellas sí sabían lo que era llevar una empresa y conocían de sobras los gustos y exigencias de las mujeres. En un momento, elaboraron un proyecto que superaba todo lo imaginable, como ocurriera con la discoteca Gay Night cuando se inauguró, pero con una gran diferencia: ahora tenían experiencia, ya no eran las empresarias novatas de entonces y no iban a cometer los mismos errores. Con el dinero del traspaso del Gay Night, unos ahorrillos y un crédito hipotecario, podían adquirir la masía y hacer los arreglos pertinentes. Se pondrían a trabajar en seguida para construir una mansión con todos los lujos y servicios deseables: habitaciones con baño, ambiente selecto, salas de reunión y de tertulia, cocina de mercado, decoración rústica pero elegante y, por qué no, hasta un jacuzzi comunitario. Con un poco de suerte y mucho esfuerzo, al inicio de la temporada estival estaría en funcionamiento aquella especie de Taj Mahal del turismo rural lésbico. Sin perder un minuto más, llamaron a Núria Capell, su abogada, para que gestionara e iniciará de inmediato los trámites para la compra. Lo que Gina y Cecilia no podían ni imaginar es que había alguien más interesada en adquirir aquella casa. A Karina, como se movía en dólares (los de su madre), no le costó pagar el traspaso. Pero, aunque fueran dólares y los de mamá, a Gina y a Cecilia les sorprendió que su ex socia pudiera hacer semejante desembolso. — ¿De dónde habrá sacado tanto dinero? —comentaron. Y es que, además del elevado precio del traspaso, la nueva dueña introdujo en el Gay Night todas las modificaciones que había soñado hasta aquel momento y sin escatimar un céntimo. Pintó, tiró tabiques, reformó los baños y los puso de diseño. Cambió también la decoración de las paredes, sustituyendo pósters y fotografías históricas por un tipo de imagen más dura que, en algunos casos, rayaba en la pornografía. Dividió el local en sectores creando diferentes ambientes en el más puro estilo yankee: arriba las leather, rockeras y countries, abajo las lipstick. Eliminó las mesas de tertulia del rincón y metió otra mesa de billar. Introdujo una amplia selección de vídeos lésbicos importados de Canadá y de los Estados Unidos. Arrinconó la variedad de música habitual en el local y adecuada a cada momento, para poner en primera fila el tecno-pop más machacón y estridente, según ella mucho más estimulante y acorde con los nuevos tiempos. En el Gay Night ya no volvió a oírse un bolero a media noche ni la voz desgarrada de Lole recitando aquello de:

«Blanca la mariposa y rojo el clavel Rojo como los labios de quien yo sé.» En aquellas circunstancias Karina dio empleo a Remei, a horas, mal pagada y sin contrato y ella asistió con melancolía al nuevo capítulo que se abría en la que hasta entonces había sido, sin duda, la discoteca más emblemática de la ciudad. Poco se imaginaba Remei el disgusto que le esperaba la noche que acudió por primera vez a su nuevo trabajo. Iba con tanta ilusión, que hasta llegó con media hora de adelanto. Para hacer tiempo, se metió en un bar, contó los cuatro céntimos que llevaba y pidió un cortado. Era un bareto de barrio, la televisión estaba encendida, en la pantalla, una locutora muy repeinada y muy puesta recitaba con acento neutro y en tono monocorde el contenido de una noticia. Esa misma imagen, ese mismo sonido de fondo amenizaba el ambiente en casa de Clara y Ana. Ana estaba en la cocina preparando la cena, Clara iba y venía de la cocina al salón llevando el pan, los platos..., la niña jugaba en la alfombra con muñequitas ecológicas y Azafrán, el gato pelirrojo y atigrado (como su propio nombre indica) dormitaba en el sofá; una entrañable escena familiar con el sonido de la televisión como banda sonora. Desde la cocina Clara y Ana oyeron algo sobre homosexuales, nuevas técnicas de reproducción, vacío legal... dejaron ambas lo que estaban haciendo y corrieron a la sala, Ana secándose las manos en el delantal, Clara empuñando un manojo de cubiertos. Hasta Azafrán levantó las orejas y miró hacia la tele. ¿Era cierto lo que estaban oyendo? En efecto, ante el vacío legal existente, el gobierno se planteaba crear una ley que prohibiera a las homosexuales el uso de técnicas de reproducción asistida para procrear entre ellas. La Ministra de Sanidad había declarado en el Parlamento y ante las cámaras de televisión que «la concepción de un ser humano para el beneficio de una pareja homosexual era el más aberrante de los despropósitos». Palabras textuales. Ambas se miraron, miraron a la niña, miraron al gato (que para información de las lectoras estaba capado) y sintieron que la sangre se les helaba en las venas. En ese momento, la pequeña Atzavara, enarbolando una muñeca exclamó: — Mia mama, eta nu a to pi. Cuyo significado, que sólo sus madres entendían, era: «Mira, mamá, esta muñeca se ha hecho pis». Ante la tierna imagen de aquella niña feliz, con toda una vida por delante y tan ajena a la cruda realidad, Ana no pudo reprimir el llanto y hundió su apenado rostro en el pecho de Clara. Clara tragó saliva y aguantó las lágrimas con estoicismo. El gato volvió a enroscarse en el sofá, suspiró y se quedó dormido. La niña prosiguió con sus juegos, agarró a la muñeca por las piernas, la puso cabeza abajo y amenazándola con la mano exclamó: — ¡Oyoyó, to pi! Cuya traducción literal era: « ¡Uy, uy, uy, que te has hecho pis!». Los primeros vientos de marzo azotaban el cielo sin piedad trayendo y llevando de acá para allá una hermosa coreografía de nubes grises. Gemina Campmany, la consellera de agrocultura, contemplaba sus evoluciones desde el amplio ventanal de su despacho. Había dado orden de no ser molestada por nada ni por nadie. La tristeza y el desánimo se habían apoderado de ella con más fuerza que en los días anteriores. Tal vez porque la noche pasada había rememorado en sueños la última velada junto a la mujer que tanto había amado. Se preguntaba a sí misma si debía hacer algo por recuperarla, pero de sobras sabía que para ello, se vería obligada a dar la cara, a hacer un outing, a salir del armario. Y no estaba dispuesta. Era poner tantas cosas en peligro: su carrera política, su reputación, la honra de su familia — una de las más renombradas de la burguesía catalana—, en definitiva, su herencia, su profesión y su futuro. En estos pensamientos se hallaba, cuando su secretaria entró en el despacho arrancándola

de su abstracción para anunciarle que tenía una llamada. — Le he dicho que no me molestara —protestó la consellera. — Es que se trata de... —La secretaria hizo un gesto reverencial y no fue necesario que prosiguiera, Gemma Campmany comprendió. — ¡Ah! En ese caso... —sin dudar un segundo indicó a la secretaria que se retirara. Cuando se quedó sola, se atusó el pelo en un gesto inconsciente, tomó el auricular del teléfono y tragó saliva antes de responder: — ¿Sí?... Sí, Honorabilísima, todo está en orden... Ya la han puesto a la venta... ¿Qué cuándo?... Hace escasamente unos días... Desde luego, Honorabilísima... Sí... Sí... No tema, Honorabilísima, todo está controlado... En seguida iniciaremos los trámites para comprarla desde la Conselleria... A su entera disposición, Honorabilísima. Que pase una buena jornada.

CAPÍTULO 4

Ponerse en marcha

Nuria Capell vestía un moderno y elegante traje de chaqueta en tono gris azulado y una camiseta muy escotada que dejaba al descubierto sus marcadas clavículas. Acunado en el hueco que dibuja la unión de ambas, pendía, de una cadena de plata, un pequeño camafeo negro. Era una mujer tremendamente atractiva. Pelo corto, oscuro, engominado hacia atrás dejando al descubierto una frente límpida, el tipo de peinado que dice de la persona que lo lleva que no tiene miedo a mostrarse. Una sutil línea perfilando los párpados acentuaba el misterioso abismo de sus profundos ojos color azabache. Gina y Cecilia acudieron a su despacho con toda la información de la masía del Empordá y le explicaron su proyecto. Nuria Capell tomó el dossier con los documentos relativos a la casa. Había planos, informes de la arquitecta, fotos de la masía por dentro y por fuera... Al principio, su expresión era neutra, aunque en su rostro se adivinaba cierta tristeza. Cecilia se fijó en que llevaba más maquillaje que de costumbre, como si quisiera disimular unas delatoras ojeras. Observando el dossier que le habían entregado, permanecía impertérrita, seria, en una actitud profesional. Sin embargo, conforme iba revisando la documentación que tenía entre sus manos, una especie de excitación interna, un sudor frío, se apoderó de ella recorriéndole el cuerpo de arriba abajo. Intentó controlar sus emociones para que no se reflejaran en su rostro, pero no pudo evitar un ligero temblor en las manos. Lanzó una mirada rápida a Gina y a Cecilia que estaban sentadas frente a ella. Cecilia, en el extremo del sillón, con las manos en el regazo y Gina recostada en el respaldo y con las piernas cruzadas. La abogada siguió mirando los documentos como si no pasara nada. Sin levantar apenas la vista y como si el comentario viniera de paso, advirtió: — Es la casa de turismo rural para mujeres. No sabía que estaba a la venta. — Sí —respondió Cecilia—. Por lo visto el negocio era muy cutre y ha fracasado. — ¿Esa es la razón que han dado? — Al menos, eso nos han dicho.

— Dueñas han dicho que trabaja muy dura en la casa. Ellas no gusta mucho trabaja, parece mí — intervino Gina. — Quiere decir que nos dio la sensación de que las anteriores dueñas no son muy currantas —aclaró Cecilia—. Nosotras pensamos que se trata de un buen negocio. Las chicas están deseando tener un sitio en donde pasar las vacaciones o los fines de semana en compañía de otras mujeres ¿No te parece? Nuria estaba abstraída. — ¡Nuria! — insistió Cecilia—. ¿No te parece un buen negocio? — Sí, sí, por supuesto — despertó la abogada y como si se tratara de un trámite más afirmó—, pero tenemos que darnos prisa. — Desde luego, hay que ponerse en marcha en seguida. Cuanto antes esté lista, mejor, porque hay que hacer obras y luego las operarias te tardan un siglo. Tenemos que buscar electricistas, paletas, fontaneras y, hoy en día, encontrar personal que te trabaje con rapidez y eficacia, cuesta lo suyo. Ya es una lástima que no podamos abrir en Semana Santa, pero en las condiciones en que está es imposible. — Al ritmo de las palabras de Cecilia, Gina iba asintiendo o negando con la cabeza—. Ahora, eso sí, para la temporada veraniega tiene que estar a punto o se nos va la empresa a pique. Nuria Capell no la escuchaba, tenía la mirada fija en una de las fotografías en la que se veía la casa rodeada de césped, al fondo una loma, el pino mediterráneo, el cielo ampurdanés... Cuando Gina y Cecilia se fueron, no pudieron evitar un comentario sobre Nuria. Su actitud había sido algo extraña. Gina insistía en que era una gran profesional y que se tomaba las cosas muy en serio, pero Cecilia había notado algo más. — ¡Ay! No sé —advirtió—. Parecía triste. Ella, en su despacho, había sacado un kleenex y se secaba, primero el sudor, luego una lágrima impertinente que se le había escapado a pesar de su, de común, absoluto control de las emociones. Sin detenerse por más tiempo en romanticismos absurdos, se dispuso a iniciar de inmediato las gestiones para la compra de la casa. Cogió el teléfono, un Famitel de última generación, y marcó el número presionando las teclas con el dedo pulgar. Con el dedo pulgar marcaba la inspectora García el número de una nueva ginecóloga. Tras resolver el caso de la indigente de Fuenlabrada, que había sido pan comido para ella, García ya no podía más con el tema de su anomalía en la teta izquierda. Tenía que hacérselo mirar por otra facultativa, la anterior había sido francamente grosera. Además, siempre es aconsejable la opinión de diferentes especialistas. Alguna de ellas pondría remedio a aquel furúnculo incordiante que, a su parecer, crecía y crecía como un globo provocándole una turgencia asimétrica que ya empezaba a notarse a simple vista. Un día en los vestuarios del gimnasio, cuando iba a ducharse tras el entrenamiento en defensa personal, una colega le había soltado: — Oye, García, ¿tienes una teta más grande que la otra? La situación después de aquello se hizo insostenible. Tenía que ponerse en marcha y solucionarlo de una vez por todas. Desde su despacho de Chueca, llamó a una de las clínicas más prestigiosas de la ciudad. La voz que la atendió era seca y no tenía nada de amable. Y encima, le daba hora para la segunda quincena de julio. — En esa fecha — explicó la inspectora—, puedo tener la teta como un aerostático. — Si es urgente, pida una visita por ambulatorio. — Está bien, me dé una visita por ambulatorio,si es tan amable. Se oyó ruido de teclas y papeles y en seguida la voz indicó: — Tome nota... el 17 de mayo a las 7 de la tarde. — ¿A eso le llama usted una visita urgente? —exclamó García completamente desconcertada. — ¿Qué quiere que le diga? Estamos desbordadas.

— Muy bien, el 17 de mayo y ¿de qué año? —preguntó con retintín. — No se haga la graciosa. Ahí García, se vio obligada a poner los puntos sobre las íes. Intentando no desmadrarse, pero dejando muy claro lo que había, advirtió en tono tan paciente como rotundo: — Escúcheme bien, soy inspectora de policía y necesito hora urgente... La voz la interrumpió. — Por mí como si es usted la reina Sofía — y de repente soltó un gritito—. ¡Uy!, si rima con policía —riendo su propia gracia. Entonces la inspectora ya no pudo más y rugió al otro lado del teléfono: — Y también rima con García que es mi apellido. O me da hora para mañana mismo o me presento con una patrulla y seguro que algún aborto ilegal ya les pillo. Y mire que no me gusta hacer estas cosas. — Fíjese qué casualidad — exclamó la voz, que ahora sonaba cantarina—, acaba de anularse una visita mañana a las cinco. Me ha dicho García ¿verdad? Cuando colgó el teléfono, la inspectora murmuró: « ¡Cagüen!» y se quedó unos segundos negando con la cabeza y mirando el auricular. Mirando el auricular estaba Remei G. sin atreverse a llamar a Adelaida Duarte. ¿Cómo iba a plantearle que necesitaba de sus influencias para conseguir una subvención o una productora que se atreviera a financiar su próxima película? ¿Y cómo se lo tomaría la escritora? Tal vez, si iba a visitarla y le llevaba una caja de Ferrero Rocher... Pero Adelaida vivía en el quinto pino, Remei no tenía ni idea de cómo llegar hasta su lujosa mansión y su precaria economía no le permitía, por el momento, hacer una inversión en exquisitos bombones, por mucho que ésta fuera rentable a la larga. Lo mejor era llamarla, plantearle la situación tal cual y, si se terciaba, quedar para más adelante. Una vez cobrada la subvención, ya la invitaría a cenar como se merecía: por todo lo alto. Tras quince minutos de introducción discursiva explicándole lo fantástica que iba a ser su próxima realización y cómo se la iban a disputar las productoras, Adelaida la cortó para exponerle la cruda realidad. — Pero, Remei, tu anterior película no tuvo éxito. Es muy difícil que una productora se arriesgue. — Pues era una buena película. — Sí, era una buena película, pero resultó ser una película para minorías. — Porque en este país no hay cultura. Si la hubiera estrenado en los Estados Unidos habría sido un éxito, porque yo en los Estados Unidos... Adelaida volvió a interrumpir: — En Estados Unidos tampoco has triunfado. Hubo un silencio tenso tras el cual la desolada voz de Remei apuntó: — Bueno, no hace falta ser tan clara, señora Duarte. La verdad, dicha así tan al desnudo, resulta obscena. La conversación finalizó con un más que poco esperanzador «veré que puedo hacer», que la escritora pronunció con menos convencimiento que sentido de la compasión. De nuevo a solas, Adelaida se hundió en sus recurrentes torturas. No sabía qué era exactamente lo que le pasaba, pero no había forma de ponerse en marcha. La frustración del fin de semana la había descolocado un montón y a ella los descoloques le duraban mucho tiempo. Tenía unos problemas enormes con su novela. No acertaba con el título y estaba convencida de que lo que estaba escribiendo sería un fracaso, una deshonra para su carrera literaria. Dando vueltas arriba y abajo en su magnífico estudio con vistas al mar se atormentaba a sí misma, llegando incluso a pensar en dejar la escritura para siempre. Era una forma de flagelación muy propia de la literata y totalmente al margen de la privilegiada realidad en la que vivía. Los libros de Adelaida Duarte hacían las delicias del mundo lésbico

ya fuera urbano, rural, autonómico o extracomunitario, pero, sobre todo, hacían las delicias de su editora quien veía incrementadas sus arcas editoriales cada vez que lanzaba al mercado un libro de la autora. Precisamente, aquella noche habían quedado para cenar en el Thai Garden, lo cual acrecentaba aún más sus literarias angustias. Adelaida sabía que cada vez que su editora la invitaba a cenar era para pedirle algo. — A ver, ¿qué es lo que quieres? — le preguntó nada más sentarse a la mesa con mantelitos de rafia, mientras una camarera con cara de oriental y atuendo de tailandesa les ofrecía la carta. — Adelaida, cómo eres. Sólo quiero saber qué tal estás, cómo va tu novela... — Fatal — respondió la escritora sin levantar la mirada de la carta—. Yo estoy fatal y la novela va fatal. Ahora dime qué es lo que quieres porque, si hoy no me pides nada, sería la primera vez que me invitas a cenar de forma desinteresada. — ¿Qué tal si pedimos un menú degustación? — propuso la editora, haciendo caso omiso del comentario—. Así probamos un poco de todo y no tenemos que preocuparnos de combinar platos que no tenemos ni idea de lo que llevan dentro. — De acuerdo. Dos menús degustación. — Y ahora, dime, ¿qué pasa con tu novela? — No le encuentro título. — Bueno, si me dices de qué va, tal vez pueda ayudarte. — Ya sabes que nunca anticipo nada de mis novelas y mucho menos el argumento. — Adelaida, soy tu editora. — Con más razón. — Está bien, está bien, no te alteres. Mira, quería proponerte algo que... — Ya sabía yo —murmuró Adelaida. — Déjame acabar. Estaba pensando que si te ves muy bloqueada con tu novela, podías empezar a tomar apuntes para algo que no te costará nada desarrollar y algún día, quieras o no, tienes que plantearte hacer. La camarera acudió con una fuente giratoria en la que aparecían dispuestos una serie de boles con los diferentes manjares. — Suéltalo de una vez — gruñó la literata atacando la bandeja. — Tú biografía, Adelaida, tu biografía. — Se sirvió a su vez unas hojas de ensalada que cayeron desparramadas en el plato—. Las lectoras quieren saber quién eres, qué has hecho, conocer tus aventuras amorosas. Tendrías que ponerle un poco de morbo, ya sabes, explicar cosas íntimas, aunque te las inventes. Con la imaginación que tú tienes, no te resultará difícil. En un principio, la escritora se mostró reticente, pero cuando llegó a sus oídos la oferta económica, tragó con deleite los sabores exóticos que se mezclaban en sus papilas gustativas, las aclaró con un sorbo de vino afrutado y declaró: — Lo pensaré. Acto seguido introdujo en su literaria boca un langostino al curry que le supo a gloria. Le supo a gloria, tanto a la abogada como a las partes implicadas, el cava que descorcharon para celebrar el contrato de compraventa de la casa del Empordá. No habría podido ser más rápido. Núria Capell había realizado los trámites y formalizado el asunto en un abrir y cerrar de ojos, como si le fuera la vida en ello. — Ya es vuestra — exclamó alzando la copa con un aire entre amargo y triunfal. Gina y Cecilia estaban que no cabían en sí de alegría. Todo había encajado a la perfección. Además, como ese año la Semana Santa caía muy tarde, podían plantearse abrir al público. Habían conectado con un equipo de operarias muy motivadas y, para motivarlas más todavía, le prometieron, a cada una, un vale para pasar gratis una semana laborable (de lunes

a viernes) siempre que fuera en temporada baja. Las chicas les presentaron un presupuesto con calendario incluido. En el mes escaso que quedaba para Semana Santa, se comprometían a reformar el ala frontal de la casa donde se encontraba el comedor, el salón de la chimenea, la cocina y diez habitaciones, cinco dobles, una triple, dos individuales y una suite. Dejaban para una segunda fase, la zona trasera con siete habitaciones más y otra sala de estar, las caballerizas y el cobertizo de las ocas. — No puede ser — negó Cecilia con rotundidad—. Las caballerizas y el cobertizo de las ocas son imprescindibles. Su pretensión era convertir las caballerizas en una especie de minibalneario con una pequeña sauna, duchas de presión, rayos UVA, salita de masajes y una piscina de burbujas con capacidad para seis o siete personas. Todo ello, cubierto por una gran bóveda acristalada a modo de invernadero. — Señora — le discutió la operaría en jefe, una joven de escaso tamaño, muy fornida de brazos, que vestía un mono azul y llevaba una gorra calada al revés—, lo de las caballerizas es mucho curro. Piense que hay que tirarlo todo al suelo, llevar hasta allí la instalación de agua, levantar la bóveda... Y si sólo hiciéramos eso, vale, pero lo más importante es lo de la casa y ahí tenemos faena para rato. Vamos, que para sacarlo adelante, nos va a tener usted trabajando una jornada de doce horas diarias. ¡Por lo menos! — Con las manos hundidas en el pantalón del peto encogió los hombros y añadió—. El cobertizo de las ocas... eso ya ni cuestionarlo, se queda para el final. ¡Fijo! — ¡Ah, no! — insistió Cecilia—. Mira que te diga: antes el cobertizo de las ocas que las caballerizas. Con lo que son esas ocas para la casa, o las cuidamos o nos quedamos sin negocio. — Ocas muy importantes — corroboró Gina. Y es que las ocas formaban parte de la historia de la casa. Las había puesto allí la primera dueña, una condesa cuya relación con la especie canina era nefasta y estas palmípedas le parecieron la mejor solución para la defensa de su territorio. Se movían siempre en batallón, lo cual ya de entrada intimidaba a cualquiera, y no se cortaban una pluma a la hora de abalanzarse sobre las visitantes. En más de una ocasión habían salvado la vida a la condesa, quien, en un alarde de agradecimiento y generosidad, decidió protegerlas no sólo hasta el final de sus días sino también más allá de su muerte. Quitarle las ocas a la casa habría sido como dejarla sin puertas ni ventanas. Y en cualquier caso, no había posibilidad de hacerlo ya que el testamento de la condesa decía bien claro que las ocas serían usufructuarias de la casa de por vida y quien la habitara tendría que convivir con ellas, cuidarlas, alimentarlas y ayudar a su procreación. En el contrato que Gina y Cecilia habían firmado se especificaba con toda claridad dicha cláusula, añadiendo que, si las ocas, por cualquier causa o razón eran víctimas de extinción, malos tratos con lesiones o importante merma de la comunidad, las propietarias se verían desposeídas de la pertenencia del inmueble, que sería de nuevo puesto a la venta en subasta pública. — Las ocas en un pedestal — sentenció Cecilia. Con tan rotunda argumentación, la operaria tuvo que ceder. — Está bien, haremos también el cobertizo de las ocas, pero lo del jacuzzi comunitario, si quiere que quede bien, habrá que dejarlo para más adelante. Yo, la verdad, señora, para hacerle una chapuza, no me comprometo. Trato hecho. Gina y Cecilia aceptaron el presupuesto y ambas partes firmaron un contrato. — ¡Ah!, y, sobre todo, no le deis publicidad al asunto. Si llega a oídos de Karina, nos arma la de dios. — Quede tranquila, señora. Nosotras trabajamos siempre con absoluta discreción. Sin perder más tiempo las operarias se pusieron en marcha, cual enanitas alegres, «aibó,

aibó, al campo a trabajar». — Mira que son majas estas chicas de la empresa Reformadonas — le comentó más tarde Cecilia a Gina—. Se nota que trabajan con seriedad. Gina corroboró: — Y ellas tiene bonita ideas. Han dicho poner diseny reception en entrada. Nosotras no pensar antes. Mí parece good. — Sí, en eso, se nos han adelantado. — ¡Cómo que se nos han adelantado! — rugió la voz al otro lado del teléfono. La consellera de agrocultura tenía sobre la mesa los informes de la casa con una copia del contrato de compraventa formalizado. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¿Cómo se le había podido escapar? Aquello no tenía explicación. Farfulló una serie de disculpas mientras su oído derecho era machacado por las órdenes estrictas de su superiora. — Pues ya puede ponerse en marcha y hacer algo, porque esto no puede quedar así. Un golpe seco y el pitido de desconexión acabó de triturarle el tímpano. Revisó de nuevo los informes con nerviosismo y, de repente, se puso lívida. Al ver el nombre de la gestora que había tramitado el expediente, comprendió. Su mente se adentró en una nebulosa y ya no oyó la voz de su secretaria que le preguntaba: —Consellera, ¿se encuentra bien? ¡Consellera... era... era... era... era...!

CAPÍTULO 5

Las noticias vuelas

Remei va hacia el Gay Night con la mochila en bandolera, vacío el compartimento para el móvil a la altura del esternón, las manos hundidas en los bolsillos del pantalón tipo safari, que le viene grande y le da un aspecto un poco grounge. Camina cabizbaja, pensando en su futuro y en las palabras de la bruja: «una casa, muchas mujeres, el fuego creador»... La realidad es muy otra. Poca gente en el Gay Night, como suele ocurrir entre semana en todos los locales de ambiente. De éste, ha cambiado el aspecto y la clientela y eso entristece a Remei. Ahora, la mayoría son niñatas maleducadas que le piden las copas sin apenas mirarla a la cara, como si fuera una expendedora automática situada detrás de una barra. Además, la jefa es una déspota, se dice a sí misma mientras coloca unas botellas en la estantería. En un rincón, dos chicas se besan con tanta efusión que se diría que sus bocas han quedado enganchadas cual ventosas. Karina está hablando en la barra con una dienta. Remei no atiende a la conversación, ahora está fregando unos vasos, le gustaría servirse un chupito, pero teme que la jefa le pegue una bronca. Empieza a estar harta de ella y de la situación. Aquello no tiene ningún glamour, allí Remei no es nadie. No atiende a la conversación, pero le llegan palabras y comentarios sueltos y cuando oye que están hablando de ocas agudiza el oído; no es el tema de tertulia habitual en un bar de

ambiente. Ocas, sí, en la casa que Gina y Cecilia han comprado y están arreglando. Van a dedicarse al turismo rural. Y ¿cómo ha podido llegar la noticia hasta el Gay Night? se preguntarán las lectoras. Así de sencillo: Una de las operarias que trabaja en la remodelación de la casa del Empordá es la fontanera que había sido novia de Margarita Sureda, redactora de la Cadena 4 de TV, compañera de Tea de Santos e íntima amiga de Inés Villamontes. La fontanera, mujer estupenda donde las haya, con unas piernas y una envoltura corporal impresionantes, tiene ahora una amante absorbente y muy celosa que teme perder su actual tesoro curvilíneo y no la deja ni a sol ni a sombra. A la fontanera no le ha quedado otra opción que explicarle la verdad para justificar que va a estar un mes fuera de la ciudad. La celosa amante es dienta habitual de Paca, la peluquera, y hoy, cuando ha ido a cortarse el pelo, Paca le ha preguntado por esa nueva novia que tiene, tan maja y qué cuerpazo: « ¿Dónde está? Hace días que no te veo con ella. No habréis roto ¿verdad?». La chica no ha tenido más remedio que defenderse con dignidad y se ha visto obligada a explicar dónde, cómo, cuándo y por qué su chica iba a estar ausente una temporada. — Por eso no me ves con ella, no porque hayamos roto — ha rezongado al final, pero Paca se ha quedado con la información y, tijeretazo va, tijeretazo viene, ha seguido sondeando. A Paca le encanta hacer de aeropuerto informativo. Cuando una noticia aterriza en su peluquería, tarda poco en volver a despegar hacia diversos destinos, el primero de ellos al gimnasio de Azucena, desde donde se crea una especie de cadena de vuelos chárter, que en pocas horas han aterrizado, a su vez, en todos los barrios de la ciudad. Hay sectores, sin embargo, a los que las noticias llegan como atraídas por un imán. Llegan no se sabe cómo y, a veces, si se sabe, es mejor no desvelarlo. Tea y Mati suelen ampararse en el off the record para no desvelar la fuente informativa. Hoy han ido a cenar a casa de su amiga Adelaida en la lujosa torre a cuatro vientos con piscina climatizada y vistas a la mar de la urbanización Maresme Lux. La encuentran ensombrecida y algo huraña, pero, como ese estado es frecuente en ella, no le dan importancia. Tilita, la perra, sale a saludarlas con saltitos de cervatilla, efusivos ladridos y espasmódicos movimientos de colita. Preparan un aperitivo mientras esperan que llegue la comida servida directamente del restaurante Can Rin; Adelaida no tiene ni idea de lo que es meterse en una cocina si no es para hacer un café. La escritora sirve las copas, dry martini para Mati, bloody mary para Tea, que es muy peliculera, y para ella un bourbon doble, que es lo que suele tomar sea la hora que sea. — Así que estás preparando tu biografía — dice Tea haciendo girar el líquido en el vaso. — ¡Vaya, vaya! No nos habías dicho nada. — Pues sí que vuelan las noticias — gruñe Adelaida. — Salud — propone Mati y las tres brindan. — ¿Y cómo os habéis enterado? Si no es indiscreción. — Somos periodistas, querida. — ¿Has pensado en el título? — pregunta Mati y la escritora siente que la adrenalina se le descompone. —Para títulos estoy yo. No tengo bastante con encontrar uno para la novela, que ahora, encima, me toca pensar otro para la biografía. — ¿Qué tal «Vida de una tríbada autodidacta»? — propone Tea. — O «Rebelde con causa» — apunta Mati. — No, no, no, mejor el primero. Charlan, fuman y beben barajando palabras que configuren el título más sugerente hasta que Tea da con la combinación perfecta. — ¡Calla! ¡Ya lo tengo! — exclama entusiasmada y dibujando un semicírculo en el aire

como si señalara un rótulo les suelta-—: «Ade, la ida». —A Adelaida le sube una especie de rubor mezclado con sudor frío. No da crédito a lo que está oyendo, pero Tea no se detiene—. Fíjate, ahí les cuentas tus andanzas desde el nacimiento hasta cuando te fuiste a rondar por esos mundos y dejas la puerta abierta a una segunda parte que se titularía: «Ade, el regreso», porque «Ade, la vuelta» suena rarillo. ¿Verdad, Mati? — ¿Por qué le preguntas a Mati si la que tiene que opinar soy yo? — protesta la escritora—. Perdona que te diga Tea, pero tus ingeniosos juegos de palabras a veces pueden resultar un peligro. Te recuerdo que «ida» es sinónimo de loca, demente, orate, así que no me parece el título más indicado. — Adelaida tiene razón — interviene Mati—. Aquí la polisemia juega en su contra. Pero lo de hacerlo en dos partes es una buena idea — añade dirigiéndose a ella—, a tu editora le encantará. Llega la comida, se sientan a la mesa, sirven los manjares: ensalada especial, pato con peras, brocheta de rape con langostinos, bacalao con salsa de ajos tiernos. Ante tan suculenta visión, la escritora, en lugar de animarse, suspira desganada: — ¡Ay! No sé qué me pasa. Últimamente, no me sale nada, ni los títulos, ni las novelas, ni los amores... Tea, que no se deja impresionar por los desánimos recurrentes de su amiga, le propone una solución: — Es que tienes que salir, tienes que ver gente, relacionarte. Se me ocurre una idea. Mati y yo tenemos unos días en Semana Santa. Podríamos ir a la casa de turismo rural para mujeres que... Quería continuar explicando la nueva situación del hospedaje y argumentando que así se resarcirían del mal sabor de boca de la ocasión anterior, pero un berrido de la literata se lo impide. — ¡¡No pretenderás llevarme otra vez a esa pocilga!! Adelaida no lo sabe, porque las noticias pueden volar alrededor de su lujosa mansión, pero pocas veces aterrizan en ella. Es siempre la última en enterarse de todo, abstraída, como suele estar, en sus literaturas. Mati, que está sirviendo la ensalada, se esfuerza en tranquilizarla. — Que no, Adelaida, que ahora es diferente. La han cogido Gina y Cecilia y la están montando por todo lo alto. Anda, come un poco. — Si es que no te enteras de nada — exclama Tea pinchando un rábano. De ahí hasta la hora del café y más, la conversación gira en torno al mismo tema: que la están arreglando, que va a quedar de fábula, que quieren poner sauna y piscina de hidromasaje, que dicen que estará a punto para las vacaciones de Semana Santa, al menos una parte de la casa y, que si sí, que si no, que a mí no me llevas, que tú te lo pierdes... se hace tarde y Tea propone: — Oye, nos quedamos a dormir, si no te importa. Mas ¿es cierto que podrán abrir en Semana Santa? ¿Podrán? Las chicas trabajan con empeño, pero ¡han tenido tantos problemas con las obras! Se encontraron con que las tuberías estaban hechas polvo, hubo un escape de agua que inundó todo el recinto; tuvieron que rascar hasta cuatro capas de pintura en las paredes para dejar la piedra al descubierto y utilizar el soplete, de lo enganchada que estaba, con el riesgo que eso comportaba; una operaria se lesionó y hubo que llevarla de urgencias, por suerte sólo fue un susto. Para colmo, se desplomó una viga en el cobertizo de las ocas y por poco le parte el cuello a una de ellas. — ¡Jo, señoras! — explica a las dueñas la operaria en jefe, siempre con su mono azul y su gorra calada al revés—. Si es que parece que esta casa esté embrujada. Cecilia y Gina están asustadas. Han invertido tanto en aquel proyecto que no pueden permitir que fracase.

La noticia ha llegado también a oídos de Margarita Sureda, gran aficionada a practicar técnicas alternativas y esoterismos varios. Marga sabe cuál es la única vía para solucionar los problemas de la casa y poder abrir en Semana Santa, cosa que a ella le interesa tanto como a todas, pues le parece la mejor propuesta para sus próximas vacaciones. Se pone en contacto con Gina y con Cecilia y les dice que lo que tienen que hacer es llamar a Inés Villamontes, ella realizará una limpieza espiritual, armonizará toda la masía y la cargará de energías positivas. — Decidle que os haga el feng shui. Es infalible. A solas, Gina y Cecilia, se plantean esa posibilidad aunque no están muy convencidas. — Mí no creo este cosas — dice Gina. — Mí tampoco — refrenda Cecilia y en seguida se da cuenta del error y rectifica—. ¡Ay, hija! Es que con esa lengua de trapo que tienes, se le pega a una la tontería. Quiero decir que yo tampoco me lo acabo de creer, pero algo habrá que hacer ¿no? Por lo menos, llamar y enterarse de los precios. Inés no les dice precios. Ella eso lo hace con el péndulo, que sabe mucho más. Tiene que ir a la casa, aplicar el péndulo en diferentes lugares y dibujar el mapa bagua. Gina y Cecilia no entienden muy bien su lenguaje (Gina menos que Cecilia), pero la escuchan con atención: — Yo hago el feng shui de las formas. Partiendo de la puerta de entrada se dibuja el mapa bagua, que es el que señala dónde están las distintas zonas de energía. Se trata de potenciar todas las zonas para que estén equilibradas. — ¿Y con eso dejaremos de tener problemas? — Con eso tendréis la casa armonizada, pero primero hay que elaborar un estudio radiestésico y hacer una sanación espiritual en paredes, suelos y techos. Ya sabéis que yo soy canal de luz, contacto con las guías y ellas me dicen cómo tenéis que hacer las cosas. Un poco alucinadas, Gina y Cecilia llevan a Inés a la casa y ella aplica el péndulo a los planos, lo mueve por distintas zonas y ve: primero, que el yin y el yang andan muy revolucionados; segundo, que hace falta una limpieza profunda; y tercero, que les va a costar 900 euros por planta (casi 150.000 pesetas). — ¡Coño! —exclama Cecilia, que no es dada a decir tacos. Esta burda expresión le recuerda a Gina que aún tienen otro problema y, ya que están puestas en materia de consultas esotéricas, tal vez la maga podrá ayudarlas a resolverlo. — Una otra cosa — levanta Gina el dedo índice antes de cerrar el trato—. Nosotras tenemos otro problema. Nosotras no está de acuerdo con la nombre para el casa. — La casa — corrige Cecilia— pero, en realidad, el problema lo tienes tú sola — y le explica a Inés— Es que yo he propuesto que la llamemos Can Mitilene, Masía Can Mitilene, y a ésta le suena mal. Gina protesta: — Nosotras no podemos poner está nombre porque en inglés se oye horrible. Parece tú estás disiendo Masía coño Mitilene. Yo digo llama Masía Mitilene, secas. — A secas — vuelve a corregir Cecilia—. Pero estamos en esta comunidad autónoma y el Can no se puede ni cambiar, ni eliminar. Así que vete haciendo a la idea. — Pero todas mujeres inglosaxon van pensar ésta —insiste Gina. — ¿El qué? — Que ellas están estando en coño Mitilene. — Pues el nombre no se puede cambiar. Mira, que piensen lo que quieran. A lo mejor hasta les da morbo. Gina se dirige a Inés. — ¿Tú puedes ver con esta péndula si nombre está buena para la casa? Inés sonríe: — Lo que puedo es hacer ahora mismo una tirada de cartas, para tener una idea y, más

tarde, os miro la revolución solar para confirmarlo. Sólo os cobraré un pequeño suplemento de 300 euros (unas 50.000 pesetas). — ¡Recoño bendito! —exclama Cecilia. Pero, ¿qué son 2.100 euros (no llega a 350.000 pesetas) ante la inmensidad económica invertida y qué pueden representar teniendo en cuenta el motivo y el presumible resultado de la inversión? Llegan a un acuerdo. Pagarán la mitad por adelantado y la otra mitad al finalizar el trabajo. Empezará mañana mismo con la sanación y las radiestesias y dejará el feng shui para más adelante. Ahora saca el tarot, hace una tirada y les anuncia que, en principio, Can Mitilene es un nombre adecuado. Gina tendrá que conformarse. Ve también otras cosas, pero prefiere preguntar a los astros que, con su inmensa sabiduría, acabarán de confirmar todas sus predicciones. A Inés, la casa le da muy buena onda. Trabajará a gusto en ella, incluso le apetecerá pasar unos días de relax cuando acabe el trabajo. — ¿Y así, vais a tener abierto en Semana Santa? — se interesa. — Si tus conjuros funcionan, sí. Para eso te hemos llamado. ¿Funcionarán los conjuros de la maga? Eso precisamente le está comentando a Karina la chica de la barra. — Hasta han llamado a una hechicera para que rompa la mala racha. Dicen que les ha costado un pastón. Se ve que una viga estuvo a punto de cargarse a un par de ocas y, no sé yo qué tienen de especial esas ocas, pero por lo visto son intocables. Remei ha dejado de fregar vasos porque el agua hacía demasiado ruido. Ahora se dedica a secarlos, así puede enterarse mejor de lo que aquellas dos están diciendo. Las chicas del rincón siguen con las bocas enganchadas. Una de ellas le está metiendo mano a la otra, que se deja sin vergüenzas ni remilgos. — Incluso han pagado a la maga por consultarle el nombre de la casa. — ¿Ah sí? ¿Y qué nombre han elegido esas traidoras?, que son unas traidoras de marca mayor — gruñe Karina. En ese momento se enciende la luz que indica que alguien ha llamado a la puerta. Remei va a abrir. Es Nati que llega con una gran noticia. — Ahora no — suplica Remei— ya me lo contarás luego. Te pongo una copa y me esperas un ratito. — Es que seguro que va a interesarte un montón. Es una primicia. Remei le sirve un gintonic a Nati. — Ya, pero espera — murmura y vuelve a su secado de vasos con la oreja puesta en la conversación de la barra. El paréntesis le ha impedido enterarse del nombre de la casa. Cuando llega, Karina ya está diciendo: — Pues me parece horroroso. Además, en inglés suena fatal. — A todo esto — continúa la de la barra— la abogada que les lleva el asunto, también ha cobrado lo suyo. Yo no sé de dónde han sacado tanta pasta. — Pasta, la que les di yo por el traspaso. Y encima, tengo que asumir yo sola el coste de la reforma y pagar a ésta — señala con un golpe de cabeza a Remei, quien, para disimular, se gira hacia la estantería y resitúa unas botellas—. ¿Y cuánto dices que ha cobrado la abogada? — No sé, pero siendo quien es, una fortuna. — ¿Y quién es? — Núria Capell. — ¡No me jodas! — ¡Qué más quisiera, chati! ¡Con lo buena que estás! A Karina no le hace ninguna gracia la bromita. Está enfurecida. Ella conoce a Núria

Capell. ¡Ya lo creo que la conoce! Recordándola, se le arruga el entrecejo, le sube un calor inmenso; la rabia y el deseo de venganza se apoderan de ella. — ¡Son unas traidoras! — exclama con las mandíbulas tensas y los puños cerrados con tanta fuerza que las uñas se le clavan en la palma de la mano— unas traidoras. Me las pagarán. — Da un puñetazo en la barra— Juro que me las pagarán. Sobre todo Núria. Haré lo que sea con tal de hundirla. — Bueno, nena, no te pongas así que aquí estoy yo para consolarte. — ¡Las manos quietas o te echo de mi local! — ruge Karina señalando el cartel que reza: «Reservado el derecho de admisión». Con movimientos nerviosos, Karina abandona la barra y se va a dar una vuelta por el recinto. Remei está excitada por todo lo que acaba de oír. Está pensando que Gina y Cecilia necesitarán personal, las dos solas no podrán hacer frente a todo. Ya se ve de recepcionista, ella habla inglés y es una gran public relations. Se imagina atendiendo a dientas de una gran clase, no como las niñatas que van al Gay Night. Con esa idea en la cabeza, va hacia dónde está Nati. — Ya estoy contigo. ¿Qué me decías? — Que tengo algo interesante para ti. Es fuera de la ciudad, pero seguro que estarás mucho mejor que aquí. — ¿De qué se trata? — Necesitan una cocinera. Un grito de Karina interrumpe la conversación. Las chicas del rincón se han ido ya y en la mesa que ocupaban han quedado dos vasos y un cenicero lleno de colillas. — ¡Remei!, retira esto. — Es en Can Mitilene — expone Nati emocionada. — No me interesa — dice Remei— tengo en mente algo mucho mejor. —Y se va .a cumplir con sus obligaciones. Nati se encoge de hombros y murmura, ya sin que Remei llegue a oírla: — ¡Ah! Si es así... No insistirá. Aquella noche, ninguna de ellas consiguió pegar ojo. Karina carcomida por la rabia, Gina y Cecilia preocupadas por el futuro de su empresa, Remei maquinando una estrategia para unirse a ellas, Tea y Mati porque se la pasaron haciendo el amor y Adelaida porque las oía desde su cama.

