Francesco Carnelutti - Cómo se hace un proceso
May 4, 2017 | Author: Rooswelth Gerardo Zavaleta Benites | Category: N/A
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PREFACIO Confieso que este curso minúsculo de lecciones me ha costado mucho trabajo. De ello tuve conciencia desde el principio, al punto de que, si no me hubiese persuadido de la máxima utilidad de la iniciativa que responde a la fórmula de Clase única, viejo y cansado como estoy, no habría asumido el compromiso. Las dificultades, que he tratado de superar y que no estoy del todo seguro de haber superado, dependen de la necesidad de una exposición excepcionalmente sintética y simple. Síntesis en un doble sentido, por la amplitud del contenido y por la estrechez del continente. Restringir a quince lecciones, cada una de las cuales debe durar aproximadamente un cuarto de hora, el estudio de todo el proceso, comprendiendo sus dos formas elementales, la penal y la civil, puede parecer empresa desesperada. Ya la exposición paralela de esas dos formas presenta dificultades tan graves, que, en el campo científico, no se ha intentado todavía seriamente; además de que por la extraordinaria brevedad del espacio dentro del cual ha de contenerse, las lleva a la simplificación. Si se considera, por otra parte, que una tal exposición tiene que adaptarse a un público desprovisto por definición de toda preparación jurídica, surge una nueva dificultad que hace el cometido casi imposible. No digo que más de una vez no haya sido esta mi impresión durante el trabajo; pero, al final, y a pesar del riesgo, me he sentido contento de haberlo corrido. Cierto es que si el librito cayera por casualidad ante los ojos de algún entendido, no podría él menos que encontrar gran cantidad de defectos: lagunas, desarmonías, aproximaciones y hasta inexactitudes; tanto el rigor como la perfección no podían menos que verse sacrificados por la brevedad de la exposición, y más aún por su accesibilidad. Pero si es un verdadero entendido, podrá, también, advertir que ciertas simplificaciones, ciertos esbozos, ciertas aproximaciones, me han servido acaso, en último análisis, para profundizar y aclarar mis propias ideas acerca del proceso. También esta vez, como siempre y más acaso que siempre, el esfuerzo por hacerme comprender me ha servido para comprender.
I EL DRAMA No se excluye que la RAI (Radio Italiana), al, proponerme el tema de las lecciones de derecho para la reanudación de la Clase única, se haya inspirado en un criterio que pudiéramos llamar de actualidad. El interés del público por los procesos, ante todo penales, pero también civiles, ha existido siempre; pero hoy, acaso, con los estímulos de la prensa y del rotograbado, ese interés ha llegado al paroxismo. El palacio de justicia de Roma, en los días del proceso Muto, estaba más concurrido acaso que el estadio el día del partido entre el Lacio y el Roma; y el apasionamiento no era menor entre la muchedumbre. El proceso contra el joven Muto era un proceso penal; pero recuerdo que cuando hace muchos años defendí ante la Corte de Apelación de Florencia la famosa causa civil entre los esposos Bruneri y aquel que otra familia había reconocido como el desaparecido capitán Canella, los accesos a la calle Cavour, en las proximidades de la plaza de San Marcos, estaban interceptados, para contener el alud de gente que quería asistir, por una compañía de soldados. ¿Por qué tanta curiosidad? ¿Queréis que respondamos crudamente? Pues, porque la gente está ávida de diversión. En uno de mis coloquios de la tarde, a ratos perdidos, recuerdo que me detuve en el concepto de diversión, que es una desviación del curso normal de nuestra vida, una especie de paréntesis que el hombre introduce en ella, o cree introducir en ella, a su placer. En realidad, en el teatro, en el cinematógrafo, en el estadío, en la Corte de Assises, se vive la vida de los demás y se olvida la propia. ¿No es así? Pero para que pueda esto ocurrir, es necesario que la vida de los demás esté comprometida en el drama, que es un rudo contraste de fuerzas, de intereses, de sentimientos y de pasiones; entonces se produce una especie de evasión de la propia vida en virtud de la cual el espectador se identifica con los actores y hasta, con uno solo de ellos, ya que cada cual termina por adoptar su héroe. Este es el origen de esa participación del público que hoy toma el nombre de apasionamiento, y que no solo en los espectáculos circenses encuentra sus más clamorosas y aun más escandalosas manifestaciones. Hasta ahora ha surgido una analogía entre la Corte de Assises y el teatro, acerca de la cual tendremos oportunidad de volver; pero se debe tener presente la diferencia. En el teatro, si la ficción escénica consigue su objeto, se puede tener incluso la ilusión de un drama verdadero; pero al menos en las pausas la ilusión desaparece. Lo contrario debiera ocurrir en las competiciones deportivas; y así ocurría por cierto en el Circo Máximo cuando uno de los dos gladiadores ponía en ello la vida; pero las recientes aventuras de la trigésima séptima Vuelta de Italia han sugerido la sospecha a más de uno de que no todos los corredores, y sobre todo los predilectos del público, lo hiciesen en serio. Pues bien, una duda de esta índole no se presenta en la Corte de Assises. Las aventuras de Rina Fort o de la condesa Bellentani eran tan dramáticas, que parecían inventadas; pero ninguno de los apasionados que asistían a aquellos procesos, ignoraba que lo que se ponía verdaderamente en juego era la vida. Sin embargo, como le ha sido negada, hoy, a la esencial crueldad de la multitud la posibilidad de saciarse viendo correr la sangre en la arena, no le queda para gozar de aquel escalofrío más que el aula de la Corte de Assises. El parangón que hasta ahora he sostenido entre el proceso y la representación escénica o el juego deportivo, no lo he inventado ciertamente; más de una vez, por el contrario, han hablado de él filósofos, sociólogos, y juristas. Precisamente no hace mucho ha sido este el argumento de un diálogo entre CALAMANDREI, uno de mis sutiles colegas italianos, y yo. Un rasgo común, entre otros, a la representación y al proceso es que cada uno de ellos tiene sus leyes; pero si el público que asiste a la una o al otro, no las conoce, no comprende nada. Ahora, si las reglas no son justas, también los resultados de la representación o del proceso corren riesgo de no ser justos, lo cual, cuando se trata de un partido de fútbol o una pelea de boxeo, no significa una tragedia, pero cuando la apuesta es la propiedad o la libertad, amenaza al mundo, que tiene necesidad de paz para hacer su recorrido, pero la paz tiene necesidad de justicia, como el hombre de oxígeno para respirar. Precisamente las reglas del juego no tienen otra razón de ser que
garantizar la victoria a quien la haya merecido; y preciso es saber lo que vale esa victoria para captar la importancia de las reglas y la necesidad de tener una idea de ellas. Podrá parecer a alguien que la alusión recientemente hecha a los antiguos combates del Circo Máximo, en que los gladiadores arriesgaban la vida, es demasiado violenta, y que no se llega a tanto en el proceso. ¿De veras? Supongamos que la pena de muerte, en Italia, haya desaparecido íntegramente, aunque no es así, por lo menos, en el derecho militar, como tampoco ha desaparecido totalmente la tentación de restablecerla. Sin embargo, la libertad vale más que la vida "como lo sabe quien por ella rehúsa a la vida"; y aunque haya dicho yo, en el curso de Cómo nace el derecho, que esta sagrada palabra debe tomarse en sentido más alto de lo que creen aquellos para quienes se resuelve dicha libertad en la posibilidad de hacer lo que agrada, e incluso precisamente por ello, lo cierto es que en la mayor parte de los procesos penales, incluso en los que pueden parecer menos graves, está en juego la libertad del imputado. Y si no la libertad, otros bienes de grandísimo valor constituyen la apuesta del proceso civil, donde no siempre se trata únicamente de intereses materiales: en ocasiones, está en juego el problema mismo de la persona humana, que se apuesta con una solemnidad sin paralelo. Por eso, si el público italiano, y hasta el público de todo el mundo, se ha apasionado tan vivamente con las alternativas judiciales del desconocido de Collegno, fue porque es cosa grave reconocer o negar a un hombre su propia identidad personal y con ello vincularlo con su pasado o desvincularlo de él. Como en los procesos de paternidad, en que se trata de ahondar en los misterios de la generación y se corre el riesgo de dejar a un hombre sin padre o de asignarle un hijo que no sea el suyo, la materia es igualmente solemne. Por supuesto, no tiene tanta importancia la discusión acerca de la propiedad, que constituye la materia acostumbrada de los juicios civiles, los cuales parecen en la mayoría de los casos dedicados a los intereses materiales, menos elevados sin duda que aquellos supremos intereses morales de que hasta ahora hemos hablado; pero sería necesario comprender cómo la propiedad es la otra cara de la libertad para hacerse cargo de la aspereza y de la tenacidad de los hombres cuando discuten acerca de lo mío y de lo tuyo; y de la gravedad del peligro de que a través del proceso se viole la frontera entre lo mío y lo tuyo. Quiero decir con esto que el interés del público, que constituye una especie de halo en tomo al proceso, es el signo infalible del drama que en él se ventila, así como de su valor para la sociedad y para la civilización. Si a ese drama, o más bien al drama en general, tratamos de ponerle un nombre, este es el de la discordia. También concordia y discordia son dos palabras que, como la de acuerdo, que tanta importancia tiene para el derecho, provienen de corde (corazón): los corazones de los hombres se unen o se separan; la concordia o la discordia son el germen de la paz o de la guerra. El proceso, después de todo, es el subrogado de la guerra. Es, en otras palabras, un modo para domesticarla. Pensad, por ejemplo, para ayudaros a comprender esta verdad fundamental, acerca de aquella forma de guerra legalizada que era el duelo. Más adelante veremos justamente qué interés tiene el duelo en el proceso. Recordemos, por ahora, lo que dijimos en el curso anterior acerca de las relaciones entre el derecho y la guerra: el derecho nace para que muera la guerra. A este fin no puede hacer más que ponerle una mordaza. El duelo es una guerra aprisionada. En lugar de bellum omniuni contra onines [la guerra de todos contra todos], es la guerra solo entre dos, entre los adalides. A tal punto es un combate el proceso, que en ciertos tiempos y entre ciertos pueblos se lo hace con las armas: el éxito del duelo indica el juicio de Dios. Más adelante los medios del combate se transforman y la relación entre vencer y tener razón se invierte: no ya quien vence es el que tiene razón, sino que quien tiene razón resulta vencedor; sin embargo, el vencer y el perder, que continúan significando las suertes del proceso, expresan todavía su contenido bélico: si el proceso se asemeja por su estructura al juego, en la función hace las veces de la guerra; ne cives ad arma veniant [para que los ciudadanos no lleguen a las armas] decían los romanos: se acude al juez para no tener que acudir a las armas. El proceso es un juego terriblemente serio, en una palabra. De ello tiene la sensación el público que llena las salas o lee con avidez las crónicas judiciales. En los estadios no está ya en juego la vida de los
luchadores; pero en los tribunales la multitud puede gozar de veras el crudo espectáculo de la discordia. Puede gozarlo; pero es difícil que se interiorice en el drama como debiera para que pueda beneficiarse del goce. Casi siempre la participación no pasa de la superficie. Los cronistas judiciales, que debieran ser los espectadores más perspicaces, son desgraciadamente responsables de captar únicamente los aspectos exteriores del espectáculo. Sus narraciones que son a menudo ricas en particularidades y no raramente en indiscreciones y petulancias, casi nunca descubren las razones por las cuales se agita y se apasiona el público. Una leyenda que debería escribirse en las salas de los tribunales para que la gente comprendiera un poco mejor los dramas que en ellas se representan, pudiera ser la antigua máxima: concordia minimae res crescunt, discordia maximae dilabuntur [por la concordia las cosas mínimas crecen, por la discordia hasta las mayores se desbaratan]. Lo que allí se ve son las tristes consecuencias de la lucha "entre aquellos a quienes un muro y una fosa cercan". Hombres contra hombres, ciudadanos contra ciudadanos, esposos contra esposas, hermanos contra hermanos. Hermanos contra hermanos, he dicho, no solo en el sentido espiritual, sino también en el sentido camal de la palabra. Los expertos en el proceso, jueces o defensores, sabemos que las experiencias más sangrientas son precisamente aquellas en que luchan entre sí los descendientes de un tronco común. Todo esto he querido deciros a modo de introducción a nuestros coloquios, a fin de que os hagáis cargo de que el argumento de ellos no es tanto la ley como la vida en uno de sus más dolientes y peligrosos aspectos: las leyes no son más que instrumentos, pobres e inadecuados, casi siempre, para tratar de dominar a los hombres cuando, arrastrados por sus intereses y sus pasiones, en vez de abrazarse como hermanos tratan de despedazarse como lobos. El estudio de tales medios en sí puede parecer árido y abstracto; pero quisiera haceros ver siempre sobre el fondo del cuadro esa inquieta y doliente humanidad a la cual nuestros esfuerzos, a menudo demasiado en vano, tratan de poner remedio.
II EL PROCESO PENAL El proceso penal sugiere la idea de la pena; y esta, la idea del delito. Por eso el proceso penal corresponde al derecho penal, como el proceso civil corresponde al derecho civil. Más concretamente, el proceso penal se hace para castigar los delitos; incluso para castigar los crímenes. A propósito de lo cual recuérdese que no se castigan solamente los delitos, sino también esas perturbaciones menos graves del orden social, que se llaman contravenciones. Precisamente porque los delitos perturban el orden y la sociedad necesita de orden, al delito debe seguir la pena para que la gente se abstenga de cometer otros delitos y la misma persona que lo ha cometido pueda recuperar su libertad, que es el dominio de sí, y con ella la capacidad de reprimir las tentaciones, que desgraciadamente nos acechan continuamente a lo largo de nuestro camino. Uno ha robado: he aquí el delito; debe ponérsele en prisión: he ahí la pena. En esta simple fórmula el delito y el castigo se consideran como dos hechos equivalentes, cuya equivalencia incluso restablece el orden social; pero esa equivalencia disfraza la estructura profundamente diversa del uno y del otro: una diversidad que se manifiesta, entre otras cosas, en el plano temporal. Hay ciertos delitos largamente preparados; ciertos hurtos, por ejemplo, que exigen mucha paciencia; en materia de homicidio se habla a este respecto de premeditación; pero frecuentemente, en cambio, el delito ocurre tan rápidamente que se puede decir de él que es instantáneo: por ejemplo, un homicidio en riña o un hurto con destreza. La premeditación, en cambio, si es un carácter accidental del delito, es un carácter esencial del castigo. Cuando oímos decir que la justicia debe ser rápida, he ahí una fórmula que se debe tomar con beneficio de inventario; el cliché de los llamados hombres de Estado que prometen a toda discusión del balance de la justicia que esta tendrá un desenvolvimiento rápido y seguro, plantea un problema análogo al de la cuadratura del círculo. Por desgracia, la justicia, si es segura no es rápida, y si es rápida no es segura. Preciso es tener el valor de decir, en cambio, también del proceso: quien va despacio, va bien y va lejos. Esta verdad trasciende, incluso, de la palabra misma "proceso", la cual alude a un desenvolvimiento gradual en el tiempo: proceder quiere decir, aproximadamente, dar un paso después del otro. El homicidio en riña, dijimos, es un ejemplar de delito instantáneo; pero como siempre ocurre, apenas escapa el muerto, como dice la gente, se escabullen los que reñían; la policía, en nueve de cada diez veces, aunque acuda con urgencia, llega cuando todos han desaparecido; entonces comienzan las investigaciones, pero aquello (y la triste crónica de estos días ofrece algún ejemplo clamoroso de ello) es como buscar un alfiler en la arena de la playa. ¿Cuánto tiempo se necesitará para descubrir a los que tomaron parte en la riña? Supongamos que se los capture; pero ¿serán ellos? En cuanto a los arrestados, nueve de cada diez dirán que no. Testimonios, interrogatorios, reconocimientos, careos: cosas todas ellas fáciles de decir, pero difíciles de hacer. Y aunque uno confiese: sí, yo he sido quien ha disparado, dirá en nueve de cada diez veces, pero si no lo hubiese matado yo a él, él me hubiera matado a mí; y se debe probar si es esto verdad, pues de serlo, el homicida no debería ser castigado. Un ejemplo como este basta para demostrar cuáles son las primeras dificultades por las cuales el castigo, desgraciadamente, no puede ser rápido, como lo es el delito. Y esas exigencias, lógicamente, se explican reflexionando que castigar quiere decir, ante todo, juzgar. El delito, después de todo, puede hacerse de prisa precisamente porque a menudo es sin juicio; si quien lo comete tuviese juicio, no lo cometería; pero un castigo sin juicio sería, en vez de castigo, un nuevo delito. Pues bien, el juicio es la mayor dificultad que el hombre encuentra en su camino. Nuestra tragedia está en que no podemos actuar sin juzgar, pero no sabemos juzgar. Cuando el Señor nos dijo: no juzguéis, quiso precisamente decir: despacio, en el juzgar, porque es muy fácil equivocarse. Pero, ¿cómo se puede castigar a uno sin juzgarlo? El proceso penal, por consiguiente, es en su esencia un juicio; pero si se lo llama proceso es cabalmente para dar a entender que el juicio procede, o debe proceder, o no puede menos de proceder, con pies de plomo.
Detengámonos un poco. Unos disparos de pistola llaman la atención de la gente; la gente acude a la policía; la policía inicia sus investigaciones. Pero la policía no basta; ella es un instrumento necesario, pero insuficiente a los fines tanto de la prevención de los delitos como de su castigo; y no se debe ocultar que no pocas veces es peligrosa. El sargento de los carabineros o el comisario de seguridad pública, después de las indagaciones más urgentes, debe dejar paso al juez. Y el juez, ya se sabe, tiene que proceder con cautela: examen de las relaciones, inspección del cadáver, de las cosas, de los lugares, interrogatorio a los testigos, audición del imputado, solo sirven, por lo menos en los casos más graves, para darle una primera orientación, en virtud de la cual le será posible, no ya saber sin más si debe o no castigar, sino si debe abrir a este fin una investigación pública. Más adelante veremos cuáles son las razones que aconsejan la publicidad del juicio penal; aunque esta, precisamente por agravar el sufrimiento y el daño del imputado, no se la debe encarar sino cuando se ofrecen serias probabilidades de culpabilidad en él. He aquí por qué, como diremos mejor a continuación, el proceso penal se desdobla normalmente de lo que resultan dos fases distintas, una de las cuales toma el nombre de instrucción y la otra el de debate; las cuales sirven, no tanto para castigar, cuanto para saber si se debe castigar; de no hacerlo así, se correría el riesgo de castigar a inocentes. Solo que tampoco ese doble examen que se hace normalmente mediante la instrucción y el debate, exime del error judicial, que puede ser tanto positivo (condena de un inocente) como negativo (absolución de un culpable). Ocurre en esta materia como en los cálculos matemáticos, que, no tanto para estar seguros cuanto para reducir las probabilidades de error, no hay otro camino más que el de volver a realizar la operación. Si no siempre, sí, por lo menos, las más de las veces este es el camino que se sigue en el proceso penal. Volveremos a hablar de ello mejor más adelante. De cualquier modo, ya desde ahora, a lo dicho para describir un proceso penal se debe agregar que con frecuencia, por no decir siempre, salvo que asuma una cierta importancia, el proceso penal, después de hecho, ya termine en la condena o en la absolución, se rehace, si bien este rehacerse no sea en todo igual a cuando se lo hizo por primera vez. Y puede también ocurrir que no baste rehacerlo una sola vez, pues, en una palabra, la sed de justicia, que debiera saciarse ante todo con el proceso penal, no se extingue jamás. Ahora bien, después de estas explicaciones, la palabra "proceso" nos ha descubierto acaso un poco de su secreto. Se trata en honor a la verdad, de un proceder, de un caminar, de un recorrer un largo camino, cuya meta parece señalada por un acto solemne, con el cual el juez declara la certeza, es decir, dice que es cierto: ¿el qué? Una de estas dos cosas: o que el imputado es culpable o que el imputado es inocente. Meditemos también acerca de estas dos hipótesis. Si es inocente, el proceso en verdad está terminado, y todos tienen la impresión de que ha terminado del mejor de los modos; pero la verdad es que en este caso la máquina de la justicia ha trabajado con pérdida, y la pérdida la constituyen, no solo el costo del trabajo realizado, sino sobre todo el sufrimiento de aquel a quien se lo imputó y a menudo hasta se lo encarceló, cuando nada de esto debía hacerse con él; sin hablar de que no raras veces para su vida ello ha sido una tragedia, si no una ruina. Desde ahora debéis comprender que la llamada absolución del imputado es la quiebra del proceso penal: un proceso penal que se resuelve con una tal sentencia, es un proceso que no debiera haberse hecho, y el proceso penal es como un fusil que muchas veces se encasilla cuando no suelta el tiro por la culata. De todos modos, decíamos, cuando se cierra con la absolución, el proceso penal termina verdaderamente, mientras que no ocurre así en el caso opuesto, cuando se pronuncia una condena contra el imputado. También en este caso la impresión es que, hecha definitiva la condena, ocurre como en el teatro cuando al final del último acto cae el telón y se vacía la sala; pero no sería exagerado decir que en el teatro de la justicia por el contrario, el drama no solo continúa sino que da la sensación de estar comenzando. Condenar no quiere decir, después de todo, más que ordenar el castigo; pero este, después de ordenado, debe ser ejecutado, y la ejecución, muy frecuentemente, dura años y años, y no pocas veces dura toda la vida del condenado. Con la condena definitiva cae efectivamente el telón en uno de los teatros de la justicia, pero se alza en otro: el primero se llama tribunal, el segundo penitenciaría. Y el proceso
sigue procediendo, continúa su triste camino. La condena, al cabo, se asemeja a la diagnosis del médico: un hombre está enfermo y se le debe curar, dice este; un hombre es culpable y debe ser castigado, ha dicho el juez; pero ¿ha terminado el cometido del médico cuando ha diagnosticado la enfermedad y prescrito la cura? Tampoco el oficio del juez queda cumplido cuando ha pronunciado la condena. De acuerdo con los técnicos después del proceso de cognición, que sirve para conocer si un hombre es culpable o inocente, cuando se resuelve con la condena, viene el proceso de ejecución, sin embargo, durante mucho tiempo se ha creído que la ejecución era algo muy diverso de la cognición y no tenía nada de común con el proceso. Claro, últimamente, se han modificado estas ideas. Hoy, por ejemplo, se piensa que son, en cambio, dos fases de un mismo proceso, como son dos fases de la medicina el diagnóstico y la cura. Con esta diferencia por desgracia en daño de la cura del alma en comparación con la cura del cuerpo, se dice, que igualmente, cuando la experiencia de la cura advierte al médico que el diagnóstico estaba equivocado, puede él corregirlo, sería absurdo que no se lo pudiera hacer también así respecto del alma; pero en cambio la cura del culpable prescrita por el juez con la sentencia de condena, salvo casos excepcionales, es por desgracia irrevocable, y son pocos, incluso poquísimos, los que se rebelan contra este absurdo. De todos modos, decíamos, al transferirse del tribunal a la penitenciaría, el proceso continúa su triste camino. También aquí la gente tiene impresiones equivocadas, que debo tratar de rectificar. Se tiene la impresión de que, cuando la pena infligida con la condena ha sido expiada, o como se dice, cuando se ha cumplido la condena el camino ha llegado por fin a la meta. Pero ¿cuál es la meta de la cura de un enfermo, sino su curación? Si la cura no resulta, ¿no se intenta otra? En cambio, la cura del delito, que es el proceso penal, termina de todos modos en el momento fijado, sin que nadie se preocupe por saber si se ha curado el enfermo ni cuál habrá de ser su suerte cuando se le haya dado de alta en el hospital. Por desgracia, las curaciones son pocas. Las hay, naturalmente; sería injusto negar un cierto progreso también en este sentido. Por eso cuando el enfermo se decide a recuperar la salud, la cárcel, como el hospital, no es ya un lugar de dolor; entonces el camino se alegra, como cuando al frío del invierno sucede el calor de la primavera; pero la verdad es que esos enfermos, cuando curan, nadie sabe si han curado siquiera; y si alguien lo sabe, los demás no lo creen. La gente los considera enfermos todavía, temen su contagio, los rehuyen y rechazan; y así aquel retorno a la vida que ellos soñaron para cuando se les abrieran las puertas de la cárcel, se resuelve en una desilusión atroz, pues si ellos se han hecho con la expiación idóneos para ser reincorporados a la sociedad, esta se niega a admitirlos. De esta manera, aun cuando parezca que ha conseguido su fin, el proceso penal ha fracasado en su objeto.
