Felicidad en Este Mundo

December 14, 2017 | Author: María Gabriela Collado | Category: Universe, Buddhahood, Existence, Suffering, Happiness & Self-Help
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Descripción: Introducción al budismo de Nichiren Daishonin y de la Soka Gakkai (Traducción tentativa)...

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FELICIDAD EN ESTE MUNDO Un recorrido hacia el descubrimiento del Budismo y de la Soka Gakkai (Traducción tentativa del italiano: Gabriela Collado)

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Logroño, 15 de enero de 2008 Esta es una traducción tentativa del libro Felicità in questo mondo publicado por en Instituto Budista Italiano Soka Gakkai en el año 2001. El objetivo de dicha traducción es el de poder ponerlo al alcance de las personas de habla hispana que me acompañan en esta experiencia, ya que, hasta el momento no ha sido traducido al español, para que les sirva de apoyo en su práctica personal y como base para poder transmitir de modo claro los principales conceptos del Budismo de Nichiren y de la Soka Gakkai. En el capítulo UNA ORGANIZACIÓN PARA CONVERTIRSE EN GRANDES PERSONAS COMUNES se ha modificado el texto en el cual se hablaba del Instituto Budista Italiano Soka Gakkai y sus actividades por el de la Soka Gakkai de España. Deseo que este trabajo os sea de utilidad para vuestra práctica como lo ha sido para mí. ¡Gracias!

Gabriela Collado

“Hay felicidades y felicidades. Hay una fugaz y relativa, porque está unida a algo fuera de nosotros. Y hay otra, indestructible y absoluta, que se encuentra dentro de cada uno. No en otro mundo lejano a la realidad de todos los días, o en otra vida. No reservada a pocos, pero tampoco fácil de obtener sin esfuerzos. Es la llave de acceso a una nueva dimensión humana. Da otro sentido al tiempo y a la existencia. Se llama Budeidad”.

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La primera vez que me hablaron de Budismo no comprendí gran cosa. Tal vez os suceda también a vosotros. Pero no hay que preocuparse: en el fondo es una religión con dos mil quinientos años de historia, que afronta el misterio de la vida. Un tema más bien complejo. Ya, la vida es una cosa en verdad misteriosa, también en las vicisitudes de todos los días. Los problemas no faltan nunca: a veces nos sentimos prisioneros de las situaciones desagradables; otras veces buscamos escapar de una realidad dura y complicada. A veces, en cambio, tocamos el cielo con las manos y enseguida se vuelve ligero y luminoso. Nos sentimos fuertes: las tempestades no nos dan miedo; la alegría o la serenidad nos envuelven por un poco. Pero después nos dejamos llevar o ahogar por los sufrimientos que irrumpen inesperados; combatimos para permanecer a flote, para perseguir un deseo, un sueño. Y luego se recomienza. El Budismo sirve para resolver los problemas, para vivir una existencia plena y satisfactoria, aquí y ahora. Y sirve también para liberarse de las corazas que encierran nuestro ser, aquellas que a menudo nos impiden encontrar un rol, una dimensión, un sentido en esta vida. Alguno objetará que bastaría retirarse a un monte a meditar plácidamente para sentirse en paz, pero después, la vida real y cotidiana es otra cosa. En efecto. El Budismo enseñado por Nichiren Daishonin, del cual hablaremos, se ocupa precisamente de la vida cotidiana. No es que falten temas más estrechamente espirituales, al contrario. Pero llegaremos paso a paso. En el fondo, ¿qué es lo que todos queremos? Una vida feliz. ¿A quién no le gustaría poder afrontar cada día con las ganas de sonreír? Alegría, serenidad, paz, seguridad: cosas perseguidas desde siempre, pero que a menudo parecen escaparse de las manos, perdiéndose en los meandros de las complicaciones cotidianas, en los pequeños y grandes dramas de la existencia. Los milenios pasan, el progreso avanza, pero los problemas fundamentales del género humano parecen ser inmutables, las grandes preguntas son siempre las mismas: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Dónde se encuentra la felicidad? La primera vez que oí hablar de Budismo me leyeron una frase de Daisaku Ikeda, filósofo budista y guía de la Soka Gakkai, el movimiento internacional que se dedica a la enseñanza de Nichiren Daishonin: “El Budismo afronta el misterio de la vida explicando la relación entre la amplitud del cosmos y la profundidad de espíritu humano, proporcionando un medio para manifestarla y por lo tanto usarla para superar los sufrimientos de la vida”. Palabras fascinantes, pero el concepto se me escapaba. La vida de cada día es ya bastante difícil: problemas económicos, de relaciones con los demás, la aparición de una enfermedad, la muerte de un ser querido… Si luego nos confrontamos con cuestiones del tipo: “¿Qué hacemos en el universo?”, nos arriesgamos con perdernos, con no encontrar respuestas adecuadas. Cuando hablamos de los misterios de la vida no podemos comprender todo enseguida, y también para hacer un poco de orden en la infinita y fascinante teoría budista puede llevarnos años. Pero bastan en cambio pocos minutos para decidir verificar en la práctica si funciona o no. Es difícil creerla sin experimentarla. Así, un poco por la insistencia de una amiga, un poco por curiosidad, fui a aquella reunión introductiva. UN ENCUENTRO INTERESANTE Aquella noche se había instaurado una especie de debate. Pero el escepticismo se apoderó de mí enseguida. Es normal, ¿no? “La teoría absolutamente revolucionaria en la que se basa esta práctica budista es que cada ser humano posee un estado vital iluminado, definido Budeidad, que tiende hacia la obtención de la felicidad verdadera, profunda y absoluta, la cual va más allá de las circunstancias negativas que se puedan encontrar en el transcurso de la vida. Este estado permite afrontar y superar los sufrimientos, estimulando y reforzando nuestras capacidades infinitas, que a veces permanecen latentes y que a menudo no creemos ni siquiera de poseer”. Ante estas palabras me quedé un poco así… Según mi parecer decían todo y nada. En el fondo, discursos de este tipo sobre la energía, la potencialidad, el pensamiento positivo, se escuchan

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bastante. Pero después de un rato comprendí mejor lo que querían comunicarme. El Budismo de Nichiren Daishonin es un medio para realizar los deseos, los sueños, resolver los problemas, superar los sufrimientos. Y para experimentarlo no hay necesidad de huir de la dura realidad cotidiana, aislándose del mundo. No se requiere confiar en un ser superior. No hay reglas rígidas previstas con las que conformarse, o renunciar a la propia identidad. No hay sugerencias de vestirse de un modo particular. No hay seminarios de pago a seguir. No hay necesidad de tener una particular predisposición o una preparación cultural. En cambio funciona para todos, actuando positivamente sobre nuestra vida, con sus dificultades de afrontar, la infinidad de pequeñas alegrías que a menudo se nos escapan de las manos. No, no es una fórmula mágica; se trata simplemente del Budismo, así como fue explicado por Nichiren Daishonin, monje japonés de siglo XIII. Una práctica de la que en cualquier situación se puede obtener un beneficio: cuando se hunde en la desesperación, pero también cuando uno se encuentra a gusto; porque el mejorarse no tiene límites. Es una práctica que funciona para todos, porque la solución a cada problema está ya dispuesta dentro de nosotros. ¿Dónde? En la infinita potencialidad del ser humano. Basta tener a disposición el medio justo para manifestarla. Esta potencialidad no es otra cosa que la inagotable energía de la vida que fluye dentro y fuera de nosotros; un océano interior de fuerza vital que genera y abarca todos los fenómenos del universo y del cual nosotros somos parte integrante, células de un organismo viviente más complejo. Precisamente como cada ser humano puede hacer salir desde dentro de sí alegría, rabia, tranquilidad, en respuesta a un estímulo apropiado, del mismo modo puede hacer surgir la fuente interior que está en grado de regenerar su espíritu y su cuerpo con una oleada positiva y revitalizante. Una oleada que de consecuencia se trasladará también a todos los aspectos de su vida cotidiana. Para abrir esta puerta invisible dentro de nosotros basta invocar Nam-myoho-renge-kyo cada día. Pero no se trata de un encantamiento o de una práctica meditativa para auto convencerse. Esta frase encierra en sí la esencia del Budismo, la Ley del Universo revelada por el Buda en el Sutra del Loto hace dos mil quinientos años. Me vino a la mente una consideración y algunas preguntas: La idea que antes tenía del Budismo era, francamente, un poco diferente. Lo veía como una religión que prevé reglas severas de comportamiento, al límite de ascetismo; y que, en ciertos casos, lleva a abstraerse de la sociedad. Pero aquí, la tarea parecía completamente diversa. Lo cual no me disgustaba. Y ahora las preguntas: 1- ¿Quién es el Buda y qué es el Sutra del Loto? 2- ¿Qué es la Ley del Universo? 3- ¿Qué significa Nam-myoho-renge-kyo? UN POCO DE HISTORIA El budismo nació para responder a la exigencia de todos los seres humanos: como superar los sufrimientos y vivir una existencia realizada y satisfactoria. En la India del 500 a.C. Siddharta, después de años de búsquedas y meditaciones, intuyó finalmente la causa del problema: los seres humanos sufren porque su visión de la realidad es falsa. En consecuencia, sus mismas acciones los llevan inconscientemente hacia la infelicidad. Se aventuran en el proceso de la existencia como quien se mueve en la oscuridad armado sólo de una pequeña vela que ilumina malamente lo que le rodea. Todo a su alrededor es un mundo de sombras, incertezas, miedos, pasos en falso, sufrimiento. Pero el ser humano tiene la posibilidad de iluminar su camino. He aquí, entonces, el término Buda (“iluminado”, en sánscrito). Siddharta (llamado también Shakyamuni, es decir “el sabio de los Shakya”, del nombre de su pueblo) enseñó el camino para iluminar la propia existencia y vivir en armonía con el ambiente a lo largo de 40 años de predicación. El Sutra del Loto es una de sus últimas enseñanzas. En él revela la existencia de una fuerza vital universal que genera, abarca y regula todos los fenómenos de la vida. Cada ser humano – dice allí – independientemente de raza, sexo, cultura o época en la que

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vive, posee en sí esta condición vital iluminada (definida Budeidad), así como en cada uno están presentes otros estados vitales que se manifiestan en las diversas formas de la naturaleza humana (cólera, avaricia, alegría, sufrimiento y de ahí en adelante). La Budeidad representa el potencial para el desarrollo de una ilimitada energía positiva que, prendiendo de la inagotable fuente de la vida universal de la cual el individuo forma parte integrante, lleva hacia un estado de felicidad, permitiendo la superación de los sufrimientos humanos y desarrollando una compasión natural por los demás. En el Japón del siglo XIII: en un país donde desde ya hacía tiempo florecían innumerables corrientes y escuelas de pensamiento budista, Nichiren Daishonin – joven monje con una particular vocación por el estudio – visita los principales templos para comprender a fondo las diversas doctrinas. Después de quince años de búsqueda llega a establecer un nuevo tipo de práctica, basada sobre las enseñanzas del Buda Shakyamuni y las sucesivas interpretaciones dadas por grandes estudiosos y filósofos indios, chinos y japoneses. Nichiren afirmó que la esencia de esta doctrina estaba contenida en la frase Nam-myoho-renge-kyo (Myoho-renge-kyo es el título del Sutra del Loto en su versión china del 406 a.C., generalmente reconocida como la más completa y calificada entre las tantas traducciones). La recitación de esta frase despierta progresivamente la propia naturaleza iluminada. Este despertar libera una energía positiva interior que consciente ver la realidad – y por lo tanto vivirla y afrontarla – en un modo nuevo. Un cambio de perspectiva que acarrea efectos beneficiosos concretos en la vida cotidiana, dentro y fuera de nosotros. La frase que es recitada tiene el poder de llegar a algo profundo y desconocido dentro de nosotros, inalcanzable por el yo racional. También el psicoanálisis habla del inconsciente, una dimensión profunda y misteriosa dentro nuestro. Podremos también definirla “anima”, sin implicación alguna religiosa del término: un nivel – como dice el psicoanalista Carl G. Jung – donde hablar de extensión del espacio y del correr del tiempo no tiene sentido. Una dimensión vastísima, que no se puede etiquetar con las palabras, y donde se realizan cosas que consideramos imposibles. Pero ¿imposibles para quién? Para nuestra mente racional, que trabaja sin descanso para clasificar, definir, encuadrar, poner límites. LA LEY DEL UNIVERSO Nosotros somos el universo y el universo está dentro de nosotros. Difícil comprenderlo con la mente racional. Imposible percibirlo con los ojos. En efecto vemos, o mejor, percibimos solo una mínima parte de la realidad en la que estamos inmersos. Para usar las palabras del astrofísico Carl Sagan, uno de los más grandes divulgadores científicos de nuestros tiempos: “Nosotros vivimos nuestra vida cotidiana sin comprender casi nada del mundo”. Antes que nada estamos inmersos en el universo. Los telescopios más avanzados han descubierto hasta ahora 100 millones de galaxias. La nuestra – la Vía Láctea – es una de estas, y la luz emplea 100 mil años para ir de una punta a la otra, recorriendo cada año la inconcebible distancia de 9.500 millones de kilómetros. La Vía Láctea está compuesta a su vez de centenares de millones de estrellas, entre las cuales esta el Sol, que emplea 225 millones de años para cumplir una orbita completa entorno al centro de la Galaxia. La Tierra sobre la cual vivimos es un puntito que gira sobre sí mismo a millones de kilómetros horarios, lanzando relámpagos en el espacio. Después el Sol, la estrella más vecina a nosotros y Alfa Centauro, que está a 40.850 millones de kilómetros de distancia. Y aquí estamos con los pies en la tierra – es el momento de decirlo – porque una fuerza invisible, la gravedad, nos impide salir volando. Las insondables profundidades del inconsciente se nos escapan; la infinita vastedad del espacio se nos escapa. Millones de pensamientos se lanzan como meteoros dentro de nosotros: luminosos, limpios, ligeros; y luego fastidiosos como tormentas de arena, oscuros y dañinos como nubes de contaminación. Los recuerdos se depositan, sedimentan, se estratifican, vuelven a salir a flote. Millones de células trabajan incesantemente en una armonía de inimaginable complejidad. Sólo para hacer funcionar los pulmones nos sirven 300

