F.J. Fernández Nieto, y V. Alonso Troncoso - LAS CONDICIONES DE LA POLIS EN EL SIGLO IV Y SU REFLEJO EN LOS PENSADORES GRIEGOS

August 10, 2017 | Author: quandoegoteascipiam | Category: Greece, Peloponnesian War, Poverty, Poverty & Homelessness
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Descripción: Los grandes problemas de la sociedad griega del siglo IV derivan de los permanentes enfrentamientos que ago...

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A ntïgvo ORIENTE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7.

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A. Caballos-J. M. Serrano, Sumer y A kkad. J. Urruela, Egipto: Epoca Tinita e Im perio Antiguo. C. G. Wagner, Babilonia. J . Urruelaj Egipto durante el Im perio Medio. P. Sáez, Los hititas. F. Presedo, Egipto durante el Im perio N uevo. J. Alvar, Los Pueblos d el Mar y otros m ovimientos de pueblos a fin es d el I I milenio. C. G. Wagner, Asiría y su imperio. C. G. Wagner, Los fenicios. J. M. Blázquez, Los hebreos. F. Presedo, Egipto: Tercer Pe­ ríodo Interm edio y Epoca Saita. F. Presedo, J . M. Serrano, La religión egipcia. J. Alvar, Los persas.

GRECIA 14. 15. 16. 17. 18.

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J. C. Bermejo, El mundo del Egeo en el I I milenio. A. Lozano, L a E dad Oscura. J . C. Bermejo, El mito griego y sus interpretaciones. A. Lozano, L a colonización griega. J. J . Sayas, Las ciudades de J o nia y el Peloponeso en el perío­ do arcaico. R. López Melero, El estado es­ partano hasta la época clásica. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se , I. El estado aristocrático. R. López Melero, L a fo rm a ­ ción de la dem ocracia atenien­ se, II. D e Solón a Clístenes. D. Plácido, Cultura y religión en la Grecia arcaica. M. Picazo, Griegos y persas en el Egeo. D. Plácido, L a Pente conte da.

Esta historia, obra de un equipo de cuarenta profesores de va­ rias universidades españolas, pretende ofrecer el último estado de las investigaciones y, a la vez, ser accesible a lectores de di­ versos niveles culturales. Una cuidada selección de textos de au­ tores antiguos, mapas, ilustraciones, cuadros cronológicos y orientaciones bibliográficas hacen que cada libro se presente con un doble valor, de modo que puede funcionar como un capítulo del conjunto más amplio en el que está inserto o bien como una monografía. Cada texto ha sido redactado por el especialista del tema, lo que asegura la calidad científica del proyecto. 25.

J. Fernández Nieto, L a guerra del Peloponeso. 26. J. Fernández Nieto, Grecia en la prim era m itad del s. IV. 27. D. Plácido, L a civilización griega en la época clásica. 28. J. Fernández Nieto, V. Alon­ so, Las condidones de las polis en el s. IV y su reflejo en los pensadores griegos. 29. J . Fernández Nieto, El mun­ do griego y Filipo de Mace­ donia. 30. M. A. Rabanal, A lejandro Magno y sus sucesores. 31. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I : El Egipto de los Lágidas. 32. A. Lozano, Las monarquías helenísticas. I I : Los Seleúcidas. 33. A. Lozano, Asia Menor h e­ lenística. 34. M. A. Rabanal, Las m onar­ quías helenísticas. I I I : Grecia y Macedonia. 35. A. Piñero, L a civilizadón h e­ lenística.

ROMA 36. 37. 38. 39. 40. 41.

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J. Martínez-Pinna, El pueblo etrusco. J. Martínez-Pinna, L a Roma primitiva. S. Montero, J. Martínez-Pin­ na, E l dualismo patricio-ple­ beyo. S. Montero, J . Martínez-Pinna, L a conquista de Italia y la igualdad de los órdenes. G. Fatás, El período de las pri­ meras guerras púnicas. F. Marco, L a expansión de Rom a p or el Mediterráneo. De fines de la segunda guerra Pú­ nica a los Gracos. J . F. Rodríguez Neila, Los Gracos y el com ienzo de las guerras aviles. M.a L. Sánchez León, Revuel­ tas de esclavos en la crisis de la República.

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C. González Román, La R e­ pública Tardía: cesarianos y pompeyanos. J. M. Roldán, Institudones p o ­ líticas de la República romana. S. Montero, L a religión rom a­ na antigua. J . Mangas, Augusto. J . Mangas, F. J. Lomas, Los Julio-C laudios y la crisis del 68. F. J . Lomas, Los Flavios. G. Chic, L a dinastía de los Antoninos. U. Espinosa, Los Severos. J . Fernández Ubiña, El Im pe­ rio Rom ano bajo la anarquía militar. J . Muñiz Coello, Las finanzas públicas del estado romano du­ rante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Agricultura y m inería rom anas durante el Alto Imperio. J . M. Blázquez, Artesanado y comercio durante el Alto Im ­ perio. J. Mangas-R. Cid, El paganis­ mo durante el Alto Im peño. J. M. Santero, F. Gaseó, El cristianismo primitivo. G. Bravo, Diocleciano y las re­ form as administrativas del Im ­ perio. F. Bajo, Constantino y sus su­ cesores. L a conversión d el Im ­ perio. R . Sanz, El paganismo tardío y Juliano el Apóstata. R. Teja, L a época de los Va­ lentiniano s y de Teodosio. D. Pérez Sánchez, Evoludón del Im perio Rom ano de Orien­ te hasta Justiniano. G. Bravo, El colonato bajoim perial. G. Bravo, Revueltas internas y penetraciones bárbaras en el Imperio. A. Giménez de Garnica, L a desintegración del Im perio Ro­ mano de O cddente.

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Director de la obra:

Julio Mangas Manjarrés (Catedrático de Historia Antigua de la Universidad Complutense de Madrid)

Diseño y maqueta:

Pedro Arjona

«No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.»

© Ediciones Akal, S.A., 1989 Los Berrocales del Jarama Apdo. 400 - Torrejón de Ardoz Madrid - España Tels. 656 56 11 - 656 49 11 Depósito Legal: M-38566-1989 ISBN: 84-7600 274-2 (Obra completa) ISBN: 84-7600-430-3 (Tomo XXVIII) Impreso en GREFOL, S.A. Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid) Printed in Spain

LAS CONDICIONES DE LA POLIS EN EL SIGLO IVYSÜ REFLEJO EN LOS PENSADORES GRIEGOS F.J. Fernández Nieto, y V. Alonso Troncoso,

Indice

Introducción................................................................................................................

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I. Caracteres generales del siglo IV .....................................................................

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II. Historia política ..................................................................................................

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1. A tenas: convulsiones internas ......................................................................... 2. Esparta: la descom posición de la co m unidad de los iguales ................ 3. Tebas: el triunfo del fe d e ra lism o ....................................................................

21 31 38

III. El debate político .............................................................................................

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1. 2. 3. 4.

Los pensadores griegos y la cuestión social ................................................. Las propuestas utópicas. P latón ..................................................................... Las ideas aristotélicas ...................................................................................... La interpretación de los historiadores ..........................................................

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Bibliografía.............. ....................................................................................................

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Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

Introducción

Los grandes problem as de la socie­ d ad griega del siglo IV derivan de los perm anentes enfrentamientos que ago­ taron a la m ayoría de los estados des­ de la G uerra del Peloponeso (431-404) hasta la batalla de M antinea (362). La ru in a de num erosas com unidades, el rá p id o in c re m e n to de la m ise ria , el ab an d o n o de las tierras de labor, la afluencia de m enesterosos a las ciu ­ dades, requerían la puesta en práctica de m edidas sociales que no siem pre en co n trab an b uena acogida. En to­ das partes se realizan esfuerzos para so lu cio n ar las cuestiones más graves y se dispensa protección y ayuda a las m asas desplazadas, que se integran en la vida u rb an a realizando las la ­ bores que nadie quiere y recibiendo los peores sueldos. P aralelam en te la pequeña in d u s­ tria de la G recia continental, que h a ­ bía conocido a lo largo del siglo V m om entos de in dudable prosperidad, se resiente a fondo en todas las ram as de producción. Las guerras y la p ira­ tería, el retraim iento de la inversión com ercial, las nuevas exigencias fis­ cales sobre los ciudadanos de clase m edia (arm adores, m ercaderes, arte­ sanos, etc...), son algunas de las razo­ nes que im pulsan la decadencia del com ercio, en particu lar la pérdida de los antiguos m ercados de oriente y occidente y de la clientela que consu­ m ía aquellos productos (vino, aceite,

cerám icas, arm am ento, etc...); con fre­ cuencia sucede que ciertas ciudades periféricas (Siracusa, M arsella, R o­ das, C artago) se transform an en ade­ c u a d o s c e n tro s de d is trib u c ió n e in terc am b io que reem p lazan a los grandes m ercaderes de an tañ o (corin­ tios, atenienses, sam ios, quiotas, b i­ zantinos), de suerte que los niveles es­ tables de abastecim iento acaban in ­ variablem ente por descender. Al deterioro de la situación econó­ mica se sum aron los efectos de una crisis social. La especulación y la ex­ plotación de la necesidad enriquecie­ ron a bastantes personas, que ad q u i­ riría n ad e m á s g ran peso po lítico , m ientras crecían las diferencias con la parte de población desarraigada y em pobrecida. Com o en la edad arcai­ ca del m undo griego, oím os co n tin u a­ m ente h ab lar de la lucha entre pobres y ricos, de la ineficacia de las viejas instituciones, del recrudecim iento de las agitaciones sociales, fruto del des­ contento, que estallan algunas veces en form a de violentas conm ociones; el program a esgrim ido por los refor­ m istas apunta siem pre a d em an d ar nuevos repartos de tierras y a n u la ­ ción de las deudas, e incluso se acari­ ció la idea de abolir la esclavitud. La m ilicia profesional fue el recurso ele­ gido por m ucha gente para obtener subsistencias y dinero, pero el m ante­ nim iento de m ercenarios fue una car­

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ga tan costosa para los ricos que, en aquellas ciudades en donde se valie­ ron de sus servicios, em peoró aguda­ m ente el p an o ram a social. T am bién la vida política de los es­ tados griegos experim entará una n o ­ table evolución. En los sistem as de­ m ocráticos, com o A tenas, se abren paso los o rad o res y estrategos que prom eten soluciones ilusorias y a los que el pueblo sigue tem poralm ente, m ientras reparten los subsidios p ú ­ blicos; preocupados sólo p o r conte­ ner la agitación del m om ento, nunca ad o p taro n m edidas idóneas para al­ ca n zar una m ejor distribución de la riqueza. E n los países oligárquicos y en aquellos en donde la dem ocracia no había calado por com pleto, fueron los propietarios y los aristócratas, re­ teniendo las m agistraturas y el cargo de estratego, quienes buscaron co n ­ tro lar el poder político real ante la am enaza del desorden e hicieron com ­ patible el m antenim iento de su posi­ ción trad icio n al con pequeñas co n ­

cesiones y reform as; sin em bargo, tam bién en estos territorios llegaron a m enudo a peligrar las instituciones y el orden político. Los pensadores y filósofos griegos recogieron el sentim iento de inquie­ tud de sus conciudadanos ante tales situaciones y en sus obras analizaro n el m alestar general que invadía a su generación, de la que actúan com o portavoces. Sus ideas a d e n tra n las raíces tanto en el pensam iento histó­ rico clásico (H eródoto, H elánico, Tucídides) com o en los planteam ientos filosofico-políticos de la escuela socrá­ tica; los grandes nom bres que flore­ cen en el siglo IV son los de Jenofon­ te, Platón, Isócrates, Éforo, Teopompo, Filisto, C alístenes, Aristóteles. C ierta­ m ente se lim itaron a desarrollar una labor teórica distanciada, por lo gene­ ral, de la realidad, pero su influencia sobre los oradores y los grupos diri­ gentes fue el acicate que prom ovió el debate social y preparó el cam ino a la renovación de numerosas instituciones.

Ruinas de tholos de Epidauro. Por Policleto el joven (Segunda mitad del Siglo IV a.C.).

Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

I. Caracteres generales del Siglo IV

C om o ya hem os visto, el d e b ilita ­ m iento de la polis se hizo patente ante todo en la historia externa de los estados griegos, es decir, en el cam po de las relaciones internacionales. C on­ tra todo pronóstico, la caída del im ­ perialism o ático no trajo la au tono­ mía para m uchas de las ciudades, y la desaparición de la bipolaridad espar­ tano-ateniense no inauguró un siglo de m ás paz, sino que favoreció el sur­ gim iento de nuevos polos de atrac­ ción com o Tebas y Siracusa, con la consiguiente inestabilidad de las nue­ vas constelaciones políticas y el m a­ yor riesgo de conflictividad arm ada. Los griegos se vieron por ello inm er­ sos en una espiral de luchas incesan­ tes, pese a los repetidos esfuerzos de la Koiné Eirené; de guerras realm ente agotadoras, de las que sólo se benefi­ ciarían Persia y M acedonia; en fin, y lo que era peor, de conflictos irresolu­ tivos y estériles, com o reiteradam ente se quejaría desde su im potencia de o rad o r el ateniense Isocrates (VIII 19; IX 32). Con ello la ciudad ponía de relieve su incapacidad para d ar paso desde sí y por sí a una nueva época histórica, tarea que estaba reservada a la m onarquía de Filipo y, especial­ m ente. a la de A lejandro Magno. E n relación con esto últim o no es­ taría de m ás llam ar la atención sobre la inoperancia de u na institución di-

Estatuilla de bronce de un joven desnudo, procedente de Armiclas, Esparta (Comienzos del Siglo IV a. C.) Museo Nacional de Atenas

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10 rectam ente relacionada con los m e­ canism os com unicativos y expansi­ vos de la polis: la symmachíci, o alianza m ilitar. Esta se había im puesto d u ­ rante el arcaísm o y el s. V com o el instrum ento idóneo de la vocación asociativa de las ciudades griegas, al saber conciliar su irrenunciable de­ seo de autonom ía con las perentorias necesidades de la defensa (Liga Jonia, Liga Helénica), pero tam bién por ser capaz, llegado el caso, de vehicular un a política ab iertam en te hegem ónica, sin acab ar por ello con la id en ­ tidad h u m an a y territorial de los alia­ dos —fue el caso de la Liga del Peloponeso y, más abiertam ente todavía, el de la arché ático-délica—. Signo de los tiem pos venideros, la antigua symmachía fue cediendo protagonism o a lo largo del s. IV al estado federal (koinón), que ahora se fragua (el etolio, el aqueo) o se im pone (el beocio, el arcadio), pero tam bién a las prefi­ guraciones de los reinos helenísticos, com o la M acedonia de Filipo, la S ira­ cusa de D ionisio I, el Epiro unido de los m onarcas molosos o la H alicar­ naso de M ausolo. La trayectoria de los estados griegos desde el fin de la G uerra del Peloponeso hasta la bata­ lla de Q ueronea (338) no sólo nos en ­ seña que la polis griega fue finalm en­ te incapaz de institucionalizar la paz y de unirse bajo la b andera panhelénica —lo que en todo caso no serían notas distintivas de esta centuria—, sino sobre todo que esa form ación po lítica g en iiin am en te h elén ica, la polis, hab ía agotado su ciclo vital en luchas fatricidas sin levantar una au ­ toridad superior, delegada por la m a­ yoría o im puesta por la m ás fuerte. Sólo A tenas, desde el d o m in io del Egeo y con la expedición a Sicilia, se había acercado a la vertebración de un im perio y a la unificación parcial del M editerráneo, antes que M acedo­ nia y Roma. Existen, en efecto, algunos fenóm e­ nos característicos del s. IV que a p u n ­ tan directam ente a una quiebra del

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ideal de la polis. La generalización del m ercenariado es uno de ellos. La práctica de este viejo oficio rem onta­ ba ya al s. VI, en que los griegos en ­ traron al servicio de los reyes de Egip­ to y B ab ilo n ia : h a b ía n sido estos profesionales de la guerra, helenos y carios, los que perpetuaron sus n o m ­ bres en la gran estatua de R am ses II en Abu Simbel (N ubia). C reta y el Pe­ loponeso venían siendo canteras tra­ dicionales de esta fuerza de com bate, que, con suerte, podía enriquecerse al servicio de un soberano extranjero o de otra polis, para regresar a la patria enriquecida y gozar allí de un cóm o­ do retiro. Tras la G uerra del Pelopo­ neso, y com o consecuencia del d esa­ rra ig o y a b a n d o n o de las ta re a s agrícolas que ésta crearía, m uchos griegos trocaron el arado por la espa­ da y se e n ro la ro n en los d istin to s cuerpos del ejército que partieron h a ­ cia el Asia M enor. La H élade debió de asem ejarse u n poco a la E uropa que tras la G uerra de los Treinta Años vio poblarse de soldados de Flandes o del Casal, de N ordlingen o la Vallelina, inm ortalizados en los dibujos y lienzos de Callot, Cuyp o della Bella. En la Anábasis de Jenofonte, él m is­ mo un hom bre de acción, se nos p er­ geña el perfil hum ano de estos solda­ dos sin patria que se p o n e n a las órdenes del pretendiente persa: Clearco de L acedem onia, un desterrado; A ristipo, un tesalio de Larisa expulsa­ do de su patria por sus adversarios políticos; Próxeno, un beocio; Soféneto de Estinfalo y Jenias de Parrasia, am bos arcadlos; Pasión de M egara, Sosis de Siracusa, etc. M ás tarde, del 375 al 373, cuando reinaba la paz en ­ tre A tenas y Persia, Ifícrates y T im o­ teo en traro n sucesivam ente al servi­ cio de A rtajerjes II al frente de su propia hueste de m ercenarios. E n la reconquista de ese país (343/42) so­ bresalieron dos jefes griegos, el tebano Lacrates y el rodio M éntor, este ú l­ tim o herm ano de M em nón, el único oficial del estado m ayor persa que sa-

Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

bría p lan tar u n a estrategia eficaz con­ tra las prim eras cam p añas de A lejan­ dro M agno en Asia M enor. N o sólo los sátrapas y los reyes per­ sas reclutaron a griegos com o tropas m erc en aria s cu alificad as. Las p ro ­ pias ciudades griegas, em pezando por E sparta y Atenas, sintieron repetida­ m ente la necesidad de com pletar sus efectivos h u m an o s a base de soldada. Agesilao, por ej., debió su victoria en C oronea (394) frente a los beocios a los m ercenarios griegos de la Anábasis, bajo el m ando de H erípidas. Los generales atenienses, ante la continua penuria financiera de su patria, h u ­ bieron de costear de su propio bolsi­ llo el reclutam iento de tropas a suel­ do para afrontar cam pañas im periosas y repentinas: a fin de llevar adelante su expedición naval en torno al Peloponeso que concluyó con la adhesión de C orcira a la Liga M arítim a (375), Tim oteo h ubo de hacer un desem bol­ so personal de trece talentos, e Ifícrates se vería obligado a em plear en fae­ n as ag ríc o las a sus rem eros en tre ca m p a ñ a y cam p añ a, por no tener con qué pagarles. O tras veces las fuentes de ingresos serían el saqueo, la piratería o la re­ caudación ilegal de im puestos y tasas a com unidades aliadas y a las naves m ercantes. C o m p o rtam ientos com o los de T ibrón y Titraustes entre los es­ partanos, o Diopites en Atenas, m u­ chas veces co n trav in ien d o las n o r­ m as del d erech o in te rn a c io n a l, se h iciero n célebres p or su h a b ilid a d para sostener a los ejércitos a costa de terceros. El jefe de m ercenarios se convertiría así en un hom bre sem iind ep e n d ie n te, p atro n o de sus h o m ­ bres, con quienes m antenía una rela­ ción p uram ente personal, al m argen de la ciudad. Pero esto rom pía la p er­ fecta fusión de lo civil y lo m ilitar en el seno de la polis clásica. De ahí que la voz patriótica de D em óstenes tro­ nase en la A sam blea una y otra vez contra la plaga de los m ercenarios, que ac ab ab a n con la tradición del

soldado-ciudadano, y a los que tanto él com o Isócrates tenían por «enem i­ gos com unes de todas las tierras» y «de todos los hom bres». El em pleo de m ercenarios se debía en parte a la inhibición del ciu d ad a­ no ante una obligación que ahora p a ­ recía una carga insoportable, y que prefería eludir m ediante el pago de im puestos. Este fue el caso particu lar­ m ente de Atenas, donde el recurso al im puesto de guerra (eisphora) se hizo cada vez m ás frecuente. Pero, ju n to a la quiebra del ideal de la polis, este fenóm eno tiene tam bién su origen en la crisis económ ica que afectó a m u­ chas regiones de la Héladc, haciendo aún m ás hondo el foso entre ricos y pobres y echando a unos ciudadanos co n tra otros en violentos en fre n ta ­ m ientos civiles (stasis). En efecto, un tem a om nipresente en la historia de las ciudades durante esta centuria es el de los exilios, co n ­ fiscaciones, proscripciones y m asa­ cres subsiguientes a u n a revolución interna, protagonizada bien por de­ m ócratas, bien por oligarcas o bien por un tirano. M itilene, Argos, Corinto, Siracusa, Rodas, entre otras poleis, han conocido conm ociones de este tipo y visto surgir en su seno esas «dos ciudades hostiles» que Platón quería erradicar de su República ideal. Parece que el Peloponeso se vio p a r­ ticularm ente sacudido por la stasis, sobre todo a raíz del h undim iento de la preponderancia espartana en Leuc­ tra y el inm ediato resurgir del m ovi­ m iento dem ocrático en las ciudades contra la oligarquía. Isócrates (VI 64 s.) es testigo de ello y así nos lo hace sa­ ber por boca del rey A rquídam o de Esparta: «Creo tam bién que el res­ tante pueblo peloponesio, incluso el dem ocrático, el m ás hostil a nosotros, según pensam os, añ o ra ya nuestro gobierno (...) M urieron los m ejores de ellos a m anos de los peores ciu d ad a­ nos y en vez de autonom ía cayeron en las más num erosas y peores ilega­ lidades (...) Así las tierras están arru i­

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12 nad as, arrasad as las ciudades, des­ truidas las casas privadas, derribadas las constituciones y abolidas las leyes bajo cuyo gobierno eran los m ás feli­ ces de los griegos. Es tal su m utua desconfianza y odio, que tem en m ás a sus con ciu d ad an o s que a los enem i­ gos. E n lugar de la concordia que te­ n ían bajo nuestro gobierno y de su m utuo bienestar, h a n llegado a tal in ­ so ciab ilid ad que los ricos con m ás gusto tirarían al m ar sus propiedades antes que ayudar a los necesitados, y los pobres preferirían arran c ar esas riquezas a sus propietarios m ejor que encontrárselas. A bolieron los sacrifi­ cios y se degüellan unos a otros sobre los altares. A hora son m ás los que huyen de u n a sola ciudad que cu a n ­ tos antes lo h acían de todo el Peloponeso. Y au n q u e son tantos los m ales enum erados, son m uchos más los que quedan por decir» (trad. J.M. Guzmán). Este som brío cuadro nos parecería dem asiado irreal y producto de la re­ tórica, si no fuese porque nos consta p o r Tucídides (III 82-83) que las co n ­ secuencias de la stasis en G recia h a ­ b ía n sido siem pre de este calibre, y, sobre todo, porque los hechos alu d i­ dos están perfectam ente docum enta­ dos en otras fuentes: así la m asacre general perpetrada en C orinto contra los aristócratas en plena fiesta de A r­ tem is Euclea el año 392 (Jenof., Hell. IV 4,1 s.), el asesinato de los su p lican ­ tes aqueos refugiados en el tem plo de P o sid ó n (Paus. VII 25), o los s a n ­ grientos sucesos acaecidos en Argos el año 371 (Diod. XV 58), en que no m enos de mil personas fueron m uer­ tas a varazos (skytalismós). Podem os h acernos u n a idea sobre aquel clim a de inseguridad perm anente y de m ie­ do a las revoluciones en que vivían los griegos, si leem os el tratado escri­ to p o r E neas Táctico hacia m ediados de esta centuria sobre la defensa de las ciudades con el título' de Poliorcética. En el sólo se alude a traiciones y golpes de m ano, a enorm es am enazas de las b an d as m ercenarias, a la lucha

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interna entre pobres y ricos, favorece­ dora del establecim iento violento de tiranías m ás o m enos efímeras. La re a p a ric ió n de la tira n ía , en efecto, constituyó un fenóm eno bas­ tante frecuente durante el s. IV. En ese sentido no cabe duda de que para algunas com unidades griegas esta cen­ turia com portó un claro retroceso en su desarrollo político hacia condicio­ nes de época arcaica. Al igual que los siglos VII y VI, el gobierno un ip erso ­ nal tuvo por origen graves desequi­ lib rio s sociales, que h a c ía n su p e r­ fluas a los ojos del demos las co n ­ quistas políticas anteriores, incluso las del gobierno popular, y señalaban en cam bio com o m ás perentoria la resolución drástica de los problem as m ateriales. Bien es verdad que en el caso de D ionisio de Siracusa la ins­ tauración de la tiranía estuvo justifi­ cada por la am enaza cartaginesa y la necesidad de concentrar en u n a sola persona todos los poderes, pero tam ­ bién aquí el nuevo régimen, que puso fin a la dem ocracia, persiguió a los aristócratas y se apoyó en los estratos inferiores, en los ciudadanos de n u e­ va creación (neopolitai) receptores de tierras y en el m ercenariado afecto al tirano. Igualm ente revelador es el caso de Eufrón, tirano de Sición en la prim e­ ra m itad de los años sesenta. Esta ciu ­ dad recibió una guarnición tebana en el 369/8, y uno de sus notables, E u­ frón, fue el principal instigador del golpe de estado que acabó con la oli­ garquía laconófila e instauró u n a d e­ m ocracia en toda regla. Su duración, no obstante, fue m uy breve, pues E u­ frón, que tenía dos mil m ercenarios bajo su m ando, se deshizo de los otros estrategos, confiscó e hizo vender los bienes de los oligarcas proespartanos m ás acaudalados y estableció u n a ti­ ranía en Sición. Jenofonte, de quien procede lo m ás esencial de nuestra inform ación, define a los dos grupos en fren tad o s com o «los m ás ricos» (plousiótatoi), por una parte, y el p u e­

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Relieve funerario procedente del Pireo (Siglo IV a. C.) Museo Nacional d e ‘Atenas

blo llano {demos), por otra. Tam bién en H eraclea Póntica, colonia de M e­ gara en el M ar Negro, la tom a del po­ der por C learco obedeció a las m is­ m as razones de fondo: hacia el 370 la lucha op o n ía a los ricos contra los pobres, teniendo los prim eros el con­ trol del C onsejo de los Trescientos y los segundos u n a escasa p artic ip a­

ción en la vida pública de la ciudad. Pero no era la paridad de derechos políticos lo que realm ente sublevaba a las clases bajas, sino sobre todo la crisis agraria y sus exigencias: aboli­ ción de las deudas y reparto de tie­ rras. Al final, la tiran ía se im puso com o solución en la persona de C lear­ co, tam bién un jefe de m ercenarios.

14 No es extraño, p o r consiguiente, que cu ando en el 338/7 Filipo im puso a los griegos la Paz de C orinto, les h i­ ciese ju ra r el com prom iso solem ne de no proceder a ningún cam bio de régi­ m en político, a ninguna condonación de las deudas, a ningún reparto de tierras y a n in guna liberación de es­ clavos con vistas a asegurar el triunfo de cualquier revolución interna. A un así, cuando N icanor de Estagira m an­ dó leer en los Juegos O lím picos del año 324 el decreto de A lejandro sobre el retorno de los desterrados a sus res­ pectivas ciudades, estaban presentes en el acto, según parece, unos veinte mil refugiados de toda la Hélade. Pero el problem a de la polis no fue algo que se reflejó únicam ente en el cam po de las relaciones internacio­ n ales y en las co n d icio n es ec o n ó ­ m ico-sociales internas, sino tam bién en la vida religiosa, las artes y el pensam iento. El siglo V hab ía visto triunfar la re­ ligión cívica y, con ella, la integración m ism a sensibilidad religiosa la que explica incluso ciertas prácticas extá­ ticas extrañas al orfism o, pero que constituían residuos del prim itivo cul­ to dionisíaco, ya disciplinado y ple­ nam ente institucionalizado en el cu a­ dro de la polis en el caso del Atica. Las form as m ás intensas y em ociona­ les del dionisism o, com o el éxtasis báquico o el acercam iento a la n a tu ­ raleza, fueron retom adas ahora para descargar en ellas la angustia del ciu­ dadano, cada vez m enos poseído del optim ism o racionalista de la pasada centuria. En este sentido, las Bacantes de E urípides testim oniaban ya el eco que la religión anóm ica del dios agra­ rio enco n trab a entre el público ate­ niense, así com o el arraigo que ésta tenía todavía en otras regiones de la H élade. La proliferación de asocia­ ciones privadas de culto (thiasoï) y el acercam iento de D ionisiô a la reli­ gión eleusina fueron la consecuencia natural de esta evolución espiritual. C om o parte de esas nuevas corrien­

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tes de religiosidad h ab ría que referir­ se al culto de Asclepio, dios de la m e­ dicina, cuyo p rin cip al san tu ario se levantaba en Epidauro. Este lugar al­ canzó en el s. IV un renom bre excep­ cional y conoció num erosas obras de am pliación, para d a r acogida y pres­ tar servicios a las gentes que hasta él se acercaban, com o en peregrinación, de toda G recia, en busca de una cu ra­ ción m ilagrosa. N o sólo en la Argólida, tam bién en otras partes del Peloponeso está atestiguada la devoción al hijo de Apolo, así com o en Pérgamo, Cos y las islas, con existencia probada de tem plos en cada uno de estos cen tro s. T am b ién en A ten a s prendió este culto y se edificó un Asclepieion, a raíz aquí del terrible tra u ­ m a que provocó en la ciudad la peste del 430. La popularidad de Asclepio resulta tanto más significativa cuanto que el racionalism o de la pasada cenb astan te perfecta de la religiosidad del ciudadano en el cuadro institu­ cional de la polis. Recintos sagrados com o el H ereo de Argos o el P artenón de Atenas, fiestas com o las C arneas o las Panateneas, h ab ían servido cierta­ m ente al enaltecim iento de la polis y al ro b u stec im ien to de la co h esió n ciudadana, pero tam bién habían sa­ tisfecho las exigencias de espirituali­ dad del individuo. C on el nuevo siglo y la quiebra de los valores co m u n ita­ rios la religión oficial se hizo insufi­ ciente, y el griego buscó nuevas fuen­ tes de religación al m argen de los cultos tradicionales. Se produce ah o ­ ra un resurgim iento de las corrientes m ísticas del arcaísm o, que la polis hab ía hecho m arginales, pero nunca eclipsado del todo. D ivorciado de su com unidad, aislado y angustiado por u n a cism undanidad en la que no en ­ cuentra m ás que insatisfacción y d o ­ lor, no tiene nada de extraño que la persona haya perdido en m uchos ca­ sos su fe en el hom bre y en los valores de la vida, y que haya p ro c u ra d o aquietar su conciencia en una espiri­ tualidad interior de renuncia y m ás

Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

p en etrad a de lo trascendente. El orfism o, parece que de origen arcaico, fue un a de esas corrientes a las que el hom bre griego se entregó d u ran te estos años de crisis. Con su ascesis b asada en un desprecio del m undo y el vegetarianism o purifica­ d o s y con una doctrina que defendía el dualism o alm a-cuerpo y la inm or­ talidad de ésta, liberada tras la m uer­ te de su prisión corporal, este tipo de religiosidad ofrecía sin duda u n a p ro ­ mesa de salvación frente a los males del presente. Tam bién los m isterios de Eleusis, con su carga de iniciación, revelación y secreto, y con su garantía de salvación eterna, encontraron una gran aceptación, com o revela la cons­ trucción de un nuevo telesterion en el recinto sagrado. Por otra parte, es esta turia h ab ía realizado notables p ro ­ gresos gracias a la m edicina hipocrática en el análisis em pírico de sínto­ m as y causas de la enferm edad. Este avance de la m edicina se continuó en el s. IV, pero ello no fue obstáculo en absoluto para que en estos tiempos de crisis el recurso a lo sobrenatural y a lo m ila g ro so a rra ig a se en las conciencias. T am bién en el cam po del arte se re­ fleja el espíritu de la época. Inquietud y dolor, tristeza y evocación de la m uerte son perceptibles en el relieve (por ej., en las estelas funerarias) y en la estatuaria o en las pinturas rojas de los vasos áticos. A sim ism o el cosm o­ politism o. el individualism o y la m ar­ ca de la perso n alid ad rom pen con el aire sereno y digno del pasado siglo, para ah o n d a r en el sentim iento de lo patético, la agitación, el m ovim iento y el am or por lo pintoresco. Las obras de Escopas, que trabajó en el M auso­ leo de H alicarnaso hacia m ediados de siglo, así com o en el A rtem isión de Efeso, son b uena m uestra del gusto por el pathos y la em oción interior. Praxiteles, im buido de un sensualis­ mo em bellecedor, supo dotar de gra­ cia, delicadeza y vida a sus esculturas de dioses y diosas, ro m p ien d o así

con la m ajestuosidad fidíaca a n te­ rior. Es una vida que en otras creacio­ nes se m anifiesta por un realism o fa­ m iliar, com o en las e sta tu illa s de mujeres que pasean sosteniéndose sus abanicos o dirigiéndose con su tam ­ boril hacia alguna fiesta orgiástica, o tocando un instrum ento de cuerda o b a ila n d o en com pañía. Los dioses participan de esta existencia: D iana es u n a cazadora, Posidón arponea los atunes. Afrodita se desnuda para to­ m ar su baño, H erm es se sujeta la sa n ­ dalia o divierte, com o a un herm ano m enor, al pequeño Dionisio; H ércu­ les hace ostentación de su m usculatu­ ra. Triunfa, por eso m ismo, la m oda del retrato, cada vez m ás realista. Los problem as financieros de las ciudades detuvieron en m uchos casos la política constructiva anterior: Ate­ nas había cubierto la A crópolis de m onum entos, y ahora no levantó como edificios im portantes más que el tea­ tro de Dionisio, el estadio y el arsenal del Pireo. A um entaron, en cam bio, las obras de encargo de los particula­ res, y en ellas lógicam ente se perdió la gravedad y el contenido sagrado del arte ciudadano, para im ponerse el gusto por el preciosism o, la afecta­ ción o el intim ism o an u n ciad o r de la época helenística. Esto se dem uestra en la construcción y el arreglo de la casa, que cada vez reclam aban más la atención de los particulares, com o tam bién en la erección de m onum en­ tos destinados a perpetuar la m em o­ ria de príncipes griegos y asiáticos, caso de C hipre, H alicarnaso, Sidón, Pella o Siracusa. La conciencia siem ­ pre alerta de D em óstenes cap taría tam bién aquí la pérdida de la trad i­ cional austeridad dom éstica y la quie­ bra del espíritu com unitario, pues tal evidenciaban «quienes se h an hecho construir casas particulares m ás im ­ ponentes que los edificios públicos». ELindividualism o sin freno, com o di­ ría G. Glotz, destruía el espíritu cívi­ co, y la historia del arte llegaba a un punto en que, vaciada de toda suje­

