Flema es una mierda

September 13, 2017 | Author: Diego Vecino | Category: Society, Politics, Punk Rock, Entertainment (General)
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flema es una mierda

por Diego Vecino

Vecino, Diego Flema es una mierda / Diego Vecino. - Buenos Aires, 2010. 129 p. ; 21x15 cm.

Este pdf repleto de sentencias desinformadas y prejuiciosas está dedicado a mis amigos

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flema es una mierda

el último libro que vale la pena leer antes de la muerte de la industria editorial por Diego Vecino

“Afuera la misma mierda de siempre. Adentro nuestro todavía está Flema para aguantar” El Tacho

“La vida de Ricky Espinosa podría ser estudiada como una ejemplificación histórica del mito de Sorel, es decir, de una ideología política que no se presenta como una fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva. El carácter utópico de Ricky Espinosa reside en el hecho de que él no existe como tal en la realidad histórica. Como El Príncipe de Maquiavelo o el partido leninista.” Antonio Gramsci, Maquiavelo y Lenin. Notas para una teoría política marxista, 1972

Las biografías, historias y relatos de vida son géneros narrativos en los cuales se cruzan perspectivas y estilos provenientes de diversas disciplinas, desde la literatura hasta la historia y la sociología. El sujeto de ésta es Ricky Espinosa, cantante y fundador de Flema, una banda de punk. Flema nació a finales de los ’80 en la localidad de Gerli, en el sur del extrarradio bonaerense. Este libro es sobre el derrotero vital que se abre a partir de ese hecho, y trata de las formas en que ciertos sectores urbanos imaginaron hacia esos años un universo como forma de estar en un mundo, el de las periferias argentinas, en una época de grandes transformaciones sociales, culturales y económicas Esto no significa que los discursos y prácticas que durante los ’90 comenzaron a yuxtaponerse hasta madurar un clima cultural – fuertemente mitologizado retrospectivamente–, sean reductibles a la biografía de Ricky Espinosa. Tampoco que esa biografía sea reductible a sus condiciones simbólicas y materiales de posibilidad. Las complejas mediaciones entre uno y otro nivel de la narración colectiva de lo social produce, sin embargo, un cierto campo de acción delimitado por todo lo que circula y se produce y es social y privado y público. Ese espacio de la “imaginación pública” que Josefina Ludmer llama “lo real-virtual”. “Débil, voraz, adicto, romántico, querible, francamente insoportable, autodestructivo y teatral hasta la sordidez”, escribe Mariana Enriquez sobre Ricky Espinosa. La biografía es una narración construida por el imaginario colectivo. La

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de los hombres especialmente, pues está construida sobre la base de anécdotas, mentiras, distorsiones, intereses. La vida de Ricky Espinosa es, como todas, una yuxtaposición caótica y obsesiva de descripciones, sucesos y emociones colectivamente procesados con algunas características de la narración mitológica: el espacio real que delimita la imaginación pública como una realpolitik de los signos. Ricky Espinosa habilita cierto tipo de lectura significativa capaz de develar los sentidos subterráneos que sugieren los contornos de su época. Pero tiene además otros atractivos. Primero, su vida es una biografía cuyo texto coincide solo parcialmente con la subjetividad que la produce. “Para narrar una historia primero es preciso inventarla, por ejemplo, viviéndola”, dijo una vez Ricky Espinosa en una entrevista, “por eso yo vivo así.” Por otra parte, ese texto establece una relación neurótica con su contexto de producción, la década del ‘90. Mientras está condenado a repetirlo sordamente entre sus pliegues, es su proyección inversa. Los ’90 fueron apodados en la Argentina la “segunda década infame”. Es equivocado; los ’30 fueron una década de fraude electoral y los ’90, comparativamente, fueron años de puntilloso respeto institucional. Sin embargo sirve para ejemplificar de qué manera la imaginación colectiva confirió identidad a los sígnos que emanaron del gobierno menemista y a su trágico desenlace durante el 2001. El período que va de 1989 al 2001 fue fuertemente operado por la prensa en este sentido. Operación que encontró amplio consenso en el discurso público. La explicación de este

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movimiento de impugnación casi total a los ’90 que se produjo en los años posteriores al colapso del modelo de acumulación neoliberal, sin embargo, tiene raíces profundas vinculadas no tan sólo a la ineficacia estructural del modelo económico ante el imperativo de redistribuir el ingreso e integrar a los sectores más desprotegidos, sino también a ciertos dispositivos simbólicos que el menemismo utilizó para legitimarse y que tuvieron mucho que ver con la descomposición total del imaginario político, cultural y social-histórico de la Argentina. Este libro es sobre esas estrategias y las resistencias que encontró.

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1. Una tarde de invierno del 2002 Ricky Espinosa fue velado en el patio calentado a querosene de una casa obrera del sur. Las funerarias de la zona se negaron a hacer el servicio por temor a los disturbios que sus fanáticos pudiesen ocasionar, por tristeza o por venganza. Al día siguiente Pablo Potkin publicó en Página/12: “Era una noche helada. Había familiares, amigos y algunos seguidores de Flema. La cara de Ricky, torcida y maquillada, sobresalía de una mortaja blanca, a la sombra de un gran crucifijo plateado y unas pocas coronas baratas. No hubo famosos, ni discursos, ni disparos a la luna. Era otra desgracia silenciosa del Conurbano bonaerense”. La vida de Ricky Espinosa fue cimarrona y teatral, dos características vinculadas a la lógica de subsistencia de las sociedades periféricas. El camino hacia su muerte, las estaciones que componen su pasión, fue sinuoso e infame. A las siete y media de la tarde de un jueves 30 de mayo, Ricky se acercó a la esquina de De la Serna y Líbano, con Luichi. Estaban tomando alcohol fino diluido en jugo tang. Sus amigos tomaban unas cervezas en la esquina y escaparon al verlo llegar. “Che, vayámonos a la mierda que allá viene Ricky y se va a poner re denso”, dijo uno. Le pasaba todo el tiempo. Decidieron ir al departamento del guitarrista. Luego vendría la narración alarmada y urgente que construyeron

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los medios, donde la playstation no es más que un detalle estilizado. Ricky se acomodó en una silla, y de pronto dijo: “Me voy a tirar”. Corrió el televisor y se tiró. Luichi probablemente gritó algo, bajó las escaleras corriendo. Cuando llegó a la calle todavía estaba vivo. El comunicado de prensa que los familiares y amigos dieron a difusión en los días siguientes decía: “Perdió el equilibrio y cayó al vacío. Cinco pisos. Eso fue todo”. En el funeral, Cristian Aldana dijo, entre lágrimas, frente al cajón abierto: “Se debe estar cagando de risa de las coronas, de la gente llorándolo. Esta es su última broma”. Todos parecían de acuerdo en que lo era. Sus amigos coincidieron en que esos días no habían sido los más tortuosos o deprimentes de su vida, por lo demás, repleta de vaivenes anímicos y promesas de suicidio. De hecho, hasta parecía feliz. Unos días antes había terminado de grabar 5 de Copas, probablemente el disco que mejor suena de Flema. Brindó con su familia y lanzó una risotada. Se emborrachó un poco, se fue a dormir. Si su existencia fue difícil de interpretar, su muerte fue directamente inexplicable. Su figura mítica, alimentada en vida, culminó con un último gesto de comedia. En las semanas posteriores, quienes lo conocieron intentarían explicar a Ricky Espinosa. Cristian Aldana diría:

“Ricky era como muy… ponele, cuando había sacado el disco, bajamos a la calle y se cruzó con un viejo y le dijo: ‘Tomá, te

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regalo mi disco’. El tipo lo miraba sin entender, y el insistió: ‘No se, es una mierda, pero te lo regalo’”

Ricardo Iorio:

“A Ricky lo conozco de muy chico, desde antes de que sea músico. El tendría catorce años. Sólo sabía tocar la marcha peronista. Le chocaba mal a todos. Y era un hijo de puta, no le importaba nada”

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final, el track 28, habló desde el escenario Orlando Espinosa. Con mucha emoción observó la marea de punks conmovidos, sudorosa y latiendo. Luichi pidió silencio con una puteada. La muerte, que a todos convierte en santos, en este caso había provocado un héroe proletario. Orlando Espinosa despreciaba el punk y todo lo que tenía que ver con la degradada y excesiva vida de su hijo, a quien amaba. Esa noche, sin embargo, dijo:

“Una vez alguien escribió en la pared de mi casa, ‘mientras Ricky siga viviendo, el punk seguirá sonando’. Y hoy, acá, yo les digo a ustedes que mientras el punk siga sonando, Ricky va a seguir vivo”

O Willy, guitarrista de Bulldog:

“De entrada nos dimos cuenta de que Ricky era un personaje fabuloso”

Empezamos a aplaudir y a cantar. Era el año 2002, el telón de fondo de la década trágica; modernización cultural y destrucción del aparato productivo.

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Los integrantes de Flema organizaron un recital homenaje a Ricky y prometieron no tocar más con la banda. Acompañó Sin Ley, Doble Fuerza, Argies, Cosa Nostra, Montedamus, Corruptos, Sin retornos, 2 minutos, y otras grandes bandas del circuito, amigos de Ricky. El disco se llamó Y aún yo te recuerdo. En el

Una vez vi a Ricky por Congreso. Tenía quince o dieciséis años y volvía de una fiesta de egresados. Hacia cuarto año en un colegio privado católico subsidiado por el Estado de donde jamás se había egresado nadie reconocido socialmente. El prefecto de disciplina le había dicho a mi vieja, unos días antes, que yo era un “líder negativo”. Flema era mi discografía. Ricky

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estaba sentado en el umbral de una puerta, con una botella de plástico casi vacía a un costado y la cara ensangrentada. – Ricky, chabón, no lo puedo creer, ¿qué te pasó? ¿Necesitás ayuda? Abrió los ojos. Se corrió un poco la sangre con las manos y me miró: – Andate a la puta que te parió, forro, dejame en paz

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acuerdo la impresión que me hizo ver esa foto fantasmal, con el rostro de Ricky en colores hipersaturados, como si fuera esa versión pintada por computadora de El Zorro o una pequeña estampita pop. En realidad, cuando lo vi pensé en ese billete de un peso que circulaba en los ’90 con la cara de Menem; todo era una gran joda. El texto de su biografía coincide casi en todo con la subjetividad que la inspira y parcialmente la produce. Ese texto establece una relación neurótica con su contexto de producción; mientras está condenado a repetirlo sordamente, entre sus pliegos y turgencias asoma su proyección inversa.

5. Ricky nació en 1969, año del Cordobazo, en Gerli, un barrio fabril y de casas bajas que se disputan los partidos de Avellaneda y Lanús, en el sur del Conurbano bonaerense. Durante su niñez fue un alumno educado, prolijo y obediente. Un hijo de los sectores populares integrados política y culturalmente a la sociedad argentina de los años de la Resistencia, con fe todavía en la escolarización como via para el ascenso social. Su familia era pobre y honrada.

Me acuerdo cuando visité por primera vez la tumba de Ricky, en el cementerio de Avellaneda, con motivo del primer aniversario de su muerte. Peregrinamos escrupulosamente, ensombrecidos, tomando vino en caja y cantando en el colectivo. Todavía me

Veintinueve años después, en Enero de 1998, Ricky da una entrevista para Cerdos&Peces donde recorría su biografía. Sebastián Duarte, su único biógrafo serio, inicia su libro Ricky de Flema. El último punk con un monólogo compuesto ad-hoc a partir de esas declaraciones:

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“Yo no creo en nada (…). Yo no encajo en ninguna parte. Todo esta programado a nivel social para pintar para un lado. No entro en ninguna; ni en un grupo, porque quiero mandar yo. (…) Yo no creo en la amistad. No tengo amigos. Amo a Gerli y por ende a El Porvenir, el club de mi barrio (…) Escribo lo que me sale. Cuando estoy bien, disfruto y me río; no escribo. Cuando estoy mal, me pongo a escribir; es mi desahogo (…). No pensar en mañana, vivir el día como si fuese el último, disfrutarlo es mi consigna. Yo pienso todos los días distinto. A veces cuando estoy mal me quiero matar y en el mismo día algo se resuelve y tengo ganas de vivir de nuevo. Extremos. Todos los muertos son buenos. Hasta yo voy a serlo cuando no esté. El día que me muera espero que los que visiten mi tumba se tomen una birra a mi lado y en mi honor”

En principio, cortadas y pegadas así las declaraciones, una al lado de la otra, el discurso de Ricky adquiere una modulación beligerante y autobiográfica original. Fragmentadas, las respuestas son simpáticas pero débiles. Operadas de esta manera, dejan en evidencia sutiles incoherencias, definiciones ambiguas, equívocos y una poderosa carga de resentimiento. Duarte construye su libro a partir de entrevistas a amigos del barrio, compañeros de banda y fanáticos. Plagado de puntos ciegos, de errores, de contrasentidos. No hay intenciones de rectitud o de pertinencia factual. Hay, en cambio, un Ricky voluminoso y vivo, claroscuro, diletante, mítico. El libro no

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sólo se sustenta en esos equívocos, sino que los magnifica deliberadamente. Así, reconstruye el denso flujo simbólico, estético y político que moviliza la vida de Ricky Espinosa. El libro de Duarte entraña esta complicación: la sensación siempre presente de que Ricky Espinosa es un personaje, estilizado, de literatura. La complicación de su presencia alucinada. El libro de Duarte narra el mito, de primera mano, tal como este fue construido y puesto a circular. Es un material privilegiado para acercarse no a la vida de Ricky, que de por sí no importa, sino a la manera en que ella circuló socialmente e influenció a otros.

6. La primera escena de la biografía de Ricky es una fábula de transformación o pasaje. Primero, corporal. Nuestro personaje empieza yendo a bailar a Le Paradice, un boliche de zona sur, y vistiéndose acorde: “pantalones tipo Friends y camisolas afuera, como se usaba en aquella época”. Más adelante aparecerán los jeans gastados, las Topper blancas y las remeras de Judas Priest, Motorhead o Iron Maiden. Junto a estos signos de metamorfosis aparecen los que van a sustentar el mito mientras dure: el pelo largo (tradicionalmente una marca de rebeldía), el alcohol, los mano a mano. “En Casacuberta 1060, con sus diecisiete años –escribe Duarte–, Ricky se iba transformando de a poco en la oveja negra de la familia: le gustaba la música y había abandonado sus estudios

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en el Gallardo en agosto de 1984”. Ese mismo año, Ricky forma Overkill, junto a Juan Falopa, y comienza a experimentar con las drogas y el alcohol. Progresivamente, a medida que la década del ’80 avanza y consolida su fraseo generacional (cultura audiovisual por cultura letrada, comunicación por discurso; ciencia política, Mtv y cocaína), Ricky construye su mito de génesis; entre 1981, cuando el libro de Duarte empieza, y 1985. Este último año estará señalizado con la aparición de las primeras anécdotas. En 1985, Ricky retorna al secundario por presión de sus padres, en el Liceo J. M. Estrada. Duarte escribe: “Por lo general entraba al curso escabiado y se mandaba jodas con las que sus compañeros se destornillaban de la risa. Por ejemplo, atrapaba una mosca con su mano, luego se arrancaba un cabello y le ataba una pata al insecto. Después se paseaba por todos lados con la mosca, como si se tratase de una mascota llevada por una correa”

7. Su fugaz paso por el Arcamedia (alias popular del colegio) contaría dos más: cuando soltó palomas en medio del aula y cuando lo expulsaron del colegio. Esta última presenta un rasgo importante; Duarte dice que Ricky se mandó una de las suyas. En medio de una crisis nerviosa, pateó un busto de Güemes. Dos páginas más adelante, luego de componer el mapa vaporoso de bares, boliches y bandas que Ricky y sus amigos frecuentaban, Duarte insiste: “Una de esas noches en las que los chicos estaban

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escabiando en la barra, el Negro se mandó una de las suyas. Estaba callado y muy escabiado. De repente salió corriendo hacia la calle, cruzó Pavón y cayó en el medio de la avenida, estrellando su rostro contra el pavimento. Los autos frenaron de golpe y casi se produjo un múltiple choque. Los porteros del bar no podían entender cómo ninguno lo pasó por encima”. Aquí vale la pena citar entero un texto de Sebastián Corona, primer baterista de Flema, que narra los inicios de la banda. Las coordenadas espaciotemporales son coherentes; Plaza Alsina, 1985.

