Ezequiel

September 29, 2017 | Author: GEORGELEWIS33 | Category: Ezekiel, Book Of Ezekiel, Prophet, Nebuchadnezzar Ii, Priest
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Emiliano Jiménez Hernández

EZEQUIEL Parábolas, alegorías, cantos, enigmas y acciones simbólicas

CONTENIDO Presentación Nota bibliográfica

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1. Carro de Yahveh 2. El libro devorado 3. Centinela de Israel 4. El ladrillo, la sartén y la comida racionada 5. El corte de cabellos 6. La gloria de Dios abandona el templo 7. El ajuar del desterrado 8. Chacales entre las ruinas 9. Parábola de la vid 10. Historia simbólica de Jerusalén 11. Enigma de las águilas, el cedro y la vid 12. Un refrán que no gusta a Dios 13. La leona y los cachorros 14. Por la gloria de mi nombre 15. El bosque en llamas 16. El horno de fundir la plata 17. Apólogo de las dos hermanas adúlteras 18. Parábola de la olla al fuego 19. Muerte de su esposa 20. Elegía por el naufragio de Tiro 21. El profeta como centinela de Israel 22. Los pastores de Israel 23. Cambio del corazón de piedra por uno de carne 24. Visión de los huesos secos 25. Las dos varas 26. Vuelve la gloria de Dios

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PRESENTACIÓN Ezequiel es uno de los cuatro profetas mayores. Sin embargo, es quizás el menos conocido de ellos. Fuera de tres o cuatro pasajes de su libro, muy pocos podrían recordar algo más de él. Y es que no es un profeta fácil. Ezequiel propone frecuentemente lo que en hebreo se llama mashal, un término genérico que abarca parábolas, alegorías, proverbios, cantos, enigmas... Al mashal añade las acciones simbólicas. Se trata de parábolas en acción, que son profecías hechas con gestos simbólicos, que anuncian lo que significan y de alguna manera realizan lo significado. No se trata sólo de dar expresión plástica a una realidad, sino de suscitarla. Dios habla y actúa sacramentalmente. Y el profeta es boca y manos de Dios entre los hombres. La propia vida de Ezequiel se carga de significado simbólico. Al estilo de Oseas, Ezequiel interpreta como acontecimientos simbólicos sus sufrimientos, su enfermedad, la muerte de su esposa, su mudez y su curación... Ezequiel se sabe expresión del designio de Dios para Israel: “Yo soy para vosotros un símbolo” (12,11). Dios mismo se lo dice: “Yo he hecho de ti un símbolo para la casa de Israel” (12,6; 24,27). Ezequiel, más joven que Jeremías, es en parte contemporáneo suyo. Los dos profetas son muy diversos en cuanto al carácter y al lenguaje. Pero Ezequiel toma muchos temas de Jeremías, los asimila y los desarrolla, recamándolos, hasta llevarles a su plenitud de contenido. Sobre un verso de Jeremías, Ezequiel compone toda una sinfonía. El mensaje es frecuentemente el mismo, pero el molde es diverso. No se puede negar la originalidad de Ezequiel aunque asuma tantos temas tocados por Jeremías. Las acciones simbólicas siempre tienen algo llamativo, a veces son extrañas. Con ello reclaman la atención de los destinatarios. Y con su extrañeza pueden mostrar lo inesperado del actuar de Dios que dichas acciones anuncian. P. Auvray, en su comentario del libro de Ezequiel, introduce a los profetas con esta observación: “Cualquiera que haya viajado por el Oriente habrá seguramente observado en la plaza de un pueblo o junto a sus puertas, en medio de un mercado o de un bazar, una escena muy característica: un corro de espectadores, de toda edad y condición, casi siempre de pie, rodea a un hombre solo, que está charlataneando, gesticulando, interpelando a los oyentes, representando sucesivamente el papel del dolor y de la alegría, del miedo, de la cólera y de la piedad. Encantador de serpientes, actor o músico, o simple narrador de historias, ese tipo propio del Oriente, nos permite evocar ciertas actitudes de los profetas”. Esta evocación vale un poco para todos los profetas, pero de un modo particular retrata al profeta Ezequiel. A Ezequiel le gustan las imágenes de tonos fuertes, ama los colores vivos, con los que crea escenas que nos dejan deslumbrados. Con frecuencia no logramos entender su significado a primera vista, con lo que nos obliga a detenernos y mirar en profundidad. En particular son significativas las escenas en que él participa corporalmente, con gestos personales, con los que expresa simbólicamente el mensaje divino. Ezequiel escenifica la palabra de Dios. La fantasía rápida y los trazos fuertes de las imágenes que se cruzan y mezclan hacen de Ezequiel un profeta impresionista o surrealista. Esas curiosas acciones, llevadas a cabo en silencio, se convierten en palabra concreta, cuando apuntando con el dedo, abre la boca y dice: ¡Eso es 3

Jerusalén!” (5,5). Los israelitas, exiliados en Babilonia, se dicen unos a otros acerca de Ezequiel: “vamos a escuchar que palabra nos trae de parte de Yahveh”. Corren en masa a escucharle. Les agrada su palabra como “una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena música” (33,30ss). Pero esto hace que se deleiten oyéndole y no tomen en serio su palabra. Ezequiel se queja ante Dios de que, por su culpa, todos le llaman “charlatán de parábolas” (21,5). Los profetas son ante todo predicadores, especialistas en la palabra. En su predicación se sirven de parábolas, alegorías, símbolos y metáforas y acciones simbólicas. Las acciones simbólicas pueden ser narraciones dramáticas incluidas en su predicación. Pero lo más probable es que muchas de ellas sean primero acciones realizadas en silencio y luego, ante la pregunta suscitada, narraciones explicativas. De Ezequiel se dice que es un profeta místico por sus visiones. La verdad es que todo profeta es un místico, como todo místico es profeta. Ven más allá de la realidad inmediata y buscan palabras para traducir lo inefable. El mundo de Dios, vivamente contemplado o experimentado, necesita de símbolos con los que comunicar lo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1Co 2,9). En Ezequiel encontramos unidos el sacerdote y el profeta, el poeta y el teólogo, traspasado además por la presencia de Dios en su vida. Las dificultades que suscita el libro de Ezequiel son muchas. Siempre suscitó ciertas sospechas, entre los judíos y entre los cristianos. En el sínodo de Jamnia, en los años 90-95 de nuestra era, en que los rabinos formaron el canon de la Biblia hebrea, ya encontraron una gran dificultad para incluir en él el libro de Ezequiel. Les era difícil reconciliar sus prescripciones con la Torá. Ante tal dificultad, según cuenta el Talmud de Babilonia, Rabí Jananías Ben Ezequías se encerró en el granero con víveres y 300 alcuzas de aceite para alumbrarse durante el tiempo que le llevó explicar todas aquellas discrepancias. Si no hubiera sido por él el libro de Ezequiel hubiera sido excluido de la Escritura (Misnah, Menahot, 45a). San Jerónimo puso de relieve otro tipo de dificultades. En el prefacio a su traducción del libro dice que, según la tradición rabínica, no estaba permitido leer el principio y el final de este libro hasta tener la edad en que los sacerdotes empiezan a ejercer su ministerio, es decir, hasta los treinta años, porque “se necesita la plena madurez humana para el perfecto conocimiento y la comprensión mística” (San Jerónimo, PL 25,17). En cambio Orígenes es un entusiasta admirador de Ezequiel. En una de sus confidencias personales nos revela que “durante un tiempo se sentía lleno de admiración por Isaías, antes de compararlo con Ezequiel”, el profeta de su preferencia. Lo que le llena de admiración es la firmeza con que denuncia las abominaciones de Jerusalén, sin que le importe arriesgar con ello su vida. En el concilio de Trento también se habló de la dificultad de entender el libro de Ezequiel y este fue uno de los argumentos para impedir la traducción de la Biblia en lengua vulgar, pues podía representar un peligro para ciertos lectores. Y, sin embargo, hay que decir que Ezequiel es el gran actor que puede llegar fácilmente al pueblo sencillo, que es mucho más sensible a lo que se representa que a lo que se explica. Ningún otro profeta se ha servido tanto como él de los dramas y símbolos representados. A las personas serias, estudiosas, de mentalidad occidental, muchas de estas acciones les pueden parecer juegos infantiles, pero Ezequiel se toma muy en serio su actuación. Para él es Dios quien le ha llamado a ser profeta y quien le invita a representar su palabra ante la mirada de sus oyentes. Y además su temperamento enfermizo le predispone a toda suerte de originalidades. Su prodigiosa 4

imaginación le lleva a transformar una simple metáfora o una frase, que desde hace tiempo son de dominio público, en una extensa alegoría. Todo lo traduce en gestos, en visiones, en símbolos. Su mensaje se reviste de imágenes plásticas, a veces un poco chocantes. Así, por ejemplo, a Ezequiel le cuentan que los habitantes de Jerusalén se repiten el proverbio: “la ciudad es el perol y nosotros la carne”. Entonces, para mostrar cómo el perol, la ciudad santa, no les protegerá, va a buscar un gran perol, lo llena de alimentos y, a continuación, lo vuelca ante la mirada atónita de quienes se han reunido a su alrededor... Dios muestra su presencia entre los exiliado llegando al río Kebar sobre un carro arrastrado por cuatro animales fantásticos... La restauración de Israel la muestra como un ejército de huesos desparramados en el campo, que se ponen en pie y recobran la vida... Nabucodonosor es una gran águila que transporta a Babilonia una rama de cedro, el rey de Israel... Los reyes de Israel son cachorros que una leona cría y que van cayendo en las redes del enemigo... Estas visiones de Ezequiel, como los símbolos e imágenes de los que se sirve para traducir sus experiencias, se abren paso directamente o a través del Apocalipsis hasta extenderse por la iconografía, las miniaturas medievales, el arte y la teología cristianas. Ezequiel, el profeta del exilio, es, pues, “un gran pintor de imágenes”, poeta y maestro en el arte de los símbolos; los cuadros que pinta son originales, modernos, impresionistas; en ellos vuelca para nosotros la experiencia de la acción de Dios en Jerusalén y en Babilonia. Deportado en el año 597, comienza su ministerio cinco años después en Babilonia, la “tierra de Caldea, junto al río Kebar”, donde vive hasta el final de su vida, aunque tenga siempre la mirada puesta en Jerusalén, donde la mano de Dios le transporta frecuentemente en visión. Como profeta a Ezequiel le tocó vivir e interpretar el momento más duro de la historia de Israel: el exilio. Recibe la vocación profética “en tierra de los caldeos”, junto al río Kebar, “hallándose entre los desterrados” (1,1-3). No conocemos muchos datos sobre su vida personal. Es hijo de un sacerdote llamado Buzi. También él es sacerdote, según se deduce de su lenguaje y de su conocimiento e interés por el templo. Pero, al ser desterrado lejos de Jerusalén, no puede ejercer su ministerio sacerdotal. Sabemos que está casado y que queda viudo muy pronto. No se sabe que tuviera hijos. A lo largo de su vida son frecuentes las visiones en las que actúa como protagonista y como espectador. A veces se muestra insensible ante hechos trágicos, pero en general posee una sensibilidad exquisita, más fina y delicada que ningún otro profeta, inclinado al abatimiento y a la soledad. Extraño para un profeta, se queda completamente sin habla durante un largo período de su vida. El silencio y la soledad se hacen acción simbólica, que habla más elocuentemente que la misma palabra. La abundancia de elementos visuales confieren al lenguaje de Ezequiel una notable plasticidad. Ezequiel, el profeta casi desconocido, es un profeta atractivo por su lenguaje e imágenes atrevidas. Bajo la apariencia de una frente dura, que Dios le impone, se esconde un corazón sensible a apasionado. Quizás sea necesario hurgar un poco bajo su piel para descubrir su interior apasionante. En el drama de sus acciones simbólicas se oculta el drama de su vida, unida a Dios y al pueblo, desgarrado por la pasión de Dios y el amor al pueblo. Ezequiel ejerce su ministerio profético entre los años 593 y 571, inmediatamente antes y después de la caída de Jerusalén en el año 587. En esta época la historia de Israel gira sobre sus goznes y Ezequiel participa intensamente de estos hechos. Ezequiel ejerce su ministerio profético entre los desterrados durante unos veintidós años, aunque no sabemos cómo ni cuándo murió. En su misión hay dos etapas claramente diferenciadas. En la primera, hasta la caída de Jerusalén en el 587, se enfrenta a las falsas esperanzas de una pronta repatriación de los desterrados. En este período, la palabra y las acciones simbólicas buscan llevar al pueblo a reconocer su pecado, convirtiéndose a Dios, para 5

evitar la destrucción de la ciudad santa y del templo, donde habita la gloria de Dios. La segunda etapa corresponde al período posterior a la destrucción de Jerusalén, cuando el pueblo cae en la desesperación. Ante la depresión del pueblo, que se queda sin esperanza, Ezequiel empieza a predicar la resurrección de la nación. Ezequiel se alza de su mudez con una palabra de salvación. La primera parte anuncia el juicio de Dios, porque su pueblo es infiel. Y la segunda parte anuncia la salvación, porque el Dios de Israel es un Dios fiel. “Un sacerdote se vuelve profeta”, es el título del libro de L. Monloubou. Este es Ezequiel: sacerdote y profeta. Son dos misiones diversas y, al mismo tiempo, complementarias. En la persona de Ezequiel se unifican. El sacerdote es el hombre de la tradición, llamado a conservar con fidelidad el patrimonio de la revelación de Dios, sedimentado en la vida del pueblo de Dios a lo largo de su historia. El profeta, en cambio, es la persona llamada a enfrentar una situación nueva en la que la fidelidad a Dios requiere nuevas formas de expresarse. Sacerdote y profeta son personas llamadas a ser fieles a Dios y a su alianza. El sacerdote vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al pasado, pues desea custodiar las riquezas que Dios ha dado a su pueblo. El profeta vive su fidelidad a Dios mirando, sobre todo, al futuro, proponiendo al pueblo una respuesta nueva, original, a las exigencias de Dios en la historia. El sacerdote es la memoria del pueblo, el archivo histórico de Israel, por lo que el libro de Ezequiel está lleno de fechas y medidas. Ezequiel, sacerdote y profeta, vive la tensión de ambas vocaciones. El profeta es un elegido de Dios para transmitir la palabra de Dios a los hombres. El profeta habla, en nombre de Dios, para los hombres que tiene ante él. Habla siempre para el hoy de la historia. Ezequiel nos habla a nosotros hoy. Y nosotros podemos cerrar los oídos a su palabra con la misma excusa de los israelitas. Podemos repetir las palabras que ellos cuchicheaban cuando le oían: “La visión que éste contempla es para días lejanos, éste profetiza para una época remota” (12,27). El Señor también nos dice a nosotros: “Yo, Yahveh, hablaré, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilación. Sí, en vuestros días yo pronunciaré una palabra y la ejecutaré” (12,25). “No se retrasarán más mis palabras, lo que diga lo cumpliré” (12,28). Ezequiel es el hombre de la palabra inesperada de Dios. Siendo sacerdote, no se deja condicionar por la tradición sacerdotal. Su espíritu está abierto a la novedad y al cambio. Los momentos dramáticos de la historia de Israel, que le toca vivir, le abren a la actuación sorprendente de Dios. Vive en su carne los acontecimientos de su tiempo y la palabra de Dios, que anuncia al pueblo, la digiere antes en sus entrañas, la calienta en su corazón. Ezequiel, profeta inmerso en la historia, invita a sus oyentes o lectores a vivir atentos a lo que ocurre en ellos y a su alrededor, a vivir con los ojos y oídos abiertos para ver y escuchar el rumor de los pasos de Dios bajo el ruido ensordecedor de los hechos. Ezequiel, el profeta que espera contra toda esperanza, invita a los creyentes a empezar cada día de nuevo, a convertirse al Señor para no hacer del pasado su futuro. Dios crea la vida de la nada y la saca también de la muerte. Lo ha hecho con Cristo y lo hace con cuantos creen en él. Gracias a la alegoría espiritual, Orígenes actualiza e interioriza en cada alma los acontecimientos del pueblo de Israel. Y San Gregorio Magno nos invita a “conocer en las palabras de Dios el corazón de Dios”. Para ello, dice, hay que romper la cáscara de las palabras y penetrar en el sentido profundo, espiritual. Gregorio compara la Escritura con el pedernal, que tiene el fuego escondido en su interior. Si tomamos el pedernal en la palma de la mano lo sentimos frío, pero si lo golpeamos con el eslabón entonces saltan chispas de fuego. Lo mismo sucede con la Escritura. Si nos limitamos al sentido literal, externo, sus palabras nos dejan frío. Pero, si uno penetra con el eslabón del Espíritu en el interior de las palabras, entonces siente, 6

como los discípulos de Emaús, que “le arde el corazón cuando él le habla en el camino y le explica las Escrituras” (Lc 24,32).

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NOTA BIBLIOGRÁFICA ORÍGENES, Omelie su Ezechiele, Roma 1997 GREGORIO MAGNO, Omelie su Ezechiele, I y II, Roma 1979 y 1997. J. M. ABREGO DE LACY, Los libros proféticos, Estella 1993. L. ALONSO SCHÖKEL, Lenguaje mítico y simbólico en el AT, en Hermenéutica de la Palabra II, Madrid 1987. L. ALONSO SCHÖKEL, Profetas II, Madrid 1987. J. T. ARNOLD, Ezequiel, en Comentario bíblico “San Jerónimo”, II, Madrid 1972, pp.27-82. J. M. ASURMENDI, Ezequiel, (Cuadernos bíblicos 38), Eslella 1982. P. AUVRAY, Ezequiel, Cartagena 1960. E. BEAUCAMP, Los profetas de Israel, Estella 1988. E. CORTESE, Ezechiele, Roma 1981. M. GARCÍA CORDERO, Libros proféticos, en Biblia comentada, III, Madrid 1967. A. GONZÁLEZ NÚÑEZ, Profetismo y sacerdocio. Profetas, sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Madrid 1969. L. MONARI, Ecechiele. Un sacerdote-profeta, Brescia 1988. L. MONLOUBOU, Un sacerdote se vuelve profeta, Madrid 1973 (FAX) L. MONLOUBOU, Los profetas del Antiguo Testamento, (Cuadernos bíblicos 43), Estella 1983 A. NEGER, La esencia del profetismo, Salamanca 1975. U. NERI, Il libro de Ezechiele. Indicazioni letterarie e spirituali, Bologna 1999. R. VIRGILI, Ezechiele, Bologna 2000. G. RAVASI, Ezechiele, Bologna 1993 G. SAVOCA, Il libro di Ezechiele, Roma 1991. J.L. SICRE, Profetismo en Israel, Estella 1992. W. ZIMMERLI, Rivelazione di Dio, Milano 1975. La ley y los profetas, Salamanca 1980.

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1. CARRO DE YAHVEH El libro de Ezequiel empieza con la visión impresionante de Dios que se manifiesta en su carro de fuego. Ezequiel no es el protagonista del libro que lleva su nombre. Él es el espectador que contempla y nos transmite, como puede, lo que ve. Es un testigo ocular, aunque deslumbrado por las visiones que tiene, en gran parte inefables. Esto no las hace irreales. Ezequiel las data con precisión, señalando el día y el lugar en que Dios le muestra su gloria y le llama a ser su profeta en medio a los deportados en Babilonia. Se trata de una fecha que Ezequiel nunca olvidará, pues marca su vida para siempre. Está con los desterrados junto al río Kebar, al sur de Babilonia. Allí vive con su esposa, compartiendo las penas e inquietudes de los exiliados. Es “el día cinco del cuarto mes del año treinta, quinto de la deportación del rey Joaquín” (1,2), el año 593 según nuestro calendario. Es conveniente recordar algunos datos de la historia de Israel. En el siglo VII antes de Cristo desaparece el potente reino del norte, las diez tribus de Israel. Le toca al pequeño reino del sur, las dos tribus del reino de Judá, con el templo y la dinastía real, guardar viva la memoria de la gran época davídica del reino unificado. Pero ya a finales de dicho siglo comienzan a sentirse los primeros síntomas de decadencia. El poder de Asiria, al que está sometido el reino de Judá, comienza a declinar, mientras surge la nueva potencia de Babilonia con su rey Nabucodonosor. El debilitamiento de la presión asiria permite al reino de Judá una cierta independencia y una cierta renovación religiosa. Es el período del rey Josías. Pero esta etapa se cierra bruscamente con la intervención de Egipto, que quiere recuperar su antigua influencia sobre Palestina. Josías se opone a Egipto y muere en la batalla de Meguido el año 609. Cuatro años después, en la batalla de Carquemis, Babilonia derrota a Egipto y, en el invierno del 598-597, derrota a Judá, llevándose, en una primera deportación, al rey Joaquín y a las personalidades más influyentes de su reino. En el verano del 587, diez años después, Jerusalén es destruida, el templo incendiado, la dinastía de David destronada y el rey, con gran parte de la población, deportado a Babilonia. Jeremías vive estos acontecimientos en Jerusalén y Ezequiel forma parte del primer grupo de deportados a Babilonia, donde vive y ejerce su ministerio profético. En Babilonia recibe su vocación y allí pasa el resto de sus días, desarrollando su ministerio para los desterrados (1,1). El libro de Ezequiel comienza dándonos con precisión la fecha en que comienza su misión como profeta. Se trata del mes de julio del 593. Con la misma exactitud nos señala el lugar de su vocación: a orillas del río Kebar, al sur de Babilonia. Ezequiel tenía entonces probablemente treinta años. Cinco años antes había salido de Jerusalén camino del exilio, cuando Nabucodonosor envió al destierro a toda la clase dirigente de Israel: “al rey de Judá, Jeconías, hijo de Yoyaquim, a los principales de Judá y a los herreros y cerrajeros de Jerusalén” (Jr 24,1). El lugar que Nabucodonosor asigna a los desterrados se llama Tel Abib. Así pronuncian, con una deformación hebrea, la palabra babilonense, que según una probable etimología significa “la colina del diluvio”, por hallarse en un terreno pantanoso debido a las grandes inundaciones del Tigris y del Éufrates. En hebreo, en cambio, Tel Abib significa “colina de la espiga”, “colina de la primavera”. El lugar, que para los babilonios es un abismo donde se hunden los desterrados, sumidos en la miseria y la esclavitud, para ellos se transforma en símbolo de la esperanza. La vida de los deportados, lejos de la ciudad santa y del templo, sin culto, es amarga. Con nostalgia añoran la vida de sus hermanos, que han quedado en la tierra prometida. Allí 9

siguen celebrando la liturgia y pueden escuchar la Palabra de Dios, que resuena con fuerza en la boca del profeta Jeremías. Los desterrados, sin rey y sin profeta, sienten la ausencia de Dios y pierden la esperanza. Es el momento en que la gloria de Dios aparece deslumbrante en el cielo de Babilonia, eligiendo a Ezequiel como profeta para los desterrados. La teofanía tiene una dimensión grandiosa. A orillas del río Kebar “se abrieron los cielos” (1,1) para Ezequiel, como en el Jordán para Cristo (Mt 3,16), antes de la lapidación para Esteban (Hch 7,56) o en el envío de Pedro a los paganos (Hch 10,11). Ezequiel mira ante sí y ve la angustia de los exiliados, levanta los ojos y contempla los cielos abiertos, cuyo resplandor le envuelve; entonces le sacude un viento huracanado, mientras le penetra una luz fulgurante. Y, en medio de la visión, siente la mano de Dios que se posa sobre su cabeza. -Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno (1,4-6). Esta visión es paradójica, pues es oscura y luminosa; oscura, por ser una nube de huracán; y luminosa, por el fuego que la hace resplandecer. La gloria de Dios se muestra envuelta en la nube luminosa, que simultáneamente la revela y la encubre. La nube forma un carro de fuego (Mercabá), transportado por cuatro vivientes, con cara de hombre, alas de águila, cuerpo de león y piernas de toro. Estos cuatro seres vuelven a aparecer con los mismos rasgos en el Apocalipsis (Ap 4,7-8). Y la tradición cristiana ha hecho de ellos los símbolos de los cuatro evangelistas. Así se identifica a Mateo con el hombre; a Marcos con el león; a Lucas con el toro; y a Juan con el águila. Como en el desierto con Moisés, también en Babilonia con Ezequiel, la presencia de la nube (Ex 33,9-11; 34,5-7) indica la presencia de Dios en medio de su pueblo, al que no abandona incluso después del pecado, deseando establecer una nueva alianza con él (Ex 34,10ss). Dios llama a Ezequiel para que anuncie el comienzo de una nueva historia de salvación. Dios le concede lo que Moisés le pidió: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33,18). La nube refulgente como bronce incandescente viene del norte de Mesopotamia, es decir, de la región por la que pasaba la vía de las caravanas, la vía que han seguido los exiliados israelitas. Esto quiere decir que Yahveh sigue a los deportados en su destierro para protegerlos y mantener en ellos la esperanza de vida. En realidad Babilonia no está al oriente de Israel, pero dado que entre ambos territorios se encuentra el desierto jordano, era necesario ir hacia Siria y de allí dirigirse hacia Babilonia, siguiendo más o menos el valle del Éufrates. Así la gloria del Señor parte del norte, de Judá y, yendo hacia el oriente, aparece a Ezequiel en Babilonia. La imagen del carro divino se amplía llenando la imaginación de Ezequiel y de cuantos le escuchan. Si nos fijamos en sus alas, por ejemplo, nuestra vista vuela con ellas de acá para allá: “Cada uno de los seres vivientes tenía cuatro alas... Bajo sus alas había unas manos humanas vueltas hacia las cuatro direcciones... Sus alas estaban unidas una con otra; al andar no se volvían; cada uno marchaba de frente... Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto; cada uno tenía dos alas que se tocaban entre sí y otras dos con las que se cubrían el cuerpo; y cada uno marchaba de frente, allí donde el espíritu les hacía ir” (1,6-12). En la lectura espiritual las alas hacen que el anuncio del evangelio vuele y llegue a los últimos rincones de la tierra. Es impresionante el ruido de las alas en cada movimiento del carro divino: -Y oí el ruido de sus alas, como un ruido de muchas aguas, como la voz de Sadday; cuando marchaban, era un ruido atronador, como ruido de batalla; cuando se paraban, replegaban sus alas (1,24). De las alas podemos pasar a las ruedas, símbolo igualmente de movilidad: “Miré 10

entonces a los seres y vi que había una rueda en el suelo, al lado de los seres de cuatro caras. El aspecto de las ruedas y su estructura era como el destello del crisólito. Tenían las cuatro la misma forma y parecían dispuestas como si una rueda estuviese dentro de la otra. En su marcha avanzaban en las cuatro direcciones; no se volvían en su marcha. Su circunferencia tenía gran altura, era imponente, y la circunferencia de las cuatro estaba llena de destellos todo alrededor. Cuando los seres avanzaban, avanzaban las ruedas junto a ellos, y cuando los seres se elevaban del suelo, se elevaban las ruedas. Donde el espíritu les hacía ir, allí iban, y las ruedas se elevaban juntamente con ellos, porque el espíritu del ser estaba en las ruedas...” (1,15-21). Movilidad e incandescencia, viento y fuego, todos los elementos confluyen a magnificar el carro de la gloria de Dios. Los escritores del Talmud quieren que nos fijemos en el fuego y nos dicen que las brasas incandescentes con aspecto de antorchas que avanzan son “como la llama que sale de la boca de un horno”. Dios es un fuego que abrasa: “Yo miré: vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego” (1,4); el electro es una mezcla de oro y plata, que produce destellos refulgentes. Y “su esplendor era como el del bronce incandescente” (1,7). La palabra del profeta resuena y arde, resuena en el oído y arde en el corazón. El símbolo principal de la presencia de Dios, en toda esta visión, es el fuego. También en el Deuteronomio la presencia de Dios se deja sentir como una voz que sale del fuego: “Desde el cielo te ha hecho oír su voz para instruirte, y en la tierra te ha mostrado su gran fuego, y de en medio del fuego has oído sus palabras” (Dt 4,36). La palabra de Dios sale incandescente de la boca de Dios. A Moisés le llega desde la zarza que arde sin consumirse (Ex 3,2). Para preparar los labios de Isaías a su transmisión, un serafín se los purifica con un carbón ardiente. Jeremías nos confiesa que la palabra de Dios es “fuego ardiente prendido en sus huesos” (Jr 20,9). Y a los discípulos de Emaús les arde el corazón mientras Jesús les explica las Escrituras (Lc 24,32). En el centro del carro, “por encima de la bóveda, había algo como una piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por encima, en lo más alto, una figura como de hombre” (1,26). Por encima de la bóveda celeste, en el azul del zafiro, majestuoso, está el Señor, una figura con semblante humano. En realidad, a Ezequiel le faltan palabras para describir la visión de la gloria de Dios, que aparece ante sus ojos. Sus ojos, oídos y demás sentidos no perciben más que lo que está bajo el firmamento del cielo. Contempla y oye el estremecimiento de la tierra y del mar, ve animales, plantas y piedras preciosas. Pero cuando ante él “se abren los cielos” lo que ve es “como” zafiro, “como” un trono, “como” uno de semblante humano... Ante el misterio insondable de Dios, el profeta es siempre, como proclaman Moisés y Jeremías (Ex 4,10; Jr 1,6), un ser que balbucea. El profeta no puede, quizás ni quiere, describir algo con precisión, sino transmitir su experiencia de la presencia de Dios. Este carro misterioso tiene un extraño modo de caminar. Cada uno de los cuatro seres vivientes camina siempre de frente, donde el espíritu le lleva, sin volverse al caminar. El espíritu está en las ruedas. Con su movilidad, la Mercabá muestra a los desterrados cómo Dios no está vinculado al templo de Jerusalén, sino que sigue a sus fieles incluso en el exilio. La gloria de Dios sale de su morada celeste y se desplaza a visitar a un desterrado en Babilonia, que “a su vista cae rostro en tierra” (1,28), a orillas del río Kebar. La gloria de Dios, volvemos a leer más adelante, se alzó de la ciudad (11,22). La presencia de Dios sale de la ciudad de Jerusalén y marcha hacia los exiliados, mostrando así que se aproxima la condenación de Jerusalén y que, por tanto, la tierra, la ciudad y el templo no 11

son elementos esenciales de la alianza de Dios con su pueblo. Es la comunidad el lugar de su presencia. Orígenes, en su lectura tipológica, ve a la Iglesia en Jerusalén y, en concreto, a cada cristiano. Por el pecado, dice a los fieles que escuchan sus homilías sobre Ezequiel, el cristiano pierde “la paz” de Jerusalén y es desterrado a la “confusión” de Babilonia. Pero la misericordia de Dios le acompaña con la palabra de sus enviados, para arrancarle del caos del mundo y devolverle a la paz de la Iglesia. “Yo me encontraba allí con los exiliados a orillas del ríos Kebar” (1,1). “Allí, a orillas de los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión; en los sauces de la orilla colgábamos nuestras cítaras. Allí nuestros enemigos nos pedían cánticos de alegría: ¡Cantad para nosotros un cantar de Sión! ¿Cómo cantar un canto de Yahveh en tierra extraña? ¡Jerusalén, si yo me olvido de ti, que se seque mi derecha! ¡Mi lengua se me pegue al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en el colmo de mi gozo!” (Sal 137). En esa situación de llanto, a los cinco años del exilio, Dios, Padre de clemencia, visita a los israelitas. Con ellos está Ezequiel y “se abren los cielos” para él y para los desterrados. Ezequiel lo contempla para comunicarlo a los demás. Según Orígenes, “los oprimidos por el yugo del destierro ven con los ojos del corazón lo que el profeta contempla con los ojos de la cara”. Y san Jerónimo, en el Comentario al Evangelio de san Marcos, citando a Ezequiel, dice: “La fe plena tiene los cielos abiertos, mas la fe vacilante los tiene cerrados”. Ezequiel ve los cielos abiertos, oye la voz de Dios y siente sobre su cabeza la mano del Señor. Ezequiel experimenta con toda su persona la presencia salvadora de Dios. Es la misma experiencia de Moisés, a quien Yahveh se le mostró “teniendo bajo sus pies como una base de zafiro brillante, puro como el cielo” (Ex 24,10). Es la experiencia de Isaías, a quien Dios se le aparece sentado en su trono y rodeado de su corte (Is 6,1ss). La novedad de Ezequiel está en el lujo de detalles con que nos muestra el carro de Dios en movimiento en todas direcciones. Isaías contempla a Dios sentado en un trono inmóvil, en el templo de Jerusalén. Ezequiel, en Babilonia, lejos del templo, que está a punto de desaparecer, contempla a Yahveh desligado de todo lugar, sentado sobre un carro esencialmente móvil, que se desplaza en todas las direcciones. Animadas por el Espíritu de Yahveh, las ruedas le aseguran esa movilidad sobre la tierra, y las alas le permiten moverse por los aires. Dios no está ligado ni a la ciudad santa ni al templo de Jerusalén. Dios sigue a su pueblo en todas sus peregrinaciones. También le seguirá en su vuelta a Jerusalén. El libro de Ezequiel es la narración del itinerario de la gloria del Señor. La gloria, en su carro, sale de Jerusalén, permanece un tiempo en el exilio y retorna de nuevo para habitar en la Jerusalén reconstruida. El recorrido histórico de la gloria de Dios marca también el itinerario espiritual de Dios en busca del hombre. Dios está en éxodo con su pueblo, siempre en pascua. Sale de Egipto, cruza el desierto en el arca móvil y entra en la tierra. Ahora abandona Jerusalén, acompaña a Israel “en el desierto de los pueblos” (20,35), donde Dios “pone su santuario en medio de ellos” (37,26) hasta que llegue el tiempo en que la gloria de Dios vuelva “a su casa” en Jerusalén. Para Ezequiel, como sacerdote, el lugar normal donde se muestra la gloria de Dios es el templo de Jerusalén. Pero, como profeta, Dios le llama a contemplar y anunciar que Dios no está ligado a un templo, a una tierra, sino a un pueblo. Dios muestra su gloria allí donde está su pueblo, en la asamblea congregada en el templo, o en el destierro, junto al río Kebar.