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millones. Si se pudieran meter en fila los vasos sanguíneos de un cuerpo humano, éstos se extenderían por 96 mil kilómetros, cubriendo dos veces la circunferencia de la Tierra. En la región del invisible, las emociones crean tempestades, terremotos, inundaciones, albas resplandecientes. A veces somos un ocaso lánguido, un cielo terso y majestuoso, una niebla melancólica. A veces dentro nuestro cala la noche. Nos sentimos extensos como un panorama montañoso o angustiados como un pozo ciego. Ligeros como una brisa o pesados como una estrella de neutrones, con sus 10 millones de toneladas por centímetro cúbico. Una hora puede ser eterna; un año puede pasar como un relámpago. La angustia dilata el presente, la esperanza nos proyecta en el futuro. Nuestros ojos pueden ver el pasado: el sol ya se ha puesto hace unos minutos cuando lo vemos desaparecer en el horizonte. Y el tiempo es relativo: puede ser percibido en modo diverso pero puede también correr en modo diferente según las situaciones, como ha explicado Einstein. Millones de vidas se entrecruzan dentro y fuera de nosotros, atravesadas por energías invisibles. Una piedra está hecha de átomos. La composición química de base es la misma: estamos hechos de carbono, hidrógeno, oxígeno… como una flor, un grano de polvo, un planeta. Somos pedazos de estrellas que contemplan las estrellas. Escribía el poeta William Blake, en Augurios de Inocencia: Ver el mundo en un grano de arena Y el cielo en una flor de campo, Tener al infinito en la palma de tu mano, Y la eternidad en una hora. Eso que llamamos vida comprende el infinito movimiento de esta enorme extensión de espacio y tiempo, con su rítmico ciclo de nacimiento y muerte al cual todos estamos sujetos: seres humanos, árboles, estrellas… Un movimiento que es transformación, vibración continua. La energía. La luz, el mar, los pensamientos, las orbitas de los planetas: hay un ritmo vital en la base de todo, música, sonido, armonía. NAM-MYOHO-RENGE-KYO Se pronuncia “Nam-miojo-rengue-kyo”. Nichiren Daishonin afirmó que esta es la Ley de la vida, la fórmula esencial que incluye el ritmo del universo; la pulsante y misteriosa energía que es la base de todos los fenómenos. La intransferible esencia de la realidad. Recitar Nam-myoho-renge-kyo nos pone en comunicación, en sintonía con todo esto. Como un sonido que hace vibrar una cuerda escondida dentro de nosotros. Nam deriva del sánscrito, el resto es chino clásico. Para una traducción profunda haría falta un libro entero, porque cada uno de los siete caracteres que componen esta frase tiene un profundo significado filosófico. Aquí basta señalar que a grandes rasgos significa: “Entrar en armonía con la Ley del Universo a través del sonido”. En particular, nam significa “dedicar”, “ofrecer” la propia vida, “unirla” con el rítmico y armonioso flujo de energía vital universal. Dos de los significados de myo son “abrir” y “revitalizar”. Es decir abrir nuestra vida, como una flor que finalmente recibe el agua y la luz para brotar. Abriendo esta puerta escondida dentro de nosotros y sacando de la energía revitalizante, podemos influenciar positivamente, ayudar concretamente también a los demás. Ho es eso que nos transforma, el fenómeno visible; myo es la fuerza invisible que está en la base y genera la transformación. Myoho representa el ciclo de vida y muerte, el eterno rítmico alternarse de la fase visible e invisible, manifiesta y latente de cada fenómeno; esa dimensión, ese funcionamiento regulado por una ley misteriosa, que va más allá de nuestra comprensión. Es el punto de partida del Budismo: el misterioso ritmo del continuo cambiamiento de todas las cosas, de su impermanencia. El ciclo

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donde nada se destruye, pero todo se transforma: un pensamiento, una emoción, nosotros mismos, las olas del mar, las hojas de un árbol… Escribe Nichiren Daishonin: “Concebir la vida y la muerte como dos realidades separadas quiere decir estar presos de las ilusiones de nacimiento y muerte. Es un modo de pensar iluso y trastocado. Cuando se examina la naturaleza de la vida con perfecta Iluminación, se descubre que no hay ningún inicio que marque el nacimiento y, por lo tanto, ningún fin que signifique muerte. Así concebida, la vida no puede ser consumida por el fuego, ni puede ser arrasada por las inundaciones. No puede ser cortada por la espada ni atravesada por las flechas. Puede estar dentro una semilla de mostaza sin que esta se expanda o que la vida se contraiga. También si rellena la vastedad del espacio, esto no es demasiado amplio y esta no es demasiado pequeña”. Renge representa la simultaneidad de la causa y del efecto. El hecho que aquello que somos o lo que nos sucede puede siempre reconducirse a una causa que está dentro nuestro y que, precisamente por eso, podemos mejorar, una vez que se dispone del medio apropiado. La vida está en nuestras manos, asegura el Budismo. El “destino” lo creamos nosotros mismos poniendo continuamente causas que antes o después regresan en forma de efectos (lo que el Budismo llama Karma). Esto significa que la solución a todos los problemas está ya dispuesta dentro nuestro. Como en una semilla están ya presentes todas las características de un gran árbol. Kyo representa la urdimbre de un tejido. Un hilo que atraviesa la trama, teje la intersección compleja de los fenómenos vitales del cosmos. Pero kyo es principalmente el sonido, la vibración, la sinfonía de la vida universal. La música impalpable que está en grado de generar energía, sensaciones, emociones concretas, felicidad ilimitada. “Infinitos significados derivan de una única Ley”, decía Siddharta. Myo es ésta energía; ho son los fenómenos, los eventos visibles; renge es la dinámica de su influencia recíproca; kyo es el sonido, la vibración que se devana. Nam significa entrar en sintonía, vibrar al unísono. Recitando Nam-myoho-renge-kyo nos sintonizamos con todo esto; reportamos la armonía en nuestro ritmo vital básico. El efecto se manifiesta concretamente en los hechos concretos de la vida cotidiana. Porque también nuestra existencia forma parte de la red del universo. DIFICIL DE CREER

¿Fascinante? ¿Aburrido? No, aburrido no. ¡Pero cuánta perplejidad! La explicación era comprometida, y todavía no veía una conexión clara con mi vida, mis problemas personales. ¿Para qué sirve recitar Nam-myoho-renge-kyo? ¿Para qué motivos funciona? ¿Qué pone en movimiento? ¿Cuáles son los efectos concretos? Preguntas que surgen espontáneas cuando uno piensa en su vida de todos los días, aparentemente tan distante de los mecanismos del universo.

Es difícil creer que la recitación de una frase “misteriosa” pueda influenciar la existencia, ayudar a resolver los problemas, realizar los deseos. Pero a menudo el enfoque racional engaña: tendemos a pensar que una cosa no existe (o no tenga un efecto concreto sobre nosotros) sólo porque no somos capaces de verla o comprenderla racionalmente. Sin embargo la vida de todos los días está llena de ejemplos que lo desmienten. Un imán atrae el metal aunque no veamos el campo magnético que lo rodea y no conozcamos las leyes del magnetismo. ¿Y conocemos tal vez el motivo por el cual la música de un cierto tipo (que no es otra cosa que vibración) nos alegra, mientras otra nos entristece? El hecho es que recitar nam-myoho-renge-kyo funciona se crea o no, se sepa o no el significado, precisamente porque va más allá de la convicción mental. Actúa a un nivel más profundo: activa energías universales, potencialmente tranquilas dentro de nosotros. El ser humano permaneció siempre sólidamente pegado a la Tierra también cuando no conocía la existencia de la ley de gravedad. Newton no la inventó, intuyó una ley universal que de todos modos existía y funcionaba independientemente de su comprensión. Su “iluminación” a este fenómeno sirvió al género humano para utilizar esta ley. Así, Nichiren Daishonin no se inventó nada. Utilizó la inmensa sabiduría de las enseñanzas budistas para establecer un principio universal, una práctica válida para todos, sin distinciones de época o cultura.

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En este preciso instante tus cabellos están creciendo; algunas millones de células de tu cuerpo acaban de morir; otras nacen, mientras el corazón late decenas de millones de veces en un día. Todos los órganos trabajan en increíble armonía; la comida se modifica y “renace” dentro de nosotros bajo la forma de nutrición; una miríada de pensamientos y recuerdos, imágenes y emociones latentes se generan en cualquier parte de nuestro yo. Todo esto en un simple cúmulo de carbono, oxígeno, hidrógeno, que son los elementos básicos de nuestro cuerpo; elementos comunes en todo el universo: los mismos de un planeta o de un árbol. Un individuo que pesa 70 kilos está compuesto aproximadamente de 44 kilos de oxígeno, 13 de carbono, 6 de hidrógeno, 3 de nitrógeno; y después puñados de potasio, calcio, fósforo, azufre, hierro, hasta 0,007 gramos de oro. No hay ninguna diferencia entre el hierro presente en nuestra sangre y el de una olla. Entonces, ¿qué es lo que hace la diferencia? Al origen de esta maravilla, de este ritmo armonioso, está la fuerza vital universal, la Ley de la vida en el universo: Nam-myoho-renge-kyo. ¿Cuánto hay de racional en todo esto? ¿Hasta dónde llega la comprensión, antes de detenerse frente al misterio de la vida? Pero nosotros a menudo estamos hechos así, decimos: “Primero debo entender. ¡No es posible que una cosa que no entiendo funcione! Entonces no lo creo”. ¿Qué le diríamos a un ciego que sostiene que los loros no existen, sólo porque sus ojos no los ven? Si fuéramos en verdad coherentes con esta actitud, probablemente regresaríamos a la edad de piedra: ¿cuántos de nosotros puede decir de haber aferrado la esencia del funcionamiento de las cosas que usamos cada día? De una medicina nos basta saber que es ésa justa y que tendrá un efecto beneficioso. No nos preguntamos por qué funciona. Ni siquiera cómo funciona. Todos los días giramos la llave del encendido y viajamos en coche, ignorantes del motivo real por el que las ruedas giran. Y quién sabe por qué, oprimiendo un interruptor, aparecen imágenes parlantes en una caja de plástico. Sin embargo usamos estas cosas cada día, porque hemos verificado que oprimiendo el interruptor se enciende la luz que ilumina una habitación, y nos permite ver. Hemos simplemente probado, experimentado, sin detenernos en la teoría, sin perdernos en los meandros de un tratado de física; sin desarmar la radio para ver dónde se esconde la música. Escribía Nichiren Daishonin en 1255: “Si miras en tu mente en cualquier instante, no puedes percibir ni un color ni una forma para verificar la existencia. Sin embargo no puedes ni siquiera decir que no exista, pues diferentes pensamientos la atraviesan continuamente. La vida es verdaderamente una realidad inasible que trasciende ya sea las palabras como los conceptos de la existencia y de la no existencia”. Nam-myoho-renge-kyo incluye en sí milenios de búsquedas, estudios, meditaciones, intuiciones. Y al mismo tiempo es fácil de “usar”. Un poco como sucede con la tecnología: más evoluciona y se sofistica, es más fácilmente accesible. Hoy basta un clic en el ordenador para poner a funcionar los mecanismos de complejidad inimaginable para un inexperto. Entonces, veamos qué es lo que se pone en funcionamiento cuando recitamos esta frase. LOS TRES MIL ASPECTOS La teoría budista habla de 3000 condiciones posibles en cada instante. Una frase que deja un poco en suspenso. “¿Qué significa?”, pregunté. La “red de la vida”, de las influencias recíprocas, de las relaciones de causa–efecto – dentro y fuera de nosotros – es tan vasta que todo es siempre posible. Por una condición que nos parece estática e inmodificable (por ejemplo un problema que causa sufrimiento), pueden existir en realidad millones de soluciones ya prontas a manifestarse. ¿Tranquilizador, no? La vida está hecha de instantes que se continúan, pero la mente tiende a limitar las posibilidades latentes: no ve el

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ejército de soluciones y cambiamientos ya prontos ahora para el instante sucesivo. Cuando la esperanza falta, el miedo vence. Una visión limitada de la potencialidad de la vida puede bloquear todo y encarcelarnos. Pero, como dice un proverbio: “El Miedo llamó a la puerta, la Esperanza fue a abrir: no había nadie”. En el fondo, pensándolo bien, el instante presente contiene los efectos del pasado y las causas para el futuro. A nivel fundamental, o mejor, vital, hay una simultaneidad. Como decir que una cosa, un hecho, un evento, contiene ya dentro de sí a todos los otros. Todas las posibilidades están listas. Un poco complicado. Un avión corre sobre la pista de despegue, las ruedas bien pegadas a la tierra. Un instante después vuela. La diferencia está en un instante. Hay un momento en el cual el cambio está listo, todavía antes de que se vea: el presente es ya futuro; el vuelo está ya dispuesto y, contemporáneamente se realiza. El Budismo explica que todos los instantes de la vida tienen esta potencialidad: un deseo trae consigo su realización, un problema su solución, un sufrimiento, la alegría. El presente (que nos parece estático) es en realidad una invasión dinámica de posibilidades futuras. Una visión revolucionaria, que permite afrontar la vida con confianza. Pero no es una esperanza fatalista vacía. Es más bien una fe profunda, soportada por la experiencia práctica y racional. Es la convicción de que todo, siempre, puede cambiar. Ahora. Aquí el sentido de la poesía de William Blake: “Ver el mundo en un grano de arena…”. Esta es la institución iluminada del Budismo: encontrar toda la vida en un instante. Y en un grano de arena. Y todo el mundo en un instante. Y el universo en una sola vida. Como las olas del mar, que son generadas por una corriente profunda, potente e invisible, así todos los fenómenos de la existencia, por distintos que sean entre ellos, tienen una sustancia común, inherente a ellos. Llegando a “reconocerse” y a activar este nivel fundamental (la corriente profunda), es posible influenciar, cambiar cualquier cosa (las olas en la superficie). La corriente profunda es la Ley del universo, el ritmo de la vida que acontece dentro de cada individuo: Nammyoho-renge-kyo. ¿Recuerdas su significado, explicado antes? “Ho es lo que se transforma, el fenómeno visible; myo es la fuerza invisible que está en la base y que genera la transformación…”. Recitando esta frase se toma de la fuerza vital universal. Por eso cada uno posee ya dentro la potencialidad en cada instante. Este número no es casual, deriva de… una multiplicación. LOS DIEZ ESTADOS Todos los seres humanos, independientemente de la condición, cultura, país, tienen una cosa en común: los estados de ánimo. En cada parte del mundo existen cólera, alegría, angustia, tranquilidad… una palabra de la persona amada puede proyectarnos en el éxtasis o sumirnos en la desesperación; una frase del jefe desencadena la ira; una foto nos conmueve; un libro relaja; un embotellamiento en el trafico estresa. Palabras, sonidos, imágenes… una infinidad de estímulos provoca la continua sucesión de los estados de ánimo. Éstos, a su vez, mueven, influenciando nuestros pensamientos, las acciones, la relación con los demás, con la realidad externa. La energía de los estados de ánimo determina el tipo de enfoque de la vida, de los problemas cotidianos. La angustia hace que todo se vuelva pesado y difícil: se “ve todo negro”. La alegría tiene el poder de “aligerar”; una preocupación continua puede provocar gastritis. El poder de Nam-myoho-renge-kyo es el de influenciar y modificar el estado de ánimo interior, creando así un efecto concreto sobre nosotros mismos y lo que nos rodea. La recitación infunde una energía positiva. Los pensamientos, el punto de vista, las sensaciones cambian. El peso de los problemas cambia porque nosotros cambiamos por dentro. Cuando una cosa que parece agobiante se vuelve pequeña y ligera, es más fácil dirigirla, superarla, liberarse, encontrar una solución, ir más allá. “Dadme un ejemplo concreto”, pedí. Admitamos que uno deba levantar un peso, por ejemplo una mesa. Si no lo logra dirá que

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pesa demasiado. Pensará entonces que no puede hacerlo. Pero quizás se podría también decir que, en realidad, él no es lo suficientemente fuerte. El verdadero problema no es el peso de la mesa, sino la fuerza de quien no logra a levantarla. Cuantas veces, de frente a un obstáculo de la vida, nos sentimos impotentes, inadecuados, se piensa que no hay una solución. ¿Será realmente así? ¿Son realmente obstáculos insuperables? El Budismo de Nichiren Daishonin no apunta a alejar a las personas de la vida cotidiana para buscar una tranquilidad ideal. Al contrario, las pone en grado de atravesar y afrontar el recorrido de la vida de un modo diverso, revelando una potencialidad interior escondida en todos los seres humanos, llamada Budeidad. El secreto no está en buscar no tener problemas, sino en aprender a vivir bien en medio de ellos. Un mar agitado será una pesadilla para quien no sabe nadar, pero no le preocupa mínimamente a quien va sobre la tabla de surf, al contrario. Los estados de ánimo pueden ser clasificados en 10 grandes categorías llamadas los 10 estados. Veámoslos: 1) Infierno. Una condición donde nos sentimos angustiados, faltos de energías, sin esperanza. El tiempo corre lentamente; el espacio parece restringirse de manera agobiante, impidiendo ver más allá de nosotros mismos. Se tiene la sensación de que esta condición oscura durará por siempre. 2) Hambre. Cuando se está literalmente dominado por los deseos. La vida se vuelve un continuo fatigarse para obtener cualquier cosa. Y para lograrlo se puede estar dispuesto a pasar sobre todo y todos. Pero una vez obtenido, la satisfacción es breve: un nuevo deseo aparece de inmediato. Es la carrerilla continua, en un vórtice de voracidad. 3) Animalidad. El instinto prevalece sobre la razón, sobre la conciencia, sobre el amor. Es la ley de la selva, donde el pensamiento racional no tiene lugar en la elección y en las acciones. Por eso se llama también el estado de Estupidez. 4) Ira. El conflicto. Querer prevalecer con la agresividad para enmascarar las propias debilidades. Pretender que el mundo y los demás sean como nosotros quisiéramos que fueran. Infringe en arrogancia, cuando nos inflamos como globos frágiles. 5) Humanidad. Una condición equilibrada, donde ha lugar la calma, el sentido común, el auto control. Pero a menudo se transforma en pasividad: el deseo de “estar tranquilos”, como una sutil forma de encerrarse. Un desinterés por el mundo externo camuflado de encubierta sabiduría. 6) Éxtasis. Alegría, satisfacción y ligereza que derivan en general de la realización de un deseo. Pero es un estado efímero, porque depende siempre de algo externo. Y cuando la causa del éxtasis falta, el camino hacia la angustia es breve.