“Por aquella época Ricky tenía una banda de black metal: Overkill. Y que conste en actas: el black metal todavía no existía. Quiero decir, si Venom, Sodom y/o Slayer ya venían tocando, lo que es acá no había ni noticias. La cosa fue así: formaron el grupo con otro notorio personaje de Avellaneda, Juan Falopa. Éste era (y hoy día debe recontra ser) una especie de esqueleto andante. Decía que era brujo satánico. Según una leyenda barrial, Juan, en su carácter de brujo de alto grado, tenía el poder de desaparecer de donde estaba y al momento aparecer en cualquier otra parte. Eso sí: podía hacerlo únicamente una vez al año. A mí, personalmente, una vez uno me contó que: Juan estaba en casa de Fulano, también estaba Mengano, se estaban tomando unos vinos, y de repente Juan se para y dice: ‘Bueno... voy a desaparecer’. ¡Y desapareció! ¿Y dónde fue a parar? ¡Qué sé yo! Pero de ahí se esfumó como

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por arte de magia. Fulano y Mengano lo juran por sus madres. Totalmente convencido, me lo decía el pibe. Yo nunca entendí por qué Falopa no usaba su don para irse a las Bahamas, por ejemplo en diciembre y volver en enero; o aunque sea, si el truco tenía un alcance limitado y no le daba el kilometraje, para evadirse de la comisaría alguna de las innumerables veces en que lo invitaron a disfrutar de la hospitalidad policial. Se ve que prefería impresionar a los amigos. Pero no pretendo que la mente de un monje infernal sea comprensible para un simple mortal como yo. ¿A qué venía todo esto? Ah, ya recuerdo: un día Ricky va al ensayo de un grupo que tenía este Juan. Por más brujo que fuera, ese día no podía afinar el bajo. No había manera. Hasta que en un momento se sacó, agarró al pobre instrumento por el diapasón y se puso a estrolarlo contra el piso hasta hacerlo cajeta. ‘Sabés quién me hace esto, ¿no? ¡Sabés quién me lo hace!’ le decía al guitarrista, imagino que refiriéndose a Dios o a algún santo. En ese mismo instante Ricky decidió que quería a ese individuo en su conjunto. Y así empezaron. Querían hacer una onda heavy como Maiden pero oscuro como Black Sabbath y podrido y rápido como Mötörhead, y como eso no tenía nombre se les ocurrió ponerle “black metal”. Sí señor: inventaron el género más o menos al mismo tiempo que Cronos en Londres, pero en Avellaneda. Claro que la repercusión, y por tanto la gloria, la tuvieron los de allá. Lo mismo de siempre. Una lástima. Si no ahora podríamos decir: el colectivo, el dulce de leche, la birome, la huella digital y el black metal”[1] [1] http://www.flemaweb.com.ar/historia.htm

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Corona amplifica la leyenda de génesis otorgándole dos rasgos característicos de los relatos épicos de la modernidad: el Genio creador y el desfasaje con “su tiempo”. En esa dirección avanza la invención del black metal. Duarte corrobora esta idea, cuando habla de Flema: “Tenían canciones adelantadas para la época en la Argentina. Estaban casi a la par de la onda californiana y las influencias de Metallica eran notorias”. Así, Ricky Espinosa refuerza su cualidad excepcional; una cierta actitud ambigua hacia la vida –entre el nihilismo y la sensibilidad extrema– lo separan del resto de los mortales. Esta excepcionalidad no es infundada o intuitiva, sino que se confirma en una serie de productos “reales” que tienen que ver con la inversión de las relaciones entre el periférico sur del conurbano bonaerense y la lógica de intercambio de bienes culturales que imponen las grandes metrópolis, especialmente con la circulación del rock y sus géneros subsidiarios. Y también con cierta inscripción posible de Ricky Espinosa en el panteón de grandes invenciones populares argentinas que, finalmente, queda trunca. Más adelante veremos por qué esta puesta en serie resulta imposible.

8. En 1999 Flema gana por segunda vez consecutiva en los rubros “Peor banda” y “Peor Disco” en la encuesta del suplemento Sí! del diario Clarín, que por esos años era un buen suplemento. Marcelo Pisarro le dice a Ricky en una entrevista para la revista Madhouse:

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–El otro día sonaron para la mierda –Ya sé. Fue el peor show de la historia de Flema. Tocamos mal. No sé por qué. Bah, sí sé: por las drogas y el alcohol. Si agarrás a todos los músicos limpios son mucho más músicos que cualquier otro –¿No es casi una estafa al público que los va a ver? –No. La gente sabe que va a ver. La gente de Rosario leyó por todos lados que Flema suena mal y sin embargo fue y pagó la entrada. No sonamos como Emerson, Lake & Palmer, ni tenemos fuegos artificiales ni rayos láser. No apuntamos a nada y, si no tenés metas, no podés fracasar. No tenemos la meta de tocar bien. O quizás sí, pero no nos da el cuero –Recién dijiste que sí les da… –A nivel artístico, pero no a nivel mental. Si sonamos bien es por casualidad

www.fotolog.com/flemaflaka88/41972665

9. La historia del tango escribe lateralmente la historia de la consolidación del Estado argentino moderno. “Mi noche triste” narra la incorporación de grandes sectores al sistema electoral y político. El fin de la época de oro coincide con el final del gobierno peronista. Juan Terranova escribe en Mi nombre es Rufus (20008): “Anthony Burguess dijo que la pobreza, en el sentido tercermundista, era algo que los punks ingleses no habían conocido nunca. ¿Cómo resuena esa afirmación en la Argentina o, con más precisión, en el conurbano bonaerense de los ’90?”. Anthony Burguess es el autor de A Clockwork Orange, de 1962. Un libro que indudablemente alimenta el universo simbólico del punk, y que acá fue recibido con especial amor por el grupo Los Violadores, que compusieron su hitazo “1, 2, Ultraviolento” como

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homenaje al libro. Un video de Los Violadores tocándolo en el programa de Cris Morena, Jugate Conmigo[2], nos da una idea aproximada de los complejos equívocos a los que está sometida la cultura occidental y de qué manera la “gran tradición” es recreada en la periferia. Personalmente banco a Los Violadores más por haber participado alguna vez de ese programa que por todo el resto de su carrera, que es poco más que aburrida y que jamás me conmovió. Pero allí está el gérmen de lo que unos años más tarde sería “Hacelo por mí”, configuración máxima del punk mainstream en la Argentina. Con esto no estoy intentando una reflexión cínica y levemente irónica. Sin temas de mierda como “Hacelo por mí” la historia del punk sería esa cosa convencional que cuentan los tipos sin imaginación: “una contracultura joven que exportó una actitud de desafío y repudio a las instituciones y una estética”. Aún así, los tipos sin imaginación creen poder reponer esa historia paranoica y conspirativa desde una matriz frankfurtiana en donde esas expresiones son el punk corrompido por el capitalismo. La verdad es que “Hacelo por mí” forma más parte de la positividad del punk rock –y se parece mucho más a cualquier tema de los gloriosos Ramones– que Ricky Espinosa, que en última instancia es una anomalía en la historia del género. Pero sigamos: lo que muy poca gente sabe (o lo que sabe la gente que lee el Wikipedia) es que el libro de Burguess está inspirado en un hecho desgraciado de la vida del autor. En 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, cuatro soldados estadounidenses asaltaron y golpearon a Burguess y a su mujer [2] http://www.youtube.com/watch?v=D42dUFtP8Lo&feature=play er_embedded

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en las callecitas de la aliada capital del imperio británico. A ella, además, la violaron reiteradamente y, dado que se encontraba embarazada, tuvo un aborto espontáneo. Punk.

Otro dato muy bueno acerca del libro es que a la edición norteamericana –en la que se basó el film de Kubrick–, a diferencia de la original británica, no tiene el capítulo final en donde nuestro protagonista entiende, al crecer, que es preferible canalizar su energía de un modo constructivo y se regenera pero de verdad, sin reflejos condicionados. Así es el triste final original de la novela, lo cual, en algún sentido, nos explica a Los Violadores en el programa de Cris Morena. Toda esta carga de sentidos ocultos, opacados por la trama visible de la historia, repercute en la manera de componer, tocar y comercializar al punk, en sus miles de contextos temporales y espaciales. En la génesis simbólica del género está tanto la violación de la mujer de Burguess, el genial capítulo 21 y la adaptación de Kubrick, que es buena pero de repente no es tan fiel. Esto da una idea primaria y grosera de lo que es la genealogía política de Ricky Espinosa, lo cual nos

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devuelve a la pregunta: ¿hay una genealogía política en Ricky Espinosa? Hay, sin dudas, una narración mítica que de alguna manera expresa las condiciones políticas y culturales de su posibilidad sin ser reducible directamente a ellas. El punk en la Argentina no existió sino hasta los ’90, como emergente de una serie de complejos procesos sociales y económicos. La penetración del posmodernismo como “lógica cultural del capitalismo tardío”; el consenso neoconservador, más bien, la transformación de la matriz productiva de la Argentina, los flujos financieros, la flexibilización laboral, la reconversión mítica del conurbano bonaerense, en fin, toda esa cala.

“De los años ’90 fueron los más grosos del punk. Si yo fuera a Londres y me preguntasen qué banda es la estandarte de la escena punk argentina, sin dudas mencionaría a Flema. Ricky estuvo en el momento indicado, hizo lo que tenía que hacer, y luego partió” - Dudú, cantante de Sin Ley

10. En 1946 George Groz escribió en A little Yes and a Big No: “En aquellos días éramos todos dadaístas”. Cuando leí esa línea por primera vez me hizo acordar a José Aricó, que en La cola del diablo anotó: “En los ’70, todos éramos montoneros”. Es un largo desplazamiento que hay que hacer entre una cita y otra, es cierto, pero este tipo de anotaciones retrospectivas (ambos libros son autobiográficos) emergen de identidades totalizadoras que tratan de aprehender y transmitir eso que se llama zeitgeist. Incluso a pesar de toda la polémica que desató la frase de Aricó, que realmente no nos interesa, la siento verdadera. Hay determinados horizontes que, en algunos momentos de la historia, se vuelven la condición única y necesaria de contemporaneidad, por ellos mismos. En los ’90 podríamos decir que todos fuimos punks, y no puedo evitar tener en la cabeza la imagen de mi amigo Pancho tirándole dos rivotriles al Zumuva, mirando mi remera de los Sex Pistols y diciéndo “a ver, dale, vos que tenés esa remera, nou fiuchur, nou fiuchur”. El punk fue definitivamente la manera en que muchos nos relacionamos con una época de la Argentina y con su sociedad derrotada. La práctica musical generalmente articula una particular identidad, narrativizada, que tiene la posibilidad de volverse hegemónica cuando cierta forma de distribución desigual de los recursos económicos y culturales de una sociedad homogeiniza a amplios sectores sociales a través de una serie determinada

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de representaciones que encuentran equivalencias entre sí y que, eventualmente, construyen una identidad común o, para usar uno de los términos más inexactos de la historia, una contracultura. A través de la historia de la música que uno escuchó a lo largo de su vida puede contar la historia de su vida. Esta idea de perogrullo, que funciona como leitmotiv de grandes películas como High Fidelity (2000), es muy poderosa. Uno escucha música todo el tiempo, todo el tiempo busca bandas nuevas, navega en Internet y se descarga mil discos como un intento de intuir el tiempo presente y de fijar mojones de sentido que en la vejez permitan hilar una buena historia para contar a los nietos. La música se ajusta a la trama argumental que organiza las identidades para imponer su propia lógica y organizar una serie de contenidos culturales torno a sí misma. Yo cuando vi la lista de bandas y leí el editorial que había escrito Helmostro Punk [habla de Invasión ’88] recién ahí me di cuenta de la ideología del disco. Me dije, ¿yo formo parte de esto? No sabía nada de todo eso. Yo había formado una banda que hacía punk porque no sabíamos tocar. No me quiero alabar, pero nosotros empezamos a hacer punk sin haberlo escuchado jamás” - Ricky Espinosa “Hacer punk antes de haberlo escuchado”. Ricky Espinosa inventó el punk, aunque diez años después de que lo hayan inventado en los centros de producción mundial de cultura. Eso no lo vuelve una repetición, porque, por cierto, lo único que

Nueva York o Londres hacen es proveer una marca de orígen, o sea, conferir legitimidad, como con el champagne o el pisco. En rigor, cronológicamente, al punk lo inventaron Los Saicos en Lima, Perú, en 1964. A la historia de esta banda marginada y periférica la volvieron muy popular en los últimos años los fanáticos de la sordidez fáctica, las anomalías de la narración histórica y las desprolijidades mistificadas de la cultura latinoamericana. Aún así, nadie acepta popularmente que Los Saicos hayan inventado el punk, por la pura arbitrariedad de las creencias heredadas. Como dice un viejo adagio de la música negra, “no hay mentiras evidentes, pero sí hay verdades comprobadas”. Ahora bien: Ricky Espinosa inventó el punk, a finales de los ’80 y en Gerli. Esto tiene que ver con una serie de intuiciones de época, una trama simbólica sumergida y latente, que ya estaba allí antes del acto preformativo de nombrarlo por primera vez. Ese acto preformativo, que soldó la identidad del punk argentino, fue Invasión 88, entre cuyas bandas Flema era indudablemente la mejor.

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1987. Plaza Alsina. Ciudad de Avellaneda. Si para la generación del ’60 los espacios de sociabilidad eran el café o el local partidario, para la generación del ’80 las zonas de encuentro fueron otras. Paradigmáticamente, las esquinas y las plazas. La escenografía de la lumpenización. Muchos de los amigos de Ricky eran hijos de desaparecidos. El mismo Sebastián Corona, baterista de Flema, lo es. 1987. En 1983 el peronismo perdió las elecciones presidenciales frente a la UCR. Un hecho inédito. Yo no me acuerdo de la situación, pero un amigo que ese año iba al secundario me narró el desconsuelo con palabras que no podría reproducir jamás. Era el único peronista del curso, porque el colegio era privado y porque en esa época, según me cuenta, todos eran alfonsinistas. El hecho fue inédito, porque por primera vez el peronismo perdía elecciones legítimas. De alguna manera esa derrota, infinitamente compleja en sus causas, volvió evidente una serie de procesos sociales que se estaban dando subterráneamente desde mitad

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de los ’70. Una reestructuración entera de la sociedad argentina. El triunfo del alfonsinismo fue saludado exageradamente como el “tercer movimiento histórico”. Por lo que duró. Pero esa anomalía de la historia política argentina fue la confirmación de ciertos desplazamientos en el peso relativo de los grupos que constituyen los “hilos sociales del poder”. Fue la afirmación de una honda reconstrucción de los lazos tradicionales de representación, el comportamiento de los actores de la sociedad civil y la constitución de identidades políticas que operó el Proceso de Reorganización Nacional sobre el cuerpo social de la Argentina. El poder dictatorial no actuó únicamente en lo represivo, sino como formador de consensos y de nuevas subjetividades; un basto mecanismo de rearmado de la sociedad argentina, tendiente a fortalecer las nuevas bases de dominación, a fragmentar a las clases subalternas, a individualizar las conductas sociales, a desarticular los dispositivos de construcción de la sociedad civil. La política de “tierra arrasada” destinada a crear las condiciones de posibilidad de los cambios que la dictadura tenía pensado introducir. La sociedad argentina en los ’60 tenía una estructura social muy distinta a la de los países capitalistas más industrializados, así como al perfil de la mayor parte de las formaciones latinoaméricas clásicas: “heterogénea por arriba y homogénea por abajo”. O sea, escasa centralización de capital (estratificación de los propietarios, diversificación productiva, fraccionamiento de los intereses de la clases dominantes) y profunda unión de los sectores populares,

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con altos niveles de movilización y aglutinadas en torno al peronismo, como identidad política que homogeneizaba sus intereses, demandas y percepciones. La Argentina era un buen país para vivir en ese entonces. La misma amplitud política en el peronismo complementaba la imagen y reproducía las condiciones homogeneizantes, en un proceso dinámico de formación de clases sociales concretas. Producto del desarrollo económico, pero también de determinada historia política. En fin, la dictadura va a invertir el esquema, fijando las condiciones objetivas para lograr la cohesión de las clases dominantes, hegemonizadas por el capital financiero, y fragmentando el campo social. El equipo económico del proceso desplegó, entre 1977 y 1981, un conjunto de medidas que, con el objetivo manifiesto de contener la inflación, contribuyeron a transformar radicalmente el perfil de la estructura productiva argentina: reforma financiera, restricción monetaria, apertura comercial, devaluaciones programadas del tipo de cambio y un touch de crímenes de lesa humanidad. Las principales secuelas de este conjunto de medidas fueron la quiebra de numerosas industrias, la concentración de capital, la reorientación de excedentes al mercado financiero y el sustancial incremento de la deuda externa privada y pública. A este largo proceso algunos autores lo llaman latinoamericanización de la sociedad argentina: desalarización, precarización e informalización de la economía. Tres aspectos fundamentales del proyecto productivo de la dictadura

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que se proyectaron hacia la década del ’90 bajo la forma de desmovilización, repliegue, ghetifficación y vino en cajita. Todo esto está, si se ponen a buscarlo, en Pogo, Mosh y Slam, el excelente primer disco que editó Flema en 1992. Para ese entonces la vida de Ricky ya era como iba a ser siempre: se juntaba en la calle a tomar cerveza y fumar porro. Los hermanos Rossi también eran hijos de desaparecidos. Pensemos en la anécdota de cómo Ricky Espinosa compuso el himno “Más feliz que la mierda”: estaba aspirando poxi y se quedó sin cigarrillos. Inapelable.

“Sólo en la cama, mirando al techo/ sin un amigo, con un Resero/ pero por eso no he de sufrir/ con mi vinito soy feliz/ Sólo en la cama, mirando el techo/ con mi bolsita de pegamento/ pero por eso no he de sufrir/ con mi bolsita soy feliz”.

Esa es la hermosa letra de la primer canción que aprendí a tocar en la guitarra. Los cambios en la estructura social y económica argentina repercutían en las costumbres de la vida cotidiana, el contradictorio proceso de formación de clases sociales y las categorizaciones sensibles que atraviesan el tejido comunitario; el amor, el dolor, la tristeza.