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2. EL LIBRO DEVORADO La visión de la gloria de Dios, que muestra su presencia entre los desterrados, toca en lo más íntimo a Ezequiel, que cae rostro en tierra. Se trata, pues, de una visión imponente, aunque silenciosa. Después una voz rompe el silencio, ordenando al profeta: -Hijo de hombre, ponte en pie que voy a hablarte. Con la palabra, que llama, penetra en Ezequiel el Espíritu de Dios, que le pone en pie y le abre el oído para escuchar al Señor. Dios, cuando ordena algo, concede la gracia de realizarlo. Sin el don del Espíritu, Ezequiel no hubiera podido ponerse en pie. El Espíritu acompaña siempre a la Palabra. La Palabra y el Espíritu, repite san Ireneo, son las manos de Dios Padre; con ellas crea el mundo y con ellas lleva a cabo la obra de salvación de los hombres. San Gregorio Magno invita a sus oyentes a fijarse en el orden de la narración. “Primero aparece la imagen de la gloria de Dios, que echa por tierra al profeta. Luego le habla para levantarlo, y le da el Espíritu que es quien le pone en pie... La contemplación de Dios en lo íntimo de nuestro espíritu nos hace caer de bruces en tierra con el arrepentimiento. Pero, cuando nos hallamos postrados por tierra, la voz del Señor nos consuela para que levantemos la mirada hasta Él, cosa que no seríamos capaces de hacer con solas nuestras fuerzas. Y por ello nos llena de su Espíritu, que nos levanta y pone en pie”. Ante la aparición de la gloria de Dios, Ezequiel se ve a sí mismo, contempla su condición de hombre frágil e impotente, y cae por tierra. Pero Dios, con la fuerza de su palabra, le infunde un espíritu que le pone en pie. En pie acoge la misión que Dios le encomienda; sostenido por el espíritu de Dios, Ezequiel está en pie, pronto para el servicio, para ir donde se le envíe, a “la casa rebelde de Israel”. El “hijo de Buzi” es interpelado por la voz de Dios como “hijo de hombre”, hijo de Adán, hombre sin más. Abandonado el apellido de su familia sacerdotal, el espíritu de profecía, que penetra en él, le da un nuevo nombre y una nueva vida, levantándole de su postración. Ezequiel se alza con una nueva personalidad. No es la carne ni la sangre lo que cuenta para la misión, sino la vocación de Dios. Y Dios siempre llama para enviar a una misión. A Ezequiel le llama para enviarle al pueblo de Israel, al pueblo del destierro, que sigue siendo pueblo de Dios, casa de Israel, aunque sea una “casa rebelde”. Para este pueblo, que tiene una larga historia de rebeliones contra Dios, es elegido Ezequiel. Dios aún tiene una palabra de salvación para su pueblo: -Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a la nación de los rebeldes, que se han rebelado contra mí. Ellos y sus padres me han sido contumaces hasta este mismo día. Los hijos tienen la cabeza dura y el corazón empedernido (2,3-4). La palabra que llama y el espíritu que actúa sitúan a Ezequiel en una situación nueva. En adelante Ezequiel pierde su ser para constituirse profeta de Dios. Desde que Dios se le manifiesta no ha abierto la boca. Su mudez, hasta que tenga una palabra de Dios en sus labios, será la constante de su vida. Si Dios le da una palabra, él tendrá algo que decir; si Dios calla, él permanecerá mudo. La dulzura y la amargura de la palabra endulzará su paladar y amargará sus entrañas. Desde el comienzo necesita sentir la palabra del Señor para sostenerse en pie. Muchas veces necesitará oír en sus oídos y en el interior de su espíritu la palabra personal de Dios, para él solo: -¡No temas! (2,6). No temas se dice a quien tiene miedo. Y es que Dios no engaña a su profeta. Le llama 13

a llevar una palabra a su pueblo, “te escuchen o no te escuchen” (2,5). La palabra de Dios lleva en sí la fuerza de su cumplimiento. No vuelve a Él vacía, sin haber cumplido su cometido. Los desterrados, acojan o rechacen la palabra, no podrán decir que Dios les ha abandonado, tendrán que reconocer que les ha enviado un profeta. Por eso la palabra es una espada de doble filo: salva a quienes la aceptan y condena a quienes la rechazan. Éstos se quedan sin excusas. Lo dice también Jesús en el Evangelio: “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado” (Jn 15,22). Frente a la palabra de salvación, que lleva el profeta, sus oyentes, el pueblo rebelde, opondrá otra palabra. Muchas veces el profeta, al sentir las palabras con que le contradicen aquellos a quienes es enviado, tendrá la sensación de estar sentado “en un nido de alacranes o escorpiones, en medio de una tierra de cardos y espinas” (2,6), que le punzan con calumnias e ironías despectivas. Dios le invita a no dejarse impresionar por la cara de bronce de sus oyentes: -Y tú, hijo de hombre, no les tengas miedo, no tengas miedo de sus palabras si te contradicen y te desprecian y si te ves sentado sobre escorpiones. No tengas miedo de sus palabras, no te asustes de ellos, porque son una casa de rebeldes (2,6). Cuanto más le repite el Señor su estribillo -“tú, no temas”-, parece que Ezequiel, aunque no lo diga como Moisés (Ex 3,11) o Jeremías (Jr 1,6), tiembla de pies a cabeza. Y Dios ya no se conforma con sostenerle con su palabra. Realiza con él un rito sacramental. La palabra, que Ezequiel ha de llevar a los desterrados, toma forma de libro, de rollo escrito por ambos lados, por el anverso y por el reverso, por dentro y por fuera. Ezequiel contempla la mano de Dios extendida hacia él, mientras le ofrece el rollo y le dice: -Y tú, hijo de hombre, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy (2,8). En la vocación de Isaías (Is 6,6-7) un serafín purifica sus labios con un carbón encendido; sólo después su boca puede transmitir la palabra de Dios. A Jeremías Dios mismo le toca la boca antes de poner sus palabras en ella (Jr 1,9). En Ezequiel la escena se amplía con una dramatización mayor. La mano de Dios extendida hacia él le ofrece el rollo para que lo coma, llenándose con él las entrañas. También Juan será invitado a comer el libro del Apocalipsis (Ap 10,8-11). El rollo tenía escritas “elegías, lamentos y ayes” (2,10). Ezequiel no ve en el rollo ninguna palabra de salvación o consuelo. Y eso es lo que Dios le invita a comer. Él, como profeta de Dios, tiene que gustar y asimilar el mensaje antes de darlo a los demás. Ezequiel tiene que digerir la palabra en su vientre. Dios le repite: -Hijo de hombre, cómete este rollo, alimenta tus entrañas con este rollo que te doy y vete a hablar a la casa de Israel (3,1.3). Sigue un gesto conmovedor. Dios, como una madre da de comer a su hijo, extiende la mano con el libro y se lo da a Ezequiel, que lo acoge con la boca abierta. La palabra de Dios será el pan de cada día para su profeta: -Yo abrí mi boca y él me dio a comer el rollo (3,2). Ezequiel nos confiesa: -Lo comí y me supo en la boca dulce como la miel (3,3). También para el salmista “las palabras de Dios son más dulces que la miel, más que el jugo de panales” (Sal 19,11; 119,103). Lo mismo dice Jeremías: “Se presentaban tus palabras y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jr 15,16). Para Juan, en el Apocalipsis, son dulces en la boca y amargas en las entrañas: “Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se 14

me amargaron las entrañas” (Ap 10). Toda misión, que Dios encomienda al hombre, resulta suave y ligera porque Él sostiene a sus enviados. La conciencia de estar sostenidos por Dios les hace sentir alegría y dulzura donde hay amargura y tristeza. Dios hace gloriosa la cruz de la misión. Lo que Jeremías dice como imagen, Ezequiel lo transforma en acción simbólica, aunque suceda en una visión. El libro devorado llena sus entrañas. Comer el rollo es expresión de una experiencia espiritual interior de la relación íntima de Dios con el profeta, símbolo de la alianza de Dios con su pueblo. Nutrido de esa palabra, Ezequiel escucha de nuevo la voz de Dios que le envía: -Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras. Pues no te envío a un pueblo de habla oscura y de lengua difícil, sino a la casa de Israel. No a pueblos numerosos, de habla oscura y de lengua difícil cuyas palabras no entenderías. Si te enviara a ellos, ¿no es verdad que te escucharían? Pero la casa de Israel no quiere escucharte a ti porque no quiere escucharme a mí, ya que toda la casa de Israel tiene la cabeza dura y el corazón empedernido (Ez 3,4-7). Dios habla al hombre en lenguaje humano, inteligible, pero el hombre que cierra sus oídos a la palabra de Dios hace su lenguaje ininteligible. Sólo la fe hace inteligible la palabra de Dios, aunque suene en un idioma extranjero, como en la predicación de Jonás a los ninivitas, o como sucede en Pentecostés. Y la suerte del profeta es la suerte de Dios. También Jesús dice a sus discípulos: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10,16). “Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Su fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también guardarán la vuestra” (Jn 15,18-20). El gesto de comer el rollo simboliza la asimilación del mensaje divino, de forma que todo el ser de Ezequiel queda penetrado por él, de tal modo que, grávido de la palabra, deba darla a luz para los demás (Am 3,8; Jr 20,9). Y con frecuencia este dar a luz la palabra supone dolores de parto. La dureza de Israel para acoger la palabra de Dios hace que le cueste más escuchar al profeta que a los mismos paganos, que nunca le han conocido. Ante el embotamiento de la sensibilidad del pueblo de Dios para escuchar, el profeta tiene que endurecer su rostro tanto como el de ellos. Es más, Dios mismo le endurece el rostro y la frente: -Mira, yo he hecho tu rostro duro como su rostro, y tu frente tan dura como su frente; yo he hecho tu frente dura como el diamante, que es más duro que la roca (3,8-9). Ezequiel lleva en su corazón y en sus labios una palabra de condenación para el pueblo rebelde. Su misma persona es palabra de Dios. Por ello su presencia es incómoda, denuncia el pecado hasta suscitar el rechazo y la rebelión contra el profeta lo mismo que contra Dios, a quien hace presente ante el pueblo. Dios le hace, por ello, duro como el diamante, para que no se doble como una caña ante el viento contrario. Esta firmeza les parece a algunos insensibilidad. Es cierto que Ezequiel no tiene la sensibilidad de Jeremías. No se queja como él. No descubre el combate interior de su vida o no tiene un secretario, como Baruc, que nos lo transmita. Pero más que de insensibilidad, se trata de fidelidad plena. Ezequiel no se calla ninguna palabra de Dios por miedo ni la endulza para ser aceptado. Es profeta de Dios y “el hijo de Buzi” no cuenta. El nombre Ezequiel significa “Dios me haga fuerte” o “Dios me hace fuerte”. Como 15

súplica o como afirmación, Ezequiel necesita esa fortaleza de Dios para transmitírsela a los desterrados, que han perdido la esperanza, al perder la tierra, la ciudad santa y el templo. ¿Dios no les ha abandonado? Ezequiel, con toda la fortaleza que Dios le infunde, les repetirá que, si en medio de ellos hay un profeta, es que Dios está con ellos (2,5). Para preparar la boca del profeta a esta fidelidad, el Señor aún añade algo. Antes de poder hablar en nombre de Dios, debe acoger la palabra en su corazón, escucharla para sí y luego, hecha carne en él, ya puede transmitirla: - Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente, y luego, anda, ve donde los deportados, donde los hijos de tu pueblo; les hablarás y les dirás: “Así dice el Señor Yahveh” (3,10-11). Ezequiel ejerce su ministerio poco después de la reforma de Josías, caracterizada por el descubrimiento de la Torá, es decir, el Deuteronomio. Por ello en los oídos de Ezequiel resuenan las palabras del Deuteronomio, invitando a guardar en el corazón lo que se escucha con los oídos: “Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh... Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy” (Dt 6,4.6). Dios infunde su espíritu en Ezequiel al hablarle, lo impregna de sí al comunicarle su palabra; se da una identificación entre Dios y su profeta. La acogida del profeta es aceptación de Dios; el rechazo de Dios comporta el rechazo del profeta (Cf Lc 10,16). El fracaso del profeta no es sino la participación en el fracaso de Dios que trata en vano de salvar a su pueblo (3,7). San Gregorio Magno nos presenta a Ezequiel como señal del actuar de Dios con nosotros. Dios, al presentarse ante nosotros, nos muestra su gloria y, por contraste, nos hace ver nuestra miseria. Desde nuestro orgullo nos hace caer por tierra. Luego, humillados, nos consuela con su palabra y nos levanta del polvo con su Espíritu. Sólo después de haber recorrido estos dos pasos nos envía a predicar, a llevar su palabra a los demás. Mientras estaba en pie, el profeta tuvo la visión de la gloria de Dios y cayó por tierra; mientras estaba postrado por tierra, recibió la palabra que le mandaba levantarse y, una vez que el Espíritu le puso en pie, recibió la misión de ir a predicar. Es el camino de cuantos Dios elige para enviarles a evangelizar. La humildad nos lleva a la simplicidad; y la simplicidad, a la alabanza. Lo canta maravillosamente el salmista: “Me sacó de la fosa de la muerte, del fango de la ciénaga; asentó mis pies sobre la roca, consolidó mis pasos. Puso en mi boca un canto nuevo, una alabanza a nuestro Dios” (Sal 40,3-4). Dios comienza salvando de la muerte del pecado, asegura los pies sobre la roca de la fe y luego espera el canto nuevo de la predicación, que mueve a los hombres a la alabanza, al reconocimiento de Dios. En el libro de Ezequiel se repite unas cincuenta veces la frase “para que sepan que Yo soy Yahveh”. El ministerio de Ezequiel consiste esencialmente en ser un signo viviente de la presencia de Dios en medio del pueblo. Hay una constante en el libro: a la ausencia de Dios, simbolizada por el exilio, se contrapone su presencia mediante el profeta, que comunica su palabra.

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3. CENTINELA DE ISRAEL Ezequiel, llamado por Dios, acepta en silencio el envío como profeta a los desterrados de la casa de Israel. Con ello termina la visión. La gloria de Dios se alza y desaparece. Ezequiel no ve hacia dónde se ha ido; sólo percibe, a sus espaldas, el estruendo que hace el carro de Dios al alejarse, algo semejante al estruendo de un gran terremoto. Ezequiel vive el contraste que acompaña la vida de todo profeta. Se siente penetrado por el espíritu de Dios, que le hace caminar con ardor hacia su misión, y se siente abatido por su debilidad, que no desaparece con la llamada de Dios. Empujado por la mano de Dios, se siente decidido e impotente, por lo que se queda en silencio ante la vista de los desterrados: -Entonces, el espíritu me levantó y oí detrás de mí el ruido de una gran trepidación: “Bendita sea la gloria de Yahveh, en el lugar donde está”, el ruido que hacían las alas de los seres al batir una contra otra, y el ruido de las ruedas junto a ellos, ruido de gran trepidación. Y el espíritu me levantó y me arrebató; yo iba amargado con quemazón de espíritu, mientras la mano de Yahveh pesaba fuertemente sobre mí. Llegué donde los deportados de Tel Abib que residían junto al río Kebar - era aquí donde ellos residían -, y permanecí allí siete días, aturdido, en medio de ellos (3,12-15). En Babilonia, entre los deportados, se difunde una falsa esperanza, alentada por falsos profetas que anuncian que el exilio es algo pasajero. Piensan que muy pronto serán liberados junto con su rey. Lo que menos pasa por su mente es la inminente destrucción de Jerusalén y el aumento del número de los deportados. Jeremías les escribe una carta para disipar sus ilusiones: “Edificad casas y habitadlas; plantad huertos y comed su fruto; tomad mujeres y engendrad hijos e hijas; casad a vuestros hijos y dad vuestras hijas a maridos para que den a luz hijos e hijas, y medrad allí y no mengüéis; procurad el bien de la ciudad a donde os he deportado y orad por ella a Yahveh, porque su bien será el vuestro” ( Jr 29,5-7). Pero el pueblo, que no acogió la predicación de Jeremías antes del exilio, se niega igualmente a creerle ahora en el destierro. En ese momento Dios elige, de entre los desterrados, a Ezequiel para que transmita el mismo mensaje, aunque a los exiliados les suene duro y desagradable. Frente al optimismo de los desterrados, Ezequiel anuncia la destrucción de Jerusalén. Ezequiel se une a ellos y durante siete días participa de su abatimiento (3,15). San Gregorio Magno, en sus homilías sobre el libro de Ezequiel, comenta ampliamente este silencio del profeta. Para él la palabra verdadera nace del silencio. La semana de silencio en medio de los desterrados le permite a Ezequiel identificarse con ellos, participando de su desolación con amor y compasión. Y en el silencio aguarda que Dios ponga en sus labios las palabras justas, que él comunicará a los demás una vez maduradas en su interior a través de la experiencia personal. Sólo tiene una palabra que dar quien ha aprendido a callar y nadie puede pretender dar a los demás lo que él mismo no ha escuchado en su corazón. La palabra que alimenta es la palabra que el pastor ha rumiado antes de darla a las ovejas de su rebaño. Saben hablar suavemente de Dios porque han aprendido a amarlo con todas sus entrañas. Enviado a predicar, Ezequiel pasa siete días en silencio. No aprende a hablar quien no sabe callar. Guardar silencio significa dejar que la palabra penetre hondo en el corazón antes de darla a los demás. El Eclesiastés señala que “hay un tiempo para callar y un tiempo para hablar” (Qo 3,7). No dice que hay un tiempo para hablar y un tiempo para callar, sino que 17

pone primero el callar y luego sigue el hablar. No se aprende a callar hablando, pero sí se aprende a hablar callando. Del silencio brota la palabra verdadera, que nutre a quien la escucha. Así, pues, al cabo de siete días, en que Ezequiel permanece en silencio y abatido, el Señor hace resonar su palabra en los oídos del profeta: -Hijo de hombre, yo te he puesto como centinela de la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte (3,17). El profeta es llamado centinela. Ezequiel recibe la misma misión que han recibido Isaías (Is 52,8; 56,10) y Jeremías (Jr 6,17). Para cumplir su misión de atalaya es puesto en alto. Sólo desde lo alto puede ver a lo lejos lo que viene. Sólo desde lo alto puede dar la alarma, hacerse sentir (Cf Is 21,6-11). Puesto por encima, -con su vida santa, dice San Gregorio Magno-, puede advertir a los demás de los peligros o también anunciarles una buena noticia. Isaías invita a “subir a un monte alto al centinela que tiene alegres noticias que comunicar a Sión” (Is 40,9). Estando en alto y vigilante es como cumple su misión. Es, pues, la lámpara puesta sobre el candelero para iluminar a cuantos están en casa (Mt 5,15). Pero una lámpara que no arde en sí misma no enciende el ambiente que la circunda. De Juan Bautista se dice que “era la lámpara que arde y alumbra” (Jn 5,35), ardiente por el celo que le quemaba las entrañas y esplendente por la palabra. De aquí que san Gregorio señale el discernimiento como una cualidad necesaria para ejercer el ministerio de centinela. El gusto interior de la palabra y la luz de la vista le lleva a oler el peligro antes de que llegue. Esta misión de atalaya, el profeta la cumple con el malvado y con el justo. En sus manos está la vida del malvado y la salvación del justo. A uno y a otro tiene que poner en guardia, según la palabra que Dios ponga en sus labios para ellos. Se repite la frase “te escuchen o no te escuchen”. El profeta cumple su misión y se salva transmitiendo fielmente la palabra de Dios, independientemente de la acogida que tenga en sus oyentes. La misión de atalaya es fundamental en Ezequiel como profeta de los desterrados. En medio de los paganos, los exiliados están siempre tentados por el paganismo que les circunda. Ezequiel recibe la misión de vigilar sobre ellos para que se mantengan fieles a Yahveh. El profeta abre el oído del corazón para acoger la palabra de Dios y luego puede abrir los labios para comunicar la palabra que ha resonado en su interior. Como dice el salmista: “Tiendo mi oído a un proverbio, al son de la cítara descubriré mi enigma” (Sal 49,5). Ezequiel es invitado a escuchar y a hablar: “Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la dirás de parte mía” (3,18). Dios pedirá cuenta al centinela de la muerte del justo si, por culpa suya, se desvía del camino de la verdad (3,20-21), y de la muerte del pecador si no le advierte del peligro que corre siguiendo el camino de la muerte. Pablo era consciente de esta misión y, por ello, no se calla ni una palabra del Señor: “Os testifico en el día de hoy que yo estoy limpio de la sangre de todos, pues no me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios” (Hch 20,26-27). Dios le advierte a Ezequiel: -Cuando yo diga al malvado: “Vas a morir”, si tú no le adviertes, si no hablas para advertir al malvado que abandone su mala conducta, a fin de que viva, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si por el contrario adviertes al malvado y él no se aparta de su maldad, morirá él por su culpa, pero tú habrás salvado tu vida (3,18-19). El profeta, centinela del pueblo, debe mantenerse en pie y correr a avisar al prójimo de cuanto le incumbe: “Vete, corre, sacude a tu prójimo, no concedas el sueño a tus ojos ni reposo a tus párpados” (Pr 6,3-4). Ezequiel se halla entre los deportados por Nabucodonosor a Babilona el 597. Allí el 18

Señor le llama a guiar a los exiliados a la conversión del corazón para que Yahveh renueve con ellos su alianza. Pero, al ser constituido centinela de Israel, su misión consiste en tener el ojo bien abierto, orientado, como la cara de los desterrados, hacia los israelitas que se han quedado en Jerusalén, pues allí es donde se decide la suerte de todo el pueblo de Dios. La ternura del amor de Dios, comenta san Gregorio Magno, es inefable. Dios se irrita con su pueblo, pero no del todo, sino que sigue amándolo. Si no se sintiera airado con los israelitas, no les habría deportado a Babilonia, entregándoles a la esclavitud. Pero, si no les amara, no habría mandado con ellos al profeta Ezequiel, como centinela, para que no perezcan. Dios castiga las culpas, pero defiende a los pecadores. Es como una madre que castiga a su hijo cuando comete una culpa, pero, si lo ve en peligro de caer en un precipicio, le tiende la mano con amor solícito, para que no se hunda en él. Por orden divina, Ezequiel desciende de la colina al campo, y allí, en medio del valle donde están los desterrados, contempla de nuevo la gloria de Dios, como la había contemplado en la visión anterior. Dios está en el exilio con el profeta y con los deportados. La mano del Señor se posa sobre el profeta y le lleva en medio del pueblo, pues allí en el valle quiere comunicarle su palabra. El Señor le dice: -Levántate, sal a la vega, y allí te hablaré. Ezequiel se levanta y va a la vega, y “he aquí que la gloria de Yahveh estaba parada allí, semejante a la gloria que yo había visto junto al río Kebar, y caí rostro en tierra” (3,2223). Cada vez que se le muestra la gloria de Dios, Ezequiel cae rostro en tierra. La gloria de Dios le ilumina la debilidad de su condición. Ante Dios el hombre se siente polvo y ceniza. Pero, si el hombre acepta la verdad de su ser, entonces Dios le ensalza: “Entonces, el espíritu entró en mí, me puso en pie y me habló” (3,24). Ezequiel nos describe su relación con Dios mediante dos expresiones. Por una parte, “la mano de Dios se posa sobre él” y lo echa por tierra. Y, por otra, el espíritu de Dios le penetra hasta los huesos y le pone en pie o le levanta y le lleva por los aires. El espíritu de Dios pone en pie a Ezequiel y le habla. Así Ezequiel queda constituido profeta de Dios. Y Dios le ha dicho cuál es la misión de un profeta: gritar desde lo alto, advirtiendo a los demás del peligro. Pero ahora, con ironía increíble, Dios le dice: -Ve a encerrarte en tu casa. Hijo de hombre, he aquí que se te van a echar cuerdas con las que serás atado, para que no aparezcas en medio de ellos. Yo haré que tu lengua se te pegue al paladar, quedarás mudo y dejarás de ser su censor, porque son una casa de rebeldía (3,24-26). El silencio y la inmovilidad de Ezequiel forman parte de su ministerio profético. El lenguaje del cuerpo es más elocuente que la palabra de la lengua. La parálisis del profeta, atado con cuerdas, prefigura el asedio inminente de Jerusalén. La lengua pegada al paladar es expresión de la esclavitud del pueblo, que no podrá cantar los cantos de Sión en tierra extranjera (Sal 137). Es expresión igualmente del silencio de Dios. Al callar el profeta, la palabra de Dios, fuente de vida, no llega al pueblo. Este silencio es una palabra tremenda. Lo había previsto y anunciado el profeta Amós: “He aquí que vienen días -oráculo del Señor Yahveh - en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh. Entonces vagarán de mar a mar, de norte a levante andarán errantes en busca de la Palabra de Yahveh, pero no la encontrarán” (Am 8,11-12). Es el mismo Dios quien ata con cuerdas al profeta y quien le pega la lengua al paladar. Dios le inmoviliza seguramente con una enfermedad que le deja mudo por un tiempo, hasta “cuando yo te hable” (3,27). 19

4. EL LADRILLO, LA SARTÉN Y LA COMIDA RACIONADA Los deportados, con quienes vive Ezequiel, creen que Jerusalén nunca será tomada por las tropas de Nabucodonosor, pues Yahveh la defenderá por ser el lugar de su morada. Más bien abrigan la esperanza de un pronto retorno a Israel. El intercambio epistolar de Jeremías (Jr 29) nos muestra que entre los exiliados existía esa esperanza y era tema frecuente de conversación entre ellos. A esas expectativas se opone Ezequiel anunciando la ruina total de Jerusalén y la nueva deportación. Según san Jerónimo, la inmovilidad y mudez del profeta son el símbolo del asedio de Jerusalén por parte de Nabucodonosor. El incendio de la ciudad en el año 587 confirmó sus predicciones. Ezequiel, por orden de Dios, intenta hacer ver a los exilados, mediante una serie de acciones simbólicas, la inminente destrucción de Jerusalén. Los capítulos 4 y 5 contienen algunas de estas acciones simbólicas, que sustituyen o preparan la palabra. Estas acciones prefiguran acontecimientos. Dios los anticipa en la acción del profeta, con la que firma la ejecución de esos hechos. A veces estas acciones son pura representación, pero otras veces son hechos de la vida del profeta, que se convierte en símbolo de lo que aguarda al pueblo. Toda la vida de Ezequiel es una parábola en acción. Nosotros conocemos ciertas acciones que tienen un valor simbólico en el mundo actual, como el rito de la primera piedra de un edificio, el cortar una cinta, quebrar una botella. Tenemos en la Iglesia las acciones sacramentales, los siete sacramentos y tantos otros gestos llamados sacramentales. En todos ellos es importante el signo y el gesto que le acompaña: el aceite y la unción, por ejemplo. En las acciones simbólicas de los profetas es fundamental la palabra de Dios que las acompaña. Las acciones simbólicas se realizan por orden de Dios, por lo que ellas mismas son palabra de Dios. A veces las sigue una palabra, que aclara su significado. Podemos escuchar la palabra de Dios, que ordena a Ezequiel la ejecución de la acción simbólica o podemos colocarnos entre el público que contempla la extraña acción que el profeta realiza en silencio con toda seriedad. Ezequiel toma un ladrillo y diseña en él una ciudad. No sabemos cuál es. Puede ser Jerusalén o Babilonia. Cada uno imagina lo que desea. Ezequiel coloca el ladrillo en el medio y monta una imagen de asedio en torno a él. Con otros ladrillos, piedras o barro levanta el material para el asalto: torres, trincheras, campamentos, arietes... Es una representación rudimentaria, pero fácil de captar gracias a una mímica expresiva. Para completar la evocación del asedio, el profeta se protege detrás de una sartén de hierro, una plancha de hierro, mientras por debajo mueve las piezas para apretar el cerco. El público comienza a afluir y contempla toda la acción, primero con curiosidad, luego con asombro. Ezequiel fija su rostro en el ladrillo, al que apunta con su brazo desnudo (4,7), mientras anuncia que se trata del asedio de una ciudad. ¿Cuál? “Se trata de una señal para la casa de Israel” (4,3), para quienes asisten a la representación. La ciudad sitiada es, pues, Jerusalén. Ezequiel intenta llamar la atención de sus compatriotas para arrancar de ellos las falsas esperanzas, que les impiden convertirse a Dios. En su mudez Ezequiel sigue siendo profeta. Habla con gestos extraños. Su condición sacerdotal le da un ascendiente sobre los exiliados, que hace más llamativas sus extrañezas. Los exiliados, que sueñan con volver a la patria, expían todos los detalles de su vida, esperando oír de sus labios una palabra que confirme sus esperanzas. En ese ambiente de expectación, las acciones de Ezequiel no son un 20

juego para entretener a los ociosos, sino un anuncio del designio de Dios. Con esta acción simbólica se anilla una segunda. El asedio significa siempre algo doloroso. Ezequiel lo sufre en su carne y así se lo anuncia a sus oyentes o espectadores. El asedio de Jerusalén supone la paralización y el racionamiento de la comida. Esta segunda acción mira al pasado y al futuro. Recuerda la caída de Israel, el reino del norte, llevado al exilio a Asiria, y anuncia la caída de Judá, el reino del sur, bajo la amenaza de Babilonia, que ya ha desterrado a un grupo (en el año 597) y llevará diez años más tarde a los demás. Ambos reinos son víctima de sus culpas. Ezequiel sufre en su carne tantos días como años sufrirá la casa de Israel. El número es también simbólico. Jeremías, al fijar en setenta los años del exilio (Jr 25,11; 29,10), da un número más exacto. Pero en ambos profetas el señalar un numero determinado de años, significa que Dios no ha condenado a muerte a su pueblo ni a un destierro perpetuo. Escuchemos esta vez el mandato de Dios a Ezequiel: -Acuéstate del lado izquierdo y pon sobre ti la culpa de la casa de Israel. Todo el tiempo que estés acostado así, llevarás su culpa. Yo te he impuesto los años de su culpa en una duración de trescientos noventa días, durante los cuales cargarás con la culpa de la casa de Israel. Cuando hayas terminado estos últimos, te acostarás otra vez del lado derecho, y llevarás la culpa de la casa de Judá durante cuarenta días. Yo te he impuesto un día por año (4,4-6). Es conveniente recordar que, entre los orientales, el modo de buscar los puntos cardinales es mirar hacia oriente, donde sale el sol. Así el brazo izquierdo queda al norte y el derecho al sur. Acostándose sobre el lado izquierdo, Ezequiel ya alude al reino del norte; y, al volverse sobre el derecho, hace alusión a Judá, el reino del sur. Ezequiel queda, pues, inmóvil y silencioso, con “el brazo extendido y dirigiendo su mirada hacia el sitio” (4,7), es decir, hacia la ciudad en miniatura que ha diseñado sobre el ladrillo y ha colocado en un rincón de la casa. Dios mismo “le sujeta con cuerdas para que no se mueva de un lado para otro hasta que haya cumplido los días de su reclusión” (4,8). El silencio de Ezequiel (3,26) nos recuerda al Siervo de Yahveh, que no abre boca (Is 53,7). Como el Siervo de Yahveh (Is 52,13-53,12), Ezequiel es invitado a expiar las culpas de Israel y de Judá, cargando con ellas sobre sus hombros. “Las lamentaciones, gemidos y ayes” (2,10) del pueblo, Ezequiel las ha hecho suyas, al comer el libro. Es algo parecido al rito de expiación de los sacerdotes y levitas (Lv 6,16ss; 10,17-19), que comían la carne de la víctima inmolada para borrar las culpas de la comunidad. A Ezequiel Dios le llama más de cien veces “hijo de hombre”, representante de todos los hombres ante Dios. Pero también es hijo de Israel. Dios le manda “a los hijos de tu pueblo” (3,11). Esto hace de Ezequiel el siervo llamado a “cargar sobre sí el peso del pecado del pueblo” (4,4.6). Así anticipa el canto del Siervo de Yahveh del segundo Isaías (Is 53). Las consecuencias del asedio son graves. El profeta las representa y las vive: hambre y sed. La comida y la bebida le son estrictamente racionadas. Peor aún, Ezequiel tiene que preparar su comida con los restos de comida medio estropeados, mezclándolos con otros buenos. Se ve obligado a rebañar los residuos de todas las vasijas. Antes de que la enfermedad le postre en el lecho, el profeta tiene que recoger los alimentos que tomará durante los días de inmovilidad: -Toma, pues, trigo, cebada, habas, lentejas, mijo, espelta: ponlo en una misma vasija y haz con ello tu pan. Durante todo el tiempo que estés acostado de un lado comerás de ello. El alimento que comas será de un peso de veinte siclos por día, que comerás de tal a tal hora. También beberás el agua con medida, beberás la sexta parte de un sextario, de tal a tal hora. Comerás este alimento en forma de galleta de cebada cocida (4,9-11). 21

A la escasez se añade un elemento muy duro para Ezequiel. Hasta ahora Ezequiel ha aceptado todo lo que Dios le ha mandado sin quejarse. Ahora se queja ante Dios. Y Dios le suaviza el mandato. Ezequiel, como sacerdote, siente horror hacia todo lo que signifique impureza legal. Espontáneamente le brota la queja: -¡Ah, Señor Yahveh!, mi alma no está impura. Desde mi infancia hasta el presente jamás he comido bestia muerta o despedazada, ni carne corrompida entró en mi boca (4,14). Es la misma objeción de Pedro, cuando Dios hace descender ante él un mantel con toda clase de cuadrúpedos, reptiles y aves, y le ordena que mate y coma (Hch 10,9-16). La abolición de las prescripciones rituales sobre los alimentos será de otro orden muy distinto. Ahora lo que provoca la reacción de Ezequiel es la orden de cocer su alimento con excrementos humanos (Dt 23,13s), pues “así comerán los israelitas su alimento impuro en medio de las naciones donde yo los arrojaré” (4,13). Dios, ante el escándalo de su profeta, le permite cambiar los excrementos humanos por boñigas de buey (4,15). En el exilio los israelitas no podrán mantener la distinción entre lo puro y lo impuro, lo sacro y lo profano. La reacción de Ezequiel muestra el drama de los israelitas en el exilio, dispersos por el mundo, entre los paganos. El asedio y destrucción de Jerusalén lleva como consecuencia la dispersión y contaminación con las naciones paganas. Ya la mezcla en una misma vasija de diversos cereales y legumbres estaba prohibido por la ley, lo mismo que sembrar dos clases de grano en un mismo campo (Lv 19,19; Dt 22,9-11). El asedio y, luego el exilio, hará imposible el cumplimiento de las prescripciones legales sobre la pureza de los alimentos. Tras esta sucesión de acciones simbólicas llega la palabra, que aclara su significado, refiriéndolas al asedio de Jerusalén. El Señor le dice a Ezequiel: -Hijo de hombre, he aquí que yo voy a destruir la provisión de pan en Jerusalén: comerán el pan con peso y con angustia; y beberán el agua con medida y con ansiedad, porque faltarán el pan y el agua: quedarán pasmados todos juntos y se consumirán por sus culpas (4,16-17). Cuando Dios llama a Jeremías le encomienda una doble misión: destruir y edificar (Jr 1,10). Su predicación oscila entre estos dos polos. Cuando el pueblo espera la victoria, Jeremías anuncia la ruina de Jerusalén. Y, una vez que es tomada Jerusalén y el pueblo cae en la desesperación, el profeta comienza a proclamar de parte de Dios un anuncio de esperanza y reconstrucción. Esto que hace Jeremías en Jerusalén, lo repite como un eco Ezequiel en Babilonia. La primera etapa de la misión de Ezequiel abarca desde su vocación en el año 593 hasta el 586 en que cae Jerusalén. Sus oyentes, los desterrados lejos de Jerusalén, se hacen las mismas ilusiones de los que han quedado en la ciudad santa. Unos y otros, los oyentes de Jeremías y los de Ezequiel, están convencidos de que Nabucodonosor no será capaz de ocupar Jerusalén, porque el Señor de Israel es más fuerte que los ejércitos de Babilonia. El templo del Señor es para ellos una defensa casi mágica. Creen que con decir “Templo del Señor, Templo del Señor” huirán todos los enemigos del pueblo del Señor. Esperan que a Nabucodonosor le suceda lo mismo que a Senaquerib en tiempos de Isaías (2R 19,32-37)... Jeremías, contra la esperanza del pueblo, anuncia la toma de Jerusalén por parte de Nabucodonosor. Y, a miles de kilómetros, Ezequiel, profeta del mismo Dios de Jeremías, proclama la misma palabra. Esta predicación crea en torno al profeta, Jeremías en Jerusalén y Ezequiel en Babilonia, un muro de oposición por parte del pueblo, que prefiere escuchar a los falsos profetas que halagan sus oídos con las profecías que ellos desean oír. Ezequiel, “a quien Dios 22

hace fuerte”, es constituido como Jeremías “en plaza fuerte, en pilar de hierro, en muralla de bronce frente a toda esta tierra, así se trate de los reyes de Judá como de sus jefes, de sus sacerdotes o del pueblo de la tierra. Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues yo estoy contigo” (Jr 1,18-19). La segunda etapa de la predicación de Ezequiel va del 585 hasta el 571, en la que anuncia la esperanza de la recreación de la tierra, de la ciudad y del templo. Como arquitecto de Dios Ezequiel traza magistralmente el proyecto de la nueva construcción. Es un anuncio que él, lo mismo que Jeremías, contempla sólo en la esperanza, pues morirá antes de que el Señor lo lleve a término. Ahora está en la etapa del anuncio de destrucción, de “destruir y derrocar” ilusiones y falsas esperanzas.

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5. EL CORTE DE CABELLOS Isaías había anunciado para el tiempo del asedio una acción que ahora el Señor manda a Ezequiel representar ante el pueblo: “Aquel día rapará el Señor con navaja alquilada más allá del Éufrates, con el rey de Asur, la cabeza y el vello de las piernas y también afeitará la barba” (Is 7,20). Después del asedio, representado en las acciones simbólicas del capítulo cuarto, llega la muerte y la dispersión, simbolizada en el corte de cabellos. La cabellera y la barba son expresión de belleza y dignidad. Afeitarse la barba y raparse la cabeza son expresiones de luto (Is 15,2; Jr 41,5) y desolación (Esd 9,3) o de afrenta (2S 10,4-5). Y eso es lo que Dios ordena a Ezequiel: -Tú, hijo de hombre, toma una espada afilada, tómala como navaja de barbero, y pásatela por tu cabeza y tu barba (5,1). Ezequiel obedece y se rapa la cabeza y se afeita la barba. Luego el profeta, ante la mirada asombrada de quienes se congregan en torno a él, toma una “balanza justa”, símbolo de la justicia divina, y pesa los cabellos, repartiéndolos en tres porciones iguales: un tercio lo coloca sobre el ladrillo, en el que había trazado el plano de la ciudad de Jerusalén, y lo prende fuego. Otro tercio lo echa por tierra, lo va cortando con la espada y lo esparce alrededor de la ciudad. Y el otro tercio con la punta de la espada lo lanza al viento, para que se esparza por todas partes. Es algo calculado minuciosamente y realizado con parsimonia, como recreándose en la acción, a pesar de lo trágico del acto. En él intervienen el fuego, la espada y el viento, como fuerzas enemigas. El fuego destruye su parte, la espada crea división y el viento, aunque no destruye, dispersa. Sólo un resto se salva: “tomarás unos pocos cabellos que recogerás en el vuelo de tu manto, y de éstos tomarás todavía unos pocos, los echarás en medio del fuego y los quemarás en él” (5,4). Sólo unos pocos se salvan de ser arrastrados por el viento o quemados en el fuego, lo mismo que serán pocos, un pequeño resto, los que se salvarán de la dispersión en la cautividad. Sólo se salvan los que se acogen bajo el manto del profeta. El manto del profeta se convierte en el manto de Dios (Cf 16,8), que cobija y protege al pequeño resto de Israel. A los oyentes cristianos, este texto les trae a la memoria las palabras de la hemorroísa: “Si logro tocar, aunque sólo sea la orla de su manto, quedaré curada” (Mc 5,28). Los cabellos son el símbolo de los habitantes de Jerusalén. Una tercera parte de ellos serán quemados en el incendio de la ciudad. Otra tercera parte intentará salvarse, huyendo, pero les seguirán y les alcanzará la espada. También éstos morirán. Y un tercer grupo será disperso entre las naciones. De estos últimos sólo unos pocos se salvarán; los demás serán quemados. Se salva el pequeño grupo, que Isaías llama “el resto de Israel”: el semen del pueblo de Dios, el germen de los fieles que queda como signo de la fidelidad de Dios a la alianza y como signo de esperanza y de vida para el futuro. Terminada la acción simbólica, llega la palabra, que el pueblo espera para saber de qué se trata. Ezequiel ha actuado con toda seriedad, en silencio. Los espectadores, contemplando las extrañas acciones, realizadas con toda meticulosidad, comprenden que no se trata de un juego o de una comedia. Esperan la palabra que les dé el significado. Se trata ciertamente de un asedio, pero ¿de qué ciudad? ¿de Babilonia? ¿de Egipto? ¿de Amón? Ezequiel levanta la vista y despeja la incógnita: -Así dice el Señor Yahveh: ¡Ésta es Jerusalén! (5,5). Yahveh echa en cara a Jerusalén, la ciudad santa, la preferida para colocar su morada 24

entre los hombres, que su pecado es mayor que el de los pueblos que la rodean. Los desterrados no pueden creer lo que oyen sus oídos. Ellos, que llevan cinco años sufriendo el castigo en medio de la naciones, creen que ya se ha calmado la ira de Dios y pronto podrán volver a la patria. Pero Ezequiel les dice, como palabra de Dios, que su destierro no fue más que el comienzo, que tras ellos vendrán los que quedaron en Israel. Y como Ezequiel lee en sus rostros el interrogante no formulado “¿por qué?”, les da la respuesta de Dios: -Yo la había colocado en medio de las naciones, y rodeado de países. Pero ella se ha rebelado contra mí con más perversidad que las naciones... que la rodean... Por eso, así dice el Señor Yahveh: También yo me declaro contra ti, ejecutaré mis juicios en medio de ti a los ojos de las naciones, y haré contigo lo que jamás he hecho y lo que no volveré a hacer jamás, a causa de todas tus abominaciones. Por eso, los padres devorarán a sus hijos, en medio de ti, y los hijos devorarán a sus padres. Yo haré justicia de ti y esparciré lo que quede de ti a todos los vientos... Un tercio de los tuyos morirá de peste o perecerá de hambre en medio de ti, otro tercio caerá a espada, en tus alrededores, y al otro tercio lo esparciré yo a todos los vientos, desenvainando la espada detrás de ellos... Y haré de ti una ruina, un oprobio entre las naciones que te rodean, a los ojos de todos los transeúntes. Serás oprobio y blanco de insultos, ejemplo y asombro para las naciones que te rodean, cuando yo haga justicia de ti con cólera y furor, con furiosos escarmientos. Yo, Yahveh, he hablado (5,5-15). Jerusalén, la ciudad santa, elegida de Dios como centro de su manifestación para los pueblos, ahora se convierte en centro de escarmiento. En ella Dios muestra a todos el fruto de la idolatría y las abominaciones en que caen quienes cambian la fe en Dios por la confianza en los ídolos. El amor de elección se cambia en celos, que provocan la pasión y la ira. El amor de alianza entre Dios y su pueblo hiere las entrañas de Dios, cuando Israel es infiel. Es algo increíble para los oyentes de Ezequiel. Dios, que se había prendado de Jerusalén y le había colocado en alto, por encima de todos los pueblos, ahora se declara contra ella: “También yo me declaro contra ti” (5,8). La descripción que sigue es terrible. Jerusalén queda reducida a un desierto y, de ese modo, se convierte en un oprobio. Hambre, fieras, peste y espada son cuatro calamidades que abarcan toda desgracia. Ezequiel, en un texto sobrecargado, nos transmite la angustia y opresión, que aguarda a Jerusalén: -Cuando lance contra ellos las terribles flechas del hambre, que causan el exterminio, y que yo enviaré para exterminaros, añadiré el hambre contra vosotros, y destruiré vuestras provisiones de pan. Enviaré contra vosotros el hambre y las bestias feroces, que te dejarán sin hijos; la peste y la sangre pasarán por ti, y haré venir contra ti la espada. Yo, Yahveh, he hablado (5,16-17). La suerte anunciada a Jerusalén por sus idolatrías y abominaciones, Ezequiel la alarga a toda la tierra de Judá, de modo particular a los montes de Israel, que representan la tierra prometida. Desde la llanura de Babilonia el profeta recuerda las montañas de Israel, lugares favoritos de culto para los cananeos y donde se ha pervertido el pueblo de Dios. La idolatría se ha extendido por todo Israel a través de los santuarios de montes y colinas. Dios, frente a todos los altozanos con su santuarios, había propuesto un solo monte y un solo templo: el monte de Sión sobre el que se levantaba el único templo elegido por el Señor para habitar en él (Sal 68,16-17). Ezequiel contempla la historia de Israel como una historia de infidelidades perpetradas en los montes de su tierra. Repetidas veces Dios ha invitado a destruir esos lugares de culto. Y como el pueblo no lo ha hecho, Dios mismo lo hará: -Montes de Israel..., serán arrasados vuestros altares y rotos vuestros cipos... (6,1-5). Es probable que Ezequiel sienta nostalgia del paisaje rico y variado de Palestina ahora 25

que su mirada no contempla más que las llanuras ilimitadas de Mesopotamia, cuya monotonía sólo se interrumpe por el cruce de sus ríos y canales. Pero la nostalgia y el amor a la tierra santa, con sus montañas y colinas onduladas, no enternecen a Ezequiel. En su imaginación caen devastados los montes, los collados, los torrentes y los valles. Toda la tierra está contaminada, pues todo se ha puesto al servicio de la idolatría. La destrucción será total. De su boca sólo sale el mensaje de condenación que Dios le comunica, aunque se le desgarre el corazón al proclamarlo. El es profeta, habla en nombre de otro, ahogando sus sentimientos personales: -Así dice el Señor Yahveh a los montes, a las colinas, a los barrancos y a los valles: He aquí que yo voy a hacer venir contra vosotros la espada y destruiré vuestros altos (6,3). La tierra misma participa de las culpas y del desastre de sus habitantes. Con los montes caerán las aldeas, que se creían protegidas por los santuarios erigidos sobre sus colinas. Con el castigo Dios les llama a reconocerle como Señor de toda la tierra y vencedor de los ídolos. El rey Josías había intentado la reforma de Israel, tratando de eliminar los lugares de culto fuera de Jerusalén. Pero Josías no pudo culminar esta reforma debido a su muerte prematura en la batalla de Meguido en el año 609. Ahora es Dios mismo quien va a realizar lo que Josías no terminó. Dios va a mostrar que los ídolos no pueden salvar a sus adoradores: -Arrojaré vuestros cadáveres ante vuestros ídolos y sabréis que yo soy el Señor (6,4) Ezequiel, con esta palabra de condena sobre la tierra de Israel, propone a los exiliados el itinerario de la conversión. Dios no se complace en el castigo de su pueblo. Dios busca la corrección; con el castigo quiere atraer al pueblo a sí. La conversión comenzará con el recuerdo de Yahveh, ahora que le sienten ausente; la memoria de Dios les llevará a la contrición interior, a dolerse del pecado, sintiéndose culpables de adulterio, infieles al amor de Dios. Es la obra que Dios busca con todo su celo: -Les desgarraré el corazón adúltero que se apartó de mí y los ojos que fornicaron con sus ídolos; sentirán asco de si mismos por sus abominaciones (6,9). Una vez dispersos entre los pueblos, los israelitas sentirán nostalgia de Dios y vergüenza de si mismos, reconociendo la maldad de su corazón. Entonces “sabrán que yo soy Yahveh” (6,10). Llevar al pueblo al reconocimiento de Dios como “su Dios”, es la finalidad de la destrucción de Jerusalén y de toda la tierra de Israel. La contemplación de la tierra, que mana leche y miel, convertida en “una tierra desolada y solitaria desde el desierto hasta Ribla” (6,14) es una llamada clara a conversión. El eco de la acción simbólica sigue resonando: “La espada afuera, la peste y el hambre dentro. El que se encuentre en el campo morirá a espada, y al que esté en la ciudad, el hambre y la peste lo devorarán. Sus supervivientes escaparán, huirán por los montes, como las palomas de los valles, todos ellos gimiendo, cada uno por sus culpas. Todas las manos desfallecen y todas las rodillas se irán en agua (flaquearán). Se ceñirán de sayal, y los sacudirá un escalofrío. Todos los rostros cubiertos de vergüenza, y todas las cabezas rasuradas” (7,15-18). Es el anuncio del día del Señor. El profeta Amós, creador de la expresión “día del Señor” ve este día como una semilla sembrada en la historia, que brota, crece y madura. Él ve ese momento y lo anuncia: “Ha madurado el fin para mi pueblo” (Am 8,2). Ezequiel ve cómo el fin de Israel llega desde los cuatro puntos cardinales de la tierra (7,2). Ahora la catástrofe es inminente. Las abominaciones de Israel han colmado toda medida. La intervención de Dios es inexorable (7,3-4). Llega el día de Yahveh anunciado por los profetas. Pero, lejos de ser día de exultación y gozo (Am 5,18s), será día de alboroto, pero no de alegría en los montes, 26

donde solían celebrar sus fiestas idolátricas (Jr 3,22-23; Ez 6,2-3). Ha llegado la hora de pedir cuentas de las fornicaciones e idolatrías de Judá (7,8-11). Y el final de Israel, centro de la tierra, tiene resonancias cósmicas. La ira de Dios cae sobre todos (7,12). La desolación y la muerte reinan por doquier (8,15) y nadie se atreve a salir al frente, pues todas las rodillas flaquean ((7,17). Todos se rapan la cabeza en señal de duelo (7,18). El oro y la plata pierden todo su valor, pues no sirven para comprar los víveres necesarios (7,19). Las riquezas, que han sido un incentivo del pecado, sobre todo para entregarse a la idolatría, les aparecen ahora como estiércol (7,20-21). Y lo más grave de todo, Dios vuelve su mirada a otra parte, para no sentir compasión (7,22). Esta ausencia de Dios se expresa en la ausencia de toda ayuda: “Faltará la visión a los profetas; los sacerdotes desconocerán la Ley; y los ancianos, el consejo. El rey se enlutará, y los príncipes estarán desolados, y temblarán las manos de toda la tierra” (7,26-27). Profetas, sacerdotes, sabios, reyes y príncipes, dones de Dios a su pueblo, pierden su ministerio. La desolación será absoluta. Pero una vez más, el capítulo termina con la palabra que da sentido a toda esta poda: -Y sabrán que yo soy Yahveh.