Interrumpí este listado teórico de estados de ánimo porque me estaba perdiendo. ¿A dónde querían llegar? Necesitaba un ejemplo. Y lo pedí. Estos primeros seis “estados” son aquellos donde en general se vive la mayor parte de la cotidianeidad, en un continuo alternar de uno a otro. Por ejemplo: una persona se despierta por la mañana. Ha pasado una noche serena en su cómoda cama (Humanidad). Pero enseguida llega el pensamiento de la rutina trafico-embotellamiento-llegada-tarde-al-trabajo, que la agobia (Infierno). Pero ahora tiene hambre: la Animalidad (en este caso un instinto natural) toma ventaja y el Infierno “desaparece” momentáneamente. Suena el teléfono: la invitan a pasar el fin de semana en un lugar fantástico. El Éxtasis arrolla con todo el resto. Una vez en el coche, un conductor le corta el camino y ella no logra retener un gesto ofensivo (todavía Animalidad). Los dos se detienen y comienzan a discutir (Ira). En la oficina está ese compañero antipático que está haciendo carrera. He aquí el Hambre: la envidia, la determinación de hacer cualquier cosa para superar al compañero. La dinámica de los diez estados es la de aparecer y desaparecer como consecuencia de un estímulo. Cambiando el estímulo, cambia el estado de ánimo. Si la persona tuvo una pesadilla se despertará en el estado de Infierno, en lugar de en el de Humanidad. Si el trabajo le gusta, la idea de ir le traerá Humanidad en lugar de Infierno. Si la llamada telefónica es de una persona desagradable no estará en Éxtasis sino…. Y de así en adelante.

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Raramente se está en grado de controlar, o enderezar, esta dinámica: mucho más seguido si se sacudido de un estado a otro como pelotitas de ping pong. Pareciera casi el ambiente (todo lo que nos rodea) conjurara para mandarnos de aquí para allí, bombardeándonos de estímulos a los que se obedece dócilmente. Pero los estados de ánimo que provienen de ellos influencian luego los pensamientos, que a su vez se concretan en palabras y acciones. Es así, a menudo creamos inconscientemente nuestro destino con la misma libertad, el mismo espacio de maniobra de una marioneta. En particular, los estados de Animalidad (o Estupidez), Hambre e Ira se llaman los tres venenos: cuando está fuera de control envenenan literalmente la existencia, enlazándose y alimentándose el uno del otro. Con resultados desastrosos. Una palabra presa de la ira, una reacción instintiva “animalesca”, pueden estropear en un segundo años de buenas acciones. La Ira incita a los seres humanos a hacerse la guerra; el Hambre lleva a la explotación indiscriminada, pisando a los demás, pisoteando los derechos humanos; la Estupidez guía la destrucción del ambiente, que al final aniquila a los mismos destructores. Los individuos dominados por los tres venenos se comportan, a nivel global, como una célula cancerígena en el complejo organismo de la Tierra: enloquecida, ciega, voraz, destruye todo y todos, incluido el organismo que la contiene.

cuatro.

Un cuadro interesante. Pero a este punto pregunté qué era de los otros estados. Faltaban

7) Aprendizaje. El espíritu de búsqueda, las ganas de aprender, comprender. La introspección. La conciencia de tener que hacer un esfuerzo para cambiar una situación, para progresar. 8) Comprensión intuitiva. Una visión creativa que surge de improviso, a lo mejor después de largos años de estudio, iluminando un determinado ámbito de la vida: un científico que hace un nuevo descubrimiento; un músico que compone de un tirón una obra maestra. Pero también en el día a día surgen iluminaciones parciales: una intuición imprevista, la solución de un problema que, de golpe aparece en la mente después de largos e infructuosas roturas de cabeza. A diferencia de los primeros seis estados, Aprendizaje y Comprensión intuitiva no se manifiestan simplemente en consecuencia de estímulos externos. No llegan solos. Son “buscados”. Además, quien vive seguido en estas condiciones se arriesga de convertirse en arrogante, considerarse superior a los demás, enamorarse del poder. Cuando estos dos mundos están al servicio de los tres venenos el resultado es diabólico.

“Esperen un minuto. ¿Qué significa “al servicio de los tres venenos”?”. La tarea empezaba a hacerse complicada. No habían ni siquiera terminado de explicar los diez estados que ya se abría otro escenario. “¿Los estados de ánimo pueden entrelazarse, o mejor, influenciarse recíprocamente?” Sí, en el sentido que el mismo estado de Aprendizaje puede depender del impulso de una energía positiva o negativa, oscura o iluminada. El científico que estudia para mejorar la calidad de vida está empujado por una motivación diferente de la que guía al que estudia para construir armas que destruyen la vida. Pero es un tema al que llegaremos dentro de poco, cuando hablaremos de los cien estados. ¿Recuerdas el concepto de los “tres mil estados en un instante”, explicado hace poco? Habíamos dicho que el número no era casual, pero derivaba de una multiplicación. Todavía debemos llegar a 10, pero dentro de poco los estados se… multiplicarán. 9) Bodhisattva. Una compasión sincera y desinteresada hacia los demás. No un árido y pasivo compartir, sino una energía activa. “Bodhi” significa sabiduría; “sattva” indica coraje. El bodhisattva es una persona de valor que tiene el coraje de superar sus propios límites. Hace espacio en su propio corazón para compartir los sufrimientos de quienes están a su lado. Lucha junto a ellos para superarlos. Renuncia a algo de sí (por ejemplo un poco de su tiempo) para dedicarse a los demás, sin segundas intenciones. Es una renuncia que trae alegría. No hay nada de ascético.

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Pero el egoísmo está siempre al acecho en estos nueve estados. También el amor de la madre puede transformarse en un apego dañino: recubre al hijo de atenciones con el fin de tenerlo pegado a sí, de no volverlo libre e independiente. En realidad ella actúa así, a lo mejor inconscientemente, sólo para aplazar su sufrimiento personal del despegue. Compasión no significa decirle a los demás lo que deben hacer, presumiendo de conocer lo que es justo para cada uno. No significa imponerse, para volver a los demás como nosotros quisiéramos que fueran. Esta aparente dedicación hacia el prójimo esconde el deseo de ejercitar un poder. La verdadera compasión está en ayudar a una persona a liberarse de los sufrimientos, respetándola por lo que es. Sólo el décimo estado es puro, no contaminable de energías negativas. 10) Budeidad. Es la fuerza de la vida que corre en cada ser humano, como un río subterráneo, que hace fértil la tierra en la superficie. Hacer surgir este estado de ánimo significa llenarse de felicidad, sintonizarse con la armonía de la vida universal. Es una energía interior que nutre las infinitas potencialidades del individuo: lo despierta, de su vida, le hace crecer. Y todos los miedos que encadenan la existencia desaparecen como el rocío al sol. Esta alegría es indestructible, porque es absoluta y no relativa: no depende es decir de los factores externos, que pueden faltar en cualquier momento. Con una condición interior tal son los problemas que se vuelven relativos, las dificultades y los sufrimientos llevaderos. La Budeidad libera de los miedos y de las ilusiones, que son las principales causas de sufrimiento. Se es libre porque no se tiene nada que perder, ligeros porque se está lleno de fuerza vital y de esperanza; puros porque finalmente se es sí mismo. Felices porque se ve la realidad con ojos diversos.

Esta última frase me llegó. Ver la realidad con ojos diversos significa vivir y reaccionar en manera diferente. Cuando uno está angustiado ve todo negro; si está alegre todo se vuelve rosa; cuando está colérico ve enemigos a su alrededor aunque no los haya… La visión de las cosas guía nuestras acciones. Visión errada, ilusoria: acciones equivocadas, errores, sufrimiento. Como moverse en la penumbra en una habitación desconocida, chocándose aquí y allí. “¿Es este el sentido?” pregunté. “Es mucho más”, me respondieron. El gran compositor Gustav Mahler intentó convertir en música (en el tercer movimiento de la segunda sinfonía) eso que llamaba “el motor incesante y el incomprensible alboroto de la vida”: “Como figuras danzantes en un salón de baile en el que se ve la oscuridad de la noche fuera, a lo lejos… la vida puede parecer sin sentido…”. Las figuras son demasiado pequeñas para poder distinguirlas singularmente. Los gestos parecen desconectados, casuales, confusos. Los débiles sonidos que llegan han perdido cada significado. Así, influenciados por los estados de ánimo, a menudo nos movemos en la vida de todos los días con esta visión lejana, confusa, ofuscada. La energía positiva de la Budeidad ilumina la escena. Nos trae – por decirlo con Mahler – al interior de la sala, permitiendo ver con claridad, captar los detalles, las relaciones entre las cosas; de aferrarse al sentido, más allá de las apariencias. Es una sabiduría profunda que consiente de moverse en la dirección justa. Una brújula hacia la felicidad. Este Budismo afirma que cada ser humano posee todos los diez estados, incluida la Budeidad, aunque si con una mirada superficial podría no parecerlo. Pero el peor sinvergüenza sin corazón puede sentir amor por los hijos; y la persona más plácida y calma puede en ocasiones volverse furiosa. Cada uno de los diez estados se activa en respuesta a un estímulo apropiado. Para activar la Budeidad es necesario recitar Nam-myoho-renge-kyo. ¿POR QUE NAM-MYOHO-RENGE-KYO...

…Y no otra frase? Pronunciar y repetir palabras incomprensibles me parecía una forma de auto convencimiento. Si se trata de una oración, en el fondo basta con orar. También de otras maneras. Lo importante es buscar dentro de sí… o bien esforzarse en pensar en positivo. Y además

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no me gusta mucho la idea de depender de algo, mucho menos de una frase. Estos pensamientos me rondaban la cabeza. Expresé nuevamente mis dudad. ¿Por qué exactamente esa frase? Por qué la Budeidad responde a un estímulo, como una madre que reconoce el llanto de su hijo aún entre miles de niños. ¿Qué tiene de extraño? También una lavadora necesita que se oprima el botón justo para hacerla funcionar correctamente. Y no es una cuestión de convencerse mentalmente. Prueba a convencerte que no te dará la corriente si metes los dedos en el enchufe: la electricidad corre aunque no quieras creerlo. Las leyes que regulan el funcionamiento dependen de tu mente. Y funcionan aunque no se conozca el significado. Para activar precisamente la parte profunda llamada Budeidad no basta con orar o meditar irreflexivamente. No es suficiente el gesto genérico de tomar una medicina: hace fasta que sea la justa. Un bebé recién nacido posee ya dentro de sí la potencialidad para hablar, leer, escribir. Pero esta se desarrolla sólo si están los estímulos apropiados (los padres, los maestros…) Si crece entre los lobos, aprenderá solo a aullar. La búsqueda espiritual debería ir más allá del yo racional, que es como la punta del iceberg del enorme mundo interior: se vislumbra sólo una pequeñísima parte. Pero la cultura moderna privilegia ahora mismo desde hace tiempo la punta del iceberg, descuidando la inmensa base en profundidad. Y, en tanto que la sociedad progresa, un sentido de disgusto parece correr por debajo, como un fastidioso murmullo: falta algo “Lamentablemente la humanidad contemporánea sufre de indolencia de alma. La gente no está preparada para empeñarse en la dimensión espiritual de la vida”, escribe Daisaku Ikeda. En particular, los países industrializados parecen haber privilegiado el crecimiento económico, tecnológico, científico. Pero tal vez olvidando por el camino el “crecimiento humano”, el desarrollo interior del alma, del espíritu, de la energía vital; de la esperanza. No es casualidad que fenómenos como el stress, agotamiento, ansiedad, sentido de inadaptación y depresión estén en aumento. La naturaleza inmensa y profunda de la vida no tiene límites. Es la mente que los pone con sus mecanismos, encarcelándonos en una tormenta de arena donde no se ve más allá de las propias narices. La realidad que según nosotros existe es sólo la punta del iceberg. James Hillman, psicoanalista y escritor, habla de “alma”. “Una fuerza intrínseca que opera incesantemente en nuestra existencia”, que va más allá de los aspectos biológicos y psíquicos y nos une a todo.

“¿Entonces?”, pregunté, un poco confuso. Nam-myoho-renge-kyo es como el lenguaje del alma. Recitarlo nos pone en contacto con nosotros mismos. Nos despierta. Por cuánto todo pueda parecernos “místico”, es decir incomprensible, esta frase es un sonido universal, una vibración primordial que sintoniza la vida interior con la fuerza del universo. A propósito de estímulos, bastaría pensar cuántos ejemplos hay en la vida cotidiana: una simple frase tiene el poder de angustiarnos en un segundo; una imagen nos tranquiliza, una hoja de papel con algo escrito puede generar una gran alegría…

“Sí, ¿pero por qué precisamente una frase que no entiendo?... Aunque me hayáis explicado a grandes rasgos el significado, no veo por qué no se pueda traducir y recitar en nuestra lengua”, objeté. El motivo es simple: no hay necesidad de traducciones. La música es vibración, ritmo, movimiento. Eso es todo. Sin embargo hay músicas que entristecen, otras que alegran, dan energía; sin necesidad de comprenderlas, de saber qué notas son usadas y por qué. Algo dentro nuestro “responde” a esta llamada, doce, lo que importa es su secuencia. Los siete ideogramas usados para escribir Nam-myoho-renge-kyo son la secuencia justa para generar ondas en el profundo mar interior, aportando beneficiosos efectos en la superficie. La Budeidad reconoce esta lengua.

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Supongamos que un gracioso nos enseña una frase en legua china, convenciéndonos de que se trata de un cumplido. Si la repetimos a un español, no sucederá nada. Pero cuando, sonriendo, se la decimos a un chino, él reaccionará en consecuencia. También las diversas técnicas de meditación desarrolladas hace milenios en oriente se basan en este principio. Sólo recientemente se ha descubierto que el cerebro puede ser influenciado, independientemente de la comprensión del significado. De hecho también la actividad cerebral se manifiesta a través de vibraciones, ondas de diversa frecuencia. Los instrumentos científicos modernos consiguen medir estas diferencias de ritmo. En particular, las llamadas ondas Alfa son emitidas por el cerebro cuando nos encontramos en un estado de relajación física profunda y de tranquilidad emotiva: la mente está tranquila pero llena de energía. La oración, “la música” de la recitación puede generar armonía interior, modificar el ritmo vital, liberar una energía que invade el ser entero, comprendida la mente. Puede elevarnos en un estado más alto, que va más allá de los condicionamientos, y del cual se ve, se piensa, se siente, se reacciona en manera diversa. El Budismo de Nichiren Daishonin afirma que Nam-myoho-renge-kyo es el mejor sonido que se pueda usar.