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Estalla el pogo, uniendo crestas, candados, tatuajes, pelos coloridos, sudor, cadenas y cueros. La fiesta comienza abajo y arriba. Ricky intenta introducir los temas, no se entiende nada. A quién le importa. Cuatro tipos suben al escenario a cantar esos temas que se apropiaron, mientras el cantante calma su sed a un costado. Alguien le devuelve el micrófono y su voz sobresale nuevamente entre el coro de turno. Los temas suenan como un grito de desahogo y van pasando mientras nuestros cuerpos hirvientes descargan su furia. Ricky balbucea o se despide, y abandona el escenario. Los músicos no tardan en seguirlo. Los últimos tragos van y vienen. Afuera la misma mierda de siempre. Adentro nuestro todavía está Flema para aguantar”

12. Ricky Espinosa es hijo de ese proceso. En el disco Si el placer es un pecado bienvenidos al infierno (1997) se lee el siguiente texto:

Pinta la noche, hay que prepararse. La tradición reza cerveza bien fría. Una vez dispuestos, nos refugiamos en donde suena nuestra música. La temperatura sube. Empezamos a divertirnos, nos preparamos. Ricky prende un cigarrillo y canta.

Hay más, por supuesto, porque todas las letras de Flema tienen esto. En 1993 salió Nunca nos fuimos. El tema que da nombre al disco es otro de los textos fundamentales de la poética punk de Flema. La narración en primera persona de su vida y su tiempo, y texto menor en la larga historia de violencia en el mundo.

“Juventud sin futuro, temprana decepción,/ drogas y violencia, desocupación,/ estado de muerte, repre-depresión,/ salario de hambre, locura y ambición.// Sabés muy bien que la máquina/ sin contemplaciones te va a tragar,/ pero no te resignes y buscá venganza./ Te tomás mil pastillas y con eso

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no alcanza.// Decime, escuchame, ¿cuál es tu plan?/ ¿Jugar a los videos o aspirar poxirrán?/ Nosotros con los chicos no nos aburrimos,/ planeamos atentados contra el presi y los milicos/ o quemar alguna iglesia o robar un banco,/ cantar una canción que exprese nuestro asco.// Nunca nos fuimos, pero ahora volvimos,/ ¿por qué nunca entendiste lo que te dijimos?/ Somos tu muerte o tu nacimiento./ Nuestra negra bandera se agita con el viento./ No cagué al sistema pero al menos lo intenté,/ no cagué al sistema pero al menos lo intenté”

¿Qué es “no cagué al sistema pero al menos lo intenté” sino la articulación de la inapelable derrota generacional? “No cagué al sistema pero al menos lo intenté” es la proyección inversa del slogan democrático “Nunca más”, con que se enmascaró la experiencia fracturada en los ’70. Es una frase que nos devuelve en un eco la derrota y la matanza, y que le hace un juego de espejos monstruosos y deformantes al discurso de los ex PCR conversos que le escribieron a Alfonsín el discurso de Parque Norte (1985) en donde, frente al fracaso, se proponía modernización y una “ética de la solidaridad”[3]. Es indudable que la relación con la política que proponía el alfonsinismo, mediada por la derrota cultural, fue arrastrando como una herencia muerta por la generación siguiente, la de sus hijos.

[3] http://www.jrprogre.com.ar/docus/Alfonsin%20-%20Parque%20 Norte.pdf

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“No me interesa saludarte/ ni contarte nada sobre mi vida./ Ni tus guiños cómplices,/ ni tus palmadas sobre la espalda/ pueden hacerme creer que la vida continúa./ ¿A qué grado vas? ¿Qué vas a ser cuando crezcas?/ Voy a ser tu asesino, el asesino de tu herencia./ Yo no te voy a matar, pero, lo que es peor:/ cuando estés agonizando, yo voy a estar tirado en mi cama,/ masturbándome, mirando como se cae el techo”

13. Hacia mitad de los ’80 y durante los ’90, dominada por la militancia política en las universidades argentinas, estaba la Juventud Radical. Hermosa, derrotada y cínica; poblada de miedos. Tipos que no se paraban de manos sin un fierro, la abyección del barrio. Una juventud conservadora, un oxímoron más entre tantos que tuvieron esos años dorados y diáfanos. Desde el principio, la Franja Morada confluyó con el menemismo, el neoliberalismo triunfante por la via democrática, en la topografía social arrasada que nos había legado la dictadura militar. Personalmente la recuerdo con resentimiento, aunque en sus últimos estertores. Su influjo mágico en la Facultad de Sociales, junto al de sus expulsores, el troskismo, le otorgaron razones equívocas a mi tibia militancia voluntarista y autonomista de esos años de mierda. La Juventud Radical operó grandes mecanismos de restricción de la participación, con un grado de eficacia destacable. No fue sólo

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la apatía generalizada y la frivolidad toninegrista, quiero decir, en franca sintonía con la expulsión a gran escala de la nostálgica casa de la derrota cultural de las clases medias: la política universitaria de los últimos treinta años; una sensibilidad vinculada al fracaso político, a la crisis de los proyectos de largo alcance.

oposición frankfurtiana, conservadora y decadente), de ser el eslabón perdido entre Mayo del ’68 y MTV. Ese movimiento de conversión estuvo a cargo del punk. Valentín Alsina: primer disco de rock chabón. En ese esquema de distribución de símbolos radicales, Flema era el poder en las sombras.

En este contexto, fue el rock quien proveyó un esquema de acción, un sistema integrado de predisposiciones, anhelos genuinos y banales, identidades a las que masivamente se volcó la juventud. El rock, entonces, se reconvirtió, masivo y plebeyo, y de alguna manera habilitó un esquema de desarrollo opuesto a lo que el rock había sido hasta ese momento: un consumo de clases medias y altas, pretencioso, experimental, organizado en torno a las definiciones en el diccionario de la práctica artística. Hasta ese momento el rock nacional había hecho de los sectores populares consumidores (escuchas y fans). Nunca intelectuales legítimos del movimiento. Para el punk de los primeros años de los ’80, la figura emblemática en este sentido fue la de Diana Nylon, un compendio de los yeites de la disque vanguardia en el circuito del Einsten, el Parakultural y Cemento.

La banda que mejor ejemplifica este pasaje del vanguardismo críptico y la performance -las estrategias de intervención por excelencia de la derrota cultural-, a la incontinencia plebeya, la resistencia fútil ante la expulsión, probablemente sean Los Redondos, que aún más, viene a empastar ambas tradiciones en un monstruo amorfo de proporciones incalculables: el pogo más grande del mundo. La interpretación de Los Redondos como la banda que representaba a los sectores populares, a la independencia, a la disconformidad política y a la izquierda, por eso, es fácil y bastante traída de los pelos; en el binomio futbolístico que supuestamente constituía con Soda Stereo.

Esa práctica teatral y performática intentaba transformar al punk en algo que nunca fue ni sería: un mensaje críptico, un movimiento de iniciados, un mecanismo de distinción para las clases medias: la famosa fiesta para unos pocos. Con la década del ’90, la plebeyización del rock le otorgó su verdadera matriz ideológica y su posición histórica: soldar y generar continuidad entre la cultura popular y la cultura massmediática (falsa

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14. La división del campo del rock hacia los ’80 y durante los ’90 entre un rock frívolo pero musicalmente complejo, de clases altas, y un rock sencillo y tonto, de sectores populares, constituye un equívoco. No, en todo caso, porque estas tradiciones no existan, sino porque las fronteras entre ambas zonas son más bien lábiles. En el medio de ese panorama están Los Redondos, el monstruo. Sobre el fenómeno Redondos, me gusta la hipótesis de Sergio Marchi en donde la masividad de la banda es un gran error sustentado en una especie de inexplicable mediación mística que hace que un grupo de descerebrados caídos del sistema formal de educación primaria confluya de repente como público de una banda cuyas letras son crípticas y sofisticadas y heredan lo mejor de la tradición supuestamente elevada del rock nacional, que vendría a ser ese circuito de la vergüenza ajena que fue el under de los ’80. Marchi es el último templario de la alta tradición del rock. Una contradicción, con todo, porque el rock es massmediático, masivo, plebeyo, populista y maleducado, un poco nostálgico a veces, hasta hippie en algún momento, pero jamás Genesis, Pink Floyd o Serú Girán. En El rock perdido, Marchi narra al rock chabón como un discurso de barbarie, y a su público como una masa amorfa, brutal y ridícula. En este sentido, ese librito trivial se inserta en la tradición de otros textos triviales como El matadero o La fiesta del monstruo. O tantos otros, porque esta línea temática dentro

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de la literatura argentina ha sido alimentada largamente, a veces incluso con más irresponsabilidad que ésta que propongo. Hay que reconocer, de todas formas, que el de Marchi es un poco mejor, más divertido, más contemporáneo que esos textos, guarda el mismo resentimiento y fascinación inexplicable, en un sentido casi libidinal, por lo que se llama en los seminarios “la cuestión popular”. Este trabajo resume la trayectoria periodística del autor, entre la primer nota de tapa de la revista Rolling Stone de Argentina hasta la creación de 10musica.com.

15. La New Wave, Los Redondos, Franja Morada, Valentín Alsina, las performances en el Café Einstein. Todo esto va delineando un mapa de época, arrebatado por las complejidades de procesos contradictorios y enquilombado, pero con una identidad, ¿lo intuyen?. Cecilia Flaschland, en un artículo publicado en el N° 20 de la revista El Ojo Mocho formula la hipótesis de que frente al vaciamiento ideológico de la tradición populista, el rock viene a recrear ciertos símbolos de la tradición nacional y popular. A mí me gusta la hipótesis. Quizás es un poco traída de los pelos, pero yo escucho Valentín Alsina, barrio obrero, y lo creo. La sociología de izquierda luego trataría de desteñir esas expresiones que le fueron siempre ajenas, por conservadoras, inarticuladas o contradictorias. La aproximación crítica en estos términos al punk, al rock chabón, al heavy o a la cumbia (para mí las cuatro tradiciones, en los ’90, son emergentes de

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lo mismo, con sus particularidades) siempre me pareció un poco extranjera e indigente, en fin, extemporánea. La hipótesis de Flaschland, vuelvo, en parte ayuda a explicar por qué el peronismo post-2001 sintoniza tan bien su discurso político con alguno de los yeites de la semántica del rock y soldó tan bien su imaginario a gran escala, digamos, nutriéndose de esa mística del rock. Digamos que en el rock fue en donde resistieron algunos símbolos clave de la retórica peronista. El momento de máxima convergencia es Diego Capusotto, que nunca apoyó explícitamente a los gobiernos de Néstor y Cristina.

16. El hito que inicia la serie es el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, en 1982, vinculado a la Guerra de Malvinas. Allí empieza a hablarse de “rock nacional”, como clave de búsqueda, como trademark para nombrar a todo el circuito de producción de música dentro de las fronteras del país, sin distinción. El mote “rock nacional”, a partir de ahí, va a ser usado en retrospectiva, para crear una tradición, y en prospectiva, como mojón de legitimación, via la integración

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o la oposición. Rock nacional, puro rock nacional. En ese mote convergieron muchos artistas, muchas formas de componer, escuchar y consumir música, fundamentalmente bajo el reconocimiento de que allí había un algo, un acuerdo. Los Redondos fueron protagonistas estrellas de este proceso sinuoso de nacionalización y plebeyización del rock en la Argentina. Son el link entre el Parakultural y la tragedia de Cromagnon. Una banda pretensiosa, con salpicados contenidos robados del imaginario militante, sin “barrio” en el sentido noventero del rock barrial. A diferencia de todas las bandas que la existencia de Los Redondos habilitó, sus inicios coinciden con los de la dictadura, y su separación con la crisis del neoliberalismo. Su formación cultural, con lo que en los centros urbanos en los ’70 se conoció como “la bohemia”. De hecho, según la leyenda, Skay Beillison completó sus estudios musicales en Londres y participó de los hechos de Mayo del ’68 en París. Aunque esto puede no ser cierto, describe toda una forma de vincularse al rock. Los Redondos no fue una banda hija del triunfo aplastante y radical del capitalismo, sino de su supuesta “inminente derrota”. De aquí para adelante todos sabemos sus mitos de origen: los redonditos de ricota, las proyecciones audiovisuales, las performances de teatro, exposiciones plásticas, los shows de stand-up, toda esa voluntad vanguardista de la que ya hablamos. A medida que fueron estabilizándose en el circuito, sin embargo, a hacerse un nombre y a vender discos, a pegar el famoso salto a la masividad, todo ese imaginario ochentero underground desapareció, porque su profesionalización como

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una banda de rock y su transformación en un “fenómeno de masas” así lo requería. Requería, digo, que no persistieran en plantear una hermenéutica críptica para iniciados, sino una maquinaria cultural y comercial, una narrativa y buenos discos.

Este momento de transformación coincide con la década del ’90. En 1986 la revista CantaRock dice de Oktubre que “es un discazo que de entrada obliga a adjetivar desmedidamente.” Pero, como afirma el periodista Agustín Valle, “la aparición de Oktubre quedaría en la historia como el fin de la etapa más neta de Los Redondos como vanguardia del under y su condena a la grandeza interminable.”[4]. Esta es una apreciación muy adecuada. Oktubre es un disco todavía muy “new wave”, muy preformativo, con esas referencias a la revolución rusa, el guiño extemporáneo [4] http://sololascosas.blogspot.com/2006/09/veinte-aos-de-oktubre.html

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al bloque soviético, la reflexión frankfurtiana sobre los medios de comunicación en “Divina TV Führer”; que todavía emerge del fraseo original de la banda y que prolijamente decreta su clausura. Un fraseo más típicamente político y pomposo. Un fraseo imposible o, mejor, irrelevante frente a lo que se vendría. Para los seguidores más intelectuales de Los Redondos, el mejor disco es todavía hoy Oktubre. Pero es con ¡Bang! ¡Bang! ¡Estás liquidado! (1989) que van a llegar a tocar en Obras Sanitarias para 25.000 personas. Y en aquellos años tocar en Obras era lo que de verdad te transformaba en una banda grande. Por qué Los Redondos se transformaron en la banda que fue durante los ’90 es una pregunta imposible de contestar por fuera de los procesos de transformación cultural de la sociedad argentina durante los ’80 y ’90, y es algo que es ajeno a los humildes objetivos de este ensayo. Las prácticas fuertemente ritualizadas que de a poco transformaron sus shows en misas, sin embargo, otorgaron a muchos jóvenes expulsados de las instancias tradicionales de integración, de estrategias a través de las cuales construir positivamente identidades y sistemas de pertenencias. Este proceso trascendió las limitadas posibilidades prácticas e ideológicas de la banda o, mejor dicho, la empatía afectiva del líder carismático, el Indio, para movilizar esas energías en alguna dirección. Los Redondos nos muestra de manera viva en qué consiste la gran derrota cultural de las clases medias: el silencio, el miedo y la diletancia a la hora de dotar de sentido a la movilización de masas. Movilización de masas que, por cierto, llegó a los 140 mil espectadores

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en los dos River Plate que hicieron en abril de 2000.

la sonrisa, responde a la carrera las preguntas de la prensa.

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-¿Qué pensás de la decisión de no dejarlos tocar en Mar del Plata?

Una característica fundamental del liderazgo del Indio fue su relación de amor y odio con esos sectores populares que constituyeron sus fans. En 2001, en un recital en el Estadio de Córdoba, increpó a un pibe que le había revoleado una zapatilla: “gil, estos no son Los Violadores”. Al rato, el mismo pibe le tiró la otra zapatilla. Tras el recital, el Indio se disculpó por su reacción. Esa sería la última vez que Los Redondos tocarían en vivo, pero todavía no lo sabíamos. El Indio siempre se sintió incómodo con la identidad ricotera, tal como la habían construido sus fans. Cuando le preguntaron por Pier, una banda que tras la disolución de Los Redondos captó a buena parte de su público a fuerza de incorporar ciertos guiños y tocar covers de la banda, el Indio dijo no reconocerse ni en sus shows, ni en sus letras, ni en sus fans. El Indio jamás se identificó con las miles de bandas que la influencia de Los Redondos desperdigó a lo largo y ancho del país. En junio de 1999, Los Redondos tocan y se arma una batalla campal en las afueras del estadio de Mar del Plata. Detenidos, heridos, balas de goma, dos autos incendiados y una mueblería asaltada es el saldo de la marea de barbarie que anuncia el paso de la banda. Los medios de comunicación reeditan el “fenómeno Redondos”. El Indio Solari, como un playmobil sin

-Tendrán que defender intereses, supongo, de los comerciantes. Es una cosa que hay que resolverla de otra manera, esto es un problema social mucho más serio y más grave -¿Vos crees que pasa por ahí? -¿Vos qué pensás? ¿O vos pensás que los chicos nacen malos? Discúlpenme, no quiero hablar - Bueno, pero la solución, ¿por dónde pasa? -No. Un grupo de rock no puede hacer un planteo social. Sobre 15.000 chicos había 700 que son marginales. Pero marginales no en el término despectivo, están marginados de la sociedad. Son unos chicos que se roban un ventiluz (sic)

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“Un grupo de rock no puede hacer un planteo social”. Así es como Los Redondos, hijos de la creencia de que podía cambiarse el mundo con una canción, fueron fagocitados por el megalómano fenómeno de masas. El Tercer Movimiento Histórico. Una alucinación inútil. Una leyenda. Esa contra-cultura optimista, voluntarista y experimental, caldo de formación artística e ideológica de Los Redondos, fue absolutamente ineficaz frente al espectáculo vertiginoso de la desprotección y la marginalidad social. Pereció así en su vínculo trunco con las masas. Los Redondos nunca fueron sus fans, y nunca estuvieron preparados para enfrentarlos. Las tensiones emergentes en las vinculaciones equívocas entre la banda y su público son respuesta al enfrentamiento entre una cultura política extemporánea y muerta, inocente y vitalista, con un proceso social difícil de dimensionar: los nuevos grandes bolsones de pobreza urbana. Estas tensiones pueden aparecer en letras como las de “Buenas noticias”, en donde se palpa el ir y venir entre la ternura, el desprecio y la más completa incomprensión.

