Felix Bruzzone 76 Un Clasico Dos Nuevos Cuentos

March 25, 2017 | Author: Caro Maranguello | Category: N/A
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Cuentos

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FÉLIX BRUZZONE

o2 Con dos nuevos relatos agregados. esta reedici ón de 76 de Félix Bruzzone vuelve a instalar preguntas y desafíos a la hora de contar cómo se experimentan los efectos de la última dictadura militar argentina en los cuerpos y en los afectos. Bruzzone se desdobla , y su dolor perplejo es un virus o una nube sanadora que adquiere la forma de raras congregaciones domésticas. encuentros efímeros, amores descascarados y pequeñas cargas de dinamita sobre los dilemas de la identidad . Un niño que evoca el cuerpo de su madre desaparecida en gastadas revistas eróticas luego es un hombre dejado a pie en medio de la ruta por un camión Unimog que bien pudo haber sido vehículo de las epopeyas transformadoras de sus padres. Y es otro: la historia tiene una estructura curva y agujereada . Un parque de diversiones futurista anuncia la imposible reconciliación entre verdad , memoria y futuro. Dos señoras escapadas de un cuento de Puig tejen un relato con aroma a vermouth y a sueños borrosos. Chicas que evocan a los muertos como si fuesen estrellas de rack , hijos que se enamoran de travestís que intuyen sangre de su sangre. Una atmósfera inquietante sobrevuela a este libro. algo que se opone a la melancolía.

Un clásico + dos nuevos cuentos

Ganador del prestigioso premio Anna Seghers en Alemania, 76 es un libro imprescindible para rastrear las torsiones con las que el cruce entre literatura y política vuelve a irrumpir en la narrativa argentina.

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76 Félix Bruzzone

76

Félix Bruzzone

ÍNDICE En una casa en la playa

76 + dos nuevos cuentos! Bruzzone, Félix - Nueva Ed. Buenos Aires: Momofuku, 2014. 209 pp.; 12 x 19 cm.

7

Unimog

31

Otras fotos de mamá

47

Lo que caber en un vaso de papel

61

Chica oxidada

77

Sueño con medusas

89

ISBN 978-987-33-5511-0

El orden de todas las cosas

109

Susana está en Uruguay

137

Fumar abajo del agua

167

2073

177

www.momofuku.com.ar www.facebook.com!momofukulibros @momofukulibros :g 2014, Momofuku Libros.

Diseño de colección: Momofuku + willyweiss.com.ar Collage de tapa: SfT - Collage 2011 Ana Clara Soler y Juan Goicochea

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina, Buenos Aires, 2014. Printed in Argentina.

EN UNA CASA EN LA PLAYA

EN UNA CASA EN LA PLAYA

Después de almorzar, las viejas ya se duermen, decimos que vamos a comprar helados y salimos los tres para el lugar donde Ramiro vio la revista que quiere que compremos. Nahuel también quiere comprarla, pero dice que esas las venden en cualquier kiosco, ¿por qué no vamos a uno más lejos?, que no nos reconozcan, y quiere, igual que Ramiro, que la revista la pida yo. Decile al kiosquero que es para tu papá. No, mejor decile que te la pidió uno de tus tíos para mirar en la playa, que no quería ir a comprarla y perderse las mejores horas de sol. Un tío, eso puede ser, dice Nahuel. Se ríe, yo tengo un tío que tiene el revistero lleno de esas revistas, no sé por qué no se pone un kiosco. Ramiro también se ríe. ¿Entendiste?, enano, dice después, es para tu tío, y poné cara de tonto, así te creen, y si no te creen insistí, es para mi tío, decile, que te la vendan. El centro comercial es chico y a pesar de la hora está lleno de gente. ¿Por qué no vamos a otra parte?, allá, señala N ahuel, pasando el médano, antes de la curva. Pero Ramiro no se mueve, mira alrededor, espanta una mosca que se le acerca a la nariz, mosca verde de ojos saltones que pronto vuela a la espalda roja de un hombre que se quemó demasiado, estas moscas, y me dice que ahí están la vendedora y el dueño, ¿los ves?, pedísela a ella que seguro te la vende. Después saca monedas de un bolsillo, me las entrega y codea a Nahuel, dale, 9

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vos también, dale un poco más que no alcanza. La voz de Ramiro, en un momento, se quiebra. ¿Duda? No, tienen miedo, ¿por qué no la compran ellos? Pero ellos enseguida me miran, ojos abiertos, amenaza, y Ramiro dice sos un cagón, si no volvés con esa revista te matamos. No creo que vayan a matarme, pero si la compro seguro que me dejan verla, por lo menos un poco, son más grandes que yo pero seguro que me van a dejar. Además es mejor pedirla entre toda esta gente, ese marica de Nahuel, cuanta más gente menos te miran, como cuando esa ola me hizo perder el barrenador y nadé tanto para buscarlo que casi me ahogo. La playa y el mar llenos de gente y casi nadie se dio cuenta de nada. Sólo una señora llamó al bañero, pero cuando el tipo bajó de la sillita yo ya empezaba a volver sin la ayuda de nadie, eso es arreglárselas solo. Hay que esperar. En la cola, delante de mí, una mujer joven que lleva a su hija de la mano me pisa sin querer. Perdón, dice. La nena me mira. Qué linda nena. ¿Cuántos años tendrá? ¿Lo pisaste?, le pregunta la mamá. No es nada, digo, y mientras la mujer pide un diario y un chupetín, miro la revista que tengo que pedir y practico en silencio, mi tío me pidió una revista Play... Play algo, para ver en la playa. Afuera, Ramiro y Nahuel esperan apoyados contra un poste. Ramiro me vigila, atento, ahora, dice con los labios, te toca a vos, y escucho la 10

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voz de la vendedora, ¿qué ibas a llevar? Play... Play... para mi tío, me la pidió para... una revista para la playa. La vendedora pone cara de no saber de qué hablo y se acerca al dueño. Le habla al oído. El hombre me mira. Vení, me dice. Me hace pasar atrás del mostrador. Se acuclilla. ¿Qué querés?, pregunta. Play... repito, idiota, así no te van a vender ni un chocolate, mi tío me dijo que... Y como ya no me salen más palabras él estira un brazo, mete la mano entre una pila de revistas y saca una que no puedo ver bien; la enrosca, la mete en una bolsa y me dice andá, llevala, y cuando le pago sigue: te la doy para vos, que no la miren esos dos que te esperan afuera. ***

Mientras volvemos a la casa nadie habla. Ramiro y Nahuel ya tienen la revista, caminan rápido, y yo tengo que dar algunos saltitos para no quedarme atrás. Al llegar entramos sin hacer ruido. Subimos las escaleras, ¿las viejas todavía duermen?, y caminamos en puntas de pie sobre el piso de madera: si cruje mucho se despiertan, si se despiertan nos descubren. Llegamos a la cama de Ramiro y nos sentamos. Ramiro me mira sin decir nada. Abro bien grandes los ojos. ¿Qué mirás?, vos no pusiste plata, dice, ¿vas a poner algo?, si no... Yo sabía. Nahuel, desde atrás, dice que es cierto, y que 11

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no sólo no puse plata sino que seguro le dije al dueño del kiosco que la revista era para ellos, que algo raro le dije. No dije nada, lo prometo, lo juro por mi mamá, digo. No grités, dice Ramiro, y no jures por algo que no tenés. Hijo de puta, me dan ganas de pegarle. No, mejor morderlo, total si después se vengan el dolor de la mordedura no se lo saca nadie y la marca le queda para siempre. Además él tampoco tiene mamá, pero N ahuel sí. Igual, si llego a decir algo como eso me pegan, seguro. Ahora no porque tendrían que hacer mucho ruido y mi abuela podría despertarse, y la de Ramiro, pero después en la playa me matan. También pienso: yo compré la revista, tendrían que dejar que la mire, aunque sea un poco. Ramiro se levanta la remera, saca la bolsa, de la bolsa saca la revista, envuelta en otra bolsa que no deja ver nada, y la abre. En la tapa, una chica casi desnuda, morocha, labios gruesos y brillantes, toda la piel como de damasco, suavecita, los ojos estirados que te miran, grandes como los de los dibujitos japoneses, recostada sobre una cama de barrotes dorados, brillantes como ella, sábanas plateadas y todas revueltas. ¿Quién destendió la cama?, alguien tiene que haberla destendido. Y ella, ¿recién se despierta? No, te mira a los ojos y los de ella son grandes, no son de recién despierta, qué ojos, qué tetas. ¿Habrá más fotos adentro?, porque acá sólo se ven las tetas, ¿mostrarán 12

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algo más? Pero entonces Ramiro estira un brazo y coloca la revista frente a mí. ¿Ves?, ¿te gusta?, y mientras la da vuelta sigue: bueno, ya la viste, para vos por hoy ya es bastante, ahora andate que Nahuel y yo vamos a ver el resto. ***

Al día siguiente está nublado y nadie quiere ir a la playa. Mi abuela propone ir al Centro y la de Ramiro dice que a ella le duelen un poco las piernas y que prefiere quedarse. Juguemos a las cartas, dice, y al principio nadie quiere jugar pero después Ramiro y Nahuel sí quieren y entonces mi abuela y yo nos quedamos en el sillón del living y miramos cómo el viento mueve las copas de los árboles. Al rato ella me dice: ¿por qué no vamos nosotros? Después me mira y no habla más, como si repitiera en silencio muchas veces esa misma pregunta. Bueno, vamos, digo, y ella agrega que de paso podemos comprar algo rico para antes del almuerzo. En el camino me pregunta por qué ayer a la tarde, después de la siesta, no fui a la playa. Tenés que hacerte amigo de los chicos, si no te vas a quedar solo el resto de las vacaciones. No contesto. Ella vuelve a hablar. Trato de no escucharla pero no puedo. En un momento dice escuchame, sordo, vos siempre igual, y habla de los vecinos de carpa, también podrías hacerte amigo de ellos. Y después dice 13

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que Ramiro es tan parecido a mí que él y yo deberíamos llevarnos mejor. Sí, claro, llevarnos mejor, digo, pero su amigo es Nahuel, por algo lo invitó. No seas así, insiste, y vuelve con eso de que Ramiro y yo tenemos tantas cosas en común que es una lástima que nos peleemos por cualquier cosa. Una lástima, repite, y se para en una esquina desde donde pueden verse el mar y la banderita roja de prohibido bañarse. Mirá, dice, el año en que murió José Luis alquilamos aquella casa, y señala una casa de techos bajos, o que se ve baja porque está cerca del fondo del médano, vos no debés acordarte porque eras muy chico, los cuartos tenían vista al mar. Después habla de mi abuelo: ese verano él te llevaba en la moto para todos lados, te compraba barquillos, te llevaba al mar sobre los hombros, ¿te acordás?, y yo digo que lo único que me acuerdo del abuelo José Luis es de una vez en que me llevó a comprar un helado, o garrapiñadas, algo rico, yo iba en el triciclo y él venía atrás, o al costado, y yo no podía verlo pero igual sabía que él estaba conmigo. ***

Seguimos caminando y al poco tiempo llegamos al centro comercial donde compré la revista. Mi abuela para a mirar artesanías frente a una vidriera. No paremos acá, ma, sigamos, seguro que en el Centro encontramos 14

cosas mucho más lindas, digo. Esperá un poco, ¿por qué no te comprás algo en el kiosco?, y de paso traeme cigarrillos, andá que mientras tanto yo pregunto algunas cosas en este local, mirá qué lindas lámparas. Ella abre la cartera, saca un billete, Parliament, dice, no te olvidés, y antes de que yo diga algo para no ir al kiosco, tengo ganas de hacer pis, me clavé una astilla, ella entra al local de artesanías y empieza a hablar con la chica que atiende. Para colmo hay poca gente. ¿Por qué un día de sol esto se llena y un día feo no viene nadie? Debe ser por la hora. Cuando la gente está de vacaciones siempre hace todo al revés. Tendría que haberme quedado. Las cartas no son tan aburridas y siempre quedaba la esperanza de que la abuela de Ramiro saliera a comprar algo, a regar, cualquier cosa, y entonces los chicos se pusieran a ver la revista y me dejaran ver un poco más, o al menos que pudiera ver dónde la tienen escondida. Entro al kiosco. Por suerte el dueño no está. La vendedora, subida a una caja, cuelga pistolas de agua y barrenadores de un piolín que va de una pared hasta la otra. Un alfajor y un paquete de Parliament, le digo rápido antes de que ella se de cuenta de que soy el de la revista. ¿Vos fumás?, pregunta sonriente. Y cuando estoy por explicar que los cigarrillos son para mi abuela, desde abajo del mostrador, ¿también acomodaba mercadería?, sale el dueño y me saluda. 15

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¡Hola!, ¿cón10 te va?, así que esos amigos tuyos también fuman ... No sé qué contestar. Al final digo: bueno, no sé, estos son para mi abuela. ¿Y la revista de ayer también era para ella? Para el tío, dice la empleada. Cierto, era para el tío, repite el dueño, y los dos empiezan a mirarme fijo, él sonriente y ella de brazos cruzados hasta que él le ordena seguir con lo que hacía, ahí abajo tenés más pistolitas, y fijate cómo podés hacer para acomodar los frisbees del oso panda, que se vean bien. Después me dice tomá, Parliament, para vos, acordate. Y el alfajor, digo. Sí, ¿cuál te gusta?, ¿este?, tomá, y deciles a esos otros que si quieren algo que vengan a dar la cara ellos, ¿clarito?, y si te molestan vení a contarme que yo voy y hablo con las madres, no tengo ningún problema. Salgo dando pasitos para atrás. Podría decir que Ramiro no tiene mamá y que yo tampoco tengo mamá, y que Nahuel sí pero que ella está en Buenos Aires, que Ramiro lo invitó, explicar todo, que con lo de la revista él tiene razón pero que con 10 de los cigarrillos no, que mi abuela se desespera por fumar, que todos le dicen que no fume pero ella no los escucha, que mi abuelo José Luis se murió por el cigarrillo, que para mí fumar es algo asqueroso, que el humo me hace mal; pero sería mucho, el kiosquero no entendería nada. Además, siempre es difícil contarle a un desconocido que uno no tiene mamá. 16

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***

Al mediodía empieza a llover y la abuela de Ramiro, que sigue mal, se va a dormir sin comer el postre. Me gustaría ir a los videojuegos, pero ahora las calles van a llenarse de barro, se va a inundar todo y tendríamos que usar botas y caminar con mucho cuidado: si nadie agarra el auto y nos lleva no se puede. Ramiro y Nahuel ponen cara de aburridos. Mi abuela los hace lavar los platos, ayer ustedes no lavaron nada, y dice que ella también necesita acostarse. Bueno, dice Ramiro. Bueno, dice Nahuel. Y cuando ella sale del comedor me encaran: ¿querés ver más de la revista? No digo nada, pero ellos entienden que sí, que quiero verla. Bueno, enano, la vas a ver, pero lavá vos. Lavo hasta que el agua fría me da ganas de hacer pis y voy al baño. Apurate, dice Ramiro desde afuera, cuanto más tardés menos revista, empiezo a contar: uno, dos, tres... ¿Qué cuentas hace? Ojalá que se enferme y tenga que pasar el resto de las vacaciones en cama, que cuente sus horas de enfermedad. Cuando salgo del baño me apuro. Dale, dice Nahuel, apurate. Ese idiota, lo único que sabe hacer es repetir lo que dice Ramiro. Idiota. Entonces cambio de idea. Mejor tardo más, que se cansen de esperarme, que suban y empiecen a mirar la revista solos. Sí, que no me muestren nada, no me importa, total yo dejo todo sin lavar y que las viejas los 17

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reten a ellos; y después les saco la revista, sí, la escondo, toda la revista para mí, el kiosquero me dijo que era para mí. ***

Como hoy el viento molesta mucho para tomar sol en las reposeras o para leer, las viejas deciden salir a caminar por la playa. Vamos nosotras solas, dice mi abuela, vos quedate con los chicos, dale, pórtense bien que después llamamos al barquillero. Se ve que la abuela de Ramiro ya se siente bien. Hoy, después de desayunar, nos hizo un truco con las cartas, elegíamos una cada uno, ella las metía en el mazo, mezclaba, y nos hacía sacar tres, sin mirar, y entonces sacábamos las que habíamos elegido, se la veía contenta. Y ahora, antes de salir a caminar, estira las piernas, mueve la cintura en redondo y me mira: tiene cara de ángel guardián, como mi abuela, pero no tanto. Cuando se van trato de acercarme a los de la carpa de enfrente, que juegan a enterrarse en la arena, pero antes de eso Ramiro me agarra del cuello y me aprieta fuerte abajo de la nuca. ¿Dónde está la revista?, dice mientras con la otra mano me dobla un brazo sobre la espalda. No contesto. Decinos o te hacemos comer arena, dice Nahuel. ¿Aprendió a hablar? Yo qué sé, digo, si se la esconden entre ustedes yo qué vaya saber. Se miran entre ellos. Nahuel 18

levanta los hombros. ¿Qué te pensás que somos?, dice Ramiro, decí dónde está la revista o vas a escupir arena el resto de las vacaciones. No digo nada pero pienso que no creo, hoy va a ser el último día de sol así que a la playa no volvemos, eso seguro, y en la casa mucha arena no hay, van a tener que amenazarme con otra cosa. Además, aunque el tiempo mejore, que igual va a seguir mal una semana, y en una semana ya nos tenemos que ir, no pienso decir nada. O sí, mejor les miento: está en el cuartito del fondo, el de las herramientas, digo y Nahuel pone cara de que no me cree. ¿Vos sos mogólico?, dice Ramiro, ¿no sabés que ese cuartito se llueve?, ¿y si la revista se moja? Después dice que los tengo que acompañar, vamos, y al principio no me larga pero cerca del restarán hay que subir un poco y Ramiro sin querer me suelta el cuello y afloja la otra mano: me zafo, corro al mar y llego a la orilla más agitado que cuando estuve por perder el barrenador. El pecho me hace cosquillas y después me duele, tendría que seguir corriendo pero ellos al final seguro que me alcanzan, y en cambio si me meto al mar ellos no van a animarse, tan adentro como yo no se animan, puedo esperar entre las olas hasta que vuelvan las viejas. ***

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Los días pasan y apenas puedo levantarme para ir al baño. Ramiro, cada tanto, se sienta en su cama y me mira. No dice nada pero es como si me pidiera perdón o como si hablara con él mismo durante horas; después se levanta y se va. Al rato vuelve y otra vez lo mismo. Nahuel, en cambio, no siente lástima ni nada, creo que si hubiera sido por él yo no salía del agua en dos días enteros. Yo estaba ahí, en lo hondo, muerto de frío y ellos en la orilla con los brazos cruzados. ¿Cuánto tiempo pasó?, ¿dos horas? Yo me hacía masajes con los dedos arrugados para no tener calambres, que igual tuve, y trataba de no tragar agua salada, que igual tragué y no sé qué es peor, si tragar o que sea salada. Y yo quería salir pero las viejas no volvían nunca. Y Nahuel también viene, pesado, y se sienta al lado mío. No habla, lo único que quiere es que le diga dónde está la revista. Me mira como diciendo dale, si nos decís dónde está nosotros te dejamos verla. Y en un momento lo dice, pero Ramiro le pega en la cabeza, callate, ¿no te das cuenta de que si las viejas nos escuchan se van a dar cuenta de todo? Y decirles no es mala idea, a la revista al final tuve que esconderla rápido entre los troncos de la parrilla y no pude ver nada, sólo la tapa, esa morocha que... y si llega a llover, como dijeron en la tele, seguro que se arruina. Mi abuela, antes de acostarse, se acerca y me pregunta una vez más por qué me quedé 20

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en el agua tanto tiempo, y peor: por qué me metí al mar si ella ya me dijo mil veces que para meterme con la bandera de mar dudoso tenía que pedir permiso. Entonces hace silencio y pone cara de qué mal, qué mal, y después me dice: ¿no te habrán obligado los chicos, no?, no tengas miedo, a mí podés decirme. No, má, no pasó nada. Ella dice: pero ellos se reían, ellos te veían temblar y se reían, ¿podés decirme lo que pasó? Digo: sí, se reían, supongo que fue algo gracioso. Pero ella vuelve a hacer silencio y repite qué mal, qué mal, y no me cree. ***

Llueve. Además del ruido de la lluvia en el techo y en las copas de los árboles sólo puedo oír que abajo todos juegan a las cartas. Cada tanto enciendo la tele pero se ve que la tormenta hace difícil la transmisión o rompió la antena porque apenas se ven manchas y rayas de colores, no se escucha nada. Cuando mi abuela sube a traerme la comida me toma la fiebre y dice que mañana ya voy a estar bien, ojalá, pero que igual debería quedarme en la cama hasta que me cure del todo, me da un beso en la frente y vuelve a bajar. Ramiro, no sé por qué, también sube, habrá quedado eliminado en el partido de cartas, y se sienta al lado mío y empieza a hablar. Dice que el día está horrible, que el agua se junta en las bocacalles y que 21

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hasta que pare de llover es imposible salir de la casa, que estamos encerrados pero que él puede contarme todo lo que pasa: que ayer fueron a los videojuegos y jugaron al del auto, que Nahuelle ganó pero que en c~anto vu~lvan a ir él va a ganarle porque ya esta aprendiendo cómo agarrar la curva donde el auto siempre se le vuelca. Hay que soltar el acelerador y girar todo el volante, dice, y no frenar mucho porque si no después tenés que volver a acelerar y. se pierde tiempo, es mejor apretar el freno vanas veces y soltarlo rápido, bombear, ¿entendés?; y habla como cinco minutos seguidos pero no me importa lo que dice y en un momento hago como que me quedo dormido pero él no se da cuenta, o sí, se da cuenta pero tampoco le importa porque debe pensar que hablarme y que yo lo deje hablar es como que lo perdono, pero no lo perdono, que hable solo. ***

Ramiro no va a venir más. Se dio cuenta de que conmigo no va a conseguir nada. Le hice la cruz. Cuando nos vayamos puede ser que le diga que lo perdono o que le diga que puede ser que alguna vez lo perdone, pero a Nahuel no, y a él por ahora tampoco. Y entonces, cuando estemos a punto de irnos, el baúl abierto del auto, los bolsos a medio hacer, las viejas con el recuento del inventario, agarro la revista y me

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!a llevo. Va a estar un poco mojada, sí, pero qué Importa: 10 más importante es que ellos sepan que al final me la quedé yo. Además, seguro que igual algo va a poder verse, hasta ahora llovió pero no tanto, ¿cuánta agua puede pasar entre los troncos donde la escondí?, no mucha, y encima la tapa es como plastificada. Ramiro vuelve a sentarse en su cama y vuelve a hablarme, pesado, ¿quién 10 manda? La abuela, seguro. Ella debe saber todo, como la mía, por algo son viejas. A Nahuel no pueden hacerle nada porque es el invitado, pero a Ramiro sí. Igual, la penitencia seguro es para los dos, que se jodan. Y el que más se jode es Ramiro, pobre Ramiro, que se joda. Ahora es más directo y dice perdón muchas veces. Al principio cuento las veces que dice perdón y al final, como no para de llover, se me ocurre que hagamos un trato. Le digo hagamos un trato y como él no se calla, me parece que no me escuchó, repito, ahora un poco más fuerte: hagamos un trato. Él hace silencio. Entre vos y yo, digo, con Nahuel no quiero saber nada. Ramiro deja su cama y se sienta en la mía. Si vos querés yo te perdono, digo, y si querés también te digo dónde está la revista. Ramiro cruza los brazos. Cuando se pone nervioso siempre es así: cruza los brazos y mira para otro lado. Yo me doy cuenta porque a mí me pasa lo mismo. A lo mejor todos los chicos que no tenemos mamá somos iguales. Cuando mi abuela me

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contó lo de mamá, que ella y la mamá de Ramiro eran tan amigas, que averiguar lo que les pasó es muy difícil pero hay que hacerlo, que hay tiempo, que tengo toda la vida para eso, yo me puse así, nervioso, porque toda la vida puede ser algo muy largo. Y ahora Ramiro así, cruzado de brazos, no sólo está nervioso sino que es como si me volviera a decir lo que me dijo esa vez que hablamos de mi mamá y de la de él: callate, enano, mi mamá se murió en un accidente, la tuya no sé. Así que me quedo callado un rato. Él se rasca una pierna, se frota un brazo, y al final le digo el trato es que te digo donde está la revista pero vos tenés que dejarme verla porque la revista también es mía, no la pagué pero es mía, vos sabés... Sí, dice rápido, está bien. Y por cómo lo dice habría que creerle, está más pálido que la remera blanca que se puso. Igual, le doy un minuto, si tardás más le cuento a mi abuela y chau revista, digo. Entonces señalo el despertador de la mesita de luz y digo empiezo a contar, corré. ***

La tapa se borró casi toda. De la morocha quedan sólo los ojos, el pelo y parte de una teta. El pelo ya no está revuelto sino que parece lavado y lacio, como el de mamá en las fotos que hay en casa. Adentro hay muchas hojas arruinadas: fotos con chorreaduras de tinta, 24

partes pegadas, pedazos de cuerpos desnudos sin cara, sin piernas. Ramiro pasa las páginas y dice lo que había en cada una hasta que llegamos a una con muchos colores y dibujos. Acá había una historieta, dice, ¿ves?, todavía se ven algunos cuadritos. Mira de cerca lo que queda y sigue: Nahuel dice que para que las minas de los dibujos te calienten tenés que pensar que son las mismas minas de las fotos. Después empieza a contarme: una mina conoce a un tipo en la calle, es de noche, llueve, ella le pregunta por una dirección y el tipo le dice cómo ir y después la acompaña porque va para el mismo lado y al final resulta que van al mismo edificio. Cuando llegan no hay luz y él tiene que forzar la puerta para entrar. Ella en el camino ya se fijó en él, había globitos de pensamiento donde ella pensaba qué brazos fuertes, qué ojos. Y él también se fijó en ella, pero pensaba en cómo el vestido aguantaba el tamaño, la presión de las tetas, todas cosas así. Cuando entran justo vuelve la luz y para ellos es como una señal. Ella está a punto de volver a salir para tocar el portero eléctrico de la casa de la amiga adonde iba pero él abre la puerta del ascensor y le pregunta a qué piso y suben juntos. Después vuelve a cortarse la luz y el ascensor se queda entre dos pisos. Mientras subían ya se habían mirado fijo y entonces cuando quedan atrapados él se acerca y le dice

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no tengas miedo y le da un beso, la empieza a acariciar, primero en los hombros y después mete las manos entre la ropa. Después empiezan a desvestirse y ahí pasa todo, en el ascensor, ¿te cuento más? Ramiro me mira, ¿te gusta, no?, y cuando mira las sábanas dice: mirá cómo se te paró, enano. Y a mí me da un poco de vergüenza pero entonces Ramiro dice que a él también, mirá, y se baja un poco el pantalón y me muestra el pito: enorme, duro y... doblado. A mí nunca se me dobló, ¿será así mi pito cuando sea más grande? Después él se empieza a tocar, tocate, dale, ¿nunca te hiciste la paja? Y no, la verdad que no, aunque en las trepadoras de la plaza muchas veces se me paró y tuve una sensación que por lo que sé debe ser como hacerse una paja. Así, mirá, dice Ramiro, que con una mano se sacude el pito y con la otra pasa unas páginas y encuentra una foto en bastante buen estado. ¿Esa es la morocha de la tapa?, pregunto. Claro, dice él, y el pito se me pone tan duro que nccesi to mover un poco las sábanas. Tocate así, dice, y me muestra cómo mover la mano. Lo tengo muy chico, digo. Entonces tocate con los dedos, enano, mirá, la mejor parte para tocar es esta, dice, y me muestra un lugar cerca de la punta que en el pito de él es bastante visible pero en el mío casi no se ve. Después pasa la página y aparece el póster de la morocha, que no está tan bien como la otra foto pero igual 26

EN UN A CASA EN LA PLAYA

algo se ve. ¿Ves?, dice, imaginate a la morocha en esa posición, en cuatro patas pero en el ascensor con el tipo ese, una locura, ¿no? Y la verdad es que yo entiendo todo y digo sí, sí, pero llega un momento en el que no hace falta revista ni nada y cierro los ojos y un tren supersónico pasa por mi cabeza y borra todo, y cuando vuelvo a abrirlos Ramiro, con el pantalón un poco manchado y la cara algo desencajada, dice guardá, guardá todo que sube Nahuel. ***

Dos días después llega el momento de irse y hay que preparar todo para dejar la casa como la recibimos. Ayer mi abuela dijo que hoy se terminaban las vacaciones y hoy ya lo repitió dos veces más. Igual la que más insiste con eso es la abuela de Ramiro: hay que dejar todo limpio y ordenado, dice, acá va a venir otra familia. Y yo, que todavía no me curé del todo, por lo menos ayudo haciendo mi bolso. Ramiro y Nahuel casi no se hablan y tampoco me hablan a mí. Cuando me lo cruzo, Nahuel pone cara de odio y yo lo miro con la cara de no me importa que estos días practiqué en el espejo del baño. Igual me gustaría que Ramiro me dijera algo, pero él sólo habla con su abuela o con la mía: ellas le dicen todo lo que hay que hacer y él va y lo hace. 27

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Al mediodía ya casi estamos listos y por suerte empieza a salir el sol: a las viejas no les gusta manejar con lluvia. Vos andá al auto, dice mi abuela, y cuando ya tengo el bolso cargado en la espalda y empiezo a bajar las escaleras Ramiro se acerca y me dice tomá, enano, la revista quedátela vos. Pero ya no sirve para nada, digo. Él se ríe: ¿estás seguro...? Y mientras mete la revista en un lugar del bolso que no alcanzo a ver sigue: vos fijate. Bajo, llego al auto, dejo el bolso en el baúl y me siento atrás. Pienso en todo lo que podría hacer con la revista. Podría ir a otro kiosco, mostrársela al kiosquero y pedirle la misma. Pero no sé si volvería a animarme. También podría pedirle al portero de casa que me compre una, con él me llevo bien. Aunque el tipo puede contarle a alguien, mejor no le pido nada. Además en casa alguien puede descubrirme, no sé. Lo pienso bastante, pero como no me decido salgo, abro el baúl, busco la revista, la saco del bolso y la dejo abajo, entre las ruedas, con las agujas de los pinos nadie la va a ver y encima cuando arranquemos el auto va a terminar de destrozarla. Al rato todos están listos. Mi abuela ya está al volante y acelera para calentar el motor. Hace un poco de frío y el auto suena más ruidoso que de costumbre. Me olvidé los cigarrillos, dice mi abuela, ahora vengo. Mientras la esperamos, la abuela de Ramiro dice que cuando lleguemos

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EN UNA CASA EN LA PLAYA

hay que visitar a no sé quién que acaba de tener un hijo. Sí, dice Ramiro, que después empuja a Nahuel y le dice correteo Correte vos, dice Nahuel. Chicos... En ese momento vuelve mi abuela, se sienta, mira por el espejo retrovisor y me hace una seña para que vaya al medio. Dale, insiste, en la ventana vas volver a resfriarte. Paso sobre las piernas de Ramiro y me siento entre los dos. Ahora sí, dice mi abuela, y ustedes no abran mucho las ventanas, ¿eh? Y pone marcha atrás y salimos. Mientras el auto retrocede trato de reconocer, entre el ruido de cuando pasamos sobre el barro y las hojas húmedas, el de la revista, pero no se puede. Cuando llegamos a la calle Ramiro se baja para cerrar el portón. Me fijo si se dio cuenta que allá adelante quedó la revista y si la va a buscar pero no. Cuando vuelve al asiento, sin dejar de mirar para afuera, me da dos palmadas en la rodilla.

