Felipe González Toledo, 20 Crónicas Policíacas

April 23, 2020 | Author: Anonymous | Category: Serpiente, vaqueros, Seguro, Publicación, Crímenes
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Felipe González Toledo, 20 crónicas policíacas

20 crónicas policíacas Felipe González Toledo Presentación de Rogelio Echavarría Editorial Planeta Bogotá, 1994, 190 pp. Edición y revisión: emm

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Con afecto y gratitud, dedico este trabajo, a Juanita González Mariño, sin cuya generosa y eficaz ayuda no hubiera podido realizarlo. F.G.T.

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INDICE Este libro, 7 La muerte llamó tres veces, 13 El cadáver viajero, 28 Cuerpo de mujer por libras, 38 El crimen del prebendado, 46 Los zapatos amarillos, 57 El “Doctor Mata”, 66 “El Perro Lobo”, récord criminal, 81 Barragán, enemigo público, 89 La vida y la suerte de don Manuel, 95 Coronel, a prisión perpetua, 102 Los misterios gozosos y dolorosos del 301, 110 El caso de la peluca, 116 La fritanguera y el retratista, 122 Cartas del más allá, 131 Jirones de un famoso proceso, 144 La muerte de Uriel Zapata, 155 Cómo nos llegó la marihuana, 160 Ojo por diente y diente por ojo, 165 Huesos ante el jurado, 171 Cuando la crónica roja tenía que ser inventada, 179

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Felipe González Toledo

Felipe González Toledo nació en Bogotá el 27 de julio de 1911 y falleció en la misma ciudad el 31 de agosto de 1991. Fue redactor en los diarios El liberal, La razón, El Espectador, El Tiempo y la revista Sucesos. Permaneció al frente de la máquina de escribir aún a avanzada edad, cuando escribía las columnas “hace 25 años” y “hace 50 años” del periódico El Tiempo. En 1973 Colcultura editó el libro Trece Crónicas, una antología de los trabajos de González Toledo publicados en la prensa. Otras de sus crónicas figuran en la antología de grandes reportajes realizada por Daniel Samper Pizano (Intermedio Editores) y en Crónicas de otras muertes y otras vidas, selección de textos de sucesos (Universidad de Antioquia). Dos años antes de su deceso, González Toledo recibió la orden Guillermo Cano del CPB, entidad de la cual fue presidente en alguna ocasión. Felipe había contraído matrimonio con Doña Elvira Mariño, con quien tuvo cinco hijos.

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Uno de los maestros de la reportería policíaca fue Felipe González Toledo. Los lectores no se perdían sus crónicas sobre casos que escandalizaron al país, como el de Teresita la descuartizada, el cadáver enmaletado, el asesinato de Gaitán, el juicio al “Doctor Mata”, los suicidas del Salto de Tequendama, los misterios del apartamento 301... Esta es una antología de aquellos crímenes. La hizo el mismo González Toledo. Sin embargo, en un acto de creatividad las volvió a escribir, cuando estaba a punto de cumplir los 80 años. Se trata de las únicas páginas escritas por él de manera deliberada para un libro. Las incluidas de “el crimen del prebendado”, más que una crónica, un relato magnífico, uno de los mejores que se haya escrito últimamente en Colombia.

El tristemente célebre “Doctor Mata”, Nepomuceno Matallana (de sombrero de corcho), conversa con Felipe González Toledo (extremo derecho), durante la reconstrucción en el páramo de Calderitas de uno de los crímenes que se atribuyó el “Doctor Mata”. También aparecen Hipólito Herrera (a pie), colaborador de Matallana, e Iván Arévalo, funcionario de la Seguridad.

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Este libro... Cuando Felipe González Toledo empezó a “disfrutar” de su precaria pensión de retiro, después de más de cincuenta años de trabajo —sin más tregua que la que exige el agotamiento físico—, en los más importantes periódicos capitalinos, quise estimularlo en uno de sus frecuentes momentos de escepticismo ratificándole una propuesta que, desde cuando fundamos el semanario Sucesos, le venía haciendo sin éxito: que escribiera sus memorias profesionales, ni más ni menos la reseña del proceso y progreso de la delincuencia bogotana en nuestro siglo, basándose en los principales casos que él había “cubierto” —como se dice en la jerga periodística— y descubierto, ya que Felipe muchas veces iba en sus pesquisas más lejos que los investigadores oficiales y llegaba a proponerles alternativas que ellos no habían supuesto. ¿Quién, pues, mejor que Felipe para tal empresa? Es más, le di una especie de título y subtítulo tentativos y tentadores para el libro: Sesenta años de crónica roja: de Papá Fidel a Carlos Lehder. El primero fue el más famoso de los capos de la fabricación clandestina de licores en los alredores de Bogotá y el último el personaje principal, en el momento en que los carteles de la droga empezaban a ser descubiertos internacionalmente. El contraste entre la delincuencia pueblerina de los cafuches y el crimen organizado de los narcoterroristas internacionales de ahora. Yo sabía que Felipe había tomado aguardiente con Papá Fidel en alguna trastienda de barrio, pero dudaba que hubiera conocido a Lehder. ¡Claro que lo conocí! —me aseguró—. Desde cuando él era casi un niño he seguido su “carrera” muy de cerca. ¿No recuerdas a una señora muy discreta y distinguida que a veces venía a buscarme a la oficina y con quien salía a la cafetería,

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pues ella no quería que ustedes se enteraran de nuestra conversación? Era la señora madre de Lehder, que quería hablarme, angustiada, de las precoces conductas delictivas de su hijo en Estados Unidos y de sus frecuentes detenciones. Me pedía consejo... —Pero... ¿cómo es que no escribiste ese gran reportaje humano, con tal oportunidad? —No, no hay que confundir la oportunidad con el oportunismo, y en realidad en ese momento no valía la pena. Además, las confidencias no deben ser utilizadas, y menos en detrimento de terceros inocentes, en este caso una madre. El periodista es un colaborador de la justicia en su lucha en defensa de la sociedad, pero la ética le impone obligaciones humanas. No se puede correr a publicar cuanto chismecito se oye por ahí... No todo es noticia, como piensan —si es que piensan— los afanosos reporteros de hoy. ¡La gran crisis de nuestro periodismo es la falta de criterio para escoger entre lo que se debe y no se debe, y cómo y cuándo publicar! (Al reproducir este diálogo no sé si todas las palabras son suyas. Algunas pueden ser mías, pero de todas maneras interpretan su pensamiento. Entre maestro y alumno pueden presentarse estas confusiones...). Lo triste es que, aunque se entusiasmó con la idea del libro, más por alimentar nostalgias que por cualquier otro motivo, no lo comenzó. Entonces le abrí una nueva posibilidad, alentado por haber aceptado encargarse de las secciones “Hace 50 años” y “Hace 25 años” en El Tiempo, lo que 10 obligaba a consultar las colecciones de los diarios: que recogiera los textos de sus propias páginas publicadas desde su uso de La Razón. Le prometí, contra toda posibilidad de mi parte pero con la más entrañable buena voluntad, ayudarlo en el copiado y la edición (como lo hice para el libro Crónicas de

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otras muertes y otras vidas con su histórico trabajo sobre el proceso Gaitán), siempre y cuando él me orientara en las fechas de las selecciones. Lo único nuevo que debía hacer era algunas notas muy breves para aclarar nombres y explicar locuciones o procedimientos incomprensibles para la inteligencia del lector actual, o para contar alguna anécdota al margen, no divulgada en su oportunidad, como la de su amenaza de muerte por parte de los sicarios de Papá Fidel... Su disculpa final fue la de que no podía desplazarse como el proyecto lo requería y que, lo real y tristemente cierto, estaba perdiendo la vista. Lo poco que podía sacar en limpio ya, se debía a que siempre fue un magnífico mecanógrafo que podía escribir a ciegas (unos impolutos originales, así se sentara a la mesa de redacción después de una alcoholizadamente larga charla con sus informadores en la viciada y peligrosa penumbra de un café de extramuros) pero sin una letra, una palabra o un concepto en falso. Me prometió pensarlo, pero cuando yo ya había perdido toda esperanza me comunicó que “para quitarse de encima” mi suplicante insistencia había resuelto reconstruir de memoria Felipe González Toledo —sin tomar notas “para no molestar a nadie”— algunos de los más famosos casos, lo que me sorprendió inocultablemente aunque yo sabía que su memoria era infalible. Él, que reparó en ello, me convenció de inmediato: —Detalle que se me olvide es porque no vale la pena... Fue así como inició y fue llenando lentamente —pues él medía y pesaba siempre las palabras antes de escribirlas y aun de pronunciarlas— estas cuartillas que, puedo asegurarlo, fueron las únicas que González Toledo escribió para ser publicadas en libro. No siguieron una pauta previa ni guardan un orden cronológico. No sé si el título sugerido por él para el libro, el mismo de su crónica “La muerte llamó tres veces”,

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sea en definitiva el que aparece, aunque yo se lo critiqué no sólo por parecerse al muy famoso del cartero que sólo llamó dos, sino porque acababa de aparecer en las carteleras una película con nombre igual al del “cuento” de Felipe. Ya la muerte lo llamaba a él, que la cortejó tantas veces... Fueron diecinueve capítulos. “Acabo de cumplir 80 años... ¡Y no doy más!”, nos dijo a Juan Leonel Giraldo y a mí en una de las últimas entrevistas que tuvimos en su casa, de tan grato y familiar ambiente chapineruno (que él llevaba en el alma). Entonces, ¿por qué aparecen aquí veinte? Por mi manía de redondear las cosas. Y porque, al seleccionar las páginas publicadas por nuestro semanario con destino al libro que editó en 1993 la Universidad de Antioquia, encontré —y la trasladé a éste— una que se refería a aquella “dichosa edad y siglos dichosos” (González Toledo era, naturalmente, quijotesco y cervantino) cuando en Bogotá eran tan escasas las noticias de policía que los periódicos tenían que inventarlas para satisfacer la ansiedad de los lectores de misterios (lo que después vino a llamarse suspenso, tal vez porque las historias se prolongaban por entregas...). El más tremendo de aquellos inventores fue Porfirio BarbaJacob quien, cuando era jefe de redacción del vespertino de los Canos, creó un tenebroso personaje cuya mano apareció impresa en la página —ya que no había “el retrato de la víctima” que era el “gancho” del pregón de los voceadores— para infundir verosimilitud al infundio. Mano que denunciaba —de haber existido en ese tiempo tal recurso investigativo de identificación— las huellas dactilares de Miguel Ángel Osorio, el maestrico de Angostura que se convirtió en compulsivo fundador de periódicos y a quien tantos folletones acreditan también como precursor del “amarillismo” ... (aunque en blanco y negro ).

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Caso aparte es el de otros cronistas policíacos, como José Joaquín Ximénez, de El Tiempo, quien dedicaba versos suyos a las anónimas víctimas de tragedias tan frecuentes en los años 40, como suicidios en el Tequendama (el salto, porque el hotel entonces no existía). Gabriel García Márquez llamó a Felipe González “el inventor de la crónica roja”, pero la connotación que le dio es la misma —si no estamos tan alejados de la realidad maravillosa— que se advierte en la última frase del primer capítulo de Cien años de soledad sobre la llegada del hielo a Macondo: “Es el gran invento de nuestro tiempo”. Cuando conocí a Felipe, en 1945, ya no se inventaban noticias. Sobraban. Otros dos grandes de la crónica policial actuaban entonces: Ismael Enrique Arenas, quien al servicio del diario de los Santos se movía como pez en el agua en los altos estrados judiciales, y Rafael Eslava, quien alimentaba con innegable habilidad Felipe González Toledo las calderas subversivas de El Siglo. La policía y no sólo el cuerpo mismo sino la información producida en esa rama— se politizó. No puede ser de otro modo cuando el estatuto de moda es el código penal. El enfrentamiento entre los partidos llevó a Colombia a una violencia consuetudinaria y la crisis de los valores a una degradación social que ya devaluó tanto la vida que no son noticia de primera página ni las masacres cotidianas. La primera crónica que F. G. T. me entregó para este libro, como cosa rara, no se refiere a un caso notable. Su tema lo mantuvo inédito hasta cuando se sintió liberado, cuando “estoy más allá del bien y del mal”, es decir, sin compromisos laborales ni con uno ni con otro. Él siempre fue un ejemplo de nobleza y lealtad. No había querido molestar a sus queridos amigos y compañeros de siempre al describir, eso sí, en la forma más delicada y elegante para no herir susceptibilidades,

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una anécdota que revela la competencia profesional entre El Tiempo y El Espectador: Es la que cuenta el trágico enfrentamiento de dos fotógrafos de cajón y trapo negro, pioneros de la reportería gráfica callejera, y cuyos supérstites hacen parte del típico ambiente de los parques colombianos. Este es, pues, un libro incompleto para quienes exigíamos más cantidad de su autor, pero suficiente, plenamente satisfactorio, para sus lectores viejos y los cada vez más nuevos. Es su único libro original y exclusivo y, finalmente, su obra testamentaria. Y aquí, después de haber soslayado tantos recuerdos personales para quitar a este preámbulo la peligrosa expresión de sentimientos tan profundos como los que consolidaron vidas paralelas y familiarmente sin secretos, la infidencia final: Como Felipe había pedido a su admirable esposa Elvira y a sus queridos hijos que no lo depositaran en el mausoleo de los periodistas porque quería que sus cenizas hicieran parte del aire bogotano, ellos cumplieron al pie de la letra tal voluntad irrevocable. Silenciosa, discreta y lentamente las fueron derramando al aire helado de los cerros en el más triste descenso del funicular de Monserrate.

Rogelio Echavarría Bogotá, mayo de 1994

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La muerte llamó tres veces

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l hombretón entró al cafecito con pasos duros, echó una mirada panorámica al recinto casi vacío y se acomodó en una mesita arrinconada. Llevaba botas, pantalón de dril, camisa de cuadros, chaqueta de cuero y un sombrero de anchas alas. La copera, una mujeruca de aspecto humilde, casi insignificante, se hacía tener en cuenta por su embarazo, ya cercano a los siete meses. —¿Qué le sirvo? A esta pregunta de la mujeruca, el hombre respondió escuetamente, pero con un acento que bien podría calificarse de amable: —Tráeme una cerveza fría. Puede ser de una marca cualquiera. De una vez consumió ávidamente la mitad de la botella, y con golpes en la mesa llamó de nuevo a la muchacha, para preguntarle: —¿Quieres tomar alguna cosa? Tras falsa vacilación, la copera aceptó una gaseosa, la trajo enseguida y ocupó un asiento al frente del hombre. Para reanudar el diálogo, el hombre de marcado aspecto rural preguntó: —¿ Cómo te llamas tú? —Mi nombre de pila es Lucinda, pero aquí me dicen Lucy —respondió tímidamente la muchacha. Y agregó anticipándose al interrogatorio—: Yo soy de Sutatausa.

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— Yo me llamo Antonio Cortés y he simpatizado mucho contigo. Dame otra cerveza bien helada. Tanta simpatía me has despertado, que estoy pensando en hacerte una propuesta que posiblemente te parecerá buena. Varias mesas del cafetín habían sido ocupadas y el trabajo de la muchacha impedía la continuación de la charla. En una breve oportunidad, el hombre la llamó: —Lucinda. Yo prefiero llamarte Lucinda... —Como guste, señor Cortés... —Yo vuelvo mañana a despedirme —dijo o el hombretón— porque el viernes me voy para mi finca de los Llanos y demoro unas dos semanas. A la misma hora de la víspera, diez de la mañana, llegó Cortés al cafetín, en busca de Lucinda. La saludó diciéndole “mi amor” y le reprochó cuando ella le respondió llamándolo “don Antonio”. Y entró en materia: —Pasé la noche pensando en ti y acariciando mi proyecto. Tú me gustas mucho y he pensado en casarme contigo. Yo vivo muy solo en la finca y quiero que me acompañes. —¿Pero es que usted no se ha fijado en el estado en que me encuentro? —Claro que sí —contestó Cortés con una expresión indulgente y algo alegre y, como si esta benevolencia no fuera suficiente, agregó en un tono melifluo:

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—Esa situación tuya es una ventaja para mí. Me he dado cabal cuenta de que estás esperando un hijo para muy pronto, y pienso que él será tu compañero mientras yo paso el día lidiando el ganado. Será algo así como tu juguete y tu alegría de la vida durante mis ausencias. Pero, para hacerme estas ilusiones, debo preguntarte algo muy importante: ¿Tú estás enamorada del padre de tu hijo? ¿Mantienes con él alguna relación? —No, señor. Ese es un sinvergüenza que no he vuelto a ver. Casi le digo que si hoy lo veo, no lo conozco. Creo que así son todos los hombres... —No, Lucinda, yo no soy así. Yo soy sincero y mis intenciones para contigo son las de darte un poco de la felicidad que mereces. La mujer, enternecida, le besó una mano, y Cortés prosiguió el esbozo de sus planes: —Quiero casarme contigo, pronto. Este propósito se me ha metido en la cabeza, y el matrimonio debe ser cuanto antes. Anoche me eché al bolsillo mi partida de bautismo que estaba en casa de una hermana, y ahora necesitamos la tuya. Como yo me voy para la finca y demoro dos semanas, tienes tiempo para conseguirla. —Tengo que ir hasta Sutatausa a buscarla —anotó Lucinda, cuyo aparente tropiezo significaba una aceptación de la inesperada e insólita propuesta matrimonial. Cortés pagó las tres cervezas heladas que había consumido y dejó el sobrante del billete en manos de la muchacha, a manera de propina. Además, le entregó cincuenta pesos con la advertencia:

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—Esto es para que, mientras yo estoy en la finca, tú vayas a tu pueblo y saques la partida. —Gracias, Antonio —se atrevió por primera vez y aunque escapadizamente por parte de ella, se besaron boca aboca. —Dentro de quince días nos encontramos aquí. No me falles —fueron las últimas palabras de despedida, y Lucinda quedó tan risueña y atontada que no acertó a prestar la debida atención a la clientela del cafecito que ya había invadido las mesas. Cortés regresó puntualmente, y ocho días más tarde, en el templo parroquial de Las Aguas, cumplidamente, se celebró el matrimonio. Una hermana del contrayente y un amigo fueron los padrinos. —Yo hubiera querido —dijo Antonio Cortés— que mi hermano mayor fuera el padrino, pero él es representante a la Cámara y ahora anda en gira política. Es tan difícil cuadrarlo... Efectivamente, el hermano de Antonio era representante. Primero fue guerrillero en los Llanos y más tarde, habiendo contabilizado unos votos, se lanzó a la política y pescó una suplencia de congresista que por temporadas fue efectiva. Y al período siguiente llegó a “principal”. Contrayentes y padrinos tomaron el desayuno en una chocolatería de la “Puerta Falsa”, y Cortés y su hermana acompañaron a Lucinda hasta la miserable vivienda para que recogiera el baúl de “sus cosas”. Transitoriamente, la pareja se instaló en la casa de la hermana del llanero, vivienda que no era mucho más lujosa que la de Lucinda. Y una vez allí,

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Antonio y su esposa tuvieron amplia oportunidad de planear el desenvolvimiento de su vida inmediatamente futura. La temporada propia de lo que se llama “luna de miel” fue absorbida por las incomodidades del embarazo y la proximidad del parto. —Así no podemos viajar —observó Antonio—, y es mejor que aquí, a pesar de la desagradable instalación, nazca el niño. Después, cuando te repongas un poco, haremos juntos unas importantes diligencias antes de irnos para la finca. —Como a usted le parezca —respondió Lucinda sometidamente. El niño “se presentó”, con un poquito de anticipación, y en el trance la parturienta fue asistida por Lucrecia, la hermana de Cortés. —¡Es un varón! —exclamó el llanero, con el mismo entusiasmo de un verdadero padre—. Se llamará Antonio y llevará mi apellido. Transcurrió poco más de una semana y la pareja inició sus preparativos de viaje. Llevada en taxi, Lucinda acompañó a su marido a unas diligencias que ella no entendió. Solamente se dio cuenta de que la sometieron aun examen médico que ella interpretó como un “detalle” de consideración y amor. Con su autoridad inapelable, el hombre dispuso: —Es peligroso que llevemos al niño tan recién nacido, porque el clima caliente puede sentarle mal. Lo dejaremos al cuidado de Lucrecia, que se ha portado tan bien y le ha tomado tanto cariño. Cuando cumpla unos dos meses, volveremos por él.

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Me parece que me he extendido mucho en estos preludios pero los creo muy necesarios para captar en su integridad este novelón de la vida real que supera a la fantasía. Ahora, la pareja de recién casados está en Puerto López, en pleno Llano. Tan provisionalmente como ya es costumbre, Cortés y Lucinda están hospedados en una pieza ciega, con derecho a servicios en la vecindad, en las afueras de la población, de paso para la finca de que hablaba con mucha propiedad el señor Cortés. Por la muy reciente maternidad de Lucinda y las circunstancias anteriores al parto el matrimonio no se había consumado, y la pareja dormía en camas separadas que estrechamente cabían en la piecita ciega. Pero Lucinda, una madrugada, notó que Antonio se estaba levantando y escuchó cuando él trajinaba en un rincón de la minúscula habitación. Adormilada, escuchó que se despedía porque debía atender a sus quehaceres, pero que estaría de regreso antes del atardecer. Luego oyó que cerraba la habitación y le pareció que había ajustado un candado. Lucinda quiso entregarse de nuevo al sueño, pero cuando en su soledad pensaba en sí misma y en las rarezas de su nueva vida sintió un dolor agudo, horrible, en él antebrazo izquierdo. Como pudo, se incorporó, encendió la luz y vio que una serpiente compartía su camastro. Horrorizada, de un salto superior a sus precarias fuerzas, quiso abrir la puerta que Cortés había dejado asegurada con candado, y sin más qué hacer profirió gritos en demanda de auxilio: —¡Una culebra! ¡Me mordió una culebra! Los vecinos no tardaron en acudir y Lucinda, con sus agudas voces, explicó lo que le pasaba.

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—¡EI brazo me está doliendo muchísimo! Estoy sola. Antonio madrugó a irse. Con una llave de mecánica alguien abrió el candado, y tres o cuatro personas entraron pero retrocedieron al ver la serpiente enchipada en la cama. Es una “cuatronarices”— conceptuó el único vecino que se acercó, y después de identificar al animal se quitó el cinturón y le asestó un violento lapo por el extremo de la hebilla. La culebra, visiblemente quebrantada, trató de defenderse, pero nuevos golpes la dominaron del todo. —Sí. Es una “cuatronarices”, que es tan venenosa — confirmaron los vecinos que de nuevo entraron a la habitación cuando supieron que la serpiente había sido completamente dominada—. ¿De dónde pudo haber salido ese animal? —Sí. Es muy raro, porque esos bichos no arriman por aquí —comentó otro de los curiosos. El hombre que tomó la iniciativa y comenzó por darle muerte a la temible culebra, pasó a ocuparse de la salud de la víctima. y abundaron las opiniones sobre los mejores remedios regionales indicados para estos casos. Los “contras” y los medicamentos llaneros parecen increíbles, pero los más escépticos, entre quienes han atestiguado sus efectos, acaban por creer en ellos con la fe más firme e incondicional. Por esto, todos los presentes, cuyo número ya casi era un tumultuario, prorrumpieron en exclamaciones aprobatorias, cuando alguien expresó en tono inapelable:

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—Debemos salvar a esta pobre muchacha. Hay que rezarla. Busquemos a don Jacinto. Buena parte de la gente se movilizó en busca del rezandero, y correspondiendo a la urgencia don Jacinto llegó. Era un hombre de cara pétrea, bien maduro sin pisar todavía la ancianidad. Con pocas palabras ordenó despejar el recinto. En posición de cuclillas observó el cadáver de la serpiente que permanecía en el piso y luego tomó en sus manos la cabeza de Lucinda, y en voz muy baja y confusa susurró sus oraciones rituales, envueltas en el silencio fervoroso y expectante de las pocas personas que permanecían en el cuarto y de la multitud que se agolpaba a la puerta de la pieza ciega. El brujo asperjó con un misterioso líquido el cuerpo semidesnudo y exclamó en voz un poco más fuerte que la de las oraciones: —¡Estás salvada! Cuando Cortés regresó, se informó del “contratiempo”; miró atentamente la culebra muerta, cuyo entierro ya había sido ordenado por don Jacinto, y se limitó a comentar: —¿Por dónde pudo haber entrado este animal? Agradeció los oportunos auxilios y anunció, dirigiéndose a Lucinda: —Gracias a Dios, estás salvada, pero todavía necesitas un tratamiento. La muchacha, con mediano apetito, recibió de una vecina unas cucharadas de caldo y enseguida se quedó dormida, apaciblemente .

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—Te dije que todavía necesitas un tratamiento —le recordó Cortés a la muchacha cuando amaneció al día siguiente, y agregó: —Quedaste muy débil y voy a llevarte donde un curandero que sabe mucho de estas cosas. —Todavía tengo dolores en el brazo —respondió Lucinda—, y las cucharadas de caldo me provocaron vómito. —Pero ya estás al otro lado y creo que el viernes podemos ir donde el curandero. Es un viaje corto y cómodo —concluyó Cortés. Pasadas las nueve de la mañana del viernes señalado, la pareja abordó una rudimentaria canoa. Él, con los remos, ocupó puesto en una tabla atravesada en la popa. Ella buscó acomodo en el asiento que cierra el ángulo agudo de la proa, de espaldas a la corriente, y echaron aguas abajo en dirección —dijo Cortés— a la vivienda del curandero. De pronto, la canoa dio un vuelco y ambos cayeron al agua. Cortés, que llevaba ropa muy ligera, en pocas braceadas de buen nadador fácilmente ganó la orilla. La muchacha siguió a merced de la corriente. Por segunda vez, a Lucinda la tocó la muerte. Pero unos vaqueros que pasaban por la orilla del río vieron una cabellera que flotaba y una cabeza que de cuando en cuando emergía del agua. —Es una mujer que se está ahogando —dijo uno de los del grupo de jinetes, a tiempo que alistaba su rejo y lanzaba el “chambuque” con habilidad profesional.

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—Está llena de agua, pero viva —dijo otro de los jinetes, y se desmontó mientras su compañero, que con precisión la había enlazado, la sacaba a la orilla. La colocaron en posición de boca abajo y con tracciones rítmicas la hicieron arrojar todo el líquido. Sólo fueron necesarios unos pocos minutos para que la muchacha recobrara plenamente el sentido y explicara lo ocurrido: —Fue un accidente. Íbamos río abajo en una canoa que se nos volcó. No sé por qué pasó esto, ni sé qué le pasaría a mi marido. Lucinda informó a los vaqueros que vivían en Puerto López, y les pidió que la llevaran allá. Cuando los vaqueros llegaron con la mujer, a quien uno de ellos, muy cuidadosamente, había acomodado en la grupa de su cabalgadura, Cortés dormía profundamente, y al ver a su mujer lanzó una expresión sin duda subconsciente: —¿Y esa vaina? Después, con melifluas palabras, agradeció a los jinetes la salvación de su esposa, y agregó, acaso sinceramente: —Esto es un verdadero milagro... Yo también me salvé de milagro. Y explicó a los vaqueros: —Esta muchacha se paró dentro de la canoa para cambiar de puesto: dio un traspié y, para estabilizar el equilibrio, apoyó un pie en el lado contrario al que se había inclinado. Así comenzó el hamaqueo de la canoa, hasta que se volcó. El río estaba bravo y la corriente me dominó sin que yo hubiera podido hacer algo para salvarla. Gracias a Dios, ustedes le

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salvaron la vida y me la trajeron. Dios es muy grande y yo no tengo con qué pagarles a ustedes el incomparable beneficio con que me han favorecido... —Hemos perdido mucho tiempo —sentenció el “dueño” del paseo— y yo tengo urgencia de ir a la finca. Ya han pasado ocho días desde el accidente de la canoa, y mañana nos podremos ir. ¿Tú qué tal eres para montar a caballo? —Pues yo creo que no muy buena, pero como iremos despacito. —De paso llegaremos donde el curandero, que está sobre el camino, y luego seguiremos para la finca. Apareció, entonces, un nuevo personaje que al día siguiente llevó las bestias a la vivienda de la pareja. Era Campo Elías Zamudio, un hombre pequeño, dicharachero y ladino, apodado “Gorgojo”, que montaba en un macho de buena alzada, inquieto y pajarero. —En mi finca, “Gorgojo” es el encargado. Lo conozco hace mucho tiempo y le tengo mucha confianza —dijo Cortés a manera de presentación—. Puedes decirle “Gorgojo”, porque él no entiende por otro nombre. Las otras dos monturas: y el caballo era acuerpado y moro, y la yegua, baya y pequeñona. Cortés acomodó a Lucinda en la tercera bestia, y para tranquilizarla le advirtió: —Este es un animal muy mansito, especial para ti. Cuando todos tres estaban montados, Cortés y Lucinda se despidieron por última vez de los vecinos que habían salido a sus puertas a presenciar la partida. Abrió la marcha Cortés y cuando la cabalgata se había alejado unos pocos pasos las

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vecinas, posiblemente bajo una indefinida prevención, favorecieron a la viajera con distantes y repetidas bendiciones... —Hola, mija —dijo Cortés cuando atravesaban un paraje solitario, apareando su caballo con la yegua de su compañera—, la noto a su mercé como incómoda, y todavía nos falta camino. Es mejor que cambies de bestia. El macho de “Gorgojo” es de paso muy fino y te llevará cómodamente. Seguidamente “Gorgojo” recibió instrucciones de su jefe para hacer el cambio de monturas, y mientras tanto Lucinda se apeó con la solícita ayuda de su esposo. Como el macho era “cascarillas” y asustadizo “Gorgojo” lo encegueció con su ruana de hilo o “mulera”, a manera de “tapaojos”, para ejecutar la maniobra de desensillar y ensillar la bestia con la montura de la yegua. Y cuando montaron a la muchacha en el pajarero con su habitual acento sentencioso, Cortés le dijo a su compañera: —Tú eres muy novata para todo esto. Te falta mucho para convertirte en toda una llanera. He notado que tratas de perder el equilibrio, y por precaución voy a asegurarte. Y la amarró por el tobillo izquierdo a la acción del estribo. Ya “asegurada”, le quitó al macho la mulera y la sacudió frente al hocico de la bestia. Pero el macho, peligroso y asustadizo, no se mosqueó siquiera. Permaneció estático, mientras Lucinda, con silenciosas lágrimas de fatal presentimiento, semejaba un monumento ecuestre a la resignación. —¡Maldita sea! —exclamó Cortés fuera de sí. Deshizo el nudo del tobillo y desmontó a la muchacha, la tomó de la mano y caminó unos pocos pasos.

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—Vea a ver, señor Cortés —musitó Lucinda, y fueron estas sus últimas palabras. Cortés, armado de un bordón, le asestó un garrotazo en la cabeza, y como enloquecido la molió a palos. Ya medio muerta la arrastró hasta el lugar donde permanecía el estático macho. “Gorgojo” le puso de nuevo la mulera a la bestia. Cortés volvió a atar el pie izquierdo de la moribunda; le destapó los ojos al animal, y violentamente le azotó las ancas. El macho se llevó en rastra el cuerpo de Lucinda y, ahora sí, todo quedó consumado. El médico local, improvisado de legista, practicó la necropsia y habiendo conocido la explicación del esposo de la difunta certificó la muerte “accidental” de Lucinda Rodríguez de Cortés. Provisto de este documento, el jayán llanero viajó a Bogotá y se presentó en la compañía de seguros dispuesta a recaudar la por entonces cuantiosa suma de 500 mil pesos. Este era el valor del seguro de beneficio mutuo tomado por la pareja de recién casados en la primera salida que Lucinda pudo realizar, sin saber lo que hacía, pocos días después de su parto. Las aseguradoras, por la naturaleza misma de sus servicios, son desconfiadas. Y éste era un caso de excepción, que permitía alentar la duda. Un seguro cuantioso, tan recientemente negociado y cobrado por causa de una muerte accidental, no se podía pagar sino mediante una minuciosa averiguación. Contra sus cálculos, el llanero salió con las manos vacías y con la notificación de que el pago del jugoso seguro sólo se efectuaría mediante la plena aclaración de la muerte de la esposa del reclamante.

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La compañía designó a uno de sus más hábiles investigadores, Arnold Haupt, quien correspondió al deber que le impusieron. Haupt viajó a Puerto López; averiguó por los oscuros antecedentes de Antonio Cortés; descubrió la vivienda de la pareja; entró en contacto con los vecinos, supo lo de la culebra y lo del naufragio, e informado acerca del último viaje, tuvo noticia de la participación de “Gorgojo”, sujeto muy conocido en la región por sus malas andanzas. No fue difícil localizar a “Gorgojo”, y Haupt, provisto de estos datos, creyó llegada la hora de hacer una exposición ante las autoridades de policía. Cuando fue capturado, “Gorgojo”, a quien su “jefe” se negó a pagarle sus servicios, echó por el camino de la confesión, al menos de los hechos que él presenció. Se dispuso una ampliación de la autopsia, diligencia científica que practicó un patólogo forense, y quedaron a la vista las huellas de lesiones diferentes a las atribuidas al arrastre del cuerpo por una bestia, y con base en estos logros investigativos el funcionario de instrucción decretó la detención de “Gorgojo” y del reo ausente, Antonio Cortés. Corridos los términos de rigor, el caso pasó al conocimiento del juez superior de Villavicencio, quien después de algún tiempo, sin que Cortés hubiera aparecido, dictó el auto de llamamiento a juicio de ambos sindicados por el delito de homicidio, en lo relativo al autor principal agravado con las más atroces características de asesinato. El defensor de oficio del reo ausente apeló ante el Tribunal de Villavicencio con un desganado memorial, pero poco importaban los flacos argumentos de la defensa, porque en ese estado del proceso entraron en juego los compadrazgos y las influencias del “hermano” mayor de Cortés, parlamentario y popular jefe político.

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Y fue así como “triunfaron las tesis de la defensa”, y el Tribunal revocó el llamamiento a juicio y decretó el sobreseimiento definitivo en favor de ambos acusados. Hasta aquí, todo muy “normal”. Pero ocurrió que la compañía de seguros se vio obligada a pagarle a Cortés el valor de la póliza cuando se presentó con su absolución, y además tuvo que reconocer el valor de los intereses de los 500 mil pesos durante los dos años que duró el proceso y el pago estuvo retenido. Y debo señalar otra “pequeña falla” de la justicia: la suerte del niño de Lucinda jamás fue investigada. Nota necesaria. Vale anotar, sin perjuicio de la veracidad de este relato, que como las influencias son las influencias y la capacidad criminal no se corrige, me he permitido disfrazar los nombres de los protagonistas de esta repulsiva ocurrencia que ocupa principalísimo lugar entre mis recuerdos de medio siglo de periodismo

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El cadáver viajero

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l rompecabezas policiaco más envuelto en misterio, entre los que hayan dado trabajo a la policía y más se hayan apoderado de la atención del público, es el caso llamado del "baúl escarlata". El baúl de esta historia no era de color escarlata, pero a algún bromista de la época se le ocurrió llamarlo así, y todos aceptamos la denominación.

El ferrocarril del norte era de propiedad de la familia Dávila y tenía su terminal en Nemocón, aunque se proyectaba llevar la línea hasta la Costa Atlántica. Cuando la empresa pasó a poder del Estado el ferrocarril se prolongó hasta Barbosa, Santander, y ahí quedó. Tenía su estación en Bogotá, en la carrera 15 con la calle 17, y disponía de un gran patio destinado a bodega de exportación. Por la orilla de este patio pasaba un ramal y algo más de veinte columnas tenían en su orden los nombres de las estaciones de toda la línea. La última columna, pues, estaba distinguida con el nombre de Barbosa. La rutina del servicio de carga comenzaba por el pesaje y papeleo de cada remesa. Una vez diligenciado todo esto la carga era colocada al pie de la columna correspondiente a la estación de destino. Cierto día el personal de trabajadores de la bodega notó un mal olor hacia el puesto de Barbosa. En principio se atribuyó este olor a unos cueros crudos de res que habían sido remesados para una de las estaciones cercanas a la terminal. Pero el mal olor siguió y cada día era más intenso. Alguien cayó en la cuenta de que un baúl colocado en el puesto de Barbosa desde días atrás, y en relación con el cual no se había diligenciado la remesa, era el foco del insoportable olor. Un bodeguero propuso abrir el baúl, y fue así como a pareció en el interior un cuerpo humano doblado y cubierto de cal.