Los Redondos son una banda hasta el ’89 y otra a partir del ’93, lo que ellos llaman la “crítica ochentosa”. Sin embargo, Suárez y Valle intentan esta digna operación reponiendo el término de vanguardia, al que no pueden soltar por el peso muerto de una herencia inexplicable, que confiere todavía a esa palabra y a la serie de prácticas culturales asociadas una luz de prestigio. Pero está claro que la pregunta no es por si Los Redondos fue o no una vanguardia. Esa pregunta es banal porque las vanguardias no existen ni interesan en la década de los ‘90. La verdadera pregunta que se aloja en el derrotero equívoco de la banda interroga sobre la tensión entre líder y fans, entre una cultura setentista derrotada y los nuevos procesos de expulsión y marginalidad sin precedentes, entre un dispositivo de composición siempre hermético y sospechado de realmente no significar nada y las obsesivas lecturas y reinterpretaciones a las que los fans sometían las letras del Indio Solari como un rosario laico, en una época en que los ídolos se parecían más y más a sus seguidores, tanto en la punta como en la base de la pirámide.

En “Ensayo ricotero no redondo”[5], Patricio Suárez y Agustín Valle intentan un acercamiento al fenómeno de Los Redondos desde esta perspectiva y con algunos aciertos. Allí se intentan establecer continuidades entre todo el derrotero vital de la banda. Especialmente entre Oktubre y lo que sería el período posterior, con una voluntad de ir en contra de la caprichosa mirada de la “intelectualidad del rock”, que no sin snobismo despreció los fenómenos futbolizados y masivos y declaró que

En Los Redondos hubo populismo sin proyecto cultural. La plebeyización sin precedentes de grandes capas de la sociedad argentina en un contexto de derrota cultural de las clases medias. El Indio Solari es hijo de esa derrota como quizás ninguna otra persona pública del período. Quizás sí sea cierto que en “el país de ricota” funcionaba una cadena equivalencial de sentidos que se construía laboriosamente como la proyección inversa del Primer Mundo al que la Argentina supuestamente había llegado en los ’90. Una especie de fuga populista (es decir,

[5] http://slcarchivo.blogspot.com/2008/03/patricio-rey-que-la-bola-vaya-y-el-ojo. html

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no institucionalizable) hacia el futuro, frente al retraimiento y crisis del Estado. En ese contexto es que Los Redondos elijen poesía en lugar de retórica, y pánico en lugar de política. Los Redondos fueron probablemente el fenómeno más movilizante de la década menemista. Y el Indio expresa la derrota de las viejas estructuras emotivas del sententismo y la “vanguardia” a la hora de hacerse cargo. Todo esto está en sus últimos años en los que Los Redondos intentaron aggiornar su condición de fenómeno de masas reponiendo y modernizando la vieja sensibilidad experimental e inquieta de su juventud hippie, y el resultado son dos discos malísimos que los fans aceptaron con recelo en honor al viejo líder en decadencia. Y finalmente el Indio se retiró a una casa hipervigilada en un hermoso barrio del conurbano bonaerense que nadie conoce a ciencia cierta.

*

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18. Un libro muy bueno que me recomendó un amigo hace unos años es Rastros de carmín, de Greil Marcus. Editado por Anagrama y agotado. De lo que se trata el libro es de hacer una historia del hecho contracultural a lo largo del siglo XX. El libro es muy caprichoso e histérico, le sobran 150 páginas seguro. Pero compromete un esquema de investigación histórica y cultural heterodoxo que, cuando se editó en 1989, impactó en la manera de leer procesos culturales de gran escala. La tesis de Marcus es que hay ciertos lenguajes transhistóricos, subterráneos, que cimentan la trama más visible de símbolos que rápidamente reconocemos como “la cultura occidental”. Estos procesos se desarrollan invisibles y emergen en períodos críticos de la historia, reconvirtiendo el pasado y proyectando nuevas formas de interpretar y actuar sobre el mundo. El punk es uno de estos momentos. Esta noción permite a Marcus examinar lo que él entiende son conexiones “filosóficas” entre entidades diversas como las herejías medievales, el dadaísmo, el situasionismo y los Sex Pistols. Reitero, el libro es arbitrario y no siempre se sostiene, aunque está armado en función de una sensibilidad muy contemporánea, capaz de procesar muchos fenómenos masivos de las industrias culturales globales; estudios culturales y multitasking. Esto y un gran volumen de datos yuxtapuestos y presentados de manera vertiginosa hacen de Rastros de carmín un texto que vale la pena. Marcus dice, poéticamente, así:

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“Existe cierta alquimia. Un legado no reconocido de deseo, resentimiento y terror se ha puesto al fuego y se ha fundido para producir un solo acto de discurso público que, para algunos, derrumbará lo que habían dado por sentado, creído que deseaban, decidido en convenir. (…) Mi convicción es que tales circunstancias son, ante todo, extrañas. El que una crítica aforística y gnóstica concebida por un puñado de profetas de café de la Rive Gauche reaparezca, un cuarto de siglo más tarde, trace unos derroteros y luego vuelva a la vida como una nueva serie de exigencias a la cultura, resulta casi trascendentalmente extraño”.

Diez años antes que la caída del muro de Berlín estuvo el punk, la expresión radicalizada de uno de los hechos culturales más paradigmáticos del espíritu de occidente: el rock ‘n’ roll. El punk fue el verdadero fraseo tierno y banal del fin del siglo XX. En 1979, los Ramones grabaron “It’s the end, the end of the seventies/ It’s the end, the end of the century”. Revelador. Me interesa acá correrme un poco de la interpretación clásica del punk como anomalía de la historia, como la irrupción de algo violento y vertiginoso, como algo “nuevo” y underground. Toda esa ética del Do It Yourself, que estaba apuntalada por la épica contra la sociedad de consumo y las multinacionales es básicamente mistificadora. Me interesa más entender al punk como el primer gran hecho publicitario global de la historia del siglo XX y lo que marca la transformación cultural de occidente,

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del capitalismo industrial al financiero. Así dicho es un poco burdo, pero básicamente es eso. El punk fue el primer gran hecho de marketing global, y definitivamente cambió al mundo. Esto, me gustaría aclarar, no hace del punk algo menos legítimo o genuino. Es cierto que el punk construyó su propio contexto y sus propias instancias de legitimación. Sobretodo por eso es que un trabajo sobre el punk deba necesariamente tener en cuenta esas instancias, de qué manera fue consumido y de qué manera circuló socialmente. Si por la música sola fuese, no se explica como esas canciones sencillas, básicas y pegajosas, de estructura obvia y sonido lo-fi salvaron al rock ‘n’ roll.

19. ”Odio el punk rock, pero lo adoro. Es una pose, una boludez, pero lo adoro. No hice más que hablar sobre punk rock en los últimos siete días”, escribe Myles Palmer en New wave explosion (1980)[6]. Hay miles de citas semejantes sobre el punk.

20. La crisis que expresó el punk fue, por un lado, moral. El fin del esquema de valores del Estado de Bienestar (“trabaja duro y ahorra”) y su reemplazo por la fórmulita “no trabajes y vive así mientras puedas”. A esto algunos le dicen “ética post-rock”. [6] http://weblogs.clarin.com/revistaenie-nerdsallstar/archives/2010/04/el_nuevo_ underground.html

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A mi me gusta la expresión porque le otorga al rock un papel relevante en la evolución espiritual de la sociedad occidental. La década del ’70 fue la clausura de los ’60. Tanto así que en 1969 salió el último número de la revista Internationale Situationniste, muy importante durante la década. Allí se proclamaba, con letras grandes: “El inicio de una época”. En 1978, Zbigniew Brzezinski, el Consejero de Seguridad Nacional del Presidente de los Estados Unidos Jimmy Carter dijo, con lirismo, que ese manifiesto era “el estertor de los irrelevantes históricos”. Ese mismo año, realizó intensas acciones para extender el rango de alcance de la onda de Radio Free Europa. El inicio de una época, para el año en que la URSS invadió Afganistán, era un panfleto mal traducido del que nadie se acordaba. El Mayo del ’68, en esos años de recrudecimiento de la Guerra Fría, alcanzaba el mítico status del hit de ese mismo año de Gary U.S. Bonds, “Seven Day Weekend”. El mundo prometido en la década de los cincuenta, un mundo que en los años sesenta parecía al borde de la realización, era un chiste en 1975. El punk es hijo de este clima de derrota, que se tradujo en un impulso de venganza y un fugaz patrón de violencia adolescente. Eso por un lado. Por el otro, fue también un fraseo muy ocurrente que habilitó las primeras estrategias globales de marketing gracias al influjo mágico de su principal táctico, Malcom McLaren, un artista en el sentido contemporáneo, es decir, un gran publicista que renunció a sus estudios de arte para diseñar ropa y comercializar moda. Marketing y política fueron las dos involuntarias tradiciones que confluyeron en el punk. Primero,

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una estrategia deliberada de volver atractivo un producto para un público masivo y joven. Luego, los héroes de la guerra civil española y los slogans triviales del Mayo francés. En esta doble condición está el espíritu del rock ‘n’ roll, solo que radicalizado. Cuando Beatriz Sarlo dice, en Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina (1995), que “el rock cumplió uno de sus destinos posibles: ha dejado de ser un programa para convertirse en un estilo”, no puede evitar el sesgo conservador y frankfurtiano, donde un lifestyle es algo distinto del ser verdadero, genuino y vivo de la cultura popular. Desde esta perspectiva, el estilo es vacío, está producido de manera estandar y serializada, es impuesto a través de los medios masivos de comunicación para un mercado global, es diabólico y funciona obstruyendo el errar libre del pensamiento individual. Lo llamativo es que esto mismo, detrás de su gran velo de ineptitud, lo cree el punk, y los punks que justamente se visten así y escuchan su música como un escape a la uniformidad. Por supuesto, el problema no es el del uniforme (que es un problema moderno, es decir, antiguo), sino el de la subcultura, como matriz estable que habilita el pensamiento creativo. “Punk not dead” es lo que escribíamos siempre con aerosol en el barrio. El perpetuo acecho de lo comercial sobre el punk, la perpetua amenaza de muerte y la perpetua resistencia, es en realidad la condición del punk, que es inmortal porque es, ni más ni menos, una forma de comercializar productos desde el principio, tanto como una pulsión destructiva de una generación de adolescentes de sectores populares, urbanos, en los centros

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económicos y políticos del mundo, hacia finales del siglo XX.

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que hacía el glorioso mix entre citas de Walter Benjamín, una defensa estilística del estalinismo y videos de Britney Spears.

21. Puesto al lado del libro de Marcus, las tesis de Sarlo son triviales y suenan improcedentes. Porque el rock es una forma del marketing, es decir, una forma de anhelar el mundo, de ampliar el discurso de lo público, como nos alecciona Don Draper cada vez que se enfrenta, en la primera temporada de Mad Men (2010), a los amigos hippies de su amante. Esta discusión llega a nuestros días, cuando algunos operadores de la cultura descreen del marketing como fuerza capaz de transformar el mundo. En el rock ‘n’ roll es donde las dos caras del mismo fenómeno, el rock y el pop, separables sólo conceptualmente, se entrecruzan e hibridan bajo una misma lógica de circulación e intercambio, que adquiere una expresión notable durante la década de los ’80 y que se estabiliza relativamente hacia los ’90. El punk es una forma del lazo social, que incluye el progresivo degradé entre juntarte con tus amigos a ensayar en una sala de mierda en el conurbano bonaerense y que tu primita escuche Avril Lavigne o tu hermana indie te recomiende la película Juno (2007). En el medio está VH1 pasando videos de los Ramones en un Top 100 Mejores Canciones de la Historia del Rock, o “Nunca seré policía” compitiendo –y perdiendo– contra “No me importa morir”, en el mundial de videos que organizaba MuchMusic y que conducía la hermosa Cecilia Elia, una chica

No importa, realmente, si el pop refleja las modulaciones del discurso frívolo y alienante del poder y si el rock se inspira en la micro-resistencia romántica a la influencia de los medios masivos de comunicación, porque esa lectura lineal reclama al rock una politicidad literal que el rock no ha entregado ni entregará jamás, y, por otra parte, es una dicotomía inútil. Sí, en cambio, es mucho más productiva la pregunta por aquellos momentos en que el rock –y el pop, por supuesto– se acopló a procesos más trascendentes de modernización cultural, enriqueciéndolos y otorgando nuevos horizontes a las sociedades. Si a algo se parece el mito del rock ‘n’ roll es al mito cristiano y su sentido de muerte y resurrección para salvar nuestras almas.

“It wasn’t till much later, drowning in the kitschvats of Elton John and James Taylor, that I finally came to realize that grossness was the truest criterion for rock ‘n’ roll, the cruder

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the clang and grind, the more fun and longer listend-to th álbum would be”

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- Lester Bangs, Psychotic Reaction and Carburetor Dung

En 1976, Juan Carlos Kreimer, periodista y escritor argentino, vivía exiliado en Londres. El nacimiento del punk lo sorprendió, aunque no desprevenido. Escribió Punk, la muerte joven, editado por Brughera en 1978. La primera historia del punk. Una reflexión a futuro sobre las posibilidades del género, elaborada al calor de los acontecimientos. Kreimer se pregunta por qué el punk no iría a correr la suerte de los Beatles, que en los ’60 son sinónimo de ruido y en los ’70 se transforman en música de ascensor. Lo que alcanza a vislumbrar el libro es que ambas instancias se yuxtaponen sin contradicción en un mismo fenómeno cultural. “La carcajada del establishment es el fantasma del punk”, dice Kreimer. El punk puede ser un movimiento cultural portavoz de toda una generación tanto como una cartera de gestión más en la hipercompleja estructura de una multinacional. Ambas cosas no se excluyen. Mick Jagger en 1977 dice:

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“El fenómeno punk es importante por su número creciente. Esa es su fuerza. El punk es un poco más interesante que otras modas anteriores porque plantea algunas alternativas diferentes. Nuevos circuitos, autoproducción de discos, nuevos tipos de distribución, inexperiencia como estilo, etc. Pero como movimiento underground no puede durar mucho. Prácticamente ya se ha hecho recuperar por el Big Brother. Es muy ello tratar de mantenerse afuera, pero imposible, sobre

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todo en la moda y en la música, ambas un comercio. Ningún punk que se respete puede hoy vestirse como tal ni aceptar la etiqueta punk como definición de su rock. El aspecto culturamoda o arte-negocio no es un fantasma, sino una realidad. Una vez que un chico comienza a ganar dinero y a veces envuelto en sus movimientos para multiplicarlo, también comienza a gastarlo de otra forma. Ninguna boutique punk ni ningún grupo de punk-rock cree en el cooperativismo ni se muestra interesado en financiar con sus ganancias a nuevas formaciones. Pretender una falsa marginalidad es querer dar la impresión de que se sigue puro, ligado a las raíces que lo hicieron crecer a uno. Si los discos de un grupo nuevo se pasan por el Top of the Pops, si se conceden entrevistas a New Musical Express o Sounds, de hecho se está al lado de Pink Floyd o del nuestro. En los reportajes pueden quejarse, denunciar las explotaciones del músico por el sistema comercial, decir que van a cambiarlo todo, pero finalmente si salen adelante deben aceptar que ellos también son parte de ese sistema. La misma cosa, la misma mierda” Es una cita es de una sabiduría y un lirismo total, a veces muy difícil de encontrar en el campo de quemados y caretas que es el rock ‘n’ roll. Solo puede decirla un tipo como Mick Jagger.

23. El punk, a través de la construcción rigurosa de una imagen,

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completa y radicaliza el movimiento que el rock había insinuado desde su mismo surgimiento en los ’50 como un “estilo joven”: la conformación de una verdadera “estética de la vida cotidiana”, que se consolida e intensifica no a través de los elementos que la componen, sino en la forma particular en que esos elementos se articulan. Beatriz Sarlo continúa, en el artículo ya citado, con su análisis de la estética punk y observa la importancia de la sintaxis, aunque la desvincula de las marcas de clase social. El punk, dice, no aspira a la universalidad sino a una fracción particular: funciona como mecanismo de distinción. Para Sarlo, eso es un triunfo del capitalismo; la versión posmoderna de la crítica a la cultura de masas que hace la Escuela de Frankfurt en los ’40 y ’50: una crítica a la cultura de masas que emerge cómo cultura de masas. Para mí, Sarlo es un triunfo del capitalismo. Lo cierto es que allí donde la Escuela de Frankfurt jerarquiza, identificando actores sociales portadores de una cultura legítima y mecanismos de producción de dominación simbólica, el punk democratiza, con un movimiento ligeramente destructivo y problematizador, y señala las zonas de coincidencia, convergencia y continuidad entre una “verdadera” cultura popular y una cultura mediática espúrea, que finalmente no son tales. En definitiva, el punk clausura la parodia y la reemplaza por un ejercicio de combinación sintáctica. Ambas son la imitación de una mueca determinada, pero mientras que en la parodia está la convicción de que por debajo de la lengua anormal subsiste una saludable normalidad lingüística, el punk es el resultado natural de una sociedad en la que las clases dominantes ya no pueden (o no quieren) establecer la

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hegemonía enunciativa. Este es el sentido que subyace al acto de ponerle un alfiler de gancho en la boca a la reina de Inglaterra o de filmar una película bajo el nombre The Rock ‘n’ Roll Swindle.

