Foster, Kenelm - Petrarca

April 28, 2017 | Author: Ivan Adib Katib | Category: N/A
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Descripción: libro sobre Petrarca...

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Prefacio El subtítulo del presente libro, «Poeta y humanista», señala la doble causa de la fama de Petrarca, y también su bilingüismo. Porque si la perdurable fama de que Petrarca goza como poeta se debe a sus versos escritos en italiano, el alto lugar que ocupó, en su tiempo y durante todo el siglo posterior, en la historia del humanismo, lo debió a sus escritos en latín, en defensa, y como ilustración, de la tradición clásica.1 De ahí que en el capítulo II, estudie a Petrarca, poeta, principalmente como autor de los poemas italianos del Can-zionere; mientras que Petrarca, el humanista, es estudiado en el capítulo III, a través de sus obras en latín; capítulo en el que el poema épico África ha merecido una sección entera, en tanto que es expresión de aspectos del pensamiento del poeta sobre la naturaleza humana. En cierto sentido, sin embargo, la diferencia lingüística en-tre los textos estudiados en los capítulos II y III carece de importancia, y lo que interesa es que unos sean poemas, mientras que los otros no pasan de apuntar a una línea de pensamiento, a un tema. Tal diferencia implica que los textos sean vistos, sucesivamente, desde dos puntos de vista muy distintos: desde la perspectiva crítico-literaria en el capítulo II, altamente biográfica en el capítulo III; en el primero, el objeto de estudio es una serie concreta de «artefactos» acabados, mientras que el del segundo es la mente que existe detrás de ellos. Se trata de la misma mente, naturalmente, pero en el capítulo III aparece a distancia de los objetos artísticos, de los poemas que habían sido el primordial objeto de consideración en el anterior capítulo. En el capítulo III, por tanto, no estudio a Petrarca en los mismos concretos pormenores del anterior, donde (después de la sección 1) se presta atención a ideas o emociones, en la forma transmutada en que aparecen en este u otro poema, es decir, donde 1. Tradición que, considerada como un cor pus de conocimientos, Petrarca llamó notitia vetustatis, «conocimientos de la antigüedad»; véase «Carta a la Posteridad» en Prose, p. 6. De hecho, Petrarca apenas sabía griego, pero su conocimiento de las fuentes latinas era único en su época.

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el objetivo es su mente sólo en cuanto productora de determinados efectos artísticos. En cambio, en el capítulo III las únicas especificaciones permitidas son las inevitables para la distinción, dentro del tema del «humanismo» petrarquiano, entre sus diversas facetas, tal como han sido estudiadas en las secciones 1-4. En este sentido, se verá que la perspectiva biográfica se amplía a medida que pasamos del artista-poeta al humanista, hecho que, de todas maneras, disimulan algo las necesarias reflexiones sobre factores biográficos en el Canzoniere, aunque siempre de segundo orden. Me detendré unos instantes sobre este cambio de perspectiva. Ante un poema, el crítico no puede, claro está, pasar por alto la historia ni la biografía, sobre todo en el caso de un poeta alejado en el tiempo; si lo hace, corre el peligro de no ver sobre qué habla el poema. Y no cabe duda de que la pregunta «¿de qué trata el poema?» es la primera que debe hacerse el lector; pero sólo como paso preliminar a otra más insidiosa y más crítica, «¿cómo está hecho?»,2 ¿cómo ha conseguido el autor estos efectos? O, suponiendo que no nos repugne introducir la palabra belleza, ¿en qué consiste la belleza (o no belleza, según el caso) de este orden de palabras? Es decir, que el análisis tiene que ir de los efectos a las causas en el seno del propio poema. Desde este punto de vista estrictamente crítico-literario, una vez se haya dado una respuesta suficiente a aquella primera pregunta, las consideraciones biográficas pierden relevancia, de momento. Cierto que existe una fase posterior, una vez cumplida la tarea crítica, en que el crítico tiene derecho al placer de reflexionar sobre qué facetas de la personalidad del poeta pueden haber surgido del análisis efectuado. Espero que las distintas fases del proceso crítico aparezcan presentadas con suficiente claridad (aunque, eso sí, algo superpuestas) en las cinco secciones del capítulo II. Volvamos al tema humanístico. Los escritos en latín de Petrarca continúan teniendo un gran interés por diversas razones, pero sobre todo, y de manera clarísima, por el maravilloso testimonio que cada uno de ellos da de Jas tensiones existentes en la mente del más gran humanista de las postrimerías de la Edad Media, entre su pasión por la antigüedad clásica y su auténtica fe de cristiano. Para mí, hablar del «humanismo» de Petrarca es hablar de esta tensión, 2. Cf. R. Hague, «David Jones: a Reconnaissance», en Agenda, 5, n.° 1-3 (1967), p. 59.

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y viceversa; y hasta aquí no creo que se pueda objetar nada a esto. Sobre lo que realmente ya no puedo esperar que todos estén de acuerdo es en el valor permanente y positivo (a pesar de todo e incluso en el ambiente mental tan drásticamente distinto de nuestro tiempo) del tipo de «humanismo cristiano», en que la mente y el corazón de Petrarca finalmente hallaron reposo, o por lo menos todo el reposo que, en palabras de su maestro san Agustín, uno puede esperar encontrar en esta orilla de la muerte (cf. Confesiones I, 1). La manifestación más madura del humanismo cristiano petrar-quiano se halla en De Ignorantia, aunque el tema en sí se repite en las cuatro secciones del capítulo III; y junto a él, siempre a punto de flotar a la superficie, el recuerdo y ejemplo de san Agustín. Para Petrarca, san Agustín fue el gran maestro cristiano por excelencia (por lo menos después del apóstol Pablo) y, sobre todo, el que de más cerca le tocó. En la historia de las mutaciones espirituales del ¡oven Agustín, tal como aparece contada en las Confesiones, nos dice Petrarca que casi reconoció la suya propia.3 Es más, de todos los Padres de la Iglesia, fue el que más endeudado se consideró con el mundo pagano (a pesar de lo muy severamente que lo criticó), tanto intelectualmente (en relación con Platón), como literariamente (en relación con Cicerón). Su relación con san Agustín halló su más acabada expresión en el Secretum, razón por la que he reservado el estudio de este magistral diálogo a la sección final del capítulo III. La otra razón es biográfica. El humanismo de Petrarca, sea cual sea la definición que demos del término, consistió en una idea o serie de ideas sobre el Hombre, expresadas en trabajos aparecidos a lo largo de los años. Idea que inevitablemente cambió, por lo menos en su modo de expresión, según las ocasiones y las circunstancias, o según el punto de vista adoptado o representado. El representado, por ejemplo, a través de los personajes paganos del África (1338-1339 y a lo largo de toda la década de 1340), es «pagano», tal como le corresponde, y Petrarca tuvo cuidado en excluir, en la medida de lo posible, matices cristianos de la propia narrativa; mientras que en De Ignorantia, veinte años más tarde, se expresa clara y apasionadamente como cristiano. De hecho, hay pruebas más que suficientes para demostrar que, en este intervalo, su fe en el cristianismo se incrementó, y que cuando comenzó a escribir De Ig3. Secretum I, en Prose, pp. 40-42, y cf. p. 24, las últimas 8 líneas.

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norantia había alcanzado una suerte de armonía entre las dos facetas de su mente y de su naturaleza, Ja del humanista clásico y la del cristiano. Tal es, por lo menos, la tesis que defiendo en el capítulo III, muy explícitamente en las secciones 2 y 3. Y con este encuentro de la cultura clásica y la religión coinciden el estilo y la tendencia que caracterizan la obra producida entre, aproximadamente, 1346 y los primeros años de la década de 1350. Cambio en el que yo hago especial hincapié, sobre todo en la sección 3. En cuanto al Secretum, no cupo duda de que se merecía toda una sección en el tercer capítulo, puesto que es la obra maestra que Petrarca escribió en latín. ¿Pero en qué sección? Si finalmente decidí designarle la sección final fue, en parte, por la importancia única que san Agustín tuvo en el desarrollo intelectual de Petrarca, y, además, porque me convencí de que Francisco Rico había tenido razón al atrasar la fecha de su composición, 1342-1343 (la más comúnmente aceptada), a 1347-1353.4 Con lo cual el diálogo se situaba de pleno en el período que, a mi juicio, es el crucial en la carrera de Petrarca como escritor. De modo que en mi estudio sobre el Secretum he incluido una nota, lo más clara y breve posible, acerca de los motivos del cambio de fechas. Hecho esto, y escrita ya la sección dedicada al Secretum, parecía que lo más lógico era ponerla al final del capítulo, donde remataría el vínculo entre las partes temática y biográfica: el humanismo de Petrarca y la específica trayectoria de su obra, en especial la escrita en la mitad de su vida, en los cruciales años entre las décadas de 1340 y 1350. Antes de dar por definitivamente acabado el libro, deseo presentar mis disculpas a dos petrarquistas ilustres, Ugo Dotti y A. S. Bernardo, cuyas obras sobre el humanista-poeta, en especial las introducciones de Dotti a sus Cartas y a la colección de «Sine Nomine», y el importante estudio de Bernardo, Petrarca, Scipio and the «África»: Birth of Humanism's Dream, reciben, mucho me temo, una atención desproporcionadamente pequeña en mis páginas. Una disculpa muy similar debo presentar a Marco Santagata por haber pasado por alto su valiente estudio de pionero sobre la «prehistoria» de la forma del Canzoniere: Del Sonetto al Canzoniere: Ricerche sulla preistoria di un genere. En este caso, lo más imperdonable, es 4. Vida u Obra de Petrarca: I, Lectura del «Secretum», Padua, 1974.

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que el libro de Santagata no lo leí hasta hace un par de meses, a pesar de que fue publicado en 1979; a su modo, modestamente, representa un hito en el marco de los estudios del petrarquismo. Agradezco calurosamente a las personas que me ayudaron, ya sea con esclarecedoras ideas o animándome a continuar, o ambas tosas, durante el exorbitante período de tiempo que he necesitado para terminar el libro; en especial a Patrick Boyde, Piero Boitani, liberto Limentani, Roeco Montano, Francisco Rico; a Peter Brand, editor de gran paciencia, consideración y capacidad de crítica constructiva; a Jennifer Petrie y Harden Rodgers; finalmente, a mis bondadosos colegas de Blackfriars, Cambridge. De todas las faltas e insuficiencias sólo a mí se me puede culpar. KENELM FOSTER

I. Vida Niñez y adolescencia, 1304-1326 Petrarca se consideró florentino y de su nacimiento en Arezzo habló siempre como «en el exilio» {Prose, p. 8). De hecho su padre, Ser Petracco (Pietro) di Parento, abogado de Incisa en el Val-darno, había sido desterrado de Florencia nueve meses después de Dante, en octubre de 1302. Ambos habían pertenecido al partido de los güelfos blancos y habían sufrido las consecuencias de su derrota en manos de la facción negra, a finales de 1301. Petracco y su mujer, Eletta Canigiani, se refugiaron provisionalmente en la todavía independiente ciudad de Arezzo, en la que nació su primer hijo, nuestro poeta, el 20 de julio de 1304. Lo bautizaron Francesco. Otro hijo sobrevivió a la infancia, un chico, Gherardo, nacido en 1307, cuya vida estará estrechamente ligada a la del hermano mayor. Al parecer, fue una familia unida y feliz. La madre de Petrarca murió cuando éste tenía quince años, a raíz de lo cual él escribió una elegía en latín, el primer poema que de él se conserva, canto a la bondad y vida piadosa de su madre. Para entonces Petracco ya se había trasladado con su familia a la Provenza, llevado por la esperanza de conseguir un empleo rentable en Aviñón, que desde 1309 era ciudad papal. Llegaron a ella en 1312, por Genova y Marsella, después de recalar en Pisa, donde Petrarca probablemente tuvo ocasión de ver a Dante, tal como lo recuerda, medio siglo después, en una carta a Boccaccio (Prose, p. 1.004). Ya instalado en Aviñón, Petracco mandó a sus hijos a la escuela de Carpentras, ciudad vecina, en la que Francesco tuvo la suerte de ser instruido por un gramático toscano que supo reconocer su talento. Con el latín, el chico se sintió como pez en el agua, seducido por1 el sonido de las palabras antes de conocer su significado. Además, debió de aprender el provenzal, qué duda cabe, aunque esto tiene muy poca importancia ante el hecho de que, con un maes1. Sen. XVI, 1, en F. P. Opera omnia (Basilea, 1554), p. 1.046.

