Finkielkraut, Alain - La Memoria Vana. Del Crimen Contra La Humanidad
January 19, 2017 | Author: padiernacero54 | Category: N/A
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Alain Finkielkraut
ha m em oria vana Del crimen contra la humanidad
EDITORIAL ANAGRAMA
A lain Finkielkraut
La memoria vana crimen contra la humanidad Traducción de Felipe Hernández
E D ITO R IA L AN A G R A M A BARCELONA
Titulo de la edición original: La mémoire vaine. Du crime contre l'humanité. © Editions Gallimard París, 1989
Portada: Julio Vivas Ilustración: «Klaus Barbie», caricatura de David Levine, aparecida en The New York Review of Books
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 1990 Pedró de la Crcu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-1342-5 Depósito Legal: B. 36117-1990 Printed in Spain Libergraf, S. A., Constitució, 19, 08014 Barcelona
En homenaje a Primo Levi.
I.
El último aplazamiento de la historia
En un artículo de Cahiers de la Quinzaine es crito en 1909, Péguy relata la visita de un joven, un muchacho de dieciocho años, que fue a pregun tarle acerca del caso Dreyfus que, como se sabe, fue el acontecimiento de su vida: «E ra tan dócil... Llevaba el sombrero en la mano. Lo hacía girar entre los dedos. Me escuchaba, me escuchaba. Se bebía mis palabras. Se informaba. Aprendía. Por desgracia aprendía historia. Se instruía. Jamás comprendí tan bien como entonces, con la instan taneidad de un fogonazo, qué era la historia, y el abismo infranqueable que existe, que se abre entre el acontecimiento real y el acontecimiento histórico; la incompatibilidad total, absoluta; la extrañeza total; la incomunicación; la inconmen surabilidad; literalmente la ausencia de un posi ble baremo común [...] Jamás vi con tal nitidez, con
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tal sobrecogimiento, lo que entrañaba el presen te, y lo que entrañaba el pasado. El presente, en el que, sea cual sea su duración, nos movemos. El pasado, en el que, tanto si se avanza como si se progresa, se sube, se gana [...] no nos movemos, y en el que tenemos buenas razones para no h acerlo.»1 Con el proceso Barbie, hemos vivido la expe riencia inversa: mientras que Péguy veía a la his toria apoderarse del caso Dreyfus y, con despia dada deferencia, embalsamarlo y situarlo entre los procesos célebres, nosotros hemos visto cómo un pasado histórico se transformaba en un presente judicial. A lo largo de dos meses, en el Palacio de Justicia de Lyon, los protagonistas de un período que dábamos por concluido han tomado la pala bra a los historiadores en el marco de un debate criminal. Situándonos en el horizonte de la sen tencia, y no sólo en el del conocimiento o la con memoración, esa ceremonia judicial colmaba el abismo que nos separaba de la época de Barbie y de sus víctimas. Por el m ero hecho de que espe rásemos con ellos el veredicto, nos convertíamos en sus contemporáneos. Lo que tuvo lugar hace más de cuarenta años llegaba ahora, ante nosotros, a su epílogo. «Para cada hombre y para cada acontecimien1. Charles Péguy, «A nos amis. á nos abonnés», CEuvres en prose. 1909-1914, Gallimard, Bibl. de la Pléiade, 1957, p. 45 y p. 48.
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to — seguía escribiendo Péguy—, llega un minu to, una hora en que se torna histórico; en una de terminada campanada, en algún reloj de pueblo, el acontecimiento pasa de ser real a ser histórico.» El proceso Barbie nos ha recordado que esa campanada no había sonado aún para el extermi nio, a pesar del tiempo que transcurre, del saber que progresa y de las tareas que, afortunadamen te, se van acumulando. De este proceso se ha dicho un tanto a la lige ra que supuso una gran lección de historia para uso de las jóvenes generaciones; su mérito, por el contrario, reside por completo en la voluntad, expresada y cumplida por la justicia, de borrar — puede que de una vez por todas— los crímenes nazis del lienzo de la historia.
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II.
La legalidad del mal
Pero ¿valía la pena Barbie? ¿Era necesario, por afán pedagógico o para postergar el plazo fatal de la construcción histórica, dar caza y juzgar cua renta años después de los hechos — ¡dos genera ciones!— a ese pequeño ejecutante; a ese mons truo subalterno, a ese Eichmann en miniatura? Pues, ¿qué era, si no, el jefe de las secciones IV y vi del Sipo-SD de Lyon comparado con los gran des dignatarios nazis que comparecieron en Nuremberg, Frankfurt o Jerusalén? Poca cosa, sin du da; pero esta objeción a menudo formulada en relación al proceso Barbie no es admisible. En ella falta lo esencial. De arriba abajo en la escala, desde Eichmann a los conductores de trenes, la solución final fue un crimen de empleados. Burócratas o policías, civiles o soldados, sus protagonistas eran todos ejecutantes que realizaban su trabajo y que
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cumplían órdenes. Fuera cual fuese su rango en la jerarquía del Estado, la capacidad y la obedien cia eran los dos grandes resortes de su actividad: «E sto es lo nuevo y terrorífico de la crueldad nazi —escribe Max Picard, inmediatamente después de la guerra— : ya no pertenece a la escala de lo hu mano, sino a la escala de lo que está más allá del hombre, a la altura del instrumento de laborato rio o de la máquina industrial. Incluso la crueldad de Nerón y Calígula había conservado, al menos, un vínculo con los hombres, con su carne brutal y su sensualidad pervertida; en el crimen aún po dían reconocerse los vestigios del hombre. La cruel dad nazi emana de un aparato industrial o de un hombre enteramente transformado en aparato.»1 Un aparato industrial nacionalizado, integra do en el aparato del Estado. Como lo demuestra, con gran profundidad, el fiscal adjunto de Fran cia en el Tribunal Internacional de Nuremberg, Edgar Faure, el Reich alemán había construido un auténtico «servicio público crim inal» que organi zaba sus actividades asesinas «según los métodos administrativos que los demás Estados utilizan pa ra garantizar sus funciones regulares».2 1. Max Picard, L'homme du néant (titulo original: Hiüer in uns selbsl), traducido del alemán por Jean Rousset, La Baconniére, Pa rís, 1947, p. 49. 2. Edgar Faure, Introducción a La persécution des Juifs en France et dans les autres pays de l'Ouest, presentado por Francia en Nurem berg, Centre de documentation juive contemporaine, París, 1947, p. 22 y p. 21.
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La categoría penal de crimen contra la huma nidad fue elaborada entre 1942 y 1945 precisamen te para despojar al crimen del pretexto del servi cio y para restituir en su calidad de asesinos a aquellos ciudadanos respetuosos de la ley, «edu cados en los buenos principios y a los que repug na la visión de la tortura»,1 que habían colabo rado en su puesta en práctica. Los miembros de esa burocracia exterminadora, en efecto, no ha cían la guerra (Edgar Faure definió, en Nuremberg, el «tratam iento» nazi de la cuestión judía co mo un crimen gratuito y, a la vez, sin relación con las necesidades y los horrores de la empresa mi litar); pero, a un tiempo, era imposible juzgarlos como vulgares criminales de derecho común: «S i la expresión crimen de derecho común tiene un sentido preciso, este sentido presupone una insu rrección del delincuente contra las fuerzas repre sentativas del orden social vigente. Ahora bien, los crímenes de los dirigentes nazis presentan justa mente la singularidad de haber sido cometidos conform e a un orden, en el ejercicio mismo de aquellas fuerzas.»2 A crimen singular, infracción específica: de es te modo, apareció, junto al crimen contra la paz, el crimen de guerra, y junto a ese «ejercicio cri minal de la soberanía personal» que constituye el 1. 2.
Edgar Faure, op. cit., p. 29. Ibid., p. 31
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crimen de derecho común, el crimen contra la hu manidad, «ejercicio criminal de la soberanía es tatal».' Ello supuso un acontecimiento jurídico de gran magnitud y, no obstante, los aliados no inventaban nada nuevo: refiriéndose, más allá de la diversidad de los derechos positivos, a unos principios eternos, a leyes de la humanidad apli cables por todos los Estados, los jueces de Nuremberg se inscribían en la tradición clásica del de recho de gentes que Montesquieu definió como «el derecho civil del universo, en el sentido de que ca da pueblo es en sí un ciudadano»,1 2 y retomaron por su cuenta el artículo prim ero del credo de las Luces, esto es, la afirmación de una moral que sir va «para todas las naciones y todos los individuos, para los soberanos y los súbditos, para el minis tro y para el oscuro ciudadano».3 Ese univer salismo no había podido abandonar el lim bo de la teoría, puesto que se había topado siempre con otro principio fundamental de la política mo derna: la soberanía absoluta del Estado. ¿N o es invocando una ley superior al Estado, cómo el fanatismo religioso sumió en un caos político to tal a la Europa del siglo X V I? Y habiendo puesto a Dios fuera de juego, ¿no nos arriesgábamos a 1. Eugéne Aroneanu, Le crime contre Vhumanilé, Dalloz. 1961. 2. De l ’esprit des lois, 2, Libro X X V I, capitulo I, GarnierFlammarion, 1979, p. 17. 3. D'Holbach, citado por Rciner Kosscllcck, Le régrte de la criti que, Ed. de Minuit, 1979, p. 35.
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reavivar el espíritu de cruzada y retornar a la anar quía en el nombre esta vez de los grandes princi pios humanitarios? En suma, antes de Nuremberg, el pensamiento europeo se debatía entre dos pos tulados contradictorios: en tanto que su vertien te idealista apelaba a la conciencia universal pa ra hacer respetar el derecho de gentes en toda circunstancia, su componente realista, surgido del campo de experiencia de las guerras de religión, velaba por sustraer el orden internacional a los anhelos de la moral de convicción, por muy gene rosos o motivados que fuesen. Por un lado, el hu manismo jurídico hacía progresar la idea del jus gentium hasta obtener en 1907 el acuerdo de la convención internacional de La Haya sobre las leyes y las prácticas de guerra; por otro, el realis mo político consideraba como letra muerta esa de claración de los derechos y deberes de los belige rantes, privándola de todo poder sancionador. De este modo, después del prim er conflicto mundial, y pese al tratado de Versalles que obligaba al go bierno alemán a entregar a las personas acusadas de crímenes de guerra, cuya lista le sería comu nicada, las potencias aliadas acabaron por resig narse a ver cómo Alemania organizaba por su cuenta la represión y absolvía, en los procesos de Leipzig, a la m ayor parte de los inculpados. En cuanto al resto, es decir, los crímenes de Es tado que no eran específicamente crímenes de gue
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rra, el ardor justiciero que suscitaba la idea de le yes de la humanidad se extinguió, por im perati vos de no ingerencia, antes incluso de haber po dido engendrar nuevas disposiciones de derecho. En 1915, los gobiernos de Francia, Gran Bretaña y Rusia, profundamente impresionados por el tra tamiento turco de la cuestión armenia, hicieron saber públicamente a la Sublime Puerta1 que la deportación y la matanza de sus súbditos arme nios constituían «crím enes contra la humanidad y la civilización» y que serían considerados «p er sonalmente responsables de dichos crímenes to dos los miembros del gobierno otomano que se ha llaran implicados en tales masacres».2 Pero, a pesar de la derrota de Turquía, que en la guerra se había alineado con Alemania, esta solemne pro testa quedó sin efecto: no hubo tribunal que juz gara a los Jóvenes Turcos, ni infracción alguna que calificara sus actos. Cujus regio, ejus religio: A cada Estado, su religión, su justicia, su policía y su moral. Así pues, fue tan sólo después de la Segunda Guerra, y de su inaudito séquito de monstruosi dades, cuando las leyes de la humanidad entraron a form ar parte del derecho positivo y cuando su 1. 2.
Gobierno otomano. (N. del T.) Citado por Henri Meyrowitz, La répression par les tribunaux
allemands des crimes contre l'humanité et de l'appartenance ¿t une organisation criminelle, LGDJ, París, 1960, p. 180.
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violación, al igual que la de las leyes de guerra, fue reprimida por primera vez. Existen dos razo nes para esa (relativa) intrepidez: la magnitud del cataclismo, es decir, la injerencia del crimen en todos los países de la Europa ocupada, y la meti culosidad de los nazis, es decir, la falsificación de la m oral por el reglamento, de lo legítim o por lo legal, y del rigor ético por la rigidez disciplinaria. Dado que el poder normativo de la legalidad po día llegar incluso a invertir el « N o matarás», or denando participar en un «servicio público crim i nal», era preciso com batir ese mal en su propio terreno, y crear una legalidad superior. Dado que el olvido de las leyes de la humanidad mediante la satisfacción del deber cumplido o el profesio nalismo podía revelarse más m ortífero aún que su transgresión, se imponía la necesidad de conferir a las leyes una form a de existencia indeleble: «Siem pre habrá hombres de pensamiento fanáti co o instinto torturador; no obstante, lo que po demos evitar y prevenir es que el capital, la dis ciplina o la técnica lleguen a subordinar una eco nomía, un ejército y una administración a ese nue vo fanatismo. Los efectos de la información y de la prevención no obrarán probablemente sobre el genio criminal del futuro, pero quizá lo harán so bre el hombre medio, cómplice por debilidad, apa tía, o por una interpretación errónea de sus debe res con el Estado. Es necesario que ese hombre
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aprenda a reflexionar y a "im agin ar" las conse cuencias que pueden tener los actos que realiza en su rutina profesional. Es preciso que conciba unos valores de justicia y moral superiores a la autori dad estatal de la que depende. Sin duda, los espí ritus elevados conocen por sí mismos la subordi nación de lo temporal a lo espiritual; pero para muchos otros carece de importancia que la justi cia, no la justicia abstracta sino la positiva, tribu nal, sentencia, castigo, se alce por prim era vez sobre el poder del Estado, no sólo del Estado cri minal, sino de los Estados víctimas que han abdi cado de su poder sancionador en favor de un or ganismo que los sobrepasa.»1 Hombre medio convertido en pequeño tortu rador, sin duda Barbie no fue más que un subor dinado, una pieza menor en la enorme maquina ria nazi. Y su defensor subrayó con propiedad «la extrema m odestia»2 de su rango, de su papel, de su carrera y de su grado. ¡Razón de más para inclinarse ante la obstinación de Beate y Serge Klarsfeld en buscar a Barbie y hacerlo conducir al banquillo de los acusados! El argumento de la insignificancia, lejos de invalidar el proceso, es su justificación primera. A la vista de la crueldad nazi tomada en bloque, los verdugos, tomados uno por uno, parecían todos insignificantes, porque esa 1. 2.
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Edgar Faure. op. cil., p. 32. Jacques Vergés, Je défends Barbie, Jean Piccolec, 1988, p. 22.
crueldad «n o pertenece ya a la escala de lo huma no, sino a la escala de lo que está más allá del hom bre». Y el sentido, el alcance a la vez ontológico y judicial de la noción de crimen contra la huma nidad, es el de restablecer entre el hombre y el cri men el vínculo roto por la máquina técnico-admi nistrativa, y el recordar, considerando como per sonas los engranajes del aparato nazi, que el ser vicio al Estado no exonera a ningún funcionario de ninguna burocracia, ni a ningún ingeniero de laboratorio alguno, de su responsabilidad c'omo individuo.
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III.
El quid pro quo
Carece de sentido lamentar que Klaus Barbie fuese arrancado, aun in extremis, de la quietud de su refugio boliviano para ser puesto en manos de la justicia. Lo que, por contra, hubiésemos podi do deplorar legítimamente (pero ¿quién lo ha he cho?) es la ausencia de una jurisdicción interna cional capaz de estatuir sobre su caso. Si, en efecto, el crimen del que Barbie tenía que responder lesionaba, como su nombre indica, al conjunto de la humanidad, el juicio debería haber sido celebrado por un tribunal que hablara en nombre del género humano. Este razonamiento, que era el de los aliados en 1945, llevaba aún, en 1961, al filósofo Karl Jaspers a pedirle al tribunal de Jerusalén ante el que comparecía Eichmann que se declarara incompetente; entretanto, Hannah Arendt escribía al término del proceso que el Es tado de Israel habría tenido que «o fre c e r» su pri
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sionero a las Naciones Unidas en lugar de ejecu tar su sentencia, regalo ciertamente embarazoso, que habría provocado un «buen alboroto», pero que debía haberse hecho para im pedir que la co munidad universal se lavara las manos con respec to a Eichmann, para recordarle que la voluntad de hacer desaparecer a un pueblo particular la ha bía afectado en su totalidad, y para no contribuir a reducir el alcance de la empresa nazi: «e l carác ter monstruoso de los crímenes cometidos queda minimizado, en cierto modo, por el mismo hecho de que sea el tribunal de una sola nación el que deba ju zgarlo».1 Contrariamente a Eichmann, es cierto que Barbie perpetró la mayor parte de sus delitos en un país determinado. Y la «Declaración sobre las atro cidades» firmada el 30 de agosto de 1943 en Mos cú por la Unión Soviética, los Estados Unidos y Gran Bretaña estipulaba que ese tipo de activida des delictivas era de competencia judicial y legis lativa del Estado perjudicado, siendo únicamente castigados «p or una decisión común de los gobier nos aliados» los criminales «cuyos crímenes no tu vieran una localización geográfica precisa».2 Pe ro esta objeción no es válida para el proceso de t. Hannah Arendt, Eichmann á Jérusalem, Gallimard, 1966, p. 297. 2. Declaración de Moscú, citada por Jacques-Bernard Herzog, Nuremberg; un échec fructueux?, Librairie générale de droit et de jurisprudence, París, 1975, p. 50.