En algún sentido, tanto Adorno como el punk realizan una torsión parecida al reaccionar contra el imaginario de control que alimenta la Guerra Fría y el Estado de Bienestar. Pero mientras Adorno reafirma y alimenta el poder disciplinador de esos mecanismos, el punk asiste a su crisis y se transforma en un agente del caos.

“Hacerse punk es, en el fondo, no poder o no querer aspirar a nada. Desde cualquier punto de vista, toda clase de realización personal sería incompatible con el grado zero de esta filosofía.

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Aman a Johnny Rotten porque es el mayor traidor a su clase” -J. C. Kreimer

Después del punk el negocio de la música no estaba destruido, sino que alcanzó sus años más gloriosos. El punk contribuyó a esa expansión. Eso no significa que su existencia haya sido espuria, o que haya sido un fenómeno exclusivamente del mercado discográfico. Dave Marsh escribió que el punk era un intento por eliminar las jerarquías que el rock había generado en su interior, en su proceso de institucionalización, lo que es parcialmente así. Más allá de eso, lo irrefutable es que toda la música

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compuesta del ’76 hasta acá estará influenciada por el punk.

23. El punk fue transportado por un sinfín de experiencias artísticas y políticas que buscaron, conscientemente o no, recuperar sus dudosas banderas. Así, tuvo un fundamental triunfo político, por decirlo de alguna manera: se derramó por fuera de sí mismo. Como un genuino fenómeno del marketing contracultural global, la tradición punk apareció, más o menos nítida, en todas partes del mundo y del tiempo. De su vasta descendencia me interesan dos versiones sobretodo, por ser en algún sentido diametralmente opuestas. En ambos casos se trata de un complejo proceso de reterritorialización o reapropiación nacional del punk, como matriz semántica y cultural capaz de canalizar preocupaciones políticas particulares. Una de ellas es la de la España del post-franquismo. Entre 1975 y 1979, el punk concede a la historia del rock ‘n’ roll y de la humanidad la génesis del rock radical vasco. Kortatu es la mejor entre esas bandas y La Polla Records la más tiernamente acogida por el público argentino. Y si tengo que ser justo, no puedo dejar de nombrar a MCD y su slogan de batalla: Bilbao, mierda, rock ‘n’ roll. El rock radical vasco tematiza, en la España de la apertura democrática, la experiencia revolucionaria de 1936-39 que hasta ese momento, cuarenta años después, era un tema prohibido y tabú por la dura censura del régimen

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falangista. De un clásico de La Polla: “Somos los nietos de los obreros que nunca pudisteis matar / somos los nietos de los que perdieron la Guerra Civil / No somos nada.” Este proceso contemporáneo al nacimiento del punk, pero el auge del rock vasco aparecerá en el período 1980-1986, cuando tuvieron lugar los festejos por el cincuentenario de la proclamación de la República y el del inicio de la Guerra Civil. La explosión musical corrió paralela a la explosión bibliográfica e historiográfica sobre el ese período oscurecido e invisibilizado de la guerra, lo que significó un verdadero proceso de modernización cultural de la sociedad española. Para tener una idea de lo que significó este proceso, se calcula que en ese período de tiempo se editaron, en España y en el extranjero, cerca de quince mil libros sobre la Guerra Civil española, lo cual equivaldría, cuantitativamente, al epitafio literario de toda la Segunda Guerra Mundial. Así, las jóvenes generaciones heredan de sus abuelos la “pasión anarquista”, aunque sobre el fraseo de la derrota, la censura y la represión. En este contexto, el punk es exitoso porque conjura las inquietudes de la contracultura juvenil ibérica. Su modelo será el punk inglés, recreando con mucha libertad y creatividad su repertorio sonoro y cultural, e incorporando el imaginario ácrata en poderosas versiones de los himnos de la revolución. “Hijos del Pueblo” y “A las barricadas”; si eras una banda de punk en España en esos años, los tocabas. El cover es una figura fundamental en la historia de la música grabada, porque

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es el dispositivo a través del cual se construyen las tradiciones reconocidas. El punk español más que covers de otras bandas de punk, se vinculó con la música popular de los ’30 y ’40.

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24. El segundo caso es, naturalmente, el argentino. Llamaré panrock al complejo dispositivo cultural y de identidades que nace de la intersección entre la tradición del punk en proceso de importación –especialmente el norteamericano–, los procesos de transformación socio-económica que la penetración del neoliberalismo y su intensificación durante los ’90 provocó a la estructura histórica productiva de la Argentina, y al imaginario vital de los suburbios pobres de Buenos Aires, ese tipo de relación social que se nombra comúnmente con la fórmula “El Conurbano”.

El mismo año que nacía el punk en Londres y Nueva York, en la Argentina se iniciaba el Proceso de Reorganización Nacional. Ambos hechos coinciden en ser la culminación de un proceso de emergencia de la juventud como franja demográfica autónoma, con sus propias aspiraciones y capacidad de consumo. En los centros urbanos de Europa y Norteamérica, el punk. En la periferia tercermundista, la guerrilla armada. Las dos figuras son emergentes del mismo proceso a escala global, solo que el primer mundo procesa las transformaciones a través de dispositivos de construcción de subjetividades mucho más “inofensivas”. La pregunta de Burguess incorpora nuevos matices y pliegues. Tanto ser militante revolucionario en los ‘60 como ser punk en los ’90 indica un circuito de actividades, un sistema de anhelos, un estilo de consumo, un complejo de signos que solidifican identidades. En los ’80, ya clausurada la política revolucionaria como camino de transformación social, el punk otorgó a los jóvenes argentinos que heredaban la derrota de sus hermanos mayores y sus padres, categorías de interpretación y acción, de identidad y differánce. Una cita de la literatura escribe este proceso: “Homosexual activo, cocainómano (paciencia, culo y terror nunca me faltaron, dice) el Marqués de Sebregondi, huyente de

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sus ruinas, recaló en estas cosas: ancló en Buenos Aires” - O. Lamborghini (1973)

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26. Para entender al panrock, a Flema, a Ricky Espinosa y a la brillante década del ’90 es imperativo hablar del dispositivo cultural menemista. Como narración mítica de su época, el menemismo fijó las fronteras de sentido radical de la Argentina neoliberal. La larga década del ’90 tuvo fuertes marcas de estilo. El más célebre slogan tendiente a captar el zeitgeist fue el de pizza con champagne, acuñado por la periodista Sylvia Walger. El libro tiene sus momentos de lirismo, aunque en general es despajero. Allí se cuenta que, en 1992, Amalita Fortabat declaró a la revista Caras: “ahora los ricos también podemos ser peronistas”. El menemismo se pensó a sí mismo como el inconsciente desatado de una Argentina que finalmente, y en un acto de sinceramiento sin precedentes, comenzaba a aceptar su ser tercermundista, vulgar y jodón, a la manera de un gran carnaval carioca. El menemismo fue una denuncia –y en estos términos fue valiente y modernizante– del doble discurso fundacional de la Argentina: la civilización y la barbarie, las dos tradiciones que reaparecen a lo largo de todo el pensamiento nacional, de Sarmiento a Martínez Estrada a La hora de los hornos (1968), que supone que hay dos paises, el que vemos y el subterráneo, el superficial y el profundo, el visible y el invisible, amparada en la sospecha de que bajo la historia oficial se encuentra la historia verdadera. Bajo estas creencias de larga duración, el menemismo fue el primer intento serio y exitoso de sintonizar ambas narrativas

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en un solo nivel de discurso y forjar una cultura unívoca y finalmente argentina que contuviese elementos de ambas tradiciones. Así, el menemismo sustituyó la hipocresía del doble discurso por el cinismo del discurso único. La Argentina del menemismo fue la primera y única superación histórica de todas las argentinas parciales que desde la independencia hasta la primavera alfonsinista se habían yuxtapuesto en una puja violenta y poco elegante. “Pizza con champagne”, en suma, indica esta reconciliación, la de los ricos y la de los pobres. La imagen del “new rich”, en auge en esos años, también se orienta en ese sentido al producir un tipo de empresario con las marcas sociales objetivas del éxito pero grasa y gritón. No está de más decirlo, Diego Maradona es el paradigma de la subjetividad menemista, porque en ese caso era un sujeto portador genuino de las modulaciones físicas y filológicas de la cultura popular.

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Ideológicamente, esta operación se traduce en la convivencia armónica entre elementos de la tradición nacional-popular y elementos provenientes de la batería conceptual y valorativa del neoliberalismo. Una suerte de “desquicio simbólico” del diccionario peronista, cuyas palabras dejaron de corresponderse con las cosas y comenzaron a remitir a otras o a nada. La melancólica modernización de la sociedad argentina propuesta por el menemismo no podía llevarse a cabo sin la degradación de las identidades políticas históricas de la Argentina y de los procesos de distribución económica, política y simbólica que tradicionalmente habían signado su estructura productiva y social. El dispositivo cultural y político que puso en marcha el menemismo propuso un proyecto genuino de liberación nacional que, sin embargo, subvertía la consigna tal como se había utilizado en los ’60, proyectándola de manera inversa. Carlos Saúl Menem fue, en el corte diacrónico, la inversión del peronismo, y el período ’89-’99 la reproducción alegre de la nostálgica épica nacional desarrollista. El objetivo del menemismo fue liberar a los sectores ABC1 –y, por intermedio de ellos, a toda la sociedad–, oprimidos culturalmente por las normas de etiqueta y conducta del prestigio y la reputación. En este sentido, el modelo neoliberal opera una redistribución negativa del ingreso tanto como de los signos, transfiriendo recursos de los sectores más desprotegidos a los más ricos. Esos recursos son la renta, pero también el fraseo, los gestos, los comportamientos, las prácticas y los anhelos de los sectores populares, que era aquello que los ricos más envidiaban.

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27. Un rasgo definitivo del menemismo es su fuerte capacidad de hibridación y de aplastamiento de discurso y prácticas tradicionalmente opuestas. El menemismo es la desaparición de algunos límites o separaciones clave propios de la modernidad, especialmente la distinción entre una cultura superior o “alta cultura” y la cultura popular. Este proceso es inquietante, y produjo una cultura de elite progresivamente más y más permeable a las fuentes de la cultura plebeya, como el cine o las series de televisión, las revistas de chimentos, los comics, el video o el fútbol. Lo que en los estados unidos se llama la “cultura de Reader’s Digest”, y que hoy por hoy alcanza su momento de mayor intensidad gracias a Wikipedia. Para Perry Anderson, tres fenómenos de la cultura distinguen el nuevo orden mundial que se inicia hacia la segunda mitad de los ’70, como el punk: el desplazamiento de formas verbales de la dominación a códigos visuales, uno. Dos, la reducción a cero, tendencialmente, de la tensión entre cultura dominante y culturas subordinadas o contestatarias. Tres, y principal, la desaparición de los conflictos entre culturas “altas” y “bajas”. A esto, Anderson le llama “neopopulismo estetizante e igualador”, una definición grosera e imprecisa que sin embargo le queda muy bien a nuestra gloriosa década del ’90. Lo que sí hay que entender, sin embargo, es que este proceso que se presenta como una plebeyización interpretable incluso

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en términos de democratización cultural de la sociedad, es parcialmente ilusorio. Es cierto que en la medida en que la alta cultura abandona la sofisticación para saquear los signos de la cultura de masas, se produce el empoderamiento de los genuinos portadores de esa cultura de masas, que se transforman en hablantes privilegiados y legítimos. Sin embargo, esta democratización no alcanza a la manera en que esos bienes culturales, transformados y pasados por el tamiz de la cultura plebeya, circulan socialmente y pueden o no ser apropiados por los distintos actores sociales. Por el contrario, la cultura de Reader’s Digest, si bien habilita un complejo de instituciones, autores y lectores, prácticas y discursos, continua recreando un circulo de producción restringido con canales exclusivos y excluyentes de pertenencia. Estos desplazamientos no tienen que ver tanto con la libre circulación de los contenidos culturales sino, paradójicamente, con la intensificación de los mecanismos de exclusión. Esto, por supuesto, no significa que la plebeyización de las artes no sea, en sí misma, una forma progresista y positiva de democratización cultural; sino que no lo es en la medida en que es puesta en función los sectores “ganadores”. En un artículo que se llama “La cultura menemista”, Oscar Terán denuncia este proceso y reclama la recomposición de la cultura letrada, un proyecto en el que por cierto toda la derecha intelectual persistió durante los años de la fiesta ciega. Pero el problema no es la plebeyización de la cultura letrada sino el neoliberalismo como política de estado y como clima de época.

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28. “Esa tarde, Menem estaba recostado en un sofá de su casa en la avenida Callao al 200, donde solía pasar algunos días durante sus continuas estadías en Buenos Aires. Era gobernador de La Rioja y precandidato presidencial del peronismo. En julio de ese año de 1988 se harían las elecciones internas. El televisor estaba encendido y él tenía el control remoto en su mano derecha y lo accionaba sin parar. Como una cinta sinfín pasaban los veintitantos canales y comenzaban nuevamente. El zapping no se detenía un instante. No se si seguirá conservando esa costumbre, que mantuvo todos aquello años” - Eduardo Duhalde, Memorias del incendio, 2003 Este es el mejor párrafo del libro de Duhalde, que está muy bien escrito, con oraciones cortas y bien construidas. La cita está galvanizada por la sensación de esquizofrenia. Esa sensación es bastante característica de los relatos sobre los ’90. La esquizofrenia. Una persona con este diagnóstico muestra un pensamiento desorganizado y errático, delirios, alteraciones preceptúales, alteraciones afectivas, del lenguaje y conductuales. Schizo, del griego, significa “división” o “escisión”. El aparato cultural y político menemista es esquizofrénico, sin lugar a dudas. La cita de Duhalde, más que una definición de los ’90, otorgan una definición de cómo los ’90 fueron percibidos. Como una alucinación se nos vienen a la cabeza las imágenes del ex

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Presidente Menem abriendo el ciclo lectivo en Salta con las famosas declaraciones de los vuelos espaciales que nos iban a permitir estar en una hora y media en Japón. Una alucinación del Estado de Bienestar es esa promesa de campaña, de 1989: “Gobernaré para los chicos pobres que tienen hambre y para los chicos ricos que tienen tristeza”. No significa que el menemismo sea reducible a estas dos frases. Tampoco a las cientos de miles de anécdotas alucinadas que estructuran el relato mitológico que la década siguiente hizo de los ’90 para fundar su proyección hacia el futuro. No. El menemismo fue un complejo proceso político y cultural, hegemónico y con altos grados de consenso democrático, e incluso con sus aspectos positivos, como el disciplinamiento de las Fuerzas Armadas. Por supuesto, no nos interesa un análisis del menemismo, sino de sus efectos culturales.

Foucault utiliza el concepto de ubuesco para designar la maximización de los efectos de poder a partir de la máxima descalificación de quien los produce. El poder político, en las sociedades occidentales, puede generarse y tener origen en

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lugares que efectivamente transmiten y amplifican sus efectos por su condición manifiestamente descalificadota de quien lo ejerce, por odioso, infame o ridículo. Esa descalificación hace que quien es el poseedor de la majestas, ese plus de poder con respecto a cualquier otro poder constituido, sea al mismo tiempo en su realidad física, su gestualidad y corporalidad, un personaje infame. Al mostrarse explícitamente el poder como algo abyecto no se trata de limitar sus efectos, descoronando simbólicamente a quien recibe la corona. Por el contrario, se trata de manifestar de manera contundente la inevitabilidad del poder, la imposibilidad de eludirlo, en el límite extremo de su racionalidad violenta, aún cuando está en manos de quien aparenta estar visiblemente descalificado para ejercerlo. El grotesco es, a la vez, un término nacido en la arquitectura para designar un estilo que imita la aspereza de la naturaleza. Interceptado por Pirandello para describir su propia dramaturgia, grotesco alude a una realidad entre cómica y trágica. Recreado en la Argentina, el grotesco designó el ensombrecimiento de las escenas que en el sainete criollo clásico eran festivas. Este pasaje ensombrecido se da en muchos niveles y impacta sobre la cultura argentina en sentido amplio. El sainete muestra la acción bajo la luz cenital, que homogeiniza la visión de los espectadores y se apoya en lo convencional, “bajo el sol de esta tierra que nos alumbra a todos por igual”. El grotesco, en cambio, habilita un tipo de latitud ambivalente, oscilante entre la luz y las sombras. Este movimiento crepuscular admite cierta

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trama compleja de sentidos encontrados que genera un código de horror y extrañamiento. El grotesco criollo como punto de convergencia entre la tragedia y la comedia es un momento clave de la constitución espiritual de la Argentina. Define la transformación de la zarzuela en tango, del diálogo al stand-up. Estas categorías, muy rudimentarias, nos otorgan algunas herramientas para procesar el tipo de evolución histórica cuya culminación son los ’90. Estoy pensando en varias cosas. Una de ellas es la tapa del disco Miami (1999), de Babasónicos, que rota en 90° la silueta del litoral argentino para hacerlo pasar como la costa sur de los Estados Unidos. Llamativamente, las provincias argentinas, tras la torsión, se parecen mucho a la silueta de los Estados Confederados de América. Es una de las mejores tapas en la historia del rock nacional.