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De inmediato se dio aviso a la policía, y de esta manera se estableció que el cadáver forzadamente tronchado correspondía a una niña de aproximadamente 15 años. Encima del cadáver y de la cal había un sobre destinado a “Mercedes García de Ariza-Barbosa”. Ya me ocuparé del contenido de la carta hallada en el sobre. Primeramente, es necesario ver que el baúl era de los que por esa época tenían las antiguas criadas para guardar su ropa, y tal vez para esconder los objetos que de cuando en cuando tomaban furtivamente. Era una caja de madera recubierta con latas de estridentes y variados colores, desde luego, provista además de una cerradura. Los colores de los cuales el baúl de esta historia estaba recubierto, ya se dijo, no eran escarlata. Pero, bueno. Desde el día del hallazgo, a comienzos de 1945, los periódicos se ocuparon del caso policiaco de una manera tan amplia, como se podía en aquellos tiempos, edad de oro del folletón. Los cronistas urdieron en torno al baúl diversas hipótesis y se esforzaron por adelantarse a los investigadores. Dos detectives, reputados como los mejores, un Pérez y un tal Bernal, apodado “Chocolate”, asumieron el caso. Correspondió dirigir la investigación a un veterano y respetable juez de instrucción criminal, el doctor Vicente de J. Sáenz. El equipo investigativo así integrado se entregó del todo al empeño de descifrar el enigma. Dos o tres líneas burdamente trazadas contenía el sobre hallado en el baúl, “Guárdelo en el caidizo de Luisa”. Investigadores y periodistas viajaron a Barbosa, pero no dieron con la destinataria de la macabra remesa. Ni tuvieron noticia del “caidizo de Luisa”. Sin embargo, las averiguaciones se extendieron a Puente Nacional, Cite y creo que hasta Vélez. La pista contenida en el sobre no dio ningún resultado positivo. Los reporteros policíacos trajinaron por sus propias pistas, pero su actividad fue nula. Recuerdo que un

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colega se dedicó a visitar las tiendas de la carrera 11, donde vendían baúles, pero a ninguna conclusión pudo llegar. Madres cuyas hijas quinceañeras habían desaparecido, Dios lo sabe cómo y con quién, al plantearse este enigma, tuvieron el “pálpito” de que se iba a acabar su angustia, y venciendo el humanismo terror visitaron el anfiteatro de Medicina Legal, pero salieron con la misma inquietante duda porque el cadáver estaba irreconocible. Un cálculo científico indicaba que la muerte debió sobrevenirle a la muchacha no menos de 17 días antes. Contribuyó además a la desfiguración la “postura” en que había estado “empacada” durante todo ese tiempo, Sin más qué hacer, algunos reporteros entrevistaron a las mujeres llorosas que deseaban entrar a la morgue. Total: cero. Los médicos forenses le calcularon a la víctima del oscuro crimen una edad oscilante entre los 14 y los 15 años, y anotaron algunos detalles de relativa utilidad para una remota identificación. Ejemplo, la longitud promedio del cabello, la estatura y el tamaño de las orejas, de los pies y de las manos, además de que realizaron una reproducción de la dentadura. Por el examen de las uñas de pies y manos, burdamente cortadas, llegaron a la conclusión de la categoría social de la muchacha, algo menos que mediana. En fin, se hizo en medicina forense cuanto fue posible, pero los conceptos contenidos en el informe de la necropsia no prestaron utilidad a la investigación. Los reporteros especializados les seguíamos los pasos a los detectives para saber por dónde iban, pero todo fue en vano. El caso del “baúl escarlata”, con hipótesis renovadas, apareció en los periódicos de Bogotá hasta el final de 1945 y poco a poco el despliegue de prensa vino a menos. Después, sólo de cuando en cuando, los periodistas se ocuparon del indescifrable enigma.

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Tan agotadas estaban las averiguaciones que el investigador Vicente de J. Sáenz acabó por caer en una tentación propuesta por el detective “Chocolate”. El “hábil sabueso”, como solían llamarlo algunos reporteros de la época, en tono confidencial informó al investigador que por los lados de Las Cruces tenía sus reuniones un grupo de espiritistas que contaba con una médium maravillosa y desconcertante. Y acabó por convencer al doctor Sáenz de asistir con él a una sesión de espiritismo. El veterano juez, funcionario ejemplar, reposado y serio, accedió a la invitación de “Chocolate”, y no hay para qué decir que al salir de la reunión de Las Cruces, además del fracaso del recurso, el juez de instrucción criminal se llevó un sentimiento de disgusto consigo mismo. El paso que acababa de dar estaba reñido con las normas investigativas y lo dejaba un poco untado de ridículo. Para auto consolarse, según indiscreción de “Chocolate”, el severo juez dizque dijo: —La peor diligencia es la que no se hace... En fin, hubo de todo a lo largo del esforzado empeño de solucionar el rompecabezas. Por mi parte, debo confesar una ocurrencia que, aunque nada tiene qué ver con el caso del “baúl escarlata”, sí vale recordarla, aun apelando al mismo atochonzuelo del juez Sáenz. Una noche me cayó al periódico un visitante que me llevaba una “revelación”. En un hotelito de San Victorino, del cual hacía parte una cantina con puerta sobre la calle, estaba hospedada una santandereana que decía poseer el secreto del oscurísimo caso en investigación. Con alguna frecuencia la visitaban “Chocolate” y otro detective, y dizque ellos le pagaban el hospedaje. De noche, la mujer la pasaba en la cantina, siempre hablando del mismo tema del baúl. Era fácil verla e identificarla. Hacia las 8 de la noche siguiente fui a la cantina indicada por mi visitante y lentamente me tomé una cerveza. En una mesita cercana

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estaba acodada una mujer algo madura y de marcado acento santandereano; “ésta es”, me dije, y le presté toda mi atención. En efecto, no tardó en hacer referencia al caso que me interesaba. Le formulé alguna pregunta más o menos vaga, y así se inició el diálogo. La invité a tomar unas cervezas conmigo y ella aceptó sin vacilaciones, tres o cuatro cervezas consumimos y tuvo sobrado tiempo de hablar sobre su tema preferido. Muy fácil fue darme cuenta de que su versión era banal, aunque urdida con alguna inteligencia. Algo más me ocurrió en esa ocasión. Fue que la cerveza, ya sobre los dos litros, comenzó a presionarme, y como la cantinera me dijo que el sanitario estaba adentro, en el hotel, preferí satisfacer mi urgencia en un poste cercano, y ya para terminar, fui atacado, de verdad, verdad, por un perro feroz. Me arruinó la pierna derecha del pantalón y la huella de la dentellada me quedó en la flaca pantorrilla. Tras la apenas confesable aventura regresé a la tienda a pagar el consumo. —Le destrozaron el pantalón —dijo la santandereana—, y eso fue el perro que anda por ahí, que dicen que está rabioso. La mujer se interesó en apreciar el mordisco, y exclamó: —¡Ay, Virgen Santa! Si el perro está rabioso, la cosa es grave. Al día siguiente las “revelaciones” de la santandereana aparecieron en el periódico, con el nombre del autor de la información. Sorpresivamente la mujer me hizo una llamada telefónica; bromeó por el engaño de que la hice víctima al no advertirle los motivos de mi interrogatorio. Me contó que los detectives la habían regañado por la infidencia y me preguntó cómo seguía del mordisco. Me informó que el perro ya había mordido a varias personas que estaban en tratamiento y acabó por recomendarme que tuviera cuidado. Dos o tres noches después, con el toquecito de preocupación que me dejó con lo

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del perro, volví a la tienda. No la encontré, pero la cantinera me contó que un policía había matado al perro y que lo había llevado no sabía a dónde, para que lo examinaran. Que le quitaron la cabeza y el examen comprobó que tenía rabia. Sin pensarlo más, a la mañana siguiente fui al Instituto Samper y Martínez, única entidad encargada de estas cosas de la hidrofobia o mal de rabia. Tuve que someterme a las 21 inyecciones antirrábicas de rigor en esos tiempos. Recuerdo que le correspondió aplicarme las inyecciones a una gentilísima enfermera, hermana del inolvidable Fray Lejón. Y por mi habitual temor a la aguja, aquellas inyecciones fueron 21 mordeduras de perro rabioso. Un período relativamente largo transcurrió sin que los diarios volvieran a ocuparse del caso del baúl, y de pronto, un domingo, uno de los más prestigiosos periódicos de Bogotá destacó en primera página y bajo gruesos titulares una noticia que nos dejó fríos a los reporteros policíacos. Nada menos que la solución del misterio. El autor anunciaba la publicación de cinco crónicas con minuciosos detalles de su “verdad”. La “solución”, muy resumidamente, era la siguiente: en una casa campesina de Mesitas del Colegio había ocurrido un accidente. Una lámpara de gasolina estalló, el combustible se regó y le causó quemaduras a una muchacha, especialmente en la cabeza. La trajeron a Bogotá y la hospitalizaron en San Juan de Dios. La muchacha murió y como nadie reclamara el cadáver lo enviaron a la facultad de medicina para las experiencias morfológicas de los estudiantes. Decía la versión que el cadáver no era utilizable para las finalidades didácticas, y agregaba que un grupo de alumnos urdió un rompecabezas para la policía y, mañosamente, los despojos empacados en el baúl fueron llevados a la estación del ferrocarril del norte y colocados en la columna que señalaba el lugar para el cargamento destinado a Barbosa.

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Recuerdo que esta “chiva” me puso en trance de controversia y de rebeldía con mi jefe de entonces, Alberto Galindo. Confieso que el caso me golpeó duramente, pero alegué: “No creo en esta versión, pero no dispongo de argumentos para refutarla, ni estoy dispuesto a uncirme a la revelación”. Yo estaba totalmente despistado. Había pasado el fin de semana fuera de Bogotá, y acababa de llegar al periódico, ya entrada la noche. No había nada qué hacer y no escribí nada, a pesar de haber sido enérgicamente coaccionado para producir algo. El lunes, muy preocupado, me fui al Hospital de San Juan de Dios. Por fortuna, encontré que el administrador era amigo mío, y esta circunstancia favoreció mis averiguaciones. El funcionario me puso en comunicación con la religiosa que directamente atendió a la muchacha quemada. Esa misma mañana se había publicado, “A paso de vencedores”, la segunda parte de la serie anunciada, y en el hospital estaban siguiendo con interés el relato. La religiosa, a quien yo le decía unas veces “madre” y otras “hermana”, me resultó muy amable. Minuciosamente me explicó el proceso de la atención hospitalaria y, de pronto, me dijo algo sumamente importante. Cuando la muchacha fue recibida en el pabellón de quemados, la monja procedió a atusarle la cabeza con el mayor cuidado, para poder hacerle las curaciones que requería. Me informó, además, que cuando la niña murió la depositaron en la morgue y le avisaron telefónicamente a un pariente de la familia campesina que trabajaba en Bogotá y se interesaba por la salud de la muchacha quemada. El pariente se apersonó del entierro, y hasta ahí supieron en el hospital. No sobra agregar que, de acuerdo con las informaciones de San Juan de Dios, la muchacha acababa de cumplir 18 años, edad bien distinta de la calculada por los médicos forenses. El primer dato planteaba un interrogante incontestable: si la niña fue atusada,

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¿por qué el cadáver embaulado tenía una cabellera de 17 centímetros, según el informe médico legal? Este solo detalle derrumbó las “revelaciones” en serie. Para sostener la “caña”, desvió la serie preparada para refutar a su contradictor, con la afirmación de que yo ignoraba que el cabello crece después de la muerte. Realmente, nunca tuve oportunidad de peinar el cadáver del baúl, pero me confiaba en los médicos forenses. Es cierto que el cabello, cuyo crecimiento es vegetativo, después de la muerte aumenta unos dos o tres milímetros, pero las células donde se originan las raíces también mueren y se paraliza el crecimiento capilar, y ni estando muy vivo, a nadie le crece el cabello 17 centímetros en tres semanas. Arguyó el cronista en referencia que los médicos legistas incurren en errores garrafales, y los médicos legistas se pusieron furiosos. Vanidosamente, el detective “Chocolate” estaba convencido de su gran prestigio por las alusiones que solían hacerle en la prensa, y para disfrazar su fracaso en lo del “baúl escarlata” acomodó el cuento y le hizo la revelación exclusivamente al periodista que “se la tragó entera”. Creo que a todos los periodistas de mi especialidad, sin excluir a los que se desempeñan actualmente en esta tarea, nos han sobrevenido pequeñas adversidades que más merecen el calificativo de funestas que el de contratiempos, pero que a pesar de su insignificancia nunca se olvidan. Ya citaré un caso. Las averiguaciones cuya conclusión me permitió refutar la leyenda construida sobre la niña de la cabeza atusada no se limitaron al Hospital de San Juan de Dios, llamado también de la Hortúa por el nombre de los terrenos donde fue construido. Mis averiguaciones se extendieron a la Facultad Nacional de Medicina que por aquel entonces funcionaba en la calle 10, frente al Parque de los Mártires. Deseaba agotar el seguimiento del cadáver de la “embaulada”. A sabiendas del fuerte impacto que recibe el profano al entrar a una sala de

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anatomía, me arriesgué a pasar por entre dos filas de mesas que sostenían cadáveres humanos completos o medio desintegrados. Me atendió un profesor a quien le expliqué mis empeños. —El cadáver embaulado del que habla la prensa —dijo el profesor— nunca estuvo aquí. Y me llevó hasta un escritorio donde se asentaba la “contabilidad” de entradas y salidas de cadáveres a la sala de anatomía. Efectivamente, entre las fechas básicas no figuraba ningún caso que acusara semejanza, siquiera remota, con el objeto de mis averiguaciones. Mientras dialogábamos con el profesor fue formándose un grupo de estudiantes que fácilmente adivinaron el motivo de mi visita, y juguetonamente desbarraron contra la prensa. Cautelosamente traté de mantenerme a distancia de los estudiantes, pero algunos de ellos, con expresión burlona se me acercaron demasiado y me invitaron a que presenciara el trabajo que estaban ejecutando. —No me interesa —respondí con cobarde negativa, con expresión falsamente alegre y fingida camaradería. Sin más que un ademán me despedí y salí de aquel macabro ámbito. —La baja calle 10 era transitada por gente ordinaria, de la que pululaba en los contornos de la plaza de mercado de la Concepción. Y todos los transeúntes parecían vivos. Ninguno estaba despresado. Los que iban y venían sólo parecían ensordecidos por el rodar del tranvía municipal. Todo era vida. Vida sucia, pero vida, y para ahuyentar el recuerdo de la visión macabra de minutos antes, quise fumarme un cigarrillo. Me lo puse en los labios y busqué los fósforos en el bolsillo derecho del saco, donde encontré un cuerpo extraño. Hago mal en decir “cuerpo”, porque era sólo un dedo. Un dedo humano. Confirmé que era un dedo, por la uña con mugre.

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Crispado de terror lo arrojé a la calle. Si su hallazgo hubiera generado otro misterio, yo lo habría descifrado. Nunca la prensa volvió a ocuparse del baúl.

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Cuerpo de mujer por libras

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n una fracción de San Antonio de Tena, el municipio ahora llamado San Antonio del Tequendama, a alguna distancia de la población tenían una parcela los padres de Teresa Buitrago, más comúnmente llamada Teresita, cuya vida y cuya muerte dieron para mucho. En su lugar de nacimiento pasó Teresita su niñez y su primera juventud. A los 15 años ya se había revelado como una mujer de admirables atractivos. Después de terminada la escuela rural, dio en bajar de la montaña al pueblo los domingos y días festivos, para asistir a la misa mayor, y se dice que la feligresía juvenil, y también la madura, desatendía el ritual de los oficios religiosos para mirar y admirar a la bella campesina. Andando el tiempo, cuando Teresa ya había cumplido los 18 años de edad, se fugó con un forastero a Bogotá. En esta primera experiencia, Teresita no encontró lo que buscaba. La ciudad la recibió no muy bien. Le correspondió vivir la misma suerte adversa que tantas mujeres del campo han sufrido. Primeramente, debo hacer notar que la transición de los alpargates del campo a los zapatos de la ciudad le originó inconvenientes y calamidades que le duraron por el resto de su vida. Los pies se le avejigaron y se le encallecieron. La pobre mujer era muy hermosa, pero caminaba muy mal. Sus andares, en todo sentido, eran muy descalificables. Otra de las calamidades iniciales que sufrió Teresita en Bogotá fue la fuga de su compañero de viaje, como también compañero de hotelito durante breves días. Sin más que hacer, poco a poco se entregó a la prostitución. Echó a merodear por San Victorino, parándose en las esquinas a descansar y a esperar al que hubiera de venir. Bien pronto se dio cuenta de que esto no era lo que ella esperaba encontrar en Bogotá, y

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para tentar suerte trasladó sus hermosos atractivos a los anocheceres de la carrera Séptima. No le faltaron los admiradores, pero ella dio en preferir a los que pasaban en automóvil y le lanzaban miradas lujuriosas pero que parecían de gula. Pronto se relacionó bien. Frecuentemente, se economizaba el hotel, yéndose a pasar la noche con el que la invitara. En esta vida pecadora, pero ya un poquito por lo alto, pudo hacer sus ahorros y compró en Chapinero, en la calle 59, pocos pasos abajo de la Avenida Caracas, una casa pequeñita. Instaló allí un bar y en el interior acomodó su dormitorio, que en poco tiempo llegó a ser relativamente lujoso. En el bar vendía licores y cervezas a precios relativamente altos, y de esta manera pudo seleccionar su clientela y lograr un amplio margen de utilidad. Se sabe de varios personaje es que la visitaban con relativa frecuencia, y al fin de las veladas el último de los consumidores se encargaba de trancar bien la puerta... Teresita tuvo un amante permanente, que toleraba las visitas nocturnas, porque las creía o quería creerlas ocasionales. Este amante era Pacho Díaz, un vago perteneciente a acomodada familia de la provincia del Guavio. Como todas las personas inútiles, Pacho Díaz tenía su gracia. Era un espléndido jinete, condición a la cual le sacó algún provecho, pues los criadores de caballos de paso lo mandaban a las exposiciones de la región sur de los Estados Unidos. Un caballo colombiano montado por Pacho Díaz ofrecía un verdadero espectáculo y se valorizaba la bestia en negocio. Pacho, para evitarse malos momentos, visitaba a Teresita de día, y si alguna vez lo dominaba la tentación de ir de noche y encontraba cerrada la puerta, no se animaba a golpear y seguía su camino. El chalán quería mucho a Teresita. Ella también lo quería, pero no mucho. Lo trataba con ternura y le soportaba sus necedades. En ocasiones, Pacho participaba en las reuniones nocturnas, aunque no después de las 10.

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Rigurosamente, pagaba el valor de sus consumos y alguna participación tomaba en la tertulia. Desde luego, siempre observaba una discreción irreprochable. De aquellas reuniones era muy asiduo un personaje que fue muy popular en Bogotá: “El Loco Zamorano”. Este personaje, frustrado médico, era valluno, pero por el muy amplio círculo de sus amistades era más bogotano que todos los bogotanos. Dueño de un ingenio junto al cual los de su tierra vallecaucana eran sólo “matecañas”. Era inagotable el ingenio de “El Loco Zamorano”, y, generalmente, su charla se apoderaba de la tertulia donde Teresita. Su gusto por el aguardiente lo hacía cliente diario del bar de la 59, y se oyó decir que Teresita le hacía descuentos especiales. Por los tiempos que recuerdo, poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, llegó a Bogotá un italiano, veterano de las tropas de Mussolini. Se llamaba Ángelo Lamarcca, y un día cualquiera la casualidad lo llevó al bar de Teresa Buitrago. La dueña del establecimiento había entrado ya en sus 40 años y conservaba su hermosura, y todos sus atractivos. Mientras no tuviera que caminar todo estaba bien. El italiano, en su dulzarrón idioma, le dijo a Teresa quién sabe cuántas cosas, y ella quedó prendada. En una segunda o tercera visita el inmigrante le propuso matrimonio a Teresita. Casarse era lo único que le quedaba por hacer. Pensó en la importancia de ser la señora de “alguien”, y aceptó la propuesta. Pacho Díaz supo lo del matrimonio y abrumó a su amante a consejos en contra del descabellado propósito. Muy importante resulta ver que un buen tiempo antes, mucho antes de la llegada del italiano a Bogotá, Teresa Buitrago tuvo un contratiempo de extrema gravedad. Ella tenía unos vecinos que en un lote de la cuadra guardaban zorras de tiro. Eran gente ordinaria. Al fin y al cabo, carreteros. Los Ballesteros, que así se llamaban, nunca

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entraban al bar de Teresa, porque los precios y el ambiente los rechazaban. Un anochecer, por los comienzos de 1946, uno de los malos vecinos entró con su acostumbrada ordinariez, de overol grasiento, pésima estampa, más mal encarado que nunca. Era, precisamente, el más patán de todos. Con expresiones soeces pidió una cerveza, y Teresa le respondió: —A usted no le vendo nada. La reacción de Ballesteros a la negativa fue una serie de ultrajes, y hasta trató de darle a Teresita un puñetazo por encima del mostrador. Como la escena tomó alcances de violencia, Teresa abrió la gaveta y sacó un revólver. Un pequeño revólver de esos de calibre 22, que son más juguete que arma, y le hizo un disparo al vecino amenazante. Pero fue un disparo certero, pues el proyectil le dio en el centro del ojo derecho, y esos proyectiles que pegan en el ojo se van directamente a los centros nerviosos y causan la muerte inmediata. Ballesteros cayó y su cadáver quedó tendido frente al mostrador del bar. Un transeúnte que justamente pasaba por el frente oyó la detonación, contempló durante un par de segundos la trágica escena y corrió para llamar a un policía. En este mismo momento yo me encontraba a poco más de una cuadra del lugar de los acontecimientos. Vi que un policía corría y, animado por la certidumbre de que por ahí había una noticia, también corrí. Cuando llegué, en el andén había una media docena de curiosos que estiraban el cuello para mirar hacia adentro. Pasé por entre los curiosos hasta el mostrador, y fue así como conocí, en tan memorable ocasión, a Teresa Buitrago. Presencié una escena verdaderamente impresionante. A mis pies estaba tendido el cadáver de un hombre rudo, y en el puesto de ventera estaba una mujer de hermoso rostro, en actitud extraña y con el semblante intensamente pálido. Tanto que parecía una estatua de mármol. Cuando la interrogué, sólo me dio su nombre, porque el policía intervino y le prohibió que hablara. Cuando

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observaba el cadáver, el policía, con bolillo enarbolado, me ordenó salir. Entre los curiosos supe el nombre del difunto, y me di por suficientemente informado. Poco más tarde se iniciaron las primeras diligencias judiciales, pero a esa hora yo ya estaba en el periódico. El proceso tomó su curso normal, Teresa demostró abundantemente que a su actuación la había impulsado la legítima defensa, y bien pronto la justicia la dejó en libertad. Afortunadamente, un viejo amigo me había hablado del bar de Teresa y me había contado toda su historia, desde su niñez en la parcela de San Antonio. Al salir de su corta prisión, Teresita reabrió su bar y se reanudaron las tertulias de amigotes, inclusive con la asistencia de Pacho Díaz, así como tampoco podía faltar “El Loco Zamorano”. Por estos tiempos llegó el italiano; su rápida propuesta matrimonial fue aceptada por Teresita con la misma celeridad. La celebración del matrimonio cambió las costumbres en el bar de la 59. Los contertulios, exceptuado “El Loco Zamorano”, se ahuyentaron poco a poco. Pacho Díaz y Lamarcca, el nuevo amo de casa, se miraban muy mal. Cierta vez, pasado de copas el italiano insultó a Pacho con las expresiones que tan rápidamente aprenden los extranjeros, y Pacho le respondió con un puñetazo que puso en fuga al ex combatiente hacia el interior de la casita. Desde entonces, para referirse a Pacho Díaz, Lamarcca decía: “Ese animale feroche”. El italiano dio en tratar muy mal a Teresita. La causa más señalada de este malestar doméstico eran los celos por la relación de su esposa con Pacho Díaz, a quien ella, realmente, le dedicaba una no disimulada deferencia. Teresa salía a la

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defensa de Pacho, y la casita de la calle 59 se convirtió en un verdadero infierno. Frente al templo de San Francisco me encontré con Pacho Díaz, quien con expresión de angustia me contó que Teresita había desaparecido desde hacía por lo menos cuatro días. Inclusive me rogó que publicara algo en el periódico, relativo a la misteriosa desaparición, y agregara que Pacho la buscaba afanosamente. El antiguo amante de Teresa se dispuso a denunciar ante las autoridades el extraño caso y, efectivamente, aquel mismo día, ante el juez de permanencia del norte formalizó la denuncia. La petición que me formuló Pacho Díaz fue atendida, y lo de la desaparición se publicó inmediatamente. Poco tiempo después, algo menos de una semana, en el lecho fangoso del río Fucha fueron halladas dos maletas, cuyo pestilente olor aconsejó a los autores del hallazgo a pedir la intervención de la policía. Un breve examen fue suficiente para comprobar que las maletas contenían los despojos mortales de una mujer. En una de ellas encontraron las piernas, los brazos y la cabeza y en la otra, el tronco. Publicado el macabro encuentro, Pacho Díaz fue a la morgue, y en los despojos reconoció a Teresita. Por las sospechas que contra el italiano formuló Díaz en su denuncia, el investigador llamó a declarar a Angelo Lamarcca. También Lamarcca reconoció en los despojos a su esposa, y este primer enfrentamiento con la justicia lo sobrellevó con una pasmosa serenidad. Con la misma frescura que le era habitual, y fingiéndose desconcertado, el italiano rindió ante el investigador una amplia declaración. Tanto que el juez lo dejó en libertad con la sola condición de presentarse al juzgado dos veces por semana. El informe de los médicos forenses incluyó una observación que dio una pista a los investigadores. Los cortes realizados para separar los brazos, las piernas y la cabeza

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debieron ser hechos por un experto. Algo así como un médico o un matarife de ganado. Como el último de los contertulios habituales de la 59 fue “El Loco Zamorano”, y este caballero, en su frustrada carrera de médico, cursó las experiencias de anatomía, sobre él recayeron sospechas de haber colaborado, cuando menos, en el “despresamiento” de Teresa. Sin vacilar el juez investigador, el popular personaje fue a pasar malos días y peores noches en los calabozos de la Seguridad, calle 12 con carrera. Como resultado del interrogatorio a que fue sometido el señor Zamora no se transparentó su absoluta inocencia. Vale recordar que cuando Zamorano fue dejado en libertad, después de cuatro días de abstención etílica, entró a una tiendita de la carrera 3a, la primera que encontró a su paso, y pidió: —Mi señora, déme ya una cerveza. Amablemente la dueña del tenderete le pidió una aclaración: —¿Quiere Bavaria o Germania? —“Lamarcca” no importa —respondió Zamorano” con su habitual repentismo.

“El

Loco

El mismo día y en los inmediatamente siguientes, Zamorano deleitó a sus amigos del histórico Café Automático con el relato de su aventura judicial, salpicado de anécdotas divertidísimas. El proceso siguió su lento curso y, abrumado por indicios, Lamarcca fue llamado a juicio por el juez superior. En la audiencia pública, los abogados aprovecharon los vacíos de la

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investigación para ahondar las dudas, y en esta etapa se produjo la absolución del jurado, veredicto que acogió el juez de la causa al dictar la correspondiente sentencia. La determinación absolutoria dio lugar a comentarios, casi todos adversos, en el ambiente jurídico de Bogotá, y los observadores afirmaron que el fallo sería revocado por el tribunal superior. Sin embargo, de acuerdo con las decisiones pertinentes, se le concedió a Lamarcca la libertad condicional, mediante una fianza mínima. El preso, al quedar libre, se constituyó en el único heredero de la esposa asesinada, vendió sus derechos sobre la casita y con esos recursos desapareció. Evidentemente, el fallo fue revocado por el tribunal superior, entidad que dispuso la tramitación de un nuevo jurado. Pero el reo ya estaba muy lejos. Año y medio después se supo que Lamarcca había muerto en una cárcel de Caracas, víctima de un cáncer atroz. Teresita Buitrago vivió de su cuerpo, vendiéndolo o alquilándolo a altos precios. Pasó una buena vida, pero acabó descuartizada. Casi para vender el cuerpo por libras, aunque Pacho Díaz habría sido el único comprador.

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El crimen del prebendado No estoy muy seguro de si esta crónica, relativa a hechos registrados hace muy cerca de 200 años, encaja dentro de la presente serie. Pero es necesario ver que se trata de un caso policiaco muy interesante, que muestra la investigación penal de hace siglos.

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or extraño que parezca, al canónigo Armendáriz no lo designaban por apodo alguno. Más extraño aún si se tiene en cuenta que fue contemporáneo del canónigo don Manuel de Andrade, a quien merecida o inmerecidamente, pero muy a sabiendas suyas, llamaban “El Buey”, y no es que Armendáriz fuera más acreedor a respeto que su compañero de Capítulo Catedral. Por el contrario, “El Buey” Andrade aventajaba al prebendado Armendáriz en riqueza, de la cual dio muestras al costear más de la mitad de la obra del acueducto de San Victorino. Armendáriz fue un clérigo opaco. Interinamente desempeñó la dignidad de sochantre o paborde, o algo así. Pero era retraído y casi sórdido. Si nos parece raro que no se le distinguiera por apodo alguno es porque Armendáriz sufría de una muy visible particularidad. Tenía tan larga la primera muela bicúspide superior de la derecha, que cuando cerraba la boca, por más que apretara los labios, la horrible pieza dental se le quedaba por fuera. Quienes lo vieran de perfil, por el lado izquierdo, acaso lo pasaran inadvertido. Pero quienes lo vieran por la derecha, subconscientemente debían asociar a su distraído transcurrir la imagen de un elefante. Porque, además de la saliente bicúspide, la nariz prominente y de base caída contribuía a la semejanza. Sin embargo, no se le recuerda por ningún apodo. La muela aquella, para qué decirlo, debió influir sumamente en las maneras y la vida del prebendado. No tendría importancia la muela, por sí misma, a pesar de su tamaño, si no estuviera asociada a un hecho extraordinario

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registrado en Santa Fe al finalizar el siglo XVIII, que sin lugar a dudas se puede reputar como el que originó la primera investigación criminal de carácter científico. No porque entonces se tuvieran nociones de lo que ahora llaman “técnica policial”, sino merced a la intuición de un ladino barbero que se llamaba Bernabé, que vivía en la calle de San Hilario y que era muy amigo de meterse en todo lo que no le importaba. El hecho verídico que ahora nos ocupa ocurrió en los mediados de agosto de 1797, por los días de la muerte del arzobispo Martínez Compañón y bajo el virreinato de don Pedro Mendinueta. Pero sus consecuencias, un tanto borrosas, se extienden hasta los dos o tres primeros años del siglo XIX. Dejemos por ahora al prebendado y a su muela para ascender por las empedradas y fatigantes callejuelas de Belén, donde habremos de hallar a Rosa Tabares, otro de los más importantes personajes de esta historia policíaca. Rosa era una rolliza mulata que vivía en una pieza ciega, arriba de la “Piedra Ancha”. Tenía 30 años, poco más, poco menos, y ganaba la vida en el arreglo de ropas de estudiantes. Pero ganaba más, según las malas lenguas, prescindiendo de las ropas. Se quería decir que no todo el tiempo lo destinaba a remendar calzones y a alisar camisas y que la pieza ciega, a ratos, permanecía sospechosamente trancada por dentro. Era muy graciosa la mulata, y a distancia la reconocían por sus estridentes carcajadas. De Bernabé, el barbero de la calle de San Hilario, el tercero y quizás el más importante de los personajes de este relato, nadie recuerda el apellido. Pero no hace falta. Bernabé, como todos los barberos, era dicharachero y ladino, sabía mucho de la vida de los demás y no solamente manejaba las tijeras y la navaja sino que ejercía la exodoncia. Agobiados por el reuma, con abultado cachete sostenido por pañuelo

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anudado en la coronilla, muchos santafereños llegaron a la barbería de Bernabé resueltos a dejarse arrancar no sólo la muela sino las carracas, y su destreza en el manejo del gatillo le dio a Bernabé un prestigio superior al que disfrutaban los demás barberos. Por aquella época, no sobra decirlo, no existía la anestesia. Pero Bernabé, que indudablemente era superior a su tiempo, en la práctica la empleaba. Porque con sus historiones y chismes anestesiaba a los pacientes, y si bien no lograba insensibilizarlos contra el violento tirón del gatillo, en cambio les ahorraba el inquietante y angustioso prólogo de la operación. Y como la historia quedaba pendiente, interrumpida por la sacadura de la muela, Bernabé la continuaba, a manera de atención posoperatoria, mientras el paciente escupía sangre y hacía buches de agua de amapola. Conocidos los tres principales personajes de esta verídica historia, poco a poco debemos ir penetrando en los detalles de lo ocurrido y estableciendo relación entre ellos y los hechos. En la misma calle de San Hilario, entre San Juan de Dios y el río San Francisco, es decir, en lo que ahora es la Avenida Décima entre la calle 12 y la Avenida Jiménez de Quesada, en los altos de una colchonería, vivía el canónigo Martín Armendáriz. Por extraño designio, pues, se hicieron vecinos la gigantesca muela y el hombre adiestrado en la exodoncia. Cualquiera habría jurado que Bernabé le tenía ganas a la saliente bicúspide del canónigo. Sin embargo, ocurría al contrario. Le tenía miedo. Así lo demostró cuando una tarde, en son de charla, a la puerta de la barbería, se acercó el prebendado y tras de algunos rodeos le dijo a su vecino: “Hombre, Bernabé: a veces me dan ganas de que me arranque esta muela que ha dado en dolerme”.