III EL PROCESO CIVIL El proceso civil se distingue, a simple vista, del proceso penal, por un carácter negativo: no hay un delito. Siendo el delito negación de la civilidad, podríamos llamar al proceso penal a fin de entendernos, un proceso incivil; y al proceso civil, en cambio, lo llamaríamos civil porque se realiza inter cives, es decir, entre hombres dotados de civilidad. Esta es la apariencia; pero si bien se mira hay algo más hondo, que puede modificar la primera impresión. Es asunto, ante todo, de entendemos sobre el concepto de civilidad. Civilitas es el modo de ser del civis o también de la civitas, es decir, del ciudadano y de la ciudad. También desde este punto de vista surge un rayo de luz de la palabra: civis, probablemente, deriva, de cum ire, ir o andar conjuntamente. La civilidad no es, pues, otra cosa que un andar de acuerdo; pero si los hombres tienen necesidad del proceso, quiere ello decir que falta el acuerdo entre ellos, Y vuelve a aflorar aquí el concepto aquel del acuerdo que ya dijimos es fundamental para el derecho. El bacilo de la discordia es el conflicto de intereses. Quien tiene hambre, tiene interés en disponer del pan con que saciarse; si son dos los que tienen hambre y el pan no basta más que para uno, surge el conflicto entre ellos. Conflicto, que, si los tales son inciviles, se convierte en una lucha: en virtud de esta, el más fuerte se sacia y el otro continúa con hambre. En cambio, si fuesen enteramente civiles o civilizados, se dividirían el pan, no según sus fuerzas, sino según sus necesidades. Pero puede darse también un estado de ánimo del que no surja la lucha, pero del que puede surgir de un momento a otro: uno de los dos quiere todo el pan para sí y el otro se opone a ello. Una tal situación no es aún la guerra entre ambos, pero la contiene en potencia por lo cual se comprende que alguien o algo deba intervenir para evitarla. Ese algo es el proceso, que se llama civil porque todavía no ha surgido el delito que reclama la pena; y la situación frente a la cual interviene, toma el nombre de litis o litigio. La litis es, pues, un desacuerdo. Elemento esencial del desacuerdo es un conflicto de intereses: si se satisface el interés del uno, queda sin satisfacer el interés del otro, y viceversa. Sobre este elemento sustancial se implanta un elemento formal, que consiste en un comportamiento correlativo de los dos interesados: uno de ellos exige que tolere al otro y la satisfacción de su interés, y a esa exigencia se la llama pretensión; pero el otro, en vez de tolerarlo, se opone. No hay necesidad de agregar que la litis es una situación peligrosa para el orden social. La litis no es todavía un delito, pero lo contiene en germen. Entre litis y delito, hay la misma diferencia que existe entre peligro y daño. Por eso litigiosidad y delincuencia son dos índices correlativos de incivilidad: cuando más civil o civilizado es un pueblo, menos delitos se cometen y menos litigios surgen en su seno.
En la litis va siempre implícita una injusticia. En efecto, no es posible que ambos litigantes tengan razón, esto es, que tanto la pretensión como la oposición respondan a la justicia: o es justa la una o es justa la otra, o una y otra solo son justas en parte. Ahora bien, la injusticia perturba el orden y la paz social. Por eso es necesario, no tanto que los litigantes se pongan de acuerdo, cuanto que el acuerdo sea justo; tampoco en música un acorde que desentone, es acorde. No se debe creer, pues, socialmente útil que uno de los dos se rinda a la voluntad del otro, si es injusta; en tales casos, no hay más que una apariencia de paz, ya que la paz sin justicia no es paz. La moral no aconseja nunca la vileza: resistir al comportamiento injusto del adversario no es contrario sino conforme a la moral. De ahí que, para eliminar el litigio, no sirva tanto un medio que impida a la litis que degenere en lucha abierta, cuanto un medio, que, encontrando la senda de la justicia, componga a los litigantes en paz. Este medio es el proceso civil. El proceso civil, pues, opera para combatir la litis, como el proceso penal opera para combatir el delito. Pero la acción, o mejor la reacción del proceso civil, es más compleja que la del proceso penal. Este último, mientras no se dé, si no propiamente la existencia, por lo menos la apariencia de un delito, no se pone en movimiento. En cambio, el proceso civil puede operar, no solo para la represión, sino también para la prevención del litigio, a fines higiénicos y no terapéuticos. Precisamente la actividad preventiva del proceso civil se da en presencia de ciertas situaciones que pueden propiciar la injusticia. Por eso, porque la injusticia es el bacilo de la discordia, el proceso opera a fin de que no se manifieste. A estas dos formas del proceso civil, preventiva o represiva, se podría dar genuinamente el nombre del proceso civil con litis o sin litis; pero la ciencia jurídica, que no ha llegado todavía a descubrir, no tanto la distinción, cuanto la coordinación entre ellas, utiliza las dos fórmulas, mucho menos claras, de proceso contencioso y proceso voluntario. El proceso civil voluntario, que tiene por tanto carácter preventivo, es la figura menos importante, o con más exactitud, menos compleja de las dos; por eso escapa fácilmente a la atención de quien no se ocupa de él. Sin embargo, es harto conocido que en muchos casos se recurre al juez para obtener permisos, autorizaciones, convalidaciones de ciertos actos respecto de los cuales es más grave el peligro de injusticia. Por ejemplo, cuando alguien quiere adoptar a otro como hijo, o cuando el esposo quiere vender un bien dotal, o cuando el progenitor quiere realizar un negocio que excede de la administración ordinaria sobre los bienes de sus hijos menores, o cuando varias personas quieren constituir entre sí una sociedad por acciones: esos actos no quedan válidamente realizados sin la intervención del juez, quien tiene precisamente el deber de impedir que se lleven a cabo si no responden a la justicia. Pero para cumplir con ese deber realiza a su vez y ordena realizar una serie de actos que constituyen un proceso; ese proceso, no siendo evidentemente un proceso penal, no puede ser más que un proceso civil. La figura del proceso civil que más llama la atención del público, es el proceso represivo, o contencioso, como se lo quiera llamar, que se desarrolla en presencia de un litigio; será uno que pretende ser hijo de otro, mientras ese otro niega ser su padre; será uno que sostiene tener la propiedad de un poder que otro posee, mientras ese tal no quiere reconocer su propiedad; serán dos vecinos que litigan acerca de una servidumbre de paso, que el uno reclama y el otro discute; serán dos socios que no están de acuerdo acerca de la parte de utilidades que a cada uno de ellos le corresponde; serán los herederos legítimos que afirman la nulidad del testamento a favor de un extraño mientras este está convencido de su validez; será el vendedor de una mercadería que pide el pago del precio mientras el comprador quiere restituírsela porque, según él, no responde a la calidad pactada. En todos estos casos, y en mil casos más, en que el egoísmo pone en desacuerdo a los hombres que se encuentran en conflicto de intereses, vemos que se dirigen al juez para pedirle cada cual que le dé a él la razón y se la niegue al otro litigante. El proceso civil contencioso se caracteriza, pues, por un contraste entre dos hombres o entre dos grupos de hombres, cada uno de los cuales pretende tener razón o se queja de la injusticia del otro, lo que viene a ser lo mismo. El proceso penal se realiza aun cuando el que ha cometido un delito se reconoce culpable de él y admite que debe ser castigado; no así el proceso civil. Nosotros decimos, para representar esta diferencia, que un proceso civil no se puede promover de oficio; el juez, a fin de promoverlo, debe ser solicitado por quien en ello tenga interés; son raros los casos en los cuales la iniciativa puede partir de un magistrado del que hablaremos más adelante, y que se llama ministerio público.
Naturalmente, cuando se trata de proceso contencioso, esta dependencia de la iniciativa de los litigantes, que constituye su fuerza motriz, viene a ser una razón de que también el proceso civil, como el proceso penal, esté llamado a recorrer un lento y largo camino: no solo la justicia penal, sino también la justicia civil, anda como una tortuga. A primera vista puede parecer que la verdad, cuando se trata de contratos o en general de negocios lícitos y no de delitos, no se ocultará al juez como cuando tiene, en cambio, que descubrir un delito. pero desgraciadamente los litigantes, cada uno de los cuales cree tener razón, o en todo caso quiere vencer aunque no la tenga, procuran, como se suele decir, embrollar los papeles. Por otra parte, difícilmente pueden encontrar un límite en la proposición de sus demandas, en la exposición de sus razones, en la exhibición de sus pruebas y en la presentación de sus reclamaciones. Así, los oímos frecuentemente quejarse de que la justicia no sea rápida, aunque si se tomaran el trabajo de hacer un examen de conciencia, tendrían que convencerse de que la culpa de su lentitud grava en gran parte sobre sus espaldas. Ellos la cargan a la cuenta de muchas otras causas, entre las cuales ocupa el primer puesto la imperfección de la máquina procesal; y no decimos que no haya algo de verdad en sus quejas, pero se debe confesar también que aun cuando se eliminasen esas causas, sería la naturaleza de la litis la que retardara el paso de la justicia civil. La verdad es que si uno de los litigantes, normalmente el que pide al juez que cambie el estado de las cosas (el acreedor que quiere ser pagado, el propietario que quiere recuperar su fundo, el comprador que pretende la entrega de la mercadería que se le debe), tiene interés en que se proceda rápidamente, el otro, el que si pierde tendrá que pagar, restituir o entregar, tiene interés en lo contrario. Ninguno de ellos se resigna a dejar al otro la última palabra. Si una providencia del juez no responde a sus deseos cada cual busca todos los medios para hacer que se la revoque o modifique; y si no lo consigue, difícilmente se resigna a ejecutar las órdenes del juez, y entonces también el proceso civil debe proseguir pasando, como se dice y como veremos, de la fase de cognición a la fase de ejecución. Así el proceso se arrastra en medio de una maraña de dificultades que retardan su marcha, agravan el costo y a menudo comprometen su resultado. Siempre están dispuestos a cargar la culpa a los demás y con facilidad olvidan sus propias responsabilidades.
IV EL JUEZ Tanto el proceso penal como el proceso civil nos ofrece una distinción entre quien juzga y quien es juzgado. Basta penetrar en la sala de un tribunal para advertir que tal distinción se da entre uno que está arriba y otro que está abajo, entre un súbdito y un soberano. Debemos ahora meditar acerca de esta posición diversa. En fin de cuentas, la necesidad del proceso se debe a la incapacidad de alguien para juzgar, por sí, acerca de lo que debe hacerse o no hacerse. Si quien ha robado o matado hubiese sabido juzgar por sí, no hubiera robado ni matado; y si los litigantes supiesen juzgar por sí mismos, no litigarían, pues reconocerían por sí mismos la razón y la sinrazón. El proceso sirve, pues, en una palabra, para hacer que entren en juicio aquellos que no lo tienen. Y puesto que el juicio es propio del hombre, para sustituir el juicio de uno al juicio de otro u otros, haciendo del juicio de uno la regla de conducta de otros. El que hace entrar en juicio, es decir, el que suministra a los otros que lo necesitan, su juicio, es el juez. Juez es, en primer lugar, uno que tiene juicio; si no lo tuviese, ¿cómo podría darlo a los demás? Se dice que tienen juicio los que saben juzgar. He aquí por qué, para comprender cómo se hace un proceso, se debe comprender, cómo se hace para juzgar. Y he aquí por qué la ciencia del derecho, y en particular la ciencia del proceso, nos sitúa ante el más difícil de los problemas; no es exagerado decir que es el menos soluble de los problemas. Quienes dudaron y dudan todavía de que exista una ciencia verdadera y propia del derecho, del mismo rango que las ciencias naturales, tiene la intuición más o menos clara de esta verdad: la ciencia del derecho tendría que ser la ciencia del juicio, ¿y quién ha poseído o quién poseerá una ciencia del juicio? En la raíz de esa intuición está, aun para los no creyentes, la palabra de Cristo: no juzguéis. Si supiesen qué quiere decir juzgar, se darían cuenta de que es lo mismo que ver en el futuro; pero el hombre es prisionero del tiempo y el juicio es una evasión imposible. Todo esto lo digo para hacer comprender una sola cosa, para tener una idea del proceso: el juez, para serlo, debiera ser más que hombre: un hombre que se aproximara a Dios, De esta verdad conserva un recuerdo la historia al mostramos una primitiva coincidencia entre el juez y el sacerdote, que pide a Dios y obtiene de Dios una capacidad superior a la de los demás hombres. Aun hoy todavía si el juez, pese al desprecio hacia las formas y los símbolos, que es uno de los caracteres peyorativos de la vida moderna, lleva el hábito solemne que llamamos toga, ello responde a la necesidad de hacer visible la majestad; y esta es un atributo divino. Pero ¿dónde encontrar un hombre que sea más que hombre? El problema del proceso, en este aspecto, parece un rompecabezas. Probablemente las soluciones, en el plano lógico, son dos, dependientes de los dos conceptos de la cualidad y de la cantidad. Desde el punto de vista cualitativo, aflora nuevamente la coincidencia original entre el juez y el sacerdote. En el aspecto cuantitativo, se trata de acrecentar la idoneidad del hombre, poniendo varios hombres a la vez; este es el principio del colegio judicial o del juez colegiado; en sus orígenes, juez, particularmente en los procesos penales, era todo el pueblo. Toda la obra de la humanidad en orden a la elección del juez, se realiza a la luz de estas ideas. Todos están de acuerdo en reconocer que debiera ser juez el mejor; pero ¿cómo se encuentra al mejor? Cuando el derecho se ha separado de la religión y el proceso ha venido perdiendo su carácter sagrado, el problema de la elección del juez, en su aspecto cualitativo, ha pasado a ser el problema del órgano de la elección: el mejor debiera buscarlo el que tuviera la capacidad para elegir. Hoy la regla consiste en que el juez es elegido por el Estado, es decir, por ciertos órganos del Estado, según ciertos dispositivos que se conceptúan idóneos para hacer la elección. Estos dispositivos son de dos tipos, según que la elección se haga desde arriba o desde abajo, por decreto o por elección. En Italia no existen actualmente jueces electivos; pero los hay, por ejemplo, en la vecina Suiza. Una forma de investidura electiva se puede contemplar en el arbitraje, en cuanto se consiente dentro de ciertos límites que provea al proceso civil un juez elegido por acuerdo entre las partes.
No se debe creer que con ello se sustituya a la justicia del Estado por una justicia privada; al contrario, tanto el proceso penal como el proceso civil constituyen siempre una función del Estado, precisamente porque tanto el delito como el litigio interesan al orden social, y el Estado no puede nunca permanecer indiferente respecto de él. Naturalmente, en ciertos casos, también el ejercicio de esta función pública se puede consentir a un particular, que está no obstante sometido de varias maneras a la autoridad del Estado. Con este límite, o si se quiere con esta excepción, el juez es elegido por el Estado en los Estados modernos; incluso, a fin de garantizar su idoneidad, es un funcionario del Estado vinculado a este por una relación de empleo, en virtud de la cual queda investido de poderes y gravado con una obligación determinada, como medios para el fin del cumplimiento de su altísima función. La intuición originaria, según la cual, para poseer el juicio necesario para hacer justicia, es preciso sumar varios hombres a la vez, conserva su valor aun después de que se ha constituido poco a poco una técnica y sobre ella una ciencia del proceso. El llamado colegio judicial o juez colegiado es, aun en el día de hoy, un tipo de juez que existe, más que al lado, por encima del juez singular, en el sentido de que se considera que ofrece mayores garantías al feliz cumplimiento de su oficio; pero solo en razón del mayor costo, para los procesos penales o civiles de menor importancia, se prefiere el juez singular al colegiado. En el fondo, la constitución colegial del juez se explica por la limitación de la mente humana por un lado y por su diversidad por el otro. Poniendo varios hombres juntos se consigue, o se espera conseguir por lo menos, la construcción de una especie de superhombre, que debiera poseer mayores aptitudes para el juicio de las que posee en singular cada uno de los que lo integran. El fenómeno es el mismo que aquel por el cual se uncen al arado una o más yuntas de bueyes en vez de un solo buey; pero cualquiera se hace cargo de que el mayor rendimiento de la yunta está condicionado por el trabajo efectivo de cada uno de sus miembros, y no es fácil, por exigencias técnicas además de razones psicológicas, obtener de todos los miembros del colegio judicial una participación igual en el trabajo común, La figura más interesante de formación colegiada del juez es la que toma el nombre de colegio heterogéneo, en razón de que no todos los jueces reunidos en el colegio tienen una misma preparación técnica. Compárese, a este respecto, la composición de una Corte de Apelación o de la Corte de Casación con la de la Corte de Assises: en esta, además de los jueces técnicos, o sea de los jueces que son técnicos del derecho, sesionan predominantemente los llamados jueces populares o legos, llamados así por cuanto se prescinde en su elección de un tipo específico de cultura. Esta formación mixta del colegio encuentra su razón profunda, no solo en la necesidad de la más diversa experiencia de la vida, en cuanto al conocimiento del derecho para juzgar bien, sino también en el peligro de que la costumbre de juzgar determine una especie de de deformación profesional que termine por embotar la sensibilidad del juez y con ella su capacidad de apreciar intuitivamente los valores humanos. Hemos esbozado así el planteamiento de un problema muy grave, del cual la naturaleza de estas lecciones no nos permite una adecuada profundización, para el cual se han intentado en el curso de la historia otras soluciones. Los menos jóvenes, entre quienes me escuchan, recordarán que en un pasado no muy remoto la Corte de Assises ha experimentado una importante transformación: en el sentido de que en otro tiempo los jueces populares participaban en el juicio con funciones distintas de los jueces técnicos, ya que solo se les encomendaba a ellos la comprobación de los hechos, mientras que se reservaba a los técnicos la aplicación del derecho; ahora en cambio, los jueces populares y los de derecho concurren con iguales poderes tanto a la comprobación de la culpabilidad como al castigo del culpable; y no se puede decir que la reforma haya satisfecho gran cosa las exigencias de justicia respecto a lo que los franceses llaman les grandes crimes [los grandes delitos]. Ciertamente, una colaboración de los legos con los técnicos del derecho es necesaria tanto para resolver problemas técnicos distintos de los que se refieren al derecho (para indagar, por ejemplo, las causas del derrumbamiento de un edificio o de la muerte de un hombre), como también para suministrarle un criterio de justicia inmediato e independiente de los esquemas de la ley, los cuales a menudo se adaptan mal a la naturaleza del caso; pero a esta necesidad, mejor que la introducción del lego en el colegio judicial, responde su asistencia al juez de derecho en concepto de consultor. En el lenguaje corriente se continúa hablando, en este sentido, de pericia y de
peritos, pero esta fórmula no expresa tan exactamente como la otra, la idea del consejo y del consejero, con la cual se transfiere simplemente al proceso una práctica muy útil y difundida en la vida: quien tiene que resolver en asuntos de gran importancia, pide consejo a uno o más hombres cuya experiencia y prudencia estima, sin que con ello delegue en ellos su juicio, simplemente se sirve de ellos como se serviría de un apoyo en un paso peligroso del camino. Esta del consultor, o perito, como se quiera decir, no es la única asistencia necesaria al juez en su difícil actuación, e incluso es una asistencia de la cual no siempre tiene necesidad, mientras que es constante la exigencia de que sea ayudado por otros respecto a las formas de actividad inferior que responden a las llamadas funciones de orden, según la terminología burocrática. Así, vemos en primera línea, al lado de él, dos figuras bien conocidas, que son la del secretario y la del oficial judicial, adscrito el primero particularmente a la documentación de los actos del proceso, esto es, a formar los documentos que constituyen la prueba de él, y el segundo a la notificación, o sea, a suministrar las noticias que son necesarias para procurar al juez la presencia y colaboración de personas respecto de las cuales, o en concurso de las cuales, tiene él que actuar. El juez, singular o colegiado, juntamente con el secretario y el oficial judicial, son las figuras principales que constituyen un grupo de empleados del Estado que, por la estabilidad de sus cometidos, se llama oficio, y por el carácter específico de los mismos, se denomina oficio judicial. Salvo los casos de ordenamientos relativos a unidades políticas de menores dimensiones (como sería, por ejemplo, la República de San Marino, o algún cantón de la Confederación helvética), un solo oficio judicial sería insuficiente para todo el territorio del Estado; y por otra parte un juez, singular o colegiado, un secretario o un oficial judicial, no bastarían para constituir un oficio que tiene que proveer, no a un solo proceso, sino a todos los procesos necesarios para administrar justicia de acuerdo con las exigencias de un determinado sector de población. De ahí que veamos que en Italia hay diversos tribunales constituidos en las diversas capitales de departamentos, y que, por otra parte, de cada tribunal forman parte jueces, secretarios y oficiales judiciales, en un número superior a los que bastarían para la gestión de un proceso singular. Por otra parte, en el conjunto de los oficios se dejan sentir las exigencias que plantea la especialización en orden a las diversas materias de los asuntos y de los litigios que se presentan al juicio, y también de las diversas funciones que al respecto se ven obligados los jueces a ejercer, al punto de que entre los varios oficios deben distribuirse los cometidos según un plano que da lugar al instituto de la competencia judicial. Si al conjunto de los asuntos y de los litigios se atribuye un cierto volumen, es fácil ver que la distribución se hace en sentido horizontal y en sentido vertical, esto es, principalmente en razón del territorio o en razón de la función; así se distinguen, por ejemplo, el tribunal de Roma del tribunal de Nápoles o de Milán; por otra, en la circunscripción de Roma el tribunal se distingue de la Corte de Apelación o de la Corte de Casación; e igualmente el tribunal de menores o el tribunal militar se distinguen del tribunal ordinario.