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–Tenemos que proponer algo –dije–, una revolución productiva Menem apagó el televisor, giró la cabeza, me miró y dijo: –Una revolución productiva. Ésa es buena. Había captado la esencia de mi idea en esa formulación que ciertamente resumía lo que yo pensaba que necesitaba la Argentina. –La Revolución Productiva –le expliqué– es el título de un libro que escribí. Allí están las ideas que pueden ser nuestra plataforma. – Metele para adelante. Me gusta. - Eduardo Duhalde, Memorias del incendio, 2003

De aquella revolución productiva, al cabo de una década, sólo quedaron algunos ejemplares en mesa de saldos de librerías porteñas y una burla que fue creciendo a medida que el modelo neocolonial comenzó a agotarse. En el libro de Duhalde, un viejo militante del barrio Villa Albertina, de Lomas, lo sintetiza un día ante un grupo de compañeros: “Creíamos que el Turco era el nieto de Facundo Quiroga y resultó ser el hijo de Rockefeller”

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29. En el debate acerca de las continuidades entre peronismo y menemismo hay un nodo fundamental que permite apreciar ciertos sentidos profundos de la compleja trama cultural de la Argentina en los ’90. Este problema es el de la traducción. El menemismo invierte las señas de identidad del peronismo hasta el punto de hacer imposible sostener una continuidad histórica al interior del movimiento, más allá de su supervivencia en el imaginario militante. Por eso puede sostenerse que la transformación estructural de la Argentina de la gran década del ‘90 constituye el segundo momento revolucionario de la Argentina moderna y de la historia del peronismo, un movimiento que nació a la vida política del país con la clara decisión de afrontar y resolver, en cada época, su desafío central [7]. Para el siempre temeroso y vulgar anti-peronismo, el menemismo ha servido como impugnación ligera, la negación limpia de una doctrina que se aloja en el centro de la emotividad popular y la terrible confirmación de todas las tendencias éticas, estéticas y políticas que el peronismo había delineado y que hasta los ’90 se mantuvieron disimuladas tras el manto piadoso de la justicia social y la democracia popular. Para el peronismo, en cambio, el menemismo es una anomalía violenta. Más allá de ambas versiones, el menemismo prolonga la cultura política [7] http://www.diarioperonista.com/p/peron-y-menem.html

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peronista en el modelo de conducción política: pragmatismo, acuerdos de cúpulas y versatilidad frente a coyunturas divergentes y hasta opuestas. Las continuidades y las rupturas entre las culturas políticas peronista y menemista construirán un esquema trunco, bizarro y deforme, que contornea una década desdoblada. Existe un dogma peronista que se usufructúa, se utiliza como refugio, a la vez que se olvida y se destruye. O como dice el personaje de Sony Calogero en A Bronx Tale (1993): “Availability, that’s what it all comes down to”.

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negativa del menemismo –lógica cultural megalómana y única-, Espinosa recupera y actualiza la punta de lanza de la militancia popular sesentista, resguarda el núcleo duro e insubvertible de la revolución peronista, moderniza el mito de La Resistencia. Los ’60 y los ’90 son décadas de resistencia.

30. “Su familia además estaba compuesta por dos hermanos. Claudia, de seis años, y Daniel, de once, quien dedicaba sus tardes a las tareas escolares y era totalmente diferente en personalidad a Ricky. Lo asombroso era que sus hermanos eran de piel más clara que la suya y además tenían ojos verdes” - Sebastián Duarte, Ricky de Flema

Todo esto es para enmarcar una frase de Ricky Espinosa: “los peronistas somos las ovejas negras de la sociedad careta”, citado en el Manifiesto Anarko-peronista[8]. El mito de Ricky Espinosa es una narración que circula autónomamente por el espacio social, transportado y custodiado por sus fanáticos. Una suerte de historia oral maravillosa, en donde Ricky reformula a John William Cooke. Proyección [8] http://anarkoperonismo.blogspot.com/2008/06/manifiesto-anarko-peronista. html

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El estigma racial y de clase está en la base de toda la obra de Ricky Espinosa. Es una fuerza en ebullición que radicaliza la cultura popular hasta el límite de lo plebeyo para volverla improcesable por los dispositivos homogeneizantes de la cultura menemista. Ricky decía que nunca iba a llegar a nada porque era “un negro de mierda”. Ricky sentía la marginalidad como el peso muerto de la condena. Fue pobre y marginado, bastardo, hijo del Conurbano, negro en una familia de inmigrantes europeos de ojos claros. Ricky nutrió con resentimiento su pulso rebelde. Ese resentimiento no es individual sino colectivo, la fuerza motriz de la historia, la dignidad del humillado. El resentimiento es un gesto clave en la evolución emotiva de la Argentina moderna.

31. “Yo me la jugaba, porque a lo mejor él no llegaba en las mejores condiciones, pero mis amigos no eran muy distintos. Serían de otra clase social, pero no eran muy diferentes de la realidad que él estaba viviendo. En la época que nos conocimos, yo tampoco era un pan de Dios. O sea, más o menos curtíamos la misma historia con distintas realidades sociales” - Mario Pergollini

Esta frase de Pergollini aparece citada en el libro de Sebastián

Duarte. Creo que a través de ella se pueden leer los vínculos sociales entre clases en la Argentina menemista, las articulaciones entre las clases alta y baja en proceso de reconfiguración y homogeneización y el resentimiento como narrativa de la jerarquización social. Mario Pergollini nació en 1964, dos años antes de Ricky Espinosa. Pasó su infancia en el Conurbano bonaerense: San Isidro y Martínez. Era hijo de un escritor de ciencia ficción, pintor e ingeniero y un ama de casa antiperonista. Era un chico rico, solo y triste, que se transformó en un joven exitoso y transgresor. Pergollini era uno de los héroes de mi pubertad y construyó uno de los perfiles mediáticos más importantes de los ’90, una estrategia de comunicación que modificó sensiblemente la manera en que se hablaba hasta entonces en radio y televisión. Gracias a él, una generación de jóvenes quisimos tener un programa de radio y, cuando a veces lo conseguíamos, pensamos que la mejor manera de hacerlo era con dos amigos, tirando chistes pelotudos y hablando de cine y rock. En los ’80 Pergollini fue militante de la Juventud Radical en el comité de Beccar. Se inició en radio junto a Ari Paluch. En 1988 produjo junto a Eduardo de la Puente el programa radial Monoblock. Llegó a ser el programa periodístico más escuchado del momento. Un éxito del que nadie disfrutó porque estaban muy enroscados en el vértigo de la agonizante década. Pergollini introdujo en la semántica de los medios de comunicación la resistencia juvenil a la cultura neoliberal: merca y rock. Aparente resistencia, digo, porque esa

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fórmula fue el cemento emotivo de la década, no su opuesto.

“Ellos son la Zona Norte y nosotros el tetrabrik. Ellos son como una despedida de solteros y nosotros somos un viaje de egresados”, una frase que Pergolini usó para describir su pelea con Tinelli. Que después contradice: “A lo mejor B. B. King o Ray Charles no dan rating pero ¿no es un gusto verlos? ¿O prefieren Pimpinela o Pablito Ruiz? Quien tiene un almacén no puede vender queso fino”. ¿Es la vanguardia esclarecida vs el populismo conservador? No. Sí, en cambio, la prueba de que la cultura menemista todo lo permeó. La característica sobresaliente de ese peligro retórico que es el “pensamiento único” es que funciona como discurso oficial pero también como discurso de oposición. El menemismo fue la ortodoxia y la heterodoxia. El par Pergollini-Tinelli una falsa dualidad: estés donde estés en el

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arco de reivindicaciones trazado por el fraseo ideológico de los medios masivos de comunicación, estabas en el mismo lugar. Las declaraciones contradictorias de Pergollini expresan las ambigüedades de un derrotero cultural que sin poder renunciar al gesto lumpenizante que lo legitimaba, se desplazaba de lo “grasa” por la via la sofisticación y la inteligencia. El “humor inteligente” fue el gran bleff del dispositivo retórico pergolinista para justificar su categoría “de culto” -una manera de decir que no te ve nadie-, y que Pergollini siempre despreció, soñando con la masividad. Ese esquema de legitimar las buenas costumbres via la mística de lo popular pervive hoy en tipos como Mauricio Macri y es típico de su gestión en el club Boca Juniors, que intentó transformarlo en un club concheto pero manteniendo la épica de la periferia como manera de producir valor simbólico agregado.

32. Estas estrategias de comercialización y construcción de imagen acompañarán las biografías profesionales de los cinco modelos de éxito en los medios de comunicación en los ’90 según el buen libro La rebeldía pop de los periodistas Diego Rottman y Ariel Bernárdez: Jorge Lanata, Adrián Suar, Mario Pergollini y la sociedad Agulla & Baccetti. Sus trayectorias expresan un andamiaje ideológico en donde el prestigio de lo incorrecto legitima la voluntad indeclinable de pertenecer y hacerse millonarios. En este sentido, el neoliberalismo como sensibilidad

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del capitalismo tardío produjo un discurso de derecha fuertemente sustentado en la retórica y los gestos históricamente asociados a la izquierda. Esta es una estrategia hija del menemismo, pero no netamente menemista. El menemismo jamás buscó fundar la simbólica de su poder en ningún prestigio. Era directamente popular. Para los hijos de clases medias y altas, sin embargo, ese estilo de vida era inaceptable. Ellos cargan los relatos del ascenso social y los mecanismos simbólicos de diferenciación que vienen con ese relato, y necesitan hacerlos valer.

“En términos horribles, [Cuatro Cabezas es] un proveedor confiable, que camina en el borde pero que no se cae, sino que sigue estando dentro del esquema, aunque esté a la izquierda del esquema” - Diego Guevel, 1996

Mario Pergollini y Ricky Espinosa comparten una filiación, “la misma historia”. Pero distinto origen de clase. Sus trayectorias culminan según lo estipula genéricamente la matriz social de asignación de oportunidades y destinos. La lógica de la sociedad de clases prevalece y las tensiones entre alta cultura y cultura mediática persiste a pesar de haberse vuelto confusas. El pibe de Barrio Norte funda una productora, se vuelve exitoso, administra sus negocios. El de Gerli muere absurdamente. Los azares misteriosos del cosmos los haría confluir una última vez. Pergollini,

bajo la forma de una empresa; Ricky hablando por sí mismo, cuando Quatro K Records intentó fichar a Flema. Le prometió 30 mil dólares. Ricky se reunió con Piero Carpín, representante del sello y le escupió la granadina con vodka. “Si sos punk, tomá”. Luego le dijo: “Flema es una mierda. Somos todos drogadictos, no ensayamos nunca y no llevamos gente.” Se paró y se fue.

33. “Pero una arquitectura de la complejidad y la contradicción tiene que servir especialmente al conjunto; su verdad debe estar en su totalidad o en sus implicaciones. Debe incorporar la unidad difícil de la inclusión en vez de la unidad fácil de la exclusión. Más no es menos.” - Robert Venturini, Aprendiendo de Las Vegas. El Simbolismo olvidado de la forma arquitectónica

Raoul Duke es el héroe de Fear and loathing in Las Vegas (1971), la novela de Hunter Thompson, que llevó al cine Terry Gilliam. En una de las mejores escenas, Duke monologa frente a la ventana de su hotel. La luz de neón roja se filtra por las rendijas de la persiana y la televisión está prendida en lluvia. Esa imagen resume la crisis del Estado de Bienestar y marca los contornos del nuevo orden. Las Vegas representa e intensifica la crisis del programa moral del modernismo. Las Vegas nace como tal en 1931, cuando se

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legaliza el juego. Es una ciudad construida por gángsters, que en el año 2000 tenía poco más de 400 mil habitantes y recibía más de 2 millones de turistas cada año. Está emplazada como un grano en medio del desierto de Nevada. Es definitivamente la ciudad que mejor ha sabido construir sus mitos, especialmente gracias a la heterogénea tradición fílmica que la tuvo como protagonista: desde The Las Vegas Store (1952), Ocean’s 11 (1960), Viva Las Vegas (1964) hasta la ampliación del negocio de los Corleone en The Godfather (1972). Igual es en los ’90 cuando Las Vegas sirvió de escenario para la mayor cantidad de películas. Todas ellas narraban la crisis del sueño americano: Honeymoon in Vegas (1992), Leaving Las Vegas (1995), Casino (1996), Mars Attacks! (1996) y la propia Fear and Loathing in Las Vegas (1998). La laboriosa articulación de los elementos fundamentales de la mitología. Cowboys, gángsters, prostitutas, bailarinas, jugadores compulsivos, millonarios instantáneos y arruinados, sociópatas y republicanos: lo que sucede en Las Vegas, se queda en Las Vegas, porque es un lugar que no existe realmente.

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32. Como el grotesco, la posmodernidad es un concepto que nace en la arquitectura. Es el deprecio de lo funcional y la demanda por un tipo de diseño que emerge del cruce entre lo decorativo y lo experimental, que recupera el valor de lo aleatorio y fragmentario de una cultura que se sostiene en un amasijo de significantes diferentes e inconexos. Las Vegas es un espacio que se pretende total, sin afuera. Es un complejo esquema de pasadizos que comunican los grandes complejos hoteleros y casinos entre sí, sin necesidad de salir a la calle. Es el modelo del theme park: la constitución de un espacio virtual y sin exterior, que genera de cero un sistema de relaciones sociales, culturales y económicas nuevas. Todos los significantes pierden sus referentes históricos para vagar libremente en un presente atemporal. El término en Jameson es “desrrealización” del mundo. Una estrategia preformativa y retórica que sirvió de modelo al menemismo y al punk, a Las Vegas y al consenso de Washington.

¿Quiénes son estas personas, sus caras? ¿De donde salieron? Todos parecen versiones estilizadas de un vendedor de autos usados en Dallas y, dios mío, había un montón a las 4.30 de la mañana del sábado, intentando aún sacar provecho del sueño americano, esa visión del gran ganador que de alguna manera emerge en el último minuto desde el caos que reina en la

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ciudad en los minutos antes del amanecer - Roul Duke, Fear and loathing in Las Vegas, 1971

La de Thompson es la misma narración de la épica del ascenso social de la Argentina en los ’90. Esto implica la relevancia de ciertas estructuras perceptivas y modelos de éxito que se incorporan globalmente, más o menos, y que construyen cierta emotividad de época. En el caso nacional, esa emotividad estuvo insuflada por la batería conceptual del peronismo vaciado, y sirvió para ordenar y jerarquizar una serie de prácticas y discursos que emergieron en la sociedad. Son procesos móviles que admiten que diversas posiciones políticas y culturales, a veces incluso antagónicas compartan esquemas perceptivos similares en función de temas claves. El discurso hegemónico se camufla alimentado a todo el espectro de significados sociales y presentando intereses sectoriales como sentidos comunes. No hay un “discurso hegemónico” tanto como un “clima de época”. Durante los ’90, el menemismo no fue un discurso fuerte y único, sino una inflexión, una variedad de tonalidades que colorearon una infinidad de prácticas. Quiero introducir acá una declaración sugerente que hace Alejandro Ricagno en la revista virtual 1000 metros bajo tierra[9]. El dice que existe un “menemismo poético”: “esa cuestión cool que ahora ya está instalada, pero que [9] http://www.pulsardisenio.com.ar/milmetros/ent_ricagno1.html

consistía en algo así como ‘el poema del Bubaloo’ o ‘fui a la fiesta de tal y los Sugus y qué se yo’ (…). No se, la primera línea de Siesta: Marina Mariasch, toda esa cosita que estaba de moda en ese momento, Bejerman y Belleza y Felicidad, sobre todo”. Es una apreciación arbitraria, pero bastante sensible a los procesos de interconexión entre policía y poesía, por decirlo de alguna manera. Hay que tener en claro que pueden ser la misma cosa y que, de hecho, la mayoría de las veces lo son. Me cuesta imaginar términos que históricamente se hayan construido más en oposición. Las burocracias represivas del Estado y sus soldados, por un lado; el acto voluntarista e individual de producir belleza, por el otro. En los ’90 podían ser lo mismo. Esto significa que el menemismo no era racionalización del Estado, achicamiento del gasto público, liberación del flujo financiero, etc., etc., etc., sino ante todo, matices vitales, formas del decir, sistemas de percepción del mundo; un dispositivo cultural sutil y lírico, capaz de producir los mejores versos de su generación.