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Lyon. Habiendo prescrito la mayor parte de las ac ciones puramente locales, Barbie fue citado, en 1987, ante una corte francesa por su papel en la deportación de judíos y resistentes, esto es, para un proceso criminal que no se lim itó al territorio francés. De modo que si Francia acaba de vivir su primer proceso por crimen contra la humanidad, se debe a la ausencia de una justicia penal inter nacional. Esta vez, nadie se conmovió. Y, sin embargo, ¡qué fiasco! En principio no era la humanidad la que juzgaba y sancionaba a los nazis, sino úni camente sus víctimas, y ante todo, el resto de «ser vicios crim inales» nada tenían que temer del derecho. El programa kantiano de una «justicia in ternacional de los derechos del H om bre»1 no se llevó a cabo: ninguna autoridad superior ni nin gún organismo transestatal puede disuadir hoy por hoy al hombre ordinario de que preste al crimen estatalizado el concurso de sus virtudes. Los ar menios siguen luchando, setenta años después de los hechos, por el reconocimiento internacional de su genocidio; la deskulakización2 en Ucrania no es un crimen contra la humanidad más que en las novelas de Vassili Grossmann o de Vassil Barka, y las masacres de Bangladesh y el genocidio biafreño no han salido a la luz de la actualidad más que para sumirse de nuevo en un completo olvi1. Edgar Faure, op. cil., p. 32. 2. Kulak es un terrateniente ruso. (N. del T.)
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do. En cuanto a los khmer rojos, si bien fueron ven cidos y expulsados por los vietnamitas, siguen sen tándose, con toda impunidad y bajo el nombre de Kampuchea democrática, en las instituciones in ternacionales. En suma, son las jurisdicciones nacionales las que hoy día aplican la categoría de crimen contra la humanidad a los nazis, y sólo a ellos. Lo que sig nifica que, tras la desaparición de los últimos su pervivientes del Tercer Reich, la inculpación cae rá en desuso, sin que la práctica criminal haya sido abandonada. Lejos de sentirse afectados por tal impotencia, muchos judíos y amigos de los judíos ven en ello un homenaje de la justicia hacia el carácter único de lo que se llama Shoah. Es innegable que la ma sacre de ios judíos por los nazis sigue siendo un asesinato sin equivalente en la historia, puesto que nunca antes ni después «un Estado ha decidido y anunciado bajo la autoridad de su responsable su premo que un determinado grupo humano debía ser exterminado, a ser posible en su totalidad, vie jos, mujeres y niños de pecho incluidos, decisión que el Estado aplicó en seguida con todos los me dios que tenía a su disposición».' Al ser los ju díos un pueblo diaspórico, esto es, disperso por to da la superficie del globo, el proyecto nazi tenía, I. Eberhard Jáckel, De vanl L'Histoire, Les documenls de la coniroverse sur la singularité de l'extermination des Juifs par le régime nazi. Cerf, 1988, pp. 97-98.
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además, una dimensión planetaria. N o se pudo lle var completamente a término; sólo, por así decir lo, fueron tocados los judíos de Europa, aunque, como escribió Saúl Friedlánder, «a partir del mo mento en que un régimen decide, fundándose en un criterio cualquiera, que unos grupos deben ser enteramente aniquilados y ya no están autorizados a vivir nunca más sobre la tierra, se traspasa una barrera fundamental. Y creo que en la historia mo derna, ese límite sólo fue alcanzado una vez: por los nazis».1 Por otra parte, esa unicidad, esa inconmensu rabilidad y esa singularidad absoluta son las que han llevado a la comunidad internacional a supe rar su realismo político y forjar una nueva califi cación. Precisamente porque la pretensión de «d e cidir quién debe y quién no debe habitar el pla neta»,2 y porque la legalidad de la masacre y el tratamiento industrial de las víctimas iban más allá de todo límite y desafiaban toda norma conocida, la referencia hasta entonces puramente platónica a las leyes de la humanidad recibió un carácter es trictamente obligatorio. Mediante ese gesto capital, la civilización rehusaba aceptar por más tiempo la violación de sus leyes atribuyéndola bien a la into cable soberanía del Estado, bien a los horrores 1. Saúl Friedlánder, «Réílexions sur l'historisalion du nationalsocialisme», en Vigilé me siécle, revue d'histoire, Presses de la fonda(iun nationale de Sciences poiitiqucs, n.° 16, octubre-diciembre de 1987, p. 54. 2. Hannah Arendt, Eichmann á Jérusalem, op. cil., p. 305.
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de la guerra. Al día siguiente de la victoria, preva lecía el sentimiento de que ya no se podía, bajo pe na de muerte espiritual, seguir subordinando los atentados contra la humanidad a los beneficios o pérdidas de la vida internacional. Pero considerar legítimo, medio siglo después, que los nazis monopolicen aún la incriminación resultante de sus delitos, y decir, como algunos, que siendo un acontecimiento único, la destrucción de los judíos de Europa representa el único cri men jamás perpetrado contra la humanidad, su pone incurrir en un enorme contrasentido: es con fundir la inscripción de las leyes de la humanidad en el derecho con la aparición del crimen contra la humanidad en la historia, y es interpretar co mo un signo de vigilancia el patente fracaso de la sociedad internacional a la hora de instaurar una comunidad universal creando la jurisdicción re presiva ante la que los criminales de Estado de berían responder de sus actos; es convertir, con la más perfecta buena fe, en una débil promesa la es peranza traicionada en Nuremberg; es entregar al cinismo o a la flaqueza el aura de la memoria y del escrúpulo; es tomar un derecho sin espada por una justicia intransigente, una declaración de de bilidad por una posición de principio, y la fragmen tación de la humanidad por un éxito de la concien cia colectiva; es, en una palabra, transmutar en consagración de la Shoah la debacle de la civili-
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zación que hoy día se produce ante nuestros ojos. Este quid pro quo, sin embargo, es excusable, y este paralogismo tiene circunstancias atenuan tes. Tendríamos menos miedo a la banalización y defenderíamos mejor la centralidad de Auschwitz si no nos viéramos constantemente forzados a la defensiva por todos los discursos que, con pretex to de denunciar las atrocidades actuales o de res tablecer sus derechos como víctimas a los resis tentes, diluyen las distinciones capitales esbozadas en Nuremberg. En este tema, no nos amenaza tanto el olvido como la confusión o la intemperancia ver bal, esto es, el uso indiscriminado de las palabras nazi o genocida. Si tuviera que resumir con una fórmula el proceso Barbie, diría que dio lugar a maniobras convergentes e insistentes con el fin de oponer a una falsa victoria de la memoria una am pliación falseada del crimen contra la humanidad.
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IV.
El Héroe v* la Víctima
Fue en Trebinzia, un pueblecito polaco situa do entre Cracovia y Katowice, donde Primo Levi, que acababa de ser liberado de Auschwitz por el ejército soviético, tuvo por vez primera ocasión de transmitir la experiencia que acababa de vivir: Puede que yo fu era uno de los p rim ero s hom brescebra que a p a reció p o r allá: de in m ediato m e en contré rodeado p o r un en jam bre de cu riosos que m e in terro gaban volu blem ente en polaco. Respondí co m o pude en alem án; y de entre el pequ eñ o gru p o de ob reros y cam pesinos se a cercó un burgués con som b rero de fieltro, gafas y una cartera de cu ero en la m ano: un abogado. Era polaco, hablaba bien en francés y alem án, era m uy am able y cortés; en suma, poseía todas las cu a li dades requ eridas para que después de un in term in able año de esclavitu d y silencio, reco n o ciera en él al m en sajero, el p ortavoz del m undo civ iliza d o : era el p rim ero qu e encontraba. Tenía una masa de cosas urgentes que contar al mun d o entero, cosas p rivad as p ero universales, hechos san
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grien to s que hubieran debido, según m e parecía, sacu d ir todas las conciencias hasta sus fundamentos. E l abo g a d o e ra c o rté s y a fa b le: m e pregu n taba y y o h ablaba vertigin osa m en te d e m is ex p erien cia s tan recientes, de un A u sch w itz tan p ró x im o y que, sin em bargo, todos pa recían desconocer, d e la h ecatom be a la qu e yo había sid o el ú n ico en escapar, de todo. E l a b oga d o tradu cía al p o la co para el público. Yo no co n o cía el polaco, pero sé có m o se d ice « ju d io » y «p o lít ic o », y m e di cuenta en seguida de que la tradu cción de mi intérprete, aunque sim patizante, no era fiel. El a b oga d o no m e d escrib ía al p ú b lic o c o m o un ju d io sino co m o un p risio n ero p o lí tic o ita lia n o [...]. H a b ía soñado, todos n osotros h abíam os soñ ado con a lg o p a recid o durante las noches en A u schw itz: hablar, y no s e r escuchados, reen con trar la lib erta d y q u ed ar nos solos. A l p o co rato, m e q u ed é s o lo con el abogado; m inutos después, tam bién m e d e jó él, excusándose edu cadam en te.1
No hay que pensar que semejante rechazo fue se propio sólo de Polonia. También en Francia aquellos a los que se llamaba «deportados racia les» para distinguirlos de la Resistencia, fueron acogidos con cierto malestar. Presentes en todos los desfiles que siguieron a la Liberación, los «hombres-cebra», como les llama Primo Levi, de saparecieron muy rápido de las conmemoraciones oficiales, y el 11 de noviembre de 1945 ninguna víc tima judía del universo de los campos de concen tración nazis figuraba entre los quince restos mor tales reunidos simbólicamente alrededor de la llama del Soldado Desconocido. La elección guber1. Primo Levi. La tréve, Grasset, 1966 y 1968, pp. 61-62.
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namental se inclinó naturalmente por dos resisten tes del interior (un hombre y una mujer), dos de portados por hechos de resistencia (también un hombre y una mujer), un prisionero abatido du rante una fuga, y finalmente nueve militares de di ferentes armas y campos de operaciones.' Y has ta 1954 no se instituyó una jornada nacional de la deportación. Cierto que Francia no se había entregado co mo Polonia a un antisemitismo persistente, pero estaba viviendo la hora de los héroes y no la de las víctimas. La conciencia colectiva estaba dema siado ocupada en rehacerse una virtud y borrar con la ficción de un pueblo alzado unánimemente contra el enemigo la poco gloriosa realidad de la Ocupación, como para prestar atención a la espe cificidad del genocidio. Así pues, había un desa cuerdo entre el espíritu de Nuremberg y el estado de opinión. Los aliados, que habían inscrito des de 1941 el castigo de los responsables nazis entre sus objetivos prioritarios, fueron inducidos, a pe sar suyo, y bajo el impacto de los horrores regis trados a lo largo del conflicto, a distinguir de los crímenes de guerra propiamente dichos otra ca tegoría de atrocidades que no tenían que ver con la batalla, que no se ejercían sobre los partisanos o sobre los ejércitos enemigos, y que en principio llamaron «crímenes de ocupación», «crímenes con-I. I.
Henry Rousso, Le syndrume de Vichy, Scuil, 1987, p. 35.
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tra el orden público internacional» y, finalmente, «crím enes contra la humanidad». Pero Francia re constituía su identidad nacional en tom o a la epo peya gaullista y a los soldados en la sombra muer tos por la patria, es decir —traducido al lenguaje jurídico—, en la recusación de los crímenes con tra la humanidad frente a los crímenes de guerra. Los resistentes mismos, que estaban legítima mente orgullosos de haber tomado las armas con tra el ocupante, no querían ser confundidos con aquellos a los que su ser, y no sus actos, había con ducido a Auschwitz o a Buchenwald. A su retom o de los campos, se cuidaban en su mayoría de su brayar que habían pagado por un compromiso, no por una pertenencia. La deportación no se había abatido sobre ellos como una fatalidad, sino co mo represalia a sus actividades antialemanas. En cierto modo, habían hecho méritos, y podían jac tarse tanto más cuanto que no eran los alemanes los que habían decidido su destino: ellos mismos, con todo conocimiento de causa, se habían expues to al riesgo de prisión, tortura o muerte. Una im plícita jerarquía del horror oponía de este modo la muerte afrontada individualmente a la muerte administrada colectivamente, el riesgo frente a la sentencia aceptada, y el coraje de unos al su frim iento pasivo de los otros. Cuando en 1964 el joven escritor judío J. F. Steiner escribió un li bro sobre la revuelta que estalló en agosto de 1943
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en el campo de Treblinka para exorcizar, según sus propios términos, «la vergüenza de ser uno de los hijos de este pueblo del que, a fin de cuentas, seis millones de sus miembros se han dejado llevar co mo corderos al matadero», obtuvo el gran premio de la Resistencia, a pesar del dolor y la indigna ción suscitados por semejantes frases entre la co munidad judía.1 Si se produjo un silencio entre los «deportados raciales» en los años que siguieron a la guerra, no se debió, como pretende un cliché melodramáti co y mentiroso, a que no podían hablar, sino a que no se les quería escuchar. ¡Cuidado con el pathos de lo inefable! Los supervivientes de la solu ción final no estaban reducidos a la afasia por una desgracia sin nombre, por una experiencia que nin guna palabra podría expresar, sino que, por el con trario, tenían una irreprim ible necesidad de testi moniar, aunque sólo fuera para saldar, mediante el relato, su deuda con los muertos. Faltaba el audi torio: «Apenas empezábamos a contar —ha dicho recientemente Simone Veil con una cólera intac ta—, éramos interrumpidos como niños excitados y demasiado charlatanes por unos padres agobia dos, ellos sí, por verdaderas preocupaciones.» 2 Esto ha cambiado: los historiadores han oscu1. Hcnry Rousso. op. cit., p. 179. 2. Estas palabras fueron pronunciadas en el marco de unas jor nadas de estudios sobre «L a política nazi de exterminio», organiza das por la Sorbona en los dias II, 12 y 13 de diciembre de 1987.
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recido irremediablemente la imagen edificante y mítica de un pueblo de partisanos, y «a l mismo tiempo que los resistentes eran olvidados, fundién dose sus galones a través de los años»,1 la comu nidad judía aprendía a ver en el genocidio inten tado contra ella un elemento constitutivo de su identidad. Un principio aristocrático muy antiguo — aún activo en nuestras sociedades— pretende que la gloria de un hombre revierta sobre sus des cendientes, pero aunque los hijos de los resisten tes, legítimamente orgullosos del compromiso de sus padres, se esfuercen en perpetuar el recuer do, no por ello son resistentes ellos mismos, mien tras que los hijos de los judíos son judíos. Esta di ferencia existencial (que en ningún modo supone una superioridad) tenía que influir, con el tiempo, en la sensibilidad colectiva. Por todas estas razones, el prestigio de los com batientes no oculta ya el desastre de los inocen tes, y la conmemoración de la Resistencia ha de jado de encubrir o minimizar el recuerdo del exterminio. El embarazo, la impaciencia o la con descendencia con que se acogían los primeros re latos de Simone Veil o de Primo Levi han dejado paso a la disponibilidad y a la emoción. Incluso podemos decir que con Shoah, la película de Claude Lanzmann, las víctimas han sido admitidas en I. Jean-MarcThcolleyre, «Crim esdeguerreetcrim eseonire l'humaniié», en Le Procés de Klaus Barbie, Le Monde, número especia!, julio de 1987, p. 6.