“¿No será un poco dogmático?”, pensé en voz alta. No, desde el punto en que es posible experimentarlo: verificar en la práctica todas estas explicaciones teóricas. Por otra parte sería imposible demostrar con palabras un concepto que trasciende las palabras. Un poco como explicar el sabor de una piña a quien nunca la ha probado. ¿Llegarán las palabras a hacerle “sentir” el sabor? Al final terminaremos diciendo: “Debes probarla”. Si uno quiere desarrollar los músculos, porque por ejemplo le duele la espalda, puede ir al gimnasio (es decir, usar un medio para hacer salir algo que, potencialmente, ya tiene). Pero no hay necesidad de conocer los secretos de la anatomía, las leyes de la química, el funcionamiento de las células, de las proteínas, los aminoácidos, las encimas... para reforzar el propio cuerpo. Basta con hacer los ejercicios justos. Al principio hace falta un poco de fe en el instructor. Luego, los resultados hablarán por sí solos. Mientras tanto se puede también estudiar, para tener una mayor conciencia de lo que se hace. Pero el estudio, por sí solo, no resolverá el dolor de espalda. La comprensión sin la acción no siempre nos libra del sufrimiento. La recitación de Nam-myoho-renge-kyo es un medio para desarrollar una potencialidad que existe dentro de cada uno. Todos pueden usarlo, independientemente de las condiciones personales, del grado de instrucción, de cultura. Y no crea ninguna “dependencia”: está ya dentro de nosotros y nadie nos lo puede prohibir. Lo ideal es ponerlo en práctica y, al mismo tiempo, profundizar el conocimiento de la visión budista de la vida. El único precio a pagar es... gastar un poco de nuestro tiempo.

“¿No es un poco simplista todo esto?” La teoría budista es de todo menos simple, pero su aplicación práctica está al alcance de todos. Si hiciera falta un curso de ingeniería para usar una calculadora, la mayoría de nosotros estaría todavía usando el ábaco. Por suerte es suficiente con oprimir los botones para poner en marcha los complicados procesos de los cuales, normalmente, no sabemos nada. ¿No es quizá una ventaja? Nam-myoho-renge-kyo no es una barita mágica, sino un “entrenamiento” progresivo a través de una práctica constante. Exactamente como el gimnasio. El escepticismo y las dudas son normales. Es más, un acercamiento justamente crítico es el que hace falta. Lo importante es que no se transforme en una estéril oposición intelectual, una excusa que en realidad esconde la pereza o el miedo de afrontar algo nuevo.

Me sentía un poco cercado: “Está bien – dije – admitamos que esta frase sea verdaderamente el estímulo justo para manifestar todo lo que se ha dicho. Apuntando a esta condición “superior”, ¿no se corre el riesgo de abstraerse de la realidad? Y más aún: buscar esta

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Budeidad ¿significa extraer o reprimir los otros mundos, es decir los negativos como el hambre, la ira...? En definitiva, ¿debemos volvernos todos buenos y puros?” No se trata de buscar una serenidad falsa, viviendo santamente entre las nubes. Todo lo contrario: el Budismo sirve para afrontar el sufrimiento y realizar los deseos. Esto implica acciones concretas y no abstracción, desinterés, o fatalismo pasivo. Y no hay que reprimir nada, renegar de ninguna parte de nosotros, ninguna necesidad de volverse “angelitos”. No existen estados buenos o malos en absoluto. Nada se destruye, porque todo se puede transformar. Y es aquí que los diez estados se multiplican. CIEN ESTADOS Sentimos ira. Antes hemos descrito los aspectos negativos. Pero el mismo estado de ánimo puede transformarse en algo positivo, cuando por ejemplo sirve para rebelarse a las injusticias, para hacer valer nuestros derechos frente a los abusos y las agresiones. Lo mismo vale para los demás estados. El hambre puede ser una fuerza destructiva, pero también una sana ambición para realizar los deseos, un empuje para mejorar. En práctica, cada uno de los diez estados puede asumir diferentes caras, porque no está separado de los otros: entre ellos hay una relación de influencia recíproca. Así, por ejemplo, el mundo de Aprendizaje puede estar caracterizado por la angustia (Infierno), superficialidad (Animalidad o, dicho de otro modo, Estupidez), Hambre, Ira, Humanidad, Éxtasis, Aprendizaje, y así en adelante. Para volver al concepto de los tres mil estados en cada instante, a este punto las posibilidades no son más de diez, pero cien: todos los diez estados de ánimo pueden de hecho manifestarse en diez diversas “tonalidades” (el Aprendizaje egoísta, el Aprendizaje tranquilo, el Aprendizaje extático, y así en adelante). En total: cien. El alcance de este concepto es, en cierto sentido, revolucionario: todo se puede transformar, todo puede mejorarse: también el veneno se transforma en medicina. Cualquiera sea la condición del momento, la potencialidad para la solución está siempre presente, aunque nuestros ojos no lleguen a verla: en la angustia más negra del Infierno, la alegría de la Budeidad está ya lista “detrás”; espera sólo ser activada. Es un segundo: no hay necesidad de largos recorridos hacia el final de un túnel. Los cien estados y su relación recíproca desmantelan las convicciones que encierran la mente. En el fondo, hasta una caverna que permaneció oscura por millones e años puede ser iluminada en un instante, si se enciende una antorcha. La diferencia entre la oscuridad y la luz está en el espacio de un clic. Cuando el Buda se “enciende” dentro los problemas se resuelven, porque la sabiduría nos introduce en el camino justo, la armonía con el ambiente nos hace estar en el lugar adecuado en el momento preciso, la fuerza vital aligera cada peso, la realidad se muestra tal cual es: las sombras que causan miedo se disipan y un coraje confiado toma su puesto. El objetivo de esta práctica no es el de convertirse en seres superiores o perfectos, sino en personas comunes felices. Activar la Budeidad, es decir extraer esta energía positiva, no significa eliminar los otros nueve mundos, sino “iluminarlos”, vivirlos de otra manera, limpios de los venenos que intoxican. Por eso no hay ninguna necesidad de prácticas ascéticas, de renegar de las propias características, renunciando, cancelando algo de sí mismo que se considera malo, negativo. Pecaminoso. Una vez más la palabra clave es: transformar. Continuaremos entonces siendo nosotros mismos: personas con virtudes y defectos, que sin embargo gozan de una existencia rica de satisfacciones porque, cualquiera sea la condición del momento, poseen una base vital de alegría, sabiduría, esperanza, ligereza: mientras estamos enfadados, en el medio de un problema concreto que nos aflige, en un momento estresante del trabajo... Cuando los nueve estados se apoyan sobre la base del décimo, no es más posible hundirse. El valor de la vida cambia. El destino cambia.

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“Parece todo muy fácil. En definitiva, una bonita historieta...” No conseguí retener la ironía. No es para nada fácil; pero ciertamente posible. Lo importante es usar el medio justo. Como hemos visto, los estados de ánimo son inestables, es decir van y vienen según los estímulos. También la Budeidad puede surgir en un segundo y después desaparecer. El problema es entonces hacerla lo más estable posible. Cada persona posee una tendencia vital específica. Podemos definirla como su naturaleza, o bien el carácter. Está quién es propenso a la alegría y quien lo es a la ira; quien es más instintivo (Animalidad) o más reflexivo (Humanidad). Es como una casa, donde se vuelve siempre después de un viaje más o menos largo hacia los otros estados de ánimo. Recitando Nam-myoho-renge-kyo se cambia de casa. Poco a poco, el palacio de la Budeidad crece y se hace siempre más sólido dentro de nosotros: una casa segura que hace placenteros y ricos de valores los viajes cotidianos en los nueve estados. Pero para hacer esto es necesario un empeño constante, un entrenamiento cotidiano. Por eso no es fácil.

“¿Qué quiere decir?” Comenzaron a surgirme algunas dudas. Para desarrollar una capacidad es necesaria la práctica. Para adquirir los resultados hace falta un esfuerzo. Para estabilizarlos y progresar aún es necesario aplicarse constantemente. Normal, ¿no? Pero quizá un poco fastidioso: nos lo repiten desde el primer día de escuela. Sin embargo, para aprender un idioma extranjero no alcanza con el estudio teórico: se la debe “practicar” lo más posible. De otro modo se pierde. Un campeón olímpico no nació campeón: se entrenó todos los días. El potencial de la Budeidad se desarrolla con la recitación de Nam-myohorenge-kyo. Entonces, para obtener resultados concretos en la vida cotidiana, esta práctica debe ser hecha correctamente y todos los días. Porque queremos ser felices en este mundo: aquí y ahora. OTRAS DUDAS

“Una pregunta un poco provocativa: ¿por qué habría de necesitar este Budismo? Me parece que esta práctica sea una especie de ancla de salvación para quien se encuentra en una situación desesperada. En definitiva, yo no me siento tan lleno de problemas. Es cierto que no me faltan. Pero... un poco como todos, busco de afrontarlos...”. También la persona más afortunada debe, antes o después, afrontar problemas. Por ejemplo, separarse de la persona que ama: los hijos que crecen y se van, un amor que se acaba, el compañero o la compañera de toda la vida que abandona este mundo antes que nosotros. Y luego las tribulaciones para alcanzar un objetivo, que a veces nos desilusiona apenas conseguido: “¿Quién me habrá mandado a hacerlo?”, pensamos; y enseguida se parte para una nueva batalla. O bien las agitaciones normales de la existencia cotidiana, como los problemas financieros; pero también las relaciones sentimentales, las amistades, la soledad... Todos al final debemos soportar a alguien o algo, una persona, una situación; cargar un peso sobre nuestras espaldas, tal vez “tragando” en silencio. Y cada vez más, hoy, parece difuso el sufrimiento psicológico de la desarmonía: un disgusto, una percepción confusa del día a día frenético, donde a menudo se pierde el sentido profundo de lo que se hace o por lo que nos agitamos. Enfermedad y vejez, después, son inevitables. Entonces, pensar o esperar no tener problemas es pura ilusión. En todo caso la pregunta es: ¿Cómo afrontarlos? La vida es un recorrido que, necesariamente, se afronta con algún peso en las espaldas. Pero, si se está lleno de energía, de alegría y esperanza, podemos subir por un sendero de montaña, mochila en la espalda, y gozarnos el paseo, vivir intensamente cada paso, admirar el panorama, conversando alegremente con el compañero de viaje. Muy a menudo, sin embargo, se arranca con la cabeza baja, oprimidos por el peso que paso a paso aumenta. Y luego: ¿qué nos espera al final del viaje? El Budismo nace para resolver los problemas

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fundamentales de la vida. Y quizá el más importante es precisamente el de la muerte: un sufrimiento imposible de evitar. Pero regresaremos después mejor, hablando del concepto de karma.

“Bueno, más allá de estos grandes temas, el día a día está también hecho de pequeñas cosas que se pueden afrontar de tantas maneras, sin necesidad de molestar a la religión, el universo...” Claro. Aquí no estamos diciendo que si uno no practica el Budismo será necesariamente infeliz. Por otra parte la tendencia humana es la de ocuparse de las cosas sólo cuando se caen encima. De esta manera se corre el riesgo de volverse víctimas de las circunstancias, a merced del ambiente. A veces después se buscan soluciones cómodas. Es más fácil adaptarse a una situación antes que afrontarla. Nos habituamos a todo, menos a encontrar la fuerza de levantarnos y actuar. Paradójicamente se puede preferir, aunque inconscientemente, permanecer en una situación conocida, aunque sea sufriéndola, antes que aventurarse a salir de búsqueda. La mente trabaja para encontrar miles de excusas. Tendemos a pensar: “Esto es imposible de llevar a cabo, no lo conseguiré nunca, no estoy a la altura”, o bien: “Sufro porque los demás me hacen sufrir”. Y todavía más: “Esto me sucede porque soy desafortunado. No puedo hacer nada”. Pero un mecanismo tal nos encierra cada vez más en un círculo vicioso, en la ilusión de que la causa para la felicidad está fuera, en cualquier parte. Así nos esforzamos por perseguir algo, pensando que una vez lo obtengamos estaremos bien. Pero ésta es la búsqueda de una felicidad relativa, que depende siempre de circunstancias externas. En consecuencia es totalmente inestable e impredecible. Para terminar de ser desequilibrados por el ambiente, dar una base sólida a la propia vida, tomar una dirección, hace falta un empeño constante y un medio que funcione. La teoría de los cien estados dice precisamente esto: todas las causas y las soluciones a los problemas están ya dentro de nosotros. Es necesario entonces buscarlas, hacerlas surgir. Sería bonito poder encontrarse a sí mismo, resolver todos los problemas con uno de esos cursos de pago que en pocas lecciones prometen felicidad eterna; o con una simple técnica de relajación para llevar a cabo sólo cuando pensamos que tenemos la necesidad (que a menudo es como decir: cuando no nos de demasiada pereza, cuando las circunstancias externas no nos presionen). O bien distrayéndonos, llenando el tiempo con mil actividades. Es verdad, puede ayudar. Muchas cosas pueden ayudar. Pero no está dicho que resuelvan las cosas de raíz. Si uno quiere ganar una disputa deportiva debería entrenarse con seriedad y constancia. De otro modo, es inútil lamentarse luego y descargar la insatisfacción pensando que se perdió por culpa de otro. Son excusas. Sería como esperar volverse rico contando el dinero del vecino. Para desarrollar una condición vital interior capaz de sostenernos en la “competición” de obstáculos de la existencia, nos entrenamos entonando Nam-myoho-renge-kyo. Según el principio de los cien mundos, activando y estabilizando la riqueza de la Budeidad se realiza progresivamente una verdadera y propia revolución interior: la “revolución humana”. La energía vital potente se irradia progresivamente sobre todos los aspectos de la existencia e ilumina los nueve estados en los cuales se desarrolla el día a día, los transforma; crea una satisfacción que viene de dentro, y es por lo tanto independiente de la realización de los deseos. Y, precisamente por esto, los deseos se realizan más fácilmente

“Pero, en definitiva, si esta práctica trae verdaderamente resultados de ese tipo, ¿por qué no está más difundida? ¿Por qué no la hacen todos?” Simple: ¡Porque es difícil de creer! Frente a ciertas cosas muchos se comportan como uno que, viendo una columna de humo salir de una ventana, piensa: “Hasta que no veo el fuego quiere decir que no hay ningún incendio”. Pero mientras tanto, mientras espera que algo lo convenza, la casa arde. Todos nos hemos acercado a esta práctica llenos de dudas: el único modo de convencerse de que funciona es el de “entrar”, tocar con la mano.

