“TENDRÍAMOS QUE HABER GRITADO” LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER
CHRISTIAN FELDMANN
“TENDRÍAMOS QUE HABER GRITADO” LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER
DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original: “Wir hättwn schreien müssen” Das Leben des Dietrich Bonhoeffer © 2005 Verlag Herder Friburg im Breisgau, 1998 Traducción: Rafael Fernández de Maruri Duque
© EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2007 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com
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Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 97884-330-2197-7 Depósito Legal: BI-3570/07 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao
EL LIBRO
Dietrich Bonhoeffer, nacido el 4 de febrero de 1906 en Breslau, asesinado el 9 de abril de 1945 en el campo de concentración de Flossenbürg: una vida corta, pero una gran figura en la historia alemana y del cristianismo. Nacido en el seno de una familia de profesores abierta a todas las corrientes espirituales de su tiempo, Bonhoeffer se decidió pronto por la teología. Sus experiencias con jóvenes desempleados y grupos de niños en el barrio proletario de Berlín-Wedding hicieron que el hijo de profesores se volviera sensible a los problemas sociales. Estancias en el extranjero en Barcelona, Nueva York y Londres y numerosos contactos internacionales imprimieron su sello en su actitud ecuménica, abierta y cosmopolita. Sin embargo, la experiencia que más profundamente le marcó fue la persecución de que fueron víctimas los judíos, que criticó ya públicamente en 1933. Bonhoeffer salva a judíos de ser deportados y se implica en el movimiento de resistencia. Camuflado como agente especial de la “Abwehr”, al mando del almirante Canaris, informa al extranjero de las actividades de la resistencia alemana y sondea cuáles serían las posibilidades políticas en caso de un golpe de Estado. El 5 de abril de 1943 es arrestado por los nazis. Christian Feldmann narra todos estos acontecimientos dramáticos con pulso palpitante, combinando el
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reportaje puramente histórico con la exposición de las visiones cargadas de futuro que Bonhoeffer tuvo de la “mundanidad de la fe” y de un “cristianismo sin religión”. Feldmann pone también de relieve desde un punto de vista novedoso la relación entre la persecución de los judíos y la opción por la acción política, evaluando igualmente de una manera nueva el papel como conjurado de Bonhoeffer y preguntándose por lo que ha perdurado de sus proyectos y provocaciones. El lector tiene entre sus manos un reportaje lleno de matices, que une los principales aspectos históricos de la época hitleriana con una excitante biografía.
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En memoria de Gustl Angstmann (1947-1998)
ÍNDICE
PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 1. BERLÍN, BARCELONA, NUEVA YORK: UN TEÓLOGO EMPIEZA A CREER . . . . . . . . Por poco no fue pianista . . . . . . . . “¡Hurra, hay guerra!” . . . . . . . . . . ¿Estudió teología por rebelarse? . . .
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Mentiroso aventajado, actor, fan de películas policíacas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “A Dios nunca se le busca a ciegas” . . . . . . . . . . “Chicos valientes” para el ejército de Cristo . . . . . Por qué es frívolo el desinterés por la política . . . . “El amor a mi país santificará el asesinato” . . . . . “El cristiano tiene prohibido todo servicio militar” “Todavía no era cristiano” . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. BERLÍN, LONDRES: UN PASTOR DESCUBRE LA EXPLOSIVIDAD POLÍTICA DEL EVANGELIO 63 No se buscan revoltosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68 Caudillo y seductor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72 ¿Huelga de honras fúnebres contra la Iglesia nazi? 77 “No queda más remedio que darse de baja” . . . . . 80 Aislado incluso de sus amigos . . . . . . . . . . . . . . 85 “Es hora de dejarse de tibiezas” . . . . . . . . . . . . . 89 La lucha de la Iglesia no es más que una “primera escaramuza” . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
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3. FINKENWALDE: UN CRISTIANO COMPRENDE QUE LOS JUDÍOS SON HERMANOS SUYOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101 ¿Romanticismo monástico o Iglesia en la oposición? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Contra la “gracia barata” . . . . . . . . . . . . . . Se le prohíbe escribir por culpa del rey David . “Se previene contra un pacifista y enemigo del Estado” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . “Sólo quien grite por los judíos...” . . . . . . . . “A fin de cuentas uno era un proscrito” . . . . “Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel” . El momento de la verdad de la fe . . . . . . . . .
4. AGENTE SECRETO EN EL EXTRANJERO: UN PASTOR APRENDE EL OFICIO DE CONSPIRADOR El camino hacia la clandestinidad . . . Heraldo de “la otra Alemania” . . . . La operación U7 . . . . . . . . . . . . . .
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5. BERLÍN, BUCHENWALD, FLOSSENBÜRG: UN PRESO SE PERMITE PENSAR CON LIBERTAD . . . . . . . “Suicidio. Se acabó. Punto final” . . . . . . . . La vida se ha convertido en un fragmento . . Una historia de amor nada romántica . . . . . Un patriarca capaz de aprender . . . . . . . . .
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Problemas de conciencia de un conspirador Una ética sin “arrogancia clerical” . . . . . . La obligación de volverse culpable . . . . . . Contra los piadosos misántropos . . . . . . . Dondeos de la paz en Gran Bretaña . . . . .
El atentado contra Hitler y un desesperado plan de huída . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205
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6.BERLÍN-TEGEL, CELDA 92: UN MORIBUNDO ESPERA LA VIDA ETERNA . . . . . . . . . . . . . 233 Una fe que ama la tierra . . . . . . . . . . . . . . . . . . 234 Ninguna puerta falsa para el “Dios tapaagujeros” . 240 “¿Dónde está Dios?” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245 “Corremos al encuentro de una era arreligiosa” . . 247 ¿Mártires por una causa falsa? . . . . . . . . . . . . . . 250 B IBLIOGRAFÍA
ESCOGIDA
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índice
Miedo a ser torturado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 210 “Es el fin: para mí el comienzo de la vida” . . . . . . 214 Absolución para el juez de la sangre . . . . . . . . . . 224
PRÓLOGO
El 5 de abril de 1943, dos meses después de la catástrofe de Stalingrado, ingresan a un preso político en la prisión militar de Berlín-Tegel. Durante doce días, su celda se abre únicamente para dar paso a las comidas y vaciar el cubo con sus necesidades. El personal ha recibido instrucciones de no cruzar una sola palabra con el detenido. Los motivos de su arresto no llega a conocerlos este último hasta pasados seis meses. Al preso se le quitan todas sus pertenencias personales, incluida su Biblia de bolsillo, pues en ellas podrían ocultarse una sierra o cuchillas de afeitar. No hay jabón ni ropa limpia. En la primera noche de su aislamiento el preso apenas puede conciliar el sueño, porque en la celda contigua otro detenido llora a gritos durante horas sin que nadie se preocupe de él. En la celda hace frío, pero la manta que cubre el camastro despide un olor tan nauseabundo que el preso no se decide a taparse con ella. A la mañana siguiente, alguien arroja sobre el suelo de la celda un trozo de pan a través de la trampilla de la puerta; el café está compuesto en un cuarto de su contenido por posos. Desde dentro puede oírse el griterío de los guardias. “Por lo demás –recordará el detenido más tarde–, la celda sólo se abrió en los siguientes doce días para
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introducir en ella la comida y sacar el cubo. No se me dirigió la palabra ni una sola vez”. Pasados unos días, el preso anota en un pedazo de papel cómo se encuentra: “Suicidio, no por sentirme culpable, sino porque en el fondo ya estoy muerto. Se acabó. Punto final”. Pero el preso, pastor y conspirador secreto Dietrich Bonhoeffer no muere. Se le traslada a otro pabellón de la prisión, y se suavizan las condiciones de su arresto al descubrirse que su familia está emparentada con el comandante de la plaza de Berlín, el superior de todas las penitenciarías militares de la capital del Reich. De pronto, el preso puede recibir libros y papel de escribir y enviar una carta cada diez días. Durante año y medio vive Bonhoeffer en esta celda diminuta de dos por tres metros, amueblada con camastro, taburete, estante y cubo. En el descascarillado enlucido de la pared, uno de sus predecesores ha escrito, arañando sobre él con macabro humor, la siguiente sentencia consoladora: “Cien años más y todo habrá acabado”. No hay más luz que la que se filtra durante el día por un pequeño tragaluz en el techo y la que despide por las tardes una mezquina bombilla, que se enciende o apaga dependiendo del humor de los guardias. Pero lo que el preso Bonhoeffer garabatea durante ese año y medio en pedazos de papel, para enviárselo luego a su familia tres veces al mes en las cartas –censuradas– que le autorizan a escribir o hacer que salga de contrabando de su celda por tortuosas vías, ingresa por derecho propio en la historia espiritual del siglo XX. Entre la esperanza y el miedo a la muerte, sin saber cuál será su destino, Bonhoeffer habla con un Dios que sin duda ha abandonado a sus criaturas humanas. Estas con-
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prólogo
versaciones en los días y noches solitarios de Tegel son el reflejo de una era alejada de Dios y se convierten en un indicador de caminos para los cristianos que tratan de vivir su fe en el estrecho filo de la navaja que separa lealtad de desesperación. Sin otro asidero que ese Dios crucificado que sólo está próximo a ellos en la impotencia del Viernes Santo…
1 BERLÍN, BARCELONA, NUEVA YORK: UN TEÓLOGO EMPIEZA A CREER
“¡Con tal de que empezara a tomarme verdaderamente en serio el Sermón de la Montaña! Aquí está la única fuente de energía que puede hacer que salten de una vez por los aires todos los embrujos y sortilegios”
“La comunidad es, pues, capaz de cargar con la culpa que ninguno de sus miembros puede soportar, ella puede cargar con más que todos sus miembros juntos. Como tal, ella tiene que ser una realidad espiritual que transcienda a todos los individuos. No son todos los individuos, sino ella como un todo la que es en Cristo, la que es el «cuerpo de Cristo»; ella es «Cristo existente como comunidad» (…) ella es el mismo Cristo presente, y por eso «ser en Cristo» y «ser en la comunidad» son lo mismo; por eso, quien carga con la culpa de los individuos depositada sobre la comunidad es Cristo mismo”. Las anteriores son afirmaciones de la tesis doctoral que Dietrich Bonhoeffer empezó con diecinueve años y terminó dos años más tarde, en 1927, con la más alta calificación posible: summa cum laude. Su título: “Sanctorum Communio, comunión de los santos, una investigación dogmática para la sociología de la Iglesia”. Para Bonhoeffer, pero también para una entera generación de teólogos, un tema como éste señala el punto de inflexión
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en el que se dejan atrás planteamientos más bien teóricos para ocuparse de la figura concreta de la fe. En contra de quienes desplazan a Dios a las altas esferas, el joven aspirante a pastor apostaba por su proximidad entre los hombres. Para él caía por su propio peso que la fe tenía que ver con el mundo y la historia, y estaba ligada a una Iglesia aún en desarrollo e imperfecta en la que uno tiene siempre que “contar con compañeros de marcha”, pero que, sin embargo, constituye pese a ello el “Reino de Cristo”. El doctor en teología de 21 años encaja a las mil maravillas en la familia Bonhoeffer, cuya primera impresión es la de constituir una potencia espiritual aparte: su padre, Karl Bonhoeffer, es uno de los profesores más eminentes de la todavía joven psiquiatría alemana; su abuelo y su bisabuelo maternos han sido renombrados profesores de teología. Su madre –cosa por entonces nada corriente– tiene el título de profesora y educa tan bien a sus ocho hijos que éstos pueden luego saltarse sin problemas unas cuantas clases escolares. Todo ello explica la tempranísima carrera universitaria de Dietrich. Su hermano KarlFriedrich llegará después a ser internacionalmente conocido como profesor de física por sus investigaciones sobre la química del hidrógeno. Nacido el 4 de febrero de 1906 en Breslau, Dietrich se traslada pocos años después con su familia a Berlín, donde su padre toma posesión de la cátedra de psiquiatría y neurología y se encarga de la dirección de la clínica universitaria, la famosa Charité. En la familia, abierta tanto a todas las corrientes espirituales de la época como a la política, la cultura y la música, el acartonamiento característico de la burguesía guillermina ha tiempo que ha dejado su sitio a una tolerancia liberal. Los hermanos de
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por poco no fue pianista En sus primeras fotografías el pequeño Dietrich tiene el aspecto de una chica: largos cabellos rubios, rostro de rasgos delicados y ojos grandes y soñadores. Pero en los testimonios de su niñez no se encuentra nada que induzca a concluir que su comportamiento habría sido el de un niño de mamá criado entre algodones: ni aversión hacia el deporte y los juegos de los chicos, ni predilección por la poesía o las mascaradas teatrales (lo que no le impidió adaptar en cierta ocasión a la escena un texto de Hauff –Das kalte Herz2– y representarlo con sus hermanos y hermanas), ni arribismo en la escuela. “Se pelea a menudo y con ganas”, escribe casi aliviado el padre en la crónica familiar al cumplir Dietrich ocho años. En Navidad pide “pistola de corchos, ¡soldados!”. Y lleno de feroz entusiasmo le escribe una carta a uno de sus amigos contándole cómo juegan él y sus hermanos en el jardín: “Estamos haciendo ahora una cueva y un pasadi1. Siglas de la “división de asalto” (Sturmabteilung) del partido nacionalsocialista. (N. del T.) 2. El corazón frío. (N. del T.)
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Dietrich leían el socialdemócrata Vorwärts, y en éste dejó una honda impresión la resolución con que su abuela se negó a participar en 1933 en el boicot a los comercios judíos, pasando con altivez, al entrar en sus tiendas, por delante de los puestos de vigilancia de la SA1. Una vieja dama de 91 años, que, sin embargo, rendía todavía vivísima veneración al recuerdo de la tradicional rebeldía de la familia: varios de sus antepasados, en efecto, habían pertenecido a las primeras corporaciones estudiantiles, al principio de orientación radicalmente democrática, y habían sido por ello encerrados en prisión o desterrados.
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zo bajo la tierra. El pasadizo va desde un lado de la glorieta hasta la cueva. Es para que cuando estemos luchando con Klaus [uno de sus hermanos] podamos llevar socorro a la cueva o atacar al enemigo por la espalda. Frente a la cueva estamos construyendo una empalizada, un foso y un agujero muy profundo; así, cuando alguien caiga dentro, podremos arrastrarlo de la misma al agujero”. El padre, de buen corazón, pero un tanto reservado, tampoco habría tolerado que en el cuarto de los niños se exteriorizaran con demasiada franqueza los sentimientos. En la casa de los Bonhoeffer se era ilustrado y generoso, pero reinaban la disciplina y un autocontrol casi británico. El señor consejero privado Bonhoeffer odiaba las emociones y las quejas. Todavía más tarde, siendo ya un joven pastor, Dietrich solía bajar automáticamente el tono de voz cuando estaba furioso o excitado: ¡nunca mostrar las propias debilidades! Por otra parte, en esta familia ninguna ley era más sacrosanta que la de respetar a los demás hermanos. “No era un padre al que uno pudiera acariciarle la barba o dirigirse con nombres afectuosos” –recuerda Christine, la hermana de Dietrich–. “Pero cuando se le necesitaba era una roca”. La calidez anímica que tal vez le faltara al padre la encontraban los hijos en Paula, la madre, incansable a la hora de inventar nuevos juegos e historias y a la que su enérgica resolución llevaba a veces a pecar de atrevida: el día que, en su primera clase de natación, su hijo Klaus mostró tenerle miedo a la profundidad de la piscina, no se lo pensó dos veces y saltó ella misma al agua… a pesar de que no sabía nadar. La casa de los Bonhoeffer estaba abierta a todo el mundo, y en ella siempre estaban de visita tíos y primas, estudiantes del padre, colegas de la Charité, compañeros
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de colegio de los hijos y admiradores de las hermanas mayores. Los sábados era el día en que la familia se reunía en casa a interpretar música; en esas ocasiones Dietrich tocaba el piano, y lo hacía tan bien que los padres llegaron a pensarse seriamente si educar a su hijo para pianista. Dietrich compuso diversos lieder y una cantata sobre el salmo 42. Y como es natural superó los exámenes de bachillerato con maestría: un “muy bien” en gimnasia y conducta, notas medianas tan sólo en inglés, historia y matemáticas, y un único “insuficiente” por su caprichosa caligrafía. Berlín a comienzos del siglo XX: una metrópolis desbordante de velocidad y prisas, un crisol cultural, febril, ruidoso, caótico, inabarcable con la vista, todo lo contrario a un pequeño mundo en el que sentirse seguro. Con más de dos millones de habitantes, la capital del Reich reventaba ya por sus cuatro costados, y desde todas partes masas humanas que en apariencia no tenían fin afluían sin cesar al centro industrial más grande del continente: desarraigados en busca de trabajo y buenos sueldos, diversiones mundanas y aun es posible que un poco de sensualidad y nuevas sensaciones. Pero la avenida soñada hacia la felicidad se metamorfoseaba con demasiada frecuencia en un callejón sin salida: sucios trabajos ocasionales en lugar de grandes oportunidades, bloques de viviendas y habitaciones miserables en sótanos en lugar de zonas residenciales, y al final, en no pocas ocasiones, el asilo para desamparados o el burdel. La ciudad residencial estilo Biedermeier hacía tiempo que se había convertido en una confusa maraña de centros industriales y de transporte, chimeneas de fábricas y gasómetros, grandes casas de vecindad de varios pisos y desoladas escombreras.
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La sed de placeres de los ricos se pavoneaba en los grandes almacenes y los restaurantes caros; en las noches iluminadas por miles de lámparas de gas la elegancia mundana callejeaba por los bulevares; la grande mode se reunía para la soirée en la casa de campo de este consejero de comercio o aquel magnate de la industria, mientras que la bohemia de pintores y literatos celebraba lascivas fiestas en sus estudios de artista. En los barrios pobres, sin embargo, vivían enlatadas como sardinas en diminutas chabolas que amenazaban ruina familias de seis, ocho y hasta diez miembros, habitaciones miserables húmedas y oscuras en sótanos y buhardillas, cuartos vulgares sin luz ni ventilación en los que todo se hacía a la vez: vivir, dormir, cocinar, lavar y planchar; y en los que crecían niños paliduchos y a veces se oía también el traqueteo de una máquina de coser, porque trabajando en casa sus habitantes podían ganar un par de pfennig extra. Ser un niño no significaba aquí jugar y hacer travesuras despreocupadamente, sino pasar hambre, mendigar, recoger trapos viejos y tener que ponerse a trabajar por un salario desde muy pronto. Al nacer Bonhoeffer, la mortalidad infantil en el distinguido barrio de Tiergarten era del 5,2%; en el barrio obrero de Wedding, en cambio, del 42%. “Mi hermano pequeño –recuerda un trabajador con dotes literarias– se pasaba todo el día sentado en la habitación llena de humo. No tuvo nada de extraño, pues, que poco tiempo después abandonara de nuevo este sórdido mundo. Como dijo mi padre entonces, todo había sido perfectamente amañado”. “¡A hacer algo grande estamos destinados, y yo os conduzco a días de gloria!” –había alardeado el Káiser de opereta Guillermo II, enamorado de la grandilocuencia y los uniformes–. Bailes imperiales en la corte y maniobras,
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“¡hurra, hay guerra!” ¿Qué fue lo que llegó a conocer el joven Dietrich de la realidad berlinesa, esa caldera de brujas con sus burbujeantes tensiones sociales? El barrio de profesores de Grünewald, donde se hallaba la acomodada quinta de los Bonhoeffer, constituía un mundo aparte, y al distinguido gimnasio de Grünewald no acudían hijos de proletarios. Los húmedos sótanos habitables del Wedding y los desesperados sueños revolucionarios en los círculos rojos estaban tan lejos de allí como los ricos encantados de Las mil y una noches. Al alumno de segunda enseñanza Dietrich estaba claro que le había resultado más fácil que a sus escépticos hermanos mayores aceptar la férrea cosmovisión burguesa y el orden establecido. De las pretensiones de liderazgo de una élite privilegiada no se le había ocurrido ni dudar. Sin embargo, era un muchacho despierto y lo suficientemente capaz de aprender como para llegar con el transcurso de los años a sacar sus propias conclusiones sobre las circunstancias sociales. Cuando el Imperio Alemán dio comienzo a la movilización contra Francia y Rusia en agosto de 1914, una de las hermanas de Dietrich entró como un vendaval en la casa gritando de alegría: “¡Hurra, hay guerra!”… para recibir por toda respuesta a su patriótico entusiasmo una bofetada. El chico de ocho años estaba como es natural
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y policías imperiales a caballo con cascos terminados en punta y sable eran la fachada aparente de la capital. Pero al atreverse en cierta ocasión el monarca a visitar los barrios más “desfavorecidos”, lo que se le reclamó con voz retumbante fue: “¡Pan y trabajo!”.
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enteramente de parte de su hermana. Dietrich colgó un mapa de Europa en la pared de su cuarto y empezó a jalonar con alfileres los movimientos de la línea del frente. Pero cuando cayeron tres de sus primos y cuando, en 1918, su amado hermano Walter –quien un año antes se había alistado como voluntario– encontró él también la muerte y fue enterrado en una tumba militar en Francia, empezaron a desmoronarse los bien cimentados muros de esta forma de ver las cosas. Dietrich y ella –contaría más tarde su hermana gemela Sabine– permanecían despiertos hasta bien entrada la noche, tratando de imaginarse “lo que serían el «estar muerto» y la vida eterna (…) Después de que hubiéramos estado concentrándonos intensamente durante un rato, no era nada raro que nos sintiéramos mareados”. Al principio, Dietrich también se había burlado de los probos burgueses que habían ocupado los puestos directivos en la República de Weimar, sustituyendo a los aristócratas y a los junker3 del imperio del Káiser: ¡un guarnicionero, Ebert, como canciller del Reich! Pero cuando en junio de 1922 el ministro de asuntos exteriores, Walther Rathenau –un pacifista de los pies a la cabeza y, además, judío–, fue abatido a tiros por extremistas de derechas en las inmediaciones del gimnasio de Grünewald, ninguno de los alumnos se indignó tanto como el joven de dieciséis años Dietrich Bonhoeffer. “Recuerdo los disparos, que pudimos oír durante la clase –anotaría después uno de sus compañeros de pupitre–. Y recuerdo también el apasionado estallido de indignación de mi amigo Bonhoeffer (…) Recuerdo que se preguntaba a dónde iría a parar una Alemania en la que se asesinaba a su mejor dirigente. Lo recuerdo porque me 3. Hijos de la nobleza. (N. de T.)
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asombró que alguien supiera con tanta exactitud dónde estaba”. El mismo Dietrich, en una carta a su hermana gemela Sabine, que a la sazón se encontraba estudiando en Tubinga, se expresaba con un vocabulario menos exquisito: “Un pueblo de cerdos –bramaba allí– compuesto por bolcheviques de derechas”. La miseria que siguió a la derrota en la guerra, el hambre y el desempleo masivo los había observado él muy bien. Según las anotaciones de su padre, Dietrich demostró ser un “mozo de recados y un explorador de víveres” magnífico; se sabía todos los precios del mercado negro y era quien organizaba las existencias de fruta y harina. Pero a quienes les fue realmente mal fue a las familias más pobres, eso lo sabía él perfectamente. A su parroquia de Barcelona, a la que tuvo que atender en calidad de vicario en el extranjero, le hablaría más tarde de las consecuencias del “bloqueo del hambre” de finales de 1918 (cuando Gran Bretaña cortó la entrada a Alemania de todas las importaciones): por entonces se recibían cada día en las cartillas de racionamiento un máximo de seis rebanadas de pan, siempre llenas de serrín, tabletas de sacarina en lugar de azúcar, y para desayunar, comer y cenar nabos, más nabos y otra vez nabos. Faltaba carbón y tela para vestidos. Y siempre que Dietrich cruzaba un determinado puente de camino a sus clases y volvía a ver a un grupo de personas reunidas a la ribera del río, era perfectamente consciente de que alguien había vuelto a suicidarse presa de la desesperación. No, el joven Bonhoeffer era un observador demasiado agudo como para dejarse engatusar de forma duradera por el entusiasmo bélico, las aspiraciones al dominio del mundo, el odio a los judíos y todos los demás artículos de fe de la fracción más conservadora de la burguesía alema-
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na. Por ello, apenas aguantó más de un año entre los exploradores, a los que se había afiliado contando trece años; los eternos juegos de guerra y al aire libre perdieron pronto su atractivo para él. Por la misma razón, la pertenencia de Dietrich a la corporación de estudiantes liberal-conservadora Igel4 y su participación en unas maniobras del Schwarze Reichswehr5 no pasaron de ser un mero episodio. La Igel, ciertamente –explica el amigo y biógrafo de Bonhoeffer Eberhard Bethge–, se había distanciado con su gris piel de erizo de las “corporaciones”, adornadas de vistosas gorras, en cuyo seno se practicaban duelos a espada al más puro estilo militar, y participaba también en iniciativas de cooperación social durante las vacaciones. Pero la estricta reglamentación del tiempo libre y las “visitas estereotipadas” entre los miembros de la corporación no fueron en absoluto del agrado de Dietrich. No obstante, Bonhoeffer no se daría formalmente de baja de ella hasta 1933, cuando la Igel incorporó a sus estatutos el “párrafo ario”6 antisemita. Las agrupaciones paramilitares constituidas por combatientes que por entonces formaban en cuerpos de volun4. “Erizo”. (N. del T.) 5. “Ejército Negro del Reich”. (N. del T.) 6. El autor hace aquí referencia al tercer párrafo de la “Ley para el restablecimiento del funcionariado civil de carrera”, aprobada por las autoridades nacionalsocialistas el 7 de abril de 1933, en el que se establecía lo siguiente: Beamte, die nicht arischer Abstammung sind, sind in den Ruhestand zu versetzen; soweit es sich um Ehrenbeamte handelt, sind sie aus dem Amtsverhältnis zu entlassen. (Los funcionarios que no sean de ascendencia aria, serán jubilados; de tratarse de funcionarios honoríficos, se les separará del servicio público). Véase también más adelante, en la nota 30, lo indicado sobre el significado político y racial de esta ley. (N. del T.)
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¿estudió teología por rebelarse? Con la Iglesia protestante la familia Bonhoeffer, pese a contar entre sus miembros con teólogos ilustres, mantenía unas relaciones muy frías. Los Bonhoeffer no frecuenta7. “Cazadores de Ulm”. (N. del T.) 8. Galería de generales en jefe. (N. del T.)
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tarios, como el Schwarze Reichswehr, eludieron la prohibición que, conforme a lo estipulado en el Tratado de Versalles, proscribía la constitución de un ejército regular y formaron a jóvenes con la vista puesta en los enfrentamientos que, a modo de una guerra civil, se esperaba que tendrían lugar con los “rojos”. Al parecer, las dos semanas de maniobras en Württemberg entre los Ulmer Jäger7, que es como se llamaba la unidad de Bonhoeffer, habían satisfecho sus necesidades románticas: había ejercitado sus músculos –escribía Dietrich a casa–, y cuando marchaban de maniobras al despuntar el día, “era maravilloso ver cómo contrastaban con la nieve los oscuros contornos iluminados por el sol al levantarse, y media hora después podían verse los Alpes increíblemente nítidos y cerca”. Pero los ejercicios al aire libre, con prácticas de asalto en las que se cargaba con todo el equipo, no le gustaron nada en absoluto. “Arrojarse sobre la tierra helada con fusil y mochila resulta especialmente desagradable”. Y casi todos los destacamentos eran “profundamente reaccionarios”. Todo el mundo aguardaba únicamente a que se produjera un putsch del general Ludendorff contra la República, aunque sin duda éste tendría que organizarse mucho mejor que la marcha de diletantes que, pocas semanas antes de escribir Bonhoeffer su carta, había liderado Adolf Hitler contra la Feldherrnhalle8 muniquesa.
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ban la iglesia y tampoco obligaban a sus hijos a acudir al culto divino. En casa, ciertamente, se rezaba a la mesa, y la madre les contaba a sus hijos historias de la Biblia. “Cantaban muchos himnos y se rezaba por las noches” –recuerda la sobrina de Dietrich–. “En Nochebuena la madre leía en voz alta el relato de la Natividad, y en Año Nuevo el salmo 90, al que seguían todos los versículos del Nun lasst uns gehen und treten9…”. De la “Iglesia popular”, con sus piadosos sermones y círculos, parecen haberse mantenido a distancia con la arrogancia del intelectual ilustrado: “¿Para qué la fatal falta de edificación de una asamblea externa, en la que se corre el peligro de sentarse frente a un predicador de miras estrechas al lado de un montón de rostros exentos de espíritu?” –se pregunta desafiante Dietrich en la misma tesis doctoral en la que descubrirá que esta asamblea tan poco brillante es el “santuario de Dios”–. Tal vez hubiera en la temprana decisión de Dietrich de estudiar teología una pizca de rebeldía frente a su familia (que respetó su decisión sin oponerse mayormente a ella) y un intento por distinguirse, siguiendo un camino en tal grado independiente, de sus hermanos mayores y su acusado interés por las ciencias de la naturaleza. Sea como fuere, de una particular pasión por las cuestiones teológicas no cabe rastrear al principio ni la más mínima pista. No hay un solo indicio de ella en la tesina de bachillerato, que presenta a Cátulo y Horacio como líricos, comparándolos con originalidad: “Horacio es justamente el romano por antonomasia, Cátulo el lombardo temperamental. (…) Cátulo oscila de un extremo a otro: odi et amo. Ama y odia. Todo en él es 9. Himno compuesto por Paul Gerhard en 1653 y que es típico cantar en familia la noche de Fin de Año. (N. del T.)
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movimiento, temperamento; en cambio, en Horacio todo es calma, serenidad. Por ello, en Cátulo no hay lugar para el humor, sino únicamente para la ironía. (…) Cátulo está siempre inmerso en la situación; Horacio pasa por encima de todas las cosas, en cierto modo sonriendo y tomándoselas con humor. (…) El uno es el revolucionario, el otro el conservador”. Años después el padre le confiará, burlándose ligeramente de él con la mofa del agnóstico, la idea que por entonces se había hecho de su decisión: “Una vida tranquila e inactiva de pastor, como la que conocía por mis tíos suabos”; algo que habría sido “poco menos que una lástima” en el caso de su hijo. “Una gran equivocación por mi parte, a fin de cuentas, en lo que se refería a la inactividad”. Pues en ese momento Dietrich es ya pastor en Londres y en su vida empiezan a anunciarse dramáticos acontecimientos. De que en la decisión de estudiar teología podría haber desempeñado también un papel su carácter obstinado y respondón, su deseo de salirse del camino prefijado y rebelarse contra las expectativas de la familia, daría testimonio una hoja con un examen de conciencia posterior que encontró Bethge. La hoja parece datar de 1932, y en ella Bonhoeffer escribe de sí mismo en tercera persona, con la distancia del observador crítico: “El día que, estando él en el último curso de secundaria, respondió con voz suave a la pregunta de su profesor que quería estudiar teología, se ruborizó. Ni siquiera le había dado tiempo a ponerse de pie y las palabras ya habían salido de sus labios. (…) Algo extraordinario había sucedido, y él saboreó esa cosa extraordinaria y se avergonzó a la vez. Ahora todos lo sabían. Ahora él se lo había dicho a todos ellos. Ahora tendría que resolverse el misterio de su vida”.
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“Qué vanidad tan deplorable” –se reprocha mirando atrás–: “Le había impresionado muchísimo leer en Schiller que el hombre sólo tiene que erradicar unas pocas pequeñas debilidades para hacerse igual a Dios. Desde entonces, estaba al acecho. Se le pasaba por la cabeza que saldría de la lucha convertido en un héroe. Incluso se lo había prometido a sí mismo solemnemente. Su camino estaba escrito (…) Pero, ¿y si fracasaba? ¿Si la lucha salía mal? ¿Si no podía soportar el combate? (…) ¿Qué estaban diciendo los rostros curiosos, desconfiados, aburridos, decepcionados o burlones de sus compañeros de clase? ¿Acaso no le creían capaz? ¿No confiaban del todo en lo sincero de su propósito? ¿Sabían algo de él que ni él mismo sabía? ¿Por qué me miráis todos así entonces? (…) Dios, di tu mismo si me refiero en serio a ti. (…) ¿Quién está hablando entonces? ¿Mi fe? ¿Mi vanidad? Dios, quiero estudiar teología. Sí, lo he dicho. Todos lo han oído. Ya no hay vuelta atrás. Quiero… Pero, ¿y si…?”. mentiroso aventajado, actor, fan de películas policíacas En el recuerdo de sus compañeros de estudios en Tubinga y Berlín, Dietrich permaneció como una cabeza extraordinariamente lúcida y crítica, pero también como un compañero apasionado y amigo de bromas. No había nada en él del comportamiento torpemente sincero que caracteriza a muchos futuros pastores. Dietrich dormía siempre que podía hasta tarde, y era capaz de mentir a las mil maravillas si con ello podía hacerle una jugarreta a alguien, no se perdía ni una sola película policíaca de la cartelera que mereciera la pena y fumaba a ratos como un carretero. De quemar un cigarrillo tras otro ni siquiera paraba cuando acompañaba al piano la bonita voz de su
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hermana Úrsula, y el día que ésta se quejó de que le era imposible cantar con tanto humo, se levantó sin decir una palabra y se marchó ofendido de la habitación dando fuertes pisadas. “Le encantaban todo tipo de juegos”, especialmente los de cartas, el rommé, el bridge –recuerda un compañero suyo de años posteriores, durante los días del seminario teológico de Finkenwalde–. “Él fue quien me enseñó uno de los juegos más interesantes de mi vida, un acertijo que era una especie de charada. Lo jugaban dos jugadores, y cada uno de ellos tenía que representar a una figura de la historia, la literatura o la actualidad. Sin embargo, ninguno de los dos sabía a quién tenía que representar cada uno de ellos; lo único que ambos sabían era a quién tenía que representar su contrincante. Así que era necesario aguzar el ingenio para que el otro pudiera representar su papel y descubrir de quién se trataba. En cierta ocasión, mi contrincante era Winston Churchill, y yo mismo, Adele Sandrock (…) Bonhoeffer interpretó, alternándolos, ambos papeles con mucho talento. Ideaba situaciones con muchísima rapidez y era en este sentido un buen actor”. “Con el impetuoso temperamento de Dietrich Bonhoeffer y su seguridad en sí mismo yo no tenía nada con lo que competir”, relata un compañero suyo de estudios, y cuando uno les echa un vistazo a las fotografías que se han conservado de aquel joven de veinte años, fuerte y espigado, se entienden sus apuros. Años más tarde, ya rellenito, con mofletes y medio calvo, Dietrich recordaba mucho más al tipo entrado en carnes y no demasiado masculino del teólogo académico. Su manera de relacionarse con las personas, no obstante, no perdió nunca nada de su contundencia: hablaba con todo el
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mundo de forma muy directa y clara, aunque por regla general desviando a la vez la vista hacia el suelo o hacia un lado, según propia confesión para no irritar a su interlocutor ni dejar de ser él mismo en ningún momento objetivo e imparcial. Bonhoeffer unía un evidente gozo en el trato con un estilo inaccesible que no resultaba en absoluto antipático. “No podía uno abordarle sin más y charlar con él de cualquier cosa” –comentaba el futuro obispo Albrecht Schönherr, quien coincidió con él en Finkenwalde–. El mundo académico tuvo que resultarle fascinante desde el principio. En las cartas que escribe a sus padres desde Tubinga no se queja de estrés, sino que pasa a describir con desbordante entusiasmo las asignaturas que más le interesan (ciencia bíblica, historia de la religión, filosofía), nombrando a los profesores que más le gustan. Transcurridos dos semestres, se traslada a Roma, donde le sorprende lo bien que se siente allí, un seco protestante en el extraño mundo de una religiosidad despreocupadamente sensual y exuberante. Hasta entonces sólo se había interesado, por así decirlo, privadamente por la religión, manteniendo una distanciada curiosidad intelectual por las posibilidades humanas de aproximarse a la trascendencia. Aquí, en Roma, asimiló por primera vez lo que significa practicar la fe en la vida cotidiana y en el seno de la comunidad. El Domingo de Ramos de 1924 asiste a una misa mayor en la catedral de San Pedro, y al ver sacerdotes y seminaristas de diferentes colores de piel en el altar encuentra “maravillosa” la universalidad de una Iglesia mundial unida en el rito. A última hora de la tarde ve cómo entran en la iglesia de la Trinità dei Monti para vísperas cuarenta alumnas de un internado (que él toma por monjas): “El órgano
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“a Dios nunca se le busca a ciegas” ¿Puede ser que la fe no sea solamente un asunto que el corazón mantiene a buen recaudo y el cerebro acompaña de otros miles de diversas experiencias? Lo que tiene fascinado a Dietrich es la forma en que los católicos confieren una figura visible al sentimiento interno y una forma universal a la idea individual. Su mirada crítica, como es natural, no le abandona. Es posible que la renuncia del protestante a captar en símbolos lo que el entendimiento no sería capaz de abarcar, sea la opción más honesta, piensa al regresar de la liturgia del Viernes Santo a un seminario teológico. La dogmática, en efecto, le resulta inquietante, ella “condena todo lo ideal en el catolicismo sin saberlo”. Y el Papa, al que tiene la ocasión de conocer en una gran audiencia, le deja “bastante indiferente”; carece –piensa– de “toda grandezza”. La decepción de Bonhoeffer resulta comprensible: Pío IX era un seco científico de los pies a la cabeza, todo lo contrario de una figura carismática.
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empieza a sonar y con increíble sencillez y gracia ellas cantan con gran seriedad su cántico de vísperas”. A diferencia de lo que se habría esperado de unas “monjas de verdad”, no había en ello nada de rutinario: “La impresión, increíblemente íntegra, que todo aquello causaba era de una piedad profundísima. A la media horita, cuando las puertas volvieron a abrirse, se tenía una vista sin igual sobre las cúpulas de Roma al ponerse el sol. Luego fui a pasear todavía durante un rato por el Pincio. El día había sido magnífico, el primer día en que entendí algo real del catolicismo; nada que ver con romanticismos, etc., sino que empecé a entender, creo yo, el concepto de «Iglesia»”.
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El asunto de la “Iglesia”, en cualquier caso, ya no le deja tranquilo. Al volver a Berlín, Bonhoeffer participa con apasionamiento en la polémica que se ha suscitado entre los teólogos universitarios a propósito de la figura concreta de la fe: ¿es suficiente con discutir científicamente, divagando sin ataduras, sobre la Biblia y el sentido del universo? El “protestantismo cultural” burgués, con su meliflua acomodación a los gritos de guerra y el pensamiento clasista, ¿no está en deuda con el Evangelio y el sufrimiento de los pequeños y marginados? ¿Qué aspecto ha de tener una Iglesia que quiera permanecer fiel a ese crucificado marginal al que está constantemente remitiéndose? Bonhoeffer plantea a los semidioses académicos incisivas preguntas. Y convierte la querella teológica en el tema de su tesis doctoral, con la que se atreve contando tan sólo 19 años: Sanctorum Communio, “comunión de los santos”. ¿Cómo toma cuerpo en el mundo la nueva de Dios? ¿Cómo se hace carne en la realidad terrena la verdad en la que creen los cristianos? “La Iglesia es la nueva voluntad de Dios con los hombres” –declara Dietrich–. “La voluntad de Dios apunta siempre al hombre histórico concreto. Pero, a continuación, tiene su principio en la historia. En algún lugar de ésta tiene aquélla que hacerse visible, comprensible y (…) revelarse”. A primera vista, palabras inofensivas y abstractas, como las que suelen ser habituales en el lenguaje ampuloso y huero de los teólogos. Y todo ello sin que un par de páginas después echemos tampoco en falta el característico sentimentalismo del predicador pietista: “El hilo entre el hombre y Dios que cortó el primer Adán, es reparado de nuevo por Dios, pero esta vez revelando éste su amor en Cristo, es decir, no con exigencias y llamadas, ni aproximándose él al ser humano como un puro tú, sino
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dándose Dios gratuitamente como un yo, abriendo su corazón. En la revelación del corazón de Dios tiene la Iglesia sus fundamentos”. Pero esta mansedumbre en la expresión esconde dinamita: el desafío de un joven furioso al anonimato sin compromiso de un individualismo aislado, por una parte, y a la resaca irracional de la masa, por la otra. En el mundo académico teológico, Bonhoeffer reconoce –para decirlo brevemente– dos campamentos, cuyas posturas están en cada caso justificadas, pero que, sin embargo, desembocan ambas en características tentaciones: los unos, partiendo de la Historia y trabajando de un modo rigurosamente empírico, dibujan una imagen de la Iglesia en la que ésta no es más que una simple magnitud social, algo así como una asociación bien organizada con un programa común. Es la revelación que un día se anunció y está cementada en la fe. Ernst Troeltsch sería uno de los valedores de esta fracción. La otra sigue a Karl Barth, el contestatario pensador suizo, para el que la revelación es siempre cosa del oyente aislado. La Iglesia sería entonces un fenómeno más bien espiritual, la comunidad de todos los que oigan y acepten esa palabra. Bonhoeffer –haciéndose acreedor de un mérito nada pequeño para no ser más que un principiante en la ciencia de la fe– fusiona ambas imágenes de la Iglesia en una visión cargada de futuro. La Iglesia es a la vez corporación social y comunidad espiritual. La Iglesia trasciende el mundo por su origen y aspiraciones –pero tiene a la vez una figura mundana y social muy concreta–. La Iglesia se mantiene a distancia del mundo –y a la vez se hace responsable de él–. La “unidad de la nueva humanidad en Cristo” anula la fragmentación anónima y opera la reconciliación de sociedad e individuo.
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La fórmula mágica de Bonhoeffer, inspirada en una afirmación de Hegel, reza como sigue: La Iglesia es Cristo existente como comunidad. Características de la figura social que se llama Iglesia son la comunión y la solidaridad10. La “representación”, como dicen los teólogos. Este motivo de fondo ya nunca abandonará a Bonhoeffer. En su lección sobre cristología de 1933, que sólo conocemos por los apuntes de sus oyentes, arremete contra el método tradicional de aproximarse al misterio de Cristo explicando las relaciones entre sus naturalezas divina y humana. Lo que hay que preguntarse, según él, no es cómo sea Cristo, sino quién es y dónde se puede tener experiencia de él. La respuesta de Bonhoeffer es que, como Señor viviente, Cristo sale a nuestro encuentro aquí y ahora en la Palabra, el sacramento y la comunidad. “La comunidad entre la Ascensión y el Retorno es su figura, la única que tiene además”. De ello se sigue, lo que tal vez sorprenda a algunos de los admiradores de Bonhoeffer, el claro rechazo a una religiosidad que se dedique a vagabundear por ahí: sólo en el espacio de la Iglesia es posible preguntar por Cristo con exactitud, constata Bonhoeffer en la susodicha lección. “Allí donde se pregunta por Dios porque se sabe ya quién es. A Dios nunca se le busca a ciegas y de una manera abstracta. En su caso sólo puede buscarse lo que se ha encontrado ya. No me buscarías si no me hubieses ya encontrado (Pascal)”. Bonhoeffer no mitificó acríticamente la Iglesia. Justamente por ser ella quien hace presente a Cristo y lo personifica, la Iglesia tiene que compararse constantemente con Cristo y dejarse criticar por él. Sin embargo, él la ama 10. En el original, Miteinander (unos con otros) y Füreinander (unos para otros) respectivamente. (N. del T.)
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con todas sus imperfecciones y debilidades. En su tesis doctoral, Bonhoeffer hace una lista de los “intentos indiscretos” que por purificar a la Iglesia se han llevado a cabo en el pasado, desde las sectas del cristianismo primitivo hasta la espera del Reino socialista de Dios de Saint Simon, pasando por los anabaptistas; “en todas partes, un intento de tener presente de una vez por todas el Reino de Dios ya no en la fe, sino ante los ojos, ya no velado en las particularidades de una Iglesia cristiana, sino manifestándose claramente en la moralidad y la santidad de las personas, en la reglamentación ideal de todos los problemas históricos y sociales”. Está claro que a todos estos puristas les faltaría olfato para comprender “que la revelación de Dios se opera realmente en la historia, es decir, en lo oculto, que este mundo sigue siendo un mundo del pecado y de la muerte, es decir, también de la historia, y que esta misma historia llega a ser santa por que es Dios quien la hizo y penetró en ella (…) La Iglesia ha de permitir que la mala hierba crezca en su campo; de lo contrario, ¿de dónde sacaría ella el criterio para saber qué es la mala hierba en realidad? Así que la Iglesia tendrá tal vez que cultivar con amor alguna vida germinal que luego se le echará a perder, pero nunca condenará ni juzgará, sino que seguirá siendo consciente de los límites de su historicidad”. La obra primeriza de Bonhoeffer, que sólo se publicará superadas algunas complicaciones y que tras venderse poco y mal apenas si obtendrá reconocimiento en el mundo académico, es una combinación extremadamente interesante –y por entonces del todo novedosa– de teología, filosofía social y sociología. Por supuesto, Bonhoeffer no se quedó parado en Sanctorum Communio. Aquí la Iglesia es todavía el ejemplo modélico de una futura sociedad
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conservadora; en años sucesivos, en cambio, Dietrich le reconocerá cada vez más el papel de un correctivo crítico. Un Cristo, en efecto, que sea “cosa de la Iglesia o de la eclesialidad de un grupo de personas”, pero que, sin embargo, no lo sea “de la vida” (así se expresa Bonhoeffer en una conferencia de 1928 en Barcelona), ya no será suficiente para él. Quien no deje que la religión sea otra cosa que un “cuarto bien amueblado” para el alma y no reclame para Cristo más que “una provincia de nuestra vida espiritual”, jamás comprenderá a Bonhoeffer. En Sanctorum Communio Bonhoeffer identifica a la Iglesia con Cristo; más tarde, hará hincapié con bastante más insistencia en que la Iglesia es desafiada por Cristo y criticada y juzgada por él. En la conferencia de 1928 lo esencial es que “el cristianismo alberga en su seno un germen hostil a la Iglesia”. Con más claridad todavía se expresa, cuatro años después, su lección sobre la esencia de la Iglesia en Berlín: la Iglesia “no quiere ser una representación de la comunión de los santos (…) ¡Renunciar a la pureza, volver a la solidaridad con el mundo pecador! La Iglesia tiene que soportar como un misterio que Dios la niegue”. Cuanto más intensamente se compromete Bonhoeffer con la defensa de la dignidad amenazada del hombre y más enérgicamente critica la cobardía de los representantes e instituciones eclesiásticas, menos restringe la presencia de Cristo a la Iglesia. La entera realidad terrena es entonces el lugar en el que Dios se hace hombre. “chicos valientes” para el ejército de Cristo Lo normal es empezar la tesis doctoral cuando se han terminado los estudios y aprobado los exámenes. Bonhoeffer escribió su tesis como de pasada durante el último
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semestre. No parece haber tenido ningún problema en hacerlo. “Cuando estaba concentrado escribiendo –atestigua su amigo Eberhard Bethge–, hacía en tres horas lo que a nosotros nos llevaba tres semanas de trabajo”. Tal vez todo se explique por la libertad espiritual que no dudó en tomarse. El hijo de profesores dejó muy pronto de reverenciar las doctrinas de las autoridades berlinesas. No siempre libre de la arrogancia de quien está por encima de la media, ponía sus propias neuronas a trabajar. “Lo que verdaderamente me atrajo de Bonhoeffer –recuerda un compañero de estudios– fue percibir que aquí había una persona que no se limitaba tan sólo a aprender y asimilar las enseñanzas orales y escritas del profesor de turno, sino que era capaz de pensar por sí misma y sabía ya lo que quería (…)”. Indeciso entre el púlpito y la cátedra, sus primeras experiencias prácticas las tiene Dietrich trabajando con grupos de niños. Con verdadero celo, prepara misas, organiza excursiones e imaginativos juegos y se lleva con él a toda aquella pandilla de alborotadores a la hospitalaria casa de sus padres. No es para nada torpe a la hora de manejar a su tropa. En una catequesis sobre la relación de Jesús con sus discípulos, pregunta a los niños por los grandes ejércitos de la guerra mundial y los compara con los apóstoles: “Al principio, el ejército era muy pequeño, un capitán y unos doce hombres, y no os olvidéis de que no eran precisamente caballeros aquellos hombres, sino pescadores y gente pobre y harapienta; luego, poco a poco, el pequeño ejército empezó a crecer, pero, cuando todavía estaba lejos de haberse hecho grande, el capitán fue hecho prisionero por ser un revolucionario y alterar la paz (…)”. “Cobardes y gente mala” no le sirven de nada a este ejército, lo único que harían sería ridiculizar a su caudillo
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Cristo. No, aquí las cosas no son tranquilas ni cómodas, de eso se encarga ya la voz de la conciencia. “Es como cuando uno está deseando hacer en la escuela una cosa muy mala con todos sus camaradas, y de pronto te das cuenta de que hay otra persona allí que lo está viendo todo y que no quiere que eso pase; entonces le quema a uno tanto por dentro que querría estallar de ardor, ganas y conciencia. (…) Chicos, ninguno de vosotros puede decirme: «yo no tengo esa conciencia», «a mí Dios no me ha llamado nunca». Sólo tenéis que escuchar dentro de vosotros, con mucha atención (…) Ay chicos, y ahora ya no querremos volver a decir: «un momento por favor», sino que lo que querremos será mostrar que somos chicos fuertes y valientes y que estamos deseando entrar en el ejército de Jesús para ser sus más valerosos soldados, y un soldado valeroso en este ejército vale más que el soldado más valiente en el ejército de Napoleón. Y cuando alguno ande cabizbajo porque su madre esté enferma o incluso por haberse quedado sentado sin hacer nada, lo que tiene que hacer es volver a levantar la cabeza trabajando. A Jesús no le gustan los que andan cabizbajos, él quiere soldados valientes”. El joven teólogo se tomó este trabajo muy en serio. A un antiguo compañero, que entretanto se ha hecho ya pastor, le acribilla a preguntas por carta: ¿ha de hablarse de todo con los niños? ¿Es lícito esforzarse por tener éxito (cosa que Bonhoeffer sin duda tenía) o han de mantenerse pedagógicamente las distancias? ¿Cómo deben contarse a los niños los relatos de la Biblia? ¿Es lícito que un sermón para niños concluya en tono patético? Más tarde, se celebra todos los jueves en casa de los Bonhoeffer una sesión vespertina para alumnos de bachillerato dedicada a la lectura y la discusión. Los jóvenes dan
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pequeñas conferencias y acuden con Dietrich a la ópera y a conciertos. Son jóvenes cultos y críticos que proceden de familias burguesas, y entre ellos hay algunos judíos. No obstante, algunas cosas invitan a pensar que la decisión de cursar en el extranjero el año de vicariato prescrito, fue una huida. Le daba miedo el modo en que los niños acudían en masa a su grupo. El sermón de examen salió mal; el candidato Bonhoeffer –escribirán los examinadores en su diploma– peca en sus “asociaciones de ideas” de “forzado y rebuscado” y debería “estudiar con más aplicación modelos de sermones”. Es posible que lo que estuviera buscando también Bonhoeffer fuese abandonar el mundo académico y sus problemas a menudo artificiales y conocer más de cerca la praxis pastoral. Sea como fuere, el caso es que en febrero de 1928 volvemos a encontrarnos con él en España, en la comunidad alemana del puerto comercial de Barcelona. El cristianismo con que Bonhoeffer tropieza allí entre los comerciantes es un cristianismo muy burgués, una fachada religiosa que sin duda puede ser de gran ayuda para la estabilidad anímica y que de algún modo guarda también relación con una vida decente, pero que está lejos de suscitar preguntas apasionadas por el último sentido de las cosas. “Estas gentes miran a la Iglesia con la misma simpatía que al deporte o al partido nacional alemán, sólo que de forma menos activa” –le escribe sarcástico a su abuela en carta a Berlín–. El pastor al que ha de ayudar Dietrich hace su trabajo con cansada indiferencia; el celo de su ayudante le provoca cierta inseguridad, pero cuando se da cuenta de que Bonhoeffer le respeta, le deja hacer. “En todo el año no hemos conversado ni una sola vez sobre alguna cuestión teológica, no digamos ya religiosa” –constatará con sobriedad Bonhoeffer al concluir
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su estancia en España–. “En el fondo hemos sido unos perfectos extraños el uno para el otro, pero nos apreciábamos mutuamente”. El joven vicario observa espantado lo poco que perturba a los cristianos de su comunidad el mortal abismo que se abre entre ricos y pobres. Los hijos de los comerciantes a los que tiene que dar clase de religión “viven bien y con comodidades”; se da como algo asumido que heredarán el negocio de su padre y lo ignoran todo de la guerra civil, que se anuncia amenazadora en el horizonte, y de los problemas sociales. Casi siente nostalgia, en este mundo hueco y seguro, de las pequeñas furcias y chulitos de Montmartre, a los que había visto –al hacer una escala de varios días en París durante su viaje a España– en la iglesia de Le Sacré-Coeur: la naturalidad con la que se rendían a las ceremonias de la misa mayor le pareció auténtica y más convincente que los piadosos ejercicios obligatorios de la fina sociedad barcelonesa: “Me resulta más fácil imaginarme a un asesino o a una prostituta rezando que a una persona fatua en oración”, confía por entonces a su diario. Sin embargo, poco a poco empieza a entender que el desafío consiste justamente en la ausencia de las cuestiones existenciales. Se anuncian los primeros contornos de un “cristianismo sin religión”, como lo llamará más tarde. Uno tendría que “volver a examinar todo lo ganado”, le escribe a uno de sus profesores universitarios. En la conferencia de Bonhoeffer nombrada antes, éste reflexiona con insistencia sobre el motivo de que Jesús hubiera mostrado predilección por los niños y los despreciados por la sociedad, y piensa que sería un error peligroso que “quisiéramos fundamentar nuestro recurso a Dios sólo en nuestra cristianidad y eclesialidad”.