CAPÍTULO 6

Ritmo de la noche Cuando hacía el amor, Mati solía dedicar largo tiempo a los preámbulos y era algo que a Tea

la ponía a cien. Por eso duró tanto. En el plácido silencio de la urbanización Maresme Lux, sólo atenuado levemente por un cri-cri de hojas secas o el balanceo, casi imperceptible, de las mimosas a punto de florecer, irrumpió la sinfonía del amor en la habitación contigua a la de Adelaida. Primero fue un restregar de cuerpos en cadenciosa fricción con el algodón blanco que los envolvía, un zis zas sinuoso, una obertura de pieles reptando entre las pieles. El primer movimiento vino señalado por el rumor de los pulmones y el aire contenido disparándose en un soplo por las fosas nasales, melodía de respiraciones y suspiros amenizada por el chasquido de minúsculos besos repartidos como gotas de lluvia y acompañada por el ronroneo, en allegro ma non tropo, de las gargantas. El siguiente movimiento, un andante con moto, llegó marcado por un chapoteo de lenguas cimbreantes y la reverberación acuosa de unos besos muy mojados. En tempo de adaggio brioso, siguieron murmullos y susurros acompasados, el son rítmico de un vaivén cadencioso a modo de menuetto y un ligero tintineo metálico. De ahí se pasó al andante vivace expresado en una vibración sincopada, la palpitación reverberante de las contracciones, el eco isócrono con redoble de somier y el castañeteo de los muelles de la cama al compás tres por cuatro, coreografiado, todo ello, por un continuo de acordes en si bemol mayor proveniente de ambas epiglotis. Al dueto a modo de canon de exclamaciones y gemidos, siguió la percusión estrepitosa que combinaba el ñic-ñic de los muelles y los chirridos del somier con el tamborileo del cabezal en la pared y el fragor de los aspavientos. El allegro espiritoso se intensificó durante interminables minutos para culminar en un estruendo de alaridos, bramidos, mugidos y súplicas. La apoteosis orquestal concluyó, por fin, en un largo e maestroso ¡Chim pum!, cuya cadencia se mantuvo en sostenutto durante eternos segundos. A continuación, se oyó el latido ralentizado de los últimos latigazos orgásmicos, el zumbido de las pieles acomodándose en la dúctil blandura del látex y, de nuevo, el plácido silencio de la noche rural. Ya con el runrún de los ronquidos, Adelaida pensó: «Tres en uno». Desde la intervención de Inés Villamontes en la casa, parecía que las duendecillas del mal habían desaparecido. — ¡Oye, pues funciona, eh! — le comunicaron Gina y Cecilia a su directora espiritual. Inés había hecho ya las consultas astrales pertinentes. En una carpeta traía una serie de folios con gráficos, signos y fórmulas. La extendió sobre la mesa y les explicó que, en el terreno económico, la casa funcionaría; en cuestiones de amor, salud y familia, habría de todo, ya que iba a pasar mucha gente por allí, pero, en general, las energías eran positivas pues Venus dominaba la casa 4 que es la que rige las emociones. Sin embargo, veía dibujada una sombra oscura — la señaló en el gráfico— marcada por la luna en el signo de Escorpio haciendo oposición directa con Plutón, que indicaba la aparición de serios problemas en el terreno jurídico y social. — Veo una persona que os quiere hacer daño — apuntó Inés—. Una persona o un grupo de personas que os pueden traer complicaciones. — Y ¿qué hacemos? —preguntó Cecilia. — Trataremos de solventarlo con el feng shui — suspiró Inés— También veo que os van a hacer un regalo dentro de poco. ¡Ah!, y lo del nombre, confirmado. Masía Can Mitilene es el identificador perfecto para vuestra nueva criatura. — Mí no gusta —rezongó Gina. Salió Inés por la puerta y, al poco, entró Remei, pero no llegaba sola. En el trayecto hacia el apartamento de Gina y Cecilia había tenido un encuentro fortuito. Atravesaba el Parque de l’estació del Nord repitiendo mentalmente el discurso que, con total aplomo y seguridad, pensaba exponer a sus futuras patronas para que la contrataran cuando, de pronto, un sonido agudo la obligó a detenerse. Era una especie de aullido desesperado que parecía provenir del fondo de la tierra. Miró a su alrededor y observó que, al pie de un sauce, una bolsa de plástico de Carrefour se agitaba misteriosamente. La abrió con sumo cuidado y ante sus narices

apareció primero un hocico negro, luego unos ojos tan azules como asustados, de inmediato, dos patitas trepadoras y, por último, una bola de algodón blanco que finalizaba en una frondosa y larga cola. « ¡Vaya, qué oportuna!», pensó, justo ahora que tenía una entrevista de trabajo. Quedaba fatal llegar con ella. Pero Remei, que en su día había ejercido de cangura para gatas, era incapaz de dejar allí a la pobre criatura abandonada a su suerte. La examinó detenidamente, comprobó que, en efecto, era una hembra y cargó con ella. Ya les explicaría a sus potenciales jefas lo que había ocurrido; seguro que lo entenderían. Sin embargo, a partir de aquel momento, algo cambió en su estado anímico. La pequeña criatura abandonada puso en evidencia el abandono telúrico que ella misma sentía y la cruel realidad en primer plano. Al fin y al cabo, nadie la esperaba para una entrevista de trabajo, seguro que no necesitaban a una recepcionista y si la necesitaban no iban a contratarla a ella que estaba trabajando para la competencia, es decir, la ex socia, quien, además, si se enteraba iba a ponerse hecha un basilisco. Se sintió más desamparada que una tortuga sin concha. Acababa de recoger a una gata abandonada. « ¡Hay que ver qué inhumana es la gente!», rezongaba, pero a ella quién la recogería. En ese estado de fragilidad emocional hizo sonar el timbre. — ¿Quién será a estas horas? — exclamó Cecilia dirigiéndose hacia la puerta. Apareció Remei con la bola blanca que no paraba de berrear y, sin dar tiempo siquiera a los saludos, expuso una serie de disculpas, del porqué de aquella visita y de la presencia de la gata, mezcladas con la desesperada exposición de su situación laboral. Tan nerviosa estaba que se echó a llorar abrazando a la criatura que llevaba entre sus brazos y ambas emitieron un dúo de maullidos desconsolados. — Bueno, cálmate. Siéntate — dijo Cecilia— Vamos a darle algo a ésta, que estará hambrienta. — ¡Oh, pretty, pretty — exclamaba Gina. — Si es que no puedo más — sollozaba Remei. Por fin, la situación se calmó un poco. Gina cogió a la gatita, le puso un bolecito con agua y desenvolvió un paquete de jamón en dulce que la pobre devoró con desespero. Mientras tanto, Cecilia escuchaba la apenada disertación de Remei: que ya no soportaba aquella situación, que ella tenía que promocionarse... — Me salió un curro de cocinera, pero yo, la verdad, yo tengo otra categoría, yo hablo inglés, tengo mucho mundo, en fin, que no es para estar ahí dándole a las sartenes todo el día. — ¡Ay, pues qué lástima! — se lamentó Cecilia—. Porque nosotras lo que necesitamos en Can Mitilene es precisamente una cocinera. A Remei, se le cruzaron todos los cables. — ¿Una qué? ¿En Can qué? — Además, tú estuviste trabajando en casa de Adelaida Duarte cuando tuvo aquella depresión tan fuerte, ¿no? Dicen que le hacías unos guisos maravillosos. — ¿Guisos? —titubeó Remei y, entonces, una iluminación estratosférica le hizo ver claro. Ahí estaba la casa, una casa llena de mujeres, y el fuego, ¡el fuego creador!: cuatro fogones inmensos y un horno poco menos que industrial. Inés Villamontes tenía razón. — ¡Acepto! — exclamó. — Karina no va gustar ésta — advirtió Gina acunando a la gatita. — A Karina no le va a gustar ni ésta, ni la otra, ni la de más allá, pero ya se le pasará el mosqueo. Si fuera de otra manera... — y como no quería darle más vueltas al asunto, cambió de tema— Bueno, y ¿con ésta qué vamos a hacer? La gata ronroneaba en los brazos de Gina dirigiéndole tiernas miradas de agradecimiento. A la extranjera se le caía la baba. ¡Qué hermosa unión materno filial acababa de crearse! Remei se percató de inmediato. Aquellas dos almas no podían ser separadas. Sí, la había encontrado ella y le gustaría quedársela, pero entendía que sólo había sido un enlace, una elegida del destino para contribuir al sólido futuro que le esperaba a aquella criatura. Gina la

acariciaba con tanto amor. — Si queréis os la dejo. Cecilia frunció el ceño. — Y ¿dónde vamos a meterla? No ves que andamos todo el día de aquí para allá. La gata al oír aquello también frunció el entrecejo. — Ella va estar bien en Masía Mitilene — propuso Gina. Remei la secundó. — Claro, es el lugar ideal y así yo también la tendré cerca, me he encariñado con ella. — Bueno, pues entonces nos la quedamos — concluyó Cecilia—. Y nos quedamos también contigo — le dijo a Remei. La gata suspiró aliviada y esbozó una enorme sonrisa de dibujos animados. Remei, tres cuartos de lo mismo. Así fue como entró en escena una personaje clave en esta historia. Era una gata dócil, independiente y tranquila, que pronto se acomodó al espacio que le ofrecían y que en Can Mitilene se hizo la reina. Gina concedió que fuera la gata de todas, o sea, la gata de nadie, pero, ya que había tenido que claudicar con el nombre de la casa, reivindicó ser ella quien la bautizara. Cecilia no opuso resistencia. Pensó que Gina se sentiría recompensada y dejaría de dar la lata con su complejo de que como era extranjera no se aceptaban sus opiniones en el terreno de lo verbal. Al fin y al cabo, qué más daba un nombre que otro. — Ella va llamar Cristi — afirmó Gina con la gatita en los brazos y una rotundidad absoluta. — ¡Qué nombre tan bonito! — exclamó Cecilia con mariana alegría. Cristi o Micifuz, habría dicho lo mismo con tal de no iniciar una nueva discusión. En aquel momento, no se dio cuenta y hasta mucho tiempo más tarde no se percató del juego de palabras que ofrecía aquel nombre, pero, para entonces, la gata Cristi estaba ya bautizada y resultaba imposible inventarle un seudónimo.

La Semana Santa estaba al caer. Se ultimaban los preparativos para la inauguración. El mailing publicitario estaba enviado, a punto la web en Internet, un anuncio de media página en todas las revistas del sector y un tríptico informativo repartido por bares, librerías, peluquerías, centros de planificación familiar, gimnasios, institutos de dermoestética y organizaciones de mujeres ya fueran gubernamentales o no. Incluso a la radio llegaron.

Matilde Miranda hizo referencia a la nueva casa de turismo rural para mujeres en su programa Alas Matinales. Sólo les faltaba un anuncio en televisión, pero eso, por el momento, resultaba demasiado caro. La casa abriría al público el sábado anterior al jueves santo, ya que en la comunidad autónoma, de competencias traspasadas, el sector de la enseñanza —que es mucho y rebosante— inicia sus vacaciones en esa fecha. Ese mismo día se celebraría una gran fiesta de inauguración. Con semejante despliegue publicitario, no hubo una sola de nuestras protagonistas que no se enterara a tiempo del evento. Allí estuvieron Clara y Ana con la niña y Azafrán, dispuestas a quedarse hasta el lunes de Pascua, festivo en la comunidad autónoma. Ana era parvulista en una escuela pública y Clara pidió tres días de libre disposición en la empresa. Necesitaban desconectar, olvidar los problemas. Necesitaban un lugar en donde no sentirse agobiadas con el tema de la niña, donde nadie les preguntara, con morbosa curiosidad, cómo se lo habían montado y de quién era hija. En palabras de Clara, un lugar donde sentirse libres. Y eso, sin duda, lo iban a encontrar en aquel universo femenino que aparecía en un tríptico con el nombre de Can Mitilene: masía de turismo rural para mujeres. A ellas les encantaba el turismo rural y al gato mucho más. Hicieron el equipaje: una bolsa grande para las cosas de Clara y Ana, con neceser compartido, sus pijamas de algodón y sus famosas zapatillas iguales; la canastilla de Atzavara con sus cremas naturales, sus juguetes didácticos, sus chupetes biológicos, su ropita y sus pañales reciclables; la canastilla del gato con su spray antiparásitos, sus toallitas antisépticas para la limpieza de ojos y orejas, su cartilla veterinaria, sus croquetas de verduras y pescado de bajo contenido calórico, y alguna latita que le darían como extra si se ponía muy pesado; y, por último, el botiquín comunitario con una colección de medicamentos alternativos, más las tiritas, la Biodramina para Azafrán que se mareaba en el coche, el Gardenal por si se ponía nervioso, el Sulfmtestín por si le entraba una diarrea, el Primperan porque a veces, con el cambio de aguas se le giraba el estómago y el Betadine-gel, uso tópico por si se hacía alguna herida. La familia al completo madrugó el sábado y a las 10 de la mañana ya estaban en Can Mitilene. La doctora Giménez decidió tomarse los cuatro días anteriores a las fiestas y toda la semana siguiente. Necesitaba ese tiempo para darle un empujoncito al libro que estaba escribiendo y cuyo título aún no tenía claro. Dudaba entre Vaginas rebeldes, La rebelión de las vaginas o Rebelión vaginal a secas. Encantada de la vida porque, por fin, había encontrado una casa de turismo rural para mujeres y además podía llevar a Minerva, su pequeña y despabilada West Highland White terrier (como pueden apreciar las lectoras expertas en temática canina, mucho más largo el nombre que la perrita). La doctora Giménez salió en su coche de la capital del estado pluriautonómico a primera hora de la mañana, comió por el camino y a eso de las cuatro, ya estaba en Can Mitilene. A la inspectora García, sus superioras, casi la obligaron a marcharse. Mejor dicho, la obligaron. Su visita a la nueva ginecóloga no había sido nada fructífera, le había mandado hacer una ecografía mamaria y, observando el resultado, había restado importancia a lo que calificó de «quistecillo de grasa», cuando ella lo intuía mioma degenerativo y mortal, y García era muy intuitiva. Eso acrecentó aún más su decaimiento y su mala cara. — Mire García — le dijo la subcomisaria— si se encuentra mal, lo mejor es que se coja una baja. — ¿¡Una baja yo!? — protestó la inspectora— ¡Con la de faena que tengo! Y, además, escúcheme bien, subcomisaria, yo no me he cogido una baja en mi vida. Ni que me esté muriendo abandono yo el servicio. — Pero García, García — insistió paciente— ahora no hay ningún caso importante y a usted le vendrían bien unos días de relajo. Se coge usted la semana a cuenta de las vacaciones y se va a la costa, que el sol le hará bien. Ya verá usted que vuelve como nueva.

— Señora, permítame... — ¡García! — ¿Qué? — Es una orden. — ¡Cagüen! — gruñó y salió del despacho dando un portazo. Por la noche, se fue a Chueca a tomar unas copas. En el primer bar que entró, vio un cartel anunciando la casa de turismo rural: «Pasa unas agradables vacaciones en un marco incomparable y en compañía de mujeres». Era viernes. A la mañana siguiente, tomó el puente aéreo, luego un tren y luego un taxi. Llegó a Can Mitilene a las 17 horas aproximadamente. Tea y Mati tenían previsto salir después de comer, pero convencer a Adelaida para que se animara a ir con ellas no era tarea fácil y menos todavía si donde querían llevarla era a un lugar que, como recuerdo, le había dejado una experiencia traumática difícil de olvidar para cualquiera, y más para ella que tenía una memoria de elefanta, en especial para los temas desagradables. Sin embargo, Tea había reservado ya la suite a nombre de su amiga y sabía que Gina y Cecilia no le iban a fallar. Después de tres horas de enfervorizada discusión, consiguieron que la escritora preparara los bártulos. Había anochecido ya cuando se metieron en el Golf GTI de Mati, que iba al volante, Tea de copilota y, detrás, Adelaida refunfuñando y Tilita, la perra, más contenta que unas castañuelas. Llegaron a Can Mitilene a la hora de la cena. Nati Pescador compartió estancia con sus amigas Candi y Gabi. Margarita Sureda pidió una habitación doble en la que se instalaría Inés Villamontes a partir del jueves santo, ya que los días precedentes tenía que trabajar. Marga llevó consigo a Yin, su repolluda gata, nada aficionada a salir de casa. Con ellas, eran siete las habitaciones ocupadas. Otras dos fueron invadidas por un grupo de vascas de diferentes tamaños, que llegaron en una furgoneta monovolumen cargada de chis- torras, morcillas, cogollos de Tudela y botellas de Txakolí. Quedaba una última habitación en la que se instaló una discreta pareja que prácticamente no salió de ella. Entre unas y otras, formaban un variopinto colectivo de mujeres, todas dispuestas a pasar unas vacaciones inolvidables sin sospechar, ni por un momento, que la tragedia se cernía sobre la casa. Pero a la fiesta de inauguración fueron muchas más las mujeres que acudieron, históricas, radicales, militantes, organizadas o independientes, que tuvieron que buscar alojamiento donde pudieron. Unas en los campings de la zona, otras haciendo vivac en un prado cercano y el resto compartiendo pensiones y hoteles con la chusma heterosexual. Ni Paca, la peluquera, ni Azucena, la del gimnasio, estuvieron en aquella ocasión. Fue una fiesta espléndida en la que se sirvió una cena fría a base de ensaladas, tortillas, montaditos, quiches diversas y puerros a la vinagreta que había preparado Remei con gran esmero; bebida en abundancia y cava a cuenta de la casa. Las mujeres alternaban la charla, el picoteo y el baile en un animado ir de aquí para allá mientras las mascotas se adaptaban, cada una como podía, a la nueva situación. Tilita y Minerva correteaban por el jardín en una frenética persecución, ahora yo a ti, ahora tú a mí, haciendo fintas cual futbolistas en pos de un balón. Nada más conocerse, se habían olido los respectivos traseros y sus aromas las habían invitado a iniciar una sólida amistad. A Azafrán lo dejaron en la habitación velando el sueño de Atzavara y vigilado de cerca ora por Clara ora por Ana, quien se empeñaba en advertir que, desde que había llegado la niña, el gato tenía un comportamiento neurótico debido a los celos. Neurótico había estado desde que lo caparon y lo pusieron a régimen para que no engordara. El pobre animal, más pacífico que una paloma con rama de olivo en la boca, pasaba un montón de la niña, pero tenían por costumbre no dejarlo solo con ella por si se ponía agresivo. «Más vale prevenir —decía Ana— son muchas las noticias escalofriantes sobre animales de compañía que agreden a bebés en un ataque de celos». Yin, la gata de

Marga, se metió debajo de la cama nada más llegar. Aquella noche durmió tapándose las orejas con una pata para no oír el alboroto y no quiso salir de su escondrijo en todo el tiempo que duró la estancia de su dueña. A las gatas no les gustan los desplazamientos, no son como las perras que con cuatro pipis ya han hecho suyo un territorio. La gata Cristi se había situado en la cornisa de la entrada y desde allí dominaba la situación sin perderse detalle de lo que pasaba dentro y fuera de la casa. Por su expresión, se advertía que le gustaba la fiesta. Sonaba la música y las guirnaldas y farolillos, extendidos en diagonal desde la fachada de la casa hasta diversos puntos de apoyo, se mecían con el viento siguiendo los compases de la melodía. Las parejas se deslizaban por la eventual pista de baile con esa magia que emana de las mujeres cuando bailan juntas. Sonaban los acordes de Amparito Roca y el aire se llenó de notas y todo era un carrusel de felicidad al ritmo de la alegre tonadilla. Hasta las ocas se movían al compás del pasodoble con una coreografía de picos, cuellos y patas; un baile solitario en el que bamboleaban las colas torpemente y sus palmípedas extremidades chapoteaban en la hierba húmeda uno, dos, tres, vuelta; uno, dos, tres, vuelta... Tan patosas ellas, tan ocas.

CAPÍTULO 7

Una mañana agitada

A la mañana siguiente, quedaban todavía esparcidos a lo largo y ancho del recinto los restos del festín. Gina y Cecilia habían decidido que se levantarían temprano para recogerlo todo mientras Remei preparaba los desayunos, pero una fatal casualidad hizo que se fuera la luz y ninguno de los radiodespertadores eléctricos llegara a sonar. Las tres dormían plácidamente cuando un sol de juguetones y caprichosos rayos acariciaba ya las ventanas de las habitaciones que daban al Este y algunas de las huéspedes se desperezaban. Atzavara fue una de las primeras en abrir los ojos. Como era su costumbre, se agarró a los barrotes de la cuna y emitió el grito de guerra: « ¡Oh, yo, yo, ya, ooooh! — y en tono más agudo— ¡iiiih!». Azafrán levantó las orejas, se estiró y volvió a enroscarse. Las madres echaron a suertes quién se levantaba primero. Le tocó a Ana.

Margarita Sureda hacía meditación en un rincón de la habitación en el que había instalado una alfombra y erigido un pequeño altar con velas, flores y estampas de sus diosas favoritas, una Tara blanca y una Tara verde. Yin seguía agazapada debajo de la cama. Tea de Santos, que era muy meona, se había levantado a hacer un pis y, al volver a la cama, inició una discusión con Mati, completamente trivial. Que si podías hacer menos ruido cuando te levantas. Pues, que tiquismiquis eres. Tengo derecho a descansar. ¡Ay, no me des la vara tan temprano!... Mati se desveló y empezaron el día de morros. Las vascas iban abriendo el ojo por turnos y saludándose entre sí con un patriótico Egun

on. — Y Bon día — exclamó la mayor (en tamaño) — que hay que guardarle un respeto a la lengua y a la tierra que nos acoge. La doctora Giménez remoloneaba entre las sábanas. La inspectora García, en camiseta de tirantes, hacía ejercicios de musculación frente a la ventana, con las pesas portátiles que siempre llevaba en sus viajes. En la habitación del fondo, la discreta pareja se amaba por enésima vez. Candi, Gabi y Nati dormían. Y Adelaida Duarte también dormía, pero pronto se despertó y lo primero que vio al abrir los ojos fue el morrito negro de la gata Cristi a dos centímetros de su nariz. Había dejado la ventana entreabierta y por allí se había colado la felina deseosa de explorar todos los rincones y conocer a las nuevas inquilinas. Inmóvil como una estatua y procurando evitar incluso el parpadeo, la escritora dirigió ambos globos oculares hacia la derecha para ver cuál era la situación en su alcoba. Tilita estaba sentada en la alfombra, con la boca entreabierta y un trocito de lengua expectante, contemplando la escena con tímidos movimientos de colita. La gata Cristi seguía mirando fijamente a los ojos de Adelaida. A un leve movimiento de la escritora, la gata puso un motorcito en marcha y eso provocó una sensación de inusitado placer en el esternón de Adelaida, quien esbozó una sonrisa. Vaya, pensó con agrado, hacía mucho tiempo que no me despertaba con una sonrisa. Esa sonrisa fue la señal para que Tilita interpretara que no había peligro y pensara que se trataba de una invitación a participar en el juego sorpresa que acababan de inventar su dueña y aquella cuadrúpeda bigotuda. Puso ambas patas en la cama agitando la cola a toda velocidad. La gata, que no entendía las intenciones lúdicas de aquella otra cuadrúpeda orejuda, contrincante por tradición histórica, salió corriendo hacia la ventana y, de un salto, desapareció. — ¡Tilita! — la riñó Adelaida. A continuación se levantó de la cama y refunfuñando añadió— No sé por qué te pusieron ese nombre, tendrías que llamarte Anfetamina. En esto, un grito aterrador las alertó a todas. Un cacareo estrepitoso había roto el silencio matinal. Estruendo de graznidos, revuelo de plumas, crepitar de hierba seca, un humo negro que se elevaba en el aire. Estaba ardiendo el cobertizo de las ocas. Los efectos de la fiesta rural se habían notado de forma ostensible en la gran ciudad. La pasada noche, el Gay Night había estado casi vacío, y eso que era fin de semana y anticipo de las mini vacaciones de primavera. Karina, consumida por la rabia y atormentada por la angustia, no había logrado conciliar el sueño. A primera hora de la mañana, el midnight en Provincetown, con las uñas extinguidas de tanto roerlas, se lanzó al teléfono y pidió una llamada a cobro revertido a cuenta de su madre. Tenía que explicarle lo ocurrido. Erika sabía ya que su hija se había quedado con el Gay Night. De hecho, el capital invertido en el traspaso y remodelación del local procedía de una cuenta común que madre e hija tenían en un banco suizo y cuya existencia no era conocida por nadie excepto por ellas mismas y por la abogada que, en su momento, les había tramitado el asunto; un dinero, al parecer, resultado de un negocio poco claro, del que obtuvieron considerables beneficios. Pero la lejana madre desconocía otros detalles no menos importantes del asunto, como por ejemplo, que sus ex socias se habían llevado consigo a la chica que tenía en la barra. — Y, lo que es más gordo — explicó Karina— ¿a que no sabes quién está detrás de todo esto? — ¿Qué quieres decir? — preguntó la madre desconcertada. — Sí, ¿a que no sabes quién les lleva la gestión? — ¿Cómo quieres que lo sepa? — ¡Ay, mamá! Pon un poco de tu parte. — Si es que no sé a qué viene tanta intriga, hija. Háblame claro. — Es Nuria. Nuria Capell. Ella ha gestionado la compra de la casa. ¿Te das cuenta? Las

ha puesto en contra mía. Hubo un silencio tenso al otro lado de la línea telefónica. Por fin, la madre titubeó: — Pero... ¿tú sabes lo que significa...? — Claro que lo sé, por eso te llamo. No quiero ni imaginar qué pasaría si se descubre lo que hicimos. — Pues tendrás que hacer algo, cariño. A esa mujer hay que taparle la boca como sea. El ajetreo que en aquellos momentos invadía Can Mitilene contrastaba con la calma que se respiraba en el pueblo. Sus habitantes no se habían desperezado todavía, alguna perra dormitaba en las calles silenciosas y las gatas regresaban de su ronda. Del horno de una de las viviendas emanaba un olor a bizcocho caliente y pan tierno cocido a la leña, que se filtraba por todas las esquinas y hacía arrugar los hocicos a canes y felinas. La panadera estaba preparando unas bandejas con croissants, ensaimadas, croissants de chocolate, bunyols de l'Empordá y muchos bollos de los que en esta tierra se llaman briox. Eran para la nueva casa de turismo rural. Las metió en la furgoneta junto con varios kilos de pan de payés fresco y cortado en rebanadas. Quería llevarlo ella personalmente. Le daba morbo ver lo que ocurría allí. En el pueblo había corrido la voz de que todas eran mujeres, que hacían fiestas ellas solas y que tomaban el sol desnudas (esto último, nadie lo había visto, pero se lo imaginaban y casualmente era cierto). Antes de poner la furgoneta en marcha, se miró en el espejo retrovisor, extendió con las yemas de los dedos el colorete, frunció los labios para consolidar el carmín y se atusó el pelo. En el ayuntamiento, sólo había una guardia urbana de guardia (valga la redundancia) dormida en su garito, con la gorra cubriéndole los ojos, la silla reclinada hacia atrás y las piernas estiradas apoyando los pies cruzados encima de la mesa. Cuando sonó el teléfono, casi le da un pasmo. — ¿Un incendio? ¿Dónde? Tomo nota. Ahora mismo les envío un coche de bomberas. Dio la alarma y en pocos minutos se ponía en marcha el único camión cisterna que tenían en el pueblo. A aquella hora tan temprana, en la carretera desierta, sólo dos vehículos circulaban en dirección a la casa de turismo rural. En sentido contrario, un Ford Escort negro volaba sobre el asfalto huyendo. Tanto las bomberas como la panadera se cruzaron con él. Mientras tanto, en la casa, todas las mujeres se habían movilizado y se enfrentaban al incipiente desastre con una organización espontánea digna de elogio. Cuando llegaron las bomberas, las encontraron en pijama o en chandal, unas trajinando con la manguera de riego, otras persiguiendo a las ocas, las ocas desperdigadas por el jardín, las vascas echando cubos de agua, el incendio sofocado y todas con un sofoco de aquí te espero, esperando a las bomberas. — ¡Ay, virgen! ¡Virgen santa, qué susto! — exclamaba Cecilia. En un abrir y cerrar de ojos, desplegaron toda su parafernalia de tubos, mangueras, picos, palas, enganches y máscaras antihumo y corrieron de acá para allá con sus cascos azul eléctrico y aquellos pantalones de uniforme que les marcaban a todas un culo respingón de lo más apetecible. — ¿Has visto lo buena que está la que se ha subido al camión cisterna? — preguntó una de las vascas a otra mientras observaban sus evoluciones. — Es grandota, es grandota. Esa debe de ser vasca. — Una ronda de zuritos a que es de Bilbao. En estas, llegó la panadera con su furgoneta y se encontró con todo el fregado. — ¡Qué animación! — murmuró para sí, mientras descargaba su dulce mercancía. A los pocos minutos, el incendio estaba ya completamente extinguido, pero la jefa de bomberas insistió en que debían quedarse como piquete de guardia por si se reavivaba el fuego. Al fin y al cabo, hasta que no llegaba el verano y empezaban a arder los bosques, se

aburrían como ostras y, en la casa, tal como la panadera había observado, se respiraba muy buen ambiente. — No puede una fiarse — le advirtió a Cecilia— Una chispa, una brasa escondida, un poco de aire y ¡Fflllfum! Ya lo tenemos aquí otra vez. Además, hay que investigar las causas del siniestro. Gina y Cecilia no tuvieron más remedio que invitarlas a desayunar. La panadera, ya que estaba, se apuntó también. Así, poco a poco, se fue restableciendo la calma y, a última hora de la mañana, se respiraba ya un ambiente más relajado. Algunas se habían ido a pasear, otras pululaban por el jardín y todo volvía a la normalidad. Sólo las ocas parecían no haber superado el trauma. Permanecían agrupadas en la esquina exterior del chamuscado cobertizo, estresadísimas, sin atreverse a dar un paso. Lo del incendio había sido un golpe duro para ellas, algo que les costaría superar. Después de aquello, las ocas, que ya eran de por sí beligerantes, se volvieron mucho más hurañas y agresivas. Remei preparaba la comida, Gina y Cecilia arreglaban las habitaciones y, en el exterior, cada cual disfrutaba del ocio como mejor sabía. Las vascas invitaron a las bomberas a jugar un partido de voleibol y ya las tienes a todas pelotazo va, pelotazo viene, las vascas en pantalón corto, luciendo pierna, las bomberas de uniforme; de espectadoras Candi, Gabi, Nati y la panadera. La doctora Giménez se había instalado con su ordenador portátil en una mesa del jardín y, a pocos metros, la inspectora García hojeaba un periódico repartiendo la mirada entre las páginas del rotativo y lo que acaecía a su alrededor. Bien por deformación profesional, bien por un agudizado instinto de observación, García no podía evitar un riguroso control del escenario en el que se encontraba incluso estando de vacaciones. La noche anterior, como la fiesta había sido multitudinaria (y de noche todas las gatas son pardas), apenas se había fijado en los diferentes rostros, pero ahora, cuando desde una de las tumbonas del porche de la entrada vio a la doctora Giménez abstraída en su trabajo, pensó: « ¿Dónde he visto yo antes esa cara?». Y estuvo varias horas dándole vueltas a la cabeza. « ¿Dónde he visto yo esa cara? ¿Dónde habré visto esa cara?» Sentadas en la hierba estaban Clara y Ana con la niña y, cerca de ellas, tomando un aperitivo, se encontraban Tea, Mati y Adelaida. Atzavara chupaba con efusión su chupete biológico. Aquel día lo habían untado en hierbaluisa y era un sabor que la hacía flipar. Llevaba consigo la muñeca de moda, Fany reglitas y sus minitaponcitos, un juguete didáctico con forma humanoide, barriga redonda y una melenita rubia de pelo sintético. Gracias a un mecanismo informático, a Fany reglitas le venía la regla de forma periódica y cíclica aunque con una regularidad inferior a la real, es decir, más a menudo, ya que de haber sido programada para un ciclo de 28 días el proceso pedagógico habría resultado demasiado lento. La muñeca segregaba por un orificio estratégicamente situado en la entrepierna, con su vello púbico incluido del mismo rubio que el del cuero cabelludo, una substancia rojiza que había que detener colocando un taponcito higiénico diseñado a tal efecto. — Así aprenden ya desde pequeñas — le explicó a Tea una de sus madres después de que ésta le preguntara— Se inician en temas importantes para su futuro y practican la pedagogía activa. — Ya no saben qué inventar — gruñó Adelaida. Tilita y Minerva correteaban por el jardín. Azafrán hizo una incursión por la casa y se encontró con la gata Cristi. Fue un primer encuentro en elque se miraron, hicieron «fu», se mostraron las respectivas colas y cada cual se fue por su lado. Y mientras, vascas contra bomberas, brazos al aire, encuentros en la red y la pelota describiendo elegantes parábolas de un lado al otro del campo. El partido estaba en el momento más emocionante, cuando, de repente, las ocas, impelidas por su instinto bélico,

decidieron dar rienda suelta a su contenida excitación y, formando un batallón de ataque, iniciaron una rápida carrera hacia las jugadoras.El contorneo de sus traseros y la velocidad que llevaban marcaban, sin duda, una actitud belicosa. Ante el temor a ser cosidas a picotazos, las jugadoras detuvieron el encuentro. Por unos instantes, la tensión fue tal, que podía palparse. Había que actuar con rapidez. Las tenían ya a menos de un metro de distancia cuando la capitana de las vascas gritó: — Pasadme la bola. Y en un mate perfecto, lanzó el esférico a la cabeza de la oca que iba en ídem, acertándole de lleno en la cocorota. El cuello de la oca se descompuso, giró sobre si misma aturdida y, en el quiebro, arrolló a derecha e izquierda a las ocas que iban en segundo lugar haciéndolas tambalear como en un strike de boliche. El resto de la bandada dio media vuelta y huyeron todas en despavorida retirada hacia las caballerizas. — ¡Buen tiro, capi! — se oyó en medio de una salva de aplausos. Pero la euforia de las jugadoras se vio interrumpida por las protestas de Cecilia, quien salió de la casa muy alarmada y les pegó una bronca de campeonato. — ¡Aquí las ocas son sagradas! — vociferó— Hay que cuidarlas o nos quedamos sin casa — y dirigiéndose a las bomberas— Y vosotras, parece mentira, estando de guardia, con el uniforme y todo... — ¿Qué tendrá que ver? — comentó una. — Han empezado ellas — se defendió una de las vascas. La bombera protestó: — ¿¡Nosotras!? — No, las ocas. — ¿Qué querías, que nos estuviéramos quietas esperando a que nos atacaran? — le dijo a Cecilia otra de las vascas. — No — respondió— pero basta con dar unas cuantas palmadas al aire para espantarlas. Y si se ponen muy chulas, les gritáis « ¡A la cazuela, a la cazuela!» y ellas solas se retiran. Además, hoy las pobres ya han tenido bastante con lo que han tenido. — No te jode — murmuró la capitana. Entonces sonó una campanilla y desde la ventana de la cocina se oyó la voz de Remei que llamaba. — A comer, chicas, que la paella se enfría. El resto del día transcurrió sin más complicaciones. Las bomberas se marcharon convencidas de que el fuego no reviviría y la sospecha de que la causa del mismo había sido un cortocircuito. — Pues qué raro — comentó Cecilia— porque toda la instalación es nueva. La jefa de bomberas tomó el compromiso de volver para proseguir con las investigaciones. Y la panadera, que, como habrán podido observar las lectoras, se apuntaba a un bombardeo, prometió también que volvería cada mañanita temprano para servirles el pan fresco y esbozó una sonrisa que rozaba ambas orejas. Caída ya la noche y gozando de una temperatura ideal, unas cuantas se reunieron en el jardín e iniciaron una animosa charla. Emma García no se quedó. Seguía notando aquellas molestias en el pecho izquierdo y, cada vez que se lo sobaba (gesto que, como ya hemos comentado, repetía con frecuencia), notaba que la protuberancia interna había crecido. A la doctora Giménez no se le escapó este detalle. Cuando se retiraba a sus aposentos, García se vio sorprendida por la mirada de la doctora. Esta le envió una sonrisa y ella pensó, «pero ¿dónde diantre habré visto yo esa cara?». Bajo la luz de la luna, las que se quedaron platicaban en torno a la maternidad, las relaciones entre feminismo y lesbianismo y, cómo no, el tema candente: la prohibición inminente de procrear entre parejas del mismo sexo. Todas estaban de acuerdo en que había

que movilizarse y, siguiendo los planteamientos de Tea de Santos, formar un frente común. Entonces, una de ellas apuntó: — Sí, pero cuando se reivindicaba el aborto y la campaña era «Yo también he abortado», las lesbianas nos sumamos a ella y, sin embargo, cuando en la campaña de visibilidad de las lesbianas, el lema fue «yo también soy lesbiana», las heterosexuales nos dejaron solas. No creo que ahora se muestren mucho más solidarias por muy feministas que sean. — Es que... ¡No compares! — exclamó Tea—. No es lo mismo. Y todas se echaron a reír. Todas, excepto Mati, quien sabía que el comentario no había sido irónico aunque lo pareciera. Tea Había hablado en serio. Por eso, más tarde, ya en la habitación, le preguntó: — ¿Qué has querido decir con eso de «no compares»? — He querido decir exactamente lo que he dicho. No es lo mismo. Una no puede ir por ahí diciendo que es lesbiana cuando no lo es. — Pero otra sí puede andar por allí diciendo que ha abortado cuando ni siquiera ha estado preñada. Es un acto de solidaridad, simplemente, pero, por lo visto, a las heterosexuales decir que son lesbianas les crea serios conflictos. Dime por qué. ¿Deja muy malparada su reputación, tal vez? — Mira, Mati, no vayas por ese camino que te veo venir. Te guste o no, yo soy hetero — levantó un dedo índice amenazante— y muy hetero. No lo olvides. — Entonces, ¿qué haces conmigo? — No tiene nada que ver. — Yo soy lesbiana y hago el amor contigo. Y vistos los resultados, se diría que te gusta. — Por supuesto que me gusta, pero eso no significa que yo también sea lesbiana. — Habrá que definir qué entiendes tú por ser lesbiana. — O qué entiendes tú, que eres una radical. La discusión prosiguió en tono cada vez más airado hasta que ambas se pusieron a dormir de morros y dándose la espalda. De madrugada, se levantó un viento primaveral que hizo batir algunas ventanas. En la penumbra de su habitación, la consellera Gemma Campmany intentaba dominar los irritantes efectos del insomnio fumando un cigarrillo. A la mañana siguiente, tenía que acudir a un pleno extraordinario en el ayuntamiento del pueblo donde se encontraba Can Mitilene. Había dos temas urgentes a tratar: el primero, una acequia desmadrada que había provocado molestias en una urbanización y las quejas airadas de los grupos de ecologistas, quienes amenazaban con realizar acciones de protesta durante las vacaciones de Semana Santa. El segundo, la casa de turismo rural: un foco de vicio y perdición, un desprestigio para la comarca y unos terrenos imprescindibles para la construcción de un parque temático que la Generalitat tenía proyectado instalar en la zona. Can Mitilene quedaba justo en medio. La consellera tenía instrucciones muy estrictas. En su cartera, llevaría una orden de expropiación que entregaría personalmente a la alcaldesa para que iniciara los trámites. De no surtir efecto esta estrategia, habría que pasar a la acción contundente y Gemma Campmany sabía que, estando Nuria Capell en el asunto, no tenían nada que hacer. Aquella noche, no era el viento lo que le impedía dormir.