V LAS PARTES El juez es soberano; está sobre, en alto, en la cátedra. Abajo, frente a él, está el que debe ser juzgado. ¿El o los? Se perfila a este propósito una diferencia que parece distinguir el proceso penal del proceso civil; en este último, aquellos sobre quienes se debe juzgar son siempre dos: no puede el juez dar razón a uno de ellos sin negársela al otro, y viceversa; en cambio, en el proceso penal el juicio atañe solamente al imputado. Cuando además del imputado hay también la llamada parte civil, no se trata ya de proceso penal puro, sino de un proceso mixto, en el cual se mezcla el penal con el civil. Pero, si se pone mayor atención, se advierte que esa diferencia no tanto distingue al proceso penal del proceso civil, como al proceso voluntario del proceso contencioso, y precisamente por ello el proceso penal pertenece a la primera de estas dos categorías: por ejemplo, aun cuando el progenitor pida autorización para vender un bien del hijo menor o el esposo para vender un bien dotal, no se trata de dar razón o negarla a uno con respecto al otro. Podríamos decir, para entendernos, que el proceso contencioso es esencialmente bilateral, mientras que el proceso voluntario es, o puede ser al menos, unilateral; por eso el proceso contencioso es respecto del proceso voluntario un proceso de partes. La estructura del proceso contencioso permite entender por qué los que deben ser juzgados se llaman partes, que es un nombre extraño y un poco misterioso. ¿Qué tiene que ver con el proceso, y en general con el derecho, la noción de parte? La parte es el resultado de una división: el prius de la parte es un todo que se divide. La noción de parte está, por tanto, vinculada a la de discordia, que a su vez es el presupuesto psicológico del proceso; no habría ni litigios ni delitos si los hombres no se dividiesen. Con estas reflexiones el nombre de parte aparece expresivo y feliz. Los litigantes son partes porque están divididos; si viviesen en paz formarían una unidad; pero también el delito, cuyo concepto está estrechamente vinculado al de litigio, resulta de una división. Se comprende, pues, que también el imputado, frente al juez, sea una parte; y de ahí que la diferencia entre proceso penal y proceso civil, o más genéricamente, entre proceso voluntario y proceso contencioso, sea únicamente en el sentido de que en este último las partes comparecen en escena, mientras que en el proceso penal, o en general en el proceso voluntario, una de ellas queda entre bastidores. Sobre el fondo del proceso las partes son, pues, siempre dos. Cuando se trata de delito se distinguen por una razón sustancial: uno es el que actúa, y otro es el que sufre la acción; uno es el ofensor y otro el ofendido. En cambio, cuando se trata de litigio, la distinción se funda en la iniciativa: una de las dos partes pretende y la otra resiste a la pretensión. El criterio de la distinción es común: agresor y agredido. En el proceso penal, dijimos, el agredido no comparece como parte, esto es, como justificable; pero, puesto que quien ha cometido un delito debe no solo sufrir la pena sino restituir también a quien lo ha sufrido, las cosas que le ha quitado, y en todo caso resarcirle por los daños, se consiente que el juez penal juzgue también acerca de ello, es decir, que cuando declara la certeza del delito y aplica la pena, condene también al culpable a la restitución y al resarcimiento por el daño. Entonces, como dijimos, el proceso penal se complica con un proceso civil, y también la otra parte, es decir el ofendido, entra en escena con el nombre de parte civit La parte en el proceso penal toma el nombre de imputado. Imputado es aquel que es sometido al proceso penal a fin de que el juez compruebe si ha cometido o no un delito, y en caso afirmativo lo castigue. El proceso penal nace, por tanto, con la imputación, acto propio del juez por el cual afirma que es probable que tal haya cometido un delito. Pero, así como el hombre antes de nacer tiene una vida intrauterina, así también ocurre en el proceso penal; antes de formular la imputación se realizan ciertos actos preparatorios de ella: por ejemplo, si se encuentra un cadáver y hay razón para sospechar que la muerte proviene de delito, se hacen las indagaciones preliminares que tienden a establecer ante todo las causas de la muerte, y en segundo lugar, si resulta que se trata de homicidio, quién pudo haberlo cometido;
pero mientras no haya un indicio en lugar de la simple posibilidad, no entra en existencia un proceso penal verdadero y propio. En esta fase puede intervenir el oficio judicial, aunque por lo común actúa la policía judicial, constituida por empleados del Estado pertenecientes a una rama distinta de la administración pública. Estos colaboran sin duda con el juez, y en particular preparan su intervención, no importa, que según el ordenamiento vigente no tengan todavía respecto de él una posición de verdaderos y propios auxiliares. Las partes adoptan en el proceso civil el nombre de actor y demandado. Mientras que imputado se llega a ser a consecuencia de aquel acto del juez que hemos visto es la imputación, la cualidad de actor o demandado depende de una iniciativa de las partes. Actor es propiamente aquella de las partes que pide al juez el juicio, y se llama, así, precisamente porque toma la iniciativa de la actuación; y es demandado aquel respecto del cual se demanda el juicio, y se lo llama así porque se le pide, invita o demanda, presentarse ante el juez juntamente con el actor, a fin de que el uno y el otro puedan ser juzgados. Imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona. Actor o demandado, en cambio, pueden ser hombres aunque no sean personas o personas aunque no sean hombres. Esto, que en un principio puede provocar una impresión desconcertante, se refiere a un aspecto sumamente delicado del ordenamiento jurídico, que atañe a la personalidad. Hombre y persona no son la misma cosa, el primero de estos conceptos se refiere a la vida física, el segundo a la vida espiritual.. Puesto que todo hombre, por lo menos en su normalidad, tiene una vida espiritual además de la vida física (normalmente ambos conceptos coinciden); pero pueden darse hombres que no sean personas y personas que no sean hombres. Personas, en una fase de la civilidad o civilización casi totalmente superada, no eran los esclavos, no porque no tuviesen una vida espiritual, sino porque esta no les era reconocida (a propósito de lo cual, aunque no podamos desarrollar este concepto, diré que la vida del espíritu se resuelve en la libertad). Hoy, como decíamos, está abolida la esclavitud, particularmente según el ordenamiento italiano; sin embargo, se dan hombres a los cuales no se les reconoce la personalidad; puesto que el reconocimiento de la personalidad ocurre mediante la atribución de la capacidad jurídica, se los llama entonces incapaces, como los infantes y los enfermos mentales. Pero puede darse también la situación inversa, o sea el reconocimiento de la personalidad no ya a hombres, sino a grupos de hombres que son considerados por el derecho como un solo hombre, y en tal caso, en el lenguaje jurídico corriente se habla de personas jurídicas en lugar de personas físicas. El problema de las personas jurídicas constituye, a su vez, el aspecto más delicado del problema de la personalidad, y naturalmente no podemos hacer aquí más que esbozarlo: baste indicar que su nudo más apretado es si la atribución de la personalidad, es decir de una vida espiritual autónoma a un grupo de hombres y no a un hombre singular, constituye una ficción del derecho o el reconocimiento, en cambio, de un modo de ser de ese mismo grupo según la realidad. La fórmula que hace poco he empleado: imputado puede ser un hombre siempre que sea una persona, y actor o demandado puede ser un hombre aunque no sea persona o una persona aunque no sea un hombre, expresa una de las diferencias más destacadas entre el proceso penal y el proceso civil. Puesto que el proceso penal solo se hace para certificar y actuar la responsabilidad penal, el concepto de parte está doblemente limitado respecto de él. No puede ser imputado, porque no es penalmente imputable, un niño menor de nueve años o un enfermo mental, como no puede ser penalmente imputable una persona jurídica (por ejemplo, una sociedad comercial); imputado puede ser quien no sea penalmente imputable solo con la condición de que se ignore en el momento de la imputación que él no es imputable y el proceso se haga para saber si lo es o no. Así, puede ser imputado un niño entre los nueve y los catorce años porque su imputabilidad depende no exclusivamente de la edad, sino del discernimiento, el cual no se puede establecer más que en el proceso y por medio del proceso. En cambio, puesto que el proceso civil se hace para reprimir o para prevenir una litis, el concepto de parte respecto de él se extiende a todos los hombres aunque no sean personas y a todas las personas aunque no sean hombres, en cuanto se encame en ellos uno de los intereses comprometidos en el litigio. Un niño de menos de nueve años o un enfermo mental no puede haber cometido un delito, pero puede ser propietario de una cosa, así como acreedor o deudor de una suma; igualmente, una sociedad comercial puede haber comprado, vendido o arrendado, y
encontrarse comprometida en una litis referente a uno de tales contratos. Otra es la cuestión sobre si y cómo, el menor, el enfermo mental o la persona jurídica pueda hacer valer sus derechos ante el juez. Pero esto es un asunto del que por el momento no debemos tratar, ya que aquí las partes solo se consideran en su posición de personas acerca de las cuales se debe emitir el juicio, no en cuanto actúan en el proceso, sino solamente en cuanto lo sufren, es decir, en cuanto son juzgados. Ser juzgables (es decir, personas acerca de las cuales se debe emitir un juicio) y ser juzgados quiere decir tener que prestar obediencia al juicio del juez. El juicio del juez, tal cual se forma, con los modos que veremos, es el proceso, no es un juicio cualquiera; en particular, no tiene el simple valor de un consejo, de modo que aquel a quien se lo dirige pueda seguirlo o no, según le parezca bien o mal; es un juicio que tiene la fuerza de un mandato, cual si estuviese escrito en la ley. La ley dice: quien roba, es castigado; y el juez dice: Ticio ha robado, y por tanto lo castigo. Ello es como si en la ley estuviese escrito: Ticio debe ser castigado. La ley dice: el padre debe mantener y educar al hijo menor de edad; y el juez dice: Cayo es padre del menor de edad Sempronio; ello es como si en la ley estuviese escrito: Cayo debe mantener y educar a Sempronio. La ley dice: quien ha librado una letra de cambio debe pagarla a su vencimiento; y el juez dice: Comelio ha librado una letra de cambio a Mevio; ello es como si la ley dijese: Comelio debe pagar a Mevio el importe consignado en la letra de cambio. La ley dice: el marido solo puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente; y el juez dice: es necesario o manifiestamente útil que Juliano venda el fundo entregado en dote por su esposa; ello es como si estuviese escrito en la ley que Juliano puede vender aquel fundo. El juicio del juez transforma, pues, el mandato genérico de la ley (quienquiera que robe debe ser castigado; quienquiera que sea padre debe mantener y educar al hijo menor; quienquiera que esté obligado cambiariamente debe pagar al vencimiento la suma indicada en la letra de cambio; quienquiera que sea esposo donatario puede vender un bien dotal en caso de necesidad o de utilidad evidente), es un mandato específico dirigido a la parte o partes respecto de las cuales se lo pronuncia. Los juristas expresan esta eficacia, del juicio pronunciado por el juez con la fórmula de cosa juzgada: cosa, en esta fórmula, quiere significar la materia del juicio, es decir la posición de la parte o de las partes, que antes del juicio era incierta y en virtud del juicio se ha convertido en cierta; antes era una cosa pendiente de juicio, y después ha venido a ser una cosa juzgada; y una vez que ha sido juzgada, no se puede ya discutir sobre ella. Por eso, antiguamente se decía resiudicata pro veritate habetur [la cosa juzgada vale como verdad]; el juez se habrá equivocado pero su equivocación es irrelevante porque el juez, según la ley, no se puede equivocar. Por eso las partes deben someterse y obedecer al juicio del juez. Aquí reaparece el sentido profundo de la palabra parte: el juez, frente a las partes, representa al todo, y la parte desaparece frente al todo; la parte puede contradecir a otra parte, pero no al juez. El juez tiene en su mano la balanza y la espada; si la balanza no basta para persuadir, la espada sirve para constreñir. Por eso, cuando el ladrón ha sido condenado, debe ir a prisión, de grado o por fuerza; cuando al deudor le exige el juez que pague la letra de cambio, si no paga se le quitan tantos bienes cuantos sean necesarios para traducirlos en el dinero necesario para el pago; cuando el juez ha ordenado la trascripción de una venta, el conservador de las hipotecas (registrador de la propiedad) la transcribe sin más, aunque una de las partes se oponga a ello. Los juristas dicen a este propósito que el juicio del juez tiene fuerza ejecutiva, y quieren decir con ello que, aunque las partes no se presten a ejecutarlo, alguien interviene para hacerlo ejecutar por la fuerza.