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por qué es “frívolo” el desinterés por la política Bonhoeffer se reincorpora al mundo académico desempeñando funciones de asistente en la universidad de Berlín. Oposita a cátedra con un complicado tema filosófico, que vuelve no obstante a relacionar con plena consciencia con la realidad de la Iglesia. Acto y ser es el título del escrito, que busca aclarar cuál es el puesto de filosofía trascendental y ontología en la teología sistemática y que, como es natural, vuelve a estar listo en el plazo de un año. El joven de veinticuatro años ofrece de nuevo una síntesis de posiciones de actualidad en apariencia irreconciliables: la revelación es para él “acto y ser” a la vez, acto del Dios que se vuelve hacia el hombre y del hombre que se resuelve a tener fe, siempre nuevo y arriesgado; simultáneamente, empero, ella es también ser, una magnitud estable, que ha tenido lugar de una vez por todas y está preservada en la Iglesia. La Iglesia es el punto de intersección en que se encuentran acto y ser, en el que el Dios lejano penetra en la
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En otra ocasión, Bonhoeffer relató a sus oyentes en Barcelona el antiguo mito del gigante Anteo, “más fuerte que cualquier hombre sobre la tierra; nadie podía vencerle, hasta que, un día, uno que luchaba con él lo levantó del suelo y al gigante le abandonó su fuerza, que sólo afluía a él mientras permanecía en contacto con la tierra”. La conclusión de Bonhoeffer: “El hombre que quiera abandonar la tierra, que quiera escapar a las miserias del presente, perderá el vigor que está constantemente sosteniéndole con misteriosas fuerzas eternas. La tierra es nuestra madre, así como Dios es nuestro Padre, y sólo a quien haya sido fiel a su madre le recibirá en sus brazos el Padre”.
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historia humana. “La revelación, pues, tiene lugar en la comunidad”, reza la tesis central. “Dios está ahí, es decir, no en la no-coseidad eterna, sino –dicho sea con toda suerte de precauciones– disponible, aprehensible en su Palabra en la Iglesia”. En parte esta temprana habilitación es una solución de urgencia. Porque lo cierto es que Bonhoeffer continuaba a estas alturas sin tener claro si consagrarse a la praxis pastoral o seguir una carrera académica. Si se hubiera decidido por trabajar en una parroquia nada más terminar el examen, no podría haber eludido su paso por el seminario teológico, del que temía su estricta reglamentación (los candidatos ni siquiera poseían una llave de la casa) y estrechez espiritual. Con la habilitación podía aplazar el tener que tomar una decisión definitiva, y en el caso de que más tarde se resolviera finalmente a cambiar la universidad por la praxis parroquial, tal vez pudiera contarse con que en ese momento le resultara posible ahorrarse su no deseado paso por el seminario. Bonhoeffer se había vuelto por entonces bastante solitario. Había erigido una coraza protectora en torno a sí, y, aunque seguía siendo amable y cortés, no permitía que nadie se le aproximara demasiado. Los deportes y las relucientes ofertas culturales de la gran capital apenas seguían teniendo interés para él. Había acabado por “hastiarse” de sí mismo, dirá lacónicamente más tarde: “Una monstruosa ambición, que algunos notaron, hacía que me resultara difícil vivir y me privaba del amor y la confianza de los que me rodeaban. Por entonces estaba terriblemente solo y abandonado a mis exclusivas fuerzas”. Sin embargo, curiosamente, justo en ese período en que está tétricamente encapsulado en sí mismo, empieza también Dietrich a interesarse por esa política cotidiana
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que hasta entonces sólo había merecido su desprecio. Con la misma sobriedad con que constata la tentación que para él supone su arrogante distanciamiento, emprende la lucha contra él. Más tarde se avergonzará de su indiferencia frente a los acontecimientos políticos, que a tantas personas sumen en la miseria, y confesará en una carta que aquello había sido una “evidente frivolidad”. Los signos de los tiempos anuncian tormenta: en julio de 1930, cuando Bonhoeffer es recibido en el cuerpo docente de la universidad como catedrático y realiza su segundo examen de teología, Hindenburg, ante el rechazo constante de que son objeto los decretos de emergencia con los que el canciller Brüning pretende sanear la economía, disuelve el parlamento. Como consecuencia, los nacionalsocialistas elevan en éste el número de sus escaños de doce a 107 y marchan en formación cerrada con sus uniformes de color pardo hasta el edificio del Reichstag. Dietrich protestó a su manera. Se hizo amigo –la primera amistad fuerte en años– del teólogo Franz Hildebrandt, que al ser hijo de una judía pertenecería pronto, según todas las previsiones, al grupo de los apestados. También peregrinaba al oficio divino en Moabit cuando predicaba allí el pastor Günther Dehn. Dehn, pacifista declarado y socialista cristiano, era el blanco perfecto para la prensa difamatoria de derechas, pero su jefatura eclesiástica, muy lejos de salir en su defensa, veía en su compromiso una carga y una molestia. Cuando Dehn, en un acto en memoria de los héroes de la Guerra Mundial, previno contra el peligro de que se convirtiera el luto por los caídos en una santificación de la guerra y reclamó que se hiciera hincapié con más insistencia en las iglesias en el mensaje de paz bíblico, un coro de voces airadas le acusó de haber ultrajado a los soldados muertos.
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En 1931 Dehn fue llamado a ocupar una cátedra en Halle, donde los estudiantes pardos cerraron filas contra él tan pronto como hizo aparición en la universidad. Que Dehn pusiera en cuestión el derecho a hacer la guerra y reflexionara en voz alta sobre una “renuncia al derecho a autoafirmarse”, les parecía la peor traición que podía hacérsele a la patria. Dietrich, en contra de algunos teólogos colegas suyos que reclamaban lealtad a la nación por parte de toda manifestación eclesiástica sobre la guerra y la paz, presentó por entonces, en una súplica a la dirección eclesiástica, una apasionada declaración a favor de la libertad de prédica. Para entonces, Bonhoeffer había regresado nuevamente a Berlín tras haber cursado un año de estudios en Nueva York. El período que pasó allí como becario en el Union Theological Seminary parece haber dejado en él una huella mucho más profunda que cualquier otra experiencia de su polifacética formación. En Nueva York comprobó estupefacto en el gueto negro de Harlem las consecuencias del racismo, se entusiasmó con las corrientes pacifistas de los Cristianos de América y se desengañó cada vez más de la tradicional separación entre religión y política. Al principio, la relajada atmósfera del college11 y lo distendido del trato entre estudiantes y profesores provocan inseguridad en el berlinés acostumbrado a las formalidades, tanta como la que le causa el estilo, por completo distinto, en que se hace teología allí: los alumnos lo ignoran absolutamente todo de los planteamientos dogmáticos y 11. En inglés en el original. Con este término se hace referencia, en Estados Unidos, a una unidad administrativa dentro de una universidad, similar a una facultad, en la que se otorgan títulos de licenciatura en ciencias y artes liberales, o a una institución en la que se imparte formación especial o profesional, por ejemplo de medicina, farmacia o agricultura, normalmente dentro también de la estructura de una universidad. (N. del T.)
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de filosofía de la religión más simples –escribe a casa–. “Hablan por hablar, sin razonar ni una sola palabra de lo que dicen y sin que sea posible advertir ningún criterio. (…) [Se] llenan la boca de consignas humanistas y liberales, y se ríen de los fundamentalistas, pero en el fondo no están ni a su altura. (…) A menudo se me parte el alma en las clases, obligado a contemplar cómo despachan a Cristo y se ríen con desfachatez si se cita una frase de Lutero sobre la conciencia del pecado. (…) La predicación se ha envilecido hasta degenerar en meras observaciones eclesiásticas al margen sobre acontecimientos de actualidad”. Sin embargo, conforme se prolonga su estancia en Nueva York, Bonhoeffer acaba apreciando cada vez más la inusitada manera en que allí se toman las experiencias cotidianas como punto de partida y se confronta despreocupadamente el Evangelio con la realidad social. Se hace amigo de un estudiante negro, que se lo lleva con él a las desconsoladas callejuelas y patios interiores del South Bronx y a las iglesias de Harlem, donde los negros se obstinan los domingos en cantar a la Nueva Jerusalén. Avergonzado, descubre una seriedad en el trato con la Biblia que le era desconocida hasta entonces y una esperanza explosiva que espera realmente de Cristo que el mundo cambie y la libertad que tan dolorosamente se echa de menos. Bonhoeffer es recibido en las casas de los negros, donde lee la Biblia con las mujeres e imparte “escuela dominical” a los niños. Empieza a leer novelas escritas por autores de color y se asombra de la “energía y calidez productivas” que encuentra en ellas. En la Navidad de 1930 se presenta de pronto en La Habana, donde conocidos suyos trabajan en la escuela de la colonia alemana. Bonhoeffer da en Cuba clases de religión y un sermón navideño que permite apreciar muy cla-
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ramente la revolución que se ha producido en su pensamiento: a uno –decía allí– tiene que parecerle asombroso que se celebre el nacimiento del Salvador, “los ejércitos de desempleados ante nuestros ojos, los millones de niños que sufren en todo el mundo, los que pasan hambre en China, los que viven bajo la opresión en la India y en nuestros desventurados países (…) ¿Quién, al recordar todo esto, seguiría queriendo entrar, sin pensárselo ni meditarlo antes dos veces, en la tierra prometida?” A Bonhoeffer siempre le gustó viajar. Al final de su viaje a Roma visitó Sicilia y con su hermano Klaus dio a continuación el salto a África por diez días, así de sencillo. Cuando su estancia académica en Estados Unidos está tocando a su fin, alquila con un amigo un coche destartalado y hace turismo con él hasta Méjico. Le habría gustado ir a la India y conocer in situ la religiosidad de Asia y las ideas de Gandhi. A veces –le escribe a su abuela–, le asalta el pensamiento de que “allí, entre los «paganos» de aquellas tierras, podría haber más cristianismo que en toda la Iglesia del Reich”. Y a su hermano Karl-Friedrich le confiesa por carta que en Occidente el cristianismo acabará de todos modos por fenecer, por lo menos en su actual figura. Pero a pesar de que en varias ocasiones está a punto de emprender la marcha (en 1934 el mismo Gandhi le invitará personalmente a visitarlo), el viaje nunca llegó a tener lugar. “el amor a mi país santificará el asesinato” De vuelta ya a la universidad de Berlín, donde ahora da clases y dirige seminarios como privatdozent12, Bon12. Figura docente característica de la universidad alemana que equivaldría, aproximadamente, a la de un catedrático no titular. (N. del T.)
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13. “Dios (está) con nosotros”. (N. del T.)
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hoeffer intenta convencer a sus alumnos de que hay que tener cuidado con la guerra –un mensaje inaudito en un momento en que los nazis están empezando a hacerse cada vez más fuertes también en las universidades–. La antigua consigna de la Primera Guerra Mundial: “Gott mit uns”13 ya no brota, es cierto, de labios de los líderes eclesiásticos con la misma facilidad que antes, pero cumplir con el deber con valentía en el frente de batalla es algo que se sigue considerando como una obviedad, y dudar de que tenga sentido solucionar militarmente los conflictos, como un deshonor. A los miembros de la Iglesia más conservadores irá haciéndoseles también cada vez más claro, con el paso de los años, lo difícilmente que cabría conciliar con la ética cristiana la obsesión armamentística y el belicismo de Hitler, pero la mayoría se guarda muy mucho de expresar abiertamente su disconformidad. ¿A quién le gustaría que se le insultara llamándosele “camarada sin patria”? También Bonhoeffer está enfrentado al mismo dilema. La suya puede ser una familia de pensadores todo lo libres y críticos que se quiera, pero ha sido siempre leal al Estado. En su tradición espiritual no está prevista la posibilidad de que gobierno, élite política, cúpula militar, inteligencia cultural y dirección eclesiástica puedan todos ellos perder completamente el hilo en una cuestión tan importante como ésta. Los bellos ideales del Evangelio pueden pronunciarse en contra y las posibilidades abiertas a la moderna guerra de exterminio masivo haber creado unas condiciones absolutamente distintas, pero lo cierto es que, con el fin de alcanzarse objetivos políticos, se vienen haciendo guerras desde hace milenios, así que, ¿por qué razón tendrían de pronto que ser las cosas dife-
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rentes? Si los pacifistas lo tienen tan difícil, es porque parecen darse de cabeza contra las leyes naturales. En una ponencia sobre los Fundamentos de una ética cristiana, que el joven vicario de 23 años había dado en febrero de 1929 frente a su comunidad de Barcelona, Bonhoeffer demostró ya tener el coraje suficiente para poner en cuestión esas leyes naturales, aunque, ciertamente, para volver a transitar a renglón seguido por las vías ya conocidas: la guerra, aclaraba allí, enfrentaría al cristiano a un dilema cruel. El mandamiento del amor, que hasta ahora regía tan claramente todas sus decisiones, aparece de pronto escindido en la prohibición de matar al enemigo y la obligación de proteger al hermano y a la madre. ¿Qué hacer entonces? La primera tentativa de respuesta de Bonhoeffer suena desvalida y desesperada, pero honrada a carta cabal: “Si alguna vez me viera obligado a elegir entre dejar a mi propia madre o a mi propio hermano en manos del agresor o levantar a mi vez mi mano contra el enemigo, la misma necesidad del momento me dirá con toda seguridad cuál de los dos es mi prójimo y tiene, además, que serlo aun a los ojos de Dios”. ¿Le daba miedo su propio coraje o encontraba insatisfactorio exponer la conciencia del soldado a una insinuación del “momento”? Sea como fuere, Bonhoeffer agregaba de inmediato el tradicional argumento de la llamada teología de la nacionalidad: “Dios me ha dado a mi madre y a mi nación; lo que tengo se lo agradezco a esa nación, lo que soy, lo soy gracias a ella; así que lo que tengo ha de pertenecerle nuevamente a ella, y esto es así resultado del orden divino, porque las naciones fueron creadas por Dios”. De improviso, el “orden creado de la nación”, como se decía entre los neoluteranos, ocupa el primer plano, derogando la validez incondicional del mandamiento del amor. El soldado empuña las armas “sabiendo que,
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14. En inglés en el original. “Día del Armisticio”. (N. del T.)
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por un lado, está haciendo algo terrible, pero que, por el otro, no puede tampoco obrar de otra manera; (…) el amor a mi país santificará el asesinato y la guerra”. Bonhoeffer recordaba, pese a todo, que a un soldado cristiano no le está permitido odiar jamás a su enemigo, porque éste se encuentra en la misma apurada situación que él y enfrentado a idéntico conflicto de conciencia, y tiene asimismo que proteger a su madre, a sus hijos y a su país. Pero a renglón seguido no dudaba en extraer peligrosas consecuencias de la “teología de la nacionalidad”: en efecto, en el “crecimiento y devenir” de una nación joven y fuerte –continuaba diciendo– se torna audible la llamada divina a crearse una historia propia e “incorporarse, luchando, a la vida de las naciones”; palabras, éstas, a las que estaba claro que podía recurrir sin problemas, en busca de una justificación piadosa, todo el que fuera partidario de una guerra de agresión. Ni el mismo Hitler, que tan magistralmente hablaba hasta por los codos de la “Providencia”, lo habría dicho mejor. Sin embargo, no había transcurrido todavía ni un año y medio, cuando en las palabras de Bonhoeffer empezaron ya a percibirse ecos muy diferentes. En noviembre de 1930, dio un sermón en la Memorial Methodist Church de Nueva York con ocasión del Armistice Day14 en que se conmemora la firma del armisticio de 1918 –una fecha delicada, en la que los sentimientos patrióticos tienen permiso para campar por sus respetos–. Bonhoeffer valoraba la Primera Guerra Mundial, tan presente todavía en el recuerdo de todos, como un juicio de Dios sobre el mundo y, en particular, sobre el pueblo alemán, que, a decir verdad, no había sido el único culpable de la conflagración, pero que, sin embargo, había pecado de “autocom-
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placencia” y “fe en su propia omnipotencia”. La misión de la Iglesia sería promover la paz entre las naciones y meter a machamartillo en la cabeza de todos los cristianos que ellos forman “una gran nación, compuesta por las personas de todos esos países”, una comunidad fraterna en la que no debería haber sitio ni para el odio ni para la enemistad, ni para el nacionalismo ni para los delirios raciales. “Nunca más –decía Bonhoeffer– debe ocurrir que una nación cristiana luche contra otra nación cristiana, un hermano contra su hermano, pues los dos son hijos de un mismo Padre”. En el Union Theological Seminary Bonhoeffer había trabado amistad con un joven pastor francés, Jean Lasserre, que si ya concedía muy poco crédito a la enemistad hereditaria entre sus dos naciones, todavía se lo concedía menos al hinchado culto a la Grande Nation en su propio país: una de dos –decía Lasserre–, o se cree en la comunión de los santos que hace estallar por los aires todas las fronteras, o en la “misión divina de Francia”; pero las dos cosas a la vez se excluyen mutuamente. “el cristiano tiene prohibido todo servicio militar” Bonhoeffer regresa ahora a su patria, azotada por deseos de venganza, afanes revanchistas, sentimientos colectivos de inferioridad y fanfarronería patriótica, y se involucra inmediatamente con feroz apasionamiento en la polémica suscitada en torno a su amigo “rojo” Günther Dehn. En febrero de 1932, Bonhoeffer planteaba incisivas preguntas ante sus alumnos berlineses, dirigidas a la nación que insistía machaconamente en su fuerza y su necesidad de expandirse (Volk ohne Raum15 era el título 15. “Nación sin espacio”. (N. del T.)
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de un éxito de ventas publicado en 1926): “Tienes algún derecho –preguntaba Bonhoeffer–, por ser una nación joven y poderosa, a avasallar y expulsar con violencia a la antigua? ¿Tienes algún derecho a extender tus fronteras, mientras tus compatriotas se ahogan en la estrechez de tus límites internos? ¿Tienes algún derecho a aniquilar en tu favor la floreciente cultura de la nación vecina?” El mero hecho de hacerse tales preguntas tenía ya que sonar a oídos de los chauvinistas, quienes llevaban la voz cantante en la universidad, como un delito de alta traición. Pero Bonhoeffer tenía además la desvergüenza de recomendar como modelo a los alemanes las enseñanzas de un salvaje oriental llamado Gandhi: “No mates a ningún ser viviente; es mejor sufrir que vivir con violencia”. En efecto, porque el derecho a la vida –aquí se enfrentan el “maduro pensamiento europeo” y el indio Gandhi– sólo se daría en la responsabilidad por nuestro hermano. Pocos meses después, en una sesión ecuménica, Bonhoeffer tomaba definitivamente posición, sin más rodeos: confiándose –decía allí– en el perdón de Dios, se olvidan el “grito del Señor” y sus claros mandamientos: “No matarás” y “Amad a vuestros enemigos”. “Eso es abaratar la gracia”, se indignaba Bonhoeffer, y afirmaba sin ambages: “El cristiano tiene prohibido todo servicio militar, todo prepararse para la guerra. (…) Es imposible que el amor alce la espada contra un cristiano, porque al hacerlo estaría alzándola contra Cristo”. Durante su intervención en una “conferencia internacional de jóvenes por la paz”, en la villa checa de Ciernohorské Kúpele, Bonhoeffer exhortaba a su Iglesia a proscribir la guerra y no avergonzarse por utilizar la irritante palabra “pacifismo”. Sin embargo, ahora com-
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pletaba la justificación teológica con argumentos que toda persona racional podía comprender: la guerra moderna –decía– trasciende el clásico concepto de lucha, “porque en ella está garantizada la autoaniquilación de ambos luchadores”. Casi nadie sabe que Bonhoeffer había extraído las consecuencias de esta actitud y estaba decidido a negarse a hacer el servicio militar. En junio de 1939, cuando “huyó” –no cabe expresarlo de otra manera– a Nueva York, Bonhoeffer le confesó allí a su amigo inglés George Bell lo siguiente: “El motivo principal de mi venida es el servicio militar general, al que este año serán llamados los pertenecientes a mi quinta [1906]. En conciencia, no puedo reconciliarme con la idea de participar en una guerra en las actuales circunstancias”. Para el mes siguiente, sin embargo, Bonhoeffer había regresado ya a Alemania; había comprendido que no podía abandonar ni a sus amigos ni a su país. Para no tener que servir como soldado en el frente (ni tener tampoco que prestar el juramento militar a Hitler), nada más empezar la guerra solicitó que se le permitiera trabajar como pastor castrense en la Wehrmacht16. Su amigo Bethge había hecho todo lo posible por conseguir que se le “eximiera del servicio militar” en la patria; al fracasar Bethge en su tentativa, Bonhoeffer le aconsejó que “aceptara” su conscripción “decentemente”. Desde el estallido de las hostilidades, la actitud de Bonhoeffer es equívoca. Qué es lo que habría hecho realmente de ser llamado a filas, es cosa que ignoramos. En 1940 fue eximido del servicio militar debido a su colaboración con la Abwehr17 –oficialmente trabajando como 16. Fuerzas Armadas alemanas. (N. del T.) 17. Servicio de contraespionaje del ejército alemán. (N. del T.)
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“todavía no era cristiano” El camino de Bonhoeffer hasta convertirse en un pacifista tuvo en sí mismo algo de una “conversión”. Así lo consideraba él mismo, en 1936, en aquella carta a una conocida suya que ya hemos citado, en la cual, casi fustigándose, se reprocha el haberse servido de la causa de Cristo en su exclusivo beneficio. Es la confesión más íntima que poseemos de Dietrich Bonhoeffer y, por ello, merece la pena que la reproduzcamos en detalle. “Me arrojé en el trabajo de una manera muy poco cristiana y humilde”, confiesa Bonhoeffer a la vicaria berlinesa Elisabeth Zinn. “Una monstruosa ambición, que algunos notaron, hacía que me resultara difícil vivir y me privaba del amor y la confianza de quienes me rodeaban. Por entonces estaba terriblemente solo y abandonado a mis exclusivas fuerzas. Eso estuvo muy mal. Entonces sucedió otra cosa, algo que hizo que mi vida cambiara y diera un vuelco hasta hoy. Por primera vez, llegué a la Biblia. Tener que decir algo así es otra vez una muy mala cosa. Había predicado a menudo, había visto ya muchas cosas de la Iglesia y dicho y escrito algunas cosas de ella, y todavía seguía sin ser un cristiano, no era más que mi propio dueño y señor, sin mesura y con reincidencia. Sé muy bien que por entonces me servía de la causa de Cristo en mi propio provecho, en beneficio de una monstruosa vanidad”. “Ruego a Dios –suena casi como un juramento– que nunca vuelva a suceder algo así. Hasta entonces tampoco había rezado nunca, o sólo en contadas ocasiones. Por
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espía en el extranjero para el servicio secreto alemán, pero en realidad facilitando contactos entre grupos de la resistencia y los aliados–.
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desamparado que estuviera, estaba más que satisfecho conmigo mismo. De todo eso me liberó la Biblia y, en particular, el Sermón de la Montaña. Desde entonces, las cosas son del todo diferentes. Así lo percibí yo con claridad, y conmigo otras personas a mi alrededor. Fue una gran liberación”. En la misma carta, Bonhoeffer continuaba diciendo que había comprendido que la vida de un cristiano tiene que pertenecer a la Iglesia y a la miseria que le rodea. Al mismo tiempo, añadía, “el pacifismo cristiano que poco antes yo mismo (…) había combatido con tanta saña, se me apareció de pronto como algo obvio”. Siendo, como era, un observador sobrio y crítico de sí mismo, Bonhoeffer no se sentía en absoluto como alguien que hubiera sido “salvado” de una vez por todas. Al contrario, en su vocación –le escribe a Elizabeth Zinn– había “todavía mucho de desobediencia e impureza”. “No hay un solo día en el que no me pesque en flagrante delito”. Sin embargo, piensa que esa vocación es “hermosa” y está preparado para recorrer el camino hasta el final. “Tal vez no quede ya ni mucho menos tanto de él por andar”. Contamos con una segunda confesión de este tenor, una carta a su hermano mayor Karl-Friedrich, el físico escéptico: al principio, confiesa en ella Dietrich en 1935, la teología le había parecido más bien una “ocupación académica”. “Ahora las cosas son completamente distintas. Pero creo que por fin sé o, por lo menos, que he dado con la pista correcta –por primera vez en mi vida–. Y eso hace que a menudo me sienta muy feliz. Lo único que todavía me asusta es que, de puro miedo, no me atreva a ir más allá de las opiniones de otras personas y me quede encajonado en ellas. Creo tener la certeza de que, para llegar de verdad a tener las cosas claras interiormente y ser verdaderamente sincero, no me queda otra que empezar a
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18. Con este término (que literalmente habría que traducir como “lucha de la Iglesia”) se hace referencia, en un sentido riguroso, al conflicto intraeclesial que aproximadamente desde 1933 hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939, enfrentó en el seno del protestantismo en Alemania a los miembros de la Iglesia Confesante (Bekennende Kirche) con los Cristianos Alemanes (Deutschen Christen). En un sentido lato, el término se ha convertido prácticamente en un sinónimo del enfrentamiento entre las Iglesias cristianas y la política religiosa del Estado nacionalsocialista, en el que se englobaría también la resistencia de la Iglesia alemana contra la praxis y la ideología nazis durante la era hitleriana. (N. del T.)
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tomarme realmente en serio el Sermón de la Montaña. Aquí está la única fuente de energía que puede hacer que salten de una vez por los aires todos los embrujos y sortilegios (…) Pero es que hay cosas por las que merece la pena comprometerse por entero. Y creo que la paz y la justicia social o, por decirlo en propiedad, Cristo, serían una de esas cosas”. Si Bonhoeffer gozó de credibilidad en la Kirchenkampf18 posterior, fue también porque no se ahorró a sí mismo ni a la comunidad cristiana estas inexorables preguntas. Ya en 1931 se había preguntado angustiado “si nuestra Iglesia no estará a las puertas de una catástrofe, si no se acabará definitivamente todo en caso de que no cambiemos de inmediato de un modo radical y hablemos y vivamos de una forma absolutamente diferente”. En una conferencia ecuménica de jóvenes en Gland, Suiza, dio lo suyo que pensar a su consternado auditorio diciendo lo siguiente: “Preferimos nuestras propias ideas a la de la Biblia. Ya no leemos en serio la Biblia, ya no la leemos en contra nuestra, sino que ya sólo la leemos a nuestro favor”. Fue haciéndose estas preguntas radicales como el privatdozent Bonhoeffer, apenas de más edad que sus alum-
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nos, impresionó a sus oyentes en Berlín. En una prueba de texto entresacada de los apuntes de una lección que Bonhoeffer impartió en el semestre de invierno de 193132, La historia de la teología sistemática del siglo XX, se lee: hay que “volver a deletrear la palabra «Dios», sacarla del vocabulario edificante, como si hubiera dejado por completo de ser obvia. Se actúa como si todo estuviera más que claro, y a continuación se dedica uno a bagatelas (…) En la vida humana no hay un solo lugar en el que podamos hablar de Dios como de una posesión nuestra. (…) Que Dios juzga también la religión, que trasciende también todo actuar piadoso, he ahí el ataque contra el hombre en su totalidad. (…) Dios [es] el que en todo momento está viniendo, ésa es su trascendencia. Sólo es posible tenerle si se le espera”. Bonhoeffer fue el profesor universitario no convencional por antonomasia. A la hora de formular sus tesis, a menudo turbadoras y provocativas, se expresaba con calma y aun con frialdad, sin emoción. Lo que tenía que hacer efecto era el contenido, no la retórica. Por las tardes, invitaba a sus alumnos a sesiones abiertas de debate y hacía excursiones con ellos. Luego, en cualquier albergue juvenil, presidía para ellos un oficio matutino o les ponía los discos de espirituales negros que se había traído consigo de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, el joven de veinticinco años fue promovido a los cargos de pastor estudiantil en la Universidad Técnica de Berlín-Charlottenburg (la labor pastoral tuvo que crearla de la nada y su éxito fue escaso), predicador adjunto en la Kaiser-Wilhelm-Gedächtnis-Kirche y representante de Alemania en la conferencia de la Federación mundial para la amistad de las Iglesias, celebrada en Cambridge en 1931. Ésta fue una de las primeras organi-
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zaciones del movimiento ecuménico, que entretanto venía creciendo tímidamente, un movimiento que no tenía nada que ver con una asociación de funcionarios y que contaba, además, con una presencia firme en muchas comunidades por mediación de activos grupos locales. La Federación Mundial nombró asimismo a Bonhoeffer secretario para el trabajo ecuménico juvenil en el centro y norte de Europa. En la patria alemana, profesores de teología de inspiración nacionalista habían escrito furibundos artículos contra la conferencia de Cambridge. “Mientras los otros practiquen en nuestra contra una política asesina para con nuestro país” –se decía allí–, sería imposible todo entendimiento, y todo el que trabajara en pro de una “artificial apariencia de comunidad” entre los alemanes y las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, estaría “negando el destino alemán y confundiendo las conciencias”. Bonhoeffer se indignó ante tamaño “desatino” sin dejarse extraviar por él en su trabajo. Viajó de congreso en congreso a través de media Europa, y fue pronto conocido por su aversión a toda resolución fácil que no hubiese estado precedida por una profunda labor teológica. Sin una nueva teología de este tipo, pensaba, nada cambiaría en la idea que la Iglesia se hacía de sí misma y todo lo que se conseguiría sería crear una organización puramente funcional. “En sentido pleno y riguroso, no puede haber entendimiento sin una predicación y una teología ancladas en el presente”, advertía Bonhoeffer en la conferencia de jóvenes por la paz que se celebró en la checoslovaca villa de Ciernohorské Kúpele. “Corremos un extraordinario peligro de que los congresos internacionales sólo nos sirvan
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para que lleguemos a ser buenos amigos entre nosotros, encontremos good fellowship19 y nada más (…) Lo que nos importa es otra cosa, un conocimiento y una voluntad nuevos. Y siempre que con la máxima seriedad no se ordene toda reunión a la consecución de este objetivo, todo lo que se habrá hecho es perder el tiempo y malgastarlo hablando (…) La Iglesia reunida en la Federación Mundial está diciéndole a la cristiandad que escuche su palabra como si ésta fuera un mandamiento de Dios (…) Pero ella está diciéndole también al mundo que cambie las cosas”. Por esta época, al hijo de profesores perteneciente a la gran burguesía fue precisamente a endosársele una clase de confirmandos en Prenzlauer Berg, el barrio obrero donde se votaba a Thälmann en lugar de a Hitler y Hindenburg. Fue, sin embargo, una de las tareas más hermosas de que jamás tuvo que hacerse cargo. A los agresivos jóvenes, que le saludaban con un gruñido y en cierta ocasión, al principio, llegaron incluso a cubrirle de basura, Bonhoeffer les contó historias de Harlem y de la Biblia, aprendió con ellos inglés e hizo excursiones al campo acompañado de la ruidosa horda. También compró a los chicos tela para su traje de confirmación, anuló clases con total tranquilidad para poder celebrar sus reuniones de grupo y llegó incluso a alquilar a un panadero una habitación en Prenzlauer Berg. Le hizo feliz que los jóvenes, familiarizados con las fuertes organizaciones proletarias, entendieran a la perfección –mucho mejor que los hijos de las familias burguesas educados en el individualismo– su sueño de una Iglesia comunitaria.
19. En inglés en el original. “Buen compañerismo”. (N. del T.)
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2 BERLÍN, LONDRES: UN PASTOR DESCUBRE LA EXPLOSIVIDAD POLÍTICA DEL EVANGELIO
“(…) no sólo vendar a las víctimas bajo la rueda, sino parar la misma rueda bloqueando sus radios”
La tarde del 30 de enero de 1933 el cuñado de Bonhoeffer, nada más llegar a la casa, comentó la subida al poder de Hitler, que había tenido lugar ese mismo día, diciendo: “¡Eso significa la guerra!”. Toda la familia asintió a sus palabras sin reservas. Muchos de los colegas de Bonhoeffer dentro del colectivo de pastores y teólogos se dejaron engañar en ese momento por los piadosos votos de Hitler y se mostraron más que dispuestos a restarles importancia a las primeras manifestaciones del terror pardo, no viendo en ellas nada más que un mal necesario en la lucha contra el bolchevismo. Circularon imágenes idílicas de Hitler acudiendo con regularidad a la iglesia como un buen feligrés (después de 1933 éste hizo que fueran eliminadas de los volúmenes de fotografías) y de la boda del gauleiter1 de Berlín y poste1. Literalmente “líder (Leiter) de distrito” (Gau). Cargo político creado por Hitler en 1922. Dentro de la organización del territorio nacional efectuada por el partido nacionalsocialista, Alemania había sido dividida en varios “distritos” o regiones administrativas superiores (Gaue) que, a su vez, se dividían en varios “condados” (Kreise), finalmente subdivididos en otras divisiones aún más
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rior ministro de propaganda del Reich, Joseph Goebbels, en una iglesia evangélica, en presencia del “Führer” y bajo una bandera con la cruz gamada desplegada sobre el altar. Cuando Hitler adoptó tonos cada vez más moderados en sus manifestaciones públicas, habló con acento entusiasta de un “cristianismo positivo”, reclamó solidaridad nacional y trató hábilmente de ganarse la voluntad de las Iglesias, las ingratas circunstancias en que se había producido su subida al poder ya no parecieron más que un simple accidente de servicio. Había también, sin duda alguna, una repugnancia sincera por el culto a Wotan y los delirios sobre el hombre superior. Con harta frecuencia, la llamada gente humilde, con su sano sentido de la realidad –líderes juveniles comprometidos, párrocos de aldea con experiencia de la vida y tozudas campesinas–, se resistió al principio con todas sus fuerzas a las aspiraciones de Estado y policía, partido pequeñas (“sedes”, “células” y “bloques”). Los gauleiter, como el resto de miembros de los “cuerpos de liderazgo” del NSDAP, eran nombrados directamente por Hitler y respondían también directamente ante él del sector de soberanía que se les confiaba. Sus responsabilidades y funciones eran fundamentalmente políticas, destinadas a asegurar la autoridad del partido nazi en su área. El cargo de gauleiter fue desempeñado por algunos de los principales encausados en Nuremberg, como Streicher (gauleiter de Franconia), Von Schirach (gauleiter de Viena) o Sauckel (gauleiter de Turingia). Con posterioridad a 1939 se nombraron también gauleiter para las regiones ocupadas, añadiéndose a sus funciones competencias directamente relacionadas con el esfuerzo bélico. Bajo la disciplina de las llamadas Napolas (escuelas de élite nacionalsocialistas, conocidas por el acrónimo de su designación administrativa: National Politische Erziehungsanstalt, instituto educativo político-nacional), el partido llegó incluso a preparar a algunos de sus miembros más jóvenes para desempeñar futuras funciones como gauleiter de Moscú o Nueva York tras la “victoria final” de Alemania.
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2. En alemán el dicho dice exactamente Wo gehobelt wird, fallen Späne: “Donde se pasa el cepillo, saltan virutas“. (N. del T.) 3. El autor emplea aquí el término Judenschlachten, con el que se conocían en alemán antiguo los pogromos de judíos en la Edad Media (del verbo schlachten, “matar”, “degollar”, “sacrificar”) y que podría traducirse como “degollina” o “matanza de judíos”. (N. del T.)
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berlín, londres: un pastor descubre la explosividad política del evangelio
e ideología a hacerse con el poder absoluto. Curiosamente, los nazis podían contar con que encontrarían antes simpatizantes para su causa entre alumnado y profesores universitarios, médicos y juristas, teólogos de renombre y altos representantes eclesiásticos, con su supuesta perspectiva académica de las cosas. Cuando los fascistas peroraban sobre el Estado del Führer y sobre que por fin se había restablecido la autoridad, echaban pestes del liberalismo, tachándolo de indulgente, y prometían dar el golpe de gracia a los ateos bolcheviques, los cristianos conservadores se sentían como en casa. ¿Acaso no había sido la Iglesia objeto de sangrientas persecuciones por parte de los marxistas tanto en Méjico como en España? Si el tal Hitler acababa con los rojos y volvía a restablecer el orden en el país, ¿no había que perdonarle, inspirándose en el refrán: “para hacer una tortilla hay que romper los huevos”2, que de vez en cuando excitara los ánimos más belicistas o dijera algún que otro disparate sobre acabar3 con los judíos? ¿Y no era precisamente más necesario que nunca confraternizar con los nazis, si en verdad se quería disciplinar poco a poco a sus rudas tropas de asalto y convertir en un cabal hombre de Estado al genial camorrista que marchaba a su cabeza? Al volverse a abrir las puertas del Reichstag el 21 de marzo de 1933, diez días después de que Hitler se hubiera instalado definitivamente en el poder como dictador, el superintendente general de Berlín y futuro obispo Otto
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Dibelius pronuncia un solemne discurso, radiado por todas las emisoras alemanas, en el que se imparte una macabra absolución general a las prácticas terroristas que contra “rojos” y pacifistas usan los matarifes de la SA: “Cuando el Estado cumple con sus deberes –aclaraba Dibelius– en contra de quienes minan los fundamentos del orden estatal, en contra, sobre todo, de quienes destruyen el matrimonio con palabras corrosivas y vulgares, envilecen la religión y trabajan con ahínco por la ruina de la patria, entonces el Estado cumple con sus deberes en nombre de Dios. (…) Hemos aprendido del doctor Martín Lutero que la Iglesia no tiene derecho a oponerse al ejercicio legítimo de la violencia estatal cuando ésta hace lo que está llamada a hacer. Ni siquiera cuando actúa con dureza y brutalmente”. La exhortación final de Dibelius a que “el amor y la justicia” volvieran a “imperar” una vez restablecido el orden, fue sin duda pasada por alto por la mayoría de los oyentes. Gentes como Bonhoeffer no se dejaron engañar cuando Hitler declaró solemnemente que el gobierno del Reich tomaría al cristianismo bajo su “firme protección”, haciendo de él la “base de toda nuestra moral”, y que “reconocería y garantizaría a las confesiones cristianas en la escuela y la educación la influencia que legítimamente” les correspondía. Sabían lo que esa “firme protección” significaba ya para un número cada vez mayor de personas “diferentes” y que pensaban de otra manera, para sindicalistas y funcionarios del SPD4, cristianos indóciles y conciudadanos judíos: ser arrestado a la caída de la noche y entre la niebla, verse encarcelado sin derecho a juicio, 4. Siglas del Partido Socialdemócrata Alemán, Sozialdemokratische Partei Deutschlands. (N. del T.)
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5. Acrónimo de la “Policía Secreta del Estado”, Geheime Staatspolizei. (N. del T.)
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ser torturado en las cárceles de la Gestapo5, morir asesinado en circunstancias nunca aclaradas y, como mínimo, sufrir represalias en la profesión y ser económicamente aniquilado. Gentes como Bonhoeffer habían leído los escritos programáticos del “movimiento”, como, por ejemplo, El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg, en donde se exigía que “el ideal del amor al prójimo” se sometiera “en todos los casos a la doctrina nacional”, haciéndose de la “seguridad de la nación” el valor moral más alto. Ya en 1930 –cuando El mito llegó a las librerías–, en una melancólica carta que le escribió a su abuela con motivo de su cumpleaños, Bonhoeffer profetizaba “que llegaremos a ser una gran Iglesia nacional étnica que ya no soportará el cristianismo en su esencia, y habremos de estar preparados para caminos completamente nuevos que luego estaremos obligados a andar. La cuestión es en realidad o germanismo o cristianismo, y cuanto antes salga a la luz el conflicto, tanto mejor. El disimulo es aquí lo más peligroso de todo”. Gentes como Bonhoeffer supieron desde el principio qué tenían que esperar de los nazis: el fin de todas las libertades ciudadanas en Alemania y una resistencia despiadada por parte de la Iglesia, excepto si ésta se dejaba someter y compraba, renunciando a su palabra profética, la posibilidad de seguir ejerciendo su culto sin ser molestada. Pero eso era justamente lo que no debía suceder. Ya no era hora de celebraciones, sino de protestas, había declarado Bonhoeffer durante un oficio divino académico el día de la festividad de la Reforma de 1932. De ser cierto
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que el anciano presidente von Hindenburg se habría sentado entre los oyentes, como algunos afirman, la que todavía era la cabeza del Reich tuvo sin duda que sorprenderse del modo en que aquel mozalbete, un simple pastor estudiantil, convertía la venerable festividad de la Reforma en una “protesta de Dios contra nosotros”. “Dejad que el difunto Lutero descanse en paz de una vez y escuchad el Evangelio”, tronaba Bonhoeffer desde el púlpito. “El Día del Juicio está claro que no nos preguntará Dios: ¿habéis celebrado representativas fiestas de la Reforma?, sino: ¿habéis escuchado y preservado mi palabra?” no se buscan revoltosos Sus sermones siguieron causándole dificultades. En ellos, a diferencia de sus lecciones universitarias, Bonhoeffer hablaba a menudo atascándose y con torpeza. Sin embargo, no dejó un solo día de esforzarse y pronunció discursos a contracorriente que obligaban a sus oyentes a aguzar sus oídos. Bonhoeffer se preguntaba “si nosotros los cristianos tendremos la fuerza suficiente para dar testimonio ante el mundo de que no somos soñadores ni visionarios, (…) que nuestra fe no es el opio que nos permite vivir satisfechos en medio de un mundo injusto, sino que, al revés, nosotros, precisamente por aspirar a lo que está arriba, protestamos tanto más pertinaz y resueltamente en esta tierra”. Y señalaba a continuación, asustado, “que cuanto más piadosos somos, menos dejamos que nos digan que Dios es peligroso”. No se buscan “molestias” ni “falta de armonía”, constataba Bonhoeffer el día de duelo nacional de 1932. Lo que, sin embargo, no le impidió asignar a su Iglesia el papel de una pensadora a contracorriente: en días tales
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–decía–, ella está ahí “menos orgullosa”, “menos heroica”, “menos popular”. Sin embargo, uno tendría que tener ya el valor de confrontar el mandamiento de la paz con la realidad de la guerra, mirar más allá de las fronteras de la propia nación y pedir por el Reich “que ponga fin a todas las guerras”. En otro sermón, Bonhoeffer recordaba que muy bien podían volver los tiempos en que se reclamara a la Iglesia la “sangre de sus mártires”. Quien entretanto se había ordenado, había aspirado en vano a un puesto de pastor. El consistorio de la comunidad se decidió por un candidato de más edad y considerablemente más popular. Una segunda solicitud fracasaría más tarde a cuenta del “párrafo ario”, que Bonhoeffer no quiso aceptar, por lo que de momento éste continuó en la universidad, donde ciertamente se sentía cada vez más como un cuerpo extraño entre los alumnos pertenecientes a las corporaciones de vistosos colores y los nazis enfundados en sus pardos uniformes. Su “asociación para jóvenes” de Charlottenburg, donde se reunían cristianos, judíos y socialistas y se ofrecían atractivas alternativas de ocio a jóvenes desempleados, tuvo que cerrar ante la presión de las patrullas de matones de la SA –lo que hizo que los indignados padres de Bonhoeffer financiaran a los comunistas perseguidos de entre sus amigos una barraca en las afueras de la ciudad–. Allí éstos encontraron, por el momento al menos, un lugar seguro. Experiencias como éstas dejaron también su huella, como es lógico, en la actividad docente del profesor universitario Bonhoeffer. En lugar de limitarse a interpretar dogmas cristológicos y analizar las leyes evolutivas de la historia de los dogmas, Bonhoeffer se preguntaba con cada vez más decisión por las obligaciones concretas que acarrearía consigo el seguimiento de Cristo. En lugar de
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describir a la Iglesia, como por entonces era lo habitual, como una isla de bienaventuranza alejada del mundo y ocuparse de la ejecución correcta del oficio divino y de una piedad más bien privada que otra cosa, Bonhoeffer planteaba preguntas cada vez más incisivas por el lugar de donde la Iglesia había recibido su misión, el aspecto que tendría que ofrecer en situaciones conflictivas una actuación digna de crédito por su parte y los puntos en que tendría que dejarse criticar por el evangelio. Cristología, eclesiología (teoría de la Iglesia) y ética determinaron el espectro temático de sus lecciones y seminarios durante estos años. Sus títulos estaban llenos de pretensiones: “La esencia de la Iglesia”; “¿Hay una ética cristiana?”; “La idea de la filosofía y la teología protestante”; “Ejercicios dogmáticos: problemas de una antropología teológica”; “Ejercicios dogmáticos: la filosofía de la religión en Hegel”. Parecen haberle interesado –a él y a sus alumnos y alumnas– no tanto los problemas académicos especializados como las grandes interrelaciones y los fundamentos del pensamiento y la argumentación teológicos. Un alumno de historia de la religión –y no de teología– asistió por equivocación a una lección de Bonhoeffer sobre el relato bíblico de la Caída, y fue tal su entusiasmo por este “hombre de hondo arado” –como él mismo lo llamó– que a partir de ese momento ya no se perdió ninguna de sus intervenciones. En su opinión, Bonhoeffer había redescubierto en los viejos textos “hechos esenciales” de importancia para la vida y el conocimiento. A favor del estudiante hay que decir que, por entonces, lo habitual era que se interpretaran los textos de la Escritura desde el prisma distanciado de la crítica histórica y el análisis lingüístico, y no de una forma arrebatada, existencial. Así lo hacía Bonhoeffer, por ejemplo, con las palabras
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iniciales de la Biblia: “Al principio creó Dios los cielos y la tierra”. “¿Qué significa que al principio Dios sea?”, preguntaba. “¿Qué Dios? ¿Tu Dios, el que tú mismo te fabricas a partir de tus particulares necesidades porque necesitas un ídolo, porque no puedes vivir sin el principio ni el fin, porque el centro te da miedo?” Para Bonhoeffer, como simple palabra humana este mensaje no sería en realidad más que una proyección de la propia angustia; por otro lado, sin embargo, en él podría estar hablando Dios mismo, el Dios que ha decidido libremente instaurar al mundo en su ser, el único que podría quitarle al ser humano su miedo al “principio sin principio” y al “fin sin fin”. Un par de semanas después, sus clases pasaban a abordar el encargo, tan discutido hoy, que da Dios al hombre en el Génesis de “someter” la tierra, sólo que una vez más desde una perspectiva bastante inhabitual: dicho dominio, en efecto, incluiría la unión con la criatura, aclaraba Bonhoeffer, que para ello se valía como ejemplo del campesino inseparablemente unido a su terruño. Además –seguía diciendo–, el ser humano, al intentar emanciparse del Creador de toda vida, había perdido desde mucho tiempo antes su capacidad de dominar: “Ya no dominamos, sino que somos dominados; las cosas, el mundo, dominan al hombre, éste es prisionero, esclavo del mundo, su señorío es una ilusión; la técnica es el poder con el que la tierra se apodera del ser humano y lo somete. (…) Sin Dios, sin su hermano, el ser humano pierde la tierra. (…) Sólo cuando Dios y el hermano vienen al hombre, puede éste encontrar el camino de vuelta a la tierra”. Podemos entender a aquel otro oyente de Bonhoeffer que, tras escuchar su lección sobre la Creación, anotó: “Seguíamos sus palabras con tanta atención que se podía oír hasta el zumbido de una mosca”.
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caudillo y seductor Justo dos días después de que Hitler hubiera subido al poder, Dietrich Bonhoeffer pronunció el primer discurso radiofónico –y a la postre el último– de toda su vida. Su insidioso título rezaba: El Führer y el individuo en la joven generación. En este discurso, Bonhoeffer advertía, de forma categórica, del peligro de “endiosamiento” que corría este cargo: un auténtico Führer –decía– tiene que ser capaz, abstrayendo de su propia persona, de conducir a las personas inmaduras y que no se sienten lo suficientemente fuertes que se le confían a reconocer la “autoridad de las leyes” y, sobre todo, a hacerse responsables de sí mismas, en lugar de convertirse a sí mismo en un “ídolo”: “El Führer ha de ser lo suficientemente responsable como para ser muy consciente de esta clara limitación impuesta a su autoridad. De entender él su función de manera diferente a como ésta está realmente fundada en el fondo del asunto, de no informar él en todo momento claramente a los que guía de las limitaciones de su tarea y de sus propias responsabilidades, de dejarse él arrastrar por ellos a pretender ser la representación de su ídolo (…), la imagen del Caudillo (Führer) se deslizará en la del seductor (Verführer)” 6. 6. Juego de palabras con los verbos führen (“conducir”, “acaudillar”) y verführen (“seducir”, “tentar”), en el que Bonhoeffer se vale de uno de los sentidos que tiene el prefijo alemán ver– unido a ciertos verbos: a saber, el de indicar que el sujeto lleva a cabo dicha acción verbal (en este caso la de “guiar” a alguien) equivocada o falsamente. El significado de verführen coincidiría aquí con el del latino seducere en su sentido eclesiástico (“seducir”, “corromper”), y el juego de palabras en alemán sería idéntico al que podría establecerse con tal significado entre los verbos ducere (“conducir”) y seducere o entre las palabras castellanas “conductor” y “seductor”. Como bien indica el autor en el párrafo
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que viene inmediatamente a continuación, el hecho de que Hitler hubiera adoptado para sí mismo el título de Führer (“caudillo”) hacía, sin embargo, que las palabras de Bonhoeffer adquirieran en este caso un sentido meridianamente claro para todo el mundo y se convirtieran en una alusión directa al dictador. (N. del T.) 7. Hora radiofónica de Berlín. (N. del T.) 8. Unión Veteroprusiana. (N. del T.)