33. Mientras el dispositivo cultural posmoderno (la seducción massmediática, el fin de las ideologías, etc. etc.) encuentra en intelectuales como Oscar Landi una traducción más o menos nítida, la oposición a estas fórmulas tendieron a alojarse en la reivindicación de la modernidad tomada como sinónimo

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de sociedad democrática, posicionando a la izquierda en los contornos del pensamiento frankfurtiano; es decir, a la derecha. Esto significa que durante los ’90 en la Argentina, los debates en torno al campo cultural y político oscilaron entre el “neopopulismo conservador” y la derecha ilustrada y legitimista. Las dos opciones se presentaban como antagónicas y alimentaban de la misma manera, desde distintos lugares, la consolidación del esquema de redistribución negativa de los bienes simbólicos y los mecanismos de exclusión y cierre en el campo cultural. El Ojo Mocho, el tercer eje autorizado y constituido en oposición a Punto de Vista, jamás logró despegarse de una sensibilidad elitista e igualmente modernista –duramente antimenemista– incapaz de procesar la democratización de los contenidos culturales (es decir, reconocer al posmodernismo como un positivo factor de caos cultural) y la modernización del discurso político en los términos en que lo planteaba el menemismo para, desde allí, avanzar hacia la politización definitiva de los debates intelectuales.

34. César Aira es el gran escritor menemista. Desde los procedimientos estilísticos hasta el magma emotivo sobre el cual se cimenta su larga y pareja obra, sus libros garantizan la incorporación del dispositivo cultural menemista a la ficción literaria. Los libros de Aira son los hoteles que encastran, perfectos, en la realización de un Las Vegas metafísico.

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“En este sentido, entendidas como creadoras de sentido, las vanguardias siguen vigentes, y han poblado el siglo de mapas del tesoro que esperan ser explotados. Constructivismo, escritura automática, ready-made, dodecafonismo, cut-up, azar, indeterminación. Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiese bastantes ya!” - César Aira, La nueva escritura. Crónicas del post-boom, 1988

La insistencia procedimentista traduce el ideal tecnocrático. La remoción quirúrgica del imperativo de transmitir contenidos de la serie de obligaciones de una obra literaria es la lógica cultural del neoliberalismo. El arte como intento de alcanzar el conocimiento del mundo a través de la construcción del mundo es la reserva moral de la Argentina Primer Mundo. Como la arquitectura posmodernista, las novelas de Aira encierran la pasión del laborioso armado de un mundo por fuera del mundo, con nuevas prácticas sociales y nuevas formas del lazo social. Esa es la razón por la cual las novelas de Aira son misteriosas y banales: porque sustraen toda idea de comunidad, borran meticulosamente las marcas sociales del texto, su contexto de producción y circulación. Esas novelitas de ciento veinte páginas, dedicadas, que salen por editoriales pequeñas, aspiran

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a no tener lectores. Es decir, aspiran a eliminar su inserción real en instituciones reales y en circuitos de lectura más o menos informales, por fuera de los cuales, sin embargo, ninguna lectura es posible. Lo que el menemismo hace con el peronismo –la subversión y el vaciamiento–, Aira lo hace con el poder transformador de lo social que habita a la literatura, y que alguna vez, hace mucho tiempo, enunciaron las vanguardias. El modelo de producción literaria y cultural que propone Aira (el “dispositivo Aira”, por usar el término de la burocracia académica) rechaza la esencialidad literaria aspirando a la vez a ella para no probarse contingente. Traduce el andamiaje cultural del menemismo, o sea, representa la sustracción de los textos de sus contextos de producción y circulación. En Copi (2003), se refina un poco más la teoría del relato airana, como narración liberada de las exigencias de la explicación, deliberada y misteriosa, aceptada por el lector aún en sus condiciones más ridículas:

“El reino de la explicación es el de la sucesión-causa, que crea y garantiza el tiempo. El relato reemplaza esta sucesión por otra, por una intrigante e inverosímil sucesión no-causal”.

Aira habla del “sistema-Copi”, pero piensa en sí mismo: un sistema que se mantendría como un gesto o una latencia, o como nada, como “Destino”: incluso si Copi no hubiese escrito una línea, ni pintado un cuadro, ni actuado, ni nada, seguiría siendo Copi. La vacilación vaporosa, la “actividad fantasmática” opera una despersonalización; borra las marcas sociales e históricas de la literatura como una manera de “salvar” al “arte verdadero” de su necesario contexto: la industria cultural, la academia, el mercado, los vaivenes pedestres de los premios, la burocracia. En otras palabras, se procede de manera tal que la literatura “opere en tanto fábrica de imágenes antes que como fábrica de lenguaje que desenfoque y complejice la percepción de dichas imágenes. Se saltea ese paso, ese quiebre ligado a la solemnidad y a todo un sistema de sociabilidades, instituciones y exigencias para con el escritor, y se lo remplaza por el concepto”[10] La literatura airana, al igual que la batería ideológica del neoliberalismo, suspende las afirmaciones o las declara muertas, confinadas a un sanguinolento pasado cuyo recuerdo hay que minar[11].

- César Aira, Copi, 2003

El inverosímil industrialmente aplicado a las turgencias de un relato cualquiera instituye un mundo cuya lógica es inexpugnable.

[10] http://haciaelbicentenario.blogspot.com/2009/01/csar-aira-de-narvez-y-lasonrisa-seria.html [11] http://elconejodelasuerte.blogspot.com/2010/03/inverti-buena-parte-delverano-en.html

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35. En 1952 John Cage compuso “4 minutos 33 segundos”. Una famosa pieza para piano donde no se ejecuta ninguna nota por el tiempo que indica el título. Ese mismo año la ejecutó el pianista David Tudor en el Maverick Concert Hall, Woodstock y New York. Luego se reproduciría mil veces en mil lugares distintos a lo largo de lo que quedaba de siglo XX. En 1993 la obra cobró nueva relevancia por la muerte de su autor, y el crítico Richard Taruskin escribió que era la “máxima elevación estética, un acto de imperialismo trascendente”. No tengo ni idea que signifique eso, pero lo del imperialismo está bien. En el arte esquizofrénico el significante aislado no es ya un estado enigmático del mundo o un fragmento lingüístico incomprensible sino eso, un significante aislado, desligado de contexto. Aira reivindica esos procedimientos narrativos, que afincan en la experimentación de las vanguardias, a las cuales, por cierto, se las somete a la misma operación de aislamiento para ponerlas a funcionar como escuelas de procedimiento más que como usinas de saber crítico sobre coyunturas históricas. Cuando en 1978 Crass tocaba “They’ve got a bomb” en vivo, dejaban de tocar unos minutos en un momento cualquiera, en el medio de la canción. En la pantalla de atrás se veía imágenes de una bomba atómica impactando. Búsquenlo en YouTube, el resultado del experimento es realmente increíble. La energía cinética del pogo se expandía y parecía desaparecer hasta

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que la banda volvía a empezar. Los Crass decían que era una alusión explícita a la obra de Cage. Esto prueba no que Cage sea un genio sino que las herencias de cualquier movimiento cultural pueden ser apropiadas y resignificadas virtualmente de cualquier manera. Confrontar a un grupo de punks sudorosos y enojados a finales de los ’70 con la posibilidad de la guerra nuclear es un gesto poderoso, o al menos lo era en ese momento preciso en que la banda decidía abandonaba los espásticos golpes a sus instrumentos. Con todo, es lógico que el punk, como epifenómeno del subterráneo dispositivo cultural del tatcherismo, recibiera de manera directa la influencia de las vanguardias: tecnocracia, pragmatismo, el movimiento que destruye los lazos sociales y el temor de la comunidad. Resuena la denuncia que hace Damián Tabarovsky en Literatura de Izquierda: los peligros ante los que se enfrente la práctica literaria (perdón: “el pensamiento”) es la comunión religiosa, el comunismo, la comunidad del pueblo (volkgemeinschaft) y la comunidad organizada. O sea, el cristianismo, el socialismo, el nazismo y el peronismo. Todos procesos culturales que definieron la modernidad en estos términos. A lo que voy con todo esto es que el esquema aireano de revalorización de las vanguardias es uno de los mecanismos (el que a mí más me interesa) a través del cual el campo cultural procesa la emergencia invasiva del menemismo y su lógica de hibridación. O sea que nuestra constelación noventera, en este punto, nos queda con Los Redondos, con Mario Pergolini y con César Aira. Tres emergentes de los procesos de

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construcción de hegemonía en la Argentina en los ’90 en torno a la batería conceptual del neoliberalismo, al estilo cultural de la posmodernidad y al tipo ideológico del menemismo.

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En 1995, en un recital en Hurlingham, Flema interpretó “Honky Tonk Woman”. Se la identificaba vagamente, estaban todos muy pasados. Ricky no sabía o no cantó la letra. Con los primeros acordes dijo: “Mientras tanto vamos a hacer un tema de los Rolling Stones, y al que no le guste que se vaya a la concha de su madre”. Los punks empezaron a tirar latas de cerveza y a escupir. Pienso en la canción de John Cage, la gestualidad y el soporte ideológico. Flema sobre el escenario era la pura afirmación de lo real, y la pretensión positiva de construir comunidad por fuera de la doxa suburbana y lumpen del punk, en el mismo momento de su formación. Pienso en un gesto pedagógico, genuinamente pedagógico. Flema tocando un tema de los Stones frente a una tribuna de punks borrachos. A Ricky le encantaban los Stones. La inevitable batalla entre el bien y el mal. Los recursos

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limitados de un tipo peleando la batalla final por la liberación cultural en la época de la derrota. Solo una banda de mierda liderada por un negro lumpen podía asumir ese papel vital. Ese es el secreto legado de Flema para el rock argentino, la corporalidad, el recurso de hiperrealidad, la honestidad.

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En el video de “Y aún yo te recuerdo” la banda aparece en un cuarto despojado. Lo único que hacen es tocar. Sin guión ni maquillaje. Sí hay grandes poses, gestos. Una banda de rock luchando contra el mal en blanco y negro. Ricky canta mirando a la cámara, reduciendo al máximo el artificio, la inevitable metarrealidad que construye el dispositivo audiovisual. Hay poca edición. Pienso que no les llevó más de cuatro o cinco tomas grabarlo. En “Nunca seré policía”, en cambio, hay una puesta en escena. La rutina de Flema. Un pibe se despierta en su cuarto. Pone un disco, se sacude la resaca y sale a tomar unas cervezas en la esquina. Pero la literalidad es total. Cuando la letra dice “sentado en un ricón”, el protagonista aparece sentado en un rincón. Cuando se nombra a la amistad, aparecen los amigos. En el momento en que estalla el estribillo, el protagonista se pone una remera de Flema, y la pantalla, frente a ese acto épico de resistencia punk, se transforma en un recital en que la canción es representada.

Tras la derrota de Malvinas la Argentina inicia la llamada apertura democrática. En 1982 aparece un libro compilado por Alain Rouquie bajo el título Argentina, hoy. Se incluyen artículos de los más prestigiosos intelectuales comprometidos con el proceso de cambio y con el radicalismo: los ex PCR convertidos. Los temas son: la Sociedad Rural, el poder militar, el proletariado moderno; el sístole y diástole de la Argentina moderna, la historia de avances y retrocesos de los sectores populares. El último artículo le pertenece a Angel Rama. Rama percibe los avatares de una trama de conflictos basados en la defensa o

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conquista de precisos intereses políticos y económicos como epifenómenos de una pugna desarrollada en el plano profundo y general de la cultura, una lucha por la imposición de visiones del mundo. Rama ancla la serie de procesos políticos a un sustrato cultural elemental, que enuncia la emergencia y conformación de una cultura dominada que ejerce presión hacia arriba, no necesariamente en nombre de reivindicaciones clasistas que buscan convertirla en cultura dominante, sino más bien como una identidad plebeya que reclama derecho a la existencia. La cultura dominada produce sistemas narrativos y de lectura en todas las épocas, una forma no necesariamente más eficaz pero sí históricamente natural de expresar y aún experimentar las luchas que se libran en la sociedad y que se expresan sólo parcialmente en la serie económica y política que diversos grupos de intereses protagonizan en determinados momentos de la historia. En los ’90, el rock funcionó como dispositivo retórico de los sectores populares, movilizando una serie de contenidos relacionados con la heterogeneidad social, la desprotección, la lumpenización y el desmantelamiento del Estado. Este proceso hubiese sido imposible en los ’60, donde el rock era un discurso sospechoso y frívolo. Bueno, para ser justos, en los ’90 el rock sigue siendo un discurso sospechoso y frívolo, pero en su contexto de inserción, profundamente transformado, capaz de erigir esos mitos personalistas que aglutinan el imaginario emotivo de los sectores desprotegidos frente a una siempre contradictoria administración política sin interés en formular canales institucionales que absorbieran estas demandas. Las

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narrativas que el rock produjo tuvieron variantes, más o menos sofisticadas y más o menos efectivas. Desde Los Redondos al punk del conurbano sur, existe una topografía sonora que permite observar los desplazamientos de una cultura dominada en proceso de reconstrucción y resistencia frente al avance del consenso de Washington y la cultura menemista. El rock funcionó no como un contenido programático específico, sino como un fraseo capaz de construir positivamente identidades binarias y canalizar determinadas demandas de los sectores populares. La vaguedad del tropos del rock, que en muchos casos lleva a la equívoca –en mi criterio– reducción de sus posibilidades de articulación cultural a una mera “resistencia posicional”, únicamente nutrida por un ethos plebeyo que muy raramente hacia referencia al “capitalismo”, adquiere una nueva y mucho más compleja dimensión cuando se trata de entender esa vaguedad no como una forma denigrada de la “lógica política madura dominada por un alto grado de determinación institucional precisa”, sino como la narración dinámica de identidades que son consecuencia de la indeterminación de la misma realidad social. El rock tiene un lugar mucho más relevante que el que se le asigna en los desplazamientos de una cultura subalterna que frente a la neutralización y apropiación espuria que el menemismo hizo de sus símbolos históricos, construyó creativamente nuevos modelos heroicos, nuevas épicas, nuevos guiños y nuevos gestos de resistencia que, a través del rock, articularon sus estructuras sentimentales. El error notable de pensar al rock como un dispositivo conservador,

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es el persistente prejuicio de que las épocas de resistencia son menos dignas o espectaculares que las épocas en que el movimiento popular avanza sobre sus reivindicaciones.

38. La versión del rock que encarnó Ricky Espinosa fue la más radical y la menos reductible a sus condiciones complejas de producción y circulación, la más agregada y contradictoria, incapaz de armonizar con un estilo oficial de narrar la política y el rock, que consistió en el encuadre ideológico de las culturas subalternas en el proyecto hegemónico expansivo, en función de la neutralización de sus violencias genéticas, y a través de la sobrevaloración de la capacidad estética en desmedro de la capacidad referencial de esas narrativas, cómo sucede de manera neta en Los Redondos. Ricky rechazó todo artilugio estético, aunque eso resultara en una determinada forma estética. Toda su producción musical está fuertemente implicada en un sentido experiencial que nutre la forma en que efectivamente Ricky vivía. A veces coherente y a veces indescifrable, los divorcios y confluencias parciales entre discurso y prácticas construyeron un modelo de relación compleja con la realidad y la narración del mundo. El menemismo intentó sustituir el mundo con sus propias representaciones. Los countries, que en los ’90 proliferaron como nunca, son un emergente de las nuevas formas de sociabilidad esquizofrénica que promovió. Espinosa hizo el

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movimiento inverso: la desconfianza radical de la realidad activó un dispositivo de narración radical de esa realidad; e hizo de su vida un trágico relato. Esto se vincula con lo que María Pia López conceptualiza como los dos modelos narrativos que tensionan la historia nacional: la Argentina operación y la Argentina experiencia. O, en la retórica más contemporánea aunque también extemporánea, de los dispositivos comunicacionales kirchneristas, la Argentina virtual y la Argentina real. La primera, hecha de intrigas y sobornos; la segunda, de épicas plebeyas y resistencias. La primera, hecha de la agregación de acciones individuales; la segunda, emergente de la acción colectiva. Ambas, a la vez, revisten estrategias de lectura desde las cuales auscultar la singularidad de determinados momentos históricos. Paradigmáticamente, el 19 y 20 de Diciembre, como fenómeno de hiperrealidad en donde ambas emergen paralelamente.

38. Ricky Espinosa se quemó en los diez largos años que van desde Invasión 88 hasta su muerte, en 2002. Víctima y confirmación de las reconversiones sociales y las tensiones culturales de la Argentina entre la hiperinflación y la caída de De la Rúa, la vida mítica de Ricky es la tragedia en la narración cómica del menemismo. Siendo muy feo, se pintaba la cara con témpera para afearse más: la Argentina del menemismo fue uno de los cinco países del mundo con mayor cantidad de mujeres operadas en la

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especialidad “aumento de busto”. Allí donde el menemismo buscó armonizar, Ricky Espinosa tensionó. Donde el menemismo acentuó la condición grotesca e inevitable del poder, Ricky Espinosa tuvo un último gesto de soberanía: su muerte, gratuita e inesperada, ridícula. Porque sí. Esa muerte, ese último gesto no equivalente a tantas otras muertes del rock, producidas por banalidad o torpeza, esa “desgracia silenciosa en el conurbano bonaerense” fue la última frontera, la crisis del sentido político de su época, el desmantelamiento final de todas las posibles explicaciones de su vida.