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Por otra parte si la racionalidad, la inteligencia, el conocimiento – que tantos progresos han traído – fueran suficientes para hacer el bien, para ser felices, ¿por qué en el mundo habría todavía guerras, abusos, destrucción del ambiente, hambre, epidemias...? ¿Por qué los problemas fundamentales son siempre los mismos? Porque el ser humano tiene desde siempre dentro de sí una tendencia destructiva. Una parte oscura que guía hacia el sufrimiento. La Ira no puede vencerse con el saber; por eso todavía hay guerras. El Hambre no disminuye con el progreso tecnológico; por eso el ambiente es siempre cada vez más agredido y explotado. Recitando Nam-myoho-renge-kyo, la parte oscura de la naturaleza humana se ilumina progresivamente. El estado vital tiene el poder de modificar la relación con nosotros mismos y con nuestro ambiente, activando un “efecto dominó” que se difunde en todos los campos de la vida. Para explicar este mecanismo se requiere de otra multiplicación. MIL ESTADOS El aspecto de una persona cambia según el estado de ánimo. Un rostro angustiado manifiesta la condición interior de sufrimiento; cuando nos sentimos alegres y ligeros, el rostro se ilumina. También la parte “invisible” del individuo (pensamientos, emociones, visión de las cosas...) sigue este principio: en la angustia prevalecen los pensamientos oscuros y pesados, las emociones negativas; la relación con la realidad externa está ofuscada por una especie de capa, como un bochorno sofocante. Todo esto determina el tipo de relación que se tiene consigo mismo y el ambiente externo, ya sea en términos de acciones que se cumplen, como en las respuestas que se dan a los mensajes que llegan desde fuera. Según el Budismo son diez los factores que intervienen en este juego de relaciones. Sería demasiado largo analizar uno a uno. Basto con decir que los diez factores explican como la interrelación de los eventos de la vida no es casual, sino que depende de la precisa relación existente entre el estado de ánimo, nosotros mismos y el exterior. Es por esto que, por ejemplo, dos personas frente a un mismo problema tienen reacciones y resultados diferentes. El punto de partida es siempre el estado vital interior, desde el Infierno hasta la Budeidad. Pero hemos visto que, de hecho, hay cien “estados”, por lo tanto cien posibilidades de ser a cada instante. El estado vital es la energía que pone en funcionamiento los mecanismos de la vida. Estos son como los engranajes del motor de un coche que, una vez activados, trabajan juntos interactuando entre ellos y producen un resultado. Si todo funciona en armonía, las ruedas se mueven y el coche puede correr hacia su meta. De otra manera, algo se descompone y comienzan los problemas, los obstáculos, los sufrimientos. Los diez factores son los engranajes que enlazan los fenómenos de la existencia, dentro y fuera de nosotros, produciendo el resultado final de felicidad o infelicidad. Depende de la energía que los pone en funcionamiento. Una personal en el estado de Infierno tendrá todos los engranajes trabajando hacia el sufrimiento: aspecto físico, pensamientos, visión de las cosas, emociones; y después una energía débil, incapaz de ejercitar una influencia positiva en el ambiente; creará entonces las condiciones para perpetuar su sufrimiento, acumulando dentro de sí potencialidad negativa que, también en respuesta a estímulos externos, darán como resultado nuevos sufrimientos. En el estado de Infierno todos los engranajes (es decir los factores) trabajan influenciados por éste. Cambiando el estado vital, cambia el trabajo de los diez factores. Cuando los mecanismos de la vida son alimentados por la energía de la Budeidad, el resultado final es la creación de un destino mejor, una existencia armoniosa y satisfactoria. Sin la sabiduría que deriva de la energía del universo somos como personas inexpertas en motores que, cuando algo no funciona, no saben donde meter las manos. Y, si prueban a ciegas, se arriesgan a empeorar las cosas. Muchas veces nos comportamos exactamente así. Por ejemplo, en general pensamos que nuestros sufrimientos dependen de alguien (o de alguna situación) que los provoca. Pero este “alguien” es en realidad sólo una causa externa, que ha activado una causa interna (el sufrimiento) ya presente dentro. Continuando a concentrarse en la causa externa se obtendrán siempre resultados (efectos) equivocados, como intentar atrapar la sombra del problema

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en lugar de la sustancia. Es inútil lamentarse si se nos escapa. Pero eso significa también que las soluciones a todos los problemas están ya dentro. Es necesario activarlas con la energía de nam-myoho-renge-kyo. La teoría de los diez factores explica que, más allá de nuestra percepción limitada, existen mil soluciones ya listas para cada problema; mil estados en los cuales los engranajes pueden funcionar: diez factores por cada uno de los cien estados. El todo en el espacio de un instante. Exactamente como en el minúsculo espacio de una semilla existe ya una encina.

“Estas teorías son fascinantes, pero todavía se me escapa el aspecto concreto: ¿cómo pueden modificar mi vida de todos los días?” No obstante la mayor parte de las veces no nos damos cuenta, existe una profunda unión entre nosotros y todo lo que nos rodea. También una parte de la física habla de la “red de la vida”: un intercambio continuo de influencias, de energías visibles y no; un entramado de relaciones que, según el Budismo, puede difundir y multiplicar la felicidad o recluirse o encerrarse en un enredo de sufrimientos. Depende de cómo nos movemos en esta red. LA RED DE LOS TRES AMBIENTES Los mil estados están presentes en todas partes. El primer ambiente es el individuo y su carácter, el modo de pensar, de actuar, de ponerse hacia el exterior. Sus sueños, las aspiraciones, los ideales que lo empujan hacia el futuro. Las experiencias pasadas: alegrías y desilusiones grabadas en el ánimo. Todo esto determina el modo en el que se vive en el presente: como nos relacionamos con nosotros mismos y con los otros dos ambientes, que tipo de cambio acontece. El segundo ambiente es el de los seres vivos en general. Lo atravesamos pasando por diferentes planos: la familia, las personas en el ambiente de trabajo, el grupo de amigos. Pero, a un nivel más extenso, también aquellos con quienes se comparte una identidad, ya sean ideales, pasiones, cultura, idioma, nacionalidad. Cada uno de estos “grupos” posee los mil estados. Y también una sociedad entera es como un ser vivo, con un preciso estado vital propio: donde prevalece la Humanidad hay respeto por los demás, donde se esparcen los tres venenos de Cólera, Egoísmo y Estupidez, hay una propia y verdadera inclinación espiritual que intoxica la existencia. El tercer ambiente es el de las cosas y de los seres insensibles (como los árboles y las flores). Quien haya nacido en el desierto tendrá un carácter y una predisposición diferente respecto a quien haya nacido y vivido en un bosque. Pasear en un bosque puede hacernos sentir libres o volvernos inquietos. Depende del intercambio entre aquel ambiente y nuestro estado vital del momento. Aunque las cosas son inanimadas sólo en apariencia: en realidad un objeto lleva consigo un estado vital, cuando entramos en contacto con él. El cielo, el viento, el mar, las montañas, la luna, las estrellas... son cosas “vivas”: interactúan con los seres vivos. Y luego los colores, las formas de las cosas, las vibraciones invisibles que atraviesan el espacio... Un pedazo de papel transmite el Éxtasis, la Iluminación parcial, la Ira. Depende si se trata de la carta de una persona amada, una poesía fulgurante o una multa. He aquí, finalmente, las tres mil condiciones a cada instante: estamos inmersos en los tres ambientes (que el Budismo llama también los tres reinos de la existencia), cada uno con sus mil estados. Todos interactúan entre sí. Total: tres mil. Psicología, sociología, ecología: la visión milenaria del Budismo es así de profunda como para ser hoy, en cierto sentido, confirmada por la ciencia moderna. Sobre una base de igualdad (los mil estados comunes a todos) cada ser humano se diferencia del otro por efecto del modo personal de percibir los fenómenos de la sociedad y del ambiente (los tres ambientes). Nam-myoho-renge-kyo es la Ley de la vida. La vida se manifiesta en las tres mil condiciones. Recitando Nam-myoho-renge-kyo todo se armoniza: los infinitos “engranajes” de la existencia comienzan a trabajar para crear una red de conexiones e intercambios donde la energía positiva corre de una parte a otra y transporta alegría, serenidad, fuerza y esperanza. Las causas internas, las relaciones, las influencias recíprocas se iluminan; los efectos afloren del río de la energía universal transformados, purificados. Las cosas,

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los hechos, las acciones, las relaciones, los pensamientos, las emociones toman naturalmente la dirección justa. Guiados por la fuerza original que reconocen y siguen. Como un girasol que se dirige hacia la luz. LA INSEPARABILIDAD DEL TODO Cuerpo y mente son inseparables, unidos entre sí. Desde hace dos mil quinientos años el Budismo afirma que los aspectos físicos y espirituales tienen un origen común, son dos manifestaciones de la misma entidad. Es la vida misma: la energía vital que corre dentro y alimenta las funciones físicas y espirituales. También la ciencia confirma esta inseparabilidad. Un stress psicológico puede provocar una enfermedad física. Una disfunción corporal puede tener efectos en el humor, en los pensamientos. Ya desde hace algunos años se va afirmando una concepción psicosomática (es decir que abarca mente y cuerpo) de la medicina: el sistema nervioso y el sistema inmunitario son como dos partes de un todo, que se comunican continuamente entre sí. La concepción tradicional separaba el sistema nervioso (es decir el cerebro y las células nerviosas, que constituyen la sede de la memoria, del pensamiento, de las emociones) del sistema endocrino (glándulas y hormonas que regulan el organismo e integran las varias funciones corporales) y del sistema inmunitario (el sistema de defensa del cuerpo, que a través de la médula ósea y otras células controla y repara los tejidos). A esta separación corresponden las tres distintas disciplinas: la neurociencia, la endocrinología y la inmunología. Pero algunos estudios recientes demuestran que tal distinción es en realidad una distorsión conceptual. Por ejemplo se ha descubierto que algunas moléculas (genéricamente llamados “péptidos”, que comprenden neurotransmisores, hormonas, endorfinas, etcétera) funcionan como “mensajeros” que conectan los tres sistemas, integrando las actividades mentales, emocionales y biológicas. Los péptidos no son producidos sólo en el cerebro, sino también en otras partes del cuerpo: son la manifestación bioquímica de las emociones, que “transportan” a donde sea un receptor para acogerlas. Este grupo de moléculas parece ser el responsable de las “tonalidades” emotivas, que a su vez se difunden e influencian ya sea el cuerpo como la mente. Es como decir que todos los pensamientos, las percepciones y los mecanismos biológicos del cuerpo son modulados por las emociones. En el fondo, también los proverbios de la sabiduría popular decían “reír hace buena la sangre”. Pero ahora, ¿qué son las emociones? Volvemos a la teoría budista de los cien estados: el estado vital profundo tiene una influencia concreta sobre el cuerpo y la mente. Activando la tonalidad justa, todo se modifica positivamente, se armoniza. Naturalmente, eso no significa absolutamente que practicando el Budismo se puede prescindir de curar una enfermedad con las medicinas. Es cierto, sin embargo, como demostraban estudios recientes, que una elevada condición vital – hecha de energía positiva, alegría, esperanza – puede acelerar un proceso de curación. Ampliando luego el concepto hacia los tres mil estados, se puede decir que el cambio de tonalidad interior genera una mutación también en el ambiente circundante. De hecho el individuo está conectado a su ambiente: es inseparable, como la célula de un organismo más complejo. Regresando a los tres ambientes vistos anteriormente, el ser humano es parte del “organismo” familia, lugar de trabajo, sociedad... En todos estos ambientes se lleva a cabo un intercambio comparable a lo que hemos visto de la relación cuerpo-mente. A un nivel más amplio, también la Tierra puede ser considerada un organismo complejo con su red de equilibrios e influencias entre “cosas” y seres vivos. La convicción ilusoria de la especie humana de ser en cualquier modo independiente y separada del todo (cuando no nada menos que superior, privilegiada, “elegida”) es lo que la ha llevado a comportarse a menudo como una arrogante célula cancerígena, que arremete y destruye el mismo organismo en el que habita. Ya sea la familia o el planeta entero. Entonces, como ya se afirmó anteriormente, según el Budismo todo está conectado. Cada

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uno de nosotros posee su ambiente preciso (el yo, los otros, las cosas), en el cual actúan los mil estados. La influencia recíproca entre nosotros y el ambiente depende del estado vital: podemos ser machacados por las circunstancias, encontrarnos en conflicto permanente, dejarnos llevar pasivamente por las situaciones. O bien, decidir nosotros la dirección. Activando la Ley universal de Nam-myoho-renge-kyo, cada uno puede ejercitar una influencia positiva sobre sí mismo y lo que lo rodea. Esta es la “revolución humana” de los tres mil estados. “La vida se asemeja al vibrar de la noche. Y el individuo a un instrumento de cuerdas”, escribía Beethoven en su diario. Si el individuo no posee la entonación justa, no puede resonar con aquello que lo rodea. Es más, su disonancia “disturba la armonía que se oye en un coro bien entonado”. Si Nam-myoho-renge-kyo es el vibrar de la vida podemos entrar en armonía con este coro entonado. Será entonces preferible aferrar “los sonidos, que giran a menudo como el viento, y del mismo modo giran frecuentemente en mi alma”. Cada uno puede extraer los “sonidos” del universo y, como un gran compositor, crear su sinfonía. Una vibración vital invisible que parte del alma del mundo – nuestra misma alma – y se expande en el espacio y en el tiempo, inundando las cosas y la gente; transformando la realidad. Como las notas potentes del Himno a la alegría de la Novena Sinfonía, que desde hace dos siglos tocan los corazones del mundo.

Hubo una pausa. Debo admitir que permanecía en silencio. Todo parecía así de... armónico. Colegado, lógico. Fascinante, pero también un poco trastornante. Sentía la profundidad, sin embargo se me escapaba en seguida. Luego me surgió una duda: “Todo esto es muy interesante, pero no responde al por qué de las “injusticias” de la vida. ¿Por qué alguien es desafortunado mientras a otro todo le va bien? ¿Por qué uno nace enfermo? ¿Cómo puede cambiar su destino antes de nacer?...” CAUSA, EFECTO, DESTINO, KARMA Podríamos continuar: ¿por qué una determinada cosa me sucede a mí y no a otro? ¿Qué son fortuna y mala suerte? ¿Cuál es el origen de ciertos sufrimientos que llegan de improviso e inesperados? Simplificando, se podría elegir entre tres posibles respuestas: 1) Todo depende de la voluntad de un ser superior. 2) Todo depende de la casualidad. 3) Todo depende de nosotros mismos. En la primera hipótesis no se puede hacer otra cosa que someterse a tal voluntad suprema, aceptando en cualquier modo lo que sucede. Si en cambio se cree en la casualidad, podemos sólo esperar que los eventos, “casualmente”, vayan bien, sin ninguna posibilidad de cambiar su curso. Pero, a menudo la casualidad no es otra cosa que un concepto cómodo, para cuando no se tienen mejores explicaciones. El Budismo afirma. “Si quieres conocer las causas creadas en el pasado, mira los efectos que se manifiestan en el presente. Si quieres conocer los efectos que se manifestarán en el futuro, mira las causas que estás metiendo en el presente”. Karma es un término sánscrito antiguo que significa “acción”. Cualquier acción (causa), mental verbal o física, produce una reacción (efecto). Todo aquello que pensamos, decimos o hacemos producirá un efecto, que puede ser inmediato o más o menos lejano en el tiempo. Ninguna causa desaparece en la nada, no obstante las apariencias; más bien, se acumula dentro de nosotros en una especie de diario, a la espera de ser activada. También una multa puede llegar meses después de haber pasado con el semáforo en rojo (convencidos ojalá de habernos librado), cuando ya nos habíamos olvidado completamente. A un nivel más amplio, una nube de smog puede desaparecer en el aire y, como no nos molesta más, nos olvidamos. En realidad se ha “depositado en alguna parte”, aunque no la veamos. Pero sus

