F. W. Walbank - La pavorosa revolución La decadencia del Imperio Romano en Occidente

August 21, 2017 | Author: Ivan Lovrich | Category: Roman Empire, Augustus, European Union, Ancient Carthage, Society
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La pavorosa revolución La decadencia del Imperio romano en Occidente Versión española de Doris Rolfe Título original: The AwfulRevolution – The Decline of the Roman Empire in the West (Esta obra ha sido publicada en ingles por Liverpool University Press) Primera edición en "Alianza Universidad": 1978 Quinta reimpresión en "Alianza Universidad": 1996

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© 1969 by F. W. Walbank. © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1978, 1981, 1984, 1987, 1993, 1996 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15, 28027 Madrid; teléf. 393 88 88 ISBN: 84-206-2209-5 Depósito legal: M. 26.906-1996 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Impreso en Lavel. C/ Gran Canaria, 12. Humanes (Madrid) Printed in Spain

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Contraportada

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a decadencia del Imperio Romano culminó con la fragmentación de sus dominios y el asentamiento de los pueblos germánicos en su antiguo territorio. Este proceso de su disgregación, al que Gibbon denominó LA PAVOROSA REVOLUCIÓN, marca el comienzo de lo que convencionalmente se ha denominado los siglos oscuros de la Alta Edad Media. Las interpretaciones de ese decisivo viraje se basaron hasta bien entrada nuestra centuria en las fuentes literarias clásicas, coloreadas por los prejuicios que atribuían el derrumbamiento del mundo antiguo a factores exclusivamente políticos, morales o religiosos. Pero las investigaciones realizadas durante las últimas décadas sobre las condiciones materiales y las formas de vida en la Antigüedad han abierto nuevas y enriquecedoras perspectivas que permiten analizar, en toda su complejidad, las causas decisivas de la decadencia romana. Esta obra de F. W. WALBANK traza un cuadro completo de la crisis económica de los siglos III y IV, la evolución política del Imperio hacia un Estado autoritario y las transformaciones culturales y sociales durante el período.

Alianza Editorial

[NOTA DEL ESCANEADOR: Por el tipo de edición de que se trata el original y la mala calidad de las fotografías y huecograbados, se han insertado otras fotografías de distinta procedencia en esta edición digital, señalando en casi todos los puntos la procedencia de las mismas] A Jake Larsen

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INDICE 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.

La naturaleza del problema El veranillo de los Antoninos Tendencias en el Imperio del siglo III d. de J.C. Contracción y crisis El Estado autoritario La economía del Imperio tardío El fondo cultural Las causas de la decadencia La realidad del progreso

Escritores griegos y romanos mencionados en este libro Los emperadores romanos hasta Teodosio

PREFACIO Este libro ha tenido una historia algo curiosa. Primero apareció como ensayo corto, escrito durante la guerra y publicado en 1946 por Cobbett Press como tercer volumen de una serie: Past and Present: Studies in the History of Civilisation («Pasado y presente: estudios de la Historia de la Civilización»). En 1953 se reimprimió como libro de bolsillo en Estados Unidos. Ambas ediciones están agotadas desde hace varios años. Más tarde lo amplié para que tratara de modo más completo las cuestiones de importancia de los siglos IV y V; pero hasta ahora esta versión sólo ha aparecido en una traducción japonesa del doctor Tadasuke Yoshimura, publicada en Tokio en 1963. Como respuesta a muchas peticiones, y con el respaldo de la Liverpool University Press, esta versión ampliada aparece ahora en inglés. El texto ha sido cuidadosamente revisado para tener en cuenta las más recientes investigaciones. A fin de evitar que se confunda con el volumen del año 1946, me ha parecido mejor poner un nuevo título a lo que virtualmente es un nuevo libro. F. W. WALBANK Liverpool, 1968

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INTRODUCCIÓN

Roma emerge a la luz de la historia como un poblado de comerciantes y agricultores que habitaban una serie de bajas colinas de la orilla izquierda del río Tíber, a unos 25 kilómetros de la desembocadura. La tradición cuenta que desde la fundación de la ciudad, en el año 753 a. de J.C., hasta el año 509 a. de J.C., fue gobernada por reyes, los últimos de los cuales correspondían a una dinastía extranjera procedente de Etruria, al otro lado del Tíber. Poco más que la leyenda ha sobrevivido de este período; pero hay algunas pruebas de que la Roma etrusca era un lugar próspero y bello, más floreciente entonces que durante el siglo y medio siguiente. Los ciento cincuenta años que siguieron a la expulsión de los reyes transcurrieron en guerras con los pueblos vecinos, y sobre todo en consolidar el poder romano en el Lacio, la región de Italia de la cual Roma era, geográfica y lingüísticamente, el límite más al norte. El progreso de Roma sufrió un serio revés en el año 390 a. de J.C., cuando los galos merodeadores penetraron en la ciudad de Roma, dedicándose al saqueo y al pillaje; pero se recuperó rápidamente, y en el año 338 a. de J.C. estaba establecida como señora del Lacio. Se han descrito los siguientes setenta años como el período más sorprendente de la historia romana. Mediante una serie de campañas victoriosas, los romanos derrotaron a las fuertes tribus de las tierras altas de la Italia central, los samnitas, hicieron dependiente a Etruria y consiguieron el acceso a la costa del Adriático (338-290 a. de J.C.). Por medio de esta impresionante extensión del poder, la población de un territorio de unos 1.300 kilómetros cuadrados se había hecho dueña de una región 100 veces mayor. Poco después, en el año 282 a. de J.C., surgió un conflicto con Tarento, la próspera ciudad griega situada en el «empeine» de la Italia del Sur. Los tarentinos, que desde hacía mucho tiempo no tenían costumbre de luchar en sus propias guerras, pidieron la ayuda del rey griego, Pirro de Epiro, y los romanos se encontraron enfrentados con el general más imponente de la generación posterior a Alejandro Magno. Pero Pirro se dejó desviar hacia Sicilia, y al regresar a Italia en el año 275 a. de J.C., sufrió una derrota definitiva y se retiró finalmente a Epiro, dejando a los romanos dueños de toda la península. Así, en el año 270 a. de J.C., Roma había hecho lo que ninguna Ciudad-Estado griega jamás pudo conseguir; con su agudeza política, al dividir primero a sus enemigos y aliarse luego con ellos, había unificado a una vasta península, haciendo de ella un solo Estado unitario. Antes habían existido estados federados, pero nada semejante a esta confederación romana. De los diversos pueblos de Italia, algunos, como los hérnicos, los sabinos y otros vecinos próximos a Roma, se incorporaron al Estado romano como ciudadanos. Los demás se convirtieron en «aliados», cada uno de los cuales estaba ligado a Roma según fórmulas diferentes, lo que servía para ocultar la dura realidad de la dominación romana. A los más favorecidos, los romanos les otorgaron la ciudadanía latina; tenían muchos, pero no todos los privilegios de un ciudadano pleno; otros pueblos estaban ligados por tratados especiales que definían su relación exacta con la metrópoli; y por encima de todo esto se encontraba el sistema estratégico de caminos y las colonias cuidadosamente situadas, que protegían los intereses romanos en cualquier punto débil. Las colonias eran de dos clases: un número limitado de colonias romanas, compuestas por ciudadanos plenos, en número de 300; y una cantidad superior de colonias latinas, cada una con 2.000 a 5.000 ciudadanos, unos de origen latino y otros de origen romano, y destinadas a funcionar más bien como poblados permanentes. Estas nuevas colonias de agricultores y soldados ayudaron a unificar y consolidar la península dentro de los vínculos de una alianza firme, flexible y leal. Pero hicieron más que eso. Al repartir a unos 50.000 hombres por toda Italia, estimularon la agricultura y dieron a los romanos la oportunidad de invertir en bienes raíces en todas las zonas de la península. Fue probablemente este período el que determinó el destino de los romanos como pueblo agrícola; y los setenta años siguientes, en los que se mantuvo esta misma política de colonización, lo confirmaron.

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Esta expansión había tenido lugar bajo la dirección de un reducido consejo de los estadistas de mayor edad, el Senado romano, que constituía el elemento de continuidad en un Estado en el que los funcionarios ejecutivos eran aficionados elegidos anualmente. En los primeros dos siglos y medio de la República (509-287 a. de J.C.), existía un conflicto prolongado, pero curiosamente moderado, entre una minoría «patricia» de clanes ricos y aristocráticos, y los más pobres o menos privilegiados «plebeyos». Este conflicto se resolvió por un compromiso típico, en el cual los plebeyos más ricos fueron absorbidos por el grupo gobernante, con igual derecho a ocupar todas las magistraturas y todos los sacerdocios, salvo unos cuantos, mientras que las exigencias económicas de las clases más pobres se arrinconaron o se desviaron hacia el pillaje en las guerras extranjeras. Estas no tardaron en venir. En el año 264 a. de J.C., al llegar al extremo de la península italiana, los romanos chocaron con el Estado fenicio del África del Norte, Cartago, que ya se había establecido en el oeste de Sicilia. En muchos aspectos, Cartago era la antítesis de Roma; era una potencia naval cuya riqueza e influencia se basaban en el comercio; nunca estaba segura de la lealtad de sus súbditos norteÁfricanos, y así dependía de mercenarios que lucharan en sus guerras. Con tenaz empeño, los romanos cruzaron el mar, y con el apoyo de la confederación derrotaron a los cartagineses después de una guerra que duró veintitrés años. En el año 241 a. de J.C. tenían una nueva provincia, Sicilia, y un poco más tarde se anexionaron Cerdeña. En el año 218 a. de J.C. los cartagineses les desafiaron otra vez. Partiendo de las bases de la nueva provincia de España y dirigido por un genio militar, Aníbal, un ejército cartaginés invadió Italia a través de los Alpes occidentales. Durante dieciséis años Roma luchó por la existencia en tierra italiana. A pesar de esto, el Senado no perdió la cabeza en las sucesivas crisis; la liga se mantenía firme; una fuerza expedicionaria romana desembarcó y separó a España del ejército de Aníbal; con el tiempo se enrolaron más de 40 legiones —llegando a 25 en un solo año— entre los campesinos de Italia; y por fin, bajo el mando de un gran general, Escipión el Áfricano, los mismos romanos invadieron África del Norte, forzaron el regreso de Aníbal y le infligieron una derrota aplastante (202 a. de J.C.) de la que Cartago nunca se recuperó.

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Ahora, en el umbral del siglo II a. de J.C., los romanos se volvieron hacia el Este. En una serie de guerras que el Senado no buscaba deliberadamente, pero que por una variedad de motivos estaba en general dispuesto a emprender, aplastó a las monarquías helenísticas separadas que habían surgido tras la disolución del ingobernable imperio de Alejandro Magno. Filipo V de Macedonia (197 a. de J.C.), Antíoco de Siria (189 a. de J.C.), el hijo de Filipo, Perseo (168 a. de J.C.), cayeron uno tras otro ante el furioso ataque de las legiones entrenadas en la lucha contra Aníbal. Egipto, que ya no era un gran poder y que estaba débilmente gobernado, se sometió a la esfera de la influencia romana. La gran ciudad comercial de Rodas, al principio la predilecta de Roma, cayó en desgracia y fue despojada de sus posesiones. Los aqueos, antes los aliados más leales de Roma, se rebelaron y fueron sofocados (146 a. de J.C.). Macedonia pasó a ser una provincia, y Acaya prácticamente también. El reino de Pérgamo, en el Noroeste de Asía Menor, fue legado a Roma por su último rey (133 a. de J.C.). Mientras tanto, Cartago había sido aniquilada en una sangrienta y no provocada guerra de agresión (146 a. de J.C.); y más al Occidente, en España, la última resistencia de las tribus fue rota en Numancia en el año 133 a. de J.C. por Escipión el Joven, conquistador de Cartago. Así, en el año 133 a. de J.C., Roma era predominante en el Mediterráneo oriental y occidental. Ya no había ninguna potencia capaz de resistirla. El historiador griego Polibio, aun siendo aqueo y durante muchos años preso político en Roma, se convirtió en admirador de este vasto imperio, adquirido en su mayor parte en poco más de cincuenta años (220-167 a. de J.C.), como si la misma diosa Fortuna planeara el destino del mundo civilizado siguiendo las fronteras trazadas por las legiones romanas. La historia de Polibio sobrevive (aunque fragmentariamente) como un testimonio permanente de la impresión que causaron los romanos en su avance sobre los pueblos a los que vencieron. Pero para todo esto Roma tuvo que pagar un precio. Los dieciséis años de lucha con Aníbal habían sido desastrosos para la agricultura italiana. Los campos fueron destruidos, y los labradores enviados a formar en las legiones año tras año. Luego vinieron las nuevas guerras en el Oriente. Con los campesinos arruinados o desalentados, se abrió el porvenir para los ricos, que habían especulado en las guerras y que, como abogaban los escritores romanos de más influencia, buscaban comprar la respetabilidad en forma de tierra. En el siglo II a. de J.C. se desarrollaban grandes latifundios, haciendas de ganado y plantaciones, en toda la Italia del sur, Etruria, el Lacio y partes de Campania, trabajados por esclavos baratos proporcionados por las guerras. Los campesinos desposeídos se desplazaron hacia las ciudades para ensanchar el proletariado urbano y vivir desarraigados, al borde de la miseria. Al otro extremo de la escala, las enormes fortunas que entraron en Italia desde el Oriente (después del año 167 a. de J.C. Italia quedó exenta para siempre del pago de tributo) llevaron a la corrupción a la casta dirigente. El Senado seguía limitado en composición. Entre el año 264 y el año 134 a. de J.C., de los 262 cónsules elegidos, sólo 16 pertenecían a familias nuevas en el cargo. Había poca sangre nueva, y por eso, cuando se introdujo la corrupción, sus efectos fueron catastróficos. Varios incidentes vergonzosos en la provincia aislada y difícil de España revelaron un declive en las normas de moralidad entre los gobernantes de Roma. El contacto con la cultura superior de Grecia les llevó a un cambio radical en su modo de pensar, pero, como señaló Polibio por propia observación, y como generaciones de moralistas y satíricos romanos nunca se cansaron de mencionar, esta cultura también había traído consigo un mayor lujo y un mayor relajamiento en el comportamiento. Los aliados de la liga italiana empezaron a quejarse de la creciente avaricia y opresión del Estado principal; y de una u otra manera, la incapacidad de la aristocracia romana para la tarea de gobernar un imperio se hacía cada vez más evidente. El último siglo de la República romana, del año 133 al 31 a. de J.C., fue esencialmente una época de crisis, a la que contribuyeron muchos factores. Se alzó el telón para un intento digno de señalarse: los dos hermanos Gracos, Tiberio en el año 133 a. de J.C., y Cayo en el año 123 a. de J.C., trataron de resolver el problema de los latifundios y de los campesinos desposeídos mediante una distribución radical de las tierras nominalmente públicas. Los oligarcas reaccionaron rápidamente: Tiberio fue asesinado, Cayo empujado al suicidio, y la clase senatorial recuperó su preponderancia. Pero de la agitación de los Gracos surgió una nueva clase capaz de rivalizar con el Senado en su monopolio del poder. El legado de Pérgamo a la República romana en el año del tribunado de Tiberio Graco había creado un nuevo problema de

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organización; y la aversión a extender la burocracia fue en parte lo que les llevó a adoptar el sistema de arrendar a empresas financieras la recaudación de los impuestos. El grupo social que emprendió este negocio lucrativo fue el de los equites o caballeros; y sus corporaciones ganaron riquezas y poder de estos contratos asiáticos. Además de esto, Cayo Graco les dio influencia política cuando puso en sus manos el control de los tribunales, en los que con frecuencia los gobernadores senatoriales tenían que defenderse de acusaciones de malversación y extorsión. A partir de ahora, los equites tenían su propio papel que desempeñar en la política romana; y es razonable ver su influencia maligna detrás de la guerra colonial en que se embarcaron los romanos hacia fines de siglo contra las tribus numídicas del África del Norte dirigidas por su rey Yugurta (112-106 a. de J.C.). Esta guerra reveló la incomparable profundidad de la corrupción y la incompetencia senatoriales. Se dice que Yugurta dijo cínicamente que toda Roma estaba «en venta». Un «hombre nuevo», Mario, llegó a cónsul con el apoyo popular, derrotó a los numídicos y llevó a cabo una serie de reformas del ejército, cuyo resultado fue que las legiones se llenaron con el proletariado rural y se elevó el rango del comandante militar al convertirle en objeto personal del juramento de lealtad de sus hombres: un acontecimiento nefasto. Mientras tanto, la codicia y la incompetencia de la casta reinante permitieron que el conflicto entre Roma y la liga italiana se desarrollara hasta el punto de la guerra civil. Costó dos años suprimir la rebelión italiana (90-88 a. de J.C.) y se hizo prominente una nueva figura, Sila, el antiguo lugarteniente y enemigo amargado de Mario. Durante varios años Roma se desangró con la guerra civil entre sus dos facciones; y en el año 83 a. de J.C. volvió Sila de un mando oriental para hacerse dueño cínico de Roma, con el objetivo de restaurar al Senado a su antiguo papel. No hay que trazar en detalle el deterioro posterior del gobierno senatorial, el fracaso del intento de Sila de restaurar el poder del Senado y la rápida demolición de su estructura por el joven Pompeyo, un general precoz y de mucho éxito, de la propia escuela de Sila, quien actuaba junto con Craso, un senador que representaba los intereses comerciales de los caballeros. Estos dos hombres lograron una coalición inestable después de sofocar una rebelión de los esclavos encabezados por un gladiador tracio llamado Espartaco (73-71 a. de J.C.), y su consulado en el año 70 a. de J.C. quedó marcado por la revelación del vicio y la corrupción senatoriales que salieron a la luz en el famoso proceso de Verres, el gobernador de Sicilia, por latrocinio: un proceso que dio a conocer al abogado en ascenso Marco Tulio Cicerón. Fue Cicerón quien, como cónsul, siete años después, mostró insospechada firmeza junto con una peligrosa desatención al precedente republicano cuando sofocó el intento anárquico de Catilina de derrocar al Estado y mandó a los principales conspiradores a la ejecución en la tétrica prisión de Tuliano. Mientras tanto, en estos años se levantaba un político más tenaz y más astuto que cualquiera de sus compañeros: C. Julio César. Elegido cónsul en el año 59 a. de J.C., gracias a una alianza política con Pompeyo y Craso, obtuvo el mando proconsular en la Galia, y durante los diez años siguientes organizó una fuerza inmutablemente leal a él mismo y entrenada bajo su generalato brillante en la dura escuela del combate. En el año 49 a. de J.C., César, provocado y amenazado con procesamiento y ruina por un Senado que no había aprendido nada ni había olvidado nada, pasó el Rubicán, el límite que separaba su provincia de Italia, y en una serie de campañas brillantes en Italia, España, Grecia, Asia Menor y África, derrotó a las fuerzas del Senado encabezadas por su rival y antiguo aliado Pompeyo, y se abrió camino violentamente hacia el poder supremo. César vio (lo que es obvio retrospectivamente) que la supervivencia de Roma y de su imperio dependía, en este momento, del establecimiento de alguna forma de autocracia. Pero le faltaba tacto para tratar con los que no poseían esta manera concreta de pensar, y el 15 de marzo del año 44 a. de J.C. fue asesinado por una pequeña banda de conjurados, inspirados por senadores, y senadores muchos de ellos. La muerte de César fue la señal para comenzar otros trece años de maniobras políticas y guerra civil. Heredero e hijo adoptivo de César, Octaviano se presentó al principio como hombre del Senado, y ganó el elogio efusivo, aunque a veces ambiguo, de Cicerón, quien, después de una serie de reveses políticos, había emergido para entonar el canto del cisne de la República. Pero muy pronto Octaviano se puso de acuerdo con el aventurero político Marco Antonio, y su convenio fue sellado por una sangrienta proscripción, en la que la cabeza de Cicerón fue de las primeras en rodar.

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El convenio entre Octaviano y Antonio no duró y fue el más joven quien aventajó a su rival. Octaviano fue un sucesor digno de Julio. Igualmente despiadado y libre de sentimientos, tenía además ese entendimiento de las susceptibilidades romanas que le permitía ocultar sus intenciones. Después de que Antonio —con sus intrigas con la reina egipcia Cleopatra— había dado a Octaviano la oportunidad de infamarle ante el pueblo, culpándole de actividades contrarias a Roma, y de perseguirle mediante una de esas campañas de propaganda en que ningún partido reconoce límites, Italia estaba perdida para el viejo cesariano; y al fin, no fue una tarea difícil eliminar a ambos, Antonio y Cleopatra, en la batalla naval de Accio, muy elogiada pero apenas gloriosa, en el año 31 a. de J.C. En ese momento Octaviano se quedó sólo; y con el apoyo del partido cesariano, que él y su padre adoptivo habían formado cuidadosamente entre las clases medias de Italia, comenzó a establecer un nuevo Estado. Ahora el Senado, o lo que quedaba de él, ya no era un obstáculo; y Octaviano, conocido en adelante por el título honorífico de Augusto, hacía gran gala de acogerlo como socio político. El año 31 a. de J.C. señaló el establecimiento efectivo del imperio del mundo romano por su ciudadano principal (princeps) y su general (imperator). El primer interés de Augusto era la paz y la eficacia. Las provincias, enriquecidas ahora con los nuevos territorios de Asia Menor y Egipto, fueron repartidas entre él mismo y el Senado. Se consolidaron las fronteras. Se inventó un instrumento eficaz de gobernar. Ya habían terminado los días de la corrupción proconsular, cuando un gobernador tenía que ganar tres fortunas durante su año de administración, una para pagar sus deudas, otra para jubilarse, y la tercera para sobornar a los jurados en el inevitable proceso por extorsión. Por fin el mundo romano se calmó en paz y prosperidad; y fue una prosperidad que duró más de dos siglos casi sin interrupción. Sin embargo, desde sus comienzos el Principado augustal contenía elementos de debilidad, por muy hábil que fuera al disfrazarlos. A pesar del cuidado con que Augusto basó su posición en precedentes republicanos y en la acumulación de cargos y poderes ya existentes, ejercidos en conjunción con esa «autoridad» indefinible, que valía tanto entre una gente inmersa en la tradición, había, acá y allá, hombres lúcidos que reconocían la verdad: la sanción final del poder de Augusto dependía de su control de las legiones. Además, mientras estuviera sin resolver el problema de la sucesión, no había garantía de que la paz continuara; pero establecer abiertamente una dinastía significaba arriesgarse a quitarle al Principado la máscara de la libertad, y quizá seguir los pasos de Julio. Afortunadamente, Augusto vivió hasta la vejez y dio a la población la oportunidad de olvidar la República. Conforme se iba acostumbrando a la monarquía disfrazada, el disfraz se hacía menos necesario, y el pueblo romano dejó incluso de exigir la apariencia de la libertad. Consciente de los peligros de un interregno, Augusto tramaba cautelosa pero incesantemente el establecimiento de una dinastía; y sus primeros cuatro sucesores, Tiberio, Cayo, Claudio y Nerón, estaban todos conectados con su familia. Sus caracteres revelaron algunas de las debilidades de la autocracia. Cayo y Nerón, por lo menos, fueron víctimas de la ofuscación, ejercida sin freno; y ambos encontraron una muerte violenta. Al morir Nerón en el año 68 d. de J.C., «se reveló un secreto del Imperio»: que se podía crear emperadores fuera de Roma. Cada uno de los ejércitos de España, Germania y Siria, proclamó emperador a su propio general, y sólo después de un año de guerra sangrienta y de caos, en el que cuatro hombres se vistieron sucesivamente la púrpura, se estableció la nueva dinastía de los Flavios. Con Vespasiano y sus dos hijos, Tito y Domiciano, la autocracia llegó a ser aún más abierta; éste último intentó emular a Cayo, estableció un reino de terror, y fue por fin asesinado (96 d. de J.C.). En este momento, la selección de un nuevo emperador revirtió al Senado. Nerva, Trajano y Adriano dieron al Imperio una nueva época de paz y prosperidad, que continuó con los emperadores del siglo II, Antonino Pío y Marco Aurelio. Tal es, en resumen, la historia de cómo creció Roma desde una aldea del Tíber a un Imperio mediterráneo. Este Imperio, como tantos otros, no pudo perdurar; pero sobre sus fragmentos rotos reformados y revitalizados para encajar con sus propias instituciones más primitivas, los pueblos germánicos que lo invadieron construyeron con el tiempo los fundamentos de un mundo cuyas fronteras lingüísticas todavía muestran en muchos sitios los viejos confines del orbis Romanus, un mundo en que las tradiciones legales, éticas y culturales todavía son, en esencia, las tradiciones de Grecia y de Roma.

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El Imperio romano cayó; y la caída de los imperios es un tema romántico y trágico. Fue un impulso romántico el que, el día 15 de octubre de 1764, inspiró a Edward Gibbon —mientras meditaba sentado entre las ruinas del Capitolio, escuchando a los frailes descalzos de San Francisco cantar las vísperas en el templo de Júpiter1— a dedicar sus esfuerzos a la descripción de la Decadencia y caída del Imperio Romano, y con ello a la creación de una de las obras clásicas de la lengua inglesa. Pero como él se esmeró en señalar, la caída de Roma también tiene una moraleja que subrayar y una lección que enseñar. «Los acontecimientos pasados —escribió Polibio (XII, 25e, 6)— nos hacen prestar especial atención al futuro, si realmente indagamos a fondo cada caso del pasado.» Siguiendo el espíritu de esta declaración se han escrito las siguientes páginas.

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Eso creía él. Pero Sta. María d'Aracoeli, donde Gibbon escuchaba a los frailes, está en el sitio del Templo de Juno Moneta. «El lugar consagrado a Júpiter estaba al otro lado del Campidoglio, sobre una eminencia algo más baja del monte Capitalino bicorne.» [L. White, The Transformation of the Roman World: Gibbon's Problem alter Two Centuries (Berkeley-Los Angeles, 1966), p. 291]. [Hay una traducción al castellano de la obra de Gibbon: Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, realizada por José Mor de Fuentes (Barcelona, 1842-47)].

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Capítulo 1 LA NATURALEZA DEL PROBLEMA

Desde que el hombre aprendió por primera vez a registrar su propia historia en forma duradera, ha recurrido a los anales del pasado para iluminar los problemas del presente; y se ha referido una y otra vez a ciertos períodos y acontecimientos porque le parecían especialmente vivos y pertinentes a su propia situación. Este es el caso de la caída del Imperio romano en Europa occidental. Desde los tiempos de los primeros padres de la Iglesia hasta la actualidad, la causa de aquel ocaso ha sido un punto central de la especulación histórica. Las respuestas a este problema constituyen en sí mismas un comentario sobre las épocas en las que se propusieron; pero tienen una cosa en común: muestran a los hombres de Europa occidental que el problema de por qué cayó Roma ha sido siempre una cuestión palpitante. Desde el comienzo de nuestra era, la gente del Imperio se sentía obsesionada por un vago sentimiento de deterioro. Séneca el Viejo (circa 55 a. de J.C., circa 40 d. de J.C.), en una obra histórica ahora perdida, afirmó que bajo los emperadores, Roma había llegado a su vejez y no podía esperar más que la muerte 1; y el pesimismo de Séneca el Viejo sólo se hacía eco de los repetidos lamentos de poetas y escritores de la República tardía, según los cuales Roma ya no era lo que había sido. Horacio, por ejemplo, se quejaba de que «nuestros padres, peor que sus abuelos; y nosotros, peor que nuestros padres... menguada prole al mundo dejaremos»2. Ya a comienzos del siglo III el mismo gobierno confesaba la decadencia del Imperio. Una proclama oficial, escrita en nombre del emperador-niño Alejandro Severo en el año 222 d. de J.C. (probablemente por su madre y su abuela, y por el jurista Ulpiano) habla de la intención del emperador de detener la decadencia mediante una política de restricciones, y se lamenta al mismo tiempo de su incapacidad para satisfacer su generosidad natural mediante una remisión de impuestos; y casi treinta años después, podemos leer la expresión de esperanzas semejantes en relación con el emperador Decio (249-51 d. de J.C.). De todas formas, fue con el crecimiento de la Iglesia cristiana cuando la decadencia de Roma empezó a aparecer como un tema central de discusión en la filosofía y la polémica. En profecías apocalípticas como El Libro de la Revelación, el Imperio romano había sido denigrado y puesto en la picota por la Iglesia perseguida, y el fin del Imperio predicho como precursor del milenio venidero. San Agustín (354430 d. de J.C.), tomando sus argumentos de historiadores pre-cristianos, atacó a Roma por su decadencia moral; desde la destrucción de Cartago, el último rival serio del Imperio romano, en el año 146 a. de J.C., las antiguas virtudes habían decaído, y la discordia civil había desgarrado al Estado. La Ciudad Eterna — Roma aeterna— era una ficción literaria, y los cristianos debían levantar los ojos a la Ciudad de Dios. San Jerónimo (circa 346-420 d. de J.C.) sostenía la misma opinión. «Al Imperio Romano —escribe— hay que destruirlo, porque sus gobernantes creen que es eterno. En la frente de la Roma Eterna está escrito el nombre de la blasfemia.» Con todo, esta actitud no dejaba de tener ambigüedades y equívocos, porque cuando los paganos acusaron a su vez a la Iglesia de que, con su hostilidad y sus prácticas perturbadoras, estaba causando la caída del Imperio, la Iglesia replicó con una nueva doctrina. Para Orosio (hacia 410 d. de J.C.), amigo de ambos —Agustín y Jerónimo— el Imperio representaba el último de los cuatro reinos de este mundo— los predecesores eran Babilonia, Cartago y Macedonia— y estaba destinado a ser el instrumento de Dios en la protección del mundo cristiano contra el caos. ¿No fue bajo Augusto cuando Cristo mismo encarnó, y llegó a ser «ciudadano romano»? 3 Por consiguiente, quedaba claro que los 1

Lactancio, Div. lnst. VII, 15. Odas, m, 6, 46-8. 3 Orosio, Hist., VI, 22, 8. 2

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cristianos debían aceptar y apoyar al Imperio, porque de él dependía el destino del universo, como rezaba el dicho: «Quando cadet Roma, cadet et mundus» (Cuando caiga Roma, el Universo caerá con ella). Un rasgo curioso de esta controversia era su consideración de la caída de Roma como un acontecimiento del futuro. Ni una sola vez se levantó uno de estos publicistas paganos o cristianos para anunciar con tonos de triunfo o remordimiento que Roma ya había caído. Cuando Alarico y sus visigodos saquearon la Ciudad Eterna en 410 d. de J.C., el acontecimiento fue recibido con estupefacción incrédula —y luego rechazado. «Si perece Roma —escribió Jerónimo—¿qué está seguro?» Orosio se apresuró a señalar que Alarico se había quedado sólo tres días en Roma —mientras que en el año 390 a. de J.C. Breno y los galos ¡la habían ocupado durante seis meses! Un siglo más tarde había menos confianza. Salviano (circa 400-después de 470 d. de J.C.), presbítero en Marsella, que escribía cuando ya amplios territorios del Imperio occidental estaban en manos de los bárbaros, acusa a los romanos de ser más culpables que sus enemigos, precisamente porque por ser cristianos debieran saber más que los otros. Los bárbaros son castos, mientras las ciudades de Roma son lugares de vicio y mal vivir. En resumen, ¿qué eran las invasiones bárbaras si no el juicio de Dios sobre un Imperio «ya muerto o dando con certeza el último suspiro»?4 Sin embargo, la fe en Roma nunca se perdió por completo. Mucho después de que se hubiera disuelto el Imperio occidental, los hombres juraban fidelidad a su sombra, evocada por la ficción de la translatio ad Francos —el traslado del Imperio a Carlomagno (a quien el Papa coronó Emperador el día de Navidad del año 800 d. de J.C.)—, y desde el siglo X a Otón y los germanos. En el Sacro Imperio Romano, establecido en Aquisgrán o Goslar, se persuadió a la población para que considerara a su Estado como descendiente directo de la Roma de Augusto, que cumplía todavía su papel como el «cuarto reino del mundo» que debía preceder al advenimiento del anti-Cristo, y por último al Milenio; y en los países del Mediterráneo, el carácter gradual del cambio del latín a las lenguas románicas ayudaba a oscurecer el verdadero carácter de la ruptura. Sólo en el Renacimiento, cuando Europa se despertó a los tesoros de las grandes épocas de la antigüedad greco-romana, los humanistas italianos se dieron cuenta de su propia ruptura con la Edad Medía y, por consiguiente, de la ruptura entre la Edad Media y el mundo antiguo. En el año 1453 d. de J.C. Biondo se desligó por completo de la idea de un cuarto reino del mundo, y en su historia, titulada significativamente De la decadencia del Imperio romano, consideró el saqueo de Roma por Alarico como el punto de partida de una época histórica. Por primera vez el problema del ocaso de Roma pasó a ser un problema histórico, un intento de explicar un acontecimiento que había ocurrido en el pasado. De nuevo las respuestas se limitaban a reflejar los problemas de los que las proponían, y fueron trazadas para iluminar lo que no estaba claro en la vida contemporánea. Para Petrarca (1304-74), la raíz de todo mal se hallaba en Julio César, que destruyó las libertades populares; porque Petrarca consideraba como grandes héroes a los opositores de César, Bruto y Pompeyo, y trataba de resucitar una res publica Romana en su propio tiempo. Más de un siglo después, en El Príncipe, el florentino Maquiavelo (14691527) insistía en la necesidad apremiante de recrear un Estado italiano para salvar a Italia. Consciente de la amenaza que en sus propios días provenía del otro lado de los Alpes, acentuó la contribución de las invasiones bárbaras a la caída del mundo clásico, que para él, como para Biondo, tenía como fecha de origen el saqueo de Roma por Alarico. A lo largo de la obra de Maquiavelo se percibe un agudo sentimiento de la decadencia de ambas sociedades, la suya propia y la de la Roma antigua; y como él creía en la repetición de los acontecimientos históricos, confiaba en encontrar una moraleja. Maquiavelo fue el primer historiador después de Polibio, del siglo II a. de J.C., que prestó seria atención al proceso interno de la decadencia en la sociedad. Un poco más tarde Paolo Paruta, un aristócrata veneciano, que 4

Salviano, de gubern. Dei, IV, 30.

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publicó sus Discorsi en 1599, atribuyó la decadencia romana a la tensión existente entre el Senado y el pueblo romano. En el siglo XVII, la discusión se liberó de los últimos vestigios de los conceptos medievales de la translatio ad Francos y de la «cuarta monarquía del mundo». La caída de Constantinopla en 1453 proporcionaba una nueva época para poner en contraste con la fundación de dicha ciudad por Constantino, y poco a poco se desarrolló la idea de la división de la historia en antigua, medieval y moderna. Sin embargo, esta nueva ordenación no planteó la raíz del problema, que se presentó a Voltaire (1694-1778) y a Gibbon (1737-94) en el nuevo contexto del siglo de las luces. «Un doble látigo —escribió Voltaire— hizo caer por fin a este vasto Coloso: los bárbaros y las disputas religiosas.» Y Gibbon también vio en la historia largamente prolongada de la decadencia y la caída «el triunfo de la barbarie y la religión». De esta forma, desde los tiempos de Agustín la rueda dio una vuelta completa: otra vez el cristianismo estaba en el banquillo de los acusados. La respuesta de Gibbon revela las circunstancias especiales del siglo XVIII, cuando al juicio apresurado de los racionalistas le parecía que el cristianismo declinaba y tendría que ceder de inmediato ante una nueva concepción del mundo. Naturalmente ellos miraban hacia atrás, desde el fin hasta los principios del ciclo cristiano, y veían en la presente decadencia del cristianismo un contraste con el vigor que antes había mostrado; y se sentían de algún modo los vengadores del mundo de la razón que, a su juicio, había destruido el cristianismo. Estos ejemplos pueden ilustrar la forma peculiarmente palpitante que el problema de la decadencia de Roma asumía invariablemente. A partir de él cada época ha intentado formular su propia concepción del progreso y la decadencia. Los hombres se han preguntado repetidamente: ¿cuál es el criterio para determinar el momento en que empieza la decadencia de una sociedad? ¿Cuál es la norma con la que hemos de medir el progreso? Y ¿cuáles son los síntomas y las causas de la decadencia? La variedad de respuestas dadas a estas preguntas es suficiente para deprimir al lector de espíritu investigador. Cuando tantos pensadores representativos pueden encontrar tantas y tan variadas explicaciones, según la época en que viven, ¿hay alguna esperanza, preguntará el lector, de una respuesta que pueda contener algo más que una validez relativa? El problema del progreso y decadencia (si así podemos llamarlo) ha provocado de hecho múltiples soluciones. En algunos períodos, como hemos visto —sobre todo durante el Renacimiento—, la cuestión se plantea en términos políticos; la sociedad avanza o retrocede según la forma en que resuelve las cuestiones de la libertad popular, del poder del Estado, de la existencia de tensiones dentro de la propia estructura. En otros tiempos, se da importancia a lo moral: el declive aparece como una decadencia en los niveles éticos, causada por la eliminación de amenazas exteriores consideradas como saludables, o resultante de una incursión del lujo. Ambas aproximaciones al problema son esencialmente «naturalistas» porque intentan deducir las formas del progreso y la decadencia de las actividades morales o políticas propias del hombre; y están en contraste con lo que ha sido, por lo general, la actitud más corriente ante el problema: el acercamiento religioso o místico. Algunos han interpretado el desarrollo y la caída de los imperios en términos proféticos (como ocurría entre los primeros cristianos), de modo que concuerde con una descripción apocalíptica de los «cuatro reinos del mundo» o las «seis edades del mundo». Otro punto de vista considera la historia como una sucesión de civilizaciones, cada una de las cuales reproduce el crecimiento y el declive de un organismo vivo, de acuerdo con una especie de ley biológica. O, por otra parte, se piensa que las civilizaciones se desarrollan en ciclos, una tras otra, repitiéndose de manera que la historia es prácticamente una rueda en constante giro. Propuesta originalmente por Platón (circa 427-347 a. de J.C.), esta teoría cíclica tuvo la aceptación de Polibio (circa 200-117 a. de J.C.), el historiador griego del ascenso de Roma al poder, quien pensaba que dicha teoría explicaba ciertos signos de decadencia detectados por su aguda mirada durante los tiempos esplendorosos de Roma. Recogida de Polibio por Maquiavelo, esta teoría cíclica fue adaptada por G. B. Vico en el siglo XVIII, y tiene sus discípulos en nuestros días. De modo semejante, la concepción biológica se ha convertido en moneda corriente en los escritos históricos. «El gran edificio —

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ha escrito un erudito y estadista moderno sobre el Imperio romano 5— sucumbió con el tiempo, como todas las instituciones humanas, a la ley de la decadencia.» Tal formulación emplea una metáfora para evadirse del verdadero problema. Estas diversas respuestas parecen depender en gran medida del punto de partida. Y quizá el punto de partida más satisfactorio es el cuerpo que progresa y decae por sí mismo. Pero el progreso y el decaimiento son funciones, no de individuos aislados, sino de hombres y mujeres entretejidos en la sociedad. Es la sociedad la que avanza o retrocede; y la civilización es esencialmente una cualidad del hombre social, como vio Aristóteles cuando definió el Estado como algo originado en las necesidades básicas de la vida y que continúa existiendo para alcanzar la vida buena ideal 6. La distinción es importante, porque una época de decadencia social, como el siglo III de nuestra era, puede producir —y con frecuencia produce, a causa del reto que ofrece— un número extraordinariamente grande de individuos destacados. Evidentemente, por eso, cuando decimos que una sociedad está en decadencia, nos referimos a algo que ha ido mal dentro de su propia estructura, o en las relaciones entre los diversos grupos que la componen. El problema de la decadencia, como el problema del progreso, es en sus raíces un problema del hombre en sociedad. Es precisamente este hecho el que nos permite esperar que en la actualidad se pueda decir algo nuevo sobre el problema de la decadencia del Imperio romano. Porque la mayor revolución en los estudios clásicos de los últimos sesenta años se ha producido en nuestro conocimiento del hombre social de la antigüedad. En el pasado, la historia antigua estaba sometida inevitablemente a una doble deformación. Nuestro conocimiento del pasado, en su mayor parte, sólo nos podía llegar de los escritores del pasado. En última instancia, los historiadores dependían de sus fuentes literarias y tenían que aceptar, hablando en términos aproximados, el mundo que describían esas fuentes. Además, existía la parcialidad que el mismo historiador impone invariablemente en lo que escribe, aún más peligrosa porque podía dar rienda suelta a la fantasía, sin ningún control externo fuera de esas fuentes literarias. Hoy el cuadro es bien distinto. Durante más de cincuenta años estudiosos de la época clásica pertenecientes a muchas nacionalidades se han ocupado en buscar, clasificar e interpretar material que nunca fue destinado a la mirada del historiador y que, por esa razón, representa un testimonio inestimable sobre la época en que se produjo. Las ciudades sepultadas de Pompeya y Herculano, con sus casas, tiendas y avíos, ya habían llamado la atención esporádica de algunos excavadores en el siglo XVIII. En tiempos más recientes, han sido investigadas sistemáticamente, y sus lecciones han sido ampliadas y modificadas por trabajos semejantes en Ostia junto a la desembocadura del Tíber, y por excavaciones de lugares antiguos en todas las zonas del Imperio. La información disponible en la actualidad es enorme. Inscripciones hechas para incorporar algún decreto en Atenas o Efeso, o para registrar alguna transacción financiera en Delos, o la manumisión de un esclavo en Delfos; la dedicatoria de incontables soldados a su dios predilecto, Mitra, o quizá a alguna diosa puramente local, como Coven tina en Carrawburgh, en Northumberland; fragmentos de papiros de cuentas del hogar y las bibliotecas de casas señoriales, salvados de la arena de Oxyrhinchos y de las cajas de las momias del Egipto romano, todos estos fragmentos diferenciados de información se están ensamblando constantemente, catalogando e interpretando a la luz de lo ya conocido. Los estantes de las bibliotecas de todos los países están llenos de amplias colecciones de inscripciones y papiros, de informes detallados de excavaciones individuales y de incontables monografías en que se valoran los resultados. Todo ello ha abierto nuevas perspectivas para el historiador de la vida social y económica. Ahora es posible por primera vez mirar el mundo antiguo bajo un microscopio. Del estudio de miles de casos distintos, se han deducido tendencias generales y se han hecho cálculos estadísticos. Podemos mirar ahora más allá del individuo, a la vida de la sociedad en su conjunto; y con ese cambio de perspectiva, podemos determinar caminos donde las fuentes literarias no nos mostraban ninguno. Por supuesto, esto 5 6

H. H. Asquith en The Legacy of Rome, ed. Cyril Bailey, Oxford, 1923, página 1. Política, i, 2, 8. 1252 b.

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no significa que se pueda abandonar el estudio de los autores clásicos. Al contrario, se han hecho doblemente valiosos, por la luz que arrojan sobre los nuevos testimonios, y por la luz que reciben de ellos. Para el desarrollo de los hechos históricos, dependemos todavía de las fuentes literarias con sus detalles personales; pero los nuevos descubrimientos les dan una nueva dimensión, en especial en lo relativo al hombre social o «estadístico». De esta forma, se han superado muchos de los prejuicios de nuestras fuentes; y aun cuando sobreviven las presuposiciones del historiador como un residuo indisoluble, el carácter científico, «indiscutible», de los nuevos testimonios controla frecuentemente la respuesta, lo mismo que los materiales de una experiencia de laboratorio. Así, por primera vez en la historia, resulta posible analizar el curso de la decadencia en el mundo romano con algún grado de objetividad. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Quizá la mejor introducción al problema sea la obra de Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, capítulos 1-3, con el apéndice incluido después del capítulo 38, [Ed. Castellana: Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, trad. de José Mor de Fuentes, Barcelona, 1842-47]. Para panoramas recientes de algunas de las muchas soluciones propuestas, véase M. Cary, A History of Rome down to the Time of Constantine, Londres, 1935, págs. 771779 (útil manual sobre la historia de Roma); un artículo de N. H. Baynes en Journal of Roman Studies, 1943, págs. 29-35; M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, 2.ª ed. revisada por P. M. Fraser, Oxford, 1959, vol. I, págs. 502-41 [Ed. castellana: Historia social y económica del Imperio Romano, trad. de Luis LópezBallesteros, 2.ª ed., 2 vol., Espasa-Calpe, Madrid, 1962]; y A. Piganiol, L'empire chrétien (325-95), vol. IV, 2, de la Histoire romaine, de Glotz, París, 1957, págs. 411-22. Los que tengan interés en una discusión detallada desde un punto de vista idealista de la decadencia y la caída, pueden consultar A. J. Toynbee, A Study in History, Oxford, 19341954, 10 volúmenes, vasta obra de las dimensiones de las del siglo XVIII (el cuarto volumen trata específicamente del problema de la decadencia); u Oswald Spengler, The Decline of the West, traducida al inglés por Atkinson, Londres, 1926-8, [Ed. castellana: La decadencia del Occidente, trad. del alemán por Manuel G. Morente, 11' ed., Espasa Calpe, Madrid, 1966], obra que con frecuencia es «mística» y difícil, muchas veces no fiable en cuanto a los hechos, pero siempre inquietante. El punto de vista materialista se encuentra desarrollado en un estudio —poco conocido, pero agudo y significativo— de J. M. Robertson, The Evolution of States, Londres, 1912. Dos estudios recientes: D. Kagan, Decline and Fall of the Roman Empire, Boston, 1962; y M. Chambera, The Fall of Rome; can it be explained?, Nueva York, 1963, contienen selecciones de varios autores sobre este tema, y una bibliografía útil. El tratamiento más conveniente del problema de cómo la idea de Roma, su decadencia y su supervivencia, ha aparecido a los ojos de varias épocas y generaciones se encuentra en un libro alemán de W. Rehm, Der Untergang Roms im abendlandischen Denken: ein Beitrag zur Geschichtsschreibung zum Dekadenzproblem, vol. XVIII de la serie «Das Erbe der Alten», Leipzig, 1930.

