Finkielkraut, A. - Nosotros, Los Modernos
February 5, 2017 | Author: padiernacero54 | Category: N/A
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Finkielkraut, A. - Nosotros, Los Modernos...
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o NOSOTROS LOS MODERNOS Alain Finkielkraut PRÓLOGO DE JON JUARISTI
ALAIN FINKIELKRAUT
Nosotros, los modernos Cuatro lecciones
Prólogo de Jo n Juaristi
EH
E N C U E N T R O
Título original Nous autres, m odem es © 2005 Ellipses/École Polytechnique, París © 2006
Ediciones Encuentro, S.A., Madrid © Fotografía de portada: Joan Pía
Traducción Miguel Montes Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
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ya no podemos elegir nuestros problemas. Son ellos los que nos eligen uno tras otro. Aceptemos ser elegidos*.
Albert Camus, El hombre rebelde
ÍNDICE
Prólogo, de Jon Ju aristi................................................................ Presentación.......................................................................................
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Primera lección ¿ES PRECISO SER MODERNO? Capítulo I: Los dos mandatos de la vanguardia.................... Capítulo II: El Moderno y el superviviente ........................... Capítulo III: El don de lágrimas ............................................... Capítulo IV: La batalla de los grandes relatos ...................... Capítulo V: La consumacióndel m u n d o ..................................... Capítulo VI: El divorcio entre la promesa y el progreso . . .
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Segunda lección LAS DOS CULTURAS Introducción.................................................................................... Capítulo I: El liberalismo de los A n tigu os.............................. Capítulo II: El Renacimiento o el destronamiento de la muerte Capítulo III: Galileo: y todo lo demás se vuelve literatura . Capítulo IV: El conflicto de loshumanismos.............................
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Nosotros, los modernos
Capítulo V: El estallido de la filo so fía ..................................... Capítulo VI: ¿Para qué pueden servir aún los poetas y los novelistas?..................................................................... Capítulo VII: La poscultura.........................................................
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Tercera lección PENSAR EL SIGLO XX Capítulo I: ¿Qué es un siglo?...................................................... Capítulo II: El siglo de la H istoria............................................. Capítulo III: «Después, de repente, como una grieta en una carretera lisa, la guerra...» ..................................... Capítulo IV: La edad de la radicalidad..................................... Capítulo V: La expiación de los intelectuales......................... Capítulo VI: La deseuropeización del mundo ...................... Capítulo VII: La Internacional que jamás verá la luz ..........
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Cuarta lección LA CUESTIÓN DE LOS LÍMITES Capítulo I: El hombre emprende lo infinito........................... Capítulo II: ¡Demasiado alto, demasiado rápido, demasiado fuerte!................................................................... Capítulo III: El eclipse de la naturaleza................................... Capítulo IV: La emergencia de la precaución......................... Capítulo V: Miedo contra m ie d o ............................................... Capítulo VI: La Edad de oro de la acusación.........................
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Epílogo: Salvar lo oscuro ...........................................................
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Prólogo EL MUNDO TRAVIESO Somos los últimos. Casi los póstumos. Inmediatamente después de nosotros comienza otra edad, otro mundo, el mundo de los que no creen en nada, que se glorían y enorgullecen de ello.
Inmediatamente después de nosotros comienza el mundo que hemos llamado, que no cesaremos de llamar, el mundo moderno. El mundo travieso.
Charles Péguy
Finkielkraut, ¿un Péguy judío? Mal empezaríamos reduciendo lo único e irreemplazable de una vida, una obra y un destino a un tipo común en que las individualidades se disolvieran. No: Péguy y Finkielkraut son muy distintos, pero no tanto, sin embar go, como para no encontrar entre ellos similitud alguna. Ni la alterídad más extrema impide la remisión a lo mismo (crea Dios al hombre a su imagen y semejanza). El Otro levinasiano se nos parece en que su Otro correspondiente es un tercero para quien yo soy el Otro, y esta circularidad de diferencias e identidades permite fundar la categoría política. Si no en otra cosa, el joven Péguy y el joven Finkielkraut se asimilan en sus respuestas a sendas interpelaciones éticas con exigencias absolutistas. Péguy, a las de un socialismo que no admitiría menos que la erradicación universal de la miseria. Finkielkraut (el Finkielkraut de La sagesse d e l'am ouf), a la ética de Levinas como ontología primaria, con su único mandamiento o m itzvah de sumisión total a un Otro cuya suerte nos incumbe hasta el punto de imponemos el deber de la inmolación. Respuestas que determinan, en el primer caso, la rebelión del dreyfu sard que rebasa, en aras del universalismo ético, los lími tes de la ética de clase; en el segundo, un radicalismo erótico de
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Nosotros, los modernos
raíz levinasiana que Finkielkraut se ha negado siempre a identi ficar con las fórmulas izquierdistas de la liberación sexual (aun que reconoce en la «ontología lírica» de sus primeros libros un cierto tributo al Zeitgeist escatológico de los años setenta). Lo que en el socialismo de Péguy representa la voluntad de superar el particularismo proletario que había llevado a la izquierda france sa a inhibirse ante la condena de Dreyfus, dejando la calle libre al turbión antisemita, corresponde en Finkielkraut al designio de liberar a la nueva izquierda del mito aherrojante de la revolución d el orgasm o. Ir más allá, transgredir la transgresión, llegar al Reino. Si no idéntico, obra un análogo impulso en los jóvenes Péguy y Finkielkraut, deudor el uno de un milenarismo de raíz cristiana; de un mesianismo judío el otro. «Es la lectura lo que me ha hecho envejecer, y el aprendiz de filósofo que he llegado a ser debe a los grandes novelistas con cebir el fenómeno humano no tanto como un problema a resol ver cuanto como un enigma al que no se cesa de interrogar»1. En esta confesión de Finkielkraut a Peter Sloterdijk no sólo se resu me su evolución personal, sino la de muchos de su generación que ampliaríamos la nómina de los acreedores para incluir en ella al propio Finkielkraut. Y, desde luego, a Péguy. La concep ción de la novela en Finkielkraut es lo suficientemente genero sa como para abarcar la obra filosófica de Levinas, pensador que ha concedido un lugar de privilegio entre sus fuentes, junto a la Biblia y al Talmud, a la gran tradición novelística europea. ¿Cómo habría podido Finkielkraut dejar de lado a Péguy? Notre jeu n esse es también, en efecto, nuestra juventud, la de Alain Finkielkraut y sus contemporáneos, incluso de los de este lado de los Pirineos. Aunque esta extraña, contradictoria palinodia 1 Alain Finkielkraut/Peter Sloterdijk, Les battements du monde, Pauvert, París 2003, p. 23.
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Prólogo
(revisionista respecto al dreyfusismo, corrosiva con la política de los políticos) narre y juzgue una historia francesa que terminó hace más de un siglo, desborda su tiempo y su geografía, su refe rente histórico concreto, y habla también de nosotros y para nosotros: «Fuimos héroes. Hay que decirlo sencillamente, porque creo que no se dirá por nosotros. He aquí, exactamente, en qué y por qué fuimos héroes. En todo el mundo por el que circulamos, en todo el mundo donde completamos los años de nuestro aprendizaje, en todo el medio por donde circula mos, donde actuamos, donde crecemos todavía y donde ter minamos de formamos, la cuestión que se planteó, durante esos dos o tres años de esta curva ascendente, no fue en modo alguno la de saber si en realidad Dreyfus era inocente (o culpable). Fue la de saber si se tendría el valor de recono cerle, de declararle inocente. De manifestarle inocente. Fue la de saber si se tendría el valor doble. Primeramente, el primer valor, el valor exterior, grosero, ya difícil, el valor social, público de manifestarle inocente en el mundo, a los ojos del público, de confesarle en público (de glorificarle), de confe sarle públicamente, de declararle públicamente, de testimo niar por él públicamente. De arriesgarse más allá, de apostar por él todo lo que se tenía, todo un dinero ganado misera blemente, todo un dinero de pobre y de miserable, todo un dinero de gentes humildes, de miseria y de pobreza; todo el tiempo, toda la vida, toda la carrera; toda la salud, todo el cuerpo y toda el alma; la ruina del cuerpo, todas las minas, la ruptura del corazón, la dislocación de las familias, el recha zo de los próximos, el apartarse (de las miradas) de los ojos, la reprobación muda o ruidosa, muda o ruidosa, el aisla miento, todas las cuarentenas; la ruptura de amistades de
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veinte años, es decir, para nosotros, de amistades de siempre. Toda la vida social. Toda la vida del corazón, en fin, todo. Y en segundo lugar, el segundo valor, más difícil, el coraje inte rior, el coraje secreto, confesarse a uno mismo en uno mismo que era inocente. Renunciar por este hombre a la paz del corazón. No solamente a la paz de la ciudad, a la paz del hogar. A la paz de la familia, a la paz del grupo. Sino a la paz del corazón. Al primero de los bienes, al único bien. El valor de entrar por este hombre en el reino de una incu rable inquietud. Y de una amargura que no se curará jamás»2. Se trataba, por tanto, del deseo. De liberar el deseo de todas las constricciones sociales, de todos los prejuicios e ídolos de la tribu. La inocencia de Dreyfus era el pretexto, pero, en sí mismo, como todos los objetos de deseo, anticipadamente devaluado. Inane. Sólo lo absoluto sacia el deseo. Sólo el Reino puede abo lir el reino de la inquietud incurable. A esta primera estación en la vía dolorosa del espíritu la ha llamado Finkielkraut la del p asencore-etre, la del «no ser todavía»3, cuando la autoinmolación no parece un precio excesivo ante la promesa de una solución defi nitiva al p roblem a del fenómeno humano (pues todo problema —al contrario del enigma— debe tener una solución). En este sentido, la historia del dreyfusismo es parte de nuestra historia: notre jeurtesse. Renunciar a todo respeto humano por el triunfo total de la Justicia (Péguy); anunciar el fin del «orden genital» y el advenimiento del Reino (Finkielkraut). Ahora bien, salvo en su aspiración a lo absoluto, estas tribulaciones juveniles no son*5 1 Charles Péguy, Notre jeurtesse, Gallimard, París 1993, pp. 250-252. 5 Op. cit., p. 23.
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Prólogo
equivalentes. ¿Fuimos todos héroes? Lo fue, sin duda, el dreyfusismo. Finkielkraut tuvo la honestidad de reconocer que a su rebe lión contra la doxa — incluso contra la doxa de izquierdas— le faltaba un elemento imprescindible para acceder al heroísmo: el rechazo social o, dicho de otro modo, la persecución. Le ju if im agin aire (1980) corresponde, en la biografía intelec tual de Finkielkraut, a Notre jeu n esse en la de Péguy. Es, como ésta, una novela atípica, oscilante entre la autobiografía y el ensa yo, pero a la que el autor, de acuerdo con una definición posible de la novela (es novela cualquier texto que se presenta como tal), ha querido dotar inequívocamente de dicha condición: Le rom án d e l ’étoile ja u n e es el título de la primera parte y, por doble meto nimia, el nombre secreto del género: novela judía. Sultana Wahnón ha interpretado El proceso, de Kafka, como una tragedia judía en indumento novelístico45. Le ju if im agin aire ya no pudo ser siquiera un ensayo trágico. La tragedia judía ya había con cluido (el telón cayó sobre Auschwitz treinta y cinco años atrás). Es simplemente una novela, que se ajusta a la teoría de Lukács: relato sobre un héroe dislocado de su universo histórico. «Yo, a un lado — escribe Finkielkraut— ; enfrente, los Otros. He ahí la novela en que transcurrió la mayor parte de mi vida. Elevado por un destino imprescriptible por encima de la multitud y del desti no común, separado de mis contemporáneos sin que ellos se die ran cuenta, yo era el diferente, el desollado vivo, el supervivien te, y no me cansaba de paladear esta imagen»5. O sea, yo era Dreyfus. Yo era Primo Levi, Paul Celan, el super viviente. Yo era Ashavero, el judío errante que atraviesa las eda des con su imborrable estigma. Pero, ¿cómo es, se pregunta 4 Cf. Sultana Wahnón, Kafka, una tragedia ju d ia , Riopiedras, Barcelona 2003. 5 Cito por la edición española, Alain Finkielkraut, El ju d ío imaginario. Anagrama, Barcelona 1982, p. 16.
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Nosotros, los modernos
Finkielkraut, que no he sufrido la reprobación muda o ruidosa, el aislamiento de estos contemporáneos de los que tan distinto y separado me veo? La lectura de Le j u i f im ag in aire iluminó a su vez la novela de mi vida. Habría bastado cambiar un adjeti vo (poner «vasco» allí donde decía «judío») para encontrar la clave de la tragedia grotesca de los nacionalistas de mi genera ción. Por ejemplo: «En suma, yo vivía bien, sin duda, pero dis ponía de un remedio contra la angustia que engendra el exce so de seguridad: era judío. El calvario sufrido por mi pueblo confería a mi vida presente un prestigio y una belleza que habría sido totalmente incapaz de encontrar en mi evolución. Yo buscaba en mis orígenes los fastos que me negaba la trama sin desgarrones de una existencia estudiosa y tranquila6». Vivencias paralelas, no idénticas. Nuestra adolescencia se sola pa con la de Finkielkraut en los años que presenciaron los pri meros síntomas de la trivialización de la Shoah, cuando sonó la hora en que ésta comenzó a convertirse en Historia susceptible de proporcionar conceptos viajeros (holocausto, genocidio, cri men contra la humanidad). Tras la guerra de los Seis Días, las nuevas naciones surgidas de las luchas anticoloniales se apro piaron de aquéllos, disputando a los judíos la excelencia del sufrimiento, y así se empezó a hablar de holocau stos indochinos o congoleños e incluso del g en ocid io franquista contra vascos o catalanes. La socialización planetaria de la Shoah despojaba a los judíos de su especificidad como víctimas de una persecución aniquiladora, culpabílizaba a Occidente en su conjunto y desle gitimaba a Israel: un primer paso en la reprobación del Estado judío que no tardaría en ser condenado como racista por la internacional de los calígulas que tomó el relevo de las antiguas potencias colonizadoras. ‘ Ib.
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Prólogo
El conformismo poscolonial marcó el grado cero del discurso en las aulas europeas y americanas desde los primeros años ochenta. Paralelamente, la estrategia de la retorsión aplicada a Israel y a los judíos en general inició una rápida escalada hasta desembocar en el estereotipo dominante hoy en todo el ámbito del progresismo: Israel como estado nazi; judaismo como forma crepuscular del fascismo. Alzándose poderosa contra la multipli cación de la mentira, la voz de Finkielkraut fue adquiriendo la dimensión estentórea y profética de la voz de Péguy. Frente a los banalizadores y a los negacionistas del exterminio de los judíos de Europa. Contra el relativismo y la nivelación de los valores. Y es entonces, en medio de la sucesión de ensayos breves y combati vos que arranca de L’A venir d ’une négation: réflexion su rla q u estion du g én ocid e (1983), cuando Finkielkraut encuentra a Péguy, «lector del mundo moderno». Cuando se reconoce en Péguy. La traducción española de Nous autres, m odem es (2005), apa rece cuando el destino de su autor parece haber alcanzado el de los primeros dreyfusards. La hora de la amargura, del rechazo, del desviarse de las miradas, de la ruptura de las amistades, del aislamiento y de todas las cuarentenas. Finkielkraut es un héroe y hace falta decirlo porque nadie lo dirá por nosotros y porque se está diciendo lo contrario desde antes de que el linchamiento mediático de aquél se desatara, hace sólo unos meses: Daniel Lindenberg lo clasificaba ya entre los «nuevos reaccionarios» en Le rappel á l'ordre (2002). Conviene decir algo, no sobre Lindenberg, sino acerca de su libelo, un vademécum de autores perniciosos, de la estirpe del infame breviario de Simone de Beauvoir, La p en sée d e la droite, que tanto esfuerzo mental y horas de lectura ahorró a la generación del mayo francés. Lindenberg levantaba un mapa apresurado — periodístico— de la gran ofensiva contra la democracia social. Un mapa en que se combina el avance de los P an zer de Houellebeq y de la división
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Nosotros, los modernos
Finkielkraut sobre la fortaleza de los derechos humanos. En rea lidad, asistíamos entonces a la primera fase de la reprobación de Finkielkraut que desembocaría, cuatro años después y mediando toda la capacidad de retorsión y mala fe del progresismo, en la condena de un supuesto Finkielkraut «racista», metáfora visible del tópico alten n u ndista del «racismo» judío. Que judíos como Lindenberg o el diario israelí H aaretz hayan tenido un papel pro tagonista en esta operación de derribo del más notable intelec tual judío de Francia (por no decir simplemente el m ás notable intelectual fran cés) no impide reconocer el sesgo judeófobo de toda la campaña. Resulta oportuna, por tanto, la edición española de Nous autres, m odem es. No es exactamente un ensayo (es decir, una teoría filosófica de urgencia), sino un curso de filosofía cuidado samente elaborado. No de cualquier filosofía ni de la filosofía en general, porque, en palabras del autor, no es la filosofía sino su filosofía (la de ellos) lo que trata de enseñar este profesor de la Escuela Politécnica de París a sus alumnos. Fiel a una trayectoria y a una tradición de pensamiento, la de la fenomenología (Husserl, Heidegger, Levinas y también, por qué no, Sartre), parte Finkielkraut de las preocupaciones reales y concretas de sus con temporáneos. Como Péguy, Finkielkraut lee, interroga a la modernidad. No es la suya una filosofía que plantee cuestiones al mundo, sino una que intenta responder a «las cuestiones que el mundo plantea». En 1482, un nuevo Génesis estableció que el hombre no tiene otra naturaleza que la ausencia de toda natura leza, condición necesaria para su encumbramiento y dominio sobre la naturaleza toda. La Oratio d e bom in is dignitate, de Pico de la Mirándola, nos impuso una libertad sin límites, que la modernidad ha tratado en vano de ejercer racionalm ente. «Las realidades nacidas de la filosofía del hombre moderno parecen sentir un placer travieso en llevar la contraria a las ambiciones de
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Prólogo
esta filosofía, en transformar sus promesas en amenazas, en fun cionar por sí mismas. Es indudable que reina la racionalidad, pero se ha vuelto difícil oponer, sin recurrir a otro tipo de proceso, los cálculos de la razón a las tinieblas de la superstición, pues los pro cesos desencadenados por la razón no tienen nada de razonable»7. Un diagnóstico escrito antes de la rebelión de los traviesos ado lescentes de la ban lieu e en el corazón francés de un mundo tra vieso. ¿Irracionalismo n eo réa á No toda crítica de la modernidad ni, mucho menos, toda crítica de la razón es irracional. También Péguy creía, como Finkielkraut, en la necesidad de -otra forma de proceso» de la racionalidad, y así como el joven Finkielkraut defendía la sexualidad de su manipulación por el discurso de los derechos humanos y el discurso de la revolución, también el joven Péguy se empeñó en liberar la razón del discurso de los librepensadores. Liberar la modernidad del discurso de los modernos exige otra versión de aquélla, a cuyo logro, tanto el cristianismo como el judaismo —este último, con su «mirada obli cua sobre la historia» (Léon Poliakov)— ya están contribuyendo decisivamente. Jon Juaristi
7 Alain Finkielkraut, Nous autres, modemes, Ellipses/École Polytechnique, París 2005, p. 8.
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PRESENTACIÓN
Cuando alguien me pregunta qué materia enseño en la Escuela Politécnica, me siento en una situación embarazosa, far fullo, nunca sé qué voy a responder. ¿La filosofía? No tengo esa pretensión totalizadora. ¿La historia de las ideas? Eso sería presu poner que nada, ni siquiera las ideas, escapa a la jurisdicción de la historia. Ahora bien, esta evidencia moderna merece en sí misma que la interroguemos. Si yo pudiera ser totalmente since ro, diría que intento, de entrada, aclarar la metafísica, es decir, la relación fundamental con el ser que se manifiesta en la sensibili dad, en los modos de actuar, de proceder, en las costumbres, en los hábitos característicos de nuestro tiempo. Como dice con vigor Barbey d’Aurevilly: «La especulación más escarpada tiene los pies en la práctica de la vida y los principios conducen a los hombres, y a los más brutos de ellos, cogidos por el cuello con la cadena de la lógica». Algo que Hans Joñas, más cercano a nosotros, confirma con estas palabras: «Un Descartes no leído nos determina, tanto si lo queremos como si no». Esta determinación constituye el objeto primero de mi ense ñanza. Lo que me esfuerzo en enseñar a mis alumnos de la Escuela Politécnica no es la filosofía, sino su propia filosofía. Ahora bien ¿a qué nos determina Descartes? ¿A qué nos con duce la cadena de la lógica que nos lleva cogidos por el cuello?
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Ayer aún nos era posible responder esto: nos determina a hacer nos metódica, politécnicamente soberanos de todas las cosas, amos y señores de la naturaleza a fin de aliviar la suerte de los hombres y hacerles la vida más agradable. Había diferentes ver siones políticas de este proyecto, se han enfrentado entre ellas con una violencia inaudita, y justo en el momento en que una de ellas parece triunfar de manera aplastante, he aquí que, según la hermosa fórmula de Milán Kundera, «el dueño y posesor de la naturaleza se da cuenta de que no posee nada y no es dueño ni de la naturaleza (ésta se retira poco a poco del planeta) ni de la historia (ésta se le escapa) ni de sí mismo». Las realidades nacidas de la filosofía del hombre moderno pare cen sentir un placer travieso en llevar la contraria a las ambiciones de esta filosofía, en transformar sus promesas en amenazas, en fun cionar por sí mismas. Es indudable que reina la racionalidad, pero se ha vuelto difícil oponer, sin recurrir a otro tipo de proceso, los cálculos de la razón a las tinieblas de la superstición, pues los pro cesos desencadenados por la razón no tienen nada de razonable. Esta paradoja, esta sorpresa filosófica reservada a la filosofía, esta conmoción de la modernidad por sí misma, es lo que he pre tendido explorar e interrogar, incansablemente, en las lecciones recogidas en este libro. Frente a las preguntas que plantea la inte ligencia por su propia iniciativa, según su proyecto o sus planes, y a las que insta a responder al mundo, he preferido, pues, las cuestiones que el mundo plantea e impone a una inteligencia que no puede hacer frente a esta tarea; por eso me he puesto a la escucha del acontecimiento a fin de obtener sus enseñanzas, y he escogido como máxima pedagógica esta confidencia del inmen so profesor que fue también Michelet: «Siempre he tenido la deli cadeza de no enseñar jamás lo que yo no sabía. Así salía al encuentro de esas cosas tal como eran en mi visión apasionada, nuevas, animadas, ardientes, bajo la primera atracción del amor».
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PRIMERA LECCIÓN
¿ES PRECISO SER MODERNO?
Capítulo I LOS DOS MANDATOS DE LA VANGUARDIA
El 13 de agosto de 1977, Roland Barthes anotó en su diario: «De repente, se me ha vuelto indiferente no ser moderno*. Una frase que produce estupefacción cuando uno reflexiona bien sobre ella. En efecto, por aquellas fechas era muy recomen dable, e incluso vital, ser moderno y, en el ámbito de la estética, era el mismo Barthes el que ponía la preciosa etiqueta de marca. El autor del famoso libro El g rad o cero d e la escritura formaba parte por entonces del pequeño grupo, muy reducido y selecto, que imponía sus dictados en materia de modernidad. Era uno de los seleccionadores del equipo. Barthes zanjaba de manera sobe rana entre lo antiguo y lo nuevo. No cesaba de separar lo actual de lo caduco, lo contemporáneo de lo caducado. Y, mira por dónde, solo consigo mismo, reconoce que la línea de separación pasaba por su propio corazón. Él mismo era el juez y también el acusado. Ejercía por su cuenta y riesgo un derecho de vida y muerte sobre las cosas del espíritu. Excluía lo que le gustaba; sus valores proclamados condenaban algunas de sus inclinaciones profundas. Su gusto padecía sus veredictos, pero no se atrevía a confesarlo por miedo a no ser moderno. Un temor extraño y tenaz le convertían en disidente clandestino de su propia doctri na. De repente cae la intimidación. Ya no tiene miedo. Su otro yo
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sale del escondite y respira, por fin, al aire libre. Paradójica liber tad: ¿acaso no es la liberación el gesto moderno por excelencia? ¿Qué otra cosa es ser precisamente moderno sino liberarse de la autoridad de los Antiguos, siguiendo el modelo aún activo de Charles Perrault, que desafía el mimetismo y el academicismo mediante estos intrépidos versos: ■La hermosa Antigüedad fue siempre venerable Pero no he creído nunca que también fuera adorable Contemplo a los Antiguos sin ponerme de rodillas. Son grandes, es cierto, pero hombres como nosotros». Más aún: ¿acaso no ha sido después de ser moderno cuando el hombre ha abandonado el concepto de n atu raleza humana para concebirse y definirse como libertad? El hombre moderno, el hombre en cuanto moderno, hace su primera y soberbia apa rición el año 1482, en la O ratio d e bom in is dignitate de Pico de la Mirándola. Este admirable discurso comienza con un relato, y no precisamente un relato cualquiera: el Génesis. Dios crea el mundo y una vez levantado «el augusto templo de su divinidad», una vez adornada de espíritus la región supraceleste, animados de almas eternas los globos en el Éter, provisto de una masa ingente de animales de todas las especies el fango del mundo inferior, el arquitecto soberano se sintió, de repente, presa del deseo de que hubiera «alguien para admirar la razón de seme jante obra, a fin de que amara su belleza y se maravillara de su grandeza». Pero, mira por dónde: en el momento de producir a este con templador del universo, Dios, avergonzado, constata que ha ago tado sus recursos. Su almacén de arquetipos está vacío. Ya lo ha distribuido todo entre los órdenes superiores, intermedios e infe riores. Sin embargo, no conviene a la sabiduría divina vacilar en
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una obra tan necesaria. El supremo artesano hizo, pues, de nece sidad virtud: tomó al hombre «hechura de una forma indefinida, y, colocado en el centro del mundo, le habló de esta manera: ‘No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio pecu liar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que deseas para ti, ésos los tengas y poseas tu propia decisión y elec ción. [...] Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión’». Este relato de los orígenes, verdadera Biblia de la Edad Moderna, otorga una forma religiosa a la desactivación del texto sagrado y la apariencia de la heteronomía (de una decisión veni da de lo alto) a la definición del hombre como ser enteramente autónomo. El Autor de las cosas constituyó a Adán como autor. Lo que se le revela no es la ley que le funda, sino que él mismo es fuente de sus leyes. Esta criatura presenta esta diferencia res pecto a todas las demás: que ella misma se crea, que se modela a sí misma y que ninguna autoridad, ninguna trascendencia, nin guna instancia superior le prohíbe lanzarse a la conquista de los atributos divinos de la omnisciencia y de la omnipotencia. La rup tura con la tradición cristiana y con la sabiduría de los Antiguos se camufla tomando aires de continuidad: Pico de la Mirándola pone en boca de Dios una espléndida declaración de indepen dencia humana. La dignidad del hombre ya no está relacionada con la posición que se le habría asignado, de una vez por todas, en el edificio cósmico. Al contrario, lo que constituye su dignidad es que para él y en él nada es de una vez por todas. Queda abolido lo defi nitivo. El hombre no es un ser cuyo obrar procede del ser, sino un ser cuyo ser procede de su obrar. Hablando con propiedad no
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es n ada. Como ha escrito Emst Cassirer, comentando a los filó sofos del Renacimiento: «En vez de recibir su existencia total mente dispuesta de la naturaleza como los otros seres y recibirla de ella como feudo, por así decirlo, definitivamente, se encuen tra en la necesidad de adquirirla, de darle forma mediante la vir tud y el arte-. El fenómeno humano ya no es sustancia, sino liber tad, y la voluntad de artificialidad prima sobre la propensión a configurarse con un modelo determinado o con una autoridad normativa. Ahora bien, ¿dónde reside la verdad si ya no hay naturaleza para circunscribirla ni escritos canónicos para enunciarla? Ciento cincuenta años después de Pico de la Mirándola, Francis Bacon da la respuesta en su Novum Organum: la verdad es hija del Tiempo y no de la Autoridad. Puesto que la dignidad del hom bre ya no consiste en la realización cabal de su naturaleza, sino en sus posibilidades infinitas, le incumbe ir siempre adelante y superarse. Bajo el impacto de los primeros éxitos del pensa miento científico, el ser pierde su preeminencia ontológica en beneficio del devenir, y la humanidad bascula hacia el elemento de la Historia. No se trata ya de las historias, sino de la Historia; tampoco se trata ya del fabulario de la humanidad, sino del iti nerario que toma el género humano para realizar una vocación a la que no limita ninguna frontera humana ni encarcela definición alguna. ¿Qué es la Historia»?, pregunta un personaje del D octor Zhivago. Y ésta es su respuesta: «Es la puesta en marcha de los trabajos destinados a elucidar progresivamente el misterio de la muerte y a vencerla un día». Al prestigio y a la autoridad de los antiguos le sucede, pues, la fascinación del movimiento. El que no se mueve, en efecto, el que se demora, el que pierde el tiempo, el que mira hacia atrás cree existir. De hecho, se atrasa respecto a la vida. Se aferra a lo que ya no es posible que exista. Todo lo que ama, todas las
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conductas que adopta, todos los juicios que emite han salido de la práctica de los hombres. Se trata de una anomalía, de un hasbeen, de un peso muerto, de un escándalo metafísico. La frase de Barthes da testimonio de un tiempo en el que es menester ser de su propio tiempo para estar plenamente vivo. ¿Y qué es un escritor verdaderamente moderno, plenamente vivo? Es precisamente un escritor (écrivain ) y no alguien qu e escribe (écrivant). Mientras que el segundo atestigua, protesta, explica, enseña, en resumidas cuentas: escribe algo, el escritor, por su parte, escribe. Su actividad es intransitiva. Como dice Michel Foucault en Las p alab ras y las cosas, rompe con una elo cuencia tendente por completo hacia una finalidad exterior al lenguaje en favor de un discurso que «no tiene otra cosa que sí mismo para decir, que no tiene otra cosa que hacer más que cen tellear con el brillo de su ser». Modernidad se corresponde aquí con pureza, pues lo que es moderno no es sólo la ilim itación, es la separación, no es sólo la destitución del ser por el devenir o de la perfección por la per fectibilidad infinita, es también que atrae todas las actividades, todas las ocupaciones hacia sí mismas y las concentra en la mani festación o en el despliegue de su propia esencia. «Para el comer ciante de la Edad Media — recuerda Hermann Broch en su nove la Los sonám bulos—, el principio ‘el negocio es el negocio’ carecía de valor, la competencia era para él algo que le estaba prohibido; el artista de la Edad Media no conocía ‘el arte por el arte’, sino sólo el servicio a la fe; la guerra de la Edad Media no reclamaba la dig nidad de una causa absoluta más que cuando se hacía al servicio del único valor absoluto: al servicio de la fe. Se trataba de un sis tema total del mundo que descansaba en la fe, de un sistema del mundo que dependía del orden de los fines y no del orden de las causas, de un mundo fundado enteramente en el ser y no en el devenir, y su estructura social, su arte, sus vínculos sociales,
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resumiendo: todo su entramado de valores estaba sometido al valor vital de la fe, que los incluía todos». Cuando Dios deja el sitio desde donde había dirigido el universo y nacen los Tiempos modernos, se separan los diferentes sectores de actividad y se ven, progresivamente, conducidos a buscar en ellos mismos su propia legitimidad. Liberados de la tutela religiosa, el arte, la eco nomía, la política, el deporte, la guerra se desarrollan en cierto modo cada uno por sí mismo. Liberados de lo absoluto, se profe sionalizan. El espíritu que los anima, dice aún Broch, es «el espí ritu de la lógica dirigida hacia su objeto y nada más que hacia su objeto sin mirar ni a derecha ni a izquierda». Estas especialidades desarrollan todas las consecuencias de los postulados que los rigen con una coherencia imperturbable y a los que ninguna con sideración ni escrúpulo exteriores impiden avanzar. Del mismo modo que pertenece a la lógica del hombre de negocios hacer negocios, «así también — constata Broch— pertenece a la lógica del pintor llevar los principios de la pintura a su culminación con su consecuencia más extrema, a riesgo de hacer nacer una crea ción completamente esotérica que sólo el productor está en con diciones de comprender». Así, en efecto, se escribe la historia de la pintura, desde Manet, transportado a las nubes por haber sido capaz de hacer aparecer lo que la representación hacía olvidar — la materiali dad de la tela— , hasta Kandinsky y Malevitch, acreditados por haber desprendido el arte de su ganga figurativa en beneficio de una pura composición de líneas, de figuras no identificables y de colores. «Los pintores deben rechazar los temas y los obje tos, si quieren ser pintores puros», proclama Malevitch. Y tam bién esto: «Cuando la conciencia haya perdido la costumbre de ver en el cuadro la representación de rincones de la naturaleza, de madonas y de Venus impúdicas, veremos la obra puramente pictórica».
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El mismo deseo de pureza, la misma pasión sustractiva, la misma voluntad de hacer abstracción de todo lo que se puede reducir a las categorías propias de su arte, aparecen en Claude Simón cuando, en su discurso de Estocolmo, responde a un crí tico que sugería que, al concederle el Premio Nobel de Literatu ra, se había querido confirmar el rumor de que la novela había muerto verdaderamente: «Este crítico no parece haberse dado cuenta de que si por ‘novela’ entiende el modelo literario que se desarrolló a lo largo del siglo XIX, éste, en efecto, está bien muer to, a pesar del hecho de que las bibliotecas de estación o en otros sitios se continúe, y se continuará aún por mucho tiempo, ven diendo y comprando por miles relatos de aventuras amables o aterradoras de conclusión optimista o desesperada, y con títulos anunciadores de verdades reveladas como, por ejemplo, La con dición hu m an a, La esperan za o Los cam in os d e la libertad*•. Novela de estación se corresponde con obsoleto como moder nidad con pureza. Pero la acusación apunta, entre otros, al fun dador de la revista Les Temps m odem es. Ahora bien, esta apela ción no era fruto del azar. Este título no tenía nada de arbitrario. Era el estandarte de un compromiso, una manera de situarse Sartre, sin equívoco, en el campo de la modernidad. El director de Les Temps m od em es llevaba incluso tan lejos la exigencia de casarse con su época que erigía la renuncia a la inmortalidad en máxima estética, política y moral al mismo tiempo. La escritura era, para él, una modalidad de acción. Por consiguiente, no podía pretender desobedecer o ser una excepción en la historia. Ésta formaba parte de la misma como lo demás. Y Sartre, en su radicalidad, pretendía claramente secularizar este sucedáneo de la religión, este último bastión de las almas piadosas: la literatura. Contra los devotos de la obra inmortal, afirmaba que «la salvación se lleva a cabo aquí en la tierra, que es del hombre entero por el hombre entero, y que el arte es una meditación sobre la vida no
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sobre la muerte». La meditación sobre la muerte especula sobre la vida futura. La meditación sobre la vida se consagra sin reser vas al h ic et nunc, a las exigencias y a las urgencias del momen to. Constituye el presente como horizonte insuperable y, por ser moderna, es decir, atea, programa su propia obsolescencia: -Un libro tiene su verdad absoluta en su época. Se vive como un motín, como un hambre. Con mucha menos intensidad, por supuesto, y por menos gente: pero del mismo modo. Es una ema nación de la intersubjetividad, un vínculo viviente de rabia, de odio o de amor entre los que lo han elaborado y los que lo reci ben. [...] Se ha dicho a menudo de los dátiles y de los plátanos: ‘No se puede decir nada sobre ellos: para saber lo que son hay que comerlos in situ, cuando los acaban de coger’. Siempre he considerado los plátanos como frutos muertos cuyo sabor vivo se me escapaba. Los libros que pasan de una época a otra son fru tos muertos. Tuvieron, en otro tiempo, otro sabor, áspero y vivo. Habría sido preciso leer el Em ilio y las Cartas persas cuando los acababan de coger». Al adherirse al presente, escribiendo deliberada y exclusiva mente para su época, Sartre eligió, por tanto, la m odern idad, es decir, la m om en tan eidad contra todas las formas de etern idad, incluida la posterioridad. No fue el primero. «Al apresurar el pro greso, apresuramos nuestra muerte», decía ya Renán: «Antaño se consideraba todo como ente. Se hablaba de derecho, de religión, de política, de poesía de una manera absoluta. Ahora se consi dera todo en vías de hacerse». Y el autor de El fu tu ro d e la cien c ia era moderno en el sentido de que aprobaba, e incluso glori ficaba, la disolución, o hasta la licuefacción, de todos los m onum entos — incluidas sus propias obras— , en el m ovim iento general. Con todo, Sartre, a diferencia de Renán, ve la historia como un largo río intranquilo. No espera del desarrollo de la ciencia que
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establezca, por sí solo, el reino humano. Para Sartre, el progreso no es lineal, sino tumultuoso: nace del choque de los contrarios. Lo Nuevo no sucede a lo Antiguo. Le hace frente. Y el presente es el teatro de esta batalla cuya apuesta es la realización del ideal: «Queremos que la obra sea al mismo tiempo un acto; que se con ciba expresamente como un arma en la lucha que entablan los hombres contra el mal». El p ath os de la modernidad adquiere aquí un cariz dramático. Ser moderno no es una constatación; es un combate. Toda la rea lidad se articula en tomo a la lucha entre los vivientes y los ves tigios, los que realizan las promesas de la Historia y los que recu rren a todo para que éstas no se realicen. El sentido de la actualidad reside en la lucha sin cuartel a la que se entregan el Bien moderno y el Mal retrógrado. ¿De dónde procede esta dramatización? De la necesidad que tiene el humanismo de dar razón de la violencia, de la alienación, de la opresión en una his toria que ya no está hecha por Dios. Como ha escrito Odo Marquard, en cuanto se reconoce al hombre la capacidad de fun damentar su propio destino, «la insatisfacción respecto al mundo, dirigida antaño hacia lo trascendente, debe ser remitida de nuevo hacia lo inmanente, lo intrahistórico». Cuando las cosas giran mal, la filosofía de la Historia, que ya no puede emprenderla con Dios, descubre como figura decisiva a los otros, a los hombres que impiden el Bien querido por los hombres, es decir, a los adver sarios, a los enemigos. ¿Y por qué habrían de querer los hombres impedir el bien querido por los hombres? Porque decir, como el Dios de Pico de la Mirándola, que el hombre es ontológicamente libre, es retirar, al mismo tiempo, todo fundamento ontológico a la jerarquía entre los seres humanos. A diferencia del Dios medieval, que distribuía de manera desigual lo celeste y lo terrestre, y justificaba así que unos manden o se entreguen a la vida espiritual mientras que
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otros se encargan de las tareas necesarias para la satisfacción de las necesidades corporales, el Dios humanista no da nada a nadie o, más bien, d a a todo el m undo la n ada, la indeterminación, la no coincidencia con su sitio o su rango social. Al convertir la libertad en la marca distintiva de la humanidad, el humanismo pone a los hombres en un plano de igualdad. Algo que angustia a los privilegiados y les conduce a ralentizar o incluso a sabotear la dinámica igualitaria. De este modo nace la identificación del Bien, de la igualdad y del movimiento y la idea de una confron tación mortal que opone a este partido contra los beneficiarios del statu quo. Sartre pretende ser el continuador de esta modernidad belico sa aparecida con la Revolución francesa y ampliada por el mar xismo. Al crear Les Temps m odem es, decide tomar parte activa en la lucha de clases, que es también una lucha entre lo antiguo y lo nuevo. Elige sin ambigüedades su campo y su tiempo. Y cuan do, en una conferencia de premios Nobel en tomo a las prome sas y las amenazas del siglo XXI, declara Claude Simón: «Al cien tífico, al artista, no le queda otra cosa que hacer lo que han hecho desde siempre sus semejantes que han dejado huella, es decir, obrar cada uno lo mejor que pueda en su propio campo, sin preocuparse de ninguna otra consideración», es, a buen segu ro, moderno en el sentido, descrito por Hermann Broch, de una lógica inflexible, de una autonomía desenfrenada, y de un relevo del mandamiento ético por la fórmula del cumplimiento del deber profesional al cien por cien, aunque, desde la perspectiva del compromiso sartriano, esta proclamación le convierte en un burgués, es decir, en un Antiguo. Al encerrarse en su arte, refuer za el orden establecido. Al asumir la división del trabajo, retrasa el advenimiento del reino humano. En esta batalla, Barthes, el Barthes de antes de la repentina y soberana indiferencia, no toma partido. O, mejor aún, realiza,
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y con él toda la vanguardia, la síntesis entre Sartre y Claude Simón. Con el segundo, libera la escritura de toda finalidad exte rior a su propio despliegue: el compromiso es producto del que escribe, pero, y es por aquí por donde se une a Sartre, Barthes retraduce la exigencia de pureza al lenguaje progresista de la revolución. Convierte la «liberación del significante» y la ruptura del lenguaje literario con la representación en el equivalente o en la prolongación de la ruptura política con la sociedad burguesa. Y la promesa de igualdad le conduce, como a Sartre, a no aco modarse a la distinción entre el artista y los otros hombres. Sartre concluye Las p alab ras —su autobiográfico enterramiento de la literatura— con este epitafio: «Un hombre hecho de todos los hombres y que vale por todos ellos y vale por cualquiera». Y Barthes escribe en S/Z: «La apuesta del trabajo literario (de la lite ratura como trabajo) consiste en convertir al lector, no en un con sumidor, sino en un productor de textos. Nuestra literatura está marcada por el divorcio despiadado que mantiene la institución literaria entre el fabricante y el usuario del texto, su propietario y su cliente, su autor y su lector». En consecuencia, es menester poner fin a este divorcio, añadir a «la pobre libertad de recibir o de rechazar el texto» la posibilidad de acceder plenamente al encantamiento del significante, a la voluptuosidad de la escritu ra. Dicho de otro modo, Barthes hace de cada lector un poten cial autor. Y no se detiene en este camino tan bueno. Lleva a su paroxismo el rechazo moderno de la jerarquía entre los seres, ahoga al autor en el océano de la intertextualidad. La escatología igualitaria reclama a la vez que todos nosotros seamos auto res y que se borre de verdad la figura paternal, trascendente, intimidatoria del Autor. Todos autores, en un mundo sin autor: ésa es la fórmula última de la igualdad: «Ahora sabemos que un texto no se compone de una línea de palabras que desprenden un sen tido único, teológico en cierto modo (el mensaje del autor-Dios),
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sino un mensaje con múltiples dimensiones en el que se casan y se contestan escrituras variadas de las que ninguna es original: el texto es un conjunto de citas procedentes de mil hogares de la cultura». El arte se volvió arte en la Edad Moderna. Como dice Malraux en el M useo im agin ario: «Un crucifijo románico no era en su ori gen una escultura, la Madonna de Cimabue no era un cuadro, tampoco la Palas Atenea de Fidias era una estatua». Han adquiri do esta cualidad bajo la mirada de los Modernos. Es obra nues tra, de los modernos, haber definido al hombre como el ser que, suponiendo una excepción al ser, acaba libremente su forma a la manera de un pintor o de un escultor, y siguiendo el mismo impulso, haber disociado estos objetos de la enseñanza que pro porcionaban en su mundo original, de las finalidades social, reli giosa o política que ejercían, para convertirlos originalm ente en obras de arte. El sujeto artista saluda a los artistas. Y después, se corrige: si todo hombre es artista, ¿por qué hemos de ensalzar a los artistas por encima de la humanidad común? Si a cada uno incumbe rea lizar sus virtualidades poéticas, ¿por qué hemos de alabar a los poetas? «El arte levanta la cabeza allí donde las religiones pierden terreno», escribió Nietzsche. Sin embargo, hemos de añadir, inme diatamente, este codicilo: allí donde prevalece una concepción artística del hombre, se acaba, inevitablemente, por poner en cuestión la religión del arte. Culto al arte; el arte bajo sospecha: la vanguardia, hiperconciencia moderna, oscila entre ambas postulaciones. «Hasta ahora —declara Malevitch— no ha habido ningún intento pictórico en cuanto tal, exento de todo tipo de atributos de la vida real. La pintura era una corbata puesta sobre la camisa almidonada de un gentleman y el corsé rosa que comprimía el vientre hinchado de una dama adiposa. La pintura era el lado estético del objeto, pero
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jamás ha constituido su propio fin. Los pintores eran jueces de instrucción, suboficiales de la policía que realizaban diferentes denuncias a propósito de productos averiados, robos, asesinatos y vagabundos». A esta vehemente búsqueda de identidad opone Duchamp el sarcasmo iconoclasta del ready-m ade, »un objeto usual promovido a objeto de arte por la simple decisión del artis ta». Y después de la exposición, bajo el nombre de Fontaine, de un urinario invertido, su innumerable posteridad ha trabajado con encarnizamiento en difuminar la frontera entre el artista y los demás mortales, o entre lo que forma parte constitutiva del arte y todas las cosas triviales, cotidianas, ordinarias, que están exclui das de esta esfera sagrada. Barthes, dócil a los dos mandatos contradictorios de la van guardia, ha defendido durante mucho tiempo una escritura intransitiva y g en era liz a d a a la vez. Contra el uso común de la lengua, se ha erigido en el chantre de la separación; contra el elitismo, se ha erigido en el heraldo de la indistinción. La modernidad se ha impuesto a él bajo la modalidad hiperaristocrática del escritor puro y bajo la arch iig u alitaria del «todos escritores». Sin embargo, un día se le volvió indiferente no ser moderno. El terror se disipó. El mandato perdió su poder. El Barthes oficioso dejó de doblar la rodilla ante el Barthes oficial. ¿Por qué? ¿Qué había pasado? ¿Qué lección podemos extraer de este minúsculo alboroto?
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Capítulo II EL MODERNO Y EL SUPERVIVIENTE
Algunas semanas antes de haber despedido sin preaviso al superego moderno, Barthes había anotado en su diario: «Veo la muerte del ser querido, enloquezco, etc.». El ser querido es su madre que agoniza. Y existe un vínculo entre este enloqueci miento y esta destitución. Barthes dejó de considerarse moderno y de ir y venir de sus criterios a sus gustos cu an d o vio m orir a su m adre. -De repente, se me ha vuelto indiferente no ser moderno»: su cambio de actitud no proviene de una reflexión doctrinal, sino de un acontecimiento. Un acontecimiento íntimo e ínfimo con respecto a los valores indisolublemente políticos y artísticos que estaban en juego en su adhesión a la modernidad. Fue un duelo privado lo que condujo a Barthes a denunciar su imagen públi ca. Fue una pena, que ni siquiera fue una pena de amor, fue un dolor horrible, aunque tan ordinario que casi habría que excu sarse de experimentarlo, el que venció la resistencia de las pre cauciones de Barthes y de su conformismo. ¿Por qué? Porque el duelo le convirtió en un superviviente y no es posible ser a la vez superviviente e integralmente moderno. Porque en el simple hecho de sobrevivir a los seres que amamos existe un desmenti do a la representación del tiempo que transmite la idea misma de moderno.
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El Moderno es alguien a quien le pesa el pasado. El supervi viente es alguien a quien le falta el pasado. El Moderno ve en el presente un campo de batalla entre la vida y la muerte, un pasa do que ahoga y un futuro liberador. El impulso del supervivien te hacia el futuro está roto, porque ama a un muerto. El Moderno es alguien que corre más rápido que el viejo mundo porque tiene miedo de que éste le atrape — -Corre, Camarada, El Viejo Mundo está detrás de ti», decía uno de los eslóganes más famosos del 68— , el superviviente corre detrás del viejo mundo, sabiendo que no tiene ninguna posibilidad de atraparlo. El Moderno se alegra de rebasar el pasado, el superviviente se muestra inconsolable. Y es que el pasado, para él, no es mortífero, sino mortal; no es opresivo, sino precario. Ser moderno es separarse, es superar, progresar, avanzar, rebasar, trascender: movimiento activo, con quistador, voluntario. Sobrevivir es ser abandonado. El Moderno va hacia delante, el superviviente mira hacia atrás. Uno es pro yecto; el otro, lamento. «Mi corazón pertenecía a los muertos», escribió Hólderlin; y en una conferencia pronunciada en 1978 en el Collége de France, Barthes expresaba su deseo de romper «con la naturaleza uniformemente intelectual» de sus escritos anterio res, e iniciar una vida nueva, es decir, una práctica de la escritu ra que le haría salir de sí mismo conduciéndole no ya hacia la «arrogancia de la generalidad», sino hacia la simpatía con el Otro: «Se trataría de expresar a los que amo (Sade, sí, Sade decía que la novela consiste en pintar a los que amamos), y no de decirles que les amo (algo que sería un proyecto propiamente lírico); espero de la novela una especie de trascendencia del egotismo en la medida en que expresar a los que amamos es atestiguar que no han vivido (y, con frecuencia, sufrido) ‘para nada’». «Expresar a los que amo»: esta formulación elimina de un solo golpe la antítesis del hombre que escribe, obsesionado por lo que tiene que decir, y del escritor, que, cual pintor abstracto, se
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desprende de toda perspectiva mimética o figurativa. Al dar a la escritura con que sueña un com plem ento d e objeto directo (los seres cuya muerte acaecida o futura le afecta más aún que la suya), Barthes encuentra de nuevo a Hólderlin y a Sade, que escribe, en efecto, en su Prefacio a Los crím enes d el am or: «El hombre está sometido a dos debilidades que forman parte de su existencia, que la caracterizan. Es preciso que ruegue por todas partes, es preciso que am e por todas partes; y ésa es la base de todas las novelas. Las hizo para pintar a los seres a los que implo raba, las hizo para celebrar a los que amaba». Y por encima de Sade, por encima de Hólderlin, Barthes conecta de nuevo con la inspiración transitiva del primero de los poetas: Orfeo. Mientras que era moderno, o daba la impresión de parecerlo, Barthes pensaba el movimiento del arte por analogía con el pro greso por perención del pasado que gobierna las ciencias. Prometeo era, entonces, su modelo. Le hizo falta la prueba del duelo para que el artista prometeico fuera destronado por otra imagen y otro itinerario: los del hombre atraído por el reino de las sombras. Orfeo desafía a los infiernos porque ha perdido a su Eurídice. Quiere arrebatar al mundo de los muertos a su amada. Barthes ha perdido a su madre y para evocarla, para hacerla revi vir, no sólo tiene que vencer la postración del duelo en él, sino también el prejuicio en su lector: un prejuicio tanto más presen te por el hecho de que se confunde con la voluntad de no dejar se engañar. Su madre, engullida por la muerte, corre el riesgo de serlo también por la figura genérica e intercambiable de la Madre tal como el psicoanálisis la fijó y la difundió victoriosamente en la conciencia común. Si él no atestigua por ella, su madre desa parecerá en la nada; si deja al psicoanálisis dar testimonio por él, ella desaparecerá en la impersonalidad de su esencia. Con esta doble preocupación escribió Barthes La cám ara lú cida e intro dujo en ella, sin dar la impresión de tocarla, la dimensión de
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n ovedad a la que aspira. La cám ara lú cid a no es una novela, es un ensayo o, como dice el subtítulo que le puso, una nota sobre la fotografía. Sin embargo, en su corazón se sitúa el descubri miento extraordinariamente novelesco de una foto muy antigua de su madre «a los cinco años de edad» con su hermano, que tenía siete, «junto a un pequeño puente de madera en un inver nadero con techo de cristal». Ésta es la única imagen que comen ta Barthes sin mostrarla. Corresponde, pues, a la escritura, y úni camente a ella, la comunicación de la emoción procurada por una presencia incomparable: «Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse, y por último su expresión, que la diferenciaba como el Bien del Mal de la niña histérica, de la muñeca melin drosa que juega a papás y mamas, todo esto conformaba la ima gen de una inocencia soberana (si se quiere tomar esta palabra según su etimología, que es «no sé hacer daño»), todo esto había convertido la pose fotográfica en aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura». Con todo, Barthes no es ingenuo. No ignora nada del rol estructurante de la in stan cia m atern a en la constitución de la personalidad. Tampoco él se exime del síntoma. Sabe lo que tiene de edipiano su viaje de Orfeo. Y hace su sitio a esta verdad ineludible: «Al leer ciertos estudios generales, yo veía que podían aplicarse de una manera convincente a mi situación. [...] En con secuencia, podía comprender mi generalidad; pero al haberla comprendido, escapaba de ella de una manera invencible. En la Madre había un núcleo radiante, irreductible: mi madre. Se quie re siempre que yo tenga más pena porque he vivido toda mi vida con ella; pero mi pena procede de qu ién era ella; y porque ella era la que era he vivido con ella. A la Madre como Bien, ella había añadido esta gracia, la de ser un alma particular. [...] Se dice
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que el duelo, mediante su trabajo, mediante su trabajo progresi vo, borra lentamente el dolor; yo no podía, no puedo creerlo; pues, para mí, el Tiempo elimina la emoción de la pérdida (yo no lloro), eso es todo. Por lo demás, todo se ha quedado inmó vil. Y es que lo que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y no un ser, sino una cu a lid ad (un alma): no algo indis pensable, sino lo irremplazable». Después de que Barthes hubiera escrito estas líneas, ha apa recido otra figura, y una figura que hace que se cierna una ame naza sobre su ternura, no ya cien tífica, sino sentim ental. «Madre*, en efecto, es un concepto que se encuentra en un esta do de abandono. Tanto en el espacio público como en casa, tanto en RTL como en Arte o France-Culture*, se ha barrido este concepto por medio del afecto, y todo el mundo — niños, ado lescentes, adultos, ancianos, periodistas, animadores, industria les, empleados, artistas, obreros, hombres políticos— habla de su madre o de la «madre de Putin», de la «madre de Alain Juppé», que murió la víspera de su procesamiento, de la «madre de Nathalie Sarraute»** que también escribía novelas y cuentos para niños. «Madre* era un estatuto, un rol, un sitio en un sistema o en un orden institucional. «Mamá» es un mimo. Poniendo «Mamá» en el lugar de «Madre», el anonimato del corazón pasa por delante del de la estructura, lo idílico triunfa sobre lo sim bólico, lo privado realiza su outing, lo neutro desaparece del mundo. La terminología comente se desprende de los vocablos austeros, y se realiza el sueño moderno de liberar a la humani dad de todos los protocolos bajo la forma radiante de una inti midad general.
‘ Cadenas de televisión (ndt). “ El original francés emplea en todos estos casos el término «maman» (mamá), algo que el castellano no permite (ndt).
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Mamá, Madre: dos modalidades de la reducción, dos ros tros de lo intercambiable. Ahora bien, lo que intenta Barthes, en La cám ara lú cida, es pensar lo irreductible. La escritura siem pre ha sido para él una lucha contra el estereotipo. Sin embargo, mientras que el Barthes moderno soñaba con disolver todos los sintagmas estereotipados en el texto, es decir, en un espacio en el que circulan los lenguajes sin que nada — ni la paternidad del Autor, ni la ingenuidad mimética, ni la significación definitiva— detenga la feliz proliferación, el Barthes de luto, en un movi miento que él mismo califica de «palinodia», espera de la obra lite raria que sepa, como la fotografía, frustrar la propensión del este reotipo a apoderarse del referente y a vaciarlo así de su concretez, de su singularidad, de su contingencia. «En la cima de lo particular — dice Proust— es donde aparece lo general». Y fue en esta cima de lo particular (la experiencia del duelo) donde Barthes encontró dos lecturas: «La primera es la de una gran novela, una novela de esas que, por desgracia, ya no se escriben: G uerra y p a z de Tolstoi. Aquí no se habla de una obra, sino de una conmoción; esta conmoción tiene su cima, para mí, en la muerte del anciano príncipe Bolkonski, en la última palabra que dirige a su hija María, en la explosión de ternura que, a instan cias de la muerte, desgarra a estos dos seres que se amaban sin mantener nunca el discurso (la verborrea) del amor. La segunda lectura es la de un episodio de En bu sca d el tiem po p erd id o que es la muerte de la abuela; se trata de un relato de una pureza absoluta; lo que quiero decir es que el dolor es puro en él, en la medida en que no es comentado (contrariamente a otros episo dios de En bu sca d el tiem po perdido) y donde lo atroz de la muerte que llega, que va a separar para siempre, no se expresa más que a través de objetos y de incidentes indirectos: la estación en el pabellón de los Campos Elíseos, la pobre cabeza que se balancea bajo el peine de Françoise».
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«Una gran novela, una novela de esas que, por desgracia, ya no se escriben»; este p o r desgracia es el suspiro de un gran cambio. Barthes cesa bruscamente de excusar o de hacer validar su gusto por las obras del pasado por lo que prefigura en ellas la vanguar dia. A la inversa, se atreve a reprochar a la vanguardia prometeica haber perdido de vista una de las vocaciones esenciales del arte que es velar el escándalo de la muerte: «Me importa poco saber si Dios existe o no, pero lo que sé y sabré hasta el final es que no hubiera debido inventar al mismo tiempo el amor y la muerte-. Roland Barthes murió en 1980, demasiado pronto para descu brir una novela de las que ya no se escriben: Vida y destino de Vassili Grossman, la G uerra y p a z del siglo XX. Francia fue el pri mer país donde se publicó Vida y destino, el año 1983, o sea, veintitrés años después de que Grossman hubiera acabado su redacción. Vassili Grossman, nacido en Berditchev (Ucrania) el año 1905, realizó estudios técnicos en Kiev y después en Moscú. Trabajó algunos años como ingeniero antes de orientarse hacia la litera tura. Tras ser animado por Gorki, se impuso muy pronto como una de las grandes esperanzas del realismo socialista. Al comien zo de su carrera estaba impregnado del espíritu del régimen y se sometía sin reticencias a sus directivas: héroes positivos, optimis mo histórico, entusiasmo por la construcción del socialismo... La Segunda Guerra Mundial marcó un giro decisivo en la vida de este escritor soviético que se mostraba orgulloso de serlo. Siguió al Ejército rojo durante cuatro años como corresponsal del prin cipal periódico del Ejército, La estrella roja. Recorrió todos los frentes, frecuentó tanto los cuarteles generales de los mandos de concentración de ejércitos como las trincheras de primera línea del frente. Esto le hizo conocer la guerra en todos sus aspectos: la retirada de Gomel en Stalingrado, la interminable batalla de Stalingrado y la contraofensiva desde Stalingrado a
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Berlín. Fue también el primer escritor del mundo que penetró en el campo de concentración de Treblinka en septiembre de 1944. Se percató entonces de las dimensiones de lo acontecido allí y, en un artículo publicado dos meses más tarde, describió de manera minuciosa las diferentes fases del proceso de aniquila ción: «Treblinka no era una fábrica de muertos que empleara pro cedimientos primitivos: tomaba sus métodos de la gran produc ción industrial moderna, trabajaba en cadena». François Furet ha escrito justamente que «ningún escritor soviético ha sido capaz de imaginar, como él, la desgracia judía ni tenido el valor de hablar de ella. Esta imaginación y este valor le designan para dirigir con Ilya Ehrenbourg la redacción de un libro negro «sobre el extermi nio malvado de los judíos por los invasores fascistas alemanes en las regiones de la URSS ocupadas provisionalmente y en los cam pos de exterminio de Polonia durante la guerra de 1941-1945». El libro estaba preparado en 1946. Sin embargo, la dirección de la Propaganda se niega finalmente a editarlo y, en 1948, el terror estalinista se abate sobre la población judía. La cultura yiddish queda aniquilada, se asesina a sus poetas más célebres, se montan juicios «antisionistas» en los países satélites, se detiene a diez médicos ju díos en Moscú y se les acusa de haber intentado envenenar a Stalin; el juicio, conocido con el nombre de «Juicio de las batas blancas», será el preludio de la deportación masiva de todos los judíos a la Siberia oriental. La muerte de Stalin en marzo de 1953 impide la rea lización del plan. Esta muerte salvó asimismo a Vassili Grossman, que, en 1952, había publicado P or una cau sa justa, un fresco épico sobre la guerra, conforme hasta en el título con los cánones en vigor, pero cuyo autor y cuyo héroe eran judíos, lo que le supuso a Grossman un verdadero linchamiento crítico. Grossman, testigo y víctima potencial del terror, que, sólo tres años después de la interrupción de la Solución final, se abate sobre aquellos'a los que el odio estalinista califica, alternativamente,
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de sionistas y de cosm opolitas, Grossman —decíamos— experi menta entonces una crisis interior cuyo resultado es la novela Vida y destino, que tardó diez años en escribir. Esta novela es, en apariencia, la continuación de P or u n a cau sa ju sta, pero entre ambas se ha producido un cambio de perspectiva, una mutación de la mirada. Stalingrado es ahora la victoria de la civilización sobre la barbarie (este primer revés de Hitler anuncia e induce todas las otras derrotas), una bocanada de aire puro y de liber tad, la inesperada renovación de la iniciativa individual en la Rusia totalitaria, pero es también ese momento de la verdad en el que, aun enfrentándose mortalmente, el nazismo y el estalinismo se aproximan hasta tocarse y reconocerse mutuamente el uno en el otro. La colisión revela la colusión y Grossman saca a esce na el cara a cara inaudito de un SS con un viejo bolchevique detenido en un campo de concentración: «Cuando nosotros nos miramos, dice el SS, no miramos sólo un rostro odiado, miramos en un espejo. Ahí reside la tragedia de nuestra época. ¿Acaso no es el mundo voluntad tanto para vosotros como para nosotros? ¿Hay algo en él que pueda haceros vacilar o deteneros? [...] Vosotros creéis que nos odiáis, pero eso no es más que una apa riencia: os odiáis a vosotros mismos en nosotros. Es horrible, ¿no? Si ganáis vosotros, nosotros pereceremos, pero seguiremos viviendo en vuestra victoria. Es una paradoja: si nosotros perde mos la guerra, la ganaremos, continuaremos desarrollándonos con otra forma, pero conservando nuestra esencia». El deshielo iniciado en 1956 permitía esperar a Grossman que podría publicar su novela, pero la KGB se hizo con el manuscri to y Souslov, el responsable de la dirección de la Propaganda, le convocó al Kremlin para decirle que, hasta quitando los pasajes más litigiosos, «este libro no se podrá editar antes de doscientos o trescientos años». Souslov se equivocó, pero Grossman nunca volvió a ver su manuscrito.