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6. LA GLORIA DE DIOS ABANDONA EL TEMPLO Ezequiel nos invita a asistir a un juicio, donde el fiscal, en vez de narrar los delitos, los muestra en una pantalla. Se trata de una visión, no de una audición. El profeta nos señala el lugar, el año y el día: “El año sexto, el día cinco del sexto mes, estaba yo sentado en mi casa y los ancianos de Judá sentados ante mí, cuando se posó sobre mí la mano del Señor Yahveh” (8,1). Ezequiel está en su casa, en Babilonia. Ha pasado un año desde la visión inaugural junto al río Kebar. Las acciones simbólicas, con que Ezequiel ha representado la destrucción de Jerusalén, quizás han llevado a los exiliados a barruntar que entre ellos hay un profeta. Los ancianos de Israel le visitan y se sientan ante él. Acuden a consultarle algo o simplemente a escuchar al profeta de Dios. Quizás se lamentan ante Ezequiel por el exilio que están sufriendo por las infidelidades de sus antepasados. Los ancianos se han reunido con Ezequiel para entablar un juicio a Dios. Si Él ha elegido Jerusalén para poner en ella su morada, Él debe velar por ella, para salvar su templo. Entonces la mano de Dios se posa sobre Ezequiel y le traslada en visión a Jerusalén para que contemple con sus ojos las abominaciones que contaminan la ciudad santa. Es la Jerusalén actual, y no la de los antepasados, la que Dios le muestra. Ezequiel va a mostrar que el castigo destructor empezará precisamente por el templo, porque en él se dan las mayores abominaciones idolátricas. Los ancianos son testigos mudos de la visión del profeta, que él les narra con palabras. El profeta mira y ve a uno con aspecto de hombre, como en la visión del comienzo (c. 1). La gloria de Dios va a presidir el juicio de la casa de Israel. Ezequiel describe el aspecto del Hijo de hombre que contempla: “Desde lo que parecían ser sus caderas para abajo era de fuego, y desde sus caderas para arriba era algo como un resplandor, como el fulgor del electro”(8,2). El juicio, en la visión de Ezequiel, se lleva a cabo en el lugar de los hechos. Por ello, en su narración, nos dice Ezequiel: “Alargó una especie de mano y me agarró por un mechón de mi cabeza; el espíritu me elevó entre el cielo y la tierra y me llevó a Jerusalén, -en visión divina-, a la entrada del pórtico interior que mira al norte. Y he aquí que la gloria del Dios de Israel estaba allí; como yo la había contemplado en la llanura” (8,3-4) de Babilonia. La gloria de Dios, razón de ser del templo, se muestra sobre él como un resplandor sin imagen. Es lo contrario de la abominación de la estatua de Astarté colocada en el templo por Manasés (2R 21,7; 2Cro 33,7) o de la Reina del cielo, cuyo culto denuncia Jeremías (Jr 7,18; 44,15-19). Ezequiel, como primer delito, contempla también una estatua, sin que diga de qué ídolo. El Señor le invita a fijar los ojos sobre ella: -Hijo de hombre, levanta tus ojos hacia el norte (8,5). “Levanté mis ojos hacia el norte y vi que al norte del pórtico del altar estaba la estatua de los celos” (8,5). A la izquierda del altar de los holocaustos, que estaba en el centro del atrio interior está el ídolo que provoca los celos de Dios. Se trata de la violación manifiesta de la alianza sellada en el Sinaí. Una estatua en el templo, -o en la puerta norte de la ciudad-, es una afrenta al Señor, que no admite ser representado por ninguna imagen (Ex 20, 4; Dt 5,8), según declara en el Decálogo. Aunque la estatua pretenda ser una imagen de Dios es siempre un ídolo. El Señor nombra al acusado y Ezequiel lo repite ante los ancianos. Me dijo: -Hijo de hombre, ¿ves las grandes abominaciones que la casa de Israel comete aquí 28

para alejarme de mi santuario? Pues todavía has de ver otras grandes abominaciones (8,6). A esta primer delito sigue el siguiente. Yahveh mismo invita al profeta a que penetre en el santuario para ser testigo de mayores abominaciones. Así, después de atravesar los corredores del atrio, forzando una pequeña abertura, Ezequiel se encuentra con cámaras secretas, en las que hay imágenes de reptiles y bestias abominables. Es Dios, que conoce los secretos del hombre y del santuario, quien guía a Ezequiel: “Me llevó a la entrada del atrio. Yo miré: había una grieta en el muro” (8,7). Y me dijo: -Hijo de hombre, abre un boquete en el muro (8,8). Ezequiel, hijo de Buzi, sacerdote, se queda boquiabierto ante lo que ve: “Abrí un boquete en el muro y se hizo una abertura”, que conduce a un recinto secreto. Se trata seguramente de las celdas de los sacerdotes, que estaban construidas a lo largo del muro que separaba el atrio interior del exterior. El Señor le invita a entrar por el boquete del muro: -Entra y contempla las execrables abominaciones que éstos cometen ahí. Dios quiere que su profeta traspase la fachada del templo, la fachada blanqueada de su pueblo y contemple la verdad de su interior. Los ojos de Ezequiel, son los ojos de Dios, que no miran las apariencias, sino el corazón (1S 16,7), desvelando la hipocresía y doblez del pueblo: “Entré y observé: toda clase de representaciones de reptiles y animales repugnantes, y todas las basuras de la casa de Israel estaban grabados en el muro, todo alrededor” (8,10). Se trata de todos los ídolos secretos de Israel. Cada uno tiene, en su estancia, en su interior, sus propios ídolos. Cuando el hombre pierde la fe en Dios, su alma se vende a los ídolos más absurdos. Por fuera, como en el templo, no se ve nada, pero en lo escondido brotan los miedos, la angustia y... los ídolos. Ezequiel, con su palabra de verdad, saca a la luz la ambigüedad y falsedad de la conciencia de los hombres. No sólo está la estatua erigida en el atrio del templo, sino que los muros están cubiertos de grabados de ídolos egipcios. Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, con el culto a sus ídolos se somete de nuevo a esa esclavitud. Es una nueva violación del Decálogo (Dt 4,18). Y setenta hombres, de los ancianos de la casa de Israel, estaban de pie delante de ellos cada uno con su incensario en la mano. Y el perfume de la nube de incienso subía. El Señor me dijo entonces: -¿Has visto, hijo de hombre, lo que hacen en la oscuridad los ancianos de la casa de Israel, cada uno en su estancia adornada de pinturas? Están diciendo: “Yahveh no nos ve, Yahveh ha abandonado esta tierra” (8,11-12). Sigue la visión del tercer delito y finalmente del cuarto..El proceso va hacia un punto culminante de lo abominable. Son cuatro escenas de idolatría en el templo mismo de Jerusalén. Me condujo al atrio interior de la Casa de Yahveh. Y he aquí que a la entrada del santuario de Yahveh, entre el vestíbulo y el altar, había unos veinticinco hombres que, vuelta la espalda al santuario de Yahveh y la cara a oriente, se postraban, mirando hacia el sol. Entre el vestíbulo y el altar es el lugar donde los sacerdotes deben llorar en momentos de calamidad o de peligro para obtener piedad del Señor. Pero lo que ve Ezequiel es exactamente lo contrario: han dado la espalda al Señor y se han vuelto a adorar al sol. Se trata de una “conversión” al revés, abandonan al Señor para volverse a los ídolos. El Señor le dice a Ezequiel: -¿Has visto, hijo de hombre? ¿Aún no le bastan a la casa de Judá las abominaciones que cometen aquí, sino que colman la tierra de violencia, para irritarme? Mira cómo se llevan el ramo a la nariz. Pues yo también he de obrar con furor; no tendré para con ellos una mirada de piedad, no les perdonaré. Me invocarán a voz en grito, pero yo no les escucharé (8,13-18). La negación de Dios tiene como consecuencia inmediata que la tierra “se llena de 29

violencia” (8,17). Cuando la gente comienza a decir o a pensar que “el Señor ha abandonado el país” o que “el Señor no ve”, entonces el hombre abre la puerta a la violencia y al engaño. El hombre que no vive bajo la mirada de Dios, sin darse cuenta, desencadena en su interior una inclinación a la injusticia, a la violencia contra el prójimo, envenenando las relaciones humanas. Y como los israelitas dan la espalda a Dios, también el Señor les da la espalda, aparta de ellos su mirada de piedad para no escuchar sus llantos y súplicas (8,18). Después de la representación del delito, Ezequiel nos narra la ejecución de la sentencia . El Señor la ejecuta a través del ejército de Babilonia. Nabucodonosor es su siervo o su martillo para golpear a Israel. Sólo se salvarán los que llevan la marca protectora de Dios (9,4). La gloria de Dios se detiene en el umbral del templo y Yahveh ordena a “un hombre vestido de lino”: -Pasa por la ciudad, por Jerusalén, y marca con una cruz en la frente a los hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella (9,5). El lino, propio de las vestiduras sacerdotales (Lv 16,4.23.32), hace pensar que Ezequiel, hijo de sacerdotes, asigna a estos el papel de marcar a los fieles del Señor, para que se libren de la matanza. Otra misión sacerdotal es la de intercesor, que él ejerce, horrorizado ante la matanza que contempla. Mientras los “seis hombres” encargados de herir a cuantos no llevan la marca de la Tau en su frente, Ezequiel se “queda solo”, cae rostro en tierra y exclama: -¡Ah, Señor Yahveh!, ¿vas a exterminar a todo el resto de Israel, derramando tu furor contra Jerusalén? (9,8). Ezequiel, profeta de Dios para el pueblo, se identifica con Dios y con el pueblo. Participa de los sentimientos de Dios y anuncia al pueblo la sentencia de muerte que merecen sus pecados. Pero, al mismo tiempo, sufre con el pueblo y grita a Dios, intercediendo por el pueblo. Simultáneamente es mensajero de Dios y defensor del pueblo. Es algo que caracteriza al verdadero profeta. Lo ha hecho así el gran profeta, Moisés (Ex 32,11-13), y después de él Amós (Am 7,2.5) y Jeremías, a quien Dios, en un cierto momento, prohíbe que interceda por el pueblo: “En cuanto a ti, no pidas por este pueblo ni eleves por ellos plegaria ni oración, ni me insistas, porque no te oiré” (Jr 7,16). Sin embargo, a los falsos profetas, que no buscan sino el propio interés, Dios les echa en cara precisamente el que no intercedan por el pueblo pecador: “He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie” (22,30). Ezequiel, desde lo hondo de sus entrañas, eleva el grito de intercesión. Pero Dios no escucha la súplica de su profeta, sino que justifica de nuevo la sentencia decretada (9,9-10), aunque la ejecución aguarda a que el “hombre vestido de lino acabe de marcar a los inocentes” (9,11). A continuación el Señor ordena que abrasen a la ciudad entera en la hoguera del fuego sagrado (10,1ss). Ezequiel transmite el mandato de incendiar el templo y la ciudad, sin describir el incendio. Quizás sus oyentes no comprendieron la palabra del profeta hasta que oyeron contar al nuevo grupo de desterrados el horror del incendio de Jerusalén (2R 25,9; Lm 2,3-4; 4,11). La orden de exterminio alcanza a cuantos no han sido marcados y se ha de iniciar por el santuario. Esto es significativo, pues para Israel, un cadáver es la máxima impureza ritual; si un sacerdote tocaba un cadáver era excluido del culto. Ahora el Señor ordena matar en su templo, es decir, Yahveh profana, desacraliza su propio templo. Lo hace mediante sus instrumentos, los mensajeros que vienen del norte, de donde llegará el ejército babilonio. Los 30

soldados de Nabucodonosor no perdonarán nada y hasta en el santuario derramarán sangre humana. Simultáneamente comienza a desarrollarse una segunda escena: la partida gradual de la gloria de Yahveh, pues el templo desacralizado ya no es el lugar para la gloria del Señor. En diversas partes de estos capítulos se ve que la gloria del Señor se aleja lentamente, podría decirse, con desagrado, pero se va. Antes de que la orden de destrucción sea ejecutada, la gloria de Dios abandona el templo y la ciudad: -La gloria de Yahveh se elevó de encima de los querubines y salió hacia el umbral de la Casa y la Casa se llenó de la nube, mientras el atrio estaba lleno del resplandor de la gloria de Yahveh (10,4). Es como si el arca se levantase por sí misma y saliese del Santo de los Santos, donde se hallaba como signo de la presencia de Dios y, por tanto, como señal de su firme protección del pueblo. Ezequiel, que en visión está en Jerusalén, asiste al alzarse de la gloria de Dios para abandonar el templo y la ciudad: -La gloria de Yahveh salió de sobre el umbral de la Casa y se posó sobre los querubines. Los querubines desplegaron sus alas y se elevaron del suelo ante mis ojos, al salir, y las ruedas con ellos. Y se detuvieron a la entrada del pórtico oriental de la Casa de Yahveh; la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos. Era el ser que yo había visto debajo del Dios de Israel en el río Kebar; y supe que eran querubines (10,18-20). Dios, su Gloria, abandona el templo. Y, en una segunda etapa, abandona la ciudad de Jerusalén. La Gloria de Dios se detiene a las afueras de la ciudad santa, sobre el monte de los Olivos. El Señor sale de la ciudad por la puerta oriental, la “Puerta Dorada” o, como se la llama ahora, “La Puerta Hermosa”. La tradición judía ha imaginado que Dios, al abandonar la ciudad santa, morada que él se había elegido, hace lo mismo que todos los emigrantes, al momento de partir de Jerusalén. Al llegar al Monte de los Olivos se detiene y se vuelve para contemplar por última vez la ciudad amada. Con melancolía y como si se sintiera obligado el Señor deja la ciudad sólo porque la maldad de los hombres le obliga a hacerlo. El Señor, después de contemplar la ciudad desde el monte de los Olivos, se aleja de la ciudad: -Los querubines desplegaron sus alas y las ruedas les siguieron, mientras la gloria del Dios de Israel estaba encima de ellos. La gloria de Yahveh se elevó de en medio de la ciudad y se detuvo sobre el monte que está al oriente de la ciudad. El espíritu me elevó y me llevó a Caldea, donde los desterrados, en visión, en el espíritu de Dios; y la visión que había contemplado se retiró de mí. Yo conté a los desterrados todo lo que Yahveh me había dado a ver (11,22-25). El Espíritu es el protagonista de la visión. El Espíritu a Ezequiel le “levanta entre el cielo y la tierra”, llevándole por los pelos a Jerusalén. Y, terminada la visión, es el Espíritu quien arrebata a Ezequiel y le lleva en volandas con los desterrados de Babilonia. Allí cuenta a los exiliados lo que el Señor le ha revelado. Así Ezequiel va y viene, de Babilonia a Jerusalén y de Jerusalén a Babilonia. En ambos lugares se encuentra con quienes se sienten el resto de Israel. Los que se quedan en Judá se consideran el pueblo elegido. Jeremías les desengaña con la escenificación del cesto de higos (Jr 24), y Ezequiel con la parábola de la olla (11,3 y 24,1-4). Después de la partida de la gloria el templo es un edificio cualquiera. Puede ser destruido sin tocar a Yahveh. Jerusalén es una olla que da a sus habitantes, no la protección, sino la muerte. Unos años después, los hechos confirman la palabra de Jeremías y de Ezequiel. El incendio de la ciudad, la destrucción del templo y la deportación en masa acreditan la palabra de ambos profetas. Los exiliados son el verdadero resto de Israel. El 31

Señor mismo es su santuario en tierra extranjera mientras esperan el retorno a la patria donde reconstruirán el templo (Cf Jr 24,7). Ezequiel, una vez que “la gloria de Dios se elevó sobre la ciudad de Jerusalén y se detuvo en el monte, al oriente de la ciudad” (11,23), dirige su palabra de consuelo y esperanza a los exiliados. Esta palabra, anticipada en este momento, será la última palabra de Ezequiel: -Yo os recogeré de en medio de los pueblos, os congregaré de los países en los que habéis sido dispersados, y os daré la tierra de Israel. Vendrán y quitarán de ella todos sus monstruos y abominaciones; yo les daré un solo corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo: les quitaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que caminen según mis preceptos, observen mis normas y las pongan en práctica; serán mi pueblo y yo seré su Dios (11,17-20). Pero, mientras llega esa hora, Dios, que no es capaz de permanecer lejos de su pueblo, le sigue en el exilio. Así manda a Ezequiel que se lo comunique a los deportados: -Sí, yo los he mandado entre las naciones, y los he dispersado por los países, pero yo seré un santuario para ellos, por poco tiempo, en los países adonde han ido (11,16).

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7. EL AJUAR DEL DESTERRADO Ezequiel se encuentra entre los exiliados en Babilonia. Ha partido con el primer grupo de ellos en el año 596. Ahora, con una acción simbólica, personal, escenifica delante de los exiliados la segunda y definitiva deportación, a la que sigue la destrucción del templo y de la ciudad de Jerusalén. En esta nueva acción simbólica, Ezequiel es invitado a representar la marcha precipitada del pueblo al exilio y, en concreto, la huida nocturna de Sedecías, el “príncipe” de Israel. La casa de Israel es una casa rebelde, ciega y sorda: “tienen ojos para ver y no ven; tienen oídos para oír y no oyen” (12,2). A esta casa rebelde, en medio de la que vive Ezequiel, le manda el Señor para que represente la mímica del desterrado: -Ahora, pues, hijo de hombre, prepara el ajuar del desterrado y sal en pleno día, a la vista de todos ellos. Emigra del lugar en que te encuentras hacia otro lugar, ante sus ojos, a ver si te ven, pues son una casa de rebeldía. Prepara tu equipo como quien va al destierro, de día, ante sus ojos. Y sal al atardecer, ante sus ojos, como salen los deportados. Haz a vista de ellos un boquete en la pared, por donde saldrás. Carga ante sus ojos con tu equipaje a la espalda y sal en la oscuridad; te cubrirás el rostro para no ver la tierra, porque yo he hecho de ti un símbolo para la casa de Israel (12,3-6). Ezequiel es constituido en palabra de Dios encarnada; su persona es un símbolo para Israel. Con su mímica de desterrado busca que el pueblo, que no quiere ver, vea. Dios insiste: hazlo a la vista de ellos, de día, que te vean. Ante los ojos atónitos de la gente, Ezequiel carga con un simple hatillo con lo mínimo indispensable para la marcha. Al atardecer, pero a la vista de todos, abre un boquete en la pared y sale como quien huye, como el fugitivo Sedecías y su ejército, que salió furtivamente por el sur de la ciudad, camino del desierto, siendo capturado en Jericó por las tropas de Nabucodonosor. El hecho de que se cubra la cara para no ver el país es el símbolo del castigo de Sedecías, que será conducido a Babilonia ciego. Poco después suceden los hechos que nos narra el libro de los Reyes: “En el año noveno de su reinado, en el mes décimo, el diez del mes, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército contra Jerusalén; acampó contra ella y la cercó con una empalizada. La ciudad estuvo sitiada hasta el año once de Sedecías. El mes cuarto, el nueve del mes, cuando arreció el hambre en la ciudad y no había pan para la gente del pueblo, se abrió una brecha en la ciudad y el rey partió con todos los hombres de guerra, durante la noche, por el camino de la Puerta, entre los dos muros que están sobre el parque del rey, mientras los caldeos estaban alrededor de la ciudad, y se fue por el camino de la Arabá. Las tropas caldeas persiguieron al rey y le dieron alcance en los llanos de Jericó; entonces el ejército se dispersó. Capturaron al rey y lo subieron a Riblá donde el rey de Babilonia, que lo sometió a juicio. Los hijos de Sedecías fueron degollados a su vista, y a Sedecías le sacó los ojos, le encadenó y le llevó a Babilonia” (2R 25,1-7; Jr 52,6-11) Ezequiel ejecuta la acción que le encomienda el Señor. Sale con los ojos tapados en señal de vergüenza, dolor y desesperación (2R 15,3; Jr 14,4). A Ezequiel le resulta fácil realizar esta acción, pues él ya la ha vivido en la realidad. En la primera deportación del año 597, de la que él formaba parte, los principales del pueblo emprendieron el camino del destierro, cada uno con su hatillo al hombro, al atardecer seguramente, cuando el calor es menos fuerte; salían sin mirar la tierra que abandonaban, por la vergüenza que les embargaba. Quizás ni se daban plena cuenta de lo que vivían; el Señor le dice ahora a Ezequiel que lo 33

repita a ver si ahora comprenden. Ezequiel hace cuanto le manda el Señor, quien al día siguiente le pregunta: -Hijo de hombre, ¿no te ha preguntado la casa de Israel, esta casa de rebeldía, qué es lo que hacías? (12,9). Le pregunten o no le pregunten, Dios manda a su profeta a decir al pueblo: -Este oráculo se refiere a Jerusalén y a toda la casa de Israel que está en medio de ella. Yo soy un símbolo para vosotros; como he hecho yo, así se hará con ellos; serán deportados, irán al destierro (12,11). Tanto los desterrados como quienes se quedaron en Judá creen que la situación del exilio se resolverá en poco tiempo. Jeremías a los de Jerusalén y Ezequiel, con esta acción simbólica, a los desterrados, intentan convencerles de que están viviendo de ilusiones falsas. No sólo no está para terminar el destierro, sino que es inminente el exilio de quienes aún viven en Jerusalén. Y Ezequiel aplica además su acción simbólica al rey Sedecías, poniendo de manifiesto su huida en la oscuridad, presagio de su ceguera: -El príncipe que está en medio de ellos cargará con su equipaje a la espalda, en la oscuridad, y saldrá; abrirá un boquete en la muralla para salir por ella; y se tapará la cara para no ver la tierra con sus propios ojos. Yo tenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le conduciré a Babilonia, al país de los caldeos, donde morirá sin verla (12,12-13). Cuando tenía ojos y luz no quiso ver, ahora cae en las tinieblas y en la ceguera (Jr 38). Y con él su séquito: -Y a todo su séquito, su guardia y todas sus tropas, yo los esparciré a todos los vientos y desenvainaré la espada detrás de ellos. Y sabrán que yo soy Yahveh cuando los disperse entre las naciones y los esparza por los países (12,14-15). Extrañamente Ezequiel realiza esta acción y la explica a los israelitas que ya están en el exilio, “en medio de lo cuales habita” (12,2). ¿Qué sentido tiene anunciar el exilio a quienes ya están en el exilio? Ezequiel, como hace Jeremías con la carta que les manda (Jr 29), desea quitar a los deportados la falsa ilusión de que el exilio será breve. Los falsos profetas les engañan con la esperanza ilusoria de que el retorno a la patria será inminente. Con este engaño les apartan de la urgente necesidad de una conversión radical al Señor. Ezequiel destruye esta falsa esperanza, anunciándoles que el exilio, no sólo no está a punto de terminar, sino que está para ser aumentado el número de los deportados. Pero Ezequiel anuncia algo más que el nuevo exilio. Anuncia que Dios dejará un resto para que proclame su justicia en medio de las naciones. Confesando el pecado del pueblo, hacen que el nombre de Dios no sea blasfemado por las gentes. Israel, hasta en el exilio, es el pueblo de Dios llamado a anunciar a todos los hombres “que Yahveh es el Señor” (12,16). Dios dispersa a los israelitas en medio de las naciones, librándoles de la espada, del hambre y de la peste, no porque sean santos, sino para que con su vida proclamen la santidad de Dios. Es algo que Ezequiel lleva gravado en el corazón. Si Dios actúa, si Dios salva, si Dios lleva a algunos al destierro, si les devuelve a la patria, lo hace para manifestar su gloria, “para glorificar su santo nombre”: -Y sabrán que yo soy Yahveh cuando los disperse entre las naciones y los esparza por los países. Dejaré que un pequeño número de ellos escapen a la espada, al hambre y a la peste, para que cuenten todas sus abominaciones entre las naciones adonde vayan, a fin de que sepan que yo soy Yahveh (12,15-16). Quizás para comprender el significado de la insistencia con que Ezequiel proclama que Dios en su actuar busca su gloria sea conveniente recordar lo que dice San Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre vivo”. Afirmación a la que corresponde la verdad 34

correspondiente: “La vida del hombre está en el revelarse de la gloria de Dios en él”. Con el resto de Israel disperso entre las naciones, también queda un resto disperso en las aldeas y campos de Israel. También para ellos tiene Ezequiel una palabra de parte de Dios, precedida de su acción simbólica. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: -Hijo de hombre, comerás tu pan con temblor y beberás tu agua con inquietud y angustia; y dirás al pueblo de la tierra: Así dice el Señor Yahveh a los habitantes de Jerusalén que andan por el suelo de Israel: comerán su pan con angustia, beberán su agua con estremecimiento, para que esta tierra y los que en ella se encuentran queden libres de la violencia de todos sus habitantes. Las ciudades populosas serán destruidas y esta tierra se convertirá en desolación; y sabréis que yo soy Yahveh (12,17-20). La vida seguirá para el resto de los habitantes de Israel, pero será una vida marcada por la angustia, sin los colores luminosos de la vida auténtica. También ellos participarán de la maldición del exilio. La infidelidad a la alianza tiene sus consecuencias inevitables, según proclama el Deuteronomio: “No hallarás sosiego en aquellas naciones, ni habrá descanso para la planta de tus pies, sino que Yahveh te dará allí un corazón trémulo, languidez de ojos y ansiedad de alma. Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, tendrás miedo de noche y de día, y ni de tu vida te sentirás seguro” (Dt 28,65-66). Esta es la vida que Ezequiel anuncia a quienes quedan en Palestina; la tierra de Israel será para los israelitas como una tierra extranjera, que en vez de paz les procura miedo e inseguridad. El temor y la angustia, la inquietud y ansiedad son el símbolo de la vida de quienes quedan en Jerusalén después del destierro de sus compatriotas.

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8. CHACALES ENTRE LAS RUINAS Ezequiel ha proclamado la palabra de Dios, anunciando la destrucción de Jerusalén y del templo, pero pasa el tiempo y las murallas siguen en pie, lo mismo que el templo. El tiempo de Dios no coincide con el del hombre. Dios espera siempre que el hombre escuche su palabra y se convierta de sus perversiones. Pero la gente se burla de Ezequiel. Unos dicen: “Este habla y habla, pero nada de lo que dice se cumple”. Otros, quizás más burlones, dicen : “Las visiones de éste van para largo plazo”. Con sus burlas hacen vana la palabra de Dios y así hacen irremediable la ejecución de la sentencia. Dios interviene en el diálogo y con ironía se burla de quienes se mofan de su palabra. La palabra de Yahveh llega a Ezequiel en estos términos: -Hijo de hombre, ¿qué queréis decir con ese proverbio que circula en la tierra de Israel: “los días pasan y se desvanece toda visión”?. Pues bien, diles: Así dice el Señor Yahveh: Yo acabaré con ese proverbio y no se repetirá más en Israel. Diles en cambio este otro: “llegan los días en que toda visión se cumplirá”, pues ya no habrá ni visión vana ni presagio mentiroso en medio de la casa de Israel. Yo, Yahveh, hablaré, y lo que yo hablo es una palabra que se cumple sin dilación. Sí, en vuestros días, casa de rebeldía, yo pronunciaré una palabra y la ejecutaré, oráculo del Señor Yahveh (12,21-25). Y, por si no han entendido, Dios se lo repite: -Hijo de hombre, mira, la casa de Israel está diciendo: “La visión que éste contempla va para largo, éste profetiza para una época remota”. Pues bien, diles: Así dice el Señor Yahveh: Ya no habrá más dilación para ninguna de mis palabras. Lo que yo hablo es una palabra que se cumple, oráculo del Señor Yahveh (12,26-28). Los profetas viven en su tiempo, participan de los hechos de sus contemporáneos. En su existencia y, con frecuencia, en su propia carne sienten las sacudidas de la historia, los choques entre los grandes imperios. La actualidad condiciona su vida. La caída de Jerusalén absorbe la mente y el corazón de Jeremías y también de Ezequiel. La inminencia del derrumbe les obliga a anunciarlo al pueblo con gritos de urgencia; antes de que desaparezca la ciudad hacen de todo para vencer la indiferencia y ceguera del pueblo, que “reducen sus palabras a risa”, sin tomarlas en serio, convirtiéndose al Señor y, de ese modo, salvar la ciudad. Sin embargo, mientras Ezequiel sufre el ridículo de las burlas, pues su profecía es despreciada, los falsos profetas, al halagar los oídos de los oyentes, reciben el aplauso de la gente, que no sabe discernir entre ambas profecías (Jr 28,1-15; 14,13-16; Is 9,14). Ezequiel tiene que desenmascarar la falsedad de estos profetas, que pretenden proclamar la palabra de Dios, cuando sus profecías son fruto de su fantasía, alentada frecuentemente por sus deseos avarientos. Ezequiel les llama chacales o zorros. Por culpa suya la viña del Señor (Ct 2,15) está desmantelada. En vez de acudir a reparar las brechas de los muros, se aprovechan de ellas para su propio interés. En vez de reparar las brechas se conforman con cubrirlas con un revoco de cal, que da una buena apariencia, pero que con la lluvia se resquebraja y hace que caiga toda la pared. Los profetas, que Dios no se cansa de enviar a Israel, son la prueba de su amor al pueblo infiel. Los profetas se presentan en nombre de Dios con sus reproches, exhortaciones y promesas, tratando de encauzar a Israel por el camino de la fidelidad a Dios. Pero, a veces, los profetas actúan por su cuenta, “dicen falsedades y cuentan visiones mentirosas”; en lugar 36

de reparar las brechas que amenazan la solidez del edificio, se contentan con enjalbegar la pared, ocultando la brecha, con lo que aceleran la ruina de Israel (13,3). Ezequiel, al contraponerse a estos falsos profetas, nos describe la figura de sí mismo como profeta de Dios. El falso profeta habla “a partir de su corazón” (13,2), es decir, según sus deseos. En sus palabras no se escucha la palabra de Dios, sino la proyección de sus esperanzas o el fruto de sus angustias: “siguen su propio espíritu” (13,2). O peor aún, se aprovechan de la angustia de la gente, buscando sacar provecho de ella: -Como chacales entre las ruinas, tales son tus profetas, Israel (13,4). Las ruinas son imagen de desolación, pero no para los chacales. Para ellos, son lugar de refugio o, más aún, lugar de botín. Así los falsos profetas de Israel se hallan a gusto en medio de las ruinas del pueblo. Ante la amenaza de destrucción no se preocupan de salvar al pueblo. Abiertamente se lo reprocha Ezequiel: -No habéis escalado a las brechas, no habéis construido una muralla en torno a la casa de Israel, para que pueda resistir en el combate, en el día de Yahveh (13,5). De Moisés canta el salmista lo contrario: “Moisés, su elegido, se mantuvo en la brecha en su presencia, para apartar su furor de destruirlos” (Sal 106,23). Los falsos profetas, en cambio, con sus “palabras vanas y sus visiones mentirosas” (13,6) no hacen nada para salvar al pueblo. Más bien “extravían a mi pueblo diciendo: ¡Paz! , cuando no hay paz” (13,10). Los falsos profetas anuncian la paz, cuando no hay paz. La historia dio la razón a Jeremías, a Ezequiel, a Dios: el desastre llegó, Israel conoció el destierro, el fuego devoró la ciudad santa, no se salvó ni el templo, que fue incendiado. Los profetas se han conformado con enlucir la tapia que se resquebrajaba, cubriendo las rajas, para salvar las apariencias, sin enfrentarse con el mal en sus raíces. Adornar una pared que está a punto de caerse, no sirve para salvarla, sino para provocar su caída sobre quien no ve el peligro y se recuesta sobre ella. Cerrar los ojos del pueblo para que no vea la amenaza que incumbe sobre ellos lleva a adormecerle, impidiendo su conversión y la salvación. Por ello Dios les arranca de raíz de en medio de su pueblo: -Extenderé mi mano contra los profetas de visiones vanas y presagios mentirosos; no serán admitidos en la asamblea de mi pueblo, no serán inscritos en el libro de la casa de Israel, no entrarán en el suelo de Israel, y sabréis que yo soy el Señor Yahveh (13,9). Algo propio de Ezequiel es su invectiva contra las “hijas de Israel que profetizan por su propia cuenta” (13,17). Ezequiel las compara con “los cazadores que atrapan a la gente como pájaros” (13,20). Con sus artes mágicas inducen al pueblo a la superstición y a la idolatría. Con ello, se lamenta el Señor: -Me deshonráis delante de mi pueblo por unos puñados de cebada y unos pedazos de pan, haciendo morir a los que no deben morir y dejando vivir a los que no deben vivir, diciendo mentiras al pueblo que escucha la mentira (13,19). Aunque Israel es “rebelde” es siempre “pueblo de Dios”. Dios le sigue considerando “mi pueblo”. Por eso interviene decididamente contra quienes intentan arrebatarle sus hijos con el engaño: -Heme aquí contra vuestras bandas con las cuales atrapáis a las almas como pájaros. Yo las desgarraré en vuestros brazos, y soltaré libres las almas que atrapáis como pájaros. Rasgaré vuestros velos y libraré a mi pueblo de vuestras manos; ya no serán más presa en vuestras manos, y sabréis que yo soy Yahveh. Porque afligís el corazón del justo con mentiras, cuando yo no lo aflijo, y aseguráis las manos del malvado para que no se convierta de su mala conducta a fin de salvar su vida, por eso, no veréis más visiones vanas ni pronunciaréis más presagios. Yo libraré a mi pueblo de vuestras manos, y sabréis que yo soy 37

Yahveh (13,20-23). La diferencia que hay entre los falsos profetas y Ezequiel aparece en el capítulo siguiente (c. 14). Los ancianos se presentan ante él con una consulta. Ezequiel no sólo no les halaga los oídos, respondiendo lo que ellos desean escuchar, sino que ni siquiera toma en cuanta la pregunta que le hacen. Se limita a transmitirles la palabra que Dios le da en ese momento. No sabemos qué le han consultado al profeta, pero sí sabemos lo que Dios pide a los ancianos y, a través de ellos, a todo el pueblo. El enfrentamiento de Ezequiel con lo falsos profetas es parecido al de Jeremías, a quien tanto hicieron sufrir los que se proclamaban a si mismos profetas enviados por Dios. Ezequiel se encuentra con la misma problemática de Jeremías, aunque con su peculiaridad propia impone siempre su impronta distintiva. Mientras el rey, Ezequías, no ve la realidad, el profeta es quien ve y comprende lo que está aconteciendo. Israel se niega a escuchar la palabra del profeta. No quiere comer el libro, alimentarse de la Palabra de Dios. Anulan la palabra de Dios con la burla: “pasan días y días y la visión no se cumple” (12,22); con sarcasmo dicen de Ezequiel: “las visiones de éste van para largo” (12,27). Los falsos profetas mienten, anunciando paz cuando no hay paz (13,10; 17-23), de este modo apoyan al malvado para que no se convierta (13,22). A la palabra profética oponen sus falsas ilusiones. Otra forma de cerrarse a la Palabra de Dios es la nostalgia, el apego a las tradiciones del pasado, que les impide ver a Dios presente en la realidad actual del exilio (14,1-8). El recuerdo de sus ídolos les lleva al pecado (14,3). Estos ídolos son Jerusalén, el templo, la tierra prometida. Su añoranza les impide aceptar la voluntad de Dios. Ezequiel anuncia la caída de Jerusalén. ¿No bastarían diez justos para salvarla? ¿Es más grave la situación de Jerusalén que la de Sodoma (Gn 18)? Sí. Aunque se encuentren en Jerusalén Noé, Daniel y Job “no salvarán a sus hijos ni a sus hijas; ellos solos se salvarán y el país será devastado” (14,12-21). Cuando Dios amenaza a su pueblo la misión del profeta es doble: convertir a Dios a la misericordia y convertir al pueblo a la penitencia. El falso profeta no hace ni lo uno ni lo otro. En tiempos de crisis y desgracias proliferan los falsos profetas, que confirman en las gentes su deseos y esperanzas. Son como zorras, que encuentran fácilmente guarida entre las ruinas (13,4). A la zorra, símbolo de falsedad, se asemeja el profeta que cultiva las falsas ilusiones de la gente. A veces se engañan a sí mismos; inventan sus profecías y esperan que Dios las cumpla (13,6-7). Otras veces es la gente quien inventa ilusiones y los profetas las confirman o decoran “con palabras de Dios”: la gente levanta una tapia y el profeta la jalbega (13,10s). El pueblo siempre está dispuesto a pagar por escuchar lo que quiere oír. Al confirmar de este modo al malvado en su maldad, el profeta le aparta de la conversión y le condena a muerte (13,22). El verdadero profeta es profeta de otro, no habla nunca por propia cuenta. En esto se distingue del falso profeta. Y junto al verdadero profeta siempre hay muchos falsos profetas. Ezequiel, como los otros profetas enviados por Dios, recibe “una palabra de Yahveh contra los profetas de Israel”; Dios le envía a profetizar y decir a los que profetizan por su propia cuenta: -Escuchad la palabra de Yahveh (13,1). El atalaya no puede dormir mientras está de guardia y luego dar como palabra de Dios sus propios sueños, sus pensamientos o deseos ni puede transmitir como palabra de Dios lo que sabe que agrada a los oídos de los oyentes, buscando halagarles y ganarse su simpatía o 38

recompensa. Estos falsos profetas, señala Orígenes, no pueden decir como san Pablo: “Nosotros tenemos la mente de Cristo, pues no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1Co 2,16.12). “Como chacales entre las ruinas han sido tus profetas, Israel” (13,4). Al hablar según su inspiración, sin haber visto nada, se comportan como chacales, que se parecen al lobo en la forma y el color, y a la zorra en la disposición de la cola, es decir, fingen como la zorra y devoran a los demás como el lobo.