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16 ción a una idea colectiva, se disolvía en historia de los artistas. Lo m ismo cabría decir de los géne­ ros literarios. El aliento poderoso de la tragedia se apaga, y, sin nada nue­ vo que com unicar, el siglo IV se lim i­ ta a reponer las obras de los tres gran­ des clásicos de la pasada centuria. N o faltan en este período poetas trágicos, com o Teodectes de Faselis, represen­ tante de la tragedia «retórica», y Diogenes de Sinope y Crates de Tebas, que lo son de la tragedia «filosófica». Pero este género, que había sido la guía espiritual de Atenas, el aula edu­ cativa del pueblo, no ejerce ahora una verdadera influencia sobre la socie­ dad. En la com edia destaca la pro­ ducción de M enandro, si bien co n tra­ riam ente a la producción anterior este autor no se inspira ya en la polis, sino en el hom bre en sentido universal, y su obra se convierte en la auténtica «com edia hum ana», destinada a ser com prendida en todo tiem po y lugar. C on Aristófanes, p or el contrario, el género buscaba a sus protagonistas en la vida pública y por m edio de la parábasis transm itía a los espectado­ res u na arenga política sobre el m o­ m ento presente. A hora las obras no sólo se despolitizan, sino que hasta sus autores dejan de ser ciudadanos atenienses para aparecer com o tales simples metecos. Las heridas de la polis, no o bstan­ te, concitaron en Atenas una reacción en los'm edios intelectuales y filosófi­ cos, que dio vida a nuevas corrientes de pensam iento y de reflexión políti­ ca. C om o «el tiem po del Quijote», época de decadencia, el siglo IV fue un período de m áxim a creación y de florecim iento de un espíritu pro fu n ­ dam ente crítico. N om bres com o los de Platón, Aristóteles o Dem óstenes están íntim am ente unidos al espíritu de la época, y su obra enriquece ya para siem pre lo m ejor del h u m an is­ mo occidental. El siglo se h a b ía abierto con la m uerte de Sócrates en el 399, hecho

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que no sólo m arcó a toda u n a genera­ ción, la de P latón y Jenofonte, sino que tam bién dio perfecta m edida de hasta qué punto el hom bre de bien y el p ensador se h ab ían llegado a d i­ vorciar de su propia com unidad, para llevar una vida no del todo aparte, pero sí de incom prensión y anim ada por u n solo aliento interior. Sócrates el ciu d ad an o hab ía sabido cum plir repetidam ente sus obligaciones polí­ ticas y m ilitares, y su actitud hacia las leyes y los cultos de su ciudad, por m ucho que ésta tuviese que guardar las formas, había estado llena de p ru ­ dencia y respeto. Pero la quiebra de valores que acarreó la G uerra del Peloponeso, el recrudecim iento de la stasis en el 411 y el 403, y, en definiti­ va, la crisis de Atenas, h ab ían coloca­ do a este hom bre excepcional en una posición distante y crítica, en la que la dialéctica sofística y el libre exa­ m en era n los únicos referentes de com portam iento. U na ética de la ver­ dad —de la veracidad, diríam os hoy—, anim ada por una m ayéutica busca­ dora de lo bueno, lo justo y lo bello allí donde se hallasen, y dispuesta a sostenerlo racionalm ente, sin violen­ cia ni dogm atism o, frente a la h ip o ­ cresía y la inseguridad reinantes en la sociedad ateniense del cam bio de si­ glo. Esta exigentísim a concepción de la virtud (areté) conllevaba inevitable­ m ente u n a cierta relajación de los vínculos del individuo con su com u­ nidad, en la m edida en que abocaba al deísm o su p erad o r de la religión políada, a un cultivo interior del espí­ ritu, a una cierta despreocupación por las convenciones y los honores socia­ les, y, en definitiva, a un inconform is­ m o difícil de ac ep tar p o r quienes, com o su acusador A nito, lu ch ab an con toda su m ediocridad, pero tam ­ bién con toda su buena fe, por asegu­ rar la tranquilidad, la concordia (ihomonoia) en la dem ocracia recién restau­ rada. Este m aestro de la verdad sería pues denunciado p o r tres individuos, p o r tres «h o n o rab les» ciu d ad a n o s,

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Crátera ática de figuras rojas con representación de Dionisos, Ariadna y los sátiros (Comienzos del Siglo IV a. C.) Museo Napional de Atenas

que lo acusarían de no creer en los dioses de Atenas, de introducir otros en lugar de los propios —pues él h a ­ blab a de un doimon interior que le frenaba ante el m al, así com o «del dios» que le indicaba dónde estaban cl b ien — y tam bién de corrom per a la juventud. El pésim o ejem plo de algu­ no de sus discípulos —m alos discí­ pu lo s—, com o Alcibiades o C ritias, sirvió de arg u m en to a ñ a d id o p a ra c o n v e n c e r al trib u n a l p o p u la r de la H eliaía de la c u lp a b ilid a d del encausado. El proceso de Sócrates, proceso de im piedad y, com o tal, em inentem ente

político, desterró del agora al pensa­ dor com prom etido y lo condenó a de­ fender su doctrina, ya com o filósofo puro, en el ám bito cerrado de la A ca­ dem ia o del Liceo, y a teorizar sobre las cualidades de la ciudad ideal. «El h u m an ism o del siglo IV —dirá W. Jaeger en Paideia—, después de ver cóm o caía por los suelos el reino de la tierra, estableció su m orada en el rei­ no de los cielos». Así, Platón (427-347), el m ás descollante discípulo de Só­ crates, desengañado de su ciudad, re­ n u n c ia ría el activism o político en Atenas e incluso a la en señanza de corte sofístico, para consagrarse al

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18 pensam iento puro y a la paideia filo­ sófica de la A cadem ia, por él fu n d a­ da. Esta tendencia inicial se acentua­ ría en él a raíz del fracaso de sus dos viajes a Sicilia, donde con la ayuda de los tiranos siracusanos esperaba ver hecha realidad su utopía política. El idealism o platónico, con su relega­ ción del m undo de los fenóm enos a segunda categoría y su evocación de las esencias eternam ente inm utables, refleja en parte esta an d ad u ra vital cada vez m ás alejada de los destinos de la patria. La prim era de sus obras de teoría política, la República, nos traza un cuadro totalm ente ideal del estado hum ano, y la segunda, Las Le­ yes, au n q u e m ás realista, nos presenta a la m ejor de las ciudades posibles, más próxim a a Esparta que· a la Ate­ nas de su tiempo. Aristóteles (384-322), discípulo de Platón y preceptor de Alejandro M ag­ no, fue el tercer gran nom bre de la fi­ losofía de la época. N acido en Estagira (Calcídica), no era ciudadano de Atenas, razón adicional para no dedi­ carse aquí a la política activa. De un saber vastísim o, tanto físico-natural com o filosófico, histórico y político, su figura representa la del genio uni­ versal y sistem atizador, cuya grandio­ sa obra constituye el punto de partida de las distintas ciencias particulares de la época helenística. En A tenas fundó su propia escuela, el Liceo, o Perípato, donde reunió a alum nos de toda G recia y desarrolló una labor de investigación en equipo que rindió enorm es frutos: bajo su dirección, por ej., fueron recopiladas y descritas un total de 158 constituciones políticas, de las cuales sólo se nos conserva la Constitución de los atenienses, a él atri­ buida. Pero su obra m aestra en cu a n ­ to a teoría del estado sería la Política, en donde resuelve la contradicción, latente en el p en sam iento helénico desde los sofistas y Sócrates, entre la ética individual y la ética social, con el apotegm a de que «el hom bre es un anim al político»: la polis constituye

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el m edio necesario en el que la perso­ na desarrolla al m áxim o todas sus cualidades naturales, y en esa m ism a m edida la vida en com unidad es la consecuencia de un instinto natural. A m ás de la filosofía tam bién la re­ tórica floreció com o nunca en la his­ toria de G recia. Isocrates (436-338), alum no de G orgias, fue uno de los grandes cultivadores de la oratoria ática, a la que dotó de elegancia, cla­ ridad. y de un extraordinario sentido de la arm onía. En torno al 393 abrió un a escuela de pago para la en señ an ­ za de la retórica, a la que acudieron alum nos de toda Grecia. De ella sa­ lieron personajes ilustres, y no sólo o ra d o re s, com o L icurgo e H ip érides, sino tam bién historiadores com o Eforo y Teopom po, el poeta trágico Teodectcs, y hom bres de estado y ge­ nerales com o Timoteo. C onservador en lo político e ideólogo de la patrios politeia, o constitución ancestral, su pensam iento se identificó pronto con las corrientes panhelcnistas y defen­ dió la causa de Filipo de M acedonia com o líder de los griegos contra el persa. Isócrates, por tanto, aunque de un m odo diferente a P latón y A ristó­ teles, había dejado de creer en el esta­ do griego contem poráneo, para entre­ garse a la paideia com o único m edio de renovación y form ación de individ u a 1i d a d es s a 1va d o r a s. De tem peram ento e ideario m uy diferentes era su coetáneo m ás joven D em óstenes (384-322), el gran enem i­ go de Filipo de M acedonia y el p a ­ triota apasionado. Este o ra d o r ate­ n iense fue lo que se dice todo un carácter, una personalidad arro llad o ­ ra, que puso su enorm e voluntad y su talento al servicio, sin reservas m en­ tales, de la dem ocracia ateniense y de la autonom ía de la polis. En sus dis­ cursos políticos, que se inician en los años cincuenta, se puede seguir paso a paso el declinar de Atenas y, con él, el de las ciudades griegas ante el avan­ ce incontenible de las arm as m acedonias. D em óstenes fue algo así com o

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la voz de la conciencia de Atenas en su decadencia, un hom bre plen am en ­ te com prom etido con su tiem po, y en este sentido un fruto tardió de la polis clásica. Para concluir esta introducción ge­ neral al siglo IV cabría h acer una consideración final a todo lo dicho. El cuadro que hem os trazado se basa fu n d am entalm ente en el caso del A ti­ ca, al que se refiere y de donde proce­ de la inm ensa m ayoría de nuestras fuentes, y secundariam ente en los de E sparta y el Peloponeso. Es evidente, así pues, que nuestro conocim iento del m undo griego restante es sum a­ m ente insuficiente y fragm entario, de tal form a que debem os precavernos de com eter el error de generalizar en exceso (L.M. Gluskina). C uando se es­ cribe la historia de G recia en los m a­ nuales y obras generales, tendem os con frecuencia a olvidar que la civili­ zación helénica se extendió desde Fasis y Dioscuros, en el extrem o orien­ tal del M ar Negro, hasta M arsella y A m purias, en el sur de la G alia c H is­ pania; y lo que es m ás im perdonable aún, nos cuesta reconocer que por la inercia de la tradición académ ica y la d is p e rs ió n de n u e stro s c o n o c i­ m ientos en innum erables revistas y obras m onográficas nos sentim os in ­ capaces de presentar una visión todo lo com pleta y representativa que ca­ bría esperar. E n realidad, no hace falta ir tan lejos y preguntarse por el m undo co­ lo n ial; d en tro de la p ro p ia G recia m etropolitana, lo que podríam os de­ n o m in ar el «tercerm undism o griego» de época clásica continúa siendo sis­ tem áticam ente ignorado en la síntesis de historia, y ello pese a que conta­ m os ya con estudios generales serios y concluyentes sobre regiones que de­ sem p eñ arían y desem peñaron un p a ­ pel de cierto relieve en las relaciones internacionales, las corrientes de reli­ giosidad y pensam iento, en las artes, o sim p lem en te que e n c arn a ro n un m odelo de desarrollo diferente al de

Atenas y Esparta. Son países com o Etolia, Creta, A carnania, Epiro, Tesa­ lia, M acedonia, etc. Para los estados tribales (ethne), e incluso para m u ­ chas poleis que se form aron en estas partes de la H élade, la periodización tradicional carece de sentido, y sus fa­ ses de expansión y de crisis no se ajustaron a las tendencias que se con­ sideran norm ales. Pensem os incluso, dentro ya de la G recia más evolucionada, en el caso de Tebas y la C onfederación Beocia. Sobre la ciudad de C adm o parece re­ caer u n extraño maleficio, sin duda proviniente de la propaganda espar­ tano-ateniense, que ha hecho im posi­ ble en la práctica valorar ad ecu ad a­ m ente el legado tebano no sólo en el cam po del arte de la guerra, sino tam ­ bién en el progreso del federalism o e incluso en la difusión de ciertas co­ rrientes filosóficas, com o el pitagoris­ mo. El historiador del s. IV que se atenga a los cánones cronológicos e interpretativos al uso experim entará inevitablem ente la sensación de no estar haciendo justicia realm ente a la singularidad del ciclo histórico teba­ no. La G uerra del Peloponeso no re­ presentó en absoluto una crisis para la ciudad de E pam inondas, sino por el contrario una coyuntura in tern a­ cional de la que salió fortalecida en todos los sentidos: m ilitarm ente, su protagonism o se afirm ó a partir de la batalla de D elion (424) gracias a un ejército em inentem ente ciudadano y no m ercenario; en el plano federal el hegem onism o tebano fue un hecho con el h u n d im ie n to de P latea y el eclipse de Tespias; políticam ente, co­ noció u n a positiva evolución desde com ienzos de los setenta hacia un ré­ gim en dem ocrático, calcado en gran m edida del ateniense; y dem ográfica­ m ente, no se podría h ab lar aquí de retroceso, com o en Esparta, o de es­ tancam iento, com o en Atenas, sino m ás bien de crecim iento, a ju zg ar por los efectivos hum anos puestos en com ­ bate. Este conjunto de datos nos lie-

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varía a retrasar la crisis de la polis para Tebas al año 362 cuando menos, y aun entonces no sabríam os decir si tal fenómeno se dio con las m ismas características e in tensidad que en otros lugares. Pero, puesto que en este solo cua­ derno sería im posible hacer un estu­ dio completo región por región, nos

centrarem os un poco en la evolución interna de tres ciudades cuyo p ro ta­ gonism o d u ran te esta centuria está fuera de toda duda. Son Atenas, Es­ p arta y Tebas. De no h ab e r existi­ do esas tres ciudades, la historia de la polis y de la cultura helénica h a­ b ría seg u id o con se g u rid a d o tro s derroteros.

Relieve funerarie procedente de Dipilon (Comienzo del Siglo IV a. C.) Museo Nacional de Atenas

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II. Historia política

1. Atenas: convulsiones internas No hay duda de que la G uerra del Peloponeso dejó sum ida a la agricultura del Atica, si no en una situación de crisis generalizada, sí desde luego en u n a coyuntura difícil, que debió de hacer presa en los estratos m enos p u ­ dientes del cam pesinado. No hubie­ ron de ser pocos los agricultores obli­ gados a a b a n d o n a r sus tierras y a em igrar a la ciudad, a prestar su fuer­ za de trabajo a los m ás ricos, o a alquilarse com o m ercenarios para subsistir. Las últim as com edias de Aristófanes, algunos discursos de Li­ sias y D em óstenes, o el tratado sobre econom ía de Jenofonte, confirm an ese estado de cosas poco halagüeño para m ás de uno, y cuyo alcance exacto no podríam os cuantificar. C on todo, parece tam bién no m e­ nos cierto que el Atica conservó com o sistem a de explotación agrícola fun­ dam ental la pequeña y m ediana p ro ­ piedad (de 3 a 5 Has.), lo que está en perfecta consonancia con lo que no­ sotros sabem os p o r otras fuentes so­ bre la evolución de las relaciones sociales du ran te el s. IV: predom i­ nancia indiscutida de la antigua clase •campesina en el censo ciudadano, con la consiguiente estabilidad social y ausencia de la stasis rural, generadora de tiranías y repartos de tierras en

Ménade danzante. Copia de un original de Escopas (Siglo IV a.C.). Dresde, Colección de Antigüedades dei Estado.

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m uchas otras ciudades del m undo griego contem poráneo. Sobre un total de treinta mil ciudadanos en edad de portar las arm as, al m enos veinticin­ co mil eran propietarios en el 403 de algún bien raíz, lo que, si bien no im plica en todos los casos actividad agrícola, sí refleja una m ayoría a b ru ­ m adora para la población dedicada al sector prim ario. Por eso, en la línea del pensam iento antiguo más trad i­ cional, la agricultura continuará sien­ do para los filósofos de la época, como Platón y Aristóteles, la actividad por excelencia del hom bre de bien, la más digna ocupación del ciudadano. Este conservadurism o de fondo, m ental y social, no im pidió que el afán de lucro, la búsqueda de la ren­ tabilidad y hasta la práctica de la es-

peculación im pusiesen a la pro d u c­ ción agraria un ritmo más competitivo y a la propiedad del suelo una m ayor m ovilidad. Era parte de ese espíritu de siglo que veremos reflejado, sobre todo, en el m undo del com ercio. In ­ cluso un hom bre de corte tan conven­ cional com o Jenofonte no dejaría de ab o rd ar cuestiones de inversión y fi­ nanzas en tratados com o el Económi­ co o los Ingresos. La nueva m entali­ dad «económ ica» caló en algunos sectores del cuerpo ciudadano —a u n ­ que no sabem os en qué proporción—, induciéndolos a la inversión agraria con fines especulativos y com erciales. Esta tendencia, u nida a la constante presión m ilitar y fiscal, no es de extra­ ñ ar que acabase por acarrear una cierta concentración de la tierra y un

La debilidad presente y el esplendor del pasado

tareas pú blicas com o en la intim idad p e r­ sonal. Pues bien, por decisión po p u la r nos aparejaron tal clase y variedad de edificios, tal herm osura de tem plos y de ofrendas depositadas en ellos que no han deja do a la posteridad m odo de aventajarlos. En el á m b ito p riv a d o eran tan s e n c illo s y se m antenían tan extrem adam ente fieles a los usos de la tradición cívica que si alguno de vosotros sabe por casualidad en qué casa vivía Aristides, o M ilciades o los brillantes personajes de entonces, c o m p ru e b e que nada tiene más im ponente que la del ve c i­ no: pues la adm inistración del estado no les interesaba para co n se g u ir hacienda, sino que cad a uno se go be rnab a en el d e ­ ber de increm entar el bienestar general. El efecto de orientar sus relaciones hacia los griegos con rectitud y probidad, sus d e b e ­ res hacia los dioses respetuosam ente, y sus problem as internos de form a equitati­ va, fue que obtuvieron, y no sin razón, n o ­ table venturanza. De esta suerte rodaban las cosas en el pasado para aquellos atenienses que ace p­ taban co m o dirigentes a quienes m e n cio ­ né; pero ahora, ¿cóm o fun cion a todo bajo la tutela de nuestros actuales b ie n h e ch o ­ res? ¿De m anera idéntica o m uy sem e ja n­ te? Nuestra actitud es...; voy a silenciar cua nto pienso, au nq ue cabría com e ntar tendidam ente. Muy bien, en el instante en que gozam os de una desap arición de riva­ les tan clara que salta a la vista y en que los

Fijaos, varones atenienses, en lo que su ­ m ariam ente cabría señalar sobre los he­ chos realizados en época de los antepasa­ dos y lo s u ce d id o en vuestros días. Mi peroración será con cisa y os resultará fa­ m iliar: pues se halla en vuestra m ano d is­ frutar del éxito si seguís, atenienses, no los m odelos ajenos, sino los dom ésticos. Por­ que aquellos individuos ejemplares, a q u ie­ nes los oradores ni halagaban ni c o m p la ­ cían con los obsequios que recibís vosotros hoy en día, ejercieron la hegem onía entre los griegos — los cuales la a p ro b a ro n — durante cuarenta y cin co años; reunieron en la acró po lis con tribu cion es por una c i­ fra superior a los diez mil talentos; el rey que era dueño del territorio en cuestión ( 1) les prestaba sum isión, con form e debe ren­ dirla un bárbaro ante los griegos; m ientras sirvieron en cam paña com o soldados le­ vantaron gran núm ero de gloriosos trofeos por com bates protagonizados ya en tierra ya en mar, y son las únicas personas c u ­ yas hazañas labraron un prestigio más só­ lido que la envidia de los m alevolentes. Tal parecían, desde luego, a los ojos de G re­ cia: con sid erad ahora cóm o se co m p o rta ­ ron de ntro del pro pio país, tanto en las

(1) Alusión a Macedonia.