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la conciencia nacional de igual modo y con el mis mo rango que los héroes. Pero no por ello ha terminado la competición entre las memorias. Incluso ha sido reactivada por el proceso Barbie. En un prim er momento, recor demos, el magistrado encargado de la instrucción del dossier, señor Christian Riss, no consideró más que los crímenes contra los judíos y dictó autos de sobreseimiento para todas las acciones contra los resistentes. Estos hechos constituían, a sus ojos, crímenes de guerra, prescritos en Francia desde 1964. La fiscalía de Lyon confirmó en principio esta tesis, pero habiéndose constituido algunas asocia ciones de resistentes en partes civiles, la cámara de lo criminal de la Corte de Casación optó, el 20 de noviembre de 1985, por una interpretación me nos restrictiva, o, según palabras del abogado ge neral señor Henri Dontenwille, menos «m edrosa» del crimen contra la humanidad. Desde ese mo mento, entraban en esa categoría penal «los actos inhumanos y las persecuciones que, en nombre de un Estado que practicara una política de hegemo nía ideológica, se hubieran cometido de manera sistemática no sólo contra las personas por razón de su pertenencia a una colectividad racial o reli giosa, sino también contra los adversarios de esa política, sea cual fuere la forma de su oposición». Jurídicamente, este fallo no estaba ni más ni menos fundado que el de la fiscalía de Lyon. Por
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razones que analizaremos más adelante, no pue de extraerse ninguna doctrina clara del acuerdo firm ado en Londres que pueda asegurar «la per secución y el castigo de los grandes criminales de las Potencias del Eje». Aunque enumere solemne mente las tres grandes infracciones sometidas a la jurisdicción de Nuremberg, este texto no traza una frontera nítida e indiscutible entre los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad.1 Coyunturalmente, la decisión de los magistra dos supremos fue bien recibida: al otorgar estatu tos de crimen contra la humanidad a los tratos más abominables inflingidos a los resistentes, la Cor te de Casación evitaba atinadamente que una audiencia francesa tuviera que juzgar a aquel a quien se llamaba «e l carnicero de Lyon», en los es cenarios de sus delitos, sin poder siquiera mencio nar los actos a los que éste debía su sobrenomI. El artículo 6 b) del Estatuto del tribunal militar internacio nal describe como crímenes de guerra «el asesinato^ los malos tra tos o la deportación para trabajos forzados o cualquier otro fin de las poblaciones civiles en los territorios ocupados, el asesinato o los malos tratos a los prisioneros de guerra o personas en el mar, la eje cución de rehenes, el saqueo de bienes públicos o privados, la des trucción arbitraria de las ciudades y pueblos o la devastación que no esté justificada por exigencias militares». El artículo 6 c) da cabida en la categoría de crimen contra la hu manidad «el asesinato, la reducción a la esclavitud, la deportación y todo acto inhumano cometido contra la población civil, antes o des pués de la guerra, o bien las persecuciones por motivos políticos, ra ciales o religiosos cuando esos actos, hayan constituido o no una vio lación interna del derecho del país en que han sido perpetrados, sean crímenes que entren dentro de las competencias del Tribunal o ten gan un vinculo con los mismos». Henri Meyrowitz, op. cit., pp. 480481.
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bre y su lugar en la memoria nacional. Y dado que la deportación de seiscientas personas el 11 de agosto de 1944 (esto es, tres semanas antes de la Liberación) figuraba entre los cargos mantenidos contra Barbie, el tribunal se hallaba exento, así, de realizar un mórbido escrutinio entre los depor tados imprescriptibles y los deportados prescritos. Por lo demás, hay algo de paradójico en ver las asociaciones de resistentes m ilitar por la amplia ción del crimen contra la humanidad y reivindi car ahora el estatuto que ayer rechazaban: «N oso tros, las víctimas, nunca hemos podido ser consi derados como héroes — dijo Simone Veil—, así pues, ¿por qué ahora los héroes quieren, al precio que sea y arriesgándose a confundirlo todo, ser tra tados como víctim as?» ¿Se debe a que la clasifi cación simbólica de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad se ha invertido subrepticiamente desde el momento en que úni camente los segundos son imprescindibles? De otra parte, al utilizar como criterio la vague dad diplomática del acuerdo de Londres, no hace mos justicia a la idea que dio origen al tribunal de Nuremberg, y de la cual da testimonio, entre otras, el acta de acusación francesa: «E n distin tas épocas se han visto represiones sangrientas di rigidas contra los "adversarios”. Se han visto también violencias gratuitas cometidas por solda dos y bárbaros que actuaban llevados por el de
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sorden de sus instintos. Pero nunca se había visto o podido ver la preparación científica de una ma sacre absolutamente inútil e inmotivada.»' Pese a la decisión de los jueces, muchos testigos ratificaron, durante el proceso, ese punto de vista «restrictivo» o «medroso». Primero fue André Frossard quien se empeñó a lo largo de su exposición (y más tarde en un excelente librito1 2) en refutar el fallo de la Corte de Casación recordando la ausen cia de antiguos combatientes de Izieu y determi nando, a través de un relato, la especificidad irre ductible del crimen contra la humanidad: «H abía allí un judío, un hombre valiente, bueno, pero al que un suboficial SS había tomado como cabeza de turco. Y un buen día ese suboficial decidió ha cerle recitar en alemán la siguiente frase: "Un ju dío es un parásito, vive sobre la piel del pueblo ario.” El desgraciado, al desconocer el alemán, no lo conseguía, de modo que, a cada falta, recibía pu ñetazos y patadas. Finalmente consiguió aprender se la frase, y, entonces, en cuanto le oía abrir la puerta a su verdugo, la repetía motu propio. Inclu so el día en que lo llamaron para ser fusilado, el SS aún le hizo repetir la terrible frase. Era eso. Bastaba un solo agravio: haber nacido judío.»3 A continuación fue la señora. Alice VansteenEdgar Faure. op. cit., p. 28. André Frossard, Le crime conire l ’humanité, Laffoni, 1987. Audiencia del 25 de mayo, citado por J.-M. Théolleyre. Le Mon de, op. cit., p. 10. 1. 2. 3.
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berghe, inválida desde su «interrogatorio» por Barbie — «esa mañana había partido con la euforia de mi cuerpo vivo; nunca más he vuelto a tener esa sensación; nunca más he podido andar»— quien declaró, cogiendo a contrapié a las asociaciones de resistentes: «E n la Resistencia conocíamos los riesgos que afrontábamos, y asumo todo lo que he sufrido. Pero en esa celda a la que me arrojaron había otras personas. Vi a una mujer judía y a su hijo, bien cuidado, rubio, con un birrete en los ca bellos. ¡Pues bien! Barbie entró un día, venía pa ra arrebatarle la madre a ese niño. Eso no es la guerra, es algo inmundo.»1 Existe el mundo, del que la guerra forma par te, y existe el inmundo. N o es lo mismo ser un ene migo que una presa. En el prim er caso, el mundo sigue siendo mundo, pues uno continúa siendo dueño de sus opciones. Dentro de la no-libertad, uno sigue siendo libre de dar o no su vida en un sentido político, mediante el compromiso; ético, a través del autosacrificio, o épico, mediante la asun ción de un riesgo mortal. Aun sometido al esta do de excepción y aun privado de todo derecho y de las elementales garantías, puede dar testimo nio de su humanidad en la acción: «S i salgo de ésta —escribía en 1944 René Char en Feuillets d'Hypnos—, sé que habré de romper con el aroma de estos años esenciales, rechazar (no expulsar) si I.
Audiencia del 3 de junio de 1987, ibid., p. 22.
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lenciosamente mi tesoro lejos de mí, y volver al principio de conducta más indigente, como en los tiempos en que me buscaba a mí mismo sin llegar a acceder al heroísmo.»' Y el 3 de junio de 1987, la señora Vansteenberghe confirmaba esa nostalgia premonitoria evocando «la elite de carác ter tan excepcional que constituía el ejército irre gular de Resistencia» y los vínculos indestructi bles que la acción común había anudado «entre el mecánico y el profesor de universidad, pasan do por el maestro y el m édico».1 2 En el segundo caso, los años carecen de aroma, pues el mundo no es un mundo sino una trampa: no se expían los actos, sino el nacimiento; no se escoge la supervivencia o el riesgo, la tranquilidad o el rechazo, uno es escogido y desposeído de su vida antes incluso de haber decidido qué hará con ella. Y si uno escapa, la felicidad de estar vivo se confunde con la de recuperar todas las dimensio nes y todas las prerrogativas de la condición hu mana: la inautenticidad y la autenticidad, la como didad y el heroísmo, la cotidianeidad burguesa y la intrépida libertad de los que actúan. Por ello, estará siempre fuera de lugar oponer el heroísmo de los judíos que se levantaron con tra el proceso de destrucción al legalismo de aque1. Rene Char, Fureur el mystére, Gallimard, Coll. Poésie, 1967, pp. 137-138. 2. Audiencia del 3 de junio, Procés Barbie, l'Agence France Presse raconte, AFP, 1987, p. 142.
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líos que facilitaron la tarea de los nazis respetan do escrupulosamente sus directrices, como una ac titud de resistencia frente a una actitud de cola boración. Al margen del problema moral que supone el hecho de enseñarles retrospectivamen te (y cómodamente) a los condenados la mejor for ma de morir, no pueden emplearse indistintamente las mismas palabras para el genocidio y para la guerra, a menos que reintroduzcamos el mundo en el inmundo, y el juego en la situación sin salida de los judíos europeos entre 1939 y 1945. Recordemos las últimas palabras de Klaus Barbie. Conducido por fuerza a la última audiencia de su proceso, se le preguntó al fin de los debates, y según la costumbre, si tenía algo que añadir. Da do que hasta el momento se había inclinado por la ausencia o el silencio, se esperaba que declina ra con un altanero « Nichts zu sagen/» a esa ritual invitación. Pero, renunciando por una vez a su pro pio sistema de defensa, se levantó y, en un francés impecable, dijo: «Nunca llevé a cabo arrestos in discriminados en Izieu. Nunca tuve poder para de cidir las deportaciones. Combatí a la Resistencia, a la que respeto, con dureza, pero se trataba de la guerra, y la guerra ha terminado.»' Declaración acaso táctica y, sin duda, falsa, aunque no es la sinceridad de Barbie lo que nos interesa en este contexto, sino el hecho de verle a él, el nazi impenitente, restablecer una distinción 1. Audiencia del 3 de julio, Le Monde, op. cit.. p. 40.
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penal y ontológica que la justicia, creyendo obrar bien, había suprimido. En este extraño proceso, fueron los resistentes y no los representantes oficiales de la Resistencia, el acusado y no la Corte, los que dieron la defini ción rigurosa del crimen contra la humanidad.
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V.
Blancos prisioneros y verdugos blancos
Así pues, algunas voces discordantes hicieron resurgir en el tribunal el debate que los juristas habían querido zanjar antes del comienzo del pro ceso. Pero ¿para qué? ¿Qué utilidad y qué alcance podían tener esos testimonios y la contradicción que comportaban respecto a la versión oficial del crimen contra la humanidad, desde el momento en que la humanidad material, la humanidad de carne y hueso, se desmarcaba de los jueces y el pro curador, destituía a aquellos que hablaban en su nombre y llevaba incluso su sarcasmo al extremo de preferir ostensiblemente a sus asesinos desig nados frente a sus portavoces? Si es cierto, como ha escrito Durkheim, que «un acto es criminal cuando ofende los valores sólidos y definidos de la conciencia colectiva», la presencia en los ban cos de la defensa de los señores Jacques Vergés, Nabil Bouaíta y Jean-Martin M ’Bemba expresaba
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por sí sola que el exterminio de los judíos era un crimen de interés local, una gota de sangre euro pea en el océano del sufrimiento humano, y, en con secuencia, no ofendía sino a la conciencia de los blancos. Intentad imaginar por un segundo que en Nuremberg los abogados de los nazis hubieran inter cedido por sus clientes (es decir, entre otros, Goering, Bormann, Frank, Rosenberg, Kaltenbrunner, Julius Streicher) citando el Viaje al Congo de André Gide e invocando con ardor su propia experien cia del racismo o del colonialismo europeo. Esta escena grotesca es irrepresentable. Y sin embar go ha tenido lugar cuarenta años después, y sin de masiados ambages, en el Palacio de Justicia de Lyon. El proceso Barbie no ha sido, pues, como ha dicho la mayoría de los comentaristas, la continua ción ejem plar del proceso de Nuremberg. Dada la espectacular connivencia de representantes del Tercer Mundo con un torturador nazi, ha sido, por el contrario, una irrisión y ha reducido a la nuli dad esa constatación establecida por la comuni dad internacional después de la victoria sobre los nazis: la humanidad también es mortal. Antes de Hitler, reinaba la confianza: no se creía que la humanidad pudiera morir. Ciertamente, de cía la metafísica corriente, los individuos mueren, ya sea solos o en masa, de muerte violenta o natu ral, de enfermedad o en accidente, pero la especie
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humana rebrota, como las otras especies vivientes — «la planta siempre reverdece y florece, el insecto zumba, y el animal y el hombre subsisten en su in destructible juventud, y cada verano encontramos de nuevo las cerezas saboreadas ya mil veces»1— y, por añadidura, la historia humana avanza. Los hom bres tenían conciencia de su finitud, se sabían mor tales; también sabían, desde siempre, que la vida ja más se detenía y, desde que, con la llegada de los Tiempos modernos, habían invertido su relación con los Antiguos —considerando a aquéllos ya no como Padres sino como niños «ciertamente nuevos en al gunas cosas»2— pensaban que la humanidad se había librado de su eterno recomenzar para flore cer a través de los siglos y alcanzar así, según una trayectoria dialéctica o rectilínea, el dominio total de su propio destino. En cierto modo, la muerte tenía dos pesos y dos medidas distintas. Destruía despiadadamente las existencias singulares: «e l último acto es sangrien to, por muy bello que sea el resto de la comedia; al final se nos echa tierra sobre la cabeza, para siem pre»;2 pero la muerte perdonaba a la huma nidad: «Toda la sucesión de hombres a lo largo de los siglos debe ser considerada como un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende conti1. Schopenhaucr, Le monde comme volonté el comme représentation, PUF, 1966, p. 1222. Trad. castellana en Orbis, 1985. 2. Pascal, «Préface au Traité du vidc», en De Vesprit géométtri que. Ecrits sur la Gráce el autres textes, GF, Flammarion, 1985, p. 62. 3. Pascal, Pensées, n.° 210, Brunschvicg, Garnier, 1964, p. 131.
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nuamente.»' Así, todo el mundo moría, y nada mo ría. Cada cual —pueblo o persona— dejaba una he rencia que otros, tras él, recogían y hacían fructifi car; la sabiduría de las civilizaciones extintas pasa ba a aquellas que tomaban el relevo, y el hombre, si bien sucumbía en detalle, tomado en bloque, lle vaba a cabo un continuo progreso. Objeto fugaz y perecedero, pertenecía simultáneamente a una to talidad en movimiento, perfectible e inmortal. Su humanidad, en el sentido de naturaleza humana (por oposición a la divinidad) o de virtud de ternu ra (por oposición a la inhumanidad), se asimilaba a la Humanidad, en el sentido de ser genérico y uni versal. Sus actos, sus empresas, sus invenciones contribuían, quienquiera que fuese, a la obra colec tiva. Su individualidad separada era sostenida por un Sujeto trascendental y unificador, una especie de Yo englobador de la marcha prometeica cabal gaba fogosamente de generación en generación. En esta perspectiva evolucionista o revolucio naría, el derecho de gentes podía muy bien ser bur lado aquí o allá, y estas deplorables desgarradu ras no ponían nunca en tela de juicio el movimiento positivo de la civilización. Aun así, jurídica o mo ralmente, sucedía que la humanidad se salía de sus casillas, históricamente, no dejaba de avanzar, de progresar en el cumplimiento de su vocación, ni de proseguir, con una infatigable energía, su ca-1 1.
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Pascal, «Préface au Traité du vide», op. cit., p. 62.
mino hacia el saber exhaustivo y el bienestar. Lo que desde el punto de vista de la sensibilidad cons tituía un escándalo injustificable, aparecía, desde el momento en que se asumía el punto de vista del devenir, como un accidente leve, o bien como una argucia de la Razón que gobierna soterradamente el orden de las cosas: bajo las desastrosas apa riencias de la violencia o de la barbarie, las pasio nes humanas alcanzaban el destino de los fines superiores y eran testimonio del papel desempe ñado por la insociabilidad humana en la carrera misma de la humanidad: «N o es cierto que la lí nea recta sea siempre el camino más corto», pre vino Lessing en La educación del género humano; dicho de otro modo, la historia progresaba también por sus lado malos, y sólo contravenía las exigen cias universales que definen a la humanidad para dar a luz a una humanidad real y universalmente humana. El cortejo triunfal de la historia pasaba así sobre aquellos que siembran el suelo,1 la san gre de las víctimas se secaba en el sentido del de venir, las tragedias particulares eran reparadas por la epopeya universal y los huevos rotos se conver tían siempre en una buena tortilla. En suma, la idea de la humanidad eludía la aspereza de lo real y consolaba más eficazmente del mal que todas las antiguas teodiceas.1 1. Tomo prestada esta expresión de Théses sur la philosophie de
l'histoire de Walter Benjamín.