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9. PARÁBOLA DE LA VID La vid es un símbolo de la riqueza de Palestina. Los exploradores que envía Moisés “cortaron un sarmiento con un racimo de uvas, que transportaron con una pértiga entre dos” (Nm 13,22), como prueba de esa riqueza. “Vid frondosa era Israel produciendo fruto a su aire” (Os 10,1). Para cantar la canción de amor entre Yahveh y su pueblo Isaías entona la canción de la viña (Is 5). “Cepa selecta” (Jr 2,21), llama Jeremías a Israel; “viña deliciosa” (Is 27,2ss), le dice Isaías. Con cariño y solicitud la canta el salmista (Sal 80,9-20). Ezequiel ha escuchado todos estos cantos a Israel como “viña del Señor” en casa de su padre Buzi y en el templo de Jerusalén. Pero retuerce la imagen y se enfrenta a quienes se sienten orgullosos de ser esa vid de Yahveh. Sí, es cierto que Dios ha elegido a Israel, pero la elección no es ningún privilegio, sino una misión. Dios no ha elegido a Israel porque sea un pueblo superior a los otros pueblos, sino todo lo contrario, como les dice el Señor: “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos” (Dt 7,7). Se puede tergiversar la elección de Dios. Así algunos van proclamando: “Dios elije lo mejor: de las plantas, la vid, de los pueblos, a Israel”. Contra éstos lanza Ezequiel su alegoría de la madera de la vid, más inútil que la de cualquier otra planta. Ezequiel ya comienza por no fijarse en el fruto de la vid, uvas y vino, sino en la madera. Israel no es la viña del Señor ni una vid siquiera, sino la madera de la vid. Y, como madera, la de la vid sólo sirve para el fuego y no mucho. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: -Hijo de hombre, ¿en qué vale más el leño de la vid que el leño de cualquier rama que haya entre los árboles del bosque? (15,1-2). Ya en la parábola de Jotán, en la historia de Abimélec (Ju 9,7-15), la vid es la tercera planta que rehúsa la corona de los árboles. Pero Israel se siente orgulloso de ser esa planta deliciosa. Ezequiel, en nombre del Señor, les replica: -¿Se toma de su madera para hacer alguna cosa? ¿Se hace con ella un gancho para colgar algún objeto? (15,3). ¿Pueden acaso los desterrados defender los frutos que ellos, como vid del Señor, han producido? ¿No es cierto que sólo han hecho obras que les han llevado a caer en el fuego? Y si antes de ser abrasados por el fuego no servían para nada, ¿servirán ahora?: -No, se tira al fuego para que lo devore: el fuego devora los dos cabos y el centro se quema, ¿sirve aún para hacer algo? Si ya, cuando estaba intacto, no se podía hacer nada con él, ¡cuánto menos, cuando lo ha devorado el fuego y lo ha quemado, se podrá hacer con él alguna cosa! (15,4-5). Los dos cabos, devorados por el fuego, son Israel y Judá, y el centro, ya chamuscado, es Jerusalén. El reino del Norte ha caído en el fuego del exilio, deportado en el año 720 a Asiria; y la otra parte del pueblo, el reino de Judá ha sido deportado en el 597 a Babilonia. Ahora el centro, Jerusalén, la ciudad santa, está a punto de experimentar el fuego de la ira de Dios: -Por eso, así dice el Señor Yahveh: Lo mismo que el leño de la vid, entre los árboles del bosque, al cual he arrojado al fuego para que lo devore, así he entregado a los habitantes de Jerusalén. He vuelto mi rostro contra ellos. Han escapado al fuego, pero el fuego los 40

devorará. Y sabréis que yo soy Yahveh, cuando vuelva mi rostro contra ellos. Convertiré esta tierra en desolación, porque han cometido infidelidad, oráculo del Señor Yahveh (15,6-8). Esta presentación de la imagen habitual de la vid aplicada a Israel es realmente original. Ezequiel compara a Israel con la inutilidad de la madera de la vid. Israel, viña cultivada por Dios, comparado con los árboles del bosque -con las poderosas naciones de le rodean- resulta inútil en cuanto viña no cultivada, ni siquiera sirve para hacer un gancho para colgar objetos. Sin el cultivo de Dios, fuera de la fidelidad a Dios (15,8), Israel es totalmente inútil. Jesús en el Evangelio dirá lo mismo de la sal desvirtuada (Mt 5,13) o del sarmiento separado de la vid: “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden” (Jn 15,4-7).

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10. HISTORIA SIMBÓLICA DE JERUSALÉN La imagen matrimonial para expresar el amor de Dios a su pueblo la crea Oseas con la experiencia de su misma vida (Os 1-3), la prolonga Jeremías (Jr 2,2; 3,6-12) y Ezequiel, heredero de los dos, la amplia en la alegoría del capítulo dieciséis. Para Oseas la mujer es símbolo de Israel. Para Ezequiel la mujer es imagen de Jerusalén, síntesis de todo el pueblo. Los tres profetas, y después también Isaías, contraponen el amor fiel de Dios al amor lleno de infidelidades de Israel. Jeremías comienza la historia de los amores de Dios y su pueblo con el noviazgo; Oseas habla de la vida matrimonial y Ezequiel parte desde el comienzo, desde el nacimiento de Israel. Ezequiel pone en evidencia de dónde le viene su maldad a Jerusalén. Lo que Jeremías había expresado con la imagen del etíope y la pantera, que no pueden cambiar de piel, lo presenta Ezequiel aquí con toda su fuerza. La maldad de Jerusalén es algo congénito, le brota irreprimiblemente. Proviene de padres paganos: padre amorreo y madre hitita: -Por tu origen y nacimiento eres cananea. Tu padre era amorreo y tu madre hitita. Cuando naciste, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el cordón, no se te lavó con agua para limpiarte, no se te frotó con sal, ni se te envolvió en pañales. Ningún ojo se apiadó de ti para brindarte estos menesteres, por compasión a ti. Quedaste expuesta en pleno campo, porque dabas repugnancia... Yo pasé junto a ti y te vi agitándote en tu sangre. Y te dije, cuando estabas en tu sangre: “Vive”, y te hice crecer como la hierba de los campos (16,3-7). Ezequiel no quiere que Israel olvide su origen pagano e ilegítimo. Oseas, para cantar el amor paterno de Dios, presenta a Israel como un niño a quien Yahveh enseña a caminar. Israel es el “hijo primogénito” de Dios (Ex 4,22). Ezequiel muestra ese mismo amor de Dios, partiendo de la situación en que encuentra a Israel, una criatura abandonada, expuesta a la muerte. También el Deuteronomio dice que Dios encuentra al pueblo “en una soledad poblada de aullidos” (Dt 32,10), es decir, expuesto a ser devorado por las fieras. En ese abandono y soledad pasa Dios y su paso es salvador. Su palabra “¡vive!” tiene una fuerza creadora para Israel. Orígenes ve en esa mirada de ternura de Dios sobre la recién nacida la figura del bautismo que ha regenerado el alma humana, imprimiendo en ella la imagen del Creador: “El alma que resucita del pecado, al ser regenerada por el bautismo, en primer lugar es envuelta en pañales”. En contraste con el abandono de Israel, Ezequiel se complace en describir minuciosamente los detalles con que Dios adorna y enriquece a su pueblo, como un novio enamorado: -Tú creciste, te desarrollaste, y llegaste a la edad núbil. Se formaron tus senos, tu cabellera creció; pero estabas completamente desnuda. Entonces pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de los amores. Extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo - oráculo del señor Yahveh - y tú fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una espléndida diadema en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino fino, de seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina. Tu nombre se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al esplendor de que yo te 42

había revestido (16,7-14). Ezequiel hace resonar el contraste entre lo que Jerusalén no recibió al nacer (cinco “no”: no te cortaron el ombligo, no te lavaron...) y las diez acciones que Dios realiza con ella (te vi, te lavé...). ¿Qué más hubiera podido hacer el Señor que no haya hecho? La pregunta queda flotando para que resuene el eco del “y sin embargo tú”. Dios, al verla desnuda, la cubre con su manto, como pide Rut a Booz (Rt 3,9). Se trata de un gesto significativo. Es la elección de la joven como esposa. Con razón puede decir: al cubrirte con mi manto “fuiste mía”. Los adornos con que Dios enriquece a su pueblo, en femenino, no sólo son joyas esponsales, sino prendas de reina, o si se quiere prendas sacerdotales (Sal 45; Ap 21,2). Son las joyas que luce la esposa en la celebración de la boda (Ct 3,11; 4,4). Pero de la boda Ezequiel pasa violentamente a la infidelidad de la esposa. Con trazos fuertes y crudos describe la infidelidad de la esposa. Todos los dones del esposo, en vez de llevarla a responder con su amor al esposo, la infiel los usa para traicionarlo: -Pero tú te sentiste segura de tu belleza, te aprovechaste de tu fama para prostituirte, entregándote al primero que pasaba. Tomaste tus vestidos para hacerte altos de ricos colores y te prostituiste en ellos. Tomaste tus joyas de oro y plata que yo te había dado y te hiciste imágenes de hombres para prostituirte ante ellas. Tomaste tus vestidos recamados y las recubriste con ellos; y pusiste ante ellas mi aceite y mi incienso. El pan que yo te había dado, la flor de harina, el aceite y la miel con que yo te alimentaba, lo presentaste ante ellas como calmante aroma. Y sucedió incluso -oráculo del Señor Yahveh- que tomaste a tus hijos y a tus hijas que me habías dado a luz y se los sacrificaste como alimento (16,15-20). Ezequiel se sirve con mucha frecuencia de la metáfora de la fornicación para designar la infidelidad al Señor y a su alianza. Esta fornicación a veces es fornicación real cuando va acompañada de ritos de prostitución sagrada, frecuentes en el culto cananeo (Cf Nm 25). Fornicar, por tanto, puede referirse a la prostitución sagrada o a la idolatría, como infidelidad al único Señor. Las colinas o altozanos son esos lugares de culto idolátrico, frecuentemente decorados con vestidos de colores. Prácticas cananeas, absolutamente prohibidas en Israel (Lv 18,21), es el sacrificio y ofrenda de los hijos. En Israel los hijos son de Dios por la alianza, y esta posesión se reconoce con la ofrenda, no cruenta, del primogénito, rescatado siempre con el sacrificio de un animal. Dios siente horror ante estas prácticas: -¿Acaso no era suficiente tu prostitución, que inmolaste también a mis hijos y los entregaste haciéndoles pasar por el fuego en su honor? (16,21). Israel es un pueblo olvidadizo. Ezequiel ha recordado la actuación salvadora de Dios. El culto es un perenne memorial de las actuaciones de Dios. Y sin embargo Dios se lamenta de la falta de memoria de su pueblo infiel. Al entrar en la tierra prometida, Dios le dice a Israel que no se olvide de los cuarenta años pasados en el desierto, donde él le ha dado todo (Dt 8,11-19). También Ezequiel les dice que el olvido de Dios es la raíz de todo pecado: -Y en medio de todas tus abominaciones y tus prostituciones no te acordaste de los días de tu juventud, cuando estabas completamente desnuda, agitándote en tu sangre (16,22). Ezequiel identifica los lugares de culto idolátrico con prostíbulos: -Y para colmo de maldad - ¡ay, ay de ti!- te construiste un prostíbulo, te hiciste una altura en todas las plazas. En la cabecera de todo camino te construiste tu altura y allí contaminaste tu hermosura, entregaste tu cuerpo a todo transeúnte y multiplicaste tus prostituciones (16,23-25). Otra expresión de la infidelidad de Israel al amor de Dios es la confianza en las alianzas con Egipto, con Asiria, con el imperio de turno. Lo denuncian todos los profetas: Isaías (Is 30,1-5; 31, 1-3), Jeremías (Jr 2,18)... Ezequiel nombra a los egipcios, a los asirios y 43

a los caldeos, las tres potencias en las que hasta entonces se ha apoyado Israel, pagándoles tributos: -Te prostituiste a los egipcios, tus vecinos, de cuerpos fornidos, y multiplicaste tus prostituciones para irritarme. Entonces yo levanté mi mano contra ti. Disminuí tu ración y te entregué a la animosidad de tus enemigas, las hijas de los filisteos, que se avergonzaban de la infamia de tu conducta. Y no harta todavía, te prostituiste a los asirios; te prostituiste sin hartarte tampoco. Luego, multiplicaste tus prostituciones en el país de los mercaderes, en Caldea, y tampoco esta vez quedaste harta (16,26-29). Han sido inútiles todas las advertencias; la esposa se ha dejado seducir sucesivamente por los egipcios, por los asirios, por los caldeos. O peor aún, ella ha ido en busca de los amantes. La infidelidad de Israel supera la perversidad de las prostitutas. En lugar de hacerse pagar -como cualquier prostituta-, ella ha obsequiado a sus amantes con los dones recibidos de su esposo. Así ha despilfarrado todos los dones recibidos. Es un nuevo agravante que marca el descaro de Israel: -¡Oh, qué débil era tu corazón, para cometer todas estas acciones, dignas de una prostituta descarada! Cuando te construías un prostíbulo a la cabecera de todo camino, cuando te hacías una altura en todas las plazas, no cobrabas el precio como hacen las prostitutas. ¡Qué mujer adúltera eres! ¡En lugar de tu marido, aceptas a los extraños! A toda prostituta se le da un regalo. Tú, en cambio, dabas regalos a todos tus amantes, y los atraías con mercedes para que vinieran a ti de los alrededores y se prestasen a tus prostituciones. Contigo ha pasado en tus prostituciones al revés que con las otras mujeres; nadie andaba solicitando detrás de ti; eras tú la que pagabas, y no se te pagaba: ¡ha sido al revés! (16,3034). Dios pronuncia la sentencia contra el pueblo infiel. La ley condena a las adúlteras a morir por lapidación (Dt 22,22; Lv 20,10; Jn 8,5). Lo original de Ezequiel es que Dios convoca a los amantes para que sean ellos quienes ejecuten la sentencia: -Pues bien, prostituta, escucha la palabra de Yahveh: Por haber prodigado tu bronce y descubierto tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes y con tus abominables basuras, por la sangre de tus hijos que les has dado, he aquí que yo voy a reunir a todos los amantes a quienes complaciste, a los que amaste y a los que aborreciste; los voy a congregar de todas partes contra ti, y descubriré tu desnudez delante de ellos, para que vean toda tu desnudez. Voy a aplicarte el castigo de las mujeres adúlteras y de las que derraman sangre: te entregaré al furor y a los celos, te entregaré en sus manos, ellos arrasarán tu prostíbulo y demolerán tus alturas, te despojarán de tus vestidos, te arrancarán tus joyas y te dejarán completamente desnuda (16,35-39). Esta desnudez es completamente distinta de la del comienzo. Aquella era desnudez de inocencia, que movía a piedad. Ahora es desnudez de castigo como en Oseas (Os 2,11-12) o Isaías (Is 47,3). Dios había mandado a Israel derribar y demoler los altares y demás lugares de culto cananeos (Dt 7,5). Israel, no sólo no lo ha hecho, sino que se ha prostituido en ellos. Por eso, ahora lo ejecutarán sus enemigos, purificando así la tierra santa, contaminada por todas las iniquidades del pueblo. La destrucción de la ciudad será tal que servirá de escarmiento para otras: -Luego, incitarán a la multitud contra ti, te lapidarán, te acribillarán con sus espadas, prenderán fuego a tus casas y harán justicia de ti, a la vista de una multitud de mujeres; yo pondré fin a tus prostituciones, y no volverás a dar salario de prostituta (16,40-41). Pero la destrucción nunca es la última palabra de Dios: -Desahogaré mi furor en ti; luego mis celos se retirarán de ti, me apaciguaré y no me 44

airaré más (16,42). Es cierto que Jerusalén, centro y síntesis de todo Israel, ha superado a Sodoma y a Samaría en maldades. Dios siente el deseo de “hacer con ella como ha hecho ella al menospreciar el juramento, rompiendo la alianza”. Jerusalén, infiel a la alianza, ha merecido el repudio (Cf 16,43ss). Pero, en definitiva, Dios es Dios, y su fidelidad a la alianza es inconmovible y eterna: -Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu juventud, y estableceré en tu favor una alianza eterna (16,60). Dios, fiel a sí mismo, al hacer memoria de la alianza, la renueva, acogiendo a la esposa infiel. El perdón de Dios precede a la conversión y la suscita. Israel, esposa reconciliada, no vuelve con la misma actitud de antes. Al recibir gratuitamente el perdón, al ser acogida de nuevo, su sonrojo se hace patente. Las nuevas relaciones de Israel con Dios se hacen en la unión de la miseria y la misericordia: -Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy Yahveh, para que te acuerdes y te avergüences y no oses más abrir la boca de vergüenza, cuando yo te haya perdonado todo lo que has hecho, oráculo del Señor Yahveh (16,62). Ezequiel subraya como ningún otro la paradoja del encuentro entre la santidad de Dios y el pecado de Israel. El Dios de la gloria se une, “al más pequeño de los pueblos”, a un pueblo impuro desde el seno de su madre; impuro por parte de madre (hitita) y de padre (amorreo). De este pueblo se ha enamorado Dios hasta unirse a él en alianza esponsal. El esquema que aparece aquí en Ezequiel es el mismo que encontramos en el Evangelio: elección- pecado- castigo- perdón- conversión. El perdón aparece como un nuevo comienzo totalmente gratuito, una nueva creación de la misericordia de Dios. Y es este amor gratuito el que lleva a Israel a tomar conciencia de su pecado, a sentir vergüenza, a volver al Señor con “un espíritu contrito y humillado”. “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Rm 5,20). Y donde abundó la gracia brotó la humildad y la gratitud. Porque se la ha perdonado mucho, ama mucho, dice Jesús de la adúltera perdonada, pues “a quien poco se le perdona, poco amor muestra” (Lc 7,47). Un gran don que Dios concede a Jerusalén, según Orígenes, es la invitación a “enrojecer” (16,63), a cubrirse la cara de vergüenza. La primera cosa que hay que hacer es no cometer acciones de las que nos tengamos que avergonzar ante Dios. Pero, dado que, como hombres, pecamos con frecuencia, debemos aprender a hacer la segunda cosa, con la que salvarnos: avergonzarnos de esas acciones vergonzosas y bajar los ojos humildemente, en vez de caminar con la frente alta como si no hubiera pasado nada o, peor aún, gloriándonos de dichas acciones. Todos los días vemos a ciertas personas que en vez de llorar sus faltas, con cara dura las defienden. Por ello, no pienses que esta palabra -“enrojece”- se dirige sólo a Jerusalén, sino a cada uno de nosotros pecadores como Jerusalén. Orígenes, en sus Homilías sobre el libro de Ezequiel, dedica cinco a comentar este capítulo. Le entusiasma el valor de Ezequiel al denunciar abiertamente las abominaciones de Jerusalén. La ciudad santa, elegida por Dios, recibe el reproche de ciudad degenerada y extranjera, por haber pecado contra el Señor. Antes de pecar se dice que su padre era Dios; pero cuando se manchó con el pecado, su padre es un amorreo. Antes de ser la ciudad pecadora, se señala que debe su origen a Abraham, Isaac y Jacob, ahora, después que ha pecado, su origen es Canaán; su madre es además una hitita. Un insulto semejante podía costarle la vida al profeta. Con el mismo valor Daniel llamó al viejo, que pecó contra Susana, “estirpe de Canaán y no de Judá” (Dn 13,56). Con el mismo valor Orígenes se encara con sus oyentes, actualizando la palabra en su 45

vida. “Si se dice palabras tan graves con relación a Jerusalén, ¿qué me sucederá a mí si peco? ¿Quién será mi padre y quién mi madre?... Mi padre no será ciertamente un amorreo, sino uno mucho peor: Quien comete el pecado ha nacido del diablo (1Jn 3,8), o como dice en el evangelio: vosotros sois estirpe de vuestro padre el diablo (Jn 8,44). Jerusalén, sigue Orígenes, derrochó los regalos de Yahveh, su esposo, para atraerse otros amantes, mostrándose más desvergonzada que una prostituta, que se vende por el pago que recibe. Pero no hay que olvidar que cuanto se dice de Jerusalén se dice de cada cristiano que vive en la Iglesia. Orígenes nos invita, por tanto, a vernos en Jerusalén. “Cuando pecamos, nosotros somos la Jerusalén que es destruida”, mientras que cuando permanecemos fieles al Señor, “nosotros somos la Jerusalén que es salvada”. Así Orígenes recorre las etapas del amor de Dios a su esposa, Jerusalén. Es un amor inalterado a pesar de las repetidas y cada vez más graves culpas de ella, obstinada en el pecado. Orígenes contrapone la fidelidad a la infidelidad, la bondad a la malicia, la economía divina de la salvación a la mezquindad de los designios humanos, terminando por contraponer a Dios y al antiguo adversario, Satanás, causa primera de la ruina de toda persona.

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11. ENIGMA DE LAS ÁGUILAS, EL CEDRO Y LA VID Dios invita a Ezequiel a poner a la casa de Israel un enigma con el que ejercite su ingenio. El profeta habla a través de símbolos o enigmas, dice Orígenes, para que nuestra mente se dilate o se concentre y escrute los pliegues de las palabras. Son famosos en la Biblia los enigmas de Sansón (Ju 14) o los que la reina de Saba propone a Salomón. Si el enigma es demasiado sencillo y fácil de resolver no tiene gracia ni mérito. Si el oyente se da por vencido el que lo propone lo explica, dando la solución. La adivinanza o enigma que propone Ezequiel es sumamente fácil. ¿Por qué no recurre a un enigma más complicado él que tiene tanta fantasía? Quizás Ezequiel sólo desea convencer a sus oyentes de que no aciertan, porque no quieren aceptar los hechos. Éste es el enigma, propuesto en forma de parábola. Es Dios quien habla: -El águila grande, de grandes alas, de enorme envergadura, de espeso plumaje abigarrado, vino al Líbano y cortó la cima del cedro; arrancó la punta más alta de sus ramas, la llevó a un país de mercaderes y la colocó en una ciudad de comerciantes. Luego, tomó semilla de la tierra y la puso en un campo de siembra; la colocó junto a una corriente de agua abundante como un sauce. Y brotó y se hizo una vid desbordante, de pequeña talla, que volvió sus ramas hacia el águila, mientras sus raíces estaban bajo ella. Se hizo una vid, echó cepas y alargó sarmientos (17,2-6). Ezequiel se sirve en su adivinanza del águila, el ave que vuela más alto, del Líbano, el monte más alto de la tierra de Israel, y del cedro, la planta más alta en absoluto, orgullo del Líbano precisamente por su altura. Y del cedro se fija en su rama cimera. El enigma baja de las alturas a la tierra, implicando campos y aguas. Ezequiel se fija en una planta de poca altura, pero de frutos espléndidos, la vid, que produce uvas y vino. Hasta ahora no hay nada chocante, todo es claro y transparente. El enigma comienza con la ocurrencia completamente sin sentido de una vid que extiende sus ramas hacia el águila. Tras una pausa, para que sus oyentes se repongan de su asombro, Ezequiel sigue narrando: -Había otra águila grande, de grandes alas, de abundante plumaje, y he aquí que esta vid tendió sus raíces hacia ella, hacia ella alargó sus ramas, para que la regase desde el terreno donde estaba plantada. En campo fértil, junto a una corriente de agua abundante, estaba plantada, para echar ramaje y dar fruto, para hacerse una vid magnífica (17,7-8). Esta segunda águila es más modesta que la primera, pero sigue impresionando con sus sugestivas ocurrencias, al presentarse como águila jardinero o águila río. Aquí termina la parábola. Ezequiel no da, de momento, el desenlace de la historia. Pregunta a sus oyentes sobre el destino de la vid: - ¿Le saldrá bien acaso? ¿No arrancará sus raíces el águila, no cortará sus frutos, de suerte que se sequen todos los brotes tiernos que eche, sin que sea menester brazo grande ni pueblo numeroso para arrancarla de raíz? Vedla ahí plantada, ¿prosperará tal vez? Al soplar el viento del este, ¿no se secará totalmente? En el terreno en que brotó, se secará (17,9-10). La pregunta es semejante a la que hace Isaías en su famosa canción de la viña: “Ahora, pues, habitantes de Jerusalén y hombres de Judá, venid a juzgar entre mi viña y yo: ¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas, ¿por qué ha dado agraces?” (Is 5,3-4). Ezequiel espera la respuesta del pueblo. Dios espera la respuesta de la casa de Israel. Pero los oyentes de Ezequiel se callan, ganándose el calificativo de “casa rebelde de Israel”. 47

No es que no hayan comprendido el enigma, sino que no les gusta el designio de Dios: -La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Di a esa casa de rebeldía: ¿No sabéis lo que significa esto? (17,12). Antes de escuchar la explicación del enigma, que va a dar Ezequiel, quizás sea conveniente hacer un repaso de la historia según aparece en el libro de los Reyes y en el profeta Jeremías. El año 609, el faraón Necao, después de derrotar a Josías, nombra a Joaquín rey de Judá. Cuatro años más tarde, el rey de Babilonia Nabucodonosor derrota al faraón egipcio y en el 597 se lleva a Joaquín como cautivo, colocando a Sedecías como rey de Judá. Sedecías, hermano de Jeconías, firma un pacto de fidelidad al rey de Babilonia. Pero el año 588 Sedecías rompe el juramento de fidelidad, buscando el auxilio del faraón egipcio. Nabucodonosor reacciona rápidamente y somete por la fuerza a Judá, conquistando Jerusalén en el 586. Las noticias llegan sin duda alguna a los desterrados de Babilonia, que se habían sentido esperanzados con la alianza de Sedecías con Egipto. El enigma que Ezequiel les propone trunca esas falsas esperanzas. La esperanza, repite Ezequiel en Babilonia, como hace Jeremías en Jerusalén, no viene de Egipto. Ante estos acontecimientos, la solución del enigma es fácil, pero la casa de Israel, no responde a Ezequiel, pues los desterrados estaban a favor de Sedecías contra Babilonia, esperando el auxilio de Egipto. Por eso el Señor les dice mediante su profeta: -Mirad, el rey de Babilonia vino a Jerusalén; tomó al rey y a los príncipes y los llevó con él a Babilonia. Escogió luego a uno de estirpe real, concluyó un pacto con él y le hizo prestar juramento, después de haberse llevado a los grandes del país, a fin de que el reino quedase modesto y sin ambición, para guardar su alianza y mantenerla. Pero este príncipe se ha rebelado contra él enviando mensajeros a Egipto en busca de caballos y tropas en gran número (17,12-15). Ezequiel toma la clásica imagen de la vid y monta sobre ella una alegoría. No le importa la lógica interna de la imagen -¿unas raíces que se orientan hacia un águila?-, sino que se guía por la realidad que la imagen significa. No adapta la realidad a la imagen, sino que retuerce la imagen, raíces y ramas, según el significado que quiere darla. En esta alegoría Ezequiel denuncia la política errónea de Sedecías, que le hace inclinarse hacia Egipto. El águila mayor (17,3), Nabucodonosor, corta la copa del cedro, el rey Joaquín, y la lleva a Babilonia. En su lugar planta otro árbol, el nuevo rey, Sedecías, débil y con poderes limitados (Cf Jr 38,5). La otra águila es el faraón de Egipto. Sedecías se halla preso entre las exigencias de Babilonia y las de Egipto. Ha firmado un pacto con Nabucodonosor, pero al ponerse de parte de Egipto, quebranta su juramento. Jeremías y Ezequiel le acusan de haber violado un pacto querido por Dios (17,16-19). Si se hubiese sometido a Babilonia, en lugar de aliarse con Egipto para luchar contra Nabucodonosor, la situación de Israel hubiera cambiado. Entre Jeremías y Ezequiel hay una comunión perfecta, como si se tratase de un maestro y su discípulo. De carácter tan diverso, se da una correspondencia clara en el mensaje de los dos profetas. La palabra que Jeremías proclama en la tierra de Israel tiene su resonancia en Babilonia en la boca de Ezequiel. Hasta el día de la destrucción de Jerusalén los dos profetas sólo anuncian ruina y muerte, sin esperanza. Sólo después, desde las ruinas, florecerá una vida nueva. Cuando los falsos profetas anuncian paz y victoria, ellos proclaman muerte y destrucción. Cuando todos se abaten y pierden la esperanza, ellos proponen una creación nueva, tratando de suscitar la esperanza en el pueblo La vid, Sedecías, plantada por Nabucodonosor en lugar de Joaquín, una vez crecida en 48

la Tierra prometida, dirige sus raíces subterráneas, símbolo de las tratativas diplomáticas secretas, hacia la otra gran águila, Egipto, ahora menos potente que Babilonia, que le ofrece su alianza contra Nabucodonosor, suscitando en el pueblo y en los exiliados la ilusión de poder sacudirse el yugo de Babilonia. Pero la conclusión de la alegoría es la palabra de juicio contra la vid infiel: -¿Le saldrá bien? ¿Se salvará el que ha hecho esto? Ha roto el pacto ¿y va a salvarse? Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que en el lugar del rey que le puso en el trono, cuyo juramento despreció y cuyo pacto rompió, allí en medio de Babilonia morirá. Ni con su gran ejército y sus numerosas tropas le salvará Faraón en la guerra, cuando se levanten terraplenes y se hagan trincheras para exterminar muchas vidas humanas. Ha despreciado el juramento, rompiendo el pacto; aun después de haber dado su mano, ha hecho todo esto: ¡no tendrá remedio! (17,15-18). Nabucodonosor, el águila primera, que planea sobre los bosques del Líbano, símbolo aquí del reino de Judá, no se queda indiferente ante la traición. Caerá encima de la vid y con sus garras y gran pico la arrancará y, con el paso del viento abrasador del desierto, la secará completamente. Dios deja desenvolverse los hechos según su lógica humana. El rey de Babilonia, sin proponérselo, ejecuta la sentencia del Señor, para que Israel aprenda a no confiar en el poder humano, pues al buscar su apoyo caen víctimas de esas potencias en las que ponen su confianza: -Por eso, así dice el Señor Yahveh: Por mi vida que el juramento mío que ha despreciado, mi alianza que ha roto, lo haré recaer sobre su cabeza. Extenderé mi lazo sobre él y quedará preso en mi red; le llevaré a Babilonia y allí le pediré cuentas de la infidelidad que ha cometido contra mí. Lo más selecto, entre todas sus tropas, caerá a espada, y los que queden serán dispersados a todos los vientos. Y sabréis que yo, Yahveh, he hablado (17,1921). Es curioso que el Señor hable de “mi juramento”, de “mi alianza” refiriéndose al juramento y a la alianza de fidelidad prestada por Sedecías a Nabucodonosor. Dios sanciona los pactos humanos, sobre todo cuando se ha invocado su nombre en el juramento. Y, en segundo lugar, Sedecías se ha revelado contra el plan de Dios, formulado por su profeta Jeremías. Pero la destrucción no es nunca la última palabra. De la vid pasa Ezequiel al cedro verdadero. Y en vez de águilas es Dios mismo quien recoge un retoño y lo transplanta, para que crezca un árbol nuevo. Sedecías rompe el pacto, pero Dios se mantiene fiel a su alianza. La promesa hecha a la dinastía de David por el profeta Natán (2S 7) sigue en pie. Si Joaquín y Sedecías mueren en el destierro, parece que se interrumpe la continuidad y que Dios no cumple su promesa. Quizás se lo dicen así los desterrados a Ezequiel al escuchar su explicación del enigma. Ezequiel les responde apelando al poder del Señor, que como Señor de la historia puede cumplir sus promesas, con una intervención suya por encima de las previsiones humanas. Es lo que sigue: Así dice el Señor Yahveh: -También yo tomaré de la copa del alto cedro, de la punta de sus ramas escogeré un ramo y lo plantaré yo mismo en una montaña elevada y excelsa: en la alta montaña de Israel lo plantaré. Echará ramaje y producirá fruto, y se hará un cedro magnífico. Debajo de él habitarán toda clase de pájaros, toda clase de aves morarán a la sombra de sus ramas. Y todos los árboles del campo sabrán que yo, Yahveh, humillo al árbol elevado y elevo al árbol humilde, hago secarse al árbol verde y reverdecer al árbol seco. Yo, Yahveh, he hablado y lo haré (17,22-24). Esta plantación maravillosa revela el modo típico de la actuación de Dios. La piedad 49

de Israel lo expresa en el canto de Ana y en el Magnificat de María. Cristo lo proclama una y otra vez: “El que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11). Orígenes, después de aclarar el sentido de la parábola de Ezequiel, les dice a sus oyentes que no se queden en la letra, no se detengan en el sentido histórico, “ya que sabemos que todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos” (1Co 10,11). He aquí que llega el verdadero Nabucodonosor, tratando de hacer suyo a algunos de nosotros. Y, sobre todo, trata de llevarse a la cautividad, si le es posible, a los jefes de la Iglesia... Si nosotros “damos ocasión al Diablo” (Ef 4,27), con nuestros pecados le abrimos a Nabucodonosor las puertas de la ciudad santa y podrá tomar prisioneros a cuantos quiera. En cambio, quien no peca, tiene a Nabucodonosor lejos de la tierra santa de Dios. Rechacemos, pues, con todas nuestras fuerzas a Nabucodonosor, al Diablo, para que no se acerque a la asamblea de la Iglesia. Pues si Nabucodonosor, por culpa nuestra, entra en la comunidad santa de Jerusalén, donde reina la paz, llevará a sus miembros a Babilonia, es decir, a la confusión. Nabucodonosor, el Diablo, a quienes pone bajo su dominio les lleva a Babilonia y hace un pacto con ellos. Para Orígenes el hombre no puede vivir sin una alianza. Quien desprecia la alianza con Dios, se alía con el Diablo. Sólo que la alianza con Dios comporta participar de sus bendiciones. En cambio la alianza con Nabucodonosor supone vivir en la maldición, como está escrito: “Y estableció con él una alianza y lo llevó a ser un maldito” (17,13, según la versión que usa Orígenes).

