Filosofía y Educación. La Infancia y La Política Como Pretexto. Ealter Kohan PDF

April 1, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Walter Kohan

Filosofía y educación La infancia y la política como pretextos

1era Edición: (I parte de este libro) Del Estante Editorial, Buenos Aires, 2007 2da Edición: Fundarte, 2011

© Fundación para la Cultura y las Artes, 2011

Filosofía y educación La infancia y la política como pretextos © Walter Kohan

Colaboradores: Gregorio Valera-Villegas (Universidad Central de Venezuela y Universidad Simón Rodríguez) Gladys Madriz (Universidad Central de Venezuela y Universidad Simón Rodríguez) Imagen de portada Título: Niños de hoy en día (Detalle) Autor: Benito Mieses Técnica: Mixta sobre tela Año: 2010 Al cuidado de: Héctor A. González V. Diseño y concepto gráfico general: David J. Arneaud G. Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal: Nº lf23420111002958 ISBN: 978-980-253-511-8 FUNDARTE. Av. Lecuna. Edif. Tajamar. PH Zona Postal 1010, Distrito Capital, Caracas-Venezuela Telfax: (58-212) 5778343 5710320 Gerencia de Publicaciones y Ediciones

Walter Kohan

Filosofía y educación La infancia y la política como pretextos

Índice

Presentación de Gregorio Valera-Villegas 9

I Parte. Ensayos de filosofía e infancia Capítulo I Política, educación y filosofía: la fuerza de la extranjeridad 13 1. La extranjeridad de las lenguas en los primeros años 18 2. Extranjeridad y hospitalidad 20 3. Un extranjero ignorante: entre educación y pedagogía; entre policía y política 23 3.1 Ignorancia y extranjeridad 24 3.2 Educación, filosofía y política en el extranjero 27 3.3 Posibilidades e imposibilidades de la política 30 3.4 Educación y pedagogía 32 Capítulo II La infancia de la educación y la filosofía. Entre educadores héroes y tumbas de filósofos 35 1. Sócrates y el imperialismo de lo mismo 38 2. El imperio de la mayéutica: el Menón 43 3. Un diálogo aporético: el Eutifrón 48 4. La figura de un profesor 55 5. Una historia, ¿socrática? 57 5.1 Un principio para enseñar: terminar es labor de todos 60 5.2. Un principio para aprender: el pendiente es buscarse 62 5.3 Una búsqueda entre Sócrates y Foucault 64 Capítulo III Motivos para pensar la infancia más literal 1. Dos lugares para la infancia 2. Infancia y política: zapatismo infantil 3. Otro ejemplo infantil, fuera de la escuela 3.1 Un inicio para pensar: la amistad 3.2. Un llamado de atención al preguntar 3.3 Una nueva lengua 7

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3.4 La positividad de la infancia y del extranjero 3.5 Filosofía para niños 3.6 La palabra de una infancia menos literal Capítulo IV Una infancia para la educación y para el pensamiento 1. Entre Deleuze y la educación 2. Educación y política 3. Infancia y devenir

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II Parte. Ensayos de filosofía y educación 1. ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates 111 2. Del Discípulo al maestro. Lipman en la memoria 129 3. Filosofía en las comunidades populares: un lugar de infancia 137 4. Escritura y pensamiento infantiles para pensar el encuentro entre infancia y filosofía 147 III Parte. Diálogos y encuentros Debate Kohan, Brénifier, Langon 159 Entrevista con Jimena Almario y Joan Galindo: Infancia, emancipación y filosofía 171 A manera de cierre: infancia, entre literatura y filosofía 189 Bibliografía 201

Presentación

Por Gregorio Valera Villegas1

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es invito a visitar las páginas de este libro, a realizar una visita sin apuros, a adentrarse de verdad en ellas, con el detenimiento debido, con la lentitud de la buena lectura; aquella que busca, más que comprender, pensar. En buena medida este es un libro viaje, de ida y vuelta, de ida a la antigua Grecia a visitar y conocer al eterno Sócrates, y de vuelta para comprender los mundos del ahora, la política y la educación desde su legado filosófico. Es una visita con paradas en lugares amplios, complejos: allí la infancia, la hospitalidad, más allá la extranjeridad, el otro, la diferencia. Sus páginas nos muestran, no sin cierta duda, un intento de comprender nuestro presente como buen texto de filosofía que es. Y constituye, a la vez, un desafío a realizar una práctica del filosofar, otra, desde el imperativo kantiano, combinando el saber filosófico, su historia, y, especialmente, su carácter problematizador. Kohan anda desde hace ya tiempo en el asunto de un filosofar latinoamericano, respondiendo al mandato de Simón Rodríguez, Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, José Martí, Eugenio María de Hostos, José Ingenieros, Paulo Freire; desde nuestro contexto histórico-cultural. Apostando a un filosofar en diálogo con el pensamiento filosófico antiguo, europeo, y con el pensamiento contemporáneo norteamericano, Dewey y Lipman, especialmente con este último de quien fue su discípulo. De esta manera, el Programa de Filosofía para Niños de Matew Lipman le ha servido de plataforma para un pensar, para un filosofar que lo trascienda en tono de 1 Profesor de filosofía de la educación de la UCV y de la USR. 9

la infancia como categoría constitutiva del ser humano. Una infancia que va mucho más allá de una edad cronológica, para hacer de ella la plataforma filosófica y pedagógica del inicio, del comienzo, del re-iniciar, del recomenzar como filosofía de la educación y como práctica pedagógica. En este libro vamos en contrapunto dialógico con autores que son un pretexto mayor para el filosofar sobre asuntos como: la educación, la política, la extranjeridad, la hospitalidad, la infancia (como tema principal). Así nos encontramos en el camino que lo conforma, camino del filosofar, a: Sócrates, Jacotot, Freire, Foucault, Derrida, Deleuze, Lipman, Rancière. Filosofía y educación. La infancia y la política como pretextos es un camino incierto, inseguro, de lugares desconocidos que pueden seducirnos, inquietarnos o, simplemente, extrañarnos. En Filosofía y educación, Walter invita y reta a la vez al atreverse a pensar desde de nuestras propias circunstancias con algunas herramientas del conocimiento filosófico, traducidas a nuestra propia lengua. Un pensar, valga decir, un filosofar que sea repetición y diferencia, a sabiendas, de que, en filosofía, no todo está dicho, como se nos ha hecho creer en las escuelas universitarias, que hay muchas cosas que podemos decir y hacer, de memoria y con nuestras propias palabras. Este no es un libro soberbio, lleno de un lenguaje incomprensible, oscuro y distante; de vana elocuencia teórica. Es un libro que, sin tergiversar el pensamiento de autores y obras de la tradición filosófica, nos da una lección de incompletitud y no de cierre, esto es, de lo mucho que falta por hacer, por pensar, por decir en el terreno de la filosofía y la educación y más allá de él. Finalmente, es necesario apuntar nuestra palabra de agradecimiento al Fondo Editorial Fundarte, especialmente en la persona del poeta Freddy Ñáñez, al ofrecernos la oportunidad de publicar esta obra del profesor Kohan.

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I Parte. Ensayos de filosofía e infancia

Capítulo I Política, educación y filosofía: la fuerza de la extranjeridad

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a infancia que afirmamos tiene diferentes nombres y habita diferentes espacios. Limpiemos primero las aguas. Hay una infancia dominante. Podríamos llamarla una tierra patria de la infancia, su centro, su casa, que está ocupada por la lógica de las etapas de la vida: la infancia sería la primera etapa, los primeros años, la fase inicial, de la vida humana. La vida es entonces entendida como una sucesión consecutiva que encuentra las primeras etapas en la infancia. Se discute desde cuándo comienza, hasta dónde llega, por qué es seguida, cuáles son sus distinciones internas. Todos estos detalles no son ahora importantes. De la misma manera, hay también un concepto dominante de extranjero, que dice respecto de una nacionalidad y de una relación con la lengua y la tierra, y algunos otros sentidos que se desprenden de aquel: extranjera puede ser una figura que no viste nuestra ropa, que no piensa nuestro pensamiento o, de manera menos estricta, que vive otra vida. Así, el extranjero, de manera general, es alguien que está instalado fuera de «nuestro» universo de normalidad. Claro que existen los más diversos usos y sentidos sociales del extranjero: los turistas cuidados por una seguridad pública que, al mismo tiempo, persigue a los inmigrantes sin papeles. Están los extranjeros condenados a trabajar como esclavos en lugares informales y marginales y los extranjeros que el huésped utiliza como señal de cosmopolitismo. Los que viajan a América Latina para hacer turismo sexual infantil y los que defienden en la misma América Latina, en Irak o donde sea causas que no tienen patria. De modo que hay muchas figuras escondidas bajo un mismo nombre: exiliados, inmigrantes, ilegales, sin papeles, turistas, embajadores, representantes, emisarios, peregrinos, curiosos y otras yerbas.

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Entre todos esos ropajes, la forma principal se construye, como en el caso de la infancia, desde la ausencia, la negación, la impotencia o la imposibilidad: el extranjero no habla nuestra lengua, no puede comunicarse, es incapaz de entender nuestras costumbres, no conoce nuestra historia. También lo que define a la infancia –desde su etimología latina, infans– es la falta: la palabra está compuesta del prefijo privativo in y el verbo fari, «hablar», de modo que, literalmente, infantia significa «ausencia de habla». Rápidamente, el término pasó a ser usado para designar a los que no están habilitados aún para testimoniar en los tribunales y, de un modo más general, a los que todavía no pueden participar de la res pública (Castello y Mársico, 2005:45). De modo que la infancia designa en su etimología la falta infaltable, la del lenguaje, y en sus usos primeros, otra falta no menos infaltable, la de la vida política. Desde la crudeza de la etimología se ha extendido esa nota de privación. Así como los infantes no tienen la misma capacidad que los adultos para vérselas con el lenguaje, se considera que los infantes no pueden saber, pensar y vivir como los adultos saben, piensan y viven. Lo mismo es aplicable al extranjero: hay en los dos casos un movimiento análogo que inscribe al otro –el extranjero, el infante– en una lógica de ausencia y negación y que deriva de esa lógica una incapacidad o una impotencia. No soy el primero en hacer este paralelo entre el extranjero y el infante. Como lo recuerda muy bien Derrida (2000), el privilegio le cabe, cuándo no, a un infante de la filosofía: Sócrates, quien lo hace justamente frente al tribunal que lo juzga y condena a muerte, al menos si hemos de creer el relato de su defensa que nos ha contado Platón. En todo caso, ese detalle no interesa demasiado ahora, si no fue Sócrates fue Platón o, para decirlo mejor, alguien entre los dos. Así, en el comienzo de la Apología de Sócrates (Platón, 1980:17 d y ss.), Sócrates dice a sus jueces que, ya viejo y por primera vez ante un tribunal, su lengua y su manera de relacionarse con la palabra es extranjera (xénos) de los modos habituales en ese espacio y que, por lo tanto, por ser extranjero, usará el acento y el modo de cuando fue criado (etethrámenen, de trépho, «alimentar, nutrir, criar»), esto es, el lenguaje de su infancia. Sócrates, el infante de la filosofía, se declara extranjero del orden jurídico de la polis y, en cuanto tal, solicita el derecho de hablar infantilmente. Sostiene que la extranjeridad le da derecho a la infancia. De esta manera, Sócrates se sitúa en un exterior del orden jurídico y político de la polis que no le permitirá escapar con vida. Conocemos el final de la historia: el infante-extranjero es condenado a muerte. La infantil lengua extranjera de Sócrates no es escuchada, no tiene lugar en la polis.

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En otro sentido, es interesante recordar que, en la misma Apología, Sócrates se identifica a sí mismo con la filosofía como estrategia de defensa, de modo que la lengua infantil y extranjera de Sócrates es, en esos inicios, también la lengua de la filosofía. De modo que, en la infancia más literal de la filosofía, hay una sugerente asociación entre filosofía, infancia y extranjeridad. Pero después vino Platón y puso las cosas en su lugar, y la filosofía en la adulta y sabia madurez de los guardianes que gobernarían la polis. En este capítulo vamos a cuestionar, de la mano de algunas referencias a textos de filósofos contemporáneos, esta lógica de tal manera que podamos ver en la extranjeridad una fuerza afirmativa. Vamos a hacerlo con un grado secuencial de detenimiento y en distintos registros. Primero haremos una referencia rápida a la extranjeridad literal de la lengua en un país extranjero a través de un pasaje de G. Steiner; a continuación ligaremos la extranjeridad a la hospitalidad, en los términos de J. Derrida. Finalmente, nos ocuparemos más extensamente en una figura que ha hecho de su extranjeridad una oportunidad de transformación y un nuevo inicio para el enseñar y el aprender. Allí nos detendremos en El maestro ignorante de J. Rancière para analizar en qué medida la figura de J. Jacotot permite cambiar el signo que suele otorgarse no sólo a la extranjeridad, sino también a la ignorancia y a la relación entre alguien que aprende y alguien que enseña.

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1. La extranjeridad de las lenguas en los primeros años

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n una entrevista autobiográfica con la periodista francesa Antonie Spire, G. Steiner afirma, refiriéndose a su propia infancia, el privilegio que fue poder hablar tres lenguas en los primeros años de vida. En la casa se hablaba alemán, el exilio era en París y allí Steiner iba a una escuela de lengua inglesa. Convergen en un mismo lugar el alemán, el francés, el inglés y, después, aun el italiano. Afirma Steiner (1999:17): Cada lengua es una ventana que da a otro mundo, otro paisaje, otra estructura de valores humanos […] tuve una suerte inmensa e incorporé más tarde una lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi enseñanza, todavía tengo el privilegio de dar clases, conferencias, en cuatro lenguas. Cada vez lo siento como vacaciones del alma. No sé expresarme de otro modo: es una maravillosa libertad (la cursiva es nuestra).

Esta descripción, diáfana y clara, pone en juego algunas asociaciones interesantes. La lengua es una ventana; las ventanas son miradores; son aquellas partes de la casa que marcan el pasaje entre el adentro y el afuera; a través de las ventanas se puede ver el mundo desde adentro sin salir de la casa y se puede también ver el interior sin entrar a ella; las ventanas pueden estar más o menos sucias, con o sin rejas, claras u oscuras y cada una de estas tonalidades da espacio a un tipo especial de relación entre el adentro y el afuera, entre el interior y el exterior.

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El texto de Steiner es también interesante porque permite ver cómo el hecho de que alguien crezca en un contexto de muchas lenguas, multilingüístico, en particular en el momento en que consolida una relación con el lenguaje, no necesita ser percibido como una dificultad o la fuente de eventuales problemas para su desarrollo, sino que puede también ser comprendido como una potencia de oportunidades y libertad; las potencias de percibir lo que no se percibe en la «tierra patria» de la lengua materna, de pensar lo que allí no se piensa, de valorar lo que en la propia lengua no se valora, de respirar otros aires, en fin, de poder ser de otra manera que en casa. Steiner nos ayuda también a pensar un modo de relacionarnos con nuestra extranjeridad, con el extranjero que cada uno es en relación con todas las otras lenguas que no habla, que no comprende, esto es, con relación a todos los otros mundos que, por ignorarlos, no habita. De esta manera, nos ayuda a pensar que mantenernos en la propia lengua es también clausurarnos a otras lenguas y, con ellas, a otros mundos, a otras potencias de vida. En esa imagen, la extranjeridad sería en cada uno de nosotros una ventana, unas vacaciones, una oportunidad para dejar de hacer lo que normalmente hacemos y liberar las fuerzas contenidas por 1 las exigencias de la rutina y la normalidad .

1. Mientras presentaba esta idea en un congreso de Educación, en Florianópolis, Santa Catarina, en agosto de 2005, una maestra catarinense de educación infantil, Leila, expresó con palabras muy bonitas el sentido que esta imagen puede tener en la formación de un docente: «A partir de la metáfora del extranjero podemos pensar que el camino para nosotras, maestras, puede ser el de volvernos «extranjeros» de nosotras mismas para poder acoger el lenguaje de los niños y, quien sabe, salir de casa y mirar para dentro de la ventana». Así, Leila destacaba, de manera clara y fuerte, cómo la ida al extranjero, o al menos la disposición para ese viaje, para hablar otra lengua, para ser de otro modo, es también una condición para la acogida del otro en la relación pedagógica. En lo que sigue vamos a ver si conseguimos salir de casa y mirar de afuera para adentro la tierra de la extranjeridad.

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2. Extranjeridad y hospitalidad

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n un texto precioso escrito en respuesta a Anne Dufourmantelle que se intitula De la hospitalidad, J. Derrida (2000:21) afirma que la hospitalidad surge precisamente cuando nos cuestionamos la forma de relación que establecemos con el extranjero: «¿Debemos exigir al extranjero comprendernos, hablar nuestra lengua, en todos los sentidos de este término, en todas sus extensiones posibles, antes y a fin de poder acogerlo entre nosotros?». La exigencia se torna dramática en las distintas acepciones del término y esta dramaticidad se manifiesta en una serie de interrogantes: ¿acaso es necesario, o mejor, posible, exigir al extranjero que salga de su mundo y entre en el nuestro como condición de su acogida? En ese caso, ¿no estaríamos incluyendo en la invitación al extranjero el decreto de su propia muerte en cuanto tal? Traer el extranjero a nuestra tierra, ¿no significaría matar su extranjeridad? Derrida presenta la antinomia de modo igualmente elegante y crudo: «Si [el extranjero] ya hablase nuestra lengua, con todo lo que esto implica, si ya compartiésemos todo lo que se comparte en una lengua, ¿sería el extranjero todavía un extranjero y podríamos hablar respecto a él de asilo y hospitalidad?» (ídem:23). En otras palabras, ¿cuáles son las condiciones para que el extranjero pueda ser acogido por nosotros sin dejar de ser extranjero? ¿Cómo no sucumbir a la tentación del asesinato de la extranjeridad del extranjero –y con él del propio extranjero– aun, o sobre todo, en nombre de la simpatía, la generosidad, la tolerancia y las más bellas palabras que encontremos para aliviarnos del dolor de semejante homicidio? Así, la hospitalidad del extranjero nos lleva a pensar en la paradoja de la relación con el otro, en las redes imposibles de desconflictuar entre identidad y alteridad. Podemos hacer el ejercicio de leer «infante» allí donde 20

Derrida dice «extranjero». Podemos entonces leer: «Si el infante ya hablase nuestra lengua, con todo lo que esto implica, si ya compartiésemos con el infante todo lo que se comparte en una lengua, ¿sería el infante todavía un infante y podríamos hablar respecto a él de asilo y hospitalidad?». ¿Cómo recibimos al extranjero? Derrida nos lo recuerda: con nobles preguntas (ídem:33). Veamos: «¿Cómo te llamas?», «¿Cuál es tu nombre?» «¿Cómo debo llamarte, yo que te llamo, yo que deseo llamarte por tu nombre?», «¿De dónde vienes?». Nótese que la pregunta que le hacemos a un extranjero es la misma pregunta que le hacemos a un infante que no conocemos. Extranjero e infante desconocidos; extranjero infante; infante extranjero. Así vamos, a la búsqueda de identificar y localizar al otro, de nombrarlo. Nos preguntamos, con Derrida: ¿la hospitalidad exige saber el nombre y la identidad del otro o, al contrario, la hospitalidad se da al otro sin nombre, sin identidad, sin palabra? ¿Es una o son dos formas distintas de la hospitalidad? ¿O acaso son múltiples? ¿O tal vez ninguna? El argumento de Derrida, que no detallaremos, sino que sólo traemos a manera de inspiración, muestra cómo la hospitalidad puede estar sometida a algunas situaciones que refuerzan su condición paradójica: efectivamente, alguien puede volverse xenófobo, fóbico del xénos, extranjero, para defender su derecho a la hospitalidad; es, en definitiva, la paradoja mortal del capitalismo: es necesario garantizar primero el derecho a la propiedad para después disponer los derechos de los otros. De modo que hay, en la palabra y en la vida cruda, material, hospitalidades y hospitalidades, extranjeros y extranjeros, infantes e infantes, condiciones y condiciones. Entonces, ésa es la condición paradójica de la hospitalidad al extranjero: puede excluir y discriminar en nombre de la acogida y del reconocimiento. Más aún, la hospitalidad, parece sugerir Derrida, está sometida a una antinomia indisoluble: o se vuelve un axioma incuestionado, exigencia radical sin condiciones bajo el riesgo de la esterilidad, o se transforma en condicionamiento oblicuo que pone en cuestión su propia razón de ser. Derrida tensiona la paradoja hacia el lado del extranjero. En efecto, sugiere que es el extranjero quien tiene el poder de liberar el poder del dueño de casa: es el extranjero que invita –o no– al anfitrión a invitarlo. De esta manera, el anfitrión se vuelve anfitrión del anfitrión, invitado del invitado (ídem:123 y 125). Esta paradoja dice también respecto del saber. El anfitrión proclama saber la verdad sobre el extranjero y suele acompañar este saber con una pretendida ignorancia del extranjero sobre sí; en efecto, el dueño de casa pretende 21

constituirse en la propia voz del otro: «yo te conozco, yo te sé, yo te nombro, yo te revelo, yo te doy tu propia conciencia». Es el riesgo más tentador de la hospitalidad; en el caso de la infancia, es el riesgo de la paternidad, el de cierta forma dominante de la pedagogía: el riesgo de un saber que no permite que el otro sepa otro saber, en última instancia, que no permite que el otro sepa sino aquello que «tiene» que saber. En definitiva, es también el riesgo de la filosofía y de una imagen dogmática del pensamiento que desconsidera cualquier forma de pensar que no se encuadra en la propia imagen del pensamiento. Vale la pena notar que este riesgo es recíproco, esto es, el extranjero también puede ir al encuentro del otro como portador de una verdad que el otro, el dueño de casa, carecería de sí mismo. Es decir, la prepotencia, la arrogancia y el deseo de dominación no tienen patria, ni edad, definida. Pueden estar en cualquier lugar. De modo que no hay una única manera de habitar la extranjeridad, así como no hay una única manera de recibir al extranjero. La extranjeridad tampoco es un punto fijo, sino una condición que abre una diversidad de formas de relación con la tierra, con el saber y, sobre todo, con el otro. En todo caso, esas diversas formas de extranjeridad habitan un lugar paradójico frente al cual no sabemos muy bien qué decir, qué hacer, qué pensar, precisamente, por el hecho de que allí no se habla «nuestra» lengua. Una vez más, la infancia también ocupa ese lugar paradójico de la extranjeridad y nos invita a preguntarnos: ¿Cómo recibir a esos infantes-extranjeros? ¿Qué preguntas hacerles? ¿En qué lengua hablarles? ¿Qué nombre darles? ¿Qué invitación proponerles? ¿Con qué fuerzas abrazarlos? A continuación vamos a ver el caso de otro extranjero que da un nuevo espacio a la extranjeridad y a la infancia en tierras educativas.

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3. Un extranjero ignorante: entre educación y pedagogía; entre policía y política

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a figura en la que estoy pensando ilustra muy bien una cierta fuerza del extranjero, del extraño, del otro. En esto reside su atracción principal: saca al extranjero, al extraño, al otro, del lugar en el que comúnmente es colocado, el lugar de la exterioridad, de la privación, de la ausencia, de la impotencia, de la negación, para resituarlo en un lugar contrario: presencia, afirmación, interioridad, potencia… La figura en la que estoy pensando permite pensar estas formas de alteridad desde una lógica de lo que es y no de lo que no es. El personaje en cuestión es más bien un dúo, una dupla, un álter ego, dos compañeros de pensamiento. Uno de ellos es un pedagogo francés del siglo XIX, Joseph Jacotot, posrevolucionario, nacido en Francia, en el centro, en 1770, profesor de literatura francesa; se alista en el ejército, enseña retórica, ocupa cargos públicos y es electo diputado en 1815. El otro es un filósofo contemporáneo, Jacques Rancière, también francés o, para decirlo mejor, argelino, por lo tanto, nacido en una colonia, en el exterior, en 1940. Rancière cuenta la historia de Jacotot, y sabemos lo que pueden los buenos escritores cuando se trata de escribir la historia de otro. En verdad, acaba por aparecer un nuevo otro, un tercer personaje que no se confunde con el primero o con el segundo. Un otro en cuestión. Ni Jacotot ni Rancière. Un extranjero Jacotot, un extraño Rancière, un otro JacototRancière. Un infante profesor. La historia se parece a la de Sócrates y Platón. Claro que hay diferencias. Siempre las hay. Pero cuando un filósofo escribe a otro filósofo, lo que nace es otra filosofía. Así, es tan difícil diferenciar a Jacotot de Rancière como a Sócrates de Platón. 23

3.1 Ignorancia y extranjeridad La historia la cuenta Rancière (2003) en un libro llamado El maestro ignorante. La historia es bien conocida y sólo destaco algunos detalles: la extranjeridad nace, como casi siempre, de un viaje. Éste es el primer aprendizaje: la extranjeridad no viene dada, se conquista, mezcla de voluntad y casualidad. Cuando los alumnos y el profesor hablan lenguas distintas, cuando el profesor es extranjero, la institución pedagógica dice que no puede enseñar y que no se puede aprender; el profesor de una institución pedagógica no puede ser un extranjero, al menos para sus alumnos. «Profesor y alumnos deben hablar la misma lengua» es el dictado de la institución. En la extranjeridad no hay enseñanza ni institución posibles. Como sabemos, Jacotot desmonta los pilares de la institución, y ésa es su suerte. La estrategia del extranjero es llevar a sus alumnos a su propia extranjeridad. Lo puede hacer por el poder del que se reviste en la institución pedagógica, al menos antes de desvestirla, y ésa es su paradoja. No se trata, entonces, de cualquier extranjero, sino de un profesor extranjero. Para disminuir las distancias entre él y sus alumnos, en tanto profesor, el extranjero puede imponer el aprendizaje de su lengua. El profesor extranjero es más profesor que extranjero: no aprende la lengua de sus alumnos, los lleva hasta la suya. De a poco, con el desplazamiento lingüístico de sus alumnos, la distancia se va reduciendo. El extranjero va dejando de ser extranjero o, en todo caso, hace que otros, sus alumnos, entren dentro de su extranjeridad. Sabio profesor. El resultado de esa experiencia de aprendizaje sorprende al profesor extranjero, revoluciona su espíritu hasta poner en cuestión los cimientos de la razón explicadora de la institución. Una simple experiencia desplaza no sólo al profesor, sino a su vieja tierra pedagógica. Un extranjero había enseñado y los alumnos habían aprendido sin hacer lo que normalmente hacen un profesor y sus alumnos, habitando otra tierra que aquella que habitan cotidianamente uno y otros. Y no se habían llevado nada mal. Al contrario. El profesor, entonces, se deja habitar la extranjeridad, se extraña a sí mismo, multiplica los viajes al extranjero con la perspectiva de encontrar una nueva tierra firme para el enseñar y el aprender. No hay nada que hacerle: la extrañeza siempre incomoda y Jacotot no es la excepción: quiere dejar su extrañeza; busca confirmar que en verdad extraña era la tierra normal de las explicaciones, la instrucción y el viejo método. Extraño era que fuera posible enseñar y aprender en aquella tierra embrutecedora de desiguales. Extraño era que de verdad alguien enseñara y otros aprendieran en medio de la sinrazón desigualitaria.

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Jacotot descubre que el viaje al extranjero no puede ser transitado con la seguridad del método. No hay caminos prefigurados, no es posible anticipar la trayectoria extranjera de un aprendizaje. No se conocen esas tierras y en su imprevisibilidad radica, también, su fuerza. Hay apenas una opinión al inicio: todos somos iguales en inteligencia, y una fuerza de la alteridad que se abre desde tierras desconocidas y sin jerarquías, igualmente dispuestas para quien se atreva a iniciar la experiencia de Jacotot, que es la de cualquier ser humano en la extranjeridad. De esta manera, en los pasos de Jacotot, la extranjeridad del aprender tiene la marca de la vida y la potencia. Con todo, el camino, como siempre, ofrece signos dispares. Al comienzo todo parece confirmar la posibilidad de una nueva tierra tranquila. La extrañeza del extranjero se potencia. Ya no es extraña la relación sólo con los alumnos, sino también con el conocimiento, la inteligencia, la voluntad y la igualdad. Los conocimientos no están antes de la relación pedagógica, sino después; la igualdad no está después, como objetivo, sino antes, como opinión verificada cada vez. El profesor trabaja sobre la voluntad del alumno, no sobre su inteligencia. De esta manera, la ignorancia, otra extraña extranjera para la vieja pedagogía, entra en escena de manera rutilante: ignorancia de los saberes, ignorancia del método rígido, pero, sobre todo, ignorancia de la desigualdad sobre la que se asienta la razón explicadora y la lógica social que la presupone y la refleja en la institución pedagógica. El problema de la vieja pedagogía es sobre todo el de la vieja política, la de superiores e inferiores, la pasión por la desigualdad. La potencia de la extrañeza marca también el aumento de la potencia de la experiencia: los alumnos aprenden cada vez más, llenan sus clases, no quieren dejar de aprender con ese extraño. La pedagogía parece abrirse a una extranjera, extraña, otra, afirmativa, política de la igualdad. Sin embargo, el desenlace de El maestro ignorante no es el de una novela latinoamericana o de un filme hollywoodiano. Al contrario, la institución no soporta tamaña extrañeza, semejante otredad (ídem:99 y ss.). De a poco, el extraño ya no encuentra más lugar en ninguna institución educativa y sus propias tentativas institucionalizantes fracasan. Las conclusiones de Jacotot-Rancière son devastadoras: la extranjeridad, la extrañeza y la otredad son incompatibles con toda y cualquier institución (ídem:132). Así, la historia del profesor extranjero está llena de paradojas. Paradoja de un principio-opinión que no es una verdad demostrable, sino un principio a ser verificado. Paradoja de una alteridad que afirma como principio la igualdad. Paradoja de una política que no encuentra lugar en la polis. Paradojas de un antiprogresismo desinstitucionalizante. El viaje del extranjero es un viaje de intervalos, polémicas, rupturas, interrupciones, disonancias. 25

Este viaje del profesor extranjero se parece a otros viajes; por ejemplo, al viaje de la filosofía en el pensamiento: genera incomodidad, saca del lugar; inquieta e impide que se siga pensando lo que se pensaba. Es un viaje de desacuerdos, una experiencia de interrogación y apertura de un nuevo espacio para la experiencia del pensar. La filosofía también parece extranjera en el pensamiento, incluso cuando se viste con el pretencioso traje de profesor. Más allá de las consecuencias que Rancière propone para la historia de Jacotot, nos interesa notar que todo comenzó con un viaje; que la extranjeridad fue una fuerza que ayudó a pensar a Jacotot, que propició encuentros, en el extranjero. Si la experiencia de Jacotot tiene algún valor ilustrativo de la experiencia del pensar, tal vez quiera decir que en el propio pensamiento también tenga sentido viajar y que encontramos pensamiento allí donde y cuando interrumpimos lo que normalmente pensamos y nos desplazamos a otra tierra. Tal vez valga la pena pensar, con este profesor extranjero, si acaso pensamos en la naturalidad de nuestra tierra, en el espacio de todos los días o si debemos, al contrario, perdernos en otras lenguas, habitar otros territorios, inventarlos, para poder pensar en serio. De esta manera, Jacotot inspira a pensar una educación que contraría el apotegma del oráculo délfico «conócete a ti mismo». Por lo menos para un profesor, habría que pensar que más vale desconocerse a sí mismo, desconfiar de los propios saberes sobre sí y sobre los otros; sería más bien un «conócete tus otros», invéntate otro cada vez, ve allí donde la propia lengua no hace eco (algo que incluso Jacotot no hizo), donde se habla otra lengua, la lengua del otro. Éste es el valor principal del viaje de Jacotot-Rancière: no tanto sus discutibles y controversiales postulados, sino los desacuerdos que provoca y suscita el trabajo de pensamiento que desencadena como expresión solitaria, inaudita, disonante, extravagante y, a pesar de todo, o justamente por eso mismo, suficientemente fuerte para interrogar lo que no puede ser interrogado en la normalidad de la institución pedagógica. El valor del viaje de Jacotot es mostrar las tensiones indisimulables entre la pedagogía y la extranjeridad y, al mismo tiempo, ofrecer algo así como una infancia para el pensamiento y para la educación: un nuevo inicio, un nacimiento de algo por venir, inesperado, impensado, imprevisto. Es cierto que algunos lectores de El maestro ignorante podrían objetar que, según los dos últimos capítulos, el viaje se debería abortar antes de nacer. No estamos tan seguros de esa lectura. Y aunque así «habría que leer» El maestro ignorante, reivindicaríamos nuestro derecho a leerlo de otro modo. Eso hemos aprendido de Jacotot. No hay por qué instalarse en la verdad. Un viaje no es todos los viajes y una manera de viajar no es todas las maneras de viajar. 26

3.2. Educación, filosofía y política en el extranjero Las cuestiones más controvertidas que suscita El maestro ignorante son, justamente, políticas. En una entrevista realizada para la presentación de las ediciones en castellano y portugués del libro, Rancière deja claros algunos puntos en común con el pensador más influyente de la moderna educación brasilera, Paulo Freire2. Rancière sitúa a Freire del mismo lado de Jacotot, enfrentados al lema positivista pedagógico de «orden y progreso», ambos interrumpiendo la supuesta armonía entre el orden del saber y el orden social. Pero también manifiesta las diferencias: nada más lejano de Jacotot que un método para la «concientización» social. A diferencia del pedagogo latinoamericano más influyente de nuestro tiempo, Jacotot se dirige a individuos y afirma que la igualdad es una decisión puramente individual, imposible de ser institucionalizada. En este punto, Rancière deja espacio para una aproximación: aunque la emancipación intelectual no se dé en el campo social, no hay emancipación social que no presuponga una emancipación individual. En este sentido, algo acerca el anarquismo de Jacotot al optimismo de Paulo Freire «en el proceso de emancipación intelectual como vector de movimientos de emancipación política que se separan de una lógica social, de una lógica de institución» (Cuaderno de Pedagogía, 2003:54). Con todo, creemos que las distancias entre Jacotot-Rancière y Paulo Freire son fundamentales y dicen respecto de los principios y modos de entender la política. Según Rancière, la política, derivada del axioma de la igualdad, es excepcional en la historia. Para Freire, al contrario, la educación es justamente el acto político de emancipación por excelencia. Si para Rancière las figuras del profesor y del emancipador no se confunden y obedecen a lógicas disociadas («Ser un emancipador es siempre posible, si no se confunde la función del emancipador intelectual con la función del profesor […] No hay una buena institución, hay siempre una separación de razones […] un emancipador no es un profesor, un emancipador no es un ciudadano. Se puede ser a la vez profesor, ciudadano y emancipador, pero no es posible serlo dentro de una lógica única», ídem:55), para Freire, al contrario, no pueden separarse: un profesor que no emancipa no merece ese nombre; ser profesor sólo tiene sentido (político) si se va a hacer de la relación pedagógica un motivo para la emancipación, entendida como acto de amor, diálogo y concientización de los oprimidos.

2 Organizamos con J. Larrosa un dossier que incluía esa entrevista y fue publicado, con algunas mo-

dificaciones, en las revistas Cuaderno de Pedagogía (Rosario, Argentina); Educación y pedagogía (Medellín, Colombia); Diálogos (Valencia) y Educação & Sociedade (Campinas, Brasil).

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En sectores importantes de la pedagogía latinoamericana, El maestro ignorante fue recibido con entusiasmo relativo. Se objeta que el libro puede cumplir una función crítica adecuada en un país europeo, como Francia, con un Estado moderno consolidado, con un sistema escolar público que, con sus problemas, tiene índices escolares de universalidad, analfabetismo, deserción y repetición propios de un país desarrollado, incomparablemente superiores a los de nuestros países. Al contrario, en contextos donde todavía no se ha conseguido incluir a toda la población en la institución escolar, con un sistema público ya endeble y aún más debilitado por las últimas reformas educativas, con escuelas que hacen agua por todos lados, se argumenta que una crítica desinstitucionalizante como la de El maestro ignorante sólo podría tener efectos conservadores y regresivos: debilita lo público, justamente lo que es necesario fortalecer ante la presente pretensión de hegemonía del mercado y la privatización creciente del sistema educativo. En parte, esta incomodidad que provoca El maestro ignorante deja ver una de sus principales virtudes: un modo revitalizador de entender y afirmar el pensar en terreno educativo: ejercicio del pensamiento que desacomoda, desestabiliza, inquieta. Vale la pena recordar aquella distinción de M. Foucault (1994a:41) entre dos tipos de libros o, mejor, dos tipos de relación que establecemos con la escritura: una relación de verdad o una relación de experiencia. En el primer caso, el libro funciona como una verdad que se escribe para pasar lo que se sabe o que se lee para saber lo no sabido, para transmitir lo que ya se piensa o para enterarse de lo pensado por otro; en el segundo caso, el libro funciona como un dispositivo que permite poner en cuestión las verdades en las que el autor o el lector están instalados. Si la primera relación legitima un saber, la segunda lo problematiza. Si la verdad deja al escritor y sus pensamientos como estaban, la experiencia de escritura y de lectura transforma unos y otros. Un libro como El maestro ignorante invita a una relación de experiencia, a un modo desestabilizador y cuestionador de situarse en el pensar. Si, en cambio, se lee El maestro ignorante como un libro verdad, no se le sacará gran provecho y, además, se lo pondrá en el lugar de su muerte, al que parece combatir de principio al fin. Al contrario, como experiencia de lectura, Jacotot y Rancière pueden ayudarnos a ya no poder pensar más del mismo modo las cuestiones que tratan. A lectores profesores la experiencia de un profesor puede ayudarnos a no ser más profesores de la misma manera, a ya no ser los mismos profesores. En otras palabras, para poder sacarle provecho a Jacotot hay que sentarse con él de igual a igual –la expresión nunca fue más pertinente–, desacomodarse, dejarse provocar, inquietarse. De modo que hay allí un valor innegablemente filosófico y político de un pensamiento que no deja las cosas del mismo modo que las encontró: al contrario, encierra al lector en un círculo del que deberá salir, por 28

sí mismo, otro de como entró. O extraño. O extranjero. En cambio, si se extrae un método o una verdad pedagógica de este libro, se lo aniquila. Allí comienza lo interesante y los problemas, porque es notorio que una experiencia de lectura que desacomoda e inquieta exige poblar otros lugares, otras relaciones. La pregunta asoma con toda su crudeza: ¿qué tierra al fin? En este sentido, El maestro ignorante calla. No prescribe ni autoriza. Queda un vacío, una ausencia, no hay métodos, no hay caminos. Hasta allí, ningún problema. Al contrario. ¡La pedagogía está tan llena de respuestas fáciles, simplificadoras, superficiales, que un poco de silencio ayuda a respirar! Puede verse allí el gesto propio de la filosofía, con una elegancia singular. Nada más interesante para una situación de enseñar y aprender que el vacío que abre espacio para pensar los cómo, los dónde, los cuándo, los para qué. Pero el punto es que en El maestro ignorante no sólo hay ausencia de prescripción, sino que la última palabra parece ser de imposibilidad, una negativa normalizada: «Nunca ningún partido ni ningún Gobierno, ningún ejército, ninguna escuela ni ninguna institución, emancipará a persona alguna» (Rancière, 2003:132). Para decirlo con otras palabras, El maestro ignorante hace jugar el valor y sentido de una práctica educativa entre la igualdad y la emancipación. La relación es circular: se parte de una para llegar a la otra, la que, a su vez, verifica la primera. El problema es que ambas nunca se encuentran de hecho en una forma social: «La enseñanza universal no es y no puede ser un método social; no puede extenderse en y por las instituciones de la sociedad» (ídem:135); la alternativa es excluyente: «Es necesario elegir entre hacer una sociedad desigual con hombres iguales o una sociedad igual con hombres desiguales» (ídem:171). La emancipación no va más allá de una relación de individuo a individuo: no hay ni puede haber en El maestro ignorante proyecto educativo emancipador. Así, el gesto filosófico da lugar a una política del desencuentro y de la quimera (sólo hay política en sueños: «Soñar una sociedad de emancipados que sería una sociedad de artistas», ídem:95); de la distancia, escisión, imposibilidad («El hombre puede ser razonable, el ciudadano no puede serlo», ídem:112); no hay margen para nada («El hombre ciudadano conoce la razón de la sinrazón ciudadana. Pero, al mismo tiempo, la conoce como insuperable», ídem:117). Esta ausencia de posibilidad política, al menos en los estados de normalidad social, en las instituciones, en las escuelas, debe llevar, dicen Rancière-Jacotot, al conformismo: «Bastaría con aprender a ser hombres iguales en una sociedad desigual. Esto es lo que quiere decir emanciparse» (ídem:171); «sin duda, los emancipados son respetuosos con el orden social. Saben que es, en todo caso, menos malo que el desorden» (ídem:136). Es cierto que los emancipados no 29

se entregan al orden social («Pero es todo lo que le conceden, y ninguna institución puede satisfacerse con ese mínimo», ibídem), pero tampoco lo amenazan («Él sabe lo que puede esperar del orden social y no provocará grandes trastornos», ídem:141). 3.3. Posibilidades e imposibilidades de la política Son estas implicaciones con un cierto aire de pesimismo o fatalismo de El maestro ignorante lo que nos interesa discutir. En definitiva, se trata de opiniones a las que opondremos otras opiniones. Opiniones de resistencia contra opiniones de resistencia. Entiéndase bien. No nos interesa afirmar un optimismo fácil. De paso, vale pensar sobre los modos del optimismo. Está el de los que creen que todo es maravilloso, posible y aun el de aquellos que piensan que las cosas progresarán hacia lo mejor, más o menos rápidamente. No compartimos esas formas de optimismo, pero sí el que afirma que las cosas siempre pueden ser de otra manera, un optimismo de inspiración foucaultiana («mi optimismo consiste, antes bien, en decir: tantas cosas pueden ser cambiadas, frágiles como son, ligadas más a contingencias que a necesidades, más a la arbitrariedad que a la evidencia, más contingencias históricas complejas pero pasajeras que a constantes antropológicas inevitables», Foucault, 1994b:182). La historia no está cerrada; no está dicha, nunca, la última palabra. Se trata, en definitiva, de un motivo también jacotista: ««No puedo» no es el nombre de ningún hecho» (Rancière, 2003:76); «Se trata de comprobar el poder de la razón, de observar lo que se puede hacer siempre con ella, lo que ella puede hacer para mantenerse activa en el centro mismo de la extrema sinrazón» (ídem:124). Ser optimista no necesariamente significa ser un progresista ingenuo. Vivimos en medio de la más extrema sinrazón. Tal vez más nítidamente en América Latina. Reina la más absoluta desigualdad. No hay política, no hay democracia en serio, sólo hay capital y mercado, o sea, barbarie y exclusión. No hay mucho espacio para un optimismo progresista: nada hace pensar que algo radicalmente diferente pueda salir del modo dominante de practicar la política, de los partidos, de las elecciones, de las instituciones consagradas. Tampoco de las instituciones pedagógicas, tal el estado y la desolación de la escuela pública. Pero tampoco nada autoriza a pensar que no se pueda inventar una nueva política, otra política, aun con la igualdad como principio y no como meta, en medio de tanta sinrazón. Al menos en El maestro ignorante y en otros textos paralelos, Rancière parece sugerir que no se puede. Una síntesis de sus razones pueden presentarse la siguiente manera: a) sólo hay una política, democrática; b) la democracia es el gobierno de los incompetentes (para gobernar), la ruptura de la lógica de la desigualdad; 30

c) no hay ley, causalidad, regularidad, mediación, entre la emancipación de un individuo y la política; de lo anterior, Rancière parece desprender que d) no hay política emancipadora, no puede haber política (democracia, igualdad) o, al menos, es una excepción, se da excepcionalmente (ídem:201-2)3. El problema pasa en parte justamente por el significado y sentido de la política. Rancière la caracteriza así: antagónica a lo policial (el gobierno), acción paradójica, de sujetos suplementarios, derivada de una racionalidad específica, de ruptura frente al arché, ejercicio «normal» del poder y sus disposiciones, trazado de una diferencia evanescente en la distribución de las partes sociales, manifestación del disenso (presencia de dos mundos en uno). La política dominante, entonces, aquella que utiliza la máscara de la democracia, representa a la policía, la más fuerte negación de una política que tenga la igualdad como principio (Rancière, 2004). De esta manera, el otro se vuelve más otro: antiprogresista, anarquista, no hay progreso posible en las instituciones sociales. De hecho, no hay política en la normalidad de lo instituido; la acción política está fuera de la policía; su tarea es tornar visibles los sujetos invisibles; la política, según Rancière, muestra que un sujeto negado, invisible, existe. En eso considera que consiste un proceso de subjetivación, en la construcción de un caso de igualdad, en una acción que, partiendo de la igualdad, abre un lugar donde un sin nombre pasa a tener nombre. Así llegamos al nudo de nuestra cuestión: La lógica de la subjetivación política es así una heterología, una lógica del otro, según tres determinaciones de alteridad. Primero, ella nunca es la afirmación simple de una identidad, sino que siempre es a la vez, una negación de una identidad impuesta por otro, determinada por la lógica policial. La policía quiere en efecto nombres «exactos», que marcan la asignación de las personas a su posición y su trabajo. La política, por su parte, es una cuestión de nombres «impropios», de misnomers que expresan una falla y manifiestan un daño. Segundo, la política es una demostración, y ésta supone siempre un otro al que se dirige, aunque este otro rechace la consecuencia. Es la constitución de un lugar común, aunque no sea el lugar de un diálogo o una búsqueda de consenso según el método habermasiano. No hay ningún consenso, ninguna comunicación sin daño, ningún arreglo del daño. Pero hay un lugar común polémico para el tratamiento del mal y la demostración de la igualdad. Tercero, la lógica de la subjetivación consiste siempre en una identificación imposible (Rancière, 2004).