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tro toscano y la animada colonia italiana que había en Aviñón, el niño no corrió el peligro de olvidar su lengua nativa. Al cuarto año de estar en Carpentras, su padre lo envió a Mont pellier para que estudiara leyes, y de allí a Bolonia, en 1320, donde durante tres años siguió cursos de ley civil. Su futuro como hombre de leyes era prometedor, pero él abandonó sus estudios, tal como nos lo cuenta en su «Carta a la Posteridad» (1355-1361, con añadidos pos teriores; Prose, pp. 2-18), convencido de que un hombre honesto no podía tener éxito en una carrera como aquella. Explicación de poco fiar, sí tenemos en cuenta que la carta a la Posteritati no es más que un autorretrato idealizado. Entrevemos los motivos reales de su de cisión en otra alusión a los tiempos en Bolonia, en que dice que pasaba el tiempo ocupado «in literarum studiis». Algo de leyes apren' dió, claro está (como también unos rudimentos de aristotelismo), en tan importante centro de estudios legales, pero nos resulta difícil no imaginarlo sumiéndose ya en el estudio, mucho más afín, de los poe tas y moralistas latinos, especialmente Virgilio y Cicerón; y haciendo sus pinitos en verso italiano, del que en Bolonia existía una viva tra dición que se remontaba al amigo de Dante, Ciño da Pistoia, y lle gaba hasta Guido Guinizzelli. Juventud, 1326-1337: Aviñón, Laura, Roma Petrarca se marchó definitivamente de Bolonia y regresó a Avi-' ñón a principios de 1326, con motivo, al parecer, de la muerte del su padre. Pero en la ciudad papal había pasado casi todo el año 1325, hecho digno de tener en cuenta en relación con su primera adquisi-ción documentada de libros de toda su vida de bibliófilo. En febrero de 1325, adquirió, en Aviñón y a través de su padre, una costosa copia de la Ciudad de Dios de san Agustín; y hacia aquella misma época, en París, Petracco le compró un ejemplar de las Etimologías de Isidoro, y algo después, desembolsó dinero por el famoso Virgilio «ambrosiano», una miscelánea de textos clásicos compilada especialmente para Francesco, quien, un año más tarde, compraría otro texto cristiano, de mayor importancia, las epístolas de san Pablo. Datos que, junto con otros de similar relevancia, han sido sacados a luz recientemente por G. Billanovich, sobre todo, y que nos obligan a matizar dos ideas, hasta hace poco generalmente aceptadas, a

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saber: que Petracco se oponía rígidamente al interés de su hijo por la literatura y, lo que es más importante, que en su juventud a Petrarca sólo le interesaban los autores paganos. Sobre el primer punto no hace falta extendernos. Es cierto que Petracco deseaba que su hijo fuera abogado, pero sin ser inflexible acerca de ello, y sin que le impidiera deleitarse también con el buen latín, gusto bastante común entre los abogados, especialmente si eran italianos (Seniles, XVI, 1). La segunda cuestión es más delicada; nos pone ante el dilema principal de todos los biógrafos de Petrarca, el de decidir has-iii qué punto debemos fiarnos de lo que él mismo nos cuenta, aunque sólo sea por alusiones, de su desarrollo mental y espiritual. Petrarca cult i v ó la autoconfesión hasta un grado extraordinario, mucho más de lo que hasta entonces había hecho ningún ser humano de que tengamos noticia. Por otra parte, cada vez está más claro que sus tra-bajos de autorretrato adolecen, muchos de ellos, de figuración, ya sea deliberada o no, y de construcción de una imagen pública de sí mismo, según los modelos de determinados ejemplos sacados de sus lecturas, que le resultaron especialmente claros: como el de san Agustín tal como éste se autodescribe en las Confesiones. Tendencia mimética que afecta, lógicamente, a la fiabilidad de las diversas descripciones que Petrarca nos ha dejado de etapas o incidentes de su vida. Más adelante volveré a hablar de ello, de momento sólo quiero decir que hasta hace muy poco todos daban por sentado que Petrarca no comenzó a tomarse en serio la Biblia y los Padres de la Iglesia hasta que no hubo cumplido los cuarenta años, idea motivada, en parte, por la lectura ingenua de sus propias afirmaciones sobre el asunto. Por ejemplo, en la carta a la Posteritati comenta que, con el tiempo, le ha ido tomando gusto a los «escritos sagrados» que de joven tanto había menospreciado (Prose, p. 6). Afirmación que es, sin embargo, casi con toda seguridad, un eco de las Confe-tiones III, V, en que san Agustín recuerda que de joven le había repelido el estilo de la Biblia, después de su primer encuentro con la urbanidad y pulcritud de Cicerón. Y no cabe duda de que el joven Petrarca hizo la misma comparación con el mismo efecto. Pero es poco probable que despreciara a san Agustín: su ejemplar de la Ciudad de Dios, comprado a los veintidós años, da pruebas de un estudio detenido y muy temprano; como también ocurre con su ejemplar de De vera religione, adquirido y muy anotado entre los años 1333 y 1335; fechas en las que, además, hizo una lista de «mis li2. — FOSTER

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bros favoritos», en la que figuraban cuatro de san Agustín; y a la que no tardó en añadir, en Roma, en 1337, el voluminoso Enarra-tiones in Psalmos. Lo más prudente es tomarse el término sacrae litterae como una mención de la Biblia, principalmente. No cabe duda, sin embargo, de que con el paso de los años el cristianismo le fue haciendo mayor mella. La gran pasión intelectual de su juventud fue la antigüedad clásica y todos sus escritos anteriores a la década de 1340 (aparte de los en lengua vernácula) surgen de este entusiasmo. Tal es el grado de verdad de la vieja opinión acerca de la evolución de Petrarca, opinión que actualmente está siendo enmendada por los eruditos que trabajan directamente con los manuscritos de los textos antiguos que él compró entre 1325 y 1337. De regreso a Aviñón, Petrarca no tuvo que trabajar para vivir hasta pasado cierto tiempo, y como gozaba de buena salud, era de buen ver y de carácter sociable, cayó en la tentación de perder el tiempo de una forma más o menos elegante. La elegancia no excluía, sobre todo en el caso de Petrarca, el arte de escribir versos en italiano; y en privado, además, profundizó sus conocimientos de la Roma antigua. Entre 1326 y 1329 hizo una revisión crítica de todos los fragmentos que entonces se conocían del texto de Livio, trabajo de por sí muy notable y que fue la inevitable preparación para ¡ muchos de sus escritos posteriores en latín, ya sea en prosa como en verso (en especial para su De viris Mus tribus y África). En este 1 sentido, hay que hacer hincapié en la importancia que para la evo- I lución de Petrarca tuvo la ciudad de Aviñón. El trabajo sobre Livio 1 difícilmente lo hubiera podido hacer tan bien, o tan rápidamente, I en otro sitio. Como nuevo cuartel general de la Iglesia, Aviñón se I convirtió, en el siglo xiv, en lugar de encuentro de los sabios de toda Europa; para Petrarca, además, la ciudad contaba con la ventaja de encontrarse a una distancia aproximadamente igual entre las j bibliotecas de París y Chartres, al norte, y de las del este de Italia, al otro lado. Petrarca no hubiera podido hacer su edición de Livio sin dos manuscritos, respectivamente de Chartres y Verona, a los que tuvo acceso gracias, precisamente, a sus contactos en la ciudad papal. Hacia 1330, después de decidir que debía hacer algo para ganarse el sustento, Petrarca entró en la Iglesia, en órdenes menores (renunciando por lo tanto al matrimonio) y se puso al servicio del cardenal Giovanni Colonna. Tenía ya amistad con otro miembro de

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esta poderosa familia romana, Giacomo, obispo de Lombez, con quien, junto con otros amigos más jóvenes, había pasado el verano de 1330 contemplando los Pirineos (Canz. 10). La conexión con el cardenal Colonna y la curia de Aviñón duró diecisiete años. Conexión que, aparte de algunos disgustos, no dejó de proporcionarle interesantes ventajas, además de tiempo para dedicarse al estudio; oportunidades de viajar y una cierta experiencia política a nivel europeo. Mientras tanto, sin embargo, el acontecimiento crucial de su vida de artista y poeta, el encuentro con Laura, ya había ocurrido; la vio por primera vez, y la amó inmediatamente, el 6 de abril de 1327 en la iglesia de Santa Clara de Aviñón; él tenía casi veintitrés años y ella algunos menos. La fecha será recordada por él como un Viernes Santo en muchos poemas. Ni qué decir tiene que se ha discutido so-Ive la identidad de Laura, pero no hay razón para poner en duda su existencia histórica. De las descripciones y alusiones del propio Petrarca se colige que fue de clase alta, que se casó y tuvo hijos, que su amor permaneció «platónico», y que murió en 1348, víctima de la peste. En cuanto a lo demás, se limita a estar viva como imagen en el reluciente espejo de sus versos. Tal vez, en parte, para olvidarse un poco de Laura, emprendió Petrarca, en 1333, un viaje por el norte de Europa, en el cual visitó París, Gante, Lieja y Colonia. Debió de sentir curiosidad por conocer París y su famosa universidad, aunque la cultura escolástica que en ella se impartía, predominantemente, le fuera ya ajena, y lo fuera todavía mucho más al cabo de los años. En Lieja encontró dos discursos perdidos de Cicerón, uno de los cuales, el Pro Archia, ejerció una profunda influencia en su ideal de cultura humana y su concepto del papel del poeta en la sociedad. A todo esto, el papa Juan XXII había muerto (en diciembre de 1334) y Petrarca, de regreso ya en Aviñón, escribió dos cartas en verso a Benedicto XII, su sucesor, conminándole a que volviera a trasladar el papado a Roma; primer paso en lo que iba a ser una larga campaña. Luego, a principios de 1337, hizo él, personalmente, el anhelado viaje a Roma, la ciudad de sus sueños. Estuvo con el clan de los Colonna y exploró las ruinas en compañía de Giovanni Colonna, un dominico con gustos escolásticos, que Petrarca había conocido en Aviñón y cuyo tío, Landolfo, antiguo canónigo de Chartres, le había ayudado en su trabajo sobre el texto de Livio.