CAPÍTULO 8

Única testiga A su corta edad, la gata Cristi había demostrado ya ser toda una señora felina, observadora y tranquila, muy independiente, poco juguetona y enormemente agradecida con Gina, por ser su madre adoptiva y con Remei, por haberla rescatado de una muerte segura. Sólo a ellas les concedía lúdicos momentos a base de zarpazos y revolcones. Al resto del personal, cuando intentaba jugar con ella, le mostraba la cola y desaparecía haciendo un digno mutis por el foro. Era toda ella de un blanco lustroso, con el pelo y la envergadura de una gata persa, pero de hocico afilado, largos y acordeónicos bigotes y una manicura impecable. Día a día iba adoptando complexión de adulta a esa velocidad a la que crecen las cachorritas y definiendo una manera de ser, una forma de actuar, una filosofía de vida. Su afición favorita consistía en subirse a una estantería y, desde allí, en postura de efigie, inmóvil, tal que una estatua de porcelana, observar todo cuanto ocurría a su alrededor. Tan silenciosa y quieta solía quedarse que, quien no la conocía, podía fácilmente confundirla con un objeto decorativo. Y aun conociéndola, resultaba difícil percatarse de su presencia. La inspectora García estaba cada vez más preocupada. Su pecho izquierdo crecía y crecía, le dolían las articulaciones, se sentía sin energías y, aquella mañana, al ponerse el termómetro, comprobó con horror que tenía unas décimas de fiebre. — ¡Lo que me faltaba! — exclamó— Ahora, encima, estoy con febrícula. ¡Cagüen las vacaciones éstas! Ya sabía yo que me iban a sentar fatal. Cuando le devolvió el termómetro a Remei, ésta se interesó por su salud. — ¿Qué, inspectora, cómo lo lleva? — ¡Psssse! — No tiene muy buena cara. García se sobó el pecho. — Toy bien, toy bien — dijo casi murmurando e inició la retirada, pero Remei la detuvo. — ¡Uy, inspectora! Me parece a mí que va usted por ahí haciéndose la. dura y eso... perdone que le diga, pero nadie es Superwoman ¿eh? A García no le gustaba nada ese tipo de apreciaciones, pero no se sentía con energía ni con ánimos para replicar a su interlocutora. — Habrá cogido un poco de frío —continuó Remei— ¿Quiere que le prepare una aspirina efervescente? La química lo arregla todo y... — entonces, Remei tuvo una brillante ocurrencia— ¡Ah, calle! Si tenemos una médica en la casa. ¿Por qué no va y le pregunta a ella? Mire — dijo señalando hacia la mesa del jardín en la que se encontraba la doctora Giménez repiqueteando sobre las teclas de su ordenador portátil— es aquella de allí. Y, de repente, a García le entró una especie de azoro, las cortinas de la memoria se le abrieron de par en par y, al recordar dónde, cuándo y cómo había visto aquella cara, no pudo menos que exclamar: — ¡¡Cagüen!! ¡Cómo he podido olvidarme! — y diose un golpe en la frente con el monte de Venus. Cerca de la doctora estaban Tea y Adelaida tomando un aperitivo. Mati se había ido a pasear. — O sea, que estáis de morros — dijo Adelaida pinchando una aceituna y hundiéndola en el Martini blanco.

— Si es que me montó un número de no te menees sólo porque dije que una no tiene por qué ir diciendo por ahí que es lesbiana cuando no lo es. — Es que lo tuyo con ese tema es de juzgado de guardia. — Eso, ponte de su parte. — Cogió una patata crisp marca Torres y se oyó un rabioso crujir de mandíbulas. Fue justo entonces cuando García se plantó delante de la doctora Giménez con una mano hundida en el bolsillo del pantalón y chupando el palillo que llevaba en la otra. — Usted es médica — afirmó tras sacarse el palillo de la boca y dando un ligero toque en el aire como señalándola a ella. Giménez esbozó una enigmática sonrisa con caída de ojos incluida. Y, en tono cantarín, exclamó: — ¡Uy! ¿Cómo lo ha sabido? — Es que soy poli — explicó García. A continuación, intercambiaron una serie de informaciones: que yo trabajo en Chueca. Qué casualidad, yo también. La vi en la clínica Flores. No me diga. Querían rajarme la teta. ¡Uy! qué ocurrencia, de eso nada, yo practico la medicina natural. Pues eso me conviene. Pues pase usted ahí dentro y se lo miro en un momentito. Pues vale. Minutos más tarde, estaban ambas en una pequeña sala de la casa, habilitada como enfermería, García, tendida en la camilla, Giménez, con su bata blanca y su fonendo colgado del cuello, tocándole las tetas a la inspectora. La doctora Giménez siempre llevaba en la maleta una bata blanca y el fonendo por si se requerían sus servicios. Palpó con las yemas de los dedos los laterales de cada pecho, por la parte interior y exterior, presionó con la palma de la mano en cada rugosidad, protuberancia o accidente geográfico que encontraba a su paso y acarició con sanitaria dulzura el perímetro mamario. En sus maniobras de exploración, la doctora rozaba, como por accidente, los pezones de la inspectora y éstos se erguían impelidos por una fuerza irreprimible. — Tiene un quiste infectado — diagnosticó la doctora. — ¡Joío! — masculló García con voz oscura para disimular las secretas sensaciones que estaba experimentando. — No crea. Suele ocurrir en mamas fibroquísticas como las suyas — tomó su talonario de recetas, se sacó un bolígrafo del bolsillo alto de la bata y mientras anotaba le explicó—. Primero atacaremos la infección. Le daré un antibiótico que tendrá que tomar cada ocho horas. Y luego haremos un tratamiento paliativo y profiláctico para que le desaparezca el fibroma y no vuelva a reproducirse. A la inspectora no le gustaba nada que le hablaran en términos científicos, pero, dada su situación y la delicadeza con que habían sido tratados sus senos, se contuvo y escuchó con paciencia las explicaciones de la médica. — Mire, me tomará unas perlitas de onagra que es el mejor remedio para que no se formen quistes: dos antes del desayuno, dos antes de la comida y dos antes de la cena. — A García ese posesivo maternal que usaba la doctora no le hacía ninguna gracia, pero estaba siendo tan atenta con ella que no procedía ponerse chula y decirle «quíteme usted el «me», haga el favor» en el tono garrulo que solía usar la inspectora cuando se mosqueaba—. De Inmune FormDiet — proseguía la facultativa— me toma también lo mismo: dos antes del desayuno, comida y cena, esto le aumentará la inmunidad frente a las infecciones. Luego me toma una cápsula de Auxina E-400 en el desayuno. Es ideal para atacar el fibroma — y dale con el «me toma, me toma» pensaba García conteniendo la rabia— Le voy a dar también Ernodasa que es un antiinflamatorio natural. De éste me tomará también dos, dos y dos; y todo esto lo reforzaremos con enzimas proteólicos, dos cápsulas de Wobenzimal después de cada comida. — A García le parecía que era mucha medicación la que tenía que tomar sólo por un simple bulto en el pecho, pero ella no sabía de medicina y es vital para la curación de

una, pensaba, confiar plenamente en la especialista que la lleva, además, Giménez le parecía tan mona...— Y ya por último, para que no se le vuelva a infectar se me dará unas friegas en ambos pezones con un algodón untado en Oraldine, después de la ducha y antes de irse a dormir. Hasta ahí llegó el aguante de García. — ¿Ha dicho Oraldine? — inquirió airada—. Pero, ¿usted por quién me ha tomado? ¿No le he dicho antes que yo soy poli? La doctora exclamó sonriente. — Y aunque no me lo hubiera dicho, inspectora, se le nota en la cara; es usted clavadita a Scully. Aquello fue un golpe bajo. Si en el amplio panorama de la ficción había un personaje por la que García suspiraba, esa era precisamente la teniente Dana Scully, protagonista de Expediente X. El comentario la dejó tan aturdida, que sólo atinó a farfullar: — Es que el Oraldine es para la boca. — Ya lo sé — replicó concesiva la doctora— pero piense que ese preparado mata todos los gérmenes habidos y por haber. Se da usted sus frieguitas después de cada ducha y antes de irse a dormir y ya verá que no le deja ni un germen vivo para que le joda esas tetas tan maravillosas que tiene. —Otro golpe bajo, a García los piropos le alteraban las meninges—. Y, como la veo un poco nerviosa, le voy a recetar también unas pastillitas de valeriana. Se me toma dos con cada comida y estará todo el día como una seda, ya verá. ¡Ah! y no me deje el tratamiento por nada del mundo. ¡Eh, inspectora!, que no me entere yo — concluyó batiendo en el aire el dedo índice a modo de cariñosa advertencia. García salió de allí con el corazón palpitante y un pliego de recetas en la mano, caminando como una auténtica zombi. Se fue a la farmacia del pueblo y a las pocas horas regresó con una bolsa cargada de medicamentos entre los que se encontraban una botella de Oraldine y un paquete de discos de algodón de los que se usan para desmaquillarse. Inés Villamontes había pronosticado una primavera movida astrológicamente hablando. Ahora, para colmo, la Luna había entrado en el signo de Piscis, cuadrando nada menos que a Júpiter y aquella confluencia iba a provocar una estrepitosa catarsis emocional colectiva. Durante la cena se pudo ver más de un rostro compungido o atacado por la ira. Tea de Santos y Matilde Miranda estaban en este último caso y Adelaida empezaba también a estarlo con tanto morro apretado a su alrededor. El rostro de la inspectora García pertenecía al primer grupo, frente a ella y flanqueando el cubierto dispuesto sobre la mesa, alineadas cual regimiento en formación de ataque, una hilera de pastillas dibujaba una serpiente multicolor. « ¡Como una anciana, joé! —pensaba García observando la terapéutica fila—. Como esas ancianas que están, to’l día, pastilla va pastilla viene. Y todo por un bulto en la teta. Ahora el resto de mi vida medicándome.» Miró las recetas y empezó a tragar las que le tocaban antes de la cena. A un lado dejó las que tenía que tomar después. Pero para caras compungidas, irritadas y presas de la desesperación, las de Gina y Cecilia que aquella misma tarde habían recibido una carta con la orden de expropiación de los terrenos para la construcción de un parque temático en la zona. Cuando se lo explicaron a Remei, ésta exclamó con dudosa alegría: — ¿Un parque temático para mujeres? — Yo que sé si es para mujeres o para quién — gruñó Cecilia—. El caso es que nos echan. — Chica, no es lo mismo — insistió Remei—. A lo mejor podríamos integrarnos en el proyecto. — Tú estás una ingenua —le dijo Gina con aire desolado. Sin embargo, a Remei la idea se le quedó en la cabeza y ya se veía ella montando escenarios aquí y allá, diseñando espectaculares shows y teniendo a sus órdenes una pléyade

de actrices. — ¡Desde luego — se lamentó Cecilia ajena a los pensamientos de la cocinera cineasta— tenemos la santa de espaldas! Primero fueron los problemas con las reformas, luego el incendio en el cobertizo de las ocas y ahora esto. ¿Qué vamos a hacer? — sollozó. — Podríamos llamar a Inés Villamontes — propuso Remei—. Ella nos dirá cómo está el asunto de los astros y si nos conviene aceptar el dinero de la expropiación y presentar una propuesta para lo del parque temático. Cecilia chasqueó la lengua: — Inés está muy ocupada estos días. Tiene la consulta llena. Hasta ha tenido que hacer horas extras el fin de semana. Vendrá el jueves santo y, de todas formas, Remei, tenemos que luchar por lo que es nuestro, hay que defender esta casa con todos los medios legales a nuestro alcance. O sea, que además de las consultas astrales nos conviene informarnos de cómo está el asunto en lo terrenal. ¿Me explico? — inquirió con cierta irritación. — Nosotras tenemos que decir ésta a abogada — intervino Gina—. Tú llamas y dices ella viene por hablar este noche. — Esto y para — corrigió Cecilia—. Tienes razón. Fue hacia el teléfono y llamó a Nuria Capell. Pero no acabó ahí su desasosiego. Poco después de colgar, volvió a sonar el teléfono y esta vez era Karina. Lo cogió Gina. Remei estaba sirviendo los postres y Cecilia había ido a ayudarla. — Mí no entiende Karina por qué ha llamado nosotras —le comentó más tarde. — ¿Y qué quería? — preguntó Cecilia. — Ella preguntado mí para encontrar Nuria Capell. — ¡Anda! ¿No tiene su número? — No. Ella ha dicho mí Núria cambiado número. — Sí, es verdad. Cambió los dos, el fijo y el móvil — se quedó unos segundos pensativa—. ¿Y para qué querrá encontrarla? —meditó en voz alta y, dirigiéndose otra vez a Gina, continuó—. ¿Y tú qué le has dicho? — Yo he dicho ella Núria viene este noche. — Esta, Gina, esta. Te tengo dicho que cuando no sepas qué poner uses el femenino, por si acaso. Bueno, en fin — prosiguió algo alterada—, no sabemos qué se trae entre manos ni nos interesa. Bastante tenemos ya con lo que tenemos —suspiró. Gina remató la conversación. — Ella es una poca rara. Nosotras no debemos hacer mucha... ¿casa o caso? — Es igual — rubricó Cecilia. Apenas una hora más tarde, cuando la mayoría de las mujeres de la casa disfrutaba de un rato de conversación en el jardín a pesar de un cielo que empezaba a cubrirse y amenazaba por el horizonte con la descarga de una tormenta primaveral, el Audi cupé de Núria Capell entraba en Can Mitilene. Un penetrante olor a jazmín endulzaba la noche y la brisa fresca zarandeaba las hojas de los chopos provocando un ruidillo de sonajero que acompañó el taconero paso de la abogada por el camino de piedra que se abría entre la hierba hasta la puerta de entrada. Al oírla, las contertulias interrumpieron momentáneamente la conversación para girarse a ver quién llegaba. Los ojos de unas y otras se quedaron clavados en la silueta que entraba bamboleando las caderas con exquisita elegancia, traje de chaqueta negro marcando una cintura que se adivinaba muy pequeña y portafolios de ejecutiva en la mano derecha; la otra balanceándose al ritmo de unos pasos firmes, como a cámara lenta. Conforme se iba acercando, las miradas descubrían algo más. Bajo el escote de la americana sólo un diminuto camafeo negro y en las mentes de casi todas un pensamiento « ¡Menuda mujer!». De casi todas, porque una de ellas tembló al descubrir quién era. La doctora Giménez sintió un ligero estremecimiento. Por un instante, mínimo, los ojos de ambas se cruzaron y se

detuvieron clavadas las pupilas de la una en las de la otra como unidas por un hilo invisible. Una mirada extraña, difícil de interpretar, que no pasó desapercibida por la aguda perspicacia de la inspectora García. Buenas noches, saludaron las mujeres; buenas noches respondió la abogada y entró en la casa con la misma fría seguridad que había acompañado su llegada. El escalofriante relato de los hechos que acaecieron aquella noche no saldría a la luz hasta pasado un tiempo. Gina y Cecilia mantuvieron una conversación con la abogada que duró varias horas. Las mujeres se fueron retirando a sus habitaciones y sólo Tea de Santos permaneció en el salón de la chimenea leyendo una novela de Adelaida Duarte en la que creía reconocer a alguna de las protagonistas y se divertía intentando dilucidar hasta dónde llegaba la ficción y dónde empezaba la realidad. La gata Cristi dormitaba en un cojín de terciopelo rojo junto al hogar. De repente, abrió un ojo alertada por un ruido del que Tea ni se percató absorbida como estaba en la lectura. Muy entrada la noche el cielo empezó a rugir y Tea se retiró a su habitación. Mati estaría ya durmiendo y, si lograba no despertarla, no tendría que intercambiar con ella comentario alguno. Aún seguían de morros. Gina y Cecilia invitaron a la abogada a quedarse a dormir, le prepararían una de las camas de su vivienda privada. Espesas gotas de lluvia se estrellaban ya contra los cristales de las ventanas. —Además, va a caer una... — argumentó Cecilia para convencerla. Núria no dio una respuesta segura, sólo dijo que no tenía sueño, que esperaría a ver si pasaba la tormenta y que, mientras lo pensaba, le apetecía fumarse un cigarrillo saboreando el ahumado sabor de su whisky favorito. — ¿Tenéis Lagavulin? — ¡Cómo no! — respondió Cecilia—. En el salón de la chimenea encontrarás las bebidas. Sírvete tú misma. Se retiraron también y Núria fue hacia la sala. La chimenea estaba apagada. En el exterior, los timbales celestiales quebraban cada vez con mayor intensidad la quietud de la noche acompañando su estruendo con afilados destellos de plata que se filtraban por las rendijas de las ventanas. En lo alto de una estantería se alineaba una serie de objetos de cerámica de fabricación autóctona, libros de regia encuadernación en otra y, entre cántaros, vasijas y jarrones, la estática figura de la gata Cristi aposentada como un artilugio más, con los ojos muy abiertos, las orejas levantadas en alerta y los bigotes tiesos; inmóvil, observando la escena. Ella fue la única testiga de lo que ocurrió allí aquella noche. No se oyó nada. Nadie oyó absolutamente nada salvo el rugir de la tormenta, pero a la mañana siguiente, apareció un vaso hecho añicos en el suelo, el whisky de Malta derramado en un charco, manchas de sangre en la mesa y en la alfombra y un camafeo negro abandonado junto a una de las butacas. No parecía haber sido arrancado con violencia, pues conservaba intacto el cierre de la cadena, como si se hubiera desprendido por accidente o acompañado por el roce inconsciente de una mano, igual que de un cuerpo entregado al amor se desprenden joyas y pendientes en los abrazos apasionados. Por lo demás, la sala estaba intacta. En el resto de la casa, ninguna otra huella. El Audi de Núria Capell aparcado en la entrada, donde lo dejó al llegar y su portafolios retenido en los aposentos de Gina y Cecilia, el mismo lugar en el que estuvo durante todo el tiempo que duró la conversación. Y ni rastro de la abogada por ninguna parte. Intentando no alertar a las huéspedes, Gina y Cecilia buscaron por todas partes, en las habitaciones, en el exterior, en el cobertizo de las ocas, junto al montículo de ladrillos, herramientas y cemento que se acumulaba a la espera de proseguir las obras de construcción de la sauna. Desesperadas por aquella ausencia y alarmadas por los terroríficos signos encontrados en el salón de la chimenea, Gina y Cecilia despertaron a la inspectora García para pedirle que, con absoluta discreción, las ayudara en aquel terrible trance. Tras observar con detenimiento la situación, García se sobó el pecho izquierdo y, temiendo lo peor, comentó: — ¡Cagüen! A ver si ahora voy a parecer la Jessica Fletcher que allí donde va se

encuentra un crimen. Luego hizo las gestiones necesarias para encargarse personalmente del caso.

CAPÍTULO 9

En las horas siguientes 8’55 h. La inspectora García salió al exterior con su móvil en busca de cobertura y dejó a Cecilia y a Remei custodiando el salón de la chimenea. Las mujeres de la casa no tenían aún noticia del suceso y había que evitar que entraran en el escenario del supuesto crimen. Un escenario que, en aquel momento, emanaba tensión por todos los rincones; apenas entraba luz del exterior y se respiraba un silencio cortante cuyo eco rebotaba en las paredes como si las fantasmas del mal, agazapadas por entre los muros, observaran con expectación un desenlace escalofriante; una amenaza terrorífica flotaba en el ambiente. La temperatura interior era fría y húmedo el aire condensado en la estancia. Remei y Cecilia permanecían inmóviles, sin atreverse a abrir la boca, no ya sólo para hablar, sino incluso para respirar y aquel mutismo acrecentaba la inquietud de la espera. Sin embargo, por las mentes de ambas circulaban las mismas preguntas: qué habría pasado exactamente la noche anterior y quién había sido la culpable. Remei se frotó los brazos en un gesto instintivo, que parecía estar más cercano a la autoprotección que a la necesidad de paliar el frío. — Y pensar que la gata Cristi es la única que sabe quién es la culpable — murmuró. Cecilia agradeció interiormente el comentario. La voz de Remei fue como un leve soplo de calor. — Si hablara... ¿Verdad? — suspiró. — Sí — suspiró también Remei. En esto, se oyó un crujido de madera, un pequeño estruendo que el silencio y la tensión acumulada acrecentaron notablemente. Las dos mujeres se sobresaltaron hasta el punto de abrazarse del susto. Cuando descubrieron el origen del ruido, respiraron aliviadas. La gata Cristi había saltado a una estantería situada en la pared, tal como hiciera la noche anterior poco antes del suceso, y se paseaba por el borde rozando su lomo contra el de los libros y esquivando objetos de cerámica. Cecilia y Remei se miraron. — Hablar, no habla — exclamó Cecilia—, pero a veces parece que te entienda. — Sí — afirmó Remei. En el exterior, García explicaba lo sucedido a sus superioras y concluía el relato con una sugerencia: — ...y ya que estoy aquí, me hago cargo del caso, digo yo. Al otro lado del hilo, la subcomisaria, tapando el auricular con la mano, le transmitía la

información a la comisaría en jefe, no sin poder evitar algún que otro comentario soez. — ¡No te jode, la tía!... No, si acabará saliéndose con la suya... ¿Qué más hará para quedarse en Cataluña?... Y, espérate, que no se haya inventado ella el caso para estar por allí el tiempo que le dé la gana, que ésta es capaz de todo... Tras unos minutos de deliberación y considerando que a todas les iría bien tenerla lejos una buena temporada, le dieron permiso para que llevara la investigación. La subcomisaria le recordó que todas las facturas que le enviara, derivadas de su trabajo, debían llevar el NIF y, en seguida, hizo amago de despedirse, pero García la atajó: — Y otra cosa. — A ver — la atendió la subcomisaria con evidente reconcomio. — Necesitaré refuerzos. — Pues llame a las mozas de escuadra ya que tanto le gusta trabajar con ellas — gruñó. Se despidió sin el menor atisbo de cortesía y colgó con brusquedad. García guardó su móvil (no sin cierta satisfacción interna) y se dirigió hacia el interior de la casa. 9’15 h. En el camino hacia el escenario del crimen, la inspectora García se cruzó con la doctora Giménez, que iba a desayunar y con su habitual simpatía le preguntó: — ¿Ya está mejor de su teta, inspectora? — Sí —masculló García—, pero ahora déjeme que estoy de servicio — y ni siquiera se detuvo. Giménez frunció la nariz y siguió andando hacia el comedor con aparente indiferencia. En el salón de la chimenea, Cecilia y Remei acogieron la llegada de la inspectora con evidente expectación. Les anunció que se haría cargo del caso, a lo que ambas volvieron a suspirar aliviadas y, de inmediato, se puso a dar instrucciones. Uno: había que reunir a las huéspedes para notificarles lo ocurrido. Sería dentro de una hora en el salón comedor y ella en persona se encargaría de narrar el suceso. Dos: nadie abandonaría el recinto sin habérselo comunicado previamente y sólo lo harían por razones de estricta obligación o imperiosa necesidad. Tres: tenían que avisar a las mozas y... — ¿Se refiere a las mosses d'esquadra? — interrumpió Remei para preguntarle. — Sí, a esas —respondió García—. Y a mí, me dejen sola en esta sala que tengo que investigar. Pero primero voy a cambiarme — dijo ya como para sus adentros— que con esta ropa de calle no me concentro para trabajar. Subió a su habitación y se puso su uniforme de inspectora: traje de chaqueta estilo Loyola de Palacio con pantalón de pinzas, ya que la falda de tubo le había jugado una mala pasada en una ocasión anterior, y camisa blanca abrochada hasta el penúltimo botón. 9’35 h. Una vez a solas en el escenario del crimen, la inspectora García se frotó los labios con el dorso del dedo índice y chasqueó la lengua contra los dientes, torciendo un poco la boca, como si quisiera extraer una brizna de comida atorada entre canino y molar y, tras este gesto de dura implacable, se dijo a sí misma: — Amos a ver... ¿qué haría Scully en una situación como ésta? — y a sí misma se respondió—: Tomar muestras del vaso en el que estaba bebiendo la presunta occisa para comprobar que la bebida no llevara alguna substancia ajena a la composición natural del líquido. Tomar muestras, así mismo, de la sangre que había impregnado los pelillos de la alfombra. Es decir, coger una mata de pelillos e introducirlos en una pequeña bolsa de

plástico con cierre adhesivo. Escudriñar todos los rincones de la sala, hacer un registro exhaustivo tanto de la casa como del automóvil de la supuesta interfecta y tomar huellas en aquellos lugares que pudieran despertar sospecha; posteriormente, interrogar primero a las testigas presenciales, luego a todas las mujeres que se encontraban en la casa la noche del suceso y, por último, a todas aquellas que tuvieran relación directa con la desaparecida. Bien — concluyó—: manos a la obra. Enfundó sus expertos dedos en guantes de látex y se puso a trabajar. Con una pequeña espátula, fue recogiendo lo que habían de ser las pruebas de su investigación. Depositó las muestras en sendas bolsitas de plástico, las cerró con la lengüeta autoadhesiva y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta. Escudriñó la habitacióny encontró el camafeo negro que también introdujo en un recipiente aséptico. Acto seguido, aplicó polvos reactivos de color blanco en diferentes puntos de la habitación: el borde dela mesa, el respaldo de una silla, el pomo de la puerta, el picaporte de una de las ventanas... En todos ellos fueron apareciendo huellas digitales que García registró y guardó con el resto de las pruebas. Por último, se deshizo de los guantes, los tiró al suelo y masculló: ¡Cagüen! 10’35 h. El anuncio del suceso fue acogido por las mujeres de la casa con gran consternación. Clara y Ana le taparon los oídos a la niña — quien, según ellas, lo entendía todo— y pidieron permiso para abandonar la sala atendiendo a la salud mental de la pequeña. García se lo concedió, aunque con una severa advertencia: — Pero no se me vayan muy lejos. La silenciosa pareja que no paraba — con perdón— de follar, se fundió en un abrazo protector, hizo algunos comentarios por lo bajinis y solicitó a dúo la aprobación de la inspectora para retirarse a su habitación y no salir de ella hasta que se acabaran las vacaciones. García se lo concedió aunque con un ruego:

— Pero no me hagan mucho ruido, que luego se oye todo y no hay quien se concentre. Margarita Sureda se maldijo a sí misma por no haber hecho una consulta astral antes de ir a la casa. Candi, Gabi y Nati encontraron la situación de lo más excitante y las vascas — digamos que con otro bagaje cultural— se lo tomaron con auténtica filosofía. La doctora Giménez, con su perrita en brazos, no parecía ni muy sorprendida ni mucho menos afectada, pero ella ya era así, pensó García, de naturaleza más bien impertérrita y

sonriente. Las que se lo tomaron fatal fueron Adelaida Duarte, lo cual era previsible pues cualquier alteración en sus planes le sentaba como una patada en el hígado, y Tea de Santos, sobre todo, cuando oyó la tajante orden de la inspectora: — Y de aquí no se mueve nadie hasta que se resuelva el caso. — Como si no tuviéramos otra cosa que hacer — protestó la periodista—. No sé si se da cuenta, inspectora, pero a las profesionales de la información que nos encontramos en esta casa (hizo este giro literario para incluir a Mati en el discurso sin tener que decir «mi compañera»), se nos han acabado las vacaciones. Tenemos que cubrir la noticia. — Ta bieeen — rectificó García en tono paciente—. Las que no puedan quedarse, al menos que estén localizables. Pero no me cubran nada todavía. Se me queden en la casa quietecitas al menos hasta que hayan sido interrogadas. ¿Vale? Tea, con expresión contenida, accedió: — Lo que usted mande, inspectora. A su lado, Adelaida más contenida todavía, rezongó: — Si ya lo digo yo, que donde mejor se está es en casa. Y a su lado Mati, muy serena, aunque con una expresión a caballo entre la preocupación y la tristeza, no dijo nada. 11’05 h. Las mosses d’esquadra llegaron en una furgoneta azul sin hacer sonar la sirena, pero cuando entraron en la casa, no tuvieron precisamente lo que se dice un recibimiento amigable. Nada más poner los pies en el recinto y avanzar con sus castrenses botas sobre el césped, un escuadrón de ocas en formación de ataque, se abalanzó sobre ellas y se organizó una reyerta entre mosses y ocas (que, por cierto, las superaban en número), las ocas a picotazo limpio y las mosses a golpes de porra, ya que con aquella avalancha, a las pobres no les quedó más remedio que desenfundar el arma. Hasta hubo una que hizo amago de echar mano a la pistola. — ¡Muráis, la pipa no! —le gritó la caporal. Y ahí se liaron, las ocas sacudiendo el pescuezo para amedrentar a las mosses y las mosses blandiendo sus porras en el aire. Por fortuna, y gracias a los regates de cuello de las palmípedas, no consiguieron acertar en el reducido perímetro craneal de ninguna de ellas. En el porche de entrada, las vascas hacían apuestas. — Un zurito a que ganan las ocas. Así estuvieron durante un buen rato, hasta que Cecilia salió de la casa a la carrera, picando palmas y emitiendo el grito de guerra « ¡A la cazuela, a la cazuela!». Entonces, las ocas se batieron en honrosa retirada, algo aturdidas algunas de ellas por el traqueteo cerebral sufrido en la reyerta, pero con la cola muy tiesa y la alta alcurnia reflejada en el meneo de sus traseros. Las vascas vitorearon a las ocas en su digno repliegue hacia el cobertizo y a las mosses por aquella demostración gratuita de acción directa en casos de emergencia y, dirigiéndose directamente a Muráis, que era la más chulaza del escuadrón policial autonómico, mientras ésta enfundaba su porra, le gritaron: — ¡Eso es un cuerpo policial! — y jalearon el piropo con una salva de aplausos. La agente Montse Murals era una miembra del cuerpo autonómico de seguridad alta, maciza y cuadrada de espaldas, que usaba gafas de sol modelo Rayban y no se las quitaba ni al entrar en un local cerrado aunque éste estuviera en penumbra. Solía cruzar las manos a la espalda cuando se encontraba plantada y firmes y, con las piernas entreabiertas, recreaba un ligero balanceo de caderas que acompañaba con movimientos de cabeza a ambos lados

mostrando una actitud de alerta constante, siempre a punto para la acción. A menudo mascaba chicle y, colgando del cinto, llevaba unas esposas, la porra, el teléfono móvil y las llaves de su casa sujetas por un mosquetón. De entre todas las mosses d’esquadra que acudieron a la casa, ella fue la seleccionada para acompañar a la inspectora García y ayudarla en sus investigaciones. 11’25 h. Mientras las agentes del cuerpo autonómico de seguridad hacían una batida por el exterior de la casa en busca de algún indicio, Montse Murals se mantuvo al lado de la inspectora escuchando el interrogatorio general que lanzaba su ahora superiora a todas las mujeres alojadas y, en aquel momento, reunidas en el interior de la casa. Nadie había estado en el salón de la chimenea la noche anterior excepto Tea de Santos, quien afirmó que, antes de retirarse, no había oído nada extraordinario excepto el rugido del cielo anunciando la tormenta. — Por lo tanto, no hay testigas — concluyó García y, a continuación, con aire circunspecto anunció—. Tendré que interrogarlas a todas y cada una de ustedes por separado, así que vayan haciendo cola. En aquel momento, Remei cuchicheó algo al oído de Cecilia, acto que molestó notablemente a la inspectora quien imprecó a la cocinera con estas palabras: — ¡Usted!, ¿tiene algo que declarar? Con evidente turbación Remei aseguró que no se trataba de nada importante, pero sus palabras no convencieron a la inspectora. — O lo dice ahora mismo y delante de todas o la detengo por sospechosa — la amenazó—. A ver si ahora vamos a andarnos con secretitos. —Bueno —accedió Remei algo aturdida—. Le comentaba a mi jefa que como haber, haber, hay una testiga, pero no le servirá. García frunció el ceño y con los ojos entornados hizo una batida por los rostros de todas las presentes y, en tono tajante, ordenó: — Me la traigan. — Es que... — quiso explicar Remei. Pero García la interrumpió con un sonoro puñetazo en la mesa que las hizo temblar a todas: — Ni es que, ni hostias — rugió—, me la traigan aquí inmediatamente. No hubo más peros. Cinco minutos más tarde se encontraron a solas, frente a frente, la inspectora García y la gata Cristi en el escenario del crimen. 11´30 h. La inspectora García y la gata Cristi estuvieron mirándose a los ojos fijamente y sin decir nada durante un buen rato hasta que García, con la paciencia y perseverancia propias de su profesión y principales cualidades de una investigadora de homicidios, le advirtió en tono severo: — ¿Sabes que si no colaboras puedo acusarte de obstrucción a la justicia? La gata Cristi se dio media vuelta y le mostró la cola, acto que exasperó a la inspectora, aunque este sentimiento no quedó registrado ni en su rostro ni en su gesto. Hundió las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas, apretó los dientes y masculló: — ¡Joía gata! Ya te sacaré yo partido. Y comenzó a urdir una estrategia para que la gata repitiendo los mismos movimientos que el día de autos le indicara cómo había ocurrido, dónde e incluso le diera pistas para descubrir

a la principal sospechosa. Eso amedrentaría a la asesina quien, sin duda, se pondría en evidencia. 12’05 h. En la zona de aparcamiento situada a la entrada de la casa, se detuvo un Saab cabriolé, gris metalizado, del que bajaron dos mujeres. La que iba al volante era Gemina Campmany, la consellera de agrocultura. Llegaba acompañada por la jueza de instrucción. Ambas se reunieron en el salón de la chimenea con las dueñas, Gina y Cecilia, la cocinera, la inspectora García y la agente Murals. Tras analizar los hechos, la consellera ordenó que el caso se mantuviera en el más estricto secreto. — Realice sus investigaciones como crea pertinente — le dijo a la inspectora—, tendrá toda la ayuda que precise, pero no queremos que este suceso salga a la luz bajo ningún concepto. — ¡Ay, sí! — comentó Cecilia con evidente nerviosismo—. A nosotras tampoco nos interesa para nada que se haga público. Sería espantar a la clientela. Una cosa es que las chicas no vengan porque no les gusta la casa y otra muy distinta que piensen que en mitad de las vacaciones se las pueden cargar. Vamos, no es lo mismo. — No. Es mucho más bestia — corroboró Remei igualmente nerviosa. Sin embargo, su inquietud pronto había de convertirse en consternación y aspaviento. La consellera les heló la sangre con una inesperada observación: — De todas formas, creo que su proyecto no tiene demasiado futuro. Si no estoy mal informada, pesa sobre ustedes una orden de expropiación. —Sus palabras crearon un silencio gélido que ella misma rompió—. Lamento comunicárselo: la casa queda clausurada hasta nuevo aviso.

CAPÍTULO 10

Lecciones de fonética Aunque muchas de nuestras lectoras dominan el sistema de articulación de los fonemas en catalán, antes de proseguir con el relato de las investigaciones resulta imprescindible aportar, a aquellas que lo desconozcan, unas nimias lecciones de fonética para que aprecien en profundidad algunos de los entramados lingüísticos que se crearon a raíz de la pronunciación incorrecta de determinados nombres y apellidos. Preciso es recordar que en la mencionada lengua autonómica el dígrafo [ny] suena exactamente igual que la [ñ] castellana, con la particularidad de que también se pronuncia cuando se encuentra situado al final de la palabra. Así, por poner un ejemplo, diremos que la palabra «seny» no se pronuncia «seni» sino «señ». La { ll] (antigua letra del alfabeto, actualmente reducida a dígrafo) es palatal en el punto de articulación y lateral en el modo. No se pronuncia, por lo tanto, ni como una [y] (fenómeno

conocido como yeísmo), ni como una [i], ni como una [l] aunque se encuentre en posición final de palabra. El ejemplo más claro al respecto es el de localidades como Sabadell o Martorell, cuya pronunciación no es ni «Sabadel», ni «Sabadei», ni «Martorel», ni «Martorei» con la lengua algo floja, sino que este órgano debe presionar en toda su amplitud el paladar para que el fonema se produzca como corresponde. Ambos dígrafos, tanto [ll] como [ny], se pronuncian siempre y de forma sonora en cualquiera de sus posiciones. Conviene, así mismo, resaltar que en la lengua de Víctor Caíala (literata ilustre donde las haya), se pronuncian de forma totalmente audible tanto las consonantes finales como las dobles o triples consonantes intervocálicas. Así, por ejemplo, al enunciar apellidos como Ponsdoménech, suenan con la misma intensidad las tres consonantes seguidas [n], [s] y [d] sin omitir la [s], como es costumbre en ciertas regiones, mientras que el sonido de la [ch] final queda reducido a [k]. Apuntemos, por último, que la pronunciación de la [j] y de la [g] no es velar sino prepalatal fricativa y sonora en ambos casos y, por lo tanto, no se pronuncia ni [sh] ni [y]. Como dato aclaratorio, diremos que suena, aproximadamente, igual que en la lengua inglesa. Teniendo en cuenta estas puntualizaciones, recomendamos a las lectoras permanezcan muy atentas al desarrollo gráfico y, por lo tanto, fonético de los diálogos que vienen a continuación. — No pueden hacernos esto en pleno período de vacaciones — protestó Cecilia—. Además, nuestra abogada nos dijo que la expropiación es ilegal. Tendrán que echarnos a la fuerza. Intuitiva y perspicaz como era, la inspectora García dedujo que la visita de Nuria Capell podía tener alguna relación con la orden de expropiación que pesaba sobre la casa, dato que Gina y Cecilia acababan de confirmarle. — Núria nos dijo anoche que tenía una información importante sobre el tema de la expropiación y que había que actuar con rapidez. — ¿Explicó qué tipo de información? — preguntó García. — No. Sólo dijo que tenía que hacer algunas gestiones para confirmarla, pero que, si era cierta, teníamos el caso ganado. La inspectora se dirigió a la consellera. — Señora Camani... — Campmany — rectificó ella pronunciando su apellido como hemos indicado al principio del capítulo. — ¿Cree que la desaparición de la señora Capel tiene algo que ver con el asunto de la expropiación? — Capell — corrigió la consellera recalcando la «11»—. Eso es usted quien debe averiguarlo. ¿Tiene ya alguna sospechosa? — ¿Cómo quiere que la tenga si aún no he interrogado a nadie? Mire, señora Camani... — Campmany, Campmany —volvió a insistir. — Se creerá que es fácil — rezongó García por lo bajinis—. Está bien, Cammain. Voy a empezar la ronda de interrogatorios esta misma tarde — a continuación, dirigiéndose a Cecilia preguntó—: ¿Sabía alguien más que Núria Capel tenía que venir? — Que yo sepa no... — Estaba respondiendo Cecilia, pero en seguida Gina la contradijo. —Sí, un persona preguntado para ela ayer —exclamó—. ¿Tú acuerdas? Yo habla Karina a la teléfona. Hubo unos segundos de confusión, pero Cecilia no se molestó en corregir a su compañera. — Es cierto — afirmó—, nuestra ex socia llamó ayer para preguntar por Núria. García se rascó una ceja con aire reflexivo, intentando poner en orden sus pensamientos y, dirigiéndose a la consellera, advirtió: — Creo que lo mejor será mantener la casa en funcionamiento por lo menos hasta el final

de las vacaciones. Tengo a esas periodistas locas por cubrir la noticia y... Cecilia atajó a la inspectora con un grito. — Hasta el final de las vacaciones y hasta que se aclaren las cosas. Resistiremos en la casa aunque tengamos que defenderla con uñas y dientes. Nuestra abogada tenía una información importante sobre el tema de la expropiación y mientras no aparezca de aquí no nos echa nadie. ¡Vamos! — Mantengamos la calma — ordenó García—. Avisen a las huéspedes de que no pueden abandonar la casa. Las quiero a todas dispuestas para el interrogatorio. ¡Ah!, necesitaré un coche para desplazarme. Voy a interrogar también a esa tal Karina. Le parece bien señora Cammain — y esta vez recalcó la «m» con énfasis. — Muy bien — suspiró la otra—. Le enviaremos uno desde la conselleria. — ¡Ah! Por cierto, que sea un Peuyó, si es posible. Es que yo tengo uno y ya me lo conozco. — De acuerdo — resopló su interlocutora—, le enviaré un Peugeot. — ¿Alguna cosa más, señora Camain, digo Cammain? Un poco desesperada, la consellera claudicó: — Déjelo, inspectora, llámeme Gemma. García respiró aliviada, le resultaba mucho más fácil pronunciar el nombre que el apellido. — De acuerdo, Yema — exclamó orgullosa—, la tendré informada. Gemma Campmany se tapó los ojos con una mano y esbozó una desolada negativa con la cabeza. Aquella tarde, las habitantes de la casa merodeaban por el interior del recinto mientras García las iba llamando una a una (o dos a dos en el caso de Clara y Ana y en el de la parejita anónima) para ser interrogadas. Así que durante la espera tuvieron que distraerse realizando actividades varias. Las vascas jugando a volei, Clara y Ana instruyendo a la niña con tareas lúdico pedagógicas, la silenciosa pareja retozando en su habitación, Marga haciendo meditación, la doctora Giménez leyendo un tratado sobre Ginecología alternativa, Tilita y Minerva persiguiéndose de un lado a otro del jardín, Azafrán durmiendo, la gata Cristi en una cornisa y Tea y Mati discutiendo. — ¡Harta! — protestó Adelaida—. Me tenéis harta. Yo no sé qué os pasa, pero de verdad que me tenéis aburrida con tanta discusión. — Pasa que a Mati no hay forma de hacerla entrar en razón —gruñó Tea agarrando el paquete de tabaco. — Pasa — dijo Mati con cierta flema—, que cuando hay contradicciones ideológicas se entra en conflicto. Tea encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada de humo que le llegó hasta las entrañas y con sorna interpeló a Mati: — ¿No lo dirás por mí? Volvieron a enzarzarse hasta que apareció la inspectora García y llamó a Tea a declarar. En su ausencia, Mati no quiso hacer comentarios, pero cuando le tocó a ella el turno de ser interrogada y Adelaida y Tea se quedaron solas no pudieron ni quisieron evitar la conversación. — No pienso bajar de la burra — afirmó Tea—. Yo soy hétero y muy hétero y si no le gusta ya puede ir buscándose a otra. — Ya lo creo que puede — dijo Adelaida—. Ese es el peligro que corres. Tea esbozó una sonrisa burlona. — ¿Peligro? Ninguno. ¿Sabes qué te digo? Hace mucho tiempo que no pruebo a un macho y empiezo a tener el mono. Si no está conforme con lo que hay, es su problema — fumó con avaricia y tras unos segundos concluyó—. En cualquier caso, ella se lo pierde.