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El Moderno y el superviviente
Una venerable tradición ha convertido la palabra clásico en antónimo de m oderno, pero es entre moderno y trágico donde reside la verdadera alternativa existencial. Por muy alejadas que hayan podido estar sus prosas y sus experiencias, Roland Barthes y Vassili Grossman fueron modernos, pero lo trágico se impuso después a ellos. Fueron hacia delante hasta que la conciencia del superviviente les hizo dar media vuelta. Ciertamente —y se trata de una diferencia que vuelve escabroso y casi sacrilego el acer camiento entre ambos autores— , Barthes medita la pérdida del ser querido, mientras que Grossman, más allá de la muerte de su madre en el gueto de Berditchev, medita, entre otras, la pérdida de su pueblo. Pero es que, para Barthes, la marcha del tiempo se ha quedado en una metáfora, mientras que esa marcha se ha materializado horriblemente ante los ojos de Vassili Grossman. En efecto, Lenin desencadenó en Rusia la crueldad de la Historia. La Historia, es decir, no la sucesión de los acontecimientos históri cos a los que nadie escapa, sino el prejuicio, narrativo y filosófi co al mismo tiempo, que convierte el enfrentamiento entre los opresores y los oprimidos en la estructura fundamental, en el paradigma de la realidad humana. En el magno relato redentor con el que Lenin se embriaga, en el mundo verbal donde se mueve este materialismo, la batalla de ideas es una guerra a muerte, y la guerra a muerte, una batalla de ideas. El ser es todo él novela y eslogan. Nada escapa de la fábula, nada escapa a la generalidad, ni siquiera la sangre que corre. No son éstos cuerpos físicos, sino cuerpos políticos de un extremo al otro, personajes conceptuales, entidades, nociones —el koulak, el burgués, el capitalista, el noble, el reaccionario— que caen bajo los golpes de asesinos «templados en el acero* por amor al Hombre. Grossman no opone a este n arratócrata y a sus abstracciones sentimentales otros hombres políticos más pragmá ticos, más moderados, más prudentes como Stolypine o, como
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Trotsky, pretendidamente más puros. El nombre que viene a la mente en Vida y destino es el de un escritor: Chejov. «La vía de Chejov — escribe Grossman— era la vía de la libertad. Nosotros hemos tomado otra vía, como dijo Lenin. Intentad, pues, pasar revista un poco a todos los personajes de Chejov. Tal vez sólo Balzac haya sido capaz de introducir en la conciencia colectiva semejante cantidad de gente. No, tampoco. Reflexionad un poco: médicos, ingenieros, abogados, maestros, profesores, propieta rios rurales, industriales, tenderos, gobernantes, lacayos, estu diantes, funcionarios de todas las categorías, comerciantes de ganado, celestinas, sacristanes, obispos, labradores, obreros, zapateros, modelos, horticultores, zoólogos, posaderos, guardas de caza, prostitutas, pescadores, oficiales, suboficiales, pintores artistas, cocineras, escritores, conserjes, religiosas, soldados, comadronas, los condenados a trabajos forzosos de Sajalín...». Cuando Lenin, ese terrible sim plificador, no tiene ojos más que para el antagonismo entre lo Antiguo y lo Nuevo, encama dos respectivamente por el propietario y el proletario, Chejov hace fracasar la hipnosis dualista. Como Proust o Tolstoi, según Barthes, bloquea la dialéctica, va de la reducción a lo irreducti ble, repuebla pacientemente el mundo esquematizado por el gran relato moderno en sus diferentes variantes. «Y eso — escribe Grossman— se llama la democracia».
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Capítulo III EL DON DE LÁGRIMAS
«La Razón — escribió Hegel— no puede eternizarse junto a las heridas infligidas a los individuos. Pues los fines particulares se pierden en el fin universal. La razón ve en el nacimiento y en la muerte la obra producida por el trabajo universal del género humano». La Razón y la Historia constituían dos entidades distintas para los Antiguos. Para los Modernos no constituyen más que una. Mientras que los Antiguos ven, de entrada, en la historia un ciclo de sinrazón y de crímenes, los Modernos, como su nombre indi ca, piensan que la Historia tiene un sentido, que ese sentido con duce hasta ellos, y que la inmensa masa de necesidades, deseos, intereses, opiniones y representaciones individuales constituyen los medios de que se sirve la Razón para establecer su reinado. El mismo mal deja de ser un escándalo que nos deja mudos y nos hace saltar las lágrimas, es una etapa indispensable en el labo rioso proceso del parto del género humano. Los que lloran ante el espectáculo de los acontecimientos terribles, según Hegel, pasan junto a la verdadera pieza sin darse cuenta. Atormentados por los daños producidos por lo negativo, ignoran su trabajo. Prisioneros del mundo fenoménico, se quedan en la espuma caó tica de las cosas. Allí donde se da la necesidad, se conmueven
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por la contingencia; y la anarquía de las catástrofes particulares les impide ver la marcha de lo universal. Cautivados, pero super ficiales, son, por tanto, un mal público, pues no ven que la Razón se realiza dialécticamente por medio de su contrario manifiesto, y que hasta las pasiones más devastadoras en apariencia llevan en sí mismas el destino de los fines superiores. Como moderno consecuente, se considera en condiciones de reemplazar el ag re g ad o por el proceso, y el espanto ante el apilamiento desorde nado de los sufrimientos por la reconciliación plena de admira ción con el cuadro grandioso de la humanidad en devenir. Como ha escrito, en un resumen estremecedor, Michel Foucault: *La prueba decisiva para los filósofos de la Antigüedad era su capa cidad para producir hombres sabios y discretos; en la Edad Media, hombres aptos para racionalizar el dogma; en la edad clá sica, para fundamentar la ciencia; en la época moderna fue su aptitud para dar razón de las matanzas. Los primeros ayudaban al hombre a soportar su propia muerte, los últimos a aceptar la de los otros». Escuchemos ahora a Michelet: «Tenía yo una hermosa enfer medad que ensombreció mi juventud, pero se trataba de una enfermedad muy propia del historiador. Amaba la muerte. Había vivido nueve años a la puerta del cementerio del PéreLachaise, que era por entonces mi único lugar de paseo. Después me fui a vivir hacia la Biévre, en medio de grandes jar dines de conventos, otros sepulcros. Llevaba yo una vida que la gente hubiera podido considerar enterrada, sin otra compañía que la sociedad del pasado y sin otros amigos que los pueblos sepultados. Al ocuparme de su pasado, despertaba en ellos mil cosas evaporadas. Algunas nanas cuyo secreto poseía yo eran de un efecto seguro. Por el acento, creían que yo era uno de los suyos. El don que pidió san Luis y no obtuvo, lo tuve yo: e l don d e lágrim as».
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El don de lágrimas: esta expresión, humilde y sublime, nos viene de la tradición mística del catolicismo. En esa tradición el llanto se consideraba como una gracia. Era incluso, subraya el filósofo Jean-Louis Chrétien, «un carisma del Espíritu Santo», un beneficio que libera nuestra vida de su egoísmo. Y, según el tes timonio de un cronista de la Edad Media citado por Michelet, «san Luis se quejaba a su confesor, al final de su vida, de que le falta ran las lágrimas, y le decía de manera bonachona, humilde y en privado, que cuando se pronunciaban en la letanía estas palabras: ‘Señor Dios, te rogamos que nos des una fuente de lágrimas’, el santo rey decía devotamente: ‘Señor Dios, no me atrevo a pedir una fuente de lágrimas, me bastaría con una pequeña gota de lágrimas para regar la sequedad de mi corazón’». «El don que pidió san Luis y no obtuvo, lo tuve yo», afirma de una manera atrevida Michelet. Sin embargo, esta afirmación es mucho más que una coquetería o una jactancia romántica. Las lágrimas no revelan sólo una sensibilidad fuera de lo común, constituyen, ante todo, un don de clarividencia. Existe, indubita blemente, para Michelet una heu rística d e los llantos. «Quien no llora no ve», dice Víctor Hugo, y Michelet precisa de un modo sustancial: quien no llora no ve más que los grandes singulares colectivos de los Tiempos modernos, es decir, de la época del movimiento: la Historia, el Progreso, la Revolución. Sin embargo, al pensar la Humanidad como un sujeto se olvida el hecho ontológico de la pluralidad humana. Al percibirla como un todo, no se hace gran caso a la muerte. Ahora bien, la muerte existe. Dicho de otro modo, la Razón, que se niega a detenerse junto a las heridas infligidas, gana tal vez en comprensión, aunque pier de al mismo tiempo la noción de lo irreparable. Al consolar de lo que sucede a los hombres con lo que el Hombre lleva a cabo, no cumple con su oficio: ella se pretende extralúcida, pero se le escapa algo esencial. En pocas palabras, la sequedad de corazón
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no es menos inexacta que inmoral. Lo que descubre, en com pensación, el don de lágrimas lo escribe Michelet en la conclu sión de su relato de la muerte de Louis d’Orléans (asesinado el miércoles 23 de noviembre de 1407 por los borgoñones): «Cada hombre es una humanidad, una historia universal... Y, sin embar go, este ser, en el que se mantenía una generalidad infinita, era al mismo tiempo un individuo especial, un ser único, irreparable, al que nada reemplazará. No hubo nada así antes, no habrá nada así después; Dios no recomenzará. Vendrán otros, sin duda; el mundo, que no se cansa, traerá a la vida a otras personas, tal vez mejores, pero nunca, nunca, semejantes...». Dios n o recom en zará. Esta pequeña frase, vertiginosa, intro duce la m ortalidad en el corazón de la m odern idad. Nosotros somos parte interesada de una totalidad que engendra, majes tuosamente, los siglos, y esta totalidad se rompe con cada muer te individual. Está Prometeo y está Orfeo. Está el proceso y está el abismo; está la epopeya de lo universal relatada por la filoso fía y está el incalculable epitafio del «no hubo nada así antes, no habrá nada así después» que alimenta la literatura moderna. Como modernos y mortales, nos sentimos en tensión entre la H istoria a la H egel y la H istoria a la M ichelet. Con todo, tal vez esta misma tensión se haya vuelto imposible. Es posible que la época nos ordene abandonar, de una vez por todas, al filósofo que asignaba a la filosofía el mandato de eliminar la contingen cia, y seguir a aquel que, en solitario contra su siglo, como nos dice Barthes en La cám ara lúcida, concibe la historia como una con fesión d e am or. Salimos, efectivamente, de un siglo en el que, bajo la doble forma de una coherencia implacable y de una ficción jadeante, la filosofía de la Historia se ha lanzado sobre la historia. Algunos lógicos frenéticos, sostenidos por la certeza de tener razón y de desempeñar un papel en el escenario de la emancipación
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humana, han acorralado sin tregua a los representantes del Mundo Antiguo. El presente se les presentaba como el teatro de una lucha sin cuartel entre los vivientes portadores de lo univer sal y los supervivientes monstruosos del tiempo de la explotación del hombre por el hombre. Embebidos hasta la embriaguez del Bien futuro, aceleraron sin contemplaciones la desaparición de las clases agonizantes. La Razón guiaba sus pasos y, lo peor de todo, esta R azón lloraba. Estos oficiantes se endurecían contra la violencia que infligían dedicándola a los condenados de la tierra. Así Robespierre, que, acusando a los que ponían mala cara al uso de la guillotina de mostrarse «tiernos con los opresores» porque carecían «de entrañas con los oprimidos», consiguió que se mos traran despiadados a fuerza de «celo compasivo» e inhumanos en nombre de los derechos de la humanidad que sufre. El acceso a la singularidad que procura el don de lágrimas les estaba cerra do por los sollozos que vertían por los arquetipos. Crueldad ideo lógica, ideología lacrimal; horror negro, biblioteca rosa: huyendo filosóficamente de la tragedia a través del gigantesco melodrama de la historia con H mayúscula es como se volvieron asesinos y desencadenaron un desastre sin igual. Este desastre estremece (o debería estremecer) la fe moderna en la realización progresiva de la identidad de lo real y de lo ideal, es decir, de un mundo donde el Bien se insertaría definiti vamente en el ser. «Allí donde se levanta el alba del Bien, pere cen niños y ancianos, corre la sangre», dice Ikonnikov, un perso naje secundario y esencial de Vida y destino, que ha visto en acción en su tierra «la fuerza implacable de la idea de bien social». Ahora bien, este estremecimiento no le conduce al nihilismo. Y es que, junto a este gran Bien tan terrible y junto a los grandes relatos que lo asumen, existe, al margen de la ideología, del pro greso, de la historia, la llama eterna, intermitente, débil, pero vivaz, hasta la noche del mundo, de la p equ eñ a bon dad: «Es la
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bondad de una anciana, que, al borde de la carretera, da un trozo de pan a un presidiario que pasa, es la bondad de un soldado que tiende su cantimplora a un enemigo herido, la bondad de la juventud que tiene piedad de la vejez, la bondad de un labrador que esconde en su granja a un viejo judío. Es la bondad de esos guardianes de prisiones, que, arriesgando su propia libertad, transmiten cartas de los presos dirigidas a sus mujeres y a sus madres». Bondad, la misma palabra que hace surgir, en La cá m a ra lú cida, la fotografía del Invernadero: «En esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser enseguida y para siempre sin haberla heredado de nadie». Bondad y no bobería. No hay nada de etéreo en la enseñan za de Ikonnikov. Lo que a él se le revela y él opone, tras haber consumido toda esperanza, a la tentación del nihilismo no es la sonrisa de los ángeles. Es, para decirlo con palabras de Emmanuel Levinas, «la incompatibilidad radical entre lo espiritual y lo idílico».
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Capítulo IV LA BATALLA DE LOS GRANDES RELATOS
Con todo, el Moderno no ha dicho su última palabra. En enero de 1977, el mismo año en que Barthes observa, des concertado, que el deber de ser moderno dejó de atormentarle prevaleciendo sobre sus propios gustos, doscientos cuarenta y un intelectuales checos difunden una petición dirigida al poder comunista de la época para invitarle a respetar los compromisos internacionales que había suscrito, especialmente en materia de derechos humanos. En efecto, Checoslovaquia había firmado dos años antes, junto con todos los países del bloque del Este, los acuerdos de Helsinki que creaban la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE). El acta final de Helsinki estipulaba que los Estados participantes promoverán y fomentarán «los derechos humanos y las libertades fundamenta les de todos, incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencia, sin distinción por motivos de raza, sexo, idio ma o religión. Promoverán y fomentarán el ejercicio efectivo de los derechos y libertades civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y otros derechos y libertades, todos los cuales derivan de la dignidad inherente a la persona humana y son esenciales para su libre y pleno desarrollo. En este contexto, los Estados participantes reconocerán y respetarán la libertad de la persona
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de profesar y practicar, individualmente o en comunidad con otros, su religión o creencia, actuando de acuerdo con los dicta dos de su propia conciencia». La iniciativa suscita de inmediato la venganza de las Autoridades. Rude Pravo, el órgano del Partido, da rienda suelta a su cólera: «Un grupo de personas procedentes de la burguesía checoslovaca reaccionaria desposeída así como los organizadores envilecidos de la contrarrevolución de 1968, a petición de las centrales anticomunistas y sionistas, han entregado a ciertas agen cias de prensa occidentales un panfleto titulado Carta 77. Este panfleto demagógico, antisocialista y antipopular, calumnia de una manera vulgar y engañosa a la República checoslovaca y las conquistas revolucionarias de nuestro pueblo. Los autores de este panfleto acusan a nuestra sociedad de no regir la vida según sus opiniones burguesas y elitistas». Y el editorialista concluye que los que defienden de este modo «las posiciones de clase de la bur guesía reaccionaria vencida» son ellos mismos un «montón de cadáveres políticos y de ruinas humanas». La represión fue más allá de la injuria. El filósofo Jan Patoíka, portavoz de la Carta 77, muere a manos de la policía tras nueve horas de interrogatorio. El día de su entierro, el gobierno ordena a los floristas cerrar sus tiendas y, durante toda la ceremonia, los helicópteros de la poli cía dieron vueltas por el cielo del cementerio a fin de cubrir las voces de los que rendían su último homenaje al filósofo desa parecido. Ese mismo año, la bienal de Venecia estuvo dedicada a los fir mantes de la Carta 77 y a todos los que a partir de ahora se llama disidentes. Jean Daniel, director del Nouvel Observateur, hizo en ella esta notable declaración: «Nosotros, intelectuales europeos y franceses, hemos tardado mucho tiempo, demasiado, en com prender lo que estaba pasando realmente en los países que, de una manera escandalosa, usurpan el noble vocablo de socialismo».
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El telón de acero, es cierto, ya no era impermeable. La informa ción circulaba. No se podía decir que no lo sabíamos. Sin embar go, reconoce en sustancia Jean Daniel, se había implantado un mecanismo represivo que censuraba todas las realidades que pudieran hacer el juego a la reacción. Bajo el impacto de la disi dencia, el dique ha acabado por ceder. Y Jean Daniel termina su intervención con esta promesa solemne: «Nuestra solidaridad con los disidentes, nuestra atención no sólo a su suerte, sino a su mensaje, no puede conducimos únicamente a actitudes humani tarias. Debe apremiamos a avanzar por el camino de una revi sión teórica que es el carisma, la mística y el ascendiente de las grandes revoluciones en que se han inspirado los pueblos de la tierra». ¿Se ha mantenido este compromiso? En todo caso, hay algo seguro: el año 1977 representó un giro decisivo. A partir de esa fecha, el ordenamiento marxista del tren del mundo no sólo quedó desacreditado por obra de un gran número de intelectua les occidentales, sino que también y sobre todo fue tachado de obsoleto. Toma el relevo otra gran epopeya. Otro «gran relato» (la expresión es de Jean-François Lyotard) empieza a ejercer su influencia: se trata del que realizó Tocqueville en La d em ocracia en A m érica, un libro que fue mal visto e incluso puesto en el índice por el hecho de que su novedad le identificaba con el comunismo. Para decirlo de otro modo, justo en el momento en que Barthes prescinde del imperativo de modernidad, lo que él creía ser moderno cae en la trampilla del pasado y un nuevo pro gresismo da forma al devenir universal. El motor de la historia ya no es la lucha de clases, sino lo que Tocqueville, admirado y tem blando, llama el «desarrollo gradual de la igualdad de condicio nes». La igualdad de condiciones consiste en el hecho de ver al hombre semejante al hombre por debajo de la diversidad de los estatutos y de las posiciones. Este hecho es más profundo que la
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igualdad religiosa ante un solo y mismo Dios, que la igualdad jurídica ante la ley y que la igualdad política de los ciudadanos. No hay nada, en efecto, que le resista: -No alcanza menos impe rio sobre la sociedad civil que sobre el gobierno: crea opiniones, hace nacer sentimientos, sugiere usos y modifica todo lo que él no produce». Este hecho no es, como la toma de la Bastilla, un acontecimiento, y no deja indemne ningún sector de la existen cia, ninguna institución, ninguna jerarquía, ningún comporta miento — ni siquiera las relaciones entre amo y siervo— . A buen seguro, «todavía no se han visto sociedades en que las condicio nes fuesen tan iguales que no se encontrasen en ella ni ricos ni pobres, ni, por consiguiente, amos y servidores. La democracia no impide que existan estas dos clases de hombres». Sin embar go, dice Tocqueville, sin dar la impresión de tocarlo, cambia radi calmente el reparto. Si bien subsiste la disimetría, su significación ya no es la misma en absoluto. Allí donde reina la desigualdad permanente de las condiciones, «el siervo ocupa [...] una posición subordinada de la que no puede salir. Cerca de él se encuentra otro hombre que tiene un rango superior que no puede perder. De una parte, la oscuridad, la pobreza, la obediencia a perpetui dad; de la otra, la gloria, la riqueza, el mando a perpetuidad». En pocas palabras, por supuesto, hay dos clases que se rozan, pero que forman dos mundos distintos. Cuando es el principio jerár quico el que domina las costumbres, la pertenencia es una defi nición: cada uno toma su ser del rango al que pertenece. La democracia no suprime las jerarquías, las hace flotar, las desen gancha, en cierto modo, del orden del mundo. Los miembros de las clases superiores ya no pueden hacer valer su nacimiento para justificar su preeminencia. Lo que antes formaba parte de la natu raleza depende ahora de la convención. Lo que se daba por nece sario comporta una parte de arbitrariedad. Lo que es podría ser de otro modo. La idea de lo semejante no se deja impresionar por la
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altura. A partir de ahora existe un ju eg o entre los individuos y la posición que ocupan. Reina la contingencia donde prevalecía el sentimiento de lo incontestable: «Los siervos no son sólo igua les entre ellos; se puede decir que, en cierto modo, son iguales a sus amos». Esta paradoja requiere explicación. Por eso Tocqueville preci sa y hunde el clavo: «En cada instante, el siervo puede convertir se en amo y aspira a ello; el siervo no es, por consiguiente, un hombre diferente al amo. ¿Por qué, pues, el primero tiene dere cho a mandar y qué es lo que fuerza al segundo a obedecer? El acuerdo momentáneo y libre de sus dos voluntades. Natural mente, no son inferiores el uno al otro; sólo lo son momentá neamente por efecto del contrato. Dentro de los límites de este contrato, uno es el siervo y el otro es el amo; al margen de esto, son dos ciudadanos, dos hombres». Y he aquí la apoteosis de la descripción: «En vano la riqueza y la pobreza, el mando y la obe diencia establecen accidentalmente grandes distancias entre los hombres, porque la opinión pública, que se funda sobre el orden ordinario de las cosas, les aproxima a un nivel común y crea entre ellos una especie de igualdad imaginaria, a pesar de la desi gualdad real de su condición». Alexis de Tocqueville no es un ingenuo; tampoco es una per sona astuta. No se le puede acusar de dejarse engañar por las apariencias o de querer otorgar a los privilegios la unción del nuevo espíritu del tiempo. La partícula no tiene nada que ver en su demostración. El aristócrata que hay en él no se dedica, en modo alguno, a engañar con las falsas apariencias del «todos iguales» sobre la situación violentamente contrastada de los hom bres reales. Real es incluso la palabra que emplea para designar la diferencia que persiste entre los ricos y la plebe; por eso califi ca de im aginaria la igualdad que atraviesa las clases. Sin embar go, en el léxico de Tocqueville — y aquí reside toda la fuerza de
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su proceder— im agin ario no significa ilusorio o ficticio . La ima ginación con la que acredita a la opinión democrática no está loca, sino que es algo revelador. No se absorbe en las imágenes, rompe los ídolos. No fabula, deconstruye. En vez de huir a tra vés del fantasma de la monotonía de los días o de proyectarse sobre una vida cotidiana que ya no puede nada contra sus pre juicios y sus quimeras, se niega a tomar la materialidad por moneda de cambio y a dejar las disyunciones de hecho prolon garse en heterogeneidad de naturaleza. En el otro hombre, por muy lejano que se encuentre, geográfica o socialmente, esta p ers p ic a c ia d e la m orada sabe ver al hombre, es decir, lo invisible, y no sólo el espectáculo de la alteridad. Semejante poder de abs tracción tiene consecuencias muy concretas. La imaginación sin fron teras, nacida de la aproximación de las clases, derriba de rechazo los antiguos tabiques y, a pesar de las oposiciones y de las resistencias, conmociona todos los aspectos de la vida, desde las relaciones profesionales a las relaciones privadas. Siglo y medio después de Tocqueville, vemos el resultado-, la fractura econ óm ica no se ha reabsorbido, las diferencias de ingresos entre dirigentes y empleados son incluso vertiginosas, aunque, como dice Renaud Camus, hay que estar sordo, ciego y amnésico para creer que existe aún una fractura social. Las barreras han cedido-, reina la indiferenciación. Desde abajo arriba de la escala, desde los marginados a la je t set, el mismo hombre democrático, preo cupado por ser auténticamente lo que es por encima del rol, el rango o el momento, desgarra el velo de las conveniencias y se expresa con el mismo relajamiento, en el mismo idioma relajado. La sociedad, aunque sigue dividida, se vuelve más homogénea, y el pensamiento crítico, que se obstina en oponer los derechos formales a los derechos reales, pasa al lado de lo esencial, es decir, de la presión que ejerce continuamente la fusta de la ima ginación democrática sobre la realidad efectiva. Dicho con otras
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palabras, el proceso moderno de liberación de los individuos no se ve inmovilizado o impedido por el sistema de representacio nes que la opinión pública superpone a la jerarquía social. Al contrario, los lectores de Tocqueville, escaldados por la expe riencia totalitaria, dicen ahora que es así como se realiza este pro yecto h ic — ante nuestros ojos, en el lugar donde vivimos— et nunc — día a día— . Y estos entusiastas del mundo tal como va o tal como corre a toda velocidad ven desembocar con júbilo la dinámica de la democracia en una nivelación general. Ya no hay ni siquiera diferencia entre las diferencias que escapan todavía a la unificación: todo se vuelve, progresivamente, igual, para que quede bien claro que todos los hombres son iguales. Año 1977. De repente, se ha vuelto moderno desposarse con el movimiento democrático hacia la equivalencia generalizada de las «prácticas culturales».
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Capítulo V LA CONSUMACIÓN DEL MUNDO
Los Modernos exaltaban no ha mucho a las masas y denigra ban la cultura de masas. Reaccionaban mediante la radicalidad crítica al doble fenómeno de la entrada del mayor número posi ble en el universo del ocio y de la aparición de los grandes medios de comunicación audiovisuales. Era moderno el discurso que recordaba la dura realidad de la división social y dejaba oír el estruendo de la batalla a un público sumergido en la hipnosis de la diversión planetaria. Era moderno Barthes cuando denun ciaba, mes tras mes, entre 1954 y 1956, las m itologías de la vida cotidiana francesa. El punto de partida de esta reflexión era con mayor frecuencia «un sentimiento de impaciencia ante lo ‘natural’ con que la prensa, el arte y el sentido común encubren perma nentemente una realidad que no por ser la que vivimos es por ello menos histórica*. Histórica, es decir, ni eterna ni absoluta, ni universal ni indiscutible, ni sagrada ni fatal, sino, al contrario, contingente, pasajera, friable, sometida a caución y a transforma ción. Barthes reprochaba a la invasión de la industria cultural la fijación de las cosas. Con la mayoría de los investigadores en el campo de las ciencias sociales, consideraba a la cultura de masas antimodema en su mismo principio, puesto que tenía como moti vo esencial la negación del tiempo. El experto semiólogo veía
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desaparecer, en sus ficciones, aunque también en sus reportajes, la historia como por encanto. La televisión, la radio, el cine, la prensa rebosaban ciertamente de peripecias palpitantes, pero ninguna de ellas turbaba la serenidad de las esencias. Al contra rio, la reforzaban por medio de la vacuna. Barthes llamaba así en las M itologías a la operación narrativa que consiste en reconocer los defectos accesorios de una institución de clase para enmas carar mejor su carácter radicalmente pernicioso. Mediante esta pequeña inoculación crítica se defiende al sistema contra el ries go de una subversión generalizada. Ejemplo de vacu na: La ley d el silencio, la película de Elia Kazan. Es la historia de un guapo estibador indolente y tosco (interpretado por Marión Brando) cuya conciencia se va despertando poco a poco gracias al amor y a un cura combativo: «Como este despertar coincide con la eli minación de un sindicato fraudulento y abusivo, y parece empu jar a los estibadores a resistir a varios de sus explotadores, algu nos se han preguntado si estábamos ante una película valiente, ante una película de ‘izquierdas’, destinada a mostrar al público americano el problema obrero». Mala lectura, afirma Barthes, pues esta desaprobación del orden está, de hecho, al servicio del orden: «Se deriva en un pequeño grupo de gángsters la función explotadora de la gran patronal, y por medio de este pequeño mal confesado, fijado como una ligera y desgraciada pústula, se elude el mal real, se evita nombrarlo, se le exorciza». La morale ja de esta fábula, que vigoriza el sistema mediante el mismo espectáculo de sus torpezas o de sus abusos, es que todo fun ciona del mejor modo en el mejor de los mundos posibles. Por medio de la vacuna y de otras figuras, cuyo catálogo confeccio na Barthes al final de las M itologías, se evacúa de las conciencias la idea de cambio de una manera subrepticia: «como la jibia lanza su tinta para protegerse», la ideología burguesa «no cesa de cegar la fabricación perpetua del mundo, de fijarlo como objeto de
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posesión infinita, de inventariar su haber, de embalsamarlo, de inyectar en la realidad alguna esencia purificadora que detendrá su transformación, su huida hacia otras modalidades de existen cias». Al restituir a su verdad temporal esta eternidad engañosa, Barthes, pensador moderno, es decir, crítico, intentaba desfatali z a r el mundo y ayudar así a la historia a proseguir su marcha hacia delante. Hasta el día en el que el ad elan te se confundió con el horri ble de la dictadura totalitaria. Entonces la denigración de la cul tura de masas dejó de ser evidente, la pasión revolucionaria se volvió contra sus titulares oficiales, la posición acusadora de la radicalidad fue acusada ella misma de disfrazar de crítica intran sigente de la alien ación el odio aristocrático de la igualdad y la hostilidad al movimiento moderno hacia el reconocimiento del hombre por el hombre. He aquí, por ejemplo, lo que escribe Claude Lefort, uno de los pensadores franceses a quien debemos la reorganización de la filosofía política en tomo a la oposición entre la democracia y el totalitarismo: «Instruir un proceso a la cultura de masas o al individualismo sin comprender que estos fenómenos son en sí mismos irreversibles, sin intentar discernir cuál es la contrapartida de su vicio, decidir, por ejemplo, que la difusión de la información, el descubrimiento de países extranje ros, la curiosidad por los espectáculos, por las obras otrora reser vadas a las minorías, la considerable ampliación del espacio público, no tienen otras consecuencias sino hacer aparecer a plena luz el disparate del hombre moderno, es dar pruebas de una arrogancia que no está exenta en sí misma del disparate». Los denigradores de la cultura de masas pretenden defender las promesas democráticas de la historia; en realidad, afirma Lefort, están tan ocupados en medir la distancia que les separa del común de los mortales que no ven la democracia en acción. La crítica del disparate aparece transformada aquí en disparate
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del elitismo: donde la vanguardia veía los estragos de la aliena ción, es el trabajo de topo de la revolución democrática el que se impone a la mirada. Así es como al descrédito de la sociedad de consumo le ha sucedido, en los exploradores del público ilustra do, la censura de sus adversarios. Éstos, despiadadamente a tiz a dos, se ven condenados por sociólogos cada vez más combativos en nombre incluso de los valores de igualdad, libertad y laicidad a los que apelan. Una vez pronunciado este requisitorio, la indus tria cultural no es una máquina de descerebrar. No condiciona a los hombres, no paraliza su facultad crítica, no les desanima a actuar para cambiar el mundo, no despoja de toda autonomía. Al contrario, al liberarlos de lo que les quedaba en sus maneras de ser de prejuicios indiscutidos, de admiraciones protocolarias, de obediencia a las tradiciones, de respeto a las jerarquías y de heteronomía en todas sus formas, es ella la que cambia el mundo. La cultura de masas no va contra el individuo, sino contra los Poderes que le constriñen y le traban. En un libro que ha marcado un hito, Le Cuite d e la p erfor m ance, el sociólogo Alain Ehrenberg pretende mostrar así que en vez de embrutecerse, de vaciarse la cabeza, el espectador de un partido de fútbol, de una carrera ciclista o de una competición de atletismo ve «cómo cualquiera se convierte en alguien o se queda en el anonimato en función de sus capacidades personales». Todo descansa en el enfrentamiento aquí y ahora, nada en las posicio nes adquiridas. No hay, por tanto, ningún engaño. Al sustituir el nacimiento por el mérito («No hay ni herederos ni rentistas sobre las pistas de los estadios»), el deporte saca a escena la misma democracia, es el principio democrático el que intervie ne y el que se ofrece a la mirada, son los valores de igualdad los que el deporte populariza y arraiga, lentamente, a través del espectáculo, en aquellos que todavía los ignoran o bien les son refractarios.
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Otro sociólogo, Gilíes Lipovetsky, ratifica con la misma delec tación paradójica el triunfo de la publicidad en un libro titulado El im perio d e lo efím ero: la m oda y su destino en las sociedades m odernas. «La publicidad muestra sus garras», constata, pero no hay que alarmarse, pues funciona con la sedu cción y no median te la manipulación, la coerción, el control totalitario de las con ciencias. El individuo contemporáneo, incitado desde su entrada en la vida, aturdido de mercancías, atrapado por la multitud de imágenes golosas antes incluso de que llegue al uso de la pala bra, se ve abocado de inmediato a tener que elegir lo que le gusta en vez de ejecutar de manera servil, como las desgraciadas generaciones precedentes, unas órdenes procedentes de arriba. Las fórmulas a la carta reemplazan a la imposición disciplinar sis temáticamente y en cada sector de la actividad humana. El con sumidor no es, por consiguiente, el hombre alienado, condicio nado o, según la fórmula de Herbert Marcuse, «unidimensional»; es un centro de toma de decisiones permanente, un sujeto abier to y móvil que no se determina ya en función de una legitimidad colectiva anterior, sino sólo en función de los movimientos de su razón y de su corazón. Si bien es cierto que la publicidad tiene como objetivo principal regular la desaparición acelerada de los productos, ligando su valor de uso con su valor-moda; si bien es indiscutible, tal como dicen desde hace tiempo sus detractores, que la sociedad de consumo consagra un presupuesto cada vez más importante a organizar el suicidio perpetuo del parque de los objetos que ella misma fabrica, no hay que deplorar a pesar de todo, responde el sociólogo, sino celebrar este derroche y esta obsolescencia generalizada incluso, y hasta podríamos decir sobre todo, cuando afectan a la esfera intelectual: «Las técnicas promocionales no destruyen el espacio de la discusión y de la crí tica, sino que ponen en circulación a las autoridades intelectua les, demultiplican las referencias, los nombres y las celebridades,
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difuminan los puntos de referencia haciendo equivalentes la imi tación y la obra maestra, igualando lo superficial y lo serio. Al mismo tiempo que no cesan de elevar a las nubes obras de segunda clase, minan la antigua jerarquía aristocrática de las obras intelectuales, sitúan en el mismo plano los valores univer sitarios y los valores mediáticos. Mil pensadores, diez mil obras contemporáneas ineludibles: cabe, ciertamente, sonreír, pero sigue en pie que con ello se desencadena un proceso sistemáti co de d esacralizactón y de rotación acelerado de obras y de autores». Hay que dar gracias al torbellino publicitario: la cultura, en vez de imponerse a los hombres desde el exterior, bajo la forma de una autoridad trascendente, se vuelve, como todo lo demás, objeto de consumo, y sus obras, despojadas de su aura intimidatoria, se ofrecen a la libre apreciación de cada uno. «En este sentido —concluye Lipovetsky— , el marketing del pensamien to lleva a cabo un trabajo democrático; a pesar de que consagra regularmente a actrices de oropel, disuelve al mismo tiempo las figuras absolutas del saber y las actitudes de reverencia inmutables en beneficio de un espacio de interrogación, a buen seguro más confuso, pero más amplio, más móvil, menos ortodoxo». A moderno, moderno y medio. Los Arqueomodemos declaran que la sociedad de consumo arrebata al individuo la libre dispo sición de sí mismo, que le prohíbe inventarse, que, mediante sus representaciones, sus imágenes, sus espejismos, sus sortilegios, bloquea la dinámica igualitaria de la historia. Los Neomodemos se entusiasman con sus virtudes laicas y le agradecen que prosi ga, bajo sus burlas, la gran trayectoria profanadora de la secula rización y de la democratización. Ahora bien, ni los unos ni los otros escuchan el vocabulario que emplean. Corresponde a Hannah Arendt haberlo captado al pie de la letra y haber sido capaz de percibir el consumo como una acti vidad culinaria. Consumir es engullir. Tendemos a convertimos en
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omnívoros, en traga-todo, comedores del mundo, escribe, en sustancia, Hannah Arendt, en su libro capital, La con dición hu m an a. Presa de una glotonería universal, nos tragamos, por así decirlo, «nuestras casas, nuestros muebles, nuestros coches, como si se tratara de cosas bu en as de la naturaleza, que se estropean sin producir ningún beneficio, a menos que entren en el ciclo incesante del metabolismo humano». Bombardeándonos con artificios e inculcando en nosotros falsas necesidades, el consumo nos aleja cada vez más de la vida natural. Sin embar go, según Hannah Arendt, lo esencial no está ahí. Lo esencial, y lo más inquietante, es el «crecimiento no natural de lo natu ral», la restitución de todas las realidades del mundo al proceso vital. Lo que otrora tenía una consistencia propia, una estabili dad, una independencia, aparece ahora como el correlato de un apetito tan imperioso como efímero. Ningún objeto escapa a esta bulimia, ni siquiera las obras de arte. El objetivo de la cul tura de masas no es, en efecto, ni difundir la cultura entre las masas, ni liberar a éstas del fetichismo de la Gran Cultura, ni hacerles olvidar la verdad de su condición. Se trata de algo mucho más trivial, de hacer como el r ea d er ’s digest, es decir, de hacer comestibles las producciones del espíritu: «La cultura de masas aparece cuando la sociedad de masas se apodera de los objetos culturales, y su peligro estriba en que el proceso vital de la sociedad (que, como todo proceso vital, atrae insaciable mente todo lo que le es accesible en el ciclo de su metabolis mo) consume, literalmente, los objetos culturales, los engulle y los destruye. No aludo, claro está, a la difusión masiva. Cuando se lanzan al mercado libros o reproducciones baratos, y se ven den en una cantidad considerable, el fenómeno no alcanza a la naturaleza de estos objetos. Sin embargo, sí queda afectada su naturaleza cuando los objetos son modificados en sí mis mos: reescritos, condensados, digeridos, reducidos al estado de
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pacotilla por medio de la reproducción o de la ilustración mediante imágenes». Hannah Arendt se inquieta, como los teóricos de la aliena ción, por la cultura de masas. Sin embargo, lo que ella critica no es el sometimiento de la vida a las normas burguesas, sino la constitución del mundo en presa para la vida. Como los defen sores de la revolución democrática, Arendt desconfía de la con descendencia y fustiga las imposturas de la distinción: »La verdad es que todos estamos implicados en la necesidad de tiempos de ocio y de diversiones de una forma u otra, porque todos esta mos sometidos al gran ciclo de la vida; y es pura hipocresía o esnobismo social negar que nos afecte a nosotros el poder de diversión de las cosas, exactamente esas mismas cosas que cons tituyen la diversión y ocupan el ocio de nuestros compañeros humanos». Ahora bien, lo que teme Hannah Arendt es que los tiempos de ocio lleguen a reinar como señores absolutos sobre la esferas d el tiempo de ocio. Este temor, totalmente extraño a los tocquevilleanos de hoy, estaba ya presente, sin embargo, en La d em ocracia en A m érica. Tocqueville veía con angustia que la pasión del bienestar se apoderaba del hombre moderno hasta hacerle olvidar la existencia de las otras aspiraciones humanas. El proceso democrático está en marcha, decía él, pero ¿hacia qué? «Veo claramente dos tendencias en la igualdad: una que lleva el espíritu de cada hombre hacia pensamientos nuevos y otra que lo reduciría gustosamente a dejar de pensar». En efecto, ya no queda sitio para el pensamiento en unos espíritus ocupa dos universalmente por «el afán de satisfacer las menores nece sidades del cuerpo y proveer a las pequeñas comodidades de la vida». Resumiendo, el movimiento democrático que arrastra a los hombres no es, necesariamente, un movimiento hacia lo mejor. Al contrario, hasta podría «establecerse en el mundo una especie de materialismo honesto que no corrompería las almas, pero que
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sí las ablandaría y acabaría por relajar, sin hacer ruido, todos sus resortes». Es la resonancia de la disidencia en los países de la otra Europa lo que ha inspirado u orientado, como hemos visto, la relectura entusiasta y unívoca de Tocqueville. Ahora bien, si mira mos las cosas más de cerca, la misma inquietud, la misma crítica aparece en Tocqueville, en Arendt y en la pluma de los disiden tes más incontestables. En El p o d er d e los sin poder, un texto fun dador escrito en 1978, Vaclav Havel pone en guardia a sus posi bles lectores contra la tentación de oponer el mundo libre y el bloque soviético como dos entidades, no sólo antagonistas, sino incomparables. Su país estaba entonces bajo la bota, pero ya no se trataba de la bota estaliniana. La dictadura clásica, con su atmósfera de violencia, de heroísmo, de espíritu de sacrificio y de pasión revolucionaria había desaparecido desde hacía mucho tiempo. El bloque soviético *ya desde hace tiempo ha dejado de constituir una especie de enclave aislado del resto del mundo civilizado e inmune a los procesos que éste atraviesa: todo lo contrario, es parte integrante de él que comparte y concretiza su destino global». Y este destino no se presenta tranquilizador. Al afirmar con vigor que «el sistema postotalitario ha nacido en el terreno del encuentro histórico entre dictadura y civilización de consumo», Havel establece una relación entre la adaptación gene ral a la vida en la mentira y su «renuncia a todo ‘significado supe rior’ ante los atractivos superficiales de la civilización moderna». Y se plantea esta cuestión sacrilega: «La grisura y la escualidez de la vida en el sistema postotalitario, ¿no son propiamente la cari catura de la vida moderna?». Lo que constituye la grisura y la escualidez de la vida, dice aquí un intelectual perseguido, no es sólo el hostigamiento del Poder, su censura, su vigilancia, su ideología sofocante y sus vio laciones de los derechos del hombre, es la vida, la vida sin más,
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la vida como único horizonte de la vida, la vida cíclica, la vida atareada de los hombres «que giran sin descanso sobre sí mismos a fin de procurarse pequeños y vulgares placeres con los que lle nar su alma», como dice Tocqueville al final de su gran obra. Esta vida puede ser muy bien lujosa, sin ser plenamente humana. Y es que lo humano en la vida se señala precisamente por la irrupción del proceso vital: «El hombre fue creado antes que ningún otro ser a fin de que hubiera un comienzo» (initium ut esset, creatus est hom o an te quem nem o fu it), repite Hannah Arendt siguiendo a san Agustín. Ahora bien, para que exista el comienzo, no basta con que haya hombres, hace falta aún que exista un mundo humano. Hannah Arendt no cesa de insistir a lo largo de toda su obra en el vínculo entre creación de lo nuevo y conservación del mundo. Y la escuela moderna, en cuanto que forma para la autonomía, se le presenta como el santuario de esta frágil conjunción. «Justamente para preservar lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño la escuela debe ser conservadora». No se accede paso a paso a la emancipación simplemente siguiendo la fle c h a del tiempo, sino dando un rodeo por los sig nos de humanidad depositados en las obras de la cultura. En la escuela de Cicerón no se enseña a ser Cicerón, sino a ser uno mismo, decían ya los maestros del Renacimiento. Y eso vale para cada niño, añade Arendt. Como la sociedad moderna ha puesto la igualdad de los hombres en el principio del vivir-juntos, nin gún recién llegado a la tierra debe ser excluido d el p asad o. Todos nosotros somos herederos en potencia. Ya se adhiera al movi miento moderno o ya asigne al movimiento la misión de echar abajo el mundo tal como va, el hombre absoluta e integralmente moderno desprecia, en beneficio de la tabla rasa de un pasado desigualitario, la aspiración democrática, es decir, eminentemen te moderna, a hacer una m esa abierta. Presa del vértigo de la superación ininterrumpida, olvida la promesa universal de la
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herencia. Mira de modo resuelto ante él, el futuro le aspira, como si la tradición tuviera un solo rostro: el rostro, compasado, del tra dicionalismo, y como si lo esencial no pudiera morir. Ahora bien, lo esen cial es mortal, nada puede asegurarnos contra su deterio ro. La mesa que se quería abierta a todos puede vaciarse para todos o, al menos, no ofrecer pronto a todos más que los place res fugaces de productos comerciales, es decir, alimentarios. Y la lengua, esa tradición constituyente, esa mediación primordial, es ya la primera víctima de la reducción de la vida al mantenimien to o al desencadenamiento del proceso vital. Tanto la expresión de los sentimientos como la atención a los seres o a las cosas necesitan la anterioridad de una lengua. Pero la voracidad no necesita frase. O casi: para satisfacerse no tiene necesidad ni de un vocabulario preciso ni de una sintaxis elaborada. Quiere ir derecha a su fin. Las formas le producen impaciencia, le exaspe ran los menores aplazamientos. Lo que hace, dice melancólica mente el último Barthes, en su postrer discurso en el Collége de France, que «un escritor, si reflexiona un poco, deba pensar, razo nablemente, su vida postuma, no en términos de contenido o de estética (pues éstos pueden ser recogidos, en espiral, por modas ulteriores), sino en términos de lengua. Si Racine pasa un día (algo que ya ha sucedido más o menos), no será porque su des cripción de la pasión haya prescrito o prescriba en un futuro, sino porque su lengua estará tan muerta como el latín de la Iglesia conciliar. Flaubert se mostraba prudente e inteligente en 1872, cuando contaba cincuenta y un años, al escribir estas palabras: ‘Pues yo no escribo para el lector de hoy, sino para todos los lec tores que puedan presentarse m ientras viva la lengua V La resolución de ser moderno la comparten hoy tanto los cam peones de la sociedad contemporánea como sus detractores más radicales. La batalla entre los Modernos y los modernos hace
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estragos. Incluso ha redoblado su intensidad después de la caida del comunismo. El progresismo sartriano, desembarazado de este contraste, aligerado de toda referencia efectiva, se ha rehecho. Sin embargo, en estos tumultuosos antagonistas se da una misma infidelidad a todo lo que, en la promesa moderna, no se deja encerrar en la voluntad de ser moderno.
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Capítulo VI EL DIVORCIO ENTRE LA PROMESA Y EL PROGRESO
La palabra m oderno alberga, por tanto, dos expectativas dis tintas. Ahora es preciso que interroguemos esta dualidad. Para hacerlo, voy a partir de Péguy, pues este autor fue, a la vez, como ningún otro antes o después de él, rigurosamente moderno y per didamente antimodemo. Fue el hecho de tomarse en serio la idea moderna de la igual dad lo que determinó la entrada de Péguy en la política y en la literatura. ¿A qué nos comprometemos cuando vemos a nuestro semejante no ya sólo en un miembro de nuestra casta, sino en el ser humano como tal? A ostracizar el ostracismo. «Nosotros no admitimos que se rechace a ningún hombre de ninguna ciudad — escribe solemnemente el joven Péguy— , no admitimos que se dé con la puerta en las narices a nadie». Este «nosotros» es moder no y hasta ultramoderno en la medida en que no se contenta con rendir vasallaje a la evidencia central que imprime la sociedad democrática en la sensibilidad de sus miembros — ningún hom bre es por naturaleza algo distinto al hombre o menos que el hombre— , en la medida en que erige como escándalo supremo el exilio de ciertos hombres fuera del mundo humano. Y los hom bres, justamente en la medida en que son hombres, no coinciden nunca por completo con su yo vivo, son siempre más viejos que
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ellos mismos. Cerrar la puerta de la ciudad en las narices a los muertos también es traicionar la promesa moderna: «Las anti guas creencias, las antiguas religiones, las antiguas vidas, las antiguas culturas, las antiguas filosofías han proporcionado una herencia de sentimientos a los ciudadanos de la ciudad armo niosa. Asi, todos los fieles de todas las antiguas creencias, todos los fíeles y todos los santos de todas las antiguas religiones, todos los hombres de todas las antiguas vidas, todos los seres civilizados de todas las antiguas culturas, todos los sabios y todos los santos de todas las antiguas filosofías, todos los hom bres de todas las antiguas vidas, los helenos y los bárbaros, los judíos y los arios, los budistas y los cristianos se han converti do, sin desterrarse, en los ciudadanos de la ciudad armoniosa*. La novedad moderna ejerce entonces una atracción tan pode rosa sobre Péguy que elige espontáneamente desde su primera obra —M arcel ou la Cité harm on ieu se— la forma de la utopía. Ahora bien, lo que caracteriza a lo Nuevo de que se queda pren dado Péguy y cuyas posibilidades últimas explora, no es la desa parición de las huellas de lo Antiguo, sino su pluralidad presen te; no es la abrogación del pasado, sino el carácter retroactivo de la revolución igualitaria. Para decirlo con palabras de Michelet, uno de los grandes inspiradores de Péguy, la ciudad de la que nadie debe ser exiliado es «una ciudad común entre los vivos y los muertos». Sin embargo, constata Péguy en 1897, andamos muy lejos del objetivo. Y se hace socialista porque no todos los miembros de la especie humana poseen el derecho de ciudadanía. Eso signifi ca, de entrada, que el socialismo no es para él un coronamiento, un acabamiento, una apoteosis, sino un preliminar. No es tam poco una ambición materialista para la humanidad, es la revuel ta contra la condena de una parte de la humanidad a una vida exclusivamente material: «Mientras que a los miserables no se les
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saque de la miseria, no se plantean los problemas de la ciudada nía; sacar a los miserables de la miseria, sin excepción alguna, constituye el primer deber social, y antes de haber cumplido este deber ni siquiera se puede examinar cuál es el primer deber social». Para Péguy, no es la pobreza, sino la miseria lo que cons tituye un escándalo. La vida económica del pobre está garantiza da; a buen seguro, son muchas las comodidades a las que no puede acceder, pero es libre. Libre de levantar la cabeza, de mirar delante y detrás de él, de tener otras inquietudes que las del día de mañana, de sustraer una parte de su existencia a la intenden cia del existir, de deshacer el lazo del conatus essendi, de olvi darse de sí mismo. Los miserables, en cambio, no se olvidan de sí mismos. Les está vedada toda trascendencia. Tienen prohibido el acceso a toda tradición. Están sin saber qué hacer en la celda de la preocupación. Sometidos a sí mismos, colocados bajo la autoridad absoluta de sus cuerpos, no perciben ni entienden más que lo que las ansias de la necesidad les permiten percibir y entender. La perseverancia en el ser constituye el único horizon te de su ser. Según la magnífica fórmula de Camus en El p rim er hom bre, *la miseria es una fortaleza sin puente levadizo». No hay exterior para el hombre cuya existencia económica no está asegurada. No hay dato estable. Nunca se le presenta nada como una cosa: no capta del entorno más que lo que se le pre senta como eventual o posible presa de satisfacción. Como se ali menta para vivir y vive para alimentarse, queda engullido en un proceso cíclico, repetitivo, sin comienzo ni fin. *E1 miserable —escribe Péguy— no tiene más que un solo compartimento de vida y todo él está ocupado ahora por la miseria; no tiene más que un solo ámbito; y todo ese ámbito constituye irrevocablemente para él el ámbito de la miseria; su ámbito es el patio de una cár cel; mire donde mire, no ve más que la miseria; y puesto que la miseria sólo puede verse limitada evidentemente por la presencia
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al menos de una esperanza, como le está vedada toda esperanza, su miseria no tiene limitación alguna; es, literalmente, infinita». La vida en la miseria supone para los individuos la imposibilidad de despegarse de la especie, supone la sumisión uniformadora a las normas de lo biológico; es la vida sin más, no es nunca la vida de alguien. La vida necesita un mundo para llegar a ser vida indivi dual. El socialismo, según Péguy, responde a esta exigencia pre judicial: «Basta con que un solo hombre sea mantenido a sabien das, o lo que viene a ser lo mismo, sea abandonado a sabiendas en la miseria, para que el pacto cívico sea nulo en su totalidad; mientras que haya un hombre fuera, la puerta que se le ha cerra do en las narices será una puerta de injusticia y de odio». Abrir y hasta, si fuera necesario, forzar esta puerta a fin de que nadie permanezca exiliado en la miseria: ésa es la tarea que demanda Péguy. No se adhiere, en efecto, a una promesa de abu n d an cia («Cuando todo hombre cuente con lo necesario, con lo verdaderamente necesario, el pan y el libro, ya nos importará poco el reparto del lujo»), sino a una promesa de m em oria y a una promesa de ciu d ad an ía (cité). Péguy no aporta la solución definitiva del problema humano; reclama el acceso de todos a la condición humana y a sus problemas insolubles. Lejos de pre tender la unidad del pueblo, aspira al despliegue de su plurali dad constitutiva. «Cuanto más los frecuento —escribe Péguy en 1901— , más descubro que los hombres libres y los aconteci mientos libres son variados. Son los esclavos y las servidumbres y las esclavitudes los que no presentan variedad, o presentan menos. Las enfermedades, que son en cierto sentido servidum bres, presentan mucha menos variedad que los estados de salud. Cuando los hombres se liberan, cuando los esclavos se rebelan, cuando los enfermos se curan, por mucho que avancen en no sé qué unidad, avanzan en variaciones crecientes. [...] Los obreros aplastados por la fatiga están, en general, mucho más cerca de una
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cierta unidad. A medida que la revolución social libere a la huma nidad de las servidumbres económicas, los hombres estallarán en variedades inesperadas». Es la misma intratable fidelidad a la lógica moderna de la semejanza y de la desemejanza de todos los seres humanos la que convierte a Péguy en un ardiente partidario de Dreyfus. Para él, ocurre lo mismo con el -traidor por ser judío» de los antisemi tas que con la miseria social. El escándalo, en este caso, es, cier tamente, ideológico y no económico. Pero en ambos casos actúa el yugo de la reducción, queda borrada toda originalidad, reina el anonimato. Al hombre sometido a connotaciones de raza (racisé) se le hace imposible, como le ocurre al muerto de hambre, revelarse en su auténtico ser. Por otra parte, estos dos hombres no serán más que uno, cincuenta años después del Caso Dreyfus, en los campos de la muerte, pues es muy verdad que sólo la miseria absoluta puede despojar al ser humano de su singulari dad individual y de su semejanza con los otros hombres, de manera simultánea. Péguy, es cierto, renuncia bastante pronto a la utopía juvenil de una «república socialista universal». Levanta acta de la división de la humanidad en naciones y, frente al aumento de los peli gros, se inflama por la suya con una elocuencia que le atrae la simpatía de los enemigos de los partidarios de Dreyfus en un momento en el que éstos, aunque vencidos en el terreno judicial, ocupan la primera línea y dominan la vida intelectual. Sin embar go, Péguy les opone, quince años después del desencadena miento del Caso Dreyfus, un categórico rechazo: «Decíamos que una sola injusticia, un solo crimen, una sola desigualdad, sobre todo si ha sido registrada, confirmada, oficialmente, una sola inju ria a la humanidad, una sola injuria a la justicia y al derecho, sobre todo si es universal, legal, nacional, cómodamente acepta da, un solo crimen, rompe y basta para romper todo el contrato
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social, una sola felonía, un solo deshonor basta para perder el honor, para deshonrar a todo un pueblo». Péguy no emplea aquí el imperfecto más que para ponerlo mejor en presente. Persiste y firma, porque no renuncia a la exigencia de no cerrar la puerta en las narices a nadie: «Puedo publicar mañana por la mañana mis obras completas. No sólo no hay ni una sola coma de la que tenga que retractarme, sino ni siquiera una coma de que no pueda gloriarme». Por mucho que se haya espabilado y por mucho que se desdiga de los compromisos de su juventud con fiada, Péguy sigue fiel, en Notre jeunesse, a la religión de la humanidad y se niega de manera obstinada a transigir con los defensores antimodemos de la desemejanza insuperable de las naciones o de las razas. Su orgullosa declaración concuerda per fectamente con lo que escribía Émile Durkheim cuando el Caso Dreyfus estaba en su punto álgido: «Cualquiera que atente contra una vida humana, contra la libertad de un hombre, contra el honor de un hombre, nos inspira un sentimiento de horror aná logo en todo al que experimenta un creyente que ve profanar su ídolo». Y, sin embargo, Péguy no es menos antimodemo que Barrés, por ejemplo, o incluso Drumont. Ahora bien, lo que él denuncia, incansablemente, por su parte, no es la idea moderna de lo seme jante, sino el dogma moderno del progreso. Dogma central: los Modernos no habrían elegido esta denominación temporal si no vieran realizarse a la Razón en la Historia. Y los socialistas con temporáneos de Péguy estaban tan fascinados por este grandio so espectáculo que se negaron a comprometerse durante mucho tiempo (y algunos de ellos hasta el final) en favor del capitán Dreyfus. En efecto, seguros de que el devenir, bajo la forma de la lucha de clases, era portador del Bien, dedujeron que un bur gués juzgado por los burgueses era un asunto burgués, o, de un modo todavía más lógico, que como la justicia burguesa no tenía
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razones para mostrarse injusta más que con los proletarios, Dreyfus debía ser culpable del crimen del que se le había acusado. Y es que el progreso es un programa. Y el caso Dreyfus no estaba en el programa de los progresistas: «¡Qué lástima que este hombre haya planteado un caso tan malhadado! La Revolución social había sido preparada siguiendo las reglas comunes, y mira por dónde este capitán, un burgués, era lo suficiente impruden te como para plantear un caso, no un caso cómodo, portátil, y tal como lo prevén los profetas, sino un caso como nunca se había planteado en la historia del mundo. A los profetas no les gusta lo real que excede toda profecía». Ahora bien, constata Péguy, lo real que excede toda profecía es la definición misma de acontecimiento. Ya se trate de la epo peya del progreso o del drama de la decadencia, ninguna dispo sición narrativa de la historia puede impedir que haya aconteci mientos: ésa es, para él, la gran lección metafísica del Caso Dreyfus. El guión de un traslado gradual de los atributos divinos de omnisciencia y omnipotencia al hombre se hunde bajo el impacto y lo que nos viene entonces a la mente es que «todo es inmenso excepto el saber; sobre todo que debemos esperar todo, que todo llega, que basta con tener un buen estómago». Esta misma idea inspira a Péguy el proyecto de un p eriód ico que diría «tontamente la verdad tonta, aburridamente la verdad aburrida, tristemente la verdad triste». Este sueño del periódico verdadero no se realizará nunca. Sin embargo, al decidir trabajar, con la creación de los C uadernos d e la qu in cen a, en las «miserias del presente» y escribir, no obras, sino artículos inmensos, Péguy se convertirá, de alguna manera, en periodista. Periodista-filósofo, periodista por decisión filosófica, periodista para resistir la tenta ción común a la mayoría de los filósofos (y de los periodistas) de sentarse sobre las verdades de hecho que se permiten contrade cir sus grandes relatos. Periodista porque «el mundo tiene más
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recursos que nosotros», periodista para ir en contra de la inclina ción moderna a la obliteración de la finitud, periodista para des hinchar el globo de tripa del Hombre-Dios; periodista, en una palabra, para impedir que, en el conflicto entre sistema y reali dad, sea la realidad la que ceda ante el sistema. Lo que caracteriza a los modernos, dice aún Péguy, es que se h acen los interesantes. Saben a qué atenerse. Nunca se les coge desprevenidos. Tienen respuesta para todo. El sol de su inteli gencia disipa la oscuridad de los asuntos humanos. Convencidos de la identidad de lo real y de lo racional, dominan desde arriba y contemplan la creación. Ahora bien, esta visión progresista de una totalidad en movimiento no es más que la extensión abusiva de los avances de la ciencia a la marcha de la humanidad. Abusiva, en efecto, pues insiste Péguy: «La humanidad superará los primeros dirigibles como superó las primeras locomotoras. Superará a M. Santos-Dumont como superó a Stephenson. Tras la telefotografía, inventará constantemente grafías, scopias y fonías, que no serán menos tele las unas que las otras, y se podrá dar la vuelta a la tierra en menos que nada. Sin embargo, todo esto no tiene que ver más que con la tierra temporal. Y hasta se podrá entrar en su interior y traspasarla de una punta a otra como hago con esta bola de arcilla. Pero siempre se tratará de esta tierra car nal. Y no se ve que jamás ningún hombre, ni humanidad alguna, pueda enorgullecerse de manera inteligente, en cierto sentido, que es el bueno, de haber superado a Platón». La humanidad, es cierto, acumula sus proezas. No se queda inmóvil. Se desarrolla, se supera, progresa constantemente hacia un dominio cada vez mayor. En contra de Platón, que buscaba la verdad del ser, la humanidad pronuncia su operabilidad, su manipulabilidad, su plasticidad y lo traspasa triunfalmente de una parte a otra «como hago yo con esta bola de arcilla». Tal vez haya en ello algo de lo que alegrarse, pero, aun sin excluir la posibilidad de
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caer en el olvido fatal de la distinción entre dominio y libertad, dominio y pensamiento, dominio y felicidad, no hay verdadera mente nada de lo que podamos sentimos orgullosos. ¿Qué aportan, en efecto, las invenciones, no menos tele las unas que las otras, cuya oleada anunciaba Péguy, con una pres ciencia extraordinaria, en 19071 Hacen ver todo lo que se ve y creer que lo que no se ve no existe. Sirven a domicilio y para consumo instantáneo un mundo carente de opacidad y profun didad. Ponen fuera de juego las mediaciones. Evitan pasar a la aprehensión de las cosas por la profundízación de la lengua. Reemplazan la búsqueda paciente del sentido por la puesta a dis posición de los datos, de manera inmediata. Eliminan, invenci blemente, las fronteras, las formas, los intervalos y todos los obs táculos a la promiscuidad humana. Arrancan los hechos a su propio tiempo y a su propio espacio, para propulsarlos al espa cio-tiempo de la actualidad perpetua, algo que Lipovetsky llama con toda justicia «el imperio de lo efímero». Todo es tele en la edad de la tele. La presencia se vuelve tele presencia; la realidad, tele-realidad; el trabajo, tele-trabajo; el lejano, tele-próximo; la compasión, téléthon*; la libertad, tele-libertad, es decir, impaciencia, capricho, bulimia del que practica el zapping; la igualdad, por fin, tele-igualdad, es decir, equivalencia generalizada y licuefacción de las diferencias entre lo Mismo y lo Otro, lo privado y lo público, el arte y la cháchara en el océano audiovisual. ¿Es preciso ser moderno? A esta pregunta, suscitada por una confidencia inesperada de Barthes, nos hacen responder Arendt y Péguy con otra pregunta: ¿cómo no ser antimodemo, cuando uno está ligado a la promesa moderna de no dejar a nadie a la puerta del mundo heredado? * Organismo que se ocupa de las enfermedades genéticas raras y neuromusculares. Se ha extendido por diferentes países europeos. Para más informa ción entrar en http://www.telethon.ch/fr-ch/defaut/accueil.html (ndt).