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Todo el mundo se dio cuenta de cómo debían entenderse estas palabras, y los espantados redactores de la Berliner Funkstunde7 se apresuraron a apagarle el micrófono a aquel sedicioso. En el oficio divino de fin de semestre que se celebró pocas semanas después, sin embargo, no hubo más remedio que dejarle que acabara de hablar. Bonhoeffer dijo en esta ocasión que el verdadero Señor de la historia “juzgaría, condenaría y tacharía” todo intento del hombre por “endiosarse a sí mismo”: “En la Iglesia sólo tenemos un altar (…) No tenemos altares secundarios para adorar al hombre”. Y todo esto en el mismo momento en que la Iglesia Evangélica Regional de Hesse había ordenado que se izaran las enseñas eclesiásticas con motivo del “cumpleaños del Führer” y en que el alto consistorio eclesiástico de la Altpreussische Union8 saludaba en su mensaje de Pascua el “despertar de las fuerzas más profundas de nuestra nación a la consciencia patriótica, la auténtica comunidad popular y la renovación religiosa”. ¡Dios mismo –estaban diciendo los de la Unión– había hablado a través del cambio político! Cuando poco después, en abril de 1933, Bonhoeffer criticó ante un círculo de pastores la adopción de las primeras medidas coercitivas contra los ciudadanos judíos, algunos de sus colegas no esperaron ya más tiempo para romper toda relación con él y abandonaron la asamblea entre protestas. Bonhoeffer, en efecto, había dicho en esta
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ocasión con claridad meridiana que un cristiano no podía aceptar bajo ningún concepto que se expulsara de la Iglesia a una determinada raza de seres humanos –los judíos bautizados– e incluso se había atrevido a advertir a su Iglesia, “una y otra vez desleal hacia su Señor”, de su obligación de no pecar de arrogante frente al pueblo judío. “La Iglesia no puede tolerar que el Estado le dicte de qué modo ha de conducirse con sus miembros”, se empecinaba Bonhoeffer en declarar. Desde la perspectiva de la Iglesia –decía–, el judaísmo no sería una magnitud racial “biológicamente sospechosa”, sino un concepto religioso. Separarse de los judíos que se habían convertido al cristianismo tendría como consecuencia la división de la Iglesia, “porque dicha separación elevaría la unidad racial de la Iglesia a la categoría de ley”. El malogrado historiador de la Iglesia Klaus Scholder, especialista en las conflictivas relaciones entre el protestantismo y el Estado nazi, confirma lo dicho entonces por Bonhoeffer: “Aquí, con incomparable exactitud, se formulaba la problemática teológica de la actuación del Estado en un concepto que, incluso en las diferentes circunstancias del presente, sigue conservando toda su validez”. Y, sin embargo, el enfrentamiento de Bonhoeffer con el antisemitismo bendecido por el Estado muestra lo difícil que tuvo que resultarle a este pastor, absolutamente leal al Estado y con profundas raíces en la firme confianza en los poderes públicos característica del alemán protestante, romper con una tradición como ésta y poner en cuestión una autoridad que para él jamás había sido pura y simplemente humana. Los brutales métodos de los nazis, en efecto, no le atemorizaban en último lugar porque atentaran contra el monopolio sobre la violencia del Estado, un Estado al que
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él, como buen y viejo protestante que era, consideraba bendecido por una santificación poco menos que divina. En 1932 Bonhoeffer había dicho: “A la figura en la que el Reino de Dios se manifiesta como milagro, la llamamos Iglesia; a la figura en la que el Reino de Dios se manifiesta como orden, la llamamos Estado”. Y justamente esta copia terrena del Reino de Dios demostraba ser de pronto el foco de un gigantesco sistema de prevaricación, mendacidad y desprecio por la Humanidad. Bonhoeffer se vio en la obligación de descubrir los límites del Estado y la verdadera función de una Iglesia “incondicionalmente obligada hacia las víctimas de cualquier orden social”: la Iglesia no puede sustituir al Estado (“no hay aquí lugar para una protesta mortificada o doctrinaria de la Iglesia. La historia no la hace la Iglesia, sino el Estado”), pero tiene que comprobar críticamente si él, como es su obligación, funda y establece verdaderamente la ley y el orden. La Iglesia –precisaba Bonhoeffer en esta alocución, pronunciada, por así decirlo, en la intimidad, pero extraordinariamente importante para su actuación posterior– sabe del dilema que supone que en este mundo sea necesario usar la violencia y que, al hacerlo, el Estado esté una y otra vez cometiendo en cada caso concreto una injusticia en términos morales. La Iglesia tiene por ello que aceptar también que el Estado intente solucionar la “cuestión judía” y emprenda, para conseguirlo, “nuevas vías”. “Pero eso no significa que tenga que limitarse a contemplar de forma apática el discurrir de la actuación política, porque ella puede y debe (…) preguntarle una y otra vez al Estado si éste puede responder de su actuación por ser ésta legítima, es decir, una actuación en la que las fundadas son la ley y el orden, y no la ilegalidad y el desorden”.
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La Iglesia estaría obligada a hablar, según Bonhoeffer, cuando el Estado no garantiza suficientemente la ley y el orden –así, por ejemplo, cuando “un grupo de personas se sitúan fuera de la legalidad”–, pero también cuando el Estado se excede en sus funciones ordenadoras y priva a la religión de sus derechos, cuando “violenta” a la Iglesia y expulsa a los judíos bautizados de las comunidades cristianas. Y si el Estado no cumple su legítima función y niega sus derechos a las personas, entonces puede que haya llegado el momento de que la Iglesia “intervenga directamente en política” y “no sólo vende a las víctimas bajo la rueda, sino que pare la misma rueda bloqueando sus radios”. Hacia las “víctimas” –esto lo ponía Bonhoeffer expresamente de relieve– está obligada la Iglesia incluso si no pertenecen a la comunidad cristiana. El moralista y teólogo de marchamo considerablemente conservador que venía siendo hasta entonces Bonhoeffer se atrevió por fin en este discurso a saltar sobre su propia sombra: ahora Bonhoeffer razonaba a todos los efectos desde el concepto de un Estado liberal de derecho, obligado, según él, a defender los derechos cívicos individuales de aspiraciones totalitarias y caudillismos raciales o patrióticos de miras estrechas. Bonhoeffer llegaba incluso a nombrar casos en los que la Iglesia tenía que oponerse activamente al Estado. Como es natural, ni siquiera a un espíritu libre como el de Bonhoeffer le fue posible invertir de un solo golpe todo su pensamiento. La perspectiva de una conciencia totalmente aislada en sí misma seguía asustándole. Si la Iglesia ha de “intervenir directamente en política” (es decir, “parar la rueda bloqueando sus radios”), es cosa –pensaba él– que debe decidirla en cada caso un “concilio evangélico” y que no sería posible resolver apelándose
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¿huelga de honras fúnebres contra la Iglesia nazi? A tener que decidirse a “parar la rueda bloqueando sus radios” se verían obligados Bonhoeffer y sus amigos muy pronto. A la vez que los Cristianos Alemanes, por entero leales a las consignas nazis, ultimaban la redacción de una constitución por una nueva y unitaria “Iglesia del Reich” y que Hitler hacía que se eligiera a un complaciente wehrkreispfarrer9 como “Obispo del Reich”, Bonhoeffer tomaba la palabra en asambleas de protesta y proponía que los pastores declararan, negándose a dar sepultura a los difuntos, una huelga de honras fúnebres. Una idea aparentemente descabellada, que sin embargo rendiría muy buenos frutos a la Iglesia de la Noruega ocupada en 1941. Los “Cristianos Alemanes” ensayaron –durante un tiempo muy hábilmente– el truco de prestidigitación de fundir en una cosmovisión unitaria las convicciones nacionalsocialistas y cristianas. Partiendo de una identificación que ya conocemos, la de la “nacionalidad” con un orden de la Creación querido por Dios, propagaron (en sus “Directrices” de mayo de 1932) “una fe positiva y 9. Pastor asignado a uno de los trece distritos o regiones militares (Wehrkreise) en que por entonces estaba dividido el Reich. (N. del T.)
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a normas establecidas de antemano. Y al sonar la hora de enterrar al padre de su cuñado, Gerhard Leibholz –de nuevo en abril de 1933–, un judío no bautizado, Bonhoeffer se dio la vuelta, solicitó consejo a sus superiores eclesiásticos y se dejó convencer, no sin un evidente alivio por su parte, de la imposibilidad de acceder a los deseos de su cuñado. Medio año más tarde, avergonzado, Bonhoeffer le pediría perdón a Leibholz.
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específica en Cristo como la que se corresponde con el espíritu alemán de Lutero y la piedad heroica”, un “cristianismo vivo y activo” que proteja a la propia nación de “incapaces e inferiores”, y el servicio a la pureza de la raza. Según ellos, habían de rechazarse tanto un exceso de compasión –que lo único que hace es “afeminar” a una nación– como la mezcla de las razas, porque “la fe cristiana no sólo no destruye la raza, sino que la profundiza y santifica”. Tras la toma del poder, la cabeza rectora de este curioso movimiento religioso, el joven pastor Joachim Hossenfelder, celebró en la Marienkirche de Berlín un oficio divino triunfal de acción de gracias, anunciando que la era de la muerte y la degeneración había llegado a su fin: “En este trance –en el que lo que estaba en juego ya no era solamente la simple supervivencia, sino mucho más, el alma misma del pueblo alemán–, Dios se formó un hombre, uno entre los millones de la Guerra Mundial, y le encargó la misión más grande de nuestra historia: arrancar de los brazos de la desesperación al pueblo alemán y hacer que nuestra nación recobrara la fe en la vida. (…) En derredor suyo reúne aquél un ejército de millones de hombres, que saben de él solamente una cosa: Tú eres el que nos ha enviado Dios”. Con menos escrúpulos todavía que Hossenfelder, su colega de Turingia Siegfried Leffler –tampoco él de más edad que Bonhoeffer– estilizaba la figura del dictador manchado de sangre hasta transformarlo en un nuevo Mesías. Leffler daba gritos de júbilo por “que en la negrísima noche de la historia de la Iglesia cristiana Hitler se convirtió en cierto modo para nuestro tiempo en la transparencia maravillosa, la ventana, por la que la luz se ha derramado sobre la historia del cristianismo. A través de
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10. Siglas del partido nazi: Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei (Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores) (N. del T.)
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él hemos podido ver la salvación en la historia de los alemanes”. Y todo eso porque, según Leffler, sólo el pueblo alemán había sido llamado a “apartar de la cruz el velo de la noche y rendir al mundo el servicio que verdaderamente habrá de redimirlo”. En julio de 1933 los “Cristianos Alemanes” obtuvieron un resonante triunfo en las elecciones de los presbiterios, llegando incluso a alcanzar las tres cuartas partes del voto en algunas parroquias. El aparato propagandístico del NSDAP10 trabajó a pleno rendimiento; el propio Hitler había hablado por la radio la víspera de las elecciones y la suave presión habitual en las dictaduras se ocupó de que en algunos lugares se presentaran listas únicas. Bonhoeffer, conjuntamente con su amigo Hildebrandt y estudiantes de sus mismas ideas, había impreso en vano octavillas por la lista electoral antinazi Evangelio e Iglesia. De las octavillas se incautó la policía secreta del Estado, y Bonhoeffer trabó conocimiento por primera vez con los métodos interrogatorios de la Gestapo, donde sin rodeos se le advirtió de que todo pastor que tuviera algo más que decir en contra de los “Cristianos Alemanes” incurriría en responsabilidades y que su incursión en la política acabaría en el campo de concentración. Impasible, Bonhoeffer subió el 23 de julio al púlpito de la Iglesia de la Trinidad, desde donde explicó a su auditorio que había llegado el momento en que ya no podía uno retirarse “a la soledad del campo”: “Estamos obligados a tomar una decisión, no podemos evadirnos (…) En medio de los gemidos de un armazón, el de la Iglesia, sacudido hasta los cimientos, en medio de su derrumbamiento y
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caída, seguimos escuchando la promesa de la Iglesia eterna que las puertas del infierno no podrán vencer, de la Iglesia que Cristo edificó sobre una roca y seguirá edificando por los siglos de los siglos. (…) Iglesia de Pedro, es decir, no una Iglesia de opiniones y puntos de vista, sino Iglesia de la revelación; no una Iglesia en la que se habla de lo que «dice la gente», sino Iglesia en la que se renueva y vuelve a cumplirse la confesión de Pedro (…) Bien podría ser que las épocas de la Iglesia grandes a los ojos humanos sean épocas de desgarramiento. El consuelo que Cristo brinda a su Iglesia es grande: tú confiesa, anuncia, da de mí testimonio, pero nadie más que yo construirá donde a mí me plazca. (…) No prestes atención a opiniones y puntos de vista, no preguntes por juicios, déjate de una vez de cálculos, no vayas en busca de más amparo. Iglesia, ¡sé Iglesia! ¡Confiesa, confiesa, confiesa!”. “no queda más remedio que darse de baja” En septiembre de 1933, el sínodo general de la Unión Veteroprusiana, dominado por los “Cristianos Alemanes”, forjó el “párrafo ario”, por el que se denegaba a las personas de ascendencia judía o casadas con judíos el permiso para seguir desempeñando cualquier cargo en la Iglesia evangélica. Por el anatema –con el que la Iglesia, sin ninguna necesidad, se apresuraba fanáticamente a copiar la praxis del Estado– no sólo se vieron afectados pastores y profesores de teología, como el renombrado Paul Tillich, sino también maestras en jardines de infancia y asistentas. No dejaron de oírse voces críticas en el seno del protestantismo, como la de aquel dictamen de la Facultad de Teología de Marburgo, en el que se declaraba que el “párrafo ario” era “incompatible con la esencia de la Iglesia cristiana”; allí se decía que el evangelio cristiano
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11. Gesetz zur Wiederherstellung des Berufsbeamtentums. Esta ley, cuya entrada en vigor tuvo exactamente lugar el 7 del mismo mes, preveía en su primer artículo la posibilidad de que “con miras al restablecimiento de un funcionariado civil nacional y a los efectos de una simplificación de la administración“, se separase a determinados “funcionarios del servicio, incluso en ausencia de los supuestos que la legislación vigente hacía hasta ahora necesarios“, con arreglo a lo “dispuesto” en los artículos que a continuación se describían en su texto (Zur Wiederherstellung eines nationalen Berufsbeamtentums und zur Vereinfachung der Verwaltung können Beamte nach Maßgabe der folgenden Bestimmungen aus dem Amt entlassen werden, auch wenn die nach dem geltenden Recht hierfür erforderlichen Voraussetzungen nicht vorliegen). Dado que en dos de esos artículos se preceptuaba, por un lado, la separación del servicio de “funcionarios que no sean de ascendencia aria” (Beamte, die nicht arischer Abstammung sind, sind in den Ruhestand zu versetzen) y se contemplaba, por otro, la posibilidad de hacer lo propio en el caso de “funcionarios de los que, debido a sus actividades políticas anteriores, no se tengan garantías de que vayan a salir en todo momento incondicionalmente en defensa del Estado nacional” (Beamte, die nach ihrer bisherigen politischen Betätigung nicht die Gewähr dafür bieten, daß sie
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estaba dirigido a todas las razas y que, por ello, todo el que hubiera sido bautizado, con independencia de su origen racial, era miembro de la Iglesia. A la vez, ciertamente, la Facultad de Teología de Erlangen llegaba por las mismas fechas a una conclusión muy distinta: “La condición de hijos de Dios que comparten todos los cristianos no suprime las diferencias biológicas y sociales”, aseguraban los erlangueses, quienes además recomendaban a las autoridades eclesiásticas que fueran más conscientes de que su tarea consistía en “ser la Iglesia nacional del pueblo alemán”. Los más realistas, como Bonhoeffer, comprendieron muy bien que el “párrafo ario”, que el Estado nazi hizo entrar en vigor en abril con el inofensivo título: Ley para el restablecimiento del funcionariado civil de carrera11, y
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su asunción por la Iglesia iban necesariamente a cambiar por completo el ordenamiento jurídico y la sociedad. En palabras del historiador de la Iglesia Scholder, la ley “fue el primer y decisivo paso en dirección a una legislación excepcional, al final de la cual se encontraba la aniquilación de los judíos tanto de Alemania como de Europa. Al mismo tiempo, era una señal muy clara de que Hitler estaba resuelto a convertir también la ideología nacional en el fundamento jurídico del nuevo Estado”. Los críticos (en la Iglesia católica los hubo en mucho mayor número que entre los protestantes, todavía empeñados en seguir siendo leales a la autoridad) comprendieron, además, que con medidas como aquélla ya no valía con quedarse quieto y que a la Iglesia no iban a dejar de seguir sustrayéndosele sus raíces e identidad. ¿Acaso no exigían ya los “Cristianos Alemanes” que se suprimieran del culto palabras judías como “amén” o “aleluya” y que se eliminara de la tradición cristiana la Biblia hebrea, el “libro de los judíos”? La administración cultural de Hesse, por ejemplo, había dispuesto ya que el Antiguo Testamento fuera “eliminado del programa lectivo para las clases evangélicas de religión, sustituyéndolo con fragmentos adicionales del Nuevo”. jederzeit rückhaltlos für den nationalen Staat eintreten, können aus dem Dienst entlassen werden), con la entrada en vigor de la ley las autoridades nacionalsocialistas buscaban en realidad “depurar” el funcionariado, excluyendo de él tanto a sus miembros judíos como a sus adversarios políticos, y llevar de este modo a la práctica, dentro de una primera fase en la liquidación de las instituciones democráticas, sus objetivos raciales y la “uniformización” (Gleichschaltung) política de la administración. La ley estaba firmada por el Canciller del Reich Adolf Hitler, el Ministro del Interior del Reich Frick y el Ministro de Finanzas del Reich Graf Schwerin von Krosigk. Para el significado general del término Gleichschaltung véase también la nota 32. (N. del T.)
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Tan inquietantes como a Bonhoeffer les parecieron los nuevos acontecimientos a los redactores del Evangelischer Ruf, el semanario protestante para la zona de Breslau, quienes armados con el valor que infunde la desesperación imprimieron en sus hojas la siguiente visión angustiosa: “Oficio divino. El cántico de entrada ha concluido. El pastor está de pie junto al altar y da comienzo al culto, diciendo: «Se ruega a los no arios que abandonen la iglesia». Nadie mueve un solo músculo. El pastor toma de nuevo la palabra e insiste: «Se ruega a los no arios que abandonen la iglesia». Por fin, Cristo desciende de la cruz del altar y sale por la puerta”. Dos semanas después, el Evangelischer Ruf tuvo que interrumpir su publicación por orden del gobernador provincial de Breslau. El artículo, se decía allí, había favorecido “objetivos hostiles al Estado”. Frente a una Iglesia semejante ya “sólo queda una forma de seguir sirviendo a la verdad: darse de baja”, declaró Bonhoeffer en octavillas que él mismo se ocupó de pegar en árboles y postes de alumbrado. En el sínodo provincial de Brandenburgo, en efecto, ni él ni sus amigos habían podido impedir la aprobación del “párrafo ario”; los “Cristianos Alemanes” intimidaron totalmente a la oposición y se las arreglaron para evitar toda discusión. Sin embargo, y para sorpresa de todos, el sínodo nacional que se celebró en Wittenberg renunció a que el “párrafo ario” fuera introducido en la Iglesia del Reich. El Ministerio de Asuntos Exteriores –asustado por una resolución de la Federación mundial para la amistad de las Iglesias– había intervenido, considerando que todavía no era posible permitirse una erosión semejante del propio prestigio en el extranjero. Los preliminares que resultaron decisivos para la adopción de la resolución habían sido puestos en marcha durante una reunión de la Federación en Sofía, Bulgaria, por el delegado alemán, Dietrich Bonhoeffer.
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Bonhoeffer había participado también en la fundación de la Pfarrernotbund12 del pastor Niemöller, la cual tenía como objetivo aglutinar a la oposición contra la Iglesia “nacional” del Reich y consiguió, al menos, que dos mil pastores se animaran a rechazar el “párrafo ario”. Está claro que estas listas de firmas causaron efecto en el sínodo nacional de Wittenberg. De la Pfarrernotbund surgió más tarde la Iglesia Confesante, aquella fracción organizada del protestantismo alemán que se resistió hasta el final a la Gleichschaltung13 y prestó también ayuda a los pastores perseguidos. 12. Liga de emergencia de los pastores protestantes. (N. del T.) 13. Literalmente, “sincronización”. Este término, procedente en realidad del ámbito electrotécnico, fue acuñado por primera vez en un sentido político por el ministro de justicia del Reich, Franz Gürtner, en 1933. En esta última acepción, la Gleichschaltung es la “uniformización” (Vereinheitlichung), en parte forzosa y en parte voluntaria, de todos los ámbitos sociales en el seno de un Estado dictatorial. Durante el período nazi la Gleichschaltung se inició inmediatamente después de subir al poder los nacionalsocialistas el 30 de enero de 1933 y su primera expresión fue la “sincronización de la voluntad política de los Länder”, equivalente en la práctica a la liquidación del federalismo de la República de Weimar. Con este fin, paralelo a la neutralización de los adversarios políticos del partido nacionalsocialista y, en particular, de comunistas y socialdemócratas, las autoridades nazis empezaron por aplicar lo dispuesto en la llamada “Ordenanza del incendio del Reichstag”, la “Ordenanza para la protección de pueblo y Estado” (Verordnung zum Schutz von Volk und Staat) que el ministro Frick presentó tan sólo un día después de haberse producido el incendio del edificio del parlamento, el 27 de febrero de 1933. Dicha ordenanza, supuestamente redactada con la finalidad de defender al Estado de la amenaza revolucionaria comunista (por ser los comunistas a quienes las autoridades nazis y también buena parte de la oposición socialdemócrata hicieron desde el primer momento responsables del incendio, que algunos interpretaron además equivocadamente como un primer acto dentro de una revolución marxis-
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En Prusia, la dirección de las provincias eclesiásticas había sido asumida por comisarios del Estado, que ejercían sus funciones enfundados en sus uniformes de la SA. Pero Bonhoeffer no renunció por ello a dar una lección de cristología, en la que defendía la insolente tesis de que Israel, “a contracorriente de los mesianismos degenerados”, había preservado la auténtica idea bíblica del Mesías, desempeñando por ello una función, la de testigo frente a los demás pueblos, de gran importancia para el mundo entero: “Con su esperanza profética, Israel está solo entre las naciones –decía allí Bonhoeffer–. E Israel es el lugar en el que Dios cumple su promesa”. Pero sus actividades docentes ya no le granjearon satisfacciones. Bonhoeffer notó que con su actitud ajena a cualquier tipo de compromiso se iba aislando cada vez más, incluso de amigos suyos del todo críticos con el régimen. En la Liga de emergencia pertenecía a la fracción más radical, para la cual con la deriva acomodaticia de las direcciones eclesiásticas y la expulsión de los judíos bautita a gran escala), vino en primer lugar a suspender los derechos constitucionales fundamentales, introduciendo de facto un estado de excepción y posibilitando que el régimen adoptara medidas represivas bajo una apariencia de legalidad contra sus opositores políticos legítimos, a los cuales pudo encarcelarse a partir de ese momento en “custodia preventiva” (Schutzhaft) sin necesidad de acusación ni pruebas. El párrafo 2 de la Ordenanza posibilitaba, además, que el gobierno del Reich interviniese en las competencias jurídicas de los Länder, legitimando así la desestructuración del Estado federal y la “sincronización” de sus provincias. El término Gleichschaltung se ha traducido también a veces como “coordinación” o “normalización”. Aquí no se ha traducido literalmente como “sincronización”, sino en su sentido político de “uniformización”. (N. del T.)
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aislado incluso entre sus amigos
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zados se había completado el cisma, no quedando ya otra salida que abandonar una Iglesia que había perdido el norte y fundar una Iglesia evangélica libre. Lo que exigían Bonhoeffer y Hildebrandt, oponerse abiertamente al Estado, era algo que estaban dispuestos a hacer los menos. Tras la salida de Alemania de la Sociedad de Naciones, el pastor Niemöller había remitido a Hitler un telegrama de agradecimiento. Y tampoco el apasionamiento con que Bonhoeffer defendía a los judíos le resultaba fácil de entender a Niemöller, quien al principio se condujo con muchas reservas hacia ellos. Más tarde, Bonhoeffer describiría por carta a su admirado Karl Barth el “hastío” que le causaba “la situación de nuestra Iglesia y también la actitud de nuestro grupo, sobre todo la suya”. Un poco más de tiempo “y habría tenido que separarme formalmente de todos mis amigos”. Interiormente –continuaba diciendo Bonhoeffer–, ya no se veía capaz de responder a tantas preguntas y desafíos. “Sentía que de una forma incomprensible estaba en radical oposición a todos mis amigos y que mi particular forma de ver el asunto me iba aislando cada vez más de ellos pese a mantener una relación personal muy íntima con estas personas –y todo eso me asustó e hizo que me sintiera inseguro, que temiese que podría llegar a extraviarme por el mero afán de tener razón– y, de pronto, no vi ningún motivo por el que tuviera que ser precisamente yo quien comprendiera estas cosas mejor y más adecuadamente que algunos pastores muy buenos y capaces por los que yo sentía un profundo respeto. Así que llegué a la conclusión de que tal vez había llegado el momento de que me retirase por una temporada al desierto y no me dedicara más que a sencillas labores pastorales, renunciando a cualquier otra pretensión”.
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El “desierto” se llamaba Londres. Allí Bonhoeffer tuvo simultáneamente a su cargo, durante un año y medio, entre octubre de 1933 y abril de 1935, dos parroquias alemanas en el extranjero: la comunidad de Sydenham en Forest Hill, en la que residían sobre todo comerciantes y diplomáticos; y la de St. Paul en el más humilde Eastend, con una larga historia tras de sí e integrada por familias de artesanos y pequeños propietarios industriales para los que con frecuencia el alemán se había convertido en una lengua extraña. Bonhoeffer se encontró con dos parroquias que juzgó “bastante desamparadas”, y su celo reformador, al introducir oficios divinos para niños, organizar grupos juveniles y experimentar con juegos navideños, le granjeó algunas amistades. En contrapartida, sin embargo, y como si se encontrara todavía en Berlín, Bonhoeffer celebró también oficios divinos en Nochebuena y víspera de Año Nuevo, sin darse cuenta de que en Inglaterra estos días son bastante “mundanos” y se celebran en el seno del círculo familiar, y se extrañó de que la iglesia permaneciera vacía. Tampoco sus exigentes sermones fueron necesariamente del agrado de todos. Las comunidades londinenses de Bonhoeffer estaban muy satisfechas de su independencia con respecto a las autoridades eclesiásticas del Reich alemán, y los intentos de la embajada alemana por ganárselas y edificar una “Casa de Alemania” encontraron muy pocos partidarios entre ellas. También se mantenían a distancia de las comunidades extranjeras del norte de Londres, cuyos pastores eran nazis convencidos. Bonhoeffer reunió un gran número de donaciones para la campaña de “ayuda invernal” fomentada por la propaganda nazi, pero solicitó a la vez que se hicieran donativos para refugiados alemanes. Avergonzado, descubrió lo leales que eran a su iglesia las
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familias de artesanos del Eastend, a las que al principio había despreciado debido a su conservadurismo religioso, y lo dispuestas que estaban a ayudar a los refugiados (en su mayoría judíos). En ello, no obstante, puede que tuviera también algo que ver la naturalidad con la que vieron al pastor Bonhoeffer compartir su comida y su dinero con los recién llegados. Universitarios e intelectuales fueron los primeros en dirigirle sus problemas al antiguo profesor de universidad, cuyas señas se habían convertido a la velocidad del rayo en una dirección de confianza entre los círculos de la emigración. En una carta en la que solicitaba de forma apremiante la ayuda del profesor de teología en Nueva York, Reinhold Niebuhr, Bonhoeffer se interesaba en saber, por ejemplo, si existía en Nueva York alguna institución que posibilitara que alumnos expulsados de la universidad por ser judíos o por razones políticas pudieran continuar sus estudios o iniciar una nueva carrera. “Aquí, en Londres –decía Bonhoeffer en la carta–, me tiene especialmente preocupado un joven de 23 años, jurista, antiguo director de la Asociación de Alumnos Republicana, cuya situación es realmente apurada y al que no me ha sido posible alojar en ninguna parte. El hombre no es, creo yo, ninguna lumbrera, pero tiene verdadera necesidad de ayuda. (…) El otro es el escritor Armin T. Wegner –estoy seguro de que Tillich lo conocerá–, un hombre muy de izquierdas, que ha vivido experiencias horribles en un campo de concentración y está completamente hundido. No ha podido encontrar nada y está desesperado”. Gracias a sus contactos con eclesiásticos ingleses y visitantes de la ecumene, y también a la intensa correspondencia que mantuvo con familiares y amigos que conservaba en Alemania, la patria del terror pardo, la actitud
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“es hora de dejarse de tibiezas” Tal vez se habían figurado las autoridades eclesiásticas prusianas que, por hallarse en el lejano Londres, el incómodo teólogo iba a mantenerse quietecito. Pronto, sin embargo, tuvieron que reconocer irritadas que aquel pastor de servicio en el extranjero, que con sólo su labor pastoral en dos parroquias ya hubiera debido de tener trabajo más que suficiente, se las había arreglado perfectamente para implicar en una masiva campaña de oposición contra la cúpula eclesiástica pronazi de Berlín no sólo a la práctica totalidad de sus colegas londinenses, sino también a la entera mancomunidad alemana de Gran Bretaña. Llovieron telegramas de protesta sobre las direcciones eclesiásticas, sobre las autoridades estatales e incluso sobre el Presidente del Reich Hindenburg. Fue tanto lo
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de Bonhoeffer continuó radicalizándose durante su estancia londinense. Bonhoeffer siguió con preocupación la salida de Alemania de la Sociedad de Naciones –que no se equivocó en interpretar como un signo de que la amenaza de un conflicto era cada vez mayor–, la eliminación de los posibles rivales de Hitler –de Röhm a Strasser y Schleicher– en una campaña de purgas de gran envergadura, la ampliación de los poderes dictatoriales del “Führer”, que tras la defunción de Hindenburg pasó a ocupar también el cargo de Presidente del Reich, el nuevo juramento empleado en el Ejército del Reich, por el que soldados y oficiales ya solamente juraban lealtad personal a Adolf Hitler, sin obligarse a Constitución alguna, y la prohibición por la que se impidió a médicos, farmacéuticos y abogados judíos que pudieran seguir ejerciendo su profesión.
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que se escribió, tantas las conversaciones telefónicas que se mantuvieron, que la Oficina de Correos de Londres habilitó una tarifa especial para el pastor Bonhoeffer. “No a la vergüenza de ser tibios –por qué huir de la responsabilidad–”, telegrafiaron los de Londres a Martin Niemöller, al llegar a Inglaterra rumores de que se estaban haciendo intentos por llegar a una reconciliación entre la Iglesia del Reich y la “Liga de emergencia de los pastores”. En diversas cartas a personas de sus mismas ideas afincadas en Berlín, Bonhoeffer reclamaba que se promovieran rigurosos procedimientos disciplinarios contra “teólogos palaciegos” y obispos “cristiano-alemanes”, que se disolvieran los sínodos vendidos al Estado y que se excluyera de la Liga a “todos los tibios, viejos y nuevos”. “Sin eso –afirmaba– jamás nos libraremos de esta peste (…)”. Para calmar los ánimos, el Consejo de Gobierno de la Iglesia del Reich despachó a Londres una delegación, presidida por el polémico director del recién fundado Ministerio Eclesiástico de Exteriores y futuro obispo en el extranjero Theodor Heckel. Heckel dijo muchas cosas de la reorganización del protestantismo alemán, paralela a la “centralización estatal”, y de que se esperaba una “lealtad que mirara al conjunto y no a los detalles”, pero –como críticamente indicó Bonhoeffer en la conferencia– muy pocas sobre las dudas que respecto de la deriva acomodaticia berlinesa abrigaban las parroquias inglesas. Heckel no pudo impedir que los pastores alemanes de Gran Bretaña, en una declaración conjunta, subordinaran su unión con la Iglesia del Reich a que ésta se mantuviera fiel al Viejo Testamento y se renunciara a la imposición del “párrafo ario”. Mientras tanto, en Alemania, Ludwig Müller, el “obispo del Reich” fiel al Führer, encuadraba a las Juventudes
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14. Mt 8,21; Lc 9,59. (N. del T.)
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Evangélicas en las Juventudes Hitlerianas, prohibía que se hicieran públicas diferencias internas de opinión en espacios y publicaciones propiedad de la Iglesia y desautorizaba que la “Liga de emergencia” celebrara un oficio divino en la catedral de Berlín –con el resultado de que una multitud enorme de personas se congregó frente a ella entonando el cántico de combate de Lutero Ein feste Burg ist unser Gott–. A la vez que sucedían todas estas cosas, Bonhoeffer continuaba exigiendo en sus cartas, de una forma cada vez más enérgica, que se constituyera un frente de oposición claro. “Aplazar decisiones o dejarlas pasar –planteaba allí– puede ser un pecado más grande que optar por decisiones equivocadas tomadas desde la fe y el amor”. “«Déjame ir primero…» se dice en el Evangelio14. ¡Ay, cuán a menudo tratamos de protegernos! Y precisamente aquí es cuestión de ahora o nunca. (…) Hoy hay que hacer profesión de fe, tanto en Alemania como en la ecumene. Así que ya está bien de tenerle miedo a esta palabra: la causa de Cristo está en juego, ¿o acaso queremos que nos encuentren durmiendo?” La elección es radical, insistió nuevamente Bonhoeffer en el informe anual de la comunidad de LondonSydenham: “o el seguimiento o la deserción, o Cristo o los ídolos de cada uno de nosotros. (…) Las horas de que dispone la Iglesia están contadas. Quién sabe si lo que no se diga ni se escuche hoy no llegará demasiado tarde mañana. Es hora de decidirse”. Al obispo danés Ammundsen, presidente del comité ejecutivo de la “Federación Mundial”, Bonhoeffer le pidió que “por amor a Jesucristo” hablara claro. “Tiene que quedar claro –así de lamentables son las cosas– que el momento de decidirse está pró-
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ximo: o nacionalsocialista o cristiano (…) Tenemos que ir hasta el fondo, sin diplomacias, hablando en plata con claridad cristiana”. La voz de Bonhoeffer tenía peso en el protestantismo internacional, especialmente desde que había sido elegido para el Consejo ecuménico para un cristianismo práctico. Y él utilizó sus contactos para recabar apoyo para la Iglesia Confesante de su patria y reconocimiento para los llamados “gobiernos eclesiásticos de emergencia”. Bonhoeffer se tomó también la libertad de recordar a las iglesias hermanas del extranjero que la política internacional de apaciguamiento incurría en corresponsabilidades en relación con los crímenes de Hitler. Como es natural, para los cristianos de la patria alemana todo lo que hacía Bonhoeffer con su actividad propagandística y reclamando la solidaridad de las iglesias de otros países, era ensuciar su propio nido. Él, en cambio, consideraba que estaba fomentando la resistencia de las parroquias alemanas contra la uniformización y el terror, y dejando claro a las iglesias extranjeras “que lo que en verdad está en la balanza son la Iglesia y la cristiandad como tal”. Como el mismo Bonhoeffer le decía por carta a su amigo, el obispo Bell, en Chichester: “La cuestión que se está ventilando en la Iglesia alemana ya no es un asunto meramente interno, sino que en ella está en juego la existencia misma del cristianismo en Europa”. la lucha de la Iglesia no es más que una “primera escaramuza” En efecto, porque desde que durante un mitin multitudinario de los “Cristianos Alemanes” en el Palacio de los Deportes de Berlín, en presencia de callados obispos y
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15. Presidente de distrito. Véase también la nota 20. (N. del T.)
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ministros satisfechos, se hubiera proclamado la liberación con respecto al Viejo Testamento y a su “moral judía de la recompensa” y sus “relatos sobre rufianes y criadores de ganado”, en las comunidades evangélicas empezó a dejarse sentir una creciente resistencia contra la tergiversación que los nazis hacían del Evangelio. Frente a un bosque de banderas con la cruz gamada, el gauobmann15 de los “Cristianos Alemanes” en el Gran Berlín, el doctor Reinhold Krause, había reclamado por entonces una Iglesia nacional, “alemana por los cuatro costados”, que dejara “un espacio suficiente para una experiencia auténtica de Dios” y que, depurada de la “ideología de la inferioridad del rabino Pablo”, volviera a un “Jesús heroico”. De la cruz –había dicho allí Krause– había que dejar de hablar en términos tan “exagerados”, y los que desde luego no podían ni mentarse eran los elementos judíos de la tradición bíblica, ninguno de ellos: “Si nosotros, los nacionalsocialistas, tenemos ya que avergonzarnos por comprarle una corbata a un judío, mucha más vergüenza tendría todavía que darnos que tomásemos de los judíos algo que está hablando a nuestra alma, lo religioso e intimísimo”. Las veinte mil personas congregadas en el Palacio de los Deportes habían celebrado con frenéticos gritos de júbilo las disparatadas ocurrencias de Krause, aprobando a continuación una resolución no menos peregrina: “Exigimos que una Iglesia nacional alemana se tome en serio el anuncio de una Buena Nueva sencilla, depurada de todas sus deformaciones orientales, y de una figura heroica de Jesús como fundamentos de un cristianismo auténtico, en el que el lugar del alma servil y humillada sea ocupado por el ser humano orgulloso que, como hijo de Dios, se siente obligado hacia lo divino en sí y en su
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pueblo. Nosotros confesamos que el único servicio divino que consideramos real para nosotros es el servicio a nuestros compatriotas (…)”. Sin embargo, fuera del Palacio de los Deportes muchos de los partidarios que los “Cristianos Alemanes” tenían en el país comprendieron por fin en qué clase de religión sustitutiva y neopagana se habían aventurado. El movimiento registró bajas multitudinarias, el “obispo del Reich” Müller –en todo lo demás una complaciente marioneta de Hitler– tuvo que tomar distancias con respecto a la resolución y renunciar a seguir al frente de los “Cristianos Alemanes”, y la Iglesia Confesante pasó a ver cómo ingresaban en sus filas un gran número de simpatizantes. En mayo de 1934, durante el “Sínodo confesional de Barmen”, delegados de todas las iglesias regionales alemanas rechazaron por unanimidad que la figura del Evangelio cristiano se dejara en manos “del vaivén de las convicciones ideológicas y políticas reinantes en cada momento”. Bonhoeffer pasaba por ser uno de los cabecillas de la rebelión. Repetidas veces, el recalcitrante pastor en el extranjero fue llamado a Berlín y sancionado disciplinariamente por la jefatura eclesiástica oficial. En una de estas ocasiones, se le puso delante una declaración por la que en adelante debería abstenerse de toda “actividad ecuménica”. Bonhoeffer se negó a firmarla. Por qué no se le destituyó inmediatamente es un enigma; seguramente, las autoridades eclesiásticas no se equivocaban al pensar que en Alemania aquel hombre acabaría causándoles todavía muchos más problemas. El 5 de noviembre de 1934, las parroquias evangélicas alemanas de Inglaterra rompieron formalmente con la Iglesia del Reich y se unieron a la Iglesia Confesante. Dos semanas antes, el sínodo de la Iglesia Confesante en
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16. Proverbios 31,8. (N. del T.)
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Berlín-Dahlem se había negado a seguir prestando obediencia a las direcciones eclesiásticas, dominadas por los “Cristianos Alemanes”, haciendo entrar en vigor una “legislación” eclesiástica “de urgencia”. Este conflicto interno –profetizó Bonhoeffer– no era más que una “primera escaramuza”, a la que seguiría una “oposición de muy distinto signo”. El “verdadero combate” –seguía diciendo Bonhoeffer– se empeñaría a partir de ahora “en un lugar completamente distinto” y ya no podría librarse con “la misma frescura y buen humor” que el actual, sino que lo ganaría quien “lo soportara en su integridad (…) al final, todo volverá a depender del individuo, como al principio”. En una carta a Erwin Sutz, con el que había hecho amistad en los días de su estancia en Nueva York y que por entonces era pastor reformado en Suiza, Bonhoeffer fue todavía más claro: “Hay que acabar de una vez por todas con todas esas argumentaciones teológicas que justifican que se adopte una actitud de reserva frente a la praxis del Estado –reclamaba allí–; en el fondo, todo eso no es más que miedo. «Habla por el que no puede hablar16»: en la Iglesia de hoy, ¿quién sabe todavía que ésta es la exigencia mínima de la Biblia en tiempos como éstos? (…) Hitler se ha mostrado como quien es realmente, y la Iglesia tiene que saber con quién ha de contar”. Un año antes, en su toma de postura frente al “párrafo ario”, que luego se haría famosa, Bonhoeffer se había expresado con muchas más precauciones. La Iglesia –decía allí– tiene que preguntarle una y otra vez al Estado por la legitimidad de su actuación, pero no puede “actuar políticamente de una forma directa” ni criticar la “actuación en la que el Estado hace historia” desde la perspectiva de un “ideal humanitario”, ya que ella sabe que “en
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este mundo es absolutamente necesario usar la violencia”. Ahora, en cambio, en un ensayo redactado para la revista Teología Evangélica, Bonhoeffer afirmaba con claridad meridiana que, para la Iglesia Confesante, en el consejo eclesiástico de gobierno berlinés se sentaba el “Anticristo”, porque quien gobernaba allí no era otra que la “voluntad de aniquilar”. Bonhoeffer, por otro lado, tampoco se ahorraba a sí mismo preguntas críticas: a su hermano Karl-Friedrich, siempre tan moderado, le confesó por las mismas fechas que tenía miedo de volverse demasiado “fanático”. Y cuando en octubre de 1934, hablando desde el púlpito de una iglesia londinense de la “lucha religiosa” en Alemania, previno contra la tentación de la “infatuación y el ergotismo”, es obvio que lo hizo teniendo también presente su propia tendencia a emitir juicios inmisericordes. ¿No había sido a fin de cuentas su traslado a Londres una huída? ¿Una huída de sus responsabilidades, de la Gestapo, que ya le había amenazado? “Está uno demasiado cerca como para no querer participar, y demasiado lejos como para poder hacerlo de una forma verdaderamente activa”, escribió por entonces a casa con tristeza. De hecho, por desgracia tampoco se llegó a una unión duradera entre la Iglesia Confesante y la ecumene, que era por lo que Bonhoeffer suspiraba. Los tiempos no estaban todavía lo suficientemente maduros como para que se transgredieran tan fácilmente las fronteras interconfesionales, y la resistencia de la Iglesia en Alemania se escindió pronto en corrientes independientes. Los visionarios que pensaban como él eran raros y estaban representados por figuras pioneras, como la de George Bell, lord bishop de Chichester y presidente de Life and Work, el Consejo Ecuménico para un cristianismo práctico. Bell mantenía
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un animado contacto con aquel informador suyo que tan estupendamente hablaba inglés e intervino varias veces con éxito apoyando a la iglesia alemana en la oposición. La conferencia ecuménica de Fanö (Dinamarca), en agosto de 1934, es el típico ejemplo de la desunión que por entonces presidía las relaciones entre el protestantismo internacional y la iglesia alemana en la oposición. Allí, cinco años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Bonhoeffer había adelantado ya, en un profético discurso por la paz, los puntos de vista de quienes más tarde se opondrían a la carrera armamentística. La santurrona pregunta de la serpiente en el paraíso: “¿Cómo es que Dios ha dicho eso?”, sería, a juicio de Bonhoeffer, la enemiga mortal de la paz. “¿No debería haber conocido Dios mejor la naturaleza humana y haber sabido que las guerras vendrían a este mundo con la necesidad de una ley natural? ¿No debería haber querido decir Dios que es nuestro deber hablar de paz, pero sin que eso signifique que debamos llevar a la práctica literalmente lo que decimos? ¿No debería haber dicho Dios que es nuestro deber trabajar por la paz, pero que para estar más seguros también lo sería tener preparados tanques y gases tóxicos? Y luego lo que parece lo más serio de todo: ¿debería haber dicho Dios que no es nuestro deber defender a nuestro país?” No, la paz no se haría mediante contratos políticos ni con relaciones económicas, y ni siquiera “armándose pacíficamente todas las partes”, porque aquí se sigue confundiendo en todos los casos paz con seguridad. Para Bonhoeffer “no hay camino a la paz que pase por la seguridad. Porque la paz es algo a lo que hay que atreverse (…) Promover seguridad significa abrigar desconfianzas, y esta desconfianza es a renglón seguido semilla de nuevas guerras”.
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La “Federación Mundial” y el Consejo Ecuménico Life and Work habían invitado tanto a representantes de la Iglesia Confesante –Bonhoeffer era uno de ellos– como a representantes de la Iglesia oficial del Reich a que acudieran a la conferencia de Fanö, y como es lógico ambas facciones fueron de inmediato protagonistas de vehementes enfrentamientos entre ellas. El gobierno del Reich había fletado un avión particular para los “suyos” y éstos se apresuraron a asegurar a la asamblea que, bajo las nuevas circunstancias políticas reinantes en Alemania, el anuncio del Evangelio había ganado en vigor y atractivo. Bonhoeffer, que había colaborado decisivamente en la preparación de las negociaciones, dejó hablar a sus correligionarios leales al régimen, a los que de todos modos nadie creyó ni una sola palabra de lo que decían. Tenía pensado algo mucho más importante: animar a los representantes eclesiásticos de todas las naciones soberanas a que amparasen bajo la autoridad del concilio un solemne voto por la paz. Un solo amigo de la paz, la Iglesia de una nación entera: no tendrían ninguna oportunidad. “Sólo el gran concilio ecuménico universal de la Santa Iglesia de Cristo puede decirlo de forma que el mundo, rechinando los dientes, tenga que escuchar la palabra de la paz y que los pueblos se alegren porque esta Iglesia de Cristo quite a sus hijos en nombre de Cristo las armas de la mano y les prohíba hacer la guerra proclamando la paz de Cristo en este violento mundo”. Según contaron testigos presenciales, los delegados escucharon el discurso de Bonhoeffer “conteniendo la respiración”. También tomaron claramente partido por los resistentes en una “resolución sobre la situación de la Iglesia en Alemania”, en la que se decía que allí corrían peligro “principios fundamentales de la libertad cristia-
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na”. A renglón seguido, sin embargo, se hizo que todo quedara otra vez en agua de borrajas, al asegurarse que era deseo de todos que se siguiera manteniendo una “relación de amistad” con “todos los grupos” de la Iglesia evangélica alemana. Lo osada esperanza de Bonhoeffer de que la asamblea se constituyera en un “concilio por la paz” que exhortara a las potencias mundiales a que convirtieran sus arsenales en chatarra, no fue más allá de un deseo irrealizable. Ninguno de los reunidos se interesó por su argumentación teológica. Los ingleses constataron lacónicamente que renunciar por principio a la violencia militar era lo mismo que condenar al Imperio Británico a la desaparición. Y por los representantes alemanes de la Iglesia del Reich el sermón por la paz fue recibido como una provocación infamante. El anciano profesor de teología berlinés Arthur Titius, quien fuera durante el período de Weimar uno de los más firmes valedores del desarme y la ecumene, para convertirse luego en un fiel seguidor de Hitler, se negó, temblando de ira, a volver a estrechar la mano de quienes hubiesen aplaudido aquel discurso.
3 FINKENWALDE: UN CRISTIANO COMPRENDE QUE LOS JUDÍOS SON HERMANOS SUYOS
“La Iglesia calló cuando tenía que haberse puesto a gritar, al ver cómo la sangre de los inocentes clamaba al cielo”
En 1935 Dietrich Bonhoeffer volvió a Alemania para encargarse de la dirección de un seminario teológico en Finkenwalde bei Stettin. Estos centros de enseñanza para teólogos que habían concluido sus estudios universitarios y se preparaban para desempeñar un servicio práctico en las parroquias, se habían convertido en instrumentos de la Iglesia Confesante y trabajaban dentro de una ilegalidad aún tolerada junto a los seminarios oficiales de la Iglesia del Reich, los cuales exigían que se presentara el “carnet de identidad ario” y simultaneaban sus cursos de formación con servicios temporales en la SA y los campos de trabajo. El seminario de Finkenwalde –o de Zingst, a orillas del Mar Báltico, que fue donde aquél estuvo localizado los dos primeros meses– tenía por misión alojar a la nueva promoción de teólogos de Pomerania y se financiaba con donativos. El sueldo que Bonhoeffer percibía como director era modesto, y los antiguos alumnos universitarios traían consigo herramientas de carpintería y cubos de pintura, ya que la casa –una vieja escuela privada que había vivido tiempos mejores– necesitaba muchas reparaciones.
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Bonhoeffer había soñado en Londres con un lugar como aquél, en el que enseñar en una atmósfera “monacal”, inspirándose en la “pura doctrina” y el Sermón de la Montaña. En la Universidad, tal cosa, pensaba, era imposible en las actuales circunstancias. Como él mismo le confesó a su hermano Karl-Friedrich: “Está claro que la restauración de la Iglesia provendrá de un nuevo monacato, que sólo comparta con el antiguo la ausencia de compromisos de una vida vivida según el Sermón de la Montaña a imitación de Cristo”. De hecho, Bonhoeffer había visitado en Inglaterra una buena cantidad de monasterios anglicanos y comunidades religiosas, y si la llamada a Finkenwalde no hubiera venido a emborronarle otra vez las cuentas, es indudable que esta vez habría aceptado por fin la invitación de Gandhi a acudir a su ashram. La vida en Finkenwalde era una vida en comunidad a la que Bonhoeffer confirió un estilo por entonces desconocido en el protestantismo: oraciones a la mesa y una media hora diaria de meditación silenciosa sobre la Escritura. Se recuperó incluso la confesión personal, porque, como lo expresó Bonhoeffer, frente a los hermanos no había necesidad de fingir y en la comunidad ya no se estaba a solas con la culpa. “Hermano”, he aquí la palabra clave. Como centro de formación para jóvenes teólogos, el seminario estaba unido a una Bruderhaus1, cuyos residentes, Bonhoeffer y algunos pastores colegas suyos, trataban de llevar una vida cristiana en comunidad –en principio por un período no superior a unos años–. Al solicitar que se le permitiera fundar una residencia de estas características, Bonhoeffer no sólo justificó su experimento frente al consejo de la 1. “Casa de los hermanos”. (N. del T.)
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¿romanticismo monástico o Iglesia en la oposición? Barth, el teólogo famoso, y Bonhoeffer, al que aún no se conocía demasiado en los círculos teológicos, intercambiaron una animada correspondencia sobre la idea
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Iglesia Evangélica de la Unión Veteroprusiana recordando el “aislamiento” que tan doloroso les resultaba a los pastores de las parroquias, sino aludiendo también de forma explícita a la explosiva situación reinante: “Una predicación que provenga de una fraternidad práctica, vivida y apoyada en una experiencia real, podrá ser más objetiva y sólida y correrá menos peligro de debilitarse”. Por las mismas fechas, Karl Barth confiaba ideas muy parecidas a su escrito programático Theologische Existenz heute. Según Barth, se necesitaba un “centro espiritual desde el que resistir”, el único que sería capaz de conferir a la oposición político-eclesial verdadero sentido y sustancia. Para Barth, “quien haya entendido esto ya no hará figurar hoy en su programa una divisa de lucha cualquiera, sino una muy sencilla: ¡ora et labora!”. Bonhoeffer precisó cuál sería la misión de la Bruderhaus como sigue: “Para poder predicar la Palabra con que en los combates que la Iglesia libra hoy y librará también en el futuro Dios nos llama a decidirnos y discriminar espíritus, para estar preparados en cualquier situación apurada que se presente a proclamar su Evangelio, se necesita un grupo de pastores que sean totalmente libres y que estén en todo momento en situación de intervenir. Dicho grupo tiene que estar preparado, sean cuales fueren las circunstancias externas, habiendo renunciado a todos los privilegios financieros o de otra clase propios de su cargo, a personarse en el lugar en que su servicio sea requerido”.