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Capítulo 2 EL VERANILLO DE LOS ANTONINOS

Edward Gibbon, que tomó a la época de los Antoninos como punto de partida para su Decline and Fall of the Roman Empire, creía que los pueblos de Europa nunca fueron más felices que bajo los «cinco buenos Emperadores»: Nerva (96-98 d. de J.C.), Trajano (98-117 d. de J.C.), Adriano (117-38), Antonino Pío (138-61) y Marco Aurelio (161-80). Se puede recurrir en apoyo de esta idea al testimonio contemporáneo. Tertuliano (circa 160 - circa 225 d. de J.C.), nada amigo de la Roma pagana, escribe: Cada día el mundo es más conocido, mejor cultivado y más civilizado que antes. Por todas partes se abren caminos, cada región es conocida, cada país abierto al comercio. Los campos labrados han invadido los bosques; manadas de ganado han echado a las fieras; la misma arena está sembrada, las rocas quebradas, los terrenos pantanosos saneados. Ahora hay tantas ciudades como antes había casuchas. Los arrecifes y los bajíos ya no aterrorizan. Donde hay rasgos de vida humana, hay casas, comunidades y gobiernos bien ordenados 1.

No se debe pasar por alto el colorido retórico de este pasaje y de un panegírico como el famoso discurso «De Roma» por Elio Arístides (117-89 d. de J.C.). A primera vista, el Imperio del año 150 d. de J.C. puede reclamar con fuerza que se le considere como el apogeo de la civilización antigua. Una extensa región mediterránea, cuyos centros estaban entrelazados económicamente desde hacía mucho tiempo, había quedado incluida en una sola unidad política. Esta obra había empezado cuando Alejandro Magno llevó a su ejército greco-macedonio a través del Helesponto a derrocar el Imperio persa, y al morir el propio Alejandro diez años después (323 a. de J.C.), dejó detrás de él un mundo de estados nacionales: Macedonia, Egipto, Siria. Y se completó en los siglos I y II a. de J.C., cuando estos estados sucesores cayeron uno tras otro ante los avances de las legiones de la República romana. Los césares consolidaron lo que ganó la República; la Galia, España, Britania y África se añadieron a los estados griegos; y en tiempos de Adriano, el Imperio abarcaba un área de incomparable extensión dentro de un solo sistema económico y político. Al norte encontraba una frontera natural a lo largo del Rhin y del Danubio, ligados entre sí por una línea fortificada de campamentos, el limes, que se extendía desde un punto situado un poco al sur de Colonia hasta un punto al oeste de Regensburgo. En Britania la frontera se definía por una muralla que iba de Bowness-on-Solway a Wallsend-on-Tyne, salvo durante un corto período del siglo II d. de J.C. en que se avanzó a la línea de Forth-Clyde. Más al este, el Imperio se extendió al norte del Danubio para incluir a la Dacia (la moderna Rumania), dejando, sin embargo, un estrecho embudo de territorio sin conquistar entre el Danubio y el Theiss, al noroeste de Singidunum (Belgrado). Al oeste la autoridad de Roma llegó al Atlántico, al este al Eufrates y el desierto; porque los territorios anexionados por Trajano en Armenia y Mesopotamia fueron abandonados de inmediato por su sucesor, Adriano. Al sur, Egipto, la Cirenaica, África, Numidia y Mauritania formaron una cadena continua de provincias desde el Mar Rojo al Atlántico, con el Sahara como límite meridional. Esta región inmensa, dentro de fronteras bien proyectadas, era un solo conjunto económico, capaz — con pocas excepciones— de satisfacer sus propias necesidades. Desde el establecimiento del Principado por Augusto (antes Octaviano) después de la derrota de Marco Antonio en Accio en el año 31 a. de J.C., el Imperio gozó de todos los beneficios de la pax Romana durante casi la cuarta parte de un milenio. 1

Tertuliano, de anima, 30.

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Libre de los miedos y las cargas de la guerra extranjera, la gente podía dedicarse a oficios pacíficos: el comercio, la industria, la agricultura. Casi no se conocía la piratería; y por tierra buenos caminos facilitaban los viajes. Cultural y políticamente, el Imperio estaba unido; en Occidente el latín, que progresaba rápidamente por todas partes, y en Oriente el koiné griego, el lenguaje del Nuevo Testamento, proporcionaban a los diversos pueblos un medio común para la comunicación. Y cuando Cicerón (106-43 a. de J.C.) forjó la palabra humanitas —«decencia humana»—, coincidió con una difusión del sentimiento humanitario conectado finalmente con la creencia estoica en la fraternidad entre todos los hombres, cualquiera que fuera su raza o condición. Por fin, con el concepto legal del civis Romanus, el «ciudadano de una ciudad no humilde» que, aunque fuera galo o sirio de nacimiento y disfrutara todavía de su ciudadanía local, era también ciudadano romano a los ojos de la ley, el Imperio produjo una clase de súbditos cuya condición política trascendía las fronteras y las razas. Los cives Romani eran en teoría (y en gran medida, en la práctica), una fuerza que extendía la cultura y la romanización a lo largo de los inmensos territorios gobernados por el emperador; y lo que no es menos importante, la institución de la misma ciudadanía romana, con sus grados cuidadosamente distinguidos y sus vías reconocidas por las que los hombres de las provincias podían subir de un grado a otro, era un instrumento que conducía como meta final a la igualdad e incitaba a los pueblos del Imperio al patriotismo, tanto imperial como municipal. La nueva fuerza y vigor de la vida económica y cultural que siguió al establecimiento de la pax Romana estaba asociada de hecho en todas partes con el aumento en el número de ciudades y con la prosperidad de la burguesía urbana. Este estrato social estaba compuesto en su mayor parte por los soldados y sus descendientes, o derivaba de otros sectores de la clase de ciudadanos-agricultores, de origen romano, griego o a veces no-griego; un porcentaje considerable correspondía a los libertos, la mayoría de nacionalidad griega, que tenían instinto para los negocios y se habían hecho ricos...; y también los caballeros, reclutados en su mayoría en la aristocracia municipal, que a su vez se aproximaba a la burguesía, podían incluirse en esta clase. Fue, entonces, esta activa sección de negocios de la comunidad, profundamente interesada en la industria y el comercio, la que creció en importancia 2.

Esta burguesía urbana fue el instrumento de la extensión de la vida ciudadana por las nuevas regiones de Britania, por el norte y el centro de la Galia y por España, donde hasta entonces la vida había estado organizada fundamentalmente en tribus o cantones. En el siglo III a. de J.C., después de Alejandro, la burguesía griega había poblado con ciudades griegas el Cercano y Medio Oriente, extendiendo la cultura y los valores helénicos hasta el Indo y el Yaxartes. Las ciudades del mundo helenístico eran grandes, aun medidas según las pautas modernas. En los años 67 d. de J.C. Apamea en Siria tenía una población de 117.000 ciudadanos plenos, de forma que su población total bien podría haber alcanzado la cifra de 500.000. La misma cifra alcanzarían probablemente Antioquía y Alejandría, y eran corrientes las ciudades de más de 100.000 habitantes. Este logro fue duplicado en Occidente por la burguesía italiana, dirigida y ayudada por los emperadores, que así continuaban la obra civilizadora de los reyes helenísticos. Su ayuda y dirección se desarrollarían posteriormente tanto en Oriente como en Occidente. En las ciudades de la parte oriental del Imperio, el establecimiento del Principado se caracterizó por la aparición de nuevos edificios, el resurgir de los festivales y el restablecimiento de las acuñaciones locales. Pero aún más notable —en especial bajo los emperadores Flavios (69-96 d. de J.C.), quienes hasta cierto grado reaccionaban contra el filohelenismo de sus predecesores— fue la rápida civilización de las tierras más nuevas de Occidente. La romanización se manifestó pronto en la creación de ciudades como Timgad (Thamugus) en el Norte de África; Caerwent, Cirencéster, Londres y Colchester, en Britania; Autun y Vaison en la Galia, y Tréveris y Heddernheim (cerca de Francfort del Main) en la Germania romana. Estas ciudades, que varían en extensión de 8 a 200 hectáreas, tenían cada una su foro y sus edificios públicos, bien proyectados y cómodos, con tiendas y bloques residenciales y, por regla general, baños públicos y teatros. Trajeron una nueva vida a 2

F. Oertel en Cambridge Ancient History, vol. X (1934), p. 388.

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países como Galia y Britania, que hasta entonces no conocían nada mejor que los escuálidos poblados de la cultura de La Tène3. En todo esto había algo de improvisación. En Oriente y Occidente encontramos consejos provinciales establecidos como centros para la adoración de los emperadores y la extensión de la romanización; pero sobre todo en Oriente, donde ya existían consejos antes de la conquista romana, ahora éstos se adaptaron a los propósitos romanos. Sin duda, no había uniformidad. Merece nuestra atención, sin embargo, una tendencia significativa. Dentro de las provincias occidentales, siguiendo el modelo de Roma y los pueblos de Italia, las ciudades estaban bajo el gobierno de magistrados elegidos anualmente y de un Senado todopoderoso, cuyos miembros eran designados con carácter vitalicio; la asamblea primaria tenía poca importancia, y el gobierno era oligárquico. Pero ahora, bajo el Imperio, también en Oriente, siguiendo un proceso ya perceptible en tiempos helenísticos, las viejas formas municipales democráticas cedían poco a poco ante el gobierno según el modelo occidental, transformación que produjo un doble resultado: el poder quedó firmemente establecido en manos de las clases propietarias, y al mismo tiempo se abrió camino para la intervención burocrática posterior. La alta clase municipal y provincial, fortalecida de esta forma, había llegado al poder debido a la decadencia del Senado romano, limitado en número, y de la clase aristocrática senatorial de terratenientes romanos, que fueron vencidos en las guerras civiles por una coalición entre el ejército profesional y la burguesía de Italia, y que después fueron casi exterminados bajo el terror de la dinastía julioclaudiana de Tiberio a Nerón (14-68 d. de J.C.). Durante los dos primeros siglos de nuestra era, las clases altas italianas y provinciales actuaban en alianza directa con los emperadores para romanizar y desarrollar las provincias occidentales. Pero es digno de mención que, a pesar de este apoyo imperial, la urbanización nunca llegó a ser tan intensa como la ola anterior, helenística; y económicamente el Occidente quedó muy atrasado con respecto a las provincias de Asia Menor y Siria. Al fin, este factor demostró tener vital importancia, porque significaba que Oriente quedaría más unido, más vigoroso y más rico que Occidente, además de resultar físicamente más difícil de ocupar por un ejército invasor4. Un rasgo notable del crecimiento de la burguesía bajo el temprano Imperio fue el papel que desempeñaba el Estado. Bien fuera, como opina un historiador 5, porque al haber heredado un aparato estatal que no era suficiente para la tarea de organizar un imperio, Augusto escogió el camino más fácil, o porque, después de la crisis del siglo anterior, creía sinceramente que una política de laissez faire daría a la lastimada economía del Imperio una oportunidad de restablecerse bajo las favorables condiciones de la pax Romana, el hecho es que Augusto y sus sucesores limitaron la tarea del Estado a la de «guardián de noche» de los hombres de negocios. De esta manera, la revitalización del comercio y la industria se llevó a cabo bajo la égida de la empresa privada. De hecho, en todo el sector económico, quizá la única excepción a esta regla fueran las minas; y aunque el Imperio comenzó a adueñarse de ellas bajo Tiberio (14-37 d. de J.C.), su explotación se alquilaba muchas veces a compañías contratistas o, como en Vipasca en Portugal, las trabajaban pequeños grupos de contratistas que explotaban sus propias concesiones. Fuera de eso, reinaba la política de laisser /aire. Incluso en Egipto, el clásico lugar del control estatal, se produjo algún relajamiento en la centralización de la economía; y el suministro de trigo, del que dependía Roma para subsistir, estaba asegurado por navieros privados, navicularii, a quienes se ofrecían concesiones especiales si se comprometían a trabajar para el gobierno. Es verdad que el Estado tenía un interés indirecto en el comercio, por cuanto cobraba impuestos de sus ganancias. Tarifas aduaneras de frontera, octrois y peajes eran útiles fuentes de ingresos que no impedían demasiado el comercio; pero incluso la recaudación de estos impuestos fue arrendada a compañías. Con la construcción de caminos, con piedras miliarias, rompeolas de puertos, muelles, faros, puentes y canales, el gobierno imperial apoyaba la apertura de 3

La cultura pre-romana de la Edad del Hierro en Europa desde el 500 a. de J.C. aproximadamente se suele denominar La Tène por el lugar de Suiza donde ha sido estudiada con más extensión. 4 Cf. J. B. Bury, Quart. Rey. cxcii, 100, 147. 5 F. M. Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, vol. I, Leiden, 1938, p. 674.

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nuevas rutas comerciales, y enviaba a soldados romanos para proteger los puntos claves. Pero las grandes ganancias eran para el empresario individual, y Plinio podía observar sarcásticamente que se habían corrompido las mismas normas militares con la promesa de perfumes al que se embarcara en las campañas que conquistaron al mundo6. Naturalmente, una parte importante de este programa consistía en la provisión de un sólido sistema monetario; y el aureus de oro, que pesaba alrededor de 1/40 de una libra7 y que fue acuñado por primera vez en grandes cantidades por Julio César, rápidamente llegó a ser la moneda más importante del Imperio, y gozaba de buena reputación en todas las zonas del mundo donde existía una economía monetaria. Se han encontrado aurei de los principios del Imperio en lugares tan lejanos como Escandinavia, Siberia, la India, Ceilán, el África Sudoriental, e incluso la China —hallazgos significativos que comentan por sí solos la extensión del comercio a lo largo de este período. Las distintas provincias variaban considerablemente en su participación en esta prosperidad. Italia, el corazón del Imperio y la zona más avanzada económicamente, representó durante cierto tiempo el punto central de toda la región mediterránea, y disfrutó de un comercio especialmente floreciente con las provincias recién integradas del Norte y del Occidente. Sus abundantes provisiones de pescado, carne, fruta, queso, madera, piedra y hierro se intercambiaban profusamente dentro de la península. Aún más importante fue la organización de modo capitalista —con la ayuda del trabajo de esclavos— de la producción de vino y aceite para la exportación, sobre todo a las provincias del norte y el oeste de la frontera del Danubio, a Germania, la Galia, España y África; y a esta exportación se añadía también la artesanía fina de las fábricas de textiles de Campania y del Sur de Italia, los artículos de bronce y cristalería de Campania y la cerámica esmaltada en rojo, fabricada en serie, de los hornos de Arezzo. La mayor parte de estos productos pasaban por la ciudad de Aquileya, que prosperó en esta época, no sólo por su industria nativa del ámbar, sino también por el comercio de tránsito dirigido por casas de mercaderes bien conocidas, como las de los Barbii y los Statii, que despachaban mercancías italianas y ultramarinas al Danubio y a Istria a cambio de esclavos, ganado, cuero, cera, queso, miel u otras mercancías de primera necesidad, y de lana y hierro de Nora. Más al sur, la extensión del comercio de exportación italiano se encuentra reflejada en las casas ricas y bien construidas de los comerciantes acomodados de Pompeya y Aquileya. A cambio Italia recibía artículos de lujo de todas las zonas del Imperio y de fuera de él. Para las provincias orientales, la pax Augusta trajo un descanso de las guerras y una prosperidad renovada. Egipto, el granero de Roma, alimentaba a la población de la capital durante cuatro meses cada año. Los mármoles finos de las provincias se transportaban en barco a través del mar, e incluso las arenas del Nilo iban a empolvar los pisos de las escuelas del combate cuerpo a cuerpo. Junto al grano, el principal producto de exportación de Egipto era el papiro, que fue prácticamente la única fuente de papel en el mundo antiguo. Bajo el Imperio, como bajo los Tolomeos (323-30 a. de J.C.), la producción de papiro era un monopolio del Estado; y el deseo de hacerlo lo más provechoso posible condujo a una práctica muy conocida en nuestra época, que se ha acostumbrado a la paradoja de la escasez provocada artificialmente. Estrabón dice de los funcionarios del Estado en las zonas del Delta productoras de papiro que: algunos de los que quieren aumentar las ganancias adoptan la astuta práctica de los judíos, que éstos inventaron en el caso de la palma; porque se niegan a dejar crecer el papiro en muchos sitios, y a causa de la escasez, lo ponen a un precio más alto y aumentan de esta forma las ganancias, aunque limitan el uso común de la planta 8.

De este pasaje se deduce con claridad que en Egipto el monopolio estatal había alcanzado un grado máximo de organización. 6

Plinio, Hist. nat., XIII, 23. La libra romana pesaba 327,45 gramos ó 0,721 de la libra avoirdupois (libra de 16 onzas que representa la unidad del sistema de pesos vigente en Inglaterra y EE.UU.). 8 XVII, 80. 7

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Además de su importancia como fuente de materias primas, Egipto producía también una gran variedad de mercancías industriales. Los talleres de Alejandría fabricaban toda clase de cristalería, barata o cara, junto a perlas falsas y piedras preciosas fabricadas con pasta. La industria textil, aunque estaba organizada sobre la base de la artesanía individual, producía para la exportación masiva; no sólo fabricaban aún las finas telas de lino, de que tenía fama Egipto desde hacía mucho tiempo, sino también tipos especiales de ropa para los nativos de la Somalía, igual que las fábricas de Lancashire producen en la actualidad telas especiales en diseño y calidad para exportar a la India y a Ghana. Por fin, los artículos de metal de Egipto se vendían fácilmente en todas partes; se han encontrado ejemplares en excavaciones incluso en el sur de Rusia y en la India. Los textiles de Egipto tenían un rival cercano en las telas de lana y lino y las sedas de Siria. Aquí la famosa púrpura, extraída del múrice, daba a los productos sirios una ventaja natural por encima de todos sus rivales. Estrabón 9 se refiere a las incontables tintorerías, en especial las de Tiro «de las que la ciudad, a la vez que se convertía en un lugar muy desagradable para vivir, se hacía rica». Fue en Siria también, como cuenta Plinio10, donde se inventó la fabricación de vidrio, en el primer siglo de nuestra era. La cristalería de Ennio de Sidón era renombrada por todas partes, y se han hallado ejemplares en Egipto, Chipre, Italia y el sur de Rusia. Es posible que Ennio estableciera una sucursal en Roma, y quizá trasladara finalmente su empresa a esta ciudad. Sin embargo, Siria no dependía principalmente de sus productos manufacturados. Igualmente importantes para el intercambio eran los productos de la tierra rica y bien regada: excelentes vinos, fruta, aceitunas, ciruelas, higos y dátiles. En una región que dependía de la conservación del agua de lluvia, un complicado sistema de cisternas, acequias, presas y túneles aseguraba cosechas abundantes en zonas que hoy son inhabitables por el abandono en que se encuentran. Aquí se tomaba en serio e] comercio. Según el Talmud, se rezaban oraciones —aun el día del Sábado— si caía el precio del vino y del aceite a un 60 por 100 de su precio normal en el mercado. Siria y Palestina estaban situadas de forma especialmente favorable para el comercio exterior. Antioquía con su puerto de Seleuceia-en-Pieria estaba conectada con todas las regiones del Mediterráneo, y había heredado algo del viejo comercio de transporte fenicio por mar. Siria también sacaba provecho de su posición en el cruce de algunas de las más importantes rutas de caravanas con Oriente, que le permitían mantener relaciones comerciales con países tan lejanos como la India, Siam y la China. Asia Menor se beneficiaba también del tránsito comercial entre Oriente y Occidente; y en esta región, aún más que en Siria (y en contraste con Egipto), los centros industriales se esparcían por toda la región. Todas las provincias de esta península muestran, por sus inscripciones, cuánto ganaban con la pax Augusta. Pocas provincias podían haber sufrido tan cruelmente las iniquidades de la explotación económica romana bajo la República. La economía cuidadosamente equilibrada de la monarquía de Pérgamo se había roto debido al sistema de dejar en arriendo la recaudación de impuestos por contratos de cinco años. El enojo largamente reprimido de los provincianos estalló vengativamente en una masacre de italianos en un número estimado entre 80.000 y 150.000; y la colonización de Sila había significado la esclavización de nuevo de los que habían afirmado su libertad, además de masacres y una indemnización salvaje, que empujó a los provincianos a caer en manos de los prestamistas, quienes muchas veces eran los mismos recaudadores de impuestos. Poco después, la provincia sufrió severamente las devastaciones de los piratas, una plaga endémica por las costas de Cilicia que se había desarrollado debido a la indiferencia del Senado y la conveniencia de los italianos traficantes de esclavos. Más de 400 ciudades e islas habían caído en manos de los piratas antes de que despertara el Senado y enviara a Pompeyo a dominarlos. Mientras tanto, la recogida de impuestos quedó en manos de los recaudadores hasta los tiempos de César. Para esta región infeliz, el Imperio trajo un alivio y una prosperidad que se refleja en las inscripciones. Entre las materias exportadas se encontraban el vino, las uvas pasas, los higos secos, la miel, las trufas, el queso, el atún salado, la madera, las drogas, diversos metales y una gran variedad de mármoles y piedras 9

XVI, 757. Hist. nat., XXXVI 191.

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preciosas. Sobre todo, Asia Menor se unía con Egipto y Siria en el mercado mundial de textiles; las lanas finas de las famosas razas de ganado de Mileto, y la lana negra lustrosa de Laodecia, las sedas de Cos, los bordados y tapices de Lidia, las chaquetas de pelo de cabra de Cilicia, los linos de Tasso, y las alfombras y tapetes anatolianos tenían fama en todo el mundo romano. También es interesante la estructura de esta industria. Aunque encontramos a siervos y a arrendatarios labrando la tierra, el obrero industrial es normalmente libre —un contraste significativo con Italia donde, como veremos, la industria hacía uso abundante de la mano de obra esclava. En contraste con estas regiones, Grecia es un caso triste. Como campo de batalla de los ejércitos romanos desde los tiempos de las guerras contra Filipo V de Macedonia, a fines del siglo III y comienzos del siglo II a. de J.C., hasta la época de las guerras contra Mitrídates del Ponto en el siglo I a. de J.C., Grecia se había hundido y no quedaba más que la sombra del país antiguo. Escribiendo en el siglo II a. de J.C., Polibio describe la ruina de su patria, la disminución de la natalidad «por cuya causa las ciudades se han quedado desiertas y la tierra ha dejado de dar su fruto» 11; y más tarde, las guerras contra Mitrídates del siglo I dieron nuevos golpes al país. No es fácil determinar hasta dónde había llegado la decadencia económica en tiempos del Principado. Pero las fuentes literarias —quizá no sin alguna exageración retórica— nos presentan un cuadro lúgubre. Servio Sulpicio, escribiendo a Cicerón, habla de Egina, Megara, Corinto y Pireo como oppidum cadavera, cadáveres de ciudades; y Séneca el Joven sugiere que habían desaparecido los mismos cimientos de algunas ciudades aqueas. Cerca del año 100 d. de J.C., Dión de Prusa (Crisóstomo) escribe de una ciudad eubea (quizá imaginaria) donde se había permitido que las dos terceras partes de su tierra se convirtieran en desierto. Por excesivas que sean estas descripciones, sugieren que la recuperación bajo la pax Augusta no fue suficiente para restaurar la prosperidad griega. Grecia aún exportaba aceite (del Ática) y vino (de Chíos y Lesbos), además de ganado, y miel y mármoles de Himeto; pero, como Italia, que también estaba organizada para la exportación, tenía que traer del exterior el trigo para el consumo básico. En general, la descripción presentada por los escritores del Imperio y por los descubrimientos de la arqueología, refleja la debilidad económica y la existencia de riqueza y pobreza extremas combinadas con el mal estado de las finanzas en las ciudades. Las consecuencias de la pax Augusta no fueron despreciables; pero fueron menos notables que en la mayoría de las provincias, debido a que la decadencia estaba ya muy avanzada. Cuando volvemos a las provincias occidentales, que se habían asimilado en tiempos más recientes al sistema del comercio mundial, la impresión que recibimos es más sorprendente. Porque aquí no sólo se trata de devolverles la prosperidad, sino de crear realmente ríos de nueva vida. La Galia Narbonesa — Provenza y Languedoc había sido durante mucho tiempo una segunda Italia, con una prosperidad basada en el cultivo intensivo de la viña y del olivo. Ahora la Galia del Norte entró en el campo del comercio, y sus anchos y fértiles sembrados de trigo ayudaban a proveer a la capital, mientras de forma regular se importaban en Italia los productos de su ganadería. También la madera permitía una exportación importante. Los madereros que trabajaban los bosques que todavía cubrían una gran parte del país, construían balsas, y los troncos flotaban por los anchos ríos de Francia, para llegar finalmente a Italia y Roma, donde servían de leña para calentar entre 800 y 900 baños públicos. Pero la característica más significativa de la economía de la Galia durante los primeros tiempos del Imperio es el crecimiento y poder fenomenal de sus industrias, que se convirtieron rápidamente en serios competidores en el mercado mundial. No sólo sus textiles —telas de lana y lino, fabricadas fundamentalmente por la industria doméstica a partir de las abundantes existencias locales de lana y fibra de lino— sino también su cerámica adquirieron una posición dominante en el mercado; vale la pena señalar que entre los descubrimientos de Pompeya había una caja de cerámica de la Galia central aún sin abrir en el momento de la catástrofe. Ya en el año 79 d. de J.C., la Galia había empezado a desplazar del mercado italiano la producción local. También en la producción de objetos de metal se hicieron grandes avances. El estañado del bronce fue una invención gala, y el plateado se practicaba en Alesia antes de la conquista romana; más tarde los artículos de latón de las Ardenas desplazaron en cierta medida al bronce, y la cristalería de Arlés y de Lyon, y después de Colonia, era famosa en todo el Occidente. Sin duda los italianos del norte y los 11

Hist., XXXVI, 17.

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romanos llegados a la Galia estimularon mucho el desarrollo de esta actividad. Se habían asegurado los pasos de montaña, y las tribus alpinas estaban pacificadas; y si podemos creer a Cicerón, a fines de la República la Galia estaba llena de ciudadanos romanos, de comerciantes y recaudadores de impuestos, los cuales —según sugiere este autor— controlaban la mayor parte de la economía de la zona12. Britania, que sólo fue incluida en el Imperio después de la invasión de Claudio en el año 43 d. de J.C., permaneció durante muchos años como productora de materias primas, comprando sus productos manufacturados —vino, aceite, artículos de bronce, cerámica y cristalería— a las regiones más viejas, y exportando a cambio trigo, ganado y minerales —oro, plata, hierro, estaño y plomo—, cuero, perros de caza, y sobre todo esclavos. Las tres legiones y sus tropas auxiliares estacionadas en las islas exigían la importación de muchos bienes, que sin duda parecerían raros al principio a los nativos; pero además satisfacían muchas de sus necesidades con las industrias legionarias, como los hornos del ejército en Holt, en Denbighshire, cuyos productos eran complementarios de la cerámica roja importada. Britania era una región relativamente atrasada; pero incluso esta provincia remota se había vuelto prácticamente autosuficiente en todo, salvo vino y aceite, a fines del primer siglo de nuestra era. También España tenía minas importantes en Sierra Morena y en Galicia. Aunque en el siglo II a. de J.C. eran de propiedad pública, ya estaban en manos de particulares cuando las describió Estrabón durante el Principado de Augusto; no obstante, parece que desde los tiempos de Tiberio pasaron a ser otra vez propiedad imperial, y se explotaban mediante contrata a empresarios o directamente por funcionarios imperiales. Se ha estimado que las minas de plata de Cartagena producían anualmente por sí solas unas ocho toneladas y un tercio. Además, España exportaba una variedad de productos agrícolas e industriales. De Andalucía venían trigo, vino, aceite de oliva, cera, miel, pez, tintes y el famoso pescado en escabeche y extracto de pescado; y de otras zonas de España, esparto, hilo y telas de lino, lanas y productos de acero forjado. Pero de todos estos bienes, el aceite de oliva y el vino ocupaban el lugar preeminente. Se ha demostrado que el Monte Testaccio, un enorme montón de cerámica rota junto al emporio del Tíber en Roma, de 42,8 m. de altura y 914,4 m. de circunferencia, está formado por fragmentos de unos 40 millones de jarras procedentes de España, cada una de las cuales contenía originalmente unos 42 litros de vino o aceite. Esta es una prueba concreta y sorprendente del éxito de los productores españoles de vino y aceite en apoderarse del mercado romano en los primeros años del Imperio. En conjunto, la península gozaba de una gran prosperidad; sus ciudades crecían en número de habitantes y en tamaño, y con ellas crecían también las clases comerciantes. Según Estrabón, Gades (Cádiz) era la segunda ciudad del Imperio, y en número de capitalistas sólo la igualaba la ciudad de Patavium (Padua). Las demás provincias occidentales, Sicilia y África, se dedicaban, como Egipto, a la producción y la exportación de trigo. Sin la provisión regular de unos 17 millones de bushels* de trigo al año (de los que al parecer Egipto suministraba cinco; África, 10; y Sicilia, quizá dos), Roma no podía existir; más adelante examinaremos la organización del tráfico del trigo bajo la dirección de un departamento del gobierno, que arrendaba el embarque a contratistas particulares. Además, Sicilia producía ganado. Pero, como provincia romana más vieja, Sicilia tenía menos que ganar de la paz de Augusto que España, la Galia y Britania, y su economía estaba bastante atrasada por la existencia de amplios latifundios en manos de senadores que vivían en Roma. Ni aquí ni en África existía una industria de importancia; de hecho, la lana africana fue la única mercancía que consiguió una reputación internacional. Siguiendo en importancia al trigo, venía la exportación africana de aceite de oliva; y además, la provincia cultivaba muchas clases de frutas —dátiles, higos, granadas— lo mismo que viñas y plantas leguminosas. De Mauritania venían madera de cidro, piedras preciosas, perlas y marfil, y fieras para el circo romano. Finalmente, para completar este rápido panorama, las provincias fronterizas del norte, que corresponden a la moderna Suiza, el Tirol y los estados del Danubio, eran una fuente de minerales y tenían un amplio comercio a través de Aquileya, que mantenía la misma relación con estas regiones que hoy tiene Trieste. 12

Cicerón, pro Fonteio, 11-12. Bushel: Medida de áridos que en Inglaterra equivale a 36,367 libras. De acuerdo con esta proporción, la provisión regular citada en el texto correspondería a 618 millones de litros de trigo al año, de los que Egipto suministraría unos 182, África 363 y Sicilia quizá 73 (N. del T.) *

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Tales detalles, de los que por razones de espacio nos vemos limitados a una selección mínima, se combinan para presentar la descripción de un inundo unido, en un grado desconocido hasta entonces, por el intercambio intensivo de toda clase de productos básicos y de artículos manufacturados, incluyendo los cuatro artículos fundamentales del comercio: grano, vino, aceite y esclavos. Este comercio se apoyaba en un sistema de comunicaciones de una eficacia que no se volvió a alcanzar hasta unos mil doscientos años después de la caída de Roma. Por todas las zonas del Imperio y también fuera de él, en países como Partia, había una red bien organizada de ríos, de carreteras militares que conectaban los puestos fronterizos, los centros legionarios, las capitales de provincias y la misma Roma, y de canales como los del Rhin al Mar del Norte o del Mar Rojo al Nilo. Ferias y mercados impulsaban el intercambio cultural y económico. Había posadas y conducciones de agua, flotillas de río y de mar destinadas a la protección policial, y una fuerza de policía de tierra para proteger al comerciante del bandolerismo, que al este llegaba a países tan lejanos como la India. Por último, los dos imperios, romano y parto, tenían un servicio de correos estatal que cubría hasta 68 kilómetros al día. El importante comercio con el Lejano Oriente seguía las rutas de caravanas del Asia central, que llegaban al Mediterráneo a través de Arabia y la ciudad de piedra de Petra, o río arriba por el Eufrates por el camino de Palmira a Damasco; y el puerto de Alejandría Charax, en la desembocadura del Tigris, al que llegaban mercancías embarcadas de la India, era el punto final de muchas rutas del Mediterráneo, Armenia y Asia Menor. Pero hay algunos indicios de que, para evitar que se enriqueciera Partia, los romanos preferían una ruta más al Norte, a través del río Oxus, el Caspio y el Cáucaso, para desembocar en las riberas del Mar Negro. Después de que Híppalo, un capitán de navío griego, descubriera los monzones, alrededor del año 100 a. de J.C., fue posible salir de Puteoli en el mes de mayo con las naves egipcias de trigo, y siguiendo en barco por el Nilo y por caravana al Mar Rojo, navegar directamente hasta la costa Malabar, llegando, con buenos vientos, alrededor de dieciséis semanas después de partir de Italia; y aprovechando el monzón del Nordeste el siguiente noviembre o diciembre, se podría completar el viaje de ida y vuelta en el plazo de un año — ¡tan cerca, añade Plinio, había traído la codicia a la India! 13. La India no sólo estaba conectada con -Roma por este comercio itinerante. Excavaciones recientes en la costa de Coromandel, en Arikamedu, han revelado los restos de una estación mercantil que data del primer siglo de nuestra era. El tonelaje de los barcos empleados en este comercio es un tema de controversia; pero los estudios más recientes sugieren que los barcos de la excelente flota alejandrina de trigo llevaban de 1.200 a 1.300 toneladas de grano, y que los buques de carga ordinarios podían transportar hasta 340 toneladas14. La posición de la ciudad de Roma dentro de este sistema era algo peculiar, debido al desarrollo histórico de la República tardía. La adquisición de un imperio oriental beneficioso en el siglo II a. de J.C. se había pagado con la ruina de la agricultura italiana. La guerra de dieciséis años con Aníbal en Italia (218-202 a. de J.C.), ya había devastado el campo italiano. En el curso de la guerra, el sur de Italia se había pasado al enemigo, una defección que castigaron los romanos con la destrucción de unas 400 aldeas. Aníbal se vio empujado a su vez a una política semejante, y por ello grandes zonas de Italia quedaron devastadas. Después de la guerra las confiscaciones y la práctica de alquilar para pastoreo los territorios despoblados, sobre todo en el sur, cambiaron el aspecto del campo. Mientras tanto el pequeño agricultor se había arruinado. Al regresar de las legiones y encontrar incendiada su granja, no tenía ni el ánimo ni el dinero para empezar a cultivar de nuevo, y con bastante frecuencia vendió sus terrenos al terrateniente local o a algún especulador de la capital. Los agricultores con derecho de ciudadanía cedían ante los latifundios trabajados por esclavos, y los campesinos desposeídos se desplazaron hacia Roma, donde desempeñaron el papel de potenciales creadores de disturbios en los conflictos entre la oligarquía reinante y los populares como Mario y César, quienes trataban de alcanzar el poder personal. Mientras 13

Hist. nat., VI, 101 ss. Des Noëttes, De la marine antique á la marine moderne (1935), p. 70, argumentaba que los barcos romanos eran en su mayor parte bastante pequeños, de menos de 100 toneladas; para cifras más altas y más convincentes, véase L. Casson, The Ancient Mariners (Londres, 1954), p. 215; Studi in onore di A. Calderini e R. Paribeni, I (Milán, 1956), p. 231-8. 14

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tanto, los ricos traficaban en bienes raíces, y las mayores fortunas del siglo II tuvieron probablemente este origen. Hasta cierto punto este movimiento se cortó durante el siglo siguiente. En varias ocasiones desde los tiempos de Tiberio Graco (133 a. de J.C.) se repartieron tierras que sirvieron para asentar a muchos labradores; la tendencia a la miseria urbana, sobre todo en el caso de veteranos retirados, fue detenida por Sila, y más tarde por César, Octaviano y Antonio. De hecho se ha calculado que entre Antonio y Octaviano (si incluimos los repartos de tierra de Octavia-no después de convertirse en Augusto), transformaron a 300.000 soldados en colonos, aunque no todo fue ganancia neta, porque muchos recibieron parcelas cuyos dueños fueron desposeídos y arrojados al otro lado del mar. Parece seguro que los latifundios no representaron la forma habitual de tenencia durante el último siglo de la República y el primer siglo del Principado; si las grandes propiedades avanzaron algo en estos tiempos, fue en las regiones montañosas más que en los valles fértiles. De todos modos, a pesar del éxito parcial de este desarrollo de las pequeñas posesiones, no tuvo mucho efecto sobre la población de Roma. Allí la muchedumbre, gobernante nominal del Imperio, tenía que ser acallada cada vez más con regalos de trigo barato y con fiestas elaboradas y caras, pagadas por los políticos que buscaban su apoyo; y al otro extremo de la escala social, estos mismos políticos consideraban indispensable acumular una fortuna suficiente para estas maniobras durante los años que pasaban fuera de Roma, gobernando una provincia al servicio del Estado. Las cifras fantásticas del botín conseguido por Julio César —25 millones de sestercios en España, cautivos que valían 100 millones de denarios en la Galia15, y tanto oro que, vendido en el mercado, hizo bajar el precio de este metal una sexta parte— pueden dar «el ejemplo más feo en la historia romana de saqueo de las provincias para ganancia personal»16; pero sólo se diferencia en su cantidad de las ganancias de decenas de gobernadores compañeros de César y generales rivales. Así, de una u otra manera, las provincias se encontraron obligadas a cargar con todo el peso de una oligarquía despilfarradora y un populacho anormalmente crecido y degradado —los dos componentes en los que la masa antes homogénea de campesinos-soldados se había dividido por la acción catalítica de las guerras y la conquista imperial. Los sentimientos de los provincianos no podían ocultarse. Cicerón escribe: Caballeros, las palabras no pueden expresar cuán amargamente somos odiados entre las naciones extranjeras a causa del comportamiento violento y perverso de los hombres a quienes en años recientes hemos mandado a gobernarlos. Porque en aquellos países, ¿qué templo ha sido considerado sagrado por nuestros magistrados, qué Estado inviolable, qué hogar suficientemente protegido por sus puertas cerradas? Ellos sólo buscan ricas y florecientes ciudades para encontrar ocasión de hacerles la guerra y así satisfacer su codicia de botín 17.