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12. UN REFRÁN QUE NO GUSTA A DIOS La historia crea ciertos interrogantes difíciles de responder. El profeta Ezequiel se encuentra en medio de los desterrados en Babilonia, que le plantean sus preguntas acuciantes. Y Ezequiel no se conforma con repetir las respuestas tradicionales. Eso hacen los amigos de Job y Dios les descalifica, sentenciando: “Mi ira se ha encendido contra ti (Elifaz) y contra tus amigos, porque no habéis hablado con verdad, como mi siervo Job” (Jb 42,7). El profeta está puesto ante Israel como centinela para darle la palabra viva de Dios y no una palabra muerta, aprendida. Después de la caída definitiva de Jerusalén, entre los desterrados corren voces amargas, intentando explicar lo sucedido. Algunos dicen que el presente del pueblo es consecuencia del pasado, no precisamente fruto de los pecados de la generación actual, que no merecía tan enorme castigo, sino fruto de los pecados acumulados de Manasés y otros como él (2R 23,31-24,4). A lo largo de la historia, Israel, según esta interpretación tradicional, ha colmado la medida del pecado, ha desbordado la copa, agotando la misericordia divina y dando paso a su ira. ¿Es justo que Dios haga pagar a la presente generación los pecados de los padres? Si Dios toma en cuenta, para castigar, los pecados de los padres, ¿por qué no tiene en cuenta la bondad de Josías, de Ezequías y otros como ellos? Con amargura, más que con arrepentimiento, se lamentan: Dios ha roto la alianza sellada con Abraham, la promesa hecha a David. Nos hemos quedado sin el culto, que nos permitía renovar esa alianza, con la confesión del pecado y el perdón de Dios. Lejos de la tierra prometida, de la ciudad santa, con el templo derruido, ¿qué esperanza nos queda? Víctimas de un pasado del que no somos responsables y sin esperanza de un futuro, ¿qué podemos hacer? A alguien se le ocurre un refrán o les llega de Jerusalén, pues Jeremías también lo recoge (Jr 31,29-30). Muy pronto está en boca de todos, hasta llegar su rumor a los oídos de Dios, que le dice a Ezequiel: -¿Por qué andáis repitiendo este proverbio en la tierra de Israel: Los padres comieron el agraz, y los dientes de los hijos sufren la dentera? (18,2). Dios urge a su profeta a desmentirlo. Dios puede romper la cadena del pasado y crear un futuro nuevo. Junto a la responsabilidad colectiva, que une solidariamente a los miembros de la comunidad entre sí y con sus padres, Ezequiel anuncia la responsabilidad personal. Dios mira a cada uno singularmente. Dios pone ante cada uno “la vida y la muerte”, para que él elija libremente (Dt 30,15). Y esto vale para los israelitas y para todo hombre: “Delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él elija” (Si 15,11-17). No vale echar la culpa a los padres para burlarse de la justicia divina, que proclama con la boca de Ezequiel: -Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que no repetiréis más este proverbio en Israel. Mirad: todas las vidas son mías, la vida del padre lo mismo que la del hijo, mías son. El que peque es quien morirá (18,3-4). Ezequiel recoge la respuesta de Dios y la aplica a diversos casos: un padre, un hijo y un nieto. El padre es justo, el hijo es malvado y sanguinario, el nieto en cambio es justo, ¿quién de los tres vivirá y quién deberá morir?: -El que peque es quien morirá; el hijo no cargará con la culpa de su padre, ni el padre con la culpa de su hijo: al justo se le imputará su justicia y al malvado su maldad (18,20). En el refrán se esconde un reproche a Dios y también una especie de resignación como si la situación actual fuera ya insuperable. Es como si la gente se dijera: “No hay 51

remedio, nuestros pecados acumulados son demasiados para cargar con su peso; no saldremos nunca de este estado de postración, ya no hay esperanza para nosotros”; “se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros” (37,11). Esta desesperación cierra las puertas a la conversión. Es una excusa cómoda para seguir en el pecado. Ezequiel, en nombre de Dios, reacciona contra ellos. Ellos, sintiéndose inocentes, preguntan: ¿Es justo que paguen justos por pecadores? Ezequiel les replica que para él todos, padres e hijos, comieron agraces, todos se volvieron escoria (22,18-22). Ezequiel, con esta palabra, invita a los exiliados a no esconderse detrás del pasado infiel de los padres, para seguir haciendo lo mismo que ellos. Dios les llama hoy a conversión. Dios les ofrece hoy la vida. Dios les abre hoy un camino nuevo. El pasado no puede ser para ellos una bola de acero ligada a sus pies, para impedirles caminar hacia el futuro. Ahora que han perdido la confianza ritualista en el templo, Ezequiel apela a la conciencia de cada a persona. Dios, en el destierro, ofrece un nuevo comienzo. Ezequiel está allí en medio de los desterrados para transmitir la llamada de Dios a empezar a formar la nueva comunidad de Israel. Ezequiel desciende a casos particulares, en un amplio examen de conciencia, al mismo tiempo que resuelve las objeciones que le plantean. Frente al refrán repetido de los israelitas, Dios repite el suyo. Ezequiel se lo dice en forma de pregunta y como afirmación directa: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (18,23.33). Es un principio que recorre toda la Escritura (Sb 1,13) hasta llegar a Cristo, hecho hombre para que el hombre tenga vida y abundancia de vida (Jn 10,10). Esa es la voluntad de Dios según Pablo (1T 2,4-6) y Pedro (2P 3,9). El profeta, según el significado de la palabra griega profeta, es la persona que habla “ante alguien” y “en nombre de alguien”. La dimensión pública de su misión es fundamental. Como centinela, el profeta tiene en sus manos la trompeta que resuena en toda la ciudad. Pero, al mismo tiempo, el profeta busca suscitar un eco en la conciencia de cada persona y no sólo del pueblo en general. Nosotros pertenecemos a un cuerpo comunitario, somos hijos de Adán pecador. Pero el pecado original, sembrado en nosotros como una herencia, fructifica en nuestros pecados personales. La dimensión comunitaria y personal se unen y complementan. Dios puede cancelar el pasado en la virtud o en el vicio si el hombre se convierte: cae de la altura en el abismo del mal o se alza del abismo y se vuelve a Dios por el arrepentimiento. Esto es lo que Dios desea y busca con todo el amor de su corazón, por lo que dice: -Convertíos y apartaos de todos vuestros crímenes; no haya para vosotros más ocasión de culpa. Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor Yahveh. Convertíos y vivid (18,30-32). El elenco de obras que nos da Ezequiel se centra en el amor a Dios y al prójimo, prescindiendo de las prescripciones rituales sobre lo puro y lo impuro. El camino de Dios, que conduce a la vida (18,32) es fruto de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo (18,31), incompatible con la idolatría, el adulterio, la violencia, la retención de la prenda prestada por el pobre, la rapiña, la negación de la limosna, el préstamo con interés o usura, el falso testimonio... Son transgresiones personales del amor a Dios y al prójimo, de las que no cabe culpar a los padres. Quien las comete morirá. Ezequiel con esta palabra se acerca al Evangelio de Jesucristo, que nos muestra el amor del Padre a los pecadores. Toda palabra de Dios, brotada de este amor, busca tocar al hombre no sólo en la piel, sino penetrar en su carne y huesos, hasta hundirse en la médula 52

más profunda del ser, para remover las aguas interiores, herir y provocar, suscitando la fe y la conversión y, de este modo, recibir el don de la vida. Los acontecimientos del exilio prueban evidentemente que Dios castiga “hasta la cuarta generación”, pero también prueban que Dios “tiene misericordia por mil generaciones”(Dt 5,9-10; Ex 20,5-6). La misericordia de Dios atraviesa la historia sin límites. Dios ofrece a cada generación un nuevo comienzo. Dios llama a cada persona a comenzar una nueva vida. Es posible romper la cadena del pasado, abriéndose a un futuro nuevo y maravilloso.

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13. LA LEONA Y LOS CACHORROS Ezequiel llama elegía a este poema de la leona y sus cachorros. La elegía se suele emplear en los ritos fúnebres. Es así, por ejemplo, la que entona David cuando le llega la noticia de la muerte de Saúl y Jonatán (2S 1). Cuando se entona una elegía por la muerte de un enemigo, suele cargarse de ironía, como la que entona Isaías a la muerte de un tirano (Is 14,3-23). Ezequiel entona esta elegía, que parece igualmente una alegoría, pensando en los reyes de Israel, como anuncia el primer versículo: “Y tú entona una elegía sobre los príncipes de Israel”: -¿Qué era tu madre? ¡Una leona entre leones! Echada entre los leoncillos, criaba a sus cachorros. Exaltó a uno de sus cachorros, que se hizo un león joven; y aprendió a desgarrar su presa, devorando hombres. Reclutaron entre las naciones gentes contra él, lo apresaron en la fosa, y con garfios se lo llevaron al país de Egipto (19,1-4). Ezequiel nos presenta a Israel como una madre, que ha dado a luz a todos sus hijos. Así aparece como una leona rodeada de sus cachorros. Israel se siente un reino fuerte en medio de los reinos vecinos. Cuida y nutre a sus pequeños y, sobre todo, exalta a uno, que crece como un león, que desgarra y devora la presa. Este león es Joacaz, nombrado rey después de la muerte de Josías en la batalla de Meguido. Joacaz, segundo hijo de Josías, fue violento y cruel, se apartó de los caminos emprendidos por su padre e “hizo el mal ante el Señor en todo” (2R 23,32). Le cae bien la descripción que hace de él Ezequiel: “aprendió a coger la presa”. Pero, a los tres meses de reinado, fue depuesto por el faraón Necao II y “con anillos llevado a la tierra de Egipto”. Se creyó león y sus enemigos, los egipcios, como cazadores que dan voces contra él, para asustarle y hacerle caer en las trampas puestas contra él, se lo llevan como a una fiera con anillos en la nariz. Aquí termina su historia. A Ezequiel le importa más el segundo cachorro: -Viendo ella desvanecida y burlada su esperanza, tomó otro de sus cachorros y lo hizo león joven. Andaba éste entre los leones, se hizo un león joven, aprendió a desgarrar su presa, devoró hombres; derribó palacios, devastó ciudades; la tierra y sus habitantes estaban aterrados con sus rugidos. Se alzaron contra él las naciones, las provincias circundantes; tendieron sobre él su red y lo atraparon en la fosa. Con garfios lo cerraron en jaula, lo llevaron al rey de Babilonia, metiéndolo en el calabozo, para que no se oyese más su rugido por los montes de Israel (19,5-9). El segundo león seguramente no es Yoyaquim, a quien el faraón nombra rey y muere en el primer asedio de Jerusalén. Ezequiel salta a este rey, pues no le interesa su historia insignificante. Le interesa el rey Joaquín, que es llevado a Babilonia en la primera deportación y es para Ezequiel el rey legítimo, aunque Nabucodonosor nombra, en su lugar, a Sedecías, que se le rebela, provocando la destrucción de Jerusalén. Sedecías es juzgado y llevado al destierro. El segundo cachorro puede ser Joaquín o Sedecías. Quizás corresponda mejor a Joaquín cuanto dice Ezequiel en la alegoría. Judá, después de la deposición de Joacaz, soportó por mucho tiempo (19,5) el yugo egipcio y babilonio y, viendo que se desvanecía su esperanza de independencia, tomó a otro de sus cachorros y lo convirtió en león adulto (19,5), es decir, nombró rey a Joaquín, en sustitución del fallecido Yoyaquim, impuesto por Necao. El nuevo rey, elevado al trono a los dieciocho años, con pretensiones de gran soberano, -andaba entre leones (19,6)-, se mostró también cruel e impío: aprendió a arrebatar la presa..., o como dice el cronista del libro de 54

los Reyes: “se portó mal a los ojos del Señor, como había hecho su padre” (2R 24,9). Las gentes de los alrededores, amonitas y moabitas, se alzaron contra él (19,8), le cazaron como a una fiera y en una jaula con anillos le llevaron al rey de Babilonia (19,9). El cautiverio fue el destino de este joven e insolente rey. En Babilonia permaneció prisionero hasta la muerte de Nabucodonosor (Jr 52,31-34). La selección de estos dos príncipes, Joacaz y Joaquín, en la alegoría de Ezequiel adquiere un valor ejemplar. Uno es deportado a Egipto y el otro a Babilonia, ambos víctimas del juego de las potencias del momento, provocadas por Israel, la madre de los cachorros. Una segunda elegía completa el capítulo. En vez de la alegoría de la leona, ahora se trata de la vid fecunda, dotada de ramas robustas, en vez de cachorros. Pero esta vid firme ahora es arrancada de raíz y los sarmientos cortados y separados de ella. “¡Ha caído, no volverá ya a levantarse, la virgen de Israel; postrada está en su suelo, no hay quien la levante!” (Am 5,2), cantaba en su elegía el profeta Amós. Y Jeremías llora amargamente por la herida incurable de su pueblo (Jr 10,19; 15,18; 30,12-13). Con ellos también Ezequiel entona su lamento: -Tu madre se parecía a una vid plantada a orillas de las aguas. Era fecunda, exuberante, por la abundancia de agua. Tenía ramas fuertes para ser cetros reales; su estatura se elevó hasta tocar las nubes. Era imponente por su altura, por su abundancia de ramaje. Pero ha sido arrancada con furor, tirada por tierra; el viento del este ha agostado su fruto; desgajada, el fuego ha devorado su fuerte vástago. Ahora está plantada en el desierto, en tierra calcinada y sedienta. Ha salido fuego de su rama y ha devorado sus sarmientos y su fruto. No volverá a tener su rama fuerte, su cetro real. Esto es una elegía y sirve de elegía (19,10-14). La vid, de cuyos sarmientos en otros tiempos se formaron cetros de soberanos (19,11), ha sido deportada a las arenas de la estepa en tierra sedienta y árida (19,13). Y todo esto ha sido como consecuencia de uno de los sarmientos, de un retoño de la dinastía davídica, el rey Sedecías, que en su arrogancia se encendió como fuego contra Nabucodonosor. Su rebelión insensata acabó con todo lo que constituía el orgullo de la nación: ha consumido su fruto (19,14). La vid ha quedado descepada, totalmente destruida, y ya no queda ni un solo cetro de dominio. De sus sarmientos ya no hay posibilidad de sacar uno capaz de convertirse en cetro de soberano. La dinastía de David ha terminado por la insensatez del último de sus vástagos, Sedecías. Sólo en la época mesiánica volverá a retoñar la antigua vid (Ez 17,22-24; Is 11,1). Mientras tanto, a los supervivientes sólo les queda la posibilidad de entonar una elegía en recuerdo de las glorias pasadas. Es la tercera vez que Ezequiel se sirve de la imagen de la vid (15,2-6; 17,8-10; 19,1014), que evoca al pueblo de Israel, y siempre lo hace en forma negativa. Israel, próspero en otro tiempo y del que salieron reyes poderosos, ahora va a ser destruido. La referencia al trasplante de la vid en el desierto, además de expresar la condición desolada de la monarquía davídica, indica la debilidad de los dos vástagos: Sedecías, ciego y arruinado, y Joaquín, en quien los exiliados depositan sus exiguas esperanzas. Las imágenes espléndidas, que expresaban abundancia y vigor, son podadas en los labios de Ezequiel hasta quedar reducidas a la mezquindad de una leona sin cachorros o una vid sin sarmientos. “Es una elegía” repite Ezequiel. Ni siquiera desea acusar a los culpables, sino sólo llorar su situación de amargura y soledad, de abandono y esterilidad. Pero, en el fondo, lo que busca Ezequiel con las dos elegías es suscitar en Israel la conversión sincera al Señor. El llanto no salva, pero purifica, puede ablandar el corazón endurecido, desatar los nudos del orgullo. Con su llanto Ezequiel espera llevar a sus oyentes a tomar conciencia de la 55

miseria en que han caído y entonces Israel quizás diga: “volveré a mi primer marido, pues entonces me iba mejor que ahora” (Os 2,9). 14. POR LA GLORIA DE MI NOMBRE La historia de Israel, narrada en los capítulos 16 y 23, aparece aquí sin imágenes. Ezequiel se remonta a la elección de Israel en Egipto, para narrar su éxodo y camino por el desierto hasta llegar a la tierra prometida. Pero toda la historia del pueblo de Dios es vista desde la perspectiva sombría del pecado. Israel es la “casa rebelde” desde sus orígenes. Parece un texto escrito para una liturgia penitencial en el que se examina la historia del pecado y rebeldía del pueblo. Los ancianos de Israel visitan a Ezequiel. Van a consultar a Yahveh y, para ello, se sientan ante su profeta. El encuentro tiene lugar en los meses de julio-agosto del 591 antes de Cristo, es decir, dos años después de su vocación (20,1). Una vez más nos quedamos sin saber lo que desean consultar. Antes de que los ancianos expongan su consulta, el profeta adivina sus intenciones y les habla en nombre de Dios. La palabra de Dios le llega a Ezequiel y le invita a “hacerles saber las abominaciones de sus padres” (20,4). Ezequiel ha presentado las abominaciones de Israel crudamente a través de diversas alegorías. Ahora hace un recorrido lúcido y desencarnado por la historia, dividiéndola en diversos períodos. La primera etapa es la de la elección en Egipto: -El día que yo elegí a Israel, alcé mi mano hacia la raza de la casa de Jacob, me manifesté a ellos en el país de Egipto, y levanté mi mano hacia ellos diciendo: Yo soy Yahveh, vuestro Dios. Aquel día alcé mi mano hacia ellos, jurando sacarlos del país de Egipto hacia una tierra que había explorado para ellos, que mana leche y miel, la más hermosa de todas las tierras( 20,5-6). La tierra de Israel, recordada desde el exilio, es para Ezequiel “la perla de las naciones, que manaba leche y miel”. Pero llama la atención que para Ezequiel la infidelidad del pueblo comienza ya en sus orígenes. El libro de los Jueces habla de un primer período de fidelidad (Ju 2,7); lo mismo encontramos en el profeta Oseas, que señala un tiempo en el que Israel vive su luna de miel en sus relaciones esponsales con Dios (Os 2,17). También Jeremías pone en labios de Dios esta declaración: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo” (Jr 2,2). En Ezequiel no hay nada de esto. El amor de Dios a Israel es totalmente gratuito. El pueblo, que Dios elige y salva de la esclavitud de Egipto, ya estaba inmerso en las abominaciones de los egipcios. Dios les invita a liberarse de dichas abominaciones y no le escuchan: -Y les dije: Arrojad cada uno los monstruos que seducen vuestros ojos, no os contaminéis con las basuras de Egipto; yo soy Yahveh, vuestro Dios. Pero ellos se rebelaron contra mí y no quisieron escucharme. Ninguno arrojó los monstruos que seducían sus ojos; ninguno abandonó las basuras de Egipto (20,7-8). Dios califica a Israel como “casa de rebeldes”. Es la fórmula que repite Ezequiel como si ese fuera el nombre propio, distintivo de Israel. La rebelión de Israel no es una cosa del momento, como si de repente hubiera levantado la frente para oponerse a Dios. Esto aparece así en Isaías: “¡Cómo ha podido volverse adúltera la ciudad fiel! Sión estaba llena de equidad, la justicia albergaba en ella, pero ahora moran en ella asesinos” (Is 1,21). Isaías se sorprende por el cambio operado en Sión: la ciudad fiel se ha rebelado. En Ezequiel no ha habido cambio alguno. La infidelidad es congénita en Israel. Ha sido rebelde desde el principio: “Ellos y sus padres han pecado contra mí hasta este mismo día” (2,3). Los orígenes bastardos (16,3) de Jerusalén ya eran un preludio de su posterior historia de infidelidades. 56

Una segunda nota llamativa es que Dios salva al pueblo sin que el pueblo muestre ninguna señal de arrepentimiento. El perdón de Dios precede a toda señal de conversión. El libro de los Jueces nos había acostumbrado a sentir que en la angustia de la opresión el pueblo gritaba a Dios y Dios suscitaba un Juez que les salvaba. En Ezequiel la actuación salvadora de Dios llega antes de que el pueblo se vuelva a él. Ante el pecado, es cierto, Dios “piensa derramar su furor sobre ellos y desahogar en ellos su cólera, en medio del país de Egipto” (20,9), pero no lo hace. Podemos preguntarnos qué es lo que mueve a Dios a frenar su ira y Ezequiel nos responde: -Porque tuve consideración a mi nombre y procedí de modo que no fuese profanado a los ojos de las naciones entre las que ellos se encontraban, y a la vista de las cuales me había manifestado a ellos, sacándolos del país de Egipto. Por eso, los saqué del país de Egipto y los conduje al desierto (20,10). Es esta una afirmación que se repite varias veces en el libro de Ezequiel. Dios lleva adelante la historia de la salvación, no obstante las infidelidades del pueblo, por el honor de su nombre. La gloria de Dios es el fin de la creación y de la historia. Por ello el pecado del hombre y la muerte que engendra no pueden ser la última palabra. El designio de Dios se cumple salvando al hombre del pecado y de la muerte. La historia es historia de salvación. El pecado entra en la historia, pero el poder creador de Dios es más fuerte que el pecado. Ezequiel, al comienzo de este capítulo, recibe el encargo de Dios: “Muéstrales las abominaciones de sus padres”. Y Ezequiel hace la historia del pecado, de las abominaciones, palabra típica del vocabulario de Ezequiel. Para Amós el pecado es sobre todo violación de la justicia. Oseas ve el pecado como infidelidad, traición al amor esponsal de Dios. Isaías considera el pecado fundamentalmente como autosuficiencia, como pretensión del hombre de ocupar el lugar de Dios. Ezequiel ve el pecado sobre todo como abominación, como contaminación o profanación de la santidad de Dios. Israel es el pueblo santo, porque es el pueblo consagrado a Dios, pertenece al Señor. Pecar es romper el lazo que liga al pueblo con Dios. Si Israel peca el nombre de Dios es menospreciado, blasfemado, profanado. Es echar lo santo con lo impuro. Es lo que aparece en las fases sucesivas, que sólo enumero. La segunda fase es la del desierto, en donde viven dos generaciones. De la primera dice el Señor: -Les di mis preceptos y les di a conocer mis normas, por las que el hombre vive, si las pone en práctica. Y les di además mis sábados como señal entre ellos y yo, para que supieran que yo soy Yahveh, que los santifico. Pero la casa de Israel se rebeló contra mí en el desierto; no se condujeron según mis preceptos, rechazaron mis normas por las que vive el hombre, si las pone en práctica, y no hicieron más que profanar mis sábados. Entonces pensé en derramar mi furor sobre ellos en el desierto, para exterminarlos. Pero tuve consideración a mi nombre, y procedí de modo que no fuese profanado a los ojos de las naciones, a la vista de las cuales los había sacado. Y, una vez más alcé mi mano hacia ellos en el desierto, jurando que no les dejaría entrar en la tierra que les había dado, que mana leche y miel, la más hermosa de todas las tierras. Pues habían despreciado mis normas, no se habían conducido según mis preceptos y habían profanado mis sábados; porque su corazón se iba tras sus basuras. Pero tuve una mirada de piedad para no exterminarlos, y no acabé con ellos en el desierto (20,1117). Ezequiel acusa a Israel repetidamente de su violación del sábado. La ley del sábado es significativa para la comunidad que vive en el exilio, en medio de los paganos. La celebración del sábado es una proclamación de la soberanía y santidad de Dios (20,20). El sábado es la señal establecida entre Dios y su pueblo. Con su celebración Israel confiesa su fe en Dios 57

(21,12) y testimonia ante los paganos que Yahveh es su Dios y único Señor. Santificando el nombre de Dios en la celebración del sábado, Israel no se confundirá ni se disolverá entre las naciones. El tercer período corresponde a la segunda generación del desierto: -Y dije a sus hijos en el desierto: No sigáis las reglas de vuestros padres, no imitéis sus normas, no os contaminéis con sus basuras. Yo soy Yahveh, vuestro Dios. Seguid mis preceptos, guardad mis normas y ponedlas en práctica. Santificad mis sábados; que sean una señal entre yo y vosotros, para que se sepa que yo soy Yahveh, vuestro Dios. Pero los hijos se rebelaron contra mí, no se condujeron según mis preceptos, no guardaron ni pusieron en práctica mis normas, aquéllas por las que vive el hombre, si las pone en práctica, y profanaron mis sábados. Entonces pensé en derramar mi furor sobre ellos y desahogar en ellos mi cólera, en el desierto. Pero retiré mi mano y tuve consideración a mi nombre, procediendo de modo que no fuese profanado a los ojos de las naciones, a la vista de las cuales los había sacado. Pero una vez más alcé mi mano hacia ellos, en el desierto, jurando dispersarlos entre las naciones y esparcirlos por los países. Porque no habían puesto en práctica mis normas, habían despreciado mis preceptos y profanado mis sábados, y sus ojos se habían ido tras las basuras de sus padres. E incluso llegué a darles preceptos que no eran buenos y normas con las que no podrían vivir, y los contaminé con sus propias ofrendas, haciendo que pasaran por el fuego a todo primogénito, a fin de infundirles horror, para que supiesen que yo soy Yahveh (20,18-26). Y, finalmente, está el período de la ocupación de la tierra prometida: -En esto todavía me ultrajaron vuestros padres siéndome infieles. Yo les conduje a la tierra que, mano en alto, había jurado darles. Allí vieron toda clase de colinas elevadas, toda suerte de árboles frondosos, y en ellos ofrecieron sus sacrificios y presentaron sus ofrendas provocadoras; allí depositaron el calmante aroma y derramaron sus libaciones. Y yo les dije: ¿Qué es el alto adonde vosotros vais?; y se le puso el nombre de Bamá, hasta el día de hoy. Pues bien, di a la casa de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Conque vosotros os contamináis conduciéndoos como vuestros padres, prostituyéndoos detrás de sus monstruos, presentando vuestras ofrendas, haciendo pasar a vuestros hijos por el fuego; os contamináis con todas vuestras basuras, hasta el día de hoy, ¿y yo voy a dejarme consultar por vosotros, casa de Israel? Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que no me dejaré consultar por vosotros (20,27-31). La historia del pecado tiene una conclusión sumamente triste. El pueblo elegido renuncia a la elección y aspira a ser como los demás pueblos: -Y no se realizará jamás lo que se os pasa por la imaginación, cuando decís: Seremos como las naciones, como las tribus de los otros países, adoradores del leño y de la piedra (20,32). “Servir al leño y a la piedra” es una expresión despectiva, que indica el culto a los ídolos. Israel cae en esa degradación. Pero el pecado del hombre nunca vence al amor de Dios. Por ello, ante lo que el pueblo imagina o dice, Dios reacciona: -Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo reinaré sobre vosotros, con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado. Os haré salir de entre los pueblos y os reuniré de los países donde fuisteis dispersados, con mano fuerte y tenso brazo, con furor derramado; os conduciré al desierto de los pueblos y allí os juzgaré cara a cara. Como juzgué a vuestros padres en el desierto de Egipto, así os juzgaré a vosotros, oráculo del Señor Yahveh. Os haré pasar bajo el cayado y os haré entrar por el aro de la alianza; separaré de vosotros a los rebeldes, a los que se han rebelado contra mí: les haré salir del país en que residen, pero no 58

entrarán en la tierra de Israel, y sabréis que yo soy Yahveh. En cuanto a vosotros, casa de Israel, así dice el Señor Yahveh: Que vaya cada uno a servir a sus basuras; después, yo juro que me escucharéis y no profanaréis más mi santo nombre con vuestras ofrendas y vuestras basuras (20,33-39). El exilio es un nuevo éxodo, pero al revés: “yo os llevaré al desierto de los pueblos”. Para Israel el paso del desierto, como lugar de conocimiento de Dios, significó en el primer caso lugar de los primeros amores, ahora como lugar de la vuelta a Dios. Como en el primer éxodo, Dios interviene ahora con fuerza y saca a su pueblo de en medio de las naciones, para hacer de él un pueblo santo, que le servirá fielmente en el “monte santo”: -Porque será en mi santa montaña, en la alta montaña de Israel - oráculo del Señor Yahveh - donde me servirá toda la casa de Israel, toda ella en esta tierra. Allí los acogeré amorosamente y allí solicitaré vuestras ofrendas y las primicias de vuestros dones, con todas vuestras cosas santas. Como calmante aroma yo os acogeré amorosamente, cuando os haya hecho salir de entre los pueblos, y os reúna de en medio de los países en los que habéis sido dispersados; y por vosotros me mostraré santo a los ojos de las naciones. Sabréis que yo soy Yahveh, cuando os conduzca al suelo de Israel, a la tierra que, mano en alto, juré dar a vuestros padres. Allí os acordaréis de vuestra conducta y de todas las acciones con las que os habéis contaminado, y cobraréis asco de vosotros mismos por todas las maldades que habéis cometido (20,40-43). El pueblo reconoce su pecado al experimentar el perdón de Dios. El amor gratuito de Dios, manifestado en el perdón, abre los ojos para reconocer el mal. Antes Israel tenía ojos y no veía, oídos y no escuchaba. Era presa de las tinieblas, que le cegaban y arrastraban lejos de Dios y de sí mismo. A la luz del amor de Dios se les ilumina el propio pecado y sienten vergüenza de él (36,31; 39,26; 43,10-11). De este modo, con el castigo purificador y con la salvación gratuita, el Señor muestra la santidad de su nombre a los ojos de las naciones y ante la casa de Israel: -Sabréis que yo soy Yahveh, cuando actúe con vosotros por consideración a mi nombre, y no con arreglo a vuestra mala conducta y a vuestras corrompidas acciones, casa de Israel, oráculo del Señor Yahveh (20,44). Dios manifiesta su santidad salvando en vez de destruir, creando de nuevo en lugar de dejarse vencer por el pecado del hombre: -Cuando yo reúna a la casa de Israel de en medio de los pueblos donde está dispersa, manifestaré en ellos mi santidad a los ojos de las naciones (28,25). Para Ezequiel, como para Oseas, ser Dios y no hombre, -“conocerán que yo soy el Señor”- se manifiesta en el hecho de que Dios no destruye (Os 11,8-9), sino que salva gratuitamente (Cf 16,62; 20,42.44; 22,16; 34,27.30; 36,36.38; 37,6.13-14.28). Las expresiones “gloria del Señor”, “santidad”, “santificación del nombre divino” y “profanación de su santo nombre” son expresiones típicas de Ezequiel. La santidad es la nota esencial de Dios, es por ello la cualidad que más le acerca a los hombres, creando así una íntima relación entre él y su pueblo. Israel puede invocar el santo nombre de Dios; el nombre de Dios es igualmente invocado sobre Israel y, de ese modo, se hace fuente de vida y santidad para Israel.

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15. EL BOSQUE EN LLAMAS Dios acontece en la vida de Ezequiel y le hace girar en torno. La palabra de Dios no es una palabra estática, que le deje indiferente. “La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia el mediodía, destila tus palabras hacia el sur, profetiza contra el bosque de la región del Négueb” (21,1-2). Ezequiel, buen conocedor de la geografía, para dirigirse a Jerusalén desde Babilonia, se vuelve hacia el sur. Según un mapa moderno parece que hay un error geográfico. Pero la verdad es que para un ejército de Babilonia que quisiera invadir Palestina, la única vía practicable consistía en costear el curso del Éufrates y luego descender a través de Siria hacia el sur. Así, pues, el bosque del sur es Jerusalén, hacia donde se dirige el fuego, la espada de Babilonia. Nos encontramos con una palabra y una doble explicación: oral y a través de una acción. Tenemos ante nosotros el fuego, la espada y la palabra. Se trata del fuego del Señor que devora los árboles, de la espada que tala a los hombres de la tierra de Israel, y de la palabra del Señor que quema y penetra en las entrañas. Ezequiel tiembla, pero no puede evitar volverse hacia el mediodía y gritar contra el bosque del Négueb la palabra que Dios pone en sus labios: -Escucha la palabra de Yahveh. He aquí que yo te prendo fuego, que devorará todo árbol verde y todo árbol seco; será una llama que no se apagará, y arderá todo, desde el Négueb hasta el Norte. Todo el mundo verá que yo, Yahveh, lo he encendido; y no se apagará (21,3-4). Esta parábola del bosque en llamas tiene un antecedente en el profeta Amós. En los dos primeros capítulos, Amós, el profeta campesino, se imagina a Dios con una antorcha en la mano, que recorre siete capitales, incendiando los palacios de sus reyes y las casas y cosas de sus habitantes. Ezequiel, con su imaginación, recoge la imagen y la elabora a su modo, aplicándola a la tierra de Israel. Es una palabra que implica una acción. Casi sentimos el crepitar del fuego que salta de árbol en árbol extendiéndose por todo el bosque. El fuego encendido por Dios no se apagará. Jerusalén será pasto de las llamas en su totalidad. Durante varios días y semanas siguió el crepitar de las llamas en sus calles. Los oyentes de Ezequiel, no pueden creer lo que oyen. No les cabe en la cabeza que Dios permita la destrucción de la ciudad santa. Para ellos el profeta no está en sus cabales. Un estremecimiento recorre las venas del profeta que oye, en vez del fuego, los cuchicheos de sus oyentes, para quienes se ha ganado el título de “narrador de fábulas”. A Ezequiel se le escapa la queja: -¡Ah, Señor Yahveh!, todos van diciendo de mí: “¿No es éste un charlatán de parábolas?” (21,5).. Dios replica a su profeta, aclarando la fábula, concretando la palabra. El fuego se vuelve espada. Y la región del Négueb se concreta en Jerusalén o toda la tierra de Israel. Si los oyentes de Ezequiel se vuelven sordos y no quieren entender la parábola del incendio del bosque, ahora el profeta les hablará sin parábolas. En nombre de Dios se pone de cara a Jerusalén para profetizar sobre ella y sobre el templo. Yahveh le dice: -Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia Jerusalén, destila tus palabras hacia su santuario y profetiza contra la tierra de Israel. Dirás a la tierra de Israel: Así dice el Señor Yahveh: Aquí estoy contra ti; voy a sacar mi espada de la vaina y extirparé de ti al justo y al 60

malvado. Para extirpar de ti al justo y al malvado va a salir mi espada de la vaina, contra toda carne, desde el Négueb hasta el Norte (21,7-9). El fuego que abrasa todo árbol, tanto seco como verde, en el monte del Négueb, ahora se convierte en espada. El bosque sigue siendo la ciudad de Jerusalén y los árboles verdes y secos representan a todo el pueblo, justos y pecadores, contra quien se dirige la espada. Desde el sur al norte, desde el Négueb a Jerusalén, la espada, puesta por Dios en manos de Babilonia, será desenvainada para ejecutar el juicio de Dios sobre los hombres. Ezequiel, impulsado por Dios, pone ante los ojos de sus oyentes, los desterrados de Babilonia, lo que acontece a dos mil kilómetros de distancia. Ellos no desean ni imaginar que Jerusalén, la delicia de sus ojos, el amor de su alma, pueda convertirse improvisamente en una selva envuelta en llamas. Pero el espectáculo del bosque en llamas o de la espada arrasando será un hecho revelador de Dios, como Señor de la historia: -Y todo el mundo sabrá que yo, Yahveh, he sacado mi espada de la vaina y no volverá a la vaina (21,10). Si los oyentes no toman en serio el trágico acontecimiento del fuego y la espada, que llegan desde Babilonia contra Jerusalén, Ezequiel, con sus gemidos les hará sentir la angustia que les espera. -Y tú, hijo de hombre, lanza gemidos, con corazón quebrantado. Lleno de amargura, lanzarás gemidos ante sus ojos (21,11). Dios le ordena a Ezequiel gemir y llorar, pero esto no es para el profeta un teatro; no es que debe fingirlo ante el pueblo. Es una acción con valor simbólico, pero la acción es real. Los gestos de dolor, que alcanzarán a todos, los vive Ezequiel por dentro y por fuera, en el corazón, en el espíritu, en los brazos y las piernas (7,17). Los lamentos de Ezequiel, expresión de los sentimientos de su corazón, son símbolo del dolor de los heridos por la espada, sufrimiento del que también participa el profeta de Dios. Con los gemidos de Ezequiel Dios espera que su palabra alcance a los oyentes: -Y si acaso te dicen: “¿Por qué gimes?”, les dirás: “Por causa de una noticia a cuya llegada desfallecerán todos los corazones, desmayarán todos los brazos, todos los espíritus se amilanarán, y todas las rodillas se irán en agua. Ved que ya llega; es cosa hecha, oráculo del Señor Yahveh (21,12). Dios mismo se dedica a expandir el fuego, aplicando las llamas de árbol en árbol. Todo el bosque se transforma en un crepitar del fuego, que quema el árbol seco y el verde. Arden jóvenes y ancianos, impíos y justos. El árbol verde representa al justo, que es “como un árbol plantado junto a corrientes de agua”, mientras que el árbol seco es el malvado. Jesús, camino del Calvario, en su última hora, alude quizás a este texto de Ezequiel, al decir a las mujeres, que intentan consolarlo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?” (Lc 23,28-31). La alusión a la espada trae a la mente de Ezequiel un canto a la espada, que Dios pone en manos de un desconocido para ejecutar su sentencia contra su pueblo: -¡Espada, espada! Afilada está y bruñida. Afilada está para degollar, bruñida está para centellear... Se la ha hecho bruñir para empuñarla; ha sido afilada la espada, ha sido bruñida para ponerla en manos del matador. Grita, da alaridos, hijo de hombre, porque está destinada a mi pueblo, a todos los príncipes de Israel destinados a la espada con mi pueblo. Por eso golpéate el pecho, pues la prueba está hecha... Y tú, hijo de hombre, profetiza y bate palmas 61

¡Golpee la espada dos, tres veces, la espada de las víctimas, la espada de la gran víctima, que les amenaza en torno! A fin de que desmaye el corazón y abunden las ocasiones de caída, en todas las puertas he puesto yo matanza por la espada, hecha para centellear, bruñida para la matanza. ¡Toma un rumbo: a la derecha, vuélvete a la izquierda, donde tus filos sean requeridos! Yo también batiré palmas, saciaré mi furor. Yo, Yahveh, he hablado (21,13-22). Con un estilo entrecortado, el profeta imagina al degollador que blande la espada, haciéndola fulgurar como el rayo sobre el pueblo de Judá y sobre los príncipes de Israel. El profeta aplaude y anima a que se cumpla la voluntad de Dios y, al mismo tiempo, sufre con el pueblo, golpeándose el pecho de dolor. Ya Isaías (c. 10) había presentado a Asiria como el bastón con el que Dios castigaba al reino de Israel y de Judá. También Jeremías ha presentado a Babilonia y a Nabucodonosor como el martillo con el que el Señor golpea a su pueblo (Jr 51,20ss). Ahora Ezequiel, cargando los tonos, presenta a Dios desenvainando la espada y colocándola en la mano de Nabucodonosor para herir “a mi pueblo” Israel. El desconocido que empuña la espada del Señor ahora se hace conocido. Ezequiel nos presenta al rey de Babilonia con la espada desenvainada. Ezequiel le contempla en el momento en que está indeciso hacia dónde dirigirse. Y Dios encomienda a su profeta que ponga una doble señal para orientar los pasos de Babilonia hacia Amón y hacia Judá, que esta vez se han aliado contra Babilonia. Sedecías, aliándose con Amón, ha quebrantado su juramento de fidelidad a Babilonia. Nabucodonosor se enfrenta a ambos pueblos: -Y tú, hijo de hombre, marca dos caminos para la espada del rey de Babilonia, que salgan los dos del mismo país; pon una señal, márcala en el arranque del camino de la ciudad; traza el camino para que la espada se dirija a Rabbá de los ammonitas y a Judá, a la fortaleza de Jerusalén. Porque el rey de Babilonia se ha detenido en el cruce de los dos caminos, para consultar a la suerte. Sacude las flechas, interroga a los ídolos, observa el hígado (21,24-26). Hechas las consultas mágicas y consultados los ídolos, la suerte cae primero sobre Jerusalén. En realidad detrás de la suerte está la voluntad de Dios, que ha decidido apresar en el lazo a los habitantes de Judá por sus pecados, en particular por los de su príncipe Sedecías, a quien arrebatarán el turbante y la corona. Con alaridos y gritos de guerra el ejército de Babilonia parte hacia la plaza fuerte de Israel: -En su mano derecha está la suerte de Jerusalén: ¡A prorrumpir en alaridos y lanzar gritos de guerra, a situar arietes contra las puertas, a levantar un terraplén, a hacer trincheras! (21,27). La urgencia sugiere que la palabra se transforma en acción. El asedio de Jerusalén es una realidad increíble: -Para ellos y a sus ojos, no es más que un vano presagio: se les había dado un juramento. Pero él recuerda las culpas por las que caerán presos (21,28). ¿Es Nabucodonosor o es Dios? Babilonia asedia Jerusalén. Pero es el Señor Yahveh quien acusa al pueblo y, en concreto, a su rey Sedecías: -Porque os denuncian vuestras culpas y se descubren vuestros crímenes, porque se hacen patentes vuestros pecados en todas vuestras acciones, caeréis presos en su mano. Y en cuanto a ti, vil criminal, príncipe de Israel, cuya hora ha llegado con la última culpa, así dice el Señor Yahveh: se te quitará la tiara, se te despojará de la corona; todo será transformado; lo humilde será elevado, lo elevado será humillado. Ruina, ruina, ruina, eso es lo que haré con él, como jamás la hubo, hasta que llegue aquel a quien corresponde el juicio y a quien yo se lo encargaré (21,29-32). Con duras expresiones Ezequiel pronuncia la sentencia de Dios sobre el rey de Israel. 62

A Sedecías se le despojará de sus insignias reales. Y la ciudad, sin rey y sentenciado a muerte el pueblo, cae en la ruina y el caos total. La confusión reina en todo, lo alto se confunde con lo bajo y lo bajo con lo alto, al bien se le llama mal y al mal se le llama bien. ¡El crimen cobra valor de derecho humano! El hombre queda desorientado. Así lo había ya lamentado Isaías: “¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5,20). Ejecutada la sentencia contra Jerusalén, la espada se dirige contra los ammonitas: -Y tú, hijo de hombre, profetiza y di: Así dice el Señor Yahveh contra los ammonitas y contra sus burlas: ¡La espada, la espada está desenvainada para la matanza, bruñida para devorar, para centellear - mientras se tienen para ti visiones vanas, y para ti se presagia la mentira -, para degollar a los viles criminales cuya hora ha llegado con la última culpa! (21,33-34). La historia termina con la ejecución de la misma espada. Cumplida su misión, Dios condena a Babilonia, ejecutora de sus órdenes. El fuego, que devoró el bosque, devora la misma espada que forjó. Babilonia será derrotada en su propia tierra. Y, una vez destruida, no quedará memoria de ella: -Vuélvela a la vaina. En el lugar donde fuiste creada, en tu tierra de origen, te juzgaré yo; derramaré sobre ti mi ira, soplaré contra ti el fuego de mi furia, y te entregaré en manos de hombres bárbaros, agentes de destrucción. Serás pasto del fuego, tu sangre correrá en medio del país. Y no quedará de ti memoria alguna, porque yo, Yahveh, he hablado (21,35-37). El oráculo se revuelve repentinamente contra la espada, es decir, contra Babilonia, de la que Dios se ha servido como instrumento de castigo contra Israel y contra Ammón. Babilonia se ha sobrepasado en sus atribuciones y el fuego de la ira de Dios se abatirá sobre ella. El capítulo termina como había comenzado con la evocación del fuego devorador.