3 En textos más recientes, Rancière (2004) parece más abierto y afirmativo: «La cuestión

entonces no es simplemente la de enfrentarse a un «problema político». Es la de reinventar la política».

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La subjetivación política es triplemente alteridad: a) niega la identidad desigualitaria de la lógica policial; b) constituye un «lugar común» donde se puede afirmar un nuevo sujeto; c) afirma una identificación imposible: zapatista, trabajadores rurales sin tierra, franceses hijos de no franceses. De esta manera, en la política, la igualdad se manifiesta como alteridad: no como conflicto de identidades o lucha por una identidad originaria, sino como lugar donde se asienta una nueva subjetividad que en sí misma es también intervalo, privación, polémica. La política es incómoda e incomoda (ídem). ¿Estamos ante alguna excepción política? ¿Existe hoy política? ¿Hay subjetivación política? No lo sabemos. Tal vez en Francia, por ejemplo, haya gérmenes de una nueva política en los jóvenes de los suburbios que queman sus escuelas, clubes y otras instituciones que los marginaron o que toman como en el 68 las Universidades, en América Latina, con los zapatistas y la otra campaña. Es cierto, se trata de formas excepcionales, pero no lo son de derecho. En todo caso, que haya o no política no es cuestión de derecho, sino de experiencia, y el desafío es pensar y afirmar las condiciones para que pueda haber política. Se trata de instaurar una otra política, en primer lugar, en el pensamiento, una política de la experiencia y no de la verdad, una política de interrogación permanente sobre la posibilidad y las formas de la propia política, que la desinstale del lugar de la imposibilidad. Una política abierta, de inconformidad e insatisfacción y que, partiendo de la igualdad y sin saber el punto de llegada de sí misma, se impaciente con la sinrazón dominante y la trastorne. 3.4. Educación y pedagogía Tal vez el tono pesimista que parece predominar en El maestro ignorante tenga que ver con que se trata allí de política en situación educativa. Jacotot y Rancière (2003:153) saben bien de las tentaciones de la pedagogía: «Toda pedagogía es espontáneamente progresista» y también de sus riesgos: «El Progreso es la ficción pedagógica erigida en ficción de toda la sociedad» (ibídem). Tal vez la educación representa para Rancière con más claridad que otros ámbitos la ausencia de política, la lógica de la desigualdad en su hábitat más natural y naturalizado. No le faltan razones a Rancière. Sin embargo, el espíritu infantil de Jacotot reaparece con toda su fuerza: los ignorantes se rebelan. Siempre. Los extranjeros no hablan la misma lengua. El círculo se quiebra una vez más. En definitiva, puede comenzarse por cualquier lugar. Y lo que sucede una vez puede suceder mil veces. Potencia de la emancipación. Hay que seguir la propia inteligencia. Hay que buscar. Siempre. 32

Tal vez desde el propio marco teórico de Rancière podría diferenciarse entre instrucción o pedagogía y educación, análoga a la distinción entre policía y política. La pedagogía sería el gobierno de los que «saben», la organización, estructuración y legitimación de los saberes y de los métodos para transmitirlos, el reino de la razón explicadora. Al contrario, la educación sería el gobierno de los que «no saben», de los incompetentes, los inhábiles para aprender. La instrucción o pedagogía niega la igualdad inicial y la emancipación final que la educación presupone y hace posible. Mientras que la primera afirma por todas partes las jerarquías y vive de ellas, la segunda sólo es posible cuando no hay jerarquías. Si la pedagogía es el reino de la disciplina de los cuerpos, de los saberes y del pensamiento, la educación es su indisciplina, en particular la indisciplina del pensamiento para no pensar lo que hay que pensar y, al contrario, pensar lo que el orden y la jerarquía no permitirían pensar. Hay educación excepcionalmente, cuando se interrumpe la lógica de la pedagogía, cuando la verdad deja lugar a la experiencia. Nada en el pensamiento puede negar de derecho la posibilidad de la educación. Al contrario, nos preguntamos insistentemente por las condiciones que tornen la educación posible. Comparto la experiencia de la lectura de El maestro ignorante en cursos de filosofía de la educación con docentes y aspirantes a docentes de las más diversas clases sociales y en contextos diversos. Como sugiere Jacotot, he salido a divulgar la nueva entre los míos. Disfruto de su potencia disruptora, desinstituyente. Invito a inventar formas para verificar la igualdad. Sonrío al ver la alegría de los que no aceptan más la lógica de inferiores y superiores. En definitiva, como me ha enseñado Jacotot, la enseñanza universal es el método de los pobres (ídem:137). Con todo, inspirado en la inscripción de Père-Lachaise, abro el final de la historia. Interrumpo el fin del círculo jacotista: emanciparse no tiene nada que ver con conformarse; la ignorancia lo es también de cualquier presunta imposibilidad. Hago preguntas de algunas respuestas: ¿Qué relación vale afirmar entre política, verdad y experiencia? ¿Qué lugar ocupa la filosofía, entre la pedagogía y la educación? ¿Cuáles son las condiciones para que haya educación, o sea, política y emancipación, en contextos de enseñar y aprender? ¿Cómo propiciar, desde una lógica igualitaria, prácticas que rompan la lógica de la desigualdad imperante en las instituciones pedagógicas? Y, por último, ¿para qué enseñamos (lo que enseñamos) y aprendemos (lo que aprendemos) atravesados, como estamos, por la pedagogía y la policía? Como el lector puede apreciar, todavía hay mucho que pensar aún o, sobre todo, en medio de tanta sinrazón.

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Capítulo II La infancia de la educación y la filosofía. Entre educadores héroes y tumbas de filósofos

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n este capítulo vamos a problematizar la infancia más literal de la educación y la filosofía, esto es, sus inicios y, en particular, un gesto fundacional que ha marcado el desarrollo posterior. Lo que nos importa cuestionar es un esquema poderoso en la construcción de identidades y existencias que está presupuesto y circula de forma particularmente tranquila por el interior de las instituciones pedagógicas, algo del orden de lo que N. Loraux (1990) describe como el «imperialismo de lo mismo».

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1. Sócrates y el imperialismo de lo mismo

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elenista particularmente interesada por la Grecia clásica, Loraux muestra cómo en ese contexto griego, que es también el del nacimiento de la Filosofía que hoy se transmite en la Academia, el mito de la autoctonía sirvió para consolidar un ideal identitario, verdadero, único, perenne, que no pudo constituirse a sí mismo sino bajo la condición de excluir todo aquello que consideraba otro, de afuera, en movimiento. Por esa misma razón, en Atenas se veía a todo extranjero como un potencial enemigo que debía ser convertido rápidamente en huésped. Para unos y otros, una única palabra: xénos. Nosotros y todos los otros; nosotros y el resto del mundo. Un esquema semejante al propuesto por Loraux para entender el mundo griego parece haber imperado fuertemente en el interior de la educación y la filosofía que allí nacen, constituyendo su identidad a partir de una imagen hegemónica de sí mismas y del profesor y del filósofo, asimilando o expulsando lo que fuera distinto de esa imagen, en uno y otro caso confrontando la alteridad contenida en otras imágenes. Se trata de una imagen que perdura y, dado el origen griego de la educación y la filosofía dominantemente practicadas entre nosotros, no sorprende demasiado esta constatación. En todo caso, es notable cómo la educación no ha podido educarse a sí misma frente a esta autoimposición y cómo la filosofía, autoconcebida como la instancia crítica por excelencia del pensamiento, ha convivido de forma acrítica con esta imagen de sí misma que conlleva desde sus inicios. Este imperialismo de lo mismo que atraviesa la historia de las ideas pedagógicas adquiere formas específicas en cada saber y se hace sentir particularmente entre quienes enseñan filosofía, por la dualidad que allí abre: en efecto, en las instituciones filosóficas circularían dos tipos de filosofías, producto de dos formas opuestas de 38

pensamiento que se corresponden cada una con formas concomitantes de escritura y transmisión. Así, los que hablan desde el centro, el núcleo y el poder de las instituciones filosóficas contraponen una filosofía seria, rigurosa, erudita, la que ellos mismos practican, y, en el exterior, desplazada, una filosofía ligera, banal, informal. Una y otra tienen sus estilos propios de escritura. La primera, la Filosofía con mayúsculas, sería transmitida a través de libros, preferentemente aquellos de lenguaje técnico y abstracto, en tanto se supone que cuanto más compleja es la lógica de un pensamiento, más difícil y hermética se vuelve la lógica de su transmisión. Al contrario, la filosofía menor sería aquella que se presenta bajo la forma de cartas, entrevistas, memorias, narraciones y, más recientemente, hasta en videos, filmes u otras formas de expresión más «débiles». Las dos filosofías tendrían, también, sus lenguas específicas de escritura: griego, alemán, para la primera; portugués, castellano y otras lenguas menos nobles para la segunda (qué decir entonces de lenguas como el náhuatl, el aymará o el quechua). Algunas lenguas, como el francés, el inglés o el italiano, están en una zona intermedia y, dependiendo de la tradición filosófica de referencia, se incluyen en uno u otro bando. Si la Filosofía primera, seria, adulta, para iniciados, tiene nombres propios indiscutibles (como Aristóteles, Descartes o Kant), la filosofía frívola, infantil, para iniciantes, está hecha por filósofos de segunda clase o, más directamente, por seres anónimos o poco (re)conocidos, los Antifonte, Jacotot o Ingenieros. La Filosofía mayor tiene además sus instituciones en las que se origina y circula a voluntad, localizadas en Oxford, Heidelberg o Princeton. Nada que salga de esos lugares se escribe con las letras minúsculas que marcan lo no institucionalizado, o la institucionalización frágil del otro margen. Podríamos precisar y extender las consideraciones sobre este mito de las dos filosofías e incluso ampliarlo a dos matemáticas, a dos literaturas, a dos físicas, pero por el momento nos interesa considerar el modo en el que se traslada a la docencia en filosofía. Como no podría ser de otra manera, hay Profesores/ as (generalmente profesores) y profesores/as (las más de las veces, profesoras). Los primeros saben muy bien la filosofía que transmiten. Leen los filósofos de primera mano y en su lengua original, dominan su vocabulario técnico y pasan las teorías producidas por esos filósofos a sus alumnos. Las segundas son amateurs, no tienen formación rigurosa en filosofía y no entienden la Filosofía seria. En verdad, se dice que dan clase de filosofía sólo metafóricamente, pues en verdad «hacen de cuenta», dialogan, conversan, son más periodistas que transmisores de contenido filosófico. Lógicamente, lo que estas últimas enseñan no es filosofía en sentido estricto y jamás podrá serlo, ya que ni siquiera poseen un conocimiento acabado del asunto a transmitir. 39

Este cuadro, ciertamente, es exagerado e impreciso. Pero no por eso deja de hacer eco de una realidad por demás escindida, dicotómica, partida que, como hemos sugerido, se repite también en otros campos. El sentido principal de este capítulo es problematizar este mito. Nuestra pretensión no es desconocer el valor de algunas prácticas, como la lectura de textos en su lengua original, ni tampoco hacer una apología de los que hoy son difamados; mucho menos, proponer otra descripción superadora, separar el mundo de la enseñanza de la filosofía entre profesores héroes y malvados, con otros nombres y características, entre una buena y una mala filosofía, para después argumentar que una debe ser enseñada y la otra proscripta de las aulas. No vamos a reivindicar una filosofía para satanizar otra. Nada de eso. Sólo queremos mostrar que las cosas tal vez sean un poco más complejas de lo que parecen en estos esquemas y que los que piensan el problema de la enseñanza de la filosofía a partir de esta forma mitológica pueden estar perdiendo elementos preciosos para pensar la práctica. A la vez, destacaremos algunas implicaciones «peligrosas» de este modo de análisis. En primer lugar, este esquema ha permitido que dentro mismo de la filosofía se ejerciera el poder del pensamiento filosófico para incorporar al propio pensar o para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo que no se identificara con ese pensar. Un poder de pensar ejercido para silenciar la otredad de los otros pensares ha sido, de modo persistente, la filosofía llamada occidental. De un lado, «nosotros», los filósofos, serios, eruditos, sofisticados. Del otro lado, «ellos», los que, o se tornan como nosotros, o nunca serán filósofos. Ellos hacen lo que nosotros afirmamos que es la filosofía o están fuera de la Filosofía. Curiosa manera de ejercer el pensar, naturalizada hasta el extremo de volverse evidente, obvia, normal. En este panorama, la figura de Sócrates desempeña un papel singular, fundador, paradójico. Fundador, padre, iniciador, para los filósofos, profesores de filosofía y los educadores en general, permanece como un héroe indiscutible4. 4 Aquí no hacemos distinción entre la/el profesor/a de filosofía y la/el filósofa/o. Aun-

que, debido a su extrema complejidad, el tema no puede ser adecuadamente tratado en este lugar, nos importa enfrentar esa distinción presupuesta de manera incuestionable en la educación y la filosofía de nuestro tiempo. Un ejemplo claro de este presupuesto se verifica en las carreras de filosofía de nuestras universidades, con su distinción ya habitual entre los licenciados en filosofía (investigadores, filósofos, productores de filosofía) y los profesores de filosofía (pedagogos, transmisores, en fin, aquellos que, se piensa, no son capaces de producir filosofía, pero sí serían capaces de transmitir la filosofía producida por otros). Aunque no puedo justificarla aquí, defiendo la idea de que toda/o filósofa/o que hace su trabajo enseña y de que toda/o profesor/a de filosofía que también hace su trabajo filosofa. Algo semejante podría decirse de distinciones análogas que se hacen en otros campos del saber.

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Sócrates es, así, una referencia altisonante para una educación filosófica. De unos y de otros. De los serios y de los no tan serios. Casi todos lo reivindican. Sin embargo, vamos a ver de qué manera Sócrates inicia, en la filosofía y la pedagogía, el «imperialismo de lo mismo» descrito por Loraux. El Sócrates que llegó hasta nosotros contiene elementos tan complejos, en tensión, y contradictorios hasta un extremo tal que fue objeto de lecturas opuestas, antagónicas, como pocos filósofos en la historia. Unos celebran su lógica, su coherencia, su apuesta irrenunciable a la razón y lo hacen un ilustrado adelantado. Otros elogian, al contrario, su no saber, dimensión mística, su dialogar informal, que sacude a los otros de su estado de seudosaber y los lleva a la búsqueda filosófica. En ese recorrido, Sócrates, el fundador de lo que se llama «mayéutica», un método que no enseña contenidos, sino que extrae los contenidos ya presentes en los alumnos, sería el primer profesor de filosofía que daría lugar a la palabra de los otros. A continuación vamos a problematizar este mito de Sócrates que refleja también aquel mito inicialmente descrito de la filosofía; lo haremos no tanto por medio de Sócrates en sí mismo, sino que nos valdremos de su figura como una imagen para reflexionar, en un estudio que no tiene pretensión de afirmar verdad historiográfica alguna, acerca de algo que nos importa a la hora de pensar la filosofía y la pedagogía de nuestro tiempo. Queremos saber si Sócrates, o lo que la imagen que aquí trazaremos ilustra, resulta un modelo tan interesante para reflejarse en los días presentes cuando se trata de enseñar filosofía o, nos atreveríamos a decir, mejor, cuando se trata de afirmar una educación filosófica. En definitiva, aquel mito inicial de las dos filosofías se sostiene sobre una oposición que desplaza y no permite pensar uno de los problemas principales de la filosofía, de su enseñanza y, tal vez, de la enseñanza en general, esto es, el del tipo de pensamiento y la relación con el pensamiento que se afirma cada que vez que se enseña y se aprende filosofía o cualquier otra cosa. No creo que sea tan importante el tipo de texto que se usa o la lengua en la que un texto se expresa, ni siquiera quién es la filósofa o el filósofo en cuestión, mucho menos la procedencia del interlocutor; tampoco lo es un supuesto conjunto o sistema de saberes a transmitir. En otras palabras, el problema principal de la enseñanza de la filosofía excede los márgenes de la materia, de la metodología y de la didáctica para situarse en los límites entre la filosofía y la educación: ¿qué pensamiento se afirma, se presupone, en nombre de la filosofía? ¿Qué relaciones consigo mismo y con los otros permite o impide desplegar esa imagen del pensamiento? ¿Qué relaciones en los otros ese pensamiento posibilita? La filosofía afirmada por el profesor, ¿totaliza, a partir de su propia imagen, el ámbito de lo pensable en la relación pedagógica? 41

En este sentido, lo que nos preocupa de Sócrates es la imagen del pensamiento que nace, afirma y lega para la filosofía, los filósofos y profesores de filosofía, el poder de un pensamiento que ejerce para sí y para los otros. Contra el mito construido en torno de su figura como la de un aparente ignorante, contra esa sentencia repetida hasta el hartazgo («Sólo sé que nada sé»), intentaremos mostrar que Sócrates se sitúa a sí mismo como alguien que sí sabe y que desplaza a todos los otros a la posición de los que nada saben o, por lo menos, no saben lo que es más importante saber y da sentido a todos los otros saberes. En suma, intentaremos mostrar que Sócrates está un poco lejos de afirmar una ignorancia afirmativa como la descripta en el capítulo anterior. A continuación, vamos a intentar justificar estas afirmaciones. Primero nos referiremos al Menón, luego haremos una referencia al Eutifrón, uno de los diálogos llamados «socráticos», «aporéticos» o «de juventud» de Platón para, finalmente, sacar algunas conclusiones tentativas que nos permitan pensar más a fondo las cuestiones hasta aquí planteadas5.

5 Esta imagen de Sócrates está inspirada en las páginas que J. Rancière le dedica en El

maestro ignorante. Con todo, asumimos algunos desdoblamientos que en mucho exceden al análisis de Rancière, concentrado en la relación de Sócrates con la igualdad y limitado al Menón.

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2. El imperio de la mayéutica: el Menón

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ócrates concibe la tarea de enseñar (filosofía) como eminentemente iluminadora, ilustrada. Para Sócrates, enseñar (filosofía), filosofar con los no filósofos, es importante para arrancarlos de la relación que tienen con el saber, para que ellos se den cuenta de que no saben lo que creen saber, para que dejen de saber lo que saben. En el fondo, Sócrates se considera el privilegiado dueño del saber humano por excelencia, la filosofía, el saber más digno de un ser humano. En definitiva, ha sido el dios del oráculo, Apolo, la fuente del saber que su amigo Querefonte le transmite: «Nadie es más sabio que Sócrates en la polis». Tan legítimo y divino considera Sócrates ese saber que, en su discurso de defensa ante los jueces en el tribunal, narrado en la Apología de Platón, interpreta la acusación en su contra como una acusación contra la filosofía y la propia divinidad; para Sócrates, él y la filosofía son la misma cosa, lo ha dicho el dios. Los ejercicios de los diálogos socráticos transmitidos por Platón dejan esa imagen. Al comienzo del diálogo platónico que lleva su nombre, Menón lanza a Sócrates una de las preguntas por excelencia de la pedagogía: ¿la areté (virtud) puede ser enseñada?6 Tal es su costumbre, Sócrates devuelve la pregunta a Menón: para saber cómo es algo, antes debería saber qué es ese algo. Cómo Sócrates afirma que él no sabe qué es la virtud, pide a Menón que responda aquello que a primera vista le parece, al propio Menón, una pregunta «fácil» (71e). 6

En este trabajo no podemos referirnos a la denominada «cuestión socrática», o sea, la reconstrucción de una filosofía de la cual no tenemos sino registros indirectos (Aristófanes, Platón, Jenofonte, Aristóteles) Privilegiamos el testimonio de Platón sin con ello tener pretensiones historicistas. El Sócrates al que nos referimos aquí es un Sócrates platónico, o un Platón socrático, un personaje conceptual que se sitúa entre ambos, y no daremos importancia al diferente peso que cada uno tiene en esa composición.

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Sin embargo, como casi siempre, lo que parecía ser una cuestión tan fácil se complica. Primero, Menón propone varias virtudes, una para el hombre, otra para la mujer, otra para los niños, otra para los ancianos (71e-72a). La pregunta, entonces, se desplaza: ¿la virtud es algo único o múltiple?; y, si fuera este último caso, ¿qué es lo que todas ellas tienen en común para poder ser llamadas por el mismo nombre? Después de que Sócrates ofrece algunos de sus clásicos ejemplos (figura, color, 73e y ss.), Menón intenta definir la virtud (77b), pero fracasa. Sócrates interpreta que su definición –«ser virtuoso es poder usufructuar del bien que se desea»– es, por lo menos, insuficiente, ya que sólo tiene sentido si está acompañada de la justicia. En efecto, Menón acepta que no sería virtuoso quien desea su contrario, la injusticia. De esta manera, se llega a una contradicción: la justicia es, al mismo tiempo, idéntica y no idéntica a la virtud; es idéntica en tanto todo acto justo es virtuoso, pero no es idéntica en tanto existen otras virtudes además de la justicia (79b-c). Menón se ve llevado a una situación de completa aporía (80a). El hechizo está consumado. Sócrates, el hechicero, acumula una nueva víctima. Al inicio del diálogo, Menón se mostraba confiado, seguro de sí: había hecho tantos discursos sobre la virtud, tantas veces, ante auditorios tan numerosos… pero nunca se había enfrentado con Sócrates para hablar de la virtud y, frente a Sócrates, el mismo que había producido mil discursos sobre la virtud se vuelve completamente incapaz de pronunciar una palabra sobre su asunto favorito. A Menón le sucede ante Sócrates lo que, antes de conocerlo, ya había oído decir que le sucedería: «Que no haces sino caer tú mismo en aporía y hacer que los otros caigan en aporía» (79e-80a). Menón se siente embrujado, dopado, encantado enteramente por Sócrates, sumergido en la más completa aporía. Menón entonces compara a Sócrates con uno de aquellos peces torpedo que confunden a todos los que se le aproximan, pues él está «verdaderamente entorpecido, en el alma y en la boca» y no sabe más qué responder (80a-b). Sócrates acepta la comparación con tal de ser, él mismo, el primero en estar confundido, pues «no es desde el buen camino que conduce a los otros a la aporía», sino por estar él mismo en completa aporía que allí conduce a los otros (80c). Sócrates deja claro que no hay ningún problema en el estado de aporía para quien busca conocer algo y lo hace dialogando con otro. El problema sería quedarse en una posición de exterioridad, problematizando a los otros sin problematizarse a sí mismo. En todo caso, menos mal, sugiere Menón, que Sócrates nunca vivió fuera de Atenas, porque si hiciese tales cosas en otra polis, como extranjero, habría sido juzgado como hechicero.

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Sócrates sugiere que la principal diferencia entre los dos es que Menón creía saber lo que es la virtud antes de dialogar y, en cambio, después ya no parece estar más en posesión del saber. Sócrates dice que la diferencia entre ellos estaba al inicio del diálogo, no al final; en otras palabras, que el diálogo ha suprimido las diferencias. Con todo, la aporía todavía no paraliza del todo a Menón, quien saca fuerzas para lanzar un nuevo desafío y una nueva aporía a Sócrates: es imposible investigar desde el no saber (¿cómo se podría buscar lo que no se sabe?, ¿cómo se sabría que aquello que se encuentra es lo que se buscaba si precisamente no se lo sabe?), pero también desde el saber, porque para qué se investigaría lo que ya se sabe. Así, el desafío lleva a una nueva aporía: cuando se tiene el saber no se investiga porque ya se sabe; pero cuando no se sabe, parece también imposible moverse hacia el saber por la ceguera propia del no saber (80e-81a). Sócrates se incomoda con esta aporía. Afirma que es un argumento erístico, propio de hombres débiles, pasivos y le opone otro argumento, propio de personas de acción e investigativas (¡como él mismo!). Su argumento es doctrinario y, para respaldarlo, apela a sacerdotes y sacerdotisas y a todos los que, entre los poetas, Píndaro entre ellos, son divinos (81a-b). La doctrina se resume en dos proposiciones fuertes: el alma es inmortal y aprender es rememorar. A veces, el alma se termina, llega a un fin (y a eso los hombres llaman morir) y, otras veces, ella vuelve a existir, pues el alma jamás es aniquilada. Por ser así, no existe nada que el alma ya no haya aprendido. El investigar y el aprender son, entonces, enteramente, rememoración (anámnesis, 81d). Sócrates completa el argumento: siendo la naturaleza absolutamente congénere, por la rememoración de una única cosa un alma podrá, por sí misma, descubrir todas las otras cosas. Enseguida, Sócrates ejemplifica esa teoría con un esclavo (que es griego y habla griego) de Menón. Pide a Menón que perciba con atención si el esclavo rememora o si aprende algo que no sabía. Sócrates traza en el suelo una figura y va haciendo, continuamente, preguntas al esclavo (el ejercicio transcurre, con alguna breve interrupción, entre 82b y 85b). La conversación tiene, del principio al fin, el mismo tono: el esclavo se limita a responder afirmativa o negativamente las preguntas que Sócrates le va haciendo. En un primer momento, Sócrates lleva al esclavo a responder erróneamente qué cuadrado es el doble del cuadrado inicial dibujado en el piso (82e). Muestra de esta manera a Menón que el esclavo piensa que sabe lo que verdaderamente no sabe. Después, introduce nuevas preguntas, hasta llevar al esclavo a afirmar que no sabe lo que anteriormente creía saber (83e), esto es, a reconocerse en una aporía. Con todo, ése es, según Sócrates, un camino de superación: estar en aporía es mejor que creer en un 45

seudosaber, ya que, a partir de la aporía, nace el deseo de investigar y aprender. Enseguida, Sócrates hará que el esclavo responda correctamente aquellas mismas preguntas que antes no había podido responder. Sócrates insiste varias veces en que, en este proceso, él no ha enseñado ni explicado nada, sino que pregunta todo el tiempo (82e, 84c-d y 85d). Según él, el esclavo responde exclusivamente por sí mismo, con su propia opinión. Así, si el esclavo no sabía nada sobre el asunto en cuestión al iniciarse la conversación y sabe al final sin que nadie le haya transmitido ningún saber, entonces la única posibilidad es que el esclavo haya rememorado algo que ya sabía, algo que, aunque no lo recordase, ya tenía dentro de sí. Como se trata de un esclavo, alguien sin instrucción, el breve ejercicio puede ser extendido a toda su vida: si nunca nadie le enseñó nada, entonces necesariamente ya sabía, antes de nacer, todo lo que ahora rememora (85e-86a). Todo sería muy bonito si Sócrates hubiese hecho lo que dice que hizo. Pero el problema es que, de hecho, Sócrates sí enseña varias cosas al esclavo. Lo primero que enseña es ese saber matemático que, en el transcurrir del diálogo, se desprende nítidamente de las preguntas de Sócrates y no de las respuestas del esclavo. No es verdad que Sócrates no transmite ningún saber. No lo hace a la manera tradicional de quien responde las preguntas de otro o directamente ofrece una lección. Pero sus preguntas, que sólo pueden ser respondidas en una dirección y que, cuando no lo son, son reformuladas infinitas veces hasta que salga la respuesta esperada, son más afirmaciones que interrogaciones, contienen todo lo que el otro puede –y debe– saber. Esto significa que Sócrates sabe, anticipadamente, el conocimiento que el otro, de cualquier forma, tendrá que saber. De este modo, más que un camino de rememoración de algo que ya sabía, el camino del esclavo es el camino del saber de Sócrates, es un camino de reflejarse en su saber. Todo lo que el esclavo puede hacer es acompañar a Sócrates mansamente, seguir el camino de quien sabe, sobre todo, lo primero que él no sabe: cómo recorrer el camino del saber. Más aún, el esclavo del Menón no aprende a buscar por sí mismo, sino que, además de toda la matemática «rememorada», también aprende que, sin el maestro, en este caso sin Sócrates, nada podría buscar. Si antes era esclavo de su ignorancia, ahora lo es de una relación dependiente y heterónoma con el saber. He ahí el aprendizaje principal que el esclavo aprende y que Sócrates enseña, mucho más importante que todo el saber matemático contenido en el ejercicio: el esclavo aprende que quien sabe de verdad es el maestro (o, más concretamente, 46

el ciudadano y no el esclavo) y que lo mejor que se puede hacer, cuando se quiere aprender y se es esclavo, para evitar perderse, es seguir el camino trazado por el maestro; dejarse llevar, mansamente, allí donde el maestro quiere llevarlo. En definitiva, según el saber de Sócrates, la naturaleza es congénere, de un mismo tipo, y saber una única cosa permite saber todas las otras. De modo que, después de hablar con Sócrates, el esclavo es mucho más esclavo de lo que era al inicio: por un lado, sólo puede aprender lo que Sócrates ya rememoró y sólo puede hacerlo à la Sócrates; por otro, su posición con relación al saber tiene nuevos intermediarios y nuevas mediaciones. En el trayecto de su conversación con Sócrates, el esclavo aprende la pieza maestra de cierto ideario pedagógico tan viejo como Sócrates según el cual para aprender es necesario seguir a alguien que ya sabe aquello que se quiere aprender.

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3. Un diálogo aporético: el Eutifrón

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ás de un lector ya debe estar pensando que este Sócrates del Menón no es el verdadero Sócrates histórico, que tal vez sea simplemente y, por detrás de su nombre, el propio Platón, a quien pertenecerían las teorías de la reminiscencia y de la inmortalidad del alma que el personaje Sócrates de ese diálogo defiende tan claramente. Ese lector argumentaría que el Menón no es un diálogo de juventud, sino de madurez o, como máximo, un diálogo que está en el límite entre esos dos períodos que marcarían el pasaje entre un personaje Sócrates más histórico y otro más portavoz del pensamiento de Platón. El argumento es sensato, pero presenta problemas más serios que los que pretende resolver. Tomado a fondo, significaría que, entonces, deberíamos rever toda atribución al Sócrates histórico de lo que el personaje Sócrates afirma en los diálogos de madurez y vejez. Por ejemplo, lo que el Sócrates del Teeteto, un diálogo bastante posterior aun al Menón, se atribuye a sí mismo con relación a la mayéutica. O lo que el Sócrates del Fedro dice de sí mismo en relación con la escritura. Y la lista continuaría, al punto de dejar a Sócrates casi vacío. Más importante aún, creemos que, dados los problemas hermenéuticos insalvables ligados a la transmisión del pensamiento de Sócrates, cualquier disociación entre Sócrates y Platón tiene algo de ficción. De modo que no apostamos a desvelar una supuesta verdad histórica, sino a problematizar un mito que, en el interior de la educación y la filosofía, se ha asociado, casi sin lagunas, a Sócrates. Por eso, estamos usando el nombre de Sócrates no para referirnos a la figura histórica que nació en el año 469 a.C. y murió en el 399 a.C., sino a un personaje conceptual inventado en gran medida por su discípulo Platón y que ha operado como un poderoso dispositivo productor e inhibidor de pensamiento en lo 48

que llamamos historia de las ideas filosóficas sobre la educación y aun en la práctica pedagógica de una infinidad de educadores. Al final, no se trata tanto de Sócrates o de Platón, sino de un tercero, una creación entre ambos, un Socratón o Plácrates, que puede ayudarnos a pensar los problemas que aquí interesa pensar: ¿qué significan enseñar y aprender (filosofía o cualquier otra cosa)?, ¿qué relación con el pensamiento se establece y se posibilita entre alguien que dice que enseña (filosofía o cualquier otra cosa) y alguien que afirma que aprende (filosofía o cualquier otra cosa)? Otro lector también estará pensando que la situación es diferente en los llamados diálogos socráticos o aporéticos, en los cuales, a diferencia del Menón, no habría saber positivo sobre las cuestiones que allí se indagan. Estos textos acabarían en un mutuo reconocimiento, por parte de Sócrates y de sus interlocutores, de su no saber frente a la cuestión tratada. Allí, Sócrates más claramente no enseñaría un saber, porque ni siquiera se afirmaría ese saber en el transcurso del diálogo. Vamos a ver entonces uno de esos diálogos, el Eutifrón. Rememoremos su inicio. Sócrates, yendo a buscar la acusación escrita contra sí mismo, se encuentra, en la puerta de los Tribunales, con Eutifrón, que se dirigía a iniciar un proceso contra su propio padre porque este había asesinado a un vecino. El motivo que inicia la conversación no es menor: alguien que se dice especialista en cuestiones sagradas puede –al acusar a su propio padre ante los tribunales– estar de hecho efectuando una acción contraria, profana (3e-5a). Sócrates, entonces, aprovecha la oportunidad para decirle a Eutifrón que, como a un discípulo, le explique qué es lo sagrado y lo profano, de los cuales Eutifrón se declara conocedor (5c-d). Eutifrón, al igual que Menón, cree estar ante una tarea sencilla y, tal vez por eso, falla inevitablemente en todos sus intentos de responder satisfactoriamente las preguntas de Sócrates. En su primer intento, sugiere que lo sagrado es justamente lo que él está haciendo en ese momento, o sea, instaurar un proceso contra quien es injusto, sin importar quién es el que comete la injusticia y el tipo de injusticia que comete o contra quién lo hace; al contrario, no instaurar tal proceso en esas circunstancias sería un acto profano (5d-e). Sócrates contesta que, de hecho, Eutifrón no respondió su pregunta enteramente. Sólo dio un ejemplo o caso de algo sagrado y de algo profano, pero no consideró muchas otras cosas que también lo son (6d). Sócrates especifica aún más su pedido: quiere saber la propia idea (eîdos, idéia, 6d-e), el paradigma, por el cual las cosas sagradas son sagradas y las profanas son profanas. En su segundo intento, Eutifrón tampoco satisface a Sócrates. Afirma que «lo amado por los dioses es sagrado y lo que no es amado por los dioses es profano» (6e-7a). La réplica de Sócrates (7a-8b) puede resumirse de la siguiente 49

manera: los desacuerdos se dan, entre dioses y seres humanos, precisamente por los sentimientos que ellos tienen sobre cosas tales como lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo sagrado y lo profano. Esto significa que algunos dioses aman algunas cosas y otros dioses odian esas mismas cosas. De este argumento se desprende que las mismas cosas son amadas y odiadas por los dioses y, de ese modo, la definición propuesta por Eutifrón lleva a una contradicción, ya que algunas cosas serían amadas y odiadas por los dioses y, por lo tanto, sagradas y profanas al mismo tiempo. El argumento es falaz y espantaría al propio Sócrates de otros diálogos, por ejemplo, el que mantiene con Polo y Trasímaco en el libro I de la República. Sócrates parte aquí de una premisa que él mismo no considera aceptable en ese otro diálogo, la de que existen diferencias sustantivas entre los dioses con relación a lo que aman y odian (véase a este respecto el propio Eutifrón, 9c-d, o la República, libro II). La respuesta de Eutifrón puede no ser la que Sócrates espera en tanto no ofrece el paradigma o idea «por el cual todas las cosas sagradas son sagradas (y las profanas, profanas)», pero no sólo no es contradictoria, sino que de hecho responde aceptablemente la pregunta de Sócrates ofreciendo ejemplos y criterios de demarcación entre lo sagrado y lo profano. Si algunos dioses aman las mismas cosas que otros dioses odian, esto apenas señala que para tales dioses no son sagradas y profanas las mismas cosas, lo que es bastante sintónico con la religiosidad griega imperante en Atenas. Esta concepción de la divinidad puede ser un problema para la concepción de la divinidad de Sócrates, pero entonces su descalificación de la respuesta de Eutifrón debería tener otro carácter que el ofrecido en el diálogo. De todos modos, la conversación continúa y Sócrates se muestra cada vez más implacable. Reafirma que es precisamente en determinar si una cosa es justa o injusta que hombres y dioses no acuerdan (8c-e). Eutifrón da señales de cansancio y, ante la ironía socrática de que ciertamente explicará a los jueces lo que a él, Sócrates, le da más trabajo aprender, responde con más ironía: «Si me oyen, les explicaré» (9b). Eutifrón toca un punto clave: en muchos pasajes de los diálogos, Sócrates parece no oír a sus interlocutores. El problema parece ser que aquí también Sócrates quiere oír una única cosa y, si no oye lo que quiere oír, al resto no presta atención. De modo que Sócrates no oye a Eutifrón porque Eutifrón no responde la pregunta de Sócrates como Sócrates quiere que la responda. Sócrates quiere el «qué» y Eutifrón da el «quién». Sócrates pregunta por lo sagrado y Eutifrón responde mostrando alguien que hace lo sagrado y lo instituye como tal. ¿Por qué no? ¿Acaso cada «qué» no esconde un «quién»? ¿Acaso la pretensión socrática de una naturaleza, idea o ser de 50

lo sagrado no esconde una afección como la que ofrece Eutifrón? ¿Por qué una característica abstracta y universalizada es mejor respuesta para entender el «qué» de una cosa que el sujeto de su producción? Las preguntas podrían continuar; el punto es que Sócrates bien podría disponerse a discutir algo que está un poco «antes» de su exigencia, como su presupuesto: ¿qué es lo que hace que x sea x y no otra cosa? ¿Es un paradigma, una idea o algo del orden del aquí y el ahora, de los afectos y los efectos, de la historia y de la geografía, tanto cuanto de la metafísica y la ontología? Ciertamente, Sócrates no considera estas preguntas. Parece haberlas respondido de antemano y desde ese punto de partida impugna las respuestas que no van a su encuentro. Importa notar la violencia de este modo de proceder socrático que es también el modo de proceder con el que la filosofía obtiene su certificado de nacimiento: la despersonalización del pensamiento, una abstracción que lo arranca de sus condiciones de producción, una universalización que lo desconecta de su mundo concreto de sentido, una intransigencia que lo aísla de otras formas de pensamiento. De esta manera, la negación del «quién» en el pensamiento no es sino una máscara para la imposición de quienes están, escondidos, presentes en esa ausencia. Así, el Eutifrón muestra a la filosofía como una actividad del pensamiento que se instala en un lugar y no sale de ese lugar con la pretensión de que sean los otros los que salgan de su lugar y vayan a su encuentro; una actividad del pensamiento que descalifica las respuestas de los otros que no coinciden con sus propias respuestas; una experiencia que es insensible a los diversos intentos de pensar las mismas preguntas de otro modo, desde otros presupuestos, con otra lógica; más aún, que nace no aceptando no sólo otras respuestas para sus preguntas, sino tampoco otras preguntas –y un modo específico de entenderlas– que las que ella consagra para el pensamiento. El «diálogo» continúa. Sócrates insiste. No es el «ser amado por los dioses» lo que determina el ser de lo sagrado, sino, al contrario, algo es amado por los dioses por ser sagrado (9c-10e). En ese caso, Eutifrón estaría confundiendo una afección del «ser sagrado» («ser amado por los dioses») y del «ser profano» («ser odiado por los dioses») con lo que es «ser sagrado» y «ser profano». Eutifrón ya no sabe cómo decir a Sócrates lo que piensa. Todo le da vueltas a su alrededor. Nada está quieto (11a-b). Entonces, Sócrates se dice descendiente de Dédalo (11c). Dédalo es un ateniense de familia real, el prototipo de artista universal, arquitecto, escultor e inventor de recursos mecánicos (Grimal, 1989:129). Desterrado después de matar a su sobrino Talo por celos, fue arquitecto del rey Minos en Creta y 51

construyó el Laberinto donde el rey encerró al Minotauro. Hizo que Ariadna salvase a Teseo, el héroe que había venido a combatir al monstruo, sugiriéndole que le diese el ovillo de lana que le permitiría volver sobre sus pasos a medida que avanzara. Por eso, Dédalo fue encarcelado por Minos. Entonces, se escapó con unas alas que él mismo fabricó y se refugió en Sicilia (ídem:130). Sócrates se refiere a Dédalo también en el final del Menón (97e) como un creador de estatuas que precisan ser encadenadas porque, si no, no permanecen en el lugar. En el contexto del Menón, compara esas estatuas de Dédalo con las opiniones verdaderas que sólo tienen valor si se quedan quietas y entonces se vuelven conocimientos (epistêmai) estables (98a). Eutifrón dice a Sócrates que se parece a Dédalo (11d). Sócrates acepta la comparación y se considera todavía más terrible que aquel en su arte, en la medida en que, mientras que Dédalo sólo hacía que sus obras no permaneciesen en su lugar, Sócrates hace lo mismo, pero no sólo con sus obras, sino también con las de los otros. Más aún, Sócrates afirma que es sabio, especialista (sophós, 11e), en este arte involuntariamente, porque desearía que sus razones o argumentos (lógous, 11e) permaneciesen quietos, sin moverse. Hay aquí una sintonía con la imagen del pez torpedo en el Menón y una implícita aceptación de los desplazamientos de Sócrates recién aludidos, en función de sus interlocutores y del contexto de cada conversación. Pero hay algo tal vez más interesante. Tanto en esta imagen de Dédalo como en la del pez torpedo, Sócrates no deja las cosas quietas y lo hace de una manera tal que sus interlocutores pierden su apoyo, ya no consiguen más hacer pie. Pero él mismo también se siente sin pie. La experiencia filosófica tiene el sentido de desplazar las bases del pensamiento, la relación que tenemos con lo que pensamos. Las conversaciones de Sócrates tienen el efecto de un hechicero o un artistainventor que hace que los otros dejen de sentirse cómodos y seguros en su lugar. Y puede hacerlo, o lo hace con la intensidad con que lo hace en el Menón, porque el propio Sócrates está dispuesto y de hecho sale de su lugar cuando se pone a pensar con otro. Lo que en esa imagen doble nos sugiere Sócrates es que enseñar (filosofía) estaría relacionado con hacer que los otros salgan del lugar en el que están fijados en el pensamiento, bajo la condición de que quien enseña también salga de su lugar. Este autorretrato de Sócrates de dos caras, en el Menón y el Eutifrón, nos parece una imagen interesante para una experiencia pedagógica. El punto es que en los propios ejercicios que Sócrates realiza allí con el esclavo y el sacerdote no parece él mismo afirmar para sí ese movimiento. Volvamos al Eutifrón, ya que, aun con la furia de Eutifrón, el intercambio continúa. Sócrates consigue, con muchas dificultades, que Eutifrón esté de acuerdo en 52

que lo sagrado es una parte de lo justo y que se trata de especificar precisamente qué parte es ésa (12a-12e). La conversación gana nuevo impulso y Eutifrón parece avanzar en la dirección en que Sócrates quiere llevarlo cuando afirma que lo sagrado es la parte de lo justo que dice respecto al trato que se le da a los dioses, mientras la otra parte de lo justo tiene que ver con el trato que se le da a los hombres (12e). Falta un poquito más para llegar a la meta, dice Sócrates, que pide aclaraciones sobre el tipo de trato del que habla Eutifrón (13a). En este detalle, en esa cosa menor que falta para que la discusión llegue a buen término, los interlocutores se pierden nuevamente y, esta vez, definitivamente. Parecen demasiado cansados uno del otro y el avance de la conversación ya no trae más aportes para resolver el problema en cuestión. Eutifrón insiste en que aprender sobre estas cosas da mucho trabajo (14a-b) y Sócrates lo acusa de no querer enseñarle (14b) y de volver a los mismos argumentos. Agrega que Eutifrón es incluso más artista que Dédalo, en tanto consigue que sus argumentos anden continuamente en círculos (15b-c). El tono enojoso de Sócrates parece indicar el fracaso de una experiencia: después de tantas y tantas vueltas, Eutifrón va a parar al mismo lugar del inicio. Como afirma Heráclito (DK 22 B 103), en el círculo el comienzo y el fin son lo mismo. Así, el Eutifrón acaba siendo un ejemplo de esas conversaciones en las que el interlocutor no consigue dar una respuesta a Sócrates que le resulte satisfactoria sobre el asunto indagado. En este caso, Sócrates no está satisfecho con las respuestas otorgadas al «qué» de lo sagrado y lo profano. El desenlace del diálogo es aporético. Con todo, el final del Eutifrón es también ejemplar en otro sentido, tal vez más interesante para los problemas que nos ocupan. Después de la enésima y última insistencia de Sócrates para que le enseñe qué es lo sagrado y lo profano, Eutifrón sale corriendo; a las apuradas, se escapa de Sócrates. De este modo, repite algo que varios interlocutores muestran en otros diálogos: Sócrates no consigue hacer lo que dice en el Menón que hace con los que dialogan con él: sacarlos de su lugar, sino sólo de manera física. Tampoco consigue lo que dice en la Apología que hace con sus interlocutores: instruirlos a seguir una vida filosófica. Todo parece indicar que Eutifrón acaba el diálogo pensando sobre lo sagrado lo mismo que pensaba al inicio y, con todos sus intentos dedálicos, Sócrates no consigue sacarlo de su lugar, a no ser para escaparse del propio Sócrates. Los movimientos circulares lo conducen al mismo inicio. Con todo, lo más llamativo es que el propio Sócrates se queda quieto en el mismo lugar. Su última intervención (15e-16a) es clara: lamenta que, ante la fuga de Eutifrón, quede imposibilitado de aprender lo que es lo sagrado y su contrario, lo que le permitiría: a) saber defenderse de la acusación de Meleto; b) 53

no hacer nuevas invenciones por desconocimiento y c) vivir otra vida, mejor. De modo que Sócrates sabe lo mismo que sabía al inicio: qué no es lo sagrado, por dónde debe pasar una respuesta adecuada a tal pregunta y también cómo refutar a quien no define una areté de la forma en que él pretende que sea definida. En todo caso, el ejemplo del Eutifrón es ilustrativo: Sócrates ha usado el poder de Dédalo para negar cualquier carácter de filosófico a todo lo que no se identificara con la imagen del pensamiento presupuesta para y por la filosofía; para silenciar y expulsar de lo pensable la otredad de los otros pensares. Al final del diálogo, Sócrates se queda solo. Eutifrón ha escapado, ha salido corriendo ante tamaña pretensión. De un lado, ha quedado el filósofo. Del otro lado, fuera, quien no ha aceptado pensar como piensa el filósofo.