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efectos devastadores antes o después se harán sentir, a través del agujero de ozono, el efecto sierra, las lluvias ácidas... Y de cualquier manera estaremos involucrados. Cada uno tiene su karma personal: una acumulación de causas y tendencias positivas y negativas que, en el segundo caso, traerán sufrimientos a sí mismos y a los demás. Según el principio – antes visto – de la unicidad del ser humano con su ambiente, es decir aquello que nos sucede es el efecto de una causa que está dentro de nosotros. Buscar responsabilidades y soluciones afuera no servirá, si contemporáneamente no se modifican las causas interiores. Recordamos el mecanismo de los diez factores: el estado vital determina el tipo de acciones, que se convierten en causas internas. Estas, a través de las relaciones con el ambiente, se activan trasformándose en efectos concretos. De nada valdrá buscar de modificar el efecto: si la causa permanece, el mismo efecto, antes o después, volverá. Un ejemplo para simplificar. Si uno está dominado por el estado de Ira, tendrá la tendencia de tratar mal a la gente (causa). Creará entonces entorno a él un ambiente de conflicto, donde las personas le responderán de la misma manera (efecto) o, en última instancia, buscarán evitarlo. Este resultado no hará más que reforzar la tendencia a la Ira: la persona se enfadará siempre más, aumentará su rencor, pensando que los demás se merecen ser tratados mal, porque sólo él está en lo justo. Y de así en más, en un círculo vicioso siempre más fuerte. Continuar a tomárselas con el ambiente externo es como obstinarse a dar cabezazos a una puerta cerrada porque no nos damos cuenta de tener la llave en el bolsillo. Un sufrimiento inútil. La implicación más importante de la teoría del karma es que cada uno es el artífice de su propio destino. El hecho de que todas las causas del sufrimiento están dentro de nosotros significa que no puede existir un sufrimiento más grande que nuestra potencialidad. En consecuencia – y afortunadamente – cada uno tiene la posibilidad de cambiar cualquier problema. ¿Cómo? Hagamos un paso hacia atrás. El concepto de karma es común a casi todas las filosofías surgidas en India aún antes del Budismo (aparece por primera vez en Upanishad, uno de los textos fundamentales del Brahmanismo). Pero su validez práctica fue interpretada en modos diversos según las escuelas de pensamiento. La idea de que los sufrimientos de un individuo derivasen de su mal karma traía, en ciertos casos, una visión pasiva de la existencia: ya estaba todo establecido y no había nada que hacer sino buscar el modo de soportar serenamente los efectos. El mejor modo era el de desprenderse de los sufrimientos, llegando sin embargo a un progresivo desprendimiento de la vida misma, con su hervidero de problemas. El objetivo final era la anulación de los deseos, que en el fondo, se decía, eran la causa de los sufrimientos, para llegar finalmente al llamado “Nirvana”: la anulación total. Otras escuelas de pensamiento preveían una complicada serie de preceptos: la expiación del mal karma pasaba a través de prácticas ascéticas y de ejercicios de perfeccionamiento espiritual. Los resultados llegarían luego de un largísimo recorrido hecho de numerosas existencias y renacimientos. Otros delegaban todas estas prácticas a los monjes, que sostenían con ofrendas de comida, ropa y dinero asegurándose así la felicidad después de la muerte. El Budismo de Nichiren Daishonin enseña en cambio, partiendo del Sutra del Loto, que cada persona posee dentro de sí la potencialidad de cambiar el curso de la existencia aquí y ahora, independientemente del bagaje kármico que lleva en sus espaldas. Todo esto sin complicadas prácticas ascéticas y sobre todo sin necesidad de ningún intermediario, monje o laico. A través de la recitación de Nam-myoho-renge-kyo, la tendencia vital de base cambia. En consecuencia los pensamientos, las palabras y las acciones se basan en la enorme positividad de la Ley del universo. Como el karma negativo es creado por las acciones guiadas por los venenos del egoísmo – el Hambre, la Ira y la Ignorancia (que forman parte de los diez estados) – así el karma positivo está formado por las acciones motivadas por la bondad, compasión y sabiduría. Es por eso que, a través de la revolución humana, el presente puede convertirse en una sucesión de causas positivas que crearán efectos en el futuro. Contemporáneamente, las causas del presente balancearán los efectos que vengan del pasado, permitiendo vivirlos como disminuidos. La sabiduría profunda del estado de Budeidad consiente evitar la repetición continua de los errores que llevan al refuerzo de las tendencias negativas, con su círculo vicioso. Los llamados “deseos

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mundanos” (los materiales, cotidianos que derivan de las necesidades, de los sentimientos, los sueños por realizar...) lejos de ser evitados y señalados como “apegos impuros”, se convierten en el motor de la transformación: eso que empuja al ser humano a mejorarse. Recapitulando, el punto de vista de Nichiren Daishonin es verdaderamente revolucionario: 1) El ambiente es el espejo que refleja nuestro karma. Inútil buscar cambiar la imagen reflejada, si no se modifican las causas interiores. Inútil lamentarse de que “el mundo es malo” o “la gente no entiende”. Al contrario, la imagen en el espejo es un precioso mensaje para comprender qué es lo que no va bien en nosotros. 2) Gracias al estado vital que “ilumina” las cosas, los deseos mundanos se transforman: convirtiéndose en un medio para usar y no más como un fin que nos domina. De potencial veneno para la existencia, adquieren la propiedad de una medicina benéfica. Por este motivo, no hay necesidad de reprimirlos y renunciar a las satisfacciones de la vida con ascético desapego. 3) El proceso de aligerar el karma pasado y de creación de karma positivo para el futuro sucede en el presente. Todos podemos realizarlo a partir de ahora, sin renunciar a nuestra identidad. La felicidad se encuentra en esta vida: la llave para abrir la puerta la tenemos ya en el bolsillo. 4) Este proceso desarrolla una relación armoniosa con el ambiente. Progresivamente, aparece la que podemos llamar “fortuna” (circunstancias favorables, encontrarse en el lugar justo en el momento justo...), pero que en realidad es una red de efectos positivos en respuesta a nuestras acciones.

Todo parecía muy bonito, pero también muy fácil. “¿No será un poco simplista?”, pregunté. Cierto, si dijéramos que quien practica el Budismo ganará la Lotería porque se vuelve afortunado, este sería un discurso absurdo. Pero cambiar el propio destino es totalmente otra cosa. Requiere una práctica asidua y correcta: los resultados dependen del empeño que se ponga. La Ley de causa-efecto es, en cierto sentido, implacable: inútil buscar atajos. Las causas del sufrimiento no se transformarán sólo porque uno busca de no pensarlas o se ocupa sólo cuando tiene ganas. Además, frente al propio karma es imposible fingir: poder engañarse a sí mismo es pura ilusión. Hace falta coherencia. Por ejemplo, es inútil hacerse bello a los ojos de la gente continuando sin embargo a crear causas negativas con acciones guiadas por el egoísmo. Para decirlo con un proverbio: quien predica bien y luego escarba mal, no verá mejorías. Por una parte crea y por la otra destruye. En cierto sentido, el karma es... matemático. EL DESTINO ESCONDIDO EN LA PROFUNDIDAD Hay causas y tendencias negativas que se pueden “ver” razonando, reflexionando sobre sí mismos o escuchando los mensajes que llegan desde afuera. Es por lo tanto posible modificarlas con un esfuerzo de voluntad, buscando de cambiar el modo de pensar y de actuar. En este caso, la práctica budista es utilísima para aclarar las relaciones entre nosotros y el ambiente y suministrar la energía vital necesaria para sostener el esfuerzo del auto mejoramiento. Pero hay aspectos de la vida que, aparentemente, escapan a esta lógica: sufrimientos que caen inesperados, eventos “desafortunados” de los cuales se nos escapa el origen, problemas que se representan siempre iguales, con una constancia desastrosa. En este caso, la racionalidad no tienen ningún poder: la causa existe, pero está depositada de tal modo en la profundidad en el “diario interior” que hasta el intelecto más brillante anda a ciegas en la oscuridad. El Budismo habla de nueve niveles de conciencia en el ser humano, como estratos que, partiendo de los aspectos físicos, descienden paso a paso siempre más en profundidad. Los primeros corresponden a los cinco sentidos (vista, oído, olfato, gusto y tacto), que nos ponen en relación con el exterior. La sexta conciencia es aquella que habla de la mente que, aunque en modo instintivo, elabora las percepciones de la realidad circundante. La séptima está representada por el yo conciente. Es un nivel más profundo: el de la personalidad del individuo, donde las experiencias

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son ponderadas y se desarrollan pensamientos y conceptos inherentes a los aspectos interiores de la vida. La octava conciencia representa en parte eso que la psicología moderna define como inconsciente: un enorme diario, una vorágine vastísima que va mucho más allá de la posibilidad del yo conciente, con sus percepciones limitadas de tiempo y espacio. Todos los pensamientos, las palabras, las acciones se acumulan aquí, formando las causas del karma que, como semi escondidas, antes o después madurarán, llegando a la superficie en forma de efectos positivos o negativos. Es la octava conciencia que influencia la séptima y no al revés. Pero, aún más profundamente, existe la novena conciencia: el fundamento de la vida, la naturaleza de Buda donde la energía positiva universal corre pura y sin contaminaciones. Lamentablemente, en condiciones normales, el estrato de la octava conciencia es tan espeso y macizo que bloquea el surgimiento de este flujo iluminante. Como una tapa que oscurece la luz, sofoca una fuente. Recitando Nam-myoho-renge-kyo aumentamos la “presión” de la novena conciencia. La fuerza de la vida universal empuja y perfora los estratos, imparable. Se abre camino como el agua clara que surge de un manantial subterráneo y limpia, purifica, aclara todo a través de su recorrido: el diario del karma, el yo conciente, los mecanismos de la mente, los sentidos, la percepción de la realidad. A este punto también las acciones, las palabras, los pensamientos, guiados por la conciencia purificada y regenerada, crearán un karma positivo. En este proceso, cualquier residuo podrá surgir de la vorágine de la octava conciencia. Pero serán efectos kármicos aligerados, desmoronados o atenuados de un tirón por Nam-myoho-rengekyo. Por eso se habla de “aligeramiento de la retribución kármica”. Un disturbio momentáneo, un cálculo fastidioso que es expulsado. Mucho mejor que dejarlo engordar y calcificar, hasta convertirse en doloroso y devastador. Claro, no es posible cancelar el karma del pasado con una vuelta de esponja. Pero la revolución humana activada por la práctica budista permite liberarse de modo más rápido y menos doloroso.

“Realmente interesante. Pero, si aquello que sucede depende de las acciones cumplidas, ¿como se explican los problemas que uno tiene desde que nació? ¿Qué tipo de causas pudo haber puesto antes siquiera de venir al mundo?” VIDA, MUERTE, VIDA... Según el Budismo, todos los fenómenos están sometidos al continuo ciclo de nacimiento, muerte, renacimiento, muerte... La vida, en el sentido más profundo del término, es un continuo movimiento donde todo se transforma: nada se crea de la nada y, en consecuencia, nada se destruye definitivamente. Esta entidad vital no sufre las limitaciones del tiempo y del espacio. Son sus manifestaciones (es decir los fenómenos físicos y psíquicos) que siguen el ciclo de nacimiento y muerte: un ritmo natural, universal; como el día y la noche, el proseguirse de las estaciones, el florecimiento de un árbol y la caída de las hojas. Las células de nuestro cuerpo nacen y mueren continuamente, sin embargo estamos siempre vivos. Las emociones, los pensamientos, las convicciones de cuando éramos pequeños estén probablemente muertas desde hace tiempo. Pero han nacido otras. Y somos siempre la misma persona, que repite continuamente el ciclo de nacimiento y muerte. Cuando una cosa muere, simplemente se transforma en algo diferente. Pero no por ello deja de existir. El Budismo considera al universo como una única gran entidad. Si lo comparamos con un inmenso océano, la vida de cada individuo puede ser representada como una ola en aquel océano. Cuando la ola se alza de la superficie es el nacimiento, y por lo tanto la vida; cuando se funde nuevamente con el agua, es la muerte. Así, vida y muerte son dos aspectos que se alternan, dos manifestaciones diversas de una misma entidad: la Ley del universo. Entonces, morir es un poco como dormirse: muchas partes de nosotros, durante el sueño, dejan de funcionar, o funcionan en modo diverso, para luego reencontrarse al despertar.

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La diferencia respecto al ciclo sueño-vigilia es que cuando se muere las primeras siete conciencias (los sentidos, la mente, el yo conciente) se disgregan a la vez que el cuerpo. Por eso no recordamos las existencias pasadas. Pero la octava conciencia (el diario del karma) acompaña la entidad vital – que se funde con la gran vida del universo – hasta el renacimiento, cuando se reúnen nuevos componentes físicos y espirituales. Así, cada ser vivo nace en un determinado lugar y en una determinada condición según el karma acumulado en las existencias precedentes. Y sufre efectos derivados de acciones cumplidas quien sabe cuando. Frente a esto, ningún esfuerzo basado en la búsqueda racional tendrá ningún resultado. Por esto es importante tener un medio que consienta alcanzar y cambiar ese karma, que de otro modo sería inmutable. Nam-myoho-renge-kyo tiene ese poder. Es interesante notar como muchos filósofos de la Grecia antigua (desde Sócrates a Platón, hasta Plutonio) concibieran algo preexistente a nosotros que, en un cierto sentido, elige y determina las condiciones en las cuales venimos a este mundo. Una fuerza que opera en la existencia y establece ciertas reglas antes aún de las influencias derivadas del ambiente, los padres, la infancia. Como un hecho, un destino personal que nos acompaña desde siempre. Naturalmente existen diversas concepciones, filosóficas y religiosas, de la naturaleza de la existencia y de la muerte. El punto común a todas (Budismo incluido) es que ninguna puede proporcionar una prueba directa de lo que sucede después de la muerte. Entonces, en lugar de comparar las diversas teorías, es probablemente más útil preguntarse qué tipo de influencia ejercen sobre la vida real del ser humano, cual de ellas lo vuelva es decir más o menos fuerte, más feliz o más infeliz. Escribe Daisaku Ikeda: “El Budismo enseña que la vida es eterna y por lo tanto nos invita a usar esta existencia para “elucidar” nuestra entidad eterna. La felicidad eterna, explica, está precisamente en el empeñarse en este sentido. Una vez asumido que la vida continúa eternamente más allá del pasado, el presente y el futuro, realizar la propia revolución humana se convierte en el objetivo fundamental del existir. Cuando se aclara y se revoluciona la propia vida, entonces vivir se convierte en una alegría, morir se convierte en una alegría y también las futuras existencias serán felices. ¿Qué otra cosa puede definirse eterna?... El hecho es que la gente encuentra desagradable reflexionar sobre la propia vida y mirar a la cara la propia finalidad, que busca continuamente algo que pueda absorber todo su interés. Así, eludiendo el punto esencial – es decir aquel de desarrollar al máximo la propia existencia – llega a morir sin estar nunca preparada para ese momento... Tolstoi escribió: “La muerte es más cierta que el mañana, que la noche que sigue al día, que el invierno que sigue al verano. ¿Por qué entonces nos preparamos para la noche y para el invierno, pero no para la muerte? Debemos hacerlo. Pero hay sólo un modo para prepararse a la muerte: vivir bien”...”. Y prosigue Ikeda: “Vivir bien significa desarrollar, cultivar y elevar la propia vida... La felicidad no existe fuera de nosotros. Se encuentra en lo más íntimo, en el propio estado vital. La civilización moderna lleva a desviar la mirada hacia fuera; la nuestra, se dice, es una civilización que ha olvidado la muerte, y la gente busca de exorcizarla no pensándola o buscando evitar cada contacto con ella. Pero ignorar la muerte ¿significa quizá enriquecer la vida? La ciencia puede retardar el momento del fin, pero no puede eliminarlo. La muerte es condición de la vida, a la cual nadie puede sustraerse. Por lo tanto, una civilización que ha olvidado la muerte ha olvidado al individuo y no es por cierto capaz de guiarlo a la felicidad...”.