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que compartían. La gente no tiene ni idea –le escribía Bonhoeffer a Barth– “de lo vacíos y absolutamente quemados que llegan los hermanos al seminario”, huérfanos de toda relación con la Biblia, sin una idea clara del aspecto que a nivel personal debería ofrecer una vida verdaderamente cristiana. Asombrado, Bonhoeffer cita en una carta los reproches con que le había cubierto poco antes una de las cabezas rectoras de la Iglesia Confesante: “Ahora no tenemos tiempo para la meditación. ¡Lo que los candidatos tienen que aprender es a predicar y catequizar!”. Está claro –apuntaba Bonhoeffer– que este crítico ignora el modo en que nacen un buen sermón o una buena catequesis, y que tampoco sabe nada de las preguntas que atormentan a los jóvenes teólogos: “¿Cómo puedo aprender a rezar? ¿Cómo puedo aprender a leer la Escritura?”. De ahí el amplio espacio de tiempo que se reservaba todas las mañanas en Finkenwalde a la oración de salmos, la lectura de la Escritura –tanto de la Biblia hebrea como del Nuevo Testamento–, la oración libre, el padrenuestro y el canto de lieder, al que seguía una media hora para la meditación; o el que se reservaba también con fines similares por las tardes a imitación de las vísperas católicas y el evensong2 anglicano. De ahí las sencillas reglas de vida monásticas (tan difíciles de cumplir, sin embargo), como la que prescribía que no se hablara nunca de otro hermano estando él ausente. De ahí la olla comunitaria, a la que contribuían con su salario todos los pastores y predicadores adjuntos. Pocos años mayor que sus protegidos, Dietrich Bonhoeffer no les dirigía discursos llenos de unción, sino 2. En inglés en el original. Servicio que se recita o canta por las tardes en la Iglesia anglicana. (N. del T.)
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que convivía con ellos compartiéndolo todo con la mayor naturalidad y en un clima de respeto mutuo. Sus libros, que eran muchos, su piano y los discos que se había traído de los Estados Unidos eran propiedad de todos. E incluso parece que, con el fin de que nada comprometiera su exclusivo afán de servicio, puso distancias entre él y una mujer a la que le unían muchas cosas y que, al ser doctora en teología, espiritualmente estaba también a su altura. Una carta a su cuñado Rüdiger Schleicher permite hacerse una idea del proceso por el que había pasado aquel intelectual antaño tan reservado. En ella Bonhoeffer le confiesa a su amigo que ha dejado de buscar en la Biblia verdades generales “que se correspondan con nuestra esencia «eterna»”, para pasar a buscar en ella la voluntad de Dios, “que tan ajena y antipática nos resulta”. Fuera de la Biblia, Bonhoeffer dice temer no encontrarse más que con su “doble divino”. En conclusión, “si soy yo quien dice en qué lugar debería estar Dios, en él encontraré siempre un Dios en cierto modo cortado a mi medida, que me resultará grato y se avendrá bien con mi ser. Pero si es Dios quien dice dónde quiere estar, ése será sin duda un lugar que de entrada no se avendrá en absoluto con mi ser y que en absoluto me será grato. Ese lugar es, sin embargo, la cruz de Cristo. Y quien quiera encontrarlo allí, tiene que cargar con esa cruz, como lo exige el Sermón de la Montaña”. A nadie le sorprenderá que los jóvenes de Finkenwalde se sintieran literalmente “arrollados”, como escribió un testigo presencial, “por la calidez y aun la pasión religiosa” de Bonhoeffer. El señor director, al que no se le caían los anillos por fregar los platos en la cocina y que, si hacía buen tiempo, tampoco veía mal que se anularan de vez en cuando las clases para hacer una escapada con sus alum-
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nos al mar, era la encarnación de una fe vital y sincera, exenta de toda beatería. Había aquí una relación con Cristo que modificaba de una forma muy concreta el trato entre las personas. “El Cristo que está en el corazón de cada uno es un Cristo más débil que el que está en las palabras del hermano; aquél es incierto, éste es seguro”. La fundación de Finkenwalde tenía muy poco que ver con aquel romanticismo monástico y aquella apasionada huída del mundo que habían florecido por entonces en algunos lugares después de la Primera Guerra Mundial. La meta, había dicho ya Bonhoeffer en la solicitud que presentó al consejo eclesiástico, no es “aislarse en un monasterio, sino concentrarse para poder servir en su exterior”. La cuestión no era retirarse a un lugar idílico, sino reunir energías y concentrarse en lo esencial, para de este modo hacer acopio de fuerzas que emplear a continuación en comprometerse con el mundo. En los movimientos colectivos por aquellos años de moda, con su predilección por el cultivo de una experiencia religiosa íntima en el seno de pequeñas comunidades, Bonhoeffer veía el peligro de que la Iglesia degenerara en una “Iglesia clandestina”, indiferente hacia las necesidades del mundo e incapaz de dar testimonio en la sociedad. La iglesia del “seguimiento” de Bonhoeffer, por el contrario, se entiende a sí misma –como resume su intérprete católico Tiemo Rainer Peters–, “más allá de resignación política y pathos revolucionario”, como un “mundo político de contraste”, como una “iglesia en la oposición fundada en el Sermón de la Montaña, es decir, no-violenta”, y como un “lugar de recogimiento desde el que dar el paso decisivo hacia el compromiso”. Así que no tiene nada de extraño que Finkenwalde irradiara muy pronto un considerable resplandor. Y aunque circularon rumores sobre
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un centro de peligrosos fanáticos y e infiltrados católicos, cada día eran más numerosos los estudiantes, pastores y artistas que acudían allí para conocer de primera mano la situación –y enterarse, de paso, de las últimas novedades políticas, ya que en Finkenwalde se leía con regularidad el Times londinense–. En sus clases, Bonhoeffer no sólo llamaba testarudamente “Iglesia” al antiguo Israel, sino que insistía en afirmar que la base de las comunidades cristianas era la Palabra de Cristo, y no la “sangre y el suelo”. Y los seminaristas no sólo rezaban en el culto por los perseguidos políticos y los recluidos en los campos de concentración: en 1936, por ejemplo, cuando la SA apaleó en Brandenburgo a un joven pastor de sangre judía hasta dejarlo medio muerto, Bonhoeffer se lo llevó con él a Finkenwalde, cuidó de él hasta que se hubo recuperado y organizó su emigración al extranjero. Al tomar partido de una manera tan evidente, los “hermanos” se pusieron muchas veces en peligro. La policía tomó nota de sus nombres, se llevó una y otra vez los escritos expuestos en la mesa de la iglesia y confiscó sus colectas. También le llegaron al gobernador de distrito denuncias diversas, informándole de que desde aquel púlpito se rezaba por criminales presos en campos de concentración y reclamándole que se investigara cuanto antes si el seminario estaba siendo financiado por el judaísmo internacional. A las clases de confirmación que uno de los de Finkenwalde impartió en una localidad vecina, sede de un antiguo mercado, acudieron durante la segunda hora nada más que tres niños; sin darse cuenta, el “hermano” había hablado en la primera de los profetas veterotestamentarios, es decir, de judíos, despertando las sospechas de los lugareños.
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contra la “gracia barata” Bonhoeffer había dejado claro en Finkenwalde que diseñar una vida en común inspirándose en la Palabra de Dios no era un “asunto privativo de un círculo aislado”, sino una “tarea que se plantea a la Iglesia” en su conjunto. Por ello, sus obras de aquella época, Seguimiento (1937) y Vida en común (1939), de amplia difusión y muy leídas en las comunidades confesionales, eran mucho más que una exhortación a vivir en la fraternidad y también mucho más que una crítica a formas de vida cristiana indignas de crédito, en particular de pastores. Su explosividad social radica en que en ellas se exige que se convierta en una realidad la que el Evangelio llama “justicia mejor” y se oponga resistencia a una política determinada por el mal: la Iglesia como el centro de una resistencia no-violenta, pero decidida, con el Sermón de la Montaña como la “única fuente de energía que puede hacer que salten de una vez por los aires todos los embrujos y sortilegios”. El leitmotiv de Seguimiento, obra nacida en una de sus lecciones, consiste en una simple pregunta: ¿por qué no se escucha ya a la Iglesia, por qué no interesa ya su mensaje? A diferencia de muchos de sus colegas de entonces y de ahora, Bonhoeffer no se limita a señalar al extraviado espíritu de la época como responsable de la situación: “Si los demás encuentran dura y difícil nuestra predicación, que a fin de cuentas no quiere ser otra cosa que la predicación de Cristo, la culpa no es suya (…) es falso que todo lo que hoy se dice en contra de nuestra predicación sea una negación de Cristo, mero anti-cristianismo. ¿O acaso queremos romper toda relación con esas personas, tan numerosas hoy, que vienen a nosotros, quieren escuchar lo que tenemos que predicarles y, sin embargo, se sienten
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una y otra vez compelidas a confesar con turbación que les ponemos demasiado difícil su acceso a Jesús?”. La predicación de la Iglesia, se pregunta Bonhoeffer haciendo autocrítica, ¿coloca una carga demasiado pesada sobre los hombros de la gente? ¿No tiene ya más que pesadas leyes que imponer sobre los que Jesús expresamente llamó “fatigados y sobrecargados”3, alejándolos así de ella? ¿”Exigencias torturantes y excéntricas”, adecuadas no siendo otra cosa que un lujo piadoso, pero que a las personas que trabajan, tienen preocupaciones profesionales que atender y han de ocuparse de alimentar a sus familias tienen que parecerles una tentación impía? ¿Es un “dominio espiritual”, una tiranía sobre las almas lo único que ha acabado por importarle al final a la Iglesia, contradiciendo así al Evangelio, que anuncia la liberación de las leyes humanas y la opresión? Al ser el seguimiento una “llamada y un mandamiento graciosos”, la “ruptura de todas las legalidades por la gracia del que llama” –por no ser él precisamente ni una idea ni un sistema doctrinal, sino la unión con una persona viviente–, el seguimiento no es sentido como una carga, y entre ley y gracia no hay ya ninguna contradicción. No una carga, pues, ni una ansiosa espera misantrópica llena de miedos y coerciones, pero tampoco una religión burguesa del laissez-faire, que a nada obliga, ingenua, sin pretensiones. Se ha vuelto un lugar común citar las palabras sobre la “gracia barata”, con que comienza el Seguimiento de Bonhoeffer: “Abaratar la gracia significa convertirla en una mercancía que se vende a precios irrisorios, en un perdón que se malvende, en un consuelo que se malvende, en un sacramento que se malvende (…) en una gracia a la que no se pone precio, que no entraña cos-
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tes (…) En esta Iglesia se sufragan al mundo sus pecados a bajo precio, sin que él tenga que arrepentirse de ellos y sin que ni tan siquiera tenga que desear librarse de ellos. (…) Al hacerlo todo la gracia por sí sola, todo puede seguir estando como estaba”. “Que viva, pues, también el cristiano como el mundo” –suena la sarcástica exhortación de Bonhoeffer–, “que se iguale en todo al mundo y que ni se le ocurra atreverse –¡en la herejía del fanatismo!– a vivir bajo la gracia una vida distinta que bajo el pecado”. Oh sí, con razón recomendaba Lutero que se pecara “con valentía”, pero no como si esta recomendación fuera una carta de libertad para hacerlo así desde el principio, sino como un consuelo grandioso para quien, tras haberlo intentado con todas sus fuerzas, vuelve no obstante a caer y se desespera por su deslealtad; a él, y sólo a él, le valdrá la gracia de Dios, misericordiosa y comprada a alto precio. “Gracia cara”: encarnación de Dios, perdón para un corazón atribulado, llamada al seguimiento. No una dispensa de obrar, sino una redefinición de escalas: el hombre no puede subsistir frente a Dios ni aun en sus obras más piadosas si se busca en ellas a sí mismo. Lo que importa es obedecer a Cristo, ser uno con el Crucificado, que hace que el creyente tenga también que cargar con la cruz, que “cargar con pecados y culpas por otros hombres”. Bonhoeffer: “Aquí ya no nos sometemos a leyes y cargas que hemos hecho nosotros mismos, sino bajo el yugo de quien nos conoce y comparte ese yugo con nosotros”. Esta llamada al seguimiento transciende siempre el espacio íntimo y privado; el Dios hecho carne llama a una comunidad físicamente visible. La congregación de los fieles está presente en el mundo, se la puede agredir, da testimonio, hace campaña por la fe, opone resistencia: “La
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se le prohíbe escribir por culpa del rey David La hermandad era aquí un programa de combate contra la segregación, sancionada por el Estado, de los pertenecientes a “otra especie” y a “otra raza”, y en este senti-
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contradicción con el mundo tiene que soportarse en el mundo. (…) Es la figura del mismo Cristo, que vino al mundo y cargó con misericordia infinita con los hombres y los aceptó, y, sin embargo, no se igualó al mundo, sino que fue por él rechazado y expulsado”. En este tipo de frases, en apariencia inofensivamente pastorales, se escondía una declaración de guerra en toda regla contra el sistema político, la justificación de un rechazo pasivo y dispuesto a sufrir, pero también la de una resistencia activa. La llamativa predilección de Bonhoeffer por la imagen de la cruz que hay que cargar, una carga que comparte el peso de las miserias y culpas de los otros (“Sólo en cuanto carga es el otro realmente hermano y no un objeto al que se domina”), daba cabida a peligrosas concreciones: el amor por los enemigos, por ejemplo. “En efecto, ¿quién sería más digno de ser amado, quién tendría más necesidad de nuestro amor, que quien odia?”, predicaba Bonhoeffer en Finkenwalde en 1938, en un momento en que encenderse en odio contra judíos y comunistas, franceses e ingleses, era pregonado como un deber ciudadano. “¿Has visto alguna vez a tu enemigo como quien, siendo en verdad pobre de solemnidad, está frente a ti, rogándote sin ser siquiera capaz de decirlo: «Ayúdame, regálame lo único que podría ayudarme a librarme de mi odio, dame amor, el amor de Dios, el amor del Redentor crucificado»? Todo amenazar y levantar el puño proviene en realidad de esta pobreza, es en el fondo un mendigar el amor de Dios, la paz, la hermandad”.
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do si hay algo de lo que no puede acusarse a Seguimiento es de falta de claridad: ninguna ley del mundo –se lee aquí– tiene nada que decir en este centro de la vida cristiana, y el amor por el hermano es algo a lo que la comunidad no ha de permitir jamás “que se le señale ningún límite”. “Donde el mundo desprecie al hermano en Cristo, el cristiano le servirá y amará; donde el mundo se valga de la violencia contra él, él le ayudará y aliviará; donde el mundo le deshonre y ofenda, él borrará su vergüenza con su propia honra. (…) Si el mundo renuncia a la justicia, él usará de la misericordia, si el mundo se envuelve en un velo de mentiras, él hablará por los que no pueden hablar y dará testimonio de la verdad. Por amor a su hermano, sea judío o griego, siervo u hombre libre, débil o fuerte, noble o plebeyo, él renunciará a toda comunión con el mundo (…)”. Era ésta, al estilo de las epístolas paulinas, una declaración inequívoca de solidaridad con los que por entonces peregrinaban en tropel a las cámaras de tortura de la Gestapo y los campos de la muerte. ¿Un mero jugueteo con citas tomadas de la Biblia? Lo explosiva que puede resultar una simple perogrullada teológica, lo muestra el final vivido por la breve introducción a los Salmos, El libro de oraciones de la Iglesia, que publicó Bonhoeffer bajo este título en 1940. Bonhoeffer había tenido la desvergüenza de escoger para contraportada de su libro la escultura del gótico tardío que representa en la catedral de Worms al Rey David. El mensaje que aquí se escondía –Dios habla en los cánticos judíos y por boca de un rey judío– lo entendió muy bien la todopoderosa Cámara Literaria del Reich. La Cámara impuso a su autor una sanción disciplinaria de 30 marcos por “contravenir la obligación de dar parte” y le prohibió que siguiera dedicán-
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dose a toda actividad literaria. Cuando Bonhoeffer protestó, señalando que sus escritos tenían un carácter científico y que, por ello, no estaban sujetos a declaración obligatoria alguna, se le levantó la sanción, aunque manteniéndose la prohibición de publicar: los religiosos, “debido a compromisos predominantemente dogmáticos”, no tenían derecho a ser reconocidos sin más como científicos. Cristo adoptó la figura humana en toda su bajeza, devolviéndole así su dignidad a la humanidad, se decía en las últimas páginas de Seguimiento. “Quien atenta contra el más insignificante de los hombres, atenta contra Cristo (…)”. “En el escarnio público –se decía luego–, en la pasión y la muerte por Cristo, Cristo se hace con una figura visible en su comunidad. (…) La vida de Jesucristo no ha tocado todavía a su fin en esta tierra. Cristo continúa viviendo en la vida de quienes le siguen”. Bonhoeffer había aprendido algo nuevo. Cuando no era más que un joven científico que atendía en calidad de vicario en el extranjero a su parroquia de Barcelona, Bonhoeffer veía todavía con escepticismo que pudiera aplicarse el Sermón de la Montaña a la vida cristiana ordinaria: para él, estaba claro que Jesús caminaba allí sobre las “glaciales cumbres” de una “exigencia inexorable”. Ahora, en cambio, Bonhoeffer proclamaba que ese mensaje tiene un carácter absolutamente obligatorio y sacaba de él consecuencias radicales incluso para el compromiso social –tal y como, todavía a tientas, lo había hecho ya en su lección de cristología en 1933–. Allí Bonhoeffer decía que Cristo aparece “en el incógnito del humillado”, no en gloria y majestad, sino en “bajeza” y “debilidad”. Para la Iglesia tal cosa significaba en dicha lección un cambio de emplazamiento revolucionario y una ruptura con los habituales órdenes de la naturaleza y de la historia.
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“Ya no se puede vivir cristianamente, como antes, siendo a la vez un burgués”, aclaraba poco después Bonhoeffer en una conferencia durante un viaje a Escandinavia. Confesar a Cristo –dijo allí– tiene como condición que se “renuncie a todos los demás dioses de este mundo”. La solidaridad valiente de los fieles entre sí como base y fuente de energía de esta existencia en la oposición fue el tema de un informe sobre sus experiencias en Finkenwalde, que Bonhoeffer escribió en 1938 en el curso de unas pocas semanas y que, de todas sus publicaciones, fue también la que más veces se reeditó: Vida en común. Por entonces su cuñado judío acababa de huir a Inglaterra, su otro cuñado, Hans von Dohnanyi, era parte implicada en los preparativos de un golpe de Estado y la Iglesia Confesante vivía un enfrentamiento interno a propósito de un libro de oraciones que, con la vista puesta en la “crisis de los Sudetes”, perseguía conjurar la amenaza de la guerra y albergaba una confesión de culpabilidad del pueblo alemán. (Lo que hizo que el libro fuera enseguida objeto, por este motivo, de una condena pública en la publicación de la SS4 Das Schwarze Korps5, donde tras habérselo calificado de “acto de traición a la patria oculto bajo un manto religioso” se decía a continuación que el Estado tenía la obligación de “exterminar a estos criminales”). Una situación explosiva, sin duda, en la que Bonhoeffer recordaba el valor de la “comunidad bajo la Palabra”: “El 4. Siglas de la “escuadrilla de protección” (Schutzstaffel) del partido nacionalsocialista, constituida en 1925 y bautizada con este nombre, inspirado en el de las escuadrillas de cazas de escolta de la aviación militar alemana durante la Primera Guerra Mundial, por haber desempeñado inicialmente las funciones de una guardia personal encargada de velar por la seguridad de Adolf Hitler. (N. del T.) 5. “El Cuerpo Negro”. (N. del T.)
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6. Geschwisterlichkeit, literalmente “hermandad de hermanos y hermanas”, en lugar de Bruderschaft, término que, a diferencia del anterior, se construye en alemán sobre la voz “Bruder” (hermano varón). (N. del T.)
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Cristo que está en el corazón de cada uno es un Cristo más débil que el que está en las palabras del hermano; aquél es incierto, éste es seguro”. Bonhoeffer seguía siendo aquí un realista. “Quien no sea capaz de estar solo, que se guarde de la comunidad”, advertía, argumentando que quien busca la comunidad con el solo fin de escapar de sí mismo, abusa de ella, aprovechándose de esa misma comunidad para llenarse la boca de palabras (seguramente envueltas en un ropaje piadoso) y distraerse. Y, por supuesto –continuaba diciendo–, la hermandad cristiana (hoy Bonhoeffer habría hablado con toda seguridad de “confraternidad”6) en ningún caso es siempre sinónima de nada más que gozo y tampoco únicamente de riqueza espiritual, sino también de mucha debilidad y falta de fe. Quien sueñe con el grupo perfecto, que haga sus propias leyes y constituya su propio tribunal, en lugar de dejar a la discreción de Dios el crecimiento de la comunidad: una persona así “permanece inflexible y como un reproche viviente para todos los demás en el círculo de los hermanos. (…) A lo que no sucede conforme a sus deseos lo llama fracaso”. Nada que ver, pues, con una exigencia opresiva, sino una invitación a participar en una realidad que es don de Dios. Para Bonhoeffer “al igual que el cristiano no ha de sentir en todo momento el pulso de su vida espiritual, la comunidad cristiana no nos ha sido dada por Dios para que midamos continuamente su temperatura. Cuanto mayor sea el agradecimiento con que recibamos día a día lo que se nos da, con mayor certeza y temperancia crecerá y prosperará también de día en día la comunidad para complacencia de Dios”.
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A este fomento de la proximidad a Dios y del amor al prójimo servían en Finkenwalde todas aquellas reglas inspiradas en las tradiciones monásticas cristianas que tanta desconfianza generaban en el protestantismo: así, por ejemplo, un orden del día perfectamente estructurado, que empezaba con la oración matinal (“sólo la clara luz de Jesucristo es capaz de iluminar las oscuridades y sombras de la noches y sus sueños […] La oración a primera hora decide lo que será el día”) seguía con la comida en común a mediodía (“Dios tiene que alimentarnos”) y finalizaba con la oración de la tarde, cuando el hombre abandona sus tareas y deja que Dios haga su obra. “El orden y la división de las horas será más firme si proviene de la oración” propone Bonhoeffer a la reflexión. “Las decisiones que el trabajo haga necesarias, serán más simples y fáciles de tomar cuando se tomen no por miedo a los hombres, sino ante los ojos de Dios”. El gran valor concedido a la meditación era otra de las cosas inhabituales en un seminario teológico evangélico, lo que Bonhoeffer ilustró en cierta ocasión con una cita de Kierkegaard: “Al modo en que lo conmueven y preocupan a uno las palabras de una persona amada. Kierkegaard: leer la Biblia como si fuera una carta de amor”. Al meditar –explica Bonhoeffer en Vida en común–, lo que verdaderamente importa no es recogerse en sí mismo, sino enfrentarse con Dios: “La hora de meditación no hace que nos sumerjamos en la vacuidad y el abismo de la soledad, sino que nos deja a solas con la Palabra. (…) Nos exponemos a la acción de una sola palabra o de una sola frase hasta que nos sentimos personalmente conmovidos por ellas. (…) En la meditación no es necesario que encontremos nuevas ideas. A menudo, todo lo que eso hará será desviarnos y satisfacer nuestra vanidad. Basta y sobra con
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se previene contra un “pacifista y enemigo del Estado” No resulta sorprendente que los órganos directivos de la Iglesia del Reich, preocupados por cultivar un entendimiento con el Estado hitleriano, vigilaran con atención los movimientos del recalcitrante teólogo. El Ministerio de Asuntos Exteriores, el Ministerio de Educación del Reich y la Oficina eclesiástica de Exteriores, bajo la dirección del obispo Theodor Heckel, se pasaban aquí la pelota unos a otros. Cuando Bonhoeffer viajó a Suecia en febre-
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que la Palabra que leamos y entendamos penetre y haga su morada en nosotros”. Quien así medite, encontrará –confiemos en ello– otra vez su centro, empezará a hacer pie en suelo firme y recibirá indicaciones con las que orientar su camino en la confusión del día a día. La crítica bonhoefferiana a la falta de proximidad a la Escritura en la formación teológica y la vida del pastor fue recibida con acritud por el protestantismo tradicional. Bonhoeffer calificó de “vergonzoso” que se redujera todo con agrado a los escasos versículos de la “consigna” diaria y que se ignorara lo que la Sagrada Escritura es como una “totalidad viva”. ¡Y encima se atrevía a promover un renacimiento de la confesión, en el oficio divino y en privado! Las confesiones generales de los pecados servían con frecuencia para hurtarse a un enfrentamiento real con la culpa individual. Para Bonhoeffer, el seguimiento obligatorio, aunque también la curación de las relaciones sociales deterioradas, comienza con la confesión concreta, que en su caso habría que incluir en el concepto de hermandad: “Dios te ha obsequiado a tu hermano, que puede ayudarte en la miseria de tus pecados y perdonarte en su nombre”.
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ro de 1936, las autoridades estatales comprendieron de inmediato que aquel viaje no era ajeno al evidente interés que había mostrado la ecumene por el experimento de Finkenwalde, ni tampoco, por tanto, al intento por protegerlo de las amenazas que pendían sobre él. El Ministerio de Exteriores informó de inmediato a la embajada alemana en Estocolmo: “El Ministerio Prusiano y del Reich para Asuntos eclesiásticos y la Oficina de Exteriores de la Iglesia nos advierten de que las actividades del pastor Bonhoeffer no sirven a los intereses de Alemania. (…) Humildemente les ruego que nos mantengan informados de sus actuaciones y de los posibles ecos de las mismas en la prensa sueca”. Con su habitual descaro, Bonhoeffer rindió una visita de cortesía al embajador alemán, el príncipe Víctor zu Wied, el cual le recibió bajo un enorme retrato de Hitler y se mostró en todo momento extraordinariamente reservado. Theodor Heckel, quien como “obispo de exteriores” se esforzaba por difundir una imagen positiva de la dócil Iglesia del Reich y se veía, sin embargo, obligado una y otra vez a contemplar, con gran enojo por su parte, cómo aquel pastor que no paraba de viajar le estropeaba constantemente sus planes ecuménicos, dio una voz de alarma a las autoridades eclesiásticas. Bonhoeffer –hizo Heckel saber a la Comisión de las iglesias regionales– había atraído “en exceso sobre su persona la atención de la opinión pública” con su viaje a Suecia. “Puesto que puede acusársele de pacifista y enemigo del Estado, tal vez resultara apropiado que la Comisión manifestase un distanciamiento claro y tomase medidas para evitar que pueda seguir educando a los teólogos alemanes”. Los engranajes de Iglesia y Estado encajaron sin fricciones. Todavía no había terminado Heckel de pronunciar
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su amenaza, cuando el Ministerio de Educación del Reich retiraba ya al privatdozent Bonhoeffer la venia docendi. Fue un duro golpe para el profesor universitario, que tan querido era por su originalidad y lo hondo de su pensamiento. Pero, de todos modos, la ciencia por sí sola venía dándole a Bonhoeffer cada vez menos satisfacciones. Le preocupaba más lo que de esto iba a seguirse para el espiado y amenazado Finkenwalde. En septiembre de 1937, la Gestapo cerró el seminario y la casa de los hermanos y selló todas las puertas. El jefe de la policía alemana y Reichsführer SS Heinrich Himmler había dado orden de que, ante los perjuicios causados a la “autoridad y el bien del Estado” por los “sucedáneos de universidad” de la Iglesia Confesante, todos ellos fueran clausurados. Imaginativo como siempre, Dietrich Bonhoeffer prosiguió con sus actividades docentes en un “vicariato colectivo”. Los candidatos, en otras palabras, eran recibidos como vicarios por pastores de confianza de las parroquias vecinas, y las clases siguieron impartiéndose de forma regular en casas parroquiales vacías. Las casas de labranza abandonadas de una finca pomerana de nombre Sigurdshof, donde, cuando no había carbón ni petróleo, se sentaba uno muriéndose de frío a la luz de las velas, albergaron también en varias ocasiones este tipo de clases. La empresa era ya toda una aventura. En total, fueron casi 2000 candidatos al púlpito los que pasaron por estos seminarios ilegales, en los que se preparaban para un futuro incierto; nadie, en efecto, sabía si encontraría alguna vez un puesto o cobraría algún día un salario. Una y otra vez, antiguos alumnos de Finkenwalde eran detenidos por haber incluido en sus súplicas desde este o aquel púlpito a perseguidos políticos o por haber caído en desgracia por cualquier otro motivo. El mismo Bonhoeffer
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fue arrestado en la residencia de los pastores confesantes de Martin Niemöller, al practicar allí la Gestapo por enésima vez un registro. “sólo quien grite por los judíos…” Cumpliéndose determinados supuestos, había dicho ya Bonhoeffer en 1933, podía llegar a ocurrir que la Iglesia tuviera algún día “no sólo que vendar a las víctimas bajo la rueda, sino que parar la misma rueda bloqueando sus radios”. Pero mientras que los estragos causados en la patria alemana por el terror eran cada vez mayores e incluso los planes de conquista de Hitler se convertían en una realidad con la invasión de Polonia, la Iglesia Confesante pareció enquistarse en una “emigración interna”. La gente se reunía en pequeños círculos de descontentos, rechazaba como podía los ataques a la libertad de las parroquias y trataba, por lo demás, de llamar la atención lo menos posible. Bonhoeffer estaba decepcionado. También aquí, donde él se había sentido como en casa, empezaban la acomodación a la realidad y el temor por los últimos derechos y bienes que aún se poseían a sofocar la obediencia al Evangelio. Pero, ¿no había mostrado el “Führer” una actitud más abierta frente a las quejas de la Iglesia Confesante y no se había desposeído de su cargo por orden suya al obispo del Reich Müller, el hombre de paja de los Cristianos Alemanes? ¿No eran sinceros los esfuerzos del recién nombrado “ministro de asuntos eclesiásticos” Hans Kerrl, un discreto oficinista, por contribuir a suavizar los puntos en litigio? ¿Y no era también Kerrl quien había llamado a representantes de la Iglesia Confesante a incorporarse a las recién constituidas comisiones eclesiásticas? De que
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todo esto no eran más que astutos movimientos de ajedrez, que en último término no acarreaban ningún compromiso, pocos supieron darse cuenta. En 1936, el cuarto y último sínodo confesional en Bad Oeynhausen mostró su reconocimiento por la aparente liberalización de la política eclesiástica del Estado, ofreciéndose a colaborar con las comisiones eclesiásticas y aceptando la ilegalización de los seminarios teológicos instituidos por el regimiento eclesiástico de urgencia. Se constituyó un Consejo de la Iglesia Evangélico-Luterana en Alemania, que se distanció de la actitud radicalmente antinazi de los consejos de hermanos; éstos eligieron entonces de entre sus filas una Dirección Provisional de la Iglesia Evangélica Alemana, que a partir de ese momento actuó como portavoz de una minoría radical. En una carta al “Führer”, la dirección protestó ese mismo año contra la “coacción de las conciencias”, rechazando que se elevaran sangre, raza, pueblo y honor al rango de “valores eternos”. La división de la Iglesia se había consumado, y gentes como Bonhoeffer o como Niemöller fueron empujadas a un aislamiento definitivo. El anguloso pastor rural Paul Schneider, de la recóndita parroquia de Hunsrück, se granjeó el odio de los camisas pardas al boicotear ese mismo año de 1936 las elecciones al Reichstag –unas elecciones que, a su juicio, no podían ser tales no pudiéndose votar en ellas más que con un “sí”– y renunciar ostensiblemente a emplear el saludo alemán en las clases de confirmación. Sus superiores eclesiásticos en el consistorio de Düsseldorf no tuvieron nada más urgente que hacer que pedir disculpas a las autoridades del Estado por la “testarudez teológica” de Schneider, que, como ellos mismos dijeron, “habían tenido ya muchas veces que lamentar”.
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Un año después, Schneider aterrizaba en el campo de concentración de Buchenwald, donde tuvo que trabajar hasta matarse picando piedra en la cantera. En 1939 fue asesinado por el médico del campo con una sobredosis de estrofantina. ¿Liberalización? En una lista de intercesión de septiembre de 1938 figuraban incluidas junto a algunas detenciones casi 200 deportaciones, prohibiciones de desplazamiento e inhabilitaciones de residencia. Se prohibía acceder a edificios eclesiásticos a pastores caídos en desgracia y sus desplazamientos se restringían para que no pudieran reunirse con los grupos de la oposición o se les desterraba de sus parroquias. En 1935, la revista de la SS El cuerpo negro se burlaba de los comunistas, camuflados como “chicos del Ejército de Salvación”: “Echas aquí semilla moscovita entre el rebaño piadoso, en la liga de pastores comunistas del frente rojo, pero donde dijiste «Moscú» di ahora rápidamente «Amén» y luego la Biblia ante tu boca sostén”.
En el verano de 1936, cuando Alemania mostró su cara más amable con ocasión de los Juegos Olímpicos de Berlín, un despierto turista estadounidense fotografió allí, en el escaparate de una librería, la siguiente amenaza contra la Iglesia Confesante: “Tras la olimpiada le daremos a la I. C. hasta hacerla mermelada, luego echaremos a los judíos, luego la I. C. habrá desaparecido”.
El 9 de noviembre de 1938, cuando por toda Alemania ardieron las sinagogas durante la Noche de los cristales rotos, se saquearon comercios judíos y ciudadanos judíos desaparecieron, Dietrich Bonhoeffer trazó en su Biblia
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una gruesa raya debajo del versículo del salmo 74: “Queman todas las asambleas de Dios en el país”, y dibujó un gran signo de exclamación junto al siguiente versículo: “No vemos nuestras enseñas, ya no tenemos profetas, nadie que sepa hasta cuándo”. La Iglesia Confesante no dijo una sola palabra (con unas pocas excepciones) de los pogromos, ni tampoco de los preparativos para la guerra. Ese mismo año, la dirección de la Iglesia del Reich había terminado por obligar a todos los pastores a jurar lealtad a Hitler. La Iglesia Confesante estaba dispuesta a aceptar ese juramento con determinadas condiciones –en lugar de rechazar completamente esa exigencia–. Y la Iglesia Evangélica Alemana oficial se apresuró a asegurar, en su boletín legislativo, que el nacionalsocialismo venía a continuar la obra de Lutero en su vertiente político-ideológica, promoviendo así la “verdadera comprensión de la fe cristiana”, una fe que según ella estaría “en inconciliable contradicción religiosa con el judaísmo”. La meta no podía ser otra que la completa “desjudaización” de la Iglesia. Bonhoeffer sintió vergüenza por sus hermanos en la administración. Con los judíos, advirtió, se expulsaba a Cristo de Occidente, porque Jesucristo había sido judío. Su excitada exclamación: “¡Sólo quien grite por los judíos tiene derecho a cantar en gregoriano!”, dejó una huella imborrable en sus alumnos. Lo que quería decir es que una cristiandad que calla mientras se persigue y despoja de sus derechos a un pueblo entero, ya no tiene derecho a alabar a Dios con bellos himnos. Ya no se trataba de conservar bastiones eclesiásticos, sino de las personas, y eso era algo que este pionero de una Iglesia para otros veía cada vez más claro: “La Iglesia sólo es Iglesia cuando está ahí para otros”. Una Iglesia
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que luche solamente por su propia supervivencia, hipnotizada –haciendo de sí misma un fin absoluto– por su propio destino, no puede ya ser la portadora ante el mundo de la Palabra que lo libera y reconcilia. Lo único que le quedaría ya es confesar su culpabilidad, confesión que Bonhoeffer formuló por aquellos años de forma estremecedora: la Iglesia –decía– adeuda ahora la vida de los hermanos más débiles y desamparados de Jesucristo. “Confiesa su cobardía, su escapismo, sus peligrosas concesiones”, escribió en su Ética. “Calló cuando tenía que haberse puesto a gritar, al ver cómo la sangre de los inocentes clamaba al cielo”. “a fin de cuentas uno era un proscrito” Un amigo de juventud de Bonhoeffer, que todavía seguía acordándose de los días en que ambos acudían juntos a las clases de confirmación, contaba que cuando en una de ellas el pastor quiso saber qué idea se hacían aquellos caballeretes del “pecado original”, Dietrich, como impulsado por un resorte, contestó: “El antisemitismo”. Fue más o menos por esa misma época, en 1920, cuando el recién fundado NSDAP escribió en su primer programa que sólo quienes tuvieran “sangre alemana” podían ser “compatriotas” 7. Y sólo hubo que esperar dos 7. El autor hace referencia aquí al cuarto de los veinticinco puntos de que constaba dicho programa, en el que literalmente se decía lo siguiente: Staatsbürger kann nur sein, wer Volksgenosse ist. Volksgenosse kann nur sein, wer deutschen Blutes ist, ohne Rücksichtnahme auf Konfession. Kein Jude kann daher Volksgenosse sein. Es decir: “Ciudadano sólo puede serlo quien sea compatriota. Compatriota sólo puede serlo quien tenga sangre alemana, con independencia de su confesión. Ningún judío, por tanto, puede ser compatriota”. (N. del T.)
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años más para que el pintor fracasado Adolf Hitler pregonara en Mein Kampf, su confuso manifiesto político, que la cultura humana era “casi en su totalidad un producto creador del hombre ario” y su decadencia una consecuencia de la “mezcla de sangres”. En 1930, la fracción que el NSDAP tenía en el Reichstag exigía ya con toda seriedad que se dictara la pena de muerte para la “deshonra racial”. El antisemitismo, por supuesto, estaba lejos de ser un invento de la raza de señores de camisa parda. Una agresiva desconfianza hacia los judíos, celosos de su propia religión y sus curiosas costumbres, venía acompañando a la historia alemana desde hacía siglos, y siguió proliferando, bajo la delgada película de una apariencia de tolerancia, tanto en el Imperio del Káiser como en la República de Weimar. Los judíos podían ingresar en el ejército, exponiéndose allí a perder un brazo o una pierna bajo el fuego enemigo en defensa de su patria, pero no eran admitidos en el cuerpo de oficiales. Tampoco podían hacerse abogados y sólo con grandes dificultades podían acceder a las profesiones docentes. En las universidades, en particular, y pese a todos los signos externos de asimilación, el clima antisemita se hizo aún más espeso; en 1879, el historiador berlinés Heinrich von Treitschke había acuñado ya la espantosa consigna: “Los judíos son nuestra desgracia”. Y durante la República de Weimar terminó por hacérseles responsables de todos los males del mundo, de la derrota en la guerra y la vergüenza nacional, de la miseria económica y los inquietantes cambios culturales. Con su fino olfato para las crisis sociales, Dietrich Bonhoeffer supo ver desde muy pronto cuáles eran los mecanismos que estaban operando aquí. Entre sus compañeros de colegio había judíos (el distinguido barrio de
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Grünewald, en el que él mismo se había criado, contaba en 1933 con el porcentaje más alto de judíos entre las divisiones administrativas de Berlín, un 13,54%, y al gimnasio de Grünewald se le conocía popularmente como la “escuela judía”). Durante las clases de confirmación, Bonhoeffer se hizo amigo de Gerhard Leibholz –protestante, pero de familia judía–, quien en 1926 se casó con su querida Sabine, la hermana gemela de Dietrich. Leibholz llegó a ser un conocido especialista en derecho público y tomó posesión de una cátedra con solo 29 años. A continuación, trabajó sobre las estructuras de la democracia, apoyó con buenos argumentos que el derecho constitucional fortaleciera a los partidos como formadores de la voluntad popular y previno contra las repercusiones que tendría la ley de plenos poderes perseguida por el NSDAP. Su cuñado Dietrich aprendió de él a sentir un gran respeto por las tradiciones políticas liberales. Entre los Bonhoeffer nadie había manifestado prevención alguna contra el yerno judío. Pero el clima de histeria racial y linchamientos se hizo sentir muy pronto casi en propia piel. Sabine, en su crónica familiar Pasado, vivido, superado, recuerda que “hubo épocas en las que me ponía nerviosa con sólo que tocaran el timbre de la puerta, porque con la caída de la noche se hacían constantes «visitas» a personas judías, y se contaba también que a algunas se las llevaban a rastras por la calle en pijama y que a otras iban a buscarlas a su propia casa… Uno era a fin de cuentas un proscrito”. En abril de 1933 –pocas semanas después de que Hitler hubiera subido al poder–, cuando su marido acudió a dar sus clases en Göttingen, no pudo ni siquiera entrar en el aula. “Con las piernas abiertas, como sólo son capaces de hacerlo esos hombres de la SA, un par de estudian-
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tes vestidos con sus uniformes de guardias de asalto estaban allí, erguidos sobre sus altas botas junto a la puerta, cerrando el paso a todo el que quisiera entrar en la clase. «Leibholz no puede enseñar aquí, es judío. Las clases se han suspendido». Los alumnos, obedientes, se fueron a sus casas”. En Göttingen los nazis contaban con muchos seguidores, y algunos privatdozenten con menos éxito habían olfateado una buena oportunidad para convertirse en los herederos de sus colegas judíos caídos en desgracia. “A Dios gracias –continuaba diciendo Sabine–, había también unas cuantas personas decentes entre los profesores. (…) El viejo Örtmann, profesor de derecho civil, se apresuró a visitarnos enseguida nada más perder su puesto mi marido. «Querido colega –dijo–, me avergüenzo de ser alemán»”. En 1938 la familia Leibholz consiguió emigrar a Inglaterra. Al terminar la guerra, regresaron a Alemania, donde el cuñado de Bonhoeffer sería nombrado juez del Tribunal Constitucional Federal. El segundo compañero judío de travesía de Bonhoeffer fue su camarada de estudios Franz Hildebrandt, un joven y brillante teólogo al que, por su ascendencia, se le cerraron las puertas tanto de una carrera académica como de la profesión de pastor. Hildebrandt frecuentaba con asiduidad a la familia Bonhoeffer y era especialmente querido para la insobornable abuela de Dietrich. En Londres convivió durante un tiempo con Bonhoeffer en la misma casa parroquial. En 1937, tras haber sido por breve tiempo asistente de Niemöller y profesor en la Universidad Eclesiástica de Berlín, fue detenido, tras lo cual abandonó definitivamente Alemania y fue pastor en el exilio, pastor en Edimburgo y profesor de teología en Madison, New Jersey. Por último, Bonhoeffer mantuvo una estrecha relación a partir de los años treinta con su cuñado Hans von
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Dohnanyi (casado desde 1926 con Christine, otra de las hermanas de Dietrich). Dohnanyi, hijo de un compositor húngaro, era jefe personal de negociado del Ministerio de Justicia del Reich y tuvo, por este motivo, un conocimiento directo e inestimable de lo que estaba sucediendo. Aterrorizado por las prácticas terroristas del régimen, que pisoteaba todos los ideales del Estado de derecho, Dohnanyi, celoso jurista, empezó a reunir en secreto ya en 1934 documentación relacionada con los crímenes del gobierno, con la que confiaba en abrir los ojos de los militares que todavía vacilaran durante el golpe de Estado que se preparaba. Dohnanyi, además, quería asegurarse también de que se dispusiera de material en posteriores procesos judiciales contra los jerarcas nazis más destacados. Las instrucciones de Goebbels para los pogromos estaban documentadas en esa horrenda colección, al igual que asesinatos en los campos de concentración, el tratamiento dispensado a los prisioneros de guerra y los horrores perpetrados en la campaña polaca, sin omitir el regular contrabando de divisas de los gauleiter. A través de canales secretos, Dohnanyi puso sobre aviso a muchas personas de que iban a ser víctimas de registros domiciliarios y detenciones y en algunas ocasiones consiguió también ayudar a abogados judíos. En 1939, el consejero del Tribunal Supremo del Reich Dohnanyi se hizo trasladar al departamento de contraespionaje del Oberkommando der Wehrmacht8 a las órdenes del almirante Wilhelm Canaris, donde tenía previsto colaborar en actividades subversivas con el general Hans Oster (este último había planeado ya dar un golpe de Estado en 1938, y en 1940 informó en secreto al agrega8. “Alto Mando de las Fuerzas Armadas” alemanas. Conocido también por la abreviatura OKW. (N. del T.)
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do militar holandés en Berlín de los preparativos de la inminente invasión alemana). En 1943 la conspiración fue descubierta; Dohnanyi fue detenido y posteriormente, en 1945, asesinado en Sachsenhausen. Bonhoeffer y Dohnanyi se mantuvieron en todo momento al corriente, pasándose mutuamente información, de la evolución de los acontecimientos políticos y la Kirchenkampf, y Dohnanyi utilizó los excelentes contactos que su cuñado tenía en el extranjero para sus actividades en la resistencia y en más de una ocasión consiguió que se eximiera del servicio militar a antiguos seminaristas de Finkenwalde. Con los círculos de la resistencia mantenía también contacto Klaus, el hermano de Dietrich, jurista y asesor legal de Lufthansa. Otro de sus cuñados, Rüdiger Schleicher (marido de Ursula Bonhoeffer), pasó también información siendo jefe del departamento jurídico del Ministerio de Aviación del Reich y fue fusilado en abril de 1945 como conspirador. Todos los miembros de este amplio círculo de amistades compartían una alta estima por el Estado liberal de derecho y estaban dispuestos a defender los derechos individuales frente a la dictadura populista. Su resistencia era burguesa y sus ideas “nacional-conservadoras”, pero todos ellos estaban a miles de millas de distancia del ideario nacionalsocialista, aunque hoy sea común y esté bien visto acusarles de que, siquiera temporalmente y en parte, habrían simpatizado con la tiranía a la que se oponían. Bonhoeffer, por ejemplo, pensaba que era extremadamente fácil seducir a las masas, por lo que abrigaba por la formación de la opinión pública el mismo menosprecio que por los mecanismos democráticos de control (como ha descubierto Christoph Strom en un profundo estudio sobre la trayectoria compartida por Bonhoeffer con los
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juristas Dohnanyi y Leibholz). Bonhoeffer, sin embargo, supo ver perfectamente que la verdadera amenaza para las libertades civiles y la dignidad humana provenía del carácter antiliberal, totalitario y agresivo del Estado nazi. “Lo decisivo –en palabras de Strom– es que Bonhoeffer vuelva contra el nuevo Estado nacionalsocialista el mismo reproche, la falta de autoridad, que los críticos de la derecha dirigían ya en la República de Weimar contra el «Estado guardián» supuestamente liberal. No es el Estado liberal, sino el totalitario, el que, apenas dejando espacio para la libertad y el orden, lesiona su propia estatalidad”. La segunda experiencia que contribuyó decisivamente a unir al círculo de los Bonhoeffer, Leibholz y Dohnanyi fue la persecución de los judíos, que había puesto ante su vista toda la irracionalidad e inhumanidad de la doctrina de salvación parda. Para la familia Bonhoeffer el trato dispensado a los conciudadanos judíos por los nazis fue ya el motivo principal para tomar distancias con respecto al régimen. El padre de Dietrich, Karl, observaba de todos modos a Hitler, siempre echando espumarajos de rabia y pronunciando demagógicos discursos, a través de las lentes del psiquiatra, al principio con expresión divertida, luego con repugnancia. Seguramente, barajó diversos diagnósticos con sus asistentes judíos. No todos los que se oponían a Hitler simpatizaban por eso automáticamente con los judíos; en la oposición conservadora (e incluso en algunos sectores de la izquierda) circulaba la opinión de que los judíos tenían demasiada influencia y se pensaba que el Estado tenía que solucionar de alguna forma la “cuestión judía”. Pero el modo en que los nazis pretendieron hacerlo, con la violencia y el asesinato y, posteriormente, con un completo programa de exterminio, fue motivo de escándalo. Los juristas del cír-
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“Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel” La persecución de los judíos fue para Dietrich Bonhoeffer el motivo principal para oponerse al nacionalsocialismo. Como muestran los demás ejemplos procedentes de su familia o de su círculo de amistades, no fue el único en vivir este proceso. Pero en su caso vino además a agregarse una decisiva evolución en su pensamiento, que desde muy pronto le llevó a descubrir, desde una perspectiva teológica que por entonces no tenía precedente, la existencia de una unión indisoluble entre la fe cristiana y sus raíces judías. “El Dios de los judíos es también el Dios del Nuevo Testamento”, declaraba ya Bonhoeffer a sus alumnos berlineses en el semestre de invierno de 1932-33 (en una época en la que los Cristianos Alemanes reconvertían a Jesús en luz germánica del mundo). La imagen cristiana de Dios –continuaba diciendo Bonhoeffer– hundía con toda decisión sus raíces en lo judío, que era donde se mantenía la distancia entre Creador y criatura, a diferencia del “pensamiento pagano-griego”, donde esta frontera sería despreciada.
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culo de Bonhoeffer, de ideas radicalmente leales al Estado de derecho, se sintieron absolutamente asqueados. Hans von Dohnanyi pensaba ya en 1937 que la “postura racial” del nacionalsocialismo era inaceptable para un cristiano. Rüdiger Schleicher declaró ante la Gestapo que las “severas desjudaizaciones” y las medidas adoptadas por el régimen contra sus adversarios políticos eran las dos cosas principales que habían hecho de él un enemigo de los nazis. En términos análogos se expresó también el general Oster ante la corte marcial de la SS que le sentenció a muerte en 1945.
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“La historia se atormenta con el imposible cumplimiento de promesas mesiánicas degeneradas”, proponía por entonces Bonhoeffer a la reflexión de sus oyentes, haciendo suyo con temeraria ironía el lenguaje propagandístico de los nazis. “Sólo en un lugar se quiebra la idea de que el Mesías no puede ser centro visible y tangible de la historia, sino que ha de ser centro oculto y puesto por Dios, un camino a contracorriente de mesianismos degenerados. Ese lugar es Israel. Con su esperanza profética, Israel está solo entre los demás pueblos. E Israel se convierte en el lugar en el que Dios cumple su promesa”. Con mayor dureza y claridad no podía buscarse la confrontación en aquellos años, unos años en que Hitler era alabado en libros de oraciones e himnos como el salvador que Dios había suscitado a Alemania de entre su pueblo y en que los niños renanos aprendían a rezar a la mesa una nueva oración: Führer, mi Führer, que Dios me ha dado, mi vida protege y mantén por muchos años. Tú has salvado a Alemania de la peor de las miserias y a ti te doy hoy gracias por el pan de cada día. ¡Quédate conmigo, no me dejes nunca, Führer, mi Führer, fe mía, luz mía!