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4. La figura de un profesor

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ócrates es una figura contradictoria, llena de matices y contrastes, aun dentro de los diálogos de Platón. Lejos estamos de pretender dar una imagen que abarque todas esas facetas. Sólo hemos hecho un ejercicio de lectura de algunos pasajes de dos diálogos de una faceta de una figura que tiene muchas otras. ¿Qué es lo que leemos? En los dos casos, Sócrates busca que sus interlocutores aprendan algo que él ya sabe de antemano: en el Menón, el resultado parece satisfactorio: el esclavo de hecho aprende la matemática del ejercicio y también aprende que para aprender debe hacer lo que hacen quienes saben (aprender), los que no son esclavos. En el Eutifrón, la fuga de Eutifrón sugiere un resultado menos satisfactorio. En definitiva, un anciano aristócrata no es tan permeable como un esclavo. Sócrates lo acosa sin cesar para que reconozca que no sabe lo que pensaba saber, que más vale no saber lo que él sabe y que es mejor buscar lo que la filosofía quiere buscar. No parece haberlo conseguido. Con las últimas fuerzas que le quedan después de semejante acoso, Eutifrón consigue escapar. Así, con todo su fracaso, el Eutifrón deja, al final, solitaria, pero en el centro de la escena, a la filosofía: los interlocutores no saben o no consiguen convencer al otro de que saben qué es lo sagrado. Eutifrón no soporta ese lugar y sale corriendo; Sócrates se muestra más afín, parece «su» lugar. De modo que también el Eutifrón acaba confirmando lo que Sócrates ya sabe desde que su amigo Querefonte visitó al oráculo: que él, Sócrates, es el más sabio de todos los atenienses, porque aunque no sepa gran cosa, al menos reconoce el poco valor de su saber, mientras que los otros, como Eutifrón, viven la ilusión de un saber que nada vale.

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Con todo, satisfactoria o insatisfactoria en su resultado, la interlocución con el profesor Sócrates deja una huella semejante –y preocupante– en los dos diálogos: ni el esclavo del Menón ni Eutifrón aprenden a buscar por sí mismos lo que quieren buscar. Sólo aprenden a reconocer lo que Sócrates quiere que reconozcan o que es mejor escaparse si no hay otra salida. Por cierto, estos episodios no son aislados: la rabia no es sólo de Eutifrón, sino también de Trasímaco, Calicles y tantos otros. Tal vez estos personajes perciban que Sócrates no pregunta como pregunta alguien que no sabe, sino, justamente, al contrario, como un sabio, porque sabe un saber nada menos que oracular, para que el otro sepa lo que no recordaba (Menón) o para que sepa que no sabe lo que cree saber (Eutifrón). En definitiva, Sócrates también pregunta para que todos sepan que, como dijo el oráculo, no hay nadie en Atenas más sabio que él. Cuando del otro lado no está un viejo sacerdote o un joven esclavo, sino un político actuante, las consecuencias de este juego socrático acaban con su propia muerte. Este Sócrates, que no es todos los Sócrates, pero tampoco es menos Sócrates que ese campeón de una enseñanza dialógica y constructivista que se lee por todos lados, instaura una pretensión hegemónica de ejercer el pensamiento por parte del filósofo-profesor. O los otros piensan como piensa el filósofoprofesor o no piensan, o piensan errado; o los otros saben como sabe el filósofo-profesor o no saben, o saben errado. Sócrates encarna, bajo su aparente no saber, la consumación de una voluntad de saber autosuficiente y totalizadora, impermeable a las preguntas y saberes de los otros, a los otros saberes. Sócrates ilustra la fundación de ese ideal identitario de lo mismo que se constituye sobre la asimilación (el esclavo) o la negación (Eutifrón) del otro, del otro saber, del otro pensar, del otro ser, del otro valer, del otro poder. Con Sócrates, el filósofoprofesor se erige a sí mismo en legislador, instaura la norma de lo que se puede saber, de lo que es legítimo conocer y pensar, la medida del encuentro consigo mismo en el pensamiento; es la figura del juez que sanciona epistemológica, política y filosóficamente los desvíos, las debilidades, las faltas de lo que saben y piensan los otros. Ésta es una infancia de la filosofía y de la pedagogía legada por Sócrates. Tal vez valga la pena repensar esa imagen en un tiempo y un espacio en que parece imperioso que algunos «otros» puedan encontrar espacio para expresar otra palabra, otro saber, otro pensar que los que dominan las polis de nuestro tiempo. Tal vez sea necesario inventar otras infancias, encontrar nuevos inicios, afirmar nuevos comienzos para una educación filosófica. Una historia zapatista puede ayudarnos a pensar en esos comienzos.

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5. Una historia, ¿socrática?

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a cuestión tiene que ver, tal vez, con la sentencia inscripta en el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo», que Sócrates ha recuperado y dado el estatuto de un desideratum pedagogicum para el ejercicio de la filosofía. Toda una marca en las historias de las ideas pedagógicas. ¿Qué significa «conocerse a uno mismo»? ¿Qué relación política abre entre quien enseña y quien aprende cuando es puesto como meta de la relación pedagógica? ¿Qué relaciones con uno mismo y con los otros favorece? Para pensar estas preguntas vamos a leer una historia escrita por el subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en marzo de 2001, cuando los zapatistas hicieron una marcha desde Chiapas hasta el Distrito Federal para buscar apoyo para el reconocimiento de derechos indígenas. Ésta es la historia7: La tarde se va parpadeando el sofoco de la noche. Las sombras se descuelgan de la gran Ceiba, el árbol madre y la sostenedora del mundo, y van a tomar cualquier lugar para acostar sus misterios. Con la tarde, también se va apagando marzo y no éste que hoy nos sorprende andando con los muchos. Hablo de otra tarde, en otro tiempo y en otra tierra, la nuestra. El Viejo Antonio volvió de rozar la milpa y se sentó a la puerta de su champa. Dentro la Doña Juanita preparaba las tortillas y las palabras. Y como si tal, las fue pasando al Viejo Antonio, adentrando unas y sacando otras, el Viejo Antonio masculló, mientras fumaba su cigarro de doblador… 7 Este texto está publicado en EZLN (2001:404). 57

La historia de la búsqueda Cuentan nuestros más antiguos sabios que los más primeros dioses, los que nacieron el mundo, las nacieron a casi todas las cosas y no todas hicieron porque eran sabedores que un buen tanto tocaba a los hombres y mujeres el nacerlas. Por eso es que los dioses que nacieron el mundo, los más primeros, se fueron cuando aún no estaba cabal el mundo. No por haraganes se fueron sin terminar, sino porque sabían que a unos les toca empezar, pero terminar es labor de todos. Cuentan también los más antiguos de nuestros más viejos que los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, tenían una morraleta donde iban guardando los pendientes que iban dejando en su trabajo. No para hacerlos luego, sino para tener memoria de lo que habría de venir cuando los hombres y mujeres terminaran el mundo que se nacía incompleto. Ya se iban los dioses que nacieron el mundo, los más primeros. Como la tarde se iban, como apagándose, como cobijándose de sombras, como no estando aunque ahí se estuvieran. Entonces el conejo, enojado con los dioses porque no lo habían hecho grande a pesar de haber cumplido con los encargos que le hicieron (changos, tigre, lagarto), fue a roer la morraleta de los dioses sin que éstos se dieran cuenta porque ya estaba un poco oscuro. El conejo quería romperles toda la morraleta, pero hizo ruido y los dioses se dieron cuenta y lo fueron a perseguir para castigarlo por su delito que había hecho. El conejo rápido se corrió. Por eso es que los conejos de por sí comen como si tuvieran delito y rápido se corren si ven a alguien. El caso es que, aunque no alcanzó a romper toda la morraleta de los dioses más primeros, el conejo sí alcanzó a hacerle un agujero. Entonces, cuando los dioses que nacieron el mundo se fueron, por el agujero de la morraleta se fueron cayendo todos los pendientes que había. Y los dioses más primeros ni cuenta que se daban y entonces se vino uno que le llaman viento y dale a soplar y a soplar y los pendientes se fueron para uno y otro lado y como era de noche ya pues nadie se dio cuenta dónde fueran a parar esos pendientes que eran las cosas que había que nacer para que el mundo fuera completo. Cuando los dioses se dieron cuenta del desbarajuste hicieron mucha bulla y se pusieron muy tristes y dicen que algunos hasta lloraron, por eso dicen que cuando va a llover primero el cielo hace mucho ruido y ya luego viene el agua. Los hombres y mujeres de maíz, los verdaderos, oyeron la chilladera porque de por sí cuando los dioses lloran lejos se oye. Se fueron entonces los hombres y mujeres de maíz a ver por qué se lloraban los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, y ya luego, entre sollozos, los dioses contaron lo que había pasado. Y entonces los hombres y mujeres de maíz dijeron «Ya no lloren ya, nosotros vamos a buscar los pendientes que perdieron porque de por sí sabemos que hay 58

cosas pendientes y que el mundo no estará cabal hasta que todo esté hecho y acomodado». Y siguieron diciendo los hombres y mujeres de maíz: «entonces les preguntamos a ustedes, los dioses más primeros, los que nacieron el mundo, si es que se acuerdan un poco de los pendientes que perdieron para que así nosotros sepamos si lo que vamos encontrando es un pendiente o es algo nuevo que ya se está naciendo». Los dioses más primeros no contestaron luego porque la chilladera que se traían no les dejaba ni hablar. Y ya después, mientras tallaban sus ojos para limpiar sus lágrimas, dijeron: «Un pendiente es que cada quien se encuentre». Por esto es que nuestros más antiguos dicen que, cuando nacemos, nacemos perdidos y que entonces conforme vamos creciendo nos vamos buscando, y que vivir es buscar, buscarnos a nosotros mismos. Y ya más calmados, siguieron diciendo los dioses que nacieron el mundo, los más primeros: «todos los pendientes de nacer en el mundo tienen que ver con éste que les decimos, con que cada quien se encuentre. Así que sabrán si lo que encuentran es un pendiente de nacer en el mundo si les ayuda a encontrarse a sí mismos». «Está bueno», dijeron los hombres y mujeres verdaderos, y se pusieron luego a buscar por todos lados los pendientes que había que nacer en el mundo y que les ayudarían a encontrarse. El Viejo Antonio termina las tortillas, el cigarro y las palabras. Se queda un rato mirando a un rincón de la noche. Después de unos minutos dijo: «Desde entonces nos la pasamos buscando, buscándonos. Buscamos cuando trabajamos, cuando descansamos, cuando comemos y cuando dormimos, cuando amamos y cuando soñamos. Cuando vivimos buscamos buscándonos y buscándonos buscamos cuando ya morimos. Para encontrarnos buscamos, para encontrarnos vivimos y morimos»: —¿Y cómo se le hace para encontrarse a uno mismo? —pregunté. El Viejo Antonio me quedó mirando y me dijo mientras liaba otro cigarrillo de doblador: Un antiguo sabio zapoteco me dijo cómo. Te lo voy a decir pero en castilla, porque sólo quienes se han encontrado pueden hablar bien la lengua zapoteca que es flor de la palabra, y mi palabra apenas es semilla y otras hay que son tallo y hojas y frutos y se encuentra quien es completo. Dijo el padre zapoteco: «Primero andarás todos los caminos de todos los pueblos de la tierra, antes de encontrarte a ti mismo» («Niru zazalu’ guiráxixe neza guidxilayú ti ganda guidxelu’ lii»). Tomé nota de lo que me dijo el Viejo Antonio aquella tarde en que marzo y el día se apagaban. Desde entonces he andado muchos 59

caminos pero no todos, y aún me busco el rostro que sea semilla, tallo, hoja, flor y fruto de la palabra. Con todos y en todos me busco para ser completo. En la noche de arriba una luz ríe, como si en la sombra de abajo se encontrara. Se va marzo. Pero llega la esperanza. Subcomandante Insurgente Marcos Juchitán, Oaxaca México, 31 de marzo del 2001

Vamos a extraer dos principios de esta historia que nos ayudarán a pensar en Sócrates y en un nuevo inicio para el enseñar y el aprender.

5.1 Un principio para enseñar: terminar es labor de todos Marcos dice que los dioses hicieron el mundo incompleto. No lo hicieron así por perezosos, sino por principio, por convicción, porque consideraron que «unos tienen que comenzar, pero terminar es labor de todos». Eran dioses poco omnipotentes, imperfectos, dueños de pocas certezas, en casi nada semejantes a los que se usan para dictar la moral y las buenas costumbres; al contrario, lloraban, reían y sentían dolor. Estos dioses notaron que la creación de un mundo exige la participación de todos los que irán a habitarlo, que la creación primera –por tanto, espejo de toda creación– dice algo respecto de un movimiento inicial que instaura lo nuevo y abre las puertas para que los otros participen de esa creación. También notaron que no hay creación individual, sin la intervención de los otros. De esta forma, tal vez estén situando un principio interesante para pensar el enseñar y el aprender. Lo que estos dioses están sugiriendo es que no hay creación posible si no hay participación de todos en la creación. La educación es tal vez una de las dimensiones de la vida humana donde ese mandato creador se actualiza más radicalmente: parece imposible educar si no se hace de este acto, sobre todo, una acción creadora. Y las posibilidades de creación están seriamente comprometidas entre nosotros, con las escuelas cada vez más limitadas a una función de asistencia y de contención social, ¿cómo pensar en creación cuando muchos infantes van a la escuela sobre todo a tener su única alimentación diaria o para escapar de un contexto violento y amenazador? ¿Cómo enfrentar la ausencia de sentido 60

si la educación renuncia a su dimensión creadora? Tal vez, para pensar estas preguntas puede ser interesante pensar el valor de algunos principios, la fertilidad de algunos inicios, para otra educación. Voy a detenerme en una figura poética del texto de Marcos que refuerza este principio. Como sabemos, en la lengua castellana el verbo «nacer» no es un verbo transitivo; no pide ni admite un objeto, por lo que las gramáticas lo clasifican como verbo intransitivo. «Salir del vientre materno», dice el diccionario. Se nace; alguien nace, pero nadie es nacido por otra persona. Decimos, por ejemplo, que una mujer «tuvo un hijo», no que ella «nace un hijo». Decimos que nació Mario, Giulietta o Valeska, pero nunca decimos que ellos son nacidos o que alguien los nace. Decimos que el nacimiento es una acción que alguien trae consigo y que lo lleva a darse la vida, a ponerse en el mundo. Alguien nace y punto final. La idea es interesante porque revela la importancia que cada cual asume en su propia entrada en el mundo. Sin embargo, nuestra historia sugiere una idea diferente, tal vez complementaria. Marcos dice, con esa figura literaria, que los dioses «nacieron el mundo». Podría haber dicho simplemente que «el mundo nació» o podría haber usado otros verbos para expresar la idea de que el mundo fue creado. Podría haber dicho, por ejemplo, que los dioses «crearon el mundo» o «produjeron el mundo» o, aun, que ellos «fabricaron el mundo». Pero prefiere decir que ellos «nacieron el mundo». Como diría Manoel de Barros (2003:ix), fuerza la gramática, opera un desplazamiento en el modo normal de decir, busca belleza en las palabras, produce toda una solemnidad de amor. Y las palabras crujen, gritan, crean en el texto de Marcos. De modo que el mundo es nacido por los dioses. Para la liturgia «occidental y cristiana», acostumbrada a la figura de un dios creador, podría haber poca novedad. Pero la hay. Es cierto, sin los dioses el mundo no habría nacido. Sin embargo, no se trata de una creación de la totalidad. No es un nacimiento acabado, definitivo. Los dioses no nacieron un mundo completo, sino un mundo que llevaría consigo la necesidad de nuevos y continuos nacimientos. El nacimiento es, tal vez, una de las formas más sublimes de creación. Es una creación entre creaciones. En la figura literaria de Marcos, encontramos inspiración para pensar de otra forma otro acto poderosamente creador como es el acto de educar. Educar quiere decir, básicamente, enseñar y aprender. Y enseñar y aprender han sido comprendidos, tradicionalmente, según la lógica de la transmisión. Estamos acostumbrados a pensar que enseñar sería brindarle algo a quien no lo posee, en tanto que aprender sería traer para sí el signo, la señal, que está en quien enseña. Estos dioses que precisan de las criaturas para crear permiten pensar el enseñar y el aprender como actos menos individuales y menos completos. Como acciones 61

que exigen cierta solidaridad en el principio de la creación, cierto inacabamiento en lo creado y cierta cooperación en la tarea creadora. Como si enseñar y aprender exigiesen por lo menos dos fuerzas igualmente actuantes. Como si fuesen realizaciones que no es posible hacer por el otro, pero tampoco sin que el otro ponga algo de sí. Como si enseñar y aprender fuesen trabajos de solidaridad y de incompletitud. Cosas que nunca acaban, que siempre están naciendo, encontrando nuevos inicios. Cuando nos salimos de la lógica de la transmisión solemos ir hasta su negación. Si no pensamos que enseñar tiene que ver con transmitir un conocimiento ya listo para nuestros alumnos, creemos que no hay nada que transmitir y entonces serían los alumnos los que construirían los conocimientos por sí mismos. O bien les damos todo o no les damos nada. Les damos las preguntas y las soluciones o los dejamos que pregunten sus preguntas y respondan sus respuestas. Pensamos por ellos o los dejamos que piensen lo que quieran pensar. Les pasamos nuestros valores o dejamos que valoren lo que se les ocurra valorar. La imagen de dioses que nacen un mundo que necesita seguir naciendo inspira otra educación frente a estas alternativas. Inspira una acción educadora que nace saberes que no dejan de nacer en cada uno de los que participan de esa acción. Inspira una educación que no da, o para decirlo mejor, que no nace, todo o nada. Nace, tal vez, una de las bases de la potencia de toda creación: lo que puede cualquier ser humano cuando se considera capaz de continuar naciendo sus nacimientos; aquello que puede alguien que recibe de quien enseña la atención, el cuidado y la hospitalidad que necesita para nunca dejar de aprender junto a él. Quien enseña ofrece aquello sin lo cual nadie sería capaz de nacer conocimientos que merezcan ese nombre y con lo cual podrá participar de continuos nacimientos: una pregunta, un gesto, una opinión, una lectura, la actitud de quien, por sobre todas las cosas, está siempre aprendiendo junto a otros. Una educación para la fecundidad y el nacimiento constantes, conjuntos, siempre presentes. Una educación que dé siempre la oportunidad de decir a todos «yo también soy un educador»8. 5.2. Un principio para aprender: el pendiente es buscarse El caso es que los dioses dejaron el mundo con creaciones pendientes. Lo hicieron así a propósito, ya lo sabemos. Pusieron las cosas pendientes en una mochila para poder reconocer si cada nueva creación correspondía a alguna de aquellas creaciones pendientes. Pero las creaciones pendientes se desparramaron por el mundo todo. Hombres y mujeres irían a buscar esos pendientes, pero ¿cómo saber si lo que encontrarían es un pendiente o algo nuevo que está naciendo en el 8 La frase está inspirada, claro, en el «yo también soy pintor» de J. Jacotot. Véase Rancière (2003). 62

mundo? Los dioses explican cómo: «Un pendiente es que cada quien se encuentre» y todos los otros pendientes tienen que ver con éste. De modo que sabrán si lo que encuentran es algo pendiente si les ayuda a encontrarse a sí mismos. Vamos a explorar esta frase. De todo lo que ha quedado pendiente, lo principal, con lo que se relacionan todos los demás, es que cada quien se encuentre a sí mismo. ¿Cómo entender el sentido de este pendiente? ¿Qué significa encontrarse? ¿Dónde concretar este encuentro? ¿Cómo propiciarlo? ¿Quién es ese «se» que busca encontrar-se? ¿Quiere decir este pendiente que existe, para cada quien, una identidad ya definida y que vivir es simplemente reconocer esa marca previamente determinada? Evidentemente, este pendiente lleva a complejos temas ligados a cuestiones filosóficas tales como «¿quién somos?» o «¿qué hace que seamos aquello que somos?». Preguntas difíciles de responder para seres humanos. En todo caso, algo parece claro: si algo pendiente para todo ser humano es encontrarse, entonces quien esté dispuesto a aceptar el desafío tendrá que buscarse. El encuentro –real o no, posible o quimérico– marca el sentido de la búsqueda. Buscamos para encontrar, aunque no necesariamente encontremos lo que buscamos. Nos buscamos para encontrarnos, aunque no necesariamente nos encontremos. Buscamos para producir encuentros, aunque sepamos que algunos encuentros nunca serán nacidos. Por eso, Marcos dice que vivir es buscar, «buscarnos a nosotros mismos». La cuestión es que, de hecho, difícilmente nos encontraremos. Por no decir que es casi imposible que lo hagamos. Porque para eso, dice el antiguo sabio zapoteca, hay que andar todos los caminos de todos los pueblos de la tierra. Tarea imposible para cualquier ser humano: andar TODOS los caminos de TODOS los pueblos. Otra vez el fantasma y la ilusión de la totalidad, de la extranjeridad más absoluta, total. ¿Que están queriendo decir estos dioses? ¿Están considerando la humanidad una quimera? En parte. Es verdad que la condición humana no puede alcanzar la totalidad. Así, ella se reviste de una cierta imposibilidad, la de buscar algo que su propia condición no le permite encontrar. Con todo, igualmente hay que buscarse, siempre, obstinadamente, para que todo otro encuentro merezca la pena. ¿Cuál es el sentido de esta paradoja? Tal vez que el sentido de la vida humana no está en la posesión del encuentro, sino en la fortaleza de la búsqueda. El encuentro con todos los otros pueblos tendría el valor de la utopía, de dar sentido al andar. En esta utopía del encontrarse, en esta tarea de buscarse, reaparece, con toda su fuerza, el valor del otro, de la otra, de los otros. Si para encontrarse hay que andar todos los caminos de todos los otros, esta búsqueda de sí mismo no se 63

puede hacer sin el otro, sin la otra, sin los otros. En otras palabras, los otros no pueden faltar en nuestra búsqueda. Si fuésemos más osados todavía, diríamos que encontrarnos es buscarnos a nosotros en los otros o buscar a los otros en nosotros. Como si los otros fueran, al mismo tiempo, compañeros en la búsqueda y el propio sentido de lo que se busca. Como si el sabio zapoteca quisiera decir que en nosotros mismos están los otros y que nosotros también estamos en los otros. O, por lo menos, que en nosotros mismos podemos buscar a los otros y que los otros pueden buscarse a sí mismos en nosotros. 5.3 Una búsqueda entre Sócrates y Foucault Más de un lector debe haber sentido un cierto olor a Sócrates en esta historia de creaciones pendientes de Marcos. Debe haber recordado la sentencia inscripta en el oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo» y la manera en la que Sócrates la rememora, por ejemplo, en el Alcibíades I de Platón9. Vamos a considerarla. En este diálogo, Sócrates cuestiona en qué medida alguien como Alcibíades está preparado para ejercer la política, en función de la formación que ha recibido. Compara su crianza y educación con la de los persas y espartanos y muestra a Alcibíades la necesidad de que quien pretende ocuparse de los otros, de la política, comience por «ocuparse de sí mismo» (128a-129a). Para eso tendrá que «conocerse a sí mismo». ¿Cómo alguien se conoce a sí mismo? ¿Qué debe conocer? Según Sócrates, sólo se conoce a sí mismo quien conoce su propia alma, ya que el ser humano está compuesto de cuerpo y alma y es ésta la que gobierna a aquel. Quien conoce su cuerpo sólo conoce «lo gobernado» (130b), «las cosas de sí mismo», pero no «a sí mismo» (131a). Así, quien pretende gobernar a los otros, el político, antes debe mostrarse capaz de gobernarse a sí mismo, lo que supone conocer, ocuparse y cuidar de la propia alma. En palabras del diálogo platónico: SÓCRATES. Ejercítate primero, feliz amigo, y aprende lo que es preciso aprender para intervenir en las cosas de la ciudad; pero no antes, para que vayas poseyendo antídotos, y nada terrible experimentes. ALCIBÍADES. Me parece que lo dices bien, Sócrates. Pero trata de explicarme de cuál manera deberíamos ocuparnos de nosotros mismos. SÓCRATES. Pues bien, tan lejos hacia adelante hemos penetrado –pues se ha convenido suficientemente lo que somos–, pero temíamos que extraviados de esto, lo olvidásemos, ocupados de alguna otra cosa, pero no de nosotros. 9 El Alcibíades I fue considerado en la Antigüedad –por filósofos como Albino, Jámblico, Proclo y Olimpiodoro– una excelente introducción a la filosofía. Pocos dudan actualmente, como otrora, de su autenticidad. 64

ALCIBÍADES. Así es. SÓCRATES. Y después de esto, entonces, que debe cuidarse del alma y a esto debe mirarse. ALCIBÍADES. Evidente. SÓCRATES. Y el cuidado del cuerpo y de riquezas debe dejarse a otros. ALCIBÍADES. Sí, ¿y bien? SÓCRATES. ¿De qué manera entonces conoceríamos esto más claramente?, puesto que habiendo conocido esto, como es probable también nosotros nos conoceremos a nosotros mismos. ¿Es que por los dioses, no comprenderemos la bien expresada inscripción délfica que justo ahora recordábamos? (Platón, 1979:132b-c).

Sócrates interpreta el sentido de la inscripción délfica como quien interpretaría el sentido de las cosas pendientes de la historia de Marcos. El diálogo sigue y Sócrates dice que tal vez el único ejemplo de algo que se conoce a sí mismo sea el de la mirada, cuando una pupila se refleja en otra pupila y se ve a sí misma. Un ojo sólo se ve a sí mismo en otro ojo, allí donde surge su virtud, en la propia visión. Del mismo modo, un alma debe conocerse a sí misma allí donde radica su virtud: la sabiduría, el conocer, el pensar, de otra alma que refleje lo que hay en ella de mejor (132d-133c). En este breve ejercicio filosófico, Sócrates, el filósofo, dice a Alcibíades, el joven aspirante a político, la verdad de la política: para transmitir la virtud antes de todo hay que ser virtuoso. El político se rinde a la verdad del filósofo, a la verdad sobre él que el filósofo le revela, y el diálogo acaba con la promesa del primero de ocuparse de la justicia y de buscar para eso ser compañero del filósofo (135d-e). La moraleja socrática es que un político que quiera conocerse como tal –y podríamos, tal vez, extender la exigencia a todas las otras artes– debe antes pasar por la filosofía. Más recientemente, Michel Foucault definía también la pregunta «¿quién somos?» como principal para la filosofía. Su interés se dirige hacia la formación en la Antigüedad de lo que denomina «hermenéutica de sí» o, en otras palabras suyas, «juegos de verdad» a través de los cuales se fue constituyendo una cierta experiencia de sí. Leamos cómo Foucault (1986:11) explica este desplazamiento: En cuanto al motivo que me impulsó, fue bien simple. Espero que, a los ojos de algunos, pueda bastar por sí mismo. Se trata de la curiosidad, esa única especie de curiosidad, por lo demás, que vale la pena practicar con cierta obstinación: no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que permite alejarse de uno mismo. 65

¿Qué valdría el encarnizamiento del saber si sólo hubiera de asegurar la adquisición de conocimientos y no, en cierto modo y hasta donde se puede, el extravío del que conoce?

Foucault invierte la posición del filósofo socrático frente a la historia de la búsqueda: en este caso, la curiosidad filosófica no busca aumentar el conocimiento de sí, sino, al contrario, alejarse de lo que se conoce sobre uno mismo. Como si el buscarse llevase a un dejar de conocerse, a un dejar de saber lo que ya se sabe sobre sí. Así, estas breves referencias a Sócrates y Foucault permiten visualizar dos posibilidades opuestas de entender aquel «buscarse a sí mismo» del que habla Marcos. La primera opción, socrática, anhela aprender lo que se considera que hay de virtuoso en lo más importante, valioso o singular de sí mismo: el alma. Aunque Foucault no usaría estas palabras, podríamos decir que su opción es opuesta: buscarse significa alejarse de sí, perderse, des-encontrarse. Sigamos leyendo a Foucault:

Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando. Quizá se me diga que estos juegos con uno mismo deben quedar entre bastidores, y que, en el mejor de los casos, forman parte de esos trabajos de preparación que se desvanecen por sí solos cuando han logrado sus efectos. Pero ¿qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica– si no el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Y si no consiste, en vez de legitimar lo que ya se sabe, en emprender el saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto? Siempre hay algo de irrisorio en el discurso filosófico cuando, desde el exterior, quiere ordenar a los demás, decirles donde está su verdad y cómo encontrarla, o cuando se sitúa con fuerza para instruirles proceso con positividad ingenua; pero es su derecho explorar lo que en su propio pensamiento puede ser cambiado mediante el ejercicio de un saber que le es extraño.

Foucault parece estar ironizando la máscara de Sócrates. Porque este último encarna, sobre su aparente no saber, la consumación de la voluntad de saber sobre sí y sobre los otros. Sócrates es el filósofo erigido en legislador, el que instaura la ley de lo que debe ser la experiencia de sí, de la forma del encuentro consigo mismo, la figura del juez que sanciona política y filosóficamente los desvíos, las debilidades, las faltas de los otros. Al contrario, la actividad filosófica defendida por Foucault se parece más a la de un explorador de sus propias normalidades u 66

obviedades para mostrarlas como tales; un barrendero de lo que no quiere moverse de su lugar en sí mismo, un Dédalo de los saberes y poderes que nos habitan más allá o más acá de nuestra pretensión de saber y poder. Un último párrafo de Foucault: El «ensayo» –que hay que entender como prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad y no como apropiación simplificadora del otro con fines de comunicación– es el cuerpo vivo de la filosofía, si por lo menos ésta es todavía hoy lo que fue, es decir, una «ascesis», un ejercicio de sí, en el pensamiento.

Llegamos así al núcleo de la cuestión que nos ocupa: el ejercicio del pensamiento. En verdad, se trata de un pensamiento en movimiento, de su cuerpo vivo, de una relación viva y filosófica en quien lo ejerce. Nos encontramos, entonces, con la filosofía. Parece que no hay vida, que no hay filosofía, diría Foucault, si no hay una forma de «ensayo», esto es, un ejercicio de pensamiento que permita transformar lo que somos, que nos posibilite extranjerizarnos del juego de verdad en el que estamos cómodamente instalados, que nos permita deshacernos no ya de esta o aquella verdad, sino de una cierta relación con la verdad, ese trabajo del pensamiento que busca pensarse a sí mismo para tornarse siempre otro del que es. La búsqueda que cada quien entabla consigo mismo para transformarse es también la posibilidad de que el mundo sea diferente de lo que es. En el caso de un profesor, es la lucha por ser otro profesor del que se es. Buscarse como profesor sería evitar legitimar lo que se sabe y el lugar que se ocupa. El camino que trazan las creaciones pendientes de esta búsqueda sería dado por el perderse en lo que no se piensa, en lo que no se sabe, jugar otro juego de verdad del que se participa en la normalidad de las instituciones pedagógicas. Una búsqueda de lo pendiente en el pensamiento sería un ejercicio de pensamiento que busca abrir ese pensamiento a lo que todavía no ha pensado. De modo que tal vez sea inspiradora la principal creación pendiente de los dioses de Marcos para una infancia del enseñar y del aprender. Tal vez valga la pena pensar cada docente y cada estudiante a partir de una búsqueda infantil, permanente de sí mismo y pensar también en el papel que el pensamiento puede desempeñar en esa búsqueda. Tal vez sea hora de repensar la infancia socrática del enseñar y el aprender, tan instalada en nuestras instituciones y nuestras conciencias pedagógicas, la 67

que enseña que buscarse tiene que ver con encontrar, conocer y cuidar lo más importante que cada quien tiene en sí mismo. Tal vez sea tiempo de buscar otra infancia, un nuevo inicio que se afirme en un dejar de ser lo que se es para poder ser de otra manera, en un desplazarse del saber lo que se sabe para poder saber otras cosas; en un moverse del poder que se ocupa para que otras fuerzas y otras potencias puedan ser afirmadas entre quien aprende y quien enseña filosofía, o cualquier otra cosa.

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Capítulo III Motivos para pensar la infancia más literal

V

amos a remitirnos a unas palabras que dijo hace un tiempito una infanta que participa del proyecto Filosofía en la Escuela en una escuela pública del Distrito Federal de Brasil. Destacamos que se trata de una infanta de una escuela pública porque, al menos en Brasil, la creciente privatización de la enseñanza junto con la desconsideración y el abandono de la educación pública son marcas importantes de las más recientes reformas educativas. Consideramos significativo que no perdamos este aspecto de vista. Este proyecto, Filosofía en la Escuela, anda a contramano de esas corrientes: busca resistir las políticas públicas vigentes y el orden de cosas que ellas consolidan y extienden. Hacer Filosofía en la Escuela supone y exige afirmar que otro mundo es posible. Con este lema no se quiere duplicar el mundo o proponer una utopía que lo trasciende. Al contrario, el solo hecho de pensar contra la corriente ya es una afirmación de otro mundo. Del pensamiento nace otro mundo: no un mundo ideal, sino un mundo en el que por pensar de otro modo ya no somos los mismos. Bianca, que tiene 10 años de edad, estaba con sus amigos en una sesión que ellos llaman de filosofía. Habían leído el capítulo uno de El principito de Antoine de Saint-Exupéry y comenzaron una discusión a propósito de dónde se encuentra la explicación más acabada de lo que un dibujo quiere decir: si en el autor del dibujo, en su lector o en el propio dibujo. En esa sala, la mayoría de los infantes tiene entre 9 y 10 años, pero hay unos cuantos con algo más de edad. Eran casi cuarenta y unos quince participaban oralmente de la discusión. Entre otras posturas de los compañeros de Bianca, Wesley afirmó que hay diferencias entre matemática y arte, que en la primera es el signo el que dice cómo tiene que ser interpretado, mientras que en el arte es el observador quien da el sentido al signo; decía también que ese sentido no siempre coincide con el dado por el artista. En ese contexto, una vez que había escuchado diversas perspectivas sobre la cuestión, Bianca afirmó que «cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que es entendida»10.

10 Las referencias utilizadas del Proyecto Filosofía en la Escuela se encuentran, en portugués, en la página www.unb.br/fe/tef/filoesco [consulta: diciembre de 2006]. 71

1. Dos lugares para la infancia

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ué les parece? Pensamos que la frase tiene una fuerza filosófica tremenda. Noten: «cada cosa», o sea, no hay nada que no tenga una interpretación y, a su vez, toda interpretación tiene un «motivo», un porqué que precisa ser entendido; no hay nada arbitrario, nada que no exija un esfuerzo para entender por qué es entendido de la manera en que es entendido, algo así como que hay omnipresencia de motivos (de «porqués») para entender la manera en que entendemos todas las cosas. Alguien podría agregar que algunos motivos están más explícitos, otros menos; que algunos son más evidentes, otros menos; algunos más cuestionables, otros menos; alguien podría ver en esa tarea de hacer explícito lo implícito –evidente lo oculto o cuestionable lo incuestionable– la propia tarea de la filosofía, o de la educación o, mejor, de una educación filosófica. Con todo, vayamos un poco más despacio. En todo caso, sigamos leyendo la frase con un poco más de atención: Bianca sugiere que hay algo así como un horizonte de sentido y de búsqueda para todas las cosas, un porvenir que abriga y contiene el modo en que entendemos lo que entendemos y, tal vez, más interesante aún, que el modo en que entendemos las cosas es sólo una manera, una forma, lo que permite pensar que debe haber otras… hay motivos diferentes y entendimientos diferentes, hay diversidad de interpretaciones y pluralidad de razones para ellas. Es notoria la fuerza de esta afirmación y nos imaginamos que más de un lector puede haber pensado cosas tales como «allí está el principio de toda la estética de occidente»; otro podría preferir que «esto tiene que ver con el principio de razón suficiente de Leibniz»; algún otro replicaría que: «ese leit motiv de la filosofía del arte está emparentado a la visión que ofrece Aristóteles en su Poética»; 73

alguien más preocupado por la filosofía contemporánea podría arriesgar que en esa sentencia infantil se encuentra condensado el perspectivismo de Nietzsche o sugerido un principio para la genealogía de Foucault; otro interesado en los orígenes de la filosofía podría sugerir que «algo semejante ya puede leerse en las entrelíneas del fragmento 2 de Heráclito»… y así sucesivamente. En su conjunto, estos testimonios destacarían el intenso valor filosófico de esta sentencia y harían notar cómo muchos filósofos han necesitado mucho tiempo y mucha tinta para decir algo semejante a lo que Bianca expresa de forma tan diáfana, condensada y simple. Es el motivo de los que afirman que «los niños son grandes filósofos». Todas estas interpretaciones son discutibles (¡todas tienen además sus motivos, diría Bianca!) y podríamos agregar otras tantas análogas, pero no es eso lo que nos interesa enfatizar en este escrito. No interesa cuál de estas interpretaciones es más adecuada a los dichos de Bianca. Lo que importa es lo que todas ellas tienen en común: una forma de relación con la infancia. Se lee el dicho infantil, se lo compara con dichos adultos, filosóficos y se traza una relación para mostrar una similitud que tiene la forma de un elogio. Poco importa también que el resultado del juicio sea afirmativo o elogioso; podría ser negativo y la forma de relación sería la misma. En todo caso, no es ninguna de estas cosas lo que haremos aquí. No compararemos los dichos de Bianca para basar un juicio sobre ellos, sino que trataremos de pensar con ellos, a partir de ellos. La frase de Bianca llama a pensar en los motivos que tenemos para llevar el pensar filosófico a la escuela, a una edad más temprana de lo que nuestras tradiciones pedagógicas y culturales sugieren. Para usar las palabras de Bianca: ¿cuáles son nuestros motivos para entender el filosofar con infantes de la forma en que lo hacemos? Bianca nos hace recordar que hay maneras, diversas, de entender la filosofía, la infancia, la educación y la reunión de todas ellas y, por lo tanto, motivos múltiples para esa pretensión. Tal vez sea importante preservar, alimentar y cuidar esa diversidad, particularmente en un momento del mundo en el que parece que hay fuerzas demasiado significativas empujando para suavizar las alteridades que más importan. De modo que es posible que el lector no comparta estos motivos. No hay problema alguno. Al contrario, si hacemos explícitos los motivos diferentes, tal vez nos podamos poner a pensar juntos. En definitiva, ése es el principal motivo de este escrito: que pensemos juntos. Para empezar, tal vez resulte más fácil indicar algunos motivos ajenos. Digamos, entonces, por qué y para qué no nos interesa filosofar con infantes. Las causas, motivos, razones, sentidos se relacionan y entrecruzan. Discúlpennos si incurrimos en algunas simplificaciones, pero queremos ir a las «cuestiones mismas» y no desviar la atención, con la expectativa de propiciar un encuentro de pensamiento. Contamos con la complicidad y complacencia del lector. 74

Los motivos que dominan el mundo de la filosofía para infantes suponen una forma específica de relación entre educación, política y filosofía11. Estamos inmersos en una tradición muy fuerte que ha situado la filosofía al servicio de la formación política de los infantes: o bien la filosofía es pensada para formar ciudadanos, para consolidar la democracia o para plasmar los valores que consideramos «superiores» (respeto, tolerancia, solidaridad o cualquier otra palabra de ese orden, no interesa demasiado qué nombre le damos; piense en las que hoy tienen más aceptación, las políticamente más correctas y adecuadas al contexto). No interesa tanto el contenido que se dé a este modelo, el lugar de la infancia, la filosofía, la educación y la relación entre ellas permanece igual: pensamos la filosofía inscripta en la educación de la infancia y al servicio de una transformación política concebida de antemano. En otras palabras, proyectamos nuestra polis ideal y pensamos que una educación filosófica de la infancia nos acercará a esa polis. Tendremos, por caso, infantes más respetuosos, tolerantes, solidarios… Queremos formar infantes a «nuestra» manera, la que consideramos mejor. Para eso se lleva la filosofía a la escuela y se dispone todo un dispositivo pedagógico a su servicio: para que nos ayude a conseguir lo que la escuela por sí misma no parece poder conseguir. Todos estos lemas pueden ser genuinos e importantes. Pero tal vez no sean suficientes o, en todo caso, ellos tienen algunos peligros, o debilidades. En principio, desde una perspectiva «infantil», el lugar que se otorga a la infancia parece ser bastante poco interesante: «nosotros», los crecidos, los que «ya sabemos», los sujetos de la experiencia, ponemos nuestras mejores intenciones para diseñar el mundo que queremos para los que, pensamos, no saben, o aún no han vivido lo suficiente. Es cierto que nuestras intenciones son las «mejores» y que ponemos a disposición un bien «noble» como la filosofía. Pero no es menos cierto que, en este esquema, la infancia ocupa el lugar de un otro bastante disminuido, empequeñecido, casi alienado, de aquello que, en última instancia, nos sirve de instrumento y nos permitirá plasmar nuestros sueños e ideales. Es un otro que acomodamos en el lugar de quien –educación y filosofía mediante– nos permitirá ser lo que hasta ahora no hemos podido ser: lo que hemos pensado que debemos ser. Claro que hay muchos matices y versiones de esta posibilidad: algunas más coherentemente «democráticas», otras más dogmáticas, aquellas en las que el discurso se distancia demasiado de la práctica. Pero en todos estos motivos el lugar de la infancia parece muy semejante y, nos atrevemos a afirmar, política y filosóficamente incómodo. 11 Por ejemplo, en los trabajos pioneros de Mathew Lipman se encuentra este modo tradicional de pensar las relaciones entre filosofía, educación e infancia. Véase, entre otros, Philosophy Goes to School, Philadelphia, Temple University Press, 1988; y Thinking in Education, 2ª ed., Cambridge, Cambridge University Press, 2004. También pueden verse con provecho una compilación de textos críticos y su respuesta en un dossier de la revista alemana EthikundSocialwissenschaften, Stuttgart, v. 12, nº 4, 2003. 75

El modelo imperante es tan fuerte que nos parece casi imposible pensar la educación desde otra lógica que la de la formación de la infancia. «Y si no educamos la infancia para un tipo semejante de formación, ¿para qué lo haríamos?», debe estar pensando más de uno de los lectores de este texto. Se piensan los modelos de «formación para la democracia» como «progresistas» en relación con formas más conservadoras o tradicionales. Quizá lo sean. Pero tal vez existan otras opciones. Quizá no sea tan imposible pensar las relaciones entre filosofía, educación e infancia desde otra lógica que la de la formación. Quizá encontremos otros motivos. Las cosas siempre pueden ser de otra manera. Siempre. También en nuestros días. De modo que tal vez podamos ser un poco más osados y disponer otro lugar para la infancia. Quizá nos atrevamos a pensar con la infancia en lugar de para ella; ¿por qué no podríamos situarnos a partir de ella, junto con ella y no por encima de ella? Quién sabe dejemos de pensar por la infancia (en lugar de ella) para dejarnos pensar por la infancia (que ella nos piense). Vamos a intentar explicarnos con algo más de claridad. La cuestión, en el fondo, tiene que ver con lo que pensamos que es la política y la dimensión política afirmada en una apuesta educativa. Ciertamente, educamos desde principios políticos y con finalidades políticas. Afirmamos en nuestra práctica un modo de relación con cuestiones como igualdad, justicia, libertad, solidaridad o cooperación. Propiciamos un espacio donde, por ejemplo, es importante cuidar al otro, escucharlo; donde se estimula la atención por lo que parece normal o natural, la participación de todos y la resistencia frente a las imposiciones; apreciamos la alteridad, estimulamos la creación y no nos molesta la falta de certidumbres. No somos neutros ni apolíticos. Nada de eso. Al contrario, hay toda una política en juego en nuestra práctica de filosofar con infantes, lo notamos y lo enfatizamos. Pero la forma política de nuestros sentidos y finalidades está abierta: no sabemos cómo debe ser el mundo. Tampoco lo queremos saber, porque no nos interesa trabajar para una normativa predefinida que dé sentido al presente de la acción pedagógica y en cuya definición el otro, objeto de esa normativa, ha estado ausente. Educamos para otro mundo, porque otro mundo es posible, porque otro mundo ya existe desde el momento en que pensamos de manera diferente este mundo, pero no sabemos la forma precisa de ese mundo ni pensamos que somos nosotros los que debemos definirla. Por lo menos, no sólo nosotros. Ponemos a disposición el filosofar para ayudar a pensar y a pensarnos en ese mundo, para ayudarnos a poner en cuestión nuestra relación con ese mundo y para que otros también puedan hacerlo. Pero la forma política de un nuevo mundo permanece abierta. Nuestros principales motivos para hacer filosofía con infantes están en el poner a disposición nuestras instituciones, sensibilidades y pensamientos para que esos infantes puedan pensar del modo más libre, potente y abierto posible la forma que quieren darle a su estar en el mundo. 76

2. Infancia y política: zapatismo infantil

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al vez una analogía con un movimiento contemporáneo, el zapatismo, ayude a tornar más explícitas estas ideas. Los zapatistas luchan, en el Estado de Chiapas en México, desde hace más de 23 años (13 de ellos en forma pública) para cambiar el mundo. Hasta la emergencia del zapatismo, los grupos revolucionarios en América Latina se sustentaban en el principio de la eliminación del otro –el enemigo, el burgués, el capitalista– y la toma del poder para instaurar desde allí la revolución. Desde el comienzo, los zapatistas dicen que no quieren tomar el poder. No es que nieguen la explotación, la discriminación y el menosprecio –difícilmente alguien sufra más y más de cerca que los indígenas chiapanecos las formas locales y globales del neocapitalismo de estos días–, pero consideran que es necesario practicar una nueva política, coherente con los principios de justicia, libertad y democracia. Los zapatistas no creen que esta política sea compatible con eliminar al otro ni con mantener un mismo ejercicio del poder con otros ejecutores. No buscan exterminar al otro, porque si lo hicieran estarían practicando la misma política que han sufrido por más de quinientos años y el mundo sería el mismo mundo, sólo que con la gente ubicada en otras posiciones. Al contrario, luchan por «un mundo en que quepan todos los mundos». Así, no aspiran a la toma del poder, porque quieren cambiar el modo en que se ejerce el poder y no sólo los nombres de quienes ejercen el poder. Se trata de pensar y hacer, en palabras de los zapatistas, una nueva política que la practicada hasta nosotros. Hace un par de años, el subcomandante Marcos, uno de los líderes zapatistas, intercambió un par de cartas con Pierluigi Sullo, del semanario italiano Carta. En septiembre de 2004, Pierluigi publicó una carta dirigida a Marcos en la que plantea el problema, en palabras de Marcos, de «la velocidad del sueño»; 77

Pierluigi se pregunta «¿qué hacer en Italia?», y Marcos entiende esta pregunta como una forma de renovar la clásica pregunta de la política: «¿qué hacer en el mundo?». Marcos da una respuesta conformada por siete principios, pero anticipa a todos esos principios una marca que los atraviesa: «no lo sabemos»12. Los zapatistas no saben cómo debe ser el mundo, porque saberlo implicaría negar las otras voces que es necesario escuchar para que ese mundo sea de verdad un mundo plural y no un mundo como el que vivimos, en el que se impone, de forma monocorde y omnipresente, una única voz. Los zapatistas saben que es preciso escuchar a los otros, construir un otro mundo sobre otras bases y recorriendo otros caminos, pero no tienen un modelo predefinido al que tenga que aproximarse el mundo en que vivimos. Esto no significa que sean neutros o apolíticos; al contrario, sus principios están contenidos en un complejo pensamiento que se materializa en un modo de entender la libertad, la justicia y la democracia y que encuentra su cristalización en esas experiencias de democracia que se han denominado «comunidades autónomas». Significa, al contrario, que esos valores están dispuestos para que surja un mundo nuevo, un mundo que ellos no pueden anticipar, una alternativa en permanente búsqueda: éste es el legado, como vimos en el capítulo anterior, de los ancestrales dioses creadores del mundo: que la búsqueda más importante de todos los seres humanos es la búsqueda de sí mismos, que a esa búsqueda se remiten todas las otras búsquedas, que vivir es buscar y que sólo es posible encontrarse a sí mismo en los otros, los que hablan otras lenguas. Consideramos que esta imagen de los zapatistas y una nueva política puede ser también la metáfora de una nueva política para la educación. En el modo tradicional de pensar la educación filosófica de la infancia, llevamos la filosofía a la escuela para formar infantes que sean adultos más democráticos, tolerantes, responsables… En la forma en que estamos proponiendo que pensemos juntos, también educamos en un contexto «democrático» (con varias comillas), para que ellos puedan pensar con libertad, fortaleza y alegría el tipo de mundo en 12 La carta que Pierluigi Sullo escribe a Marcos se publicó en la revista italiana Carta, año VI,

nº 31, 26 de agosto-l de septiembre de 2004. Marcos responde en una carta titulada «La Velocidad del sueño. Segunda parte: Zapatos, tenis, chanclas, huaraches, zapatillas», distribuida electrónicamente por el Centro de Información Zapatista ([email protected]). Los siete principios que Marcos allí presenta son: 1) una crítica feroz de la clase política mexicana; 2) una crítica específica de los partidos de izquierda, autoproclamados «progresistas»; 3) la resistencia, el antidogmatismo, la autocrítica y la autodeterminación como principios no negociables de la acción política; 4) la fidelidad a sí mismos; 5) la escucha atenta y no obediente; 6) el lema «arriba los de abajo» y la mirada dirigida siempre a los de abajo, los históricamente negados, ignorados; 7) la búsqueda de una alternativa propia.