El establecimiento del Principado cambió la forma, pero no el hecho de este flujo de riqueza de las provincias hacia la ciudad que era como una sanguijuela en el corazón del Imperio. Las enormes fincas imperiales de Egipto, heredadas de los Tolomeos, representaban un constante subsidio que fluía hacia el centro; y ya hemos visto cómo se importaba el trigo de Egipto, África, la Galia y Sicilia para mantener a la población romana. Este sistema plantea la cuestión de la balanza comercial. ¿Hasta qué punto pagaba Roma (y, por extensión, Italia) la importación de trigo y artículos de lujo con exportaciones romanas e italianas? En Estrabón18 encontramos una descripción de barcos que vuelven vacíos hacia Egipto desde Puteoli, que era principalmente un puerto de exportación que servía a las regiones ricas de Campania. Y aunque esta descripción en sí misma puede no ser concluyente, puesto que Italia exportaba principalmente al Norte y al Occidente, Plinio19 afirma que la India, China y Arabia obtenían una suma anual de 100 15

Había cuatro sestercios (sestertii) en el denarius, y bajo Augusto el denarius pesaba 1/84 de una libra romana. Un aureus valía 25 denarii. 16 T. Frank, Economic Survey of Ancient Rome, I, p. 325. 17 Cicerón, pro lege Manilia, 65. 18 XVII, 793. 19 Hist. nat., 84.

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millones de sestercios del Imperio, declaración confirmada por el descubrimiento de numerosos aurei romanos en todas las zonas de la India, e incluso en Ceilán y en China. Ahora bien, los productos de Oriente eran principalmente artículos de lujo que encontraban su mercado normal en Roma —bailarinas, papagayos, ébano, marfil, perlas y piedras preciosas, especias, sedas y drogas— y podría suponerse que las monedas que iban a Oriente estaban destinadas al pago de las mercancías que venían a la capital. Esta demanda del Lejano Oriente de aurei romanos se ha explicado como un tributo a la excelencia y fiabilidad de esa moneda. Pero tal vez una razón igualmente válida sea que las dificultades del transporte y la estructura de las sociedades del Lejano Oriente hacían imposible equilibrar el costo de estos lujos con los productos de la industria en serie o la agricultura. En consecuencia, a pesar del comercio que implica la estación en Arikamedu, el intercambio con el Oriente significaba un constante derrame de metal del Imperio, lo que resultó un factor importante en la evolución que examinaremos muy pronto. Mientras tanto, a pesar de la fenomenal expansión del comercio y de la industria, la gran mayoría de la población del Imperio se dedicaba todavía al cultivo de la tierra. La agricultura siguió siendo durante toda la antigüedad la actividad económica más habitual y más típica, y la tierra la forma más importante de riqueza. Pero ahora la ciencia agrícola de Grecia se aplicaba a aumentar la productividad. En todas las nuevas provincias occidentales se establecieron granjas para suministrar al mercado. En el año 33 d. de J.C., Tiberio impuso una costumbre para los emperadores posteriores al prestar 100 millones de sestercios para aliviar una crisis agrícola. Bajo tales estímulos y las condiciones favorables de paz, surgieron en todas las regiones bajo control romano villas bien parecidas, con pavimentos de mosaico, y donde el clima lo exigía, con hipocaustos para la calefacción central. De esta manera, la cultura de Grecia y de Roma empezó a penetrar incluso en las zonas rurales de España y de Brítania. La consolidación del comercio mundial conducía inevitablemente a un intercambio de experiencias entre los diversos pueblos e individuos del Imperio, a una disolución de la estrechez e intolerancia provinciales y a una nivelación general de las costumbres y los modos de comportamiento. A este proceso contribuía —y no en el menor grado— el ejército permanente de 250.000 a 300.000 hombres que estaban de guardia a lo largo de la frontera de 6.400 kilómetros al norte y al este, baluarte contra los bárbaros extranjeros. Según la ordenación de Augusto, de un total de 25 legiones, ocho estaban estacionadas a lo largo del Rhin, siete en las regiones danubianas de Panonia, Dalmacia e Iliria, cuatro en Siria para vigilar a los partos, dos en Egipto, una en Numidia para detener a los nómadas del desierto, y tres en España. Las legiones, que estaban basadas en el alistamiento de larga duración de voluntarios, y tenían cada una un número remanente y un título distintivo, desarrollaron historias y tradiciones regimentales; y aunque el plan original de alistar para las legiones solamente en Italia se había roto (fundamentalmente por razones financieras) en época tan temprana como la de Tiberio (14-37 d. de J.C.), de manera que se aceptaron voluntarios de las provincias, y aunque desde el principio las tropas auxiliares se reclutaban entre los no-ciudadanos de las regiones menos cultas del norte de la Galia, la meseta española, Tracia, Batavia y otras zonas— el mismo servicio militar demostró ser un sistema de educación y una fuerza para la romanización. Además, después de que se vio con claridad, desde la guerra civil del año 69 d. de J.C., lo peligrosas que podían resultar las tropas nativas que servían bajo el mando de oficiales nativos en su propio país, Vespasiano adoptó la política de destinar a las tropas auxiliares a zonas distintas a su país de origen, y este mismo movimiento de tropas actuó como un fermento constante de las masas. El visitante actual de Housesteads Camp en la muralla romana en Northumberland puede leer la dedicatoria de los soldados tungros (de Bélgica) a sus dioses teutónicos, y contemplar una prueba concreta de lo que significaba este intercambio de experiencias en la vida del Imperio. Así fue el Imperio en su momento de esplendor. Y ahora nos encontramos frente a nuestro problema. Lo que debemos preguntar es: ¿Por qué, pasados cien años, esta vigorosa y complicada estructura dejó de funcionar como una empresa en marcha? ¿Por qué no siguió una línea recta ascendente de progreso desde

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los tiempos de Adriano al siglo XX, sino la conocida sucesión de decadencia, Edad Media, Renacimiento y mundo moderno? A algunos historiadores les ha parecido que se podría haber evitado toda la tragedia si no se hubiera cometido algún pequeño error: sólo con que César hubiera sido asesinado un poco más tarde (o un poco antes, según la valoración concreta que cada uno haga del papel de César), o con que Trajano no hubiera extendido el Imperio algo más allá (o, alternativamente, con que Adriano no hubiera restablecido pronto las viejas fronteras), todo habría seguido bien y se habría impedido la catástrofe. Otra escuela, que no quiere saber nada de un esquema de causación que huele tanto a la suerte o al destino, localiza el factor fatal prácticamente fuera del control del hombre, en el deterioro del clima (de acuerdo con ciertos ciclos), en la extensión de la peste o el paludismo, en el agotamiento del suelo o en una disminución general de la población desde el año 150 d. de J.C. aproximadamente, que condujo a una falta crónica de mano de obra. Otros contestan reafirmando la culpabilidad colectiva de los habitantes del Imperio, que se dejaron corromper por el vicio o que, por el suicidio de la raza, una crianza disgenésica o algún otro crimen biológico, provocaron un deterioro permanente en la estirpe romana.

Casas de Ostia. Restauración (por I. Gismondi) de la «Casa dei Dipinti» en Ostia, mostrando el patio interior de esta gran casa de vecinos. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

El Pont du Gard, que llevaba el agua de Nimes sobre el Gard cerca de Remoulins; probablemente fue construido bajo Augusto; tiene 273 metros de largo y 49 metros de alto. (Foto: J. Combier à Mâcon.)

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Mineros españoles. Bajorrelieve de Linares (España), mostrando a los mineros descendiendo por una galería al pozo y llevando varias herramientas. Se extraían plata y plomo en Linares (antiguo Castulo). (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

Terra sigillata. Muestra fabricada en Lezoux, ahora expuesta en el Museo Británico.

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Otros han señalado que las constantes guerras trajeron consigo la desaparición de los mejores hombres del Imperio; que la culpa fue política, al dejar de reconciliar el Imperio y el auto-gobierno, o al impedir que el poder cayera en manos del indispensable ejército; o bien, que un conjunto de errores sociales y políticos estaba en la raíz del problema, que Roma cayó como consecuencia de la lucha de clases, porque permitió que la libertad de empresa se deteriorara en un centralismo burocrático, por los impuestos elevados o el empleo del trabajo de esclavos, o por el carácter exclusivista de la cultura antigua, en relación con las grandes masas campesinas del Imperio. Por fin, en los últimos veinte años, quizá bajo la influencia de acontecimientos recientes, se ha propuesto la teoría de que la crisis ya había pasado, y que Roma estaba ya en camino de reconstruir una nueva sociedad, cuando cayó bajo las armas de la barbarie. «La civilización romana no murió de muerte natural: ¡fue asesinada!»20 No podemos intentar aquí un examen completo de las respuestas a un problema que tantos han tratado de resolver; pero las citadas forman una selección representativa. Algunas se pueden descartar en seguida. Así las teorías sobre el agotamiento de la tierra no tienen en cuenta a Egipto, donde el Nilo renueva la tierra anualmente, aunque Egipto ofrece uno de nuestros ejemplos más tempranos de despoblación y fuga de campesinos. A la Gran Peste del año 167 d. de J.C. le sucedió la epidemia que se extendió desde Etiopía en el 250 d. de J.C., bajo el emperador Decio, que duró quiñce años y alcanzó todas las zonas del Imperio. Pero no hay pruebas de que tuviera resultados permanentes. Y el paludismo, que otros consideran como el archienemigo, nunca fue más que un problema local en el Mediterráneo. Tampoco las pruebas climatológicas propuestas hasta ahora —entre ellas las pruebas extraídas de los grandes árboles de California, en que se ha basado un erudito para llegar a conclusiones de mucho alcance— encajan, y menos explican los altibajos de la civilización greco-romana. Ni el vicio representa una explicación plausible; las páginas de Tácito y Suetonio no deben engañarnos, haciéndonos imaginar que el lujo y la vida libertina afectaran alguna vez más que a una minoría. La acusación del deterioro racial de hecho da por sentado lo mismo que trata de probar; porque, aunque hubo una muy considerable mezcla racial en Roma y en otras partes (quizá menos de lo que sugieren los argumentos basados en los nombres encontrados en inscripciones sepulcrales), es difícil señalar a una de [as razas implicadas como específicamente disgenésica. La teoría de que los emperadores del siglo III exterminaron deliberadamente a los ciudadanos más destacados, propuesta por un gran historiador alemán, no resiste un examen detallado, porque los siglos anterior y posterior a Diocleciano contemplaron a algunos de los hombres más destacados que ha conocido el mundo gobernando al Imperio desde Roma y Constantinopla o interviniendo en la organización de la Iglesia cristiana. Finalmente, la teoría de que una civilización renaciente fue asesinada por la malicia de las hordas germánicas que actuaron en relación con traidores situados dentro de las puertas, plantea tantas cuestiones como las que explica. En el pasado, el Imperio se había enfrentado con las invasiones bárbaras con éxito: ¿por qué ahora no estuvo a la altura de esta tarea? Nadie puede negar que el golpe de gracia vino de fuera; pero el desarrollo de las mismas fuerzas bárbaras no fue un proceso que ocurriera al margen del Imperio. En resumen, se pueden eliminar desde el principio muchas de las razones alegadas. Pero se mantiene un núcleo sólido de una media docena de causas, en su mayor parte de carácter político y sociopolítico; y si las comparamos entre sí, quedará claro que abrazan muchos de los fenómenos que están estrechamente ligados con la decadencia del Imperio. El problema es separar los síntomas de las causas. La limitación de la familia, la incapacidad de mantener el auto-gobierno, la lucha de clases, una usurpación militar del poder, el centralismo burocrático, una carga intolerable de impuestos, una civilización de enorme extensión pero de insuficiente profundidad, el trabajo de esclavos —todas estas razones forman parte de la descripción de lo que iba mal, pero ninguna de ellas aislada basta para explicar la caída de Roma. Sin embargo, tomadas en su conjunto, sugieren que nuestra vista a ojo de pájaro del temprano Imperio puede haber sido engañosa; por eso debemos penetrar tras el velo de la prosperidad de los Antoninos e intentar aislar —con la ayuda de los nuevos instrumentos suministrados por la investigación reciente— algunas de las tendencias que venían desarrollándose dentro de la textura de esta sociedad aparentemente afortunada. 20

A. Piganiol, L'Empire chrétien (325-95), p. 422.

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NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES La base económica del Imperio temprano aparece analizada en F. Oertel, «The economic unification of the Mediterranean region» (Cambridge Ancient History, vol. X, 1934, págs. 382-424). El estudio clásico sobre esta cuestión es la obra de Rostovtzeff, mencionada en las notas al capítulo 1; antes había examinado el período anterior en los tres volúmenes espléndidamente ilustrados de su Social and Economic History of the Hellenistic World, Oxford, 1941, (Ed. castellana: Historia social y económica del mundo helenístico, trad. de Francisco José Presado-Velo, Espasa-Calpe, Madrid, 1967). Indispensable, además, para la investigación en detalle, es la obra de T. Frank, Economic Survey of Ancient Rome, vols. I-V, Baltimore, 1933-40; y los lectores que saben alemán encontrarán información de calidad en F. M. Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums (2 vols., Leiden, 1938), de la que ya ha aparecido una versión en inglés, An Ancient Economic History, Leiden, 1958. Igualmente útiles son las obras escritas con gran claridad por W. E. Heitland; véase Agricola, Cambridge, 1921, un estudio sobre la cuestión de la tierra en el mundo antiguo; los tres folletos mencionados en la nota 5 del capítulo 8, y su capítulo sobre la agricultura en The Legacy of Rome, Oxford, 1928, libro que merece una lectura completa por su información sobre la herencia de Roma y la forma de su transmisión en varios campos. Dos libros valiosos sobre el comercio del Imperio son: E. H. Warmington, The Commerce between the Roman Empire and India, Cambridge, 1928; y M. P. Charlesworth, Trade Routes of the Roman Empire, Cambridge, 1924; los dos son panoramas fascinantes y dignos de confianza. Para una argumentación reciente, según la cual el factor principal en la decadencia de Roma era la escasez de la mano de obra, véase A. E. R. Boak, Manpower Shortage and the Fall of the Roman Empire in the West, Ann Arbor, Michigan, 1955; en una recensión importante (Journ. Rom. Stud., 1958, págs. 156-64) M. I. Finley demuestra que se trató de una escasez provocada, resultado en su mayor parte de las demandas del gobierno, y que por tanto fue un síntoma más que una causa.

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Capítulo 3 TENDENCIAS EN EL IMPERIO DEL SIGLO II d. de J. C.

La pax Augusta trajo la prosperidad a una amplia zona del mundo; pero fracasó por completo en la creación de nuevas fuerzas productivas. Como en el siglo siguiente a la muerte de Alejandro, en el año 323 a. de J.C. —un siglo comparable en muchos aspectos a los primeros años del Imperio— nunca se dio el paso hacia la industrialización y la creación de fábricas. De hecho, salvo unos pocos aparatos nuevos, como la rueda de molino, que probablemente se inventó en el siglo I d. de J.C., pero que realmente no llegó a ser conocida hasta después de la caída del Imperio de Occidente, o la invención del fuelle de válvula en el siglo IV de nuestra era, que hizo posible por primera vez la fundición completa, el nivel de la técnica en el Imperio romano nunca sobrepasó el que se había alcanzado en Alejandría. Esta situación no se debió a ninguna debilidad romana especial; al contrario, continuó la tradición clásica de los alejandrinos, quienes no encontraban un empleo mejor para muchos de sus aparatos mecánicos que el de impresionar a las congregaciones ignorantes en los templos egipcios y apoyar a su religión con milagros falsos. Para encontrar los orígenes de esta tradición, hay que remontarse a la Ciudad-Estado griega. Desde sus orígenes la civilización clásica heredó un bajo nivel de destreza técnica, si tenemos en cuenta el papel que Grecia y Roma desempeñaron en la historia. Las tribus griegas colonizaron una tierra pobre y pedregosa; sólo con el trabajo incesante podía ganarse la vida Hesíodo, exprimiendo la tierra de Beocia. Como consecuencia, el ocio del que iban a surgir el Renacimiento jónico y la flor exquisita de la Atenas de Perides, sólo se podía comprar pagando un precio. Por la concepción de la democracia —según la cual un pueblo toma en su conjunto la responsabilidad de su propio destino— estamos en deuda permanente con la Atenas del siglo V. Pero lo que a nuestros ojos modernos parece paradójico es que la democracia antigua, y en ningún lugar más que en la misma Atenas, estaba casada con el imperialismo. Los mismos templos de la Acrópolis de Atenas, que todavía inspiran nuestra admiración y asombro, fueron construidos con el tributo que pagaron las ciudades sometidas. Unidas inicialmente en una confederación para la defensa mutua contra Persia, después de que las glorias de Salamina y Platea les hubieran impulsado a enterrar temporalmente su particularismo sempiterno por el bien común de Grecia, estas ciudades habían sido degradadas rápidamente al nivel de súbditos, y bloqueadas y reducidas si intentaban resistirse o separarse. A cambio de una protección nominal contra Persia, que ya no era un peligro serio, y una protección verdadera contra las maniobras de sus propios partidos oligárquicos, las ciudades estuvieron obligadas a partir de entonces a subvencionar la vida cultural de sus dueños. Los atenienses exprimían a sus súbditos-aliados y a sus extranjeros residentes; y los esclavos y las mujeres no tenían ninguna participación en la vida plena de la ciudad-Estado. Sin embargo no se debe exagerar el mal de la esclavitud de esta época. El esclavo doméstico ateniense no estaba maltratado; de hecho, si se puede creer a un testigo contemporáneo, aunque con algunos prejuicios, muchas veces era difícil distinguirle de su amo. Además, los mismos atenienses vivían por lo general de un modo frugal, sencillo en sus vidas privadas y suntuoso en sus empresas comunales. Lo que se puede decir, en justicia, es que las semillas del mal estaban allí; y al fin el imperialismo trajo su justo castigo, la caída de Atenas como gran potencia y, andando el tiempo, el fin de la democracia. En Roma los extremos eran mayores. Nunca se alcanzó la democracia. La riqueza de la República tardía se construyó, como hemos visto, sobre el sudor de las provincias, el botín de muchas guerras y el sufrimiento de innumerables esclavos que aguantaban la miseria abyecta en las plantaciones de aristócratas terratenientes residentes en Roma. Esta relación entre el terrateniente absentista y el esclavo de la plantación reproducía de forma acentuada el

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contraste que estaba en la base de la civilización antigua entre la clase ociosa de la ciudad y la multitud que trabaja la tierra para sostenerla —un contraste que inspiró la famosa crítica de Rostovtzeff a las ciudades del Imperio como «colmenas de zánganos». Esta antítesis no era nueva; como el bajo nivel de la técnica clásica, había sido característica de las civilizaciones antiguas que surgieron en los valles de los ríos de Egipto, Mesopotamia y el Punjab, alrededor del tercer milenio a. de J.C. También fue común al Oriente la institución de la esclavitud, que se extendió de la casa a la mina y la plantación, para pasar a ser la base de la civilización griega y romana, un cáncer en la carne de la sociedad que creció con la misma sociedad. La esclavitud nunca fue recusada de forma efectiva. Aristóteles (384-322 a. de J.C.), aunque considerado con justicia uno de los filósofos y estudiosos de la ciencia política más agudos del mundo, declaró como axioma que: regir y ser regidos no sólo son cosas necesarias sino convenientes, y ya desde el nacimiento unos seres están destinados a ser sometidos, y otros a someter 1. De aquí que el arte de la guerra sea en cierto modo un arte adquisitivo, puesto que el arte de la caza es una de sus partes, y éste debe utilizarse frente a los animales salvajes y frente a los hombres que, habiendo nacido para ser regidos, no quieren serlo, porque esta clase de guerra es por naturaleza justa 2.

Quizá no sea extraño que un filósofo que tan fielmente refleja las prácticas de su propia sociedad al formular su definición de una guerra justa, también intentara demostrar la inferioridad natural de la mujer con respecto al hombre. Después de Aristóteles, surgió otra escuela de filósofos, los estoicos, quienes durante un corto período de tiempo afirmaron la igualdad de los esclavos y los hombres libres; pero nunca pasaron de aquí a la conclusión evidente de que se debía abolir la esclavitud. Muy pronto retrocedieron hacia la concepción aristotélica, más fácil de sostener. Mientras tanto, la esclavitud se extendía no sólo geográficamente sino también en el número de seres humanos que envolvía en sus pliegues. Las guerras de los sucesores de Alejandro y de la República romana les suministraban un número de esclavos que aumentaba constantemente; en especial en las plantaciones y los ranchos de ovejas y en las minas eran una fuente indispensable de mano de obra. En Roma «Sardos de venta: cada uno más pícaro que el siguiente» era un refrán popular que se aplicaba a cualquier cosa barata y abundante después del año 177 a. de J.C., cuando Tiberio Sempronio Graco, el padre de los reformadores, se jactó de los 80.000 sardos muertos o presos. Diez años después, 150.000 epirotas fueron esclavizados por orden del Senado; y el número total de cautivos capturados durante medio siglo de guerra constante se ha estimado en un cuarto de millón. De los últimos años del siglo II a. de J.C., Estrabón nos ha dejado un multicolor cuadro del infame mercado de esclavos de Delos (XIV, 668): la isla podía recibir y expedir decenas de miles de esclavos en un mismo día... La causa era que los romanos, enriquecidos después de la destrucción de Cartago y Corinto (146 a. de J.C.), empleaban muchos esclavos; y los piratas, viendo la fácil ganancia de aquello, florecieron en gran número, no sólo en busca del botín, sino convertidos también ellos en traficantes de esclavos.

Esta esclavitud en la raíz de la sociedad era la que, hasta cierto grado, controlaba la estructura de la civilización clásica. Porque dividía a cada comunidad en dos tipos de seres humanos: el hombre libre y el esclavo; y aseguraba que los que hacían el trabajo básico de la sociedad no fueran los que se beneficiaban de él. El resultado natural era que al esclavo le faltaba el incentivo para dominar y mejorar la técnica del trabajo que hacía. Igualmente desastroso era el efecto sobre los mismos dueños de los esclavos. Como llegó a ser normal asociar el trabajo manual con los esclavos, la cultura griega tendía a marcar una clara separación entre las cosas de las manos y las cosas de la mente. En la República, Platón (circa 427-347 a. de J.C.) describió una comunidad utópica dividida en tres clases tajantemente diferenciadas, dotada cada una de alguna cualidad «metálica» imaginaria: los Guardianes, con una aúrea factura, para gobernar; los 1 2

Política, I, 5, 2. 1254a. Ibid. I, 5, 8. 1256b.

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Auxiliares, con una mezcla de plata, para luchar y mantener el servicio de policía en el Estado; y por fin, los Trabajadores, compartiendo los metales de baja categoría, para hacer el trabajo de la sociedad y para obedecer. Parece probable —aunque es una cuestión debatida— que Platón consideraba algún grado de transferencia entre los tres grupos para los que nacieran en la sección «equivocada»; pero esta cláusula no altera mucho el cuadro y el significado del acercamiento de Platón al problema de construir la ciudad justa. Aristóteles, con igual desprecio hacia el trabajo manual, escribe: Sin duda, en los tiempos antiguos, los obreros eran esclavos o extranjeros, y por eso también hoy lo son la mayoría. La ciudad más perfecta no hará ciudadano al obrero3. Indudablemente, el hombre bueno, el político y el buen ciudadano no deben aprender los oficios de esa clase de subordinados, a no ser para utilizarlos personalmente de modo ocasional; si los practicaran habitualmente, dejaría de existir la distinción entre el amo y el esclavo 4.

La actitud romana no variaba en lo más mínimo de ésta; de hecho el pensamiento griego sólo servía para reforzar los prejuicios tradicionales de una aristocracia hacendada. La formulación de Cicerón merece citarse por entero. Escribe5: En cuanto a los oficios y géneros de ganancias, cuáles han de ser reputados por honrosos y cuáles por mecánicos, establecemos lo siguiente: En primer lugar, condenamos todo oficio odioso, como es el de los cobradores y usureros. También es bajo y servil el de los jornaleros, y de todos aquellos a quienes se compra no sus artes, sino su trabajo; porque en éstos su propio salario es un título de servidumbre. Asimismo se ha de tener por oficio bajo el comercio de los que compran a otros para volver a vender, pues no pueden tener algún lucro sin mentir mucho, y no hay vicio más feo que la mentira. Además es bajo todo oficio mecánico, no siendo posible que en un taller se halle cosa digna de una generosa educación. Tampoco son de nuestra aprobación aquellos oficios que suministran los deleites, los pescadores, carniceros, cocineros y mondongueros, como dice Terencio. Y añadamos a éstos los que hacen comercio de aguas, olores y afeites; los bailarines, los jugadores y todo género de tahúres. Pero aquellas artes que suponen mayores talentos, y que producen también bastantes utilidades, como la arquitectura, la medicina y todo conocimiento de cosas honestas, son de honor y dan estimación a aquellos a quienes corresponden por su orden social. El comercio, si es corto, se ha de reputar por oficio ruín; pero si es mucho y rico, que conduce mercaderías de todas partes y las distribuye sin engañar a nadie; no se ha de condenar enteramente. Y aun parece que merece con razón alabanza, si satisfecho el comerciante, o por mejor decir, contento con sus ganancias después de haber hecho muchos viajes por mar desde el puerto, se retirase desde aquí al descanso y sosiego de las posesiones del campo. Pero entre todos los oficios por los que se adquiere algo, el mejor, el más abundante, más delicioso y propio de un hombre de bien, es la agricultura.

No había nada nuevo en todo esto. Cien años antes Catón el Antiguo había escrito: Al mercader lo considero persona emprendedora y activa, pero, como antes he dicho, rodeado de peligros y expuesto a la adversidad. Pero entre los campesinos se hallan los hombres más fuertes y los soldados más valientes. Y dedicándose a la agricultura es como se consigue la ganancia más digna de respeto, la más estable, la que menos envidias promueve, y quienes están dedicados a ella son los menos dados a malos pensamientos 6.

El carácter de estos malos pensamientos se puede adivinar si tenemos en cuenta que el gobierno en Roma estaba en manos de una camarilla de aristócratas cuya riqueza derivaba de la tierra y a quienes les fue prohibido ejercer el comercio por una ley especial (que al principio despertó mucha oposición). Esta casta se oponía por su naturaleza a cualquier mejora económica que desafiara su propia posición. Después de la conquista de Macedonia en el año 168 a. de J.C., se cerraron las minas macedonias para que no aumentara la fuerza de los comerciantes que las habían trabajado; y una vez que se podían satisfacer las 3

Ibid. III, 5, 3, 1278 a. Ibid. III, 4, 13, 1277 b. 5 De officiis, I, 150-51. 6 Catón, de agricultura, praef. 4. 4

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necesidades corrientes con el producto de las minas españolas, el Senado prácticamente suspendió el trabajo en las minas de Italia. Esto mantenía incontestable la autoridad senatorial, pero también refrenaba la expansión económica que podría haber devuelto el equilibrio al país7. Era esta clase de hacendados la que poblaba el campo de Italia y Sicilia de bandas de esclavos que amenazaron más tarde la misma existencia de Roma en la rebelión de Espartaco, en la que de 60.000 a 120.000 esclavos acosaron a las legiones regulares de la República durante dos años (73-71 a. de J.C.). Mientras tanto, los pueblos y las ciudades se llenaban de esclavos orientales, los cuales no sólo hacían todo tipo de trabajo manual, sino también trabajaban como maestros, médicos, arquitectos y profesionales. La consecuencia fue que entre las clases gobernantes de Roma estas actividades estaban mal consideradas. En esto también Roma seguía a la ciudad-Estado más que a los reinos helenísticos, donde con frecuencia la actitud fue más liberal. «El mecánico de tipo más humilde tiene una especial y distinta esclavitud», escribió Aristóteles8; y, de modo semejante, los romanos despreciaban al artesano libre porque hacía el trabajo propio del esclavo. De esta forma, el ambiente era totalmente desfavorable para el técnico en un campo por el que los hombres distinguidos no sentían sino desprecio. Cuando la mano de obra es barata y sin valor, ¿por qué conservarla? De este modo, el mundo clásico perpetuaba el retraso técnico que había sido uno de los rasgos más paradójicos de las civilizaciones del Nilo y del Eufrates; paradójico porque estas civilizaciones habían aparecido gracias a una cosecha única de invenciones técnicas: el arado, la carreta de ruedas, el barco de vela, el calendario solar, la fundición de minerales de cobre, el uso del poder de los bueyes y el enjaezamiento de los vientos con las velas. En ambos casos, la causa del retraso fue la misma: la división de la sociedad en clases con intereses antagónicos. Económicamente, esta división de la sociedad aseguraba que las grandes masas del Imperio podían sacar poco provecho de su propio trabajo; y esto significaba un mercado interior permanentemente restringido. Como la riqueza se concentraba en la cabeza, el cuerpo de la sociedad sufría del subconsumo crónico. Se ha calculado que fue posible en el siglo II a. de J.C. alquilar un esclavo por 180 denarii al año y sacar una pequeña ganancia. Claramente, la mano de obra libre no podría esperar ganar mucho más mientras los esclavos fueran abundantes; y hay pruebas independientes de que, de hecho, un labrador ganaba aproximadamente 300 denarii al año, cifra que representaba una subsistencia extremadamente pobre para él mismo, su mujer y su familia, y que no permitía ningún margen para la compra de artículos de lujo. Por consiguiente, la industria tenía que buscar su mercado o en el círculo limitado de las clases media y alta, junto con el ejército (que por eso tenía un significado económico considerable), o fuera del Imperio, donde por supuesto había aún menos mercados para la producción masiva de mercancías. Por lo tanto, no existía base económica para la industrialización. La expansión del Imperio trajo consigo nuevos mercados, lo que postergó el problema durante cierto tiempo; pero, como veremos, los efectos de esta expansión fueron anulados pronto —para los productores italianos— por la descentralización de la producción, y en todo caso, nunca fueron lo bastante radicales como para conseguir la creación de una industria en gran escala, utilizando todos los recursos de la técnica avanzada y las formas avanzadas de energía. Pero mientras esto faltaba, el coste de producción seguía aproximadamente igual en todas las zonas del Imperio, y por eso el comercio continuaba siendo local y atado a la prosperidad de su región. Esta situación reducía quizá la posibilidad de crisis económicas de gran escala; pero permitía que la abundancia y la escasez existieran simultáneamente, con una gran fluctuación en los precios, incluso en distintas partes de la misma provincia, y no creaba una elasticidad suficiente para superar la crisis local bajo una economía en la que todo dependía finalmente del éxito o el fracaso de la cosecha local. Esta falta de un mercado satisfactorio entre las masas no estaba compensada por las tremendas fortunas que fueron acumuladas, especialmente durante el primer siglo a. de J.C., por líderes políticos 7 8

A. H. McDonald, The Rise of Roman Imperialism, Sydney, 1940, p. 12. Política, I, 13, 13, 1260 a.

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como Mario, Sila, Pompeyo y César. El botín de las guerras —provocadas a veces, como sugirió Cicerón (véase pág. 48), precisamente para ese fin—, la explotación de los provincianos, y las sórdidas ganancias de las proscripciones, junto con la venta de propiedades confiscadas y la usura disimulada a medias, permitían el amontonamiento de riquezas en escala fantástica. Pero estas sumas se malgastaban en su mayor parte en lujos ostentosos pero improductivos. Por otro lado, a causa de la estructura social, Grecia y Roma ni siquiera consideraban la posibilidad de vender mercancías al proletariado y a los campesinos, y crear un mercado más profundo, en lugar de más amplio. La expansión del Imperio permitió, como demuestra un examen más detenido, una mayor extensión, y no una mayor profundidad. La pax Augusta removió muchos obstáculos y mucho desgaste; las mercancías circulaban con más facilidad y en zonas más amplias. Pero no hubo un cambio cualitativo en la naturaleza de la economía clásica. Sólo en un campo se produjeron logros técnicos notables: el de la construcción y la ingeniería, donde la época helenística ya había tomado la delantera, bajo el estímulo de las guerras interestatales; pero incluso en este terreno los romanos se dedicaron a amplificar y aplicar viejos procesos, en vez de crear otros nuevos. Así, detrás de los tonos optimistas de la descripción de Gibbon de un próspero mundo antoniniano, estamos ahora en situación de detectar al menos una debilidad notable: el estancamiento casi completo de la técnica. Hemos sugerido antes que, a la larga, la expansión del Imperio romano sólo podía ofrecer un estímulo temporal a la economía. La causa de esta situación merece una atención especial, porque subraya un factor de alguna importancia para nuestro problema central. La investigación moderna ha revelado la actuación en el Imperio romano de una ley económica que encuentra también su aplicación en nuestra propia sociedad: la tendencia centrífuga de la industria a exportarse a sí misma en vez de exportar sus productos, y de los establecimientos comerciales a emigrar de las zonas más viejas de la economía a las zonas nuevas. La actuación de esta ley se sintió con plena fuerza en Gran Bretaña cuando la India empezó a satisfacer sus propias necesidades con algodón fabricado en Bombay; y la lección fue remarcada por el desempleo masivo en los pueblos productores de algodón de Lancashire. En la actualidad, este movimiento hacia la periferia se relaciona normalmente con el establecimiento de formas capitalistas de producción en zonas coloniales y atrasadas, y en la medida en que tales zonas se convierten en estados independientes, estos estados emplean métodos políticos para afirmar una independencia económica basada en la industria local. La «autarquía» como un rasgo del Estado nacional es una característica de los tiempos modernos. En el Imperio romano, estos factores eran algo más sencillos y más primitivos. Quizá la razón más importante del traslado de la industria lo más cerca posible del nuevo mercado fue la debilidad del sistema antiguo de comunicaciones. En comparación con las épocas anteriores, las comunicaciones romanas estaban altamente desarrolladas; pero en relación con las exigencias del Imperio, eran todavía demasiado primitivas. El transporte por tierra resultaba lento e ineficaz; debido a que el mundo antiguo nunca descubrió la collera para caballos, sino que empleaba un tipo de arreos que dejaban al animal medio estrangulado, los bueyes servían mejor para todas las cargas pesadas. Un viaje por mar siempre era arriesgado, y el comercio ultramarino era un negocio peligroso. Incluso en los tiempos de Augusto, la tarea de mantener las comunicaciones imperiales empezaba a pesar como una carga intolerable sobre los habitantes del Imperio. Sobre los habitantes de las provincias recaían el costo de los Correos Imperiales, los gastos de mantenimiento de las carreteras y el alojamiento de los funcionarios viajeros. Y a pesar de la policía y de las flotillas de río, no se había eliminado por entero el bandolerismo; también las posadas con frecuencia eran pobres e irregularmente situadas. Los peligros de un viaje por mar durante los primeros años del Imperio eran muy reales. Quizá no tuviera suerte San Pablo en sus aventuras (incluyendo un naufragio) a bordo de los tres barcos necesarios para llevarle de Palestina a Roma. En contraste con su experiencia, puede citarse el caso de Flavio Zeuxis de Hierapolis, en Asia Menor, un comerciante que hizo 72 viajes rodeando el tormentoso Cabo Malia hasta Italia y sobrevivió (su lápida sepulcral nos lo cuenta) para morir en casa; y el mismo San Pablo normalmente

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tenía mejor fortuna en otros viajes. Con todo, sigue siendo cierto que el mejor sistema de transporte del mundo antiguo fue incapaz de conseguir una circulación relativamente alta de bienes de consumo; y aún peor, hay pruebas de que había comenzado el deterioro desde los tiempos de Augusto. Un segundo factor que empujaba la industria hacia afuera, hacia sus mercados, era la inseguridad del crédito. A causa de los riesgos, siempre era costoso reunir el capital para una aventura comercial; los tipos de interés eran altos porque el riesgo era personal. No había un equivalente antiguo de la sociedad anónima de responsabilidad limitada para asegurar la responsabilidad corporativa en las aventuras financieras; y la misma banca era primitiva. Durante el Imperio, no hubo un desarrollo mayor del sistema de los Tolomeos de un banco central con sucursales; al contrario, en Egipto hay indicios de regreso a un sistema de bancos locales independientes. Además, el hecho de que la industria antigua se basara en la esclavitud influyó también en el movimiento de descentralización. Porque la esclavitud como institución se vio perjudicada por la paz de Augusto. Los pasos que dieron los emperadores para eliminar la guerra y la piratería agotaron la fuente principal de suministro de esclavos. Los grandes días del mercado de esclavos en Delos se habían terminado para siempre; y aunque, bajo las condiciones más humanas de los primeros años del Imperio, el número de esclavos nacidos en la casa del amo era bastante alto, no eran suficientes para llenar el vacío; así que el mundo romano tenía que recurrir cada vez más a un pequeño goteo de esclavos del exterior. Además, el desarrollo del sentimiento humanitario, ya mencionado en el segundo capítulo, llevó a un amplio movimiento de manumisión de esclavos. Cicerón nos cuenta que un esclavo diligente podía ahorrar bastante para comprar su libertad en menos de siete años; y muchos amos, por motivos interesados, dieron la libertad a sus esclavos viejos después de la aprobación de la ley sobre el trigo del año 58 a. de J.C., para que como libertos pudieran aprovecharse de las distribuciones gratuitas de cereal que hacía el Estado. El esclavo de ayer era el liberto de mañana; y sus nietos serían ciudadanos romanos de forma plena. Se ha calculado que durante los treinta y dos años que precedieron a la guerra civil del año 49 a. de J.C., aproximadamente medio millón de esclavos fueron manumitidos, con un promedio de 16.000 al año. El gobierno se resistía al movimiento. Sabemos de dos leyes fechadas en el Principado de Augusto —del año 17 a. de J.C. y 2 a. de J.C., respectivamente— que intentaron limitar la manumisión de varias maneras, incluyendo una escala móvil para aplicarse a la liberación testamentaria. De todas formas, el hecho de que esta medida impusiera un límite superior de 100, nos da alguna indicación del tamaño de los establecimientos mantenidos todavía por los nobles de los primeros años del Imperio. El debilitamiento de la institución de la esclavitud trajo consigo algunas consecuencias. En concreto, la base normal de la actividad capitalista antigua se vio socavada; y los resultados inmediatos fueron desastrosos para los viejos centros de industria. Así observamos un traslado de la industria a las regiones más primitivas donde, como en la Galia, la industria disponía, si no de esclavos nuevos, de lo que quizá era mejor: un proletariado libre y dispuesto a dedicarse al trabajo manual. El descubrimiento de una serie de ollas con inscripciones de la Graufesenque (Aveyron) ha llevado a la sugerencia de que aquí un cierto número de artesanos libres compartían un horno común, y quizá estaban organizados como una especie de cooperativa de productores; y el descubrimiento, en las más recientes excavaciones en este lugar, de extensas alfarerías pre-romanas, sugiere que este modelo de industria puede fecharse en aquel período. Este empleo de la mano de obra libre, que encontramos también en el Egipto de los Tolomeos, se encuentra en un notable contraste con las condiciones existentes en las alfarerías de Arezzo en Italia, donde, antes del año 25 d. de J.C., 123 de los 132 trabajadores conocidos eran esclavos. De hecho no hay pruebas del empleo de esclavos en las alfarerías de la Galia y del valle del Rhin; y las inscripciones de Dijon se refieren a los canteros y los herreros como dependientes libres (clientes) de Tiberio Flavio Vetus, evidentemente algún señor local —información incidental e interesante sobre la disolución del sistema tribal y el desarrollo de las clases sociales en la Galia. Este traslado de la industria contribuyó a la urbanización, ya mencionada, de estas zonas atrasadas; y aquí podemos señalar que los nuevos municipios en regiones como la Galia y España heredaron lo que los municipios italianos habían perdido

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Venta de un esclavo. La estela funeraria del liberto Publilius Satur, de Cumae, retrata su venta original, cuando era un esclavo; el negociante está a la izquierda con traje griego, el comprador vestido con la toga está a la derecha. El esclavo está desnudo. (Foto: Museo Provinciale Campano, Capua.) [El comentario corresponde a la parte inferior de la ilustración, tomada de:

Grúa. Relieve de la tumba de la familia Haterii en Roma, ahora en el Museo Laterano; muestra una grúa operada por una noria con un sistema de cuerdas y poleas. (Foto: Mansell Collection.)