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UNIMOG

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Cuando Mota recibió los bonos que el gobierno le dio por la desaparición de su padre decidió venderlos e invertir el dinero en la compra de un camión. Desde hacía tiempo pensaba ampliar el negocio de reparto de productos de limpieza y suponía que con un vehículo más grande que su vieja F-100 sería posible cargar de a dos o de a tres cisternas llenas, extender los recorridos y así ganar clientes en zonas alejadas. Vicky le dijo: -No deberías gastar todo en un camión. ¿No íbamos a terminar de construir la casa? Es cierto, pensó él. Pero también pensó que el camión generaría una nueva fuente de ingresos y no prestó atención a las palabras de su esposa. Además, pensó que para las mujeres -o al menos para las mujeres como Vicky, siempre pendientes de los mínimos detalles-, una casa nunca llega a estar terminada. Así, una mañana extraña en la que las nubes cubrían el sol, lo descubrían, oscurecían el cielo, arrojaban algo de agua y luego continuaban su marcha, Mota salió a averiguar dónde conseguir camiones buenos y baratos. Le hablaron de algunas concesionarias en la Ruta 8, en la 197, en la 202 camino a Bancalari, en el Acceso Oeste; pero sólo en un galpón de Ramos Mejía encontró algo acorde a lo que buscaba. Allí, un tal Saba administraba una agencia. Varios camiones casi nuevos y otros

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no tan viejos se alineaban en hileras desiguales. ¿Cómo habían podido meter tantos camiones ahí adentro? Saba guió a Mota entre el apiñado lote y le mostró cada camión. Daba algunas explicaciones: este es una nave, vuela; este no gasta nada, una escupida de gasoil y llegás a Brasil; este no se rompe ni aunque lo tires montaña abajo; este, en cambio, es un poco más liviano, pero igual anda una barbaridad, hasta podés hacer jetski, ja. En tanto, Saba le daba a cada camión unos golpes con la palma de la mano o con los nudillos, lo que al parecer demostraba la resistencia de cada vehículo. O quizá a Saba le gustaba sentir el metal en la mano, el ruido del metal de todos esos camiones que tenía que vender. Pero Mota no quería gastar tanto, y cuando el vendedor notó que su cliente empezaba a desilusionarse lo hizo pasar a un pequeño depósito que se ubicaba un poco más atrás. Un desarmadero, pensó Mota mientras sorteaba pedazos de cigueñal y restos de viejas carrocerías. Entonces Saba abrió un portón y señaló hacia adentro: -Este no se lo muestro a nadie, eh, -dijo-, y está a muy buen precio. Mota se sintió paralizado por un momento. Después dijo: -Un... un Unimog... -Sí, estos los arreglás con un destornillador y una pico de loro, ¿por qué te pensás que los 34

usa el ejército? Y son irrompibles: este estuvo en la guerra, sí, fue a Malvinas y volvió así como lo ves, una joya. Mota miró el camión con detenimiento. Luego entró en la cabina, se subió a la parte de atrás, se tiró abajo. Mientras tanto, Saba decía: -Acá adentro se salvaron todos, es un camión encantado. Las bombas caían cerca pero no le hacían nada. Sólo le quedó esto, ¿ves?, este agujero de acá que debe ser de alguna bala, la única que lo tocó. El vendedor hablaba y Mota pensaba en su padre, quien cuando era conscripto -y miembro de "Los Decididos de Córdoba", un grupo del ERP- había participado en la toma del Comando 141 de Comunicaciones del Ejército. En esa ocasión él y algunos otros habían robado varias ametralladoras, un cañón antiaéreo, municiones y algunos fusiles; y un Unimog, que fue lo que usaron para cargar las cosas y huir. Mota preguntó: -¿ y antes de Malvinas? ¿Sabe algo más de este camión? Saba levantó los hombros. -Una joya -repitió. y todavía no empezaba a hablar de otras características del Unimog cuando Mota dijo: -Creo que vaya comprar este. ***

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Vicky, desde un principio, miró el Unimog con recelo. Pero es cierto que durantre el primer mes el camión funcionó muy bien. Mota, como Saba lo había anticipado, arreglaba los pequeños desperfectos o desajustes con algunas pocas herramientas. El reparto, en efecto, empezaba a crecer. Sólo en el segundo mes empezaron los verdaderos problemas. Primero el motor se recalentó y hubo que rectificar la tapa de cilindros, limpiar el radiador y cambiar todas las mangueras. Después se quebró un amortiguador y hubo que reemplazarlo junto a buena parte del tren delantero. Y más: problemas con el cardan, la transmisión y otra vez el radiador, que por suerte Mota cambió antes de que el motor volviera a recalentarse. Además, durante todos esos arreglos que parecían no tener fin, uno de los mecánicos le dijo que la bomba inyectora no iba a aguantar demasiado. -El corazón del motor -dijo el hombre-, el corazón de este motor empieza a pedir ayuda. A partir de ahí Mota empezó a sentir que, por más reparaciones que se hicieran, el camión siempre volvería a fallar, como si el encantamiento del que había hablado Saba, el que había salvado al Unimog de las bombas, se hubiera convertido en un feroz maleficio capaz de echarlo todo a perder: como si el Unimog, después de su aventura en Malvinas, pidiera descansar para siempre. 36

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Mota pensó en todo esto durante varios días. Cuando Vicky mencionaba el tema él intentaba no escucharla y ella, que se daba cuenta, dejó que el asunto empezara a consumirlo. Ya va a pedirme consejos, se decía, y esperaba en silencio que él al fin se decidiese a darle la razón. Por ese tiempo Mota volvió a relacionar al camión con su padre. En definitiva, todo lo que había averiguado sobre la desaparición lo llevaba, de una u otra manera, a la ciudad de Córdoba. Le habían hablado del ER~ de "Los Decididos de Córdoba", de la toma del Comando, de la clandestinidad, del cruce de calles donde se lo habían llevado. En la adolescencia, cuando empezó a investigar todo aquello, Mota había encontrado con quién hablar y con quién no hablar. Había conocido a gente amable, a nostálgicos, a fabuladores; y si bien muchos le habían sugerido que viajara a Córdoba, que conociera dónde había estado su padre, que exigiera que le dejaran ver los supuestos lugares en los que lo habían tenido secuestrado, él nunca lo había hecho y siempre se prometía hacerlo alguna vez. Incluso Vicky, ajena a toda esa historia, esperaba que él cerrase esa parte de sus averiguaciones, que viera lo que tenía que ver, que borrara lo que había que borrar. Una noche, Mota dijo: -Voy a ir a Córdoba con el camión. 37

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Vicky no dijo nada. Después, él intentó explicar que su padre había manejado un Unimog y que el Unimog que él había comprado era, en cierto sentido, el que había manejado su padre. Dijo que había que abrir la puerta a los demonios del camión y dijo que viajar a Córdoba, recorrer las calles que con seguridad había recorrido su padre al volante de un camión como ese, ayudaría. Vicky, sin comprender, lo abrazó. -Yo pienso en la casa -dijo-, ¿qué va a pasar con la casa? Mota la apartó y prometió que a su regreso todo iba ser como ella quería. -Siempre decís lo mismo -dijo Vicky. -Vos también decís siempre lo mismo. Esa noche, en la cama, encendieron la TV pero no la miraron. O la miraron, pero mientras en la pantalla se repasaban las últimas gracias de un cómico recién fallecido, Vicky pensaba en la casa y Mota pensaba en el camión. La casa encantada y el camión maldito, o al revés. El camión y la casa. Y es seguro que, de haber hablado, no se hubieran puesto de acuerdo en cuál de las dos cosas era más importante. ***

Mota viajó durante casi toda la noche, hasta que paró a cargar gasoil en una estación de servicio, donde además se sentó a tomar un café. 38

-¿El Unimog es suyo? -le preguntó un hombre de campera verde y tan gordo que apenas pasaba entre las mesas del local. -Ahora lo muevo -dijo Mota, algo molesto porque todavía no terminaba el café. El hombre extendió uno de sus grandes brazos: -No, no es para que lo mueva: es que yo manejé uno de esos, yo ... -¿Usted es militar? -Ya no -dijo el gordo-, después de Malvinas ya no -y mostró una mano a la que le faltaban dos dedos-o Me dieron una medalla, sí. Esos camiones son una locura, ¿no es cierto? Mota asintió y el hombre, sin más, se sentó a la mesa y empezó a contar anécdotas con Unimogs. No se cansaba de decir que esos camiones eran una locura, un milagro de la ingeniería, decía, indestructibles. También dijo que no eran camiones fáciles, que tenían sus secretos. En un momento dijo: -Mi Unimog estuvo en Malvinas. -¿Cómo sabe? -Me contó el que me lo vendió, me contó que... -Lo veo difícil -dijo el gordo-, pero si le dijeron... Igual, todo lo que fue a Mal vinas se quedó allá, de esas islas no volvió nadie. Míreme a mí, manejo camiones, ¿usted vio el camión que manejo? Mejor no lo vea, un cachivache. 39

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El gordo siguió hablando y Mota empezó a preguntarse si su Unimog no habría muerto en Malvinas. Eso podía ser. Las bombas, como había dicho Saba, no lo habían alcanzado. ¿Pero qué significaba ese orificio, esa marca de bala que el camión todavía conservaba en la chapa? Sólo cuando el gordo volvió a insistir con que los Unimogs eran una locura, que esos sí que eran verdaderos camiones, Mota sintió que el de él era uno de esos, que Córdoba estaba a unos pocos pasos y que no sería necesario más que un último impulso para llegar hasta donde se había propuesto llegar. Y con esta convicción volvió a la ruta, a la aventura, a la imagen de su padre, ahora frente a él como un gran frasco de dulce casero o mejor: casas llenas de dulce. ***

Al amanecer, a no más de cien kilómetros de Villa María, empezaron a iluminarse unas nubes grandes y oscuras sobre el horizonte. Mota podía verlas en el espejo retrovisor: avanzaban hacia él y amenazaban con desatar una lluvia furiosa sobre el camino. Van más rápido que yo, pensó antes de empezar a acelerar. También pensó: este camión va a poder, si pudo hasta acá no tiene por qué fallar ahora. Pero falló. Al principio Mota aceleraba y el camión respondía. Las nubes no se movían o incluso parecían alejarse. Después el motor 40

empezó a hacer ruido a turbina de avión y al final dejó de responder y hubo que parar a revisarlo. Esperaba que no fuera algo grave. N ada roto, ningún desajuste visible: todo, hasta donde él entendía, estaba bien. Sin embargo, cuando quiso volver a poner el camión en marcha se escuchó un largo chirrido de bisagra oxidada y algunos golpes como de puerta golpeada por el viento. Mota estuvo varios minutos así, escuchando el chirrido y los golpes, hasta que alguien se acercó a preguntarle si necesitaba ayuda. -Gracias -dijo él, sin advertir que el que se había acercado era el gordo de la estación de servicio. -¡Eh!, ¿no me reconoce? -dijo el gordo-o Todos los que me vieron una vez después me reconocen. -Perdone -dijo Mota-, es que este camión a veces ... Después el gordo revisó el motor, dio arranque, otra vez el ruido agudo, y sentenció: -Es una lástima. Creo que es un problema de la bomba inyectora, y del arranque, va a haber que remolcarlo. y mientras el gordo explicaba los detalles de una posible reparación Mota recordó las palabras del mecánico: "la bomba inyectora, el corazón del motor"; las de Vicky: "terminar la casa, siempre decís lo mismo, la casa, siempre lo mismo"; y las de Saba: "pico de 41

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loro, destornillador". Sí, una pico de loro y un destornillador para desarmar todo el camión, dos, tres herramientas para ver cada parte por separado, ver todo lo que le pasa ahí adentro, lo que pasó, lo que va a pasar. En ese estado encaró al gordo y le dijo que se fuera, que él ya iba a ver cómo se las arreglaba. Pero como el gordo insistió en ayudarlo y se ofreció a llamar a un remolque y a conseguir un buen bombista que pudiera solucionar las cosas Mota le dijo: -No, vayasé, no lo necesito, vayasé. -Mal parido -dijo el gordo por lo bajo. -¿Cómo? -Eso, eso, malparido Mota pensó en una vaca. Él salía de adentro de la vaca y era un ternero, un torito que la vaca dejaba en el pasto y entonces él, ensangrentado, respiraba la bruma de la mañana y un hilito violeta, mezcla de sangre y placenta, que le colgaba del hocico. Le dolieron los ojos y saltó sobre el gordo. Se le prendió del cuello, trató de voltearlo pero el gordo se lo sacó de encima de un manotazo. -¿Qué hacés? Mota volvió a la carga. Había quedado frente al gordo y ahora lo golpeaba con los puños cerrados, golpes desordenados sobre el cuerpo blando, inmenso. El gordo no tardó en agarrarlo de la ropa, levantarlo algunos centímetros del piso y dejarlo tirado de espaldas en el asfalto. Mota lo veía desde abajo, respiraba rápido y 42

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sentía la cabeza lastimada contra unas piedras. No se podía levantar. Hacía frío. Lo señaló con el índice, amenaza. El gordo sonrió. Cuando Mota logró darse vuelta y empezó a levantarse el gordo ya no estaba. Escuchó el ruido del motor del camión, respiró el humo del escape, lo vio alejarse. Después escuchó los primeros truenos. Otra vez solo, Mota volvió a abrir el capot y volvió a cerrarlo. Nada. O sí: empezó a atacar al camión con un martillo. Después siguió con una maza: golpeó el motor, la carrocería, arrojó una por una todas las herramientas contra el Unimog y empezó a gritar: -¡No tenés nada para decir!, ¿eh?- y repetía¿Nada...? Pero después decidió que era inútil y que había que terminar de una vez con todo el plan. ¿Qué iba a decir Vicky? Nada, ella no podía decir nada porque sobre todo eso nadie podía decir nada. Subió atrás y buscó una manguera y un bidón. Abrió el tanque de gasoil, intentó sacar un poco. No había mucho, o él no sabía cómo sacarlo, así que sólo pudo llenar el fondo del tacho y rociar con ese poco el motor. Las llamas, al principio pequeñas, hacían pensar que el fuego se iba a apagar rápido. Pero crecieron, ocuparon la cabina y se extendieron hacia atrás. Mota sentía la ausencia que se siente frente al espectáculo del fuego, esperaba que las llamas alcanzaran el tanque y 43

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anticipaba una explosión magnífica que diese por terminado su estúpido viaje a Córdoba y la tontería de haberse comprado el camión. Pero entonces empezó a llover y comprendió que el fuego se iba a apagar. Fue así: Mota, durante el resto de la tormenta, tuvo que refugiarse en la parte de atrás, la única donde el fuego no había llegado y, sin poder hacer nada, escuchar la lluvia y ver, en los recorridos del agua que se filtraba por el techo de lona, los recorridos que para él ahora estaban cerrados; y abajo, en los charcos que se formaban en el piso, los lugares a los que ahora nunca podría llegar. ***

-¿A quién? -Al que me vendió el camión. Que lo vaya a buscar y que me devuelva parte de la plata. Algo me va a devolver... -¿y si no te devuelve nada? -No me importa, empezamos de nuevo. Se abrazaron. Después Vicky preguntó: -¿y vamos a terminar la casa? -Sí, a ver hasta dónde llegamos. Ella dijo que la esperara y más tarde volvió con una botella de vino, un pollo y algunas verduras. Cocinaron, comieron y, antes de acostarse -no había tiempo que perder-, Mota se ofreció a ayudar con los platos sucios y las sobras de la cena.

Tardó un día entero en volver. Alguien lo llevó hasta Rosario y de ahí logró que lo dejaran en Zárate, desde donde llamó por teléfono a Vicky. -Estoy en Zárate -dijo. -Voy para allá -dijo ella. Durante el viaje casi no hablaron. El motor de la vieja F-IOO sonaba parejo en medio de la noche y Mota imaginó que a los costados del camino se extendía una laguna. No era muy profunda y él pensó en detenerse, en tomar a Vicky de la mano y atravesar la laguna a pie en medio de la oscuridad. Ya en la casa, dijo: -Voy a llamar aSaba. 44

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OTRAS FOTOS DE MAMÁ

OTRAS FOTOS DE MAMÁ

Ayer, sábado, conocí a Roberto, un ex novio de mamá que militó en el PC y que logró escapar del país justo antes de que ella desapareciera. Yo había hecho el contacto por un tío mío que fue compañero de él en la secundaria, así que en la semana lo llamé y él me invitó a su casa, donde me recibió emocionado. La casa, bastante cómoda, parecía muy grande, pero no sé si en verdad lo era o si la impresión se debía a la gran cantidad de luz que entraba por un techo de vidrio. Nos sentamos en el living y al principio Roberto habló de mamá y me mostró dos fotos: en una están los dos abrazados en la orilla de un canal; en la otra, ella fuma en un balcón y mira hacia abajo. Cuando le pregunté si tenía copias dijo que podía hacerlas y prometió que iba a buscar más fotos. Después me invitó a almorzar y acepté. La mujer de Roberto, Cecilia, dijo que había preparado una salsa de tomates y nueces, y antes de que la probáramos ya hablaba de su exquisito sabor. Durante el almuerzo Roberto habló de su exilio. Supongo que le gusta contar esas historias. Cecilia no dijo casi nada y yo sólo intervine para asentir o para que Roberto siguiera con su relato: habló de Roma, de una novia italiana y del hijo que tuvieron juntos, que ahora vive en Turín y cada vez que viaja le envía postales desde lugares insólitos. De mamá, en cambio, dijo bastante poco. No tenía 49

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claro cuándo habían estado juntos por última vez ni por qué habían dejado de verse. Más tarde, mientras me alentaba en mi búsqueda y prometía averiguar entre algunos conocidos, recordó que una mañana, poco antes de que nadie supiera más de mamá, se habían cruzado por casualidad en una esquina. Él esperaba el colectivo -era invierno pero hacía calor- y cuando de pronto la vio acercarse su primera intención fue saludarla, pero ella le hizo un ademán para que no lo hiciera y entonces él se quedó en el lugar, casi inmóvil, y se limitó a devolver el gesto. Eso era todo. No sabe si ya entonces la perseguían, pero sí que él no había tardado mucho en abandonar el país porque las cosas, para todos, se habían complicado más de lo que esperaban. Nos despedimos alrededor de las cuatro. Parte del cielo, antes despejado, se había cubierto de nubes negras. Lo último que dijo Roberto -miraba el techo de vidrio como si sobre él fuera a ocurrir algo importante-, fue que pronto empezaría a llover. Como Cecilia también tenía que salir me ofrecí a llevarla. Ella tenía una clase de pintura y el lugar me quedaba de paso. En el camino hablamos de cualquier cosa. Ella había conocido a Roberto en un corso y vivían juntos desde hacía dos años. Tenía dos hijos de su primer matrimonio, uno de mi edad y el otro, más chico, que todavía vivía con 50

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ella. En realidad, nada de lo que decía me importaba mucho, y me sentía algo inquieto. Me preguntaba cuántos años podía tener Cecilia, pero más me preocupaba saber nuevos detalles de la mañana en que Roberto había visto a mamá por última vez. ¿Dónde había sido? ¿Cuánto antes de la desaparición? ¿Sería esa la última noticia que yo tendría de ella o alguna vez lograría saber algo más? Por otra parte, me daba la sensación de que el encuentro con Roberto había generado más cosas para él que para mí. Él, antes de hablar de la tormenta próxima, había dicho que quería caminar, y yo supongo que sí, que quería, pero también estoy casi seguro de que caminar, para él, era una especie de necesidad, una urgencia tibia antes de volver a su casa y organizar algo para la noche. El auto avanzaba lento, así que hablamos bastante pero no sé bien de qué porque mientras Cecilia hablaba yo pensaba en mamá y en esas cosas que pienso cuando me pongo triste: los parques llenos de gente, el sol, las sombrillas que tapan el sol y yo que llego cuando ya no hay lugar ni sombrilla y que entonces me tengo que quedar solo a un costado. Antes de doblar en la calle donde quedaba el lugar en que Cecilia toma sus clases, ella recordó que tenía que comprar algo para su hijo menor. Dijo que él jugaba al rugby y que le había pedido el favor de comprar tapones 51

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para los botines: el domingo tenía un partido importante. Y ahora el problema era que ella, al salir, no iba a encontrar nada abierto. Le daba pena defraudarlo, él no se merecía algo así. Entonces le dije que yo podía comprarlos y que ella, después, pasara a buscarlos por casa. Al principio se negó, dijo que ya iba a ver cómo se arreglaba, que con acercarla a su clase era suficiente, todas cosas así, muy amables, pero cuando insistí no tardamos en ponernos de acuerdo. Yo iba a estar en casa hasta tarde, pensaba escribir en mi cuaderno de cosas de mamá todo lo que había dicho Roberto y después emborracharme. Siempre que averiguo algo sobre mamá compro dos o tres botellas de vino y las tomo solo en el patio. Pero no hice nada de eso. Sólo compré los tapones, recordé el tiempo en que los compraba para mis propios botines de rugby, y esperé que llegara Cecilia. Cerca de las seis la tormenta adelantó la noche. Hubiera sido necesario encender alguna luz pero preferí dejar todo a oscuras. Los dos amigos que viven conmigo habían avisado que no iban a dormir en casa y me gustaba oír los golpes de las gotas contra el techo sin nada que me distrajera. Me pregunté en qué pensaría Roberto y si él se preguntaría algo sobre mamá o incluso sobre mí. Supuse que si él había salido a caminar era probable que hubiera tenido que refugiarse de la lluvia. Imaginé que en algún 52

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café ocupaba una mesa junto a la ventana, que pedía un trago, que el agua sobre el vidrio le traía recuerdos de sus años en Europa. Roma -yo siempre quise ir a Roma-, novia romana, pequeña habitación con vista a edificios desteñidos por la luz -yo una vez vi fotos así, la luz odiosa contra las paredes-, amigos exiliados y, de a poco, la impresión de haber salido de una pesadilla en el momento en que despertar sólo añade dolor al dolor, terror a un terror sin límite. También recordé mis propias pesadillas. Mejor dicho, la pesadilla persecutoria que se había repetido durante años. En ella siempre alguien, o algo -algo que quizá sólo era la sensación de ser perseguido-, me acechaba desde un lugar invisible. Las calles familiares se convertían en pasajes estrechos donde los edificios, huecos, eran iluminados por una oculta fuente de luz. Y yo, en medio de aquella resolana deforme, corría -mis pasos no hacían ruido- y nunca giraba para ver si mi perseguidor estaba cerca o lejos. Y por raro que parezca, lo que me producía mayor terror no era la proximidad sino la distancia. Y entonces, antes de ser atrapado, y antes de lograr escapar, despertaba y me quedaba inmóvil en la cama durante algunos segundos hasta que me levantaba para ir a la habitación de mi abuela. Todo lo que ocurría entre mi cama y la de ella -mis pasos sobre la alfombra, mi dedo sobre la 53

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llave de luz, mi mano al abrir la puerta de mi habitación y al abrir la puerta de la habitación de ella- producían el mismo silencio que mis pasos en el sueño. No sé durante cuánto tiempo pensé en mis pesadillas, pero cuando Cecilia tocó el timbre yo todavía intentaba recordar las palabras de mi abuela cada vez que me hacía volver a dormir; y quizá por eso, de alguna manera, me pareció que no era Cecilia la que llegaba ~ casa sino mi abuela, o mamá, o que las dos Juntas llegaban después de haber ido a comprar algo para la cena. .~ El timbre volvió a sonar dos veces y recten entonces tanteé sobre la mesa en busca de los tapones. Cuando los encontré fui hasta la puerta, pensaba entregárselos a Cecilia y despedirla con alguna frase cordial y la promesa de volver a hablar con Roberto por lo de las fotos. Pero al abrir y verla afuera, mojada, me pareció mejor hacerla pasar. Mientras entrábamos encendí varias luces v ella explicó que había querido caminar porque mi casa no quedaba lejos, pero que no había pensado que iba a llover tanto y que en la última cuadra, toda de casas bajas y sin balcones, se había empapado. Le ofrecí una toalla y le pregunté si quería tomar algo caliente. Ella aceptó. En el baño sólo encontré el toallón que uso después de bañarme y como no estaba húmedo 54

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se lo alcancé. Y mientras ella empezaba a secarse noté el cambio: la que estaba ahí no era Cecilia, o era la Cecilia de muchos años antes. Todo, incluso la situación de estar en una casa donde vivían tres personas jóvenes, la rejuvenecía: los zapatos salpicados con la suciedad de la calle, las medias arrugadas sobre las rodillas, el perfume mezclado con el olor del agua, la cara algo enrojecida por la agitación de haber caminado rápido; todo eso y además el pelo, inflado por la humedad y cubierto por una especie de corona de pequeñas gotas que brillaban a la luz de la lámpara del comedor. Mientras yo preparaba café Cecilia preguntó si podía llamar a Roberto para avisarle que iba a llegar más tarde, pero la lluvia había dejado el teléfono sin tono. Le dije que podía ser que él tampoco hubiera vuelto y ella, como yo, supuso que debía haberse refugiado en un bar hasta que pasara la tormenta. Cuando el café estuvo listo ella lo tomó de a pequeños sorbos y yo pensé en uno de los chicos que alquilan conmigo, que viajó a París, trabajó en una cafetería y se trajo de allá todas las clases de café que uno se pueda imaginar. Ahora es un fanático, colecciona frascos de las variedades más insólitas y los guarda como si en cada uno hubiera un gran secreto. Así que ver a Cecilia sentada a la mesa, en silencio, el café humeante en el pocillo que se llevaba a la 55

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boca, me hizo creer que ella también guardaba algún secreto, y que si la dejaba hablar podía llegar a contármelo. y habló, pero no de mamá ni de Roberto ni de nada de lo que yo esperaba. Por un momento yo había llegado a pensar que ella podría revelarme algo fuerte, algo como que Roberto era mi padre o que él había tenido algo que ver con la muerte de mamá. Siempre que un desconocido me habla de mamá espero ese tipo de historias. Hace poco me contaron una en la que dos policías, por una denuncia accidental, llegaban a la casa donde se ocultaban mamá y algunos de los de su grupo. El temor, el nerviosismo, la estupidez, hacían que uno de los de adentro ametrallara al policía que había tocado el timbre; el otro, que lograba esquivar las balas, pedía refuerzos y acudían al lugar un carro de asalto, un camión lleno de soldados y un helicóptero. La tarea era sencilla: mientras un grupo abría fuego sobre la casa, dos o tres se acercaban un poco más v arrojaban varias granadas que, al explotar, dejaban una nube de polvo y humo negro, una montaña de escombros y, bajo esos escombros, los desafortunados cuerpos sin vida de mamá y de sus amigos. En lugar de contar algo así Cecilia dijo que el café era una delicia y quiso saber cómo estaba preparado. Dije que no era nada especial, que quizá lo especial era la variedad; y que cuando 56

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uno llega de afuera, mojado y después de haberla pasado mal bajo la lluvia, cualquier café puede ser delicioso. Ella, quizá algo incómoda, cambió de tema: empezó a hablar de los tapones para los botines de su hijo. Nunca me hubiera imaginado que una mujer pudiera interesarse por algo como eso. Sabía tanto de botines que estuve a punto de preguntarle si trabajaba en alguna casa de ropa deportiva. Después dijo que estaba feliz por haber podido cumplir con la promesa de comprarlos y habló de su separación, de cuánto había significado para su hijo, habló de problemas escolares y de la no muy buena relación que el chico tenía con Roberto. Supongo que ella es capaz de hablar de eso por mucho tiempo. En realidad, no sé cuánto tiempo lo hizo, pero sí que en un momento preferí volver a hablar del café, y en cuanto la lluvia se hizo más débil la acompañé a buscar un taxi. Caminamos hasta la avenida cubriéndonos bajo las copas de los árboles, aunque a veces con el viento era peor. En las calles oscuras la lluvia era un ataque invisible, irreal, del que no había manera de defenderse. Cuando logramos cubrirnos abajo de un toldo estuve por decirle esto a Cecilia, pero en lugar de eso dije que iba a llover el resto de la noche. Ella esperaba que no, y dijo que no le gusta cuando su hijo juega con la cancha llena de charcos y de barro. 57

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Abajo de ese toldo tuvimos que esperar bastante. Hablamos de lo inestable del tiempo en esta época del año y de lo difícil que resulta encontrar un taxi libre los días de lluvia. Cuando al fin uno se detuvo, nos despedimos y todo fue tan rápido que me olvidé de pedirle que le recordara a Roberto lo de las fotos. El taxista giró en U en medio de la avenida y pensé que cuando llueve es más fácil violar las leyes de tránsito. Luego el taxi se alejó veloz y antes de que llegara a la plaza lo perdí de vista. Debían ser las nueve y la lluvia se hacía más fuerte. Enfrente, a mitad de cuadra, las luces encendidas del supermercado de los chinos me hicieron suponer que el lugar seguía abierto. Crucé y avancé hacia las luces. A esas horas la caja la atiende el dueño, un chino bastante gordo que mientras yo elegía los dos vinos que ahora sí quería tomar, me miró con desconfianza. Después, cuando estaba por pagar, me dijo algo incomprensible, quizá el precio, y como vi que afuera la tormenta arreciaba se me ocurrió que tomar algo de vino iba a facilitar el regreso. Le pedí al chino si tenía algo para abrir una de las botellas y él metió la mano en un cajón lleno de papeles, tapitas y corchos. Por un momento creí que no me había entendido, pero entonces sacó un trapo, 10 colocó sobre el fondo de la botella y, luego de sacar el papel de aluminio, empezó a golpearla contra una columna. El corcho no tardó en asomar, y cuando más de la 58

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mitad estuvo afuera él terminó de sacarlo con los dedos. Sonreí. Él sonrió, le ofrecí que tomara y tomó. Después tomó un poco más y volvió a sonreír. Dijo otras palabras incomprensibles y me pasó la botella. Tomé un poco, él me miró como en busca de aprobación. Asentí, tomé varios tragos seguidos y él aplaudió. Después señaló hacia la calle, supongo que para decir que me quedara hasta que pasara la tormenta. Entonces fue hasta el fondo del supermercado y volvió con una silla. Me senté, él bajó las persianas y también se sentó y pronto tomamos el resto de la botella. Después tomamos la otra y cuando la terminamos él, siempre sonriente, trajo cuatro o cinco más. Supongo que en algún momento me quedé dormido, que vomité, que me sentí bien y que me sentí mal, muy mal, que lloré; y creo que cuando me fui -empezaba a amanecer y del temporal quedaba sólo una lluvia suave- el chino, sentado en el suelo, apoyado contra una de las góndolas, aún sonreía.