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En Nuremberg, este consuelo dejó de funcio nar. El realismo histórico y el realismo político fue ron denunciados. Si se les otorgó entonces la pa labra a los juristas y magistrados, fue porque ya no era posible «registrar los campos de la muerte como accidente de trabajo en el avance victorioso de la civilización »1 o resignarse en nombre del hecho de que las relaciones entre Estados se ha llan regidas por el poder y no por el derecho. ¿Có mo seguir, entonces, convirtiendo el sufrimiento en razón y olvidar a los hombres que mueren en beneficio del hombre que avanza, cuando es este avance el que ha hecho posible esa muerte indus trial? Nada más civilizado, más metódico y moder no que la solución final. Esa «empresa criminal contra la condición humana»2 no surgió de la no che de los tiempos para deshacer convulsivamen te el paciente trabajo de la civilización. En ese de sencadenamiento de una crueldad sin limite, el progreso se hallaba implicado tanto bajo la forma técnica (sofisticación de la máquina de muerte) co mo moral (domesticación de las pulsiones, sumi sión de la voluntad a la ley). «H em os visto, lo hemos visto con nuestros pro pios ojos —escribía Valéry tras la Primera Guerra Mundial—, el trabajo concienzudo, la más sólida instrucción y la disciplina y aplicación más serias t. Adorno, Mínima Moralia, Payot, 1980, p. 218. Trad. castellana en Taurus, 1987. 2. Edgar Faure, op. cit., p. 24.
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adaptados a los más espantosos designios [...]. No hubieran sido posibles tantos horrores sin tantas virtudes. Sin duda, se ha necesitado mucha cien cia para matar a tantos hombres, disipar tantos bienes y aniquilar tantas ciudades en tan poco tiempo, pero se han necesitado no menos cualida des morales. Saber y Deber, ¿sois, pues, sospecho sos?»' En 1945, esta sospecha se convertía en cer teza: la vida había retomado su atareado curso, pero el progreso ya no podía prescindir de las víc timas y la historia dejaba de ser ese dibujo anima do cuyo héroe golpeado, mutilado, desarticulado, aplastado, volvíala levantarse siempre intacto, o in cluso crecido, para continuar su palpitante aven tura. En esta ocasión, el golpe se reconocía como mortal: mírese como se mire, el crimen era un ase sinato. El género humano se había empobrecido para siempre por la destrucción del mundo judío europeo. Se había producido una catástrofe cuyo carácter irrevocable ninguna lógica estaba en con diciones de borrar o atenuar. Por ello, en lugar de que la humanidad siguiera su camino sin detenerse ante las heridas infligidas a los individuos, los mis mos hombres decidían detenerse ante la herida que el nazismo había infligido a la humanidad.2 1. Valéry, «La cl ise de l’esprit», en Variété /, Gallimard, Col. Idees, 1978. p. 15. 2. «La tazón no puede detenerse ante las heridas infligidas a los individuos, pues los objetivos particulares se pierden en el objetivo universal», Hegel, La raison dans l'Hisloire. 10/18, 1965, p. 68. Trad. castellana en Orbis, 1984.
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Y el dogma de la autorrealización de la huma nidad en la historia no era sólo refutado por la am plitud y meticulosidad del crimen; quedaba tam bién comprometido en el discurso de los verdugos. Tal como lo señala atinadamente Jankélévitch, el exterminio de los judíos «estuvo fundado doctri nalmente, explicado filosóficamente y metódica mente preparado por los doctrinarios más pedan tes que jamás hayan existido».' Los nazis, real mente, no eran brutos, sino teóricos. La causa a que sacrificaron todo escrúpulo no fue el instinto sanguinario, ni los intereses económicos o políti cos, ni siquiera el prejuicio. Podemos decir, por el contrario, que las objeciones y los escrúpulos del interés, de la piedad instintiva y del prejuicio fue ron inmolados en el altar de su filosofía de la his toria: «E s pues una concepción errónea y estú pida — decía ya en 1910 Theodor Fritsch en su Ca tecismo del antisemita— explicar la oposición al judaismo por la emanación de un estúpido odio racial y religioso, cuando, en realidad, se trata de un combate desinteresado animado por los idea les más nobles contra un enemigo de la humani dad, de la moral y de la cultura.»2 Fieles discípu los de ese antisemitismo benévolo, los nazis tuvie ron la convicción de cumplir una misión espiritual 1. W. Jankélévitch, L’Imprescñptible, Seuil. 1986, p. 43. Trad. cas tellana en Muchnik, 1987. 2. Citado por Shulamit Volkov en L'Allemagne nazie et le génocide juif. Coloquio en L’Ecole des Hautes Eludes en Sciences Sociales, Hautes Eludes, Gallimard-Le Seuil, 1985, p. 83.
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cuando tomaron lo que Him m ler llamó «la grave decisión de hacer desaparecer al pueblo judio de la tierra», y al rechazar hasta el final la menor des viación de este objetivo, ni siquiera por el esfuer zo de la guerra. Para servir al Hombre, estos ase sinos metafísicos rompieron —desde la moral al cálculo— todos los vínculos de humanidad. Panwitz es alto, delgado, rubio; tiene los ojos, los cabellos y la nariz conformes a los que debe tener todo alemán, y se sienta, terrible, tras un complica do escritorio. Y yo, el H a f t l i n g 174.517 estoy de pie en su despacho, que es un verdadero despacho, lim pio, adecuado, perfectamente en orden. Tengo la im presión de que si tocara algo dejaría en ello una mancha. Cuando acabó de escribir, alzó los ojos hacia mí y me miró. A partir de ese día, pensé en muchas oca siones y de muchas formas en el Doktor Panwitz. Me preguntaba qué podía suceder en el interior de ese hombre, cómo ocupaba su tiempo al margen de la polimerización y de la conciencia indo-germánica; y, sobre todo, cuando fui de nuevo un hombre libre, deseé encontrarlo de nuevo, no para vengarme, sino para satisfacer mi curiosidad sobre la especie hu mana. Pues su mirada ya no era la de un hombre a otro hombre. Y si pudiera explicar a fondo la naturaleza de esa mirada intercambiada, como a través del cris tal de un acuario, entre dos seres pertenecientes a dos mundos diferentes, podría explicar también la esencia de la gran locura del Tercer Reich.1 1. Primo Levi, Si c'est un homme, Julliard, 1987, p. 138. Trad. cas tellana en Muchnik, 1987.
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Después de semejante experiencia, es imposi ble continuar creyendo en la grandeza de un des tino colectivo que contenga y sobrepase la existen cia de los individuos. Pues lo que da a la mirada del Doktor Panwitz su frialdad sin piedad, pero también sin odio, es la certeza absoluta de contri buir, mediante la eliminación de los parásitos, a la realización del género humano. De este modo, la civilización descubre (o redes cubre) en 1945 que los hombres no son los medios, los instrumentos o los representantes de un Suje to superior — la Humanidad— que se realiza a tra vés de ellos, sino que la humanidad les incumbe, y que ellos son sus guardianes. Pero siendo ésta una carga revocable y pudiéndose romper tal vín culo, la humanidad se encuentra de pronto despo jada del privilegio divino que le habían transfe rido las diversas variantes del progresismo; ex puesta, precaria, puede incluso morir. Está a mer ced de los hombres, y particularmente de aquellos que se consideran sus emisarios o los ejecutores de los grandes designios. La noción de crimen con tra la humanidad es la huella jurídica de esa to ma de conciencia.
Hablando como delegados de la humanidad no blanca, y desplegando incluso sus colores como bandera, los tres abogados de Klaus Barbie (señor
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M ’Bemba, congoleño, señor Bouaíta, argelino, y se ñor Vergés, francés de madre vietnamita) preten dieron borrar la lección de Nuremberg. Hubieran podido buscar circunstancias atenuantes para su cliente, señalar la falta de correspondencia entre la amplitud de las atrocidades cometidas por los nazis y el papel marginal del jefe de la Gestapo de Lyon en el proceso de exterminio, o pintar a Barbie con los rasgos de un policía temible exclusiva mente encargado de desmantelar la Resistencia, oponiendo así los crímenes — prescritos— de los cuales en efecto se declaró culpable, frente a los crímenes imprescriptibles por los que compare cía; o invocar la excusa burocrática del deber de obediencia, o sociológica, del adoctrinamiento, o psicológica, de la juventud difícil en una Alema nia exangüe. Sin desdeñar del todo esa argumen tación clásica, prefirieron erigirse ellos mismos en acusadores y desplazar el racismo del crimen mis mo hacia la memoria del crimen, o, si se quiere, del Doktor Panwitz —cuya mirada lanzada sobre Prim o Levi decía claramente: «Esta cosa que ten go delante mío pertenece a una especie a la que sin duda es necesario suprimir. Pero, en el caso pre sente, es conveniente asegurarse antes de que no encierra ningún elemento pernicioso»1— hacia todos aquellos que hoy siguen honrando a las víc timas de semejante locura o llevando ante los tri bunales a sus responsables aún vivos. 1.
Primo Levi, op. cit., p. 138.
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Nos pedís que suframos con vosotros, pero vuestra memoria no es la nuestra, y vuestras la mentaciones narcisistas no nos hacen llorar, vinie ron a significar el señor Vergés y sus comparsas a los occidentales. Pues sois vosotros los que re chazáis compartir la tierra con otros pueblos; sois vosotros los que, tomándoos por el centro del uni verso, tratáis de llenar con vuestra sola existencia, con vuestra sola raza, el concepto de humanidad y los archivos de la historia. Sois vosotros quienes, no contentos con acaparar la riqueza y el poder, pedís además la piedad, y quienes tratáis de ha cer que os compadezcan precisamente aquéllos a los que seguís explotando, después de haberlos tra tado durante mucho tiempo como a subhombres. Blancos, apiadaros de la suerte de los blancos. Europeos, erigís una querella de fam ilia en gue rra mundial y en crimen imprescriptible. Tan in fatuados de vosotros mismos como indiferentes al sufrimiento de los verdaderos oprimidos, no cu ráis más que vuestras heridas y eleváis a los ju díos, es decir, a los vuestros, a la dignidad de na ción maldita o de mártires elegidos, para que así se olviden, con los sufrimientos que pasasteis una vez, las sevicias que nunca habéis dejado de ejer cer sobre los pueblos del Sur. Pero, por mucho que señaléis sin cesar a Barbie y a los que se parecen a él para la venganza del mundo, y por mucho que derraméis vuestro llanto, redoblado y am plifica
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do por vuestro gigantesco poder mediático, sobre los crímenes de los nazis, nosotros nos mantene mos aquí, frente a vosotros, en este lugar, y nues tra presencia variopinta prueba que, a pesar de todos vuestros esfuerzos, la manipulación ha fra casado. A través de nosotros, es la misma huma nidad la que se ríe a carcajadas y la que dice que vuestro desastre no es su problema. Lo que sobrecoge de tal razonamiento no es que unos hombres se hayan convertido en abogados del diablo empleando todos los recursos de su talen to para exonerar a Barbie de los horribles delitos que se le reprochaban (esa misión les estaba en cargada imperativamente por el Estado de dere cho, el cual se desacreditaría a sí mismo si retira se sus garantías a ciertas categorías de criminales), sino ver resurgir, con ocasión del proceso a un o fi cial SS, una tradición de la cual se podía pensar razonablemente que no sobreviviría a la tentación de exterminio de los judíos por los nazis: el antidreyfusismo de izquierdas. Así como los portavoces más rígidos del prole tariado rehusaron tomar partido por Dreyfus, por que, sobre todo, no querían dejarse desviar del combate revolucionario por una lucha fratricida entre dos facciones rivales de la burguesía, para los señores Vergés, M'Bemba y Bouaita, los seis millones de judíos asesinados por orden de Hitler no tenían derecho alguno a la misericordia univer
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sal, puesto que la solución final era asunto de blan cos prisioneros y verdugos blancos: cuando se pro ducía una hecatombe en el campo de los enemi gos del Hombre, no podía pedírsele al otro campo, esto es, a aquellos que tenían a su cargo el progre so de la humanidad, que se consumieran en un duelo eterno. Estos abogados militantes no se contentaron pues con pleitear lo m ejor que pudieron por su cliente; al tratar a las víctimas del racismo hitle riano como síntomas del racismo y del imperia lismo occidental, reintrodujeron, en su versión más radical, la metafísica agitada por la catástrofe, y volvieron a hacer de la humanidad una «totalidad en movimiento», y de los mismos hombres, los ins trumentos o los adversarios de su realización. Es cierto que la propaganda soviética les ha bía preparado el terreno desde hacía mucho tiem po. Presente en Nuremberg, la Rusia de Stalin ha bía adoptado la calificación penal de «crim en contra la humanidad» sin dificultad, pero sin re nunciar por ello a su fe prometeica en el sentido de la historia. En vez de que Auschwitz refutara el progresismo, H itler se convirtió en el paradig ma y el paroxismo de todas las fuerzas reacciona rias aliadas contra el progreso. Enemigo proteifor me, hidra de m il cabezas, el Führer no fue ani quilado sino para renacer de inmediato en otros lugares y con otros rostros. Como escribía Ilya Ehrenbourg en el volumen de sus memorias titu
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lado La Russie en guerre: «L o que aquí se pone en tela de juicio es el hecho de que entre los cincuen ta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mun dial falte una: el fascismo. Sobrevivió a 1945. Cier tamente conoció un período de inquietud y declive, pero no está muerto.»1Principio cómodo que has ta fechas recientes perm itió al régimen soviético nazificar a todos sus adversarios del momento, des de los disidentes sin poder hasta la potencia nu clear americana. Pero esa propaganda hoy (¿provisionalmente?) atemperada conservaba, a causa de las circunstan cias, un vínculo de memoria con el acontecimien to del que sacaba partida Ya no se puede decir lo mismo — el proceso Barbie lo ha demostrado— de las ideologías religiosas o seculares que hoy día le disputan al comunismo la antorcha de la Hu manidad, ni de las nuevas causas de la historia que, fuera de Occidente, quieren tomar el relevo del pro letariado europeo o de la patria del socialismo. Franceses en Setif, americanos en My-lai, judíos de la UGIF (Unión general de los israelitas de Fran cia creada en 1941 por el régimen de Vichy para reemplazar a todas las organizaciones judías exis tentes) o sionistas de Deir-Yassin, todo el mundo es nazi, dijo en esencia el señor Vergés, todo el mundo salvo los mismos nazis. Pues ellos son los perdedores. Aplastados por los aliados, y habien1. Ilya Ehrenbourg, La Russia en guerre, Gallimard, 1968, pp. 45-46.
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do servido como fianza o excusa para la creación y expansión del Estado racista de Israel, ¿cómo po drían ser absolutamente malvados, es decir, nazis? Entre dos facetas de Occidente, entre dos m odali dades del horror, defender a un vencido significa ba escoger la menor. Y además, justo en el momen to en que los hijos de los deportados se encarni zaban, con toda conciencia, con los palestinos en el Líbano o Cisjordania, ¿no había estrechado Klaus Barbie las dos manos de su abogado negro, sin sombra de reticencias racistas, como éste nos reveló con emoción durante su defensa?' En Nuremberg, el mundo juzgó a la historia, en vez de someterse a sus veredictos o buscar la verdad en su desarrollo. Al definir al género hu mano por su diversidad y no por su avance, y al tomar conciencia de que no es el Hombre el que habita en la tierra, sino los hombres en su infini ta pluralidad,2 los jueces hablaron en nombre de la sociedad internacional entera, dado que, pensa ban, era ésta la que sufre un perjuicio irreparable «cuando desaparece uno de sus elementos racia les, nacionales o culturales».3 Esta nueva percepción de lo humano aceleró, sin duda alguna, la lucha contra la segregación 1. Audiencia del 1 de julio. 2. Tomo prestada esta expresión a Hanna Arendt, que la utiliza en muchas de sus obras y especialmente en Vies poliliques, Gallimard, col. Tel, 1986. p. II. 3. Marcel Merle. Le Procés de Nuremberg et le chátiment des cri minéis de guerre, París. Pedonc. 1949, pi 158.