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aum ento de los desposeídos hacia fi­ nales de la centuria: m iseria y ch isp a­ zos de agitación social parece que si­ guieron a Q ueronea (338), m ientras que en el 322 fueron diez mil los ate­ nienses faltos de tierra y privados de la ciu d ad an ía que estuvieron dis­ puestos a aceptar los lotes ofrecidos p o r A ntipatro en M acedonia. Puesto que en su m ayoría esos diez mil colo­ nos serían gentes del rural em pobre­ cidas, y dado que no todos los caídos en tal estado se h ab rían resignado a dejar la patria, es lícito concluir que un as dos quintas partes de la p o b la­ ción considerada com o propietaria de bienes raíces en el 403 habría de­ saparecido a finales de siglo para in ­ tegrar el proletariado rural y urbano. Así pues, au n q u e con cierta posterio­

ridad a la crisis política y m ilitar, en Q ueronea (338) y Am orgo (322), la crisis social agraria, tan característica de este siglo, acabó tam bién por al­ ca n zar al Atica a finales del período. Y quizá sean su latencia y gestación a lo largo de la centuria las que expli­ quen en parte el fracaso de la política fiscal y el increm ento del gasto p ú b li­ co, sobre todo en la segunda m itad de siglo. E n la agricultura ática la m ano de obra esclava tuvo durante toda la época clásica un papel fundam ental. El teatro de Aristófanes y M enandro está plagado de alusiones a su partici­ pación en las tareas dom ésticas y agrícolas indistintam ente, y sin esta fuerza de trabajo no sería com prensi­ ble el norm al funcionam iento del oi-

la ce d e m o n io s se han de svan ecid o, con los tebanos repletos de tareas, cua nd o de los griegos no existe ninguno con fuerza suficiente para disputarnos la preem in en­ cia , ju s to a h o ra en que p o d e m o s fru ir nuestros d o m in ios con plena seguridad y zanjar co m o árbitros im parciales las q u e ­ rellas ajenas, sucede que asistim os al ex­ po lio de un territorio patrio y que hem os e m p le ado más de mil quinientos talentos sin ningún m enester; a aquellos aliados que nos habíam os atraído durante la g u e ­ rra los han espantado ésos en cuanto reinó la paz, y qué enem igo tan tem ible hem os m od elado para que atente con tra nuestros intereses. Si no, que acu da alguien a d e ­ cirm e de qué otra fuente extrajo Filipo su poderío más que de nosotros m ism os. S u ­ pongam os, am igos míos, que es que en tales ocasiones fuim os negligentes, pero que la situación interna ha m ejorado p re ci­ sam ente ahora. ¿Quién sería capaz de se­ ñalar algún ejem p lo? ¿Las alm enas que se han enja lbe ga do y las calles que estamos reparando, las fuentes y dem ás fruslerías? C onsiderad acto seg uido a los responsa­ bles de esa política: una parte de ellos ha perm utad o pobreza por riqueza, otros d e ­ ja ro n la s o m b ra po r los honores, unos cuantos han levantado sus casas engala­ nadas con m ayor gravedad que los basti­ m entos pú blicos, y m ientras la p ro sp e ri­ dad del estado ha ido am e nguando la suya cre ció sin perder com pás.

¿Qué e xp lica ció n adm iten estos hechos y cuál es la razón de que todo estuviera bien antiguam ente y ahora no vaya a satis­ fa cció n ? Pues porque la po blación, que poseía au da cia para tom ar sus propias d e ­ cisiones y para salir por sí m ism a en ca m ­ paña, se erigía en señor absoluto de los políticos y en am o directo del con ju n to de las riquezas, y todos sin distinción se m os­ traban satisfechos al recibir por voluntad del p u e b lo honores, carg os y c u a lq u ie r tip o de estim a ció n. Mas hoy, co n tra ria ­ mente, los políticos son dueños de los bie­ nes y toda m edida pasa por sus m anos; vosotros, el oueblo, extenuados y m erm a­ do s de h a cie n d a , de a liad os, lleváis la parte del servidor y del com parsa, os c o n ­ sideráis dicho sos en cuanto ésos p ro ce ­ den a repartir el dine ro de asistencia a las fun cion es u organizan pom pas durante las B oedrom ías, y (esto resulta ser lo más bi­ zarro) creeis haber contraído una deuda por recibir m erced de lo que es ún ica m en­ te vuestro. Su táctica consiste en encerra­ ros en plena ciudad, atraeros luego hacia sus encantos y dom esticaros hasta haber ob tenido vuestra d o cilida d. Según pre su­ m o, ja m á s ca b e e n g e n d ra r un cora zón abierto y generoso dond e im peren la m ise­ ria y la vileza: pues tal cual rezan los p rin c i­ pios de la sociedad, el m ism o espíritu im ­ pregna, forzadam ente, los sentim ientos. Dem óstenes, III O lintíaco 2 3 -32

24 kos familiar, como bien testim onia Jenofonte. Sólo en los grandes dom i­ nios, no muy frecuentes, y nunca por encima de las 30 Has., el trabajo es­ clavo estaba sujeto a una cierta espe­ cialización: la hacienda de Fenipo, por ej., hacia el 330, cuyo contorno sobrepasaría los 7 km, tenía, entre otros, un total de siete esclavos per­ manentemente dedicados al acarreo de madera. Y tam bién sabem os que Pericles, como otros propietarios absentistas, confiaba la gestión técnica de su granja a un intendente esclavo. Lo mismo cabría decir del trabajo industrial ateniense, donde raro era el artesano que no disponía de un pe­ queño número de esclavos para se­ cundarlo en su labor, y donde exis­ tían incluso talleres {ergasteria) de una cierta importancia, que estaban m o­ vidos exclusivamente por m ano de obra servil: Timarco tenía una doce­ na de esclavos en su curtiduría, y Cerdón reunía trece en su zapatería; Demóstenes había heredado de su padre dos talleres, uno de cuchillería y otro de ebanistería, con treinta y tres y veinte operarios respectivamente; el antiguo esclavo Pasión poseía una fá­ brica de escudos, em pleando unos se­ senta trabajadores, m ientras que la del meteco Lisias y su herm ano al­ canzaba sin duda la centena. Esta concentración laboral, sin embargo, no comportaba una división del tra­ bajo más acentuada que en la peque­ ña empresa. La aplicación de la fuerza de trab a­ jo servil a los dos principales sectores de la vida económica nos enfrenta al problema del número de esclavos en el Atica durante la época clásica. Las cifras que se han barajado han sido muy distintas —desde veinte mil a seiscientos mil—, en función del uso que se ha hecho de las fuentes y, n a­ turalmente, de las propias concepcio­ nes del especialista actual. N um ero­ sos historiadores, no obstante, se h an inclinado por una cantidad en torno a los cien mil frente a una población

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libre (ciudadanos y metecos) de unas ciento cincuenta mil personas. En el m undo del gran com ercio, hay un hecho que perm anece inva­ riable; aquella ciudad que en el s. v veía afluir a ella «los productos de toda la tierra» (Tucíd. II 38,2), sigue teniendo en el Pireo el principal m er­ cado del Egeo. Esto no fue debido so­ lam ente a la hegem onía naval y a la creación de la Segunda Liga M aríti­ m a (377), hechos que in d u d ab lem en ­ te red u n d aro n en beneficio de Ate­ nas, al com portar regím enes preferenciales para determ inados pro d u c­ tos, atraer capitales, unificar patrones m onetarios y al asegurar las rutas de navegación con dirección al Pireo. Tam bién repercutió en favor de esta posición privilegiada el enorm e avan­ ce realizado por los atenienses en el cam po del derecho m ercantil e inter­ nacional privado con la institución hacia el 350 de las dikai emporikai, tribunales abiertos a cualquier perso­ na, sin consideración de su n ac io n a­ lidad, supuesta una d em anda de tipo com ercial y relacionada con la plaza de Atenas. Es evidente que la igual­ dad de trato a los traficantes extranje­ ros que la nueva jurisdicción m ercantil ateniense aseguraba, estaba d estina­ da a facilitar y fom entar su venida al Pireo. Por ser Atenas, com o toda polis griega, una ciudad de «consum ido­ res», antes que de «productores» (H asebroek), sus autoridades considera­ b an com o objetivo político prioritario el g arantizar el abastecim iento de m aterias prim as vitales para la super­ vivencia económ ica y m ilitar de la co­ m u n id ad ciudadana. Entre éstas figu­ raba en prim er lugar el cereal, enor­ m em ente deficitario en el Atica e im portado sobre todo del Ponto, ade­ m ás de Egipto y Sicilia; tam bién la m adera para la industria naval de guerra, procedente de M acedonia y Tracia; e incluso esclavos y metales. Al igual que en la pasada centuria, A tenas hab ía cedido a la tentación de

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Heracles Epitrapezios. Copia de un original de Lisipo (Siglo IV a.C.). Nápoles, Museo Nacional.

satisfacer esta d em anda recurriendo a la com pulsión extraeconóm ica del im perialism o, expediente típico de los estados de la A ntigüedad. Pero la guerra de los aliados, prim ero, y la aparición de Filipo en el Egeo y la P ropóntide, después, hab ían senten­ ciado este segundo em peño talasocrático, y de ahí la necesidad sentida por A tenas de activar la vida com ercial p or m edio del derecho y no de la coerción político-m ilitar. La progresiva decadencia m ilitar de A tenas favoreció igualm ente la ap arició n de un pensam iento preocu­ p ad o p o r las cuestiones y m ecanis­

mos económ icos en sí m ism os, com o ponen de m anifiesto la teoría aristo­ télica del valor y, sobre todo, la acti­ tud «arbitrista» de Jenofonte en sus dos escritos ya citados. Se trata de un fenóm eno característico de la segun­ da m itad de siglo, que discurrió en paralelo a la m encionada aparición de los tribunales internacionales de com ercio y al perfeccionam iento de ciertos instrum entos jurídicos y m er­ cantiles, com o los nuevos acuerdos de asistencia judicial {symbola) y las instituciones de banca y crédito, a h o ­ ra m ás desarrolladas. Esto im plica de alguna form a que una parte del capi­

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tal ciudadano —y ya no sólo meteco y extranjero—, procedente de los secto­ res agrícola e industrial, conoció una nueva orientación inversora y fue co­ locado en operaciones crediticias y comerciales. Ese mismo cam bio de actitud, si bien m inoritario, explica también la reactivación de la explota­ ción minera de Laurión, arruinada con la ocupación de Decelia en la fase final de la Guerra del Peloponeso. La nueva puesta en valor de las minas fue lenta y concentrada en el tiempo (350-338), y en la retracción inicial de la iniciativa privada, conce­ sionaria en este caso del estado, debió de haber jugado un papel decisivo la típica diversión de capitales hacia los gastos «litúrgicos» (coregías, trierarquías, hipotrofia, etc.) y de ostenta­ ción social. Hay que señalar, sin em bargo, que esta prometedora vía de la econom ía ática pudo haber representado un empeño socialmente m inoritario, y que, en todo caso, se vio seriam ente obstaculizada por la coyuntura bélica internacional. Por otra parte, no la hubo de favorecer tam poco la línea de gobierno conservadora seguida después de Queronea por Licurgo, personaje que persiguió a la plutocra­ cia urbana concesionaria de las m i­ nas y cuya política de rearm e debió de haber descapitalizado algunos sec­ tores, como el comercio exterior. Pero serían, sobre todo, las conquistas de Alejandro, con la am pliación de los circuitos de cambio y la apertura de los grandes centros m ercantiles de la época helenística, los que privaron al Atica y al Pireo de su tradicional protagonismo. Las nuevas tendencias económ icas se hicieron notar principalm ente en la composición y reclutam iento de los estratos dirigentes en el s. IV. Las fortunas que las fuentes literarias y epigráficas nos descubren'no están ya constituidas exclusivamente por bie­ nes raíces, sino tam bién por capital mobiliario en dinero, créditos, escla­

vos de alquiler, concesiones m ineras o talleres. Estas fuentes de riqueza h a n tenido por consecuencia la reestratificación social de la capa alta, pues si bien algunas de las fortunas que se nos m encionan pertenecen a las viejas fam ilias del Atica, ya co n o ­ cidas en el s. V, otras son de reciente creación. Junto a las m encionadas form as de enriquecim iento, h ab ría que referirse asim ism o al ejercicio de las magistraturas, en particular al car­ go de estratego, y, en general, a la p ro ­ fesión militar. Generales como Conón, Ifícrates, Tim oteo y otros, am asaron sólidas fortunas al servicio de su ciu­ dad, en forma de botín, por ej., o al servicio de cualquier soberano ex­ tranjero, com o sim ples m ercenarios. Al m enos en la práctica, así pues, la riqueza dejó de ser una función de­ pendiente de la tierra, con toda la inercia conservadora que ello im pli­ caba, para convertirse en un valor en sí mismo. La fortuna, valorada ahora en unidades m onetarias, y no ya el nacim iento, distinguirá al hom bre de bien del pueblo llano y m iserable. Por eso, cuando en el 322 A tenas asis­ tió a un cam bio de régimen hacia la oligarquía, el único criterio seguido para excluir del cuerpo ciudadano a gran parte de la población fueron los ingresos de la persona, con in d ep en ­ dencia de su origen y naturaleza. Las nuevas realidades económ icas, la am pliación de los criterios de divi­ sión social y la reestratificación de la capa alta influyeron sin duda en la política interior de Atenas, y concre­ tam ente en la lucha de facciones y sus líderes, pero no alteraron esen­ cialm ente el funcionam iento de la constitución dem ocrática. La Ecclesia continuó siendo el ó r­ gano soberano del sistem a dem ocrá­ tico restaurado en el 403. En el s. IV las reuniones de la asam blea p o p u lar adquirieron una periodicidad (cuatro p o r p ritanía) de la que carecían in i­ cialm ente, y parece ser que sus pode­ res se vieron en general acrecentados

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en detrim ento de la Boulé. No fue in ­ frecuente q u e ja A sam blea sometiese a su consideración asuntos sin la m o­ ción previa del C onsejo {probouleum a), y en algún decreto de la época se h a suprim ido en su encabezam iento toda referencia a dicho órgano, para p resentar al demos com o único res­ p onsable de la ley. A su vez, la institucionalización del misthos ekklesiastikós, o dieta de asistencia a la A sam ­ blea, contribuyó sin duda a reforzar el carácter popular, u rbano y radical de este prim er poder de la dem ocra­ cia ateniense, en m enoscabo de la representatividad rural. Es evidente que a los cam pesinos de las circunscrip­ ciones un poco alejadas no les com ­ pensaba desplazarse a la ciudad para asistir a la A sam blea, con lo que ésta q u edaba en m anos del pueblo m enu­ do. Los teóricos de la patrios politeia, por ello m ismo, no cesaron en sus crí­ ticas a esta institución, denunciando el rum bo errático de su política, la ve­ locidad e ineficacia de su acción le­ gislativa y el tono apasionado de sus sesiones. A ristófanes, Isocrátes, Jen o ­ fonte y Aristóteles, entre otros, no vie­ ron en todo ello sino la m ás clara de­ generación del gobierno popular. En la realidad, sin em bargo, las co­ sas no debieron de ser ni tan sim ples ni tan extrem as com o estos autores, desde una óptica conservadora, nos hacen pensar. Sin negar vicios y a b u ­ sos de la dem ocracia directa, m ás acusados ahora que en la anterior centuria, el hecho es que en el cam po legislativo, por ej., el trabajo de revi­ sión realizado a lo largo de todo el si­ glo por el consejo de los nom otetas debió de ir paliando, m al que bien, las deficiencias del sistem a, m ientras que en la dirección política del estado las grandes figuras, oradores y gene­ rales, supieron im poner m uchas ve­ ces sus criterios frente a la versatili­ dad de la masa. D esde C alístrato y Aristofón hasta D em óstencs e Isócrates, p asando por Lisias, Esquines y A ndócides, fue éste

el gran siglo de la oratoria ática y, con ella, de la profesionalización de la política. Si en el s. V los dirigentes de la dem ocracia ática, com o Temístocles, Efialtes, Pericles o Alcibiades, basab an su autoridad e influencia so­ bre el demos en el ejercicio de una m agistratura, norm alm ente la de es­ tratego, en este m om ento eran sim ­ ples particulares sin ningún cargo p ú ­ blico los que d om inaban la escena política ateniense m erced a sus dotes de o rador y a su ascendiente perso­ nal. Por su parte, la figura del estrate­ go, an tañ o cargada de protagonism o político, vio reducido su papel al de sim ple jefe m ilitar, al de profesional puro de la guerra, com o atestiguan los casos de Ifícrates, Cares, Focion o Tim oteo. Su psicología y su com por­ tam iento supusieron en este sentido una cierta m etam orfosis, que hizo de ellos, al igual que en alguna otra ciu­ dad, hom bres de espada por encim a de todo, con u n a autonom ía de hecho frente a las autoridades civiles, una vinculación muy personal a su tropa, y u n a fácil derivación hacia el mercenariado, caso de caer en desgracia política. La existencia, por un lado, de una «clase política», com puesta por los oradores y sicofantas, y la p ro ­ fesionalización de los m andos del ejército, por otra, aten tab an clara­ m ente contra el espíritu de la polis, que veía en el ciudadano un com pen­ dio de virtudes civiles y militares. En cuanto a la Boulé, a la que veía­ mos ceder cierta iniciativa legislativa en beneficio de la Ecclesia, parece que sufrió tam bién im portantes am p u ta­ ciones en sus prerrogativas judiciales a favor de la Heliaía, según nos infor­ m a Aristóteles en la Athenaion Politeia (XLV), tanto en los casos de pena ca­ pital y privación de libertad, com o en los de sim ple multa. Por contra, el C onsejo conoció la incorporación de nuevas funciones adm inistrativas, de carácter em inentem ente técnico y de­ sarrolladas en su seno por diversas com isiones especializadas. C o n tra­