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PRIMAVERA NINJA

LO QUE CABE EN UN VASO DE PAPEL

LO QUE CABE EN UN VASO DE PAPEL

Bárbara fue la chica más flaca que conocí. Vivía cerca de la Facultad y los del grupo de Didáctica siempre nos juntábamos en su departamento para hacer la monografía que teníamos que aprobar para ser profesores. Ella estaba por irse de donde vivía, creo que se terminaba el contrato de alquiler, o que sus compañeros de vivienda tenían problemas económicos o que todo era por la tesis que ella tenía que hacer para recibirse de antropóloga. Sí, era eso y también algo de lo otro. Bárbara tenía que irse al Norte, a una excavación cerca de un pueblo con un nombre parecido a Calavera pero que empezaba con otra letra: Salavera, Talavera, Dalavera o algo así; ella sólo tenía que rendir algunos finales y después se iría. Una tarde en que íbamos a juntarnos a estudiar llegué antes que los otros del grupo -uno no podía ir y los demás estaban retrasados-, así que Bárbara me pidió de acompañarla a consultar a su directora de tesis o a alguien que tenía que ver con su viaje al Norte, no me acuerdo, y entonces la acompañé. Mientras caminamos hasta la Facultad me habló de becas y de posibles viajes al exterior, de todas esas cosas académicas que a mí nunca me atrajeron demasiado pero que al escuchar a Bárbara -ella decía todo con mucho énfasis- me interesaban. Yaen la oficina, la mujer que habíamos ido a ver habló de las mismas cosas que había hablado Bárbara. Tenía unos cincuenta años y se la veía 63

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muy cómoda en su escritorio lleno de papeles. y mientras hablaba, las pequeñas ilusiones que me habían provocado las palabras de Bárbara empezaron a caer, una por una: pájaros suici~as en un mediodía lento, lleno de sol. La mujer decía que todo era muy difícil y mencionaba la lista de asuntos burocráticos que siempre me habían desanimado y que ahora afirmaban mi decisión de terminar la carrera cuanto antes para poder dedicarme a cualquier otra cosa. Yo asentía, qué más podía hacer, y cada tanto miraba a Bárbara, que se concentraba en las palabras de la mujer como si fueran el camino o el principio del camino hacia algo muy pero muy importante. Más tarde, mientras esperábamos a los que se habían retrasado -tomábamos mate en el balcón, un piso ocho, creo, y mirábamos hacia enfrente: muchos obreros construían una torreBárbara, con la misma expresión concentrada de antes, dijo que era un buen momento para irse. No sólo por la carrera, dijo, sino también por esa torre que en poco tiempo más iba a tapar la vista a todas las ventanas del departamento. La monografía avanzó sin dificultades y la terminamos bastante rápido, incluso antes del plazo estipulado por la profesora. Los días de reunión la pasábamos muy bien y todos los del grupo llegamos a tener bastante confianza entre nosotros. Teníamos edades diferentes y éramos de carreras distintas, y supongo que 64

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eso facilitaba el que pudiéramos hablar sin que nos importara lo que el otro pudiera pensar. Además, cerca de Bárbara yo estaba bien, y creo que ella sentía algo parecido. Quizá los dos teníamos alguna esperanza de llegar a convertirnos en algo más que compañeros de aquel grupo y quizá todos se daban cuenta de aquella posibilidad. Yo incluso notaba que algunos, en cierta forma, nos alentaban para que concretáramos algo. Pero siempre estaba eso de que ella tenía que irse al Narte, a ese lugar, y que yo, que recién venía de terminar una relación de varios años con otra chica, no estaba en condiciones de empezar nada nuevo; y Bárbara, se entiende, era de esas chicas con las que yo hubiera empezado algo serio y si no nada. Bárbara siempre hablaba mucho, contaba cosas de todo tipo y a mí me gustaba escuchar todas esas historias en silencio. Una vez, por ejemplo, me contó cómo había muerto su padre. Un accidente horrible. Ella sabía que mis padres habían desaparecido en la dictadura -decir eso suele ser mi carta de presentacióny supongo que me contó lo de su padre para que yo sintiera que teníamos algo en común. Y lo teníamos. Yo a papá no lo había conocido, y Bárbara tampoco al de ella. Además, por cómo contaba las cosas, el hombre había sido víctima de una especie de asesinato. Él volvía de un supuesto viaje de negocios, era de noche, llovía, 65

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y en un momento, mientras bajaba la velocidad para parar en un retén policial, un camión que venía atrás de él, muy rápido, muy cargado, se quedó sin frenos y lo pasó literalmente por encima. Bárbara decía que el accidente había sido provocado por un trabajo umbanda: su padre, en supuesto viaje de negocios, ha?!a viajado, en realidad, a terminar su relación con su amante; y aquella mujer, despechada, le había tendido una maldición. Cuando Bárbara me contó esa historia le pregunté por qué no investigaba algo sobre los umbanda, que en su tesis podía trabajar sobre eso, que muchas de las cosas que yo hacía, la mayoría de las veces sin darme cuenta, tenían que ver con averiguar algo sobre la desaparición de mis padres. Estábamos otra vez solos en el balcón, no sé por qué, no me acuerdo, y los obreros de enfrente trabajaban con máquinas ruidosas que a pesar de la distancia se oían nítidas, insistentes. Esa torre, como decía Bárbara, crecía rápido. Como ella al principio no dijo nada, pensé que elaboraba en silencio la posibilidad ~e estudiar a los asesinos de su padre. Oespues dijo que en cierta forma ya había hecho al~o de eso pero que se trataba de un trabajo inconcluso, que había frecuentado un templo umbanda, que había aprendido algunos ritos y había entrevistado a algunos. fiel~s y que incluso había hablado con un Pai, DIJO que el 66

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hombre era alguien de aptitudes envidiables, en verdad asombrosas, y que todo eso no parecía tener mucho que ver con la muerte de nadie, aunque ella sabía que algo tenía que ver y se la notaba bastante enojada con toda la situación. Dijo que trabajó con herramientas etnolingüísticas, mencionó autores que yo no conocía, y que algunas conclusiones habían sido sorprendentes, aunque no me las explicó porque todavía no estaba muy segura de haber llegado a algo definitivo, o porque yo no iba a entender absolutamente nada. Creo que después de eso estudiamos una o dos veces juntos para el último examen, o que nos encontramos para intercambiar apuntes y fotocopias. Empezaba el verano y no sé si por el calor o porque la relación entre Bárbara y sus compañeros de vivienda era cada vez más tensa -lo que la ponía de muy mal humor- hablar con ella empezaba a parecerme algo pesado, como si sobre ella girara una nube de mercurio o de plomo que se había evaporado, condensado, y que nunca terminaba de caer. Después del examen, por fin libres, todos los del grupo fuimos a comer a una parrilla y la pasamos muy bien. Primero hablamos de lo que pensábamos hacer en las vacaciones y tratamos de coincidir en alguna materia el año siguiente, pero nadie coincidió con nadie y a medida que tomábamos cerveza los temas de conversación eran cada vez más desopilantes. 67

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Una compañera habló de cómo su hijo, por accidente, se había cortado el prepucio y habían tenido que sacárselo. Dijo que ahora todos los que lo vieran desnudo iban a pensar que era judío y ella estaba muy orgullosa. Un compañero que trabajaba en un instituto para chicos mogólicos contó de la vez en que uno de los chicos había aparecido con un perro del cual no se desprendía por nada del mundo. Dijo que el mogólico decía que amaba al animal y que le hablaba más que a cualquiera de sus compañeros, y que todo anduvo bien hasta que descubrieron que la intensidad de la relación tenía que ver con que el chico había descubierto algo para él antes desconocido: a espaldas de todos, el mogólico mantenía relaciones sexuales con el perro. Bárbara casi no hablaba, y yo, que veía mi caudal de anécdotas ampliamente superado por todas aquellas historias -y que además no iba a inventar ninguna, no miento-, no terminaba de explicarme cómo habíamos llegado a hablar de cosas como esas. Lo cierto es que cuando terminamos de cenar nos despedimos y cada uno se fue para su lado. Yo estaba algo borracho, acompañé a Bárbara hasta la puerta de su edificio y antes de saludarla hablamos bastante, no sé de qué pero mientras tanto nos tocábamos los hombros como empujándonos. Decíamos cosas que nos hacían reír y ella en un momento me agarró la mano, qué tirás, tiro, no tirés. Nos besamos. O 68

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casi nos besamos. O nos dimos un beso corto que no entraba en la categoría de beso. Fue eso y un abrazo largo que por cómo ella me apretaba contra su cuerpo quizá significaba que quería invitarme a subir. Era como si Bárbara, con el abrazo, quisiera arrastrarme, y de hecho perdimos el equilibrio, trastabillamos y si yo no pongo la mano en el piso nos caemos. Después nos quedamos ahí, sentados. Nos miramos un buen rato. O no, a lo mejor pareció un rato largo porque cuando me fui -ya era tarde-, el colectivo tardó casi una hora en llegar a la parada. Dos meses después nos encontramos en la Facultad. Yo había empezado un curso de verano y ella iba a buscar libros en la biblioteca para apurar lo de la tesis. Nos saludamos como amigos de muchos años y fuimos a tomar cerveza a una plaza. Ella me dijo que antes iba a esa plaza con su ex novio, que iban de noche y que a veces veían parejas que hacían el amor en lugares oscuros. Bárbara señalaba esos lugares que aún a pleno sol parecían oscuros y me invitó a sentarme en el pasto a la sombra de un árbol. Empezamos con la cerveza. Hablamos muchísimo. Todo volvía a fluir y a mí lo del viaje al Norte ya no me importaba. Incluso mientras tomábamos la segunda botella pensé que podría acompañarla o compartir, al menos, una parte de su estadía allá. Así que poco a poco me acerqué, le acaricié el pelo, las manos 69

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y terminamos tendidos en el pasto, ella sobre mí, y con ganas de que la noche llegara rápido para ir a uno de esos lugares oscuros dónde escondernos de los que pasaban. Igual, después de besarnos fuimos a su departamento y me quedé hasta el día siguiente. Varias veces uno de sus compañeros golpeó fuerte la puerta del cuarto, como si quisiera asustarnos, y también escuché una voz de mujer que decía algo así como "yo no sé cómo alguien puede estar con esa escuálida". Después de eso le conté a Bárbara de unos conocidos que buscaban a alguien para que fuera a vivir con ellos: ella se mostró bastante interesada. Le dije que me llamara, que yo iba a averiguar el número y que llamara, que no dejara de llamar. Insistí con eso, claro, y con otras cosas sobre nuestro futuro que ella, sonriente, la luz de la mañana en los ojos, escuchaba. Pero pasó el tiempo y Bárbara no llamó. Yo lo hice varias veces pero siempre contestaba alguien que decía que iba a dejarle un mensaje pero que evidentemente nunca se lo dejaba. Me cansé. Terminé el curso de verano y decidí no volver a la Facultad hasta el cuatrimestre siguiente, necesitaba trabajar y ganar algo de plata. En todo ese tiempo estuve con otras dos chicas, una era la amiga de un amigo que desde mi pelea con mi novia llamaba, cada tanto, para vernos. A la otra, casi gorda, la 70

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conocí en la calle y salimos dos o tres veces; le encantaba dormir sobre mi pecho, era muy buena conmigo, pero la relación no prosperó porque roncaba demasiado y yo odio que algo me despierte en la mitad de la noche. A una de las dos le hablé de mis padres y ella llegó a confiarme alguna tragedia familiar, algo como que su hermano había estado en una granja de rehabilitación o que su madre intentaba reestablecer su relación con los hijos de su primer matrimonio. Yo estaba con ellas, y la pasaba bien, pero sentía que no era suficiente. Hasta que un día -de esto me acuerdo muy bien, debe ser mi recuerdo más intenso de aquellos meses-, mientras trabajaba en Once un vecino me pagaba por repartir unos volantes o panfletos: no sé cómo llamarlos porque por el tamaño eran volantes pero el contenido era panfletario, algo relacionado con promover una nueva religión similar al cristianismo pero basada en una mezcla de doctrinas del cercano y del lejano oriente-, sentí mucha sed. Hacía frío y recién empezaba mi día de trabajo, pero por alguna razón mi cuerpo pedía algo refrescante, como si de golpe mi estómago o todo mi aparato digestivo -la sensación era muy extendida- hubiera empezado a arder y necesitara ser sofocado cuanto antes. Camino a un kiosco escuché la sirena de una autobomba: tuve ganas de que alguien descargara un matafuegos en mi garganta; a los pocos 71

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segundos, cuando vi pasar el ruidoso camión rojo -dos o tres bomberos viajaban colgados de la parte de atrás- quise que pararan y abrieran varias mangueras en mi boca. Pero el camión pasó y yo, ya en el kiosco, pedí un refresco grande, lo más grande que tuvieran, y me ofrecieron botellas de plástico o de vidrio de hasta dos litros y medio de gaseosas casi congeladas, pero como el dinero no me alcanzaba pregunté si no tenían algo suelto, algo que me pudieran dar en vasos de plástico o papel. Y sí, tenían: la empleada me ofreció cualquiera de los tres tamaños de vasos de papel que se alineaban sobre una repisa. Elegí el más grande y pedí que lo llenaran con la gaseosa que estuviera más fría. La chica sacó de una heladera una botella de Tai o Pritty o Sweety de naranja -no Mirinda, no Fanta- y empezó a llenar el vaso. No sé cuánto tiempo tardó, no mucho, pero mientras ella trabajaba me pareció que en el vaso podía entrar todo el contenido de esa botella y el de todas las botellas del local. Y también podían entrar otras gaseosas, todas las demás gaseosas y también todos los jugos, cervezas con y sin alcohol, leches enteras, descremadas, cultivadas, chocolatadas, yogures y hasta shampooes, cremas de enjuague, no sé. En un momento me pareció que la chica se había dado cuenta de lo que yo pensaba: antes de que le pagara dijo que el vaso estaba bien lleno, que no podía quejarme, 72

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y sonrió. Entonces le di toda la plata que tenía, le dije que se quedara con lo que sobraba _ alguna moneda- y salí, rápido, a tomar mi vaso de naranja en algún lugar tranquilo. A pocos metros del kiosco me senté sobre un cantero ubicado en la entrada de un edificio. El lugar estaba sucio, oscuro, y parecía abandonado. Pero no: desde adentro venían voces y ruidos de máquinas. Pensé que el edificio podía estar tomado o que adentro funcionaba un taller o una fábrica clandestina. Sí, eso podía ser, y en eso estaba -yo ya había empezado a tomar mi naranja- cuando creí escuchar la voz de Bárbara. ¿De dónde venía? ¿Bárbara trabajaba en aquel lugar o ... ? Imposible: la voz no parecía venir del edificio sino del vaso. Dejé de tomar -quedaba muy poco-, y me dediqué a prestar atención. ¿Qué podía haber hecho que la voz de Bárbara sonara como en el interior de aquel vaso? Las palabras, confusas, habían sido suaves y ásperas, como de alcaucil, dóciles en el centro y duras por fuera; y al escucharlas yo había captado el sentido de la voz: avanzaba desde adentro hacia afuera partía del suave corazón y llegaba a la rigidez de las hojitas de la superficie. Estuve algunos instantes sin saber qué hacer. Bárbara podía estar cerca, el vaso podía ser una especie de antena. N o, eso era ilógico. Pero también mi sed había sido ilógica, y muchas otras cosas: ¿qué hacía repartiendo volantes 73

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de una nueva religión? Volví a escuchar la voz de Bárbara y volvió la sed, mucha sed, y de un solo trago vacié el resto del vaso y me fui. Al llegar a casa, tarde, habían cortado la luz así que cociné y comí en silencio, sin el ruido de la TV ni el de los chamamés que escuchan los formoseños de al lado: y pensé, a pesar del silencio -o a causa del silencio-, que Bárbara estaba conmigo. Después me fui a dormir -creo que nunca necesité tanto de un buen descanso- y soñé que afuera estaba nublado y que empezaba a llover. Todo era mu? real: sacaba la mano afuera, el agua me mojaba, y la sensación era la misma a la de cuando era chico y me hacía pis dormido: el agua bajaba desde la mano hacia todo el cuerpo y no me molestaba estar ahí, tan húmedo, a la espera de que llegara mi abuela para bañarme con agua caliente. y cuando me sentí mojado empecé a llorar, y todo era tan real que no sabía si lloraba de verdad o si el llanto era parte del sueño. Lo que sí estaba claro era que el llanto era a causa de la lluvia, y que era un llanto de felicidad, como esas veces que uno llora porque después de mucho tiempo se encuentra con alguien al que no ve hace mucho, como si esa lluvia hubiera caído después de un verano pesado, pastoso, del que algo o alguien venía a rescatarme. Al día siguiente -la luz ya había vuelto- me sentía liviano, limpio, y tenía ganas de llamar a Bárbara para contarle lo del vaso y lo del 74

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sueño; pero después de desayunar las ganas se me habían ido y encima llegó mi vecino -el de los volantes- y me dijo que iba a ampliar el reparto y quería que yo fuera algo así como coordinador de volanteros. Habló de cosas espirituales y de que la lluvia de anoche había sido una señal, como el cometa para los Reyes Magos o la zarza incendiada para Moisés. Me asomé a la ventana: en efecto, había llovido. Supongo que él pensó que mi verificación tenía que ver con que yo creía en su plan mesiánico. Pero cuando le dije que no quería saber nada más con sus volantes se sorprendió tanto que empezó a hablar, como poseído por una fuerza extraña, y a decir muchísimas cosas sin sentido. Quizá él era el Salvador, sí, pero como no me importaba lo acompañé hasta la puerta y le dije que en la semana iba a pasar a buscar la plata que me debía. . Por fin, una mañana, justo antes de algo Importante, creo que antes de una reunión con alguien que podía darme un trabajo bien pago, Bárbara llamó. Escucharla en el teléfono me pareció algo lejano: la voz de un explorador en el Polo o en la luna o en cualquier planeta de cualquier galaxia que no fuera la nuestra. ¿Llamaba desde su excavación en el Norte desde el pozo donde ya había empezado ~ trabajar? No, Bárbara había terminado de pelearse con sus compañeros de vivienda y quería el número de esos conocidos míos 75

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que tenían lugar disponible. ¿Y lo del viaje al Norte? Dijo que eso se había atrasado y que tenía que esperar unos meses. Así que mientras yo buscaba el número en mi agenda, pensé que ella podía querer algo más y estuve por decirle de las veces que la había llamado, contarle lo del vaso y... Pero no le dije nada, sólo le di el número y le pregunté cómo andaba todo. Dijo que bien. Le dije que creía que estos conocidos ya habían conseguido a alguien, pero que igual probara. Bárbara dijo que necesitaba encontrar algo rápido, que si yo conocía a alguien más me lo agradecería muchísimo. Y mientras yo pensaba en alguien más tuve la seguridad de que ella sólo había llamado para conseguir dónde vivir así que le di dos o tres números de amigos y le dije que los llamara de parte mía. Ella me agradeció por los datos, dijo gracias muchas veces, como si no supiera qué otra cosa decir, incluso hizo alguna pausa entre un "gracias" y otro, y durante aquel largo agradecimiento volví a pensar que ella había llamado para algo más, seguro que había llamado para algo más, pero mientras vol vía a pensar en eso, en el cuerpo flaco de Bárbara, en cómo sería verla otra vez desnuda, blanca, en todo eso, dije bueno, que tengas mucha suerte, y colgué.

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CHICA OXIDADA

CHICA OXIDADA

En el último año con F cogíamos, con suerte, cada quince días. Eran cogidas desesperadas, o malas; o desesperadas y malas. Lo bueno, para mí, fue que el gasto en telas bajó bastante. Yo era tan avaro que hasta llevaba una lista con todo lo que gastaba. Una cosa muy obsesiva. Pero a lo mejor eso tenía que ver con F, porque cuando ella me dejó, dejé la lista. O quizá fue que, en mi necesidad de enfocar todo en "me abandonaron", decidí también "abandonar", aunque sea abandonar mi lista: una especie de revancha. Una de las últimas veces fue en su casa. Habíamos almorzado con su papá, su mamá y un tío de ella que el año anterior había perdido a su único hijo: un chico mogólico que se había ahogado con sus mocos en el instituto al que lo mandaban. El tío todavía estaba bastante conmocionado. Se la pasaba haciendo muecas indescifrables, y cada tanto se ponía a hablar solo. Después de comer, el papá de F se fue a trabajar, como siempre, y la mamá a dormir la siesta; y mientras el tío regaba las plantas del balcón terraza adonde daba el cuarto de F bajamos un poco la persiana y nos tiramos a dormir. Todavía me acuerdo del ruido del agua, tan fresco en esa tarde de sol. Y de F, algo cansada, pero no tanto como para esquivar mis toqueteas, o lo que vino después; así que cogimos ahí, vestidos, yo arriba y ella atenta a 79

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que el tío no se asomara. Primero en la cama, pegada a la ventana, y después en el piso. Mientras estábamos en el piso la agarré del pelo. Pará, me dijo, me despeinás, ahora tengo una reunión. A los pocos días el tío se murió. En el velorio, su mujer, que siempre le decía: vos sos más boludo que tu hijo, estaba rodeada de amigas que se sentaban en una suerte de ronda. Ell~, en el centro, estaba eufórica, casi feliz, en medio de una reunión que era triste, pero apenas. La única que lloraba, de hecho, era la mamá de F (hermana del tío, únicos hermanos). La consolaban su marido y un gordito simpático, amigo de toda la vida. Yyo, que en un momento le di la mano y ella entonces me la acarició un buen rato. La mamá de F era maestra, como F y como yo. Cada tanto nos daba consejos para manejar a nuestros respectivos grupos de alumnos, y siempre que lo hacía me miraba fijo, una mirada que no era intensa pero sí pegajosa, como de dulce de leche entre los dedos, o de miel. Sus ojos eran los que había heredado F, enormes y azules, y tenía la voz ronca por los años de docencia. Creo que yo le gustaba. Alguna vez me hizo subir cuando F no estaba. Esperala acá, nos tomamos unos mates mientras ella llega. Era alta, ni flaca ni gorda, una mujer con curvas, como se dice, y todavía se notaba que de joven había tenido buen cuerpo. En las fotos

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del living eso se veía bien; más que nada en el portarretratos grande, que era el testimonio más visible de sus años de modelo. Varias fotos con vestidos y sombreros y peinados onda años setentas. Las fotos de esa época de mi mamá eran más bolche. Ella había sido cheta pero la militancia en agrupaciones guevaristas: hasta terminar en el ERB habían cambiado su vestuario radicalmente. Yo no sé: la mamá de F era demasiado amable conmigo, yeso a lo mejor tenía que ver con que yo no tenía mamá, ni papá, y entonces bueno, la compasión. Eso pensaba. Como si ella se propusiera venir a reemplazar algo. En ese caso, F y yo habríamos si?o hermanos. Y algo así pasaba, en realidad. Eramos como hermanos y por eso nos peleábamos todo el tiempo; y las cosas, después de casi cinco años de novios, iban mal. Pero ahora, en retrospectiva, supongo que podría haber pasado algo con la mamá. Unos besos, unas tocaditas. Después podíamos ver. A veces me imagino llegando una de esas veces en que F no estaba, la mamá duerme la siesta y yo me meto en la cama. ¿Qué hacés?, dice. Dale, dale, digo. Entonces empezamos, le meto los dedos, la chupo toda. Pero no, yo a F la amaba. Un amor para siempre. De hermanos, ya dije. De hecho, cuando al final me dejó, le escribí una hoja en la que todo lo que decía era "te amo te amo te amo", de un lado y del otro del papel, dos 81

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páginas completas de "te amo te amo te amo", todo con letra apretada en esa hoja que metí en un sobre y le mandé por correo. Nunca me contestó, lógico. y aunque después nos vimos y cogimos dos o tres veces más (bastante bien, supongo que ella ya andaba con otro) nunca me dijo nada sobre la "carta", que por otra parte espero que nunca le haya llegado. Pero lo que quería contar, más allá de algunas fantasías que ahora se me ocurren alrededor de la mamá de F, es que en todo ese año en que ella estaba por dejarme yo empecé a tener fantasías con chicas travestis. N o fue algo casual. Para ir a lo de F tenía que pasar por la calle Thames, y ellas siempre estaban ahí, desde temprano. A veces daba varias vueltas por la zona. Cuerpos perfectos, esas tetas, esos culos, y bocas gigantes: todo eso, hecho para ll~mar la atención de los que pasaban, me electrizaba bastante. Cuando las veía el corazón me daba un vuelco: empezaba a latir más fuerte, quiero decir, algo incontrolable, como el amor. ¿Y s~ F fuera una de estas chicas?, pensaba. ¿Y SI se olvidara de sus reuniones de padres, de sus reuniones de equipo docente, bla, bla, bla, y se volvía una chica así, exótica, bestial, capaz de comerse todo de un sólo bocado? Imaginaba también a su mamá como guía: ella abandonaba sus clases y se ponía a desfilar por esas cuadras vibrantes. Sí, la mamá de F podía estar desfilando en esas calles. Y la mía,

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¿por qué no? Cada una en una en su vereda pasándose clientes a los gritos. La de F era alta: de hombros más bien gruesos y labios como hinchados. y estaba lo de la voz medio ronca y las piernas largas, bien cuidadas; y lo del maquillaje y toda la coquetería que seguro le había quedado de sus años de modelo. Y mi mamá... Bueno, como no sé bien cómo era podía ser muchas cosas, como los animales del monte, o los que se esconden entre el cielorraso y el techo, formas difíciles de precisar, quiero decir, más en la noche, en medio del ruido. Pasaba por ahí, de ida y de vuelta, varias veces, y nunca me animaba a bajar la ventanilla para preguntar, ni a pasar demasiado despacio, como iban todos. Y cuando me encontraba con F, después de ir al cine o al cumpleaños al que había que ir, o a la fiesta o adonde fuera que íbamos esa noche, mientras nos desvestíamos en el tela, a veces me imaginaba que estaba con una de esas chicas. En esa época tenía un amigo que estaba de novio con una puta, y cuando nos juntábamos contaba historias de putas. Una vez contó que había estado con dos a la vez. No se puede, decía, con dos no se puede, ves cuatro tetas, se te van los ojos, ¿cómo hacés para agarrarlas? Con travestis nunca, decía. Pero sí contaba de un amigo de él que le había prestado el auto a otro amigo, y que este se lo había devuelto con un olor mezcla de perfume barato y rancio 83