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racial en los Estados Unidos y contribuyó en Euro pa a desbaratar la causa de la colonización. Fue bajo la conmoción causada por la destrucción de los judíos por los nazis cuando cobró auge el mo/imiento para la integración de los negros ameri canos,' y cuando la opinión pública occidental pudo considerar y combatir como atentados con tra la humanidad los agravios cometidos por su propio imperialismo — desde los viajes triangula res de antaño a las guerras contemporáneas de Ar gelia o Vietnam—. Como escribe con agudeza Paul Ricoeur: «Las víctimas de Auschwitz son, por ex celencia, los delegados ante nuestra memoria de todas las víctimas de la historia.»1 2 Ahora bien, en Lyon, en 1987, en el prim er pro ceso emprendido en Francia por crimen contra la humanidad, la defensa alineó a los mártires del co lonialismo y la esclavitud de los negros en el cam po del acusado, reduciendo la diversidad del gé nero humano a la Historia del Hombre, y oponien 1. Ciertamente hubo que esperar a los años sesenta para ver có mo esa lucha culminaba y conducía a la igualdad de derechos. Pero fue en noviembre de 1945 —o sea. apenas seis meses después de la capitulación incondicional del ejército alemán— cuando el Ameri can Jewish Congress creó una Comisión de derecho y de acción so cial con el fin de ayudar a todos aquellos que sufrían discriminación. El presidente Truman anota, pues, justificadamente en sus Memo rias: «A l perseguir a los judíos, H itler ha contribuido en gran medi da a que los americanos tomemos conciencia de los grandes peligros que pueden engendrar los prejuicios cuando se permite que éstos dic ten la conducta del Estado.» (Ver Raúl Hilbcrg, La destruction des Juifs d'Europe, Fayard, 1988, pp. 1.024-1.027.) 2. Ricoeur, Le Temps raconté, Temps el Récit ///, Seuil, 1985, p 273.
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do a ese Hombre, del que la defensa pretendía ser la única que garantizaba su representación en el tribunal, el nazismo de la Europa judeoblanca. ¿Puro delirio? Aparte de dos antiguos dirigen tes del FLN,1nadie retiró su simbólico mandato a esa defensa que enarbolaba orgullosamente «todos los colores del arco iris humano»;2 ningún intelec tual, ningún poeta, ningún periodista ni estadista africano, asiático o árabe dijo que no se podia acu sar al dolor judío de obstruir la memoria del mun do, ni presentar a los antiguos esclavos y coloniza dos como las víctimas de la conspiración de las
cenizas de Sión. Esta aprobación tácita (y a veces clamorosa3)
1. «Si nosotros, argelinos, tenemos que ocupar algún lugar en es te proceso, no será como testigos de descargo de Barbie, sino como testigos de cargo, en nombre de los derechos del Hombre que legiti man nuestro propio combate.» Hocine Ait Ahmed y Mohammed Harbi, Nouvel Observateur, n.° 1183, 10 de julio de 1987. 2. Jacques Vergés, Je défens Barbie, op. ciu, p 13. 3. He aquí, por ejemplo; lo que podia leerse en el dossier consa grado al proceso Barbie por el semanario Algérie-Actualité, y titulado sin ambages: Que veulent les Juifs?: «Más de cuarenta años después, el Holocausto causa furor. Desde el momento en que un judio llora en alguna parte de este vasto mun do, se acusa a la humanidad de ser fundamentalmente antisemita y se convoca sin cesar a la Historia y a los hombres que la han hecha »E1 Holocausto es la llama del Ólimpo judío que mantiene una po tencia financiera mundial a través de media interesados. [...] »¿Cómo decirles a los palestinos que recuerden dramas pasados cuando en el presente viven unos aún más insoportables? ¿Qué dife rencia hay entre una cámara de gas y una bomba de fragmentación que cae sobre una casa árabe una noche de Ramadán? »¿Qué decirles a los niños palestinos acerca del fondo común hu
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significa que si Francia hubiera entregado su pri sionero a la ONU según el deseo expresado por Hannah Arendt en el proceso de Eichmann, muchos Estados se hubieran adherido a Vergés y votado la absolución. Para una parte importante de la opi nión internacional, Hitler no tiene nada que ver con Hitler, ni el Tercer Reich con la catástrofe de la hu manidad. Todo lo que le queda de la Segunda Gue rra Mundial a esta mayoría planetaria es una pa labra: nazi. Palabra desde entonces sin re ferente, sin anclaje; palabra que ya no es un hecho, sino sólo una etiqueta; palabra fluctuante, dispo nible, utilizable a capricho, y que reagrupa bajo un mismo sello de infamia a todas las oposiciones que encuentran en su camino los autoproclamados mandatarios del Hombre en marcha. Palabra que, para decirlo de otro modo, le niega al adversario la calidad de ser humano, que lo degrada a la cate goría de monstruo contra el que cualquier medio es bueno, y que, llegado el caso, puede producir así el sometimiento del antinazismo a las dos prácti cas juzgadas y solemnemente condenadas en Nuremberg: la guerra total y el exterminio. mano si los hombres que les han privado de memoria no llegan a co nocer algún día la infamia del banquillo de los acusados? En la espe ra de este amor entre los hombres, sublimado como la eternidad, sub siste esa verdad. La del señor Vergés, “ antisemita" a pesar suyo orlado de fórmulas injuriosas por esos maníacos de la persecución: "los sio nistas retroceden en el tiempo hasta adquirir el rostro de los caballe ros teutónicos”.» Algérie-Actualité, n.° 1127, semana del 21 al 27 de mayo de 1987.
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VI.
El incidente
A priori, la defensa no debía quedarse ahí. Ha bía anunciado dos contra-procesos: el de Occidente y el de la Resistencia. «Jean Moulin estará presen te en la audiencia, si ésta ha de abrirse algún día, puesto que, haceos a la idea, así lo he decidido», había prevenido, con su habitual soberbia, el se ñor Vergés. En efecto, la justicia había descarta do el asunto de Caluire de entre las bases de acu sación mantenidas contra Barbie, pero su abogado parecía persuadido de que, sin el arresto y muer te de Jean Moulin, el nombre de Klaus Barbie ha bría desaparecido de la memoria nacional, y que el anciano SS habría podido continuar, como mu chos de sus colegas, pasando tranquilamente sus días en algún lugar de América Latina. Aunque ahora respondiera por otros delitos, era ante todo ese crimen el que lo había sacado del anonimato y el que lo había inscrito en la conciencia colecti
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va de los franceses. Al afirmar, e incluso hacién dole decir al mismo acusado que Jean Moulin no había muerto bajo tortura, sino que se había roto la cabeza contra una pared después de darse cuenta de que había sido denunciado por sus camaradas de combate, el señor Vergés creía pro bar que la Resistencia —humana, demasiado humana— tenía su parte de responsabilidad en el acontecimiento al que el jefe de la Gestapo de Lyon debía su embarazosa notoriedad. Al contrastado paisaje de la leyenda, quería oponer «la amarga verdad» de una noche en que todos los soldados eran pardos — tanto los clandestinos como los ocupantes— . Quería demostrar, en una palabra, que no había ángel ni bestia, ni culpable abso luto ni sublime justiciero, y que el «carnicero de Lyon» era la víctim a expiatoria de nuestra mi tología, el canalla que necesitábamos para aislar la abyección y para exorcizar en un tranquiliza dor maniqueísmo el mal extendido por todas parles. Optando por el efecto publicitario más que por el efecto sorpresa, el señor Vergés desarrolló y pre cisó esta argumentación a lo largo de los cuatro años que transcurrieron entre la captura de Barbie y su proceso. En un libro aparecido en noviem bre de 1983, imputa a la parcialidad judía de Robert Badinter (por entonces ministro de Justicia) el hecho de que su cliente no tuviera que respon-
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der ya por la muerte de Jean Moulin: «E l argumen to jurídico que la magistratura, es decir, el poder al que está sometido jerárquicamente, anticipa para explicar este escamoteo es que el arresto y deportación de un judío es un crimen contra la hu manidad, pero que el arresto y posterior muerte de Jean Moulin sería un crimen de guerra, y que los crímenes de guerra han prescrito, por la pres cripción del derecho com ún.»1 Lo que significa, inequívocamente, que entre dos persecuciones iguales, el ministro de Justicia favorece descara damente aquella que afecta a los suyos. Pero, ame naza entonces el señor Vergés: «Demostraré a tra vés de testimonios indiscutibles e indiscutidos la inexorable marcha hacia el drama, y luego la tra gedia de Jean Moulin, sin dejar en la sombra nada concerniente a las responsabilidades de cada cual.»2 Su escenificación era la siguiente: Jean Moulin había sido entregado a los alemanes por resistentes que lo consideraban demasiado gaullista y, al mismo tiempo, demasiado cercano a los comunistas, y que, a pesar suyo, habían esta blecido vínculos con los servicios secretos ameri canos. Entrevistado por la televisión francesa, el mismo mes de ese año, Vergés afirm a poder de mostrar que si «Jean Moulin murió no fue a cau sa de los golpes de Barbie sino porque ante el al1. Jacques Vergés, Pouren finiravec Ponce-Pilate, Pré-aux-Clercs, 1983, p. 23. 2. lbid., p. 24.
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canee de la traición que lo rodeaba, estimó que ése era el único medio de comportarse con digni dad».1 Acusación que reitera, al año siguiente, en la película de Claude Bal: Que la vérité est
amére. Advertidos de este modo de las intenciones y de la estrategia del señor Vergés, los abogados que representaban a las partes civiles resistentes tu vieron tiempo de sobra para poner a punto sus res puestas; y estaban bien decididos a no dejar que la defensa se transformara en acusación. Pero — primera sorpresa— los debates no dieron lugar a ningún incidente. Barbie había optado por la ausencia, y el señor Vergés se guardó mucho de abordar la cuestión de Jean Moulin, incluso el día en que desfilaron por el tribunal los resistentes a los que él mismo había citado, y que, a pesar de ello, había prometido demostrar que eran «héroes con pies de barro», «gente que llevaba un doble juego, personas a las que la pasión política partisana les hacía olvidar el servicio a la Resis tencia».2 ¿Era esa extraña discreción una trampa? ¿Ha bía sido el señor Vergés forzado a renunciar a ese tipo de ataques por el juicio del tribunal de París que el 30 de abril de 1987, o sea sólo unos días an 1. Citado por Henri Noguércs, La vérité aura le dernier mol, Seuil, 1985, p. 233. 2. Jacques Vergés en Jacques Vcrgés-Etienne Bloch, La face co chée du procés Barbie, Samuel Tastet, p. 66 y p. 17.
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tes de la apertura del proceso, había condenado a Claude Bal por difamación hacia los resistentes a quienes ponía en tela de juicio en su película, o quizá reservaba sus golpes de efecto para el ale gato, esto es, para ese momento solemne y final en que el adversario ya no puede responder, a no ser que viole los sacrosantos derechos de la defen sa? Temiéndose esta última estratagema, el señor Noguéres previno a su colega de que su alegato no constituiría un santuario, que no todo le esta ba permitido, y que, haciendo caso omiso de la práctica habitual, él le interrumpiría para hacer las puntualizaciones necesarias en el caso de que reiterase sus calumniosas imputaciones con res pecto a los resistentes.' Segundo motivo de asombro: el señor Vergés claudicó. N o puso en práctica su amenaza. La pro mesa de escándalo no se mantuvo. A pesar de la cita que él mismo había fijado, Jean Moulin no fi guró en ningún momento de su interminable ale gato. La mayoría de los observadores concluyó que el abogado había sido derrotado. Había bastado con un toque de atención para que mantuviera el respeto, él, que a lo largo de la instrucción anun ciaba que asesinarían a Barbie en su celda antes que dejar que se mancillara públicamente la ima gen de la Resistencia... Así pues, el encanto se ha bía roto, el gran provocador no era sino un ma-1 1. Audiencia del 23 de junio.
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tamoros, y Bemard-Henri Lévy podía escribir triunfalmente en la víspera del veredicto: «S e te mía a Vergés. Se temía la provocación y las reve laciones que tenía que hacer. Y Francia entera, re cordémoslo, estaba pendiente de las palabras y de los nombres que iba a decir. Ahora, Vergés ha per dido. N o ha mantenido ninguna de sus promesas, ni logrado ninguno de sus "efectos” . Y él, que es peraba tanto de este caso, él, que daba por des contado el triunfo, la coronación de su carrera, se arriesga a no dejar más huella que el oscuro doc tor Servatius en el proceso Eichmann en Jerusalén.» 1 Frívolo optimismo. Pues, durante los alegatos, se produjo un incidente. Y entonces la defensa re cibió el espectacular respaldo de aquellos que, des de el principio del proceso, la habían tenido bajo vigilancia. Recordémoslo: cuando el representante de la Federación de sociedades judías de Francia, señor Zaoui, interrumpió el alegato del señor Boua'íta, el abogado argelino de Barbie quien, en tre otras amenidades, evocaba «la nazificación del pueblo israelí ju dío»,1 2 todos los portavoces de la Resistencia protestaron contra ese comportamien to fuera de lugar. Legítim a cuando fue invocada por el señor Noguéres en representación de los re 1. Bernard-Henri Lévy, en Archives d'un procés Klaus Barbie, Globe-Lc Livre de Poche, 1987, p. 9. 2. Audiencia del 1 de julio.
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sistentes, esa interrupción se convertía en un sacrilegio en el momento en que el señor Zaoui la utilizaba en nombre de los judíos. ¿Cómo ex plicar ese doble tratamiento? ¿Por qué la difama ción m erecía ser sancionada en un caso y no en el otro? La reacción del señor La Phuong, abogado de la asociación «L os de la Liberación», puede ayu darnos a responder a tal cuestión. Al exclamar « ¡Yo no soy el defensor del Estado de Israel!», que ría decir que el señor Zaoui sí lo era, y que su ges to no estaba motivado por su preocupación por la verdad, sino por los intereses y la imagen del país al que representaba en la audiencia: sólo un sio nista militante y, lo que es más, muy susceptible, podía contestar a la defensa el derecho de identi ficar Sabra y Chatila con Auschwitz, las bombas de fósforo con los hornos crematorios y la noción judía de pueblo elegido con el racismo hitleriano. Frente a ese nacionalismo receloso, los abogados de Barbie y los de las asociaciones de resistentes se encontraban al mismo lado de la barricada. Unos y otros mantenían un mismo combate para desalojar a los judíos de su posición de monopo lio y para desposeer del crimen contra la huma nidad a sus acaparadores. Solicitado por el dia rio Libération para que hiciera un balance jurídico del proceso, Paul Bouchet, el antiguo decano del Colegio de Abogados de Lyon, llegó incluso a de
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clarar: «L a presencia al lado de Jacques Vergés de un abogado argelino y un abogado congoleño ha internacionalizado la defensa. Una defensa pu ramente interna habría creado, sin duda, menos alboroto, pero acaso habría planteado con menor fuerza cuestiones que, por turbadoras que sean, son útiles cuando se trata de definir en un dere cho aún en período de formación los límites del crimen contra la humanidad.»1 Para este eminente jurista que, antes de ser nombrado para el Consejo de Estado, debía garan tizar la coordinación de los abogados de las par tes civiles, no había pues ningún escándalo ni mo tivo alguno de estupor, cólera o duda en la alianza tramada entre la «Raza de los Señores» y la hu manidad no blanca. Paul Bouchet saludaba, por el contrario, la con tribución de la defensa al progreso de la concien cia y al perfeccionamiento del derecho: remarcan do que Auschwitz no era el amo del mundo, sino el ombligo de Occidente, según él, el señor Vergés había provocado un choque violento y, a fin de cuen tas, saludable; habían hecho falta sus «desconcer tantes» cuestiones para que prosiguiera la reflexión jurídica iniciada por las partes civiles resistentes y para que nuestro derecho se deshiciera por fin del etnocentrismo «m edroso» en que se había confina do desde Nuremberg. ¿Podía soñar con una victo 1. Liberation, 6 de julio de 1987.
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ria más bella el abogado de Barbie, con una consa gración más deslumbrante que esa patente de uni versalismo que se le otorgaba a su acción?1
1. Meses más tarde, un periodista de lAbératian veía «una cierta justificación a las cuestiones planteadas por Jacques Vergés» al cons tatar la manera como Francia transigía con el asalto de la cueva de Ouveá. Diecinueve militantes independcntistas de Nueva Caledonia ha bían sido abatidos por militares franceses encargados de liberar a los rehenes que mantenían tras un ataque a una comisaría en que había habido cuatro muertos, y esa matanza no parecía que fuera a desem bocar en una acción judicial. ¿Qué podía concluir este periodista de mocráticamente comprometido con la igualdad tanto en la vida como en la muerte, sino que veinte canacos asesinados en una operación mi litar sólo constituían un lamentable error porque son negros, mientras que seis millones de judíos asesinados por los nazis, sin ningún motivo estratégico o militar, eran victimas de un crimen contra la humanidad sólo por el hecho de ser europeos? En otros términos, Vergés tenia ra zón, su alegato era premonitorio e «imaginamos fácilmente el júbilo del abogado de Barbie si mañana se abriera el proceso contra los mili tares acusados de haber procedido a una masacre, y si, como parte ci vil, representara en el tribunal a la familia de las víctimas. De pronto, se hallarían legitimadas a sus ojos sus declaraciones acerca de "la paja y la viga” y su rechazo a otorgar a la justicia francesa el derecho de juzgar a Barbie antes de haber limpiado su pasado colonial». («Vergés visto desde Ouveá», Francis Zamponi, Libération, lunes 16 de mayo de 1988.)