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Sobrada cuenta se dio el ladino barbero de que la muela no le dolía al canónigo. No tenía por qué dolerle. Sencillamente, le estorbaba, porque lo afeaba mucho, y lo del dolor era sólo un pretexto para buscar una ventaja fisonómica, y con fingida reverencia, Bernabé se excusó de practicar la operación. Dijo que el gatillo estaba un poco averiado, pero que un amigo, ferretero de Cartagena, debía traerle de España uno nuevo, y con este consolador embuste se excusó de aceptar el duelo a muerte con la muela. Desde luego, Bernabé aprovechó para hacerle un breve examen a la dentadura del prebendado, más por satisfacción de su curiosidad que por sincero deseo de complacerlo. La muela era muy respetable y resultaba mejor dejarla quieta. Semanalmente, cuando menos Bernabé se daba una vuelta por el barrio de Belén, y de oraba en la pieza ciega de la “Piedra Ancha”. Ninguno de los mal pensados vecinos de por allí pudo decir que las visitas del barbero a la mulata coincidieran con el sospechoso empleo de la tranca tras de la puerta. Aunque nada raro habría tenido porque Bernabé era un cuarentón, soltero, alegre y entrador. Es evidente, en cambio, que la mulata Rosa Tabares arreglaba la ropa del barbero, porque así se demostró cuando sucedió el extraño caso del que ahora nos ocupamos. Fue por los días de la muerte del arzobispo Martínez Compañón, cuyo fallecimiento conmovió a los santafereños. Se cuenta que el 14 de agosto de 1797, a los seis años y cinco meses de su gobierno espiritual, el señor Compañón enfermó tan gravemente que en esa misma fecha le llevaron los Santos Sacramentos. El 17 murió y el 19, dice el cronista José María Caballero, “lo sacaron en una magnífica procesión, por el contorno de la plaza, con asistencia de todas las

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corporaciones, tribunales y multitud del pueblo que iba muy triste y lloroso”. Entregado al duelo estaba todo Santa Fe cuando ocurrió una gravísima novedad en el barrio de Belén. El caso habría causado una extraordinaria conmoción, pero la muerte del señor obispo y las imponentes ceremonias fúnebres lo eclipsaron muy explicablemente, y el acontecimiento de Belén pasó casi inadvertido. La puerta de la pieza, arriba de la “Piedra Ancha”, no estaba abierta, pero tampoco estaba trancada, como otras veces. Eran las 11 de la mañana y así había estado la puerta desde temprano, según lo apreciaron varios de los vecinos cuando pasaron con rumbo a la Plaza Mayor para participar en las ceremonias fúnebres. Algún curioso vecino de Belén, después de haber pasado repetidas veces por allí, en trance de observación, se detuvo frente a la puerta, se arriesgó a tocar y, finalmente, seguro de que nadie había en el interior, empujó una hoja con suavidad. Tendida a la diagonal en la cama y con las ropas en desorden, estaba la mulata Rosa Tabares. Su absoluta quietud no dejaba dudas. Estaba muerta. La noticia cundió, y las pocas personas que no habían ido a la plaza grande invadieron la habitación de la desdichada mujer. “La ahorcaron”, exclamaron los que más arriesgadamente se metieron hasta el rincón de la cabecera. En efecto, la mulata tenía atadas unas tiradillas al cuello, y de su boca, desmesuradamente abierta, emergía la lengua congestionada. ¿Quién mataría a la mulata Rosa? Esta pregunta jamás tuvo respuesta clara. Porque la única persona que despejó la incógnita gozaba de muy poco crédito. El secreto del ahorcamiento de Rosa lo descubrió el barbero Bernabé, pero

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como era tan hablador nadie se lo creyó. Porque Bernabé era chismoso y por meterse en lo que no le importaba, años más tarde, el 19 de enero de 1805, lo mataron en el mismo barrio de Belén. Pero volvamos a la muerte misteriosa de Rosa Tabares. El mismo día, cuando no había pasado una hora a partir del momento en que un vecino curioso abrió la puerta y vio el cadáver, por la calle de la “Piedra Ancha” subió el barbero, y grande extrañeza debió experimentar al ver a más de veinte personas amontonadas contra la puerta de Rosa, pugnando por mirar hacia el interior y con inconfundible expresión, mezcla de terror y expectativa. Se abrió paso el barbero cuando lo enteraron de lo que había ocurrido, y con los aires de superioridad que le eran peculiares desalojó a los fisgones que rodeaban la cama. Resueltamente procedió a examinar el cadáver, y al tomarle una de las manos crispas para tratar de separar del cuerpo el brazo rígido, observó que tenía desgarrada una de las mangas de la blusa de lienzo. Anotó Bernabé, y así se demostró más tarde, que era suya la prenda empleada para el ahorcamiento. Efectivamente, eran sus mejores tiradillas. Y entre una canasta de caña vio sus propias camisas listas, como que ese día, precisamente, había ido por ropa limpia para asistir al entierro del señor obispo. Los más cercanos vieron cuando el barbero, con especialísima atención, mientras mantenía levantado el jirón de la manga, examinaba el brazo izquierdo del cadáver. Nada dijo Bernabé. Asumió una actitud cavilosa, pero nada dijo al final. Quienes lo tenían por hablador no eran justos con él. Con aire preocupado, el barbero abandonó la habitación de la difunta. Ni siquiera se detuvo a hablar con los alguaciles

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que llegaban en el mismo momento en que él daba por concluido su examen. Sin cambiarse de camisa, el barbero se dirigió a la Plaza Mayor y entró a la Catedral. Sin respetar obstáculos, llegó hasta el pie mismo del catafalco. Para los clérigos que rodeaban el cadáver del obispo no debió pasar inadvertida la actitud del intruso. No era una actitud reverencial. Por el contrario, parecía impertinente. Y su inquietud era la de quien busca algo que se le ha perdido. Después anduvo por la plaza y se detuvo en cada uno de los altares dispuestos para la fúnebre procesión que se preparaba, siempre mirando en torno suyo, como buscando a alguien. Al anochecer, Bernabé volvió a la calle de San Hilario, pero no se dirigió de inmediato a la barbería. Su objeto era otro. Atenta, pero cautelosamente, se mantuvo mirando hacia la habitación del prebendado, en los altos de la colchonería. Había luz, señal inequívoca de que su vecino el canónigo Armendáriz se encontraba allí. Muy preocupado, actitud rara en él, y como si vacilara y no acabara por decidirse a adoptar una determinación trascendental, el barbero se dirigió hacia San Juan de Dios y en una tiendecita que halló abierta se echó a la garganta un buen trago de aguardiente. Durante los días que transcurrieron entre la muerte y el entierro del arzobispo Martínez Compañón, en plena mitad de agosto, época de verano, sobre Santa Fe llovió torrencialmente y este capricho meteorológico se tuvo por significativa asociación de la naturaleza al duelo de los fieles. El acoso de la lluvia y el estímulo del aguardiente, por igual, contribuyeron a que el barbero saliera de su vacilación y adoptara una actitud definida.

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Resueltamente, Bernabé tocó a la puerta del canónigo. Nadie respondió. Pero como la luz seguía encendida, el barbero insistió en los golpes. La luz se apagó, y esta rara ocurrencia estimuló al barbero para golpear la puerta con mayor fuerza. Arriba, se abrió un postigo de la habitación a oscuras, y la voz del prebendado se dejó oír con acento de impaciencia. ¿Quién era y qué buscaba a aquellas horas? y eran más de las 7 de la noche. Bernabé tenía a la mano el pretexto, pero no contaba con la resistencia, y para no echarlo todo a perder se reservó para el día siguiente y se deslizó en la oscuridad, hacia la orilla del río San Francisco. Y por aquella noche quedó entre el tormento de dos incógnitas: ¿Por qué el canónigo no estaba presente en las ceremonias fúnebres? ¿Por qué había apagado la luz? A la mañana siguiente el barbero puso en juego su pretexto y volvió a tocar a la puerta de Armendáriz. Que el canónigo no podía atender, fue la demorada respuesta que dio un muchacho mestizo que corría por “recogido” y que ayudaba a la cocinera en los menesteres domésticos. Así, para justificar la insólita visita como para interesar a Armendáriz, el barbero le mandó decir que le habían traído de Cartagena el gatillo nuevo. Pero el prebendado, por el mismo conducto, respondió que tenía fiebre y que ahora no estaba para esas. Y como el mestizo agregó de su cuenta que efectivamente su señor estaba indispuesto y que desde el día anterior no salía de su habitación, la inquietud y la curiosidad del barbero estuvieron apunto de estallar. Dos mujeres de la colchonería que se hallaban en la puerta mientras iban y venían los recados, algo le preguntaron a Bernabé en relación con el entierro del obispo, y el barbero aprovechó la oportunidad para hacer algún comentario acerca de la salud del señor Armendáriz. Acogieron las mujeres el comentario como cosa sabida, y agregaron, sin demostrar un

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evidente interés por la salud de su vecino, que realmente, el día anterior, el mestizo había estado en carreras, como en busca de remedios. No podía dejar el barbero a medio recorrer el camino por el cual se había aventurado, y acicateado por los resultados que iba logrando decidió escarbar en otro frente. Al efecto, se dirigió a la botica de don Juanito Aguiar y con el pretexto de una pequeña compra promovió el tema de conversación obligado, la muerte del señor arzobispo, y de manera muy intencionada se refirió a los quebrantos del canónigo Armendáriz. Al parecer, nada grave le ocurría al canónigo, porque el muchacho mestizo había estado allí la víspera y sólo había comprado, según el boticario, unas hojas de árnica. ¿Para qué árnica? Quizás se había dado algún golpe. El sagaz barbero, no siempre llevado por el maligno sentimiento de meterse en las vidas ajenas, dio por concluida su investigación al confirmar las sospechas que tan difícil, tan resistentemente, tan temerosamente había acogido. No se estaba metiendo en las vidas ajenas sino en las muertes. Y él tenía la clave del ahorcamiento de Rosa Tabares. Porque al examinar el brazo izquierdo del cadáver, bajo la manga desgarrada, había descubierto la señal de un mordisco. Y la huella de la primera bicúspide derecha era muy profunda. Así pareciera absurdo o increíble, esa huella sólo había podido dejarla la muela del canónigo. ¿Por qué? ¿Qué ocurrió entre el retraído eclesiástico y la mulata? Nunca se supo. Pero allí quedó, inconfundible, la huella de la monstruosa bicúspide. La explicación del crimen quedó en el campo de las habladurías, pero los santafereños que le prestaron alguna atención a la misteriosa ocurrencia atribuyeron el chisme de la muela al barbero.

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Es lo cierto que desde los días de la muerte del arzobispo ningún santafereño volvió a ver al canónigo Armendáriz, y que en el ambiente sacristanil se dijo que el prebendado, seriamente indispuesto, se había marchado para Tocaima. Pero el cabildo eclesiástico guardó inalterable reserva. Del terreno de las habladurías se salió la versión de la muela cuando el clérigo Munar, de quien dice el cronista Caballero que “predicaba casi todos los días por las calles, reprimiendo los vicios públicos, y lo mismo hacía de noche cuando salía, pidiendo castigo para el pecado mortal, y por esto los currutacos lo burlaban y lo tenían por loco”, hizo alusiones bastante directas al crimen de Belén. Quienes oyeron al celoso clérigo referirse a la muerte de la mulata comprendieron que los chismes atribuidos al barbero tenían un sólido fundamento. En torno al final de Armendáriz, a quien nadie volvió a ver, se tejieron leyendas diversas. En marzo del año siguiente, un hombre fue ajusticiado en la Plaza Mayor, pero la fúnebre ceremonia de la ejecución transcurrió casi secretamente y el cadáver del reo fue sepultado allí mismo, frente al lugar que ahora ocupa la torre norte de la Catedral. Se generalizó entonces el rumor de que Armendáriz había permanecido en un convento mientras cursaba un juicio reservadísimo, como resultado del cual lo ajusticiaron en las condiciones ya dichas. Y se agregó, en el interpretativo, que habiéndosele negado el derecho a sepultura en la Catedral, correspondiente a su condición de prebendado, transaccionalmente se había dispuesto el sepulcro frente al templo pero por fuera de su área. En noviembre de 1802, cuando se discutía el lugar para la sepultura de un desequilibrado santafereño llamado Felipe Campos, quien se suicidó en una bóveda de la capilla del

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Sagrario, encontraron el cadáver de un desconocido, envuelto en paños negros. Nadie supo quién metió allí ese cadáver sólo pocas horas antes, o si fue que el desconocido se metió entre la bóveda para morirse allí. Era un sujeto “de buen aspecto y decencia”, cuya identidad quedó en blanco. Los despojos del desconocido, sacados de la capilla, muy reservadamente fueron sepultados en la esquina nororiental de la Plaza Mayor, frente al lugar que hoy ocupa la torre izquierda. En torno al extraño caso circularon rumores variadísimos, pero predominó la sospecha de que el cadáver correspondía a Armendáriz y que la muerte se la había causado al enigmático canónigo su propio arrepentimiento. Mucho más debía saber el barbero de la calle de San Hilario, quien seguramente no canceló su empeño investigativo. Pero Bernabé, tenido por hablador y mentiroso, no volvió a referirse a la muerte de la mulata Rosa Tabares. Y en el mismo barrio Belén, en enero de 1805, en una riña, mataron al barbero y sacamuelas, precursor de la técnica policial.

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Los zapatos amarillos

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n muchacho santandereano, descarriado y andariego, emigró de su tierra y llegó a Bogotá hacia finales de 1945. Su familia, de regular posición, estaba acostumbrada a las andanzas del díscolo adolescente, y poco y nada se ocupó de su suerte. En Bogotá, el recién llegado fue un varado más. Ni siquiera intentó buscar trabajo. Con pequeños hurtos atendía su sustento, y casi siempre pasaba la noche en un parque o en la compañía de otros vagabundos que se entretenían viendo jugar billar en las cantinas trasnochadoras. En su ir y venir sin rumbo, el desprotegido forastero conoció a un joven vendedor de helados. Ese conocimiento se convirtió en amistad, y el muchacho de los helados abundaba de la mejor buena fe en consejos a su nuevo amigo. Cuando se enteró de que el vagabundo pasaba las noches a la intemperie, lo invitó a dormir bajo techo en una piecita que tenía al sur del bajo San Victorino. En un junco que le compró el amigo se acomodó el vagabundo, y solía llegar a la piecita de inquilinato bien pasada la noche. El que pudiera llamarse “el dueño de la casa” madrugaba a sacar el rudimentario carrito que empleaba en su negocio. Lo dejaba a guardar en la vivienda de un amigo que también vendía helados, para luego ir hasta la fábrica a proveerse de mercancía. El huésped del joven vendedor de helados comenzó a abusar en las horas de llegada y a fastidiar con su desorden y su desaseo. Esta situación dio lugar a que Pedrito, que así se llamaba el vendedor, le confiara sus cuitas a “Cafián”, un vendedor de helados, ya bien entrado en años, y este “Cafián” fue el que inició a Pedrito en el negocio. Entre los dos vendedores había gran diferencia de años, fácilmente “Cafián” triplicaba la edad de Pedrito, y esta distancia

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cronológica dio pábulo a decires, que bien o mal podrían ser verdades, pero eso no viene al cuento. Allá ellos, aunque ese “allá” no se sabe dónde es. Porque Pedrito murió trágicamente, siendo muy joven, y “Cafián” debe haberse muerto de viejo. —Hola, Pedrito, tiene que darme mi remojo. Así le dijo “Cafián” a su joven amigo cuando notó que estaba estrenando un par de zapatos amarillos. Con cumplidos y chanzas, los dos vendedores de helados celebraron la novedad, de la cual Pedrito estaba muy satisfecho. También le gustaron mucho los zapatos al indeseable huésped de Pedro, quien los contempló mientras hacía mentalmente una comparación con los suyos propios, desastrosamente deteriorados. El forastero de esta historia era de 22 años o muy poco más; no tenía documento alguno de identidad, y decía que se llamaba Félix Galvis, pero siempre fue llamado en su vida delictiva y carcelaria el “Mono Galvis”. Era un tipo sumamente extraño y se caracterizaba por su frialdad. Parecía, moralmente, un insensible total. Lejos de agradecer el hospedaje que le brindó el vendedor de helados, se portaba con él con la mayor ordinariez. Continuó entregado a su vida nocturna y muy rara vez llegaba a la pieza sin haber consumido algunos “pipos”, casi siempre más de la cuenta. Una vez, a eso de las dos y media de la mañana, llegó al alojamiento muy “bien medido”, y encontró la puerta de la pieza bien trancada por dentro. En realidad, “Cafián”, cuando Pedrito se quejaba de su huésped, le aconsejó que trancara la puerta y no le abriera. Bajo el efecto de los “pipos”, el “Mono Galvis” a tan avanzada hora fomentó un escándalo que comprometió a Pedrito a abrirle la puerta, para no perjudicar a los vecinos. Enfurecido, Galvis insultó a su protector, quien

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cobarde o prudentemente se metió otra vez entre su cama, vuelto para el rincón. —Cállese y no sobe más —fue la única protesta del ofendido. Enloquecido por el “pipo”, Galvis enarboló la pesada tranca de la puerta y con la violencia de que fue capaz la descargó sobre la cabeza del infortunado vendedor callejero. Echó luego mano de un punzón de partir hielo que Pedro tenía sobre la mesa y lo acribilló para rematarlo. Es posible que el choque sicológico sufrido por el vagabundo le hubiera espantado los “pipos”. Es lo cierto que con su habitual frialdad trató de borrar los rastros de su atroz crimen, y pensó que lo primero por hacer era salir del cadáver. Sin perder ni un minuto acabó de desnudar al muerto y lo embutió entre un costal que el malvado acostumbraba doblar para usarlo como almohada. Pedrito era pequeño y holgadamente cupo entre el costal. Tanto que sobraron las puntas para amarrarlas y dejar el bulto fuertemente cerrado. En los días inmediatamente siguientes, “Cafián” echó de menos a su compañero de trabajo, pero su actividad diaria le impidió buscarlo. Al domingo siguiente “Cafián” fue a vender helados a la “Media Torta”, donde el espectáculo de ese día atraía mucho público. Cuando pasaba por las graderías ofreciendo su mercancía “Cafián” vio la cara del huésped de su amigo Pedrito. Y algo más se apoderó de su atención, al darse cuenta de que el vagabundo tenía puestos los zapatos amarillos. No lo pensó más, y esa misma tarde se acercó a un juzgado permanente y comunicó sus sospechas. Precisamente el día anterior había sido hallado en el lecho del río San Agustín, bajo el puente de la carrera 24, un bulto picoteado por los gallinazos. Con su rebusque, los gallinazos habían dejado entrever la presencia de algo macabro, y

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mediante la intervención de los funcionarios de policía fue sacado el costal a la orilla del río, se abrió y se descubrió un cadáver. En el mismo juzgado permanente, “Cafián” tuvo la noticia del hallazgo y voló a la morgue de Medicina Legal, donde reconoció a su desgraciado amigo. Buscar al “Mono Galvis” fue la primera actividad enfocada por la policía. Desde luego, los zapatos amarillos eran una de las pistas a seguir para dar con el criminal. No fue difícil dar con el “Mono Galvis”, quien luciendo los zapatos se encontraba en un cafetín de San Victorino. Ante la policía y más tarde ante el juez de instrucción, Galvis se encastilló en una negativa rotunda. En rueda de presos fue reconocido por “Cafián”, quien al “éste es”, de rigor en tales diligencias, agregó unas palabrotas contra el criminal. En los calabozos, Galvis cambió los zapatos amarillos por otros con un compañero de cautiverio, ingenioso recurso que de nada habría de servirle, y escuchó consejos de avezados delincuentes, para que se sostuviera en la negativa, porque no existiendo pruebas tendrían que dejarlo en libertad. Entre interrogatorios y contra interrogatorios transcurrió la instrucción sumaria y se llegó a la certidumbre de que Galvis era el autor del crimen. Inclusive en los calabozos fueron recuperados los zapatos amarillos, pero ante los mismos policías que lo capturaron insistió en la negativa. Con otro cronista esperábamos la salida del “Mono” después de una larga diligencia, y cuando salió, lo invitamos con los detectives que lo conducían a tomar alguna cosa en un bar cercano al edificio de los tribunales. —Pero no bebidas alcohólicas —dijo uno de los guardianes. —Yo nunca tomo esas porquerías —respondió el “Mono”.

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Entramos al bar y pedimos cuatro cervezas para los dos guardianes y los dos periodistas. El “Mono Galvis” pidió una gaseosa y un pan. Le hice el ofrecimiento de que además le daría unos centavos. Y echamos a conversar. —Usted está perdido, “Mono” —le dije y le aconsejé que confesara el delito. Los demás acompañantes opinaron de la misma manera. Le hicimos reflexiones y casi le garantizamos que fácilmente saldría del lío y pronto quedaría libre. El criminal atendió nuestros consejos y confesó todo, sin omitir detalles. La frialdad, característica que sólo es común entre los criminales de alta peligrosidad y de larga experiencia, era la señal más notable de la personalidad del “Mono Galvis”. Una noche, poco después de la confesión, el investigador del crimen, doctor Luis Becerra López, llevó a la práctica la diligencia de reconstrucción de los hechos. Y esta fue la oportunidad más apropiada que tuve para sondear y conocer el alma diabólica del joven delincuente. Con una sencillez desconcertante por lo simple, dentro de la piecita que ocupó el muchacho vendedor de helados, el “Mono Galvis” hizo un objetivo recuento del asesinato. Inclusive se cambió su calzado por los zapatos amarillos, que el juez había hecho llevar para completar la “utilería” de la macabra representación. —¿Podré quedarme con ellos? —me dijo en voz baja, a tiempo que señalaba los flamantes zapatos que en esta ocasión había vuelto a usar. —Yo creo que sí... hágase el pendejo —le aconsejé a manera de consolación.

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De 450 a 500 metros, aproximadamente, era la distancia que teníamos que recorrer desde el inquilinato hasta la orilla del río San Agustín, lugar donde se deshizo del cadáver. El bulto había sido preparado en un costal conseguido por los detectives, en el cual el mismo Galvis embutió, a instrucciones del investigador, las almohadas y las cobijas de la víctima. Lo cerró Galvis tal como lo había hecho minutos después del crimen. Parecía casi alegre con el liviano bulto al hombro. —¿Y usted no se cansaba con el muerto al hombro? —le pregunté. —Claro que sí —respondió—, porque eso pesaba mucho más. El juez Becerra López le ordenó: —Descanse, pues. El “Mono” descargó el bulto y despreocupadamente se sentó encima. —Y usted —lo interrogó el juez— ¿se sentaba sobre el cadáver? —Sí, señor... —contestó el “Mono” un poco vacilante, quizás pensando que este detalle podría perjudicarlo. Los presentes, asombrados, nos miramos unos a otros al presenciar esta demostración de insensibilidad del criminal. Algo debió entender, porque cuando el juez le ordenó que nuevamente tomara un descanso, descargó el bulto pero permaneció de pie. Señaló el lugar donde había arrojado su macabra carga al río San Agustín, y advertido por el juez no botó al agua el bulto empleado para el simulacro. Con su contenido de almohadas y cobijas, el costal fue devuelto a la piecita de inquilinato. Allí mismo el secretario del juzgado escribió los detalles de la diligencia; los funcionarios y el sindicado, lo mismo que su apoderado de oficio, estamparon

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su firma, y en seguida el “Mono Galvis” fue devuelto a la cárcel Modelo. La fuga del “Mono Galvis”, porque el “Mono” se fugó y se fue con todos sus compañeros de la cárcel Modelo, fue el 9 de abril de 1948, cuando el asesinato de Gaitán dio lugar a atroces desórdenes y se abrieron las puertas de las cárceles de Bogotá. Entre los tranquilos prófugos de esa fecha se contó el famoso ex clérigo Juan Clímaco Arenas, a quien pocos días después me encontré en la Plaza de Bolívar, esquina sur de la catedral. Desde el lugar del encuentro teníamos a la vista las ruinas ennegrecidas del viejo Palacio de Justicia, y Arenas, en su acostumbrado modo juguetón, señalando hacia arriba, me dijo: —Hace falta una reforma judicial que adopte el sistema de la candela. Fíjate que las llamas sustanciaron y fallaron todos los negocios en menos de un par de horas. Y el clérigo se despidió y siguió tan despreocupado por la Calle Real. El expediente del proceso contra el “Mono Galvis” también se quemó, pero él, menos optimista que el ex clérigo, echó camino hacia Santander, su tierra. “Colinchando” en los pocos camiones que pasaban para el norte, pudo llegar hasta Chocontá, donde lo detuvo una patrulla. Como habían despachado circulares a todas partes, pidiendo la captura de los sospechosos, sometieron al viajero a un interrogatorio, y aquí fue donde el “Mono” dio la mayor demostración de su frescura. A las preguntas de los representantes de la autoridad, respondió sin inmutarse:

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—Me llamo Félix Galvis. Soy santandereano. Entre los horrores ocurridos en Bogotá, se incendió la casa donde yo vivía y trabajaba. Así que me quedé sin vivienda, sin comida y sin trabajo, y resolví volver a mi tierra. Ahí, he venido, poco a poco por la carretera, a raticos colinchado de los camiones, pero qué vamos a hacer... A nuevas preguntas de las autoridades chocontanas, respondió sin vacilar: —En Bogotá me conocen el doctor Humberto Barrera, el doctor Marco Sanabria Osorio y otro doctor llamado Roberto Ordóñez Peralta, todos santandereanos. El “Mono Galvis” mintió por omisión, pero en realidad no expresó ninguna mentira. En verdad su casa era la cárcel Modelo, donde además de alojamiento tenía segura la alimentación. En cuanto a las personas que conocía y podían garantizar su honradez y buen comportamiento, el doctor Barrera desempeñaba el cargo de juez tercero superior, y en su despacho cursaba el proceso contra Galvis; el doctor Marco Sanabria Osorio era personero delegado en lo penal, y tuvo intervención, como representante del ministerio público, en la iniciación del sumario, y con el doctor Ordóñez Peralta su “relación” fue más fugaz. Cuando el doctor Ordóñez conversaba con alguien frente al juzgado, lo vio el investigador Becerra López, quien lo llamó para que asistiera como apoderado de oficio a un sindicado. —Bueno —respondió el doctor Ordóñez—. Vayan escribiendo la introducción a la diligencia que yo vengo dentro de un ratico. Efectivamente, todas las personas que mencionó lo conocían, y todas ellas eran importantes. La patrulla le dijo que podía seguir su camino, y un cabo, al darle unos centavos, le dijo:

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—Para que tomes una gaseosa... Esta fue la última noticia que se tuvo del “Mono Galvis”, que además fue ilustrada con la más fiel fotografía de su personalidad. Por entonces se fue generalizando la violencia en Boyacá y Santander. Resulta poco menos que increíble que un tipo de tan acusada capacidad criminal no hubiera vuelto a figurar en caso alguno, Siempre he creído que por el camino a su tierra debieron matarlo. Esta es una simple hipótesis, pero resulta aceptable el cálculo de que un hombre que fue capaz de asesinar a su protector sólo para robarle un par de zapatos amarillos, si le quedó algo de vida, debió perpetrar muchísimos crímenes más. Y no es para pensar la cara que pondrían el cabo y sus subalternos al leer en la prensa y oír en la radio la lista de los principales prófugos del 9 de abril. El “Mono Galvis”, por su espantable asesinato, no alcanzó a completar dos años en la cárcel, pero éste debió ser tiempo suficiente para que aprendiera entre sus compañeros muchas cosas más. En fin, nunca se supo más del “Mono”, ni se puede intuir hasta dónde lo llevaron los zapatos amarillos del infortunado vendedor ambulante de helados.

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El “Doctor Mata”, criminal único

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n verdadero maestro de lo que el derecho penal llama la premeditación, y un simulador de grandes facultades histriónicas fue Nepomuceno Matallana. Hombre oscuro y de malos antecedentes, que dejó guardados en Boyacá cuando se vino para la capital de la República, se entregó al ejercicio de la profesión de abogado sin que sus conocimientos hubieran pasado el ciclo de primaria. Para actuar como tal incurrió en falsedades y maromas, en las cuales era un experto. En miles de toneladas de papel se difundió en su época la trayectoria criminal de Nepomuceno Matallana, y el autor de este recuento, habiendo cubierto casi totalmente la serie de aventuras delictivas del falso abogado, llegó a fastidiarse tanto que ahora se ocupa del personaje porque sería imperdonable que dentro del propósito de recordar los grandes crímenes, olvidara al más grande de los criminales. En la población de Caldas, Boyacá, nació Matallana en el comienzo del siglo. Fue muy conocido en Chiquinquirá y en la provincia de Ubaté, región en la cual se inició como delincuente, pero de esos delincuentes que no dejan rastro. A temprana edad, pues no había pasado mucho de los 20 años, contrajo matrimonio con Carmen Sarmiento, mujer que ya había caminado buena parte del otoño de su vida, pero que disponía de algunos dineros. —No se meta con ese sujeto porque es un pícaro —le dijeron a doña Carmen sus hermanos. Pero como Matallana redoblaba sus reverencias y sus requerimientos, doña Carmen acabó por casarse, y tal como si

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fuera una niña díscola de 15 años, recibió el imborrable sacramento a escondidas de su familia. “A esta vieja hay que matarla, pero todavía no”. Así debió pensar Matallana cuando los hermanos de Carmen lograron evitar la enajenación de las tierras de que la anciana esposa de Matallana era propietaria. El buscón sólo pudo disfrutar de la venta de una cosecha de papa y de unas joyas que tenían el mérito de ser tan antiguas como su dueña. Se cuenta que Matallana, mucho antes de venir a Bogotá, mató a un hombre en su región y escondió el cadáver entre dos grandes piedras, donde los gallinazos “piquetearon”, como muy propiamente se puede decir. Sólo tiempos después alguien encontró los huesos y se ataron cabos que señalaban a nuestro personaje como autor de ese homicidio, cuando ya era muy difícil, por no decir imposible, cobrarle el delito. Ni siquiera fue llamado a declarar. Instalado ya en Bogotá, puso en juego un sistema de su invención. Escogía a sus víctimas entre fichas sueltas de la sociedad. Así cayó una proxeneta en uso de retiro, necesariamente bueno; cayó un homosexual adinerado que vivía lejos de su familia; cayó también el propietario de una bomba de gasolina, separado de su mujer y sus hijos; cayeron dos hacendados, enemigos entre ellos y sin parientes cercanos; cayeron varios más y, finalmente, le correspondió el turno a don Alfredo Forero, negociante y cambalachero, ya mayor de 60 años y distanciado de su esposa y su hija. En todos estos casos se contó con la eficaz y fiel ayuda de un peón que era algo así como los sicarios de estos tiempos, pero de a pie. Como estas personas solitarias eran dueñas de considerable fortuna, después de ocultar los cadáveres entraba a actuar el falso abogado con la falsificación de poderes generales

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autenticados ante el notario con suplantación del otorgante o empleando el sistema de falsear letras de cambio que responsabilizaban a sus víctimas de cuantiosas deudas. Don Alfredo Forero, la última de las víctimas de Matallana, disponía de un buen capital y de un gran sentido del negocio. Alejado de su familia, contaba con la compañía de Merceditas López, una muchacha de 20 años que se había portado con él leal y cumplidamente. De manera ocasional Forero se relacionó con el tinterillo de esta historia, y los negocios fueron el tema de sus conversaciones. Y hablando de negocios Matallana le ofreció en venta a don Alfredo unos terrenos ubicados al sur de Usme y sembrados de eucaliptus que muy pronto serían maderables. Forero hizo cuentas y apreció que la oferta constituía una buena oportunidad. —Es que necesito —dijo Matallana— reunir unos centavos para pagar una hipoteca, y liberar así un edificio que quiero vender para viajar a Europa antes de que me haga viejo. Alfredo acostumbraba informarle a Merceditas López de todos sus negocios, y gracias a sus confidencias de alcoba fue posible que la justicia se abriera paso y no quedara en la impunidad la muerte de don Alfredo, tal como quedaron los anteriores crímenes de Matallana. Impulsado por su senil afecto a Merceditas López, abrigó el propósito de hacerle un gran regalo. Le ofreció a Mercedes una casa, y con la muchacha visitó varias propiedades de buen precio, en busca de la que a ella más le gustara. En ese momento, precisamente, fue cuando se atravesó Matallana y le ofreció a Forero el bosque de eucaliptus situado en el cerro de “Calderitas”, al suroriente de Usme. Se fijó la fecha del viaje y una mañana, a muy temprana hora, don Alfredo se despidió de su compañera con la promesa de llegar antes de

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que se entrara la noche. Esta despedida, como habrá de verse, fue para siempre. Con el paso de los días creció la angustia de Mercedes López. Además de la falta que le hacía su viejito bondadoso y cordial, la atenazaba la certidumbre de que había perdido la oportunidad de ser dueña de una casa. Acosada por la impaciencia, le hizo antesala al “doctor” Matallana, quien finalmente le informó: —No espere muy pronto a don Alfredo porque él tuvo que huir para salir de un lío muy serio. —Y confidencialmente añadió en voz muy baja—: Un lío de faldas... ¿Lío de faldas? En la expresión de Matallana, Mercedes adivinó una mañosa mentira. Y adoptó la determinación de llevar el caso al conocimiento de las autoridades. Realmente, fue poca la atención que le prestaron a Merceditas, pero la averiguación siguió su curso rutinario, camino del “archívese”. Por hacer algo, el juez de instrucción a cuyo despacho correspondió la denuncia de Mercedes llamó a declarar a Nepomuceno Matallana. Mercedes López se había situado, como si ésta fuera su única ocupación, en la puerta del juzgado de instrucción que tenía a su cargo las averiguaciones, y ahí la encontré varias veces y me comunicó el motivo de sus inquietudes. Tales cosas decía, que era necesario creerle. Una mañana, en el mismo juzgado supe que Matallana estaba rindiendo declaración. Cuando salió, le formulé algunas preguntas, y él, con ademán de desagrado, se limitó a responder: —Gajes del oficio...