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Obras consultadas
Obras consultadas Roland Barthes, CEuvres completes, Seuil, 2002. Roland Barthes, La P réparation du rom án, I y II, Seuil, IMEC, 2003 (trad. esp.: La p rep aración d e la novela. Notas d e cursos y sem in arios en e l Collége d e France, 1978-1979y 1979-1980, Siglo XXI Editores, Buenos Aires 2005). Pico de la Mirándola, CEuvres philosophiques, PUF, 1993 (trad. esp.: D e la dig n id ad d el hom bre) Editora Nacional, Madrid 1984). Emst Cassirer, IndiiHdu et Cosmos dan s la philosophie d e la R en aissan ce, Les éditions de Minuit, 1983 (trad. esp.: Individuo y cosm os en la filo so fía d el R enacim iento, Emecé, Buenos Aires, 1951). Michel Foucault, Dits et Écrits, III, Gallimard 1994. Hermann Broch, Les Som nam bules, Gallimard, 1982 (trad. esp.: Los sonám bulos, Lumen, Barcelona 1986). Odo Marquard, Des difficü ltés avec la philosophie d e l ’histoire, Maison des Sciences de l’homme, París 2002. Jean-Paul Sartre, Les Mots, Gallimard, 1964 (trad. esp.: Las p a la bras, Alianza Editorial, Madrid 19952). Denys Riout, Q u’e st-ce qu e l ’art m odem eP, Gallimard, 2000. Emest Renán, L ’A venir de la Science, GF-Flammarion, 1995. Vassili Grossman, Vie et Destín, Julliard/L’Áge d’homme, 1983 (trad. esp.: Vida y destino, Seix Barral, Barcelona 1985). Michel Foucault, Les Mots et les Choses, une arch éolog ie des Scien ces hum aines, Gallimard, 1966 (trad. esp.: Las p a la b ra s y las cosas, Planeta-De Agostini, Barcelona 1985). Emmanuel Levinas, D ifficile liberté, Albin-Michel, 1960 (trad. esp.: D ifícil libertad, Caparrós, Madrid 1994). Jules Michelet, La Cité des vivants et des morís, P réfaces et introduction, Belin, 2002.
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SEGUNDA LECCIÓN
LAS DOS CULTURAS
INTRODUCCIÓN
El físico y novelista Charles Percy Snow pronunció en 1959 una conferencia en Cambridge que tuvo una enorme resonancia. «Me parece — afirmaba de entrada— que la vida intelectual de la sociedad occidental tiende cada vez más a escindirse en dos gru pos distintos, cada uno con su polo de atracción. [...] En un polo tenemos a los intelectuales literarios que empezaron a calificarse un buen día, en secreto, de ‘intelectuales’ sin más, como si fue ran los únicos que tienen derecho a esta apelación. En el otro, los científicos, entre los que los físicos son los más representati vos. Entre ambos, un abismo de mutua incomprensión, una incomprensión teñida a veces, especialmente entre los jóvenes, de hostilidad o de antipatía». Snow, apoyado en su doble experiencia de científico y de escritor, sustituía el cuadro edificante de una vida del espíritu ciertamente arborescente en virtud de su especialización, aunque de una sola pieza, por el angustioso espectáculo del pensamien to dislocado. A partir de entonces se hizo imposible englobar las Letras y las Ciencias en una bella totalidad llamada cultura. Ésta, constataba Snow, ya no se declina en singular. Hay dos culturas. Dos culturas, es decir, no simplemente dos miradas sobre el mundo, dos ramas de la formación humana, dos acercamientos
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diferentes y complementarios, sino dos mundos emanados de dos tipos de investigación, dos humanidades que no se comu nican, que se ignoran, que se miran de arriba abajo; dos colec tividades separadas por un muro de desconfianza, dos maneras de habitar el tiempo, dos sensibilidades, dos intelectos antago nistas y que hablan lenguas extranjeras entre ellos: «Las actitu des de uno de los dos polos se vuelven las antiactitudes del otro. Si los científicos llevan el futuro en la sangre, la cultura tra dicional, por su parte, intentando ignorar este futuro, reacciona como si no existiera-. Así hablaba Charles Percy Snow a media dos del siglo XX. Y la polémica abierta por estas palabras duras todavía no se ha cerrado. Por mi parte, no deseo aquí ni pro seguirla ni darle largas con unas buenas palabras reconfortan tes. Y es que Snow ha dado en el blanco: la ruptura de que habla es real. En consecuencia, tendremos que empezar por preguntarnos cuándo, cómo y por qué apareció este cisma en el pensamiento occidental.
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Capítulo I EL LIBERALISMO DE LOS ANTIGUOS
Tal como subraya Hannah Arendt, «la palabra y el concepto de cultura son de origen romano». Cultura deriva de colere, y tanto el verbo como el sustantivo remiten al «comercio del hombre con la naturaleza». Designan el cuidado de los campos, del huerto, del ganado. La cultura fue, primero, la agricultura, y su sentido se extendió por metáfora. «No todos los campos que se cultivan dan frutos —escribe Cicerón— . Tampoco todos los espíritus cultiva dos dan frutos. Y para atenerme a la misma imagen, un campo, por muy fértil que sea, no puede ser productivo sin cultivo, y lo mismo ocurre con el alma sin enseñanza, pues es una gran ver dad que cada uno de los dos factores de la producción se mues tra impotente sin el otro. Pues bien, el cultivo del alma es la filo sofía, ella es la que arranca los vicios de raíz, prepara las almas para recibir las semillas y les confía, yo diría que siembra en ella, eso que tras haber madurado dará las más ricas cosechas». ¿Y qué es la filosofía? Precisamente la respuesta a la cuestión: ¿qué es? Mientras el Bien se identificaba con la tradición o la cos tumbre, no se planteaba esta cuestión. Encontraba su respuesta, antes incluso de plantearla, por medio de la voz de la autoridad. «La filosofía — recuerda Léo Strauss— abandona lo que es ances tral en pro de lo que es bueno, de lo que es bueno en sí, de lo
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que es bueno por naturaleza». Es la búsqueda de la ciencia del Todo, el esfuerzo por alcanzar la verdad sobre las cuestiones más importantes. Ahora bien, la investigación de las cosas primeras requiere una larga preparación. Es imposible quemar las etapas y llegar a ser filósofo inmediatamente. Es menester practicar una ascesis antes de la ascesis. Sólo un espíritu ya cultivado puede pretender esta cultura. Desde la Antigüedad hasta la Edad Media, corres pondió a las artes liberales ejercitar a las inteligencias. Se llama ba entonces artes liberales a las artes que, a diferencia de las artes mecánicas, no movilizaban el cuerpo. La historia de la agricultu ra se desarrolla de nuevo en la cultura, pero el hombre estudio so escapa a la maldición del trabajo que se abate sobre el cam pesino. El hombre estudioso, libre, no de vivir como él lo entiende, sino de la fatiga y del afán de una vida de labor, cono ce el ocio de pensar. Aristóteles dice esto de un modo magnífico en las primeras páginas de su M etafísica: «Por consiguiente, si los primeros filósofos filosofaron para librarse de la ignorancia, es evidente que se consagraron a la ciencia para saber, y no por miras de utilidad. El hecho mismo lo prueba, puesto que casi todas las artes que tienen relación con las necesidades, con el bienestar y con los placeres de la vida, eran ya conocidas cuan do se comenzaron las indagaciones y las explicaciones de este género». Este primado de la contemplación desinteresada ha dejado el sitio, en nuestros días, a otra acepción completamente distinta del liberalismo. Se llama ahora liberal a la doctrina realista que no asigna otros fines a la vida humana más que el interés, es decir, la perseverancia vital y la búsqueda metódica de todo lo que pueda reforzarla. La libertad que promete y promueve este libe ralismo es el derecho a vacar tranquila (y febrilmente) a nuestros propios asuntos, no la posibilidad de desprendernos de ellos
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para progresar por el camino de la verdad. Mientras que en 1420 era natural que un rico burgués veneciano estipulara en su testa mento que sus hijos debían estudiar liberaliter «los autores, la lógica y la filosofía» antes de consagrarse a la profesión de comer ciante y sólo de comerciante, el régimen liberal bajo el que vivi mos no conoce más que lo útil y se dedica a eliminar todo lo que se opone a su afirmación. La nobleza del bienvivir se ha vuelto hacia la pasión universal del bienestar, y la superioridad del cui dado del alma se diluye en la libre determinación de los medios para conservarse, una materia en la que cada uno es el mejor juez para sí mismo. Lo que no significa la desaparición pura y simple de la educación liberal. El cardenal Newman la definía aún, en el siglo XIX, como «el aprendizaje por el que la inteligencia, en vez de ser formada o ser sacrificada a un fin particular o accidental, un oficio o una profesión, unos estudios o una ciencia específi ca, se disciplina para ella misma, para la percepción de sus pro pios objetos». Y este ideal antiguo intenta perpetuarse hoy, sea como sea, en el mundo moderno de la economía con el nombre de cultura gen eral. En la Edad Media, las artes que constituían la educación libe ral eran siete y estaban divididas en dos grandes categorías: el trivium y el quadrivium . Las tres disciplinas que componían el triviutn eran la gramática, la dialéctica y la retórica. G ram m a significa, en griego, letra, y la primera de las artes liberales con sistía en el estudio de la lengua: declinación de los sustantivos, conjugación de los verbos, acentos, sílabas con sus diferentes cantidades. Formaban parte asimismo de la gram ática la estilísti ca y la métrica, así como el conocimiento empírico de los auto res y la exégesis de sus obras. Así lo escribió san Agustín, el pri mero en formular la idea de un ciclo de siete artes liberales cerrado sobre sí mismo: «Todo lo que siendo digno de ser recor dado era confiado a la memoria, pertenecía a su ámbito».
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Como gram m a significa letra, los romanos tradujeron gram m atica por literatura: el litteratus todavía no era el literato, pero sí era ya el letrado, el erudito que conocía las leyes del lenguaje y de la expresión, y alimentaba la frecuentación de los poetas. La dialéctica, segunda disciplina del trivium, era el arte de razonar, de formar silogismos. Y como esta técnica, por muy rigu rosa que fuera, no podía subyugar, por sí sola, a un público incul to e indócil, la magna taxonomía de la palabra se completaba con un tercer arte: el arte de persuadir. Bajo el nombre de retórica se reunía el conjunto de las reglas cuya puesta en práctica permi tía convencer o conmover a los oyentes de un discurso. Como recuerda Barthes en un apunte precioso, la retórica incluía tres operaciones principales: la inventio (encontrar lo que se iba a decir), la dispositio (ordenar lo encontrado) y la elocu tio (aña dir el adorno de las palabras, de las figuras). Sin embargo, la retórica — encajonada entre una gramática y una dialéctica igualmente ambiciosas— se vio confinada muy pronto al estu dio de la elocu tio. Las tres artes del lenguaje constituían las puertas por las que era preciso pasar para alcanzar el nivel matemático del qu adrilAum: la música, la aritmética, la geometría y la astronomía. ¿Por qué la música? Porque es el arte de combinar los sonidos según unas reglas: las de la medida, la armonía, el ritmo, es decir, del núm ero. Son los números los que hacen bella una serie de soni dos. Escuchemos una vez más a san Agustín: «En este cuarto grado, ya sea en los ritmos, ya sea en la misma modulación, la Razón comprendía que los números reinaban y daban su perfec ción al Todo. Examinó de modo atento de qué género eran. Descubrió que eran divinos y eternos, sobre todo al constatar que con su ayuda había tejido ella todo lo que precede. Y a partir de ahora se le hacía penoso soportar que todo su esplendor y sere nidad estuviera manchado por la materia corporal de los sonidos».
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Apartada así de las cosas terrestres, la Razón podía acceder entonces al estudio aritmético del número en sí y, a continuación, con la geometría y la astronomía, a la contemplación de las for mas puras. Así, pues, la distinción entre Letras y Ciencias es tan vieja como el Occidente grecorromano: por un lado, las reglas del len guaje; por otro, los teoremas matemáticos. Había ya dos culturas entre los Antiguos. Sin embargo, no se oponían, sino que se suce dían. No se hacían la competencia, sino que estaban coordinadas. Reinaba entonces un orden escalar, y no la violencia disyuntiva del «o bien... o bien». Era la misma inteligencia la que se ejercita ba a través de los dos grandes ciclos de la educación y proseguía, del uno al otro, su marcha ascensional. Dicho de otro modo, no existía hiato alguno entre la letra y el número, no había entre ellos ninguna discontinuidad, ningún antagonismo, sino una sabia y rigurosa gradación que debía conducir al espíritu, según el D e m agistro de san Agustín, «a amar el ardor y el esplendor de ese mundo lejano donde se encuentra la vida feliz». P er corporalia a d in corporalia: desde las cosas terrestres a las realidades inmateriales — ésa era la vía— . Aprender era, para el hombre libre, liberarse más, desprenderse de su corporeidad, liberarse, en la medida en que era posible, tanto de su ganga car nal como de su situación en el tiempo y en el espacio. Por eso, el estudio de las disciplinas liberales no constituía un fin en sí mismo. Para los griegos y para los romanos, constituían una pro pedéutica para la filosofía: «Nosotros no debemos estudiar las artes liberales, sino haberlas estudiado», decía Séneca de manera soberbia. Ésta se vuelve en la Edad Media una cultura preparato ria para la teología: «El orden de estas siete disciplinas seculares fue conducido por los filósofos hasta los astros, a fin de despren der de las cosas terrestres a las almas entregadas a la sabiduría del cielo y establecerlas en la contemplación de las realidades de lo
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alto», escribía Isidoro de Sevilla en el siglo VI de nuestra era. La misma separación metafísica entre el más allá y el más acá, que insertaba a las matemáticas en una línea de continuidad con las artes del lenguaje, permitía a la teología presentarse no como una anticiencia o como una antifilosofía, sino como la ciencia sagra da, la ciencia suprema, la ciencia de las cosas divinas, en pocas palabras: como el tipo de actividad intelectual más elevado que pudiera presentarse al alma humana. -Las reglas de la dialéctica son necesarias, y no es posible elucidar las cuestiones más pro fundas de la Santa Trinidad más que recurriendo a la sutilidad de las categorías», afirmaba Alcuino, el maestro de Carlomagno, y uno de los primeros teóricos de la educación medieval.
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Capítulo II EL RENACIMIENTO O EL DESTRONAMIENTO DE LA MUERTE
Montaigne cita a los Antiguos de manera abundante en sus Ensayos, comenta sus aforismos, confronta su vida y su pensa miento con sus grandes ejemplos. Sin embargo, como los otros renacentistas, se desmarca de ellos en lo esencial, es decir, en la cuestión del punto final. «Toda la vida de los filósofos es una meditación sobre la muerte (tota philosophorum vita com m entatio mortis est>, dice Cicerón citando a Platón. Montaigne le res ponde sin descomponerse: «Pero yo opino que es más bien el tér mino (bout) que no la meta (but) de la vida; es su fin, su extremo (extrem ité), y no su objeto ( object> (Essais, /Z7, XII: 1028)». El térm ino (bou t) y no la m eta (but): sin dar la impresión de tocarla, este juego de palabras da la vuelta a la metafísica. A la ataraxia del filósofo, a la inmovilidad que reivindica, a la estabi lidad, a la paz, a la quietud contemplativa que dice perseguir, a su desprecio por las realidades «transitorias y mundanas», al pro ceso que emprende contra el cuerpo y contra su visión del tiem po como imagen decaída de la eternidad, Montaigne opone las mil solicitaciones que se presentan a un espíritu cambiante y pro saico. Montaigne no es un hombre de pensamientos elevados, sino de detalles materiales y de hechos que indican la inestabili dad radical de las cosas. Toma partido, deliberadamente, por lo
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trivial, lo efímero, lo contingente; su musa acoge con gusto todo lo que rechaza la musa de la filosofía, y se divierte humillando tanto a la Sabiduría como al Poder llamándolos al orden de lo prosaico: «Los reyes y los filósofos hacen de vientre, y también las damas». Montaigne es el antisócrates. El maestro de Platón sabia que los filósofos beben, comen, estornudan y cagan, y, por esa misma razón, proclamaba la afinidad de la muerte y de la filosofía. Morir, según Sócrates, no era perder la vida, era perder el cuerpo. ¡Buen viaje! La muerte consigue el objetivo al que aspira el filósofo. En efecto, si éste pretende contemplar la verdad en todo su esplen dor, debe hacer callar, imperativamente, sus ruidos estomacales y recusar el testimonio de sus sentidos. Dicho de otro modo, debe aprender a morir, es decir, no sólo a prepararse para el instante fatal, a dominar su miedo a la aniquilación, sino algo mucho más profundo, a liberarse de las penas y de los placeres que traban la actividad mental y, según la fórmula del oráculo de Delfos para cuando le preguntaban lo que es preciso hacer para acceder a la vida mejor: «Volverse del color de los muertos». El m em ento m orí socrático es, por consiguiente, más que una escuela de valor. Es una inversión total de la perspectiva. Eso que la gente toma por la muerte, la ve Sócrates como la vida liberada de su prisión car nal y devuelta, por fin, a sí misma. Y no se deja impresionar nunca por las evidencias del sentido común. Ni siquiera la inmi nencia de su propio tránsito vence su idea de la razón como des prendimiento de la existencia sensible. Sócrates se había ejercita do demasiado tiempo en percibir sin órganos como para lamentar la próxima desaparición de éstos. Por consiguiente, en el momento en que va a tomar la cicuta, consuela, sin temblar, a sus discípulos, que se muestran inquietos, y algunos de ellos, hasta aplastados por el dolor. «Estar muerto es esto: el cuerpo, apartado del alma y separado de ella, se ha aislado en sí mismo;
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el alma, por su lado, apartada del cuerpo y separada de él, se ha aislado en sí misma». Ahora bien, ¿se dirigen las preocupaciones del filósofo a lo que concierne al cuerpo? No, se dirigen hacia el alma, que, volviéndose ella misma hacia la verdad, no tiene más que un deseo: enviar a paseo el cuerpo. Y es que éste la turba, la estorba, la engaña. Ve con toda claridad que mientras esté unida a esta cosa mala, no podrá poseer de manera suficiente el objeto de su deseo. Le es imposible conocer nada de modo puro mientras esté unida al cuerpo. El filósofo acepta, por consiguien te, con tanta más filosofía el divorcio final, dado que filosofar es aprender a divorciarse. «Ningún hombre duda de que la única ocupación de cualquiera que se adhiera a la filosofía en el senti do correcto del término es morir y estar muerto». Si es así, dice Sócrates al discípulo sumido en el llanto, «reconocerás que sería absurdo no perseguir durante toda nuestra vida otra meta más que ésta y, cuando se presente la muerte, sería absurdo rebelar se contra algo que perseguíamos y practicábamos desde hace tanto tiempo». A este silogismo impecable e impasible replica Montaigne que ■la vida debe ser para sí misma, su perspectiva, su designio» y que «su recto estudio es regularse, conducirse, sufrirse». Y esta res puesta dirigida al filósofo vale también para el teólogo. Éste, en efecto, ha puesto su domicilio en la metafísica edificada por aquél, y profesa que la verdad del mundo es caduca, que lo que parece agradable no es más que fealdad, que lo gracioso es vil, que lo que hoy resplandece se apagará mañana. «Quien ama a Cristo no puede apreciar este mundo. Nada de lo que brilla en el universo debe tener valor para él», se lee en las recopilaciones de textos de la enseñanza escolástica. Así, pues, al decir que el final no es más que el extremo y no puede ser erigido en meta o en modelo, Montaigne retira su au ra a la muerte. Y lo que se enuncia en su insolencia es la novedad
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metafísica del Renacimiento. ¿Por qué metafísica? Porque el con flicto, antes de versar sobre los valores, versa sobre el ser en su totalidad. ¿Qué es lo que hay? La vida en la tierra, afirma Montaigne. Esta respuesta contradice al platonismo en sus dos versiones: teorética y teológica. Aparece una figura inédita: la de un filósofo «impremeditado y fortuito* y para el que la cuestión no es ejercitarse para la muerte, sino «saber gozar lealmente de su ser». La alta meditación ya no eleva el alma por encima del mundo concreto de las cosas humanas. Al contrario, la hunde en la trama de los días mortales. No despide al cuerpo, sino que denuncia su repudio: «Quieren ponerse fuera de sí y escapar al hombre. Es una locura; en vez de transformarse en ángeles, se transforman en bestias; en vez de elevarse, se rebajan. Esos humores trascendentes me horrorizan como los lugares elevados e inaccesibles*. Esta lucha con el Ángel da una orientación completamente distinta a la escuela y un sentido absolutamente diferente a las artes liberales. Estas disciplinas ya no están encargadas de liberar, progresivamente, a los hombres d el mundo humano, sino de libe rarlos justamente p a ra este mundo. Studia hum anitatis: lo que se descubre más allá de la esfera de lo útil no es el divino espec táculo del cosmos o la gloria invisible de lo divino, sino «la forma completa de la condición humana». A partir de ese momento, las Letras cambian de estatuto. Ya no ocupan la parte baja de la esca la. Para dejar de ser perniciosas necesitaban aceptar ser subalter nas. En adelante, valen por sí mismas. La Edad Media las vigila ba; el Renacimiento las consagra. San Agustín se reprochaba haber ignorado el verdadero amor llorando por las desgracias de Dido, Léon Battista Alberti rehabilita estas lágrimas y les confiere un alcance educativo: «Vosotros, jóvenes, conceded un gran espacio al estudio de las Letras; sed asiduos a ellas, deteneos a conocer las cosas pasadas y dignas de recuerdo, aplicaos a comprender los
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recuerdos mejores y más útiles, cobrad gusto a alimentar el espí ritu con amables sentencias, a adornar vuestra alma con las ves tiduras más espléndidas, buscad, en el uso civil, mostraros abun dantes en delicadezas, ingeniáoslas para conocer las cosas humanas y divinas, las cuales están en perfecto acuerdo con las Letras. No hay conjunción de voces y de cantos cuya suavidad y consonancia puedan igualar la armoniosa simplicidad y la ele gancia de un verso de Homero, de Virgilio o de cualquier otro gran poeta». Con todo, esta revalorización de las Letras no supone un golpe de Estado. Las otras disciplinas liberales siguen ocupan do un puesto de honor. Gargantúa aconseja afectuosamente a su hijo Pantagruel, que se ha marchado a París para completar su formación, que prosiga el estudio de la geometría, de la arit mética, de la música y de la astronomía, además de todas las lenguas — la griega, la latina, la hebrea, la arábiga— , que debe conocer perfectamente. Sin embargo, el clima ya no es el mismo. Allí donde hacía estragos la antinomia del alma y del cuerpo, reina ahora la continuidad golosa, gargantuesca de todos los apetitos. Basta de ascesis; la cu riosid ad destrona a la con tem plación , y esta curiosidad es inextinguible «pues hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, que las que puede soñar vuestra filosofía». La cultura liberal se consagra con el mismo ardor a todos los aspectos de la vida. Nada real le pare ce indigno de ocupar su atención. Esta atención la quiere simul táneamente y sin jerarquía científica ni literaria, como lo atesti gua la fa b u lo sa carrera de Leonardo de Vinci. Escuchemos a Paul Valéry: «Hubo una vez Alguien que podía mirar el mismo espectáculo o el mismo objeto tan pronto como si lo hubiera mirado un pintor y tan pronto como naturalista; tan pronto como un físico y otras veces como un poeta; y ninguna de estas miradas era superficial».
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H ubo una vez: el pretérito indefinido ancla esta vida singular en la realidad histórica, mientras que la fórmula lo sitúa en el uni verso inaccesible de los cuentos y leyendas. La grandeza de Leonardo no se repetirá. Este Alguien se quedará sin posteridad. Nadie evolucionará jamás con la misma facilidad soberana en todo el espacio del poder del espíritu. Habrá, por supuesto, genios y hombres imprevisibles, pero cabe prever, con toda cer teza, que ya no habrá nunca más nadie que sea capaz de pasar de la pintura a la filosofía, de la filosofía a la anatomía, de la ana tomía a la óptica, de la óptica a la hidráulica, hacer canales, cons truir puentes, poner esclusas, inventar máquinas y, a la vez, crear obras bellas. Este never ag ain se debe, sin duda, a la ineluctable división del trabajo y a la entrada de la ciencia en la edad de la investigación, es decir, de la especialización. Sin embargo, yendo más al fondo, se debe a la querella moderna de las miradas y a una fractura del ser no menos crucial, no menos decisiva que la antigua oposición entre el alma y el cuerpo.
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Capítulo III GALILEO: Y TO DO LO DEMÁS SE VUELVE LITERATURA
Es el 22 de junio de 1633: Galileo comparece en Roma, en el salón del convento de los dominicos de Santa Maña sopra Minerva, ante la Congregación del Santo Oficio solemnemente reunida. Acaban de leerle la sentencia: prohibición del D iálogo sobre los dos sistem as d el m undo, su manifiesto copemicano, y condena, en principio, a la pena de prisión, a discreción del Santo Oficio, así como a ciertas penitencias saludables (es decir, a recitar una vez por semana, durante tres años, los siete salmos penitenciales), el Santo Oficio se reserva «la facultad de moderar, cambiar o suprimir total o parcialmente las susodichas penas y penitencias». Galileo, de rodillas, realiza entonces, en voz alta e inteligible, la siguiente declaración: «Yo, Galileo Galilei, hijo del fallecido Vicenzo Galilei, de Florencia, mi ciudad, de setenta años, constituido personalmente en juicio y arrodillado delante de vosotros Eminentes y Reverendísimos Cardenales, inquisido res generales en toda la República Cristiana contra la maldad herética. Teniendo delante de mis ojos los sacrosantos Evangelios, los cuales toco con mis propias manos, juro que siempre creí, creo ahora, y con la ayuda de Dios creeré para el futuro, todo aquello que afirma, predica y enseña la Santa Iglesia Católica Apostólica». El Santo Oficio ya le había intimado de
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manera oficial, en l6 l6 , la orden de abandonar el heliocentrismo, una doctrina contraria al Evangelio. Galileo se obstinó. Ahora se arrepiente: -deseando quitar de la mente de Vuestras Eminencias y de todo fiel cristiano esa vehemente sospecha, razonablemen te concebida contra mí, con corazón sincero y fe no fingida abju ro, maldigo y detesto dichos errores y herejías, y generalmente cualquier otro error, herejía o secta contrarios a la Santa Iglesia». Una tradición popular inverificable, aunque significativa, cuenta que después de haber abjurado, Galileo, al levantarse, habría gol peado la tierra con el pie, clamando: «Eppur si muove- (y, sin embargo, se mueve...). Dicho de otro modo: no se puede abolir la realidad por decreto. Aunque las leyes humanas se apoyen sobre la ley divina, nada pueden contra las de la ciencia. Por muy majestuosa o estruendosa que sea, la represión carece de efecto sobre las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas. Las llamas quemaron el cuerpo del hereje Giordano Bruno, pero no su herejía. Esta abjuración solemne, abjurada ella misma en un murmu llo, es lo que la memoria de los hombres ha retenido de la vida de Galileo. La escena, en efecto, ilustra a las mil maravillas la per secución infame, y a fin de cuentas estéril, de la Razón que tra baja por el oscurantismo del Dogma. Sin embargo, hemos de lan zar nuestra mirada más lejos. La imagen es hermosa, instructiva, edificante incluso en su ambigüedad («Desdichado el país que necesita héroes», hace decir Brecht a Galileo en la pieza que le dedicó), pero se trata también de una imagen perezosa y reductora. Galileo no se contentó con desmentir un artículo de fe, dio el golpe de gracia a la concepción de la cultura del espíritu y de la vida en la tierra, que, a través de las artes liberales, había lega do la Antigüedad a la Edad Media. Bajo el espectacular conflicto entre el saber y la religión, tuvo lugar otra batalla no menos deci siva: oponía el pensamiento de Galileo al pensamiento tal como
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lo practicaban los Antiguos. Lo que se produjo, pues, con el caso Galileo, fue mucho más que un endurecimiento de la Iglesia: fue la victoria de la ciencia como acción sobre la ciencia como con templación, de la razón como experimentación sobre la razón como experiencia, de la cultura como m étodo sobre la cultura como ascesis. El hereje es también un disidente. Y lo que dice no es más aceptable para el filósofo clásico que para el teólogo. Tanto la Razón como la Revelación salen conmocionadas por estas palabras revolucionarias: *El Universo está escrito en el len guaje de las matemáticas y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente impo sible entender una sola de sus palabras. Sin ese lenguaje, nave gamos en un oscuro laberinto». También Platón elogiaba las matemáticas. Mas, para él, sólo había ciencia de lo eterno y de lo necesario. Lo empírico, corrup tible y contingente, se mostraba rebelde a la matematización. La ciencia galileana, por el contrario, deja de tener intereses comu nes con lo eterno: lo empírico se convierte en su objeto. Es el Todo que se debe leer como un libro de matemáticas. La orien tación de la mirada cambia, y hasta se invierte, desde Platón a Galileo. Las figuras geométricas elevaban el alma por encima del mundo terrestre y la introducían en el clima austero de la reali dad suprasensible. Esas figuras traen al hombre de nuevo a la tie rra. O más bien, ponen la tierra y el cielo a l m ism o nivel d e ser. La desigualdad entre el mundo sublunar imperfecto y la perfec ción matemática del mundo astral desaparece. Ya no hay más que cuerpos celestes. La realidad es de una sola pieza. El universo es una túnica sin costura. Lo vemos: Galileo propone nada menos que una tesis general sobre el ser y una reforma del entendimiento. Con él nace un nuevo concepto de la ciencia y una nueva aprehensión del mundo. Galileo, como ha mostrado Alexandre Koyré, sustituye la
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idea de cosm os, es decir, de un Todo finito y bien ordenado en el que la estructura espacial encama una jerarquía de valores, por la visión de un universo indefinido y hasta infinito, que ya no comporta ninguna jerarquía natural, gobernado por las mismas leyes universales. A partir de Galileo, el libro de la naturaleza deja de ser un libro. El mensajero de las estrellas recurre a la palabra «libro» cuando en realidad es él mismo quien lo cierra. La metáfora libresca se empleaba para expresar que el sentido de las realida des naturales consistía en remitir a su complemento espiritual, que la tierra clamaba la gloria de los Cielos, que el mundo sen sible no existía más que en la muy débil medida en que refleja ba algo del esplendor divino, en la medida en que era símbolo de éste. Con Galileo se cierra la edad sim bólica, ésta no sigue más que en los poetas y en la modalidad nostálgica del «ya lo sé, pero a pesar de todo». La naturaleza ha dejado de ser «un templo donde pilares vivos dejan escapar a veces palabras confusas»; se abre la edad operatoria. El espacio es un campo de fuerzas. El hombre pasa en él a través de bosques silenciosos, unos bosques que observa con mirada desprendida. Ni huella, ni símbolo, ni analogía: leyes. D esencan tada de este modo, es decir, liberada de toda dimensión sobrenatural, la naturaleza queda abierta a la experimentación y a la instrumentalización. Sin embargo, no debemos detenemos ahí. Y es que, con el mismo gesto, Galileo desencanta el mundo y lo promueve: la revolución de Galileo convierte la tierra en una estrella. Esto es lo que dice, en el D iálogo sobre los dos gran des sistem as d el m undo, el portavoz de Galileo al pasmado y escandalizado defensor de los Antiguos: «En cuanto a la tierra, no buscamos más que ennoblecerla y darle perfección cuando nos aplicamos a hacerla semejante a los cuerpos celestes, a situarla en el cielo de donde vuestros filósofos la han expulsado».
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Se repite con frecuencia, siguiendo a Freud, que Copémico y Galileo infligieron a la humanidad su primera herida en el amor propio al demostrar que la tierra giraba en tomo al sol. El hom bre creía, de manera ingenua y narcisista, que su lugar de resi dencia se encontraba inmóvil, en el centro del universo. Esta posición le garantizaba que la tierra tenía un papel dominante que, añade Freud, estaba de acuerdo «con su inclinación a sen tirse como señor del mundo». Y, a continuación, llega la gran vejación cosmológica del heliocentrismo. Tenemos aquí una interpretación poderosa, aunque falsa. La ilusión despiadadamente destruida por Copémico y Galileo no tenía nada de halagadora — exhortaba a los hombres a despreciar lo terrestre que había en ellos y a medir la distancia infranquea ble que les separaba del cielo— . Pero lo que escandaliza al anticopemicano que Galileo saca a escena en su D iálogo no es tanto el descentram iento de la tierra como su repentina transform a ción en estrella (starisation). ¿Acaso no es en el mundo sublunar, y sólo en él, donde todo está destinado a la muerte, donde vemos continuamente «engendrarse y corromperse las hierbas, las plan tas, los animales, levantarse los vientos, las lluvias, las tempesta des, las borrascas»? A este argumento clásico, el partidario del heliocentrismo responde, en primer lugar, que nada es inaltera ble en el universo — a pesar de las apariencias, hay cambios por todas partes— y, en segundo lugar, que la nobleza no reside en la inmovilidad: «Es noble y admirable para la tierra que se pro duzcan cambios en ella». ¿Qué valor podría tener «un inmenso globo de cristal sobre el que nunca naciera o se alterara o cam biara nada»? Sería «una masa enorme, inútil para el mundo, inac tiva, en una palabra: superflua y como si no existiera en la natu raleza». En cuanto a los enamorados de la sabiduría, que sitúan tan alto la incorruptibilidad y preconizan la imitación de la gran
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caima estelar, simplemente tienen miedo de la muerte. En vez de aceptar la muerte por lo que es — el final de la vida— desplie gan, a guisa de filosofía, el sueño de una vida en la que no exis tiría la muerte: «No se dan cuenta de que, si los hombres fueran inmortales, no habrían venido al mundo. Merecerían encontrar una cabeza de Medusa que los transformara en estatuas de jaspe o de diamante para volverse más perfectos». De este modo queda desacreditado el magno itinerario tradicional de la filosofía. Ya no se puede decir con Boecio que «la tierra sobrepasada da las estre llas». La escisión metafísica de los mundos pierde su sede natural: la naturaleza niega el dualismo que exhibía hasta entonces. Y Dios ya no está en ninguna parte. D ios qu ed a p riv ad o d e lugar. Ésa es la verdadera vejación cosmológica. «¡Así, pues, no hay más que astros! ¿Y dónde está Dios entonces?», pregunta a Galileo su amigo Sagredo en la pieza de Brecht. «¡En nosotros o en ninguna parte!» El hombre levantaba los ojos al cielo. Ahora habita en el empíreo, vive en medio de las estrellas. El hombre, mortal, tiene su sede en el firmamento. Y el Eterno se ha quedado sin domi cilio fijo. Ahora bien, si todos los planetas y todos los cuerpos están tan alejados o tan cercanos a la fuente divina del ser, todos los hom bres se encuentran alojados en el mismo barco. No hay lugar para Dios, no hay Dios para sostener a los señores. Galileo pone las condiciones ontológicas de la igualdad. El superior es, en efecto, naturalmente superior en tanto que su relación con el inferior sea considerada como una imagen o una reproducción sensible de la relación instituida entre el más allá y el más acá. Es natural que los que están más cerca de lo divino se consagren al mando y a la vida espiritual, y que los que se encuentran más abajo realicen las tareas necesarias para el mantenimiento de la vida material. Mas desde que «la humanidad escribió en su diario: cielo abolido», como dice aún el Galileo de Brecht, la jerarquía
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social ya no puede derivar del desigual reparto de lo terrestre y de lo celeste entre los hombres. Subsiste, pero de un modo con vencional, es decir, arbitrario. De la representación del universo como un espacio homogéneo en el que todos los lugares equi valen se deduce una nueva definición de la naturaleza. Y Galileo, con su telescopio, mata dos pájaros de un tiro. El hombre, liberado del cielo, queda liberado también, simultá neamente, de las cadenas de la experiencia terrestre. La física de Aristóteles reposaba sobre nuestra percepción diaria de un mundo lleno de colores y sonidos. Eso hacía decir a Aristóteles que en la naturaleza no había formas geométricas. Éstas eran demasiado perfectas para aquélla. Con Galileo, la física de la experiencia deja el sitio a una física deductiva y abstracta. Dicho de otro modo, y tal como subraya Gérard Jorland, «el paso de Aristóteles a Galileo no es el paso del dogmatismo teó rico a la evidencia empírica, sino el de la evidencia empírica del sentido común a la autoridad de la evidencia matemática». El rostro que ofrecen las cosas a partir de sí mismas está ahora fuera de cuestión. La revolución galileana prescinde del dato: lo real y lo verdadero ya no se revelan, se demuestran. No pro ceden del mundo, sino del hombre y de su aptitud para redu cir todo lo que él no es al esquema matemático que lleva en sí mismo. Es un hecho constatable: la f e en el d ato no queda menos afec tada por esta nueva inteligencia del ser que la f e en el dogm a, y esta doble conmoción resulta fatal para la clasificación medieval de los saberes. Ya no es posible mantener, por ejemplo, que el Derecho es superior a la Medicina por el hecho de ser un testi monio directo de la sabiduría divina, tanto por el concepto de equidad que lo fundamenta como por la forma de las leyes, mien tras que el arte médico no se ocupa más que de lo que nace y muere. El galileísmo hace doblar las campanas por el liberalismo
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antiguo: la importancia de un saber ya no reposa sobre la subli midad de su objeto, sino sobre su método. «El método pasa al centro luminoso del saber», dice muy bien Emst Cassirer. Y no hay método o certeza más que allí donde el objeto puede ser tra tado en función de principios matemáticos. «Pasar por la forma de la demostración matemática — añade Cassirer— se convierte en la condición sirte qu a non de toda ciencia verdadera». Galileo abre la época de la m athesis universalis. Y este programa acaba, en los dos sentidos del término, el espíritu del Renacimiento. Lo consuma mediante la rehabilitación definitiva de la tierra y de las preocupaciones terrestres. Lo deroga mediante la disolución de todo ámbito común entre el físico y el poeta. El inagotable ape tito rabelaisiano por el conocimiento de todos los hechos de la naturaleza iba acompañado por el deseo de ver salir al maestro y al alumno de paseo después del estudio, y «en medio de la belleza del prado» recitar de memoria «algunos agradables versos sobre la agricultura de Virgilio, Hesíodo o Angelo Poliziano*. Esta continuidad armoniosa, este idílico vaivén entre las Letras y las Ciencias ya no son de recibo. El divorcio entre el dato y lo ver dadero es mortal para la literatura. No es que desaparezca, claro está, de un solo golpe. Subsiste, permanece, hasta se desarrolla, pero neutralizada, desactivada, desrealizada, estética, en una palabra: subjetiva. Evoluciona, en efecto, en el mundo ilusorio en que la tierra es un suelo y donde el sol se acuesta. Refiere fiel mente lo que ve, lo que se le presenta, pero la apariencia no es la verdad. En el mismo parágrafo donde afirma, solemnemente, que el universo está escrito en lenguaje matemático, Galileo define la litad a, así como el O rlando fu rioso, como «obra de la fantasía de un hombre donde la verdad de lo escrito es lo menos importan te». Así pudo nacer una expresión que no hubiera tenido ningún sentido para los humanistas: y todo lo dem ás es literatura.
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En 1990, Michel Rocard, primer ministro de Francia por enton ces, concedió una entrevista a periodistas de Le M onde d e l ’éducation sobre la reforma de la escuela puesta en marcha por su gobierno. Interrogado más en concreto sobre la razón por la que su gobierno había preferido una ley de orientación a una ley de programación, dio esta respuesta repleta de humor galileano: ■Cualquiera que tenga un poco de cultura presupuestaria sabe que las leyes de programación constituyen una de las formas evolucionadas de la poesía». ¿Dos culturas? En todo caso, desde que reina el método sobre el saber y lo real se identifica con lo calculable, es lícito, y hasta natural, emplear la palabra «poesía» en el sentido de inepcia, de elucubración o de algo absurdo.
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Capítulo IV EL CONFLICTO DE LOS HUMANISMOS
En noviembre de 1633 se entera Descartes de que Galileo ha sido condenado por el Santo Oficio y los ejemplares de su D iálogo sobre los dos gran des sistem as d el m undo han sido que mados en Roma. El filósofo, que ya había reflexionado mucho y todavía no había publicado nada, se disponía a llevar a la imprenta un tratado de Física. Renunció a ello de inmediato, por que su libro sostenía «el movimiento prohibido». Sin embargo, Descartes no tenía nada que temer en Holanda, lugar donde resi día, ni siquiera en Francia, si le volvía el deseo de establecerse allí de nuevo. Sin embargo, a Descartes, que había hecho la gue rra en el ejército de Maurice de Nassau, no le gustaba la guerra intelectual. Tenía miedo a ser desviado o, para decirlo en térmi nos de Pascal, distraído (divertí) de su investigación por las con troversias que, inevitablemente, suscitaría la publicación de un tratado tan subversivo. Esta detestable eventualidad reforzaba la inclinación que siempre le había «hecho odiar el oficio de hacer libros» y huir de «la gloria en la medida en que es contraria al reposo». Sin embargo, Descartes pensaba asimismo que no podía guardar secretos, como si se tratara de un bien privado, los des cubrimientos útiles al género humano. Y los suyos lo eran indu dablemente. Una vez conocidos, extendidos y aplicados, deberían
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contribuir a la conservación d e la salud, «la cual es, sin duda, el primero y el fundamento de todos los otros bienes en esta vida». En efecto, Descartes no pensaba por pensar. Ponía el cogito al servicio del poder humano: «Hacemos como dueños y poseedo res de la naturaleza». Y lo que, a su modo de ver, constituía la grandeza de este poder no era lo que pudiera tener de sublime, sino lo que tenía de prosaico: hacer la vida más larga y más segu ra en esta tierra. De este modo se abría una época, la nuestra, en la que, según la vigorosa expresión de Léo Strauss, «el fin de la filosofía ya no era la contemplación desinteresada de lo eterno, sino el alivio de la condición del hombre». A pesar de su horror a la arena de combate y su poco gusto por los remolinos de la fama, Descartes se sentía, pues, en la obli gación de salir del silencio para abrir el camino. En 1637, dejan do de lado la escabrosa cuestión de la cosmología, publica en Leyden tres ensayos que presentan una muestra significativa de su trabajo: los M eteoros, donde trata de la nieve, del granizo, del rayo, del arco iris o de los halos que aparecen alrededor de los cuerpos luminosos; la D ióptrica u óptica, y una G eom etría donde el autor «intenta dar un modo general para resolver todos los pro blemas que todavía no han sido nunca resueltos». Y acompaña el conjunto (un conjunto que no era todo) con un largo prefacio redactado no en el latín de los doctos, sino, hecho muy raro en la época, en lengua vernácula: el D iscurso d el m étodo p a r a bien dirigir la razón y bu scar la verdad en las cien cias. Tras verse impedido de desvelar hasta el final su Física, Descartes dirige su reflexión sobre su itinerario. Así fue como el proceso de Galileo convirtió a Descartes en el primero de los epistemólogos. Este discurso del método, mucho más que un tratado, es un relato. El método, en efecto, tiene una historia y esta historia se escribe en primera persona, pues demandó a Descartes el valor absolutamente singular de romper con sus maestros. Siendo que
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a lo largo de ocho años había recibido en el Collége jesuíta de la Fléche, «una de las escuelas más célebres de Europa», una inicia ción notable al conjunto de las artes liberales, le fue necesario, para acabar o, mejor, para empezar, hacer tabla rasa de los sabe res adquiridos y revocar pura y simplemente su juventud estu diantil: «Desde la niñez, fui criado en el estudio de las Letras y, como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pron to como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia». Había esperado acceder a la verdad por la vía más razonable. Y a guisa de conocimiento claro y seguro, se había encontrado al final del camino con un lío de juicios contradictorios. En las his torias de los Antiguos y en sus fábulas todo estaba mezclado: lo verdadero con lo falso, lo imaginado con lo observado, lo acci dental con lo esencial. Ni siquiera en la filosofía ni en las cien cias que de ella toman sus principios había encontrado Descartes algo que no fuera dudoso y sometido a disputa. Reinaba una plu ralidad desalentadora; no había ningún fundamento fírme y segu ro. Cuanto más crecía Descartes, más le impacientaba la autori dad de sus preceptores. En cuanto se lo permitió la edad, tomó una resolución cuyos efectos continúan haciéndose sentir: aban donó por completo el estudio de las Letras. Eligió el estudio del «gran libro del mundo» contra la acumulación erudita de los cono cimientos librescos, y empleó el resto de su juventud en viajar, «en ver cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias».
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Este extrañamiento le fue eminentemente provechoso. El espec táculo de otras costumbres que reinan bajo otros cielos le con dujo a no mostrarse demasiado absoluto en sus juicios y a levantar acta de lo que, en su propia tradición, dependía del condicionamiento o del prejuicio: «Aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido». Ahora bien, en cuanto a distinguir lo verda dero de lo falso y a cam in ar con segu ridad en esta vida, no había progresado ni una iota. Simplemente había abandonado la dis paridad de las opiniones por el abigarramiento de los modos de ser. Se había desplazado en todos los sentidos, pero precisamen te por haberlo hecho en todos los sentidos, no se había movido. El escepticismo seguía siendo su lote frente a los múltiples dog matismos. Sobrevino el acontecimiento. Comenzaba en Europa la guerra de los Treinta Años: Descartes, que se creía hecho para las armas, quiso incorporarse al ejército del duque Maximiliano de Baviera, que reunía tropas contra Federico, conde palatino y rey de Bohemia. El invierno obligó al caballero francés a detenerse y a permanecer en un pueblo de los alrededores de Ulm. Fue allí, en una habitación confortablemente calentada con una estufa de loza, donde Descartes descubrió los fundamentos firmes y segu ros a los que aspiraba. Si creemos a Pascal, los hombres son des graciados porque se agitan, y si se exponen, por esta agitación incesante, a los peligros y a las penas, lo hacen para evitar mirar de frente su condición. Es conocida la conclusión de Pascal: «Toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación». Este reposo, esta soledad silenciosa, los conoció Descartes con su estufa: obtu vieron su felicidad intelectual, y toda una parte de nuestra agita ción, de nuestro ajetreo, resulta de la filosofía que se esbozó entonces. Pero no anticipemos. Descartes, ego sin distracción
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(divertissem ent), permanecía todos los días a solas consigo mismo. Podía meditar tranquilo. Y uno de sus primeros pensa mientos le hizo advertir que -muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros, como en aquellas en que uno solo ha trabajado. Así vemos que los edificios que un solo arquitecto ha comenzado y rematado suelen ser más her mosos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tra tado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros, cons truidos para otros fines. Esas viejas ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han lle gado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regula res que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y [...] diríase que más bien es la fortuna que la voluntad de unos hombres provistos de razón, la que los ha dispuesto de esa suer te». Y lo que vale para los objetos fabricados vale también para los asuntos humanos: «Creo que si Esparta ha sido antaño muy floreciente, no fue por causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular, [...] sino porque, habiendo sido inventadas por uno solo, todas tendían al mismo fin». Superioridad de lo único: uno solo ha construido un edificio, uno solo ha planificado una ciudad, uno solo ha concebido y promulgado una legislación. Pero ¡cuidado!: este arquitecto, este ingeniero, este legislador, no son individuos caprichosos, tiráni cos, que no tienen en cuenta más que sus ideas y someten a la gente a la ley de su voluntad. Lo que Ies caracteriza no es la exa cerbación de su individualidad, sino, al contrario, la supresión de la anarquía y de las diferencias individuales mediante la ordena ción rigurosa de la realidad. La fantasía de que da pruebas el ingeniero citado por Descartes no es la misma que Galileo reco noce, en El ensayador, a Homero o Ariosto: no tiene nada de
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extravagante ni siquiera de original; es la libertad de un método a la que ningún accidente del terreno, ni construcción alguna preexistente imponen ninguna presión. Descartes decide inspirarse en estas empresas y se formula a sí mismo esta ambición con un vocabulario deliberadamente arquitectónico: «Reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo». Empezando por transformar el estado de duda, en que le habían sumido los libros y los viajes, en ejercicio de duda, resolvió no aceptar ningún tér mino medio entre la certeza y la ilusión o el error. Ése fue, por tanto, su primer precepto: «no admitir como verdadera cosa algu na, como no supiese con evidencia que lo es» y «no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y dis tintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda». De Descartes hemos recibido que la seguridad en esta vida no puede proceder más que del método, y el método mismo de la m athesis: las ideas «bien acompasadas», absolutamente claras y distintas, compuestas con orden y medida son conceptos mate máticos. Con todo, nosotros no somos sólo cartesianos. En 1704, Jonathan Swift, el autor de Los viajes d e Gulliver, publica en Londres el Relato com pleto y verídico d e la batalla librad a el vier nes en tre los libros antiguos y los libros m odernos en la biblioteca d e Saint-Jam es. En la pluma de Swift, maravillosamente desliga da de toda presión por parte de la verosimilitud, la querella que oponía entonces a la Europa letrada y que, con el nombre de Antiguos y de Modernos, oponía a los Renacentistas contra los cartesianos, se convierte, efectivamente, en una batalla de libros. Y esta refriega furiosa se ve precedida ella misma por una no menos homérica algarada entre dos invertebrados: «En el rincón más elevado de una alta ventana, había cierta araña hinchada
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hasta el último grado de magnitud por la destrucción de un número infinito de moscas, cuyos despojos yacían en desorden ante la caverna de un gigante». Las cosas seguían su curso en esta vasta construcción arácnida, cuando una abeja que pasaba por allí vino a ponerlo todo patas arriba. Enloquecida de cólera, la araña le lanzó una invectiva a la intrusa: «¿Qué eres tú sino una vagabunda sin hogar ni domicilio, destinada por tu nacimiento a no poseer nada por ti misma más que un par de alas y el cara millo de un abejorro, mientras que yo lo saco todo de mis pro pios fondos y estoy provista de un aprovisionamiento completo y nativo de todas las cosas. He construido mi morada, gracias a mis sabios cálculos, con materiales que he tomado enteramente de mí misma». Sin embargo, ni esta explosión de rabia ni esta tempestad de desprecios impresionaron lo más mínimo a la abeja. Ésta le respondió rápidamente y en los mismos términos: «Es verdad, yo visito las flores que se abren en los campos y jar dines, y todo lo que recojo y colecto en ellas me enriquece sin atentar lo más mínimo contra su belleza, su perfume, su sabor. En cuanto a tus dotes en arquitectura y matemáticas, me limitaré a decir lo siguiente: en tu edificio puede haber trabajo y método, pero los materiales, y acabo de hacer la experiencia, son una nulidad, y espero que en el futuro tomes en consideración en la misma medida tanto la duración y la sustancia como el método y la técnica. Te precias de tomarlo todo de ti misma, pero si debo juzgar por el líquido que sale de ti, estás provista en tu interior de una gran reserva de desperdicios y de veneno, y me parece que no necesitas ayuda de nadie para aumentarla». Y ya desen frenada, la abeja, para terminar, planteó esta cuestión fundamen tal: «¿Cuál de nosotras dos es la más noble: la que, absorbida en su estrecho cuadrilátero, ocupada por completo de sí misma, ali mentándose y engendrándose a sí misma, lo convierte todo en excremento y veneno, y no produce en definitiva más que tela
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de araña y cagarrutas de mosca, o la que a través de una bús queda universal, al precio de una larga búsqueda, de mucho estudio y de un verdadero juicio y discernimiento de las cosas lleva a su casa miel y cera?». Nada más serio, como vemos, que esta broma; nada menos bromista, nada menos excéntrico que esta insólita controversia entre la arrogante araña y la abeja agitadora. Se juega en ello lo esencial, es decir, el ser y lo que se exige de nosotros para que nosotros tengamos la experiencia del mismo. Swift desafía a Descartes y replica mediante un elogio d e la m ediación al dis curso d el m étodo. No toma el partido de los Antiguos contra todo tipo de novedad. Afirma la necesidad del rodeo por las obras contra la imagen rectilínea y conquistadora del progreso indefi nido de la Razón. Dicho de otro modo, la querella no es tempo ral, es ontológica: el no m a n ’s la n d cartesiano entre la certeza y el error es el mismo territorio en el que Swift hace libar a su abeja. Al negarse a ceder ante la evidencia cegadora de las ideas claras y distintas, reivindica la herencia de los libros que difun den sobre el mundo la suave luz del matiz. Cuatro años después de La batalla d e los libros, el 18 de octu bre de 1708, el filósofo Giambattista Vico pronuncia en la Universidad real de Nápoles una conferencia titulada *De nostri tem poris studiorum ration e» («El método de los estudios de nues tro tiempo»). Como Swift, también Vico arremete contra el carte sianismo y su impacto sobre la educación del hombre europeo. ■Todo sucede ahora, decía, como si los jóvenes debieran salir de las Academias para entrar en un mundo de los hombres que se compondría de líneas, de números y de signos algebraicos». Estos jóvenes inexpertos están seguros de no tener nunca un error por una verdad, pero ignoran soberbiamente que el orden de la prác tica no forma parte de este tipo de certeza. Hay distintos tipos de razón, afirma, en sustancia, Vico. Está el poder de distinguir lo
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verdadero de lo falso, al que Descartes llama buen sentido, y está el discernimiento en situaciones de incertidumbre, que depende del sentido com ún. El olvido o el desprecio de esta diferencia por parte del método triunfador conduce a formar sabios im pruden tes, D octi im prudenti, que, pretendiendo ir directamente de lo verdadero en general a las verdades particulares, «fuerzan su paso a través de las tortuosidades de la vida». Ni Vico ni Swift se encierran en la veneración obstinada o en el embellecimiento nostálgico de un pasado adornado con todas las gracias. El hecho de que el mundo humano moderno, y lo mismo cumple decir del antiguo, no le parezca a Vico escrito en lenguaje matemático, hace que se inquiete «por el debilitamiento en los espíritus de la aptitud para las artes que reposan sobre la imaginación o sobre la memoria, o sobre ambas, como la pintu ra, la poesía, el arte de la oratoria, la jurisprudencia». Vico no aboga por un retomo al pasado, sino que arremete contra la pro pensión nefasta de su tiempo a convertir la razón cartesiana en el todo de la razón. Esta propensión también la temía Descartes, puesto que en el mismo momento en que rechazaba todas las opiniones que tenía hasta entonces en su creencia, ponía en guardia solemnemente contra una comprensión literal y una aplicación ilimitada del principio de la tabla rasa: «Verdad es que no vemos que se derri ben todas las casas de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas de otra manera y de hacer más hermosas las calles [...]. Ante cuyo ejemplo, llegué a persuadirme de que no sería en verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándo lo para enderezarlo». Sin embargo, una vez lanzado, el método se deshizo pronto de estos escrúpulos. La idea de que la racionali dad científica representaba la modalidad más elevada y más per fecta de la razón se fue imponiendo poco a poco en todos los
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campos. Del mismo modo que, en el campo de la física, se des componían las realidades observables en sus fases o sus elemen tos más simples a fin de aprehender sus fundamentos, también la cuestión del Estado fue tratada por el nuevo pensamiento políti co a partir de las modalidades elementales (y definidas de mane ra unívoca) de la naturaleza humana. Tocqueville calificó de polí tica literaria esta ampliación de la m athesis al estudio y a la solución de los problemas de la ciudad. En efecto, en el siglo XVIII, la gente de Letras no se había retirado a la esfera de la filo sofía o de la pura especulación, se ocupaban de materias que tie nen que ver con el gobierno y lo hacían, escribe Tocqueville, sus tituyendo «las costumbres complicadas y tradicionales que regían la sociedad de su tiempo por reglas simples y elementales toma das de la razón y de la ley natural». No hay, por tanto, confusión alguna: literario significa aquí geom étrico, deductivo, abstracto. La visión científica del mundo triunfaba, pues, en la política de los escritores. Las mismas Luces brillaban en todas las actividades del espíritu y prometían a los hombres el dominio de su destino al mismo tiempo que el de la naturaleza. Por lo que respecta a la cultura, se trataba de la ép o ca feliz de la unidad. Felicidad efí mera: en 1790 se retomó el hilo con Swift y Vico mediante las R eflexiones sobre la Revolución F ran cesa del filósofo y político liberal inglés Edmund Burke. Por estas fechas, la política literaria ya no se contentaba con hablar, actuaba. Elaboraba frases y sus frases producían estragos; sus argumentos se convertían en acon tecimientos; sus conceptos mordían en la historia. Al abandonar el Olimpo del pensamiento, cambiaba el mundo, transformaba las instituciones, afectaba a todas las existencias. Y Burke sentía escalofríos. ¿Por qué? ¿Porque esta política abolía los privilegios? No: porque abolía el pasado. A diferencia de la Revolución ingle sa, que, al hacer valer los derechos como un patrimonio histórico, atemperaba el espíritu de libertad y lo ponía en guardia contra «los
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excesos a los que tiende cuando se le abandona a sí mismo», la Revolución francesa, según Burke, era obra del espíritu de siste ma y no conocía más que esta abstracción: los derechos natura les del Hombre. A los ojos de los que se consideran como sus herederos, -la libertad se convierte en nobleza. Adquiere una especie de majes tad: tiene su genealogía y sus antepasados ilustres, sus emblemas y su escudo de armas; posee su galena de retratos, sus inscripcio nes conmemorativas, sus cartas, pruebas y títulos». Éstos, por el contrario, que se conciben a sí mismos como puros innovadores, «no sienten ningún respeto por la sabiduría de los otros, aunque, en compensación, otorgan una confianza sin límites a la suya». Y no ven en el mundo que ha precedido a su luz más que absurdo, prejuicio y desorden. Dicho de otro modo, para Burke, cuando la razón se expresa en primera persona — ¡Yo pienso!— no es la razón la que habla, es el yo que delira tomándose por la razón. Con su «yo pienso, luego todo se sigue», la política literaria no arrancó la razón del oscurantismo, el prejuicio y todos los tipos de extravagancia, consumó, para mayor desgracia de los hombres, el divorcio entre lo racional y lo razonable, entre el informe del peri to y la experiencia, entre la acción metódica y la sabiduría prácti ca. Y es que, efectivamente, una inteligencia desligada de los escrúpulos de la prudencia, y que en vez de «ponerse a trabajar sobre los defectos del Estado como sobre las heridas de un padre, con temor y temblor y con una solicitud piadosa», no se fía más que de sus propios razonamientos, esa inteligencia produce pavor. Para expresar su terror ante las fechorías del método, Burke emplea espontáneamente el mismo modelo que Descartes: la arquitectura. Descartes se maravillaba de las «plazas regulares que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura»; Burke admira la delicadeza y la destreza que hace falta para reformar conservando: «Cuando se quiere conservar lo que un
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edificio antiguo presenta de útil, y adaptar bien a las partes con servadas lo que en él se introduce de nuevo, hace falta un espí ritu vigoroso, una atención sostenida, esos diferentes talentos que permiten las comparaciones y las combinaciones, y, por último, todos los recursos de una inteligencia fértil en expedientes; tam bién es preciso saber luchar contra las fuerzas conjugadas de dos vicios opuestos: por un lado, la resistencia obstinada a toda mejo ra y, por otro, la ligereza de los espíritus cansados y hastiados de todo lo que poseen». Y lo que vale para los edificios, es más ver dad aún referido a las instituciones: «Si la simple sabiduría nos recomienda la mayor circunspección cuando trabajamos con materias inanimadas, ¿no se convierte también esta prudencia en un verdadero deber moral en cuanto nuestros trabajos de demo lición y de construcción no tienen ya por objeto el ladrillo y la madera, sino seres sensibles, cuyo estado, modo de vida y cos tumbres podemos cambiar bruscamente sin correr el riesgo de sumergir en la desgracia a multitudes enteras? Sin embargo, se diría que en París se admite generalmente que, para ser un buen legislador, las únicas cualidades, requeridas son un corazón insen sible y un aplomo imperturbable». Contra este aplomo imperturbable, contra esta confianza en sí misma de la araña que teje su tela, reivindica Burke una sabidu ría más amplia, más suave, más humilde y que escucha la voz de los muertos en vez de amordazarla. Pero no se trata ya entera mente de la sabiduría de la abeja. Burke no es sólo el continua dor de Swift y de Vico: del traumatismo del Método nace un nuevo pensamiento. Los daños estéticos y humanos engendrados por el constructivismo triunfante producen una especie de con moción metafísica de la que resulta que el hombre se expone a lo peor cuando cree poder abstraerse de toda particularidad y defi nirse por la doble capacidad de ser completamente consciente de sí mismo y de fundamentar su propio destino. Bajo los impactos
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conjugados del Terror político y de la Revolución industrial, Burke y, con él, los que tomarán el nombre de románticos, des cubren que toda la desgracia de los hombres no procede del hecho de haber sido, primero, niños, como pretende Descartes, sino del hecho de que han querido anular su fecha y su deuda de nacimiento. La negación de su ser-nacido, de su pasividad ori ginaria, de su inserción en un mundo que ya está ahí, ya dotado de razón, por una humanidad que se erige en origen y señora absoluta del sentido: ésa es, para los románticos, la causa prime ra del mal. Al hom bre arqu itecto de las Luces le opone el roman ticismo el hom bre-habitan te (y a los bloques funcionales de viviendas que blasfeman contra el paisaje donde se levantan, los edificios que se funden en éste). A la claridad del concepto le opone los repliegues, las medias-tintas, las contradicciones de la presencia humana. La realidad, dice Burke, trasciende la inteligi bilidad. Y no se debe otorgar ningún privilegio de extraterritoria lidad a la conciencia: ésta no constituye una instancia separada, disjunta, cortada de toda tradición y de toda colectividad. Tiene una geografía, una historia, un patrimonio de palabras, con sus armónicos, sus resonancias procedentes del fondo de las edades y que se apoderan de ella por lo menos tanto como ella se apo dera de ellos. Yo pienso porque había alguien antes que yo. Toda primera vez tiene un pasado. Toda toma de conciencia es una rean u dación . El pensamiento, marcado por la incompletud, interviene en respuesta a una cuestión que no ha planteado él mismo. El romanticismo es una gran protesta contra los estragos que desencadena el olvido por el hombre de su condición encar nada y del hecho de que no evoluciona en un espacio homogé neo, sino en lugares insustituibles. Se dice, generalmente, que lo que caracteriza a los Tiempos modernos, y a muy justo título, es el humanismo. Dios se aleja,
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se disimula, se borra: el Hombre toma su sitio. La antropología suplanta a la teología. Ése es el guión. Ahora bien, como acaba mos de ver, el humanismo no es algo de una sola pieza. Esta palabra única ha tomado orientaciones divergentes. La guerra está latente bajo la apariencia de la homogeneidad. No hay uno, sino tres humanismos: el hum anism o galilean o-cartesian o, que progresa derribando el dominio del error y de las teorías falsas; el hum anism o clásico, que vela el tesoro de las obras admirables, porque, tal como ha escrito Eugenio Garin, es fiel al principio según el cual «en el coloquio con los otros, en la confrontación con palabras precisas y no aproximativas y triviales, el espíritu se ve prácticamente obligado a reencontrarse a sí mismo, a tomar posición, a pronunciar, a su vez, palabras adecuadas y precisas»; y, por último, el hum anism o rom ántico, que se niega a abando nar la realidad al imperialismo del método y que dibuja la ima gen de un arraigo irreductible del Hombre. Mientras que en el reino del primer humanismo, el tiempo y la luz se proyectan hacia delante, los otros dos están asociadas de manera duradera con las sombras. Charles Percy Snow, en su célebre conferencia de 1959, levan tó acta del conflicto de los humanismos. Lo que él describía, en efecto, era, por un lado, a los literatos que, asociando el huma nismo clásico con el humanismo romántico, no tenían ojos para el progreso, y, por el otro, a los científicos que se dejaban llevar, por método y por temperamento, «a buscar soluciones y a creer que, hasta prueba en contrario, estas soluciones existen». Los pri meros deploraban el afeamiento del mundo, los segundos parti cipaban con orgullo en el gran proyecto de hacerse «como dueño y señor de la naturaleza» a fin de aliviar la condición de los hom bres. Por eso se miraban con una actitud hostil. Snow no se ha equivocado, por tanto. Tal vez se haya deja do engañar, no obstante, por los odios recubiertos de fieltro y
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estereotipados de Oxford. La gran querella de los humanismos no se reduce a la hostilidad recíproca entre ambas culturas. Se ha extendido ahora a todas las artes, a todos los departamentos, a todas las disciplinas. Como mínimo en la misma medida que los literatos a los científicos, opone a los literatos entre ellos, y hasta la misma filosofía anda dividida, partida en dos por esta persis tente discordia.