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VII.
La confusión sentimental
«La interpretación de un texto de derecho pe nal no debe ser medrosa ni, por el contrario, febril», dijo el procurador de Lyon, Pierre Truche, al día siguiente del fallo de la Corte de Casación que con sideraba dentro de la definición de crimen contra la humanidad ciertos actos considerados hasta en tonces como crímenes de guerra. A contracorrien te de la opinión general, ese magistrado testarudo y singular rehusaba abandonar la reflexión jurídi ca acerca del crimen en masa a la alternativa pu ramente psicológica (o incluso fisiológica) del calor y el frío, de la sensibilidad y de la dureza de cora zón. Osó incluso replicar al abogado general de la Cámara criminal —quien había tomado la decisión con estas palabras: «Sé que los seiscientos desdi chados del convoy del 11 de agosto de 1944 escu charon el mismo grito ronco, al alba: " Revista; y sin equipaje” » —, aun a riesgo de agravar todavía más
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su caso y parecer francamente glacial, diciendo que los alemanes habían sido los primeros en separar la suerte de los deportados al dejar a los hombres de la Resistencia en el campo alsaciano de Slruthof, a las mujeres resistentes en Ravensbrück, y a los judíos, hombres, mujeres y niños en Birkenau donde les esperaba, únicamente a ellos, una muer te inmediata. Las oportunidades de supervivencia no eran las mismas, e incluso podría decirse que, para los burócratas nazis, a cada uno de esos des tinos correspondía claramente una suerte distinta. Habiendo sido elegido para sostener la acusa ción en el proceso, Pierre Truche, aparentemente con el mismo ánimo, otorgó, desde el principio de su requisitoria, un lugar aparte al arresto y depor tación de los cuarenta y cuatro pequeños internos de la colonia judia de Izieu, recordando que había «algo más horrible en el horror», y que ese algo más horrible era «el genocidio de los niños».' Detengámonos, sin embargo, en esta expresión: el genocidio de los niños. Impresionante a primera vista o en la primera escucha, por poco que la con sideremos atentamente, se revela imposible y ab surda. Pues el genocidio es la tentación de destruc ción de un pueblo, y los nazis nunca acometieron la aniquilación del pueblo pueril. Nunca denuncia ron en su propaganda la conspiración de los niños, o los efectos devastadores del «bacilo» infantil. No 1 1. Audiencia del 29 de junio.
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fue de los niños que H itler dijo que eran «una ba sura que pulula», «un ejército de ratas» o un «ab ceso» al que había que aplicar urgentemente el «es calpelo». Y no fue porque tuvieran entre tres y trece años por lo que los habitantes del hogar de Izieu fueron sacados de allí el 6 de abril de 1944, para ser enviados a los campos de la muerte, sino porque pertenecían a una raza parasitaria para la que la Conferencia de Wannsee había programa do una liquidación total. Se me objetará que critico una figura estilísti ca como si se tratara de un razonamiento, y que el procurador tomó la parte (los niños) por el todo (los judíos), en plena posesión de sus medios retó ricos y con todo conocimiento de causa. Preocu pado por hacer com partir su emoción al audito rio, falseó con la loable voluntad de dar en el clavo. Y, en efecto, no hay nada tan inmediatamente evo cador, nada que despierte una compasión tan ar diente como el desencadenamiento de la fuerza bruta contra la inocencia o la debilidad absolutas. Pero ahí precisamente reside el problema o, si se quiere, la sospechosa eficacia sentimental de la ex presión «genocidio de los niños». Esta metonimia hace desaparecer la finalidad del crimen tras su misma inhumanidad. N o es el inaudito rechazo a com partir la tierra con otro pueblo lo que nos da qué sentir o pensar, sino la maldad en sí, la esen cia del mal. N o es la intención particular, sino la
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barbarie a secas. N o es el atentado más sistemá tico jamás perpetrado contra el género humano, sino la negación más radical que pueda concebir se de la virtud de humanidad. Y si el crimen contra la humanidad se define simplemente como el más inhumano, el más mons truoso de todos los crímenes, y si no se distingue de las otras faltas contra la ley y la moral sino por la abyección que en él se revela, todas las razones para conservar la mente fría y estar atentos a las discriminaciones jurídicas se derrumban: no sólo hay que ser prudente, sino también feroz y des piadado para seguir viendo en la persecución de los resistentes una barbarie aceptable o un crimen humano. ¿Y la tortura en las dictaduras? ¿Y los errores policiales? ¿Y los asesinatos de ancianas o las violaciones de niños? Según esta lógica, que es la del corazón, se debe a la falta de sensibili dad y a que la humanidad no es suficientemente humana el que todavía existan actos despreciables que escapan a la categoría de crimen contra la hu manidad: cuanto más se amplíe el dominio cubier to por esta infracción, más se aproximará la es pecie a ese estado ideal en que, unida contra el crimen, podrá al fin proclamar que todo lo que es inhumano le es ajeno. Al suscitar la imagen del genocidio de los ni ños, la insoportable evocación de Izieu condujo al procurador allí donde ni la rivalidad de las me-
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morías ni la mala conciencia occidental habían po dido arrastrarlo, y llegó a apostar por la tesis de la Corte Suprema en el mismo nombre de lo que en principio había provocado su disensión: la po lítica de exterminio. No estamos de acuerdo. Los magistrados lyoneses, sobre mis requisiciones análogas, habían adoptado la definición del señor Frossard, limitando el crimen con tra la humanidad a los actos cometidos contra los ju díos. Pensábamos que no concernía a los resistentes, puesto que eran combatientes voluntarios. El Tribunal de Casación no nos ha seguido. Ha estimado que la in humanidad resultaba del trato infligido en los campos nazis. Es preciso que os exprese aquí mi convicción como hombre y ciudadano. Habiendo decidido la Cor te Suprema que todo lo que hoy habéis enjuiciado es inhumano, no por ello, a mi modo de ver, el debate ha terminado. Deseo profundamente que este proceso no ponga fin a la reflexión acerca de lo inaceptable. Si ha bía algo chocante en distinguir entre los deportados del convoy del 11 de agosto de 1944 según fueran judíos o resistentes, tras el fallo de la Corte de Casación, aún subsisten diferencias que hacen que las torturas con tra los resistentes no se mantengan, mientras que ejer cidas contra los judíos antes de su deportación consti tuyan para el autor circunstancias agravantes. Vuestra decisión servirá, pues, para marcar una etapa. Por el momento, estimo que debéis mantener como crímenes contra la humanidad todos los hechos sometidos a vues tro juicio, p u e s to q u e n o p o d é is d e c ir q u e h a y a e n es te d o s s ie r u n s o lo a c t o q u e n o sea in h u m a n o .'1 1.
Audiencia del 29 de junio citada por Jean-Marc Théollcyre,
Le Monde, op. cil., p. 37.
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Denunciar el asesinato de niños, hacer retro ceder cada vez más lejos los límites de lo inacep table: ¿qué hombre de buena voluntad podría re gatear su concurso para tan noble ambición? N i el señor Roland Dumas, abogado de la acusación particular, había sabido hacer llorar al público al hacer el inventario de los niños mártires de aho ra y no dudando en situar en dicha categoría a los militantes políticos secuestrados, torturados y eje cutados por la junta militar argentina, bajo el pre texto de que sus madres habían reclamado públi camente responsabilidades a los verdugos: «En mi país era costumbre que un niño muerto fuera se pultado en una sábana blanca, pues la blancura es el símbolo de la inocencia, y toda muerte de un niño es una desgracia para la humanidad. Este es el mensaje que debéis hacer resonar más allá de nuestras fronteras. Es preciso que llegue a Sudáfrica, donde los niños están encarcelados y en pe ligro, al Próxim o Oriente, donde están asustados bajo las bombas, a Argentina, donde las madres de la Plaza de Mayo han reclamado en vano a los suyos [...].»' Ni los señores M ’Bemba y Bouaita, que se adhirieron ostensiblemente a la cruzada hu manitaria predicada por el procurador, y se die ron así el lujo de situar su defensa de Barbie bajo la autoridad moral de la acusación. Ni, por últi mo, el señor Vergés, que, cogiéndole la palabra 1 1.
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Audiencia del 26 de junio, op. cii., p. 35.
a aquel a quien designaba, con el estilo y tono de gran señor del que ya no podía desprenderse, como su «único adversario», llegó al extremo de dedi car la publicación de su alegato a los «niños már tires de todas las guerras: judíos, palestinos, viet namitas, argelinos..., sin olvidar a los setenta niños alemanes muertos a causa de las privaciones en el campo de Montreuil-Bellay e inhumados en el cementerio m ilitar de Huisnes».1 La disolución sentimental del crimen contra la humanidad en lo inhumano justificaba de esa forma el proceso con tra la Europa judeoblanca y aportaba la inespe rada garantía del corazón a las amalgamas prac ticadas por la defensa en nombre de la Ideología.1
1. Jacques Vergés, Je défends Barbie, op. cit.
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VIII.
La noche del idilio
¿Qué es la Ideología? Es «la lógica de una idea», nos dice Hannah Arendt, la pretensión de explicar la historia como «un proceso único y co herente»1 cuya finalidad es la realización y la producción de la misma humanidad. El pensa miento ideológico rechaza toda pertenencia a la oposición esbozada en Nuremberg entre las ma sacres cometidas en nombre de la ley por un «ser vicio público crim inal» y las violaciones por algu nos Estados, en determinadas circunstancias, de su propio derecho interno. Pues lo que la Ideolo gía llama ley es la fórmula de la evolución y nada más. Ya hable de ley de la historia o ley de la vida, se refiera a Marx o a Darwin, la Ideología somete a la humanidad al mismo régimen que la natura leza, esto es, a un orden que no es un mandato: 1. Hannah Arendt, Le systéme totalitaire, Le Seuil, 1972, pp. 216 y 217.
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los fines que los hombres se proponen y los impe rativos que se fijan disimulan, a sus ojos, las cau sas que les inducen a actuar. En suma, la Ideología sustituye el deber por la necesidad y la trascenden cia de la ley jurídica o moral por la ley científica del devenir. Con el vocabulario del derecho, exclu ye al derecho de su visión del mundo. En la Ideo logía, sigue escribiendo Hannah Arendt, «e l mis mo término ley cambia de sentido: en vez de form ar el marco estable en que las acciones y los movimientos humanos puedan tener lugar, se con vierte en la expresión misma del m ovim iento».' Para el señor Vergés, siendo el conflicto NorteSur la ley de la historia, tanto Francia en Argelia como Norteamérica en Vietnam, mostraron su auténtico rostro depredador, torturador y antihu mano. Y si es cierto que la opinión pública inte rior pesó en contra de la guerra en los dos países, ello no proviene de la contradicción que pudiera existir entre los valores de Occidente y sus críme nes: quiere decir únicamente que Occidente reve ló entonces su esencia criminal a una importante proporción de occidentales. Y así como la verdad de Occidente se resume en su violencia imperialista, de igual modo, los crí menes cometidos por las naciones antioccidenta les carecen de existencia frente a su papel positi vo en la evolución: seguros de este principio, los1 1.
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Ibid., p. 209.
abogados de Barbie realizaron el prodigio de re clamar sin cesar la ampliación del crimen contra la humanidad, descartando sistemáticamente to dos los casos probados de «servicio público cri minal», e incluso introduciendo en el tribunal la lógica que podía conducir a su emergencia. El exterminio de tres millones de camboyanos no es resultado de una furia pasajera o de un acceso de bestialidad. Los cuadros juveniles del Angkar — ese genocidio fue llevado a cabo por adolescentes— tenían la misma mirada que el Doktor Panwitz: con una calma implacable, ejecuta ban la sentencia que la historia había pronuncia do contra aquellos que llevaban la marca de la inñuencia occidental, llevando así la Ideología has ta sus últimas consecuencias. En nombre de la ley se eximieron del «N o matarás». En ellos era la «ciencia», y no la naturaleza, la que ahogaba la voz de la conciencia. Era la idea la que sojuzgaba al instinto, y no, como en los progroms, el instinto el que echaba por tierra todos los obstáculos: «E l terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer que la fuerza de la Naturaleza o de la Historia pueda llevar a todo el género humano a su liberación, sin que ninguna form a de acción espontánea constituya un obs táculo.»1 Así pues, en este proceso que, para la defen-I. I.
Hannah Arendt, Le systéme totalitaire, op. cit.. p. 210.
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sa, debía ser el de todos los genocidas, y en el que el propio fiscal del Tribunal Supremo veía una profundización del pensamiento jurídico, apenas se trató de la revolución de los khmer rojos. El análisis de este acontecimiento, sin embargo, hu biera hecho que aflorasen las auténticas deficien cias de Nuremberg. Con la eliminación metódica de los burgueses, de los intelectuales (reconocibles por el hecho de que llevaban gafas o hablaban idio mas) y de todos los enemigos del Hombre nuevo, el régimen de Pol Pot se inscribió claramente en la línea asesina del régimen hitleriano. Mientras que antes el crimen se realizaba «en contra de la ley moral que existía simultáneamente», en ese caso, como en el nazismo, «e l crimen se convertía en doctrina y en ley m oral».1 Pero, no habiéndo se perpetrado en el marco de una guerra o apro vechándose de ésta, ese crimen no podía ser san cionado según el juicio de Nuremberg. Tras algu nas vacilaciones, el tribunal m ilitar interaliado acabó por restringir la noción de crimen contra la humanidad a la de crimen cometido en tiempo
de guerra'. Queda fuera de toda duda, leemos en el juicio, que desde antes de la guerra los adversarios políticos del nazismo padecieron el asesinato o el internamiento en campos de concentración. El régimen de esos cam pos era odioso. A menudo reinaba el terror, que era 1. Max Picard, L ’homme du néant (Hiller in uns selbst), op. cit., p. 191.
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organizado y sistemático. Se siguió sin escrúpulos una política de vejaciones, de represión y de crimen, con tra todos aquellos civiles que se presumían hostiles al gobierno; la persecución de los judíos ya causaba estragos. Pero para constituir crímenes contra la hu manidad es preciso que los actos de tal naturaleza, que hayan sido perpetrados antes de la guerra, obe dezcan a la ejecución de un complot o de un plan con certado con miras a desencadenar y llevar a cabo una guerra de agresión. Por lo menos, es preciso que se hallen relacionados con ese plan. Ahora bien, el Tri bunal no estima que se haya probado esta relación, por indignantes y atroces que a veces fueran los ac tos de los que tratamos. Por tanto, no podemos de clarar que los hechos imputados al nazismo anterio res al día 1 de septiembre de 1939 constituyan, en el sentido del estatuto, crímenes contra la humanidad.1
El juicio de Nuremberg se realizó, pues, en dos fases: tras haber previsto claramente una catego ría de infracciones distintas, después de haber afir mado, por boca del delegado de los Estados Uni dos en el com ité jurídico de la Comisión de las Naciones Unidas para los crímenes de guerra, que los «crím enes perpetrados contra las personas apátridas o contra cualquier otra persona por ra zón de su raza o religión debían ser considerados como crímenes contra la humanidad», porque atentaban contra los mismos fundamentos de la civilización independientemente de su ubicación y fecha, e independientemente del problema de sa1. Le procés de Nuremberg, Le veredict. Office français d'cdilion, 1947.
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ber si constituían o no infracciones contra las le yes y hábitos de guerra,1los aliados limitaron, in fine, su competencia jurisdiccional a los delitos realizados a partir del inicio de las hostilidades. Como se ha visto, no rechazaron en un principio los argumentos del realismo sino para acabar, a fin de cuentas, adhiriéndose a él, sacrificando en el altar de la no ingerencia los principios univer sales que acababan de afirmar. Por temor a po ner en peligro todo el orden internacional, inten taron un difícil compromiso entre la referencia a una ley del género humano y la idea de que un go bierno tiene derecho a hacer en su terreno lo que no tiene derecho a hacer en el de los otros. Como explicaba el juez americano Jackson durante la Conferencia de Londres (encargada de preparar el proceso): Desde tiempo inmemorial existe un principio ge neral según el cual, en tiempo ordinario, los asuntos internos de otro Estado no nos conciernen: dicho de otro modo, la forma en que Alemania trate a sus ha bitantes, o cualquier otro régimen a los suyos, no es asunto nuestro, como tampoco les corresponde a otros países inmiscuirse en nuestros problemas... En ciertos momentos, circunstancias lamentables dan lu gar a que, en nuestro propio país, las minorías sean injustamente tratadas. Estimamos que sólo es justi ficable que intervengamos, o tratemos de castigar a los individuos o los Estados, en tanto en cuanto los campos de concentración y las deportaciones obede1.