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Con su respuesta evasiva, el tinterillo quería ratificar su posición de que su condición “profesional” le impedía revelar los motivos por los cuales don Alfredo Forero se había ausentado. Hablé luego con el juez, y obtuve la facilidad de echarle una mirada a la declaración que Matallana acababa de juramentar. Dijo el dañino sujeto que era abogado, que tenía 43 años de edad y que se había graduado en la “Universidad Republicana”. Por un recuerdo familiar estuve en capacidad de decirle al juez: —Este “abogado” de 43 años se habría graduado a la edad de doce años, pues la Universidad Republicana se cerró en 1918. La angustia de Matallana también debió crecer, acosado por la insistencia de la muchacha en averiguar por su “viejito”. —Para qué busca a Alfredo Forero habiendo tanto muchacho —le dijo el tinterillo a Merceditas, y agregó—: Si le hace falta dinero, tome estos 200 pesos y ojalá no vuelva con tanta frecuencia porque yo vivo muy ocupado. Mercedes no recibió el dinero que le ofrecía Matallana, y de la oficina del falso abogado salió directamente al juzgado de instrucción; en esta vez, el investigador le prestó más atención y le escuchó todos los detalles relacionados con la partida de don Alfredo. Tal como él mismo se lo había informado, la muchacha le dijo al juez:

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—Alfredo iba a ver un bosque de eucaliptus situado más allá de Usme, en un cerro llamado Calderitas. Debían viajar hasta Usme en el automóvil del doctor Matallana, y de ahí continuaban a caballo, en bestias que un peón llevaría desde Bogotá. El juez pidió a la prefectura de seguridad un buen detective, y lo puso a trabajar. Este auxiliar, un agente secreto de apellido Capote, comenzó por rastrear las pistas que daba Merceditas. Si las bestias habían sido llevadas de Bogotá, en el retén de Usme debía haber alguna constancia. En efecto, en la fecha indicada por Merceditas, en el retén aparecía registrado el paso de dos caballares conducidos por un hombre que dijo llamarse Hipólito Berrera. Así comenzó a desenredarse la sutilísima trama. Capote comenzó a averiguar por los lugares donde alquilaban bestias, ya para entonces muy escasos en Bogotá. Preguntando dónde alquilarían bestias para viajar por los lados de “La Regadera”, obtuvo una dirección de Puente Aranda, donde alquilaban buenos caballos de paso y, efectivamente, allá le informaron que un doctor Matallana había tomado en alquiler los caballos, el moro “Talismán” y el bayo “Jonatás”. El informador agregó que el doctor había pagado por anticipado el valor del alquiler y que había dejado al dueño del negocio una suma como garantía por las bestias y sus aparejos. Después, según dijo el hombre de Puente Aranda, un calentano vino por los animales como a las 5 de la mañana. —Precisamente los zamarros que estaban ahí colgados se los puso el calentano para emprender el viaje. Capote examinó los zamarros y entre uno de los bolsillos encontró una clave definitiva: una tarjeta profesional del “Doctor Nepomuceno Matallana —Abogado titulado e

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inscrito—”. La tarjeta contenía la autorización para que Hipólito Herrera pudiera pasar con los caballos por el retén de Usme. En su declaración juramentada Matallana mencionó que tenía o había tenido propiedades en Pubenza, abajo de Tocaima. El detective viajó a Pubenza, fácilmente dio con el hombre que buscaba y lo trajo a Bogotá. Por lo poco y lo vago que habló Hipólito con el detective, se ataron algunos cabos más, y el investigador ordenó la captura de Matallana para someterlo a indagatoria. El tinterillo cayó en numerosas contradicciones y el juez le dictó auto de detención. En cuanto a Hipólito, el detective Capote esposó al calentano y se lo llevó para la región paramuna de Calderitas, donde presumiblemente se había cometido el crimen contra el incauto don Alfredo Forero. Siempre me ha repugnado la tortura como medio investigativo, y en este caso, debo reconocerlo, el detective Capote empleó una tortura a su modo. Sistema que en la época presente deben haber empleado mucho los “investigadores” en cuyas manos ha caído tanta gente inocente. A este viaje de pesquisa a la montaraz región de Calderitas se sumó Merceditas López. Es decir, su empeño en buscar al desaparecido la llevó a convertirse en investigadora. Merceditas, antes de abandonar la carretera para emprender el ascenso por los cerros, compró una gallina gorda, unas dos libras de papa, cebolla, sal y algo de tomar. Se proponía preparar en algún rato de descanso un espléndido piquete. Hipólito rompió el silencio para quejarse del frío. Algo iba de los 30 grados de su llanura de Pubenza al páramo. Y como si esto fuera poco el calentano iba en camisa de mangas cortas. Sin que Capote lo hubiera previsto, este era un auténtico suplicio que comprometía a hablar claro. Después de mucho caminar, Hipólito dijo a sus acompañantes:

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—El doctor Matallana me trajo una vez por aquí hace años, pero no hacía tanto frío como ahora. También es cierto que tal vez no hacía tanto frío como ahora, y esa vez yo traía ruana. Una ruana gruesa, de pura lana. Sabrosa. Adelante caminaba Hipólito Herrera con las manos esposadas atrás; le seguía Capote, revólver en mano e inspeccionando el terreno a cada paso, y detrás marchaba Merceditas con su carga de viandas. Capote observó un lugar donde estaba la tierra removida, y su mirada pasaba de la tierra a la cara del preso, y de la cara del preso a la tierra en cuyos contornos había matas de frailejón algo mustias. Tomó a Hipólito por un brazo, le quitó una de las esposas, lo puso contra un árbol más o menos corpulento y ahí quedó atado al cerrarse la argolla que le habían quitado de la mano izquierda. Mientras el preso permanecía abrazado al árbol, el detective se dedicó a reunir leña y luego le ayudó a Merceditas a prender candela. A sólo tres metros del árbol al cual permanecía esposado Hipólito, ardía la leña sobre la cual colocó Mercedes una olla que le habían prestado donde compró la gallina. Agua se consiguió fácilmente, y la muchacha no tardó en despescuezar la gallina. En el agua hirviente Mercedes metió la gallina para desplumarla, y con una navaja de Capote, una vez desemplumado y desencañonado el cuerpo de la inocente víctima de la gula, procedió la improvisada cocinera a abrir el animal y alistarlo para el cocido. Capote lavó la olla y trajo más agua para lavar las papas y preparar el condumio. Bien pronto, el caldo echó a hervir, y el cautivo, con la máxima expresión de vencimiento, no quitaba sus ojos verdosos de la olla, para él tan distante y tan ajena. —Señor, por vida suyita, regáleme un sorbito de caldo que me muero de frío.

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El detective le respondió con unas preguntas: —Si se muere de frío, ¿de qué murió don Alfredo Forero? y ¿dónde lo enterraron? Cuando ya Capote y Mercedes estaban devorando la gallina y las papas y tomando sorbos de caldo con cuchara de palo turnada, se dieron cuenta de que las lágrimas rodaban por las enjutas mejillas de Hipólito. El detective le pidió que contestara: —Si le damos gallina, papas y caldo, ¿usted qué nos da? —Si me dan más que sea un sorbito de caldo caliente, yo les cuento unas cosas —respondió el preso entre sollozos. —Dígalas pronto antes de que el caldo se enfríe —lo urgió Capote. El detective cortó un palo con la navaja y él mismo se empeñó en remover la tierra y la encontró blanda. En seguida desató a Hipólito del árbol y lo puso a trabajar. —Le advierto, Hipólito, que si trata de correr le echo plomo. —No, señor. ¡Ave María! Después de sacar mucha tierra con ambas manos dijo Hipólito: —¡Aquí está! Efectivamente, Capote y Merceditas al mirar al fondo de lo que Hipólito había cavado vieron algo que podría ser un

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cadáver, es decir, el del señor Forero. Hipólito continuó sacando tierra y vieron más claro: ahí estaba el cadáver de don Alfredo. Merceditas reconoció las ropas que su “viejito” llevaba el día de su desaparición. El detective y la muchacha dieron por cumplida su tarea, Herrera quedó nuevamente esposado y con los chismes de cocina que les habían prestado emprendieron el camino de regreso. Con su navaja Capote fue dejando señales en los árboles y tomando puntos de referencia para no perder la ruta. Al día siguiente regresaron el juez investigador con su secretario, Capote, otra vez Merceditas y, claro, el calentano Herrera. En esta vez Herrera viajó con una buena ruana que el mismo juez le regaló. Posteriormente, se llevó a la práctica la diligencia de reconocimiento del cadáver en el Cementerio Central. Este acto rutinario dio curiosos pero inútiles resultados, porque Matallana insistió en que no tenía ni idea de lo que le había pasado al señor Forero, y así como venía negando su viaje a Calderitas, se encastilló en un no rotundo a cuanto se le preguntó. —La última vez que vi a Forero fue en mi oficina de abogado, cuando me contó que estaba metido en un lío muy grave, que lo obligaba a esconderse. Bien se puede decir que la tarjeta encontrada en un bolsillo de los zamarros fue la clave definitiva para el esclarecimiento del crimen, clave muy bien aprovechada por Capote, quien se calificó como un “sabueso” de verdad que, como se pudo ver, condujo al descubrimiento de la remota sepultura de los despojos mortales de la víctima. Por aquellos días, los lectores de la prensa sólo tuvieron ojos para las informaciones que se publicaban sobre el atroz crimen de Matallana.

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Fue mucho el trabajo que tuve en esos días y, como si esto fuera poco, recibí una citación de un juzgado penal del circuito para rendir indagatoria en relación con una denuncia que contra mí presentó Matallana. Ocasionalmente me encontré con el juez que me citaba, y cuando me reclamó la desatención a su llamamiento, me disculpé: —Usted sabe, mi querido juez, que para los llamados delitos de prensa hay un procedimiento especial. Primero se pide una rectificación o aclaración, y si el periodista se niega a publicarla, entonces sí se llama a declarar ante el juez. —Pero es que no se trata de un delito de prensa —arguyó el juez— pues la denuncia contra usted, presentada por Matallana, es por el delito de hurto. Ocurrió que cuando el investigador del crimen de Calderitas practicó una inspección ocular en la oficina del falso abogado, yo lo acompañé en esta diligencia. Abierto el escritorio, vi un álbum fotográfico. Contenía retratos de mujeres, con dedicatorias ridículamente amorosas. Y qué mal gusto tenía Matallana. Desprendí muy disimuladamente la foto de la “mona” Forero, una de las amantes más duraderas del tinterillo, y la publiqué en el periódico. “Esto es un hurto”, dijo Matallana y formalizó la denuncia contra mí. Muy mala voluntad me tenía el famoso delincuente, porque en el periódico donde yo trabajaba en esos tiempos, como el apellido “Matallana” es tan largo no me cabía en los titulares y resolví apocoparlo. Aquello fue un éxito, porque quedó “doctor Mata”, y así lo llamaron por el resto de su vida. Bueno, y por lo del famoso “hurto” nunca me tomé el trabajo de atender la repetida citación del juez penal del circuito. La diligencia de reconstrucción del crimen atrajo muchísimos curiosos, y la cola multitudinaria subió hasta el lugar de los hechos. Matallana viajó a caballo, pero como

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durante la diligencia permaneció mudo e inmóvil, le tocó regresar a pie. No sé si yo lo merecía, porque también regresé “a pura pata”. Fue que en aquel torbellino de la diligencia me robaron el caballo alquilado. La publicidad del caso Matallana dio lugar a que varias familias cayeran en la cuenta de desapariciones de allegados suyos ocurridas en idénticas circunstancias. Entre los desaparecidos que en sus últimos tiempos tuvieron relaciones con el falso abogado, figuran personas aisladas, adineradas y sin parientes cercanos, pero esto se supo a la hora de descubrir el “Mr. Hyde” que había detrás del “Dr. Jekyll”, es decir al “doctor Mata”, detrás del “abogado Matallana”. De las desapariciones atribuidas a Matallana no quedó rastro alguno o asidero para intentar investigaciones. Solamente en el caso de Leonor López, proxeneta retirada, casualmente se encontró un juicio ejecutivo contra ella, promovido por Nepomuceno Matallana. Quién sabe cómo desapareció a Leonor, a quien no era fácil llevarla de paseo a Calderitas. Es posible que la vida de la proxeneta hubiera llegado a su fin en una pequeña finca que el falso abogado tenía entre Bogotá y el antiguo municipio de Usme, y que el cadáver lo hubiera sepultado allí mismo. Pero eso habría ocurrido varios años antes y la investigación era poco menos que imposible. El juicio ejecutivo tuvo su curso en un juzgado civil del circuito de Bogotá, con base en una cuantiosa letra que contra López tenía Matallana en su poder. Hábilmente y bajo cualquier pretexto, cuando la ejecución estaba en marcha, Matallana pidió y obtuvo el desglose del documento. Sólo, pues, quedó en el expediente la copia autenticada por el juez, y el original desapareció. Muy seguramente Matallana falsificó la letra después de la muerte de Leonor López, y valido del falso documento promovió el juicio ejecutivo. En la demanda denunció como bienes embargables un edificio de apartamentos, construcción levantada en la carrera 5ª, entre la

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calle 14 y la Avenida Jiménez de Quesada, cuadra antiguamente llamada “Calle de Pamplona”. El edificio, que representaba todo el capital de Leonor López, era de dos bloques que sumaban quince apartamentos. Como no apareció la “deudora”, pasados los requerimientos públicos, se decretó el remate. El edicto se publicó en un periódico de escasa circulación, y se puede decir que la fecha fijada para el remate llegó sin que lo hubiera visto interesado alguno. Se presentó solamente un postor, que era un testaferro de Matallana, y como no tenía competidores se hizo adjudicar la propiedad por las tres cuartas partes del avalúo, que por sí mismo era notoriamente bajo. Leonor López tenía un hijo que vivía muy alejado de ella, pero sabía que mantenía relaciones de negocios con un tal Matallana. Su empeño fue hasta encontrar al “doctor”, quien dio una explicación igual a la que empleó tiempo después para tratar de embaucar a Merceditas, la amante de Forero; que Leonor estaba metida en un lío y se había ausentado del país. —Indirectamente —dijo Matallana— recibí noticias de doña Leonor, cuando hace algún tiempo estaba en París, de paso para no sé dónde. Yo tengo por ahí esa carta, que es la única noticia que he recibido. Cuando tenga tiempo la busco; vuelva la semana entrante y es posible que la haya encontrado, y se la muestro. Cuando el muchacho regresó, Matallana le mostró la carta. Estaba firmada con el nombre de una mujer desconocida, y se refería muy vagamente a la “estatua”. Aclaró Matallana que Leonor, al despedirse, le dijo que le enviaría noticias suyas, pero llamándose “estatua”, para que no la identificaran si el papel caía en otras manos.

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El muchacho, desconcertado y decepcionado, se fue a París a averiguar por la madre entre la colonia colombiana y acabó enrolándose como combatiente de la guerra mundial. Para beneficio de Matallana, el hijo de la “estatua” debió morir en la guerra. De no haber sido por la enorme cantidad de memoriales, peticiones, apelaciones, etc., de Matallana, el juicio no habría sido tan largo pero se prolongó por años y terminó con el veredicto condenatorio del jurado, por unanimidad. Por entonces eran cinco los miembros del tribunal de conciencia, que recientemente fue suprimido, y el juez de la causa había calificado el homicidio con los peores agravantes. En las mismas condiciones fue condenado Hipólito Berrera, participante muy activo en el asesinato de Forero. Hipólito Herrera la pasó bien en la prisión. Era muy aficionado a la música y tocaba bandola muy bien. En la cárcel formaron un trío, del cual era el principal el tocador de bandola y bandolero Hipólito. Recuerdo que cuando terminó la audiencia, que fue multitudinariamente concurrida, el poeta Fernando Arbeláez, de excelente humor, se acercó al defensor de Matallana, doctor Isaías Hernán Ibarra, para felicitarlo. Evidentemente, Ibarra hizo una defensa magistral, elocuente y hasta conmovedora. Al darle un abrazo, el poeta Arbeláez le dijo al abogado: —Estuviste formidable. Me dejaste maravillado. Después de esta defensa, que absuelvan a tu “doctor Mata”, pero... que no lo suelten. La sentencia condenatoria no se hizo esperar, el juez de conocimiento condenó a Matallana y a Herrera a la máxima pena. Es decir, a veinte años de presidio. Sin embargo, fueron puestas en juego diversas argucias, y con el fundamento de una ligera falla procedimental, el tribunal superior anuló la

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condena y ordenó convocar a un nuevo jurado. La tramitación de todo esto requirió mucho tiempo. La nueva audiencia, con otros defensores, se aproximaba ya a su final, cuando en la cárcel Modelo Matallana sufrió un colapso cardíaco y falleció casi repentinamente. Alcanzó a pasar poco más de diez años en la prisión. Casi simultáneamente, quiero decir muy poco antes o muy poco después, murió Hipólito Herrera. El proceso, pues, por la muerte de los acusados, pasó al archivo. Definitivamente quedaron en la oscuridad los demás delitos del falso abogado, y el proceso público sólo sirvió para que en Ubaté y en sus vecindades boyacenses recordaran homicidios perpetrados por Matallana en su juventud, cuando todavía estaba muy lejos de ser el famoso “doctor Mata”. En Caldas, pequeña población de Boyacá, tierra natal de Matallana, se hizo notar la desaparición de un campesino, y mucho tiempo después fueron hallados los huesos dentro de una gran grieta formada en una piedra de tamaño gigantesco. Se dice que hubo sospechas contra Matallana pero no se constituyó ninguna prueba. “Mata” se calificó como uno de los más grandes criminales en la historia delictiva de Colombia.

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“El Perro Lobo”, récord criminal

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na fatal inclinación al delito, perfeccionada por experiencias carcelarias, fue la de Santiago Ospina, un joven de notable familia que tempranamente dejó conocer su desvío y su capacidad criminal. Como tantos muchachos, por segunda vez perdió el quinto año de bachillerato y, con la aprobación de la familia, decidió no estudiar más. Como se había convertido en un vago, sus parientes le buscaron un empleo y entró a cumplir menesteres de mensajero en una respetable firma comercial. Un día su jefe lo mandó al banco para que hiciera una consignación. Era una suma para entonces cuantiosa. Algo más de quince mil pesos, representadas las dos terceras partes en dinero en efectivo y el resto en cheques. Santiago no regresó a la oficina, y por la noche tampoco llegó a su casa. Pocos días después la policía lo capturó en Cali, donde se había entregado a una gran vida. Traído a Bogotá, fue a dar a la cárcel Modelo, bajo la acusación de abuso de confianza, ilicitud que con esta denominación había denunciado la firma comercial perjudicada. Como el delito de abuso de confianza es, o al menos era, desistible, si el denunciante recuperaba la pérdida, podía retirar la denuncia y el sindicado quedaba libre. La familia de Santiago, de recursos no muy cuantiosos, hizo lo que pudo para reunir la suma desfalcada y el caso quedó arreglado. El joven delincuente, al regresar a su vida ordinaria, contaba con la experiencia carcelaria. No en vano se ha dicho que las cárceles son escuelas de delincuencia. Durante su breve prisión, que no pasó de un mes, el joven hizo amistad con dos sujetos que no le aventajaban mucho en edad pero que se contaban como veteranos en la violación de la ley

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penal. Al salir en libertad, los antiguos compañeros se comunicaron telefónicamente con Santiago y se reunieron con él. En estas charlas, que fueron sucesivas, se barajaron diversas iniciativas para hacerse a dinero. Uno de los amigos de Santiago presentó un proyecto que fue acogido con entusiasmo. El proponente tenía amistad con Carlos J. Vargas, dueño de un almacén del centro de Bogotá, llamado “El Perro Lobo”. Este comerciante era muy avaro y cauteloso, pero tenía un vicio que lo descontrolaba. Vargas era homosexual, y en este ejercicio fue como conoció al amigo de Santiago. Para cuidar su almacén por la noche, y al propio tiempo para jugar más libremente con sus aberraciones, Vargas tendía una cama detrás del mostrador y ahí pasaba la noche. Entre sus amigotes figuraba “Peluche”, porque así llamaba, no se sabe por qué, el sujeto cuya ausencia tanto había extrañado, sin saber que estaba en la cárcel. Ya hice referencia a la víctima escogida. Ahora me ocuparé de la ejecución del plan urdido por los tres jóvenes delincuentes. Hacia las 9 y media de la noche, en el centro comercial bogotano de ese entonces, los transeúntes eran muy escasos. Poco más o menos a esa hora tocaron a la puerta de “El perro Lobo”. Como el golpe era convenido entre Vargas y sus amiguitos, no tardó el comerciante en salir de su cama y preguntar antes de abrir la puerta: —¿Quién toca a esta hora? —Soy yo, “Peluche” —respondió uno de los tres jóvenes delincuentes, el que tenía “amistad” con el comerciante.

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—Hola, “Peluchito” —exclamó Vargas—. Te me habías perdido. ¿Qué te habías hecho? Y al decir estas últimas palabras, Vargas abrió una hoja de la puerta. En tropel penetraron los excarcelados, y uno de ellos le asestó un mazazo en la cabeza del desprevenido comerciante. Otro de los jóvenes delincuentes agarró a Vargas por el cuello con suficiente fuerza para estrangularlo. Cerraron la puerta y, validos de la luz que ya había encendido Vargas, esculcaron las gavetas y se apoderaron del dinero que encontraron. Al salir, ajustaron la puerta y emprendieron la retirada a paso rápido. Dos días después, en vista de que Vargas no abría su almacén, los vecinos informaron a la policía que algo raro estaba pasando en “El Perro Lobo”. Efectivamente, los representantes de la autoridad encontraron en el piso del local el cadáver del comerciante. El caso tuvo gran publicidad, pero quedó cubierto por el misterio, aunque no por mucho tiempo. Los tres excarcelarios se repartieron el dinero, que no era mucho, y sucesivamente se reunieron para tramar un nuevo golpe. En esta vez, la iniciativa correspondió a Ospina, quien confió a sus amigos un plan que ya había urdido. Muy poco tiempo antes, Ospina había acompañado a sus hermanas a pasar un fin de semana en el pintoresco pueblo cundinamarqués de La Vega, donde conoció aun señor Merino, comprador de café, que había llegado de Honda como solía hacerlo todos los fines de semana, durante la temporada de cosecha. —Ese hombre —dijo Ospina a sus compañeros— cuando va a comprar café lleva un montón de plata. ¿Qué tal sorprenderlo en el camino entre Faca y La Vega?

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Al estudiar los pormenores del proyecto, pensaron en lo importante que sería disponer de un vehículo para llevar a cabo la delictuosa empresa. Y Ospina dio la solución: — Yo tengo un conocido, vendedor de carros usados. Es un tipo Soler Segura. Yo lo vi hace poco con un carro de muy buena marca y en muy buen estado. Por ese lado podemos conseguir un automóvil. Ya pensé cómo lo haremos. Se presentó Ospina en la agencia donde trabajaba Soler Segura, y le dijo: —Hace poco te vi en un Chevrolet verde. ¿Lo estás vendiendo? Porque yo te tengo un buen cliente para ya. Como comprador, se presentó “Peluche”, muy bien trajeado y aleccionado, y Soler Segura se prestó a darle al comprador potencial una demostración del mismo vehículo que ya había conocido fugazmente Ospina. Acordaron tomar la vía de Soacha, y Ospina ocupó uno de los puestos traseros. —Un momento... —dijo uno de los malhechores, y Soler detuvo la marcha del Chevrolet. En aquel mismo instante, Ospina le descerrajó un tiro de revólver en la nuca al infortunado vendedor. Lo mató instantáneamente, y con gran rapidez los criminales sacaron del carro el cadáver y lo arrojaron al margen de la carretera, muy cerca de la antigua estación ferroviaria de Bosa. Por una vía secundaria que seguía la orilla oriental del aeropuerto de Techo llegaron a la troncal y tomaron rumbo a Facatativá. Entre Facatativá y la quebrada de “El Vino" se les varó el automóvil, y decidieron esperar en ese lugar el paso del señor

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Merino. No contaban con que el cadáver de Soler Segura fue encontrado e identificado muy pronto, y mediante comunicación telefónica de la policía con la agencia que la víctima del crimen representaba, se enteraron de que había salido en un automóvil Chevrolet, de determinadas placas, en demostración para su venta. Con admirable rapidez, la policía impartió órdenes a todos los pueblos próximos a Bogotá, y varias patrullas emprendieron por distintas vías la persecución. En Facatativá pudieron saber que un automóvil de las especificaciones del que estaba vendiendo el señor Soler había estado frente a una tienda en la salida de esta localidad, con tres jóvenes que siguieron su viaje por la vía ya mencionada. De esta manera, cuando se vararon y esperaban el paso del comprador de café, les cayó una patrulla de la policía y los capturó. Posteriormente se supo que el señor Merino, quien conducía su propio carro, se varó en las proximidades de Villeta, y el daño del vehículo fue tan grave que no insistió en el viaje a La Vega. Así, sin saberlo, se salvó del asalto que la peligrosa pandilla le había preparado. La investigación del crimen no tuvo mayores tropiezos porque los tres delincuentes, aunque mañosamente, echaron por el camino de la confesión. Las contradicciones en que incurrieron los sindicados dieron lugar a careos entre ellos, careos entre los cuales se formularon mutuas acusaciones. Y fue así como vino a saberse que la misma pandilla había asesinado al señor Vargas, dueño del almacén “El Perro Lobo”, caso que ya parecía haber quedado en la impunidad. Sobre los tres acusados recayó una pesada condena por homicidios agravados. Ospina fue juzgado y sentenciado en calidad de reo ausente, pues muy poco antes, durante una diligencia fuera de la cárcel, logró escaparse, y mucho tiempo pasó sin que se tuviera noticia de su paradero.

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Personalmente, me correspondió comprobar que Ospina huyó al Ecuador, donde continuó su carrera delictiva. En efecto, en Quito entró en contacto con unidades del hampa y participó en el asalto a una joyería de la capital ecuatoriana, ocasión en la cual fue asesinado un celador nocturno. Pronto cayó preso y fue internado en el penal “García Moreno”, construcción colonial habilitada como prisión y dotada de las mayores seguridades. Sin embargo, Ospina logró fugarse del penal, que es el más tétrico entre cuantos yo haya conocido en mi ejercicio periodístico. Fue una fuga increíble. Ospina y tres compinches se aventuraron por una alcantarilla, y después de muchas penalidades lograron salir al campo de la libertad. Con los compañeros de esta novelesca aventura el delincuente colombiano huyó a la ciudad de Ambato, Ecuador, donde a pleno día asaltaron un almacén de joyería y artículos de lujo. Capturada la pandilla fue a dar de nuevo al tenebroso penal quiteño. Esta vez, Ospina fue “alojado” en una de las bóvedas de máxima seguridad. Una especie de cripta de gruesísimas paredes de piedra, cuyo arco frontal estaba formado por una reja de gruesos barrotes, asegurada con cerrojos pesadísimos y no operables desde el interior. En charla con un periodista del diario El Comercio, de Quito, vinieron a cuento la disposición delictiva y la peligrosidad del colombiano Ospina. Me aconsejó el colega que lo visitara y aprovechara esa oportunidad para conocer la prisión, la cual, comparada con las cárceles de nuestro país son hoteles de turismo. Me indicó el periodista quiteño que preguntara en la guardia por el director, cuyo nombre me dio, y que seguramente él me otorgaría el permiso.

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Tal como se esperaba, el permiso me fue concedido, y recorrí varias dependencias del penal “García Moreno”. Inclusive, con reja de por medio visité la bóveda donde pasaba solitario sus condenas el “compatriota”, si así se puede decir. Era una bóveda penumbrosa y posiblemente húmeda. Le encontré alguna semejanza a las legendarias bóvedas del castillo de Bocachica. Ospina, aunque sorprendido por mi visita, me reconoció sin vacilaciones. Yo, francamente, no lo hubiera reconocido. Parecía muy despreocupado; estaba notoriamente flaco y tenía una barba rala, de quince días o poco más; había perdido varios de sus dientes, y a pesar de sus circunstancias, aún le quedaba ánimo para reír. —Yo he aprendido algo de derecho —me dijo—, y estoy seguro de que tengo razón en lo que voy a pedirle: en Bogotá quedé debiendo algo de cárcel; más o menos lo mismo que debo aquí, pero con la diferencia de que lo de Bogotá fue anterior a las cosas del Ecuador. Estimo que lo natural y lo legal es que Colombia pida mi extradición. Quiero que usted, en su periódico, me le haga campaña a esta iniciativa. Y rió, esta vez sonoramente y con un mayor brillo en los ojos. Detrás de sus palabras insinuantes me estaba diciendo a gritos: “De cualquier cárcel de Colombia me puedo fugar fácilmente. Pero de este maldito penal, dígame cómo”. El guardián que me escoltaba permaneció retirado a él algunos metros de distancia durante la visita. Con Ospina consumimos no menos de tres cigarrillos cada uno, y caritativamente acabé de prometerle que algo haría por él. Esta entrevista se produjo en los primeros días de febrero de 1947, y desde entonces jamás he sabido de la suerte corrida por el delincuente, que por aquellos días tendría 25 años de edad. Le quedaba mucha vida para hacer diabluras. Es presumible que el joven delincuente de otros tiempos, sin que

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me pueda tachar de fatalista, debe haber muerto en alguna de sus peligrosas andanzas, o consumido por el rigor de la prisión.

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Barragán, enemigo público

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íctor Hugo Barragán Gaitán, por los derramamientos de sangre que causó y por los que provocó, no tiene par en la delincuencia del país. Primeramente debe verse que muy transitoriamente hizo parte de la gendarmería de aduanas, a la edad de 22 años, su conducta dejaba mucho qué desear y pronto fue retirado del servicio. Por sus conexiones aduaneras se lió a una trinca de contrabandistas que operaba en la carretera Central del Norte, y habiendo sido sorprendido en esas andanzas lo capturaron en Chocontá, de donde lo trajeron a la aduana interior de Bogotá, donde alcanzó a permanecer preso sólo durante unas horas. El 14 de enero de 1953 mató a dos gendarmes que hacían de celadores de la dependencia oficial y al propio tiempo tenían el encargo de vigilar al preso. Tras el doble homicidio, guardó los cadáveres en una pieza, se apoderó de las armas de sus víctimas, echó por fuera candado y salió a la calle por la puerta principal. Eran las horas de la madrugada. Una empleada tempranera, no sin extrañeza, encontró abierto el portón de la aduana, entró, llamó a los celadores y comprobó que nadie había en la casa. Las víctimas fueron Manuel Antonio Fonseca y Flaminio Villarreal. La profusa publicación del acontecimiento y de la foto de Barragán permitieron que el fugitivo fuera identificado en Colombia, Huila, donde lo capturaron y lo enviaron a Bogotá, a órdenes del juez Emiro Quintero Chica, funcionario que inició la investigación del doble homicidio. Así se inició la carrera delictiva de Barragán en cuanto a hechos de sangre se refiere. El acusado, sin otra explicación qué dar, trató de situarse en el caso de legítima defensa, pero esta versión no pudo sostenerla. La instrucción sumaria fue rápida. Los crímenes de Barragán corrieron parejos con sus fugas, como habrá de verse. En septiembre de 1955 se inició la audiencia pública, ante una espesa barra que miró al

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delincuente con simpatía y casi con admiración. Al concluir la primera sesión de la audiencia penal, Barragán obtuvo que esos guardianes, antes de conducirlo a la cárcel, lo llevaran a saludar a su familia, residente en el barrio de Belén. En esta visita la familia Barragán atendió con grandes miramientos a los custodios. Se consumieron bebidas embriagantes y en lo que ya parecía una fiesta, el preso desapareció. No hay para qué dudar que la fuga estaba negociada con los guardianes. Sin embargo, se trató de guardar algunas apariencias, se hicieron disparos y uno de los encargados de la custodia se hirió en una mano levemente, para mejor justificación. El 31 de octubre, o sea 52 días después de la fuga, el prófugo fue localizado entre los barrios Centenario y Libertador. Estaba en una tienda con Héctor Manuel, su hermano menor, de sólo catorce años de edad, y un sujeto llamado David Contreras Osorio, aprendiz de escultor. Arma en mano, Víctor Hugo intentó resistencia y se desató un tiroteo en el cual perdió la vida el aprendiz de escultor y sufrió heridas el panadero Luis Manuel Martínez. Esta vez, Víctor Hugo Barragán se rindió poniendo las manos en alto después de haber botado su arma al piso. Acaso esta actitud la adoptó para proteger la vida de su hermanito. Al regreso de Barragán a la cárcel se corrieron los trámites para la reanudación de la audiencia pública, pero tras vencer los obstáculos que suelen presentarse en la marcha de la actividad judicial el jurado volvió a reunirse el 5 de noviembre de 1956. Fue esta una de las más largas audiencias públicas de la justicia penal, pues la sesión final se produjo el 28 de febrero de 1957, con el veredicto condenatorio del jurado.

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El juez de la causa firmó la sentencia condenatoria pocos días después, mediante la cual recayeron sobre el acusado 24 años de prisión. Durante la vista pública, Barragán hizo alarde de despreocupación, y como si fuera un campeón invicto correspondía con teatrales venias, sonrisas y besos al aire a las ovaciones de la barra, que ya califiqué de espesa, en su mayoría integrada por mujeres que también le enviaban besos. Poquísimos días, a partir de la condena, fueron suficientes para que Barragán fraguara y llevara a efecto la tercera y más espectacular, más audaz y más sangrienta de sus fugas. En las primeras horas de la mañana del 13 de marzo se, aglomeraron frente a la cárcel Modelo numerosas personas, en su mayoría mujeres, que llevaban el desayuno a presos y guardianes. Entre ellas se debe señalar a Héctor Manuel Barragán, que trataba de ver a su hermano, y a la muchacha María Cristina Alarcón, quien llevaba el desayuno para el guardián Marco Fidel Castro. Muy estrechamente se abría la puerta para recibir los envíos, y Héctor Manuel aprovechó la oportunidad para meter medio cuerpo. Al frente Héctor pudo ver de cerca a su hermano, quien inexplicablemente se hallaba a tres pasos de la guardia. Muy hábilmente, Héctor Manuel le lanzó a Víctor Hugo un paquete que el preso deshizo en menos de un segundo. Era un revólver. Con el arma, Barragán mató a Marco Fidel Castro, guardián de la puerta de la calle, le quitó la vida a María Cristina Alarcón, quien entregaba un portacomidas, e hirió gravemente al guardián Luis Antonio García, que lo recibía. Rápidamente abordaron un automóvil que esperaba con el motor prendido, y huyeron los hermanos Barragán y sus compinches, eficaces auxiliares de la espectacular y sangrienta fuga.

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Avisada la policía, con la enumeración de los datos del carro que se alcanzaron a apreciar, la noticia se extendió y todas las radiopatrullas entraron en acción. El automóvil de los delincuentes emprendió un veloz y tortuoso itinerario y a momentos fue perdido de vista. En uno de esos momentos, los hermanos Barragán se apearon del vehículo y desaparecieron. Finalmente, el carro fue abandonado en la calle 71, muy cerca del templo de San Fernando. La policía encontró dentro del vehículo el cadáver de un joven, con la cabeza atravesada por una bala. Más tarde esta nueva víctima de las andanzas criminales de Barragán fue identificada como Fabio Alberto Ospina, a quien por sus costumbres excéntricas llamaban “La niña Albertina”. La identificación se logró porque “Albertina” era muy asiduo visitante de Barragán en la cárcel Modelo y, según se ve, fue uno de los auxiliares de la escapatoria. Durante los días siguientes, la policía no descansó en el seguimiento de distintas pistas para dar con los prófugos, y en los últimos de abril se tuvo noticia de que un camión carpado se había estacionado frente a la casa número 26-06 de la calle 15 sur, y que de la carrocería del vehículo descendieron tres sujetos. Se averiguó, entonces, que un matrimonio de apellido Ortiz había arrendado una pieza de su casa a desconocidos. Bien se pudo establecer que la habitación de la calle 15 sur, en una de cuyas ventanas se había fijado el aviso de “Se arrienda una pieza”, fue alquilada a la señora Lucila de Ortiz por una mujer llamada Susana, quien llegó acompañada de un sujeto contrahecho. Susana precisamente es la mujer de Héctor Jara, integrante de la pandilla de Barragán y prófugo de la cárcel Modelo. Sobre la certidumbre de que en esa casa se encontraban los Barragán, la policía militar, que entró a colaborar en las operaciones de la policía nacional, con el empleo de altavoces llamó a las personas que allí debían encontrarse, y para extremar la intimidación, se arrojaron bombas de gases

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lacrimógenos. El dueño de casa o arrendador del inquilinato, señor Ortiz, salió con los brazos en alto. Su esposa no levantó las manos porque en sus brazos llevaba un bebé, y de suyo daba la más alta garantía de inofensividad. Poco después, apareció Héctor Jara, agobiado por los gases asfixiantes, pero todavía en actitud belicosa, blandiendo amenazantemente el revólver. De un certero balazo le quitaron la vida, y el cadáver quedó tendido frente a la casa. Héctor Manuel Barragán, el hermano menor de Hugo, trató de escapar por un tejado, pero se dio cuenta de que ofrecía un blanco fácil, y retrocedió. Víctor Hugo continuaba disparando desde su refugio y, para dominarlo, la policía le respondió con una andanada de proyectiles. Uno de éstos le atravesó la cabeza y debió causarle la muerte inmediatamente. También Héctor Manuel, el jovencito menor de 15 años, resistió hasta el fin y cayó abatido por las balas de la policía. Así terminaron su carrera criminal los hermanos Barragán. Larga la de Víctor Hugo y cortísima la de Héctor Manuel, el niño hechizado por la temeridad y la existencia azarosa de su hermano mayor. El final de los Barragán se produjo el 1º de mayo de 1957, Día del Trabajo. Precisamente por esos días comenzaba a agitarse la resistencia contra el gobierno absolutista de Rojas Pinilla, cuya caída del poder se produjo el 10 de mayo. La misma turba que asistió a las audiencias y demostró su admiración por el “héroe” del hampa, expresó su protesta por la muerte de Víctor Hugo y Héctor Manuel, e inclusive culpó de ella al “jefe supremo”, tal como si el “jefe”, por aquellos días, no estuviera metido en la grande. Ante el anfiteatro de Medicina Legal se formó una manifestación de protesta, con “mueras” y “abajos”. Cuando

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la policía trataba de disolver el mitin se abrió paso Lisana Góngora, el amor de Hugo Barragán. —Siempre fue que asesinaron a mi Hugo —exclamó Lisana, y entre sollozos recibió las manifestaciones de pesadumbre de todos los admiradores de los antisociales. El caso de los Barragán, a pesar de su final, que oscila entre el ejercicio de la justicia y el desbordamiento de la autoridad, es tenido como ejemplar en los anales del departamento de seguridad. Tanto, como que en el mismo anfiteatro, técnicos del SIC les tomaron mascarillas a los cadáveres de Víctor Hugo y Héctor Manuel, copias que pasaron a ser piezas del museo que trató de organizar el detectivismo, y que reunió con la mascarilla de Matallana, otro de los criminales más calificados. Pero a la fecha, no sé si el museo de criminalística siguió formándose ni sé qué se hicieron las mascarillas de Víctor Hugo y Héctor Manuel Barragán, famoso criminal el uno, y el otro arrastrado por el “heroico” comportamiento de su hermano mayor.