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intenso, porque parece que se había cogido a su chica travesti en el asiento de atrás y ella se había cagado encima. El pibe la había sacado a las patadas, y se había tenido que enjuagar en el lago del Rosedal. También contaba de otro amigo, uno que había ido un par de veces a un boliche fiestero donde parece que los sillones estaban cubiertos con unos plásticos, y donde todo era resbaloso. Ese sí había estado dos o tres veces con travestis, y cada vez que hablaba del tema parecía más grande, como hinchado, y otro amigo le decía, pero es un chabón, igual es un chabón. Y bueno, decía él, en pedo no te das cuenta. Así que entre la homofobia de mis amigos y el amor a F, la calle Thames y toda esa zona eran, para mí, como una vidriera: intocable. Una tarde, al final, F vino a casa y me dijo de tomarse un tiempo. Lo normal. Bueno, me desesperé. Hice lo de la carta, siempre que podía pasaba por su casa para ver si la encontraba, todas esas cosas. Hasta que una noche que volvía de no me acuerdo dónde pasé otra vez por Thames, como para ir a lo de F, llegar a la esquina de su edificio, esperar un rato para verla llegar, o salir. Hacía tiempo que no pasaba por ahí y el paisaje me sorprendió un poco. Al principio incluso me molestó tener que esperar en los cuellos de botella que se formaban en las esquinas. Pero después, más adelante, pasando Córdoba, a una o dos cuadras, en 84

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una zona bastante oscura y despoblada, vi a la chica de mis sueños. Yo venía en velocidad, pero frené. Ella era flaca, casi sin tetas, con curvas suaves. La piel, blanquísima; y los ojos pintados de gris, terminaciones en punta, y en los párpados un celeste pastel iluminado por un poco de brillantina que se escondía entre las cejas. Todo era muy delicado, como virgen, y ella salía así, de la oscuridad, alumbrada por las luces del auto. Iba a seguir para lo de F pero no pude, y me quedé ahí. Es decir: me quedé en esas cuadras, dando vueltas, sorteando autos y chicas, para asegurarme de volver a encontrar a mi sirena, piernas de alquitrán, pegajosas, y torso de bella durmiente, antes de que alguien la levantara, porque era obvio que alguien la iba a levantar. Era hermosa, una especie de ángel de la ciudad: líquida como las napas subterráneas, los arroyos entubados, el mismo río de la Plata, no tan distante, y dura, maciza y bien moldeada con el cemento de las torres vecinas, en constante crecimiento. No sé cuánto tiempo estuve dando vueltas, pero después de varias pasadas me puse atrás de los dos o tres autos que ya paraban a preguntarle, y cuando llegó mi turno bajé la ventanilla. Bucal veinte pesos, completa cincuenta, dijo. Hasta ese momento, por dos o tres segundos, estuve a punto de hacerla subir, aunque fuera para pasear, hablar un poco. Pero me quedé mirándola un rato. Era una chica en verdad 85

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preciosa. De lejos era preciosa y de cerca tenía el aura de una primera novia, hasta de un primer beso. Ella enseguida redobló la apuesta: por diez, un bucal rapidito acá. Me atraganté con saliva y tosí. Está bien, no, gracias, tartamudeé, y antes de que pudiera hacerle algún gesto como de disculpas ella ya estaba con las manos apoyadas en el capo del auto de atrás, arqueando la espalda, levantando el culo y haciendo un mini show para los dos o tres tipos que iban adentro, que se ve que la conocían de antes. Avancé despacio cuando ya todos tocaban bocina. Por el espejo retrovisor vi que los del auto de atrás le abrían la puerta. Ella entró, rápido, y el auto enseguida me pasó. Por el ruido que hacía el motor me pareció que estaba preparado. También tenía unas luces violetas abajo del chasis. Pasó un tiempo. Pensaba en esa chica, bastante. Y en F. Pero en realidad, pensaba en F a través de esa chica, como si de alguna forma F ahora fuera esa chica, y la otra F, la que había sido mi novia, hubiera quedado en otra parte; como si yo hubiera viajado, quiero decir, y F se hubiera quedado en su casa, oxidada con sus cosas de siempre, mientras yo me daba baños de ácido sulfúrico en las nubes de Venus o de esos planetas tormentosos. Una noche volví a buscar a esa chica, de hecho. Pero no la encontré. Volví varias veces

más, muchas noches' y nunca la VI". Pe nse" que " todavía estaba con esos tipos que se la habían Ilev~do en el auto de luces violetas en el chasis.

Ten.Ia que averiguar, había muchas chicas que tenían qu.e conocerla y saber algo de eIla. Pero no me animé a preguntar; y todo quedó así.

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SUEÑO CON MEDUSAS

SUEÑO CON MEDUSAS

Mi abuela Lela decía que cuando la llamaron para avisarle lo de mamá y papá el cielo estaba despejado y la luz del sol, que era fuerte y caliente porque era verano, se convirtió en una especie de medusa que empezó a chocar contra los vidrios hasta deshacerse en medusas más pequeñas o en pedazos de medusa que primero atravesaban las ventanas y después rebotaban contra el suelo y los muebles y todo, como una lluvia débil pero insistente, y pegajosa, que no dejaba pensar. Mucho después, cuando Lela murió y revisé los diarios de la época para saber cómo había sido el día en que mamá y papá desaparecieron, vi que en realidad el tiempo había sido inestable y que hasta habían caído tormentas de intensidad en buena parte del conurbano. Así que pensé que mi abuela, por alguna razón, había invertido las cosas: el agua había estado afuera, la luz adentro, y ella había sacado la luz hasta atrás de las ventanas y había hecho entrar toda el agua. Después también pensé que ella, aquel día, había salido a llorar al patio. Igual, eso de las medusas siempre fue algo importante. Ellas me acompañan en pesadillas persecutorias y en fantasías de liberación. A veces son negras, bañadas en salsa de calamar, y otras brillantes: médanos al mediodía, paredes recién pintadas, lentes de sol al sol. Y siempre, de una forma o de otra, pican, irritan, adormecen; tanto que a veces me dan ganas 91

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de que se vayan, pero como siempre :uelve~ debe ser mejor así, un recuerdo necesario de rru abuela, y de papá, y de mamá. La primera vez que hablé de las medusas fue en una reunión de HIJOS. Romina me había insistido para que fuera y yo se lo había prometido tantas veces que al final tuve que ir. Supongo que tenía miedo de per~~rla o de mostrarme demasiado autosuficiente. Éramos vecinos en Moreno, habíamos ido juntos a la primaria y nos reencontramos en una fiesta de egresados. Después de eso empezamos a salir con amigos en común y al poco tiempo ya éramos inseparabl~s. Yo pensaba estudiar gastronomía y seguIr ~on el oficio de mi abuela repostera, y Rornina siempre me decía que, cuando nos casáramos, como regalo sus padres podían ponernos un restorán. La idea era muy buena: hasta podíamos hacer la fiesta ahí. Pero antes de eso mi abuela empezó con problemas respiratorios que al final resultaron ser consecuencia de una falla en el corazón. Un día logré llevarla a lo de un cirujano que le dijo que tenía que operarse cuanto ~ntes y ~e dije viste, mamá, cuanto antes. Y el tipo tenía razón: a la semana siguiente, cuando Lela salía de la tintorería después de dejar la ropa de invierno -ella, al comienzo del verano, mandaba a lavar toda la ropa de invierno para guardarla hasta el otro año-, se murió. 92

Las cosas tristes son más tristes cuando pudieron ser evitadas. Después del velorio y un breve duelo que me aisló en casa por unos días fui a buscar la ropa a la tintorería. No tenía el ticket de devolución porque alguien se había robado la cartera de Lela mientras ella estaba muerta en la calle, pero el señor Lee me conocía. Igual, la ropa no estaba. Supongo que la misma persona que se había robado la cartera la había retirado el día anterior y una empleada nueva, sin saber que era la ropa que Lela llevaba todos los años, se la había dado. El señor Lee me pidió disculpas, se agarraba la cabeza y señalaba a la empleada pidiéndome que también la disculpara, que era nueva, que ella cómo iba a saber, y hasta me ofreció reponer, de alguna forma, todas las prendas. Creo que hasta lagrimeó y me dijo, en su idioma, cuánto lamentaba 10 de mi abuela. Mientras me iba él todavía decía siento mucho mucho no no perdón, señor, perdón; y la chica nuev~, quiet~ en la otra punta del mostrador, no sabía qué hacer. Esa fue la primera consecuencia de la muerte de Lela. Dos semanas después -no más- dejé mi carrera de chef. Y como si fuera poco, por esos días Ramina vino a verme y me contó que la fábrica de juguetes del padre se había presentado en quiebra. No pasó mucho antes de que todo el patrimonio familiar pasara a ser la casa donde vivían -bien de familia- y el 93

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auto de la madre, que como estaba a nombre de un hermano de ella no fue a remate y entonces el padre empezó a usarlo para trabajar de remisero. Ahora que lo pienso, todo cambió tan rápido que fue como acostarse feliz despu~s de regar las plantas y despertarse en medio de una inundación. Igual, como me resultaba difícil saber por dónde empezar a deprimirme, seguí adelante. Mi abuela siempre me .h~bía dicho: vos, nene, con todo lo que viviste, tenés que mirar siempre para adelante. A~í que para sobrevivir me dediqué a lo ~ue tenIa más cerca: conservar los clientes de mi abuela. Tenía su agenda de trabajo, sus equipos, sabía usar las mangas, enharinar los moldes, hacer las mezclas, el mazapán y el glasé, tiempos de cocción, horno en mínimo, en máximo, sólo faltaba recorrer las confiterías donde ella entregaba los pedidos, presentarme, soy el hijo de Lela, decir, la de las tortas, y listo. N o fue difícil. Ramina también estaba bastante mal. Nos veíamos poco. Un día hablamos de eso y ella me dijo que me quería.. ayu~ar, que ayudarme era ayudarnos. Lo dIJO aSI: te voy a ayudar para ayudarnos. Lo de tu abuela te hace mal, dijo, estás muy solo, ya vas a ver. y al día siguiente trajo papeles y libros y me dijo que había empezado a militar en HIJOS. Es por vos, porque te amo, dijo, y mientras

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nos desnudábamos yo pensaba puede ser, sí, puede ser, pero la verdad era que lo único que yo quería era estar solo con ella, juntos para siempre. Ella, yo, mis pasteles. Nuestros pasteles. Nuestra pastelería que podía llamarse así: "Nuestros pasteles". Pero al día siguiente, cuando nos despertamos y ella me preparó el desayuno, tostadas calientes que al principio quemaban y después no, era obvio que para Ramina, si íbamos a seguir, teníamos que compartir algo más. Ella me decía: ellos te van a ayudar, haceme caso, son buenos, ¿por qué te creés que voy?, para ayudarte, ¿no te das cuenta? Y era verdad: Ramina me quería tanto que, teniendo padres a los que quería, militaba en una organización de personas sin padres. El dato no es menor, claro. En su casa, con todos los problemas que tenían, la noticia debe haber caído bastante mal. Y aunque ella dijera que no, supongo que buena parte de su decisión de irse a vivir con Ludo, su mejor amiga en HIJOS, tuvo que ver con eso. O a lo mejor no. El papá de Ramina, después de un tiempo de ir y venir con su remís, se cansó y, casi sin avisar, se fue a Miami. Para la mamá de Ramina el tipo, cuando llamó desde Ezeiza, ya estaba muerto. Para Ramina no tanto. Era una ronda de nueve o diez personas. Todos, menos uno, hablaban bastante y discutían sobre cosas organizativas. Yo me quedé mirando al que no hablaba: tenía unas 95

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manchitas blancas en la parte blanca del ojo y, cada tanto, por el efecto de la luz, las manchitas, que eran más opacas que el resto, se iluminaban y brillaban más. Me entretuve un rato con eso hasta que me preguntaron algo y lo primero que se me ocurrió fue lo de las medusas. Yo sueño con medusas, dije, y como todos me miraron con interés, seguí. Misteriosamente había logrado captar la atención y entonces hablé de distintas clases de medusas, de cómo durante un tiempo me había dedicado a estudiarlas y a diferenciarlas, ninguna es agresiva, dije, y no todas son venenosas, pero siempre hay que tener cuidado. Y en mis sueños, obviamente, estaban las que me perseguían con ruido a hierros viejos y a óxido, las que me provocaban náuseas al tocarlas, las que me despertaban en medio de la noche y me hacían sentir que todo alrededor era el sistema digestivo de una medusa, yo el alimento, yo el rehén-alimento que corría a lavarse la cara y se encontraba que el agua era sal, espuma, ruido, ardor. Otras, en cambio, eran tan buenas como los delfines. Con el tiempo me di cuenta de que, si bien la militancia no era lo que más me gustaba, tampoco estaba mal. Acompañaba a Ramina, conocía gente y poco a poco encontré un lugar donde hablar de cualquier cosa -como lo de las medusas- sin tener que dar explicaciones. Como decían ellos, las explicaciones ya iban a llegar.

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Pero también las cosas fueron cambiando.

~or ejemplo mi relación con Ludo, que al Igual que Ramina tampoco tenía padres desaparecidos pero sí una tía segunda con cuya cara había mandado a estampar una remera. Las primeras veces que la vi, siempre !lena. de fe revolucionaria, me causaba gracia ImagInarlas, a ella y a Ramina, como líderes de nuevas organizaciones -SOBRINOS, NUERAS, no sé- en las que todos usaban esas remeras estampadas con desaparecidos que de tan lejanos parecían estrellas de rack. Ludo, llevaba su remera con un orgullo muy especial, la foto era muy buena, casi irreal, y entonces, entre los que la veían por primera vez, estaban los que le preguntaban quién era y los que directamente le decían ah, vos sos fan de Nirvana. La tía se parecía bastante a Cobain. y si bien no era Cobain, Ludo tenía una actitud rockera que a muchos de nosotros, a pesar de ir juntos a recitales de bandas que elogiaban a la organización, nos faltaba. Eso en ella me entusiasmaba: rockera y comprometida. En cierta forma, estar cerca de Ludo era como estar con la novia de Cobain o con la musa de Cobain alguien tan cercano a aquel músico golpeado, a aquel artista verdadero, que todo cobraba otra dimensión. Tanto que al poco tiempo empecé a verla a escondidas de Ramina. Por suerte no duró mucho: si bien Ramina tenía cierta obsesión con el tema de mis padres 97

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desaparecidos, lo de Ludo era bastan~e peor -o mejor, no sé, para mí peor-: al poco tiempo de haber empezado a vernos, una tarde, me llevó a su casa y me mostró una remera no con la cara de su tía sino con la de mamá y papá: una especie de dúo Pimpinela un poco más hippie o de Sui Generis donde no era fácil reconocer quién era el hombre y quién l~ .mujer. ¿~e dónde sacaste una foto de mis VIeJOS?, le dije. Me la dio Ramina, dijo, se la pedí para hacer un cartel para las marchas, ya que vos nunca hiciste ninguno ... La miré sin decir nada. Ella siguió: para darte una sorpresa... y cuando se acercó para abrazarme -como hacía siempre que me esperaba con una de sus sor~resas­ la rechacé y le dije bueno, yo no querla una sorpresa así, ¿cómo se te ocurre que yo ... ? Dale, tontito, ratoncito -así me decía ella: ratoncito, conejito, pollito-, vení. Las palabras eran mágicas. Los brazos y la boca de Lud?, jóvenes, suaves. Imposible resistirse en medio de la tarde y del calor. Esa vez pasamos bastante tiempo encerrados. Tanto que en un momento Romina entró al departamento -ya vivían juntas- y, suponiendo que Ludo estaba con alguien, se fue. D~spués nos quedamos dormidos y soñé con mIS medusas, un sueño calmo que igual me despertó en medio de la noche. Ludo, todavía desnuda, dormía. Al principio, concentrado en no ser atacado por las medusas, no supe qué había pasa-

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do. Después sí. Ludo estaba ahí pero sus encantos no iban a hacerme perder la razón. Agarré la remera, mis cosas, y salí a la calle. Había refrescado. Tenía la remera en una mano y no sabía si ponérmela o no. Antes de tirarla pensé que podía llegar a abrigarme. Pero no. Tenía que tirarla. Tenía que dejar de verme con Ludo. Las cosas pudieron terminar ahí. O no exactamente ahí: aquel momento podía ser el núcleo del final. En el falso desenlace yo volvía con Romina y ella sospechaba algo -o Ludo le contaba- y entonces me dejaba, yo me iba de HIJOS, ellas se peleaban y Romina -que en el fondo era, como muchos, una chica idealistamilitaba un tiempo más pero al final volvía con su familia. Pero los de HIJOS tenían razón. Estas cosas nunca terminan, siempre siguen, hay que e~perar y están ahí, como las verrugas, que SIempre vuelven. y si no vuelven, desconfiar, aparecerán de una forma o de otra. Al día siguiente había asamblea. Se definían algunos detalles del escrache a no me acuerdo quién y había que decidir. Confieso que estu ve tentado de hablar de las medusas, comparar al que íbamos a escarchar con una de ellas y bla bla bla. Pero al final no dije nada, me abstuve en todas las votaciones y dejé que decidieran por mí. Cuando salimos, Romina estaba distante. Creo que antes de la reunión me había visto hablar con Ludo -yo acababa de decirle que no quería estar más con ella, que Ramina no

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se lo merecía-, así que mientras caminábamos me miraba raro. Fuimos hasta el Bajo, pasamos por los restoranes que empezaban a abrirse al borde de los diques y llegamos a la Costanera. Yo había empezado a hablar de mi necesidad de irme de HIJOS, de ver las cosas de otra manera, con esperanzas de que ella pudiera entenderme. Pero durante todo el camino Ramina se empecinaba en ponerse por encima de mí, superior, ella mi salv~dora y yo el idiota, el ciego que negaba trescientas veces la única verdad. Y en un momento se lo dije. No podría decir cuánto tardé en arti~ular todas esas ideas, ni de qué forma, pero SI que discutimos sobre eso y que antes de llegar a la Reserva fumamos, y que después seguimos discutiendo como adolescentes sobre cosas que no eran de adolescentes. Fuimos hasta el río. La vegetación, el cielo que empezaba a ponerse rosado, el humo de los cigarrillos, el aire fresco, los sapos, los grillos, me hacían pensar en el campo, en el monte, lugares donde estar en paz v deshacerse entre las plantas, ser hoja, tallo, tierra, agua, pez, paisaje, olor, volar con el aire manso, radiante, cargado de agua o de polvo, o de aire. Pero en un momento la discusión pasó a temas de vida y muerte, razones para vivir y para morir. Si no nos ponemos d~ acuer~o, dije, algo o alguien se tiene que morir. Romina estaba ofendida. Yono había sido muy delicado al plantearle las cosas. Pero en cuanto ella vio

que entrábamos en el terreno de matar o morir volvió a ponerse a la defensiva y a decirme que tenía que buscar ayuda, que HIJOS estaba para eso y que ella era mi ángel guardián, mi tesoro, fuente de fidelidad, compromiso, futuro, sueños compartidos, y entonces me besó y yo no supe qué hacer. Esa noche hicimos el amor durante horas. Ramina, cada vez que terminábamos, me decía que quería más, y yo, que nunca había tenido el desempeño de un semental, pude responder algunos de sus pedidos. Incluso en los días siguientes volvimos a lo mismo. Todo aquel renovado romance duró cerca de una semana en la que no hubo reproches de ningún tipo, sólo palabras de amor, hasta que ella, en un momento, me dijo que me amaba profundamente. Yo estaba tirado en la cama boca arriba, las sábanas me cubrían casi hasta el cuello y las palabras de Romina sonaron nítidas sí, pero en medio de una especie de distorsió~ o irregularidad, manchadas. Después de eso se sentó. Amanecía. Me dio la espalda y encendió un cigarrillo. Te amo profundamente, repitió, yeso a vos no te importa. Después se levantó, apagó el cigarrillo y fue al baño. Se duchó, se lavó los dientes y al salir, antes de empezar a vestirse, dijo que lo mejor iba a ser que nos distanciáramos por un tiempo. Analizado en retrospectiva, creo que desde que ella dijo que me amaba "profundamente", con esa voz tan

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poco habitual, tuve varias. oportunidades de revertir su decisión, Y que Incluso fue ella, de alguna manera, quien me las ofreció. y quizá yo sospeché que podía a~rove~harlas, claro, pero no sé por qué no lo hice. Mientras ella se vestía, por ejemplo, estuve a punto de saltar de la cama y abrazarla o ponerme de rodillas fr~nte a ella o algo así, esperar sus golpes, sentirlos duros contra mis huesos, llorar y dejarla llorar y todo eso pero no, ella se vistió, guardó sus cosas en su bolso y se fue. Sólo algunos días después caí en la cu~nta de que alguien como ella significaba dem~slado para alguien como yo y que entonces terna que recuperarla. Pero eso fue al principio. Pronto supuse que, por cómo se habían dado las cosas, yo ya no significaba nada para el~a y que es,o había sido todo y que ya no habla nada mas por hacer. y los días pasaron, no sé si.muchos ,o pocos pero sí lentos, hasta que Romma un día llamó para decirme que estaba embarazada. , Lo del embarazo hizo que nos reencontraramos varias veces. Yo la pasaba a buscar por donde ella me decía y caminábamos. No sé si alguno de los dos tenía la ilusión de volver a estar juntos. A mí me hubiera gustado, claro, pero ella a veces se quedaba sin hablar durante cuadras enteras y su expresión se volvía como de piedra, o lata, una especie de reproche silencioso en el que era imposible entrar. Cuando le preguntaba por su familia, qué pensaban ellos,

no decía nada o decía en esa casa están todos l~cos, no los quiero ver más. A lo mejor tanto tiempo de militancia en HIJOS le había hecho creer que sus padres estaban desaparecidos o que podían llegar a desaparecer, pensé. Y tan difícil era hacer que esta nueva Ramina hablara que una vez se lo dije. Pero ella no se defendió siguió caminando un poco más hasta que parÓ y se agarró la panza. Me asusté. Ella se sentó en el cordón de la vereda. Me duele, dijo ant~s d~ vomitar. Y cuando terminé de ayudarla a lImpIarse -se había manchado un poco las sandalIa~- me dijo mirá, vaya hacerme un aborto, necesito plata. Es~ noche, en los pocos ratos que me quedé dormido, soñé con distintas versiones del part? En uno la panza se abría como un girasol de ZInc y de adentro salían pedazos de vidrio o piedra partida que, según cómo les daba la luz que venía de una claraboya invisible -o de un reflector- parecían espejos o gotas de agua. En otro, las piedras eran huecas y volaban de un lado a otro hasta apoyarse, livianas, sobre cada uno de los pasteles que yo tenía listos para e~tregar. Medusas había en dos o tres, pero SIempre aplastadas por la panza de Ramina, que era enorme y que seguía creciendo incluso después del parto. El único que era normal ~d~ la panza salía un bebé- era muy lindo, tIbIO~ lleno de plantas aromáticas y música de xilofones en medio de una nube de humo 103

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celeste -el bebé, cuando salía, era varón-; pero igual todo terminaba mal-mal para m~- cu.ando a la cama de Ramina se acercaba un tipo Joven _y canoso- a quien el bebé le estiraba los brazos y, con total claridad, le decía ho~a papá. / Al día siguiente, algo nerVIOSO, desayune tres cafés seguidos y estuve por llamar a Ramina para decirle que si tanto quería abortar que llamara al verdadero padre del bebé y qu~ le pidiera la plata a él. Pero en vez de eso fUI al banco, saqué lo que ella iba a necesitar y la llamé para encontrarnos en un bar. Sentados a una mesa que daba afuera ella pidió agua y yo más café. No me sentía bien y fui varias veces al baño, sin éxito. A ella en cambio se la veía contenta y hasta pudimos hablar del pronóstico del tiempo. Todavía me lo acuerdo: templado en la mañana y desmejorando hacia tarde, con descenso de temperatura Y probabilidad de lluvias de variada intensidad. Poco alentador, pero al final había estado lindo. .. Por ese tiempo salieron las indemnIzacIones de papá y mamá. Yolas había tramitado cuando mi abuela vivía y los años habían pasado sin novedades hasta que un día llegaron los papeles, firmé, y todo estaba terminado. Como ya no iba más a HIJOS no tuve que enfrentarme a los que no estaban de acuerdo con cobrarlas, y los pocos a los que seguía viendo pensaban que aceptarlas estaba bien o que, en todo caso, era una decisión personal y que contra eso no se 104

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podía hacer nada. Entonces, para despejarme un poco, contraté a alguien que pudiera ocuparse de mi trabajo al frente de la pastelería -una especie de gerente- y me dediqué a viajar. Recorrí Latinoamérica. En cada lugar investigaba sobre la repostería de la región con la idea de volver y abrir una cadena de pasteles multiétnica con capacidad de distribución en toda la capital. Pero la variedad de recetas, ingredientes y pequeños trucos resultó ser tan grande que iba a ser imposible hacer justicia con todos, así que abandoné el proyecto antes de la mitad del camino. Igual, por lo que pasó después, llevarlo a cabo hubiera sido imposible. Fue así: en Honduras conocí a una chica del lugar que al tiempo de andar juntos por playas de arena blanca y ruinas precolombinas, en su dialecto apenas comprensible para mí, me dio a entender que Ramina podía no haberse hecho el aborto. Pesadillas. Medusas, algas, montañas de animales acuáticos se acumularon cada noche sobre mi espalda, herida contra una barrera de coral. Eso V el efecto de la distancia, que me traía recuerdos de Lela, de mi infancia en Moreno, de lo que Lela me contaba de papá y mamá, cosas así, me hicieron volver. Y al llegar, malas noticias: mi gerente había desmontado la pastelería y se la había llevado a otro lado: todos mis clientes le compraban a él. Esto podía pasar, pensé. Igual, más importante era encontrar a Ramina. 105

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Llamo a su casa, no contesta. Voy a su casa: cerrada y en venta. Voy a HIJOS. El tipo de los ojos con manchitas blancas me dice hola, tanto tiempo, qué sorpresa, pasá, y otras cosas amables, muchas cosas -se ve que los ratones le devolvieron la lengua y no puede parar de hablar, y hasta las manchitas de los ojos parecen más chicas, o tenues-, y cuando entramos, en un pasillo, me encuentro con Ludo y le ~regu~to por Ramina. Ramina se fue a Espana~ dice. ¿España? Sí, alguien le dio para el pasaje y se fue. Estiro un brazo, le apoyo una mano en un hombro. Ella cree que la vaya abrazar y me la saca. España o Italia, dice, no sé, el avión hacía escala en Madrid y cuando fui a despedirla ella no se decidía por dónde quedarse. No te iba a abrazar, digo. ¿Qué?, dice, no jodas, nene, ya jodiste bastante. Salgo lo más rápido que puedo. El de las manchitas, mientras me voy, me pregunta, ¿y?, ¿volvés? Sí, sí, digo. Al principio camino rápido pero después no: trote, carrera, como si con eso fuera a encontrar a Ramina, a mi hiio, a alguien. Sin darme cuenta llego al Puerto y a unos astilleros y a un submarino en reparaciones que por alguna razón me detiene, o es el cansancio. El casco del submarino es negro, recién pintado, y se escuchan los ruidos de los martillos y las soldadoras que trabajan adentro. ¿Cuántos son?, ¿cuánta gente trabaja a jornada completa, a doble jornada, para dejar listo el barco en el que 106

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voy a ir a buscar a Ramina? Curzar el océano sí, hundirse y flotar, miles de medusas intenta~ pegarse al casco recién pintado pero no pueden, el espejo negro y brillante las ahuyenta y quedan atrás, mareadas por la velocidad y los remolinos de las hélices. Antes de quedarme dormido -o desmayarme, no sé- yo también me mareo. Después sueño con cosas que no todavía no pasaron pero que van a pasar, seguro. Ramina es mesera en un restarán que da al mar y cuando llego en mi barco todos los comensales se asoman a ver. Me siento un héroe. Soy un héroe. Ella me tiende una mesa y me sirve algo fresco: debés estar cansado, mi navegante. Sí, fue un largo viaje. Después cenamos juntos y ella me cuenta todo lo que pasó como si fuera una gran aventura, habla de la suerte que tuvimos de volver a encontrarnos y de muchas otras cosas que como las dice en otros idiomas --ella en el sueño tiene don de lenguas, yo no- no entiendo pero que por cómo las dice son cosas buenas, seguro. y mi hijo no está pero en alguna parte tiene que estar, claro, de un momento a otro se va a oír su llanto, sus primeras palabras, ta, ta, ta, tao Y como el restarán está en venta pienso rápido y le vendo el submarino a la parejita de la mesa de alIado -nos vamos de luna de miel dicen al unísono antes de hacerse a la mar-. compro el restarán, y nos quedamos a vivir ahÍ, una familia de tres, de cuatro, de cinco, de seis, todo siempre crece, todo siempre puede crecer. 107