39. Hay una polémica entre Horacio González y Beatriz Sarlo que me interesa, a pesar de ambos. Aparece formulada por primera vez en 1975. Luego se reproduce, en sus exactos términos, en dos libros de González, que vuelve a ella obsesivamente y con nostalgia. En Restos pampeanos (1999) y en la nota al pie 43 del prólogo a Perón. Reflejos de una vida (2008). Voy a tratar de resumirla. En un artículo de la revista Los Libros, Sarlo afirma que en las obras de los discípulos de Torre Nilson –esto es, el Juan Moreira de Leonardo Favio y Los hijos de Fierro, de Pino Solanas- “se reelaboran sentimientos y mitos populares”, acercándose a “uno de los objetivos que Gramsci define como propio de la literatura popular, identidad de concepción de mundo entre escritores y pueblo, tal como esto debe ser entendido en el marco del auge

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del peronismo en la Argentina”. La figura del héroe popular es capaz de llegar a “expresar ante grandes masas contenidos realmente democráticos y antiimperialistas”. Posteriormente, según González, Sarlo reencaminaría su reflexión en un sentido bien diferente, en torno a la superación del mito: “Se trataba ahora de señalar que dentro del mito no se puede pensar”. La Beatriz Sarlo de los ’80, como parte de la ficción poderosa de reconversión de la izquierda maoísta al liberalismo elegante, propone una identificación entre mito, dogma y pensamiento único. En respuesta a este viraje, González afirmará que “deseamos mantener la idea de que no sólo es posible pensar dentro del mito; sino que no hay pensamiento crítico que no parta, para construir su afuera, en un envolvimiento con el mito.” Es que no es posible pensar sin los mitos. La voluntad mitológica se transforma en una potencia política capaz de otorgar definiciones totalizadoras que impulsan a una acción que la parcialización sobre la que la ciencia burguesa se asienta, inmoviliza o anula. Este tema está desarrollado en autores como Mariátegui y George Sorel. El mito es un habla, porque todo acto del discurso funda una mitología. El mito es la retórica política por excelencia. El mito moviliza, demuestra y devela. El mito organiza las imágenes capaces de evocar instintivamente todos los sentimientos. En sintonía con las tesis de Marcus, González piensa que existen ciertos fraseos silenciosos y subterráneos, que aparecen una y otra vez en la historia argentina, ordenando las formas de la reflexión nacional. Son las “retóricas del cuerpo”, fusión entre carne y letra, donde el pecado, la redención, el

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hedonismo y la agonía son actos corporales. Escribir se vuelve, así, un gesto corporal de realidad, que equivale a la negatividad del pensar. Con lirismo hermético asentará el bueno de González una conceptualización del punto de yuxtaposición y confluencia entre acción y pensamiento, aquello que el marxismo llamaba praxis. “El cuerpo piensa, el cuerpo escribe, entrega funciones, respiraciones, ademanes”. Es la definición de una biografía, estilizada, imposible. La vida de Ricky Espinosa se lee al calor de esta corporalidad radical. Es una narración, un cuento, una historia. Poblada de anécdotas demenciales y otras más cotidianas, que forman en conjunto un relato capaz de operar reflexiones sobre la coyuntura política y social de la Argentina en los ’90, y su pasado inmediato. Frente a estos emergentes de la metafísica nacional, la cenicienta lengua media de la burocracia académica construye sus estereotipos como proyección inversa de la capacidad emotiva del mito. La insistencia procedimentista, la reivindicación del trabajo sobre el lenguaje y la literaturiedad como estrategia de reflexión política se tornan dispositivos del ocio y el aburrimiento, efectivos en tanto mecanismos de distinción, de asignación del prestigio y de acceso a las altas esferas del sector dominado de la clase dominante. Una apuesta de pago chico destinada a reproducir las formas sociales del poder más que a otorgar una reflexión sobre ellas. En este contexto es que la corporalidad, el involucramiento con el desierto de lo real en escala máxima, emotiva y personal, sobreviene un dispositivo de compromiso vital y transformación social, una especie de reivindicación constructivista, pero sujeta al derrotero complejo de la historia, a las pesadas herencias de indignidad y

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trasvasamiento cultural. Es cuando los contornos de la figura mítica de Ricky Espinosa habilitan un tipo de reflexión poderosa, que desde las periferias plebeyas avanzan hacia el centro letrado con vida, en el sentido más biológico: sangre, vísceras, aliento.

40. La Argentina es una tierra poblada de narraciones. Mitos modernos sobre su origen y evolución. Acaso porque su identidad siempre fue sospechosa y volátil, y está asentada sobre la combinación bastarda de narraciones preexistentes, de identidades extranjeras, estos mitos se parecen a delirios de grandeza, una creencia falsa, extravagante o derivada de un engaño. En psiquiatría, el delirio de grandeza cumple los requisitos de ser incorregible con la experiencia o con la demostración lógica de su imposibilidad y constituir una defensa última frente al derrumbe de la estructura del Yo. Los mitos que recorren la construcción narrativa de la Argentina funcionan como un dispositivo de mash-up, que en informática consiste en la utilización de elementos diversos de aplicaciones distintas para generar un nuevo contenido completo, consumiendo servicios. En la música, el mash-up es una estrategia bastarda de composición que consiste en cruzar dos o tres canciones, pastearlas una encima de otra, para crear un tema nuevo. Es un procedimiento complejo que de alguna manera articula todo el horizonte simbólico de la creatividad contemporánea.

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Probablemente más que cualquier otro país de Latinoamérica, la Argentina tuvo fuertes ideas-fuerza que la recorrieron en la forma de mitologías misionarias. Los años ’90 fueron la transformación radical de la estructura socio-económica de la Argentina, pero también la conversión de su dinámica cultural y mítica. Ricky Espinosa, la alucinada narración biográfica, cuenta la derrota de las aspiraciones históricas de la sociedad argentina y el ethos de una nueva estructura simbólica y emotiva. El mito tras la muerte de los mitos, la última gran sensibilidad nacional, el lenguaje en clave que codifica los núcleos del sentido de la nueva vida cultural argentina. En un libro de 2005, justamente llamado Delirios de grandeza, se intenta reconstruir el horizonte mítico popular de la Argentina, con ensayos sobre Eva Perón, Carlos Gardel, Roberto Arlt, Jorge Luis Borges y el Che Guevara. Todas estas personalidades comparten el hecho de ser emergentes netos e individuales de grandes proyectos políticos que contornearon los tres grandes grandes procesos de modernización de la Argentina moderna: 1916-1930 1945-1955 y 1969-1976. Estas grandes narrativas vitales son ecos fantasmagóricos de la historia argentina, reconvertida. Al fin, desde el siglo XXI, permanecen mudos, aunque algunas exégesis nostálgicas se esfuercen en recuperarlos. Estos derroteros ya no nos hablan de la Argentina contemporánea, sino de los augurios y deseos con que soñaron los liberales del siglo XIX. Ricky Espinosa no nos habla de nada de eso. Esas aspiraciones ya no tienen que ver con nosotros. La cultura argentina del siglo XX y

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sus dos estilos, el aguafuerte y la percepción abstracta del mundo, permanecen mudos y extemporáneos. Son incapaces de decir algo sobre una vida política y cultural en donde la verdad no es ni la realidad ni la maquinaria de símbolos extravagantes con la que se la intenta reemplazar. Ricky Espinosa es el último mito del siglo XX y la primera gran sensibilidad del siglo XXI en la Argentina.

41. Ahora voy a hacer algo imperdonable, que es citar a Borges. En L’illusion comique (revista Sur, 1955), Borges afirma que durante el peronismo hubo “dos historias: una de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas, para consumo de los patanes”. Reconocemos en Borges a un total enemigo del pueblo, pero también la teoría crítica de la narración política argentina que la frase sugiere: el núcleo simbólico de la mitología política argentina se haya en esta dualidad entre violencia y teatro. Es muy sugestivo, y la interrelación entre uno y otro tiende a develar la complejidad entre política y cultura y entre realidad y representación, como discursos que se comentan y ridiculizan mutuamente, en una relación de retroalimentación. Ambas cadencias retóricas aparecen por igual en la figura de Ricky Espinosa; violencia y puesta en escena, son las dos caras de su mito maldito. Un contrapunto vital que es insuflado por los vaivenes radicales de la vida política argentina. Hay dos Ricky Espinosa, dos héroes, dos tragedias. Uno que transcurre en la

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más ostentosa publicidad, vehiculizado por la cadena fantástica de anécdotas, chistes, situaciones imposibles e inverosímiles. Otro, íntimo, sensible, débil, culto, resentido y triste. Ambos entrecruzados sellan la narración, tal como circula, fragmentada, entre sus fanáticos hoy. ¿Cuál de los dos es Ricky Espinosa?

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42. Hombre vicioso, engendro de Satán,/ ritos asquerosos, carente de moral./ Hombre de alma sucia, bandera del mal,/ anarcodrogadicto, perdido total “Hombre vicioso”, El exceso…

Soy un soñador/ que fracasó,/ siento vergüenza,/ siento tristeza./ Casualidad, casualidad./ Soy un perdedor,/ un adicto,/ siento tristeza,/ siento vergüenza./ Casualidad, casualidad “Casualidad”, Vida Espinosa

“Ricky nunca pudo superar el alcohol. Su problema era de estructura emocional. El alcohol y los tóxicos se agregaban por el ambiente al que pertenecía. ‘¿Cómo un rockero punk no va a consumir?’, solía decir. Ese era su ropaje de rockero. Decía que le resultaba imposible. (…) Solía decir que era feo, pero lo utilizaba como método de seducción. Tenía una mentalidad de adolescente. Él, como todos los músicos, no quería llegar a viejo. Nunca se presentó intoxicado en este lugar. Sólo venía con malestares de angustia. El problema era el mismo de

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siempre: su rol, su papel. ¿Cómo un tipo va a hablar del diablo vestido de sport? Suponía que la gente esperaba de él una conducta bardo. Por un lado, no le importaba nada, y por el otro tenía convicciones morales muy fuertes” - Lic. Omar González, psícolo de Ricky en su período de rehabilitación de las drogas en el IMPAA, citado en el libro de Sebastián Duarte

En 1995, Flema grabó su mejor disco, El exceso de drogas y alcohol puede ser perjudicial para tu salud. ¡Cuidate! Nadie lo hará por vos. Para mi generación, para mí y mis amigos, El exceso fue una insignia y una bandera. Veinte temas que duraban apenas un poco más de media hora, cuatro acordes, una violencia fanática, un sonido desarrapado y trágico. Creo que muchos de los que nacimos en los primeros ’80 nos formamos bajo su influjo. Fue un disco brillante, repleto de manifiestos, con momentos de lirismo realmente llamativos. El arte de tapa es el yin y el yan, que a partir de ahí hizo una conversión caprichosa de ícono zen a logo de la banda y comenzó a ser reproducido en remeras, mochilas, dramáticos tatuajes en torsos de fanáticos, banderas con leyendas heroicas o trágicas, carpetas de estudiantes secundarios de colegios privados. El exceso es el momento en que culmina el proyecto retórico del Ricky Espinosa, el proyecto digamos público, la estrella del punk; con letras que son de lo más sutil en la narrativa política

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del punk –“te quiero, te odio, necesito tu calor”–, con un lenguaje matriz del proyecto vital de Ricky Espinosa y de Flema, como plataforma de proyección de ciertos aspectos de su vida. La actitud teenager, el carnaval macabro, los dobles sentidos, las irrelevantes escenas de la vida cotidiana, la rebeldía. Esta proyección festiva esconde un costado trágico pero no pone en juego una subjetividad dramática, sino que construye más o menos una imagen intuitiva de una generación, a quien se interpela a través de una rutina de símbolos: el alcohol, el sufrimiento, la neurosis, las drogas y un difuso enemigo.

Ese punk de alto impacto también está en el otro gran disco de Flema, Si el placer es un pecado, bienvenidos al infierno, de 1997. Este cuarto disco es una profundización sombría y más madura de su antecesor. Allí están los himnos “Vahos del ayer” o “Nunca seré policía”, pero también canciones inquietantes como “El último vaso de vino”. El arte de tapa del disco incluía una frase de Julio Cortázar: “Soy apenas la

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burbuja que te refleja y que destruirás con solo un parpadeo”, sobre un fondo de imágenes recortadas de Ricky, la banda en vivo, fanáticos de Flema tomando vino de una botella de Coca recortada; imágenes del Apocalipsis suburbano. Los devaneos erráticos de una cultura plebeya que se cuela con violencia en el imaginario letrado de las clases ganadoras.

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conceptual: “empieza con la vida, termina con la muerte” Vida Espinosa es un intento por articular su angustiante vida privada y su excesiva vida pública; y por sintetizar de alguna manera la relación entre su vida y su época. El resultado es oscuro y triste. Un disco que lleva un pulso sombrío y que anticipa el final. Todas las letras son sobre él.

43. “Más allá de la fama que hizo como artista punk, más allá de su imagen pública, los que lo conocimos y lo quisimos y queremos tanto sabemos que esa vida que llevó, extremista y llena de excesos, no se debió al desinterés ni al cinismo, sino todo lo contrario. Ricky era la persona más sensible que se puedan imaginar. Llevaba dentro un dolor tan íntimo y personal que muchas veces se sentía solo, perdido en el mundo” - Comunicado de prensa, tras la muerte de Ricky

Vida Espinosa fue grabado en 1999 y fue la otra pata del proceso creativo de Ricky: su acceso personal, la proyección inversa de Flema. Rápidamente fue señalado como “uno de los discos más raros del rock nacional”. Sebastián Duarte anota que fue “el proyecto más ambicioso de su vida”. Ricky mismo intentaría explicar la excentricidad del disco por su carácter

44. La biografía de Ricky Espinosa y sus paratextos, los discos, cristalizan una sensibilidad genuina, intensa y dramática que durante los ’90 opone fealdad y sufrimiento al estilo oficial

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de narrar belleza y felicidad. En el número 60 de la revista Madhouse, Ricky Espinosa dice que “el punk es supuestamente algo feo. Yo soy re feo, así que debo ser punk”. En 1997 dice al Suplemento Sí!: “El mensaje que puedo dejar es que se curtan todos los grandes políticos y todos esos pensadores que se la pasan hablando y analizando sin poder solucionar nada” Ricky Espinosa renuncia positivamente a cualquier pretensión de legitimidad y deshonestidad. Los dos grandes dispositivos narrativos de los ’90 en la Argentina son el menemismo y el rock. Ambos ponen en crisis la distancia entre realidad y representación. El menemismo, via la voluntad de imponer la ficción al mundo. Ricky con el movimiento inverso de minar con sospechas la realidad, transformándola en mito. Los puntos ciegos, los equívocos y las contradicciones que entraña la narración de su biografía son esa voluntad de poner en crisis las certezas. Por eso todas sus anécdotas son increíbles, y en un sentido estricto, imposibles. En 2005, diez años después de que Flema tocara “Honky Tonk Woman”, fui a Speedking a ver un tributo a Ricky. Tocaron muchas bandas, todas más o menos desconocidas o nuevas. El clima fue muy emotivo. Había alrededor de 200 punks transpirados y borrachos, golpeándose, fumando porro o tomando una merca de mierda en el baño. El lugar era chico, el aire estaba estancado. Una atmósfera vaporosa de sudor formaba aureolas alrededor de las luces. Se cantaron todos los clásicos de Flema. En “Vahos del ayer” vi a un pibe llorando,

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doblado contra la barra. Cuando terminó la canción, entre tres sacaron a otro con la cara ensangrentada. Mucha gente se subió al escenario a cantar. Se tiraba contra el público, se escupían, se peleaban con los patovas. Fue una fiesta. Una de las bandas que subió hacia el final se llamaba Explenden. Tocaron un tema de ellos que se llamaba “La herencia de Menem”. Es un tema que en el estribillo decía “muerte a la cumbia”. “No es por odiar, lo sabés bien/ Y, ay, que asco que me dan./ La sociedad se idiotizó,/ pan y circo y Flor de Piedra en la te vé./ Muerte a la cumbia, ahí viene la blazer./ Me gustaría ver por una vez,/ a una chica cumbia de recoleta,/ con un negro villero corriéndola, corriéndola,/ corriéndola para coger./ Muerte a la cumbia, ahí viene la blazer”. Me sentí un poco ajeno. ¿Cómo se puede interpretar el derrotero del punk entre esos diez años? Es un equívoco difícil de ignorar. Ricky Espinosa tensionó las tradiciones y las jerarquías del género en un gesto de violencia democratizadora. Y aunque sería difícil afirmar que Ricky hubiese reinvidicado a la cumbia, internamente pienso que sí. El punk que llama a asesinarla es en realidad heredero de esa actitud confusa que fue el sello de distinción de El Otro Yo durante los ’90, “la cumbia es una mierda”, que terminaba de clausurar el círculo de una contradicción llamativa: por un lado el caos plebeyo, por otro lado la diferenciación del universo simbólico popular, una actitud infantil que emana de las zonas periféricas de la cultura letrada, una mentira, un gesto hipócrita de distinción y reproducción.

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Está claro que el claim “muerte a la cumbia” está más alimentado por las persistentes tradiciones culturales del menemismo que por el ideal plebeyo que encarnó Ricky Espinosa. Si esto no fuese así, la herencia de Ricky Espinosa debe buscarse fuera del punk, subterránea y desconcertante. O en ningún lado.

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Epílogo

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Este texto se terminó de escribir en la ciudad de Buenos Aires entre 2008 y 2009. El pdf se compuso con impericia y amor hacia finales de 2010, año del Bicentenario

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