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La vida y la suerte de don Manuel

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on Manuel, el hijo mayor, desde muy joven asumió los deberes de mayordomo de la finca de su familia. Era, aquella, una familia campesina, y la finca de su propiedad se extendía sobre la línea del ferrocarril de Girardot, cerca a la estación “El Hospicio”, es decir, entre “La Esperanza” y “La Mesa”. La finca progresó visiblemente bajo el manejo de don Manuel. Tanto, que el hermano menor y las hermanas estudiaron en Bogotá. El menor se hizo médico y adelantó estudios de especialización en Europa, mientras don Manuel pasaba la vida curando reses, dirigiendo la recolección de la cosecha, remendando cercas de alambre y ejecutando otras minucias propias de la mayordomía rural. Era don Manuel un hombre rudo, vestido a la usanza campesina y disparatado en su conversar. Su estampa hacía contraste con el lujo de la familia, al extremo de que cuando la madre y los hermanos llegaban de Bogotá, acompañados por algunos amigos, y dispuestos a pasar algunos días en la finca, don Manuel prefería comer de cuclillas con los peones, absteniéndose de ocupar puesto en la mesa. Al contraste que quedó esbozado, don Manuel no fue insensible o indiferente. Perfectamente se daba cuenta de que el lujo y el bienestar de la familia salían de su propio esfuerzo como administrador pero permanecía en silencio, sin formular reparo alguno. Vagamente, con la vaguedad propia de su ignorancia, trataba de medir la distancia entre sus pocos años de escuela primaria y los títulos universitarios de su hermano menor, y su inconformidad se hizo sentir en actos de mala voluntad que fueron muy tenidos en cuenta por la madre y comentados en el seno de la familia.

Don Manuel, que ya estaba algo cargado de años, decidió casarse con una atractiva campesina, bien menor que él.

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Enterada la familia de los propósitos matrimoniales, la vanidad propia del arribismo social aconsejó la reprobación, y la madre y los hermanos del “mayordomo” se abstuvieron de participar en los ceremoniales de la boda. La nueva pareja se instaló en una casita campesina, no muy lejana de la finca, y don Manuel continuó cumpliendo su misión esclavizante de administrador. Pero en su nueva vida, el infortunado hijo mayor se volvió malhumorado y difícil, situación que llegó a extremos tan delicados como que un día, después de una breve discusión entre la madre y el hijo, ella se animó a decirle: —Lo mejor es que usted se vaya del todo. Sin responder a la trascendental notificación, Manuel se alejó mascullando ininteligibles palabras de rencor o protesta. Al día siguiente, Manuel no fue a su trabajo, y la madre, habiendo comprendido que debía darle una inmediata reorganización a la administración de la finca, decidió prolongar su permanencia allí. Pasados tres o cuatro días, don Manuel volvió a la casa de la hacienda y le dijo a la madre: —Vengo a que me liquide mis prestaciones sociales. —No entiendo de qué me habla —respondió la señora—. Es que después de todo lo que me robó ¿quiere robarme algo más? —Si me trata de ladrón —arguyó en tono enérgico Manuel— puede denunciarme ante las autoridades. Pero mis prestaciones de 25 años de trabajo en la finca no se las voy a regalar.

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Enardecida, la señora se paró de su silla y acercándose al hijo en actitud amenazante, exclamó: —Sinvergüenza. Ahora, que tiene mujer, lárguese ya de mi presencia y que ojalá no lo vuelva a ver jamás. Posiblemente llamados por ella, llegaron de Bogotá el hijo doctor y un tío, hermano de la madre, y durante la comida y la sobremesa se habló solamente de las exigencias de Manuel. Como la servidumbre de la casa tenía especial afecto por don Manuel, una de las criadas lo informó de todo lo ocurrido y conversado a la hora de la comida, y de las risotadas del doctor inmediatamente después de referirse a las exigencias de su hermano mayor. El rencor que durante años debió anidarse en la subconciencia de don Manuel y las injusticias de que fue víctima a lo largo de su vida, después de estas escenas debieron estallar tempestuosamente, y el ofendido comenzó a urdir su venganza con imaginación pueril, propia de su ignorancia y de su vida, tan ajena a los actos criminales. En desarrollo de su absurdo plan, don Manuel se disfrazó con una careta de caucho, que era de carnaval, de ojos pestañosos y boca pintada en forma de corazón; se puso encima un sombrero muy diferente del que habitualmente usaba, y se vistió una camisa roja con lunares blancos, como de payaso. Así, de esta facha se presentó sorpresivamente en el comedor de su antigua casa y disparó toda la carga de un revólver sobre la madre, el tío y el hermano menor. Los dos primeros murieron instantáneamente, y el hermano quedó levemente herido en un brazo.

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—Los perros no ladraron a la entrada del criminal— observó una de las criadas. —Es que el olfato no los engaña. Yo reconocí los boticones de Manuel. El miserable estaba seguro de que podría entrar y llegar hasta el comedor en completo silencio —opinó el hermano menor. En la sociedad pueblerina cundió el rumor de que Manuel había sido el autor del horrorizante crimen y de que él mismo había planeado el asesinato de su propia madre. Don Manuel, como insisto en llamarlo, se convirtió en un ser abominable, y dentro de estas condiciones se decretó el inútil paso investigativo de la reconstrucción de los hechos. Para el efecto, la familia se reunió en la finca, y de la cárcel de La Mesa fue conducido el acusado a la finca de “El Hospicio”. El juez investigador, Guillermo Peralta Ortiz, me invitó a la diligencia y la curiosidad periodística me llevó al lugar de los hechos, acompañado por el fotógrafo Guillermo Sánchez. De paso por “La Florida”, nos detuvimos a tomar alguna cosa y nos encontramos con el hermano menor de don Manuel, quien nos reconoció por el equipo fotográfico que Sánchez llevaba colgado de un hombro. El médico, seguramente ya totalmente repuesto de su herida, y su acompañante, hablaron en tono muy bajo entre ellos y nos miraron con cara de pocos amigos. La suerte estaba echada. A los dolientes o personas allegadas a las víctimas de una trágica ocurrencia les desagrada al extremo en casos como este la presencia de periodistas. Había, pues, que vencer difíciles obstáculos. En la puerta de entrada al predio donde se hallaba la amplia casa de la hacienda me encontré con el juez Peralta, quien me tomó por el brazo y me invitó a seguir.

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—Usted —dijo el dueño de casa— es el juez. Bien puede seguir, pero estos señores (Sánchez y yo) no pueden entrar. Nada tienen qué ver con la diligencia que se va a practicar. Yo estoy en mi casa y aquí mando yo. El juez y el intransigente médico y hacendado se adelantaron unos pasos, mientras que los rechazados quedamos frente a una peligrosa fila con peinillas desnudas que cumplía la consigna de guardia. De la conversación entre el juez y el dueño de la casa surgió una fórmula y me llamaron para comunicármela: yo podía entrar pero debía permanecer en un solo sitio, sin mezclarme con la diligencia. Pero el fotógrafo no podía pasar. A instancias del juez Peralta acepté la solución y justamente ocupé puesto junto al sindicado, a quien desde ese momento comencé a llamar “Don Manuel”, aunque sin obtener de él respuesta alguna. Rápidamente capté la situación planteada: el sindicado se negaba a participar en algo que para él era una simple comedia. —Ya lo confesé todo y no diré ahora ni una palabra más. Después de notificar este propósito, don Manuel permaneció agachado, ensimismado, cerrados los ojos y con las manos esposadas descansando sobre las rodillas. La diligencia, realmente inútil, fue atentamente seguida por el secretario del juzgado, quien simultáneamente levantaba el acta correspondiente. Pasadas las 2 de la mañana se suspendió la tarea mecanográfica mientras el personal del juzgado, los dueños de casa y algunas personas más se enfrentaban cada uno a un atractivo y rebosante plato de ajiaco con pollo. Las hermanas se portaron piadosamente con don Manuel y le ofrecieron el plato de ajiaco. Yo le pedí a uno de los detectives que custodiaban al preso, que lo libertara de las

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esposas mientras recibía el plato y manejaba la cuchara. La petición fue inmediatamente atendida, pero resulto inútil porque don Manuel se negó insistentemente a aceptar la cena. Debo anotar que durante el tiempo transcurrido cuantas veces estuve cerca de él, el hermano menor me lanzó las más significativas miradas de odio. Afortunadamente soy persona de poco comer y en esta forzada calidad de huésped indeseable tampoco acepté el ajiaco con pollo. Una criada de la casa, al parecer antigua, repitió el intento no logrado por la señorita y le llevó a don Manuel un plato de ajiaco caliente. La servidumbre parecía muy fiel a don Manuel, y los ruegos fueron muy cariñosos pero inútiles. Tuve entonces una mala o buena idea. El ejercicio de la caridad puede ser insospechablemente variado, y habida esta consideración le hice una señal a una criada y le pedí un vaso vacío, y en seguida le ofrecí al sindicado que permanecía al lado mío, mudo y con los ojos cerrados: —¿Le provoca, don Manuel, tomarse un buen trago de aguardiente? —Sííí —me respondió con avidez, a tiempo que abría los ojos. De una botella que había mantenido oculta bajo la cómplice ruana le serví un trago triple que él se bebió de un solo golpe, y que me agradeció con una leve sonrisa que en él parecía inverosímil. Pobre, don Manuel. Minutos más tarde le repetí la dosis y la consumió con rapidez, como si estuviera bajo el temor de que se la quitaran. Después permaneció con los ojos abiertos y me contestó algunas preguntas prudentemente inocuas que le formulé, y quedé con una satisfacción semejante a la que deben experimentar los filántropos.

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Después, la familia se dividió y se planteó un pugilato desastrosamente humano. El hermano menor, que era el más “distinguido” de la familia, rechazó el dictamen de los siquiatras forenses, según el cual don Manuel había actuado bajo perturbación mental. El resto de la familia no participó de la opinión de su hermano. Una de esas desgracias como esta de que me haya ocupado puede ocurrir en cualquier latitud y en cualquier ambiente social. La salvación del buen nombre familiar radica en la circunstancia de que el delincuente sea un enfermo mental. Pero predominaba un interés bien diferente. Si se demostraba la cordura del autor del crimen, éste podía ser descontado de los herederos y su parte sería dividida entre los demás. El hijo menor, al impugnar el dictamen médico-forense, pretendía que otros médicos dieran su opinión, y al obtener por este medio la demostración de que Manuel no era un enfermo mental sino un criminal de alta peligrosidad, en el juicio de sucesión de la madre quedaría excluido como heredero, y a los demás les tocaría una parte más jugosa. Innoble y mezquino era este propósito, que afortunadamente no prosperó. Sobre don Manuel recayó una condena condicional, que comprendía medidas de seguridad que serían levantadas cuando los médicos forenses lo declararan mentalmente reajustado. Así, en muy pocos años, don Manuel quedó en libertad y regresó a sus tareas agrícolas. Para bien o para mal, jamás he tenido noticia de la suerte corrida por don Manuel. Ojalá Dios haya llevado de su mano al pobre señor.

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Coronel, a prisión perpetua

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ajo la grave acusación de haber vendido secretos militares a un país tradicionalmente enemistoso, fue expulsado del ejército ecuatoriano el teniente coronel Alejandro Agurto A., y además el consejo de guerra que lo juzgó lo condenó nada menos que a prisión perpetua. Noticias semejantes no se producen frecuentemente en el mundo entero, pero a pesar de que el acontecimiento tuvo lugar en tan cercana vecindad nuestra, la noticia apareció en los periódicos colombianos con título a una columna, y el texto no mayor de diez o doce renglones. Como detrás de esto podría existir una interesante historia, el director de Sucesos le pidió a su amigo Carlos Restrepo Piedrahita, director de un diario quiteño, algunos datos que permitieran ampliar esta información: tan fuera de serie. Carlos Restrepo, con su habitual sentido de la solidaridad profesional, respondió con abundantes recortes de prensa y con fotografías de las principales escenas del proceso. Nunca le estaré suficientemente agradecido, porque gracias a este envío pude darle a conocer al país los detalles del insólito acontecimiento. Alejandro Agurto nació en Guayaquil; hizo sus primeros estudios en el colegio Vicente Rocafuerte de esa ciudad ecuatoriana y, posteriormente, ingresó al ejército y se hizo oficial. En realidad fue un militar común y corriente. Casi se puede decir que mediocre. Hacia los 29 años de edad conoció a Linda Suárez Álvarez, quien por largo tiempo fue su amante, mientras él se conservaba soltero y, finalmente, vino a ser su enemiga y su perdición. Ya había cumplido Agurto los 45 años de edad y ostentaba el título de teniente coronel, cuando el gobierno ecuatoriano lo destinó a hacer un curso en la Escuela del Estado Mayor en Madrid, España.

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Para los días de su partida del Ecuador hacia el Viejo Mundo, Agurto había sobrellevado su soltería con muchos amores, fugaces los unos y algo duraderos los otros, y como en Madrid le sobraba tiempo escribió mucho a sus viejas amigas, todas aquellas cartas estampadas en papel oficial de la Escuela Española de Estado Mayor, y siempre firmadas “Alex”, como se hacía llamar de las mujeres. Con anterioridad a su viaje a España, Agurto venía desempeñando un cargo de confianza que le daba acceso a los archivos militares secretos y semisecretos. Tenía por secretario o ayudante a un teniente en retiro, César Ceballos Zapata, sujeto de notoria insignificancia. Y bien se ve que el coronel cuando estaba tan cercano de los archivos militares no completó la información que buscaba, pero desde España, algo así como a “control remoto”, la continuó. En cartas escritas en papel membrete del Estado Mayor Español y dirigidas a Linda Suárez, residente en Quito, Agurto impartía instrucciones para obtener copias de documentos reservados del ejército ecuatoriano, por intermedio del teniente en retiro César Ceballos Zapata. Entre estas copias, la del escalafón militar ecuatoriano. Y encargaba que le pagara estos servicios a Ceballos con míseras propinas de diez o cinco sucres. El blandengue de Ceballos no solamente se prestó a servir los intereses de Agurto sino que formuló maliciosos comentarios ante la intermediaria Linda Suárez. Como esta mujer estaba bastante decepcionada del coronel y tenía suficientes motivos para descontarlo como su amor, participó de estos hechos a altos oficiales ecuatorianos malquerientes de Agurto. Así los dudosos pasos del oficial que estudiaba en España fueron denunciados ante los altos mandos.

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Al mencionar que los referidos documentos estaban destinados a llevarlos a manos de los mandos del Perú, no incurro en desfundamentadas sospechas, por cuanto el Perú es el país tradicionalmente enemigo del Ecuador. Las incendiarias revelaciones llegadas al alto gobierno ecuatoriano originaron la denuncia contra Agurto, y al informativo se incorporó seguidamente la plena confesión del frustrado oficial Ceballos Zapata. El gobierno procedió a ordenar el regreso de Agurto a su país, bajo cualquier pretexto que no despertara en él inquietud alguna. Y Agurto, a su llegada a Quito, fue conducido sin demora al tétrico penal “García Moreno”. Al expediente se incorporaron declaraciones según las cuales Agurto había sido visto en varias ocasiones con el coronel Zapater, agregado militar del Perú en la embajada de Quito. En una de esas ocasiones Agurto y Zapater fueron vistos cuando efusivamente se despedían a la salida del Hotel Majestic, uno de los principales de la capital ecuatoriana. Convocado el consejo de guerra y formalizada la expulsión de Agurto, se inició la audiencia ante una numerosa concurrencia civil y militar. Pocas sesiones fueron necesarias para que el juzgamiento llegara a su final, y el veredicto condenatorio de los vocales fue acogido por el presidente del consejo, que expidió, por el gravísimo delito de “traición a la patria”, la sentencia a prisión perpetua. Pocos minutos antes de iniciar la lectura de la drástica sentencia condenatoria, el acusado le declaró a un periodista: “Tenga la seguridad de que dentro de una hora estaré jugando tenis. Soy inocente y espero que certifiquen mi libertad y mi honor, porque libertad sin honor no la quiero”.

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Como es de rutina, el defensor presentó el recurso de apelación. Pero, mientras tanto, ajustaron una esposa a la muñeca izquierda de Agurto, y la otra a la mano derecha del capitán Luis Dávila Alfaro, comandante de la escolta encargada de conducir al reo al penal “García Moreno”. Transfigurado y humillado, el ex coronel Alejandro Agurto atravesó la sala y por entre una multitud que le lanzaba expresiones ofensivas llegó hasta el carro de prisión que lo llevó a la cárcel, donde a la luz de la sentencia debía pasar el resto de su vida. Se abrió, entonces, un nuevo frente informativo, mucho más pintoresco que jurídico. Fue que en Bogotá apareció una antigua “novia” del coronel. En efecto, en la redacción del semanario Sucesos se me presentó una mujer de inconfundible acento ecuatoriano, que comenzó por agradecerme en forma por demás expresiva las publicaciones relativas al juicio de Agurto. Y con una solemnidad impropia de las circunstancias me juró teatralmente que ella reivindicaría el honor de su “ser amado”. La ecuatoriana, quien se identificó como María Eulalia Jácome Pinto, con su voz triste me hizo un minucioso relato de sus amores con el militar, en cuya ausencia, cuando lo destinaron a Madrid, con esperanzas de una mejor vida se trasladó a Bogotá con su hermana y sus pequeños sobrinos. Y en esta ciudad continuó recibiendo la correspondencia de Alejandro Agurto, escrita siempre en papel con membrete de la Escuela Española de Estado Mayor papel igual a los facsímiles de las comprometedoras cartas dirigidas a Quito a Linda Suárez. Como garantía de su verdad, nos mostró las cartas, en una de las cuales le preguntaba “cómo seguía del seno”.

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Confianzudamente, y animado por la profesional curiosidad de medir la calidad de la relación entre el militar y la quiteña, señalando la frase ya citada, le dije: —¿Por qué le pregunta esto? —Me da rubor con usted —respondió con un hilo de voz, y agregó—: Es que yo había olvidado declararle que tengo un seno marchito. De esta manera, a los muy precarios encantos físicos de la ecuatoriana se sumó la noticia de la marchitez pectoral superior, parcial pero desastrosa. Me habló luego de su hermana y agregó que ambas vivían de la costura, muy practicada antes en Otavalo y Quito, y terminó comunicándome su empeño de viajar al Ecuador “para ponerse al frente de la defensa del condenado a prisión perpetua”. Nunca supe cuál fue la actuación de María Eulalia ante los tribunales de Quito, pero es lo cierto que el eco del proceso en Colombia tuvo la virtud de que la prensa ecuatoriana, con apoyo en la nuestra, reactualizó el juicio contra Agurto y obtuvo la revisión de la causa. Hubo nueva audiencia y esta vez el oficial expulsado recibió una condena de sólo seis años, pagable en poco tiempo al contabilizar las rebajas de ley; y quedó en libertad. Se me ocurre que Agurto, con sobrada razón, le hizo saber a Eulalia que prefería la prisión “García Moreno” a su permanente presencia delante de él. De Quito, María Eulalia nunca me escribió. En cambio recibí una tarjeta del coronel Alejandro Agurto, cargada de agradecimientos, de buenos deseos y de errores de ortografía. La hermana de Eulalia, con sus hijitos, también regresó a su país. Tuvo la atención de despedirse de mí

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telefónicamente, y se empeñó en dejarme a manera de recuerdo un “pollito” que en realidad era un gallo barbado, de enorme cresta y provisto de unas espuelas largas y agudas que denotaban su demorado paso por la existencia. Me parece entender que en su afán de mudanza sólo pensó en el “pollito” a última hora y me llamó al periódico bien pasadas las 9 de la noche. Con sorpresa indescriptible vi mi cabina de trabajo convertida en gallinero, y no hubo tiempo para reponerme del insólito obsequio, ni de adoptar una solución para la incómoda situación en que acababa de colocarme, porque la ecuatoriana desapareció casi inmediatamente. Sin más qué hacer conseguí una cuerda y amarré de una pata al gigantesco gallo, asegurado a mi mesita de escribir. De pronto, el “pollito” sacudió las alas y entonó su agudo canto de las 10 de la noche. El sonido agudo y el alto volumen de la expansión del gallo, se repitieron y atrajeron la atención desconcertada y curiosa de todo el personal de trabajadores. Surgieron diversas opiniones sobre el inmediato destino del pobre animal, y de mis reflexiones me sacó el timbre del teléfono. Era la hermana de Eulalia, quien deseaba aconsejarme en relación con el tratamiento que debía darle a mi nuevo semoviente: —Señor Felipe —me dijo—, me da rubor con usted, pero había olvidado advertirle que el pollito come solamente trigo. Ya le había deseado por última vez un buen viaje a la autora del extraño y extemporáneo obsequio, cuando uno de los fotógrafos del periódico me dio una sabia solución. Me trajo de su estudio un enorme sobre, amarillo por fuera y negro por dentro, en los que llegan los grandes pliegos de papel fotográfico; desató el gallo de mi mesa de trabajo; lo metió entre el sobre, y con mi cosedora de legajos lo cerró

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con no menos de doce puntos. Con una navajita le abrieron pequeños huecos para que le entrara aire y con mi gallo a manera de insospechable equipaje salí en busca de un taxi. Los “cut... cut... cut... cut...” con voces gallináceas, que llamaron la atención del taxista pero que él no logró entender, expresaban la extrañeza y la inconformidad del animal en su original prisión. Pero bien pronto, el gallo y yo llegamos a mi casa. Sin fórmula de juicio se dictó una sentencia mucho más grave que la sufrida en su primera audiencia por el coronel Agurto. Sencillamente, fue condenado a muerte. Poco y nada volví a saber de la familia Jácome ni del coronel, ni del teniente Ceballos, ni de los líos jurídicos de Quito. Sólo pude darme cuenta de que María Eulalia, sentimentalmente fracasada en sus empeños relativos al coronel, quedó contaminada de heroísmo y se dedicó a prédicas anti-peruanas por toda la América Latina. Vino a Colombia cuando por esos días estaba reunido en el Capitolio Nacional de Bogotá un congreso internacional agrícola o algo así. Y como se trataba de una reunión multinacional, la ecuatoriana creyó oportuno pronunciar un discurso, tan enrevesado como ella misma, en protesta por los arbitrarios límites del Perú con su país. Como en la reunión eminentemente técnica participaban funcionarios norteamericanos, un grupo de estudiantes en trance comunistoide quería por su lado expresarse contra el imperialismo, y María Eulalia aprovechó el auditorio para insistir en su discurso. Sobre las actividades, a veces desorbitadas, de los grupos estudiantiles, la policía secreta estaba cumpliendo una estrecha vigilancia, y como la oradora fue tomada por comunista, un detective la interrumpió y le pidió su identificación. Orgullosamente, Eulalia exhibió su pasaporte

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ecuatoriano. Por su calidad de extranjera actuando en política, fue llevada al DAS. Supe que Eulalia había sido notificada que debía abandonar el territorio colombiano en el término de 24 horas. Llorando y con voz más triste que nunca, logró comunicarse conmigo e informarme de su apuro. Mis buenas relaciones con los funcionarios de extranjería y mis referencias personales, según las cuales el caso de la ecuatoriana era más de siquiatría que de policía, logré que el plazo se lo ampliaran a una semana. De toda esta historia boba sólo me queda un recuerdo vivo pero muerto. Es un largo hueso de una pierna del “pollito”, tan largo y tan fuerte que atado con una cinta por los extremos lo convertí en adorno del comedor. Tan fino y tan amplio era el hueso aquel, que sobre su superficie escribí con tinta indeleble: “Hueso de un coronel ecuatoriano condenado a prisión perpetua por traición a la patria”.

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Los misterios gozosos y dolorosos del 301

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n extraño contraste ofreció a la historia policíaca de este país el caso del apartamento 301. Era éste un “estadero” situado dentro de un edificio del elegante barrio bogotano “Antiguo Country”. Lo tomó en alquiler un negociante venezolano que por razón de sus actividades venía muy frecuentemente a Bogotá, donde tenía muchos amigos y “amigas”. Y la pasaba muy bien. Para el venezolano el apartamento de la distinguida zona no tenía finalidades residenciales. El viajero llegaba a uno de los mejores hoteles, y su refugio del Country solamente lo aprovechaba para sus esparcimientos privados. Necesario es decir que el forastero compartía el alquiler con un amigo colombiano. Como siempre ocurre en estas compañías, las llaves se multiplicaron y fueron a dar a diversas manos.

La más asidua concurrente era Myriam Villamizar, una hermosa cucuteña, casada con un extraño sujeto al que sólo conocí de vista, y si yo lo volviera a ver, después de los años, lo identificaría por su cabeza monda. Su desmedida calvicie fronto-coronal la completaba rasurándose la escasa pelambre de las patillas y la nuca. Ya habrá oportunidad de hablar algo acerca del comportamiento del marido de Myriam. La relación no muy furtiva de la cucuteña era con el venezolano, pero bien aprovechaba su ausencia para invitar a sus amigotes al 301. Según lo pudieron observar, y también sufrir, los vecinos del 301, las orgías eran frecuentes, con música de disco a altísimo volumen. Así ocurría cuando los festines eran colectivos. Es decir, de tres o cuatro parejas. Casi siempre estas parrandas se prolongaban hasta muy pasada la media noche, y repetidas veces los habitantes del edificio se vieron

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en el caso de quejarse ante los arrendadores. La última vez que Myriam entró al apartamento, presumiblemente llegó acompañada, pero no se descarta la suposición de que pudo haber llegado sola, en alguno de sus frecuentes “guayabos”, que según dicen eran de extremos poco comunes. Lo cierto fue que no volvieron a verla. Uno de los habituales visitantes, dueño de llave, no pudo entrar porque se lo impidió el seguro de cadena que sólo permite abrir la puerta unos cinco o seis centímetros. Este seguro, llamado “perro” por los cerrajeros, indica que hay alguien adentro, posiblemente, el visitante intentó la entrada una o más, veces, pero siempre se encontró con el “perro”, y como nadie respondía a los golpes dados a la puerta, acabó por decidir comunicarse telefónicamente con la estación cien de policía e informar que algo raro ocurría en el apartamento cuya dirección detallada suministró. La policía dejó pasar otras veinticuatro horas y al encontrar que las cosas estaban lo mismo, con una cizalla fue cortada la cadena del “perro”. Los representantes de la autoridad encontraron en la alcoba del departamento el cadáver de una mujer, que luego fue identificada como Myriam Villamizar. La muerte fue causada por un proyectil de revólver en la sien derecha. Los legistas opinaron que la muerte debió producirse cuatro días antes. Como no apareció ningún arma de fuego en la cama ni dentro del apartamento, los investigadores acogieron la hipótesis de que se había perpetrado un crimen. Pero, al propio tiempo, se preguntaron: ¿Cómo pudo haber salido el presunto criminal, si el “perro” estaba en su lugar? Así quedó planteada la incógnita. ¿Fue suicidio? ¿Fue crimen? De tiempo atrás el apartamento había venido a menos. Del fasto de los meses anteriores, sólo quedaba un pequeño radio de sobremesa, y del bar, solamente se halló un pequeño residuo de aguardiente. Los adornos eran muy escasos. En un closet encontraron fina ropa de cama, y en el baño una pasta dentífrica y unos dos o tres cepillos. El cadáver estaba completamente desnudo, pero la ropa y la cartera de Myriam

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aparecieron abandonados sobre una silla. Mediante las averiguaciones policíacas se logró la identificación de algunos de los habituales visitantes. El co arrendatario colombiano del apartamento era un coronel en retiró, y se supo que las “amigas” eran de variadísima extracción social: desde cabareteras y coperas hasta niveles como el de Myriam, de quien ya dije pertenecía a una familia cucuteña de buena posición. Myriam era sobrina de Jacinto Rómulo Villamizar, conocido y fogoso parlamentario nortesantandereano en aquellos tiempos, cuando ya pasaba de la mitad de la década de los sesentas. Mucho figuró como visitante del 301 y participante en los festines una dama de especiales atractivos, madre de una reinita de la belleza de Cundinamarca, que desfiló por las pasarelas de Cartagena. En consideración a su nivel, nunca fue nombrada en la prensa. Yo la llamé la “dama X”. Esta denominación le dio mayor atractivo de novelín a los relatos referentes al misterio del 301. Tuve la oportunidad de conocer personalmente a la “dama X”. Esta entrevista se realizó por iniciativa de ella misma, auspiciada por un amigo común. —Quería conocerte y pedirte un gran favor. Te advierto que “el qué dirán” me importa un pito, y quiero que no me llames más “dama X”. Yo me llamo (aquí nos dijo sus nombres completos con sus apellidos de soltera y de casada). Fue una larga charla la que tuvimos la dama y yo, animada con algunos tragos de brandy. Era una hermosa cuarentona, muy bien proporcionada, dueña de una extraordinaria simpatía y excesivamente liberada. A pesar de su solicitud, formulada con acentos de ruego, nunca dejé de llamarla la “dama X”, y por eso no recuerdo su nombre. Fue muy amiga de Myriam y en aquella ocasión nos habló de que la cucuteña tenía una marcada inclinación al suicidio, y siempre llevaba en su cartera un pequeño revólver.

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Ofrecí hacer referencia al personalísimo comportamiento del marido de Myriam. El calvo integral parecía demostrar con su cabeza monda y brillante que no tenía cuernos, pero sus propias palabras decían lo contrario. Tenía afán de figuración y alardeaba de aquellas cosas de su mujer, que para él no tenían significación de calamidades. Con alegría rara y desconcertante se complacía en repetir los nombres de los amantes de Myriam. Desde luego, solamente los conocidos, porque el censo de los relacionados con su esposa era poco menos que imposible. A tal extremo llevó su impudicia que en repetidas ocasiones pidió a los periodistas la publicación de su propio retrato. Solicitud que, sobra decirlo, nunca fue complacida. El tema informativo se degeneró poco a poco, porque entraron en juego personajes de muy bajo nivel. El apartamento duró desocupado más de un año. Cuando el proceso ya había pasado al olvido, una incauta familia lo tomó en alquiler, y cuando los nuevos habitantes oyeron rumores de las cosas que habían pasado allí, ya estaban, como se dice, “curados de espantos”. Dejé de preocuparme del tema cuando el caso cayó en la más cruda vulgaridad. Dos compañeros de trabajo se apropiaron del relato, para explotarlo a su modo, con altas dosis de pornografía, y se ocuparon más de las nuevas amistades femeninas que adquirieron que de las novedades procesales. El autor de este recuento dejó de referirse al caso del 30l poco después de un descubrimiento realizado por los investigadores. El apartamento tenía un pequeño ventanal sobre un pasillo poco transitado. En su parte superior, el ventanal tenía un ventilador que llaman, no sé con cuanta propiedad, “basculante”, que carecía de seguridad. Bien pudo alguien meter un brazo por el tal basculante y abrir con la mano el cerrojo de la parte inferior, mucho más amplia. En el

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edificio se dijo que en ocasiones habían sido vistos sujetos extraños, quizás ladrones. Presumiblemente alguien entró, pero como el refugio de mejores tiempos estaba casi completamente desmantelado, tras la sorpresa que debió ofrecerle el cadáver de una hermosa mujer desnuda, el intruso echó mano del arma y salió por donde había entrado, dejando el ventanal tal como estaba. Desde luego, esta hipótesis puede ser aplicable al escape del criminal que se ha supuesto. Es lo cierto que el proceso, cuyo curso miramos atentamente, aunque ya sin interés periodístico, se cerró sobre la hipótesis del suicidio. Quienes me sucedieron en el relato del periódico nunca supieron el verdadero nombre de la “dama X”, y atribuyeron la incógnita a señoras de gran prestancia social, aunque nunca publicaron tal despropósito. El hombre de la cabeza monda no tuvo más cuernos, si acaso le cabían en su cuero excabelludo, porque la presunta suicida le puso punto final a su disipada existencia. Lo de “puso punto final” es una mera suposición, pues el caso del “Antiguo Country” jamás alcanzó una plena claridad, y el misterio pasó al olvido. Los misterios gozosos, con todos sus aspectos sexuales y pornográficos, quedaron a la luz, pero los dolorosos, que son los que interesan al aspecto policiaco, quedaron en tablas. Quizás la “dama X” tenga el secreto de lo ocurrido. Pero allá ella con sus reservas y sus recuerdos buenos y malos, y ojalá los 25 años que han pasado no hayan desmejorado mucho sus maravillosos encantos físicos. En actitud solemne y con los ojos húmedos, el caballero multicornio presidió los fúnebres actos del sepelio. Aún más, frente a la sepultura, estuvo apunto de pronunciar un discurso

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en honor de su alegre difunta. Con un pañuelo blanco hizo ademán de despedida al dejarla en su última morada, ya que las penúltimas fueron el apartamento 301 y similares.

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El caso de la peluca

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acia los finales de octubre de 1965 llegó a Bogotá un sujeto de nombre cambiable y de nacionalidad borrosa. Se hospedó en el hotel Tequendama y al día siguiente hizo contacto con amistades de esta capital. Buscó a Vicky Figueroa y a Juan Padilla, personajes muy poco recomendables cuya presencia en este proceso ayuda a condensar la sospecha de que el recién llegado era un hampón internacional. Dos o tres días después de su llegada a Bogotá, el cadáver del viajero apareció debajo de un puente de la carretera, en las proximidades de Guaduas. En el levantamiento del cadáver no se halló documento alguno de identidad, ni pista conducente a establecer su procedencia. Sus huellas dactilares no figuraban en los archivos del DAS ni en los de la Registraduría del Estado Civil. Por un recibo que apareció entre algún bolsillo se supo que el desconocido había negociado una peluca en el establecimiento “Artesanías Españolas”. Indudablemente la peluca estaba destinada a cubrir la prematura calvicie fronto-coronal del viajero. En la casa productora de pelucas se informó que el desconocido había estado acompañado por una atractiva muchacha que él llamaba Vicky. Los detectives que realizaron estas pesquisas sospecharon que la Vicky era la hija de Rosaura Figueroa, empleada de extranjería del DAS. Al realizar una averiguación en el departamento de extranjería, se supo que la señora de Figueroa había autorizado la entrada al país de un sujeto llamado Ricardo Sánchez Bonilla, y se estableció que esta determinación oficial había sido expedida irregularmente, prescindiendo de algunos requisitos. Con estos datos en su poder los detectives visitaron en su casa a la señora Rosaura, quien manifestó que el viajero, procedente de Panamá, tenía buena amistad con Juan Padilla, ex detective de la Seguridad y dueño para esos

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días de un establecimiento llamado cigarrería “Santander”, ubicado en la calle 59 de Chapinero. Como el viajero sólo pasó una noche en el hotel Tequendama, y después de pagar su cuenta salió con su equipaje con rumbo desconocido, los detectives lo buscaron donde Juan Padilla, quien declaró que Sánchez Bonilla había sido invitado a hospedarse en la vivienda de las Figueroa. Las amistades del personaje principal de esta historia y la empleada de “Artesanías Españolas” que lo atendió cuando fue a encargar su peluca, fueron llevadas a la morgue para los efectos del reconocimiento del cadáver y, efectivamente, todos estuvieron de acuerdo en que se trataba del viajero. Alguna vez, Vicky me contó que se había casado en México con un tipo de apellido Trillos, quien poco después se mató en un accidente automoviliario. En su condición de viuda muy joven, me dijo, trató de rehacer su vida y tuvo algunos amores entre los cuales figuró Sánchez Bonilla. Se quejaba de que algunas personas le criticaron sus esparcimientos amorosos especialmente con Sánchez Bonilla, cuya calvicie le daba apariencia de viejo. —Yo le aconsejé a Sánchez que se consiguiera una peluca para disimular su calvicie, y me prometió que lo haría, pero no lo cumplió. Yo lo conocí como Ricardo Sánchez Bonilla, y después supe que usaba varios nombres, entre ellos Eloy Vega Bocanegra, y que era de nacionalidad peruana. Además me mostró varios pasaportes con distintos nombres y nacionalidades. Ahora cuando llegó a Bogotá había entrado al país como Ricardo Sánchez Bonilla, pero yo siempre seguí llamándolo Eloy. Como lo de la peluca lo había olvidado, lo urgí y lo acompañé hasta el almacén de “Artesanías Españolas”, donde pagó unos pesos a buena cuenta, pero no alcanzó a estrenarla, porque lo asesinaron.