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Capítulo V EL ESTALLIDO DE LA FILOSOFÍA
En 1929, aparecía en Viena un libro delgado y de poca apa riencia titulado: La con cepción cien tífica d el m undo. El texto se presenta sin autor, aunque el prefacio está firmado por el mate mático Hans Haan y los lógicos Rudolf Camap y Otto von Neurath. Y el título ya da una idea de por dónde van los tiros: no hay otra aprehensión objetiva del mundo más que la concepción científica. El mundo no es más que lo que la ciencia dice de él. Los enunciados científicos, con su simbolismo purificado de las escorias de las lenguas históricas, describen lo real; los enuncia dos metafísicos y teológicos expresan, como los enunciados poé ticos, una emoción: algo que es perfectamente legítimo y hasta necesario, pues la expresión del sentimiento de la vida constitu ye una tarea importante de ésta. Ahora bien, no hay que con fundir los órdenes. Como escribía Camap en un artículo publica do dos años después de lo que muy pronto se llamó el M anifiesto d el Círculo d e Viena, los metafísicos que se embriagan con gran des términos como «Incondicionado», «Infinito», «Ser del ente», «Espíritu absoluto», «Esencia», «Ser-en-sí y para-sí», «Emanación», «Manifestación», «Yo», «No-Yo», etc., se imaginan recorrer un ámbi to donde se da lo verdadero y lo falso. Sin embargo, se extravían, se cuentan historias, se hacen ilusiones: de hecho, no dicen nada.
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Expresan algo a la manera de un artista. Ahora bien, «acaso la música resulte el medio de expresión más idóneo de esta actitud ante la vida, en vista de que se halla más fuertemente liberada de cualquier referencia a los objetos». Conclusión: «En verdad, los metafísicos son músicos sin capacidad musical». Tocan mal por que se han equivocado de instrumento. Los metafísicos, artistas fracasados, filósofos sin valor, lo tienen todo falso. «Pero enton ces, ¿qué le queda a la filosofía —preguntaba Camap— , si todas las proposiciones que afirman algo son de naturaleza empírica y pertenecen, por tanto, a la ciencia fáctica?». Su respuesta es tan simple como tajante: «Lo que queda no son proposiciones, no es una teoría ni un sistema, sino exclusivamente un m étodo, esto es, el del análisis lógico». La filosofía no tiene nada que añadir al conocimiento, su tarea consiste en clarificarlo poniendo de mani fiesto la significación real de los enunciados. A falta de un ins trumento de análisis eficiente, pululan los seudoproblemas, los seudoenunciados invaden, como las malas hierbas, la escena intelectual y los filósofos tratan de manera apasionada cuestiones que no tienen, literalmente, ningún sentido. El Círculo de Viena apela, por consiguiente, a la disciplina argumentativa contra la poesía conceptual. Es una manera de decir que, en la edad de la ciencia, se aplica una misma etiqueta, un mismo sello filosófico a dos empresas intelectuales distintas y hasta incompatibles. Y la batalla, afirman con voz alta y vigorosa los autores del Manifiesto, no es sólo teórica. Es ante todo política y pone en liza a dos «gru pos de combatientes». Los primeros, «aferrados al pasado en el ámbito social, cultivan actitudes metafísicas caducas». El otro grupo, por el contrario, está «vuelto hacia los tiempos nuevos». El desarrollo de la concepción científica del mundo se desposa, en efecto, con «el de los procesos de producción moderna, cuya organización técnica, debida a las máquinas, se refuerza y deja tanto menos espacio a las representaciones metafísicas.
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Corresponde asimismo al desencantamiento de amplias masas respecto a los que predican doctrinas metafísicas y teológicas caducas». El combate toma un giro trágico con el ascenso del nazismo. Estos hombres, que, a través del pensamiento, querían implicar se en la historia, contemplan entonces cómo la historia, en su forma más horrorosa y más brutal, hace irrupción en su vida. En 1935, respondiendo a una invitación de Harvard, Camap se mar cha de Austria. Al año siguiente, Moritz Schlick, a quien estaba dedicada La con cepción cien tífica d el m undo, es asesinado en las escaleras de la universidad de Viena por un estudiante de extre ma derecha. Los últimos miembros del Círculo de Viena emigran entonces a Estados Unidos. Y fue allí, así como en la Inglaterra de Russell y de Moore, donde se inicia la empresa de -recomen zar la filosofía» por contraste con las afirmaciones vagas, las for mulaciones equívocas, los raciocinios esotéricos, expuestos con una jerga de moda, grandilocuentes, de la filosofía que, a partir de ahora, recibe el nombre de continental y sobre las bases modestas, pero seguras, del análisis de las significaciones y de los argumentos. El mismo año en que Rudolf Camap debe huir de Europa, Edmund Husserl pronuncia en Viena y en Praga unas conferen cias sobre la Crisis d e la h u m an id ad eu ropea. Europa, para el fundador de la fenomenología, es más que un espacio geográfi co, más que una realidad histórica, más que una comunidad de destino. Es una figura espiritual, nacida en Grecia entre los siglos VII y VI a. de C. En ella, en esta nación, ha visto la luz una acti tud de un tipo nuevo en relación con el entorno: la filosofía o el movimiento del alma mediante el que los hombres se despren den del poder de lo habitual y plantean la cuestión: «¿Qué es?...». Así, dice en sustancia Husserl, se ha podido establecer un nuevo régimen de verdad: «Una verdad que vale de manera idéntica
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para todos aquellos a los que no ciega la tradición» ha reempla zado a la verdad cotidiana encadenada a la tradición, indiscerni ble de la costumbre. Lo que lanzó a Europa y la hizo acceder a «la dignidad de una humanidad capaz de tareas infinitas» fue, pues, la aparición milagrosa del pensamiento interrogativo. Ahora bien, según Husserl, esa humanidad pasaba por una crisis tal vez terminal: amenazaba con desaparecer volviéndose cada día más extraña a su propia esencia. Semejante pesimismo no tenía nada de extraordinario en 1935. Todo el mundo tenía miedo entonces. Todo el mundo estaba inquieto. Europa rebosaba de profetas de desgracias. Era corriente, incluso trivial, hablar de crisis. Lo que era menos trivial es que Europa fuera a buscar el origen del aban dono de su propia figura espiritual en el pensamiento inaugural de los Tiempos modernos, el mismo pensamiento que había hecho posible la concepción científica del mundo. Husserl, en efecto, se remonta a Galileo y muestra que la revolución galileana, cuya herencia reivindica el Círculo de Viena, no se reduce a la victoria de la ciencia sobre la ignorancia, la ilusión o el prejui cio. Consuma «la sustitución en virtud de la cual se toma el mundo matemático de las idealidades por el único mundo real». Dicho de otro modo, el gesto de Galileo es, a la vez, algo que descu bre y que recubre: «Descubre la naturaleza matemática, la idea metódica, abre la vía a la infinidad de los descubridores y de los descubrimientos en física». Sin embargo, al mismo tiempo, recubre «el mundo que se da realmente en la intuición, realmen te experimentado y experimentable, en el que toda nuestra vida se desarrolla prácticamente». La modernidad debe a su mayor descubridor el mandato de erigir la matematización del mundo en sistema total del ser. Galileo cortó «un vestido de ideas en la infinidad abierta de las experiencias posibles» y, cual modisto des pótico, decretó que lo real no llevaba otra cosa. Esta decisión hizo que «nosotros tomemos por el Ser verdadero lo que es método».
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Bajo el reinado de esta confusión fatal, la razón no responde ya a la cuestión «¿qué es?», sino a la cuestión «¿cómo?», y el pensa miento interrogativo cede inexorablemente el paso al imperativo de la eficacia máxima. Como Husserl, de quien fue discípulo y colaborador antes de abrir su propio camino de pensamiento, Heidegger reconoce que hemos entrado en la edad de la concepción científica del mundo. Como Husserl también, se muestra inquieto por un mundo en el que reinara esta concepción sin restricciones. Y de un modo todavía más explícito que su viejo maestro, contesta la pretensión de la ciencia moderna de superar la metafísica. Tomar por el Ser verdadero lo que es método, no admitir a guisa de real más que lo que se puede objetivar y calcular, esa manera de aprehender la totalidad constituye la metafísica de la época que cree, en vir tud de esta misma aprehensión, haber acabado con la metafísica, es decir, con todo lo que pudiera haber más allá de la experien cia. La ciencia que plantea el ser como objeto y el objeto como racional, calculable por tanto, no es la ciencia en sí. Esta ciencia se desmarca de sus formas anteriores por la mirada técn ica que proyecta sobre las cosas. La técnica moderna no procede de la ciencia más que porque la misma ciencia moderna procede de una relación radicalmente técnica del hombre con la totalidad del mundo. Hay aquí un nuevo dato que Heidegger no fue el pri mero en señalar. Mucho antes que él, mucho antes que Husserl, Kant escribía ya en el prefacio de la Crítica d e la razón p u ra: «Cuando Galileo hizo rodar por el plano inclinado las bolas cuyo peso había él mismo determinado; [...] entonces percibieron todos los físicos una luz nueva. Comprendieron que la razón no conoce más que lo que ella misma produce según su bosquejo; que debe adelantarse con principios de juicios, según leyes cons tantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no empero dejarse conducir como con andadores». Dicho con otras
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palabras, la ciencia de Galileo invierte la prioridad ontológica de los griegos: no regula su proyecto a partir de las posibilidades de la naturaleza, sino que regula el poder de la naturaleza a partir de la construcción en proyecto. Incumbe, por consiguiente, a la razón hacerse respetar. «La razón — prosigue Kant— debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensando según aque llos principios; así conseguirá ser instruida por la naturaleza, mas no en calidad de discípulo que escucha todo lo que el maestro quiere, sino en la de juez autorizado, que obliga a los testigos a contestar a las preguntas que les hace». Heidegger propone llamar a este requerimiento, a esta notifi cación dirigida a lo real por la razón, Gestell, palabra que, más allá del sentido de caballete o de chasis que tiene en el alemán ordinario, evoca todas las operaciones que pueden designar los verbos que llevan la radical stellen: poner de manifiesto, acorra lar, cometer, intimar, interpelar. La traducción francesa — arraisonnem ent (emplazamiento, reconocimiento, inspección de un barco)— tiene el mérito de corresponder de una manera concor dante al término original. Con el Gestell, el ser se encuentra ins peccionado, es decir, detenido en su carrera como un barco en alta mar, obligado a proporcionar justificaciones y, por último, requerido para realizar tareas de racionalización integral: «La cen tral hidroeléctrica está emplazada en la corriente del Rin. Emplaza (stellt) a ésta en vistas a su presión hidráulica, que emplaza a las turbinas en vistas a que giren, y este movimiento giratorio hace girar aquella máquina, cuyo mecanismo produce la corriente eléctrica, en relación con la cual la central regional y su red están solicitadas para promover esta corriente. En la región de estas series, imbricadas unas con otras, de solicitación de energía eléc trica, la corriente del Rin aparece también como algo solicitado».
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Lo que quiere decir aquí Heidegger es que la disponibilidad para proporcionar energía no es un atributo secundario del Rin, y, en la edad de la ciencia, es su manera de manifestarse. En la obra de arte llamada El Rin, Hólderlin no apunta a la misma realidad, no habla de la misma cosa. A buen seguro, el Rin de la central sigue siendo el río del paisaje. Pero ¿cómo lo sigue siendo? «No de otro modo que como objeto para ser visitado, susceptible de ser solicitado (bestellbar) por una agencia de viajes que ha hecho emplazar (bestellt) allí una industria de vacaciones». En un discurso pronunciado el año 1959, es decir, cuando todavía no habían pasado veinte años de las célebres conferen cias de Husserl, en Messkirch, su ciudad natal, Heidegger endu rece aún más sus afirmaciones y declara que el hombre, en la edad de la concepción científica del mundo, está huyendo ante el pensamiento. Apenas enunciado este diagnóstico, anticipa la objeción — «nunca en ningún momento se han realizado planes tan vastos, estudios tan variados, investigaciones tan apasionadas como hoy día»— y reconoce voluntariamente la pertinencia de la objeción: está claro que existe un pensamiento de este tipo. La reflexión que despliega y la sagacidad que pone en marcha son, por añadidura, de gran provecho. Con todo, sigue siendo verdad que es un pensamiento de carácter particular. Su particularidad consiste en esto: «Su peculiaridad consiste en que cuando plani ficamos, investigamos, organizamos una empresa, contamos ya siempre con circunstancias dadas. Las tomamos en cuenta con la calculada intención de unas finalidades determinadas. Contamos de antemano con determinados resultados. Este cálculo caracte riza a todo pensar planificador e investigador. Semejante pensar sigue siendo cálculo aun cuando no opere con números ni ponga en movimiento máquinas de sumar ni calculadoras electrónicas. El pensamiento que cuenta, calcula; calcula posibilidades conti nuamente nuevas, con perspectivas cada vez más ricas y a la vez
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más económicas. El pensamiento calculador corre de una cosa a la siguiente, sin detenerse nunca ni pararse a meditar. El pensar calculador no es un pensar meditativo; no es un pensar que pien se en pos del sentido que impera en todo cuanto es. Hay así dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su mane ra, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa». Ambas culturas son, para Heidegger, de un modo todavía más radical que para Snow, dos aprehensiones del mundo, cuando no incluso, como atestigua el ejemplo del Rin, dos mundos distintos desvelados por dos modalidades de pensamiento que se ignoran y que prosigue cada una su camino, como dos constelaciones extrañas: -Lo incesante del solicitar y lo retenido de lo que salva pasan uno al lado de otro como, en la marcha de los astros, la trayectoria de dos estrellas». A pesar de todo, no debemos creer que Heidegger reserve el pensamiento meditativo a una reducida y desdeñosa aristocracia de espíritus. Este pensamiento, que exige una gran cantidad de esfuerzo y reclama atenciones delicadas, es tan raro como los gestos más simples y la dilatada paciencia de los viejos oficios de antaño: «Debe saber esperar, como el labrador, que el grano ger mine y que madure la espiga». Sin embargo, apresado por el Gestell, el mismo cultivador ya no espera: exige a la naturaleza. Le exige en el sentido de la provocación: «La agricultura es hoy una industria de alimentación motorizada». En un curso profesado en la universidad de Friburgo de Brisgovia, titulado precisamente: ¿Qué sign ifica pensar?, recurre Heidegger el ejemplo de la carpintería para poner de manifiesto el carácter no aristocrático, sino arcaicamente humilde, del pensa miento meditativo: «Un aprendiz de carpintero, alguien que apren de a hacer arcas, no se ejercita sólo en este aprendizaje del mane jo con habilidad de los instrumentos. Tampoco se familiariza sólo
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con las formas nuevas de las cosas que tiene que construir. Cuando se trata de un auténtico carpintero, se esfuerza ante todo en poner de acuerdo con las diferentes modalidades de madera, con la madera misma tal como ésta penetra la morada de los hombres y se levanta en ella en la plenitud oculta de su ser». Ponerse de acuerdo; acoger la presencia enigmática del mundo; no dejar que el cálculo pase por delante de la receptividad; per manecer abierto a una posible simplicidad intacta de las cosas —ésos son también los preceptos que el hombre meditativo se esfuerza en seguir— : «Pensar tal vez sea algo del mismo orden que trabajar en un arca». Nada es más concreto, nada más p ro saico que esta actividad carente de utilidad práctica. Sería un error, por consiguiente, que en la edad de las máquinas y de los motores, las artes mecánicas, despreciadas durante demasiado tiempo, se hayan tomado, por fin, la revancha contra la insopor table arrogancia de las artes liberales. Todas las realidades que exigían otrora el uso de la mano tienden a ser reemplazadas por las informaciones. Fracasamos al aprehender esas «no-cosas» blandas y fluidas que son las imágenes en la pantalla de la tele visión, los datos almacenados en los ordenadores, los microfilms, los hologramas y los programas. Ha nacido una nueva humani dad, una humanidad intelectual de un extremo al otro, precisa mente en el sentido de que ya no maneja las cosas. Como obser va Vilém Flusser, lo que a los nuevos humanos les queda de sus manos «es la punta de los dedos, con la que apoyan sobre las teclas para jugar con los símbolos». La antigua división de las dis ciplinas entre artes mecánicas y artes liberales reposaba sobre la escisión metafísica entre el más allá y el más acá, entre lo espiri tual y lo material, o aún entre lo inteligible y lo sensible. La con cepción científica del mundo reabsorbió esta división en benefi cio de un sometimiento total de la realidad sensible al rigor del cálculo, es decir, a lo inteligible. Ahora se instala la homogeneidad.
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Con la sustitución generalizada de lo tangible por lo digital, pronto ya no habrá más que artes digitales. Y, según Heidegger, lo que supone una amenaza, en un mundo poblado casi exclusi vamente por manipuladores de símbolos, no es la desaparición de la inteligencia, sino, al contrario, su embrutecedora hegemo nía, su imperialismo sin fronteras y la desaparición conjunta de todo lo que, tanto en el ser como en el pasado, rumia y resiste a su activismo perpetuo. «El hombre tal como ha sido hasta ahora ha actuado en exce so y pensado demasiado poco», declaraba Heidegger. Sin embar go, como no dejan de recordar los actuales herederos de Camap y, con ellos, la mayor parte de los adeptos a la filosofía analítica, el mismo Heidegger actuó. Y no tiene motivos para mostrarse orgulloso. Mejor que emprenderla con la acción en cuanto tal y oponerle el majestuoso y rústico pensamiento meditativo, ¿no hubiera debido ser su acción, su compromiso, su adhesión efí mera, aunque exaltada, a la causa nacional-socialista, lo que hubiera debido cuestionar incansablemente? ¿No incrimina a la acción en general para oscurecer mejor la suya? Y, sobre todo, ¿no existe una relación profunda entre la radicalidad de su críti ca a los Tiempos modernos y el hecho de haber creído, aunque sólo fuera de una manera momentánea, en Hider? El terrible reproche que C. P. Snow dirige en Las dos culturas a los literatos Yeats, Pound, Wyndham Lewis —haber contribuido con su influencia a abrir el camino de Auschwitz— , ¿no se aplica tam bién y sobre todo a él? Esta pregunta tiene fundamento. Heidegger creyó efectiva mente, en 1933, que el despertar de Alemania se disponía a con trarrestar el conjunto nefasto de los datos modernos. Saludó, con un fervor lamentablemente sincero, el esfuerzo nacional-socialis ta encaminado a sustraer a Europa del tomo de las dos versiones rivales del «frenesí siniestro de la técnica desencadenada y de la
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organización sin raíces del hombre normalizado* que eran, en aquellos tiempos, a su modo de ver, Rusia y América. Espantado ante la perspectiva de una sociedad consagrada a la producción y al consumo de mercancías (tanto espirituales como materiales), tuvo, sin duda, la impresión de que existía una consonancia entre los acontecimientos que se desarrollaban ante sus ojos y la tarea que, desde 1929, asignaba a la filosofía en su célebre controver sia de Davos con Emst Cassirer: «Arrancar al hombre de la pere za de una vida que se limitara a utilizar las obras del espíritu, arrancarlo de esa vida para arrojarlo de nuevo a la dureza de su destino». En pocas palabras, Heidegger rom antizó el nazismo y, como ha escrito con una inconsolable severidad Hans Joñas, que fue alumno suyo, «la adhesión del pensador más profundo de la época a la marcha con paso estruendoso de los batallones par dos constituye una catastrófica debacle de la filosofía, una ver güenza a escala de la historia mundial, una bancarrota del mismo pensamiento filosófico». Y, sin embargo, no podemos quedamos ahí. Este epitafio reclama un post-scriptum. El nazismo, y Heidegger se dio cuenta de ello muy pronto, no tenía la menor intención de llevar a cabo la misión histórica que Heidegger le había encargado de manera absurda. El romanticismo político está, a buen seguro, cargado de potencialidades monstruosas y había claramente una tonalidad romántica en la exaltación del sacrificio y el p ath os de la confrontación con la situación extre ma, en la definición del hombre, no por su autonomía, sino por su adhesión, en la afirmación del carácter sagrado del origen, en la glorificación del pueblo entendido como entidad homogénea y en la censura tanto de las exigencias individualistas como de las aspiraciones universalistas, en nombre del espíritu comunita rio. Esta propaganda existía indudablemente y ha causado estra gos, ha seducido a pensadores. Sin embargo, al tomarla al pie de la letra, al presentar el nazismo como un romanticismo exacerbado,
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C. P. Snow y los adeptos a la «concepción científica del mundo» olvidan el culto a la voluntad y el sueño de omnipotencia que figuraban en el corazón de esta empresa. Al contrario del mismo Heidegger, que, en una conferencia pronunciada en 1949, levan tó acta, a pesar de todo, de la novedad histórica e incluso histo rial (historíale) del exterminio — «Cientos de miles mueren en masa. ¿Mueren? Perecen. Los matan. ¿Mueren? Se convierten en las piezas de un stock de fabricación de cadáveres. ¿Mueren? Los liquidan de una manera discreta en los campos de aniquila ción»— , estos industrialistas apasionados desprecian con soberbia lo que el hecho de masacrar hombres, como si su eliminación formara parte de una producción de materia prima, debe al modo de revelación y de acción de la técnica moderna. Y su antipasadismo pasa de lado junto a la desmesura del crimen. En una novela corta desgarradora y desprovista de todo pathos, Ivo Andric cuenta la historia de Mentó Papo, un judío de Sarajevo «siempre un poco alegre, pero nunca verdaderamente borracho». Este hombrecillo insignificante tenía una cantina — el Titanio— en la planta baja de una casa con paredes desconchadas y sucias cuya arquitectura asmática y anémica era «la expresión de una vida sin pensamiento y sin horizonte». Flirteando con la policía y con el fisco, divirtiendo a los clientes con sus canciones y sus buenas palabras, peleándose y reconciliándose con su compañe ra croata, administraba de una manera mediocre su «negocio lili putiense». Este hombre no contaba. Vegetaba. Su existencia no pertenecía a la Historia. Sin embargo, la Historia se apoderó de su existencia en 1941. Reinaba por entonces en Sarajevo «una atmósfera cada vez más densa y opaca». Los clientes empezaron a desaparecer de la cantina de Mentó Papo. Su compañera se marchó también «sin que hubiera mediado ninguna pelea o riña». Un día convocaron a Mentó al puesto de policía para que se regis trara como judío. No tenía ningún contacto con la comunidad
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judía ni con el medio del que procedía, pero como no compren día nada de lo que le estaba pasando, fue a ver a algunos judíos notables. El desconcierto le dictó una pregunta absolutamente tri vial e inaudita: «¿Qué está pasando?». No obtuvo respuesta. Sus interlocutores, escribe Andric, «le miraban con una mirada sin expresión y no encontraban nada que decirle». Pasado algún tiempo, se presentó un funcionario ustachi en el pequeño café vacío de Mentó Papo, le interrogó y le ejecutó. ¿Qué está pasando? ¿Qué he hecho yo? ¿Qué crimen he come tido? ¿Quiénes son los que me han convertido en su enemigo? ¿Y por qué yo, que no soy ni un beneficio ni un peligro para nadie? Este estupor alelado está a la altura de lo que no fue, a buen seguro, la primera gran masacre de la historia humana, pero sí, sin duda, el primer asesinato colectivo al que sus autores quisie ron dar una dimensión planetaria. En las últimas líneas de su libro sobre el proceso del criminal nazi Adolf Eichmann, se dirige Hannah Arendt en estos términos al acusado: «¿Por qué apoyó y ejecutó usted una política que consistía en negarse a compartir la tierra con el pueblo judío y con los pueblos de algunas otras naciones — como si usted y sus superiores tuvieran derecho a decidir quién debe habitar y quién no este planeta—?; nosotros consideramos que nadie, que ningún ser humano, puede tener deseos de compartir este planeta con usted. Por esa razón, y sólo por ella, debe ser usted ahorcado». En unas cuantas palabras, Hannah Arendt revela, a la vez, la inconmensurable singularidad de la Solución final y lo que la vin cula con la esencia de la técnica. Ha sido menester que el empla zamiento de la tierra haya sido integrado en el concepto de razón para que unos hombres se hayan puesto en situación de estable cer quién estaba autorizado a vivir en ella y quién no. Y ha sido menester que la técnica no dependa de ninguna condición ante rior o exterior a su despliegue para que el problema planteado
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por el exterminio masivo sea resuelto profesion alm en te con el gas Zyklon B. La planetarización del crimen supone el desarrai go absoluto del criminal. «La técnica nos arranca de la tierra», dice Heidegger. Y cuando Hannah Arendt escribe solemnemente: «nosotros consideramos que nadie, que ningún ser humano, puede tener deseos de com partir este planeta con usted», habla en nombre de la humanidad terrestre. No, por tanto, de la humanidad como sujeto colectivo que vería el mundo o la tierra manifestándose como objeto; sino de los hombres en la pluralidad de sus adhesiones, que habitan la tierra y comparten el mundo. Y ¿qué es habitar la tierra, qué es compartir el mundo, sino hacer duelo por toda concepción exhaustiva — científica o no— y vigilar para no caer nunca en el olvido de lo que hay de indómito y de imprevisible en la reali dad en virtud de la presencia de otros hombres?
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Capítulo VI ¿PARA QUÉ PUEDEN SERVIR AÚN LOS POETAS Y LOS NOVELISTAS?
A comienzos del año 1989, la revista francesa Le D ébat dirigió a algunos grandes poetas una especie de cuestionario de crisis. A partir de la constatación de que la poesía, en cuanto tal, ya no tenía la presencia social o la irradiación pública de que todavía gozaba en Francia al finalizar la guerra, los editores de la revista preguntaban a los consultados, poetas ellos mismos, cómo com prendían las causas de semejante situación, si el eclipse les pare cía momentáneo o definitivo y, por último, si estaban de acuer do en no ver en ello una peripecia de la historia literaria, sino una ruptura en la tradición y en la sociedad, que compromete a una parte esencial de nuestra identidad. Lo que le pasa a la literatura con la erosión de la tradición poética, le pasa también a la humanidad, responde, en sustancia, Yves Bonnefoy. Y es que el poema procede, tanto en el autor como en su destinatario, de una actitud humana fundamental: el asentimiento a lo que es. Bonnefoy, con toda sencillez, sin fiori turas protectoras, habla de *la solidaridad instintiva entre la poe sía y la naturaleza*. Y, con toda la razón del mundo, lanza un desafío, sirviéndose de estas palabras cándidas, a la desconfian za ambiente hacia las ideas de naturaleza y de instinto. Esa soli daridad existe. Ese instinto existe y atraviesa las épocas así como
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las filosofías. Encantaba el mundo en el siglo XVI y desvelaba al «príncipe de los poetas», Ronsard, los árboles del bosque de Gastine, no como agradables adornos o cosas útiles, sino como moradas vivientes de seres divinos: «Escucha Leñador, detén un poco el brazo...». Todavía en el siglo XX, a pesar de la Historia, que invadía sin piedad todas las vidas, y a pesar del desencanta miento del mundo, el mismo instinto obligaba a W. H. Auden a optar por la alabanza. «Yo podría (vosotros no) Encontrar razones bastante pronto Para hacer frente al cielo, para rugir de cólera y desesperación Ante lo que llega. Reclamando que el cielo nombre, Sea quien sea, al que hemos de reprobar; El cielo se limitaría a esperar Que se hubiera agotado mi aliento, Después reiteraría, Como si yo no estuviera allí, Este singular mandamiento Que no comprendo, Da gracias por lo que es Y debo obedecer pues, ¿Para qué otra cosa estoy hecho esté de acuerdo o no?*. Es cierto que la crisis tampoco data de ayer. Es tan vieja como los Tiempos modernos. Hasta le es consustancial. En efecto, desde que el cartesianismo tomó posesión de las conciencias, la poesía quedó desactivada, es decir, no suprimida, pero sí ence rrada en la prisión dorada de la estética. Al público cultivado le gustaban los versos bellos, aunque sin poner en tela de juicio,
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¿Para qué pueden servir aún los poetas y los novelistas?
por ello, la separación entre lo Bello y lo Verdadero. El espíritu científico había nacido de una ruptura entre el conocimiento sen sible y el conocimiento racional, a partir de esa ruptura no sub sistió el primero más que a título de variedad elegante o emotiva del desconocimiento. Ciertos poetas, aunque convirtieron al bur gués en su figura de contraste, interiorizaron este reparto de roles entre descubrimiento y expresión. Mostrándose excéntricos y consentidores, se afiliaron a las razones de la concepción cientí fica del mundo. A buen seguro, no revocaron la disposición afec tiva que Julien Gracq llama «el sentimiento de la maravilla, de la maravilla única que supone haber vivido en este mundo y en nin gún otro», pero se han resignado a no ser más que un senti miento, un estado anímico, el testimonio de su subjetividad incomparable. Pasando, de una manera insensible, del elogio del ser a la autocelebración, ellos se han convertido en el P oeta y la naturaleza se ha convertido en el espejo de sus deseos o de su melancolía. Han medido, intrépidos, los territorios del sueño, de la imaginación, de la sensibilidad, lo que significaba que, para ellos, tampoco escapaba a la cantidad y a la medida ningún terri torio de la realidad. La poesía del siglo XX se ha rebelado, de todas las maneras posibles, contra este reparto de roles. Los poetas, desde los más discretos a los más solemnes, han convertido en una cuestión de honor hacer fracasar la tentación subjetiva. Jacottet: «La adhesión a nosotros mismos aumenta la opacidad de la vida». Rilke: «En tanto no persigas y no aprehendas más que lo que tú mismo has lanzado, todo lo demás no es más que habilidad y ganancia venial». Milosz: «Bellos discursos: por vuestro ruido, brama la nada». El poeta tiene otros menesteres más importantes que fabri car belleza. Le incumbe despojarse de su embarazoso personaje y sacar su arte del trastero donde lo tienen confinado todos los que dicen con Camap: «La finalidad de un poema en el que aparecen
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las palabras ‘rayo de sol’ y ‘nube’ no es dar una información meteorológica, sino expresar emociones y excitar en nosotros emociones análogas». No informar no es ni replegamos sobre nosotros mismos, ni proyectamos o desahogamos sobre las cosas, es entregar otro tipo de conocimiento diferente a la información, replican Milosz, Rilke, Jacottet o Bonnefoy. Existe una verdad de lo real que no es ni la verdad de la ciencia, ni la verdad del reportaje. La finali dad de un poema es precisamente no abandonar la verdad al concepto («¿Existe el concepto de un paso que viene en la noche, de un grito, del desprendimiento de una piedra en la maleza? ¿De la impresión que produce una casa vacía?», pregunta Bonnefoy) y no dejar el monopolio de la definición objetiva del tiempo que hace a los anticiclones y a las borrascas atmosféricas. La creación poética lleva al lenguaje una manera de ser de las cosas y no sim plemente el humor o el temperamento del poeta. «El ser — escri be Merleau-Ponty— es lo que exige de nosotros creación para que tengamos experiencia del mismo». Si ya no se desea esta cre ación, es que el ser se ausenta, o, para decirlo de otro modo, que la parte del d ato no para de reducirse en la vida de los hombres. En su respuesta a Le D ébat, observa Bonnefoy que la sociedad contemporánea se encuentra en buena posición para convertirse en «el campo de la producción y del consumo de objetos que nos emplean de paso simplemente como un medio que han encon trado para existir, para abundar y sobreabundar — en suma, que nos convierten en su hilo conductor—». Objetos, por tanto, y no cosas. Las cosas han desaparecido. Hemos llegado al final del gran movimiento de sustitución descrito por Husserl. El vestido de ideas cortado en la infinidad de las experiencias posibles se pega ahora a la piel del mundo. El hombre moderno ya no tiene por qué tomar por el Ser verdadero lo que es método. Habita en el espacio que el método le ha modelado y consume lo que ese
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método produce. Así, la región PACA (Provenza-Alpes-Costa Azul) ha privado a la Provenza, los Alpes y la Costa Azul de la posibi lidad de excederse en su función económica. Y a realidad nueva, lengua inédita. La magia evocadora de nuestra civilización técni camente asistida está compuesta de palabras tales como, precisa mente, PACA, o TGV (AVE), DVD, CD-Rom, SMS, CDI, TPE, MP3, iPod, e-mail, wanadoo.es, Google, bug, blog, alta velocidad, hipertexto, clip, rap, viabilidad, ecosistema, zona peatonal, zapping, biodiversidad, ch a i en Internet, pu lga electrónica, ratón informático, bu cle satélite y otras floras y faunas artificiales. No es precisamente un gorro rojo lo que esta caterva de neologismos febriles le pone al viejo diccionario: es el casco del Progreso. Así habla, en efecto, el hombre que no evoluciona más que en su propio universo de signos. Como ha escrito el filósofo Rüdiger Safranski: «La vida humana se vuelve tautológica cuando no encuentra más que las huellas de su propia actividad». Y la ciu d a d tautológica no necesita, como el Estado totalitario, perseguir a los poetas. Aun cuando les consagra «Primaveras» en sus espa cios dispuestos, tacha de anacronismo a la misma poesía. ¿Qué puede representar el Canto de la tierra para aquel que, a guisa de balada, no conoce más que el «Walkman»* y que accede por medio de una disciplina llamada SVT al conocimiento de la natu raleza? O como dice Bonnefoy: «¿Es posible la poesía en una sociedad que deja invadir sus conductas, su enseñanza, su pala bra por los términos de la tecnología, del comercio, por esos tér minos que ya no conocen el infinito que hay en el interior de un
* El original francés presenta un juego de palabras imposible de reproducir en e sp a ñ o l:«... en guise de ballade (balada), ne connaít que le ‘baladeur’ (Walk man)». El juego de palabras lo permite la hom ofonía de los términos «ballade(balada), «balade» (paseo) y «baladeur- (el que pasea, pero que en la actualidad se refiere al reproductor provisto de auriculares — Walkman decimos en España— con que pasea mucha gente) (ndt).
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objeto natural e incitan, por consiguiente, a otro infinito, el del sueño, a desplegarse, aunque de una manera muy pobre, entre los estereotipos publicitarios?». Sin embargo, Bonnefoy lo subraya en varias ocasiones, espe cialmente en su artículo de Le D ébat: la poesía no es ni inocen te, ni está indemne de la gran división de las culturas y de los humanismos. El conflicto entre los modernos opone a unos poe tas con otros. Escuchemos a Bonnefoy: «¿Qué les pasa a aquellos a quienes las palabras les continúan atrayendo por una razón diferente al discurso de la ciencia o a la ‘lengua del reportaje? [...] Se dedican a una escritura que acepta no ser más que una estruc tura verbal sin vocación de fundar un lugar, de abrir un tiempo en la relación con el otro, de meditar un destino». Esos poetas obedecen a la magna orden mallarmeana de desertar de la tierra y optar por el lenguaje como única patria. Mallarmé, y en esto fue el primero, estableció el modelo de la obra pura contra esas dos modalidades inferiores o degradadas de la palabra que son «el reportaje universal» y «la expresión del sentimiento de la vida». Negándose a ser el histrión de su propio sollozo, proclamó «la desaparición elocutoria del poeta». Y, aprovechando el mismo movimiento, significó su despido a la realidad: «Digo: ¡una flor! y fuera del olvido adonde mi voz relega cada contorno, en tanto que cada cosa es otra además de los cálices, musicalmente se eleva, la idea misma y suave, de la ausencia de todos los ramos de flores». Con Mallarmé, el sentimiento de admiración abandona el tejido del mundo para invadir la textura de las palabras. Y este traslado recibió su gran consagración teórica, algunos decenios más tarde, en un artículo del lingüista Román Jakobson sobre las funciones del lenguaje. La función poética, dice Jakobson, se desmarca de la función denotativa, que apunta al referente, y de la función emotiva, que «apunta a una expresión directa de la actitud del sujeto respecto a aquello de lo que se habla», en el
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sentido de que pone el acento en el mensaje fo r its own sake-, por su propia cuenta o para su propia gloria. Ruptura de la pala bra con el mundo, ruptura del arte moderno consciente de sí mismo con sus formas antiguas, hundidas, ancilares, impuras. Esta doble revolución es una rendición, según Bonnefoy. Con todos los poetas, hace suya la voluntad mallarmeana de -separar como en vistas a atribuciones diferentes el doble estado de la palabra: bruto o inmediato aquí, esencial allí». Sin embargo, la palabra esencial, muy lejos de encerrarse en sí misma para gozar mejor de su brillo, es la que asocia den ken y danken, pensa miento y gratitud: «Pues hay mucho más que una analogía entre una naturaleza que muere por tener rotos todos eslabones en la magna cadena de los seres y esta palabra que no ha tenido nunca otro deseo que convertir las palabras en una totalidad significan te para una tierra habitable». Mallarmé, que confiaba a su amigo Casalis: «Aquí abajo hay un olor de cocina», acabó con este deseo. Bonnefoy lo mantiene frente al decreto de la modernidad en su definición puramente textual. Sin embargo, «donde está el peligro, allí mismo nace lo que salva», dijo otro poeta, Hólderlin, citado a menudo y ampliamen te comentado por Heidegger. El deseo de una tierra habitable ha recibido hace poco la ayuda inesperada y preciosa del mismo Método. Éste había dado cuerpo a la idea de Progreso y dirigido triunfalmente la Revolución industrial. El desprecio de C. P. Snow por el estetismo nostálgico de los literatos se añadía aún a esta promesa de una mejora continua. Ahora bien, he aquí que el Método que sostenía la promesa se da cuenta hoy de la amena za que pesa sobre la biosfera, que m ide la extensión del saqueo, que en u m era y evalú a las diversas modalidades de polución, que p rog ram a el agotamiento de las energías renovables, que moviliza a sus investigadores, a sus especialistas, a sus técnicos, a fin de intentar racion alizar la gestión de los recursos naturales.
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«Tal vez vamos a comprender — escribe Bonnefoy— que es la sociedad la que, hoy al menos, es causa del mundo, y puede decidir que quede o no un poco de vida en este globo que ha sido saqueado por nuestra desmesura, por nuestra locura». Lo que le falta, sin embargo, a esta competencia ecológica, para ser algo distinto a una variante de la tautología técnica y de su abrumador aburrimiento, son los «embajadores del mundo mudo» de los que Francis Ponge dice que descienden a lo más bajo a fin de «alimentar el espíritu del hombre poniéndolo en contacto con el cosmos». Y el autor de E lp artit p res d e les coses precisa así el método de estos meticulosos emisarios: «Balbucean, murmuran, se hunden en la noche del Logos, hasta que, por fin, se encuen tran en el nivel de las RAÍCES, donde se confunden las cosas y las formulaciones». En ese nivel, que las operaciones contables no pueden alcanzar y el vocabulario funcional ignora, el lengua je abre al hombre a otra verdad distinta de sí mismo. El ser es lo que exige poetas para que tengamos la experiencia del mismo. La revuelta de Mallarmé, una vez desencadenada, estaba abo cada a desbordar la esfera estrictamente poética y a hacer saltar la barrera de los géneros. ¿Qué eran, en efecto, los géneros lite rarios sino formas ajustadas a un orden de representaciones? Ya no hay representación, ya no hay género, sino — ya sea poema o romance— el Libro que no accede a esta mayúscula más que exceptuándose por medio de la autorreferencialidad del «reporta je universal». ¿De qué habla la literatura? De la literatura, respon de la vanguardia. Lo que merece el nombre de literario no es esta ingenuidad: la escritura de una aventura; es la aventura de la escritura, es el discurso que se impone a sí mismo expresar su propia forma, es el lenguaje que no remite a ninguna otra realidad más que a él mismo. Sólo importa la obra, aunque, a fin de cuen tas, la obra no está ahí más que para conducir a la búsqueda de la
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obra», escribía Maurice Blanchot en El libro p o r venir. «La obra —proseguía— es el movimiento que nos lleva hacia el punto puro de la inspiración de donde ella viene y al que parece que no puede llegar más que desapareciendo. Sólo importa el libro, tal como es, al margen de los géneros, de las rúbricas, prosa, poe sía, novela, testimonio, bajo las que se niega a ser clasificado y al que niega el poder de fijar su sitio y determinar su forma». La van guardia: un mallarmeísmo generalizado. De ahí procede el choque provocado por la aparición del ensayo de Milán Kundera El arte d e la novela en 1986. No es que el autor la emprenda, de una manera explícita y frontal, contra los campeones mallarmeanos de la escritura pura. No es que entrara de manera abierta en una polémica con la vanguardia, esa serpiente tan orgullosa de morderse, por fin, la cola después de tantas excursiones vanas. Kundera se limitaba a presentar a sus lectores asombrados otra versión de la historia. Retomando las cosas desde su raíz, convertía a Cervantes en el cofundador, junto con Descartes, de los Tiempos modernos. Esta época fue con toda claridad la época de la pérdida del poder del Dios cristiano sobre el destino del hombre. Con todo, mostraba Kundera, la emancipación con respecto al dogma religioso tomó simultánea mente dos vías distintas. Vino, en primer lugar, descubierto y expresado por Descartes, el advenimiento del hombre en la pos tura de sujeto. Llamamos moderna a esa relación con el mundo en la que el hombre se pone como el subjectum , como el que sub-yace, sobre cuya base debe reposar todo a partir de ahora. «Con el ego cogito — escribe Heidegger— , el hombre se funda a sí mismo como el Metro de todas las escalas con las que se mide (es decir, con las que se puede hacer la cuenta de) lo que puede pasar por cierto, es decir, por verdadero, es decir, por ente». Dicho de otro modo, lo decisivo no es que el hombre se haya liberado de las antiguas ataduras para acceder a su verdadera
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esencia, es el cambio mismo de esencia lo que constituye su aprehensión como sujeto. Sujeto, es decir, soberano en este caso: •Todo ente extrahumano se vuelve objeto para este sujeto. Desde este momento el término subjectum deja de convenir, en cuanto nombre y concepto, al animal, a la planta y a la piedra. [...] Ser sujeto es, a partir de ahora, la caracterización distintiva del hombre en cuanto ser pensante; representante». Esta primera palabra de los Tiempos modernos tal vez será la última. No por ello, recuer da Kundera, es la única primera. Mientras que Descartes instala al hombre en el mundo como sujeto soberano, Cervantes, por su lado, le destrona de una manera discreta: -Cuando Dios abando naba lentamente el lugar desde donde había dirigido el universo y su orden de valores, separado el bien y el mal y dado un sen tido a cada cosa, Don Quijote salió de su casa y ya no estuvo en condiciones de reconocer el mundo. Éste, en ausencia del Juez Supremo, apareció de pronto en una dudosa ambigüedad; la única verdad divina se descompuso en cientos de verdades rela tivas que los hombres se repartieron. De este modo nació el mundo de la Edad Moderna y con él la novela, su imagen y modelo». Hizo falta valor y hasta heroísmo para comprender el ego pensante como el fundamento de todo; pero se requería una fuerza no menos grande para «comprender el mundo como ambi güedad» y para «poseer como única certeza la sabiduría de la incertidumbre». Lo que dio su color a los Tiempos modernos y constituyó su especificidad no fue únicamente el espíritu carte siano, sino la tensión entre Descartes y Cervantes. En el momen to en que los ejecutores del Método, con la cabeza llena de líneas, números y signos algebraicos, «fuerzan su paso a través de las tor tuosidades de la vida», el espíritu de la novela levanta los obstá culos puestos por las viejas antinomias metafísicas de lo alto y de lo bajo, de la tragedia y de la comedia, del estilo sublime y de la prosa diaria, a la captación de las paradojas y de los embrollos
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de la existencia. Cuando la ciencia «examina con encarnizamien to el porqué de todas las cosas y obtiene que todo lo que existe parece explicable y, por consiguiente, calculable», el espíritu de la novela se las ingenia para convertir en borrico el principio de razón. Su ámbito, en efecto, es lo incalculable, el matiz, la parte de verdad que aplasta inevitablemente la certeza triunfante. A la puesta en ecuaciones de los problemas de la humanidad, res ponde el espíritu de la novela por medio de la incansable explo ración del fenómeno humano. A las ideas claras y distintas, no cesa de oponerles el contrapeso del escrúpulo. «A la manera de Penélope — escribe magníficamente Kundera— deshace la tapi cería que teólogos, filósofos y sabios han urdido la víspera». No es, evidentemente, cuestión de azar que esta defensa e ilustración de la literatura novelesca haya sido escrita por un novelista que pasó su juventud y una parte de su edad madura en un país, Checoslovaquia, entregado al sueño comunista de la transparencia total, esto es, de una sociedad sistemáticamente purificada de todo lo que supusiera un obstáculo — tradiciones, costumbres, intereses egoístas, jerarquía, privilegios, clases socia les— para la realización cabal de la Razón universal. Kundera se encontraba en primera fila para ver lo que daba de sí la voluntad de acceder, para la mayor felicidad de todos, a la racionalización integral del mundo de la vida. Hoy ve que se realiza otro desti no, indoloro, pero mortal, y que hace acudir a los labios ese verso de T. S. Eliot que C. P. Snow denunciaba en su conferencia como la más anticientífica, lo que, en su pluma, quería decir la más extravagante, de las profecías humanas: «Así acaba el mundo, no en una deflagración, sino en un suspiro». Este destino es el emplazamiento (arraison n em en t) metódico y eufórico de la esfe ra del ocio en el marco de la movilización contable de todos los sectores de la realidad como riqueza económica potencial por la industria cultural.
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No percibimos, espontáneamente, su complejidad, hasta hui mos de ella: es u n a obsesión. Ahora bien, el espíritu de la nove la es, precisamente, el espíritu de complejidad. «Cada novela dice al lector: ‘las cosas son más complicadas de lo que piensas’». Por consiguiente, quien quiera colocar el «sector cultural» bajo la juris dicción del imperativo de la eficiencia, está obligado a evitar m alos encuentros a la espontaneidad de este género. Como ha escrito Gilíes Lipovetsky en El im perio d e lo efím ero, «la cultura de masas es una cultura de consumo, fabricada enteramente para el placer inmediato, el recreo del espíritu; su seducción se debe, en parte, a la simplificación de que hace gala. Es preciso evitar lo complejo, presentar historias y personajes identificables de inmediato, ofrecer productos con interpretación mínima». Siempre habrá ficciones bien compuestas, eficaces, jadeantes, sentimentales y sanguinarias, confesiones indiscretas, expresiones amaneradas o violentas del sentimiento de la vida; pero, como la poesía, la novela también es perecedera.
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Capítulo VII LA POSCULTURA
En 1963, cuatro años después de su resonante conferencia de Cambridge, el físico y novelista Charles Percy Snow volvió sobre el tema ultrasensible de las dos culturas. Aun manteniendo su tesis de las tribus enemigas («Entre los científicos y los intelectuales lite rarios no existe prácticamente ninguna posibilidad de diálogo. En vez de considerarse como colegas, sienten una especie de hostili dad larvada los unos por los otros»), Snow contesta, en este suple mento, la validez de la cifra dos. A la luz de las innumerables res puestas, críticas y comentarios provocados por su análisis, se reprocha haber despreciado, o por lo menos subestimado, la exis tencia de otro grupo, el de los «intelectuales que ejercen su acti vidad en disciplinas tan variadas como la historia social, la socio logía, la demografía, las ciencias políticas, las ciencias económicas, la psicología, etc.». Todos estos sectores de investigación, consta ta Snow, tienen un punto común: «Se refieren a la manera en que viven o han vivido los seres humanos —y ello trabajando no sobre la base de suposiciones gratuitas, sino de hechos concre tos—». Y esta tercera cultura en expansión pone un bálsamo en el corazón del universitario enloquecido. Le deja como nuevo, le devuelve la esperanza de ver colmarse el foso y acabar con la querella, pues esta tercera cultura, prevé Snow, va a asumir los
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problemas tratados hasta ahora por los literatos, con la coheren cia y la objetividad practicadas por los científicos. El reinado de la cifra dos, después de todo, tal vez no sea más que un interregno. Suministrando la prueba de que no hay límite ontológico al impe rio de la exactitud, la tercera cultura prepara la consagración del Uno. El rigor de su procedimiento y su acribia demostrativa con denan a muerte a las Humanidades charlatanas, retrógradas, fan tasiosas, mariposeadoras y aproximativas. A la amarga constata ción de la guerra de las culturas le sucede ahora, prosigue Snow, la perspectiva reconfortante de una modernidad desembarazada de sus rezagados. El desarrollo de las ciencias humanas anuncia la buena nueva de la reconciliación de todas las inteligencias en tomo a los valores del método y del progreso. ¿Buena nueva verdaderamente? Antes de examinar el valor de este pronóstico y el fundamento de este optimismo, debemos reco nocer con Snow que la tercera cultura ha transformado de pies a cabeza el paisaje intelectual. Esta cultura tiene un origen doble y contradictorio. El galileísmo y la protesta contra Galileo han presi dido, tanto el uno como la otra, su nacimiento. En la prolongación de las Luces y de la m athesis universalis fue donde se forjó el pro yecto de completar la dominación racional de las fuerzas de la naturaleza mediante la dominación racional de la sociedad. Fue la visión de los estragos provocados por esta ambición lo que hizo acudir al espíritu de algunos testigos horrorizados la idea de que el hombre no tiene en sí mismo su propio fundamento y que la subjetividad está inscrita originalmente en un mundo, en una comunidad, en una socied ad que la desborda infinitamente. Charles Percy Snow, convencido de que la humanidad no se plan tea más que problemas que ella puede resolver y de que la razón científica tiene el monopolio de la razón, consideraba la sociología como un florón o, mejor aún, como la realización cabal de las Luces. Nuestros contemporáneos, desembriagados a su vez de la
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embriaguez de las soluciones, esperan de la sociología en particu lar, y de las ciencias sociales en general, no la formulación de la ecuación de la realidad humana, pero sí el conocimiento a fondo de la irreductible diversidad de los usos y de las maneras de ser. Que la sociedad sea una forma esencialmente independiente y dis tinta de los actores individuales que la componen significa que, en el momento en que estos actores actúan, piensan, crean, trabajan, contemplan un paisaje, experimentan sentimientos, es su adhesión lo que actúa, piensa, crea, trabaja, mira o siente a través de ellos. La tercera cultura llama... cultura a esta travesía del y o por el noso tros. El antropólogo Taylor presentaba, en 1871, la cultura como •ese complejo de conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras aptitudes y hábitos que el hombre adquiere como miembro de la sociedad». Un siglo más tarde, el sociólogo francés Bourdieu iba aún más lejos: «La selección de sig nificaciones que define objetivamente la cultura de un grupo o de una clase como sistema simbólico es arbitraria en tanto que la estructura y las funciones de esta cultura no pueden ser deducidas de ningún principio universal, físico, biológico o espiritual, no estando unidas por ninguna especie de relación interna a la ‘natu raleza de las cosas’ o a una ‘naturaleza humana’». Toda sociedad humana, a menos que no esté deshumanizada, pertenece a una cultura. Como toda cultura es igualmente «arbitra ria», ninguna puede valer para toda la humanidad: ésas son las dos enseñanzas más importantes que se desprenden ahora de las inves tigaciones (etnológicas o sociológicas) llevadas a cabo por las cien cias del hombre. Y esas enseñanzas se imponen con una fuerza cada vez más apremiante a la filosofía, en sus dos versiones: la analítica y la continental. De la puesta al día de los esquemas conceptuales de la experiencia, los herederos más atrevidos del empirismo lógico han sacado ahora la conclusión de que no hay un mundo, sino ver siones d e mundo. Por su parte, la escuela adversa se apoya en la
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tesis heideggeriana de que cada época tiene su metafísica para decir que todas las prácticas, todas las creencias, todas las representacio nes son construcciones sociales. Así, las dos grandes tradiciones filo sóficas del siglo XX convergen, en el siglo XXI, en la renuncia a la pretensión de desvelar el Ser verdadero y en la afirmación posmodema de la plasticidad sin límite de los hombres y de las cosas. Hasta los mismos literatos han asumido este gran giro culturalista y han entrado de una manera resuelta en la edad de la desmitificación. Existen, a buen seguro, excepciones e islotes de re sistencia, pero si C. P. Snow pudiera visitar hoy los campus universitarios o los centros de enseñanza secundaria de Occidente no daría crédito a sus oídos; ya no reconocería la vieja escuela. La sospecha ha entrado, efectivamente, en el santuario; los guardia nes del Templo han perdido la fe; los pasadistas han sido presa de un ataque de juventud; con la excepción de algunos devotos retra sados, los profesores de letras se dedican hoy a desacralizar su patrimonio. En sus manuales desem polvados se yuxtaponen una fábula de La Fontaine, una imagen publicitaria, la entrevista a un cineasta y el testimonio de un cancerólogo. Es en sus programas donde se ha expoliado a la creación de su aura y donde el pasa do se ha visto rebajado, trivializado y privado de todo prestigio. Es en sus clases y no en los departamentos científicos donde el culto a las obras maestras suscita la ironía y donde se interpreta en tér minos exclusivamente históricos, sociológicos o políticos la supre macía de los llamados textos literarios sobre las otras formas de discurso. Es en los bastiones de las Humanidades donde, en vez de enseñar a reverenciar a los clásicos, se enseña a desconfiar de ellos y a hacer fracasar sus tejemanejes o sus astucias oratorias. Es en los antiguos feudos del amor al arte donde se pone en tela de juicio la idea misma de valor estético y donde la inteligencia con sidera una gloria derribar el muro erigido por una tradición aristo crática entre lo admirable y lo ordinario. En pocas palabras, allí
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donde había intercesores, se entregan hoy de lleno los demoledo res, y es que se ha producido algo que C. P. Snow no había visto venir: la enseñanza de la literatura ha sido derogada para liberar de su collar jerárquico a la multiplicidad de las maneras de decir. Esta apología de lo plural es hija de la contestación romántica de las Luces. Con todo, es una hija pródiga. El nuevo culturalismo, en vez de querer limitar la ambición transformadora de los hom bres, se dedica a desactivar la argumentación de sus adversarios: si no se entrega nada que no esté previamente dotado de forma y de sentido por una cultura, ¿en nombre de qué se puede elegir tal dato, erigirlo en modelo ideal, defenderlo contra la muerte o la metamorfosis? Si no hay más que construcciones sociales, ¿por qué dar prioridad a ésta en vez de aquélla? ¿A la herencia en vez de a su liquidación? ¿A la estabilidad en vez de al movimiento? ¿A la Historia en vez de a la tabla rasa? ¿Al silencio y al tiempo de la lec tura en vez de a las nuevas categorías mentales inducidas por la civilización de los ordenadores, de los teléfonos móviles y de las videoconsolas? «El fin de un mundo no es el fin del mundo, sino simplemente el comienzo de otro», proclama, impasible y hasta burlón, el sociólogo Christian Baudelot. ¿Es un avance este comien zo? Poco importa. Lo importante es el cambio. Los románticos toman partido por lo que cae; los posmodemos, por lo que hace caer. Aquéllos lloran; éstos ríen de manera burlona. Los últimos románticos quisieran oponer un acercamiento pru dente al mundo que viene contra la marcha hacia delante cada vez más compulsiva del progreso. El pensamiento posmodemo desle gitima al mismo tiempo la idea de progreso y la virtud de la pru dencia. Cuenta con el flujo sin inquietarse por su destino. Liquida el sentido en beneficio de la metamorfosis. Quiere el cambio por sí mismo. Este pensamiento lúdico, perfectamente adecuado a la técnica, que, como nos ha enseñado Heidegger, no es sólo un modo de producción, sino un modo de desvelamiento, se
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muestra encantado con la trepidación, celebra la ondulante varie dad de los acuerdos sociales, homologa sin hacerse de rogar la maleabilidad y la movilidad infinitas del ser. Anything goes. No importa lo que ocurra, dice con una sonrisa. Y esta sonrisa demo crática dobla las campanas por la cultura general. Para que sea posible algo como una cultura general y una educación liberal que asegure su transmisión, es preciso, a la vez, una naturaleza que cultivar y una realidad que conocer. Cuando la cultura se identifica con lo que ya está ahí y cuando todas las experiencias de la realidad son consideradas igualmente históricas, igualmen te ficticias, igualmente válidas, ya no queda cultura general, sino una pululación de identidades particulares ligadas por la cultura com ún de los aparatos, de las normas, de las reglas, de las ope raciones en vigor en el universo de la técnica y del mercado. Nuestro tiempo reemplaza esta ascensión sin fin que es la cultu ra an im i por la horizontalidad sin fin de las p rácticas culturales, y no concede la estampilla de la universalidad más que a la bate ría de las pericias que requiere la razón instrumental. ¿Y qué es la literatura en todo esto? Una práctica cultural que se muestra altiva y que es menester saber poner en su sitio. C. P. Snow tenía razón al pensar que la guerra de las dos cul turas iba a conocer pronto su epílogo. Sin embargo, se equivo caba al alegrarse. Y es que este epílogo no es el de una cultura que vence a la otra, sino que lo cultural vence sobre todo, se lo traga todo, hace una masa indiferenciada de aquí y de allá, de dentro y de fuera, de lo espontáneo y de lo pulido, de lo feo y de lo bello, del cliché y del pensamiento, de lo trivial y de lo raro, y sumerge en el olvido, robán d ole su nom bre, el doble trabajo de damos forma a nosotros mismos y de elucidación del ser por cuya conducción se peleaban ardientemente, todavía ayer, los científicos y los literatos.
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Obras citadas
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Obras citadas
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TERCERA LECCIÓN
PENSAR EL SIGLO XX
Capítulo I ¿QUÉ ES UN SIGLO?
Período de cien años contados desde el año del nacimiento (o de la encamación) de Cristo: ésa es la definición, ahora ya corrien te, de la palabra siglo. El siglo es una unidad del calendario. Pero es también una forma de periodización, un instrumento admitido, homologado y empleado corrientemente en la enseñanza de la disciplina histórica. Basta con ir a las librerías para convencerse de ello: la historia que se enseña está dividida en siglos y como a nuestra época no hay nada que le guste más que el olor de la pin tura fresca, los manuales escolares no han esperado al año 2001 para presentar con orgullo historias del siglo XX. Habría, pues, una lógica en la cronología, una correspondencia entre el fraccio namiento del tiempo y la marcha de las cosas. Extraña evidencia. Una evidencia que nos impone, antes de pensar el siglo XX, pen sar lo que es el siglo sin más, interrogamos sobre la fortuna de esta categoría. ¿Cuándo apareció el siglo en la historia? A buen seguro, no con los historiadores. Herodoto, según decía Cicerón, es el padre de la historia, y la posteridad ha con firmado este juicio. Herodoto, que vivió en el siglo V antes de nuestra era en Halicamaso (Asia Menor), cuenta en su H istoria el conflicto que enfrentó al Imperio persa con el mundo griego. Ésta es una obra fundadora, como lo atestigua su declaración
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liminar: «Herodoto de Halicamaso presenta aquí los resultados de su investigación, para que el tiempo no borre los trabajos de los hombres y para que las grandes hazañas realizadas bien por los griegos, bien por los bárbaros, no caigan en el olvido; y da razón en particular del conflicto que enfrentó a estos dos pueblos». La exigencia de imparcialidad, presente ya en la litad a de Homero, la mayor epopeya de todos los tiempos y la única que invita al oyente a llorar también por las desventuras del enemigo, está confirmada por Herodoto en el marco de una obra en prosa que pretende la restitución de los hechos. Fue entonces cuando empezó la larga historia de la persecución desinteresada de la verdad. Herodoto, primer narrador de verdades factuales, inau gura la objetividad, definida de este modo por Hannah Arendt: «Esta pasión desinteresada, desconocida fuera de la civilización occidental, por la integridad intelectual cueste lo que cueste». Herodoto es historiador en el sentido de que rompe con la empresa de su tradición, de que no se deja captar por el relato mítico de los orígenes, de que se resiste a las evidencias, a las certezas, a los prejuicios del mundo al que él mismo pertenece, relatando tanto las hazañas de los griegos como las de los bár baros. Sin embargo, lo que le convierte en el fundador de la his toria es asimismo la voluntad de recoger estas hazañas en la memoria de los hombres. La historia, en su comienzo, colma un deseo de inmortalidad. Es la empresa que arranca la vida, en todo caso ciertas vidas, a la masticación del tiempo. Gracias a la mediación de la historia, los mejores de los mortales encuentran sitio en un cosmos donde todo es inmortal excepto ellos. En esta versión de la historia no se trata de ordenar o de dinamizar la duración, se trata más bien, en cierto modo, de vencerla, de no dejar la última palabra a la corrupción y a la disolución temporal de todas las cosas. Sin las huellas imperecederas que las acciones humanas dejan en la historia la vida no sería más que vanidad.