VI LAS PRUEBAS Se ha dicho que el juez hace historia; no es todo lo que se debe decir de él, pero lo cierto es que el primero de sus cometidos es precisamente el de la historia, o mejor el de la historiografía, concebida en sus términos más estrictos y acaso no suficientes. El historiador escruta en el pasado para saber cómo ocurrieron las cosas. Los juicios que él pronuncia, son por tanto juicios de realidad, o más exactamente juicios de existencia; en otras palabras, juicios históricos. Un hecho ha ocurrido o no, Ticio ha robado o no, Cayo ha engendrado o no a Sempronio, Cornelio ha librado o no una letra a Mevio. El juez, al principio, se encuentra ante una hipótesis; no sabe cómo ocurrieron las cosas; si lo supiese, si hubiese estado presente en los hechos sobre los que debe juzgar, no sería juez, sino testigo y si decide, precisamente, convierte la hipótesis en tesis, adquiriendo la certeza de que ha ocurrido o no un hecho, es decir, certificando ese hecho. Estar cierto de un hecho quiere decir conocerlo como si se lo hubiese visto. Para estar ciertos de un hecho que no se ha visto, es necesario ver otros hechos de los cuales, según la experiencia, se pueda decir que, si han ocurrido, el hecho desconocido ha ocurrido a su vez o no. El juicio de existencia exige, pues, ante todo en el juez una actividad perceptiva: debe aguzar la vista y el oído y estar muy atento a mirar y escuchar algo. Los hechos que el juez mira o escucha se llaman pruebas. Las pruebas (de probare) son hechos presentes sobre los cuales se construye la probabilidad de la existencia o inexistencia de un hecho pasado; la certeza se resuelve, en rigor, en una máxima probabilidad. Un juicio sin pruebas no se puede pronunciar; un proceso no se puede hacer sin pruebas. Todo modo de ser del mundo exterior puede constituir una prueba. Por eso la actividad del juez exige una constante y paciente atención sobre los hombres y sobre las cosas que están en relación con el hecho desconocido que se le pide que declare cierto; la literatura policial ha hecho del dominio público estas nociones. Al decir hombres y cosas, he sugerido una primera distinción en el inmenso cúmulo y variedad de las pruebas. Pruebas personales, las cuales consisten en el modo de ser de un hombre; pruebas reales, las cuales consisten en el modo de ser de una cosa. El juez o el oficial de policía que corre junto a un herido caído en la calle, observa con todo cuidado el hombre y el arma que encuentra al lado de él. Precisamente porque las pruebas son un modo de ser de hombres y de cosas y ese modo de ser está sujeto a continua mutación, una de las primeras precauciones en materia de pruebas es su toma lo más inmediatamente que sea posible, y su conservación en una forma que puedan prestarse a observaciones posteriores. Toma y conservación de las pruebas de los delitos constituyen los cometidos principales de la policía judicial. El estado de una persona o de una cosa puede servir de prueba en dos formas diferentes, según las cuales las pruebas se dividen en pruebas representativas y pruebas indicativas o indiciarias. Es esta una distinción de suma importancia, acerca de la cual trataré de ser lo más claro que me sea posible. Esencial a este objeto es el concepto de representación, que ocupa en la lógica un puesto de primer plano. La palabra misma muestra la importancia que tiene para la teoría de las pruebas la noción del presente, ya que representar no quiere decir otra cosa que hacer presente algo que no está presente, es decir que ha pasado ya o que es todavía futuro. Teniendo en cuenta el significado más amplio de representación, se la puede referir también al futuro, y se puede hablar en este sentido de una representación fantástica, la cual llega en ocasiones a anticipar el futuro. Pero la que nos interesa a nosotros es la representación del pasado, mediante la cual no se evoca algo que no ha ocurrido todavía, sino algo ya acaecido. Esta evocación se realiza a través de medios sensibles, idóneos para provocar, dentro de ciertos límites, sensaciones análogas a las que determinaría el hecho evocado; tales medios merecen, precisamente, el nombre de medios representativos. En el estado actual de la técnica podemos hablar de una representación directa y de una representación indirecta. La representación indirecta, que es la más antigua y constituye aún la
regla del proceso, se hace a través de la mente del hombre, el cual describe lo que percibió. La representación directa se obtiene mediante cosas capaces de registrar los aspectos ópticos o acústicos de los hechos y reproducirlos. Un ejemplar de representación indirecta es la narración de un testigo. Ejemplares de representación directa son un disco fonográfico o una fotografía. Puesto que, por lo común, los hechos que deben ser declarados ciertos en el proceso, ocurren sin la presencia de los instrumentos necesarios para su registro, la disponibilidad de pruebas representativas se limita de ordinario a la representación indirecta; pero a medida que se perfecciona la técnica representativa, crece y crecerá el número de casos en que el proceso podrá disponer de pruebas representativas directas. En este aspecto se advierte una diferencia muy conocida entre proceso civil y proceso penal, pues solo de ciertos negocios civiles se piensa en el momento de realizarlos en formar la prueba, y cuando se piensa en ello se adoptan, naturalmente, las nuevas técnicas representativas, mientras que el delito se realiza en condiciones que muy raras veces, y en vía totalmente excepcional, consienten que se disponga su representación. La representación indirecta que hasta los tiempos modernos, y a un modernísimos, era la única representación conocida, se lleva a cabo de dos modos diversos, según que la actividad del representador se despliegue en presencia o en ausencia del hecho representado, y en ausencia o en presencia de aquel o de aquellos a quienes debe ser representado el hecho. De acuerdo con este criterio, se distingue la representación documental de la representación testimonial. Dicho en términos empíricos, el testigo es una persona, y el documento es una cosa que narra. El notario forma el documento mientras alguien le declara su voluntad; el testigo forma el testimonio mientras el juez lo escucha: en el primer caso está presente el declarante, pero está ausente el juez; en el segundo ocurre lo contrario: está presente el juez, pero está ausente la persona cuyo testimonio refiere la declaración. Este criterio distintivo aclara los méritos y deméritos de cada uno de estos dos tipos de representación: el documento garantiza la fidelidad de las pruebas, en particular protege de los peligros de infidelidad de la memoria del hombre; pero por otra parte, el testimonio puede adaptarse con más ductilidad a las exigencias del juez, las cuales, en el momento en que se forma el documento, pueden no estar del todo previstas. Y ya hemos indicado la razón por la cual el documento sirve preferentemente en orden al proceso civil y el testimonio en orden al proceso penal. En este último los hechos que hay que certificar son típicamente hechos ilícitos, que en la mayoría de los casos se sustraen a la documentación, mientras que en el proceso civil se comprueba que son frecuentemente actos lícitos, contratos, acuerdos, testamentos y similares, que por lo común en el momento mismo en que se realizan son documentados, bien por las partes mismas que los realizan, bien por un documentador público, en particular por un notario. Según se trate de una o de otra hipótesis se habla de documentos privados, o de documentos públicos u oficiales. Por lo común los documentos se forman mediante la escritura, al punto de que en el lenguaje corriente de los juristas, documento y escritura son palabras que se emplean indistintamente; pero comienza a asomar también en los procesos la documentación directa en la forma de la fotografía, de la fonografia y hasta de la cinematografía. Tanto los documentos como los testimonios pueden provenir de las personas mismas que tienen en el proceso posición de parte, como de otras personas. Los testimonios, en sentido amplio, se distinguen, por tanto, en testimonios de la parte y testimonios del tercero; la palabra testimonio, sin embargo, se usa a menudo también en sentido estricto, para indicar solamente al tercero narrador, con exclusión de las partes. Cuando una parte narra hechos contrarios a su interés (por ejemplo, refiere haber cometido un delito), su testimonio toma el nombre de confesión. Las pruebas indicativas, a diferencia de las representativas, no sugieren inmediatamente la imagen del hecho que se quiere certificar y, por tanto, no actúan a través de la fantasía, sino por medio de la razón, la cual, sirviéndose de las reglas sacadas de la experiencia, argumenta de ellas la existencia o inexistencia del hecho en sí. Tales pruebas se distinguen en dos categorías, según sean naturales o artificiales: las pruebas indicativas naturales se denominan indicios; las artificiales toman el nombre de señales. También estos dos tipos de pruebas indicativas sirven en
diversa medida para el proceso penal o para el proceso civil; en el primero prevalecen los indicios, y en el segundo las señales, por la razón misma que determina en el uno y en el otro el predominio del testimonio o del documento. En el proceso civil figuran frecuentemente sellos, marcas, contraseñas, que son otros tantos ejemplares de la señal, mientras que en el proceso penal toman gran importancia ciertos modos de ser de las personas o de las cosas mediante los cuales se pueden reconstruir pacientemente los hechos que se quiere certificar: heridas en el cuerpo de la víctima y de las cuales se puede argüir la causa de la muerte o la naturaleza del arma; estado del cadáver que sirve para establecer el tiempo de la muerte; huellas de lucha, manchas de sangre en las ropas de alguien, impresiones digitales, etc. Las pruebas, cualquiera que sea el tipo a que pertenezcan, deben ser en primer lugar percibidas por el juez, y en segundo lugar valoradas por él. En particular debe el juez interrogar a las partes y a los testigos, así como leer los documentos, interpretar su narración y estimar su veracidad. Son, estas, dos formas de actividad entre las cuales se debe distinguir a los fines teóricos, pero que en realidad se entrecruzan en forma casi indisoluble. Entre otras cosas, la interrogación de las partes y de los testigos se guía a medida que se suceden las impresiones que el juez recibe acerca de la exactitud y sinceridad de sus relatos. De cualquier modo que sea, se trata de actividades de grandísima importancia, que exigen del juez atención, sagacidad, experiencia y paciencia. Tales actividades culminan en la llamada crítica de las pruebas, acerca de la cual, especialmente en orden a la prueba testifical, sirve una preparación técnica inspirada en la rama de la psicología que es la psicología judicial. La verdad es que el testimonio es una prueba indispensable, pero desgraciadamente peligrosa, que debe ser percibida y valorada con extrema cautela, ya porque la fidelidad del relato depende de la atención del testigo en el momento en que acaecieron los hechos narrados, de su memoria, de sus condiciones psíquicas en el momento en que hace la narración; ya porque, a menudo, los intereses que juegan en tomo a las partes, presionan sobre él y lo inducen, con mayor o menor energía, a la reticencia y al engaño. La necesidad y el esfuerzo para extraer de las partes y de los testigos la verdad, determinó en tiempos lejanos, una costumbre que desgraciadamente ha resucitado en tiempos recientes, un instituto al que antiguamente, y acaso hoy tampoco, falta la nobleza del fin, aunque le falta en gran parte la idoneidad del medio y cuyo rendimiento, además, es en todo caso inferior a su costo. En efecto, la tortura olvida que no es suprimiendo, sino únicamente excitando la libertad del hombre, como se puede obtener aquella comunicación espiritual a la que se confía únicamente el buen fin del testimonio. Como la tortura, así también los medios técnicos recientemente hallados a fin de obrar sobre el espíritu del testigo a través de su cuerpo, son ineficaces y peligrosos. No hay otro camino para obtener del testigo todo lo que puede dar, sino el camino de la inteligencia, de la humanidad, de la paciencia de quien lo interroga en un ambiente sereno, como lo es casi siempre, mucho más, el despacho del juez instructor que la sala del debate, donde el aparato exterior, el contraste entre las partes y la presencia del público, determinan desgraciadamente en el ánimo del testigo sugestiones nocivas. La experiencia del proceso, sobre todo, enseña, aun al gran público, que las pruebas no son a menudo suficientes para que el juez pueda reconstruir con certeza los hechos de la causa. Las pruebas debieran ser como faros que iluminaran su camino en la oscuridad del pasado; pero frecuentemente ese camino queda en sombras. ¿Qué hacer en tales casos? Es necesario juzgar. Pero es esta una situación sumamente penosa: no se puede pronunciar una condena penal contra alguien sin estar ciertos de su culpabilidad, ni condenarlo a que pague una deuda sin estar ciertos de que es deudor; pero es igualmente injusto también absolverlo sin la certeza de que no haya cometido el delito o de que no hubiera contraído la deuda. En todo caso, en el supuesto de incertidumbre, se corre el riesgo de cometer una injusticia. Son estos los casos en que el proceso fracasa en su objeto. Sin embargo, repito, se debe juzgar. La justicia no puede reconocer su impotencia. No hay otro camino, en tales casos, que el de elegir el mal menor. Ahora bien, se ha considerado siempre como mal menor el absolver a un culpable, antes que condenar a un inocente. Tal es el principio
que los juristas denominan del favor rei. La duda se resuelve en favor de aquel a quien la existencia del hecho incierto irrogaría perjuicio. Los juristas formulan este principio diciendo que la parte tiene la carga de suministrar las pruebas de los hechos de los cuales depende el efecto jurídico que pide al juez que constituya o certifique. Si no las suministra, su demanda debe ser rechazada. Esta fórmula se aclarará mejor más adelante, cuando tengamos que hablar del contradictorio, que es el más delicado de los dispositivos del proceso.
VII LAS RAZONES En dos palabras: después de haber remontado el curso del tiempo hurgando en el pasado, el juez tiene que dirigirse al futuro; después de haber establecido lo que ha sido, tiene que establecer lo que será: Ticio ha robado, por consiguiente debe restituir e ir a la cárcel; Cayo ha engendrado a Sempronio, y, por consiguiente, debe mantenerlo y educarlo; Cornelio ha obtenido dinero en préstamo de Mevio, y, por consiguiente, debe restituirlo. Cuando se dice que el juez es un historiador, se da de él una definición exacta, pero incompleta; es ciertamente un historiador, pero no solo un historiador; después del juicio histórico, tiene que pronunciar el juicio crítico; después de haber verificado la existencia de un hecho, tiene que ponderar su valor. Ahora bien, la diferencia fundamental entre el juicio de existencia y el juicio de valor es precisamente que el primero concierne al pasado y el segundo atañe al futuro; cuando se dice que Ticio, al hacer algo, ha hecho bien o mal, se hace referencia a las que serán las consecuencias, ventajosas o nocivas, de su acción. Ahora bien, si las pruebas sirven para buscar en el pasado, las razones ayudan al juez para penetrar el secreto del futuro. Este concepto de la razón y de las razones exige para su esclarecimiento un poco de paciencia. La razón, como todos saben, es una de las fases o de los aspectos de la mente humana. Su distinción respecto de la inteligencia no es fácil de señalar. De cualquier modo, a los fines modestos de estas conversaciones baste saber que la inteligencia consigue mediante el juicio un resultado provisional y para ratificarlo se necesita de la razón: la una procede en avanzada, y la otra sigue precavidaEl hombre razonable, el que razona, es uno que no se fía de la intuición, sino que la verifica cautelosamente. Ahora bien, el fin de la verificación no es otro que el de prever las consecuencias de las propias acciones, que son buenas o malas según que haya de seguirse de ellas un bien o un mal. Tiene, pues, razón el que sabe usar de su razón; así se aclara el significado del modo de decir, en virtud del cual la razón se opone a la sinrazón. El juicio del juez, en su segunda fase, que es la fase crítica, se resuelve en último análisis, en saber si una parte, obrando como lo ha hecho, ha tenido razón o no. No hay un cuchillo capaz de separar la razón de la sinrazón, dice un gran escritor italiano. La justicia es como una roca situada en la cima de un monte: el hombre no tiene alas para llegar hasta ella volando; lo único que puede hacer es abrirse paso fatigosamente hacia ella escalando las laderas; y a menudo se extravía y se destroza las manos. Lo que lo guía, lo que lo atrae, lo que lo eleva, es la belleza de aquella cumbre que resplandece a lo lejos. La fuerza que le sirve para subir, es la razón; y él llama razón a cada paso que da en su camino. El sentido de la justicia, que posee innato en su corazón, se refracta, como la luz a través de un prisma, en mil colores; cada rayo que le llega de aquella fuente, es una razón. Claro, son, estas, formas poéticas de decir, pero no es fácil expresar de otro modo ciertas verdades sublimes. El juez debería decir de sí, mientras cumple con este su cometido: "io mi son un che quando — amore spira noto, e a quel modo,— che detta dentro vo significando". Las razones son aquellos centelleos de verdad que fulguran ensu mente y pronto se desvanecen. Hay casos, y había más en el pasado, en que la demanda que corresponde al juicio crítico o juicio de valor, se planteaba al juez simplemente así: lo que según el juicio histórico ha acaecido, ¿está bien o mal? Y según este libre juicio se le consentía establecer libremente sus consecuencias. Tal era, y es todavía, el llamado juez de equidad. La equidad, ha dicho un gran jurisconsulto italiano, es la justicia del caso singular. El juez de equidad no tiene otro guía que su conciencia: es decir, la ciencia del bien y del mal que él lleva en sí. Es verdad que la ciencia del bien y del mal es el fruto prohibido a los hombres; pero precisamente por eso el juez debería ser más que un hombre y pedir a Dios la gracia de superar su humanidad. El nexo que de ahí surge entre el juicio y la plegaria, encuentra todavía expresión en cierto momento; en el gran salón del palacio real de los Borbones, donde tiene su sede la Corte de Apelación de Nápoles, existe y está en uso todavía la Cappella della Sommaria, que ofrece a los jueces, antes de juzgar, el inestimable viático de la
oración. Pero esta, del juez de equidad, es una figura hoy casi totalmente desaparecida del panorama moderno del proceso. En el curso precedente, sobre Cómo nace el derecho, traté de explicar por qué al lado y por encima del juez actúa cada vez más el legislador. El juez de derecho, a diferencia del juez de equidad, no busca ya en su conciencia las razones del juicio crítico, porque ellas están formuladas por la ley. No se debe exagerar la diferencia entre los dos casos creyendo que, cuando juzga según equidad, encuentre el juez las razones en sí mismo, y cuando juzga según el derecho las encuentre fuera de sí; una tal fórmula podría inducir a engaño si encontrar las razones en sí mismo se entiende en el sentido de que la conciencia sea la fuente de ellas. La conciencia no es más que un espejo, el cual no engendra, sino que refleja, la luz. Las razones, como las pruebas, pertenecen a la realidad, no al mundo de las ideas; en otros términos, son objeto, no medio de conocimiento. Solo que, a diferencia de las pruebas que pertenecen a la realidad física, las razones están en el campo de la realidad metafísica. La verdadera diferencia entre juicio de equidad y juicio de derecho atañe al buscador de las razones, que en un caso es el juez mismo y en el otro lo es el legislador. Cuando el juez no es libre para juzgar según equidad, encuentra él las razones formuladas ya en el legislador. Transferidas al plano del proceso, las normas jurídicas (los artículos del código, para darme a entender) se convierten en las razones del juicio crítico. Permítaseme insistir sobre la analogía, y aun sobre la simetría, entre las pruebas y las razones. Unas y otras, para servir al juicio de existencia o al juicio de valor, exigen del juez la misma actividad. Las razones deben en primer lugar ser buscadas, lo mismo que las pruebas. Esta actividad de búsqueda compromete mucho más a la inteligencia que a la razón; incluso a la fantasía. Sin fantasía o imaginación, ni el instructor consigue encontrar las pruebas, ni el que ha de decidir logra seleccionar las razones. Las normas jurídicas están en parte recogidas en los códigos y en parte dispersas en los actos legislativos; pero también en el primer caso los códigos se asemejan a los grandes emporios comerciales, en los cuales no es fácil que el adquirente encuentre lo que necesita. Para orientarse en el laberinto de los códigos, el juez no solo debe tener un conocimiento profundo de ello, sino que debe poseer la perspicacia que le permita captar de una mirada la semejanza entre el hecho que ha conseguido establecer y la hipótesis, es decir el caso previsto por la ley. Si el médico no tiene lo que se llama ojo clínico, no le bastará la preparación doctrinal; ni para el juicio del juez es menos necesaria una tal disposición. Una vez que ha encontrado o cree haber encontrado la norma referente al caso, debe él interrogarlo con atención, con no menor atención que la necesaria para examinar un documento o un testimonio. Alguien le habla a él a través de la norma, exactamente como lo haría el testigo; las normas jurídicas, o artículos de la ley, como se quiera decir, están hechas con palabras ellas también, por eso conviene abrir bien los ojos para leerlas y los oídos para escucharlas. Aquí, lo que se exige al juez es la atención, hija de la paciencia. El deseo de correr, el fastidio de leer y de escuchar, la orgullosa convicción de haber comprendido, son tentaciones contra las cuales no tiene el juez otra defensa que la paciencia y la humildad. Por último, también las razones, como las pruebas, tienen que ser valoradas; y esta es una operación más difícil y delicada todavía, que toma el nombre de interpretación de la ley. La interpretación, como dice la misma palabra, es una mediación: el juez tiene que situarse entre la ley y el hecho. Pero es esta una expresión oscura que se debe aclarar a fin de que los discípulos se hagan cargo de lo que es en realidad el proceso. Algo hemos dicho de ello en el curso de las lecciones precedentes, a propósito de la ley y del juicio; pero sobre este punto fundamental la insistencia nunca será excesiva. Las leyes del derecho suponen un hecho y extraen de él ciertas consecuencias: si alguien roba, se le inflige un castigo; si alguien contrae una deuda, se lo constriñe a pagarla, etc. La hipótesis del hecho o fattispecie [hecho específico] y se resuelve en la descripción de un hecho; pero es una descripción sumaria o genérica, formada con pocos caracteres. El art. 575 del Código Penal dice: "quien ocasiona la muerte de un hombre"; más pobre no podría ser la hipótesis del hecho: nos pone frente a dos personas, el homicida y el muerto, sin rostro, sin sexo, sin edad; en cambio, el hecho, en su realidad, es tan rico, que resulta francamente indescriptible. Por minuciosa que
sea, toda descripción de él lo empobrece y, por tanto, lo deforma. En una palabra, la ley es abstracta y el hecho es concreto. Pero el cometido del juez, como ya lo dijimos, consiste en transformar la ley dictada en general, para categorías enteras de casos, en una ley especial para este caso particular. En ello está la mediación a que poco antes me he referido. El juez, por lo menos cuando es juez de derecho, debe tender un puente entre la ley y el hecho, como lo hace el intérprete de una partitura musical al convertir en sonidos los signos con que el compositor expresó su idea. Por eso no le basta al juez la ciencia sin el auxilio del arte. Suele llamarse interpretación también a la explicación de la norma jurídica, y no es un modo de decir incorrecto. Interpreta la ley también el profesor que trata de esclarecer sus fórmulas a los escolares; pero incomparablemente más intensa es la mediación que el juez realiza entre el legislador y las partes con la interpretación judicial, pues en el tribunal se hace sentir mucho más que en la escuela el contraste entre la pobreza de la ley y la riqueza de la vida. Estas reflexiones nos permiten comprender cómo las normas jurídicas, al convertirse en razones en el plano del proceso, sufren una transformación en virtud de la cual no es razón tanto la norma en sí como el encuentro entre la norma y el hecho, o sea la capacidad de la norma para gobernar el hecho o la idoneidad del hecho para ser gobernado por la norma; cuando el juez dice: yo te condeno porque has robado, no quiere decir solamente: te condeno porque una ley castiga el hurto, sino porque la ley atañe precisamente a tu caso. Precisamente en esa conversión de la ley general en la ley especial culminan la necesidad y la dificultad del cometido del juez. La ley, aunque general, está hecha para gobernar los casos concretos; no obraría, por consiguiente, si no se convirtiese en ley especial en cada caso, y en ello está su necesidad. Por otra parte, la ley, no habiendo sido promulgada en relación con un caso concreto, puede no responder con perfecta justicia a las exigencias del caso concreto. Los trajes de confección se hacen para que cada uno de ellos vista a un hombre determinado; pero precisamente porque se los confecciona en serie, es difícil que lo vistan tan perfectamente como lo vestiría un traje hecho a medida. La ley se asemeja a un traje de confección, que el juez debiera transformar en un traje a medida. Infortunadamente, mientras el sastre puede corregir el traje de confección, al juez no se le consiente que pueda corregir la ley. Debe hacer justicia de tal modo que la ley encaje perfectamente en el caso singular, pero no dispone de los medios necesarios para hacerlo. En rigor, pues, el cometido del juez, por lo menos cuando es juez de derecho, es frecuentemente un cometido imposible. Quienes me escuchan no podrán reprimir a este respecto un movimiento de extrañeza. La verdad es que los hombres, para vivir en sociedad, necesitan por igual de certidumbre y de justicia; pero certidumbre y justicia no se pueden obtener a la vez: toda concesión a la justicia perjudica a la certidumbre, y viceversa. Todo ordenamiento jurídico es un compromiso entre las dos exigencias opuestas, y precisamente en el terreno del proceso es donde se manifiesta su imperfección. Por eso el juez es el Cireneo del derecho.