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Una noche, Eloy estuvo en casa de las Figueroa, donde se encontraban el coronel de la policía Luis Eduardo Hernández y un teniente de la misma institución. Hernández visitaba frecuentemente a las Figueroa y también tuvo relaciones con Vicky. En su posterior declaración, Hernández dijo que mantenía amistad con Rosaura de Figueroa y su hija Vicky, a quienes les había prestado algunos favores. Pero en aquella noche no le habían presentado al calvo, ni se había despedido de él. Y al día siguiente de esta reunión, asesinaron a Eloy cerca de Guaduas y escondieron el cadáver debajo de un puente. Vicky aseguraba que el autor material del crimen debió ser Fernando Arias Polifroni. Al avanzar la investigación se pudo establecer que Juan Padilla invitó a Eloy a ofrecerle un lote de joyas a un negociante que tenía el centro de sus actividades en la ciudad de Honda. Se descubrió que Eloy Vega Bocanegra huyó de México con el producto de un cuantioso robo, burlando así a sus compinches, y que con la peluca que buscaba no trataba de complacer a Vicky, sino disfrazarse para que sus perseguidores no lo conocieran. En el viaje a Honda, en el carro de Juan Padilla pudo ocurrir que Arias Polifroni, ocupante de un puesto trasero del carro, le asestara en la nuca al peruano un disparo de revólver, que fue suficiente para eliminarlo. Despojado de sus papeles y metido luego bajo el puente, Padilla y su acompañante emprendieron rápidamente el regreso a Bogotá. Juan Padilla fue llamado a indagatoria por el juez Pérez Norzagaray, quien dictó contra el sindicado auto de detención. Se encargó de la defensa el joven abogado Eduardo Angulo Manrique, quien presentó un alegato y logró la libertad del detenido.

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Como ya había cundido la creencia de que Padilla era el autor principal del crimen, los periodistas le preguntaron cómo había logrado su libertad. —Porque yo tengo el mejor abogado del mundo—, respondió Padilla refiriéndose al doctor Angulo Manrique. Padilla, durante el desempeño de su posición de detective y después de haberse retirado, observó conductas muy dudosas. Era casado con María Cruz Ramírez, mejor recordada por la clientela de la cigarrería “Santander” como Maruja Ramírez. Este matrimonio fue el depositario del equipaje de Eloy Vega, y sus maletas contenían dinero y alhajas, producto del robo en México, y de valor excepcionalmente cuantioso. Estaban lo suficientemente escondidas las maletas de Eloy como para burlar las pesquisas policíacas. Casi inmediatamente después de quedar libre Padilla, el expediente pasó al juez del conocimiento, que para este caso era el juez penal del circuito de Guaduas. Con las Figueroa, Maruja Ramírez también quedó detenida transitoriamente en la cárcel de Facatativá. Después las mujeres fueron trasladadas a Guaduas, donde Padilla estaba preso. En Guaduas se surtió buena parte del diligenciamiento procesal, y hasta allá tuvieron que ir a declarar el coronel Luis Eduardo Hernández y el teniente de la policía que participaron en la reunión con Eloy Vega en la vivienda de las Figueroa. Como no alcanzó a configurarse el encubrimiento, las mujeres quedaron en libertad. La Vicky anunció: —Me voy para México y no regresaré jamás. A Juan Padilla lo llamaron ajuicio por encubrimiento, y no hubo a quién acusar como autor material del asesinato del peruano. Finalmente, Padilla fue condenado por encubrimiento, con una pena muy baja. Con las rebajas de ley, Padilla quedó libre relativamente pronto.

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Desafortunadamente las cosas no pararon ahí. Juan Padilla al salir de la prisión tenía el propósito de entrar a disfrutar de la riqueza del peruano Vega Bocanegra, representada en dinero efectivo y finísimas joyas. Como ya se anotó, el tesoro había sido escondido muy secretamente y, además de Juan, sólo Maruja Ramírez conocía el lugar donde había quedado. Cuando procedió a buscar el tesoro, Padilla no encontró el producto de su crimen, y acosó a Maruja a averiguaciones. Ella respondió frescamente que nada sabía del tal tesoro, y se trabaron en una airada discusión salpicada de mutuas ofensas. Cuando la discusión subió a altas temperaturas, Juan Padilla, hombre impulsivo y de muy malas pulgas, echó mano de su revólver para intimidar a Maruja. La mujer silenciosa y en actitud retadora se le enfrentó, y su enloquecido esposo le hizo dos disparos que le causaron la muerte inmediata. El marido, fuera de todo control, apenas comprendió que había cometido una estupidez, con la misma arma se hizo un disparo en el paladar. También murió de inmediato. El niño del matrimonio Padilla Ramírez presenció la escena, pero no alcanzó a darse cuenta de la magnitud de lo ocurrido. Desde corta distancia, una criada atestiguó de oídas la tragedia, y fue ella quien dio el informe a las autoridades. Debo confesar que lamenté infinitamente la muerte de Maruja Ramírez, a quien conocí en Guaduas. Era una mujer bondadosa y sencilla, simpática y amable. A pesar de todo, debo decir que no se merecía ese final. ¿A qué manos pasaría el tesoro robado en México por Eloy Vega Bocanegra? Se dice que todo esto pasó a poder de la madre de Maruja, porque se supone que su hija la hizo partícipe del secreto. El proceso a que dio lugar el asesinato del peruano fue mal llevado y quedó incompleto, por cuanto la justicia no pudo señalar al autor intelectual del crimen.

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En Guaduas Juan Padilla me pidió que le regalara un libro de tema policíaco para entretener el ocio de su cautiverio. Yo le encargué la compra de uno o dos libros de una colección policíaca ultrapopular a un niño que en una tienda de variedades de la plaza escogió dos títulos que posiblemente hicieron enrojecer a Juan Padilla: Alma de Chacal y Vendo mi celda, casual ocurrencia que dio lugar a variados comentarios en el pueblo de Policarpa. Jamás nadie pensó en el trágico final de la pareja Padilla Ramírez, pero este vino a ser el epílogo del proceso que recordamos. No obstante su absurdo punto final, el hecho siempre se llamó y se sigue recordando como “El caso de la peluca”.

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La fritanguera y el retratista

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ectores y amigos, hinchas y “admiradores”, al final de mi vida periodística, que ya va por algo más de medio siglo, me han insinuado, más por afecto que por evidente buen gusto, que escriba un resumen de mis memorias. Pero mi capacidad de complacerlos es muy precaria porque mi itinerario y mis recuerdos sólo han dejado una borrosa huella horra de importancia o de interés. Veamos, para decir algo, que yo trabajé muchos años en El Espectador y en El Tiempo, y esta circunstancia atrajo poderosamente mi atención sobre la rivalidad que se planteó durante una época entre estos dos diarios bogotanos. Conviene a mi recuento hacer referencia al legendario Salto de Tequendama. En años remotos, el paseo a la catarata, que revestía los caracteres de todo un acontecimiento, se hacía en carros de bueyes, y en repetidas ocasiones se organizaba en honor de un ilustre visitante. Entre los invitados notables, se cuenta, figuró el poeta José Santos Chocano, quien en reconocimiento a la generosidad de los bogotanos —no podría haber sido de otra manera— pulsó su lira, como por entonces se decía, en homenaje al Tequendama. Necesario es recordar que el Salto, por aquellos tiempos, no solamente era el más atractivo halago turístico de Bogotá, si es que por los días de Chocano circulaba el vocablo turismo, y además contaba con las preferencias de quienes se aburrían con “esta mugre vida” y acababan por arrojarse a la catarata. Gracias a esta forma de suicidio, las familias de los desdichados se ahorraban los costos del entierro, y el sistema ofrecía a los desesperados que decidían poner fin a su existencia, la garantía de un desaparecimiento total.

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Realmente, las referencias al Salto y a los suicidas no son el aspecto fundamental de esta urdimbre con pretensiones de crónica. Pero ya que eché por este camino, bien vale seguirlo. Pues por entre esta maraña habremos de llegar a la revelación de un acontecimiento fuera de serie, que en sus días pasó inadvertido. La “edad de oro” de los suicidios en el Salto, si es que así se puede sin licencia llamar la época en que tan funestos aconteceres sobresalieron como noticia periodística, la marcó el insuperable cronista José Joaquín Jiménez (Ximénez), tan tempranamente desaparecido. En estilo originalísimo y ocupando toda una página del diario, Ximénez producía un truculento relato adornado con alguna balada de su propia cosecha, pero que él atribuía a un mítico personaje, “Don Rodrigo de Arce”. La catarata que nos heredó Bochica ya comenzaba a mermarse por el aprovechamiento de las industrias cuando, en 1943, se suicidó un taxista. Se arrojó al abismo, y a favor del flaco caudal, los compañeros del suicida se empeñaron en rescatar el cadáver. Fue aquella una heroica empresa, pero como consecuencia del éxito que lograron los expedicionarios el prestigio del Salto decreció. Cancelada la garantía de la “desaparición total”, los dispuestos al viaje a la eternidad se ahorraron el viaje en el Ferrocarril del Sur y dieron su preferencia a otros medios. Fue entonces cuando comenzaron a ponerse “de moda” los “totes” como veneno tardío pero seguro. Un alcalde de Soacha, don Peregrino Sáenz de San Pelayo, pintoresco personaje que trató de emular a Bochica, “resucitó” el Tequendama. Le devolvió la vida en favor de los suicidas potenciales. Con menor frecuencia, las muertes en la catarata habían continuado, y quizás don Peregrino consideró

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que la merma de suicidas tenía por causa la falta de publicidad. El alcalde se constituyó entonces en corresponsal de los diarios capitalinos, y el Salto, nuevamente, se “puso de moda”. La gobernación de Cundinamarca removió a don Peregrino Sáenz de San Pelayo a otra alcaldía municipal, y por algún tiempo los casos de suicidio quedaron huérfanos de publicidad. La industria y la Empresa de Energía Eléctrica acabaron por apoderarse del caudal del río Bogotá y el Salto se enflaqueció mucho más de lo que ya estaba. Sólo de manera esporádica dejan en libertad la corriente, y a favor de esta menuda concesión la catarata recobra muy transitoriamente su antigua hermosura. Seguramente los suicidios han disminuido, pero en estos tiempos pasan inadvertidos. No sólo los del Salto sino casi todos los demás. La noticia no llega y, si llega, en los diarios no hay espacio para publicarla. En esta época, Ximénez no tendría dónde publicar sus truculentas crónicas con las correspondientes baladas de don Rodrigo de Arce. Y esta nueva alusión a Ximénez da lugar a recordar que en los comienzos de 1946, el famoso periodista y escritor participó en una excursión que trataba de rescatar a un suicida del fondo del Salto, y en ese ambiente nebuloso y húmedo adquirió una neumonía que pocos días después le causó la muerte. Acababa de cumplir los 30 años. Cuando don Peregrino Sáenz de San Pelayo abandonó Soacha, los suicidios del Salto comenzaron a quedar inéditos. Algún celador del solitario hotel del Salto me informaba telefónica y acuciosamente sobre las tragedias que en su vecindad se registraban de cuando en cuando.

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No podría yo decir si los suicidios disminuyeron en el Tequendama, o si fue que las fuentes informativas se secaron. Sin embargo, es necesario tener en cuenta otro factor: por esos mismos tiempos se acentuó en los diarios la limitación del espacio para las noticias, y quizás en este tercer considerando reside la explicación de este desaparecimiento del registro periodístico de las referidas tragedias íntimas. Es cierto que todavía se publica algo, pero en sólo tres o cuatro líneas incluidas en la misma cuartilla que informa de atracos, accidentes y autos de detención. La noticia sobrevive, casi inadvertidamente, pero la crónica desapareció. Para no ser pesado, doy un brinco cronológico de la “edad de oro” hasta 1963. Por este tiempo se hizo notar una serie de muertes en el Salto de Tequendama, pero ya se verá cómo y por qué estos hechos fueron tenidos en cuenta por los principales diarios de Bogotá. Ciertamente, con olvido total de Bochica y de todas las viejas leyendas, el prestigio de la catarata había tomado durante una época su apoyo publicitario en los suicidios. Aunque no todos los casos eran de verdad. Recuerdo el episodio protagonizado por el cabo Bunch y su novia. El joven suboficial en retiro y la enamorada muchacha, para obviar algún impedimento legal o familiar, acordaron fugarse, y para asegurar la tranquilidad de su nueva existencia seudoconyugal, urdieron un plan azaroso. Fingieron el doble suicidio en el Salto, y para garantizar las apariencias dejaron en la orilla de la catarata algunas prendas personales con lloronas cartas de despedida “de este mundo”. Pero como surgieron algunas dudas, mientras la prensa especulaba con el “folletón” en torno a diversas hipótesis, la policía localizó a la pareja en Barbosa o Puente Nacional y la trajo a Bogotá, donde la curiosidad colectiva estaba al reventar.

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Se me perdonará lo deshilachado de este relato de recuerdos periodísticos, desorden del cual es elocuente ejemplo el haber traído a cuento la aventura del cabo Bunch y compañía, que fue comidilla del año 46, cuando trataba de andar por el año 63. Insistiendo en el desorden cronológico, no debo dejar de recordar que cuando el silencio cubrió los suicidios, el Salto echó mano de un nuevo recurso para remozar su prestigio. Un joven intelectual, que seguramente andaba mal de plata, obtuvo el cargo de “administrador” del “Hotel del Salto”, establecimiento oficial que permanecía completamente vacío. Y para distraer su forzado ocio, el administrador y único huésped del hotel creó una escalofriante leyenda de fantasmas, presumiblemente de suicidas. El creador de la leyenda me atrapó como cómplice periodístico, y mis lectores comentaron sonrientes la novedad o acaso pasaron malas noches. Tal parece como que mi propósito hubiera sido el de escribir un pedazo de la biografía del Salto de Tequendama. Es que ocurre que al andar hacia el objetivo principal, tropiezo con fragmentos históricos que bien vale recordar. Hace muchísimos años participó en un paseo al imponente abismo un gracioso centenarista que, como muchos bogotanos de su época, no conocía la legendaria y gigantesca caída de agua. Y al llegar, exclamó con voz detonante: “Yo te saludo, monumento hidráulico”. Pero no todos los gustos son iguales. Uno de los visitantes, si no de los más ilustres sí de los más importantes, fue el general Marshall, secretario de Estado de los Estados Unidos y participante en representación de su país en la IX Conferencia Panamericana reunida en 1948 en Bogotá. Los organizadores del importante encuentro en nuestra capital incrustaron en el programa festivo un almuerzo para ofrecerlo

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a los delegados en el Salto. Para tan destacado efecto se dispuso resanar y pintar el hotel por dentro y por fuera, renovar los servicios sanitarios para suscitar una buena impresión. Además, casi sobra decirlo, se ordenó a las industrias que se servían del caudal del río Bogotá que mantuvieran abiertas sus compuertas para devolver su corriente al Funza y su espectacularidad al Salto. Llegó el general Marshall en su lujoso automóvil especialmente traído de su país, precedido y seguido por camionetas cargadas de marines, y cerraba el convoy el vehículo del ministro de Relaciones Exteriores y presidente de la delegación colombiana a la conferencia. Tras los saludos de circunstancias con los diplomáticos llegados con prudente anticipación, el señor Marshall preguntó con expresión de extrañeza a uno de los funcionarios del protocolo: —¿Por qué vinimos a este lugar? —Mi gobierno —respondió el funcionario— deseaba que los participantes en la conferencia conocieran el Salto de Tequendama, que es uno de nuestros mayores atractivos turísticos. El general, con un gesto acusadamente despectivo, echó una fugaz mirada a la hermosa caída de agua, y en seguida hizo señales a su chofer y al comandante de su escolta. Impartió órdenes a su gente y sin despedirse de nadie emprendió el regreso a Bogotá por la mal remendada carretera. En el año 63 se agudizó la pugna El Espectador-El Tiempo, y con el recuerdo de aquella rivalidad todavía subsistente, aunque con menor virulencia, le hago frente —por fin— al propósito principal de esta insulsa crónica, y estoy seguro de que es esta la primera vez que públicamente se alude a este

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contrapunteo o rivalidad que constituye un saliente episodio dentro de la historia contemporánea del periodismo colombiano. El Espectador aspiraba a quitarle la supremacía a El Tiempo, mientras El Tiempo no se daba por notificado y guardaba su habitual postura de eminencia. En alguna ocasión, cuando la emulación ya estaba abiertamente planteada, le escuché a don Gabriel Cano, propietario del ex vespertino, una expresión ajena a su habitual calma: “Es que esta guerra es a muerte”. Y por esos tiempos, el doctor Eduardo Santos escribió en su periódico: “El Tiempo no necesita abrir su camino a codazos”. Estas palabras de los propietarios de uno y otro periódico marcan elocuentemente la temperatura alcanzada por la rivalidad de los dos grandes diarios. Casualmente, este estado de cosas coincidió con una nueva racha de suicidios en el Tequendama, y este tipo de tragedias volvió a ser noticia. Pero los suicidios exclusivamente los publicaba El Tiempo, por lo cual El Espectador se intranquilizó y promovió una investigación. Simplemente ocurrió que El Tiempo constituyó un “corresponsal especial”. La misión fue confiada a un retratista que permanecía en el Salto en aprovechamiento del turismo que todavía llegaba a echarle una mirada a la descaecida catarata. Adolfo Neuta, el improvisado corresponsal, era uno de esos antiguos fotógrafos de parque, provisto de un primitivo equipo; una de esas viejas y gigantescas cámaras, con “laboratorio incorporado”, que disponían de una misteriosa manga negra por la cual metía la mano el artífice para operar el revelado. Y al minuto, el interesado y sus acompañantes podían admirar su propia efigie. Neuta observaba con disimulada atención a los

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visitantes del Salto, y mucho más cuando se trataba de un turista solitario, en busca de un suicida potencial. En ocasiones acertaba, recogía la carta o lo que en la orilla del abismo hubiera dejado su personaje, se comunicaba con El Tiempo, transmitía los datos del caso, aunque no siempre muy fieles, y se presentaba en el periódico para recibir su propina. Silenciosa compañera de Neuta era Carlina Garibello, fritanguera de Bosa que todos los días instalaba su parrilla cerca del abismo y en su cazuela freía espléndidas morcillas de Soacha, papas criollas y suculentos bocados de carne de cerdo. Para no decir más, Carlina Garibello se convirtió en corresponsal de El Espectador: También ella era observadora muy atenta de los turistas, y gracias a la “intuición femenina” le tomó alguna ventaja a su competidor. Pero esta emulación condujo a la discordia entre la fritanguera y el retratista. Adolfo Neuta y Carlina Garibello llegaron hasta quitarse el saludo, pero ninguno de los dos bajó la guardia. Por el contrario, la alerta pasó de amarilla a roja. Una tarde triste, cuando el retratista y la fritanguera parecían dispuestos a “levantar de obra”, llegó al Salto un visitante solitario. Preguntó si habían estado por ahí unos amigos con quienes debía encontrarse. La actitud, fácil era intuirlo, tenía intención de disimulo. Neuta y Carlina no le quitaban, los ojos, y cuando fugazmente se cruzaban miradas entre ellos, la expresión de ambos era retadora. El incógnito personaje, indudablemente para reforzar su disimulo, compró dos o tres papas criollas, las pagó, dio unos pasos lentos, tiró al prado un sobre y en un par de brincos ganó la orilla del abismo y se lanzó. La fritanguera y el retratista volaron a recoger el sobre y sus manos cayeron al tiempo sobre el mensaje póstumo. Los corresponsales se trabaron en una lucha titánica. La

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fritanguera era fuerte y el retratista un poco añoso. Las fuerzas pues, estaban equilibradas, y la lucha por el sobre, que no fue “a codazos”, sino incomparablemente enconada y ciega, terminó sólo cuando ambos cuerpos, todavía unidos por la furia, rodaron al fondo del Tequendama. Realmente, fue esta una auténtica “guerra a muerte”.

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Cartas del más allá

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or estos tiempos ya no se ven en las sintetizadas informaciones de los diarios las cartas de los suicidas, cuya publicación era tan indispensable como la del “retrato de la víctima”. Pero las gentes siguen auto eliminándose y casi siempre dejan cartas de despedida. Y muchas deben ser las que no siguieron su curso porque sus autores se arrepintieron oportunamente y dejaron de cumplir su funesta intención. Las demás cartas, las escritas en el mismo terrible trance por quienes sí cumplieron su propósito, en otras épocas se publicaban. Porque la primera preocupación de los cronistas policíacos ante la noticia de un suicidio era la carta casi siempre dejada por el protagonista del drama. Casi siempre, porque no todos escriben despedidas. Y los suicidas se pueden clasificar en dos grandes ramas: los que dejan cartas de explicaciones e instrucciones testamentarias, y los que ponen fin a su vida sin haber hecho uso del lápiz. Estos últimos parecen ser los más definitivamente sinceros. De los otros, a riesgo de teorizar sin fundamento alguno, se puede decir que no son sinceros al ciento por ciento. Porque la carta es algo así como una prolongación de la vigencia del yo, una prolongación inoficiosa de la vida. Una posdata cuyos efectos para nada cuentan con quien puso el punto final. Son más serios, pues, más solemnes y concluyentes los suicidas que se van en silencio. Pero ante todo quiero decir que mi propósito con los que escriben cartas, o más exactamente con las cartas de los suicidas, sólo ha sido el de formar una muestra, casi al azar, sin atribuirle desmedida trascendencia.

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Por ahí tengo en el archivo de mi memoria de muchos años de crónica policíaca algunas cartas de suicidas, y de esa suerte de álbum, un poco macabro, he tomado algunos ejemplares para estas páginas. Sus autores son o fueron de diversa extracción social y de escala intelectual variadísima. Las escribieron hombres y mujeres que por inexperiencia tomaron tan en serio la vida y le concedieron tanta importancia que resolvieron ponerle fin. M. E. G., empleado de una ferretería, en diciembre de 1952 se arrojó al Salto de Tequendama. Estaba lleno de motivos según el breve mensaje que dejó escrito: “Hoy me despido de esta vida miserable. Yo soy un desgraciado. De todo mundo vivo despreciado, vivo en una batalla solo, vivo y puedo seguir mi suerte”. Un tono bravucón y de forzado humor encontré en la carta de O. V G., peluquero de Manizales que a comienzos de 1956 tomó cianuro disuelto en cerveza. "Me muero por mi propio gusto —escribió—. Sin el permiso de nadie. No culpen a ninguno de mi muerte. Encarezco a mi papá que reclame la parte mía en Cali de la fábrica y que pague las cuentas. A Martica, $17.50. A don Ramiro, mi socio, $64.00. Creo que es todo lo que debo. Yo he vívido amargado toda mi vida. Nadie sabe de mis congojas y el triste latir de mi pobre corazón. Primero pido perdón a Dios por esta locura que voy a cometer y confío que cuando me presente junto a Él tenga piedad de mí. No quiero gloria ni pena. A mí papá le pido perdón y sé que le dolerá mucho esta terrible resolución mía. Adiós, queridos hermanos míos, adiós Inés, rezad por mí para que Dios se apiade de mi alma. A Lucreto ahí le dejo los vestidos, las camisas y todo lo mío. También la poca herramienta de mi peluquería. Saludes a

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Martica, Natalia, Mercedes, Josefina, Mariana, Karina y todos en general”. Y después de las disposiciones testamentarias, agregó: “El mundo es para los valientes. No quiero que pongan flores ni nada a mi última morada. Que descanse en la inmensidad de la soledad. Y para terminar pondré un punto final con alegría, acompañada por varias lágrimas del tamaño del aguacate. El que sacó pasaporte para la eternidad. O. V. G.” El hombre de las lágrimas de aguacate tenía 27 años. En el café “La Montaña”, de Manizales, tomó el cianuro disuelto en cerveza, y sobre la mesa dejó el sobre que contenía su mensaje póstumo. En 1953, Araminta B. de C. se lanzó al Tequendama. Araminta, natural de Tocaima, vivía en Bogotá con una hermana suya y por los días inmediatamente anteriores a la tragedia estaba sin trabajo. Mantenía relaciones con un primo hermano residente en Puerto Berrío, y para él dejó el mensaje de despedida. Quizás el primo no correspondía bien a su amor. Qué sabemos. Fue un enigmático telegrama el que dejó para el ingrato, que Araminta introdujo antes de viajar al Salto, lo que la desesperada muchacha quiso decir en este lacónico mensaje: “Sigue lo que buscas y encontrarás lo que quieres.” Para no reactualizar tragedias que hieran sentimientos, me he abstenido de nombrar a los autores de estos mensajes, limitando la referencia a las iniciales. Pero esta consideración resulta innecesaria en relación con Ermanno Obersnu, contabilista italiano que se suicidó en Bogotá en 1947, y

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cuyos únicos parientes residen o residían, por entonces, en Milán, Italia, calle de L'Orologlio. Ermanno Obersnu, seguramente muchos viejos habitantes de Bogotá lo recuerdan, era un extraño personaje. Víctima de una dolencia congénita, se había sometido a sucesivas operaciones en la cabeza y la tenía notoriamente deformada. Su mirada era misteriosa y huidiza. Lo caracterizaba además su alopecia integral. La falta de cejas y pestañas la disimulaba con los anteojos, y la alopecia propiamente capital la ocultaba con una peluca rojiza. Obersnu dominaba cinco idiomas y trabajaba en traducciones aunque su oficio básico era el de contador de la firma Societa Nebiolo, cuyas oficinas funcionaban en la calle 12 con carrera 5a. El contabilista italiano era retraído y silencioso. Con sus compañeros de oficina sólo cruzaba las palabras indispensables, relacionadas con el trabajo. Era puntualísimo en su horario y jamás se le veía en compañía alguna. En los comienzos de 1947, un medio día, mientras que sus compañeros tomaban el almuerzo, Obersnu se ahorcó en un rincón de la oficina de la calle 12. De la carta que dejó con destino a las autoridades y con la explicación de su tragedia, tomamos los siguientes apartes, que son algo así como fragmentos del diario de su incomparable calamidad: “Los muchachos ríen tras de mí porque mi cara no les agrada y me llaman Boris Karloff. Desde cuando exhibieron esas películas de Boris Karloff se agravaron mis sufrimientos. “Por la noche, frente a la ventana de mi cuarto gritan y ríen. Son ellos. ¿Qué mal les he hecho? “No podría hacerles ningún mal. ¿Por qué y para qué? Pero ríen, hacen burla y me traen amargura. He querido estar en

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paz, pero no me dejan. Son mis enemigos y yo no sé por qué. Resuelvo buscar su amistad para que no me mortifiquen, y en un último esfuerzo río para ellos. Entonces me gritan cosas sucias, como si yo les riera a los muchachos con fines distintos del que busco de que me dejen en paz. “Agradezco a las señoritas de la calle 12 que antes molestaban un poco pero ahora me muestran alguna consideración”. Ermanno Obersnu se suicidó porque su cara no gustaba. Y como si hubiera querido tomar una pequeñita y última venganza, se desfiguró aún más, ahorcándose. Quienes asistimos a la diligencia del levantamiento del cadáver seguramente jamás olvidaremos la mirada turbia de sus ojos entreabiertos, su rojiza peluca ladeada, sus anteojos cabalgando a media nariz. T. Z., carpintero de 44 años, también se ahorcó, como Ermanno Obersnu, el contabilista cuya tragedia íntima empalidece la ficción. Una enfermedad incurable, aunque no tan incurable como la del italiano, determinó el suicidio de T. Z. en 1953, en un suburbio de Bogotá. El infortunado carpintero dejó escrita una carta destinada al juez que asumiera la investigación de su muerte. Dijo en ella: “He tomado esta determinación por hallarme enfermo y en la más completa miseria. Sintiéndome incapacitado hasta para pedir limosna, llegué a la conclusión de que una persona en esas condiciones no debe existir. Les pido el favor de que mi cadáver sea trasladado al anfiteatro de medicina para que los estudiantes aprendan en mí, que se den cuenta del atraso en que están los cirujanos. También es mi voluntad, no dejándole a mi mujer para el entierro y no queriéndole causar el más mínimo pereque, quiero que mis miembros sean arrojados a la

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fosa común o a los hornos crematorios (muerto el P. acabada la K). Cualquier cosita que se me encuentre en el bolsillo ojalá que se la entreguen a mi mujer”. Original fue E. V. en cuanto a la oportunidad que escogió para eliminarse, pero no lo fue en sus mensajes de despedida. En diciembre de 1948, E. V., de 23 años y natural de Armenia, la capital quindiana que muestra una rara frecuencia de suicidios, tomó pasaje aéreo en Medellín con destino a Bogotá, y a bordo del avión tomó una crecida dosis de cianuro. Los viajeros que ocupaban los asientos vecinos notaron a E. V. indispuesto, pero lo atribuyeron aun común y transitorio mareo. Fue al llegar la aeronave a plataforma cuando la cabinera y los pasajeros se dieron cuenta de que había un muerto a bordo. Tres mensajes muy breves escribió el viajero antes de cambiar el rumbo Medellín-Bogotá por el camino a la eternidad. El texto del primer mensaje dice: “A mi hermano, que me disculpe pues es lo único que merezco”. “Fue mi último deseo —dice el segundo— pero soy el único culpable. Mi felicidad está en otra parte”. Por último escribió: “Le pido a Dios que me perdone lo que pienso hacer”. Es interesante observar que casi todos los suicidas piensan en Dios. Los tres mensajes bien separados el uno del otro los escribió E. V. en una misma hoja de papel. En ninguna de las frases se refiere concretamente a la muerte que buscaba, y esta

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circunstancia, unida a la extraña pluralidad del escrito, es elocuente índice de terrible vacilación. Inútilmente, A. F. luchó contra su irrefrenable inclinación al delito. En la cárcel pasó lo mejor de su juventud, siempre bajo la sindicación de delitos contra la propiedad. Era alto y fuerte. En la cárcel misma, en desarrollo de sus aficiones, fue organizador de equipos deportivos y su dedicación al deporte le abrió, aunque temporalmente, el camino de la redención. Tres o más años llevaba de libertad y se había establecido en una población de Cundinamarca donde ganó aprecio general. Organizó eventos deportivos, reinados de simpatía, bazares de beneficio, etc.; llegó a ser el personaje central del pueblo que ignoraba su pasado, y como era fácil de ocurrir, su soltería de 35 años quedó comprometida por una de las más atractivas y adineradas muchachas de la localidad. Se concertó el matrimonio hacia los finales de 1946, y la antevíspera de la fecha acordada para la boda A. F. viajó a Bogotá con el propósito de hacer unas compras y ultimar los detalles preparatorios del acontecimiento. En Bogotá se hospedó en un hotel de mediana categoría, y al levantarse a la mañana siguiente halló su perdición. La puerta de una habitación vecina estaba entreabierta. Nadie había allí. Sobre una mesilla de noche entre objetos personales diversos se veía una billetera. A. F., sin haber logrado dominar su antigua inclinación, se apoderó de la billetera y abandonó el hotel. Con unos pocos pesos encontró un cheque de regular cuantía y sin pérdida de tiempo, después de estampar al respaldo, a manera de firma el nombre del giratorio, procedió a hacer efectivo el documento. Pero por desgracia para A. F., el dueño de la billetera corrió a dar aviso al banco, y precisamente en la misma ventanilla se encontraron el ladrón y su víctima. A. F. cayó empujado por

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su funesto sino y pretender una explicación resultaba absurdo. Silencioso, sin oponer resistencia, se dejó llevar preso. Sus experiencias le medían en toda su gravedad el paso que acababa de dar. Y era, precisamente, la víspera de su matrimonio. En el juzgado de turno, A. F. apenas despegó los labio: humildemente para pedir un justificable permiso, y entró en el sanitario inmediato al despacho. El policía que lo sigue de cerca lo vio escribiendo en el muro. Inmediatamente después una detonación atronó el recinto del juzgado. A. F. con el cráneo atravesado por una bala murió instantáneamente. “Esto tenía que pasar”, había escrito en el muro a grandes letras. Nada más escribió, pero esas cuatro palabras envuelven toda la realidad de su tragedia. Algo así como un relámpago de la inimaginable tormenta. E. F., distinguido y acaudalado caballero de 40 años, casado en segundas nupcias y con hijos de ambos matrimonios, le aplicó la más drástica cura a su dipsomanía: se tomo una limonada con veinte gramos de cianuro. Un domingo de febrero de 1953, E. F. estuvo de paseo con su familia en una de las poblaciones de clima medio más cercanas a Bogotá. Y se excedió en el consumo alcohólico. El paseo familiar se echó a perder y el lunes siguiente... ¡Ah! Los lunes... La experiencia de muchos años en la crónica de este género me dice que el lunes es el día del suicidio. La estadística podría comprobar que el 50% de los suicidios corresponde al lunes y que el 50% restante se reparte entre los otros seis días de la semana. A la mañana siguiente, bajo un estado de tremenda depresión, el caballero se encerró en la biblioteca de su lujosa

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residencia del norte de Bogotá y, antes de tomar la pócima que acabó con su vida, escribió con destino a su esposa: “Es muy poco lo que tengo que decirte. No nos supimos comprender nunca. Sin embargo, qué bien lo sabes, no he dejado ni un solo instante de adorarte desde que te conocí. He adorado a mis chinitos, todos, y te los recomiendo mucho. Resolví, mi amor, no causarte más sufrimientos. Te dejo en paz para que rehagas tu vida, para que alguna vez seas feliz. Lo que me sucede es inexplicable, ya que siempre te idolatré. Cuando me excedía en tragos te insultaba, a pesar de que te adoro. Como nuestros caracteres son tan disímiles me parece que no podemos vivir juntos y como tú eres mi vida, sin ti no podría vivir. De manera que he resuelto eliminarme para no causarte más sinsabores. “Adiós, mi adorada mujercita. Te recomiendo mucho a los niños. Vela por ellos que mi Dios te lo pagará con creces. “Por ningún motivo quiero que tú seas la esposa de un hombre tan desacreditado ante los tuyos como soy yo. Ten paciencia que puede que llegues a ser feliz. Tuyo hasta la muerte, E.” Por lo demás, el infortunado caballero dejó un largo pliego de instrucciones relativas al estado de sus negocios, con orientaciones detalladas que demuestran la lucidez mental que lo acompañaba a la hora de tomar el rumbo hacia lo desconocido. Sin embargo, cuando lo encontraron moribundo, en sus ademanes y en sus palabras a medias inteligibles, exteriorizó un tardío arrepentimiento. No podría dejar de incluir en este álbum fatídico el caso de L. D., periodista y amigo muy cercano, porque ese doloroso episodio, sin duda alguna, contiene una de mis experiencias más duras, más amargas. L. D. se dio un balazo en la cabeza.