Esclavo azotado. Figurilla pintada, realista, de Priene, originalmente suspendida de un hilo. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Hellenistic World. Oxford, 1941.)

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en gran medida: un hinterland habitado por campesinos. Se ha argumentado que al convertirse cada uno en una pequeña Roma en la explotación de la gente de sus propios campos, los municipios contribuyeron a largo plazo a su propia y subsiguiente ruina. Otro rasgo importante de la industria basada en la esclavitud era que la concentración no traía consigo una reducción apreciable de los gastos generales, como ocurre cuando se emplean máquinas. Por eso, no había ningún incentivo para desarrollar los viejos centros en vez de extenderse hacia nuevas zonas. Además, la simplicidad de los antiguos equipos y la ausencia de maquinaria complicada hacía fácil el traslado de las industrias. Normalmente, se trataba sólo de unas cuantas herramientas simples y de la habilidad llevada en las mismas manos de un obrero especializado. Por otro lado, el mercado interno restringido, que necesariamente empujaba al comerciante cada vez más lejos, se juntaba con las demandas constantes de un ejército relativamente próspero a lo largo de las fronteras, para reforzar la tendencia general centrífuga de la industria. Desde los días de la República, el papel económico del ejército había cambiado. Entonces, con el ingreso que suponían los valiosos botines, el ejército pagaba sobradamente sus gastos una y otra vez. Pero después, al convertirse en un instrumento de romanización y en una fuerza de guarnición pacífica, su función económica era algo más complicada. Al ocupar una nueva provincia, el ejército supervisaba la construcción de instalaciones militares esenciales: fuertes, puertos, carreteras y puentes; y con frecuencia establecía sus propias fábricas de ladrillo y abría canteras para proveer la construcción. La próxima fase era la llegada del comerciante italiano, con mercancías para el ejército, e incidentalmente, para la población local. Rápidamente se producía el desarrollo de estaciones comerciales y pueblos-mercados, como Kempten en Argovia; y muy pronto se alcanzaba la fase final con el desarrollo de la producción en la que había sido originalmente una zona colonial. La industria se había trasladado, y disminuía la demanda de productos italianos. En esta forma típica de desarrollo, el ejército desempeñaba un papel magnético, pero pasivo. El otro aspecto económico del ejército, sin embargo, representaba claramente una carga, ya que significaba tener que alimentar a 250.000 ó 300.000 hombres ociosos, y más tarde incluso a 400.000, una cifra que quizá no era excesiva en una población de unos 90 millones, pero que de todas formas, en vista de la baja productividad del trabajo en la antigüedad, debería figurar sin duda entre los factores que contribuyeron a la decadencia del Imperio. Todas estas tendencias no operaban al mismo tiempo ni en el mismo grado; pero con el paso de los años condujeron a un movimiento claro de la industria hacia el exterior, alejándose de los viejos centros del Imperio. Uno de los cambios más tempranos fue que el comercio se convirtió en local y provincial, en vez de internacional; aunque, significativamente, el declive en el comercio a gran distancia no se aplicaba a los artículos de lujo, que todavía recorrían prácticamente cualquier distancia para satisfacer las demandas de unos pocos ricos. A lo largo de todo el Imperio, se produjo una vuelta gradual a la artesanía a pequeña escala, que producía artículos para el mercado local y para los pedidos específicos de la vecindad. La tendencia se sigue fácilmente en la historia de la producción de terra sigillata, la cerámica roja generalizada del temprano Imperio. Al fin de la República, esta cerámica se fabricaba en varios centros de Italia, incluyendo a Roma, Puteoli y en especial Arezzo, en Etruria. Bajo el temprano Imperio Arezzo había ocupado el mercado, y su cerámica fácilmente reconocible, producida en alfarerías relativamente grandes a base del trabajo de esclavos, se encuentra en todas las zonas del mundo conocido, desde el Norte de la Galia hasta Pondichéry. Sin embargo, el centro de producción se trasladó pronto hacia el norte, primero a Modena, y luego a la Graufesenque y a varios centros menores en el sur de la Galia, como Banassac (Lozère) y Montans (Tarn). Poco después de la muerte de Augusto, aparecen ollas de la Graufesenque en lugares cerca del Rhin y del Lippe, y durante unos treinta años sus alfarerías controlaban por completo el mercado. En el reino de Domiciano hay ejemplos de hallazgos tan al norte como Escocia. Ya en estos años, sin embargo, la industria estaba otra vez en movimiento. Entre los años 75 y 110 d. de J.C., el nuevo centro era Lezoux, cerca de Clermont-Ferrand, donde el río Allier ofrecía un medio conveniente de transporte. En estos años, la industria italiana tenía dificultades para mantener incluso el mercado doméstico. Entre las ruinas de Pompeya, una caja de cerámica gala sin abrir ofrece un vivo ejemplo de la realidad de esta nueva competencia. Pero la oportunidad de Lezoux vino después. Atraída de forma irresistible hacia la zona militar del Rhin y del Danubio, la industria se trasladó al este

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hacia Alsacia, el Rhin, el Mosela y el limes. Desde los tiempos de Adriano, ollas de Rheinzabern, factoría próxima a Speyer, se encuentran por toda Renania. Finalmente, en el año 170 d. de J.C., los alfareros de Rheinzabern se mudaron a Werstendorf, en Baviera. En la Galia, mientras tanto, se había alcanzado una segunda fase de descentralización con la aparición de un gran número de lugares que vendían artículos de inferior calidad en los pequeños mercados locales. El mismo relato se podría repetir para otras mercancías, como la cristalería, cuyos fabricantes emigraron de Italia a la Galia en el año 50 d. de J.C., para desplazarse en etapas sucesivas de Arlés a Namur, Tréveris, Worms y Colonia, o como las lámparas utilizadas y encontradas en África, que eran primero italianas, luego cartaginesas, y por fin producto de fábricas puramente locales. Las diversas provincias progresaron naturalmente a un paso irregular; a veces el primer resultado de la descentralización fue establecer alguna industria importante en zonas de cercanías especialmente favorables; en este caso la industria descentralizada podía adueñarse del mercado internacional durante cierto tiempo. Como hemos visto, así ocurrió con la terra sigillata de la Graufesenque y Lezoux, que se ha encontrado en Italia, España, África, Britania, e incluso en Siria y Egipto. De modo semejante, se exportaban vinos galos al Oriente desde Narbona y Arlés, hasta mediados del siglo III de nuestra era. Pero en conjunto esta fórmula era excepcional, y en el caso de la Galia y Germania se debía quizá a factores geográficos, en especial al excelente sistema de transportes fluviales, y también a la existencia de mano de obra barata y libre, condiciones que no aparecían en las provincias orientales con una civilización urbana más antigua. El progreso en zonas como la Galia y la Germania romana quedó contrapesado por la decadencia de Italia. Durante el siglo II d. J.C., esta vieja médula del Imperio perdió cada vez más su posición predominante. Mientras las provincias occidentales se convertían progresivamente en auto-suficientes en todas sus necesidades básicas —grano, vino, aceite, sal, vidrio, textiles, artículos de bronce y cerámica—, Italia se volvía cada vez más parasitaria de las demás zonas del Imperio. El Norte de Italia mantuvo su prosperidad durante un período más largo, gracias a sus relaciones con las provincias del Danubio. Pero en las demás zonas de la península, desde fines del siglo I a d. de J.C. aparecen indicios de despoblación y una notable baja en la exportación de productos agrícolas e industriales. Al desarrollarse la tendencia hacia la descentralización, y al crecer el comercio galo del vino, las viñas y los olivares italianos disminuían, dejando cada vez más sitio para el cultivo de trigo en los latifundios, trabajados por siervos. Italia pasó a ser una carga monstruosa, sostenida por exportaciones invisibles: los impuestos exigidos para mantener la administración pública y las inmensas ganancias de las propiedades privadas del emperador. Simultáneamente, en contraste, en las tierras del otro lado de las fronteras, y en especial al norte y noreste, entre los galos, los germanos y los escitas, la expansión exterior del comercio y de la influencia de Roma estaban produciendo una fermentación que iba a tener consecuencias de largo alcance. Los galos conquistados por César (59-50 a. de J.C.) y los germanos descritos por Tácito en su Germania, publicada el año 98 d. de J.C., habían modificado ya hasta cierto grado su primitiva organización tribal; 'en ambas regiones existían unas diferencias considerables de riqueza, y había nobles ricos, cada uno de los cuales reunía una larga comitiva de seguidores. Pero desde los tiempos de Augusto, el desarrollo natural de estos pueblos fue acelerado por el impacto de la romanización. Se veían envueltos cada vez más en las corrientes comerciales del Imperio, comprando y vendiendo a través de las fronteras. Se alistaron cada vez más en los ejércitos romanos como mercenarios, y al retirarse llevaron sus nuevas costumbres a sus tribus, como los nativos de la Nueva Guinea de vuelta a casa desde Sidney o Rabaul. Los jefes romanizados empleaban su nueva cultura al servicio de Roma, o en contra de ella, como Arminius. En resumen, el movimiento económico centrífugo no se detuvo, ni podía detenerse dentro de las fronteras; pero al desbordar los límites romanos y entrar en el mundo bárbaro, llevó consigo las virtudes y los vicios de la civilización, como un vino fuerte para cabezas no acostumbradas. Fueron los mismos romanos los que enseñaron a los bárbaros del norte a mirar con interés y con envidia el rico botín del Imperio. Mientras tanto, seguía el proceso de descentralización y de subdivisión en unidades económicas cada vez más pequeñas. En sí mismo, dado el estado de atraso de las fuerzas productivas, este movimiento no era regresivo: de hecho evitaba gastar mucho esfuerzo y dinero en el desplazamiento innecesario de

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mercancías mediante un costoso sistema de transporte. Además, el declive de viejas rutas comerciales fue contrarrestado hasta cierto punto por la apertura de otras nuevas, en especial la gran ruta a lo largo de los valles del Rhin y del Danubio, que se volvió cada vez más importante desde los tiempos de Trajano (98117 d. de J.C.) y se consolidó más tarde con el establecimiento de las capitales del norte en Tréveris, Milán, Sirmio (Mitrovica), Serdica y Constantinopla. Pero hasta cierto punto, este movimiento desde el centro hacia la periferia causaba alguna desintegración; y el traslado hacia el norte, al otro lado de los Alpes, ayudó a cambiar el equilibrio de un imperio que había crecido alrededor del Mediterráneo —mare nostrum. Políticamente, este mismo movimiento se reflejó en la división del Imperio, primero en la complicada administración cuatripartita de Diocleciano y sus tres colegas (286 d. de J.C.), y más tarde, después de que Constantinopla trasladara la capital a Bizancio (330 d. de J.C.), en la división permanente entre el Imperio Occidental y el Oriental, que encarnaban las dos tradiciones persistentes y divergentes del Occidente latino y del Oriente griego. De esta división surgió, más tarde, el renacimiento griego, en el Estado bizantino, y las bases de la Europa medieval en Occidente. También fundamental para la Europa medieval fue un aspecto particular de este movimiento general de descentralización: el traslado gradual de la industria de las ciudades a las aldeas y a las grandes haciendas. De esta manera, el carácter esencialmente agrario de la civilización antigua empezaba a reafirmarse por encima de los elementos urbanos que habían producido sus desarrollos superiores y más significativos; el campo deprimido se vengaba de los largos siglos en que sus necesidades estuvieron subordinadas a las de los hombres astutos de las ciudades. En Italia, como hemos visto, las viñas y los olivares cedían ante los grandes latifundios de trigo; en resumen, el cultivo intensivo daba paso a un sistema menos eficaz y especializado. Desde los principios de la República existía la tendencia de que las fincas grandes absorbieran a las pequeñas; y sobre todo en el siglo II a. de J.C., el crecimiento de los latifundios en Toscana, en partes del Lacio y Campania, y en el sur de Italia, se había transformado en una amenaza seria a la prosperidad de Italia. Como vimos (págs. 46-47), este movimiento fue mitigado hasta cierto punto por la entrega de pequeñas parcelas a habitantes de la ciudad y a veteranos retirados bajo la legislación de los Graco, Sila y César; peto todavía había ejemplos notables, aunque excepcionales, de haciendas de enormes dimensiones. Cuenta César9 que en el año 49 a. de J.C., Domicio Ahenobarbo, uno de los generales de Pompeyo en la guerra civil, intentó asegurar la lealtad de sus soldados en un momento de apuro prometiendo a cada uno dos o tres acres de sus propiedades privadas. Aún en el caso de que esta promesa se aplicase sólo a los 4.000 hombres de su propio ejército —de los 15.000 hombres bajo su mando— implicaría la propiedad de posesiones muy considerables. Más tarde, durante el reinado de Nerón, nos cuenta Plinio10 que seis hombres eran dueños de la mitad de la provincia de África; y en el Imperio el latifundio se convirtió cada vez más en la unidad típica de posesión de la tierra. Además, empezó a desarrollarse de una manera que transformó finalmente su carácter y, con él, todo el sistema de la economía clásica. En primer lugar, la gran hacienda campesina había mantenido siempre cierta actividad industrial. Esclavos con preparación especial habían hecho los trabajos necesarios de la granja: curtir, tejer, construir carretas, batir el paño y trabajar como carpinteros y herreros. Ya en el año 50 d. de J.C., Plinio da por sentado que la presencia de estos artesanos era una característica normal de cualquier latifundio; y en los tiempos de Vespasiano (69-79 d. de J.C.) las haciendas propias del emperador, organizadas según el modelo de los dominios reales del período helenístico, extendieron este sistema en las provincias al convertirse cada vez más en una aglomeración de artesanos de todo tipo junto a trabajadores agrícolas — es decir, en una comunidad autosuficiente del tipo habitual en las civilizaciones de la Edad de Bronce, y después, con el feudo, en la cristiandad medieval. En la Galia se han excavado ejemplos notables de tales villas. El magnífico establecimiento de Anthée, cerca de Namur, consistía en una casa central rodeada de unos veinte edificios distintos, la mitad de los cuales, por lo menos, parecen haber sido utilizados para 9

César, Bell. civ.17. Hist. nat., 35.

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fines industriales —como talleres de fundición y fábricas de cerveza— y para la producción de artículos de bronce y esmaltados, cerámicas, arcos y artículos de cuero. De modo semejante, una villa encontrada en Chiragan, cerca de Toulouse, fue el centro de un grupo de unos ochenta edificios pequeños, muchos de los cuales habían sido utilizados para la industria. No se puede determinar siempre si esta industria se dirigía en primer lugar a las necesidades domésticas o al mercado. Pero mientras la hacienda autosuficiente se convierte progresivamente en un rasgo característico del campo de África, el sur de Rusia, Italia, Asia Menor, Babilonia, Palestina y Siria, parece dirigida a la ganancia tanto como a la satisfacción de necesidades domésticas. Durante la crisis general del siglo III, que golpeó con más dureza a las ciudades, en estas haciendas fue donde la vida económica permaneció con mayor vigor. El progresivo agotamiento de las fuentes de mano de obra esclava obligó a los terratenientes a buscar otros trabajadores. Recurrieron de forma creciente a los coloni, no a los fuertes campesinos independientes del viejo tipo italiano, sino a labradores-arrendatarios, sucesores de la clase esclava en declive en el dudoso privilegio de formar la capa inferior del campesinado. Estos coloni eran normalmente demasiado pobres para pagar rentas por su tierra o para comprar sus propias herramientas y semillas; por eso tenían que obtener las del dueño y, como «aparceros», le pagaban en especie y, en algunas provincias como África, con servicios en su tierra particular. Con este sistema, la agricultura de subsistencia no requería ni habilidad tradicional ni experiencia: ofrecía a los «nuevos ricos» que surgían de las diversas crisis del Estado, una oportunidad de aumentar sus fortunas de manera fácil y segura. El factor del transporte inadecuado, considerado ya anteriormente, ayudó también al crecimiento de estas haciendas industriales auto-suficientes. Al tener que hacer todas las tareas allí mismo, el romano de la última época, precursor del barón feudal, podía eliminar la partida más costosa en su cuenta de gastos. No es sorprendente que este tipo de economía «nuclear» tendiera a unirse a algún tipo de gran unidad ocupada en la producción primaria. No sólo las grandes haciendas industriales, sino también los campos de minas, las pesquerías y las zonas de caza aparecen como los núcleos alrededor de los que se aglomeraban la artesanía y la industria. Así, en época tan temprana como el siglo I, la aldea minera en Vipasca (Aljustrel, en lo que es ahora el sur de Portugal) tenía peluqueros, bataneros, zapateros y otros artesanos, cuyas actividades, por tratarse de una hacienda de propiedad imperial, estaban cuidadosamente controladas por normas legales. A veces estas unidades primarias eran propiedad del templo, lo cual no sólo recordaba las instituciones semejantes de Babilonia o del Asia Menor helenística, sino que también prefiguraba claramente el sistema de los monasterios medievales. De modo semejante, la nueva clase económica deprimida de los coloni fue la precursora de los siervos de la gleba posteriores. Desde los tiempos de Augusto, esta forma de economía «dominical» estaba sustituyendo progresivamente al viejo sistema capitalista, basado en la mano de obra esclava y en el mercado libre; y fue seguida pronto por una baja catastrófica en todos los ramos de la técnica agrícola. Es significativo que tras el siglo I d. de J.C. la literatura de tema agrario dejara de existir como fuerza creativa y en su lugar encontremos la transcripción mecánica de obras antiguas. Pero, a pesar de esta decadencia en la eficacia de la técnica agrícola, el campo seguía ejerciendo una atracción magnética mientras se deterioraban las condiciones en las ciudades. En el próximo capítulo analizaremos cómo y por qué el Estado se encontraba obligado a mantener exigencias financieras cada vez mayores sobre la burguesía. La hacienda «nuclear», explotada con los métodos de la economía de subsistencia, bajo la protección de algún terrateniente poderoso, ofrecía a su propietario un refugio seguro frente a esta presión. Esta fuga de la industria de las ciudades a haciendas dominicales contribuyó a la descomposición económica general al reducir las zonas abiertas realmente al comercio. Cada hacienda, en proporción al aumento de su autosuficiencia, significaba un aumento del número de individuos sustraídos al sistema económico clásico, y una disminución del número de consumidores potenciales para las mercancías que todavía circulaban en los viejos mercados. De esta forma, la gran propiedad desempeñaba su papel en la reducción del comercio y la aceleración del proceso general de descentralización. En este momento debe resultar evidente que la descripción de Gibbon de Roma bajo los Antoninos exige importantes matizaciones. Hemos descrito varios factores de decadencia arraigados en la estructura de la sociedad romana, que estaban empezando a intervenir en los tiempos de Augusto (27 a. de J.C.-14 d.

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de J.C.), y que sin duda se encontraban en plena actuación durante el período que Gibbon alabó como una era de especial felicidad. Hemos visto que el bajo nivel de la técnica en la civilización greco-romana había conducido al desarrollo de la esclavitud como medio de conseguir el ocio necesario para el confort y la cultura; y que esta institución actuaba sobre ambos, el esclavo y el amo, para descartar la posibilidad de liberar nuevas fuerzas productivas a un nivel adecuado para cambiar las condiciones materiales de la sociedad. Hemos visto el restringido mercado doméstico, que derivaba inevitablemente de una estructura social de este tipo, atraer sobre sí su propio castigo en la forma de un impulso hacia fuera en busca de nuevos mercados lejos de los viejos centros de la civilización. Hemos visto cómo el atraso de las instituciones de crédito y de las comunicaciones y el agotamiento del mismo suministro de esclavos servían para reforzar este movimiento descentralizador, que encontraría finalmente su contrapartida política en la división y, en Occidente, en la desintegración del Imperio. Y, por fin, hemos señalado el crecimiento de la gran propiedad, símbolo de la decadencia de la civilización urbana, que fue a la vez un resultado de la decadencia general y un factor que sirvió para acelerarla. A continuación debemos analizar la reacción del Estado imperial a estas tendencias, y trazar el proceso posterior de desintegración y decadencia. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Sobre la cuestión del nivel de la técnica antigua en general, véanse dos conocidas obras de V. Gordon Childe, Man Makes Himself, Londres, Thinker's Library, 1941, y What Happened in History, Harmondsworth, Pelican Books, 1942 [Ed. en casellano: Qué sucedió en la historia, trad. de Elena Dukelsky, La Pleyade, Buenos Aires, 1969]; también Science in Antiquity, Londres, Home University Library, 1936, y Greek Science: its Meaning for Us, vol. I Thales to Aristotle, y vol. II Theophrastus to Galen, Pelican Books, 1944 y 1949, de B. Farrington. Dos libros del mismo autor, Science and Politics in the Ancient World, Londres, 1939 [Ed. en castellano: Ciencia y política en el mundo antiguo, trad. de Domingo Plácido Suárez, 3.ª ed., Ayuso, Madrid, 1973]; y Head and Hand in Ancient Greece, Londres, Thinker's Library, 1947 [Ed. en castellano: Mano y cerebro en la antigua Grecia, trad. de E. M. de V., Ayuso, Madrid, 1974], examinan los efectos de la división social sobre el pensamiento antiguo. Las invenciones del mundo clásico aparecen en relación con los descubrimientos posteriores y la herencia de los bárbaros y del Lejano Oriente en un artículo de L. White, «Technology and invention in the Middle Ages» (Speculum, XV, 1940, págs. 141-59); el autor discute las importantes obras de Lefebvre des Noëttes, L'Attelage et le cheval de selle à travers les ages, París, 1931, y De la marine antique à la marine moderne: la révolution du gouvernail, París, 1937, y también ofrece una bibliografía de inestimable valor sobre otros temas semejantes. Véanse, además, los libros mencionados en las notas al capítulo 2, y el capítulo de Oertel, «The economic life of the Empire», en Cambridge Ancient History, vol. XII (1939), págs. 232-81; y también mi capítulo sobre el comercio y la industria del Imperio tardío en Cambridge Economic History of Europe, vol. II (1942), págs. 33-85, con bibliografía en págs. 523-8 (nueva edición en preparación). Sobre la esclavitud, véase R. H. Barrow, Slavery in the Roman Empire, Londres, 1928; también dos artículos, uno de M. I. Finley en Historia, 1959, págs. 145-64, y otro de A. H. M. Jones en Eng. Historical Review, 1950, págs. 185-99; los dos han sido publicados de nuevo en Slavery in Classical Antiquity (Cambridge, Heffer, 1969), selección útil de artículos publicados con anterioridad en diversos sitios, por M. I. Finley.

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Capítulo 4 CONTRACCIÓN Y CRISIS

Nunca es fácil aislar el instante en que una sociedad deja de progresar y empieza a decaer. Los factores implicados son tan numerosos, y se refieren a fenómenos en etapas de desarrollo tan diversas, que la vigorosa expansión de una esfera bien puede coincidir con la decadencia ya avanzada en otra. Pero, si existe tal momento en la historia del Imperio romano, corresponde al año 117 d. de J.C., cuando Adriano sucedió a Trajano en el Principado. Bajo Trajano, el Imperio logró su máxima expansión territorial: en ese momento se incorporaron al Imperio Dacia, al otro lado del Danubio, y Armenia y Mesopotamia, al otro lado del Eufrates. Los primeros propósitos de Trajano fueron estratégicos; al anexionarse a Dacia estaba replicando a la injerencia de su rey, Decébalo, quien había obligado a Domiciano a pagar danegeld, mientras que en su política oriental estaba buscando una solución radical al conflicto secular con Partia. Al mismo tiempo, esta política militar coincidió con el movimiento económico general hacia fuera. Porque la zona comercial clásica era más grande que el Imperio. Desde tiempos de Claudio, es posible identificar varias grandes zonas comerciales, no aisladas unas de otras, sino incluyendo dentro de sus límites (que podrían abarcar varias provincias administrativas) la mayor parte de su comercio. De esta forma, España, Germania y Britania estaban agrupadas en torno a la Galia. En África, las provincias desde Mauritania hasta Cirenaica se encontraban juntas. Una tercera agrupación, que perdía cada vez más su fuerza económica, estaba compuesta por Italia, junto a las islas de Sicilia, Córcega y Cerdeña. Anclado a este bloque por el comercio de Aquileya quedaba el grupo del Danubio, desde Recia, en el oeste, hasta Dacia (y el sur de Rusia), en el este. De modo semejante, Grecia, Macedonia, Tracia, Asia Menor y Armenia estaban ligadas por antiguas tradiciones y por la cultura helénica, además de por el comercio; y otro bloque comprendía Siria, Babilonia e Irán, una región medio-romana y medio-parta en su alineación política. Tarde o temprano, era probable que se intentara unir el mayor número posible de territorios de este bloque oriental dentro de las fronteras políticas de un lado u otro; y ésta fue la tarea que realizó Trajano. Al hacerlo, sin embargo, Trajano estiró los recursos financieros y militares del Imperio hasta el punto de ruptura; e incluso antes de sucederle Adriano hay pruebas de un cambio de política. Ahora parece que las regiones más al sur conquistadas por Trajano (si de hecho estuvieron alguna vez firmemente en manos de los romanos), el distrito de Parapotamia, entre el bajo Tigris y el Eufrates, y la ciudad de Dura, ya habían sido devueltas al nuevo rey de Partia antes de la muerte de Trajano. Adriano continuó esta política revisada, abandonando los demás territorios al otro lado del Eufrates; y con una política de consolidación pacífica trajo al Imperio el alivio que se refleja en la prosperidad de la pax Hadriani. Como un segundo Augusto, Adriano viaja por el Imperio, supervisando sus efectivas disposiciones fronterizas y organizando sus provincias con una solicitud enteramente admirable. Pero los límites que de esta forma se pusieron a la expansión del Imperio eran un indicio fatal de que se había alcanzado la cima de su energía creativa. El crecimiento del Imperio había sido parte de un proceso de unificación política, que correspondía a la unificación económica del mundo antiguo; desde este punto de vista, Julio César y Augusto fueron, como vimos, los sucesores directos de Alejandro Magno. Se ha afirmado que, de haber vivido, César habría intentado extender las fronteras aún más, y llevar a cabo el programa de Trajano un siglo y medio

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antes. Sea como fuere, lo que está bastante claro es que en tiempos de Trajano una expansión más amplia era una tarea que los recursos del Imperio ya no podían sostener. De hecho, Adriano y sus sucesores se encontraron en un dilema. El movimiento de descentralización económica hacia la periferia del Imperio suministraba un incentivo para extender las fronteras aún más lejos, y para anexionar a Roma las regiones que disfrutaban ya de estrechos lazos comerciales con el Imperio. De esta manera, quizá habría sido posible abrir todavía nuevas áreas de comercio exterior para compensar la ausencia de un profundo mercado doméstico derivada inevitablemente de la estructura de la sociedad antigua. Pero sin algún aumento en la productividad general, tal expansión sólo podría haber conducido a una descentralización mayor, dejando que las zonas interiores del Imperio sufrieran el mismo destino que Italia; y el costo de la administración y el reclutamiento de tropas para una frontera ampliada habrían acentuado la presión sobre los ciudadanos del Imperio, que ya había empezado a ser crítica. De hecho, las tendencias que ya hemos investigado habían puesto —durante el siglo y medio que separó a Julio César de Trajano— fuera del alcance de la política práctica cualquier expansión de esa índole. A lo largo de todo el período que va desde el siglo I hasta los tiempos de Marco Aurelio (161-80 d. de J.C.), hay claros indicios de una disminución de la población; una comparación de las cifras procedentes de Egipto y Palestina con las cantidades pagadas en relación con la manumisión de esclavos en Delfos durante el mismo período, muestra una baja general de precios, junto a una subida de los salarios: fenómenos que juntos confirman el cuadro general recogido en las fuentes literarias, de una disminución global en la población del Imperio. Además, como en Grecia durante la crisis del siglo II a. de J.C., la burguesía en particular se negaba a tener hijos. Queda claro que esta tendencia empezó temprano, si nos fijamos en la legislación promulgada por Augusto contra ella, legislación que no habría sido reafirmada constantemente y no habría mantenido su vigencia durante tres siglos si las autoridades no la hubieran considerado importante y, por lo menos parcialmente, eficaz. De igual manera, por razones que hemos de considerar en breve, las clases más ricas de las ciudades se negaban cada vez más a aceptar sus responsabilidades militares para la defensa del Imperio; incluso los cargos administrativos comunes, que sus antepasados ocuparon con orgullo, les parecían ahora una carga financiera que no estaban dispuestos a asumir. En resumen, los recursos y la mano de obra potencial del Imperio ya no eran adecuados a las exigencias que se les imponían, y mucho menos a la prosecución de la política expansionista de Trajano, que desde muchos puntos de vista era el desarrollo lógico del Imperio. La disminución de la población y la contracción de los recursos no estuvieron acompañadas, desafortunadamente, por una reducción en el costo de la administración imperial. Un Imperio que se extendía de Northumberland al Eufrates, de los Cárpatos al Sahara, no podía reducir sus gastos por debajo de cierta cantidad mínima. Había que enviar gobernadores, recaudar impuestos, poner guarniciones fronterizas; el Imperio necesitaba del servicio de policía, había que limpiar sus aguas de piratas, mantener en orden los caminos y conservar los correos imperiales. De la amplia red de ciudades que eran guardianes de la cultura antigua, cada una tenía sus propios problemas locales de administración municipal, su consejo de decuriones, con un cierto prestigio que mantener mediante la construcción de edificios apropiados y la provisión de festividades y beneficios; y el sostenimiento del nivel cultural romano exigía en toda esta amplia región el suministro adecuado de las comodidades de la vida civilizada —baños, gimnasios, teatros, anfiteatros, escuelas de lucha cuerpo a cuerpo, acueductos, casas consistoriales, arcos ceremoniales, sepulcros labrados, columnas triunfales, plazas de mercado, columnatas y templos—, consideradas todas ellas esenciales para la vida en plenitud de un ciudadano romano. La vida en las ciudades se caracterizaba siempre por el despilfarro. Se ha señalado que el mundo antiguo no sólo fracasó en el desarrollo de la productividad del trabajo, sino que tampoco consiguió crear el puritanismo que tantas veces ha crecido al lado de ese desarrollo. El rico de la ciudad malgastaba sus riquezas o las invertía en terrenos: ni en un caso ni en el otro aumentaba la riqueza de la comunidad. Además, los costos de la corte, con sus lujos y sus concesiones de «pan y circo» a la mimada metrópoli, no eran de ninguna manera una partida insignificante del presupuesto imperial; y cuando, en los siglos III

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y IV, la administración fue subdividida, y había que mantener nada menos que cuatro cortes simultáneamente, la carga se hizo casi insoportable. El Imperio, en tiempos de contracción económica, no poseía ya más recursos para pagar esta pesada cuenta. De hecho, el endeudamiento privado estaba tan generalizado que desalentaba la actividad económica, y en el año 118 d. de J.C., Adriano estuvo de acuerdo en cancelar una deuda incobrable al tesoro público por la cantidad de 900 millones de sestercios, y después dejó de cobrar muchas cuentas pendientes. Pero cuando los ciudadanos del Imperio no podían pagar, la remisión de deudas no era, evidentemente, una solución permanente. El problema era sencillamente que había que vivir con menos gastos; y toda la cuestión financiera pasó a ser cardinal desde el siglo II. Más pronto o más tarde había que obligar a los contribuyentes a conseguir lo que exigía el Estado; lo que a su vez implicaba que el Estado debería hacerse más fuerte, ya que, en su nuevo papel de extorsionador, tenía que convertirse de forma creciente en enemigo del hombre común. En los primeros años del Principado, la política había consistido en animar a las ciudades de Italia y del Imperio a que tomaran a Roma como modelo y dirigieran sus propios asuntos. En Oriente, el sistema griego de mantener una asamblea primaria, un consejo elegido para un período corto y magistrados anuales, había sido abolido gradualmente en favor del tipo de organización municipal romana, que, como ya hemos visto (página 36*), podía, por medio de su asamblea controlada y su consejo vitalicio, restringir las actividades de los magistrados elegidos y asegurar que el verdadero poder estuviera en manos de los ricos. Esto implicaba un tipo de asociación entre el gobierno de Roma y las familias ricas de los municipios. Pero con el crecimiento de la burocracia y de esas características de la administración que consideramos actualmente como signos del «estado policiaco», esta alianza se rompió. Es triste pensar que los emperadores se vieran obligados a extraer de sus súbditos por la fuerza las rentas que en los días más vigorosos de la República se sacaban del botín de las guerras extranjeras, y que la contrapartida de la pax Romana fue la extorsión legalizada. Ambos, Trajano y Adriano, están considerados como dos de los «cinco buenos emperadores». Personalmente, sus caracteres dejaban poco lugar para la crítica; estaban sumamente interesados en el bien del Imperio y trabajaban sin cesar en favor de él. En opinión de Pausanias, que vivió en tiempos de sus dos sucesores, Adriano fue el gobernante «que dio lo sumo a todos para la felicidad del mundo». Pero fue precisamente bajo estos dos emperadores cuando aparecieron los primeros indicios desagradables de la tiranía burocrática. Si dejamos a un lado un ejemplo dudoso del año 92 d. de J.C., el primer uso de comisionados especiales para supervisar los asuntos internos de las ciudades se produjo en época de Trajano. Estos curatores se preocupaban en particular de las ciudades libres e informaban directamente al emperador. Desde los tiempos de Adriano, aumentó su número y se desarrolló cada vez más la tendencia a nombrarles para supervisar cada uno a una ciudad determinada. Ya a comienzos del siglo III había pasado a ser un cargo oficial normal, que finalmente se otorgaba a un habitante de la localidad y que degeneró en una magistratura más. Pero ya en esta época se habían inventado nuevas formas de control y coerción. También bajo Trajano encontramos el crecimiento de un sistema de arrendamientos estatales obligatorios y el reclutamiento compulsivo de funcionarios locales para los grados medios y bajos del servicio civil. De todas formas, bajo Adriano apareció un fenómeno más odioso: la policía secreta y los delatores, que surgieron por degradación de los funcionarios de comisaría conocidos como frumentarii. Mientras aumentaba la presión sobre las ciudades, naturalmente aumentaba también la resistencia de sus habitantes, y esto llevaba, inevitablemente, al nombramiento de más empleados de la administración civil y más espías. Todavía no había llegado el momento en que Lactancio se quejaba amargamente de que había más gente viviendo de los impuestos que pagándolos; pero se habían dado los primeros pasos, y desde los tiempos de Adriano este cuerpo de policías secretos funcionó sin interrupción hasta su modificación por Diocleciano. El hecho de que fuera un emperador tan ilustrado como Adriano quien lo introdujo sugiere la idea de que había algún grado de inevitabilidad en su desarrollo. Al mismo tiempo, el gobierno intentaba conservar el apoyo de las aristocracias locales; hay algunas pruebas, en especial procedentes de las provincias de Asia Menor, de que tras la fachada de la prosperidad de los siglos I y II había un *

De la edición impresa, por supuesto.