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el que quieren vivir, para que puedan buscarse a sí mismos de otro modo, en los otros, con los otros. Cuestionamos la polis instituida y ponemos a disposición otra polis filosofante que tiene marcas que se abren a un porvenir indeseable (¿imposible?) de anticipar. No sabemos lo que va resultar del encuentro entre filosofía e infancia en terreno educativo. Y tampoco lo queremos saber. Vislumbrarlo requiere tiempo, paciencia y escucha para percibir algunas voces de la infancia. El lema de una «nueva educación» es ya muy viejo. Lo sabemos. Pero creemos que de verdad es necesaria otra educación: otra relación entre educación, filosofía e infancia y otra política en la educación de la infancia. En suma, una infancia de la política, una política infantil. Una política infantil sólo es posible a partir de otra infancia, y de otra relación con la infancia.

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3. Otro ejemplo infantil, fuera de la escuela

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al vez otro ejemplo nos ayude a pensar. El ejemplo es de un infante. Algunas aclaraciones: a) se trata de un ejemplo de un infante literal, porque a eso queremos dar atención en este momento, pero bien podría ser de cualquier otra edad, como veremos en la próxima sección; no es necesario pensar que la infancia se restringe a los infantes literales, a los que tienen determinada edad; b) es un ejemplo de mi propia casa, de una hija, de la infancia más literal. Se trata de Milena, la menor de mis hijas. Tal vez necesite entonces aclarar que no importa demasiado que se trate de Milena y que podría ser cualquier otro infante, que me valgo de una que tengo a mano para ofrecer otro marco que el escolar del ejemplo anterior. La anécdota tuvo lugar en un viaje de vacaciones, en Buenos Aires, en el departamento de mi madre en Caballito, en el invierno del 2005, cuando Milena tenía dos años, casi tres. Nuestra condición se había invertido, yo argentino con el castellano como lengua materna y ella brasileña, con el portugués como lengua primera, habitantes los dos de Río de Janeiro, yo soy normalmente el extranjero. Pero en este caso la extranjera era ella. Claro que uno también se va volviendo extranjero en su propia tierra, pero eso es tema para otro texto; en esta ocasión, al menos en relación con la lengua, ella era claramente extranjera, e infante del modo más literal, porque estaba empezando a hacerse amiga de las palabras, a decirlas con cierta regularidad y seguridad. En la época de ese viaje, Milena tenía ya una relación bastante intensa con la lengua portuguesa y empezaba a pronunciar algunas palabras en castellano. Un día en esas vacaciones, mientras hablábamos de cualquier otra cosa, Milena me dijo: ««Tia», em português, se diz «tía», em espanhol». No sé bien cómo marcar en la grafía la diferencia fonética entre las dos t iniciales, pero el lector debe ya 80

haber adivinado que lo que Milena me dijo es que había aprendido a traducir una palabra de una lengua a otra. En otros términos, había encontrado que, en lo que para ella era la otra lengua –el castellano–, había un equivalente de una palabra con la que podía hablar en su lengua, el portugués; y las palabras coincidían, querían decir lo mismo, aunque se pronunciaran de modo diferente en las dos lenguas. En efecto, esta diferencia sólo puede ser apreciada en la oralidad y no en la escritura, a no ser por la tilde sobre la i de «tía», presente en el castellano y ausente en el portugués. Sonreí, con mucha alegría. Milena me mostraba no sólo que estaba andando con mucha intensidad el camino de aprender su lengua, sino que era también capaz de hablar más de una lengua. Debo haber soltado dos o tres expresiones de admiración, que en este momento no recuerdo. Y, sin darnos descanso, me acometió mi vocación pedagógica más feroz y me jugó lo que al principio pensé que sería una mala jugada. En efecto, inmediatamente me vino la idea de que estaba ante una magnífica posibilidad de «potenciar» su aprendizaje. En definitiva, tantos años de docencia no habían pasado en vano; de modo que no quise dejar pasar la oportunidad de que Milena ejercitara su pensamiento analógico y, voraz por sus nuevos aprendizajes, le pregunté: «Milena, si «tia» (en portugués) se dice «tía» en castellano, entonces, ¿cómo se dice, en castellano, «tio» (en portugués)?». Ya me preparaba para una alegría pedagógica sin par. Me relamía, frotaba imaginariamente mis manos de profesor, como esos cazadores que intuyen que su presa está al caer. Sólo esperaba la confirmación. Milena se me aparecía muy lúcida, magnífica, como acostumbramos a percibir a nuestros hijos, y pensé que resolvería fácilmente la pregunta. Sólo era cuestión de «facilitarle» el aprendizaje. En definitiva, de eso habla el discurso pedagógico progresista, de que un infante construya con nuestra ayuda aprendizajes significativos que den lugar a otros aprendizajes significativos, que «aprenda a aprender», como se repite en estos días. El punto es que la confirmación no venía. No dejaba de mirar a Milena. Debo haber repetido alguna que otra vez la pregunta, seguramente ya un poco más ansioso e impaciente. Milena demoraba «más de la cuenta» (de mis cuentas, claro) en responder. Al fin, después de un rato, Milena me miró sonriente y me dijo, sin dejar de sonreír, diáfana y tranquilamente: ¡¡¡««tio» em português se diz «amigo» em espanhol»!!! Felizmente, conseguí respirar, contener mi lengua frente a la lengua extranjera y no decir nada; por puro nerviosismo, simplemente sonreí. Debo haber pensado, rara y afortunadamente, que era mejor masticar un poco lo que había dicho Milena antes de decir cualquier cosa. Más tranquilo, pude pensar en la lección que me había dado la extranjera de dos años.

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Milena no respondió lo que yo quería que respondiese. Está viva. No respondió lo que yo esperaba como respuesta –una de las cosas que mejor aprendemos en las escuelas–, sino que pensó de manera más directa, limpia y no pretenciosa. Milena hace demasiado poco que entró en las instituciones escolares. Y en esas instituciones la vida está como silenciada. Claro que también hay mucha vida en ellas, pero parecería que los dispositivos pedagógicos trabajan más cómodos con el silencio de esa vida. Sepan comprender el carácter simple y monocorde de esta imagen de la institución escolar, en la que hay tantas tonalidades, pero tal vez nos ayude a pensar aquello que la pedagogía dominante no parece muy interesada en pensar. En definitiva, la respuesta de Milena me sorprendió porque contestó mi lógica instructora y mis pretensiones anticipadoras, las mismas que habitan la pedagogía más habitual. Me hizo pensar. Me dio alegría, no satisfacción. Me ayudó a ver lo que no veía. Antes de compartir lo que aprendí con Milena, otra aclaración. Como en el caso de Bianca, no vamos a caer en la tentación de interpretar a Milena. La interpretación que en el caso de Bianca tratamos desde la filosofía podría darse desde muchos otros saberes. Un experto diría: «Claro, ella ha hecho esa analogía porque en Brasil «tía» quiere decir tal cosa y no como acá que quiere decir tal otra»; otro experto en otro saber pensaría que la interpretación a seguir es más sesuda: «Ella tiene una relación más afectiva con los tíos que con las tías»; o, entonces, un tercero rebatiría: «Ella quiso decir que las tías…». Las interpretaciones de por qué Milena tradujo «tio» por «amigo» y no por «tío» se multiplicarían al infinito. Por doquier aparecerían adivinadores de sus «intenciones». Sería, por cierto, un camino tentador y daría bastante tranquilidad: en definitiva, de esa manera hemos aprendido a poner a disposición nuestros saberes, poderes y demás artimañas para vérnoslas con esos «locos bajitos», para decirlo con Serrat. Con todo, tal vez justamente por tanto tiempo de hartazgo de lo mismo o por pensar que un infante y nosotros merecemos la oportunidad de algo diferente, una vez más no andaremos ese camino: sería desperdiciar algo demasiado interesante que la palabra infantil nos podría ayudar a pensar. No parece sensato perder esa oportunidad. Entonces, en vez de explicar lo que una infanta extranjera ha querido decir, trataremos de pensar con ella, abrirnos a lo que puede enseñarnos; en vez de poner a la infante como objeto de nuestros saberes, la pondremos como sujeto de saberes, en pie de igualdad, de igual a igual; partiremos de esa sentencia infantil para poner en cuestión un modo de relación con la extranjeridad y con la infancia y, por qué no, con una cierta extranjeridad infantil que a veces nos habita a nosotros mismos. Esto es lo que aprendí a pensar a partir de lo que dijo Milena. Vamos a dividir lo que aprendí en seis muy breves secciones.

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3.1. Un inicio para pensar: la amistad Hay necesidad de que haya amistad para que exista pensamiento. La conocida etimología de «filosofía» (y de todas las palabras compuestas que empiezan por la forma griega philo) tal vez nos ayude. La amistad es algo así como una condición del pensar, de un pensar que valga la pena. Una especie de inicio, un viejo inicio, pero también un nuevo inicio: no pensamos sino a partir de una cierta afinidad en el propio pensamiento. No nos referimos necesariamente a relaciones personales ni tampoco a una prioridad temporal, sino a relaciones de condiciones de posibilidad en el propio pensamiento. Justamente, en una relación de familia, Milena me hizo pensar que el propio pensar no es asunto de la institución familiar. Se piensa, entre otras condiciones, bajo la condición de la amistad; viene a mi cuerpo la definición de Aristóteles en la Ética a Nicómaco: «phìlos àllos autós» (amigo, otro mismo; otro uno mismo; amigo, otro, mismo); hay, en este principio, un mundo de alteridad que se abre en el pensamiento. Claro que las preguntas se despliegan y no cesan: ¿cuál amistad? ¿Amistad para qué? ¿Entre quién y quién? O mejor, ¿entre qué y qué? Bien, ya estamos en terreno de la amistad, y del pensamiento. De alguna manera, estas preguntas sugieren la fuerza de ese inicio interruptor, disruptivo, creador de un nuevo mundo en el pensamiento. 3.2 Un llamado de atención al preguntar ¿Cómo nos relacionamos con el otro? ¿De qué manera nos paramos frente al extranjero-infantil? Ocupamos la tierra del saber y del poder, del saber del poder y del poder del saber. Preguntamos preguntas que no interrogan, que no nos interrogan. Preguntamos lo que sabemos y lo que no sabemos no lo preguntamos. Preguntamos, sin preguntar, porque sabemos o creemos saber, para escuchar la única respuesta que confirma nuestro saber, que nos deja bien parados en esa tierra aparentemente firme de lo que creemos saber. Preguntamos para escuchar una única respuesta que nos conforma, que ya sabíamos antes de lanzar la pregunta. Preguntamos al otro, extranjero, infantil, lo que nunca nos preguntaríamos: lo que ya sabemos, ya pensamos y no pensamos que vale la pena volver a pensar. Preguntamos al otro para escucharnos a nosotros mismos y, si no, no escuchamos nada. Preguntamos al extranjero-infantil a la manera de una evaluación escolar: para verificar si el otro sabe y piensa como nosotros, para consolidar que aprendió nuestros saberes y, en última instancia, para mostrarle todo lo que podemos si no sabe lo que hay que saber. Preguntamos como en una prueba de la escuela, sin preguntar de veras. Del mismo modo que miramos sin mirar, pensamos sin pensar y vivimos sin vivir. 83

3.3 Una nueva lengua Aprender es traducir. Traducir es inventar. Inventar es inventarse. Inventarse es escuchar lo que no escuchamos, pensar lo que no pensamos, vivir lo que no vivimos. La infancia habla una lengua que no escuchamos. La infancia pronuncia una palabra que no entendemos. La infancia piensa un pensamiento que no pensamos. Dar espacio a esa lengua, aprender esa palabra, atender ese pensamiento puede ser una oportunidad no sólo de dar un lugar digno, primordial y apasionado a esa palabra infantil, sino también de volvernos extranjeros para nosotros mismos, la oportunidad de dejar de situar siempre a los otros en la otra tierra, en el extranjero, para poder alguna vez salirnos un poco de «nuestro» cómodo lugar y, quién sabe, transformar lo que somos. Ésa parece ser la fuerza de la infancia: la de una nueva lengua, de un nuevo, otro, lugar para ser y para pensar. 3.4 La positividad de la infancia y del extranjero Milena estaba en una situación de infante extranjera. Esa situación, más que un límite, fue una posibilidad. Estar en el extranjero le permitió aprender nuevas palabras, nuevos pensamientos. Así mostró que extranjeridad puede ser no sólo o no tanto un límite, sino una fuerza, una potencia, algo que moviliza y provoca cambios, en uno mismo y en el otro. Una experiencia permanente de aprendizaje, eso también puede ser la extranjeridad. Del mismo modo, Milena, infante, se vuelve contra la etimología: pronuncia su palabra, resueltamente, sin pedir permiso, sin solicitar autorización para pensar. Piensa y dice lo que piensa. Y esa palabra y ese pensamiento infantiles son una fuerza que nos da que pensar. Una potencia, una fuerza, una capacidad que piensa y da que pensar, esto también es la infancia. 3.5 Filosofía para niños ¿Qué nos dice este ejemplo sobre la tan mentada «filosofía para niños»? Claro, habría una manera primera y rápida de leer lo que estamos diciendo: que el caso de Milena es un caso de práctica filosófica y una muestra de lo que podría ser la experiencia de filosofía para niños. Puede ser que lo sea. Pero, en verdad, el ejemplo nos permite pensar en los principios y sentidos de hacer filosofía con niños, algo así como los motivos a los que aludía Bianca y que tratamos en la primera parte de este texto; en algo que está más acá o más allá de la práctica y de las preguntas, que tiene que ver con los «cómo»; con los «por qué» y «para qué» de la práctica filosófica con niños. En ese terreno, hacer filosofía con niños 84

puede ayudarnos a vernos de frente con esos infantes extranjeros, espejos que nos abren las puertas de un ejercicio de extranjeridad, que nos permiten habitar otras tierras filosóficas que las que estamos acostumbrados a habitar, a ser otros maestros que los que estamos habituados a ser y, sobre todo, nos ayudan a poner a disposición otros lugares para la infancia extranjera que tenemos enfrente para educar. En otras palabras, ese espejo infantil puede volverse un ejercicio vivo de una extranjeridad afirmativa, puede ayudarnos a ir a las escuelas no sólo para dar una educación a la infancia, sino también para dar una infancia a la educación, un nuevo inicio, una nueva tierra, un nuevo pensamiento. 3.6 La palabra de una infancia menos literal Para finalizar este capítulo, vamos a remitirnos a otro testimonio, esta vez de una de las maestras que forman parte de aquel proyecto ya mencionado al inicio de este capítulo, Filosofía en la Escuela, en Brasilia. Se trata del relato de una maestra casi sin formación académica en filosofía, ya que en Brasil, como en casi todo el mundo, la filosofía ocupa un lugar marginal y muy poco significativo en la formación docente. Y cuando está presente, acostumbra situarse muy distante de las preocupaciones e intereses de los maestros. En este caso, una de las maestras que acompaña esa búsqueda de los infantes, Délia, una maestra infantil de la infancia, decía, en uno de nuestros encuentros de trabajo, sobre su relación con la filosofía y sobre el significado que ésta ha pasado a tener en su vida cotidiana, que la filosofía le permite: «Pensar y repensar nuestra práctica… éste es el comienzo de nuestro camino filosófico, un camino que jamás termina». Pensemos juntos en lo que Délia nos dice. Una vez más, no queremos subrayar el alto contenido filosófico que tendría este relato o cómo ella pensaría tan bien como nosotros pensamos (que debería pensar). Más bien, nos interesa pensar con ella y a partir de ella. Por un lado, Délia enfatiza la proximidad entre la filosofía –el pensar– y la práctica que ella piensa: pensamos, sobre todo, nuestra práctica y la pensamos una y otra vez; la pensamos y la volvemos a pensar; repetimos el gesto de pensar la práctica y en ese gesto nos pensamos y volvemos a pensarnos a nosotros mismos. Se trata de un gesto del pensamiento que se repite para no repetirse, que despliega una repetición compleja, repetición de lo diferente y no de lo mismo. En otras palabras, pensamos para poder pensarnos siempre de otra manera, para renovar el modo y los motivos que nos tenemos reservados para entendernos, a nosotros mismos y al mundo, del modo en que nos entendemos y lo entendemos, según diría Bianca. Tal camino, filosófico, es un camino –sugiere Délia– que un enseñante comienza, pero no termina. Una vida filosofante es una vida de búsqueda, o de encuentros. 85

Es interesante el lugar en el que Délia sitúa a la filosofía en este recorrido, y también lo es la imagen que usa para referirse a ella: la filosofía tiene la forma de un camino, camino que comienza, pero no termina, un camino sin final. La filosofía no se encuentra en el inicio de los orígenes o el fundamento ni en lo alto de la totalización y universalidad de la comprensión, como tanto gusta presentarse a sí misma; tampoco se localiza en el lugar de la llegada, de la meta, de la finalidad, porque no hay tales puntos de arriba. Ni fundamento ni finalidad: la filosofía está en una manera de iniciar el camino que se continúa en todo su recorrido; en la forma, en el modo de conducirnos, en la posibilidad de llevarnos de un lugar a otro; un rito de pasaje. Al final, eso es un camino, lo que nos permite salir del lugar donde estamos y alcanzar otro lugar. Eso permite el filosofar con infantes en la tierra del pensamiento: salir de donde estamos y llegar a otras tierras; dejar de ocupar algunos territorios para pasar a ocupar otros; interrumpir nuestra localización en el pensamiento y divisar otras localidades; algo que también hacen los puentes: comunicar dos puntos distantes. El camino de la filosofía es un camino inacabado e inacabable en el pensamiento. Practicada con infantes, ofrece la posibilidad de percibirse en medio de una búsqueda, ayuda a mantener el ritmo, a no olvidar los inicios, a valorar la ausencia de certezas, a notar la incompletitud de muchos caminos todavía por andar, a explorar otros caminos siempre presentes. Todos los intentos por completar la filosofía fracasan: no hay cómo completar el enigma del pensamiento, el misterio de lo que somos y de lo que podríamos ser. Al filosofar podemos acompañar ese enigma, mantenerlo, alimentarlo, pero no mitigarlo. No es necesario, y tal vez tampoco es conveniente, tenerle miedo a ese enigma. Sería como tener miedo al pensamiento, a nosotros mismos. Poner a disposición para los infantes el camino de la filosofía supone que estemos dispuestos a convivir con ese enigma y esa ausencia de certezas; supone también algo más, permitir que los infantes hagan su propio camino al andar, como sugiere el infante poeta Machado. Como siempre, queda un sinnúmero de preguntas por pensar. Entre todas ellas no queremos dejar de mencionar una: ¿es posible que un filosofar con estas características se dé en el espacio escolar? Acaso la escuela, institución del poder disciplinar moderno, según nos enseñara Foucault, ¿no es el espacio por excelencia del control del pensamiento, de la rigidez de contenidos curriculares, de las jerarquías políticas indisimulables, de la falta de libertad y transformación? ¿No habría una incompatibilidad insuperable entre la escuela como institución administrada por el orden dominante y el intento de un filosofar infantil revoltoso de ese mismo orden? ¿No es la escuela la negación de un pensar filosófico abierto, libre, revolucionario?

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Tal vez lo sea, tal vez no. No estamos seguros. A favor de esta segunda alternativa testimonian, por ejemplo, la experiencia de las escuelas zapatistas y, más cerca nuestro, una enorme cantidad de maestros y maestras que, al menos en las tierras donde vivo y trabajo, se las ingenian para afirmar, en las condiciones más severas, que otro mundo educacional es posible. No hay cómo anticipar respuestas. También en esto tal vez sea interesante mantener abierta la pregunta y el enigma. Cada quien hace su experiencia. Como dijo Bianca, «cada cosa tiene un motivo para ser entendida de la manera en que es entendida». Cada idea también. Cada persona también. De esta tarea individual y conjunta que es el pensamiento, nuevos motivos pueden encontrar vida. Les daremos la bienvenida. Todo surgió de escuchar a Bianca. A los zapatistas. A Milena. A Délia. A la infancia. Al otro. A los que pensamos que nada tienen para decirnos. ¿Y si escucháramos con más atención a los que pensamos que nada tienen para decirnos?

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Capítulo IV Una infancia para la educación y para el pensamiento

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illes Deleuze es un pensador que presta a la infancia una cierta atención. Por un lado, toda su polémica con el psicoanálisis está revestida de un esfuerzo por desplazar la infancia de una interpretación en el marco del Edipo, del inconsciente como teatro, del deseo como falta. Con todo, como él mismo aclara, el interés de Deleuze por la infancia no radica tanto en la infancia cronológica, en la infancia de una biografía, sino en algo así como un devenir infantil, transformador y vital. Más significativo aún, la fuerza mayor de la infancia en Deleuze no aparece en tanto un objeto de estudio, sino como una dimensión afirmada en la propia escritura deleuziana; estilo infantil de escritura, devenir infantil de la escritura y del escritor, del propio pensamiento, con una potencia infantil que interrumpe la normalidad de lo pensado y hace visibles las condiciones para la creación de un mundo nuevo, ¿o habría que decir «de nuevo, un mundo»? En todo caso, la infancia está bien dentro del propio devenir deleuziano, que es interrupción y creación de un mundo nuevo, infancia de un mundo más que infancia de esta vida particular. En esta parte del libro, veremos en qué medida G. Deleuze infantil nos ayuda a pensar un mundo nuevo en la educación, en la filosofía y, en definitiva, en el propio pensamiento. La infancia aparecerá entonces desplazada de su lugar habitual: infancia de la educación y no ya educación de la infancia, infancia de la filosofía y no ya filosofía de la infancia, infancia del propio pensamiento y no ya pensamiento de la infancia. Dice Deleuze (1997:«Z como zig-zag»): «Estaban el precursor sombrío y el rayo. Fue así que nació el mundo. Siempre hay un precursor sombrío que nadie ve y el rayo que ilumina. El mundo es eso. El pensamiento y la filosofía deberían ser eso. Y la Gran Zeta es eso…». Bien podría agregar: «la infancia es eso», un rayo. Voy a pensar este capítulo a partir de esa provocación, tal vez porque la educación es un mundo en el que sobran sombras y no abundan luces, en el que se añora una infancia que irrumpa con la fuerza y la potencia de un rayo frente a los rayos que se proyectan sobre ella y la dejan en el mundo de las sombras.

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1. Entre Deleuze y la educación

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ue la conjunción entre Deleuze y la educación vaya a dar en algo fértil es algo difícil de justificar y que sólo algunos se atreven a defender. Al contrario, debo admitir que, al menos en algún sentido, la educación parece la cosa más antideleuziana del mundo y que Deleuze resulta, al menos en una primera mirada, un antieducador por excelencia. En cuanto a lo primero, basta apreciar cómo insiste la educación más visible y dominante, en sus instituciones, su teoría y su práctica, en formar, capturar, moralizar; cómo parece ser la educación un terreno demasiado atento a modelos, trascendencias y formas arbóreas y, en cambio, muy poco propicio para acontecimientos, líneas de fuga y vuelos de bruja. En cuanto a lo segundo, el mismo Deleuze rechazó repetidamente los discípulos, las escuelas, los deleuzianismos. De modo que no está muy claro que la conjunción sea deseable o siquiera posible. Y tal vez en algún sentido no lo sea. No lo sabemos. Pero, en todo caso, pretendemos pensar sin puntos fijos y, quién sabe, esta aparente imposibilidad nos permita pensar lo que, al menos en educación, todavía no pensamos. Entre quienes admiten la posibilidad de cruzar a Deleuze y la educación, se abren algunas opciones. La primera, directa y interesante, ha sido desarrollada, entre otros, por François Zourabichvili. En efecto, en el II Coloquio Franco-Brasileño de Filosofía de la Educación, realizado en la Universidad del Estado de Río de Janeiro en noviembre del 2004, François reunía, en un texto intitulado «Deleuze y la cuestión de la literalidad» (Zourabichvili, 2005), lo que llamó la teoría de la enseñanza en la obra de G. Deleuze en torno de tres elementos:

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1. Se enseña sobre lo que se investiga y no sobre lo que se sabe.

2. No sabemos cómo alguien aprende algo; hay algo de misterioso, de indescifrable en los caminos que alguien transita para aprender lo que aprende.



3. La actividad de pensar –y el enseñar y el aprender serían formas de pensar– no tiene que ver sólo con la búsqueda de soluciones, sino con el trazado y la disposición de los problemas que esas soluciones buscan responder.

François considera que estos tres motivos pedagógicos, manifiestos en la obra y la práctica de Deleuze, giran en torno de un mismo problema, el de la experiencia. Podríamos extender e intensificar este camino explicando más extensamente estos recorridos o trayendo otros invitados a la mesa que nos ayuden, como egiptólogos, a descifrar los enigmas de una filosofía deleuziana de la educación. Es ésta una tarea relevante e interesante: pensar qué pensamiento afirma Deleuze sobre la educación, qué puede enseñarnos sobre el modo de plantear y responder algunos problemas educativos. En este sentido, podríamos afirmar que las sustantivas páginas que Deleuze dedica a cuestiones educativas en sus libros y otras formas de intervención lo sitúan en una posición rara y excepcional entre los filósofos contemporáneos, como un filósofo que considera de estatura filosófica el campo educativo, y lo aproximan mucho más a una tradición que podríamos llamar «clásica» y que incluye a algunos de sus «enemigos», como Platón y Kant, pero también a algunos «amigos», como Hume y Nietzsche. Con todo el interés que presenta esta alternativa, no es lo que haremos en este texto. Tampoco seguiremos otras dos variantes de aproximar a Deleuze y la educación. Se trata de variantes también ensayadas y recorridas en los últimos años. La primera sería analizar la productividad o las implicaciones pedagógicas de algunos conceptos deleuzianos o de algunos aspectos de su pensamiento; por ejemplo, conceptos como rizoma, cuerpo sin órganos, acontecimiento, etc. y pensar qué teoría educativa puede construirse a partir de ellos; por ejemplo, qué podríamos pensar desde estos conceptos en relación con el currículo, la formación de docentes o la cotidianidad escolar. La segunda, menos interesante, sería proponer algo así como un verdadero Deleuze para educadores o «lo que verdaderamente ha dicho Deleuze y los educadores no pueden dejar de saber». Aunque parezca risible, nada falta en estos tiempos donde la competitividad y eficacia del capital todo lo invaden.

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Por mi parte, prefiero otra opción, de alguna manera ya anticipada por René Schérer (2005) en ese mismo dossier ya indicado, en un texto intitulado «Aprender con Deleuze». Allí Schérer muestra con singular delicadeza el lugar importante que el aprender, como acto de adaptación y creación, como agenciamiento complejo, desempeña en el conjunto de la obra de Deleuze. Schérer sostiene que, según Deleuze, el aprender va mucho más allá del saber, «abarcando la vida toda, entera, en su curso apasionado y imprevisible». Hasta aquí, nada nuevo, pero lo interesante está en el modo en que Schérer se refiere a las relaciones entre Deleuze y la educación. Sostiene que, antes de dedicarse a lo que Deleuze pensaba sobre la educación, se refiere a aquello que «Deleuze nos enseñó, aquello que nos continua enseñando sobre él, sobre el mundo y sobre nosotros». Schérer muestra cómo hay, por ejemplo en el Abecedario, un Deleuze educador a la manera de otros grandes pensadores, como Montaigne o Nietzsche. Inspirado en estas palabras, intentaré hacer algo bastante arriesgado y que no promete ninguna tierra firme. Se trata de un movimiento que, de alguna manera, supone algunos de los anteriores y al mismo tiempo los expande: no ya reconstruir una filosofía deleuziana de la educación, sino repetir – deleuzianamente, sin imitar, sin modelo, de manera libre y compleja– el gesto deleuziano del pensamiento a partir de, en medio de y atravesados por teorías y prácticas educativas; en palabras más simples, intentar, aun con los límites y las reservas notorias del caso, hacer lo que Deleuze dice que es interesante hacer para la filosofía; hacer filosofía, a secas, en el medio de la educación, a propósito de la infancia. Este movimiento se despliega en, por lo menos, dos momentos: interrumpir una lógica del pensamiento dominada por ideas como representación, modelo, trascendencia, repetición de lo mismo, cuerpos orgánicos y resituar esas ideas en su reverso: en la inmanencia, en un nomadismo, en los cuerpos sin órganos. Para decirlo un poco simplificadoramente y haciendo un apretado resumen de esa conocida primera parte de ¿Qué es la filosofía?, esto supondría un triple movimiento: construir planos, trazar problemas sobre esos planos y crear conceptos que respondan a esos problemas. Éste sería el leit motiv de una filosofía, de la educación o de cualquier otra cosa; no se trata de una cuestión gremial o disciplinar; se trata, al contrario, de una posibilidad del pensamiento. De esa posibilidad queremos tratar en esta parte del texto. Se trata de una potencia del pensamiento, una potencia que no tiene que ver con su justicia, su verdad o su bondad, sino con una fuerza que permita pensar lo que todavía no fue pensado, crear lo que merece ser creado, en educación o en cualquier otro campo. La 94

infancia será nuestro motivo, aquello que buscaremos desplazar, reterritorializar, situar en otra tierra, en otro lugar, en otro espacio del pensamiento. Hay en esta concepción de la filosofía una potencia tremendamente pedagógica, una pedagogía del concepto que interesa como un gesto inspirador y provocador del pensamiento; la filosofía al servicio de lo nuevo en el pensamiento, de un nuevo pensamiento. Gesto inspirador que afirma la virtualidad y la potencia de lo múltiple, una potencia que interrumpe, afirmativamente, lo ya pensado, un mundo por venir, el porvenir de un mundo. Estamos ante un trabajo político en el pensamiento: la tarea de afirmar una política de pensamiento no dogmática, no fascista, no totalitaria; una política de lo múltiple, de la singularidad y del acontecimiento; un devenir de la política o una política del devenir. Una política del enseñar y del aprender como problemas que no nos esperan ya delimitados, sino que es necesario delimitar en todo su desplegarse. Una política del pensamiento que, antes que nada, niega los planos sobre los cuales la educación se ha pensado a sí misma y elabora nuevos planos, desatiende los problemas planteados como urgentes y necesarios por el discurso pedagógico y traza nuevos problemas: actuales pero intempestivos, reales y al mismo tiempo invisibles; una política que, por fin, desconfía de los conceptos ya creados y afirma las condiciones para otra creación. De modo que la cuestión está entre Deleuze y la educación. Que está «entre» significa que no corresponde estrictamente a uno ni a otra, sino que, de alguna forma, dice respecto de los dos y, al mismo tiempo, da lugar a un tercero. De un lado, un acontecimiento de pensamiento filosófico, hoy localizable en libros, páginas de internet, CDROMs, cintas de video, DVDs, conferencias en MP3, escritas en muros parisinos: el acontecimiento Deleuze, una fuerza vital en la filosofía contemporánea. Del otro lado, un dispositivo de prácticas discursivas y no discursivas, libros, escuelas, aulas, reglamentos, leyes, congresos, profesores, profesoras, maestros, maestras, alumnos, alumnas, preceptores, directoras, celadores, patios, pasillos, recreos, pizarrones, tizas, computadoras, programas, materias, disciplinas, ministerios, secretarías, explicaciones, informes, investigaciones, filmaciones, evaluaciones, pruebas, exámenes, penitencias, bibliotecas, escapadas, fiestas, formaciones, títulos, diplomas… la lista es interminable. Me interesa, en todo caso, preguntarme qué pasa entre los flujos de uno y otro campo, qué puede pasar cuando se hace filosofía à la Deleuze en tierra educacional. Haré una marca, un recorte, trazaré una línea. ¿Qué movimientos producirá este cruzamiento? ¿Qué efectos pueden ser vislumbrados? ¿Qué puede pasar entre estos dos dominios aparentemente tan diferentes, casi opuestos? 95

La tarea y el campo que se abren son infinitos, y el espacio es limitado, de modo que voy a restringirme a un ejercicio simple mostrando qué forma podría tener este trabajo a partir de un plano, un problema y un concepto considerados clásicos e «indiscutibles» en pedagogía, una de esas cuestiones que parece imposible de no aceptar cuando se hace usualmente historia de las ideas pedagógicas. Desplegaremos el ejercicio en dos momentos: primero, desplazaremos el lugar que ocupa «naturalmente» la infancia en la historia de las ideas pedagógicas; en un segundo término, describiremos algunas categorías que se abren a partir de un nuevo lugar para la infancia.

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2. Educación y política Es un lugar común entre educadores repetir el mote de que la educación es una práctica política. Desde los llamados conservadores hasta los autoproclamados progresistas se reivindica la naturaleza política del acto pedagógico. La cuestión viene desde muy lejos. No es necesario pensar en la historia como chrónos, sino a partir de estratos. Y en un plano compartido de esos estratos se sitúan personajes tan distantes y disímiles como Platón, Rousseau, Kant o incluso nuestro contemporáneo Paulo Freire. El plano fue trazado por Platón en la República. Y sí. Cuándo no. Otra vez tenemos que vérnosla con Platón. No está mal. El caso es que Platón inventó algo que hasta hoy se mantiene incólume y es esa idea expresada de manera tan nítida y clara de que la educación es la génesis, la causa (Platón reunía génesis y aitía, algo que después Deleuze iría a separar) de la justicia y de la injusticia en la polis (Platón, 1992:II 376d y IV 423e-424a). El lector recordará que, en la República, después de ese análisis que no lleva a ningún lugar en el libro primero, Sócrates y los hermanos de Platón, Adimanto y Glaucón, se disponen a examinar la justicia en un marco mayor, en la polis, ya que es tan difícil de atrapar en el individuo. Y la inferencia de Sócrates es determinante: es imposible ocuparse de la justicia sin ocuparse de la educación, porque es la educación lo que explica la justicia: una buena educación es causa de una polis justa, una mala educación es causa de una polis injusta (ídem:II 376c-d). Éste es el momento fundacional de un dispositivo que tendrá los más diversos usos y abusos: el sentido principal de la educación está en la polis; hay que ocuparse de la educación porque ella nos permitirá transformar la actual polis, decadente y desordenada, en un orden armonioso, justo y bello. Nótese el poder de una afirmación: sin educación no hay justicia, ni hay tampoco política. Y su reverso, no menos poderoso: sin política no hay tampoco educación. Ésta es una de las lecciones de Platón que la historia de las ideas pedagógicas supo conservar, la indisociabilidad entre política y educación. En ese marco, el problema principal que interesa a Platón es el de cómo habrá que formar a los guardianes de la polis, los encargados de llevar al mundo sensible los modelos trascendentales e ideales que él mismo trazó para llevar la polis de lo que es a lo que debe ser, de lo sensible a lo inteligible, de lo real a lo ideal, de la confusión a la utopía. Y en ese plano y ese problema quedó atrapada buena parte de los discursos pedagógicos clásicos y contemporáneos: el problema de la formación de los que llegan al mundo, el problema de cómo formar la infancia para que sea partícipe y colaboradora de un nuevo orden para un viejo mundo viejo. 97

Para responder a ese problema, Platón afirma un concepto de infancia en el libro II de la República que vale la pena recordar. Son al menos cinco marcas: la infancia es a) algo importante, ya que el comienzo de toda obra es lo principal (arché), el principio de su ser presente y futuro en función de su carácter de nuevo (neós) y de tierno (hapaloi). Como es tierno, el impacto es más fuerte, la marca dura más. La infancia es importante, fundamental, porque las marcas hechas en la infancia son más difíciles de modificar, más durables y perdurables en el tiempo; b) lo posible, lo que puede ser y, por lo tanto, lo que todavía no es; casi todo lo que el legislador, el filósofo o el político se proponga, en virtud de su carácter maleable y flexible; es decir, que la infancia es la enorme potencialidad de lo que se hará de ella en el futuro, pero también el enorme vacío de lo que casi no es nada en el presente; c) lo inferior, en virtud de su deficiente inscripción en el mundo del lógos, el nómos y la gnosis, esto es, la razón, la ley y el conocimiento, de los cuales la infancia está excluida, junto a otras formas igualmente consideradas inferiores como la mujer, los animales, las bestias, los locos y los borrachos. De su inferioridad se deriva: d) su exclusión del centro de la polis, de los espacios de saber y poder, de la palabra que cuenta y vale; es entonces una exterioridad a la infancia, el legislador, el filósofo, el que dictará su norma, la palabra que escuchará, los modos y la forma de su educación, la forma de su educación; e) el material de un sueño político, de la utopía, el medio a través del cual el mundo será lo que todavía no es y queremos que sea; la educación de la infancia es entonces la estrategia principal para transformar la polis. Digámoslo de una sola vez, rápida y sintéticamente: el plano es aquel en el que la educación se considera inseparable de la política, una al servicio de la otra; el problema es cómo educar para la Justicia y el Bien, postulados en un plano trascendente; el concepto es una infancia tierna, sin razón y casi sin forma que permitirá ser moldada para pivotar las transformaciones que la polis exige. Es cierto que esta imagen puede dar la impresión de ser exagerada y anacrónica. Pero se trata de ir a las cosas mismas y lo que interesa es la productividad aún presente de un modelo que exige cambiar el plano de la educación y su relación con la política y la infancia. Porque podrá responderse de muchas otras manera la pregunta «¿qué es la infancia?»; podrá incluso, desde una concepción romántica, oponerse una visión aparentemente mucho más afirmativa, hasta idealizada, de la infancia; pero el punto es que si no se cambia el problema y el plano sobre el que se sitúa, tal vez no estemos en un espacio de pensamiento demasiado diferente. Al contrario, quizá un nuevo plano permita pensar otros problemas que no se inscriban bajo la lógica de la formación y otros conceptos que saquen a la infancia del lugar de lo importante, pero también lo inferior, lo posible, lo exterior y, en definitiva, el material de la política. 98

Para decirlo de otra manera, el desafío que Deleuze nos sugiere en relación con la infancia es enfrentar esa imagen dogmática del pensamiento que describió con tanta elegancia en Diferencia y repetición (1988) y que encontró una tierra tan fértil en este campo estratégico que Platón determinó para la educación, para poder pensarla en otro plano. De un modo más amplio, el desafío significa afirmar una nueva imagen del pensamiento que derrumbe esa imagen dogmática que atraviesa, de modo sustantivo, las distintas formas de la educación contemporánea, sus instituciones, su teoría y su práctica, la macropolítica educativa del Estado, los dispositivos de control, binarios, concéntricos, molares de las escuelas. En otras palabras, inspiradas en F. Zourabichvili (2000), el desafío es invertir el modo en que pensamos la relación entre lo real y lo posible. En el pensamiento educativo clásico, inspirado en este esquema platónico, lo posible es la utopía y la educación debe generar las condiciones para tornar real lo posible, para aproximar lo que es a lo que debe ser. Lo ideal puede ser el mundo trascendente de las Ideas platónicas o cualquier otra cosa, pero el esquema se mantiene. En este modelo, la educación es política porque permite realizar un posible; lo posible se «piensa primero», está antes y es lo que da sentido a la acción política. Una nueva educación significa también una nueva política. Lo primero, lo único, es lo real. La política no torna real lo posible, sino que abre lo real a nuevos posibles: inscribe lo posible en lo real y no al contrario. En este caso, lo posible es el resultado de la política, su producto. Si Platón, desde una macropolítica, pensaba a la infancia como pura posibilidad y, a partir de su utopía pedagógica, buscaba concretar esa posibilidad de transformar la polis según sus modelos y formas transcendentes de justicia, belleza y bien, al contrario, una política (¿una educación?) revolucionaria no es la que actualiza un proyecto posible, sino la que provoca lo posible, una política del acontecimiento, de la experiencia, que crea nuevos posibles, nuevas posibilidades de vida, espacios para una vida nueva, para una nueva existencia. Una micropolítica no parte de la infancia como posibilidad y define una educación que transforme la infancia, actualizando algunas de esas posibilidades, sino que genera nuevas potencias infantiles, devenires infantiles, infantilizaciones. Así, la micropolítica es la producción de una posibilidad real, con la cual la política instaura nuevas potencias en lo que es. De este modo, lo posible es creado, producido por el devenir, la experiencia, la política revolucionaria (Zourabichvili, 2000). Del mismo modo, lo primero es la vida. La política no lleva la vida adonde no hay nada, sino que multiplica la potencia de la vida. Si Platón pensó la infancia como posibilidad para, a través de su educación, tornar real un proyecto posible, nos interesa pensar la infancia para multiplicar las infancias posibles en 99

las infancias reales, para abrir la infancia real –la única infancia, en definitiva– a la experiencia, al devenir, al acontecimiento, a lo que todavía no ha sido. Para decirlo en otros términos, si la infancia platónica es el espacio del biopoder, del poder sobre la vida, la infancia como devenir es el espacio de la biopotencia, de la potencia de la vida.

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3. Infancia y devenir

¿Qconcepto devenir-infante puede ayudarnos a ver otros posibles en estas

ué forma la infancia en ese nuevo lugar? Explicitar algunos detalles del

palabras.