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Sin que directamente lo hubiera conocido, creo haber adivinado el motivo de la tragedia. Pero los motivos no vienen a cuento. Ni siquiera en privado, en círculo de amigos íntimos, jamás nos hemos atrevido a tocarlos. Fue en los comienzos de 1946. L. D., de 28 años, tenía esposa y niños de muy corta edad. No tuve valor para asistir a la diligencia de levantamiento del cadáver, pero luego recibí una llamada telefónica del juez de turno, un funcionario amigo, gallardo, humano. “L. D. —dijo el juez— dejó una carta bajo sobre cerrado y destinada a usted”. En efecto, L. D. me había dejado una carta. El juez la puso en mis manos, con una generosa advertencia: “No he abierto el sobre porque está destinado a usted. Si la carta contiene algo relacionado con los motivos de la tragedia o alguna orientación investigativa, me la devuelve. De lo contrario, consérvela”. Pero no tuve valor suficiente para leer la carta, guardé el sobre en un bolsillo y abandoné el juzgado. Aquella noche la pasé en vela interrumpida a segundos por pesadillas crueles. La cara lívida que ocultaba a medias una mortaja ensangrentada se transformaba de pronto y se escuchaba una carcajada de las que largaba L. D., estrepitosamente, cuando bromeaba con algún compañero de trabajo. Otras veces era una mano que se metía por debajo de mi almohada para apoderarse del sobre cerrado. A las 6 de la mañana, aporreado por el insomnio y con los nervios destrozados, pero frente a un día claro y alentado por el naciente fragor de la actividad diurna, tuve ánimo para abrir el sobre y leer el mensaje.

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Y ¿por qué toda esa angustia, toda esa vacilación, si ya sabía el sencillo contenido de la carta? ¿Por qué, si las mismas palabras se las escuché a L. D. en una de las sucesivas pesadillas de aquella noche aciaga y larguísima? Era un mensaje casi festivo, absurdamente despreocupado. “Estoy imaginando tu sorpresa —decía—. Pero no es para tanto. Me doy cuenta de que es una ‘chiva’ la que te voy a dar. Claro que sí. Sin embargo, no le des mucho despliegue. Te agradeceré que, hasta donde te sea posible, le restes importancia a la noticia. Y diles lo mismo a los colegas de otros diarios. Creo que no volveremos a vernos”. Y ahora, algo del “más acá”. En torno a 1940, los desesperados con la vida tomaban permanganato. Lo tomaban ingenuas obreras en trance de indisimulable maternidad. Lo tomaban los galanes de barriada. Y los enamorados de falsos imposibles. Y las niñas contrariadas. Pero el permanganato, como vehículo para viajar al otro mundo, se desacreditó totalmente. Rara vez causaba la muerte. En cambio, tras de agudísimos dolores, dejaba casi siempre una desastrosa e incurable dispepsia. J. A. R., de 18 años, en agosto de 1940, se envenenó. De tiempo atrás trabajaba como aprendiz en un pequeño taller de ebanistería y tapicería. Más que conquistador, conquistado, el aprendiz se enamoró, con toda la locura de sus 18 años, de la esposa del maestro ebanista, hermosa mujer de 30 años que ayudaba en los trabajos de taponado. Con alguna frecuencia, el maestro salía a realizar trabajos a domicilio o a comprar resortes, damascos y cretonas, y en el taller quedaban la mujer y el muchacho. Y había, por ahí, somieres en reparación o en construcción.

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Pero la mujer se cansó del muchacho porque era imprudente y de mal carácter. Y el maestro “era muy delicado”. Canceladas las relaciones, J. A. R. se acongojó y se deprimió hasta el extremo de no hallar forma distinta del suicidio para solución de sus cuitas. Al tomar la determinación, el aprendiz de ebanista escribió: “Carmen Elisa: la culpa de todo es suya. Aunque ya no te gusten mis caricias y más bien me tengas odio, le ruego que rece por mí”. En el estrecho reservado de una tienda vecina, J. A. F preparó un cóctel de limonada gaseosa con un poco de permanganato del que usaban en el taller para el barniz, tapón, y lo apuró sin sacar resuello. A la policlínica más cercana llevaron al intoxicado; le administraron un enérgico vomitivo que conjuró el peligro, lo mandaron al hospital. Al taller llegó la noticia de que muchacho se había envenenado. Solícitos y angustiados, el ebanista y su mujer fueron al hospital a ofrecerle su auxilio. No era cosa grave Por el contrario, como había escasez de camas bien podía: llevarse al frustrado suicida para la casa, porque estaba fuera de peligro. J. A. R. no tenía en Bogotá parientes cercanos, por lo cual el ebanista prefirió llevarse el enfermo para su propia vivienda, y cuidar de él hasta que se repusiera del todo. Al día siguiente, en la prensa matinal apareció publicada la noticia del frustrado suicidio de J. A. R., con el texto de la; carta dirigida a “Carmen Elisa”.

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Jamás supe si al aprendiz de ebanistería, como a todo los sobrevivientes de las tomas de permanganato, le recayó la incomodísima y perturbadora secuela de la dispepsia. O si el maestro se la curó.

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Jirones de un famoso proceso

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s incalculable lo que se ha escrito sobre la muerte del doctor Jorge Eliécer Gaitán. Los abogados que han tenido oportunidad de echar una rapidísima ojeada a los miles de folios del expediente han salido con su libro, casi todo sustentando tesis peregrinas nacidas y difundidas en los sangrientos días abrileños. Yo mismo me cuento entre los que se han ocupado del controvertido tema. Aunque jamás se me ocurrió hacer libro, lo que escribí en la prensa bogotana me coloca cuantitativamente a la cabeza de los cálculos. Tuve la fortuna periodística de estar muy cerca de hechos relativos al proceso, y me parece que dentro de esta serie de relatos trágicos no sobra el señalamiento de algunos detalles superficialmente tratados o, hasta el presente, no revelados. Primero que todo —y creo que esta es una revelación— quiero decir que la única pista sobre presunta autoría intelectual, o al menos sobre estímulos, y consejos a Juan Roa Sierra, el indiscutible autor material del magnicidio, no fue seguida ni tenida en cuenta. Uno de los vendedores del revólver que Roa empleó para matar a Gaitán trabajaba bajo la dependencia del químico Fernando Velasco Pieschacón, y en los días siguientes al crimen le pidió permiso para salir a una “importante diligencia” relacionada con la trascendental investigación. Manifestó urgencia porque el “doctor” lo estaba esperando en un taxi. Velasco lo vio salir y subir al taxi, e identificó al “doctor”, que era Cayetano Rodríguez. La diligencia era la presentación en la redacción de El Tiempo para informar sobre su participación en el negocio del arma. Efectivamente, al día siguiente apareció la noticia en el periódico, pero es necesario tener en cuenta que Cayetano no asomó las narices. Este sujeto, fanático conservador de la

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región del Guavio, había sido diputado a la asamblea de Cundinamarca. Se le reconocía por su apasionamiento político. Cualquiera se pregunta qué interés tenía Cayetano Rodríguez en el delicado asunto. Pero ocurrió que la importante pista que me dio el químico Velasco Pieschacón no fue atendida por el doctor Ricardo Jordán Jiménez, designado por la Presidencia de la República como investigador especial del crimen. De paso, me atrevo a conceptuar que un magistrado de la Corte Suprema de Justicia con largos años en la posición de fallador de última instancia, no es el más indicado para investigador. Porque el juez de instrucción, más que académico, debe echar por donde le indique su sagacidad, y en ocasiones puede y debe ser ligeramente arbitrario y hasta truquista. Es lo cierto que Cayetano nunca fue llamado a declarar ni se realizó sondaje alguno en el campo de la relación entre este sujeto y los vendedores del revólver. En 1960, esto es, doce años después del trágico 9 de abril, fue exhumado el cadáver del doctor Jorge Eliécer Gaitán Aunque tardía, la diligencia fue muy importante. El doctor Teobaldo Avendaño, juez de instrucción criminal, fue comisionado para proseguir la investigación del asesinato del líder liberal. En etapas anteriores se había especulado mucho con la presunta presencia de un segundo tirador, que habría sido cómplice de Roa Sierra. Esta afirmación llegaron hasta juramentarla personas de insospechable seriedad, y como en la autopsia no apareció uno de los proyectiles que hirieron a Gaitán, precisamente el que hizo impacto en el centro de la espalda, el juez Avendaño decretó la exhumación y la ampliación de la necropsia. En la tarde del 9 de abril de 1948, los médicos que asistieron a Gaitán en su agonía pidieron la intervención de

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los forenses. Por esos tiempos era director del Instituto de Medicina Legal el doctor Guillermo Uribe Cualla, quien por su condición de conservador consideró peligroso dejarse ver en la calle, y se abstuvo de asistir. Los doctores Pedro Eliseo Cruz, Yesid Trebert Orozco, Forero Nougués y otros médicos que permanecían en la Clínica Central, decidieron asumir la función de legistas y procedieron a practicar la diligencia de autopsia. Pero fue esta una autopsia que bien se puede llamar excesivamente considerada. Quiero decir que se abstuvieron de causar destrozos en el cadáver y no sondearon siquiera en el centro de la espalda ni buscaron el proyectil que hacía falta. Los decires relativos a un segundo tirador prosperaron a la sombra de esta omisión, y Teobaldo Avendaño, para disipar las dudas, dispuso la exhumación y la ampliación de la autopsia. Muy en secreto se guardaron la fecha y la hora de la diligencia, pero yo logré penetrar furtivamente gracias al buen informador. Cuando el juez Avendaño notó mi presencia, me ordenó salir, pero ocurrió algo que yo no esperaba ni podía esperar. El doctor Diego Luis Córdoba, presente por haber sido designado como testigo actuario de la diligencia, dijo al juez: —El periodista a quien usted obliga a abandonar este lugar lo considero como un auténtico representante de la sociedad. He seguido su trayectoria y estoy seguro de que él escribirá para su periódico algo así como un acta de este histórico acontecer, y le mostrará al país con cuánto respeto se efectuaron los menesteres investigativos. Con el doctor Córdoba no amistad, y debo hacer notar inmerecidas, tuvieron la virtud revocara su determinación con que se hallaba presente.

me unía vínculo alguno de que sus palabras, por mí de que el doctor Avendaño relación al único periodista

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El ataúd fue trasladado a un patiecito interior, donde el experto en técnica policial, doctor José M. Garavito Baraya, y un patólogo de Medicina Legal, realizaron la búsqueda y hallazgo del proyectil. En el Instituto de Medicina Legal, seguidamente, se practicó el estudio de balística y la prueba fue positiva. Se comprobó pues, que había sido disparado por la misma arma. Según ya lo advertí, el cadáver de Gaitán estaba sorprendentemente bien conservado, pero a su contacto con el aire, aceleradamente se inició la descomposición, y se generalizó al extremo de que inundó el olor cadáverico todo el barrio de Santa Teresita, donde está ubicada la Casa Museo del jefe liberal, y donde el cuerpo fue sepultado ocho días después de la tragedia de abril. Con el político liberal Diego Luis Córdoba fue perito actuario Emilio Robledo, abogado conservador muy respetable. Se aproximaban los finales de la diligencia con la colocación del cadáver en un nuevo ataúd, cuando el doctor Robledo, en tono confidencial, se quejó a mi oído del insoportable olor. —Le tengo el remedio, doctor —le dije, y lo invité a tomar un trago de aguardiente y a untarse en las fosas nasales las gotas que sobraran en el fondo de la copa. El respetable abogado, tan serio y tan solemne, no se hizo repetir el consejo, y lo llevé, casi de la mano, a una tienda de la misma cuadra, donde pedí dos “dobles”. Se lo tomó de un solo golpe, se humedeció las interioridades de la nariz, y mientras esto ocurría yo pedí los otros dos “dobles”. Minutos más tarde, ya dentro de la casa de Gaitán, cuando se procedía a sepultar de nuevo el cadáver, el ilustre abogado me dio una cariñosa palmada en la espalda y me dijo con su habitual discreción:

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—Soy otro hombre. Uno de los personajes más pintorescos o exóticos que figuraron en el proceso, fue la baronesa de Deker. Mariana Lajtos, una hermosa mujer de borrosa nacionalidad, parece que húngara, años antes contrajo matrimonio con un alemán que ostentaba el título de barón de Deker. Esta pareja vino a Colombia muy recomendada, aunque privadamente, por un intelectual colombiano de extrema izquierda que fue ministro de Estado y desempeñó cargos diplomáticos en Europa. Contra lo que pudiera esperarse, la pareja europea, tocada de nobleza, era notoriamente piadosa. Los Deker se instalaron a vivir en las proximidades de la Avenida Chile; diariamente asistían a misa a la Porciúncula, y comulgaban muy frecuentemente. No se sabe por qué motivos el barón se suicidó. Encontraron el cadáver colgando de un toallero del baño. Las cartas que dejó escritas para las autoridades y para su esposa no registraban los motivos del suicidio, sino que contenían, simplemente, una constancia de que su muerte era voluntaria. Así terminó la misteriosa vida del noble europeo. En cuanto a Mariana, se sabe que vivió algún tiempo de su viudez en Bogotá, entregada a una vida de licencia que no hacía honor a su brillante título de nobleza. Tuvo alguna amistad con el doctor Gaitán en días poco anteriores al 9 de abril, y ésta la razón por la cual fue llamada a declarar. No es que yo señale a la baronesa como una especie de “Mata Mari”, pero quiero referirme aun detalle curioso. Un detallazo. Por la tarde rindió declaración la baronesa, y esa misma noche la pasó con el juez superior que practicó la diligencia. No había “moteles” por esa época, pero, en fin, en “algún lugar”, muy seguramente placentero.

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Otra diligencia importante, aunque tardía, fue decretada durante la activa fase del proceso, a cargo del investigador Teobaldo Avendaño. Se trata de la reconstrucción del crimen. Se efectuó un domingo, en aprovechamiento del escaso tránsito del día festivo por la carrera Séptima. “Tatano” Pinilla, un bogotano semicachaco, se prestó a hacer el papel de Jorge Eliécer Gaitán. Salió del edificio “Agustín Nieto”, del brazo de Plinio Mendoza Neira, “Tatano” Pinilla y tras ellos los otros tres amigos de Gaitán que lo acompañaban en la trágica ocasión: Pedro Eliseo Cruz, Jorge Padilla y Alejandro Vallejo. Se fingieron los disparos con la utilización de un voluntario, y dentro del café “Gato Negro”, inmediatamente vecino, se escribió el acta de la diligencia, que incluyó las declaraciones de los cuatro testigos ya nombrados. Vale recordar que “Tatano”, ya prevenido por el juez, se presentó a la diligencia con su flamante vestido negro y sombrero “encocado”, y como fue necesario que el que hacía de víctima cayera en el andén y se sometiera a la ficción de auxilios, la espectacular vestimenta de “Tatano” quedó hecha una birria. El aspecto más saliente de la reconstrucción fueron las contradicciones en que incurrieron los testigos. Bien sabido es que el testimonio humano es muy flaco, aun tratándose de testigos de nivel tan alto como el de los caballeros que hemos mencionado. Todos y cada uno se “aturullaron” y sus declaraciones no solamente fueron contradictorias, sino muy diferentes de las que juramentaron doce años antes, en la iniciación del proceso. Sin embargo, en los tiempos siguientes a la reconstrucción, todos especularon al concederle excesiva importancia al contenido de sus palabras ante el juez. En fin, esta diligencia, a la cual le atribuimos importancia, en realidad constituyó un rotundo fracaso.

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Los cuatro acompañantes del doctor Gaitán muy humanamente se atolondraron ante el sorpresivo ataque. El profesor Pedro Eliseo Cruz, eminente médico, desde el primer instante apreció la gravedad del ilustre hombre público, y a iniciativa suya se procuró rápido traslado del herido, en un taxi, a la Clínica Central, situada exactamente a cinco cuadras de distancia. Sin embargo, fueron muchas las personas que alardearon de haber auxiliado y asistido en su agonía al doctor Gaitán. Una muchacha del café “Gato Negro” velozmente acudió con un vaso de agua para el herido, quien ya no estaba en condiciones ni de aceptar un sorbo. Fue este el único auxilio de personas extrañas al grupo que se ofreció al moribundo. En la Clínica Central se mantuvo oculta durante algunos minutos la confirmación de la muerte de Gaitán. La noticia definitiva me la dio, casi a señas, el doctor Trebert Orozco, y rápidamente se generalizó entre los numerosos amigos del jefe liberal asesinado, que llenaban la clínica. Entre los más adictos a Gaitán que allí se encontraban, recuerdo imborrablemente la impresionante reacción de un distinguido caballero bogotano que no pudo reprimir un ataque de risa nerviosa, y acabó por ocultar el rostro en un rincón. Todos los empleados menores de los diarios, a nivel de mensajeros, porteros, recogedores de desperdicios, etc., se contaminaban del interés noticioso, y gracias a esta saturación fue un Pedrito cualquiera el que nos llevó la primera noticia del atentado contra Gaitán. A esa hora, una y minutos de la tarde, estábamos almorzando con Luis Elías Rodríguez, excelente periodista ya fallecido, y sin pensarlo dos veces emprendimos carrera por la avenida Jiménez de Quesada. Estábamos a dos cuadras y media del lugar de los hechos, ya mitad de camino nos cruzamos con un conocido. Era un político de Armenia con su propia curul en la Cámara de Representantes.

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—¿Por qué corren ? —nos preguntó el transeúnte, que subía a paso lento por la avenida, mirando el piso y con un periódico muy doblado, sostenido con ambas manos a la espalda. A esa hora, en aquella época el tránsito era muy escaso en la carrera Séptima y en todas las vías centrales. Ya se habían llevado al herido a la clínica y en el lugar del crimen se había formado un grupo que no pasaba de 25 a 30 personas. Sin embargo, fueron miles los “testigos presenciales” del crimen. En los casos comunes, los que atestiguan ocasionalmente un delito, suelen escurrir “el bulto”, para no verse mezclados y evitar las citaciones a declarar. Pero si se trata de un magnicidio, todo el mundo afirma que presenció los hechos y aun rinde declaración juramentada. A la conclusión anterior me conduce el caso del transeúnte distraído que trató de interrumpir nuestra veloz carrera. Dos o tres noches después lo encontré en la tertulia del diario El Liberal, cuando les participaba de sus “propias impresiones” a Alberto Galindo, director del periódico ya sus habituales contertulios. —Pasaba yo por la carrera Séptima —dijo el mentiroso con la mayor frescura— cuando el doctor Gaitán y otros caballeros salían del edificio “Agustín Nieto”. Saludé al jefe, y cuando él me respondía con una amable señal oí los disparos y presencié el crimen. Nos animamos a preguntarle: —Y ¿por qué, inmediatamente después de presenciar semejante horror, usted subía a paso lento y tranquilo por la avenida Jiménez, preguntando por qué corría la gente?

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El “bien informado” discretamente abandonó la sala. Nunca supe si logró que la llamaran a declarar. Creo que no sólo debo referirme a detalles del proceso, y me parece que bien vale recordar las inmediatas consecuencias de la muerte de Gaitán y el turbión que se desató en Bogotá. Las principales consecuencias, las que más alteraron la vida y las costumbres ciudadanas, fueron el toque de queda y la ley seca. El toque de queda durante las primeras fechas fue a las seis de la tarde. Después, escalonadamente, se amplió hasta las diez de la noche y finalmente se levantó. La ley seca fue muy severa y su vigencia se prolongó por algo más de un mes. La prohibición de andar por la calle después de determinada hora, o sea el toque de queda, tuvo sus excepciones con la expedición de salvoconductos concedidos a médicos y a cuantas personas tenían horario nocturno de trabajo. Los violadores de la drástica disposición que “alegremente” eran sorprendidos en la calle, iban a pasar el resto de la noche en los juzgados de permanencia o en un local facilitado por Panauto, que se convirtió en algo así como un “campo de concentración”. Como la policía se liquidó el 9 de abril, la vigilancia de Bogotá quedó a cargo de los soldados. Como bien es sabido, el policía es deliberante, mientras el soldado, escuetamente, cumple órdenes. A pesar de esta diferencia, los soldados se mostraron bastante transaccionalistas y poco dispuestos a verse envueltos en discordias. Así, en muchos casos, los trasnochadores pudieron librarse de una mala noche “negociando” con las patrullas. La ley seca fomentó una suerte de bohemia clandestina, mucho más divertida que la de los tiempos de paz. Por lo que hace a mis amigos, el poeta y periodista Guillermo Payán

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Archer descubrió una tienda acogedora. Algo así como lo que entonces se llamaba “tienda jilguera”, vecina a las instalaciones de El Liberal, ¡por la carrera 5ª! El vendedor ostentaba el extraño nombre de Sesostre, cuyo bautismo, de noble estirpe faraónica, llegó a Boyacá no se sabe por qué caminos. Pero es lo cierto que Sesostre contaba con una numerosa clientela que durante un mes satisfizo en aquel tenderete sus esparcimientos de bohemia clandestina. Periodistas e intelectuales violaron así pertinazmente las dos disposiciones respectivas; es decir, la ley seca y el toque de queda. Yo vivía por entonces a escasas dos cuadras de distancia del “abrevadero” de Sesostre, pero tuve momentos difíciles. Los soldados golpeaban a la puerta de la tienda, en ejercicio de su autoridad, pero sin hacerse de rogar aceptaban una y más cervezas, y allí mismo, reunido con la patrulla, violé la ley seca. Sin mucha dificultad, convencí a un soldado de que me llevara, “en calidad de preso” hasta la puerta de mi casa. Un peso de propina era más que suficiente. Cuando no aparecían los transitorios guardadores del orden, mis amigotes observaban con falsa alarma: “Esta noche —me decían— no vas a tener soldado-taxi”. Ya pasada la media noche, alguna vez me aventuré a hacer el azaroso recorrido solo y desamparado. Todavía funcionaba en la carrera 5ª la administración del acueducto, y en esa memorable ocasión tuve un sorpresivo encuentro con uniformados. Con la mansedumbre que el caso requería, levanté las manos en humillada actitud de sometimiento. Cuando me respondieron con sonoras risas me di cuenta de que los uniformados eran poceros del acueducto municipal. La ley seca se levantó poco a poco. Mientras en Bogotá permanecía severamente firme, se autorizó el expendio de bebidas alcohólicas en los municipios vecinos, que años más tarde quedaron incorporados al Distrito Especial. Cuando se abrieron las ventas en Fontibón, más por curiosidad que por

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sed, fui a presenciar el acontecimiento acompañado por los colegas Fraylejón y Luis Elías Rodríguez. Tuve oportunidad de observar el desordenado consumo de cerveza. Las “comadres”, en su avidez, se chorreaban los cachetes y el pañolón, y no acababan de consumir el contenido de la botella cuando pedían “la otra”. Uno de los principales muertos de esos días fue la chicha. Incluida, desde luego, en la ley seca, quedó suspendida su distribución, y el doctor Jorge Bejarano, quien como ministro de Higiene entró a formar parte del gabinete bipartidista nombrado en esa emergencia por el presidente Ospina Pérez, aprovechó hábilmente las circunstancias para lograr que la prohibición de la bebida precolombina fuera definitiva. Los industriales que explotaban el vicio quedaron suficientemente enriquecidos, pero se vieron obligados a cambiar sus propiedades por buses, tan necesarios para remplazar el tranvía, que el 9 de abril desapareció casi totalmente. Los boletines oficiales después del 15 de abril insistieron en asegurar que la situación había quedado plenamente normalizada. Y bajo esa misma “normalidad”, parece que estamos viviendo.

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La muerte de Uriel Zapata

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riel Zapata era un joven abogado antioqueño que terminó sus estudios pero no logró graduarse por falta de recursos económicos. Era casado con una muchacha Villamil, quien con los dos hijos del matrimonio, por apremiantes necesidades, tuvo que regresar a la casa de sus padres. Uriel no solamente carecía de fortuna sino que era un infortunado. Estaba para que lo protegieran, pero se constituyó en protector de los ex guerrilleros liberales que entregaron sus armas en los Llanos Orientales. El gobernante de esos tiempos, general “jefe supremo”, después de desarmar “a los malos hijos de Colombia”, trajo del Valle un equipo de “pájaros” de esa región, cuyo récord inmediatamente anterior a los mediados del año 53, dejó un incontable número de víctimas. Y los “pájaros”, en Bogotá, fueron investidos de autoridad, como miembros del G-2, institución llamada a prestar los servicios de inteligencia al alto gobierno. No tardaron los policías pinillistas en poner sus ojos sobre el protector de los exguerrilleros del Llano, y un día del comienzo de diciembre del 53 Zapata cayó preso. O, más exactamente, desapareció. Entre sus especiales prerrogativas, el G-2 contaba con cárcel propia. Era esta una casa de tipo antiguo, que por lo demás no ofrecía ninguna particularidad. Una noche, Uriel Zapata fue sacado de la cárcel del G-2 y metido en la carrocería de un camión cubierto que partió con rumbo por el momento desconocido. En una estrecha grada del Salto de Tequendama, a muy poca distancia de donde el agua se precipita, apareció un

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cadáver humano. La alcaldía de Soacha procedió a rescatarlo y comprobó que a la víctima le habían recortado las orejas. Estas mutilaciones no solamente constituían una prueba de que el crimen se había perpetrado, sino que los pabellones recortados iban a engrosar la colección de orejas que los “pájaros” conservaban. Como ya se había echado de menos la presencia de Uriel Zapata de sus lugares habituales y fundadamente se temía que algo muy grave le había podido ocurrir, los amigos del desamparado jurista antioqueño fueron a Soacha e identificaron plenamente su cadáver. De la investigación de la muerte de Zapata fue encargado un juez nortesantandereano, caracterizado por su parcialidad y su pasión política. Y el funcionario investigador, muy aficionado al tejo, todas las tardes se iba a reventar unas “mechas”, precisamente con los “pájaros”, íntimos amigos suyos. En estas circunstancias, la investigación no avanzó ni una línea después del rutinario auto “cabeza de proceso”. Tan escandalosa fue esa demostración de parcialidad que el ministro de Gobierno, Lucio Pabón Núñez, decidió nombrar un investigador especial, y confió el caso a un funcionario liberal, el abogado Emiro Quintero Chica. Antes de continuar con este relato, quiero informar que el general Powels, comandante de la Fuerza Aérea, confió a dos ex detectives de la seguridad que ahora hacían parte del servicio de inteligencia de la FAC las pesquisas conducentes al esclarecimiento del crimen. Estos dos detectives, mis antiguos conocidos, en sus pesquisas por los contornos de la catarata encontraron un pantalón y un zapato, prendas que relacionaron con los hechos en investigación y me participaron de su hallazgo. El pantalón presentaba una particularidad muy expresiva: para quitárselo a la víctima no se tomaron el trabajo de abrir la hebilla del cinturón sino que

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cortaron la correa de un navajazo que también dejó una abertura en el paño de la prenda. Los comisionados del general Powels me encargaron la misión de dar a reconocer estos restos de la ropa de Uriel a sus inmediatos parientes. Un hermano de la víctima observó atentamente el zapato viejo y reconoció que correspondía aun par de calzado ya muy usado que había cedido poco tiempo antes al infortunado abogado. Por su parte, la viuda de Uriel, sin poder contener las lágrimas y sin tratar de disimularlas, reconoció el pantalón y besó repetidas veces el viejo y sucio resto de la ropa de su marido. Muy pocos días antes de que el juez parcial hiciera entrega del expediente, con motivo de la aparición de las prendas y de las publicaciones de que el pantalón y el zapato de la víctima habían estado en mi poder, me llamó a rendir declaración juramentada. Pensé en que tenía que habérmelas con el juez y los “pájaros”, y pedí, o más exactamente exigí, que la diligencia relacionada conmigo fuera presenciada por un funcionario de la Procuraduría General de la Nación. Como mi petición, de ninguna manera, debería ser desatendida, me llamó al periódico el doctor Madero París, delegado del procurador, y me dijo que había sido comisionado para presenciar mi declaración. Nos citamos cerca del juzgado y llegamos juntos al despacho del juez. Mi informe, vago y un tanto fabuloso y despistador, llenó dos o tres folios del expediente. Tan pronto como el juez Quintero Chica recibió el cuaderno informativo “le mostré mi juego” y lo puse en contacto con quienes sabían más que yo. Así, el asesinato de Zapata quedó plenamente aclarado. La misma noche en que lo sacaron de la cárcel del G-2, lo llevaron al Salto. La hora de la noche era bastante avanzada, y fue allí, muy cerca de la catarata, donde sometieron al prisionero a las peores torturas y le recortaron las orejas. Al parecer, los “pájaros” no se dieron

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cuenta de que el cadáver de su víctima había quedado enredado y con facilidades para el rescate. Después, desde la carretera, ya abajo del Salto, botaron las prendas en dirección al río pero el pantalón y el zapato, también sin que se dieran cuenta los asesinos, quedaron en los matorrales. Bajo la dirección del juez Quintero Chica, la investigación marchó a grandes pasos. Los “pájaros” fueron incomunicados, inclusive el jefe de la pandilla, Campo Elías Castro, un suboficial en retiro a quien sus subalternos, sus compañeros y también sus superiores, llamaban el “Capi Castro”. Todos los sindicados rindieron indagatoria, y en contra de ellos Quintero Chica dictó auto de detención, providencia que también cubrió al “Capi Castro”, quien participó activamente en el monstruoso crimen. Por esos tiempos se decretó la amnistía para los delitos políticos, pero con la excepción de los crímenes atroces. El “jefe supremo” influyó no muy discretamente para que el favor fuera concedido también a los asesinos de Zapata, pero este crimen era lo bastante monstruoso y cargado de agravantes para merecer la gracia de amnistía. Sólo pasados pocos meses, una nueva medida del ejecutivo absolutista abrió las puertas de la cárcel al “Capi Castro”, al “pájaro azul” y a todos los demás comprometidos en el repugnante delito. Ya caído del poder, Rojas Pinilla fue llamado a juicio por la Corte Suprema de Justicia, y se decretó la práctica de la audiencia pública. Fue entonces cuando tuve la oportunidad de presenciar algo insólito: Rojas Pinilla entró al recinto de la audiencia de brazo del “capi” Campo Elías Castro, quien acompañó al ex general en el banco de los acusados durante toda la vista pública. Hay honores que cuestan, pero también hay otros sumamente baratos.

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El asesinato de Uriel Zapata fue un estigma que llevó Rojas Pinilla desde los comienzos de su abusivo mandato, aunque quedó desdibujado por muchos atropellos más y por el escándalo de sus jugosos negocios de beneficio personal. Fueron muchos los actores de este episodio. Al “capi” lo volví a ver varios años después, ya valetudinario y de inofensiva apariencia. A los detectives del general Powels dejé de verlos hace mucho tiempo. Supe de uno de ellos que murió en accidente de tránsito hace diez años o poco más. Nunca supe qué suerte corrió Lizarazo, el “investigador” que jugaba al tejo con los “pájaros”. Falleció, ya hace algún tiempo, Emiro Quintero Chica, el valeroso investigador e inolvidable amigo. Tampoco volví a tener noticia de la familia de Uriel Zapata, cuyos hijos ya deben estar llegando a los 40 años. Comprobadamente supe que el “pájaro azul” murió achicharrado entre Flandes y Espinal cuando conducía a grandes velocidades un lujoso automóvil robado. Bueno, es que ha pasado mucho tiempo. Algunas cosas se olvidan, pero otras quedan imborrables en la memoria. De mediana estatura, cetrino, delgado y de ojos vivaces, era Campo Elías Castro, cuyo apodo de “capi” tiene un origen elocuentemente expresivo de las costumbres dictatoriales de la época a que nos hemos referido. Rojas Pinilla autorizó a Castro para uniformarse de capitán cuando ejecutara misiones tales como las visitas a guarniciones militares, en calidad de espión o echadizo para observar “cómo iban las cosas”. A esas inspecciones del “capi” le temblaban los coroneles. Y los generales, también.

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Cómo nos llegó la marihuana

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n mayo de 1946, el periódico me envió a Barranquilla con la misión de cubrir la investigación de un uxoricidio. El caso era uno de tantos, pero los barranquilleros estaban pendientes de las publicaciones relativas al proceso, porque éste involucraba a gentes de alguna valía en la ciudad costeña. Fácilmente penetré en las novedades investigativas, pero el tema me pareció tan simple que quedé con la conciencia intranquila, tal como si no hubiera cumplido con mi deber. Afortunadamente, en una de mis entradas al edificio de los tribunales me encontré con un oficial que se identificó como el teniente Villalobos de la policía municipal de Barranquilla. —Usted —me dijo— es el hombre que necesito. Y me explicó que él había tomado a su cargo una campaña contra la penetración de la marihuana. Hasta esos tiempos de la palabra “marihuana” sólo teníamos noticia de la perniciosa yerba por la canción de “La Cucaracha”. Pero no sabíamos por qué hacía falta para fumar. Inocente hasta entonces vine a saber que la marihuana era el mismo cáñamo indio, que al fumarlo produce efectos tóxicos y alucinantes. Mucho me habló el teniente Villalobos de la marihuana, y para darme un ejemplo de los tenebrosos efectos del vicio que se estaba generalizando en su ciudad, me invitó a acompañarlo hasta la cárcel municipal. —Como no existe ninguna legislación restrictiva de ese vicio, yo he tenido que actuar un poco atropelladamente, y recojo en las vías públicas a los “engrifados” que caen en los parques o en los andenes, y para ahorrarle a Barranquilla este triste espectáculo los llevo a la cárcel municipal por algunas

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horas, y en algunos casos por dos o tres días. Quiero que vea los que tengo recogidos para que usted mismo aprecie los desastrosos efectos. Los periodistas locales no me han puesto bolas, y este mal debe combatirse a tiempo a escala nacional. Creo que a usted le va a interesar mi informe y por eso lo atajé cuando entraba a la casa de los juzgados. Con mi nuevo amigo entré a la cárcel municipal y me dejé conducir hasta un pequeño patio que ofrecía el más impresionante espectáculo. Siete u ocho muchachos de 17 a 25 años estaban botados sobre el cemento, semidesnudos y con expresión de idiotas. Medio se incorporaron a la entrada del teniente y su acompañante, y sonrientes conversaron muy enredadamente entre ellos. Villalobos llamó a uno, que se puso de pie, simulando una postura militar con un hombro más alto que el otro y las manos crispadas y colgantes. —Camine con nosotros que le vamos a dar una cosa que le gusta mucho. Pasamos los tres a otro recinto donde Villalobos le mostró al vicioso un “quenque” o cigarrillo de marihuana hecho con ordinario papel de envolver y dobladas sus puntas. El hombre, como impulsado por un resorte saltó hasta colocarse en frente del oficial, y con la inconfundible expresión de ruego le pidió el “tesoro” que estaba a la vista. El oficial le entregó el “quenque” al desdichado y éste, con mirada incrédula, lo palpó a tiempo que se lo llevaba al oído. Para sacarlo de dudas el oficial encendió una cerilla y le ofreció fuego. El vicioso lo chupó desesperadamente y aspiró el humo hasta lo más profundo. Seguidamente improvisó unos pasos de baile y me dijo con una expresión radiante: —Estoy feliz...

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Después de dos o tres chupadas más, aspiradas con auténtico deleite, el teniente le quitó la colilla y en el suelo la pisó y la destrozó con la bota, a tiempo que le ordenaba: —Ya es más que suficiente. Vuelva a su patio. Incrédulo y desconcertado el vicioso caminó para atrás hasta entrar a su patio a reunirse con sus compañeros de calamidad. Las informaciones del oficial Villalobos me hicieron darle media espalda a la misión relacionada con el uxoricidio, y comencé a escribir sobre el nuevo tema. Alcancé a enviar cuatro o cinco crónicas al periódico, y las revelaciones fueron comentadas en toda la prensa bogotana. La marihuana se estaba cultivando en la zona bananera, desde donde las mujeres de los obreros llevaban a Barranquilla la yerba, y la entregaban a los “jíbaros” o vendedores ambulantes. Cada uno de los “jíbaros” tenía su clientela, así se fue extendiendo y arraigando el vicio. Por los tiempos en que comencé a ocuparme de la “yerba santa”, como también llamaban a la marihuana en México, el vicio ya había penetrado al ambiente de la radio, y los locutores barranquilleros estaban hablando más aprisa que de costumbre. La marihuana llegó al centro del país llevada por los músicos de los conjuntos que, a cambio de los pasajes, alegraban los ya escasos viajes de los barcos por el río Magdalena. Esta marihuana llegada al interior también procedía de los cultivos no muy clandestinos de la zona bananera.