Mientras escuchaba estas palabras me dí cuenta de que una parte de mí vagaba. Observaba los rostros de la gente sentada alrededor: una decena de personas reunidas en esta casa a dos pasos de la mía. Parecían muy diferentes los unos de los otros, por edad, condición social, nivel de instrucción. Un grupo extraño. Y sin embargo, todas practicaban este Budismo. En una esquina, un poco apartada, había asistido a su oración. La recitación de Nam-myoho-rengekyo, como un coro rimado. Y luego, siempre juntos, la lectura de un librito que parecía un canto de palabras incomprensibles. Dudas, perplejidad, escepticismo, se alternaban en mi. Pero también interés, curiosidad. Después habían empezado a hablar. Antes de todas estas explicaciones, me

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habían contado por qué lo hacían. Una chica de poco más de veinte años habló con entusiasmo sobre cómo la enseñanza budista, a la cual se había acercado por simple curiosidad, en pocos meses le había abierto nuevos horizontes: ideales de paz, de empeño social y ambiental por perseguir; un motivo para empeñarse en los desafíos de la vida, mirando al futuro con una confianza que antes no conocía. Un hombre de mediana edad ironizó sobre la mala suerte que lo había perseguido siempre en los negocios. Parecía que el mundo se la hubiera tomado con él: cualquier actividad que emprendía, terminaba en deudas. Practicando había revolucionado su punto de vista y, en consecuencia el modo de estar y de actuar: ahora, decía, tenía un medio para cambiar las causas de su problema, en lugar de preocuparse en perseguir los efectos. Y, poco a poco, los resultados se veían. El suyo era el tono fresco de quien siente haber movido una roca. Una mujer más bien anciana contó como la recitación le había dado la fuerza para afrontar una enfermedad. Cierto, también se había curado. Pero, en lugar de resignarse como otras coetáneas, había luchado y vencido, y ahora se sentía “como una jovencita llena de energía”. Y debo decir que se veía. También su matrimonio, después de años de decadencia en la costumbre, había “renacido”. Un hombre sobre los cuarenta practicaba el Budismo desde hacía quince años y ciertamente, dijo, muchos aspectos de su vida estaban todavía fuera de lugar. Pero mirándose hacia atrás no podía más que alegrarse: la mejoría era lenta pero constante; como un árbol que crece día a día, sin que nos demos cuenta. Una mujer bastante joven dijo en cambio que su vida siempre había sido tranquila: una familia sin problemas particulares, un buen trabajo, un círculo de amigos; en teoría no le faltaba nada. Pero Había un sentido de vacío interior que comenzaba a hacerse grande; un disgusto impalpable. “Como si el corazón se estuviera endureciendo”, palabras suyas. Así es que había probado, y hoy podía confirmar que Nam-myoho-renge-kyo revitaliza la existencia: “Hay algo grande que crece en ti y te cambia el sentido de la vida, los objetivos para lograr, la naturaleza de los deseos, las ganas de empeñarse para dar a los demás en lugar de pedir”. Otra persona contó en cinco minutos los últimos años de su vida: un elenco de situaciones difíciles, conflictos sentimentales nunca resueltos, sufrimientos por enfermedad, problemas financieros en cadena. Al final había probado practicar el Budismo, superando con fatiga obstáculos intelectuales y convicciones religiosas. Desde entonces había habido un sucederse de eventos positivos desbordantes, que me asombraban mientras los iba contando con todo lujo de detalles, tanto que parecían imposibles. Ahora, dijo, tenía la certeza de que ningún problema futuro podría no ser sobrepasado. Parecía que cada uno tuviese algún resultado para contarme. Experiencias concretas. Así, decían, había nacido su fe. E iban adelante experimentando, confirmando con resultados. Me parecía gente “franca”, genuina. Su entusiasmo, su convicción, más allá de las palabras, me atraían: había un calor, un sereno optimismo. Una energía. Algo de tranquilizador. Una sensación nueva, que me tocaba. Y las explicaciones teóricas, las motivaciones del funcionamiento de esta práctica, parecían todo lo contrario a algo sin fundamento... ¿Y si de verdad funcionase? Pero no. No podía meterme así sin más a recitar frases místicas. Volví a escuchar la explicación teórica. Pero enseguida interrumpí el discurso: “Sí, lo que contáis es bonito. Pero el único modo para saber si además es verdad, es probarlo...” En efecto. Podemos hablar durante un año entero, leer decenas de libros y tratados filosóficos, comparar las diversas concepciones de la existencia. Pero permanecerías siempre con la duda. Lo importante es verificar concretamente todo lo que ha sido dicho, de otro modo serán siempre teorías. No hay sesiones o cursos de pago por seguir. Todos aquellos que ya lo hacen están a tu disposición para darte una mano: no se practica el Budismo sólo por sí mismo. Cada uno posee ciertamente algún aspecto de su vida que quisiera cambiar, mejorar. Un problema para resolver, algo que la hace sufrir, un miedo que lo bloquea, alguna insatisfacción que

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lo disturba; un deseo, un sueño por realizar, una enfermedad por superar. Esta práctica sirve para mejorar la propia vida: no es un ejercicio intelectual. Se practica para vencer. No importa cuantos problemas o sufrimientos tengamos: la vida es siempre más fuerte, en grado de superar cualquier obstáculo. El mejor modo para acercarse al Budismo de Nichiren Daishonin es desafiarlo, ponerlo a prueba con objetivos concretos para verificar. Pero, como en todos los desafíos, hay reglas que seguir. Si no se prueba en modo correcto, al menos por algunos meses (puesto que no estamos hablando de magia o milagros), después será inútil recriminar que no ha funcionado. LA PRÁCTICA EN PRÁCTICA Lo primero es la recitación de Nam-myoho-renge-kyo, que se hace con un ritmo dinámico: ni frenético, ni soporífero. La voz debería ser suficientemente sonora, siempre que eso no moleste a nadie alrededor. Se puede hacer solos y, cuando existe la ocasión, en compañía. Lo importante es recitar todos los días, tratando de dedicarle un tiempo constante. Lo ideal sería al menos una hora al día, distribuida según las propias exigencias. Por ejemplo media hora por la mañana y media hora por la tarde. Durante la recitación es normal que la mente divague, siguiendo el curso de los pensamientos que afloran continuamente. Sin embargo sería necesario tratar de no distraerse demasiado, a lo mejor concentrándose en el sonido, en el ritmo. Más que pensar en los objetivos por alcanzar (que ya debemos conocer bien sin necesidad de repetírnoslo), es mejor en todo caso buscar y hacer surgir la determinación de conseguirlos. La recitación es una oración, que se afronta con una cierta dosis de seriedad y solemnidad, manteniendo una postura digna y dedicándole un espacio exclusivo de nuestro día. Por ejemplo, recitar tumbados en la cama o mientras se lavan los platos no está bien.

La palabra “oración” me afectó: “Pero entonces estamos hablando de una religión. En definitiva, ¿qué es: una oración, una forma de meditación, un ejercicio de auto convencimiento?” Esta es una religión. Pero que no se dirige a una entidad externa o superior. No se pide, no se implora a alguien que nos conceda algo. La oración es la invocación: el medio para alcanzar a la Ley de la vida que está dentro de cada uno de nosotros. Esa potencialidad escondida que, emergiendo, aligera e ilumina la existencia. Tomando prestadas las palabras de Gandhi (que sin embargo no era budista): “Cuando oro yo pido a mí mismo, a mi Yo superior, al Verdadero Yo con el cual no he alcanzado aún una completa identificación... Esa Divinidad que está en cada uno de nosotros y en cada cosa, sea animada o inanimada. El significado de la oración es para mí la voluntad de evocar tal divinidad escondida en mí”. Así es, si una “divinidad” existe se encuentra ya dentro de cada ser humano. Motivo por el cual en esta práctica no hay necesidad de un clero que haga de intermediario entre nosotros y una eventual fuerza externa y superior. La Budeidad interior sólo necesita ser despertada. Cuando se recita es necesario creer profundamente que Nam-myoho-renge-kyo es nuestra vida misma. En este sentido, “fe” significa dedicarse con determinación y esperanza; fiarse con sinceridad de la propia naturaleza iluminada. Invocarla con fuerza. Otro aspecto importante de la práctica es la recitación de un libro, donde se encuentran algunas partes fundamentales del Sutra del Loto. De todas las enseñanzas (llamadas sutra precisamente) aprendidas de Siddharta en el transcurso de más de cuarenta años de predicación, es precisamente en el Sutra del Loto que el Buda revela la existencia de una fuerza vital universal que genera, penetra y regula todos los fenómenos de la vida. Es un texto que, revelando el tesoro escondido de la vida, posee el calor para alentar a quien está triste, infunde el coraje para expulsar cada miedo. Siddharta (o Shakyamuni), se iluminó a esta verdad que es la base de la vida, inició hace cerca de veinticinco siglos la propagación, bien conciente de que su enseñanza habría desquiciado

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convicciones fuertemente arraigadas en sus oyentes. Decidió igualmente alcanzar su objetivo final (la revelación de la Ley del universo) a través de una serie de enseñanzas que adaptaba paso a paso al nivel de comprensión de sus discípulos. Pero el Sutra del Loto, predicado por Shakyamuni en los últimos años de su vida y anunciado por la afirmación: “Ahora expondré la Ley suprema”, contiene principios revolucionarios respecto a las enseñanzas precedentes: donde es superada la concepción del Buda como simple ser histórico del cual tomar el ejemplo. El Buda ahora es revelado como un principio universal hecho de alegría, libertad, compasión, igualdad; una potente condición vital positiva presente en todas partes, y en particular en la vida de cada ser humano. Se podría afirmar que el Sutra del Loto es la primera “Declaración universal de derechos humanos” porque, revolucionando la concepción entonces común, afirma con fuerza la fundamental igualdad entre los seres humanos: cada individuo tiene dentro de sí el mismo potencial, por lo tanto puede volverse feliz y contribuir al prosperar de la sociedad. Todo esto independientemente de la condición actual, del sexo, de la cultura o de la época. Es una enseñanza que nos lleva hacia la emocionante dimensión interior donde se anulan las aparentes diferencias entre el individuo y la fuerza del universo. Una dimensión difícil de describir con las palabras, porque trasciende las concepciones ordinarias de tiempo, espacio, posible, imposible, bueno, malo. Supera los límites de nuestra mente para descender en la profundidad de la vida cósmica, donde el instante presente contiene el pasado y el futuro: el quien y también el dondequiera; el bien existe también en el peor mal, como un veneno que se transforma en medicina. Así, se nos despierta a la verdad de que cada uno es un Buda y de que un cambio interior puede transformar cada cosa. Fue Nichiren Daishonin, en el Japón del 1200, quien afirmó con fuerza que la esencia del Budismo está contenida en el Sutra del Loto. En particular, en el capítulo segundo y décimo dieciséis y – aún más – en el título: la síntesis suprema que comprende todos los significados en una sola frase. Como ha sido ya dicho, Myoho-renge-kyo es el título del Sutra del Loto en su versión china del 406 d.C., generalmente reconocida como la más completa y autorizada entre las tantas traducciones. He aquí por qué la práctica del Budismo de Nichiren Daishonin comprende la recitación del título y de los dos capítulos del sutra. Estos últimos son como un poema, un himno a la vida que satisface, refresca y revitaliza nuestro ánimo, porque está cantado en la lengua universal del Buda. La lengua que la Budeidad en todos los seres humanos reconoce. Naturalmente es posible estudiar el significado del sutra, del cual existen la traducción y cuidadas explicaciones. Así como para todos los principios del Budismo hay disponible una gran cantidad de material para profundizar el conocimiento. El estudio de la filosofía budista, más allá de la recitación, es parte integrante de la práctica. No se trata de convertirse en eruditos estudiosos, sino simplemente de comprender mejor lo que se hace, resolviendo dudas e incertezas, buscando soluciones a los problemas gracias a la sabiduría milenaria de esta religión. Una brújula para encontrar la dirección en el caos en el cual estamos inmersos.

“Una hora de “Nam-myoho-renge-kyo”, más la recitación de este librito, que entre otras cosas me parece difícil de aprender; además, el estudio... ¿No será un poco trabajosa esta práctica?” Ciertamente lo es: se trata de desarrollar una potencialidad escondida para cambiar la propia vida. No es un objetivo pequeño. Pero ninguno posee el poder de cambiar tu realidad en tu lugar. Nuestro cuerpo tiene la necesidad de ser nutrido todos los días y más de una vez. Éste es el ritmo natural: no se puede comer a más no poder durante tres días y luego ayunar durante un mes. También el estado vital funciona así: necesita de una nutrición constante. La recitación del sutra sería hecha dos veces al día, combinada con la de Nam-myohorenge-kyo. No es difícil de aprender, especialmente si se aprovecha la ayuda de las personas que ya lo hacen. Una vez familiarizados, no hacen falta más de 5 minutos. A este punto, una práctica correcta empeñaría cerca de una hora y diez al día. Naturalmente esta es sólo una indicación: no existe un tiempo mínimo cotidiano obligatorio. Digamos que cuánto más correcto es el enfoque

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antes es posible ver el cambio. Por otra parte, a menudo nos lamentamos de no tener tiempo; pero luego, cuando algo realmente nos interesa, nos apasiona, o preocupa, el tiempo para dedicarle aparece como por arte de magia. Con respecto a la comprensión de las palabras del sutra, vale lo mismo que se ha dicho para Nam-myoho-renge-kyo. Se trata de sonidos que activan la energía del universo. Es inútil romperse la cabeza tanto sobre la teoría: estamos frente a un ritmo natural. Por otra parte nosotros no respiramos gracias al hecho de haber comprendido los complejos mecanismos de los pulmones. Del oxígeno transportado a las células, etcétera. Lo hacemos y punto. Un recién nacido que toma la leche de la madre no se pregunta por qué motivo eso lo hace crecer. Una “sabiduría” natural en él sabe que es lo justo. ¿De qué le serviría esperar hasta el día en el que haya comprendido todas las leyes de la biología? Si esta práctica nos pone de verdad en contacto con la Ley que regula la vida, funciona aunque no lo creamos. La única posibilidad de quitarse las dudas, de una vez por todas, es verificando el funcionamiento.

“¿Y ese pergamino delante al cual habéis recitado antes qué representa?” Se llama Gohonzon. Es una palabra japonesa, que literalmente significa: “Objeto de fundamental respeto y digno de honor”. El Gohonzon es el objeto de culto delante al cual se practica. EL ESPEJO DE LA VIDA La exigencia de tener un objeto de culto no es típica de la religión. Cualquiera de nosotros, en modo más o menos conciente, se crea uno que, aunque es abstracto y personal, absorve la misma función del objeto de culto religioso: proporciona un punto de referencia hacia el cual direccional las propias ambiciones, las esperanzas, los deseos. Para algunos la familia esta sobre cualquier otra cosa. Otros ponen en primer lugar la carrera, el dinero, el poder; o bien los bienes materiales, un equipo de fútbol, los animales, a lo mejor un cantante... un objeto de culto es eso por lo cual vivimos, sobre el cual basamos nuestra felicidad y que influencia cada aspecto de nuestra vida. A menudo comprendemos cuál es este objeto sólo en el momento en el cual lo perdemos: cuando nuestro compañero/a nos deja, el dinero desaparece, la carrera se trunca. En el momento doloroso de la pérdida y de la separación no damos cuenta hasta qué punto habíamos basado nuestra vida sobre algo externo a nosotros. El Gohonzon no es algo externo: no tiene nada que ver con ídolos o reliquias que adorar. Se lo podría definir como un espejo, pero que, en lugar de reflejar el aspecto físico, presenta la vida interior a la luz de los diez estados. Es un poco como un cuadro, que a través de los signos y los colores manifiesta y transmite el estado de ánimo del pintor, tocando el correspondiente estado de ánimo dentro de nosotros. Nichiren Daishonin inscribió el Gohonzon original (del cual está extraída la copia delante de la cual se recita) para realizar el deseo de conducir a la felicidad a todos los seres humanos también luego de su muerte. Como un pintor iluminado, Nichiren reflejó en la materia su condición vital, de modo que, mientras recitamos delante de este objeto, éste actúa como causa externa que estimula y hace surgir la Budeidad interna. El Gohonzon es un mandala: un objeto simbólico, una imagen dotada del poder de evocar no algo externo o sobrenatural, sino algo profundo e interior: la Budeidad de cada ser humano. Frente a un concepto aparentemente así lejano de la visión occidental moderna, es significativo que Jung se haya sentido empujado a hablar de las imágenes mandala: el símbolo del Sí, de la unión y totalidad de la personalidad, que trasciende el intelecto, reúne y libera la energía. Potentes imágenes-símbolo, entonces, comunes a todo el género humano de cada época. El Gohonzon es por lo tanto un objeto de culto que representa una condición vital ya existente en todas las personas.