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Nuestra práctica de la historia se ha propuesto desde hace mucho tiempo otras finalidades distintas a la de la inmortalización. Sin embargo, no por ello ha caído en el olvido la lucha de Herodoto contra el olvido. «Vivir con los muertos constituye uno de los más preciosos privilegios de la humanidad», dirá Augusto Comte. Y Michelet, el historiador más grande del siglo XIX, defi nirá, en estos términos, su vocación: «En las galerías solitarias de los archivos donde estuve errando veinte años, en ese profundo silencio, acudían, no obstante, a mis oídos una serie de murmu llos. Los remotos sufrimientos de tantas almas ahogadas en estas viejas edades se hablaban en voz baja. La austera realidad recla maba contra el arte y le decía a veces cosas amargas: ‘¿En qué pierdes el tiempo? ¿No sabes que nuestros mártires te esperan desde hace cuatrocientos años? Ellos dieron su vida con una espe ranza firme, con la esperanza puesta en la justicia. Tendrían dere cho a decir: ‘¡Historia, cuenta con nosotros! Tus acreedores te inti man. Hemos aceptado la muerte por una línea tuya’». Michelet no cuenta, ciertamente, la historia como Herodoto, la divide en épo cas, en secuencias temporales dotadas de significación, le asigna un fin prometeico y fraternal al mismo tiempo, pero comparte y democratiza el mismo afán de Herodoto. Ya no son únicamente las hazañas o las acciones hermosas las que merecen ser salvadas del olvido. Visitado por las sombras anónimas que fueron antaño carnes vivientes sobre la tierra inestable, Michelet quiere resuci tarías. No todos los historiadores tienen, por supuesto, este tipo de obsesión o de sueño. Pero lo que sí conservan de Herodoto es la idea de la existencia de una d eu d a para con los hombres de antaño. Deuda que se encama asimismo, por lo que se refiere a nuestro siglo, en los monumentos a los muertos de la Gran Guerra presentes en las plazas de todos los pueblos de Francia. Así, pues, una deuda con respecto a los muertos, y también una colección de ejemplos, lecciones para meditar, un tesoro de
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experiencias adquiridas. Según la sentencia de Cicerón, la histo ria, tal como nos la legaron los Antiguos, es m agistra vitae. Dicho de otro modo, es antihistoricista. Nada le es más extraño que el concepto de anacronismo, consustancial hoy a la práctica de la historia. Lo que constituye la importancia del conocimiento del pasado y su valor educativo es, precisamente, la idea de que no hay nada nuevo bajo el sol, que la sucesión de las generaciones no es una marcha hacia delante y que los vivos se ven llevados, volens nolens, a pasar de nuevo por las mismas experiencias que los hombres que les han precedido. Esta historia no reposa sobre el concepto de historia, sino sobre el de naturaleza. Los planos se confunden en la evidencia ontológica de la repetición. Esta concepción ancestral no se ha perdido del todo, como atestigua la conmovedora historia del conmovedor destino del rey de Egipto Psamenito. Fue narrada, primero, por Herodoto; la encontramos, después, en los Ensayos de Montaigne y, más tarde, especialmente en un ensayo de Walter Benjamín titulado El n a rra d o r -Cuando Psamenito, rey de los egipcios, fue derrotado por el rey persa Cambises, este último se propuso humillarlo. Dio orden de colocar a Psamenito en la calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además dispuso que el prisio nero viera a su hija pasar como criada, con el cántaro, camino a la fuente. Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psamenito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución. Pero cuando reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, sólo entonces comenzó a golpear se la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena*. Esta anécdota demuestra la potencia del relato como capaci dad para enunciar el sentido sin definirlo. Herodoto, lo mismo ,
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que Tucídides, según Thibaudet, «nos proporciona la idea per fecta de lo que podríamos llamar la verdad narrativa, es decir, de lo que se obtiene de puro cuando se elimina lo patético, el ale gato, la oratoria, lo dramático». Y Walter Benjamín lo confirma: «La narración no se da ni se agota nunca del todo. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo». ¿Por qué no llora el rey más que con la muerte de su criado? ¿Porque, tal como sostiene Montaigne, estando tan satu rado de pena, sólo requería el más mínimo agregado, para derri bar todas las presas? ¿Porque, frente a la suerte de la familia real, está obligado, por razones políticas, a dar pruebas de pondera ción, a combatir mediante la impasibilidad la humillación que le acaban de infligir y es el siervo el que encama entonces a la fami lia, lo privado, todo aquello a lo que él se atiene y el enemigo conduce, de manera inexorable, a la muerte? La familia simboli zaría el Estado y el criado a la familia... Todas estas hipótesis se atropellan entre sí y si esta historia ha atravesado las generacio nes, si ha dado jaque al olvido y a lo que nosotros llamamos hoy historia, si continúa hablando a los hombres, es porque aborda una verdad esencial, al mismo tiempo que hace justicia al miste rio de la vida. «Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días». Afortunadamente, pues, no hemos roto por completo con esta experiencia de la historia. Con todo, sigue siendo verdad que tiene para nosotros esto de exótico y hasta de prodigioso: que no periodiza la temporalidad. Es una historia a la que no le gusta el tiempo, que lo combate por medio de la inmortalidad que con fiere a los hombres y que lo desactiva mediante la permanencia de los problemas o de los comportamientos que saca a la luz. Les debemos a los griegos la práctica de la historia como prosecución y recensión objetivas de las verdades de hecho.
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Sin embargo, el sentido de la historicidad proviene de la otra fuente de nuestra civilización: la Biblia. Existe, es cierto, la teoría de las edades desarrollada por Hesíodo en Los trabajos y los días: «Al principio los Inmortales que habitan mansiones olímpicas crearon una dorada estirpe de hombres mortales. Existieron aquéllos en tiempos de Cronos, cuando reinaba en el cielo; vi vían como dioses, con el corazón libre de preocupaciones, sin fatiga ni miseria; y no se cernía sobre ellos la vejez despreciable, sino que, siempre con igual vitalidad en piernas y brazos, se recreaban con fiestas ajenos a todo tipo de males. Morían como sumidos en un sueño; poseían toda clase de alegrías, y el campo fértil producía espontáneamente abundantes y excelentes frutos. Ellos contentos y tranquilos alternaban sus faenas con numerosos deleites. Eran ricos en rebaños y entrañables a los dioses biena venturados». A esta primera raza de hombres le sucedió, según Hesíodo, la Edad de Plata, cuyos miembros se mataban entre ellos: «los hombres no podían abstenerse entre ellos de la inju riosa iniquidad». Vino después la Edad de Bronce, la Edad de los Héroes y, por último, la Edad de Hierro, que hace gemir a Hesíodo por ser la suya. En efecto, lo propio de esta edad es vivir de manera dolorosa en el tiempo: «Los hombres no cesarán de estar abrumados de trabajos y de miserias durante el día, ni de ser corrompidos durante la noche, y los Dioses les prodigarán amaigas inquietudes». Hesíodo propone un remedio a esta con dición temporal: la obediencia a los ciclos de la naturaleza, la repetición monótona y sosegadora de los trabajos de los campos. El ciclo es el remedio a lo trágico en el pensamiento helenístico. La concepción del tiempo que la Biblia trae consigo es com pletamente distinta. Como ha escrito Henri-Charles Puech: «El desarrollo del tiempo no presenta aquí la figura de un círculo, sino la de una línea recta, finita en sus dos extremos, con un comienzo y un fin absolutos, y en cuyo nombre, querido por
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Dios, se despliega el devenir del género humano». Con la Biblia, el encuentro entre el hombre y lo divino abandona el cosmos y se inserta en la historia. La primera gran partición del tiempo aparece en el Antiguo Testamento con la célebre profecía de Daniel. El rey Nabucodonosor ha tenido un sueño. Ha quedado tan aterrorizado por este sueño que ha olvidado su contenido. Convoca a todos los adivinos, magos y brujos para que le recuerden su visión noc turna y le expliquen su significado. Como ninguno es capaz de realizar esta tarea, el rey los condena a muerte. Daniel, hijo de Israel, que ha recibido una revelación divina al respecto, se presenta entonces ante el rey e intercede en favor de los sabios de Babilonia. Le hace a Nabucodonosor el relato siguien te: «Tú, oh rey, tuviste esta visión: una estatua, una enorme esta tua de extraordinario brillo y aspecto terrible se levantaba ante ti. La estatua tenía la cabeza de oro puro, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los lomos de bronce, las piernas de hierro, y los pies mitad de hierro y mitad de barro. Mientras estabas miran do, una piedra se desprendió sin intervención de mano alguna, golpeó los pies de hierro y barro de la estatua y los hizo peda zos. Entonces todo a la vez se hizo polvo: el hierro y el barro, el bronce, la plata y el oro; quedaron como la paja de la era en verano, que el viento se lleva sin dejar rastro. Pero la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en una gran montaña que llenó toda la tierra. Éste era el sueño». Viene, a continuación, la interpretación exigida por Nabucodonosor. Él es la cabeza de oro. El reino que debía sucederle era de plata, es decir, más pequeño y más débil; el tercero, de bronce, será todavía menor. El cuarto será de hierro, porque, como el hierro, matará todo antes de que lo maten a él a causa de su debilidad y de sus divi siones internas, indicadas por la adición de la arcilla al hierro, con el que no se puede mezclar. Y será entonces cuando el Dios
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del cielo levantará un reino que nunca será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo: aplastará y aniquilará todos sus reinos y él mismo subsistirá para siempre: «viste desprenderse del monte, sin intervención de mano alguna, la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, el barro, la plata». Esta profecía, muy cercana a Hesíodo, incluso en el vocabula rio y las imágenes de sus grandes divisiones, pertenece, en reali dad, a otra tradición: la que ve en la historia la realización de los designios del Creador, la realización sucesiva de un plan proyec tado por Dios en beneficio de la humanidad. La teoría histórica de las cuatro monarquías gozará de una inmensa posteridad. Sus comentadores identificarán, espontá neamente, la cuarta monarquía con el Imperio romano, y, durante más de dos mil años, la profecía de Daniel no tendrá otro rival que la periodización de san Agustín, que dividía la historia terrestre en seis épocas cada una de las cuales debía correspon der a un día de la Creación y a una edad en la vida del indivi duo: la primera época, de Adán a Noé, es la de la primera infan cia; la segunda, de Noé a Abrahán, es la de la infancia; la tercera, de Abrahán a David, corresponde a la adolescencia; la cuarta, de David a la cautividad de Babilonia, es la de la juventud; la quinta, de Babilonia al nacimiento de Cristo, es la de la madurez; por último, la sexta época, que comienza en la venida de Cristo, durará hasta el fin de los tiempos, hasta la venida del Señor y del Domingo. Estas dos periodizaciones tienen en común que dan un senti do al devenir, confiriéndole un orden de fines que trasciende a los de la naturaleza. Con todo, desarrollan ambas también una gran desconfianza respecto a la historia profana, o a lo que, en el vocabulario religioso, se llama precisamente el siglo, es decir, la vida terrestre opuesta a la vida futura o bien al reinado de Dios sobre la Tierra. El Libro de Daniel inspira a los historiadores
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medievales la idea de translatio im perii: el imperio no sufre durante su duración ningún cambio sustancial, no hace más que pasar de un pueblo a otro. Y san Agustín afirma, por su parte, que la religión verdadera no se solidariza con ninguna forma transitoria de la política. Muestra que los dos amores que se han dividido el corazón del hombre han edificado dos ciudades: el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios ha edificado la ciu dad terrestre, el amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo ha edificado la ciudad celeste. Vanitas de un lado, veritas del otro. Como dice Karl Lówith comentando a san Agustín: «Los hijos de la Luz ven en su existencia terrestre el medio de complacer a Dios; los hijos de las tinieblas consideran a su Dios como un medio de alcanzar la felicidad en el mundo». En consecuencia, el progreso no existe más que bajo la forma de una peregrinación, de un incansable viaje hacia una meta supraterrestre. El año 413, cuando se aplica a la redacción de La C iudad d e Dios, san Agustín no sabe que vive en el siglo V d. de C., pues la cronología cristiana todavía no ha adquirido derecho de ciu dadanía. La visión del tiempo entonces en vigor, la bíblica, per mite abarcar de una sola mirada el curso del mundo en toda su extensión, desde la Creación hasta el Juicio final. Fue Beda el Venerable quien introdujo el año 731 el gran mojón en su H istoria eclesiástica d el p u eblo inglés: «César — escribía en ella— llegó a Inglaterra en el año 60 (an te vero In cam ation is D omin icae tempus an n o sexaguessim oX Sin embaigo, el método de Beda no fue recogido por sus sucesores inmediatamente, bien al contrario. La cronología sigue tomando la Creación como punto de partida, y hasta el siglo XVIII no se impondrán de manera definitiva en Europa las eras retrospectiva y prospectiva de la Encamación. El tiempo cristiano triunfa en los Tiempos modernos, es decir, en el mismo momen to en que la humanidad se libera de la verdad cristiana revelada.
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La paradoja no es más que aparente. Para que aparezca el siglo en el sentido en que nosotros lo entendemos, fue menester que cesara e l desprecio a l siglo y se aboliera la diferencia entre histo ria profana e historia santa. Una abolición proclamada precisa mente por la primera época de la historia que se pensó laica mente como época y, por consiguiente, que concibió como épocas los otros períodos de la historia: los Tiempos modernos. Fue con la aparición de una nueva ciencia de la naturaleza como nacieron esos tiempos, nuevos también ellos mismos. El conocimiento ya no se concibe como algo fundamentalmente receptivo, la iniciativa del entendimiento está del lado del hom bre, no del lado del orden cósmico; el hombre, al buscar el cono cimiento, convoca a la naturaleza ante el tribunal de la razón. La ciencia, interpretada propterpoten tiam , ve que se le asignan nue vos fines: la suavización de la existencia, la conquista de la natu raleza, la dominación sistemática de las condiciones naturales de la vida humana. Y la historia de la humanidad llega a deducirse del carácter acumulativo del saber. Las expectativas del hombre, que se proyectaban, tanto en la profecía de Daniel como en san Agustín, por encima de todas las experiencias, estas expectativas —decíamos— quedan repatriadas en el futuro humano. A los ojos de los Antiguos, dirá Hegel, el ser es esencialmente inmuta ble y el filósofo puede participar, en cualquier momento, en su verdad. Para los Modernos, el ser es temporal, se crea en el curso de la historia y hasta el mismo filósofo es hijo de su tiempo. Con la categoría de Progreso ha aparecido, por tanto, la idea de un tiempo específicamente humano que trasciende la natura leza. Ahora bien, esta condición necesaria para la extraña cos tumbre de pensar por siglos, no es suficiente. Lo que hizo surgir el siglo tal como nosotros lo conocemos y lo practicamos fue la coincidencia del fin de un siglo y del fin de un mundo; dicho de otro modo, fue la Revolución francesa. Nadie ha formulado mejor
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que Condorcet esta mutación histórica: -Un solo instante puso un siglo de distancia entre el hombre del día y el del día siguiente». El mismo sentimiento de novedad condujo al Instituí de France a introducir, el 26 de noviembre de 1804, en el concurso de elo cuencia de la Clase, de la Lengua y de la Literatura francesa el C uadro literario d e F ran cia en el siglo XVUJ. Esta idea de realizar, a la vuelta de un siglo, el balance del centenario transcurrido carece de precedentes, y lo debemos a la Revolución. Tras haber caído el siglo XVIII repentinamente en el pasado, los pensadores se interrogan sobre su significación y descubren su ambivalencia: último siglo del mundo antiguo; pródromo, junto con los filóso fos, del mundo nuevo. Un nuevo hecho impacta a todos los espíritus en los prime ros años del siglo XIX y refuerza la certeza de habitar en un seg mento del tiempo claramente distinto a todos los que le han pre cedido: la industria o, dicho con mayor precisión, la aplicación de la ciencia a la organización del trabajo. Tras el canto de cisne que fue la epopeya napoleónica, la Revolución industrial parece dar a luz una sociedad no basada ya en la conquista, sino en la explotación de los recursos naturales y la valoración del plane ta. Según Auguste Comte, la guerra había sido necesaria para obligar a trabajar a los hombres, naturalmente perezosos, y para crear Estados extensos. Ha cumplido su función. A partir de ahora está garantizado el primado del trabajo. Ya no hay moti vos para combatir. Las cosas han seguido un curso completamente distinto, pero la potencia de la categoría de siglo no se ha visto conmovida por ello. Incluso se ha visto exasperada por una nueva coincidencia entre el tiempo de la historia y el tiempo del calendario. Por lo que se refiere al calendario: la entrada en el siglo XXI y en el ter cer milenio en la misma ocasión. Por lo que se refiere a la histo ria: la revolución política que suponen la caída del comunismo y
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la revolución técnica de las biotecnologías y del ámbito multime dia. Así Michel Serres, nuestro Augusto Comte, ve a Hermes suce diendo a Prometeo, la mensajería a la metalurgia, y el universo informacional complejo y volátil al universo transformacional de la industria. Ahora bien, Hermes es pacífico: «Cuando las fronte ras se borren y el que dice ‘pájaro’ se comunique todas las maña nas con el que dice Vogel, bird, u ccelo o passajo, ¿se burlará tam bién de ellos intensamente porque no habla la misma lengua y no reza a los mismos dioses?». La misma escatología profana con dujo a Jacques Attali a hacer empezar el siglo XXI en 1989, *año que vivió, con unos cuantos meses de intervalo, el final del últi mo imperio, los comienzos de la clonación, la aparición de Internet», y a describir al hombre nuevo con los rasgos de un nómada «ligero, libre, hospitalario, vigilante, conectado y frater nal». Por su parte, el filósofo Jean Lacoste, que se opone al mundo tal como va, se felicita, no obstante, al ver que la red pone en tela de juicio «a las castas modernas haciendo accesible a todos y por todos la explotación de los datos siguiendo el mismo proceso que, con la democratización de la lectura, privó de legitimidad a las antiguas castas sacerdotales». La técnica se une a la política también en este punto: «El secreto ha vivido, lo confidencial ha muerto, la dominación totalitaria de la informa ción se ha vuelto imposible». He aquí, pues, que, al pasar la página de un siglo, se vuelve a hablar nuevamente de revolución y se ensancha nuestro hori zonte de expectativas de una manera espectacular. La humani dad, volviendo a enlazar con el progreso, se dispone a abando nar sin pesar un siglo de hierro cuyo extremismo suministra un desmentido aterrador a la representación progresista y acumula tiva de la temporalidad. Y es que el siglo XX no es ni el mundo antiguo respecto al nuevo, ni la promesa cuyo cumplimiento debería ser el siglo XXI. El siglo XX es un monstruo histórico
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refractario a toda introducción en la sucesión de las épocas humanas. En consecuencia, pensar el siglo XX será intentar dar cuenta de esta excepción. ¿Por qué ha tomado tan mal sesgo este siglo? ¿Qué significación filosófica debemos otorgar a su desmentido de la fe de los Modernos? Y una cuestión subsidiaria: ¿es salir ins truido del mismo esperar de la caída del comunismo, del cablea do del planeta y del nacimiento de la tecnicidad, la aparición de un hombre nuevo, angélico y fraternal? Sin embargo, fue en el siglo XIX cuando los hombres respon dieron por primera vez a la llamada de la Historia y cuando nacieron las pasiones políticas modernas. Habrá que empezar, en consecuencia, por leer el testamento del siglo XEX si queremos tomar la medida de lo que ha acontecido, en la política y en la Historia, en el siglo XX.
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Capítulo II EL SIGLO DE LA HISTORIA
El gran descubrimiento del siglo XIX — o su creencia unáni memente compartida— es que el hombre es un ser histórico de pies a cabeza. La versión más eufórica y más extendida de este historicismo, del que seguimos siendo ampliamente tributarios, nos la ofrece Víctor Hugo. He aquí, por ejemplo, lo que escribía ciento cuarenta años antes de la gran revolución informacional: «Lo que les hubiera hecho poner a Charenton en el siglo pasado ocupa ahora, en 1867, el puesto de honor en el palacio de la Exposición internacional. Todas las utopías de ayer son las indus trias de ahora. Vayan a ver. Fotografía, telegrafía, el aparato morse, que es el jeroglífico, el aparato Hughes, que es el alfabe to ordinario, el aparato Caselli, que envían en unos minutos nues tra propia escritura a dos mil leguas de distancia, el hilo transat lántico, la sonda artesiana que se aplicará al fuego después de haberla aplicado al agua, máquinas de perforación, la locomoto ra, el coche, el arado mecánico, la locomotora naval y la hélice en el océano, en espera de la hélice en la atmósfera. ¿Qué es todo eso? Sueño condensado en hecho. Lo inaccesible en estado de camino trillado. Víctor Hugo encama, con un lirismo inagotable, el espíritu de un tiempo que se muestra encantado al ver el espíritu materializado en el tiempo: «Todos los ferrocarriles que parecían ir
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en direcciones diferentes: San Petersburgo, Madrid, Nápoles, Berlín, Viena, Londres, van al mismo lugar: la paz. El día en que la primera nave aérea levante el vuelo, quedará enterrada la últi ma tiranía». El tiempo real y el ciberespacio, coordenadas inau gurales del siglo que viene, ¿colman unas necesidades ya satisfe chas? ¿Nos estamos ocupando, mediante la puesta a disposición de todos los datos, de un problema ya resuelto hace mucho? El caso es que Víctor Hugo, en 1867, celebra la entrada del mundo en la era de la comunicación planetaria. Como tecnófilo y filán tropo, ve reducirse las distancias, acelerarse los transportes y a la humanidad formar una totalidad, por fin, solidaria: -Decimos todos, y no nos oponemos a ninguno de los sueños que contie ne esta bisílaba inmensa». Todos es, en efecto, la gran palabra del siglo XIX. Dos revolu ciones la han pronunciado: la Revolución francesa y la Revolu ción industrial. Ésta ha unificado el mundo; aquélla, como atesti gua, entre otros, el destino de Anacharsis Cloots, ha tenido que ver con todo el mundo. Jean-Baptiste Cloots, nacido en Cleves (Alemania) en el seno de una antigua familia noble de Holanda, había ido a París en 1776 para gastarse allí su inmensa fortuna. Desde 1789 se asocia al movimiento revolucionario, cambia de nombre y, cuando la Asamblea nacional decreta la abolición de la nobleza hereditaria, los títulos, las órdenes militares, los escu dos de armas, las libreas y todo tipo de distinción entre los fran ceses, se presenta ante los diputados en calidad de orad or d el Com ité d e los Extranjeros y expresa el deseo de asociar a todas las naciones del mundo a la fiesta del Campo de Marte: así, «esta solemnidad cívica ya no será sólo la fiesta de los franceses, sino también la fiesta d el g én ero hum ano-. Un año más tarde, publi ca un Llamamiento en el que pide a Francia un esfuerzo más para responder a su vocación. Acaba de suprimir las provincias y las corporaciones. El mundo quedará regenerado, dice Cloots,
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cuando sea abolido el espíritu de cuerpo nacional: «Francia no fue feliz hasta el día en que se dijo: el antaño Languedoc, la anta ño Alsacia; el género humano no será feliz hasta el día en que digamos: los antaño franceses, los antaño ingleses, los antaño africanos. Entonces es cuando nuestro planeta será un Edén. Cada uno dirá: el mundo es mi patria. El mundo es mío. Ya no habrá emigrantes*. Y Cloots, enternecido, pinta el cuadro futuro de una humanidad efectivamente fraterna: «Iremos destinados de París a Pekín como de Burdeos a Estrasburgo, sin que nada nos detenga, ni barrera, ni muralla, ni empleado, ni cazador. Ya no habrá desierto: ¡toda la tierra será un jardín! [...] La alegría de la libertad borrará la aflicción de la esclavitud. Roma fue la metró polis del mundo por la guerra. [...] París será la metrópolis del mundo por la paz. [...] Insisto en mi predicción; este aconteci miento divino no espera más que la escalada de una fortaleza». La Exposición universal de 1867 fue, para Víctor Hugo, el cua dro quimérico de Cloots convertido en realidad. La técnica, a su modo de ver, acelera e incluso concluye la transformación de la política en cosm opolítica. Le parece, por tanto, que a Francia le ha llegado el momento de ser, por fin, ella misma desprendién dose de su propio lastre: «¡Oh Francia, adiós! Eres demasiado grande para no ser más que una patria. Se separa de su madre la que se vuelve diosa. Un poco más y te desvanecerás en la trans formación. Eres tan grande que, mira por dónde, ya no vas a ser. Ya no serás Francia, serás Humanidad; ya no serás nación, serás ubicuidad. Estás destinada a disolverte por completo irradiando, y nada es tan augusto en esta hora como la desaparición visible de tu frontera. Resígnate a tu inmensidad. ¡Adiós, Pueblo! ¡Salud, Hombre!». Este ditirambo hace sonreír. Un error. Recordemos, en efecto, los argumentos con que se celebró el histórico «3-0» infligido por Francia a Brasil en la última Copa del Mundo de fútbol del siglo
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XX. Francia black-blanca-beur*, Francia multicolor, Francia mun dial: los comentaristas no se contentaron con rendir homenaje a un buen equipo; al final de una cita más universal aún que la de 1867 se embriagaron de chauvinismo antichauvinista. Aclamaron, con toda inocencia, con toda beatitud, a «un pueblo de reconci liación, una casa de democracia, una nación abierta que llama a ella a todo el que es hermano o quiere serlo». Pero no todo el mundo era hugoliano en el siglo de Víctor Hugo. Y sobre todo en Francia, país enfebrecido por la Revolución, el acto político inaudito que pretendió sustituir un estado de felicidad social por un estado de maldición social; pero país traumatizado asimismo por el Terror. El pobre Cloots, por ejemplo, fue condenado a muerte y guillotinado como extranje ro, aristócrata, millonario y mundialista en 1793, es decir, un año después de haber sido hecho ciudadano francés. ¿Qué había pasado? ¿Cómo explicar este deslizamiento, este brusco cambio de dirección ideológico y terrorista de la Revolución francesa? Ésta es la cuestión que atormenta al pensamiento liberal. Éste no había nacido en el siglo XIX, sino en el XVII, en reacción contra el traumatismo producido por las guerras de religión que desga rraban Europa por entonces. Estas guerras mortíferas condujeron a una reinterpretación radical del sentido de la existencia políti ca de los hombres. El liberalismo fue a buscar un punto de apoyo a las leyes que necesitan los hombres para vivir juntos, no en el cielo — lugar de las querellas más inexpiables— , sino en la tierra. Lo que es universal, observó Locke, no es la idea de Bien, sino el ser y la perseverancia en el ser: «El primero y más fuerte deseo que Dios ha puesto en el hombre y bordado en los mismos prin cipios de su naturaleza es el deseo de su propia conservación». Ahora bien, este pensamiento burgués, que erige la aspiración a * Beur: joven magrebi nacido en Francia de padres emigrantes (ndt).
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la seguridad en fundamento del orden social, experimenta, tras la Revolución, una inflexión capital. El liberalismo del siglo XEX no busca ya sus justificaciones en la naturaleza, sino en la historia. «Los Antiguos — afirma Benjamin Constant, por ejemplo— defi nían la libertad como participación activa y constante en los asun tos públicos. Nuestra libertad, la de los Modernos, se compone del goce apacible de la independencia privada». Esta magna opo sición histórica es la lección que él extrae del Terror. Robespierre y los suyos, embrujados por la imagen de Esparta o de la Roma antigua, quisieron realizar en la Francia moderna la libertad de los Antiguos. Se equivocaron de época. Del pecado de anacro nismo derivaron todos sus crímenes. Para ser verdaderamente fiel al espíritu de libertad que puso fin al Antiguo Régimen, es menes ter construir, pues, una sociedad en donde se deje a los indivi duos una independencia perfecta en todo lo relacionado con sus ocupaciones, sus empresas, sus actividades. El siglo XLX, indivi dualista e industrialista, da testimonio de esta sociedad. Ahora bien, cuanto más se aburguesa la sociedad, menos se gusta. La vida que reserva, en efecto, a los individuos resulta con tradictoria con la definición con que les gratifica. No todos los hombres pueden ser gentileshombres, pero sí tienen el deseo de su propia conservación; en consecuencia, todos los hombres son burgueses. La magnanimidad es rara; el miedo a la muerte vio lenta es universal. No hay nadie rechazado en la definición que da la burguesía de la condición humana. La burguesía, a diferen cia de las aristocracias, es esa clase superior que no practica el ostracismo ontológico. Desde el punto de vista económico, es otro asunto. Y es que la división del trabajo, donde reside el secreto de su riqueza, agrava, en los hechos, la desigualdad entre los hombres y esta desigualdad ya no tiene, como en las sociedades anteriores, estatuto legítimo. De ahí el descontento. De ahí la irreconciliación. De ahí esa capacidad única y muy
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bien subrayada por François Furet para «producir hijos y hombres que detestan el régimen social y político en el que han nacido, que odian el aire que respiran, siendo que viven de él y no han conocido otro». El socialismo responde, pues, al liberalismo y Karl Marx a Benjamin Constant. Aquel a quien Raymond Aron llama «el sumo sacerdote del socialismo» está de acuerdo con Auguste Comte y Victor Hugo en señalar la heterogeneidad de naturaleza entre las sociedades tradicionales y las sociedades modernas. Insiste también en el primado del trabajo, en el papel de la ciencia aplicada a la producción y en el aumento de los recursos naturales que de ahí deriva. Sin embaigo, a diferencia del positivista y del poeta, Marx considera fundamental el con flicto entre patronos y asalariados. Convierte la lucha de clases en motor de la historia. Ésta es la tercera versión del historicismo propio del siglo XIX. Junto a la afirmación cientificista de que «todo se mueve al mismo tiempo: economía, política, ciencia, industria, filosofía, legislación, y converge hacia la misma meta: la creación del bienestar y de la benevolencia»; junto a la cele bración liberal de los progresos de la independencia individual, Marx desarrolla una visión dialéctica que, del enfrentamiento final entre la burguesía y el proletariado, espera la salida de la humanidad de la prehistoria y la formación de una verdadera comunidad humana. Ahora bien, esta tipología de la sensibilidad histórica en el siglo XEX no sería completa si dejara de lado la crítica del pro gresismo en todas sus modalidades. En efecto, no todos aceptan el nuevo dato revolucionario. Los hombres no se dividen sólo entre los que lo aplauden, los que quieren moderarlo y los que lo miden con la vara de sus promesas igualitarias. También hay hombres que maldicen esta ruptura presuntuosa. Con todo, estos nostálgicos del mundo antiguo atestiguan, a su pesar, su perte nencia al mundo nuevo. Y es que apelan a la historia, invocan la
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historicidad de la existencia para justificar su condena. Así, Joseph de Maistre, el más intransigente de los contrarrevolucio narios: «La Constitución de 1795, así como las que la precedieron, estaba hecha para el hom bre. Ahora bien, el hom bre no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontra do en mi vida. Si existe es sin saberlo yo». Desde esta perspecti va, la falta inexpiable de los hombres del 89 es haber querido construir una sociedad nueva; pero, al hacerlo, destruyeron lo que es constitutivo de la misma humanidad del hombre. Maistre, y tras él los románticos, no oponen la naturaleza humana a la visión histórica y teleológica de una progresiva realización cabal de la humanidad, sino, más bien, la antigüedad y la diversidad de las historias o de las tradiciones que dan sentido y sustancia a la vida de los individuos. La subjetividad humana, dicen ellos, está inscrita, originalmente, en un mundo. Este mundo es el que debemos recuperar. Abogan, en consecuencia, por una vuelta atrás, pero con el lenguaje histórico, que es el lenguaje de la modernidad. De este modo participan en la magna mutación de la que seguimos siendo herederos: el reemplazo de la antítesis entre el Bien y el Mal por la del progresista y el conservador, o el progresista y el reaccionario. Estos modos de pensar la historia, de sentirla y de actuar en su seno, se enfrentarán a lo largo de todo el siglo XDÍ, con una ventaja segura para el optimismo de Víctor Hugo: «Ciudadanos —dice Enjolras, uno de los personajes de Los m iserables—, el siglo XIX es grande, pero el XX será feliz. Por consiguiente, ya nada semejante a la vieja historia. Ya no habrá que temer como hoy una conquista, una invasión, una rivalidad de naciones a mano armada, una interrupción de la civilización que dependa de una boda de reyes, y el patíbulo, la espada y todos los saqueos
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del azar en el bosque de los acontecimientos. Casi se podría decir: ya no habrá acontecimientos. La gente será feliz». Eso es exactamente lo que se cree o se espera en el momento de la entra da en el siglo nuevo. La Exposición universal de París de 1900 se consagra al Hada electricidad, y el gran escritor austríaco Stefan Zweig, exiliado a Brasil en 1942, recuerda esta época como un tiempo en que estaban sinceramente convencidos de caminar hacia el mejor de los mundos posibles: «No se consideraba más que con desdén las épocas pasadas con sus guerras, sus hambres, sus revueltas. Se consideraba que la humanidad, por haber sido insuficientemente ilustrada, no había alcanzado la mayoría de edad. Apenas hacían falta unas décadas para que todo mal y toda violencia fueran vencidos definitivamente; esta fe en un progre so fatal y continuo tenía en aquel tiempo la fuerza de una reli gión. Se creía ya más en este Progreso que en la Biblia, y este Evangelio parecía demostrado de una manera irrefutable por las maravillas incesantemente renovadas de la ciencia y de la técni ca. Y, en efecto, al final de este siglo de paz, cada vez más rápi do, cada vez más diverso, se hacía cada vez más visible una ascensión general. En las calles, en vez de pálidas luminarias, bri llaban lámparas eléctricas, los grandes almacenes llevaban sus nuevos esplendores tentadores desde las arterias principales a los arrabales; gracias al teléfono los hombres podían conversar a dis tancia, volaban con una rapidez inesperada en coches sin caba llos, se lanzaban ya a los aires y realizaban el sueño de ícaro. El confort penetraba en las casas burguesas, ya no había que traer el agua de la fuente o del canal, ni encender penosamente el fuego del fogón; la higiene se difundía por todas partes, desapa recía la mugre. Los hombres se volvían más guapos, más robus tos, más sanos desde que el deporte templaba y endurecía sus cuerpos; cada vez iba siendo más raro encontrar en las calles a lisiados, a gente con bocio, a mutilados, y todos estos milagros
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eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. La humanidad estaba en marcha, desde el punto de vista social; de año en año se otorgaba al individuo nuevos derechos, la justicia se volvía más suave y más humana, y hasta el problema de los problemas, el pauperismo de las grandes masas, había dejado de parecer insoluble». Otro ejemplo: Ivo Andric, un novelista nacido en 1892 en Bosnia y muerto en Belgrado en 1975. En Un p u en te sobre el D rina cuenta la historia de un bellísimo puente de piedra blan ca, desde su construcción en el siglo XVI por los turcos en Visegrad, hasta el bombardeo que lo destruyó parcialmente en 1914. La impresión dominante en esta parte olvidada del mundo en este cambio de siglo todavía es la del progreso y la seguridad: «La vida en este fin de siglo, domada para siempre y amansada en apariencia, lo cubría todo con su curso amplio y regular, pro porcionando a la gente la impresión de que se abría una era de tranquila labor llamada a durar muchos años, hasta un futuro cuyo fin no se veía. [...] Corría el año 1900, fin de un siglo feliz y comienzo de otro que, según creían y presentían muchos, debía ser todavía más feliz». Tal vez no sepamos qué nombre dar al siglo que vino después del siglo de las Luces y del siglo de la Historia. Pero sí sabemos que el puente fue destruido. Un abismo separa a este siglo innombrable del que le precedió y de sus expectativas.
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Capítulo III DESPUÉS, DE REPENTE, COMO UNA GRIETA EN UNA CARRETERA USA, LA GUERRA...»
El 1915, el poeta belga Émile Verhaeren escribía esta dedica toria para el libro que había acabado: *A1 hombre que yo era, con emoción». El hombre al que Verhaeren dedica su libro con nostalgia vivía en lo que Stefan Zweig, su amigo, llama en un libro, titulado pre cisamente El m undo d e ayer, la edad de oro de la seguridad. Esta •belle époque» no estaba al abrigo por completo de la mala suer te o de la violencia. Se producían, aquí y allá, atentados terroris tas como el asesinato de Élisabeth, emperatriz de Austria, en 1898. Ahora bien, lo que se manifestaba en estos crímenes no era la fragilidad de las empalizadas que el mundo había construido, era más bien el fanatismo, la locura, el aislamiento de sus auto res. En el verano de 1914, se hundieron las empalizadas; con el nombre de guerra, se desencadenó lo innombrable y el mundo de la seguridad se desvaneció como un sueño. ¿Qué había pasado? Algo que, según Víctor Hugo o Stefan Zweig, no podía tener lugar inmediatamente después del siglo que había sustituido el fragor de las bombardas por la carrera de las locomotoras y desechado «todo lo que es plumeros, correas, címbalos, quincallerías mortíferas»; un suceso princi pesco que degenera, una rivalidad de naciones a mano armada,
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una interrupción de la civilización que depende del asesinato de un rey, en pocas palabras: e l saqu eo d el a z a r en la selva d e los acontecim ientos y el desencadenamiento de la vanagloria san grienta. El 28 de junio de 1914, el archiduque FranciscoFemando, heredero del Imperio austro-húngaro, que regresa de asistir con su mujer a las grandes maniobras del ejército imperial en Bosnia-Herzegovina, visita la ciudad de Sarajevo. Cuando el cortejo se dirige al Ayuntamiento, el príncipe escapa a un aten tado. Sólo el chófer del vehículo ha sido herido. Tras haber lle gado a la residencia del gobernador y haber reprochado ás peramente su negligencia a los administradores austríacos, Francisco-Femando, acompañado de su mujer, decide ir a visitar a la víctima al hospital. El nuevo chófer de la pareja real se equi voca de calle, da marcha atrás, cala el motor ante el asesino en potencia, que, justamente, está ahogando su decepción en alco hol, en la terraza de un café. Como sus víctimas se han puesto al alcance de su mano de una manera tan providencial, no falla su segundo intento. El terrorista se llama Gavrilo Princip, es serbio y acaba de encender la mecha del primer conflicto mundial. Virginia Woolf: «Después, de repente, como una grieta en una carretera lisa, sobrevino la guerra». Todavía hoy sigue desafiando el comentario la desproporción entre el tiro de Gavrilo Princip y sus consecuencias. Todavía sigue planteada la cuestión de saber por qué la crisis local entre el Imperio austro-húngaro y Serbia condujo a la conflagración general. ¿De dónde viene que la primera guerra mundial de la historia de la humanidad hubiera podido nacer en la periferia de Europa, en una región de los Balcanes desconocida de la mayor parte de sus protagonistas? Para intentar comprender, es preciso remontamos al final del siglo XIX y al cariz tomado por la rivali dad entre las grandes potencias. Éstas practicaban entonces una política activa de expansión colonial. Ciertamente, como escribió
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Eric Hobsbawn, -hacía mucho tiempo que la supremacía econó mica y militar de los países capitalistas se había impuesto de una manera incontestable, pero nunca había intentado tan sistemáti camente expresarse en conquistas y en anexiones como entre 1880 y 1914». Todos los continentes, salvo Europa y América, se vieron divididos en territorios puestos bajo la autoridad directa o indirecta de un puñado de Estados, especialmente Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica, Estados Unidos y Japón. Había, por supuesto, razones económicas para esta políti ca de expansión. Los países capitalistas buscaban al mismo tiem po en tierras lejanas nuevos mercados para vender sus productos y materias primas para fabricarlos. El motor necesitaba gasolina (de ahí el interés por los campos petrolíferos de Oriente Medio) y caucho (recogido en los bosques del Congo o de la Amazonia). Las nuevas industrias eléctrica y automovilística tenían enormes necesidades de cobre, y las principales reservas de ese metal se encontraban en Chile, en Perú, en el Zaire o en Zambia. Con todo, no debemos concluir que el capitalismo trae consigo la guerra como la nube la tormenta. Los medios ligados a los nego cios en Europa estaban muy adheridos a la paz: la guerra les parecía inconciliable con el principio del business as usual. Fueron los Estados los que convirtieron la ecuación entre creci miento económico ilimitado y crecimiento político en una verdad comúnmente admitida. Fue el Kaiser quien, en 1890, reclamaba •un lugar bajo el sol* para su país. A fin de llevar a cabo esta ambición, Alemania decidió, algunos años más tarde, dotarse de una potente marina de guerra. Como Inglaterra se sentía amena zada por esta decisión, era natural que se acercara a Francia, y así fue como Europa se encontró dividida en dos bloques hosti les: la Triple Alianza (Imperio austro-húngaro, Alemania, Italia) y la Triple Entente (Francia, Inglaterra, Rusia). De este modo, se crearon las condiciones para la guerra. La Primera Guerra Mundial,
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nacida de un acontecimiento ciertamente trágico, aunque irriso rio a escala mundial, no por ello fue menos ineluctable. Esta fatalidad tenía un aspecto ya conocido. «Homero es nuevo esta mañana y nada es tan viejo como el periódico de hoy», decía Péguy. Del mismo modo, Albert Thibaudet, que fue contemporá neo de Péguy, pero que sobrevivió a la Gran Guerra, constataba en 1917 la extraordinaria actualidad de Tucídides. Descubría con este historiador del siglo V a. de C., el sentido de los aconteci mientos que estaba viviendo. Obligado a limitar su biblioteca a lo que pudiera llevar en un macuto de soldado, Thibaudet llevó consigo tres libros a las trincheras — un Montaigne, un Virgilio y un Tucídides— y vio con asombro que la guerra nueva entre las naciones se superponía a la historia antigua. El duelo lejano entre Atenas y Esparta le recordaba las batallas en las que él participa ba. «Tucídides había comprendido — escribía Thibaudet— que la guerra del Peloponeso había nacido automáticamente de la apa rición de la rivalidad de dos sistemas de alianza, y que las causas profundas, las verdaderas raíces de esta guerra, no se podían estudiar más que con la génesis de estos dos sistemas». Y Tucídides podía definir su obra, con razón, como «un tesoro para siempre y no una obra de concurso que se destina a un instan te», pues el año 1914 repite lo del 431 a. de C., y el conflicto euro peo, la guerra entre las dos ciudades griegas: «Las dos guerras lle garon por el mismo medio que se había considerado oportuno para evitar la guerra: las alianzas. Éstas se producen automática mente en el momento en que todas las grandes potencias, aquí de Grecia y allí de Europa, están divididas en dos alianzas riva les [...]. El día en que todas las grandes potencias de Europa se encontraron divididas entre la Triple Entente y la Triple Alianza, fue inevitable que cualquier conflicto local condujera a una con flagración general». Y la analogía se volvía más precisa aún: nin guna de las dos guerras estalla primero a plena luz por una
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cuestión vital, sino de una manera indirecta y oblicua, y a partir de un país, secundario en apariencia, cuyo dominio se disputan dos miembros de las alianzas rivales: los negocios de Corfú se correspondían con el negocio de Serbia. La verdadera razón es siempre la misma: «Se trata de una guerra por el dominio del mar. Lo que tanto en Grecia como en Europa se ha temido siempre como la amenaza más grave es la conjunción de la mayor poten cia militar con la mayor potencia marítima. Tras la frente elevada de Pericles como tras el casco romántico de Guillermo II, tanto Grecia como el mundo percibieron el riesgo de esta doble hege monía y se levantaron contra ella». Así, el acontecimiento que puso fin al siglo XEX supone, por añadidura, un evidente desmentido a su historicismo. Fue a un historiador antiguo al que recurrió Thibaudet para captar la ardiente actualidad de la destrucción de Europa por sí misma. Rehabilitó la historia como recopilación de ejemplos en la época del Progreso, es decir, de la identificación del pasado con lo superado. Resumiendo, esta coincidencia entre su lectura y su experiencia le sitúa bajo la autoridad de la naturaleza, la misma a la que el siglo de la Historia creyó poder marcar con un des crédito sin apelación. Contra Hugo, aunque también contra Marx, contra Hegel, que hace de cada individuo un «hijo de su tiempo», y contra la apología romántica de las historias particulares, Thibaudet piensa con Tucídides que su historia de la guerra del Peloponeso brinda un conocimiento claro del pasado y también del futuro, en la medida en que tanto el uno como el otro están sometidos a las leyes de la naturaleza humana. La historia se vuel ve en su pluma, y en su vida, m agistra vitae, espacio de expe riencias, memoria iluminadora, catálogo de hechos significativos, jurisprudencia de la realidad humana. No rechaza las luces de lo que su siglo llama historia. Ahora bien, no se acerca Tucídides como la huella, el archivo, el testimonio de un mundo acabado
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o muerto. Su lectura es existencial y no documental. Toma el texto de Tucídides en serio. Thibaudet no es, a su vez, el histo riador, sino contemporáneo de Tucídides. Acepta, ratifica su enseñanza. Se encuentra sumergido en un acontecimiento sin precedentes y se da cuenta de que las categorías necesarias para la comprensión de su novedad están a su disposición en Tucídides. El choque del pasado con el presente del que proce de su escritura supone que las épocas de la humanidad pueden comunicarse en tomo a significaciones pensables. Dicho de otro modo, Thibaudet se ve obligado a no dar la última palabra al devenir. Y he aquí la lección última que extrae de esta confron tación: «Aliarse supone para los pueblos lo que atarse para los alpinistas: la cuerda es por su destinación un instrumento de sal vación, y procura a veces esta salvación, pero en algunas ocasio nes arrastra a toda la cordada en la caída. En algunas ocasiones, el astuto es el que tiene preparado el cuchillo, como Tartarin y Bompard, en el momento adecuado». Ahora bien, nosotros mismos leemos a Thibaudet que lee a Tucídides a la luz de una guerra de la que no ha sido testigo. Murió en 1936, o sea, tres años antes de que se desencadena ra la Segunda Guerra Mundial y dos años antes de los acuer dos de Munich, uno de los hechos más negros y más caracte rísticos de los sombríos tiempos del siglo XX. El 29 y el 30 de septiembre de 1938 se celebró en Múnich una conferencia que reunió a los jefes de gobierno de Alemania (Hitler), Italia (Mussolini), Francia (Daladier) y Gran Bretaña (Chamberlain). Lo que estaba en juego era la suerte de la comunidad alemana de los Sudetes en el Estado de Checoslovaquia, que había sido creada por el tratado de Versalles. El partido de los Sudetes alemán, fundado en 1933 y dirigido por un tal Konrad Henlein, reclamaba la auto nomía para la minoría de habla alemana. El 10 de septiembre de 1938 había declarado Goering: «Una porción ínfima de Europa
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hace la vida insoportable a la humanidad: los checos, esa mise rable raza de pigmeos sin cultura, oprime a una raza civilizada». El 13 de septiembre, Hitíer exigía en Núremberg no ya la auto nomía de la población de habla alemana, sino la anexión pura y simple del país de los Sudetes. Checoslovaquia recurrió entonces a todas sus alianzas. Desde 1924 gozaba de una asistencia auto mática por parte de Francia. Sin embargo, las grandes potencias dudaban. De ahí la conferencia de Múnich. Resultado: Checos lovaquia se vio obligada a aceptar una amputación de su territo rio en interés de la paz. Las regiones pobladas al 50 por ciento por gente de habla alemana fueron anexionadas a Alemania. Como se ha dicho, no cabe duda de que fue un acto de cobardía que las democracias europeas optaran entonces por la vía de la capitula ción. Pero hay algo más. Y especialmente el recuerdo de la Primera Guerra. A Francia le resultó tanto más fácil renegar de sus alianzas por el hecho de que, veinticuatro años antes, el res peto de éstas había conducido mecánicamente a lo inevitable. A fin de justificar su política de apaciguamiento, muchos responsa bles se decían a sí mismos que habían tenido en cuenta la lec ción de la historia al romper, antes de que fuera demasiado tarde, la cuerda que amenazaba con arrastrar a toda la cordada en su caída. Habían tenido dispuesto el cuchillo en el momento ade cuado tal como parecían recomendarles tanto Thibaudet como Tucídides. Precisamente por tener en la cabeza la experiencia de la historia, el influyente editorialista parisino, Stéphane Lauzanne, podía escribir despreciando la geografía: «Francia no está obliga da a sostener a pulso tal o cual amalgama de razas diversas en los Balcanes». Gato escaldado por Bosnia tiene miedo del agua fría checoslovaca. De este modo, la historia maestra de la vida desvió a ésta del acontecimiento al que debía hacer frente. Pensó, es cierto, en el futuro, pero no, para hablar como Valéry, «en un futuro que no
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se presentó nunca». Resultado: en vez de desactivarla, alimentó la historia. Sin embargo, los Antiguos sabían esto. Por esa razón, junto a la razón teórica, que se centra en lo necesario, elaboraron una teoría de la razón práctica o más bien de la sabiduría práctica, esa aptitud para juzgar los asuntos humanos o, según la expresión de Paul Ricoeur (a quien le gusta decir que tiene todos los libros abiertos ante él), -ese discernimiento, esa mirada lanzada en situación de incertidumbre orientada hacia la acción que convie ne», y le dieron el nombre de phron esis (prudencia). La pruden cia se mueve en el ámbito de lo contingente, es decir, de lo que podría ser de un modo diferente a como es. El hombre, ser de situaciones, vive en un mundo en el que no todo es deducible: la ciencia de lo necesario no supone ninguna ayuda para el que está condenado a aplicar los principios en el campo del aconte cimiento y de la singularidad. Dicho de otro modo, si bien es cierto que la historia, en el sentido que los Antiguos nos han legado, funciona como un indicio de la permanencia de la natu raleza humana y que los innumerables relatos que constituyen el fabulario de la humanidad se prestan a servir de pruebas para las enseñanzas políticas, jurídicas o morales, el ámbito de esta expe riencia no rebasa nunca el campo de lo probable. Aristóteles declara que en el mundo de las cosas humanas, variables y some tidas a decisión, no se puede alcanzar nunca el mismo grado de precisión que en las ciencias matemáticas. Buscar en la galería de los antepasados o en el libro de actas expresiones o actitudes des plegadas por la historia, una verdad definitiva, es confundir los dos registros de lo cierto y de lo probable, de la razón teórica y de la sabiduría práctica. Pues bien, esta amalgama constituye la tentación moderna por excelencia. Ya sea bajo la forma hegeliano-marxista de una filosofía de la Historia o bajo la forma de una Historia maestra de la vida p a ra todo, el sueño de una ciencia de
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la práctica acecha a la modernidad. Los sombríos tiempos del siglo XX proporcionan un desmentido fatal a este sueño y hacen de nosotros, a pesar nuestro, gente contemporánea de Aristóteles: «Se puede estar dotado de sophia y desprovisto de phronesis-. Lo que no quiere decir que la modernidad sea una palabra vana. Ni que sea preciso suprimir la Gran Guerra con su guión a la Tucídides. Como dice de una manera profunda Raymond Aron: •La guerra de 1914 surgió a la manera de una guerra ordinaria en el siglo de la industria. Es en su desarrollo y en sus consecuen cias donde lleva la marca del siglo al que pertenece y del que constituye una expresión trágica». Desde el punto de vista políti co, ninguna de las grandes potencias quería en absoluto esta gue rra, pero tampoco ninguna de ellas condenó la guerra como manera de resolver las diferencias entre los Estados. Los diplo máticos pensaban, con Clausewitz, que la guerra seguía siendo un instrumento político. A continuación, desde el punto de vista militar, todos los estados mayores esperaban conseguir una vic toria rápida. Sin embargo, las ofensivas lanzadas a tal efecto fra casaron casi simultáneamente. En sentido contrario a todas las previsiones, la defensiva triunfó sobre la ofensiva. Y la Primera Guerra Mundial tomó un aspecto tanto más angustioso porque no figuraba en el programa de nadie una guerra de agotamiento, una masacre permanente, sin grandes resultados estratégicos. Furet lo dice con una gran justedad en El p a sa d o d e u n a ilusión: ensayo sobre la id ea com unista en e l siglo XX: esta guerra precipitó «en una desgracia inaudita a millones de hombres durante más de cuatro años completos, sin ninguna de esas intermitencias esta cionales que presentaban las campañas militares de la época clá sica-. comparado con Ludendorff o con Foch, Napoleón hizo aún la guerra de Julio César». Esta novedad aparece en dos palabras: la guerra de 1914 fue la primera guerra dem ocrática e industrial de la historia de los hombres.
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Por vez primera se produjo una movilización general y todo el mundo se sintió concernido. Esta guerra implicó a los ciudada nos como ninguna otra antes de ella. Aunque tenga su origen en la rivalidad de las grandes potencias, fue consentida de una manera masiva por los pueblos. Y los motivos de esta adhesión no fueron sólo ideológicos. Se deben a que el hom o oeconom icus no es todo el hombre, a que el cada uno vela por sus inte reses de una sociedad consagrada a la producción y al consumo es tan frustrante como liberador, a que el ser que quiere perse verar en su ser quiere también aventura, tensión, ceremonial, comunidad humana. «A decir verdad — escribe Stefan Zweig, por ejemplo— debo confesar que en aquella primera salida de las masas a la calle habla algo grandioso, arrebatador, incluso cautivador, a lo que era difícil sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida; miles, cientos de miles de hombres sentían como nunca lo que más les hubiera valido sentir en tiem pos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones de habitantes, un país de casi cincuenta millones sentían en esta hora que vivían una página de la historia universal, un momento que no volvería nunca más y que todos estaban llamados a arro jar su insignificante ‘yo’ dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos momentos todas las dife rencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anegadas por el torrencial sentimiento de fraternidad. Gente desconocida se hablaba en la calle, gente que se había evitado durante años se daba la mano, por doquier aparecían rostros animados. Cada individuo sentía un ensanchamiento de su yo, no era el hombre aislado de poco ha, se sentía incorporado a una masa, y su perso na, insignificante hasta entonces, cobraba un sentido. El pequeño empleado de correos que no hacía otra cosa que clasificar cartas
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de la mañana a la noche, que clasificaba y clasificaba sin inte rrupción del lunes al sábado, el clérigo, el zapatero, tenían de repente otra perspectiva, una perspectiva romántica en su vida, podían convertirse en héroes y las mujeres celebraban ya a todo el que llevara un uniforme, y los que no lo llevaban los saluda ban con veneración y por adelantado con este nombre románti co. Apreciaban el poder desconocido que les arrancaba de su tren de vida cotidiano*. Sabemos que enfrente Péguy se pasó los últimos días de su vida civil estrechando las manos de sus ami gos y reconciliándose con sus adversarios. La perspectiva de la guerra eliminaba las divisiones también en su caso. Citemos, por último, las primeras líneas de una de las más importantes nove las de la guerra de 1914-1918, Tem pestades d e a cero de Ernst Jünger: «Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande». La movilización general, antes de ser considerada como la invasión monstruosa de la vida por la Historia, fue percibida como una ruptura providencial con la anomia, el aburrimiento, las intensidades bajas y la socialidad dispersiva. El ardor marcial y la aspiración a la nobleza de la hazaña hacen su irrupción en el universo mecánico de la división del trabajo. Pero se trata de una hazaña democratizada en sí misma, de una grandeza que ha sido hecha posible a todo el mundo por la institución moderna del servicio militar obligatorio. Por añadidura, el individuo ya no paga el precio del aislamiento por su libertad. La competencia de todos con todos cede el sitio a la fraternidad nacional. La unión de las voluntades pasa por encima de la separación de los seres. El egoísmo calculador queda trascendido por la solidaridad activa
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de la preparación para la batalla. Resumiendo, el sueño heroico y la embriaguez comunitaria, la esperanza de salir del propio rango y la felicidad de fundirse con una totalidad en movimien to ponen juntos la flor y el fusil de los reclutas. A causa de la incapacidad de la sociedad burguesa para borrar de la memoria de los hombres los valores aristocráticos que ella rechaza y para honrar por completo los principios igualitarios a los que apela, todo el mundo en esta sociedad, incluido el mismo burgués, es enemigo del burgués. La guerra es el acontecimiento que otorga una gran ventaja a este enemigo ofreciendo a todos sus resenti mientos, a todas sus insatisfacciones, un exutorio milagroso. Milagroso, pero breve. Péguy, movilizado, se pone el unifor me negro y rojo del 276a Regimiento de infantería. Negro y rojo, color del heroísmo. La autoridad militar necesitará varios meses antes de vestir al soldado con un a zu l horizon te más discreto. Y es que esta guerra lleva la marca del mundo en el que estalla. Se trata de una guerra industrial en un grado que ninguno de sus protagonistas había anticipado. Se convirtió, según la fortísima expresión de Ernst Jünger, en una gu erra d e m aterial: «¿Qué sabíamos nosotros en 1914 del material, un término extraño que pronto debería adquirir para nosotros un sentido cada vez más terrible, hasta dar su nombre a las mismas batallas que íbamos a librar? El fusil y la bayoneta y algunas explosiones de obuses, eso era todo, y el ruido de un solo avión sin armas que volara por encima de las líneas era para nosotros un acontecimiento. [...] No, en 1914, todavía no sabíamos nada del material. Fue sólo des pués de la repetida trituración de las ofensivas contra Verdún y el destino nos lanzó hacia el increíble paisaje del Somme, cuan do se reveló a nosotros, a través de su traducción sobre el fren te como explosión de fuego, la voluntad de los grandes Estados». Entonces ya nada escapa a la guerra. Su paisaje engloba la tierra y el cielo, las fábricas y las trincheras: «El jefe de escuadrilla que,
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desde las profundidades de la noche, da la orden de bombardear, ya no está en condiciones de distinguir a los combatientes de los no-combatientes, del mismo modo que las nubes mortales de los gases se extienden sobre todo lo que vive con la in d iferen cia d e un fen óm en o m eteorológico-. El 22 de abril de 1915, en el campo abierto de Ypres, algunos soldados alemanes abren 1.600 grandes botellas (de 40 kg.) y 4.130 pequeñas (de 20 kg.) llenas de cloro bajo un viento dominante nomordeste: la sustancia licuada —unas 150 toneladas de cloro— se propaga hacia las posicio nes francesas. Fue el acta de nacimiento de un siglo en el que, como escribió Peter Sloterdijk, «el terror tomó la forma del atentado contra las condiciones de vida medioambientales del enemigo». La bomba atómica no ha explotado todavía, pero la época descubre ya su juego, la técnica celebra su triunfo sangriento e impone su ley incluso a los diplomáticos. La política tradicional del compromiso no está a la altura del horror. Ya no puede seguir. Para decirlo aún con palabras de François Furet, «los sufri mientos han sido tan duros, las muertes tan numerosas que nadie se atreve a actuar como si no hubieran sido necesarias». Se ha producido una transgresión sin decisión: la del adagio kantiano según el cual ningún Estado debía permitirse, en una guerra, hos tilidades de tal naturaleza que hicieran imposible la confianza recíproca cuando llegara el momento de concluir la paz. Las armas de que disponían los Estados acabaron por disponer de ellos y de sus políticas. A la manera de la escoba del aprendiz de brujo en el poema de Goethe, la máquina de destrucción militar, una vez puesta en marcha, se emancipó, por así decirlo, de sus usuarios. Como ya no poseían la fórmula para detenerla, las can cillerías no pudieron hacer otra cosa que alinearse con su funcio namiento infernal. Los diplomáticos más avezados se vieron trans formados, a su pesar, en radicales encarnizados por una guerra a
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la que la alianza tan prometedora, en apariencia, de la democra cia y el progreso había incivilizado. De este modo, fue la des mesura la que dictó sus condiciones al conflicto como su regla mento. La técnica hizo de la guerra una carnicería: veinte millones de hombres muertos en cuatro años. La carnicería hizo de la paz un castigo. Y el castigo de los vencidos desencadenó la cuenta atrás de la Segunda Guerra Mundial. Esto no es una construcción retrospectiva. El historiador fran cés Jacques Bainville publicó, en 1919, con el título de Les C onséquences politiqu es d e la p aix , un análisis crítico y notable mente premonitorio del tratado de Versalles. En él mostraba que, en esta paz, -dictada como un decreto de justicia, se había sacri ficado la idea de equilibrio al principio wilsoniano de las nacio nalidades y a la voluntad de Clemenceau de ‘hacer el mayor mal posible a Alemania’, al mismo tiempo. Resultado: desaparecía el Imperio austro-húngaro y quedaba una Alemania humillada, debilitada, reducida a buen seguro, pero compacta y destinada a proseguir, un día u otro, la consumación de su unidad mediante la presencia de minorías alemanas en los Estados nacionales, creados en su periferia, sobre las ruinas del Imperio de los Habsburgo y de Reich bismarckiano: ‘A Alemania, en cuclillas en medio de Europa como un animal peligroso, le basta con exten der una zarpa para reunir de nuevo el islote de Konigsberg. En este signo se insertan ya las desgracias de Europa y de Polonia». Los signos, en efecto, estaban claros. Este tratado de paz no puso fin a la guerra. Se limitó a dar una nueva cita a los beligerantes: «Los cirujanos de Versalles cosieron el vientre de Europa sin haber vaciado el absceso». La Revolución francesa fue el acontecimiento inaugural e incluso fundador del siglo XIX. El hombre que rompe con toda autoridad trascendente o hereditaria y toma ávidamente en sus manos las riendas de su destino a la manera de Napoleón, el
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emperador salido de la nada: ésa fue la definición, entusiasta o crítica, que, siguiendo el impulso revolucionario, se dio este siglo. El siglo XX, por el contrario, procede de un acontecimiento que tiene que ver con el destino (destin al) y no se le puede asig nar un autor, que ha escapado a sus protagonistas y, abatiéndo se democráticamente sobre cada persona, ha reemplazado el modelo napoleónico por la figura del soldado desconocido y que, desde Sarajevo a Sarajevo, es decir, desde el asesinato del archiduque Femando en 1914 a la desintegración yugoslava entre 1991 y 1995, ha hecho vivir al mundo al ritmo de sus reper cusiones. Nadie ha sugerido esta basculación hacia lo irreparable con más justedad y melancólica elegancia que Marguerite Yourcenar cuando, al final de R ecordatorios, describe los sentimientos que inspira la situación en 1900 al que se convertirá en su padre: *La Europa en la que yerra junto a una dama con boa y velo, sigue siendo aún un hermoso parque en el que se pasean los privile giados a sus anchas, y donde los documentos de identidad sirven sobre todo para retirar las cartas de la lista de correos. Se dice que un día vendrá la guerra y que entonces las cosas van a tomar un cariz violento, y que, a continuación, se volverán a encender las lámparas de araña». Las cosas tomaron, en efecto, un cariz vio lento. Pero nunca se han vuelto a encender las lámparas de araña.