En el seminario de Finkenwalde Bonhoeffer insistía tozudo en la salvación que Dios seguía teniendo prometida a los judíos –fundamentada por Pablo en la Epístola a los Romanos–, que según él no habría sido tocada por el rechazo de aquellos al Evangelio. Si bien era cierto que se daba un “endurecimiento” del pueblo de Israel, en él precisamente hacía pie su función de representante, una suerte de sufrimiento solidario por los “gentiles”. En 1935 Bonhoeffer dejaba claro en su trabajo bíblico que “el pueblo de Israel seguirá siendo el pueblo de Dios por
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toda la eternidad, el único pueblo que no perecerá por haberse hecho Dios su Señor”. En el borrador del catecismo para confirmandos que entregó a sus seminaristas, Bonhoeffer oponía información teológica sólida a los seculares clichés antijudíos y la propaganda demagógica de aquellos años: los únicos responsables de la muerte de Jesús –afirmaba allí– habían sido los doctores de la Ley y las autoridades estatales de aquellos días. Sin los romanos no se habría podido crucificar a Jesús. La Ley del Antiguo Testamento y el Evangelio del Nuevo son complementarios. Y lo último que podría hacerse es ingresar a Jesús en caja en calidad de ario”: “Dios se hizo hombre en el pueblo de Israel. (…) Jesucristo fue judío de la estirpe de David”. Por boca de su cuñado, Hans von Dohnanyi, Bonhoeffer se había enterado de que los nazis estaban preparando una “Ley para el restablecimiento del funcionariado civil de carrera”, con la que poder desposeer a judíos y adversarios políticos de sus puestos en la administración. Bonhoeffer reaccionó de inmediato con una declaración de principio, La Iglesia ante la cuestión judía, un artículo con el que buscaba promover la discusión en los círculos eclesiásticos y cuyas tesis defendió, como hemos visto ya, en abril de 1933 ante una asamblea de pastores. Su tesis central era: “La Iglesia tiene contraído un compromiso incondicional con las víctimas de todo orden social, pertenezcan o no a la comunidad cristiana”. Bonhoeffer, como también hemos visto ya, no siempre fue un héroe. El 11 de abril murió el padre de su cuñado y amigo Gerhard Leibholz. Sus hermanos le rogaron encarecidamente que presidiera su entierro –el difunto no se había hecho bautizar, pero llevaba ya muchos años distanciado de un modo manifiesto de su tradición religio-
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sa–; sin embargo, Dietrich, con una cautela desconocida en él, consultó primero a sus superiores eclesiásticos, y éstos, como es natural, le contestaron que aquél era el momento menos indicado de todos para que se rindieran honras fúnebres a un judío. Seis meses después, Dietrich escribió a su cuñado una carta desde Londres en la que no se ahorraba reproches. Allí le contaba que estaba preparando el sermón para el día de difuntos, en el que tenía pensado hablar del versículo del Libro de la Sabiduría: “Pero ellos están en paz”. “Habría sido bonito pronunciarlo también ante el cuerpo de tu padre –continuaba–. No dejo de atormentarme por no haber accedido de buenas a primeras a tu petición de entonces. La verdad es que ya no me entiendo a mí mismo. ¿Cómo pude tener un miedo tan espantoso? Estoy seguro de que no pudisteis entenderlo y sin embargo no dijisteis nada. Ahora el recuerdo de mi comportamiento me persigue con saña, especialmente por que se trata de algo que nunca podrá repararse”. Más valentía mostraría Bonhoeffer dos años y medio después, al discutir la Dirección provisional de la Iglesia Confesante un memorándum a Adolf Hitler, respetuoso en los términos de su redacción, pero durísimo en cuanto a su contenido. En él se enumeraban con la misma minuciosidad tanto las medidas coercitivas contra el trabajo de la juventud y la prensa eclesiásticas como la inseguridad legal general, el fraude electoral, las medidas arbitrarias de la Gestapo, la praxis de los campos de concentración, del todo inconciliable con el Estado de derecho, y el odio a los judíos. El texto decía en cada una de sus frases que provenía de la mano de Bonhoeffer, y el mismo Bonhoeffer fue también quien –tras hacerse público por una indiscreción el documento, al que Hitler nunca respondió, y aterrizar
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varios de sus compañeros de travesía en el campo de concentración– informó de su existencia a la ecumene en el extranjero, en una conferencia que el Consejo ecuménico de las Iglesias celebró en la localidad de Chamby, Suiza. Mientras la Iglesia Confesante se veía obligada a encararse con la acusación de alta traición, un par de atrevidos pastores leyeron desde el púlpito una versión abreviada del memorando, que se repartió también en forma de octavillas. Los nazis, humillados cuando se hallaban en la cúspide de sus éxitos políticos en el interior y el exterior, se vengaron como sólo ellos sabían hacerlo: golpeando y dando de patadas hasta matarlo al jefe de negociado de la Dirección provisional, Friedrich Weissler, un jurista protestante de origen judío, en el “búnker” del campo de concentración de Sachsenhausen. Para Bonhoeffer sólo una tesela más en el mosaico de su proceso de aprendizaje, que le llevó a descubrir en las víctimas maltratadas y asesinadas al mismo Cristo: el judío Jesús, al que también habrían perseguido. Al principio –en la ya mencionada declaración de principios de 1938–, Bonhoeffer todavía unía el destino de los judíos a una “maldición” y esperaba que la “conversión de Israel a Cristo” señalaría el final de esta eterna historia de sufrimientos. Más tarde, sin embargo, vio cada vez más claro que Dios quería andar su propio camino con este pueblo. En sus lecciones de Finkenwalde yuxtapuso la “Iglesia del Antiguo Testamento” a la “Iglesia del Nuevo Testamento”, pero ya no como una hermana fallida a la que fuera necesario predicar la vuelta arrepentida a la casa del Padre, sino, por así decirlo, como una gemela con los mismos derechos a la que había que respetar y amar: “Es una y la misma Iglesia, un Dios que la ha llamado, una fe en una única Palabra”.
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Aún más claras son sus declaraciones en el fragmento de comienzos de los años cuarenta, la Ética: “Pero como Jesucristo fue el Mesías prometido del pueblo judeo-israelita, la línea de nuestros padres retrocede, más allá de la aparición de Cristo, al pueblo de Israel. Por voluntad de Dios, la historia de Occidente está indisolublemente unida al pueblo de Israel, no sólo genéticamente, sino en un encuentro verdaderamente interminable. El judío mantiene abierta la cuestión de Cristo. (…) Expulsar a los judíos de Occidente acarrea necesariamente consigo la expulsión de Cristo, porque Jesucristo era judío”. En la celda de la prisión de Tegel, Bonhoeffer leyó varias veces seguidas la Biblia hebrea, manifestando una vehemente oposición a ese lugar común que opina que el “Viejo” Testamento no sería nada más que una etapa previa y sin brillo del Nuevo. “Es, en definitiva, uno y el mismo Dios”. El teólogo judío Pinchas Lapide, a la vista de todos estos testimonios, no pudo por menos que alabar, impresionado, al mártir cristiano Bonhoeffer, considerándolo como el “pionero y (…) precursor de una paulatina rehebraización de las Iglesias en nuestros días”. el momento de la verdad de la fe Para Bonhoeffer estaba claro que la actitud que se observase con los compatriotas perseguidos de Jesús representaba a título individual para el cristiano y globalmente para la Iglesia el status confessionis o, como dicen los protestantes, el “momento de la verdad”9 de la fe, la situación en la que ya sólo es posible decidirse en una única dirección. Dependiendo de la postura que se tomase ante los judíos, se mantendría o desmoronaría la credibi9. Ernstfall des Glaubens. (N. del T.)
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lidad del cristianismo. “Es probable que aquí sea donde se decida si seguiremos siendo o no la Iglesia de Cristo”, les inculcaba Bonhoeffer a sus seminaristas de Finkenwalde ya en septiembre de 1935. Pocos días más tarde fueron aprobadas las Leyes de Nuremberg. A partir de este momento, sólo los arios son considerados “ciudadanos del Reich”. Se prohíben el matrimonio y las relaciones sexuales entre judíos y personas de “sangre alemana”. Y continúa apartándose a los judíos de los servicios públicos y de las mejores profesiones. Pero ni siquiera entonces, frente a bancarrota semejante del Estado de derecho, pronunció una sola palabra el sínodo de la Iglesia Confesante en Berlín-Steglitz. El obispo bávaro Hans Meiser advirtió a sus colegas de que quien se ocupara de las Leyes de Nuremberg “se haría responsable de su propio martirio”. ¿Qué razón había, además, para que las instituciones eclesiásticas abandonaran el tira y afloja que de forma tan poco brillante mantenían entre acomodarse y resistir precisamente por los judíos? Desde que escultores medievales hubieran contrapuesto la Iglesia triunfante y luminosa a la sinagoga humillada y con los ojos vendados, se había ignorado con desprecio o acaparado con astucia la primera y más voluminosa parte de la Biblia. La convicción, fundada religiosamente, de que todos los hombres poseen igual dignidad, había tenido que luchar durante siglos con sentimientos de rivalidad hacia los judíos y con la necesidad de diferenciarse de esos “hermanos mayores” con los que se compartían la Biblia, la fe en el Dios creador y, por desgracia, también el Mesías, que sus propios hermanos judíos habían rechazado en parte. Con eso –y, sin duda, también con sentimientos ordinarios de xenofobia y mecanismos de chivo expiatorio– se
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explica la relación ambivalente de los cristianos con los judíos, que estaba todavía muy lejos de haberse aclarado cuando los nazis empezaron a poner en marcha su programa de represión y exterminio. Que un cristiano sólo podría llegar a entender y vivir plenamente su religión conociendo las raíces que ésta tiene en el judaísmo, que la Biblia hebrea y el “Nuevo” Testamento constituyen una unidad inseparable, que la Alianza de Dios con Israel no ha sido rescindida jamás y que judíos y cristianos tienen común parte en ella, son cosas que ha comprendido por primera vez en las últimas décadas una valerosa vanguardia de discípulos de Jesús. Ellos recuerdan lo enérgicamente que el judeocristiano Pablo previno a sus hermanos romanos en la fe contra la tentación de elevarse sobre las otras ramas del árbol: “No eres tú quien sostiene la raíz, sino la raíz quien te sostiene”10. La fe en el Dios único, fiel y personal, la teología de la Creación, el respeto por el ser humano, imagen viva de Dios, la esperanza en un futuro mejor, la obligación de comprometerse por la justicia en el mundo, la esperanza también por los difuntos, que no serán olvidados, sino resucitados a la vida por Dios: todas esas cosas son bienes heredados del judaísmo que no amenazan a los cristianos, sino que los fecundan y enriquecen. No hay lugar aquí para rivalizar como enemigos, sino para esperar juntos el gran día de Dios. Por entonces, sin embargo, este tipo de ideas eran un bien escaso. El 1 de abril de 1933, cuando en todo el Reich Alemán camisas pardas de la SA se apostaron frente a comercios, almacenes, consultas médicas y despachos de abogados judíos, pintaron cruces gamadas en puertas y escaparates e impidieron violentamente el paso a sus 10. Rom 11,19. (N. del T.)
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11. Boletín de la Iglesia de Turingia. (N. del T.)
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clientes, el superintendente general Otto Dibelius (obispo y presidente, después de la guerra, del consejo de la Iglesia evangélica de Alemania) defendió el boicot nacional en un discurso radiofónico destinado a los países extranjeros: “La Iglesia no puede impedir que el Estado restablezca el orden con duras medidas, ni le sería lícito hacerlo”. En diciembre de 1941, eclesiásticos destacados acusaron en la Thüringer Kirchenblatt11 a los judíos, “enemigos natos del mundo y del Reich”, de haber provocado con sus maquinaciones el estallido de la guerra mundial. Y por las mismas fechas la cancillería de la Iglesia en Berlín exigió que con la mayor premura se excluyera a los “no-arios bautizados” de la vida religiosa de las parroquias alemanas, requerimiento que las direcciones eclesiásticas de Sajonia, Schleswig-Holstein, Nassau-Hessen y unos cuantos “distritos” más se apresuraron también a cumplir. Contra estas medidas se volvió ciertamente la Iglesia Confesante con un anuncio hecho desde el púlpito. La campaña difamatoria general conoció honrosas excepciones, como, por ejemplo, aquel memorándum, ya citado, que la Dirección eclesiástica provisional había dirigido a Hitler en 1936, en el que se oponía el amor al prójimo al odio racial y se afirmaba claramente que “si se glorifica al hombre ario, la Palabra de Dios da entonces testimonio de la pecaminosidad de todos los hombres”. Todavía en 1943 el sínodo confesional de la Unión Veteroprusiana se declaraba solidario con los “cristianos no-arios” y afirmaba que su exclusión significaba ir en contra de la fe y contravenir el derecho canónico. Entretanto en Jena, Eisenach y Heidelberg venerables y prestigiosos profesores de teología se sentaban sobre montañas de libros, ideando curiosas confesiones de fe
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para un instituto que se había puesto como meta “la investigación y eliminación de la influencia judía en la vida religiosa del pueblo alemán”. El jefe de este instituto era el respetado especialista en el Nuevo Testamento Walter Grundmann, miembro con carnet del partido desde 1930, un hombre que había dedicado toda su vida profesional a la Buena Noticia del judío Jesús y a los evangelios y epístolas apostólicas escritas por los judíos, pero que, sin embargo, no tenía el más mínimo empacho en recomendar a sus paisanos lo siguiente: “Una nación sana tiene que rechazar y rechazará el judaísmo en todas sus formas (…) Alemania tiene de su lado la razón histórica (…) para combatir a los judíos”. Aún más claramente se expresaba el Reichsführer SS Heinrich Himmler, un amante de los animales preocupado por encontrar el modo de ahorrar a sus pelotones de fusilamiento las crisis nerviosas que durante las ejecuciones en masa asaltaban a algunos de sus miembros: “Esa creación de la naturaleza que biológicamente parece pertenecer por entero a la misma especie, con manos, pies, una suerte de cerebro, ojos y boca, es sin embargo una creación totalmente diferente, una criatura monstruosa, un tiro fallido de hombre con rasgos faciales parecidos a los humanos –mental y anímicamente, sin embargo, muy por debajo de cualquier animal–. (…) Un infrahombre –¡y nada más!–”
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4 AGENTE SECRETO EN EL EXTRANJERO: UN PASTOR APRENDE EL OFICIO DE CONSPIRADOR
“La pregunta no es cómo me zafo yo heroicamente del asunto, sino como habrá de vivir la siguiente generación”
Durante una estancia de varias semanas en los Estados Unidos, Bonhoeffer se vio obligado una vez más a preguntarse si acaso no habría llegado ya el momento de huir, emigrar y abandonar el frente patrio, del que todo indicaba que estaba irremisiblemente perdido. Sus amigos estadounidenses le aconsejaron sin excepción que se quedara allí, señalándole que en casa se había expuesto ya demasiado en su oposición al régimen. Pero, ¿no era justamente en esa situación cuando más necesitada estaba Alemania de personas decentes? Corría el mes de junio de 1939 y los signos de los tiempos anunciaban guerra. Bonhoeffer se enfrentaba a un complicado dilema de conciencia: 1939 era el año en que tendría lugar el llamamiento a filas de su quinta (1906), y en conciencia él consideraba imposible tomar parte en una guerra “en las actuales circunstancias”. La Iglesia Confesante, sin embargo, no había tomado todavía una postura definida sobre la negativa a prestar el servicio militar, y él conocía a muy pocas personas que compartieran su punto de vista. “Acarrearía graves perjuicios a mis hermanos –explicaba Bonhoeffer por carta a su amigo, el obispo George Bell de Chichester–
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si ofreciera resistencia en este punto, que el régimen consideraría como un ejemplo típico de la animosidad de nuestra Iglesia hacia el Estado”. Para la Iglesia Confesante, el que uno de sus exponentes más destacados se hubiera negado a realizar el servicio militar habría tenido de hecho, en un momento en que todo el país estaba ebrio de entusiasmo patriótico, muy malas consecuencias. “Ni se me pasaba por la cabeza –anotó Bonhoeffer en su diario– que a mi edad y después de haber pasado tantos años en el extranjero pudiera uno sentir tanta nostalgia del hogar (…) Esta inactividad o esta actividad en un puesto cualquiera nos resulta lisa y llanamente imposible de soportar al pensar en los hermanos y lo precioso del tiempo. Se cubre uno a sí mismo de todos los reproches que se le ocurren por haber tomado una decisión equivocada, y casi se ahoga uno”. Bonhoeffer abandonó su seguro refugio en el Union Theological Seminary de Nueva York y volvió a Alemania. Los motivos de su marcha se los explicó al profesor de teología del seminario Reinhold Niebuhr, el cual habría estado encantado de buscarle un puesto allí: “No tendré ningún derecho a participar en el restablecimiento de la vida cristiana en Alemania después de la guerra, si no comparto ahora las pruebas de esta época con mi pueblo. (…) Los cristianos de Alemania estamos enfrentados a la terrible alternativa de o consentir la derrota de nuestra nación, para que la civilización cristiana pueda seguir viviendo, o consentir su victoria y, con ella, la destrucción de nuestra civilización. Sé por cuál de estas dos alternativas tengo que decidirme, pero no podré tomar esa decisión mientras me encuentro en un lugar seguro”. Tras regresar y volver a ponerse en el punto de mira de las autoridades nazis, Bonhoeffer fue nombrado visita-
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el camino hacia la clandestinidad Bonhoeffer tenía ahora treinta y cuatro años y para estas fechas ya no estaba dispuesto de todos modos a darse por satisfecho nada más que con escritos y discursos. Tras el éxito de la guerra relámpago en las campañas de Polonia y Francia, la posición de Hitler parecía inexpugnable. En la Wehrmacht, la oposición inicial había perdido fuerza; y la entrada triunfal de las tropas alemanas en París había reducido ad absurdum los planes revolucionarios del grupo reunido en torno a Oster, Dohnanyi y el abogado muniqués Josef Müller (el cual mantenía contactos con los británicos a través del Vaticano, fue recluido en 1943 en un campo de concentración y participó más tarde en la fundación de la CSU). Bonhoeffer estaba al corriente de dichos planes. Del clima que se respiraba por entonces ha dejado constancia por escrito su amigo íntimo Eberhard Bethge: el 17 de junio de 1940 Bonhoeffer había estado hablando en Memel en una conferencia de pastores, y los dos amigos estaban sentados en ese momento en la terraza de un café, en la punta de la lengua de tierra que se extiende frente a la ciudad. “Habíamos pasado en el transbordador por delante de dragaminas y buques nodriza para submarinos. El día anterior Stalin había dirigido un ulti-
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dor de la Iglesia Confesante en las parroquias de Prusia Oriental. Tras una redada de la Gestapo –a Bonhoeffer se le había descubierto con alumnos en una clase sobre la Biblia que no tenía permiso para celebrarse–, volvió a prohibírsele que hablara o escribiera por haber sido descubierto participando en “actividades subversivas contra la nación”.
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mátum a los países bálticos, pero la atención del mundo estaba pendiente de las victorias de Hitler en Francia”. “Mientras estábamos disfrutando de los rayos del sol –prosigue diciendo Bethge–, los altavoces del local dejaron oír de pronto la fanfarria que precedía a los anuncios especiales. Francia ha capitulado, fue la noticia. Las personas que estaban sentadas en las mesas de alrededor apenas supieron contenerse; todas se pusieron en pie, algunas, incluso, subiéndose a las sillas. Con el brazo extendido la gente cantaba Deutschland, Deutschland über alles y Die Fahne hoch 1. También nosotros nos habíamos levantado de nuestro asiento. Bonhoeffer alzó el brazo, haciendo el reglamentario saludo hitleriano, mientras yo me quedaba de pie a su lado como paralizado. «¡Levanta el brazo ahora mismo! ¿Es que te has vuelto loco?» –me dijo con un susurro de voz–. Y añadió: «Pronto tendremos que arriesgar la vida por muchas cosas, ¡pero no será por este saludo!»”. De una parte, los primeros años de guerra supusieron un plazo de gracia para las Iglesias. Todas las fuerzas se necesitaban para el frente y no podían permitirse más enfrentamientos internos. (En el cuartel general del Führer, sin embargo, Hitler anunciaba sin disimulos a sus fieles que, cuando la guerra hubiese terminado, él mismo se encargaría personalmente de acabar con el “problema eclesiástico”, haciendo de ésta la última misión de su vida: “El peor de nuestros cánceres lo representan nuestros pastores de las dos confesiones. Ahora no puedo ocuparme de responderles como se merecen, pero mi agenda los tiene muy presentes. El día llegará en que ajuste cuentas con 1. El himno alemán (“Alemania, Alemania sobre todas las cosas”) y el himno de la SA (“La bandera en alto”), respectivamente. (N. del T.)
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ellos sin más dilaciones”. También se ha conservado un número suficiente de documentos internos del partido, en los que se reflexiona igual de abiertamente sobre la liquidación del cristianismo tras la esperada “victoria final”). Por su parte, las autoridades eclesiásticas oficiales se dejaron arrastrar con sumo gusto por la ola general de entusiasmo. El día de acción de gracias por la cosecha –Polonia acababa de rendirse–, el Consejo espiritual de confianza, en el que estaban representados los sectores moderados del protestantismo, hizo que se leyera desde los púlpitos una declaración, en la que se decía que aquel año Dios había bendecido a “nuestra nación alemana con una cosecha distinta y no menos abundante”. Los “hermanos y hermanas de Polonia” habían sido “salvados” por fin “de su miseria”. Y a la gracia de Dios tenía que agradecerse “el retorno a la patria de un suelo que era alemán desde hacía siglos” (…) Te alabamos en las alturas, Señor de las batallas, y te suplicamos que sigas estando de nuestro lado”. Obispos y pastores enviaron telegramas de felicitación al “más grande estratega de todos los tiempos”, y llamando a orar por la victoria sobre el bolchevismo ateo cerraron los ojos cuando los cuadros inferiores del partido volvieron a recaer en sus brutales prácticas de persecución del cristianismo. En efecto, tras la armónica fachada –y ésta es la otra cara de aquellos años– se desataba el terror, y las estrategias de la uniformización y el exterminio alcanzaban una cada vez mayor perfección. Los judíos eran deportados en masa a los guetos y los campos de aniquilación. Sólo en el curso de la campaña polaca cayeron en manos de los nazis, de acuerdo con cálculos dignos de crédito de ChristineRuth Müller, unos dos millones de judíos. Al principio,
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ciertamente, todavía siguió discutiéndose la posibilidad de decretarse su expulsión forzosa a Madagascar o Rusia. Pero al cabo de un tiempo, como muy tarde al comprobarse que la guerra contra los rusos iba a ser más larga de lo previsto, los jerarcas nazis consideraron que la única solución aceptable pasaba por el exterminio físico de la “raza” judía. Por lo demás, durante la invasión de Polonia Hitler dio ya la orden de que se ajusticiara en el acto a los “insurrectos” judíos, sin derecho a juicio, con lo cual, además de violar el derecho internacional, provocó, por última vez, una protesta decidida por parte de la jefatura de la Wehrmacht. En 1941 Bonhoeffer tropezaba en las calles de Berlín con figuras que se deslizaban escabulléndose asustadas y en cuyos abrigos y vestidos brillaba de modo bien visible una estrella amarilla: personas a las que se había marcado a fuego como parias, identificándolas como presas. Una buena amiga de la familia, judía, de 68 años de edad, recibió un certificado de desahucio y la orden de presentarse en una dirección para ser deportada a Theresienstadt. Sólo se permitía un mínimo de equipaje, y los Bonhoeffer pasaron unas horas febriles con ella decidiendo qué cosas de entre sus pertenencias podían considerarse superfluas y dejarse atrás. Más no podía hacer la familia. Pero su casa se fue convirtiendo cada vez más en un nido de la resistencia, en el que se hizo usual hablar en voz baja de política y comprobar, antes de hacerlo, si había alguien del servicio espiando junto a la puerta. Era ya tiempo de “parar la rueda bloqueando sus radios”, como había bautizado Dietrich ya en 1933, en su tantas veces citado ensayo, a la última posibilidad y necesidad. Y Dietrich Bonhoeffer, la viva imagen del erudito de sobrio entendimiento, intelectual, espiritualmen-
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heraldo de la “otra Alemania” Por mediación de su cuñado, Hans von Dohnanyi, que para entonces ya estaba trabajando en el Alto Mando de la Wehrmacht, Bonhoeffer trabó contacto –como ya sabemos– con el movimiento de resistencia que se agrupaba en torno al jefe de la Abwehr, el almirante Wilhelm Canaris. Al amparo de las libertades de que, como es lógico, disfrutaba un servicio secreto militar y una central de contraespionaje, la Abwehr era el mejor lugar que podían todavía encontrar los opositores al régimen para reunirse y trabajar por sus objetivos protegidos por una estricta confidencialidad. Aquí se estaba más que dispuesto a sacar partido a los frecuentes viajes de Bonhoeffer al extranjero y a sus buenos contactos ecuménicos en el marco europeo. Al pastor, que ahora trabajaba sobre todo como consultor teológico para la Iglesia Confesante, se le ofreció un empleo complementario en la Abwehr en calidad de adscrito a su personal civil (por lo que, para grandísimo alivio por su parte, Bonhoeffer fue también eximido del servicio militar). Oficialmente, Bonhoeffer tenía que reunir información para el servicio secreto alemán durante sus viajes al extranjero. Sin embargo, la verdadera finalidad de estos viajes era que Bonhoeffer pusiera al corriente a sus amigos en el extranjero de las actividades de la resistencia y regresara con los mensajes que éstos tuvieran que comunicarle. Se trataba de planificar el futuro de Alemania en
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te refinado, leidísimo, un hombre civilizado de cuño prusiano –ese ejemplar poco menos que clásico del teólogo alemán– empezó a aprender el difícil oficio de conspirador político.
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caso de que el golpe tuviera éxito y de averiguar cuáles eran los objetivos que los aliados vincularían con un cambio de este tipo. Un gobierno alemán antifascista, ¿tendría también que sujetarse a la Carta Atlántica suscrita por Churchill y Roosevelt en agosto de 1941, en la que se declaraba que toda negociación de paz tendría como condición inexcusable el completo desarme de Alemania? ¿Se arriesgaba con ello un nuevo “Versalles”? ¿Estaba realmente interesado el enemigo en apoyar a los grupos de la resistencia en Alemania? ¿Cuál sería el papel desempeñado por la Unión Soviética en el nuevo orden europeo? Por otro lado, ¿cómo era de flexible la resistencia alemana? ¿En qué circunstancias estaría dispuesta la oposición militar a renunciar a su exigencia de que se restablecieran las fronteras alemanas de 1914? ¿Qué pasaría con aquellos que sólo eran rebeldes “a medias” y que únicamente querían concertar la paz con los aliados occidentales para poder de este modo derrotar a Rusia? “En cuanto a Bonhoeffer, lo que él buscaba era impulsar la puesta en marcha en ambos bandos de procesos que condujeran a la caída de Hitler”, afirma Martin Heimbucher, resumiendo en una sola frase el contenido de las actividades diplomáticas a las que Bonhoeffer se entregó con una tenacidad sorprendente. “Bonhoeffer llamó la atención sobre la existencia de un grupo antigubernamental preparado para actuar en cualquier momento, con el fin de que la propaganda inglesa se abstuviera por su parte de actividades que pudieran poner en peligro la conjura. En contrapartida, esperaba que se intensificara la negociación por parte de los aliados de unas condiciones de paz aceptables, que infundieran al generalato alemán los ánimos necesarios para dar un golpe. Este tipo de procesos sólo se pondrían en marcha contándose en uno y
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otro bando con un mínimo de confianza mutua. La apelación de Bonhoeffer a «principios» comunes a Occidente era un intento por contribuir a edificar la base de una tal confianza”. En Genf, donde el todavía no constituido Consejo ecuménico de las Iglesias se hallaba aún en vías de formación, el inagotable mensajero mantuvo entre 1940 y 1943 intensas conversaciones en repetidas ocasiones. El secretario general de esta creación, sumamente activa, aunque oficialmente inexistente hasta 1948, el teólogo reformado holandés Willem Visser’t Hooft, fue una de las personas que más se esforzó en poner en contacto a representantes eclesiásticos de los países occidentales en guerra con Hitler con sus homólogos alemanes de la resistencia. En su patria, estos eclesiásticos tenían la misión de informar a políticos y militares con capacidad de decisión de la existencia de la “otra Alemania” y abogar por unas condiciones de alto el fuego aceptables. Visser ´t Hooft y Bonhoeffer intercambiaron regularmente información sobre la persecución de los judíos, que no dejaba de intensificarse. El Consejo Mundial de las Iglesias había constituido un activo servicio para refugiados que operaba también en el campo de concentración de Gurs, en el sur de Francia; entre los más de seis mil judíos oriundos de Baden y el Palatinado que habían sido deportados allí, se encontraban también unos cuantos amigos íntimos de Bonhoeffer. Muchos años después de la guerra, en 1961, durante el proceso a Eichmann en Jerusalén, se hicieron por fin públicas las tortuosas vías por las que los contactos de Oster y Dohnanyi se las habían arreglado durante aquellos años para conseguir que entrasen en el campo dinero y medicamentos.
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la operación “U 7” Entre los planes para la “otra Alemania” que seguiría a la caída de Hitler, Bonhoeffer incluyó sus ideas sobre una reordenación de la dirección eclesiástica –imposible de no existir “un completo acuerdo con los órganos de la Iglesia Confesante”–. A su juicio, era absolutamente necesario impedir bajo cualquier circunstancia “que los círculos reaccionarios de los antiguos superintendentes generales y de la burocracia de las autoridades eclesiásticas volvieran a hacerse con el poder (…) Una solución que realmente edifique las relaciones entre Iglesia y Estado sobre una nueva base, tiene que recurrir a la generación joven de pastores y seglares puesta a prueba en la Kirchenkampf”. Con miras al día “X” Bonhoeffer preparó un anuncio que se leería desde el púlpito. En sus páginas, Dios llamaba a sus “infieles y vejados siervos” a que se convirtieran, y “en medio de una cristiandad más profundamente pecadora que nunca” se cursaba una vez más una invitación a vivir una vida renovada en la obediencia a los mandamientos de Dios. Las experiencias de Bonhoeffer con la “casa de los hermanos” se reflejaban en su exigencia de que se redescubriese la confesión personal (“una culpa opresiva de muchos años ha endurecido y embotado nuestros corazones”), se abriesen las iglesias para que se pudiera rezar en ellas en solitario, se hiciesen tocar las campanas para la oración de la mañana y de la noche, y se ofreciesen a pastores y oficiales nuevas posibilidades para asesorar y entrevistarse con los fieles en un clima de fraternidad. Pero, al parecer, Bonhoeffer también contribuyó a los modelos más bien “políticos” del grupo reunido en torno
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a Dohnanyi, el jefe del Estado Mayor Ludwig Beck y Carl Goerdeler (hasta 1937 alcalde mayor de Leipzig), los cuales querían reemplazar el Estado hitleriano con una monarquía constitucional (a ser posible bajo los Hohenzollern). Lo que más le importaba a Bonhoeffer era que se acabara de una vez por todas con la situación de inseguridad jurídica y arbitrariedad policial, y que se promoviera una prensa libre que estuviera “al servicio de la verdad”. En el otoño de 1941 dieron comienzo en Berlín las deportaciones de judíos a gran escala. Bonhoeffer registró minuciosamente en una lista los abusos y envió los documentos a militares contrarios al régimen, con el fin de animarlos a dar un golpe de Estado. También ayudó a Canaris –cuya sección de la Abwehr había puesto ya a buen recaudo en España a judíos holandeses– a trasladar a la Suiza neutral a un segundo grupo de perseguidos. La operación “U 7”, como se bautizaría a la iniciativa (por ser siete los refugiados implicados al principio en ella, aunque luego su número se elevaría a catorce), fue una empresa digna de figurar en un relato de aventuras, que se llevó a cabo varios meses después de la entrada en vigor de una ley que proscribía estrictamente la emigración y se preparó como si se tratase de una operación militar. Una refinada artimaña de los conspiradores consiguió engañar al mismísimo Reichsführer SS Heinrich Himmler. Durante una cena de gala, se le expuso la idea de enviar al extranjero a un grupo de espías cuyos pasaportes incluyeran la “J” mayúscula de “judío”. De este modo, le dijeron, ¡los supuestos refugiados judíos nunca serían tomados por espías alemanes! Himmler se manifestó entusiasmado con la idea, y la arriesgada treta tuvo éxito: los 14 refugiados cruzaron la frontera sin problemas con sus auténticos “pasaportes judíos”, al haberse informado pre-
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viamente a los funcionarios de que se trataba de agentes de la Abwehr camuflados. Antes, sin embargo, fue necesario superar todo tipo de obstáculos en organismos fiscales, oficinas de control de cambios y agencias de colocación; de improviso, además, uno de los miembros del grupo apareció de nuevo en una lista de candidatos a la deportación y tuvo que borrársele de ella con cualquier excusa y merced a la intervención personal de Dohnanyi o Canaris. E incluso en la misma Abwehr eran muy pocas las personas de confianza que estaban al corriente de la operación; en todo momento existía el peligro, en efecto, de que algún furioso nacionalsocialista entre los colegas llegase a olerse algo de lo que estaba tramándose. Un años más tarde, cuando la Oficina Central de Seguridad del Reich examinó con lupa las actividades de la Abwehr, descubrió también indicios de la operación U 7 y de la participación de Bonhoeffer y Dohnanyi. Los indicios, no obstante, eran todavía demasiado vagos como para justificar que se actuara de inmediato. Además, por fortuna para Bonhoeffer, durante todos esos años los espías tampoco habían observado ninguno de los muchos contactos que éste mantenía con el entramado ecuménico de asistencia que ayudaba en Berlín a los judíos a sobrevivir, facilitándoles cartillas de racionamiento y vestidos, y ocultarse, suministrándoles pasaportes falsos. Del intento que, poco antes de su arresto, habían hecho los hermanos Scholl, de la Rosa Blanca2 muniquesa, por ponerse en 2. Die Weisse Rose. Grupo estudiantil de resistentes encabezado, entre otros, por los hermanos Hans y Sophia Magdalena Scholl. La Rosa Blanca empezó sus actividades distribuyendo propaganda antinazi por correo. Tras la rendición del VI Ejército alemán en Stalingrado, el grupo intensificó sus actividades, momento en el que los Scholl fueron sorprendidos depositando grupos de folletos junto a las puertas y en los pasillos de la Universidad de Munich
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problemas de conciencia de un conspirador El teólogo convertido en agente secreto tenía, en efecto, muchos problemas con su oficio de conspirador. Al volver de sus viajes al extranjero, Bonhoeffer vertía con gran esfuerzo todo tipo de interesantes novedades militares en informes que redactaba de forma que resultaran lo –con la intención de que los alumnos, cuyas clases iban a concluir escasos minutos después, los vieran al salir de las aulas– por un bedel que era miembro de la SA y denunciados a la policía. Cuatro días más tarde, el 22 de febrero de 1943, fueron sentenciados a morir en la guillotina y ejecutados ese mismo día junto a Christoph Probst, otro de los líderes del grupo, a quien los dos hermanos habían tratado en vano de encubrir durante los interrogatorios. Hans tenía 25, Christoph 24 y Sophia 22 años. Los otros miembros principales del grupo fueron también ajusticiados en fechas posteriores por las autoridades nazis. Tras la guerra, la Rosa Blanca se convirtió en Alemania en uno de los símbolos más importantes de la resistencia interna contra el nazismo. (N. del T.)
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contacto con Dietrich Bonhoeffer y su hermano Klaus, la Gestapo no llegó tampoco a saber nada. Estaba claro que el pastor berlinés se había convertido en un referente incluso en los círculos de la resistencia bávara. Sabemos que en el invierno de 1940-41 Bonhoeffer se hospedó con frecuencia en los monasterios benedictinos de Ettal y Metten, y que en Ettal sus libros se leían durante las comidas; incluso el día de Navidad figuraba Seguimiento en el programa. Otros destinos de Bonhoeffer en sus viajes fueron Roma, Venecia, Estocolmo y la Noruega ocupada, donde apoyó la resistencia de la Iglesia. Como protesta al nombramiento como presidente del gobierno por los nazis de Vidkun Quisling –el paradigma de un colaboracionista–, todos los obispos y pastores habían renunciado a sus cargos.
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más excitantes posible, tratando así de ocultar la verdadera finalidad de sus desplazamientos. Su conciencia no se daba por satisfecha con este tipo de artimañas. Sufría, en definitiva, los conflictos de conciencia del funcionario público y del soldado que, pese a saber que la patria, las leyes y todos los valores reconocidos están siendo diariamente traicionados por la autoridad política, se sienten obligados a mantenerse leales al gobierno y al juramento prestado. El pastor prusiano Bonhoeffer compartía también –su honestidad no le permitía negarlo– el pecado alemán original de la obediencia: valor, sí, compromiso con el conjunto, sí, escrupuloso cumplimiento del deber, también, coraje cívico, no; tal fue el balance autocrítico que en su rendición de cuentas de fin de año hizo Bonhoeffer durante el invierno de 1942-43. La “desconfianza hacia los deseos del corazón” que prefiere “obedecer la orden que viene «de arriba» a seguir nuestro propio parecer” le merecía todavía una alta valoración. ¡Es enorme la fuerza que se necesita para subordinar los deseos e ideas personales a la tarea común! ¿No consiste una parte muy importante de la libertad en someter nuestra voluntad particular al servicio de lo general? Al polarizarse de esta manera, sin embargo, el alemán, pensaba Bonhoeffer, se engaña habitualmente con respecto al mundo; “él no había contado con que su disposición a obedecer y dar su vida por su cometido pudieran utilizarse para el mal. (…) Era preciso que se descubriese que al alemán le falta todavía una noción fundamental y decisiva: la de la necesidad de obrar libre y responsablemente aun en contra de profesión y cometido (…) Pero el valor cívico sólo puede desarrollarse a partir de la responsabilidad libre del hombre libre. Los alemanes están empezan-
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do hoy a comprender qué significa esta libertad. Su base está en un Dios que exige que uno se responsabilice de sus acciones atreviéndose libremente a tener fe y que promete a la vez perdón y consuelo a quien, por hacerlo, se convierta en un pecador”. La última frase es mucho lo que deja entender. Porque quien se convierte en un conspirador, aun cuando lo sea contra un régimen tan brutal, pierde necesariamente su inocencia. Quien derriba a un asesino de su trono ensangrentado para salvar vidas y restablecer la autoridad de la ley, comete necesariamente una injusticia, se convierte automáticamente al hacerlo en un criminal. Bonhoeffer sabía que un conspirador se mueve entre dos luces. “¿Servimos todavía para algo?”, se pregunta en un emocionante examen de conciencia. “Hemos sido testigos mudos de hechos horrendos, nos han lavado con muchas aguas, hemos aprendido las artes del simulador y a expresarnos de forma intencionadamente ambigua, nuestras experiencias han hecho que desconfiemos de las personas y que a menudo no les hayamos dicho la verdad ni hayamos sido sinceros con ellas, conflictos insoportables nos han vuelto dóciles o aun cínicos: ¿servimos todavía para algo? Lo que necesitaremos no serán genios, ni cínicos, ni misántropos, ni refinados estrategas, sino personas llanas, sencillas, directas. ¿Seguirán siendo nuestra capacidad interna de resistencia contra lo que se nos impone lo suficientemente fuerte, y nuestra sinceridad para con nosotros mismos lo suficientemente despiadada, como para que encontremos de nuevo el camino hacia la sencillez y la franqueza?”. Pero el escrupuloso rebelde tenía también muy claro que ya no había escapatoria a eso “que se nos impone”. No iba a haber un levantamiento contra Hitler –ni siquie-
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ra después, cuando el entusiasmo ya había enmudecido y las quejas sobre la guerra, el hambre y la política caciquil se hicieron oír cada vez más alto–; los únicos que podrían haber acaudillado ese levantamiento popular, socialistas, comunistas, militares críticos con el régimen, se sentaban en los campos de concentración, si es que continuaban aún con vida, o habían sido neutralizados. El Oberkommando des Heeres3 había dejado definitivamente de constituir también un posible foco de la resistencia desde que Hitler hubiera destituido de su puesto al mariscal de campo Walther von Brauchitsch en diciembre de 1941, asumiendo a partir de ese momento como comandante en jefe la dirección de las tropas alemanas. Una acción individual, como la que podría llevarse a cabo en un atentado suicida contra el “Führer”, no tenía ninguna posibilidad real de cambiar las estructuras de poder. La única esperanza consistía en un golpe de Estado bien preparado y ejecutado por un grupo que actuara al unísono y estuviera fuertemente cohesionado, y que fuera capaz no sólo de eliminar a la élite dirigente parda, sino también de poner fin a la guerra y establecer un nuevo orden político. El círculo de la resistencia agrupado en torno a Dohnanyi había apostado al principio por la oposición que el régimen tenía dentro de la Wehrmacht, cuya misión sería la de arrestar a Hitler; el padre de Bonhoeffer, Karl, emitiría entonces, como presidente de una comisión médica, un dictamen psiquiátrico sobre el “Führer”, a quien Dohnanyi tenía por un enfermo mental desde que se había encontrado personalmente con él por vez primera en 1933. Sin embargo, también aquí se abrió paso pronto la convicción de que Hitler tenía que desaparecer. Uno de los 3. “Alto Mando del Ejército de Tierra”. Conocido también por la abreviatura OKH. (N. del T.)
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informantes de Dohnanyi era el mismísimo ayudante de Hitler, el capitán ya retirado del servicio Fritz Wiedemann. De acuerdo con el testimonio de Wiedemann, el 5 de noviembre de 1937, en una conferencia secreta de máximos responsables políticos y militares, Hitler había anunciado su “inalterable intención” de solucionar de una forma definitiva en los años siguientes la “cuestión espacial alemana”. Ante las asustadas objeciones del Ministro de Defensa Blomberg, el Comandante en Jefe del ejército Fritsch y el Ministro de Exteriores Neurath (a todos los cuales depuso luego de sus cargos), el “Führer”, según Wiedemann, habría replicado: “Cada generación necesita su guerra, y yo me ocuparé de que esta generación tenga también la suya”. Wiedemann estaba desesperado: “Le confieso que aquí ya no hay más salida que el revólver, pero, ¿a quién le correspondería hacerlo?”. En su rendición de cuentas “Diez años después”, escrita entre 1942-43, Bonhoeffer toma claramente posición: “La última pregunta responsable no es cómo me zafo heroicamente del asunto, sino cómo habrá de vivir la siguiente generación”. En 1943, un compañero de BerlínTegel le preguntó lleno de curiosidad, mientras ambos daban un paseo por el patio de la prisión, cómo es que siendo cristiano y pastor había participado en un complot político. La respuesta que recibió fue tan concisa como para poder figurar en un libro de lectura o un catecismo a modo de ejemplo pedagógico: cuando un conductor bebido desciende a toda velocidad por la Kurfürstendamm de Berlín, le contestó Bonhoeffer, la tarea más urgente del pastor no consiste en dar sepultura a las víctimas del demente ni consolar a sus familiares, sino en arrancar al borracho del asiento del volante. Parece ser que en alguna fecha de 1942 Bonhoeffer se habría declarado dispuesto a perpetrar él mismo el aten-
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tado, aunque en tal caso se habría separado formalmente de la Iglesia, para no poner en dificultades a sus colegas y superiores, y porque no deseaba que aquélla se viera obligada a encubrir el asesinato del dictador. Su amigo Eberhard Bethge pensaba que la decisión tenía mucho más de teórica que de práctica: “Bonhoeffer, de todos modos, nunca entendió una sola palabra ni de armas ni de explosivos”. una ética sin “arrogancia clerical” Las dudas del sensible conspirador se dejaron sentir en las argumentaciones de su Ética, que Bonhoeffer escribió entre 1939 y 1943, recomenzándola una y otra vez, sopesando puntos esenciales desde diferentes perspectivas, desesperándose por la magnitud de la tarea y, como es natural, privado de la tranquilidad que habría necesitado para meditar hasta el final todas sus fascinantes ideas y planteamientos. Tendría que haber sido la obra de su vida y se quedó en un fragmento. Desde entonces, una entera generación de investigadores ha intentado reconstruir el texto original a partir de notas dispersas, elaboraciones parciales y manuscritos provisionalmente confiscados por la Gestapo –puestos por escrito, además, en la terrible caligrafía de Bonhoeffer, apenas legible y en la que las asociaciones de ideas más comprometidas figuran en clave, a fin de no ofrecer nada a lo que agarrarse a los fisgones–. Fue un trabajo de detectives: se compararon notas numeradas con hojas manuscritas sin fecha, buscándose en la abultada correspondencia de Bonhoeffer información sobre el progreso de los trabajos o indicaciones sobre los libros que éste acababa de leer, y volviéndose a comparar a continuación los capítulos correspondientes
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4. Territorio de la Polonia ocupada que había sido anexionado al Reich con posterioridad a la campaña de 1939. (N. del T.)
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del libro. Eberhard Bethge se sumergió en el papel de un criminalista y elaboró una sofisticada trama de tipos de papel, lineados, estilos de letra, matices de tinta (“azul claro” o “negro azulado”) y lápices de colores nuevos o desgastados, a fin de poder fechar las diferentes partes de los manuscritos –de nuevo comparándolas con cartas y otras anotaciones– lo más exactamente posible. El papel no abundaba durante la guerra, recuerdan los editores de la Ética en la última edición de las obras de Bonhoeffer, y el que entonces se utilizaba “tenía más poros y era más oscuro y quebradizo que el que se comercializa en tiempos de paz”. La Ética es un escrito de resistencia: a la vez que la fe cristiana era desalojada a la fuerza de la vida pública; a la vez que en el “Warthegau”4 (todavía polaco) se experimentaba con un modelo de futuro que degradaba a las parroquias a la categoría de “asociaciones” y hacía que la pertenencia a la Iglesia ya no dependiese del bautismo, sino de una declaración de adhesión reconocida por el Estado (que como es natural sólo podían firmar los adultos); a la vez que los poderes reinantes habían, pues, declarado hacía tiempo que el cristianismo ya no era más que un asunto privado e intransferible, Bonhoeffer insistía sin desmayo en la obligación que el cristiano tiene de dar testimonio de su fe y su esperanza ante el mundo. La pregunta central de la Ética es: ¿de qué modo puede Cristo cobrar figura en el mundo? El fragmento de libro, de unas cuatrocientas páginas de grosor, da comienzo en la que (según su reconstrucción) sería la primera de sus líneas con una “exigencia”: que uno deje inmediatamente de hacerse las preguntas usuales, tales como de qué forma llega uno a ser bueno y
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qué es lo que habría que hacer para obrar bien y, en su lugar, se pregunte por la voluntad de Dios. Porque cuando lo que importa es que uno mismo sea bueno, prosigue diciendo Bonhoeffer, se ha decidido uno ya por el yo, el mundo y las supuestas realidades de la vida como realidades últimas. Pero si uno sigue viendo a ese yo y a ese mundo insertos en una realidad última distinta, la decisión ética asume de inmediato un signo muy diferente. El problema verdaderamente importante no es ya “que yo llegue a ser bueno ni que el mundo mejore gracias a mí”, sino que a la realidad de Dios le sea posible actuar, que Él demuestre ser lo bueno –“aun a riesgo de que, por eso mismo, ocurra que al final ni el mundo ni yo seamos buenos, sino de parte a parte malos”–. El hondo realismo escondido en esta afirmación, a primera vista desconcertante, se aprecia en seguida, en cuanto Bonhoeffer rechaza por superficial la habitual ética de los sentimientos o de los resultados. Lo que importa no son ni los motivos para actuar ni sus resultados. ¿O no es verdad, se pregunta Bonhoeffer, que los “buenos” sentimientos pueden nacer en trasfondos muy oscuros de la consciencia y el subconsciente humanos, y que con frecuencia no se sigue de ellos sino lo peor? A Bonhoeffer le resulta insuficiente deducir de la naturaleza humana o de la “realidad” empíricamente constatable del mundo un criterio ético –sea cual fuere éste y por muy exigente que sea–, porque esto supondría que en última instancia se dejara la decisión ética en manos de lo “eventual, lo dado, lo casual, lo adecuado en ese momento”. La escala de valores de Bonhoeffer, su exigencia, es la realidad del mundo modificada por la encarnación de Dios. Ya no es necesario seguir entregándose a lo “conveniente”, pero tampoco que una idea siga luchando fanáticamente contra las realidades: en Jesucristo lo bueno se ha hecho rea-
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lidad. Una ética inspirada en él no tiene ya nada de “problemático, de atormentado, de tenebroso”, sino que es “de suyo evidente, gozosa, cierta, clara”. Las consecuencias son excitantes: cuando contemplo la realidad del mundo como una realidad que viene siendo sostenida y aceptada desde siempre por la realidad de Dios, el sempiterno conflicto de la tradición cristiana entre dos ámbitos, de los cuales uno sería sacro, divino y santo, y el otro profano, mundano y “natural”, se desvanece. Todos estos planteamientos –sea el de la subordinación del ámbito “natural” al Reino de la Gracia, en la Alta Edad Media; el de la acentuación de los órdenes autónomos de este mundo frente a la Ley de Cristo, en el protestantismo posterior a la Reforma; el del combate de la comunidad de los elegidos por el Reino terreno de Dios contra un mundo hostil, entre los llamados “fanáticos”– han convertido la causa de Cristo, según Bonhoeffer, en un “asunto parcial y provincial dentro del todo de la realidad”. “Por mucha importancia que se conceda a la realidad en Cristo, nunca deja de ser una realidad parcial al lado de otras realidades”. Y esto significa que a partir de aquí sólo hay dos posibilidades: o limitarse a ser ciudadano de uno de los dos reinos, rechazando al otro, como hicieron ya el monje medieval o el protestante cultural del siglo XIX: existencia espiritual o mundana, Cristo sin el mundo o el mundo sin Cristo; o intentar vivir a la vez en los dos ámbitos, arriesgándose a un conflicto inacabable. Un “pensamiento territorial” como éste, argumenta Bonhoeffer, no ha sido ni bíblico ni fiel al espíritu de la Reforma. “No hay dos realidades. Hay una única realidad, y ésta no es otra que la realidad de Dios en la realidad del mundo tal y como esa primera realidad se revela en Cristo. (…) Se está negando la revelación de Dios en
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Jesucristo cuando se quiere ser «cristiano» sin quererse ser «mundano», sin ver ni reconocer el mundo en Cristo. (…) No hay dos ámbitos yuxtapuestos rivalizando entre ellos y disputando entre sí sin cesar a cuenta de sus límites, convirtiendo así las cuestiones fronterizas en las únicas que de verdad serían históricamente decisivas, sino que la entera realidad del mundo está ya inserta en Cristo, resumida en él, y únicamente desde este centro y hacia él se mueve el movimiento de la historia”. Si de verdad hay que tomarse en serio la encarnación de Dios en el mundo y la muerte en la cruz por amor, entonces “lo cristiano no está en otro sitio que lo mundano, lo «sobrenatural» sólo [está] en lo natural, lo sagrado sólo en lo profano y lo conforme a la revelación sólo en lo racional”. Los cristianos no deben negarse, poseídos por una “arrogancia clerical”, a tener tratos con el mundo: el mismo Dios los tiene con él desde hace mucho tiempo en Cristo. De pronto, el Bonhoeffer que con su teología de última moda parecía tan intelectual y seco, se descubre como un hombre fervientemente piadoso con un corazón lleno de gozosa esperanza: “Cristo no da nada de lo que recibió, sino que lo mantiene sujeto en sus manos. Desde Cristo mismo, pues, queda prohibida la división en un mundo demoníaco y un mundo cristiano. (…) Se echaría todo a perder queriendo conservarse a Cristo para la Iglesia (…) Cristo murió por el mundo, y sólo en medio del mundo Cristo es Cristo”. la obligación de volverse culpable Por tanto, no separarse del mundo, sino dar testimonio en él, “llamar al mundo a la comunión de este cuerpo de Cristo al que ya pertenece en realidad”. Un programa muy realista, porque, como precisa Bonhoeffer, “deja que
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el mundo sea mundo (…) y sin embargo no pierde nunca de vista que en Jesucristo Dios ha amado al mundo, lo ha juzgado y se ha reconciliado con él”. El realista sabe que el mal gusta de camuflarse, que aparece “bajo la figura de la luz, de la buena obra, de la lealtad, de la renovación”, “en la figura de lo históricamente inevitable, de lo socialmente justo”. Como algo desconcertante para quien se aferra a una teoría ética, para la persona racional que no conoce ni los abismos del mal ni los de lo santo y se rinde resignada. Como algo desconcertante también para el “hombre de la conciencia” y del deber, con el que Bonhoeffer ha pintado un retrato del “buen alemán” de cuño tradicional –y sin duda también un autorretrato–: el del solitario en su disyuntiva que, inseguro e inquieto frente a los “innumerables disfraces honorables y seductores” con los que el mal se le aproxima, finalmente se refugia, para tranquilizar su conciencia, en el cumplimiento del deber. “Aquí se ve en lo ordenado lo segurísimo, y la responsabilidad de la orden la asume quien la da, no quien la ejecuta. Pero al restringirse uno a sus deberes, jamás se tiene la osadía de actuar por una vez con libertad, asumiéndose toda la responsabilidad sobre lo hecho, lo único que sería capaz de acertar al mal en su centro y vencerlo. El hombre del deber acabará finalmente por cumplir con su deber aun para con el Diablo”. Parece como si Bonhoeffer se hubiera adelantado a su tiempo y estuviera escribiendo un comentario sobre los vergonzosos procesos a los criminales de guerra posteriores a 1945, en los que asesinos, torturadores y exterminadores de judíos, comandantes y médicos de campos de concentración, guardianes y celadoras pretendían no haber hecho otra cosa que “cumplir con su deber” y ejecutar las órdenes que se les daban.