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NOSOTROS Y LOS DEMAS Para que la oración pueda manifestar sus efectos benéficos debe transformarse en acción. La vida cambia concretamente cuando se transforma la naturaleza de las propias acciones (es decir las causas del karma) liberándose de las constricciones del egoísmo. Los principios del Budismo deberían ser puestos en práctica en la vida cotidiana. Sólo así el “arma” de Nam-myoho-renge-kyo puede revelarse victoriosa, propagando sus efectos en la red de relaciones de nuestro ambiente. El Sutra del Loto y Nichiren Daishonin enseñan a vivir observando serenamente la realidad desde la perspectiva de una elevada condición vital, y al mismo tiempo empeñándose activamente en la reforma de la realidad. Quién practica el Budismo no lo hace sólo para sí. Sería una contradicción. La sabiduría derivada del estado vital debe transformarse en acciones concientes. Se es budista no sólo cuando se ora, sino en todos los aspectos de la vida cotidiana. Lo que permanece inciso en el karma es la acción altruista y compasiva de ayudar a las personas a ser felices. Recitando Nammyoho-renge-kyo se desarrolla este poder, que transforma a cada persona común en una gran persona. Entonces, todo el ambiente circundante responderá: la ley de causa-efecto a través de las tres mil condiciones en un instante volverá a aquella persona como un imán que atrae fortuna y beneficios. Esto es exactamente el objetivo de la Soka Gakkai. UNA ORGANIZACIÓN PARA CONVERTIRSE EN GRANDES PERSONAS COMUNES La Soka Gakkai es la organización que ha difundido en el mundo el mensaje de Nichiren, poniéndolo a disposición de todos. Su nombre significa “Sociedad para la creación de valor”, donde el término “valor” no tiene nada que ver con los conceptos económicos. El objetivo es el de valorizar la vida de cada persona a través de la difusión de la cultura del Budismo: crear una sociedad pacifica basada en el máximo respeto por la vida, los derechos humanos, la diversidad, la naturaleza; a través del diálogo, la hermandad, el desarrollo de la educación. La Doka Gakkai es un asamblea de gente común cuyo objetivo es el de hacer a las personas fuertes, sabias y alegres: no un rebaño de ovejas, sino un campo con un millón de flores diversas, donde cada uno manifiesta sus cualidades específicas. Durante el lapso de 700 años después de su muerte, las enseñanzas de Nichiren habían permanecido limitado al Japón. En particular, solo pocos laicos encabezaban pequeñas escuelas gobernadas por monjes, como la Nichiren Shoshu. En 1928 Tsunesaburo Makiguchi, director de una escuela elemental, y Josei Toda – joven maestro – se convierten al Budismo de Nichiren Daishonin y dos años después fundan en Tokio la “Sociedad educativa para la creación de valor”. Nace el primer núcleo organizado por practicantes laicos, el embrión de la Soka Gakkai, que en 1940 contará con cerca de dos mil miembros. Pero, con el estallido de la segunda guerra mundial, el gobierno militar de la época realiza una propia y verdadera represión de la libertad, empezando por la religión. Quien no se adhiere al culto del emperador corre el riesgo de ser arrestado. Los mojes de la Nichiren Shoshu aceptan el compromiso; Toda y Makiguchi no, y son por lo tanto arrestados. Éste último muere a los setenta y tres años en la prisión, a causa del frío y la desnutrición. Toda es liberado en 1945, al final del conflicto. En el Tokio destruido por los bombardeos, reinicia desde el principio a difundir los ideales de paz. Debe hacer todo solo: los miembros de la Soka Gakkai mientras tanto están dispersos, y a la primera reunión de 1946 se presentan tres. Pero no obstante ellos prosiguen incansables sus actividades, ayudado poco después por el joven Daisaku Ikeda, que en 1947 había iniciado a practicar el Budismo del Daishonin. El movimiento retoma el vigor y se expande rápidamente. En 1957, mientras el mundo está en plena guerra fríay se agita en la carrera de los armamentos, la voz de Toda es una de las primeras en denunciar públicamente el delirio nuclear: “Este absurdo y monstruoso instrumento de muerte”. Una voz fuera del coro: un pacifismo concreto y clarividente, en absoluto contraste respecto al principio vigente de la época, según el cual en el fondo las armas – con su potencial intimidatorio – servían para mantener la paz. A la muerte de Toda, en 1958, cercade 76.000 familias japonesas forman parte de la Soka

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Gakkai. En 1960 asume la presidencia Daisaku Ikeda, que inmediatamente comienza a difundir los ideales y la práctica del Daishonin en el mundo, viajando continuamente para alentar al modesto número de miembros dispersos en pocas zonas del Japón. En 1975 funda la Soka Gakkai Intenacional, que en aquel momento cuenta con adherentes en 51 países del mundo y desde 1981 entrará a formar parte de la ONU como organización no gubernamental. Sucesivamente será admitida en la Federación mundial de las asociaciones no gubernamentales de las Naciones Unidas. Pero este gran desarrollo de la organización laica reenciende los contrastes con el clero de la Nichiren Shoshu, que ya durante la guerra se había mostrado menos ortodoxa que la de los laicos. Paradójicamente, a pesar del objetivo último del Daishonin, los mojes miran con desconfianza esta repentina apertura al mundo contemporáneo. Evidentemente embebido de conservadurismo, el clero parece sorprendido por este desarrollo después de siete siglos de gestación, en lugar de sostenerlo lo obstaculiza. Busca frenar la dinámica modernización multicultural de la Soka Gakkai imponiendo una inmovilidad hecha de reglas anticuadas, rígidas tradiciones niponas, ideas y ritos formales, privados ya de cualquier unión con lo cotidiano. El movimiento del eje central, del Japón a los cinco continentes, molesta a los monjes, que se muestran incapaces de extender sus horizontes. Y quizá temen perder el privilegio de sentirse depositarios de algún poder especial. Un privilegio que, sin ningún fundamento en la enseñanza de Nichiren, evidentemente se han auto conferido. Así, mientras los laicos guiados por Ikeda prosiguen en difundir el Budismo de Nichiren en el mundo, en 1991 el clero japonés, cada vez más endurecido, juega la última carta: con una medida de sabor medieval excomulga a los miembros de la Soka Gakkai Internacional, tachados de “herejía”. Atribuyéndose, de hecho, un poder “divino” totalmente extraño a la doctrina del Daishonin. Frente a un grupo de sacerdotes que se comporta en abierto contraste con los objetivos universales del Budismo, la multitud de laicos en todo el mundo rompe definitivamente las relaciones con el clero. La Soka Gakkai Internacional (SGi) se convierte en un movimiento religioso de laicos empeñados en difundir los ideales de paz a través de la promoción de intercambios culturales y del diálogo entre los pueblos; la sensibilización hacia temas como los derechos humanos y el respeto del ambiente. Hoy la SGi demustra la universalidad y la actualidad de la enseñanza de Nichiren, contando ya con más de 12 millones de miembros con entidades religiosas y varias asociaciones en 190 países del mundo. Y es sólo gracias a tal organización si estamos aquí hablando de este Budismo. La Soka Gakkai de España (SGes), está reconocida como Asociación Religiosa por el Ministerio de Justicia. Cualquiera puede entrar a formar parte sin distinción de sexo, lengua, nacionalidad, opiniones políticas – si se compromete en abrazar y practicar los principios religiosos, éticos y humanitarios del Budismo de Nichiren Daishonin. De acuerdo con los principios guía de la Soka Gakkai Internacional – paz, cultura y educación – La Soka Gakkai de España es particularmente activa en la sociedad española y europea. En los últimos años, ha participado en conferencias y encuentros interreligiosos, bajo la tutela de los derechos humanos y de la paz, con la participación de expertos nacionales e internacionales. Durante éste último año, y sólo por citar un ejemplo, la Soka Gakkai de España participó en el 1º Congreso Internacional "Conflictos, Conflictología y Paz", organizado por la Universitat Oberta de Catalunya. Y, sobre este frente está organizando en las principales ciudades españolas una muestra itinerante sobre los derechos humanos, “Semillas de Cambio”, visitada en cada ocasión por centenares de personas. Por otra parte, dos veces al mes los miembros de la Soka Gakkai de España organizan reuniones de diálogo abiertas a cualquier interesado. Se llevan a cabo generalmente en casa privadas puestas a disposición por los mismos miembros: miles de pequeños grupos donde, como entre amigos, es posible aclarar dudas, escuchar experiencias directas de quienes han verificado el funcionamiento del Budismo de Nichiren Daishonin, profundizar los aspectos teóricos. Precisamente como estamos haciendo ahora. UN MAESTRO

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La idea de maestro nos trae a la mente una imagen de cátedras, bancos de escuela, nociones. Pero, sobre todo en la tradición oriental, el maestro es aquél que, además de enseñar, muestra el camino con el ejemplo concreto. Daisaku Ikeda es ciertamente un maestro de vida y de Budismo. Su objetivo es hacer a sus discípulos mejores que él: fuertes, sabios, libres, para que puedan llevar adelante con alegría y coraje los ideales de paz y respeto hacia la vida, como él hace incansablemente desde hace muchas décadas. Convencido de que el diálogo sea la llave para trascender las diferencias filosóficas, religiosas, políticas, culturales, Ikeda ha construido, en nombre de la Soka gakkai Internacional, una red de amistad y confianza a escala mundial. Se ha encontrado jefes de estado y exponentes culturales de importancia en todo el planeta, más allá de cada lineamiento político e ideológico: desde Nelson Mandela a Fidel Castro, desde Henry Kissinger a Zhou En Lai a Michael Gorbachov. Autor prolífico, profundo conocedor y gran divulgador de la filosofía budista, ha escrito numerosos libros traducidos en muchas lenguas. Ha mantenido conferencias en los más prestigiosos círculos del mundo y, en virtud de sus actividades en nombre de la paz y de la cultura, ha recibido numerosos reconocimientos internacionales (entre los que se cuentan el Premio por la paz de las Naciones Unidas) y láureas honoris causa y cátedras honorarias de universidades de todo el mundo. Escribe sobre él Johan Galtung, uno de los principales estudiosos de paz y derechos humanos a nivel internacional: “Daisaku Ikeda es un líder mundial que, percatándose plena y profundamente de la relación entre el Budismo y la paz, ha seguramente hecho de la Soka Gakkai un elemento importante del movimiento mundial por la paz”. El maestro Ikeda ha marcado el camino, ha creado la base para permitir a sus discípulos, las personas como nosotros, convertirse en grandes personas: seres humanos que, luchando por superar los propios límites, contribuyen a la paz y a la prosperidad del planeta.

“El objetivo me parece muy bonito, pero también ambicioso. Frente al caos, los desastres ambientales, la contaminación, las guerras, las injusticias económicas, las epidemias, a menudo nos embarga un sentido de impotencia. ¿Qué puedo hacer yo para mejorar el mundo? Y en definitiva, ¿Qué puede hacer el Budismo? ¿No será una utopía idealista la vuestra?”. EL MUNDO EN UN GRANO DE TRIGO Es verdad, la situación global no es alegre. En los últimos siglos la humanidad ha vivido tres grandes revoluciones: científica, industrial y tecnológica. Pero son todas revoluciones externas: los seres humanos han acumulado una inmensa mole de conocimientos, pero continúan con una inmensa ignorancia espiritual. Falta la sabiduría para usar estos conocimientos de la mejor manera. Una cosa parece cierta: el progreso técnico-científico no es suficiente, por sí solo, para cambiar el destino del planeta. Lo que ahora hace falta es un renacimiento espiritual, una revolución del ser humano. Un progreso que esta vez parta del cambio profundo en el corazón de las personas. En uno de sus más importantes tratados (Asegurar la paz en el país a través de la adopción del verdadero Budismo, escrito en 1260) Nichiren Daishonin afirma que los individuos, opacados “por las ilusiones a las cuales están apegados, continúan nutriendo ideas equivocadas... Dan vuelta la cara a lo que está bien y siguen lo que está mal”. Son los tres venenos en el corazón del ser humano – dice el Daishonin – la causa original de los desastres. Ira, Egoísmo y Estupidez producen acciones destructivas, que una a una se expanden a gran escala. De cualquiera de los tres se comience, el resultado final no cambia: guerras, destrucciones, desastres ambientales, escasez, pobreza, hambre, epidemias... en una cadena que se retroalimenta, convirtiéndose en un círculo vicioso. Y desde los tiempos de Nichiren las cosas no parecen mejorar. Es más, como notaba en 1973 el psicólogo y sociólogo Erich Fromm, parece en todo caso que la destructividad humana se desarrolle a amplia escala en la misma medida en que se desarrolla la civilización y, con ella, el rol del poder en todas sus formas. Y no se trata sólo de una destructividad direccionada hacia el exterior. Escribe Daisaku Ikeda: “El siglo veinte ha estado caracterizado por un obsceno y total

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desprecio hacia la vida humana. Ha empobrecido, insensibilizado y contaminado los manantiales de la vida. Los progresos y las mejoras realizadas en tal período han sido prácticamente todas de orden material y físico, mientras es innegable que, en lo concerniente a la dimensión interior, en lugar de avanzar se ha retrocedido. En un recorrido que parece ir en un único sentido, la vida espiritual de la humanidad se ha reducido y atrofiado, prisionera de lo que el Budismo define como “pequeño yo”, una condición de aislamiento que se verifica cuando vienen amputadas las uniones entre los seres humanos y entre éstos y el universo”. Para transformar el mundo, por lo tanto, es necesario partir de sí mismos, transformar la propia condición espiritual: la recitación de Nam-Myoho-renge-kyo es el medio práctico y accesible a todos para revolucionar y purificar los diez estados. Y, con ellos, los tres venenos y el karma. Para usar un slogan querido por los ambientalistas, si se quieren cambiar las cosas, hace falta pensar de manera global, pero luego actuar a nivel local. Entonces, el primar lugar en donde “meter las manos” es precisamente... dentro de nosotros. A través de esta práctica se desarrollan las potencialidades positivas del ser humano: un estado vital elevado y una sabiduría iluminada, que a su vez influencian el modo de pensar y, finalmente, las acciones. Resulta entonces posible crear alrededor nuestro un movimiento basado en la cultura del Budismo: la paz, la compasión, el respeto por la vida y por lo tanto también por la naturaleza. Es una revolución humana singular, que hará sentir sus efectos concretos en la esfera de influencia de cada uno: nuestro pequeño mundo de la familia, las amistades, el trabajo, el ambiente natural en el que nos movemos cada día... El aumentar al ritmo exponencial de los tres venenos (con su fardo de egoísmo, cinismo, sufrimientos, ilusiones, frenesí consumista, falta de esperanza...) será posible contraponer la invencible fuerza de la vida universal: una oleada de Budeidad en la vida cotidiana. ¿Utopía idealista? Y sin embargo, también en la más rigurosa y previsible de las ciencias, la matemática, puede haber resultados sorprendentes. Una anécdota nos lo demuestra. Sucedió en la antigua Persia que el Gran Visir, consejero del rey, inventase un nuevo juego, donde las piezas se movían sobre un tablero compuesto por sesenta y cuatro cuadrados: nacía el ajedrez. El rey, entusiasmado, preguntó al Gran Visir qué deseaba como recompensa por su maravillosa invención. Él era un hombre modesto, respondió, y entonces se contentaba con una recompensa modesta. Pidió que le fuera dado un grano de trigo por el primer cuadrado del tablero, dos por el segundo, cuatro granos por el tercero y así en adelante, redoblando el número cada vez, hasta alcanzar el último cuadrado. Al rey le pareció una recompensa demasiado modesta: en el fondo se trataba solo de un puñado de trigo. Pero el Gran Visir, rechazando la contraoferta de palacios y joyas, lo convenció. Pero cuando se inició la cuenta de los granos, el rey tuvo una amarga sorpresa. El número de granos, que al inicio era más bien contenido – 1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024... – junto al cuadrado número sesenta y cuatro se habían convertido en colosales: habían alcanzado la impresionante cifra de 18,5 millones de millones (es decir 18.500.000.000.000.000.000), por un peso total de cerca de 75 millones de toneladas. Más o menos la recolección de diez mil años de todos los campos de trigo de la Tierra. Esto es matemática: se llama crecimiento exponencial. De un solo grano de trigo una enorme montaña. De un solo, infinitésimo instante de vida, tres mil condiciones posibles. De una sola frase, la energía del Universo entero. De una sola persona que aprehende y forma parte del arte de vivir, deriva un mundo mejor. Escribe Ikeda: “La sociedad e incluso la Tierra cambian según el estado de vida del pueblo que la habita. El poder de transformar el ambiente reside en el corazón del ser humano. Una gran revolución humana en la vida de una persona puede cambiar el destino del género humano y del planeta”. ¿Qué dices, quieres probar?

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