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descontento popular serio y aguzadas diferencias sociales. Conocemos la existencia de conflictos de clase en Esmirna, Rodas y Sardes, de motines e incendios premeditados en Prusa; y se ha sugerido, con visos de verosimilitud, que el gobierno imperial, incapaz de hacer concesiones radicales al pueblo, que habría preferido comida más barata y juegos circenses a complejos programas de edificación, intentó deliberadamente apoyar la casta de la aristocracia local, como un aliado útil, con concesiones de rango senatorial. Pero esto tendía a separarles de la suerte de sus ciudades, y así hacía aún mayor la carga sobre los que seguían siendo responsables de la administración y los impuestos locales. Por eso, ya en el siglo II, bajo los rosados colores del régimen antoniniano, las debilidades y las tensiones estaban en pleno desarrollo. En el siglo III la crisis se hizo abierta y catastrófica. Los leves rumores a lo largo de las fronteras del nordeste, que a fines del siglo II d. de J.C. se habían vuelto suficientemente fuertes para sacar al filósofo Marco Aurelio de su estudio, camino del campamento, estallaron por fin, ahora en el desastre de una invasión bárbara de gran alcance. En esta emergencia, todo dependía del ejército. Pero, por varias razones, el ejército ya no era digno de crédito. La idea de un emperador elegido era una constante incitación a los ambiciosos líderes militares, y éstos con frecuencia podían aprovecharse de la fidelidad de las tropas, para las cuales la lealtad al Estado estaba desprovista de sentido. Esta salida resultaba aún más fácil porque los mismos ejércitos se reclutaban cada vez más entre los bárbaros. Desde el temprano Imperio encontramos una política constante (y no exenta de éxito) encaminada a asentar a pueblos fronterizos en territorio romano; así, el gobernador de Misia bajo Nerón, Tiberio Plautio Silvano Aeliano, se atribuyó el mérito de haber transportado a 10.000 hombres del otro lado del Danubio. Hombres como éstos formaban las tropas que el Imperio ya no tenía dinero para reclutar entre los sectores de confianza de la población en las provincias más avanzadas; y en la lucha contra los bárbaros, su técnica era con frecuencia mejor que la consagrada por la tradición romana. Pero la técnica no podía reemplazar a la lealtad y la fiabilidad, y un ejército barbarizado, pronto a rebelarse al mando de un general ambicioso, ya no era la fuerza apropiada para guarnecer el Imperio. Se desbarató la maquinaria del gobierno; la guerra civil dio origen al caos; los emperadores se duplicaron, y las invasiones siguieron una tras otra con una regularidad tenebrosa. Los asaltos de los marcomanos y los cuados en el año 166 d. de J.C. fueron sofocados por fin, después de grandes esfuerzos, pero la rebelión de Avidio Casio en Oriente impidió un acuerdo final. En el siglo III, la amenaza principal venía de los godos, quienes habían aprendido las artes militares de los nómadas de las estepas durante su estancia cerca del mar Negro. Pero, además, había problemas en otras provincias. Ya en el año 173 d. de J.C. los moros habían saqueado España; y en Oriente un nuevo enemigo se levantó en la Persia sasánida. A mediados del siglo III, el emperador Galieno se rebajó al punto de tener que tomar como esposa a la hija del rey de los marcomanos y de conceder las insignias consulares a un jefe de los feroces hérulos, quienes devastaron Grecia y los Balcanes en el año 267 d. de J.C. Galieno derrotó a los alamanes en Milán en el año 258 d. de J.C., pero tuvo que abandonar el control de Recia y de lo que es ahora Baden. Casi al mismo tiempo los francos penetraron en la Galia, conquistaron más de sesenta ciudades e hicieron de esta provincia una base para incursiones a lo largo de la costa española. Más al este, los godos pasaron por Misia y Tracia para saquear muchas de las antiguas ciudades de Asia Menor, incluyendo Calcedonia, Nicomedia, Nicea y Prusa. A pesar de los esfuerzos de los emperadores, las defensas imperiales resultaron insuficientes; y demasiados miembros de la clase gobernante no se dieron cuenta del significado de lo que estaban presenciando. Un retórico de fines del siglo III comenta cómo los bárbaros cautivos pasaban por las ciudades, convertidos en objeto de ridículo para los ciudadanos que, un día antes, habían temblado ante su cercanía, y ahora preveían su transformación en campesinos inofensivos que regatearían en el mercado y venderían sus productos, con lo cual se elevaría el nivel de vida de los habitantes de la ciudad. Mentes como éstas no habían empezado a entender lo que le estaba ocurriendo a la civilización romana.

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Para muchos, el mismo ejército parecía un azote más grande que el enemigo. De lo que es ahora Aga Bey Köy, en Anatolia, llegó la siguiente súplica de arrendatarios imperiales a algún emperador del siglo III, contra las amenazas de la policía militar (colletiones): Para decirle a Su Divinidad la verdad, a menos que su divina mano derecha ejerza alguna justicia por estos males y traiga ayuda para el futuro, los de nosotros que quedamos, incapaces de sufrir más la codicia de la policía militar (colletiones), tendremos que abandonar nuestros hogares ancestrales y sepulcros familiares, y mudarnos a la propiedad privada para preservarnos; porque los malhechores se inclinan más a perdonar a los habitantes de ésta que a los agricultores de Su Divinidad.

Súplicas semejantes llegaron a Gordiano III en el año 238 después de Jesucristo, procedentes de los campesinos de Scaptopara, en Tracia; y de Libanios, en el siglo IV, sabemos de agricultores que se volvieron bandoleros por pura desesperación. Las ciudades y las aldeas sufrieron igualmente bajo este azote, y de diversas partes del Imperio vinieron estas súplicas patéticas al Emperador, quien, según creían, todavía podía salvar a su gente si conociera los hechos. Las clases bajas eran las que soportaban todo el peso de esta carga. Durante algún tiempo, la clase alta vivió de su capital y logró transportar los intolerables apuros a las clases que ella misma explotaba; hasta que las masas, acosadas más allá de lo que podían soportar por los fuertes impuestos, la regimentación y los sueldos en descenso, recurrieron a las huelgas, y por fin a la insurrección o a la apelación a los mismos bárbaros. En el siglo IV escritores como Amiano y Temistio dan testimonio del apoyo popular que se ofrecía a menudo a los invasores; y en otra parte leemos que se salvaron del hambre con la ayuda de los campesinos que les dirigían hacia los almacenes romanos. En la Galia, y en especial en el oeste, una jacquerie campesina realizó una serie de guerras contra el gobierno imperial, que duraron desde el año 284 d. de J.C., aproximadamente, hasta mediados del siglo V. Bajo el nombre de bagaudes (probablemente una palabra celta que quiere decir «los individuos en rebeldía»), lograron ocupar zonas enteras en el oeste y administrar justicia «bajo el árbol frondoso». Paulino de Pella los describe como «una facción servil con una mezcla de jóvenes nacidos libres, locos de atar, y armados para el especial asesinato de los nobles»; pero Salviano de Marsella considera que sus éxitos en el siglo V son, como los de los bárbaros, el castigo de Dios por la maldad de los romanos; y, como Paulino, admite que incluso hombres acaudalados y de educación liberal se han unido a ellos. Los terratenientes galos reconocieron la amenaza de este movimiento, y en el año 437 no vacilaron en emplear a los bárbaros hunos bajo su jefe Litorio para sofocar a estos campesinos en rebeldía; sin embargo, el movimiento se recuperó rápidamente de esta derrota. En el mismo período, aproximadamente, tenemos noticias de la actividad de los bagaudes también en España. Además, en Egipto los documentos revelan la existencia de condiciones espantosas, de aldeas despobladas, de campesinos que abandonan por todas partes sus casas para evitar responsabilidades insoportables. Un investigador alemán ha calculado que entre los tiempos de Augusto y el año 300 d. de J.C., la población total del Imperio disminuyó una tercera parte, aproximadamente de setenta a cincuenta millones. En estos tiempos terribles, los emperadores no perdieron la esperanza en el Estado. Pero el remedio era con frecuencia más espantoso que la enfermedad que se pensaba curar. Ante la invasión, el caos, las ciudades que se empequeñecían y los campesinos que huían o se rebelaban, tenían una respuesta: ampliar la burocracia y fortalecer los instrumentos del Estado, el ejército, el recaudador de impuestos y la policía secreta. En particular, desde los tiempos de Septimio Severo (193-211 d. de J.C.), el ejército y la administración civil recibieron privilegios especiales, cuyos efectos a largo plazo difícilmente pueden ser sobreestimados. Para entenderlos hace falta examinar la política monetaria del gobierno. Augusto había estabilizado la relación entre el aureus de oro, acuñado desde tiempos de Julio César, y el más viejo denarius de plata, en 25:1, lo que representaba una razón oro : plata de 12 : 1 aproximadamente. Plinio nos cuenta1 que Nerón redujo el aureus de 1/40 a 1/45, y el denarius de 1/84 a 1/96 de una libra, 1

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afirmación confirmada con el peso de las piezas. Quizá hubiera también alguna reducción en el contenido de plata del denarius. Más tarde, Trajano y los emperadores del siglo II redujeron este contenido de plata a un 75 por 100. La causa de estos ajustes es un tema de controversia. Pero la reducción en el tamaño de las monedas de plata y de oro por Nerón parece ser una concesión a las finanzas en situación de gran apuro; y M. Aurelio intentaba sin duda reaprovisionar una tesorería empobrecida. Un poco más tarde, Septimio Severo redujo el contenido de plata del denarius al 50 por 100, con el resultado de que la moneda empezó a ser rechazada por completo en Germania, donde tesoros escondidos del siglo II revelan una crecida cantidad de oro. Este rebajamiento de la moneda en circulación fue equivalente a una inflación de la plata con respecto al oro. Hubo una repentina subida de los precios, y cuando las legiones protestaron contra la paga en dinero de aleación más baja, tuvieron éxito al conseguir un aumento de sueldo. Pero, al parecer, consiguieron más que eso. Porque es en el reinado de Septimio Severo en el que debemos buscar los comienzos del sistema según el cual se pagaba al ejército y a la administración civil, para sus necesidades básicas, no en moneda, sino en especie. Por medio de una orden especial, que llegó a ser cada vez más frecuente, se dieron instrucciones a las provincias por las que iban a pasar las legiones, para que suministraran sus provisiones, y este impuesto fue conocido como la annona militaris. Aparecen testimonios de la existencia de este impuesto, que representó el primer intento regular de establecer una organización permanente para pagar al ejército, en Egipto a fines del siglo II y se recaudó regularmente a lo largo del siglo III. Un edicto anual definía su alcance para el año siguiente. Este sistema tenía alguna ventaja para el ejército y la burocracia durante los períodos de inflación del siglo III, porque les permitía evitar los efectos del pago con dinero devaluado —aunque seguían haciéndose algunos pagos complementarios en moneda, por lo menos hasta los tiempos de Diocleciano (284-305 d. de J.C.). De todas formas, a fines de siglo había caído mucho su nivel real de vida, puesto que entonces no recibían prácticamente más que sus raciones, uniformes y armas. Además, los efectos de la annona en otros sectores de la vida económica eran imprevistos y de gran alcance. En primer lugar, el pago de impuestos en especie planteaba, inevitablemente, problemas de transporte y exigía la construcción de almacenes públicos (mansiones) a lo largo de las carreteras principales del Imperio. Los empleados del Estado y las fuerzas armadas recibían sus sueldos en forma de recibos, que servían de letras de cambio en determinados almacenes públicos de la vecindad. El receptor iba a la mansio correspondiente a cobrar su ración de trigo, vino o aceite. Claramente el establecimiento de esta clase de sistema fiscal incluía una tremenda maquinaria de abastecimiento; y para satisfacer esta necesidad, los emperadores del siglo III y principios del siglo IV y sobre todo los más fuertes, Septimio Severo (193211), Aureliano (270-5), Diocleciano (284-305) y Constantino (306-37), recurrieron a una institución que en el pasado fue sumamente apreciada entre los adelantos de una sociedad libre, pero que ingeniosamente fue transformada ahora para suministrar las cadenas de un estado autoritario. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Véanse los libros ya mencionados en los capítulos 2 y 3. Sobre la crisis del siglo III d. de J.C., véase H. M. D. Parker, A History o/ the Roman World, A. D. 138-337, Londres, 1935, y los capítulos pertinentes en Cambrigde Ancient History, vol. XII. Sobre la annona militaris, véase D. van Berchem, «L'Annone militaire», Mém. de la soc. nat. des antiqu. de France, LXXX, 1937, págs. 117-202, y un panorama de la edad imperial por A. Passerini, Linee di storia romana in età imperiale, Milán, 1949, págs. 210 y siguientes. Todos los aspectos de la organización del Imperio tardío se encuentran examinados en una obra magistral de A. H. M. Jones, The Later Roman Empire: a Social, Economic and Administrative Survey, Oxford, 1964, 4 vols.; el problema específico de la decadencia se examina en el volumen 2, págs. 1025-68.

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Capítulo 5 EL ESTADO AUTORITARIO

Por todo el mundo helenístico, y más especialmente en el Egipto de los Tolomeos, encontramos innumerables asociaciones o gremios de gente ocupada en el mismo trabajo; sus funciones eran en parte religiosas y en parte las de una moderna sociedad amistosa o sociedad de enterramientos, y hasta cierto grado protegían los intereses profesionales de sus miembros, sin alcanzar nunca el nivel de los sindicatos actuales. En fecha tan temprana como el año 200 a. de J.C., sabemos de un collegium (o gremio) en Cerdeña, de cocineros de Falerri en Italia; pero bajo la República, tales collegia eran considerados desfavorablemente como fuentes potenciales de desorden, y fueron prohibidos repetidas veces. En el año 7 a. de J.C., Augusto los legalizó, a condición de que fueran útiles al Estado. Es en relación con el gremio de navieros, los navicularii, donde la nueva política resulta más visible. Estos navieros eran responsables de transportar a Roma el grano del que dependía el sustento de la capital, y por eso fueron el objeto de una especial solicitud imperial. Bajo Claudio (41-54 d. de J.C.), la tesorería ofrecía concesiones a los navieros y mercaderes (negotiatores) que se comprometían a construir un barco de algo más de treinta toneladas y emplearlo en servicio del gobierno durante seis años. Estas concesiones fueron confirmadas por emperadores posteriores; pero con la decadencia del comercio de mercancías para el consumo masivo, que llegó a hacerse visible en el siglo I d. de J.C., los que se ocupaban en el transporte marítimo solían trabajar también en otro oficio. En consecuencia, bajo Adriano (117-38 d. de J.C.), el Estado empezó a insistir en que, para tener derecho a estas concesiones, un naviero o mercader debía emplear la mayor parte de su capital en obligaciones estatales. Mientras estos acuerdos cobraban una importancia cada vez mayor, las organizaciones corporativas, o collegia, de los navicularii y negotiatores empezaron a reemplazar a los comerciantes individuales en los contratos; y a lo largo del siglo III quedó claro que la organización más amplia de estos gremios era esencial para el funcionamiento del nuevo sistema fiscal. Ya bajo Antonino Pío (138-61 después de Jesucristo), los navicularii de Arlés (quienes como collegium disfrutaban de una oficina particular en Beirut) honraban a su «excelente y digno patrón», el procurador local de aprovisionamiento de trigo. M. Aurelio (161-80 d. de J.C.) declaró que nadie podía pertenecer a más de un gremio. Pero es en tiempos de Septimio Severo (193-211 d. de J.C.) cuando aparece una clara descripción del sistema. Se afirmó entonces específicamente que sólo podían reclamar concesiones los gremiales que prestaban sus servicios personales, y no los gremiales sin distinción —una clara indicación del papel que llegaron a desempeñar los gremios en las negociaciones con el gobierno. Al mismo tiempo aparecieron collegia de herreros (quienes pueden haber tenido obligaciones como brigada de bomberos, incluso bajo la República tardía), de comerciantes en aceite, panaderos, medidores de trigo y vendedores de cerdos, todos los cuales funcionaban en Roma, salvo los navicularii, que formaban una especie de Marina Mercante activa en todo el Imperio. En el año 200 d. de J.C. los cinco collegia de navieros de Arlés hicieron una huelga para exigir del gobierno tarifas más altas. A lo largo del siglo III el papel de los gremios seguía desarrollándose, pero su libertad y su categoría seguían disminuyendo. Los que eran inicialmente asociaciones independientes y honradas pasaron a ser instrumentos de la dominación del Estado. Los detalles y las causas de este desarrollo resultan oscuros, al menos en parte, debido a la escasez de fuentes históricas del siglo III. Sin duda, intervinieron factores especiales en los diversos ramos de la producción y distribución. Pero parece que hay buenas razones para considerar la institución de la annona, el pago en especie a las fuerzas armadas y a la administración civil, como una de las razones principales. Otra, sin duda, fue el hecho de que la empresa privada, por sí sola,

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resultaba incapaz de alimentar a la población civil, y el Estado se vio obligado a intervenir. Lo que se puede decir con certeza es que, a fines del siglo III de nuestra era, los collegia se habían transformado en organizaciones controladas, cuyos miembros estaban atados a su oficio y transmitían sus obligaciones a sus herederos. Todavía les trataban con honor; todavía podían tener sus propias posesiones y, como antes, tenían sus patrones y sus ritos religiosos; sus miembros estaban exentos de muchos impuestos, y sus presidentes jubilados recibían con frecuencia títulos honoríficos. Pero los collegia se convirtieron de forma creciente en el instrumento con el que se limitaba la libertad de acción de los miembros. Sus actividades estaban cada vez más ligadas al servicio del Estado. Se prohibía a sus colegiados cambiar de ocupación, y en algunos oficios, como el de panadero, debían escoger a sus mujeres entre las familias de sus compañeros de gremio. Como ejemplo, tomemos el caso de los navieros. En el siglo IV cualquier navicularius dueño de un barco de más de treinta toneladas estaba obligado a ponerlo a disposición del gobierno, y a cambio recibía ciertas exenciones de impuestos, que después del año 326 significaban una completa inmunidad de cargos fiscales. En el año 380 se le otorgó la categoría de eques, o caballero. Por otro lado, sus obligaciones eran muchas. Mientras estaba comprometido en el transporte de cargas estatales, le compensaban a razón de una cantidad definida en un estatuto legal del año 334 como el 4 por 100 del valor de una carga de trigo en especie, más una milésima parte de su valor en oro para que pudiera cumplir estas obligaciones «con entusiasmo y apenas sin pérdidas propias». Pero a comienzos del siglo V la cifra había bajado a un 1 por 100 de la carga. Además, el naviero estaba sujeto a una lista de reglamentos de pesadilla, que le prohibían especular con la carga, demorarse en ruta, sabotear su barco, o intentar el comercio ilegal bajo pena de muerte. Esta atención especial a los navieros surgió claramente de la importancia de abastecer a Roma, donde se necesitaban 130.860.000 libras de trigo al año para cumplir las demandas de los funcionarios públicos y de las personas con derecho a raciones gratis; y como hemos visto (pág. 44), si se incluye el trigo barato que se suministraba a los demás habitantes de la capital, el consumo total no podría ser muy inferior a 618 millones de libras. Cuando en alguna fecha anterior a Aureliano (270-5 d. de J.C.) la distribución de pan reemplazó a la de trigo, los gremios de panaderos, que habían sido reconocidos oficialmente bajo Trajano, asumieron mayor importancia; y ya en el siglo IV también ellos estaban completamente integrados en el servicio al Estado. Su propiedad fue ligada a su oficio, que se heredaba junto con ella. Si un hombre heredaba las propiedades de un naviero y de un panadero, era responsable de las obligaciones de los dos oficios; y cualquiera que se casara con la hija de un panadero, debería adoptar el oficio del padre de ella. De todas formas, el gobierno no se preocupaba sólo del trigo. La distribución gratis de aceite de oliva, que se había efectuado en varias ocasiones desde la República tardía, se convirtió en habitual desde los tiempos de Septimio Severo, y dos gremios de comerciantes en aceite trataban con España y África, respectivamente. De modo semejante, a fines del siglo III, con la distribución regular de raciones de cerdo en Roma, los comerciantes en puercos adquirieron obligaciones oficiales, que comprendían recoger los animales de los ciudadanos que pagaban en cerdos como parte de sus impuestos en especie, llevarlos a Roma y hacerlos matar allí para que se repartiesen como raciones de carne. Este desarrollo del principio de distribuciones estatales, y la institución de la annona militar en relación con el ejército, tenían como consecuencia natural un desarrollo sustancial del sistema de transportes del Estado para llevar los productos fiscales a sus diversos destinos. De nuevo, en este caso, los emperadores utilizaron el método conocido de las requisas obligatorias. En algunos casos se empleaban humildes arrieros; en otros se adaptaba el llamado cursus publicus, el correo imperial —una improvisación conveniente, ya que parece probable que los almacenes donde se guardaban las provisiones estaban establecidos junto a las estaciones de correo a lo largo de las carreteras principales. Estas estaciones estaban bajo el control de miembros de las familias de las ciudades cercanas, que tenían la responsabilidad de ocupar los puestos en los consejos locales, y en esta época se vieron empujados a prestar también este servicio adicional. Los establos para las mulas y los bueyes fueron construidos por prestaciones de trabajo forzado (corvées), y los mismos animales se conseguían y, en caso de necesidad,

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eran reemplazados por la requisa. Además, el personal regular de bajo nivel —mozos de caballos, arrieros y cirujanos veterinarios— eran empleados del Estado. Gradualmente se había desarrollado un sistema mediante el cual el Estado distribuía raciones básicas de pan, vino, aceite y cerdo, gratis o muy barato, y a cambio exigía servicios obligatorios de los gremiales. En el siglo IV d. de J,C., el cuadro que los códigos legales revelan corresponde a un absoluto control estatal sobre los individuos. No sólo unas pocas profesiones escogidas, sino todos los oficios y ocupaciones estaban organizados en collegia hereditarios. Sabemos, por ejemplo, de gremios de mesoneros, pescadores, alfareros y plateros. Tampoco se aplicaba sólo a Roma. Toda ciudad de alguna importancia tenía sus propios collegia, que funcionaban bajo el control del consejo local, cuyos miembros eran responsables ante Roma por el cumplimiento de sus instrucciones. Se conocen ejemplos en Aquileya, Lyon, Arlés, Tréveris, Constantinopla y Cícico, por mencionar sólo unas pocas ciudades de las que tenemos datos. El sistema no representaba una plena nacionalización, sino una forma mixta de empresa privada controlada. El gremial seguía siendo dueño de su propiedad industrial y comercial. Pero en vez de hacer un contrato libre durante un período de tiempo determinado, estaba obligado en virtud de su condición de propietario a trabajar para el Estado. Como contrapartida, recibía una compensación por la pérdida de ingresos; pero este «consuelo», o solacium, como se le llamaba oficialmente, tomaba cada vez más la forma de un pago en especie. Quizá se llegó a la última fase del desarrollo cuando la inscripción en uno u otro de los collegia apareció como penalidad oficial impuesta a los delincuentes convictos de haber evitado hasta entonces la «incorporación». El uso de la coacción sobre los gremiales a partir del siglo III tiene su paralelo en el campo del gobierno municipal. En todas las ciudades del Imperio los grupos dominantes eran, por lo general, terratenientes; y se encontraron en bastantes apuros a causa de las exigencias de la annona militaris, que, como fue proyectada para cubrir una demanda invariable, era una cantidad fija, y no estaba en proporción al rendimiento de la cosecha. Esta carga, junto con una crisis del sistema financiero que, como veremos, se arruinó bajo una inflación catastrófica, agotó los recursos de muchas de las familias más ricas de las ciudades. Un papiro egipcio del año 250 d. de J.C. habla de un tal Aurelio Hermofilo de Hermopolis, quien, después de desempeñar el cargo municipal de kosmetes con grandes gastos personales, intentaba en ese momento liberar a su hijo de un «honor» semejante, ofreciendo a cambio a las autoridades la totalidad de su propiedad; por su intento, el consejo municipal le detuvo, Desde los tiempos de Diocleciano (284305) y Constantino (306-37), los cargos municipales son la obligación de una casta hereditaria de curiales, quienes habían perdido la mayoría de sus viejas funciones, que pasaron a manos de los oficiales imperiales, pero eran aún responsables de recaudar impuestos y de abastecer la ciudad. Bajo estas condiciones no podía haber sentimiento cívico; pero no existía forma fácil de escaparse. A un miembro de la orden curial le estaba prohibido abandonar su ciudad nativa bajo la pena de cumplir con las obligaciones de su vieja casa y su nueva residencia; no podía retirarse a su finca en el campo para evitar obligaciones municipales; y le prohibían alistarse en el ejército o inscribirse en el servicio imperial, entrar en órdenes religiosas, hacerse miembro de un gremio, o entrar al servicio de un propietario rico como criado personal o como labrador arrendatario. Para evitar que la persona se aprovechara de cualquier escapatoria, las obligaciones de los curiales, como las de los gremiales, estaban unidas a la propiedad y no al individuo; eran hereditarias, y había leyes para mantener las obligaciones en el caso de que una heredera se casara fuera de la orden en su propia ciudad. Finalmente, la inscripción en la orden curial llegó a ser un castigo. Bajo Majencio (30612), sabemos de cristianos inscritos a la fuerza «para castigarles por su superstición». Constantino (306-37) inscribió en la orden a los hijos de veteranos que normalmente estarían obligados al servicio militar, pero que se habían mutilado para evadirlo; y a finales del siglo IV a pesar de repetidas leyes prohibiendo el uso impropio de la orden curial como una pena legal, Honorio (393423) la impuso a cristianos apóstatas. Bajo Justiniano fue utilizada en el Imperio oriental contra los judíos, los herejes y los clérigos declarados culpables repetidamente de jugar a los dados.

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Es verdad que las medidas de coerción que acabamos de describir se evadían con frecuencia 1. La reiteración estridente de los códigos y muchas otras pruebas muestran que la ineficacia de las autoridades permitía escabullirse a muchos y que, a pesar de las leyes, había bastante movilidad práctica y libertad de acción. Pero aún cuando se tuviera éxito (que no siempre se tenía), la lucha perpetua para eludir la ley debió traer consigo una carga intolerable de ansiedad e inseguridad, y no es extraño que la vida en estas condiciones estuviera acompañada por una decadencia en la calidad y la extensión de la civilización urbana. Las invasiones bárbaras contribuyeron a esta decadencia. En la Galia, sobre todo, donde las ciudades abiertas habían crecido y prosperado durante generaciones tras las defensas de la frontera del Rhin, el enemigo entró desenfrenado, incendiando y saqueando toda la provincia, una vez que cedieron las defensas. En la destrucción general, parece que desaparecieron casi por completo los comerciantes y pequeños artesanos. Después de la rebelión de Póstumo contra Galieno (259) las ciudades, con sus poblaciones reducidas, quedaron limitadas a puras fortalezas, y desde tiempos del reinado de Aureliano (270-5) es raro que su superficie excediera las veintiocho hectáreas. Así, Burdeos era excepcionalmente grande, con un perímetro de 2.275 metros y una superficie de treinta hectáreas; en Estrasburgo, la nueva fortaleza cubría diecinueve hectáreas; Nantes, Rouen y Troyes tenían dieciséis cada una; Beauvais, Rennes y Tours, diez, y Senlis, menos de siete. Especialmente notable es el caso de Autun, que cubría unas 200 hectáreas antes de que cayera en manos de los ejércitos galos de Tétrico y fuera saqueada por los bagaudes; pero fue reconstruida por Constancio con la ayuda del trabajo gratuito de carpinteros y albañiles británicos en un espacio de sólo 10 hectáreas. Al otro lado del canal de la Mancha, sin embargo, la condición de las ciudades era sólo algo mejor. En Verulamium (St. Albans) las murallas de la ciudad quedaron en ruinas y se dejó de usar el teatro; y gran parte de Wroxeter fue incendiada y nunca reconstruida. Tampoco era muy distinto el cuadro en otras partes del Imperio. Las incursiones de los bárbaros en la península Balcánica durante el siglo III redujeron sus ciudades a una condición aún peor que las de la Galia; y en la segura provincia de Egipto se calcula que, en el año 260, Alejandría había perdido cerca del 60 por 100 de su población. En algunos casos, de forma destacada en Estrasburgo, parece que los paisanos vivían fuera de la fortaleza y recurrían a refugiarse en ella en tiempo de necesidad. Pero esto fue excepcional; y, en general, las cifras implican una disminución considerable de la población. El remedio —que de ninguna manera ayudaba a las ciudades— fue seguir la práctica de hacer colonos a los bárbaros dentro del Imperio. Ya hemos mencionado los comienzos de esta política (páginas 84-85). En el siglo III sabemos que camavi y frisones fueron establecidos dentro de la frontera, y Constantino (306-37) siguió la misma política con respecto a los francos. Durante el siglo IV los bárbaros fueron introducidos en número aún mayor y colonizados bajo el mando de prefectos. Incluso hoy muchas aldeas francesas, como Bourgogne, Alain o Sermaize, revelan sus orígenes en la llegada de algunos grupos de burgundios, alanos o sármatas. Mientras tanto, dentro de las ciudades cualquier vida vigorosa e independiente iba siendo aplastada, no sólo por la presión de acontecimientos externos, sino también por el aumento del control burocrático. Hemos observado las primeras fases del proceso (págs. 83-84). Ya en el siglo III la mayor parte de los poderes legislativos de los municipios habían sido absorbidos por Roma, y las funciones administrativas también iban siendo usurpadas poco a poco. Los curatores y correctores del siglo III cumplieron su misión de rebajar hasta el mismo ínfimo nivel de dependencia todos los municipios del Imperio. Continuador de esta política en los siglos IV y V fue el omnipotente defensor, que pronto llegó a eclipsar a todos los demás funcionarios, y con frecuencia cayó en el descrédito por su alianza no-santa con los terratenientes locales. Claro está que en estos tiempos el consejo municipal era un cuerpo que sólo tenía obligaciones, y sin ninguna autoridad. Se ha dicho, con justicia, que la historia de la civilización greco-romana es la historia de las ciudades; e innumerables inscripciones de los dos primeros siglos del Imperio demuestran que, para la mayoría de sus ciudadanos, la ciudad fue la primera y principal entidad que merecía su lealtad y homenaje. Ahora la 1

R. MacMullen, Journal of Roman Studies, 1964, págs. 49-53, presenta valiosas pruebas que demuestran que las regulaciones registradas en el código de Teodosio, restrictivas para los gremiales, curiales y coloni, fueron en la práctica evadidas con frecuencia o incluso ignoradas impunemente.

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institución más típica de la civilización antigua estaba en decadencia. La clase media de las ciudades, que había llevado la cultura de Grecia y de Roma al Tyne y al Indo, al Tajo y al Dnieper; que había poblado las estepas de Bactriana y los valles de los ríos de Francia con una constelación de ciudades, cada una de las cuales era una copia de los viejos centros de Grecia e Italia, cada una, reconozcámoslo en justicia, una colmena de industria y actividad útil además de un centro que explotaba a las clases bajas y a los campesinos de los alrededores; la clase media urbana que, con todos sus defectos (y eran muchos), había sido el instrumento de casi todo lo que hoy en día valoramos más de la civilización clásica —el drama ático, las historias de Heródoto, Tucídides y Polibio, las esculturas y los templos de Grecia, los primeros ansiosos tanteos de conceptos científicos, las especulaciones de Platón, Aristóteles y Epicuro, la poesía de Cátulo y Virgilio, la noche épica de Lucrecio, la sátira de Tácito y Juvenal, los triunfos de la arquitectura romana y la estructura majestuosa del Derecho romano—, estaba finalmente en retirada ante las exigencias de su propia criatura, el Estado imperial. En estas condiciones las clases medias no tenían más remedio que luchar en acciones de retaguardia. Aplastadas entre la muela y la solera del molino, entre el Estado y un proletariado o clase campesina intratable, sentían cómo se desangraba su existencia poco a poco; y su última lucha «por lo que quedaba de libertad política y espiritual contra las represiones de la tiranía y el dogma» 2 ha despertado la simpatía y el sentimiento de historiadores modernos. Esta simpatía es fácil de compartir. Pero no debemos permitir que oscurezca nuestra valoración de los logros de los emperadores. Se ha sugerido que el dilema podría haberse evitado si Septimio Severo no hubiera cedido ante el ejército al instituir la annona militaris; pero entenderlo así sería ignorar la posición clave que tenía el ejército bajo las condiciones del siglo III y la necesidad de asegurar su lealtad. Al fin y al cabo, se rechazaron las invasiones del siglo III y el colapso del Occidente se pospuso durante dos siglos más. Hay que atribuir mucho mérito a hombres que, sin encogerse ante ningún método, por opresivo que fuera, lograron con un esfuerzo casi sobrehumano mantener a flote al Estado a través de la crisis del siglo III, y con él, la herencia de Grecia y Roma. Preso, enjaulado y oprimido, todavía seguía vivo algo del mundo clásico, algo capaz de penetrar y de modificar cada rasgo del mundo occidental que crecería más tarde sobre las viejas ruinas. Juzgados a la luz de la historia, los emperadores de la época tardía realizaron una labor esencial, y la realizaron con gran rectitud; en su cumplimiento se hallaba «la única y última esperanza de todos los amigos de la civilización»3. El elemento constituyente característico del mundo que construyeron era la coacción. Se trataba de un mundo en que los ciudadanos de rangos más bajos fueron puestos a trabajar para un sistema que intentaba regular cada uno de sus movimientos. Las concesiones a individuos se convirtieron en monopolios para los gremios; y los gremios se petrificaron rápidamente en castas. En el año 301 Diocleciano intentó fijar los precios y los salarios máximos en todo el imperio, aplicando la pena de muerte por cualquier violación de su edicto. Su propósito era expresamente dar más alivio a los soldados, los cuales, aunque tenían sus principales necesidades satisfechas por la annona militaris, estaban expuestos «a que les privaran de sueldo y primas de un solo golpe». El edicto fue un fracaso. Lactancio nos cuenta que se retiraron mercancías del mercado, que subieron aún más los precios, y que al fin hubo «gran efusión de sangre a causa de pequeños e insignificantes detalles». Pero el hecho de que se introdujera un edicto semejante es un indicio del grado en que la vida económica y política estaba dominada por la idea de la coacción. El mundo del intercambio libre y de laissez faire estaba oficialmente muerto. Además de regimentar y controlar, los emperadores también dieron pasos más positivos para suplir el fracaso y la decadencia de la empresa privada. Cada vez más, el mismo Estado empezó a entrar en el campo industrial; desde comienzos del siglo III ya no era posible distinguir entre la actividad económica del emperador como un individuo particular y la participación directa del Estado en el comercio y la industria. Durante algún tiempo, el Estado (o el emperador) había sido el terrateniente más grande; ahora 2 3

Ocrtel en Cambridge Ancient History, vol. XII, p. 268. F. M. Heichelheim, op. cit. (en nota 5 del cap. 2), vol. I, p. 772.

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se convirtió en el mayor dueño de minas y canteras y en el industrial más grande. Inicialmente había entrado en la industria para cubrir sus propias necesidades; la frontera del Rhin ofrece ejemplos de alfarerías del ejército en Xanten y Neuss, y en Weisenau, cerca de Maguncia. De modo semejante, casas de moneda, empresas de construcción, fábricas textiles, fundiciones de hierro y talleres de armar se habían establecido para cubrir las demandas de la corte y, más especialmente, del ejército. En el siglo IV, y quizá incluso a fines del siglo III, se establecieron fábricas imperiales para suplementar a la empresa privada controlada. Los trabajos individuales eran supervisados por procuradores, responsables en Occidente ante un conde de la Tesorería imperial, que residía en Roma; el comportamiento de los procuradores estaba sujeto al más cuidadoso examen. Sabemos de telares y fábricas de lino, de fábricas de bordados en hilo de seda y oro, de tintorerías y fábricas de armas. La localización de las fábricas en Iliria, Italia, la Galia, Cartago y Winchester en Britania, parece que estuvo determinada por su proximidad a las materias primas y por su cómoda situación como base para equipar a los ejércitos; evidentemente, estaban proyectadas para satisfacer las necesidades del ejército y de la administración civil, y no para producir para el mercado. Ha habido alguna duda sobre si estas instituciones eran fábricas en el sentido moderno, es decir, concentraciones de obreros bajo un solo techo, o si eran simplemente conjuntos de obreros trabajando a mano en sus propias casas bajo condiciones impuestas por las autoridades. Hay algunas pruebas de que se utilizaba el sistema de industria a domicilio para emplear a tejedores y acuñadores en Cícico en el siglo IV. Pero sería un error generalizar a partir de este único ejemplo; y a favor de la idea de que se trataba de verdaderas fábricas, existe el dato de que el trabajo realizado en ellas, que era difícil e impopular, se realizaba cada vez más con trabajo forzado, que requeriría una supervisión cuidadosa. En las tintorerías en particular, donde las materias primas incluían orina humana y mariscos podridos, los obreros eran en su mayor parte penados y esclavos; de hecho, la ley imponía con frecuencia el trabajo forzado en los talleres como un castigo a los malhechores. Según un edicto del año 365, publicado en Milán, cualquier mujer libre que se casara con un esclavo de la fábrica de textiles tendría que hacerse tejedora ella misma a no ser que hubiera declarado su estado libre antes del casamiento. En general, se puede vislumbrar una tendencia a convertir en inalterable y hereditario el estado legal de los miembros de los gremios y de los empleados en las fábricas imperiales. Por ejemplo, un edicto del año 380 prohibió que se casaran los hijos de obreros de la Casa de la Moneda fuera de su propia clase y, como un seguro contra la huida, estos obreros fueron marcados con hierro candente en el brazo. De modo semejante, los códigos legales estaban repletos de penas para quienes escondieran a obreros textiles huidos. . Al igual que las tropas, estos obreros recibían su salario en especie. En las fábricas de armas los trabajadores fueron tratados de hecho como cuerpos semi-militarizados, y lo mismo ocurría con los mozos de equipaje encargados del transporte de provisiones militares. Dichos empleados del Estado eran, por tanto, considerablemente menos independientes que los gremiales, y Eusebio, sin ningún sentido de la incongruencia, pudo describir a los obreros textiles como «esclavos del tesoro». El predominio del Estado sobre el individuo y sus intereses era, en esencia, un retroceso a los métodos de organización económica orientales, propios de la Edad de Bronce. Pero —y esto es importante para entender la situación— no fue, en ningún sentido, debido a la aplicación de un conjunto de principios ideológicos. Los emperadores no penetraron en el campo económico porque creyeran en la empresa estatal; sus reglamentos no eran la expresión de una ideología favorable a la regimentación y el control estatales. Por eso, es engañoso ver el asunto como una cuestión de principios, como un conflicto ideológico entre el Estado y el individuo. Al contrario, los últimos césares fueron víctimas de las circunstancias, como ninguna otra vez lo fueron los hombres. Se encontraron enfrentados con ciertos problemas de finanzas y de producción esencial, que podían resolverse siguiendo un camino, y sólo uno; y lo siguieron.

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NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES No hay un estudio completo en inglés de la organización y el desarrollo de los gremios. La obra clásica es la de J. P. Waltzing, Etude historique sur les corporations professionelles chez les Romains depuis les origines jusqu'a la chute de l'Empire de l'Occident, 4 vols., Louvain, 1895-1900. Véase también el artículo sobre «collegium» de E. Kornemann en Pauly-Wissowa, Real-Encyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, vol. IV, I (1900), cols. 380-480. Sobre el desarrollo de los municipios, véase F. F. Abbott y A. C. Johnson, Municipal Administration in the Roman Empire, Princeton, 1926, que contiene una colección valiosa de documentos originales, y dos libros de A. H. M. Jones, The Greek City from Alexander to Justinian, Oxford, 1940, y Cities of the Eastern Roman Provinces, Oxford, 1937; también un artículo de C. E. Van Sickle, «Diocletian and the decline of the Roman municipalities», Journal of Roman Studies, 1938, págs. 9 y siguientes. El texto del Edicto sobre precios de Diocleciano está publicado por E. R. Graser en Tenney Frank, Economic Survey of Ancient Rome, vol. V, págs. 305-421; para unos fragmentos posteriores, véase el texto del mismo autor en Trans. of the American Philol. Association, LXXI, 1940, págs. 157-74. Nuevos fragmentos están ahora disponibles: véase I. W. Macpherson, Journal of Roman Studies, 1952, p. 72; Bingen, Bulletin de Correspondance Hellénique, 1954, p. 349; G. Caputo y R. Goodchild, Journal of Roman Studies, 1955, págs. 106-15.