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Capítulo IV LA EDAD DE LA RADICAUDAD
Emst Jünger no se ha limitado a describir las tempestades de acero de la guerra de material, ha sido también el testigo capital y ambiguo del desastre filosófico del siglo XIX. Mientras que Auguste Comte definía la sociedad moderna por la sustitución del guerrero por el trabajador, Jünger vio cómo la guerra de los tra bajadores sucedía a la de los caballeros. Lo sorprendente en este conflicto es la id en tid ad del carácter del trabajo y del carácter del combate: «Tal vez no se pueda observar mejor esto en ninguna parte como en la transfiguración que afecta al mismo uniforme y cuyo primer signo se manifiesta en la desaparición de los tintes multicolores de las indumentarias militares, reemplazados por los matices monótonos propios del paisaje de combate. La evolución tiende a hacer aparecer de un modo cada vez más claro el uni forme del soldado como un caso específico del uniforme de tra bajo». Y cuanto más profesionaliza la guerra industrial los com portamientos del soldado, más simplifica también las apuestas en las que anda metido: «Todo lo que el cerebro había cortado a lo largo de los siglos a unas aristas cada vez más cortantes, no ser vía más que para incrementar la fuerza del puño más allá de toda mesura». La regresión como recompensa, el perfeccionismo despo sado con el primitivismo, el desencadenamiento de lo elemental
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como apoteosis de la evolución: ésos fueron los efectos de la sorpresa técn ica que la guerra del 14 reservó a la humanidad. Y una vez retomada la paz, no fue posible cerrar el paréntesis. No se volvió al paradigma de antes de la guerra. Al contrario, fue el paradigma de la guerra el que se perpetuó en la paz, tal como había profetizado Jünger: «Veo levantarse en nuestra vieja Europa una nueva generación de líderes que no sentirán ni miedo ni repugnancia a derramar sangre, desprovistos de consi deraciones, acostumbrados a sufrir terriblemente, pero también a actuar terriblemente y a poner en juego sus bienes más grandes. Una generación que construye máquinas y que sabe desafiarlas, una generación para la cual la máquina no es un metal sin vida, sino un instrumento de dominación al que se intenta utilizar con frialdad de espíritu y violencia de corazón, ahí se encuentra lo que forjará un rostro nuevo al mundo». Esta generación endure cida, brutalizada, asalvajada tanto en su pensamiento como en su acción por la guerra, dará nacimiento a dos formas políticas igno radas tanto por los Antiguos como por los Modernos, y que cons tituyeron la siniestra originalidad del siglo XX: el comunismo y el nazismo. Es cierto que ni el proyecto moderno de un dominio total del hombre sobre su destino, ni el motivo de la revolución como forma privilegiada del cambio, ni la idea del socialismo como estadio supremo de la democracia fueron inventados por los bol cheviques. Éstos, por el contrario, recogieron su herencia. Pretendieron realizar la solución del problema humano y llevar la Historia a su consumación en el sentido que el siglo XIX había dado a este término. Y es el proyecto filosófico de una identidad final entre lo real y lo racional lo que explica la duradera fasci nación ejercida por el Estado soviético mucho más allá de sus fronteras. En consecuencia, debemos remontamos mucho más arriba de la guerra del 14, si queremos construir la genealogía de
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la idea comunista. Podríamos decir que todo empieza con el repudio del pecado original. Durante el largo período de la Edad Media cristiana, no se consideraba la desigualdad social como algo contradictorio con la existencia de un alma inmortal en todos los hombres. -Aunque el pecado original se perdona a todos los fíeles por la gracia del bautismo — decía Isidoro de Sevilla— , el Justo Dios estableció una discriminación en la exis tencia de los hombres, constituyendo a unos esclavos, a otros señores, a fin de que la libertad de actuar mal quede restringida por el poder del dominante. Pues si nadie tuviera miedo, ¿cómo se podría prohibir el mal?*. Dicho de otro modo, la Caída había corrompido el alma humana hasta tal punto, que la subordina ción de la mayoría a la minoría era necesaria para la cohesión misma de la sociedad. Por oposición a esta sentencia, podemos definir los Tiempos modernos como el debilitamiento progresivo de la doctrina de la Caída en el espíritu de los hombres. Es moderna la época que discierne en la sucesión un principio de enriquecimiento y que piensa, como ha escrito Cioran, que el tiempo contiene en potencia la respuesta a todas las preguntas y el remedio a todos los males, que su desarrollo comporta la elu cidación del misterio y la reducción de nuestras perplejidades, que es el agente de la realización total de las virtualidades huma nas. Fue Rousseau, en este caso, quien dio el paso decisivo opo niendo al pecado original la afirmación de la bondad original del hombre. Eso significa que el mal es social, que se debe a la socie dad, es decir, a las instituciones o al poder, usurpado, del fuerte sobre el débil. Desde entonces, la política puede proponerse como fin, tal como hará con la Revolución francesa, la erradica ción del mal. Ése es el sentido de la frase de Saint-Just: «La felici dad es una idea nueva en Europa». En cuanto al socialismo, como hemos visto, nació en el siglo XIX de la constatación de que la sociedad burguesa, igualitaria en su origen, produce, en virtud de
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la división del trabajo, la desigualdad. El socialismo, criticando la sociedad moderna en nombre de sus propios principios, quiere llevar la revolución democrática a su meta: la destrucción de la burguesía, tras acabar con la feudalidad y la monarquía. «La his toria de la sociedad hasta nuestros días ha sido la de la lucha de clases-, escribe Marx en el M anifiesto d el p artid o com unista. Con el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, ha llegado el tiempo de la última batalla: «Dada la pérdida total del hombre, el proletariado no puede reconquistarse a sí mismo sin una con quista total del hombre». Todas las revoluciones han sido obra de minorías. La revolución proletaria, anuncia Marx, será obra de la mayoría en beneficio de todos. Lenin, aprovechando la guerra y el caos que engendró en su país, se contentó, pues, a primera vista, con poner en práctica una teoría muy anterior. Y al aplicarla, como se dice con fre cuencia, le hizo confesar su potencialidad totalitaria. Era inevita ble que una política absoluta se hundiera en el dogmatismo y la persecución. La explotación, la desigualdad, el Mal no son adver sarios legítimos. Así, el siglo XX habría sido la realización de los sueños de los siglos precedentes como una pesadilla, el teatro de los estragos de la utopía y de las devastaciones de la esperanza. Sin embargo, tenemos que ir más lejos: la guerra no fue sólo la ocasión que los bolcheviques supieron aprovechar para llevar la Revolución a puerto. Hizo algo más que abrir las esclusas a tra vés de las cuales irrumpieron las ideologías antiliberales; la gue rra, si podemos decirlo, se difundió tanto en la teoría como en la práctica revolucionaria. Invadió el acontecimiento que ella misma hacía posible. «No tenemos necesidad de impulsos histéricos —escribía Lenin— , lo que necesitamos es la marcha cadenciosa de los batallones de hierro del proletariado-. La clase universal de Karl Marx se convierte, en la pluma de su discípulo ruso, en un ejército obediente, irresistible y cruel. Lenin ha proyectado sobre la
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revolución bolchevique la imagen jüngeriana del «cortejo triunfal de una voluntad asesina en la que se revela la terrible profundi dad del poder». Un solo cuerpo militarizado por completo: eso es lo que debía ser, a su modo de ver, la clase a la que «han hecho sufrir no un d añ o particu lar, sino el d añ o absoluto», para obte ner la reparación asegurando a este h orror sin fin de la sociedad capitalista un fin a l lleno d e horror. La guerra hiperbólica ha modelado su visión de la lucha final. «Blandida encima de la tie rra, una especie de puño temible empuja las masas adelante, esas columnas apretadas de infantería, impersonales, sin una risa, sin una canción, envueltas en una ruidosa nube de acero por el mar tilleo de las botas claveteadas y el choque de los fusiles contra los cascos». Es Jünger el que habla, pero Lenin comparte este des lumbramiento ante las situaciones en que el estruendo de las armas ocupa todo el espacio sonoro. En efecto, ¿qué es para él la histeria? La falta de silencio en las filas, la cháchara y los sollo zos, la palabrería de los sentimientos, la volubilidad de los esta dos anímicos, las frases, la literatura. «Sólo la fuerza — escribe Vladimir Ulianov— puede resolver los grandes problemas histó ricos. No toméis las frases por actos». Y los partidos nacidos de la revolución de Octubre supieron evitar la confusión, adoptando una línea de conducta resumida de manera adecuada por estos dos eslóganes (citados por Arthur Koestler en su autobiografía política): «Dondequiera que esté un comunista, está siempre en el frente»; «El frente no es un lugar de discusión». Argucias miserables. Incongruencia de la conversación. Funesta frivolidad la de cualquier diálogo cuando ruge la batalla. De la guerra nace una representación de la acción que reserva su título y su ejercicio a la acción no verbal. Decir no es hacer, hablar no es actuar. La política tiene la fuerza como elemento. Frente al enemigo, el debate es un lujo prohibido y una debili dad que se puede revelar fatal. La violencia tenía a buen seguro,
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en la idea marxista de lucha de clases, la mejor parte (lo que constituía una gran novedad filosófica), pero, por una parte, Marx compartía la idea democrática de que la revolución no podía pro ducirse más que cuando el proletariado representara la mayoría aplastante del cuerpo social. Y, sobre todo, por otra parte, había espacio para el enfrentamiento verbal, para la confrontación de los puntos de vista en el concepto de lucha y para la dialéctica en el tratamiento de las contradicciones. Por último, cuando Marx y Engels hablan de destrucción, no se refieren a los hombres, sino a las instituciones o los modos de producción: el -sistema» capitalista o la «dictadura» de la burguesía. Lo que separa a los bolcheviques de Marx es la experiencia de Jünger: «Me di cuenta de la diferencia que existe entre el acto y la palabra, y esto, este conocimiento, no me lo hubiera proporcionado nunca la paz». La lucha, revisada y corregida por la guerra, cubre a la palabra de descrédito. Queda así inaugurada una época de subordinación de lo intelectual a lo militar: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Recapitulemos: «La guerra — decía Clausewitz— es la simple continuación de la política por otros medios». La Primera Guerra Mundial puso en jaque esta fórmula. La política, como hemos visto, no dirigió la guerra —en cierto modo, corrió detrás de ella— . Y como para marcar mejor la diferencia entre el siglo XX y el gran dispositivo establecido por los Tiempos modernos euro peos a fin de encuadrar la violencia entre Estados, fue incluso este desencadenamiento el que sirvió de modelo a la política revolucionaria. Lenin introdujo la violencia, la radicalidad y la ili mitación propias de la gu erra total en la conflictividad del tiem po de paz. Dicho de otro modo, la revolución mana de la misma guerra que ella denuncia. Ciertamente ambiciona la paz definiti va, pero no concibe otros medios de llegar a este ideal que el aplastamiento del enemigo y, para conseguirlo, exige la unidad de un ejército en orden de batalla. Como leninista ortodoxo,
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escribe Mao Tsé-Tung: «La guerra, ese monstruo de matanza entre los hombres, será finalmente liquidada, en un futuro no lejano, por el progreso de la sociedad humana. Pero sólo hay un medio para eliminarla: oponer la guerra a la guerra, oponer la guerra revolu cionaria a la guerra contrarrevolucionaria, oponer la guerra revo lucionaria nacional a la guerra contrarrevolucionaria nacional y oponer la guerra revolucionaria de clase a la guerra contrarrevolu cionaria de clase». Existe, por tanto, una clara cesura entre la edad moderna y el mundo que nació de la cadena de catástrofes desencadena das por la Gran Guerra. Así lo señalaba Élie Halévy en 1936: «El socialismo de posguerra deriva mucho más del régimen de guerra que de la doctrina marxista». Los siglos precedentes transmitieron al XX el fantasma de una política absoluta y la reducción de la pluralidad humana, así como de la diversidad de las situaciones, al enfrentamiento de dos fuerzas. Con todo, fue necesaria una conflagración incontrolable para que la polí tica absoluta adquiriera la forma de la m ottilización total y la lucha contra el «enemigo de clase» llegara hasta la destrucción sistemática de éste por medio del hambre o en los campos de concentración. Se puede decir del nacionalsocialismo, como del comunismo, que su inspiración ideológica es anterior a la Gran Guerra. La crí tica de la abstracción democrática en nombre de la antigua socie dad orgánica comenzó desde y contra la Revolución francesa. Fue entonces cuando la disolución de los vínculos tradicionales, la separación y la igualación de los individuos fueron denuncia dos, por vez primera, como un fardo y como un tormento. Vino después el gran proceso romántico a la mediocridad burguesa y al artificialismo de la gran ciudad. Ahora bien, la guerra hizo dar a esta crítica un giro capital. Reconcilió al romanticismo con la técnica proporcionando a la nostalgia un nuevo objeto: no ya la
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comunidad rural, sino la Frontgem einschaft, la comunidad de las trincheras del frente. Al hombre democrático, reducido por la sociedad liberal a la preocupación por su confort y a la gestión egoísta de sus intereses, se le brindó la perspectiva exaltante de vivir una vida densa y de volver a encontrar la autenticidad en la fraternidad de las armas. Del mismo modo, Hitler ya era antise mita antes de la guerra, pero fue la derrota la que transformó esta opinión en obsesión. La palabra od io surgió, en su pluma, en el pasaje de M ein K am p f donde relata su reacción ante el 11 de noviembre. Alemania había capitulado, aunque todas las batallas se habían desarrollado fuera del territorio alemán. Había, por consiguiente, otra cosa, una verdad secreta, unas maniobras, un complot: «Nació en mí el odio contra los autores de estos acon tecimientos*, escribió Hitler. Los acontecimientos tienen autores invisibles. Estos autores invisibles son los judíos invisibles. A par tir de ahí, se impone esta conclusión: «Con el judío no hay que pactar, sino sólo decidir: todo o nada. En cuanto a mí, me deci dí por hacer política». Todo o nada: el cabo Hitler sitúa la política en el paradigma de la confrontación definitiva con un enemigo absoluto. Fue, por tanto, como dice el historiador Ian Kershaw, «la Primera Guerra Mundial la que hizo posible a Hitler. Sin la experiencia de la gue rra, la humillación de la derrota y el estremecimiento de la revo lución, ni el artista fracasado ni el marginal habría descubierto que podía entrar en la política y encontrar su oficio de propa gandista y de demagogo de cervecería. Sin el traumatismo de la guerra, de la derrota y de la revolución, sin la radicalización de la sociedad alemana que este traumatismo provocó, el demago go no habría encontrado público para su mensaje chillón y ren coroso. La herencia de la guerra perdida creó las condiciones gra cias a las cuales los caminos de Hiüer y de la población alemana empezaron a cruzarse».
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Y cuando, en agosto de 1941, dejó de progresar la campa ña de Rusia y conoció sus primeros reveses, Hitler evoca con insistencia, ante sus allegados, el recuerdo de 1918. «Los auto res de estos acontecimientos» no saldrán como si nada. Esta vez iban a pagar la sangre derramada. Fue entonces cuando la persecución de los judíos tomó la forma de la Solución final. Alianza de las pasiones elementales con la frialdad técnica; desprecio de hierro por los suspiros, los escrúpulos y los dis cursos de las almas superiores; reconocimiento de la verdad en la violencia del puño que se abate; fascinación del poder y de la unidad de la voluntad; preeminencia de la fuerza sobre las formas; constitución de la cifra Dos, de la escisión antagónica en ley universal del ser; subyugación de la complejidad de las cosas por el «él o yo» in d ialectizable de la pura beligerancia: todo esto hizo que la Primera Guerra Mundial no sólo pasara Europa a sangre y fuego, sino que convirtió la sangre y el fuego en valores europeos. Hasta el mismo pacifismo lleva la marca de esta radicalidad. El discurso de la paz a cualquier precio está impregnado él mismo de lo que recusa. En 1940, el delicado, el sensible, el refinado Jacques Chardonne justifica en estos térmi nos la rendición francesa y el Armisticio: «No estimo más que las opiniones políticas de la historia. Están inscritas en elementos irrefutables, en catástrofes llenas de razón, y aplaudo por ade lantado el acontecimiento que padeceré, si tiene la autoridad del huracán». El siglo XIX había tenido sus constructores, sus inventores, sus soñadores, sus artistas, sus aventureros, sus hombres de Estado, sus farsantes, sus héroes, sus cobardes y sus canallas. El XX también, y en abundancia. Pero también ha tenido, además, a Varlam Chalamov, Primo Levi, Jean Améry, David Rousset, Vassili Grossman, es decir, sus testigos.
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•Vosotros que vivís en seguridad En vuestros hogares acogedores Vosotros que, llegada la noche, encontráis Rostros amigos en tomo a la mesa puesta Ved si es un hombre El que trabaja en el fango El que no conoce la paz El que lucha por una magra pitanza El que muere por un sí o por un no». Estos supervivientes están en una situación inestable. En un siglo que ha querido construir un hombre nuevo, grandioso, huraño, intratable, sobre las ruinas del mundo antiguo condena do por el estallido de la guerra, dan testimonio en fa v o r d e una humanidad engullida y d e la fragilidad de lo humano. Han visto que ningún hombre, por muy estoico que fuera, estaba al abrigo del asesinato en él de la persona moral. El filósofo Emmanuel Levinas perfila admirablemente la significación intempestiva de su mensaje: «Que se pueda crear un alma de esclavo no es sólo la expresión más sobrecogedora del hombre moderno, sino tal vez la refutación misma de la libertad humana. La libertad huma na es esencialmente no heroica. Que mediante la intimidación, la tortura, sea posible romper la resistencia absoluta de la libertad, incluso en su libertad de pensar, que la orden extraña ya no venga a golpeamos de frente, que podamos recibirla como si viniera de nosotros mismos, en eso consiste lo irrisorio de la libertad. [...] Lo que queda libre, sin embargo, es el poder de pre ver nuestra propia decadencia y precavemos contra ella. La liber tad consiste en instituir fuera de nosotros un orden racional; en confiar lo razonable a lo escrito, en recurrir a una institución».
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Capítulo V LA EXPIACIÓN DE LOS INTELECTUALES
A punto de llegar a su final, y tanto más ávido de conmemo raciones por el hecho de que se disponía a entrar en un nuevo milenio, el siglo XX ha celebrado con gran pompa los cien años del «Yo acuso» de Émile Zola. En tomo al 13 de enero de 1998, hubo muchos periódicos y revistas franceses que publicaron in extenso, y algunos de ellos hasta en edición facsím il, la carta abierta al señor Félix Faure, presidente de la República francesa. Este artículo, es cierto, no usurpó su celebridad. En unas cuan tas frases, el caso de uno solo — Dreyfus— se convertía, para emplear las mismas palabras de Clemenceau, en el caso d e todos. Fue el 6 de octubre de 1894 cuando el servicio de información francés atribuyó al capitán Alfred Dreyfus la paternidad de una carta dirigida al agregado militar de la embajada de Alemania en París; en ella le anunciaba el envío de documentos confidencia les. Diez días más tarde, Dreyfus era detenido. El juicio tuvo lugar en el mes de diciembre de ese mismo año. Dreyfus fue conde nado a deportación perpetua en un recinto fortificado. El 5 de enero de 1895 tuvo lugar su degradación solemne en el patio de la Escuela militar. He aquí el relato que hizo Jean-Denis Bredin: «Eran las ocho cuarenta y cinco. El general Darras mira de arriba abajo al traidor mientras que el escribano del Consejo de guerra
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lee la sentencia. A continuación, el general se levanta sobre los estribos y, con la espada en alto, pronuncia las palabras sacra mentales: ‘Alfred Dreyfus, usted ya no es digno de llevar las armas. En nombre del pueblo francés, le degradamos’. Alfred Dreyfus grita con una voz metálica que se rompe: ‘¡Soldados, se degrada a un inocente! ¡Soldados, se deshonra a un inocente! ¡Viva Francia! ¡Viva el ejército!’. Se oyen los gritos de la muche dumbre mantenida a distancia: ‘¡Muera! ¡Muerte a los judíos!’. El suboficial Bouxin de la Guardia republicana se acerca al conde nado, inmóvil. De una manera brutal, le arranca los galones del quepis y de las mangas, las bandas rojas del pantalón, las cha rreteras de las hombreras, y tira al suelo todas las insignias del grado. [...] Le arranca el sable y la vaina, y los rompe sobre su rodilla. En posición de firmes, con la cabeza alta, Dreyfus lanza un grito de angustia, un alarido ronco que acaba en un sollozo. ‘¡Viva Francia! ¡Soy inocente! ¡Lo juro por mi mujer y mis hijos!’. Harapiento ahora, el traidor debe desfilar ante las tropas y dar la vuelta al patio de armas. Los soldados permanecen silenciosos, helados. Cada vez que se acerca en su marcha a la verja que con tiene a la muchedumbre, los gritos se redoblan: ‘¡Muera, muera!’. Dreyfus se agota gritando todavía: ‘No tenéis derecho a insultar me. Soy inocente. ¡Viva Francia!’. Pero los clamores ahogan su voz. Cuando pasa delante de los representantes de la prensa, grita: ‘¡Decid a toda Francia que soy inocente!’. Los abucheos le responden: ‘¡Cobarde! Judas! ¡Sucio judío!’. Por fin, se acaba la vuelta al patio. Cuando Dreyfus ha llegado al extremo del patio, le cogen dos gendarmes. Le meten en un coche celular para lle varle a la prisión*. Trasladado a la Santé, Dreyfus sale el 17 de diciembre con destino a la isla de Ré. El 18, cuando era condu cido hacia La Rochelle, sufre una vez más los clamores y las vio lencias de la muchedumbre. Tras embarcar el 21 de febrero para la Guyana, llega a su destino el 21 de marzo tras una terrible travesía
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en una jaula de hierro. Le trasladan en abril a la isla del Diablo, en la costa de Cayena. El Calvario comenzó, pues, en diciembre de 1894. El calvario, pero no el caso. Al día siguiente de la condena, toda la prensa, tanto de izquierdas como de derechas, expresa su satisfacción. No hay peor crimen que el entendimiento con el enemigo para la Francia traumatizada por la guerra de 1871 que llora las pro vincias perdidas. Clemenceau escribe: «No tiene, por consiguien te, padres, ni mujer, ni hijos, ni amor a nada, ni vínculo de huma nidad o de animalidad. Sólo un alma inmunda, un corazón abyecto*. Y el diputado Jean Jaurés, sensible antes que nada a las diferencias de trato entre las clases sociales, interviene en la Cámara para decir que Dreyfus merecía la condena a muerte. Será necesaria la obstinación de Mathieu Dreyfus, respaldado pronto por Bemard Lazare, para romper esta unanimidad venga tiva. En 1896, el teniente coronel Picard, nuevo jefe de la oficina de información, constata la semejanza de la escritura del estadi llo (la carta dirigida a la embajada de Alemania en París) con la de Ferdinand Esterhazy. Éste, que había entrado en el ejército el año 1870, en la Legión extranjera, se había incorporado en 1877, con el grado de capitán, al servicio de información. Comienza entonces una campaña minoritaria que empuja al gobierno a hacer comparecer a Esterhazy ante el consejo de guerra de París. El juicio se celebró finalmente, a puerta cerrada, los días 10 y 11 de enero de 1898. Se declara inocente a Esterhazy. La muche dumbre le recibe de manera triunfal. Como respuesta a esta deci sión escribió Zola su carta abierta al presidente de la República: «Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consig nará que semejante crimen social se cometió al amparo de vues tra presidencia. Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré.
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Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tri bunal con toda claridad. Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos, cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido». Desde el mismo momento de la aparición del texto, el general Billot, ministro de la Guerra, presenta una denuncia con tra Zola por la frase: «Acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber encubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver cons cientemente a un culpable». Condenado a un año de cárcel y a tres mil francos de multa, Zola debe exiliarse a Londres. Pero eso no fue óbice para que este artículo abra el camino a la rehabilita ción del capitán degradado. El 15 de enero, Le Temps publica una petición procedente de hombres de letras, universitarios, médicos de hospitales, abogados y estudiantes, que pide la revisión del proceso de Alfred Dreyfus. Entre los firmantes se encuentran los nombres de Anatole France, Daniel Halévy, Marcel Proust, Lucien Herr, Claude Monet, Émile Durkheim, Théodore Monod... Algunos días más tarde, Clemenceau, que era por entonces direc tor de L'A urore (el periódico que publicó en primera página la protesta de Zola, escribió: «¿No constituyen una señal todos estos intelectuales, procedentes de todos los rincones del horizonte, que se agrupan en tomo a una idea y se mantienen inquebranta bles a ella?». Clemenceau no había inventado este término. La pala bra intelectual aparece en 1821 en la pluma de Saint-Simon: «Invito a los intelectuales positivos a unirse y a combinar sus fuerzas para proceder a un ataque general y definitivo contra los prejuicios, comenzando la organización del sistema industrial». Sin embargo, fue a finales del siglo XIX, durante el caso Dreyfus, cuando la palabra intelectual se vuelve de uso corriente. Los escritores antidreyfusianos desempeñan un papel no despreciable en esta
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promoción, pues convierten de inmediato al intelectual en su adversario preferido. Así, por ejemplo, el director de la Reim e des deu x m ondes, Ferdinand Brunetiére, que, con términos asesinos, fustiga la arrogancia de los intelectuales y se burla de su igno rancia: «El solo hecho de que se haya creado recientemente esta palabra de intelectual para designar como a una especie de casta nobiliaria a la gente que vive en los laboratorios y las bibliotecas, es un hecho que denuncia por sí solo uno de los vicios más ri dículos de nuestra época, me refiero a la pretensión de elevar a los escritores, a los sabios, a los profesores al rango de superhom bres». Y a Zola le dispara Brunetiére este dardo: «La intervención de un novelista, incluso famoso, en una cuestión de justicia mili tar me ha parecido una cosa tan fuera de lugar como lo sería la intervención de un coronel de la gendarmería en la cuestión de los orígenes del Romanticismo». El reproche es áspero y ha sobre vivido al antidreyfusismo. No cabe duda de que está destinado a seguir, como su sombra, al intelectual de las sociedades demo cráticas y a gratificar todas sus salidas con un sarcasmo. Si todos los hombres son iguales, ¿en nombre de qué algunos de ellos habrían de confiscar en su propio beneficio la razón o el juicio? Y si es verdad que con el progreso del saber se vuelve arbores cente la inteligencia, ¿qué es lo que habilita aún al intelectual a dar prescripciones sin cesar y a dar lecciones desde su rama? ¿En nombre de qué se puede decir que el conocimiento adquirido en un campo, en una especialidad, otorga a determinados seres una eminencia universal? Cuanto más se dividen y se profesionalizan las luces, menos garantizada está la posición del intelectual y más se arriesgan sus indignaciones globales a caer en el ridículo: «Los intelectuales no hacen más que desatinar con autoridad sobre las cosas que no les competen», escribía, al comienzo del siglo pasa do, Brunetiére; y Régis Debray, en el umbral del nuestro: «Conozco historiadores, demógrafos, matemáticos, lingüistas,
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arqueólogos. Se trata de oficios que se enseñan, se transmiten, se mejoran. No conozco a nadie de ‘profesión: intelectual’, salvo que bauticemos como oficio a un chillón bastante perezoso, intermedio entre el escritor y el periodista, menos el estilo y la imaginación del primero (que exigen un gran trabajo) y las camisas sudadas sobre el terreno del segundo (que exigen también entrega y meticulosi dad)». Conclusión de Régis Debray: «Propongo que no se hable más del ‘intelectual’ entre los intelectuales». Sin embargo, los partidarios de Dreyfus no se vinieron abajo por la objeción democrática de Brunetiére. Respondieron rápida mente y en los mismos términos de la democracia. Por ejemplo, Durkheim: «Por lo tanto, si en estos últimos tiempos un determi nado número de artistas, pero sobre todo hombres de ciencia, han creído deber negar su asentimiento a un juicio cuya legali dad les parecía sospechosa, no es que, en su calidad de quími cos o de filólogos, de filósofos o de historiadores, ellos se atri buyan no sé qué privilegios especiales y como un derecho eminente de control sobre la cosa juzgada. Es mas bien que, sien do hombres, consideran ejercer todo su derecho de hombres y comprometerse en presencia de ellos con un asunto que compe te sólo a la razón. Es verdad que ellos se han mostrado más celo sos de este derecho que el resto de la sociedad; pero es simple mente que, como consecuencia de sus hábitos profesionales, esta inclinación es más espontánea en ellos. Acostumbrados por la práctica del método científico a formarse un juicio sólo cuando se sienten completamente esclarecidos, es natural que cedan menos fácilmente a los arrebatos de la multitud y al prestigio de la autoridad». Dicho de otro modo, para Durkheim, la democra cia moderna reposa sobre la autonomía, es decir, sobre la facul tad de pensar, de actuar, de juzgar cada uno por sí mismo. Esta autonomía es lo propio del hombre. En consecuencia, los inte lectuales no tienen el monopolio de la misma. Ahora bien, en la
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medida en que la usan en su misma actividad, se muestran par ticularmente sensibles a todas las modalidades que puedan tomar su decadencia o su puesta en tela de juicio. ¿Es preciso concluir de esta magna y bella movilización, como Michel Winock, que el caso Dreyfus inaugura el siglo de los inte lectuales? No lo creo. La persecución de un judío en el corazón de la Europa civilizada por las Luces anuncia, ciertamente, los campos de concentración raciales del siglo XX. La -falsificación patriótica» del coronel Henry prefigura el derecho a reescribir lo real en nombre de los imperativos fijados a la Historia por la ideología (el coronel Henry había fabricado, en octubre de 1896, una carta que el agregado militar italiano habría enviado a su colega alemán en la que se designaba por su nombre a Dreyfus como traidor. Cuando se desveló la no autenticidad del docu mento, Henry fue enviado al Mont-Valérien, donde se degolló. Fue entonces cuando habló Maurras de -falsificación patriótica» y cuando el periódico La L ibre P arole lanzó una suscripción en favor de la viuda del coronel Henry). Pero, a la inversa, este tipo de compromiso de los intelectuales en la ciudad clausura la época inaugurada en siglo XVIII y que podemos caracterizar, con Paul Bénichou, como la de la consagración del escritor. Fue, en efecto, en la época de las Luces cuando la figura ideal del hombre de letras se compuso con todo su prestigio. Es alguien, dice La Harpe, cuya profesión principal es cultivar la razón para añadirla a la de los otros. De este modo se produce como una transmisión de los poderes de la casta eclesial a la cor poración pensante. Nace así una nueva clericatura. Se trata de ese poder espiritual que se ejerce y conoce su apoteosis en el desa rrollo del caso Dreyfus. Existe una evidente filiación entre el Voltaire del caso Callas y el Zola que escribió el «Yo acuso». Ocupan el mismo espacio. Defienden los mismos valores. Cumplen la misma función. En el siglo XX, por el contrario, los
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intelectuales dejan de pretender el gobierno de la opinión. Intervienen, solicitan, callejean como nunca lo habían hecho antes, pero ya no se gustan y no pierden ninguna ocasión de hacerlo saber. Fue la revolución de 1917 la que desencadenó la crisis fatal. Se declaró entonces la guerra a la guerra; el internacionalismo, traicionado por las élites europeas en 1914, fue blandido en el Este de Europa por el proletariado. La idea de lo universal se realiza en la historia y los maestros de la verdad y de la justicia dejan de reclutarse en las salas de estudio. El tiempo en que la filosofía se manifestaba en los labios de los filósofos parece ahora superado. Los conceptos están en la calle, los argumentos en los aconteci mientos, la razón en el drama del que el hombre es actor antes que pensador. Como ha visto de manera adecuada Denis Hollier, el intelectual inicia así su larga y dolorosa carrera de desposeído: lo esencial tiene lugar en otra parte. Y helo aquí intimado (por sí mismo) a colmar el intervalo que le separa de la marcha del mundo. Ya no tiene que guiar, ni reprender o prometer, sino que ha de volverse útil. Le incumbe mostrarse eficaz y no hacer de apóstol, servir humildemente a los obreros y no guiarlos o, como dice aún Paul Nizan en Los perros gu ardian es, «ser una voz entre sus voces y no la voz del Espíritu». Thomas Mann, Hannah Arendt, Albert Camus y algunos otros se han resistido a este ultimátum, pero esa resistencia ha sido siempre minoritaria. Y lo que da su color al siglo XX es más bien el esfuerzo incansable de los intelectuales por abandonar el par tido de los maestros y unirse al de los siervos saliendo de lo que se llama a partir de ahora su torre de marfil. La teoría se inserta en la praxis y la praxis no se concibe a sí misma más que como combate. En un mundo situado bajo el paradigma de la guerra, no es posible que el intelectual haga comparecer la razón de Estado y el principio de autoridad ante el tribunal de la Razón.
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Es él quien comparece ante el tribunal de la Historia universal, de la Razón que actúa en la inmanencia del devenir. Debe res ponder de sus privilegios, de su inacción, de su comodidad, de su inutilidad, de su interior aislado, de sus uñas cuidadas, de su aburguesamiento, y él, el ocioso, él, el hombre del primado de lo espiritual, de su complicidad objetiva con la clase dominante. Y además, haga lo que haga, tira sin bala. No conoce sino de una manera metafórica la prueba del fuego. Sus palabras, por muy precisas, por muy crueles, por muy hirientes que sean, no son más que palabras. Sus compromisos están condenados a seguir estando siempre repletos de lagunas. A diferencia de Voltaire, de Hugo o de Zola, las grandes conciencias que les precedieron, tiene m ala con cien cia. Desprecia a los militares y la muerte en el campo del honor, pero la imagen imborrable del militante revolucionario segado en pleno asalto no cesa de recordarle que a él le falta peso. Se acusa, enrojece interiormente por ser un combatiente de pacotilla en un mundo ensangrentado. Ciertamente actúa, ataca, denuncia, acusa; con todo, le atormen ta la sospecha y se burla de él por no haber dado nunca el paso de la acción verdadera, es decir, la acción violenta. Cuando ape nas ha comparado su pluma con una pistola o sus frases con pro yectiles, ya se trata a sí mismo de embustero. Los manifiestos que firma, las llamadas que lanza, los mismos textos que redacta como ráfagas, adolecen, y él se da cuenta, de una ligereza sin remedio. Aunque responda presente a la llamada de la epopeya, sigue siendo su destino la comedia, porque, para estar seguro de la autenticidad de sus opciones, le falta la investidura del enfren tamiento mortal. Y nadie se ha apresurado a entonar el mea culpa, nadie acorrala en sí mismo la impostura con más encarni zamiento que Jean-Paul Sartre, el autor de Las p alabras. •W hat do you rea d my Lord? — Words, words, words-. Tanto como el brío ensordecedor del pensamiento y del estilo, es la quemadura
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hamletiana de la vergüenza y el despedazamiento del escritor por sí mismo lo que hacen de Sartre el intelectual paradigmático del siglo XX. Gloria penitencial de Sartre. Siglo del masoquismo de los intelectuales, no de su apoteosis. Y si hay guerra, en todas las circunstancias, si la vida intelec tual es, a la vez, un proceso continuo y un continuo combate, entonces ya no es posible la amistad más que bajo la modalidad de la fraternidad de las armas. «¡Oh vosotros que sois mis her manos porque tengo enemigos!»: esta fórmula emblemática de Paul Éluard define el siglo XX como el siglo de las escisiones, de los anatemas, de los amigos transformados en malvados o bien en camaradas. Ninguna simpatía, ninguna afinidad, ninguna incli nación escapa a la política, de ahí que, a la manera de Sartre, se represente a la política como -la lucha que desarrollan los hom bres contra el mal». Emmanuel Berl vio introducirse progresiva mente esta mecánica infernal en el París de los años treinta: «Bolchevismo, fascismo, freudismo, cubismo, expresionismo, populismo, todo eso entraba en los múltiples cajones de una tra dición tranquilizadora. Los carteles, aunque fueran chillones, se destacaban todos sobre un mismo fondo de compromisos anti guos. Parecía muy cómodo decirse los unos a los otros: ‘y° soy esto, tú eres lo otro’. ‘Viejo anarquista, viejo comunista, viejo socialista, viejo radical, querido viejo reaccionario’. Era algo que no tenía consecuencias y daba satisfacción al gusto por el uni forme. Tomábamos, pues, posiciones, sin damos cuenta de que eran, al contrario, las posiciones las que venían a tomamos». Y en esta imperceptible inversión ve reflejarse Berl toda la catástrofe del siglo XX: «Si hubiéramos sido capaces de conservar un míni mo de relación los unos con los otros, aunque fuera en medio del desacuerdo, ¿nos hubiera sido posible oponer algunas barreras al maleficio? No veíamos más que rupturas, exclusivas, exclusiones. Doquiera que fuéramos, caminábamos sobre las amistades muertas.
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Sin embargo, por muy débiles que hubieran sido, se afirmaban más vivas, estoy seguro de ello, que los monstruos de papel de periódico por los que fueron engullidas». La secuencia abierta en 1917 acaba de cerrarse. El tribunal de la Historia erigido en nombre de la Revolución ha sido disuelto. Con todo, si queremos salir verdaderamente de la edad de la radicalidad, no es posible volver a poner al intelectual en su trono como si no hubiera pasado nada. Y es que, aunque le ha desposeído de toda su aura, el siglo XX ha comprometido algu nos de los principios a los que apelaba y hecho aparecer lo que su hermoso ideal tenía de mortalmente contradictorio. Leamos de nuevo a Víctor Hugo, el escritor que ha llevado su corona con más brillo: «Toda la elocuencia humana en todas las asambleas de todos los pueblos puede resumirse en esto: la querella del dere cho contra la ley. Esta querella, y aquí se encuentra todo el fenó meno del progreso, tiende cada vez más a decrecer. El día en que cese, la civilización llegará a su apogeo, se realizará la unión entre lo que debe ser y lo que es, la tribuna política se transfor mará en tribuna científica; llegará el fin de las sorpresas, el fin de las calamidades, de las catástrofes, se habrá doblado el cabo de las tempestades; ya no habrá, por así decirlo, acontecimien tos [...], ni disputas, ni ficciones, ni parasitismos; se instalará el reinado apacible de lo incontestable; ya no se harán leyes, se las constatará; las leyes serán axiomas; no se somete a votación si dos y dos son cuatro; el binomio de Newton no depende de una mayoría; existe una geometría social; seremos gobernados por la evidencia; el código será honesto, directo, claro; no se apelará en balde a la virtud, a la rectitud. [...] Gracias a la susti tución de la guerra por la instrucción, el sufragio universal lle gará a ese grado de discernimiento que sabrá elegir a los espí ritus; tendremos como parlamento el concilio permanente de las inteligencias*.
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Lo que sorprende en este texto es, en primer lugar, que, como casi todas las predicciones, se equivocó. El oráculo se equivocó doblemente: no se dobló el cabo de las tempestades, no se reem plazó las batallas por los descubrimientos o los asesinos por los tra bajadores. Hubo catástrofes en cadena, el saber se puso al servicio de la masacre y los asesinos se pusieron al trabajo. Ahora bien, el siglo XX no se contentó con desmentir el optimismo ingenuo de Victor Hugo. Desveló asimismo la incompatibilidad radical que existe entre la libertad de los hombres y la soberanía de la ciencia. Desde 1920, sólo tres años después de la revolución de Octubre, en una novela de anticipación política que inspirará, a la vez, Un m undo fe liz y 1984, el escritor ruso Zamiatin ponía en escena, con todas sus consecuencias, la magna apoteosis final de la Razón. Nos encontramos a un buen millar de años después del siglo XX y la Metrópolis del Estado único vive bajo el reinado de lo incontestable. Todo es claro y distinto. Todo es rectilíneo. Todo es calculable. La geometría social ha puesto fin a la evi dencia de la autoridad por la autoridad de la evidencia. La ley científica ha suplantado la ley divina, la ley moral y la ley penal. El sol del conocimiento ha disipado todo lo opaco, suprimido las contradicciones, ilustrado, hasta en sus rincones más pequeños, el fuero interior del hombre. La magna paz de la demostración ha descendido a la tierra y los nombres propios se han convertido en números. Tras haber resuelto el problema del hambre, el Estado único ha desarrollado una campaña contra el otro sobe rano del mundo: el Amor. Y este fautor de turbaciones, antojadi zo y cruel, ha sido puesto en situación de no perjudicar. No, como en otras ocasiones, mediante la prohibición, la censura, la vigilancia, la represión del deseo y del sentimiento, sino median te la liberación de la necesidad sexual. Es el orden de la satisfac ción programada el que ha vencido al desorden amoroso. Una lex sexualis, en efecto, estipula: «Cada número tiene derecho a un
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número cualquiera como pareja sexual*. El resto, escribe Zamiatin, no es más que una cuestión de técnica: *En el labora torio del Departamento Oficial para Cuestiones Sexuales, nos hacen un minucioso reconocimiento facultativo; se determinan exactamente los contenidos de hormonas sexuales, y luego cada uno recibe, según sus necesidades, la correspondiente tabla de los días sexuales y las instrucciones para servirse de ella en estos días con fulana o mengana; a este efecto se le entrega a cada individuo cierto cuadernillo de boletos, billetes o talones rosas, como quiera llamárseles». Allí donde había eros, ha llegado el sexo y la felicidad ha triunfado así sobre el acontecimiento. Un número inopinadamente sentimental, el héroe de Nosotros se levanta contra la vida matemáticamente perfecta del Estado único. Pero tras una gran operación que le cura de la imagina ción, pierde esta batalla. Se dice a menudo del comunismo que es un bello ideal, igua litario y fraternal, que ha salido mal. Y se imputa este fiasco al retraso ruso o incluso a la idea perversa de que el fin justifica los medios. Alertado tal vez por el habitante dostoieskiano de M em orias d el subsuelo que respondía ya a Víctor Hugo y a todos los constructores de palacios de cristal científicos: «‘Dos por dos, cuatro’, en mi opinión, respira la desvergüenza. ‘Dos por dos, cuatro’ me mira con insolencia. Con los puños en las caderas, se planta en medio de nuestra ruta y nos escupe al rostro. Admito que ‘dos por dos, cuatro’ es una cosa excelente, pero si es preci so alabar, yo os diría que ‘dos por dos, cinco’ es también a veces una cosita encantadora» — Zamiatin, en plena ebullición revolu cionaria, pone en tela de juicio el mismo fm— . Existe un vínculo entre el ideal de transparencia y la dominación total, que falta a la edificante fórmula según la cual el fin no justifica los medios. El siglo XX nos obliga a distinguir cuidadosamente algo que las Luces creían poder confundir: la autonomía y el dominio. El hombre,
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en efecto, es siempre los hombres. «La pluralidad — recuerda Hannah Arendt— es la ley de la tierra*. Eso significa que la liber tad coexiste con la no-soberanía, y el poder de emprender con la incapacidad de dirigir o de prever por completo las consecuen cias de la acción emprendida. Las Luces brillan, por tanto, con un resplandor engañoso. Somos seres dotados de razón, mas no por ello vivimos bajo el sol de la razón. La meteorología de nuestra condición, dice Kundera de una manera profunda, es la n iebla: «Digo niebla, no oscuridad. En la oscuridad, no se ve nada, se es ciego, se está a merced, no se es libre. En la niebla se es libre, pero es la libertad de quien está en la niebla: ve a cincuenta metros delante de él, puede distinguir con nitidez los rasgos de su interlocutor, puede deleitarse con la belleza de los árboles que jalonan el camino y hasta observar lo que pasa a su alrededor y reaccionar*. Y el intelectual no es una excepción. Avanza, como todo el mundo, en la niebla. Sin embargo, por deformación pro fesional, se siente tentado constantemente a olvidarlo. De ahí procede su atracción por las antítesis deslumbradoras de la edad de la radicalidad. Extraer las enseñanzas de esta edad implacable no es volver pura y simplemente a los principios de las Luces, sino, tal como sugería Merleau-Ponty en 1947, conservar en la mente, en el corazón mismo de la movilización incondicional en favor de la justicia y de la verdad, el «problema que Europa sos pecha desde los griegos: ¿será la condición humana de tal suerte que no haya solución adecuada para ella? ¿No nos compromete rá cada acción en un juego que no podemos controlar del todo? ¿No existirá como un maleficio de la vida con otros?».
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Capítulo VI LA DESEUROPEIZACIÓN DEL MUNDO
•El europeo del siglo XIX —escribió Claude Lévi-Strauss— se proclamó superior al resto del mundo a causa de la máquina de vapor y de algunas otras proezas técnicas de las que podía jac tarse». En esta superioridad había arrogancia, pero no sólo eso. Al aliviar la suerte de los hombres mediante el dominio cada vez más sistemático de sus condiciones naturales de vida, las proezas técnicas conferían a Europa el triple primado del poder, del cono cimiento y de la moralidad. Este triple primado le permitía y hasta le imponía transmitir sus enseñanzas a la humanidad. La coloni zación se le presentó a la Europa industriosa no como el medio de someter a los pueblos remotos, sino como la manera de ayu darles a superar su retraso. Había una misión que incumbía a las naciones evolucionadas: reunir a la humanidad bajo el estandar te del progreso, apresurar la marcha de todos hacia la instrucción y el bienestar. Era menester, para la misma salvación de los noeuropeos, reabsorber su diferencia —es decir, su retraso— en la u n iversalidad en m ovim iento de la civilización moderna. La colonización, es cierto, empezó antes de la Revolución industrial. Los primeros conquistadores fueron los viajeros del Renacimiento. Ahora bien, en la época de los grandes descubri mientos, Europa no era la civilización más adelantada: había otras
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potencias además de la potencia occidental y miraban hacia lo que era todavía la Cristiandad con tanta hostilidad como gula. Las luchas anticoloniales del siglo XX nos han enseñado a decir «colonialismo europeo» de un tirón. Se olvida así que, durante más de un milenio, desde el primer desembarco de los moros en España al segundo asedio de Viena por los turcos en 1683, Europa vivió bajo la amenaza del Islam. Un olvido tanto más per judicial para nuestra comprensión de las cosas, dado que el com plejo proceso de la expansión y de la dominación europeas pro cede, en parte, de esta confrontación. La conquista, en efecto, no fue lo primero. Como ha mostrado Bemard Lewis, fue el comba te contra el invasor lo que empujó a los europeos más allá de sus fronteras: «Tras haber reconquistado sus propios territorios, los liberadores cristianos victoriosos persiguieron a sus antiguos señores por las regiones de donde habían venido. El mismo movimiento, el mismo impulso que permitió a los españoles y a los portugueses expulsar a los moros de la península ibérica les arrastró mas allá del estrecho, por África y, después, más allá de África, hacia países con los que no habían soñado». El impulso de la reconquista desembocó así en la fundación de imperios. Sin embargo, en 1760, la población de estos imperios no con taba más que con veintisiete millones de habitantes. En 1913 eran ciento cincuenta millones y casi la cuarta parte de la superficie del globo se encontraba entonces distribuida entre las potencias europeas. Francia en especial creció en este período hasta los nueve millones de kilómetros cuadrados. Jules Ferry, el gran ins tigador del imperialismo colonial francés, justificaba lo que él mismo llamaba «este inmenso steeple-chase por la ruta de lo des conocido» con argumentos económicos, pero también humanita rios. La expansión colonial, decía, debe garantizar a la industria francesa el control de ciertas fuentes esenciales de materias primas. Debe permitirle también encontrar, para sus productos, las salidas
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que exige su desarrollo y al que amenaza la competencia de las otras naciones manufactureras: «La política colonial es hija de la política industrial». Es también e indisolublemente hija de las Luces. Prosigue en los cuatro rincones del globo la lucha con tra la barbarie, la opresión y el oscurantismo. «¿Acaso puede negar usted — clama Jules Ferry— , acaso puede negar alguien que hay más justicia, más orden material y moral, más equidad, más virtud social en el Norte de África desde que fue conquis tado por Francia? Cuando fuimos a Argel para destruir la pira tería y garantizar la libertad de comercio en el Mediterráneo, ¿hicimos un trabajo de bandidos, de conquistadores, de devas tadores? ¿Es posible negar que en la India, y a pesar de los dolo rosos episodios que se encuentran en la historia de esta con quista, hay infinitamente más justicia, más Luces, orden, virtudes públicas y privadas a partir de la conquista inglesa que antes? ¿Es posible negar que fuera una suerte para las desgra ciadas poblaciones del África ecuatorial caer bajo el protectora do de la nación francesa o inglesa? ¿Acaso no era nuestro pri mer deber combatir esa infamia de la trata de negros y de la esclavitud?». Para Jules Ferry, las «razas superiores» (habla ese lenguaje que el siglo XX nos ha hecho definitivamente odioso) no están desti nadas a dominar a las «razas inferiores». Al contrario, tienen el deber de ponerlas a su nivel. Su eminencia no les otorga derecho a someterlas. Esa eminencia se manifiesta en la difusión de los beneficios de la razón y en la abolición de la esclavitud. Jules Ferry definió la acción colonizadora como una obra de emanci pación. Sus principales adversarios se sientan entonces a la dere cha y le reprochan amargamente olvidarse de Francia, de debili tarla y de sacrificar la Alsacia y la Lorena a consideraciones materiales. «He perdido dos hermanas — clama Dérouléde— , y usted me ofrece veinte criadas».
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Tercera característica de este siglo europeo tras el triunfo de la máquina y la expansión colonial: los cien años de paz. Entre 1815 y 1914, Inglaterra, Francia, Prusia, Austria, Italia y Rusia no estu vieron en guerra entre ellas más que dieciocho meses en total. Este milagro es resultado del equ ilibrio d e fu erzas, es decir, como recuerda Henry Kissinger en su libro D iplom acia, de una políti ca puesta en marcha por Europa cuando «su primera opción, el sueño medieval de un imperio universal, se hundió, y de las ceni zas de esta aspiración secular nacieron una serie de Estados más o menos fuertes». Así pues, el siglo XEX ni inventó el equilibrio de fuerzas ni trajo al mundo el colonialismo. Este sistema internacional vio la luz como respuesta a la guerra de los Treinta años, empren dida en nombre de un ideal teológico-político de universalidad por el emperador Femando II contra los príncipes protestantes de Europa central. Sin embaigo, hasta Napoleón, el equilibrio de fuer zas no hacía más que limitar la guerra. Fue después de Napoleón, y para evitar el retomo de semejante desmesura, cuando este equi librio casi puso la guerra fuera de juego. Escaldadas, las unidades capaces de ejercer un poder se comportaron de manera que fuera posible combinar el poder de las unidades más débiles contra todo crecimiento de poder en la más fuerte. Las pretensiones agresivas de un miembro de la comunidad internacional eran mantenidas en jaque mediante la acción conjugada de las otras. Cuando, a comienzos del siglo XX, Alemania optó por desa fiar a Gran Bretaña en el terreno del dominio de los mares, sólo lucharon dos grupos de potencias. Vino la guerra y, tras cuatro años de devastación, Europa se vio obligada por un nuevo actor diplomático —Estados Unidos— a romper con el equilibrio de fuerzas y a cambiar la regla del juego mundial. La época de las conquistas ya ha sido superada, dice, en sustancia, el presidente Wilson: «Ha llegado el tiempo de aplicar el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos» y de instaurar un orden de cosas donde
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las preguntas pertinentes serían: ¿Está bien? ¿Es justo? ¿Es en inte rés de la humanidad? La salvaguarda de la paz ya no debería resultar de la aritmética tradicional de las fuerzas, sino de un con senso mundial sostenido por un mecanismo policial. Wilson opo nía a todas las ingeniosas construcciones del pensamiento políti co europeo destinadas a poner fin al egoísmo del hombre puesto al servicio de un bien superior el concepto de seguridad colecti va, es decir, la capacidad de las naciones democráticas para hacer uso de la fuerza o de las sanciones en función del fundamento de los casos y sin preocuparse de sus intereses nacionales espe cíficos en los problemas en cuestión. No hay hipocresía en esta oleada de idealismo. Los america nos, depositarios de los principios de la independencia individual y de la igualdad de condiciones, han combinado siempre una atracción estética por los monumentos del Viejo Continente con una repulsión ético-política por sus tradiciones, sus formalismos, sus superioridades heredadas. En una magnífica novela epistolar titulada Le p oin t d e vue y publicada en 1882, Henry James cruza todas las opiniones posibles sobre las relaciones entre los dos occidentes. Y hace decir esto a Marcellus Cockrell, su personaje americano más imbuido de los méritos de su nación: «He llegado simplemente a una convicción: me he quitado a Europa de los hombros. La amplitud y la frescura del mundo americano, nues tro desarrollo a gran paso y a gran escala, el sentido común y el buen natural de la población me consuelan de la falta de cate drales y de Ticianos. [...] Sus gruesos ejércitos pomposos desfi lando en filas estúpidas, sus galones dorados, sus reverencias exageradas, su jerarquía, parecen un pasatiempo para niños; el sentido del humor y de la realidad nos hace reímos aquí en sus narices. Sí, nosotros estamos más cerca de la realidad; nosotros estamos más cerca de lo que ellos no alcanzarán nunca; y el espectáculo de una fila de potentados altivos que consideran su
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pueblo como una propiedad personal, desfilando con plumas y sables para impresionarse mutuamente, nos parece una mezcla de lo grotesco con lo abominable. ¿Qué nos importa la palabra de estos potentados que se divierten sentándose sobre su pueblo? Es cosa suya y habría que encerrarlos en la oscuridad para dejar que se expliquen entre ellos. Una vez que se ha comprendido que las grandes cuestiones del futuro son las cuestiones socia les, que una poderosa marea arrastra al mundo hacia la democra cia y que nuestro país es el mayor escenario en el que se puede representar este drama, los temas europeos de moda parecen mezquinos y parroquiales». Si imaginamos que este personaje, como su autor, vivió lo suficiente para asistir al desencadena miento de la Primera Guerra Mundial, podemos estar seguros de que habría visto la confirmación paroxística de sus análisis. Y si, a pesar de la repugnancia y el horror que le inspiraba la matan za mecánica desencadenada por el atentado de Sarajevo — «¿Existe una gloria en cualquier parte que pueda justificar los millones de cadáveres que exigió tomar y defender Verdón en una guerra moderna?»— , Wilson optó por entrar finalmente en guerra en vez de encerrar hasta el final a los países europeos en la oscuridad para dejar que se explicaran entre ellos, si rompió con el aislacionismo de Marcellus Cockrell, no fue sólo para ven cer a Alemania, sino porque le pareció conforme con la vocación democrática americana qu itar a Europa d e los hom bros d e Europa, cambiando, de una vez por todas, su manera de pensar. Sin embargo, Europa tenía la piel curtida. O más bien en carne viva. Francia, traumatizada por la experiencia de dos ocupacio nes alemanas en medio siglo, no estaba de un humor mesiánico. Indiferente al idealismo wilsoniano, deseaba el desmembramien to de Alemania en nombre del equilibrio de fuerzas. En vez de eso lo que obtuvo fueron los territorios del antiguo Reich para los pueblos nuevamente liberados de la Europa central. Resultado:
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«Demasiado suave para lo duro que era ella» según la fórmula de Bainville, la paz preparada por la vieja Europa y la joven América creaba las condiciones de un nuevo enfrentamiento. Y este segundo enfrentamiento puso fin, de una vez por todas, a la supremacía europea. El armisticio de junio de 1940 había pro porcionado la prueba de que las potencias coloniales no eran invencibles y, aun cuando vencieron, ya no eran poderosas. Al agotamiento material se añadía la vulnerabilidad ideológica. ¿Qué podía ser más natural, en efecto, qué podía ser más legítimo que volver contra los vencedores los valores de igualdad racial que ellos habían defendido contra Hitler? Ciertamente, la tarea edu cativa asignada por Jules Ferry a las «razas superiores» estaba en contradicción total con el ideal predador del H errenvolk. Ahora bien, ¿no servía la bella catolicidad de las Luces para disimular la realidad prosaica de la desigualdad y del pillaje? La diferencia de estatuto entre la población blanca y la indígena, así como la divi sión del trabajo entre una Europa industrializada y el resto del mundo proveedor de materias primas ¿no contradecía a diario la misión civilizadora de las diferentes administraciones coloniales? El C uaderno d e un regreso a l p a ís natal, escrito en 1939 por el poeta de la Isla Martinica Aimé Césaire, adquiere, tras la gue rra, la fuerza y la evidencia de un manifiesto de la negritud. El adelanto tecnológico del Occidente perdía de repente todo su poder de intimidación: «Oh luz amistosa oh fresca fuente de la luz los que no han inventado ni la pólvora ni la brújula los que nunca han sido capaces de domar ni el vapor ni la electricidad los que no han explorado ni los mares ni el cielo pero sin los que la tierra no sería la tierra joroba
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tanto más benefactora por el hecho de que la tierra abandona cada vez más la tierra [...] en verdad los hijos primogénitos del mundo porosos a todos los vientos del mundo área fraternal de todos los vientos del mundo lecho sin drenaje de todas las aguas del mundo chispas del fuego sagrado del mundo carne de la carne del mundo que palpita con el mismo movi miento del mundo». Al sentimiento de inferioridad le sucedía, pues, el oigullo identitario («acepto... acepto enteramente, sin reservas, a mi raza») y la voluntad de emancipación: «Y ahora estamos de pie, mi país y yo, al viento los cabellos, mis manos pequeñas en su puño enorme y la fuerza no está en nosotros, sino por encima de nosotros en una voz que perfora la noche y el oído con la agudeza de una avispa apocalíptica. Y esa voz pronuncia que Europa nos ha atiborrado de mentiras e hinchado de pestilencias durante siglos...». Y esta Europa despedida no podía consolarse diciéndose que seguía siendo el centro del mundo. Junto a la poderosa América y a la Rusia soviética, que había desempeñado un papel decisivo en la victoria, Europa pasaba ahora por mantequilla. Y eso a pesar de un enderezamiento económico y de una inventiva polí tica absolutamente espectacular. Repudiando a su vez el equili brio de fuerzas, se lanzó a la construcción de un objeto político sin precedentes y cuya novedad andan lejos de agotar las mismas palabras de federación o de confederación. Sin embargo, el telón de acero fijó muy pronto su límite. Y esta Europa, partida en dos, fue, por vez primera en la historia de los Tiempos modernos, no un protagonista en el sentido cabal de la palabra, sino el objeto o la apuesta de una batalla por la dominación del
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mundo. Esta nueva batalla fue abordada por América con un espíritu wilsoniano. A la doctrina de las esferas de influencia le opuso Franklin Roosevelt la necesidad de un sistema de seguri dad colectiva que sólo autorizara a las grandes potencias — Gran Bretaña, Estados Unidos, Unión Soviética y tal vez China— a estar armadas. Estos cuatro Policías vigilarían juntos por el manteni miento de la paz. Para llevarlo a cabo, Roosevelt tenía necesidad de la confianza de Stalin. A fin de obtenerla, optó por desmar carse ostensiblemente de Churchill en la primera cumbre organi zada en Teherán en previsión del período posterior a Hitler, entre el 28 de noviembre y el 1 de diciembre de 1943. AJ ver a Stalin estallar en una «gran carcajada cordial» frente a un Winston Churchill escarlata y ceñudo, le llamó «Tío Joe»: «La víspera, me hubiera considerado insolente, pero ese día, rió, se acercó y me estrechó la mano. A partir de ese momento mantuvimos relacio nes personales. Se había roto el hielo y conversamos como hom bres y como hermanos». Al bautizar a Stalin con el nombre mági camente bonachón de «Tío Joe», Roosevelt entregaba la política a lo kitsch. Y fue América la que realizó este sortilegio en él; fue América la que, en su ingenuidad, veía el mundo a su imagen. Como ha escrito con toda justedad Kissinger, un heredero de Mettemich en el país de la comedia musical: «Roosevelt no reve laba una particularidad de su carácter al insistir en la buena voluntad de Stalin, sino la característica de un pueblo que cree más en la bondad innata del hombre que en el análisis geopolítico. Preferiría ver en Stalin un amigo avuncular antes que a un dictador totalitario». Con todo, esta ternura no sobrevivió a Roosevelt, y América estableció la política del contain m en t (con tención) frente al poder soviético. Ya no se trataba de negociar ni, a fortiori, de asociarse con los rusos, sino de resistir al expan sionismo soviético. Volvieron la razón de Estado y el equilibrio de fuerzas y justificaron el apoyo sin excesivas consideraciones a
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regímenes dictatoriales. Sin embargo, lo que subsistía de la ideo logía wílsoniana en esta política realista era la voluntad de con seguir, empleando los medios de la guerra fría, el hundimiento definitivo del comunismo. No es, por consiguiente, extraño que el mesianismo democrático haya recuperado el derecho de ciu dadanía en la retórica americana tras la caída del muro de Berlín y el hundimiento del último imperio: el Imperio soviético. «Tenemos la visión de una nueva colaboración entre las naciones que trascenderá la guerra fría, declaraba el primer presidente Bush. Una colaboración basada en la consulta, la cooperación y la acción colectiva, que se ejercerá, en particular, a través de la mediación de las organizaciones internacionales y regionales. Una colaboración basada en los principios de la supremacía del derecho y sostenida por un reparto equitativo tanto de los costes como del compromiso. Una colaboración que tendrá como fina lidad la obtención de más democracia, más prosperidad, más paz y menos armamento». Este sueño de un nuevo orden mundial encontró una prolongación filosófica en la tesis del fin d e la H istoria desarrollada por Francis Fukuyama. Después de que la democracia, aliada a la economía de mercado, haya vencido a todos sus adversarios, se podía cerrar el paréntesis del siglo XX y, a pesar de algunas resistencias espasmódicas, de algunas con vulsiones marginales, el siglo XXI va a realizar las previsiones optimistas de los filósofos del XIX. Después nos hemos dado cuenta de que las cosas no son tan simples, porque la contestación del Occidente ha tomado un cariz que produce literalmente estupor. Como deseaba Aimé, los pueblos del tercer mundo han puesto por delante el orgullo de ser ellos mismos: •pues no es verdad que haya acabado la obra del hombre que no tenemos nada que hacer en este mundo
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que somos parásitos del mundo que basta con que nos pongamos en la parte baja del mundo. No, la obra del hombre sólo acaba de empezar y le queda al hombre conquistar toda prohibición inmovilizada en el rincón de su fervor y ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteli gencia, de la fuerza y hay sitio para todos en la cita para la conquista y ahora sabe mos que el sol gira alrededor de nuestra tierra iluminando la parcela que ha fijado nuestra voluntad y que toda estrella cae del cielo a la tierra por nuestro mandato sin límite». Esta reivindicación identitaria, en vez de oponerse a la arro gancia prometeica de la civilización occidental, ha acabado por volverse contra los valores críticos de Occidente, es decir, contra la aptitud para ponerse a sí mismo en tela de juicio o (para decir lo con palabras de Leslek Kolakowski) para «no subsistir en la propia suficiencia y la propia certeza eterna». Como observa Samuel Huntington, autor de El ch oqu e d e civilizaciones, la vía elegida fue, en muchos casos, la de una m odern ización sin occiden talización . Así hizo la China al esquivar la democracia mediante la alianza del confucianismo y la competitividad; así hizo sobre todo el islamismo radical al esforzarse en combinar el rechazo de las Luces con las técnicas de punta. Dicho de otro modo, el regreso de lo religioso no es una nueva versión de la querella que opone, desde el alba de los Tiempos modernos, al oscurantismo y a la ciencia. El proceso a Galileo no figura en el orden del día. El ingeniero integrista, desmentido viviente a nuestras certezas mejor establecidas, a nuestros puntos de refe rencia más sólidos, sabe que la tierra gira y que el libro de la
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naturaleza está escrito en lenguaje matemático. Lo sabe y quiere hacer fructificar este saber. Ya sea médico, informático, agróno mo, biólogo o investigador de alto nivel, su fe intransigente y la minuciosidad de sus rituales están de acuerdo con el dominio de las técnicas más sofisticadas. Responde con la alianza del Dogma y del Método a una modernidad occidental nacida de su ruptura. En consecuencia, no podemos excluir que, en el siglo XXI tecno-espiritual que se anuncia, el mundo sea cada vez más moderno y cada vez menos occidental. Ésta es la hipótesis que desarrolla Huntington en un libro con título engañoso. No es belicoso, es aislacionista y recomienda a Occidente evitar la gue rra de las culturas, y que cese de inmiscuirse en los asuntos aje nos. Si China se traga el Tíbet, es cosa de ellos: -Esta regla de la abstención es la primera regla de la paz en un mundo multipolar y multicivilizacional». Los grandes principios no son exporta bles: Huntington quiere convencer a Estados Unidos de que entren el en siglo XXI libres, ligeros, sin lastres, no sólo de Europa, sino del idealismo que el presidente Wilson había que rido imprimir a las relaciones internacionales para salir del anti guo régimen europeo. Sin embargo, por encima de las diferencias de mentalidad y de historia entre Europa y América, Occidente procede todo él de la tensión entre lo que está bien y lo que es suyo. Como hemos visto, los intelectuales no existen más que para recordar y man tener esta diferencia. El movimiento en favor de Dreyfus nació de la negativa a plegarse ante los argumentos de la razón de Estado y a sacrificar la justicia al interés nacional. Y se trata de un caso viejo. Cuando los Antiguos hablan de política, se interrogan por el mejor régimen. Dicen, con otras palabras, que el bien tiene una dignidad más elevada que lo que es nuestro o que el mejor régi men constituye un objeto de consideración más elevado que la patria. Cuando los Modernos declaran los derechos del hombre
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no pueden limitar el alcance de esta declaración a su área cultu ral y tratarla como una costumbre occidental, porque esa decla ración procede precisamente del desarraigo de la costumbre. Dicho de otro modo, Huntington, abogando en favor de un etnocentrismo feliz, pide a Occidente que reniegue de sí mismo para realizarse de manera cabal. Esta perspectiva no es más compro metedora o pertinente que la afirmación del fin de la historia. Y, de todas maneras, la espantosa hazaña terrorista que constituye la destrucción de las dos torres de Manhattan, el 11 de septiem bre de 2001, redujo a la nada, de un solo golpe, la geografía del aislacionismo. Queda por saber si, al responder al desafío de la modernización sin occidentalización mediante lo que Pierre Hassner llama «el wilsonismo con botas», América abre un capí tulo inédito de la historia o dibuja una nueva figura del Imperio.