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Los años de madurez, 1337-1353: Aviñón, Vaucluse, Italia La primera visita a Roma marcó un hito en el gradual desarrollo de Petrarca como escritor. Para darse cuenta de ello, sólo hay que comparar la escasez de su producción antes de 1337 con la inmensa cantidad de escritos producidos durante los quince años siguientes. Más tarde, le dirá a Boccaccio que, de joven, había aspirado, pensando sin duda en Dante, a hacerse famoso como poeta en lengua vernácula (véanse más adelante, pp. 46-52). Idea que debió de abandonar, sin embargo, bien pronto; de su juventud y primeros años de adulto no quedan más que unas pocas canciones (la mayoría incluidas en el Can-zoniere). Escribió, además, una comedia en latín, que se ha perdido, y unas cuantas cartas en latín, en verso y prosa, revisadas minuciosamente años más tarde. Y nada más. En cambio, al año, poco más o menos, de su regreso de Roma, en julio de 1337, púsose a trabajar en dos de sus grandes obras, De viris illustribus, en prosa, y el poema épico África, obras de las que hablaremos luego. Aquí lo que hay que subrayar es la novedad que representan como trabajo y objetivo. En realidad, son el debut de Petrarca, por tarde que nos parezca. Las escribió echando mano, por primera vez, de todos sus conocimientos y habilidad artística para describir, en tono mayor, el mundo antiguo (romano) que tanto admiraba; elaborando, por fin, su notitia vetustatis (conocimientos de la antigüedad) para transformarla en una visión imaginativa, tanto histórica como poética, de occidental precristiano; para convertirse en un nuevo Virgilio y en un nuevo Livio. Poco importa si ninguna de las dos es una obra maestra, o si no fueron acabadas. A finales de 1343 constituyeron en la forma que fuera, un implícito punto de referencia de todos los escritos posteriores de Petrarca (en latín, por lo menos), a pesar de su abundancia y variedad. En 1337 nació su primer hijo, Giovanni. De la madre no se sabe nada. Su otro hijo fue una niña, Francesca, nacida en 1343, de madre también desconocida. Petrarca fue un buen padre con ambos, y Francesca y su marido lo cuidaron cuando llegó a viejo. Los siguientes dieciséis años, de 1337 a 1351, los pasó entre Aviñón, viajes por Italia y una modesta propiedad que había comprado en Vaucluse, en el campo, cerca del nacimiento del Sorgue. Vaucluse se había convertido en su refugio de la multitud y el bu-

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llicio de Aviñón y, con el tiempo, del ambiente de la curia, que en la década de 1340 llegó a irritarle bastante. En Vaucluse escribió casi toda la obra compuesta en la Provenza: en especial la poesía, Minio las canciones italianas como los hexámetros latinos que con tanta facilidad le salían, hablan constantemente de los paisajes y sonidos de su valle querido. Acostumbraba hacer largos paseos, le gustaba la pesca y cuidar del jardín. Fue allí donde le llegaron, el mismo día (según nos cuenta), las proposiciones de la Universidad de París y del senado romano a la honorífica corona de laurel de la poesía. Naturalmente, él escogió la oferta romana y fue coronado en Campidoglio, el 8 de abril de 1341, después de haber pasado en Nrápoles «el examen» en arte poética, que le hizo el «sabio» rey Huberto, a quien Petrarca, a diferencia de Dante, tanto apreciaba.2 Por entonces, Boccaccio, que había pasado su juventud en Nápoles, seguramente ya estaba de vuelta en Florencia; pero ya era un admi-i'iulor de Petrarca, de quien le había hablado un fraile agustino, Dionigi da Borgo San Sepolcro, al que Petrarca conocía desde los primeros años de la década de 1330; el fraile había tenido la afortunada idea de regalar a su joven amigo un libro que había de ejercer una gran y duradera influencia en él, las Confesiones de san Agustín (Prose, p. 1.133). Casi todo lo que quedaba del año 1341, Petrarca lo pasó cerca de Parma, trabajando en el África; pero la primavera siguiente había vuelto a Aviñón, a tiempo de asistir a la elección, en mayo de 1342, de Clemente VI, después de la muerte de Benedicto XII. Es necesario recordar que Petrarca, aunque no llegara a sacerdote, era clérigo y se ganaba la vida casi enteramente en la Iglesia. Así en 1342 Clemente VI le dio una canonjía en Pisa, más tarde fue nombrado archidiácono de Parma y luego canónigo de Padua, puestos todos retribuidos que, de hecho, eran sinecuras. A pesar de que, como veremos, Petrarca llegó a criticar duramente a la curia papal, no puso objeción al relajamiento de costumbres de la Iglesia de su época. No aceptó el obispado que le ofrecieron, ni tampoco quiso aprovecharse de nada relacionado con la cura de almas; «bas-lante tengo —dijo— con cuidarme de la mía». Su deseo era permanecer lo más libre posible, sin soslayar los asuntos de naturaleza po2. Paradiso VIII, 147.

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lítica con que se topaba, de resultas de su prestigio personal y del sus vínculos con la clase alta europea. En el verano, o tal vez en el otoño, de 1342, comenzó a estudiar griego, lo cual dejó de hacer al marcharse su profesor de Aviñón (aunque más tarde compró unos manuscritos griegos). A principios de 1343 murió el rey Roberto de Nápoles, a quien Petrarca había dedicado el África, la obra que él aún esperaba fuese su magnum opus. Pero el acontecimiento más importante de aquel año fue la decisión de su hermano Gherardo de hacerse cartujo, decisión que afectó mucho a Petrarca, porque quería a Gherardo entrañablemente; y se cree, por lo común, que en esta época tuvo una crisis religiosa que expresó, durante el invierno de 1342-1343, en su obra maestra en prosa, el Secretum. Aunque yo, personalmente, me inclino a creer a Francisco Rico, que data la obra diez años más tarde, con borradores provisionales en 1347 y 1349 (véase el capítulo III). Si se acepta la fecha propuesta por Rico, no hay prueba ninguna de que Petrarca pasara una grave crisis espiritual en 1342-1343. A principios del verano de 1343, el papa le pidió que fuera a Nápoles, en una misión diplomática relacionada con el desbarajuste producido por la muerte del rey Roberto. Pero a Petrarca la tarea le pareció excesiva, se marchó de Nápoles en diciembre y se trasladó a Parma, ciudad en que contaba con ser bien recibido por su gobernante, Azzo da Correggio. Pero una invasión de tropas provenientes de Mantua y Milán le obligó, en 1345, a irse a Verona y fue allí, en la biblioteca de su catedral, donde encontró gran parte de la correspondencia de Cicerón, descubrimiento que resultaría decisivo para su propia obra. Petrarca tenía una disposición natural a escribir i cartas —en las que, a veces, es tediosamente prolijo— y la epistolografía fue el género idóneo para su talento y afición a mezclar reflexiones de tipo moral con anécdotas biográficas. Además, era muy dado a cultivar la amistad y tuvo amigos en todas partes. Pero fue el descubrimiento de Verona lo que le inspiró a escribir cartas en vistas a la publicación, las centenares recogidas en los veinticuatro tomos de las Familiares y (a partir de 1361) las diecisiete de Seniles. Fue así como el ya reputado humanista encontró la forma de dedicarse a gusto al cultivo de su insaciable, aunque entrañable, egotismo, y a la vez darnos una idea muy clara de la clase de público a que él deseaba principalmente llegar a influir: individuos que compartían, o pretendían compartir, sus gustos e ideales literarios, o

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cuyas opiniones religiosas o políticas le parecían interesantes de ser mediatizadas, de vez en cuando. En el capítulo III, sección 3, volveré a hablar de este tema. Durante los años intermedios de la década de 1340 fue cuando Petrarca alcanzó la cima de su talento como poeta lírico en lengua vernácula. El gran poema patriótico Italia mia (Canz. 128) lo compuso a raíz de sus experiencias en Parma durante el invierno de 1344-1345, y a la misma época, más o menos, pertenece, casi con seguridad, el sorprendentemente original Di pensier in pensier, di monte in monte (129). Con estas dos canzoni —y con las números 126 y 264, escritas un poco antes y un poco después, respectivamente—, Petrarca llegó al lugar hasta entonces ocupado por Dante, como maestro supremo de lo que Dante consideraba el más noble de los metros italianos.3 En otoño de 1345, Petrarca regresó, de mala gana, de Verona a la Provenza, resiguiendo el Adige hasta su nacimiento y dirigiéndose, luego, hacia el oeste. Con Parma tan alterada, no tenía, de momento, otro sitio en que vivir en Italia; además, aunque se sintiera, tal como él mismo decía, «exiliado de Italia», y Aviñón fuera «un infierno en la tierra», seguía apreciando la calma propicia al estudio de Vaucluse, donde logró quedarse, casi enteramente, los dos años siguientes. De todos modos sus vínculos con la curia y el papado fueron rompiéndose gradualmente, aunque de su señor, el cardenal Colonna —persona que le caía bien y que él respetaba— no se separó hasta el verano de 1347, cuando esperaba poder regresar a Parma, por entonces temporalmente pacificada. Del servicio al cardenal Colonna se despidió en la égloga «Divortium», aduciendo dos razones principales: el deseo de ser, por fin, amo de sí mismo, y la llamada de Italia. Esta última fue lo bastante fuerte para sacarlo, finalmente, de Vaucluse, donde, sin embargo, pasó casi enteramente los años 1346 y 1347, escribiendo sucesivamente sobre dos temas relacionados, uno indirectamente, el otro directa y enfáticamente, con el malestar creciente que le producían Aviñón y la curia. El primero de estos temas o asuntos fue el de los beneficios de vivir lo más lejos posible del bullicio y de las distracciones del mundo. De eso tratan las dos obras en prosa más importantes de este período, De vita solitaria (1346) y la más breve y convencional De 3. De vulgari eloquentia II, iii, 7.

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otio religioso (1347).4 Esta segunda, una eulogía de la vida monástica escrita después de visitar a Gherardo en la abadía de Montrieux, resulta tan insípida como todas las eulogías de este tipo escritas por laicos. Está muy bien documentada, sirve de inventario de los conocimientos bíblicos y patrísticos adquiridos por Petrarca hasta entonces. Pero si considero importante De otio es simplemente por lo que tiene de común con la más viva, personal y literariamente conseguida, De vita solitaria: nos muestra a Petrarca comenzando una nueva etapa de su carrera como escritor, una etapa que representa un cambio radical en la forma con que se presenta a sus lectores, presentes o futuros. De ello volveré a hablar en la sección 3 del capítulo III. De momento bastará con tomar nota del hecho fundamental del cambio: si hasta entonces — en el De viris illus tribus, el África y los Rerum memorandarum libri— Petrarca se había considerado como el comentarista del mundo pagano antiguo, principalmente el romano de su tiempo, de sus personajes, ideas y emociones, hasta el punto de recurrir exclusivamente a él cuando daba ejemplos de virtud, sabiduría y elocuencia; ahora, en De vita solitaria, habla explícitamente como cristiano, por primera vez, en una obra destinada al público, con frecuentes menciones al «sagrado y glorioso nombre de Cristo» (Prose, p. 528). Es lícito afirmar que a partir de ahora su humanismo va inseparablemente unido, de modo consciente, con la cristiandad, aunque por lo común la integración de ambos idearios permanezca implícita. Las francas declaraciones de fe cristiana de que está lleno De Ignorantia (1367) no son características de las obras tardías de Petrarca. Sin embargo, la integración es palpable. Indicadora de su existencia es la omnipresencia de san Agustín, cuya influencia toma forma concreta, dramática y casi simbólica en el «Augustinus» del Secretum. Y el hecho que «Augustinus» hable siempre como un especialista de la antigüedad clásica, imbuido de estoicismo platónico, es resultado de la misma integración vista desde el otro lado (véase el capítulo III, sección 4). Y volviendo por un momento a De vita solitaria, el tipo de vida que tan vehementemente nos recomienda en esta obra indiscutiblemente cristiana es, en cierto modo, muy «terrenal», no es la vida del eremita asqueado del mundo, sino «una vida tranquila en el campo, de ocio 4. Para la De vita solitaria, véase Prose, pp. 286-590; y para un extracto de De otio religioso, ibid., pp. 594-602.