VIII EL CONTRADICTORIO Tan difícil es el cometido del juez, lo mismo en materia de pruebas que de razones, que no consigue llenarlo por sí solo; por lo cual, la experiencia ha elaborado un dispositivo que le ayude. Este dispositivo tiende a procurarle la colaboración de las partes. Conviene partir del principio de que cada una de las partes tiene interés en que el proceso concluya de un modo determinado: el imputado tiende a ser absuelto; quien pretende ser acreedor, aspira a la condena del deudor, y este, a su vez, a que se lo absuelva. Es natural, por tanto, que la parte ofrezca al juez las pruebas y las razones que considere idóneas para determinar la solución por él deseada. De aquí una colaboración de las partes con el juez, que tiene, sin embargo, el defecto de ser parcial: cada una de ellas obra a fin de descubrir no toda la verdad, sino aquel tanto de verdad que a ella le conviene. Pero si la colaboración de una parte es parcial o en otros términos, tendenciosa, este defecto se corrige con la colaboración de la parte contraria, puesto que esta tiene interés en descubrir la otra parte de la verdad; por tanto, lo que hace posible y útil dicha colaboración es el contradictorio. Así vemos en el proceso, a las partes, combatir la una contra la otra, chocando los pedernales, de manera que termina por hacer que salte la chispa de la verdad. De aquí la conveniencia de que las partes sean estimuladas a colaborar con el juez, suministrándole razones y pruebas, lo cual se obtiene mediante la prohibición al juez de buscarlas por sí mismo; entonces la parte, puesto que corre el riesgo de dejarse llevar por su propia dinámica, tiene que esmerarse en procurar al juez los medios necesarios para que se le dé la razón. Siendo esto así, el interés de las partes se convierte en carga, en el sentido de que si la parte no ofrece una prueba o una razón, soporta el daño de que el juez no puede tomarla en cuenta. En este sentido se habla, entre otras cosas, de carga de la prueba; cada una de las partes debe presentar las pruebas de los hechos de los cuales depende que el juez le dé la razón. El principio de la carga de la prueba tiene la ventaja de imprimir el máximo de energía a la actividad de las partes; pero también el inconveniente de paralizar la actividad del juez en aquellos casos en que podría hacerlo por sí; por eso no se la ha adoptado en todo caso ni nunca del todo; en particular, el juez es siempre libre tanto en la crítica de las pruebas como en la búsqueda y valoración de las razones; su dependencia del contradictorio se limita a la indagación de los hechos, de los cuales las partes, que los han vivido, están naturalmente más informadas que él. El contradictorio se desenvuelve a la manera de un diálogo, para cuya eficacia se necesita de una cierta preparación técnica y de un cierto dominio de sí: dos cualidades de que raramente están dotadas las partes; por lo común, son ellas inexpertas y están dominadas por la pasión. Por eso, al menos en los procesos de mayor importancia, las partes actúan por medio de ciertos técnicos a los cuales se les da el nombre de defensores. Estos no son, ni deben ser, como los jueces, empleados del Estado, pero ejercen igualmente, si bien en régimen privado, un oficio público; a este fin están inscritos en un registro al que no llega sino quien esté provisto de ciertos títulos, en primer lugar del doctorado en jurisprudencia, y haya superado ciertos exámenes; además, están sometidos a una disciplina. Según una distribución de tareas, que podemos dejar de lado, los defensores se distinguen en abogados y procuradores. Precisamente porque no son, como los jueces, empleados del Estado, los defensores prestan su servicio en virtud de un contrato con la parte que se llama contrato de patrocinio y pertenece a la gran familia del contrato de trabajo: por tanto, el defensor, en reciprocidad con el servicio prestado, tiene derecho al pago de una merced o, como se suele decir, de unos honorarios, salvo que a la parte, cuando se encuentre en condiciones de pobreza, se le conceda el beneficio del patrocinio gratuito. Hasta aquí el contradictorio, tal como se nos aparece, supone lo que hemos llamado el proceso de partes, esto es, el proceso contencioso. Este no parece, en cambio, posible, cuando el proceso es voluntario, y por tanto se desarrolla en relación con una sola parte: así ocurre en primer lugar, en
el proceso penal. En este, no hay otra parte que el imputado; si contra el imputado está la parte civil, ya he hecho notar que no nos hallamos en presencia de un proceso penal puro, sino de un proceso mixto, penal y civil; en efecto cuando no hay parte civil el juez pronuncia su sentencia respecto de aquel, y nada más. Esto no quita que el imputado, naturalmente, colabore con el juez, como lo hace el demandado en el proceso civil, ofreciéndole pruebas y razones; pero la suya es una colaboración unilateral, que corre el riesgo de extraviar al juez en vez de ayudarlo; por eso al juez penal no se le prohíbe, como en principio al juez civil en el proceso contencioso, la iniciativa en orden a la indagación de los hechos. El proceso penal, si se me permite hablar burdamente, se sostiene sobre una pierna solamente. Se debe ponerle otra para que pueda mantenerse en equilibrio: a este oficio sirve el ministerio público. Con él se restablece el contradictorio. El proceso civil, diríamos, opera con un contradictorio natural; el proceso penal, con un contradictorio artificial. El ministerio público es la figura más ambigua del proceso. El Código de Procedimiento Penal dice que es una parte; pero el Código de Procedimiento Civil lo distingue de la parte verdadera y propia; en efecto, pertenece, como los jueces, al orden judicial. Pero su función original, ciertamente, es la de integrar el contradictorio, oponiéndose al imputado, o más bien a su defensor. Es ahora esta pareja, del ministerio público y del defensor, la que debe ocupar nuestra atención. Una pareja análoga a la del actor y del demandado en el proceso civil. También en el proceso civil el diálogo, más que entre el actor y el demandado en persona se desarrolla entre los defensores del uno y del otro; pero estos hacen las veces de las partes, y por tanto dependen de ellas. Al contrario, el ministerio público no hace las veces de nadie; se acostumbra a decir ciertamente que representa al Estado o a la sociedad, pero de este modo se hace de él un duplicado del juez. El Estado no acusa, sino que castiga; el Estado, entre otras cosas, no puede menos de tener razón, mientras que al ministerio público se la quita cuando no acoge sus conclusiones. Por otra parte, el defensor penal no está en el mismo plano que el defensor civil. Este último debe representar el interés de la parte que lo ha nombrado, mientras que el defensor del imputado no está en modo alguno obligado a hacer y decir lo que este quiera. La diferencia entre defensor civil y defensor penal no está todavía del todo desarrollada según la costumbre vigente; pero resulta hoy de una importante innovación introducida en el Código Procesal Penal a principios del presente siglo, cuando se admitió la defensa del imputado contumaz (así se denomina a la parte que no se presenta ante el juez). En el proceso civil la defensa del contumaz es inconcebible; en cambio, en el proceso penal, esté o no presente el imputado, no puede faltar el defensor, ello quiere decir que el defensor es hoy dependiente del imputado. También el ministerio público y el defensor forman, pues, una pareja ciertamente análoga a la pareja actor-demandado; pero existe entre ellas una diferencia que tenemos que precisar. Se podría decir: el contradictorio existe porque existen el actor y el demandado; el ministerio público y el defensor existen porque debe existir el contradictorio. Una idea similar afloró cuando contrapuse a las partes naturales el ministerio público como una parte artificial. En una palabra, el proceso sirve a las partes y las partes sirven al proceso. Ministerio público y defensor son partes que sirven al proceso, no se sirven del proceso. Se trata ahora de comprender bien en qué consiste ese servicio. Para comprender esto se debe partir de la función que tiene la duda en la investigación de la verdad. La duda es una expresión de la limitación de la mente humana; para nosotros la verdad se fragmenta en las razones, como la luz en los colores. No podemos aprehender la verdad sino en pequeñas dosis: cada razón contiene una dosis de verdad, unas veces relevante y otras desdeñable. Cada uno de nosotros solo llega a descubrir una parte de la verdad; por eso en cada uno de nosotros la verdad está mezclada con el error y para depurarla, cada uno de nosotros necesita del otro: tal es la necesidad del diálogo. El juez debe superar la duda; pero para superarla debe proponérsela; debe haber, pues, quién se la proponga; y para proponerla no basta uno solo. No olvidemos que duda, como duelo, viene de duo (dos). Entre ministerio público y defensor ¿no se desarrolla, pues, un duelo? Retorna aquí la metáfora de los dos pedernales de cuyo choque salta la chispa. Para saber si el imputado es
culpable o inocente, el juez necesita que uno lo acuse y otro lo defienda; él no puede saber si tiene razón la acusación o la defensa sin escuchar a la una y a la otra. Las partes sirven al proceso combatiéndose entre sí. Ministerio público y defensor han sido creados para esto. Y con esto el concepto de parte se ha desdoblado. En lenguaje técnico se distinguen las partes materiales de las partes instrumentales. Materiales son en cuanto sufren el proceso, e instrumentales en cuanto actúan en el proceso. El ministerio público es el prototipo de la parte puramente instrumental; de ahí lo ambiguo de su figura, que es y no es la de la parte, según el sentido que se atribuya a esta palabra. El ministerio público no opera solamente en el proceso penal. A primera vista parecería que no hubiera necesidad de él en el proceso civil, por lo menos en cuanto sea contencioso, ya que en él existen las dos partes con sus respectivos defensores; pero se dan casos en que no se puede fiar demasiado del contradictorio entre actor y demandado, puesto que, no existe entre ellos un verdadero contraste de intereses. Piénsese en el caso de dos cónyuges uno de los cuales quiera hacer que se declare la certeza contra el otro de la nulidad del matrimonio, pues, por lo común tienen el uno y el otro el mismo interés en desvincularse recíprocamente; se comprende que en tal caso, y en muchos otros análogos, sea oportuna la intervención del ministerio público a fin de reforzar el contradictorio también en el proceso civil, el cual de lo contrario, en realidad, andaría mal sobre una sola pierna. Por otra parte, en el proceso civil puede operar una parte instrumental diversa del ministerio público. Supongamos que esté litigando un pobre diablo para que se lo reconozca heredero de un gran patrimonio y su adversario, que posee la herencia, disponga de amplios medios para su defensa: entonces el contradictorio exige una cierta igualdad económica entre los contradictores, que para que sea eficaz, lo busca proveer de un buen patrocinio, aunque no solo para esto. La asistencia judicial a los pobres está por desgracia no tan bien regulada como su asistencia sanitaria. Si ese actor pobre tiene un acreedor más rico que él, interesado naturalmente en su victoria, en recuperar su crédito, la ley le consiente que intervenga en el proceso para reforzar la defensa de su deudor. Los técnicos hablan a este propósito de intervención por adhesión, o más propiamente, de intervención accesoria. El acreedor no sería una parte en sentido material, y por eso se dice de él que es un tercero. Pero se le reconoce carácter y oficio de parte en sentido instrumental, en cuanto actúa, sin embargo, como la parte material en el proceso; en forma análoga al ministerio público, con la única diferencia de que este opera por un interés público y el acreedor, en cambio, en su propio interés particular. Podría ocurrir también que aquel pobre diablo, por falta de medios, por ignorancia o por inercia, no osase reivindicar la herencia, por más provisto que estuviese de buenas pruebas o de buenas razones; en tal caso la ley permite a su acreedor, no solo intervenir al lado de él, sino iniciar el proceso en vez de él, esto es, sustituírsele como parte actora; los técnicos dicen en tal caso que es un sustituto procesal. También el sustituto procesal, lo mismo que el interventor por adhesión, es como cualquiera lo ve, una parte en sentido instrumental, no en sentido material; es uno de los sujetos del contradictorio, sin ser un sujeto del litigio o del negocio.
IX LA INTRODUCCIÓN También el proceso tiene su vida, esto es, su principio y su fin: se abre, se desarrolla y se cierra. Si queremos, pues, observar su historia, será oportuno detener la atención ante todo en la primera fase, llamada introducción. En efecto, la apertura del proceso es una introducción en el sentido de que alguien llama a la puerta del juez y le pide justicia, y el juez lo introduce cerca de sí. No se trata de un acto, sino de una fase. Todo el proceso es un camino que se recorre a pasos singulares, uno tras otro; para estudiarlo, distingamos en él varios sectores, del primero de los cuales nos estamos ahora ocupando. El delito o la litis es un hecho que no se manifiesta sino excepcionalmente ante los ojos del juez. La primera duda para resolver es esta: ¿Si ocurriese ante sus ojos podría el juez iniciar sin más el proceso? En principio la respuesta es negativa. La iniciativa del proceso está encomendada a una parte, tanto en materia civil como en materia penal. En materia civil está en vigor el principio de la demanda de parte, tanto si el proceso es contencioso como si es voluntario. Este principio se expresa por medio de una fórmula antigua: neprocedat iudex ex officio [no proceda el juez de oficio]; el juez no puede hacer un proceso si no es solicitado para ello. También en materia penal, en el papel ocurre lo mismo, con la diferencia de que mientras la iniciativa del proceso civil puede tomarla indiferentemente una parte u otra, la del proceso penal pertenece solo al acusador, es decir al ministerio público. Una persona no podría pedir que se la castigara, ni aun siquiera que se hicieran indagaciones para hacer que resultara que ciertas sospechas que corren a su cargo son infundadas, mientras que uno puede dirigirse al juez civil pidiéndole que declare la certeza de que no existe una deuda de su parte respecto a otro que se jacta, en cambio, de ser su acreedor. Una tal diferencia está justificada solo hasta cierto punto. Si el derecho penal fuese hoy lo que debiera ser y se tuviese de la pena un concepto verdaderamente medicinal, quien ha cometido un delito podría dirigirse al juez, como al médico se dirige el enfermo; pero estamos lejos todavía de este grado de civilización. Ni siquiera el juez penal puede, de ordinario, abrir la puerta si no ha llamado a ella el ministerio público; constituye excepción a esta regla únicamente el pretor, el cual juzga de los delitos menos graves, y para ello tiene el poder de juzgar sin iniciativa del ministerio público. Pero el ministerio público, precisamente porque no es una parte en sentido sustancial, es decir, un interesado, se encuentra en orden a esta iniciativa en una posición muy distinta de la posición de la parte en el proceso civil. Esta última, antes o después, está siempre informada de la necesidad del proceso, ya que se trata, en fin de cuentas, de asuntos suyos. Uno no puede ignorar si tiene o no tiene un crédito, si su deudor le paga o no, si su inquilino no quiere devolverle la casa al vencer el arrendamiento, etc.; en cambio, el ministerio público, por lo menos de ordinario, no sabe nada de un delito que no le atañe; por eso la ley regula y hasta estimula los modos como se le da la noticia. Si esta le llega de un particular, se habla de denuncia; si de un oficial público, de parte; si de quien ejerce una profesión sanitaria, de relación. Estos actos tienden a poner al ministerio público en condiciones de asumir la iniciativa del proceso, pero no son necesarios a ese objeto, salvo que se trate de ciertos delitos cuyo castigo no se admite sino en cuanto lo exija la persona ofendida. Esta exigencia toma el nombre de querella; y se distingue de la denuncia precisamente, en que sin ella el proceso penal no podría ser promovido; esto ocurre casi siempre porque el proceso penal tiene naturalmente sus inconvenientes debidos sobre todo a la publicidad. Por esto ciertos procesos, por ejemplo, en materia de injuria, de difamación, de adulterio, de corrupción de menores, pueden ocasionar a la parte lesionada un escándalo que se debe evitar. La querella no es, pues, como la denuncia, la simple noticia de un delito, sino al mismo tiempo un requerimiento de la parte en sentido sustancial, necesario para la introducción del proceso.
Cuando, pues, de ordinario, previa denuncia, parte, relación o querella, el ministerio público llega a conocimiento de un hecho que puede constituir delito, se trata para él de decidir si debe tomar o no la iniciativa del proceso. Ahora bien, él no es libre de hacerlo, como es libre la parte en asumir la iniciativa del proceso civil: un acreedor, aunque el deudor no pague, se puede abstener por razones de conveniencia o de caridad de llamarlo a juicio; en cambio, el ministerio público, si le parece que la noticia del delito es atendible, no tiene el derecho sino el deber de promover la acción penal. Esto no quiere decir que una noticia, en particular una denuncia, deba siempre terminar en un proceso; el ministerio público debe, naturalmente, verificar su atendibilidad; si esta verificación le da un resultado negativo, la noticia se arroja al cesto de los papeles, o sea, según el modo de decir de la ley, se archiva; por lo demás, el ministerio público debe en todo caso dar cuenta al juez y obtener de él el consentimiento para archivar; si el juez no está de acuerdo acerca de ello, el proceso se inicia aun sin requerimiento del ministerio público. Esta norma, que constituye una novedad reciente en el régimen del proceso penal italiano, ha introducido una modificación profunda en la estructura, puesto que no se puede decir que también el proceso penal debe ser promovido por la parte y concretamente por el ministerio público; en realidad, el juez puede proceder sin el requerimiento de él. Una profunda diferencia entre proceso penal y proceso civil se nota, no solo en cuanto a la iniciativa, sino también en cuanto al modo de introducir el proceso: esta diferencia atañe al contradictorio. Precisamente en el proceso civil lo primero que se debe hacer es posibilitar al contradictorio, mientras que en el proceso penal la instauración del contradictorio se hace más adelante, una vez llevada a cabo la instrucción, que constituye la segunda fase del desarrollo del proceso. Tratemos de aclarar esta diferencia, que incide profundamente sobre la estructura de los dos tipos procesales. Es de experiencia común que el proceso civil, al menos en cuanto se trate de proceso de partes, es decir de proceso contencioso, se inicia con un acto que toma el nombre de citación. La citación es un acto complejo, que contiene a la vez la demanda dirigida al juez y la invitación a la otra parte a que comparezca ante el juez para oír un juicio sobre dicha demanda. Es una particularidad técnica, no de gran relieve, que primero se proponga la demanda al juez y se invite luego a la otra parte a comparecer ante él para exponer sus razones en tomo a la demanda a él propuesta, o que se informe, en cambio, a la otra parte sobre la demanda que se va a proponer y se le dirija la invitación a que comparezca. En todo caso la citación es un acto con el cual, no tanto se introduce cuanto se prepara el proceso; la introducción ocurre cuando las partes, la que invita y la invitada, se presentan ante el juez y le proponen sus demandas; en otros términos, el verdadero acto introductorio del proceso civil es la demanda de las partes. Ordinariamente se trata de demandas opuestas, por lo menos en el proceso contencioso: el actor demanda que se condene al demandado a pagarle la deuda o a devolverle el fundo; el demandado, a su vez, demanda que se rechace la demanda del adversario; pero no se excluye que alguna vez el demandado se adhiera a la demanda del actor. Puede también ocurrir que a pesar de la citación no comparezca el demandado, o porque nada tiene que oponer a la demanda del actor, o por cualquier otra razón, En tal caso el proceso se introduce igualmente en contumacia del demandado; la palabra contumacia indica la no comparecencia de una parte ante el juez; puede también ocurrir que, después de intimada la citación, no comparezca el actor; en tal caso, si el demandado tiene, sin embargo, interés en provocar la decisión, el proceso se hace en contumacia del actor. Mucho menos claras son las líneas de la introducción del proceso penal; un poco por razones dependientes de su naturaleza, y un poco por imperfecciones técnicas que todavía ensombrecen su estructura, no hay en el, proceso penal un acto que corresponda a la constitución de las partes o al menos de una parte ante el juez, en que se resuelve la introducción del proceso civil. No se puede decir, sin embargo, que el proceso penal se introduzca con la noticia del delito de que hemos hablado recientemente, y a la cual no se le puede reconocer más que un carácter preparatorio. El proceso penal comienza verdaderamente cuando el ministerio público o el juez, considerando fundada la noticia del delito, deciden proceder. Se tendría que decir que esta decisión coincide con la imputación, de la cual hemos hablado ya, pero la verdad es que la imputación supone una noticia fundada, no solo acerca del delito, sino también acerca de su autor.
Ahora bien, hay casos en que es probable y hasta seguro que se ha cometido un delito (por ejemplo, que se ha matado a un hombre), pero no se sabe quién lo ha cometido; en tales casos se hace el proceso penal, según el modo de decir habitual, contra ignorados; mientras no se descubre al autor, o por lo menos no se crea que se lo ha descubierto, no se puede hacer una imputación. En ocasiones el proceso penal tiene una introducción formal: así ocurre, por ejemplo, cuando el ministerio público requiere al juez a que proceda, o cuando, habiendo, en cambio, pedido el ministerio público el archivo, el juez, en desacuerdo con él, considera que debe hacerse el proceso; pero, como lo veremos en la lección próxima, la instrucción penal, según el régimen vigente, no siempre la hace el juez, de modo que puede ocurrir que se abra el proceso penal, por así decirlo, clandestinamente, es decir, sin un acto formal, por el simple hecho de que el ministerio público, en vez de archivar la denuncia, lleve a cabo actos de instrucción.