El devenir instaura otra temporalidad, que no es la de la historia. Otra vez, los griegos pueden ayudarnos a pensar. En griego clásico hay más de una palabra para significar ‘tiempo’ o indicar temporalidad. La más habitual y conocida entre nosotros, pero no la única, es «chrónos». «Chrónos» designa una temporalidad linear, continua, sucesiva. Platón la definió como una imagen móvil de la eternidad (aión) que se mueve según el número (Timeo, 37d), y Aristóteles (2001:IV, 220a) como «el número del movimiento según el antes y el después». Esto quiere decir que percibimos el movimiento, lo numeramos y a esa numeración ordenada damos el nombre de «chrónos», «tiempo». Según esta concepción, el presente es un límite entre lo que ya fue (el pasado) y lo que será (el futuro). Así, se entiende el ser del presente como una frontera, una demarcación, entre lo que ya no es más y lo que todavía no es. Otra de las palabras de significación temporal en el griego clásico es «kairós», que significa ‘medida’, ‘proporción’ y, en relación con el tiempo, ‘momento crítico’, ‘temporada’, ‘oportunidad’ (Liddell y Scott, 1966:859). Una tercera palabra con sentido temporal es «aión». Desde sus usos más antiguos, «aión» designa la intensidad del tiempo de la vida, una duración, un destino, algo así como una temporalidad no numerable, por lo tanto, ni consecutiva ni sucesiva (ídem:45). Hay un fragmento extraordinario y enigmático de Heráclito (DK 22B 52) que conecta esta palabra de sentido temporal con el poder y la infancia. Son sólo unas pocas palabras: «Aión paîs esti paízon pesseúon 101

paidós he basileíe». Una posible traducción sería: «El tiempo es un infante que juega un juego de oposiciones; su reino [es el] de un infante». Son signos puestos en doble relación: tiempo-infancia; infancia-poder. Lo que el fragmento tal vez quiere indicar es que el tiempo puede ser también algo diferente que el número del movimiento: en otras palabras, la numeración del movimiento no agota la temporalidad y esa dimensión no numerable del tiempo hace lo que hace un infante (paízon, que hemos traducido por «jugar»), por eso, el tiempo es también un reino infantil. Porque si una lógica temporal es del orden de la numeración, hay otra que infancea («juega», en la traducción) con los números, que no los deja andar tan fácilmente el camino numerable de la progresión13. El fragmento sugiere, a la vez, que lo propio de un infante no es sólo una etapa o un momento de la vida, sino, tal vez, una relación diferente con el tiempo, marcada, justamente, por una intensidad ni sucesiva ni consecutiva, características de la numeración. Una fuerza infantil, eso también podría ser el tiempo aiónico, según sugiere Heráclito. De modo que tal vez sea interesante precisar qué estamos otorgándole a la infancia cuando le damos un presente en el tiempo, si un límite, una frontera, un instante, una duración, una intensidad, una posibilidad, una fuerza o alguna otra cosa. Si le damos carta de ciudadanía en un tiempo ya consagrado, instituido, cuantificado, o si le abrimos una posibilidad en un espacio de tiempo para que juegue su juego, un juego que, tal vez, no sea nuestro juego. Más aún, quizá no sea posible o interesante pretender delimitar anticipadamente las reglas de ese juego. El concepto de acontecimiento en Deleuze está íntimamente ligado a la cuestión temporal. Para decirlo en pocas palabras, el acontecimiento no se lleva muy bien con el tiempo como chrónos. De un lado, tenemos la historia, lo continuo, la sucesión cronológica de condiciones y efectos de la experiencia, chrónos; de otro lado, la propia experiencia, el devenir, el acontecimiento, que suceden en un tiempo no histórico. El acontecimiento es lo que interrumpe la historia, la revoluciona, le da un nuevo inicio, inicia una nueva historia. Por eso, en tanto la historia siempre lo es de las mayorías, el devenir, el acontecimiento, es siempre minoritario (Deleuze, 1995:265-272). Según Deleuze, lo que define una mayoría no es una cuestión de número, sino de dinamismo, de intensidad. Las mayorías son modelos a los cuales hay que ajustarse. Al contrario, las minorías no tienen modelo, no son numerables, están siempre en proceso. Son un infinitivo, no un sustantivo. Por eso, la infancia o un infante no es un acontecimiento y sí lo es, en cambio, el devenir13 Hemos dejado a un lado la palabra «pesseúon», que hemos traducido por «juego de oposiciones», porque no es relevante para el ejercicio que estamos haciendo. 102

infante, el infanciar14. El dinamismo del acontecimiento, lo que libera el devenir, es un cierto nomadismo (ser nómada es alcanzar velocidad, o sea, movimiento absoluto; Deleuze y Guattari, 1980:471) que escapa del control, de la pretensión unificadora, totalizadora; es, en definitiva, una fuerza de resistencia, de «exorcizar la vergüenza» (Deleuze, 1995:268). Entre la geografía y la historia, Deleuze privilegia la primera. Su ontología está compuesta de planos, segmentos, líneas, mapas, territorios, movimientos. Los seres humanos –de cualquier edad, como todas las formas de la vida– atravesamos simultáneamente espacios cruzados, entrelazados, opuestos. De un lado, están los espacios de la macropolítica, el Estado y sus aparatos, los segmentos molares, binarios por sí mismos, concéntricos, resonantes, expresados por el Árbol, principio de dicotomía y eje de concentricidad. Al mismo tiempo, también habitamos los espacios de la micropolítica, los segmentos moleculares, el rizoma, donde los binarismos vienen de multiplicidades y los círculos no son concéntricos (Deleuze y Guattari, 1980). Estos espacios son coextensivos en el campo social. Los dos son reales, sociales. Todos estamos atravesados por líneas de uno y otro tipo. Es muy difícil andar por unas sin al mismo tiempo estar andando por las otras. De modo que toda política es, a la vez, macro y micro y lo que diferencia una de otra no es tanto una cuestión de tamaño o de alcance, sino de masa, de vibración y de flujo. Mientras que la primera concentra, centraliza y totaliza, la segunda desborda, escapa a la captura. Por esa razón, devenir no es imitar, asimilarse, hacer como un modelo, volverse o tornarse otra cosa en un tiempo sucesivo. Devenir-infante no es volverse un niño, infantilizarse, ni siquiera retroceder a la propia infancia cronológica. Devenir es encontrarse con una cierta intensidad. Devenirinfante es la infancia como intensidad, un situarse intensivamente en el mundo, un salir siempre de «su» lugar y situarse en otros lugares, desconocidos, inusitados, inesperados; es algo sin pasado, presente o futuro; algo sin temporalidad cronológica, mas con geografía, intensidad y dirección propias (Deleuze y Parnet, 1980:5-7); es una infancia que no es la mía ni la tuya, ni la de nadie, que no es un recuerdo, una etapa o un momento, sino un bloque, un fragmento anónimo infinito. Un devenir es algo «siempre contemporáneo», creación cosmológica: un mundo que explota y explosión de mundo (Deleuze y Guattari, 1980:339 y ss.). 14 Estamos aquí inventando un infinitivo para evitar la carga despectiva ya asociada a «infantilizar». Un trabajo elegante y profundo con los nombres de la infancia se encuentra en un texto de Sandra Corazza (2003). Véase, sobre todo, su concepto de «devenirinfantil» y su distinción entre lo infantil y los niños. 103

Devenir-infante es un adulto, un niño, cualquier ser humano, que se encuentra con aquello que, en principio, no «debería» encontrarse. El artículo indefinido «un» no marca ausencia de determinación, sino la singularidad de un encuentro, de cualquier «un» con cualquier otro «un», encuentro singular, no particular ni universal. Los devenires son siempre minoritarios y andan en paralelo: devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible (ídem:Meseta 10). Lo que los distintos devenires tienen en común es su oposición al modelo y a la forma Hombre dominante: marcan líneas de fuga a transitar, intensidades inexploradas: son una invitación abierta a lo que puede ser en el mundo. Deleuze afirma que los niños obtienen sus fuerzas del devenir molecular que hacen pasar entre las edades y que saber envejecer no es mantenerse joven, sino extraer los flujos que constituyen la juventud de cada edad (ídem:338). Devenir-infante es, así, una fuerza que extrae, de la edad que se tiene, del cuerpo que se es, los flujos y las partículas que dan lugar a una «involución creadora», a unas «nupcias anti-naturaleza» (ídem:335), a una fuerza que no se espera, que irrumpe, sin ser invitada o anticipada. Tal vez podamos pensar de nuevo un otro lugar minoritario, molecular, para la infancia, en la espacialidad molar y concéntrica de la escuela; tal vez queramos promover otras potencias de vida infantil, otros movimientos y líneas en ese territorio tan maltratado, descuidado y desconsiderado que es la escuela. Ese intento supone cuestiones ontológicas y políticas. Las cuestiones ontológicas tienen que ver con la no percepción de las fuerzas que hacen que seamos lo que somos y la ilusión –¿habrá que llamarla iluminista, antropocéntrica o moderna?– de que el Hombre es el centro del mundo y, por lo tanto, el artesano privilegiado y autoconsciente del hombre. El mito de Frankenstein, el hombre que fabrica el hombre, ilustra la ilusión del Hombre seudoartífice de su propio destino y el mito de la educación como fabricación (Meirieu, 1996:15 y ss.). Las cuestiones políticas derivan, en parte, de las ontológicas y, al mismo tiempo, las alimentan: bajo los efectos de la forma Hombre, en el mundo educativo opera toda una mutilación de las fuerzas que podrían estar al servicio de la creación de otros mundos. De modo que hay al menos dos infancias. Una es la infancia mayoritaria, la de la continuidad cronológica, la de las etapas del crecimiento, la que escala el camino ascendente de la razón. Es la infancia de la que se puede edificar una historia y que se ha educado, desde Platón, en conformidad con un modelo. Es la infancia que, Piaget dixit, sigue las etapas de un desarrollo cognitivo y moral. Es la infancia de la que se ocupan los espacios molares: las

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políticas públicas, las Declaraciones, Convenciones y Estatutos, las legislaciones educativas, los juguetes pedagógicos, las escuelas. Hay otra infancia, minoritaria. Un devenir-infante, un infinitivo, infanciar; un indefinido, que se da en un infante, cualquiera, ni universal ni particular. Ésta es la infancia como experiencia, como acontecimiento, como ruptura de la historia, como revolución, como resistencia y como creación. Es la infancia que interrumpe la historia, que se encuentra en un segmento minoritario, en una línea de fuga, en un detalle; un infanciar que resiste los movimientos concéntricos, arbóreos, totalizantes: nada de «infantes superdotados», «chicos muertos de hambre», «villeros», «vagos», «incapaces». La infancia es una intensidad, un situarse intensivo en el mundo. Un verbo que permite que cualquier infante se salga de «su» lugar y se sitúe en otros lugares, desconocidos, inusitados, inesperados. Un infante es habitante de los dos espacios, las dos temporalidades, las dos infancias. No son excluyentes. Son líneas que se tocan, se cruzan, se enredan, se confunden. No somos jueces. No queremos condenar unas y mitificar las otras. No estamos proponiendo cómo deben ser los infantes ni lo que deben hacer. Tampoco se trata de proponer «una nueva forma de educar». Nada más lejos de este escrito que la pretensión de que a partir de ahora se transforme la educación según preceptos que aquí estaríamos enunciando. Nada de eso. La distinción que proponemos no es normativa, sino ontológica y política. Lo que está en juego no es lo que debe ser (el tiempo, un infante, la infancia, la educación, la política), sino lo que es y lo que puede ser (como potencia, posibilidad real), las fuerzas que podemos extraer de lo que es. Una infancia afirma –en lo que es y en lo que puede ser– la fuerza de lo mismo, del centro, del todo; la otra, una diferencia, un afuera, una singularidad. Una lleva a consolidar, unificar y conservar; la otra, a interrumpir, diversificar y revolucionar. De modo que, en verdad, no se trata sólo de infantes, si por infantes entendemos algo del orden de la cronología. Se trata de infanciar: un devenir-infante sin edad cronológica, una duración intensiva, una potencia de cualquier edad, de «una» edad aiónica en la que se afirma una fuerza, una relación con la experiencia, con la historia, con el tiempo, con lo que afirma la unidad o la multiplicidad, con lo que disminuye o aumenta las potencias que habitan nuestros espacios. Volvamos al inicio de este capítulo: al precursor sombrío que nadie ve y al rayo que ilumina el pensamiento. Es cierto que el panorama de la educación, en particular la educación pública en los países de América Latina donde vivimos, parece desolador. Algo así como una tierra arrasada, lugares donde la vida 105

es desnudada despiadadamente, desconsiderada y maltratada como pocas. En este contexto, la sombra y el rayo pueden ser una apuesta y un desafío urgentes, imperiosos. La apuesta y el desafío de promover potencias de vida infantil allí donde todo parece indicar su negación. La apuesta y el desafío de un nuevo pensamiento, una nueva educación, una nueva filosofía, una nueva política. La infancia, no ya como etapa de la vida, como chrónos, como infantes de ésta o aquella edad, sino como potencia, como inicio, como interrupción, como creación, como acontecimiento, como intensidad, como aión, en definitiva, como experiencia puede ser un vector de esta apuesta y este desafío. Pues allí donde hay un agotado pensamiento sobre la infancia, el rayo inscribe una infancia del pensamiento; allí donde yace muerta una educación de la infancia, el rayo instaura una nueva infancia para la educación; allí donde sólo respiran las filosofías clásicas de la infancia, el rayo anuncia una infancia de la filosofía y, por último, allí donde mueren las políticas públicas para la infancia, el rayo le da vida a una nueva infancia de la política. A fin de cuentas, tal vez de eso se trate: de dejar un poco tranquila a la infancia de tanta educación, filosofía y política y comenzar a molestar a la educación, la filosofía y la política con, al menos, un poco de infancia. Por cierto, sólo estamos sugiriendo líneas que necesitan ser profundizadas y no desconocemos algunas de sus debilidades. La idea de «nuevo» no es precisamente muy nueva en educación, al contrario, es sumamente trillada: ¿qué entendemos por «nuevo»? ¿En qué se diferencia lo «nuevo» de lo «viejo»? Lo nuevo, ¿vale simplemente por ser nuevo, sin cualquier otra consideración? Y lo viejo, ¿no vale simplemente por ser viejo? En fin, las preguntas son muchas y no desconocemos su complejidad. Pero no quisiéramos que estas preguntas interrumpan el movimiento que estamos proponiendo. Ciertamente, el problema es mucho más grave y profundo. Incluso, la infancia puede ser vista como una metáfora del otro y lo que hemos sugerido en estas páginas sobre la infancia bien valdría para pensar los espacios y tiempos afirmados en relación con otras formas subjetivas de nuestro tiempo. Con todo, por algún lado tenemos que comenzar y, como la educación de la infancia es justamente un lugar de inicios, comienzos y principios, tal vez no esté tan mal hacerlo por allí. Podemos encontrar el inicio de este inicio en una pregunta. Se trata de pensar, como hace Sylvio Gadelha (2000:120), lo que puede una educación. Es una pregunta spinoziana y deleuziana, «¿qué puede un…?», pregunta ontológica y política, que interroga por una potencia productiva, por una fuerza que genere diferencia, por una nueva alegría, por una capacidad de afirmar una vida no fascista y no totalitaria en estos tiempos de insoportables fascismo y totalitarismo 106

globalizados. La pregunta nos interroga para poner a disposición todas nuestras fuerzas contra el fascismo y el totalitarismo de afuera, del sistema, del capital, del saqueo al petróleo, del hambre, de la impunidad, de la guerra al otro porque es otro; y también contra el fascismo y totalitarismo de dentro, de nuestra cabeza, del sometimiento de nosotros mismos, el que contribuye igualmente para que seamos aquello que somos. La pregunta interroga muchas formas de la experiencia: ¿qué puede un cuerpo? ¿Qué puede un pensamiento? ¿Qué puede un infante? No lo sabemos. Incluso con toda nuestra arrogancia y petulancia cientificistas, nunca lo sabremos. En ese no saber, tal vez encontremos un punto de partida para otros poderes, para otras fuerzas y potencias de la infancia. Hemos sabido tanto sobre la infancia, hemos discriminado tanto sus etapas y posibilidades, hemos proyectado tanto su futuro que, para fortalecer y dinamizar las fuerzas infantiles que habitan en nuestros cuerpos, tal vez sea propicio dejar de saber, justamente… lo que un infante puede o no puede. «No sabemos» y en ese gesto puede entrar la potencia de la sorpresa, de lo inesperado, de lo no anticipado, de lo que no podemos saber, pero tampoco queremos saber, porque si lo supiéramos, como lo sabemos, porque lo sabemos, habremos excluido lo que nuestro saber dejó del lado de afuera justamente para saberlo. No sabemos lo que puede un infante, de cualquier edad. Tampoco sabemos lo que puede una infancia de la educación. Quizá ese gesto abierto, atento, a la espera, pueda dar lugar a una nueva infancia, de los infantes y también de la educación.

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II Parte Ensayos de filosofía y educación

1. ¿Y si enseñar fuera imposible? Aprender a pensar con Sócrates

Introducción : Sócrates y Derrida, escritura y diferencia

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n esta clase, continuación de la anterior, buscaremos, con ayuda de J. Derrida, comprender una lógica general de la intervención que opera la dupla Sócrates y Platón. El testimonio de Derrida sobre Sócrates (y Platón, pues para el argelino configuran una dupla inseparable, justamente, un dispositivo) está diseminado en varios textos. En dos de ellos, La carte postale y La pharmacie de Platon el ensayo es más general, buscando algo así como la ley de funcionamiento del dispositivo socrático-platónico. Nos ocuparemos de esos dos textos en esta clase. No ofreceremos un estudio exhaustivo, sino que recuperaremos algunos elementos tomados de esa lectura del argelino para pensar esa sospecha y esa pregunta que nos ocupa desde la clase anterior sobre la posibilidad o imposibilidad de ocupar de verdad el lugar de maestría. Antes de entrar en esos dos textos, en «I. Un extranjero hospitalario», estudiamos el valor de las diversas formas de extranjeridad en los diálogos, incluso el modo en que Sócrates se presenta como extranjero en algunos de ellos, como la ya visitada Apología. En «II. Una tarjeta postal pervertida», estudiamos cómo el filósofo argelino invierte la relación entre Sócrates y Platón a partir de una tarjeta medieval en la que Platón dicta y Sócrates escribe. En «III. Duplicidad del phármakon», veremos el análisis que, a partir del Fedro, Derrida hace de la crítica socrático-platónica de la escritura. En «IV. Farmacia de la diferencia», estudiamos el dispositivo platónico que relega la escritura al valor de copia y simulacro e impide ver la estructura profunda según la cual, la escritura es también el diferir de la diferencia, el otro del ser, que tiene un lugar fundamental en la ontología de Platón. Finalmente, en «V. Sócrates, ¿maestro?» presentamos la paradoja política abierta bajo el nombre de Sócrates para pensar una política para la relación pedagógica. 113

1.

Un extranjero hospitalario

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n un curso de los años 1995/6, Derrida llama de manera particular a Sócrates. El contexto es interesante: un curso sobre la hospitalidad, una sesión dedicada al extranjero. En cierto modo, el extranjero es como un sofista: un extravagante, alguien que no habla como los demás; en ese mismo sentido es, en cierto modo, como un filósofo: el primero en preguntar; el primero en ser preguntado; pero no sólo, el extranjero pone en cuestión el ser mismo de la pregunta, de por qué preguntar lo que se pregunta, o por qué no preguntar lo que no se pregunta. El extranjero pregunta sobre las posibilidades y condiciones de una pregunta ser tal. En el marco de algunas lecturas preliminares evocadas para pensar la hospitalidad, Derrida recuerda «algunos lugares que creemos familiares» (Derrida, 1997, p. 11). Ya lo sabemos, con los griegos siempre estamos en familia. Hay algo más, tal vez: Platón es un extranjero en Sicilia donde va a poner en práctica su política; Derrida es argelino, vive en París pero viaja con frecuencia al extranjero; los diálogos están plagados de extranjeros: además del Extranjero de El Sofista y los últimos diálogos, muchos pueblan inclusive los primeros: Trasímaco, Hipias, Céfalo (dos, el La República y también el del Parménides), Protágoras… Claro que no se trata de personas sino de espacios. Hay muchas otras formas de extranjeridad en los diálogos: en los títulos, en particular en los llamados diálogos socráticos, por la presencia de nombres extranjeros por tierra, por nombre y por pensamiento; en la figura de Platón que parece estar en otra tierra en los dos únicos textos en que aparece mencionado, en la Apología, al pasar, como hermano de Aristón, (34a) y como fiador de una eventual multa para eximir a Sócrates de su condena (38b), y en el retrato de la última conversación en el Fedón, poblada de extranjeros y en la 114

que Platón, es mencionado para decir por qué está ausente («estaba enfermo, creo», Fedón, 59b); finalmente, en una comunidad extranjera realzada explícita o implícitamente frente a la propia (los persas y los espartanos para hablar de educación en el Alcibíades I; Esparta en La República y Creta en Las Leyes para hablar de politéia; Atlántida como potencia guerrera en el Timeo). Son múltiples las figuras extranjeras en los textos de Platón. En todo caso, en ese recuerdo de Derrida, la familia vive, como casi siempre, también en los diálogos. Primero, el extranjero del Sofista. Derrida rememora lo que habíamos leído: es un extranjero de Elea sin nombre, varón filósofo, que pone en cuestión – y refuta la tesis del padre parmenídeo. No es posible que el ser sea puro ser y que el no ser sea puro no ser. El ser también cobija algo de no ser y el no ser de alguna manera es. La tesis es revolucionaria y la refutación, claro, no es aceptada pacíficamente, sino a través de una batalla en los discursos (Sofista, 241d). La lucha es dura, exige ceguera y locura. El resultado, un parricidio singular provocado por un hijo extranjero del lógos. La familia queda estremecida y el parricidio, con todo, es inevitable. En el Político, recuerda Derrida, es también un extranjero el que pregunta y pone en cuestión al político. Es un misterio por qué Platón no ha escrito el anunciado Filósofo, que completaría la trilogía. En todo caso, allí el extranjero habría puesto en cuestión al mismo filósofo y esa ausencia puede tener que ver con la dificultad de escribir otra muerte de Sócrates o con que la muerte del sofista y el político de alguna manera llevan consigo la del filósofo. En todo caso, en los diálogos a veces Sócrates ocupa el lugar de un extranjero. Vimos, incluso cómo se presenta de esa manera en el Fedro. Mostrarse como extranjero es un juego – otra vez el juego de Sócrates, afirma Derrida, y para ilustrarlo rememora un pasaje de la Apología de Sócrates. Es el comienzo mismo de la defensa de Sócrates. Lo hemos mencionado ya en la otra clase. Sócrates en los tribunales se declara completamente extranjero al léxico de ese lugar (Apología, 17e). Y en cuanto tal, afirma que hablará como acostumbra hacerlo en el ágora, junto a los vendedores, con las mismas palabras (Apología, 17c) que sus jueces ya le han escuchado allí. Solicita, entonces, a sus jueces que consientan, como si realmente fuera un extranjero, en que hable con la voz (phoné) y el modo en que fue criado. Sócrates hablará como habla siempre, como alguien que filosofa, con la voz y el tono de un infante. De un extranjero infante y filósofo, los jueces democráticos de Atenas escucharán nada más que la verdad. La sutileza de Sócrates, afirma Derrida, es quejarse de no ser tratado ni siquiera como un extranjero (Derrida, 1997, p. 25); implícitamente afirma 115

que siendo extranjero puede hablar una lengua que no se le acepta como ateniense. En otras palabras, como extranjero podrá vivir una vida filosófica que como ateniense no puede vivir. Acusado en una lengua que dice no hablar, presentándose extranjero y hablando como extranjero, exige una consideración que como ateniense no ha recibido. Aun como parte de sus observaciones preliminares, Derrida recuerda otro «lugar común» de Sócrates; otra situación en la que ocupa el lugar de extranjero, en aquella famosa prosopopeya de Las Leyes (Hoi Nómoi) en el Critón (49e ss.). Allí, Sócrates es puesto contra la pared al considerar la posibilidad de escapar de la prisión por unas Leyes personificadas que hacen en esa situación lo que tantas veces forja Sócrates en los diálogos: preguntan sin preguntar preguntas retóricas, sin esperar otra respuesta a no ser la única respuesta considerada aceptable a sus preguntas. Preguntan para afirmar… una reprimenda, un reproche, una advertencia, una amenaza: «Si escapas de la prisión, entonces…». Las Leyes reprochan a Sócrates estar a punto de violar un pacto por el que ha dado probadas muestras de satisfacción; insisten varias veces en que podría haberse marchado al extranjero cuando le era lícito y no lo hizo; sería, en cambio, inaceptable que lo hiciera por una condena legítima; ¿qué iría a hacer ahora a Tesalia? ¿De qué se disfrazaría? ¿Qué sucedería con sus hijos? ¿Los haría también extranjeros? La extranjeridad en el Critón es una especie de castigo con cuya amenaza Las Leyes quieren convencer a Sócrates de que no escape. Así, la hipotética conversación con Las Leyes no muestra una conversación verdadera sino el ejercicio de un cierto poder –moral y político– sobre el ciudadano que considera la posibilidad de desobedecerlas. Otra vez la política, vestida de moral. En su texto sobre la hospitalidad, Derrida ya no vuelve a Sócrates sino para recordar las figuras de extranjero que ejemplificaba y para afirmar que el extranjero no es el sólo aquel que se mantiene en el exterior de una institución (la sociedad, la familia, la ciudad) ni tampoco el totalmente otro, bárbaro absoluto sino que la relación con el extranjero está ya regulada por el derecho (Derrida, 1997, p. 67-9). Eso también mostraría Sócrates, el extranjero con nombre. Sócrates no es el extranjero anónimo del Sofista. Es un extranjero con derechos; un habitante identificado que ha firmado un pacto y pide, en su defensa, el derecho a la hospitalidad de un extranjero para ser escuchado en su lengua. La hospitalidad reclamada en la Apología y en otros diálogos no es absoluta sino enmarcada en un estado de derecho. Justamente, entre dos extremos se bate la hospitalidad, según Derrida: ¿comienza por la pregunta por el nombre a quien llega o es ella absoluta, 116

incondicional, sin pregunta y sin nombre? Su respuesta es antinómica: está la ley incondicional de la hospitalidad (darse al que llega sin condiciones ni contrapartidas) frente a las leyes de la hospitalidad, los deberes y derechos condicionados. No hay solución, no hay dialéctica. Edipo y Antígona lo ilustran. A su manera, Sócrates también. Aunque no haya solución, el poder del extranjero se impone (Derrida, 1997, p. 108 ss.). Si bien todos son rehenes de todos, el huésped se vuelve rehén de su invitado: el anfitrión invita a quien lo había invitado. El extranjero «deviene el que invita a quien lo invitó, el dueño de casa del anfitrión, el anfitrión del anfitrión» (Derrida, 1997, p. 111). El de afuera viene como un legislador a dictar la ley del lugar. Así también en política. Otra vez Derrida «recuerda», aunque no lo menciona, a Sócrates en la Apología, a Platón en Sicilia, al extranjero del Sofista. Es necesario encontrar una lógica más general para la relación entre Sócrates y Platón.

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2.

Una tarjeta postal pervertida

E

n La Carte postale, J. Derrida publica un conjunto de cartas de amor, que teorizan el psicoanálisis a partir de la lógica del envío, del postar, de la destinación. Entre esas cartas personales de Derrida, aparece una tarjeta postal del siglo XIII, obra de Matthew París, monje medieval, que Derrida ha encontrado en la Biblioteca Bodleiana de Oxford. La tarjeta muestra a Sócrates sentado, agachado, y a Platón detrás, más pequeño, casi en el aire, apoyado en un solo pie, con el dedo índice hacia arriba, justamente indicando, dando una orden, señalando el camino. Sócrates, sentado delante de Platón, está preparándose, mojando su pluma de tinta, en pose de quien va a comenzar a escribir, tal vez, lo que Platón le dicte. Debajo de la pierna derecha de Sócrates asoma una espada: es el pene caliente de Platón que atraviesa la silla y a Sócrates, según delira Derrida.

INSERTAR AQUÍ LA TARJETA POSTAL

La escena deja completamente alucinado a Derrida. ¿Podría tratarse simplemente de un error de alguien que puso a Sócrates donde iba Platón y viceversa? Podría… pero no, a Derrida le parece encontrar en la tarjeta lo que siempre buscó, el negativo de una fotografía que esperó veinticinco siglos para ser revelada. Derrida encuentra en esa tarjeta inspiración para re-inventar la relación entre Sócrates y Platón, contra la pretensión de, entre otros, el joven Nietzsche 118

de salvar al «divino Platón» de su pervertido maestro. Al contrario, la tarjeta sugiere que Platón es el culpable de todo, el que inventó a Sócrates y no al revés. Sócrates es el escriba de Platón, quien lo ha inventado todo, en primer lugar, al mismo Sócrates como su maestro, para de esa manera instituirse como principiador. Platón le ha dictado a Sócrates uno y todos los diálogos. Es cierto, el personaje ganó demasiada fama y eclipsó, en parte, al propio creador. Pero aun ese detalle habla más de la creación de Platón que de Sócrates. Así, la tarjeta postal realizaría el sueño –¿nuestra pesadilla?– de Platón: hacerlo escribir a Sócrates, quien reproduciría lo que su maestro le dicta. Platón le enseña a Sócrates a escribir, es el padre de su padre, el abuelo de sí. Platón no ha escrito nada. Todo lo ha escrito Sócrates, copista de Platón. En primer lugar, el testamento que lo convierte en su primer legatario. En todo caso, la tarjeta postal potencia el misterio de una relación, de un nacimiento: «Son aún el enigma absoluto, esos dos» (J. Derrida, 1980, p. 56). El problema no está sólo, ni siquiera sobre todo, en Sócrates; tampoco está sólo en Platón; el problema está, sobre todo, en la dupla, la relación entre ellos, la doble producción. Para describir esa dupla, Derrida se vale de las metáforas de la familia, la religión, y la naturaleza. Afirma que son dos abuelos terribles, diabólicos, temerarios, a los que nos une un contrato tan oneroso cuanto inevitable por el que tendremos con ellos una deuda impagable e infinita hasta el final de los tiempos (ibid., p. 107-8). La remisión es tan múltiple y profunda que parece constitutiva, insuperable. Lo que nos une a «esos dos perros» es un orden jurídico, legal, normativo, social, la humanidad misma. Los cargos son duros: mercantilización, arrogancia, moneda falsa, adivinación. Con todo, lo peor es el campo donde actuarían esos mafiosos: «uno que raspa y finge escribir en el lugar del otro que escribe y finge raspar». Lo que menoscaban es nada menos que la escritura.

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3.

Duplicidad del phármakon

P

latón criticó duramente la escritura en el Fedro a través de una intensa remisión: Platón no aparece en el diálogo; la crítica es puesta en boca de Sócrates quien, por su parte, cuenta un relato antiguo venido de Egipto con la citada crítica. Algunos atribuyen las críticas a Sócrates y muestran como evidencia su negativa a escribir. Pero si aquella tarjeta medieval tiene algún valor hay que sospechar que Platón estaba en el medio o atrás, pero bien presente. Hay una palabra que atraviesa el Fedro en la lectura de Derrida: phármakon, que en griego significa veneno y también remedio, además de alucinógeno, bebida encantadora y también la tinta que usaban los pintores. En el diálogo, Fedro guía a Sócrates, «como a un extranjero», hasta un lugar debajo de un plátano, fuera de los muros de la ciudad, donde le leerá el discurso de Lisias sobre el amor que acaba de escuchar y que ha usado para llevar a Sócrates hasta ese lugar. En el transcurso, Sócrates y Fedro caracterizan al propio Sócrates: no es capaz de, en cierto modo, conocerse a sí mismo según la inscripción de Delfos (Platón, Fedro, 229e-230a); a la vez, no investiga otra cosa sino a sí mismo (Fedro, 230a); se muestra como alguien extrañísimo, el más fuera de lugar (atopótatos, Fedro 230c), alguien que se conduce como extranjero (xenagouménoi Fedro, 230c), un amante del aprender (philomathès, 230d), un ciudadano que sólo sale de Atenas ante un phármakon como el usado por Fedro cual un imán: discursos en papiros (lógous… en biblíois, 230d-e), palabras enrolladas, envueltas, diferidas, dice Derrida, que se hacen esperar y desear (Derrida, 2000, p. 266). Bajo el plátano, Sócrates se recuesta a escuchar la lectura del phármakon, la droga. Después de escuchar el discurso de Lisis y tras una extensa conversación, al final del diálogo (274c ss.), Sócrates introduce una antigua tradición oral 120

venida de Egipto sobre el origen de la escritura. Para Derrida el pasaje tiene el valor de un suplemento (2000, p. 269), pues Sócrates reconoce que en relación con los discursos ya se ha dicho lo suficiente y, sin embargo, enseguida afirma que es necesario saber, sobre la escritura (graphês), si es conveniente o no lo es. Agregado posterior, suplemento, divertimento o también contraposición entre discurso y escritura, el relato introduce las letras como una de las artes –junto a otras como el número, el cálculo, la geometría y la astronomía que un dios egipcio, Theuth, ofreció al rey Thamus. Las letras fueron presentadas como un saber (máthema) que haría más sabios y más memoriosos a los egipcios en tanto «droga de la memoria y el saber» (Fedro, 274e). El rey responde que el dios, como padre de las letras, se ha engañado sobre su poder: las letras generarán el olvido en las almas de quienes las aprenden precisamente por descuido de su memoria; las letras no son una droga (phármakon) para la memoria sino para la recordación (Fedro, 275a), apariencia de saber y no verdadero saber, formarán ignorantes, presumidos de sabiduría engañosa. Sostiene que se engaña quien cree que las palabras escritas pueden hacer algo más que recordar a quien ya sabe sobre lo escrito. La escritura es terrible, como la pintura, pues parece viva pero si se la interroga, permanece en silencio. Las palabras [escritas] parecen hablar como si pensaran, pero si se les pregunta queriendo aprender sobre lo que dicen, significan sólo algo único, siempre lo mismo. Además, una vez escrita, la palabra circula por todas partes, entre quienes la entienden y quienes no. Cuando es atacada precisa de su padre, pues no puede defenderse por sí misma (275e). Al arte de las letras es contrapuesta, como su «hermana legítima» (276a), la dialéctica, discurso vivo y animado, que se escribe en el alma de quien aprende, es capaz de defenderse a sí misma y sabe hablar o callar cuando es necesario. Frente a la dialéctica, la escritura es una imagen (eídolon, 276a, ‘simulacro’, traduce Derrida), algo así como un niño huérfano: incapaz de defenderse por sí misma, acaba padeciendo los efectos del abandono cuando su padre-escritor no está próximo. La imagen de un agricultor ayuda, en una nueva analogía, a percibir algunos despliegues de la escena: así como un agricultor sensato (276b) sólo esperaría seriamente frutos de sus semillas (276b) en los tiempos dictados por el arte de la agricultura y sólo recogería frutos por diversión en otros tiempos, quien sabe las cosas justas, bellas y buenas, no escribiría seriamente, en agua o en tinta, con palabras incapaces de ser asistidas por el lógos y de enseñar adecuadamente lo verdadero (274c), sino por pura diversión, como recordatorio para sí mismo y para los que lo hayan acompañado. Pero cuando se ocupe seriamente de esas cosas se valdrá del arte dialéctico, plantando en un alma receptiva discursos con saber (276e), capaces de defenderse a sí mismos y a su sembrador y capaces de sembrar en otros eso siempre inmortal que hace feliz a quien lo posee (277a). 121

Hay en este pasaje del Fedro una serie de oposiciones (vivo-no vivo; interiorexterior; activo-pasivo) frente a las cuales Platón toma siempre partido por el primer término: soñaría con una memoria sin soporte, sin signo, sin suplemento (Derrida, 2000, p. 312), que fuera absolutamente dueña de sus recuerdos y su actividad de recordar: el suplemento, el ayuda memoria, introduce una fisura en el ser; ésta no es la fisura del no ser, sino la de un ser híbrido, una copia, algo que no puede ser pensado según la lógica binaria del ser y el no ser, una hendidura en la inteligibilidad de lo que es, un desdoblamiento innecesario y peligroso de la voz, un síntoma externo y debilitado de la vitalidad del alma, una droga (phármakon) seductora que debilita la fortaleza e integridad de la memoria y los significados que la habitan. El lógos, como ser vivo, sufre la invasión externa de un parásito, un hermanastro huérfano, una sobra, un añadido que no hace sino corroerlo. Es necesario expulsar ese suplemento indeseable, volverlo a su lugar, extirpar el parásito, el hijo ilegítimo, para limpiar la familia. Así, la crítica de Platón a la escritura acaba siendo también una crítica contra quienes defienden las forma de la exterioridad, la imitación, la representación, el significante frente a la memoria, interioridad, autenticidad, presencia y significación plenas del ser. La dialéctica sería el camino de la cura. Con todo, la escritura no es enteramente exterioridad. Al menos como metáfora, la hermana noble es también llamada de escritura. Hay entonces una escritura buena y una mala: la hermana noble funciona metafóricamente como escritura, una huella fecunda, soporte instalado en el mismo interior de la verdad que dice; la otra, en cambio, desvía irremediablemente a su lector; por un lado, la repetición verdadera que muestra y presenta lo que es y, por otro, la repetición que oculta y desvía a sus lectores de la verdad; la que presenta al ser en la memoria viva y la que repite un soporte muerto, repetición nula, simulacro, vacío de ser pleno. Curiosamente, la primera sólo puede ser descripta según la metáfora de la segunda: la legítima es narrada a partir de la marca, impresión o inscripción de la bastarda. En cierto modo, en un nivel metafórico, la oposición no se da entre dialéctica y escritura, entre palabra hablada y escrita, sino entre una escritura al servicio de la dialéctica y otra escritura puramente mimética. Así como hay una buena y una mala retórica y una doble dialéctica, también hay una doble escritura. No podría ser de otra manera, ya que, en tanto phármakon, la escritura no tendría cómo ser algo simple, de una única forma. Siempre sería, por lo menos, un doble. De modo que en vez de una condena de la escritura, el Fedro afirma, metafóricamente, la preferencia de una escritura a otra, de un tipo de marca, huella, inscripción, semilla fecunda frente a otra estéril, activa ante otra pasiva, fiel en vez de traidora. De esa manera, afirma también una metáfora 122

y un lugar para la metáfora en lo que hasta hoy llamamos de filosofía. Basta pensar en las metáforas en pensadores como Descartes, Hume, Hegel. En la farmacia de Platón, Sócrates es el farmaceuta, pharmakeús, quien propicia el phármakos. Por eso se parece tanto a un brujo, un mago, un encantador. Así es retratado, por ejemplo, Éros en el Banquete (203 ss.), ser intermedio que pasa toda su vida filosofando (philosophôn dià pantòs toû bíou, 203d), como Sócrates en la Apología, ni mortal (ser humano) ni inmortal (dios), terrible hechicero, brujo y sofista, (Banquete, 203d-e). En muchos diálogos de Platón Sócrates es señalado en esa función, incluso por Agathón en el mismo Banquete (194a). En un pasaje del Menón, Menón reprocha a Sócrates de hechizarlo y drogarlo (Menón, 80a). En el Cármides, Sócrates es presentado por Critias como sabedor de la droga (Cármides, 155c) que podrá curar el dolor de cabeza de Cármides. En aquel pasaje que ya citamos del Teeteto, donde Sócrates dice tener el mismo arte de su madre, la partera Fenareta, también afirma que las parteras, a través de drogas (pharmakía, 149c) y encantamientos, son capaces de provocar o aliviar dolores de parto, hacer parir o abortar partos difíciles. Las parteras son mujeres que han parido –no se podría ayudar a producir algo de lo que no se ha tenido experiencia– pero que ya no lo pueden hacer más, se han vuelto estériles. Eso mismo vale, dice Sócrates, para su arte de dar a luz: él mismo ya es estéril, con la diferencia de que hace dar a luz a hombres y no a mujeres, examinando las almas pero no los cuerpos que dan a luz (150b). Como las parteras, él es infértil de saber (Teeteto 150c), ya no puede engendrar y lo que hace es dar a luz en otros. Este Sócrates partero cumple la función del padre del lógos en los diálogos, es su suplente, su substituto, representante. Su papel y su misión vienen siempre de una palabra hablada: la del oráculo escuchada por su amigo Querefonte en la Apología, la de la voz demoníaca que irrumpe para que no haga lo que está a punto de hacer, de un relato antiguo escuchado… Al condenar la escritura en el Fedro como un hijo huérfano o parricida, Platón se comporta como un hijo que a la vez repara y confirma la muerte de Sócrates, como un parricida sentenciando «la esterilidad del esperma socrático abandonado a sí mismo» (2000: 366). Lo que está en juego no es la persona de Sócrates, su muerte física, sino una posición en relación con el lógos. De un lado, condenando a la escritura, Platón repararía la condena (¡escrita!: graphé) del hombre que no escribe, del hijo legítimo del lógos, que no descansa en su la misión divina; por otro, condena la posición pasiva, estéril en relación con el lógos, que Sócrates ocuparía y confirma, entre otros lugares, en el relato de sí en el Teeteto.

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4.

Farmacia de la diferencia

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errida se pregunta por la ley general que explica este juego de Platón, de criticar ferozmente a la escritura por escrito; «¿por qué subordinando y condenando la escritura y el juego, Platón ha escrito tanto, presentando a partir de la muerte de Sócrates, sus escritos como juegos, y acusando el escrito en lo escrito, portando contra él esa acusación (graphé) que nunca ha dejado de resonar hasta nosotros?» (Derrida, 2000, p. 371). Otra vez el phármakon, su doble significado. Según parece, si el tratamiento pretende ser plenamente terapéutico, la escritura debe servir para expurgarse a sí misma, a una de sus formas; el lógos debe ser curado del parásito de la escritura… por escrito. Esa es la osadía y el riesgo de la aventura de Platón, porque no hay ciencia, epistéme, del phármakon, su esencia es que no tiene una esencia estable, sino que es «el movimiento, el lugar y el juego (la producción de) la diferencia» (Derrida, 2000, p. 335). El phármakon es por un lado una reserva inescrutable –«fondo sin fondo»– de diferencia que, por otro lado, «produce» las diferencias de opuestos y todas las otras diferencias, algo así como el diferir de la diferencia.15 El fondo es, en cierto modo, inescrutable e infinitamente productor. Así, el phármakon se convierte de droga curadora del lógos en el propio veneno del platonismo: todo el juego de oposiciones del que Platón deriva y clasifica la escritura (gráfica) como phármakon es en verdad posible sólo a partir del phármakon de la escritura («archi-escritura», cualquier 15 Derrida dice que el phármakon es «la différance de la différence» (2000: 335). Sobre el concepto de différance, véase la conferencia «La différance», pronunciada en la Société française de philosophie, el 27 de enero 1968 y publicada simultáneamente en el Bulletin de la société française de philosophie (juillet-septembre 1968) y en Théorie d’ensemble (coll. Tel Quel), Ed. du Seuil, 1968. 124

inscripción en general): la escritura (gráfica) es una droga de una farmacia ya escrita (en la archi-escritura); la escritura en su sentido más amplio es una droga «anterior» a la producción de las drogas escritas o habladas ensalzadas por Platón frente a aquellas. El problema no es Platón. Derrida ve allí un movimiento necesario en la historia de la filosofía o de la epistéme, que se repite después con Rousseau y Saussure, compuesto por tres elementos: 1. una escritura general; 2. una contradictoria afirmación escrita del fonocentrismo; 3. la construcción de una obra literaria. Se expulsa a la escritura y a la vez se aprovechan sus recursos. Derrida ofrece una serie de ejemplos –en La República, el Timeo, el Político, y el Filebo–, en los que Platón se vale de las letras como una metáfora para explicar la dialéctica. Aunque esos ejemplos parecen meramente didácticos e ilustrativos, expresan la necesidad de hacer aparecer la ley o el principio de la diferencia, como una diferencia irreductible, la alteridad radical del sistema. En esos casos, Platón siempre recurre al mismo ejemplo, el de las letras. Así, la escritura es, en los diálogos, el «juego del otro en el ser» (Derrida, 2000, p. 379). Hay escritura porque hay parricidio, porque el ser no puede ser uno, porque el ser no es presencia plena y absoluta. El parricida en los diálogos es un extranjero anónimo, o sea, el más sin lugar y sin nombre posible porque sólo en esa condición, propia de una locura, manía, es posible atacar el lógos paterno (Sofista 242a). El platonismo montó ese enorme dispositivo de suplemento, de suplencia, del ser absoluto, del Bien supremo, de ese ser que está más allá de su esencia (como lo dice en La República vii), junto a un formidable esfuerzo por suplantarlo: la dialéctica ocupa el lugar de la intelección; la escritura está en el lugar de la dialéctica; en los diálogos escritos, Sócrates suple el lógos. Hay algo que Sócrates no puede hacer pero que es la condición de todo lo que hace: matar el ser como pura presencia, como una forma única; dar, al fin, existencia al ser; hacer pensable lo impensable, esto es, introducir en el ser puro la diferencia. Eso lo hace el extranjero en El sofista. La conclusión de Derrida parece irónica: el platonismo deposita su sentido en aquello que torna el ser posible: la différance, el despliegue del ser, su imposibilidad como pura presencia; el ser sólo puede ser si se despliega, si es repetido por lo que no es, por el simulacro, el fantasma; el ser sólo puede ser si se escribe y si se inscribe en esa estructura de la repetición suplementaria de una unidad imposible. Sólo hay ser –y verdad– porque hay repetición. En esa estructura, para disimularla, Platón monta la farmacia: la repetición sería doble, una buena y una mala: dialéctica, memoria, anámnesis, de un lado; 125

escritura, soporte, mimesis, del otro. Al interior de cada una de ellos otra repetición: dialéctica buena y mala, escritura buena y mala. Con todo, no hay cómo separar las repeticiones, las dos caras del phármakon, lo verdadero de lo falso, uno y otro son el reverso de una misma lógica del suplemento. Este es el contrato que nos ata «hasta el fin de los tiempos» a Sócrates y Platón. En su farmacia fonocéntrica, una metafísica de la escritura fonética afirma el pretenso privilegio de la voz sobre la palabra escrita, la supuesta mayor proximidad del lógos, expresada como presencia. Frente a la historia de la metafísica, Derrida opone la ciencia de la escritura, la gramatología. La oposición no es dialéctica, no hay superación posible; ésta no viene para superar aquella sino que de alguna manera siempre ha estado vigente, aun condicionada por sus presupuestos. De lo que se trataría es de invertir las jerarquías, de reelaborar los conceptos, de mostrar la primacía «ontológica» de la escritura sobre la voz contra la pretensión logocéntrica que rebaja la escritura. No hay palabra ni signo antes de haber escritura en su sentido más amplio de inscripción. De esa forma, «La farmacia de Platón» es un texto político. Lo es en un sentido más evidente, porque la crítica de Platón a la escritura es también una crítica a la democracia en tanto aquella es esencialmente democrática. Indiscutiblemente, la escritura aumenta el número de interlocutores, amplía la circulación de la palabra. Cualquiera puede comprar por un valor menor el libro de Anaxágoras, dice Sócrates en la Apología (26d-e). La escritura reconstituye las condiciones para el ejercicio de la palabra en la pólis, a favor de los que tienen menos tiempo libre. Podría desprenderse entonces de la crítica de Derrida a la crítica platónica una defensa de la democracia, una cierta afirmación del impacto democratizador de la escritura, que estaría a la base de la hostilidad de Platón hacia la escritura. Con todo, «La farmacia de Platón» es un texto político en otro sentido, tal vez más intenso. Derrida muestra cómo en el Fedro (desde 274 b ss.) el problema de la escritura se plantea en términos morales y del impacto social y político de su uso, si es o no conveniente, decente o indecente, escribir. Del mismo modo sucede con los temas que ella trae consigo, la verdad, la memoria, la dialéctica. La condena de Sócrates y Platón a la escritura, el modo en que su nacimiento es emparentado (¡otra vez la familia!) a una historia narrada y enfrentada al lógos y a la dialéctica es, en el fondo, una condena moral y política y en ese mismo registro que se inscribe la de-construcción que opera Derrida en «La farmacia de Platón». En ese sentido, se trata de una afirmación política de la escritura, y con ella de la diferencia irreductible (el diferir) que está a la base de todas las diferencias y del propio ser como presencia. 126

5.