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fructífero, con o sin un par de compañeros».5 Es decir, una mues-114 más del esfuerzo de integración de que hablábamos. El otro tema surgió en ocasión de la corta carrera de Cola di Rienzo y su sueño del renacimiento político de Roma. La subida y caída de Cola sólo nos interesa, naturalmente, por lo que afectó a Petrarca, a quien ningún otro acontecimiento de la historia política de su tiempo conmovió tanto como éste. Cuando, el 20 de mayo de 1347, llegaron a Aviñón noticias del golpe de Estado de Cola, la reacción de Petrarca fue entusiasta. El pueblo romano se había alza-Mu, siguiendo a su nuevo y espléndido líder, contra la aristocracia local proclamando Roma, una vez más, república libre, con Cola como «tribuno» (dictador, de hecho). Desde luego, Roma no podía ser una república como las demás; tenía que ser la antigua ciudad resurgiendo de nuevo, liberada y decidida a reclamar su puesto supremo en el mundo (caput orbis); con el derecho de otorgar la ciudadanía romana a todos los italianos y —eso sí que le pareció grave a la curia— de conceder y retirar el cargo y título de emperador. Todo lo cual fue solemnemente proclamado, en nombre del pueblo romano, el 1 de agosto de 1347; en términos de política práctica, fue una fantasía totalmente anacrónica. ¿Qué podía conseguir, en términos de política real, el soberano «pueblo romano», soñado por Cola, Petrarca y otros entusiastas? Si el objetivo de Cola se hubiera limitado a cortarles las alas a los nobles de la zona, bien; la Iglesia no hubiera tenido gran cosa a objetar, en general. En cambio, un gobierno popular que les reemplazara sólo podía, a la larga, gobernar con el consentimiento del papa, en cuyos dominios se encon-iraba incuestionablemente Roma, por lo menos de iure (y el cardenal Albornoz no tardaría mucho a convertirlo también de facto). Es más, ¿qué tipo de poder hubiera podido ejercer el «pueblo romano» sobre el resto de Italia, dividida como estaba en estados muy orgullosamente convencidos de su derecho a la independencia? Y por último, ¿qué probabilidades había de que la Iglesia se sometiera a un puñado de miles de popolani reclamando el viejo derecho a elegir entre los candidatos rivales al Imperio? No es de extrañar, pues, que Cola renunciase a ello antes de finales de año, que abdicara el 15 de diciembre, cuando Petrarca ya se había puesto en marcha, rumbo a Italia, con la intención, al parecer, 5. E. H. Wilkins, The Life, p. 54.

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de unirse a Cola en Roma. Advertido, sin embargo, de la inten ción de Cola de capitular, Petrarca le escribió una carta severa, llena de reproches, el 29 de noviembre, desde Genova; y luego cambió los planes y se marchó a Parma. Los reproches de la carta (Fam. VII, 7)6 no son muy claros; pero más tarde el mismo Petrarca los explicó y es muy importante comprenderlos, no sólo por la luz que arrojan sobre la «idea de Roma» que él tenía, su ideología política, sino porque, además, nos ayudan a comprender el curso que su vida tomó entonces. 1 Los principales textos pertinentes son, en orden cronológico: cuatro cartas a Cola (Varíe 48; S.N. 2 y 3; y la ya mencionada Fam. VII, 7); una carta al todavía no coronado emperador Carlos IV (Fam. X, 1; Prose, pp. 909-914), escrita a principios de 1351; otra a Francesco Nelli, con fecha del 10 de agosto de 1352 (Fam. XIII, 6; Prose, pp. 954-962); otra al «pueblo romano», de octubre-noviembre de 1352 (S.N. 4); y un pasaje del panfleto antigálico, Invectiva contra eum qui maledixit Italie (Prose, pp. 768-802), escrita más tarde, en 1373. Comparando estos textos, surgen claramente los siguientes puntos: a) Petrarca no se arrepintió jamás de su entusiasta apoyo a Cola, en 1347.7 b) A Cola lo que le reprochó no fueron sus objetivos, sino su inconstancia en perseguirlos. Cola era persona «más exaltada que constante» (Prose, p. 776). Su ideal había sido espléndido, pero había carecido del suficiente valor para seguirlo hasta el final, convirtiéndose, por lo tanto, en «traidor de su pueblo», proditor pa-triae (Prose, p. 894: por «patria», aquí se refiere a toda Italia). c) El ideal, defendido temporalmente por Cola y mantenido hasta el final —aunque expresado con intermitencias— por Petrarca, puede resumirse en tres proposiciones: Roma es capital y centro del Imperio; el poder del emperador emana, con la ayuda de Dios, del pueblo romano; el emperador tiene una responsabilidad específica —aunque nunca definida por Petrarca— respecto de la libertad y unidad de Italia.8 ¿Significa esto que Petrarca fuera imperialista? A esta pregunta 6. Prose, 890-894. 7. Cf. G. Martelloti en Prose, introduc, pp. xix-xx. 8. Véase especialmente la carta a Carlos IV, Fam. X, 1, en Prose, pp. 904-914.

VIDA 2 7 responde correctamente E. H. Wilkins, al comentar el episodio de Cola: De toda la gente de aquella época, Cola y Petrarca fueron, sin duda, los que más apasionadamente y con más inteligencia desearon ... la restauración de Roma a sus prístinos poder y gloria. Naturalmente que Petrarca había imaginado que la ... restauración tendría lugar por obra de un emperador; peto ya que un ciudadano romano había emprendido la gran tarea ... Petrarca no tuvo inconveniente en transferir sus esperanzas a Cola: que la Roma restaurada fuera republicana, y no imperial, era lo de menos. I'',l hecho es que Petrarca fue leal toda su vida a una ciudad que veneraba y adoraba, ante todo, y a un país, no a una institución; a Roma como mundi caput, urbium regina, 'la cima del mundo, la reina de las ciudades', y luego, por extensión, a toda Italia, domina provinciarum, 'señora de las provincias' [del Imperio] (S.N. 2; cf. Dante, Purgatorio VI, 78). La verdad es que había empezado con tendencias prorrepublicanas (pace E. H. Wilkins) y, por lo tanto, con cierta animosidad contra Julio César (véase África II, 298 ss.), tendencias que de alguna manera persistieron hasta el episodio de Cola, inspirándole a instar a éste que defendiera la libertad de Roma como Bruto, el asesino de Julio César (Varie 48). Pero menos de cuatro años más tarde escribió la carta a Carlos IV, ya citada, documento tan o más imperialista, a su modo, que cualquier escrito de Dante. ¿Qué había ocurrido? La explicación es doble: por un lado, interviene la erudición de Petrarca, por otro, su desengaño con Cola. G. Martelloti ha rastreado el desarrollo progresivo, a partir de la década de 1340, de la estima de Petrarca por Julio César y el correspondiente declive de su pasión por Escipión el Africano, el héroe de su anterior período «republicano».9 En parte fue consecuencia de la madurez de sus conocimientos; pero no debe descartarse el factor del fracaso de Cola. La defensa que Cola había hecho del ideal romano no había sido, ni por asomo, directamente «imperialista», como tampoco lo fue la defensa que Petrarca había hecho de él. Fue a raíz del vacío producido por el colapso de Cola que Petrarca dirigió sus esperanzas hacia Carlos IV. Pero el tozudo bohe9. «Lince di sviluppo ...», en Studi Vetrarcheschi, II (1949), pp. 51 ss.; cf. Il P. ad Arquh (1975), pp. 170-172.

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mio también le defraudó. Carlos fue a Italia, en 1354, para ser coronado emperador en Roma. Hecho esto (el 5 de abril de 1355) volvió a cruzar los Alpes. Es decir, su principal preocupación era el bienestar de Bohemia, y fue en Praga donde Petrarca se entrevistó con él, por segunda vez, en 1356, en ocasión de una embajada a la ciudad en nombre del vizconde de Milán; embajada que pone de manifiesto una de las dos formas de actividad pública hasta entonces abiertas a Petrarca; ocasionales tareas diplomáticas al servicio de los «señores» de las ciudades —Milán, Venecia y Parma— en que él pasó la mayor parte del tiempo a partir de 1353; además de las cartas dirigidas a papas y potentados con el fin de fomentar las causas que le eran gratas. En esto su situación recuerda la de Dante en el exilio: ambos tenían protectores a los que servían. Hacia el final de su vida, Petrarca difícilmente hubiera podido expresar los sentimientos antiaristocráticos, detectados en sus cartas sobre Cola y en las dirigidas a él. Sin embargo, en ellas, una cosa se mantiene hasta el final: su aborrecimiento a la curia de Aviñón. Sentimiento presente en todos sus escritos sobre Aviñón, a partir de las cartas «Sine Nomine» (1343-1359) hasta la Invectiva de 1373 ya mencionada. En todas es común la comparación de Aviñón con Roma en términos de lo que ambas ciudades representaban en su mente: Aviñón, ciudad de la barbarie y la impiedad; Roma, la cultura antigua tal como era aceptada y respetada por el catolicismo. En la década de 1370, la disputa habíase reducido a la cuestión de cuál de las dos ciudades, Roma o Aviñón, debía ser la ciudad papal, con Petrarca, naturalmente, atacando el desvergonzado argumento «gálico» de por qué no podía permanecer el papa en el norte de los Alpes. Durante las décadas de 1340 y 1350 la cuestión todavía no se planteaba en estos términos, los ataques de Petrarca iban dirigidos principalmente al personal de la curia, tanto como individuos como colectivo, como en los famosos sonetos (Canz. 136-138). Y puesto que estos sonetos recuerdan a Dante en su faceta anticlerical, aprovechemos la ocasión para comparar brevemente a los dos poetas como críticos de la Iglesia. De su virulento lenguaje se deduce que ambos dan por sentado: a) el origen divino de la iglesia, y b) el derecho que ellos ejercen de denunciar los vicios y delitos de sus gobernantes. En cambio, en el tono y el estilo de Dante se manifiesta generalmente, a mi pare-

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cer, una cierta independencia del colectivo clerical, actitud que no ría realista esperar de Petrarca, quien tenía estrechos vínculos de trato y de afecto con determinados obispos, sacerdotes y frailes. Las diferencias principales, no obstante, son de signo ideológico. Dante tenía, y Petrarca no, una teoría claramente elaborada sobre la autopiad de la Iglesia en relación con la sociedad civil; de ahí que sus críticas tiendan a ir dirigidas al supremo órgano de autoridad, el papado. En cambio, Petrarca tiene muy poco que decir sobre la índole o la práctica del cargo papal como tal. En él, la cuestión de la jurisdicción papal nunca se plantea. Y hay otra diferencia: el catolicismo de Petrarca era «romano» en un sentido en que el de Dante no lo era, en tanto que, entrelazado con él, había una intensa dedicación a la cultura latina y a la ciudad y región que la represen-iaban por antonomasia; es decir, que era difícil, a veces, distinguir MI cristianismo de su patriotismo italiano. Tal mezcla de motivos apa-ircc seguramente con mayor claridad en sus súplicas al papa y al emperador de que vayan a residir a la ciudad sagrada (cf. Prose, pp. 768-770, 780-784, 904-914). De paso digamos que, en relación con el emperador, Petrarca demuestra menos sentido político real que Dante, por lo menos que en el Paradiso (cf. Canto XXX, 137-138). Ya hemos visto que Petrarca, a principios de 1348, estaba de nuevo en Italia. La ruptura con Aviñón, sin embargo, todavía no era definitiva; cuando después de estar tres años y medio en Italia, en junio de 1351, volvió a la Provenza, lo hizo, al parecer, con la esperanza de un cargo influyente en la curia, tal vez una birreta cardenalicia. Lo cual no consiguió, y Aviñón le desagradó más que nunca. La verdad es que entre 1349 y 1352-1353 Petrarca no sabía dónde instalarse. Que lo más prudente era decidirse pronto, se lo hicieron comprender, primero, los desastres de la peste negra que mataron a Laura en abril de 1348, y, después, el creciente distan-ciamiento entre él y el obispo de Parma, ciudad en que había sen-tado sus reales en Italia desde 1341. Permaneció en Parma casi todo 1348, pero durante los dos años siguientes pasó más tiempo en Padua, donde había sido nombrado canónigo de la catedral. En otoño de 1350 hizo un peregrinaje a Roma, durante el cual se detuvo en Florencia donde conoció a Boccaccio. Los admiradores que Petrarca tenía en Florencia habían fraguado el plan de retenerlo en