Entrado el crepúsculo, la inspectora García había interrogado ya a casi todas las mujeres. Algunas de las entrevistas, como el de la silenciosa y ausente pareja cuya única actividad era hacerse arrumacos mutuos, habían resultado francamente cortas. Con avispada intención, la inspectora había dejada para el final a la doctora Giménez. Pensó que a última hora iba a estar muy cansada y tener un estímulo reavivaría su ánimo. Estaba claro que la doctora no despertaba la más mínima sospecha y a ella, aquella mujer le había hecho tilín desde el primer momento. Cuando le tocara el turno, pediría un par de cafés y se tomaría su tiempo para charlar con ella de forma relajada. Tenía intención de proponerle una cita en la capital del estado pluriautonómico una vez finalizadas las vacaciones y resuelto el caso. Sí..., sí..., pensaba mientras escuchaba la aburridísima declaración de Marga, empeñada en relacionar con lo sucedido un sinfín de señales esotéricas. Sí..., insistió convencida, la llevaría a cenar a un buen restaurante y luego... se detuvo a meditar unos segundos, luego tomarían una copa en algún lugar romántico a orillas del Manzanares. — ¡Sea! —exclamó en voz alta. — ¿Cómo dice? —preguntó Marga desconcertada. La mente de García regresó de sus oníricos proyectos al escenario real y en una rápida maniobra de resituación dio respuesta a su interlocutora. — Que... sea lo que fuere que influyera en el suceso, alguna mano terrena fue la ejecutora, digo yo. — Claro, inspectora, pero lo que quiero decirle es que en esta casa hay energías negativas y es porque todavía no le han hecho el feng shui. Cuando el espacio esté armonizado, le resultará mucho más fácil resolver el caso, se lo garantizo. Y si no, pregúntele a Inés Villamontes. ¿Conoce usted a Inés Villamontes? — Ahora mismo, no me suena. — ¿Cómo es posible? Si hasta hizo un programa en la Cadena 4 de televisión. Tendría que hacerle una consulta, porque ella con el péndulo puede ayudarla muchísimo. — Muy bien, muy bien, lo tendré en cuenta —intentó concluir García. — También hace tarot y astrología, le dirá como estaban los astros la noche de autos y... — Bueno, bien, me pondré en contacto con ella. Pero Marga seguía: — Conoce un montón de técnicas de autocontrol que le servirán para dominar sus reacciones en situaciones de estrés tensional. En su profesión, eso es muy importante. ¡Ah! Y puede pedirle que le haga una sanación general para armonizar el Yin y el Yang. De esa forma captará las energías positivas y negativas de las sospechosas y le resultará mucho más fácil descubrir a la culpable. — Ta bien, mujer — cortó por fin García—, no me maree más — y amablemente la invitó a que se retirara. A continuación, se preparó para recibir a la siguiente interrogada, la doctora Marisa Giménez. Claro que, de todo lo que había pensado minutos antes y de su incipiente sentimiento, no podía hacer la más mínima manifestación, antes al contrario, debía mostrarse fría y distante, como procedía a su profesión y a su cargo. Ya dejaría caer algo con sabio disimulo a lo largo de la conversación, pero, de entrada, consideró que era mejor no ofrecerle el café, no era bueno empezar con tantas confianzas. La hizo pasar, le ordenó con sequedad que se sentara y con la misma sequedad comenzó: — ¿Su nombre completo? — Marisa Giménez, con g. — Bien — tomó nota en una pequeña libreta—. ¿Qué hizo usted la noche del lunes al martes? La doctora había entrado acompañada por su perrita, lucía un vestido de lino con cuello de pico y falda por encima de las rodillas que subió a la altura de los muslos en cuanto se

sentó; encima llevaba una rebequilla a juego, que, al quitarse, dejó al descubierto sus tersos y redondeados hombros. García tragó saliva. — Se refiere a la noche de la tormenta ¿verdad? — La misma. — Parece mentira que me lo pregunte. — Cruzó las piernas con un gesto que a la inspectora le recordó la escena más gloriosa de Instinto Básico—. ¿No se acuerda de que estuvimos de tertulia en el jardín? — Ya, ya — dijo García algo aturdida—. Me refiero a después. — Me fui a mi habitación. — Al tiempo que decía esto, cogió a Minerva y se la puso en el regazo. García observó cómo acariciaba a la perra en los rizos de la cabeza con aquellas manos tan... tan... tan asépticas, pensó, aunque no le parecía el calificativo más adecuado a la reverberación interna que estaba experimentando al contemplar la escena. — Tengo una testiga — añadió Giménez posando su mano bajo la mandíbula de la perra para mostrarla—. ¡Qué bonita eres! —exclamó y bajó sus labios hasta la diminuta cabeza de su mascota para depositar un sonoro beso. A continuación la rascó debajo del cuello y la chucha estiró el maxilar y entornó los ojos con una expresión de gustito que hasta provocó cierto cosquilleo en los bajos de la inspectora. García, que estaba apoyada en el borde de la mesa con los brazos cruzados, se incorporó, hundió las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas, se giró y, con disimulo, llevó la mano derecha hasta el pubis por el interior del bolsillo para darse un rápido, aunque certero masaje de alivio. Luego carraspeó. Cuando se giró de nuevo hacia la interrogada, observó que ésta tenía el cuerpo ligeramente adelantado, ya que al incorporarse después del beso a la mascota, no había llegado a reclinar la espalda en el asiento, se había quedado ahí, a medio camino, con la perra en el regazo rodeada por aquellos brazos tan lisos, las piernas cruzadas, los hombros avanzados y visible el lateral de ambos senos, turgentes y esponjosos, a través del escote en punta. Para rematar aquella imagen que estaba dejando sin saliva a la inspectora, tenía los ojos color mandarina de la doctora clavados en los suyos y, un poco más abajo, se dibujaba una media sonrisa que fue recorrida de extremo a extremo por una húmeda y sibilina lengua antes de preguntar: — ¿Se encuentra bien, inspectora? La voz sensual de la doctora le llegó a García como desde una especie de limbo inesperado. De hecho, cada uno de los fonemas que oyó se tradujo en sus oídos como una nota musical, cada palabra como un arpegio, la frase entera como un cadencioso acorde, que tras acariciarle el tímpano, llevó el mensaje a través de la cadena de huesecillos y la trompa de Eustaquio, rebotó en la cóclea, pasó al nervio auditivo, se recibió en el cerebro y, desde allí, en una orden involuntaria, se diseminó por todo el sistema nervioso erizando el extremo de todas las terminales sensibles de su cuerpo. Notó que la piel se le había convertido en un granuloso enjambre de pelillos erizados y que el clítoris le latía como si le estuvieran tocando un pizzicato allí mismo. Volvió a tragar saliva y a carraspear y, antes de poder articular palabra, sintió por su sien el resbalar de unas gotas de sudor. Como no se le ocurría nada, los segundos pasaban y se sentía cada vez más incómoda, con visible torpeza acertó a pronunciar: — Tengo sudores. — Descompuesta por su propio atolondramiento e intentando arreglar lo que ya no tenía arreglo, añadió con una estúpida sonrisa: — ¿No estaré menopáusica? La doctora la miró enternecida. — No se preocupe, eso me demuestra que sigue el tratamiento. A veces produce estos ligeros efectos secundarios. García se llevó la mano al entrecejo y oprimió con el índice y el pulgar la parte alta del

tabique nasal. — Follón de pastillas que me llevo —murmuró. Se situó de nuevo en el escenario y casi sin poder aguantar la mirada de la doctora intentó, más que proseguir, concluir el interrogatorio. — Bueno, entonces no vio ni oyó nada, ¿no es así? — Así es. — Pues... —titubeó—, ya está, ya puede retirarse. La doctora se levantó y se dirigió hacia la puerta con la perrita en brazos. Al pasar delante de la inspectora, a menos de un metro de distancia, se detuvo. — ¿Sabe una cosa, inspectora? Cuando acabe todo esto, me gustaría llevarla a cenar a un sitio que conozco. García se quedó boquiabierta. Aquella noche, cuando cumplió el ritual de tragarse todas las pastillas que le tocaba ingerir, decidió tomarse una doble dosis de valeriana. Tenía la cabeza muy espesa y necesitaba dormir. Al día siguiente, le esperaba una jornada muy ajetreada. Iría a la ciudad, a recoger los análisis de las muestras que había enviado al laboratorio y a interrogar a Karina. Tomó una cena ligera en su habitación y se acostó temprano, pero la valeriana tardó un tiempo en hacer el efecto deseado y mientras esperaba que el sueño se apoderara de ella, en su cuerpo reverberaban todavía los cosquilleos y humedades que la habían asaltado durante el interrogatorio a la doctora. Las imágenes se sucedían en su mente y a cada visión que rememoraba, cosquilleo y humedad aumentaban. Hizo enormes esfuerzos por pensar en otra cosa, por alejar de su cabeza aquellas rodillas, aquella mirada, aquellos labios, aquellos pechos, aquel efluvio incontrolable. «Que no, que no, que yo soy poli, que esto no puede pasarme a mí», se repetía sin poder vencer a la mente. Los puños cerrados y un calor interior cada vez más intenso, hasta que no pudo resistir más y sucumbió a la tentación. Su mano se deslizó certera por el interior de las bragas y dejó que los dedos y la imaginación se explayaran sin trabas hasta que una gozosa sacudida la liberó de todas sus tensiones y, entonces sí hizo efecto la valeriana.

CAPÍTULO 11

La vorágine urbana Tea estaba empeñada en regresar a la ciudad para cubrir la información del caso Capell. Su decisión provocó una nueva disputa a la hora del desayuno. Mati opinaba que podían enviar una nota informativa sin necesidad de desplazarse y que debían ser absolutamente discretas a la hora de redactar la noticia para no comprometer a Gina y a Cecilia y poner en peligro el prestigio de la casa. Tea, partidaria de un periodismo agresivo, pretendía que apareciera en primera plana y que se destacara en grandes titulares la agresión a una profesional,

reconocida activista en defensa de los derechos de la mujer. — Hay que buscar un titular de impacto, por ejemplo: «Secuestro o asesinato», en cuerpo 80 o 120, que llame la atención, y dejar entrever en el lead un posible complot contra la nueva casa de turismo rural para mujeres. — ¡Tea, eso es sensacionalismo! — protestó Mati—. Sólo podemos hablar de desaparición. Además, ese tipo de publicidad no resultaría beneficiosa ni para la casa, ni para nadie. — Cualquier tipo de publicidad es beneficiosa. Aquello de lo que no se habla no existe. No importa cómo se hable, mientras esté en boca de la gente tiene interés y eso siempre beneficia. De nuevo, hubo un tira y afloja, un que si vamos que si no vamos, un que hay que hacerlo así que hay que hacerlo asá que a Adelaida le provocó dolor de cabeza. Por fin, decidieron ir a la ciudad y abordar la información cada una a su manera, pero con una seria advertencia por parte de Mati: — No te pases, Tea. Adelaida las vio marchar en el Golf GTI de Mati con cierta desazón por quedarse sola (aunque sería más acertado decir sin la compañía de sus amigas) pero también aliviada porque se pasaban el día como la perra y la gata y aquello irritaba a cualquiera, en especial a ella, que ya era de por sí irritable. Y, hablando de perras y gatas, ocurrió un incidente aquella misma mañana antes de que la inspectora García se fuera a la ciudad en el Peugeot que le habían enviado desde la Consellería. En el vestíbulo de la casa, se encontró con la doctora Giménez acompañada por su inseparable Minerva. Se estaban saludando con una cordialidad inusitada cuando a ambas les llamó la atención un ruidito. Miraron hacia el suelo y vieron a la gata Cristi atosigando a una cucaracha que, panza arriba, batía las patas en el aire intentando zafarse de los manotazos de la felina. La gata, como quien juega con una canica, le asestaba un golpe de zarpa hacia la izquierda que hacía desplazar a la ortóptera unos cuantos centímetros, para detenerla con la otra zarpa, cual futbolista experimentada, y enviarla de regreso a la derecha. A veces variaba el golpe, le propinaba un chupinazo con efecto en el extremo inferior y el bicho se quedaba rodando sobre el lomo igual que una peonza. García odiaba las cucarachas a tal punto que su fobia la dejaba petrificada. Era incapaz de tocarlas y su sola visión le producía escalofríos. Por eso, empezó a temblar como un flan de huevo y Marisa Giménez, que notó la inquietud de la inspectora, se prestó solícita a hacer desaparecer el insecto, pero cuando se acercó para agarrar la cucaracha, la gata Cristi tuvo una reacción inesperada, con los ojos fijos en la mano de la doctora, arqueó el lomo, erizó el pelo, soltó un bufido y le asestó un zarpazo. — ¡Uy! ¡Qué mala uva tiene esta gata! — exclamó Giménez retirando la mano a tiempo y sujetando a la perra, que, desde la atalaya de su hombro, entonaba un aria de ladridos furiosos y agitaba el cuerpo con intención de lanzarse a la yugular de la felina. Remei, que había visto la escena, contradijo a la agredida. — ¡Qué va! —dijo—. Si es muy dócil. Se habrá asustado al ver a la perrita — tomó en brazos a la gata, agarró la cucaracha con la mano que le quedaba libre y envió a ambas al jardín sin más complicaciones. El episodio, en principio, no revestía mayor trascendencia, pero García, que era una auténtica registradora de detalles en apariencia sin importancia, grabó el hecho en su mente. Más adelante, se maldeciría a sí misma por haber sido testiga de aquel incidente y haberlo guardado en un estante de la memoria. La agente Murals acompañó a la inspectora García en sus trámites urbanos. Era ella quien conducía el Peugeot de la Consellería porque la inspectora prefería ir concentrada en el caso,

aunque en realidad en quien iba pensando durante todo el viaje era en la doctora Giménez. «Qué mona es — se decía—, y qué atenta y qué valiente.» Sin embargo, al llegar a la ciudad aquellos plácidos pensamientos fueron desplazados por un vertiginoso zumbar de motores acompañando a un coro de bocinas histéricas, sirenas enloquecidas abriéndose paso por la marabunta de hojalata, el ímpetu de decenas de motos acelerando cual cocodrilas hambrientas tras la orden de salida de un semáforo en verde y el rugir de las máquinas excavadoras provocando atascos en cada esquina. En los pasos de cebra, una procesión de peatonas presurosas se entrecruzaba tal que hormigas estivales y los semáforos marcaban un continuo arranque, parada, arranque, parada por todas las calles del centro ya fueran anchas, estrechas, de una sola dirección o de doble sentido. Al bajar las ventanillas, una vaharada de aire espeso se introdujo en sus pituitarias y ambas tosieron. — ¡Jo! Con lo bien que se está en el campo — se lamentó Murals. En la Jefatura Superior de Policía solicitaron un informe completo de las actividades pasadas, presentes y futuras de la abogada Núria Capell; a continuación, y mientras se elaboraba el susodicho informe, fueron al laboratorio para recoger los análisis de las muestras enviadas por García. La médica forense les comentó el resultado de las pruebas, según las cuales, la sangre detectada en la alfombra era del grupo 0 positivo; las huellas obtenidas en muebles y ventanas correspondían a las dueñas de la casa y a la cocinera, las del vaso en el que estaba bebiendo la supuesta occisa eran de ella misma y en la puerta había tantas que resultaba imposible descifrarlas. El dato más escalofriante procedía de la composición del líquido contenido en el vaso, una mezcla de whisky de Malta (marca Lagavulin para ser exactas), agua y MST Continus, un medicamento que contiene sulfato de morfina y es imposible de obtener en farmacias sin receta médica y sin la debida autorización. También Tea y Mati renegaron de la vorágine urbana nada más llegar a la ciudad. Aunque, a decir verdad, se habían pasado todo el viaje renegando por una razón o por otra. — Empiezo a estar harta — dijo Mati, parado el Golf en un semáforo—. Harta de tus excentricidades, de tu falta de profesionalidad y de tu chulería. — ¿Falta de profesionalidad? ¿Qué tipo de profesionalidad demuestras tú pretendiendo ocultar una noticia que, además, dará publicidad a la casa de mujeres? — Publicidad negativa. — Y dale. Todo lo que sea poner en pantalla las relaciones entre mujeres es positivo. Lo realmente negativo es la invisibilidad. — ¡Mira quién fue a hablar! — exclamó Mati con sorna al tiempo que ponía la primera marcha. Arrancó el coche con tal brusquedad que a Tea le rebotó el moño en el cabezal del asiento—. No eres la persona más indicada para hablar de eso. Si quieres ponerlo en pantalla, empieza por ti misma. Se oyó un chirrido de frenos y al mismo tiempo la cabeza de Tea dio una sacudida hacia delante. — Cada cosa en su sitio, Mati —acertó a decir intentando dominar el vaivén de su cabeza—. No hace falta ser árabe para luchar por los derechos de las inmigrantes ni declararse lesbiana cuando... — ¿Cuándo qué? — rugió Mati. Y Tea alzando aún más la voz. — ¿Te crees que porque eres una lesbiana con pedigree puedes darme lecciones de ideología? — Lo que creo es que Adelaida tiene razón, eres una especie de Teresa de Calcuta del mundo lésbico, defensora de causas marginales, abanderada de estigmas ajenos... pero nunca te mojas. El coche se había detenido en un nuevo semáforo de la calle Aragón. Mati estaba roja de

ira, Tea tan encendida que casi echaba chispas. Sin pensarlo dos veces, agarró la manecilla de la puerta y profirió ofendida. — No tengo por qué aguantar este tipo de impertinencias y menos viniendo de ti, que bastante me conoces. Salió del coche dando un portazo y corrió hacia la acera esquivando, con regate atolondrado, la turba de automóviles que empezaba voraz a reptar por el asfalto. — ¿Y el camafeo? — preguntó García a la forense, una mujer madura que le recordó a la doctora Giménez porque llevaba la bata blanca desabrochada, con un bolígrafo y un marcador fosforito asomando el capuchón por el bolsillo superior izquierdo. — No se ven huellas, ni señales de violencia, debió desprenderse de forma accidental. Pertenece a la finada, ya lo hemos comprobado. — Bueno, finada, finada — puso en duda la inspectora—, hasta que no encontremos el cadáver, no podemos considerarla finada. La analista la miró por encima de las gafas de présbita acomodadas en la punta de la nariz. Se las quitó con un gesto severo y le anunció: — Con la dosis de morfina que ingirió, puedo asegurarle que ni una yegua estaría viva. Haga lo posible por encontrar el cadáver. Cuando le hagamos la autopsia podremos fijar la hora de la muerte y otros datos relevantes. Ya sabe. García apretó los labios y se rascó la nuca al tiempo que resoplaba: — No lo voy a saber yo, que soy poli. Al mediodía, Murals y ella comieron un menú en un restaurante chino situado en pleno centro. Se notaba en el desenfreno ambiental que era el último laborable antes del largo puente de Semana Santa. La aglomeración de vehículos mezclada con el calor de un descontrolado sol primaveral, el recital de motores y cláxones y un asfixiante olor a combustible quemado hacían insoportable el desplazamiento por el asfalto. A aquel martilleo de desagrados había que sumarle el espectáculo de un sinfín de turistas en pantalón corto y sandalias moviéndose con aire cansino, paseando la mirada por lo alto de los edificios, tropezando con las oriundas y recibiendo en sus ignorantes oídos la retahíla de insultos provenientes del interior de algún automóvil, ora dirigidos a ellas ora a las conductoras colindantes. — ¡A ver si miras por dónde andas! — fue el último grito que oyeron García y Murals justo antes de entrar en el restaurante y el mismo que llegó a oídos de Tea cuando, al intentar cruzar un semáforo en rojo, una motorista casi le roza la nariz con el casco. — ¡Dichosas motos! —masculló Tea volviendo al bordillo. Entró en la redacción del periódico como una exhalación y fue directa al despacho de la directora: — Tengo una exclusiva — dijo, saltándose los saludos, quitándose la chaqueta y encendiendo un cigarrillo, todo al mismo tiempo. Luego se sentó. — Hola, Tea, querida — replicó la directora con manifiesta ironía—. Tiene que ser todo un notición para que abandones tus vacaciones. — Lo es. — Alzó la mano a la altura de la oreja con los dedos en alto sosteniendo el cigarrillo y le explicó lo ocurrido en Can Mitilene. Pero la directora no sólo no tuvo la reacción que esperaba Tea, sino que además la hundió en la miseria profesional. Le dijo que el hecho no tenía la menor trascendencia, que se trataba de un caso irrelevante y aislado y que, por otra parte, darle excesivo protagonismo a esa noticia podía resultar perjudicial para el futuro de la nueva casa de turismo rural para mujeres. — Piensa que sólo tenemos una en todo el territorio pluriautonómico —argumentó la directora. Tea estaba tan asombrada que ni siquiera se llevaba el cigarrillo a la boca para fumar.

— Somos periodistas — reivindicó—, nuestra obligación es informar. — Desde luego, Tea. Yo no te digo que no vayamos a publicar la noticia, pero hay que darle un tratamiento discreto. La pondremos en Sucesos. La ceniza del cigarrillo permanecía milagrosamente intacta formando un frágil cilindro que emulaba la torre de Pisa. Tea se dio cuenta y buscó con la mirada un cenicero. — Media plana y con foto, espero. — No. Una columna en Breves será suficiente. Atisbo el cenicero en un lateral de la mesa junto a un taco de notas y una foto de la novia de la directora, apuntó hacia él y con la impulsión del pulgar en el filtro ensayó la diana, pero lo hizo con tal furia que la ceniza fue a estrellarse contra el marco de la foto para despachurrarse después en la reluciente caoba del escritorio. La directora le lanzó una mirada recriminatoria. Una mirada similar a la que mostró García cuando Murals empapó de salsa de soja el Arroz Tres Delicias antes de que la inspectora se hubiera servido. — ¡Ah! ¿Que no le gusta? — Se frenó ante la mirada de su superiora, pero al ver que ésta no se quejaba siguió echando Tamari—. Es que si no, no sabe a nada. La comida china, la verdad, muy sana y muy digestiva, pero es sosa y todos los platos saben igual. — No paraba de echar salsa—, unos con algas, otros con almendras, pero al final todo sabe a lo mismo. — ¡Ta bien, mujer, tampoco se pase! — protestó al fin García—. Y quítese las gafas de sol aquí dentro, que así no ve lo que está echando. Dispuso en orden las pastillas que tenía que tomarse y las fue ingiriendo con amarga docilidad. Antes de regresar a comisaría, entraron en el Triangle de la Plaça Catalunya. Murals dijo que necesitaba un desodorante, aunque, en realidad, lo que quería era darse una vuelta por la impresionante perfumería del interior del centro comercial y que tan pocas ocasiones tenía de contemplar. El hormigueo de gente no mermó allí dentro. García paseaba con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón de pinzas observando despreocupada estantes y productos mientras en los altavoces sonaba la voz sensual de Sade entonando las dulces notas de By your side. Una música que rápidamente le evocó la imagen de la doctora Giménez, la transportó a un imaginario escenario en el que se veía bailando con ella aquella misma canción. ¿Por qué cuando nos enamoramos todo nos evoca a la persona amada? ...aquello que hemos compartido, lo que nos gustaría compartir y lo que nunca compartiremos; cada imagen, cada sonido, cada música; tanto lo trascendental como lo más irrelevante nos trae a la mente su rostro, su olor y, si lo hemos conocido, también su tacto. « ¡Ah! —pensaba García—, tiene las manos suaves y dijo que me llevaría a cenar... ¡Qué ganas tengo de que acabe todo esto para... para..., no sé, para salir con ella y mostrarme como soy en realidad! Porque ahora, estando de servicio, tengo que actuar con cautela.» — ¡¿Con cautela?! — gruñó Tea—. ¿Has dicho actuar con cautela? — Sí, eso he dicho — respondió la directora del periódico. Acababa de leer la nota redactada por Tea y no estaba de acuerdo ni con la extensión ni con el contenido. Barrió con una mano un nuevo cilindro de ceniza derramado sobre su mesa y lo recogió en el cuenco de la otra—. Te he dicho que con una nota de unas veinte palabras es suficiente. — Lanzó a la papelera la ceniza recogida y prosiguió, ignorando la expresión cariacontecida de Tea—. Es igual, ya lo arreglaré yo. Ahora, mira, ya que estás aquí, me interesa que me hagas un reportaje para el dominical sobre la reproducción entre homosexuales y ahí sí, te doy carta blanca para que seas todo lo provocativa, transgresora y sensacionalista que te dé la gana. Haz especial hincapié en el proyecto de legislación. Conviene crear polémica, que se hable, que la gente opine... — ¡Eso! Para perder la batalla. ¿Qué te crees que va a opinar la gente? Te saldrán con el

rollo de que es antinatural — y casi para sí, añadió—, como si la reproducción asistida fuera tan natural entre los hétero. — Así me gusta, Tea, eso tienes que decir, ese es tu estilo. — Pues mira que te diga, yo en este tema creo que no hay que levantar mucho polvo, no sea que se den prisa en prohibirlo. Así que seré discreta. — Hija, Tea, tú con tal de llevar la contraria, cualquier cosa. En las primeras páginas del expediente de Núria Capell, García descubrió que la abogada había tramitado una inversión millonaria realizada en Provincetown por Karina y su bollera mamá. Sin duda, una maniobra altamente sospechosa. No siguió leyendo. Salió del despacho y fue a los archivos centrales para buscar más información. El expediente quedó abierto sobre la mesa. Al poco, entró Murals y mientras esperaba a que la inspectora regresara se entretuvo dando un vistazo al documento. Leía de forma desinteresada, pero de repente, algo le llamó la atención. Fijó la lectura en una de las páginas y, conforme avanzaba, su expresión se tornaba cada vez más atónita. Finalmente, impresionada por lo que acababa de descubrir, volvió a dejar el expediente tal como lo había encontrado, sacudió la mano derecha y exclamó: — ¡Ostras! Llegada la noche, García y Murals hacían tiempo para ir al Gay Night a interrogar a Karina. En un chiringuito del Born comieron un triángulo de pizza de roquefort con palmitos que sabía a chorizo picante. De nuevo, la inspectora se atiborró de pastillas. Luego, decidieron subir hasta la discoteca dando un paseo. Se respiraba un aire húmedo, pero la temperatura era agradable. El bullicio urbano había disminuido, aunque aullaban todavía ecos de bocinas y sirenas aisladas y desde el interior de algún coche llegaba, de vez en cuando, una exhalación de música máquina. — Murals, quítese las gafas, por favor, que ya ha anochecido — rezongó la inspectora. — Es que tengo fotosíntesis — explicó la agente. — Será fotofobia. — Eso. Siguieron caminando a paso tranquilo, García concentrada en el enfoque que iba a dar al interrogatorio, salpicados sus pensamientos por el recuerdo de unos ojos color mandarina. — A esa Karina, más le valdrá tener una buena coartada — comentó. Muráis hizo chasquear la lengua contra los dientes. — No le ha tocado un caso fácil inspectora, sospechosas no le faltan. — ¿Y usted qué sabe? — Bueno, cuando me quedé sola en su despacho le eché una ojeada al expediente. Lo de que esa mujer haya tenido relación con la abogada es un mosqueo y más sabiendo que perdieron el caso por culpa de ella. Ahora resulta que Capell desaparece y ella está aquí. Y encima no es lesbiana. En fin, ya sabe usted que en criminología no hay que fiarse de las coincidencias. — No lo era antes de ser novia de Adelaida Duarte, luego se convirtió. — No me refiero a Karina sino a la doctora esa. — ¿Qué doctora? — preguntó García. En el asfalto se reflejaban las luces blancas y amarillas de las farolas, la noche olía a gasolina y, en aquel momento, una indigente lanzaba gritos obscenos al aire contaminado de la Gran Vía.

5. Nota de la autora: En realidad, no dijo ostras, sino un improperio mucho más fuerte que, por hacer referencia directa a los atributos masculinos, no vamos a reproducir en estas páginas.

Capítulo 12

Perfumes Adelaida Duarte odiaba los aeropuertos pero, a menudo, debía visitarlos por motivos literarios y, para aplacar el tedio de las interminables esperas, daba rienda suelta a su tarjeta Visa Oro en la Duty Free Shop. Por eso tenía siempre en su cuarto de baño una exposición de perfumes a cuál más caro y de recipientes a cuál más sofisticado. También a la casa de turismo rural se había llevado un pequeño muestrario de olorosos frascos que aparecían perfectamente alineados sobre la repisa de cristal que remataba el espejo de su temporal aseo. Acercó su literaria mano a la estantería para coger su última adquisición, «Intuición» de Esteé Lauder. Rodeó con sus dedos el frasco en forma de huevo horizontal, lo destapó, dirigió el vaporizador hacia su cuello y, con una leve presión del índice, aplicó la justa aspersión a cada mastoides. La exquisita fragancia no era en absoluto la más acertada para ser exhibida a primera hora de la mañana en pleno campo, pero a Adelaida le gustaba estar siempre preparada para un arrebato de seducción y más ahora que sus amigas la habían dejado sola entre tantas mujeres. «Nunca se sabe», se dijo a sí misma. Aquella noche había dormido a pierna suelta y, raro en ella, se había levantado de buen humor. No le ocurría lo mismo a Tea de Santos. Sola, en su flamante apartamento de la Vila Olímpica (el que en otro tiempo había pertenecido a su amiga Adelaida), había consumido la noche — mejor dicho, la noche la había consumido a ella— a base de muchos cigarrillos y mucho whisky. Por la mañana, la casa olía a humo, aparecían ceniceros repletos de colillas por todas partes; un par de botellas vacías y algunos kleenex arrugados daban testimonio del solitario drama vivido la noche anterior. Al levantarse de la cama tuvo la sensación de que el suelo se había convertido en un colchón de aire, que se hundía bajo sus pies a cada paso. Fue hasta el cuarto de baño apoyándose en las paredes. Tenía la boca pastosa, sentía piedras en la cabeza y arenilla en los ojos. Orinó durante largo rato. Luego se lavó la cara sin atreverse a mirarse en el espejo. De sobras sabía lo que iba a ver reflejado. A continuación, se dirigió a la cocina con evidente dificultad, preparó una cafetera grande y se sentó a esperar. Estaba decidida. No pensaba llamar a Mati y, si lo hacía, sería para pedirle que recogiera sus cosas. No estaba dispuesta a tolerar aquella situación. De hecho, pensaba, hacía ya tiempo que Mati y ella no estaban bien, ya no hacían el amor como antes o, por lo menos, no tan a menudo; habían entrado en una dinámica de rutinas y dependencias de las que ni ellas mismas eran conscientes. Además, ¡qué narices!, ya estaba harta de sus exigencias. Si no era capaz de aceptarla tal como era, mejor cortar la relación. La cafetera empezó a emitir un borboteo simpático que a Tea le resonó en los oídos como el rugir de una tormenta y la cocina se impregnó de un intenso olor a café. Se sirvió un enorme tazón y cuando iba a beberlo, otro sonido, éste agudo, la taladró hasta las meninges. Era el timbre del teléfono. Un insistente «tiroriro» capaz, en aquel momento, de hacer estallar

toda la cristalería de la casa. Buscó el auricular atormentada por aquella intermitencia, repitiendo: « ¡Diosas, que se calle de una vez!». Durante aquellos segundos de búsqueda que le parecieron interminables, estaba segura de que al descolgar oiría la voz de Mati y ya se preparaba para soltarle una retahíla furiosa. Sin embargo, se equivocaba. Era la directora de la Cadena 4 de TV. — Nos ha fallado el programa de los jueves — le comunicó con evidente nerviosismo— Se lo han cargado desde arriba. Este país no soporta un reality show tan reality y tan poco show. Sólo tú puedes salvar la situación, Tea. Te necesito. Tuvo unos instantes de confusión. Escuchaba a su interlocutora, atendía a lo que le decía, estaba en ello, pero no podía negarse a sí misma una leve decepción porque no era Mati la que llamaba y, en el fondo, por haber deseado que fuera ella. Inspiró profundamente y le llegó mezclado el olor a café con el del humo rancio que impregnaba la estancia cerrada. Mientras seguía la conversación, fue abriendo ventanas. El expediente de Núria Capell no olía precisamente a perfume, rezumaba, más bien, el aroma húmedo y polvoriento de los archivos. García lo revisaba por la mañana temprano, tras haber incluido en él un informe del interrogatorio a Karina. Por supuesto, no había sacado nada en claro. Karina no había negado su relación con Núria Capell. En efecto, le había tramitado una inversión millonaria en Provincetown, pero eso no probaba nada. La transacción se había realizado de forma totalmente legal. Sólo que había utilizado el dinero de sus socias sin que éstas lo supieran y, por lo tanto, sin que cobraran los consiguientes beneficios. Pero ni siquiera había forma de demostrar este, según Karina, insignificante detalle. Respecto a la coartada para la noche de autos, era cierto, no tenía. El Gay Night, como ya sabían, cerraba los lunes. Ella aseguraba que había estado en casa y que se había ido a dormir temprano. Eso era todo. Había que seguir investigando. En cuanto a lo que Murals le había contado sobre la «doctora esa», refiriéndose, claro está, a Marisa Giménez, García no consideró que fuera ni tan relevante, ni mucho menos escandaloso. Sólo probaba que Giménez conocía a Capell y punto. Leyó con detenimiento el asunto, por si se le escapaba algún dato importante. Unos meses atrás, un equipo de ginecólogas entre las que se encontraba Giménez había querido montar una clínica para mujeres. Su intención era llevar a la práctica las nuevas técnicas de reproducción asistida para conseguir que la procreación entre mujeres resultara fácil y, sobre todo, accesible — al menos para aquellas que pudieran costeársela—, Habría sido pionera en el país. Para ello, se amparaban en el vacío legal existente. Núria Capell aceptó llevar el caso, pero no consiguió los permisos necesarios. Tratándose de una profesional con tantísimo nivel y comprobados recursos, el resultado final despertó sospechas en más de una. Todo apuntaba a que la abogada había aceptado un soborno para que el proyecto no llegara a hacerse realidad. Poco tiempo después, se empezó a rumorear que el gobierno proyectaba una ley en contra de la reproducción entre personas del mismo sexo. — Bueno, bien — concluyó García hablando consigo misma en voz alta—. La doctora debe de estar muy cabreada con Núria por ese tema, pero eso no prueba que la haya matado y luego se haya deshecho del cadáver. Además, si se hubiera levantado aquella noche, me habría enterado, duerme en la habitación de al lado y yo, con el oído que tengo... La afirmación de que no era lesbiana venía de un informe completo de las miembras del equipo que pretendía poner en marcha la clínica. En él se aseguraba que ninguna de ellas se había declarado lesbiana. « ¿Y qué? —pensó García—, Seguramente lo hicieron para facilitar que les dieran el permiso. Unas lo serán y otras no. O a lo mejor lo son todas y pensaban hacer una salida del armario colectiva cuando la clínica estuviera en marcha.» En fin, que no había ningún motivo para considerarla sospechosa. Y punto. Cuando entró la agente Murals, un aroma floral invadió el despacho de la inspectora. — ¿Qué se me ha puesto, Murals? — preguntó García arrugando la nariz.

— «212» de Carolina Herrera. Me la compré ayer en el Triangle. — Pero ¿no quería un desodorante? — Sí, pero no pude resistirme. Una colega me dijo que es una colonia muy buena y que da un toque de distinción a quien la lleva — exclamó orgullosa. García cerró el expediente y lo guardó en el cajón. Luego se levantó y, antes de dirigirse hacia la puerta, lanzó una severa mirada a la agente y le espetó: — Pues no pega con el uniforme, la verdad. Ambas abandonaron la Jefatura de Policía para dirigirse al aparcamiento, subirse en el Peugeot de la Consellería y regresar a Can Mitilene. — Está bien. ¿Cuándo hay que empezar? — preguntó Tea con la mano en la frente haciendo presión en ambas sienes. — El próximo jueves. Y quiero algo realmente impactante. — ¡¿Sólo me das una semana para prepararlo?! — exclamó aturdida. — ¿Qué quieres? Es lo que hay. — ¿Que qué quiero? ¿Que qué quiero? — refunfuñó—. Quiero tiempo. — No lo tenemos.