EL ORDEN DE TODAS LAS COSAS

EL ORDEN DE TODAS LAS COSAS

No hace mucho encontré una agenda de hace años, y como no tenía nada que hacer empecé a revisarla. Algunas páginas estaban un poco borrosas -supongo que por la humedad- y en otras podían leerse muy bien los nombres, los teléfonos y hasta las direcciones de gente a la que ya no veo más: ex compañeros del secundario o personas a las que conocí durante el tiempo en que averiguaba cosas sobre la desaparición de mis padres. Abrí al azar en la letra C y llamé a Cides, Rodrigo Cides: en el secundario le decíamos Roma, pero en esa época yo, salvo en casos especiales, todavía ordenaba las agendas por apellido. Atendió la madre y le pregunté por Rodrigo, y al decir "Rodrigo" me sentí lejano, desconocido, pero pedir por Roma hubiera sido tener que dar explicaciones, tener que decir soy Primo, ¿se acuerda?, ¿cómo le va?, y contar cosas de mi vida de las que no quería hablar. Rodrigo vive en Italia, dijo ella, se fue hace un año. Colgué y volví a la agenda, la abrí en la L -esto no fue tan al azar- y llamé a Lupe. Acá no vive ninguna Lupe, dijeron antes de colgar. Yo sabía: la última vez que la vi estaba por irse a un pueblo de España. Vino a casa y mientras nos desvestíamos me dijo Primo, Primito, imaginate que somos primos, un amor imposible; y después me contó que su novio tenía amigos cerca de Sevilla que hacían instalaciones eléctricas y les iba muy bien, 111

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que él quería probar suerte allá y ella también porque las meseras allá ganan bastante. Bueno, dije, que les vaya bien, y antes de que se fu~~a pensé en ofrecerle algo mejor que aquel VIaje pero qué, yo no tenía nada y además nunca miento, no me gusta, si miento es sin querer, sin darme cuenta. De hecho, la mayoría de las veces sólo me miento a mí mismo. Volví al azar, letra O: Ojo, Daría. ¿Quién era? Una anotación entre paréntesis, algo borrosa, derivaba a otra página: "(ver Antrop...)". Antropólogos Forenses, supuse mientras retrocedía hasta la A. Sí, era eso, Daría Ojo era el hombre de Antropólogos Forenses a quien yo había recurrido para conseguir alguna información sobre los años de mis padres en el ERP. Cuando llegué a la A lo confirmé: ahí estaba el número de teléfono, la dirección, la flecha que iba desde el recuadro subrayado al nombre y los datos de la persona que me había hablado de ellos. Un departamento antiguo sobre avenida Rivadavia. Puertas y ventanas y pisos de madera. Techos altos, blancos. Luz de sol hasta en el baño. Grandes mesas como de arquitectos. Posters en las paredes. Música de fondo, del altiplano. Una secretaria delgada, anteojos redondos y vestido negro y en un momento Daría que me dice: los que estaban en el ERP fueron muy exterminados, siempre es difícil encontrar algo, y mientras él anotaba algunos datos yo pedí de ir al baño, 112

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pasillo al fondo, y fui a lavarme las manos y la cara. Hacía mucho calor y yo había ido en bicicleta. Exterminados, pensé. Esa palabra la había escuchado en referencia a los judíos, nunca para hablar de alguien de mi familia, pero por lo que dijo Daría mis padres habían sido exterminados. ¿Cuántos en el ERP eran judíos?, ¿cuántas cosas idiotas pensé mientras intentaba refrescarme? Después levanté la tapa del inodoro, me incliné, di dos o tres arcadas que no llegaron a impulsar lo poco que había almorzado ese día hasta que un baboso líquido transparente se deshilachó desde los labios hasta la losa; tuve que usar las manos para terminar de desprenderlo. ***

Durante los días siguientes la agenda quedó sobre una pila de ropa sucia y pensé en todo ese asunto del exterminio de mis padres, en lo poco que sé, y pensé en mi tía Rita, que habla con los animales y dice que nada sucede porque sí. Una vez me prestó un libro: El éxito no llega por casualidad. También tiene varios de Arme Crysler y uno de Cony Mendez: Piensa lo bueno y se te dará, que una vez hojeé y me pareció amable pero demasiado optimista. Cuando yo estudiaba en la facultad un profesor siempre empezaba sus clases diciendo que para ser optimista hay que estar mal informado. Igual, 113

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esta vez seguí la línea de mi tía y fui a visitarla. No le dije nada de la agenda pero ella algo intuyó. Debe tener un sexto sentido; o un tercer ojo. -¿Sabés en quién pensaba ayer a la tarde? -dijo. -No. -En Lupe, qué buena chica esa ... -Antes no te gustaba. -Puede ser, pero tuve una visión, ¿sabés? Sí, la vi en un pueblito. Ella estaba bien. Digo, bien vestida, peinada, pintada, ¿entendés lo que quiero decir? Y entonces se acercaba una n~na de tres o cuatro años, una nena muy parecida a ella que ... bueno, qué te puedo decir, era ella misma. -¿Y... ? -Bueno, ahí termina, ¿no te parece que eso es algo bueno? -Sí, puede ser -dije. pero la verdad es que no entiendo los simbolismos de las visiones y no tenía ganas de interiorizarme en el tema. De todas maneras, el que Rita hubiera pensado en Lupe me llamaba la atención, no era para menos. Después dijo: -También vi a un amigo tuyo, ese que vivía con la madre porque el padre había muerto de cáncer, ese que a veces venía a casa, un amigo de cuando vos eras chico, ¿cómo se llamaba? -¿Rodrigo Cides? -Ese: Rodrigo Cides. 114

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***

Al día siguiente pedí permiso para salir de la panadería un poco antes de cumplir mi turno. Me llevé una docena de facturas -siempre pueden olvidarse de descontármelas- y volví a lo de Rita. Cuando llegué ella intentaba adiestrar a su perra para que no le hiciera pis en los malvones del patio. Le hablaba con una dedicación que hacía parecer que la perra la adiestraba a ella y no al revés, pero esa era su manera de hipnotizar al animal. -¿Vos tenés llaves de casa? -dijo al verme. -Dejaste abierto, tía -extendí la mano con la bolsa de facturas-o Mirá lo que traje para la hora del té. -Bueno, vení, tenés que ver esto. Dejé las facturas sobre la mesa del patio y seguí a Rita por su casa, que si bien nunca estaba ordenada, o al menos limpia, estaba más desordenada y sucia que siempre: sillas tiradas, bolsas de supermercado y diarios viejos desparramados por todas partes. El viento, con las ventanas abiertas por el calor, formaba pequeños remolinos de polvo. Faltaban los cardos rusos y aquello podía ser la casa de un pueblo fantasma en una de cowboys. En la terraza Rita armó una de las escaleras que mi difunto tío usaba para pintar lugares altos, y subimos -usar una de esas escaleras 115

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debe ser un desafío incluso para un montañista experimentado- hasta el tanque de agua. Yo no lo sabía, pero junto al tanque mi tío había construido una pequeña pieza con conexión de agua y letrina. En el lugar, ahora invadido por cajas llenas de cosas inútiles, podían entrar fácil una cama y algunas otras cosas: una garrafa con calentador, una mesa. Rita señaló la letrina, la canilla, el desagote: si alguien recibía comida desde afuera podía pasar ahí adentro todo el tiempo que quisiera. El lugar me resultaba familiar pero Rita me lo mostraba como si yo nunca lo hubiera visto. Abrí una caja: una bonita araña de bronce sin cables ni bombitas, y una lámpara de aceite que yo, fuera de los dibujos de Aladino, jamás había visto. De hecho, siempre había pensado que la lámpara del Genio era una tetera y que llamarla lámpara podía ser uno de esos errores de traducción que se cometen con los cuentos orientales. Rita, de pronto, se subió a una de las cajas, la aplastó -algo crujió adentro-, y alcanzó otra que había entre las tablas de lo que debió haber sido una biblioteca. La caja, de madera, tenía una cerradura que ya no funcionaba, así que se abría con cada golpecito que Rita le daba al moverla. -Bajemos -dijo-, esto es un desorden. y aunque el resto de la casa no era mucho mejor, bajamos. -Acá -dijo otra vez en la terraza. 116

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A esa hora el sol empezaba a bajar y ya no era tan fuerte. Además, el hecho de haber estado junto al tanque de agua -a pesar de que entonces nos encontrábamos sobre la membrana caliente- daba idea de frescura, de que la casa y el barrio, de un momento a otro, podían convertirse en algo líquido, cosas que por esos días eran más que suficientes para sentirse bien. En la caja había fotos. Rita la abrió, buscó adentro como si buscara restos de carne entre los huesos de un pollo, una tarea muy trabajosa pero que a ella le gustaba. Cada tanto hablaba de alguna, nombraba a los que se veían en ella, a los que habían estado ese día, al que había hecho el asado. En algunas estaba mamá y Rita dijo que mi tío las había guardado porque para él eran algo valioso, que hasta el día de su muerte había preguntado por ellas y que conservarlas, para él, había sido una forma de conservar a su hermana viva en aquella pieza junto al tanque de agua. Yo las conocía todas. También la que Rita buscaba y quería mostrarme: un borde de luz brillaba sobre las caras de mamá y papá, él tenía la piel quemada por el sol y ella los ojos algo caídos, como de recién despierta. -Mirá esta -dijo, y me pareció que iba a decir algo más pero no. -Ya la conozco. La foto era de cuando ellos vivían en Paso 117

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del Rey, Moreno, nadie sabe dónde vivían pero era por ahí porque una vez a mamá le habían encontrado un pasaje Moreno-Once, ida y vuelta, y un ticket de tintorería que era de una calle de por allá. -¿No sabías que ellos vivieron allá?, ¿nadie te contó? ¿Y del ataque con granadas no te hablaron? Dudé. -Puede ser -dije-, vos sabés que en estos años yo ... Rita siguió: según ella, la foto también tenían que haberla sacado en Moreno. El sol era muy fuerte y atrás había un descampado y un paisaje de casas chatas, antenas de TV más altas que las de acá y un cerco de chapas y paños de alambre. -Tenemos que ir a Moreno -dijo después. -¿Para qué? -No sé para qué, pero hay que ir. -Traje facturas, tía, ¿no querés que... ? Yo te puedo contar otras cosas. Una vez hablé con Antropólogos Forenses. Intenté recordar lo que me había dicho Daría Ojo pero no pude. Rita miró otra vez la foto, después me miró. -Tenés los ojos de tu papá -dijo. -Tía ... -Vení -dijo y se apuró escaleras abajo hasta llegar al patio. -Salga de acá -le ordenó a la perra, que con una medialuna en la boca saltó

hasta el cantero de los malvones, donde hizo pis. -Esta perra no aprende más. Después salimos a la calle. Rita levantó la foto hacia el sol y la miró durante un rato. -Acá no se puede ver nada -dijo-, tenemos que ir allá. ¿Vos mañana tenés algo que hacer? ***

Desde que dejé el cigarrillo calmo la ansiedad con café o dulce, cualquier dulce, ninguno me empalaga, así que ese día en que íbamos a ir con Rita a Moreno casi no me alcanza el dulce de leche para rellenar los churros. En la mañana había llamado a Antropólogos Forenses. Pedí por Daría y me pasaron. -Hola -dije, y dije mi nombre y el de mis padres: quería recordarle algunas de las cosas que le había dicho en la entrevista, y al principio no pude pero después sí: hablaba sin pensar y las palabras, misteriosamente, salían una atrás de la otra, limpias a pesar de haber estado como guardadas en algún lugar lleno de polvo. Supongo que en ese momento Daría buscaba en su base de datos, o algo así, porque enseguida me dijo que sí, que claro, que ¿cómo te va?, a vos te dicen Primo, ¿no? La memoria de Ojo me sorprendió, aunque también mi apodo debía figurar en la computadora.

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-Sí, sí -dije-, estuve ahí hace mucho pero... -Claro, no pudimos ayudarte, me acuerdo que... -Sí -dije-, igual quedó pendiente lo de las fotos, vos me habías hablado de una mujer que vive en Bahía Blanca, que iban a darle unas fotos de mamá, que pudieron estar presas juntas en Campo de Mayo ... Daría me pidió que lo esperara. En el teléfono, la música del altiplano. -Bueno -dijo después de unos minutos-, acá está todo, ¿no te habíamos confirmado lo de las fotos? -No sé, ustedes iban a mandárselas a esa mujer y si ella reconocía a mi mamá iba a llamarme. Yo ahora sólo quiero saber si ustedes tienen algo nuevo, pasó mucho tiempo pero bueno, estas cosas, ustedes ya saben. -Sí, lo que acá figura es que ustedes ya tendrían que haberse encontrado -carraspeó un poco, ruido a boca reseca, o dientes sucios-o Ella vio las fotos de tu mamá y la reconoció, supuestamente iba a llamarte, ¿no llamó? Acá también dice que te pasamos el número de ella, ¿no lo tenés? -No sé, que yo me acuerde no -dije mientras revisaba el margen de la agenda en busca de alguna anotación adicional. -Te lo paso. y mientras yo lo anotaba, cada curva de la birome en el papel, cada rayita, cada espacio, 120

me hacían recordar que esos números ya los había escrito. -Esperá -dije antes de escribir el último número-, tengo más información. ***

L~ tarde era fría, soplaba viento del sur y habían ?Icho q~e a partir de la noche la temperatura Iba a bajar todavía más. -Vamos en el auto -dijo Rita-, manejá vos _y en menos de media hora ya estábamos en la autopista rumbo a Moreno. Durante el viaje volví a hablarle de Antropólogos Forenses, le dije que al llamar a Daría me había acordado de algunas cosas, le hablé de la supuesta compañera de cautiverio de mamá y de que Daría iba a averiguar sobre las granadas pero que ellos sobre eso no tenían nada y la verdad era que no lo veían como un hecho demasiado probable. -Igual tiene que ser -dijo Rita-, la visión fue muy real, muy impresionante, cuando es así no puede fallar. La ruta, algo congestionada, me hacía sentir que las palabras de Rita rebotaban contra los autos de alrededor, mezcladas con el eco de las bocinas y los motores en marcha. En un momento hubo que parar y vi que ella miraba el parabrisas como si afuera, pegado al vidrio, hubiera algo sorprendente, un pájaro, las 121

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vísceras de un pájaro estrellado contra el vidrio y especialmente dispuestas para que Rita leyera el futuro, el pasado, lo que haríamos al llegar a Moreno y lo que había ocurrido en el lugar donde ese supuesto ataque con granadas había matado a mamá. Después de pasar la casilla del peaje le pregunté por la pieza junto al tanque de agua. Ella dijo: -Primo, toda tu vida jugaste a esconderte en ese cuarto. A tu tío le enfermaba que te metieras ahí. ¿También te olvidaste de eso? y después me contó la historia del lugar: que lo había hecho mi tío para que mamá y papá se escondieran pero que ellos nunca lo usaron, que mamá era una cabezadura y que papá se dejaba llevar, que a veces mi tío, cuando se bañaba, por la desesperación, daba golpes contra los azulejos o contra la pared, y que después se sentaba a comer con las manos rojas, inflamadas. Sin darme cuenta bajé de la autopista, tomé una avenida y doblé en varias calles como si siguiera un itinerario conocido. -Doblá acá -dijo Rita en un cruce de calles. A mitad de cuadra, atrás de un tilo apestado que había levantado parte de la vereda, una tintorería. Bajamos. Rita dijo que no iba a hacer falta preguntar nada pero igual preguntamos. El lugar atendía desde hacía treinta años. Nos lo dijo la empleada y lo decían todos los 122

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volantes y los recibos y facturas del comercio. La empleada también nos dijo que el primer dueño había muerto y que uno de los hijos del señor Lee había heredado el negocio. Podría habernos preguntado si veníamos de la Municipalidad, de Rentas o de alguna inmobiliaria, pero supongo que ni Rita ni yo parecíamos funcionarios ni empleados, y la mujer entonces nos preguntó si veníamos por lo del agua. Lo dijo así: "por lo del agua", como si aquél fuera un tema conocido en el barrio y su tintorería siempre tuviera problemas con los vecinos por ese motivo. -No -dijo Rita, que para ese momento ya había tomado de la mesada un ticket de devolución de ropa y empezaba a frotarlo como si de él fuera a desprenderse algo que nos llevara adonde queríamos llegar. Después preguntó: -¿Dónde mandan a imprimir los tickets?, ¿siempre los mandaron al mismo lugar? ***

Mientras Rita frotaba el ticket y seguía lo que ella llamaba "el rastro de la tinta" yo me pregunté si lo que hacíamos tenía alguna relación con mis padres. ¿Por qué Rita recién en aquella tarde, y en la anterior, se había preocupado por acompañarme en esto? Sincronicidad, pensé. Uno de los libros de Anne Crysler que ella lee 123

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tiene un capítulo sobre eso: las cosas no pasan porque sí, y un caso especial de sincronicidad se produce cuando uno, sin saberlo, hace o piensa lo mismo que otro. Hay muchos casos célebres. Crysler cita algunos y demuestra con detalles reveladores la imposibilidad de que esas personas que desarrollaron pensamientos iguales se hayan conocido entre sí. ¿Por qué Rita no me había hablado antes del ticket, de Moreno? ¿O sí me había hablado? ¿Cuántas veces habíamos ido a Moreno? En la mañana yo le había contado a Daría lo de las granadas y él, cada tanto, volvía a preguntarme cosas que ya le había dicho. Yo, de hecho, escuchaba mejor la música del altiplano, el ruido de las teclas que almacenaban la información, que lo que yo mismo decía. Todo era así, capaz que lo del ataque con granadas no lo anotó, o que lo anotó dos veces. Supongo que mi adicción al café y a los dulces no lo anotó, eso es algo mío, lo repetí varias veces, en una hasta me reí, pero no creo que a él le importe demasiado. -Doblá en esta -dijo Rita, y empezamos a andar por el límite de una villa: un videoclub, una gomería, un restarán con piso de tierra y una nena jugando al Tetris en un televisor apoyado sobre cajones de leche y cerveza; a lo lejos, una camioneta de la gendarmería. -Acá antes había un baldío -dijo con los ojos cerrados. -Doblá en la próxima. 124

Después me hizo una indicación y paramos en la mitad de una cuadra sin árboles. A un lado, galpones. Al otro, la parte de atrás de un supermercado que ocupaba casi toda la manzana. Rita dijo que diéramos la vuelta y avancé lento -la cuadra estaba llena de pozos- hasta dejar el auto en la playa de estacionamiento. -Artículos de limpieza -dijo mi tía mientras cruzábamos las puertas corredizas de la entrada. ***

-Esperá -dije. -¿Qué pasa? Una promotora me había dado un volante con ofertas de servicios telefónicos. -Allá hay unas cabinas -dije-, vení. Pedí un teléfono y me habilitaron uno, me encerré en la cabina, y mientras Rita mantenía los ojos cerrados y presionaba los dedos contra el vidrio llamé al número que me había dado Daría. Atendió un hombre. -Soy Primo -dije-, busco a Claudia. y mientras el hombre empezaba a decir que Claudia ya no vivía más en esa casa, que estaba internada en no sé qué lugar, recordé, de golpe, la primera vez en que yo había hablado por teléfono con ella. Claudia recién se había 125

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levantado de una siesta y sus palabras tenían la luz que debía entrar por la ventana de su habitación. Habló de los meses de mamá en Córdoba, de su participación en la toma del Batallón 141 y de que nadie sabía cómo ella había terminado en Campo de Mayo cuando los secuestrados en Córdoba se quedaban allá, no había motivos para traerlos. También recordé un segundo llamado: habíamos quedado encontrarnos en Bahía Blanca porque ella no se movía de su casa, estaba enferma; habíamos dicho que encontrarnos iba a ser importante, sí, de lo más importante que podía haber. Pero después de colgar yo había leído muchas veces la dirección, anotada en un papel, y había empezado a sentir frío, a temblar, a frotarme los brazos, el cuerpo, y en poco tiempo ya me había olvidado de todo. Ahora intentaba averiguar algo del lugar donde podía estar Claudia, pero el hombre no sabía casi nada. -Ella estaba enferma -dijo-, eso es todo lo que sé. y como no dije nada más, él, después de algunos segundos de silencio, colgó. ***

Las góndolas con los artículos de limpieza se ubicaban después del sector de frutas y verduras y de la fiambrería personalizada, 126

donde un matrimonio discutía con el empleado que les había cortado demasiado grueso el salchichón primavera y entonces las fetas no iban a alcanzar para el picnic del día siguiente. Para mañana está anunciado lluvia, pensé, pero cuando un cliente quiere pelearse con el empleado no hay nada que hacer. Rita caminaba con los brazos extendidos hacia adelante, las manos abiertas, ni el mínimo temblor, hasta que se paró frente a los suavizantes. -Acá no es -dijo, la mirada perdida en alguna de las flores o en la boca sonriente o en los ojos negros del nene de un sachet de recarga económica. Después siguió hasta el final del pasillo, dio la vuelta y volvió a parar, esta vez, frente a un conjunto de escobillones colgados. -Me perdí -dijo-, pero tiene que ser por acá. La seguí por el resto de los pasillos de la sección -aquel supermercado era enorme-, tomé algunos productos, los cambié de lugar sin querer, y mientras tanto Rita se detenía en uno y en otro lugar, repetía que se había perdido y que era necesario seguir con la búsqueda. Pero al final, después de un período de tiempo difícil de precisar: una hora, quizá más, no encontramos nada. Yo, mientras Rita iba y venía por los pasillos, pensaba en llamar otra vez a Claudia, podía atender alguien que supiera algo más o podían ocurrírseme 127

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preguntas que antes no se me habían ocurri?o. Antes de irnos, Rita preguntó por alguien que pudiera decirnos algo sobre el lugar de emplazamiento del supermercado. Y como nadie sabía nada le dije que podíamos ir a la Municipalidad o a la Comisaría, que en la Municipalidad seguro tenían los viejos planos catastrales y que en la Comisaría podría haber registros del ataque con granadas. -No -dijo Rita- ya es tarde. -En la Comisaría pueden atendernos. -No. Quizá tenía razón, afuera ya estaba oscuro -una oscuridad densa, grumosa-, la temperatura había bajado bastante y el viento soplaba fuerte. Además, mientras subíamos al auto Rita dijo que en la Comisaría íbamos a perder el tiempo, que no iba a servir de nada -supongo que ella ya había ido- y que era mejor volver rápido: había que darle de comer a la perra y cerrar las ventanas para que el viento no rompiera los vidrios al golpearlas. Además, pensé, había que anotar todo lo que había pasado, llamar a Daría, decirle lo del supermercado, todo, seguro que él iba a saber qué hacer. ***

En los días siguientes pasé varias veces por la casa de Rita pero ella nunca estaba; y cuando 128

intenté llamarla por teléfono una operadora me decía que la línea estaba fuera de servicio, cosa que me hizo repasar varias veces el número y marcarlo con la mayor lentitud y precisión posibles, diciendo en voz alta los números anotados, uno por uno, antes de marcar. Pero siempre contestaba la operadora. No sabía qué hacer. Por momentos me daba la sensación de que Rita se había ido de viaje o que por algún motivo no quería atenderme. No sé cuántos días pasaron, pero sí que llamé a Daría -estaba de vacaciones- y a Claudia, pero como siempre atendía el hombre con el que había hablado antes -y yo no sabía qué más decirle-, le colgaba sin decir nada. Al quinto o sexto llamado el hombre, cansado, me insultó, pero yo tampoco dije nada y al colgar decidí que lo mejor iba a ser no llamar más. Empecé a fantasear con que nada de lo ocurrido desde el encuentro de la agenda había sido cierto. Viajé otra vez a Moreno -esta vez en tren- y no me costó encontrar otra vez el supermercado. Claro que ahora había algunas modificaciones. Los artículos de limpieza estaban casi en la entrada y todo el sector carnes había sido cerrado por refacciones. Al pasar por la zona tapiada por las obras escuché que una mujer le comentaba a otra de la velocidad con la que habían reabierto ellugar después de la clausura por peligro de derrumbe. -Ahora pusieron unas vigas nuevas acá 129

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-dijo señalando una parte del cielorraso, ahora desmantelado-, Ydicen que reforzaron algunas columnas y los cimientos. Quieren ampliar para allá, donde van los autos, y hacer un estacionamiento subterráneo. ***

Pasaron varios días, y una mañana me quedé dormido y llamaron de la panadería para saber si me había pasado algo. -Me quedé dormido -dije. _¿y ayer? ¿Y antes de ayer? -Ayer ... Bueno, ayer no sé. Y antes de ayer ... -Primo, por ahora no vengas más. Cualquier cosa te llamamos. Me levanté. Tenía la cara sucia y las uñas llenas de tierra. En el lavatorio no había jabón y cuando abrí la canilla el agua salió roja, como oxidada. También la losa de la bañadera estaba manchada de ese color por el goteo de la ducha. Me lavé como pude y fui a lo de Rita. Eran las nueve o las diez. El cielo estaba despejado, hacía calor y la calle estaba casi vacía, como si fuera un domingo o un feriado. ¿Desde cuándo me tocaba trabajar domingos o feriados? Igual, se escuchaban ruidos de camiones y de motos que pasaban rápido, y hasta algunos gritos de gente que yo no llegaba a ver pero que estaba ahí haciendo sus cosas de todos los días. 130

Cuando llegué toqué la puerta y Rita atendió enseguida. -Por fin viniste -dijo. Me hizo pasar. En la cocina, varios platos sucios se amontonaban en la bacha, y por el aspecto de los fideos pegados al fondo de una cacerola las cosas parecían estar así desde hacía bastante. -¿Tuviste gente a comer? -pregunté. -N o -dijo mientras abría el congelador para sacar una bolsa llena de pancitos negros-. Estuve de viaje. Rita abrió la bolsa, sacó algunos pancitos y guardó los demás donde los había sacado. Empezó a cortar rebanadas y las puso a tostar. -¿Querés tostadas? -Perdón, no traje nada para comer porque ... -Estuve en Bahía Blanca -dijo-, linda ciudad, playa, acantilados, linda gente por allá. Por un momento me pregunté si Rita en verdad había estado de viaje o si durante las últimas noches se había reunido con sus amigos del grupo de meditación para hacer un viaje astral. Y si en verdad se había ido: ¿dé dónde había sacado dinero para el pasaje?, ¿había dejado de pagar el teléfono? Eso podía ser. Además, por los detalles que daba de la ciudad era posible pensar que sí había estado allá, que sí había visto todos los lugares de los que hablaba, porque para inventar tantas cosas ... En un momento me preguntó: 131

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-¿Nunca estuviste en Bahía Blanca? _Yo era muy chico, casi no me acuerdo. Mientras ella siguió hablando volví a aquel verano. Habíamos ido mi abuela, una sobrina de ella y sus dos hijos. Mi abuela era muy cuidadosa, tanto que un día de lluvia mis primos y yo salimos a jugar en la zanja que pasaba junto a la casa y ella me obligó a ponerme botas de goma. Mis primos, en cambio, salieron descalzos y chapotearon felices en los charcos. Y yo al principio también, pero las botas enseguida se llenaron de agua y no pude seguir. Y al final yo me resfrié y ellos no y me dieron ganas de que mi abuela no fuera más mi mamá, que mi mamá fuera mi tía. También me acordé de una casa abandonada que estaba al lado de la nuestra. Tenía los vidrios rotos y los postigones se golpeaban con el viento; y cuando yo a la noche me despertaba me daba miedo pensar que en ese lugar pudiera vivir alguien. ¿Quién podía vivir en un lugar así? Sólo un monstruo, pensaba yo, o alguien muy malo. Pero después Rita cambió de tema y empezó a hablar de vida extraterrestre y de un día internacional de avistamiento de OVNIS. -Eso va a ser en Atalaya o Magdalena, por ahí, cerca de La Plata. Dijo que en varios puntos específicos del planeta la gente iba a reunirse para esperar la aparición de OVNIS. 132

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-¿Y si no aparecen?, ¿si justo ese día está nublado? -No importa, es la "Vigilia OVNI mundial" -dijo-, si no los vemos ese día los vamos a ver en la próxima fecha, hay todo un calendario de vigilias, hay que tener paciencia, y fe. Vos tenés que pensar que los lugares elegidos son los lugares donde más avistamientos hubo en toda la historia, eso no es poca cosa. Me impresionaba la cantidad de temas que Rita podía manejar. Pero más que la cantidad, la manera en que lograba relacionarlos. Ella, en cierta forma, era una especie de reunión de todos esos temas. Antes de que me fuera, dijo que había ido a Bahía Blanca porque una amiga de una amiga de ella tenía unas tortugas que podían comunicarse con las personas, tortugas ancestrales que aquella mujer usaba para entablar contacto con el pasado, con el futuro -porque el pasado, el presente y el futuro, para Rita, forman parte de un espacio que algunos individuos pueden comprender en un mismo momento, como visto desde arriba- y con los seres extraterrestres que desde siempre habían sido una especie de custodios de la vida en la Tierra. No sé por qué pero en ningún momento le pregunté por Claudia. Tampoco sé por qué ella no me dijo nada sobre eso: supongo que las tortugas la tenían concentrada en otra cosa. Pero quizá lo de las tortugas tenía algo que ver. 133

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-Vení -dijo en un momento-, no te vayas que quiero mostrarte algo. Subimos a la terraza. Ahí todavía estaba la escalera que habíamos usado para ir a la pequeña pieza junto al tanque de agua: las lluvias de los últimos días no parecían haberle hecho nada. Rita subió primero. -Despacio -dijo. -Sí, despacio. En la pieza, en una de las cajas, ahora vacías, una sábana con restos de lechuga. -Su-sí. .. Su-sí. .. Su-sí. .. -dijo Rita justo antes de que, por el caño del desagote, asomara la cabeza una pequeña tortuga. La caparazón del animal era de un color cercano al negro y con vetas casi azules, las patas chuecas y la cabeza bastante desproporcionada con relación al resto del cuerpo. -Su-sí es hija de una de las tortugas de las que te hablé -dijo. -La mujer me la regaló porque esta nació justo el día de mi cumpleaños. Yeso no puede ser porque sí, vos lo sabés. Asentí. Después bajamos, y mientras estábamos con la tortuga casi le digo a Rita algo de lo del supermercado, de volver a intentar ir allá, quizá llevar la tortuga; pero como ella estaba tan feliz con su tortuga pensé que mejor no. Nos despedimos. Yo quería volver a casa, revisar la agenda una última vez para intentar sacar algo en limpio; y si no encontraba

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nada, guardarla en un lugar seguro, lejos de la humedad, de los insectos que pudieran atacarla, dejar pasar un tiempo y más adelante volver a insistir. Pero mientras caminaba hasta casa, no eran muchas cuadras -el sol pegaba duro-, me dio la impresión de que las baldosas de la vereda, casi blancas, empezaban a moverse, como a hundirse, hasta dejar a la vista sólo el cemento de abajo, manchado, medio roto. En el cielo, mientras tanto, el brillo del sol, quizá algo de humo, formaban una masa homogénea y brillante, como de cielo plomizo que junta calor para una lluvia que no viene nunca. Todo el cielo era una especie de radiación, como en la época en que fumaba y todo mi cuerpo se volvía humo. Corrí, llegué, abrí la puerta, entré, di un portazo sin querer y las ventanas retumbaron, las paredes creo que también. y cuando entré a mi cuarto resultó que la agenda no estaba por ningún lado. Busqué entre la pila de la ropa sucia -bastante más baja que la última vez que la había visto-. y traté de acordarme cuándo había ido al lavadero. Me tiré al piso para ver abajo de los muebles. Nada. ¿La habría llevado por error a lavar junto con la ropa que faltaba? N o creo, en el lavadero me hubieran dicho algo. ¿Y si no se habían dado cuenta? Revisé la ropa tendida en busca de restos de papel y, en el bolsillo de una camisa de mangas

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cortas -la que había usado para ir a Moreno-, encontré unos restos: podía ser el boleto del tren, el ticket de la tintorería, el recibo del peaje. O las tres cosas juntas. No pude acordarme si en los dos viajes había usado la misma camisa. Después pensé que la agenda tenía que aparecer, y que si no aparecía esa tenía que aparecer otra, una con más información, muchos más datos en muchas otras agendas.