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----------------------------------------------------------- ------------------------------------- ?------riam ente a la participación en la A sam blea, lo absorbente y dilatado del cargo de bulenta, la naturaleza apolítica y especializada de su tra b a ­ jo y, sobre todo, la com petencia y res­ po n sab ilid ad aparejadas a la fun­ ción, debieron de h acer poco apete­ cible este órgano de gobierno para gran parte del pueblo llano. Por todo ello, y pese a la existencia tam bién de un misthos bouleutikós, la com posi­ ción del C onsejo fue probablem ente de extracción social acom odada, a base de personas de edad m adura —p or encim a de los treinta años, se­ gún la ley—, y m ás insensibles a la dem agogia asam blearia. De ahí la com plicidad, más o m enos tácita, de la Boulé con las revoluciones oligár­ quicas de fines del s. V, y de ahí tam ­ bién la vigilancia a que se som etió posteriorm ente a este órgano de go­ bierno, así com o el recorte de com pe­ tencias a que hem os aludido. Ello no obstante, es obvio que por la índole de sus funciones el C onsejo siguió en carn an d o la continuidad, eficacia ejecutiva y m adurez de la dem ocracia ática frente a la inestabilidad y rad i­ calism o de la asam blea prim aria de los ciudadanos. E n cuanto al tribunal p o p u lar de la Helioía, siguió siendo, con la A sam ­ blea y el Consejo, el otro gran pilar del régim en dem ocrático ateniense. El desarrollo de la soberanía popular, en m ateria judicial, en efecto, estaba íntim am ente unido a la consolida­ ción de la dem ocracia, tanto m ás cuanto que las com petencias de este órgano desbordaban am pliam ente el cam po de derecho privado y público en sentido estricto para ab arcar igual­ m ente todo tipo de causas políticas. El Areópago, prim ero, y la Boulé, des­ pués, h ab ían sido las instituciones a costa de las cuales había ido a m ­ p lian d o su jurisdicción la Heliaía. En el s. IV cualquier ciudadano m ayor de treinta años podía ser sacado a sorteo com o m iem bro de un ju rad o y percibir p o r cada sesión judicial el

misthos heliastikós. R etribución y polí­ tica —las tareas técnicas quedaban en m anos de los m agistrados encar­ gados de instruir y presidir el proce­ so— eran, así pues, las razones que llevaron a los estratos bajos de la ciu­ d ad an ía a interesarse por el cargo de heliasta y a copar gran parte de los puestos de juez. Leyendo las fuentes de la época, y en este caso tanto las de m atiz conser­ vador (Aristóteles) com o las afines al régim en (Lisias, Dem óstenes), se ob­ tiene la im presión de que la parciali­ dad y la corrupción no eran m oneda infrecuente en la práctica judicial ate­ niense, hechos que deben ser atribui­ dos a la pobreza y a la ideología radi­ cal de los heliastas. La independencia del poder judicial era u n principio com pletam ente extraño al p en sa­ m iento político griego, y en el caso ateniense ello fue así tanto desde el punto de vista form al com o m aterial. N o podem os olvidar que era la m is­ ma persona que se sentaba com o juez en los dikasteria la que después acu­ día a la asam blea para expresar su opinión y em itir su voto en los asu n ­ tos m ás controvertidos y delicados; por otra parte, el salario de los helias­ tas procedía no sólo de las consigna­ ciones judiciales, sino tam bién de las m ultas y confiscaciones im puestas por ellos mismos. Sin llegar a ser una ju s­ ticia de clase, el tribunal de la Heliaía constituyó sin duda un poderoso ins­ trum ento de control y presión políti­ cos en m anos del demos. El Areópago, en fin, muy dism inui­ do en sus poderes desde la reform a de Efialtcs (462/1), se m antuvo com o ó r­ gano de prestigio y depositario de una autoridad m oral m ás que real, capaz de actuar en algún trance de agita­ ción política interna com o instancia m oderadora y arbitral. De entre los cargos públicos, ade­ m ás de la estrategia, que retuvo y potenció su carácter m ilitar, cabría señalar la destacada im portancia a d ­ quirida, sobre todo en la segunda mi-

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Estela funeraria ática (En torno al 400 a. C.) Museo Nacional de Atenas

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30 tad de siglo, p or las m agistraturas fi­ nancieras: presidencia del Theorikón, gestión de los fondos de la caja de guerra (stratiotika), tesorería de la ad ­ m inistración ((dioikesis), etc. El a b a n ­ dono progresivo de sus funciones ad ­ m inistrativas p or los generales dejó la gestión del erario público en otras m anos, y con ella una responsabili­ dad política que ocuparía el lugar central de las preocupaciones ate­ nienses. Este cam bio de acento en el ejercicio del poder, así com o la ya co­ m entada separación de funciones ci­ viles y m ilitares, nos rem iten a un problem a consustancial a la crisis de la polis ateniense, y en el que en defi­ nitiva se evidencian todas las debili­ dades y contradicciones de su consti­ tución político-social y económ ica. La derrota de A tenas en la G uerra del Peloponeso h ab ría dejado las ar­ cas del estado vacías y privado a la ciu d ad de su im perio m arítim o, una fuente regular de ingresos fiscales y de beneficios com erciales. Esta había sido la base m aterial de la dem ocra­ cia periclea, con toda su estabilidad política y sus brillantes logros cultu­ rales. Privada de la arché ático-délica y h u n d id a la producción m inera de L aurión, A tenas debió de afrontar gravísimos problem as financieros, que no d ejarían ya de agravarse con su rearm e y reaparición en la escena po­ lítica internacional a p artir de la G u erra de C orinto. La continuación de los conflictos arm ados a lo largo de toda la centuria, la necesidad de eq u ip ar ilota tras flota, la renuncia del ciu d ad an o hoplita a prestar servi­ cio m ilitar y el recurso cada vez más norm al al m ercenariado, iban a abrir un continuo chorro de gastos para el tesoro. Pese a estas necesidades, el gasto público no sólo no se contuvo, sino que no cesó de aum entar desde la institución del misthos ^ekklesiastikós en el 399, y con la continua subi­ da de los restantes sueldos del estado, con el crecim iento del presupuesto para el fondo de espectáculos (Theori­

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kón ), restablecido en 394, y los dem ás epígrafes de la política social en pro de los ciudadanos huérfanos, viudas y ancianos. El estado ateniense no supo poner en práctica u n a política financiera coherente con la que equi­ lib rar sus egresos, y recurrió al prim i­ tivo expediente de las contribuciones litúrgicas y de la eisphora, im puesto directo sobre el capital que se recau­ dab a en tiem pos de guerra. La reform a de la eisphora fue em ­ pren d id a por C alístrato de A fidna en el 378: para facilitar la recaudación del im puesto los contribuyentes eran repartidos en cien symmorías, cada u n a de las cuales representaba la m is­ m a fracción del capital im ponible y agrupaba a un m ism o núm ero de ciu­ dadanos. El sistem a fue com pletado en el 362 con la creación de la proeisphora: en el seno de cada symmoría los tres ciudadanos m ás ricos debían ad e la n tar la totalidad de la sum a de­ bida p o r su unidad contributiva, que­ d an d o a su cargo la recolección pos­ terior del im puesto. F inalm ente, la ley de Periandro (357), prom ulgada al m ultiplicarse las necesidades m ilita­ res con la guerra de los aliados, exten­ dió el nuevo sistem a a la trierarquía: fueron creadas veinte symmorías trierárquicas, que agrupaban a los ciu d a­ danos m ás pudientes, y cada una de ellas debía hacerse cargo del eq u ip a­ m iento de un determ inado núm ero de naves de guerra. La nueva legisla­ ción, m ás exigente, pero tam bién m ás contestable en su justa aplicación, acabó por suscitar la violenta oposi­ ción de los contribuyentes m ás afec­ tados en la asam blea y los tribunales (procesos de antidosis, por ej.), así com o la ocultación de fortunas. El es­ fuerzo bélico del 357-55 y el h u n d i­ m iento de la Segunda Liga M arítim a pusieron de m anifiesto las insuficien­ cias de la política fiscal, y A tenas, con grandes pérdidas en hom bres y n a ­ ves, hubo de hacer frente a una b a n ­ carrota que la obligó a suspender m o­ m entáneam ente los distintos pagos

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de la misthophoría. C on otros protago­ nistas, com o Eubulo, D em óstenes o Licurgo, y otras tentativas de arreglo, com o la institución de u n a caja de guerra en 349/8, la aplicación p erm a­ nente de la eisphora a p artir del 346 o la transferencia final de los fondos del Theorikón a la caja m ilitar, el fra­ caso de la política financiera se repe­ tiría hasta el colapso de la polis en Q ueronea (338) y Am orgo (322). En otras condiciones sociales y bajo otros presupuestos políticos, se h a ­ bría podido d ar u n a solución a los problem as financieros del s. IV favo­ reciendo toda iniciativa inversora y productiva —en la m inería, en la in ­ dustria y el com ercio—, econom izan­ do al m áxim o los esfuerzos bélicos, y atacan d o al exclusivism o de la polis m ediante u n a reform a fiscal en pro­ fundidad, una política generosa de integración de los grupos sociales m arginados en la ciu dadanía (meteeos, aliados, etc.), y m ediante un ata­ que frontal a la m entalidad consum i­ dora y rentista del ciu dadano griego. Pero eso significaba acabar con la en ­ traña m ism a de la polis, y Atenas, fiel a su condición de tal hasta su últim o aliento, no dio ese paso hacia ad e la n ­ te y fue in cap az de superar los retos p lan tead o s por las difíciles circuns­ tancias de este siglo. Dem óstenes, desde la trib u n a de oradores, no se cansaría de exhortar a sus co nciuda­ danos a la concordia y al patriotism o, atacando al egoísmo de los ricos y al parasitism o social de los pobres: «no­ sotros —dirá en el 342 ante una nue­ va am en aza de F ilipo— ni querem os ap o rtar dinero al erario público para la guerra, ni salir en cam paña m ilitar nosotros m ismos, ni somos capaces de abstenernos de los fondos públi­ cos...» (VIII 21). M ientras tanto Diopites se batía en el frente vital del Helesponto al frente de un ejército de m ercenarios, obligado, com o otros generales atenienses, a obtener subsi­ dios de cu alq u ier m anera para sobre­ vivir. A tenas no sólo no salía hacia

adelante, sino que daba un paso h a ­ cia atrás: era el divorcio de lo político y lo m ilitar, de lo público y lo priva­ do, de las clases altas y las bajas, de la filosofía y la praxis política... Extravío general de la polis.

2. Esparta: la descomposición de la comunidad de los iguales En m ayor m edida aún que Atenas, la ciudad del Eurotas no conoció cam ­ bios relevantes en su constitución po­ lítica que hayan pervivido en las fuen­ tes. Sólo merecería destacarse el nuevo papel desem peñado desde la guerra decélica (414/13-404) hasta el fin de la preponderancia espartana (371) por la navarquía y el cargo de harm osta. La prim era era una magistratura anual que confería el m ando de las fuerzas n av ales lace d em o n ias, y e v e n tu a l­ m ente de todas las flotas aliadas bajo la hegem onía espartana, a una sola persona, lo que convertía a estos al­ m irantes en u n a auténtica fuerza p o ­ lítica dentro del estado lacedem onio. C om o en el caso de los caudillos car­ tagineses, la lejanía de los escenarios bélicos y la inevitable prolongación de las c a m p a ñ a s m ilitares p o d ía n convertir a los navarcas en jefes m ili­ tares de gran in d ep en d e n cia en el obrar, lo que era susceptible de origi­ n ar conflictos con las otras dos ins­ tancias del poder ejecutivo, el eforado y la diarquía. U n titular de este cargo capaz y am bicioso era candidato se­ guro al recelo, la envidia y, finalm en­ te, a la defenestración política; tal h a ­ bía sido el caso de P ausanias a raíz de su actuación al frente de la arm a­ da helénica tras la batalla de M icala (479). E n ejem plos com o éste, y espe­ cialm ente en el de Lisandro, debía de estar pensando Aristóteles para escri­ bir que esta m agistratura llegó a cons­ titu ir « u n a segunda realeza» (Pol. II 9,33).

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L isandro, en efecto, había sido navarea en el 408/7, pero de hecho se h abía m antenido com o jefe de la flo­ ta p e lo p o n e sia en los añ o s s u b s i­ guientes, hasta cosechar su m ás reso­ nante triunfo en Egospótam os (405). Sus espléndidas relaciones con Persia g racias a su am istad p erso n al con C iro El Joven, herm ano del G ran Rey, su decisiva intervención en la rendi­ ción de A tenas y la instauración de Los Treinta T iranos, y, sobre todo, su papel de gran arquitecto de la dom iEstatua de Higieya, del tem plo de Asclepio en Epidauro (Hacia el 380 a.C.). Museo Nacional de Atenas.

nación espartana en el Egeo, eligien­ do decarquías y harm ostas, hicieron de su persona el hom bre más podero­ so del m om ento, «el m onarca no co­ ronado de la Hélade», en expresión de E duard Meyer. Tal debió de ser su aureola que este personaje se vio co n ­ vertido en el prim er griego a quien se le tributó culto ya en vida: el gobierno oligárquico de Sam os levantó un al­ tar a su persona, instituyó u n a fiesta en su nom bre y envió u n a estatua suya a Olim pia. •Una posición tan encum brada, pero tam bién una concepción tan abierta­ m ente im perialista de la política exte­ rior espartana, no tard aro n en susci­ tar la reacción de la facción contraria, e n c a b e z a d a p o r el rey P a u s a n ia s (408-395/4), toda vez que Agis II (427/ 6-400), el E uripóntida rival del Agíada, estaba a bien con el ex-navarca. C on su intervención m ilitar en el A ti­ ca y su papel arbitral en la reconcilia­ ción ciudadana (403), Pausanias frustró los planes de L isandro de restablecer al gobierno títere de Los Treinta y propició un cam bio de formas en la política egea, que se tradujo, al igual que en Atenas, en la retirada de las decarquías y en un m ayor m argen a la au to n o m ía local (P. Funke). En realidad, no había ninguna novedad en la actuación de este rey: ya antes H e to e m á rid a s, al c o m ie n z o de la P entecontecia, y m ás sig n ificativ a­ m ente, su padre P listoanacte (en 446 y en 421), entre otros, h ab ían venido abogando por una aplicación conser­ vadora del im perialism o espartano, por una política de coexistencia con A tenas y de repliegue peloponesio. Pero la pugna entre las dos faccio­ nes se resolvería en favor de los « h al­ cones». Poco m ás tarde, en el 400, Lisandro hacía prevalecer su criterio en un asunto de trascendental im p o rtan ­ cia para el futuro de E sparta: a la m uerte de Agis se im puso la ca n d id a­ tura de su herm ano, Agesilao II (400361/0), y no la de su hijo Leotíquidas, quizá m ás proclive a la línea de Pau-

Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

Relieve con representación de Asclepio, procedente del templo de Epidauro. (Hacia el 380 a.C.). Museo Nacional de Atenas.

sanias. Tras la m uerte de L isandro ante H aliarto (395) y el subsiguiente exilio de P a u sa n ia s, c o n d e n a d o a m uerte por negligencia en esa cam p a­ ña, Agesilao pasó a ser sin discusión «el hom bre m ás poderoso de su ciu­ dad», en p alabras de su ferviente adm irad ó r Jenofonte (Ages. VII 2), y su figura qu ed aría co n sustancialm ente ligada al destino de su patria hasta su m uerte al final de los sesenta. En p o ­ lítica exterior fue el heredero de Li­ sandro, si bien com o representante de otra generación y otra época, no se le conoció un a especial hostilidad a los

atenienses, sino a Tebas, su constante obsesión probablem ente ya a partir del 394. Junto a la navarquía, esa política im perialista en Grecia y el Egeo tuvo su m ás firme puntual en el sistem a de harmostas. Originariamente, éstos eran sim ples funcionarios esp artan o s al frente de una guarnición en puntos clave del territo rio p erieco con el nom bram iento de los éforos. D urante la G u e rra del P eloponeso, y sobre todo en su fase decélica (414/13-404), los harm ostas se em plearon allende Lacedem onia com o auténticos gober-