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La senda del deber, en apariencia segura, sólo conduce, según Bonhoeffer, a extraviarse, al igual que la restricción a la “virtud privada”, porque cuando el mundo arde en llamas ésta sólo puede poseerse si el virtuoso cierra ojos y oídos ante la omnipresente injusticia. “Sólo a costa de engañarse a sí mismo puede él seguir siendo puro e irreprochable en privado, sin ensuciarse las manos por actuar de forma responsable en el mundo”. Bonhoeffer en ningún momento se burla de este tipo de trágicas figuras; la virtud silenciosa y el combate unilateral de Don Quijote con “el poder irresistible de lo ordinario” serían, piensa, actitudes hondamente humanas. Pero con lo anterior no se ha respondido todavía a la pregunta de si refugiarse en el ciego cumplimiento del deber y mantenerse a buen recaudo del conflicto político supondrían una culpa mayor que aventurarse en actuaciones de las que se derive necesariamente la culpabilidad. Esto es algo que las antiguas tragedias reconocieron ya como la estructura de la vida: “volverse culpable ante las leyes de los dioses”. Sin embargo, ¿puede seguir lavándose las manos en inocencia alguien que crea en un Dios bueno y contemple los tormentos de los hombres? ¿No tiene forzosamente que ensuciárselas, por amor y obediencia? ¿Puede la “pureza” ser un pecado? Asumir la responsabilidad significa enredarse en la culpabilidad; pero, ¿qué significa rechazar la responsabilidad? En cierta ocasión en que Bonhoeffer y Hans Dohnanyi estaban hablando sobre la eliminación de Hitler, su compañero de conjura le preguntó: “En nuestro caso, ¿ha dejado de tener validez la frase: «Quien empuñe la espada, a espada perecerá»?”. “Por supuesto que no –fue la respuesta de Bonhoeffer–. Pero son justamente personas que estén dispuestas a que se les aplique esa frase lo que en nuestro caso se necesita”.
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El bien no sería un ideal abstracto, sino una vida en la que se asumen responsabilidades, propone Bonhoeffer para la reflexión en la Ética, y remite a lo dicho por Jesús en el Evangelio de Juan: “Yo soy la vida”. La ética de Bonhoeffer no es una teoría sobre principios abstractos, como la de Kant o la de los defensores de una ley natural eterna, ni un sistema perfectamente definido de normas absolutas, sino una actitud, muy concreta y orientada hacia la realidad, de obediencia a la voluntad de Dios. En presencia de un conflicto, Bonhoeffer no se imagina al cristiano, por expresarlo así, consultando un libro de leyes en el que se hayan previsto todos los problemas, sino escuchando lo que la voluntad de Dios tenga que decirle “aquí y ahora”. Trabajando en la Ética parece claro que su fe se hizo más sobria, “más mundana”. “Siento que crece en mí la resistencia hacia todo lo «religioso»” –escribe Bonhoeffer a Eberhard Bethge, a quien le confiesa también que el “ropaje religioso” le resulta molesto”, que lo que le importa son la “autenticidad” y la “vida”. Al mismo tiempo, su postura política se radicaliza: el “miedo a responsabilizarse de sus propios actos” de que acusaba a sus conciudadanos, su “limitarse a lo prescrito por el deber”, su necesidad de atrincherarse tras reglas fijas o escudarse tras las órdenes recibidas, ceden a la confianza en la propia conciencia y al valor para afrontar una situación actual de conflicto. Contra la moral “patriótica” fascista, que sustituye las decisiones personales con la histeria de las masas, Bonhoeffer hizo valer otro bien heredado de la tradición burguesa, en esta ocasión representada, a no dudarlo, por una virtud preciosa: la consciencia de la dignidad individual. Una consciencia que procura independencia y capacidad de juicio incluso cuando en caso de conflicto me
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encuentro con que no puedo recurrir a un seguro entramado de normas y principios éticos universales y tengo, sin embargo, que tomar ineludiblemente una decisión. El razonamiento de Bonhoeffer es que en determinadas situaciones de urgencia se está obligado a actuar sin poder ampararse tras una ley. “De hecho, en tales situaciones no queda otra que renunciar a todas las leyes y confesar abiertamente que aquí se está violando y vulnerando la ley, que aquí la necesidad está quebrantando la ley –y, por tanto, reconociendo su validez precisamente al hacerlo–, y que, como consecuencia de ello, lo único que queda en esa renuncia a toda ley es entregar la decisión tomada y lo que se ha hecho a la dirección divina de la Historia”. Es decir, una vez más el estar dispuesto a hacerse culpable como presupuesto de una decisión libre y responsable. La mayor parte de los intérpretes del fragmento recién citado opinan, por lo demás, que en él Bonhoeffer se habría pronunciado en clave sobre la cuestión de la eliminación de Hitler; un caso tan extremo como éste tendría que situarse fuera de las leyes si no se quiere que degenere “en la ideología siempre disponible de la técnica rutinaria de la resistencia y la fuerza” (Tiemo Rainer Peters). El asesinato de Hitler y el golpe de Estado eran en 194142, cuando Bonhoeffer estaba escribiendo esta parte de la Ética, objeto de acusadas discusiones en los círculos de la resistencia; ese mismo invierno, en efecto, la ofensiva alemana sobre Moscú había sido detenida en las mortíferas estepas rusas y el derrumbamiento del frente parecía inminente. Alemania, le decía por entonces a Visser’t Hooft Bonhoeffer, “se enfrenta al principio del fin, porque Hitler no será capaz de salir jamás de ésta”. Para el cristiano Bonhoeffer, el conflicto en el fondo sólo tiene solución porque lo último no es la ley, sino
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contra los piadosos misántropos “En la encarnación –resume con toda concisión Bonhoeffer la base teológica de su Ética– Dios se anuncia como quien quiere estar ahí no para sí mismo, sino «para nosotros»”. Más tarde, en prisión, Bonhoeffer pintará con trazo cada vez más grueso esta imagen de Jesús fuertemente motivadora –“Jesús, el hombre que existe para otros”–, concluyendo de ella para la praxis cristiana que “la Iglesia sólo es Iglesia si está ahí para otros”. Sin embargo, la idea básica de la Iglesia como “representante” se encuentra ya en la Ética. Puesto que Dios se ha sumergido en la realidad de este mundo en el hombre Jesús, puesto que Jesucristo ha vivido su vida en representación de toda la humanidad, todo hombre tiene que actuar en representación del ser humano y de la humanidad: responsablemente. “No a través de la destrucción, sino de la reconciliación es vencido el mundo” –he aquí lo que tiene que enseñarnos Cristo, hombre-Dios crucificado y torturado–. “Este amor de Dios al mundo no se retira de la realidad a nobles almas ensimismadas, sino que experimenta y padece la realidad del mundo en toda su crudeza. (…) Ecce
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Jesucristo. Él define los criterios de la responsabilidad concreta y él puede incluso santificar que se quebrante la ley –no por soberbia, avidez de poder o cinismo, sino por amor– cuando ésta sólo llega a cumplirse verdaderamente siendo vulnerada, cuando, por ejemplo, hay que expropiar o matar para garantizar la justicia o la vida. Las redescubiertas dignidad y capacidad de decisión del individuo son reunidas por Bonhoeffer en su Ética con la solidaridad que une al cristiano con toda la humanidad.
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homo: contemplad al Dios encarnado, el insondable misterio del amor de Dios por el mundo. Dios ama a los hombres. Dios ama al mundo. No a un hombre ideal, sino al hombre tal cual es, al mundo real. (…) Mientras que nosotros distinguimos entre piadosos y ateos, buenos y malos, nobles y viles, Dios ama al hombre real sin distinción. Él no soporta que dividamos al mundo y a los hombres según nuestras escalas y que nos erijamos en jueces sobre ellos. Él reduce nuestras distinciones al absurdo haciéndose hombre real y compañero de pecadores, y obligándonos así a convertirnos en jueces de Dios. Dios se pone del lado del hombre y del mundo reales en contra de todos sus acusadores”. Esta cristología bonhoefferiana, aparentemente llena de mansedumbre, de un hombre-Dios que se arroja incondicionalmente en los abismos humanos, se revela como una dolorosa exigencia para hombres de bien e infatuados dechados de virtud. El desprecio por los hombres no sólo lo descubre Bonhoeffer en el tirano que piensa que la masa es estúpida y débil, se mofa de los derechos del individuo, permite que lo endiosen y oculta su honda desconfianza tras las “palabras robadas de la verdadera comunidad” (de nuevo otra alusión apenas encubierta a Hitler). También esos contemporáneos supuestamente respetabilísimos “que dan asqueados la espalda a los hombres abandonándolos a ellos mismos, que prefieren cultivar su propio huerto a envilecerse en la vida pública” desprecian a los hombres, peor aún: desprecian la encarnación de Dios. Consecuencias muy concretas saca también esta obra, que a menudo se expresa forzosamente sólo de forma indirecta y en clave, no sólo a la hora de juzgar a Hitler, “el mal que aparece en forma de luz”, y su forma de hacer la guerra; cuando Bonhoeffer reflexiona sobre la tradición
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5. “Transporte de enfermos, entidad no lucrativa, S. L.” (N. del T.)
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occidental de las “guerras caballerescas”, sus reflexiones no son las de un militarista disfrazado que evocara nostálgico el recuerdo de pasadas glorias, sino las de alguien que rechaza terminantemente las prácticas totalitarias del ejército de Hitler, su desprecio por todos los acuerdos internacionales y sus arbitrariedades en el trato deparado a civiles y prisioneros de guerra. Igual de clara es, finalmente, su posición ante la eutanasia. El 1 de septiembre de 1939 Hitler había dispuesto que pudiera “administrarse la eutanasia a enfermos que según la humana prevención haya que considerar como incurables habiéndose sometido su estado a una cuidadosísima valoración”. En virtud de esta “orden del Führer” (cuyo contenido se mantuvo en secreto frente a la opinión pública), deficientes mentales leves, epilépticos, esquizofrénicos y personas con graves trastornos del comportamiento fueron conducidos en los años siguientes a centenares y millares a las cámaras de gas para que la raza objeto de idolatría se mantuviera pura, y la “herencia”, sana. La operación, orquestada por los nazis con la perfección burocrática en ellos habitual, fue como la seda: por medio de cuestionarios una comisión médica registró en todos los psiquiátricos y establecimientos asistenciales del Reich el material humano que había de “ponerse aparte”. El director del psiquiátrico de Eglfing-Haar en Baviera, por poner un ejemplo, tramitó en solo tres semanas más de dos mil de estos cuestionarios. Finalmente, un día cualquiera los autobuses a rayas grises del “Gemeinnütziger Kranken-Transport GmbH”5, como tenía la caradura de autodenominarse el comando de ejecución, hacían su aparición en el patio del psiquiátrico. A los pacientes se les decía que iban a hacer una
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excursión. Tras habérseles conducido al establecimiento donde iban a ser asesinados, se les asignaba o un número –respetándose hasta el final el correcto sentido alemán del orden– o una identificación especial, y a los que tenían coronas de oro en la dentadura se les privaba de ellas cuando ya eran cadáveres. Las cámaras de gas se habían camuflado de forma que pareciesen duchas ordinarias. “Al cabo de poco tiempo –contaba uno de los empleados de los crematorios– todo el mundo había muerto. Después de una hora y media más o menos se ventilaba la cámara, y a partir de ese momento era cuando nosotros, los fogoneros, nos poníamos a trabajar”. Al principio, los cuestionarios no parecieron otra cosa que trabas burocráticas inofensivas; para los desplazamientos siempre había una buena razón, y los transportes entre establecimiento y establecimiento se organizaron de forma que al final acabara por perderse irremisiblemente su rastro. Sin embargo, pese a todos los refinamientos de los comandos pardos de ejecución, el asesinato en masa de enfermos mentales, del que de acuerdo con cálculos fiables habrían sido víctimas entre setenta mil y cien mil personas, no pudo mantenerse en secreto. El personal de los establecimientos, obligado a guardar silencio, no siempre tuvo la lengua quieta, y en las notificaciones de defunción prefabricadas enviadas a las familias (“… por desgracia nos vemos obligados a comunicarles que su hijo, Don X. de X., ha fallecido inesperadamente de una neumonía”) se deslizaron errores. Eclesiásticos como el obispo católico Galen de Münster o el prepósito berlinés Bernhard Lichtenberg se constituyeron en portavoces de la opinión pública. En sus filas se alineó también con su Ética Dietrich Bonhoeffer, cuyo padre había rechazado ya en 1923 en un dictamen la
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“fijación legal de la esterilización por orden del gobierno”, informando a continuación sin ningún disimulo en artículos científicos a la profesión médica de los inofensivos diagnósticos con los que ésta podía eludir su obligación de dar parte (tétanos, por ejemplo, en el caso de los enfermos de epilepsia) y evitar verse obligada a entregar a los candidatos a la muerte. Su hijo Dietrich, en el dossier que ya hemos citado, informó en octubre de 1941 a los círculos militares más abiertos de la campaña de asesinatos. Y en la Ética respaldó la postura de su padre con el argumento teológico del “derecho a la vida física”. Para Bonhoeffer, en efecto, toda vida pertenece a Dios y no puede ser objeto de negociación. “La vida física que recibimos sin nuestro concurso porta en sí su derecho a ser mantenida. (…) Toda destrucción consciente de vida inocente es arbitraria”. Sólo si un enfermo incurable expresara en plena posesión de sus facultades y con perfecto conocimiento de su situación su deseo de que se pusiera fin a su vida, podría el médico renunciar a seguir prolongando ésta por medios artificiales; matar al paciente es cosa que el médico no puede, sin embargo, hacer “mientras la vida de aquél plantee sus propias exigencias, mientras el médico, pues, tenga contraída una obligación no sólo con la voluntad del enfermo, sino también con su vida”. Con lo que, desde luego, no cabe justificar la destrucción de vida inocente –piensa Bonhoeffer– es recurriendo a los sanos o al valor de utilidad de una tal vida para la comunidad. De un lado, en ese caso ya no podría arriesgarse “vida socialmente valiosa” para salvar “vida que posiblemente sea menos valiosa”, sea en la guerra o en cualquier otra situación de peligro; de otro lado, toda vida creada por Dios tiene en sí el derecho a existir indepen-
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dientemente de su “valor social de utilidad”. “Ante Dios ninguna vida carece de valor vital, porque quien valora la vida misma no es sino Dios. (…) ¿Dónde podría encontrarse, si no es en Dios, el criterio sobre el valor último de una vida?” sondeos de paz en Gran Bretaña No tuvo éxito el intento de Bonhoeffer de informar al gobierno británico de que se estaba preparando un golpe de Estado en Alemania y pedir que se reconociera al nuevo gobierno alemán. El hombre de contacto de Bonhoeffer fue en este caso su viejo amigo George Bell, obispo de Chichester y miembro de la Cámara de los Lores británica, a quien Bonhoeffer conocía desde los días en que ambos habían trabajado juntos en la ecumene. Bell era un pionero de la reconciliación y un luchador infatigable por la paz con ideas propias, dispuesto en todo momento a granjearse antipatías en su propia patria si de lo que se trataba era de fundar un nuevo orden internacional. Bell y el arzobispo de Canterbury tenían planeado, en efecto, convocar inmediatamente después de que acabase la guerra una conferencia eclesiástica mundial que incluyera a los protestantes alemanes, para mejorar de este modo el clima entre las naciones enemigas y preparar el terreno para una cumbre política por la paz. Círculos cristianos de mentalidad abierta, como el Peace Aims Group o la revista Christian News Letter, trataron, con la ayuda de Bell, de entrar en conversaciones con la Iglesia Confesante de Alemania y en su seno se discutía ya sobre la posibilidad de una paz que huyese de dictados unilaterales y evitase que volvieran a cometerse los errores de Versalles.
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Los contactos fueron bastante más allá de meros juegos intelectuales ajenos a todo compromiso: el 31 de mayo de 1942 Bonhoeffer entregaba a su amigo en Estocolmo una lista detallada con los nombres de quienes debían formar gobierno tras la caída de Hitler. En previsión de que Gran Bretaña se inclinara por una monarquía, los resistentes proponían al príncipe Hohenzollern, Louis Ferdinand, el cual había trabajado en los Estados Unidos en una fábrica de Ford y era conocido por “su manifiesto interés por las cuestiones sociales”. Bell confió a su vez los documentos al Ministro de Asuntos Exteriores Eden. En su detallado memorando, Bell expresaba a Eden su deseo de ser informado por éste de si los aliados, “en el supuesto de que se hubiera puesto fin definitivamente al régimen de Hitler”, estarían realmente dispuestos a entablar negociaciones de paz con el nuevo gobierno alemán –por ejemplo, sobre un sistema de relaciones económicas justo entre las naciones europeas como “la mejor garantía posible contra el militarismo”, sobre la constitución de una “federación representativa de países soberanos (…) incluyendo una nación polaca y una nación checa soberanas”, y sobre la creación de un “ejército europeo para el control de Europa, del que el ejército alemán podría formar parte, bajo un mando conjunto central”–. Churchill, sin embargo (que dos años más tarde despacharía el atentado del 20 de julio de 1944 considerándolo como un mero “affaire interno entre los jerarcas nazis”), acababa de prometer a los rusos que no se negociaría con ningún gobierno alemán que no hubiese renunciado claramente a toda intención agresiva. La propuesta de los círculos de la resistencia se consideró en exceso vaga. ¿Cómo podía saberse, por ejemplo, quién se oculta-
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ba realmente detrás de ella? No hay duda de que el memorando de Bell fue leído con interés en el Foreign Office londinense. Pero las anotaciones en las actas a que entretanto se ha hecho posible acceder muestran que las propuestas estaban condenadas de antemano: a lo largo de la larga vía ejecutiva las desconfianzas no hicieron otra cosa que multiplicarse. El secretario particular del subsecretario parlamentario Geoffrey Harrison, a quien está claro que correspondió el primer examen, llegó ya a la conclusión de que en Alemania había realmente elements of an anti-Nazi movement, elementos de un movimiento de resistencia procedente de “amplios círculos”. Harrison, sin embargo, estimó también que a la vez había “motivos –aunque no pruebas rigurosas– para sospechar que [esos elementos] tal vez estén siendo manipulados, sin que el movimiento tenga noticia de ello, por la policía secreta alemana”. Sir Frank Kenyon Roberts, Primer Secretario del Ministerio de Exteriores, a cuyas manos se encomendó a continuación el memorando, consideró que los resistentes estaban realmente movidos por amor a la paz y good faith6, pero encontró precisamente en su “idealista tradición espiritual prusiana” un motivo para el escepticismo. “Estas personas –escribió Roberts– desean, como es natural, que Alemania siga siendo una nación fuerte con un ejército fuerte que continúe ejerciendo un influjo decisivo en Europa. Por desgracia, es evidente que toda reorganización federal de Europa de la que formara parte una Alemania fuertemente armada desembocaría en una Europa sometida a los dictados de Alemania. La entera base de este planteamiento, lo máximo, sin duda, que puede esperarse de patriotas alemanes, es absolutamente irreconci6. En inglés en el original. “Buena fe”. (N. del T.)
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liable con nuestra propia política tal y como ésta ha quedado expuesta en la Carta Atlántica, con nuestros intereses fundamentales y con nuestras obligaciones para con nuestros aliados”. Harrison, Roberts y los demás funcionarios del Foreign Office que tomaron parte en la discusión avisaron del “riesgo” que supondría que se hiciera llegar a Bonhoeffer y a los demás agentes alemanes cualquier tipo de respuesta a sus propuestas. Pero mientras que Sir Roberts abogó, pese a todo, por que se siguieran manteniendo contactos y se alentara a las fuerzas de la resistencia, por representar éstas en aquel momento “la única fuerza disolvente” en Alemania, el último de los expertos que tomó parte en el proceso, el subsecretario Lord William Strang, agregó de mal humor la siguiente anotación: “El obispo de Chichester y los que son como él no han aprendido nada de dos guerras alemanas y no se dan cuenta de que, aunque del todo inocentemente, están poniéndolo todo de su parte para sentar las bases de la tercera”. El Ministro de Defensa y Exteriores Anthony Eden añadió como comentario a las explicaciones de su colaborador una sola frase: I agree, “estoy de acuerdo”. El obispo Bell no recibió ninguna respuesta, y el secretario particular Harrison archivó reglamentariamente el memorando el 14 de agosto. Bell no se dio por satisfecho. Acudió ahora al embajador estadounidense en Londres, John Winant, que se mostró muy interesado, pero que sin embargo tampoco pudo obtener una respuesta de Washington. A principios de 1943 el obispo volvió a preguntar en la Cámara de los Lores si el gobierno estaría dispuesto a diferenciar entre nazis y antifascistas en Alemania. Un portavoz del gobierno le respondió que se estaba de acuerdo con Stalin en que “en primer lugar hay que destruir el Estado hitleriano,
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aunque sin que, en segundo lugar, tal cosa signifique que el pueblo alemán esté condenado a desaparecer, como el Dr. Goebbels pretende hacerle creer”. El debate en la Cámara de los Lores tuvo lugar el 10 de marzo de 1943. El 13 de ese mismo mes, oficiales alemanes de la Wehrmacht consiguieron introducir de contrabando un paquete con dos bombas de relojería en el avión particular de Hitler. Hans von Dohnanyi había transportado por las calles de Berlín el explosivo hasta la estación de ferrocarril –en el automóvil del profesor Bonhoeffer–, encargándose a continuación de trasladarlo hasta Smolensko en compañía del almirante Canaris, desde donde el “Führer”, tras una visita al ejército, tenía previsto volar de regreso a Alemania. En Berlín estaba todo preparado para dar un golpe de Estado. El detonador falló, sin embargo, y el avión llegó a su destino sin problemas. Una segunda tentativa por acabar con Hitler fracasó una semana después. En esta ocasión, el plan consistía en que el barón y general de división Rudolf von Gersdorff, adscrito como oficial a la Abwehr, se pusiera al lado del dictador con los bolsillos del abrigo cargados de bombas durante la inspección que de botín de guerra ruso iba a realizarse en la “Armería Real” de Berlín, y se hiciera saltar por los aires junto con el “Führer”. Hitler, sin embargo, modificando en el último momento el plan oficial de la visita, abandonó sorpresivamente la Armería cuando sólo habían transcurrido unos minutos. Aunque ninguno de los dos intentos de atentado levantó la más mínima sospecha, Bonhoeffer y sus amigos vivieron en un continuo sobresalto durante las semanas que siguieron: todos ellos sabían que sus teléfonos estaban intervenidos. La Oficina Central de Seguridad del Reich, en la que Reinhard Heydrich había fusionado la Gestapo y la poli-
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cía judicial, temía por sus competencias y observaba con lupa los pasos de la Abwehr militar, aguardando una oportunidad para desacreditar a sus rivales. En la policía había también un departamento de “investigación y lucha contra el enemigo”; los “civiles”, en efecto, no querían dejar el servicio de contraespionaje enteramente en manos de sus competidores militares. Además, desde que el almirante Canaris había protestado, invocando el derecho internacional, contra el trato deparado a los prisioneros de guerra rusos (a los que, por no verse en ellos soldados honorables, podía, por ejemplo, dispararse directamente en caso de huída sin tener que dárseles primero el “¡alto!” reglamentario), ya no se veía en él a un camarada de confianza. Los espías tuvieron éxito: el superior inmediato de Bonhoeffer en la Abwehr fue descubierto cometiendo una infracción en materia de divisas. En el curso de las diligencias que se instruyeron, el 5 de abril de 1943 fue también detenido –de un modo más bien casual– Dietrich Bonhoeffer. Ese día, cuando Bonhoeffer telefoneó a los Dohnanyi desde la casa de sus padres, se oyó al otro lado del aparato una voz masculina desconocida. Bonhoeffer comprendió enseguida lo que eso significaba: registro domiciliario, ¡Gestapo! Manteniendo la calma, puso en orden su escritorio, dejó preparadas –como maniobra de diversión– algunas cartas falsas y un diario expresamente redactado para la policía secreta y pasó a la casa contigua, la de los Schleicher, para disfrutar una vez más de una buena comida a la mesa de su hermana Úrsula, antes de verse obligado a sufrir, como esperaba, las privaciones del rancho penitenciario. Luego aguardó tranquilamente a que llegaran los dos funcionarios de la Gestapo, los cuales le condujeron a la prisión militar de Tegel.
5 BERLÍN, BUCHENWALD, FLOSSENBÜRG: UN PRESO SE PERMITE PENSAR CON LIBERTAD
“En mí está oscuro, pero junto a Ti hay luz”. “Todavía amamos la vida, pero creo que la muerte ya no podrá sorprendernos”. “¿Servimos todavía para algo?”.
El aislamiento en la diminuta celda de Tegel se le hizo difícil a aquel hombre por lo demás tan dueño de sí mismo. Nadie habló con él durante las dos primeras semanas. No recibió cartas ni visitas, y tampoco se le dio ninguna indicación de por qué había sido detenido (la orden de arresto sólo pudo verla al cabo de seis meses) ni de qué era lo que tenía que esperar. “Desde fuera penetraron en mi celda por primera vez esos salvajes insultos del personal a los presos preventivos que vengo oyendo desde entonces de la mañana a la noche”, anotó Bonhoeffer más tarde. “En esos primeros días de completo aislamiento nada pude ver del modo en que aquello funcionaba realmente; sólo los gritos casi ininterrumpidos de los carceleros me sirvieron para hacerme una idea de la manera en que se hacían allí las cosas”. Dietrich tampoco sabía nada ni de lo que había sido de sus amigos ni del conocimiento que el órgano instructor tenía realmente de las actividades del grupo. Temía trai-
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cionar a sus compañeros si le torturaban. Aquel capitán Wilhelm Schmidhuber –propietario de una cervecería y cónsul honorario de Portugal en Munich– que había sido superior de Bonhoeffer en la Abwehr y confidente de Dohnanyi, el mismo Schmidhuber al que se había arrestado por irregularidades en materia de divisas, estaba al corriente de la operación “U 7” y sabía también de las artimañas con que Bonhoeffer había sido eximido del servicio en el frente. ¿Sabía también algo Schmidhuber de lo que había estado haciendo realmente Bonhoeffer en sus viajes al extranjero como agente de la Abwehr? ¿Estaban ahora poniéndolo todo patas arriba en la Abwehr con el fin de descubrir otros delitos? Al arrestarse a Dohnanyi habían llegado a manos de la Gestapo documentos explosivos, preparados con miras a los viajes que Bonhoeffer tenía planeado realizar a Genf y Roma y relacionados una vez más con el régimen alternativo de gobierno que seguiría a la caída de Hitler y con la contribución de las Iglesias cristianas al nuevo orden social tras la guerra. En ninguno de esos papeles se decía una sola palabra del modo en que había de perpetrarse el golpe, pero el mero hecho de que se pensara en una Alemania sin los nazis y en una paz justa era entonces considerado como un delito de alta traición. En aquellos documentos se hablaba de la contribución del Papa y el protestantismo inglés, estadounidense, holandés y noruego a un orden pacífico duradero, y de la cooperación del Vaticano (al cuidado del profesor jesuita alemán Ivo Zeiger, rector del Collegium Germanicum y oficial de la Wehrmacht durante la Primera Guerra Mundial) con las Iglesias evangélicas alemanas. Para un funcionario de la Gestapo, todo aquello no eran más que “intrigas sediciosas”.
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Bonhoeffer tenía miedo. Habla de “impresiones espantosas”, que a menudo continúan persiguiéndole mientras duerme. “Suicidio –garabatea desesperado en una hoja de papel–, no por sentirme culpable, sino porque en el fondo ya estoy muerto. Se acabó. Punto final”. El preso Bonhoeffer necesitó meses para recuperar su sobrio realismo de siempre. ¡Cualquier cosa antes que resignarse o huir de la responsabilidad de construir una sociedad mejor para las generaciones futuras! “Es posible que el Día del Juicio sea mañana, y entonces estaremos encantados de dejar de trabajar por un futuro mejor. Pero no antes”. Se puede dormir sin problemas en un catre y comer pan duro hasta hartarse, escribe Bonhoeffer el 14 de abril, tranquilizando a sus padres, al permitírsele por fin enviar una carta. Estar solo tampoco es algo que lleve mal ni a lo que no esté acostumbrado. “Lo único que me atormenta o que podría llegar a hacerlo es que temáis y sufráis por mí, que no durmáis o comáis como es debido. Perdonadme por causaros tantas preocupaciones, pero creo que esta vez la culpa es menos mía que de un destino adverso”. A partir de ese momento, Bonhoeffer puede enviar a casa una carta cada diez días. En la segunda de ellas agradece a su familia la ropa y los alimentos que le han hecho llegar. “El mero hecho de la cercanía, la prueba palpable de que siempre estáis pensando en mí y en mi bienestar –cosa que de todos modos ya sabía– es causa de una felicidad tan grandísima que la alegría no se me pasa en todo el día. ¡Muchas, muchísimas gracias por todo! Por lo demás estoy bien, tengo salud, puedo salir a pasear al raso
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media hora al día ¡y desde que he podido volver a fumar a veces me olvido hasta de dónde estoy!”. El 5 de mayo, a las cuatro semanas de haber sido arrestado, descubre sorprendido que se ha “habituado perfectamente” a su celda. Ha pegado en la pared una imagen de Durero sacada del periódico y a alguien le han permitido incluso que le traiga unas flores. “De las catorce horas del día paso más o menos tres caminando por la celda, muchos kilómetros, a los que hay que añadir la media hora en el patio”. Y cuando a los cinco meses le facilitan por fin tenedor y cuchillo (es posible que la administración de la prisión temiera que pudiera quitarse la vida con ellos) los encuentra bastante innecesarios, porque a esas alturas domina ya perfectamente el arte de untar la mantequilla en el pan con la cuchara. Pero aparte de para el humor negro valiente hay también un lugar para la ira, el miedo y las dudas de fe. Echa de menos el sol, le escribe a su amigo Bethge en un día caluroso de junio; “¿sabes?, me encantaría volver a sentirlo como es debido, en toda su intensidad, como cuando te arde en la piel y hace que poco a poco todo tu cuerpo se ponga al rojo, hasta que te das cuenta otra vez de que eres un ser vivo; preferiría hartarme de él antes que de libros o de reflexiones (…)”. Lo que más difícil le resulta, le confiesa a Bethge, es levantarse por la mañana; siente que “le han caído un montón de años”. A las privaciones físicas uno se acostumbra, pero no así a las pruebas anímicas. “A menudo me pregunto a mí mismo quién soy realmente, si el que no cesa de lamentarse por lo miserable de su situación, sintiéndose la persona más desgraciada del mundo, o el que fustigándose en privado finge de cara a la galería (y también frente a sí mismo) que está tranquilo, feliz, sereno y por encima de todas las cosas, dejando que le admiren por
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ello (es decir, por esta representación teatral, ¿o es que no se trata de una representación?). ¿Qué significa propiamente tener actitud? En pocas palabras, uno se conoce a sí mismo menos que nunca y tampoco le da ya ninguna importancia a no hacerlo (…)”. Como puede ahora comprobar, la Gestapo no tenía nada claro que hubiese puesto al descubierto un nido de conspiradores. Los impenetrables contactos extranjeros, sus constantes viajes, todo lo que no acababa de encajar en la operación “U 7” (¿qué había sido de los espías alemanes camuflados de judíos?) hacían sin duda que Bonhoeffer resultara sospechoso; el que éste hubiera eludido el servicio militar era algo que podía interpretarse, haciendo un esfuerzo, como “derrotismo”, pero para una acusación de “sedición” faltaban indicios. Además, estaba perfectamente claro que Bonhoeffer, Josef Müller y los demás detenidos no eran más que actores secundarios; los dos que de verdad importaban eran Dohnanyi y Canaris (y en su caso seguía todavía sin haberse podido probar nada). La conspiración pudo en cualquier caso continuar durante más de un año, hasta el fracaso del atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944. Bonhoeffer empezó a soñar otra vez con una revolución política e incluso con su liberación. En efecto, los amigos que se sentaban en las diferentes prisiones supieron esconder muy bien sus actividades en la resistencia y hacer que sus declaraciones coincidieran entre sí valiéndose de un refinado sistema de comunicación. Bonhoeffer demostró ser un maestro a la hora de hacerse pasar por estúpido: “Sería el último en negar que haya podido cometer errores en una actividad tan nueva, extraña y complicada para mí como es el servicio de contraespionaje”, declaró ante el Oberstkriegsgerichtsrat 1 de su causa, el Dr. Manfred Roeder. (Roeder,
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instructor del sumario contra el grupo de Dohnanyi, tenía fama de sabueso y venía de concluir el proceso contra la Rote Kapelle 2, en el que acababa de sentenciar a muerte a 75 personas por colaborar con la Unión Soviética y sabotear la industria militar). Al suavizarse el régimen de aislamiento riguroso, familiares y amigos llevaron libros a la prisión en los que cada diez páginas –empezando desde el final– se había hecho una marca apenas perceptible a lápiz en una sola letra. De esta manera pudieron introducirse y sacarse de contrabando de la cárcel mensajes precisos. Aunque estas cartas burlaban a la censura con la ayuda de hábiles compañeros de prisión y guardias no del todo fieles al régimen, las declaraciones capciosas se habían cifrado sutilmente, como es habitual en dictaduras y presidios. Nunca podía saberse en qué manos caería aquella correspondencia. “¡Lee Éxodo 23,7!” escribía Dietrich como quien no quiere la cosa, y Eberhard Bethge sabía de inmediato que a su amigo le tenía preocupado la eutanasia, la destrucción cada vez más perfectamente organizada de la vida “inferior”. Porque el pasaje en cuestión de la Biblia hebrea dice: “No causes la muerte del inocente y del justo”. Bonhoeffer ayudaba a los demás detenidos brindándoles asesoramiento jurídico o consiguiéndoles –sobre todo en casos de deserción– informes psiquiátricos favorables de su padre. A unos pocos presos pobres de solemnidad les pagó directamente los servicios de un abogado. “Poco a poco pasa uno, por así decirlo, a formar parte del inventario y tiene a veces menos paz de la que desearía”, observaba en marzo de 1944 en carta a 1. Miembro de un consejo de guerra con el grado de coronel. (N. del T.) 2. La famosa “orquesta roja”. N. del T.
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Bethge. Como sanitario de la prisión redactó un informe muy crítico sobre lo deficiente de las defensas contra los ataques aéreos, que también en Tegel se cobraban muertos y heridos (el memorando iba claramente dirigido a su tío, el comandante de la plaza de Berlín). Y consiguió que los guardias más humanitarios aumentaran las raciones de comida. Los paquetes que le enviaba su familia los compartía con presos que fuera no tenían a nadie. A horas fijas se dejaba caer por la enfermería, donde se las arreglaban para encontrarse con él camaradas con problemas jurídicos o dudas de fe. Su mirada se hizo más amplia; los últimos residuos de su elitista educación burguesa desaparecieron, dejando sitio a una evidente admiración por el horizonte espiritual y la fortaleza moral de los opositores al régimen “proletarios” y que vivían alejados de la Iglesia. Éstos, a su vez, estaban impresionados por su franqueza y, sobre todo, por la serenidad, en apariencia imperturbable, que Bonhoeffer mostraba en las peores situaciones. El oficial italiano Gaetano Latmiral, especialista en radares, fue encerrado a menudo en la misma celda que Bonhoeffer durante los ataques aéreos. En una ocasión, una bomba explotó muy cerca, faltando muy poco para que se derrumbara la zona de la prisión en la que se encontraban. Según cuenta Latmiral, Dietrich, sin embargo, se mantuvo sereno y continuó hablando como si nada ocurriera incluso en mitad de las peores explosiones. “Podía decirse –contaba Latmiral– que tenía nervios de acero. Pero yo creo que era otra cosa; yo creo que su esperanza en que Dios repararía y realizaría todas las cosas a través de Cristo era tan firme, que pensaba que nada se perdería. Por eso se mantenía tan tranquilo, pienso yo. En su presencia era imposible ser un cobarde. Uno estaba en cierto modo obligado a comportarse con dignidad”.
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Cuando el preso Bonhoeffer estaba a solas en su celda, la número 92 del primer piso, recluido en un espacio de dos por tres metros, se sentaba en su diminuto taburete, bajaba de la pared el tablero plegable que oficiaba de mesa y se ponía a estudiar: los Padres de la Iglesia, la dogmática de Barth, la antropología de Kant, Heidegger, Ortega y Gasset, el siglo XIII occidental y su “mundanidad cristiana, pero anticlerical” –como él mismo la llamó–, libros sobre “caligrafía y carácter” y la relación entre el Imperio Británico y los Estados Unidos. Leía mucho: Stifter, Fontane, Goethe, Rilke, Horace Walpole, Dostoievski. Bonhoeffer empezó a trabajar en un “inventario del cristianismo” que describiera la emancipación del ser humano y se preguntara por el verdadero contenido de la fe cristiana (“¿En qué creemos realmente, es decir, yéndonos la vida en ello?”). Por desgracia, el texto se ha perdido; lo único que ha quedado de él es el borrador de su estructura. También hizo salir de contrabando de la celda fascinantes aforismos, que publicados más tarde con el título de Resistencia y sumisión influirían decisivamente en la teología del siglo XX. Y escribió oraciones sencillas para sus compañeros de prisión: “Dios, a ti te llamo al comenzar el día. Ayúdame a rezar y recoger en Ti mis pensamientos; yo solo no puedo hacerlo. En mí está oscuro, pero junto a Ti hay luz; yo estoy solo, pero Tú no me abandonas; yo soy pusilánime, pero en Ti hay ayuda; yo estoy inquieto, pero en Ti hay paz; en mí hay amargura, pero en Ti hay paciencia; yo no entiendo Tus caminos, pero Tú sabes el camino por mí.
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En Tu presencia pienso en todos los míos, en mis compañeros de celda y en todos los que en esta casa cumplen sus difíciles mandatos. ¡Señor, ten piedad! Devuélveme la libertad y haz que viva a partir de ahora siendo responsable ante Ti y los hombres. Señor, sea lo que fuere lo que traiga el día, ¡alabado sea Tu nombre! Amén. (…) Señor, Dios mío, Te doy gracias por haberme concedido un día más; Te doy gracias por haber dado a cuerpo y alma paz. Tu mano estaba sobre mí y me ha protegido y sostenido. Perdóname todas mis dudas y todo lo que de malo haya hecho hoy, y ayúdame a perdonar a todos los que me hayan hecho mal”.
la vida se ha convertido en un fragmento Había épocas en las que Dietrich Bonhoeffer se las arreglaba perfectamente para no torturarse pensando en su familia ni angustiarse por el futuro. En marzo de 1944 –durante la Cuaresma– Bonhoeffer le confía a Bethge lo penoso que le resulta el tener que leer algunas cosas sobre sus “sufrimientos” en las compasivas cartas que se le envían. “Tengo la sensación de estar ante una profanación. No deben dramatizarse en demasía estas cosas. Que yo «sufra» más que tú o que la mayoría de las personas que viven en nuestra época, es algo que tengo por más que
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(…)
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dudoso. Por supuesto que muchas cosas son horribles, pero, ¿dónde no lo son?”. Compadecerse de sí mismo era algo que nunca había disfrutado de buena prensa entre los Bonhoeffer. Bonhoeffer aprendió a conformarse. “En ningún momento”, le dijo a su amigo, se había arrepentido de volver a Alemania desde los Estados Unidos en 1939. “Sin un solo reproche pienso en lo pasado, y sin reproches acepto lo presente”. Dios guía los acontecimientos, vuelve una y otra vez Bonhoeffer a escribir, y a ninguna persona se le pide más de lo que ella es capaz de soportar. “Creo que nada de lo que me sucede carece de sentido y que para todos nosotros es incluso una cosa buena que las cosas no salgan como desearíamos”. En otro lugar, ciertamente, insinúa que no resulta nada fácil decir sin más: “Querido Dios”… “¿Quién soy yo?”, así se burla de su propia imagen, dudando, ironizando consigo mismo, en un intento lírico que al final se convierte en una oración: ¿Quién soy yo? A menudo me dicen que salgo de mi celda sereno, risueño y firme como un señor de su castillo. ¿Quién soy yo? A menudo me dicen que hablo con mis carceleros franca, amable y claramente, como si tuviera órdenes que darles. ¿Quién soy yo? También me dicen que llevo los días de infelicidad ecuánime, sonriente y orgulloso, como alguien acostumbrado a la victoria. ¿Soy realmente lo que otros dicen de mí? ¿O únicamente lo que yo sé de mí mismo?
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¿Quién soy yo? ¿Éste o aquél? ¿O soy éste hoy y mañana otro distinto? ¿Ambos a la vez? Ante los hombres un hipócrita y ante mí un quejica despreciablemente debilucho? ¿O es igual, lo que todavía hay en mí, al ejército vencido que en desorden huye de victoria ya obtenida? ¿Quién soy yo? Una pregunta solitaria se burla de mí. Quien yo soy Tú lo sabes, ¡Tuyo soy, Oh Dios!”.
Las investigaciones se prolongaban, el proceso fue una y otra vez aplazado, un mes tras otro. El hecho de que Bonhoeffer hubiera conseguido no ser llamado a filas con la ayuda de la Abwehr difícilmente justificaba tantos esfuerzos; estaba claro que se confiaba en descubrir algo más grave. La interminable espera lo consumía. Resulta difícil conservar la paciencia –escribe a sus padres– cuando se piensa lo fácilmente que todo se aclararía en un juicio justo y “cuando al final se ven las tareas que le aguardan a uno fuera”. Hay que librar una constante lucha interna, añade, “para quitarse de la cabeza ilusiones y fantasías y conformarse con lo que hay, porque allí donde no se entienden las necesidades externas se cree en una necesidad interna e invisible. Además, una vida que pueda realizarse plenamente en lo personal y lo profesional y deve-
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¿Inquieto, nostálgico, enfermo, como un ave en su jaula, luchando por coger aire, como si alguien apretase mi garganta, hambriento de colores, del canto de los pájaros, de flores, sediento de buenas palabras, de humana cercanía, temblando de ira por arbitrariedades y ofensas pequeñísimas, desasosegado por la espera de grandes cosas, temiendo impotente por amigos en lejanía infinita, cansado y vacío para rezar, para pensar, para actuar, sin fuerzas y dispuesto a despedirme de todo?
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nir así un todo equilibrado y cumplido, como la que era todavía posible en vuestra generación, ya no forma parte de lo que la nuestra podría reclamar”. ¿Hasta qué punto fue amargo este proceso de maduración para quien entonces contaba 38 años? Pocos días más tarde, en una carta a su amigo Bethge, Bonhoeffer se expresa en términos muy similares. Su vida –dice allí– posee, a diferencia de la de sus padres, un “carácter fragmentario”. En el siglo XX ya no hay de todos modos sitio espiritual para la “obra de una vida”; la unión entre la “linda falta de objetivos” y los grandes planes se ha roto, la existencia espiritual ha degenerado en un torso. “Seguramente, lo único que aún importe es si todavía se ve el fragmento de nuestra vida, de qué forma se había planeado y concebido realmente el todo y de qué material está hecho”. En la triste celda 92 nacieron también –a fines de 1942– aquella rendición de cuentas ya citada con la pregunta: “¿servimos todavía para algo?” y reflexiones sobre ética de la mera obediencia y falta de coraje ciudadano, estupidez y misantropía, traición y confianza, y voluntad de futuro: “¿Ha habido alguna vez en la historia hombres que en el presente tuvieran tan poco suelo bajo sus pies como nosotros –a quienes todas las alternativas al presente en el ámbito de lo posible les parecieran igual de insoportables, antinaturales y sin sentido–, que trascendiendo todas esas alternativas del presente no tuvieran más remedio que buscar en el pasado y en el futuro la fuente de su fuerza y que, sin embargo, sin ser por eso unos ilusos, pudieran esperar con tanta confianza y tranquilidad como nosotros el éxito de su causa? (…) ¿Quién resiste? Sólo aquél para quien ni su razón, ni sus principios, ni su conciencia, ni su libertad ni su virtud son el último criterio, sino que está dispuesto a sacrificar todas estas cosas si es
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llamado en la fe y en exclusiva unión con Dios a actuar de forma responsable y obediente, el responsable que quiere que su vida no sea otra cosa que una respuesta a la pregunta y la llamada de Dios”. “Aprendamos a obrar con justicia sin palabras durante un tiempo” –propone sobriamente Bonhoeffer en el fragmento de un drama que trató de escribir por esa misma época–. “Palabras. Lo que teníamos por evidente lo han convertido en una frase. Nosotros no lo hacemos porque así se nos haya predicado en periódicos y asambleas, sino porque es evidente para nosotros. Preferimos no hablar de los sumos bienes (…) ¿Quién, con buenas intenciones, sigue poniendo todavía hoy en sus labios las manoseadas palabras «libertad», «hermandad», más aún, incluso la misma palabra «Alemania»?” Estudiando, leyendo y probándose en nuevos temas y géneros al escribir, el preso Bonhoeffer consigue renovarse espiritualmente y conquistar un espacio interno de libertad. A hacerlo así le ayuda una férrea disciplina externa: se levanta todos los días a las seis, luego se lava con agua fría y hace gimnasia. Lo que viene después se lo cuenta él mismo a sus padres en una carta fechada el 13 de octubre de 1943: “Por las mañanas después de desayunar, es decir, más o menos a partir de las 7:00, estudio teología. Luego escribo hasta el mediodía, leo y a continuación viene un capítulo de la Historia Universal de Delbrück, algo de gramática inglesa, de la que todavía tengo mucho que aprender, y para terminar, dependiendo de cómo me encuentre, leo o escribo otra vez. Por la tarde estoy lo suficientemente cansado como para tumbarme un rato a la bartola, aunque sin echarme a dormir todavía”. Los intentos literarios que nacen en la celda 92 sirven también para autoconvencerse y asimilar el pasado, y le
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enseñan a desasirse, a componérselas con la amenaza de perder su patria espiritual y familiar. Bonhoeffer a Bethge: “Para mí este enfrentamiento con el pasado, el intento por retenerlo y reconquistarlo y, sobre todo, el miedo a perderlo es poco menos que la música de todos los días en mi vida actual (…)”. El fragmento dramático y la novela que interrumpe al poco de haberla empezado giran ambos en torno a la historia de una familia burguesa. Dos soldados heridos son los protagonistas de la pieza teatral: Heinrich, el desilusionado descargador del muelle, y el hijo de un médico Christoph. En el pasado, Heinrich, como un perfecto estúpido, había proporcionado comida a niños de la calle que vivían vagabundeando de aquí para allá y leía en secreto la Biblia por las noches. Pero durante la guerra le han herido de bala y ha quedado mutilado, y en el hospital militar han conseguido salvarlo contra su voluntad, “convertido en un remiendo que tal vez consiga aguantar un par de años”, y ahora se siente perdido: “Dios quería que muriese, la muerte vino cuando tenía que hacerlo, los hombres quisieron que viviese y ahora le pertenezco al Diablo”. El proletario observa con desconfianza al cultivado hijo de médicos, siempre hablando con tanta propiedad de los grandes valores, pero a la vez le envidia: “Vosotros tenéis un fundamento, un suelo bajo los pies, un lugar en el mundo, para vosotros hay cosas que son evidentes de por sí, que defendéis y por las que dejaríais tranquilamente que os cortaran la cabeza, porque sabéis que vuestras raíces son tan profundas que volverán a crecer de nuevo”. Señalado también por la muerte, Christoph no niega ser un idealista. Las “grandes palabras” –dice– no eran propiedad ni de la voz de la masa ni de los titulares, “sino
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de los corazones de los pocos que las defienden con su vida (…) Hay un criterio insobornable para lo grande y lo pequeño, lo valioso y lo fútil, lo auténtico y lo impostado, la palabra que tiene peso y las simples habladurías: es la muerte. Quien se sabe próximo a la muerte, está decidido, pero se guarda también de hablar (…)”. Pero Christoph pone ese silencio en cuestión cuando los otros dejan de entenderle: “Eso viene de querer ser altivo sin tener talento para ello. ¡Heroísmo de teatro!”. En la novela, que Bonhoeffer empezó a garabatear en folios cuadriculados DINA-4, los hijos de dos familias unidas por lazos de amistad en una ciudad de provincias tendrían que haber desarrollado un sentido de la responsabilidad hacia la comunidad. Pero cuando Bonhoeffer advierte que las figuras de su drama y de su novela son incapaces de hilar una conversación animada y se enredan sin remedio en interminables monólogos filosóficos sobre la muerte, el suicidio, Dios, la verdad y una Alemania mejor; que su estilo es poco menos que una copia de Stifter, Fontane y Keller, a quienes en ese momento lee entusiasmado; y que lo único que está haciendo es transfigurar el mundo burgués en lugar de criticarlo, abandona sus intentos literarios. Bonhoeffer fue siempre un crítico implacable de sí mismo, y no le cuesta reconocer que no ha nacido ni para dramaturgo ni para novelista. En cambio sí consiguió terminar el relato corto Adiós, camarada. Es la historia de un mutilado de guerra al que se destina a ejercer de vigilante en una prisión, donde su humanitarismo le granjea muy pronto la animadversión de sus escaldados colegas. El rostro del antiguo soldado ha sido desfigurado por los lanzallamas: “La boca no tiene labios, de las orejas sólo queda la mitad”, pero sus ojos ven la miseria ajena, sus oídos saben escuchar y su des-
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trozada boca tiene el descaro de decir que no tiene ningún sentido encerrar a la gente durante meses “por chiquilladas”, que “con eso lo único que se consigue es que se echen a perder”. No pasa mucho tiempo sin que al insoportable guardián lo envíen con su obsesión por la dignidad humana a otro destino. una historia de amor nada romántica Con sus libros y su gramática inglesa, escribiendo cartas y probando a ser novelista Bonhoeffer consigue una y otra vez olvidarse de dónde está por un par de horas o una tarde. Pero estar preso es estar preso, y Bonhoeffer lleva ya estándolo dos amargos años. Los amigos que tiene fuera se alegran en ocasiones de que el proceso haya sido aplazado tantas veces; son muchos los casos que se conocen de acusados a los que se ha absuelto nada más que para trasladarlos inmediatamente de la audiencia al campo de concentración, en “custodia preventiva”, como se decía entonces. Y hasta es posible que al final incluso se produzca un golpe de Estado. Por su parte, el preso que se sienta en su diminuta celda como una sardina en lata, con el cubo para sus necesidades a un lado y el tragaluz sobre su cabeza permitiéndole adivinar cielo, nubes, sol y aire libre, está cerca de desesperarse en muchas ocasiones. “Separado de personas, trabajo, pasado, futuro”, garabatea en una nota. “Pasar el tiempo, matarlo. Fumar en la vacuidad del tiempo. (…) Huir de la experiencia del tiempo soñando, asustarse al despertar”. Una tarde de abril de 1944 escribe, haciendo esfuerzos para dominarse, que ha oído cantar fuera a un par de pájaros. “Estas largas y cálidas tardes que estoy viviendo aquí ya por segunda vez no me sientan
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3. Casco de acero. (N. del T.)