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Capítulo VII LA INTERNACIONAL QUE JAMÁS VERÁ LA LUZ
Un día, en un tranvía de Varsovia, Leszek Kolakowski oyó la orden siguiente: -¡Avancen hacia atrás, por favor!*. Algún tiempo después, en 1978 exactamente, propuso convertir esta orden en «la divisa de una potencia Internacional que no existirá nunca», en un credo publicado con el título: Cóm o ser un socialista-con servador-liberal: un credo. Hacía falta ser un tanto caradura para volver así la disyunción en conjunción y poner un guión de enla ce entre las tres grandes doctrinas políticas de la edad moderna. Lo que inspiró a Kolakowski este audaz acopiamiento fue la experiencia del siglo XX. El conservador es un hombre que acoge lo dado como una gracia y no como un peso, que tiene miedo por lo que pueda pasarle a lo que existe y que agita siempre la pátina del tiempo sobre los seres, los objetos o los paisajes. Ahora bien, el siglo XX, al exacerbar la pasión revolucionaria, ha convertido el cambio en el modo privilegiado de la acción política hasta el punto de olvi dar que no toda innovación era necesariamente un salto hacia delante y que, aunque saltara, -nunca ha habido ni habrá jamás mejoras en la vida de los hombres que no se paguen al precio de deterioros y de males». El conservador, sensible a estos males, incapaz de volver la página, ve terminar mundos donde otros ven
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realizarse el fin de la historia. Al optimismo democrático de la revolución le opone su amor melancólico por lo que ya está aquí y por las viejas tradiciones vacilantes. Vive bajo la mirada de los muertos, aboga en favor de la fidelidad, es alguien que echa de menos la lentitud cuando todo se acelera y que encuentra cons tantemente demasiado caro el p recio qu e h ay qu e p a g a r por eso que recibe el nombre de progreso. El conservador rechaza, en segundo lugar, otorgar una confianza sin reservas a la razón. Las Luces d erriban d o la superstición: esta intriga le parece excesi vamente sumaria como para dar cuenta de los fenómenos humanos. No todo lo que no se puede explicar de una manera racional forma parte, necesariamente, de la tontería o del oscu rantismo. Dicho de otro modo, el conservador percibe como una amenaza la aproximación técnica al mundo simbólico: «Cree firmemente — escribe Kolakowski— que no sabemos hasta qué punto diversas formas tradicionales de la vida social (rituales familiares, nación, comunidades religiosas) son indispensables para que la vida en sociedad sea tolerable o incluso posible. No hay fundamento para creer que al destruir estas formas, o al cali ficarlas como irracionales, aumentamos la posibilidad de felici dad, paz, seguridad o libertad. No tenemos un conocimiento con creto de lo que ocurriría si, por ejemplo, se aboliera la familia monógama, o si la tradicional costumbre de enterrar a los muer tos se supliera por el reciclaje racional de cadáveres con fines industriales. Sin embargo, haríamos bien en esperar lo peor». La disposición anímica del conservador, su tonalidad afectiva domi nante, es el pesimismo. No se trata de que, para él, el hombre sea más bien malo que bueno, se trata de que se niega a ver en el bien y en el mal un puro problema social. A su modo de ver, la imperfección de la vida no es contingente. Es posible remediar ciertos aspectos de la miseria humana, pero una parte de nuestra miseria es incurable. También en esto le ha dado la razón el siglo
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XX al llevar la inmodestia hasta sus consecuencias más trágicas: «El conservador cree firmemente que la idea fija de la Ilustración - a saber: que la envidia, la vanidad, la codicia y la agresión son consecuencia de las deficiencias de las instituciones sociales, y que desaparecerán una vez reformadas estas instituciones— además de ser absolutamente inverosímil y contraria a toda experiencia, es altamente peligrosa. ¿Cómo es posible que todas estas instituciones hayan surgido, si eran tan opuestas a la ver dadera naturaleza humana? Esperar que la hermandad, el amor y el altruismo se puedan institucionalizar es preparar sobre seguro el advenimiento del despotismo». Resumiendo, la prue ba totalitaria ratifica la hostilidad radical del conservador contra la tentativa de transformar la aproximación a la realidad huma na en búsqueda prometedora de una solución definitiva del problema humano. También es imposible, en 1978, no conceder al liberal que en las comunidades humanas en que está embridada la iniciati va individual y aniquilada la competencia en nombre de la igualdad, se instala el estancamiento y hace estragos el resenti miento. En consecuencia, la igualdad no puede ser un fin en sí misma, sino sólo un medio: «En otras palabras, no tiene sentido luchar por una mayor igualdad si ello sólo conduce a bajar el nivel de los más solventes, en lugar de subir el de los menos privilegiados. La igualdad perfecta es un ideal que se destruye a sí mismo». Por último, como dice el socialista, una comunidad en la que reinara el mercado como señor en todos los sectores de la vida no sería, a fin de cuentas, más viable que «las sociedades [...] en donde el incentivo del lucro ha sido totalmente eliminado de las fuerzas que regulan la producción». Si nada en el capitalismo puede ser una excepción al mismo capitalismo, si ya no hay valo res no negociables, si el espíritu mercantil va ganando sectores
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como el arte, la ciencia o la religión, entonces la sociedad corre el riesgo de hundirse. Justificar mediante el desastre del comunismo la generalización de los principios de la economía de mercado al conjunto de las actividades humanas no es aprovechar la lección del siglo. La catástrofe del «socialismo real» no invalida ni la dis tinción de los órdenes anterior al capitalismo ni la preocupación por la redistribución que anima al pensamiento socialista: «Es absurdo e hipócrita deducir que, siendo imposible una sociedad perfecta y sin conflicto, toda forma de desigualdad existente es inevitable y que todas las maneras de lograr ganancias se justifi can. El tipo de pesimismo antropológico conservador que sor prendentemente llevó a creer que un impuesto sobre la renta progresivo era una abominación inhumana, es tan sospechoso como el tipo de optimismo histórico en el cual se basó el Archipiélago Gulag». Kolakowski, iluminado por el sol negro del siglo XX, percibía el parentesco entre las tres grandes doctrinas políticas que otrora se creían mutuamente excluyentes. ¿Qué ha sido hoy de la Internacional con que soñaba hace veinticinco años? Seguimos encontrando socialistas, liberales, partidarios del mercado mun dial y defensores altermundialistas de una distribución más justa de las riquezas. Encontramos igualmente liberales convencidos de la necesidad del Estado-providencia o de las virtudes del pro teccionismo y socialistas convertidos al librecambio. Sucede, pues, que la atenuación de los efectos del liberalismo incumbe a gobiernos liberales y que gobiernos socialistas acompañan la pri vatización de la economía. Todo es posible entre estas dos escue las de pensamiento: la hostilidad declarada, la alternancia tran quila, la convergencia oculta y hasta el nexo preconizado por Leszek Kolakowski. Sin embargo, el que no acude a la convoca toria es el conservador. La transformación figura en el orden del día por todas partes, especialmente en aquellos a quienes se
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llama neoconservadores en Estados Unidos. La necesidad de esta bilidad ya no tiene derecho de ciudadanía. Esta disposición aní mica se esconde en lo inconfesable y la doctrina particular que se inspira en ella se ha convertido en un elemento de contras te universal. En efecto, si subsiste el conservadurismo, no es a título de credo, sino de p ecad o . Un pecado que consiste, para la izquierda, en la defensa de los privilegios; para la derecha, en la defensa de las ventajas conseguidas; y, para el individuo hipermoderno, tanto de derechas como de izquierdas, en el gusto de las conveniencias, de las formas o, peor aún, de los uniformes. La misma constatación vale para la escena artística. Un buen libro, hoy, es un libro molesto, pero ¿a quién molesta si es juzga do molesto por la crítica oficial? Hace algunos años, justo antes del final del siglo XX, dos grandes medios de comunicación fran ceses, Le M onde y F ran ce Culture, proponían a la juventud un concurso de escritura redactado en estos términos: «Palabras de revuelta. Sitio a las palabras que expresan ruptura, palabras de movimiento y de rebelión, palabras de todos los que son capa ces de enfrentarse con las prohibiciones y los estereotipos». Ha llegado, pues, el tiempo de los premios de desobediencia. No hay ahora nada más premiado que el escándalo, nada más bur gués que la vida bohemia, nada más buscado que la trasgresión. Nuestra época ha hecho de la revuelta de todos los que son capa ces de enfrentarse con las prohibiciones y los estereotipos uno de los principales artículos de su moral. De este destierro del conservadurismo no deberíamos con cluir el triunfo de la filosofía de las Luces. Contra la defensa del orden de las cosas en virtud de su misma antigüedad, la Internacional del siglo XXI dice, ciertamente, con Rabaud SaintÉtienne: «¡Nuestra historia no es nuestro código!». Ahora bien, la argumentación que justifica esta orgullosa proclamación no es la
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de la razón conquistadora. No es la victoria sobre el prejuicio lo que se celebra en la innovación, es una configuración inédita en un mundo en el que ninguna forma puede pretender encarnar las Luces. Los que, hoy, adoptan el partido del movimiento per petuo piensan, con el conservador, que nada escapa a la juris dicción de la Historia, que no hay nada por encima de la sabi duría del tiempo. En 1983, Mario Vargas Llosa asistía a una conferencia de sir Edmund Leach, el gran antropólogo británico. La escena se desa rrolló en Cambridge y el título de la conferencia era: Literacy is doom ed (La cultura libresca va a perecer). Una tesis ya trivial, pero lo que lo era menos y dejó estupefacto a Vargas Llosa era la malicia jubilosa con la que Leach pronunció esta condena: «A fin de consolar a aquellos a los que pudiera afligir la perspectiva de una humanidad en la que lo que se hacía y se obtenía mediante la lectura y la escritura, se iba a realizar ahora por medio de pro yectores, altavoces y casetes, se apresuró a recordar que el perío do alfabético de la humanidad era muy breve. Del mismo modo que, en el pasado, los hombres habían vivido miles y miles de años creando una cultura espléndida y civilizaciones sin libros, también podría haberlas en el futuro». Not books butgadgets, con cluyó Leach con aire travieso. Por otra parte, no es que él prefi riera los segundos a los primeros, o que considerara la pantalla informática como un progreso sobre la imprenta. Se trataba sim plemente de que un nuevo mundo sucedía al antiguo, salía a la luz un sistema de transmisión, aparecía un código cultural contra el que no valía ningún principio, pues lo que nos enseña la his toria es la multiplicidad sin fin de los esquemas perceptivos, de los soportes del intercambio, de los valores y de las prácticas humanas. Aquellos a los que no angustia hoy la futura gestación del niño fuera del cuerpo de la madre en un útero artificial o la perspectiva
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de la clonación — es decir, la reproducción de seres humanos idénticos— mantienen exactamente el mismo razonamiento. Abren, con un guiño, la puerta a lo desconocido. ¿No hemos aprendido gracias al contacto con otras culturas que nuestra idea del niño y de la parentalidad está modelada por una tradi ción particular? Si, a guisa de verdad, no hay más que una varie dad de costumbres, ¿qué razón tenemos para aferramos a las nuestras? La preeminencia que otorga el Occidente moderno al libro y a la familia nuclear no se encuentra ni antes ni más lejos. El tiempo y el espacio desnaturalizan estas preferencias y les retiran, de manera despiadada, su pretensión a la universalidad. Una tradición expulsará a la otra, ¿y después? Inquietamos por ello sería erigir nuestras costumbres en normas supremas. Nosotros estamos por encima de este reflejo pequeñoburgués. En vez de hundimos en lá nostalgia, es decir, en la p referen cia cultural, ¿por qué no intentar una nueva aventura? ¿Por qué no? Ésa es la respuesta lacónica y desenvuelta que la Internacional del siglo XXI dirige a las propuestas incesantes que le hace la técnica. Este «¿por qué no?» nihilista desarma mucho mejor que el optimismo beato las objeciones del conservadurismo. Y si la ironía sonriente de Leach no basta, entonces se imprime sobre los rostros, severos de repente, el rictus doloroso de la memo ria: ¿han impedido todas estas viejas lunas y estas bellas cosas bascular al siglo XX en el desastre? Not gadgets but books, decís vosotros, pero fue Alemania, uno de los países más cultivados, más librescos del mundo, el que cometió lo irreparable. Después de Auschwitz, no es posible hacer duelo por este mundo engullido. Así, el siglo XX tiene como función, en el siglo XXI, poner el pasadismo fuera de la ley. De este modo, el Occidente responde mediante la liquidación de su herencia al desafío tecnoespiritual que se le ha lanzado. Han desaparecido los conservadores.
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Con todo, sería un error deducir de esta desaparición que ha muerto el conformismo y que los defensores del statu quo han abandonado la escena. Al contrario, se atropellan y triunfan. ¿Qué es, en efecto, el statu quo en nuestros días sino la movili dad perpetua? El progreso ya no es un arrancarse a la tradición, es nuestra tradición misma. Ya no resulta de una decisión, vive su propia vida, automática y autónoma. Ya no es algo domina do, es compulsivo. Ya no es prometeico, es irreprimible. Estamos sometidos a la ley del cambio del mismo modo que nuestros antepasados podían estarlo a la ley inmutable. La obso lescencia ha vencido a la permanencia en casi todos los cam pos. No hay, por tanto, ningún mérito particular en hacer mover las cosas, pues prescinden muy bien de nosotros para ello. Las cosas se traslad an antes incluso de que hayamos pensado en levantar el dedo meñique. Hasta se puede decir que en un mundo consagrado a la innovación y a la interacción continuas, actuar verdaderamente contra el orden establecido, no sería ya atacar con la cabeza por delante, sino ralentizar, dar un paso al costado, levantar la cabeza de la pantalla, mirar a nuestra espal da, desconectamos. Ahora bien, ¿quién habla hoy de desconec tarse? ¿Quién levanta la cabeza? ¿Quién se sacude la in ercia d el activism o? ¿Quién tiene en cuenta el hecho de que los hombres tienen ya acceso a toda la información que necesitan? En la era de las nuevas tecnologías de la comunicación y del ser vivo, ¿quién dice, con Walter Benjamín, que la revolución no es la locomotora de la historia, sino la mano de la especie humana «haciendo sonar la señal de alarma» a bordo del tren de la his toria descarrilado en mala dirección? Ni en el campo de la infor mática ni en el de las biotecnologías se emplea ahora la pala bra revolu ción más que para designar nuestro destino. Y lo que, a fin de cuentas, caracteriza la entrada en el siglo XXI es el con servadu rism o d el m ovim iento.
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Obras citadas
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CUARTA LECCIÓN
LA CUESTIÓN DE LOS LÍMITES
Capítulo I EL HOMBRE EMPRENDE LO INFINITO
Víctor Hugo, Los trabajadores d el m ar: -De todos los dientes del tiempo es el pico del hombre el que más trabaja. El hombre es un roedor. Bajo él todo se modifica y se altera, bien para lo mejor, bien para lo peor. O bien, desfigura, o bien transfigura. La marca del trabajo humano es visible en la obra divina. Parece que el hombre esté encargado de acabar una parte de la creación. Hace que la humanidad se apropie de la creación. Ésa es su fun ción, y tiene la audacia, casi podríamos decir la impiedad, de aco meterla. La colaboración es, a veces, ofensiva. El hombre, ese ser vivo a corto plazo, ese perpetuo moribundo, emprende lo infini to. Pretende hacer lo que bien le parece. Un universo es una materia prima. El mundo, obra de Dios, es el esbozo del hombre. Todo limita al hombre, pero nada le detiene. Replica al límite mediante la zancada. Lo imposible es una frontera que siempre retrocede. [...] El hombre trabaja en su casa y su casa es la tierra. Molesta, desplaza, suprime, abate, arrasa, mina, socava, perfora, excava, rompe, pulveriza, borra aquello, deroga esto y recons truye con la destrucción. Nada le hace vacilar, ninguna masa, ningún bloque, ningún obstáculo, ninguna autoridad de la mate ria espléndida, ninguna majestad de la naturaleza. Si las enormi dades de la creación están a su alcance, las ataca a cañonazos.
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Le tienta ese lado de Dios que puede ser arruinado y sube al asal to de la inmensidad, martillo en mano». El hombre del que habla Victor Hugo no es el hombre sin más. Es el hombre moderno. Ningún poeta, ningún pensador, ningún teólogo de ninguna humanidad anterior hubiera podido proclamar, felicitándose, que el hombre replica a l lím ite m edian te la z an cad a. «Nada en exceso», dice la sabiduría de los Antiguos. Lo dice incluso de varias maneras con una convicción incansable. Este lacónico adagio figura en la lista de los precep tos atribuidos por la tradición a los Siete Sabios de Grecia y que giran todos ellos en tomo a la misma idea: «La medida es lo mejor», «Domina el placer», «Dirige oraciones a la Fortuna», «Conócete a ti mismo», «Conoce el momento oportuno», «Ama la prudencia». Sería incurrir, efectivamente, en un anacronismo, en un contrasentido moderno, ver en el «Conócete a ti mismo» una llamada a la introspección. Tal como subraya con toda justicia Pierre Aubenque, la fórmula délfica «no nos invita a encontrar en nosotros mismos el fundamento de todas las cosas, sino que nos llama, por el contrario, a tener conciencia de nuestra finitud». Hasta Sócrates, e incluso hasta Platón, esta fórmula no significó nunca más que esto: «Conoce tu alcance, que es limitado; debes saber que eres un mortal y no un dios». Del mismo modo, la leyenda de Prometeo, tan apreciada por los Modernos, ilustra, en el origen, no la grandeza intrépida de la liberación o de la trasgresión, sino los perjuicios de la desmesura. El titán Prometeo hace su primera aparición en Hesíodo, en el siglo VII antes de nuestra era, en la Teogonia y en Los trabajos y los días. Prometeo es el previsor, el astuto, que, en el transcurso de un sacrificio solemne, divide un buey en dos partes. En un lado, pone bajo la piel la carne y las entrañas, que recubre con el vientre del ani mal. En el otro, dispone los huesos despojados de la carne y los recubre de grasa blanca. Después le dice a Zeus que elija su parte
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— el resto deberá ir a los hombres— . Zeus, que es el rey de los dioses, pero no el Dios todopoderoso, eligió ávidamente la grasa blanca. Cuando descubre que no esconde más que huesos, Zeus monta en cólera contra Prometeo y contra los mortales a los que había favorecido su astucia. Decide, entonces, no volver a enviar les fuego. Prometeo vuela en ese momento, por segunda vez, en ayuda de los hombres y «roba, en el hueco de una férula, el bri llante resplandor del fuego infatigable. Para vengarse, Zeus orde na a Hefestos que «moje un poco de tierra con agua sin tardar, que ponga en ella la voz y las fuerzas de un ser humano y que forme un bello cuerpo amable de virgen a imagen de las diosas inmortales». Cada uno de los dioses del Olimpo adorna a esta criatura con una cualidad. Recibe la belleza, la gracia, la habili dad manual, la persuasión, etc. Sin embargo, Hermes pone en su corazón la mentira y la trapaza. Y Zeus ofrece a los hombres «este presente en el que todos se complacerán, rodeando de amor su propia desgracia». Hesíodo completa el mito en Los trabajos y los días. Cuenta que Zeus envía a Pandora (literalmente: el presente de todos) a Epimeteo (el que piensa a posteriori, el de efecto retardado). Este último, olvidando que su hermano Prometeo le había dado la orden de no aceptar ningún regalo de Zeus, seducido por la belleza de Pandora, se casó con ella. «Ahora bien, había una jarra que contenía todos los males». Apenas llegada a la tierra, Pandora, devorada por la curiosidad, abrió la jarra y todos los males se extendieron por la humanidad. Y añade Hesíodo: «Sólo permaneció allí dentro la Espera, aprisionada entre infrangibies muros bajo los bordes de la jarra, y no pudo volar hacia la puer ta; pues antes cayó la tapa de la jarra por voluntad de Zeus, por tador de la Égida y amontonador de nubes». En este estadio, la leyenda tiene una significación contraria a la que hará de Prometeo el personaje emblemático del mundo
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moderno. Hesíodo quiere poner a los hombres en guardia con tra la hybris: al subrayar que la Esperanza, y sólo ella, ha queda do en la jarra, les presenta los males como algo inherente a su condición. Segunda gran aparición del mito: el Prom eteo en cad en ad o de Esquilo. Prometeo no es sólo el astuto, sino el que se rebela con tra Zeus cuando éste, por parecerle que la raza humana está mal hecha, quiere volver a empezar y sustituirla por otra. Para con trarrestar este plan exterminador, Prometeo roba el fuego a los dioses y, con la misma ocasión, entrega a los hombres todas las artes así como todas las ciencias. En consecuencia, ha ofendido a los dioses entregando sus privilegios a los mortales. Para casti gar a Prometeo, Zeus le hace encadenar con lazos de acero en el Cáucaso y, cada día, un águila de grandes alas devora su hígado inmortal, que reconstituye durante la noche la parte que le ha sido quitada. Inspirándose en otro ciclo legendario. Esquilo ima gina, por añadidura, que Prometeo es depositario de un secreto. Sabe que si la diosa Tetis se desposa con un dios del Olimpo, el hijo que le dará a ese dios será más fuerte que su padre y le derri bará. Zeus quiere conocer, pues, absolutamente el nombre de la diosa para evitar casarse con ella. En las piezas que siguen al Prom eteo en cad en ad o, y de las que no conocemos más que el esbozo, el Titán encadenado acaba por revelar el secreto al rey de los dioses. De este modo, se ve liberado y rehabilitado. Así pues, es en la tragedia donde el orgullo y la insumisión se convierten en los atributos de Prometeo. Con todo, lo que Esquilo celebra a través de esta historia es menos la rebelión en sí misma que la dolorosa escuela por donde se pasa de la des mesura y sus crueles violencias a la moderación y la discreción, que son virtudes en todas partes, hasta en el cielo. Como ha escri to Pierre Vidal-Naquet: «La trilogía de los Prometeo enseña a los hombres que el dios de la justicia no llegó a ser justo más que a
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lo largo de los siglos. Sólo por la clemencia obtuvo la sumisión del último rebelde». Es decir, que la justicia a la que aspiran los hombres no es un poder que exista fuera de ellos: es a ellos mis mos a quienes corresponde hacer nacer mediante un lento apren dizaje de los límites, de la mesura, esta virtud superior que a Zeus le costó tiempo adquirir y a la que debe el haber establecido la paz en el Olimpio. «La desmesura, al madurar, produce la espiga del extravío y la cosecha que se obtiene no se compone más que de lágrimas», escribió Esquilo. A la condena de todas las modalidades de hybris por el hom bre y al elogio concomitante de la reserva, del pudor, de la modestia, en el pensamiento y en la acción, responde, en el hom bre cristiano, el dogma del pecado original. «Todo hombre está mancillado por el pecado del primer hombre», dice san Agustín. Eso significa que el hombre no es su propio redentor para sí mismo. Desde que Dios se hizo hombre para salvar al género humano, la Esperanza ha salido de la jarra, pero como ha escri to de manera profunda Leszek Kolakowski: «La fe en Jesús, el redentor, atestigua que nosotros, seres humanos, no tenemos la fuerza necesaria para liberamos a nosotros mismos del mal, que la mancha del pecado original pesa de una manera irremediable sobre nosotros y que no podemos lavamos de esta mancha sin recibir ayuda exterior». La virtud griega de la m oderación no admite excepción algu na: vale tanto para los dioses como para los hombres. En senti do contrario, por la virtud cristiana de la hu m ildad el hombre toma conciencia de su debilidad, de su caducidad, se despoja de todo aquello con que le recubre el orgullo y, abandonando todo espacio propio, abre un campo en el que Dios puede actuar. Es preciso saberse pecador para recibir la gracia. Es menester sen tirse finito para liberar el amor de lo infinito, en los dos sentidos que este genitivo puede tomar.
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Nuestro Prometeo, el Prometeo que nosotros somos, despide orgullosamente a estas dos morales. He aquí, por ejemplo, lo que le hace decir Goethe: «¡Cubre tu cielo, Zeus, con neblina! ¡Y ejercítate sobre robles y alturas montañosas, como un joven que descabeza cardos! Pero a esta tierra mía has de dejármela intacta, y a mi cabaña, que tú no construiste, y a mi lar, por cuya lumbre tú me envidias. No conozco nada más pobre bajo el sol que vosotros los dioses. Con tributo de ofrendas y sahumerio de plegarías alimentáis mezquinamente vuestra majestad, y pereceríais, si no fueran niños y mendigos esperanzados necios.
[...] ¿Yo honrarte a ti? ¿Por qué? ¿Cuándo aliviaste las penas del agobiado? ¿Cuándo enjugaste las lágrimas del atemorizado? ¿No me forjaron como hombre el Tiempo todopoderoso y el eterno Destino, mis señores y los tuyos?
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¿Acaso imaginaste que habría de odiar la vida o huir a los desiertos porque no todos los sueños granados de mi adolescente aurora maduraron? Heme aquí: moldeo hombres a mi imagen, una estirpe que se me parezca, que sufra, llore, disfrute y se alboroce, y que a ti no te respete, como yo». El Prometeo de Goethe no es ya el benefactor de la humani dad, sino su portavoz. Es, en efecto, el Hombre que, al alba de los Tiempos modernos, quiso tomar las riendas de su destino. Es el Hombre, y no alguien que interviene desde el exterior, un deus ex m achin a, el que, según la fórmula inaugural de Francis Bacon, se dio a sí mismo el mandato de «producir inventos capaces de vencer y dominar, en cierta medida, las fatalidades y las miserias de la humanidad». Y el dios contra el que se levanta este Titán tan intensamente humano cruza los rasgos bíblicos con los de la mitología. «¿Cuándo aliviaste las penas del agobiado?». Esta pre gunta se dirige al Dios cristiano. Sin embargo, la respuesta nega tiva hace aparecer a este Dios como un déspota caprichoso cuyas promesas nada valen y que ha mantenido a la humanidad en un valle de lágrimas inculcándole la idea de una corrupción de su naturaleza incurable. Dios es Zeus, dice Goethe. Y tras él, Proudhon en su Filosofía d e la m iseria: «Que no vuelvan a decimos: ¡los caminos de Dios son impenetrables! Nosotros hemos penetrado en esos caminos, y hemos leído en caracteres de sangre las pruebas de la impotencia,
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cuando no de la mala voluntad de Dios. Padre Eterno, Júpiter o Jehová, como quiera que te llames, sabe de mí que ya te cono cemos. Eres, fuiste y serás perpetuamente el rival de Adán, el tira no de Prometeo». Víctor Hugo, heredero del Renacimiento no menos entusiasta que Goethe y que Proudhon, transfiere asimismo a la figura bíbli ca de Adán los rasgos de Prometeo. Lo que exalta en la intro ducción a los Los trabajad ores d el m a res una acción que, en vez de prescribírsela al hombre su naturaleza, lleva en sí misma posi bilidades siempre nuevas y supera por principio todo círculo limi tado. A diferencia de Goethe y de Proudhon, se detiene antes de la destitución de Dios, se prohíbe, ciertamente, la blasfemia; pero justifica también la im piedad, es decir, la usurpación por parte del trabajo humano de lo que la Tradición consideraba como una prerrogativa divina, por la solicitud, por el afán de convertir este mundo en una estancia vivible. «El hombre emprende lo infinito», escribe. Algo que los americanos, lacónicos y líricos traducen diciendo: -The sky is the limitb. En este sentido, nosotros ya no somos ni griegos ni cristianos. Hemos largado amarras y navegamos ahora lejos, muy lejos de Atenas y de Jerusalén. Lo que los Antiguos llamaban desmesura o pecado modela nuestro paisaje cotidiano y avanzamos, avan zamos todo el tiempo. En último extremo, replicamos au tom áti cam en te con la zancada. Ahora bien, ¿van acompañados todavía estos saltos y estos botes por el lirismo, el orgullo y la alegría conquistadora? ¿Adónde está hoy nuestro destino? ¿En las fronte ras o en su superación? ¿En lo que se nos da por imposible o en la imposibilidad en que nos encontramos de detenemos, de ana lizar la situación e incluso de ralentizar? Nuestro impulso no tiene marcha atrás. Queda por saber si podemos ser aún hugolianos.
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Capítulo II ¡DEMASIADO ALTO, DEMASIADO RÁPIDO, DEMASIADO FUERTE!
Entre todas las prácticas humanas, hay una que replica literal m ente al límite mediante la zancada y que hace de esta última una frontera en constante retroceso: el deporte. Aunque lúdica, esta ocupación no tiene, a pesar de todo, nada de superficial: es la actividad paradigmática en que el hombre moderno toma con ciencia de su vocación: -Estoy seguro de que el fútbol os pro porcionará iniciativa», declaraba, a comienzos del siglo XX, Pierre de Coubertin en un discurso dirigido a alumnos de enseñanza secundaria: «Cuento con él para impediros encerrar vuestras ambiciones en una cartera, convertir las etapas de vuestra vida en unos cuantos balones de cuero. ¡Mirad, más bien, el vasto mundo que se abre a vuestras energías! Si más tarde te conviertes en un gran comerciante, en un periodista distinguido, en un explorador atrevido, en un experto industrial, el mostrador que abrirás lejos, la agencia de noticias que establecerás, el producto perfecciona do que lanzarás, serán otras tantas victorias para Francia [...] para realizar esas obras, es preciso ser un hombre de iniciativa, un buen ju g ad o r d e fú tbol, no tener miedo de los golpes, mostrarse siempre ágil, rápido en la toma de decisiones, conservar siempre la sangre fría; es preciso (para traducir esa expresión yanqui tan bella) ser self-govem ed, es decir, ejercer el gobierno de uno
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mismo. Me gustaría que vuestra atención de escolares se fijara sobre todo en las cosas lejanas, en las obras que requieren inicia tiva, en los hombres de acción; desearía que tuvierais la ambición de descubrir una América, de colonizar un Tonkin y de tomar un Tombuctú. El fútbol es el preámbulo de todas estas cosas. Hay que meter todo esto en el mismo saco, todo esto forma parte del mismo programa, es la educación del ‘marchar hacia delante’». El tiempo libre, el fútbol, según Pierre de Coubertin, es también y ante todo una escuela. Lo que en él se juega es la formación del hombre prometeico, el desarrollo del espíritu de empresa, la ini ciación para la conquista, para la exploración, para el deseo de ir cada vez más lejos, el aprendizaje de un doble dominio: el de uno mismo y el del universo. La distracción que el inventor de los Juegos olímpicos modernos pone del modo más serio del mundo en el corazón de una «educación del m archar h a cia delante» se desmarca, a la vez, de los juegos medievales en los que se inspira y del deporte antiguo al que pretende volver. Hay, en efecto, una diferencia flagrante entre el fútbol y su antepasado el juego de la sou le o de la sola. Esta competición era un enfrentamiento violento en el que se podía recurrir a todos los medios para llevar la sou le — bola de madera y de cuero llena de heno— al campo adversario. El fútbol, en el espíritu de sus pro motores, tenía, por el contrario, como función mantener a los chi cos de las pu blics schools en el interior de los espacios de juego de sus centros e impedirles así merodear por las calles o por los terrenos baldíos, era una práctica precisamente codificada y apre miante que disciplina el alboroto, la turbulencia o la necesidad de agitación. Lo que aparece, con el nombre de deporte, en Inglaterra a comienzos del siglo XIX se inserta en el p roceso d e civilización de la Europa moderna, es decir, como ha mostrado el sociólogo Norbert Elias, la represión progresiva de la violen cia y el reemplazo de la autoridad exterior por un dispositivo
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interiorizado de censura. El deporte, ámbito de la liberación con trolada de las emociones, casa como ninguna otra actividad huma na con el ahorro y con el gasto. Si, a los ojos de sus entusiastas promotores, tiene unas virtudes pedagógicas irreemplazables, es porque en él se prepara para franquear los límites mediante el ejer cicio de libertad dentro de los límites de la regla, y porque en él se aprende a liberarse sin abandonarse, a plegar la fuerza que se despliega bajo la férula de una legislación minuciosa, a conjuntar, por último, la rabia de vencer con el arte de perder. De ahí la idea, tan presente en Pierre de Coubertin, de que esta invención es, de hecho, un renacim iento y que corresponde a la edad moderna haber sacado al deporte antiguo de una larguísima hibernación. Con nuestros estadios, nuestras arenas, nuestros hipódromos, nuestros gimnasios, nuestras pruebas de lanzamiento de disco o el decathlón, nuestros atletas se hacen dueños de sí mismos y com piten por la gloria: volvemos a ser griegos de nuevo. Hay una salvedad: los griegos vivían en un mundo cerrado en el que la meta era realizarse de manera cabal, mientras que el deporte moderno pone en marcha y escenifica la aspiración inex tinguible a la superación de uno mismo. El ideal antiguo era un ideal de proporción, de armonía, de equilibrio, de justa medida: no incumbía al hombre liberarse de las reglas naturales, sino rea lizar su naturaleza. Lo que caracteriza, a la inversa, el deporte moderno es el culto a la prestación, a la marca. Los griegos vi vían en el elemento de la naturaleza; nosotros vivimos, por nues tra parte, en el elemento de la historia. A nuestro modo de ver, no hay más ser que el provisional: el devenir lo arrastra todo. La excelencia de hoy habrá caducado mañana. El destino de las fron teras no es señalar la finitud, sino ceder ante la llamada del infini to. Los americanos oponen al border, es decir, el límite, los confi nes, la línea de demarcación, la frontier, es decir, el frente móvil de una expansión continua. En este sentido, todos nosotros somos
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americanos: en el deporte, como en otros ámbitos, el espectácu lo de la perfección deja su sitio al del perfeccionamiento conti nuo de la especie humana. Coubertin, que se pretendía un hom bre del retom o expresa esta ruptura en latín: «Intentar plegar el atletismo a un régimen de moderación obligatorio es perseguir una utopía. Por eso se le ha dado esta divisa: Citius. Altius. Fortius. Más rápido, más alto, más fuerte, la divisa de los que pre tenden batir récords*. Lo que Coubertin no podía prever, y nos ha cogido despreve nidos a nosotros mismos, es el cambio del m ás en dem asiado. «¡Demasiado alto, demasiado rápido, demasiado fuerte!». Se ha invitado a un nuevo adverbio y está estropeando la fiesta. La nube de la inquietud y de la incredulidad ensombrece hoy la luz de las prestaciones y de los récords. Estábamos equipados y programa dos para admirar la inagotable maravilla de lo imposible hecho posible. Y he aquí que, a nuestro pesar, esta maravilla nos abru ma. En nuestra fascinación está ahora el terror. No pedimos a los esprínters y a los corredores ciclistas que fren en justamente para que nos permitan aplaudir sin segundas intenciones sus hazañas. A la edad de la p erfectibilid ad le sucede la del desbocam iento. Seguimos siendo Modernos — nuestro lote es el movimiento— , pero Modernos desconfiados, Modernos desengañados, Moder nos huérfanos de la religión de los Modernos: ya no nos adheri mos al movimiento. Los hombres que hacen retroceder las fron teras de lo imposible abandonan poco a poco el registro de la epopeya para entrar en el de ciencia-ficción. El sueño se con vierte en pesadilla. Ahora cuando cae un récord, nuestro cora zón se oprime, porque en el atleta que consigue el récord pre sentimos al mutante. Hay una cuestión que nos obsesiona y nos impide mantener una relación inocente con el espectáculo depor tivo: el dopaje. Se dirá que la poción mágica es un asunto ya viejo. En este punto, y sólo en él, Astérix no resulta anacrónico:
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IDemasiado alto, demasiado rápido, demasiado fuerte!
la farmacopea venenosa se remonta a los orígenes de la humani dad. Los Antiguos consumían de manera glotona y sin vergüen za todo tipo de sustancias destinadas a multiplicar artificialmente sus capacidades y su poder. Los Modernos han sustituido esta m agia por el m étodo: han medicalizado el dopaje. Y como el resto, éste marcha hacia delante. De ahí la amenaza que pesa hoy sobre la esencia misma del deporte. Ya no estamos seguros de que gane el mejor. Tal vez obtenga la victoria el mejor dopado. La sospecha estropea el espectáculo y disipa el encantamiento democrático de una alta competición con armas iguales. Y eso no es todo. La ingeniería genética amplía vertiginosa mente el campo del dopaje. No sólo otras drogas indetectables reemplazan a las que se pueden detectar, sino que la ciencia está en vías de modificar células para permitirles producir por sí mis mas las sustancias requeridas. El dopaje génico sustituye al dopa je químico. Ahora se implantan prótesis, fibras o tejidos en vez de inyectar simplemente productos complicados. Ahora se pro cede a la fabricación de atletas y no a trampas momentáneas, a faltas puntuales contra la ética deportiva. No cabe duda de que todavía no hemos llegado ahí, pero sí lo bastante lejos como para no dejar de crecer ya. Los campeones que encamaban de un modo magnífico el rechazo de la humanidad a dejarse encerrar en una definición se nos presentan cada vez más como los cone jillos de Indias de lo poshu m an o. Lo que nos obliga hoy a pensar en la perspectiva extraña e inquietante de una poshumanidad es el hecho de que el hom bre ya no se ocupa, como en los tiempos en que Víctor Hugo escribía Los trabajad ores d el mar, de desquiciar, desplazar, vaciar, escrutar, pulverizar, amalgamar y recombinar a su guisa la materia inanimada. En el conjunto que, bajo su acción, se modi fica y altera hemos de incluir ahora la m ateria viva. La acción humana, provista de una doble llave — la del mundo inerte y la
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de la vida— , se vuelve automáticamente universal. Michel Serres ha escrito con acentos poshugolianos: «De naturados, me refiero a sumergidos, pasivos en una naturaleza que significa el conjunto de lo que nace o va a nacer sin nosotros, nos convertimos en naturantes, arquitectos u obreros activos de esta naturaleza. Antaño Spinoza designaba a Dios como cau sa sui o causa de sí mismo: él se producía a sí mismo, puesto que no era posible pensar otro creador por encima de él. Nosotros nos hemos apropiado de este atributo antes divino. Nos convertimos en causa operacional de nuestra vida». Dicho de otro modo, los nuevos seres vivos — inclui dos los hombres— tienden a convertirse en bio-tecno-estructum s y si es verdad, como afirma Heidegger, que «la esencia del mate rialismo no consiste en la afirmación de que todo es materia, sino, más bien, en una determinación metafísica según la cual todo ente aparece como material de trabajo», entramos, con los deportistas en cabeza, en la era de un materialismo generalizado cuyo precio corre el riesgo de pagar la gloriosa incertidumbre del deporte. Este peligro extremo ha conducido, en los primeros años de un siglo en el que todo indica que será el de las bio- y las ««no-tec nologías, el de los médicos, genetistas, artistas, intelectuales y algunos atletas, a publicar un manifiesto en favor del deporte como vehículo de los valores humanos. El primer mandamiento de este texto, que cuenta con 16, declara sobriamente: «El hombre debe volver a ser el centro de las preocupaciones en el deporte». El hombre y no la máquina humana; el hombre y no el espec táculo o el dinero o las manipulaciones técnicas; el hombre y no el festival de los artificios o el desencadenamiento de los hinchas; el hombre y no la huida hacia delante mortal en el cada vez más. Nos gustaría compartir un afán tan noble y una resolución tan impecable, pero el hombre así invocado no puede mantenerse al margen de los excesos que le enloquecen. En verdad, el gusano de lo poshumano se encuentra ya en el fruto del humanismo.
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Desde su nacimiento, recordémoslo, el humanismo hizo del hombre una «hechura de una forma indefinida». En el Discurso sobre la dign idad d el hom bre compuesto por Pico de la Mirándola en 1486, el hombre como sustancia cede su sitio, por vez primera, al hombre como libertad. Recibe entonces el nombre de hombre el ser que supone una excepción al adagio según el cual el obrar deriva del ser. Recordemos las palabras que Pico de la Mirándola pone en boca del Creador: «No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que deseas para ti, ésos los tengas y poseas tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza con traída dentro de ciertas leyes que les hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbi trio al que te entregué. Te coloqué en el centro del mundo, para que volvieras más cómodamente la vista a tu alrededor y miraras todo lo que hay en ese mundo. Ni celeste, ni terrestre te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escul tor de ti mismo, más a tu gusto y honra, te forjes la forma que pre fieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión». Así, cuando suprimimos, trituramos, suturamos, e incluso reem plazamos la naturaleza, no dejamos de ser humanistas, sino que apli camos, de una manera intrépida, el programa. Las operaciones de un pensamiento poseído por su propio poder constituyen una res puesta adecuada a la indeterminación del hombre, es decir, al hecho de que él no tiene que reconocer nada, sino concluirlo todo. No cabe esperar escapar al vértigo de lo poshumano mediante un retor no puro y simple a los principios y a las prácticas del humanismo. Con el humanismo, en efecto, se deshizo el pensamiento de la impresión niveladora de una sustancialidad inmutable del ser, y la voluntad de artificialidad venció sobre la propensión a configurarse con una naturaleza definida o con una Antigüedad normativa.
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Henos, pues, aquí apremiados por estos nuevos posibles a salir de la alternativa humanista entre naturaleza y libertad. El humanismo, cogido por sus propias palabras, se ve abocado a traicionar sus promesas. Sus valores, al encamarse, confiesan su propia inconsecuencia. La parte de lo no seleccionado no cesa de disminuir, aumenta la parte de lo fabricable y, paradójicamente, es esta reducción del reino de la necesidad lo que pone la liber tad en peligro. Esta paradoja conduce al filósofo Jürgen Habermas, cuando se enfrenta con los problemas planteados por el desarrollo espectacular de las biotecnologías, a poner de nuevo en circulación la vieja expresión, usada, estropeada, des preciada, de n atu raleza hu m an a. El hombre, en vías de ser expulsado de lo humano por la misma realización del humanis mo, se ve reconducido contra su voluntad a la distinción entre lo que crece por sí mismo y lo que es fabricado, que le parecía defi nitivamente fuera de uso. Ya no convierte la artificialidad en la vía real de la emancipación. La extensión indefinida de su poder demiúrgico le inquieta ahora tanto como le encanta. Quinientos años después del D e dignitate hom inis, este lejano descendiente de Adán toma conciencia del mismo dominio que corrige las defi ciencias o las disfunciones del organismo humano, la emprende con las mismas condiciones de la libertad humana, reduciendo cada vez más la parte de lo que no se puede programar. A pesar de los pesares, constata que los fundamentos biológicos de su existencia no deben estar enteramente a su disposición, si quie re preservar sus posibilidades de ser libre. A buen seguro, la naturaleza no puede ser para él un princi pio de orden o un modelo para seguir. Sin embargo, la redescu bre, temblando, como el fo n d o in disponible en el que se arraiga su humanidad, en el momento de cruzar la última frontera que separaba aún el crecimiento natural de las cosas de la producción de los objetos.
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Capítulo III EL ECLIPSE DE LA NATURALEZA
Allí donde estaba lo dado, pululan ahora los artefactos. El mundo es ahora un esbozo del hombre: ninguna autoridad de la materia espléndida, ninguna majestad de la naturaleza le retienen para hacer lo que bien le parece y batir en brecha la emergencia de la realidad orgánica, el surgimiento y el crecimiento espontá neo de la naturaleza mediante la fabricación de productos iner tes o vivos. En el tiempo en que Víctor Hugo veía llevarse a cabo esta con moción, los campesinos estaban al margen del asunto. Trabajaban, a buen seguro, para convertir la tierra en una casa, pero su actividad no tenía nada de demiúrgica. Sometidos al ritmo de las estaciones y a todos los ciclos de la naturaleza, englobados en el cosmos, hundidos en la gleba, fijados en su pequeño pedazo de tierra que trabajaban a diario, permanecían al margen del movimiento de la historia y de las evoluciones de la sociedad. Seguían siendo hombres a los que todo limitaba en la edad del hombre al que nada detiene. Eran la derogación inmóvil de la manía universal de moverse. Cuando los otros su bían al asalto de la inmensidad, ellos seguían repitiendo gestos inmemoriales. La palabra cultura que, desde los latinos, designa ba su actividad, indicaba, como recuerda justamente Hannah
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Arendt, «una actitud de tierna preocupación y que se mantiene en marcado contraste con todos los esfuerzos destinados a someter la naturaleza a la dominación del hombre». La segunda mitad del siglo XX venció este anacronismo. Ya no estamos en el tiempo en que la cultura del alma se modelaba a partir de la de los campos; la cultura de los campos ha termina do por alinearse con el dispositivo general de puesta en orden y de apropiación. En unos cuantos decenios, ha desaparecido una civilización milenaria y los campesinos han recuperado su retra so. Hasta han cambiado de identidad. Convertidos en explotado res agrícolas, se han lanzado en cuerpo y alma a la danza de la artificialización. Y su profesión, modernizada, contribuye ahora a convertir lo imposible en una frontera en constante retroceso. Dicho de otro modo, el trabajo agrícola ya no se regula a partir de una realidad preexistente, sino que somete lo real a su ley. Cultivar era antes cuidar la naturaleza; ahora es instaurar un uni verso funcional, maquinable y maleable. El hombre de los cam pos ha cesado de limitar o de trabar la ambición del hombre de las ciudades. Estos dos hombres, otrora tan diferentes, tienen esto en común: que ambos han desdeñado el rostro que presentan las cosas a partir de sí mismas. Como ha escrito Dominique Bourg en un libro triunfalmente titulado L ’H om m e-Artifice: la naturaleza se retira de los campos: «Desde la preparación de las raciones ali mentarias para el ganado a la gestión informatizada de las parce las, pasando por la contabilidad propiamente dicha, nada se hace sin cálculo. Ya no hay aprehensión inmediata y espontánea de las cosas en este oficio cuyo sentido ha sido inoculado, no obstante, desde la primera infancia durante generaciones. Ahora se basa más bien en el conocimiento de un encadenamiento regulado de fenómenos, está relacionado con normas cuantificadas. La natu raleza puede ser reducida a un conjunto de elementos discretos que se pueden combinar según unas reglas determinadas, sobre
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las que es posible intervenir para obtener los resultados desea dos». Así ocurre, por ejemplo, con la leche. Antes era un artículo sustancial de cualidades inmediatamente perceptibles. Hoy es una lista de diferentes tasas: tasas de proteínas, de materias gra sas, de leucocitos, etc. Antes era un don de la naturaleza. Hoy es el resultado de un proceso dominado. Sucede con este prometeísmo tardío como con el prometeísmo industrial celebrado, con una avalancha de verbos, por Víctor Hugo. Lo que lo ha motivado, lo que lo ha puesto en movimiento ha sido, en primer lugar, la voluntad de aliviar la suerte de los hombres. El mundo agrícola rompió, al acabar la Segunda Guerra Mundial, con el orden tradicional de los campos para participar en la edificación de una sociedad de crecimiento. En la Francia liberada constituía un deber, justificado por la necesidad de ali mentar a todo el mundo, equiparse y racionalizar para producir más y con menores costes. Y esta conversión de los campos al proyecto indisolublemente técnico y ético de la modernidad parecía tanto más indispensable, y hasta urgente, por el hecho de que el marechalismo*, con su ideología del arraigo en una tierra que «ella, al menos, no miente», había comprometido gravemen te el mundo rural. «Entre el hombre y la tierra», decía Jules Le Roy Ladurie, que fue ministro de Agricultura del primer gobierno de Vichy, «existe el vínculo de una ley natural. No hay contrato social. Al contrario, entre el proletario y su patrón, entre el fun cionario y su Estado, existen unos vínculos contractuales, unas convenciones colectivas particulares, debatidas, concertadas y modificables a voluntad de los interesados, o incluso un estatu to». La Revolución nacional erigía en contramodelo de la de 1789
* Nos hem os limitado a castellanizar el término francés •maréchalisme», similar al uso que se hace en España de los términos •franquismo», •felipismo», etc. (ndt).
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y de la comunidad de los ciudadanos a la comunidad orgánica y a la sabiduría inmutable del hombre que trabaja en medio de las fuerzas naturales. Para los campesinos que se habían reconocido en esta imagen era una redención, y para los que la habían combatido, fue una liberación entrar sin dificultades en el mundo moderno después de la Liberación. Todos consideraron como un honor cambiar de envoltura, es decir, habitar en la socied ad y ya no en la tierra. Antaño nos recordaban nuestra condición terrestre; ahora com partían nuestra condición social, y si decidieron poner fin al desa rrollo separado del mundo rural introduciendo masivamente en la agricultura las máquinas y los métodos ya probados en la industria lo hacían asimismo para significar ante el mundo que no eran un resto superviviente del Antiguo Régimen. Había, por tanto, una grandeza en este giro prometeico. Pero había también violencia. Esta dualidad ha sido desvelada por Dominique Bourg en un texto que se pretende ganado, no obstante, todo él por la causa de la artificialización del trabajo agrícola. El autor, que visi ta una instalación de vanguardia en la cría de ganado, la descri be en estos términos: -Se trataba de un gran cobertizo que disi mulaba más de cien cerdas gruñidoras y malolientes, distribuidas en varios compartimentos, con una cabaña idónea para un verra co de dimensiones casi monstruosas. Cada compartimento alber gaba un autómata que distribuía raciones alimentarias moduladas y modulables, dirigido por un microordenador central. Ante cada autómata, una horda indisciplinada saltaba de impaciencia. En el interior, protegida con paredes tubulares, se alimentaba con fre nesí una cerda identificada por el emisor individual que llevaba en la oreja. Las ventajas de semejante sistema son numerosas: el seguimiento de cada animal con raciones individualizadas, inge ridas siguiendo un sistema regular y, en consecuencia, de mane ra óptima, sin contar la ganancia de tiempo y de vigilancia».
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Esta escena es insostenible. Sin embargo, el que la describe no se da cuenta. El investigador, entregado en cuerpo y alma a su investigación, se muestra minucioso, exhaustivo, tiene los ojos abiertos de par en par, no escapa ninguna operación a su mira da y, sin embargo, no ve lo que ve. O, más bien, no ve más que las operaciones y no la desgracia de los animales. Su atención a la maquinaria se paga con una ceguera completa para lo que ella maquina. Sólo es real lo cuantificable, lo que se expresa en números, y el ruido, ensordecedor no obstante, de lo que allí se vive queda reducido al silencio por el descubrimiento asombra do de un funcionamiento máximo. En el universo digital que ha sucedido a la granja no queda nada de la oposición entre lo iner te y lo vivo: el automatismo de los instrumentos influye, en cier to modo, sobre los cerdos. En ese lugar no hay más que orden, eficacia y productividad. El resto no es ni siquiera literatura, no es nada. La densidad sensible del mundo está presente, pero no se imprime ya como tal en el cerebro del trabajador y del obser vador. Lo que se imprime son las piezas múltiples de un disposi tivo minucioso. El escrúpulo, es decir, e l h ech o d e ser m antenido a raya p o r lo qu e está a vuestra m erced, se les dispensa, por con siguiente, y la cuestión «¿con qué derecho?» ya no se puede hacer oír. ¿Con qué derecho, qué? ¿La crianza de animales concentracionaria? Pero ¿qué es lo que es objeto de concentración sino objetos técnicos? Desde que el hombre ha replicado con una zan cada decisiva al límite que le separaba del resto de la creación, ya no se puede poner límite a lo que está permitido. El gran relato hugoliano de la adaptación de la tierra a la humanidad tiene su epílogo, y su epitafio, en esta constatación realizada, ya en 1948, por Paul Claudel: «Ahora una vaca es un laboratorio viviente, se la alimenta por un extremo y se la orde ña eléctricamente por el otro. El cerdo es un producto seleccio nado que proporciona una cantidad de tocino en conformidad
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con las medidas estándar. La gallina errante y aventurera ha sido encarcelada y cebada de manera artificial. Su puesta se ha vuel to matemática. Cada especie es objeto de crianza aparte y en serie. [...] ¿Qué hemos hecho de estos pobres servidores? El hom bre los ha despedido cruelmente. Ya no hay vínculos entre ellos y nosotros. Y a los que ha conservado, les ha quitado el alma. Son máquinas, ha rebajado al bruto por debajo de sí mismo. Y aquí tenemos la quinta plaga: Todos los animales han muerto. Ya no hay ninguno más con el hombre». El vínculo, ya sea igualitario o jerárquico, supone, en efecto, la separación. No existe alianza sin distancia, sin diferencia, sin distinción entre lo Mismo y lo Otro. Ahora bien, precisamente este paradigma es el que ha desaparecido: ya no hay otro, sino elementos calculables, es decir, lo Mismo hasta perderse de vista. Claudel de nuevo: «El buey trabajador, el asno heroicamente resignado, el perro amante, el camello contemplativo y sobrio, la gallina fisgona y glotona, el cordero del sacrificio, la oveja fecun da y cargada de lana, el mismo cerdo risueño y sabroso, todo eso ha sido desafectado, todo eso ha perdido su interés, todo eso está muerto, ya no hay más que máquinas industriales, almacenes vivientes de materias primas con las que maniobramos con una mano blanda y asqueada. Los siervos del alma han muerto. A ésta ya no le sirven más que cadáveres vivientes. En suma, la quinta plaga de nuestro Egipto espiritual es el Aburrimiento». En consecuencia, el hombre está solo. Por todas partes, como dice, con el poeta Claudel, el físico Heisenberg, no encuentra más que instrumentos o «estructuras de las que él es el autor». Por muy lejos que vaya en el extrañamiento siempre se relaciona consigo mismo. No se pierde prácticamente nunca de vista: todo o casi todo le remite su imagen. El mundo ya no es un misterio, sino un espejo. La Creación tiende a convertirse en su creación. Hugo se muestra sensible a la grandeza de este esfuerzo; Claudel
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percibe, un siglo más tarde, la crueldad y los perjuicios del mismo. Ambos tienen razón, pero tal vez, pensarán algunos, a fin de cuentas Hugo tuvo más razón que Claudel. Quizás la violen cia de esta maquinación y «el Aburrimiento» que ella misma gene ra son el precio que tenemos que pagar por la reducción de la parte de lo trágico en la existencia. No es, en efecto, la sed de poder lo que empuja al hombre prometeico a realizar las tareas que todas las edades precedentes habían considerado como pre rrogativa de la acción divina, se trata más bien de un deseo de acondicionamiento y de confort. Este Prometeo no tiene nada de luciferino, su objetivo no es abatir a Dios, sino vivir en su propia casa en la tierra. Si somete el ser al cálculo, es para conjurar las catástrofes. Si no ceja de adaptar la Creación a la humanidad, es para acabar con los caprichos y las durezas de lo que, desde la noche de los tiempos, la impotencia humana llama, alternativa mente, destino o azar. Hay, a buen seguro, sorpresas buenas y azares venturosos, lo indomable no es siempre detestable, la alteridad no es siempre una plaga. Pero, no lo olvidemos: la plaga es siempre otra cosa, algo distinto a lo que esperamos, deseamos, programamos: la plaga es una alteridad repentina que devasta sin prevenir el orden precario del mundo. Con todo, Claudel resiste y Hugo vacila, porque el cálculo no ha salido vencedor sobre las catástrofes. Hasta es uno de sus grandes proveedores. Con la adaptación de la tierra a la humani dad, la mano del hombre está en todas partes, hasta en lo más inesperado y más cruel que le sucede. Es el cálculo lo que ha hecho de la vaca un instrumento de transformación entre la hier ba y la leche, y lo que ha reemplazado la aprehensión espontá nea de sus cualidades por todo un conjunto de parámetros, de procedimientos y de normas cuantificadas. La funcionalidad de las vacas anula lo que Gombrowicz llama, en un pasaje extra ordinario de su D iario, su v aqu eid ad : «Me paseaba yo por la
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avenida bordeada de eucaliptos, cuando de repente salió una vaca de detrás de un árbol. Me detuve y ambos nos miramos a los ojos. Su vaqueidad sorprendió hasta tal punto a mi humani dad —y hubo tal tensión en el instante en que se cruzaron nues tras miradas— que yo me sentí confuso en cuanto hom bre, en cuanto miembro de la especie humana. Era un sentimiento extra ño, que experimentaba, sin duda, por primera vez: la vergüenza del hombre frente al animal. Yo le había permitido verme, mirar me, lo que nos hada iguales, y de pronto yo mismo me había vuelto un animal, pero un animal extraño, ilícito diría yo». Para que fuera posible tal estremecimiento, era menester una cierta promiscuidad, algo así como un espacio común al hombre y a las vacas. Este vínculo social ha sido roto. Este espacio ya no existe. La abstracción generalizada evita a la humanidad los encuentros desagradables. Frente a los números de la ramifica ción bovina, no se muestra ni sorprendida ni prohibida. Nada la detiene. Ninguna experiencia pone en tela de juicio sus experi mentaciones. Ninguna exterioridad frena su avance triunfal. Ya desde finales del siglo XIX aconsejaban los pioneros de la crian za moderna de animales dar de comer harinas forrajeras de carne a los rumiantes, a pesar de la repugnancia inicial que mostraban por este tipo de pienso. Cien años después, los prejuicios y los automatismos que clasificaban aún a estos animales entre los her bívoros han sido superados. Y en los lugares donde la fábrica de los que ya no reciben el nombre de gan aderos, sino de p rod u c tores de bovinos, marchaba a pleno rendimiento, se alimentaba a las vacas con «suplementos proteicos concentrados» o «granulados óseos» procedentes de talleres de reciclaje que emplean los res tos de animales sacrificados, en particular de vacas. Resumiendo, las vacas comían vaca. Y como señala el biólogo Máxime Schwarz, este sistema de alimentación se ha incrementado en gran cantidad durante los años 1960-1970, en particular en lo que
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se refiere a las vacas lecheras con el desarrollo de una agricultu ra intensiva que persigue la productividad máxima. La artificialidad desencadenada figura, por tanto, en el origen de la contaminación de las vacas por la encefalopatía espongi forme bovina, una afección que acaba por dar al cerebro la apa riencia de una esponja perforándolo con una multitud de orificios microscópicos, y de la que ahora sabemos que se puede trans mitir a los hombre bajo la forma de una variante de la enferme dad de Kreutzfeld-Jacob. Un peligro nacido del activismo humano, de las proezas rea lizadas por el hombre para taponar todas las brechas y paliar todos los peligros; un cataclismo que no procede de la naturale za, sino de su humanización ilimitada: eso es lo que Víctor Hugo no podía prever.