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16. EL HORNO DE FUNDIR LA PLATA Ezequiel amplía una imagen que Isaías sólo enunciaba: “Tu plata se ha hecho escoria... Voy a volver mi mano contra ti y purificaré al crisol tu escoria, hasta quitar toda tu ganga” (Is 1,22.25). También Ezequiel parte de la acusación de Israel convertido todo él en escoria. Dios se desahoga con su profeta, diciéndole: -Hijo de hombre, la casa de Israel se me ha convertido en escoria; todos son cobre, estaño, hierro, plomo, en medio de un horno; ¡escoria son! (22,17). En la casa de Israel todo lo que fue precioso se ha pervertido. Por ello Dios mismo transforma a Jerusalén en horno de fundición. Se trata en primer lugar del fuego de castigo, aunque sea un castigo purificador. Dios reúne a Israel en el horno, atiza el fuego, y funde los metales, hasta lograr que desprendan toda su ganga. ¡Quién sabe si quedará algo de plata!: -Por haberos convertido todos en escoria, por eso voy a juntaros en medio de Jerusalén. Como se pone junto plata, cobre, hierro, plomo y estaño en el horno, y se atiza el fuego por debajo para fundirlo todo, así os juntaré yo en mi cólera y mi furor; y os fundiré (22,19-20). Todos los que, según la descripción de Jeremías, corren hacia Jerusalén (Jr 6,1ss), buscando en la ciudad un refugio frente al invasor, no se dan cuenta de que están entrando en el horno, que va a arder muy pronto. El fuego es la cólera de Dios. El aliento de Yahveh enciende el horno, decía el profeta Isaías (Is 30,33; 10,17): -Os reuniré, atizaré contra vosotros el fuego de mi furia, y os fundiré en medio de la ciudad. Como se funde la plata en medio del horno, así seréis fundidos vosotros en medio de ella, y sabréis que yo, Yahveh, he derramado mi furor sobre vosotros (22,21-22). La imagen del crisol donde se refinan los metales preciosos, para separar de ellos toda ganga y escorias, es un símbolo corriente para indicar la purificación del pueblo o de la persona (Pr 17,3; Jb 23,10; Za 13,9). Pero Ezequiel, como con tantas otras imágenes conocidas, la transforma radicalmente. Ezequiel no ve al pueblo como plata impura, que debe ser purificada, sino como total impureza sin nada de plata. La fundición no sirve, pues, para limpiar de escorias la plata, sino para quemar todo, pues no hay nada que salvar. La imagen del horno ocupa el centro del capítulo. Antes está la amplia enumeración de los delitos que hacen que Israel merezca el título de escoria. Entre los pecados de la lista resuena la repetición de la sangre derramada, que hace que Jerusalén pierda su nombre de ciudad de paz, ciudad justa y fiel (Is 1,26) y se gane el apelativo de ciudad sanguinaria (22,2). La sangre derramada y no cubierta con tierra grita en labios de Ezequiel pidiendo venganza. Ni príncipes ni levitas se preocupan de protegerse de la sangre derramada, según se lee en el Deuteronomio (Dt 21,1-9). Y eso que son muchas las sangres que se han derramado en Jerusalén. El homicidio es un sacrilegio que profana la tierra, porque la vida del hombre es sagrada para Dios. Homicidios e idolatrías resumen los crímenes cometidos contra Dios y contra el prójimo (22,2-4). Con ellos Jerusalén acelera la hora de su destrucción, convirtiéndose en objeto de burla para las naciones. Impurezas rituales, con que ofenden a Dios, y desórdenes, con que ofenden al prójimo (22,5), son otros de sus pecados. Los reyes se han distinguido por la sangre que han derramado, desde David, que mató a Urías, pasando por el malvado Manasés, hasta Sedecías: -Ahí están dentro de ti los príncipes de Israel, cada uno según su poder, sólo ocupados 64

en derramar sangre (22,6). Y Ezequiel sigue enumerando los preceptos del Señor, que su pueblo ha quebrantado: -En ti se desprecia al padre y a la madre, en ti se maltrata al forastero residente, en ti se oprime al huérfano y a la viuda. No tienes respeto a mis cosas sagradas, profanas mis sábados. Hay en ti gente que calumnia para verter sangre. En ti se come en los montes, y se comete infamia. En ti se descubre la desnudez del propio padre, en ti se hace violencia a la mujer en estado de impureza. Uno comete abominación con la mujer de su prójimo, el otro se contamina de manera infame con su nuera, otro hace violencia a su hermana, la hija de su propio padre; en ti se acepta soborno para derramar sangre; tomas a usura e interés, explotas a tu prójimo con violencia, y te has olvidado de mí, oráculo del Señor Yahveh (22,6-12). Con sus pecados contra el prójimo, Israel se está olvidando de Dios, defensor del débil e indefenso. Sobre todo es la sangre lo que provoca la intervención de Dios: -Mira, yo voy a batir palmas a causa de los actos de pillaje que has cometido y de la sangre que corre en medio de ti ¿Podrá tu corazón resistir y tus manos seguir firmes el día en que yo actúe contra ti? Yo, Yahveh, he hablado y lo haré. Te dispersaré entre las naciones, te esparciré por los países, borraré la impureza que hay en medio de ti, por ti misma te verás profanada a los ojos de las naciones, y sabrás que yo soy Yahveh (22,16). Los profetas ven a Jerusalén como un enorme crisol y sus habitantes les parecen escoria; necesitan ser fundidos para que aparezca el oro y la plata (Is 1,22.25; Jr 6,28-30). Ezequiel toma esta imagen de Isaías, que se la ha suministrado también a Jeremías. Pero mientras en Isaías la imagen tiene un sentido positivo, Ezequiel con ella pone de manifiesto los matices negativos de la purificación. El fuego del crisol es una realidad que abrasa y destruye. Jerusalén es el crisol arrasado por el fuego junto con sus habitantes. Ante la ciudad incendiada, el templo destruido, las gentes diezmadas y dispersas, el desconcierto es total. Muchos piensan que todo ha concluido, sin que haya para Israel esperanza alguna de supervivencia. Profanada en medio de las naciones donde Dios ha dispersado a Israel, Dios intenta purificarla en el crisol del fuego. Pero no todos quedan purificados. Jerusalén no se deja lavar con la lluvia ni purificar con el fuego. Ezequiel termina este capítulo enfrentándose con las diversas clases de dirigentes, que no acogen la predicación y se quedan en su pecado. En primer lugar nombra a los reyes, que “como leones rugen al desgarrar la presa” (22,25); devoran a la gente, arrebatando sus riquezas. Siguen los sacerdotes, que violan las cosas santas en provecho propio (22,26). En tercer lugar, Ezequiel acusa a los jueces, que “como lobos” (22,27) derraman sangre y eliminan a la gente para enriquecerse. Están también los profetas “enjalbegadores”, que ofrecen visiones falsas y profecías mentirosas (22,27). Y finalmente los ricos terratenientes, que “hacen violencia y cometen pillaje, oprimiendo al pobre y al indigente y maltratando al forastero sin ningún derecho” (22,29). A través de las imágenes del león rugiente y del lobo voraz, aplicadas a las clases dirigentes, Ezequiel denuncia la situación de violencia e injusticia, que reina en Israel. Frente al miedo o sensación de impotencia de los débiles, Ezequiel muestra el acoso, la amenaza, el acecho, la avidez, la voracidad, el desgarro y aniquilamiento a que someten a sus víctimas los potentes. Ezequiel pinta con colores vivos las fauces, colmillos y garras, añadiendo la sensación auditiva del rugido. El león rugiente es la mejor imagen de los malvados que devoran a los humildes. Pedro se sirve de la misma imagen para describir al diablo, que “ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” (1P 5,8). Con sus acciones han provocado la cólera del Señor: -He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la 65

brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie. Entonces he derramado mi ira sobre ellos; en el fuego de mi furia los he exterminado: he hecho caer su conducta sobre su cabeza, oráculo del Señor Yahveh (22,30-31). Esta es una palabra que Dios dirige a los falsos profetas. El verdadero profeta se diferencia del falso en que se coloca en la brecha y combate contra Dios en defensa del pueblo. Hay en estas palabras una profecía de Cristo, el profeta que se coloca en la brecha frente a Dios para salvar a los hombres pecadores (Cf Hb 5,1ss).

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17. APÓLOGO DE LAS DOS HERMANAS ADÚLTERAS Parece un cuento erótico, que Dios narra a Ezequiel. Pero es la triste historia de la infidelidad de Israel a su Dios. La alegoría del capítulo 16 se repite una vez más, como una espina que Dios lleva clavada en el corazón. “La palabra de Dios me fue dirigida”. Dios se desahoga con su profeta, como un esposo traicionado necesita volver a contar su pena a un amigo. -Hijo de hombre: Había dos mujeres, hijas de la misma madre (23,2). Es la comunidad de Israel, la joven que Dios encontró abandonada (c. 16). Aquí son dos hermanas, los dos reinos en que se dividió Israel a la muerte de Salomón: Israel y Judá. Las dos hermanas, -Samaría, capital del reino del norte, y Jerusalén, capital del reino de sur-, compiten en maldad, parece que cada una trata de superar a la otra en fornicaciones. Ezequiel coloca su primera infidelidad ya en su juventud o adolescencia. Sus fornicaciones comenzaron en Egipto, antes de ser pueblo de Dios: -Fornicaron en Egipto; en su juventud ya fornicaron. Allí fueron palpados sus pechos y acariciado su seno virginal (23,3). Esta infidelidad inicial subraya la total indignidad de las jóvenes y la elección gratuita de Dios, que conoce su vida y, no obstante, las elige como esposas. Algo que había simbolizado Oseas en su misma persona. Ezequiel puede aludir también a la situación de Israel en el momento de la separación de los dos reinos. Jeroboam, fundador del reino del norte, buscó refugio en Egipto, huyendo de Salomón (1R 12,2; 11,40). Y Roboam, rey de Judá, hijo de Salomón, estaba sometido a Egipto (1R 9,16). Los dos reinos hermanos tenían, pues, alianza con Egipto, por lo que se dice de desde su mocedad se prostituyeron a Egipto (23,2), aunque ambos reinos pertenecían a Yahveh: -Estos eran sus nombres: Oholá, la mayor, y Oholibá, su hermana. Fueron mías y dieron a luz hijos e hijas (23,4). Mientras que en la alegoría del capítulo 16 la infidelidad conyugal consistía en la idolatría, ahora son las alianzas políticas con las potencias de turno, de las cuales se sigue siempre la idolatría, pues un pacto con una nación pagana supone abrir la puerta de Israel a sus ídolos y cultos paganos. Ezequiel denuncia el pecado de Israel primero y luego el de Judá con expresiones vivas y crudas, sin tapujos ni miramientos: -Oholá, siendo mía, fornicó y se enamoró perdidamente de sus amantes, los asirios..., todos ellos jóvenes apuestos y hábiles caballeros. Eran todos ellos la flor de los asirios y fornicó con todos ellos, contaminándose con los ídolos de todos sus amantes. Pero no dejó de fornicar con los egipcios, que se habían acostado con ella en su juventud, acariciando su seno virginal, y desahogando con ella su lascivia (23,5-8). El reino del norte, Israel, se siente atraído por el poderío militar de Asiria, pero al mismo tiempo busca el apoyo de Egipto para no caer del todo bajo el poder asirio, con lo que provoca al soberano y se acarrea su ruina. Los asirios destruyen el reino de Israel el año 721 (2R 17; Os 7,11). En sus amantes encuentra su castigo: -Por eso yo la entregué en manos de sus amantes, en poder de los asirios, de quienes se había enamorado. Ellos descubrieron su desnudez, le arrebataron sus hijos y sus hijas, y a ella misma la mataron a espada. Vino así a ser ejemplo para las mujeres, porque se había hecho justicia de ella (23,9-10). El pecado de Oholibá, su hermana, es parecido, pero cargado de agravantes. En primer 67

lugar, por no haber escarmentado en su hermana. Viendo los frutos de las alianzas con las potencias circundantes, Judá podía haberse mantenido fiel a Dios, sin poner su confianza en el poder humano. Podía haber adquirido un poco de discernimiento y prudencia. El exilio de Israel bajo el dominio de Asiria podía haberla llevado a comprender donde conduce la infidelidad a Dios. Pues no, Judá busca alianzas con las mismas potencias, Asiria y Egipto, y además coquetea con la nueva potencia, los caldeos, dueños ahora del nuevo imperio de Babilonia. Los tratos con los asirios se remontan a los tiempos de Oseas e Isaías. Sus tratos con Egipto son más recientes, más o menos simultáneos al pacto con Babilonia. Como dato curioso Ezequiel ve un agravante en el hecho de que Judá se enamore de los caldeos sólo por los grabados de ellos, que ha visto en los muros. Dios se presenta, como testigo ocular, denunciando estos amores adulterinos: -Su hermana Oholibá vio esto, pero su pasión y sus prostituciones fueron todavía más escandalosas que las de su hermana. Se enamoró de los asirios... Yo vi que estaba impura; la conducta era la misma para las dos, pero ésta superó sus prostituciones: vio hombres pintados en la pared, figuras de caldeos pintadas... y en cuanto los vio se enamoró de ellos y les envió mensajeros a Caldea. Los babilonios vinieron donde ella, a compartir el lecho de los amores y a contaminarla con su lascivia; y cuando se contaminó con ellos, su deseo se apartó de ellos (23,11-17). Dios, ante las continuas infidelidades de Israel, tiene una sensación de hastío, como si ya no pudiera aguantar más sus adulterios: -Dejó al descubierto sus prostituciones y su desnudez; y yo me aparté hastiado de ella como me había apartado de su hermana (23,18). Asirios y babilonios no bastan para calmar sus apetencias. Judá se acuerda de sus fornicaciones de juventud, añorando a los egipcios: -Pero ésta multiplicó sus prostituciones, acordándose de los días de su juventud, cuando se prostituía en el país de Egipto, y se enamoraba de aquellos disolutos de carne de asnos y miembros de caballos (19-20). Dios, señalados sus amantes, interpela directamente a la adúltera: -Has renovado así la inmoralidad de tu juventud, cuando en Egipto acariciaban tu busto palpando tus pechos juveniles (23,21). Ante tal situación, Dios impulsa a los amantes contra la adúltera, que es infiel a todos. Lo que antes les hacía atrayentes, ahora se vuele amenazador. De todas partes llegan los más diversos pueblos con toda clase de armas contra Judá, la infiel: -Pues bien, Oholibá, así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo suscito contra ti a todos tus amantes, de los que te has apartado; los voy a traer contra ti de todas partes, a los babilonios y a todos los caldeos, los de Pecod, de Soa y de Coa, y con ellos a todos los asirios ... y vendrán contra ti desde el norte carros y carretas, con una asamblea de pueblos. Por todas partes te opondrán adargas, escudos y yelmos. Yo les daré el encargo de juzgarte y te juzgarán conforme a su derecho (22-24). La pasión de Dios, que hace de los pueblos los ejecutores de su sentencia, es una pasión de amor. Son los celos, que le provoca el amor traicionado, los que encienden su cólera: -Desencadenaré mis celos contra ti, y te tratarán con furor, te arrancarán la nariz y las orejas, y lo que quede de los tuyos caerá a espada; se llevarán a tus hijos y a tus hijas, y lo que quede de los tuyos será devorado por el fuego. Te despojarán de tus vestidos y se apoderarán de tus joyas (23,25-26). 68

Con este castigo acabarán las fornicaciones que comenzaron en Egipto y terminan con la alianza fallida de Egipto: -Yo pondré fin a tu inmoralidad y a tus prostituciones comenzadas en Egipto; no levantarás más tus ojos hacia ellos, ni volverás a acordarte de Egipto. Porque yo te entrego en manos de los que detestas, en manos de aquellos de los que te has apartado... Porque he hablado yo, oráculo del Señor Yahveh (23,27-34). Toda esta situación tiene su origen en el olvido del Señor. El hombre no puede vivir en el vacío. Su corazón descansa en Dios o en el vacío de los ídolos: -Puesto que me has olvidado y me has vuelto las espaldas, carga tú también con tu inmoralidad y tus fornicaciones (23,38). Toda la historia de Israel es una historia de pecado, que provoca el castigo inevitable de parte de Dios. Ezequiel denuncia a Israel por su olvido continuo de Dios. Al prostituirse con los egipcios, asirios y babilonios, Israel y Judá han manifestado su desconfianza en Dios. Al entregarse a los amantes, han ofendido al esposo. Y el colmo de la maldad, cargada de cinismo, es que los habitantes de Samaría y de Jerusalén, después de manchar sus manos de sangre sacrificando sus hijos a Moloc, se presentan el mismo día a ofrecer sus ofrendas en el santuario de Yahveh (23,39). Quizás pueda parecer duro el lenguaje de este capítulo. Pero el castigo no es la última palabra de Ezequiel. Hay en él una palabra de salvación para Israel y Judá. Para entender la historia de Dios con las dos hermanas conviene esperar o quizás saltar hasta el capítulo de las “dos varas”, símbolo de los dos reinos, que Dios une en su mano. Libres de pecado, unidos en la mano del Señor, ambos reinos “serán mi pueblo y yo seré su Dios” (37,23). Es la sentencia final de Dios sobre Israel y Judá.

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18. PARÁBOLA DE LA OLLA AL FUEGO Es el 5 de enero del 588. La fecha forma parte de la parábola o acción simbólica. Dios le dice a Ezequiel que deje constancia de la fecha con lo que la palabra de Dios se carga de urgencia y precisión: “El año noveno, el día diez del décimo mes, la palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, escribe la fecha de hoy, de este mismo día, porque el rey de Babilonia se ha lanzado sobre Jerusalén precisamente en este día” (24,1-2). Ezequiel suele datar los hechos según el reinado de Joaquín, a quien él reconoce como el rey verdadero. Aquí, en cambio, nos da la fecha a partir del reinado de Sedecías, lo mismo que encontramos en el libro de los Reyes: “En el año noveno de su reinado, en el mes décimo, el diez del mes, vino Nabucodonosor, rey de Babilonia, con todo su ejército contra Jerusalén; acampó contra ella y la cercaron con una empalizada. La ciudad estuvo sitiada hasta el año once de Sedecías” (2R 25,1). Las fechas del libro de Ezequiel abarcan un período comprendido entre 592 y 571 antes de Cristo (1,1;8,1...; 29,17). Pocos libros de la Escritura nos dan datos tan precisos como el de Ezequiel. Con la muerte de Josías en la batalla de Meguido el año 609 termina el esplendor del reino de Judá.. Con su sucesor Yoyaquim se multiplican las injusticias, que amargan la vida del profeta Jeremías. Yoyaquim es puesto en el trono el año 609 por el faraón egipcio Necao. Pero en el 603 se ve obligado a someterse a Babilonia. Más tarde se niega a pagar tributo y con ello provoca, cuando él ya ha muerto, el primer asedio de Jerusalén y la deportación de un grupo importante de judíos. Es el año 597. Entre los deportados está Ezequiel aún desconocido y también el rey Joaquín, hijo de Yoyaqim, cuando sólo lleva tres meses de reinado. Con el rey Joaquín son deportados a Babilonia los notables del pueblo, los trabajadores especializados, unos quince mil hombres. El templo sigue en pie, pero ha sido saqueado de sus riquezas. En pie quedan aún las murallas, pero con los impactos de las armas. Al frente de Judá, Nabucodonosor ha puesto como rey a Sedecías, débil y manipulado por las distintas facciones que actúan en Jerusalén. Sólo una figura se mantiene firme en Jerusalén, sólo frente a todos: el profeta Jeremías. Sedecías reina desde el año 597 hasta el 586, nueve años de relativa calma. Pero en el año 588 los representantes de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón, se congregan con Sedecías en Jerusalén. Quieren urdir una rebelión contra Babilonia, para independizarse de ella. Nabucodonosor responde con el asedio inmediato de Jerusalén. Tras año y medio la ciudad sitiada se rinde. El templo es incendiado, lo mismo que el palacio real y la ciudad. El ejército babilonio saquea los tesoros judíos, derriba las murallas y deporta un nuevo grupo de judíos (2R 25), que se unen a los que marcharon antes a Babilonia. Este hecho de la caída de Jerusalén marca la vida de Jeremías y de Ezequiel, si bien los dos profetas se encuentran en las dos laderas opuestas del acontecimiento. Jeremías pasa la vida esperando este momento que él anuncia. Y, cuando llega el momento del exilio, Jeremías llora sobre las ruinas de Jerusalén y parte hacia Egipto, donde no hay esperanza de vuelta a Israel. Ezequiel, en cambio, vive la caída de Jerusalén en Babilonia con los primeros exiliados, recibe a los de la segunda deportación y anuncia a unos y otros la vuelta a Israel. Volvamos atrás, al momento en que Nabucodonosor se abalanza contra Judá. Con la llegada del enemigo, toda la nobleza de Israel se refugia en la ciudad de Jerusalén. Son las tajadas buenas que van cayendo en la olla... Ya antes, (c. 11), cuando Ezequiel asiste a la partida de la gloria de Dios del templo, contempla a algunos de estos hombres que corren del 70

campo a la ciudad, porque se creen seguros dentro de los muros de Jerusalén. Ezequiel, para ser testigo de cuanto ocurre, es transportado, -con el cuerpo o sin el cuerpo, no tiene importancia-, por el Espíritu allí donde ocurren los hechos. Lo narra él mismo: “El espíritu me elevó y me condujo al pórtico oriental de la Casa de Yahveh, el que mira a oriente. Y a la entrada del pórtico había veinticinco hombres, entre los cuales vi a Yazanías, hijo de Azzur, y a Pelatías, hijo de Benaías, jefes del pueblo” (11,1). Ezequiel se encuentra con algunos jefes del pueblo, de los que conoce a dos. Yahveh le informa sobre sus actividades: -Hijo de hombre, éstos son los que maquinan el mal, dan malos consejos en esta ciudad. Dicen: “¡No es para pronto el construir casas! Ella es la olla y nosotros somos la carne” (11,2-3). Se sienten seguros, como carne valiosa en la olla, protegidos por los muros de la ciudad y, sobre todo, por su falsa confianza en la presencia de Dios en el templo. No se dan cuenta que, al dejar la Gloria de Dios la ciudad, la olla se abrasa y se quema la carne que hay en ella. Ese es el fuego del juicio, que Dios encarga anunciar a Ezequiel (11,4- 21). Lo mismo que los jefes, la gente de Jerusalén se dice: “la ciudad es la olla y nosotros somos la carne” (11,3). Quienes se han librado del primer exilio se sienten seguros dentro de Jerusalén, protegidos por sus muros, como la carne dentro de la olla. En Jerusalén se sienten en su casa, “no necesitan construir casas nuevas”. Para ellos el exilio es el castigo de Dios a los pecados. Frente a esta concepción tradicional que ve en el castigo un signo inequívoco de pecado (como repetirán a Job los amigos que van a visitarle en el dolor), Dios, en boca de Ezequiel, lo niega abiertamente. Jerusalén es, ciertamente, la olla, pero la carne no son los vivos, sino los cadáveres que llenarán sus calles al ser alcanzados por la espada. El espíritu de Dios irrumpe en Ezequiel y le manda decir: -Así dice Yahveh: Eso es lo que habéis dicho, casa de Israel, conozco bien vuestra insolencia. Habéis multiplicado vuestras víctimas en esta ciudad; habéis llenado de víctimas sus calles. Por eso, así dice el Señor Yahveh: Las víctimas que habéis tirado en medio de ella son la carne, y ella es la olla; pero yo os haré salir de ella. Teméis la espada, pues yo traeré espada contra vosotros, oráculo del Señor Yahveh” (11,5-8). Ezequiel, ampliando la imagen de la olla llena de herrumbre, compone la bella parábola del capítulo 24 con resonancias en Miqueas (Mi 3,3). La toma de Jerusalén, el saqueo, la deportación y el duro vasallaje que impone Nabucodonosor hubieran debido abrir los ojos a Israel. Pero su ceguera es incurable. La casa de Israel, a la que dirige su palabra Ezequiel es una “casa rebelde”. Ezequiel llama parábola al oráculo del Señor. Se puede escuchar la parábola, se puede representar, contemplar la acción y hasta percibir el olor de la carne cocida en la olla. Si no fuera por la advertencia de que va dirigida a la casa de rebeldía, se podría pensar en un banquete festivo, cuya solemnidad está marcada por la abundancia y calidad de alimentos e invitados. Pero la explicación posterior nos descubre que todo este carácter festivo está cargado de ironía. El Señor manda a Ezequiel que componga una parábola para la casa rebelde de Israel justo en el día en que Nabucodonosor pone cerco a Jerusalén. La parábola se convierte en acción: -Arrima la olla al fuego, arrímala, y echa agua en ella. Echa en ella trozos de carne, los trozos mejores, pernil y costillas. Llénala de los huesos mejores. Toma lo mejor del ganado menor. Y luego apila debajo de ella la leña, hazla hervir a borbotones, de modo que hasta los huesos se cuezan (24,3-5). Hasta aquí todo es normal. Pero luego parece que el cocinero enloquece. Una vez cocida la carne, continúa añadiendo leña y atizando el fuego para que se queme hasta la olla. 71

Por otra parte, el cocinero se afana por preparar un banquete que nunca se va a celebrar; toda la frenética actividad del cocinero parece que no mira a otra cosa que a quemar los alimentos y la olla que los contiene. La explicación de la parábola está en medio de ella, dando fuego a las mismas palabras de la narración. Los mejores trozos de carne, las tajadas más exquisitas son los habitantes de Jerusalén, que se sienten los más seguros en la ciudad más protegida, por tener la morada de Dios. Pero la catástrofe la tienen a las puertas: -Porque así dice el Señor Yahveh: ¡Ay de la ciudad sanguinaria, olla toda roñosa, cuya herrumbre no hay quien la quite! ¡Vacíala trozo a trozo, sin echar suertes sobre ella! (24,6) La sangre y la herrumbre se corresponden. No hay quien limpie la olla de su herrumbre, no hay quien limpie la sangre de la ciudad. Hace falta prenderla fuego para purificarla: -Porque la sangre derramada en medio de ella se ha esparcido sobre la roca desnuda, no la ha derramado en la tierra, donde el polvo pudiera cubrirla (24,7). La violencia se ha adueñado de tal modo de los habitantes de Jerusalén que ya no se preocupan por echar tierra encima. Así la sangre, permaneciendo al descubierto, no cesa de gritar pidiendo a Dios venganza: -Para que mi furor se desborde, para tomar venganza, he puesto yo su sangre sobre roca desnuda, para que no fuera recubierta (24,8). Dejar la sangre al descubierto sobre la roca suscita la cólera de Dios. La Biblia nos dice que el homicida, para tener tiempo de confesar el pecado e implorar el perdón de Dios, cubría la sangre con el polvo de la tierra. Con ello trataba de apagar el grito de venganza de la sangre derramada y de aplacar el furor de Dios, vengador de toda sangre derramada. Pero los habitantes de Jerusalén, en su arrogancia, no se preocupan de ocultar sus crímenes. El homicidio para ellos no es un delito, sino una acción legal, algo aceptado con normalidad. Se podrían citar tantos textos de Juan Pablo II, en los que actualiza esta palabra de Ezequiel. Así, por ejemplo en Evangelium vitae: “Por desgracia, el alarmante panorama de amenazas a la vida, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y -podría decirse- aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias” (EV 4). “Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida” (EV 5). Estos atentados contra la vida naciente -como contra la vida terminal- hoy “adquieren una gravedad singular, por el hecho de que tienden a perder, en la conciencia colectiva, el carácter de delito y a asumir paradójicamente el de derecho... Estos atentados golpean la vida humana en situaciones de máxima precariedad, cuando está privada de toda capacidad de defensa” (EV 11). Dios mismo atiza el fuego para acabar con la carne. El fuego de la cólera de Dios transforma la olla en horno destructor. La ciudad, en que buscaban protección, se convierte en lugar de aniquilamiento. La olla repleta de manjares, que podía presagiar un banquete de fiesta, se transforma en el horno donde se consumen hasta los huesos de sus habitantes. La 72

ciudad de Jerusalén ha de ser incendiada, porque en su interior no hay sino iniquidad, vergüenza y arrogancia. El mal mismo es exaltado como bien: -Pues bien, así dice el Señor Yahveh: ¡Ay de la ciudad sanguinaria! También yo voy a hacer un gran montón de leña. Apila bien la leña, enciende el fuego, cuece la carne a punto, prepara las especias, que los huesos se abrasen (24,9-10). ¡Que los huesos se abrasen! Quizás Dios quiere llegar hasta el tuétano para purificar a Israel. El culto, la palabra profética, los castigos..., son formas diversas con las que Dios busca purificar al pueblo. Pero si no escuchan ni escarmientan con los castigos menores, Dios recurre a remedios extremos (Am 4,8-12). Es quizás el sentido de la actual interpelación: - Mantén la olla vacía sobre las brasas, para que se caliente, se ponga al rojo el bronce, se funda su suciedad, y su herrumbre se consume. Pero ni por el fuego se va la herrumbre de la que está roñosa. De la impureza de tu inmoralidad he querido purificarte, pero tú no te has dejado purificar de tu impureza. No serás, pues, purificada hasta que yo no desahogue mi furor en ti. Yo, Yahveh, he hablado, y cumplo la palabra: no me retraeré, no tendré piedad ni me compadeceré. Según tu conducta y según tus obras te juzgarán, oráculo del Señor Yahveh (24,11-14). Ezequiel las transforma en alegorías las acciones simbólicas, lo mismo que las parábolas. Cuando parece que describe una caldera y su contenido, Ezequiel, en el fondo, está pensando en Jerusalén y sus habitantes. Por ello la descripción parece a veces incoherente, pero es que la incoherencia de las imágenes es la regla de cualquier representación alegórica. Así resulta que todo lo que se dice de la caldera es aplicable a Jerusalén. Ni las masacres, ni la primera deportación, ni un violento incendio han sido suficientes para purificar la ciudad de su pecado. La ciudad es, como dicen los falsos profetas, una caldera; pero no es una caldera de bronce, que el enemigo no puede asaltar, como ellos dicen. Se trata de una caldera, cuya herrumbre ha carcomido profundamente el metal, es una caldera manchada de sangre y, por más que se la ponga al rojo, seguirá siempre sucia. Con esta parábola de la olla, propuesta el mismo día en que comienza el asedio de Jerusalén, Ezequiel anuncia el fin de la ciudad sanguinaria.

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19. MUERTE DE SU ESPOSA Ezequiel es profeta de Dios. Su palabra es palabra de Dios. Por ello también su vida se convierte en palabra de Dios. Dios asume la vida del profeta y hace de ella un símbolo de su acción. Con la actuación en la vida de Ezequiel, Dios habla al pueblo, le transmite un mensaje. Esta vez no se trata de una representación ante los desterrados, sino de la misma vida de Ezequiel que aparece como espectáculo ante ellos. Es algo que también vive Pablo, que nos dice: “pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha puesto como espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres” (1Co 4,9). Antes lo fue el matrimonio de Oseas con una mujer, prostituta primero y adúltera después. Palabra de Dios es la vida célibe de Jeremías. Todos ellos llevan en el dolor de su propia carne el mensaje que anuncian. Ahora se hace palabra la muerte prematura de la esposa de Ezequiel. Este acontecimiento doloroso de su vida se convierte en parábola en acción. La palabra de Yahveh le anuncia lo más inesperado: -Hijo de hombre, mira, voy a quitarte de golpe el encanto de tus ojos. Pero tú no te lamentes, no llores, no derrames una sola lágrima (24,15-16). Ezequiel cierra la primera etapa de su ministerio, en el que anuncia la caída de Jerusalén, con esta acción simbólica, la acción más trágica de su vida: la muerte de su esposa. A Jeremías Dios le prohíbe participar en el luto de los demás: “No entres en casa de duelo, ni vayas a plañir, ni les consueles; pues he retirado mi paz de este pueblo, la merced y la compasión. Morirán grandes y chicos en esta tierra. No se les sepultará, ni nadie les plañirá, ni se arañarán ni se raparán por ellos, ni se partirá el pan al que está de luto para consolarle por el muerto, ni le darán a beber la taza consolatoria por su padre o por su madre” (Jr 16,57). A Ezequiel se le prohíbe desahogar en público su dolor, ha de sufrir en silencio: -Lamentate en silencio, sin hacer el duelo de muertos. Ciñe el turbante a tu cabeza, ponte tus sandalias en los pies, no te cubras la barba, ni comas el pan del duelo (24,17). Isaías anuncia la catástrofe de Jerusalén para el futuro. Jeremías y Ezequiel son contemporáneos de su realización. En su vida cae Jerusalén, es incendiado el templo, se derrumba el estado de Israel. Con ellos se llega al final; tras ellos no hay porvenir. Ninguno de los dos tiene hijos. Jeremías permanece célibe (Jr 13,1) y de Ezequiel, a quien se le muere la esposa, el texto no dice nada de que le hubiera dado hijos. En su propia existencia llegan al punto más bajo de la historia de Israel. Aunque Ezequiel es más joven que Jeremías, ambos profetas asisten a los acontecimientos que, desde el reinado de Josías, preparan la caída del reino de Judá. Ambos ven desaparecer a cinco reyes. Dos de ellos, Josías y su hijo Yoyaquim, mueren acribillados de flechas en el campo de batalla. Los otros tres, -Joacaz, Joaquín y Sedecías, hijos o nietos de Josías-, morirán en las prisiones del exilio, en Egipto o en Babilonia. Y es que Jerusalén está situada entre los bloques rivales, inclinándose unas veces ante uno y otras ante el otro, pero colocándose siempre del lado peor. Jeremías y Ezequiel, en Jerusalén o en Babilonia, cargan en su persona con el peso de esta realidad histórica. Si Jeremías se pasea por las calles de Jerusalén con un yugo a sus espaldas (Jr 28), Ezequiel permanece clavado en su lecho, inmóvil durante el tiempo de espera de la catástrofe, mudo desde la muerte de su esposa. Ezequiel ha escuchado la palabra de Dios quizás en la noche; en la mañana se la transmite al pueblo y en la tarde la palabra se cumple. Su esposa muere repentinamente: -Yo hablé al pueblo por la mañana, y por la tarde murió mi esposa; y al día siguiente por la mañana hice como se me había ordenado (24,18). 74

El comportamiento de Ezequiel es llamativo, con lo que se convierte en signo para el pueblo. Todos conocen el amor de Ezequiel a su esposa, “el encanto de sus ojos”. ¿Cómo es que no le hace ni siquiera los gestos rituales de duelo? El pueblo, que va a condolerse con él, le dice: -¿No nos explicarás qué significado tiene para nosotros lo que estás haciendo? (24,19). Ezequiel se calla sus sentimientos y transmite la palabra que Yahveh le dirige: -He aquí que yo voy a profanar mi santuario, orgullo de vuestra fuerza, encanto de vuestros ojos, pasión de vuestras almas. Vuestros hijos y vuestras hijas, que habéis abandonado, caerán a espada (24,21). El santuario de Jerusalén es para Dios y para los israelitas lo que la esposa es para Ezequiel. Dios proclama sus cualidades, exaltando al templo como lugar de protección, expresión de belleza y de valor espiritual. Si Ezequiel no muestra signos de conmoción ante la pérdida de su esposa, Yahveh se mostrará también impasible ante la pérdida del templo. Ezequiel exhorta al pueblo a hacer lo que él está viviendo ante ellos: -Y vosotros haréis como yo: no os cubriréis la barba, no comeréis pan de duelo, seguiréis llevando vuestros adornos en la cabeza y vuestras sandalias en los pies, no os lamentaréis ni lloraréis. Os consumiréis a causa de vuestras culpas y gemiréis los unos con los otros (24,22-23). La destrucción de Jerusalén será como la muerte de la esposa de Ezequiel. Los israelitas se encontrarán ante un acontecimiento imprevisto, inesperado, repentino, hasta el punto que no podrán hacer ni siquiera los gestos propios del luto. Será algo tan desesperante que no tendrán ni lágrimas para llorarlo. El profeta es un signo para todos: -Ezequiel será para vosotros un símbolo; haréis todo lo que él ha hecho. Y cuando esto suceda, sabréis que yo soy el Señor Yahveh (24,24). Con la muerte de su esposa, prefiguración anticipada de la destrucción del templo de Jerusalén, Ezequiel se queda mudo. La mudez le va a durar hasta que un fugitivo lleve la noticia a los desterrados de la destrucción de Jerusalén. En el anuncio de la destrucción del templo, Ezequiel nos deja el eco mudo de su amor, como sacerdote, por el santuario de Dios. Se trata del encanto de sus ojos, del amor de su alma. Ezequiel dedica al templo las mismas expresiones que dedica a sus esposa y que la esposa del Cantar de los cantares dedica al esposo. La destrucción de templo le deja mudo. Sólo el dolor de la noticia le hará recobrar el habla: -Y tú, hijo de hombre, el día en que yo les quite su apoyo, su alegre ornato, el encanto de sus ojos, el anhelo de su alma, sus hijos y sus hijas, ese día llegará donde ti el fugitivo que traerá la noticia. Aquel día se abrirá tu boca para hablar al fugitivo; hablarás y ya no seguirás mudo; serás un símbolo para ellos, y sabrán que yo soy Yahveh (24,25-27). El anuncio de la destrucción de Jerusalén es una experiencia tan fuerte que Ezequiel no olvida. Recuerda su fecha con precisión: -El año duodécimo, el día cinco del décimo mes de nuestra cautividad, llegó donde mí el fugitivo de Jerusalén y me anunció: “La ciudad ha sido tomada”. La mano de Yahveh había venido sobre mí, la tarde antes de llegar el fugitivo, y me había abierto la boca para cuando éste llegó donde mí por la mañana; mi boca se abrió y no estuve más mudo (33,21-22). La mudez de Ezequiel se hace palabra elocuente del silencio de Dios durante la destrucción del templo y la ciudad. Al levantarse la gloria de Dios y abandonar el templo de Jerusalén, Ezequiel queda paralizado y mudo. La inmovilidad es símbolo del asedio de Jerusalén. También por esos días está Jeremías encerrado realmente en prisión (Jr 20; 32,3; 75

33,1; 38). Ezequiel nos dice de sí mismo: -Entonces, el espíritu entró en mí y me dijo: “Ve a encerrarte en tu casa”. Hijo de hombre, he aquí que se te van a echar cuerdas con las que serás atado, para que no aparezcas en medio de ellos. Yo haré que tu lengua se te pegue al paladar, quedarás mudo y dejarás de ser su censor, porque son una casa de rebeldía. Mas cuando yo te hable, abriré tu boca y les dirás: Así dice el Señor Yahveh; quien quiera escuchar, que escuche, y quien no quiera, que lo deje; porque son una casa de rebeldía (3,25-27).