X LA INSTRUCCIÓN El proceso se hace para obtener un juicio. El juicio, como lo explicamos, necesita de pruebas y de razones, pero las pruebas y las razones no se encuentran dispuestas y prontas; son ellas el fruto de un largo, paciente y difícil trabajo, que ocupa la fase intermedia del proceso. La exposición ordenada de lo que ocurre en esta fase, es siempre difícil, y dificilísima cuando por una parte hay que comprender en ella tanto el proceso civil como el proceso penal, y por otra debe hacerse comprender de un público no preparado. No es posible incluso que ello se haga sin algún sacrificio en el terreno de la exactitud y de la integridad de la materia. Consideraré, pues, como cometido exclusivo de esta fase intermedia, según lo he insinuado, la provisión de las pruebas y de las razones, que es por otra parte en verdad su cometido fundamental. Hay a menudo, particularmente en el proceso civil, otras cosas que hacer entre la introducción y la decisión; aquí debiera encontrar su puesto, entre otras cosas, la exposición de los incidentes, que son un aspecto del proceso tan delicado como desacreditado; pero tanto los límites impuestos a mi curso Como su carácter, me obligan a dejarlos de lado. Me contentaré con decir que, según la distinción ya conocida entre pruebas y razones, se distingue la instrucción de la discusión: la primera sirve para recoger las pruebas, y la segunda para elaborar las razones. Recoger las pruebas, por lo común, especialmente en el proceso penal, dista mucho de ser cosa fácil. En el proceso civil, no pocas veces los hechos se presentan a plena luz; en el proceso penal, casi siempre se ocultan en la oscuridad. Puede suceder, entonces, que se siga desde el principio una falsa pista. A veces se cree ver un delito allí donde no lo hay (por ejemplo, un homicidio, cuando se trata de una muerte accidental); en ocasiones las sospechas recaen sobre un inocente. En el proceso penal se entiende, pues, que en razón de estas dificultades, la instrucción debe proceder de ordinario con pies de plomo, tanto más cuanto que el error judicial cuesta caro. Cuando un imputado termina por ser absuelto, no se pierde solamente tiempo y se causa fatiga, sino que muchas veces se infiere un daño irreparable al individuo y a la sociedad. Esto explica por qué en lo penal, la instrucción se desdobla en comparación con el proceso civil, en una fase preliminar y una fase definitiva. La fase preliminar, a la cual se da el nombre de instrucción en sentido estricto, sirve precisamente para un examen superficial de la sospecha de la cual nace el proceso, a fin de ver si es fundada o no; si es infundada, el proceso aborta con lo que se llama la absolución del imputado en sede instructoria; en caso contrarío, el proceso continúa en una segunda fase que se llama debate; pero también es instrucción en cuanto en él se asumen las pruebas, y en particular los testimonios. Esta diferencia fundamental entre instrucción penal e instrucción civil tiene sus excepciones: hay procesos civiles que por su naturaleza particular presentan también una fase preliminar (de examen superficial) de la instrucción (por ejemplo, el proceso de interdicción o el proceso de paternidad) y hay procesos penales sin fase preliminar (tal es el llamado proceso directísimo); pero la regla es el sentido de una estructura más compleja de la instrucción en materia penal. A la asunción de las pruebas procede, naturalmente, el juez. Si tiene que persuadirse él mismo, conviene que vea él con sus ojos, oiga con sus oídos y toque con sus manos. Y, se comprende, debe ser el mismo juez quien luego decide. Se trata, al parecer, de una verdad manifiesta, sin embargo, hay reservas. Una de estas es de naturaleza económica y atañe al juez colegiado: se dice fácilmente que si varios jueces deben juzgar a la vez, todos ellos deben ver, oír y tocar; pero, por desgracia, los oficios judiciales están sobrecargados de procesos civiles y penales. Si a la instrucción hubiese de proveer el colegio entero, crecerían desmesuradamente el costo y la duración de los procesos; también naturalmente la duración, se debe reconocer, pues, mientras el colegio está ocupado en la instrucción de un proceso, por fuerza tienen que esperar los demás. Pero hay otro aspecto del problema más delicado todavía: la instrucción no puede menos que comprometer la iniciativa del juez que a ella procede, y toda iniciativa supone y estimula el interés de quien la toma; pero cuanto más difícil es la investigación, más se apasiona el juez en ella, corriendo así el riesgo de perder la frialdad necesaria para valorar críticamente su resultado. Esta
es la razón por la cual en materia civil nunca se encomienda la instrucción al colegio de los jueces, sino a uno solo de ellos, que se llama precisamente juez instructor; y en lo penal ocurre lo mismo respecto de la instrucción preparatoria; en cambio, la instrucción penal definitiva, cuando la competencia pertenece a un juez colegiado (tribunal o Corte de Assises), la hace el colegio entero. Se entiende que también respecto de la instrucción, con el juez colaboran las partes, cuya actividad para la reunión de las pruebas es preciosa. La parte, en este cometido, respecto del juez, se asemeja al perro que saca de su guarida la caza y la pone bajo el tiro del cazador. En materia civil esta colaboración de las partes es plena; no hay acto del juez en materia de instrucción, que no se cumpla en presencia de las partes las cuales tienen la posibilidad de proponer sus observaciones al juez. En el proceso penal esta plena colaboración se realiza en la segunda fase instructoria, es decir en la primera parte del debate (la segunda, como veremos, está dedicada a la discusión), basta una experiencia superficial, como la que suministran las reseñas judiciales de los diarios, para mostrar la vivacidad y a veces los excesos del contradictorio durante la asunción de las pruebas. Diversa es la situación según el ordenamiento italiano, en la fase preparatoria, en la cual opera ciertamente al lado del juez, o aun solo él, el ministerio público, pero no se admite la intervención del defensor. La desigualdad que se establece así entre las dos partes, es grave y peligrosa, sin duda. El ministerio público viene a encontrarse en una posición privilegiada, y el defensor, por el contrario, en una condición de inferioridad. El privilegio del ministerio público llega al extremo de que, en los casos de menor complejidad, se le permite, como lo hemos indicado, que conduzca él solo la instrucción preparatoria; se habla en tales casos de instrucción sumaria. Al defensor solo se le consiente conocer algunos actos instructorios, entre los cuales están las pericias, y después, aunque no siempre, los resultados de la instrucción realizada cuando se trate de decidir si el proceso debe proseguir o no con el debate, proponiendo al juez sus observaciones al respecto. Esta desigualdad entre las partes, que provoca ásperas críticas y apasionadas propuestas de reforma, encuentra su razón profunda en la desconfianza respecto del imputado, el cual es, por definición, una parte poco idónea para colaborar con el juez a los fines de la justicia. Es verdad que la intervención invocada y necesaria para procurar también a la instrucción los beneficios del contradictorio, más que del imputado es del defensor, quien es, en el proceso penal, según dijimos, mucho más despegado de su cliente que en el proceso civil; y si la figura del defensor penal fuese en la práctica tal cual se la diseña en teoría, no debieran hacerse objeciones a su intervención en toda fase de la instructoria; pero desgraciadamente la costumbre forense no se ha elevado al punto de poder contar con un comportamiento del defensor, que no ponga obstáculos al curso de la justicia; por eso se debe reconocer que las condiciones para la deseada reforma no han madurado todavía. Una última diferencia entre la instrucción en el proceso civil y la instrucción en el proceso penal atañe al ambiente en que se procede a la recepción de las pruebas. Solo en la fase definitiva de la instrucción penal, es decir en el debate, la recepción se hace en la audiencia, esto es, en una sesión del oficio judicial y de las partes, a la cual de ordinario se consiente la asistencia del público; en la instrucción penal preparatoria, en cambio, y en todo caso en la instrucción civil, las pruebas se reciben en el despacho del juez, con exclusión del público. La publicidad de los debates penales (y como veremos de las discusiones civiles), se funda ciertamente en el interés general en la administración de la justicia, de la cual constituye una garantía; no se excluye, sin embargo, que finalmente el interés periodístico que satisface y estimula la curiosidad acerca de los delitos más que la información acerca de los procesos, cause perjuicios al instituto judicial que desdicen de la civilidad. La mayor dificultad en materia de asunción de pruebas atañe al testimonio. Este, más aún en materia penal, es una prueba indispensable pero peligrosa (las partes, cuando concluyen un contrato, tienen interés en documentarlo, pero la documentación de un delito es un caso extremadamente raro); alguien que entendía de ello, la llamó un mal necesario. La fidelidad del relato del testigo queda encomendada, como ya dijimos, al concurso de la atención (en el momento en que percibió los hechos), de la memoria (en el momento en que narra) y de la buena
voluntad; un concurso tan difícil de producirse, que un testimonio enteramente veraz, se puede decir sin exageración que constituye una excepción. Naturalmente, la recepción del testimonio depende también en gran parte del modo como se interrogue al testigo. Se necesitan a este fin en el juez una inteligencia, una paciencia y una humanidad que no son fáciles de poseer; el ambiente mismo en que se lo hace, por el aparato solemne, por la presencia del público, por el contraste entre las partes, ejerce una acción a menudo perjudicial sobre él. En este aspecto no se puede ocultar el perjuicio que las condiciones en que se desarrollan los procesos, bien por razones de lugar o de tiempo, causan al testimonio, al punto de que el testigo rinde casi siempre mucho menos de lo que en otras condiciones pudiera obtenerse de él. Este es, por desgracia, uno de los aspectos por los cuales el proceso es muy distinto de lo que debiera ser. Una mención especial merece todavía el problema desde el punto de vista de la buena voluntad. La verdad es que a menudo el testigo, aunque se sirva bien de la atención y de la memoria tiene poco deseo de decir la verdad. Ya en la amplia noción del testimonio entran, también, las narraciones que hacen al juez las partes, y en primer lugar el imputado. Ahora bien, las partes son frecuentemente solicitadas más por su interés en esconder que en descubrir la verdad. Además, en torno de los intereses de las partes se forma un círculo en el cual entran también los terceros: parientes, amigos, compañeros de partido, acreedores, de manera que un testimonio verdaderamente desinteresado es tan raro como una mosca blanca. Así se inicia, por desdicha, una lucha entre el juez que quiere hacer decir la verdad al testigo, y este que no quiere decirla, lo que constituye uno de los más graves peligros del proceso, porque inevitablemente termina por comprometer la imparcialidad de quien tiene que juzgar. Entonces, como ocurre desgraciadamente con frecuencia, surge la tentación de forzar al testigo cuando el juez sospecha que es falso o reticente; una tentación que recuerda el antiguo instituto de la tortura, al cual naturalmente resisten con menor dificultad aquellos examinadores que están técnica y moralmente menos preparados que el juez, es decir, los oficiales de la policía judicial. Se hace valer a este propósito también la instancia a obrar sobre el interrogado con medicinas y métodos que, relajando la atención, obtendrían de él declaraciones que no por involuntarias, sean, sin embargo, menos engañosas. Probablemente ningún remedio existe contra los peligros de la falsedad del testimonio que no sea por un lado, como dijimos, la inteligencia, la paciencia y la humanidad del juez, y por otro, el mejoramiento de las costumbres sociales, sobre todo inculcando una idea diferente, algo que persuada a la gente de que la justicia penal no tiende a la venganza, sino a la redención del reo. Siempre a propósito del testimonio, no se olvide que con las interrogaciones del juez y las respuestas del testigo no queda agotada la recepción de la prueba, puesto que, debiéndose someter más tarde a crítica la narración en el curso ulterior del proceso, las preguntas y las respuestas deben ser registradas, como suele decirse. A esto se provee desgraciadamente en el ordenamiento vigente con medios inadecuados y anticuados, a saber, con la escritura del secretario, quien no es casi nunca ni siquiera un taquígrafo; sin contar que los medios de registro fonográfico, ya en uso en muchos negocios privados, son todavía desconocidos en el proceso. Esta otra imperfección compromete mucho más el rendimiento del testimonio, y el éxito de la instrucción en cuanto la narración del testigo, sobre la cual el juez termina por formar su convicción, muy a menudo corresponde en medida limitada a la narración real.
XI LA DISCUSIÓN La ciencia del proceso habla poco de la discusión; y, sin embargo, es este uno de los aspectos más interesantes de su realidad. Comencemos por detenemos en la palabra. Discutir, del latín discutio, viene de quaestio, que quiere decir sacudir: sacudir de aquí y de allá. ¿Qué tiene que ver esta idea con el proceso? Piénsese en el aventador, o aun solamente en el cedazo; se trata de hacer pasar las razones buenas, reteniendo las malas; si no se sacude el cedazo, no se refina la harina. Recogidas las pruebas, puesto que la ley le es ya conocida, dijérase que no le queda al juez más que juzgar. Sí, pero juzgar es una palabra. ¿Creéis que la sentencia le brotará sin más de la mente, como Minerva armada brotó del cerebro de Júpiter? Aunque hubiese de decidir inmediatamente y estuviese solo, lo veríais perplejo al deliberar consigo mismo las razones opuestas. Basta que cada cual interrogue a su propia experiencia para hacerse cargo de que en ninguna materia la verdad se consigue de un golpe; siempre aparece ella mezclada con el error, y el camino que a ella conduce, va en zigzag: "El sí y el no disputan en mi cabeza". Pero cada uno de los otros, por desgracia, ve las cosas de un lado solo; le es difícil salir de sí para verla desde otro punto de vista. El "consigo mismo" quiere decir en último caso que debiéramos desdoblarnos para convertimos en otro distinto, y es este un esfuerzo que no todos ni siempre consiguen realizar. En ello precisamente está la razón de aquella formación colegiada del juez de que hablábamos. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué Dios nos ha dado dos ojos en vez de uno solo? Solamente quien tiene dos ojos y ve las cosas desde dos puntos de vista, las ve en relieve. El juez singular tiene la inferioridad del monóculo en comparación con el juez colegiado. Pues bien, la ventaja de la formación colegiada está precisamente en que facilita la discusión. No hay ya necesidad de esfuerzo para convertirse en otro distinto de sí, cuando pueden discutir personas diversas. Es difícil, por no decir imposible, que todos los jueces del colegio vean la causa del mismo modo; por eso, a la visión unilateral, casi inevitable cuando el juez es uno solo, se superpone la visión plurilateral: cada cual agrega algo a lo que dicen los demás, y en el contraste entre las diversas opiniones es probable que se forme una opinión común próxima a, la verdad. Pero la discusión en el seno del colegio no sería suficiente para vencer las dificultades que se encuentran en el áspero trabajo que implica la búsqueda de la verdad. Los jueces son, por definición, desinteresados; y si el desinterés es una condición favorable a la valoración de las razones opuestas, no es, en cambio, la mejor condición para buscarlas. El juez tiene en el fiel la balanza; pero son necesarias las partes para cargar los platillos. Aquí aflora de nuevo el concepto de la acción de las partes y del contradictorio; hay necesidad de las partes, no solo para la proposición de la demanda, no solo para la búsqueda y la recepción de las pruebas, sino también, y yo diría sobre todo, para proveer al juez las razones, lo cual se consigue precisamente mediante la discusión de ellas. Así ocurre que, agotada la instrucción, antes de pasar a la decisión debe seguir la discusión: con este nombre se designa una actividad de las partes que trataremos ahora de examinar en su forma y en su contenido. Lo que las partes hacen en la discusión es, en definitiva, lo mismo que hará el juez para decidir. Cada una de ellas propone y aconseja al juez la decisión que le parece justa. Su cometido consiste, pues, en un proyecto de decisión. Ella reconstruye los hechos a través de la crítica de las pruebas; busca e interpreta después las normas de ley por las que se regulan los hechos; y finalmente concluye que, supuestos así el hecho y el derecho, el juez debe adoptar una determinada decisión. Se comprende inmediatamente cómo, para que discusión resulte eficaz, no debe ser hecha por las partes en sentido material, ya que ellas no tendrían no solo la preparación técnica, sino que tampoco tendrían el necesario dominio de sí. La discusión es por eso, de ordinario, obra de los abogados en el proceso civil, y de los abogados y del ministerio público en el proceso penal.
Pero lo que sorprende a los profanos es cómo, si cada una de las partes tiene que presentar al juez un proyecto de decisión, es decir, la que a ella le parece la decisión justa, los dos proyectos pueden y hasta deben ser opuestos. Si la verdad es una, ¿cómo cada una de las partes propone una decisión diversa y hasta contraria de la otra? En realidad ocurre cabalmente así: el ministerio público pide la condena y el defensor pide la absolución; el defensor del actor en una causa civil sostiene que debe reconocerse propietario del fundo controvertido a su cliente, y el defensor del demandado afirma, en cambio, que el propietario es este. No es difícil que, frente a este espectáculo, el público, decíamos, quede sorprendido y hasta desconcertado, al punto de formar juicios pesimistas sobre los abogados, a los cuales se los hace objeto de burla y hasta de desprecio. Una tal sorpresa, hasta cierto punto está justificada; pero se desvanece cuando estos fenómenos se consideran con serenidad. Ante todo se debe reflexionar que la oposición entre las partes es útil, o más bien necesaria, al juez. Ya me he referido, al hablar del contradictorio, a la importancia de la duda para la búsqueda de la verdad. Cuanto más fuertemente se agita la duda, mayor es la probabilidad de poder conseguir la verdad. A este fin ayuda, y hasta es necesario, que la duda se concrete en un duelo. Nada sirve para promover la duda mejor que el contraste de los intereses. El interés es la condición de la atención, y la atención a su vez es la condición de la búsqueda. Con el estímulo del interés se afina la crítica de las pruebas, se profundiza la interpretación de las normas jurídicas, surgen nuevas ideas y se abren nuevos caminos. No se excluye que alguna vez pueda desviarse la justicia con ello, de hecho, así ha ocurrido, pero si se pudiera hacer una estadística, resultarían mucho más numerosos los casos en que sin el contraste entre las partes no se hubiera tenido la decisión justa. En cuanto a la que podemos llamar la cuestión de conciencia de los defensores, su deber no es juzgar, sino combatir. Saben que la justicia exige de ellos el combate. Lo que ellos dicen, no debe ser considerado en sí, sino en función del necesario contraste con las afirmaciones del adversario. Ellos se asemejan a dos caballos de tiro, cada uno de los cuales, en el esfuerzo común, arrastra el carro por su parte; pero si no lo hiciesen así, el carro se desviaría hacia la parte del otro. Su responsabilidad es solo la de no dejar sin defensa alguna posición atacada por el adversario, en los límites en que ello esté consentido por la buena fe. Por suerte para ellos, el esfuerzo que realizan al contradecirse, los apasiona al extremo de terminar casi siempre por considerar buenas sus respectivas razones; en esto, la próvida naturaleza los ayuda y sostiene. Por supuesto, no raras veces el ardor del combate los arrastra más allá del límite del comedimiento; pero la gente, que se escandaliza de ello, debiera vivir la vida que ellos viven para hacerse cargo de que tales riesgos son casi imposibles de evitar. Desde el punto de vista formal, la discusión se resuelve en un discurso que cada una de las partes dirige al juez. El discurso puede ser directo o indirecto, oral o escrito. Tanto la oralidad como la escritura tienen sus pros y sus contras, como todas las cosas de este mundo. La escritura se presta mejor a la meditación de quien escribe y de quien lee; el discurso hablado mueve más fuertemente el ánimo de quien habla y de quien escucha. Es natural que el ordenamiento del proceso trate de integrar un método con otro, de manera que la discusión, por lo común, no sea, o mejor, no debiera ser, ni únicamente escrita ni únicamente oral. En el proceso civil los defensores exponen antes sus razones, haciendo ciertas escrituras que toman el nombre tradicional de escritos de comparecencia, y pronunciando después en la audiencia discursos que se denominan, también tradicionalmente, informes. Por desgracia, sin embargo, la costumbre forense en materia civil ha venido desarrollándose en el sentido de una progresiva decadencia de la discusión oral, al punto de que la reciente reforma del ordenamiento del proceso consiente que la discusión se limite a la forma escrita. Así, la práctica oral de la causa civil se hace cada vez más rara, excepción hecha de la Corte de Casación. También el proceso penal admite la discusión escrita sobre todo en la fase instructoria, precisamente cuando se trata de valorar los resultados de la instrucción preparatoria para decidir si el proceso debe proseguir o no con el debate; entonces el ministerio público y los defensores presentan al Juez instructor escrituras que se llaman memorias cuando provienen de los abogados y requisitorias cuando emanan del ministerio público. Así pueden hacerlo también en el debate; pero la forma predominante de la discusión es oral. El discurso del ministerio público se
llama también requisitoria; el de los defensores, defensa. El proceso penal es por tanto el campo clásico de la elocuencia forense, que probablemente es la más genuina de las varias especies de elocuencia. Es sobre todo en este campo donde el oficio del abogado, cuando se lo ejerce dignamente, alcanza las cumbres del arte, de la cual es sin duda la elocuencia una manifestación auténtica. Y es precisamente en este campo donde el arte descubre sus maravillosas relaciones con la caridad. La altura, y me atrevería a decir, la pureza de la elocuencia forense, la adquiere el defensor en virtud del amor que lo une a su defendido, con quien termina por identificarse, al extremo de sufrir sus dolores y compartir sus esperanzas o sus remordimientos. Quienes no comprenden, y son por desgracia muchos, la solidaridad del defensor con el imputado, aun cuando el defensor esté convencido de su culpabilidad, debieran meditar en el ademán sublime de San Francisco, que no solo se detuvo, cuando cabalgaba en la dulce primavera de la Umbría, al aparecer el leproso, no solo le ofreció su dinero, sino que, bajándose de su cabalgadura, lo besó en el rostro carcomido por la horrible enfermedad.
XII LA DECISIÓN Ayudado, como hemos visto, por la discusión entre las partes, el juez debe resolver las dudas, y decidir. Decidir quiere decir, precisamente, cortar por el medio. Por difícil que sea encontrar el cuchillo que separe la razón de la sinrazón, el juez tiene que emplearlo. Hubo un tiempo en que se admitía que el juez pudiera decir: non liquet [no lo veo claro]. Pero el Estado moderno no puede permitir que él no administre justicia; la necesidad de justicia, se dice, debe ser satisfecha en todo caso. Dentro de poco veremos si no es esta una proposición enfática, que no responde perfectamente a la realidad. La decisión es una declaración de voluntad del juez, no solamente un juicio. Aquí conviene recordar la diferencia ya indicada entre la decisión del juez y la del consultor; esta última es precisamente una declaración de ciencia; aquella es una declaración de voluntad: el juez, no solo juzga, sino que manda, expresa su opinión y quiere que se la siga. No todas las declaraciones de voluntad del juez son decisiones; otras veces pronuncia órdenes (que se llaman precisamente ordenanzas), para regular el curso del proceso (por ejemplo, para hacer arrestar a un imputado o hacer que comparezca un testigo). No todas las decisiones adoptan forma de sentencias; sentencia es la decisión solemne que pronuncia el juez para concluir el proceso penal o el proceso civil contencioso; al lado de la sentencia están los decretos, con los cuales provee normalmente el juez, en el proceso civil voluntario (por ejemplo, cuando concede o niega al esposo la autorización para enajenar un bien dotal, decide, no por medio de una sentencia, sino por medio de un decreto). La decisión puede ser positiva o negativa. Es positiva cuando el juez pronuncia su juicio sobre el negocio, sobre el litigio o sobre el delito que ha constituido objeto del proceso; es negativa cuando juzga que no puede juzgar sobre él, por ejemplo, porque no es competente o porque una de las partes no está legitimada para accionar o para contradecir (lo cual significa que no es la persona idónea para hacer valer el derecho que quiere que se reconozca, o para discutirlo), o porque la demanda no se propuso en las formas que la ley prescribe bajo pena de nulidad. En tales casos decimos que el juez juzga sobre la procedibilidad, es decir, sobre la posibilidad de conducir el proceso, y no sobre el mérito, es decir, sobre el negocio, litis o delito deducido en el proceso; y es evidente por qué aquí la decisión es negativa. El proceso se resuelve en estos casos en una nada de hecho; se podría hablar de un proceso abortado. La ley, con diversos expedientes, trata de reducir al mínimo estos casos que ocasionan una pérdida para la parte o para el Estado; pero no puede conseguirlo más que hasta cierto punto; el dispositivo procesal es complicado y difícil de manejar, de manera que humanamente no se pueden excluir los errores, y con ellos la posibilidad de que el proceso termine con una decisión negativa. Hay otra hipótesis en que puede parecer que deba adoptarse una decisión negativa. Esa hipótesis difiere de la recién indicada en que deriva, no de un error, sino de una imposibilidad: es la hipótesis del fracaso de la prueba. El juez, por definición, ignora al comienzo del proceso los hechos sobre los que tiene que juzgar; si los conociese, sería un testigo; el medio a través del cual llega a conocerlos, son las pruebas. Al comienzo, el camino que tiene él que recorrer, está en sombras; son las pruebas las que lo iluminan. Pero puede, muy bien, ocurrir que las pruebas no lleguen a procurarle la cantidad de luz que necesita para ver con claridad: a esa situación corresponde la fórmula del non liquet, recientemente recordada. Realmente, en esa hipótesis la situación sería tal que reclamara una decisión negativa. Si no conoce los hechos, ¿cómo va a juzgar el juez? También aquí debería juzgar que no puede juzgar. Pero hay exigencias prácticas que no consienten esta solución, al menos en lo que concierne al proceso penal y al proceso civil contencioso. Por una parte, perjudicaría a la paz social que el litigio permaneciera abierto; por otra, cuando a una persona se la imputa de un delito, no puede ella permanecer así, bajo el peso de la imputación.