¿Sócrates maestro?

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errida ha mostrado los riesgos de una solución dialéctica, la pretensión de superar, unificando, el movimiento de la diferencia. Ha expuesto la doble lámina del cuchillo socrático-platónico: remedio/veneno; huésped/ anfitrión… no hay solución sino una tensión infinita; una aporía potente para pensar, a través de los movimientos dispares de la historia que se ha dado lugar, un problema presente; para decirlo simplemente, cuestionar las evidencias, invertir las jerarquías en torno de la propia posición del maestro, el valor político de jugar cierto juego del pensamiento con otros, bajo el nombre de educación. La filosofía nace como pedagogía, en tanto una forma de vida que sólo puede darse recreando situaciones educacionales; para Sócrates, filosofar es vivir interrogándose a sí y a sus semejantes, ocupándose de sí y de los otros, cuidando que todos cuiden de sí, llevando a todos los otros hasta sí, para que comprueben que el más sabio es el que sabe que ignora; sin esa dimensión pedagógica, su vida no tiene sentido alguno; sin afectar el modo de vida de los otros la propia vida también pierde sentido. Por eso Sócrates prefiere morir a exiliarse; por eso caracteriza a la filosofía como una preparación para morir (Fedón, 64a). Así se configura también una paradoja para la vida filosófica à la Sócrates: la única vida vivible no puede ser vivida; la única vida que vale la pena conduce a la muerte; lo mismo se percibe desde el lado de la propia muerte: la muerte de Sócrates no hace sino darle vida; Sócrates muere como una forma de darse la vida.

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Estamos tal vez en mejores condiciones de pensar la pregunta que dio sentido a estas dos clases: ¿es posible ser un maestro de verdad? Cuando se piensa particularmente en la dimensión política de su práctica pedagógica, se ha buscado en Sócrates el antecedente de una «buena» política, un paradigma que permitiría evaluar otras prácticas, según se acerquen más o menos al modelo; pero también podría ser un contra-modelo (como en cierto modo hizo J. Jacotot, según la lectura de J. Rancière en El maestro ignorante), del que habría que apartarse lo más posible si se quiere seguir la lógica de la emancipación. Derrida ha mostrado que el problema es más fondo. Las figuras del maestro abiertas por Sócrates presuponen el diferir de la diferencia que les da posibilidad y sentido. Hay maestro, hay pedagogía, porque primero está el repetir de la diferencia. La pedagogía no puede ser presencia plena, buena política, formación completa. Sólo puede haber maestro en la incompletud, la repetición diferida de una unidad imposible. Así, parte del enredo en que nos han metido Sócrates y Platón es el de pensar en el buen maestro, en el educador ideal. Es preciso tal vez un retorno a otra forma de ignorancia, no socrática, sino aquella que nos ayude a desconocer los enredos de una farmacia que expulsa los simulacros, las copias, los extranjeros, lo que la amenaza, y, por estar bajo el signo de su condición, no puede pensar. A la vez, Derrida ha mostrado que no hay cómo nacer de nuevo la historia nascida por Sócrates y Platón, estamos enredados, más allá de nuestra voluntad y deseos, en una historia común. En todo caso, no se trata de inventar otra figura modelar de maestro, otro cuchillo de doble filo, otro phármakon. Tal vez sea más interesante abrir, o mantener abierto, un trabajo descolonizador con los infinitos maestros que todo educador lleva dentro, con los sentidos políticos que otorgamos a nuestra práctica, con el modo en el que se ejerce el poder en cada situación educacional. No hay un héroe esperando para reemplazar a Sócrates. No existen sentidos verdaderos o modos correctos esperando ser descubiertos. Existe el infinito trabajo descolonizador del pensamiento con nosotros mismo; el desprendimiento de lo que estamos siendo; la fuerza de la vida que nos pasa y la que nace en cada encuentro, en cada pensamiento, en cada gesto de no saber que abre las puertas a lo que no podemos responder de antemano; el enigma del encuentro provocado por el pensamiento cuando nos damos de cara con otro, el misterio de encontrar lugar para el diferir de la diferencia entre la pretensión de unos por enseñar y de otros por aprender. Diferir de una política, imposibilidad del buen maestro.

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2. Del Discípulo al maestro. Lipman en la memoria

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l último domingo de 2010, 26 de diciembre, murió Matthew Lipman, el creador de filosofía para niños. Tenía 87 años, vivía en un asilo y estaba con su salud ya bastante debilitada. En los últimos años podía trabajar mucho menos de lo que deseaba, pero lo suficiente para publicar su autobiografía (A life teaching thinking, IAPC, 2008) y para dar una entrevista a David Kennedy a propósito de la muerte de Ann Sharp («Ann Sharp’s contribution: a conversation with Matthew Lipman»), publicada en Childhood & Philosophy (Vol. 6, N. 11, 2010)16. Detalles de su vida pueden encontrarse en su autobiografía, escrita con honestidad y pasión. Hijo de inmigrantes del este europeo, Matthew Lipman nació en Vineland, New Jersey, pasó sus dos primeros años en Philadelphia y luego vivió su infancia en Woodbirne, una pequeña ciudad de dos mil habitantes integrada mayoritariamente por agricultores rusos inmigrantes a los Estados Unidos en el pasaje del siglo XIX al XX. La abuela paterna, rusa, de Lipman, Baba, llevó la familia para Estados Unidos, después de andar por Alemania y Siberia. En Alemania nació el padre de Lipman, Wolf, quien era maquinista, a diferencia de la mayoría de sus hermanos, que eran agricultores. Era también inventor, y patentó diversos inventos, en general, para la industria. En sus frecuentes visitas a su taller, Lipman alimentó un gusto por los asuntos prácticos que afirma haber conservado para el resto de su vida. Su madre, Sophie Kenin, de familia lituana, nació en Philadelphia y dejó de trabajar como costurera en una fábrica de ropa cuando nacieron sus hijos, con quienes hablaba inglés (con sus padres lo hacía en idish). 16 Periódico del ICPIC. Cf. http://www.periodicos.proped.pro.br/index. php?journal=childhood 131

De sus primeros años, Lipman recuerda los frecuentes sueños por volar cuando todavía no había cumplido los dos años, su aburrimiento en la escuela, con excepción de algunas clases de literatura y el poco sentido de las lecciones semanales de hebreo en la escuela judía, que de todos modos le permitieron pasar el rito del bar mitzvah. Vio por primera vez la palabra «filosofía» a los 19 años. Un test sugirió que debía estudiar ingeniería pero no pudo pagar los costos de la carrera. Eran tiempos de la segunda guerra: a los 20 años, después de haberse voluntariado sin éxito para la fuerza aérea por sus problemas de vista, entró en el ejército. Como militar pudo lo que su condición económica no le había permitido: estudió primero dos semestres en la Universidad de Standford en California y, una vez terminada la guerra, otros dos semestres en una de las dos universidades estadounidenses creadas en Europa, la de Shrivenham, cerca de Londres. En ese momento, ya había leído una antología con textos de Dewey y la Ética de Spinoza. El primer curso de filosofía, ya con 22 años, lo llevó a visitar la casa de Hume en Escocia y a sentir más nítidamente que ese también era su lugar. El fin de la guerra le dio algunas medallas (a las que no valora especialmente) y la posibilidad de estudiar durante cuatro años en los que Lipman se doctoraría en el lugar que tanto había deseado estar: la Universidad de Columbia en New York. Durante esos años, conoció personalmente a su principal inspirador, John Dewey, cuando este ya se había retirado de la vida académica. Su director de tesis fue Meyer Schapiro y una beca Fullbright le permitió estar dos años en París y así re-escribir su tesis, tras una frustrante defensa que le hizo sentir en la piel por primera vez las miserias de la vida académica. En ese viaje conoció a Wynona Moore, negra, con quien compartía inquietudes filosóficas y políticas y con la que se casaría en 1952 en París. El matrimonio duró 22 años. Wynona se tornaría militante del partido Demócrata por el que fue senadora en el estado de New Jersey durante 30 años a partir de 1970. De vuelta a Estados Unidos, Lipman fue profesor de la Facultad de Farmacia en la Universidad de Columbia. En esos años cincuenta conoció a Justus Buchler, su mayor influencia filosófica junto a Dewey. También en esa década nacieron sus dos hijos: Karen en 1959 y Will en 1960. En esa misma época, Lipman se muda a la pequeña ciudad de Montclair, en el Estado de New Jersey, muy próxima a New York donde todavía trabaja. Ve entonces el surgimiento de su interés más profundo por la educación y por la infancia, que no asocia al nacimiento de sus hijos sino a la lectura de un artículo de Hannah Arendt («Reflections on Little Rock», en Dissent, 1959) que Lipman considera tremendamente conservador en tanto defiende el control familiar y no social de la educación y desconsidera los derechos sociales de los negros en favor de intereses nacionales. Comienza a pensar en su propia educación y en la necesidad de un cambio profundo de 132

vida. Organiza una exitosa exposición de Arte en New York. Los diferentes desafíos que debe superar, el mundo distinto en el que debe sumergirse y la manera íntegra en que sale de él, lo hacen sentir más confianza en sí mismo. La educación se vuelve definitivamente «la» cuestión de su vida. La lectura de la experiencia escolar de Summerhill no lo impresiona profundamente, pero sí lo hace una visita a una exposición de producciones artísticas de niños y niñas de esa escuela. Comienza a especular sobre la capacidad de los niños no sólo para sentir sino también para pensar. Las revueltas en las universidades en el 68, que Lipman ve negativamente, lo hacen pensar en una necesaria y urgente reforma, teórica y práctica, del sistema educacional en todos sus niveles. Aunque estaba de acuerdo en algunas reivindicaciones como una mayor participación estudiantil en el gobierno de las universidades Lipman consideraba que esos movimientos significaban no una transformación de las instituciones sino su destrucción. En cualquier caso, siente que es necesario un remedio educacional en su base, se ve a sí mismo en una posición como la de Platón en los primeros libros de La República, como un legislador. Toma forma la necesidad de crear una historia, que tanto niños como adultos pudieran leer. Lo hace en 1967: El descubrimiento de Ari Stóteles. Lipman se siente un creador, un innovador, incluso respecto de Dewey. Para Lipman, Dewey podría haber creado un currículo que llevase a la práctica su idea de la educación como investigación tomando como modelo la investigación científica. Pero no fue tan osado. El descubrimiento de Ari Stóteles era para Lipman una verdadera introducción a la filosofía, tanto para niñas y niños como para sus maestras y maestros. Cada capítulo era dedicado a una materia: la educación, la religión, el arte, cada uno de ellos conteniendo así una diferente «filosofía de…». No era un libro sobre filosofía sino que era filosofía tal y como Lipman la quería ver recreada en la vida educacional de sus lectores. En 1969 imprime una primera versión de Ari y en 1970 coordina, con dos asistentes, una primera experiencia en una escuela pública de Montclair. La experiencia, de 2 sesiones por semana de 40 minutos, durante 9 semanas, o sea, 18 sesiones en total, resulta alentadora en términos del crecimiento lógico de los alumnos, que Lipman mide mediante un test y asesoría de un especialista. Lipman se transfiere de Columbia a Montclair State, donde encuentra mejores condiciones institucionales para lanzar su proyecto. Conoce a Ann Sharp, con quien pasa a trabajar en equipo buscando el reconocimiento de la academia filosófica y dinero para desarrollar su idea y llevarla a las escuelas. En 1975 realiza el primer trabajo de formación de maestras y los resultados exigen una reformulación y muestran la necesidad de poner mucha energía en esa dirección. Al mismo tiempo, Lipman y su equipo diseñan un manual para Ari, para que pueda ser utilizado por maestras sin formación filosófica y comienza 133

a escribir las otras novelas que irán complementando el programa. Comienzan los seminarios intensivos de formación, primero en Rutgers, y después en Mendham. Algunas intervenciones en los medios y un filme producido por la BBC dan gran repercusión al programa, primero en los Estados Unidos y luego en el exterior. Personas del mundo entero se interesan por la philosophy for children y comienza su «diseminación» en otros países, en buena parte, gracias al trabajo de Ann Sharp. Lipman destaca aventuras impensadas, como en Nigeria y México; su encuentro con personalidades contrastantes, como Paulo Freire y Tariq Aziz, después ministro de Saddam Hussein; logros impensados, como la nominación de Profesor Honorario en su Universidad, el pedido para guardar sus archivos en la Biblioteca de Filósofos Vivos de la Universidad de Southern Illinous, Campus de Carbondale, junto a los de Dewey y otros pragmatistas; sus desencuentros y encuentros con organizaciones como la APA y la UNESCO. Narra también algunos golpes personales duros: la muerte de su hijo Will por un linfoma a los 24 años, la propia enfermedad con el avance del Parkinson, la sorpresiva muerte de su segunda esposa Teri, treinta años más joven, mística cristiana, por un inexplicado mal suministro de medicamentos. Recientemente, la muerte de Ann Margaret Sharp debe haber significado también un gran dolor. Sin dejar que termine el mismo año de la muerte de su compañera filosófica, se ha muerto Matthew Lipman en la residencia comunitaria Green Hill en West Orange, New Jersey, tal vez un poco más solo de lo que su entrega por los otros parecía merecer. Se ha muerto Matthew Lipman. Se ha ido un filósofo y educador comprometido y coherente en llevar hasta las últimas consecuencias sus ideas, obstinado por «hacer algo», frente a un mundo injusto. E hizo nada menos que un currículo completo para que la práctica de la filosofía fuera una realidad educacional para niñas y niños. Apostó a que tan pronto como cuando entran a la escuela ya pueden filosofar. Impulso la efectiva puesta en práctica de su obra para miles de niñas y niños de todos los continentes. Dejó también una significativa obra teórica que fundamentó su programa y perspectivas sobre la educación. En las últimas páginas de su autobiografía se pregunta si su intento ha tenido éxito. No duda en responder afirmativamente. Sostiene, que una vez instalada en los currículos de la enseñanza fundamental, la filosofía permanecerá allí por mucho tiempo, porque aunque puedan aparecer otros programas de filosofía diferentes al suyo, u otras perspectivas filosóficas además de la suya, ninguna disciplina puede hacer lo que la filosofía hace, esto es, ayudar a niñas y niños a pensar de forma crítica, creativa y cuidadosa sobre sí mismos y el mundo que 134

los rodea. Ese es el legado de Matthew Lipman y el de su fundación, sólida y abierta al mismo tiempo, y que excede ampliamente la forma específica que diseñó y luchó para ver la filosofía practicada en las escuelas. Por sobre todas las cosas, se ha muerto un gran tipo, una persona íntegra. Personalmente tuve la suerte y el privilegio de experimentar la inmensa generosidad, personal e intelectual, de que Lipman era capaz. Lo conocí en 1993 en uno de los cursos intensivos de Mendham. Después, fui su asistente en Montclair, mientras escribía mi tesis de doctorado por él dirigida. Era, de hecho, su primera experiencia como director de una tesis. No pudo ser más abierto y colaborador en ese proceso. Mi entusiasmo y compromiso con su idea fueron siempre crecientes, al mismo tiempo en que creció, en los últimos años, una necesidad de recrear esa idea sobre nuevas bases prácticas, metodológicas y teóricas. En eso trabajo. Se ha muerto Matthew Lipman, el creador de filosofía para niños. Seguramente, diversos homenajes serán realizados en muchas partes del mundo. Su obra continuará siendo practicada, estudiada y discutida en el mundo entero. Y lo que, tal vez a él le resultaría más gratificante, sus novelas continuarán siendo leídas por niñas y niños en los más diversos idiomas y sus manuales seguirán siendo consultados por docentes en busca de un sentido filosófico para su práctica. Unas y otros continuarán dando lugar a las más diversas indagaciones filosóficas. Se ha muerto Matthew Lipman y con él, un pedazo importante de la historia de la relación educacional entre la infancia y la filosofía. Una y otra están tristes, como todos los que tuvimos el gusto de conocerlo. Pero una y otra también están alegres, como también estamos todos los que a partir de Lipman las pasamos a ver de otra manera. Es que, después que él se metió en nuestras vidas, ya nada ha sido de la misma manera. Todo se ha vuelto, en cierto sentido, más infantil y, en otro sentido, más filosófico. Todo se ha vuelta más infantilmente filosófico, o filosóficamente infantil. Todo gracias a Matthew Lipman. Muchas gracias, por todo, Mat.

Río de Janeiro, enero de 2011.

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PD: A modo de presente de despedida para alguien único, va esta historia que me ha hecho llegar un compatriota tuyo, Jason Wozniak. Creo que te gustará, porque muestra la fuerza única de la infancia para crear algo único en el mundo.

Recuerdo también que una vez, buscando los pequeños objetos y los minúsculos seres de mi mundo en el fondo de mi casa, encontré un agujero en una tabla del cercado. Miré a través del hueco y vi un terreno igual al de mi casa, baldío y silvestre. Me retiré unos pasos porque vagamente supe que iba a pasar algo. De pronto apareció una mano. Era la mano pequeñita de un niño de mi edad. Cuando me acerqué ya no estaba la mano y en su lugar había una diminuta oveja blanca. Era una oveja de lana desteñida. Las ruedas con que se deslizaba se habían escapado. Nunca había visto yo una oveja tan linda. Fui a mi casa y volví con un regalo que dejé en el mismo sitio: una piña de pino, entreabierta, olorosa y balsámica que yo adoraba. Nunca más vi la mano del niño. Nunca más he vuelto a ver una ovejita como aquélla. La perdí en un incendio. Y aún ahora, en estos años, cuando paso por una juguetería, miro furtivamente las vitrinas. Pero es inútil. Nunca más se hizo una oveja como aquélla.

Pablo Neruda, Confieso que he vivido. Barcelona: Seix Barral, 2974, p. 7.

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3. Filosofía en las comunidades populares: un lugar de infancia

a la sensibilidad de Fabiana, Beatriz sin querer

H

ace doce años que trabajo en Brasil en proyectos de acción comunitaria universitaria reuniendo filosofía e infancia. De hecho, fue eso lo que me llevó a Brasilia en 1997: un proyecto nacido en la Universidad de Brasilia (UNB), «Filosofia na Escola», que buscaba llevar la filosofía a algunas escuelas públicas del Distrito Federal. Desde el año de 2002 estoy en Río de Janeiro trabajando en un proyecto semejante, «Em Caxias a Filosofia en-caixa?», que intenta aproximar, desde la Universidad del Estado de Río de Janeiro (UERJ), la filosofía a escuelas públicas de Duque de Caxias, un populoso municipio de las afueras de la ciudad. En uno y otro caso, la idea de «experiencias de pensamiento filosóficas» cumple un papel muy importante y podría decir que esa idea expresa el sentido principal de esos proyectos: se trata de promover experiencias de pensamiento que permitan, a quienes participan del proyecto, cosas tales como: pensar en lo que de hecho no estamos acostumbramos a pensar; pensar de otra manera lo que pensamos; afirmar otras relaciones para el pensamiento y con quienes pensamos; recorrer otros caminos para pensar; en última instancia, transformar lo que pensamos y, a partir de allí, lo que somos. Desde el inicio no estamos demasiado seguros sobre los métodos para propiciar experiencias de pensamiento; ni siquiera podemos garantizar que lo que nos proponemos sea de hecho posible. Hacemos de cuenta que lo es, trabajamos como si fuera posible, suponiendo que lo sea, «como si», para apreciar qué prácticas pueden desplegarse de ese supuesto. Esa presuposición no nos impide problematizar a cada momento lo que hacemos y sus supuestos. 139

Nuestros supuestos tienen que ver con al menos dos ideas: experiencia y pensamiento filosófico. En el primer caso, se trata de una categoría que pretende congeniar teoría y práctica, algo así como una práctica teórica en la que está implícita la idea de movimiento, de desplazamiento; esto es, se trata de una práctica de pensamiento, una vivencia del pensar en la que la teoría acompaña un movimiento a través del cual el pensamiento se piensa a sí mismo de una manera en que ya no puede salir del mismo modo en que estaba. Pensamos de una manera en que nos desplazamos en el propio pensamiento para pensar con otros de manera abierta e imprevisible en cuestiones que nos interesan en conjunto. Afectamos así el pensamiento, lo perturbamos en sus puntos fijos. Por qué llamamos a esas experiencias de filosóficas es aún más complejo porque eso conlleva la polémica cuestión de lo que significa filosofía. En nuestro caso llamamos esas experiencias filosóficas porque es en esa tradición de pensamiento que nos afirmamos para encontrar los modos y sentidos de la experiencia del pensar; porque, de alguna manera, buscamos hacer algo semejante a lo que, nos parece, hacen algunos filósofos de la historia o, al menos, lo que muchos filósofos describen como su propio trabajo filosófico. Para dar sólo algunas referencias, podríamos referirnos a M. Foucault, cuando repite insistentemente que la filosofía en una de sus dimensiones es un «movimiento por el cual (no sin esfuerzos y obstáculos, sueños e ilusiones) uno se distancia de lo que está adquirido como verdadero y busca otras reglas de juego» (Foucault, 1994b: p. 110) o cuando se pregunta: «¿qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica– si no es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe en buscar saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?» (Foucault,1984: p. 14-5). Por cierto, Foucault también caracterizó a la filosofía de un modo que destaca menos su carácter activo y subraya más sus efectos, como una actividad de diagnóstico, un «diagnosticar el presente» (1994a: p. 665) o una «ontología crítica de nosotros mismos» (1994c: p. 575). En todo caso, se trata de perspectivas diferentes, complementarias de una misma tarea y, en nuestro caso, destacamos aquella primera dimensión. Ciertamente, al entrar en una institución pedagógica, la experiencia y la filosofía encuentran condiciones que tal vez las tornen imposibles; cualquiera que trabaje en una escuela –en particular si se trata de una escuela pública periférica en alguno de nuestros países– constata diariamente un cotidiano burocratizado, agobiante, con excesivos problemas que requieren respuestas inmediatas. Pareciera que allí, al contrario, todo estorba el pensamiento. Sin embargo, esas aparentes dificultades no nos han impedido mantener nuestros 140

supuestos y sentidos puestos en la afirmación de experiencias de pensamiento. Por cierto, no vamos a las escuelas a probar o demostrar una hipótesis; a adquirir nuevas verdades sino, para decirlo con Foucault, a buscar otras reglas de juego, a problematizar justamente el carácter de verdad de esas reglas del juego pedagógico y de los otros juegos que lo acompañan. Para eso necesitamos también afirmar otros supuestos sobre lo que significan aprender y enseñar y un conjunto de otras verdades que habitan el juego pedagógico. En lo que hace a esas dimensiones, somos particularmente sensibles a algunas enseñanzas del viejo Sócrates, tal como lo testimonian algunos diálogos de Platón, de su rechazo a ocupar el lugar del maestro y, sin embargo, a obstinadamente provocar aprendizajes sin enseñanza, esto es, prácticas que no buscan una relación causal entre el enseñar y el aprender. También somos sensibles a los riesgos políticos de la relación de un maestro socrático con la ignorancia y del carácter embrutecedor de toda institución pedagógica, tal como J. Rancière lo ha destacado en El maestro ignorante (2007); con todo, no negamos ese imposible sino que lo habitamos, sin excesivas pretensiones; como si sobre ese imposible, de todas maneras, fuera posible pensar. Y pensamos a partir de lo que allí acontece. El propósito de este texto no es extenderme sobre esos supuestos de nuestro trabajo, que he caracterizado de modo bastante ligero, sino dar algunas pistas sobre el sentido que tiene para nosotros ese trabajo de extensión universitaria con y desde la infancia. Según se afirma constantemente, la extensión es uno de los vértices del trípode universitario, junto con la investigación y la docencia. Aunque menos valorizado en la sociedad y en la propia universidad –tal vez porque da menos puntaje en la carrera académica, y exige igual o mayor esfuerzo que las otras dos actividades– es igualmente inexcusable en tanto propicia una relación más fluida entre la universidad y la sociedad. También aquí son necesarios supuestos de esa relación extensionista: así, pensamos la extensión como una práctica política dinamizadora de transformaciones fuera y también dentro de la universidad; no se trata de una mera fuente recaudadora de recursos para la universidad, de un complemento salarial para los docentes, ni de una obra caritativa por la que la universidad repasaría verticalmente sus conocimientos a la sociedad, sino de un espacio en el que una y otra pueden transformarse recíprocamente. Como dijimos, a través de la acción comunitaria universitaria, en el Proyecto «Em Caxias a filosofia en-caixa?» promovemos experiencias de pensamiento filosófico que están destinadas a sujetos infantiles, de muy diversa edad. Actualmente los alumnos de las escuelas con las que trabajamos tienen entre 5 141

y 70 años, en grupos van desde educación infantil hasta educación de jóvenes y adultos; las maestras y nosotros nos situamos en una fase intermedia; en común tenemos la infancia, que no la entendemos como una etapa de la vida ni una edad en el tiempo medido cronológicamente sino como una disposición y sensibilidad frente a la experiencia. Las posibilidades de trabajar la infancia son muchas cuando se trata de acción comunitaria universitaria. Quizá un ejemplo nos ayude a ilustrar una de ellas. En el marco del Proyecto de Filosofía en Duque de Caxias, decidimos abrir un espacio adicional en la Universidad, que denominamos «Ateliés de Filosofía», con la pretensión de generar experiencias específicas que nos ayuden a pensar los desafíos metodológicos del proyecto. Allí planteamos experiencias de filosofía, como en la escuela, sólo que las hacemos como si fueran un laboratorio para, una vez terminadas, desmenuzarlas con detalle en sus alcances y límites. La forma de esos ensayos es semejante a la de la escuela y las hacemos alternadamente con chicos y con adultos. Hace aproximadamente un mes, invitamos a un grupo de unos veinte chicos que hacen filosofía con la maestra Vanise Gomes para una de esas experiencias. Otros veinte adultos asistimos y después conversamos con los chicos y entre nosotros sobre lo que vimos. Con todo, no quiero referirme a la experiencia en sí sino a una situación vivida con el grupo de chicos cuando estaban llegando a la universidad. Son chicos que no están acostumbrados a ir a una universidad. Sus familias tampoco lo están. Muy probablemente nadie en la familia de esos chicos ha estudiado en una universidad como la que ahora ellos visitaban con diez años. Consideren el impacto. El edificio de la Universidad del Estado de Río de Janeiro es bastante gris, arquitectura moderna, una serie de bloques de cemento de doce pisos que ocupan más de una manzana. Algo de verde en el suelo, pero mucho cemento gris elevándose hacia el cielo. De sólo verlos impresionan a cualquier adulto, imagínense a esos chicos. El caso es que la sala donde hacemos los talleres está en el último piso y para llegar hay que tomar uno de los ocho grande ascensores que llevan hasta 25 personas cada uno. A uno de ellos entraban los chicos, a los que todo les asombraba, cuando la ascensorista les preguntó, sorprendida al verlos, si estaban allí de visita. Respondieron en coro que «!No!», casi gritando, como no se grita en una universidad. Y, enseguida, agregaron: «!!!Estamos aquí para hacer filosofía!!!». ¿Qué tal? ¿Cuántos alumnos que toman todos los días ese mismo ascensor y se bajan en el piso 9 donde está el Departamento de Filosofía afirmarían con tanta soltura y alegría que están allí para hacer filosofía? ¿Cuántos profesores lo hacen? Claro, una de esas personas que no respondería de esa manera enseguida podrá preguntar: «¿pero es que esos 142

chicos de hecho hacen filosofía?» «No lo sé», les diría, pero algo interesante acerca de su relación con la filosofía muestra el modo en que piensan lo que están haciendo en la Universidad. Esos chicos dijeron que no estaban paseando, de visita, sino que estaban en la universidad de verdad, a hacer lo que se supone debería hacer cualquier alumno en una universidad y también lo que ellos mismos creen hacer en la escuela. Si somos alumnos de filosofía, si tenemos clases de filosofía, se trata de hacer filosofía. Así de simple. Así de seria. Así de clara y directa se muestra la infancia. Eso es lo que esos chicos aprenden en la escuela con Vanise: a hacer filosofía; nótese la diferencia: no aprenden filosofía sino a establecer cierta relación con ella. Claro, muchos de los adultos que presenciaron la escena del ascensor sonrieron, como sonreímos los adultos cuando queremos poner cierta distancia ante algo perturbador. Podríamos también pensar en las verdades que hemos construido sobre la infancia: si un grupo de chicos viene a la universidad debe ser a pasear, para ser estudiados en alguna investigación o para ser entrevistados. Con todo, podríamos esperarlos para otra cosa; ¿alcanzaríamos a recrear ese juego que excluye a los chicos de cosas serias y de una relación de igual para igual como la que exige hacer filosofía? ¿Nos interesa hacerlo? ¿Estamos dispuestos a dar lugar a las consecuencias que se seguirían de ese cambio de posición? Bastaría escucharlos. De ese modo, la hostilidad a los extranjeros podría transformarse en hospitalidad; los huéspedes hostiles se tornarían huéspedes hospitalarios. Ese es también un sentido para la extensión universitaria: propiciar hospitalidad donde hay hostilidad en el encuentro con la extranjeridad de la infancia. Recuerdo otro episodio, unas semanas antes de aquél, en la misma escuela de aquel grupo de chicos. Estábamos reunidos en una sala con personas de la secretaría de educación, evaluando la posibilidad de ampliar el número de escuelas participantes. Algunos chicos, de otros grupos, estaban merodeando la sala curiosos. Estábamos reunidos en una salita que llamamos «sala del pensamiento» o de filosofía. Es un poco diferente de las demás, más colorida, sin pupitres, con más espacio para desplazarse. Llamamos a algunos chicos para entrar; las personas de la secretaría les preguntaron qué era la filosofía para ellos, si les gustaba, qué pensaban de lo que estaban haciendo en ese lugar. Uno de los chicos, Juan, respondió diciendo que le gustaba, dio varios ejemplos de actividades que le parecieron importantes y, en el medio de su intervención, dijo lo siguiente, sobre el efecto que tenían en él los encuentros que habían compartido: «Bueno, antes de las experiencias de filosofia yo hablaba con la boca; ahora hablo con la cabeza». 143

Sonreí con muchas ganas. La imagen me pareció potente, cargada de significado. Ciertamente, la conversación derivó para otras cosas y no pudimos volver sobre la frase para saber lo que estaba queriendo decir Juan. Quedé tan impactado que en ese momento no pude preguntarle nada. De todos modos, Juan puede haber querido decir muchas cosas. Puede haber pretendido distinguir entre dos maneras de expresarse, una más superficial o exterior y otra más profunda o íntegra; puede también haber querido sugerido que a partir de la filosofía, su cabeza, su cerebro está más activo y más participante en sus palabras; también que sus palabras han pasado a tener mayor peso y significado después de esos encuentros. En fin, podríamos continuar extensamente en este juego de interpretaciones posibles de la palabra de Juan. Pero ciertamente no se trata aquí de eso, no nos importa ese juego hermenéutico –tan frecuente por cierto ante la palabra infantil a ver quien acierta lo que Juan estaba tratando de decir. Lo que me parece destacable es que la boca y la cabeza de Juan están diciendo muchas más cosas ahora de las que podían decir antes de su contacto con la filosofía; que, a partir de esas experiencias de pensamiento que en su grupo llaman de filosofía, Juan y sus compañeros consiguen dar a las palabras un valor, un cuidado y un sentido muy diferentes del que daban anteriormente; que esos chicos y chicas tienen maestras que los acompañan en esos viajes y que están sensibles y atentas a esos movimientos; que muchos van a la escuela con más ganas, participan más activamente; se comprometen de otra manera con el trabajo individual y grupal. Podríamos continuar con los ejemplos. No es necesario. Ya tenemos una buena muestra de lo que puede el filosofar infantil. Filosofar. He usado por primera vez el infinitivo verbal donde antes había sustantivo o adjetivo. No es un detalle: los chicos y las maestras están embarcados en una práctica, en un modo vivo de afirmar vida en el pensamiento; de darle fuerza a su capacidad de afectar y ser afectados a través del pensamiento. De eso se trata en Caxias. De esa forma vivimos un proyecto de extensión universitaria. Destaco, para terminar, tres intensidades del trabajo con la infancia implícitas en los relatos anteriores. La primera tiene que ver con la fuerza de la infancia para darle una nueva intensidad a la propia extensión universitaria. Esta posibilidad aparece claramente, en primer lugar, con la infancia más literal, los chicos que no dicen la palabra de la institución universidad, que no piensan y se comportan como «hay que» comportarse allí donde está instituido el saber. Quién sabe, de esa manera, a partir de sus gestos imprevisibles, otras prácticas que las que el momento impone puedan surgir en la propia extensión. Primera intensidad, entonces, la que viene de la infancia 144

de los chicos y las chicas, los de temprana edad, los que todavía no han pasado –o al menos lo han hecho de forma precaria o inconclusa por la institución pedagógica de la infancia. En segundo lugar, se trata de filosofia y la filosofia tal como la entendemos –como filosofar, como modo vivo de relacionarse con los saberes, como forma de experiencia en el pensar– transforma lo que sabemos y cómo pensamos. Esto es, cuando la filosofía pasa de verdad por nuestro pensamiento, ya no podemos saber lo que sabíamos y pensar lo que pensábamos. Segunda intensidad entonces de un proyecto de extensión: afectar nuestros modos de saber y de pensar, los que nos dominan, dentro y fuera de la universidad. Finalmente, están las otras infancias, las que no están asociadas a una corta edad; en ese sentido, el trabajo que realizamos muestra que la infancia no sólo no tiene necesariamente que ver con la edad sino que cierta sensibilidad a la infancia como otra voz, como palabra del silencio, como forma del comienzo y el recomienzo, es necesaria para poder pensar con la infancia de los pequeños. La infancia es una voz de una intensidad que interrumpe la monotonía de las palabras dichas por decir, una palabra que piensa como si inaugurase el pensamiento. Esa voz y esa palabra no tienen dueños ni edad para ser dichas, y requieren cierta atención y escucha. La infancia inaugura, nace, propicia allí donde hay un lugar para inaugurar, para nacer y para iniciar un camino. ¿Es sensible la extensión en la universidad a esos inicios infantiles? Podríamos terminar con esa pregunta. Lo que hemos querido mostrar en este texto son algunos detalles de un trabajo de extensión universitaria desde, con y para la infancia que permiten darle más sentido a esa pregunta: ¿somos sensibles a la infancia? ¿Puede la filosofía como experiencia darle más fuerza a esa sensibilidad? No se trata entonces de llevar la universidad a la infancia, sino de llevar la infancia a la universidad: recibir una infancia, sin edad, para que la universidad encuentre nuevos comienzos. Es preciso, para eso, una forma de sensibilidad. Es necesario, como diría nuestro amigo Giuseppe Ferraro (2003), una escuela de sentimientos, una nueva educación afectiva. En fin, una nueva vida atenta a la infancia, a través de lo que llamamos, no sin exageradas pretensiones, de experiencia de filosofía.

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4. Escritura y pensamiento infantiles para pensar el encuentro entre infancia y filosofía

E

stoy dedicado a escribir un texto para un encuentro entre infancia y filosofía. Un texto se dedica siempre a partir de un afecto, de una tierra cercana de la que me fui y a la que vuelvo y, cada vez que lo hago, siento necesidad de regresar. Me siento dedicado y comprometido con esta escritura, una escritura que será leída en otro tiempo y allí se inaugura un espacio infinito de palabras. En efecto, se acerca la fecha en que debo enviar el texto prometido al profesor Mauricio Moretti de la Universidad de Río Cuarto para las Jornadas de Infancia y Filosofía y algunas ideas me han venido prontamente al cuerpo. He decidido ponerlas prontamente por escrito. Pero el caso es que faltan aún más de tres meses para el encuentro presencial, el de verdad, cuando las mismas palabras tal vez ya no digan lo mismo que dicen ahora, cuando habrá que reinventarlas y cargarlas de nuevos sentidos. En una dimensión, es demasiado el tiempo que falta para el encuentro. Es entonces difícil escribir para otro tiempo, para un lugar distante y para personas que, en su inmensa mayoría, siquiera he visto alguna vez. Tendremos que jugar algunas estrategias. Les escribiré en presente un texto que será leído en el fututo, en otro presente, como si uno y otro fueran un mismo tiempo. Enviaré este texto y no lo veré más hasta llegar a Río Cuarto. Lo dejaré guardado, esperando. Pediré a estas palabras que nos esperen, que no se vayan. Que nos tengan un poco de paciencia hasta que podamos leerlas de verdad, cuerpo a cuerpo, en tiempo presente. No pretendo congelar su sentido sino resguardarlo lo más posible a la espera de su lectura. Necesito y cuento con complicidades. Me siento acompañado. Sé de la seriedad y el compromiso de Mauricio y un grupo de personas en la 149

ciudad de Río Cuarto por experimentar a fondo la aproximación entre infancia y filosofía. Él mismo me ha contado el tiempo que llevan encontrándose alumnos, graduados, profesores dándole vueltas a la idea. Me ha transmitido su entusiasmo por el trabajo con niños en contextos de pobreza y violencia extremas y por los logros en algunas instituciones, inclusive en la propia Universidad Nacional, con dos nuevas asignaturas Filosofía e infancia y Filosofía con niños, en la formación de los cientistas de la educación. Todo eso está muy bien y no puedo más que sonreír, y felicitarlos por tantos logros, además de agradecerles por la paciencia, insistencia y generosidad de la invitación. Quiero estar a la altura de la invitación y el encargo, lo que significaría algo así como estar a la altura de la infancia y su encuentro con la filosofía. No es fácil. Me he prometido no apelar a recursos familiares y habituales en la academia, a las citas de ocasión, las frases de impacto, los nombres propios portadores de solemnidad, la pluma llena de adjetivos abstractos y las manos cansadas de tipiar las ideas pensadas y masticadas ya una y mil veces. No voy a usar el tentador «copiar y pegar». No haré un texto erudito y formal, y pido disculpas de antemano si alguien lo estaba esperando. No estoy aquí para eso. Ya no tengo más ese aguante ni tiempo que perder. Estamos en una jornada que auspicia un encuentro y queremos estar a la altura de ese encuentro. Queremos aceptar la invitación, lo que significa disponer nuestra atención a salir del lugar en que estamos instalados. Este es un ejercicio de preparación, pues de eso se trata, creo, para pensar un encuentro entre infancia y filosofía: de prepararse, una y mil veces, como si fuera la primera vez que pensamos lo que estamos pensando. No sé por lo tanto cómo este texto va a seguir, cuál será su estructura y dónde arribará. Siento que la idea de hacer filosofía con niños es a la vez tentadora, inquietante y peligrosa. No se exalten. Haré explícito el sentido de cada una de estas adjetivaciones. Cada palabra merece ser escuchada. La idea de hacer filosofía con niños –o de pensar el encuentro entre infancia y filosofía o de experimentar prácticamente los sentidos de esa relación y, en fin, paro por aquí, entre las infinitas formas afines con las que podría describir lo que nos ha traído a este encuentro– es una idea tentadora porque conjuga nuestras más modernas y juveniles intenciones sobre el papel social de la filosofía y lo que ella podría proporcionar, cuando se juega en terreno educacional. Las palabras ‘moderno’ y ‘juvenil’ tienen aquí su sentido más afirmativo. Tenemos la filosofía que hemos aprendido, esa historia monumental de trabajo conceptual que nos hemos apropiado cada una a su manera, con su estilo y posibilidades, esto es, haciendo un poco lo que se puede en un país como el nuestro, en instituciones educativas como las nuestras, en un tiempo como el que vivimos; se trata de 150

una apropiación que en la academia se siente también un poco aprisionada, con límites un poco exagerados o, al menos, sin la proyección deseada. Pero con todo y a los ponchazos hemos aprendido a leer a los filósofos por los propios filósofos, en el mejor de los casos, para entenderlos mejor, sin saber muy bien qué hacer con ese entendimiento. Entonces, queremos darle sentido a esa formación y a la fuerza que encontramos en el pensamiento de los filósofos y las filósofas que hemos estudiado. Deseamos sacar a la filosofía de los muros de la institución universitaria y se nos aparece de sopetón la educación de la infancia. ¡Vaya tentación! ¡Vaya ejercicio de seducción! Allí están niños y niñas, objeto de innúmeras utopías pedagógica en la historia y nosotros con nuestro saber que no sabemos muy bien cómo usar fuera de la academia y que parece hecho a la medida de su preguntar inquieto, de su atención abierta, de su falta de preconceptos… ¿Cómo no dejarse seducir por tamaña posibilidad? ¿Cómo no pensar en «usar» la historia de la filosofía que hemos aprendido para darle a la infancia la educación que, pensamos, merece? ¿Quién puede negar la nobleza de las proyecciones para una formación mejor, más crítica, juiciosa, responsable, comprometida de los que están llegando al mundo? ¿Quién se atreve a dudar de la potencia transformadora para el pensamiento del contacto con la tradición de la filosofía, con los conceptos y métodos para pensar creados a lo largo de su historia? ¿Quién podría entonces negar un lugar a la filosofía en la educación de la infancia? ¿Quién osaría impugnar de antemano la fertilidad de un pensar con cartas de presentación tan asentadas puesto al servicio de la educación de los más pequeños? Sí, es una tentación llevar la filosofía y su tradición de pensamiento a la educación de la infancia. Dejemos, entonces, por un instante, la tentación y pasemos a la inquietud. El intento de hacer filosofía con niños y niñas es inquietante porque enseguida que entramos en las redes que atraviesan la infancia y la filosofía, percibimos la potencia transformadora del encuentro y, entonces… ya nada es como era. Estoy tomando la inquietud en su sentido más literal, en lo que tiene justamente de negación o ausencia de quietud, de movimiento, de pasaje. Efectivamente, de verdad, el encuentro con la infancia y la filosofía, el encuentro con ese encuentro, genera una nueva infancia, nos sitúa en un lugar del pensamiento que no habitábamos, que no podíamos habitar, que nos hace mirar inquietamente el pasado y el porvenir y nuestra propia relación con la filosofía y su tradición, y la infancia y su educación. Pensábamos que teníamos esa señora madura y bien vestida lista para auxiliar a la formación de los niños y es ella la que, en primer lugar, se ve afectada por el encuentro: ¿qué filosofía? ¿Para qué? ¿En los nombres de quién? El cimbronazo de 151

expande y nadie queda inmune. ¿Qué infancia? ¿La de las instituciones, la de las etapas de la vida? ¿Cómo entender esa ausencia de palabra que el nombre indica? El encuentro con la infancia nos llega y nos desnuda: tenemos que empezar a vivir nuevamente en la filosofía, encontrar un lugar desconocido, inventarnos nuevas formas de habitar el pensamiento, de apreciar sentido en lo que hacemos. La educación de la infancia a través de la filosofía nos lleva a una infancia de la propia filosofía. El desafío se multiplica por los cuerpos vivos que nos devuelven la inquietud, que se inquietan y nos inquietan, que, al encontrar la infancia, o al encontrarse en la infancia, ya no pueden quedarse más quietos. Y la cuestión no se detiene con la filosofía. No. Hay que repensarlo todo, la filosofía, la infancia, el enseñar y el aprender, nosotros mismos… Cuando entra en escena la infancia, ella domina, se vuelve dominus, señor, juega a voltear indefinida y calmamente las fichas del dominó. Juega la infancia. Jugamos con ella. Somos jugados en la infancia. En portugués, arrojar se dice «jogar», somos entonces jogados en la infancia. Nos jugamos con ella, por ella, por lo que su encuentro perturba e inquieta. La infancia se vuelve así, en su sentido más literal, portadora de vida, de impulso vital, de formas inhabitadas para el pensamiento y la vida. Finalmente, el juego de hacer filosofía con niños es peligroso por lo atrapante y lo desconcertante. Porque el movimiento y la inquietud no tranquilizan ni acomodan sino que, al contrario, desacomodan y perturban. No estábamos preparados para ese encuentro, no lo esperábamos, no lo sabemos jugar. No nos formaron para eso. Nos enseñaron las cuatro causas, las pruebas de la existencia de dios y la analítica trascendental de la razón pura. Ya es bastante si las aprendimos con dignidad y respeto. Pero nada sabemos de pensar con las entrañas, en la vida, a través del cuerpo. Nos sentimos indefensos y sin preparación, en cierto modo defraudados por tanta energía conducida a un lugar impotente, y entonces, ahí aparece un peligro, podemos apelar a todas las argucias que la misma tradición aprendida nos enseñó y de las que nos podemos sentir herederos, cómplices y secuaces. Seducidos por la fuerza de la infancia, quizá no encontramos palabras a su altura, de una potencia equivalente, que acompañen el impulso inicial de esa corriente transformadora que se asoma como un huracán cuando un niño se pone a pensar. Podemos entonces tomar caminos más rápidos y conocidos para perseverar en las huellas ya conocidas. Las formas o posibilidades de esa torsión de nariz son varias: una, la de distraernos, y perder la atención; otra, la de atrincherarnos y volver sobre nuestros pasos para defender el lugar que, pobre y vacío de sentido, continúa siendo el que mejor conocemos y el que nos da cierta sensación de comodidad; tercera, la de descalificar como absurdo lo que amenaza con instaurarnos en la ausencia de sentido; finalmente –y no 152