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Citado y comentado en Mevrowitz, op. cit., p. 18.
cían a un plan o a una empresa concertados para li brar una guerra injusta en la cual nos vimos arras trados a participar. N o vemos ninguna otra base so bre la cual podamos justificar el que nos inmiscu yamos por las atrocidades que se cometieron en el in terior de Alemania, bajo el régimen alemán o incluso como violación del derecho alemán, por las autorida des del Estado alemán.1
Resultado: los decretos antijudíos aprobados antes de la guerra fueron excluidos del acta de acu sación aunque constituyeran la primera etapa de la solución final. Es cierto que la Asamblea General de las Na ciones Unidas rompió con esa conexión artificial entre la guerra y el crimen contra la humanidad retomando por su cuenta el término de genocidio acuñado por Raphaél Lemkin durante los prime ros meses de la ocupación nazi, para designar la aniquilación de una colectividad étnica, y adop tando, el 9 de diciembre de 1948, un convenio cuyo prim er artículo estaba redactado de la siguiente forma: «Las partes signatarias confirman que el genocidio, sea cometido en tiempo de paz o de gue rra, es un crimen contra el derecho de gentes que los firmantes se comprometen a prevenir y casti gar.» El problema es que, a falta de una justicia penal internacional, el acuerdo prevé confiar al Es tado en cuyo territorio se produzca el genocidio 1.
Citado por Raúl Hilberg, La destruction des Juifs d'Europe,
op. cit., p. 918.
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la tarea de llevar a los culpables ante sus propios tribunales. Lo cual significa asegurar la represión del crimen contra la humanidad a través del cri minal (hipótesis absurda), o bien a través de los que se hayan salvado (hipótesis contradictoria con la idea de una ley o de un destino comunes a la humanidad entera). El genocidio se convierte en un asunto interno, y su castigo se reduce, cuando éste tenga lugar, a una purga, de modo que desem bocamos de nuevo en la misma situación que se pretendía corregir: el desmembramiento del gé nero humano en una multitud de Estados. Puede que no haya m edio de subsanar las la gunas del derecho internacional. Por lo menos, se habría adelantado algo en Lyon si éstas hubieran sido constatadas. En lugar de ello, la justicia fran cesa se parapetó tras las ambigüedades del juicio de Nuremberg para confundir un poco más aún la definición del crimen contra la humanidad, y el pensamiento sentimental se rindió frente al pen samiento totalitario, revestido por los defensores de Barbie con los colores del antirracismo. Admiremos la paradoja: si Occidente se ha vuelto tan sentimental, es como reacción a la Ideo logía. Que hoy nos sintamos tan libres como para denunciar todos los crímenes sin distinción de pro cedencia o finalidad, se debe a que la obsesión por no irritar a Billancourt ha perdido su poder de in timidación. Si hemos reconquistado —con una
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dura lucha— el don de las lágrimas, es sobre la historia y sus dudosos prestigios. Y es gracias a la caída de la idea revolucionaria por lo que po demos movilizam os, sin previa selección, por to das las víctimas de la inhumanidad. Ahora bien, ¿adonde nos conduce esta liberación moral y esta piedad al fin desbocada? A consagrar, con toda in consciencia, el gran retorno de la Ideología en el primer proceso que tuvo lugar, en Francia, por cri men contra la humanidad. Y es que, a pesar de su vehemencia y su radicalidad, nuestra crítica ha dejado de lado lo esen cial: la Ideología está revestida de buenos senti mientos. Prometiendo para mañana el advenimien to de una humanidad unida y feliz, y reduciendo hoy la diversidad de opiniones, de intereses y con flictos nacidos de la vida en sociedad, a un único frente maniqueo, la Ideología habla el lenguaje de la ciencia, aunque prim ero apela a la afectividad: halaga esa parte de nosotros que no puede resig narse a que la pluralidad sea la ley de la tierra y que se empeña en desear un mundo maravillosa mente simple en que la política no surja nunca de la moral, ni el pensamiento del sentimiento, y en que el Otro sea siempre la tierna figura del her mano, o bien la espantosa del asesino. Cierto que no es lo mismo excluir del género humano a to dos aquellos que no pertenecen a la familia, a la raza o nación, que pretender generalizar el senti
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miento de fam ilia a la humanidad entera. Mas — repliegue sobre la tribu elemental o constitu ción del planeta en una sola e inmensa fratría— , en ambos casos, reina la ley del corazón, y la discordancia es sentida como «un escupitajo arrojado al rostro de la sonriente fraterni dad».1 Por encima de las diferencias reales, las pro pagandas totalitarias nos vuelven a sumir, tanto la una como la otra, en la época idílica y bárbara que Goethe situaba en el comienzo de la historia cultural de la humanidad: todo tiene «un aire do méstico y fam iliar»;2 ninguna relación social es capa al modelo de la intimidad; una misma cama radería inalterable se manifiesta en los mismos rostros juveniles y radiantes. Es preciso pues extender a la Ideología en general la definición que Thomas Mann daba en 1940 del nacional-socialismo: «E l nacional socialismo significa: “ Yo no me preocupo de las consecuencias sociales. Lo que yo quiero es el cuento popular.” Esta formulación es, sin duda, la más suave y la más abstracta. Que en realidad el nacional-socialismo sea también una repugnan te barbarie se debe a que en el reino de la polí 1. Milán Kundera, La insoportable levedad del ser, Tusquets, Bar celona, 1987. 2. Goethe, «Les époques de la culture sociale»'(1982) en Ecrits sur l'Art, textos escogidos, traducidos y anotados por Jean-Maric Schaeffer, Klincksieck, 1983.
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tica los cuentos de hadas se convierten en menti ra s.»1 Catástrofe del cuento de hadas: la peor violen cia no nace del antagonismo entre los hombres, sino de la certeza de librarlos de éste para siem pre. «Potemos —decía H eráclito— es el padre de todas las cosas.» Patocka2 demuestra claramente que el haber querido acabar con ese reinado ha hecho que la Ideología haya hundido a la huma nidad en una angustia sin precedentes. Su inmo ralidad absoluta no se debe a su cinismo o a su maquiavelismo, sino a la naturaleza exclusivamen te moral de sus categorías. Su carácter inhuma no, destacado por el procurador, emana de su de seo impaciente de fraternidad. Pues si admiti mos con Eluard, el gran poeta de la Ideología, que «para hacer un mundo no hace falta de todo, basta la felicidad y nada más», ¿no es un cri men dejar vivir y prosperar, sin reaccionar, a los militantes declarados de la desdicha y a los implacables enemigos de la sociedad sin ene migo? Concluiremos que la humanidad deja de ser hu mana desde el momento en que no hay lugar para la figura del enemigo en la idea que ella se forja de sí misma y de su destino. Lo que significa, por el contrario, que el angelismo no es un humanis1. Thomas Mann, «Défense de Wagncr», en Wagrter et notre temps, Pluriel, 1978, p. 178. 2. Jan Patocka, Essais hérétiques, Verdier, 1981.
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mo, que la discordia, lejos dé ser un error o un ar caísmo de la sociabilidad, es nuestro bien políti co más preciado, y que la excelencia de la demo cracia, su superioridad sobre todas las demás formas de coexistencia humana reside precisa mente en el hecho de haber institucionalizado el conflicto inscribiéndolo en el principio mismo de su funcionamiento. Ahora bien, por mucho que desde este momen to seamos — ¡y con qué ardor!— demócratas anti nazis, antitotalitarios, antifascistas, antirracistas y antiapartheid, no hemos aprendido a desconfiar de la sonrisa beatífica de la fraternidad. La lec ción del siglo, pese a Patocka, Kundera, Hannah Arendt o Thomas Mann, no ha sido entendida: se guimos considerando la vida en armonía como la apoteosis misma del ser. Grandes procesos a modo de conciertos planetarios, es el mundo encantado de la simpatía universal que oponemos frente a los xenófobos, a los partidarios del repliegue y a los que siembran el odio. Frente al racista, objeto actual de nuestra execración semanal, todos so mos hermanos, prójimos, colegas, todos nos con movemos por las mismas emociones, nuestros cuerpos se agitan al ritmo de una misma «gran danza eurom undial»,1 nuestros «diez mil m illo 1. Jean-François Bizot. Libéralion. 18-19 de junio de 1988 (a pro pósito del triple concierto París-Nueva York-Dakár organizado por S.O.S. Racismo, por el aniversario conmemorado el 18 de junio de 1988).
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nes de orejas»1se extasían con las mismas armo nías, nuestros pulsos se aceleran simultáneamen te, nos electriza una misma energía y, rechazan do la «antigua autoridad del orden verb al»23en favor de una cultura del sonido, entonamos, a la luz de los mecheros, el mismo himno de esperan za y amor en toda la superficie de la tierra. Así, se extiende la certeza de que si no existieran los nazis y sus epígonos, los diversos componentes de la humanidad se fundirían en un inmenso abrazo universal. N o se puede reprochar, pues, a las sucesivas generaciones de la posguerra una cierta falta de memoria o vigilancia. Sabemos de Hitler, pero des graciadamente para introducir en el antinazismo el fantasma totalitario de la transparencia de los corazones y del bienestar fusional. Respondemos al sueño de una comunidad homogénea de sangre y tierra con la «proxim idad excesiva de una fra ternidad que borra todas las distinciones».2 Como si, de hecho, no hubiera sucedido nada y como si ninguna catástrofe hubiera enlutado la época, la noche del idilio cae de nuevo sobre la hu manidad. El am or destrona a Potemos, y el senti miento invade el espacio de la diferencia, y reem 1. Tomo prestada esta expresión de la publicidad de la gran tien da de discos, bautizada «Megastore» y abierta por la firma Virgin en octubre de 1988 en la avenida de los Campos Elíseos, en París. 2. George Steiner, E n e l ca s tillo de Barbazul. Labor, 1976. 3. Hannah Arendt, Vies politiques, op. cit.. p. 40.
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plaza la expresión agonística de las opiniones por la comunión lírica de las personas. Lejos, pues, de defender la legitimidad del con flicto ante quienes pretenden abolido, nos volve mos cada vez más incapaces de concebir otra lí nea divisoria que aquella — exclusivamente mo ral— que pasa entre «E llo s » y «N osotros», es de cir, entre Caín y Abel. El antirracismo ocupa el lu gar de la política, cuando sólo debiera ser su con dición previa. Y en el momento en que, de una vez por todas, nos felicitamos por habernos librado del lenguaje fosilizado de la Ideología es cuando, sofocando todo antagonismo con el combate cós mico y esquemático de la Luz contra las Tinieblas, hablamos ese lenguaje con más ardor. Bajo la apariencia de una gran reconciliación con los ideales de la democracia, la política se eclipsa y la visión moral del mundo triunfa una vez más. Hace poco (es decir, en los años CRS-SS), exhibía sus emblemas y slogans en la epopeya del maquis. Hoy, más inspirada por el m artirio de la estrella amarilla que por el ejem plo del partisa no, se apoya en el genocidio judío para hacer rei nar su terrible seriedad infantil, tanto sobre la vida pública como sobre la cultura. En virtud de Auschw itz y del « ¡Nunca m ás!», el valor de una obra re side desde ahora, no en su poder de revelación, sino en la intensidad de su combate contra todas las prácticas discriminatorias; no en su apertura
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a lo relativo, paradójico, ambiguo o claroscuro, sino en el vertiginoso simplismo de sus buenos sen timientos. Desde los orígenes hasta nuestros días, los poetas, los pensadores, los novelistas, los ci neastas, los grandes compositores y las estrellas de la canción han sido investidos con un único y magnífico cometido: estigmatizar el vientre toda vía y siempre fecundo, denunciar el racismo. Baudelaire me ha enseñado la tolerancia, confía, en la televisión, el dirigente de una gran empresa de dicada al ocio. Homero, declara un filósofo antiheideggeriano, fue el primero en alzarse contra la práctica del genocidio. La metamorfosis de Kaf ka, vienen a decir en sustancia muchos textos de estudiantes, es una devastadora parábola de la in tolerancia y de la exclusión, como E l muchacho de los cabellos verdes, esa hermosa película de Losey... Animados por las más loables intenciones, ese empresario, ese filósofo y esos estudiantes no dejan subsistir nada de los autores a quienes ad miran, ni de la literatura en general reduciéndo lo todo a un discurso edificante mantenido, de una a otra época y bajo máscaras continuamente re novadas, por una especie de V íctor Hugo perpe tuo. La sensibilidad contemporánea, pues, le otor ga al antirracismo el mismo papel que la Vulgata estalinista a la lucha de clases. E invocando con indecente complacencia la Shoah, hacemos que la
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aspiración al cuento popular despolitice hoy el de bate político, transforme la cultura en una ima gen piadosa, y reduzca, sin preocuparse de la ver dad, la indóm ita m ultiplicidad humana al exaltante cara a cara entre la Inocencia y la Bes tia Inmunda.
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IX.
L a caducidad del acontecimiento
Así pues, amparada tras el cuento popular, la Ideología ha vuelto a la superficie en el mismo lu gar en que habría debido ser juzgada. Fue esa pa radoja la que dejó estupefacto al señor Zaoui y la que quiso subrayar mediante un gesto en sí mis mo provocador y excepcional. ¡Fue en vano! Nu merosas desventajas impedían que se hiciera oír: judío, era a priori sospechoso de tomar partido por los suyos; poco conocido, se permitía un escándalo demasiado infrecuente, demasiado inaudito para no ser patrimonio de las celebridades de la abo gacía; en fin — tara suprema— , era uno de los treinta y nueve abogados cuyos alegatos habían abrumado al auditorio del 17 al 26 de junio sin in terrupción. El resentimiento acumulado a lo lar go de las audiencias contra las partes civiles se de sencadenó sobre el señor Zaoui cuando éste trató de cortar el discurso de su colega argelino: «¡B as
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ta, charlatanes! ¡Callaos de una vez! ¡Ya os tene mos demasiado oídos! ¡Os habéis lucido sin ver güenza durante ocho días, y no vais a ahogar la voz de vuestros adversarios!» Tal fue la exclama ción que acogió y anuló sin resistencia su protes ta. En ese contexto, las alegaciones del señor Bouaita carecían de importancia. Acaso fuera exce sivo, pero su contradictor procedía del campo de los aburridos, y esa pertenencia redhibitoria bas taba para descalificar su comportamiento. Estamos lejos de la época en que el Péguy pe riodista aún podía proponerse «d ecir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, estúpi damente la verdad estúpida, tediosamente la ver dad tediosa, tristemente la verdad triste».1 En el paréntesis, el acontecimiento ha pasado del terre no de la historia a la esfera del tiempo libre: lo que constituye acontecimiento no es el contenido del acto o de la circunstancia, es su presentación; no es la cosa que sucede, es el título-retruécano de palabras que puede extraerse o el scoop que la pone en escena. Divierta o conmueva, el aconteci miento tiene desde ahora como primera misión di vertir y no concernir: «L a Paz, vedette del vera no», escribía un gran periódico parisino para subrayar dignamente la concomitancia entre la re tirada de las tropas soviéticas de Afganistán y el 1. Péguy, «Lettre du Provincial», Oeuvres en prose completes, 1.1, ed. Roben Burac, Gailimard, Bibl. de la Pléiade, 1987, pp. 291-292.
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alto el fuego entre Irak e Irán. Adiós Péguy: excep to algunos islotes de resistencia, cada vez más amenazados, la austera preocupación por la ver dad cede progresivamente su lugar a la exigencia de dar «go lp es» y mantener al público en ascuas. El principio de objetividad que había resistido vic toriosamente a las presiones de la razón de Esta do y a los sofismas de la lógica partidaria, abdica sin condiciones frente a la voluntad desenfrena da de realzar la información (como se dice de una receta culinaria) para desmarcarse de la compe tencia y para atraer al cliente. Y, al bascular todo lo político sobre lo lúdico, ya no hay acontecimien tos tediosos. Ello implicaría una contradicción en los términos. Sería como si el acontecimiento fue ra aún una categoría del mundo, en tanto que tien de inexorablemente a convertirse en un entrete nimiento a horas fijas, es decir, en una categoría de la vida. Por motivos ridículos, en que entrarían tanto la inexperiencia como la necesidad de aparentar y las rivalidades personales, pero también porque una deuda irreparable con los muertos los forza ba a ceñirse a la verdad, los abogados de las cien to cuarenta y seis partes civiles (asociaciones y víc timas individuales) no supieron adaptarse a esa gran mutación ontológica del acontecimiento. So metidos al pasado, clavados al suelo por «lo que
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un día fu e»,1podían recurrir a las facilidades de la elocuencia —y algunos, por desgracia, no se privaron— , pero no al sensacionalismo. En vez de mostrarse ágiles, se hicieron interminables. En lu gar de impresionar, hicieron bostezar. Más que sa tisfacer el apetito por lo nuevo, insistieron en las mismas fórmulas hasta la indigestión. El señor Zaoui pagó con una condena sin apelación esa gra ve infracción contra la legislación mediática del acontecimiento. El señor Vergés, por el contrario, tenía las ma nos libres; ninguna deuda lo ataba al pasado, esta ba en condiciones de introducir el suspense en el corazón mismo de la rememoración y de sustituir la fastidiosa reiteración de los hechos por el deli cioso escalofrío del acontecimiento. Con él, todo era posible, incluso el golpe teatral retrospectivo, e incluso la emergencia de una verdad palpitante bajo la monotonía de la verdad oficial. De ahí, el continuo asedio de que fue objeto, en franco con traste con el enorme desprecio que acogía a «la jau ría bullanguera y liosa»2 de sus adversarios. Lo cierto es que tal ascendente no implica ba adhesión alguna. El señor Vergés conseguía audiencia, pero no ejercía influencia. Rechazado t. Ricoeur, Le Temps raconté, op. til., p. 204. 2. Se debe, sin duda, a haber oído durante los intermedios de la audiencia a muchos cronistas murmurar off the record su exas* peración en un lenguaje parecido, por loque Bertrand Poirot-Delpech presta esta fórmula, con la ironía del novelista, al mismo Klaus Barbic (Monsieur Barbie tt'a riett á dire, Gallimard. 1987, p. 31).