En tales casos, pues, preciso es decidir sobre el mérito, aunque falten los medios para tal decisión. Lógicamente es claro que si tales medios son las pruebas, para decidir a pesar de su defecto, se debe encontrar un subrogado de la prueba. Este concepto del subrogado de la prueba, elaborado por la ciencia moderna del proceso, se funda en una experiencia antigua: basta recordar el duelo judicial, que servía poco más o menos para establecer quién tenía razón y quién no la tenía, por lo menos cuando no era posible comprobarlo de otro modo. En el ordenamiento actual, el subrogado procesal consiste en un instituto al que he tenido ya ocasión de referirme con el nombre de carga de la prueba. En pocas palabras, se establece un criterio en virtud del cual la insuficiencia de las pruebas perjudica a una de las partes y beneficia a la otra. En materia civil el criterio adoptado es el del interés; la insuficiencia de las pruebas se resuelve en daño de aquella parte que tiene interés en probar un hecho y no lo consigue. Por ejemplo, quien reclama el pago de un crédito tiene interés en probar la existencia del crédito, pero si no se ofrece prueba de ese crédito el juez debe considerar que el crédito no existe; por otra parte, el deudor a quien se exige el pago de su deuda tiene interés en probar que ya lo pagó, pero si no consigue la prueba del pago, el juez debe considerar que no se ha pagado. Así el juez juzga en realidad, no tanto sobre hechos conocidos, como sobre hechos presuntos, en virtud de un criterio, no de certeza, sino de probabilidad. En materia penal, desgraciadamente, puesto que, como dijimos, las dificultades de la prueba son a menudo más graves, la hipótesis de su insuficiencia es más frecuente. El criterio que permite al juez juzgar también en este caso, es el del favor rei: vieja fórmula que significa que la incertidumbre de los hechos se resuelve en favor del imputado. Por consiguiente, cuando el juez no llega a comprobar la culpabilidad, tiene que declarar la inocencia. Por lo demás, nuestra ley, y es este uno de sus graves defectos, no reconoce más que a medias este principio. Hay a este propósito una injusta diferencia entre la decisión del proceso penal y la del proceso civil. Si uno demanda a otro en juicio, pidiendo que se le condene al pago de un crédito y no prueba la existencia de ese crédito, el juez absuelve al pretendido deudor con la misma fórmula, tanto si la prueba falta del todo, como si, aun no faltando del todo, resulta insuficiente. En ambos casos declara que no es deudor. En cambio, si se lo imputase de hurto, en ambos casos las fórmulas de la decisión serían diversas: cuando la prueba falta del todo, como cuando se prueba que no ha habido hurto, se lo absuelve por no haber cometido el hecho; pero si queda el juez incierto, debe absolver, en cambio, por insuficiencia de pruebas. He aquí por qué dije al principio que la antigua fórmula del non liquet no ha desaparecido del todo de los ordenamientos modernos; y es una grave imperfección de tales ordenamientos, pues la falla del proceso penal, que no llega a esclarecer cómo ocurrieron las cosas, no debe hacerse gravitar sobre las espaldas del imputado, quien, cuando es absuelto por insuficiencia de pruebas, queda imputado para toda la vida. Así, la ley admite un estado intermedio entre la culpabilidad y la inocencia, es decir, un estado de sospecha, que es contrario a la justicia y a la civilidad. Ya he dicho que la decisión judicial en que se funde el juicio con el mandato, tiene valor de ley respecto del caso que constituye su objeto. Este valor se expresa con la fórmula de la declaración de certeza: el juez declara cierta la regulación jurídica de aquel caso. Si Ticio ha contraído una deuda frente a Cayo, tiene la obligación de pagarla; pero solo cuando se haya decidido el litigio su obligación y el derecho correlativo del acreedor quedan declarados ciertos. Hay casos en que el juez se limita a esa declaración de certeza: por ejemplo, cuando entre Ticio y Cayo se discute acerca de la existencia de un determinado derecho del uno frente al otro, aun sin que el uno sostenga que ha sido violado ese derecho (supongamos que se trata de un crédito pactado por el uno y negado por el otro, pero que no ha llegado todavía a vencimiento), el uno o el otro puede acudir al juez a fin de hacer simplemente que se declare cierto si el crédito existe o no. Pero este es el caso menos frecuente. De ordinario el acreedor se dirigirá al juez, no tanto porque el deudor niega el crédito, cuanto porque no ha pagado al vencimiento; y así, no tanto porque uno sostiene ser propietario de cierto fundo que no es suyo, sino porque lo ha usurpado. En tales casos, naturalmente, el juez, al decidir, ante todo declara la certeza de si existe o no existe el crédito o la propiedad controvertida; pero no se limita a ello, sino que, si existe el crédito y no ha sido pagado o el demandado usurpó realmente el fundo que no era suyo, condena a pagar la
deuda o restituir el fundo. La decisión penal, como cualquiera lo ve, cuando declara cierto el delito, es siempre una decisión de condena. Al declarar la certeza de la existencia de una obligación o de un derecho, y también al condenar a que se cumpla la obligación o se respete el derecho, el juez no agrega, sin embargo, nada a lo anteriormente existente, excepción hecha de la certeza. El deudor y el acreedor, el propietario y el poseedor, continúan como antes, en el sentido de que también antes el acreedor era acreedor y el propietario era propietario. De nuevo hay únicamente esto, que antes el derecho existía, pero no estaba declarado cierto; es decir, antes se lo podía discutir, y después no. Pero hay casos en que la decisión del juez agrega, en cambio, algo a la situación jurídica tal como antes existía. Por ejemplo, cuando uno de los cónyuges comete contra el otro ciertos actos incompatibles con los deberes matrimoniales (por ejemplo, malos tratos, sevicias, injurias graves), la ley admite que desaparezca entre ellos la obligación de cohabitación, y atribuye al cónyuge ofendido el derecho a vivir separado; pero este derecho no existe más que cuando el juez lo declara cierto; en tal caso la sentencia no constituye una pura y simple declaración de certeza, sino una declaración de certeza constitutiva, por cuanto constituye un derecho que de lo contrario no existiría. Una decisión constitutiva es siempre la decisión penal, ya que el castigo, que es el efecto jurídico del delito, no se lo puede infligir si el juez no ha declarado cierto el delito con la decisión de condena; por otra parte, ciertos efectos jurídicos de la imputación no desaparecen sino en virtud de la decisión de absolución.
XIII LA EJECUCIÓN Diríase que con la decisión ha terminado el proceso. No pocas veces así es. Por ejemplo, si en un proceso civil se condena a un deudor a que pague y paga, no hay, evidentemente, otra cosa que hacer. E igualmente, si un imputado no apresado es absuelto por el juez penal. Pero supongamos, en cambio, que el deudor continúe a pesar de la condena en su incumplimiento, o que el imputado, en vez de absuelto, sea condenado a la reclusión; en tales casos es evidente que si la justicia ha de seguir su curso, como suele decirse, queda todavía algo por hacer. Ese algo toma el nombre de ejecución forzada. En otros tiempos la ejecución forzada, fuera en materia civil o en materia penal, se creía que no continuaba el proceso; era, sí, una actividad del Estado la del oficial judicial que se llevaba los bienes del deudor renitente o la del carabinero que arrestaba al condenado para ponerlo en prisión; pero se conceptuaba que tenía un carácter distinto de la actividad del juez, y precisamente de carácter administrativo; por eso, entre otras cosas, los institutos penitenciarios estaban bajo la dependencia del Ministerio del Interior, mientras que ahora dependen del Ministerio de Justicia. Hoy, en cambio, se ha reconocido que lo que continúa después de la decisión con esa actividad es propiamente el proceso, es decir, la misma función ejercida por el juez, consistente en administrar justicia, la cual no quedaría hecha si, por una parte, el litigante vencido y reluctante no se viese forzado a observar la decisión, y por otra, aquel, a cuyo cargo ha declarado cierto el juez un delito, no fuese castigado. Es, pues, proceso, al lado del proceso de cognición, que se cierra con la decisión, también el proceso ejecutivo. A primera vista, mejor que al lado se diría que el proceso ejecutivo viene después del proceso de cognición; pero no siempre ocurre así. Puede acaecer que, en vez de seguirlo, lo preceda o por lo menos lo acompañe. Esto puede ocurrir, ante todo, en los casos en que la ejecución, si hubiera de aguardar a la decisión, llegaría demasiado tarde: por ejemplo, mientras se instruye el proceso civil promovido contra él por el acreedor, el deudor podría vender sus bienes a la luz del día y ocultar después el dinero que ha obtenido; o el imputado, durante la instrucción del proceso penal, pudiera hacerse fugitivo, de modo que la condena del uno o del otro, cuando llegara, resultaría en vano. En tales casos la ejecución se anticipa a la cognición mediante ciertas providencias que se llaman cautelares, y son providencias provisionales tomadas por el juez a fin de garantizar el resultado del proceso; así, el juez podrá ordenar un secuestro a cargo del demandado en el proceso civil o la captura preventiva del imputado en el proceso penal. Esta de las providencias cautelares no es la única hipótesis de anticipación del proceso ejecutivo respecto del proceso de cognición. En particular la tutela del crédito, esencial al bienestar económico de los hombres, ha forjado ciertos procedimientos y ciertos títulos en virtud de los cuales es posible obtener la ejecución forzada aun sin que se haya decidido la litis con el deudor incumplido. Tales son, por ejemplo, el decreto de inyunción y la letra de cambio: el acreedor de una suma de dinero que tiene una prueba escrita, si el deudor no la paga al vencimiento, sin necesidad de citarlo puede obtener del juez una providencia con los mismos efectos de una sentencia de condena en orden a la ejecución forzada; y si el deudor le ha librado una letra de cambio, no tiene ni aun necesidad de provocar siquiera esa providencia, ya que basta la letra de cambio para hacer las veces de la sentencia a los fines de obtener la ejecución forzada. Pero, naturalmente, ni el decreto de inyunción ni la letra de cambio tienen por sí, como la sentencia, la autoridad de la cosa juzgada; mientras el deudor, una vez que haya sido condenado por una decisión pronunciada en el proceso de cognición, tiene que inclinar sin más la cabeza y pagar o someterse a la ejecución, ante el decreto de inyunción o de la letra de cambio, puede oponerse instaurando él un proceso de cognición para hacer que se declare inexistente su deuda y, si se ha realizado ya la ejecución, para hacer que se le restituya lo quitado. Estos institutos, en virtud de los cuales se anticipa la ejecución a la cognición, son útiles, por no decir necesarios, a la tutela del crédito, pero son también peligrosos. Se verifica respecto de ellos la experiencia del "pronto y bien no va bien"; por eso deben ser disciplinados y usados con mucha cautela.
La ejecución forzada se resuelve, como lo dice la palabra misma, en el uso de la fuerza para hacer que las cosas marchen como quiere la ley, es decir, en poner las manos sobre alguien: manus iniicere, decían los romanos. Quien pone las manos encima, naturalmente, no es ya la otra parte, como ocurría en las fases primitivas del ordenamiento jurídico, sino el juez, o más propiamente aún, un miembro del oficio judicial; en este aspecto, hoy debe incluirse en el ámbito del oficio judicial también al personal de los institutos penales. El "poner las manos encima" es una expresión que debe tomarse literalmente cuando se trata de ejecución penal, por lo menos en lo que atañe a las penas corporales; en cuanto a las pecuniarias, la ejecución se hace en los modos de la ejecución civil. Aunque el condenado se presente espontáneamente para expiar, aun prescindiendo de la pena de muerte y de las otras penas físicas, afortunadamente abolidas en el ordenamiento italiano, está él sujeto a ciertos actos que se realizan sobre su cuerpo (piénsese en la toilette del recluso), y está en todo caso limitado en el goce de él; la reclusión, en efecto, no le permite moverse como le agrade. Pero si la ejecución penal implica una cierta actividad del oficio sobre el cuerpo de quien a ella queda sujeto, no debemos creer que se agote en esa actividad; por el contrario, mejor que de ejecución corporal se debiera hablar en este terreno de ejecución personal, aun distinguiendo, o precisamente para distinguir, la materia del espíritu, es decir el cuerpo de la persona. En este aspecto la ejecución penal ha experimentado a lo largo de los siglos una evolución tan notable, que ha llegado francamente a transfigurarse. Esta evolución se debe al lento pero constante avance de la concepción de la pena, que cada vez abandona más los caracteres de la venganza o vindicta para adquirir los de la reeducación del culpable; aunque más sencillo y más eficaz sería decir de su redención. Es natural que esa transformación se resuelva en una mayor importancia y complejidad de la penitenciaría, que no es solo un lugar de custodia, sino también algo similar a un hospital y a una escuela, donde el condenado debe encontrar el ambiente propicio que le permita recuperar la verdadera libertad. Se, comprende, por tanto el valor que la ejecución penal asume para la ciencia y la ciencia para la ejecución penal: por una parte el estudio del solo proceso de cognición no permite un conocimiento pleno del problema penal, el cual no queda en modo alguno resuelto con la condena; y por otro, la ciencia tiene el deber de preparar los caminos a través de los cuales el instituto penitenciario podrá lentamente ir ajustándose a las exigencias de la civilidad. En el campo civil, en cambio, el poner las manos encima, en que se resuelve la ejecución, no se refiere al cuerpo humano, y menos aún a la persona, sino exclusivamente al patrimonio, es decir, a los bienes que pertenecen al obligado incumplido. El carácter puramente patrimonial de la ejecución civil representa una conquista de la civilización, en el sentido de que, a diferencia de lo que ocurría en las fases primitivas del derecho, se considera el cuerpo del hombre como un bien intangible en todo caso. Aquí no se puede decir que esté en contradicción con este principio la ejecución penal, ya que esta, en sus formas modernas, obra sobre el cuerpo del hombre para el perfeccionamiento del hombre y no para la satisfacción de intereses ajenos. Este poner las manos sobre los bienes de una persona que no cumple con sus obligaciones, se realiza en dos diversas directivas, a las cuales corresponden dos especies de ejecución civil, denominadas: ejecución por entrega o libramiento y ejecución por expropiación o también expropiación "tout court ". La entrega o libramiento forzado se hace cuando la obligación que debe ser actuada por fuerza, tiene por objeto una cosa determinada, mueble o inmueble. El ejemplo más común es la devolución del inmueble arrendado al vencimiento del arrendamiento por parte del arrendatario al arrendador. Este es el tipo de ejecución forzada civil más simple, ya que en último caso no se trata más que de quitar la cosa a quien la tiene sin derecho para entregarla a quien no la tiene pero tiene derecho sobre ella. Cuando el libramiento atañe a un bien inmueble, en particular a una cosa dada en arrendamiento, esta forma de ejecución toma el nombre de desalojo o desahucio. Previos los oportunos avisos, un miembro del oficio judicial se traslada a la casa que debe ser restituida, desaloja de allí a los ocupantes y la entrega a su propietario. Al mismo tipo o a un tipo análogo pertenece la ejecución forzada de ciertas obligaciones. En tales casos el oficio hace o deshace lo que debía o no debía haber sido hecho.
La ejecución para la expropiación se refiere a las deudas de dinero. Si siempre se encontrase en la casa del deudor el dinero necesario para el pago, se lo obtendría en la forma recién indicada; bastaría que el oficial lo tomara y lo entregase al acreedor. Pero casi nunca se presenta tan fácil la cosa; por el contrario, la ejecución se complica por la necesidad de liquidar tantos bienes del deudor como basten para procurar el dinero necesario para cubrir la deuda en capital, intereses y gastos. De la liquidación se puede prescindir solamente cuando el acreedor esté dispuesto a tomarse como pago bienes en especie en vez del dinero, lo cual se le permite que haga con ciertas garantías. A los fines de la expropiación, primero se afecta una cantidad de bienes, muebles o inmuebles, que se presumen suficientes para la cobertura, con una prohibición de enajenación que se llama embargo y sirve para inmovilizarlos en el patrimonio del deudor, de modo que se pueda disponer su conversión en dinero; después, con ciertas cautelas, se procede a su venta forzada, recabando de ellos el dinero que sirve para pagar al acreedor, y dejando el resto, si lo hay, para el propietario de los bienes vendidos. Otra complicación en la expropiación proviene del hecho de que, frecuentemente, el deudor no paga, no tanto por no querer cuanto por no poder, es decir, porque es insolvente en el sentido de que tiene más deudas que bienes; entonces, normalmente, cuando actúa un acreedor, se mueven también los otros, de donde surge un concurso de acreedores, entre los cuales debe ser repartido el patrimonio en proporción justa, teniendo en cuenta las respectivas disposiciones, en virtud de las cuales se distinguen los acreedores simples u ordinarios (que en la jerga judicial se denominan quirografarios) de los privilegiados (tales son, por ejemplo, los acreedores provistos de prenda o de hipoteca). Cuando el deudor insolvente es un comerciante, el concurso entre los acreedores, de facultativo se convierte en obligatorio, a cuyo fin se declara su quiebra, que no es otra cosa que una expropiación de todos sus bienes, y no ya solamente de algunos de ellos, a favor de todos los acreedores, y no solamente de algunos de estos.