— Pues lo buscáis. Ayer pusisteis una película sobre la vida de Berrnadette Soubirou. Podrías programar un ciclo titulado Vidas de Santas. Buscas algo sobre Teresa de Jesús y un par de beatas más y a mí me das un mes para organizarlo todo. — ¡Imposible! — sentenció—. Lo de Bernadette fue una concesión a la Semana Santa. Tenemos que seguir con nuestra línea habitual o perderemos audiencia. — Luego hizo un intencionado silencio y, a continuación, pronunció su nombre en tono severo—: Tea... — ¿Qué? — Sólo tú puedes salvarlo. Tienes hora y media de programa con cuatro pausas publicitarias y lo que me pidas. Te quiero el jueves a las diez ante las cámaras y un índice de audiencia que rompa gráficas. Lo anunciaremos a partir de mañana. Dame el nombre del programa en cuanto lo tengas, o sea, mañana. — ¡Vas a trabajar en Semana Santa! — exclamó en tono socarrón—. No me lo puedo

creer. — Me lo envías al móvil o por e-mail. Estaré en mi torre de Altafulla, así podré combinar el relax con el trabajo. Y no te cachondees, querida, que esto es muy serio. — Está bien — zanjó Tea la conversación—. No te fallaré. Tengo un par de buenas noticias para arrancar el programa. Voy a prepararlas durante estos días siguiendo tu ejemplo. Al colgar el teléfono, lo primero que pensó fue que necesitaba la ayuda de Adelaida y, sobre todo, de Mati. De un plumazo, se borraron de su mente las discusiones de los últimos tiempos, el portazo del día anterior, la mala noche pasada, las conclusiones a las que había llegado en cuanto a su relación de pareja y las decisiones tomadas hacía escasamente una hora. En realidad, no había sido más que un ataque de rabia, se dijo. Mati y ella..., en fin, que ambas tenían mucho carácter, pero, se tenían la una a la otra. Sí, en la casa de turismo rural ella también podía combinar el relax con el trabajo. Bebió un sorbo de café tibio que le produjo cierta repugnancia. Luego recogió los desastres de la noche anterior, tomó una ducha y se dio crema hidratante por todo el cuerpo. Se cepilló el pelo mirándose al espejo. Debajo de cada ojo se dibujaba una sombra profunda y oscura, lo solucionó con una buena capa de tapaojeras. Por último, abrió el armarito del cuarto de baño y echó una ojeada rápida a la colección de perfumes que su amiga Adelaida le había regalado. Solía traerle uno cada vez que viajaba. Eligió un frasco en forma de Menina, «Eau de Toilette» de Paloma Picasso, se perfumó el cuello y llamó a Mati para pedirle que la recogiera dentro de una hora y regresar a Can Mitilene. Gemma Campmany tomó en su mano el frasco alargado de forma romboidal que su amada le había regalado hacía ahora... Se detuvo unos instantes a recordar. Tres meses largos. Sí, se lo había regalado para Navidad; The Fragance for women, de Donna Karan. Se entretuvo observando el recipiente. En un lateral aparecían las letras DKNY, «Donna Karan New York», pensó recordando la voz de ella cuando se lo había entregado. Tras desenvolverlo, había pronunciado aquellas cuatro palabras y se lo había quitado de las manos; lo había destapado, se había situado a su espalda, la había rodeado por la cintura y había pulverizado la piel de su cuello con aquel olor algo afrutado que a Gemma Campmany le evocaba una tarde de primavera entre jazmines. El frescor del líquido al contacto con la piel le había provocado un imperceptible escalofrío. De inmediato, junto a la salpicadura del perfume y alrededor de ella, había notado la lengua de su amante lamiendo su nuca y sus hombros, la calidez de la saliva y la suavidad de su nariz inspirando con tal intensidad la fragancia, que Gemma se había sentido absorbida por tanta pasión. Después, habían hecho el amor como dos leonas. Estaba en la casa de la loma. Aquel lugar al que pensaba que no iba a regresar nunca. Ahora se encontraba de nuevo allí, oyendo las campanas de la iglesia del pueblo, viendo las paredes de piedra, respirando el olor de la madera, la leña quemada; fuera, el césped fresco, un intenso abanico de aromas florales mezclados con el de la tierra mojada. Con una leve aspersión, se puso un poco de perfume en la muñeca. Lo olió. Respiró profundamente y volvió a dejar el frasco donde estaba. Antes de salir, revisó toda la estancia. Comprobó que el hogar estaba apagado, las persianas bajadas, la habitación en penumbra. Echó un vistazo a la cocina. Había lo imprescindible. Se acercó hasta la nevera y cogió una nota que estaba adherida a la puerta por un imán en forma de piña tropical. En ella había escrita una lista de víveres que había que comprar. Salió al salón, recogió de encima de la mesa su bolso y las llaves de la casa. Cerró el portalón de madera con dos vueltas completas. — No voy a regresar a Can Mitilene — fueron las palabras de Mati cuando Tea la llamó para pedirle que pasara a recogerla. El tono de su voz era seco, distante y audiblemente dolido. Le explicó sus motivos, lo que había estado pensando durante las últimas horas, las conclusiones a las que había llegado, que no distaban mucho de los pensamientos que había tenido Tea la noche anterior. Estaba enfadada, muy enfadada y decidida a no volver. Mientras

la oía, Tea se iba quedando perpleja. Una mezcla de sentimientos se le acumulaba en el corazón, la cabeza y la boca del estómago. — Bueno — exclamó en tono conciliador—, tampoco hay para tanto. Sólo fue una discusión. — No, Tea, no fue sólo una discusión. Aquella rotundidad no hizo que variara la confusión de sentimientos, pero sí ayudó a que se instalara en un punto concreto: la boca del estómago. Mati estaba hablando muy en serio. No pensaba volver, ni a Can Mitilene ni con ella. Por unos instantes, a Tea le asaltó el deseo de suplicar, de pedirle que recapacitara, pero su orgullo le ponía serias dificultades. De modo que, su reacción fue altiva y no exenta de furia. Dijo que aquello le parecía perfecto, que era lo mejor para ambas, que ella pensaba lo mismo y que tenía intención de decírselo en la casa de turismo para no malograr las escuetas vacaciones de ninguna de las dos y que era la primera interesada en que no volvieran a verse ni en Can Mitilene ni en ningún otro lugar. Una hora más tarde, Tea estaba otra vez bebiendo un bourbon doble y fumando como una posesa. No podía creerse que la relación hubiera terminado. Sin embargo, no le quedaba más remedio que reconocerlo y, encima, aceptar que había sido Mati y no ella quien había tomado la decisión. A la rabia inicial, le siguió un sentimiento de desahogo, de liberación, incluso. El tabaco y el bourbon la ayudaron. Sí, se sentía liberada, capaz de cualquier cosa; dolida, pero segura de sí misma. ¡Qué narices! Ahora podría desenvolverse a su aire, hacer lo que le diera la gana sin dar explicaciones a nadie. ¿Qué es la pareja, en definitiva, sino una atadura, un yugo, un sistema legitimado de anulación de la propia personalidad? Bebió de nuevo. Con el último sorbo, el hielo tintineó solo en el vaso. Lo posó en la mesa, machacó en el cenicero un cigarrillo a medio consumir, rehízo su bolsa de viaje y se fue a Can Mitilene tan sola como aquel hielo. Tuvo que coger su coche, un Ford Fiesta bastante destartalado. Poco antes de que llegaran a la casa de turismo rural, Tea en su coche y García y Murals en el Peugeot de la Consellería, Adelaida salió con Tilita al jardín para tomar un aperitivo. La pequeña Atzavara jugaba en la hierba con sus muñequitas ecológicas, observada muy de cerca por sus dos madres. Desde la cocina llegaba un olor a sofrito que hacía salivar y que produjo en el estómago de la escritora un pequeño rugido. Pidió unas patatas fritas. En esto, llegó la doctora Giménez acompañada por su inseparable Minerva. Ambas se saludaron con cortesía, mientras las perritas, mucho más desinhibidas, se lanzaban a olerse los traseros, como si no conocieran ya sus respectivos perfumes, y a mover las colitas con la alegría de quien ve a una amiga tras siglos de separación. Acto seguido, se fueron a corretear por el jardín. La doctora se sentó al lado de Adelaida a esperar la llamada de la comida. Apenas se habían instalado cuando les cayó a los pies una de las muñequitas de Atzavara, que la niña había lanzado cual proyectil al grito de « ¡Oh, yo yó!». Ambas se agacharon a recogerla y en el acercamiento, una fragancia conocida llegó hasta las pituitarias de la escritora. — ¡Ay! Me encantan las niñas — dijo la doctora tras devolver la muñequita con un certero lanzamiento. — Mira por dónde, yo les tengo una manía... — replicó Adelaida y, rápidamente, se las arregló para cambiar de tema—. A mí lo que me encanta es tu perfume ¿Nina Ricci, supongo? — Fleur de Fleurs — respondió la doctora sin el menor atisbo de asombro—. Tienes buen olfato. — ¡Bah! Pura afición. Y ahí se liaron a hablar de marcas, diseños, esencias, recipientes y aromas, en una charla que a ambas les resultó muy amena. — Veo que tú también dominas el tema — comentó Adelaida. — Pues sí, debo confesar que me apasiona. Es que un perfume dice mucho de quien lo usa. ¿No te parece? En realidad, no le damos al olfato la importancia que se merece. Se

pueden descubrir muchas cosas de una persona a través de su olor. — Toda la razón. En eso las perras nos llevan ventaja ¿verdad? Como especie, han sabido desarrollar ese sentido mucho más que las humanas. — Desde luego, por eso yo a Minerva le elijo siempre buenos perfumes. ¿Conocerás la nueva gama de perfumería para perras, espero? — ¿Qué me dices? — exclamó con sorpresa Adelaida—. ¿Existe la perfumería canina? — Como lo oyes. Y de unas fragancias exquisitas. Tienes, por ejemplo Guau 5 y Guau 10, que son ideales para la ciudad. Esas no las he traído porque me parecía que en un ambiente rural pegaba algo un poco más salvaje: Peau de Chienne, en concreto, es deliciosa. Tiene un aroma así como mentolado que me encanta. Luego tienes Eau de Puce, que es la más fresca, ideal para una primavera silvestre y, para momentos románticos, Lumiére. Ésa es el rien va plus de las esencias perrunas, te lo aseguro, se la pones y ligan que es un contento. Las dos mujeres se echaron a reír. — Ya verás, ¿quieres que le pongamos un poco a tu niña? — Encantada — sonrió Adelaida y la llamó—. ¡Tiliiiiitaaaa!

Capítulo 13

Tramontana — Interrogaremos a la farmacéutica del pueblo para ver si na vendido MST Continus en las últimas semanas — le dijo la inspectora a Murals—. Debe tenerlo registrado en alguna parte. Hacía un día radiante. La tramontana había comenzado a soplar fuerte a media noche y se había llevado por delante todo lo que encontró instalado en el cielo. No quedaba el menor indicio de nubes. — Dura uno, tres o cinco días, hasta siete, pero siempre impares — dijo Remei—-, la tramontana es una ventolera caprichosa. Estaba preparando unos canelones de pescado como los hacía su abuela según una receta personal y totalmente inédita. — Mi abuela no era vegetariana, pero se le acercaba mucho — explicaba mientras movía el sofrito con una cuchara de madera. Ni Gina ni Cecilia la atendían. Estaban preparando los servicios para ponerlos en las mesas. Sus manos trajinaban con cubiertos, platos y copas, pero sus mentes deambulaban por derroteros muy lejanos al menaje. Si el caso de la abogada Capell salía a relucir, su negocio se iba a pique. Y tanto si encontraban a la asesina como si no, todo indicaba que saldría a relucir. Para colmo, estaba el tema de la expropiación. Por una razón o por otra, peligraba la supervivencia de la casa. — Mi abuela le hacía sofrito porque decía que así, la masa coge un color más bonito y los canelones quedan más amorosos — prosiguió Remei y con golpes secos de la muñeca en el mango de la sartén hizo girar el revoltillo en el aire—. ¡Paradigma de sabiduría popular, mi

abuela! Pero sus palabras revoloteaban entorno a los oídos de Gina y de Cecilia igual que la tramontana alrededor de la casa. Minutos después, se puso a enrollar canelones y a situarlos en su lecho refractario uno al lado del otro con una precisión geométrica. En todo ese tiempo, no cesó en su verborrea para intentar animar a sus jefas, pero el fracaso se perfilaba cada vez más estrepitoso y cuando puso harina en un cazo para hacer la bechamel y empezó a verter la leche sin parar de remover, temió que la expresión cariacontecida de sus jefas afectara a la salsa impidiéndola cuajar. — Me vais a cortar la bechamel con esas caras de funeral que lleváis — protestó. — La bechamel no se corta —gruñó Cecilia. — Pues se me harán grumos. — Mira Remei, no estamos para bromas, ¿eh, bonita? Las caras de funeral serán de lo más justificadas en cuanto acabe la Semana Santa, se dé publicidad al caso Capell y nos expropien la casa. ¿Te parece poca razón para estar preocupadas? — Cecilia se iba rompiendo por momentos—. ¿Te parece motivo de guasa? — La voz se le empezó a quebrar y los ojos a enrojecer—. Hemos invertido todo nuestro capital en esta casa, estamos al borde de la ruina y... —en ese momento, se le ahogó la voz y las lágrimas estallaron en sus ojos como una gota fría. Remei, justo entonces, estaba extendiendo la bechamel por encima de los canelones. Una operación lo suficientemente delicada como para no detenerse en consolaciones. Además, para eso estaba Gina quien, a medio camino entre la contención y el llanto, abrazó a su compañera intentando calmarla. La cocinera espolvoreó toda la superficie con queso rallado, situó con apurada estrategia unos dados de mantequilla sobre las hebras de queso, metió la bandeja en el horno —con el grill encendido previamente— y programó un reloj avisador con forma de tomate, que tenía encima del frigorífico, para que sonara al cabo de siete minutos. — Claro — protestaba Cecilia lloriqueando—, a ti no te importa, no va contigo. Tú conseguirás trabajo de cocinera en otro sitio, harás tus películas, te convertirás en una directora de prestigio, rica y famosa, pero nosotras... ¿Qué vamos a hacer? Ponernos a fregar escaleras para pagar deudas. Gina le dio un kleenex. — Bueno — suspiró Remei limpiándose las manos en el delantal—. A ver si nos entendemos. No pienso buscar trabajo de cocinera en ningún otro sitio, voy a luchar por esta casa como si fuera mía, como si en ello me fuera la vida. Lo de las películas vendrá cuando tenga que venir, además, esta experiencia vital me sirve un montón para la elaboración de próximos guiones. Pero, perdona que te diga, Cecilia, con lágrimas no conseguiremos nada. Tenemos que actuar y os aseguro que no todo está perdido. Venid aquí, tengo algo que deciros. — Las tomó a ambas por el hombro y las llevó hasta la mesa camilla que había en un rincón de la cocina, con sus faldones y su brasero (ahora apagado), como las de toda la vida; hizo que unieran sus narices en el centro de la mesa y susurrando les comentó—. Esta mañana, cuando vino la panadera, estuve hablando con ella y me enteré de algo importante, una información que puede sernos muy útil. Ya sabéis que esa mujer es como el correo del Empordá... En ese momento, un estruendo de metales hizo que Remei se interrumpiera y las tres mujeres giraran la vista hacia la ventana para ver lo que ocurría. Era el Ford Fiesta de Tea de Santos que llegaba haciendo un temerario ruido de latón. Tenía el tubo de escape desencajado. Cuando Adelaida la vio llegar, se imaginó lo peor, es decir, que en algún momento tendría que subirse en aquel coche con ella al volante. La escritora temía esa situación por varias razones: una, porque la forma de conducir de su amiga era muy similar a su forma de moverse y eso, a más de sesenta kilómetros por hora, resultaba altamente peligroso; dos,

porque Tea tenía menos sentido de la orientación que un volante de bádminton; tres, porque como no le gustaba conducir, se pasaba todo el viaje despotricando; cuatro, porque cualquiera de sus errores al volante era culpa de las conductoras colindantes, lo que provocaba discusiones continuas a través de la ventanilla e incluso, alguna que otra vez, fuera del coche, con el consiguiente temor de que llegaran a las manos, en especial, si la conductora colindante era un hombre. En fin, ir en un automóvil conducido por Tea era más arriesgado que volar en un avión sin alas. Nada más llegar, la curva que describió para aparcar y el frenazo que tuvo que pegar para no estrellarse contra el Peugeot de la Conselleria fueron una buena muestra de sus artes al volante. Abandonó el coche dando un portazo y se dirigió hacia la casa agarrada a su bolso — un saco enorme de la marca Furia lleno de cachivaches del que se colgaba como si fuera un telearrastre— con su andar deslavazado, sus espasmódicos movimientos y un cigarrillo ondeando en sus dedos. Así llegó hasta el porche donde se encontraba Adelaida leyendo el último número de la revista «Nosotras» a resguardo de la tramontana. La doctora Giménez se había ido a pasear con Minerva y Tilita reposaba a los pies de su dueña emanando un fuerte olor a madreselva. En cuanto vio a Tea, corrió hacia ella agitando la cola como la hélice de un helicóptero, con esa alegría que tienen las canes, que siempre que te ven te saludan como si hiciera un año que no te han visto. Todo lo contrario de su dueña, quien, hundida la mirada en las páginas de la revista, simulaba no haberse percatado de su presencia. Tea se sentó a su lado, dio una profunda calada al cigarrillo y, antes de soltar el humo, le espetó: — Se acabó, nos hemos separado. Adelaida cerró la revista y la depositó pausadamente en la mesa. — No, si cuando te he visto en tu coche, ya me he imaginado que algo había—. Y se dispuso a escuchar a Tea haciendo acopio de paciencia. En aquel momento, García estaba inspeccionando la zona donde se encontraba el Audi cupé de Núria Capell. Había mandado acordonar aquel sector para que las habitantes de la casa no se dedicaran a curiosear y distorsionaran con sus pisadas y huellas digitales las pocas pistas que pudiera haber. El viento la incomodaba y el ruidillo de plástico que hacía la cinta que había colocado Murals, la irritaba sobremanera, pero lo que acabó de hacer saltar sus nervios fue el jaleo organizado por Tea a su llegada. Se distrajo unos segundos de su tarea. Luego, emitió un chasquido de desagrado, hundió las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas y siguió inspeccionando. Dio algunas vueltas alrededor del coche buscando indicios. La tierra estaba aún blanda y el dibujo de las ruedas de los coches había quedado muy marcado debido a la lluvia caída la noche del suceso. Junto al Audi de la abogada se distinguían a la perfección las marcas de unos neumáticos que, según la vasta experiencia de García, no eran muy comunes. Aquello le llamó la atención. Además, encontró las mismas marcas en otro lugar, no tan nítidas, pero igualmente reconocibles. — Debe de tratarse del coche de una de las huéspedes — dedujo. En un principio no le dio mayor importancia, alguna de las chicas habría entrado y salido y aparcó su coche en dos lugares diferentes. Nada extraño, pero... « ¡Bah! — se dijo a sí misma—. No estará de más comprobar a quién pertenece el auto en cuestión. Puro trámite». Llamó a su ayudante y le ordenó: — Murals, averígüeme a qué tipo de automóvil corresponden estas huellas y quién es la poseedora del vehículo. ¿Estamos? — Estamos, jefa — asintió agarrándose la gorra para que no le volara. — Luego me lo comunique. En la cocina, sonó el timbre del tomate anunciando que los canelones ya estaban listos. Remei se levantó de un salto, dejando a las otras a media narración. — No sea que se me vayan a dorar demasiado — se justificó—. Lo primero es lo

primero. Gina y Cecilia se levantaron también. — Está bien — aceptó Cecilia—. Vamos a atender a las dientas y a la hora del café nos acabas de contar esa información tan relevante, que ya nos tienes intrigadas con tanto misterio. A los pocos minutos, en el aire sereno, pero tenso, que se respiraba en el jardín de la casa, resonó la voz de la cocinera llamando a la mesa: — ¡Chicaaaas! La comida está lista. ¡Doble de canelones para la que pueda con ellos! — bramó. Las vascas celebraron el anuncio con algarabía: — Premio especial para la que engulla más canelones — propuso una de ellas. — Eso está hecho. — Me vais a retar a mí. Una a una fueron entrando en el comedor de la casa. Las vascas con un cargamento de botellas y sacacorchos en las manos. Un plato como aquel había que regarlo con Txacolí. Clara y Ana, con su niña y el gato detrás por si caía algo, la doctora con Minerva; y Adelaida con Tea y con Tilita que se posó a sus pies, también a la espera de que cayera algo. — ¿A qué huele esta perra? — preguntó Tea, a cuyas narices llegaba un extraño efluvio procedente, sin duda, del cogote de Tilita. Candi, Gabi y Nati se instalaron en una mesa y junto a ellas estaban Margarita Sureda y la recién llegada Inés Villamontes, quien compartiría habitación con ella. En un rincón, la silenciosa pareja, algo aislada del resto. García y Murals en otra mesa, también algo apartada; estando de servicio no convenía confraternizar ni con testigas ni mucho menos con sospechosas y, tal como estaban las cosas, cualquiera podía ser sospechosa. La gata Cristi se situó en el alféizar de la ventana observando la pantagruélica escena sin molestarse en conseguir algún bocado. Sabía de sobras que, acabado el festín, Remei le serviría, en exclusiva, un exquisito plato de restos. Durante el largo rato de la comida, las preocupaciones parecieron diluirse en el delicioso sabor y la melosa dulzura de los canelones. Todas las mujeres de la casa, sin excepción, felicitaron a Remei por tan suculento manjar. Ella, con las manos unidas, miró al cielo para darle las gracias a su abuela. La sobremesa fue prolija en conversaciones. En el interior de la casa, con el viento como rumor de fondo, Tea acabó de contarle a Adelaida todo lo que le había sucedido durante su corta estancia en la ciudad. — Y, calla, que va la directora de la Cadena 4 y me dice que tengo que montarle un programa para el jueves. Encima, voy a cruzar la calle y por poco me atropella una moto. Ha sido de lo más estresante... — Dio una calada al cigarrillo—. Y ahora, busca un titulito para el programa de marras. He pensado algo así como: « ¿TE Acuerdas de TEA?». O mejor aún «TE Acuestas con TEA»... pero no sé — fumó pensativa—, no acaban de convencerme, necesito algo más provocador, más explosivo... ¡Ay, hija! A ver si me ayudas un poco. — Si se trata de un magazine, podrías titularlo: «Tu noche con Tea». Es íntimo, elegante y... Tea de Santos la interrumpió. — Siempre igual, Ade, hay que ver lo cursi que llegas a ser titulando. Yo lo que busco es algo que me identifique, el doble sentido, crear expectativas... No sé cómo decirte, una frase que diga bien claro que no vamos a andarnos con rodeos, que no vamos a tener pelos en la lengua. Ahí se detuvo. — ¡Calla! — exclamó. — No he dicho nada — gruñó Adelaida temiendo lo que iba a oír a continuación.

— Es una forma de hablar. Quiero decir que ya lo tengo, voy a titularlo así, ni más ni menos «Pelos en la lengua». — Hizo un gesto con la mano como señalando el rótulo. Adelaida empezó a sudar: — Que no, Tea, que no. Que no puedes ponerle a un programa de televisión un título tan vulgar. Por tu propio bien. — La provocación es venta y motivo de audiencia — replicó Tea. — Pero es pastoso, hasta de mal gusto. Sólo decirlo siento un cosquilleo en la boca que... Da grima, la verdad. — De eso se trata, de crear emociones aunque sean desagradables. Viendo a Tea totalmente convencida, Adelaida esgrimió un argumento de peso. — Pero es que, además no sale tu nombre por ninguna parte... Aquello pareció surtir efecto. — Ves... Sí. Ahí tienes razón — comentó pensativa. Fue el momento que aprovechó la escritora para desviar el tema. — Oye, ¿y con lo de Mati qué piensas hacer? — Nada — fumó de nuevo—, no pienso hacer nada. La pausa en la conversación hizo que el viento se oyera con más intensidad. El mismo viento que oían Gina, Cecilia y Remei alrededor de la mesa camilla, otra vez las tres en la cocina, frente a una cafetera olorosa y humeante. — A ver — prosiguió Remei la conversación iniciada antes de la comida—, yo es que como soy guionista tengo una percepción del espacio... ¿cómo os diría? cinematográfica. Vamos, que no se me escapa nada. Y me he dado cuenta de lo siguiente —se sirvió una taza de café. — ¡Ay, Remei! Ve al grano de una vez — protestó Cecilia. — Con nuestros terrenos... bueno los de la casa, quiero decir, que al fin y al cabo son vuestros, yo no es que quiera apropiarme de nada... — ¡Come on! —gruñó Gina. — ¡Vaaaale! Pues, que los terrenos de Can Mitilene no son suficientes para construir un parque temático, vaya, que en realidad no dan ni para una triste montaña rusa. — Eso es cierto — observó Cecilia. — O sea, que necesitan más terreno. Y si cogemos el plano de la zona, resulta que ni por el Este, ni por el Oeste ni por el Sur se puede construir, ya que a un lado tenemos las vías del ferrocarril, al otro la autopista y al otro el pueblo. No expropiarán un pueblo entero, digo yo. — Cosas peores se han visto, pero bueno, digamos que no. Nos queda la zona norte — advirtió de nuevo Cecilia—, los terrenos que hay detrás de Can Mitilene. — Ese bosque pinos around. big casa — recordó Gina. — ¡Es verdad! — exclamó Cecilia—. El bosque rodea una impresionante mansión. ¿A quién pertenece todo aquello? — Ahí estamos — intervino Remei—. Esta mañana he sondeado a la panadera y me lo ha contado todo y más, hasta me insinuó que la alcaldesa entiende. — ¿Son de ella los terrenos? — No. Son de una anciana rica, una condesa, creo. — Entonces ¿para qué mezclas a la alcaldesa? — se enfureció Cecilia. — Bueno, era un dato curioso, para contextualizar un poco todo el argumento. — Vayamos al grano, por favor, Reme, cariño, que me estás poniendo del hígado. — Está muy claro. Hay que obtener información sobre esa anciana. Tenemos que enterarnos de si ha vendido los terrenos, los ha cedido o quieren expropiárselos como a nosotras. — Expropiarlos, seguro que no — advirtió Cecilia en tono compungido—. Si tiene tanta pasta como parece, debe de tener también muchísima influencia. Habrán llegado a un acuerdo

con ella. La harán accionista del parque o algo por el estilo. — En cualquier caso, hay que intentarlo. Hay que hablar con la anciana y convencerla para que no venda. — ¡Convencerla para que no venda! — se lamentó de nuevo Cecilia—. Tú y tus tabulaciones, Remei, ¿y cómo piensas convencerla? La cineasta frunció el entrecejo, apoyó la barbilla en el dorso de la mano y exclamó pensativa: — Ya se me ocurrirá algo. El viento había dejado un cielo límpido en el que brillaba con intensidad una luna mora que apuntaba con su extremo al fulgor de la estrella Venus, las osas mayor y menor hacían galopar sus refulgentes carros, las Pléyades dibujaban una amalgama de incontables chispas en el infinito oscuro y las tres Marías de Orion se alineaban en lo alto, observadoras, todas ellas, del escenario que se cernía bajo sus pies. Resguardadas en el porche, un grupo de mujeres hacía corro entorno a Inés Villamontes, quien explicaba la simbología de los astros a aquella reducida pero interesada audiencia. Todas escuchaban con atención, pero Tea de Santos no quiso mirar al firmamento. Era presa de un pequeño ataque de nostalgia. Había contemplado tantas veces un cielo como aquel al lado de Mati. La tramontana no remitió al día siguiente.

CAPÍTULO 14

Viernes de dolor Había sucedido en otras ocasiones, aunque las lectoras no están al corriente de ello. La gata Cristi, que solía recrear sus artes funámbulas de alféizar en alféizar, había encontrado a la inspectora García poniéndose Oraldine en los pezones y, atraída por el olor dulzón, permanecía acurrucada tras los postigos observando, con ojos rasgados, las evoluciones masajísticas de la inspectora. A continuación, cuando García se tumbaba en la cama, desnuda de cintura para arriba, la felina entraba sigilosa, subía al lecho... « ¡Ah! Eres tú, gata sabionda», exclamó la inspectora la primera vez. Olía con intriga el círculo rosado que el antiséptico había dejado alrededor de los pezones... «Ya podrías darme una pista de quién es la asesina», insistía a menudo García. Luego, se relajaba; le agradaba notar sus mullidas patas haciendo presión en el vientre, frunciendo a ritmo acompasado las almohadillas de sus pezuñas, el ronroneo tibio que amenizaba el acto y aquella lengua rasposa chupando con efusión el Oraldine. Teniendo en cuenta que la gata Cristi era su única testiga, García no oponía resistencia. Desde entonces y con relativa frecuencia, la gata observaba desde la ventana el ritual de la inspectora y, finalizada la ceremonia, se lanzaba a lamerle las tetas. Ella se dejaba hacer, cerraba los ojos y en la oscuridad de su fantasía interior aparecían unos ojos color mandarina.

Así tenía que haber ocurrido también aquella mañana. Cuando la inspectora vio a la gata esperando al otro lado del cristal, sintió un ligero cosquilleo. Sin embargo, en aquella ocasión, no pudo entregarse a la lujuria gatuna; una sombra funesta mancillaba el fulgor de aquellos ojos que se dibujaban en su imaginación. Eran las preocupaciones y una presión en las sienes casi infernal. Tenía que resolver, y cuanto antes, el extraño caso de la abogada desaparecida. Aún le quedaba por averiguar a qué coche correspondían las marcas encontradas en el suelo del aparcamiento y sondear a la farmacéutica para saber si había vendido el mortal medicamento. Contaba con una única sospechosa, la traicionera Karina, quien, habiendo estafado a sus socias, tenía motivos más que sobrados para desear quitar de en medio a Núria Capell y, además, no tenía coartada. Pero ¿cómo podía demostrar que la noche de autos Karina había ido a la casa o, en su lugar, enviado a alguien para aniquilar a la abogada? Se deshizo de la gata con un manotazo que la hizo rebotar en el colchón, soltar un maullido y salir huyendo por la ventana. A continuación, se levantó de la cama y se presionó las sienes. A García cuando se le acumulaban las averiguaciones le venía un dolor de cabeza que si no paraba a tiempo acababa en jaqueca. Fue a la cocina a pedirle a Remei un Gelocatil.

La tramontana no había dejado de soplar. «Dura uno, tres o cinco días...» recordó Remei al tiempo que hundía el corazón de un pimiento en su propio interior para arrancarle las semillas. El viento hacía crepitar con fiereza las hojas de los árboles y un coro de graznidos rasgaba con afilada resonancia la lentitud matutina. Por lo visto, las ocas habían pasado muy mala noche y su escaso sentido del humor se había resentido. Andaban todas en pie de guerra. Remei estaba preparando un bacalao con samfaina, como había hecho su abuela todos los Viernes Santos que ella recordaba. El Viernes de Dolor de aquel año se presentaba, más que nunca, digno de su nombre, una circunstancia que Inés Villamontes atribuyó a la mala posición Saturno Plutón. Gelocatil para García, Saldeva para una de las vascas a quien le

había venido la regla; un par de Orfidales para Gina y Cecilia que no se quitaban la angustia de encima; un Nolotil para no recordaba quién, que le estaba saliendo una muela del juicio y un ansiolítico para Tea a quien el dolor de la pérdida le empezaba a atacar con demasiada fuerza. Una a una iban pasando mujeres por la cocina de Remei y ella, que había puesto un CD de Ani DiFranco, se dividía entre la administración (haciendo honor a su nombre) del remedio solicitado, el troceo de hortalizas para la samfaina y una pena interior muy grande. Aquella música la había llevado a recordar los días pasados en Nueva York, de grandes expectativas que acabaron disipándose como el humo. Todas las películas que quería realizar, las historias que deseaba contar y, ya ves, ella allí, entre fogones, en la cocina de una casa que estaba a punto de sucumbir. A ella, a ver quien le curaba la pena y aquel intenso dolor en el alma. Hay días en los que a una el optimismo no la acompaña por mucho que se empeñe y eso le ocurría a Remei. Había sido la desgarrada voz de Ani DiFranco, que la había transportado a sus sueños perdidos y a esa sensación de frustración que a todas en algún momento nos alcanza. Las lágrimas que derramó aportaron el punto de sal que le faltaba a la samfaina. Para acabar de rematar el cuadro de dolor que se presentaba aquel día en la casa, la niña de Clara y Ana se había hecho un chichón al caer en el jardín huyendo de una oca desbocada y el gato, con el cambio de aguas, sufría una diarrea descomunal. Curaron a la chiquilla a base de compresas frías de menta y caléndula y la atiborraron de flores de Bach contra el susto. Lo complicado fue conseguir que Azafrán se tragara un Sulfmtestín. Estaban en ello cuando Tea pasó por su lado, de regreso de la cocina, con un Tranquimacín en una mano y un caja de pañuelos de papel en la otra. Minutos más tarde, entre cigarrillos encendidos y kleenex empapados, desahogaba su pena con su inseparable amiga Adelaida. No entendía qué podía haber llevado a Mati a tan drástica resolución. Total, por un par de discusiones ideológicas y alguna que otra de carácter doméstico, no había para tanto. Y ella... empezaba a sentir un vacío tan hondo. — No te preocupes — intentó Adelaida consolarla sin demasiado entusiasmo—. Se te pasará, ya lo verás. — Pero, es que la echo tanto de menos. — Vació sus inmensas narices en el tissue—. Me ha dado tanto... hemos pasado momentos tan maravillosos. — Repitió la maniobra del tissue, lo arrugó y lo posó encima de la mesa junto a otras tantas bolitas de celulosa mojada y un cenicero repleto de colillas—. Ella me enseñó a hacer el amor sin prisas. — Claro, tú, como te lo montabas con tíos, aquí te pillo aquí te mato, aquello debió parecerte el séptimo cielo. — ¡Ay, Ade! No me seas prosaica en momentos como éste. — Se hundió con desespero en el kleenex. Adelaida chasqueó la lengua y con un leve movimiento de cabeza exclamó: — Parece mentira, Tea, tanto drama por una simple separación. — Mira quién habla. Como si tú no pusieras el mundo patas arriba a cada desengaño amoroso. Cuando aquella nórdica te dejó, estuviste dos años de luto; con lo de Karina hasta te tuvieron que llevar al hospital con un síncope y después de romper con la castellera te pasaste tres meses sin salir de casa escribiendo una antología del desamor que da pena. Y eso que yo recuerde, porque seguro que hay más. — ¡Hija, es que lo mío es recurrente! De nuevo hubo estrépito de mocos y a continuación un ingrato silencio. Por fin, Adelaida, conmovida, le propuso: — Venga, tómate el Tranquimacín que te ha dado Remei y, en cuanto te tranquilices, te ayudo a preparar el programa del jueves. No muy lejos de allí, Gemma Campmany entraba en la casa de la loma con varias bolsas de un conocido supermercado llenas de víveres. Tenía intención de pasar allí encerrada los

cuatro festivos que quedaban hasta el martes en el que la Comunidad Autónoma reiniciaba la actividad laboral. Lo que sentía era una mezcla de dolor, temor, angustia y también la ilusión clandestina de apartarse del mundo por unos días; aunque aquello tuviera consecuencias inimaginables. Bloqueó las puertas de su Saab cabriolé con el mando a distancia y entró en la casa. Tras ella se cerró la puerta de un gran secreto; la puerta que, durante un corto espacio de tiempo, encerraría un sueño imposible. El malestar que sufrían Gina y Cecilia se acrecentó cuando llegó la jefa de bomberas, quien, tal como había prometido, no había abandonado la investigación del incendio ocurrido en la madrugada del domingo. La jefa de bomberas, que, por cierto, era la que sufría el dolor de muelas, después de pasar por la botica de Remei y tomarse un Nolotil, reunió a las dueñas y a la inspectora García y les comunicó la sospecha de que el incendio no había sido fortuito.

6. Para más información sobre los desamores de Adelaida Duarte consultar Con Pedigree, Egales 2000, segunda edición y Plumas de doble filo, Egales 2002, segunda edición también. — Todo apunta hacia un acto intencionado — sentenció agarrándose la mejilla derecha para mitigar el dolor. — ¿Lo veis? — sollozó Cecilia—. Quieren hundirnos. Hay alguien empeñada en que esta casa no funcione. García se dio un ligero masaje en la frente intentando aliviar el dolor de cabeza y con el ceño fruncido preguntó: — ¿Sospechan de alguien? Gina se agarraba las costillas como para contener la presión que la angustia imprimía en su pecho. Tomó aire y con su torpe lingüística expuso: — Yo sospecha a Karina. Ella no gusta nosotras monta negocio prospera sin ella. — Próspero, Gina próspero — la corrigió Cecilia—. Es posible, pero ¿qué tiene que ver Karina con la expropiación? Parece más bien un complot. ¿No lo ve así inspectora? — Yo no veo nada, mire usted — respondió García sobándose el pecho izquierdo en aquel gesto que era ya casi un tic. De repente, se dio cuenta de que hacía días que no sentía molestias en aquella teta. Se palpó sin demasiado disimulo, más pendiente de su problema que del tema común, y notó que el quiste había menguado. El tratamiento de la doctora funcionaba. Y es que aquella mujer era excepcional. Qué ganas tenía de resolver el caso Capell para fijar una cita con ella, ya que su ética profesional no le permitía ejercer sus artes amatorias mientras estaba de servicio. Se fue, sin querer, por los derroteros del deseo imaginando ese esperado momento hasta que la voz de Cecilia la hizo salir de su ensoñación. — Entonces, ¿qué piensa? — No sé — resopló—. Este caso es un follón, que si lo sé, no me meto. — Luego, tras una pausa añadió—. Volveré a interrogar a la Karina esa, dichosa y, ¡yo que sé!, intentaré enterarme de los intríngulis de la expropiación, pero ahora tengo que resolver el asunto de la abogada, que tiene su miga también y, digo yo, que alguna relación habrá en todo esto. Llamó a Murals y se fue con ella al pueblo, en el Peugeot de la Conselleria, a localizar a la farmacéutica. — Conduzca usted — le pidió—, que yo tengo la cabeza como un bombo. — Entonces, a ver —dijo Adelaida—, es un magazine de hora y media y quieres algo atrevido y directo ¿no es así? A Tea le había hecho efecto el Tranquimacín y ahora fumaba con más calma y

garabateaba ideas en sus papeles sin llegar a rasgarlos. Ya era mucho para ella. — Sí — respondió—, pero aún no tengo claro el título y debería enviarle un mensaje esta misma tarde a la directora de la Cadena 4. Quieren empezar la publicidad cuanto antes. — Algo atrevido y directo... — pensó Adelaida—. Podrías titularlo «Atrévete», así a secas. — ¡Mujer, así a secas! La verdad... parece que le falta algo. No sé, sería mejor Atrévete a..., Atrévete a... —reflexionaba, hasta que se le encendió la luz—. ¡Claro! ¡Ya está! «AtréveTE A». ¡Justo lo que estaba buscando! A partir de ese momento, su estado de ánimo dio un giro. Pasó el resto de la jornada diseñando, junto a su amiga, las diferentes secciones del programa, haciendo croquis de los escenarios, apuntando nombres de candidatas para el equipo de colaboradoras y personajes para llevar al plató, redactando ideas. «No hay nada como el trabajo para disipar las penas amorosas», pensó Adelaida. En general, penas y dolores se iban aliviando conforme avanzaba el día. El chichón de Atzavara había disminuido y apenas sí se percibía una mancha rosada en el lugar del moretón inicial. Milagros de la caléndula. El gato no había vuelto a defecar, se había pasado todo el tiempo durmiendo en su cojín. La Saldeva había hecho su efecto y las vascas echaban unos muses en el salón de juegos. La jefa de bomberas se fue un poco más aliviada gracias al Nolotil y Remei, que se recuperaba con facilidad de sus bajones, platicaba en el bar con Nati, Candi y Gabi acerca de una de sus ídolas favoritas. Las tres amigas le habían preguntado por aquella cantante a la que se conoce mucho menos de lo que merece y Remei se había echado un farol asegurando que la había conocido cuando vivía en USA. — Hasta tengo un CD firmado por ella. — Se lo mostró ufana—. ¿Lo veis? «To Remei with love». — Y pasó un buen rato hablándoles de las cualidades de la estrella. Dijo que, si podía, no se perdía ni un concierto de Ani DiFranco y la admiraba, sobre todo, por tres motivos: su fuerza interpretativa, su imagen inconformista y el contenido de su discurso. Aunque, en realidad, lo que le había impresionado, cuando la vio en un concierto, había sido el vaivén espasmódico de sus nalgas, su impenitente sonrisa y la chica de los teclados, que tenía más pluma que una manta nórdica. Por supuesto, pasó por alto que el día que la conoció, estuvo esperando durante horas bajo una lluvia insistente y plomiza a la puerta de la sala de conciertos para conseguir que estampara su firma en el preciado CD y que no tuvo más ocasión de encontrarse con ella. La vio marchar en un coche negro cuyas luces pronto se confundieron con la amalgama multicolor de una calle de Broadway. Ahora enseñaba el compact con orgullo, dándole a la situación ese fantasioso baño de idolatría al que tan aficionada era. Pero cada cual ahoga sus penas donde y como puede y si aquel era un recurso que ayudaba a Remei, adelante con la estrategia. De hecho, unas se apoyaban en lo laboral, otras en lo ilusorio, otras en lo esotérico y, la mayoría en un cóctel de esos tres ingredientes con unas gotas de supervivencia. Así, quien más quien menos, vamos tirando. Claro que, para esoterismos y recursos sin límite allí estaba Inés Villamontes dispuesta a darle un empujoncito energético al tema de la casa. Aquella misma tarde, aunque era su primer día de vacaciones, empezó a hacer un estudio milimétrico del terreno para aplicar una de las técnicas más antiguas, y al tiempo más en boga, en cuanto a la armonización de espacios se refiere: el feng shui, sistema infalible donde los haya. Dibujó el mapa bagua, que asigna a cada zona del edificio un significado: riqueza, amor, creatividad, fama y reputación, salud y familia, personas, útiles y viajes, saber y cultura y carrera profesional; y empezó a distribuir una serie de objetos relacionados con los cinco elementos: fuego, agua, tierra, madera y metal. Espejos por aquí, fuentes por allá, velas por acullá; móviles, cuadros, plumas de animales (las ocas, en este aspecto, resultaron de vital ayuda), flores, lámparas, refranes... todo ello combinado con una estratégica asignación de

colores. Gina y Cecilia acabaron algo mareadas, pero obedecieron las indicaciones de la maga con sostenida fe, ante la atónita mirada de algunas de las dientas. A la hora de la cena, todas comentaban que, en efecto, los cambios habían dado al lugar no sólo un aire diferente, se respiraba un ambiente de paz y armonía que antes faltaba. — Es que hemos intensificado y mejorado el chi— aclaró Inés Villamontes—, la energía vital. — Pues a una amiga mía — explicó Nati—, a punto estuvo de quemársele la casa por culpa del feng shui ése. Con tanto cachivache y tanta vela por ahí pululando. — ¡Anda tú! — protestó una vasca—. No llames al mal tiempo. — Hay que ser agorera — dijo otra. — Pues yo no me lo creo — añadió una tercera—. A ver, si por poner cuatro velas y un par de espejos p’acá y p’allá vas a hacerte rica y encontrar novia, andaríamos todas más felices que ni sé. Eso son patrañas. Inés sonrió benévola: — El feng shui es anterior a Confucio y al taoísmo. En China se practica desde hace más de tres mil años. — Así les va a las chinas — exclamó la misma y se oyeron algunas carcajadas. Pero Inés, fiel a sus creencias, no se amedrentaba fácilmente. Además, cerca de ella estaba Tea de Santos, quien la rescató de la conversación llamándola a su mesa. — ¿Cómo andas de tiempo? — le preguntó—. Te necesito para mi programa. — ¿Un programa nuevo? — inquirió con expresión ilusionada a lo que Tea contestó explicándole de qué se trataba. Remei estaba en aquel momento retirando las mesas y oyó lo que explicaban sin la menor intención de curiosear en conversaciones ajenas, pero no pudo resistirse a hacer una discreta demanda. — ¿No necesitará también una directora de fotografía o una regidora o algo por el estilo? Yo es que tengo una formación muy completa, como estudié en los Estados Unidos. Adelaida le lanzó una mirada más compasiva que recriminatoria, pero no dijo nada. Tea, sin percatarse de nada, le respondió: — No, mira, por suerte, esos puestos los tenemos cubiertos. — ¡Ah! Vaya — exclamó ella y se llevó los platos. Pero ¿alguien se había percatado de que la inspectora García y la agente Murals no habían regresado todavía a la hora de la cena? Las lectoras más sagaces habrán intuido ya que algo grave estaba sucediendo. Y es que García, a diferencia de las otras (y probablemente porque no había recibido los efluvios armonizadores del feng shui) finalizó la jornada con el dolor más intenso e inesperado que ni ella ni nadie podían imaginar. En efecto, hacía escasamente unos días, en la farmacia del pueblo se había vendido MST Continus, la farmacéutica todavía guardaba la receta. Para llegar a este punto, debemos recapitular. A García y a Murals les costó lo suyo encontrar a la farmacéutica que, aunque aquel día estaba de guardia, se había ido a la costa a comer una fideuá con las amigas y su móvil allí no tenía cobertura. Cuando llegó, la estaban esperando a la puerta de la farmacia, Murals con las gafas de sol puestas y García a punto de ponerle una denuncia. — Le meto un puro yo a ésta... — había comentado minutos antes de su llegada. Sin embargo, ella les abrió la puerta con total indiferencia y aún tuvo unas palabras para la inspectora a la que recordaba del día que fue a comprar los medicamentos para el tratamiento de su mama izquierda. — ¿Le fue bien todo aquel cargamento naturópata que se llevó? — preguntó con simpatía.