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20. ELEGÍA POR EL NAUFRAGIO DE TIRO Los profetas se ocupan de las naciones, con cuya historia se ve envuelto Israel (Am 12; Is 13-23; Jr 47-51). Se trata siempre de oráculos “contra las naciones”. Se las censura sobre todo su orgullo ante Dios y su violencia contra el pueblo de Dios. La arrogancia que las lleva a exaltarse por encima de Dios, confiando en su propio poder, es el caso de las grandes potencias, como Asiria, Egipto, Babilonia y Tiro. Esta arrogancia las lleva a verse precipitadas en el polvo, cuando pasa el poder de una a otra de ellas. Quienes habían puesto su confianza en la potencia de turno, al verla hundida hasta el suelo, caen en la consternación. En cambio, las naciones más pequeñas pecan sobre todo saqueando y oprimiendo al pueblo de Dios, tratando a veces de devorarlo del todo. Según Ezequiel el juicio de Dios contra las naciones se debe a que “se han alegrado de la caída de su pueblo” (25,3.6), han negado su elección (26,8), han desfogado su odio contra Israel (25,12.15). Ahora bien, Israel puede ser infiel a Dios y merecer su castigo, el exilio, pero es “siempre pueblo consagrado al Señor, primicias de su cosecha, quien lo come, lo paga” (Jr 2,3). Las naciones circundantes han tocado a Israel, Dios interviene contra ellas. Ezequiel profetiza contra siete naciones. Comienza por los vecinos de Israel, desde el este, siguiendo el sentido de las agujas del reloj: Amón, Moab, Edom, Filistea, Tiro, Sidón y Egipto (25,1-32,32). La restauración de Israel, que anuncia Ezequiel, exige el exterminio de esos pueblos, para que Israel goce de una paz duradera. La historia del Oriente Próximo estuvo dominada durante siglos por la rivalidad de dos grandes potencias: Egipto, por una parte, y Asiria y Babilonia, por otra. Israel se halla casi a la misma distancia de ambos rivales, entre el Nilo y el Éufrates. Situada en el camino que recorren esas potencias, desprovista de fronteras naturales, Palestina ocupa una situación singularmente incómoda. Se la considera “la puerta de los pueblos” (26,2). Sólo comento la elegía por el naufragio de Tiro y el anuncio de la caída de Egipto. Para muchos comentaristas los capítulos (26-28) dedicados a Tiro son de los más brillantes de Ezequiel. Tiro, en el Líbano actual, se halla sobre una roca que emerge del mar, a unos cuantos kilómetros de la tierra firme (26,3-4). Circundada por el mar, era prácticamente inexpugnable. En realidad está suspendida en alto como un trono, donde se sienta orgulloso su rey. Desde la “Roca de los mares” parten en todas direcciones sus famosas naves. Sus marinos llegaron hasta Occidente, propagando el alfabeto, que asimilaron los griegos. De Tiro eran los arquitectos y constructores principales del templo de Salomón (1R 5; 9,25). Jezabel, la esposa de Acab, era hija del rey de Tiro (1R 1,16). Tiro fue uno de los promotores de la rebelión contra Nabucodonosor (Jr 27,2-11), por lo que éste atacó a Tiro, después de tomar Jerusalén (Ez 26,3). Pero el rey de Babilonia no pudo vencerla a causa de su posición estratégica. Sólo Alejandro Magno, después de unirla a tierra por un dique artificial, logró tomarla y destruirla en el año 332 antes de Cristo. Lo que caracteriza a Tiro y la hace importante es sobre todo el comercio. Sus naves surcan el Mediterráneo, transportando mercancías de todos los pueblos de Oriente. Ezequiel escribe la larga lista de naciones que comercian con Tiro (27,12-25). Su comercio significa riqueza y poder. Seguridad, al estar defendida por el mar, y riqueza la llevan a sentirse “perfecta en belleza” (27,3), “rica y gloriosa en medio de los mares” (27,25). Pero esto tiene una consecuencia inmediata, según la denuncia de Ezequiel: 77

-Tu corazón se ha engreído y has dicho: Soy un dios, estoy sentado en un trono divino, en el corazón de los mares (28,2). Para describir este esplendor, Ezequiel coloca al príncipe de Tiro en el jardín del Edén: -Eras el sello de una obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas, aderezados desde el día de tu creación. Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo, estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego. Fuiste perfecto en su conducta desde el día de tu creación, hasta el día en que se halló en ti la iniquidad.(28,12-15). El lujo desenfrenado de su riqueza lleva a Tiro al orgullo de sentirse por encima de Dios: -Con tu sabiduría y tu inteligencia te has hecho una fortuna, has amontonado oro y plata en tus tesoros. Por tu gran sabiduría y tu comercio has multiplicado tu fortuna, y por su fortuna se ha engreído tu corazón. Por eso, así dice el Señor Yahveh: Porque has equiparado tu corazón al corazón de Dios (28,4-6) Por ello a Tiro le llega el momento en “que se abajará toda altanería humana” (Cf Is 2,12-18). Es el día en que Dios se alza y le dice a Ezequiel: -Hijo de hombre, di al príncipe de Tiro: Así dice el Señor Yahveh:... Tú que eres un hombre y no un dios, equiparas tu corazón al corazón de Dios (28,2). Dios reduce Tiro a una roca pelada (25,4.14), convertida en un “tendedero de redes” (26,5). De sus magníficos palacios y de sus riquezas no quedará nada en pie. “Heme aquí contra ti” (26,3), dice el Señor, atribuyéndose lo que realiza mediante sus instrumentos, los “pueblos numerosos, es decir, el gran ejército de Nabucodonosor con sus innumerables mercenarios. Este ejército cae sobre Tiro como las olas del mar contra sus acantilados (26,3). Entonces cesa el tumulto de la ciudad alegre por su rico comercio: -Yo haré cesar la armonía de tus canciones, y no se volverá a oír el son de tus cítaras. Te convertiré en roca pelada, quedarás como secadero de redes; no volverás a ser reconstruida (26,13-14). Ezequiel presenta la ciudad de Tiro como un imponente edificio que se viene abajo ante el estupor de sus antiguos admiradores. Las ciudades costeras del Mediterráneo, las islas del mar, que vivían del comercio de Tiro, al verla hundida, hacer grandes manifestaciones de duelo, se despojan de sus mantos y se visten de espanto (26,16). También Ezequiel entona una bellísima elegía a la pasada gloria de la gran ciudad comercial. Es el capítulo 27, que se debe leer entero. Bajo la imagen de un navío orgulloso y lujosamente empavesado, con una tripulación formada por excelentes soldados y ricos comerciantes, con sus bodegas llenas de exóticas mercancías, Ezequiel nos describe a Tiro en el momento de naufragar. Los ejércitos, que el Señor manda contra Tiro, son como olas sucesivas que en un día de gran borrasca la cubren y la sacuden por todos lados. El naufragio de Tiro va a asombrar al mundo. La nave, rica y gloriosa, sobrecargada de riquezas, conducida a alta mar, se hace pedazos al ser alcanzada por el viento huracanado del este. Con la nave se hunden en el mar sus riquezas y cuantos vivían de ellas. Así Tiro, que parecía un dios, yace en el abismo del mar, destruida para siempre. En el capítulo 28 se personifica a Tiro con un rey arrogante que será hundido en el polvo porque, no siendo más que un hombre, se exalta por encima de toda medida humana, y 78

en segundo lugar, se hunde porque, habiendo sido exaltado por Dios, rechaza ese honor y busca su propia gloria por su cuenta, por otros caminos de su agrado. Con ironía Ezequiel habla de la gran sabiduría de Tiro puesta al servicio de una locura, es decir, en la búsqueda de riquezas y esplendor que perecen: -Con tu sabiduría y tu inteligencia te has hecho una fortuna, has amontonado oro y plata en tus tesoros. Por tu gran sabiduría y tu comercio has multiplicado tu fortuna, y por su fortuna se ha engreído tu corazón. Por eso, así dice el Señor Yahveh: Porque has equiparado tu corazón al corazón de Dios, por eso, he aquí que yo traigo contra ti extranjeros, los más bárbaros entre las naciones. Desenvainarán la espada contra tu linda sabiduría, y profanarán tu esplendor; te precipitarán en la fosa, y morirás de muerte violenta en el corazón de los mares. ¿Podrás decir aún: Soy un dios, ante tus verdugos? Pero serás un hombre, que no un dios, entre las manos de los que te traspasen. Tendrás la muerte de los incircuncisos, a manos de extranjeros (28,4-10). Tiro, elegida por Dios, es desechada (28,11-19). Ezequiel, en una evocación del paraíso perdido por Adán y Eva, presenta alegóricamente la historia de las relaciones entre Tiro e Israel. Tiro es la única nación vecina no hostil a Israel. Pero después de esa prolongada relación amistosa con Israel, Tiro se enriqueció, con lo que se llenó de orgullo y despreció al reino humilde y pequeño de Israel. Como sólo le interesaba “acumular riquezas” se fue corrompiendo hasta que, en la persona de un miembro de la familia real, fue expulsado del templo y de la tierra (2R 11,13-16), con lo que quedó sellada su separación del pueblo de Dios, ganándose la firme condena que anuncia Ezequiel. Ezequiel contempla al rey de Tiro bajo la misma luz con que Isaías había visto al rey de Babilonia (Is 14). Con su orgullo ha instalado su trono en los cielos, irguiéndose contra Dios. Por ello, Dios lo derriba de su trono, precipitándolo en el abismo del sheol. El príncipe de Tiro repite, como el rey de Babilonia, “yo soy un dios”. Ezequiel, en nombre de Dios, le replica: -¡No, tú eres un hombre! Ezequiel, para describir el pecado de Tiro, toma los símbolos del Edén perdido por el orgullo del hombre. En su arrogancia el hombre desea ocupar el puesto de Dios, suplantarlo y decidir por sí mismo lo que es justo y lo que es injusto, en vez de acoger lo que Dios propone como bueno o malo. El paraíso terrenal, que Ezequiel nos pinta, parece un jardín repleto de maravillas: -Eras el sello de una obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas, aderezados desde el día de tu creación (28,12-13). La industria de orfebrería y de piedras preciosas, floreciente en Tiro, hace que Ezequiel compare al príncipe de Tiro, con una joya exquisita. Alude igualmente al vidrio de su litoral: -Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo, estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego (28,14). Sin embargo estos dones de Dios no han llevado a Tiro a la gratitud, sino al orgullo: -Fuiste perfecto en tu conducta desde el día de tu creación, hasta el día en que se halló en ti iniquidad. Por la amplitud de tu comercio se ha llenado tu interior de violencia, y has pecado. Y yo te he degradado del monte de Dios, y te he eliminado, querubín protector, de en medio de las piedras de fuego. Tu corazón se ha pagado de tu belleza, has corrompido tu 79

sabiduría por causa de tu esplendor. Yo te he precipitado en tierra, te he expuesto como espectáculo a los reyes. Por la multitud de tus culpas por la inmoralidad de tu comercio, has profanado tus santuarios. Y yo he sacado de ti mismo el fuego que te ha devorado; te he reducido a ceniza sobre la tierra, a los ojos de todos los que te miraban. Todos los pueblos que te conocían están pasmados por ti. Eres un objeto de espanto, y has desaparecido para siempre (28,15-19). Unos siglos después, el autor del Apocalipsis, se sirve de las mismas imágenes, recreándolas a su modo, para describir la caída de otra potencia que se levanta, igualmente arrogante, sobre los mares: la gran prostituta, la gran ciudad, la bestia del Apocalipsis, Roma, la perseguidora de los cristianos (Ap 18-19). Ezequiel tiene ante sus ojos la isla de Tiro, pero su palabra cobra un significado más profundo. Con su mirada de profeta nos da una visión del mundo y de la historia. Toda potencia humana, cuando se alza sobre la cresta de las olas, está amenazada de caer en la tentación de creerse dios. Y ésta es un tentación satánica. Sólo Dios es Dios y quien quiera revestirse del manto de dios caerá a tierra por su mismo peso. La historia es una letanía de ejemplos de esta parábola: Adán, los constructores de la torre de Babel, el Faraón de Egipto, Asiria, Tiro... Egipto, la gran potencia del Oriente Medio antiguo, ha suscitado siempre una fuerte atracción sobre los pequeños reinos de Palestina. Israel, ya desde sus orígenes, siente esa atracción. Según Ezequiel, el nacimiento del pueblo como pueblo de Dios se identifica con el abandono de Egipto, donde predominaba la prostitución con los ídolos y donde la virgen de Israel ha sido violentada (23,3). Pero ya en el camino por el desierto Israel siente la tentación de volverse a Egipto. Y, una vez establecido en la tierra, son muchas las veces en que desea sellar una alianza con Egipto (c. 16,20 y 23), aunque ello suponga una infidelidad al Señor. Los oráculos contra Egipto son intentos del profeta que desea disuadir al pueblo de toda alianza con Egipto. Para Ezequiel una alianza con Egipto es inútil y peligrosa: -Has sido un apoyo de caña para la casa de Israel; cuando ellos te agarraban, te rompías en sus manos y desgarrabas toda su palma; cuando se apoyaban en ti, te hacías pedazos y hacías vacilar todos los riñones (29,6-7). Algo semejante había dicho Isaías (Is 36,6). Y también Jeremías se opone a toda alianza con Egipto. Para Ezequiel desear volver a Egipto, aliarse con Egipto, es desear el pasado cuando Israel no conocía a Dios; es un abandono del Señor y volver a la idolatría. Es poner a Egipto en lugar de Dios. Ezequiel presenta a Egipto como un inmenso cocodrilo recostado en medio del Nilo, que considera obra suya y no del Señor. Por eso Dios le amenaza con echarlo fuera del río, donde está su vida, y arrojarlo al desierto, donde se convertirá en carroña, en pasto de las fieras (29,4-5). Este primer oráculo contra Egipto se concluye con una promesa. Es un texto curioso en el que Ezequiel anuncia la esperanza de una alianza con Dios por parte de una de las grandes potencias paganas y hostil a su pueblo: Egipto. Antes de Ezequiel, Isaías imagina a Dios dirigiéndose con amor a Egipto, Asiria e Israel. Dios desea construir un mundo nuevo en el que entran hasta los enemigos de Israel: “Será conocido Yahveh de Egipto, y conocerá Egipto a Yahveh aquel día, le servirán con sacrificio y ofrenda, harán votos a Yahveh y los cumplirán. Yahveh herirá a Egipto, pero al punto le curará. Se convertirán a Yahveh, y él será propicio y los curará. Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y 80

Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues le bendecirá Yahveh Sebaot diciendo: Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel” (Is 19,21-25). Ezequiel anuncia que Egipto “conocerá que Yahveh es el Señor” el día en que se convierta. Para su conversión Dios le hiere hasta reducirlo a una pequeña nación, sin orgullo, sin pretensiones de dominar el mundo, sin ofrecer una esperanza ilusoria a Israel. Dios le dice: -Hijo de hombre, vuelve tu rostro hacia Faraón y profetiza contra él y contra todo Egipto. Dile: Aquí estoy contra ti, Faraón, rey de Egipto, gran cocodrilo, recostado en medio de sus Nilos, tú que has dicho: “Mi Nilo es mío. yo mismo lo he hecho”. Voy a ponerte garfios en las quijadas, pegaré a tus escamas los peces de tus Nilos, te sacaré fuera de tus Nilos, con todos los peces de tus Nilos, pegados a tus escamas. Te arrojaré al desierto, a ti y a todos los peces de tus Nilos (29,1-5)... Dispersaré a los egipcios entre las naciones y los esparciré por los países. Pero al cabo de cuarenta años, reuniré a los habitantes de Egipto de entre los pueblos en los que habían sido dispersados. Recogeré a los cautivos egipcios y los haré volver al país de Patrós, su país de origen. Allí formarán un reino modesto. Egipto será el más modesto de los reinos y no se alzará más sobre las naciones; le haré pequeño para que no vuelva a imponerse a las naciones. No volverá a ser para la casa de Israel apoyo de su confianza, que provoque el delito de irse en pos de él. Y se sabrá que yo soy el Señor Yahveh (29,13-16). Son siete los oráculos de Ezequiel contra Egipto (c. 29-32). Con ellos termina esta parte del libro de Ezequiel. El profeta ha hecho ver a los exiliados el juicio de Dios sobre su pueblo, la “casa rebelde de Israel”, y el juicio de Dios sobre las naciones paganas, que se han excedido en su papel de instrumentos de la justicia divina. Ahora comienza la segunda parte del libro, en donde Ezequiel anuncia la misericordia de Dios, que desea reconstruir a su pueblo. Desmontadas las falsas ilusiones de los exiliados, el profeta les anuncia el amor gratuito de Dios. A la desesperación del pueblo tras la caída de Jerusalén, Ezequiel responde con un mensaje de esperanza.

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21. EL PROFETA COMO CENTINELA DE ISRAEL La primera etapa de la misión de Ezequiel empieza y termina en silencio. Al principio, como muestra de abatimiento por la misión que se le encomienda; y al final, porque la dureza de sus oyentes hace inútil su misión. A los doce años de la deportación, el día 5 del décimo mes (julio del 586), se le presenta a Ezequiel un fugitivo de Jerusalén, que la da la noticia: “Han destruido la ciudad” (33,21-22). Yahveh ha posado su mano sobre él la tarde anterior. A Ezequiel, mudo desde la muerte de su esposa, con la noticia de la caída de Jerusalén se le desata la lengua. Comienza una nueva etapa en su actividad profética. Su palabra, brotada ahora del silencio de la mudez, es una palabra nueva. La vida nace de la esterilidad; la palabra, del silencio. Ezequiel, profeta de Dios, ha estado mudo durante el asedio de Jerusalén, porque Dios ha callado en la última hora de Jerusalén. El Señor se ha impuesto silencio a sí mismo durante la caída de la ciudad, encanto de sus ojos. Ha asistido desde cerca, pero sin intervenir, a la muerte de su ciudad elegida, con su templo y murallas. Ezequiel desde lejos, en Babilonia, vive la misma suerte. Con la muerte de su esposa comparte en silencio el dolor de Dios por la destrucción de su morada. Ahora Ezequiel recibe de nuevo la palabra de Dios. Es casi como una nueva vocación, con la que es constituido en atalaya de Israel. . -La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, habla a los hijos de tu pueblo (33,1). Hasta la destrucción de Jerusalén, Ezequiel en Babilonia, lo mismo que Jeremías en Palestina, se dedica a acusar a Israel de sus pecados; las palabras, con las que se ha nutrido y ha dado al pueblo, han sido “lamentaciones, llantos y ayes” (2,10), ahora serán sobre todo palabras de esperanza, dirigidas a superar el desaliento del pueblo. Dios instruye a su profeta sobre su ministerio. El profeta es boca de Dios, no tiene una palabra propia, transmite la palabra que Dios pone en sus labios. El profeta es ante todo un centinela. Dios le encarga que se lo diga al pueblo: -Les dirás: Si yo hago venir la espada sobre un país, y la gente de ese país escoge a uno de los suyos y le ponen como centinela; y éste, al ver venir la espada sobre el país, toca el cuerno para advertir al pueblo: si resulta que alguien oye bien el sonido del cuerno, pero no hace caso, de suerte que la espada sobreviene y le mata, la sangre de este hombre recaerá sobre su propia cabeza. Ha oído el sonido del cuerno y no ha hecho caso: su sangre recaerá sobre él. En cambio, el que haya hecho caso, salvará su vida. Si, por el contrario, el centinela ve venir la espada y no toca el cuerno, de suerte que el pueblo no es advertido, y la espada sobreviene y mata a alguno de ellos, perecerá éste por su culpa, pero de su sangre yo pediré cuentas al centinela (33,2-6). Con esta parábola se define la función del centinela. Ezequiel no es el primero en utilizar esta imagen para caracterizar la misión del profeta. Ya Jeremías habla de los centinelas que el Señor da a su pueblo para que den la alerta en caso de peligro (Jr 6,17). También Oseas (Os 5,8; 6,5), Habacuc (Ha 2,1) e Isaías (Is 21,6) llaman centinelas a los profetas. Ser centinela es una cualidad que distingue al verdadero profeta del falso. Los falsos profetas no suben a las brechas para ver lo que ocurre y advertir al pueblo (Ez 13,5). El verdadero profeta vigila y está atento a la palabra de Dios y, a su luz, interpreta los acontecimientos de la historia. La imagen de centinela evoca también la urgencia y el peligro que se cierne sobre el pueblo, pues el profeta aparece en los momentos críticos del pueblo. Él 82

en esos momentos difíciles escruta las señales de los tiempos. El vigía salva su vida porque está atento a los peligros que acechan a los demás y les da la voz de alarma. Del mismo modo el profeta salva su vida en la medida en que es fiel a su misión. Pero hay una paradoja en esta llamada de Dios a ser centinela precisamente cuando no hay ciudad ni murallas donde instalarse para dar el grito de alarma. ¿Y contra quién ha de alertar? Contra Dios mismo. Es Dios quien tiene la espada desenvainada. Destruida su ciudad santa, su espada no vuelve al reposo de la vaina, prosigue amenazante tras los desterrados si, con el castigo de Jerusalén, no se convierten a Él. Pero Dios no desea la muerte de sus hijos rebeldes, sino que se conviertan y vivan. Por ello les pone un centinela, que les advierta antes de que llegue a ellos la espada. Ezequiel es ese centinela para los desterrados: -A ti, también, hijo de hombre, te he hecho yo centinela de la casa de Israel. Cuando oigas una palabra de mi boca, les advertirás de mi parte (33,7). En la presentación de Ezequiel como centinela nos encontramos con una imagen impresionante: la espada que camina, la espada del juicio de Dios, que avanza en busca de su pueblo. El profeta, solo, en la noche, ve el peligro inminente, mientras sabe que el pueblo duerme, sin ningún deseo de que le despierten. Él, vigía atento, debe dar la alarma, sonar la trompeta y romper la paz del pueblo. Es sorprendente este modo de actuar de Dios, que desenvaina la espada y, sin embargo quisiera que ninguno fuera herido por ella. Porque desea que todos se salven de su espada avisa al profeta: ¡Ay, de ti, si alguien perece por tu culpa, porque no has gritado lo suficiente para salvarlo! El acoso de Dios es una palabra de amor. Dios no desea sorprender a su pueblo y aniquilar a todos. Sí, eliminará a quienes no escuchen la palabra, pero salvará a quienes la acojan: -Si yo digo al malvado: “Malvado, vas a morir sin remedio”, y tú no le hablas para advertir al malvado que deje su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre yo te pediré cuentas a ti. Si, por el contrario, adviertes al malvado que se convierta de su conducta, y él no se convierte, morirá él debido a su culpa, mientras que tú habrás salvado tu vida (33,8-9). La parábola sobre la misión del profeta se actualiza en la vida de Ezequiel. Él queda implicado en su misión de atalaya. “No duerme ni reposa el centinela de Israel” (Sal 121,3-5). No duerme el Señor, no puede dormir tampoco su profeta. Es un centinela, un vigilante. Está en juego la vida de las personas. Aunque sean malvadas, Dios no desea su muerte. Amenaza, pronuncia incluso la sentencia de muerte, pero retrasa la ejecución para dar tiempo al arrepentimiento y poder ser clemente: -Y tú, hijo de hombre, di a la casa de Israel: Vosotros andáis diciendo: “Nuestros crímenes y nuestros pecados pesan sobre nosotros y por causa de ellos nos consumimos. ¿Cómo podremos vivir?” Diles: “Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta de su conducta y viva” (33,10-11). La culpa, en el momento de la pena, puede adquirir proporciones inmensas y llevar al hombre a la desesperación. Satanás, que incita a pecar, después del pecado agranda la culpa para quitar toda esperanza de salvación. Es el acusador. El Paráclito convence al hombre de pecado, pero no le condena (Jn 16,8ss). Cuando el hombre cree que ya no hay esperanza, Dios le envía a su profeta con una palabra de vida, con el anuncio de la vida nueva que Dios le ofrece: -Convertíos, convertíos de vuestra mala conducta (33,11). Dios mismo se sorprende de la insensatez humana. Con ojos de extrañeza Dios 83

pregunta a su pueblo y sigue preguntándonos a nosotros: -¿Por qué queréis morir, casa de Israel? (33,11). El profeta, al dar la señal de alarma, está anunciando que aún hay tiempo para evitar la muerte. Todavía se puede cambiar el curso de los acontecimientos. El malvado aún puede desandar el camino que le lleva al precipicio. Ezequiel da la alarma a cada persona. Ni la justicia actual es una garantía perpetua ni el pecado presente es una desgracia irremediable. Dios ofrece a Israel, pecador, la posibilidad del presente, el kairós del momento saludable, el “aquí y ahora” de la palabra que salva. Un acto puede cambiar todo: -Y tú, hijo de hombre, di a los hijos de tu pueblo: La justicia del justo no le salvará el día de su perversión, ni la maldad del malvado le hará sucumbir el día en que se aparte de su maldad. Pero tampoco el justo vivirá en virtud de su justicia el día en que peque. Si yo digo al justo: “Vivirás”, pero él, fiándose de su justicia, comete la injusticia, no quedará memoria de toda su justicia, sino que morirá por la injusticia que cometió. Y si digo al malvado: “Vas a morir”, y él se aparta del pecado y practica el derecho y la justicia, si devuelve la prenda, restituye lo que robó, observa los preceptos que dan la vida y deja de cometer injusticia, vivirá ciertamente, no morirá. Ninguno de los pecados que cometió se le recordará más: ha observado el derecho y la justicia; ciertamente vivirá (33,12-16). Mientras Isaías y Jeremías dan la alarma para salvar al pueblo, Ezequiel, en estos momentos, se interesa por la vida de cada persona. Con la urgencia del momento crítico que vive Israel, cada miembro del pueblo, si es justo se salva (33,13), si es malvado, muere si no se convierte (33,14-16). La palabra de Dios se hace personal, busca penetrar en el corazón singular de cada uno. Dios no quiere que se pierda ni uno de sus hijos. Es lo que dirá Jesús en el Evangelio (Jn 6,39). Para salvar al mayor número Pablo se gasta y desgasta, se hace “todo a todos, para salvar a toda costa a algunos” (1Co 9,22). Pablo, lo mismo que Ezequiel, se siente centinela y no puede sustraerse a su misión: “¡Ay de mí si no anunciase el Evangelio!” (1Co 9,16). El día de la caída de Jerusalén, el 19 de julio del 586, Ezequiel queda mudo e inmóvil (24,26-27) hasta que un fugitivo, el 5 de enero del 585, le comunica la noticia (24,26-27). Con la noticia recobra el habla (33,21-22). Desde el asedio de Jerusalén, Ezequiel no transmitió ningún mensaje a los exiliados, dejó que los acontecimientos hablaran por sí mismos. Y ahora, cuando la catástrofe confirma su palabra, se hace famoso. La gente acude a escuchar su palabra. Es para ellos “un cantor de baladas”. Dios le advierte que no se deje engañar: “tú eres para ellos como una canción de amor de uno que tiene hermosa voz y toca la cítara diestramente” (33,32). La predicación satisface al oído y al sentimiento, pero no cambia la vida de los oyentes. Dios advierte de la gravedad de esa actitud frente al profeta: -Y tú, hijo de hombre, mira que los hijos de tu pueblo se burlan de ti junto a los muros y a las puertas de sus casas. Se dicen unos a otros: “Vamos a escuchar qué palabra viene de parte de Yahveh”. Y vienen a ti en masa, y se sientan delante de ti; escuchan tus palabras, pero no las ponen en práctica. Y mientras halagan con su boca, su corazón sólo anda buscando su interés. Tú eres para ellos como una canción de amor, graciosamente cantada, con acompañamiento de buena música. Escuchan tus palabras, pero no hay quien las cumpla (33,30-32). Los oyentes de Ezequiel, con el tiempo, han pasado de la resistencia y oposición a su palabra a una actitud diversa, pero igualmente perversa. Escuchan al profeta, pero no tienen ninguna intención de poner en práctica su palabra en la vida. Les divierte la palabra del profeta. Le toman como poeta más que como profeta. Como quien les divierte con bellas 84

coplas. Alimenta más la curiosidad que la fe. Todo el esfuerzo del profeta por encarnar la palabra en la historia sólo sirve para alagar el oído de los oyentes. Le alaban, pero no le toman en serio, no se convierten. Antes de que Dios se lo advierta, Ezequiel mismo lo había notado y se había quejado ante Dios de que, por su culpa, todos le llamasen “charlatán de parábolas”: Yo dije: - ¡Ah, Señor Yahveh!, ésos andan diciendo de mí: ¿No es éste un charlatán de parábolas? (21,5).

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22. LOS PASTORES DE ISRAEL Si el profeta está constituido por Dios como centinela de su pueblo, el rey y sus gobernantes están puestos al frente del pueblo como sus pastores. Además del rey entran en la categoría de pastores los príncipes, sacerdotes, los jefes del pueblo, los funcionarios públicos, es decir, cuantos tienen una misión de guías para el pueblo. La alegoría no la inventa Ezequiel. Ya ha sido usada antes de él. Más bien Ezequiel se inspira en Jeremías (Jr 23,1-4). Pero Ezequiel amplía la imagen, desarrollándola a su gusto en un largo capítulo. Sobre todo Ezequiel se preocupa de denunciar a los malos pastores, hasta concluir anunciando su sustitución, cuando el Señor en persona será el Pastor de Israel. Entonces el Señor, congregado su rebaño en su tierra, separará a las ovejas de los machos cabríos, que perturban la paz de la grey. Es el Señor quien se encargará de recoger a sus ovejas dispersas entre las naciones, congregándolas de nuevo en la tierra de Israel. Luego el Señor elegirá un pastor, el Buen Pastor, que cuide a su rebaño. Así lo que comienza con un ¡ay! de amenaza concluye con una promesa de salvación. Ezequiel comienza su parábola sobre los pastores denunciando enérgicamente el uso del poder en provecho propio: -¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? (34,2) A los pastores se les hace sobre todo un reproche y es que, en lugar de servir al rebaño, se sirven de las ovejas para su provecho. En lugar de defender a las ovejas, se dedican a devorarlas. Son los que denuncia Pablo diciendo que “buscan sus intereses y no los de Cristo Jesús” (Flp 2,20). Sigue una enumeración de diez acciones malvadas o negligencias de los pastores: -Vosotros os habéis tomado la leche, os habéis vestido con la lana, habéis sacrificado las ovejas más gordas; no habéis apacentado el rebaño. No habéis fortalecido a las ovejas débiles, no habéis cuidado a la enferma ni curado a la herida, no habéis recogido a la descarriada ni buscado a la perdida; sino que las habéis dominado con violencia y dureza (34,3-4). San Agustín aterriza la palabra diciendo que “buscan el dinero con que remediar sus necesidades y la aureola del honor con que cubrirse de alabanzas”. “Los bienes que el pueblo ofrece para el sustento de los pastores es como la leche del rebaño” y “con la imagen del vestido queda bien significado el honor, pues el vestido sirve para cubrir la desnudez”. Con pastores así las ovejas del Señor, -constantemente resuena el eco en todo el capítulo “mis ovejas”-, se han dispersado, desbandadas primero por los montes de Israel y luego entre las naciones paganas: -Y ellas, por falta de pastor, se han dispersado y se han convertido en presa de todas las fieras del campo. Mis ovejas se han dispersado y andan errantes por todos los montes y altos collados; mis ovejas se han dispersado por toda la superficie de la tierra, sin que nadie se ocupe de ellas ni salga en su busca (34,5-6). El Señor sigue insistiendo en que las ovejas son suyas, no pertenecen a los pastores. Los pastores, puestos por el Señor, son sólo ministros del Señor, a quien han de dar cuenta de las ovejas: -Por mi vida, oráculo del Señor Yahveh, lo juro: Porque mis ovejas han sido expuestas al pillaje y se ha hecho pasto de todas las fieras del campo por falta de pastor, porque mis 86

pastores no se ocupan de mis ovejas, porque ellos, los pastores, se apacientan a sí mismos y no apacientan mis ovejas; por eso, pastores, escuchad la palabra de Yahveh. Aquí estoy yo contra los pastores: reclamaré mis ovejas de sus manos y les quitaré de apacentar mis ovejas. Así los pastores no volverán a apacentarse a sí mismos. Yo arrancaré mis ovejas de su boca, y no serán más su presa (34,8-10). El juicio de Dios exaspera la metáfora y los pastores aparecen como fieras, que hacen de las ovejas su presa. El Señor, en defensa de sus ovejas, se ve obligado a ejercer las tareas de un pastor. Los malos pastores han hecho necesaria la presencia del Señor, su actuación personal. Él interviene para recobrar lo que es suyo: “mis ovejas”: -Aquí estoy yo; yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas. Las sacaré de en medio de los pueblos, las reuniré de los países, y las llevaré de nuevo a su suelo. Las pastorearé por los montes de Israel, por los barrancos y por todos los poblados de esta tierra. Las apacentaré en buenos pastos, y su majada estará en los montes de la excelsa Israel. Allí reposarán en buena majada; y pacerán ricos pastos por los montes de Israel. Yo mismo apacentaré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahveh (34,11-15). “Para ti, Israel, comenta san Agustín, el Señor constituyó montes, es decir, suscitó profetas que escribieran las divinas Escrituras. Apacentaos en ellas y tendréis un pasto que nunca engaña. Todo cuanto en ellas encontréis gustadlo y saboreadlo bien; lo que en ellas no se encuentre repudiadlo. No os descarriéis entre la niebla, escuchad más bien la voz del pastor. Retiraos a los montes de las santas Escrituras, allí encontraréis las delicias de vuestro corazón, nada hallaréis allí que os pueda envenenar o dañar, pues ricos son los pastizales que allí se encuentran. Venid, pues, vosotras, las ovejas que estáis sanas; venid, y apacentaos en los montes de Israel”. Después de la dura reprensión dirigida contra los pastores malvados, Dios proclama que él mismo será pastor de su pueblo, inaugurando una era de paz. Cristo se aplicó a sí mismo esta palabra, para mostrar su misión (Jn 10,1-18; Mt 12,14; Lc 15,4-7). Para presentar la figura luminosa del futuro Buen Pastor, Ezequiel ha hecho el recuento del triste pasado. El contraste entre los pastores, que han llevado a Israel a la perdición, y el Pastor que lo llevará a la salvación, hace más radiante el anuncio de esperanza que Ezequiel presenta a los exiliados, las ovejas dispersas entre las naciones. El Señor lo primero que hace es licenciar a los malos pastores, para que no le devoren sus ovejas. Luego él personalmente congrega a las ovejas dispersas, formando un verdadero rebaño. Su palabra de salvación es para todas sus ovejas dispersas por los cuatro ángulos de la tierra. Las llama a todas, pero lo hace llamando una a una, y yendo en busca de la que no responde a su silbido. Y a continuación comienza a ejercer el trabajo cotidiano de un pastor, el cuidado personal de cada oveja según sus necesidades. El Señor, como Buen Pastor, atiende a cada oveja según su estado, dando a cada una lo que le conviene: -Buscaré la oveja perdida, recogeré a la descarriada, curaré a la herida, curaré a la enferma; guardaré a las gordas y robustas y las pastorearé con justicia (34,16). En el famoso comentario de San Agustín a este discurso de Ezequiel contra los pastores, interpreta alegóricamente todos los tipos de ovejas. Ovejas débiles son aquellos a quienes la tentación les puede hacer caer fácilmente; ovejas enfermas son aquellos a quienes les domina una pasión, que les impide someterse al yugo de Cristo... Así San Agustín especifica el cuidado personal que Dios tiene de cada oveja. Un buen pastor tiene cuidado de 87

cada miembro y de toda la grey, de cada persona y de su lugar en la comunidad. El Señor, que recrimina a los malos pastores, tiene también ciertos reproches que hacer a algunas ovejas: -En cuanto a vosotras, ovejas mías, yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío. ¿Os parece poco pacer en buenos pastos, para que pisoteéis con vuestras pezuñas el resto de los pastos? Os parece poco beber el agua limpia, para que enturbiéis el resto con las pezuñas? ¡Mis ovejas tienen que pastar lo que han pisoteado vuestras pezuñas y beber lo que vuestras pezuñas han enturbiado! (34,17-19) El Señor sigue acusando a las ovejas, denunciando sus delitos: -Yo mismo voy a juzgar entre la oveja gorda y la flaca. Porque vosotras habéis empujado con el flanco y con el lomo y habéis topado con los cuernos a todas las ovejas más débiles hasta dispersarlas en desbandada, yo salvaré a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje (34,20-22). Una vez recogido el rebaño disperso y puesto en orden, el Señor promete un nuevo pastor. Es un pastor según los rasgos conocidos del rey David, un pastor según el corazón de Dios. Será un pastor nuevo y definitivo. Es un pastor único para todo el rebaño. No habrá dos reinos, sino un solo rebaño y un solo pastor: -Yo suscitaré un pastor único que las apacentará, mi siervo David: él las pastoreará y será su pastor. Yo, Yahveh, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos. Yo, Yahveh, he hablado (34,23-24). El Señor no llama rey a este nuevo pastor, sino príncipe. En adelante sólo Dios será rey de su pueblo. El anuncio de un nuevo pastor, sin embargo, se alarga y adquiere sentido mesiánico. Mediante él Dios establece una nueva alianza con su pueblo. En ella el desierto y los bosques inhóspitos se vuelven acogedores para las ovejas. La lluvia será signo de las bendiciones del Señor: -Concluiré con ellos una alianza de paz, haré desaparecer de esta tierra las bestias feroces. Habitarán seguros en el desierto y dormirán en los bosques. Yo los asentaré en los alrededores de mi colina, y mandaré a su tiempo la lluvia, que será una lluvia de bendición (34,25-26). Las bendiciones del Señor llenarán la tierra de frutos: -El árbol del campo dará su fruto, la tierra dará sus productos, y ellos vivirán en seguridad en su suelo. Y sabrán que yo soy Yahveh, cuando rompa las coyundas de su yugo y los libre de la mano de los que los tienen esclavizados. No volverán a ser presa de las naciones, las bestias salvajes no volverán a devorarlos. Habitarán en seguridad y no se les turbará más. Haré brotar para ellos un plantío famoso; no habrá más víctimas del hambre en el país, ni sufrirán más el ultraje de las naciones. Y sabrán que yo, Yahveh su Dios, estoy con ellos, y que ellos, la casa de Israel, son mi pueblo, oráculo del Señor Yahveh. Vosotras, ovejas mías, sois el rebaño humano que yo apaciento, y yo soy vuestro Dios, oráculo del Señor Yahveh (34,27-31). Resuena el eco de las bendiciones con que, dos siglos antes, describía la época mesiánica el profeta Amós: “He aquí que vienen días en que el arador empalmará con el segador y el pisador de la uva con el sembrador; destilarán vino los montes y todas las colinas se derretirán. Entonces haré volver a los deportados de mi pueblo Israel; reconstruirán las ciudades devastadas, y habitarán en ellas, plantarán viñas y beberán su vino, harán huertas y comerán sus frutos. Yo los plantaré en su suelo y no serán arrancados nunca más del suelo que yo les di, dice Yahveh, tu Dios” (Am 9,13). Dios se ha presentado como pastor de Israel desde los orígenes. Cuando Dios libra a 88

su pueblo de la esclavitud de Egipto, se comporta como un pastor. Dios guía a su pueblo como un rebaño, le protege de sus enemigos, le conduce a aguas de vida, le alimenta con el maná y le conduce a una tierra rica y hermosa. El salmista resume esta experiencia, cantando: “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Sal 23). Pero Dios realiza su función de pastor mediante sus ayudantes: “Tú guiaste a tu pueblo cual rebaño por la mano de Moisés y de Aarón” (Sal 77,21). Para ejercer como pastor de Israel, Moisés se preparó cuidando el rebaño de su suegro (Ex 3,1). Y David, el rey por excelencia, el único que recibe el título de pastor de Israel, fue igualmente elegido y sacado de detrás del rebaño: “Y eligió a David su siervo, le sacó de los apriscos del rebaño, le trajo de detrás de las ovejas, para pastorear a su pueblo Jacob, y a Israel, su heredad. El los pastoreaba con corazón perfecto, y con mano diestra los guiaba” (Sal 78,70-72).