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la ciudad como profesor de la universidad recientemente fundada. Esperanza que no llegó a cumplirse, pero que hizo que Boccaccio pasase una semana en Padua, en la primavera de 1351, con el gran humanista. Después, en mayo, Petrarca emprendió el viaje de regreso a Aviñón, y recogió a su hijo Giovanni en Parma. Para entonces había comenzado ya la serie de poemas sobre la muerte de Laura, la mayoría de los cuales aparecieron en la segunda parte del Canzoniere. Su muerte había agudizado en él el sentimiento de la fugacidad de la belleza mortal y, de resultas de ello, el problema de la supervivencia del alma. Aspecto en que su única guía era la fe, fe complementada, por así decir, por «visiones» de la amada en un estado de beatitud inaccesible a él, pero de la que tenía un íntimo presentimiento (Canz. 277, 282, 302, etc.; cf. Égloga XI, «Galatea»). La muerte de Laura despertó una nueva vena en su talento lírico, enriqueciendo la poesía europea con una nueva dimensión. A la vez que el Petrarca de amplias experiencia y lecturas hallaba un medio, en prosa, afín, al ponerse a escribir, en 1350, la vasta serie de cartas «Ad Familiares». Por último, si se acepta la nueva fecha que Rico propone para el Secretum (véase capítulo III, sección 4), en 1349 había terminado un borrador de esta obra, listo para la revisión final y para los últimos toques recibidos en Vau-cluse en 1352 y 1353. Petrarca llegó a Vaucluse el 27 de junio de 1351, y se marchó definitivamente en mayo-junio de 1353, después de haber pasado en ella el doble de tiempo que en Aviñón, durante este último intervalo. Había sido un período de intensa y variada actividad intelectual. Gran parte de ella se debió a su propia iniciativa, pero también, indirectamente, a la curia; o por lo menos al hecho de haberse dejado enzarzar en cuestiones políticas que afectaban, también, a la curia. Por ejemplo, intervino vigorosamente, aunque en vano, en un proyecto apoyado por Clemente VI para reformar el gobierno de Roma (Fam. XI, 16-17, S.N. 7); también en la cuestión de Ñapóles (Fam. XI, 13; XII, 2) y a principios de 1352 envió otra súplica a Carlos IV pidiéndole que se preocupara más del bienestar de Italia (Fam. XII, 1); y en noviembre mandó una urgente petición al «pueblo romano» para que tomara cartas a favor de su ex-tribuno Cola di Rienzo, que había sido hecho prisionero en Aviñón, bajo sospecha de herejía. Después de su caída, Cola había huido a Praga, arrimándose a la protección de Carlos IV, pero éste le entregó al

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Esta carta, S.N. 4, no surtió efectos prácticos, pero es intere-iiiiic por dos razones: como contundente afirmación de la independencia ad iure y de la autonomía de los romanos, afirmación implí-iiamcnte subversiva del estado papal; y porque en ella aparece una discusión sobre un pasaje de san Agustín (Sermo 105), en que se niega la perpetuidad del Imperio Romano. Pero ha llegado el momento en que me veo forzado a hacer una breve digresión sobre las cartas '•me Nomine». Antes de regresar a Italia, en mayo-junio de 1353, Petrarca había recopilado trece cartas duramente críticas de la curia, a las que posteriormente añadió seis más. Separó las diecinueve cartas de las Familiares, de las que omitió los nombres de sus destinata-rios (de ahí que se denominen «Sine Nomine», 'sin nombre') para protegerlos de la ignominia de aparecer asociados con sentimientos tan virulentos contra la curia. La mayoría de las cartas es un ataque a la inmoralidad de la curia, pero las números 2-4 son más políticas, tratando del vergonzoso sometimiento de Roma a la «bárbara» Aviñón y, en general, de la debilidad y desunión en que había sido dejada Italia, presa de manos extranjeras, en especial de Francia. Por su tono anticurial y antigálico, las cartas «Sine Nomine» son suficiente explicación de las prisas de Petrarca, en 1352-1353, por atravesar los Alpes y abandonar Aviñón. ¿Pero dónde iba a instalar-una vez en Italia? La cuestión fue decidida en route. En junio y julio de 1353, al pasar por Milán y detenerse a saludar a su goberiiiinie del momento, el arzobispo Giovanni Visconti, fue tan cor-illulmente recibido que decidió quedarse. En Milán permaneció ocho años, en una casa junto a San Ambrogio, lugar de bautismo de su reverenciado san Agustín. La decisión escandalizó a muchos de sus amigos y admiradores, sobre todo a los de Florencia, donde Vis-i i u i t i era considerado como un «tirano» y donde el poder creciente de Milán era aborrecido y temido. Pero Petrarca jamás sintió nin-Hi'ni especial sentimiento de lealtad por Florencia; y mientras el em-linador permaneciera al otro lado de los Alpes, no vio inconveniente en arrimarse a la familia Visconti para poder contar con la suficiente seguridad y libertad para continuar escribiendo. En su vejez, Petrarca observó que, de natural, había sentido una inclinación por «la filosofía y poesía morales» (Prose, p. 6). Observación que sin duda hizo al recordar la disputa con uno de los médicos de Clemente VI, la que le inspiró su Invective contra me-

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dicum de 1352-1353, con la brillante defensa que de la poesía (es decir, de los poetas clásicos) hace en el Libro III contra la acusa ción de inutilidad, falsedad e impiedad (Prose, pp. 648-692). Fu( la lanza principal que Petrarca rompió sobre la cuestión que, más que ninguna otra, dividió a la nueva cultura humanística, represen tada por él y sus seguidores (en especial Boccaccio y, en la nueva generación, Coluccio Salutati), de la cultura escolástica imperante en las universidades y órdenes frailunas. En realidad, la defensa de la poesía y de su estudio es una de las dos contribuciones funda mentales de Petrarca al humanismo, como idea e ideal moral; la otra es la tardía identificación de sapientia con pietas, de 'sabiduría' con 'religiosidad' cristiana. En el capítulo III volveré a hablar del tema. De momento, lo que nos llama la atención es un fragmento autobiográfico de gran interés, del mencionado libro III de la Invective, en que vemos a Petrarca abandonando conscientemente una actitud pasada para entrar en una nueva fase, la última, de su trayectoria intelectual. Una vez refutados, uno por uno, los ataques del médico contra la poesía y los poetas, Petrarca observa inesperadamente que, en cierto modo, todo aquello ya no le incumbe: él no pretende, ni intenta, ser poeta; y sus estudios actuales nada tienen que ver con la poesía. «Porque yo no pretendo los honores de poeta ... aunque no niego que, de joven, aspiré a ellos.» Hace siete años que no lee a los poetas: No es que me arrepienta de haberlos leído, pero hacerlo ahora me parecería una pérdida de tiempo. Los leía a la edad oportuna, empapándome de ellos de tal manera que no habría podido librarme de ellos aunque hubiese querido ... Pero continuar en la vejez estudiando lo mismo que en la adolescencia, no me parece encomiable. Del mismo modo que existe una madurez de los frutos y las cosechas, la hay también del estudio y de la mente; es más, una mente verde es más inútil y perjudicial que una fruta verde. Puya característica contra los escolásticos que, con su obsesión por la lógica abstracta, «no paran mientes en la realidad y envejecen entre palabras» (Secretum, en Prose, p. 52). Pero os preguntaréis quizá [continúa Petrarca] a qué me dedico si ya no leo a los poetas ... Respondo que, dentro de los límites de mi capacidad, intento convertirme en un hombre mejor; y como

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conozco mi debilidad, ruego a Dios que me ayude, y me deleito en las Escrituras ... Me preguntáis qué hago. No leo poesía, escribo para ser leído por los que vengan detrás de mí, satisfecho con el aplauso de unos pocos, desdeño la multitud de los necios. Y si, con la ayuda de Dios, alcanzo mi objetivo, mucho mejor; si no, lo habré intentado. Además, mi objetivo habrá sido, por lo menos, alcanzar la madurez ... En cambio vosotros, centenarios disputadores vocingleros, os pasáis la vejez con los estudios de vuestros años mozos ... (Prose, pp. 678-680). Petrarca escribió estas líneas casi a los cincuenta años, edad másque madura en aquellos tiempos. Y es obvio que lo escribe ade-más de desde la situación del «estudioso» que se prepara para la vejez y cambia el tema de sus estudios, desde la del escritor que advierte a sus lectores de los futuros cambios de forma y contenido MI obra, cambios que tal vez no resulten de su agrado. Desde esta perspectiva, la diatriba contra los iliteratos, personificados en el meas, podría tomarse como la última flor a los amantes de la poe-, antes de despedirse de ellos, o más bien de decir que él ya se dedicó a ella hacía siete años. Lo que es seguro es que, implícita-•ntc, decía a sus admiradores que no sólo era poco probable que jamás terminara el África, sino que ya lo había abandonado. Tenía UN cosas que hacer, más en armonía con su edad. Había aspirado, sin éxito, a ser poeta: clara alusión al África; por lo tanto, se dedi-n'a a cultivar el otro campo intelectual al que, como ya hemos visto, se sentía naturalmente inclinado, el de la filosofía moral, con-cretado ahora en la búsqueda de una sabiduría a la que sólo se lleibft a través de la oración y de la meditación sobre las Escrituras. Dicho en términos más refinados, aspiraba a una suerte de estoicismo cristiano; por lo menos a algo toto coelo, alejado de la hueca dialéctica de los escolásticos (según su opinión). En el fondo, Pe-trarca tenía dos objeciones contra la filosofía académica de su tiempo («escolástica» tanto en el método como en la técnica): primero, que los que a ella se dedicaban no maduraban jamás, y segundo, que nada tenía que ver con la ética, con la conducta, con la preocupa-u'in por la cualidad del alma, que Sócrates había considerado como la meta y sentido final de la especulación. Al parecer de Petrarca, ambos defectos provenían de una causa, de la obsesión de los esco-lástiticos por la lógica. La lógica de por sí es amoral, como cualquier arte o ciencia. Para convertirse en moralmente beneficioso, el arte o 3. — FOSTER