— Me va de narices — dio una respuesta seca la inspectora—. Y ahora hágame el favor, ¿usted ha... — ¿Y el Oraldine? — interrumpió la farmacéutica. García titubeó: — El Oraldine, una pasada. Pero no he venido aquí ni a explicarle como va mi tratamiento ni a reponer provisiones. Tenemos un asunto más importante que tratar. Necesito saber si ha vendido usted MST Continus en los últimos días o semanas o, incluso, meses. — ¡Uf! No pide nada. — Lo tendrá registrado. — Registradísimo lo tengo todo — se enfrentó altiva la farmacéutica. Acto seguido se puso a revisar papeles, cajones y libros y, en menos tiempo del que García sospechaba, encontró lo que buscaban. — Sí, mire usted, aquí lo tengo. Se vendió exactamente el lunes pasado, pero no me haga decirle ni a qué hora, ni a quién se lo vendí. Esta farmacia es pequeña pero viene gente de toda la comarca. García alargó la mano para coger la receta sin saber que aquel gesto equivalía a levantar un puñal que iba a clavarse en el centro mismo de su corazón, iba a truncar sus ilusiones y la iba a desgarrar. La médica que había extendido aquella receta no era otra que la doctora Marisa Giménez, con g, número de colegiada 0020702.

CAPÍTULO 15

Uno, dos, tres coches — Cagüen, cagüen y cagüen — masculló García—. ¿Por qué tienen que pasarme a mí estas cosas? Se dirigía hacia el Peugeot de la Conselleria, con tan acelerado paso que a Murals le costaba seguirla. — Ya se lo dije — declaró la agente dando un saltito para alcanzar a la inspectora—. El expediente de Nuria Capell no deja demasiado lugar a las dudas. La doctora Giménez es tan sospechosa como Karina. — Ya se lo dije, ya se lo dije... — refunfuñó—. Pues preséntese para inspectora si tanto sabe. Habían llegado hasta el automóvil. García se situó junto a la puerta de la copilota y, mientras esperaba a que Muráis abriera, le ordenó: — Llame a comisaría y pida que nos envíen por fax ese maldito expediente. Y averigüe de una puñetera vez a qué coche pertenecen las marcas que encontramos junto al Audi de la

Capel. En su fuero interno, la inspectora tenía la vaga esperanza de que aquellas huellas apuntaran hacia otra sospechosa. — ¡Uy! Es verdad, me había olvidado — exclamó Murals golpeándose la frente—. Son de un deportivo. — Y ¿por qué no me lo dijo antes? — vociferó. — Se me pasó por alto — se disculpó la agente mientras rebuscaba en los bolsillos del uniforme. — ¡Joía mosa de escuadra! — No se altere inspectora, que lo tengo aquí apuntado. — Sacó un papel y se dispuso a leerlo. — ¿Cómo diantre puede ver algo con esas gafas de sol si es de noche? — rugió de nuevo. — Bueno, inspectora, ahora no la tome conmigo. Las huellas pertenecen a un Saab modelo... espere que no veo... Sí, SE Turbo convertible — leyó enfocando el papel hacia la luz que emanaba de una farola—, como el que tiene la señora Campmany. O sea, que probablemente era el suyo. — ¡Mierda! Sus esperanzas de que alguien ajena a la casa hubiera podido intervenir se desvanecieron. La evidencia era cada vez mayor. Aunque lo revisaría de nuevo, recordaba a la perfección el expediente de Nuria Capell. Marisa Giménez tenía motivos suficientes para odiar a la abogada. Parecía una venganza en toda regla. Además, y para colmo, en aquel momento, su aguda memoria le jugó una mala pasada. Dos escenas le vinieron a la mente, dos fotogramas que confirmaban, presuntamente, la culpabilidad de la médica. Uno, el sospechoso cruce de miradas que habían intercambiado ella y Nuria cuando la abogada entró en la casa; otro, la escena en que la gata Cristi había soltado un bufido inesperado a la doctora el día en que encontraron la cucaracha. Era cierto, todo apuntaba hacia ella: la información del expediente, aquella mirada cargada de odio, la reacción adversa de su única testiga y, por si fuera poco, la receta. El mundo se le cayó encima. La admiración y el deseo que sentía hacia aquella mujer se derrumbaron, heridos de muerte, como se desploma un edificio tras explotarle una carga de dinamita en los cimientos. Aquellos ojos color mandarina se tornaron de un gris almibarado, todos sus encantos se desvanecieron como si una bruja de cuento la hubiera convertido en rana. El desconcierto y la agonía hacían girar su mente igual que un tiovivo. Pensaba, incluso, que los intentos de la doctora por seducirla sólo habían sido una forma de desviar su atención. Se sentía vapuleada, irritada, confusa, dolida, llena de rabia y más golpeada que una pelota de tenis en Wimbledon. — Lo que me extraña — meditó Murals en voz alta—, es que las marcas del coche aparezcan en dos lugares diferentes, porque la consellera sólo ha venido una vez a la casa. — ¡Pues debió de cambiarlo de sitio! — bramó abriendo con furia la puerta del Peugeot—. ¡So lista! Que va de sabelotodo por la vida. Pasado el efecto del tranquilizante y finalizados los preparativos del programa, a Tea le sobrevino de nuevo la crisis de angustia. — Tómate otro Tranquimacín, Tea, que eso te calma y... La propuesta de Adelaida, fue cortada de cuajo. — No quiero calmarme, lo que quiero es llorar, llorar como una magdalena, hasta que no me queden lágrimas. —Hundió su prominente nariz en un kleenex. Margarita Sureda, que se encontraba muy cerca, intentó ayudar a Adelaida en la tarea de sosegar a la periodista. Llevaba encima un frasco de flores de Bach llamado Rescue Remedy o el rescate de los siete remedios. — Ponte unas gotas de esto debajo de la lengua y llora cuanto te apetezca — le

recomendó con dulzura. Luego, dirigiéndose a Adelaida, añadió—. Tiene que sacarlo fuera, está en fase de catarsis aguda. Le dio las flores de Bach y a continuación se situó a su espalda y le hizo un masaje en las cervicales que Tea acogió de buen grado. Entre las gotas y los mimos de la una y las poco efusivas palabras de consuelo de la otra, se fue calmando poco a poco. — Son situaciones muy dolorosas — comentó Marga—, ya se sabe. Ahora pasarás un tiempo durillo, en el que te iría muy bien tener una ayuda externa. ¿Has pensado en hacer terapia? Yo conozco varias que te irían de maravilla. Tienes la bioenergética, la Gestalt, la humanista, el renacimiento, la regresiva, las combinadas, la de la risa... en fin, un montón y todas muy buenas y efectivas. Lo importante es que te pongas en manos de alguien que te ayude a evolucionar positivamente. — No pienso ponerme en manos de nadie — dijo Tea levantándose a buscar un cigarrillo—. En una terapia los silencios y las lágrimas te salen demasiado caros. — Sin embargo, un trabajo interior es necesario para el crecimiento personal — explicó Marga y pensaba seguir con una disertación acerca de los beneficiosos resultados que, «a nivel emocional», aportan las terapias alternativas, los ejercicios de autoestima, la medicina sofrológica, el yoga, el taichi, la quiromancia, el tarot y la osteopatía, así como la biodanza, el coaching, la técnica Alexander, el morfoanálisis, la acupuntura, la homeopatía, la reflexología podal, el reiki, el shiatsu, el quiromasaje, el drenaje linfático, la kinesiología, la naturopatía, la fitoterapia o el mismísimo feng shui, pero apenas iniciado su discurso se dio cuenta de que... — ¡Tea! ¿Dónde te has metido? El fax empezó a escupir hojas al compás de un zumbido lento y desagradable. La mayoría de las mujeres se había retirado ya a sus habitaciones y la tramontana seguía soplando. Era su segundo día. García rogó que el siguiente fuera el último. Revisó el expediente. En efecto, todo coincidía. Se le empañaron los ojos. No quería llorar, pero como estaba sola dio rienda suelta a sus lágrimas. Murals había salido a comprobar otra vez las huellas del coche de la consellera. Estaba empeñada en que algo no encajaba. A García sólo le dijo que iba a tomar el aire. Enfocó su linterna hacia el suelo, se quitó las gafas de sol y se puso a analizar de cerca las marcas de los neumáticos. Unas, las que aparecían junto al Audi de Núria Capell, eran más profundas y marcadas que las otras, situadas a unos metros y en posición perpendicular. Aquello podía indicar varias cosas: que aquel día el coche llevaba más peso, o bien, que había hecho una maniobra brusca para salir provocando una presión mayor de los neumáticos, o bien, que el firme estaba mojado y blando, lo que habría hecho que se hundieran más las ruedas. Las otras marcas eran más leves, pero no cabía duda de que el dibujo de los neumáticos era el mismo. En cualquier caso, estaba claro que las huellas correspondían a días diferentes. Gemma Campmany tenía que haber ido a la casa al menos en dos ocasiones. Les preguntaría a las dueñas si lo que sospechaba era cierto y, en caso afirmativo, averiguaría el motivo de la doble visita, pero antes se lo comunicaría a la inspectora, si es que estaba de humor, que, como ya temía, no lo estaba. — ¡Déjeme en paz! — le espetó—. ¡No ve que estoy liada con el expediente! — Está bien — aceptó Murals—. Si me necesita para algo o quiere que actuemos esta noche, me llama. Estaré en mi habitación. No, no iban a actuar aquella noche. Dejaría dormir a la doctora, pensó García, no truncaría sus sueños. Le regalaría una última noche de libertad. Estaba segura de que no escaparía aunque, en algún momento, llegó a pensarlo, y cuando la asaltó esta idea, no pudo evitar sentir cierto alivio. Si, por algún azar del destino, Marisa Giménez sospechaba algo y lograba huir, tanto mejor para ambas. Ella se libraría de la justicia aunque se convirtiera en una prófuga y García se evitaría el doloroso trance de esposarla, pero no en el altar, como

hubiera deseado. Estaba hundida en un sofá del salón de la chimenea, el escenario del crimen, contemplando el resplandor de la luna a través de la ventana. Con su acostumbrado sigilo, la gata Cristi acudió a hacerle compañía y a velar un sueño que le llegó tarde y desasosegado. Dio un salto y se acurrucó, ronroneando, a su lado. El primer rayo de sol las encontró a ambas tendidas en el sofá, la inspectora en postura fetal y la gata enroscada en el hueco que formaban sus piernas encogidas, con el lomo apretado contra su vientre. Se desperezaron las dos casi al unísono y bajaron juntas a la cocina, donde estaba ya Remei preparando el desayuno. La gata saludó a la cocinera restregándose contra sus piernas. Ella la cogió, le hizo unos cuantos mimos y le sirvió una latita, a falta de restos. Del bacalao con samfaina no había quedado ni una escama. García bebió el café caliente con la mirada perdida en el infinito. — Buen día, eh, inspectora. — Buen día — respondió sin entusiasmo antes de dar el último sorbo al café—. Hazme un favor, Remei, cuando las huéspedes acaben de tomar el desayuno quiero reunirme con vosotras en el salón de la chimenea. — ¿Con nosotras? — Sí, Gina, Cecilia y tú. Y móntatelo para que esté también la doctora Giménez, sin que sospeche nada. En su tercer día, la tramontana soplaba con menor intensidad. El cielo aparecía de un azul intenso y límpido. Todo indicaba que aquella iba a ser una mañana calurosa y soleada. — ¿Y qué va a sospechar? — pensó Remei en voz alta cuando la inspectora había salido ya. Después del desayuno, Adelaida le propuso a Tea ir a dar una vuelta. Hacía un día precioso, argumentó, y les iría bien cambiar de aires. — Bueno, pero vamos en mi coche, que no estoy yo para dar paseos bucólicos con lo que llevo encima. — Tea — protestó Adelaida—, tu coche hace un ruido de lata que no hay quien lo soporte. — ¡Ah! Pues mira — se le ocurrió de repente—, podríamos aprovechar y acercarnos hasta el servicio de reparación que hay a la salida de la autopista. — ¿Y estará abierto? — Seguro, es uno de esos talleres de emergencia que abre las 24 horas y más en vacaciones, con la cantidad de turistas que hay por la zona. Fueron todo el camino hablando sin parar. Adelaida sabía que la conversación era una de las terapias más eficaces para su amiga, aunque procuraba sacar todos los temas habidos y por haber excepto el de Mati, no fuera a darle otra vez la llorera. Primero hablaron del programa. — Pienso tratar la reproducción entre homosexuales — anunció Tea. — ¿Y cómo? — preguntó temerosa la escritora. — Con escarnio — respondió—. Me han pedido que escriba un artículo para el periódico, así que utilizaré el material que tengo y lo lanzaré por antena. Y voy a hablar también de lo que está ocurriendo en Can Mitilene. En ese punto, se pusieron a analizar lo sucedido en la casa y a opinar sobre la actuación de la inspectora García. — ¿Tú crees que resolverá el caso? — dudó Adelaida. — Mucha chulería, mucha pistola debajo de la americana y mucha tontería es lo que tiene ésa encima, pero, para mí que no está por la labor. ¿Te has fijado en cómo mira a la morenita con los ojos de mandarina? — ¿Te refieres a la doctora Giménez?

— La misma. — Con la doctora Giménez no te metas, que es encantadora. Tea puso cara de asombro. — ¿Ya te tenemos otra vez colgada de una desconocida? — Sólo he dicho que es encantadora. Intimamos un poco la otra mañana con el tema de los perfumes y le puso uno a Tilita que le sienta fenomenal. — ¡Ah! Es verdad, que las que tenéis perra ligáis un montón. — Mentira, las que ligan son ellas, todo el mundo les dice cosas, les rasca la barbilla y les acaricia la cabeza. A las dueñas ni nos miran. Entre tanto, García se reunía en el salón de la chimenea con Gina, Cecilia y Remei en presencia de la agente Murals, la doctora Giménez y la gata Cristi. — Creo que ya tengo datos suficientes para detener a una sospechosa —anunció la inspectora. Hubo un sobresalto general y una expresión de desconcierto en el rostro de la doctora. — Perdone, inspectora — advirtió—. ¿Por qué me ha llamado a mí y no al resto de las mujeres de la casa? — Usted es médica ¿no? Su información puede serme de mucha utilidad — respondió García conteniendo el ánimo y haciendo gala de una entereza digna de Scully—. ¿Cómo conoció esta casa? —preguntó a continuación. — Por un anuncio en Internet. — ¡¡Tenemos una web... — intervino Remei agitando una mano—, que es cosa fina!! García no le dijo nada, sólo le lanzó una mirada asesina. — Y supongo que ha venido aquí con la única intención de reposar. ¿Me equivoco? — Digamos que con intención de trabajar en un ambiente relajado, aunque está resultando un poco difícil con todo lo que ha sucedido. En ese momento, García se dejó de rodeos y lanzó una pregunta con efecto. — ¿Por qué no me dijo que conocía a Nuria Capel? — ¿Y por qué había de decírselo? — Conteste a lo que le pregunto. — Pues... porque no me lo preguntó. — ¿Conoce usted un medicamento llamado MST Continus? — Sí, es sulfato de morfina con cobertura de liberación retardada. ¿Por? — Encontramos una fuerte dosis de ese medicamento en el vaso en el que estaba bebiendo Nuria Capel la noche de su desaparición. ¿Lo ha recetado alguna vez? — ¡Yo! — se sorprendió—. Jamás. Ya sabe que sigo una línea naturista. Por cierto, ¿cómo está de su teta? En aquel momento, le entregaron a Tea el Ford Fiesta ya reparado y con una factura que daba escalofríos. Tras una discusión con la encargada por el precio de la reparación, Tea y Adelaida subieron al vehículo renegando e iniciaron el camino de regreso a la casa de turismo rural. Hablaron entonces de la consellera. Ambas opinaban que lo de la expropiación era cosa suya y que probablemente iba a sacar una buena tajada en el asunto del parque temático. — Esa mujer no es agua clara — afirmó Tea. — ¡Qué va! Y, por lo visto, su vida privada es bastante confusa. No se le conoce amorío alguno, ni pareja formal, ni tendencia declarada y, cuando eso pasa... ya sabes tú lo que pasa. Tea malinterpretó este último comentario y se enzarzó en una fogosa discusión con su amiga. Que si eso lo decía por ella, que si no te lo tomes como algo personal, que si ya está bien lo poco humana que eres conmigo con lo que yo te cuidé cuando te separaste de Karina, etc., etc., etc. Abstraída en la disputa y atolondrada como era ya de natural y mucho más al volante de un coche, a la menor oportunidad, tomó un camino equivocado.

Giraron primero por una carretera secundaria, fueron a dar a una acequia y tuvieron que retroceder. Luego, atravesaron un puente, cruzaron un riachuelo, se internaron en un bosque de pinos, salieron por un camino de carros y fueron a parar a una estrecha carretera de tierra que subía hacia una loma. — Por aquí no es — gruñó Adelaida. — Ya lo sé, chica, pero ¿qué quieres que haga? ¿No ves que no puedo girar? El camino desembocaba en una casa con un portalón de madera, árboles a la entrada y una pequeña explanada. — Ahí podremos girar — dijo Tea. Adelaida, en ese momento, la agarró por el brazo y exhaló con un grito sordo. — ¿No es cierto que tuvo un encontronazo con Núria Capel tras perder el caso de la clínica para mujeres? — inquirió García en un tono cada vez más enérgico, cuya intención no pasó desapercibida. — Inspectora, espero que no esté acusándome de nada — se lamentó Giménez. García prosiguió, haciendo caso omiso. — Según tengo entendido, estaba usted muy enojada con ella. — Sí, bueno, pero eso no es motivo para matarla. — ¿Y cómo está tan segura de que la han matado? Lo único que sabemos es que ha desaparecido. — Ya, pero... La furia creciente de la inspectora se manifestaba, sobre todo, en su voz. Interrumpió a la doctora con una rotunda afirmación: — Según testigas presenciales, usted llegó incluso a amenazarla. — Yo sólo estaba molesta con ella porque su actuación parecía responder a un soborno. No era digno de una profesional de su nivel y con sus ideas. — ¿Y no es cierto que usted afirmó, textualmente: «Siendo lesbiana y feminista hay pa matarla»? — Pero, mujer, inspectora, es una forma de hablar. A continuación se hizo un tenso y profundo silencio, García respiró hondo, antes de declarar con solemnidad: — Doctora Marisa Giménez, con g, queda detenida por el asesinato de Núria Capel. Gina, Cecilia y Remei lanzaron una exclamación a coro. — ¿La doctora Giménez? — Murals, proceda. — ¡¡Mira!! — exclamó Adelaida—, ¡es el coche de la conselleral — ¿Cómo lo sabes si a ti los coches te importan un pimiento? — rezongó Tea haciendo maniobras con el volante. — Me fijé en la marca y el modelo para la novela que estoy escribiendo, la protagonista conduce un deportivo y éste me pareció ideal. Además, la matrícula me llamó la atención porque las letras GCC me hicieron pensar Gemma Campmany Consellera, como si lo hubieran hecho a propósito. A veces juego con las matrículas de los coches. — ¡Qué afición más chorra! — Es un entretenimiento como otro cualquiera. Aparcaron en un recodo del camino, a cubierto de las posibles miradas de la casa y desde allí observaron con atención. — Desde luego, es el mismo modelo — afirmó Tea. — No cabe duda de que es su coche, pero ¿qué estará haciendo aquí? Escritora una y periodista la otra — dos de las profesiones más entrometidas que existen— era superior a sus fuerzas no meter, literalmente, las narices en una ventana para saber lo que ocurría. No imaginaron, sin embargo, que lo que iban a descubrir tras aquellos

cristales iba a cambiar los acontecimientos de esta historia y a dar un giro inesperado incluso a sus propias vidas.

CAPÍTULO 16

Sospechas Le estaba poniendo Lagavulin en el pubis. Directamente del vaso, sin pasar por la boca para calentarlo. De inmediato, se estremeció; las gotas de whisky habían estado en contacto directo con el hielo y cayeron como cristales en la cúspide del clítoris provocándole la sacudida. Cabía pensar que el frío le impediría excitarse, pero en seguida vino la lengua caliente y el contraste la hizo vibrar de efervescencia. La lengua, además, apenas rozaba la piel gelatinosa de su vulva, era el vapor caliente de su boca lo que provocaba aquel efluvio marino, lo que la hacía segregar oleadas de espuma y la retorcía de gozo. La nimia caricia que le propinaba la lengua en la parte más sensible de su sexo le creaba tan ansiosa expectativa que el deseo de seguir era casi insoportable. Para completar el preludio de placer notó que por el orificio vaginal entraba, lento y suave, un dedo y se instalaba en su interior tanteando las paredes de su intimidad más profunda. Sin moverse, sin agitarse apenas, sólo con aquella presión precisa y constante, aquel contacto vaporoso, el delicado roce de la lengua y la plenitud interna, miles de terminales nerviosas a lo largo de todo su cuerpo se pusieron en funcionamiento. Sentía alas en cada tallo de vello erizado y, como si llevara hélices en las caderas, inició un vuelo directo al paraíso. Eso fue sólo el principio, porque después se enroscaron la una alrededor de la otra como las hebras de una trenza y serpentearon hasta situarse frente a frente, la vulva de una ante la cara de la otra, en el más redondo de los número de dos cifras. Sus medidas parecían hechas a propósito para un acoplamiento exacto. Sus cuerpos se adaptaban el uno al otro con tanta precisión que se dirían diseñados para una simbiosis perfecta. Sus movimientos, su respiración funcionaban al unísono igual que el engranaje de una máquina. Parecía que ambos cuerpos se habían fundido, las sensaciones fluían como en un circuito alterno. Galopaban a idéntico ritmo dibujando con la ondulación de sus cinturas olas intermitentes, un zigzag de ascensos y descensos, un balanceo marino que subía de intensidad al compás de su propia oscilación. Y la marejada se convirtió en mar gruesa y de ahí a maremoto de contorsiones, rugir de exclamaciones, sinfonía de suspiros, alaridos, gemidos... Vértigo. El remolino de un tornado las había envuelto y ahora giraban sin control impelidas por una fuerza incontrolable. Llegaron al unísono al ojo del huracán y, abrazadas, se dejaron llevar por la fuerza centrífuga hasta ser lanzadas a un universo indescriptible y mágico en el que la fusión las convirtió, por unos minutos, en un solo ser. Eso fue lo que vieron Tea y Adelaida a través de una rendija de una persiana medio subida de una ventana de la casa en la que Gemma Campmany pasaba los cuatro días festivos con otra mujer.

— Tenemos que avisar a García — dijo Adelaida. Pero García, que intentó mantener la entereza en todo momento, estaba ya leyéndole sus derechos a la doctora Giménez. Había sido Murals quien le había puesto las esposas. La introdujeron en el Peugeot de la Conselleria ante las miradas incrédulas y apenadas de Gina, Cecilia y Remei. — No os preocupéis — rogó la doctora antes de entrar en el coche—, pronto se aclarará todo esto y volveré a estar con vosotras. Parecía serena y segura de sí misma, mucho más que la inspectora. Sólo cuando les pidió que cuidaran de Minerva durante su ausencia se le quebró un poco la voz. La West Highland empezó a ladrar al ver que su dueña se iba sin ella. Fue una escena de tremendo dramatismo. Remei la tomó en sus brazos y la gata Cristi soltó un bufido de celos desde el alféizar de la ventana del que la inspectora García no se percató porque estaba de espaldas, abriéndole la puerta del coche a la detenida. Tea y Adelaida salían en aquel momento a toda velocidad de la casa de la loma. La maniobra de retirada se inició con un aturdido giro de volante que por poco las hace caer por un lateral hasta la falda misma de la loma. La fortuna hizo que un árbol frenara una de las ruedas y la conductora pudiera enderezar de nuevo el vehículo. Apenas emprendida la huida, una piedra rebotó en los bajos del automóvil y ambas dieron un brinco, pero Tea no se detuvo, apretó el acelerador a fondo y las ruedas resbalaron en el camino de tierra levantando una nube de polvo. Cuando llegaron a Can Mitilene, García se había llevado ya a la acusada. — ¡¿La doctora Giménez?! — exclamaron al unísono periodista y escritora. En la mesa camilla de la cocina, Cecilia y Remei (Gina estaba, pero permanecía muda) trataron de explicarles las razones argumentadas por la inspectora: el caso pendiente que tenía Giménez con su abogada, el hecho de que llegara a amenazarla y, sobre todo, la receta que ella misma había extendido pocos días antes para obtener el mortal medicamento que había acabado con la vida de Nuria Capell. Tea y Adelaida estaban francamente desconcertadas. — ¿Y ha dicho qué hizo con el cuerpo? — preguntó la escritora. — García no se lo ha preguntado — explicó Cecilia—, al menos en nuestra presencia, pero debió deshacerse de él aquella misma noche. Creo que ahora empezarán a rastrear la zona. Adelaida y Tea se miraron. Ambas estaban pensando lo mismo, pero ninguna de las dos lo dijo. Tea comentó, solamente: — Pues aquí hay algo que no encaja. También para Montse Murals había algo que no encajaba. No abrió la boca durante el viaje hacia comisaría. En realidad, ni ella, ni García, ni Giménez abrieron la boca en todo el viaje. Transportar a una rea hasta las dependencias policiales crea siempre una situación tensa y, en este caso, mucho más, dada la relación personal entre la agente del orden y la detenida. Pero, no era ésta la circunstancia que más preocupaba a Murals. Le rondaba todavía por la cabeza el asunto de las marcas del coche de la consellera. A pesar de su aspecto, algo garrulo, la agente Murals era una mujer sensible, tierna, concienciada y muy entregada a su profesión. Se había hecho mossa d’esquadra por dos motivos: uno, porque cuando acabó los estudios, el índice de paro era muy elevado y aquella era una profesión con futuro, oposiciones y muchas plazas por cubrir; y, otro, por vocación. Pero, al contrario de lo que le sucedía a la inspectora García con Dana Scully, Murals no tenía referente alguno en la pequeña o gran pantalla. Veía poco cine de suspense y apenas sí leía novelas policíacas. Era una persona realista, con los pies en el suelo, acostumbrada a basar sus especulaciones en pruebas tangibles. Por eso no podía dejar de darle vueltas al asunto de las marcas del coche. Su teoría era la siguiente: las huellas que aparecían más

profundamente marcadas, lo estaban debido a que el firme, aquel día, estaba reblandecido; si el firme estaba reblandecido era porque había llovido y, que ella supiera, sólo había llovido la noche del crimen. Claro que quizás hubo alguna otra precipitación atmosférica en la zona durante aquellos días, de la que ella no tenía noticia y que habría coincidido con la supuesta segunda visita de Gemma Campmany a la casa. Con el trajín de la detención, no había tenido tiempo de preguntarles a las dueñas de Can Mitilene si la consellera había estado allí en alguna otra ocasión. Bueno, en cualquier caso —pensaba agarrada al volante, la mirada fija en los carriles de la autopista—-, confirmaría sus sospechas en el departamento y liaría una consulta al Servicio de Meteorología. A Murals, la doctora Giménez no le caía ni bien ni mal, pero, a pesar de todas las pruebas en su contra, dudaba de su culpabilidad, al igual que Gina, Cecilia, Remei y, por supuesto, Tea de Santos y Adelaida Duarte. — ¿Pero, de verdad creéis que Giménez es culpable? — preguntó Adelaida a las dueñas de la casa reunidas todas ellas en la cocina. — A ver — tomó Remei la palabra—. Desde el punto de vista cinematográfico, es verosímil. Cecilia intervino antes de que la cocinera se desmadrara en exceso con su empanada fílmica. — Pero ¿cómo se enteró de que Nuria Capell iba a venir aquí? ¿Cómo sabía que era nuestra abogada? — ¡Uy! — insistió Remei—. Las asesinas tienen recursos que a nosotras ni se nos ocurrirían, bueno, a mí sí porque soy realizadora y guionista. Sin embargo, por muchas vueltas que le dieran, no podían llegar a conclusión alguna. Las de la casa no tenían más información que la que ya habían dado. Sólo cabía esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Cuando las dos amigas salieron de la cocina, la escritora comentó: — Tea, todo esto es muy raro, ¿no te parece? — Raro o no, lo que está claro es que la doctora tiene algo que ver. — Bueno — aceptó Adelaida—, probablemente Giménez esté implicada, la receta lo confirmaría. Pero ¿qué motivo hay para montar todo este número? Yo creo que ella sólo ha sido una colaboradora puntual. O, si me apuras, una víctima. — Eso lo dices porque le tienes una simpatía especial. Tú a las chicas que te gustan siempre las ves perfectas aunque sean la versión femenina de Lucifer. — ¡Tea, por favor! — Mira, Ade, dejémonos de especulaciones, lo que hemos visto es lo que hemos visto y cuanto antes se lo comuniquemos a la inspectora, mejor. Esta misma tarde nos presentamos en comisaría y hablamos con ella. Iremos después de comer, para no levantar sospechas. — Eso, y a éstas les decimos que últimamente nos ha dado por pasear en coche... — ironizó Adelaida. Tea le lanzó una mirada de censura. — ¡Qué cruz! — murmuró. Tampoco Remei había querido levantar sospechas. Tenía un magnífico plan para resolver el tema de la expropiación de la casa, pero lo había guardado en secreto a la espera de poder llevarlo a cabo. Cuando la escritora y la periodista salieron de la cocina, sacó de la alacena un tubo de cartón que contenía en su interior una serie de planos de la zona en la que estaba emplazada la masía Can Mitilene. Gina y Cecilia seguían comentando el suceso de la mañana, ajenas a la actividad de su cineasta cocinera. — Mí tampoco cree doctora Gimenes es culpable — decía Gina negando con la cabeza. Cecilia hizo chasquear la lengua. — ¡Virgen Santa! Como si no tuviéramos ya pocos líos. Ahora va y nos detienen a una de nuestras mejores dientas, porque, asesina o no, pagó por adelantado, se ha comportado

estupendamente y, encima, ha prestado sus servicios cuando han sido necesarios. No sé yo cómo podríamos ayudarla a salir de ésta. — De todas formas — intervino Remei—, ahí está la policía para aclarar el asunto. Nosotras tenemos que preocuparnos de lo nuestro. — Desplegó los planos encima de la mesa camilla de la cocina y explicó—: Mirad esto. Ya he recogido toda la información que necesitábamos y el proyecto es el siguiente: (para que las lectoras se hagan una idea, incluimos este esquema a escala)

— La superficie prevista para el parque temático abarca una extensión que va desde el río hasta la autopista, corta en diagonal el bosque de coníferas dejando al margen la masía, absorbe Can Mitilene y aprovecha la carretera comarcal como camino de acceso a la puerta principal. Tienen previsto hacer un apeadero para el tren y poner un servicio de autobuses hasta la entrada al recinto. — ¿Se van a llevar por delante un bosque tan maravilloso para llenarlo de montañas rusas? — exclamó Cecilia. — No, si conseguimos que el parque temático no se haga. Y, de paso, salvaremos nuestra casa que es, en definitiva, a lo que vamos. — Bien, Remei — suspiró Cecilia—, ¿Y cómo piensas hacerlo? — Ya os lo dije, sólo hay una solución y es que la dueña de la masía no venda los terrenos. Gina se puso irónica. — ¿Tú vas pedir Inés Vilamontes ella hase conjuro para old woman no vende? Aunque no resultó fácil entender su mensaje, Remei lo captó al vuelo. — No — respondió tajante—. A Inés le consultaremos si los astros están de nuestra parte. Que no venda se lo vamos a pedir directamente a la anciana. Le explicaremos el proyecto Can Mitilene, llevaremos fotos, planos, le hablaremos de la necesidad de tener una casa de turismo rural para mujeres y le haremos ver que si ella vende, se lleva por delante nuestro pequeño paraíso. — Un pequeño paraíso en el que una dienta asesina a la abogada que está intentando sacar adelante el proyecto — Cecilia suspiró con gran desesperanza. — Tú estás pesimista — intervino Gina para consolar a su compañera—, pero Remei tiene una poca rasón. Nosotras debemos probar todas posibilidades, también hablar a oíd woman.

— ¿De veras pensáis que puede funcionar? Gina abrazó a Cecilia. — Si old woman es lesbian — dijo—, ésta funsiona segura. — ¡Tienes razón, Gina! — exclamó Remei y elevando las palmas unidas hacia el cielo, rogó—: Encomendémonos a Santa Rita, abogada de imposibles y oremos para que la anciana mujer sea lesbiana. Acto seguido, se pusieron en marcha para que todo estuviera a punto a la hora de la comida. No comieron. Ni la doctora Giménez, ni la inspectora García pudieron probar bocado. En cambio, Murals se zampó un solomillo a la pimienta que le supo a gloria. Luego contactó con atestados y con el Servicio de Meteorología. García, mientras, interrogaba a la acusada. — Yo no lo hice, inspectora, tiene que creerme. — Sí, claro, eso dicen todas. ¿Y de dónde ha salido esta receta? — bramó señalándola con golpes secos del dedo índice—. Lleva su nombre, su firma y su número de colegiada. Giménez cogió de encima de la mesa la funda de plástico que contenía el documento y no le fue necesario observarlo con detenimiento para afirmar: — Es una falsificación. Alguien ha puesto mis datos y ha imitado mi firma. Yo no he recetado en mi vida MST Continus. Además, este tipo de medicamentos necesitan una autorización especial que aquí no consta. — ¿Qué quiere decir? — preguntó la inspectora algo desconcertada. — Que quien compró el medicamento con esta receta o estaba de acuerdo con la farmacéutica o algo debió de hacer para obtenerlo. García empezó a dudar. La explicación de la acusada le parecía convincente. Además, la farmacéutica le había caído fatal y... ¡tenía tantos deseos de que Marisa no fuera culpable! — ¿Soborno? —preguntó. — Tal vez. Pero eso no soy yo quien tiene que averiguarlo. — No, claro, soy yo — afirmó García—, que para eso soy poli. Un portazo cercano rompió el silencio que se había hecho entre ellas tras aquel comentario. No lo supieron, pero era la agente Murals al salir de atestados. Llevaba en su mano un informe completo y estaba satisfecha de sí misma. Tras observar las fotografías realizadas y analizar todas las pruebas, las de atestados confirmaron que, en efecto, por la forma de las huellas y el tipo de presión que habían infligido en la tierra las ruedas del coche, aquellas marcas correspondían a días diferentes y uno de ellos, sin duda, estaba lloviendo en el momento en el que el automóvil se desplazó. Dicho de otra manera, llovía cuando aparcó, llovía mientras estuvo aparcado y llovía cuando abandonó el aparcamiento; las señales no dejaban lugar a la duda. Murals pasó ante la puerta del despacho en el que la inspectora interrogaba a la acusada, pero no se detuvo. Siguió con paso firme, pasillo adelante hasta la sala de ordenadores, donde conectaría con el Servicio de Meteorología a través de Internet para desvelar si había llovido alguna otra noche aparte de la del crimen (y ella, al estar durmiendo, o de servicio, o vete tú a saber, no se hubiera enterado). Al otro lado de la puerta, la doctora insistía en su súplica. — Yo no lo hice, Emma, tienes que creerme. — Todas las pruebas apuntan hacia ti — se lamentó García. Habían empezado a tutearse sin apenas darse cuenta, de forma tan natural, tan espontánea que ninguna de las dos hizo nada para rectificar. — Tienes que demostrar que la receta es falsa. — Eso no será fácil, además — exclamó García con un líalo de tristeza—, ¿cómo puedo creerte si me has mentido en tantas cosas? — ¿Que yo te he mentido? ¿Y en qué te he mentido?

— Te haces pasar por lesbiana y no lo eres. Me lo han confirmado las de la clínica donde trabajas y las del equipo que quería montar la clínica para mujeres. Dicen que haces un doble juego, que estás siempre con mujeres, las seduces, coqueteas con ellas, pero nunca llegas a nada. Giménez se quedó un poco aturdida por el comentario, pero en seguida reaccionó: — Mira, Emma, de envidiosas y cotillas está el mundo lleno. Yo nunca hablo de mi orientación sexual porque..., en fin — titubeó—, no es que no sea lesbiana, es que... — bajó la cabeza con aire avergonzado—...es que no lo he probado todavía. — A continuación, alzando la mirada a modo de desafió, añadió—: Pero, te juro que me muero de ganas. García, en aquel momento, se perdió por los derroteros de la ensoñación y se vio a sí misma mostrándole a aquella ingenua y novata pupila los secretos del amor lésbico. ¡Ah! — suspiró para sus adentros—, quien fuera Pigmalión. — ¿Te pasa algo? — La despertó la voz de la doctora. Ella, a medio camino entre la realidad y aquella onírica nube, le propuso con una sonrisa: — Repite conmigo: «La lluvia en Sevilla es una pura maravilla». — ¿Cómo dices? — preguntó atónita la doctora. — ¡Eh!... ¡Bufl... Nada —reaccionó García—. Tonterías mías. En ese momento, llamaron a la puerta. Era la agente Muráis, a pesar de las advertencias de su superiora. De sobras sabía que la inspectora se pondría furiosa si la interrumpía, que había dado órdenes expresas de que nadie la molestara, que bramaría como una oveja a punto de ser degollada en cuanto la viera, pero tenía que correr el riesgo, tenía que darle aquella información que era vital para la resolución del caso. El servicio Meteorológico había confirmado que la única vez que llovió desde que se inauguró la casa, fue la noche en que desapareció la abogada Núria Capell, lo cual indicaba que, aquella misma noche, la consellera Gemma Campmany había estado en el escenario del supuesto crimen.