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Capítulo IV LA EMERGENCIA DE LA PRECAUCIÓN
Francis Bacon había erigido ya el año 1620, en su Novum Organum, la am bición en virtud contra la doctrina cristiana de la hu m ildad y el ideal griego de la m esura. «Distinguiremos segui damente tres especies y como tres grados de ambición — escribía el ilustre filósofo inglés— : la primera especie es la de los hom bres que quieren acrecentar su poderío en su país; ésta es la más vulgar y la más baja de todas; la segunda, la de los hombres que se esfuerzan en acrecentar la potencia y el imperio de su país sobre el género humano; ésta tiene más dignidad, pero aquellos que se esfuerzan por fundar y extender el imperio del género humano sobre la naturaleza tienen una ambición (si es que este nombre puede aplicársele) incomparablemente más sabia y ele vada que los otros. Pero el imperio del hombre sobre las cosas, tiene su único fundamento en las artes y en las ciencias, pues sólo se ejerce imperio en la naturaleza obedeciéndola». Casi dos siglos y medio después, Victor Hugo, émulo de Bacon y ferviente apóstol del proyecto moderno, otorgaba sus cartas de nobleza poética a la voluntad de hacer crecer incesan temente el poder del hombre. Ahora bien, por muy maravillado que estuviera por el trabajo incansable de Prometeo, el autor de los Los trabajadores d el m ar creía que una parte de la naturaleza
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escaparía siempre a su conquista: el cielo. *La masa suprema no depende en absoluto del hombre — decía— . Éste puede sobre el detalle, no sobre el conjunto. [...] El Todo es providencial. Las leyes pasan por encima de nosotros. Lo que hacemos nosotros no va más allá de la superficie. El hombre viste y desviste la tierra; una tala de árboles es quitar un vestido. Ahora bien, ralentizar la rotación del globo en tomo a su eje, acelerar la carrera del globo en su órbita, añadir o suprimir una toesa a la etapa de setecien tas dieciocho mil leguas por día que recorre la tierra alrededor del sol, modificar la procesión de los equinoccios, suprimir una gota de agua, jamás. Lo que está arriba se queda arriba». Y esta constatación no tenía, en su pluma, nada de amargo o de melan cólico. La imposibilidad de controlar el clima y de llevar a cabo «la restitución de la primavera perpetua a la tierra, lejos de pro ducirle desolación, alegraba a Hugo. En conexión directa con Francis Bacon, daba gloria al dominio humano sobre las cosas, pero, al rechazar el monopolio de la sabiduría a esta ambición grandiosa, veía con buenos ojos su fracaso en lo relacionado con las nubes. La realidad irreductible se encargaba así de recordar a los que sintieran la tentación de pretenderlo la diferencia esen cial y siempre abisal entre el bien-estar y el bien-vivir. «El Edén es moral y no material. Ser libres y justos es algo que depende de nosotros. La serenidad es interior. Es dentro de nosotros donde se encuentra nuestra primavera perpetua». Entre tanto, sin embargo, la marca del trabajo humano ha hecho un chirlo al espacio celeste. Hemos abolido estudiosa mente la línea estoica de separación entre los males que depen den de nosotros y los que no. ¿Cómo podríamos cultivar la sere nidad interior, en la ciudadela de nuestro fuero interno, cuando en el exterior todo, hasta el tiempo que hace e incluso los capri chos del cielo, nos compromete y depende en algún grado de nosotros? La información meteorológica precedía hasta hace poco
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a los informativos. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, forma parte de la actualidad. El decorado ha entrado en el drama; nada, ni siquiera las intemperies, es exterior a la intriga; la historia físi ca forma parte, y cada día más, de la historia humana. Los ver bos como «nevar», «hacer viento», «hacer calor», ya no son com pletamente impersonales. La política es cósmica y es la ciudad misma la que llueve cuando llueve sobre la ciudad. Que Dresde o Praga sufran inundaciones en pleno verano, que una ola de frío sin precedentes invada Perú, que Luksor (Egipto) padezca, en el mismo momento, temperaturas récords, que haya tempestades o canícula, ninguno de estos «eventos climáticos extremos» es imputable sólo a la Providencia. Las fluctuaciones de la atmósfera tienen, como en el pasado, una incidencia en las actividades humanas, pero lo que distingue al presente de todas las épocas anteriores es la creciente incidencia de las actividades humanas en los fenómenos atmosféricos. Cuando se desencade nan los elementos, ya no es Zeus el que hace de las suyas, sino Prometeo. «Sabemos que el aumento de temperatura de la segun da mitad del siglo XX es ampliamente imputable a nosotros», escribe Jean-Marc Jancovici, autor de L’A venir clim atique. Quel temps ferons-nous? Y este «nosotros» se distribuye así: «un cuarto para los transportes, un cuarto para las industrias, un cuarto para la agricultura, un cuarto para la calefacción». Sabemos, por últi mo, que si dejamos que las cosas sigan así y que se caliente la tierra por efecto de las emisiones de origen humano de gas con efecto invernadero, corremos, entre otros, el riesgo de una exten sión de las zonas de sequía en África, de un aumento de las llu vias monzónicas en Asia y de una elevación del nivel del océano mundial que inundará de agua salada los deltas productivos y muy poblados de los grandes ríos tropicales. Prometeo no da crédito a sus ojos. Él se mostraba encantado con sus gigantescos progresos en la constitución de un nuevo
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génesis colocado bajo el signo de la eficacia y de la productivi dad. Reivindicaba derechos de autor sobre la creación. Sus por tavoces, como el filósofo François Dagognet, declaraban con un énfasis eufórico: «En adelante se instaura y suscita la naturaleza. [...] El hacer sustituye al ser. La naturaleza se vuelve más lo que se inventa que lo que se explora. El sabio materializa las leyes. De ahí se siguen cuerpos e industrias que, sin él, nunca hubieran existido. Si el biólogo reprograma los seres vivos, el físico no modifica en menor medida los elementos más complejos y más estables. El laboratorio crea, ya no contempla». Y he aquí que este demiurgo no puede considerarse satisfecho con nada en un mundo que domina cada vez menos. El poder de consumador del que se creía investido es desmentido, en cierto modo, por su mismo ejercicio. A guisa de obra ha puesto en marcha, en efec to, procesos cuyo desarrollo y desenlace no controla. Ha reduci do tanto y tan bien la separación entre sus posibilidades y su ima ginación que ahora ya no es capaz de representarse la realidad que es capaz de producir. A fuerza de conquistarlo todo ilumi nando todo, busca a tientas en su p rop ia niebla. Sabe lo que hace, pero, según la profunda observación de Valéry, «no sabe nunca lo que produce lo que él hace». «Sobrepasado por no ser más que una criatura», como dice aún Valéry, el hombre se ha vuelto creador, pero ¿de qué? Tiene bastante ciencia para sustituir el ser por el hacer, pero a la manera del aprendiz de brujo de otro poema de Goethe, no conoce la fórmula de la retrometamorfosis que le permitiría detener el torbellino que ha desenca denado su docta y temible imprudencia. Como dice Hans Joñas desde las primeras líneas de su obra maestra El p rin cip io respon sabilidad: «El Prometeo definitivamen te desencadenado, al que la ciencia está confiriendo unas fuerzas jamás conocidas antes y que dan a la economía su desenfrenado impulso, reclama una ética que, mediante unas trabas libremente
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consentidas, impida al poder del hombre transformarse en mal dición para éste». El gran relato de la modernidad queda, por tanto, conmocio nado de arriba abajo por este rebote del último minuto: ¡el héroe de la audacia y del desafío se encuentra ante el desafío de repre sentar un papel que no corresponde a sus características e insta do a buscar las vías de la libertad en la inhibición! Él que repli caba sistemáticamente al límite con la zancada y que, por esta razón, ocupaba, como decía Marx, el primer lugar entre los san tos y los mártires del calendario filosófico de los Modernos, haciendo cesar todos sus negocios, debe adoptar la conducta inversa. Replicar a la zancada mediante el límite moderando su propio dinamismo, volverse juicioso: ése es el gesto subversivo que se impone ahora a ese insaciable rompedor de tabúes. En él, la revolución se identificaba con la trasgresión; y, de una mane ra inopinada, es la trasgresión de la trasgresión, la revolución de la revolución lo que aparece en el orden del día. A Prometeo se le ha cogido desprevenido. Nada le había pre parado para esta obligación paradójica. Para cumplirla no puede apoyarse en ninguna sabiduría anterior. Y es que, antaño, el lími te estaba inscrito en el universo, y el olvido o el desprecio del mismo era lo que provocaba las catástrofes. No era fácil ser dis creto, pero la prudencia contaba con poderosos aliados natura les. Al hombre, que, por orgullo o por voracidad, iba más allá de lo que le prescribía su condición, se le llamaba severamente al orden: se estrellaba en pleno vuelo. Hoy, todo es posible, y a no h ay prin cipio d e realidad. A las zancadas del artificialismo no podemos replicar más que por medio de unos límites que tam bién son artificiales. No es la resistencia de las cosas lo que ense ñará a Prometeo la moderación o la abstinencia: es irresistible y no encontrará ya en sí mismo la fuerza que se lo impida. En sí
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mismo, es decir, concretamente en el miedo que se inspira a sí mismo. Muy a pesar suyo, se ve ahora más amenazado por sus propias empresas que por el salvajismo de los elementos. Ha sabido precaverse contra la mayoría de las agresiones naturales. Sin embargo, a medida que se aleja este peligro, aumenta el ries go como efecto secundario, como producto derivado de sus construcciones y de su codicia. Sabe, y este saber le abruma, que agota la tierra al adaptarla a la humanidad. Adquiere conciencia penosamente del hecho de que no es sólo el productor que hay en él el que está implicado en la polución de las capas freáticas y de la atmósfera, sino también el consumidor con su voluntad de comer cada vez más carne o hasta su gusto ciu d ad an o de productos bío que hace venir de Chile o de Aigentina. Como demiurgo desengañado, debe reconocer asimismo que aunque, con el dominio del ADN, se haya apoderado de un atributo poco ha divino, la abolición progresiva de la frontera entre la naturale za que él es y el equipamiento orgánico que se procura no le con vierte en un Dios. Pues cuando Dios es causa de sí mismo, es Dios y sólo Dios: el individuo, en Él, se confunde con el género. Es el hombre genérico, por el contrario, el que puede ser considerado como cau sa sui, no el hombre individual. Éste no es Dios, porque es (por lo menos) dos, la causa y el efecto, Pigmalión y Galatea, el que pasa el pedido y el producto óptimo que se le entrega. El hom o fa b e r diviniza su poder de hacer y lo llama libertad hasta el día ineluctable en que comprende que no es el mismo hombre el que fabrica y el que es fabricado. Este día sobreviene con la perspectiva de la clonación. Prometeo (el que reflexiona por adelantado), convertido en cierto modo en su propio Epimeteo (el que siempre va retrasado), se da cuenta de que al someter al individuo futuro no ya sólo a sus proyectos, sino a su programa, le confiere un destino y le impide concebirse como el autor de su vida personal.
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En pocas palabras, Prometeo enloquece y este enloqueci miento, dice Hans Joñas, es su última oportunidad. ¿Por qué su oportunidad? Porque Joñas no fundamenta la moral en la moral. No se le pide ya a Prometeo que sea discreto ni siquie ra que quiera el Bien. Hans Joñas no espera de él que reali ce este periplo tautológico en que la virtud requiere la virtud, el punto de llegada se confunde con el punto de partida; no cuenta con hipotéticas aspiraciones nobles, sino con la piel de gallina. Cuando esté a punto, por ejemplo, la técnica de la clonación, es decir, de la duplicación perfecta de un individuo que ya ha existido, algunos seres humanos crecerán sabiendo por adelantado quiénes son. Por poco que nos pongamos en el sitio, no del clonante, sino del clonado, esta posibilidad de atentar contra la facultad de cada ser humano de encontrar su propio camino y ser una sorpresa para sí mismo, inspira esca lofríos. Y al mostrar lo que semejante indeterminación tiene de p rec a rio , este escalofrío desvela lo que ella tiene de p r e cioso. Dicho con otras palabras, existe una clarividencia del temblor, o, según la expresión de Joñas, una heurística d el m iedo. El miedo es buen consejero. Nos enseña algo. Lejos de oscurecer nuestro entendimiento, lo ilumina, es más inteligente que nues tros deseos. En consecuencia, debemos dispensarle una buena acogida y prestar más oído a las profecías de desgracias que a las profecías de felicidad. Y parece que esta mutación va por buen camino y que Prometeo está en vías de aprovechar su oportunidad. En las sociedades más en deuda con su poder y con sus producciones, el Principio Esperanza cede el paso al prin cipio d e p recau ción , es decir, a la puesta en práctica de la tesis según la cual «la ausen cia de certeza científica absoluta no debe servir como pretexto para retrasar la adopción de medidas efectivas y proporcionadas
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tendentes a prevenir la degradación grave e irreversible del medio a un coste económico aceptable». Las visiones hugolianas ya no hacen soñar a las Casandras en que nos hemos convertido muy a pesar nuestro. Ni siquiera los que esperan aún o de nuevo que sea posible otro mundo podrían decir como Trotski: «El muro que separa el arte de la industria, y también el que separa el arte de la Naturaleza, se derruirán. [...] El emplazamiento actual de las montañas, ríos, campos y prados, estepas, bosques y orillas no puede ser considerado defi nitivo. El hombre ha realizado ya ciertos cambios no carentes de importancia sobre el mapa de la Naturaleza; simples ejercicios de estudiante en comparación con lo que ocurrirá. La fe sólo podía prometer desplazar montañas; la técnica, que no admite nada ‘por fe’, las abatirá y las desplazará en la realidad». Al desencan tar el mundo, es decir, al dejar de recurrir a medios mágicos y recurrir a la razón para dominar todo, la técnica había encantado a los hombres. Ahora que la incertidumbre se ha instalado en el corazón de nuestros saberes y de nuestros poderes, salimos de ese encantamiento. La implantación del tecnocosmos ha invali dado el optimismo técnico, y allí donde nos mostrábamos tan orgullosos de obrar con m étodo, se nos insta a actuar con p ru den cia. El método, claro y distinto, consideraba falso lo que no es más que verosímil. Y ese método nos ha precipitado en un mundo en el que la certeza ya no puede ser el único fundamen to de la acción. Este desencanto se enuncia así: se puede justifi car limitar, encuadrar, o incluso impedir ciertos actos potencial mente peligrosos sin esperar que ese peligro se establezca de una manera cierta. Y, entronización paradójica del juicio en situación en un campo prometido a la acribia de la ciencia, el principio de precaución es uno de los diez artículos de la Carta sobre el medio ambiente que, en 2004, se insertó en la Constitución francesa: «Cuando la producción de un daño, aunque incierto en el estado
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de los conocimientos científicos, pueda afectar de manera grave e irreversible al medio ambiente, las autoridades públicas velarán, mediante la aplicación del principio de precaución y en sus ámbi tos de competencia, por la implantación de procedimientos de evaluación de riesgos y la adopción de medidas provisionales y proporcionadas con el fin de prevenir la producción del daño*.
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Capítulo V MIEDO CONTRA MIEDO
La rehabilitación del miedo ha provocado una avalancha de objeciones y de reprimendas. ¿Qué puede ser, en efecto, menos entusiasmante que la apología del inmovilismo y la invitación a la pusilanimidad? ¿Qué puede ser asimismo menos filosófico? ¿Acaso no es el miedo el enemigo íntimo de la reflexión? ¿No flo rece sobre el mantillo del espanto? ¿No ha sido menester tanta temeridad como coraje para hacer frente a la realidad y pasar así del mito a la filosofía, tal como atestigua el inolvidable homena je de Lucrecio a Epicuro en el De n atu ra rerum?: «Cuando la vida humana yacía postrada desgraciadamente en tierra, oprimida bajo el peso de la religión, que mostraba su ros tro horrible y amenazador para los mortales desde las regiones del cielo, un griego fue el primero en atreverse a mirarla de fren te y revelarse contra ella. Y a él no lo asustó ni el prestigio de esas divinidades, ni los rayos, ni el cielo con su trueno amena zador, sino que excitaron todavía más el ardor de su espíritu fuerte a abrir él, el primero, las cerraduras apretadas del mundo». ¿Acaso no constituye, además, la gloriosa característica del hombre moderno — sea o no filósofo— haber salido del estado
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de minoría de edad en que le mantenían los representantes del Diablo o del Buen Dios en la tierra? «Sapere au deb Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento: ésa es, recuerda Kant, la divisa de las Luces. El pánico inhibe, el terror paraliza y reclama protección. Sólo es libre, maduro, auténticamente vivo el hombre que es audaz y no se deja engañar. Así, todos los corazones valientes que han cortado la horrible cabeza surgida de las regiones celestes denuncian el carácter regresivo del principio de precaución y, como el filósofo Michel Onfray, oponen una «heurística de la audacia» a la heurística infantil del miedo. Con todo, si miramos más de cerca, este pro ceso es un proceso falso. Cuando Joñas dice que «temor y tem blor forman parte ahora de la experiencia del saber proyectando desconfianza sobre la audacia que le caracteriza», no aboga en modo alguno por llamar al orden a la investigación intelectual. Joñas, ni oscurantista, ni reaccionario, ni, como no se deja de decir de todos los que emiten reservas respecto al movimiento, pusilánim e, no quiere apagar la luz, no juega la carta de lo irra cional contra las empresas de la razón; el miedo sobre el que se apoya es un m iedo pen san te que ilumina con un fulgor de tor menta el destino que nos prepara el progreso. Y además y sobre todo, las virtudes viriles movilizadas hoy contra la heurística petrificante del miedo se apoyan sobre otro tipo de miedo. No ya el miedo incontrolable, ni tampoco la angustia provocada por la representación de las consecuencias lejanas de los procesos que nos arrastran, sino el miedo visceral, obsesivo, a la muerte. El adversario más resuelto de una ética del impedimento se presen ta como un hombre que no tiene miedo de nada. Es, de hecho, el hombre al que la muerte le hace castañear los dientes, el hombre que maldice la muerte, el hombre al que la muerte le impide dor mir. Esta sensibilidad hizo aparición en Europa a comienzos del siglo XV en un poema de Johannes von Tepel, conocido también
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por Johannes von Saaz (por el nombre de la pequeña ciudad donde era escribano público y maestro de escuela): El labrad or d e B ohem ia. En él se enfrentan dos personajes: un campesino que acaba de perder a su amada mujer y la Muerte que se la ha llevado. El campesino, como todos los afligidos, llora. Ahora bien, en sus lágrimas hay tanta cólera como dolor. Su pena tiene algo inaudito: se expresa de inmediato en forma de requisitoria: •¡Ruina encarnizada de toda la gente, abominable proscriptora de todos los seres, espantosa asesina de todos los hombres, oh Muerte, sed infamada! ¡Que la angustia, la aflicción, la miseria, no Os abandonen allí donde vayáis; que el sufrimiento, la pena y la desolación Os hagan cortejo en todo lugar; que la adversidad funesta, el infamante desprecio y la vergonzosa reprobación Os abrumen sin desfallecer en todo lugar! ¡Que el cielo, la tierra, el sol, la luna, el astro, los mares, las aguas, los montes, los campos, los valles, las llanuras, el abismo infernal, todo lo que tiene vida y exis tencia, Os sean contrarios, hostiles, y os maldigan por toda la eter nidad! ¡Hundios en la iniquidad, desapareced en la indigencia y permaneced hasta el final de los tiempos en el más inflexible des tierro de Dios, de toda la humanidad y de todas las criaturas!-. La Muerte, primero asombrada y, después, alternativamente, feroz, melosa, condescendiente, pedagógica, intenta hacer razo nar al labrador. Convirtiendo en flecha metafísica toda madera, invoca tanto la religión cristiana como la filosofía estoica y rema cha, incansablemente, que «la tierra y todo lo que contiene repo san sobre lo efímero». Todo en vano. Ningún argumento apaci gua ni siquiera comienza a mitigar la cólera del labrador. Ni consiente ni deja de lamentarse, acusa. No lleva un luto elegiaco, sino combativo. Se niega a que el consuelo o la desolación aca ben con su rebelión. Esto conduce a que la Muerte, renunciando a la resistencia, pida el arbitraje del Dios Todopoderoso, y Dios concluye la justa con estas palabras: «Ambos habéis debatido
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bien: el uno que el sufrimiento obliga a quejarse, el otro que los ataques del que se queja fuerzan a decir la verdad. En virtud de lo cual, ¡honor al que se queja y victoria para la muerte!*. Sin embargo, tal como dice Emst Cassirer en su libro titulado Individuo y cosm os en la filo so fía d el R enacim iento: «Esta victoria de la muerte es, al mismo tiempo, su derrota. Su fuerza física se ve reforzada, pero su fuerza espiritual queda rota. La aniquilación de esta vida, el hecho de que Dios la abandone a la muerte, no significa ya la nada de esta vida». La nada para el labrador de Bohemia es, por el contrario, todo lo que no es esta vida. Este labrador olvidado es el gran antepasado de los Modernos: nuestro mundo procede de su furor. Nosotros somos los herede ros de su duelo imposible. Con él, la desgracia queda marcada por la ilegitimidad, el sufrimiento ya no es una expiación, sino un escándalo. Nada, ni la esperanza de una recompensa futura, ni la idea de un pecado original, ni el culto a la realidad eterna, retira a la muerte su dardo venenoso. No hay reparación, no hay com pensación, no hay justificación; no hay otro ser más que la exis tencia precaria y corruptible. No se vive más que una vez: la voluntad de adaptar la Creación a la humanidad nació de esta espantosa constatación. Ya no es Orfeo el que, por medio de su canto, asume la pérdida de Eurídice, sino el activismo de Prometeo y su rechazo radical de la parte de fatalidad que com porta la existencia. «¡Asesino impúdico, Señor de la Muerte, mal vado saco de malicias!»: la criminalización de la muerte por parte del labrador de Bohemia inaugura la época en que la longevidad destrona a la eternidad, en que el médico que alivia reemplaza al sacerdote que salva, en que, para decirlo con una palabra, la salu d sustituye a la salvación como objetivo humano prioritario. Esta época que ha convertido la conservación de la vida en el pri mero de los derechos del Hombre, y su mantenimiento, en el valor supremo, es más que nunca la nuestra. El mismo temerario
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Michel Onfray es un heredero, sin saberlo, del labrador en lágri mas. ¿Con qué comienza, en efecto, Féeries anatom iques, un libro que ha escrito dedicado a la gloria de todo lo que da miedo: la clonación, la manipulación del genoma, la transgénesis, la opti mización técnica del niño que va a nacer, la fabricación en curso de un cuerpo completamente desnaturalizado por la voluntad prometeica de los biólogos, de los genéticos, de los médicos, en todas sus especialidades, de los cirujanos y de todos los que los asisten? Con un estertor de espanto, con el grito de horror y de terror que lanzó cuando su compañera le hizo saber que padecía un cáncer. Al comienzo, sitúa el tumor y este relato introductorio es su propia manera de decir a la muerte que es el cruel enemi go del género humano y de prometer, como el labrador de Bohemia: «Me opondré eternamente a ti, con todas mis fuerzas». Lo que significa que el matasiete de los miedos tiene miedo. Que tiene miedo de la muerte, y que milita en favor de su artificialización completa para sustraer al cuerpo de sus garras. ¿Heurística de la audacia? Ciertamente no. No es el gusto por el riesgo lo que lleva a imponer por todas partes, tanto en medicina como en política, el término aparato. «Las partes de un aparato son inter cambiables — señala justamente Gadamer— , lo que las distingue claramente de las partes de un organismo vivo». Tampoco es el gusto por el riesgo lo que empuja a la modernidad biomédica a rectificar el cuerpo humano realzándolo con prótesis y conectán dolo a ordenadores: es el sueño de la salud perfecta, el deseo de seguridad absoluta y de una carne remodelada hasta tal punto que ya no sea el fardo embarazoso donde maduran la fragilidad y la muerte. ¿Deseo utópico? No hay nada menos seguro. Con la clonación terapéutica y la perspectiva de recrear, a partir de célu las m adre cultivadas in vitro, piezas de sustitución para los órga nos enfermos, «dispondremos, en los próximos treinta o cincuen ta años, del medio para conservar a los individuos en buena
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salud, por consiguiente en vida, el mayor tiempo posible, tal vez al infinito...», afirmaba recientemente Jean-Claude Weill, profesor de inmunología de un gran hospital parisino y, como señala la neuróloga Laura Bossi, en su H istoire natu relle d e l ’ám e, ya es «imposible declarar que alguien ha muerto de vejez en un certifi cado de defunción. Es preciso declarar, de manera imperativa, una causa: parada cardíaca, embolia pulmonar, accidente vascular-cerebral. Es el fallo de un órgano, el accidente ‘mecánico’ lo que se considera responsable del naufragio final. En estas prácti cas aflora la esperanza inconsciente de que algún día se podrá ‘reparar’ todo». A la voluntad de preservar lo humano como surgimiento, como acontecimiento, como apertura a lo nuevo contra toda fijación en una entidad positiva, responde la aspiración igualmente humana y hasta humanista (puesto que antes de ser un miedo para ella, es un miedo para el prójimo) a la fijeza inoxidable de la máquina. La máquina, al menos, no muere. ¿Y quién quiere morir? Prometeo se ha convertido en un campo de batalla. Dos mie dos le hacen latir, alternativamente, el corazón y se disputan con aspereza la dirección de su espíritu. El primero le conmina a detenerse, a que se tome tiempo, a que deje respirar la tierra; el segundo le exhorta a acometer con la cabeza por delante. El pri mero quisiera restringir sus poderes; el segundo, aumentarlos. El primero le insta a ser razon able, el segundo a racion alizar el mundo hasta la muerte de la muerte. El primero apela a la ley para fijar los límites, el segundo invoca a la vida contra la ley. El primero habla el lenguaje del derecho y de la responsabilidad; el segundo emplea el lenguaje de la reivindicación y denuncia como un atentado contra los derechos del hombre cada intento de recurrir al derecho para mantener a distancia la desmesura. El primero es una angustia por el dato en la era de la manipulabilidad general; el segundo es un resentimiento contra el dato,
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culpable del pecado original de no ser un mecano o un artefac to indefinidamente reparable. Resumiendo, lo que impide la con versión de Prometeo en el encargado de asuntos de la naturale za deseada por Joñas es la inclinación invencible hacia el bienestar y la promesa de inmortalidad que transmite la técnica. Conclusión: si queremos resistir a las fiebres de lo ilimitado, no basta la heurística del miedo, hace falta también, en cierto senti do, h a cer la p a z con la muerte. «El Prometeo definitivamente desencadenado [...] reclama una ética que [...] impida al poder del hombre transformarse en mal dición para éste*, decía, recordémoslo, Hans Joñas, al comienzo del Principio responsabilidad. Y en uno de sus últimos textos, que figura también entre los más bellos: Du fa rd ea u et d e la g ráce d ’étre mortel, deja entender que esta ética de los límites reclama en sí misma, para ver eventualmente la luz algún día, un asentimiento ontológico a la finitud. «En el sentido del término ‘mortal’ — escribe Joñas— se confunden dos significaciones. Una según la cual el ser llamado mortal puede morir, está expuesto a la posibilidad constante de la muerte; y otra que dice que debe morir a fin de cuentas, que está abocado a la necesidad final de la muerte*. Como atestigua el deseo inmemorial de -vivir hasta viejo y colmado de días», la especie nunca se ha acomodado a este fardo. Ahora bien, corresponde a los Tiempos modernos haber convertido la oración bíblica en un proyecto, elevando al rango de derecho imprescriptible la necesidad de sobrevivir, el deseo de cada uno de garantizar su propia conservación. ¿Qué es, en efecto, el Leviatán de Hobbes sino el artificio político que protege a los hombres de la muerte violenta? Heurística del miedo: las guerras civiles religiosas que desgarraban entonces Europa y le obligaron a huir de su patria revelaron a Hobbes que, en el estado de naturaleza, la vida humana es «solitaria, misera ble, peligrosa, animal y breve». Universalidad del miedo: en el
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mundo de los fuertes y de los débiles hay héroes y cobardes, pero todo el mundo es lo bastante fuerte para matar y bastante débil para morir. Racionalidad del miedo: éste incita a los hom bres a sacrificar su ju s in ornnia, su derecho natural sobre todas las cosas. Y por medio de la constitución de un Estado dedicado al mantenimiento del proceso vital (eso que hoy recibe el nom bre de biopoder) este afecto espontáneo e involuntario desempe ña un papel eminentemente civilizador. Como dice Joñas, comen tando a Hobbes: -Un efecto de la civilización, este vasto artefacto d e la inteligencia hu m an a, es, incontestablemente, la domestica ción de las causas exteriores de la muerte en los hombres». Ahora bien, el mantenimiento del proceso vital no es asunto sólo de la polis, es también, y sobre todo, asunto de la medicina. Haciendo nuestro el dolor del labrador de Bohemia y abando nando con él el registro de la queja lastim era por el de la queja querellante, es decir, acusadora, hemos englobado toda muerte prematura en el concepto de muerte violenta. Y tanto si somos resueltamente modernos, irónicamente posmodemos, o simple mente escépticos, compartimos con Descartes la idea de que la salud es «el primer bien y el fundamento de los otros bienes de esta vida». Como dice el personaje de una película de Woody Alien, mientras espera el resultado de unos análisis clínicos, »la expresión más bella de la lengua no es ‘te amo’, sino ‘es benig no’». Y esa expresión es más bella todavía cuando se aplica a una persona amada. En consecuencia, nada puede ni debe hacemos renunciar a la batalla contra la muerte prematura; pero he aquí, escribe aún Joñas, que «ciertos progresos de la biología celular nos seducen con la perspectiva práctica de poder contrarrestar los procesos bioquímicos de envejecimiento y prolongar la dura ción de la vida humana, tal vez incluso extenderla para una dura ción indeterminada. La muerte no aparece ya como una necesi dad que forma parte de la naturaleza del ser vivo, sino como un
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defecto orgánico evitable susceptible, al menos en principio, de ser objeto de un tratamiento y que puede ser diferida durante mucho tiempo. Parece ser que estamos muy cerca de alcanzar algo por lo que la humanidad ha sentido una nostalgia eterna. Y, por vez primera, tenemos que planteamos seriamente la cuestión: ¿en qué medida es deseable? ¿En qué medida es eso deseable para el individuo? ¿En qué medida para la especie?». A la especie no le convendría, porque la sucesión incansable de las genera ciones es un bien para la humanidad. En efecto, el nacimiento no es —¿todavía no?— la fabricación de un producto, es la aparición de un comienzo. La natalidad, prosigue el autor del Principio res p on sabilid ad siguiendo el surco de su amiga Hannah Arendt, garantiza *que siempre habrá alguien que verá el mundo por pri mera vez, verá las cosas con ojos nuevos, se asombrará cuando otros estén embotados por la costumbre, comenzará allí donde hayan llegado otros». La humanidad se estancaría sin experiencias acumuladas. Pero necesita también, para no hundirse en la ruti na y el aburrimiento, lo que la experiencia destruye y nunca puede ser reconquistado: el asombro, la inicialidad, la curiosidad ingenua del niño frente a lo real. Ahora bien, en una tierra ya superpoblada, el precio que se debería pagar por una vida pro longada manipulando y frustrando los ritmos biológicos sería una ralentización proporcional del relevo, dicho de otro modo, una menor aportación de vida nueva. La aptitud para hacer retroce der indefinidamente las fronteras de la muerte pondría en gran peligro la facultad humana de comenzar. Ahora bien, este asalto contra la necesidad última no colma más que en apariencia al individuo: éste pierde también en él, afirma Joñas, convencido como Tocqueville «de que siempre resultará penoso hacer vivir bien a un hombre que no quiere morir». Su artículo Du fa rd ea u et d e la g ráce d ’étre m ortel se abre con el versículo de un salmo: «Enséñanos a contar nuestros días,
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para que podamos adquirir un corazón sensato», y se cierra con estas palabras: «En cuanto a cada uno de nosotros, el hecho de saber que no estamos aquí más que por un período breve y que se impone un límite no negociable a nuestra esperanza de vida puede ser incluso necesario como un estímulo para contar nues tros días y para hacerlos contar». Yo iría aún más lejos: nada como este m em ento m orí anacró nico está en condiciones de curamos a nosotros, los modernos, de nuestro resentimiento contra lo dado. ¿Dónde se arraiga, en efecto, la ambición delirante de llegar a un control absoluto de las condiciones de vida en una tierra transformada en tecnocosmos, en laboratorio preservado de lo imprevisible, sino en la admirable rebelión del labrador de Bohemia: «¡Oh Muerte, sé infa mada! ¡Hundios en la iniquidad, desapareced en la indigencia y permaneced hasta el final de los tiempos en el más inflexible des tierro de Dios, de toda la humanidad y de todas las criaturas! ¡Asesina impúdica, sed de siniestra memoria para siempre, que el espanto y el terror Os sigan en cualquier lugar por el que erréis y os alojéis! Todo el género humano y yo mismo estamos indig nados contra Vos»? Se necesitaría más, por consiguiente, para ralentizar a Prometeo y para hacerle reflexionar sobre los peligros inducidos por sus propias maquinaciones. Sólo si partimos de la hipótesis, muy improbable, de que fuera tocado por la gracia de ser mortal podría permanecer fiel a la gran cólera de Johannes von Saaz, sin querer reemplazar por ello totalmente el medio que le rodea y el cuerpo en que habita por un mundo de aparatos, de autómatas, de ingenios y de piezas de recambio, en condiciones de conjurar la corruptibilidad de la materia mediante su intercambiabilidad sin fin.
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Capítulo VI LA EDAD DE ORO DE LA ACUSACIÓN
El 1 de noviembre de 1755 toda la ciudad de Lisboa quedó ani quilada por un terremoto. Goethe se acuerda, en sus Memorias, de que con esta ocasión —tenía seis años— la bondad de Dios se le «volvió, en cierto modo, sospechosa». Entonces, en efecto, «una gran y magnífica capital y, al mismo tiempo, ciudad comerciante y marí tima, se vio golpeada de una manera inopinada por la más espan tosa calamidad. La tierra tiembla y vacila, el mar se agita, los barcos chocan, las casas se hunden y, sobre ellas, caen las iglesias y las torres; el palacio real queda engullido, en parte, por el mar, la tie rra entreabierta parece vomitar llamas, pues el humo y el incendio se anuncian por doquier en medio de las ruinas. Sesenta mil cria turas humanas, un momento antes felices y tranquilas, perecen a la vez, y la persona a la que no le ha quedado ningún sentimiento, ningún conocimiento de esta desgracia, puede ser considerada como la más feliz. Las llamas prosiguen sus estragos y, con ellas, ejerce su furor una tropa de asesinos escondidos antes o puestos en libertad por este acontecimiento. Los infortunados supervivientes quedan abandonados al pillaje, al asesinato, a todos los malos tra tos, y la naturaleza hace reinar así por todas partes su tiranía sin freno. Dios, creador y protector de la tierra y de los cielos, conde na de este modo a ser aniquilados a los justos y a los injustos.
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Tal como indica esta última frase, el terremoto de Lisboa pro vocó un verdadero seísmo filosófico en la Europa abrumada. Todo vacila al mismo tiempo, el suelo y el cielo, el mundo y el orden del mundo: «¿Cómo podía defenderse el espíritu de un muchachito contra sus dudas, si ni siquiera los sabios y los doc tos en escritura sabían cómo explicar estos terribles fenómenos?», pregunta ansiosamente Goethe. Y Voltaire, que, en aquella época no tenía seis, sino sesenta años, expresa su rebelión y su incom prensión en un poema que se ha hecho célebre: «¡Oh infelices mortales! ¡ Oh tierra deplorable! ¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!, ¡De inútiles dolores la eterna conversación! Filósofos engañados que gritan: ‘Todo está bien’, Vengan y contemplen estas ruinas espantosas! Esos restos, esos despojos, esas cenizas desdichadas, Esas mujeres, esos niños, uno sobre otro, apilados, Debajo de esos mármoles rotos, esos miembros diseminados; Cien mil desventurados que la tierra traga Ensangrentados, desgarrados, y todavía palpitantes, Enterrados bajo sus techos, sin ayuda, terminan En el horror de los tormentos sus lamentosos días.
U ¿Dirán ustedes, al ver ese montón de víctimas: ‘Se ha vengado Dios; su muerte paga sus crímenes?’ ¿Qué crimen, qué culpa cometieron esos niños, Sobre el seno materno aplastados y sangrientos? [...] ‘Todo está bien, dicen ustedes, y todo es necesario’ ¿Qué, el universo entero, sin ese infernal abismo, Sin engullir Lisboa, hubiese estado peor? [...]
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Un día todo estará bien, he ahí nuestra esperanza Hoy todo está bien, he ahí la quimera». Voltaire no consiente, y en ello no le va a la zaga al labrador de Bohemia, en dejar que el sentido, sea cual sea, transforme lo que es en lo que debe ser. Como el viudo inconsolable, defiende lo trá gico del acontecimiento contra su moralización y refuta uno a uno todos los sistemas que pretenden apaciguar el escándalo o reducir la crueldad del mal encontrándole una justificación. Europa acla ma este poema que expresa con palabras su malestar y su espan to. Con una excepción, no obstante: Rousseau. «Convenid — escri be al que en otros lugares describe como ‘un pobre hombre abrumado, por así decirlo, de prosperidad y de gloria’— , convenid que la naturaleza no había reunido allí las veinte mil casas de entre seis y siete pisos, y que si los habitantes de esta gran ciudad hubie ran sido dispersados de manera más igual, y alojados de una mane ra más ligera, los daños hubieran sido mucho menores y tal vez nulos. Todo el mundo hubiera escapado a la primera sacudida, y al día siguiente hubiéramos visto a la gente a veinte leguas de allí, enormemente contenta porque no les habría pasado nada. Pero tenían que quedarse, obstinarse alrededor de las ruinas, exponerse a nuevas sacudidas, porque lo que se deja vale más que lo que se puede llevar. ¿Cuántos desgraciados perecieron en este desastre por querer coger uno su ropa, otro sus papeles, otro su dinero?». No es el hombre, ciertamente, quien hace temblar la tierra. Ahora bien, si creemos a Jean-Jacques, no es Dios, ni Satán, ni la insondable naturaleza los que convirtieron el terremoto de Lisboa en una catástrofe tan mortífera: fue la civilización. En conse cuencia, es inútil subirse a los grandes caballos metafísicos y par tir de un tajo la idea de teodicea en todas sus variantes: la bon dad del Creador no queda en modo alguno comprometida completamente por un siniestro hum ano. Allí donde Voltaire
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denuncia lo inexplicable y la voluntad loca de encontrar una explicación, Rousseau ve la marca del hombre desnaturalizado. ¿Qué ha pasado con este debate doscientos cincuenta años más tarde y después de inmensos avances tecnológicos? Hemos hecho nuestra la contestación volteriana del axioma «todo está bien». Tras sus (rasos, hemos optado por la esperanza activa contra los sortilegios de la ilusión y hemos puesto en práctica la exhortación a cultivar nues tro jardín con tal ardor y tal eficacia que ahora ya no hay catástrofe natural. El jardinero es omnipresente. No encontramos nada ni sobre la tierra ni en el cielo que no lleve su huella. De cerca o de lejos, está mezclado con lo que sucede. Una situación que Hans Joñas resume con estas palabras: «La frontera entre ‘Estado’ (polis) y ‘naturaleza’ ha sido abolida: la ciudad de los hombres, antaño un enclave en el inte rior del mundo no humano, se extiende a la totalidad de la naturale za terrestre y usurpa su lugar. Ha desaparecido la diferencia entre lo artificial y lo natural, la esfera de lo artificial se ha tragado lo natural». Ahora bien, ¿qué sucede cuando cae esta frontera inmemorial, cuando ningún límite tiene ya sentido, cuando la indiferenciación destrona todos los dualismos y lo otro de la sociedad queda absor bido en lo social, lo otro de la cultura en lo cultural, lo otro de la téc nica en el tecnocosmos? Pues que el hombre pasa a ocupar solo el banquillo de los acusados del mal que hay en la tierra. Y henos aquí nosotros, volterianos, convertidos, insensiblemente, en roussonianos. La fidelidad al mandamiento del filósofo de Femey conforta, paradó jicamente, la diatriba del Ciudadano de Ginebra. A la protesta infla mada contra la nana del todo está bien le sucede, una vez que Cándido se ha puesto al trabajo, la imputación moral de todos los desastres a la malicia o a la incuria humanas. Nihil est sine auctore: cada acontecimiento tiene su razón de ser, cada plaga su fabricante, cada sufrimiento su culpable. Algo más de dos siglos después de El labrador d e Bohem ia, y dos siglos después del Poem a sobre el desastre d e Lisboa, exacta-
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mente en 1977, aparecía en Alemania B ajo el signo d e Marte de Fritz Zom. Zom, es decir, «cólera», era el seudónimo elegido por el autor, heredero de una próspera familia suiza, fallecido de un cáncer a los treinta y dos años, unos cuantos días antes de la publicación de su libro. He aquí las primeras palabras del mismo: «Soy joven, rico y culto; y soy infeliz, neurótico y estoy solo. Provengo de una de las mejores familias de la orilla derecha del lago de Zúrich, también lla mada la Costa Dorada. He tenido una educación burguesa y me he portado bien toda mi vida. Mi familia es pasablemente degenera da, por eso tengo, sin duda, una pesada herencia y he sido estro peado por mi medio. Naturalmente, también tengo cáncer, algo que cae por su propio peso si se juzga la cosa según lo que acabo de decir». Todo el libro es la exploración, el ahondamiento en y la rei vindicación de este «naturalmente». El cáncer de Fritz Zom no acon tece en cualquier lugar ni de cualquier modo. Tiene lugar en Marte, es decir, en un planeta regido por el dios de las batallas. No es ni inesperado, ni absurdo, es lógico. En él se encama, según el autor, la violencia de la sociedad burguesa, «ese Moloc que devora a sus propios hijos», y, a la vez, su réplica personal, su último desafio al sistema. Dicho de otro modo, el tumor es más que el tumor, es un arma: la enfermedad explota como una granada y esta granada lleva una doble firma: la del enemigo implacable — la calma suiza— y la suya. Él, Fritz Zom, es la víctima y el adversario. Por consi guiente, le importa en sumo grado no dejar a la ciencia médica el poder de dar nombre a lo que le pasa y decir a d usum delphini que ha muerto a consecuencia de una larga enfermedad: «Los nombres son, a buen seguro, algo importante. Del mismo modo que, al comienzo del mundo, Adán experimentó la necesidad de dar nom bre a los animales y decir: tú eres el tigre, tú eres la araña y tú eres el canguro, también yo experimento, ante mi destrucción inminen te, a cada golpe que me traspasa el corazón, la necesidad de decir: tú te llamarás así y tú te llamarás así y tú te llamarás así. Nadie tiene
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derecho a ser anónimo; tampoco cabe duda de que nadie quiere morir de algo anónimo*. La escritura, antes de ser una actividad m im ética de representa ción, se le presenta a Fritz Zom como una actividad ad án ica de poner nombres. Y nombrar, en su caso, es ofrecer un guión, un relato, una intriga, a su vida. Al describir su cuerpo calcinado como el lugar de una guerra total entre lo que ha hecho de él la repre sión helvética de las pulsiones vitales y lo que él ha hecho con lo que han hecho de él, Fritz Zom arranca su cáncer de la naturaleza y lo confia a la historia: «Ésa es mi vida. He crecido en el mejor, más sano, más armonioso, más estéril y más falso de todos los mundos; hoy me encuentro ante un montón de escombros. Con todo, es mil veces mejor encontrarse ante un montón de escombros que ante un árbol de Navidad vacilante y obligado a padecer el miedo terrible de que este lisiado estúpido no caiga a pesar de todo, se quiebre y se pierda. Lo que me conduce a la moraleja de esta historia: antes el cáncer que la armonía. O, en español: ¡Viva la muerteA. Se ve: Fritz Zom pone en la producción de sentido a propósi to de su muerte el mismo encarnizamiento desesperado que el labrador de Bohemia en expresar la muerte insensata e injustifi cable. Niega lo fortuito, no soporta vivir en lo inexplicable. Responde a la tragedia con la paranoia. Al axioma «Todo está bien» de los teólogos y de los metafísicos opone no la idea de lo absur do, sino la de «cosmocriminología*: «No hay más que un solo mal, que se ha perpetuado continuamente y sobre cada uno». Cólera premonitoria. Algunos años después de la aparición del libro de Fritz Zom, la vanguardia ilustrada de las sociedades occi dentales reaccionó mediante la indignación y la búsqueda del autor del crimen ante ese acontecimiento tan feroz como imprevisible: la pandemia del sida. El 5 de enero de 1981, el semanario de una agencia epidemioló gica americana describió, sin poder dar un nombre a su enfermedad,
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cinco casos graves observados en los hospitales de California y cuyos síntomas comunes eran: fiebre, pérdida de peso, afección respirato ria, prácticas homosexuales. La enfermedad adquirió muy pronto amplitud y se empezó a hablar de cán cer gay. El escritor americano Edmund White revela la existencia de esta patología a Michel Foucault y a algunos amigos durante una comida: «Encontraron esto tan chusco —recuerda White—, que se rieron a carcajadas. Consi deraron que se trataba de la expresión de mi puritanismo y, en defi nitiva, no me creyeron». Este escepticismo no ha impedido a la medi cina progresar e identificar pronto el sida como una afección viral transmisible por vía sexual o sanguínea y caracterizada por una caída brutal de las defensas inmunitarias del organismo. El mismo Foucault murió de sida en 1984. Hubo que esperar algunos años todavía para que se apagara su risa. En los primeros tiempos de la pandemia, la incredulidad prevaleció tanto entre los militantes homosexuales, como en una parte importante de la izquierda, sobre la inquietud y la precaución. «Ni por un solo segundo se creía en el sida — reconoce un antiguo periodista del Gai Pied— . Nos habíamos liberado de la moral, de la Iglesia, de la Justicia. Nos dijimos que tenían que inventar un virus. El sida era los hombrecillos verdes venidos a castigar a los homosexuales en el momento en que las leyes ya no les reprimían». La comunidad gay, que estaba por entonces en vías de formación, no quiso dejar se engañar. ¿No existía, en efecto, una coincidencia turbadora entre la aparición del virus y el éxito de sus reivindicaciones? La aparición de un cáncer gay en plena liberación sexual era dema siado bello para ser verdad, demasiado conforme a las expectativas y a los deseos de los devotos como para tomarlo en serio. El rela to de Edmund White se estrelló, pues, contra la risa de Foucault. «Resulta que una enfermedad desconocida se abate sobre los homo sexuales», ha dicho ingenuamente América. «Resulta que esta enfer medad surge justam ente tras la proclamación del derecho al goce
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y a la equivalencia de las sexualidades», ha respondido la inteli gencia. Post hoc propter boc: la casualidad está fuera de causa; com o p o r casu alid ad vimos morir en medio de atroces sufrimien tos a los adeptos a una sexualidad desviada. No se engaña a los militantes de la libertad. No habían nacido ayer. No se caracterizaban precisamente por su idiotez. No les iban a hacer creer cosas absurdas, ni tomar por dinero contante y sonante los fantasmas de una mayoría moral acorralada: «Nada mejor —exclamaban con Guy Hocquenghem— que una epidemia de miedo para suscitar jefecillos marcados por la ignorancia y la presunción». Así fue como, una vez más en la larga historia de la ideología, la resistencia a la realidad tomó la forma de la travesía de las apariencias y de la desmitificación. Hasta los mismos políticos se vieron afectados: si bien no llegaron como los militantes hasta reír se del miedo y a responder «¡ni hablar!» a la espantosa realidad, se dedicaron a no hacer nada que pudiera, como se decía entonces, «demonizar» la enfermedad y alimentar el rechazo a l Otro. La misma confianza en la justedad de la causa y la misma des confianza respecto a las informaciones que corrían el riesgo de comprometer el progreso provocaron los mismos daños en otro «grupo de riesgo»: los hemofílicos. Fue a finales del año 1982 cuan do la infección de hemofílicos que habían recibido productos san guíneos infiltrados aportó la prueba de la naturaleza viral de la nueva enfermedad. Ahora bien, la Asociación francesa de hemofílicos estaba comprometida por entonces en un proceso de normali zación ligado muy estrechamente a los espectaculares avances de la medicina. Los hemofílicos, que, antes de la Segunda Guerra Mundial, no llegaban prácticamente nunca a los veinte años, habían visto aumentar su esperanza de vida gracias a un tratamiento transfusional. Más adelante, se obtuvo una mejora decisiva gracias al empleo de productos concentrados que permitían el autotratamiento. Así, los hemofílicos podían viajar, practicar deportes:
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habían conquistado la autonomía. La Asociación no hablaba ya de enfermedad, sino de desorden de la coagulación. Esto hizo que en 1983, cuando la dirección del Centro nacional de transfusión san guínea constató una misteriosa infección vírica, la Asociación mani festara su mal humor: justamente cuando están militando en favor de que se pongan a disposición de los pacientes los productos antihemofüicos concentrados, este aviso cae mal. Dicho de otro modo, en aquella época se temía más el racionamiento de los pro ductos que la contaminación viral. Después de todo, ya hay hepa titis y este riesgo no es mortal... Entre estos dos peligros — el ries go social de volver a una situación de dependencia y el peligro médico— , la Asociación optó por combatir el primero. Expulsó de un manotazo la verdad inoportuna: la lucha contra la exclusión y en favor de la normalización de los hemofílicos prevaleció sobre cualquier otra consideración por lo difícil que resultaba imaginar el retomo de enfermedades infecciosas al Occidente de finales del siglo XX: la peste no figuraba en el programa. ¿Acaso no es cierto que el éxito de la batalla iniciada contra las epidemias ha doblado en menos de un siglo la longevidad en los países desarrollados? Sin embargo, como explica justamente Mirko Grmek en su notable H istoria d el sida, la expansión del virus (que existía, sin duda, desde hacía mucho tiempo en estado de «pequeño malhe chor subrepticio») se hizo posible por la supresión de la barrera que le oponían algunas enfermedades infecciosas particularmente frecuentes como la tuberculosis o el tifus exantemático. Si añadimos a este elemento la brecha transfusional provocada por el descubri miento reciente de los grupos sanguíneos, la universalización de las jeringuillas médicas, la gran mezcolanza turística de las distintas poblaciones y la liberación de las costumbres, es forzoso constatar que la aparición de esta enfermedad está ligada al progreso. A pesar de todo, la violencia del hecho acabó por vencer a la inteligencia sarcástica. Los reidores tuvieron que tragarse su risa.
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Y pasaron, de una manera brutal, de la ironía al furor. La hiperdramatización sucedió sin transición a la desdramatización. Símbolo de esta inversión: la creación, en 1987, de la asociación Act-up, que eli gió como emblema el triángulo rosa, que toma como primer eslogan: «El sida es nuestro holocausto», y que proclama: «Pedimos un Núrembeig del sida para significar con ello que un proceso puede tener tanto impacto en la toma de conciencia de la naturaleza polí tica de esta epidemia como el proceso de Núremberg en la toma de conciencia de la verdadera naturaleza del nazismo». Resumiendo, si bien ha cambiado radicalmente el discurso, siguen actuando la misma lógica, la misma negación de la tragedia. Ya no se opone a la enfermedad un despreciador rechazo categórico, la gente está, por fin, desembriagada de la embriaguez del desengaño, aunque la cólera sigue intacta. La lucha continúa, y seguimos en el universo de la omnipotencia y de la «cosmocriminología». A los médicos, los medios de comunicación y los políticos a los que se reprochó exagerar la importancia del sida a fin de lla mar al orden a la minoría homosexual, se les acusa ahora de cru zarse de brazos, cuando no hasta de favorecer la epidemia por que afecta prioritariamente a los homosexuales. Se decía de ellos que habían extendido un mito; mira por dónde propagan un nuevo Zyklon B. Hacían creer, vaciaban los lugares. Los mentirosos se convirtieron en nazis y la indignación subió otro grado. Pero lo que olvida esta referencia al holocausto es el papel desempeñado por el antirracismo y las buenas intenciones en la pusilanimidad gubernamental. La política puesta en paralelo por Act-up con el crimen de los crímenes procede de hecho de la obsesión de este fenómeno y de la voluntad irreprochable de sacar de él todas las enseñanzas. Si, en efecto, hubo más perso nas contaminadas por vía transfusional en Francia que en otros países, se debió menos al hecho del retraso padecido en la instau ración de un test de detección obligatorio que al hecho de que la
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selección de donantes de sangre chocó con el afán de no inmis cuirse en las vidas privadas y, sobre todo, de no censurar a nadie. La Administración temía los efectos desmovilizadores de un cues tionario indiscreto y no tenía valor para tratar con sospecha a los donantes voluntarios. En la mente de esta burocracia sentimental, no se podía ser, a la vez, desinteresado y contaminado. Cuando, en 1985, un informe de expertos estableció de manera clara, formal y definitiva el carácter extremadamente peligroso de las donaciones de sangre en la cárcel, no p or ello procedieron las autoridades sani tarias francesas a suspenderlas: parecía inhumano responder con la exclusión a esta modalidad digna de alabanza y hasta ejemplar de reinserción de los detenidos en la comunidad nacional. En cuanto al aislamiento de los «grupos de riesgo», fue considerado discrimi natorio en su mismo principio. Sin embargo, llegó un día en que la alarma sanitaria sonó más fuerte que la rectitud ideológica. El gobierno francés quiso adoptar disposiciones para identificar a «las personas homosexuales o bisexuales sin pareja fija», así como a «los individuos que han estado en zonas de epidemia: el Caribe o el África ecuatorial». Pero la prensa vigilaba y el periódico Le M onde hizo conocer de inmediato su reprobación en un editorial titulado «Salud y vida privada»: «¿Cómo van a aceptar los donantes en su conjunto esa indagación? ¿No tendrán miedo los responsables, en el ámbito local, de herir con cuestiones demasiado íntimas a personas que ofrecen generosamente una parte de sí mismos y hacen vivir con ello los centros de transfusión? Dicho con otras palabras, ¿no van las modalidades del dispositivo en contra de su eficacia?». La historia de la recepción del sida merecería una amplia medi tación. Lo que manifiesta, en efecto, es esta consecuencia inespe rada de la humanización del mundo: la acu sació n ilim itad a. En el interior de un universo poblado ahora de objetos híbri dos, en una naturaleza convertida en tecnonaturaleza, la regla
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es el funcionamiento, y, cuando el sistema se descompone o se avería, tenemos derecho a buscar la falta o el error de concepción. Con la ayuda del progreso, el escándalo de las catástrofes ha deja do de ser metafísico (Voltaire), para volverse progresiva y casi inte gralmente político (Rousseau). Y este cambio de régimen no carece de motivo. Cuanto más se extienden las conquistas de la civilización — este vasto artefacto de la inteligencia humana— , más aumentan los perjuicios a causa del otro. Lo artificial, en efecto, elimina lo acci dental; las devastaciones totalmente fortuitas o puramente naturales se reducen como piel de zapa. Se han acabado la inocencia y la con tingencia: a los hombres se les insta a responder también por lo que no han querido. Para decirlo de otro modo: el peligro venía antes del exterior bajo la forma de azar, de golpe de suerte, más tarde, en el apogeo del optimismo prometeico, bajo la forma de aconteci miento estadístico que era posible dominar mediante la prevención. Estos fenómenos no han desaparecido, pero los riesgos mayores proceden hoy del interior lo más frecuente es que sean productos derivados de nuestras acciones, de nuestras decisiones, de nuestros cálculos. Riesgos tecnológicos, riesgos alimentarios, riesgos sanita rios. Nuestra sociedad se pone a sí misma en peligro. Y a medida que aumentan nuestros poderes, más temible se revela la negligen cia, más maléfica que la misma maldad. En la era de una maquina ria generalizada, lo peor que puede hacerle el hombre al hombre reside y residirá cada vez más en la zona gris de lo no intencional. Existe aquí un nuevo dato que obliga a los industriales, los ingenie ros, los políticos, a todo el mundo, a redoblar la atención, y que con duce al derecho a penalizar incluso lo involuntario, a fin de que n adie p u ed a h acer valer su inadvertencia. No basta con no haber hecho adrede lo que se ha hecho para quedar eximido. Esta exten sión d el ám bito d e la responsabilidad tiene algo de admirable. Como subraya Emmanuel Levinas: «La certeza de que todas nuestras des gracias nos vienen del prójimo, que se es responsable de todo, el
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La Edad de oro de la acusación
derecho a acusar y a juzgar, tal vez sea eso la civilización. Un mundo que tiene un sentido*. Sin em bargo, el sentido tam bién necesita límites. Hemos visto, a lo largo de todo este recorrido que es el proyecto de racionalizar lo real lo que hace planear sobre el mundo humano y extrahumano la amenaza más grave. Pues bien, el derecho, a fin de combatir mejor los fracasos de este proyecto, se une a la lógica y se convierte insensiblemente en parte interesada. La certeza de que existe res ponsabilidad por todo aumenta su propia desmesura. Haciendo retroceder incesantemente las fronteras de la imputabilidad, el dere cho replica al límite con la zancada, como la técnica cuyos efectos perversos persigue: es su aportación al dominio de la cuestión del •¿por qué?» sobre la inteligencia y la existencia humana. Entre máquinas y pretorios, somos los incansables servidores del porqué. «Este término interrogativo empuja hacia delante el pensamiento representativo, haciéndolo pasar de una razón a otra», dice magníficamente Heidegger: «El porqué no deja ningún reposo, no ofrece ningún lugar de parada, no proporciona nin gún punto de apoyo. La expresión ‘por qué’ recubre una corrien te poderosa que nos compromete en un despiadado y-así-sucesivam ente y que —suponiendo que la ciencia consienta aceptar a ojos cerrados toda pena y toda fatiga— la lleva tan lejos que corre el riesgo de ir un día demasiado lejos». Para conjurar este riesgo y aflojar el tomo del porqu é de suerte que «quede algo como dado», según la bella expresión de Élisabeth de Fontenay, sería menester disponer de la capacidad o, para decir lo con una palabra pasada de moda y que nos falta, la virtud, de desprendemos de la alternativa entre estas dos modalidades del principio de razón suficiente (según el cual no debe suceder nada sin que haya una razón para que sea así y no de otro modo): la com putación, que afirma la calculabilidad de todo, y la imputación, que busca un culpable cada vez que aparece un defecto en el cálculo.
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Epílogo SALVAR LO OSCURO
A comienzos del año 2002, la República Checa votó una ley que limitaba el raudal luminoso del alumbrado público. Ahora en Bmo, en Praga y en todas las demás zonas urbanas del país, los nuevos aparatos de iluminación deben llevar una especie de cubierta para no difundir luz por encima de la línea del horizon te. Deben estar provistos de un conmutador de potencia a fin de poder reducir la intensidad luminosa un 30 por ciento después de medianoche. Los edificios públicos deben estar iluminados de arriba abajo, y si esto no fuera posible, la parte superior del edi ficio no debe estar completamente iluminada. Los contraventores, estipula el texto de ley, serán multados. Esta ley, firmada por Vaclav Havel, era el primer éxito político de una asociación creada en 1988 en Estados Unidos: la Asociación para la protección del cielo nocturno (D ark Sky A ssociatiori). Un objetivo que produce estupefacción cuando se piensa en lo que representó para la metafísica el simple hecho de levantar los ojos hacia las estrellas: «Sólo después de haber estu diado a fondo los movimientos celestes [...] podremos estabilizar los movimientos que no cesan de vagabundear en nosotros», escribe Platón en el Tirneo. Y el astrónomo Ptolomeo lo confir ma: «Lo sé, soy mortal y no duro más que un día, pero cuando
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acompaño a los astros en su carrera circular, mis pies ya no tocan tierra, voy junto al mismo Zeus a saciarme de ambrosía como los dioses». Antes se quería imitar el cielo, era objeto de contempla ción, se le temía, se reverenciaba en él la sede del más allá, en él estaba localizada la esperanza, pero era literalmente impensa ble pretender proteger este espacio cerrado a la aprehensión. Lo impensable se ha vuelto indispensable cuando la luz artifi cial ha distribuido sus beneficios sobre las ciudades, los barrios y también los pueblos, y los sistemas de alumbrado público han iluminado, allende los parajes que les habían sido asignados, la noche envolvente. A causa de esta polución luminosa, las aves migratorias se estrellan contra los rascacielos iluminados, las crías de tortuga, tras salir del huevo, se sienten atraídas por las luces de los bal nearios en vez de precipitarse hacia el mar y, como dice Jan Holán, astrónomo del Observatorio Nicolás Copémico de Bmo, a quien cada vez le resulta más difícil observar las estrellas fugaces incluso con unos buenos gemelos, toda la humanidad está pena lizada en la medida en que, según los términos de la asociación, «el cielo estrellado es nuestra única ventana abierta al infinito». De ahí procede esta exigencia inaudita: que la noche, obra maestra en peligro, sea declarada patrim on io de la humanidad. La palabra patrimonio no debemos entenderla en el sentido de riqueza común, de bien público, de herencia de todos incluidas las generaciones futuras como en el caso del mar o de la tierra, amenazados con consumirse, agotarse, si el afán de preservación no viene a templar a tiempo la relación de dominación que man tiene el hombre con la naturaleza; pues lo que aquí se pide es que el cielo nocturno siga siendo o, mejor, vuelva a ser, una realidad exterior, un componente no apropiable de la vida. Se trata de transferir a la humanidad una responsabilidad nueva, pero esta paradójica responsabilidad posprometeica consiste en
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devolver la humanidad al poder de la noche. Y la nostalgia que aparece en esta reivindicación no es la morriña, sino la nostalgia d el m ás allá, el luto por el exterior y por el ser sin el hombre. Como dice Dios en El pórtico d el misterio d e la segunda virtud de Péguy: «Oh bella noche, noche del gran manto, hija mía del manto estrellado Tú me recuerdas, a mí mismo tú me recuerdas ese gran silen cio que había Antes de que yo hubiese abierto las esclusas de ingratitud. [...]
Oh dulce, oh grande, oh santa, oh bella noche, quizá la más santa de mis hijas, noche de la gran túnica, de la túnica estrellada Tú me recuerdas ese gran silencio que había en el mundo Antes del comienzo del reino del hombre». Ese reinado del hombre por la luz es la modernidad occiden tal, que la ha convertido en su consigna y su programa. Como escribía, treinta años después de Péguy, el gran escritor japonés Junichiro Tanizaki en su libro El elogio d e la som bra: «Los occi dentales, siempre al acecho del progreso, se agitan sin cesar per siguiendo una condición mejor que la actual. Buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lám para de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refu gio de sombra». Este texto data de 1933. Desde entonces, Japón ha cogido a Occidente y, aunque estemos en Tokio lost in translation, no nos sentimos desambientados por el alumbrado y su disimulación, tan exuberante como en las ciudades americanas, del cielo nocturno. Todos nosotros somos ahora los herederos, los beneficiarios y los continuadores de la civilización de las Luces, es decir, de la repulsión a lo oscuro.
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Ahora bien, la exuberancia cansa y provoca en ciertos habi tantes del planeta iluminado el extraño sentimiento de haber sido expoliados de lo indisponible. De este expolio, de este embargo de la experiencia misma del sobrecogimiento, nace la idea insó lita, el deseo inopinado de salvar lo oscuro y de restituir a la noche una parte de su imperio. Toda la cuestión estriba en saber si este deseo dictado por la fatiga pesará alguna vez frente al día sin fin del frenesí artificialista y a su promesa de felicidad.
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Obras citadas
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Conjugando filosofía y literatura, el autor analiza de manera vibrante los diferentes problemas de nuestra época, desgranando el concepto de modernidad basado en la racionalidad técnico-científica-. « ’Un Descartes no leído nos determina, tanto si lo queremos como si no', ha escrito Hans Joñas. Esta determinación constituye el objeto primero de mi enseñanza. Lo que me esfuerzo en enseñar a mis alumnos de la Escuela politécnica no es la filosofía, sino su propia filosofía. Ahora bien, ¿a qué nos determina Descartes? Ayer aún nos era posible responder esto: nos determina a hacernos metódica, politécnicamente dueños de todas las cosas a fin de aliviar la suerte de los hombresy hacerles la vida más agradable. Pero he aquí que las realidades nacidas de la filosofía del hombre moderno se las ingenian para llevar la contraria a las ambiciones de esta filosofía, para transformar sus promesas en amenazas, para funcionar por sí mismas. Se ha vuelto difícil oponer, sin recurrir a otro tipo de proceso, los cálculos de la razón a las tinieblas de la superstición, y es que los procesos desencadenados por la razón no tienen nada de razonable».
Alain Finkielkraut
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