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la ciencia han de integrarse en el amor de la sabiduría, sapientia, que es inseparable de la verdadera actitud hacia Dios, pietas, la cual, a su vez, es la cima de la virtud moral. Tal es, en pocas palabras, la filosofía del Petrarca maduro, el fruto, en primer lugar, de su largo estudio de san Agustín (para más detalles, véase el capítulo III). En cuanto al cambio de actitud hacia la poesía, tal como se afirma en el pasaje citado, hay que recordar que normalmente Petrarca reserva (cuando escribe en prosa) los términos poesis, poetica, para el verso escrito en métrica clásica, griega o latina, y que cuando decía (en prosa) 'poetas', poetae, sin más, se refería a los poetas clásicos. No hay que tomarse al pie de la letra la afirmación de que hacía siete años (desde 1352-1353) que no leía a los «poetas»; como dice Rico, Petrarca manejaba los temas de su biografía sin excesivos escrúpulos; aunque tampoco es justo tacharlo, como hace un crítico, de embustero o inconsistente porque «en realidad continúa trabajando en la poesía hasta el fin de sus días» (Prose, p. 679, n. 5); evidente alusión al Canzoniere y a los Triunfos, que está en italiano, naturalmente. En verso latino, Petrarca escribió sesenta y cuatro cartas (Epist. metriche), las doce églogas de Bucolicui Carmen, África y unas pocas piezas menores más. Ahora bien, cas: todas las cartas en verso y todas las églogas, salvo una, fueron com-puestas antes de 1350; el África, su obra poética, según él entendía este término, más ambiciosa, fue gradualmente abandonada a partir de 1345, y abandonada virtualmente del todo a mediados de la dé-cada de 1350. Durante los últimos veinte años de su vida, Petrarca casi sólo escribió poesía, según entendemos nosotros el término, en italiano. Los años de vejez, 1354-1374 Los veintiún últimos años de su vida, los pasó Petrarca en el norte de Italia, aparte de las visitas que hizo a Praga en 1356, para ver al emperador, a París, en 1360-1361, y al este de Toscana, en 1364. Los primeros dos viajes los hizo al servicio de los Visconti, el tercero para ver a un amigo y, en el camino, visitar al delegado papal de Bolonia. En Provenza, Petrarca había pasado gran parte del tiempo en el campo; ahora, en cambio, habita en la ciudad hasta 1370, año en que se retira a las colinas de Euganea, cerca de

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Padua. De acuerdo con el cambio que supone pasar de una vida centrada en Aviñón a vivir en Milán, Venecia, Pavía y Padua, cambiaron también sus relaciones con el poder. A partir de 1353 las únicas restricciones a su libertad provinieron de las relaciones que que mantener (y en general mantuvo de buena gana) con los poderes seculares, los Visconti en Milán, los Da Carrara en Padua y el gobierno de Venecia. Conexiones que ocasionalmente le embarcaron en trabajos de índole política; y es digno de ser observado que sus principales señores, los Visconti, estaban intermitentemente en guerra con la Iglesia, situación que, al parecer, dejó indiferente a Petrarca; hecho que podría explicarse, quizá, por su hostilidad a Aviñón. Como clérigo, el único deseo de Petrarca era que la sede papal regresara a Roma, objetivo por el que no paró de trabajar hasta septiembre de 1362, cuando fue elegido Urbano V. Una de sus cartas a Urbano, rogándole que regresara, dio pie a su más virulento escrito antigálico, la Invectiva contra cum maledixit Italie, de1373 . La peste en Milán le obligó, en 1361, a marcharse a Padua, de la que, en 1362, se trasladó a Venecia, donde permaneció, con breves interrupciones, hasta 1368, año en que regresó a Padua. En 1370 se trasladó a una casita que se había hecho construir en Arquá, en las colinas de Euganea, donde no tardaron en instalarse su hija Francesca y su marido; allí murió la noche del 18 de julio de 1374. A partir de 1353, el trabajo literario de Petrarca consistió, excep-to en tres casos, en revisar y terminar obras ya comenzadas (entre las que se incluyen la primera colección de cartas, las Familiares). Las tres excepciones son: un voluminoso tratado de moral, la más larga de sus obras en prosa, De remediis utriusque fortune (1354-1365); una brillante defensa de su personal forma de filosofía cristiana, De sui ipsius et multorum ignorantia (1367); y dos obras más agresivamente autodefensivas, las Invective de 1355 y 1373, la pri-mera escrita justificando el que se hubiera instalado en Milán, al amparo de los Visconti, la segunda para justificar su petición al papa para abandonar Aviñón y regresar a Roma. De estas tres obras últimas, la que trata de la «ignorancia», de 1367, es la de mayor interés e importancia

general y humana, y volveré a hablar de ella en el capítulo III. En cuanto al De remediis, fue escrito como guía de conducta mediante el análisis crítico de las cuatro «pasiones»

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fundamentales, alegría y esperanza, dolor y miedo (cf. Secret, Libro I, en Prose, pp. 64-68; Virgilio, Eneida VI, 733). La base de las cuatro es la condición corporal del hombre. Las dos «fortu-ñas» son suerte o prosperidad y adversidad, las que estimulan, respectivamente, el primer y segundo par de pasiones, que la razón debería controlar; esta organización toma en el tratado la forma de debates entre la Razón y las pasiones, con el fin de atajar los excesos de éstas. La obra fue popular durante el Renacimiento y todavía resulta interesante, pero a quien hoy le interese ver a un humanista de la Baja Edad Media intentando crear una ética puramente racional, se le aconsejaría más bien la lectura del Secretum. Entre los treinta y cuarenta años, Petrarca soñó con ser un gran poeta en latín, un nuevo Virgilio: veinte años más tarde sabía que era imposible. El África había sido abandonado sin terminar, las epístolas en metro interrumpidas, la insulsa vida de la última égloga —número XII, sobre la guerra de los Cien Años— había logrado alargarse, por referencias, hasta el cautiverio del rey francés, en 1356. De no ser por los dos proyectos llevados a cabo, gradualmente, durante estos últimos años, Petrarca no hubiera pasado de ser, a sus ojos, un poeta manqué en latín y en lengua vernácula; es decir, a un nivel inferior, un lírico de escasa consistencia, autor de «fragmentos» poéticos sin gran coherencia. Los dos proyectos fueron el Canzoniere, concebido como un todo orgánico, y los Triunfos. A la organización de estas dos unidades poéticas dedicó silen-ciosamente todo el tiempo que le dejaron sus escritos de carácte más público, en prosa latina. Como del Canzoniere se hablará en el próximo capítulo, detengámonos ahora un momento para decir cuatro cosas sobre el otro proyecto, como lo he llamado yo, de su vejez. Los Triunfos son un largo poema en el metro que Dante usó para la Divina Comedia, la terza rima, en el que se describe la vida humana en seis fases, en cada una de las cuales hay una victoria con su correspondiente derrota: un triunfo a favor de y un triunfo sobre. El primer Triunfo es el del Amor Carnal (Cupido) sobre el corazón humano; el segundo, el de la Castidad (representada por Laura) sobre la carnalidad; el tercero, de la Muerte sobre Laura; el cuarto, de la Fama (encarnada casi siempre en soldados, gobernantes, filósofos y oradores de Grecia y Roma) sobre la Muerte; el quinto, del Tiempo sobre la Fama; el sexto, de la Eternidad sobre el Tiempo (Laura reaparece

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en el cielo). Es decir, es un tratado poético sobre el hombre visto desde tres fatalidades (Amor Carnal, Muerte, Tiempo) y sus tres correspondientes liberaciones (Castidad, Fama, Eternidad). Desde otra perspectiva, representa la sistematización de los temas expre-sados ya en el Canzoniere, pero de manera menos organizada. Los dos primeros Triunfos seguramente fueron escritos antes de la muer-te de Laura; el último, a pocos meses de la muerte de Petrarca. En cuanto al resto, da la impresión de que fue redactado después de 1355. A pesar de la belleza de la mayoría de sus versos, no cabe duda de que es una obra postrera. Sobre la otra gran obra en prosa comenzada antes de 1353, y con-tinuada durante las dos décadas siguientes, me detendré muy bre-vemente. Me refiero a las dos colecciones de cartas, Familiares y Se-niles, y a la serie de biografías, comenzadas ya en la década de 1330, De viris illustribus. Las dos colecciones de cartas —los veinticuatro libros de las Familiares y los dieciocho (si incluimos la dedicada a la Posteridad) de las Seniles— son la fuente más importante de datos con que contamos para conocer al principal personaje de la intelectualidad europea de su tiempo, y al principal propagador de la nueva cultura, que más tarde se llamó humanismo, cultura que en estas cartas y ensayos personales tuvo su expresión más característica, en contraste con el escolasticismo de los trabajos de investigación tradicional. El moralismo literario matizado por la sen-sibilidad cristiana sustituye al racionalismo aristotélico, ya sea el utilizado en la teología (tomismo, escotismo) o en la incipiente «cien-cia». La nueva mentalidad no era ni teológica ni científica. Las cartas de Petrarca hablan de su vida, de política y de literatura (in-cluyendo la erudición literaria). Procederé a ilustrarlo con algunos ejemplos. a) Autobiografía. Una parte importante de las cartas de Pe-trarca son una suerte de diario íntimo abierto para los amigos, aun-que sin olvidar la posibilidad de una audiencia pública. El tema cen-tral es, por lo común, sus actos y sus pensamientos. Pero hay numerosas descripciones, de gran vivacidad e interés, especialmente en las de la primera época de Familiares, de personas y sitios visitados durante sus viajes {Fam. I, 4-5; II, 12-15; V, 3-6; VI, 2; VIII, 3). Más tarde, a las descripciones directas parece preferir los recuerdos, En sus cartas el recuerdo adquiere gran importancia (como también en la poesía), con el consabido regocijo de sus biógrafos, a los que

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no estará de más recordar que, como entrañable egotista, Petrarca era también un poseur.10 b) Política. El tema ya ha sido discutido en relación con sus reacciones a Cola di Rienzo y con la actitud hacia el Imperio. Algu-nas de las cartas mencionadas pueden considerarse como políticas: Variae 48, S.N. 2-4, Fam. X, 1 (Prose, pp. 904-914), todas ellas escritas entre 1347 y 1352. De este mismo período es la carta al Dux de Venecia suplicándole paz entre Venecia y Genova, Fam. XI, 8; comparable con Fam. XVIII, 16, escrita, tal vez, a petición de los Visconti, como lo fue sin duda XIX, 18, sobre la cuestión de Pa-vía (Prose, pp. 980-996). Petrarca no cesó de pedir a Carlos IV que convirtiera a Roma en la capital del Imperio (Fam. XVIII, 1; XIX, 12). Y están las dos famosas cartas a Urbano V {Sen. VII, 1 y IX, 1) pidiéndole la vuelta de la Santa Sede a Roma. En general, sin embargo, Petrarca no fue aficionado a la política; no fue, como Dante, hombre de las Comunas. c) Literatura. Vivir para Petrarca era estudiar, y escribir el resultado natural de estudiar; es inevitable, pues, que en sus cartas pululen las alusiones, directas o indirectas, al arte de la escritura. Debido a la dificultad de fechar las Familiares, tal com nos han llegado, antes de los últimos años de la década de 1340 —cuando a Petrarca se le ocurrió la idea de coleccionarlas—, lo mejor es suponer que las cartas en prosa fueron escritas en su madurez; y recurrir al discurso de la coronación, «Collatío Laureationis», de 1341," para las ideas que de joven tuvo sobre la poesía. En edad ya temprana, Petrarca, empapado de Virgilio y de las epístolas de Horacio, construyó su teoría de la poesía inspirándose en Pro Archia de Cicerón, libro que había encontrado en Lieja, en 1333. Hizo hincapié en la nobleza de la poesía, en la «gloria» que el poeta podía obtener de ella (cf. Canz. 119) y defendió su «veracidad» esencial contra sus detractores. Entre éstos sobresalían los ascéticos cristianos, por lo que es natural que, en 1349, Petrarca enviara a su her10. Véase especialmente Fam. I, 1 (1350-1351), IV, 1, X, 3 (Prose, pp. 830-842, 916-938); Sen. V, 2, X, 2. La descripción más detallada que Petrarca hace de su infancia y juventud {Prose, pp. 1.090-1.124); XVI, 1; y naturalmente la inacabada «A la Posteridad», pensada como conclusión de las Seniles (Prose, pp. 2-18). 11. Texto, ed. C. Godi, en Italia Medievale e Umanistica (IUM), XIII (1970), pp. 1 ss.