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Capítulo 6 LA ECONOMIA DEL IMPERIO TARDIO

Como ya hemos visto, una manifestación de la crisis general de la estructura económica fue el deterioro de la moneda. Después de la disminución en el contenido de plata del denarius a un 50 por ciento en tiempos de Septimio Severo (193-211 d. de J.C.), la ratio metálica entre la plata y el oro y el poder adquisitivo de la moneda parecen haber seguido estables hasta el reinado de Galieno (253-68 d. de J.C.), aunque se introducía gradualmente más aleación en la plata. Pero después del año 256, la calidad de las monedas de plata ;e deterioró tan rápidamente que muy pronto no eran más que bronce plateado. Diocleciano intentó restablecer el valor ordinario de la moneda con nuevas piezas de plata y de oro; el aureus que pesaba 1/60 de una libra equivalía a 24 argentei, cada uno de los cuales pesaba 1/96 de una libra. Mientras tanto, seguía circulando el bronce plateado, y en el Edicto sobre precios, publicado en el año 301, una ibra de oro estaba valorada en 50.000 denarii, de manera que la •atio entre el aureus y el denarius era 1 : 833,3. Constantino acuñó una nueva moneda de oro, el solidus, que pesaba 1/72 de una libra, y mantuvo el argenteus de Diocleciano. Este sistema, con modificaciones menores, que quizá fueron proyecadas para compensar los cambios en los valores relativos de los dos netales, se mantuvo durante todo el siglo IV, e incluso posteriornente; de hecho, se seguía acuñando el solidus prácticamente sin ambios hasta el año 1070, cuando empezaron a aparecer muestras legradadas de esta moneda. Se ha afirmado que el solidus no era una verdadera moneda, puesto que se pesaba en las transacciones comerciales o cuando se utilizaba para pagar a la tesorería —Constantino nombró a un zygostates, o funcionario pesador en cada ciudad— y cualquier deficiencia en el peso se añadía en dinero menudo. Pero este argumento no resiste un examen detenido, puesto que también ocurría lo mismo con los «soberanos» ingleses pagados al Banco de Inglaterra entre los años 1816 y 1889, un período en que el «soberano» era sin duda una moneda en el pleno sentido de la palabra. Mientras tanto, sin embargo, el bronce o el bronce plateado seguía disminuyendo de valor, quizá porque el gobierno, preocupado sólo con su propia ventaja fiscal, continuaba acuñando cada vez más, mientras insistía en que se pagaran los impuestos únicamente en oro o en natura. La ratio entre el denarius, ahora sólo una cantidad imaginaria, una fracción de la más pequeña moneda de bronce, y el solidus estaba en constante cambio, en perjuicio de aquél. Pruebas procedentes de los papiros egipcios demuestran que en el año 324 el solidus valía 4.350 denarii en Egipto; bajó rápidamente a 54.000, a 150.000, a 180.000, y en el año 338 aproximadamente era equivalente a 257.000. Un poco más de diez años después valía 5.760.000 denarii, y a fines del siglo, 45.000.000. Si en Occidente las cifras parecen menos catastróficas, se debe quizá a que la palabra denarius se empleaba para el nummus o moneda de bronce, y no para su subdivisión imaginaria. A primera vista, podría esperarse que esta inflación pusiera fin a toda la vida económica normal basada en una economía monetaria. Pero no ocurrió así. Naturalmente, las mercancías tendían a subir de precio a medida que la moneda se desvalorizaba; por ejemplo, encontramos que el precio de una hogaza de pan se duplicó en Efeso entre el reinado de Trajano y la década 220-30. Además, durante cualquier período de inflación los salarios no suben al mismo ritmo que los precios, y esto aumentaría, por supuesto, la inquietud económica. Por otro lado, una inflación moderna en la que se multiplican los billetes desemboca en una reducción del valor de todos los billetes, nuevos y viejos; pero la devaluación de la plata sólo afecta a las nuevas monedas, que por eso tienden a ser reevaluadas, dejando sin tocar el valor de las viejas monedas. De hecho, las inscripciones distinguen claramente entre las «monedas viejas» y las

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«nuevas». El dinero atesorado —y el atesoramiento era una de las formas más frecuentes de ahorro en los tiempos antiguos— mantenía su valor; y la pérdida principal fue sufrida por la gente que había prestado grandes cantidades bajo el acuerdo de un reembolso fijo, y por los que tenían la mala suerte de aceptar las monedas nuevas antes de que se estableciera el nuevo valor. La inflación introdujo un elemento de inseguridad en las relaciones económicas, cuyos efectos pueden rastrearse. Pero después de cada baja en el contenido de plata del denarius, había un período de estabilidad, durante el cual el comercio continuaba como de costumbre; y en ningún momento desapareció el dinero de la vida económica. Es cierto que en amplios sectores encontramos a miembros de los gremios que trabajaban por un jornal miserable o incluso perdiendo dinero, y recibían la mayor parte de su paga en especie; y el ejército y los empleados del Estado se encontraban normalmente en una situación semejante. Pero otro sector de la economía, en ningún caso insignificante, todavía operaba con dinero. Por ejemplo, la obligación de pagar los impuestos en especie sólo se aplicaba a los que vivían en el campo; para los demás existían impuestos en oro y en plata. Así los senadores, además de la annona exigida por sus fincas, tenían la responsabilidad de pagar un especial impuesto adicional, y también una cantidad de oro con ocasión del ascenso al poder de un nuevo emperador y en cada quinto aniversario de este hecho; con la multiplicación de emperadores, estas obligaciones podían convertirse en un impuesto muy considerable. Del mismo modo, los magistrados y los miembros del consejo de las diversas ciudades estaban obligados a contribuir con «oro de la corona», teóricamente en la celebración de hechos memorables y más tarde, después del año 364, como un donativo obligatorio. Finalmente, las clases laboriosas, que incluían prácticamente a cualquiera que tuviese un empleo remunerado, estaban obligadas a pagar un impuesto especial, exigido cada cinco años, sobre el capital invertido en la empresa, con un pago mínimo para aquellos cuyo capital era insignificante. Este impuesto, que había que pagar en oro y plata, y por lo tanto se llamaba el chrysargyrum, se destinaba a pagar espectáculos imperiales y donativos al ejército; pesaba fuertemente sobre los habitantes de la ciudad, y Libanios habla de padres empujados a esclavizar o prostituir a sus hijos para reunir la cantidad necesaria. Con la excepción de la annona, todos estos impuestos se pagaban en metálico, y con las ganancias Constantino acuñaba sus monedas de oro. Además, incluso la annona no siguió siendo un impuesto recaudado exclusivamente en especie. En fecha tan temprana como el año 213 d. de J.C. en Egipto, pero en un grado mucho mayor a lo largo del siglo IV, había empezado a evolucionar para transformarse en un impuesto más en oro. Gradualmente crecía la costumbre de conmutar las obligaciones del impuesto por un pago en oro, proceso conocido como adaeratio, y la misma sustitución aparece también en la paga a los empleados del gobierno. Al principio el gobierno se resistía; y varios edictos prohibieron la práctica. Pero con el crecimiento general de la estabilidad, la práctica avanzaba, y en los años 364 y 365 fue autorizada en la paga a ciertos empleados del Estado, incluyendo soldados de la frontera del Danubio. Veinte años después fue aceptada como práctica general en Illiricum, y a lo largo del siglo V se hizo obligatoria en la paga de los funcionarios, y parece que la recomendaban para el ejército. Finalmente, en el año 439 se adoptó para las tropas y la administración pública, y por lo menos en Occidente, acabó el período de pagos estatales en especie. Este desarrollo no se completó sin dificultades. En particular, surgieron complicaciones en cuanto al tipo sobre el que iba a calcularse la conversión: por ejemplo, en el caso de cerdos a pagar en la Italia del sur, si se debía usar el tipo empleado en Roma o en el mercado local como base para la conmutación en metálico. Además, ¿quién tenía que asumir el costo del transporte de los animales a la capital? Este es sólo un ejemplo de las dificultades que surgieron en el conflicto de intereses entre el ejército y la administración pública por un lado, los terratenientes por el otro, y los recaudadores del gobierno entre ambos. Gradualmente se superaron estos problemas por medio de la institución de tarifas estacionales fijadas por los prefectos pretorianos, y fue posible abandonar el impuesto en especie, aunque los productos seguían siendo la base sobre la que se calculaba la obligación en oro. Queda claro, por tanto, que la economía monetaria nunca desapareció por completo durante los siglos III y IV. Para confirmar esto, tenemos las pruebas del Edicto sobre precios de Diocleciano y varios papiros, y también los escritos de los Padres de la Iglesia, quienes dan por sentado el funcionamiento de

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una plena economía monetaria: leemos de terratenientes que se aprovechaban de la escasez y que temían una buena cosecha, indicios seguros de la existencia de un mercado; de artesanos que trabajaban por su cuenta o como asalariados de otros, y de un activo comercio al por menor en artículos y comestibles comunes, con utilización de dinero. Además la extraordinaria acción llevada a cabo por la rica y pía Melania, quien, durante los primeros años del siglo V, vendió en 120.000 solidi todas sus fincas esparcidas por las provincias occidentales, y distribuyó esta cantidad en limosnas a los pobres, habría sido económicamente imposible bajo un sistema de trueque. En resumen, a pesar del aparente control estatal de todas las empresas durante el siglo IV y principios del V, una parte bastante grande de la vida económica de las provincias seguía en manos de particulares. En tanto que estas personas trabajaban por su cuenta o a sueldo, utilizaban el dinero. Pero este dinero era, por regla general, la plata y el bronce desvalorizados por las inflaciones, y la cantidad disponible variaba de un momento a otro y de una provincia a otra. Se acuñaba con el ojo puesto en el ejército y sus necesidades, no con vistas al comercio privado; así España tenía que depender de la Galia del sur para su moneda, y con una breve excepción, África tuvo que obtener su moneda de Italia. Incluso en las provincias bien abastecidas de dinero, el solidus de oro era demasiado grande para el intercambio diario. Sólo en tiempos de Teodosio (379-95) aparecieron monedas pequeñas de metales preciosos; y en este momento las presiones y las guerras en muchas partes de Occidente eran demasiado graves para permitir una plena recuperación. La plata atesorada en la Britania del siglo IV (Britania no tenía Casa de Moneda salvo durante los años 296-324, en que hubo una en Londres) pone de manifiesto una escasez de oro; y después del año 400 desaparecieron por completo las pequeñas monedas tanto de Britania como de la región del Danubio. Por todo el Occidente la economía estaba muy debilitada, y en esta parte del Imperio, desde los tiempos de Diocleciano parecían existir dos economías simultáneas. Para la generalidad de la población, incluyendo el ejército y los empleados del Estado, había repartos públicos de productos de primera necesidad, complementados con sueldos en la moneda de bronce devaluada, que servían para la compra de menudencias adicionales en el mercado libre. Al mismo tiempo, aunque se dejó de acuñar plata en el siglo V, los ricos disfrutaban de las ventajas de una buena moneda de oro, con la que podían comprar toda clase de artículos de lujo de todas las zonas del mundo conocido. La descripción que ha perdurado del comercio en el Imperio tardío confirma estas conclusiones. Fragmentos recientemente descubiertos del Edicto sobre precios de Diocleciano, que dan las tarifas del transporte marítimo para unos cincuenta y siete viajes especificados entre cinco puertos de la mitad oriental del Imperio y cualquier punto del Mediterráneo, muestran que el tránsito marítimo era, a diferencia del transporte por tierra, todavía bastante barato. Según estas tarifas, que son un reflejo justo de las condiciones dominantes a principios del siglo IV era posible transportar una carga de trigo a lo largo del Mediterráneo, de Asia a la España occidental, por un 26 por ciento de su valor máximo. Consiguientemente, el Edicto presupone la existencia de un comercio muy considerable de objetos de uso común entre las distintas provincias. No se debe imaginar, sin embargo, que este comercio existiera en la misma escala que en los primeros años del Principado. Los testimonios son esporádicos y a menudo poco dignos de confianza; pero los que existen reflejan un retroceso muy marcado, sobre todo en las provincias occidentales. La Galia todavía producía textiles, lana y lino; y la industria de cristalería, de hecho, avanzó mucho más que todo lo logrado en los primeros años del Imperio. Los perfeccionamientos técnicos del siglo II habían dado por resultado un vidrio fino y transparente, con frecuencia adornado con temas pictóricos o mitológicos, y fabricado en varios lugares en Bourbonnais, Poitou, Vendée, Loira Inferior, Argona, Eifel, y en especial Colonia. Durante el siglo III esta industria, como todas las demás, sufrió gravemente las condiciones de inseguridad, las invasiones y la penosa situación social; pero Constantino y sus sucesores estimularon su recuperación con concesiones especiales para los obreros de cristalería y filigrana, a condición de que se comprometieran a enseñar el oficio a sus hijos. Como resultado, el comercio de cristalería seguía floreciendo a lo largo del siglo IV, sirviendo a la corte en Tréveris, al ejército cercano y a la aristocracia

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de la Galia. La cristalería no la usaban, sin embargo, los campesinos y pequeños artesanos y comerciantes, y aunque se exportaba algo a Asia y a Escandinavia, continuó siendo un lujo y la industria nunca alcanzó el nivel logrado por las alfarerías primitivas. Además, desde fines del siglo IV se observa un retroceso en su calidad. Esta decadencia forma parte de una tendencia general y se observa en la desaparición gradual de los gremios. Bajo el temprano Imperio, se encontraban navieros galos en cada puerto; en el siglo IV tenemos registros de navieros de África, España y Egipto, pero ninguno de la Galia; y los nuevos fragmentos del Edicto de Diocleciano sugieren que los orientales ya habían empezado a dominar el comer-cio marítimo. Los gremios de transporte fluvial, que habían florecido antes, desaparecieron también; no se sabe con certeza si sus actividades se habían transferido a los servicios nacionalizados y a las flotillas militarizadas de los lagos y ríos de Francia y Suiza. Más al este, en Germania y las provincias del Danubio, hubo un florecimiento tardío de una economía basada, en gran medida, en el ejército y en el comercio fronterizo. Pero la política imperial trataba cada vez más de restringir este tipo de comercio. Primero el bronce y el hierro, luego el oro, se colocaron en la lista de productos que no se podía exportar a los bárbaros. El comercio de cualquier clase tenía que pasar por ciertos puestos fronterizos especificados; y muy pronto encontramos que las armas, el vino, el trigo, el aceite e incluso el extracto de pescado, fueron incluidos entre las mercancías que no debían cruzar la frontera. Esta política de restricciones, impuesta fundamentalmente por motivos de defensa, mató el comercio que empezaba a desarrollarse; y en el año 413, cuando la corte se trasladó de Tréveris a Arlés, la economía del Norte sufrió un golpe mortal. Abandonadas por los ricos, que huyeron al sur llevándose lo que podían, estas regiones decayeron a un nivel no muy distinto del de las zonas situadas al otro lado de la frontera germánica. Por otro lado, Britania experimentó un «veranillo» en el siglo IV cuando las clases altas disfrutaban en sus villas de un brote de vulgar prosperidad, rodeados de objetos de producción en serie, de manufactura doméstica y continental. Pero, en general, la tendencia, como en otras partes, se dirigía hacia la auto-suficiencia local en artículos de consumo masivo. En las villas se encuentran pocos objetos extranjeros, y tenemos la impresión de la existencia de un tranquilo confort hasta que el descuido imperial y la retirada de las legiones abrieron la provincia a los invasores sajones. España disfrutaba también de una modesta prosperidad hasta principios del siglo IV. Se construían bastantes carreteras, y había un comercio doméstico ambulante llevado por buhoneros y revendedores; e incluso en el siglo IV Ausonio en la Galia recibía regalos de aceite de oliva y del todavía famoso extracto de pescado de Barcelona. En los años 324 y 336 se envió trigo de España a Roma. Pero la disminución de los testimonios refleja una decadencia económica; hay escasez de moneda —España no tenía Casa de Moneda— y el cuadro general se hace cada vez más oscuro. Sicilia seguía siendo una región de producción primaria, con grandes propiedades y haciendas, y con alguna ganancia procedente del tránsito de viajeros. Porque los senadores, a los que se prohibió en esta época viajar a otros sitios, podían II a Sicilia. África, hasta su conquista por los vándalos (429-39), seguía siendo un almacén para Roma. Cartago era todavía una ciudad próspera. Pero suministrar mano de obra para las canteras era ya en el siglo III un problema grave, y en general el país no parece haberse recuperado del pillaje que siguió al aplastamiento de la rebelión gordiana en el año 238. En el siglo IV la vida estaba bastante perturbada a causa de las actividades de los circumcelliones, bandas de vagabundos partidarios del cisma donatista, quienes se entregaban a la violencia en un movimiento que unía rasgos religiosos, sociales y quizá nacionalistas; su oposición a Roma les llevó finalmente a apoyar a los vándalos invasores. Italia, mientras tanto, había seguido decayendo. En el siglo IV estaban sin cultivar enormes extensiones de tierra, y el bandolerismo era tan común que en el año 364 se prohibió el uso de caballos a los pastores, e incluso a los terratenientes en siete provincias. A fines del siglo, medio millón de iugera — más de cien mil hectáreas— estaban en barbecho en la antes sonriente tierra de Campania; y en el año 450 los códigos legales hacen referencia a niños vendidos como esclavos como consecuencia del hambre de sus padres. Hacía varios siglos entonces que Italia desempeñaba un papel pasivo en el comercio imperial. No tenía más objetivo que satisfacer algunas de sus propias necesidades. De hecho, desde los tiempos de Diocleciano, la zona de la península al sur del Rubicón fue perdonada del pago de la annona, a condición

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de que aprovisionara a Roma de carne, vino, madera y cal. Allí, como en otras partes, los gremios fueron subordinados cada vez más a las necesidades del Estado. Pero con las invasiones de los godos en el siglo V y el fin de las importaciones de trigo del África vándala, los documentos se vuelven escasos y difíciles de interpretar. Los testimonios se refieren a la desaparición de los gremios y de toda la organización de la que formaban parte, con el colapso del Imperio occidental en el año 476. Hasta la disolución general ocurrida en el siglo V, se seguía empleando el dinero en todas las provincias occidentales; y al adoptar la adaeratio en todas las actividades, la experiencia fiscal de recaudar los impuestos y pagar al ejército y a los funcionarios civiles fundamentalmente en especie llegó a su fin. Sin embargo, sobre todo en Occidente, donde las ciudades eran más recientes y menos numerosas, esta experiencia había ayudado a consolidar una tendencia de ninguna manera insignificante entre las causas de la desorganización fina] del Estado. Como hemos visto, la presión sobre el individuo corriente, sobre el miembro del gremio y el campesino independiente, el peligro causado por las mismas tropas, y la carga a menudo insoportable de los impuestos y el trabajo forzado, empujaban a un número cada vez mayor de víctimas a escapar; y muchas veces sólo había un refugio, el terrateniente grande y poderoso. Porque los terratenientes sobrevivían e incluso prosperaban mientras los hombres de la ciudad perecían o, si podían evadir sus obligaciones como curiales, se retiraban a sus fincas y se convertían en terratenientes exclusivamente. Además es un signo de la primacía de la tierra como factor económico fundamental en el mundo antiguo el hecho de que los «estafadores» que naturalmente surgieron bajo la burocracia y en el caos del siglo III —hombres que habían prosperado «no tanto en virtud de su habilidad comercial y su energía para los negocios, como había hecho la vieja burguesía, sino más bien por su- falta de escrúpulos, por la extorsión, el soborno y la explotación de la constelación política del momento»1 invirtieran su riqueza, no en la industria como los Goering y los Ciano del siglo XX, sino en tierras. En vez de ser monopolistas industriales, se hicieron barones feudales; y en una época en que un gobierno fuertemente centralizado sólo se dejaba influir por el esfuerzo de los grupos de presión, es notable que los grandes terratenientes constituyeran el más eficaz y poderoso de tales grupos, con más influencia incluso que el ejército o la Iglesia, y sólo sobrepasado en este terreno por los miembros más elevados de la administración pública, los letrados y la aristocracia senatorial (quienes eran, por supuesto, muchas veces las mismas personas). En contraste los campesinos, propietarios libres y arrendatarios, y los artesanos, tenderos y comerciantes de las ciudades no tenían medio de expresar sus agravios o de variar la política en una dirección favorable a sus intereses. De hecho, si queremos entender esta época, tenemos que hacer una distinción tajante entre el individuo ordinario, atado a su estricta rutina por los códigos burocráticos y por las sanciones policíacas, y las vidas despilfarradoras de los arribistas triunfantes. Hay bastante verdad en la descripción aparentemente paradójica de los años de decadencia del Imperio de Occidente, faltos de una verdadera ética social, como una época de individualismo funesto2. La economía señorial que así crecía y florecía desempeñó un importante papel cultural en la historia del Imperio tardío. Mientras decaían las ciudades, los señoríos producían para el mercado local; y de esta manera se hizo más marcada la nueva orientación medieval del campo hacia el señorío y su propietario, y se intensificó la relación entre éste y el distrito circundante. Además, los señoríos eran el principal mercado que quedaba para el comercio internacional de artículos de lujo, comercio que seguía actuando aun después de que todas las necesidades primarias se satisfacían en la localidad. Los ricos terratenientes tenían dinero para comprar especias de Oriente, maderas elaboradas y piedras preciosas, que, sin ser una carga abultada, todavía compensaban ampliamente los riesgos de su transporte. Estos feudos, hogares del lujo y la cultura incluso en las horas más oscuras del Imperio, se destacaban como los nuevos guardianes de la tradición antigua; y hasta cierto punto traían la cultura al campo, con el que mantenían una relación más estrecha que la que nunca habían tenido las ciudades, a las cuales reemplazaban. Una difusión de la 1 2

Oertel en Cambridge Ancient History, vol. XII, p. 274. A. H. M. Jones, The Greek City, p. 303; cf. The Later Roman Empire, I, p. 357-65, para un análisis de grupos de presión.

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cultura a un nivel infinitamente más bajo que el que había existido en las ciudades, pero sobre un área mucho más amplia, fue quizá una de las realizaciones positivas más importantes de este período. Económicamente, también la propiedad señorial logró llenar un vacío que la economía clásica nunca había podido cerrar: el existente entre la propiedad campesina y la plantación capitalista trabajada por mano de obra esclava. Como hemos visto, la esclavitud en esta época era una institución en decadencia. No es que desapareciera por completo. Las guerras bárbaras del siglo IV abrieron nuevas fuentes de suministro; y en tiempos de miseria había algún recrudecimiento de la esclavitud por deudas y venta de niños. De hecho, los ricos quizá poseían todavía esclavos en la que parece una cantidad tremenda, si podemos juzgar por Melania, que manumitió a 8.000 de una sola vez. Pero el esclavo ya había dejado de tener la importancia de épocas anteriores; en su mayor parte había sido reemplazado en el campo por el agricultor-arrendatario o colonus. Por todo el Imperio, mientras la agricultura caía a niveles de subsistencia, se hizo conveniente parcelar las grandes haciendas, repartiéndolas entre arrendatarios pobres o colonos, quienes pagaban al terrateniente con una proporción fija de su cosecha y, en ciertas provincias (aunque no en Italia), con una cantidad estipulada de días de trabajo al año. Este trabajo —que recuerda los servicios exigidos a los que ocupaban tierras por prestación de trabajo, pero exentos de servicio militar, durante los tiempos medievales— fue aumentado constantemente por el terrateniente (o, con más frecuencia, por el arrendatario rico que operaba entre el terrateniente y el colonus) con la connivencia de los funcionarios imperiales. Ha sobrevivido una inscripción africana del siglo II, en la que ciertos arrendatarios, «rústicos de pocos medios, que se ganan la vida con el trabajo de sus manos», como se describen a sí mismos, celebran una inesperada victoria legal al resistirse a tal exigencia. Estos pequeños arrendatarios eran originalmente hombres libres, obligados sólo por sus respectivos contratos. Pero sabemos del traslado de colonos bárbaros al interior del Imperio (véanse págs. 8485) en época tan temprana como la de Nerón (54-68 d. de J.C.); y desde los tiempos de M. Aurelio (161-80 d. de J.C.) se hizo corriente que los emperadores repoblaran los campos despoblados de las provincias con colonos germánicos vencidos en la guerra. Estos tributarii, como se les llamaba, aunque en muchos aspectos tenían el rango de hombres libres, estaban legalmente atados a sus parcelas de tierra. Naturalmente, la distinción entre el colonus romano libre y el tributarius romanizado y no libre empezó a borrarse pronto; Transporte de vino. Bajorrelieve de Langres mostrando un par de mulas arrastrando un barril grande sobre una carreta de cuatro ruedas. Obsérvense los arneses primitivos y la falta de collera. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

Isis Giminiana. Este dibujo de un fresco de una tumba en Ostia, ahora en el Vaticano, muestra la «Isis Giminiana», una nave del río (navis codiciaria) que hacía el servicio entre Ostia y Roma, cargándose de grano, que se mide al verterlo a la bolsa. Farnaces, el capitán del barco, está en la popa. (Institut de Rome, Annales 1866, XXXVIII, y M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

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El Arco de Constantino. Erigido en Roma en el año 315 para celebrar la victoria cristiana del Emperador sobre Majencio; su inscripción cuidadosamente redactada evita ofender a la mayoría pagana. (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

Relieves del Arco. Muestran al Emperador dirigiéndose a la gente [oratio] y repartiendo dinero [congiarium]. Sobre la influencia oriental revelada en la disposición de las figuras, véase página 132.

Bishapur. Muestra la victoria del rey sasánida Sapor I, sobre el emperador romano Valeriano; la técnica es semejante a la de los relieves del Arco de Constantino. (Foto: Profesor R. Ghirshman.)

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Detalle de uno de los bajorrelieves en el que se ve al césar Gordiano III caído en batalla contra los sasánidas.

A la muerte en combate del césar Gordiano III lo sucedió Filipo el Árabe, que también cayó apresado por los persas (año 244). En este bajorrelieve de Bishapur lo vemos implorando la gracia de Sapor I.

En el año 260 cayó en manos de los persas el tercer césar, Valeriano, al que podemos ver a la izquierda cogido de la mano del rey Sapor I.

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Aurei. Las tres monedas de abajo son aurei acuñadas por Maximiano (b), Galerio (c) y Licinio (d); la última muestra al emperador de pie entre dos bárbaros conquistados. La medalla grande oro (a) muestra al emperador Constantino en traje imperial (anverso) y de pie con un orbe y el cetro consular (reverso). (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957 )

Naves del mar. Mosaico de Sousse (Hadrumetum) en el Norte de África, que muestra dos buques rápidos, quizá de policía (naves tesserariae). (De M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire, Oxford, 1957.)

Terrateniente luchando contra escitas. Esta decoración mural de una tumba en Panticapaeum (Kerch en la Crimea) muestra una lucha entre un terrateniente local a caballo (a la izquierda) y una banda de merodeadores escitas. (De Kondakaf y Tolstoi, Antiquités de la Russie Méridionale, y M. Rostovtzeff, Social and Economic History of the Roman Empire.)

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y como era de esperar, fue la situación del colonus la que se deterioró. Sin embargo, actuaron fuerzas más violentas que la pura asimilación. Como hemos visto, Septimio Severo (193-211) instituyó un nuevo impuesto, la annona, que consistía en una cantidad fija de productos que los terratenientes tenían que entregar; y este impuesto fue sistematizado aún más a fines de siglo por Diocleciano, que publicó un edicto estableciendo la cantidad de productos alimenticios que todas las haciendas del territorio imperial estaban obligadas a producir, cantidad basada no sólo en la superficie del terreno, sino también en «las cabezas de mano de obra masculina» empleada, sin tener en cuenta su estado legal. De esta forma, desde principios del siglo pasó a ser un objetivo de la política imperial el apoyo al terrateniente en cualquier medida que tomara para asegurar el cultivo adecuado de sus campos y el cumplimiento de las exigencias fiscales del gobierno. Bajo la presión de las malas cosechas y las deudas consiguientes, era fácil que el colonus —como hemos visto— buscara la solución de la huida. En consecuencia, en alguna fecha del siglo III —quizá debido a un censo llevado a cabo por Diocleciano, aunque infortunadamente las pruebas no permiten precisar la cronología— fue puesta en vigor la ley haciendo obligatoria la vinculación del campesino arrendatario a la hacienda señorial. En un edicto de Constantino fechado el 30 de octubre del año 332, esta situación aparece definida con claridad como ya existente; desde entonces, cualquier colonus que huyera sería devuelto encadenado como un esclavo huido. Una vez establecido el principio de coerción con respecto a la tenencia de la tierra, se desarrolló rápidamente. En el siglo III todavía conocemos inquilini, hombres domiciliados en las haciendas, pero libres para cambiar de residencia; pero a lo largo del siglo IV, también éstos quedaron ligados a la tierra y rebajados de hecho a la condición de siervos. En el año 400, los códigos legales hablan de los campesinos como servi terrae, prácticamente esclavos de la tierra en que nacieron, Se vieron cada vez más oprimidos en beneficio de sus antiguos terratenientes, ahora sus amos; y un río de legislación definió de forma aún más estrecha los términos de su sujeción. Los emperadores miraban este crecimiento del poder de los terratenientes con sentimientos equívocos. Les colocó en un dilema. Podían intentar alistar a los terratenientes en el servicio del Estado por medio de reglamentos como el de Valente (364-78), que les hizo responsables de recaudar todos los impuestos a que estaban obligados sus coloni. Al mismo tiempo, se dieron cuenta de que el crecimiento de los terratenientes era esencialmente un síntoma de descomposición del Estado. En todas partes, los colonos se reclutaban constantemente entre los campesinos independientes, a quienes los duros tiempos habían empujado a quedar a merced del terrateniente local, entregando su libertad a cambio del patrocinio y la protección de éste. En el año 368 esta práctica fue declarada ilegal por el mismo emperador Valente, que de esta forma buscaba contener y utilizar simultáneamente una institución inevitable, pero en último extremo perturbadora. De hecho, los grandes terratenientes medraban en contra del Estado y usurparon sus funciones. Así los encontramos a lo largo de las fronteras del norte, o en África, reclutando ejércitos privados de esclavos —precursores de los mamelucos y jenízaros del Imperio otomano— para realizar solos la defensa de la frontera y la expulsión de los bárbaros. Pero a largo plazo, al debilitar la autoridad central, el sistema señorial debilitaba también la defensa, y sobre todo en las provincias occidentales aceleraba la descomposición del Imperio. Mientras tanto, colaboró en el proceso general por el que la población del Imperio se cristalizó en diversas clases sociales, cada una de las cuales tenía obligaciones cuidadosamente definidas en el nuevo cuerpo de legislación surgido para sancionar plenamente al Estado autoritario. Estas diferenciaciones, que forman la esencia del posterior mundo medieval, empiezan a aparecer durante los tres primeros siglos d. de J.C., y encuentran su plena autoridad legal en el siglo IV. Las viejas categorías de cives Romani, libertos, esclavos y otras por el estilo, ya no existen. En vez de ellas, toda la población del Imperio se encuentra dividida en los honestiores, que incluyen al Emperador, al clero (cristiano) y a los nuevos propietarios de tierras, junto con funcionarios, empleados del servicio civil y las pocas grandes familias de las ciudades; y los humiliores, que incluyen prácticamente a todos los demás, sean siervos o esclavos, artesanos o campesinos. Para estos dos grados hay distintas funciones, privilegios distintos y castigos distintos; el antagonismo de clases ha llegado otra vez a su fin lógico con la creación artificial de dos especies distintas de seres humanos.

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Esta estructura, estable, simplificada y primitiva, fue la que surgió del Imperio. Bajo este sistema, el legado del mundo antiguo fue transmitido a los tiempos posteriores. Mientras tanto, el verdadero mundo clásico había perecido en Occidente. A fines del siglo IV, las tropas del Danubio fueron disueltas porque ya no había pagador; y en el siglo V resultó imposible reclutar incluso los pequeños ejércitos de 10.000 a 20.000 hombres necesarios para rechazar a los bárbaros. Así las invasiones encontraron poca resistencia real en un mundo desgarrado ya por dentro, descentralizado e irreparablemente debilitado social y económicamente. Como podemos saber por las imprecaciones de Salviano, los hombres perdieron la fe en el Imperio, en su justicia y en su rectitud, aunque todavía suponían su continuada existencia por la fuerza de la costumbre. Sabemos de hombres que se refugiaron con los bárbaros, y de otros que les ayudaron y animaron mientras penetraban en las provincias romanas. De esta forma, unos pocos miles de bárbaros fueron suficientes para derrumbar este edificio tambaleante. Mientras tanto, el establecimiento de la nueva capital en Bizancio en el año 330 había significado la división virtual del Imperio, aunque ésta no se hizo absoluta hasta la muerte de Teodosio el Grande en el año 395. En el año 410 el visigodo Alarico saqueó Roma; y en el año 476, Odoacro liquidó un negocio en bancarrota al deponer a Rómulo Augústulo, el último emperador occidental. En Oriente, el Imperio continuó existiendo como baluarte de la cristiandad hasta el año 1453, aunque después del reinado de Justiniano (527-65) entró en una época de casi tanto infortunio como la que había destruido a Occidente. Al igual que en las provincias occidentales, los bárbaros penetraron a través de sus fronteras, y en los Balcanes las poblaciones latinas y griegas se disolvieron en gran medida entre los eslavos. Sin embargo, detrás de las fortificaciones de la nueva capital de Constantino, el gobierno central mantenía su poder y su continuidad. No es fácil resolver el problema de por qué sobrevivió después del colapso de Occidente, puesto que muchos de los síntomas de decadencia eran comunes a ambas mitades del Imperio. Pero un factor importante parece ser que la destrucción de las clases medias urbanas y el crecimiento de una aristocracia terrateniente, con intereses distintos y muchas veces opuestos a los de la corte, es mucho menos visible en Oriente. Por supuesto, había grandes terratenientes; pero fueron contenidos parcialmente por la pervivencia de un campesinado libre que, después de una larga lucha, logró impedir su descenso al nivel del colonus occidental. Tampoco se les permitió tener la misma participación en el gobierno que los propietarios de Occidente. Los impuestos seguían siendo recogidos por funcionarios públicos, y no por la alta clase hacendada. De esta forma se retrasó el comienzo del feudalismo. En resumen, el centro de gravedad quedó mucho más cerca de las ciudades, y había menos oportunidad de que se estableciera una economía puramente rural. Además, Oriente estaba más poblado que Occidente, y sus reservas militares de mano de obra semi-civilizada en los montes de Asia Menor le dieron grandes ventajas durante los días oscuros de las invasiones bárbaras. Tampoco debemos descartar la existencia de la misma Constantinopla, una fortaleza en el corazón del Imperio oriental, difícil de tomar y capaz de ofrecer su ayuda dondequiera que se necesitara. Y por fin, como se ha señalado3, los emperadores orientales, a causa de estos factores, eran capaces de mantener en movimiento las ruedas de la máquina imperial, y de esta forma recaudar los impuestos y mantener el ejército a lo largo de las fronteras, y la administración civil dentro del territorio. De todas formas, el Imperio oriental no nos concierne directamente. Sus logros no fueron insignificantes, ni mucho menos; pero correspondieron en su mayor parte al campo de la conservación y del mantenimiento del equilibrio o a una esfera religiosa bastante ajena a la tradición de la Grecia y la Roma clásicas. Decir esto no es despreciar lo que Bizancio salvó, ni lo que creó. La cuestión propuesta recientemente en el Study of History (Estudio de la Historia) de Toynbee, sobre si se debe considerar a Bizancio como la auténtica continuación del Imperio romano, o como un «Estado-sucesor» semejante a los reinos góticos o al Imperio de Carlomagno en Occidente, es en última instancia una cuestión de terminología. Había continuidad, y había también algún grado de cambio. Justiniano, el codificador del Derecho romano, dio un paso importante en el aumento del comercio cuando introdujo la producción de seda del Lejano Oriente; y del siglo VI al siglo XI, Bizancio siguió siendo la potencia comercial más importante de la cristiandad. Pero a lo largo de estos siglos el legado del Imperio romano, como lo hemos 3

N. H. Baynes, Journal of Roman Studies, 1943, p. 24-25.

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analizado, estaba palpablemente claro. Bizancio seguía siendo un Estado de castas, con muchos de sus distritos rurales desolados y su agricultura débil, sin las bases económicas ni la atmósfera mental para concebir y llevar radicalmente a cabo ningún cambio social. Un presagio de lo que serían las nuevas relaciones entre Oriente y Occidente se produjo cuando en el año 1204 Constantinopla cayó en manos de los merodeadores de la Cuarta Cruzada, quienes la ocuparon hasta el año 1265. En el año 1453, al capturar los turcos la ciudad, el Imperio oriental llegó a su fin. Ya en estos tiempos, su labor de conservación estaba acabada. El mismo crecimiento de sus rivales comerciales en las ciudades de Italia, que contribuyó en gran medida a su decadencia y por fin socavó la resistencia secular oriental, significaba al mismo tiempo que la corriente principal del progreso estaba avanzando de nuevo en Occidente. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Véanse los libros ya mencionados en los capítulos 3 y 4. El problema de la moneda y la inflación está tratado con rigor por el erudito finlandés. G. Mickwitz, Geld und Wirtschaft im römischen Reich des IV. Jahrhunderts (Comm. hum. litt. IV, 2), Helsinki, 1932. Este estudio fundamental se refiere a la cuestión de la adaeratio y al grado en que se produjo un retroceso hacia la economía natural; y ha sido modificado en algunos detalles por A. Passerini en el libro mencionado tras el capítulo 4. Véase también S. Bolin, State and Currency in the Roman Empire to 300 A. D., Estocolmo, 1958, y el libro de Piganiol mencionado en el capítulo 1. Sobre el desarrollo general de este período tardío; véase J. B. Bury, History of the Later Roman Empire, 2.ª ed., Londres, 1923, vol. I. Detalles sobre el comercio se encuentran en los diversos volúmenes de Economic Survey, de Frank; véase también P. Vinogradoff, «Social and economic conditions of the Roman Empire in the fourth century», Cambridge Mediaeval History, vol. I, y el capítulo del que soy autor en Cambridge Economic History of Europe, vol. II, ya mencionado en el capítulo 3. Sobre las condiciones de la tierra, véase el capítulo de C. E. Stevens en el volumen I de la misma obra, y los siguientes artículos de la Real-Encyclopädie: «colonatus», por O. Seeck, vol. IV, I, cols. 483-510; «Domänen», por E. Kornemann, en Suplemento-vol. IV, cols. 227-68. Sobre la supervivencia de Bizancio, véase el artículo de Baynes citado en el capítulo 1, y J. B, Bury, «Rome and Byzantium», Quarterly Review, CXCII, 1900, págs. 129-55. Sobre el fondo ideológico de las invasiones bárbaras, véase P. Courcelle, Histoire littéraire des grandes invasions germaniques, 3.ª ed., París, 1964.

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Capítulo 7 EL FONDO CULTURAL

El crecimiento y la decadencia son procesos que afectan y penetran a la sociedad en su totalidad; es impensable que dejaran sin tocar una sola actividad del hombre —su música, arte, religión, literatura, pensamiento o lenguaje. Pero la conexión entre los diversos campos nunca es sencilla, y en absoluto puede considerarse que la decadencia en una esfera esté acompañada por la decadencia en otra. Al contrario, en este terreno sobre todo es evidente la relatividad del cambio, y con ella la necesidad de establecer distintos criterios para el crecimiento y la decadencia en cada sector en concreto. El espacio de que disponemos no nos permite un examen completo de los diversos campos; pero ninguna discusión de la naturaleza y las causas de la decadencia del Imperio occidental puede ser satisfactoria sin un intento de trazar, por lo menos, algunas de sus manifestaciones culturales. Al discutir el ambiente mental bajo el Imperio, un erudito alemán describe el siglo III d. de J.C. en estos términos: Mientras el conocimiento, se hundía rápidamente, había un marcado crecimiento del poder de la fe y de su hermana bastarda, la superstición. A ese respecto, este siglo es exactamente lo opuesto del siglo III a. de J.C.: entonces, el punto culminante de las ciencias exactas; ahora, un alejamiento de la civilización y un profundo anhelo de ganar la liberación de la miseria terrenal por medio del creciente poder de las religiones mistéricas... En medio milenio la antigüedad se había transformado de un mundo del conocimiento a un mundo de la fe; de la filosofía se había pasado [desde los tiempos de Posidonio (circa 135-51 a. de J.C.)] a la teología, de la astronomía a la astrología; ahora estaba preparada para una cultura puramente sacerdotal 1.