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SUSANA ESTÁ EN URUGUAY

SUSANA ESTÁ EN URUGUAY

-¿Vas a pedir otro Gancia? -Los hacen tan ricos ... -Como quieras. Por qué no pedís también otra de esas reposeras, estas sillas son un poco incómodas. -Eso podría ser. ¿No la viste a Noemí? Hace como una hora que no la veo por ningún lado. -¿Tanto? Yava a venir, debe haberse quedado hablando con el mozo. -¿Y los chicos?, ¿para qué le pagás si no te los cuida? -Desde acá los miro lo más bien, tía, están allá, en el charco. A Camila el charco ese le encanta, y Pablo se vuelve loco con los caracoles. -Sí, tené cuidado que no se vaya a comer ninguno, el diario dice que hay marea roja. -Mirá, ahí llega Federico, ¿vos le diste plata para un helado? -Sí. -Federico, los chicos están allá, ¿los ves? -Vení acá, a ver, ¿cuándo vas a aprender a no ensuciarte con el helado?, ¿no te diie un millón de veces que pidas servilletas?, ¡qué cosa! Ahí está, andá con tus primos, convidales un poco, eh, y no se acerquen al mar hasta que Noemí los acompañe. -¿Qué leés, tía? -Pavadas, falta que digan que habría que hacer otra guerra... como si hubiéramos ganado. 139

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-Hugo dice lo mismo, yeso que él fue a la plaza, todo. -¿Cuándo viene Hugo? -Y, está trabajando. Si no viene él vienen los Bedel, esos amigos de ... -Sí, Carlos los conoció, decía que eran encantadores. -Supongo que el fin de .semana, a lo mejor un poco antes. -Me parece bien, así no estamos tan solas, con estos chicos... Tendrías que decirle a Noemí, imaginate, si sigue así de despistada cuando llegue esta gente va a ser un papelón, ¿ellos no tienen chicos? Y si además viene Hugo la mata, directamente. -Qué exagerada. Ahora porque no hay nada para hacer, si no ... -Es que si fuera por ella nunca habría nada para hacer, ¿cuál es ese mozo que decís que le gusta?, ¿el morocho?, ¿el flaquito? -No, tía, ese es el que atiende el kiosco, el amigo del bañero, yo te hablo del que... -Ahora me acuerdo, el pelado. -Sí, y que por eso a Noemí no le gusta, por la pelada. Igual se ve que algo debe gustarle, el otro día en la peatonal preguntó por unos peluquines, ¿no te fijaste? -¡Qué horror!, un peluquín, ¿no es de otra época? -Sí, de la tuya. -No te creas, eh, acordate de cuando Carlos 140

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estaba en Flota. Claro, vos eras muy chica, te lo debés acordar con la pelada completa. Fijate vos: en una reunión, no me acuerdo dónde, supongo que también estaba tu padre, no sé si no fue en Brasil, a lo mejor era en el Consulado... ¿Te acordás de cuando fuimos de visita? Carlos quería hacer unos negocios, ¿te acordás? -Me acuerdo de la Embajada. -No, eso fue un poco después, en Panamá: ahí también fuimos, pero esto que te digo tiene que ser antes. Tu padre en Brasil recién empezaba la carrera: era agregado naval y ... Bueno, me acuerdo que hubo una reunión, tiene que haber sido ahí, sí, la recepción de alguien, a lo mejor había llegado el nuevo embajador, una cosa por el estilo. Yohabía tomado un poco de más, para qué te voy a mentir, y estaba en una ronda con Carlos y otros invitados con sus mujeres, y en un momento me fui a servir algo a una mesa que estaba cerca. -¿No pasaban los mozos ofreciendo? -Sí, pero se ve que yo no había podido esperar y el asunto fue que cuando volví a buscar a Carlos no lo podía encontrar. Claro, de espaldas, tan pelado, no lo reconocía. Tuve que dar la vuelta a la ronda, imaginate. Después pensé: qué pelado, y cuando volvimos se lo dije. Pero él nunca usó peluquín, ni se le ocurrió. Estaba orgulloso de tener poco pelo, y de las canas. 141

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-Sí, igual en esa época se usaban más peluquines que ahora. -Supongo que sí, son de otra época. Carlos igual no usaba. -Ahí llega, ¿no te dije?, es una chica responsable. -Perdone, señora, es que tuve que ir al baño para ... -Si necesitás algo decime, eh, no te sientas incómoda. Mirá que ahora los chicos van a querer que los acompañes al agua. -¿No están en el charco ese? -Sí, pero viste cómo es Federico, siempre le gusta que lo revuelques un poco en las olas, en la orillitao -Bueno, señora, yo ... -Está bien, a ver, ayudame a levantarme que si no me mareo, este sol ... -Cuidado, señora. -Bueno, allá están. Vení, Noemí, vamos juntas. ***

-¿Hugo ahora trabaja en una represa? -Sí, en La Pampa, una que tuvo problemas de materiales y hay que reforzarla. -¿Cuánto puede durar una represa? -No sé. Lo que sé es que tienen una vida útil, después no sirven más. -Qué bárbaro, pensar que cuando estuvimos 142

en Salto Grande nos explicaron todo. Uno está ahí y lo que menos se imagina es que algún día semejante monstruo no va a servir más. Te digo, son unas obras faraónicas. -Sí, faraónicas. -¿Te acordás, Fede, de cuando fuimos a Salto Grande? -Dejalo, tía, están jugando. -¿Qué jugando?, este se agita todo, come alguna pavada y después en la cena no tiene hambre. Vení acá Federico, dejá de molestar a Pablo. -La empezó él, mirá cómo me dejó los tobillos. -Son unos bestias, basta, Pablo, dejá a tu primo en paz y andá a guardar los juguetes. Si no está todo ordenado para dentro de un rato no hay papas fritas. -y vos ayudá, Federico, no te hagás el opa. Al final acá la única que se porta bien es Camila, miren cómo ayuda a Noemí con los platos. -Tía ... -Te juro, ya no sé cómo decirle a este chico que no moleste, es un hincha, yeso que es el más grande, debería dar el ejemplo. Pero lo peor es que nunca se acuerda de nada, hay veces que me dan ganas de acogotarlo, no sé para qué uno se esfuerza en que aprenda, en que se cultive un poco, si después se olvida la mi tad de las cosas. -Dejalo, tía, es chico. -Yo averigüé, a lo mejor tiene algún 143

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problema. Te digo que cuando volvamos a casa vaya averiguar por algún neurólogo, yo ya no sé qué hacer. -Yo esperaría, a lo mejor es que no presta atención, a los chicos a veces eso les cuesta. -En el Hospital Naval hay un neurólogo muy bueno. Él atendió a Carlos cuando le descubrieron el tumor en la cabeza. -¡Qué horror!, no pienses en eso. Además, ahí tenés, este chico vivió cosas muy fuertes, hay que darle tiempo. -Eso mismo dice el psicólogo, debe ser que no le tengo paciencia. Igual una consulta nunca viene mal, pensá que ese neurólogo fue el único que pudo darle un diagnóstico a Carlos, el único. ¿Te acordás? Tu padre tiene que acordarse, él se lo recomendó. Lo que pasa es que ese año estaban todos los médicos en el sur, todos los más importantes estaban allá por la guerra. Yo creo que si no hubiera sido por eso Carlos se salvaba. -No te pongas así, ahora hay que pensar, sobre todo de todo, en este chico. -Sí, tenés razón, querida. ¿Cuándo era que venían esos amigos de ustedes? Sabés, estuve pensando, creo que yo también los conocí, tengo que haberlos conocido ... -Puede ser, sí, ¿por qué no vamos a comprar un vino para esta noche? Para la comida debe faltar como media hora. -Dale, vamos. 144

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***

-¿Ya se durmieron? -Noemí les cuenta historias del campo. -¿Pero ella no es de Merlo?, ¿no habla siempre de Merlo? -Sí, pero de Merlo de San Juan, o de San Luis, una de esas. -Tenés razón, qué memoria, si siempre habla del arroyo, de las sierras, qué tonta. -¿Te tomaste media botella? -No tanto, vos también tomaste... -Pero apenas, tía, me parece que esta noche te vas a llevar el premio. -Bueno, igual que ayer. También, ¿cómo se te ocurre traer semejante whisky? La última vez que tomé algo así fue ... ya ni me acuerdo. Carlos lo adoraba. Es el de la etiqueta roja, ¿no? -Negra. -Ese, sí, vale la pena. Imaginate que ahora con la pensión qué voy a comprar, a duras penas alcanza para que limpien una vez por semana. y si no fuera que Federico da tanto trabajo te digo que ni siquiera eso, me las arreglo sola y listo. -¿Pero Carlos no tenía un seguro de vida? -No quedó nada, puras deudas. Y ahora al departamento hay que mantenerlo, ¿eh? Ya pensé en mudarnos a uno más chico así también puedo arreglar el auto, que ya ni uso. 145

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-Entonces vendelo, ¿para qué lo querés? -Ni loca, es un auto... Es un muy buen auto y además cuando los Riggio nos invitan al campo puedo manejar. Eso sí, despacio: Federico se marea, y si no le doy una pastillita para que no se descomponga se descompone seguro. Pero él con tal de ir allá cualquier cosa: no sabés cómo lo enloquecen los caballos. -Susana cabalgaba, ¿no? -Igual que Carlos, debe ser hereditario. Iban los dos a Palermo con la yegüita Dolores y paseaban por los bosques. Y después en el Hípico. Susana llegó a campeona juvenil, le encantaba. -Sí, yo algo de eso sabía. ¿Otra copa? -Por favor, querida. Campeona nacional, mirá cómo son las cosas, ¿no? Y pensá que después ya no pudo seguir porque había que tener un caballo mejor, mantenerlo, y todo eso es muy caro. -Pero los Riggio tienen caballos... -En esa época no los conocíamos, y además se hicieron ricos después, creo que fue con Onganía. Yeso gracias a Carlos y a tu padre. Este Riggio es muy hábil. En cuanto tuvo las relaciones hizo negocios con esos brasileros, eso de la maderera, del papel, ¿te acordás? Tu padre seguro que se acuerda. -Seguro. Tendría que preguntarle, pero él siempre se acuerda de todo. Buen vino, ¿no? -Delicioso. 146

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-La verdad es que de toda esa etapa me acuerdo bastante poco, de joven las cosas de la familia mucho no me importaban. Además era la época de Irán. ¿Qué contacto podía tener yo con todo eso? -¿Pero vos no empezaste a trabajar en esa época? -Sí, pero después. -Claro, vos te viniste antes, todavía me acuerdo de la carta de tu padre. Me pedía encarecidamente que te consiguiera trabajo. Me acuerdo que escribió esa palabra como cinco veces, encarecidamente, encarecidamente, qué gracioso ... La carta debe estar por ahí. ¿Sabés lo que le insistí a Carlos para que te hiciera entrar en el diario? -Y sí, bueno ... -Él se preocupó muchísimo. Fue dos o tres veces a hablar con el director y de paso se fijaba cómo era el ambiente, todo eso que a tu padre tanto le preocupaba, y a Carlos, eso de que no te fueran a... qué se yo, vos viste cómo son los periodistas. -Ay, tía, a Hugo lo conocí en el diario. -¿Pero él no es ingeniero? -Bueno, no pasaba por un buen momento, se había divorciado, estaba fundido. Esa historia alguna vez tengo que habértela contado. ¿No hablamos ayer de eso? -Ya ni me acuerdo. Pero bueno, lo cierto es que ... ¿de qué hablábamos? 147

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-No sé, de Susana ... que ella estaba en ... que tío Carlos no quería que ... -¿Hablábamos de eso? -Algo de eso, sí. ¿Vos sabés cómo entra Susana en todo ese asunto? -Bueno, eh... ¿cómo te puedo decir? Vos viste cómo era Susana, muy idealista, de luchar por las ideas, contra la injusticia, Carlos eso nunca lo entendió. A él ponele un caballo adelante y era feliz. Un caballo o un barco. ¿Sabías que entraba al puerto de Buenos Aires sin remolcador? Le fascinaba navegar. Se le notaba en todo el cuerpo. Antes de embarcarse siempre tenía las manos más firmes, los ojos brillosos, respiraba con ruido, te juro, como un ronquido pero más tranquilo, ¿entendés?, para él todo eso era un sueño. Pero que no le hablaran de política ni de negocios, que no le hablaran de nada. Para él era sólo la Marina y nada más. Y en Flota Mercante lo mismo. Todos esos cocktails lo enfermaban. Siempre eran para pedir o devolver favores, más que nada para pedir. Tu padre mil veces intentó hacerle ganar dinero con negocios de exportar, importar, la mar en coche. Pero a Carlos ni le interesaba. Y bueno... -Y bueno ... -Hay otro vino, ¿no? -Sí, sí, a ver, acá, mirá este, un Chablis, que no será gran cosa pero ... -Pero es Chablis, para bajar un poco ... 148

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-Sí, eso. Y entonces ... ¿cómo entra Susana? -Servime un poco, por favor. -¿Ahí está bien? -Sí, no mucho que ya me está dando sueño. -¿Estás muy cansada? -Un poco. -Mucha playa para nuestra edad, ¿no es cierto? -y, yo ya soy una vieja. -Tampoco tanto, tía, mirá cómo te mantenés. ¿Qué hora será? -A ver... como la una. ¿Mañana venía Hugo? -No... bueno, puede ser. -Entonces ya podríamos irnos a dormir, mirá si llega temprano, o si llegan los Bedel. -Antes van a llamar. -Bueno, por las dudas, es un suponer. -Más vino no, entonces... -Así está bien. 1

***

-¿Un oso? -Un oso.

-¿y qué pasó? -Era mi mascota. Se llamaba Coca-Cola. -Tu padre siempre fue un loco, ¿eh?, qué hombre tan especial. .. -Pero no era para menos, el oso se acostaba y tomaba Coca-Cola del pico de la botella. Se acostaba y agarraba el pico entre las manos, 149

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así, y con las patas levantaba así, ¿ves?, y se la iba tomando. Hugo dice que tendríamos que haberlo llevado para hacer una propaganda, ¿sabés la plata que me hubiera ganado? Imaginate, un oso que toma Coca-Cola. -¡Qué maravilla!, ¡qué maravilla! -En Irán era todo así, de lo más insólito. -¿y qué fue de la vida del oso? -Bueno, terminó en un zoológico. -Claro, no te lo ibas a traer ... -Yo estaba chocha con mi oso, el problema fue cuando casi se come al Sha. -¡Pero qué disparate! -En serio. Se quiso comer al Shá y lo mandaron a un zoológico. Y suerte que no lo mataron, dijeron que era un animal peligroso. En realidad ahí el sonso fue el Shá. Yo le dije que no se acercara, que Coca-Cola sólo dejaba que se acerque la dueña, o sea yo, pero él era el Shá. ¿viste?, ¿cómo una nena, porque yo para el Shá era una nena, iba a poder acercarse y él no? Y bueno, casi se lo ... Uy, mirá eso ... -Bijouterie. -Pero son tan reales ... -Hija, se nota a la legua que son de fantasía. -Tienen piedras auténticas, se las dan a mi mamá y ella hace estos aros y estos anillos y estos colgantes, todos a muy buen precio, pueden probarse y preguntar sin compromiso. -¿y esto es un diamante? -Un diamante. 150

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-Bueno, querida, por favor, mi sobrina y yo sabemos de sobra que ... -N o seas así, tía. -Bueno, pero que no te mientan, qué descarada, tan chiquita y ... -Mirá, se fue, ¿a vos te parece? -Y, si no dicen las cosas como son... qué vergüenza. Te juro que estas cosas me dan vergüenza ajena. Por lo menos que te digan las cosas como son o por lo menos que ... como en N ápoles, esos jarrones que tiran al mar y que parecen romanos, unas cosas ... Y en Grecia ni te cuento, a mí la primera vez casi me convencen de comprar una piedra del Partenón, el tipo ya me la había vendido, si no era por la guía... Es que también, tan buen mozo, hay que reconocer que estos griegos tienen una mezcla ... son tan ... Porque los italianos tienen algo que no termina de ... ¿cómo te puedo decir? -Vos tendrías que haber ido a Irán, tía, allá hay una raza única. Los arios puros, creo que son los soroastros, soroástricos, no me acuerdo. -¿Los arios puros? -No sabés lo que son esos tipos, unos rasgos tan finos, tienen la piel así medio cobriza, y los ojos verde ... un verde raro, brillante, y el pelo es así medio castaño rojizo, así medio ... como pelirrojo, ¿viste? Y nunca se mezclaron, como desde el año ... qué se yo, están así como desde 151

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el año quinientos; dicen que son los famosos descendientes de Zaratustra. Zaratustra era de por ahí, ¿no es cierto?, como del quinientos. -¿Antes de Cristo? -Y ...

-A Carlos una vez le regalaron un libro, La raza cósmica, capaz que hablaba de todo eso. -No lo conozco. -Pero... en realidad no sé, se lo había traído un mexicano interesado en no sé que asunto de esos de Flota. Una edición bárbara. Pero Zaratustra no tiene nada que ver con Mexico, ¿no es verdad? -Es que ... A ver, a América llegaron desde allá, claro, el hombre llegó desde Asia, así que a lo mejor algo que ver tiene, porque si cruzaron el mar ... No sé. Igual te digo que sería una distancia enorme, eso tiene que haber sido un viaje ... - Sí, habría que ver, ¿no es cierto? Y bueno, por eso que Carlos nunca quiso ir, era un viaje tan largo, mucho lío, los chicos todavía eran chicos. -Te digo que si es por raza cósmica esta era algo muy ... desde el punto de vista energético estos tipos eran algo ... imaginate. Más que nada por esos rasgos, tan finos, allá que todos tienen la cara como refregada contra las piedras, con tanto desierto ... -Me imagino. -Sí, emanan una energía que ... 152

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-Miralo a Federico, ¿no es medio peligroso eso que hace con Camila? -Vamos a ver, vení, vamos a ver qué pasa, ponete las sandalias que hasta llegar al mar la arena te mata. ***

-¿Qué hay para cenar? -Le dije a Noemí que comprara espárragos. A los chicos los enloquecen. Y después de anoche quedó un pan de carne entero y les hacemos un puré, igual cuando llegue Noemí ella se las arregla. -Mirá que a Federico los espárragos... -Pero cómo, ¿no era que comía de todo? -Espárragos no, no le gustan, y morrón tampoco porque dice que le da náuseas. Lo de los espárragos es por la vez que tragó vidrio. Eso fue el verano pasado, habíamos alquilado esa casa en La Falda y él se llevó por delante un ventanal. Se cortó acá, no sabés la cantidad de sangre que le salía... y después en el hospital nos dijeron que por los vidrios que se pudo haber tragado tenía que comer muchos espárragos porque tienen esa fibra, ¿viste?, Y se ve que ayuda a que los vidrios no te lastimen adentro. Comió espárragos como un mes y medio o dos. -¿No será un poco exagerado? -Le encantaban. El primer mes se los comía 153

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de lo más contento y el médico había dicho dos meses. Después se asqueó y empecé a darle zapallo, zapallito, todas cosas con fibra. Pero de los espárragos quedó asqueado para siempre, no se los come ni loco. -Además le deben hacer acordar del día del accidente. -Puede ser. A ver, Federico, mostrale a tu tía dónde te lastimaste. -¿Ves?, todo acá. -Me dieron cinco puntos. -¿Cinco puntos en la cabeza?, ¡qué valiente! -Sí, igual lloré. -Bueno, ¿quién no llora con cinco puntos? Cuando nació Camila me dieron tres y no sabés cómo me dolieron. -¿y lloraste? -Cómo va a llorar, ella ya es grande; además ... Bueno, andá para allá, andá que te llama Camila, y ojo con revolcarla como hoy en la playa, eh, que se pueden lastimar. -¿Te conté que hoy llamaron los Bedel? Al final no vienen. Recién van a poder la semana que viene y nosotras ya nos vamos. -Qué picardía. -La verdad. Pero hay que pensar que por algo debe ser. A lo mejor solas estamos mejor. Nunca te lo dije, tía, pero desde que estuve aquellos meses en tu casa, cuando volví de Irán, no sé, siempre sentí que ... ¿cómo te puedo decir? Vos en ese momento fuiste como una madre para 154

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mí. Y Carlos, siempre tan preocupado ... Me parece que nos debíamos un reencuentro como este. Porque ahora con los chicos, tanta cosa, una no puede moverse, estás como atada. -Con los chicos uno no termina nunca. Desde que me casé que cuido chicos. Es decir, desde que nació Cristina, después Susana, después Horacito. Y ahora este, ¿a vos qué te parece? -Tomalo como una misión, tía, también me cuidaste a mí, acordate de ese año que estuve en tu casa, y yo que encima venía de ser la hija del embajador... debe haber sido algo insoportable. -Peor fue con tu hermano. En comparación a los desastres de Daniel los tuyos eran una delicia. Además vos ya eras grande. Cuando Daniel estuvo en casa él apenas tenía doce, trece, iba a empezar el secundario, ¿sabés lo que fue eso? -Me imagino. -No te podés imaginar. A veces pienso si no ... -Yo creo que es tu misión, tía, si no no tiene explicación. -y sí, tiene que ser. ***

-¿No estudiaba Filosofía y Letras? -Sociología. 155

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-Ah, yo pensaba que ... -Ni loca, ella decía que eso era para melindres, para debiluchos, como esa amiga que tenía que venía a casa y hablaba todo en diminutivo, carita, manecita, eso a Susana le enfermaba. -Era más dura, no la convencías fácil. Muy idealista, ¿no? -Idealista y cabezadura. Decía que en la organización aprendía más que en la facultad, y por eso dejó. -Bueno, supongo que algo les enseñarían. Yo la última vez que vi a Susana la noté tan cambiada ... -Pero cómo iba a ser así si ni siquiera conocía cosas como... Una vez me preguntó qué significaba la plusvalía. Eso tiene que ser algo importante. Vos imagínate que yo mucho más que decirle que ... algo de un plus, de un plus del valor, pero eso debe ser algo mucho más complejo, ¿cómo no se lo iban a enseñar? -Plusvalía, eso es de Marx. -Me imagino que sí. Peronistas no eran, ni locos. Pero en el setenta y tres votaron a Perón, eh, eso sí. Lo que pasa es que Susana siempre quiso ser más que los otros, más radical, ¿me entendés? Sus hermanos eran peronistas y ella no, ella tenía que ser algo más, ¿viste?, y les lavaban la cabeza y bueno, ahora andá a saber. Desde que llamó ese tal Elsio, Elvio, qué se yo, nunca supimos nada más. Pero para mí que 156

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está en Uruguay, dicen que allá esta lleno de exiliados. -Tía, allá matan gente, igual que acá. -Bueno, Uruguay, Paraguay, Brasil, a lo mejor se fue a España. Vos pensá que igual si es en Uruguay tiene que ser diferente, nadie los conoce. Además cómo los van a matar. Eso decía Susana, hablaba de campos de concentración y qué se yo cuánta cosa, ¿a vos te parece? Hay campos de exterminio, decía. -Tía, al diario llegaban muchas denuncias, yo a veces tenía que ... Bueno, una vez que llamaron del ERP y dijeron un código yo tuve que ir a un bar, por el Centro, y en el baño de mujeres habían dejado una nota y una lista de nombres. Todos nombres de gente que había sido secuestrada. Siempre llegaban cosas así. -Pero hija, Carlos entendía muy bien todo este asunto. Si hasta habló con ese Almirante ... nunca me acuerdo el nombre, le dijeron que nadie sabía nada. Imaginate que si nadie sabía nada era porque Susana debe haberse ido. Además, ¿por qué vamos a pensar lo peor? No, eso no hay que pensarlo nunca. Además lo peor sería que esté presa, y si es así por qué no nos van a decir el lugar, si es tan fácil. .. -En el diario nos enterábamos de muchas cosas, tía, nos debían muchos favores, de los dos lados. -Ah sf, fijate un poco. ¿Y vos eras de policiales? 157

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-No, pero a veces una podía ... -Hija, yo a veces leía tus notas de cuando ya eras cronista, eran todas de ... -Hugo también trabajaba en el diario. -¿No iba a venir Hugo? -Puede ser. -Podemos preguntarle cuando venga ... -Bueno, yo nada más quería ... Tampoco es que ... -Está bien, querida, ayer el vino estaba mejor, eh, mañana si Hugo no llega vamos a tener que comprar uno como ese. -Sí, aprovechemos que hay que ir al supermercado y compremos uno bueno. ***

-¿Otro Gancia? -No sé, hoy estoy un poco... un poco nerviosa. -¿Preferís tomar otra cosa? -Puede ser, sí, a lo mejor me pido uno de esos tragos que ... -¿Uno como el de Noemí? -Deben ponerle mandarina, ¿no? Tiene un olor tan fuerte. -Vos tenés la nariz tapada, tía, si hasta Federico vino a preguntar si había mandarinas después de sentirle el aliento a Noemí. .. -Es que Federico tiene muy buen olfato. ¿Te conté de la vez que encontró mis llaves por el olor a perfume? 158

-¿Cómo? -Sí, para qué te vaya contar. Ese chico es un sol. Me encontró las llaves por el olor, increíble. Te digo, esa noche no sé cómo salía de casa, eh. Estaban debajo de esa alfombra que nos regaló tu padre, de allá de Irán. -Y sí, son unas alfombras bárbaras. -Bárbaras, sí. Y decime: ¿con qué se compra Noemí esos tragos?, ¿vos cuánto le pagás? -No sé, se los debe regalar el mozo. No se va a gastar la plata en eso, menos acá que todo es carísimo. -Así que ya anda noviando con el mozo ... -Parece ... -Son rápidas estas, eh ... -Rápida para todo. ¿Viste cómo se puso en el bolsillo a los chicos? Y mirá que para ponerse en el bolsillo a Camila... -Tené cuidado, no vaya a ser que de tan rápida termines por llevarte una sorpresa. -Viene recomendada, tía, no va a ser así de idiota. -Me parece que el que también se puso en el bolsillo a Camila es Federico. -Se llevan bien, ¿no? Lástima Pablo, siempre lo pelean tanto. Decí que él es tan bueno ... Además es un chico muy independiente. ¿No lo viste ayer, en la zanja? Se ve que los de al lado habían vaciado la pileta y la zanja estaba llena de agua y él se puso a jugar ahí solito, ponía unas ramitas en el agua y el agua se las llevaba. 159

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-¿Qué querés, Federico? -Plata. -¿y para qué querés plata? Helado todavía no. -No es para helado. Allá, mirá, allá viene la chica esa que vende pulseras y le quiero comprar una a Camila, una que le gusta a ella y que ella no se anima a pedirle. -A ver ... -Dejá, tía, yo le doy. -Faltaba más. ¿Vas a ir vos a comprarla? -Sí, dale que se va para allá y no la veo. -Tomá, y traeme el vuelto que lo necesito " ¿SI. '7 para. .. Traeme1o, -Qué personaje... -Decí que son chicos, porque eso de meterse con una prima... -No seas anticuada. Además eso de andar entre primos es de toda la vida, si en las familias reales son todos parientes -Sí, las familias reales ... -Debe haber razas enteras, tía, si no cómo se explica eso de los arios puros. Esos deben casarse entre sí desde hace siglos. -Siglos. -¿Me pasás el bronceador? -Tomá, ya queda poco, hoy va a haber que comprar. Aprovechemos que también hay que conseguir ese vino ... -Tenés razón, hoy hay que elegir uno bueno.