XIV LA IMPUGNACIÓN Precisamente porque el juicio del juez, a diferencia del juicio del consultor, tiene la eficacia de un mandato, que como hemos visto determina la ejecución forzada, al punto de que aquel a quien se lo imparte queda sometido a él por la fuerza, es particularmente grave el riesgo del error, que por desgracia es inherente a todos los juicios humanos. El régimen del proceso está dispuesto, por lo menos teóricamente, ya que no siempre del mejor modo indudablemente en forma idónea para evitar ese riesgo. Sin embargo, la ley misma reconoce su gravedad y dispone un medio especial para combatirlo. A ello provee un instituto al que la ciencia del proceso ha dado el nombre de impugnación. El principio de la impugnación es muy simple: en efecto, se trata de volver a juzgar. ¿Cómo se verifica la exactitud de una operación aritmética? Se la vuelve a hacer otra vez; y si no basta una vez, dos, tres veces seguidas. Si el resultado no cambia, se adquiere, si no propiamente la certeza, sí, por lo menos, una razonable confianza. De igual modo se procede para verificar la justicia de la decisión. Hay ordenamientos según los cuales una decisión no es eficaz si no la ha repetido un juez distinto con idéntico resultado. Este mecanismo, que se denomina de la sentencia doble conforme y está en vigor, entre otras, respecto a las causas matrimoniales en el derecho canónico, funciona automáticamente en el sentido de que una decisión, si no se la ha verificado así, no despliega sus efectos. Por lo común, en cambio, y de todos modos según el ordenamiento italiano, la verificación, es decir la reiteración del juicio, es facultativa, no necesaria, y se hace por iniciativa de aquella de las partes que ha resultado vencida; si esta, a pesar de que la decisión le haya sido desfavorable, se aviene (en lenguaje técnico presta a ella su aquiescencia), hay razón para creer que reconoce su justicia y, por tanto, aparece superflua la verificación. En el caso opuesto, por el contrario, se dice que la parte vencida la impugna, es decir que protesta contra su injusticia, ejercitando el derecho a provocar un nuevo juicio. De aquí el nombre de impugnación dado al instituto. Es natural que la parte vencida propenda a no avenirse, especialmente cuando no se trate de asuntos de poca monta. Hay, pues, la posibilidad, si el derecho de impugnación se concediese sin límites, de que un proceso no termine nunca; de ahí que el problema no se pueda resolver solo con la impugnación, se debe atener, también, a los límites dentro de los cuales se concede la impugnación. Así, se llega a una solución de compromiso, que da lugar a un mecanismo bastante complicado. En primer lugar, el derecho de impugnación está limitado en el tiempo; la parte vencida, si quiere impugnar, debe ser rápida en hacerlo; la ley establece a su cargo, en lo penal y en lo civil, términos rigurosos, transcurridos los cuales se pierde el derecho. Una decisión, pues, no se puede impugnar, no solo cuando la parte vencida ha manifestado explícita o implícitamente, su voluntad de aceptarla, sino también cuando ha dejado transcurrir el término sin declarar su voluntad de impugnarla. Puesto que la impugnación da lugar a un nuevo juicio, se distingue el juicio de impugnación del juicio impugnado. Este es el juicio que se trata de verificar; aquel es el juicio que sirve de verificación. Los juicios de impugnación son de dos tipos. Para una mayor comprensión del público profano, se les puede nombrar respectivamente, como de apelación y de revisión. El juicio de impugnación ordinario es la apelación. Así se lo llama porque la parte vencida apela, es decir, pide que se renueve el juicio. Naturalmente, para mayor garantía, el nuevo juicio lo pronuncia un juez distinto del anterior; no dejaría de tener por supuesto, eficacia una renovación por parte del mismo juez; pero lo cierto es que la diversidad de jueces ofrece mayor garantía, por lo menos en el caso de que dos jueces estén de acuerdo. La dificultad surge cuando están en desacuerdo. ¿Cuál de los dos habrá de prevalecer? Los expedientes escogidos a este propósito son numerosos, y no podríamos dar aquí cuenta de ellos; el más común, adoptado por la legislación italiana, consiste en encomendar la verificación a
un juez de grado superior, cuyo juicio ofrezca mayor garantía de justicia, de modo que si su juicio discrepa del verificado, deba reconocérsele la prelación. Pero, aun prescindiendo de esto, es el hecho que un segundo examen consiente frecuentemente en corregir errores o en todo caso imperfecciones del primero, aunque lo hubiese realizado el mismo juez que pronunció el juicio. Una debilidad de la apelación está, sin embargo, en la recepción de algunas pruebas y ante todo de las pruebas testificales, que normalmente el segundo juez no toma directamente, como lo hizo el primero, sino que conoce a través de las actas que de ellas se levantaron y que, a menudo, son insuficientes para proporcionarle todas las impresiones necesarias para su valoración. De todos modos, la experiencia secular del juicio de apelación así constituido, ha demostrado una notable seguridad. Pero, aun gozando en general de una mayor experiencia que el juez de primer grado, también el juez de apelación se puede equivocar; además se puede estar seguro de que en el noventa por ciento de los casos la parte vencida afirmará que se equivoca. El juez de apelación no basta por tanto ni a las exigencias de las partes ni a las de la justicia. Sin embargo, una vez que la causa penal o civil ha pasado por dos juicios, lo más conveniente es no aceptar otras impugnaciones, pues de lo contrario no terminaría nunca el proceso. El difícil problema en nuestro ordenamiento jurídico, y no solo en el nuestro, ha sido resuelto admitiendo después de la primera apelación una segunda, con la diferencia, no obstante, de que mientras la primera no está limitada, la segunda, es decir la apelación contra la decisión de apelación, lo está; y es la naturaleza particular del límite lo que confiere a la segunda apelación el nombre de juicio de casación. Veamos si es posible describir con palabras sencillas este dispositivo. El cometido del juez es, según sabemos, en primer lugar, el de comprobar los hechos, y en segundo lugar el de aplicar a ellos las normas jurídicas. Se puede cometer error tanto en la primera como en la segunda fase de ese trabajo; en particular, no se debe creer que, habiendo el juez estudiado el derecho, no sean posibles y hasta frecuentes los errores en cuanto al alcance y aun a la existencia misma de las leyes, mucho más considerando que el derecho moderno, desgraciadamente (por razones que esbocé en mi curso anterior), es bastante complicado. Ahora bien, mientras se trate del daño que experimenten las partes, que el juez se haya equivocado en la comprobación de los hechos o en la aplicación de las normas jurídicas, da lo mismo; pero es, en cambio, diferente el valor de ambos tipos de error desde el punto de vista de la comunidad, pues de los errores de derecho se puede decir que, a diferencia de los errores del hecho, son contagiosos. En efecto, los hechos son individuales, y las normas son generales; las cuestiones de hecho en las diversas causas, penales o civiles, son siempre diversas, pero las cuestiones de derecho son frecuentemente idénticas o similares. Es natural que la solución dada en un proceso anterior ejerza una cierta autoridad sobre el juez de otra causa a quien se le presente la misma cuestión, tanto más cuando aquella solución haya sido dada por un juez de apelación, es decir, por un juez de grado superior. Los romanos hablaban a este propósito de auctoritas rerum similiter iudicatarum, que quiere decir autoridad de las sentencias precedentes sobre las mismas cuestiones. Para los anglosajones tales precedentes judiciales constituyen en gran parte la forma de manifestación de las normas jurídicas; y también en los ordenamientos de la Europa continental, particularmente en el ordenamiento italiano, la autoridad de los llamados precedentes de jurisprudencia, si no es vinculante, en el sentido de que el juez no está obligado a conformarse a ellos; es, sin embargo, considerable. Con esta mayor peligrosidad social de los errores de derecho se explica el límite de la segunda apelación, la cual se admite con la condición de que la decisión esté viciada por un error de derecho. Pero aquí se da otra complicación, que no es fácil de explicar: el límite de la segunda apelación no es en el sentido de que solo el error de derecho pueda ser corregido, sino en el de que la presencia en la decisión de un error de derecho es una condición de la cual depende que puedan corregirse también los eventuales errores de hecho. Ante todo, pues, se debe ver si en la decisión
hubo errores referentes a la existencia y alcance de las normas jurídicas que se aplicaron en la decisión impugnada. Este examen está encomendado a un oficio que se halla en la cima de la jerarquía judicial y se denomina Corte de Casación: que se llama así porque su cometido no es, como el de los otros jueces, el decidir las causas, sino únicamente el de casar las sentencias contra las cuales no se admite la primera apelación, lo cual quiere decir, no reducirlas a la nada, sino permitir que contra ellas se eleve una segunda apelación. Cuando la Corte de Casación acoge, pues, la impugnación porque en realidad la decisión impugnada erró en derecho, no pronuncia ella misma de ordinario el juicio sobre la causa, sino que remite su decisión a otro juez de apelación, quien volverá a juzgar también el hecho, aplicando a él las normas de derecho, según las indicaciones dadas por la Corte de Casación, y pronunciará la nueva decisión; este segundo juez de apelación se llama juez de reenvío. La segunda apelación se admite, pues, con la condición de que la Corte de Casación ponga de relieve un error de derecho en la decisión impugnada. Si, luego, el juez de reenvío cometiese a su vez un nuevo error de derecho (lo cual es poco probable, ya que según lo hemos advertido está vinculado a las indicaciones de la Corte de Casación), su decisión podría ser impugnada del mismo modo. Así, la Corte de Casación, a la cual está encomendado el control de la exactitud jurídica de las sentencias sometidas a su examen, estatuyendo soberanamente acerca de la sentencia y del alcance de las normas jurídicas que constituyen el ordenamiento vigente, regula la jurisprudencia, esto es, la actividad decisoria de los jueces (razón por la cual se la llama también Corte reguladora) en el sentido de que sus decisiones aunque no vinculan al juez de reenvío, sirven de guía a todos los jueces y constituyen en su conjunto el más autorizado comentario a las leyes del Estado. Primera apelación y apelación subsiguiente, o en otros términos apelación incondicional y apelación condicionada, bastan normalmente para garantizar la justicia de la decisión. Pero se deben tener en cuenta los casos anormales. Supongamos, por ejemplo, que después de transcurridos inútilmente los términos para la impugnación se descubra que las pruebas a la luz de las cuales decidió el juez, eran falsas; o bien, que otro impugnado con otra decisión haya sido condenado por el mismo delito, de modo que se crea un contraste irremediable entre ambas decisiones. Estos son casos extraordinarios, ante los cuales, aunque no se haya propuesto apelación o se la haya rechazado, es evidente que la justicia exige el nuevo examen de la causa. Por eso, junto a la primera y a la segunda apelación, que corresponden a la impugnación ordinaria, existe una impugnación extraordinaria a la que, como ya indicamos, le conviene el nombre de revisión. Revisión propiamente se llama esta impugnación extraordinaria en el proceso penal, donde está ordenada en forma necesariamente severa. La índole de estas lecciones no me permite explicar las razones de semejante juicio, enumerando y aclarando los diversos casos en que se consiente la revisión; baste saber que solo se la consiente a favor del condenado, no respecto de las decisiones absolutorias, y que sus presupuestos se compendian en la ocurrencia, después de la condena, de casos extraordinarios idóneos para demostrar que la condena ha sido absolutamente injusta, en el sentido de que no ha existido nunca el delito o no lo cometió aquel a quien se consideró culpable. En el proceso civil, la impugnación extraordinaria de que estarnos hablando, toma los distintos nombres de revocación y de oposición de terceros. La revocación corresponde aproximadamente a la revisión penal, y se admite en casos taxativamente determinados, en los cuales se considera que el proceso se ha desarrollado en forma tan anómala, que se puede sospechar una injusticia. La oposición de tercero entra en rigor en el concepto de la revocación, puesto que consiente el nuevo examen de la causa cuando se la juzgó con un contradictorio incompleto, por haber quedado fuera de él una parte que estaba interesada y hubiera podido desplegar una actividad provechosa para su justa solución. Precisamente la ausencia de esta parte se considera como una anomalía que puede haber comprometido la justicia del resultado: la parte que ha quedado fuera, y que por ello se llama tercero (tercero, en el lenguaje del derecho, se llama a quien no es parte), tiene derecho a provocar el nuevo examen.
XV BALANCE He tratado de describir lo mejor que me ha sido posible, aunque naturalmente a grandes rasgos, el mecanismo del proceso penal y civil; un mecanismo, si se me permite la metáfora, que debiera suministrar al público un producto tan necesario al mundo como ningún otro bien: la justicia. Es el momento de repetir que los hombres tienen ante todo necesidad de vivir en paz; pero si no hay justicia, es inútil esperar la paz. Por eso no debiera haber ningún servicio público al que el Estado dedicara tantos cuidados como al que toma el nombre de proceso. Esta observación la hago ante todo, porque me veo en la necesidad de agregar que ni la opinión pública toma conciencia de la mayor importancia que tiene para la organización social un instituto como el proceso, ni correlativamente el Estado hace por el proceso todo lo que debiera. Los interesados, es decir, entre los técnicos del proceso, jueces, abogados y partes, tienen la conciencia de que el mecanismo funciona mal; esta conciencia aflora ocasionalmente en los ambientes legislativos; pero casi nunca parece que hubiera otra cosa que hacer salvo modificar las leyes procesales, a cargo de las cuales se suele poner la responsabilidad del mal servicio judicial, para emplear una palabra que ha entrado ya en el uso corriente. También, oímos hablar de reformas urgentes al Código de Procedimiento Penal y al Código de Procedimiento Civil, y todos parecen creer no solo que con esas reformas ha cumplido el Estado con su deber, sino también que de esas reformas surgirán, Dios sabe qué mejoras en la administración de la justicia. Tengo el deber de desengañar al público a quien me dirijo, disuadiéndolo de cultivar esas que no serían esperanzas, sino verdaderas ilusiones. Ciertamente, nuestras leyes procesales no son perfectas; pero, en primer lugar, son bastante menos malas de lo que se dice; en segundo lugar, aunque fuesen mucho mejores, las cosas no andarían mejor, pues el defecto está, mucho más que en las leyes, en los hombres y en las cosas. Lo que se impone saber, ante todo, es que el presupuesto disponible de hombres y de cosas es enormemente inferior a las exigencias del servicio. La delincuencia y la litigiosidad, fenómenos indudablemente afines, son verdaderas enfermedades sociales, cuya causa profunda radica en la ausencia de moralidad. Con una sociedad como es la sociedad en que vivimos, asentada exclusivamente en el plano económico, es vano esperar que tales manifestaciones patológicas puedan disminuir sensiblemente, a lo menos por ahora. Al contrario, en lo que a la litigiosidad se refiere, el incremento económico no puede menos que determinar su aumento. Respecto a la delincuencia no se debe silenciar que, si se pusiese al día la ley penal, en forma que se previeran como delitos una cantidad de acciones ilícitas que han suscitado los nuevos modelos económicos, también se debería prever y constatar, algo parecido en ese campo. Quiere ello decir que la necesidad del proceso, penal y civil, no solo continuará siendo constante, sino que es probable que en el futuro aumente su intensidad. A las dimensiones de esta necesidad debieran adecuarse hombres y cosas. No sorprenda mi reiterada alusión a las cosas. Los oficios judiciales son verdaderas y propias haciendas, que deberían estar provistas de todos los instrumentos necesarios para la administración de la justicia, comenzando por la casa. Tradicionalmente, también en Italia se habla de "palacio de justicia" para indicar la sede del oficio; pero esto hace recordar la amarga ironía de un escritor francés, que observa que también en París todos dicen: Palais de justice "quoique souvent il ny ait nipalais ni ... justice ". Los mismos grandes palacios de justicia de Roma y de Milán son desde el punto de vista arquitectónico gravemente insuficientes; y la insuficiencia se agrava cuando se consideran las dotaciones técnicas, francamente miserables, desde las máquinas de escribir hasta los automóviles, las mesas y las sillas. Los hombres de gobierno hablan periódicamente de una "justicia rápida y segura"; pero bastaría que tuviesen conocimiento de las estrecheces materiales, a menudo inconcebibles, en que se realiza el servicio, para que se dieran cuenta de que tales declaraciones no tienen ninguna seriedad. Si al servicio judicial se dedicasen los cuidados que se prodigan al servicio ferroviario o
a la red de carreteras, las cosas comenzarían a andar de otro modo; pero los valores económicos pesan todavía, desgraciadamente, mucho más que los valores morales. Me he referido al problema de las cosas porque también él tiene su importancia, aunque la gente no se la otorgue; pero más grave es el problema de los hombres, tan grave que hasta cierto punto no admite soluciones. Claro, donde se puede hacer mucho todavía es en el aspecto cuantitativo: el número de los jueces y de sus auxiliares es insuficiente. Por ahora, especialmente en los grandes oficios judiciales, el retardo, a menudo intolerable, en el estudio de los procesos, penales o civiles, por una parte, y por otra, la prisa con que frecuentemente, por no decir siempre, se hacen, cuando se hacen, se debe a esa deplorable insuficiencia. Como ejemplo, baste decir que en las audiencias instructorias civiles, falta normalmente el secretario, cuya presencia requiere la ley bajo pena de nulidad; y que si en materia penal hiciese el juez lo que tiene obligación de hacer, especialmente para el estudio de la persona del imputado, el menos importante de los procesos le llevaría una jornada entera, y no como ocurre a menudo que tales procesos menores se celebran por decenas en una sola audiencia. También en este aspecto, como en el de la pobreza de los instrumentos materiales, el estado en que se encuentra la administración de la justicia, escandalizaría, si la opinión pública no estuviese distraída por otros problemas que, sin embargo, son sin comparación menos graves. Desde el punto de vista de la calidad, aquello en que se piensa de ordinario es en la preparación técnica del juez, quien, salvo en lo que respecta a los componentes legos de los colegios mixtos, debe ser un jurista. Aquí, naturalmente, el problema de la justicia se complica con el de la instrucción, que aunque, en su estructura fundamental corresponde a las universidades, tampoco ofrece un aspecto satisfactorio. Naturalmente, es justo decir, que en cuanto a la preparación técnica, especialmente las generaciones jóvenes de magistrados acusan una notable mejoría, que se deja sentir mucho más, por lo menos, en el campo de los jueces que en el de los abogados. En realidad, la mayor objeción que se puede hacer a esos hombres llamados a laborary colaborar en la administración de justicia, atañe mucho más que a la preparación técnica, a la dignidad moral; y es a esta precisamente, a la que el Estado debiera dar sus más asiduos y delicados cuidados. El oficio del juez, recordémoslo, es en verdad más que humano. El carácter del hombre, su angustia y su tragedia, es su limitación, o en otras palabras, su parcialidad. El juez debe estar, en cambio, por definición, súper partes. El punto de contacto entre el juez y el sacerdote, que no es solamente histórico, sino también lógico, está precisamente en esto. Cuando se habla de la imparcialidad del juez, se dice algo que, si bien se piensa, es imposible de lograr. El juez es un hombre como los demás, con su familia, sus afectos, sus asuntos, sus necesidades, sus simpatías, sus antipatías. Todo ello, hasta cierto punto, tiene él que saberlo superar, y de todo ello tiene él que saber apartarse para cumplir con su deber. Se dice que a este fin se debe asegurarle por un lado la independencia económica, y por el otro la independencia administrativa. En verdad, y desde este punto de vista, en los últimos tiempos se ha hecho algo pero no todo. Queda en pie, y tiene aun máxima importancia, la cuestión del prestigio. Es este un aspecto del problema del cual no se puede ocultar que vivimos en un período de alarmante decadencia. Al juez se le escatima, no ya solo el prestigio, sino hasta el respeto. La función judicial, que es la más elevada de las funciones del Estado, más alta incluso que la función legislativa, debiera estar aureolada de veneración, como lo está el sacerdocio. Desgraciadamente, la multitud no venera ya ni al sacerdote ni al juez. De tal modo, que a este le faltan, el ambiente propicio y aquella elevación espiritual, condiciones imprescindibles para que pueda superar las dificultades extremas de su oficio. Es un oficio el del juez, y por reflejo también el del abogado, que está bajo el signo de la contradicción. Entre todas las enseñanzas de Cristo, hay una que está más subestimada y olvidada que cualquier otra: nolite judicare [no juzguéis]. Cristo nos ha enseñado así que no hay juicio humano que no esté más o menos viciado de error. Si los filósofos mismos, o los lógicos para decirlo mejor, hubiesen puesto atención en las divinas palabras, sabrían algo más acerca del juicio y, por tanto, acerca del pensamiento, de lo que hasta ahora han conseguido saber. No ya el más grave, ni aun el más leve juicio, puede ser pronunciado sin penetrar, no solo en las profundidades del pasado, sino también en las del futuro. Para juzgar se debe ver hasta el fondo,
y el hombre no ve a un palmo de sus narices. El juez, por tanto, más que ningún otro hombre, está condenado a errar. Su tragedia, si tiene elevación moral, no es tanto la de errar, cuanto la de saber que su error, por lo demás, será irremediable. La contradicción es esta: que el error judicial no se puede negar y, sin embargo se debe negar. Cuando una decisión ha pasado a ser irrevocable, vale como verdad. La fórmula antigua: res iudicatapro veritate habetur [la cosa juzgada se tiene por verdad], no se atreve a declarar que la cosa juzgada sea la verdad, sino que se la considera como tal. Un subrogado, pues; nada más que un subrogado. Cuando se habla de error Judicial, por lo común superficialmente, se da la impresión de creer que esto es una excepción. Ciertamente, los ejemplares más graves, macroscópicos (la condena al ergástulo de un inocente, para entendernos), no son frecuentes; pero errores judiciales no son solo esos. Por ejemplo, cuando tras un largo proceso se reconoce que el imputado es inocente, la gente cree que se ha evitado un error judicial; pero aparte de la posibilidad de que sea en cambio culpable, la decisión de absolución ¿qué otra cosa es sino la confesión del error judicial cometido al someter a un inocente al martirio de un proceso que se ha descubierto inmerecido? Y cuando se condena a un imputado a un cierto número de años, de meses y de días de reclusión, ¿quién puede garantizar que sea esa la medida justa de la pena? Entre otras cosas, si la experiencia demuestra que se ha redimido en un tiempo más breve, o que por el contrario, ha transcurrido la pena sin que él se haya enmendado, ¿no será esta la prueba de que en la decisión hubo error? Desgraciadamente, si pedimos al proceso la verdad verdadera, la verdad pura, la verdad al ciento por ciento, tenemos que reconocer que no nos la puede dar. Lo que nos da es, en la mejor de las hipótesis, un porcentaje de verdad, una especie de verdad de baja ley, cuando no sea incluso, en vez de moneda de oro, un billete de banco. Una triste conclusión de nuestras conversaciones, después de todo. Pero una conclusión saludable. Es necesario que los hombres pierdan la ilusión de que se pueda obtener por fuerza la justicia en este mundo. Desgraciadamente, no es una ilusión que acarician solamente los que no se ocupan de ella: conozco a técnicos y aun científicos del derecho y del proceso, que creen de buena fe poder construir una máquina maravillosa con la cual, introducida por una parte la demanda de justicia, obtengan por la otra, la respuesta perfecta. Esta, como todas las ilusiones, es peligrosa, ya que desvía a los hombres del camino único que conduce a la justicia: ese camino no es el de la fuerza, sino el del amor. La litigiosidad y la delincuencia son enfermedades sociales que pueden encontrar en el proceso una terapéutica sintomática, no una terapéutica radical. No hay otra justicia que la justicia divina; pero esta justicia, y en esto está el grandioso misterio, se resuelve en la caridad. El abogado y el juez, si quieren esforzarse por superar la tremenda dificultad del juicio, no tienen otro medio que el de amar. Nada se puede conocer, y menos que ninguna otra cosa al hombre, si no se lo ama. La verdadera virtud del abogado y del juez, la única que los hace dignos de su oficio, es la de amar a aquel a quien deben conocer y juzgar, aunque parezca indigno del amor. El juez, sobre todo, debería ser un centro de amor. Lo cual, como lo he dicho ya muchas veces, no excluye en modo alguno su poder y su deber de castigar, ya que el castigo del padre es su más puro acto de amor. Pero una cosa es el castigo de quien se cree bueno frente al malo, y otra cosa el de quien se siente igual y hermano suyo. Así, si el juez juzga con amor, no solo su juicio se aproximará todo lo humanamente posible a la verdad, sino que irradiará de él un ejemplo que, en una sociedad cada vez menos dominada por el egoísmo, hará cada vez menos necesario su triste oficio.
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