«No había librepensadores en aquellos tiempos», escribe un erudito francés 2; «todos los hombres, desde los estamentos más bajos hasta la cumbre de la sociedad, eran religiosos, o por lo menos supersticiosos». Este cambio en la actitud mental, esta «falta de nervio», como la llamó una vez J. B. Bury, es uno de los signos más notables del conflicto y de la crisis en la época clásica. El creciente papel desempeñado por la religión, en contraste con el humanismo y la confianza en la suficiencia del pensamiento racional anteriores, es un fenómeno que no puede explicarse por una sola causa. Sin duda, los períodos de crisis social se reflejan en los cuestionamientos, los anhelos y la inquietud psicológica general de los hombres comunes. «Lo que anhelaba la gente de aquel siglo —escribe Charlesworth3, en una discusión de las letanías histéricas del siglo era escapar, aunque apenas sabía de qué querían escapar.» Y esta búsqueda espontánea de socorro espiritual, en medio de dificultades cuya solución parecía inalcanzable al ingenio del hombre, encontró su expresión en el crecimiento de varias religiones y supersticiones durante los tiempos helenísticos, y también bajo el Imperio romano. Al mismo tiempo, no se debe descartar el papel desempeñado por el Estado romano, defensor de una política rígida en este asunto. En fecha tan temprana como el siglo IV a. de J.C., al describir una utopía que tenía el objetivo de mantener a perpetuidad una sociedad de clases estrictamente demarcadas, Platón deliberadamente acogía e inculcaba la superstición, no sólo para las clases bajas, sino incluso para los guardianes de la comunidad. La consideración política de la religión ya había sido elaborada por Critias, 1

E. Kornemann, Römische Geschichte (vol. III, 2 de Gercke-Norden, Einleitung in die Altertumswissenschaft, Leipzig, 1933), p. 93. 2 F. Lot, Le Fin du monde antique et le début du moyen áge, París, 1927, p. 34. 3 M. P. Charlesworth, «The 'Virtues' of a Roman Emperor» en Proceedings of the British Academy, 1937, págs. 123 y siguientes.

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pariente de Platón, quien, hacia fines del siglo V, estableció una oligarquía en Atenas. Para Critias, la religión era simplemente la invención ingeniosa de algún hombre astuto que pensó que fomentar el miedo a un dios omnisciente que castigaba la maldad haría más fácil la tarea de gobernar. Doscientos años más tarde, los servicios que la religión podía prestar a la estabilidad política fueron reconocidos por Polibio, quien expresó su admiración por la habilidad con que el Estado romano mantenía a sus clases bajas sujetas por medio de una mezcla juiciosa de terror y pompa. La función política de la religión era estimada como uno de los más importantes medios adoptados por el arte de gobernar helenístico. A los pueblos de Grecia, Asia Menor, Siria o Egipto, se les estimulaba a satisfacer sus deseos de un «Redentor», un «Bienhechor» y un «Libertador», deificando a sus diversos reyes con estos títulos. La práctica tenía raíces establecidas de antiguo en las monarquías de Babilonia y Egipto, y arraigó fácilmente entre los griegos, que sabían cómo un mortal como Heracles pudo ascender al cielo. De hecho, sería engañoso sugerir que el culto helenístico del gobernante tuvo que ser impuesto por los reyes sobre sus súbditos. Por el contrario, muchas veces la iniciativa procedió del mismo pueblo, como cuando la población de Atenas invocó la ayuda del macedónico Demetrio Poliorcetes contra Etolia en estos términos: Los otros dioses son inexistentes o están muy lejos; o no oyen, o no hacen caso: pero tú, estás aquí, y podemos verte, no en madera ni en piedra, sino en verdad.

A partir de la deificación de gobernantes helenísticos parece existir sólo un corto paso hacia la concesión de títulos semejantes a los procónsules romanos, como Flaminio y Escipión, quienes en el siglo II a. de J.C. se habían mostrado igualmente bienhechores de Grecia en tiempos de dificultades. Cuando Augusto se convirtió en jefe supremo del Estado romano en el año 31 a. de J.C., descubrió pronto la eficacia de la deificación. Julio César, el astuto político y general, entonces muerto, ya se había titulado el «Divino Julio»; y después se hizo costumbre deificar a todos los emperadores, al morir o incluso antes, salvo a los más detestados por la clase dominante. Además, como parte de su programa de consolidación, Augusto deliberadamente dio nuevo énfasis a los viejos dioses tradicionales, Júpiter, Vesta, Venus, Apolo y los demás; e inició la restauración en gran escala de templos en desuso y en ruinas. En el año 12 a. de J.C., cuando tomó el cargo de Pontifex Maximus (Sumo Sacerdote), dio a este rango una vida nueva e históricamente significativa. En este momento se puede fechar el comienzo de la alianza entre el trono y el altar en Europa. En Jonia y Atenas en los siglos VI y V a. de J.C., se habían producido notables avances técnicos, y la ciencia especulativa había alcanzado alturas considerables, aunque no fuese seguida por una técnica experimental mediante la cual se hubieran podido comprobar sus hipótesis. Más tarde, la ciencia aplicada progresó en Alejandría. Pero la profunda fisura social, que trazó una separación entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, creó un ambiente en que no podía florecer la ciencia, como tampoco la democracia. El vacío que dejaba se extendió con el fracaso en el campo social y económico; y el Imperio se convirtió en el semillero de una multitud de cultos, la mayoría de los cuales surgieron en el área de fermentación del Mediterráneo oriental y fueron transportados por todas partes a través de las rutas comerciales del Imperio. Mientras las clases altas se entregaban cada vez más a los principios vagamente humanitarios del estoicismo —una filosofía que no se adaptaba mal a las inseguridades de la vida en el siglo I d. de J.C., bajo Calígula, Nerón o Domiciano— las masas buscaban alivio en Oriente. Bajo la República, los cultos de Isis y la Gran Madre se habían extendido a Italia, y habían atraído un creciente número de devotos. Pero más populares que estos cultos eran las dos religiones que empezaron a avanzar en el temprano Imperio: el culto de Mitra, identificado con el Sol Invicto, extendido entre los soldados a lo largo de las fronteras, y el cristianismo entre el proletariado ciudadano. Este último fue el que por varias razones iba a prevalecer finalmente. La doctrina cristiana de un Mesías que salvaría a todos los creyentes, y cuyo regreso a la Tierra era inminente, tenía muchos puntos en común con las religiones mistéricas, y con cultos como los de Atis y Cibeles, Adonis, Dionisio, Isis y Osiris. A la vez que aceptaba la creencia corriente en diablos y brujería, que formaba parte del contenido común del pensamiento en esos tiempos, y fue aprobada incluso por el

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estoicismo, correspondía estrechamente al talante «mesiánico» de las masas del Cercano Oriente y, como creación de los oprimidos, se extendió al proletarizarse las otras clases —a pesar de la persecución que sufrió al principio, porque los cristianos se negaron a compartir su fidelidad con el emperador divino. Las doctrinas más mundanas del cristianismo también estaban adaptadas a las necesidades de los pobres. Su condena de la usura fue bien acogida por un mundo que estaba en las garras de un prestamista ubicuo. Además, ganaba fuerza por estar dispuesto en la práctica, si bien en menor grado en la teoría, a permitir que mujeres ocuparan una posición prominente en la organización de la Iglesia. Mientras se extendía, dejó atrás los rasgos verdaderamente revolucionarios que habían caracterizado su origen judío, y con una adaptabilidad sorprendente adquirió en su lugar un fondo filosófico griego, un rito y una teología. Su doctrina económica, formulada por los primeros Padres, correspondía exactamente a las necesidades de la economía estancada del Imperio del siglo III; su ideal se ha descrito como un ingreso modesto y mucho tiempo para la meditación, la oración, la conversación santa y las buenas obras; pone sus esperanzas, no en este mundo, sino en el más allá. De hecho, pareció abrirse el camino para un acercamiento entre la Iglesia y el Estado cuando Diocleciano comenzó su famoso edicto del año 301, que regulaba los precios, enunciando un sentimiento típico de los primeros Padres de la Iglesia, según el cual «la actividad económica incontrolada es una religión de los descreídos». Pero la unidad entre los dos se detuvo por la negativa de la Iglesia a un compromiso; y las persecuciones de Diocleciano se dejaron sentir antes de que se consumara el acercamiento en el año 312 con la conversión de Constantino. Por fin, el cristianismo y el Imperio se habían puesto de acuerdo, y en adelante el Estado autoritario tuvo un aliado nuevo, que disimulaba esta relación bajo «un barniz religioso, y sellaba la sujeción como resignación a la voluntad de Dios»4. Desde los tiempos de Diocleciano, con Constan-tino siguiendo de cerca sus pasos, la complicada jerarquía cortesana se adornó con los prestados atavíos de una terminología religiosa. Diocleciano y Maximiano habían puesto sus dinastías bajo la protección divina de Júpiter y de Hércules, respectivamente; y empleaban liberalmente las formas exteriores de la corte sasánida, con su ceremonial oriental y eunucos, diademas, botas escarlatas, túnicas purpúreas y aire de sagrada mistificación. En un Imperio cristiano, el emperador divino se transformó necesariamente en emperador por la gracia de Dios; pero el ambiente seguía siendo el mismo. En el «Palacio Sagrado» de Constantinopla moraba la «Familia Divina» del Emperador. Un «Consistorio Sagrado» actuaba como su Consejo Privado; e incluso su tesorería se disfrazaba con el título de «Sagradas Beneficencias». Mientras el cristianismo proporcionaba así al Imperio un credo internacional que podía saltar fronteras con una agilidad aún mayor que la doctrina del emperador divino, aparecieron varias creencias ocultas e irracionales, capaces de consolar a la gente sometida a las intolerables condiciones de los tiempos. El neoplatonismo imbuyó una apropiada vena de misticismo en las antiguas doctrinas de la Academia, y con Plotino produjo al menos una figura capaz de situarse en la primera fila de la filosofía antigua; pero el nivel general estaba infinitamente por debajo de esto, y en la virtualmente disparatada Hermética los hombres perdieron todo contacto con la realidad. No sólo se olvidaron los descubrimientos de la antigua ciencia, para dejar lugar a las hipótesis más absurdas y pueriles; lo que es peor todavía, el conocimiento ya no tenía importancia. Se puede abandonar el estudio científico de los cielos, sostiene San Ambrosio, porque ¿en qué ayuda esto a nuestra salvación? Así cayó el telón del mundo clásico sobre un cuadro que representaba la desintegración completa del pensamiento racional. La literatura romana proporciona también un fiel reflejo del proceso general de decadencia; y su temprana muerte muestra de forma concluyente (si se requiere una prueba más) que la decadencia del Imperio no fue debida a algo que pasara poco antes del año 250 d. de J.C., sino que algunos de los factores operantes ya estaban activos desde hacía siglos. La planta sensible de la literatura fue una de las primeras en secarse, mientras manifestaciones más fuertes como la arquitectura y la ingeniería continuaron vivas durante otros dos siglos. La Pax Augusta dio a Italia un respiro de la guerra civil y de la violencia, respiro que fue bastante auténtico como para evocar una respuesta literaria. Pero la época de Augusto, aunque fue bastante rica — nos dio a Livio, a Horacio y lo mejor de Virgilio— no duró más que la vida del mismo Augusto. El siglo 4

F. Oertel en Cambridge Ancient History, vol. XII, p. 270.

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siguiente, en su conjunto, fue de peor categoría. Para lo que hay algunas razones, de las que al menos una fue el sistema vigente de educación. Este sistema, que se desarrolló bajo la influencia griega durante la República tardía y el Imperio temprano, y se mantuvo virtualmente sin cambios hasta la caída de Occidente, se concentraba —después de las primeras etapas de la enseñanza, dirigidas por un maestro elemental— en el estudio de los textos clásicos, la elucidación de su forma y contenido, y el cultivo del arte de la oratoria y del debate. Junto con un número limitado de otras materias, y coronado con el estudio de la filosofía, este plan constituía las artes liberales. Tenía sus méritos, y condujo finalmente al sistema medieval del trivium (gramática, retórica y dialéctica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía); pero suponía una concentración malsana en modelos y formas tradicionales, y una progresiva superficialidad en el pensamiento. Era típica la manía por lo arcaico y lo rebuscado, que empujaba en la época de Adriano a preferir Ennio a Virgilio, Catón a Cicerón, y tenía su contrapartida griega en un movimiento que volvió al estilo del siglo V a. de J.C. Pero no se le puede achacar toda la culpa al sistema educativo. Si la retórica se había hecho artificiosa y falta de gracia, fue en parte porque el auténtico terreno para la oratoria —una vida política libre y tribunales de justicia libres— había desaparecido con el establecimiento del Principado. En consecuencia, la Edad de Plata de la literatura latina (14-128 d. de J.C.) tiene una nota de frustración; sus voces más fuertes son las voces de protesta. Tenía sus conformistas, el historiador Veleyo Patérculo o incluso una figura más considerable como Plinio el Joven, cuyas Cartas ofrecen una descripción ligeramente color de rosa de la vida de finales de siglo. Pero el mayor genio de la Edad se revela en la prosa satírica de Tácito, quien encontró que la historia imperial era un campo compatible con el ejercicio del epigrama mordaz, y en las Sátiras exageradas y golpeantes de Juvenal. Ya los poderes creativos de un Virgilio estaban fuera del alcance de la época; Lucano, su sucesor más próximo, logra sus efectos por la exageración retórica, y con un tema sacado de la historia reciente —la guerra civil entre César y Pompeyo (49 a. de J.C.)— da en el blanco con mucha menos frecuencia que Virgilio con su incomparable épica del legendario Eneas. Es significativo que una de las principales ocupaciones literarias del siglo fuera recopilar y registrar datos ya disponibles. Es decir, datos disponibles en libros; porque la expansión de la República tardía y del temprano Imperio apenas quedó reflejada en la literatura del período. Geógrafos posteriores todavía citaban a Posidonio (circa 135-51 a. de J.C.); y la relación de Tácito sobre los pueblos de Germania es prácticamente única en latín. Sin embargo, los romanos del Imperio estaban excesivamente orgullosos del conocimiento extraído de los libros. En la introducción a su Historia Natural —una vasta enciclopedia de 37 libros, dedicada al emperador Tito (79-81 d. de J.C.)— Plinio el Viejo se jactó de que había incorporado en su obra 20.000 hechos distintos sacados de 100 autores escogidos. Pero sus normas críticas cayeron inconmensurablemente por debajo de las de Aristóteles; y la forma de organizar su obra es incómoda y poco científica. Parece como si una era, época que había perdido el poder del descubrimiento original se empeñara en salvar el pasado, para compensar su propia falta de creatividad. Otro rasgo de la época, que refleja el desarrollo económico, es la procedencia de sus escritores. La tendencia centrífuga que condujo a la decadencia de Italia se pone de manifiesto en este campo en el hecho de que las figuras sobresalientes provienen cada vez más de las provincias. España es especialmente notable por ser la patria de los dos Sénecas, el retórico y el filósofo; Lucano y quizá Valerio Flaco, los dos principales poetas épicos; Columela el agrónomo; Pompilio Mela, el geógrafo; Quintiliano, orador y escritor sobre educación, y el epigramático Marcial. Pero lo mismo que Roma actuaba económicamente como un tumor parásito, absorbiendo lo mejor de todas las partes del Imperio, también en el campo de la literatura su influencia magnética atraía hacia el centro a cualquiera que tuviera habilidad o ambición, privando a las provincias de toda oportunidad de crear su propia cultura autónoma. De hecho, fue sólo al tiempo que avanzaba el proceso de descentralización cuando disminuyó la atracción ejercida por Roma, y las provincias —en especial el norte de África y las regiones de habla griega en el siglo II — empezaron a desarrollar de nuevo su propia vida cultural. Particularmente pertinente al tema de este libro es el hecho de que las más avanzadas mentes de Roma estuvieran, en el siglo I d. de J.C., preocupadas ellas mismas con el problema de la decadencia. Plinio el Viejo atribuyó la disminución de logros científicos al crecimiento del materialismo, una vez conseguida la

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unificación y civilización del Imperio; y dentro del sector que atraía el interés más amplio, una cuestión que agitaba específicamente a los escritores era la decadencia de la oratoria, arte típicamente romano. Recibe atención en el Satiricón, novela picaresca de Petronio —el Beau Brummel de la corte de Nerón— y también en el Diálogo de los oradores, de Tácito. Tácito llegó a la conclusión de que esta decadencia procedía del establecimiento del Principado; y en sus obras posteriores, defendió la idea de que la paz había costado un precio alto, que no sólo incluía la oratoria, sino la misma libertad. Incluso una monarquía electiva —insiste Tácito, en un discurso puesto en boca del envejecido emperador Galba, al principio de un año de disturbios civiles y horror incomparables (69 d. de J.C.)— es sólo un substituto de la libertad, loco libertatis5. Las primeras generaciones del Imperio tenían conciencia de que habían hecho un trueque a cambio de su libertad. Es cierto que siempre fue una libertad sólo para unos pocos: pero para esos pocos era bastante real. El Imperio, sin embargo, había sido inevitable, y el movimiento contra él, encabezado de una manera desorganizada e intermitente por estoicos individuales, nunca pasó de la fase de obstrucción y conspiraciones ocasionales. Nunca se planteó seriamente la restauración de la República, porque nadie podía afrontar un regreso a las condiciones caóticas del siglo I a. de J.C. Esta ambigüedad en los sentimientos de las mentes más despiertas, que reflejaba un verdadero dilema, se expresaba a menudo en la amargura de la sátira, como la de Juvenal, quien «odiaba tanto el absolutismo arbitrario como la mezquindad mental que fomentaba éste entre la gente». Igual que Heine, de quien se escribieron originalmente estas palabras, Juvenal hizo del absolutismo y la mezquindad el blanco de sus flechas satíricas. Después de Juvenal y Tácito, la literatura latina tiene poco que mostrar. El «veranillo» de los Antoninos produjo una planta de invernadero en Apuleyo, el autor de la novela imaginativa El asno de oro; y en el siglo IV el renacimiento galo pudo producir un Ausonio, cristiano conversó pero que todavía escribía dentro de la tradición clásica pagana; Antioquía, en Siria, produjo un Amiano Marcelino, el último de los grandes historiadores romanos; y Alejandría, un poeta laureado por el emperador Honorio (395-423), Claudiano, cuyos versos eran por lo menos dignos de compararse con los productos de la Edad de Plata. Tampoco se puede ignorar por completo a los compiladores de manuales: Vegecio, sobre la ciencia militar, o Paladio, sobre la agronomía. Pero para encontrar una vigorosa expresión del pensamiento de estos siglos tardíos, hay que dirigirse a escritores que son ya representativos de una nueva época y un nuevo planteamiento: los autores y poetas cristianos y las polémicas teológicas de los Padres de la Iglesia. De todas formas, con el colapso del Estado, la misma literatura cristiana desapareció. Boecio todavía podía escribir bajo Teodorico el godo; pero se estaba agotando una época, y desde los días de Gregorio el Grande, a fines del siglo VI, hay prácticamente un silencio que dura trescientos años. Sin embargo, en este campo merece mencionarse un legado que el Imperio tardío dejó para la posteridad: la invención del codex, el libro moderno, en contraste con el rollo de pergamino antiguo. Favorecido por los cristianos, quienes reconocían sus enormes ventajas al facilitar la rápida consulta y presentación de textos, y por una burocracia que apreciaba sus virtudes para propósitos más mundanos, el libro avanzó victoriosamente a lo largo del siglo IV, como un precursor del futuro. Finalmente, la descentralización del Imperio tardío se refleja en la lengua. Lo mismo que la unificación del mundo antiguo estuvo caracterizada por la extensión del latín y la koiné griega en sus dos mitades, con un alto grado de bilingüismo en todas partes entre la gente ilustrada, e incluso entre todos aquellos cuyos negocios les llevaban a viajar por el Imperio, así el colapso del mundo romano estuvo acompañado por un regreso a la «monoglosia» en Oriente y Occidente. Hasta mediados del siglo VI, el conocimiento del griego todavía se cultivaba entre unos pocos eruditos en el sur de la Galia; pero después del intento de Boecio de traducir obras griegas al latín, la mayoría de la gente de Occidente perdió incluso el deseo de saber lo que habían escrito los griegos; y el griego quedó como la lengua oficial de la corte bizantina, que cada vez se aislaba más de Occidente y pasó a ser la heredera independiente de las monarquías helenísticas. Mientras tanto, el mismo latín se estaba transformando. Los cristianos en particular, como antes Cicerón, no vacilaron en reformar la lengua para convertirla en un vehículo más 5

Tácito, Historias, I, 16.

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apropiado de su pensamiento. San Agustín afirmó el derecho del cristiano a sacrificar la latinidad si de esa manera el significado resultaba más claro; y en aquellas provincias en las que entraron los bárbaros, y donde la huida de los habitantes de las ciudades y la adopción del feudalismo fueron mayores, el nuevo movimiento se reflejó en la transformación del latín vulgar en una serie de idiomas vernáculos: el italiano, el francés, el provenzal y el grupo de la Península Ibérica. Si la historia de la ciencia, la religión y la literatura descubre una mezcla de tendencias, unas que conducen a la decadencia y la inanición, y otras que suponen un ascenso hacia nuevas maneras de pensar y nuevas formas de comunicación, esta mezcla aparece incluso con más firmeza en otros campos, como el arte. Por ejemplo, en el retrato ha cambiado enteramente el concepto del artista. En este campo, un generalizado misticismo encontró su expresión en un arte que: miraba hacia arriba, los ojos fijos en el cielo, y completamente transformado para la tarea de presentar todas las cosas temporales desde el punto de vista de lo trascendental 6;

y en un impresionante análisis de los relieves del Arco Triunfal de Constantino en Roma (315 d. de J.C.), [en la página 60 de esta edición digital] que muestran al emperador pronunciando un discurso al pueblo y repartiendo dinero, un erudito alemán ha demostrado 7 cómo las influencias orientales que pueden percibirse penetrando en otras esferas culturales en las que las formas tradicionales se debilitaban han conducido en este caso a un aislamiento de la figura imperial, a una uniformidad en la representación de sus súbditos, que aparecen retratados en una escala más pequeña, enmarcando al emperador a los dos lados, y finalmente a una división horizontal del campo entero de la tabla, que tiene su paralelo en un relieve anterior que muestra el triunfo del sasánida Sapor I sobre Valeriano [en las páginas 60-61 de esta edición digital]. Reconocer esta transformación no es negar el deterioro en la técnica que la acompañó, y que nació de la interrupción en el sistema de aprendizaje por el que se transmitían las artes prácticas. Pero lo importante es el cambio de sentimiento, más que la incapacidad técnica. En la arquitectura emergen nuevas formas para cubrir las exigencias de la Iglesia cristiana, las cortes imperiales y las ciudades recientemente puestas en peligro. La basílica se recoge hacia adentro, no se despliega hacia afuera como el templo clásico. El hombre parece diminuto en estos salones inmensos, altos, abovedados y bajo estas cúpulas; se sobrepasa la escala del templo griego, siempre ligado a la tierra; las leyes de proporción griegas han perdido su significado8. Aquí también hay un avance técnico, así como un nuevo concepto de relación entre Dios y el hombre. Estos ejemplos podrían multiplicarse en otras esferas: en la miniatura, inspirada en parte por la forma del nuevo codex, y en muchas artes en las que, en medio del relajamiento y la falta de vitalidad en la corriente principal, encontramos un renacimiento temporal de las tradiciones indígenas, latentes bajo la capa superpuesta de la cultura greco-romana. Los ejemplos expuestos bastan: ilustran el punto esencial, la decadencia del estilo clásico y su completa transformación para expresar nuevos modos de pensar y de sentir, más típicos de la naciente Edad Media que del mundo antiguo. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES La literatura del Imperio está estudiada en cualquier buen manual, por ejemplo, J. Wight Duff, A Literary History of Rome in the Silver Age, Londres, 1927; para el período posterior a Adriano, véase el capítulo en Cambridge Ancient History, vol. XII, de E. K. Rand, «The Latin Literature of the West from the Antonines to Constantine» (págs. 571-610). También es util S. Dill, Roman Society in the last century of the Western Empire, 2.ª ed., Londres, 1899. Sobre el fondo religioso, véase G. Murray, Five Stages of Greek Religion, Londres, Thinker's Library, 1935, en especial capítulos IV y V; W. R. Halliday, The 6

E. Kornemann, op. cit., p. 95. H. Lietzmann, Sitzungsberichte der preussischen Akademie (Phil.-hist. Klasse), 1927, págs. 342-58. 8 H. Koch, Probleme der Spätantike, Stuttgart, 1930. p: 60. 7

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Pagan Background of Early Christianity, Liverpool, 1925; F. Cumont, Astrology and Religion among the Greeks and Romans, Nueva York, 1912; y los capítulos en Cambridge Ancient History, vol. XII, de A. D. Nock, «The development of paganism in the Roman Empire» (págs. 409-49); F. C. Burkitt, «Pagan philosophy and the Christian Church» (págs. 450-75), y «The Christian Church in the East» (págs. 476514); y de H. Lietzmann, «The Christian Church in the West» (págs. 515-43). Sobre el colapso del racionalismo, véase E. R. Dodds, The Greeks and the Irrational, Berkeley y Los Angeles, 1951, en especial págs. 236-55 [hay traducción en castellano: Los griegos y lo irracional, trad. de María Araujo, «Revista de Occidente», Madrid, 1960]. Sobre el desarrollo de la ciencia, véanse las obras citadas en el capítulo 3. Sobre el arte tardío, véase el capítulo de G. Rodenwaldt, «The transition to Late-Classical Art», en Cambridge Ancient History, vol. XII, págs. 544-70 (con bibliografía).

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Capítulo 8 LAS CAUSAS DE LA DECADENCIA

Para Gibbon la decadencia de Roma era algo tan natural que no exigía una explicación: La historia de su ruina es sencilla y obvia; y en vez de inquirir por qué fue destruido el Imperio romano, más bien debiéramos sorprendernos de su dilatada duración. ... La asombrosa urdimbre se desplomó bajo su propio peso 1.

Hoy esa respuesta ya no parecería adecuada. El estupendo entramado hundiéndose por su propio peso es, al fin y al cabo, una metáfora. El Imperio romano no era una construcción, sino un estado; y una frase como «bajo su propio peso» sólo adquiere sentido cuando se traduce en un análisis detallado de las diversas tendencias y fuerzas sociales y económicas que existían dentro del Imperio. Pero en cierto sentido la formulación de Gibbon fue de una importancia fundamental; rompió simple e inequívocamente con todas las teorías cíclicas, místico-biológicas y metafísicas de la decadencia, y afirmó con claridad el punto de vista «naturalista». Había que buscar la causa de la decadencia dentro del mismo sistema; no era algo trascendental ni apocalíptico, el cumplimiento de una profecía o un eslabón en una cadena de hechos destinada a repetirse a lo largo de la eternidad; tampoco era algo fortuito, como los ataques bárbaros (aunque, como hemos visto, éstos no fueron enteramente fortuitos), ni un error de juicio por parte de uno u otro emperador, o de sus asesinos respectivos. Para Gibbon la causa era algo inherente, natural y proporcional al efecto producido. Este punto de vista ha sido confirmado ampliamente por nuestro propio análisis. Porque éste ha mostrado que el Imperio romano no decayó a causa de una sola característica —el clima, la tierra, la salud de la población—, ni tampoco a causa de cualquiera de los factores sociales y políticos que desempeñaron un papel tan importante en el proceso real de su decadencia, sino porque en cierto momento se vio sometido a tensiones que toda la estructura de la sociedad antigua le impedía soportar. De hecho, esta sociedad estaba dividida por contradicciones que fueron inicialmente visibles, no en el año 200 d. de J.C., ni siquiera cuando César Augusto estableció el principado en el año 27 a. de J.C., sino en épocas tan tempranas como los siglos V y IV a. de J.C., cuando Atenas reveló su incapacidad para mantener y ampliar la democracia de la clase media, que ella misma había creado. El fracaso de Atenas resumió el fracaso de la ciudad-Estado. Construida sobre la base de la mano de obra esclava, o sobre la explotación de grupos no privilegiados —a veces campesinos, oprimidos o incluso reducidos a la servidumbre, a veces súbditos de un imperio de breve duración—, la ciudad-Estado produjo una brillante civilización de minorías. Pero desde el principio era demasiado pesada en sus alturas. No por alguna culpa de sus ciudadanos, sino como resultado de la época y del lugar en que surgió, estaba sostenida por un nivel inadecuado de la tecnología. Decir esto es repetir una perogrullada. El contraste paradójico entre las realizaciones espirituales de Atenas y sus escasos bienes materiales se ha presentado durante mucho tiempo a la admiración de generaciones, que han descubierto que una rica herencia material no asegura automáticamente una riqueza correspondiente de la vida cultural. Pero fue precisamente este bajo nivel de la técnica, en relación con las tareas que se habían impuesto las sociedades griega y romana, lo que hizo imposible considerar siquiera la abolición de la esclavitud, y condujo a su extensión desde la esfera inocua del trabajo doméstico a las minas y los talleres, donde creció con más fuerza a medida que se hacían más agudas las tensiones sociales. No es siempre fácil distinguir la causa del efecto, cuando nos enfrentamos con una textura apretadamente tejida de factores en interacción. Pero, brevemente, se puede decir que los griegos de la 1

E. Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, vol. IV, ed. J. B. Bury, 1897, p. 161; apéndice del cap. 38.

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Ciudad-Estado, agobiados por la pobreza y sometidos a las constantes fricciones de una extensa frontera en proporción al área de la ciudad, eran, por tradición y necesidad, agresivos y rapaces; su fuerte sentimiento de autonomía tendía, en cualquier oportunidad, a deslizarse insensiblemente hacia un impulso de dominar a otros. Esto llevaba a guerras, que a su vez se colocaron entre las numerosas fuentes de nuevos esclavos. La esclavitud creció, y, mientras invadía los diversos sectores productivos, llevó inevitablemente al abatimiento del interés científico y a la separación, ya mencionada, entre las clases que usaban sus manos y la clase superior, que utilizaba —y después dejó de usar— su mente. Una división ideológica como ésta refleja una auténtica separación de la comunidad en clases; y en adelante pasa a ser la suprema tarea incluso de los hijos más sabios de la Ciudad-Estado —un Platón y un Aristóteles— la de mantener esta sociedad de clases, a cualquier precio. El precio fue alto. Dice mucho de la tenacidad de Platón el hecho de que estuviera dispuesto a pagarlo. En las Leyes, su último intento de plantear la ciudad justa, ideó un plan detallado para implantar creencias y actividades convenientes a la autoridad por medio de la sugestión, por una censura estricta y despiadada, el empleo de mitos y ceremoniales en lugar del conocimiento fáctico, el aislamiento del ciudadano del mundo exterior, la creación de tipos con reacciones normalizadas, y como garantía final, por las sanciones del estado policiaco, invocadas contra todos los que no pudieran o no quisieran conformarse. No sin razón, un erudito francés, escribiendo en el año 1947, caracterizó al Imperio romano tardío con «su metafísica alegorizadora, su moralidad clerical, su arte litúrgico, sus amenazas de una inquisición, y su instrucción por medio de catecismo, rasgos todos ellos que anunciaban el acercamiento de los gloriosos siglos de la Edad Media» como «el triunfo de Platón»2. Porque fue éste, nada menos, el fruto intelectual y espiritual de este árbol, cuyas raíces se habían estrellado contra la dura roca de la insuficiencia técnica. Materialmente, el aumento de la esclavitud determinó que no se liberaran nuevas fuerzas productivas a un nivel suficiente para una transformación radical de la sociedad. Los extremos de riqueza y de pobreza se hicieron más marcados, el mercado doméstico se debilitó, y la sociedad antigua sufrió una disminución de la producción, del comercio y de la población y, finalmente, el desgaste de la guerra de clases. En esta cadena de hechos, la aparición del Imperio romano introdujo el nuevo factor de una capital parasitaria; y extendió el sistema helenístico a Italia, donde la depauperación agraria iba unida a la expansión y la dominación imperialistas en una escala incomparable. En la Roma oligárquica del régimen senatorial, con sus intrigas de familias nobles para obtener el poder político, como forma de acceder al prestigio y la riqueza, un desarrollo saludable de las fuerzas productivas y una vida cultural más profunda representaban una posibilidad aún más remota que en medio de los disturbios de la democracia de las ciudades-estado o en las capitales de los reinos helenísticos. Del intento de controlar y gobernar una entidad política del tamaño del Imperio de Augusto, sobre la base de este equipo material relativamente atrasado, surgieron los desarrollos típicos de la vida social del Imperio —la dispersión industrial, la vuelta a una economía parcialmente natural en el sistema fiscal, la presión continua de la corte y del ejército, y un cambio de la influencia desde las ciudades hacia el campo — y el intento final de reparar la crisis, o por lo menos de salvar lo que se pudiera de las ruinas, mediante el uso creciente de la coerción y de la maquinaria del Estado burocrático. Ya hemos analizado estas tendencias, por lo que no es necesario repetirlas aquí. Tampoco debemos caer en el error de imaginar que cada una era inevitable en su lugar particular y en su tiempo específico. La destreza y la debilidad humanas desempeñaron su papel al postergar o acelerar el proceso de la decadencia. De todas formas, la cuestión importante reside en que los factores que hemos descrito encajan en un orden que tiene su propia lógica, y se deducen —por supuesto, no en los detalles específicos, que fueron determinados por mil factores personales o fortuitos, sino en su esquema general— de las premisas sobre las que creció la civilización clásica, en concreto un nivel tecnológico absolutamente bajo, y para compensarlo, la institución de la esclavitud. En estos fenómenos y, lo que es igualmente importante, en el clima mental que crearon, es donde debemos buscar las causas primarias de la decadencia y la caída del Imperio romano. 2

A. Piganiol, L'Empire Chrétien, p. 401.

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A este punto de vista, que puede parecer con cierto sabor determinista, como si se le robara al hombre el derecho de hacer su propia historia —aunque de hecho sólo define las condiciones dentro de las cuales es libre para actuar— se le pueden poner algunos reparos: ¿Por qué no había alternativa? ¿Por qué fue inevitable el proceso esbozado anteriormente? ¿Por qué no podría haber sobrevivido el Imperio occidental como sobrevivió Bizancio? Colocando esta última pregunta en primer lugar, hay que repetir que no había ninguna razón que obligara a hundirse el Imperio occidental allí y entonces. Pero si nos fijamos en el Imperio tal y como era en tiempos de Augusto, y observamos el cambio gradual de importancia desde Occidente hacia Oriente, que culminó en la ruptura final después del reinado de Teodosio (379-95 d. de J.C.), queda claro que la supervivencia del Imperio oriental representa realmente la salvación de una parte a expensas de la otra; de hecho, la misma fuerza de Constantinopla desviaba los ataques bárbaros hacia Occidente. Fue un residuo del Imperio original el que sobrevivió en las provincias orientales, como resultado de los factores ya discutidos antes (página 119); y aunque su supervivencia es en sí misma un tributo a los esfuerzos de los emperadores del siglo III y a la reorganización de Diocleciano y Constantino, quedó sólo como un residuo. Cuando, después del lapso de varios siglos, se dio el siguiente gran paso hacia adelante en la historia europea, procedió, como hemos visto, de Occidente, y no de Constantinopla. Así la supervivencia de Bizancio —una parte del Imperio— no puede aducirse como una razón sólida para pensar que todo el Imperio se podía haber salvado. De hecho, como ha visto más de un erudito, la única manera de que Occidente se hubiera preservado y hubiera podido avanzar hacia nuevas realizaciones, habría sido mediante un cambio radical en el nivel tecnológico, incluyendo las comunicaciones, y una subsiguiente transformación de la estructura social. ¿Cómo se podría haber efectuado tal cambio? Una breve reflexión sugiere dos posibilidades, y sólo dos. Primero, se podía haber persuadido a la clase alta para que abandonara su posición privilegiada, pagara sueldos más altos a los artesanos, redujera la carga sobre los campesinos, desarrollara la técnica y aboliera la esclavitud. Como segunda alternativa, las clases oprimidas podían haber conquistado el poder mediante una revolución violenta y llevado a cabo los cambios técnicos ellos mismos. ¿Qué oportunidades ofrecían estas dos fórmulas? En cuanto a la primera, hay varias objeciones válidas al pago de salarios más altos como solución a una crisis de subconsumo, en un sistema de libre empresa y baja productividad, como el que caracterizaba al Imperio temprano. Pero éste es un punto en el que no vamos a detenernos, puesto que la historia entera de la clase dominante del mundo greco-romano excluye la posibilidad de que imaginara, ni siquiera por un momento, su propia abdicación. Sólo hay que enunciar la tesis para que se nos presente como absurda. La esclavitud, como sabían Aristóteles, Platón y todo comerciante y terrateniente del mundo antiguo, era natural y esencial para la civilización. Ni siquiera los cristianos se preocuparon de cuestionar esta opinión. Como los estoicos antes de ellos, consideraban a todos los hombres igualmente libres, o igualmente esclavas; y no se arriesgaban a desafiar a la autoridad en este problema. La Didaché de los primeros años del cristianismo, sólo recuperada a fines del siglo pasado, recomendaba a los esclavos que se sometieran a sus amos como a las imágenes de Dios; y a los esclavos no se les permitía recibir las órdenes sagradas. De esta forma, aunque algunos cristianos negaran el derecho del hombre a esclavizar a sus semejantes, en esto iban más allá de la doctrina de la Iglesia. Es verdad que la manumisión seguía aliviando la condición del esclavo, a pesar de las restricciones legales procedentes de la época de Augusto. Pero ya en el siglo IV el problema había empezado a cambiar de carácter al rebajarse gradualmente otros sectores de la sociedad al nivel del esclavo. En todo caso, el daño mortal se había hecho ya. Durante siglos la mente de los hombres se había formado en la convicción de que no se podía renunciar a la esclavitud en ninguna circunstancia. Quedaron detenidos en este primer escalón. Porque la existencia de la esclavitud hacía que todas las demás cosas —mejoras en las comunicaciones y formas técnicas superiores— parecieran superfluas. ¿Y qué posibilidad tenía la otra alternativa? En cierto sentido, era una vía que trató de ponerse en práctica y representó un problema grave durante la época helenística y los dos últimos siglos de la

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República romana. La revolución social fue una fuerza dinámica en Esparta en el siglo III, y sabemos de rebeliones de esclavos en Pérgamo, Atica, Macedonia, Delos, Sicilia y la misma Italia, donde las fuerzas de Espartaco acosaron a las legiones romanas durante dos años (73-71 a. de J.C.). En todo el mundo mediterráneo, la miseria de las masas urbanas se unía al sufrimiento de los campesinos provocando levantamientos espasmódicos, que eran sofocados con la brutalidad que nace del miedo. De uno de estos movimientos, al que se incorporó la pasión de una minoría racial intensamente patriótica, nació la última lucha del pueblo judío; concebida dentro de la matriz de esta lucha, con sus tensiones y su creencia fanática en el reino del otro mundo, nació la nueva religión de los pobres y de los oprimidos: el cristianismo. Dos siglos después, una miseria popular muy extendida dio origen a movimientos de rebeldía similares. Como hemos visto, durante más de cien años a partir del siglo III, los bagaudes se mantuvieron en Armórica y España; y en el norte de África, durante los siglos IV y v, los Circumcelliones sin tierras, bajo sus jefes, los «caudillos de los santos», mantuvieron un movimiento semejante con una base religiosa —el cisma donatista— que animaba a los esclavos a escaparse y aterrorizaba a los sectores más ricos de la población. Por su parte, las clases dominantes, griegas o romanas, dieron todos los pasos posibles para protegerse y proteger a la sociedad. Platón había hablado3 de ciudades divididas como si se tratara de dos ejércitos observándose el uno al otro; y su contemporáneo Eneo, que escribió sobre las tácticas militares (siglo IV a. de J.C.), recomendaba el establecimiento de patrullas de seguridad reclutadas entre los ciudadanos de confianza, aquellos que tenían más que perder en una revolución social, como una defensa contra los mercenarios que podrían (como hicieron un siglo después en Cartago) atacar a ciegas a sus patronos4. Pero los sectores oprimidos de la sociedad nunca lograron salir adelante, salvo cuando algún miembro de la clase dominante —un rey imperialista como Cleomenes III de Esparta (circa 235-222 a. de J.C.), o los demagogos romanos de la República tardía—los explotaron para sus propios fines. De hecho, la base material de la cultura antigua era insuficiente para la consolidación de tal revolución, aun si hubiera podido triunfar; el éxito habría significado el caos, y el fin de la herencia clásica. De hecho, aun concediendo, para completar la argumentación, que las clases oprimidas podrían haber tomado y conservado el poder, no hay ninguna razón para pensar que habrían intentado conseguir una forma más igualitaria de sociedad; la totalidad de la historia clásica hace infinitamente más probable que sólo hubieran intentado cambiar de puesto con sus antiguos opresores. En todo caso, el éxito nunca fue posible. Las clases bajas no estaban en ninguna parte suficientemente unidas para hacer el esfuerzo sostenido necesario para una tarea tan gigantesca como la expropiación de sus gobernantes. La misma existencia de la esclavitud creó una barrera entre el artesano libre y el esclavo; y había otra división entre el esclavo doméstico relativamente próspero y las cuadrillas que vivían su vida corta, miserable y brutal en las minas y en las plantaciones y haciendas. De aquí que la posibilidad de un cambio radical en la estructura de la sociedad antigua por cualquiera de los métodos que hemos examinado parezca extremadamente lejana. De hecho, Heitland parece más cerca de la verdad cuando atribuye 5 la caída de Roma al «destino romano» — empleando la frase no en un sentido metafísico, sino para resumir una cadena de factores sociales y económicos que se sucedieron uno tras otro hasta la desintegración final. En las General Observations on the Fall of the Roman Empire in the West que añadió al capítulo XXXVIII de su Decline and Fall, Gibbon se permitió los siguientes comentarios sobre la Europa de su tiempo: El equilibrio del poder seguirá fluctuando, y la prosperidad de nuestro reino o de los vecinos puede crecer o decaer, pero tales acontecimientos parciales no alcanzarán a dañar esencialmente el estado general de bienestar, el sistema de las artes, leyes y costumbres con que tanto descuellan sobre el resto de la humanidad los europeos y sus colonias. Las naciones salvajes del globo son las enemigas comunes de la sociedad civilizada; y podemos preguntarnos con ansiosa curiosidad si Europa está amenazada todavía por una repetición de las calami dades que 3

Platón, República, VIII, 6, 551 d. Eneo Táctico, I, 6; 5 Véanse tres folletos de W. E. Heitland: The Roman Fate; Iterum, y Last Words on the Roman Municipalities (Cambridge: 1922, 1925 y 1928, respectivamente). 4

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aniquilaron antiguamente las armas e instituciones de Roma. Quizá las mismas reflexiones ilustrarán la ruina de aquel poderoso imperio, y explicarán las causas probables de nuestra seguridad presente.