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-Y, es sábado, no puedo sacarle el franco esta noche. -Como poder podés. -Tía ... -Yo a una al principio le daba franco todos los sábados. Una chica hacendosa, prolija, rápida. Venía de Catamarca, de cuidar cabras. No sabés lo rápido que aprendía. Llegó sin saber lo que era una cocina a gas, un bidet, piso de tierra, imaginate, y en menos de un mes ya sabía todo lo que tenía que saber. Hasta se había anotado en un curso de guitarra con unas monjas. Y al principio los sábados salía feliz de la vida pero después no le gustó tanto y empezó a pedir de quedarse y salir sólo el domingo. Iba a ver a unos parientes que tenía en Morón, La Matanza, por ahí. -Pero no salía porque no quería, es distinto. -Puede ser, sí, pero para mí era mejor. Se lo podés proponer, total no te cuesta nada. -Cuando estemos de vuelta, tía, ahora para qué. -Bueno, si Noemí se va vamos a tener que cuidar a los chicos nosotras. Además te digo: si salen mucho los sábados terminan embarazadas. Yo a la mía le había dicho bien cómo eran las cosas, punto por punto. A casa con esas historias no; hasta le expliqué cómo tenía que cuidarse, todo. 161

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-Este de acá es muy bueno. ¿Qué cosecha es? Acá dice. Sí, muy bueno. Llevemos este, y también podemos llevar... Mirá este gin, ¿sabés hace cuánto que no veía uno de estos? Hay que aprovechar, y además Hugo va a estar tan contento... -¿Vos querés que esta noche termine borracha? Mirá que sin Noemí va a haber que cuidar a los chicos. -Los ponemos a dormir, tía. Aparte le dije a Noemí que recién podía salir cuando estuvieran dormidos. -Ah, bueno, en ese caso ... No, pero mirá si llega Hugo, ¿no era que podía llegar hoya la noche? -No creo, con esa represa trabajan contra reloj, se puede venir abajo en cualquier momento. Hoy hablé con él y si todo anda bien va a llegar para los últimos días, así ya se vuelve con nosotras. Igual: ¿te pensás que le importaría encontrarnos borrachas? Si cuando nos conocimos... bueno, para qué te voy a contar. -Contame, hija, ¿cómo fue? -Esperá, busquemos el agua tónica y los limones antes de que esto se llene de gente. Mirá, hacé la cola en aquella caja que yo mientras busco las cosas. Después te cuento. ***

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-¿Te sentís bien? -Sí, ya se me pasa. -Tomá, agua con limón. -Gracias, es que... -Tomalo despacio, tía. ¿Por qué no te recostás? -Por favor. -Así, a ver, la cabeza así. -Gracias querida, es que ... Una vez a Carlos le ofrecieron un terreno por allá, y después vino todo eso de forestar las tierras esas. Pero éL.. Vos sabés que no era bueno para los negocios. Esas hectáreas peladas cerca del río Uruguay en... ¿dónde era? ¿Carmelo? Cerca de Carmelo, sí, Uruguay. Son tan buena gente los uruguayos ... Yo quería el terreno en Punta del Este pero él se empecinaba con cada cosa ... Cabezadura como Susana. Y los barcos. Él sabía de barcos. En Flota Mercante una vez ... ¿Hay más limón? -Te traigo. -Yo no sé por qué se metía en cosas que no sabía. Esos árboles que al final ... Al final, si hubiéramos comprado el terreno en Punta del Este ahora tendríamos una casa allá, y podríamos mudarnos, no sería tanto viaje, se va y se viene en el día, ¿no? Susana podría venir de visita o vivir con nosotros. Sí. Y tendríamos amigos uruguayos, son tan buena gente ... -¿Qué decías, tía? Acá está, tomá despacio, ya nos vamos a acostar. No tendría que haberte dicho nada. 163

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-Tan buena gente... Susana tenía unos amigos uruguayos, una vez estuvieron en casa. También eran amigos del padre de Federico. A él sí que lo metieron preso, ¿ves? A él sí. También, con lo que había hecho ... Pero Susana no. Ella está en Uruguay. Esos amigos uruguayos eran una monada. Hablaban con Carlos de política y se entendían muy bien. A él le encantaba. Yo no sé por qué tuvo que meterse en eso de forestar. Los barcos para él eran como ... -A ver, tía, dame la mano. -Hija, el día que vuelva Susana... Ese vestido, pobrecita. Él día que se fue llevaba ese vestido de embarazada y abajo un almohadón del living de casa, para que no la agarraran. Imaginate lo que debe haber sido el viaje hasta allá. Con esa panza y ese vestido que le llegaba hasta los tobillos, yesos amigos que la esperaban o que viajaban con ella, andá a saber. Yo una vez le encontré en la ropa unos papeles de tarifas para ir a Uruguay. Por eso te digo, allá todo es diferente. -Vení, por qué no tratás de dormir un poco. Debe ser como vos decís, debe haber salido todo bien, tía, ¿por qué iba a salir algo mal si a Uruguay se va y se viene lo más tranquilo? Susana no es ninguna tonta, lo que te dije son pavadas, en ese diario eran capaces de decirte cualquier cosa. ***

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-¿A las abuelas también les duele la cabeza? -Claro, igual que a los chicos, o más, porque la cabeza es algo que ... Bueno, les puede doler más, por qué no sé, preguntale a papá que él sabe. -Vos siempre igual, mami, como con eso del pitito y lo de la concha. -Bueno, quedate por acá, no te alejes mucho, y ya sabés, si tenés alguna pregunta ... -Sí, papá sabe. -Está tremenda, eh ... -Tremenda. Y decime, ¿le duele mucho la cabeza?, ¿desde cuándo le duele? -Desde anoche. También ... No se mide, le da al gin-tonic como si fuera agua. Igual no es por eso sólo, estuvimos hablando. -¿Hablaron? -Sí, ella dice que Susana está en Uruguayo no sé por dónde y no hay manera de que pueda escuchar otra cosa. Para venir acá con nosotros le dejó al portero de su casa vieja una llave del departamento donde vive ahora, la dirección, todo por si Susana vuelve. -Es increíble que Carlos no le haya dicho nada. -Andá a saber. Él tampoco se esperaba algo así cuando me preguntó. Creo que esa tarde vino para ver que estuviera todo bien, que yo le diga que Susana estaba presa y que él iba a poder hacer algo para sacarla. Nunca se hubiera imaginado que se le había muerto la 165

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hija en un enfrentamiento así, de esa manera, lo pienso y se me pone la piel de gallina. ¿Sabés lo que debe ser enterarse de que tu hija voló por el aire? -Y, sí. .. -Pensá en Camila. Un horror. -¡Papá!, ¡papá!, ¡Federico quiere que vayamos al agua! -Querida, quieren ir al agua ... -¿Solos? -Sí, mami, él me cuida, me agarra de la mano así bien fuerte y no me suelto ni con la ola más grande de todas. -Bueno, pero solos no. Vamos a hacer así: cada uno me agarra fuerte una mano, así. Vení, Hugo, vení vos tamién. -Pero yo quiero solos. -Son muy chicos, Camila. Cuando sean más grandes sí. Ahora agárrense fuerte y yo no los suelto. Hugo, agarralo a Pablo. -A los hombros, campeón, arriba ... -Ahí está. ¿Ven el mar? Fuerte de la mano, bien fuerte, y a correr para que la arena no queme, a ver quién llega primero.

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FUMAR ABAJO DEL AGUA

FUMAR ABAJO DEL ACUA

En marzo del 76' desapareció papá. En agosto nací yo, el 23. Y en noviembre, dos días antes del nacimiento de mi prima Lola -con quien me casé a los 27-, desapareció mamá. Mi tío Hugo -padre de Lola- dice que en el 78' yo, frente a una TV recién comprada, ya gritaba "tin-tina, tin-tina". Después de eso, y antes de casarme, pasaron varias cosas. Mi abuela -la que me crió, la mamá de mamá- me consiguió una beca en el colegio privado donde hice el jardín, la primaria y la secundaria. Durante ese tiempo también pasaron varias cosas. En tercer grado mi abuela me mandó a un psicólogo que en una de las primeras sesiones, cuando le pregunté si sabía de qué habían muerto mis padres, me dijo que lo averiguara en casa. Y mi abuela, que hasta ese momento me había dicho que iba a contármelo cuando yo fuera más grande, me lo contó. Así que yo en tercer grado ya era grande. Un día el psicólogo me dijo: "Tengo un velero, ¿querés aprender a navegar?" "Sí", dije, y juntos navegamos durante casi cuatro años. En todo ese tiempo, además de pensar en el triste destino que habían tenido mis padres, me hice amigo del hijo de mi psicólogo y de otro chico, también hijo de desaparecidos, que iba a navegar con nosotros. Un verano, la abuela de ese chico alquiló una casa en la playa y me invitó para que fuera con mi abuela. Eso fue antes de empezar la secundaria. Poco después, mi psicólogo se murió y yo no navegué más. Ir 169

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a su entierro fue como ir al entierro de papá, sólo que él tenía otro hijo y que, en realidad, él no era mi papá. En la secundaria me cambiaron de grupo y entonces me hice de nuevos amigos, y como todos fumaban, aprendí a fumar. Mi abuela, al principio, me decía que no, que eso no estaba bien y que las chicas iban a mirarme igual. Pero yo fumaba y a ella, al final, le daba lo mismo. Los sábados a la noche iba a lo de un chico que siempre organizaba fiestas en su casa. Él vivía con su mamá -que viajaba mucho- y con sus tres hermanas. Su papá era una incógnita. Vivía, pero creo que para mi amigo era preferible que estuviera muerto. Con el tiempo, vaciamos toda la bodega de la casa y fumamos todos los cartones de cigarrillos que la mamá traía de sus viajes. Una vez, una de sus hermanas me dio un beso y me enamoré. Pero se me pasó: ella le daba besos a cualquiera. En quinto año, mi tío Hugo me regaló un saxo tenor. Yo quería uno desde hacía bastante, pero como a nadie nunca le sobraba tanto dinero, ya me había resignado. Tomé algunas clases y no tardé en integrar una banda de funk. Era raro: ninguno de los chicos de la banda fumaba. Sólo tomaban whisky y aspiraban cocaína. Así que yo también empecé con eso y tuve algunos momentos intensos. Una noche, durante el intervalo, representamos una escena de Buenos muchachee en el baño. Yo no había visto la película; ahora, cada vez que la veo, la escena 170

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me causa muchísima gracia. Lola siempre me pregunta de qué me río y yo, como ella no conoce muy bien esa parte de mi pasado, nunca le digo nada. Después la banda se disolvió. La novia del bajista había quedado embarazada y él decidió cambiar de vida. El día en que se fue, totalmente sobrio -algo sorprendente- repitió más de diez veces la palabra "prioridades". Eso me quedó. Yo, a diferencia de él, no tenía prioridades. Tenía que estudiar, sí, eso decía mi abuela, pero yo no quería o no podía, no sé. En todo caso, estudiar no era mi prioridad. Así estuve, sin prioridades, hasta que un día, en un programa de TV, vi que algunos hijos de desaparecidos se habían organizado. Lo primero que pensé fue en llamar a mi amigo de los años de navegación. La abuela me dijo que él ahora vivía con un amigo. Llamé. Antes de colgarme, el amigo dijo: "mi novio no está". Pasaron algunos meses. Una tarde, por fin, visité la sede de HIJOS de la calle Venezuela, donde me interioricé de lo que hacían y, aunque ninguna de las actividades me interesaba demasiado, me quedé. En realidad, lo que más me interesaba era Gaby. Ella no era hija de desaparecidos, estaba ahí porque le gustaba ayudar. Además, era una experta fumadora de marihuana, algo que yo no conocía muy bien y sobre lo cual ella llegó a enseñármelo todo. Fumábamos juntos y yo me sentía bien. A veces, cuando salíamos de las reuniones caminábamos 171

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hasta la costanera, nos besábamos, y después entrábamos a la reserva y llegábamos al río; y si hacía calor chapoteábamos descalzos en el barro. Era absurdo, pero Gaby, que no tenía padres desaparecidos, era capaz de cualquier cosa por hacer que yo participara cada vez más. Pero no sé si la militancia en HIJOS era para mí, supongo que no. Además, por esa época escuché algo de las indemnizaciones que iba a dar el gobierno. Yo no estaba seguro de empezar con los trámites, pero en cuanto lo hice, Gaby, que no estaba de acuerdo con todo eso, me dejó. Mala suerte, pensé, a mí lo que ella llamaba "migajas" podía servirme. Cuando recibí los bonos que me dieron los vendí y, sin saber qué hacer, me dediqué a salir con los dos o tres amigos que conservaba de la secundaria. La pasábamos bien, pero siempre me daba la sensación de que faltaba algo. Una noche, en un bar, conocí a Vero. A mi abuela Vero le gustaba: tenía ideales sencillos, no fumaba y, como era vegetariana, juntas solían hablar de las dietas que mi abuela tenía que hacer como consecuencia de sus problemas coronarios. Además, a Vero le gustaba viajar, así que viajamos mucho y un día, en Palenque, al sur de México, conocimos una forma de fumar que nos entusiasmó a los dos. Eso sí que era poderoso. Los días pasaban y nosotros estábamos en el paraíso. Sin embargo en un momento empezamos a volvernos locos y 172

FUMAR ABAJO DEL AGUA

supongo que estuve por perder la razón para siempre. Vero, de hecho, la perdió: se enroló en un grupo zapatista y nunca más supe de ella. Otra vez en casa, y con poco para perder, fui al banco. El oficial de inversiones me ofreció un terreno en un lugar nuevo, un country con club náutico y cancha de golf, y me mostró algunas fotos: agua azul, pasto verde, todas cosas que me hicieron recordar mis años de navegación. Acepté, y todo anduvo bien hasta que me dieron la posesión y descubrí la estafa: el suelo era inservible, y para rellenarlo había que usar tanta tierra negra que iba a terminar gastando más en eso que en lo que había pagado por el terreno. Igual, mientras esperaba que los precios subieran para poder vender y hacer alguna diferencia, me preocupé por dejarlo tan bien como fuera posible. Así que compré una pala y una carretilla y acarreé tierra negra durante meses. Por ese tiempo tuve ganas de dejar de fumar pero no pude. Supongo que el esfuerzo de ir y venir con una carretilla impide abandonar cualquier vicio. Después, como todavía me quedaba algo de dinero y no quería vol ver a ser estafado consulté con gente de confianza hasta dar con Sergio, un amigo que había inventado unos pañales para perros. Algo secreto", me dijo, y dijo que tenía que tramitar las patentes y encontrar inversores que los produjeran a gran escala. Así que pagué todo eso de las patentes y nos sentamos a esperar. Al año siguiente, mi tío IJ

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Hugo me dijo que Lola, que había estudiado economía, conocía de un intercambio estudiantil a unos jóvenes empresarios extranjeros que estaban dispuestos a invertir en algo como lo nuestro. Era nuestra oportunidad. Lola, a quien yo no veía desde su fiesta de 15, me contactó con esa gente, y luego de algunas conversaciones acordamos que mi amigo y yo recibiríamos un porcentaje de cada venta. A Lola la excitó el descuido, la seguridad, la indolencia de mi forma de encarar la negociación. Ella piensa, hasta el día de hoy, que yo tenía todo absolutamente calculado: cada acento, cada leve movimiento de los dedos. Y yo, a decir verdad, tampoco tardé en enamorarme de aquella chica emprendedora. Todo anduvo bien. En el amor: casamiento con Lola, nacimiento de nuestro primer hijo. En los negocios: Lola me ayudó a vender mi terreno, y con eso más las buenas ganancias de lo que hacíamos con Sergio, compramos un departamento en Puerto Madero, un velero, una amarra y una pequeña cupé donde pude ir a visitar a mi abuela hasta el día en que, olvidada de sus dietas, "prefiero vivir bien", decía, murió de un ataque cardíaco masivo. Y Sergio siguió con sus inventos, sí, todos inservibles, pero que de una u otra forma nos hacían soñar con cosas en verdad importantes. Hasta que un día, mientras los dos fumábamos en el balcón terraza del departamento -de un lado el río y 174

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del otro los diques, los restoranes que le gustan a Lola-, comenzó a llover y entonces me imaginé -todavía no puedo explicarme cómo: el inventor, entre nosotros, era Sergio- un cigarrillo que no se apagara con la lluvia. Las luces de la ciudad, del borde de la ciudad, se reflejaban en el agua de lluvia y en la del río y en la de los diques. La sola idea de poder asomarme por la baranda, de mojarme, de fumar, me llenaba de emoción. Un aditivo especial para el tabaco, un envoltorio que fuera como el papel, pero impermeable. Él lo desarrolló, yo lo ayudé. Tardamos casi dos años, y unos días antes del nacimiento de mi segundo hijo todo estuvo preparado. Los inversores -Lola siempre hace bien su trabajono tardaron en llegar. Cigarrillos para fumar bajo la lluvia. Eso sí que era un invento. Así que en adelante, con las cosas al fin ordenadas, todo fue planear un futuro de felicidad. Ahora, por ejemplo, quiero acondicionar el velero -mejores equipos, velas más fuertes- para llevar a mi familia a dar una vuelta alrededor del mundo. Sí, y durante el viaje, en alguna noche de lluvia, cuando todos duerman, salir a cubierta, encender uno de esos cigarrillos que inventamos y recordar, mientras fumo, todo lo que pasó, pensar mucho en todo eso, sí; y en todo lo que los jóvenes de mi generación, durante todo este tiempo, fumamos.

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Las máscaras cuelgan del techo, horizontales o verticales, los ojos hacia el frente, hacia arriba o hacia abajo, todas con las bocas abiertas, la lengua afuera, los dientes llenos de emplomaduras y algunas mandíbulas con los apliques que estaban de moda en los 40': reproducciones de los colmillos de los tigres dientes de sable o de los colmillos de los últimos mamuts descongelados. Miguel dice todas estas las hicieron con caras de verdad, todos NN. Enciende un cigarrillo, se asoma a una de las ventanas y empieza a jugar con el humo. Mirá, dice -siempre le gusta ver cómo el humo se deshace en la lluvia, creo que es capaz de quedarse así durante horas-, estos son nuevos, Porteño, la lluvia no los apaga, los hacen con una pólvora refinada que se enciende hasta abajo del agua, cigarrillos para la intemperie. Los conozco. En Buenos Aires los ofrecen en las terrazas: uno se sienta a comer y junto con el plato vienen la cigarrera y algunos de esos cigarrillos de colores. A Lukra le encantan. Ella es capaz de gastarse en cigarrillos todo lo que le pagan en la agencia, hasta el último centavo; y también es capaz de pedir adelantos, de endeudarse, porque para ella fumar, tener siempre a mano el pequeño calor de un cigarrillo, es la clave para sentirse aislada, para ilusionarse con que la lluvia no existe, para borrarla, como si las décadas de tormentas continuas fueran un fantasma del medioevo o 179

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de mucho antes, de la edad antigua, como si todavía viviéramos en los tiempos anteriores al diluvio universal. Miguel termina de fumar y cierra la ventana, enciende el compresor de humedad, se sienta en un rincón. Porteño, dice, el Peludo, vos te acordás, el del kiosco, conoce un galpón; es en las sierras, un poco más abajo de Carolina, allá estas máscaras las pagan a precio de oro, desde que reinstalaron la mina pagan todo con oro y con aleación para ultralivianos. Podemos conseguir que nos den algo de aleación y encargarle al Peludo que nos arme un avioncito, él sabe cómo encastrar las piezas y todo, trabaja con un mecánico de Río Cuarto, uno que a veces contrabandea polvo deshidratante, lo trae de Embalse o de Córdoba, allá los reactores todavía funcionan, vos sabés. No sé qué decir. La última vez que vine a Villa Mercedes Lukra me dijo cuidado, que ese Miguel no te salga con una de sus historias, lo de tomar ese Batallón o lo que sea, eso fue hace como cien años, no se puede vivir en el pasado para siempre. Igual, hace décadas que dice lo mismo, la que se quedó en el pasado es ella. Y Miguel me habló otra vez de papá, de la toma del Batallón 141, hace cien años, de los traidores, de los que murieron por todo eso, de los que deberían haber muerto después, y quedamos en que había que hacer algo cuanto antes, así que ahora digo bueno, vamos. 180

***

En la casa del Peludo las paredes parecen de vidrio. Él dice está todo construido con placas de hormigón imantado, el agua rebota como si fuera granizo; las gotas caen, golpean toda la estructura y la casa parece que tiembla pero no, no tiembla, ni se mueve, en Buenos Aires esto ya no se ve, ¿no? No. Miguel le pide un vaso de ginebra. ¿Y...?, dice, ¿vos pensás que se puede hacer? Suena el timbre. El Peludo atiende a un cliente y al volver dice que sí, que se puede, pero que las versiones sobre lo que hay ahora en el Batallón son muy diferentes. Dicen que es un museo o un basural o que nadie se acuerda y que entonces las plantas crecen como sapos amarillos. También dicen que instalaron una cúpula y que la gente no sólo va a tomar sol sino que compra y vende pasajes a destinos prohibidos, y que como todos están desnudos las autoridades no sospechan. Confiar en gente desnuda, pienso. Pero Miguel me mira a los ojos, pide otra ginebra, y dice mentira, eso de que nadie se da cuenta es chatarreo, si vas a cruzar una frontera desnudo, como andan esos lagartos, te cagan a palos, huevón, para entrar a Córdoba hay que por lo menos vestirse de camalote. O volar entre las nubes, a oscuras. Y ese es nuestro plan, algo arriesgado, pero tres ilegales no podrían pasar de otra manera. 181

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Llama Lukra, con la voz suave y parca de cuando va a decirme algo importante me pregunta si vaya volver y le digo que sí, que en cuanto resolvamos unas cosas vaya volver y la vaya embarazar. No, dice, estoy cansada de no poder pasar los controles, habría que pedirle a alguien que... ¿no se puede tener hijos allá en Mercedes? No sé. La comunicación se interrumpe. Miguel dice olvidate, Porteño, si querés tener un pibe tenés que irte al sur, Bagual, Tajo, Arizona, allá nadie controla, o controlan, sí, pero si vos cada tanto entregás un pibe te dejan tener uno o dos, hasta tienen escuelas nocturnas, todo medio clandestino, vestido de fábrica, ¿sabés?, pero son escuelas como las de antes. A Lukra le gustaría, pienso. Pero allá los planes no llegan, ¿de qué viviríamos sin planes? Imposible. Miguel enciende un cigarrillo. Fumá afuera, dice el Peludo. Sos peludo, ¿eh? Sí, pero fumá afuera. ***

El canal nos lleva a San Luis, y de ahí hasta las sierras hay que pasar por un retén de gendarmes que hablan muy rápido y se ponen nerviosos con facilidad. Nos hacen abrir los bultos: dos gordos sacan las máscaras y las tratan como si fueran trapos o bandas contaminadas. Rompen dos. Miguel, a punto de insultarlos, se contiene. El Peludo me mira, creo que quiere decir algo

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como que al primer problema con Miguel nos volvemos o nos abrimos, que lo del Batallón a él le interesa pero no por Miguel o por mí o por papá sino por él. Además, debe acordarse lo de Tejera y lo de la grúa y todo lo que pasó después. Pero cuando Miguel empieza a hablar con uno de los gendarmes el Peludo se acerca y les ofrece unas bolsitas del polvo deshidratante que contrabandea su amigo y entonces nos dejan seguir. ***

Hace mucho que no venía por acá. Las lluvias cambiaron todo y la única forma de cruzar las sierras es en vehículos con ruedas de oruga, así que dejamos el bote y subimos a un camión donde viajan algunos refugiados del Chaco -se les nota el acento-, y dos negras embarazadas. Tenemos fecha de parto para la semana que viene, dice una de ellas, y la otra explica que es mejor dar a luz donde van a vivir sus hijos porque sino nadie se hace cargo del traslado y esperar a que se los lleven es peor porque las multas por retenerlos son muy altas. Claro, digo, y me pierdo en el paisaje de tosca y árboles caídos que llega hasta el borde de una pendiente muy alta tras la cual crece una montaña de piedras que parecen huecas y más allá el cielo, siempre gris o negro o rojo. Le pregunto a Miguel si acá siempre el cielo es

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rojo, y él dice sí. Como en esa banda que Lukra se robó de la agencia: dos ancianos, quizá una pareja, viajan día y noche bajo un cielo rojo y verde, casi siempre colores puros, brillantes -quizá porque la banda está contaminada-, y a veces, muy pocas, se vuelven oscuros, casi negros. Los ancianos no hablan, o no se escucha lo que dicen -el sonido de la lluvia, mezclado con el de muchos insectos zumbadores y el de explosiones lejanas, es muy envolvente-, y siempre que la usamos los vemos como desde una plataforma móvil que se desplaza atrás del vehículo en el que ellos viajan. Al final, nunca nos ponemos de acuerdo en si ellos hablan o no. Yo opino que las diferentes coloraciones del cielo hablan por ellos, que conforman un código y que sólo hay que sumergirse en la banda, saltar de la plataforma, para descifrarlo; pero Lukra nunca quiere saltar porque si en verdad la banda está contaminada no va a ser algo gracioso. Y es verdad: tengo dos amigos que pasaron diez años encerrados en una banda, todos los daban por muertos hasta que un día volvieron con la ropa hecha harapos, tierra bajo las uñas, en los ojos una furia tenaz, odiosa, y hasta que un juez no los mandó a una de esas bandas de recuperación ellos no dejaban de decir que el futuro no es lo que prometen en Córdoba, en todas las capitales, decían que el futuro es una especie de gran helecho 184

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carnívoro que arrasa con todo lo que encuentra. ¿Quién contamina esas bandas? Las versiones del futuro de los que logran regresar son cada vez más apocalípticas. Ilusos saboteadores de bandas: el futuro debe ser mucho peor, no sé me ocurre qué, pero seguro que mucho peor. Porteño, mirá, dice Miguel, y señala hacia una quebrada inundada, mezcla de laguna y pantano rojizo: rojo arriba y rojo abajo, ¿ves?, dicen que por acá todo se va a poner así, tu papá hubiera estado contento. Durante el viaje suben pasajeros hasta que el camión se completa. En una esquina, sobre una caja de bordes luminosos, un hombre se trenza la barba y se balancea hacia delante y hacia atrás. Junto a él, un androide emite una canción de cuna. Por un momento pienso que es una forma de hablar, que podrían ser miembros de una conspiración que una vez que lleguemos a la mina tome el lugar. Pero no: Miguel se acerca al de la barba y le dice Tuco, soy Gimenez, ¿te acordás? El hombre levanta la cabeza, y con sólo ver a Miguel empieza a tener convulsiones. Abre la boca -en ella un colmillo de tigre dientes de sable- y la cierra sin control. Se traga parte de la barba, cae al piso y como nadie puede hacer nada por él dos refugiados lo alzan y lo tiran afuera. El androide mira lo ocurrido y se arroja atrás del amo: la canción de cuna cae dando tumbos en un bosque de pinos azules. 185

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El Peludo agarra a Miguel de un brazo, ¿qué te pensás que hacés? Nada, dice Miguel. Ysigue: a estos topos hay que tratarlos así, Peludo, que se vayan a espiar a otra parte, a ver si todavía vamos a andar como Raúles cuando se sabe que al primer cambio de aceite nos hacen grito de monja. Puede ser, dice el Peludo, pero después me agarra la mano y me golpea la palma con el índice, una vez, dos veces, muchas -me parece que está nervioso-, y me dice al oído Porteño, acordate, vos todo esto lo hacés por tu viejo, o por vos, no por Miguel, y si este llega a ponerse salvaje vos ya sabés. Yo sé, sí, digo, y cuando el camión pasa sobre unas piedras huecas pierde sustento y da varias vueltas sin control hasta que logra afirmarse sobre un bloque de concreto -supongo que de la vieja autopista- y entonces seguimos. ***

Miguel enciende dos cigarrillos y me dice tomá, fumate uno. Mientras nos revisan, una ráfaga de viento sopla desde la mina. Allá, cerca de una torre de perforación construida sobre un plano inclinado, el humo que emerge del pozo tiene un leve olor a azufre. Sentí, dice Miguel, batata podrida. Caminamos. Para diferenciarnos de los trabajadores y de los lugareños los del control nos obligan a usar las máscaras. Si no, 186

como todos los del carruon que bajaron acá, tendríamos que pagar por esos vestidos que identifican a los visitantes. Miguel tiene cara de jirafa, el Peludo una peluda melena beige, y yo una máscara-traje, mezcla de oso panda y canguro, y mis dedos se confunden con los del traje, cinco, siete, nueve dedos en cada mano y algunas feroces uñas de gato montés. Después, mientras buscamos ese galpón donde canjear las máscaras, el olor a azufre se hace mucho más intenso y Miguel dice que no es azufre, que es otra cosa, que mejor no saber, y del bolso saca tres filtros y nos dice que si no los usamos vamos a terminar mal. Así vestidos me gustaría mandarle una foto a Lukra, pero acá la señal es demasiado fuerte -debe ser por la cantidad de metales disueltos en el aire o por el calor del piso: por momentos da la sensación de que nos aproximamos a la cima de un volcán- y sería como cuando me llegaban las imágenes de ella en su viaje a Monte-Riggi: todas distorsionadas por la radiación de los meteoros que ella y los de su grupo de antropólogos habían ido a investigar. Si esa vez yo hubiera sido un poco más celoso me suicidaba. No, algo mejor: a su regreso le presentaba a Julieta y a las otras; el fruto más salvaje de la creación es la venganza. ***