porque sea la última posibilidad sino para dejar otras posibilidades abiertas al lector, porque la infancia llama también a tomar precauciones contra los intentos de totalidad y acabamiento–, la de echar un manto de banalidad sobre la fuerza de la infancia para hacer propio lo impropio, natural lo extraordinario y familiar lo inaudito. Sabemos cuán experta y variada es la banalidad, la del marketing, de los dogmas o los clichés. Y tantas otras. Estamos, entonces, tentados, inquietos y en peligro ante la infancia. Y en muchos otros estados más, claro. No está mal. No somos tan dueños de nuestras historias pero podemos, digamos, salir al encuentro de lo que se nos viene con cierta atención y sensibilidad. Podemos mirar a los ojos de la infancia, dejar que nuestra vida tome cierto impulso y prepararnos, llevando nuestras causas y azares a cuestas, con solicitud y cuidado redoblados para estar a la altura de la infancia. Yo eso he intentado hacer desde que la idea me fue presentada con toda su fuerza, hace ya casi veinte años, por Matthew Lipman y Ann Sharp, quien se nos ha muerto en estos días. A partir de esa presentación, se me empezó a sacudir la filosofía, la relación con la historia, el lugar de los filósofos en el pensamiento, y ganó fuerza la pregunta por la propia filosofía porque ella ya no era hecha desde la lectura del pensamiento de otros sino del propio pensamiento que se hacía carne en una práctica compartida, de cuestionamiento permanente de nosotros mismos. La filosofía como lectura, libros y nombres le fue dando lugar a la filosofía como experiencia, preguntas y búsqueda de sentido. No es que hayamos dejado de leer ni de dar atención a los nombres propios. Al contrario, en cierto modo ganamos más intimidad con los que habíamos leído, les estábamos más próximos, y se nos abrieron nuevos interlocutores y, sobre todo, nuevos modos de emprender los caminos de lectura. Tampoco es que antes no buscáramos sentido o no nos preguntáramos por lo que leíamos. Pero es que, tal vez, empezamos a pensar con más insistencia en el propio pensamiento, en lo que significa pensar, en cómo y para qué pensamos y en el lugar que ocupan los otros cuando pensamos. Pasamos de a poco a entender la filosofía como un espacio propicio para experimentar el pensamiento sin tantos puntos fijos; de a poco, la filosofía dejó de ser tan importante como saber para volverse un terreno cada vez más vital para cierto ejercicio de relación con el saber: una actitud, un modo de relacionarnos de manera abierta y problematizadora con los saberes circulantes por el mundo y con nuestros propios saberes… Nicias, uno de los que se ha atrevido a conversar con Sócrates, lo dice claramente en el Laques, uno de los diálogos más bonitos de Platón para pensar la educación: cuando hablamos con Sócrates, cuando una vida filosófica nos juega el papel de una piedra de toque (pues así se veía Sócrates y de eso se trata cuando con él se habla) podemos empezar conversando de cualquier cosa, pero al 153

final, fatalmente, dice Nicias, tendremos que hablar de nosotros mismos y dar razón de nuestras vidas, habrá que justificar por qué vivimos de la manera que vivimos y no de otra manera… y, junto con la filosofía, se nos dieron vuelta el enseñar y el aprender, entendimos que no se aprende lo que otro enseña cuando se aprende de verdad y que, como consecuencia, no es interesante preocuparse en anticipar lo que queremos que los otros aprendan, cuando enseñamos de verdad; no sé si ustedes perciben el mundo que se abre a partir de ese cambio: de qué manera se desencaja la preparación para entrar a un aula, cómo se hace en cierto modo más difícil e inestable pero también más cargada de sentido y de vida la labor pedagógica; de a poco, tuvimos que empezar a pensar en lo que se insiste en llamar «formación docente» y lo que parecía un mundo rutinario y fastidioso ganó una fuerza singular: si no sabíamos lo que alguien iba a aprender cuando enseñábamos, ¡imagínense cómo esa ignorancia afirmativa se multiplica cuando se trata de enseñar a enseñar! Porque lo que había que enseñar, sin enseñar, era a dejar un enseñar y abrir el mundo del enseñar a otras formas de enseñar, había que descomprimir el mundo del enseñar para que pudiera contagiarse de un aprender más libre y desinteresado. Había, en otras palabras, que desenseñar a enseñar. Y hacíamos eso de la única manera que lo podíamos hacer: desenseñando. Y, en primer lugar, desenseñándonos a nosotros mismos, dejándonos aprender lo que no podíamos anticipar que tendría sentido aprender. Cómo se fueron volviendo difíciles, pero también interesantes el enseñar y el enseñar a enseñar, el enseñar a enseñar desenseñando, desde que nos dimos cuenta –lo que muchos filósofos también dicen, aunque con sentidos muy diversos– de que en el fondo se trata nada más que de un dejar aprender y de un dejar a dejar de aprender… y cuando se piensa en el aprender, otro mundo se abre, un mundo de misterios y de enigmas. Así, comenzamos a preguntarnos –y ya no pudimos más dejar de hacerlo en ese mundo maravilloso, enigmático y poderoso: ¿cómo se aprende? ¿Se aprende a pensar? ¿De qué manera propiciar una entrada interesante en el mundo del aprender? ¿Cómo y por qué hacerlo? ¿Y si alguien prefiere no aprender? En fin, cómo se han vuelto más interesantes, ricos y complejos el enseñar y el aprender… Y, finalmente, las preguntas se volvieron sobre la infancia, que empezó siendo una infancia pegada a un tiempo cronológico, el de las edades, el de un tiempo medido en cantidad de movimientos, en números, en horas, días, meses y años y, de a poco, se fue volviendo una temporalidad más intensiva, de experiencia y cualidad, de afectos y sensaciones, una infancia poco tiene que ver con las edades y más con una relación con la propia vida y la vida de los otros; y, entonces empezamos a ver infancia en todas las edades, a la vuelta de las esquinas, donde no era para verla y para educarla… y esa infancia nos empezó a educar, deseducándonos, impidiéndonos ver las cosas como las 154

veíamos, desaprendiendo también lo que habíamos aprendido… la infancia se volvió una compañera y una fuerza para pensar y pensarnos, para pensar con más fuerza su educación, la filosofía y el encuentro que vislumbrábamos entre ellas. Y en eso estamos, en plena infancia, entre inicios, viendo cada vez ese encuentro como si fuera la primera vez que lo vemos. Así les estoy escribiendo. En ese estado de infancia. Como si fuera la primera vez que escribo. Bueno, no sé si en el tiempo en que deba leerlo me voy a atrever a compartirles esto que acabo de escribir, si tendré el coraje de presentarles estas notas textualmente, leyendo lo que acabo de escribir sobre las tentaciones, inquietudes y peligros que conlleva el encuentro con la infancia a través de la filosofía (y a esta altura, creo que no es necesario que agregue –o el encuentro con la filosofía, a través de la infancia), o en cambio parafraseándolo, sintetizándolo o recreándolo. No sé cómo me relacionaré con estas notas sobre lo que ese encuentro ha abierto y, lo que parece, continuará abierto cada vez que lo pensemos. No lo sé y en cierto modo no lo puedo saber, si es verdad lo del cuidado y la atención, lo de la sensibilidad y la escucha. Y como lo es, pues entonces no hay mucho cómo hacer futurología a esta altura. Nos quedamos pensando, en suspenso, sensibles, atentos a ese tiempo por venir. Me voy a dormir con las dos puertas abiertas. Si no lo leo, al menos esa noche, la de la conferencia, o sea a la que hoy todavía le faltan tres meses para ser y de repente ha pasado a ser ahora súbitamente esta noche, podré dormir tranquilo pues la inquietud (el peligro y la tentación) habrán encontrado otras palabras que dejarán a estas seguir descansando, hasta que un lector las despierte y les saque el polvo del lomo a pura mirada desafiadora. Y entonces ellas sabrán arreglárselas. La cuestión es si me he atrevido a leerlas porque, en ese caso, pues no sé cómo haré para sostener el peso que acumulo en este preciso momento en otro tiempo, para sustentar un tiempo que no es todavía ahora pero se habrá tornado ese preciso instante del ahora en este exacto momento en que les leo y los miro de frente en esta mañana riocuartense… iba a decir «soleada», pero no quiero exagerar, porque resulta tan difícil hablar del presente cuando todavía no se ha despegado suficientemente del pasado, ¿o tendría que decir mejor «del futuro»? Bueno ya está. Habiéndome animado o no, ya está. Terminamos. Terminemos. En verdad, estamos terminando. Siento que hemos encontrado a la infancia, en las palabras, en el pensamiento, en la educación, en la filosofía, en el tiempo, porque al fin, nuestra relación con la infancia implica una relación con el tiempo. Y creo que pensar en la infancia nos ha hecho encontrar una 155

infancia del tiempo. ¿Qué más podríamos pretender para un ejercicio modesto de escritura? Y sin embargo, siento también que no puedo terminar, como si la infancia me hubiera llevado a un tiempo otro, a un tiempo que no es de esta escritura sino el de esta lectura, que ahora me llama a callar, a silenciar las palabras, y a la vez no me da el tiempo justo para poder borrarlas. Les aseguro que me siento tentado, inquieto y en peligro, en medio a una infancia del tiempo, a un tiempo de infancia. De verdad que nunca antes me había pasado esto, de no poder decir lo que quiero decir por estar escribiendo en otro tiempo. De sentirme en el futuro en pleno presente, y en el pasado en pleno futuro-presente. Bueno, si de verdad me he atrevido a leerles todas estas palabras, de verdad también ahora quiero terminar. Pero no es fácil. Porque lo que quiero decirles ahora (en un ahora futuro) no lo puedo saber en este ahora presente. Sin embargo, como un niño, insisto en querer decirles lo que no puedo decir ahora y sólo podría decir cuando este ahora deje de ser mañana y sea de verdad ahora, hoy, instante. Pues les digo, ahora y mañana, en el ahora de ahora y el ahora de verdad, que el tiempo cuando desafía la lógica se viste de infancia. Y que la infancia, como el tiempo, no termina, sino que espera y encuentra. Y propicia encuentros como este, en más de un tiempo. En más de una infancia. Y dejo abierto lo que sólo podré decir en el ahora mañana que se ha vuelto hoy.

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III Parte. Diálogos y encuentros

Debate Walter Kohan, Oscar Brénifier17, Mauricio Langon18

17 Oscar Brénifier es filósofo, Institut de Pratiques Philosophique, profesor de filosofía y educación y tallerista de filosofía para niños. 18 Mauricio Langon es expresidente de la Asociación Filosófica del Uruguay y profesor jubilado de didáctica de la filosofía. 159

Presentación. Este debate, encuentro, entre Oscar Brénifier, Mauricio Langon y Walter Kohan, se realizó en Lima el 10 de agosto de 2009 en el marco del ii Encuentro Internacional de Práctica Filosófica en la Universidad de San Marcos. El debate giro sobre asuntos como: el filosofar, la enseñanza de la filosofía, el profesor de filosofía, el estudiante de filosofía. Las posturas del maestro Sócrates y el maestro Jacotot. Es un diálogo en tono socrático, con ribetes de ironía, sarcasmo, de una gran riqueza filosófica, pedagógica y política entre estos tres profesores, filósofos, un francés y dos latinoamericanos. Aquí presentamos una versión, con ciertos detalles de grabación.

Brénifier. Para mí es muy posible que Jacotot sea mejor profesor (supone) que Sócrates. Pero el problema es saber si ser un profesor, si la postura de ser un profesor, es la mejor postura para invitar a alguien a filosofar. Tengo dudas serias sobre el hecho de que sería la postura ideal para invitar a filosofar.

Kohan. Me ha gustado la comparación implícita de Oscar de que su práctica sería más próxima de la de Sócrates y la mía más próxima de la de Jacotot19. O sea que él sería más próximo de un filósofo y yo más próximo de un profesor. No me parece indigno ni despreciable. Pero yo quiero relacionar eso con lo que yo les había presentado acerca del principio que Jacotot enuncia como una condición necesaria. Yo creo que es muy seria la comparación y la diferencia en un aspecto que a mi modo de ver es insoslayable, aunque uno quiera hacer ver que no existe, que es la dimensión política en el sentido de la emancipación o el embrutecimiento. Es decir, yo creo efectivamente que Sócrates parte del principio de que es superior. Y no es cierto que él conversa para conocer algo que no conoce. Conversa –como también Oscar ha gustado decirpara 19 Jacotot Jacotot, maestro singular y originalísimo, es un personaje histórico redescubierto por Rancière en su libro El maestro ignorante. Profesor de retórica en 1789, profesor de matemática, ideología, lenguas muertas y derecho, director de la Escuela Politécnica. En su permanencia en los Países Bajos Jacotot descubre o (re) crea un método de enseñanza que le permite alcanzar la emancipación intelectual, así enseña francés sin saber nada de cómo enseñarlo; y enseña flamenco sin conocerlo, ni siquiera para hablar con sus estudiantes. 161

perturbar a los otros, para sonsacarlos, para sacarlos de su lugar. Pero el trabajo que Sócrates hace es embrutecedor ¿en qué sentido? En que el no acepta el principio a partir del cual Sócrates parte, y la concepción de la filosofía que Sócrates afirma, está fuera de su juego, está fuera de lugar, está eliminado. O el que conversa con Sócrates se somete a Sócrates, o tiene que salir corriendo, insultarlo, como hacen los personajes (Trasímaco, Calicles). O, se acepta el juego de Sórates, y se somete uno a la inteligencia de Sócrates, o uno rechaza el juego de Sócrates. Con Sócrates no se puede jugar de igual a igual. No se puede pensar de igual a igual. Yo creo que esto ha pasado un poco en la sesión anterior con Oscar. Oscar presupone una concepción de la filosofía y fuerza a todos a jugar ese juego. Quien no lo juega está fuera, no puede pensar por sí mismo, no es un igual. El juego de Oscar es llevar a todos a su propia inteligencia, a la concepción que él tiene de lo que significa pensar, de qué es la filosofía y del papel del filósofo no es un juego entre iguales. Y en ese sentido me siento dichoso de ser comparado con Jacotot, en el sentido de que para hacer el juego que hicimos aquí, si partí de algún presupuesto de que ustedes podían pensar junto conmigo, pero no me interesaba que nadie pensara siguiendo mi propia inteligencia.

B. [Cabe señalar que Brénifier habla un español, rápido, atropeñado, con frases inconclusas, algunos errores de sintaxis, etc. No obstante, las ideas son claras] Dos asuntos quiero comentar. El primero, es que hay una diferencia entre Jacotot, tú y yo… Tú has preguntado, por un largo momento, quién tenía la buena respuesta. Y las personas debían descubrir la buena respuesta. Hasta que finalmente le has dicho al que fue el ganador, más o menos«¡Ah, tú eres el más próximo –más o menos–: Tú tienes el premio!». Yo no hago eso. Sé que ésta es una idea que no te gusta: yo reenvío la decisión al sentido común. Que en general, si alguien dice una idea importante y queremos quedarnos con lo mejor de ella, yo no lo hago, yo no decido sobre ello. Yo prefiero decir: «Bien, hay que tomar una decisión», no soy yo quien va a decir, pero pregunto a la gente «¿quién piensa que ése es el buen concepto?» Y votamos sobre eso. En este caso, por ejemplo, (yo no pretendo ser demócrata, no es ésa mi preocupación) pero en este caso, yo no digo quién tiene razón, no tendría sentido. Un segundo asunto, para terminar. Sócrates hace preguntas. Pero el sophista dice: ¿Por qué voy a contestar a tus preguntas? Y Sócrates dice: «Bien, hazla la pregunta, quiero tus preguntas, voy a responderlas». Él realmente quiere que 162

le hagan una preguntas, que le pregunten. Y el otro no tiene ninguna, no tiene preguntas. ¿Por qué? Porque realmente no le interesa lo que Sócrates piensa. En general, eso para mí es una postura muy específica, pero es fascinado Sócrates por su interlocutor. No es Sócrates quien enseña, está más bien fascinado por lo que el otro piensa. Es lo que te he dicho. Cuando hago este tipo de taller que he hecho, es para saber realmente qué es lo que piensa cada uno como otro. Pero en cualquier momento si el otro quiere, le digo: «Dame la pregunta, házmela…». Entonces, es asimétrica la discusión, no es unilateral. Y en cualquier momento, si queremos, podemos hacerlo de la otra manera; invertir las cosas y puedo pedirles: «Demen las preguntas; las preguntas que quieren que responda, quiero contestarlas». Pero en general, yo lo he probado, y muy raramente, quizá nunca, alguien me haya dicho: «yo voy a hacerte las preguntas y tú vas a estar obligado a contestarme». Y en este contexto yo suelo decir: «Si alguien quiere hacerlo, soy un Boy Scout, ¡Siempre listo! Estoy listo para responder.

K. No deja de ser curiosa y simpática esa antisocrática defensa de la democracia de Oscar. Yo creo que por lo menos Sócrates reiría (y lo dice muchas veces) de que alguien le diga que la amistad es tal cosa porque el mayor número de personas piensan que es tal cosa; o que la justicia es tal cosa porque … Yo creo que es un uso retórico de tu parte. Tú lo usas apenas para no ser tú, como una estrategia retórica, y que el auditorio lo acepte más fácilmente: «Son ustedes que lo han dicho, no he sido yo». Y como a ti no te importa si el auditorio dice A o B, da lo mismo. Entonces, que lo digan ellos, así no me dirán a mí que soy yo el que impone. Pero ¿eso te hace más democrático? No. Es simplemente un juego. Y con respecto al segundo asunto… bueno, yo no sé qué Sócrates y qué sofistas tú has leído, pero no conozco ningún ejemplo, de lo que está escrito, que Sócrates se interese por lo que dicen los otros. Hay un ejemplo muy bueno del Eutifrón, cuando Sócrates va a buscar la acusación que discuten sobre qué es la piedad, qué es lo sagrado, qué es lo pío, etc., y Eutifrón le da varias veces, varias definiciones de lo que es lo sagrado, pero Sócrates no. Obstinadamente le contesta, le objeta las definiciones. Le dice que no es un ejemplo lo que quiere, que no es casos particulares, que él quiere la forma de lo sagrado y que Eutifrón no se lo da. Varias veces. Y luego en un momento consiguen de vuelta ponerse a conversar, Eutifrón –que era un experto en cuestiones sagradas y dice muchas cosas interesantes sobre lo sagrado pero Sócrates obstinadamente quiere que Eutifrón confirme que aun sobre lo sagrado Sócrates es más sabio. No porque sepa lo que Eutifrón sabe –que no lo 163

sabe sino porque Eutifrón no reconoce, como Sócrates, que vale poco. Hasta eso no lo suelta. Y fracasa, porque Eutifrón sale corriendo: no te aguanto más, Sócrates. Pero antes de escaparse hace una comparación interesante con Dédalo. Había un estatua paradójica, tanto como la del monje20, porque tenía los ojos abiertos de tal manera que parecía ser una estatua en movimiento. Era una figura paradójica, contradictoria, como regar la planta que está muerta. Era una estatua, por definición algo que está quieto, pero que daba la imagen de que se movía. Y Sócrates le dice a Eutifón: me parece que eres como Dédalo, que pone en movimiento cosas que están quietas. Y Eutifrón le dice: No, en realidad el Dédalo eres tú, porque hemos dado todas estas vueltas, pero tú nunca sales de tu lugar. Tú conversas para sacar de su lugar a los otros, pero tú te quedas siempre quieto en el mismo lugar. Y esto es el carácter emancipador, ¿embrutecedor?, de Sócrates, no conversa para que los otros lo ayuden a salir del lugar, conversa para que los otros salgan de su lugar. Y si alguien no quiere salir del lugar, pues entonces se tiene que ir corriendo, se tiene que enojar, pero no puede jugar al juego de Sócrates.

Langon. ¿Qué hago? ¿Me tengo que salir del lugar? (Risas) ¿Qué lugar me queda a mí entre Sócrates y Jacotot? (Carcajadas).

K ¡La tercera posición, la tercera posición! No la del tercio excluso, sino la del tercio incluido.

L. ¿Tengo que hacer de árbitro? ¿De sentido común? ¿De decir «¡Clin, sonó la campana!» ¿Tengo que dar un fallo? ¿El fallo del tribunal que condena a muerte a uno de los dos?

20 Se refiere a una paradoja, puesta en una de las exposiciones (¿de Brénifiere?), en la que se narró que un monje dió al aprendiz la tarea de regar una planta seca: que si tuviera fe, florecería. 164

K Como uruguayo tenés que concederle la victoria a Francia.

L. Y al que le dé la victoria lo alimenta en el Pritáneo21 y al otro le da la cicuta como buen hijo de… (Risas) ¿Tengo que ser el rey Salomón? Que según cuenta la Biblia, cuando dos mamás…

B. Mamás…

L. Mamás está bien. No necesitan ser papás. (Siguen las risas). Cuando dos mamás se pelean por el pobre bebé, que a lo mejor es hembra también, la filosofíay tiran de una pata cada una. Y entonces Salomón le da el cuchillito a uno y le dice, «Bueno ¿lo partimos al medio? ¿quién quiere que lo partamos al medio?…» ¿Les tengo que repartir la filosofía? No sé. Yo les haría esa pregunta: ¿Qué esperan? ¿Que alguien reparta la filosofía? ¿Que yo o el público les digan: ¿Uno de los dos tiene la razón? ¿Uno de los dos ha estado menos bruto que el otro? (Más risas)

K. Que uno de los dos ha estado menos bruto que el otro… 21

El Pritaneo, en la Grecia Antigua, era un edificio en el que se reunían los magistrados y los ganadores de los juegos olímpicos. Era un edificio situado en el ágora; allí se custodiaba el fuego sagrado de Hestia. Y en él eran mantenidos los cincuenta pritanos de Atenas a costa del Estado. Y también en él se mantenían también a aquellos que por sus servicios eran merecedores de ser alimentados por la polis. 165

L. ¡Por lo de embrutecedor! ¿No? (Risas) Dejando de lado los chistes… Está bien, estamos jugando, va todo en broma, pero la filosofía es cosa de vida o muerte. Muy graciosa la comedia de Aristófanes, hasta que al pobre Sócrates, embrutecedor o no, le cuesta la vida. En filosofía se juegan cosas de vida o muerte. Y en educación también. Y yo no creo que sea más o menos un maestro o un profesor que un filósofo, ni que se trate de oponer educación y filosofía. Entiendo que filosofía y educación nacen muy juntitas. Y yo me creo, aunque me puedan decir imperialista, no me importame creo que la educación tiene que ser filosófica. No sé todavía muy bien qué es eso de filosófica. Pero la educación no tiene que ser mera repetición. Tiene que sacudir a la gente. Tiene que ponerla en movimiento. Tiene que sostenerla en un movimiento que entiendo que sí, es un movimiento de liberación. No debe embrutecer a la gente. Y cuando la educación haga ese tipo de cosas, es una educación filosófica. Y supone también una filosofía educativa que no se queda en el sabio aislado, mirándose el ombligo, resolviendo los problemas del mundo para él y para nadie más. Yo sé que Oscar dice que trabaja para él y para nadie más. Entonces ¿por qué hace asesoramientos filosóficos? No trabaja sólo para él, aunque así lo diga. De algún modo tiene a los otros también adentro. Y lo que me sorprendió yendo al tema es que ¡realmente me dejaste frito, Walter! (Oscar no entiende, pregunta ¿«frito»? Walter le traduce: «sin fuerzas») Me dejó frito, sí. No me gustó como explicaste a Jacotot. Porque hiciste una explicación, ¿no? No dijiste: «Miren, cómprense El maestro ignorante, de Rancière, que está traducido al español, léanlo y aprendan lo que tengan que aprender de esas lecciones del maestro ignorante». Lo explicaste. Yo creo que la explicación es lícita. No creo que porque haya explicación haya embrutecimiento. Me creo que el viejo maestro Mario Silva García, cuando nos decía algo así como que lo que él hacía al enseñar filosofía era leer muchísimo, estudiar muchísimo, hasta que le quedara bien claro qué es lo que realmente decía un autor, para luego podérselo decir con cierta claridad a los estudiantes, decía él, para ahorrarles el trabajo de que les cueste tanto como a mí entender lo que dice, y puedan desarrollar el esfuerzo de su capacidad intelectual para discutir con ese autor y conmigo a partir de haberlo entendido bien, con más facilidad. Gastar las energías en la crítica y la creación (alguien interrumpe y dice: Platón) Puede ser, sí Platón. Pero no me parece que sea una cosa meramente embrutecedora. Y bueno, me dejó un poco sorprendido (al igual que a Oscar) lo que hiciste armando todo un juego para una pregunta para la que ya sabés la respuesta. Y me sorprendió porque sé que vos no trabajás con preguntas retóricas, porque sé lo que opinás de eso; porque evidentemente en el auditorio estaban tratando de adivinar la respuesta que Walter ya sabía y yo también. «¡No la 166

digas, no la digas!… (Walter se ríe y otros también lo hacen) ¿¡Qué te parece!? Es un recurso didáctico, es un recurso legítimo, porque hacés que la gente se intrigue. Pero si uno lo utiliza como recurso de todos los días… Hay que poner arriba de la mesa y decir que ese tipo de recursos es un recurso que te lleva a adivinar en qué está pensando el Maestro y no a descubrir algo nuevo, a cuestionar, a preocuparte, a poner en duda, a pensar por ti mismo. A veces me quedan dudas respecto a Rancière, porque los ejemplos… ¿En qué medida vale lo de Jacotot para aprender algo que no sea lo que ya otros saben y hacen desde niñitos todos los días. Por ejemplo: hablar francés. Es algo que ¡bueno! ya saben los franceses. Mi abuelita tenía un verso que decía: «Se admiraba un portugués/ de que aun en su tierna infancia/ todos los niños en Francia/ supieran hablar francés./ ¡Arte diabólica es/ –dijo torciendo el mostacho–/ que para hablar el gabacho/ un hidalgo en Portugal/ llega a viejo y lo habla mal/ y aquí lo fala un muchacho.» (Risas a propósito del verso). El problema son los ejemplos, ¿no? Todos saben el Padrenuestro (en la época de Jacotot) entonces pueden aprender otras cosas de memoria. El esfuerzo está muy bueno, pero el maestro ignorante, si realmente es ignorante, se guarda demasiadas cosas: «Aquí está la sabiduría del mundo: ¡vaya y aprenda! Usted es inteligente, agarre El Ser y el Tiempo y ¡vamos arriba! Ya vas a entender lo que dice Heidegger.» No es del todo cierto. De algún modo es necesario un poco lo que hoy preguntaba usted (se refería a alguien del público que había preguntado antes). Sí, primero hay que enseñar filosofía y después a filosofar. Y yo intentaba decirle que, por lo menos para mi gusto, al mismo tiempo, enseñar filosofía y a filosofar a la vez. No tengo que decir: «No importa lo que dice Heidegger, hagamos otros juegos». Tampoco tengo que decir: «Mirá acá te doy a Heidegger enlatado, ¿sabés qué dice?: ¡Esto! Mañana es el examen, a ver si sos capaz de repetir lo que yo dije que dijo Heidegger», o, eventualmente, a repetirme de memoria lo que dijo cualquier autor. Se trata de, a la vez que trabajo con filosofía, que agarremos un texto y lo leamos juntos; o que te lo doy a leer como ejercicio, a ver después qué pasa; o que te lo explico en parte para poder después trabajar sobre eso (que es lo que hizo Walter…) También me da la impresión de que fue lo que hizo para poder ponerle banderillas a Oscar para que se pudiera dar esta discusión. Y que en realidad, es el taller de Walter el que está discusión y no lo que expuso antes ¿verdad? Me parece que habría que buscar caminos por ahí, caminos tales que vayan fortaleciendo a la gente para que sea capaz de pensar por sí misma. Como decía Marisa Berttolini en el taller de hoy: «… ese embrutecedor puro que era el profesor Massa, en realidad a mí me motivó no sólo para pelear contra el embrutecedor y decir yo jamás seré embrutecedora, sino también para valorar lo de recontrabueno que tiene que haya un tipo riguroso y exigente. Porque cuando me tenga que 167

pelear, me voy a pelear en el nivel del rigor y la exigencia y no se trata de sumar sólo cositas buenas». No quiero ser juez en el sentido de decir quién tiene la razón, ni tampoco: «¡Déjense de pelear, muchachos, hagan la paz!» No, voy a hacer como el árbitro y los voy a separar: «No, abrazándose, no. Con los dientes, tampoco. Con las reglas del juego del boxeo». Es decir, con las reglas de juego de la filosofía que por lo menos consiste en pensar a fondo, discutir a fondo. Y cuando sepan que de verdad son incompatibles, aprender cada uno del otro, dialogando, a través de las distintas valoraciones y a través de las distintas sensibilidades. Y creo que eso no va a ser poca ayuda para todos los demás. Aunque no quieran ayuda.

B. ¡No te preocupes demasiado! ¡Te vemos inquieto, tienes mano ardiendo por nuestro caso! ¡Todo va bien!

K. El problema es quien pone las reglas de juego. Porque el problema es que en filosofía hay tantas reglas de juego como filósofos. Entonces…

L. ¡Genial! Yo creo que hay una sola regla de juego: no matarse.

K. No, no nos vamos a matar. Quedáte tranquilo… Voy a decir una cosa muy rápida para no demorar que entren en juego las demás personas. Yo también tengo muchas objeciones a Jacotot. Yo sólo quiero hacer una clarificación. Tu dijiste: «Lo que faltó en el taller de Walter…» De hecho esto no era un taller: era una conferencia; estaba anunciado como una conferencia. Nosotros hicimos un taller hoy, y Oscar puede testimoniar en mi favor (es un testigo que 168

llamo para testimoniar), que yo no expliqué nada en el taller ni pasé ningún conocimiento, ni le dije a nadie que era eso lo que dijo, ni lo que yo estaba esperando…

L. Retiro la palabra, efectivamente la palabra «conferencia» es la adecuada y no la palabra «taller». Mis disculpas. (Walter se ríe).

W. Lo que quiero decir es que, de hecho, usé esto porque me pareció que eran elementos de juicio… ¡No hubiera hecho esto en un taller! No es mi manera de hacer una actividad filosófica, una práctica. Era simplemente una estrategia que me pareció que podía ser útil para lo que viene ahora que es la discusión.

Zavala22 Pasamos a la rueda de preguntas, comentarios… Una participante (que no se identifica) Me ha gustado, me pareció muy bien que haya una crítica a cada tipo de prácticas filosóficas que se han realizado, ya sea que se haya profundizado en una en particular… Las finalidades que tienen las prácticas filosóficas. En cualquiera de los casos ninguna tiene punto de comparación con las que se realizan en el campo de la enseñanza de la filosofía en América Latina, o por lo menos en el Perú. ¿Qué es lo que se hace como prácticas filosóficas, no? Creo que no tiene punto de comparación. Creo que también sería bueno apuntar a esa realidad. Respecto al papel de un profesor, de alguien que enseña, que puede llegar a embrutecer al alumno, pasa mucho que esa persona que enseña todo, tiene claro muchos temas, pero no entiende mucho la causa de lo que enseña. O sea, es un punto bastante para empezar, ¿no? Uno que no conoce lo que enseña y otro que tampoco tiene un objetivo. O sea, ¿cómo puede decir que embrutece, no? Vamos a ver si lo hace, ¿no? Pero tampoco tiene su fin…. 22 Carmen Zavala. La moderadora del debate. 169

K. Sobre lo primero, no estaría de acuerdo. No estoy tan seguro que lo que nosotros hemos hecho aquí no tiene nada que ver con lo que se hace en la enseñanza de la filosofía en América Latina. Primero, estamos en América Latina. Aquí estamos, una pequeña parte, de todas las personas que nos dedicamos o que tenemos que ver con la enseñanza de la filosofía. Yo trabajo en escuelas, trabajo con niños, con jóvenes, con maestros que enseñan filosofía. Trabajamos de una manera, claro, si es un taller, no como ésta, como trabajamos esta tarde más temprano aquí. Creo que algo, eso sí, nos puede ayudar lo que hicimos aquí, que nos ayude a pensar lo que hacemos, y que haremos cuando salgamos de aquí. Sobre lo segundo, eso justamente es lo que quería… Me alegra que lo digas, que lo menciones de esa manera. Eso justamente es un objetivo que me proponía. Cuando tú dices que ni siquiera sabemos el fin con el que enseñamos. Te acuerdas que les dije al inicio que me gustaría que ésto que les voy a decir sirva para pensar qué significa enseñar y para qué se enseña. Qué es lo que tiene que ver con los fines.

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Entrevista con Jimena Almario y Joan Galindo: Infancia, emancipación y filosofía23

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Entrevista realizada el 8 de octubre de 2010 por Jimena Almario y Joan Galindo, estudiantes de séptimo semestre del Programa de psicología de la Universidad ICESI, Cali, Colombia. Una versión de esta entrevista fue publicada en: http:// www.icesi.edu.co/ 171

Una experiencia de pensamiento filosófico transforma la relación que mantenemos con lo que pensamos, con la vida que llevamos. Walter Kohan

Introducción

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alter Kohan es un filósofo argentino. Obtuvo su doctorado en Filosofía en la Universidad Iberoamericana de México y su pos-doctorado en la Universidad de París viii. Es profesor titular de Filosofía de la Educación en la Universidad del Estado de Río de Janeiro y de Maestría y Doctorado en Educación de la misma universidad. Una de sus más recientes obras se titula «Infancia y Filosofía»24, en la que cuestiona el lugar que la infancia ha tenido a través de la historia en la práctica educativa. Así mismo problematiza el concepto de ignorancia, volviendo sobre los aportes de Sócrates, en los que fundamenta una relación subversiva entre estudiante y profesor, que conlleva a ambos a un posicionamiento como iguales en su inteligencia. Kohan comprende la infancia, por lo menos desde 3 connotaciones al referirse al tiempo con que es posible leer la misma. La primera de ellos, chronos, se refiere al desarrollo, al tiempo lineal, secuencial y numérico del que se encargan desde la ciencia aplicada, por ejemplo, la psicología genética experimental con sus respectivos estadíos. El segundo, es el aión, esta instancia del tiempo se refiere a la experiencia, al devenir, es aquella que irrumpe sobre lo establecido, la que da paso a la expresión de la subjetividad. La tercera, pero no menos importante concepto de temporalidad, es el kairós, que constituye el tiempo de la oportunidad, y en la cual reina la infancia. Además, en el mencionado libro, Kohan enriquece sus reflexiones acerca de la infancia y la filosofía por medio de una presentación suficiente, necesaria 24

Kohan, W (2009) Infancia y Filosofía. México, D. F.: Progreso 173

y pertinente de experiencias en distintos contextos culturales: una escuela pública en la localidad de Duque de Caxias, en las afueras de la ciudad de Río de Janeiro (Brasil), en donde trabaja con infantes de 6 hasta 70 años; y en el 2008 en un Philosophy Camp con niños de Seúl (Corea del Sur), en el marco del xxv Congreso Mundial de Filosofía. Jimena Almario (JA): Buenos días, nos gustaría empezar sabiendo ¿por qué tuviste el interés de estudiar filosofía y mezclarlo con la parte de la educación? Walter Kohan (WK): A la filosofía llegamos muchos pensando que nos va a ayudar a transformar el mundo, a entenderlo, así como una herramienta de pensamiento. De hecho ahora yo me acuerdo, como un detalle personal… Cuando yo me inscribí en la Universidad de Buenos Aires, donde estudié, yo me inscribí para la carrera de Psicología, hice el ciclo básico, porque las materias eran comunes, una parte. Y sólo después de terminado el ciclo básico me decidí por Filosofía. Como la Universidad de Buenos Aires es bastante flexible en ese sentido yo no tuve que cambiarme. Terminé Filosofía habiéndome inscrito para Psicología. Yo lo que pensaba en ese momento era que la Psicología me ayudaría a entender cosas mucho más ligadas a mí mismo y la Filosofía me pareció que me iba a ampliar un poco eso, más fuera de lo personal. Después en la carrera de filosofía, en Buenos Aires en ese momento, eran temas interesantes, pero yo también sentía que hacíamos algo que no salía mucho de ahí. Digamos yo aún de estudiante, era ayudante de cátedra de filosofía antigua, me gustaba mucho, me apasionaba, pero me parecía que eran cosas que no salían mucho de las paredes de la universidad. Entonces hubo un momento que vi un cartel de un grupo que estaba interesado en Filosofía para niños y me pareció que eso le daría a la Filosofía una concretud que en la universidad no se iba a dar. Entonces cada vez me fui interesando en las conexiones entre Filosofía y Educación, que son por un lado un cable a tierra, un ámbito en el que la filosofía se vuelve más concreta, y por otro lado porque la filosofía es el pensamiento que entra en relación con lo que las otras personas piensan. JA: En tu libro defines la infancia no desde el aspecto cronológico, sino desde las vivencias. ¿Tú te consideras un infante? WK: Sí, sí. Considero que mi vida tiene una dimensión infantil importante que a mí me gusta cuidar, atender y ustedes también. Así como que la infancia es mucho más que el primer momento que vivimos y que puede ayudar también a tener una vida más interesante.

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Joan Galindo (JG): ¿Cómo es la primera aproximación que tiene Walter Kohan con el concepto de emancipación? WK: ¡Caray! No sé. No me acuerdo. Me imagino que en la facultad estudiando con la tradición más marxista, yo diría que teoría crítica, Escuela de Frankfurt, y después esta idea de Rancière, con la emancipación intelectual y después la tradición así más ligada a la pedagogía donde la emancipación es considerada como la concientización. A mí lo que me gusta digamos de la idea de Rancière es la crítica que se hace a la emancipación clásica, en el que la emancipación es una cosa compartida, sentida como necesaria. Al mismo tiempo uno comienza a percibir que tal vez algunas propuestas o lógicas emancipadoras reproduzcan aquello que quieren combatir. JG: Ahí se encuentra lo contradictorio precisamente de la educación que se daba en la polis, en la que se concibe precisamente a los niños como el futuro de la sociedad, pero se habla de los cambios reproduciendo lo mismo, es una relación muy contradictoria. WK: Claro la educación tiene una tensión muy grande entre reproducir y transformar, toda educación de alguna manera transmite la cultura y algunas que se plantean como transformadoras, tienen esa tensión de cómo insertar al niño en lo que se piensa de la tradición de la cultura, pero cómo insertarlo de una forma en que no reproduzca eso, sino otra de forma. Las posturas más revolucionarias, mas transformadoras, que privilegian esa segunda parte, pueden hacerlo de una manera en que sin querer transmiten algo de lo que dicen combatir. JG: Este peligro es presentado en El maestro ignorante que presenta Rancière, precisamente en el método socrático de creerse superior, que sigue siendo impositivo. WK: Sí, por ejemplo un educador revolucionario en el momento en el que ya tiene una idea clara de cuál es la revolución y cuál es el tipo de sociedad que trata de transformar, de alguna manera está situando al otro en un lugar de no igual. El otro, aún en nombre de las ideas más revolucionarias, no le queda si no llevar a cabo el proyecto que es del educador, que tal vez no sea del que lo está recibiendo. Entonces se coloca en una relación de superioridad, de saber, por lo menos. Él ya sabe que esa sociedad es alienante, ya sabe el principio de la revolución, ya sabe la sociedad a la que se debería ir, ¿al otro que le cabe? Cumplir el proyecto que al otro le permite. JA: En esa trasmisión con todo este tema de la educación. ¿Cómo se vería el papel de los padres? Sabemos que la infancia no se va a tener en cuenta como un crohnos, pero digamos en los niños que también son infantes en su 175

socialización primaria, desde el punto de vista que plantea Berger y Luckman, ¿Cuál sería el papel de los padres? El papel de la autoridad para no responder a esa demanda totalizante y fascista, si no mantener un papel de autoridad que a la vez le dé la palabra al niño y lo deje ser, ¿cómo se vería ese papel ahí? WK: No sé, es difícil, yo que soy padre, tengo tres niñas y es una cosa que siempre me pregunto. Hoy en la conferencia pensaba que educar puede ser como padre, puede ser como profesor. Lo que estamos diciendo para los maestros, ¿también debería ser dicho para los padres? ¿El hecho de que sea una institución familiar, la hace diferente a la institución escolar? ¿Habría un principio en la familia que posibilite una relación más libre en la escuela? Es muy difícil porque también uno como padre hay cosas que uno quiere transmitir. No querés que el niño meta los dedos a la corriente. Querés que tenga una vida lo mas plena posible. Es muy difícil. Yo no sé, sinceramente no sé, si es tan distinto en la institución familiar en la relación con la institución escolar. JG: Una de las posibles formas, no la única, ni «La respuesta», en mayúscula, ¿podría ser educar para ser críticos frente a una autoridad legítima, que se construye por ejemplo siendo congruentes con lo que se dice y lo que se hace, pero también brindar herramientas para que el niño, el universitario, es decir independientemente de la institución a la que se refiera, es decir que pueda «insertarse», pero también guardar una posición crítica? WK: Yo creo que sí. A mí me gusta eso: la crítica, la rebeldía, el cuestionamiento, pero también es difícil ver en qué medida uno no está transmitiendo un ideal que uno quiere para sí. Es decir en qué medida sea con mi hijo, sea con un estudiante, no estamos proyectando demasiado ese ideal de rebeldía, de crítica, si eso en el fondo no es algo que el otro debería recibir con un poco más de libertad. JA: Digamos ahora que mencionas el tema de la decisión, no se trata de casarnos con esa idea de la infancia, digamos que un niño de dos años decida sobre que quiere saber. ¿Cómo es el tema de la decisión en relación a la edad? WK: Es muy difícil, porque ¿quién podría decir cuándo? Es decir, ¿por qué a los 2 no y a los 3 sí?, ¿por qué a los 4 no y a los 5 sí? Yo creo que nos metemos en un problema que el criterio de legitimidad va a ser muy difícil de sustentar. Me parece que es más un principio de relación con el otro que tiene que ver con cualquier idea que se tenga sobre un bebé. Decidir no necesariamente es tomar la palabra, pensar, elaborar una decisión y afirmar una sentencia. Decidir puede ser un gesto, puede ser un movimiento corporal. La cuestión es si nosotros creemos de verdad sí vale la pena que el otro pueda, algo así como, 176

decidir su propia vida. Yo creo que eso cuanto antes es mejor. Si fuera posible. Digamos, nace un niño y, ¿qué hacemos? Le ponemos a veces el nombre de los abuelos, decimos a quién se parece, ¿al papá a la mamá? Desde que llega al mundo es como una prolongación de lo que ya está. ¡Está bien! No estoy haciendo un juicio de valor. Pero no estamos tan preocupados en ver lo que el otro trae de diferente, lo que el otro puede tener de innovador. Y me parece buena idea, en cuanto el otro pueda mostrar algo diferente. JA: Al fijar la atención lo que trae de diferente el otro, ¿cómo se vería en relación con la tradición y la cultura? ¿Se vería en desequilibrio? WK: Es difícil. En realidad las culturas suelen ser menos abiertas. En general hay una tensión entre la cultura que necesita ser transmitida y la apertura de esa cultura a una renovación de sí. Es difícil además porque hay culturas muy oprimidas, o subyugadas. Es decir, hay todo un terreno de lucha política y social entre las culturas en donde hay unas mas dominantes que pasan o se imponen con más facilidad y resultan ser las más hegemónicas. En ese sentido yo creo que no es tanto suplir una cultura por otra, sino tornar la cultura lo más abierta posible a la renovación de sí, y ese es el problema que tenemos, que en realidad lo que hay es una perpetuación de algunas culturas sobre otras y la consolidación de culturas hegemónicas, que lejos de estar abiertas a las otras, sólo están preocupadas en imponerse y algo así como homogenizar o unificar el mundo, la globalización. JG: Pensando esto, y volviendo sobre la educación, creo que nos resulta posible también relacionarlo no sólo en una esfera individual del estudiante, sino también con una dinámica social, por ejemplo, pensando una institución como la escuela, en términos macro o inclusive el Estado. Es decir como busca precisamente homogenizar a través de imponer un deber ser. WK: Claro, porque la escuela es un aparato ideológico del Estado, la escuela tiene una función clara, social y política, y en ese contexto uno se puede preguntar: ¿Bueno, es posible un cambio social a través de la escuela? ¿Qué tipo de trabajo se puede hace en la escuela para propiciar lo que a uno le parece que podría significar una transformación de la sociedad? ¿Es la escuela el lugar para hacer eso? ¿Es la institución en la que vale la pena concentrar energías y esfuerzos? ¿O la escuela es impotente? No porque no lo pueda, sino porque no se puede en la escuela ese tipo de cambio en la sociedad, que pensamos, exige. La escuela es una institución relativamente joven, tiene algunos siglos y es difícil digamos… Yo trabajo en escuelas. Ustedes también, como alumnos, como profesores y no se ve claramente que la escuela, de hecho, pueda ser transformadora. Más bien las personas que tienen vocación transformadora, llegan a la escuela y la escuela se encarga de que a poco la vayan perdiendo. Entonces es difícil. 177