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Dos meses después de mis experiencias de Barranquilla se me presentó en Bogotá, en el periódico, el teniente Villalobos con parte de su raro equipaje. Traía de la costa unas muestras de marihuana y una matera con una planta de la maléfica yerba de unos 25 centímetros de altura; un legajo de cartas y una colección de fotografías sobradamente expresivas. El teniente Villalobos, cuya presencia en Bogotá registramos en el diario, por su cuenta y riesgo se entró al recinto de la Cámara de Representantes y aprovechó una pausa para entonar un discurso. Fue aquello una impresionante diatriba de la “yerba santa”, que tuvo el poder de hacer olvidar sus propios intereses a los parlamentarios. Lo rodearon para ver de cerca la planta de marihuana que Villalobos exhibía, y el presidente de la corporación nombró una comisión para que se encargara de proyectar modificaciones del Código penal tendientes a combatir el cultivo, distribución y consumo del pernicioso estupefaciente. Villalobos tuvo suerte y en la práctica se anotó un auténtico éxito “parlamentario”. De esta visita del teniente de la policía municipal de Barranquilla nacieron las primeras disposiciones represivas del nuevo vicio. El detectivismo entró en acción, y en más de una ocasión fui llamado por los agentes secretos para reconocer yerbas sospechosas. Después se sembró marihuana en todas partes porque esta yerba crece en todos los climas y el vicio atropelló a casi toda una generación, de la cual formaban parte los primeros “dadaístas”, y más tarde el vicio se centralizó en el antiguo “Parque Colón”, calle 60 de Chapinero. Así mismo se extendió en Medellín, Cali y otros importantes centros del país. Por esos tiempos, el médico Tulio Bayer, tan recordado por sus excentricidades, aseguraba: —La marihuana es el cigarrillo del futuro.

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Ya hemos pisado aquel futuro, y la marihuana parece haber sido derrotada por la cocaína y el “bazuco”. Un factor insospechable, mucho más difícil de notar en un comercio clandestino, increíblemente favoreció del desastre a los nuevos viciosos. Como en la marihuana y su comercio han actuado numerosos intermediarios, para alcanzar mejores rendimientos, cada uno de los distribuidores, en su respectiva escala, rendía el tóxico con yerbas inocuas. De esta manera, al consumidor le llegaba la “María Juana” o “yerba santa” en sólo un pequeño porcentaje. Los aficionados, pues, aspiraban el humo con deleite, pero, sin saberlo, no sufrían los efectos desintegrantes. Acaso por esta razón el vicio se desprestigió y vino a menos. Dejó de ser “el cigarrillo del futuro” para convertirse en el cigarrillo del pasado. En otros países, quizás “más honrados”, como en los Estados Unidos, se sigue consumiendo la marihuana fuerte. Con éxito, se entregaron al cultivo, y el sucio comercio se ha mantenido “limpiamente”. Además, a los Estados Unidos siguen llegando por vía marítima grandes cargamentos del pernicioso vegetal. Por lo que hace a Colombia, la marihuana desnaturalizada ha venido a ser remplazada por la cocaína y un mortífero compuesto que llaman “bazuco”. Infortunadamente, el gobierno se ha ocupado más de los narcotraficantes, que alimentan guerrillas y fomentan terrorismo, que del consumo interno de los aficionados locales, que según se ve no están sujetos a ley alguna, y el vicio se combate sólo con medidas preventivas. Algo va, según se ha visto de la mata de marihuana del teniente Villalobos, que tanta curiosidad despertó en el Congreso, hasta los desastres del vicio de los estupefacientes que se están contemplando en estos tiempos presentes.

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Ojo por diente y diente por ojo

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esde cuando se dijo que errare humanum est deben ser muchísimos los disparates cometidos y, al fin de cuentas, perdonados. Tal es el caso del Instituto de Seguros Sociales, donde se han cometido equivocaciones de las que, sin que se sepa por qué, se llaman “garrafales”.

Es cierto, aunque no lo parezca, que el ISS es humano, y a su favor puedo agregar que siendo una institución compleja y multitudinaria, los errores deben ser frecuentes en esos predios, No es posible saber cuántas veces se han administrado drogas equivocadas, casos de los cuales la responsabilidad recae siempre sobre el personal subalterno. Estos casos quedan casi siempre en silencio, pero hay disparates y confusiones que dejan huellas imperecederas, y de alcances que los hacen inolvidables. Las intervenciones quirúrgicas que les decretaron a dos caballeros afiliados a los Seguros Sociales se programaron para la misma fecha y la misma hora. Desde luego, en diferentes quirófanos, Al uno debían aliviarlo de una hernia inguinal, y al otro debían librarlo de unas hemorroides que lo tenían loco. Y se llegó el momento. Pero el personal auxiliar llevó al de la hernia al quirófano donde esperaban los cirujanos alertados para la operación de hemorroides, y al de las hemorroides lo acomodaron en la mesa donde debía ser intervenido el hombre de la hernia. Y sin pensar en más, el anestesista y los cirujanos, en uno y otro lado, comenzaron a actuar. Poco después en su justo tiempo, el operado de hemorroides, quien esperaba haber sido remendado de su hernia, despertó en una extraña posición de artillería antiaérea y abrumado por un ardiente dolor a poco más de una cuarta

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abajo de sus penúltimas vértebras. Cuidadosamente se palpó el pubis, exploró un poco más abajo y se dio cuenta de que su hernia, a favor de la postura, estaba más tangible que nunca. Por su lado, el caballero de las hemorroides experimentaba un agudo dolor en la ingle, y al tratar de palpársela se dio cuenta de que estaba sellada por la venda de esparadrapo, y sábelo Dios cómo comprobó que las hemorroides ocupaban su lugar habitual. De las enfermeras a los cirujanos subieron las consultas, y con los cirujanos mismos bajaron las respuestas. Se había caído en una inexplicable confusión, y sin más qué hacer se ofreció a los pacientes corregir el doble error. El caso al cual le he dedicado un fugaz recuerdo se salió del ambiente quirúrgico y fue a dar al ambiente jurídico. Aquello se convirtió en un pleito. No recuerdo ahora hasta dónde llegó, hablando de plata, la responsabilidad civil del ISS. Como tampoco recuerdo si los caballeros, cada uno por su lado, se sometieron a una segunda intervención de cirugía. Ojalá se mantengan vivos y con algo en plata. Mucho antes de inaugurar la clínica de San Pedro Claver, los Seguros Sociales tenían establecido un servicio de maternidad en la carrera 13, entre las calles 17 y 18. Y allí, en esa casa hospitalaria especializada en la atención a las madres afiliadas al Seguro, se produjo una confusión que generó situaciones complejas, problemas casi insolubles, y para remediar todo esto se pidió la intervención de la justicia penal. Ocurrió que tres mujeres hospitalizadas dieron a luz en la misma fecha y casi a la misma hora. Los recién nacidos, como es costumbre, fueron mostrados a sus madres momentáneamente, y los padres pudieron conocerlos a través de una vidriera. No se sabe en qué momento murió una de las

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criaturas, y ninguna de las tres madres aceptó que fuera la suya. La maternidad de cada uno de los dos sobrevivientes era defendida por cada una de las tres madres. Si este problemita se le hubiera planteado a Salomón, el sabio rey se habría fingido muy ocupado y no habría dictado una sentencia como la del bíblico caso. Sencillamente, el sabio Salomón le habría dado la espalda al litigio planteado. Las tres madres eran: una joven señora de clase submedia; una mujer premadura, esposa de un obrero, y una muchacha, copera de café, que había mantenido relaciones con un estudiante de medicina que estaba en las vísperas de doctorarse. Como es muy natural, dos de los padres y sus respectivas esposas, cuando conocieron a los niños observaron pequeños detalles de parecidos, y fijaron su atención, especialmente, en las orejas, el cabello, la forma de la cara y todas las facciones de los recién nacidos, detalles que nunca olvidaron. En cuanto a la tercera madre, cuando trascendió la noticia de la muerte de uno de los niños, dijo las siguientes palabras, que Salomón, seguramente, habría tenido muy en cuenta: “Mi hijo no murió, y yo estoy dispuesta a recibir cualquiera de los otros dos”. El estudiante de medicina respaldó la actitud de su amiga y asumió la paternidad del niño, siempre que estuviera vivo. La cosa se complicó cada día más. Cuando las madres, repuestas del parto, abandonaron la clínica, por orden de la justicia los dos niños sobrevivientes quedaron en calidad de “depósito” en los Seguros Sociales. Hace 35 años la marcha de los asuntos judiciales era tan lenta como lo es hoy. Se vencían términos, se corrían traslados, se fijaban edictos y el tiempo pasaba y pasaba. Los dos niños materia del juicio seguían cautivos en la clínica de los Seguros Sociales. Los padres, incluyendo la copera y su

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amigo, el doctor, tenían un día fijo para visitarlos cada semana, días fijados con la prudente precaución de que las parejas no coincidieran. El personal paramédico le tomó mucho cariño a los chiquillos y una de las enfermeras jefes miraba con especial simpatía a la copera. Se llegó el caso de que esta enfermera patrocinó una salida de la muchacha hasta el cercano templo de La Capuchina, donde arbitrariamente lo bautizaron como hijo del doctor y de la aspirante a casarse con él. En algunas ocasiones, la enfermera jefe le dijo a la muchacha del café: “Este niño es suyo y usted va a casarse con el médico”. Mientras tanto, continuaban a paso de tortuga los trámites judiciales. El juez superior que conocía el proceso, doctor Martínez Zuleta, estaba dotado de una sabiduría notoriamente inferior a la de Salomón, a pesar de lo cual, años más tarde, fue elegido contralor general de la República. De cuando en cuando manoseaba el expediente, pero no se atrevía a tomar una determinación de fondo. Y los niños, en la clínica de los Seguros Sociales, ya habían aprendido a caminar. De pronto, ante un memorial presentado por el doctor Santiago Romero Sánchez, abogado de uno de los matrimonios querellantes, se decidió la “entrega provisional” de los niños, reconocidos como propios por el obrero y su esposa y el matrimonio de clase submedia. Se surtieron las respectivas notificaciones y los interesados, con grandes sacrificios económicos, se prepararon al recibimiento de sus hijos. Dos días antes de la fecha señalada para la entrega el abogado de la mesera de café presentó un memorial de apelación del auto por el cual se autorizaba la entrega, y a la espera de nuevas diligencias, de la revisión de las pruebas sanguíneas y de otros puntos que a juicio del memorialista debían aclararse, el expediente volvió a caer en el olvido. No hay para qué entrar a suponer el desconcierto y la amargura que trajo a las parejas la frustración de la entrega. La máquina de coser, el radio y

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otros objetos del equipo doméstico que habían sido empeñados para festejar el recibimiento de los hijos ya habían sido rescatados por sus dueños, mientras la suerte de los niños seguía en manos del juez. Transcurrió un lapso de varios meses sin que se viera en el horizonte ninguna puerta de salida, cuando surgió una iniciativa que vino a ser el punto final de la angustiosa espera. Jaime Flórez, padre de uno de los niños, agotando una última esperanza, envió al procurador general de la Nación un memorial en el cual expuso la realidad de sus sufrimientos — y las alternativas corridas por el negocio en el juzgado superior—. Fue tan vivo y tan elocuente este sencillo memorial, que el doctor Eduardo Piñeros y Piñeros, por esa época procurador general, de inmediato ofició al juez en estilo enérgico una nota de censura por la morosidad demostrada en este caso, que no era un simple pleito de ganado menor, sino que estaban de por medio dos inocentes seres humanos. Ante esta respetabilísima intervención del jefe del Ministerio Público, se procedió a expedir un auto mediante el cual se ordenaba la inmediata entrega de los niños. Fue así como los dos chiquillos llegaron a sus hogares, aunque con dos años y medio de demora y ya hablando y comiendo de todo. La perdidosa en el litigio dizque lloró amargamente, sin más consuelo que el que le ofrecieron las enfermeras de la clínica. Por esos días, precisamente cumplía una misión lejos de Bogotá el médico amigo, o, más exactamente, ex amigo de la copera. Seguramente, el doctor ya había tenido tiempo de reflexionar y al tener noticia de lo ocurrido debió sentir que se había librado de un lío.

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En una parroquia del sur de Bogotá se realizó el bautismo del hijo de Jaime Flórez con asistencia de numerosos parientes y la presencia del juez Martínez Zuleta con su secretario ya en calidad de amigos y no de funcionarios. Y en presencia del autor de estas crónicas, quien junto con su esposa actuaron de padrinos del bautizando. Alguna vez, quince años más tarde, fui visitado en el periódico por el ahijado. Ya era todo un hombre, sin embargo, me dio las humildes y arcaicas demostraciones que se daban a los padrinos. Me tocó darle la bendición, y algo más...

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Huesos ante el jurado

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n verdad, la presente serie, por voluntad del editor, es de crónicas policíacas. Pero me animo a incluir una auténtica crónica judicial.

Desde las vísperas de Navidad hasta los mediados del enero siguiente, los tribunales mantienen cerradas sus puertas. Son las vacaciones de la justicia, con suspensión de términos y aplazamiento de decisiones. El período anhelado por los funcionarios y temido por los litigantes y los presos. También han llegado las vacaciones para ese personaje frío y enigmático, testigo y actor de todas las audiencias de la justicia penal; que a la diagonal del estrado del juez superior espera que los defensores, los fiscales, los médicos legistas o los miembros del jurado lo necesiten para alguna demostración objetiva. En una de las últimas costillas de la izquierda, el personaje tenía pegada una etiqueta ya un poco borrada por el tiempo. Sin embargo, con estos ojos que todavía servían de algo, alcancé a leer: “Baltazar GuevaraIndustria Colombiana”. Y no podía ser de otra procedencia porque don Baltazar Guevara era el único preparador de esqueletos que había en Colombia y sus alrededores. El laboratorio de don Baltazar, más propiamente denominable taller, funciona desde hace muchos años en “El Prado”, antigua zona rural que ya es urbana del todo porque se extiende sobre la margen occidental de la autopista, más o menos a la altura de Usaquén. De allá, del taller de don Baltazar, vino el esqueleto humano que ahora, como cualquier chupatintas, presta modestos servicios a la justicia penal. Y que en diciembre entra en uso de unas vacaciones mucho más merecidas que las que entran a disfrutar los golillas.

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Al esqueleto lo había visto yo casi siempre desde alguna distancia, arrinconado en las salas de audiencia. Muy ocasionalmente había sido mi compañero de ascensor, pero no había tenido una oportunidad suficientemente amplia para examinar de cerca al personaje de hueso y alambre, porque para ese entonces, era un servidor relativamente nuevo de la justicia, y en los tiempos siguientes, ciertamente frecuenté muy poco el ambiente forense. Fue ahora, al concurrir a una vista pública, cuando pude contemplarlo de cerca. En aquella ocasión todavía no había sido necesario para ninguna demostración objetiva, y en verdad yo no había caído en la cuenta de qué tan cerca estaba, de no haber sido por una imprevista pero explicable ocurrencia. El juez superior, para mejor interrogar al procesado compareciente, descendió del estrado; lentamente formuló algunas preguntas poco menos que inútiles, y acabó por invitar a los miembros del jurado a que sometieran al reo al cuestionario que desearan. Ninguno de los jurados despegó los labios, pero el juez, muy cortésmente, y a la espera de que alguien dijera algo, se retiró dando unos distraídos pasos hacia atrás. Unos pasos tan lentos, que bien hubiera habido tiempo de prevenirlo, pero nadie se atrevió a quebrantar la solemnidad de las circunstancias. Y el juez superior, caminando lentamente hacia atrás, acabó por dar de espaldas contra el esqueleto, y tan frágil armazón verticalizada por un débil soporte, con estruendo de huesos, vino a quedar en la posición horizontal que parece la más conveniente para los fieles difuntos. Todos los presentes acudimos a alzar al caído, pero en la confusión nadie acertó a hacer nada. Sin ayuda alguna, entre los que nos inclinábamos acuciosamente pero nada hacíamos, el juez superior recogió el esqueleto, le echó mano al cráneo para colocárselo en su sitio, y a favor del soporte logró volver a dejarlo en su posición vertical de servidor de la justicia. Fue

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durante ese ajetreo cuando alcancé a verle en el interior de una costilla baja la “marca de fábrica” de don Baltazar, y a leer la patriótica advertencia: "Industria Colombiana". Después recorrí el piso con la mirada, abrigando el temor de que por ahí hubiera quedado alguna pieza suelta, pero ninguna consecuencia funesta anoté. Sólo que, según se apresuró a enmendarlo un médico que hacía parte del jurado, el juez superior le había puesto al revés el cráneo. O, más exactamente, había colgado al revés la armazón del cuerpo. El esqueleto, pues, nos daba la espalda, mientras la calavera nos miraba de frente y parecía como si se riera de su absurda posición y de nuestro afán por su indoloro accidente. El médico lo puso todo al derecho, le enderezó la tapa del cráneo y continuó la vista pública. El fiscal de aquel proceso, en inútil grandilocuencia y mientras se hurgaba con el índice sus propios espacios intercostales y su fosa ilíaca derecha, pretendió reconstruir la trayectoria de la bala homicida para plantear una tesis: si tal había sido la trayectoria de la bala, el homicida debería encontrarse en un plano mucho más alto que la víctima y no a su misma altura, como lo afirmaban los declarantes. Era necesaria, pues, la presencia de un médico forense para que ampliara las conclusiones de la autopsia y aclarara las dudas. Y el médico forense acudió a la cita. Provisto de una cuerda, el experto legista se dispuso a dar una demostración ante el jurado, la defensa y el ministerio público, pero tropezó con un defecto que seguramente conocía de tiempo atrás, porque antes de acercarse al esqueleto lo advirtió: el primer espacio intercostal de la armazón salida de los talleres de don Baltazar, era muy ancho. Cuando menos, le cabía otra costilla. De esta suerte, aunque el proyectil había penetrado por el segundo espacio, la trayectoria había que reconstruirla con la cuerda desde la base del primero, en línea recta hasta la fosa ilíaca. Pero no se

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trataba necesariamente de un disparo de arriba hacia abajo, porque la víctima, ante el peligro, podía haberse agachado, instintivamente. También instintivamente, uno de los jurados quiso hacer agachar al esqueleto, como contribuyendo a la demostración objetiva, y de nuevo la tapa del cráneo rodó por el suelo. Esta es la “vida” de nuestro personaje en las salas del edificio donde se corren los monótonos y casi inútiles trámites de las audiencias públicas. Mi amigo, el esqueleto, es de segunda clase y está muy usado. Además del defecto técnico de los espacios intercostales, que por mi propia cuenta no hubiera podido advertir, tiene partidos dos de los incisivos superiores y visiblemente abollado el bacinete. Las falanges de los dedos menores del pie izquierdo las tiene graciosamente arriscadas, como si los huesecillos descansaran después de haberse librado del zapato de carne. Y tiene despuntado el coxis, ese vestigio de cola que cuando se nos golpea nos causa un dolor que inexplicablemente provoca la risa. Pero acaso, más a la comedia de la justicia que a la despuntada del coxis, se deba la permanente sonrisa de nuestro personaje. Seguramente nadie ha pensado en el valor de su propio esqueleto y acaso muy pocos han reparado en la utilidad de sus propios huesos. Es posible que a nadie le interese concretamente el saber que tiene a su propio servicio un esqueleto de primera clase, porque el valor del propio esqueleto, como el de una póliza de seguro de vida, no puede despertar un interés realmente egoísta. Algo en plata valen los huesos, según lo voy a demostrar, pero de ese precio no podremos beneficiarnos nosotros mismos. Porque, ¿qué haría cualquiera con mil pesos entre el bolsillo, pero desprovisto del esqueleto, que al fin y al cabo es tan indispensable? Y los mil pesos, necesario es advertirlo, para no estimular la codicia, suponen la propiedad o tenencia de un esqueleto de primera clase, del cual no todos los mortales disponen. No todos los

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esqueletos pueden valer lo mismo, porque para avaluarlos debemos someterlos a la tabla de don Baltazar Guevara, el excepcional e industrioso preparador y comerciante, siempre “enhuesado”. Se tiene buen esqueleto como se puede tener buen vestido, a diferencia de que los huesos los tenemos para toda la vida, sin posibilidad de renovarlos por cuotas mensuales, y no todos los esqueletos son de primera clase. Menos mal que la osamenta no está a la vista de todos y que no se acostumbra adherir las radiografías a los álbumes de retratos familiares. Para que un esqueleto merezca clasificación de primera se necesita que hubiera pertenecido a un hombre fallecido entre los 30 y los 40 años; que el hombre aquél hubiera gozado de apropiada alimentación, rica en calcio; se prefiere una buena estatura, y no se puede pertenecer a una alta clasificación sin haber gozado en vida de una dentadura completa, sana, sin complicaciones de orden protésico. Los huesos de la primera categoría son lisos, duros, brillantes, solidísimos, mientras los de segunda clase son porosos y opacos, y los de tercera francamente blandengues y sensibilísimos a la uña. Y de ahí para abajo, hay esqueletos que debieran dar vergüenza a sus antiguos dueños. Porque son huesos que “sueltan”, como las paredes que alguna vez fueron enjalbegadas. Huesos que si se caen, inevitablemente se rompen. Porque los huesos de los viejos se cristalizan y les llega el momento en que no sirven ni para hacer botones, y los de los jóvenes menores de 25 años son de poca consistencia y se tuercen como la madera verde. El bacinete se les vuelve como un ocho y los omoplatos se desigualan. Además, bien se sabe por el Eclesiastés que “el espíritu triste seca los huesos”, y de esta suerte, sin que de ello se den cuenta, los melancólicos desvalorizan su propio esqueleto, hasta el impresionante extremo de que don Baltazar Guevara no se animaría a ofrecer por él ni cinco pesos.

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Vale tener muy en cuenta que el esqueleto femenino es mejor cotizado, porque sus huesos son más gráciles y su conjunto es estilizado. Y mucho cuidado con don Baltazar, el preparador, quien seguramente al encontrarse con una hermosa y acuerpada treintaicincona, sin duda alguna habrá de exclamar para sí: “— “Vaya..., qué esqueleto... ”. Y al topar por ahí con algún transeúnte preocupado, podrá calificar: —“Qué birria de huesos...”. Pero ojo a los precios, y vamos con las tarifas de don Baltazar Guevara. Un esqueleto de primera clase, debidamente articulado y completo, vale como 1.000 pesos, mientras el precio de uno de segunda no pasa de 600. El de tercera clase tiene un precio convencional y desde luego muy inferior, porque además de la baja calidad de los huesos puede ocurrir que se le haya completado con alguna costilla o con una falange ajena, que para el día del juicio final tiene todo el derecho de escaparse en busca de su legítimo dueño y dejar al promiscuo armazón con un índice trunco o con la estructura costal semejante a una peinilla vieja. Contra todo lo que se pudiera creer, la vida de un esqueleto es casi efímera. En efecto, comprobado está que una armazón ósea, articulada y dispuesta para fines enseñantes o para servicios como los que presta nuestro amigo de los tribunales, apenas dura veinte años. Y esto si se trata de uno de primera clase, porque si es de inferior, apenas “vive” de 5 a 10 años, siempre que esté en manos consideradas. Don Baltazar no los garantiza por más tiempo, y él sabe cómo y por qué lo dice. Irremediablemente, las vértebras se desprenden de la columna

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dorsal de alambre galvanizado y el coxis se despunta en cuanto los alumnos de primeras ciencias le toman confianza o cuando los jueces distraídos caminan hacia atrás. Y aunque los traten bien, poco a poco se averían. Porque todo, en esta vida, se va acabando... Nuestro esqueleto, quiero decir, nuestro amigo de los tribunales, es de segunda clase y ya tiene sus años de servicio. No habrán de ser muchas las audiencias públicas en que se vea obligado a representar el papel de víctima. No resistirá mucho el trazo de trayectorias al través de sus desiguales espacios intercostales, ni habrá de resistir muchas caídas. Si don Baltazar le examinara los dientes incisivos y el bacinete abollado, seguramente habría de calcularle pocos años más de servicios. Y todo esto sin contar con que el esqueleto, casi todos los días, pasa de la sala del segundo piso a la del tercero, o de la del quinto a la del cuarto. Porque está al servicio de las cuatro salas, y el despreocupado conserje del edificio judicial, cuando no el juguetón ascensorista, es quien se encarga de llevarlo de un piso al otro. Más o menos con cuidado lo meten entre el ascensor, y lo llevan hasta donde su presencia se requiere. En el ascensor, justamente, lo encontré hace pocos días. Lo necesitaban en una de las salas de audiencias, para realizar alguna demostración en vista pública de las postrimerías del año judicial. Mientras yo ampliaba el examen de sus huellas de sufrimiento, el ascensorista preguntó: “¿Será de hombre o de mujer?”. Y nos dejó una duda que solamente nos podría aclarar don Baltazar Guevara. A lo mejor, él sabe algo de su historia. Los esqueletos preparados para fines didácticos no pasan por la

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sepultura. No conocen la tumba. Don Baltazar escoge su material casi vivo, y desnuda los esqueletos personalmente. Así, el modesto servidor de la justicia no ha conocido el reposo. Habrá de disfrutarlo pronto, porque sus huesos ya están muy averiados. Por ahora, sólo habrá de gozar de unas fugaces vacaciones, como cualquier empleado judicial, hasta los mediados de enero, cuando lo habrán de sacar de su tranquilo rincón para sacudirle el polvo en que no lo han dejado acabar de convertir.

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Cuando la crónica roja tenía que ser inventada

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sta es la única crónica que no fue escrita especialmente para este libro por Felipe González Toledo, pero fue añadida por el interés de su tema para completar los veinte capítulos. Fue publicada, originalmente, sin la firma del autor —director del semanario— por Sucesos en su edición del 24 de mayo de 1956. La muerte del general Alfredo J. de León, ocurrida en Nueva York hace menos de una semana, además de ser un hecho infastuoso, por cuanto notifica al viejo Bogotá de la desaparición de uno de sus mejores representativos, agita recuerdos y mueve a la evocación de una época que, para nuestra capital, se caracteriza como de transición de la categoría de villa provinciana a la de gran ciudad. En esta época, el general De León desempeñó el ingrato y resbaloso cargo de Prefecto de Seguridad. Y el general, se puede afirmar, fue un pionero de la lucha sistematizada contra la delincuencia. La “Ley Lleras” Durante todo el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, de 1934 a 1938, el general desempeñó la Prefectura. Afrontó situaciones interesantes en lo que se refiere al complejo y muy delicado campo del orden público, pero, por encima de todo, y esto es lo que ahora trataremos de evocar, el general De León desarrolló una tenaz labor en defensa de la sociedad y dio a la dependencia a su cargo una orientación hacia la técnica. Organizó archivos prontuariales, procuró la especialización del detectivismo y se esmeró particularmente en la limpieza de la ciudad por lo que se refiere a vagos, rateros y maleantes. Precisamente, durante la

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época del general, en 1936, se inició la vigencia del estatuto llamado “Ley Lleras”, instrumento de represión que, con las modificaciones impuestas por el tiempo que pasa, sigue siendo la norma en la lucha contra la reincidencia delictiva. Malicia... ¿indígena? Época de transición de la categoría de villa provinciana a la de gran ciudad, dijimos, fue la de la Prefectura del general De León; porque en los tiempos anteriores a 1934 la delincuencia era casi ingenua y la ciencia investigativa se apoyaba exclusivamente en el conocimiento personal que los detectives tenían de los delincuentes y de sus habituales refugios. Veamos, por ejemplo. Por la época anterior a la que pudiéramos llamar “Era del general De León”, en el Bogotá de los coches, las parihuelas, la estera de huche y el agua de Padilla, “El Gallino” era algo así como “el ladrón del pueblo”. Cuando de la cárcel de Santa Bárbara salía “El Gallino” en uso de libertad, el pertinaz reincidente, de manera precautelativa, dejaba a guardar a algún compañero el junco que le servía de cama, porque bien sabía que antes de dos semanas estaría de vuelta en el cautiverio. Para tal pícaro tal detective... Martín Parra era el hombre. Martín descubrió muchos robos. Si de una mesa de ébano, del ancho y esterado corredor (equivalente al “hall” de ahora), de una severa casa de La Candelaria desaparecía un fino florero de porcelana danesa, Martín Parra comenzaba por averiguar si “El Gallino” estaba libre. En efecto, en la cárcel estaba solamente, en transitorio depósito, el junco del impertinente ladrón; y el detective se dirigía enseguida a los contornos del mercado de la Concepción. Allí estaba “El Gallino” negociando el florero de porcelana danesa por 80 centavos. El asalto a la joyería de Bauer y el crimen de “Villa Anita” marcaron jalones en la historia de Bogotá. Aquellos delitos no

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eran imputables al “Gallino” ni al “Patiliso” porque ellos eran delincuentes ineptos, casi ingenuos. Y, al efecto, bien pronto cayeron los verdaderos autores. Eran extranjeros. Por primera vez, en Bogotá actuaban auténticos apaches franceses. Eran prófugos de Cayena entrados a Colombia por las fronteras orientales que marcan los ríos solitarios. Las “batidas coladas” Bogotá creció y los “Patilisos” y los “Gallinos”, los “Platanitos” y los “Pisahuevos” se multiplicaron. Aparecieron los “Chorrodehumos” y los “Mantecos”, comenzó a florecer el “paquete chileno” y los Moratos dieron en falsificar monedas. Apareció el “reducidor” en el catálogo delictivo y entró en vigencia, frente a la creciente amenaza social, la “Ley Lleras”. Fue entonces cuando el prefecto De León puso en práctica su sistema de las “batidas”. Agentes secretos y policía uniformada cerraban determinadas bocacalles y estrechaban el cerco sobre cafetines y prostíbulos, garitos y hospedajes de lance, para echar el guante a cuanto sujeto sospechoso hubiera por allí. Con rateros y tahúres, mujerzuelas y vagos, en los camiones de la policía fueron a dar a los patios de las divisiones no pocos trasnochadores honorables que en apuros se vieron primeramente para justificar su presencia en los lugares frecuentados por gentes de mal vivir, y luego para justificar la nocturna ausencia de sus hogares. No pocas contrariedades le trajeron al general De León las famosas “batidas” porque en no menos del 60% los atrapados se sentían víctimas de un inaudito atropello y elevaban su grito de protesta por la prensa o directamente ante el ministro de Gobierno (Alberto Lleras Camargo). Porque en las batidas cayó gente de influencias, y hasta jefes de sección se vieron enredados en aquella sorpresiva suerte de fumigación social.

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Por eso, para no crearse un problema mayor que el que trataba de solucionar, el general modificó el sistema. Dieron en practicarse las “batidas coladas”, sistema cuya sola denominación deja comprender que para esas recogidas nocturnas se asignó un criterio de discriminación. Al fin y al cabo, con las “batidas coladas” se redujo el volumen de las protestas, fueron más efectivos los resultados del empeño social y no pocos peces gordos, mediante el drástico sistema, cayeron en las redes del general De León. Aquella actividad fue un freno saludable, sin el cual la delincuencia habría tomado mayor impulso. La delincuencia crece y se tecnifica En la época inmediatamente anterior al centenario de Bogotá comenzó a generalizarse el sistema de estafa del “paquete chileno”. Para qué decir que algún aventurero chileno debió ser el importador de este truco que después de muchos años sigue engolosinando a los palurdos y convirtiéndoles en pedazos de papel periódico sus billetes, tan meritoriamente ganados en el cultivo de la tierra o en el comercio rural. El general De León inició la catalogación de estos pillos que merodeaban por los contornos de las plazas de mercado, como la de los “rompelones” que por entonces comenzaron a hostigar a diario a los comerciantes y a la policía con los asaltos por el sistema de la “ventosa”. Los delincuentes criollos comenzaron a tecnificarse y a perfilarse como auténticos apaches. El criminal asalto de “El Diamante”, con toda su secuela de venganzas y de encuentros armados entre la pandilla y los presuntos delatores, constituyó todo un síntoma inquietante y abrió una época nueva. Fue algo así como el primer aliento, los primeros pasos de ese monstruo, ese temible “Frankenstein” que crece y se

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robustece, vive a su gusto y prospera en las grandes urbes modernas. La buena voluntad y el desvelado esfuerzo del general De León no bastarían en la época presente para contrarrestar el empuje de la delincuencia, así como en la época del general, para el mismo fin, de nada habría servido la malicia y la memoria de Martín Parra. Inventativa periodística... y policial Fueron cordiales las relaciones del prefecto de la Seguridad en 1935 con los periodistas que en aquella época llenaban las columnas de la crónica criminal. Pero en esos tiempos, ya lejanos, la nota sensacional escaseaba. El inolvidable Ximénez (José Joaquín) visitaba a diario el único juzgado permanente y por teléfono se comunicaba con el general De León en busca de “algo nuevo”. Pero los hechos triviales se sucedían los unos a los otros con exasperante monotonía. Eran la puñalada por diez centavos en la barriada, el pequeño hurto del “cascarero”, la caída de un aprendiz de carterista o el raro (¡rarísimo!) accidente de tránsito. La imaginación venía en suplencia, y Ximénez entretenía a sus lectores de El Tiempo con la “infancia, juventud y aventuras del grande hampón señor Mediabola” o con “la vulgar y sentimental historia de la hampona Bárbara Jiménez”. Así se creó el polifacético personaje del hampa llamado “Rascamuelas”. Un día cualquiera, “Rascamuelas” apareció como autor de un robo de cuantía; cualquier mañana, los lectores de la crónica roja recibieron la sorpresa de un crimen monstruoso a “Rascamuelas” atribuido, y, según el travieso e insuperable cronista, el mismo “Rascamuelas”, autor de tantas ilicitudes, retaba descaradamente a los sabuesos del general De León y confesaba, mediante cartas de misterioso itinerario, depredaciones y hechos criminosos que el detectivismo no había logrado descubrir.

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De León salió tigre El general impartió órdenes a sus “muchachos”. Personalmente dirigió batidas tras el imaginario personaje. Toda preocupación del desvelado prefecto que no tuviera relación directa con “Rascamuelas”, quedó en segundo plano. Finalmente, según una de las originalísimas crónicas de Ximénez, el general reunió a los periodistas para darles “la chiva del año”: “Rascamuelas” acababa de caer en manos de los detectives. Eran muy escasas las “chivas” policiales en aquellos tiempos. Tanto, que era necesario inventarlas. Nada sensacional ocurría en Bogotá y acaso por esto mismo se le dio tanto relieve a las protestas de los trasnochadores honorables que cayeron en las redes de los “muchachos” del general, en sus famosas batidas sin colar... Para eso pagan El general De León, prefecto de Seguridad, por uno de los múltiples motivos propios de su delicado cargo, llegó un día a la residencia del ministro de Gobierno, doctor Alberto Lleras. El señor ministro no pudo atender inmediatamente a su subalterno y, mientras tanto, el prefecto permaneció en la sala, entretenido con las travesuras de una encantadora chiquilla, Consuelo, la hija mayor del “premier”, hoy señora de Zuleta. Un ligero descuido de la niña fue aprovechado por el general De León para esconderle la muñeca, pero Consuelo no echó de menos su juguete. —Busca la muñeca —le dijo el prefecto a la chiquilla—. ¿A que no vas a adivinar dónde está? —¿La muñeca? Yo no sé qué se hizo —respondió Consuelo—. Búsquela usted, que para eso lo tienen...

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