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nada bien. Tiran de uno hacia fuera y uno podría acabar haciendo alguna tontería si no fuera tan «racional»”. Lo que peor llevó Dietrich fue su separación de María von Wedemeyer, una joven de dieciocho años bella, inteligente y llena de ganas de vivir con la que se había prometido en matrimonio pocos meses antes de ser arrestado. “Hace ya un año que nos prometimos y todavía no hemos estado a solas juntos ni una sola hora –le confía a su amigo Bethge–. ¿No te parece una locura?” La relación había sido conflictiva desde el primer momento. Se habían conocido en Finkenwalde, donde la pequeña María había acudido al oficio divino acompañada de su abuela, sus tíos y sus primos. Cuando la muchacha había cumplido ya dieciocho años, Bonhoeffer volvió a coincidir con ella en la finca de la abuela de María. La vieja dama le recordaba a su propia abuela, resuelta y decidida, conservadora y cosmopolita a la vez, una fiel partidaria de la Iglesia Confesante, como toda la familia. Los Wedemeyer: un gameto de obstinación prusiana, vieja nobleza pomerana de provincias, consciencia de clase –aunque sensible a los problemas de los trabajadores del campo– y orgullo nacional, lleno sin embargo de desprecio por los rufianes de camisa parda que disfrazan sus tropelías de amor a la patria. Inventos de última moda como la calefacción central o el agua corriente había renunciado indignada la familia a instalarlos en su finca, pero, sin embargo, se había ocupado de que fuera lujosamente renovada la iglesia del pueblo al casarse su hija mayor. El padre, Hans von Wedemeyer, un hidalgo rural de rancio abolengo, había pertenecido hasta 1933 a la liga de combatientes antirrepublicana y antijudía Stahlhelm3. Como hombre de confianza de Franz von Papen, el ante-
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cesor de Hitler en la cancillería del Reich, Wedemeyer acabaría sin embargo desempeñando un papel autónomo. Al renunciar von Papen, quien en secreto abrigaba simpatías monárquicas, al puesto de canciller en noviembre de 1932 junto a su “gabinete de barones”, Wedemeyer asumió la dirección de su oficina de Berlín y trató de valerse de su posición para frenar el ascenso de Hitler. Se suponía que von Papen hubiera debido impedir que Hindenburg nombrase canciller a Hitler. Vana suposición: el mismo von Papen, en efecto, ingresó a renglón seguido en el gabinete ministerial del “Führer”, figurándose, del todo ingenuamente, que sería capaz de dirigir los pasos de un Hitler inexperto en política. Wedemeyer renunció a su cargo, salió absuelto de un proceso de difamación por los nazis, marchó al frente en 1939 –“vivimos en la posada del Diablo”, afirmó asqueado, “y si ganamos la guerra ya no saldremos de ella nunca más”– y cayó el 22 de agosto de 1942 en Stalingrado a los 64 años de edad. María y Dietrich se enamoraron casi sin darse cuenta. El afamado pastor, de 36 años, bastante regordete para entonces, no era ya precisamente, medio calvo y con sus gafas de intelectual, el príncipe azul con el que habría soñado una joven que sentía pasión por los deportes y la naturaleza. Por su parte, Dietrich tampoco se había tomado en serio al principio a aquella tozuda bachillera que sin zapatos (y con las medias llenas de grandes agujeros) solía bailar por toda la habitación al son de las canciones de moda que ponía en su gramófono, sin parar en ningún momento de hablar de sus caballos. Bonhoeffer era, además, un patriarca sin apenas experiencia con las mujeres, habituado a ver en ellas más bien a la futura y atareada ama de casa que a una compañera de conversación que pensara por sí misma y tuviera sus propios planes.
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El sermón nupcial que en mayo de 1943 escribió Bonhoeffer en su celda pensando en la boda de su amigo Eberhard Bethge y su sobrina Renate, es más que elocuente. En el estilo doctrinal-autoritario de una encíclica, se pone aquí el acento en la obligación que el marido tiene de amar tiernamente a su esposa, pero acentuándose todavía aún más la posición de preeminencia de él, querida por la voluntad de Dios: “Está la honra de la esposa en servir a su marido y ser su auxiliar (…) Insanos son los tiempos y circunstancias en que la mujer pone su ambición en ser como el hombre (…) El lugar en que ha puesto Dios a la mujer es la casa del marido (…) un castillo en la tormenta del tiempo, un refugio, un santuario incluso (…) La vocación y felicidad de la mujer están en construirle al hombre ese mundo en el mundo y actuar en él. (…) Como cabeza de familia él se responsabiliza de la mujer, el matrimonio y la casa (…) Él es el portero que amonesta, castiga, ayuda y consuela y que responde de su casa ante Dios”. María se habría sentido horrorizada con este reparto de papeles; amaba su libertad y lo que quería era estudiar matemáticas, y no convertirse en un ama de su casa. Por fortuna, Bonhoeffer no pudo pronunciar su sermón y María se limitó a reflexionar en su diario sobre los “muchos obstáculos externos” que se oponían a la relación: “Él es para su edad viejo y sabio, el clásico ejemplo del estudioso. ¿Cómo podré yo, a quien tanto le gustan bailar, cabalgar, hacer deporte y divertirse, prescindir de todas esas cosas?” Los papeles, absolutamente irreconciliables, que ambos se imaginan desempeñando y las ideas, del todo contradictorias, que la desigual pareja se hace del futuro, tampoco tenían de entrada tanta importancia; razones de otro signo
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para no continuar con la relación las había ya en número más que suficiente: la diferencia de edad entre ambos, la delicada posición de Bonhoeffer –un pastor sin empleo y un profesor universitario sin permiso para ejercer– y sus arriesgadas actividades políticas, que los Wedemeyer intuían más que conocían. En la abuela de María Bonhoeffer tenía sin duda un poderoso aliado, pero el resto de la familia se llevó las manos a la cabeza, y la madre de María, desesperada, le pidió a Dietrich que se separaran durante un año, con el propósito de aclarar las cosas, al pedirle éste oficialmente la mano de su hija en noviembre de 1942. De nada sirvió; el 13 de enero de 1943 María y Dietrich se prometieron, y a partir de ese momento la familia ya no volvió a oponerse a la unión, ni siquiera cuando el novio de su hija ingresó poco después en prisión. En ese momento María no había cumplido todavía los diecinueve años. Pero a su obstinada cabezonería y a una jovial espontaneidad María fue capaz de unir un realismo sorprendentemente maduro para su edad –de hecho el capital que más acertadamente podía invertirse en una relación con un hombre difícil y, por si fuera poco, encerrado entre rejas–. En las anotaciones del diario de María no se advierte un solo trazo de romanticismo adolescente. Su lugar está ocupado por un análisis sobrio –aunque en modo alguno cínico– de lo que realmente se esconde detrás de este amor tan poco romántico, del que ella misma se pregunta si no será un sustitutivo del padre admirado y recientemente fallecido. Luego María rendirá sus armas y le escribirá a su prometido a su celda que “la confianza y el cariño no se pueden explicar (…) Estaban allí, cuando te conocí –sin yo saberlo, sin que yo misma me lo hubiera confesado–. Créeme cuando te digo que soy honesta conmigo misma, y sin embargo durante largo tiempo pensé lo
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un patriarca capaz de aprender María le escribió a su Dietrich encantadoras cartas después de su arresto. “He dibujado con tiza una línea en torno a mi lecho, más o menos del tamaño de tu celda”. “Dentro he puesto una mesa y una silla donde imagino que estarán las tuyas. Y cuando estoy allí sentada, por un momento me parece que estuviera a tu lado”. Cuando recibe correspondencia de él, María encuentra fascinante “que una carta como ésta haya estado no hace mucho tiempo a tu lado, en tu celda, que tanto me gustaría ver alguna vez, puesta ante ti sobre la mesa y perteneciéndote. Qué pena que no puedas esconderte en un sobre y enviarte sin más a ti mismo. Aunque lo más probable sería que te sacaran de él al inspeccionarlo”. Al principio, Dietrich sólo podía añadir un brevísimo saludo para María en las cartas que enviaba a sus padres, las únicas que estaba autorizado a escribir. Hasta que no pasaron varios meses de interrogatorios, no tuvo permiso
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contrario, hasta que traté de apartarte de mi pensamiento. Y ahora sé que eso ya no es posible y que, siempre que lo haga, tendré a la vez que dejar de pensar en mí misma”. María y Dietrich: los dos eran capaces de pasar por encima de sus clichés preconcebidos y permitir que les sorprendieran. Dietrich encontró interesante que María quisiera estudiar matemáticas y que fuera muy distinta de la mujer que él se imaginaba como ideal. Y María quiso descubrir por qué aquel hombre, precisamente, tenía que escribir libros de teología, que ella siempre había considerado aburridos. Una base más que buena para encariñarse con alguien y no limitarse a buscar más que una calcomanía de los propios sueños.
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para escribirle cartas por separado a su prometida. Sus palabras le parecen a ella “como una mano abierta que puedo tomar entre las mías, que amo y a la que me puedo asir con firmeza”. Hasta el 24 de junio de 1943 no les autorizaron a verse por primera vez –más de dos meses y medio después de que hubiera sido él detenido–, en la celda para visitas, bajo la supervisión de los guardias. A partir de esa fecha, tuvieron por regla general permiso para verse una vez al mes. La situación era rara; “nos sentamos todos los meses durante una hora en un banco, como si hubiéramos vuelto a la escuela, y luego nos separan otra vez –le contará después Bonhoeffer a Bethge con su acostumbrado humor negro–; lo que sabemos del otro es poco menos que nada, no hemos vivido nada juntos, pues a fin de cuentas incluso estos meses los vivimos por separado. María cree que soy un dechado de virtud, perfección y religiosidad cristiana, y yo me veo obligado, para tranquilizarla, a escribirle cartas como si fuera un mártir de la Antigüedad, con lo que la imagen que ella se hace de mí es cada vez más falsa. ¿No es ésta una situación imposible para ella?”. Su joven prometida da muestras de una insospechada fortaleza, pero, como es natural, ella también sufre la separación, que parece que no vaya a terminar nunca. “Qué pena que no pueda esconderme en el bolsillo de tu chaqueta, convertida en una edición en miniatura de mí misma –escribe, llena de nostalgia, tras una de esas breves visitas–. Tú me llevarías entonces hasta tu celda, y allí podríamos hablar largo rato los dos sin que nadie nos molestara”. La pícara ternura de María no puede hacer que se desvanezcan los conflictos, incubados a cámara lenta entre dos personas tan distintas y que, en ocasiones, se abren
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paso en sus cartas, como cuando los dos discuten largamente sobre sus gustos literarios. Dietrich está empeñado en que María aprecie “la pureza del lenguaje y los caracteres” de Stifter y no puede entender que ella encuentre aburrida la épica ampulosa de sus novelas. Por su parte, a María le gustaría que él sintiera tanto entusiasmo como ella por la poesía de su autor predilecto, Rilke, pero todo lo que cosecha es un rechazo cortés (“son otros los tonos en los que está afinado mi corazón”). Con su amigo Bethge Bonhoeffer es más sincero: “Por desgracia, no estoy de acuerdo con María en el terreno literario” –dice molesto–. “Pero pienso que es sólo una cuestión de tiempo. No me gusta nada que hombres y mujeres sean de opiniones distintas. Ambos tendrían que ser juntos como un baluarte inexpugnable, ¿no te parece?”. Dietrich continúa diciendo que la generación de María se ha criado leyendo “muy mala literatura contemporánea” y que, por ello, difícilmente puede conectar con las “cosas verdaderamente buenas”. La peculiar religiosidad de la joven parece haberle causado también algunos quebraderos de cabeza al teólogo de profesión. María habla de días en los que han cambiado toda clase de impresiones y opiniones sobre la resurrección, y piensa que cuando hay que discutir durante tantísimas horas sobre una “simple cuestión de fe”, lo único que eso indica es que se ha perdido la fe hace ya mucho tiempo. Y cuando ella se siente “vacía e insensible” en la iglesia, lo que realmente le gustaría es irse: “¿No crees que cuando en una comunidad auténtica uno no puede avanzar con los demás en la misma dirección, lo único que está haciendo es impedir que ellos lo hagan?” Es probable que los desacuerdos enturbiaran incluso sus raras reuniones en la celda para visitas de Tegel y que
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allí no fuese tan fácil encubrirlos como en las cartas, en las que ambos se esfuerzan por llegar a una armonía. A comienzos del verano de 1944, María le pide de pronto a Dietrich que le permita distanciarse de él durante un tiempo, para poder reflexionar sobre el futuro de su compromiso. “Seamos totalmente francos” –le había escrito él un par de semanas antes–. “En ocasiones nos resulta difícil creer que nos profesemos verdadero cariño, tan poco es lo que todavía nos conocemos. Y, sin embargo, siempre que las dudas han empezado a asediarme, las he combatido y rechazado. ¿Cómo podrías tú quererme después de todo lo que ha pasado? Y, sin embargo, de alguna manera es cierto y lo será cada vez más en el futuro. Es una semilla que crece. (…) No debemos forzar absolutamente nada”. El que habla aquí es otro Bonhoeffer, uno que ya no es el futuro esposo que trata de modelar a su prometida según sus escalas y que esconde su inhibición tras las autoritarias maneras de un maestro de escuela. Es un hombre completamente nuevo, un poco tímido y torpe todavía a la hora de expresar sus sentimientos, capaz de aprender, crítico consigo mismo y agradecido por el regalo que es esa persona indomable, emotiva y afectuosa. María tiene que creerle –le ruega en su siguiente carta– cuando él le dice que la quiere “tal como eres y por ser como eres, joven, alegre, fuerte, buena, orgullosa, (…) que no sean esas palabras lo que oigas, María, sino lo que tras ellas suspira por ti y por nuestro futuro; que no sean esas letras petrificadas lo que veas, sino –te lo ruego– lo que se esconde tras ellas, un corazón débil, torpe, egoísta y lleno de pliegues que, sin embargo, piensa que ya solamente alcanzará la paz en la tierra si el tuyo se le abre”.
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El año anterior, él había estado dándole ya vueltas a la dicha “inmerecida” que era para él esa mujer, y después de una de sus visitas Bonhoeffer le confesó que “al regresar a mi celda después de que hayamos estado juntos, lo que en mí predomina no es, como podrías pensar, un sentimiento de desesperación por estar prisionero; lo que me embarga es la idea de que me hayas aceptado. A fin de cuentas, podrías haber tenido muchas y muy buenas razones para decirme que no”. En abril de 1944 él ya no se contiene más: “Cuán diferente podría ser hoy tu vida –en ocasiones, me asalta ese pensamiento, lo difícil que te pongo las cosas, debes perdonarme, tú te mereces algo mejor, infinitamente mejor–; pero luego me acuerdo de tus cartas y de cuando estás aquí, y me asombro, me asombro de encontrar en ti verdadera alegría, amor, paciencia y firmeza; yo no puedo entenderlo, pero puedo creerlo y aferrarme a ello y llenarme también por ello de alegría y felicidad, mi querida María”. En casa, en el distinguido barrio de Grünewald, se había uno esforzado en educar a sus hijos para que fueran caballeros siempre dueños de sí mismos, contenidos, racionales, fríos en el buen sentido de la palabra. ¡Los sentimientos nunca deben mostrarse, y los papeles han de mantenerse a cualquier precio! Lo difícil que tiene que haber sido para este alma espartana confesar: “Sin ti no puedo seguir”. En un agitado proceso, Bonhoeffer aprende a aceptar su parte blanda, a dejar que salgan sus emociones, a romper la coraza protectora. En junio de 1944, en el momento culminante en la crisis de la relación, Bonhoeffer hace algo que no se había atrevido a hacer en sus treinta y ocho años de vida: escribir un poema de amor, lleno de melancolía:
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Te fuiste, dicha amada y sufrimiento duro de amar, ¿cómo te llamaré? ¿Necesidad, vida, bienaventuranza, parte de mi ser, corazón mío: pasado? Cayó la puerta en el castillo, oigo pasos que se alejan lentamente resonando. ¿Qué me queda? ¿Alegría? ¿Dolor? ¿Exigencia? Esto sólo sé: te fuiste, y todo se ha ido. ¿Sientes cómo tiro ahora de ti, cómo me aferro firmemente a ti hasta hacerte daño? ¿Cómo te desgarro hasta hacerte sangrar, sólo para estar cierto de tu cercanía, tú, vida física, terrena, plena? (…) Quisiera respirar el aroma de tu ser, aspirarlo, permanecer en él, como recias flores llaman en un cálido día de verano a las abejas para que sean sus huéspedes y las embriagan, como se emborrachan los noctámbulos de alheña, pero un rudo golpe de viento destruye aroma y flores y yo me quedo mirando como un tonto lo ido, desaparecido. (…) Tu cercanía me despierta en mitad de la honda noche y tengo miedo: ¿he vuelto a perderte? ¿Te buscaré siempre en vano, a ti, mi pasado, mío? Extiendo la mano y rezo… y aprendo lo nuevo: lo pasado vuelve a ti como fragmento vivísimo de tu vida por gratitud y por arrepentimiento. Toma en el pasado perdón y bondad de Dios, reza para que te proteja Dios hoy y mañana.
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el atentado contra Hitler y un desesperado plan de huída Para el juicio seguía sin haberse señalado una fecha. El interés del órgano instructor se centraba en Hans von Dohnanyi, quien por su parte hizo además todo lo posible para que todas las flechas apuntaran en su dirección, tal y como había quedado acordado entre los conjurados. Dohnanyi era un experto jurista y como tal quien mejor podía valorar qué cargos serían considerados como “secretos de defensa” y tendrían por ello más posibilidades de no ser incluidos en la vista.
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Por su parte, María también aprende cosas en esta agotadora relación. Ya no es una niña protegida, sino la futura esposa de un detenido que tiene que permitir que los funcionarios la traten de estúpida y pelear por que se le autoricen visitas, entregar paquetes de colada y pasar cartas de contrabando. Ella participa del estigma de él, es ella misma una apestada. En 1945 guiará a una columna de refugiados procedente de Brandenburgo con las preciosas cartas de Dietrich atadas a su cintura. Tras la guerra hace carrera en Estados Unidos como matemática y programadora de ordenadores, y una gran empresa informática la nombra directora de su departamento de desarrollo. De la comunidad Bonhoeffer, cada vez más nutrida, se mantiene a distancia; no quiere que la lleven de un lado a otro como la “prometida de Dietrich” ni verse obligada a revelar intimidades. En 1976 se deja por fin convencer para participar en un simposio internacional con ocasión del 70 cumpleaños de Bonhoeffer. Poco antes de su muerte, en 1977, prepara la edición de las cartas. En 1944, en cualquier caso, la pareja no llegó a separarse. Los acontecimientos, en efecto, se precipitan, y ya no hay tiempo para ocuparse de crisis personales.
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Su celo en señalarse como el responsable principal hizo, sin embargo, que Dohnanyi atrajera sobre su persona el odio de los investigadores y del personal de vigilancia en el campo de concentración de Sachsenhausen –y también en los calabozos subterráneos de la Oficina Central de Seguridad del Reich, a donde sería finalmente trasladado en febrero de 1945–. Durante semanas, Dohnanyi yació postrado, mortalmente enfermo y semiparalizado por una difteria, en una celda húmeda y sin calefacción; no podía ir al baño y se le dejó que yaciera sobre sus propios excrementos. “Que reviente sobre su propia mierda” –decía satisfecho el comisario de la policía judicial que encabezó la investigación, el Untersturmführer4 SS Franz Xaver Sonderegger–. Es posible que Dohnanyi fuera también torturado; cosas así eran moneda corriente en la Oficina Central de Seguridad del Reich. Bonhoeffer fue en este proceso una figura al margen. Al escrito de acusación que había recibido en septiembre de 1943 no se le había añadido nada nuevo: “Tribunal militar del Reich (…) Se formula acusación contra el pastor Dietrich Bonhoeffer, nacido el 4 de febrero de 1906 en Breslau, protestante, soltero, sin antecedentes penales, en prisión preventiva desde el 5 de abril de 1943 en la prisión militar de Berlín-Tegel. Sobre el acusado pesan sospechas fundamentadas de haber actuado autónomamente en dos ocasiones en Berlín y otros lugares: a) en el año 1939-40, con el fin de sustraerse temporalmente de forma fraudulenta al cumplimiento del servicio militar; b) en el año 1942, con el fin de posibilitar por otras vías que terceras personas se sustrajeran temporal o parcialmente al cumplimiento del servicio militar; 4. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de alférez (Leutnant). (N. del T.)
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– infringiendo con ello el § 5, párrafo 1, núm. 3 KSSVO [Ordenanza de delitos especiales de guerra] y el § 74 RStGB [Código penal del Reich]”. A Bonhoeffer, en concreto, se le acusaba de que en 1939 y 1940 (cuando, si bien aún no trabajaba para la Abwehr, todavía no se le había declarado útil para el servicio) se había hecho pasar fraudulentamente en varias cartas a la oficina de reclutamiento de la Wehrmacht por miembro de un organismo militar, así como de haber intentado (en un caso por mediación de Dohnanyi) que un candidato al puesto de pastor y el hijo de un pastor fueran declarados “insustituibles” y exonerados por dicho motivo del servicio en las fuerzas armadas. Al haber incurrido en un delito de “derrotismo” podía condenársele a muerte o decretarse, en “casos de menor gravedad”, su ingreso en una penitenciaría o en prisión. Todo dependía de cómo se interpretara el caso. Bonhoeffer tenía sin duda una oportunidad, sobre todo si el escrito acusatorio seguía sin moverse, como lo había hecho en los últimos meses, de la montaña de expedientes. El Oberstkriegsgerichtsrat Roeder había sido trasladado y su sucesor no parecía tener un especial interés ni por el pastor ni por sus viajes al extranjero. E incluso Roeder había acabado por reconocer que desde comienzos de 1941 Bonhoeffer había venido ocupando realmente un puesto insustituible en la Abwehr. Con eso ya no tenía por qué seguir sospechándose de sus numerosos contactos en el extranjero, y las únicas en tener todavía que aclararse eran las falsas indicaciones que Bonhoeffer había suministrado a la oficina de reclutamiento de las fuerzas armadas antes de ser declarado apto para el servicio, en un período en el que todavía podía habérsele llamado a filas.
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Pero entonces vino el 20 de julio de 1944 y el fracaso del atentado contra Hitler. De pronto, el grupo de conjurados al completo es descubierto. Se detiene a cómplices en todas partes y en un corto período de tiempo son ejecutadas 190 personas. Parecía claro, como se indicaba en un informe remitido por Ernst Kaltenbrunner –jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich– a la cancillería del partido, que en la “camarilla de conjurados” habían desempeñado “un importante papel” lazos confesionales y relaciones con la Iglesia. El cuñado de Bonhoeffer, Dohnanyi, fue a parar al campo de concentración de Sachsenhausen, y a su tío Paul von Hase, el comandante de la plaza de Berlín, lo ahorcaron en Berlín-Plötzensee. En los terrenos de un conjurado en la campiña de Luneburgo salieron a la luz expedientes propiedad de Dohnanyi, cuyo contenido era tan comprometedor como para que este último hubiera dicho que cada hoja significaba una condena a muerte. Al detener a Dohnanyi, la Gestapo había pasado por alto la caja fuerte con el material, oculta en el sótano más profundo de la central de la Abwehr en Zossen. Dohnanyi había querido que se destruyeran los expedientes, pero otro de los principales jefes de la resistencia, el capitán general Ludwig Beck (llamado a convertirse en “Regente del Reich” de haberse consumado el golpe con éxito), insistió en que los documentos tenían una importancia histórica y en que más tarde tendrían que poder justificarse ante el mundo los motivos que habían hecho necesario el golpe de Estado. “Me importa un comino la Historia –se dice que contestó Dohnanyi por mediación de su mujer–; ¡diles que hay vidas en juego!”. El material incriminatorio fue trasladado a un pabellón de caza en la campiña de Luneburgo y enterrado allí a seis metros de profundidad. Quedó bien claro, sin em-
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bargo, que la Gestapo había recibido un soplo, porque sus agentes realizaron excavaciones en toda la propiedad, descubriendo, entre otras cosas, un guión para un golpe de Estado escrito por el general de división Oster, diarios del almirante Canaris con anotaciones sobre desplazamientos al frente en los que éste había intentado ganarse para el golpe a comandantes del ejército, actas sobre las negociaciones que con ayuda del Vaticano se habían entablado con organismos del gobierno británico y, por último, una amplia correspondencia sobre los viajes al extranjero de Bonhoeffer. Con más detalle no se habrían podido documentar los contactos del pastor con la resistencia alemana y la verdadera finalidad de sus viajes a Genf, Estocolmo y Roma. Hitler, echando espumarajos de rabia, ordenó que se prosiguieran las investigaciones. A las puertas mismas de la muerte brilló sin embargo un último relámpago de libertad: entre los soldados de vigilancia Bonhoeffer se había ganado un amigo, el suboficial Knobloch, un hombre que odiaba a los nazis y que había sacado ya de contrabando de Tegel muchas cartas del pastor. Knobloch había sido obrero y conocía bien las colonias ajardinadas de los barrios proletarios de Berlín, donde sabía que socialistas y comunistas perseguidos seguían encontrando una y otra vez un lugar donde refugiarse. El suboficial quería desaparecer y llevarse consigo a Bonhoeffer disfrazado de mecánico. El plan era una temeridad, pero Bonhoeffer era ahora un firme candidato a la pena de muerte y la familia no lo dudó: Knobloch recibió un paquete con un mono de mecánico, cartillas de racionamiento y dinero. La temeraria huída tendría que haberse producido en los primeros días de octubre. Pero el 1 de ese mismo mes la Gestapo
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detuvo a Klaus, el hermano de Bonhoeffer (el cual fue torturado salvajemente en prisión y asesinado por fin en Moabit, sólo dos semanas antes de que terminara la guerra en Europa, el 23 de abril de 1945), y Dietrich abandonó sus planes de huída para no comprometer todavía más la situación de su hermano, sus padres y su prometida. miedo a ser torturado Una semana más tarde, el 8 de octubre de 1944, Dietrich Bonhoeffer fue trasladado a la temida prisión que la Oficina Central de Seguridad del Reich albergaba en sus sótanos de la Prinz-Albrecht-Strasse. De camino a las duchas el pastor se cruzó con el almirante Canaris, al que se había detenido nada más producirse el atentado. “Esto es el infierno” –le dijo Canaris con los ojos vacíos–. Ahora ya no había más contactos ni esperanzas. A María no volvería a verla nunca más, pese a que ella trató casi cada día de que se le concediera una autorización para visitarle; tan sólo en Nochebuena se permitió que Bonhoeffer le escribiera una carta, en la que él fanfarroneaba diciéndole que no se había sentido abandonado ni un momento: “Es como si el alma desarrollara en soledad órganos de los que normalmente no sabemos casi nada (…) A ti, a mis padres, a todos vosotros, los amigos y alumnos del campo, os tengo plenamente presentes en todo instante. (…) Sois un reino grande e invisible en el que uno vive y de cuya realidad no se tienen dudas”. Y al final: “¿Podrías diseñarme los calzoncillos de forma que no se cayeran? Aquí no hay tirantes”. En realidad, Bonhoeffer estaba casi con toda seguridad muy lejos de encontrarse tan sereno. Su compañero de prisión, Gaetano Latmiral, contó varias décadas después,
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en un documental, que al fracasar el atentado, estando todavía en Tegel, el pastor le había manifestado su temor a “ser trasladado y no poder soportar el dolor físico en caso de que le interrogaran. En ese caso, consideraba que estaba justificado suicidarse. Me lo dijo con toda claridad”. De hecho, se le amenazó con torturarle y con que se haría objeto de represalias a su prometida y a sus padres. Sus compañeros de prisión hicieron constar en acta que al principio Bonhoeffer calificó los interrogatorios, en los que ahora ya no era posible seguir disimulando ni camuflándose por más tiempo, de “lisa y llanamente repulsivos”. Pero luego es evidente que los instructores adoptaron de nuevo una estrategia menos agresiva, con el fin de obtener información sobre el resto de los conjurados y los objetivos de la resistencia. Bonhoeffer seguía siendo considerado a fin de cuentas, comparativamente hablando, una figura poco importante, pero aun así formaba parte junto con Canaris, Oster, Dohnanyi y Josef Müller del grupo para el que, tras desenterrarse las actas en la campiña de Luneburgo, se había constituido una comisión especial de la Oficina Central de Seguridad del Reich. Los miembros de la comisión tenían la obligación de mantener en absoluto secreto sus actividades y, al parecer, el informe final que elaboraron fue a parar directamente a manos de Hitler, Himmler y Kaltenbrunner. La nueva táctica de los investigadores hizo que la vida de Bonhoeffer en el sótano fuera un poco más agradable y le permitió disponer otra vez de libros y papel. De lo declarado por sus jueces en el proceso en el que éstos fueron a su vez encausados en 1955 se deduce que, aunque Bonhoeffer mantuvo la boca cerrada cuando se trataba de amigos que corrían verdadero peligro, intentó complacer a sus interrogadores suministrándoles todo tipo de
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información sobre sus interlocutores ingleses y suecos –a los que nada de todo aquello podía perjudicar– y que mostró una gran habilidad para reinterpretar bajo una luz favorable hechos incriminatorios: por ejemplo, argumentando que había realizado sus viajes al extranjero con el fin de establecer contactos que sirvieran a los intereses nacionales. Su celda en la prisión subterránea de la Prinz-AlbrechtStrasse era aún más pequeña que la de Tegel; la calefacción funcionaba mal y dejó en absoluto de hacerlo a principios de febrero de 1945. Aquí no había ningún patio por el que pasear respirando aire fresco y las comidas consistían en sucedáneo de café, pan con mantequilla y mermelada y –como colofón de mediodía– un plato de sopa. Por suerte, se permitió que la familia le enviara todas las semanas un paquete con comida. Y los guardias dieron muestras poco a poco de una mayor humanidad; uno de sus compañeros de prisión recuerda con asombro que Dietrich se mantuvo tan educado y amable con todos, que incluso llegó a ganarse las simpatías del violento personal de vigilancia. Bonhoeffer esperaba la muerte, con la que ya se había reconciliado. La tarde del 21 de julio –nada más recibir la noticia de que el atentado había fracasado– escribió para Eberhard Bethge un texto visionario titulado “Estaciones de camino a la libertad”. Allí se dice: “Maravillosa transformación. Te han atado las fuertes y activas manos. Impotente, solo, ves el final de tus actos. Pero coges aire y pones la diestra en silencio y consolado en una mano más fuerte dándote por satisfecho. Sólo por un momento tocaste bienaventurado la libertad, luego se la entregaste a Dios, para que él, señorialmente, la lleve a su consumación”.
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“Ven, pues, pascua suprema en el camino a la libertad eterna, muerte, derriba penosas cadenas y muros de nuestra carne pretérita y nuestra deslumbrada alma, que por fin podamos contemplar lo que aquí no nos está dado ver. Libertad, a ti te buscamos largo tiempo en disciplina, actos y sufrimiento. Muriendo te reconocemos ahora en el rostro de Dios”.
Sus compañeros de prisión hablan –una vez más– de la imperturbable serenidad que mostró Bonhoeffer en el búnker antiaéreo cuando, al acertar una bomba en el tejado, la entera construcción amenazó con venirse abajo en medio de un ruido ensordecedor: “Bonhoeffer permaneció completamente tranquilo, sin hacer una sola mueca (…), como si no hubiera pasado absolutamente nada”. En esta siniestra prisión nacieron en los últimos días de 1944 los famosos versos sobre la luz que brilla en la noche: “Rodeado lealmente y en silencio por poderes buenos, maravillosamente por ellos protegido y consolado, quiero vivir con vosotros estos días y con vosotros entrar en un nuevo año. Todavía quiere el viejo atormentar nuestros corazones, todavía pesa sobre nosotros la difícil carga de días malos, ay, Señor, concede a nuestra sobresaltada alma la salvación para la que Tú nos has preparado. Que si nos alargas el cáliz pesado, el amargo, del sufrimiento, lleno hasta su mismo borde, lo beberemos dándote gracias sin temblar de Tu buena y amada mano.
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Y el singular poema termina así:
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Mas si quieres que volvamos a alegrarnos en este mundo y bajo el brillo de su sol, entonces nos acordaremos de lo pasado y a Ti te pertenecerá nuestra vida entera. Haz que ardan hoy cálidas y en silencio las velas que llevaste a nuestra oscuridad, vuelve, si eso es posible, a reunirnos de nuevo, sabemos que Tu luz brilla en la noche. Y si el silencio se esparce hondo en derredor nuestro, haznos oír ese acorde pleno del mundo, que invisible en torno a nosotros se dilata, el alto cántico de alabanza de todas Tus criaturas. Por buenos poderes maravillosamente amparados, esperamos consolados lo que haya de venir. Dios está con nosotros por la mañana y por la tarde y con certeza cada nuevo día que empieza también”.
Bonhoeffer dedicó el poema a su madre, a la que, para sorpresa de todos, se le autorizó a enviar un par de líneas por su setenta cumpleaños, el 30 de diciembre de 1944. En la oración en verso, que luego se haría mundialmente famosa y a la que tantas veces se ha puesto música, ha querido verse, equivocadamente a juicio de la biógrafa de Bonhoeffer Renate Wind, un idilio piadoso; en realidad, su contenido sería mucho más dramático y reflejaría según Wind “que alguien ha llegado a ese punto en el que puede decir sí a ambas cosas: a la vida tanto como a la muerte”. “es el fin: para mí el comienzo de la vida” El 7 de febrero de 1945 –los bombarderos aliados habían convertido ya amplias zonas de Berlín en un desierto humeante, acertando también de lleno a la Oficina Central de Seguridad del Reich– Bonhoeffer fue trasladado al
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5. Grupos de internados que trabajaban fuera del campo. (N. del T.)
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campo de concentración de Buchenwald en Turingia y recluido en una celda subterránea y húmeda para presos “destacados” fuera del campo. No había luz natural, algo a lo que Bonhoeffer ya estaba acostumbrado, y en un corredor subterráneo los detenidos podían pasear de vez en cuando. Su actitud siguió siendo la misma de siempre: “Bonhoeffer era todo modestia y amabilidad –recuerda uno de sus compañeros de prisión, el oficial de la fuerza aérea británica Payne Best–. Una atmósfera de felicidad, de gozo ante el incidente más nimio de la vida y de gratitud por el simple hecho de estar vivo parecía irradiar siempre de él”. Además, Bonhoeffer tenía ahora un compañero de celda, el general de artillería Friedrich von Rabenau, con el que discutía animadamente de teología y jugaba interminables partidas de ajedrez. A comienzos de abril, cuando las tropas norteamericanas habían alcanzado ya el Werra, estos presos fueron transportados en un camión cerrado y sobrecargado al Alto Palatinado bávaro, donde empezaron a trasladarles, aparentemente sin rumbo fijo, de un sitio a otro. El vehículo era lo que se conocía como un “holzvergaser”, por lo que estaba equipado con un generador que tenía que volver a calentarse con leña al cabo de una hora de trayecto, lo que hacía que el aire resultase prácticamente irrespirable en la plataforma de carga. El transporte pasó por Flossenbürg, por tamaño el cuarto campo de concentración del Reich alemán, en aquellos días finales con más de quince mil presos y cientos de Aussenkommandos5 tras sus alambradas. Los trabajadores-esclavos aquí encarcelados tenían que picar piedra en las canteras a 25 grados bajo cero sin guantes ni calcetines, martilleando la roca con herramientas primiti-
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vas, arrastrando montañas de piedras a paso ligero por el campo y soportando terribles palizas cuando, casi congelados por el frío, se atrevían a decir que estaban enfermos. Interminables horas de pie en el campo de revista y la muerte colgado de un poste, con las manos atadas a la espalda, en el caso de los reclusos más díscolos eran moneda corriente en el orden del día. Heinrich Bodet, uno de los supervivientes del campo contaba también lo siguiente: “Uno de los pasatiempos invernales predilectos de la SS consistía en sumergir a un preso con la ropa puesta en un barril de agua hasta que estuviera calado hasta los huesos. Luego lo trasladaban al campo de revista, donde en unos pocos minutos se transformaba en un bloque de hielo. Las zonas de la piel que quedaban al descubierto en el rostro y las manos formaban grandes burbujas, que reventaban al poco tiempo. Esta tortura se repetía en ocasiones al cabo de dos o tres horas. En la segunda o la tercera de esas veces a las víctimas había que apoyarlas contra la pared, porque, aunque ya no eran capaces de sostenerse de pie por sí solas, como se habían convertido en un bloque de hielo tampoco podían derrumbarse. La muerte solía producirse al cabo de unas cinco u ocho horas”. De los reclusos treinta mil al menos no pudieron sobrevivir a los tormentos. El pequeño grupo de Bonhoeffer se llenó de alegría cuando el camión prosiguió su marcha tras hacer una breve parada; algunos testigos creen haber oído cómo se decía: “Seguid, seguid, aquí no podéis quedaros… demasiado lleno…”. Es posible que se tratara también de un error y que en el caos de las últimas semanas de guerra la orden de ejecución hubiese quedado detenida en alguna parte. Por un día el vehículo hizo alto en la prisión judicial de Regensburg, donde acababa de ingresar un transporte con
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“presos familiares”, entre ellos los parientes de Carl Goerdeler –uno de los primeros miembros de la resistencia conservadora–, del jefe del Estado Mayor Franz Halder y del conde von Stauffenberg, el autor del atentado del 20 de julio. También se hallaba aquí detenido en ese momento Léon Blum, el último Primer Ministro de la Francia libre, al que se preveía conducir a la “Fortaleza Alpina” de Hitler para ejecutarlo allí. En una prisión judicial como ésta la atmósfera era relativamente amable: los presos podían charlar entre ellos y comunicarse cosas importantes. “Bonhoeffer dijo tener la esperanza de que su grupo –recuerda Anneliese Goerdeler– hubiese salido ya de la zona de mayor peligro”. Por boca de Bonhoeffer, ella misma había llegado a saber que lo más probable era que ya hubiesen ejecutado a su marido, el antiguo compañero de celda de Dietrich. La peregrinación continuó, ahora a través de los bosques bávaros, donde incluso llegó a permitirse que lugareños movidos por la compasión dieran de comer a los detenidos escudillas de patatas hervidas con su piel, hasta que, finalmente, desde el Cuartel General del Führer llegó la orden de matar al grupo de Canaris. Con la guerra ya perdida y todo precipitándose a su disolución, Hitler quería vengarse por última vez (y seguramente impedir que las cabezas mejor informadas de la resistencia cayeran en manos de los aliados). A Bonhoeffer vinieron a buscarlo para conducirlo a su ejecución justo cuando estaba celebrando una breve misa con los demás detenidos en la localidad de Schönberg, en una de las aulas de la escuela del pueblo. Era el segundo domingo de Pascua, 8 de abril. El ya citado capitán Payne Best hizo constar en acta más tarde que Bonhoeffer, al expresar sus compañeros de
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prisión el deseo de que se celebrara este breve oficio, habló de una manera que “nos llegó a todos al corazón. Supo encontrar las palabras justas para expresar nuestro estado de ánimo por encontrarnos detenidos y las ideas y decisiones que nuestro cautiverio había acarreado consigo. Cuando apenas había terminado de pronunciar la oración final, se abrió la puerta y entraron dos hombres de fea catadura vestidos de civil: «Preso Bonhoeffer –dijeron–, acabe y venga con nosotros». Esas palabras, «venga con nosotros», sólo significaban una cosa para los presos: el patíbulo”. “Nos despedimos de él –continúa Payne–, y Bonhoeffer me llevó a un lado. «Es el fin», dijo, «para mí el comienzo de la vida». Entonces me dio un mensaje, pidiéndome que, si tenía la oportunidad de hacerlo, se lo transmitiese de su parte al obispo de Chichester, un amigo de todos los pastores confesantes de Alemania”. Fueron las últimas palabras que testigos presenciales recuerdan haberle oído pronunciar a Bonhoeffer. El último viaje se alargó todavía otros 150 kilómetros hasta llegar a Flossenbürg, donde el transporte había hecho ya una parada unos días antes. Por la tarde, dentro del recinto del campo, fueron juzgados en una corte marcial Canaris, Oster, Bonhoeffer y otros conjurados de la Abwehr. Una farsa miserable para salvar las apariencias y justificar una condena que ya había sido pronunciada. De lo que aquí se trataba no era de la verdad, sino única y exclusivamente de tildar de revolucionarios criminales a los condenados. En este tipo de consejos sumarísimos no se interrogaba a los acusados, sino que se les sermoneaba e insultaba, sin que hubiera lugar para la intervención de abogados defensores ni testigos de descargo. No se han conservado las actas del juicio, que tuvo que ser muy corto; y ni tan siquiera una sentencia claramente
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6. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de coronel (Oberst). (N. del T.)
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formulada, que sólo puede adivinarse: pena capital por un delito de alta traición. El presidente del tribunal, el Dr. Otto Thorbeck, afirmó más tarde que todo se había hecho conforme al reglamento, que los acusados habían tenido todos ellos la oportunidad de defenderse (por desgracia, las circunstancias de aquellos días habían imposibilitado la presencia de un abogado defensor) y que cada caso había sido objeto de profundas deliberaciones. Los hechos hablan en un idioma distinto: a Thorbeck –por entonces “juez-jefe”, tras una carrera corta y plagada de éxitos, en el tribunal SS y de policía de Munich– se le había ordenado que acudiera a toda prisa a Flossenbürg, donde, según se le había dicho, le estarían esperando una orden del Cuartel General del Führer y todo cuanto necesitaría saber. Hasta que no llegó a Flossenbürg, Thorbeck no supo que tenía que procesar a un almirante y a un general, cosa que sobrepasaba ampliamente las competencias de un juez de la SS. Igual de desacostumbrado fue también el nombramiento como juez asesor de Max Koegel, el comandante del campo de concentración. En ese momento, como muy tarde, tuvo que quedar muy claro que cualquier parecido de aquella corte marcial con la justicia y con la ley era pura coincidencia. Pero en su propio proceso Thorbeck insistió una y otra vez en decir que la orden, al emanar de “la suprema autoridad judicial”, el propio Hitler, tenía una validez incondicional. Y en aquellas circunstancias él mismo había tenido que juzgar como una atrocidad los “actos de traición” de los oficiales acusados. El fiscal, el Standartenführer6 SS Walter Huppenkothen, director del departamento de contraespionaje –rival direc-
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to de la Abwehr militar de Canaris– en la Oficina Central de Seguridad del Reich, había instruido el sumario tras descubrirse las actas en la campiña de Luneburgo y aprovechó la oportunidad para ajustar cuentas con la competencia. Tras la caída del Tercer Reich, el fiscal general del Juicio de Nuremberg, Robert Kempner, le preguntó qué pensaba en ese momento de la ejecución de los hermanos Bonhoeffer. Huppenkothen se encogió de hombros: “En último término –respondió–, lo que habían hecho era alta traición”. Dietrich Bonhoeffer murió en las primeras horas del 9 de abril de 1945 en Flossenbürg, a los 39 años de edad, colgado de un largo gancho sujeto a la pared. Su cadáver fue incinerado. Los verdugos de Canaris, Oster y Bonhoeffer recibieron como gratificación especial por su trabajo una botella de aguardiente y una ración de morcilla. Con valentía y serenidad –según haría constar en acta diez años más tarde, el médico SS del campo, el Dr. Hermann Fischer-Hülstrung–, el pastor Bonhoeffer subió “las escaleras del patíbulo” tras haberse arrodillado unos momentos para rezar una breve oración. “Murió pocos segundos después. En mis casi 50 años de profesión como médico han sido contadas las veces que he visto morir a un hombre tan resignado a la voluntad de Dios”. En 1993 (en el volumen colectivo Dietrich Bonhoeffer – Mensch hinter Mauern) fue publicado el testimonio de un superviviente del campo, el danés Jørgen L. F. Mogensen, que permite poner seriamente en duda esta leyenda martirial. ¿Acaso había buscado aquí un médico nazi sobre el que pesaban graves imputaciones –FischerHülstrung tenía el grado de Obersturmbannführer7 y 7. Grado de la SS cuyo equivalente en la Wehrmacht sería el de teniente coronel (Oberstleutnant). (N. del T.)
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había llevado el “anillo de la calavera” de la SS– que se le observara bajo una luz más favorable mostrando respeto por una víctima? Mogensen, agregado comercial danés en Polonia, había entrado en contacto con el movimiento de resistencia allí activo, siendo después conducido a Flossenbürg. En contra de lo declarado por el médico de la SS, Mogensen sostenía que en el lugar de la ejecución no había ningún patíbulo ni tampoco una escalera que subiera hasta él; lo único que había allí eran ganchos sujetos a la pared. El verdugo, continuaba diciendo, jamás habría permitido que Bonhoeffer se arrodillara, interrumpiendo el ordinario procedimiento de ejecución. Y la muerte de la que Fischer-Hülstrung decía que sólo había durado “unos segundos” consistía en realidad en un salvaje e interminable proceso de estrangulación. La ejecución al completo del grupo de Canaris, siempre según Mogensen, se habría prolongado en realidad durante seis horas, desde las seis de la mañana hasta las doce del mediodía. El procedimiento es el que ya se conoce por lo ocurrido en Plötzensee, donde Hitler hizo que se grabara en una película la agónica lucha con la muerte de quienes habían perpetrado el atentado del 20 de julio. En una horca con escalera y trampilla se muere rápido: el condenado cae por la abertura, rompiéndose la nuca. Pero quien es colgado de un gancho como los descritos se estrangula a sí mismo, y eso es algo que dura minutos, minutos que equivalen a una eternidad. “Pocos días después –cuenta el danés– pude ver uno de aquellos ganchos en forma de L. Su brazo más largo medía unos 70 o 75 centímetros y había sido forjado de forma que acabara en punta, por lo que en su extremo tenía casi 1 centímetro de grosor. El peso de una persona
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normal haría que el gancho fuese lo suficientemente elástico como para que, de ajustarse con precisión la longitud de la soga, la víctima pudiera llegar a tocar levemente el suelo con las puntas de los pies. Eso explicaría que el ahorcamiento hubiera durado tanto tiempo”. Mientras Bonhoeffer llevaba ya largo tiempo muerto y su cadáver yacía ya convertido en cenizas junto a los de otros miles de personas, su familia buscaba desesperada a quien había desaparecido de Berlín sin dejar rastro. El 14 de febrero –una semana después de que le hubieran trasladado– María y sus padres habían acudido a la PrinzAlbrecht-Strasse con el acostumbrado paquete de comida y ropa limpia, donde les informaron de que se había evacuado al detenido con destino desconocido. La prometida de Dietrich, de 20 años, acababa de llegar huyendo desde Pomerania; a 12 grados bajo cero y con un viento este helador María había conducido a una columna de refugiados con niños en un carro entoldado, con tres buenos caballos de labranza y un cochero polaco, pasando el Oder y el Elba, a través de las tormentas y la nieve. Ahora, pocos días después, la robusta muchacha se puso nuevamente en camino desde Berlín montada en una bicicleta, confiando en encontrar a Dietrich y poder entregarle una maleta con ropa de invierno. María llegó hasta el campo de concentración de Dachau en la Alta Baviera y a continuación al Alto Palatinado, donde su prometido moriría un par de semanas más tarde. El 19 de febrero, desde Flossenbürg, María le escribió a su madre una postal (un detestable producto de la propaganda, en el que figuraba impresa la leyenda: “El Führer sólo conoce la lucha, el trabajo y la preocupación”), donde le decía que el viaje había sido en vano. “Dietrich no está aquí. Quién sabe dónde andará metido. En Berlín no
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me lo han dicho, y en Flossenbürg lo ignoran. (…) Creo que por el momento me quedaré aquí”. En Berlín, los padres peregrinaban sin desmayo a la prisión, con la esperanza de llegar a saber alguna cosa sobre el paradero de su hijo. Tenían una carta que entregarle, en la que le decían: “Desde tu partida de Berlín no hemos sabido nada de ti y seguramente tú tampoco nada de nosotros. (…) Nos gustaría hacerte llegar de nuevo la ropa y las pequeñeces que hasta ahora podíamos enviarte, pero por el momento no hemos encontrado el modo de hacerlo. (…) A personas tan mayores como nosotros tendrían que permitir que se les escribiera con más frecuencia. Cordialmente, tu padre. Te tengo presente en mis pensamientos día y noche, preocupada por cómo te irán las cosas. Espero que puedas trabajar y leer y que te mantengas lo más entero posible. Que Dios nos ayude, a ti y a nosotros, en este severo trance. Nosotros, pase lo que pase, nos quedaremos en Berlín. Tu anciana madre”. Los funcionarios de la prisión no quisieron saber nada de la carta y se negaron a darles cualquier tipo de información sobre el destino de Dietrich. Hasta junio, varias semanas después de que hubiera capitulado el Tercer Reich, no supo María –que todavía seguía buscando a Dietrich en la Alemania occidental–, informada por supervivientes del campo de concentración, que su prometido había muerto. La noticia no les llegó a los padres a Berlín hasta julio. La hermana gemela de Dietrich, Sabine, que vivía con su marido judío en Inglaterra, participó en un oficio conmemorativo en la Holy Trinity Church de Londres, concelebrado por los amigos de Bonhoeffer, el obispo Bell y Franz Hildebrandt. Un suceso extraordinario en un país que en ese momento estaba encendido en odio contra los alemanes.
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absolución para el juez de la sangre Tras la guerra, los componentes de la corte marcial constituida el 8 de abril de 1945 fueron condenados a penas relativamente leves –como casi todos los representantes de la justicia nazi, si es que realmente se les había obligado a comparecer ante un tribunal–. El juez SS Thorbeck fue excarcelado ya de un campo de internamiento norteamericano en 1948, tras lo cual se estableció como abogado. En 1955, Thorbeck fue condenado por un tribunal popular de Augsburgo a una pena de prisión de cuatro años como cómplice secundario de asesinato. El fiscal, Huppenkothen, permaneció recluido seis años y medio escasos en régimen de internamiento y prisión preventiva, y a continuación fue absuelto por la audiencia provincial de Munich de idéntica acusación de complicidad. Por haber obtenido declaraciones por la fuerza y haber permitido que se incurriera en delitos de agresión con lesiones y abusos sobre personas a cargo hallándose en funciones, fue condenado a tres años y medio de prisión, que, sin embargo, tampoco se vio obligado a cumplir, por considerárselos compensados por sus años de internamiento. Ante el aluvión de indignadas protestas procedentes del extranjero, el Tribunal Supremo Federal revocó la sentencia, dictaminando que la causa fuera objeto de una nueva vista en la corte muniquesa. De nuevo, veredicto absolutorio en cuanto al fondo. El Tribunal Supremo revocó también esta sentencia, decretando que se celebrara una tercera vista en Augsburgo, y, por fin, pero sólo entonces, se llegó a la mencionada sentencia contra Thorbeck; en cuanto a Huppenkothen, fue condenado a seis años y medio de prisión como cómplice secundario de asesinato.