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34 nad o res m ilitares colocados en las ciudades bajo la férula de E sparta y ap licad o s a un a estrecha co lab o ra­ ción con los gobernantes locales im ­ puestos, las decarquías. Se conoce un total de treinta y ocho personas que ejercieron de harm ostas hasta el co­ lapso final del sistem a hegem ónico esp artan o en los años setenta. M u ­ chos de ellos se vieron confirm ados en el cargo en años sucesivos, aunque cam b ian d o norm alm ente de destino, e incluso teniendo bajo su ju risd ic­ ción a regiones enteras, com o A lca­ m enes (Eubea y Lesbos, 413/12), Tibrón (Jonia, 400/399), Dercílidas (Jonia, 399-7), E stenelao (Bosforo, 405), Eteónico (Tracia, 405), C inisco (Q uersoneso Tracio, 400), etc. O bjetivo p rioritario de estos fu n ­ cionarios bajo control eforal era sos­ tener a las oligarquías cerradas del país en cuestión, y atajar por las ar­ m as cu alq u ier conato de restauración d em ocrática p or el pueblo, para lo cual ten ían a sus órdenes a u n a tropa mixta, norm alm ente com puesta de exhilotas, periecos y/o m ercenarios. La recaudación de tributos era otro de sus com etidos im portantes, si se que­ ría m an ten er todo el nuevo desplie­ gue m ilitar en el exterior. C om o casos célebres de colaboración entre laced em onios y aristócratas locales p o ­ dríam os citar los de C alibio en Ate­ nas con el gobierno de Los Treinta T iranos (404-3), Lisandro en Bizancio (396), o Fébidas en Tebas, con la autarq u ía de L eontíadas (382). Los problem as que le sobrevinie­ ron a E sparta com o consecuencia de la actuación de los harm ostas en el exterior fueron graves y repetidos. Se p lanteaba, p o r una parte, la difícil ta ­ rea de controlar su gestión, huidiza y casi siem pre prepotente, lo que d a ñ a ­ ba la im agen de esta ciudad en el exterior. Ya T ib ró n h ubo de ser p ro ­ cesado y desterrado a resultas de las acusaciones de los aliados griegos de Asia M enor, que veían saquear sus bienes y haciendas por las tropas pe-

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loponesas con el consentim iento de su jefe (399). Los casos célebres de Fé­ bidas (382) y Esfodrias (378), ac tu a n ­ do p o r su cuenta y violando los tra ta ­ dos de paz con Tebas y, Atenas, son suficientem ente conocidos para ser otra vez com entados. Y, p o r otra p a r­ te, esos hom bres, acostu m b rad o s a un a rígida y prim itiva educación en su patria, sucum bían fácilm ente a los atractivos de la vida exterior, hasta el pun to de que la venalidad y codicia de los funcionarios lacedem onios se hicieron proverbiales en toda Grecia. Procesos com o los que bajo esos car­ gos les fueron incoados a Tórax y Gilipo pueden sacarse aquí a coloca­ ción exempli causa. Pero no fueron los efectos deleté­ reos del im perio allende el Peloponeso —las nuevas riquezas h ab ría n co­ rrom pido la pureza de las costum bres prim itivas de Licurgo, según u n a opi­ nión contem poránea que después apli­ cará Salustio a la crisis de la R epúbli­ ca ro m an a—, com o tam poco consti­ tuyeron las tensiones propias de la lucha faccional interna las causas que llevaron a la decadencia de esta polis por dos siglos hegem ónica. Ni siquie­ ra puede atribuirse a las pérdidas h u ­ m anas de Leuctra y a la subsiguiente liberación de M esenia el h u n d im ie n ­ to de Esparta. Estos hechos fueron únicam ente el golpe de gracia sobre un cuerpo social ya gravem ente en ­ fermo. Tam bién el sistem a de dom i­ nación espartano hab ía conseguido controlar, mal que bien, la contradic­ ción social dom inante —quizá la m ás ag u d a y p o la riz a d a de la an tig u a G recia—, la existente entre los siervos del estado (hilotas y m esenios) y los ciu dadanos de pleno derecho o espartiatas (los homoioi). Era en concreto la com unidad de los Iguales la que arrastraba u n a cri­ sis dem ográfica ya perceptible d u ra n ­ te la G uerra del Peloponeso con oca­ sión del episodio de Pilos y Esfacteria (425). Según los cálculos m ás po n d e­ rados, y con todas las reservas que las

Las condiciones de ¡a Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

estadísticas antiguas nos m erezcan, en tiem pos de la segunda guerra m é­ dica el total de espartiatas adultos po­ dría ascender a uno ocho m il (cinco mil com batientes en Platea), para si­ tuarse en no m ás de cuatro mil al es­ tallar la G u erra del Peloponeso (unos dos mil quinientos reclutados el 418 en M antinea), h asta quedar solam en­ te en mil doscientos ciudadanos en el 371 (novecientos com batientes, y sete­ cientos movilizados en Leuctra). Com o se h a señalado, d ado que una com u­ n idad en condiciones norm ales se re­ c u p e ra rá p id a m e n te de terrem otos com o el del 465, epidem ias y guerras, y puesto que la pérdida de M esenia se produjo con posterioridad al 371, las razones de esta reducción tan p o rten ­ tosa en el censo ciu dadano h an de buscarse en las peculiaridades estruc­ turales de la constitución socio-eco­ nóm ica de Esparta. E n prim er lugar, el lote inalienable de tierra cedido p or el estado al espartiata en usufructo (kleros), y que en un principio le perm itía aportar su cuota en especie al rancho obligato­ rio (syssition), debió de hacerse insufi­ ciente con el paso de la época arcaica y el enrarecim iento, aun aquí inevita­ ble, de la vida. Es posible que a co­ m ienzos del s. IV este fundo resultase ya casi irrelevante para m antener el status de guerrero y que ju n to a él h u ­ biesen surgido otras fuentes de ingre­ sos com plem entarias, básicam ente en form a de p ro piedad privada de la tie­ rra. Incuestionablem ente, este proceso debió verse acelerado por la d in ám i­ ca de la política exterior y su corola­ rio natu ral de venalidad, afán de lu ­ cro, circulación de m oneda y creación de im portantes fortunas. Inversión en el suelo patrio, consiguiente concen­ tración de la tierra —favorecida ade­ m ás p o r el derecho de herencia—, y, sobre todo, desigualdades notorias en el seno de la capa dirigente de los hom oioi, fueron el resultado final del q ue A ristóteles es testim o n io b ien elocuente (vid. texto).

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La subversión de las condiciones económ icas tradicionales explica, por ej., la aparición de bolsas de riqueza en tre el estrato arte san al y co m er­ ciante de los periecos, cada vez m ás integrados a las tareas de defensa e incluso de adm inistración, a tal p u n ­ to que. algunos de ellos m erecían a juicio de Jenofonte el distinguido ape­ lativo de kaloi kagathoi (Hell. V 3,9). Al m ism o tiem po, debió de hacer más acusada la segregación de ese círculo preexistente de «fam ilias privilegia­ das» (Chrim es), que controlaban los asuntos de la gerousía, incluso ejer­ cían cierto p atro n a zg o sobre otros sectores, y que sin duda fueron las nutridoras de esa sorprendente, por extensa, lista de olim piónicos espar­ tanos entre 548 y 368 en la prueba aristocrática por excelencia, la carre­ ra de carros. Se trata, adem ás, de un hecho sin parangón en otras poleis griegas y, significativam ente, en abier­ to contraste con los triunfos de sus predecesores entre el 720-552, obteni­ dos en las m odalidades de atletism o (M oretti). E n este co n tex to de e m p o b re c i­ m iento y degradación social progresi­ vos de ciertos sectores de la población ciu d ad an a encuentra su razón de ser la conspiración de C inadón, acaecida el año 399 y atajada a tiem po por los éforos. El m ovim iento debía hacerse eco concretam ente de las reivindica­ ciones igualitaristas de los hypomeiones («los in ferio res» o e sp a rta n o s libres desposeídos de los derechos p o ­ líticos p o r insolvencia económ ica), aunque quizá tam bién de otros gru­ pos sem iem ancipados com o los neodamodeis y los mothakes. El peligro que en trañ ab a esta revuelta se pone de re­ lieve por el hecho de que los co n ju ra­ dos no renunciaban a unir a su causa a periecos e hilotas. C onatos de este tipo se repetirían en el 370/69, según nos inform a P lutarco (Ages. XXXII 6-11), aprovechando la difícil situa­ ción creada por la invasión tebana de Laconia, si bien parece que en tales

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ocasiones la agitación procedía del propio cuerpo ciudadano. U n segundo factor en la descom po­ sición de la capa dom inante fue sin duda la falta de m ovilidad social y el carácter de casta cerrada de los homoioi, lo que hizo im posible toda re­ generación interna. Expedientes como el de in corporar a los periecos a la m ilicia o a las funciones secundarias

Iguales contribuyó a su extinción. Las razones de esta tendencia hay que buscarlas sim plem ente en la ya co­ m entada insuficiencia del kleros para subvenir a las crecientes necesidades m ateriales del guerrero y en la im po­ sibilidad para una pareja prolífica de m antener el nivel de vida apetecido. S olución típica de una aristocracia ce rra d a o de u n a c o m u n id ad m uy

Esquipo beocio. Representa una escena mistérica relacionada con el culto a Cabiros (Fines del siglo V-comienzos del siglo IV). Museo Nacional de Atenas.

de la adm inistración, o el de asociar a bastardos e hijos de hilotas como com ­ pañeros de los jóvenes espartanos en la agogé (los mothakes), no resolvían el problem a de fondo y .sólo en m uy contados casos se traducían en ascen­ so al círculo superior. Por últim o, es evidente que el des­ censo en la tasa de natalidad de los

acom odada, los espartiatas cesaron poco a poco de reproducirse. La legis­ lación del s. IV intentaría en vano re­ m ediar el mal incentivando los naci­ mientos: el padre de tres hijos quedaba exento de salir en cam paña, y el de cuatro veíase libre de contribuciones. Tenida cuenta de todo ello, no sería tan inexacto afirm ar que la batalla de

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38 Leuctra, sobre el triunfo de E pam i­ nondas y su fam osa form ación obli­ cua, fue tam bién el fracaso de todo un sistema social que, m erm ado de fuerzas, sólo consiguió colocar a sete­ cientos espartiatas contra los cinco mil o seis mil guerreros que la sola Te­ bas habría alineado en el cam po de com bate. Por esa m ism a oligantropía —y no ya por una sim ple derrota— se hicieron tam bién irreversibles la in ­ dependencia de M esenia, con todo su capital agrícola y hum ano, y el h u n ­ dim iento de Esparta a potencia de se­ gunda fila a partir del 371. N ada m e­ jo r para calibrar el tono de los nuevos tiem pos que el curso futuro de su p o ­ lítica exterior: el an taño todopodero­ so rey Agesilao com batiría en Asia M enor en el 365 y cuatro años des­ pués al servicio de un rey bárbaro, como si de un «condotiero helenísti­ co» se tratase (Beloch). Tam bién acu­ ciado por las dificultades financieras de la patria, su hijo y sucesor, Arquídam o III, se p ondría al frente de otro ejército de m ercenarios, en C reta p ri­ m ero y en el sur de Italia, al servicio de Tarento, después. Aislada y dom i­ nada por un vano orgullo en su deca­ dencia, E sparta vería caer a su rey A rquídam o luchando contra unas os­ curas tribus de lucanios y m esapios precisam ente en el m om ento en que los otros griegos p erdían la au to n o ­ m ía en Queronea (338).

3. Tebas: el triunfo del federalismo Tebas fue sin duda la tercera gran ac~ tora de la vida internacional en el s. IV, la ciudad que term inó con el m ito de la invencibilidad espartana, y cuya hegem onía cubrió el últim o capítulo de la historia política de las ciudades griegas antes de la aparición en esce­ na de Filipo de M acedonia. En el año 375/4 esta polis h abía conseguido re­ co n stru ir la C o n fed eración B eocia bajo su liderazgo, la que sería instru­

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m ento de sus victorias a lo largo de los sesenta, y u n ir así a u n país que p o r etnia, dialecto, cultos y, en defini­ tiva, historia, se sentía heredero de un m ism o pasado. La propaganda tebana supo en arb o lar la ban d era del p a ­ triotism o y de la independencia beocia frente al yugo extranjero, lacedem onio, ganándose a las poleis m enores com o L ebadea, C o ro n ea , H aliarto , Q ueronea, Sifas, etc., y venciendo la obstinada oposición de sus tres g ran ­ des rivales: O rcóm eno, Tespias y P la­ tea, o lig árq u ica s y p ro lac o n ias. El id eal d em o crático de gobierno, en efecto, fue el otro elem ento de identi­ d ad frente a E sp a rta , e in sp iró la constitución del tercer koinón en la historia del país. C arecem os prácticam ente de infor­ m ación sobre el reparto e integración de las ciudades beocias en el nuevo estado federal. Sólo nos consta que de los once distritos de la anterior C o n ­ federación, la disuelta en 387 por la Paz del Rey, los cuatro co rresp o n ­ dientes a O rcóm eno y Tespias fueron suprim idos en castigo por su actitud rebelde, m ientras que los dos de P la ­ tea, tras su destrucción, fueron ab so r­ bidos por Tebas, con lo que ésta aca­ p arab a la m ayoría: cuatro unidades adm inistrativas (dos propias m ás las dos de Platea) sobre un total reducido ahora a siete, e idéndica representa­ ción en el colegio de los beotarcas —pues cada distrito elegía a uno de estos m agistrados. A la cabeza del estado federal beo­ cio figuraba un arconte epónim o, car­ go representativo y honorífico, cuyo titu la r d a b a n o m b re al añ o , ten ía ciertas atribuciones sacerdotales en los cultos com unes y sim bolizaba, en definitiva, la u n id ad política del país. Era en cierta m edida u n a im itación de su hom ónim o ateniense. El colegio de los siete b eotarcas constituía sin duda alguna el p rin ci­ pal órgano de la C onfederación, y a él se vinculan los grandes nom bres de la política tebana del m om ento: Epa-

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m inondas, Pelópidas, G órgidas, C a­ rón, M elón, Dam óclidas, etc. Antiguos m iem bros de la facción de Ism enias los unos, sim ples patriotas y enem i­ gos de E sparta los otros, cam aradas y am igos (philoi), todos ellos desem pe­ ñ aría n un papel clave en la tram a que culm inó con la liberación de la C ad ­ m ea y la instauración de un gobierno dem ocrático en Tebas a finales del 379. E spléndidos m ilitares y estrate­ gas, au n q u e tam bién guerreros ebrios de gloria, fueron ellos los que pusie­ ron a pu n to al ejército tebano-beocio en los duros com bates de los años se­ tenta, y los que vieron unidas sus vi­ das en la h o ra dram ática de Leuctra. La beotarquía estaba form ada por representantes de los siete distritos fe­ derales: en consonancia con su posi­ ción rectora, Tebas tenía asignados cuatro beotarcas por sus cuatro distri­ tos. C o nstituían ante todo la m agis­ tratura ejecutiva federal, pues a ellos se confiaba el m ando del ejército beo­ d o y la planificación de las operacio­ nes m ilitares, que acordaban p o r vo­ tación y de las que luego respondían colegiadam ente. E n este terreno, la fuerte p ersonalidad de E pam inondas y G órgidas consiguió im ponerse por lo general sobre el resto de sus cole­ gas, com o dem uestran la batalla de L euctra y las diversas cam pañas peloponesias y tesalias. Su condición de jefes del ejército confería a los beotar­ cas un enorm e protagonism o en el juego diplom ático y en la form ula­ ción de la política exterior beocia, de la que los dos citados caudillos fue­ ron principales artífices. Sin autori­ zación previa de la asam blea federal, p o r ej., E p am in o n d as dictó los térm i­ nos de la alianza con Sición y Pelene en 369 y con el Koinón aqueo en 366; ya antes, en su prim era cam paña peloponesia (370/69), había em prendi­ do p or su cuenta y riesgo la invasión de L aconia y operado la in d ep en d en ­ cia del estado mesenio. O tro tanto ca­ bría decir de Pelópidas en Tesalia y M acedonia, país en donde concluyó

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una alianza con el regente Tolomeo (368). Esta libertad de acción resulta­ b a in e v ita b le , d esp u é s de to d o , y la asamblea federal hubo de ratificar la victoriosa política de hechos consu­ m ados presentada por am bos h o m ­ bres. Al térm ino de sus m agistraturas debían deponer el cargo, so pena de m uerte caso de retenerlo, y som eterse a la rendición de cuentas (euthynai), conform e a u n procedim iento em i­ nentem ente dem ocrático, vigente en Atenas, y que tam bién se atestigua en la C o n fed eració n A rcadia. D e este instrum ento legal se valdría M eneclidas, enem igo personal de E p am in o n ­ das y Pelópidas, para incoar proceso contra am bos y sus colegas en la p ri­ m avera del 369. Este activísim o papel en el exterior se reforzaba adem ás por el hecho de que la constitución beocia, a im ita­ ción tam bién de la ateniense, entrega­ ba al generalato la función probuléutica cara a la asam blea federal. Al colegio de los siete beotarcas, en efec­ to, correspondía la iniciativa en el te­ rreno legislativo, judicial y diplom áti­ co, si b ien no co m p letam en te, los tem as a posterior debate en el órgano prim ario. La diferencia m ás significativa en ­ tre la nueva C onfederación y la últi­ m a disuelta por la Paz del Rey (386) consistía en el carácter prim ario y no representativo de la asam blea federal, integrada ahora por todos los ciuda­ danos del estado beocio. La dem ocra­ cia, así pues, fue la form a de gobierno que se trasplantó de la ciudad de Te­ bas a la constitución federal, sin que tengam os noticia de restricción censitaria alguna. Por su condición de ca­ pital y sede de la asam blea beocia, por la fácil asistencia de su nutrida población y en definitiva por el papel jugado en la reconstrucción del Koi­ nón, Tebas fue sin duda la ciudad que llevó la voz cantante en la política fe­ deral. Com o órgano plenario y sobe­ rano que era, la asam blea tenía la últim a palab ra en cualquier acción

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Relieve funerario de Oropo (Hacia el 400 a. C.) Museo Nacional de Atenas

legislativa, judicial y diplom ática de interés federal, si bien delegaba la m ayor parte de las causas políticas, que eran básicam ente de su com pe­ tencia, a los tribunales constituidos al efecto. Estos ju rad o s populares eran sacados probablem ente a sorteo entre el conjunto del cuerpo ciudadano beo­ d o y estaban com puestos por varios cientos de personas. A nte ellos defen­ dieron con éxito sus casos E p am i­ nondas, Pelópidas y los restantes beotarcas que en el 370/69 retuvieron ilegalm ente sus cargos con el objeto de atacar a Esparta, y tam bién ante estos jurados se veían los recursos de inconstitucionalidad (graphe paranomon). Ni qué decir tiene que en todo ello el gobierno federal beocio se ins­ piraba en la práctica constitucional ateniense, a cuyo conocim iento h a ­ bían tenido directo acceso los h o m ­ bres de la facción de Ism enias d u ra n ­ te su. exilio de 382 a finales del 379. Tras la m uerte en com bate de Peló­ pidas y E pam inondas, la C onfedera­ ción Beocia se vio privada de sus dos

m ás im portantes anim adores y per­ dió el aliento inicial que le había dado vida en el exterior. A pesar de que pervivió com o poder de prim era fila hasta la batalla de Q ueronea, a resul­ tas de la cual sería disuelta por Filipo de M acedonia, ya no pudo conservar la hegem onía que había disfrutado p o r espacio de una década. El p o r­ qué de la fugacidad de la p reponde­ rancia tebana sigue siendo en gran m edida un enigm a a resolver, toda vez que la desaparición de ciertas in ­ dividualidades no puede explicarlo todo. En este caso, cualquier intento de referir el problem a de fondo a las condiciones internas tropieza con nues­ tro radical desconocim iento sobre la constitución social y el poderío de­ m ográfico y económ ico beodos. Sea com o fuere, la crisis que veíam os h a ­ cer presa de· A tenas y E sparta debió de ser tam bién aquí un hecho a p a r­ tir del 362, quizá en form a de divi­ sión faccional interna y con la consi­ g u ien te re la jació n de los v ín cu lo s federales.