Se verá que también Gibbon está formulando aquí una pregunta palpitante: «¿Es posible que la caída de Roma pueda alcanzar a nuestra propia civilización?» Y la respuesta que ofrece, y que apoya con argumentos, es un terminante «¡No!» Desde su época, Europa ha pasado por dos revoluciones fundamentales, y por un completo cambio en la base material de la sociedad. Ha visto crecer la guerra del pasatiempo menor que era en el siglo XVIII cuando Yorick, el personaje del novelista Sterne, podía llegar a París antes de que le recordaran que sería mejor que se consiguiera un pasaporte, porque resultaba que Inglaterra y Francia estaban en guerra, a las dimensiones de hoy, en que envuelve a naciones enteras y cuenta sus víctimas por millones. Pocos contestarían hoy a la pregunta de Gibbon con el mismo firme «No» que satisfacía el optimismo del siglo XVIII. De hecho, la pregunta tiene para nosotros un aspecto mucho más complicado del que tenía hace doscientos años. Reclama completa investigación sobre el problema general del ascenso y la decadencia de las civilizaciones, que está claramente fuera del alcance del presente ensayo. Hay, sin embargo, otra pregunta palpitante de un contenido más limitado, pero quizá de una urgencia más insistente, que reclama nuestra atención: «¿Es inevitable que la civilización occidental sufra el destino de Roma?» Esta pregunta es urgente, porque la respuesta que le demos determinará el carácter de nuestras propias acciones. Hay, como hemos visto, una clara analogía entre los métodos adoptados por el estado autoritario del Imperio tardío y los usados por regímenes semejantes en el mundo moderno. En ambos vemos que las exigencias del Estado se ponen por encima de la felicidad y la libertad del individuo. En ambos, una minoría afortunada, bien colocada en el mecanismo del gobierno, puede disfrutar de lujos que están fuera del alcance de los demás, para quienes la escasez y las privaciones son un destino natural. Ambos fomentan modos irracionales de pensar, con nuevos mitos, dogmas y supersticiones que reemplazan a la razón. Además, es una reflexión significativa y desembriagadora que la mayoría de los países avanzados del mundo, y no sólo los que llamamos autoritarios, están experimentando un movimiento de alejamiento del laisser faire, acercándose al control y a la planificación estatal. Desde este punto de vista —sean lo que sean sus diferencias en otros campos—, hay un elemento común en los regímenes de la Alemania nazi, la Rusia comunista, los Estados Unidos «capitalistas» y los «Estados de bienestar» de Gran Bretaña y otros varios países europeos. ¿Estamos presenciando entonces (se ha preguntado a veces) una etapa nueva y ominosa de nuestra civilización, en la que tenemos que hundirnos gradualmente en un estado de regimentación semejante al que anunció el fin de la Roma occidental y el nacimiento del bizantinismo en Oriente? Las analogías son sorprendentes y alarmantes, sobre todo cuando tenemos en cuenta que, en su propio tiempo y contexto, el régimen autoritario del Imperio tardío representaba el único medio de conservar la herencia clásica, y era de hecho «la última esperanza de todos los amigos de la civilización». Por consiguiente, si la historia del pasado significa todavía algo para el presente, estamos obligados a preguntarnos si nos encontramos enfrentados en la actualidad con alguna necesidad salvaje similar. De inmediato y muy decididamente se puede afirmar que no hay ninguna necesidad que empuje al mundo del siglo XX hacia una tiranía autoritaria. Las analogías entre los métodos del Imperio tardío y algunos de los observados en nuestros propios días pueden ser superficialmente convincentes; pero en sus rasgos fundamentales, la situación moderna es totalmente diferente. El mundo clásico estaba auténticamente enfermo de un mal de origen profundo, que provocaba los remedios crueles y drásticos de los Césares. Pero el sistema opresivo que surgió en fragmentos durante los siglos III y IV, para enfrentarse con las crisis de aquellos tiempos, era en su mayor parte una serie de improvisaciones que apenas se pueden dignificar con el nombre de planificación. Considerado como un acercamiento a una economía planificada, incluso el sistema de Diocleciano, su Edicto sobre los precios, su nueva base para la tributación y su reorganización de la administración- provincial, es, en la práctica, parcial, incoherente y no coordinado, y muy distante de lo que se entiende en la actualidad por un plan económico. De hecho,

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una economía planificada eficaz difícilmente habría podido funcionar bajo las condiciones entonces existentes. Como ha mostrado un estudio reciente 6, en el Imperio tardío no era la razón, sino la influencia personal y la corrupción, las que contaban en la adopción de decisiones oficiales. Es verdad que los pasadizos del poder, como los más altos mandos del ejército, nunca estuvieron cerrados al talento, y este hecho ayudó, sin duda, a retrasar el colapso del Imperio. Pero el ubicuo sistema del patronazgo, manipulado por gobernadores y por altos funcionarios de la administración pública, que recibían sueldos mezquinos, desembocó en una red de corrupción organizada, que recuerda la de algunos regímenes del Cercano Oriente en el mundo moderno; el gran hombre, se decía, «vendía humo», fumum vendere, cuando a cambio de una gratificación utilizaba su influencia para conseguir un favor o un nombramiento. Los mejores emperadores lucharon mucho, pero sin éxito, para erradicar este abuso, que envenenaba y entorpecía todas las dependencias del gobierno, sobre todo los tribunales. Condujo a una moral baja y a una falta de integridad entre los empleados a la cual los emperadores, por falta de confianza en sus subordinados, intentaron oponerse por medio de un alto grado de especialización burocrática, que era difícilmente compatible con el primitivo sistema de comunicaciones, y por ello resultó, en conjunto, ineficaz y frustrante. Paradójicamente, esta época de intervención, supervisión y opresión del gobierno terminó siendo un período en que, al menos en Occidente, las provincias tendían más que en etapas anteriores a dividirse y seguir su propio camino. La planificación del siglo XX, por otro lado, representa la completa antítesis de todo ello. Ha seguido a un movimiento general de emancipación, que ha llevado a la población de los países más avanzados a un grado mayor de libertad y a un nivel de vida más alto que en cualquier época anterior; está basada en una comprensión muy superior de las leyes económicas y sólo ha resultado posible gracias a los formidables avances técnicos, incluyendo la aceleración de las comunicaciones y la mejora de los métodos de instrucción e información. Las fuerzas que han producido un clima mental favorable a su adopción han sido muchas, desde la teoría humanitaria, por un lado, hasta las exigencias de la guerra «total» y el miedo al carácter explosivo de la miseria social, por el otro. Pero un rasgo común en toda la planificación moderna es el aumento de la producción total y la constante elevación del nivel técnico de producción. De hecho, la industrialización del mundo en los siglos XIX y XX, por primera vez en la historia de la humanidad, ha hecho viable, en un futuro próximo, desde un punto de vista puramente técnico, alimentar, vestir y alojar a la totalidad de la población mundial con un confort razonable. Los recursos de la edad de la máquina permiten una expansión casi infinita, y en condiciones favorables el nivel de la producción está subiendo constantemente. Es fácil, por supuesto, referirse a la espantosa miseria secular de Oriente. Allí hay bastantes problemas que resolver, si se puede ganar tiempo para resolverlos. Pero fundamentalmente son problemas, no de la técnica, sino de la organización social y política. Porque quizá el más importante —y obvio— contraste con la Roma antigua consiste en la extensión moderna de la tecnología y el control sobre la naturaleza hasta un punto que ha pasado a ser algo enteramente nuevo y sin comparación en la historia anterior. Gracias a la maquinaria y a su aplicación al problema de las comunicaciones, ha sido posible reducir muy considerablemente la separación que siempre existió en tiempos antiguos entre la ciudad y el campo. Los autobuses, bicicletas, coches y trenes llevan al aldeano a la ciudad; las compras por catálogo, el camión de carga, la televisión y el cine llevan la ciudad a la aldea. Cada pequeño pueblo, como un francés informó una vez con orgullo a este escritor, es ahora « ¡un petit Paris pour soi! » La electricidad, el motor de explosión, los abonos químicos y los tractores, utilizados individualmente o de forma colectiva en cooperativas de productores, están eliminando poco a poco, en grandes zonas de la tierra, la «estupidez primitiva» del campo. Sin embargo, desde un punto de vista inmediato, quizá parezca que estamos amenazados al menos por uno de los factores, cuya existencia hemos señalado en el desarrollo del Imperio tardío. La tendencia hacia la descentralización, el impulso hacia fuera de la industria y el comercio de los viejos centros, ha desempeñado claramente un papel fundamental en la historia de la expansión occidental. Y ahora, como en el Imperio romano, la industria exporta no sólo sus productos, sino que también se exporta a sí misma. Ya en el capítulo 3 hemos considerado este fenómeno como común a los tiempos antiguos y modernos. 6

A. H. M. Jones, The Later Roman Empire, I, págs. 391-410.

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En virtud de la diferencia en el nivel técnico de la producción en los dos períodos, no podemos trazar un paralelo demasiado estrecho entre ambos; y, por supuesto, hay muchos nuevos factores en la situación contemporánea. Por ejemplo, nuestras comunicaciones modernas altamente desarrolladas operan para evitar que la descentralización conduzca al estancamiento. En vez de que el impulso primario hacia fuera vaya seguido por una descentralización secundaria, rompiendo toda la zona económica en pequeñas unidades casi independientes, la escala del comercio y de las comunicaciones internacionales modernos es tal que, a pesar del impulso político hacia la autarquía, los diversos países del mundo se están haciendo cada vez más interdependientes. A pesar de todo, al menos uno de los factores primarios que han prestado al comercio moderno y a la expansión imperialista su fuerza peculiarmente dinámica fue también común a la economía del Imperio romano: la necesidad de encontrar un mercado exterior. Como sus equivalentes en Roma y en la Edad helenística, nuestros fabricantes y comerciantes actuales se ven obligados a buscar mercados en el extranjero para vender las mercancías que sus empleados en el país no tienen dinero para comprar. Esta, por supuesto, no es la única razón que hay detrás del impulso de exportación. La situación en cada país se ve complicada por auténticos problemas de la balanza comercial, y en el caso de países altamente industrializados como la Gran Bretaña, por la necesidad de comprar en el extranjero con las ganancias de sus exportaciones los alimentos y materias primas que no se pueden producir en el país. Pero por encima de estos factores existe la misma necesidad de ganancias que sentían los comerciantes de Aquileya o Alejandría, aumentada además por la cantidad infinitamente mayor de capital acumulado en los equipos modernos de producción. Sin embargo, en contraste con los artesanos del mundo antiguo, a las clases obreras de nuestras modernas naciones industriales no les faltan los medios para comprar los productos de su trabajo por alguna razón esencial e inevitable; porque el mundo moderno, como hemos visto, tiene posibilidades casi ilimitadas de crear bienes materiales. Por eso, no hay ninguna razón imperativa para que la producción deba depender de la expansión continua del mercado externo, ni para que, si gracias a la exportación de la misma industria, ese mercado externo alcanzara al fin su punto de saturación, la sociedad tuviera que decaer necesariamente. Porque la clase obrera moderna constituye en sí misma un vasto mercado potencial; y la experiencia ha demostrado que, con la planificación social moderna, se puede satisfacer cada vez más a este mercado y construir una comunidad económicamente saludable sobre la base de una extensión de la democracia política —todo lo cual es exactamente opuesto al sistema degradante y represivo que los últimos emperadores romanos se vieron forzados a adoptar. ¿Y qué podemos decir —cabría preguntarse— del peligro bárbaro? En los días más felices del siglo XVIII, cuando los bárbaros de Asia iban siendo introducidos rápidamente a la civilización, Gibbon pudo dar una respuesta segura a esta pregunta: Desde el golfo de Finlandia hasta el Océano oriental, Rusia asume ahora la forma de un imperio poderoso y civilizado. Se avecindaron ya el arado, el telar y la fragua en las orillas del Volga, del Oby y del Lena, y hasta las más fieras hordas tártaras han tenido que aprender a temblar y obedecer. Estrechísimamente reducido queda ahora el reino del Barbarismo, y los residuos de Calmucos y Uzbeks, cuyas fuerzas casi pueden contarse, no alcanzan a causar ninguna zozobra a la gran republica europea7.

Si hoy tenemos menos confianza, es porque estamos menos seguros de lo que constituye la barbarie. La guerra moderna depende ahora tan totalmente de la ciencia y la industria que ningún pueblo bárbaro podría amenazar a la civilización sin adquirir primero él mismo un alto grado de civilización material. Pero ¿podemos estar seguros de que la posesión del arado, el telar y la fragua —sin mencionar el bombardero de reacción a chorro y la bomba de hidrógeno— son garantía suficiente de que sus dueños mostrarán también automáticamente un alto grado de comportamiento civilizado? ¿No es de hecho peligroso hacer una ecuación superficial entre la eficacia técnica y la civilización? Si empleamos el término bárbaro en el sentido de los sociólogos para describir el nivel cultural inferior al del hombre civilizado, entonces es evidente que el peligro de los bárbaros ha concluido. Incluso el Japón feudal sólo 7

Gibbon, op. cit. vol. IV, ed. Bury, p. 164.

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pudo presentar una amenaza grave a los poderes occidentales porque modificó su estructura tradicional al adoptar las técnicas productivas de una sociedad industrial moderna. Pero no sólo el Japón feudal, sino naciones en el mismo corazón de la Europa civilizada han mostrado recientemente con qué peligrosa facilidad se retrocede en todo lo más valioso de nuestra herencia cultural. Hemos aprendido una lección saludable y penosa, y es que la barbarie en este sentido sigue siendo un peligro en todas las épocas y en todas las sociedades, y que el precio de la civilización, como el de la libertad, es la eterna vigilancia. Sin embargo, estas consideraciones parecen dar por establecido el aserto de que no hay nada inevitable en cuanto a la tiranía autoritaria. Mientras que asegurar que el mundo moderno escapará al destino de Roma sería entrar sin ningún derecho en el campo de la profecía, podemos afirmar sin vacilación que está en nuestra mano evitar tal destino, y además es nuestro deber, conociéndolo, esforzarnos en contra de cualquier tendencia de nuestra propia sociedad que se asemeje a las que prevalecían en el Imperio tardío y que, si no se frenan, podrían llevarnos a simular una enfermedad que al fin podría volverse real —y mortal. La diferencia esencial entre el moderno estado de bienestar y el Imperio romano tardío sólo puede residir en el contenido real de la palabra «bienestar». Este contenido real es el que debemos examinar para elaborar nuestro criterio, porque un cínico puede señalar fácilmente que el vocablo «bienestar» estaba entre los empleados más frecuentemente en los decretos oficiales de los emperadores tardíos, quienes manifestaban su preocupación por aumentar la prosperidad de sus súbditos ejerciendo la generosidad y la humanidad; y por otro lado, ha habido ejemplos recientes de estados modernos que hacían declaraciones semejantes, mientras en la práctica sólo garantizaban ventajas para unos pocos privilegiados, a expensas de la mayoría. Aquí hemos introducido sólo uno de los muchos problemas con los que nos enfrentamos en la actualidad; problemas de guerra entre las naciones, de comunidades con distintos niveles de desarrollo económico, social y moral, del despertar de los pueblos sometidos, del nacionalismo y del imperialismo, e incluso de la posible destrucción del planeta en que vivimos; pero estos son problemas que caen fuera del alcance de este ensayo. Sin embargo, el resultado de nuestra comparación sugiere un optimismo limitado y cauteloso, por lo menos en cuanto a la solución de la única cuestión tratada. Porque hemos visto que la represión autoritaria y el estado de castas no son el destino inevitable que nos espera, como lo eran para los Césares, gobernantes de un mundo que estaba atrasado materialmente, y dividido de parte a parte por la maldición del trabajo esclavo. El futuro nos ofrece algo más brillante que todo eso. NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES Los libros mencionados tras el capítulo 1 son todos adecuados al tema de este capítulo. Las finanzas y la organización del Estado bizantino, y su contraste con Europa occidental, aparecen presentados de un modo estimulante por L. M. Hartmann en un ensayo traducido por H. Liebeschütz bajo el título The Early Medieval state: Byzantium, Italy and the West, Londres (Historical Association), 1949. El problema de reconstruir la sociedad del Imperio romano se encuentra planteado por F. Oertel en Cambridge Ancient History, vol. XII, págs. 253 y siguientes.

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Capítulo 9 LA REALIDAD DEL PROGRESO

El Imperio occidental pereció; pero no dejó a Europa donde la habían encontrado los invasores aqueos. De modo semejante, hay una gran diferencia entre la Europa del siglo XX, con toda su experiencia de regimentación y opresión, y la Roma o Bizancio de Constantino. El régimen cruel de los emperadores tardíos logró su propósito al conservar la herencia clásica para la posteridad. El hombre no está atado a una rueda giratoria. El progreso es real. El abate Galliani, en una carta del 1 de enero del año 1744, preguntó: ¿La caída de los imperios? ¿Qué puede significar esto? Los imperios, no estando ni arriba ni abajo, no caen. Cambian de apariencia, y es la gente quien habla del derrocamiento y de la ruina —palabras que esconden un juego entero de error y decepción. Sería más correcto hablar de fases del imperio.

En este punto de vista paradójico —la negación del proceso entero de la decadencia y la caída— hay un ápice de verdad. Ha sido defendido con gran vigor por Dopsch y Heichelheim, quienes señalan con razón que no hubo una ruptura completa en ninguna de las ramas principales de la actividad humana. El proceso que denominamos «decadencia y caída» duro varios siglos, y trajo consigo un progresivo decaimiento de la intensidad de la vida económica y de la cultura en general. A lo largo de grandes zonas, como hemos visto, la influencia de las ciudades se debilitó y quedó interrumpida, y la vida siguió en el campo. Sin embargo, la tradición principal persistía. Incluso se puede sostener que la decadencia cultural que precedió al colapso de la autoridad imperial de Occidente acercó más a los romanos al nivel de sus conquistadores, y así facilitó la transmisión final de la herencia. La extensión de esta transmisión varió, por supuesto, de una zona a otra. En el sur, donde los germanos nunca fueron más que una minoría —en Italia, Provenza, Aquitania y España—, permaneció la antigua población, y los recién llegados fueron absorbidos: las lenguas romances, no germánicas, reemplazaron al latín. Pero en la zona representada por Inglaterra, los Países Bajos y Bélgica, y las fronteras del Rhin y del Danubio, el proceso fue más complicado, y resultó distinto casi para cada actividad. Porque aquí había asentamientos masivos de germanos, y la población romana original huyó hacia el sur a principios del siglo V, cuando la corte abandonó Tréveris, o fue diezmada si se quedó atrás. Podemos leer en Salviano la descripción de la aflicción de una de sus parientes, que había perdido todas sus propiedades y tuvo que trabajar como sirvienta en casa de damas francas. Sin embargo, incluso en esta zona persistían la artesanía y las técnicas. Cuando hablamos de decadencia económica, hablamos de decadencia de la organización, no de la desaparición completa de actividades y de habilidades. Realmente, aunque desapareció la mayoría de las comodidades y refinamientos de la vida entre esa minoría que antes había disfrutado de ellos, las técnicas mismas seguían siendo transmitidas casi sin cambios de padres a hijos dentro de las rígidas corporaciones del Imperio tardío. En las regiones griegas del Imperio, las ciudades seguían existiendo, aunque disminuidas en tamaño; en Occidente, aunque las ciudades con frecuencia (pero no siempre) murieron, las propiedades feudales y los monasterios guardaron la herencia y la transmitieron. Había habido feudalismo y bienes eclesiásticos en el mundo antiguo en épocas anteriores —en Babilonia, por ejemplo. Pero el feudalismo que llenó el vacío entre la decadencia del Imperio romano y el nuevo crecimiento de la producción capitalista para el mercado introducido en el mundo moderno, fue infinitamente más fructífero que sus equivalentes anteriores. La causa fue que tenía detrás, reforzándolo, los logros de la civilización clásica y su herencia técnica. La nueva artesanía introducida por los griegos y

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los romanos sobrevivió. En Francia y Germania, los hornos de los vidrieros sirios fueron mantenidos por sus seguidores, que transmitieron la técnica de artesanos a aprendices; y en el año 700 d. de J.C. las norias, conocidas en el siglo I y desarrolladas en el IV, eran utilizadas ampliamente en zonas tan al norte como Inglaterra. Además, no se deben ignorar las contribuciones positivas de los mismos invasores 1. Los abrigos de piel y pantalones se habían hecho bastante populares como para que los prohibieran en Roma por edicto imperial en los años 397 y 399; y la Alta Edad Media se benefició de una larga serie de innovaciones que no procedían del mundo clásico, sino de los pueblos del Norte, entre ellas las joyas de esmalte tabicado, la fabricación de fieltro, los esquís, el uso del jabón y de la mantequilla, la construcción de tinas y barriles, el cultivo de centeno, avena, espelta y lúpulo, y el descubrimiento del arado pesado, el estribo y la herradura. Pero estas invenciones sirvieron fundamentalmente para completar el legado principal de forma que, sobre los logros del mundo clásico, se avanzó hacia un amplio uso de la fuerza animal, hidráulica y del viento. La importancia de estos nuevos avances en la historia de la humanidad es incalculable. Se ha observado, no sin alguna razón, que la gloria principal de la baja Edad Media no fueron sus catedrales, ni sus épicas y su escolasticismo: fue la construcción, por primera vez en la historia, de una civilización compleja que no descansaba en las espaldas de sudorosos esclavos o culíes, sino fundamentalmente en la fuerza no-humana 2.

Este logro, como todos los demás de la Europa medieval, es inconcebible sin la herencia clásica en que se basó. No es fácil describir la transmisión de esta herencia. En primer lugar, no se llegó, naturalmente, al punto más bajo con el colapso del poder imperial en el año 476 d. de J.C. Hubo un período de desgaste que en muchos aspectos duró varios siglos; y en algunas esferas continúa todavía, mientras que en otras ya ha comenzado la recuperación. Lo que estaba arraigado en la tierra seguía vivo: el cultivo de la viña, las antiguas fronteras, las murallas de las ciudades, los edificios. Pero con frecuencia el fondo cultural, por ejemplo la vida que se desarrollaba dentro de las estructuras materiales de la ciudad, cambió por completo. Muchas veces se perdió más de lo que resultaba evidente a primera vista, y fue recuperado más tarde por la transferencia cultural. Pero gradualmente el proceso de recuperación cobraba velocidad; y muchos canales y afluentes distintos se unieron al fin para formar este poderoso río que es hoy nuestra herencia clásica. Ya hemos mencionado los feudos y monasterios de Europa occidental como los centros de habilidad técnica; pero los monasterios, por lo menos, eran más que eso. Como casas de estudio donde todavía se hablaba el latín, albergaron el trabajo de cientos de monjes que copiaron diligentemente los antiguos textos clásicos que iban a servir de base a la nueva erudición del Renacimiento venidero. La caída del gobierno romano occidental resultó ser un golpe duro al Derecho romano en Occidente. Durante el siglo VI los germanos todavía se preocupaban de hacer apógrafos para sus súbditos romanos; y en Francia y Germania el llamado Breviario de Alarico, una versión simplificada, publicada en el año 506 para los que no podían enfrentarse con los códigos completos, estuvo vigente hasta el siglo XII. Pero en España la distinción entre el Derecho germánico el Derecho romano se había perdido en época tan temprana como el siglo VII. En este campo el Imperio oriental ofreció ayuda, y desde el siglo XI el redescubrimiento del Corpus Iuris Civilis de Justiniano «extendió el estudio del Derecho romano como un reguero de pólvora por las nacientes universidades de Europa, e incluso fue a menudo una de las causas de su fundación» 3 Así renacido, el Derecho romano llegó a ser, en las palabras de Maine, la lingua franca de la jurisprudencia. Sirvió para establecer una base común de legislación en gran parte de Europa. Ya en esta 1

Cf. L. White, Speculum, XV, 1940, p. 144 ss. L. White, ibid, p. 156. 3 F. de Zulueta, «The Science of Law», en The Legacy of Rome, p. 177. 2

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época habían concluido los tiempos oscuros, y las nuevas brisas del siglo XII avivaban las chispas de cultura y erudición, encendiendo una nueva llama. Mientras tanto, en la mitad oriental del Imperio, el Estado bizantino conservó la teoría clásica y las técnicas clásicas. Desde allí ambas pasaron al Imperio sasánida de Irán y a los califatos de Bagdad, para incorporarse temporalmente al diluvio turbulento del Islam. Los árabes, a su vez, llevaron la herencia a través de las antiguas regiones romanas del norte de África, y la pasaron a las provincias moras de España y Sicilia. Así enriquecida, volvió a Europa, para reunirse con la corriente directa de la tradición occidental. Desde los tiempos del Renacimiento y del redescubrimiento del griego, se hizo difícil separar la vieja herencia directa de la que se había desenterrado y absorbido en época más reciente. Basta para nuestros propósitos con observar que esta herencia se transmitió, fertilizando la mente de los que, a lo largo de la costa atlántica, estaban construyendo un nuevo mundo, un mundo basado en la ciencia experimental y el perfeccionamiento técnico. De ahí se extendió a ambos lados del océano y llegó a los más lejanos rincones del planeta. De esa fertilización ha nacido nuestra civilización actual, heredera del mundo antiguo por una línea tortuosa, pero ininterrumpida. De una u otra forma, nuestra propia sociedad ha incorporado en su tejido todo lo importante de la cultura clásica y de la cultura de civilizaciones aún más antiguas. La decadencia y la caída de Roma son totalmente reales, un auténtico declive surgido de un complejo de causas que son sobrada y penosamente claras. Pero, a pesar de eso, fue el camino por donde pasó la humanidad, a través del largo y sólo aparente estancamiento del feudalismo, hacia la nueva explosión del progreso que creó el mundo moderno. Y ahora, al haber avanzado, sin seguir evidentemente la línea recta ascendente de la que hemos hablado en un capítulo anterior, sino mediante el método consagrado por la historia de un paso atrás y dos pasos adelante, nos encontramos otra vez en la encrucijada y volvemos, con Gibbon, a observar de nuevo la lección de la decadencia de Roma. «Esta revolución pavorosa* —escribió— se puede aplicar útilmente para la instrucción de nuestra época». ¿Cuáles son, entonces, las alternativas que nos presenta? Están bastante claras. Una opción con la que nos enfrentamos consiste en intentar planificar los recursos de la sociedad moderna para la totalidad de los pueblos, cualquiera que sea su color; avanzar hacia un reparto más equitativo de la riqueza, en los dos niveles, nacional e internacional; dar plena oportunidad al empleo de las nuevas fuerzas técnicas que ya controla el hombre. Esta es una senda nueva sobre la cual la antigüedad no puede iluminarnos, porque nunca recorrió ese camino. La alternativa es ignorar la lección que nos ofrece la historia de Roma, seguir los pasos del mundo antiguo (que nunca resolvió este problema porque no pudo), planificando o dejando de planificar para unos pocos, para el infraconsumo doméstico, para una confusa lucha por conseguir mercados exteriores y así, a la larga, para llegar a guerras imperialistas o coloniales, a revoluciones y a la ruina final. Que esta ruina pueda, como la de Roma, dar origen a nuevos desarrollos sociales, conduciendo con la plenitud de los tiempos a alguna sociedad futura, que a su vez se enfrentaría con el mismo problema, es un pequeño consuelo para nosotros si no logramos resolver el problema ahora. Pero, puesto que tenemos la opción, mientras los antiguos no tuvieron ninguna, podemos ejercer algún grado de caridad mientras contemplamos su caída y la inexorable cadena de causa y efecto que actuó dentro de la estructura social de la antigüedad; y en vez de consolarnos con pronunciar juicios morales sobre hombres muertos hace mucho tiempo, haremos mejor estando bien seguros de que entendemos por qué la sociedad antigua decayó hasta un fin inevitable. Si hemos aprendido las lecciones de esa «pavorosa revolución», podremos con mayor ventaja dedicar nuestras pasiones y nuestras energías a la mejora de lo que está mal en nuestra propia sociedad.

*

«This awful revolution...» Gibbon emplea la palabra «awful», que tiene connotaciones ambiguas en inglés, que dan idea de la fusión entre lo horrible y lo sorprendente. [N. del T.]

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NOTAS SOBRE LECTURAS ADICIONALES El problema de si existió una ruptura o una continuidad entre el Imperio tardío occidental y la Europa medieval y, si se admite que hubo ruptura, cuándo se produjo, ha sido discutido por A. Dopsch, Economic and Social Foundations of European Civilisation, Londres, 1937 [Ed. en castellano: Fundamentos económicos y sociales de la cultura europea, trad. de José Rovira Armengol, Fondo de Cultura Económica, México, 1951]; por J. Pirenne, Economic and Social History of Mediaeval Europa, Londres, 1936 [Ed. en castellano: Historia económica y social de la Europa medieval. Fondo de Cultura Económica, México, 1938]; por F. Lot, The End of the Ancien World and the beginning of the Middle Ages, Nueva York, 1932; y por H. St. L. B. Moss, The Birth of the Middle Ages, Oxford, 1935. Más tarde Pirenne volvió a la discusión en Mohammed and Charlemagne, Londres, 1939. Para los que leen alemán, el volumen de ensayos de H. Aubin, Vom Altertum zum Mittelalter, Munich, 1949, proporciona un panorama útil de algunos de los problemas del período de transición. Véase también la colección de ensayos sobre la transformación del mundo romano, editada por Lynn White, que se cita en la nota 1 de la Introducción.

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TABLA DE FECHAS a. de J.C. 753 Fundación tradicional de Roma. 509 Expulsión de los Reyes: instauración de la Republica. 390 Saqueo de Roma por los galos. 338 Derrota de los latinos; Roma dueña del Lacio. 327-290 Guerras samnitas; Roma dueña de la Italia central. 323 Muerte de Alejandro Magno; el comienzo de la Edad helenística se sitúa normalmente en esta fecha. 287 Fin de la lucha de las órdenes. Comienzo del predominio marcado del Senado. 275 Derrota de Pirro de Epiro; Roma dueña de Italia. 264-41 Primera guerra púnica: Roma gana Sicilia. 238 Roma se anexiona Cerdeña. 218-202 Segunda guerra púnica contra Aníbal. 197 Derrota de Filipo V de Macedonia. 189 Derrota de Antíoco de Siria. 168 Derrota de Perseo de Macedonia. Las minas macedonias cerradas. Italia exenta en adelante de pagar tributo. 146 Derrota de Acaya; destrucción de Corinto. Destrucción de Cartago. 133 Derrota de los españoles en Numancia. Pérgamo legado a Roma. Reformas de Tiberio Graco; asesinato de éste. 123-2 Reformas de Cayo Graco. 121 Cayo empujado al suicidio. 112-105 Guerra con Yugurta. 104-100 Reformas de Mario del Ejército romano. 90-89 Guerra con los aliados italianos. 82 Sila en convierte en dictador en Roma. 73-71 Rebelión de los esclavos bajo el mando de Espartaco. 70 Verres, gobernador de Sicilia, sometido a juicio por extorsión. a. de J.C. 63 Conjuración de Catilina contra el Estado. 59- 50 julio César en la Galia. 49 Guerra Civil entre Pompeyo y César. 44 Asesinato de César. 31 Batalla de Accio; Octaviano, victorioso sobre Antonio y Cleopatra, dueño a partir de ahora del mundo romano. 27 Octaviano toma el título de Augusto. Hace el gesto de «restaurar la República». La institución del Imperio se fecha normalmente en este año.

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ESCRITORES GRIEGOS Y ROMANOS MENCIONADOS EN ESTE LIBRO HERÓDOTO (circa 484-circa 425 a. de J.C.), historiador griego de las guerras persas. TUCÍDIDES (hacia 430-400 a. de J.C.), historiador griego de la gran guerra entre Atenas y Esparta. PLATÓN (427-347 a. de J.C.), filósofo griego, fundador de la Academia. ARISTÓTELES (384-322 a. de J.C.), filósofo y científico griego, fundador del Liceo. ENEO (siglo IV a. de J.C.), escritor griego sobre táctica. EPICURO (342-270 a. de J.C.), filósofo griego, fundador del Jardín. CATÓN el Viejo (234-149 a. de J.C.), estadista romano, historiador y escritor sobre agricultura. POLIBIO (circa 200-118 a. de J.C.), historiador griego del crecimiento del poder de Roma. POSIDONIO (circa 135-51 a. de J. C.), filósofo griego que vivía en Roma. JULIO CÉSAR (100-44 a. de J.C.), escritor de comentarios que describen sus campañas en la Galia y la Guerra Civil. CICERÓN (106-43 a. de J.C.), estadista, orador y filósofo romano. SERVIO SULPICIO (m. 43 a. de J.C.), jurisconsulto romano y amigo de Cicerón. LUCRECIO (98-55 a. de J.C.), escribió De Rerum Natura, una obra épica latina ideada para librar a los hombres del miedo a la muerte, basada en las enseñanzas de Epicuro. CÁTULO (87-circa 47 a. de J.C.), poeta romano, escritor de lírica, epigramas y poemas épicos cortos. ESTRABÓN (circa 64 a. de J.C.-circa 24 d. de J. C.), geógrafo griego. VIRGILIO (70-19 a. de J.C.), poeta épico romano, escribió la Eneida. HORACIO (65-8 a. de J.C.), satírico y poeta lírico romano. SÉNECA el Viejo (circa 55 a. de J.C.-circa 40 d. de J.C.), escritor romano de retórica. VELEYO PATÉRCULO (circa 19 a. de J.C-circa 30 d. de J.C.), historiador romano menor. SÉNECA el Joven (circa 4 a. de J.C.-65 d. de J.C.), filósofo, autor trágico y satírico romano. PLINIO el Viejo (23-79 d. de J.C.), enciclopedista romano. LUCANO (39-65 d. de J.C.), poeta épico romano, autor de De Bello Civili, una obra épica sobre la guerra entre César y Pompeyo. PETRONIO (m. 66 d. de J.C.), satírico romano. COLUMELA (hacia 50 d. de J.C.), escritor romano sobre agricultura. POMPONIO MELA (hacia 44 d. de J.C.), geógrafo romano. QUINTILIANO (circa 35 d, de J.C.-circa 100), escritor romano sobre retórica y educación. MARCIAL (circa 40 d. de J.C.-circa 104), escritor romano de epigramas. VALERIO FLACO (m. circa 90 d. de J.C.), poeta épico romano, escribió un poema sobre los Argonautas. PLINIO el Joven (61 d. de J.C.-circa 113), escritor romano de cartas; sus obras incluyen su correspondencia con el Emperador Trajano mientras fue gobernador de Bitinia. DIÓN DE PRUSA, CRISÓSTOMO (circa 40 d. de J.C. -después de 112), orador griego y filósofo cínico. TÁCITO (circa 55 d. de J.C.-circa 118), historiador romano, autor de la Germania, Historias, Anales, etc.; y también de un diálogo sobre la decadencia de la oratoria. JUVENAL (hacia 100 d. de J.C.), satírico romano. APULEYO (hacia el siglo II d. de J.C.), novelista romano, autor de El asno de oro. ELIO ARÍSTIDES (117-189 d. de J.C.), retórico y sofista griego. TERTULIANO (circa 160 d. de J.C.- circa 225), escritor latino eclesiástico de África. PLOTINO (205-270 d. de J.C.), filósofo neoplatónico griego. ULPIANO 228 d. de J.C.), jurista romano. AUSONIO (hacia el siglo IV d. de J.C.), poeta romano y maestro de gramática y retórica de Bordeaux. AMIANO MARCELINO (hacia el siglo IV d. de J.C.), historiador romano. PALADIO (hacia el siglo IV d. de J.C.), escritor latino sobre agricultura y ciencia veterinaria.

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LIBANIOS (hacia el siglo IV d. de J.C.), orador y escritor griego de Siria. TEMISTIO (hacia el siglo IV d. de J.C.), erudito griego que parafraseó a Aristóteles. EUSEBIO (circa 260 d. de J.C.-340), historiador eclesiástico griego de Cesarea en Palestina. VEGECIO (hacia 386 d. de J.C.), escritor latino sobre el arte de la guerra. LACTANCIO (hacia el siglo IV d. de J.C.), escritor latino cristiano. SAN AGUSTÍN (354 d. de J.C.-430), escritor latino cristiano. SAN JERÓNIMO (346 d. de J.C.-420), escritor latino cristiano, traductor de la Biblia latina (Vulgata). OROSIO (hacia 410-420 d. de J.C.), historiador eclesiástico latino de España y discípulo de San Agustín. CLAUDIANO (hacia circa 400 d. de J.C.), poeta cortesano latino, procedente originariamente de Alejandría. SALVIANO (hacia el siglo V d. de J.C.), presbítero de Marsella y escritor latino cristiano. BOECIO (circa 480 d. de J.C.-534), filósofo cristiano y escritor sobre varios campos.

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LOS EMPERADORES ROMANOS HASTA TEODOSIO 27 a. de J.C. 14 d. de J.C. Augusto d. de J.C. 14-37 Tiberio 37-41 Cayo (Calígula) 41-54 Claudio 54-68 Nerón 68-69 Galba 69 Otón 69 Vitelio 69-79 Vespasiano 79-81 Tito 81-96 Domiciano 96-98 Nerva 98-117 Trajano 117-138 Adriano 138-161 Antonino Pío 161-180 Marco Aurelio 161-169 L. Vero 180-193 Cómodo 193 Pertinax 193 Didio Juliano 193-211 Septimio Severc 211-217 Caracalla 211-212 Geta 217-218 Macrino 306-312 Majencio 311-323 Licinio 306-337 Constantino 337-340 Constantino II 337-361 Constancio II 337-350 Constante 361-363 Juliano 218-222 Heliogábalo 222-235 Alejandro Severo 235-238 Maximino 238 Gordiano I 238 Gordiano II 238 Balbino 238 Pupieno 238-244 Gordiano III 244-249 Filipo 249-251 Decio 251-253 Treboniano 253 Emiliano 253-260 Valeriano

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La pavorosa revolución Galieno Claudio II Aureliano Tácito Floriano Probo Caro Carino Numeriano Diocleciano Maximiano Constancio Galerio Joviano Valentiniano I Valente Graciano Valentiniano II Teodosio Los emperadores cuyos nombres están agrupados con corchetes reinaron juntos. Los siguientes emperadores tardíos también se mencionan en el texto:

395-423 475-476 527-565

Honorio Rómulo Augustulo Justiniano (Imperio Oriental)

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