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como fanático, siempre fue solicitado sólo como condimento. N o era el doctrinario que había en él el que subyugaba las conciencias, era la vedette la que divertía al público. N o era el activista quien se anotaba los tantos, era el diablo quien hacía más animado el espectáculo. N o era la radicalidad de su causa la que provocaba el entusiasmo, sino sus promesas de escándalo, su reputación colérica y su consumado arte para el misterio lo que excita ba el interés: «En la guerra, como en la justicia, es una jugada maestra no creer en nada, estar más allá de todo, con una estrategia fría y distante, pro tegido del oprobio que suscita esa aparente inhu manidad.»1Odiado moralmente por la esencia de sus propósitos, el abogado de «don K laus»2 era adulado mediáticamente por las mismas razones imperiosas y superficiales que no hacía mucho ha bían empujado a la revista alemana Stem a publi car los pretendidos «diarios secretos» de Hitler. La esperanza que encarnaba no era más militan te que el ruego dirigido por un periodista a Barbie —en el momento en que, dejando su estrado vacío, abandonaba el tribunal— de que le diera (en exclusiva) el nombre del traidor que había entre gado a Jean Moulin a la policía alemana. Tal éxi to no podía sino dejar en suspenso a su propio 1. Bertrand Poiroi-Delpech, op. cit., p. 35. 2. Tal es, ciertamente, el título impregnado de una simpatía de ferente que el señor Vergés le asigna ahora a su más célebre cliente (Beauté du crime. Pión, 1988, passim).
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beneficiario. Por lo pronto, que no mantuviera sus promesas era una señal de alerta; e incluso si las mantenía, la vida era demasiado insaciable para reconocérselo: en cuanto un acontecimiento ago ta su capacidad de sorpresa, ésta se desvía y bus ca en otras partes novedades distintas y otros acontecimientos del siglo. La información está ahí, al igual que todas las industrias culturales, para suministrarle sin cesar diferentes artículos. «N o hay que cansarse, rápido, a otra cosa»;1 en la época del ocio, la actualidad destrona a la histo ricidad; los instantes no se suceden según un or den sensato y narrable, se suceden como las co midas en un ciclo sin fin. Al convertirse el mundo en un objeto de consumo multiforme y permanen te, su destino es ser deglutido continuamente por sus consumidores. Son muchos los que hoy ven en ese divorcio en tre la audiencia y la influencia la m ejor garantía contra las tentaciones asesinas de la Ideología. Esta, dirían, bien puede reaparecer en Lyon, el in terés mismo que suscita la neutraliza. Puesto que la época del ocio es la de las excitaciones breves, y puesto que, como escribe Régis Debray, «aho ra, todo es ahora»,2 todo es instante y todo surge para desaparecer, entonces no hay por qué inquie 1. Gilíes Lipovetsky, E l i m p e r io d e l o e f ím e r o . Anagra ma, Barcelona, 1990. 2. Régis Debray, L e p o u v o i r in t e lle c t u e l e n F ra n c e , Gallimard, Col. Folio-Essais, 1986, p. 128. 122
tarse: la democracia se ha vuelto por fin insubvertible, ningún alistamiento puede resistir a la en febrecida sucesión de los flashes, las catástrofes, los grandes momentos; para gran perjuicio de los sargentos de reclutamiento de todos los bandos, el espíritu del sistema se cierne sin impedimen tos sobre el hombre colmado de informaciones dis pares; el mismo sentimiento se acuña con entusias mos demasiado discontinuos para que haya aún algo que temer de sus desbordamientos, y no sien do ya memorable la vocación por el acontecimien to, sino, por el contrario, degradable a fin de que, tan pronto surja y se consuma, ceda, sin historia, su lugar al siguiente; aquellos que dan pie al acon tecimiento (Vergés incluido) mueren con el mis mo. Queda por saber si realmente no podemos con tar más que con la inconstancia del Diario para conjurar los estragos del corazón, y si el único me dio para que la historia no siga aprisionada por el yugo de una ley «cien tífica » es que la humani dad ya no tenga historia, sino una eterna actuali dad. La civilización ha llevado a cabo el proceso de Nurem berg para restituir la ley al derecho, de nunciando sus falsificaciones ideológicas y disci plinarias. Confiar a los pasatiempos el cometido de liberar a la humanidad de la continuidad, de la coherencia y de todas las formas de la ley, su pone dar al traste con esta ambición.
X.
La casa y el mundo
Al final de ese proceso unánimemente califica do de ejemplar, algunas autoridades religiosas y morales expresaron una sola (pequeña) queja: que los debates no hubieran sido televisados. Sabemos, efectivamente, que tras un largo y tumultuoso de bate se decidió film ar la audiencia, aunque no autorizando hasta treinta años después la progra mación de esa imagen de archivo. Los que recha zaban la solución de compromiso tomada por Robert Badinter invocaban, como justificación a su impaciencia, el carácter extraordinario del proce so. Había que hacer una excepción, decían, para ese acontecimiento fuera de lo común. Dado que un hombre era juzgado por primera vez en Fran cia por crimen contra la humanidad, no había nin guna razón válida, en el momento en que la técni ca atraviesa todas las murallas, para dejar a la humanidad fuera del recinto en que se desarro-
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liaba la acción judicial incoada en su nombre. De ese modo, la gran lección de antinazismo adminis trada en Lyon hubiera aprovechado a todo el mun do. En vez de quedar reservados a una minoría es cogida o ser filtrados por la subjetividad de los periodistas, los atroces testimonios de Lise Lesévre, de Simone Lagrange y de las dos madres de Izieu, las señoras Halaunbrenner y Benguigui, hu bieran entrado directamente en todos los hogares, inmediatamente, sin perder en el trayecto su car ga emotiva. Y ello quizá hubiera evitado ver cómo cuatro millones de electores franceses daban, un año más tarde, sus votos a un hombre que decla ra abiertamente que las responsabilidades de la Segunda Guerra Mundial son compartidas y que la existencia de cámaras de gas no debe ser con siderada como una «verdad revelada», dado que «los historiadores debaten sobre estas cuestio nes».1¿Podríamos, en realidad, soñar un antído to más eficaz que el proceso de un viejo jefe de la I. J.-M. Le Pen, Grand Jury RTL Le Monde, 13 de septiembre de 1987. Este saludo implícito a Faurisson muestra a las claras, di cho sea de paso, que al presentar las cámaras de gas como «un deta lle de la historia de la Segunda Guerra Mundial», Jean-Maric Le Pen lanzaba la sospecha sobre la realidad misma del genocidio y no ma nifestaba en absoluto, como luego ha pretendido con la vehemencia del Justo, su compasión por todas las victimas, fueran cuales fue sen sus nacionalidades y las armas y medios que se utilizaron para suprimirlas. Al concentrar su indignación sobre la palabra «detalle», los comentaristas facilitaron involuntariamente la defensa y el res tablecimiento de aquello que, al fin y al cabo, ellos creian estar re frenando.
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Gestapo contra las tesis agresivamente «revisio nistas» de la extrema derecha renaciente? Esa confianza en las virtudes pedagógicas y te rapéuticas de la pequeña pantalla parte de un pos tulado: la televisión es un instrumento neutro, un simple medio de comunicación sin efecto sobre los contenidos que transmite. Sin embargo, no es lo mismo seguir un proceso en la sala de audiencias que en casa, desde la butaca. En el tribunal, no se puede telefonear, ni trajinar, ni repantigarse, ni ayudar a los niños a acabar los deberes, ni si quiera roer una manzana.« ¡La Corte!»: las funcio nes corporales deben ser dominadas, la vida debe detener su zumbido para que pueda desarrollar se la ceremonia judicial. Están en juego tanto la justicia como la religión, y tanto el acto teatral como la acción educativa; puede ser impartida en cualquier parte (basta una mesa), pero a condición de sustraer el tiempo y espacio de los debates a sus utilizaciones profanas. Por tanto, querer tele visar el acto judicial, para instruir más a la gen te, es absurdo por partida doble. Pues, lejos de re producir esa separación fundamental, la televisión ofrece lo sagrado como pasto de lo profano, y pone lo exterior a merced de la intimidad. Bajo pretex to de introducir el mundo en la casa, la televisión lleva a cabo el desquite de la casa sobre el mun do: ninguna obra es lo bastante admirable, ningu na catástrofe lo bastante terrible, ni ninguna pa
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labra lo bastante instructiva como para que deje mos de com er una manzana o de tutear a la pan talla. Con la televisión, el zumbido triunfa sobre cualquier interrupción, la vida no enmudece nun ca. Ya no es el hombre el que debe abandonar el eterno retorno de las necesidades y las satisfac ciones, y dejar de lado su vida (biológica, priva da, cotidiana) para ponerse a disposición de la hu manidad del mundo, sino que es el mundo humano el que se sirve a dom icilio y el que es puesto a dis posición de la vida, según el modelo de la manza na. En nosotros ya no es don Quijote quien debe hacer callar a Sancho Panza; es Sancho Panza el único dueño de la situación y quien saborea su om nipotencia.1 Llevada a su extremo, tal inversión implica la desaparición de la justicia, de la escuela, de la es cena («e l silencio constituye la atmósfera misma del drama. Cuanto más poderoso es ese silencio, más rebelde e intenso es el aliento dramático que lo ataca y lo desgarra. El drama se inicia con el silencio, así com o termina con él. Se va para vol ver. Es como una ruptura, un fugaz despertar, 1. Al difundir Shoah a una hora tan avanzada de la noche, esto es, cuando la vida está adormecida, la primera cadena de televisión frustró involuntariamente el destino fatal de la desacralización. Los móviles de los programadores eran puramente comerciales (no arries garse a una hora de gran audiencia), pero su cinismo resguardó la película de Lanzmann de nuestro entorno cotidiano y de nuestras actividades domésticas, en lugar de ser engullida por él, como casi siempre sucede en el caso de la televisión.
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como una exclamación discordante entre dos es pacios de silencio»1), y, en general, de todo lo que trascienda al mantenimiento o reproducción de la vida. He aquí por qué hay cosas que todavía no son televisables, como el proceso de Lyon, pese a las presiones de las grandes conciencias. Estas tienen razón sobre un punto: cuarenta y cinco años después de la Liberación, Francia no puede perm itir impasible que un demagogo eleve la negación de las cámaras de gas al pleno rango de escuela histórica y que combata, con una viru lencia indiferente a la experiencia del siglo, la idea de que la calidad de prójimo no se limita a los pró ximos, sino que se extiende, igualmente, a todos los habitantes de la tierra. Por lo demás, al insis tir sobre la imagen de profanar los últimos san tuarios aún ajenos a su ley con el fin de superar más eficazmente la exclusión, nuestros humanis tas hacen un flaco favor a la causa de la huma nidad: se limitan a entregar el suplemento de espí ritu del antirracismo a la mediatización desboca da, colocan en situación de resistencia su adhesión sin reservas a un movimiento ya prácticamente irresistible y bajo pretexto de acabar con la bar barie, aceleran la entrada en una época en la que ya nada de lo que los hombres hayan ganado me diante el esfuerzo escape al destino de la manza na, es decir, el consumo. 1.
Jacques Copeau, Registres i, Appels, Gallimard, 1974, p. 162.
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Y, aunque fracasaron en este caso concreto, puede decirse, dada la definición del acontecimien to que prevaleció a lo largo de la audiencia y la manera en que se penalizó el aburrimiento, que la mirada del telespectador precedió a las cáma ras, y que la realidad tiende desde ahora a ser vi vida como una posibilidad abusivamente erigida en programa único, como una imagen estúpida mente obligatoria, como una gran manzana inter minable e insípida que a nosotros, frustrados del mando a distancia, se nos hace cada vez más d ifí cil no poder cambiar, en plena sesión, por un pla cer más embriagador.
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XI.
El abandono de los escrúpulos o la otra campanada de medianoche
«Para cada hombre y para cada acontecimien to — recordamos que decía Péguy— , llega un mi nuto, una hora; se cumple una hora en que se tor na histórico, suena una determinada campanada de medianoche, en algún reloj de pueblo, en que el acontecimiento pasa de ser real a ser histó rico. » El proceso Barbie ha retrasado mucho el mo mento, «la campanada de medianoche», en que las víctimas del nazismo pasarán de ser reales a his tóricas. Pero, cruel ironía, ello no ha servido más que para dotar de una especie de aureola o de ur gencia prescriptiva el sometimiento ya casi total de la vida humana al consumo y el sentimentalis mo. Como si la memoria del siglo nos ordenara olvidar las lecciones. Como si Auschwitz, nada me nos, nos obligara a mediatizarlo todo, sin discre ción ni escrúpulo. Como si, en una palabra, la mis
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ma voz de los muertos nos conminara a disponer del mundo en vez de abrirnos a él, y pretendiese que transformáramos íntegramente la historia en un cuento para niños.
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IN D IC E
I.
El último aplazamiento de la h is to r ia ...................................
9
II.
La legalidad del m a l ....................
15
III.
El quid pro q u o .............................
27
IV.
El Héroe y la V íc t im a ...................
37
V.
Blancos prisioneros y verdugos blancos .......................
53
VI.
El incidente ..................................
75
VII.
La confusión sen tim en ta l.............
87
V III.
La noche del i d i l i o ........................
97
IX.
La caducidad del acontecimiento .
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X.
La Casa y el M u n d o .......................
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XI.
El abandono de los escrúpulos o la otra campanada de medianoche ...............................
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Contra el olvido de lo que fue siempre es posible hacer un llamamiento y despertar la memoria. Contra una memoria que en lugar de pagar nuestra deuda con respecto a los muertos, pone el pasado a disposición de los vivos, les sirve de suplemento del alma, halaga su buena conciencia, distrae a la época en su mezcla tan característica de cinismo y sentimentalismo, contra una memoria tal ya no queda ningún recurso. Con el proceso de Klaus Barbie, la memoria de los supervivientes ha, desde luego, retrasado el momento en que las victimas del nazismo pasarán de reales a históricas. Pero si era para librarlas a la actualidad fútil o para devolver vigor y legitimidad a una representación del Hombre que rechaza precisamente la vertiginosa noción de crimen de la humanidad, entonces ¿qué sentido tiene? La memoria ha triunfado ciertamente sobre el olvido, pero es una memoria vana. Tales eran las palabras con las que Alain Finkielkraut presentaba la edición original de este libro en torno al juicio de Klaus Barbie, jefe de la Gestapo en Lyon durante la ocupación nazi, responsable de la deportación a campos de exterminio de miles de judíos y verdugo, entre otros, del héroe de la resistencia francesa Jean Moulin. «Con un estilo glacialmente furioso, el autor demuestra que a pesar de —o gracias a — un proceso hinchado, mediatizado y pulverizado por quinientos periodistas, pero jamás televisado integramente, no fue definida, ni reforzada, ni establecida una noción fundamental: la del crimen contra la humanidad.» (OliverTodd) «Un ensayo luminosamente prospectivo, tentativa singular y solitaria, casi desesperada, de transformar la memoria vana en recuerdo activo, y de combatir, al mismo tiempo que el olvido culpable, la impotencia de la humanidad para desembarazarse sus torturadores de Estado.» (Jéróme Garcin) Alain Finkielkraut es uno de los más prestigiosos ensayistas franceses contemporáneos. A fines de los setenta escribió un justamente célebre, El nuevo desorden amoroso, en colaborac con Pascal Bruckner, al igual que La aventura a la vuelta de la esquina. También es autor, en solitario, de El judío imaginario, La nueva derecha norteamericana y La derrota del pensamient su obra más conocida, libros todos ellos publicados en España por Anagrama.
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