VIDA 3 9 mano, el cartujo, una larga defensa de la poesía, basada en argumentos religiosos: la espléndida Fam. X, 4, comentario de la Égloga 1, «Parthenias», donde el tema había sido inocentemente expuesto.12 Además, el arte de la buena escritura, ya sea en verso o en prosa, satisface las necesidades del hombre como tal. La mente humana, animus, está relacionada con el lenguaje, sermo, de manera que el cultivo de la una ha de ser, o puede ser, el cultivo del otro: la elocuencia, es decir, la habilidad de expresar las percepciones de la mente de manera clara, apta y elegante, es parte esencial de la educación, junto a la orientación del intelecto hacia la ventas, la verdad, y de la voluntad hacia la virtus, la bondad moral. Éstos son los tres fines de los studia humanitatis, de los que Petrarca fue considerado, por los humanistas posteriores a él, como el gran restaurador, especialmente por su redescubrimiento de los clásicos como modelos de eloquentia. Su ideal aparece expresado en Fam. I, 7-9. Ta1 descubrimeinto le llevó a su mejor logro en el campo de la crítica literaria, al análisis de la «imitación» como factor de la buena calidad en literatura; véanse Fam. I, 8 y XXIII, 19 (1366), Prose, pp. 1.014 ss., donde el símil clásico de las abejas es desarrollado magistralmente. En la famosa carta a Boccaccio sobre Dante, Fam. XXI, 15 (1359), Prose, p. 1.002 ss., habla de la imitación en el mal sentido del término; sobre Dante sigue hablando en Sen. V, 2 (1364), carta también dirigida a Boccaccio, en que a Dante se le encomia como ille nostri eloquü dux vulgaris, 'el escritor-maestro en nuestra lengua vernácula', y Petrarca recuerda su ambición de joven de escribir un magnum opus en italiano, detalle al que volveré más adelante en el capítulo II. En Fam. I, 1 (c. 1350), III, 18; XXIV passim y Sen. XVI, 1, se dan detalles de su trayectoria como latinista. En cuanto a su habilidad de escritor en verso o prosa, en las cartas, y

en general en sus escritos, dice muy poco sobre técnica — otra de las diferencias entre él y Dante—, aunque de cartas como Fam. XIII, 6; XXIV, 7 y sobre todo XXIII, 19, podría extraerse un pequeño tratado sobre estilística. La gran defensa del África que hace en Sen. II, 1 (1363) {Prose, pp. 1.030 ss.) tiene más que ver con el contenido que con el estilo; su interés es filosófico y religioso. En cuanto a De viris Mus tribus, comenzado hacia el año 1338, 12. Texto, con valiosa introducción y notas, en Bucolicum Carmen, ed. T. Mattucci, Pisa (1970), pp. 1-44.

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como complemento del África, Petrarca trabajó en él, a intervalos hasta el final de su vida. La serie original de biografías romanas se amplió a hombres de todas las épocas. Esto fue a partir de 1350 aproximadamente. Más tarde, la creciente simpatía de Petrarca por Julio César, paralela a un marcado desinterés por su antiguo héroe, Escipión el Africano, dio como fruto su obra histórica más madura, De gestis Caesaris (véanse más adelante, pp. 203204, 237-238). En 1373, el anciano Petrarca se divirtió traduciendo al latín el cuento del Decameron X, 10, de Boccaccio, «Griselda».

II. El «Canzoniere» 1. Del latín a la lengua vulgar De lo que Petrarca escribiera en italiano sólo ha quedado, aparte de una carta, su obra en verso: los 366 poemas del Canzoniere; unas treinta piezas y fragmentos sueltos conocidos como «Rime sparse»; y los casi 2.000 versos, contando borradores y revisiones, de los TRIUNFOS. No es mucho comparado con la inmensa obra en latín, contando el verso y la prosa y sin olvidar las innumerables notas y acotaciones en sus libros y papeles, que están siempre, incluso las notas de jardinería, en latín. Se supone que hablaba en toscano, su lengua natal, con los otros italianos, y consigo mismo cuando no pensaba en latín. De todos modos, el italiano para él tenía un uso limitado, incluso cuando se trataba de fines prácticos.1 Como escritor, se limitó a usarlo en determinadas formas de verso: en el Canzoniere, el soneto y la canzone principalmente, en los Triunfos, la terza rima de Dante. Su interés por la lengua vernácula como medio de expresión no permaneció siempre al mismo nivel; como veremos fue un interés con fluctuaciones. El hecho es que, en cierto modo, la obra italiana de Petrarca aparece siempre como un ejercicio en uno los dos medios lingüísticos posibles; la elección del italiano en vez del latín siempre está condicionada por consideraciones ad hoc de tono y de estilo, más que por una preferencia de la lengua ver-nácula como el medio más natural de expresión. Lo cual implica una comparación inevitable con el caso de Dan-te. Ambos tuvieron en común el dialecto florentino como lengua materna, pero poco más, porque si uno creció y se formó desde su niñez en el ambiente toscano, el otro fue educado en la papal Avi-ñón, la ciudad europea más cosmopolita del momento. No obstante, el amor que Dante profesó, como artista, por la lengua vernácula, fue resultado de una elección deliberada. He aquí la principal dife1. Véase Contini, «Preliminar! sulla lingua del P.», en Varíanti et altra lin-guistica, Turín, 1970, p. 173.

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rencia entre su elección de la volgare y la ocasional elección que Petrarca hizo de ella, porque si Petrarca, que había heredado una forma de toscano como su lengua materna, como artista, no dejó de ser escrupulosamente reservado en su uso, Dante, en cambio, puso especial empeño, al componer la Divina Comedia, en que su arte diera de sí para que estuviera a la altura del máximo potencial de la lengua que, como él mismo dijo, le era por naturaleza más cercana, al haber desempeñado un 2papel predominante sobre las demás en su desarrollo mental. Para Dante era definitivo que una lengua fuera la primera en formarse en la mente de un niño para considerarla como la lengua vernácula {vulgaris locutio, lo volgare) y distinguirla de todas las lenguas «secundarias», como el latín, la cual, al ser «artificial» y requerir estudio, sólo podía ser la lengua de unos pocos.3 Y precisamente a causa de esta prioridad genética de la lengua vernácula, y de su consiguiente mayor «aproximación a la naturaleza», hizo Dante la famosa declaración a favor de la mayor «nobleza» de la lengua materna: «Y de estas dos [clases de lengua] la más noble es la vernácula; tanto porque fue la primera en ser usada por seres humanos, y por lo tanto es hablada en todas partes, como porque nos resulta natural, mientras que la otra, en cambio, nos es artificial».4 Aquí Dante habla como un escolástico aristotélico, para quien el calificativo de «artificial» abarca todo lo producido por el arte o la técnica humanos —la razón aplicada a materiales adecuados— que, a su vez, presuponen el producto divino 5 denominado «naturaleza», incluida la naturaleza humana. Desde este punto de vista, todas las lenguas vernáculas se originan directamente de la capacidad de hablar articuladamente que Dios concedió a la naturaleza humana, concretada en el primer hombre, Adán,6 independientemente de si Adán se encontró o no con una lengua concreta ya hecha.7 Pero una cosa era hablar in abstracto sobre la inigualable nobleza de la lengua «vulgar», y otra defender una lengua «vulgar» 2. Convivio I, xii-xiii. 3. De vulgare éloquentia I, i, 2-4. 4. Ibid., I, i, 4. 5. Cf. Inferno XI, 97-105; Aristóteles, Be Coelo II, 3:286a; Aquino, Sum-ma theol. la 2ae. 49, 2. 6. DVE I, iv-vi. 7. Tal como comúnmente se interpreta, DVE I, vi, 4; para la opinión contraria véase M. Corti, Dante a un nuovo croeevia, Florencia, 1981, p. 47.

EL «CANZONIERE» 4 3 determinada como medio literario, prefiriéndola a una lengua tan elaborada y bien establecida tradicionalmente como el latín. Una deensa de este tipo tenía necesariamente que tomar forma poética. El De vulgari eloquentia (13041305) se inspiró en el aristotelismo de la época, pero ni su fin ni su intención eran filosóficos, sino más bien lo que los italianos llaman «crítica militante», la utilización de principios filosóficos para la divulgación y defensa de un programa o movimiento literario. La intuición de Dante de la especial «no-bleza» de la lengua «natural», y de todas las lenguas vernáculas, fue de por sí algo notable, pero mucho más impresionante, en sus resul-tados, fue su aplicación práctica en el campo literario. En este sen-tido sus consecuencias fueron revolucionarias, por lo menos en principio. Al invertir la existente y umversalmente aceptada escala de valores, Dante, de hecho, enalteció la lengua vernácula de Italia, todavía en ciernes y muy poco puesta a prueba, por encima del me-dio lingüístico y literario tradicional en toda la cultura occidental, En realidad, anunció8 la inminente mayoría de edad de la literatura italiana. Es irónico, por tanto, que el poeta italiano más grande de la generación que le sucedió hiciera caso omiso de ello. Si no estamos seguros de que Petrarca hubiera leído De vulgari eloquentia (¿no debió Boccaccio hablarle de él, por lo menos?), sa-bemos de su desacuerdo con los razonamientos escolásticos implí-citos en la declaración, en DVE I, i, 4, de la especial nobleza de la lengua vernácula. Aunque tal declaración había sido, más que nada, un prolegómeno a la discusión en torno a una lengua vernácu-la en concreto, el italiano, y precisamente como instrumento de los poetas, es decir, alejándose de la pura filosofía para adentrarse en un campo más familiar para Petrarca. Y a su vez el De vulgari resultó ser —aunque en principio no fue pensado para ello— el prolegómeno de la Divina Comedia, obra que Petrarca sin duda leyó, aunque me imagino que con mucho más detenimiento en sus últimos años que en su juventud. Pero en el pensamiento de Dante sobre el italiano —comparado, inevitablemente, con el latín— rea-parecía constantemente un tema que, de merecer la atención de Petrarrca, éste no llegó nunca a mencionar explícitamente. Me refiero a la tendencia de Dante, ya perceptible (una vez conocida) en la Vita Nuova XXV y XXX, claramente evidente en Convivio I, x-xiii, 8. Convivio I, xiii, 12.