Las condiciones de la Polis en el siglo IV y su reflejo en los pensadores griegos

¡II. El debate político

El gran tem a del pensam iento filosó­ fico y político del siglo IV lo confor­ ma, sin duda, la reflexión sobre la p o ­ lis, reflexión que com prende no sólo los elem entos conocidos de esta reali­ dad social tal com o se m anifestaron en épocas anteriores, sino tam bién la elaboración de m odelos teóricos. La vida política de los diferentes estados griegos descansaba en una serie de principios básicos encarnados en las norm as heredadas de la tradición, en la constitución patria, en la forma de acceso a las m agistraturas y de estra­ tificac ió n social, etc...; com o tales principios constituían el m ecanism o regulador del poder en cada co m u n i­ dad, en torno a ellos giró constante­ m ente, du ran te este siglo, el debate político. Precisam ente porque el sis­ tem a com enzaba a fallar fue por lo que interesó proceder a su análisis, d e s c u b rir en d ó n d e ra d ic a b a n los errores, señ alar por qué se producían alteraciones. De este m odo proliferaron los escritos de naturaleza filosófico-política, gracias a los cuales vis­ lum bram os las dificultades que a n ­ g u stiaro n a los griegos de aq u e lla época. La crisis social y las luchas entre ios diferentes grupos estim ulaban la bú sq u ed a de nuevas soluciones. Para unos el rem edio tendría que venir del pasado, de los ejem plos que podían hallarse en la época clásica; para otros,

Estatua colosal de Mausolo, atribuida a Briaxis (Mediados del siglo IV a.C.).

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42 por el contrario, de la crisis debían nacer resultados originales, capaces de ofrecer un marco político acepta­ ble por la mayoría. En esta últim a lí­ nea cabe incluir a una particular co­ rriente del pensam iento griego, en la que m ilitaron Isócrates y Jenofonte, partidaria de encontrar la autoridad absoluta de una sola persona para conducir los destinos colectivos; esta idea abonará el cam ino prim ero a las ambiciones de Filipo, luego a los pla­ nes de A lejandro y, p o r últim o, a la consolidación de las m onarquías helenísticas. En Atenas, los defensores de la tra­ dición buscaron sus modelos en So­ lón y Clístenes, en los enunciados de la llam ada patrios politeia o constitu­ ción de los antepasados, concepto que se acuñó en las postrim erías del siglo V para aludir a las norm as políticas vigentes heredadas de sucesivas eta­ pas reformistas y que ahora, en el si­ glo IV, cobrará cada vez m ayor em ­ puje. M uchas de las leyes de Dracón, de Solón y de Clístenes se hallaban todavía en uso y se pretendía que al­ gunas otras, arrum badas por el paso del tiempo, pudieran ser tam bién de aplicación en estos momentos, siem ­ pre que se procediera a la m oderniza­ ción de tales norm as puesto que la realidad social era muy otra. El principal m odelo de los tradicionalistas fue, desde luego. Solón, en es­ pecial por el recuerdo que se m ante­ nía, a través de la lectura de sus versos, de su labor pacificadora y de conciliación cu ando en los albores del siglo VI tuvo que hacer frente a problem as públicos muy similares a los que entonces latían. Solón había llegado a establecer un equilibrio en­ tre el demos y los poderosos sin recu­ rrir a m edidas dem asiado radicales, y eso m ism o perseguían ciertos teóricos del siglo IV. El pueblo debía, según Solón, tener su parte de responsabili­ dad política p or medio de las asam ­ bleas y de los tribunales, dejando las m agistraturas para los más ricos y ha­

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cendados; en esa dem ocracia m ode­ rada p o n ían su esp eran za quienes añ o rab an el regreso del régimen polí­ tico de antaño. De ahí que la figura del antiguo legislador ateniense no gozara, entre algunos pensadores p ro ­ gresistas, de ninguna sim patía, p o r­ que estim aban que en sus doctrinas contem porizadoras se escondían los defectos más notables de la vieja de­ m ocracia y el origen de los m ales que deseaban eludir.

1. Los pensadores griegos y la cuestión social Com o ya hem os visto, la principal fuente de conflictos que atenazaba a los gobernantes griegos brotaba de la injusticia social, de las enorm es desi­ gualdades existentes entre ricos y po­ bres. Las soluciones propuestas por quienes abordaron en sus escritos esta faceta hiriente de la crisis ap u n tan en diversas direcciones. La tendencia con­ servadora trató de resolver la situa­ ción social propugnando el restable­ cim iento de un sistem a m oderado, enm arcado dentro de estrictos lím i­ tes; la barrera estaría fijada, para los distintos grupos, por la propiedad y la fortuna. En los estados dem ocráticos el p ro tag o n ista sería el c iu d a d a n o libre, con pequeños o m edianos re­ cursos, que no pudiera nunca em po­ brecerse o enriquecerse dem asiado, dirigido desde las m agistraturas por los oradores y estrategos m ás instrui­ dos; ello perm itiría desarrollar una vida sin sobresaltos y facilitaría el in ­ crem ento general de la riqueza. Respecto a la realidad agraria, los am antes de la tradición nunca defen­ dieron los repartos igualitarios de tie­ rras, sino que se lim itaron a abogar por la entrega de los excedentes del estado a los ciudadanos para que toda persona pueda com prar un pedazo de terreno o m ontar un negocio. Esta idea es perfectam ente conciliable con u n a de las formas de entender la p o ­

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lis, a saber, com o una com unidad de hom bres libres dueños de los ingre­ sos de la m ism a; en la práctica los re­ partos de excedentes del tipo del theorikon, destinado, com o ya se dijo, a costear la entrada a teatros y espec­ táculos en general, eran un expedien­ te conocido desde el siglo V. Lo que ah ora se pretende es que tales distri­ buciones sean más frecuentes y ab a r­ q u e n fines m ás u rg en tes p a ra los ciudadanos. Sin em bargo no era tarea fácil apli­ car esta clase de reform as, pues en aquellas ciudades en donde goberna­ ban los ricos existía una firme oposi­ ción a repartir cualquier dinero p ú ­ blico, pero tam bién en dem ocracias com o Atenas, controladas en teoría p or los pobres, las asam bleas prefe­ rían acu m u la r los ingresos seguros p ara aten d er pequeñas necesidades antes que prom over con ellos expec­ tativas de riqueza; en todo caso el si­ glo IV careció de una infraestructura política adecuada para llevar a cabo estas m edidas. A la postre, la situa­ ción suele desem bocar en un proceso ya experim entado en anteriores siglos por los griegos: el apoyo del estado será el propietario agrícola, conserva­ dor p or naturaleza, y la solución más sim ple para restaurar el orden social consistirá en excluir de la vida p úbli­ ca al no propietario, al asalariado, considerado com o un peligro para la estabilidad ciudadana. Así, m ien tras que los dueños de bienes raíces acab an siendo de hecho las únicas personas con recursos para dedicarse a ejercer un cargo público, los no poseedores, los pobres, se co n ­ vierten en un a agrupación de ciu d a­ danos pasivos, incapaces de alcanzar una parte de los derechos cívicos; e incluso en los sistem as dem ocráticos la fuerza decisoria de las asam bleas populares es ab an d o n ad a por los ciu­ dadanos a la huidiza retórica de o ra­ dores y po lítico s fijos, carg ad a de p ro m esas y esp eran zas casi n u n ca cum plidas.

Tam poco resulta extraño que, para esquivar esas dificultades de gobier­ no, hubiera algunas m entes encam i­ nadas a la búsqueda de un árbitro su­ perior, de una autoridad indiscutida que ejerciera el papel de solícito m o­ narca para proteger a toda la p obla­ ción. En las personas de Jenofonte e Isócrates se encarnan los dos m ayo­ res publicistas de la idea m onárquica, a la que saludan como el m ejor siste­ ma político para solucionar las lu ­ chas de su tiempo. El poder concen­ trado en una sola persona: en ello residió el secreto de la grandeza ate­ niense, y no cabe ocultar la ad m ira­ ción y añoranza que en am bos des­ pierta el extraordinario carácter de Pericles; pero m edio siglo m ás tarde la escena política ya no produce per­ sonajes de su talla. La tiranía no re­ sulta una form a de gobierno reco­ m endable, y en estas fechas el ejemplo de los tiranos de Siracusa sigue po­ niendo de m anifiesto que el tirano prospera, despreciando el interés co­ lectivo, por m edio de la fuerza y de la arbitrariedad. Sólo la realeza heredi­ taria o electiva, tal com o se conserva­ ba en algunos estados griegos o semigriegos, ofrece a nuestros pensadores la im presión de que su valía reside en la razón y el respeto a las leyes, y sus frutos se reconocen en la felicidad del pueblo sobre el que reina. La causa futura de Filipo de M acedonia en ­ contró de este modo el terreno p repa­ rado, desde m ediados del siglo IV, en num erosas ciudades de la Hélade. F ren te a las posibles soluciones presentadas por los m oderados, que m iran al pasado, hubo otras corrien­ tes de p en sam ien to que poseyeron m ay o r visión de futuro; al m enos orientaron sus reflexiones a la bús­ queda de m edios capaces de resolver los problem as del presente. M uy en relación con las ideas del panhelenismo se encuentra un viejo rem edio, que ya fue em pleado con éxito en los siglos del arcaísm o griego: la em igra­ ción de colonias para asentarse en

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Mujer con abanico. Terracota de Tanagra (Siglo IV a.C.). Marsella, Museo Borély.

nuevos territorios. El sistema de hege­ monía de Atenas y de Esparta sobre los demás estados griegos se había re­ velado inviable, y cualquier otro in ­ tento de ganar espacio a costa de los aliados o de los enemigos levantaba una reacción autom ática; no en vano Atenas tuvo que com prom eterse, al establecer la segunda confederación marítima en el 377, a renunciar a to­ dos los bienes raíces que pudiera ad ­ quirir en territorio de los m iem bros de la alianza. El m undo griego es ahora más pequeño y todo nuevo plan político que pretendiera una expan­ sión territorial debía ejecutarse bien por medio de la colonización pacífi­ ca, bien valiéndose de acciones m ili­ tares o políticas sobre los países y rei­ nos bárbaros de la periferia griega. La necesidad de dar salida a ese ex­ cedente de población conflictiva y de­ sarraigada fue el motivo inm ediato para la formulación de estas nuevas propuestas de colonización, defendi­ das también, entre otros, por Jenofon­ te e Isócrates; sin embargo, estos p en ­

sadores introducen ciertas innovaciones que distinguen claram ente sus p ro ­ yectos de los antiguos m odos de colo­ nización. Com o las viejas ciudades fundadas por los griegos en el conti­ nente asiático h ab ían agotado ya su potencial, tras m ás de un siglo de su­ jeción a los persas, Isócrates y Jeno­ fonte designan com o área idónea de expansión el Asia M enor y la costa m eridional del M ar Negro; adem ás Isócrates propugna que la coloniza­ ción constituya una em presa heléni­ ca, de todos los griegos y no de una sola polis, com o había sido norm a en el pasado. Este hipotético anuncio crearía, se­ gún el pensam iento isocrático, una fuerte cohesión entre las distintas ciu­ dades helénicas ante el reto del obje­ tivo com ún. La coincidencia de inte­ reses se supone un punto de partida necesario para alcan zar el éxito, pero la em presa parecía, a m edida que transcurría el tiem po y los hechos así lo dem ostraban, tarea de una sola ca­ beza rectora. Por este cam ino era fácil para Isócrates enlazar con su teoría sobre la m onarquía u nitaria de la Hélade com o solución a los problem as políticos griegos, y esta m o n arq u ía tendría que procurar por encim a de todo la igualdad entre las distintas ciudades y el olvido de las hegem o­ nías, largo tiem po m an ten id as p o r A tenas y Esparta. Los ideales del o ra­ dor ateniense, buen hom bre práctico y excelente analista de su tiem po, se verían confirm ados por el éxito, como es notorio, en las personas de Filipo y A lejandro, con quienes se inició un nuevo m undo para los m altrechos es­ tados de Grecia.

2. Las propuestas utópicas. Platón N os queda por ex am in ar con algo m ás de detalle lo que hem os denom i­ nado soluciones utópicas frente a la crisis económ ico-social. Los textos

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Crátera ática de figuras rojas (Hacia el 330 a.C.).

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46 fundam entales para el conocim iento de estos proyectos ideales son la Re­ pública de Platón así como su tratado dedicado a las Leyes, obra de m adu­ rez del filósofo; m uchas de las ideas allí expuestas figuran luego recogidas en la Política de Aristóteles, libro que, aunque compuesto en el declinar de la época clásica, arroja poderosa luz sobre estas doctrinas porque no sólo realiza la crítica de las distintas for­ mas constitucionales presentadas por Platón, sino que polem iza en torno a los proyectos teóricos de gobierno su­ geridos por sus antecesores y ap u n ­ ta las posibilidades de rem ediar sus inconvenientes. ¿Qué procedimientos podrían apli­ carse para evitar la división radical de la sociedad en ricos y pobres, en ciudadanos y gentes exentas de dere­ chos civiles? Para contestar a esta pregunta surgió toda la utopía de la República platónica, que alcanzó bas­ tante difusión entre la población grie­ ga del siglo IV. En su construcción ideal del estado P latón, siguiendo teorías y realidades históricas que hundían sus raíces en tiempos anti­ guos, propuso la división de la socie­ dad en tres grupos: los gobernantes, los guardianes o guerreros y los tra­ bajadores (campesinos y artesanos), y señaló que la tierra debería repartirse igualitariam ente entre los cam pesi­ nos. que alim entarían a los m iem bros de las otras dos clases. Pero no basta­ ba con suprim ir las viejas formas de propiedad sobre la tierra, sino que en coherencia además con el principio de que el afán de lucro resulta social­ mente pernicioso llega a proclam ar la extinción de la propiedad privada. Todo debe ser colectivo, hasta la fa­ milia y la educación de los jóvenes varones —pues las hem bras no cuen­ tan más que a efectos de la reproduc­ ción—, idea que delata sin duda in ­ fluencias del ejemplo espartano. El objetivo final de los habitantes de ese estado teórico es su felicidad, entendida resueltamente en una em ­

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presa global, es decir, com o el logro de la felicidad y la distensión de to­ dos y cada uno de los participantes en la ciudad. Se trata de un objetivo am bicioso y que precisa, para alcan ­ zarlo, la puesta en práctica, de todas las cualidades de un buen gobierno; esta elevada meta sólo será realidad si se respetan unas norm as adecua­ das establecidas de antem ano, una constitución propia, pues tal es el sig­ nificado que corresponde a la p a la ­ bra politeia. Isócrates afirm aba que la politeia era el alm a de la ciudad, y este concepto perdura en el pensam iento filosófico contem poráneo, pero al m is­ mo tiem po se ve enriquecido p o r la idea de goce, de equilibrio m oral de los ciu d ad an o s, de m an era que su enunciado no queda reducido a m era teoría política, sino que incluye la d i­ nám ica de las virtudes sociales. A hora m ism o recordábam os que la politeia de los lacedem onios constitu­ yó, en buena m edida, el m odelo que m ás atrajo a las utopías del siglo IV. De ordinario se ensalzaba la cohe­ sión y unidad de los espartiatas, sus virtudes m ilitares y m orales, y a u n ­ que se echase en falta la carencia de una instrucción filosófica no dejaba de adm irarse su apego a la tradición y su obediencia al sistema. La verdad era que si tales principios pudieron significarse en otra época com o ras­ gos m ás sobresalientes de Esparta, en pleno siglo IV habían perdido m ucho de su antigua observancia; sin em ­ bargo, todavía estaban vigentes las instituciones del estado espartano que hab ían m oldeado aquella sociedad y producido tan notables resultados, ins­ titu c io n e s que c a ra c te riz a b a n a la politeia la ce d em o n ia com o u n sis­ tem a p a rtic u la rm e n te aten to a los ciudadanos. Efectivam ente, los órganos de go­ bierno de la constitución espartana ofrecían indudables atractivos a nues­ tros utópicos: la gerousía y los éforos, en carnación de la sabiduría y p ru ­ dencia que debían ad o rn ar al grupo