CAPÍTULO 17

Puertas que se abren, puertas que se cierran A partir de aquel momento, los acontecimientos se desarrollaron a un ritmo trepidante. Durante toda la tarde hubo un trasiego de idas y venidas que concluyó, entrada ya la noche, en un encuentro apoteósico. La inspectora García decidió regresar a Can Mitilene dejando a la doctora Giménez en «libertad condicional». — ¿Y la fianza? — preguntó Murals. — Usted se calla — gruñó García—, que con lo que ha dicho antes ha estado muy mona, pero ya ha hablado bastante. —Recogió su gabardina e invitó a la doctora a salir con ella—. ¡Hala, vámonos! Cerraron la puerta del despacho y abrieron la del Peugeot de la Conselleria casi al mismo

tiempo que Tea y Adelaida cerraban las puertas de sus respectivas habitaciones y abrían la del Ford Fiesta destartalado. A la altura de Sant Celoni ambos vehículos se cruzaron en la autopista sin dejar el más mínimo rastro el uno en el otro. Ni siquiera a niveles telepáticos se percibieron sus ocupantes. La llegada de Giménez a la casa de turismo rural fue celebrada con gran algarabía por parte de Gina y de Cecilia, que oyeron llegar un coche y, al asomarse y advertir que era ella con la inspectora y su inseparable agente, corrieron a abrirles la puerta. Remei había salido, mochila al hombro y con sus botas de montaña, a visitar personalmente a la anciana dueña de los terrenos colindantes. Decidió ir bosque a través, cual caperucita en visita a la abuela, porque le parecía una forma muy cinematográfica y porque no tenía otro medio de transporte; en la casa había una mountain bike pero tenía una rueda pinchada. Caminaba con paso seguro, llevando a su espalda toda la documentación referente al proyecto de alojamiento rural para mujeres y en la mano un amuleto que le había dado Inés Villamontes. En su cabeza sonaba música de Melissa Etheridge a modo de banda sonora. Cuando llegó a la entrada de la masía, dio tres golpes con la aldaba en el enorme portalón de madera y tuvo la sensación de que estaba escribiendo una página de la historia. Casi al mismo tiempo que se abría la puerta de la masía, se cerraba la de Can Mitilene tras dejar entrar a las recién llegadas e instalarse todas de nuevo en la cocina, alrededor de la mesa camilla. Mientras se situaban, García, en un gesto inconsciente, cogió un palillo y empezó a juguetear con él, tanto entre los dedos como entre los dientes. — Hasta hace poco — explicó—, tenía dos sospechosas. Ahora se ha sumado una tercera, pero la circunstancia es tan sumamente delicada que antes de implicarla tengo que aclarar con ustedes algunas cuestiones. ¿La cocinera no está? — Se ha ido de picnic — dijo Cecilia ansiosa por conocer las averiguaciones de la inspectora. — Bueno, tendré que interrogarla cuando vuelva. Gina y Cecilia se llevaron las manos a la boca para cubrir su sobresalto. — ¿Remei es sospechosa? —preguntó Cecilia. — ¡Nooooooo! — resopló García—. Tengo que interrogarla para saber si... — Se detuvo en seco y con mirada amenazante advirtió—: No me hagan decir las cosas antes de tiempo y me dejen llevar mi ritmo, que me aturullo. Murals permanecía plantada junto a la puerta de la cocina, con las piernas separadas, las manos apoyadas en el cinto, las gafas de sol puestas y la gorra bien calada. — Dejen actuar a la inspectora y colaboren con ella, hagan el favor. Nadie le había indicado que pusiera orden, le salió de forma espontánea, casi innata. Se ajustó la gorra en un gesto mecánico, balanceó un poco las piernas y permaneció plantada junto a la puerta durante todo el tiempo que duró la conversación. En esa misma postura encontraron Tea y Adelaida a una mossa d'esquadra alta y maciza haciendo guardia en la puerta de entrada a la comisaría. Dentro, sin embargo, las atendió otra de formas muy delicadas, con cara de niña buena. — Queremos hablar con la inspectora García — pidió Tea. — ¡Qué mala pata! — dijo la agente. La inspectora había salido hacía escasamente una hora, y les sugirió que hablaran con la Cap del Servei a ver si ella podía ayudarlas. Tanta amabilidad las sorprendió gratamente, sobre todo a Adelaida que no paraba de mirar a la mossa con cierta lascivia. «Mona que es — pensó—, sólo falta que sea simpática para quedarse con ella.» Estuvo a punto de preguntarle a qué hora acababa el servicio, pero temió que Tea se enfureciera. De inmediato, y para consolarse, decidió que era demasiado joven para ella y se repitió mentalmente lo que en tantas ocasiones se advertía a sí misma: ni extranjeras, ni jovencitas, ni que fumen Ducados. Ninguna de esas tres categorías le

convenía, así que quien tuviera una de esas lacras quedaba automáticamente descartada. La mossa era de natural amable, pero en este caso, ponía cierto esmero añadido porque había reconocido a Tea de Santos y la cara de la Duarte le sonaba de algo. Ella misma las acompañó hasta el despacho de la Cap del Servei. Su recorrido por los pasillos de comisaría había causado verdadera expectación. Adelaida llevaba una gabardina oscura, larga hasta media caña, las manos hundidas en los bolsillos laterales cortados en diagonal. Tea caminaba a su lado con una minifalda de punto que le ceñía las nalgas y marcaba a cada paso los músculos más prominentes de cada glúteo; body negro y una torera de piel granate. La mossa con cara de niña buena encabezaba orgullosa la comitiva. A su paso, otras mosses d'esquadra abrían y cerraban puertas interrumpiendo por unos instantes su actividad para detenerse a mirarlas. Tea avanzaba a potentes zancadas dando un taconazo a cada una y enarbolando un humeante cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda. Mucha parafernalia para una visita que resultó inútil. La Cap del Servei sólo supo decirles que García se había marchado junto con la agente que tenía asignada y que había dejado a la sospechosa en libertad condicional sin cargos. — ¿Y la fianza? — preguntó Adelaida. — No tengo ni idea — respondió—. Miren, la inspectora García es... ¿cómo les diría?... Es una gran profesional, pero tiene una forma de trabajar... digamos que... muy suya. Apenas nos ha informado de este caso. Además, entre las compañeras existe cierta suspicacia por el hecho de que una funcionaría de la capital del Estado lleve un expediente de competencias autonómicas, ya me entienden, así que para no crear un conflicto entre comunidades, nosotras no nos metemos con la inspectora y ella, que no es tonta, trabaja con absoluta discreción. — Sabrá, al menos, dónde han ido — pidió Tea. — Sí, eso sí. Ha dicho que iban a la casa de turismo rural. Se ha llevado a la sospechosa con ella. A los pocos minutos abandonaban las dependencias policiales y se dirigían hacia el parking en el que habían dejado el Ford Fiesta destartalado para regresar a Can Mitilene. Los días eran ya largos, les daría tiempo de llegar aún con luz. La que no tenía demasiado tiempo era Remei, que a esa hora se encontraba con la anciana tomándose un té divino, pero sin conseguir el propósito que la había llevado hasta allí. De hecho, no había podido siquiera iniciar la conversación. La anciana se había entusiasmado al recibir la visita de una niña tan joven y con pluma, pues, como habrán podido intuir las lectoras más sagaces, era tan tríbada como la más pintada de nuestras protagonistas, pero tenía una edad ya, la pobre, en la que una empieza a desvariar, se aburría como una ostra y aquella aparición era la excusa perfecta para desempolvar su anodino mundo interior y mostrarlo como el más rico de los tesoros. A la hora y media de visita, estaba aún la anciana recreándose en sus escarceos de colegiala y Remei asintiendo con una sonrisa que le costaba ya mucho sostener e introduciendo comentarios superfluos del tipo « ¿Ah, sí?» « ¡Vaya!» « ¡Caray!» «Fíjate», como quien sigue de forma atenta una conversación. Mientras, en la cocina de Can Mitilene, se mantenía otra conversación mucho más intensa. — Amos a ver — decía la inspectora jugueteando con el palillo entre los dedos—. ¿Tuvieron ustedes alguna visita la noche de la desaparición de la señora Capel? — No, sólo vino ella — respondió Cecilia. — Y la consellera, ¿en cuántas ocasiones ha venido exactamente? — Una. El martes por la mañana. ¿No se acuerda? Usted estaba presente. — Entonces, la noche de autos, no apareció por aquí. — Que sepamos, no. — Ta bien — meditó García hurgando en los dientes con el palillo de forma inconsciente.

— Discúlpeme, inspectora. — Se atrevió Cecilia a distraerla de sus reflexiones—, no es que quiera hacerle romper su ritmo, pero, compréndalo, se trata de nuestra casa y el suceso es muy grave. ¿No podría ponernos un poco al corriente de sus averiguaciones? Ha dicho que tenía dos sospechosas y ahora una tercera. Nosotras estamos con el alma en vilo, si usted pudiera revelarnos algo, aplacaría un poco nuestra angustia. Al finalizar su elaborado discurso resopló aliviada. García mordió el palillo con ahínco, una mano hundida en el bolsillo del pantalón de pinzas. Se lo quitó de la boca y, antes de dar una explicación, masculló: « ¡Cagüen!». A continuación, dio unos golpecitos con el pie armándose de paciencia. — Miren — dijo—. Me dejen hacer las cosas a mi manera y todo será mucho más fácil. —Volvió a meterse el palillo en la boca, lo mordisqueó y de nuevo se lo quitó para hablar—. ¿Qué pueden decirme de su ex socia? — ¿De Karina? Lo que ya le hemos dicho. No le ha gustado que montemos este negocio y que, encima, tengamos a su empleada. Pero, ¿por qué iba a arremeter contra Nuria? — ¿Sabían que la señora Capel le tramitó una gestión millonaria cuando estaba en el pueblo ese de Estados Unidos que no hay forma de pronunciar? — ¿En Provincetown? — Eso. Karina hipotecó el Gay Night para montar un negocio en Povinstaun ese o como se llame. — ¿Puso en juego nuestro dinero sin decirnos nada? — exclamó Cecilia con una mezcla de asombro y enojo. — Y luego fue la única en gozar de los beneficios. La operación fue tramitada, como ya les he dicho, por Nuria Capel. Ahora, un tiempo más tarde, ella misma les lleva a ustedes el asunto de la casa. Karina tenía motivos suficientes para desear eliminar a la abogada, ya que si se iba de la lengua ustedes le habrían reclamado la parte correspondiente de los beneficios generados por aquella inversión. — O sea, que cuando se deshizo el Gay Night, ella no aportó todo el capital que le correspondía. Puso la misma cantidad que nosotras, habiéndose embolsado mucho más. Eso es una estafa. — Les debe un montón de dinero. Algo que sólo ella y Nuria Capel conocían. — Y Karina's madre también — añadió Gina. — En cualquier caso, ahí tienen una sospechosa. La llegada del crepúsculo empezaba a teñir el cielo de tonos amarillos y malvas anunciando a Tea que debía poner las luces de posición y a Remei que tenía que regresar a sus obligaciones. Pero la anciana insistía, dale que te pego, en contarle historias. Ahora disertaba sobre cómo han cambiado los tiempos, porque cuando ella era joven tener una relación con otra mujer no era lo mismo que en la actualidad. Remei miró el reloj. — En estos tiempos, las mujeres lo tienen mucho más fácil — suspiraba la anciana—, y aun así, algunas todavía se ocultan. Si yo te contara. Por esta zona, sin ir más lejos, corre cada aventura... — Hablando de la zona... — vio ahí la cineasta una rendija para introducir su exposición, pero le fue imposible, la mujer no tenía oídos, sólo palabras. Le explicó que desde su ventana podía ver una casa, situada en lo alto de una loma, a la que solía acudir una política, consellera o diputada, no recordaba muy bien. — Una que sale mucho por la tele. Lleva temas de agricultura o de turismo, no sé, porque hoy en día se inventan cada Conselleria, que da risa. — ¿Ah, sí? — puso, de repente, Remei toda su atención. — Como lo oyes. Mira. — Se levantó con torpeza—, yo aquí no disfruto de muchas distracciones, como habrás podido imaginar, me canso de leer, la televisión me aburre. — Caminaba a paso lento hacia la consola—. Uno de los pocos entretenimientos que tengo es

otear con mis prismáticos — los sacó de un cajón y fue hacia la ventana—. Esa mujer se pasa allí los días encerrada con su amante. — No me diga — farfulló Remei. — Hace tiempo que vengo observándola. — Me deja usted de piedra. Remei no salía de su asombro y menos aun cuando la anciana le entregó los prismáticos con esta invitación: — Ya verás, compruébalo tú misma. La joven cineasta, eventual cocinera, ajustó el binocular hasta que la imagen apareció completamente nítida. — ¡Es verdad, el coche de Gemma Campmany está aparcado a la entrada! — Esa mosquita muerta tiene ahí su nidito de amor —comentó socarrona la anciana—. Antes era novia de una abogada muy famosa, esa tan feminista que también sale en la tele. — ¿¡Núria Capell!? -—exclamó incrédula Remei—. ¿Gemma Campmany era novia de Núria Capell? — Ya lo creo, pero ahora ya no están juntas. Lo sé porque la abogada vino a visitarme hace poco y me lo dijo. — Oiga, oiga... —s e atolondró Remei—. ¿Y para qué vino a visitarla? Pero la anciana seguía por sus derroteros de cotilla empedernida y ni siquiera respondió. Tomó los binoculares y enfocando su objetivo prosiguió: — Últimamente viene mucho. Debe de tener otra amante, aunque, la verdad, no sé ni cómo es; nunca la he visto entrar ni salir. Y es curioso, porque ella sí entra y sale y aparece todos los días cargada con provisiones, como si tuviera a la otra encerrada ahí dentro. No me extrañaría nada. De esa mujer, se puede esperar cualquier cosa. Minutos después, Remei corría bosque a través con el temor de no llegar a tiempo para servir la cena, el coche de Tea salía como una bala del peaje y tomaba la curva hacia la carretera comarcal a una velocidad infernal, Adelaida se encomendaba a todas las santas del purgatorio y, en la cocina de la casa de turismo rural, se movilizaban todas, incluidas la inspectora García, la doctora Giménez y la agente Muráis, para servir a las huéspedes una cena fría a base de fiambres y pan con tomate. Un concierto de puertas que se abrían y se cerraban acompañó el desorganizado ágape que, por otra parte, las comensales acogieron con agrado. — Es muy típico aquí lo del pa'n tumaca — aseguraron las vascas con cierto orgullo como buenas conocedoras de la cultura autóctona. La puerta del coche de Tea fue la primera en sonar después del chirrido de un frenazo. Luego la de la entrada a la casa y luego la de la cocina y, minutos más tarde, otra vez la de la entrada de la casa y, otra vez, la de la cocina, a la llegada de Remei, justo cuando Tea le estaba diciendo a García que Adelaida y ella tenían que explicarle algo importantísimo. También la sofocada cocinera traía noticias frescas y estaba ansiosa por comunicarlas. Desde el comedor llegaban risas y voces, mientras Gina y Cecilia entraban y salían llevando platos de embutido y Rayéndolos vacíos. Al ver a Remei, ambas se pusieron a gritar, una en inglés, la otra en castellano, pegándole una bronca monumental por haber abandonado su puesto de trabajo. — ¡Muraaaaaals! — gritó la inspectora presa de un ataque de nervios—. Póngame orden en esta cocina, hágame el favor. Difícil empresa para la arrojada agente que intentó sin éxito calmarlas a todas a la vez. — Doctora — le pidió a Giménez—, ¿no tiene usted un spray de valeriana a ver si las tranquilizamos por inhalación? — Esto no se arregla ni con Valium — suspiró la doctora. — ¡Muraaaaals! — insistió García—. Lléveselas a todas al salón de la chimenea y que

esperen allí hasta que se acabe la cena. — Buena idea — aprobó la agente y se puso a ordenar el tráfico—. A ver, ustedes, las periodistas, vayan circulando. Usted también, doctora, no se me quede ahí parada. Y ustedes — dirigiéndose a Gina, Cecilia y Remei—, cuando acaben de servir la cena, nos vienen al encuentro en el salón de la chimenea. Ya me quedo yo por aquí de guardia que nadie se me escape, jefa. Finalizada la cena, un portazo cerró el salón de la chimenea dejando dentro a la inspectora García con Tea, Adelaida, la doctora Giménez, Gina, Cecilia, Remei y la agente Murals haciendo guardia en la puerta. Se respiraba una tensión contenida, todas deseaban hablar al mismo tiempo, pero la inspectora dio la palabra a Tea y Adelaida y ellas, ante la estupefacta atención de la audiencia, contaron «lo que habían visto». — Bien. — Chasqueó García los dedos de la mano izquierda, la que no llevaba el palillo—. Entonces, todo encaja. Tenemos que ir allí, ahora mismo. El problema era que Tea no recordaba en absoluto el camino, cosa que exasperó a su amiga Adelaida. — Tea, déjate de tonterías. Sólo tú puedes conducirnos hasta esa casa. — No tengo ni idea de cómo llegar hasta allí, no te acuerdas de que me perdí. — Pues piérdete otra vez. — Sí, eso, cárgame a mí con toda la responsabilidad. Tú también podías haber puesto un poco de atención. — Con la de vueltas que diste sería imposible reproducir el camino. — Lo ves. En éstas, intervino Remei: — Yo sí lo sé. Yo sé el camino. Están en la casa de la loma. Se va por un desvío de la carretera antes de llegar al pueblo. — ¿Y tú cómo lo sabes? — preguntó Cecilia en tono recriminatorio—. Te has pasado fisgoneando todo el rato que has faltado a tus obligaciones ¿o qué? La inspectora García la atajó de inmediato. — Bueno, ahora no le reprochen nada a la chiquilla que lo que nos ocupa es mucho más importante. Ya tendrán tiempo de echarle la bronca. ¡Vamos! — exclamó invitándolas con un gesto de la mano en la que aún llevaba el palillo—. ¡A la casa de la loma! Hacia allí se dirigieron en comitiva. Delante, el Peugeot de la Conselleria con Murals al volante, la inspectora García de copilota y en el asiento trasero la doctora Giménez y Remei, dando indicaciones. Detrás, el Ford Fiesta destartalado con Tea y Adelaida en los asientos delanteros y en los de atrás Gina y Cecilia sentadas en el centro y cogidas de las manos. A pesar de lo oscuro y tortuoso del camino, Murals conducía a toda velocidad. En los bajos del Ford Fiesta iban rebotando piedras. Sus ocupantes eran zarandeadas tal que guindas metidas en una coctelera y a cada golpe de piedra soltaban un gritito. Al llegar a la casa, pararon los coches en la explanada, frente a la puerta de entrada, con los faros encendidos y dirigidos hacia ella. García y Murals salieron las primeras y, sin más dilaciones, desenfundaron sus armas. — ¡Abran, policía! Se situaron ambas, una a cada lado de la puerta, con la espalda apoyada en la pared y la pipa en alto. — Murals, rodee la casa — ordenó la inspectora. Tras unos segundos de silencio tenso, la puerta se abrió y aparecieron las dos mujeres. — No era necesario tanto escándalo — dijo una de ellas.

CAPÍTULO 18

Domingo de resurrección Se estaban acomodando en la sala principal, cuando el reloj de cuco instalado en la pared marcó doce campanadas. «Ya es Domingo de Resurrección», pensó Remei observando a la mujer sentada en una de las butacas con las piernas cruzadas, aspecto sereno, los ojos profundos como violetas y aquella mirada tan intensa. «Qué coincidencia —se admiraba la cineasta—, Domingo de Resurrección y yo aquí, viendo a una resucitada. Es verdad —se decía a sí misma— que la realidad supera a la fantasía —y un poco más prosaica—: Pondré una escena como ésta en alguna de mis películas. ¡Qué intensidad! ¡Qué fuerza! La mujer a la que todas creían muerta, sentada ahí, tranquilamente tomándose un whisky... por cierto, tengo que fijarme en la marca. Seguro que es muy cinematográfica».

García y Murals habían guardado sus respectivas armas y ahora todas se acomodaban para recibir una explicación. ¿Qué había ocurrido aquella noche? ¿Por qué Gemma Campmany tenía encerrada a la abogada? ¿Qué razón había para querer simular su muerte? ¿Cuál era la relación entre aquel suceso y la expropiación de Can Mitilene? — Quieren la casa — explicó la consellera—. Necesitan los terrenos para la construcción del parque temático. Hay demasiados millones en juego. — A ver, Yema — intervino García—. Nos aclare los hechos punto por punto y no dé nada por sobreentendido. ¿Me explico? ¡Amos a ver! ¿Quién quiere la casa? La consellera resopló paciente. — Las altas esferas, el gobierno autonómico. Adquieren los terrenos a un precio ridículo y luego los venden a la multinacional constructora del parque por una cifra astronómica. Una vez en funcionamiento, la Conselleria se embolsará una buena cantidad en impuestos. De las anteriores dueñas, las que compraron la casa antes que ustedes, resultó fácil deshacerse. Estaban en bancarrota, la presión pudo con ellas, pero cuando la casa se puso a la venta, de forma insólita, se nos adelantaron en la compra. Cuando vi que Núria llevaba el caso lo entendí. — Y entonces decidió quitarla de en medio. — No, no fue así exactamente. Yo tenía órdenes de conseguir la propiedad de la casa como fuera. Se me dio carta blanca, pero sabía que estando Núria implicada, lo tenía muy difícil. — ¿Conocían las altas esferas su relación sentimental con ella? — Era uno de esos secretos a voces, más o menos respetado, aunque en aquel momento ya no estábamos juntas, acabábamos de romper. En cualquier caso, decidieron actuar sin mí usando métodos disuasorios con los que yo no estaba de acuerdo. Intentaron destruir la casa. — ¡Claro! — exclamó Cecilia—. ¡El incendio! ¡El incendio en el cobertizo de las ocas! ¡La jefa de bomberas nos dijo que había sido intencionado! — ¡Ésta muy peligrosa! — intervino Gina—. ¡Casa llena chicas entonses! Cecilia la secundó. — ¿Se dan cuenta de que pusieron en juego las vidas de todas las que estábamos allí,

incluidas las ocas? ¿Tienen idea, esas desaprensivas, de lo que significan las ocas para Can Mitilene? Por si no se han enterado, son algo más que un grupo de palmípedas, son las herederas universales de la casa, las auténticas dueñas, como quien dice. — Pobres ocas — murmuró Remei. — Sí — afirmó con serenidad la consellera—, claro que lo sabían. Por eso el incendio empezó precisamente en el cobertizo. Sabían que, de sufrir las ocas algún daño, les podrían incautar la propiedad. Pero no dio resultado. Además, yo me negué a usar ese tipo de métodos, propuse la vía judicial, la expropiación como única salida. El problema era la presencia de Núria. Tanto las altas esferas como yo teníamos claro que ella habría conseguido evitarla. Me ordenaron que la hiciera desaparecer de inmediato. De haberme negado, me habrían destituido y le habrían encargado el «trabajo» a otra. Lo hice para salvarla. Núria es especialista en casos como éste. Tiene muchos recursos. Siempre gana. — Y ¿qué pasó entonces con la clínica para mujeres? — preguntó la doctora Giménez—. Allí no ganó. ¿Es cierto que aceptó un soborno? — ¡Un soborno! — exclamó Gemma—. Nada de soborno, le hicieron chantaje. Desde el gobierno central la amenazaron con hacer pública su relación conmigo. A ella no le importaba, en realidad quería que lo declaráramos, siempre ha dicho que es muy importante que las mujeres con cargos públicos y buena reputación salgan del armario, que eso ayudaría a otras mujeres. Pero a mí me cuesta y ella sabía que si el rumor se lanzaba con morbo y sensacionalismo, eso provocaría un escándalo que a quien más iba a perjudicar era a mí. Lo hizo para protegerme. — ¡Hay que ver, cuánto se quieren estas dos mujeres! — suspiró Remei. — Y luego cortaron la relación — inquirió García. — Aquello no podía continuar así. Ambas sabíamos que la solución estaba en que yo aceptara públicamente mi relación con ella. Así no podrían chantajearnos más, el caso de la clínica de mujeres se reabriría y... en fin otras tantas situaciones anómalas saldrían a la luz pública. — Pero usted no se atrevía — dijo Adelaida. — Habría puesto en peligro mi cargo, mi profesión, el prestigio de mi familia. — Y su herencia — añadió Tea—. Las Campmany no tolerarían tener a una lesbiana en su clan. Su comentario fue seguido por un incómodo silencio que rompió la inspectora García. — Volvamos a los hechos que nos ocupan, hagan el favor. Murals se llevó la mano al arma como para secundar a la inspectora en caso de insurrección. — Deje, deje, Murals — atajó ella y dirigiéndose a la comellera—. Aclárenos qué ocurrió exactamente la noche de autos. — Tenía que hacer creer a todo el mundo que Núria había sido eliminada. Un asesinato resultaba bastante verosímil, así que puse un poco de morfina en su vaso, la suficiente para dejarla semi inconsciente. Ella perdió el equilibrio, intenté cogerla para que no cayera al suelo, pero no pude evitar que el vaso se rompiera haciéndole un pequeño corte en la mano. Eché el resto de la morfina en el líquido vertido y tuve que cargar con ella a hombros, prácticamente, hasta el coche. — Eso aclara lo de las manchas de sangre en la alfombra y el camafeo que encontramos — dijo García—. Seguramente se desprendió de su cuello cuando usted la arrastraba. Muy bien, pero ¿por qué quiso implicar a la doctora Giménez falsificando con su nombre una receta del mismo medicamento que usó? — Necesitaba una sospechosa. La presencia de la doctora Giménez en la casa me vino como anillo al dedo. Era médica y tenía una cuenta pendiente con su antigua abogada; un posible móvil que desviaría la investigación hacia ella y a mí me daría cierto margen de

actuación. Con el tiempo todo se habría aclarado. Lo siento — añadió mirando a Marisa Giménez. — Lo mal que me lo has hecho pasar — suspiró ella cubriéndose la cara. — Y a mí — añadió García de forma inconsciente. La doctora levantó la vista y clavó sus ojos color mandarina en los de la inspectora. Fue un cruce de miradas impregnado de tanta ternura que hasta sonaron, en el aire áspero de la estancia, campanillas mágicas. En seguida, García adoptó de nuevo su ademán rígido y se dirigió a la consellera para anunciarle: — Señora Camani, digo, Yema, queda usted detenida... Y se disponía a recitarle la típica retahíla de derechos y obligaciones cuando la voz firme de Núria Capell la detuvo. — No puede hacerlo, inspectora. — ¡Cómo que no! — García no toleraba que nadie se le pusiera chula por muy abogada de prestigio que fuera. — ¿Qué cargos se le imputan? — ¡Qué cargos, qué cargos! ¡¡Secuestro!! — Declararé que fui con ella por propia voluntad. — Y yo diré que tiene ustedel síndrome de Estocolmo — gritó—. No me joda la faena, Capel. — Pero, inspectora — intervinoRemei—,no puede detener a la consellera, eso nos perjudicaría a todas. Si ella se declara lesbiana y sale a la luz todo el asunto, se sabrá cómo actúa el Gobierno, tendremos a la opinión pública de nuestra parte, la casa no se perderá, la clínica de mujeres saldrá adelante, construiremos el parque temático Femme World y yo tendré mis estudios cinematográficos para dejar testimonio histórico de... — ¡Ya vale, Remei! — la detuvo Adelaida con un berrido. — Me van a volver loca entre todas — murmuró García frotándose las sienes. — Remei tiene razón —intervino Tea—. Exagera un poco, pero todo lo que ha dicho es cierto. No nos interesa que detenga a la consellera, lo que nos beneficiaría realmente sería que ella misma descubriera lo ocurrido en Can Mitilene. De hecho, no ha habido asesinato, no ha habido secuestro y la noticia apenas ha tenido trascendencia. — ¿Ah no? ¿No tenía usted tanto interés en cubrir la noticia y cubrir la noticia y dale con cubrir la noticia? —gruñó García fuera de sus casillas. — Sí, pero sólo apareció una nota en breves que pasó desapercibida. Ahora es el momento de ampliarla, de darle forma, de usarla en nuestro beneficio. — ¡Psss! ¡Alto ahí! ¿En beneficio de quién? — De las mujeres — respondió Adelaida—, por supuesto. De la casa, de la clínica y, sobre todo, de la manifestación libre del amor entre mujeres. — ¡Así se habla! — ovacionó Remei. — ¿Le parece poco beneficio? — concluyó. Marisa Giménez observaba a la inspectora con aquella mirada anaranjada. García la miró también y entre la una y la otra apareció una especie de haz multicolor, como un disparo de láser que iba de retina a retina. Ahora ya no eran sólo sus ojos lo que García veía de color mandarina, todo su rostro le parecía una enorme y esponjosa clementina. Los mofletes inflados, la barbilla plana, la frente redondeada... «la manifestación libre del amor entre mujeres — repitió mentalmente mirándola—. Hasta podríamos casarnos y tener hijas, vivir como una familia feliz. Yo, siendo poli, nunca habría podido soñar con algo semejante». Giménez parecía estar pensando lo mismo. No obstante, García no podía dejar de situarse en su posición de funcionaría del cuerpo policial, no podía detenerse en oníricos proyectos. Apartó la vista de aquel rostro embelesador y embelesado y su expresión acaramelada cambió de forma radical.

— ¿Y qué coño les digo yo a mis superioras? Tanto pedir refuerzos, tanto coche de la Conselleria, tanto estar a bien con las catalanas para que no te monten un pollo y te quiten el caso y ahora, ¿qué les digo? Que no hay crimen, que no hay secuestro, que no hay nada, que lo que pasa es que estas dos están enamoradas y por eso se han inventao to este número. Tea le puso una mano en el hombro y la llevó hasta un rincón con ánimo de tranquilizarla. — García, García, no se sulfure. Entre todas encontraremos una solución. Desde el otro extremo de la sala Cecilia alzó una tímida voz. — ¿De veras pensáis que si éstas dos declaran su amor públicamente evitaremos la expropiación de Can Mitilene? Hay un proceso judicial en marcha. Lo que puede ocurrir es que destituyan a la consellera, pongan a otra en su lugar y todo siga adelante. — Cecilia tiene razón — expresó la abogada con semblante preocupado—. Podemos salir del armario y quedar como señoras ante la comunidad lésbica, pero eso no solucionará el problema. Tienen la sartén por el mango. Creo que ya he quemado todos los cartuchos y... lamento comunicaros que el caso está perdido. Entonces intervino Gina y todas pusieron mucha atención para descifrar su discurso. — Pero tú has dicho tú tienes muy importante informasion para no expropia Can Mitilene. Tú has dicho nosotras ésta, en casa, antes tú missing. — Es cierto — confirmó Cecilia—. La noche que viniste a visitarnos. Dijiste que si confirmabas esa información teníamos el caso ganado. — Sí, eso pensaba, pero Gemma me dio una contrainformación que echa por tierra mi estrategia. En principio, no se podría construir el parque temático, ya que existen especies protegidas tanto en el bosque como en vuestros terrenos y, por lo tanto, no ha lugar a la expropiación. — ¿Las ocas son especie protegida? — interrumpió Remei. — Las nuestras sí — respondió tajante Cecilia y, a continuación, dirigiéndose a Núria—. ¿Y cuál es el pero? — Se trata básicamente de especies vegetales. El «pero» es que las han integrado en el proyecto. Construirán las atracciones respetando el entorno natural y adaptándolas a él. Al menos, eso es lo que presentan sobre el papel. Lo siento, Cecilia, no hay nada que hacer. En la sala empezó a respirarse el olor del fracaso. Adiós casa, adiós clínica de mujeres, adiós parque temático Femme World, adiós estudios cinematográficos... Remei no podía soportarlo. — Un momento — llamó la atención desde su escueta estatura—. No debemos tirar la toalla todavía. Aún nos queda una baza por jugar, tenemos un as bajo la manga, el último comodín a la espera de ser utilizado. — Remei — resopló Adelaida—, ¿quieres dejarte de florituras verbales y explicarlo de una vez? Es tarde y empezamos a estar todas un poco cansadas. La joven cineasta soñadora, eventual cocinera, expuso su teoría sobre la venta de los terrenos colindantes a la casa de turismo rural, explicó, a su manera, la conversación que mantuvo con la anciana propietaria de la masía y aseguró que la tenía en el bote. — Eso ya lo pensé — afirmó Núria—. De hecho, yo también fui a visitarla con intención de disuadirla, pero lo tenemos muy crudo. Va a vender. Está harta del aislamiento que representa vivir en esa masía, se aburre soberanamente y le parece maravilloso tener frente a ella la algarabía de un parque de atracciones. Dice que le alegrará la vida. — ¡Mierda! —sollozó Remei. Por la mañana, apenas sin haber dormido, se sirvió el último desayuno de la temporada. Era domingo, el final de las vacaciones para muchas. La mayoría de las mujeres regresaría a sus casas y apenas unas cuantas prolongarían su estancia hasta el lunes aprovechando que era festivo en la comunidad autónoma. La panadera acababa de traer croissants, magdalenas, ensaimadas y brioxes aún calientes

y no parecía tener intención de marcharse. Se quedó en la cocina platicando con Remei, que apenas la atendía, intentando sonsacarle algún dato que alimentara su morbosa curiosidad. « ¡Qué pena que se vayan las chicas! Seguro que se lo han pasado muy bien, pero, bueno, ya vendrán más chicas. Porque la casa es sólo para chicas, ¿verdad?» Hubo que invitarla amablemente a abandonar el recinto. Antes de que empezara el desfile de maletas y las ceremonias de despedida, la inspectora García convocó a las mujeres de la casa y les explicó que podían marchar tranquilas, el caso de la abogada desaparecida estaba resuelto, la habían encontrado y en perfectas condiciones. Una falsa alarma, en realidad. Después, se trasladó con la agente Murals a la capital autonómica. Tenían que encontrarse en comisaría con las protagonistas del suceso para tomarles declaración y cerrar el expediente. La versión oficial, que nadie se atrevió a contradecir, fue que la abogada había sufrido un desvanecimiento y su amiga la consellera, que estaba de visita en la casa en el momento del suceso, se había hecho cargo de ella. La consellera desconocía que se hubiera dado por desaparecida a la abogada, ya que la noticia no había trascendido y ella se encontraba de vacaciones en su casa de campo. — ¿Y la morfina? —había preguntado Murals. — ¡Ah! —fue la respuesta de la consellera—, es un medicamento que suelo tomar en pequeñas dosis debido a una hernia discal. Se derramó de forma accidental, igual que el vaso.

Las primeras en abandonar la casa de turismo rural fueron las ocupantes de la habitación del fondo del pasillo, aquella pareja que se había pasado todas las vacaciones retozando. Después de comer se marcharon también las vascas, con gran disgusto para Nati que acababa de ligar con una de ellas. — ¡Jo! — lloriqueaba—. Siempre me pasa lo mismo, en cuanto ligo, desaparecen. — ¡Bah! Pero no te preocupes — la consoló la vasca—. Te vienes a Donosti un «finde»

y lo pasamos en grande. Si estamos muy cerca, mujer. Con la atmósfera más bien depresiva que se respiraba en la casa sin la presencia de las vascas para animarla y con una Nati atacada de ausencia, Candi y Gabi optaron por volver a la ciudad y distraer a su amiga esa noche llevándola a un bar de ambiente. También Clara y Ana, con niña y gato, decidieron regresar esa tarde y tener un día libre para organizar la casa y preparar el regreso a la rutina. La última en hacer las maletas fue la doctora Giménez. Apuró al máximo esperando que la inspectora García regresara a la casa para despedirse de ella. No hubo suerte. Entrado ya el crepúsculo, metió a Minerva en el coche y ambas regresaron a la capital del estado pluriautonómico. A la mañana siguiente tenía que estar en la clínica Flores ocupando su puesto de trabajo. Sólo quedaron en la casa Inés Villamontes, Margarita Sureda, Tea y Adelaida. Éstas dos con enormes dudas, ya que Tea volvió a ser víctima de un ataque de desamor y Adelaida opinaba que en la ciudad había más distracciones. — Vamos al museo de la Indumentaria — le propuso—. Picamos algo y luego... — No, a la Indumentaria no me lleves porque siempre iba allí con Mati y me da palo encontrarme con ella. — Bueno pues al Espai Barroc, que está un poco más abajo. — ¡Uy, no, no! Allí fue donde celebramos nuestro último aniversario — y empezó a llorar. Adelaida la observaba en silencio. Al poco, Tea descargó su prominente nariz en un kleenex y sollozó: — Es que, no entiendo por qué no ha dicho nada todavía. Parece que se haya vuelto idiota. — ¿Y eso te extraña? — exclamó Adelaida—. Todas las ex amantes se vuelven idiotas. Lo sabré yo. — Será — dijo Tea entre hipos—, pero es que Mati no es así... Este silencio, este pasar de mí, ni una llamada, siquiera para hablar y aclarar las cosas. — Volvió a sonarse—. Nunca me lo habría imaginado de ella —y se hundió en el kleenex. — Métetelo en la cabeza Tea — recalcó Adelaida acentuando cada sílaba—, la categoría ex amante lleva implícita la cualidad idiotez. Vete haciendo a la idea. — Acto seguido y con intención de animarla le propuso regresar a la ciudad, comerse un solomillo descomunal, ya que, aseguró, las penas con el estómago lleno pesan menos, y después acercarse a tomar una copita al Gay Night. — ¡Al Gay Night! — exclamó Tea—. Pero ¿cómo se te ocurre? Sabes que el Gay Night es el lugar en el que más probabilidades tengo de encontrarme con Mati y, aunque no apareciera, guardo tantas imágenes de ella en ese local que hasta las paredes pueden convertirse en una holografía de su rostro. La exasperación llegó a las cervicales de la escritora y ya, sin más contemplaciones, arguyó: — ¿Existe algún lugar en donde quepa la posibilidad de que no te encuentres con ella o que, al menos, no te evoque su presencia? No puedes evitar todos los locales de la ciudad sólo porque has roto con tu novia y temes que aparezca. También podrías toparte con ella en plena calle. ¿Qué harás? ¿No moverte de casa en varios meses? — Si tuviera que seguir tu ejemplo, sería eso, precisamente, lo que tendría que hacer. ¿O quieres que te recuerde cómo te has enclaustrado cada vez que te ha dejado una de tus novias? Decidieron quedarse. — Hay que ver, Ade, que poco comprensiva eres. ¡Con lo que estoy pasando! — concluyó Tea.

Sólo cuatro comensales para la que, con toda probabilidad, sería la última cena que se serviría en aquella casa. Sopa de pescado de primero y merluza al vapor con verduras en juliana de segundo. De postre, fruta, helado o yogur.