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Mala suerte: en el galpón de los amigos del Peludo hay una barrera y un holograma del funcionario que clausuró el lugar. Ese es el Britos, dice Miguel. El Britos, dice el Peludo. Ese es medio pariente nuestro, porteño, cuñado de uno de esos hermanastros de mi tío de allá de Paso de las carretas, vos lo conocés. Sí, en Paso de las carretas fue lo de las sandías y lo del farol roto en el dique. El dique, sí, eso ya no está más: ahora el lago parece un mar y dicen que hay hasta olas gigantes y que cuando no llueve tanto la gente va a hacer surf y hasta una vez hubo un torneo y ganaron unos mendocinos borrachos. El Peludo toca a Miguel en un brazo. ¿Y ahora qué hacemos? Miguel levanta los hombros. Este Britos es un culeado, dice. Dale, dice el Peludo, ¿qué hacemos? Y, no sé, acá el que sabe de aleaciones y esas perchas voladoras sos vos. Sí, dice el Peludo, y por cómo mira los demás galpones de la zona supongo que está seguro de que en algún lugar vamos a encontrar lo que buscamos. Los galpones se suceden uno atrás del otro y uno arriba del otro -madrigueras- y no se me ocurre la cantidad de cosas que deben venderse ni cuántas estafas serían posibles en una ciudad como ésta. En una esquina nos ofrecen entrar a una casa de paredes negras donde deben pasar bandas clandestinas. En la puerta de la casa, dos nenas de no más de diez años cantan una canción de una sola frase: venga a bandear, el 188

sol de la mina es algo animal. Animal, repite Miguel, animal, y tararea la melodía durante algunas cuadras hasta que nos sentamos a tomar algo en un bar de techos altos llenos de goteras. Ahora a la tarde cierra todo, dice el Peludo, van a abrir a la noche así que ... Podemos ir a ver una banda, digo. Huevón, dice Miguel, y cuando la mesera se acerca para anotar el pedido él me palmea en la cabeza y le dice mirá a este oso panda, nena, ¿no lo querés probar?, mirá que viene de lejos, hasta te puede llevar a ver una de esas bandas de la mina, es educado, te va a tratar bien. La mujer sonríe: ¿qué van a pedir? Ginebra. Ginebra. Para mí, té con limón. ***

Mientras Miguel y el Peludo siguen con la ginebra les digo ahora vuelvo y vaya ese lugar de las bandas. Debe ser uno de esos trucos baratos: ¿de dónde van a sacar imágenes verdaderas del sol y del cielo despejado? Seguro que están hechas con escenas de películas viejas o recuerdos de mineros muertos. En la casa las paredes negras ahora son verdes y de ellas se desprenden pequeños corazones rojos, juegos de luz que al caer a la vereda y tomar contacto con el agua hacen múltiples cortocircuitos que dan la sensación de estar caminando sobre un charco vibrador. 189

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No soy el único que entra al lugar. Una de las nenas va y viene con el cambio de los que ya pagaron -nunca pagué tanto por una banda- y nos hace pasar de a uno. Adelante de mí, una mujer mucho más alta que yo empuja a un viejo que de tan doblado no saben cómo colocarle el arnés. Antes de entrar a la sala, la voz del parlante que aconseja no intervenir en la banda porque, además de los peligros habituales, el sol no es real y puede ocasionar severas lesiones, se parece a la voz de Miguel. No, es una mezcla de la voz de Miguel y la mía; o una voz que conozco bien. Me ilusiono: podría ser la voz de papá. Apenas me colocan el arnés me siento liviano y empieza la caída libre. Varios gordos y la mujer alta caen más rápido que yo y pasan veloces junto a mí. Después paso junto al viejo -no tarda en perderse arriba- hasta que caigo sobre un médano como los de las bandas de la costa pero lleno de caracoles con forma de disco. Me llevo varios al oído: boleros, guarachas, rumbas y otros ritmos del caribe que a Lukra le encantarían pero a mí no. Por fin me quedo con uno que empieza como un son pero que en realidad está escrito sobre una melodía del altiplano. Y entonces los médanos se vuelven rocas y al subir a una mucho más alta que las otras puede verse el amanecer. Los lugares seguros no están bien delimitados pero igual es fácil seguir el camino 190

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hasta la plataforma de visualización. Fácil para todos menos para el viejo, que entra por error en una caverna y sale transformado en vampiro. Ojalá que los controladores se den cuenta antes de que el sol empiece a subir. La acción es lenta o casi nula. Un grupo de amigos, en medio de un camino de tierra y piedras, intentan arreglar la moto de uno de ellos. Por lo que dicen, todo transcurre poco antes del comienzo de las lluvias y viajan desde el Chaco hacia las zonas altas del Noroeste, así que la música del altiplano es mejor que los ritmos caribeños. Por fin los amigos se ponen de acuerdo: todos menos dos buscarán ayuda más adelante, por lo que el resto de la banda es la espera de dos motociclistas bajo el sol ardiente del desierto. Hablan de muchas cosas sin conexión; buscan, en las peores horas del día, protegerse bajo alguna sombra; buscan agua; se defienden de los animales que los atacan; se lamentan por los amores perdidos: las mujeres no entienden que la lluvia va a llevarse todo, dicen; uno empieza a llorar y el otro lo toma de la mano; bailan y en un momento pierden el equilibrio y caen al piso y no puede vérselos pero uno se imagina lo que puede ocurrir porque mientras bailaban se habían mirado con mucho afecto. Cuánto pudor, dice la mujer alta, y corre a verlos atrás de la piedra. ¡Vengan!, grita, [esta escena es deliciosa! Pero cuando uno de los gordos está por salir 191

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de la plataforma, una serpiente muy delgada, apenas visible, muerde a la mujer en un tobillo y la deja temblando y llena de grandes gotas de sudor que pronto se mezclan con las que empiezan a caer desde el cielo despejado. Los hombres, entonces, salen desnudos de atrás de la piedra y cantan bajo la lluvia. Bueno, hasta acá llego, odio los musicales. Me saco el arnés y lo dejo a un costado. Otra vez en la sala, nadie me presta atención: todos están ocupados en revivir a la mujer alta y en atrapar al murciélago que al ir y venir choca contra todas las paredes y techos del lugar. ***

Cerca de la mina las calles, anchas, suben y bajan en forma abrupta: deben haberlas construido en el suelo ya erosionado por el agua. Es difícil andar a pie pero tenemos que hacerlo porque al Peludo en el bar le hablaron de un lugar que puede interesarnos: un hombre de ropa muy parecida a la del que se arrojó del camión -deben pertenecer a la misma secta- le dijo, casi en secreto, de un galpón que todavía funciona, que los vehículos que tienen no son los más adecuados pero que probemos porque a lo mejor pueden servirnos. Y cuando llegamos, atrás de una puerta de varias capas de hierro, los perfiles oxidados, las bisagras a punto de romperse, un depósito lleno de chapas y motos viejas.

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Miguel hace un veloz reconocimiento del terreno y por cómo mira cada objeto se ve que se siente estafado. Mientras tanto, un empleado le explica al Peludo que las chapas que hay, si bien algo pesadas, son flexibles y fáciles para trabajar. Se usan como fondo cuando diseñan las bandas, dice, acá los que más las piden son los saboteadores, usted las dobla así, ¿ve?, y según el tamaño puede llevarlas en los bolsillos o donde quiera, es fácil pasar los controles, yo los paso. Pero cuando el hombre hace silencio, antes de que vuelva a intentar vendernos algo que no necesitamos, Miguel dice no digás carbonadas, albóndiga, acá tenemos unas mascaritas más buscadas que pelo de huevo y vos nos venís con todo este puré de gaviota, así no es, mejor vení, mostrame esas tres motos, ¿son para el agua o también nos vas a vender ajo sin porro? El hombre, al principio algo intimidado, intenta excusarse. Pero eso dura hasta que de entre algunas chapas salen varios androides -se mueven muy rápido, no puedo contarlosque pronto nos rodean. ¿Vuelan? No, parece que vuelan. En todo caso, vuelan a muy baja altura, o levitan a gran velocidad. La ilusión es perfecta, dice Miguel. No es ilusión, dice el hombre, es tensión. Luego chasquea los dedos y todos los androides caen al piso y quedan desparramados como chatarra. Muy bien, ahora vamos a ver las motos, dice por fin el hombre,

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y mientras avanza hacia ellas los androides se incorporan y caminan atrás nuestro. Y que esta sea la primera y última vez que alguno de ustedes reprueba lo que tengo para ofrecerles, dice. Tensión superficial, sí, usted entiende de esto, ¿verdad? Claro, dice el Peludo, la aguja engrasada que flota en el vaso de agua. Exacto, si usted aplica esta laca viscosa a las ruedas de cualquiera de estas motos logra el mismo efecto: la moto flota. Además, si lo piensa bien, ¿qué mejor manera de llegar a Córdoba que por agua y tierra? Ir por aire es peligroso, las noticias no llegan pero yo y muchos de los que trabajan para mí sabemos la cantidad de ultralivianos que derriban por año. En cambio por tierra, por fuera de los caminos habilitados... Piense, ¿qué mejor que llegar desde el monte? Eso sí, va a necesitar una brújula, una carta de navegación o algo, yo acá tengo algunas, pero una vez en el límite de la ciudad, en las primeras calles de los barrios de arriba, esos nuevos que anda haciendo la Municipalidad, nadie le va a pedir nada, usted puede dejar las motos y entrar a la ciudad de a pie, ¿entiende? "Tensión superficial", repite Miguel, "por tierra", "flotar", ¿te pensás que somos pasto?, desde que empezó a llover que yo no veo una sola moto, ¿ustedes vieron alguna?, para ir de a pie vamos como vos decís, espejito de colores, "de a pie". Bueno, dice el hombre, como los 194

refugiados del Chaco, ellos van de a pie a todos lados, sí, y cuando hay que nadar, nadan, y cuando tienen que ahogarse, se ahogan; las nuevas generaciones de esos chaqueños van a salir con aletas y escamas, ¿quiere que le cuente de cuando estuve con una chaqueña? Bueno, bueno, con una demostración podemos llegar a un acuerdo, dice el Peludo. Porteño, vos que tenías una moto, probá una de estas y después vemos. ***

Todo va bien hasta que mi moto empieza a hundirse. El hombre dice más laca, o menos laca, el cálculo tiene que ser exacto porque si no van a tener problemas. Y confiamos en él, pero pasan varias horas hasta que logramos estabilizar tres motos con la cantidad adecuada de laca en las ruedas. Entonces el hombre explica: esto es acá, en nuestros piletones de prueba, pero si en algún lugar por donde vayan ustedes la densidad del agua es distinta, si el agua está más fría, o más caliente ... Ustedes saben, todo eso influye, siempre hay que ajustar las proporciones. Yo, hablo por mí, aconsejo agregar un lastre a la moto, un lastre importante que sirva para regular el peso. El único problema sería si en algún momento alguno de ustedes tiró demasiada carga y necesita, por las condiciones del agua, algo 195

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más de peso. Bien, para ese caso están estos puertos de ingreso de agua de los costados, ¿ven?, con estas llaves del tablero abren los diferentes puertos y en cuestión de segundos, con el agua que ingresa, llegan al peso deseado. ¿Se entiende? No es complicado, todo consiste en sacar o agregar, como en los submarinos. No tardamos en ponernos de acuerdo. Miguel, que nunca manejó una moto, se siente muy cómodo sobre su chopera de dos escapes en L, cromados. El Peludo, en su Muravey de tres ruedas, parece una langosta a punto de saltar al vacío. Y yo, en mi moto cross, pintura verde metalizada, puntitos brillantes -plateados y dorados- desparramados en toda la superficie, soy el que se ve más joven de los tres. Al principio nos reímos, Miguel parece un chico con juguete nuevo, un remolino de emoción, de nervios, ansioso por empezar a jugar cuanto antes. El Peludo y yo, en cambio, estamos más concentrados. El hombre, verdaderamente, salió ganando: todas nuestras máscaras, años para conseguirlas, a cambio de unas motos que no sabemos hasta dónde pueden llegar. ¿y el combustible?, pregunta el Peludo. El hombre saca, de entre unos contenedores llenos de candados y placas magnéticas, cartones de cigarrillos para lluvia. Tomen, dice, ahora los tanques están llenos, pero cuando la aguja llegue a reserva tienen que abrir la tapa y tirar varios de estos cigarrillos sin apagar el 196

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motor. Van a ver que la aguja enseguida vuelve a marcar. Es por la escasez de nafta, dice, la pólvora resistente al agua hace de explosivo: estos motores, créanme, están preparados para cualquier cosa, y esta pólvora es lo que más rinde. ***

Avanzamos. La velocidad sobre el agua no sólo genera vértigo sino que exacerba todos nuestros deseos. Por momentos, avanzar se parece a un sueño o a uno de esos desmedidos proyectos que imaginamos con Lukra cada vez que usamos una banda emotiva. Los golpes al corazón pueden hacer que uno replantee toda su vida en segundos, que esos segundos exploten en otros y en otros, y entonces todo el tiempo se puede concentrar en un sólo instante, como las ideas sobre la muerte en un velorio o la luz en una sala de espejos. Porque desde que es posible vivir tanto tiempo, y desde que la natalidad dejó de ser una mera urgencia tributaria, la muerte pasó a ser una especie de bache para la conciencia, una idea del pasado, como la idea del castigo divino y la idea de la buena fortuna durante mi infancia. Cuando murió la hermana de Lukra, por ejemplo, nadie lloró, y hasta seguimos enviándole mensajes y fotos durante varios meses. A veces me pregunto si todo esto de ser siempre 197

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jóvenes, si la promesa de que nadie va a morir -si la causa no es violenta- hasta que pasen las lluvias, hasta que todo vuelva a ser como antes, no se va a convertir en lo que la esperanza de un futuro sin desigualdades era para gente como papá. ¿En qué pensás, Porteño?, pregunta Miguel. En papá, digo. Ah, dice. Después sorteamos algunas olas que deben haberse generado abajo: un escape subterráneo, algo así. Y cuando los tres volvemos a acomodarnos sobre las motos, me pregunta si voy bien, o si estoy bien, y yo digo sí, voy bien. ***

Cuando estamos cerca de Córdoba es fácil dejarse tentar y empiezo a mandar fotos del paraíso. Lukra pregunta dónde estoy y yo sólo respondo con fotos. Yo subido a un árbol de inmensas peras maduras, Miguel y el Peludo junto a varias ninfas voladoras, los tres al caer por una cascada de vibrantes grageas de colores, el desaforado paisaje de lunas que pasan a baja altura ofreciendo bebidas gratis y bandas de alta seguridad, Miguel montado a un león, el Peludo entre acolchonada hierba llena de amantes y briznas, yo un mensaje que se transmite por ondas, de boca en boca, hasta caer en una fuente de aceites perfumados. Pero la ilusión dura poco. Miguel me sacude: basta, 198

a no dejarse engañar con nidos de caranchos, no perdamos el hilo que si no terminamos peor que relleno de matambre. Dejamos las motos en un pozo. Esto es un cráter, dice el Peludo. Los últimos ataques, dice Miguel. Y al principio no entiendo, pero al leer en los carteles las advertencias, "campo minado", "minas antipersonales", recuerdo las historias de Lukra y su grupo de antropólogos, lo que ellos dicen de Monte-Riggi y de ese tal Riggi, antes juez, asesino, y ahora artista plástico; materiales preferidos: partes de hombres y mujeres dispuestos a mutilarse para que su carne quede integrada en el trabajo del artista; reconocimiento internacional y denuncias por canibalismo; "el arte no da de comer", dijo Riggi en una entrevista, "la carne humana es el material más noble jamás conocido". Y el cinismo de sus abogados: "Él no hace nada malo, alguien coloca las minas alrededor de su villa y cuando los curiosos que se acercan vuelan por los aires él se limita a recolectar los pedazos y componer con ellos una obra; su estética está llena de dolor, ustedes tendrían que ver a ese pobre hombre en el durísimo momento de empezar a concentrarse para elaborar esa materia horrorosa". Esto no lo sabía: el agua, en Córdoba, corre por zanjas vidriadas. Y no sólo por zanjas sino también por conductos elevados que no son de recolección sino de recirculación. Le pregunto 199

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al Peludo. Dice: el agua drena hacia depósitos bajo tierra y de ahí la bombean a las zanjas y a todo el sistema de tubos. Todo para evitar inundaciones, ¿se entiende?, toda el agua que cae la reutilizan. Esta es una verdadera ciudad seca. Pero la lluvia cae, eso no puede evitarse, y entonces tenemos que refugiarnos en una cúpula. ***

La gente, desnuda, toma sol y bebe licores variados. Hay que averiguar dónde quedaba el Batallón 141, si allí no habrá otra cosa, y hacer los contactos que nos posibiliten la toma del lugar. Miguel se acerca a una mujer alta y delgada pero de brazos anchos y fuertes. Habla unos instantes con ella y luego se dirige a otra y a otra hasta que al final una lo lleva de la mano hasta donde ahora se ubica la primera. Miguel, desconcertado, no sabe qué hacer y vuelve con nosotros. Intenta con otra persona, pero vuelven a llevarlo de mano en mano y termina otra vez donde había comenzado. Antes de irnos, la mujer alta se nos acerca y nos dice los veo preocupados, vengan. Afuera, la lluvia de gotas estiradas, punzantes, se vuelve agresiva. Subimos unas escaleras. No se resbalen, indica la mujer mientras señala los escalones llenos de hongos,

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y después de varios minutos de ascenso entramos a un salón de fiestas donde a pesar de la música estridente, cónica, nadie se mueve. Todos fuman y sólo se complacen en mirar cómo el humo de los cigarrillos se mezcla con las figuras que emergen de una caja musical. Después pasamos a un pequeño recinto lleno de cajas. La mujer dice unas palabras, una clave secreta, y de las cajas salen otras mujeres, todas ellas armadas con látigos o fustas. Miguel sonríe, el Peludo también. Y cuando estoy por levantar los hombros, la mujer alta se me tira encima. Sin poder apartarla, pienso en qué significará para ella la palabra "batallón". ***

Nos alimentan y abusan de nosotros. Los látigos al principio duelen pero después no. Muchas cosas pueden hacerse con un látigo. No sé cuánto tiempo nos quedamos en ese lugar. Bastante. Lukra llama varias veces; no le respondo. Pero en un momento una deliciosa sirena envuelta en cadenas de plumas y cuentas que se entrechocan empieza a acariciarme y nota que alguien me llama, entonces interfiere la señal: preciosa, tu amigo no está, dice, y su voz de ángel, de a poco, se pierde entre los gritos y el llanto de Lukra. Por fin, ya derrumbados en una de las esquinas de la habitación, la mujer alta abre

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la puerta y deja entrar a un hombre cubierto con un manto. Al principio él se mueve con suavidad, sin mostrarse. Luego se escucha una canción de cuna y el hombre deja ver su rostro: barba trenzada, moretones en los pómulos, odio en los filosos dientes de tigre dientes de sable. Miguel intenta levantarse. ¡Tuco!, grita. El Peludo, que apenas respira, busca algo para defenderse. Y yo, igual de cansado que ellos, igual de indefenso, empiezo a quedarme dormido. ***

Los arneses hacen un poco de presión en las axilas -no puede esperarse algo mejor del androide que acaba de ajustarlos- y las palabras de Tuco, dirigidas a Miguel, suenan dulces, amables, un incendio feliz o una danza de algas. Él explica que la banda es segura, que una vez que estemos adentro podremos ir adónde más nos guste y que depende de nosotros si queremos volver o no; pero que si decidimos volver tenemos que considerar que las mujeres nos llevarán, dormidos o desmayados, hasta los límites de la ciudad, y que nunca más podremos volver a pisarla. No hay opción así que aceptamos. La caída, lenta, se parece al movimiento en el desierto: nada cambia al caer. Pero no llegamos a un desierto sino a un campo sembrado con

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maíz rojo. Grandes mazorcas brillantes, granos rubí, chalas color remolacha. Ya de pie en medio del maizal, caminamos. Imposible ver más allá de nuestras narices, pero avanzamos. En un momento el Peludo me propone que me suba a sus hombros, a ver si así llego a ver hacia dónde conviene caminar. Pero las plantas rojas llegan hasta el horizonte y aún después de varias horas de andar en la misma dirección están todas ahí, lejanas, siempre rojas. Durante el tiempo en que intentamos llegar a algún lugar nos alimentamos con las mazorcas -por suerte pueden comerse crudas- y como a veces llueve juntamos algo de agua y la tomamos. Pero al cabo de una o dos semanas estamos visiblemente más flacos y,según parece, Miguel empieza a alucinar. El Peludo se pone frente a él y le dice todo esto es por tu culpa. Miguel dice mi culpa no es, es de los granos, y señala hacia un grano de maíz donde dice poder ver con absoluta claridad todo lo que le gustaría hacer en los próximos años. El Peludo explica: ya está con eso, este huevón siempre soñó con ver el futuro en un grano. Yo no sueño, lo veo, garrapata, miren ustedes. Y es cierto: en uno de los granos de la mazorca que señala Miguel pueden verse muchas cosas, imposible enumerarlas, y no parece que el futuro vaya a ser tan malo. Por otra parte, ¿qué significa el haber encontrado, entre todas estas plantas de maíz, la única que tiene esta mazorca y este grano?

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Resulta fácil quedarse a mirar promesas. ¿Por qué no seguimos?, digo. Andá, ahora te alcanzamos, dice Miguel. Yo voy, dice el Peludo. Y lo dejamos a Miguel con su grano. Igual, para que pueda seguirnos, avanzamos siempre por el mismo surco. Y los días pasan, muchos, y no hay nada peor que dejarlos pasar así, hasta que una tarde, justo antes de parar a descansar, a lo lejos, un hombre sentado, largas uñas, largos cabellos llenos de canas, sentado frente a una planta de maíz. Gritamos pero no responde. Vamos hacia él. El Peludo, excitado, mira al hombre y me mira a mí, muchas veces, me palmea la espalda, llora, aprieta la mandíbula como si una gran emoción vibrara en su garganta. Ycuando llegamos, la esperanza de encontrar al fin a alguien que nos oriente se desmorona: el hombre sentado es Miguel. ***

Círculos, dice Miguel, y nos muestra, en el grano, un mapa del maizal. Sí, los surcos son circulares. El Peludo, furioso, le pregunta por qué no lo dijo antes. Acabo de verlo, alfombra, dice Miguel. Intento calmar los ánimos. Y también vi otras cosas, dice. Y nos muestra un sector del grano sobre el que comienzan a representarse las imágenes de la toma al Batallón 141. Papá, que en 1973 era conscripto, llega en la madrugada del lunes, después del

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franco del domingo, dice la contraseña, le abren. Atrás de él -estaban escondidos- varios jóvenes se precipitan sobre los guardias. Los golpean y los atan. Luego ingresan a uno de los pabellones, toman varios rehenes, cargan armas, todo tipo de armas, en la oscuridad no se alcanza a ver, y se llevan todo en un Unimog que abandonan en las afueras. No hay muertos, no hay sangre. Después sí, habrá muertos y habrá sangre. Papá tiene los días contados. Pero la escena sigue, sólo que mucho después, y los protagonistas somos nosotros, que de un momento a otro entramos al grano y quedamos frente al Batallón. A Miguel, el más anciano, le dicen que pase, por caridad. Lo que no saben es que él, entre sus ropas, lleva las armas que inmovilizarán a los guardias. Reflejos de delgada lagartija, dedos con garfios y ventosas. Después Miguel nos abre y ahí estamos los tres, el Batallón es nuestro. Pero tenemos que hacer algo que justifique el haber venido, el haberlo tomado. Y en eso estamos cuando alguien nos llama desde el primer pabellón. Al principio la voz me suena conocida pero después no, como si algo la interviniera, podría ser la voz de Miguel cuando era joven o la mía. O la de papá. Sí, desde atrás de una puerta corrediza se asoma una cabeza y parte de un hombro y tiene que ser papá. Pero enseguida dejamos de verlo porque antes que él, del galpón, salen varios de los del grupo.

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Uno de ellos, seguramente el jefe, dice somos "Los Decididos de Córdoba", acabamos de tomar el lugar. Miguel, algo desorientado, está por decir que nosotros también acabamos de tomar el lugar cuando papá se sube a un Unimog y grita listo, nos vamos, y todos se suben atrás, se acomodan entre las armas que se llevan y como queda un poco de lugar nos dicen: ¿vienen? ***

Calles anchas en la noche de Córdoba, bulevares llenos de espinas duras, filosas, que papá, al pasar, toca con las manos como si fueran de agua. Son blandas, dice, avanzar es fácil, dice, y entonces las armas robadas se vuelven canciones de libertad y papá me abraza, Miguel me abraza, el Peludo nos abraza y los cuatro somos una especie de final feliz sobre un fondo de pájaros cantores. Después papá dice que más adelante habrá que abandonar el camión y cargar las armas en los autos donde nos espera el resto del grupo. Conductores audaces, dice, velocistas que tendrías que ver para creer. Miguel sonríe, ver para creer, repite, si vos estás acá con nosotros, hermano, se puede creer en vacas voladoras. Todos nos reímos. Y cuando Miguel hace otras bromas: más festejos, más abrazos, más brillantes ideas sobre lo que vendrá.

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Durante el viaje hasta el lugar de encuentro estoy por decirle a papá muchas cosas pero al final no le digo nada. Él maneja como si adelante hubiera un mar revuelto. El volante es un timón y sus movimientos parecen de agua. Los brazos flojos pero tensos a la vez, la mirada vacía pero llena de puntitos brillantes que a lo mejor tienen que ver con haberme encontrado o con algún desperfecto en la banda. Los hombros duros, sí, resistentes, pero por momentos da la impresión de que con una tanza o con cualquier hilo delgado podría atravesarlos sin esfuerzo. Y al llegar, olor a pólvora y fuego, autos en llamas y, atados a varios postes de luz, muchos hombres fusilados. Entonces empuñamos las armas y saltamos afuera del camión. Rodamos sobre la tierra mojada. Disparamos sobre todos los hombres iguales a Tuco parapetados atrás de un terraplén. Balas luminosas, ganas de exterminar. Pero las balas se desvían y las armas se reblandecen hasta derretirse, como nuestros sueños, en nuestras manos. Después, el ejército de hombres iguales a Tuco aplaude nuestra hazaña y Tuco, cuando los aplausos cesan, nos dice muy bien, ahora pueden elegir continuar con esta historia o salir, sólo yo puedo sacarles los arneses. Miguel dice seguir, seguir, a vos, Tuco, te voy a hacer puré de higo. Papá, mientras Miguel intenta otros insultos que no llega a pronunciar -algo impide que sus palabras puedan escucharse-

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me agarra de un brazo y empieza a correr. Pero yo, aunque quiera seguirlo, no puedo: el suelo me atrapa los pies. El Peludo mira los de él, también empantanados, y no comprendemos si la situación es por nuestra indecisión, por las artes de Tuco o por cierta propiedad de la banda. Sin poder mover las piernas, me estiro para sujetar a Miguel, pero él no se hunde, y después de correr algunos metros cae en la red que uno de los hombres de Tuco arroja sobre papá y todos los "Decididos". Papá, adentro de la red, a lo lejos, parece un animal enfermo, una inflamación, copas de árboles sacudidas por el viento. Después Tuco viene adonde quedamos el Peludo y yo y abre los brazos en señal de amistad. Mientras espera nuestra respuesta, atrás de él, a gran velocidad, crecen plantas proteicas, mazorcas con olor a carne asada, adobada, y llueven frutos del mar y jugos dulces enriquecidos con sodio y potasio. El Peludo tiembla, enciende un cigarrillo y se lo apaga en una mano. no hay dolor. Fumamos durante unos instantes, sin hablar, hasta que yo digo volvamos.

algún chaqueño. Puede ser, digo, y quizá hasta podamos convertirnos en chaqueños. Antes de emprender el regreso, Tuco y las mujeres nos despiden con pétalos de rosas negras. Esto es definitivo, dice el Peludo. Sí, eso dice Lukra: rosas negras, definitivo. La llamo. Espero que las imágenes no la sugestionen. Pero en cuanto la conexión es buena ella empieza a enviar las canciones de amor que alguien le canta al oído. Voy a volver, grito, no me hagas esto. Y mientras las canciones se repiten -la voz es dulce y amplia: varias voces- ella dice sí, volvé, por favor, volvé. y después la señal se distorsiona y el Peludo, que ya se alejó algunos metros, me llama y dice allá hay un bote, Porteño, la señora que está en aquella piedra viaja al N arte, a su casa, y no puede remar, así que si nosotros remamos nos deja ir con ella y cuando lleguemos hasta puede darnos una balsa, dice que su casa está llena de balsas.

***

En el límite de la ciudad, sin las motos, lo único que podemos hacer es caminar o nadar. El Peludo dice que quizá pueda ayudarnos

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FELIX BRUZZüNE, 1976, Buenos Aires. Escritor, editor, piletero. En 2005 cofundó la Editorial Tamarisco, dedicada a publicar autores nuevos y escrituras nuevas. En 2008 publicó el libro de cuentos 76 y la novela Los topos. En 2010, la novela Bnrrciontto. Sus libros se tradujeron en Francia y Alemania. Su breve pero contundente obra lo hizo merecerdor, en 2010, en Berlín, del preciado Premio Anna Seghers, que reconoce a un autor latinoamericano cada año. Publicó cuentos y crónicas en medios gráficos y virtuales. Tiene tres hijos y tres perras.

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