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La corte de Augsburgo había llegado a la “inequívoca conclusión” de que los procedimientos sumarísimos contra Dohnanyi, Canaris, Bonhoeffer y los demás miembros de la resistencia “se habían instruido con el solo fin de poder librarse, bajo pretexto de un procedimiento judicial, de detenidos que se habían convertido en un estorbo”. Una corte marcial sólo habría estado justificada por motivos militares y tendría que haber estado constituida por jueces militares –y no por oficiales de la SS y comandantes de campos de concentración, “para los que una vida humana (…) significaba poco menos que nada”–. Los jueces censuraron en particular que se hubiera renunciado a nombrar un abogado defensor. A Thorbeck y Huppenkothen, no obstante, se les responsabilizó únicamente de haber actuado como “cómplices secundarios” (conforme a los criterios en el ínterin fijados por el Tribunal Supremo). Al “autor principal”, quien había dado la orden de ejecución, haciéndose culpable “por motivo abyecto” –¿Hitler? ¿Himmler? ¿Kaltenbrunner?– ya no podía demandársele en juicio. En los considerandos de la sentencia se estimaba, además, como atenuante que los acusados hubiesen accedido “a una edad relativamente temprana a jerarquías en las que su destino quedó inextricablemente unido al del gobierno nacionalsocialista, viendo por ello enturbiado en singular medida su juicio sobre lo justo y lo injusto. (…) Ambos acusados estaban también irrefutablemente convencidos de la enorme culpabilidad que los hombres que comparecían ante ellos habían hecho –en su opinión– recaer sobre sus personas. (…) A ambos acusados ha de concedérseles, igualmente, que la orden impartida les había colocado en una situación sumamente incómoda para ellos. (…) A ambos acusados tiene, finalmente, que tenérseles en cuen-
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ta que el presente procedimiento (cuya vista principal ha tenido repetidas veces lugar) lleva pesando anímicamente sobre ellos desde hace años, que sus actos punibles tienen ya un período de tiempo considerable tras de sí (…) [y] que en cierto sentido ambos han pagado ya globalmente (…) sus deudas en sus largos años de internamiento. (…) Considerándose todas las circunstancias determinantes para la evaluación de la pena, no ha habido motivo para privar a los acusados de sus derechos civiles honoríficos”. Ni que decir tiene que jueces tan comprensivos también los hubieran querido para sí los encausados en Flossenbürg. Pero los acusados y el abogado defensor de Thorbeck, Alfred Seidl, a quien la CSU 8 nombraría en 1977 ministro del interior de Baviera (Seidl había interpuesto una demanda de parcialidad contra un juez asesor por ser éste judío y estar animado de un odio “fanático” a los nazis), seguían sin estar satisfechos. Su solicitud de casación tuvo éxito: en el último de los juicios, el Tribunal Supremo Federal absolvió en 1956 a Thorbeck de la imputación de cómplice secundario de asesinato en los “casos de Flossenbürg”; la pena para Huppenkothen (quien había omitido recabar para las sentencias de muerte la indispensable confirmación de la “máxima autoridad judicial”, es decir, Hitler o Kaltenbrunner) fue reducida a seis años. En los memorables considerandos de la sentencia se lee que, con el fin de estimar la culpabilidad o inocencia de Thorbeck, lo decisivo no sería cómo habrían discurrido los acontecimientos de abril de 1945 desde una perspecti8. Christlich-Soziale Union (Unión Socio-Cristiana), partido conservador y demócrata-cristiano de Baviera fundado en 1945 y autorizado formalmente por el gobierno militar estadounidense en 1946. (N. del T.)
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va actual, sino “en el momento de los hechos”, “con la implacabilidad de las leyes entonces en vigor, a las que él estaba sujeto y contra las que se habían rebelado los combatientes de la resistencia conducidos ante el consejo de guerra en Flossenbürg. El punto de partida viene dado aquí por el derecho del Estado a autoafirmarse. En una lucha por el ser o no-ser (…) en todas las naciones se han promulgado desde tiempo inmemorial leyes severas para proteger al Estado”. “De acuerdo con las leyes entonces vigentes y en sí incontestables en cuanto a su eficacia jurídica”, sobre Canaris, Oster, Bonhoeffer y los demás acusados “convergían indicios de sedición –y cuando menos en parte también de alta traición– y, por tanto, de traición militar a los efectos del artículo 57 del Código Penal Militar”. Los jueces mostraban respeto por el conflicto de conciencia de los ejecutados: los combatientes de la resistencia, en efecto, habían tenido que elegir entre su obligación de obedecer dichas leyes y su aspiración, “nacida en la nobleza de sus sentimientos”, a poner fin a la tiranía de Hitler. Más rara suena la conclusión de los juristas: “Si el combatiente de la resistencia se halla ya, ante un dilema semejante, frente a una dificilísima decisión ética, el juez que hoy tiene que juzgar hasta qué punto las aspiraciones y acciones de la resistencia estaban justificadas a los efectos del derecho penal –desde la perspectiva del estado supralegal de necesidad–, se ve enfrentado a una tarea que colinda con los límites de lo que puede resolverse con los medios de la jurisprudencia humana”. El historiador del derecho de Bremen Christoph Schminck-Gustavus, responsable de la “exhumación” en 1995 de estas sentencias de su larga situación de olvido entre los juristas alemanes, concluye que sus consideran-
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dos se leen “como una nueva condena de los conjurados”. Schminck-Gustavus no omite tampoco señalar que uno de los magistrados del tribunal supremo responsables de la sentencia de casación, Ernst Mantel, había sido juez asesor en el tribunal especial de Munich durante la era nazi, así como firmante, entre otros, en calidad de magistrado superior en el Alto Mando del ejército de tierra, de la tristemente célebre y secreta “Kommisarbefehl” 9 (asesinato clandestino de los comisarios políticos del Ejército Rojo que hubieran sido capturados). Otro de los magistrados del supremo que tomó parte en la sentencia de casación, Ludwig Martin, había sido abogado del Reich con anterioridad a 1945 –lo que, sin embargo, no le impediría ascender más tarde al cargo de fiscal general del Estado–. El “juez de la sangre” Otto Thorbeck era una vez más un hombre libre. Continuó dirigiendo su bufete de abogados y murió en 1976. Su hija política honró más tarde su memoria con un piadoso escrito, en el que, con una total falta de buen gusto, aplicaba a su caso el famoso poema de Año Nuevo de su víctima, Dietrich Bonhoeffer. Por la muerte –reflexionaba– y la gracia que se espera de la “suprema instancia” quedan anulados todos los juicios humanos, los actos del juez Thorbeck y los del acusado Thorbeck. “Sé que su vida estuvo «maravillosamente amparada por poderes buenos». Los brazos que han acogido al juez y a los condenados por él, son los mismos. Ésa es mi confianza”. Dietrich Bonhoeffer, el combatiente de la resistencia de gran corazón, habría estado probablemente de acuerdo con ella. A ser rehabilitada, sin embargo, tuvo que esperar la víctima bastante más tiempo que su verdugo: en 9. “Orden de los comisarios”. (N. del T.)
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concreto hasta 1998, año en que la sentencia a muerte contra Bonhoeffer fue por fin declarada oficialmente nula. Hasta entonces siguieron siendo valederas las estimaciones del Tribunal Supremo Federal de 1956, según las cuales, a los efectos de las “leyes entonces vigentes”, sobre los combatientes de la resistencia convergieron de hecho “indicios de sedición”. Si bajo el régimen nazi tales leyes no habían degenerado hacía tiempo en mera injusticia, legitimando la resistencia contra ellas y aun haciendo inclusive necesaria dicha resistencia según los criterios del derecho natural, o comoquiera que resuelva llamarse a una justicia superior que transcienda los reglamentos humanos, es cosa por la que los magistrados del Supremo no se preguntaban. Hubo, sin embargo, quien sí se lo preguntó. Por ejemplo, aquellos especialistas en derecho civil de la antigua República Democrática Alemana que se organizaron en la Sociedad Robert Havemann berlinesa. Para ellos, el ejemplo de Bonhoeffer era un estímulo para luchar contra la arbitrariedad del Estado y las aspiraciones al poder absoluto de un partido infalible. El argumento más contundente de este grupo, reunido en torno a Bärbel Bohley, es que si las acciones de un régimen injusto tuvieran siempre que juzgarse según sus propias leyes –como había hecho el Tribunal Supremo en el caso de las sentencias a muerte de la justicia nazi–, entonces la persecución en los tribunales de los criminales de la antigua RDA tendría que archivarse de inmediato. Por ese mismo motivo, los civilistas exigieron una y otra vez al Parlamento Federal que declarara nulas y sin valor las sentencias de Flossenbürg, en representación de otras muchas de idéntico tenor. Con ocasión del nonagésimo cumpleaños de Bonhoeffer, el 4 de febrero de 1996, la iniciativa llevó al edificio de ofici-
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nas del Tribunal Supremo una placa conmemorativa en su honor, que el presidente del tribunal hizo quitar de inmediato, no sin antes dar a conocer el respeto que a título personal le merecía el reo de conciencia ejecutado. Una vía de confrontación distinta para alcanzar el mismo objetivo fue la elegida por los alumnos y profesores de la Escuela Técnica Superior evangélica de Hannover: en la misma fecha, el nonagésimo cumpleaños del conjurado, solicitaron del fiscal general del Estado berlinés la reapertura del proceso. El código de procedimiento criminal exige con este fin que se presenten nuevos hechos y evidencias, inexistentes en el caso de Bonhoeffer. Pero el profesor Karl-Heinz Lehmann, de Hannover, había desenterrado una ley del año 1952, que posibilitaba que se revisaran sentencias de los tribunales militares y especiales nacionalsocialistas incluso en ausencia de dichos supuestos. La procuraduría general de la audiencia provincial berlinesa se encargó, acogiéndose a dicha ley, de que se reabriera por fin el procedimiento, lo que estuvo lejos de ser motivo de alegría para todos los críticos. Bonhoeffer no tenía ninguna necesidad de ser rehabilitado –explicó, por ejemplo, el periodista y antiguo abogado Heribert Prantl en el Süddeutsche Zeitung–; la que tenía que rehabilitarse era la justicia alemana: por su indulgencia con los asesinos, por haber disculpado sentencias vergonzosas, por haberse apiadado de la “obediencia prevaricadora de los jueces nazis”. Una prueba posterior de inocencia ante los tribunales alemanes, opinaba su colega Hans Schueler en Die Zeit, supondría una ofensa contra el honor de los combatientes de la resistencia. Lo que había que decir con toda claridad era que si sus actos habían constituido un delito de alta traición a los efectos de la ley, moralmente, sin embargo, respondían a lo que era justo.
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Los jueces berlineses sobre los que convergían expectativas tan contradictorias revolvieron expedientes y comentarios durante varios meses, hasta que, finalmente, tras largas consideraciones, adoptaron una singular resolución: el 6 de agosto de 1996 un portavoz de la administración de justicia anunció que las sentencias a muerte de Flossenbürg habían sido ya anuladas cincuenta años atrás en una ley, la primera entre las aprobadas por la Comisión Consultiva del Land de Baviera –una suerte de parlamento provisional–, que databa del 28 de mayo de 1946 y tenía por finalidad la “reparación de las injusticias del nacionalsocialismo”. Los jueces berlineses no acabaron de sentirse del todo cómodos dentro de su propio pellejo declarando que todo estaba regulado desde hacía mucho tiempo. En efecto, un año después, en julio de 1997, aprobaron una ulterior resolución formal, por la que anulaban la sentencia a muerte de Hans von Dohnanyi fallada en Flossenbürg en 1945, esta vez sin hacer ni una sola referencia a la antigua ley bávara. De nuevo un año más tarde, en mayo de 1998, el Parlamento Federal anuló a título global todas las sentencias ilícitas aún en vigor –en torno a las 500.000, nada menos– de la era nazi y declaró rehabilitados a todos los afectados. “En realidad, el que intenta de este modo rehabilitarse es este Estado, la República Federal de Alemania –observó Heribert Prantl–, por haberse conducido durante tanto tiempo de una forma tan miserable, tratando a las víctimas como si no fueran más que basura”. La referencia a la antigua ley bávara de 1946 había desencadenado una enconada refriega política: el ministro federal de justicia Edzard Schmidt-Jortzig hizo objeto de duros reproches al gobierno bávaro por no haber llamado antes la atención sobre la “ley número 21”, “ahorrán-
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donos así un gran número de discusiones a todos”. El Ministerio de Justicia de Munich replicó que los “tirones de orejas” de Bonn no tenían ninguna razón de ser, porque los boletines legislativos bávaros habían estado en todo momento disponibles en los archivos del Ministerio Federal de Justicia. La Iglesia Evangélica Local de Baviera, por su parte, manifestó su extrañeza ante el hecho de que el Gobierno de la Nación no hubiera aprovechado los actos conmemorativos por el quincuagésimo aniversario de la muerte de Bonhoeffer para exponer claramente al público cuál era la verdadera situación legal. “Uno se pregunta –afirmaba la dirección eclesiástica– cómo ha podido ocurrir que algo de lo que supuestamente todo el mundo tenía conocimiento desde hace mucho tiempo, fuera ignorado por todos”. La tendencia, de este modo recubierta con una pátina de nobleza, a reprimir un pasado vergonzoso y evitar tener que enfrentarse con la sinrazón parda, tiene consecuencias: casi cuatro décadas después de que Bonhoeffer fuera ejecutado, en la Pascua de 1983, volvieron otra vez a arder las llamas en el crematorio de Flossenbürg. Un grupo de neonazis quemó las coronas de flores allí depositadas, profanó las columnas de la entrada del crematorio colgando en ellas cruces gamadas de varios metros de alto y escribió con un aerosol en las paredes de la capilla votiva la consigna: “¡Abajo con los monumentos a los enemigos del pueblo! ¡Judea, perece!”. La muerte de Dietrich Bonhoeffer como un criminal en la horca y lo que condujo a ella no son simples acontecimientos históricos, pasados y olvidados. El asunto sigue sin estar ni mucho menos concluido.
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6 BERLÍN-TEGEL, CELDA 92: UN MORIBUNDO ESPERA LA VIDA ETERNA
“Tenemos que vivir en el mundo como si Dios no existiera”. “¿Cómo podría llegar también a ser Cristo el Señor de los arreligiosos?”.
Lo que ha sobrevivido al tiempo de la teología de Bonhoeffer no vio la luz sobre el antiguo escritorio de la elegante residencia de un catedrático, sino en una celda individual de dos por tres metros de la prisión de BerlínTegel, entre la distribución del rancho y paseos por el patio, sesiones de interrogatorio y alarmas aéreas. La suya es una teología que procede de las tinieblas, una fe que crece en la noche, un diálogo a la vez obstinado y lleno de confianza con un Dios que se oculta mientras, en apariencia, el único en escuchar es el Diablo y la muerte se agazapa en la puerta de la celda. Bonhoeffer escribió su testamento teológico en respuesta a una era en la que todo estaba patas arriba, se encerraba a los justos en prisión y mentiras, odios y asesinatos se adueñaban de cada una de las líneas del periódico y de todas las columnas de anuncios: un tiempo en el que verdaderamente todo parecía indicar que Dios estaba muerto.
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Pero, ¿no podría suceder que precisamente ahí se escondiera la respuesta a esa era que llaman “postcristiana”? El silencio de Dios se ha convertido también en una experiencia embarazosa para la mayoría de los cristianos. Tener fe parece una cosa arriesgada y difícil, y aun imposible en ocasiones –y todo el mundo se olvida con gusto de que no puede haber fe sin riesgo–. El poder de atracción que conserva Bonhoeffer se debe seguramente a que él vivió la fe en una situación límite de este tipo. La “vivió”, no sólo la predicó. Las cosas que Bonhoeffer escribe y dice en público mantienen siempre una relación íntima con su biografía. Las escasas cincuenta páginas de cartas en que sacó de contrabando de la prisión su testamento teológico, albergan afirmaciones radicales, la última consecuencia, que corta la respiración, de la experiencia de un Dios que calla. Con todo, es indudable que este mundo ideológico tiene ya asiento en el primer Bonhoeffer. una fe que ama la tierra Recordémoslo: los conceptos dogmáticos fundamentales –perdón, justificación, esperanza, fe– tenían ya en sus primeros trabajos científicos un carácter marcadamente social. El Dios de Bonhoeffer no es jamás una magnitud meramente metafísica, un principio abstracto situado no se sabe bien dónde por encima del mundo, sino un ser personal próximo a los hombres, todo amor y misericordia. “Dios no es primariamente –decía Bonhoeffer en su escrito de habilitación Acto y ser– el «es» por antonomasia, sino que él «es» el Justo, él «es» el Santo, él «es» el Amor. Que este «es» sea y no pueda por menos de ser indisociable de la determinación con-
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creta, he aquí lo que los conceptos ontológicos de la teología tienen que mantener como (…) fundamento”. Jesús, decía también el profesor universitario de 27 años en su lección cristológica de 1933, no quiso manifestarse, realizando milagros fabulosos al estilo de un mago de la Antigüedad, como el Dios en el que uno tendría lisa y llanamente que creer. En lugar de ello, él vino a los hombres en la figura del escándalo, de la bajeza, como Christus pro nobis, como Cristo para nosotros. Bonhoeffer habla del “incognito de la encarnación” y aclara a continuación lo que esto quiere decir: “De hablarse, pues, de Jesucristo como Dios, no debe hablarse de él como representante de una idea de Dios, poseedora de los atributos de la omnisciencia y la omnipotencia –¡este ser divino abstracto no existe!–, sino que tiene que hablarse de su debilidad, de pesebre y cruz; y este hombre no es un Dios abstracto. Con este humillado anda la Iglesia su propio camino de humillación. La Iglesia no puede aspirar a una confirmación visible de su camino cuando él renuncia a ella en todas las etapas del camino”. En el año decisivo de 1939, cuando trocó su seguro exilio neoyorquino por una vida amenazada en su patria, Bonhoeffer escribió unas escuetas líneas a un profesor de filosofía: “Por haberse hecho Dios un hombre pobre, miserable, desconocido y fracasado, y no haber querido desde entonces que se le encuentre sino en esa pobreza, en la cruz, por eso precisamente no podemos desentendernos del hombre y del mundo, por eso precisamente amamos a nuestros hermanos”. De ahí parte un camino recto a las cartas desde la celda, que anuncian a Cristo como el “hombre para otros”, definen la existencia cristiana como “participación en la co-humanidad de Jesús”, hacen del trato con los demás
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hombres lugar para el encuentro con Dios y hablan de un cristianismo “de este mundo”. La fe vaga en la omnipotencia divina no es aún una experiencia genuina de Dios, anota Bonhoeffer en Tegel, “sino un pedazo de mundo prolongado”. Sólo en el encuentro con Jesucristo y su “estar-ahí-para-otros” se produce la “conversión de todo el ser humano”, como una conmoción, como una sacudida: “Sólo habiéndose liberado de sí mismo, «estando ahí para otros» hasta la muerte, pueden nacer la omnipotencia, la omnisciencia, la ubicuidad. (…) Nuestra relación con Dios no es una relación «religiosa» con un ser, el más supremo, poderoso y bueno que concebirse pueda –nada hay aquí de auténtica trascendencia–; sino que nuestra relación con Dios es una nueva vida en el «existir-paraotros», en la participación en el ser de Jesús. No son las tareas infinitas e inalcanzables lo trascendente, sino el que en cada caso está más cerca de nosotros. ¡Dios en figura de hombre!”. Bonhoeffer había compartido ya su visión de una Iglesia decididamente solidaria en 1932, siendo profesor universitario en Berlín, en una ponencia de estilo excepcionalmente un tanto ampuloso: por la venida del Reino de Dios –decía aquí– sólo pueden orar quienes “están del todo en la tierra”. La hora presente obliga a la Iglesia “a prosperar y arruinarse en compañía de los hijos de la tierra y del mundo, y la conjura a mantenerse fiel a la tierra, la miseria, el hambre y la muerte (…) La hora en la que rezamos hoy por el Reino de Dios es la hora en que hemos de hacer causa común con el mundo hasta el fin, una hora de dientes apretados y puños temblorosos (…) No para que Dios haga su morada en mi alma, sino para que Dios haga su Reino entre nosotros tenemos hoy que rezar”.
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El mismo Bonhoeffer que al principio lo concentraba todo en la Iglesia (“La Iglesia es el cuerpo real de Cristo en la tierra”), corriendo el peligro de abrir un abismo entre la comunión de los santos y el Dios alejado del mundo, ve después cada vez más claramente que Cristo está también operando en ese mundo en apariencia irredento: no sólo la Iglesia, el mundo entero pertenece a Cristo. Lo que le abrió los ojos fue el shock de la persecución a los judíos. ¡¿Qué Iglesia era ésa que sólo abría la boca para defender a los miembros de su propia comunidad y no decía una palabra sobre la caza del hombre que simultáneamente estaba teniendo lugar “fuera”?! La Iglesia no es ni debe jamás ser una “asamblea cultual” que haya de luchar por su propia pervivencia en este mundo, advertía él en la Ética. Al contrario, ella es el lugar en que se ha de dar testimonio de la fundamentación de toda realidad en Cristo. “El espacio de la Iglesia no está ahí para disputarle al mundo un pedazo de su reino, sino justamente para decirle que siga siendo mundo, es decir, el mundo amado y reconciliado por Dios. (…) La Iglesia, además, sólo puede defender su propio espacio luchando no por ella, sino por el mundo. De lo contrario, se convierte en una «sociedad religiosa» que lucha sólo por su propia causa, dejando por eso mismo de ser Iglesia de Dios en el mundo”. Mundanidad de la fe: he aquí una de las consignas que en la historia de la teología se asocian hoy de inmediato al nombre de Bonhoeffer. La idea no era ni mucho menos nueva; también el gran Barth, con el que Bonhoeffer mantuvo una relación al principio de entusiasmo y más tarde de crítico respeto, había encontrado algunos años antes una “objetividad mundana” en la piedad de la Biblia y un Dios del todo reacio a existir “en un más allá (…) yuxtapuesto a un más acá”.
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Bonhoeffer continuó desenrollando el ovillo de estos puntos de vista, radicalizándolos cada vez más. “¿Cómo hablaremos (aunque tal vez ni siquiera sea ya posible seguir «hablando» de ello como hasta ahora) «mundanalmente» de Dios?, ¿cómo seremos «arreligioso-mundanalmente» cristianos?, ¿cómo seremos (…) llamados sin sentirnos a la vez religiosamente escogidos, sino, antes bien, parte indisoluble del mundo?” Así de incisivamente planteaba Bonhoeffer la pregunta central, estando en prisión, en una carta del 30 de abril de 1944. “Cristo ya no es entonces objeto de la religión, sino algo completamente distinto, verdadero Señor del mundo. Pero, ¿qué significa eso?” En lugar de aprovecharse de la rivalidad entre más allá y más acá, contraponiendo a este mundo de perdición un Reino bienaventurado de justos, Bonhoeffer se resiste a que se quiera ser “cristiano” a expensas de la tierra. Con este tipo de “transmundanismo” bien se puede consolar y predicar, observa sarcástico en la ya citada ponencia de 1932. “Allí donde la vida empieza a volverse difícil y angustiosa uno salta siempre con impulso atrevido en el aire, y flota aliviada y despreocupadamente, sostenido por alas eternas. Se salta por encima del presente, se desprecia la tierra, se es mejor que ella, más aún, se tienen junto a las derrotas temporales victorias eternas fácilmente conquistadas”. No, en el Reino de Dios sólo puede creer “quien ame a una a tierra y Dios”, porque “Cristo murió por el mundo, y sólo en medio del mundo Cristo es Cristo”. Sin duda, Bonhoeffer arremete también contra la “plana y banal aquendidad”, contra un activismo compulsivo sin espíritu ni hondura que en lugar de la presencia de Dios sólo puede encontrar en la tierra el “jocoso escenario” de
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una guerra que atiza su propio fuego. Bonhoeffer establece una diferencia muy clara entre el Reino eterno y definitivo de Dios y el mundo en el que tenemos que vivir, entre lo “último” y lo “anteúltimo”. Pero precisamente por amor a lo último –dice claramente Bonhoeffer en las páginas de la Ética que escribió en los años previos a su detención– se toma en serio la fe lo anteúltimo. Sólo el Dios que viene cumplirá el ser del hombre, de eso no puede haber duda, pero sólo quien respete lo anteúltimo podrá prepararle el camino. Quien sólo tenga un pie en la tierra, entrará también con sólo un pie en el cielo, le escribe a su prometida. En otras palabras, este mundo es el reino terrenal en el que ha de crecer y vivir la fe cristiana, y no sólo un desdeñable escalón previo de la futura magnificencia. El seguimiento se practica en el mundo, el cristianismo no es la redención de las preocupaciones, angustias y nostalgias de este tierra, sino la exigencia de que se deguste la vida terrena –con sus alegrías y sus catástrofes–. Pues lo cierto es que el mismo Cristo dijo en la redención sí a la Creación, “sí a lo creado, al devenir, al crecer, a la flor y al fruto, a la salud, a la felicidad, a la capacidad, al talento, al valor, al éxito, a la grandeza, al honor, en resumen, sí al despliegue de la fuerza de la vida”. Ser cristiano no significa entonces disfrutar de un estatus especial ni elevarse a una existencia a la que faltaría ya poco para ser cumplidamente supraterrena como penitente o santo con la ayuda de medios especialísimos. “Ser cristiano no significa ser religioso de una determinada manera (…), sino ser hombre; no es un tipo de humanidad, sino la humanidad lo que crea Cristo en nosotros. No es el acto religioso lo que hace al cristiano, sino su participación en los sufrimientos de Dios en la vida mundanal”.
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Años antes habría querido vivir algo así como una vida de santidad, confesaba meditabundo Bonhoeffer en una carta que escribió desde su celda el 21 de julio de 1944, pocas horas después de haberse enterado del fracaso del atentado contra Hitler. “Luego me di cuenta, y sigo dándome cuenta de ello ahora, de que sólo se aprende a creer estando del todo a este lado de la vida”. Sólo cuando se ha renunciado totalmente a hacer de sí mismo alguna cosa, un pecador arrepentido, un hombre de Iglesia, un justo, sólo cuando se ha tenido el valor de vivir en mitad del piélago de preguntas y tareas, éxitos y fracasos, experiencias y perplejidades, “se arroja uno del todo en brazos de Dios, se toma uno por fin en serio no los sufrimientos propios, sino el sufrimiento de Dios en el mundo (…) y así es como uno se convierte por fin en un ser humano, en un cristiano”. ninguna puerta falsa para el “Dios tapaagujeros” El presupuesto de esta mundanidad y aquendidad de la fe de la que tanto le gusta hablar a Dietrich Bonhoeffer es que se reconozca la mayoría de edad del mundo. La teología honra por fin de este modo una de las exigencias fundamentales de la Ilustración: la “salida del hombre de su culpable minoría de edad”1 (Kant). El hombre cobra entonces valor para servirse de su propio entendimiento y solucionar sus problemas por sí mismo. Centro auto1. “Culpable” porque, como se ocupa expresamente el propio Kant de destacar en la frase citada por Bonhoeffer (perteneciente al opúsculo: “¿Qué es la Ilustración?”), esa minoría de edad del hombre es en realidad selbstverschuldet, es decir, una minoría de edad “auto-impuesta”, de la que, por tanto, el único responsable sería el hombre mismo. (N. del T.)
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consciente del mundo, ya no es por más tiempo el esclavo tembloroso de poderes superiores. Pero, ¿cuál es ahí el lugar de Dios? Al apropiarse el hombre del mundo, ¿no acaba inevitablemente por echarse a Dios a un lado, cada vez más y más cerca del borde, hasta arrojarlo finalmente por la borda del universo, convirtiendo así a este mundo en un mundo verdaderamente a-teo? ¿O es que Cristo puede convertirse también en el Señor y el centro de un mundo que ha alcanzado la mayoría de edad? Los cristianos más recelosos suelen refugiarse, en esta situación, en toda clase de puertas falsas y librar toda suerte de combates en retirada para garantizar a Dios un último reducto de poder sobre este mundo, que parece poder arreglárselas perfectamente sin él para salir adelante. El método al que con mayor predilección se recurre en este caso consiste en buscar situaciones de emergencia, conflictos y preguntas pendientes de contestación en que los hombres sólo con dificultades puedan brindar respuesta y consuelo y el viejo Dios pueda una vez más salir de la tramoya como un deus ex machina. De improviso, este Dios ya sólo es competente para sufrimiento, culpa y muerte, un contemporáneo triste y bastante siniestro, desalojado a los márgenes de la existencia humana, en el que no se piensa con excesivo agrado. Un Dios de los desesperados, desamparados, fracasados. Bonhoeffer rechaza categóricamente todo intento por hacer de Dios un “tapaagujeros” de capacidades humanas todavía ausentes, o una “hipótesis de trabajo” de problemas todavía sin resolver, volviendo así a introducirlo de contrabando en el mundo por “salidas de emergencia”. “Los religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano se acaba (en ocasiones por simple pereza mental)
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o cuando fracasan las fuerzas humanas (…); pero, como no puede por menos de ser, esta situación sólo se mantiene hasta que los hombres vuelven a expandir sus límites un poco más con su propio esfuerzo y Dios deviene una vez más superfluo como deus ex machina (…)”. Pero, ante todo, este Dios no es ni el Dios de la Biblia ni el Jesús del Evangelio –que jamás empezó por persuadir a los hombres de que estaban llenos de pecados y problemas para a continuación poder ofrecérseles como salvador–. (“Cuando Jesús salvaba a los pecadores, eran éstos auténticos pecadores; pero Jesús no empezó por hacer de todo hombre un pecador […] ¿por qué, si no, habría sanado a los enfermos y devuelto la fuerza a los débiles?”). Bonhoeffer considera “desatinados” tales ataques –comparables al intento de “hacer que un hombre ya adulto retroceda a los días de su pubertad”–, “innobles”, al aprovecharse de las debilidades humanas, y “poco cristianos”, por confundirse aquí a Cristo con una determinada etapa de la religiosidad humana. Bonhoeffer, por ejemplo, se niega a rezar durante los ataques aéreos para tranquilizar de este modo a las personas que están con él en el búnker. En su opinión, eso sería aprovecharse de su debilidad para “chantajearlas religiosamente”. Tampoco Jesús –recuerda– sermoneó en la cruz a los dos ladrones que lo flanqueaban. “Ayer por la tarde, cuando yacíamos otra vez por tierra”, cuenta Bonhoeffer en enero de 1944 a propósito de una alarma aérea en Tegel, “y uno de nosotros empezó a gritar en voz alta: «Ay Dios, ay Dios», –un compañero por lo demás bastante frívolo–, no pude decidirme a consolarlo o alentarlo cristianamente. Recuerdo muy bien que miré el reloj y que todo cuanto dije fue: «Como mucho, ya no durará más que diez minutos»”. En otras ocasiones, Bonhoeffer
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recuerda a quienes están con él “que para las ciudades pequeñas un ataque como éste sería mucho peor”. En cambio, escribe de buen grado oraciones para sus compañeros de prisión en Tegel, pensadas para que reflexionen sobre las humillaciones y preocupaciones cotidianas y se las confíen a Dios. De vicio “clerical” tacha Bonhoeffer con mordaz sorna “ese olfatear-tras-los-pecados-de-la-humanidad con el fin de pillarla en falta”. ¡Está claro que se piensa que la esencia del hombre consiste en sus abismos más íntimos y que “es precisamente en esos secretos humanos donde Dios habría de tener sus dominios!”. Lo que a Bonhoeffer le importa es “que no se introduzca a Dios de contrabando en un lugar secreto cualquiera, el último de todos, sino que se reconozca lisa y llanamente que el mundo y el hombre son mayores de edad –por lo que en su mundanidad no se «desacredita» al hombre, sino que se le confronta con Dios en su posición más fuerte–, y que se renuncie a todas las tretas clericales y deje de verse en la psicoterapia o en la filosofía existencialista un indicador del camino que llevaría hasta Dios”. Dios no tiene ninguna necesidad de tales “apremios”, ni se asocia con la “desconfianza de los angustiados”, sino que se limita a estar sin más ahí. Y, además, no sólo en las fronteras de lo humano habría que guardar tranquilamente silencio y dejar que las preguntas sin respuesta siguieran careciendo de ella. “Tampoco aquí, en las fronteras de nuestras posibilidades, es Dios un tapaagujeros, sino que a Dios ha de reconocérselo en medio de la vida. En la vida, y no en primer lugar en la muerte, en la salud y la fuerza, y no en primer lugar en el sufrimiento, en las obras, y no en primer lugar en el pecado, quiere Dios que se le reconozca”. Viendo así
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las cosas, el mundo mayor de edad es “más ateo y está, por ello, acaso más próximo a Dios” que el no emancipado, pues él es quien ha acabado con una idea falsa de Dios, posibilitando que vuelva a divisarse al verdadero Dios de la Biblia. En una “carta de Nochebuena” que escribió en su celda el 18 de diciembre de 1943, Bonhoeffer hace un resumen sobrio y no exento de ironía de lo que viene diciéndose: “Creo que hemos de amar a Dios y depositar tal confianza en él en nuestra vida y en todas las cosas buenas que nos dé, como para que al cumplirse la hora –¡pero no antes!– vayamos a él con amor, confianza y alegría. En cambio, que un hombre –por decirlo todavía más claro– tuviese en realidad que suspirar por el más allá hallándose en brazos de su esposa, es cosa que, para expresarlo suavemente, me parece una grosería y que en ningún caso respondería a la voluntad de Dios. Uno tiene que encontrar a Dios y amarlo en lo que nos da y no en otro sitio; si a Dios le place que vivamos una felicidad terrenal inefable, debe uno guardarse de querer ser más piadoso que Él y carcomer esa felicidad con pensamientos y desafíos arrogantes y entregándose a una fantasía religiosa desbordada que jamás se dará por satisfecha con lo que Dios le dé”. Y, en general, uno no debería hablar de Dios a todas horas y con cualquier pretexto. También se puede abusar del nombre de Dios con las mejores intenciones, observa Bonhoeffer en una interpretación de los diez mandamientos que escribe en su celda en 1944, a petición de uno de sus compañeros de presidio. “Ese abuso se produce cuando los cristianos ponemos en nuestros labios el nombre de Dios con tanta naturalidad, tan a menudo, tan despreocupadamente y con tanta confianza, que acabamos lesio-
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“¿dónde está Dios?” Dietrich Bonhoeffer aceptó, pues, sin restricciones la mayoría de edad del mundo porque estaba firmemente convencido de que ésa era la voluntad de Dios. En cambio, no compartía el optimismo de los ilustrados; había tenido que experimentar dolorosamente en prisión a qué oscuridades puede conducir la renuncia al Dios tapaagujeros. He aquí la que tal vez sea la principal sacudida para un creyente: no poder seguir encontrando a un Dios salvador en la más honda desesperación, tener que vivir en un mundo que en apariencia ha sido abandonado por Dios. Pero es precisamente este Dios –tal es la principal lección teológica de Bonhoeffer– el que se mantiene fiel y próximo a los hombres. En la carta que Bonhoeffer escribió en prisión el 16 de julio de 1944 figura un pasaje que nunca deja de citarse: “Y no podemos seguir siendo sinceros sin reconocer que tenemos que vivir en el mundo etsi deus non daretur”, como si Dios no existiera. “Y eso mismo lo reconocemos nosotros… ¡ante Dios! Dios mismo nos obliga a que lo sepamos. Así es como nos conduce nuestra mayoría de edad a conocer verdadera-
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nando la santidad y el misterio de su revelación. (…) Se abusa cuando se habla de Dios sin serse consciente de que él está presente y vivo en su nombre. Se abusa cuando hablamos de Dios como si lo tuviéramos en todo momento a nuestra disposición y nos hubiéramos sentado en su consejo. Abusamos en todas estas formas del nombre de Dios, convirtiéndolo en una palabra humana vacía y huera charlatanería, y lo profanamos mucho más de lo que podrían llegar a hacerlo los blasfemos”.
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mente nuestra situación ante Dios. Dios nos hace saber que tenemos que vivir como quienes pueden arreglárselas en su vida sin él. El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (¡Mc 15,34!) El Dios que hace que vivamos en este mundo sin la hipótesis de trabajo “Dios”, es el Dios ante el que estamos en todo momento. Ante Dios y con Dios vivimos sin Dios. Dios permite que se le eche del mundo hacia la cruz, Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente por serlo permanece a nuestro lado y nos ayuda”. Tal es el quicio de esta teología de un consagrado a morir: Dios está –en Cristo– presente en el mundo, pero como un Dios que sufre. La experiencia del Viernes Santo cobra figura aquí, y haciendo referencia al Evangelio de Marcos, Bonhoeffer llama como testigo principal al Cristo moribundo que, crucificado, ya sólo pudo gritar en dirección a un cielo cubierto de tinieblas: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Dios mismo sufre con su mundo, un Cristo que sufre, que sirve, impotente, es su centro. Dios no es una superpotencia, Dios se da –transformando, al hacerlo, la miseria–. He aquí la fuerza que irradia de la cruz. Desde el infierno de los campos de exterminio ha llegado a nosotros un hecho cuyo relato parece una ilustración de esta idea: en el campo de Buna un joven había sido colgado en la horca por “alta traición”, por haber pasado mensajes clandestinos de barracón en barracón. A los de su bloque se les obligó a asistir en pleno a su ejecución, y uno de ellos, no se sabe bien si en tono acusatorio o por simple desesperación, gritó: “¿Dónde está Dios ahora?”. Entonces un segundo señaló en dirección al cadáver del muchacho y dijo: “Ahí… está colgado ahí, en la horca”.
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“corremos al encuentro de una era absolutamente arreligiosa” Todas estas asociaciones de ideas son fragmentos, en las cartas siempre insertos en descripciones del día a día en prisión y amalgamados con cuestiones íntimas y privadas, recuerdos, observaciones filosóficas y referencias a lecturas y programas radiofónicos. Por eso mismo resulta todavía más sorprendente la sensación de concluso que transmite este edificio, que en ocasiones tuvo seguramente que ponerse por escrito de forma muy apresurada, entre avisos de alarma aérea (“ya vuelve a sonar la sirena; luego seguimos”), y ensombrecido por una constante incertidumbre con respecto al futuro. A tientas, sin acabar nunca de fermentarla del todo, sin fijarla todavía en un sistema, Dietrich Bonhoeffer dibuja una nueva imagen de la fe en un mundo sin consuelo, con honestidad, con realismo, luchando enconadamente por un Dios que parece estar lejísimos.
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No cabe apropiarse de esta historia para una teología consoladora de la cruz. No habla de la cercanía de Dios, sino del desamparo de las víctimas. El Dios ahorcado es el Dios impotente, sin fuerzas, vejado, entregado y tan asesinado como los hombres que él mismo ha creado. Ahí reside la infinita diferencia entre la fe cristiana y la religión. La religión en el sentido habitual de este término –dice Bonhoeffer siguiendo a Barth– está ahí para hacer que la vida les resulte a los hombres más soportable y garantizarles seguridad y protección. En situaciones de emergencia, ella les muestra al ya mencionado deus ex machina, poderoso y presto a ayudar. La relación judeocristiana con Dios es absolutamente distinta: “La Biblia muestra al hombre la impotencia y el sufrimiento de Dios; sólo el Dios que sufre puede ayudar”.
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El detenido no pierde un solo minuto ilusionándose; todos estos testimonios están marcados por un análisis extraordinariamente sobrio de la época que le ha tocado vivir. “Corremos al encuentro de una era absolutamente arreligiosa”, sentencia Bonhoeffer el 30 de abril de 1944, “los hombres, simplemente, ya no pueden seguir siendo religiosos tal y como han venido siéndolo hasta ahora”. Si algún día llegara a probarse que la supuesta naturaleza religiosa del hombre durante los dos últimos milenios no ha sido otra cosa que una manifestación histórica condicionada y transitoria, ¿qué significaría eso para el cristianismo? “¿Cómo puede llegar a ser Cristo también el Señor de los arreligiosos? ¿Hay cristianos arreligiosos? Si la religión no es más que un ropaje del cristianismo –un ropaje que ha sido además muy distinto en las diferentes épocas–, ¿cuál sería el aspecto de un cristianismo arreligioso? (…) ¿Cómo podemos hablar de Dios sin religión, es decir, sin los presupuestos, condicionados históricamente, de la metafísica, de la interioridad, etc., etc.? (…) Cristo ya no es entonces objeto de la religión, sino algo completamente distinto, verdadero Señor del mundo. Pero, ¿qué significa eso? ¿Qué significan culto y oración en la arreligiosidad?” Se trata de una interpretación no-religiosa de la fe, un concepto central en la teología del último Bonhoeffer. El adiós a una religión que consista en huir de la responsabilidad para refugiarse en los brazos del auxiliar todopoderoso que tiene una respuesta para todos los problemas y necesidades. El adiós a un Dios que sólo tapa agujeros, a un Cristo que no es más que medicina para las enfermedades del mundo, que nosotros mismos tendríamos que curar. El adiós a una fe que es propiedad de elegidos y consolida las relaciones terrenales de poder.
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Recordémoslo: el joven vicario en el extranjero había dejado ya mudos a los probos comerciantes barceloneses contraponiendo insobornable (y sin demasiada habilidad pedagógica) la religión burguesa a una fe cristiana de muy distinto signo. “No es la religión quien nos hace buenos ante Dios, sino Dios el único que nos hace buenos”, decía allí subido al púlpito, y añadía: “Las dos cosas más peligrosas para el conocimiento de la gracia divina son la religión y la moralidad, porque las dos llevan en sí como un germen la voluntad de encontrar el camino hacia Dios por sí solo”. La religión como una oferta engañosa de autorredención, la religión como una pequeña reserva acotada dentro de una vida comprometida con valores totalmente distintos, la religión como consuelo en un más allá, elevado sobre el mundo y distante de él. En conclusión: Cristo no trajo una nueva religión, sino el amor de Dios. Porque para Bonhoeffer Dios no es una cosa que se “tenga” ni que pueda sujetarse. Uno no se hace merecedor del amor de Dios, lo recibe de balde. “Un Dios que existe no es Dios”, escribía ya en 1930, poniendo en todo momento cuidado de no convertir a Dios en una figura aprehensible y empíricamente demostrable, arrebatándole así toda su grandeza, todo su calor, toda su vida. Es el mismo respeto ante el misterio que encontramos entre los judíos, por cuyos derechos luchó Bonhoeffer como hermano en Cristo y con quienes murió en el campo de concentración. ¿Qué clase de Iglesia es ésa con la que sueña Bonhoeffer? Porque él no quiere acabar con ella, ni mucho menos, sino renovarla radicalmente. Aquí Bonhoeffer dejó tan sólo unas escasas indicaciones. Será una Iglesia que esté ahí para otros, que participe en la vida comunitaria del lado de los desfavorecidos, “no como si fuera su
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señora, sino ayudándoles y sirviéndoles”. Una Iglesia que no se limite a predicar, sino que viva una vida ejemplar, pobre, sin propiedades, con pastores que desempeñen una profesión mundana o que vivan de donativos voluntarios. “Nuestra Iglesia, que durante estos años sólo ha luchado por su propia supervivencia, como si fuera un fin en sí misma, es incapaz de ser la portadora de la palabra reconciliadora y redentora para los hombres y para el mundo”, afirma Bonhoeffer, haciendo sobriamente balance, en mayo de 1944. ¿Podrá renovarse el cristianismo? “En las palabras y los actos que nos ha legado la tradición adivinamos la presencia de algo completamente nuevo y revolucionario, sin ser todavía capaces de concebirlo ni de decir qué es”. Cuando las viejas palabras pierden su fuerza y enmudecen, ser cristiano consiste únicamente en rezar más y obrar con mayor responsabilidad. Eso operará la refundición de la figura de la Iglesia. “No es asunto nuestro predecir el día –que sin embargo llegará– en el que se llamará de nuevo a personas a pronunciar la Palabra de Dios de forma que el mundo cambie y se renueve. Será un nuevo lenguaje, es posible que totalmente irreligioso, pero liberador y redentor, como el lenguaje de Jesús, ante el que los hombres se escandalizaban, pero que, sin embargo, los vencía con su fuerza, el lenguaje de una justicia y una verdad nuevas, el lenguaje que anuncia la paz de Dios con los hombres y el aproximarse de su Reino”. ¿mártires por una causa equivocada? En Alemania, cuya otra faz, la humana, hizo él visible en un tiempo de vergüenza nacional, no siempre ha querido escucharse con agrado este lenguaje. Mientras que en
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2. En español en el original. (N. del T.)
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el ámbito anglosajón Bonhoeffer era leído y discutido con entusiasmo, sin duda no sin malinterpretarse en gran medida su mensaje ni sin que éste fuese injustamente acaparado por la “teología de la muerte de Dios”; mientras que en los países socialistas su figura era celebrada como la del “profeta de una nueva cristiandad” (ocultándose una vez más aspectos importantes de su personalidad y su ideario), las Iglesias de la mitad occidental de Alemania seguían teniendo muchas dificultades con el combatiente de la resistencia en levita de pastor. En la cristiandad universal del siglo XX posiblemente ningún otro libro de un teólogo alemán haya despertado un interés tan vivo como las anotaciones de Bonhoeffer en prisión, que su amigo Eberhard Bethge publicó en 1951 bajo el título Resistencia y sumisión. En Francia, la obra mereció un juicio entusiasmado: “Sus cartas, elevándose de la noche y la niebla, hicieron aparición como el mensaje de una botella arrojada al mar que por fin hubiera encontrado a sus destinatarios”. Para 1986, cuando la editorial alemana Christian-Kaiser puso en marcha su nueva edición de las obras de Bonhoeffer, la tirada completa internacional había superado ya el medio millón de ejemplares; Seguimiento y Resistencia y sumisión se habían traducido a dieciséis idiomas. En Nicaragua, tras el triunfo de la revolución –apoyada en gran medida por cristianos–, Resistencia y sumisión2 fue también el primer ejemplar que publicó la Junta de Gobierno sandinista en la editorial del Estado. La edición portuguesa de Resistencia e submissao que salió al mercado en Río de Janeiro iba precedida por un prólogo del teólogo nacido en Rostock Ernesto Bernhoeft –promoción de 1917, de ascendencia judía, emigrado de la Alemania nazi
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como miembro de la Iglesia Confesante– en el que éste daba poéticamente las gracias a Bonhoeffer: “Es posible que una Europa cansada no entienda ya lo que su joven profeta tiene que decirle. Pero nosotros, en este continente que quiere llegar a ser mayor de edad, tenemos oídos para la voz que responde a nuestros anhelos (…)”. También en Japón y en Corea viene desempeñando desde los años cincuenta Bonhoeffer, sobre todo como mártir, un importante papel en el proceso de emancipación de los cristianos. En su patria alemana, en cambio, Bonhoeffer fue más bien motivo, durante mucho tiempo, de extrañeza y miedo al contacto. El día que tenía que haberse descubierto una placa conmemorativa en su honor en el campo de concentración bávaro de Flossenbürg, en 1953 (“un testigo de Jesucristo entre sus hermanos”), el obispo protestante luterano del Land se negó a tomar parte en la ceremonia. En último término –dijo–, Bonhoeffer no fue un mártir cristiano, sino político. La alegoría bonhoefferiana del conductor borracho que baja por la Kurfürstendamm y al que habría que arrancar el volante de las manos, en lugar de preparar el entierro de sus víctimas, parecía ciertamente más que convincente. Pero, ¿un pastor que se asoció con culpables de alta traición y que colaboró con todas sus fuerzas en un plan para asesinar al tirano? ¿Un pastor que en potencia era un asesino? Muchos alemanes no pudieron digerirlo –sobre todo aquellos, como es lógico, que durante la dictadura parda no habían movido un dedo por los perseguidos y guardaron cobardemente silencio–. El atentado del 20 de julio es algo que “no puede aprobarse jamás, sean cuales fueren las intenciones que presidieran su comisión” aseguraba la iglesia de Bonhoeffer, la de Berlín-
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Brandenburgo, justo un año después del golpe, cuando el imperio de Hitler no era ya más que un montón de ruinas. En 1978, la Cancillería de la Iglesia Evangélica Alemana rechazó ofendida que círculos eclesiásticos sudafricanos hubieran invocado el nombre de Bonhoeffer al discutirse la alternativa de abolir por la fuerza el apartheid. La personal decisión que Bonhoeffer había tomado en conciencia –se afirmó– no podía convertirse en modelo de conducta de toda una Iglesia. Hubo que esperar a la década de los noventa para asistir a un vuelco en la valoración de amplio alcance. Sentidos sermones, artículos periodísticos reflexivos, emisiones radiofónicas y televisivas muy serias, un musical rock (compuesto por Peter Janssens) y el inevitable sello conmemorativo, al cumplirse el quincuagésimo aniversario de su muerte en 1995. En la persona del obispo Hermann von Loewenich, un representante de la Iglesia dijo por primera vez, dejándose por fin de peros, que Bonhoeffer había sido un “mártir”: “Bonhoeffer no sólo habla del seguimiento, sino que lo cumple y padece en un inusitado camino. (…) Muriendo en la horca, pone el sello a ese camino. Se convierte en mártir. En testigo de Jesucristo entre sus hermanas y hermanos que permanece fiel a su Señor hasta la muerte. Siguiendo las huellas de Cristo, escapó, literalmente, «del campo» la mañana del 9 de abril de 1945 para, desnudo y solo en la horca, «soportar la ignominia de su Señor»”. Otro de los destacados protestantes del período nazi volvió a ocupar los titulares en 1995: durante un oficio divino en recuerdo de Bonhoeffer celebrado en Munich, se cubrió simbólicamente con un velo un busto de Theodor Heckel, fundador del Foro Evangélico, la institución para la formación de adultos de aquella ciudad, con el fin
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de llamar la atención sobre el ambiguo papel jugado por Heckel durante el Tercer Reich. Como director del Ministerio Eclesiástico de Exteriores con rango de obispo, Heckel había sido el encargado de controlar las actividades ecuménicas de la Iglesia Confesante y quien en 1936 había denunciado a Bonhoeffer por “pacifista y enemigo del Estado”. La provocadora iniciativa de aquel oficio supuso el pistoletazo de salida para acalorados debates y un simposio, en el que se intentaron asimilar los conflictos intraeclesiales, hasta ahora silenciados, de aquellos años. Mientras tanto, en el Union Theological Seminary de Nueva York, en el que Bonhoeffer cursó un año de estudios en 1930-31, fue creada una cátedra de teología y ética en memoria del adelantado a su época nacido en Alemania; los dos millones de dólares del capital de la fundación provenían de iglesias regionales y empresas comerciales alemanas y estadounidenses. En la restaurada fachada occidental de la Westminster Abbey de Londres, el pastor Bonhoeffer –director durante 1933-34 de dos parroquias alemanas en el extranjero– fue eternizado en la figura de una estatua, junto a efigies de Martin Luther King, el padre Maximilian Kolbe, el arzobispo Óscar Romero y otros mártires contemporáneos. El nombre de Bonhoeffer tendría que haber figurado también en un Martirologio del siglo XX, encargado por el Vaticano en las conferencias episcopales católicas nacionales y que, a petición expresa del Papa Juan Pablo II, hubiera debido albergar mártires de todas las confesiones cristianas; pero por desgracia dichos nombres se limitaron en Alemania a los de los mártires católicos. Mientras los hombres conviertan en víctimas a los hombres y el afán de poder y dominio continúen rigiendo
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a este pobre planeta, seguirán siendo actuales las visiones que tuvo Bonhoeffer de una Iglesia que ha de servir a los desgraciados y no a su propia magnificencia. Seguimiento termina con una sobria exhortación a la acción: “La vida de Jesucristo no ha tocado todavía a su fin en esta tierra”.
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 5 de diciembre de 2007.