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y passim en De vulgari y, naturalmente, en la "Divina Comedia, a tomar el italiano como una lengua con derecho propio, totalmente distinta del latín; actitud que en la Divina Comedia puso a máxima prueba. En Petrarca no hay nada equivalente a ello. No es que menospreciara el italiano. Lo consideró siempre como un maravilloso instrumento para expresar con delicadeza, claridad, dulzura y también, en los momentos oportunos, con fuerza y sonoridad, los sentimientos y las cavilaciones del corazón; es decir, para el tipo de verso lírico que él tan magistralmente escribió. Qué mayor prueba de ello que el Canzoniere y, a su manera, los Triunfos. Y hay indicios, como veremos, de que en sus últimos años Petrarca apreció con mayor profundidad el italiano como medio poético. Pero ni el Canzoniere ni los Triunfos, ni nada de lo que dijo en prosa, son suficiente prueba de que viera lúcidamente el italiano a la manera de Dante, como una lengua plenamente formada y con capacidad expresiva, potencialmente, como la demostrada por el latín en el pasado. Como hemos visto, carecía de una filosofía que le hubiera permitido tomar tal actitud hacia un idioma vernáculo. Y tampoco la Aviñón de los papas le ofreció el tipo de estímulo que hubiera necesitado un joven escritor para cultivar el volgare, como lo encontró Dante en la Florencia de las décadas de 1280 y 1290. Y hubo otro factor, más positivo, para que Petrarca no quisiera, o no pudiera, concebir el italiano a la manera de Dante. Se trata de su habitual manera, durante toda su vida, de imaginarse la civilización y lengua romanas como esencialmente italianas, lo que Con-tini ha llamado su «interpretación nacional de la civilización romana».9 La pasión de Petrarca por Italia, «la región más bella de la tierra», arrancaba de su amor por la cultura latina, de la que Italia era la cuna y el origen. Ya hemos visto cómo esto fue uno de los temas recurrentes en él, aunque no llegara a ser precisamente formulado. En cuanto a su componente lingüístico, su postura era la siguiente: el latín, la lengua de Roma, se convirtió, por expansión natural, en la lengua de la provincia central del Imperio, la península italiana. Fuera estaban los «bárbaros». Éstos habían sido más o menos civilizados por Roma y, en Occidente, por el uso de su lengua. Cosa de la que participaban, sin embargo, sólo como algo recibido de otra raza más favorecida y especialmente privilegiada. Ha9. Contini, Letteratura italiana delle origini, Florencia, 1970, p. 577.

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bían sido «latinizados», no de manera intrínseca, auténtica, no eran «latinos» de origen. En cuanto a la relación entre el latín y el italiano vernáculo (en sus diversos dialectos), Petrarca no dijo nada preciso, pero no parece disparatado sostener, como Contini, que en la práctica consideró el latín y el italiano como dos formas o «niveles» básicamente, de la misma lengua. El pueblo, naturalmente, poseía sólo la forma vernácula. Los italianos educados tenían las dos, pero era fundamentalmente como italianos, no como europeos educados, que hablaban y escribían en latín, entre ellos y con los extranjeros. Por lo tanto, Petrarca, como toscano, y consumado latinista por educación, «básicamente no se consideró como bilingüe», en el sentido moderno de la palabra: «radicalmente ... ignorava dunque di essere bilingüe». Lo dice Contini,10 pero no creo que el gran crítico lo dijera de Dante, porque Dante, con su concepto de la nor-ma, del volgare illustre, latente en los dialectos de la península, como forma de unificación, ya poseía la idea del11 italiano como, en embrión, una lengua nacional propia. Idea imposible de encontrar en Petrar-ca, debido a la identificación que prácticamente hizo siempre del italiano culto con el latín, lo que explicaría, en parte, por qué jamás se preocupó del problema de Dante sobre la «nobleza» del latín y de la lengua vernácula; la comparación le parecía absurda. De hecho, su uso, como poeta en lengua vernácula, del idioma toscano es, sin embargo, extremadamente «comparativo», en el sen-tido de que es escrupulosamente selectivo; recuerda la «criba» de los dialectos italianos que Dante menciona en De vulgari (cf. I, xi, 6; xii, 1); excepto que Petrarca no se para nunca a explicar qué hace. Fue el trabajo de selección y refinamiento de un artista que sabía mucho latín y a la vez amaba profundamente su lengua materna, hasta el punto de haber podido hacer suya la frase de Dante, «questo prezioso volgare».12 Fue este amor lo que, guiado del buen gusto, mantuvo el tono exclusivamente italiano de sus poemas líricos. Los metros italianos tradicionales le satisficieron de sobras, como también los recursos del toscano puro junto a un discreto uso de latinismos. Lo que procuró evitar a toda costa, y que, en su opinión, Dante no siempre hizo, fue «el tono ramplón». Dante, le 10. Contini, Letteratura ..., p. 577. 11. DVE I, x, 3-xix. 12. Convivio I, xi, 21.

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dice a Boccaccio en una famosa carta (Fam. XXI, 15), fue un «poeta noble» que echó a perder su obra al adaptarse excesivamente al gusto popular, es decir, poco educado. Tal fue, en opinión de Petrarca, el defecto de Dante, no su culto de la lengua vernácula. El poema más antiguo que nos ha quedado de Petrarca es la elegía en latín que escribió a la muerte de su madre, cuando él tenía quince años y estudiaba en Montpellier. Suponemos que en los años siguientes, en Bolonia, comenzó a escribir versos italianos, influido por la viva tradición que de ellos se respiraba en aquella ciudad, Es posible que estos primeros experimentos dejaran rastros en las posteriores rime, pero es muy difícil distinguirlos, salvo como ecos de los stilnovisti, es decir, del primer Dante, de Ciño da Pistoia, de Cavalcanti. Mucho más tarde, en Fam. I, 1 (1350), dijo que había quemado casi todos los versos en lengua vernácula escritos en su juventud, y la realidad es que no queda ningún poema en italiano que pueda ser fechado con certeza antes del encuentro con Laura, el 6 de abril de 1327. Teniendo en cuenta su insistencia en quitarle importancia a sus poesías italianas —a las que llama nugae, nugellae, es decir, 'fruslerías'—, resulta interesante que, en una carta a Boccaccio {Sen. V, 2) escrita no antes del año 1364, Petrarca diga que en su adolescencia había, proyectado una «gran» obra en italiano. Le había parecido en vano intentar añadir nada a la inmensa obra de los antiguos en latín, mientras que el italiano era un medio relativamente poco utilizado (¡ecos de Dante!). No sabemos cuánto duró esta actitud; Petrarca usaba el término «adolescencia» de manera harto vaga (Prose, p. 1.054); pero lo más probable es que tal actitud ya hubiera comenzado a desvanecerse durante su primer viaje al norte de Europa, en 1333, y no cabe duda de que había desaparecido del todo en 1337, al regresar de Roma, porque al cabo de poco proyectaba ya dos obras de envergadura en latín, el De viris illustribus y, lo que aún es más significativo, el África. En todo caso, este temprano y especial interés por el volgare no dejó huella discernible en el Canzoniere. Cierto que en la colección hay dos poemas tempranos, uno comenzado probablemente en 1330, el otro en 1333-1334, que dan la impresión de apuntar, a su modo, a la «grandeza»: el número 23, la «canzone de las transformaciones», Nel dolce tempo, y el número 28, la canzone de la Cruzada, O aspectata in ciel. Pero

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concebible que, en plena década de 1360, Petrarca se refiera ii composiciones como una tnagnum opus. Entre 1350 y 1373, sus alusiones explícitas a los temas del Canzoniere, es decir, lo que implica un comentario sobre ellos, tienen un tono des-uivo, cuando no apologético.13 Entre tales «alusiones», incluyo ulo que Petrarca eligió finalmente (en 1366-1367) para el Cauri:, del que las palabras significativas son Rerum vulgarium frag-i, que yo traduciría como 'breves piezas ocasionales en lengua nula'. En la sección 3 volveré a hablar de este título, pero i quiero hacer notar que el término colectivo fragmenta hace, •z, de contrapeso al otro término descriptivo más habitual en líindo se refiere a sus poemas italianos como nugae o nugellae. ios términos implican una actitud de modestia cortés, en cam■\{< jragmenta es, o parece ser, más objetivo, una mera afirmación l|l hecho de que las piezas en cuestión son «ocasionales» y relati-y|tticnte breves. De todos modos también podría ser que este título fuera el ii. ii.) reconocimiento de que la obra ha sido ofrecida faute de mieux, ■ • i ■ i o por lo menos Petrarca se imagina que así se lo toman sus lec-i"i ■ ■■. En el resto del título, Petrarca no disimula el hecho de ser /.'./i ¡liante en todo. Situado, pues, Dante en su sitio, pasa enton-i rarca a refutar el «infame y ridículo» rumor de que él le en-i i, es decir, que envidiaba la enorme fama de Dante. Ésta era ladera cuestión, de acuerdo con el supuesto que para los poe-fama es el acicate que despierta a la mente clara / haciéndole preciar los placeres y vivir una vida de trabajo». ¿Quién, con nimo de gusto y de cultura, podría envidiar a Dante el tipo i i na que le ha dado la poesía, aclamado y declamado como es i' las tabernas y los mercados por ignorantes patanes»? ¡Vaya • niivo para los jóvenes poetas atraídos por la lengua vernácula! c Uiena lección le ha servido personalmente a él, a Petrarca! De VI, le dice a Boccaccio, que la experiencia de oír los nobles verde Dante mutilados en boca de sus iliteratos admiradores había «no la menos importante de las razones por las que dejé la lía en lengua vernácula que había cultivado en la adolescencia. 1 que el destino de los versos de otros, y de los suyos [de Dañen particular, fuera también el de los míos». Temor que, añade, Im visto plenamente justificado {Prose, p. 1.008). I 'n otra carta, ya citada antes, escrita unos años después, le cuen-nuevo a Boccaccio, esencialmente, la misma historia de un inlemptano seguido de una revulsión hacia la lengua vernácula; |ue esta vez la historia es contada con más pormenores. El tem-> interés se recuerda en ella como una elección definitiva del i a vernáculo frente al latín, dado que al joven poeta le ofrecía losibilidades de ser original. La revulsión, el cambio de parecer, a, se produjo gradualmente, al darse cuenta del absoluto anal-ismo del público al que, como poeta en volgare, inevitable-i- se dirigiría: «Me di cuenta de que me pondría a edificar sobre o arenas movedizas, y que me expondría, yo y mi trabajo, a Icstrozado en manos del vulgo ... De modo que me paré a me-amino y, al cambiar de dirección, escogí otro mucho mejor, i'o, y mucho más noble» (Sen. V, 2).14 I'.l «mejor y más noble camino» (iterque aliud ... rectius atque II. Opera omnia, p. 879: texto mejorado en Branca, Tradizione, p. 301. < — TOÍISS

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altius) fue casi sin duda, primero, el de la composición en latín visto que este trozo de la carta trata de la poesía en lengua verr. la de Boccaccio, en verso latino. Petrarca aludiría, seguramente! África, comenzado en 1338-1339. Tal es el sentido obvio e im diato de las palabras. Pero en 1364, año en que fueron escri Petrarca hacía tiempo que ya había alcanzado el nivel de desarr mental que depasaba el del mero cambio de una forma literaria ( so en italiano) a otra (verso en latín). Tal mero cambio era el d «conversión» que le había hecho escribir el África (y las ligio y le había merecido el premio e incentivo de la coronación c< ¡ Poeta Laureado en Roma, en abril del año 1341. El otro niv que me refiero, sin embargo, era de orden intelectual más que ; rario; la gradual tendencia a alejarse de la poesía, incluso en su dio noble, el latín, y aproximarse a lo predominantemente m y filosófico (estoico-cristiano). Tal es el cambio a que alude la «O a la Posteridad» (comenzada, lo más temprano, a finales de la el. cada de 1350): Mi inteligencia era equilibrada más que aguda; con una aptiin.i para el estudio razonable y sólido, pero particularmente atraído \«» la filosofía moral y por la poesía; esta última, sin embargo, la ab;m doné con el tiempo, disfrutando, en cambio, con las sagradas c crituras (la Biblia y los Padres de la Iglesia) ... que hasta entone o había menospreciado (Prose, p. 6). Por supuesto que Petrarca nunca dejó la poesía, pero a los cin cuenta años escribía cada día menos verso en latín, y el cambio ;■ neral de su interés, a mediana edad, de la literatura imaginativa i la ética y la religión puede ser ampliamente documentado, como veremos pronto con más detalles. Y no cabe duda de que es a esi
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