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de los gobernantes, con tro lab an las asam bleas populares y vigilaban el cum plim iento de las leyes; p o r otra parte estaba la diarquía, la presencia de los dos reyes, que m an ten ían la tradición m o n árq u ica pero sin el pe­ ligro que siem pre conllevaba el m a n ­ do único. A ello cabía sum ar el d eta­ lle de que, al m enos teóricam ente, la tierra era de todos los espartiatas, y el producto de la m ism a tam bién. N o obstante, los pensadores de la época fueron perfectam ente conscientes de que esta politeia de los lacedem onios encerraba, con su apariencia de ideal estructura, sus propios fallos y con­ tradicciones; p o r ello el ejem plo es­ p artan o se trataba de im itar en lo que aú n conservaba de práctico para la re alid ad social del m om ento en el resto de Grecia. La ciu d ad platónica está ocupada por un rico m uestrario de hom bres y actividades diferentes, pues cada per­ sona debe hacer sólo u n a cosa, aque­ lla que conoce. Todos los oficios, des­ de los m ás hum ildes a los de gran im portancia, deben tener cabida en el estado, y aquí se incluyen, desde lue­ go, las profesiones dedicadas al inter­ cam bio de m ercancías, es decir, b u ­ honeros, tenderos y m ercaderes que trafiquen en el interior del territorio, p ero tam b ién los p rotagonistas del gran com ercio que desde lejanos p aí­ ses abastezcan a la ciudad de objetos necesarios e incluso de lujo. A este conjunto cabía añ a d ir los oficios m ás sofisticados y que según P latón no son, frente a los dem ás, absolutam en­ te necesarios; tal es el caso de los ac­ tores, artistas, artesanos de objetos preciosos y cuantos otros se conside­ ran u n exceso para la sociedad de la época. Pero la existencia de un cuerpo de ciu d ad an o s destinados a proteger las riquezas de la polis se tiene por im ­ prescindible, y de conform idad con la idea de especialización que preside la República se aconseja la form ación de un ejército profesional. Esta visión de

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la estrategia m ilitar de un estado re­ presenta asimismo una novedad, pues­ to que lo habitual consistía en que to­ dos los ciudadanos varones m ayores de u n a determ inada edad fueran los encargados de soportar la defensa de la com unidad, y esta tradición se h a ­ bía relajado para d ar paso a la cos­ tum bre de contratar tropas m ercena­ rias, según dem uestran los principales hechos de arm as de aquel período. P latón propone que a estos ciu d ad a­ nos adscritos a la disciplina m ilitar, los guardianes, se les debe dispensar un trato especial, pues conviene ais­ larlos desde su nacim iento para que reciban educación y lleven vida aparte; es en este punto en donde el proyecto político arroja u n a de las m ás claras sem ejanzas con la tradición del sol­ dado espartiata y con el proceso de la agogé lacedem onia en particular. Respecto a la form a en que deben integrarse con la sociedad, la utopía platónica reserva a los guardianes un papel pasivo, pues h a b rán de lim itar­ se a ser m antenidos por el resto de la población y no se consentirá que po­ sean bien alguno; ni tan siquiera po­ d rá n fo rm a r u n a fam ilia. D e esta m anera los guardianes qued ab an ale­ jados del gusto por la posesión de las riquezas, y nada necesitan puesto que se h a lla n sostenidos públicam ente y no tienen que atender ni m ujer ni hi­ jos. A unque no se les conceda dere­ cho al m atrim onio estable, se adm ite que engendren descendencia, habida fuera de la institución fam iliar legal; estos hijos serán tam bién cuidados por la sociedad y educados al estilo espartano, dentro de u n am biente m i­ litar, con la idea de que sustituyan en el futuro a sus padres. En realidad podríam os calificar a los guardianes com o ciudadanos privilegiados, que reciben u n a instrucción esm erada y poseen el m áxim o de conocim ientos sobre cuestiones de interés superior, convertidos, sin duda, en u n a verda­ dera casta m ilitar; bajo sus órdenes, y tam bién dentro de la m ilicia, P latón

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Mujer moliendo grano. Terracota de Tanagra (Siglo IV a.C.). Atenas, Museo Arqueológico Nacional.

coloca a una serie de ayudantes ex­ clusivam ente con fines prácticos. En la República no se cuenta para nada con los esclavos, pero figuran en cam bio en las Leyes, puesto que aquí la utopía se fija como meta la ciudad ideal creada desde sus funda­ m entos, es decir, la com unidad per­ fecta surgida y pensada con todo de­ talle desde antes de com enzar a vivir com o u n estado autónom o. Detrás de esta idea se pueden atisbar in ­ flu en c ias, por ejem plo, del pensa­ m iento de H ipódam o de Mileto, el cual trabajó como arquitecto en épo­ ca de Pericles y sometía toda nueva construcción a una jerarquización de valores absolutos, así como de otros teóricos que en el siglo TV abogaron p o r las ciudades de tipo alejandrino, que sólo en época helenística consti­ tuyeron una realidad cargada preci­ sam ente de reminiscencias platónicas. E n esta ciudad nueva el grupo de los ciu d ad an o s se prevé reducido y con tro lad o , a fin de que no exceda n u n ca de u n volumen fijo (el produc­ to de m ultiplicar los siete primeros nú m ero s entre sí); a cada uno de los c iu d ad a n o s se les entregará en pro­

piedad una parcela de tierra, lo que significa que todos los m iem bros de la recién creada com unidad-estado poseerían la condición de propieta­ rios agrícolas, com o sucedió en cier­ tos períodos de la prim itiva coloniza­ ción griega; por supuesto, tales tierras debían ser trab ajad as por esclavos, m ientras que los metecos y otros ex­ tranjeros estarían destinados a reali­ zar los dem ás oficios en la artesanía y la industria. La inviabilidad de los proyectos platónicos se m uestra, por lo expues­ to, bien patente. Para los tres grupos en que clasifica al Estado no cabía re­ partir una igualdad institucional; el modelo más sem ejante a la estructura ideal del filósofo era, evidentem ente, el espartano, pero la sociedad lacedemonia revelaba una clara descom pen­ sación entre guerreros-guardianes/pro­ pietarios por una parte y el resto de la población por otra. Por lo que hace a la ciudad nueva no es preciso insistir en la dificultad de efectuar el control exacto de la población, así com o en la rigidez del sistema previsto para el re­ parto de los lotes de tierra, que debe­ rían ser iguales e indivisibles y per­ m anecer inalterables. N o es extraño, pues, que todas las teorías de Platón sobre la sociedad y el Estado ideales no pasaran de ser una im agen inte­ lectual bellam ente diseñada, que n u n ­ ca encontró su realización práctica; la meta últim a de la ciudad platónica no tuvo en ningún m om ento proyec­ ción política.

3. Las ideas aristotélicas La posición de Aristóteles respecto a los problem as sociales del siglo IV suele ser crítica, pero sus soluciones, aunque son m enos radicales y riguro­ sas que los proyectos platónicos, pe­ can asim ismo de un cierto idealism o o, al menos, de ser tan inviables com o las del autor de la República. Por lo que hace al com ponente hum ano, la

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Crátera ática (Comienzos del Siglo IV a. C.) Museo Nacional de Atenas

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Los defectos de la Constitución espartana según Aristóteles Pero de sde el m om ento en que el estatuto de las m ujeres no está bien d e finido pare­ ce, co m o ya m encioné anteriorm ente, que no sólo se genera una cierta in consistencia entre el p ro pio sistem a político y sus p o s­ tulados, sino que gana más aceptación la estim a por el dinero. Sin du da después de lo que venim os de exponer cabría dirigir reproches a cuanto suscita irregularidades en la pro pieda d; de hecho ha su ce d id o que una parte de la po blació n ha ad qu irid o un patrim onio enorm e, pero el del resto es com pletam ente exiguo: por esta razón el territorio se ha qu ed ad o en poder de p o ­ cas personas. Y este problem a tam bién se halla defectuosam ente con tem plado en las leyes: pues se de cla ró ilícito co m p ra r o vender el lote perteneciente a cada uno, lo que constituyó un acierto, pero se otorgó a quien lo quisiera facultad para hacer d o n a ­ ción o con cesión del m ism o; a la postre por cua lq uie ra de estos dos m edios se d e ­ rivan fo rzo sa m e n te igua les c o n s e c u e n ­ cias. A dem ás, casi dos quintas partes de todo el país son pro pieda d de m ujeres, puesto que existen m uchas herederas ú n i­ cas y se ha hecho entrega de grandes d o ­ tes. Desde luego más valdría haber d is­ puesto la supresión de la dote, o bien haber señalado una dote escasa o incluso m o d e ­ rada: la legislación vigente autoriza a de s­ posar a la heredera única con quien se d e ­ see, y si uno fallece sin haber determ inado nada en el testam ento, la persona a la que

ciudad ideal de Aristóteles está más cerca de la de las Leyes, pero con bas­ tante flexibilidad en las concepcio­ nes. El núm ero de h abitantes depen­ derá de cada situación y deberá estar en consonancia con la propia autosu­ ficiencia, por lo que se acaba propug­ nando m ayor libertad y m argen de nacim ientos. Las b arreras entre go­ bernantes-filósofos y guerreros-guar­ dianes no las m arcará la estricta per­ tenencia a distintos grupos sociales, sino el hecho natural de la edad de cada uno de los ciudadanos, que por supuesto no deben ocuparse de n in ­ guna actividad económ ica ni trabajo m anual. M ientras sean jóvenes d e­ fenderán al estado con su fuerza y vi-

deja por heredero puede entregarla a quien prefiera. Así pues, aunque el territorio p o ­ see recursos para proveer a las ne cesida­ des de mil quinientos caballeros y de tre in ­ ta mil hoplitas, los espartiatas form an un g ru po inferior a mil. La propia realidad ha puesto en claro que esta serie de m edidas no les pro cu ró ningún bienestar: pues la p o blació n no ha sup era do ni siquiéra un em bate, sino que se extinguió por la esca­ sez de hom bres. Cuentan que en la ép oca de los prim eros reyes hicieron a más gente partícipe de la ciudadanía, de suerte que e n tonce s jam ás ca re cie ro n de ho m bre s aun cu a n d o hubo continuas guerras; y d i­ cen que en otro tiem po eran hasta diez mil los espartiatas. Pero no im porta si tales historias son o no auténticas, pues la m ejor solució n consiste en m ultiplicar el censo de ciu da dan os por el sistem a de im pedir desig ualda des en la pro pieda d. La ley re­ lativa a la procreación contraría asim ism o la po sib ilidad de esta reform a. Porque en su anhelo de que los espartiatas fueran m uy num erosos el legislador em puja a los ciu d a d a n o s a engendrar la m ayor cantidad de hijos: y en efecto, rige en Esparta una ley según la cual quien hubiera p ro d u cid o tres hijos queda exento de salir en e xp e d i­ ción, y el padre de cuatro es d e cla rado in ­ m une de cua lq uie r co n tribu ción . Sin e m ­ bargo resulta visible que al crece r la p o b la ­ ción, m ientras que el país sigue repartido de aquel m odo, surgen por fuerza nu m e­ rosos pobres. Aristót., Pol. II 1270 a 11 ss.

gor, cuando alcancen la vejez gober­ n arán auxiliados por la prudencia y su experiencia, lo que les perm itirá com prender el carácter de los guerre­ ros, en cuyas filas form aron durante su juventud. Desde el punto de vista social A ris­ tóteles acepta la realidad y las desi­ g u ald ad e s que p re sen cia en tre los griegos, pero se esfuerza en h allar al­ guna contención para evitar que las diferencias no puedan nunca conver­ tirse en abusos excesivos. Así, todos los m iem bros de la ciudad, toda la co­ m unidad, debe tener, sean ricos o p o ­ bres, vivienda y subsistencias, pero adem ás conviene que existan unos te­ rrenos públicos con cuyo rendim ien-

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to cu b rir las necesidades com unes y m as políticos en relación con las de­ socorrer, sobre todo, a los más pobres. cisiones que hubieron de adoptarse. Para que la ciudad de Aristóteles Isócrates, A ndrotión, Hegesipo. Defuncionara se requería una serie de móstenes o Esquines constituyen bue­ instituciones adecuadas. Desde an ti­ nos ejem plos de cóm o retórica e his­ guo existía una clara distinción entre toriografía se complementan y auxilian. el m onarca y el tirano, entre la buena La historia proporcionaba m ateria­ o m ala oligarquía, entre la acertada o les a los oradores, es decir, a la lucha incorrecta dem ocracia, com o las tres política, creaba antecedentes que ser­ vían a m enudo para zan jar cuestio­ únicas form as posibles de gobierno; nes difíciles, sum inistrando por con­ en los tres casos era la sujeción o no a siguiente m odelos a seguir. De ahí relas leyes la línea que m arcaría la dife­ rencia. El acceso a las m agistraturas ¡ sulta que en m uchas ocasiones su que recom ienda Aristóteles está liga­ j doble com etido de historiador y hom ­ do. en todos los casos, a una buena bre público hace que ciertos oradores ofrezcan pensam ientos contradicto­ posición económ ica y social del ca n ­ rios. com o cuando Dem óstenes, por didato en cuestión, tendencia que se ejem plo, presenta a Filipo com o el había acentuado cada vez m ás a lo largo del siglo IV. destructor de la dem ocracia atenien­ se, pero lo conceptúa, al m ismo tiem ­ Sin em bargo, ese grupo social esco­ po, com o la persona m ás em inente gido destinado a gobernar o a aconse­ que hay en el m undo. Pues en su cali­ ja r a los futuros reyes —com o sucedió dad de tribuno activam ente com pro­ con los m onarcas helenísticos— debe metido Demóstenes desprecia al hom ­ tener unos principios m orales y filo­ bre que com bate contra el sistem a sóficos que le perm itan llevar a cabo político que él. ateniense, cree el m e­ una lab o r de purificación de la ciu­ jor: m as com o historiador, que debe d a d . S ig u ie n d o el eje m p lo de su estar abierto a los sucesos de su épo­ m aestro y de la A cadem ia. Aristóteles ca. se deja im presionar por la fuerza establece el Liceo com o lugar de difu­ de esa personalidad que también asom ­ sión de estas ideas, que cabría com ­ bró a Esquines o a Teopompo. p arar con los ideales hum anistas del La adm iración de Teopom po por el siglo XV y con los principios defendi­ m onarca de M acedonia, a quien condos. m ás tarde, p o r los ilustrados. sieraba capaz de traer la unidad a Grecia, fue tan grande que el historia­ 4. La interpretación de los dor de Quíos escribió un Encomio de Filipo en donde vaticinaba que alcan ­ historiadores zaría el dom inio absoluto sobre toda Europa. C u an d o redactó más tarde Si hem os hab lad o de los ideólogos las Filípicas llegó Teopom po incluso a del siglo IV. tam bién debem os ab o r­ negar el papel desem peñado por Ate­ d a r la p an orám ica de la época que nas en defensa de las ideas panhelénos pro p o rcio n an los autores que po­ nicas y a resaltar los fallos de la de­ dríam os calificar com o «historiado­ m ocracia, entre los que significa la res», así com o las soluciones expues­ tendencia a reprim ir la personalidad tas. Un recuerdo hay que dedicar de de los políticos que m ás sobresalen nuevo a Isócrates, el gran retórico y para diluirlos en la m asa; en su opi­ polem ista; de hecho este orador ate­ nión. la influencia de estos hom bres y niense. que vivió más de noventa años, sus deseos de controlar los excesos analizó a fondo la historia griega des­ contra la libertad habían sido acalla­ de A lcibiades a Filipo; pero hubo dos m ed ian te procesos. La ciu d ad tam bién otros m uchos rotores cuyos griega concebida a la antigua estaba juicios históricos suscitaron proble­

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Fragmento de la fachada del tholos de Epidauro (Segunda mitad del siglo IV a.C.).

m uriendo, m as Teopom po duda de que una sola persona pueda sin más reanim arla puesto que todo indivi­ duo, si tiene debilidades, constituirá un peligro objetivo para la libertad. Ú nicam ente un hom bre grande y al­ truista a la vez —en clara alusión a Filipo— estaría dotado de medios para remover la parálisis que aquejaba a los estados helénicos. É foro de Cum as fue el otro histo­ riador del siglo IV que nos ha trans­ m itido su visión sobre este período de crisis y profundos cam bios políticos. A u n q u e in cu rra en algunas in co n ­ gruencias fruto de aquel tiem po, en sus escritos históricos, conservados fragm entariam ente, defiende una po­ sición inequívocam ente panhelénica; Éforo aprecia tanto la constitución espartana, a la que toca ya su últim a hora, com o la ateniense, pero no re­ nuncia a la aportación de otras ciu­ dades y de las poleis del Asia M enor al desarrollo de la cultura griega. Por eso su indagación se dirige a los as­ pectos qu e m an ifiestan el carácter

universal del acontecer histórico, cap­ tando sin duda el am biente del m o­ m ento y an ticip án d o se a las ideas helenísticas. La obra de Éforo se con­ virtió en la fuente de otros m uchos autores antiguos y supone, ante todo, la cum bre' de la evolución historiográfica del siglo IV. En definitiva, oradores e historia­ dores tam b ién m an tu v iero n , si los consideram os globalm ente, una acti­ tud propia ante los problem as del si­ glo en que vivieron. Para unos, que siguen la tradición práctica de Tucídides, hay que procurar la adaptación de los deseos a la realidad, de suerte que la narración histórica se dispone en conexión con los hechos de los protagonistas más destacados, con sus discursos y con las distintas versiones ofrecidas por ellos sobre lo que resul­ ta conveniente o útil en cada ocasión. Otros, m ás cercanos a los p la n te a ­ m ientos socráticos, a d o p ta ro n u n a actitud m oralizante y trataron de aco­ p lar la realidad a los valores absolu­ tos de lo que debe o no hacerse.

Cabeza de una estatua de la diosa Higieya. (Hacia el 360 a. C.) Museo Nacional de Atenas

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