Capítulo 19

Freedom is coming — No puede ser. ¡No! ¡No! ¡¡No puede ser!! ¡¡¡No puede ser!!! — Se despertó Remei de una horrenda pesadilla, con el cuerpo empapado en sudor—. No puede ser —murmuró ya despierta—. Tiene que haber una salida. Tiene que haberla. Su sueño, en realidad, había sido una revelación. La mañana del lunes, la casa parecía un auténtico velatorio: Gina y Cecilia estaban deshechas; Tea, hostigada por el desamor; Adelaida, en un proceso de autismo galopante, típico de ella cuando algo se le ponía en contra, en este caso, unas vacaciones desastrosas en las que apenas había descansado y una amiga deprimida a la que no había forma de animar. El decaimiento de la inspectora García era uno de los más flagrantes; acababa de cerrar el caso más absurdo de toda su carrera, había hecho el ridículo ante las mosses d'esquadra, no había tenido vacaciones y, para colmo, no había podido concertar una cita con la mujer que durante aquellos días le había robado el corazón. Solidaria con la inspectora y apenada por tener que despedirse de ella, la agente Murals cubría sus ojos con las gafas de sol para disimular la rojez y la hinchazón provocadas por las lágrimas que durante gran parte de la noche se habían apoderado de sus párpados. A pesar de todo, García era una jefa entrañable y a Murals le afectaban mucho las despedidas. Por su parte, Margarita Sureda e Inés Villamontes, informadas de lo ocurrido y conocedoras de la situación actual de la casa, acompañaban al resto en la desesperación colectiva. El cuadro fúnebre se completó con la llegada de la consellera Gemma Campmany y la abogada Núria Capell. Venían a recoger el Audi, que aún estaba allí aparcado y a anunciar, la primera, que presentaría su dimisión al día siguiente y la segunda que abandonaba la gestión de Can Mitilene dando el caso por perdido. En breve, se procedería a la expropiación. Temerosa de su destino, la gata Cristi observaba desde una repisa el grupo de mujeres reunido en el salón de la chimenea. — ¡Parece mentira! — Llegó Remei con una bandeja de pastas y una botella de moscatel—. Ni que estuviéramos en un entierro. Mira, aquí os traigo esto para ambientar el funeral. —Dejó la bandeja con furia sobre la mesa y barrió con una mirada, a caballo entre la intimidación y la amenaza, a todas las presentes. « ¿Y a ésta qué le ha dado?», pensó Adelaida. — Parece mentira que no seamos capaces de luchar por lo que es nuestro, que no seamos capaces de unir nuestra energía, nuestro arrojo, el ingenio de todas nosotras para defender lo

que nos corresponde. ¿Acaso no tenemos derecho a obtener espacios culturales y lúdicos? ¿No tenemos derecho a mostrar nuestro amor? ¿No tenemos derecho a procrear entre nosotras si nos da la gana? ¿No vais a ser capaces de luchar por todo eso? ¿No seréis capaces de seguir el ejemplo de las sufragistas y luchar hasta la muerte si es preciso? Parece mentira que os rindáis tan pronto. Os estáis comportando como hombrezuelos. Me dais pena. El discurso las dejó a todas petrificadas. Adelaida, siempre recelosa, se sirvió una copita de moscatel y cogió una galleta antes de romper el silencio: — ¿Ese monólogo es de alguna de tus películas? — Pues sí — respondió Remei sin amedrentarse—. Corresponde a mi último guión y en mi película las protagonistas se unen contra la adversidad, gritan, se manifiestan, patalean, luchan. No como nosotras. Señoras —prosiguió tras una pausa cinematográfica—, no podemos quedarnos de brazos cruzados, tenemos que hacer algo. Lo que sea. La primera en verse contagiada por su fuerza fue Tea. — Remei tiene razón. No es justo que renunciemos sin oponer resistencia. Tenemos que buscar alternativas. — Sí — se unió Marga—, entre todas las encontraremos. Hagamos un ejercicio de dinámica de grupo para hacer fluir la energía. Inés Villamontes añadió un toque de optimismo al anunciar que ella había hecho una tirada de cartas y consultado al péndulo y en ambos casos la respuesta había sido favorable. Tenían que seguir adelante. Así, una a una, se fueron uniendo al entusiasmo colectivo y a base de pastas, mucho moscatel y, más tarde, una botella de cava, ingeniaron una serie de planes de acción, a cual más atrevido. Tea fue de nuevo la primera en proponer una acción de ataque. La intervención de Remei le había hecho olvidar sus penas. Como tantas mujeres, ella también superaba los bajones concentrándose en la actividad profesional. El trabajo la ayudaba a distanciarse de sus desgracias y, si encima llevaba implícita una causa reivindicativa, mucho más. Por eso, no le costó hacer una abstracción. Relacionó una serie de elementos y, en seguida, le vio las orejas a la oportunidad. — Tenemos varios flancos que atacar — expuso a la audiencia—. Conseguir que no expropien la casa, evitar que se prohíba la reproducción entre personas del mismo sexo y exigir la construcción de la clínica para mujeres. Son los temas que tengo previstos para mi programa del jueves. Señora Campmany —dijo dirigiéndose a la consellera—, ¿tiene usted agallas para comunicar su dimisión por antena, en directo, y explicar las razones de la misma? Gemma Campmany sintió una punzada en la boca del estómago. Sabía que aquello significaba salir del armario, perder lo que tenía a cambio de... ¿integridad? Su vida no iba a ser la misma a partir de aquel momento, pero sabía que tenía que hacerlo, se lo debía a aquella mujer. Miró a Núria. Ella no decía nada, permanecía sentada con las piernas cruzadas, tan sobria, tan hermosa. Llevaba el camafeo puesto, el camafeo que ella le había regalado poco después de conocerse. Habían sido tan felices, la amaba con tanta intensidad. — Sí — dijo sin dejar de mirarla—, iré al programa. — Y agradeció la sonrisa leve de su amada, que no se desvaneció siquiera cuando añadió un «pero con una condición» que causó la alarma general—. Quiero que Núria venga conmigo, quiero que hagamos público nuestro compromiso. Tal como ella siempre ha dicho, creo que nuestra declaración ayudará a muchas mujeres. Una salva de vítores y felicitaciones coreó la valerosa iniciativa. — Perfecto — exclamó Tea—. Tú, Núria, podrías denunciar lo que ocurrió con la clínica para mujeres y explicar el vacío legal en cuanto a la utilización de técnicas de reproducción asistida. Necesito una experta para exponerlo y tú eres la persona más indicada.

— Invitaré a todas las mujeres a hacer uso de esa posibilidad y a exigir además que sea cubierta por la Seguridad Social. — ¡Bravo! — gritó Remei dando un golpe seco con el codo y el puño cerrado, como hacen las tenistas cuando ganan un punto. Cecilia puso el punto de escepticismo. —Sí, muy bonito todo, pero y la casa ¿qué? ¿Cómo vamos a detener la expropiación? —Comprando nosotras —propuso Remei y todas se la quedaron mirando como si se hubiera vuelto loca—. Lo he estado pensando toda la noche y he tenido un sueño, una premonición. Escuchadme bien: si la anciana está dispuesta a vender a cambio de distracción, tenemos que ofrecerle una alternativa mejor que la del parque de atracciones o, al menos, a la misma altura. — Remei — protestó Cecilia—, no empieces otra vez con tus fantasías. El parque temático Femme Word no está a nuestro alcance. — No, no me refiero a eso, sino al proyecto que ya tenemos: Can Mitilene, una oferta de ocio y turismo rural para mujeres, pero ampliada hasta sus terrenos. Podemos instalar bungalows en los alrededores de la masía, poner pistas de deporte y construirle un balneario a la puerta de su casa. Todo ello integrado en el paisaje y respetando la vegetación autóctona. Le molará cantidad. ¿Te imaginas tener su edad y pensar que vas a pasarte el resto de tu vida rodeada de chicas, viéndolas pasear, leer, jugar al volei y bañándose desnudas en un hamam? Porque, perdona que te diga, pero ahora está más de moda el hamam que el jacuzzi, es más multicultural. Seguro que prefiere eso al escándalo de las norias y las montañas rusas para familias heterosexuales. — Ante el silencio general, añadió—: Bueno, al menos yo lo preferiría. — Una idea genial — reconoció Cecilia—, pero ¿de dónde vamos a sacar tanto dinero? La inspectora García, que hasta entonces había permanecido atenta y con una creciente emoción contenida, preguntó: — ¿Cuánto piensa pagar la Conselleria por esos terrenos? — La oferta que se le ha hecho es ridícula — respondió la consellera—, pero no deja de ser una cantidad importante. Murals cuchicheó algo al oído de la inspectora y ella le respondió murmurando: — Es justo lo que estaba pensando. Pero en ese momento, a Gina se le encendió una lucecita y antes de que la inspectora pudiera hablar, exclamó: — ¡Karina's Money! ¡Nosotras tenemos exigir Karina's Money! Ella ha robado nosotras. Esta money es nuestra. — ¡Cagüen! — farfulló la inspectora—. Ya se me ha adelantado. Cecilia abrió los ojos como si acabara de ver una aparición de la virgen y se acercó a su compañera para abrazarla. — ¡Ay, Gina! Qué mal te expresas, pero con qué acierto. — De todas formas. — Se levantó García con aire circunspecto, tomó una copa de moscatel y con ella en la mano expresó—: No quiero ser agorera, pero ese dinero probablemente, bastará para comprar los terrenos y poca cosa más. No creo que sea suficiente para sacar adelante el proyecto. Es demasiado ambicioso. La que propuso, entonces, una nueva alternativa fue la potentada Adelaida Duarte. — Si con eso no es suficiente, podemos montar una cooperativa y aportar el capital restante entre todas las socias. A Tea, el gesto de su amiga la llenó de alegría y sorpresa. — ¡Ade! Me alucina verte dispuesta a rascarte el bolsillo. — Debo confesar que me habéis contagiado la euforia. Además, no me desagrada, en absoluto, la idea de adquirir uno de esos bungalows y pasarme el resto de mi vida como la

anciana, rodeada de chicas monísimas, escribiendo novelas de amor. Y no me llames Ade, haz el favor. — ¿Qué te parece, Núria? — propuso Cecilia todavía abrazada a Gina—. ¿Tú podrías gestionarlo? Núria Capell aceptó con la más espléndida de sus sonrisas. — Bien — apoyó García—. Yo me encargo de lo de Karina. Me llevo una orden judicial y si se niega a devolverles el dinero, la detengo por robo con extorsión, premeditación, alevosía y escarnio. Hubo aplausos para la inspectora y una emocionada Murals la cogió por los hombros y la besó en la frente. — Un momento — intervino Adelaida—. Creo que falta algo. Gemma presentará su dimisión en el curso de esta semana. Deberíamos mostrar nuestra solidaridad con ella. ¿No os parece? Necesitamos mujeres de su talla en el poder. No es justo que se vaya y menos por la razón de fondo que la impulsa a ello. — Recogeremos firmas — propuso Marga— y pondremos velas por todas partes para hacer correr el chi. Eso dará resultado, sin duda. — Y podríamos convocar una manifestación para el próximo sábado —añadió Remei—. En apoyo a la consellera, para salvar Can Mitilene, por la expresión libre del amor entre mujeres... — Eso es mío — protestó Adelaida. Remei no le hizo caso, estaba exaltadísima. —... en defensa del lesbianismo y por la obtención de derechos fundamentales como el matrimonio, la adopción, la procreación... Adelaida se dirigió a Tea por lo bajinis. — Ya estamos otra vez con temas polémicos. Yo no apoyo el matrimonio y lo de la procreación habría que discutirlo. — Bueno, Ade, déjalo — replicó murmurando—. No vamos a andar ahora con matizaciones. Además, todo eso tiene que estar legalizado para que lo utilice quien lo desee y para que las sin papeles no tengan que recurrir a un tío para obtener la nacionalidad. ¿No has visto «A mi madre le gustan las mujeres»? ¡Lo bien que habría quedado que se casaran ellas dos! — Ahora que lo dices... — Además, si no existieran las leyes no podríamos transgredirlas — alzó, luego, la voz a fin de que todas la oyeran—. Está bien, anunciaré en mi programa la manifestación del sábado. La algarabía era ya desbordante. Risas y comentarios se atropellaban entre las doradas burbujas del cava que acababa de ser descorchado. Coincidiendo con el momento de júbilo, Inés Villamontes aprovechó para hacer una nueva consulta esotérica. Obtenido el resultado, coronó aquella pirámide de ilusión anunciando: — Veo muchas mujeres, un mar de mujeres y todas cantan la misma canción. La manifestación será un éxito. Remei proclamó con descontrolado alborozo. — Llenaremos de mujeres el centro de la ciudad, unidas por un canto común. — Alzó el puño y clamó: Freedom is coming !!!! Un brindis selló el inicio de una lucha entusiasta y sin tregua. La gata Cristi ronroneó esperanzada. La Cadena 4 de TV montó un impresionante dispositivo publicitario para anunciar el nuevo magazine de Tea de Santos. Teniendo en cuenta el éxito de sus anteriores programas, «TE Adoro TEA» y «AbreTE A la noche», la audiencia estaba asegurada, pero en pocas ocasiones una emisión televisiva había creado tantas expectativas. El escándalo y la polémica

¿estaban aseguradas? Al menos, se intuían. El eslogan de presentación elegido fue: AtréveTE A verlo, AtréveTE A participar. El nuevo espacio tendría una duración aproximada de una hora y treinta minutos, constaría de cuatro partes, una de presentación, una de colofón y cierre y dos secciones temáticas centrales, con un total de cinco pausas publicitarias: tres de quince minutos para separar los diferentes apartados y dos de diez minutos interrumpiendo los espacios centrales entre el vídeo de presentación del tema y la entrevista correspondiente. Una sintonía rítmica, con acordes que evocaban una gesta, percusión de tonos bélicos y triunfal acompañamiento de vientos dio entrada, con absoluta puntualidad, a las 21 horas, a una Tea de Santos sobriamente vestida en tonos morados, con un traje de chaqueta de piel de americana cruzada a la altura del esternón dejando el escote al aire, en un plató austero, de exquisito diseño y con una iluminación intrigante. De pie, con un portafolios apoyado en el brazo, la presenta dora introdujo a las telespectadoras en el programa. Primero explicó las diferentes secciones de que constaba y presentó a su siempre fiel colaboradora Inés Villamontes. Luego informó de los temas que en esa primera emisión se iban a tratar, anunció la presencia de dos destacadas protagonistas y, por último, expuso la posibilidad de participar, tanto en el transcurso del programa como a lo largo de toda la semana, a través del correo electrónico [email protected]. Tea se mostraba tranquila, muy en su papel, segura de sí misma. Sus movimientos eran precisos, no demasiado estudiados, con continuas y penetrantes miradas a la cámara, que produjeron un efecto muy inquietante en las televidentes. Hablaba todo el tiempo en tono personal, lo cual acrecentó aún más la complicidad con su público. Concluyó la presentación haciendo uso del eslogan: —...Todo esto y mucho más en tus pantallas dentro de unos minutos. AtréveTE A verlo. Para la segunda parte, usó un escenario más intimista: luz indirecta, decorado liso en tonos malva y dos butacas. Sentada en una de ellas y sin haber mostrado aún a su interlocutora, Tea habló de las nuevas Técnicas de Reproducción Asistida y de la intención, por parte de algunos gobiernos de prohibir su utilización a personas del mismo sexo, dio paso a un vídeo ilustrativo y, tras una pausa publicitaria, anunció: — Para hablarnos de todo ello tenemos con nosotras a la prestigiosa abogada Núria Capell. Núria hizo una brillante exposición de la situación internacional, el vacío legal existente en algunos países incluido el nuestro, las posibilidades técnicas, el acceso absolutamente discriminatorio y exclusivo para parejas heterosexuales y la necesidad de regular su uso partiendo de las demandas de las mujeres ya que, dijo textualmente, «hasta que no se invente una matriz artificial, sin nosotras no es posible la procreación por muchas técnicas de reproducción que existan»; a continuación, invitó a todas a exigir ese derecho y solicitó al Gobierno su inclusión en la sanidad pública. Concluyó con un alegato ético y moral que dejó boquiabierta a la audiencia. Inés Villamontes dio su versión esotérica del asunto y los mensajes de participación comenzaron a invadir el correo electrónico. Durante la siguiente pausa publicitaria, desde control anunciaron que no daban abasto, que, de seguir así, sería imposible atender los mensajes, no tendrían personal suficiente siquiera para leerlos. Desde producción, informaron a Tea de que estaban superando todas las previsiones en cuanto a audiencia. — Nos está viendo más gente que al partido de fútbol de la tres — le anunció Marga por el auricular. — Pues que se preparen, que lo mejor no ha llegado todavía — respondió Tea llena de fuerza. El escenario del siguiente espacio rayaba en lo hogareño: un diván para la entrevista, una lámpara de pie, tonos rosa y miel y una kentia gigante para la ambientación. Tea introdujo el

tema con un documental sobre Can Mitilene y sus alrededores, dio paso a la publicidad y al reanudar la emisión anunció: — Nos acompaña la señora Gemma Campmany — y mirando hacia ella solicitó—, ¿podemos decir actual consellera de Agrocultura? —Ya no —afirmó. A continuación, anunció su dimisión y, en un suculento diálogo con la presentadora, argumentó los motivos de la misma. Explicó lo sucedido en Can Mitilene, las intenciones del gobierno autonómico, el juego sucio en su gabinete y su negativa a colaborar en semejante estafa. Desde control le rogaron a Tea que frenara la participación del público. El sistema informático de la Cadena 4 estaba totalmente colapsado. Y no sólo eso, el índice de espectadoras crecía de forma espectacular, hasta «Operación Triunfo» había tenido que acabar antes de lo previsto por falta de audiencia. Tea de Santos y Gemma Campmany tenían a la población en vilo. Todas nuestras protagonistas, más las históricas, las militantes, las organizadas, las independientes, las amas de casa, las solteras, las viudas... aplaudían frente al televisor la marcha del programa. Oír a la consellera produjo una emoción desbordante. Y aún faltaba el colofón, su esperadísima y ansiada salida del armario. Durante la pausa publicitaria el móvil de Tea también estuvo a punto de bloquearse. En su buzón tenía varios mensajes, entre ellos uno de Adelaida (el más apreciado por parte de la periodista tanto por el contenido como, sobre todo, porque su amiga era una negada para la tecnología y sólo enviaba mensajes en ocasiones muy especiales) «Vas bien, Tea, sigue así», decía el texto. Cuando llamaron desde control para volver al plató aún no había acabado de leerlos todos. La voz de la regidora anunciando: «Quince segundos y en antena» la pilló con el móvil en la mano y sin tiempo material para devolverlo al fondo de su bolso. Seleccionó con las teclas la posición «silencio» y se lo llevó al plató, pero, como su espléndido traje chaqueta no tenía bolsillos y ya que en el siguiente escenario iba a aparecer detrás de una mesa, no tuvo otra opción que situarlo en su regazo. Se dio la circunstancia, sin embargo, de que con las prisas y los nervios no era «silencio» la posición seleccionada, sino «vibrador». Nuestras agudas lectoras intuyen ya lo que va a ocurrir; en efecto, el teléfono de Tea sonará en plena emisión, pero sólo las más sagaces habréis adivinado ya quién es la autora de la llamada.

Capítulo 20

Más que amor, frenesí

Cuarta y última sección del programa «AtréveTE A...» presentado por Tea de Santos. Primer plano de la presentadora mirando fijamente a la cámara. Habla de sus invitadas, anuncia que tienen algo importante que comunicar, algo que impactará en el corazón de las televidentes. La cámara se aleja con lentitud. Detrás de una mesa aparecen a su izquierda Inés

Villamontes, a su derecha la consellera Gemma Campmany y junto a ella la abogada Núria Capell. Luces cambiantes en tonos oscuros combinados con azules y miel. Las protagonistas hablan. El silencio de fondo que hay en el plató se transmite a todas las casas. La voz de cada una de ellas y sus palabras son el centro de atención. Su confesión pone los pelos de punta. Es conmovedora. Se aman, lo declaran ante el público. Han decidido no esconder por más tiempo un sentimiento que es legítimo y que hay que reivindicar como legítimo. Están dispuestas a asumir las consecuencias de llevar adelante su opción, con todo lo que ello significa. Y no temen lo que pueda ocurrir. Lo consideran un paso adelante; confían en ellas mismas y en la respuesta de la gente. Sigue el plano general de la mesa. Tras la declaración de sus contertulias, Tea tiene que intervenir. Apura unos segundos de silencio a fin de crear tensión. Luego mira a cámara y antes de hablar se remueve inquieta en el asiento. Es una estrategia para captar aún más la atención, pero el meneo la ha obligado a separar ligeramente las piernas, gesto que las telespectadoras no pueden ver, y el móvil (concentrada en su actividad ha olvidado que lo tiene en el regazo) se desplaza unos centímetros hacia abajo y va a colocarse justo en la entrepierna, bien apuntalado entre los muslos y el pubis, abarcando de lleno la zona más eléctrica de su cuerpo. Dada su situación, no le conviene bajar la mano y hurgarse en esa zona para situar el telefonillo en mejor lugar, sabe que la cámara no deja de enfocarla. Sería un gesto obsceno y ya bastante escándalo están organizando. De todas maneras, no le molesta. Inicia su exposición final elogiando la valentía de sus compañeras de mesa. Habla con total serenidad, con su acostumbrado dominio, pero cuando lleva apenas diez palabras pronunciadas, siente una sacudida entre los muslos que le hace dar un respingo. Coincide esta descarga con un «me siento orgullosa de mis invitadas» que dota a su arenga de una fuerza especial. El móvil sigue sonando, es decir, vibrando y a cada temblor del aparato su voz se quiebra en un suspiro contenido, imprimiendo auténtica emoción a sus palabras. «Necesitamos mujeres de su talla, de su valía ¡Ah! ¡Sí!», dice. La intermitencia vibratoria le produce una corriente de electrodos difícil de contener, pero conforme se va acostumbrando al masaje, su musculatura se relaja y da paso a un cosquilleo de motorcillo que se le extiende por todo el cuerpo. Y nota que sus bragas se humedecen con abrumadora insolencia. Habla y habla con una efervescencia inusitada. Se entusiasma con sus propias palabras y con el ritmo insistente de cosquilleo, pausa, cosquilleo, pausa, que le está abrasando el clítoris y parece que no va a cesar nunca. « ¿Por qué no se dispara el maldito buzón de voz?», piensa al tiempo que su exposición aumenta en intensidad, ebullición, arrojo y elocuencia: — Que nadie ose censurarnos un beso — exclama con pasión—, reprimirnos una caricia — y jadea—, que nadie se atreva a castrar nuestro amor ni pretenda levantar una piedra contra nosotras —se estremece—, porque no hay en el mundo piedras suficientes para lapidarnos — respira hondo—. Nacerá una nueva generación de mujeres hijas del amor — está sudando—, hijas de la lucha de todas las mujeres — palpita como un címbalo—, hijas de las hijas de las hijas de la primera poeta, ¡sí! — gime—, la primera que cantara el amor entre mujeres ¡sí, sí! Una marea lila teñirá las aguas de todos los mares ¡Ah! Y ya nunca más ¡Ah, ah! Nunca más yacerán solas. —Exhala un profundísimo suspiro y da paso a Inés Villamontes para que exponga su visión y anuncie la predicción de los astros. Cuando Inés empieza a hablar, el móvil ha dejado de sonar. Comprueba por el monitor que está fuera de cámara. Inés ocupa toda la pantalla. Aprovecha entonces para beber agua y liberar su entrepierna del pícaro aparato, por si vuelve a sonar. Finalizada la intervención de la maga, entra de nuevo en plano, anuncia la convocatoria de la manifestación para el sábado a las 20 horas en el centro de la capital autonómica y, mirando con arrogancia a la cámara, invita a las telespectadoras a sumarse a ella. —... Te esperamos, AtréveTE A venir. Despide, por fin, el programa al tiempo que la cámara se aleja lenta en un zoom.

— La próxima semana estaremos de nuevo aquí contigo, con más temas, con más noticias, con más emociones. AtréveTE A acompañarnos.

Suena la sintonía del programa y aparecen los títulos de crédito mientras las contertulias se levantan (Tea, con privación, para que no se vea que lleva el móvil en la mano. Por suerte, es pequeño), se saludan y charlan entre ellas observadas desde lo alto por la cámara en un

plano general del plató. Al día siguiente, todas las críticas coincidirían en destacar el profundo sentimiento que había insuflado Tea de Santos a su discurso y en opinar que había estado brillante, con una carga emotiva inusual en ella. Un rotativo señalaría textualmente que se la había visto «vibrar como nunca», que sólo una profesional de su calibre era capaz de transmitir semejante estremecimiento. Tanto ella como sus invitadas recibirían un sinfín de felicitaciones. Gemma Campmany no había gozado jamás de tantísimas muestras de solidaridad, apoyo y cariño. Su buzón rebosaba, sus teléfonos hervirían de llamadas, su correo electrónico no paraba de recibir mensajes y el registro de entrada de la Conselleria llegaría incluso a colapsarse por la afluencia de misivas. Pero antes de eso, la noche misma del programa, Tea vivió todavía una nueva turbación. Tras la euforia del éxito y aún con su sabor instalado en el paladar, se despidieron las protagonistas del evento y ella se quedó sola en medio de una céntrica avenida llena de plátanos en los que empezaban a verdear las hojas. Inopinadamente, echó a andar hacia su casa. Le apetecía regresar dando un paseo, saborear aquel aire tibio, imbuido de suculenta nocturnidad. Entonces, rememorando los momentos estelares del programa, recordó que su móvil había sonado. Hurgó en su bolso, lo encontró (maniobra harto difícil teniendo en cuenta la cantidad de cosas que llevaba dentro) y observó la pantalla. Un aviso rezaba: 4 mensajes y una llamada perdida. Al apretar OK para ver de quién era, sintió la misma sacudida que la había acompañado durante toda la conferencia, mezclada con un confuso sentimiento de esperanza y tristeza. Sus manos temblaban ante las cuatro letras del nombre que aparecía escrito. Era el que más deseaba leer: Mati. Por qué diablillas no había funcionado el buzón de voz, nunca lo sabremos. Misterios de la técnica. Sólo tenía esas cuatro letras, sólo sabía que Mati la había llamado, pero no sabía para qué. Lo lanzó, de nuevo, al fondo del bolso y siguió caminando. Al llegar a su flamante piso de la Vila Olímpica, se quedó unos instantes sentada en el sofá contemplando el teléfono. Esta vez, el fijo. Sin duda tenía que responder a aquella llamada. Pero ¿qué le diría? ¿qué tono usaría? Estuvo unos segundos meditando. En su mente se mezclaban un sinfín de sentimientos contradictorios. Por fin, se armó de valor y marcó, dispuesta a declamar con su mejor voz de locutora. Oyó por el auricular el primer tono, encendió un cigarrillo y esperó la respuesta, otro tono, otro, otro... Se disparó el contestador. Habría salido, pensó, o quizá era ya demasiado tarde y se había ido a dormir, discurría oyendo la voz de Mati registrada en el mensaje. Sonaba tan dulce. Después vino el pitido horrendo que daba paso a la grabación. Tomó aire intentando controlar un leve temblor en sus cuerdas vocales y empezó a hablar: — Mati, he visto que me habías llamado. Supongo que se trata de alguna cuestión formal. Algún asunto pendiente. Algo que te has olvidado en mi casa, tal vez. Bien, ya me dirás, pero... aunque sé que no debo hacerlo, déjame confesarte que tu llamada me ha llenado de algo que sólo tú eres capaz de darme. Déjame decirte cuánto me faltas — se le quebraba la voz—, Y déjame también desearte que seas feliz sin mí. Sentada en una confortable butaca, Matilde Miranda, que estaba en casa, despierta y no tenía el contestador de telefónica, escuchaba con emoción las palabras de Tea a través del altavoz, sin poder contener un cimbreo de cascabeles recorriendo su cuerpo desde la punta del pelo hasta la planta del pie. — Lo que sea que necesites, sea cual sea el motivo de tu llamada — proseguía Tea—, aquí estoy y estaré siempre. Un impulso que pertenece a los sentidos y no a la razón empujó a Mati a levantarse de un salto y lanzarse al aparato. Descolgó cuando Tea había iniciado ya la despedida, apenas unos segundos antes de que llegara a cortarse la comunicación. — No, Tea — exclamó—. No te he llamado por ningún asunto formal. Te he llamado

para decirte que te quiero. Desde el exterior, llegaron acunadas por la cálida brisa nocturna, las notas de una conocida canción:

I just call to say I love you...

Y con aquellos acordes de fondo, durante unos segundos sólo se oyó la respiración de la una y de la otra cayendo como una lluvia de perlas en el auricular, viajando a través del hilo telefónico, hasta que Tea desestabilizó un poco aquella magia. — Y ¿cómo se te ha ocurrido llamarme en plena emisión? —Pensaba dejarte un mensaje en el buzón de voz — titubeó Mati—, pero no se disparaba ni a tiros... — A partir de ahí le costó bastante articular una frase entera—. ¿Cómo?... Yo qué sabía que tenías el móvil ahí... Sí, podía haber esperado, pero... — por fin, soltó un bufido y cogió carrerilla—, ya te he dicho que sólo quería dejarte un mensaje. Lo estabas haciendo tan bien, te estabas comprometiendo tanto. Quería disculparme por lo que te dije aquella vez de que tú no te mojas nunca... Ahí Tea la interrumpió. — Puedo asegurarte que hoy me he mojado como jamás en mi vida. ¡Me has dado tanto placer, Mati! También la inspectora García y la doctora Giménez habían visto el programa, cada una desde su casa, en la pantalla de un televisor solitario que, aquella noche, había brillado de emoción. Solas, la doctora con su inseparable Minerva, García con una copa de Bailey's como única compañía, se habían sentido conectadas a un mundo diferente a través de aquella pantalla. Ambas habían vuelto ya a la actividad laboral y, al día siguiente, compartirían otra vez el mismo barrio sin que el destino, como no había ocurrido hasta entonces, les diera la oportunidad de encontrarse por puro azar. Dirán las lectoras que el destino en una novela depende menos de la suerte que de la facultad de la narradora, que es quien le da forma, quita y pone a su antojo y se siente diosa, al menos por unas páginas. No son sólo esas veleidades de escritora, sino también exigencias del relato las que nos obligan a citar a las hadas y pedirles que nos acompañen para dar a cada historia el final que merece. A las once de la mañana, García solía bajar al bar de la esquina a tomarse un carajillo. La doctora Giménez tenía que pasar necesariamente por delante de aquel bar para ir a su consultorio. La primera visita la tenía a las 9 h., pero ya se sabe que las doctoras para henchirse de prestigio tienen que llegar bastante más tarde. Lo mismo que cuando se va a una fiesta. Queda fatal presentarse a la hora concertada e incluso durante los ciento veintitantos minutos siguientes. Justo cuando García salía del bar, pasaba ella por la puerta y casi se chocan. ¡Uy, perdone!, dijo una, ¡Ay, lo siento!, exclamó la otra, y al encontrarse las miradas empezó a sonar un coro de arpas que resonó por toda Chueca como en un anuncio de lotería navideña. A punto estuvieron de agarrarse a bailar a modo de vals, pero la templanza estuvo de su parte y ambas sonrieron con timidez y esbozaron palabras torpes y risas entrecortadas. — ¿Piensas ir a la manifestación del sábado? — preguntó la doctora con algo más de sentido práctico. — En el puente aéreo llegaríamos como señoras — respondió la inspectora. Fueron juntas al aeropuerto en un taxi. Se subieron al avión y charlaron y rieron sintiéndose tan unidas como si hubieran compartido escarceos escolares y los hubieran estado

rememorando durante toda su vida. Intercambiaron secretos y ayuda mutua. — Te veo mejor de tu teta — le comentó la doctora—. ¿Has seguido el tratamiento? — No lo he dejado. Gracias a ti el bulto ha menguado muchísimo, ya casi ni lo noto. — Bueno, pues a partir de ahora, dejas la medicación y te quedas sólo con las perlas de onagra. Te ayudarán a estabilizarte y además te irán bien para combatir la celulitis. Ya verás que hasta te eliminan las cartucheras. — ¡Uy! Genial, porque para mí, que soy poli, eso de tener cartucheras, no mola nada. Qué buena ginecóloga eres. — Pues voy a confesarte un secreto. A mí, en realidad, lo que me gustaría es ser forense. Como Scarpetta — exclamó la doctora. Emma García se sobrecogió de gozo. — ¿Conoces a Scarpetta?, ¿Kay Scarpetta, la protagonista de las novelas de Patricia D. Cornwell? — La misma. ¿No me digas que a ti también te gusta? — ¿Gustarme? ¡Gustarme es poco, soy su «fan» número uno! ¡Ah! — suspiró—. ¡Qué personaje! Entre ella y Scully me tienen robada el alma. — Y, en seguida, mirando aquellos ojos color mandarina, añadió—: Claro que tú, me has robado mucho más. —Se sonrieron ambas acarameladas cuando el avión iniciaba la maniobra de aterrizaje. Ya en la terminal, García meditaba en voz alta: — Pues tú serías una forense ideal. ¿Sabes qué? Hablaré con una amiga que tengo en atestados y veré que puedo hacer. La primera vez que se besaron fue en la manifestación, un momento antes de que iniciara su andadura. Estaban detrás de una pancarta que rezaba: «AtréveTE A entender». Miles de mujeres se habían concentrado ya en la avenida principal por donde había de transcurrir el recorrido y muchas más llegaban por las calles adyacentes. Cogidas por el brazo y unidas en una cadena, encabezaban la manifestación las de mayor popularidad y prestigio. Políticas, abogadas, periodistas, arquitectas, médicas, artistas, literatas, cineastas... y detrás, las históricas, las organizadas, las independientes, las amas de casa, las sin casa, las emigrantes, las olvidadas, Paca la peluquera y Azucena la del gimnasio, mujeres venidas de todos los lugares, jóvenes, maduras, rubias, pelirrojas, morenas, altas y bajas, llenitas y flacas, miles y miles y miles de mujeres cantando a coro, clamando por un mundo jubiloso y nuevo. Ese mundo que tú, lectora, también has soñado alguna vez.

Capítulo 21

Epílogo con verbena

Coincidiendo con la verbena de Santa Joana, se inauguró el complejo turístico rural Can Mitilene. A Karina no le quedó más remedio que devolverles a Gina y a Cecilia el dinero que les correspondía. Su bollera mamá desde Provincetown le hizo llegar el capital en dólares

USA por medio de transferencia bancaria. La anciana propietaria de los terrenos colindantes, no sólo no tuvo inconveniente en vender sino que, se sintió tan entusiasmada con el proyecto, que incluso cedió su enorme masía para ubicar allí la clínica de mujeres. Ella se instaló en la casa de la masovera, más pequeña, pero no por ello menos lujosa. La habilitó a su gusto, con una decoración de diseño que combinaba lo rústico y lo moderno. El salón quedaba abierto al exterior por una enorme cristalera y desde el sofá divisaba todo el complejo. Mucho mejor se veía aun desde la terraza en la que la ancianita solía instalarse los días de sol a otear el panorama. Tenía además, una pléyade de enfermeras a su cargo, a cual más bien plantada, que se iban turnando para atenderla y que nunca le faltara de nada. — ¡Ay, nena! — solía decirle a la que estaba de guardia—. Necesito un masaje en las lumbares, que las tengo muy resentidas. Y la enfermera posaba sus jóvenes pero experimentadas manos en la piel de terciopelo de la anciana, quien (disculpen las lectoras la ordinariez) se corría de gusto. Clara y Ana crearon la fundación «Madre hay más que una», con el fin de ayudar a las parejas de mujeres que tuvieran hijas, ya fueran adoptadas o concebidas de manera natural o artificial, por inseminación o por fusión de óvulos, como ellas mismas hicieran dos años antes en aquella clínica de San Francisco. (¿O era Houston, Texas?) Ahora que su hijita podría relacionarse con otras niñas de su misma condición habían visto claro que su experiencia no debía ser ocultada sino compartida, difundida y fomentada. Para ello, organizaban conferencias informativas, talleres prácticos, reuniones, actividades lúdico recreativas y hasta colonias infantiles. Inés Villamontes, en estrecha colaboración con Margarita Sureda, montó una especie de sucursal de su consultorio: un centro esotérico y de meditación en el que también se organizaban cursos, talleres y estancias para aprender y practicar todo tipo de terapias alternativas, filosofías, creencias y religiones varias. Y la panadera del pueblo instaló junto a una pérgola una granja-panadería-bollería en la que se podían comprar, o degustar en animada tertulia, los dulces más sabrosos de la comarca. Se construyó también el balneario con saunas, jacuzzis, hamams, gimnasios y todo lo que hiciera falta. La casa grande se amplió, se instalaron bungalows, jardines colgantes, pistas de deporte, salas de fiestas y, por supuesto, un palacio residencial para las ocas. En Can Mitilene no faltaba de nada. El día de la inauguración, basta la Honorabilísima en persona quiso estar presente. Bueno, en realidad no quería, pero su gabinete le advirtió que no era políticamente correcto ignorar el acontecimiento. De alguna manera había que paliar las declaraciones de su consellera en televisión. Debido al revuelo y a las muestras de apoyo recibidas, Gemma Campmany siguió al frente de la Conselleria de Agrocultura y tenía cada vez más puntos para hacerse con la presidencia en las próximas elecciones. A la Honorable no le quedaba más remedio que hacerse la progre y la graciosa en actos como éste. Su presencia, en cualquier caso, no fue precisamente bien acogida y sus comentarios fueron ingeniosamente aplacados por las ágiles lenguas de las auténticas protagonistas del acto. En un determinado momento, y con muy mala fortuna, por cierto, hizo alusión al «carácter discriminatorio de la institución», a lo que Cecilia respondió airada. — ¿A qué se refiere? — Desde que ustedes la regentan — sonrió mordaz la Honorable—, esta casa es conocida como la Mansión de las Tríbadas. Por algo será. — Pues, perdone que le diga, pero aquí admitimos a todo tipo de mujeres sin distinción de raza, sexo, religión o tendencia. — ¿Ha dicho sexo? — se extrañó la mandataria. — Si señora, incluso las que son hétero tienen aquí la puerta abierta.

Tea se adelantó para apoyar la afirmación de Cecilia: — Y para muestra, aquí me tiene a mí que soy dienta habitual. A la Honorabilísima se le pusieron los ojos como dianas de feria. Mati, para acabarlo de rematar hizo esta aclaración: — Es que, no sé si lo sabe, señora presidenta, pero mi novia es hétero y muy hétero. Tea asintió con un golpe de cabeza, los brazos cruzados y apoyado todo el peso de su cuerpo en una sola pierna. La verdadera fiesta tuvo lugar cuando la Honorable desapareció. Y ahí, sí, estuvieron todas, las históricas, las..., ¿para qué seguir?: Absolutamente todas incluidas Paca, la peluquera y Azucena, la del gimnasio. El día antes, Remei había tenido un pequeño percance que dio origen a lo que en el futuro sería costumbre autóctona de la casa. Tenía que hacer un pastel de celebración, pero, si bien como cocinera era una joya, como repostera era una negada y no podía permitirse un fracaso inaugural. Tampoco era cuestión de concederle la exclusiva a la panadera y que le robara protagonismo precisamente ese día. Se sentó en la banqueta de la cocina, con su delantal blanco tapándole las rodillas, buscando una solución al problema y no sabe qué fue exactamente lo que hizo que se le encendiera la bombilla, pero pronto anunció que habría pastel sorpresa. — ¿Sorpresa, por qué? —le preguntó Nati—. En todas las celebraciones hay un pastel. — Pero éste es especial. Ya verás. Llegado el momento, apareció en escena con un enorme pastel de tortillas en el que, sobre la salsa rosa, se leía Can Mitilene, debajo, el año en curso y, en medio, una enorme vela en forma de Venus con una antorcha encendida que todas a coro apagaron de un soplo. — Desde hoy y para siempre — sentenció la cocinera—, los aniversarios, en esta casa se celebran con un pastel de tortillas. — Muy propio — dijo alguien. Hubo música, actuaciones, la más celebrada a cargo de la coral «Les Veus de Venus», que regaló los oídos de la audiencia presentando un repertorio espléndido; se sirvieron ricos manjares y bebida a raudales. Fue un encuentro delicioso en el que viejas conocidas tuvieron ocasión de compartir charlas, bromas y brindis. Minerva y Tilita mostraron sin pudor su alegría al reencontrarse y corrieron por todo el recinto en una alegre persecución. Azafrán, aprovechó el tumulto para internarse en la cocina y saltarse su estricta dieta. Se puso morado de croquetas de bacalao y palitos de cangrejo que robó de una bandeja, luego hundió el morro en el cubo de la basura y, cual gatito arrabalero, engulló todo lo que su estómago pudo admitir. Lo encontraron al día siguiente bajo los faldones de la mesa camilla, con un empacho descomunal y una sonrisa beoda que delataba su hazaña. La gata Cristi prefirió retirarse a un lugar tranquilo. Se fue dando un paseo hasta la terraza de su anciana vecina y se sentó junto a ella a contemplar desde aquella privilegiada atalaya tan delicioso espectáculo. Farolillos de feria engalanando el jardín, guirnaldas extendidas de un árbol a otro, bengalas iluminando la noche con su alegre chisporroteo, cohetes que se alzaban intentando alcanzar las estrellas, mujeres que bailaban, que reían, que charlaban. Ahí estaba la doctora Giménez platicando con Núria Capell, allí, la inspectora García, ataviada con tejanos, pelo suelto y lentillas, saludando a una atractiva Montse Murals no sin disimular su sorpresa por el cambio de imagen. Por supuesto, no llevaba uniforme, pero, además, se había quitado las gafas de sol y mostraba una hermosa mirada de ojos claros. — Se ha puesto rímel, ¿no? — le estaba preguntando. — Sí —sonreía la agente. — Muy bien, Murals, pero cuando esté de servicio no quiero verla con rímel, ni con sombra de ojos, ni colorete, ni nada por el estilo. ¿Estamos? — Estamos, jefa.

Más allá, en un recodo del jardín, bajo la luz anaranjada de una farola, Adelaida Duarte, Tea de Santos, Matilde Miranda y Gemma Campmany compartían tertulia apurando una botella de whisky de Malta. Un proyecto arriesgado el de la clínica, comentaban, las leyes no iban a estar de su parte. — Falta aún mucho para que la sociedad entienda y acepte que dos personas que se aman quieran procrear, al margen de su sexo — se lamentó la consellera. — Hecha la ley, hecha la trampa — intervino Núria Capell que acababa de sumarse al grupo junto a Marisa Giménez. —Ya encontraremos la fórmula — añadió la doctora. Matilde llenó las copas y, antes de que se alzaran para un brindis, hizo la siguiente pregunta: — Oye Tea, si tú y yo tuviéramos una hija, ¿cómo crees que nos saldría: bollo o hétero y muy hétero? Una sonora carcajada retumbó en el aire y se expandió por los confines de la noche verbenera. Mezclada con los acordes de un pasodoble y el retumbar de los petardos, llegó hasta los oídos de la gata Cristi. Ahora, acurrucada en el regazo de la anciana, esbozaba, con los bigotes levantados, una felina y plácida sonrisa. Ambas ronroneaban.

LA MANSIÓN DE LAS TRÍBADAS 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21.

Ellas Astenia Primaveral Naufragios Ponerse en marcha Las noticias vuelan Ritmo de la noche Una mañana agitada Única testiga En las horas siguientes Lecciones de fonética La vorágine urbana Perfumes Tramontana Viernes de dolor Uno, dos, tres coches Sospechas Puertas que se abren, puertas que se cierran Domingo de Resurrección Freedom is coming Más que amor, frenesí Epílogo con verbena

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