JG: Estando la escuela sujeta a otro aparato como lo es la política, ¿se podría encontrar la solución allí? ¿Cómo ver esa posible relación? WK: Es difícil, no sé porque también el sistema político, la industria de los partidos, la democracia representativa, no parece tampoco un espacio propicio para pensar esta transformación. Rancière distingue entre la policía y la política. La policía es lo que llamamos política, la democracia representativa, la dirección de los partidos, el sistema republicano. Rancière dice, lo que hace la policía es administrar los intereses del capital. La política está al servicio del capital. Eso es lo que discute el congreso, la ley. La política, dice Rancière, es excepcional. Porque la política, se supone, es la afirmación de la igualdad y los sistemas políticos no pueden dar la igualdad, es decir lo mejor que hacen es colocar la igualdad como un objetivo con el cual legitiman la desigualdad. La política dice Rancière es excepcional, es acontecimental. Yo pensando en eso una vez propuse una distinción parecida entre… análoga, entre pedagogía y educación. Pero digamos, lo que pasa en las escuelas no es educación, así como lo que pasa por medio de las instancias de la democracia representativa no es política. La pedagogía sería como la policía. Lo que se hace en las escuelas es administrar los intereses del Estado, del capital de una sociedad. La educación es excepcional. La educación es cuando interrumpimos la normalidad de la escuela, y a partir de la igualdad podemos, de hecho, pensar libremente. La cuestión es si eso se puede institucionalizar, si se puede tornar en una práctica. JG: ¿Se podría pensar entonces la igualdad pensada en la desigualdad? Es decir, partiendo del principio de que todos/as somos diferentes. WK: Sí, Rancière no habla mucho… osea, la igualdad se opone a la desigualdad, no a la diferencia. Rancière habla de una igualdad radical de las inteligencias. Todo está en todo, en la misma inteligencia que produce esta mesa, que la de Einstein para la Teoría de la Relatividad, y todos los seres humanos participamos igualmente de un ente. Nadie radicalmente es más inteligente que nadie y todos tenemos un camino inteligente. Ese principio es el necesario para poder pensar la emancipación si ella fuera posible. El problema es que la institución pedagógica, la escuela para Rancière, todas las escuelas no cumplen con este principio, porque las escuelas precisan partir de lo que la emancipación niega, que es la desigualdad. Entonces para Rancière no habría escuela emancipatoria, porque la escuela exige la desigualdad que la emancipación niega. JG: Lo cual se ve articulado a sistemas de clasificación en el que «sabe» y el que «no sabe». Pero partiendo de aportes de psicólogos como Gardner, con su Teoría de las Inteligencias Múltiples. ¿Daría también paso al reconocimiento de la diversidad? Por ejemplo, frente a una fortaleza que una persona puede tener en lo artístico y otra en lo matemático. 178

WK: Yo creo que Jacotot y Rancière se opondrían a eso. Yo creo que son cosas distintas. Hay todo un discurso ahora sobre la diversidad, pero que no cuaja bien con esta idea de maestro ignorante. Eso digamos Rancière lo explicaría no tanto por una cualidad diversa de la inteligencia, sino por un medio que estimula la expresión de la inteligencia en alguna dimensión más que en otra. Pero Rancière no aceptaría, o Jacotot no aceptaría, que las inteligencias son múltiples. Lo que hay son contextos, distintos estímulos sociales para que la misma inteligencia se exprese en ámbitos diversos. Él lo que dice es que ser igual no es producto de la inteligencia sino lo que torna posible la producción de la inteligencia. Entonces toda esa cuestión de la diversidad, el multiculturalismo, todas eso no cuaja bien. JG: ¿O sea que sería un poco operacionalizar la relación pero no pensar en el vínculo? ¿Es decir en todo lo que se mueve en la relación estudiante-profesorinstitución? WK: Claro, sería como un desvío de la atención a algo que es apenas un producto episódico, accidental y lo que cuenta no es eso. Lo que cuenta es la relación inteligencia-inteligencia que se establece entre el que dice que aprende y el que dice que enseña. JA: Rompiendo un poco esa relación «del que enseña y el que aprende», al final del tercer capítulo, hablas también del papel del que enseña, del educador, que también tiene que estar en la práctica de la filosofía o por lo menos intentar filosofar al respecto. Eso nos hacía pensar a nosotros: ¿Podría ser autodidacta? O ¿quién puede ser el maestro de un maestro? Es decir, ¿cómo desarrollar ese pensamiento, o esa forma de pensarse la relación con el saber y el estudiante? WK: Sí, es interesante, es difícil, digamos, por un lado pareciera que uno es el único que puede ser maestro de uno mismo, pareciera que sólo podemos ser autodidactas en un sentido, en otro sentido no es que esto lo hagamos aisladamente o solitarios. En realidad la cuestión es de vuelta, desde el principio que rige nuestra relación con el otro, entonces en realidad más que cada uno sea maestro de sí mismo, en realidad cualquiera puede ser maestro de cualquiera. En realidad de lo que se trata, es que si nos guía el principio de la igualdad de las inteligencias, de la emancipación todos pueden aprender con todos y de todos, y si no hubiese ese principio, nos vamos a embrutecer con cualquiera o vamos a embrutecer a cualquiera. Incluso Rancière dice en ese libro, es un método de pobres, de analfabetos, es decir, un padre analfabeto puede «emancipar» a su hijo, puede ayudarlo, puede ser maestro de su hijo, puede ayudarlo a aprender las letras; un analfabeto puede enseñarle otro a leer, si lo hace desde la lógica de la emancipación y no del embrutecimiento. Nuestro sistema educacional ahora, esta terriblemente empapado en la 179

lógica del embrutecimiento, o sea, las universidades, el sistema de calificación de creencias, escalas, jerarquías, evaluación ministerial, programa de excelencia, bueno, malo, doctorado, postdoctorado, números de publicación, hay toda una cantidad de cosas para ponerle requisitos a las personas, se necesita maestría, doctorado. Hay como una escala así que justamente pareciera, que los que más saben en ese sentido, están más embutidos en la lógica de la desigualdad, entonces los sistemas lo que hacen es algo así como crear las condiciones para legitimar y propiciar la desigualdad de lo que está relacionado con el saber. Entonces el que es más estudioso, el que más cerca está del saber que hizo un postdoctorado, es el que está en mejores condiciones supuestamente de formar a los otros. Forma entonces a una élite que es sólo un grupo porque es el que está más capacitado y después va a reproducir eso, y entonces digamos la institución nuestra consagra lo contrario de lo que dice Rancière, que permitiría una relación de emancipación y nosotros lo aprendemos eso tanto, que en Filosofía por ejemplo, uno en la facultad de Filosofía y así todas las personas que yo conozco, uno aprende que para leer un autor y discutir de igual a igual con un autor, precisa leer mucho antes y en realidad uno aprende a que tiene que comentar como comentador y a uno le enseñan que uno nunca puede pensar por sí propio, igual que piensa un filósofo. Que si uno hace eso a nadie le va a resultar atractivo, y en realidad de lo que se trata es de aprender primero el argumento que siempre se dice: «bueno, usted todavía no estás preparado para…». Cuando hacés la licenciatura de grado te dicen no que hagas la maestría para poder hacer esto, cuando hacés la maestría te dicen que hagas el doctorado, cuando hacés el doctorado… O sea nunca llegás. Es la lógica de la distancia que se traslada al infinito y que nunca te pone de igual a igual, porque el principio que lo guía, es que no sos igual, entonces lo mejor que podés hacer es tratar de aproximarte hasta un día que nunca va a llegar en el que puedas poner al otro como igual. JA: Un tema que nos gustaría saber, fue la experiencia que tuviste trabajando con personas mayores, al verlos como infantes, ¿qué dato curioso nos quisieras comentar? O ¿qué aprendiste de esa experiencia? WK: Trabajamos en ese proyecto en la Universidad del Estado de Río. Trabajamos con algunas escuelas públicas con niños y con adultos que se alfabetizan en Brasil en seis escuelas. En la mañana van niños, en la tarde también y en la noche van adultos a alfabetizarse. Nosotros trabajamos con maestros en esas escuelas y algunos grupos de niños y adultos. Es muy grato trabajar con adultos, es difícil. Nosotros trabajamos más o menos como trabajamos con los niños, con los mismos principios. Algunas cosas son distintas porque como no leen, no se leen textos, no se trabaja con textos, entienden menos palabras, pero ellos tienen, pero ellos tienen lo mismo porque de alguna manera se producen cosas que son marcantes. Recuerdo por ejemplo a una señora como de 60 años que en al marco de esta experiencia mostraba cómo su relación con su trabajo (son personas que trabajan en la 180

limpieza, o la casa, así doméstica) como había empezado a notar cosas que no notaba antes, como podía hablar de otra manera con su marido, como ejercía la palabra de otra manera; o un hombre también grande que decía que notaba que a partir de estas fases de filosofía por primera vez había conseguido preguntar algo, me dice «por primera vez en mi vida me di cuenta que hago preguntas, que me hago preguntas». Sesenta y tantos años y puede parecer una cosa en un sentido banal el hacer preguntas y cómo debería ser más fácil pero bueno, son vidas que tienen sentido en la filosofía, de verdad no hay espacio, la gente está muy preocupada por cosas concretas, de subsistencia. Entonces de repente cuando hay un espacio en el que vos llegás y por primera vez me estoy preguntando algo, estoy encontrando lo que realmente quiero preguntar y no simplemente repetir las preguntas que me enseñaron que tengo que hacer y estudiar, y eso está en la infancia también, porque la infancia tiene que ver con darle valor a la pregunta, el preguntarse como si no nos hubiéramos preguntado antes. A veces puede ser una pregunta que todos se hacen. La originalidad o, la infancia, no está en que la pregunta sea creativa o diferente, sino está en que la encontrás por primera vez, aunque sea algo que ya otros hacen, pero vos lo hacés de una manera que no es como lo hacen los otros. Encontrás tu manera. JA: Y de la experiencia en Seúl, en el Congreso Mundial de Filosofía (Seúl, 2008), no hablaban el mismo idioma. ¿Te sentías como esta experiencia que contaste en la conferencia del maestro que no hablaba holandés? ¿Cómo fue la experiencia con niños con los que no te podías comunicar directamente? WK: Sí, ahí digamos el problema fue que había traductor, o sea que en realidad yo hablaba en inglés, entonces algunos niños hablaban en inglés, entonces ahí tenía una lengua común y el otro caso, los niños que hablaban coreano, había un traductor de inglés a coreano. Era todo bastante difícil porque era mediatizado, no era ni siquiera mi lengua, ni la de ellos en el caso de los que hablaban. Para mí fue interesante porque te das cuenta ahí que realmente es como si fueran dos mundos distintos, que todo lo que para nosotros es evidente, natural o parece, y digo nosotros y ahí hay un mundo también, porque bueno, ¿nosotros quienes somos? Porque también hay muchos mundos. Bueno, todo eso digamos que podríamos decir nada más en Latinoamérica, enfrentado contra otro mundo como la coreana te das cuenta de lo chiquito que sos, o de cuantos mundos hay afuera, y es muy lindo porque además al mismo tiempo hay como cosas que la escuela reproduce. Eso lo decía un sociólogo inglés, Basil Bernstein, que entre las culturas más distintas de las cosas que más se parecen son las escuelas. Hay cosas de la lógica de la relación entre el maestro y el alumno, lo que los niños esperan de alguien que viene a enseñarles, en las escuelas se comparten, y como en esa enorme diferencia puestas en el dispositivo pedagógico y hay cosas que parecen vaciar.

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JG: ¿Cuándo se da cuenta Walter Kohan de que la metodología de Lipman es carente para trabajar Infancia y Filosofía? No sé qué otra preposición utilizar porque es toda una discusión como lo presentas en tu libro Infancia y Filosofía. WK: Yo estudié con Lipman. Digamos fue la persona que me introdujo a esta idea de los niños. Él fue director de mi doctorado. Traduje los libros de él. Publicamos en Buenos Aires algunos. Durante un tiempo yo trabajaba así, dentro de la lógica de Lipman. Lipman piensa para la formación y para el trato con niños, de a poco, digamos es difícil decir cuándo, pero yo fui sintiendo cada vez más dificultades por un lado en la metodología. Lipman propone un programa de novelas y manuales, que para trabajar con los niños las novelas y los manuales para los docentes y digamos me parece. Yo respeto mucho el trabajo de Lipman, a mucha gente le resulta bien, pero a mí me parece que, por un lado esa cuestión de ya tener una metodología pronta, un programa pronto tiene problemas. Pone también al docente en una posición que no es la más interesante y además hay qué sé yo, supuestos teóricos, cuestiones de Lipman que tienen que ver con corte de su historia que a mí me parece que era importante recrear, yo conocí a Lipman hace un poco más de dieciocho años, y yo tuve varios años en los que trabajé muy próximo. Y a partir de experimentar el programa del trabajo, fuí viendo que era necesario cambiar cosas que por otro lado de Lipman ve bien en el sentido que él estimula que la gente no necesariamente siga el programa de él sino que haga otro. JG: Haciendo una breve reflexión acerca de la historia de la escuela, encontramos la Escuela Clásica, que se presenta coercitiva, inclusive recurría a la represión, el castigo. No se si conoces el refrán, pero aquí se acostumbra a decir, o nuestros padres y abuelos acostumbraban a decir «la letra con sangre entra». Luego encontramos la Nueva Escuela y todo este asunto de una relación con lo sensorial, de algo mucho más próximo al niño, así como el planteamiento intencional de una relación mucho más horizontal entre estudiante y docente. ¿Qué problemáticas enmarcadas en lo que algunos autores llaman el «Postmodernismo», has detectado en la Escuela actual? WK: Digamos por un lado la cuestión es que en la escuela mas allá de las tendencias o de las corrientes, parece que algo perdura o persiste que las atraviesa. A mí no me gustan esas palabras, no entiendo bien y no me parece que sirvan las palabras así como las categorías, los ismos: racionalismo, idealismo, romanticismo. En realidad simplifican las cosas y no ayudan a entender. Mas oscurecen de lo que aclaran. Es un momento difícil digamos el que nosotros vivimos por la ausencia de las certezas que habían antes y todas las especificaciones de la historia que la totalizaban, que la justificaban, que la explicaban; por la ausencia clara de esto que decíamos más temprano de utopías, de modelos o de formas propositivas, materiales. 182

Pero digamos a mí tampoco me gusta ser así como pesimista en el sentido de que, Foucault hace una expresión muy interesante entre dos tipos de optimismo. A Foucault le decían siempre que era pesimista, «siempre anda diciendo lo que está mal». Pero él dice, bueno hay dos tipos de optimismo: el optimismo que ingenuamente dice que el mundo está bárbaro, que no podría estar mejor y yo ciertamente no soy optimista en ese sentido; y otro optimismo que dice, que muestra como las cosas son tan frágiles y están apoyado en evidencias tan arbitrarias que prácticamente podría ser de otra manera. Yo creo que esta época se muestra eso un poco en ese sentido, que todo parece frágil, todo parece rápido, pero también me da la impresión de que todo es tan arbitrario, todo es tan contingente que porque no pensar que de hecho las cosas se pueden transformar y cambiar hacia un lugar que no sabemos. JA: En el texto hablas de las experiencias filosóficas que se hacen en el momento, entonces ¿podría pensarse hacer una clase, vivir una clase como una experiencia filosófica independiente del contenido? Bien sea geografía o… WK: Sí, es difícil que sea una experiencia filosófica, es difícil. La palabra experiencia tiene que ver con, con, desplazamiento, con transformación. La experiencia es lo que nos lleva de un lugar a otro, siempre y cuando sea una experiencia de esas. Cuando un desplazamiento de esos en el pensamiento es filosófico, cuando nos permite cuestionar lo que pensamos, nos permite salir del lugar que tenemos como certero y vamos a otro lugar. Sí eso lo podemos hacer, es decir, ahí la filosofía no es tanto un saber, como una relación con el saber. Entonces podemos tener una relación filosófica con las matemáticas, con la historia, la geometría. De hecho la filosofía no tiene contenido no es un saber de contenido. Sí hay historia de la filosofía, está lo que los filósofos produjeron pero eso para nosotros el valor de eso no es reproducirlo y transmitir lo que ellos pensaron sino hacer lo que ellos hicieron. Es decir, ponerse a problematizar lo que sabemos del mundo. Entonces eso es lo que nosotros hacemos, en eso se dice que la filosofía no tiene un campo principal. Está en todo y en nada. Uno puede pensar sobre un ladrillo, sobre un computador, sobre cualquier cosa. JA: Ya, entonces si la experiencia filosófica resulta del momento, ¿cómo se podría planear un plan de estudios? Por ejemplo aquí, el plan de estudio institucional para un colegio. WK: Sí, es muy difícil porque, pienso en este momento también no es que sea espontáneo. Es decir, nosotros planeamos nuestras experiencias, las planificamos, pero al mismo tiempo tratamos de dar lugar a la improvisación. Lo planeamos en el sentido que nos preparamos, porque hace falta preparáse mucho para propiciar una experiencia, primero hay que pensar mucho en lo que uno quiere que se piense y entonces es difícil encontrar cómo planear sin que ese planeamiento condicione o quite espacio al hablar. Si no, lo que 183

nosotros hacemos justamente es, encontrarnos los maestros, planear una experiencia que en cierto sentido resulta contradictorio porque una experiencia no se planea, pero es planear cómo se va a propiciar, qué materiales, cómo se piensa que de alguna manera preguntarse, para después cuando las preguntas vengan estar más sensible, más atento. Bueno y en el momento tratar de ser sensible al camino que los niños quieran hacer con el pensamiento; es difícil, muy difícil. Los maestros siempre se quejan, porque nos dicen que nosotros no les decimos cómo hay que hacer, no tenemos una metodología, es difícil. Es mucho trabajo sin certezas, sin seguridades, pero bueno… JG: Las implicaciones a lo que apunta esta apuesta, ¿daría lugar a la evaluación? ¿Cómo responder a la demanda por parte de la institución, de a los padres, que quieren saber si los niños están «aprendiendo»? WK: Primeramente la cosa que me viene es no. Una experiencia de este tipo no se puede evaluar o ¿quién la evaluaría? ¿Con qué criterios? ¿Para qué? ¿Cuál sería el sentido de evaluarlo? La evaluación sigue otra lógica, la evaluación quiere medir algo que a una experiencia de pensamiento puede no interesar. Vamos a tomar la opción afirmativa. No pensemos en la evaluación como disciplinamiento, como control, sino como algo que permite la valorización, una apreciación de donde estamos para poder crecer y hasta eso mismo no sé qué sentido tendría en una experiencia de pensamiento, porque no hay un lugar al que sería interesante dirigirse. Si puede ser interesante que en algún momento nosotros nos demos cuenta que lo que estamos haciendo tiene valor o tiene fuerza, o estamos encontrando un sentido pero también eso pasa más en una apreciación grupal de algunas cosas que por una presión de un camino que estamos ejerciendo, y si fuera sólo ese camino es difícil que lo hiciera alguien por fuera. Entonces si está la exigencia de los padres, pero bueno tal vez si aceptamos eso, tal vez estamos aceptando demasiado, es difícil, ese tema es difícil. A veces hacemos reuniones con los padres incluso para mostrarles lo que hacemos, y en general cuando funciona bien, y lo padres se interesan, y están atentos, ellos mismos se interesan menos de evaluar. Se dan cuenta que tiene menos sentido, pierde el sentido la evaluación. JA: Podríamos pensar como lo dices al final del texto de la imposibilidad de la pedagogía y para ir resumiendo, ¿qué papel jugaría la infancia en relación con la pedagogía?, nosotros nos preguntábamos ayer planeando esta experiencia, ¿si yo puedo ser infante o ir en búsqueda de esa infancia o puedo cambiar mi infancia? ¿Cómo verías la infancia? ¿Como una característica? O ¿como un aspecto esencial del ser? O ¿que sería la infancia en una persona? WK: Pedagogía significa literalmente paidagogos en griego, que proviene de paido que es esa misma palabra niño que decía hoy del fragmento de Heráclito, y ago que quiere decir conducir. La pedagogía literalmente es conducir al niño 184

y en realidad los pedagogos inicialmente en Grecia eran esclavos, eran los que llevaban al niño, lo conducían literalmente al lugar donde alguien le iba a trasmitir un saber. Entonces, en este sentido, en algún sentido la educación sigue siendo una pedagogía. La cuestión es si la educación puede ser otra cosa que una pedagogía, si puede salirse, digamos así, de la pedagogía. A ver, sobre la infancia es difícil porque, la infancia son tantas cosas. Y no es algo que se tiene o que no se tiene. La infancia es algo así, yo he leído muchas cosas de mucha gente que ha escrito sobre la infancia, muchos filósofos contemporáneos, lo que piensan de infancia. Para mí en el fondo es como un enigma, como un misterio. Lyotard por ejemplo dice que la infancia es la deuda que tenemos con el no ser del que nacimos sin ser preguntados si queríamos salir o no. Y el nacimiento es una violenta irrupción del ser en el no ser. A nadie le preguntaron si quería nacer, si quería venir a la vida. Lyotard dice bueno, todos llevamos eso. El tema es que las instituciones se encargan de adormecer, de que no nos acordemos, digamos así. De que olvidemos el saber que la infancia que todos tenemos y dice que una de las áreas políticas es recordar, recordar, digamos así traer la infancia, esa infancia en cuanto a deudas. Bueno así como esto hay infinitas aproximaciones con la infancia que yo creo que muestran una dimensión en que la infancia es algo a recuperar o a preservar, a cuidar o alimentar más que abandonar, y eso es algo interesante. Me gusta pensar en la infancia como algo que necesitamos, que si percibimos podemos tener una vida más contenta, más plena más interesante, como quieras llamarle JA: Sí, entonces bueno, para ir concluyendo… JG: Una posible reflexión final, como para cerrar, nos gustaría que nos hablaras acerca de la experiencia que has tenido a través de distintos contextos culturales. WK: Este, entonces, en fin la cultura, es difícil, la verdad es que yo me considero así privilegiado, ¿no? Por ejemplo, primero nací en Argentina. Estudié en Argentina. Una parte en México. Estudié en Europa también. Fui a trabajar a Brasil, vivo en Brasil hace muchos años, trabajo en Brasil, tengo la oportunidad de trabajar en muchos lugares de Brasil, que es un mundo. En distintos lugares de América Latina he tenido posibilidades de ver otras culturas. Me siento ralamente privilegiado de poder hacer lo que quiero hacer y que lo que hago es algo que me ayuda a pensar lo que estoy pensando. Trato de pensar, y de vivir de una manera próxima, digamos así, es decir, trato de no pensar digamos una cosa teórica que no tenga que ver con mi vida, y como además es educación, es casi imposible no hacerlo o no confrontarme con eso cotidianamente. Aquí por ejemplo a lo que se refiere a Colombia en un sentido es otro mundo, y en otro sentido se parece mucho, y tengo oportunidad de establecer un diálogo como lo hicimos ahora en el 185

que generamos un espacio de pensamiento común. Me siento privilegiado de poder hacer eso y a través de eso encontrar personas que se entusiasman o se interesan y empezamos a pensar juntos en lo que nos preocupa. JA: Bueno, muchas gracias. JG: Muchas gracias. Creo que se nos acabó el tiempo cronológico.

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Reflexión

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aracterístico de su forma de escritura, más que respuestas, Walter Kohan incita a preguntar, a problematizar las temáticas de las que se ocupa, teniendo como principios el reconocimiento de la igualdad y la descentralización de la palabra. Re-pensar el vínculo entre el «que dice enseñar» y «el que dice aprender», conlleva dar voz al que históricamente no se le ha reconocido, estar sensible a la manifestación de la alteridad y reconocerse como igual frente al otro. Por otra parte es un camino en el que es menester recorrerlo con cautela, puesto que se corre el peligro de cegarse por lo deseado por sí mismo, que reivindicaría una posición autoritaria que precisamente se quiere deconstruir y que conllevaría de nuevo y de forma paradójica al «embrutecimiento». Pensar este tipo de aproximaciones a la relación con el saber por parte tanto de los estudiantes, como de los adultos, resulta pertinente para pensarnos una educación como una experiencia, como un espacio de preguntas, de pensamientos, de ideas, de tener el privilegio de dudar y no pensar en certezas. Sin embargo en este tipo de experiencia, resultan algunas dificultades, como la capacidad de concretar la idea o incluir esta propuesta en el modelo de evaluación institucional actual. Aún así, resulta interesante pensar la educación como ese ideal y enfocar los esfuerzos para llegar a ello, llegar a un norte, un norte guiado por el principio de la igualdad de las inteligencias, ese lugar en donde se puedan dirigir los esfuerzos para finalizar la propuesta de educación, embrutecedora, totalizante, jerárquica y fascista que responde a las demandas de nuestra actual sociedad. « …y así sigue, amiga de la ignorancia, la infinitud y la infancia, como ella se muestra».25 25 Kohan,

W (2009) Infancia y Filosofía…, p.67 187

A manera de cierre: infancia, entre literatura y filosofía

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uscamos trazos de ciertas imágenes de infancia. Nos interesa dejar atrás la infancia como etapa de la vida para encontrar otras fuerza vitales. Las encontramos en todos lados, en los artistas, en el cine, en el teatro, en los educadores, en los niños, claro; no sólo, pero también en los niños. También en la literatura, con mayor soltura y levedad que en la propia filosofía, seguramente porque sus compromisos con la verdad son menos rígidos y estrechos. Veamos. Conocemos la imagen de la infancia que han construido los discursos filosóficos sobre la educación. La infancia es siempre asociada a la primera edad y a la vida como un desarrollo, que sigue etapas, fases. Esta travesía suele estar acompañada del signo del progreso. La infancia sería el primer escalón, una posibilidad de ser algo más en el futuro. Lo que interesa es sobre todo lo que la infancia va a ser, en qué se convertirá, qué tipo de adulto o de ciudadano seremos capaces de formar. Alguna literatura ofrece la oportunidad de afirmar otra infancia, de recolectar los desechos de la educación formadora, lo que el discurso pedagógico dominante parece no ver ni valorar, una imagen de la infancia como símbolo de la afirmación, figura de la invención, espacio móvil de desplazamiento, gesto sereno de otra palabra, canto enérgico de un atraso, abundancia plena de un desplazado. La infancia no es, entonces, una etapa de la vida. Por lo menos, no sólo. No es un momento, una fase, un período. La infancia es una cierta intensidad en la forma de estar en el mundo, alguna relación de intimidad con las cosas y con el mundo, un determinado tono de rebeldía con las voces que suenan más fuerte, otro modo de dar atención a los desechos, a las sobras, a un resto; en definitiva, la infancia es una oportunidad de pensar otro pensamiento, de escribir otra escritura, de hablar otra palabra, de vivir otra vida, de habitar otro mundo. Muchos escritores son testimonio de esa infancia. 191

Es el caso, por ejemplo, de Manoel de Barros, un poeta de Mato Grosso recientemente traducido al castellano26. Barros fuerza el lenguaje hasta hacerle decir lo indecible. Restaura la infancia no sólo en la escritura sobre la infancia, sino en una escritura infantil; no sólo al ver y escribir otra infancia, sino también al verse y encontrarse otramente en la infancia; no sólo escribe otra infancia, sino que deviene infante en la escritura: un devenir que afirma la experiencia, la memoria inventiva, la indeterminación, en el propio acto de escribir. Entre otros, G. Deleuze ha destacado cómo escribir es un asunto que tiene que ver fundamentalmente con la vida y al mismo tiempo se torna interesante cuando evita la forma de un asunto personal. Hay allí una tensión, en tanto es necesario un compromiso vital que haga tartamudear al lenguaje, hacerle decir lo indecible, inventarle una infancia que a la vez no haga de esta escritura una cuestión de vida privada. Dice Deleuze: «La tarea del escritor no es revisar los archivos familiares, no es interesarse por su propia infancia. Nadie se interesa por eso. Nadie digno de alguna cosa se interesa por su infancia. La tarea es otra: devenir infante a través del acto de escribir, ir en dirección a la infancia del mundo y restaurar esa infancia. Ésas son las tareas de la literatura» (Deleuze, 1997:«E como infancia [enfance]»). «Devenir infante a través del acto de escribir», hacer un trabajo con uno mismo a través de una escritura que afirma el valor de la experiencia, de la novedad, de la diferencia, de lo no determinado, de lo sorprendente. Ir en dirección a todo lo que hay de estas cosas en el mundo y hacerles lugar en la escritura; escribir la sorpresa, la transformación, la imposibilidad de aceptar el mundo tal como es; hacerlo en una relación infantil, retorciendo la gramática, desplazando la sintaxis, inventando palabras; propiciar relaciones «infantiles» con los otros y con el mundo. Ésta es la fuerza de la escritura de Manoel de Barros, hablar de una infancia que en verdad no es la suya, sino una infancia indefinida, la de cualquiera que inventa un lenguaje y, con él, un mundo. La infancia que inventa Manoel de Barros es una manera de inventarse en las palabras, una forma de encontrar otra fuerza en las palabras y de que las palabras se encuentren entre sí de manera diferente, una manera de propiciar encuentros en las palabras; una «infancionática», como diría S. Corazza, un ejercicio de permitirse entrar en relaciones infantiles con los otros y con el mundo, una singular recuperación de lo insignificante, un infanciarse más acá o más allá de la lógica importante del momento y del lugar, encontrar lo que las palabras y el mundo tienen de nuevo, inventar un mundo, encontrar otro mundo. 26 Véase Barros (2004). 192

Quiero referirme, en especial, a un libro de Manoel de Barros intitulado Memorias inventadas. La infancia (2003)27. Como el título lo indica, es un libro compuesto de relatos de la memoria; más concretamente, son dieciséis crónicas cortas de una memoria que el poeta inventa. Antes de presentar algunas de esas memorias, vamos a detenernos en esa primera curiosa conexión que Manoel de Barros establece en el título entre la memoria, la invención y la infancia. Memorias inventadas tiene la forma de un oxímoron, esto es, se trata de la reunión de dos términos en contradicción recíproca, uno parece negar al otro. Expresiones semejantes serían, por ejemplo, «helados calientes», «mar pequeño» o «infante viejo». En todos estos casos, los dos términos parecen estar en contradicción: si algo es un helado, entonces no podría ser al mismo tiempo y en el mismo sentido caliente, porque dentro del concepto ‘helado’ hay notas incompatibles con las del concepto ‘caliente’; en el caso del mar, no podría ser pequeño porque dentro del concepto ‘mar’ está contenido justamente el concepto contrario al de ‘pequeño’, un mar, cualquier mar, es grande, inmenso, exuberante; y lo mismo sucede con el concepto ‘infante’, que parece contener notas que se oponen a las del concepto ‘vejez’. Ningún infante podría ser viejo si es que realmente es un infante. Del mismo modo, nada viejo podría ser infantil. De la misma manera, la memoria sería algo del orden del descubrimiento, de la recuperación, de la recordación, en suma, algo del mundo de la des-invención. Al contrario, la invención parece indicar su opuesto, algo nuevo, que se inicia, que comienza, que se proyecta hacia el futuro. La invención sería algo del orden de la des-memoria y la memoria algo del orden de la des-invención. La memoria y la invención llevarían a direcciones contrarias, encontradas, desentendidas. De modo que el título del libro es una contradicción que genera una primera dificultad al pensamiento. Sin embargo, tal vez sea precisamente a partir de estas contradicciones que podemos pensar, si es que pensar tiene que ver con crear y no sólo con reproducir lo ya pensado. Justamente cuando nos situamos en ese espacio en el que lo ya pensado parece imposible, en el que no podemos seguir en el pensar a la manera en que venimos pensando, tal vez en ese caso estemos creando condiciones para pensar otra cosa, algo distinto. Si así fuera, el pensar sería algo que hacemos siempre entre lo posible y lo imposible, en un límite, entre el saber y el no saber, entre lo lógico y lo ilógico, entre lo pensable y lo no pensable. Si estuviéramos situados en la certidumbre firme de lo absolutamente lógico, estaríamos en la seguridad y la tranquilidad de lo necesario, pero muy probablemente no tendríamos estímulo para pensar, del mismo modo 27 Ya hay publicado un segundo volumen: Memórias inventadas: a segunda infância (San Pablo, Planeta, 2006) y un tercero en elaboración. 193

que si estuviéramos situados en la absoluta incertidumbre de lo que no responde a ninguna lógica. Pensamos en el medio de esos dos planos, entre lo lógico y lo ilógico. No estamos situados completamente en la lógica, porque entonces no habría casi nada para pensar, y no estamos completamente fuera, porque entonces no sabríamos por dónde comenzar a pensar. Es en la tensión de la contradicción entre los dos extremos que algo nos fuerza a pensar, nos hace percibir el sentido y el valor del pensar. Es allí donde se sitúa el poeta, el lugar de la creación en el pensamiento. Y es allí donde deviene infantil: en la contradicción de las memorias inventadas que permite (re)pensar la memoria y la invención: ¿qué podría ser la memoria si no fuera (sólo) algo del orden de la recuperación, de la cronología continua del pasado, presente y futuro? ¿Qué otra cosa puede hacer la memoria que recuperar el pasado? Justamente, tal vez la memoria pueda ser también, al contrario, algo del orden de la ruptura con el pasado y con la temporalidad continua del modo lineal de la cronología; tal vez la memoria pueda ser algo del orden de la ruptura con el pasado, del rechazo de otro tiempo y de la instauración de un nuevo tiempo. La invención de la memoria puede nacer del rechazo de lo sucedido en otro tiempo para la modificación del presente o puede ser de la modificación del propio tiempo para instaurar otra relación con la temporalidad. En los dos casos, la memoria se vuelve irreverente, abre espacio a la discontinuidad, a la interrupción, al no progreso, a la no evolución. Si así fuera, la memoria sería compañera y amiga de la invención, afirmadora de nuevos inicios, inventora de nuevos tiempos. De modo que el oxímoron del título puede no estar desprovisto de sentido. Pero no hemos leído aún todo el título, faltan los dos puntos y una palabra, la palabra «infancia». ¿Qué valor tienen estos dos puntos? ¿Identidad? ¿Equivalencia? ¿Sinonimia? ¿Coincidencia? ¿Afinidad? ¿Consonancia? ¿Explicitación? En todo caso, algunas preguntas infantiles vienen al encuentro: la infancia, ¿es inventada por la memoria o inventa la memoria? ¿Son memorias de una infancia o infancia de unas memorias? ¿Es la invención de una infancia o la infancia de una invención? No preciso aclarar que estas preguntas no están escritas para ser respondidas, sino para ser pensadas. Y por último, ¿qué infancia es ésa que inventa unas memorias o que es inventada por las memorias? Como si no bastase, después del título, el epígrafe, que ayuda a dar sentido al valor de una invención y a dar valor a un gesto de pensamiento. Dice el epígrafe: «Todo lo que no invento es falso». Lindo, ¿verdad? Muy lindo, palabra infantil. El epígrafe es el primer invento de la memoria, el primer nuevo 194

inicio. Una infancia de una nueva memoria. Es que estamos acostumbrados a pensar la verdad del lado de la ciencia, de la demostración, de la prueba, de la argumentación, de la aquiescencia, de la conformidad, de la correspondencia entre, casi siempre, el discurso y la realidad. Aquí, al contrario, la invención es productora de verdad. Esto significa que no hay nada verdadero que no sea inventado o que sólo puede existir la verdad cuando hay invención. Esto no significa que toda invención sea verdadera, sino que significa, diferentemente, que sin invención no hay verdad. Parece simple, fácil, evidente. Tal vez lo sea, pero cierta filosofía ha demorado muchos siglos y mucha tinta para poder decirlo y aun puede ser importante decirlo de esa manera y no de otra; con esa elegancia. Quizá podamos ahora entender un poco mejor uno de los «porqués» del título Memorias inventadas: porque si la invención es condición de la verdad, entonces no podríamos tener memorias sólo descubiertas y rememoradas, porque no podrían ser memorias verdaderas… y, entonces, ¿quién se atrevería a aceptar que la memoria se quede del lado de la no verdad? No hay, entonces, cómo escapar de la invención si pretendemos mantenernos del lado de la verdad. La invención se vuelve no sólo posibilidad, sino también condición epistemológica, estética y política de la verdad. El poeta reafirma de esa manera el derecho singular a inventar, con el premio inveterado de las más potentes verdades para las más potentes invenciones. El libro está compuesto de dieciséis relatos, que son dieciséis memorias inventadas. Son relatos de infancia, infantiles. Dieciséis infancias. Voy a leer tres de esas memorias inventadas como ejercicio infantil de invención y de pensar la verdad del poeta, y también como invitación a leer a este inventor infantil de memorias. Primero, se trata de la memoria XIV, una de las últimas, que lleva por título algo que podríamos traducir como «Encuentradoros», para tratar de mantener el juego que el portugués «achadouros» presenta entre dos palabras combinadas: la acción del verbo «achar», ‘encontrar’, y los oros encontrados en «ouros». Vale la pena anotar que «achar» significa también ‘pensar’, en el sentido de ‘creer’, ‘considerar’ o ‘ser de la opinión de’. De modo que los achadouros son también consideraciones, creencias, de oro. La memoria dice así: Creo [acho] que el jardín donde la gente jugó es mayor que la ciudad. Sólo descubrimos eso después, de grandes. Descubrimos que el tamaño de las cosas tiene que ser medido por la intimidad que tenemos con las cosas. Tiene que ser como sucede con el amor. De esta manera, las piedras de nuestro jardín son siempre mayores que las otras piedras del mundo. Precisamente por el motivo de la intimidad. Pero lo que yo quería decir sobre nuestro jardín es otra cosa. Aquello que la negra Pombada, remanente de esclavos de Recife, nos contaba. 195

Pombada les hablaba a los chicos de Corumbá sobre achadouros. Que eran pozos que los holandeses, en su escapada apurada de Brasil, hacían en sus jardines para esconder sus monedas de oro, dentro de grandes baúles de cuero [couro]. Los baúles quedaban llenos de monedas dentro de aquellos pozos. Pero yo tendía a pensar en achadouros de infancia. Si hacemos un pozo al pie de la higuera del jardín, allí habrá un chico ensayando subir a la higuera. Si hacemos un pozo al pie de un gallinero, allí habrá un chico tratando de agarrar de la cola a una lagartija. Soy hoy un cazador de achadouros de infancia. Voy medio enloquecido con la pala a cuestas para cavar en el jardín vestigios de los infantes que fuimos. Hoy encontré un baúl lleno de puñetas (Barros, 2003:XIV).

Entre las muchas cosas interesantes que tiene esta memoria inventada, me voy a detener en dos. La primera está en las primeras líneas, donde Manoel de Barros afirma que, de grandes «descubrimos que el tamaño de las cosas tiene que ser medido por la intimidad que tenemos con las cosas». Descubrimos (¿o inventamos?) que la intimidad es la medida del tamaño de las cosas. Así, en la falta de intimidad, el mar puede ser muy pequeño, chiquitito, imperceptible. Pero también puede ser aquella inmensidad infinita en la intimidad del pescador, del buscador de infancias marítimas, del inventor de memorias marinas. La intimidad, como diría J. L. Pardo (1997), es lo innegociable, aquello sobre lo que no se puede transar, el punto inapelable sobre el cual se sostiene nuestro estar en el mundo. Tenemos intimidad con aquello por lo que nos inclinamos, lo que nos arrastra a la muerte y nos sostiene en la vida, lo que le da sentido a la vida y a la muerte. El tamaño de nuestra intimidad con las cosas lo da el tamaño de la inclinación que tenemos por ellas: ¿en qué nos jugamos por entero? ¿En qué se nos va la vida? ¿Por qué «nos la jugamos»? Manoel de Barros sugiere que en la infancia «nos la jugamos» por el mundo de una manera y con una intensidad que se va diluyendo, que se va perdiendo con la afirmación de una relación adulta con el mundo. La segunda idea interesante está en el título de esta memoria y en cómo ese título repercute en el medio del texto: achadouros son los lugares donde se encuentra oro o alguna cosa de mucho valor, de modo que estas memorias deben estar repletas de esos lugares de encuentro. Y, más precisamente, lo que al poeta le interesa especialmente encontrar son lugares donde se encuentre la infancia o, para decirlo más precisamente, lugares donde él mismo se encuentre con su infancia. ¿O hay que decir «con la infancia»? En todo caso, esta memoria ayuda a pensar que la memoria no sólo inventa, sino que también encuentra. Y ayuda también a pensar en las relaciones entre inventar y encontrar. Nos 196

permite preguntarnos, por ejemplo, si el encuentro es una forma de la invención y, entonces, (sólo) se encontraría lo que se inventa o también si la invención es una forma del encuentro y, entonces, (sólo) se inventaría lo que se encuentra. Tal vez estemos cerca no sólo del significado de la creación, sino del propio pensamiento: algo del orden del cruce, de la reunión, de la coincidencia en la localización, en el espacio. Más de un lector tal vez esté pensando en la historia zapatista de la búsqueda y el encuentro. Manoel de Barros también afirma que hay infantes por todas partes. Hay infantes en cada árbol, en cada animal, en cada vestigio, en cada recuerdo. Se trataría sólo de inventarlos, esto es, de encontrarlos, localizarlos, abrirles las condiciones para que aparezcan, se muestren, se dejen ver. Hay infantes e infancias escondidas en todo lugar y, sobre todo, en nuestra memoria inventiva. Vamos a otra memoria inventada, a otra infancia, «Melenudito»:

Cuando la abuela me recibió en las vacaciones, me presentó a los amigos: éste es mi nieto. Él fue a estudiar a Río y volvió de ateo. Ella dijo que yo volví de ateo. Aquella preposición desubicada me disfrazaba de ateo. Como quien diría en el Carnaval: ese niño está disfrazado de payaso. Mi abuela entendía de regímenes verbales. Ella hablaba de serio. Pero todo el mundo se rió. Porque aquella preposición desubicada podía hacer de una información un chiste. Y lo hizo. Y más: yo creo que buscar la belleza en las palabras es una solemnidad de amor. Y puede ser un instrumento de reír. Otra vez, en el medio de un partido, un chico gritó: despasalo a ése, melenudito. Yo no despasé a nadie. Pero aquel verbo nuevo trajo un perfume de poesía a nuestro potrero. Aprendí en esas vacaciones a jugar de palabras más que a trabajar con ellas. Comencé a no gustar de palabra encajonada. La que no puede cambiar de lugar. Aprendí a gustar más de las palabras por lo que entonan que por lo que ellas informan. En otro momento posterior, escuché a un vaquero cantar con nostalgia: «Ay, morena, no me escribas, que yo no sé a leer». Aquel «a» antepuesto al verbo leer, a mi modo de ver, ampliaba la soledad del vaquero (Barros, 2003:VIII).

Hay varias infancias a notar en esta memoria inventada: una cierta fuerza para desplazar los lugares naturales, lógicos, de las palabras; un modo de apostar a la belleza del lenguaje; un dado instrumento de la risa; un acto de creación; un ejercicio de desplazamiento, un no quedarse quieto en el mismo lugar; una ampliación de sentido. Todas estas notas están asociadas a anécdotas infantiles; 197

son episodios de una infancia; invenciones de una memoria. Podría leerse allí una cierta caracterización de una etapa de la vida. Pero no. Hay más que eso. Leamos esta otra memoria, «El recolector de desperdicios»: Uso la palabra para componer mis silencios. No me gustan las palabras fatigadas de informar. Doy más respeto a las que viven con la panza en el piso, tipo agua piedra sapo. Entiendo bien la pronunciación de las aguas. Doy respeto a las cosas desimportan tes, a los seres desimportantes. Aprecio insectos más que aviones; aprecio la velocidad de las tortugas más que la de los misiles. Tengo en mí ese atraso de nacimiento. Yo fui preparado para gustar de pajaritos. Tengo abundancia de ser feliz por eso. Soy un recolector de desperdicios: amo los restos, como las buenas moscas. Quisiera que mi voz tuviera un formato de canto. Porque yo no soy de la informática: yo soy de la invencionática. Sólo uso las palabras para componer mis silencios (ídem, IX).

La memoria inventa las palabras y un cierto uso de ellas. La infancia es también un cierto modo de vérselas con las palabras, de seducirlas y dejarse seducir por ellas, una manera de pronunciarlas. Hay toda una infancia de las palabras en las palabras que el poeta, infante, encuentra. El encuentro tiene la forma de una recuperación, un rescate, una reparación. La infancia, desimportante, desplazada, desconsiderada, se aproxima a sus semejantes. Ése es también el trabajo de la invención en las palabras: un nuevo mundo que diga la importancia de lo desimportante, el lugar de los no lugares, el valor de los desperdicios. De esta manera, el infante es un recolector de desperdicios. En primer lugar –y también en último–, el desperdicio de lo no dicho, de lo silenciado, del silencio. Pero también el desperdicio de lo dicho muy rápidamente, muy fugazmente, de lo que pasa tan rápido que no puede apreciarse, de aquello que no permite ningún tipo de intimidad. Un resto, amado y amador. Eso es la infancia. Un canto de voces silenciadas, de silencios, al silencio. Un canto. Un silencio. Una infancia. Llegamos al final. Tal vez las imágenes de infancia afirmadas por Manoel de Barros sean inspiradoras para pensar y afirmar una educación menor, de y en lo insignificante. Quizá valga la pena pensar si acaso no podríamos ensayar, en nuestra obstinada pretensión de educar la infancia, ser educados por una memoria inventiva, por una infancia insignificante, por un desperdicio silencioso. Por un nuevo modo de relación con las palabras, por una nueva olvidada intimidad con el mundo. 198

Al final, de eso trata este libro, que busca, como nada, encontrar trazos de otras infancias. Y las ha hallado, en este epílogo, en un poeta infantil que parece atento a los signos infantiles. Tal vez así debamos llamar a este intento: como una búsqueda de atender de otra manera a la infancia. El lector juzgará el sentido y el valor, para la educación y la filosofía, de este movimiento.

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres litográficos del Instituto Municipal de Publicaciones durante el mes de octubre de 2011 1000 ejemplares Caracas-Venezuela

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