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23. CAMBIO DEL CORAZÓN DE PIEDRA POR UNO DE CARNE Ezequiel se enfrenta con las naciones en los oráculos que se encuentran reunidos en medio de su libro. Se refieren a todos los pueblos vecinos de Israel: Amón, Moab, Edom, Filisteos, Tiro y Sidón. Y también interpela a Egipto. Ezequiel no se desinteresa de la marcha de la historia del mundo, pues es dentro de ella donde se desenvuelve la historia de la salvación. Israel vive en medio de los otros pueblos, “errando de pueblo en pueblo, de una nación a otra nación” (Sal 105,13). Separado de esa serie de oráculos contra las naciones está el oráculo contra el monte Seír, es decir, contra Edom. Aunque más que la amenaza contra los montes de Edom (c. 35), Ezequiel hace un anuncio de salvación para Israel, pues desemboca en la promesa para los montes de Israel (c. 36). Frente a la desolación de los montes de Edom, Ezequiel anuncia la bendición de Yahveh sobre los montes de Israel. Dios, pastor de Israel, defiende a sus ovejas y también los campos donde ellas pastan, la tierra de su pueblo. La tierra prometida volverá a ser un maravilloso edén para los repatriados. Aunque Dios ha enviado a su pueblo al exilio, Canaán sigue siendo “heredad de Israel”: -Y tú, hijo de hombre, profetiza sobre los montes de Israel. Dirás: Porque el enemigo ha dicho contra vosotros: “¡Ja, ja, estas alturas eternas han pasado a ser posesión nuestra!”, porque habéis sido asolados y se os ha codiciado por todas partes hasta pasar a ser posesión de las otras naciones, porque habéis sido el blanco de la habladuría y de la difamación de la gente, así dice el Señor Yahveh a los montes, a las colinas, a los barrancos y a los valles, a las ruinas desoladas y a las ciudades abandonadas que han sido entregadas al pillaje y a la irrisión del resto de las naciones circunvecinas..., así dice el Señor Yahveh: Sí, en el ardor de mis celos voy a hablar contra las otras naciones y contra Edom entero, que, con alegría en el corazón y desprecio en el alma, se han atribuido mi tierra en posesión para entregar su pasto al pillaje (36,1-5). El celo de Dios se muestra en el castigo a las naciones y en la defensa de Israel. Dios, que preparó una tierra para acoger a su pueblo que llegaba de Egipto (Dt 6,10-11) o el paraíso para el primer hombre (Gn 2), ahora prepara un país fértil para su pueblo que vuelve del exilio. Ezequiel lo ve con sus ojos de profeta, aunque Jeremías habla de que hay que esperar setenta años (Jr 25,11-12; 29,10). Pero Dios está ya a la obra: -Por ello, profetiza sobre la tierra de Israel. Dirás a los montes y a las colinas, a los barrancos y a los valles: Ved que hablo en mi celo y mi furor: Porque habéis sufrido el ultraje de las naciones, por eso juro mano en alto que las naciones que os rodean cargarán con sus propios ultrajes. Y vosotros, montes de Israel, vais a echar vuestras ramas y a producir vuestros frutos para mi pueblo Israel, porque está a punto de volver (36,6-8). La vuelta del Señor es el comienzo de las bendiciones. Como una brisa ligera recorre aquellos espacios desolados y saqueados. Como en el principio, en el día de la creación, el espíritu de Dios se difunde por las colinas de Israel, preparando los campos, como un nuevo jardín del Edén, para acoger a su pueblo a la vuelta del exilio. Dios promete bendiciones para los campos de sembradío y para la ciudades que serán reconstruidas: -Sí, heme aquí por vosotros, a vosotros me vuelvo, vais a ser cultivados y sembrados. Yo multiplicaré sobre vosotros los hombres, la casa de Israel entera. Las ciudades serán habitadas y las ruinas reconstruidas. Multiplicaré en vosotros hombres y bestias, y serán numerosos y fecundos. Os repoblaré como antaño, mejoraré vuestra condición precedente, y sabréis que yo soy Yahveh. Haré que circulen por vosotros los hombres, mi pueblo Israel. 90

Tomarán posesión de ti, y tu serás su heredad, y no volverás a privarles de sus hijos. Así dice el Señor Yahveh: Porque se ha dicho de ti que devoras a los hombres y que has privado a tu nación de hijos, por eso, ya no devorarás más hombres, ni volverás a privar de hijos a tu nación. No consentiré que vuelvas a oír ultrajes de las naciones ni insultos de los pueblos, oráculo del Señor Yahveh (36,9-14). De Canaán dijeron los exploradores que era “una tierra de devora a sus habitantes” (Nm 13,32). Ezequiel recoge esta información y la aplica a la situación anterior al exilio, cuando Palestina fue asolada y sus habitantes llevados cautivos a Babilonia. Pero ahora todo ha cambiado. Canaán experimentará la paz, porque Yahveh toma al país bajo su especial protección. Dios ha decidido ya la restauración de Israel. Poco importa que tarde más o menos en ponerla por obra. Ezequiel ya la anuncia, aunque comience haciendo el recuento de los pecados cometidos en la tierra y de los castigos sufridos en el destierro. La restauración de Israel no es una restauración externa de la tierra o de los muros de las ciudades. Se trata de una alianza nueva que tiene lugar primero en el interior del hombre y luego se difunde en bendiciones diversas. Para ello es preciso tomar conciencia del pecado, que provoca la ira del Señor, manifestada en el castigo. Y luego vendrá el paso de la cólera, que purifica, a la gracia de la salvación. El elenco de los pecados es el primer paso en una liturgia penitencial. Dios a la hora de anunciar una nueva alianza hace que Israel tome conciencia de que es una casa rebelde. Mientras estaba en la tierra Dios respondió al pecado del pueblo con el castigo del exilio, necesario para purificar la tierra profanada. Ahora que el pueblo está en el exilio, su pecado se hace difamación de Dios entre los pueblos y, por ello, Dios sale en defensa de su nombre, repatriando a su pueblo. Dios, al elegir a su pueblo, ha comprometido la fama de su nombre con él: -La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: Hijo de hombre, los de la casa de Israel que habitaban en su tierra, la contaminaron con su conducta y sus obras; como la impureza de una menstruante era su conducta ante mí. Entonces yo derramé mi furor sobre ellos, por la sangre que habían vertido en su tierra y por las basuras con las que la habían contaminado. Los dispersé entre las naciones y fueron esparcidos por los países. Los juzgué según su conducta y sus obras. Y en las naciones donde llegaron, profanaron mi santo nombre, haciendo que se dijera a propósito de ellos: “Son el pueblo de Yahveh, y han tenido que salir de su tierra” (36,16-20). Profanar el nombre de Dios es hacer que se hable mal de Él. Es lo contrario de santificar su hombre, haciendo que se hable bien de Él, dándole gloria por su poder o bondad. Al castigar a su pueblo Dios revela su santidad (20,41; Si 36,4); pero también puede suceder lo contrario, dando la impresión de impotencia, de haberse equivocado en la elección (22,16). Moisés usa este argumento a la hora de interceder por el pueblo pecador (Ex 32,12; Nm 14,16). Dios llega a sentir lástima por su nombre e interviene: -Yo he sentido lástima de mi santo nombre, profanado por la casa de Israel entre las naciones adonde había ido (36,21). Dios a veces actúa en favor del pueblo, porque escucha su súplica, implorando su renovación (Sal 51) o el clamor del cuerno que le recuerda el sacrificio de Isaac. El estado de humillación de Israel le mueve a Dios a intervenir, salvándolo de sus enemigos. Ahora el Señor le dice a Ezequiel que va a intervenir, sin tener en cuenta al pueblo, sino únicamente en consideración de su nombre: -Di a la casa de Israel: No hago esto por consideración a vosotros, sino por mi santo nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones adonde fuisteis. Yo santificaré mi 91

gran nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones. Y las naciones sabrán que yo soy Yahveh, cuando yo, por medio de vosotros, manifieste mi santidad a la vista de ellos (36,22-23). Dios es conocido siempre a través de su pueblo. En él es glorificado o despreciado. Las naciones conocen a Dios por lo que Israel refleja de Él. Para eso ha elegido Dios a su pueblo. Esa es la misión del pueblo elegido como propiedad personal del Señor (Sal 106,8). Pero Dios siempre es Dios. Puede recrear a su pueblo, devolverle a la tierra y cambiarle interiormente. Es la nueva alianza, que ahora anuncia Ezequiel. Dios arranca a Israel de la esclavitud del exilio, le purifica de sus pecados, le da un corazón nuevo y le infunde un nuevo espíritu. Es, pues, una nueva creación, fruto de la gracia de Dios, pues es obra totalmente suya: -Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; os purificaré de todas vuestras impurezas y de todas vuestras inmundicias. Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas (36,24-27). Dios es el único sujeto de esta letanía de verbos. El primero es la clave de todos los demás: “yo santificaré mi gran nombre” (36,22). A esta acción se subordinan todas las demás. Dios desea santificar su nombre profanado por el exilio de su pueblo. Dios desea ser conocido por lo que es: el Dios santo y salvador, el Dios que se reveló a Moisés, exclamando: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad” (ex 34,6), “tardo a la cólera y rico en bondad” (Nm 14,18). Santificar el santo nombre de Dios es la primera y principal petición del Padrenuestro (Mt 6,9). La santificación del nombre de Dios supone la salvación de su pueblo, al que se ha ligado, al elegirle como “su pueblo”, pueblo de su propiedad personal. Por ello con tres verbos anuncia Ezequiel el nuevo éxodo de Israel. Como les sacó de Egipto para constituirles “su pueblo”, ahora les toma, les congrega y les hace entrar en su tierra. Pero no basta con una simple vuelta a la tierra prometida. Si Israel vuelve con el mismo corazón y espíritu con que fue expulsado de la tierra la contaminaría de nuevo y debería repetirse una vez más el exilio. Por ello Dios les purifica de todas sus contaminaciones e idolatrías: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados” (36,25). A esta primera acción negativa, sigue la acción positiva de recreación. Dios infunde su espíritu como principio de una vida nueva, pues el espíritu de Dios hace posible lo que la ley externa era incapaz de hacer (Rm 8,3). Esta será la nueva “alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días: pondré mi Ley en su interior y la escribiré sobre sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jr 33,33). Ezequiel como en otras muchas ocasiones recoge la imagen de Jeremías y la elabora, ampliándola. También Jesucristo recoge la misma imagen al hablar de la nueva alianza. Ya no será una alianza escrita en tablas de piedra, sino en el corazón, no será una alianza exterior, sino que Dios la grabará en el interior del hombre, en lo íntimo del corazón, de modo que el hombre pueda ser fiel a Dios. Dios en nosotros, por su Espíritu, nos guiará en el amor al amor. Pablo presenta esta nueva vida en su teología de la gracia, que guía, impulsa, orienta nuestra libertad... En el corazón de carne Dios infundirá su espíritu. Esta promesa del espíritu la recoge Joel (Jl 3,1ss), extendiéndola a todo el pueblo. En este sentido la cita san Pedro el día de Pentecostés (Hch 2,16ss). La acción interior del Espíritu no se limita a producir un cambio pasajero, sino que otorga un poder permanente para “vivir mis mandamientos”, con lo que se 92

comienza un nuevo estilo de vida. Como fruto de la acción del Espíritu la alianza entre Dios e Israel será totalmente nueva, pues Israel podrá vivirla en fidelidad a Dios. Hasta la creación participa de este don del Espíritu: -Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas (36,27). En el mundo nuevo, además de la renovación de la creación, sobre todo Dios anuncia la renovación interior del hombre, con un corazón nuevo y un espíritu nuevo. No basta con curar un corazón enfermo, se hace necesario cambiar el corazón de piedra por uno de carne. El corazón de piedra es el corazón viejo, duro, insensible, impermeable a toda acción de Dios y a todo reclamo del prójimo. El corazón viejo ha de ser cambiado por uno nuevo, sensible al amor y, por ello, fiel a Dios. Sólo así la fórmula de la alianza pasa de ser una fórmula ritual a ser una realidad: -Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios (36,28). Dios se manifestará como Dios de Israel, colmándolo de bendiciones. La fecundidad de la tierra prometida asombrará a Israel hasta el punto de sonrojarlo. El contraste entre el pecado propio y la bondad de Dios les impedirá toda vanagloria: -Os salvaré de todas vuestras impurezas, llamaré al trigo y lo multiplicaré y no os someteré más al hambre. Multiplicaré los frutos de los árboles y los productos de los campos, para que no sufráis más el oprobio del hambre entre las naciones. Entonces os acordaréis de vuestra mala conducta y de vuestras perversas acciones y sentiréis asco de vosotros mismos por vuestras culpas y vuestras abominaciones (36,29-31). Israel no se gloriará de sí mismo, pues todo es pura gratuidad, don pleno de Dios: -No hago esto por vosotros, sabedlo bien. Avergonzaos y sonrojaos de vuestra conducta, casa de Israel (36,32). “No lo hago por vosotros” está al centro de esta palabra de salvación. Es una frase que puede resultar chocante. Puede sonar en el oído de los oyentes como si el Señor les dijera “no os salvo por amor a vosotros, sino por amor de mi nombre”. Pero también se puede leer de otra manera: “No os salvo por vuestros méritos, porque os lo hayáis merecido, sino por fidelidad al amor con que he puesto mi nombre sobre vosotros”. Si Dios actúa para salvar la gloria de su nombre, no niega el amor a Israel, sino que lo presupone. Es el amor gratuito de la elección. Sólo por amor ha unido Dios su nombre a Israel. La gloria de Dios es la salvación de Israel. Y la salvación de Israel es la santificación del nombre de Dios. La bendición de Dios se muestra en el campo y en la ciudad. Si ahora Ezequiel lo ve para el futuro, Isaías lo anuncia como inminente y lo describe con gozosa esperanza: -El día que yo os purifique de todas vuestras culpas, repoblaré las ciudades y las ruinas serán reconstruidas; la tierra devastada será cultivada, después de haber sido una desolación a los ojos de todos los transeúntes (36,33-34). Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Esta abundancia de frutos será tan visible, que todos, al verlo, glorificarán a Dios y dirán: -Esta tierra, hasta ahora devastada, se ha hecho como jardín de Edén, y las ciudades en ruinas, devastadas y demolidas, están de nuevo fortificadas y habitadas (36,35). Así, dice el Señor, “las naciones que quedan a vuestro alrededor sabrán que yo, Yahveh, he reconstruido lo que estaba demolido y he replantado lo que estaba devastado. Yo, Yahveh, lo digo y lo hago” (36,35-36). En los días de la prueba, Ezequiel predicaba la conversión de Israel. Ahora, después de la caída de Jerusalén, Ezequiel descubre que el pueblo del exilio no es el pueblo fiel que él 93

desea. El exilio no ha hecho de Israel el pueblo santo del Señor. En medio de las gentes sigue “profanando el nombre de Yahveh”. Realmente no merece la restauración prometida. Esta constatación le lleva a Ezequiel a dar un salto en la fe, abriéndose plenamente a Dios, por encima de toda concepción humana de la salvación. Dios es Dios y se dará a conocer como Dios a las naciones salvando gratuitamente a su pueblo. Así glorificará su nombre. Dios santifica su nombre santificando a su pueblo. El Evangelio de Jesucristo y la incansable predicación de San Pablo llevarán a plenitud esta visión de la gracia, que alumbra en esta página de Ezequiel. El pecado del hombre no vence el amor de Dios. La rebeldía del hombre no impide a Dios llevar adelante sus planes de salvación. La conversión del hombre no es la condición previa para alcanzar la bondad de Dios, sino la consecuencia de su amor gratuito.

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24. VISIÓN DE LOS HUESOS SECOS La visión simbólica de los huesos secos que, por la fuerza de la palabra de Dios, se revisten de carne y, bajo la fuerza del Espíritu, reciben la vida, es una de las visiones más significativas del profeta Ezequiel. Es una visión que se convierte en parábola al ser ofrecida como respuesta a una lamentación de la casa de Israel. Así el mismo Ezequiel nos interpreta el sentido de la visión. En la queja del pueblo tenemos reflejada la situación espiritual en que se encuentran en el momento de la visión. Con una metáfora expresiva el pueblo anda diciendo: -Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros (37,11). El pueblo, tantas veces engañado con las promesas ilusorias de los falsos profetas, se niega a escuchar a Ezequiel, que promete en nombre de Dios una recreación de la tierra de Israel. Es inútil soñar la vida cuando la muerte está celebrando su victoria. ¿Para qué hablar de esperanza cuando se ha perdido hasta el deseo de vivir? Dios, con esta parábola, responde a la pregunta radical de la existencia humana. Dios es capaz de crear la vida de la nada y también de la muerte. Con la caída de Jerusalén desaparecen la realeza, el templo, el culto y la tierra santa. Es un momento dramático en que Israel pierde la esperanza. Toda la ación del profeta es una lucha contra el desaliento. Para vencer el desánimo es necesario que el aliento, el espíritu de Dios penetre hasta los huesos del hombre, le haga revivir, le recree desde la nada en que se ve hundido. Hay que despertar la imaginación hasta sentir el peso de la mano de Dios, que se posa sobre el profeta. La mano de Dios no aplasta al profeta, sino que le alza y conduce a la vega, que se halla llena de huesos. Lo primero que llama la atención de Ezequiel es que los huesos son incalculables y están muy secos, casi calcinados. El soplo vital ya hacía tiempo que había partido de ellos: -La mano de Yahveh fue sobre mí y, por su espíritu, Yahveh me sacó y me puso en medio de la vega, la cual estaba llena de huesos. Me hizo pasar por entre ellos en todas las direcciones. Los huesos eran muy numerosos por el suelo de la vega, y estaban completamente secos, irreversiblemente muertos (37,1-2). La mirada se pierde en una de las llanuras ilimitadas y anónimas de Mesopotamia, en las que el paisaje se extiende en un espacio sin contornos. Es una llanura árida, sin un hilo de hierba ni el color de una flor; sólo hiere la vista el gris de los huesos calcinados, que la llenan. Dios hace cruzar al profeta en medio de los huesos y mientras el profeta está absorto en la contemplación de tantos huesos tan secos, Dios le interpela: -Hijo de hombre, ¿podrán vivir estos huesos? (37,3). No se trata de una pregunta dogmática sobre el poder de Dios. Ezequiel no duda que Dios es Señor de la vida y de la muerte, puede por tanto devolver la vida a los muertos. Lo que no conoce Ezequiel es qué es lo que Dios piensa hacer con esos cadáveres. Por eso se refugia en su ignorancia, dejando a Dios toda iniciativa: -Señor Yahveh, tú lo sabes (37,3). Este paisaje de muerte, que hace de fondo de la visión, hay que mantenerlo presente en la memoria. Sobre él se perfila la imagen del profeta, protagonista y espectador del acontecimiento, que él mismo nos describe. Su mano pasa a identificarse con la mano del 95

Señor. Y su palabra pasa a ser Palabra de Dios: -Profetiza, hijo de hombre, sobre estos huesos (37,4). Pero no es la fuerza de Ezequiel la que infunde la vida a los huesos secos, sino el Espíritu de Dios, que él invoca para que venga de los cuatro vientos. Los vivos no han escuchado la palabra de Ezequiel. Ahora Dios le manda dirigir su palabra a los muertos: -Huesos secos, escuchad la palabra de Yahveh (37,4). Ezequiel como actor habla, como espectador de la acción de Dios contempla asombrado el resultado de su palabra, acompañada de la potencia creadora de Dios: -Así dice el Señor Yahveh a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os infundiré espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy Yahveh (37,5-6). La palabra de Ezequiel es palabra de profeta, lleva toda la fuerza de Dios, se hace eficaz, suscitando el espíritu que da vida a los huesos secos. Como quien no se cree lo que ve, Ezequiel constata: “Yo profeticé como se me había ordenado, y mientras yo profetizaba se produjo un ruido. Hubo un estremecimiento, y los huesos se juntaron unos con otros. Miré y vi que estaban recubiertos de nervios, la carne salía y la piel se extendía por encima, pero no había espíritu en ellos”. Como el día de la creación, el proceso tiene dos tiempos. Primero Dios forma al hombre con el barro de la tierra y luego le infunde el soplo de vida. Aquí no se parte del barro, sino de los huesos, que se ajustan unos con otros y se recubren de carne, nervios y piel, pero aún están sin vida. Por ello sigue Ezequiel narrando lo que hace y lo que contempla. Siente como un hormigueo de vida que penetra piel, huesos, carne, nervios, según sale de sus labios la palabra de Dios, que penetra en su oído: -Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre. Dirás al espíritu: Así dice el Señor Yahveh: Ven, espíritu, de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos para que vivan (37,9). El término hebreo ruah significa, a la vez, viento y espíritu; de ahí el juego de palabras: “desde los cuatro vientos, ven, Espíritu” (37,9). Con el Espíritu germina la vida. Si el hombre “exhala el espíritu” muere; si Dios, le infunde su Espíritu, el hombre revive. El hombre, recreado por el Espíritu de Dios, vuelve a la vida, a una vida nueva, a una vida según el Espíritu (Rm 8,4). De nuevo Ezequiel experimenta el asombro del don de la vida, los cadáveres se alzan del suelo y se ponen de pie, resucitados: -Yo profeticé como se me había ordenado, y el espíritu entró en ellos; revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa (37,10). A la acción sigue la palabra que la aclara. La visión se hace parábola. Así la palabra se hace palabra eterna, con eficacia para todos los tiempos. Entonces me dijo: -Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros (37,11). A la casa de Israel, al pueblo de Dios, disperso entre las naciones, con la tierra prometida convertida en un cúmulo de ruinas, al pueblo que se halla sumido en la desesperanza y ha perdido el sentido de la vida, Dios le dice por su profeta: -He aquí que yo abro vuestras tumbas; os haré salir de vuestras tumbas, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel. Sabréis que yo soy Yahveh cuando abra vuestras tumbas y os haga salir de vuestras tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yahveh, lo digo y lo hago, oráculo de Yahveh (37,12-14). 96

Dios hace “salir de las tumbas” a su pueblo. Dios, para formar su pueblo, le hizo “salir de Egipto”, que era como una tumba para los hebreos. Ahora, en la recreación de su pueblo, Dios les hace salir de la muerte, para llevarles en un nuevo éxodo a la tierra. Dios le repite a Ezequiel las palabras que en otro tiempo dijo a Moisés: “Anda, sube de aquí, tú y el pueblo que sacaste de Egipto, a la tierra que yo prometí con juramento a Abraham, a Isaac y a Jacob” (Ex 33,1). La metáfora pasa de huesos a tumbas. Dios, creador de la vida, es igualmente vencedor de la muerte. El sólo desea que su pueblo viva, que viva reconociéndole como dador de vida mediante su espíritu. Este es el mensaje de Pascua que celebra la liturgia cristiana. En la Vigilia Pascual resuena con toda su fuerza esta página del profeta Ezequiel. Ezequiel anuncia la restauración de Israel en el momento en que ha perdido toda esperanza. Cuando el pueblo se siente muerto, Ezequiel le anuncia que Dios le puede hacer renacer. Este significado literal del texto, en la lectura de Israel y de los Padres de la Iglesia, se carga de un significado más profundo, anunciando una esperanza plena: la resurrección de los muertos. A la pregunta de Dios ¿pueden revivir estos huesos?, Ezequiel responde: sólo tu lo sabes. Con esta respuesta, Ezequiel pone la resurrección en manos del Dios vivo y dador de vida: “Así sabréis que yo soy Yahveh, que lo dije y lo hice” (37,14). La liturgia cristiana propone también este texto como posible lectura en las misas de difuntos, como expresión de la fe en la resurrección. Aunque no sea ese el sentido originario de la narración, Ezequiel ha creado un símbolo que desborda su misma intención. Proponiendo el viento, es decir, el espíritu como principio de vida, el profeta ha dado expresión a las ansias más radicales del hombre, al mensaje más gozoso de la revelación. La victoria de la vida sobre la muerte es el mensaje de Pascua. Es legítimo proclamar esta palabra a la luz de Cristo resucitado como símbolo de la resurrección.

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25. LAS DOS VARAS La división del pueblo de Dios en dos reinos, el del norte y el del sur, Israel y Judá, consumada a la muerte de Salomón, es una herida en la historia de la salvación. Siempre ha sido considerada como un pecado y una desgracia (Is 7,17). Ahora, en el exilio los dos pueblos, se siente la necesidad de la reconciliación. No será plena la restauración que Dios anuncia si no incluye la unión de los dos reinos en un único pueblo. En esta nueva creación quedarán superadas las antiguas tensiones entre Israel y Judá. Es el milagro, mayor que el realizado con los huesos secos, que Dios promete a continuación en el mismo capítulo. Ezequiel lo anuncia con una acción simbólica, sacramento de la realidad que el Señor desea realizar. Gesto y palabra se funden y aclaran mutuamente. La palabra de Yahveh me fue dirigida en estos términos: -Y tú, hijo de hombre, toma un leño y escribe en él: “Judá y los israelitas que están con él”. Toma luego otro leño y escribe en él: “José, leño de Efraím, y toda la casa de Israel que está con él” (37,16). Como Ezequiel reserva el nombre de Israel para todo el pueblo unido, al reino del norte le llama ahora José. Una vez escritos los nombres en cada uno de los leños, el Señor ordena a su profeta: -Júntalos el uno con el otro de suerte que formen un solo leño, que sean una sola cosa en tu mano (37,17). La acción busca llamar la atención de cuantos se congregan en torno a Ezequiel. Dios espera que los hijos de su pueblo digan a su profeta: -¿No nos explicarás qué es eso que tienes ahí? (37,18). Es la pregunta que prepara la acogida de la palabra: -Así dice el Señor Yahveh: He aquí que voy a tomar el leño de José y las tribus de Israel que están con él, los pondré junto al leño de Judá, haré de todo un solo leño, y serán una sola cosa en mi mano (37,19). Las varas representan el cetro real. De este modo el relato de la acción simbólica es de una gran sencillez. Anuncia que Dios va a reunir los dos cetros, el del reino del norte y el del reino del sur, bajo la autoridad de un solo rey, descendiente de David, pues se trata de la reconstrucción del antiguo reino davídico, roto con Jeroboán a la muerte de Salomón. Ezequías y Josías, los dos reyes fieles al Señor, no habían logrado la unificación de ambos reinos. Sólo la mano de Dios podrá hacerlo. Israel y Judá serán un solo pueblo en la mano de Dios, como las dos varas son una sola cosa en la mano de Ezequiel, a quien Dios dice: -Los leños en los que has escrito tenlos en tu mano, ante sus ojos, y diles de mi parte: He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon. Los congregaré de todas partes para conducirlos a su suelo. Haré de ellos una sola nación en esta tierra, en los montes de Israel, y un solo rey será el rey de todos ellos; no volverán a formar dos naciones, ni volverán a estar divididos en dos reinos. No se contaminarán más con sus inmundicias, con sus monstruos y con todos sus crímenes. Los salvaré de las infidelidades por las que pecaron, los purificaré, y serán mi pueblo y yo seré su Dios. Mi siervo David reinará sobre ellos, y será para todos ellos el único pastor; obedecerán mis normas, observarán mis preceptos y los pondrán en práctica. Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob, donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos, para siempre, y mi siervo David será su príncipe eternamente (37,20-25). 98

David había unido a todas las tribus, formando con ellas un solo pueblo, regido por un solo rey. Salomón recibió como herencia todo el reino, pero a su muerte se desmembró en dos reinos. En la reunificación, que Dios promete, aparecerá un nuevo David, y la herencia que transmitirá durará para siempre. Es el buen pastor anunciado antes (c. 34). Bajo su reinado se realizarán las promesas hechas a los patriarcas: una descendencia numerosa y la posesión de la tierra. La alianza de Dios con el pueblo unido será eterna, pues el pueblo sostenido por el espíritu de Dios será fiel: -Concluiré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará junto a ellos, seré su Dios y ellos serán mi pueblo (37,26-27). Y como Dios está en medio de su pueblo, así Israel estará en medio de las naciones, como bendición para todos los hombres. En ellos las naciones verán la presencia de Dios en el mundo: -Y sabrán las naciones que yo soy Yahveh, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre (37,28). Ezequiel, en nombre de Dios anuncia una alianza eterna (37,26) con los dos reinos unidos y que ya “nunca más estarán divididos” (37,22). Esta nueva alianza incluye cinco elementos: Yahveh, su Dios; Israel, el pueblo; vida en la tierra en que vivieron los padres; el santuario en medio de ellos, como signo de la presencia de Dios; y David como pastor único de todos ellos (37,23-26). Es una alianza de paz, una alianza eterna. Dios habitará en medio de su pueblo. Y el santuario será nuevamente construido en medio de Israel. En la última parte del libro, Ezequiel contempla y describe esa reconstrucción del templo y la vuelta a él de la gloria del Señor. David es evocado con tres títulos: rey, príncipe y pastor. David es el símbolo del rey según el corazón de Dios. El pastor que rija a los dos reinos unidos en un solo pueblo será un nuevo David, el “hijo de David”. El anuncio profético se cumple en plenitud en Cristo, al formar el nuevo Israel, heredero de las promesas del Israel histórico. Cristo rompe toda división, destruyendo el muro de división. Pablo lo proclama con toda su fuerza: “Ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad, anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo Hombre Nuevo, haciendo la paz, y reconciliar con Dios a ambos en un solo Cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la Enemistad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca. Pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu” (Ef 2,13-18). Derribado el muro que separaba a los dos pueblos, Pablo contempla cómo se levanta un único edificio, morada de Dios sobre la tierra (Ef 2,20-22). También Ezequiel, en los capítulos finales, describe el plano de un templo nuevo, edificado según medidas exactas, segregado de todo lo profano e impuro. A este templo vuelve la gloria de Dios, que había abandonado el antiguo templo. Se establece también un culto nuevo. Y, partiendo del centro del templo como punto de orientación, se hace una nueva distribución de las tierras entre las tribus. Del centro del santuario Ezequiel ve brotar un pequeño manantial, que va creciendo paulatinamente y recorre el país hasta desembocar en el mar Muerto. Se trata de una alegoría que prefigura una perspectiva de santidad para el futuro. Israel será sanado y reconstruido, para que pueda ofrecer a Dios un culto nuevo en espíritu y verdad.. 99

26. VUELVE LA GLORIA DE DIOS Ezequiel expresa la esperanza de restauración de una manera particular en los últimos capítulos de su libro. Como sacerdote ha vivido dedicado al templo antes de partir para el exilio. Para él el templo de Jerusalén, morada de Dios, es el centro del culto y de la vida. El exilio, en realidad, comienza y se consuma cuando la gloria de Dios se alza y abandona el templo. La restauración que Dios promete no es real mientras su gloria no vuelva al templo, que de momento se haya derruido. Lo primero, pues, que hay que hacer es la reconstrucción del templo. Como símbolo de todas las promesas de un corazón nuevo y de un espíritu nuevo, Ezequiel anuncia la reconstrucción del templo y la vuelta a él de la Gloria del Señor. La descripción del nuevo templo llena tres capítulos (40-42). Luego se describe el culto, los servidores y las solemnidades (44-46). Y en el centro está el retorno de la Gloria de Dios en medio de su pueblo (43). Ezequiel, como arquitecto de Dios, nos da los detalles de la nueva vida de Israel, que converge en el templo y, desde el templo, se expande por toda la tierra santa. Como música de fondo mientras se recorren los distintos aposentos del templo se pueden escuchar los salmos 48 y 84. En ellos vibra el entusiasmo de los israelitas por el templo. Ezequiel señala con detalle la fecha en que el Señor le traslada a la tierra de Israel, al monte Sión, donde un hombre que parece de bronce le guía en la visión del nuevo templo: -El año veinticinco de nuestra cautividad, al comienzo del año, el día diez del mes, catorce años después de la caída de la ciudad, el mismo día, la mano de Yahveh fue sobre mí, y me llevó allá. En visiones divinas, me llevó a la tierra de Israel, y me posó sobre un monte muy alto, en cuya cima parecía que estaba edificada una ciudad, al mediodía. Me llevó allá, y he aquí que había allí un hombre de aspecto semejante al del bronce. Tenía en la mano una cuerda de lino y una vara de medir, y estaba de pie en el pórtico (40,1-3). Es el 28 de abril del 573. Ezequiel escucha y contempla, para luego transmitir fielmente a la casa de Israel, cuanto Dios le revela. Conducido por su guía celeste, mira y escucha con atención. El recorrido es semejante al que hizo antes de la destrucción del templo (8,1ss), pero ahora no ve abominaciones, sino el nuevo santuario al que vuelve la gloria de Dios. Ezequiel es conducido en visión a un monte altísimo. El “monte altísimo” no es sino la modesta colina de Sión. Ya Isaías había presentado a Jerusalén sobre el monte más alto, dominando a todos los montes (Is 2,2). Para los profetas, en la era mesiánica, Sión ocupa el lugar más alto. La mirada de los profetas no es una mirada geográfica, sino teológica. Allí Ezequiel se siente acompañado por el hombre de aspecto como de broce bruñido. Este hombre, que le hace de guía, le dice: -Hijo de hombre, mira bien, escucha atentamente y presta atención a todo lo que te voy a mostrar, porque has sido traído aquí para que yo te lo muestre. Comunica a la casa de Israel todo lo que vas a ver (40,4). En la visión de Ezequiel se alza un templo espiritual, se visualiza en piedra un lugar para la comunidad que vuelve del exilio. Es como el proyecto del templo que san Pedro verá edificado con piedras vivas: “Acercándoos al Señor, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. Pues está en la Escritura: He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa y el que crea en ella no será 100

confundido” (1P 2,5-6). Ezequiel, como sacerdote, puede entrar hasta la nave del templo, pero no en el lugar Santísimo, donde sólo entra el sumo Sacerdote el día de la expiación (Lv 16). El acompañante, que guía a Ezequiel, sí puede entrar y describírselo a Ezequiel. Y, terminado el recorrido por todo el recinto del templo, asistimos al momento culminante. La Gloria de Dios vuelve al templo de Jerusalén, unos veinte años después de haberle abandonado. Se trata del comienzo de algo nuevo para un pueblo nuevo con un corazón nuevo y un espíritu nuevo: -Me condujo luego hacia el pórtico, el pórtico que miraba a oriente, y he aquí que la gloria del Dios de Israel llegaba de la parte de oriente, con un ruido como el ruido de muchas aguas, y la tierra resplandecía de su gloria. Esta visión era como la que yo había visto cuando vine para la destrucción de la ciudad, y también como lo que había visto junto al río Kebar. Entonces caí rostro en tierra. La gloria de Yahveh entró en la Casa por el pórtico que mira a oriente. El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio (43,1-4). La gloria de Dios viene de Oriente, como la aurora que avanza e ilumina la tierra. La gloria del Señor había abandonado su casa dirigiéndose hacia el oriente (c. 10). Ahora contemplamos a la gloria de Dios recorriendo el camino opuesto, retornando desde el Oriente. En esta visión se concentra toda la esperanza y alegría de Israel. Ezequiel, gozoso y tembloroso, es el primer adorador de la Gloria del Señor en el nuevo templo. Pero el suyo es un gesto sacramental, que vive en visión, como profeta, representante de todo el pueblo fiel. Él anticipa en su persona la historia del pueblo al retorno del exilio. Se puede ambientar esta entrada de Dios en el templo con el canto del salmo 24. La gloria de Dios llena todo el templo: -El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y he aquí que la gloria de Yahveh llenaba la Casa (43,5). Y ahora es el Señor en persona quien habla a Ezequiel, mostrándole el trono de su realeza. Él es el verdadero rey de Israel: -Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde se posa la planta de mis pies. Aquí habitaré en medio de los hijos de Israel para siempre; y la casa de Israel, así como sus reyes, no contaminarán más mi santo nombre con sus prostituciones (43,7). La cercanía del palacio real, construido al lado del templo (1R 6; 2R 11) había sido algo escandaloso, pues en las mismas puertas del templo los monarcas de Israel habían “fornicado”, levantando estelas y dando culto a los ídolos. La cercanía hacía de los delitos de los reyes un sacrilegio, una profanación del santuario de Dios, provocando el castigo sobre reyes y pueblo: -Poniendo su umbral junto a mi umbral y sus jambas junto a mis jambas, con un muro común entre ellos y yo, contaminaron mi santo nombre con las abominaciones que cometieron; por eso los he devorado en mi cólera. De ahora en adelante alejarán de mí sus prostituciones y los cadáveres de sus reyes, y yo habitaré en medio de ellos para siempre (43,8-9). La gloria de Dios había abandonado el templo y la ciudad de Jerusalén debido a las abominaciones del pueblo. Ahora que retorna, el Señor desea un pueblo santo, que no contamine la ciudad. ¿Se ha convertido acaso Israel? No, ciertamente. Pero el Israel, en medio del que Dios vuelve a habitar, es diverso del que le vio partir. Es distinto, no por su fidelidad, sino por la transformación que Dios ha hecho de él. Antes de la reconstrucción del templo y de la vuelta de la gloria de Dios, el Señor recrea a su pueblo, le cambia el corazón de piedra por uno de carne, le sustituye el espíritu de fornicación e infidelidad por un espíritu santo. La permanencia de Dios en medio del pueblo exige la santidad del pueblo, pero ésta 101

será un don gratuito de Dios (c. 37). Este anuncio de salvación es el cumplimiento de cuanto ha anunciado Ezequiel y de toda la historia de la salvación: la comunión plena y definitiva de Dios con su pueblo. El último libro de la Escritura, el Apocalipsis de Juan, terminará con el mismo: “Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él será Dios- con-ellos” (Ap 21,3). Cabe señalar el detalle de la puerta oriental, que después que ha entrado por ella el Señor permanece cerrada: “Me volvió después hacia el pórtico exterior del santuario, que miraba a oriente. Y Yahveh me dijo: Este pórtico permanecerá cerrado. No se le abrirá, y nadie pasará por él, porque por él ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues, cerrado” (44,1-2). La puerta oriental ha sido escogida para un acto único e irrepetible: la entrada del Señor para morar con su pueblo. El Señor ha entrado para quedarse para siempre. Los Padres de la Iglesia se complacen en aplicar este texto a María, morada de Dios entre los hombres. Dios entró en el mundo por ella y la puerta de su virginidad quedó sellada para siempre. Así, por ejemplo, san Jerónimo, en su Comentario a Ezequiel, considera que “la puerta cerrada, por la cual entró el Señor Dios de Israel” es una figura muy expresiva y hermosa de la virginidad de María, así como también lo es “el sepulcro nuevo escavado en la roca durísima”. El misterioso acompañante conduce de nuevo a Ezequiel a la entrada del templo (47,1). La vuelta de la Gloria de Dios al templo tiene efectos vivificantes. El agua que contempla Ezequiel es, como el espíritu, un principio de vida. El Señor es “fuente de agua viva” (Jr 2,13; 17,13). El agua, que brota del templo, crece sin medida, continuamente. Ezequiel la siente en su cuerpo, al atravesarla; escucha la palabra, que acompaña su gesto bautismal, y nos lo comunica a nosotros: -Me llevó a la entrada de la Casa, y he aquí que debajo del umbral de la Casa salía agua, en dirección a oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia oriente. El agua bajaba de debajo del lado derecho de la Casa, al sur del altar. Luego me hizo salir por el pórtico septentrional y dar la vuelta por el exterior... y he aquí que el agua fluía del lado derecho. El hombre salió hacia oriente con la cuerda que tenía en la mano, midió mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta los tobillos. Midió otros mil codos y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta las rodillas. Midió mil más y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta la cintura. Midió otros mil: era ya un torrente que no pude atravesar, porque el agua había crecido hasta hacerse un agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar (47,1-5). Ezequiel termina su libro, describiendo la visión del nuevo templo, de la nueva Jerusalén y de la nueva tierra. La nueva tierra se ordena toda ella en torno al templo, del que recibe la vida. El desierto, en que se había convertido la tierra de Israel, se vuelve fértil gracias a la presencia de Dios en el templo. Será el manantial que sale del templo el que haga florecer la estepa, transformando la ciudad abandonada en ciudad consolada y la tierra contaminada en tierra santa. El centro de la nueva tierra es el templo, morada perenne de Yahveh. Del templo se irradia toda bendición de orden espiritual y material. Ezequiel asiste a la vivificación de las estepas calcinadas del desierto de Judá y hasta de las aguas del mar Muerto. Su guía misterioso le lleva a la entrada del templo para que contemple la acción milagrosa. Del lado oriental del templo brota un torrente caudaloso, que sale del lado derecho del templo (47,1). Según la descripción profética las aguas surgen del altar de los holocaustos, que está en el 102

centro del atrio interno. Ezequiel ha salido por la puerta septentrional, pues la oriental está cerrada, y, dando un rodeo, se coloca fuera del atrio exterior frente a la puerta oriental, por donde salen las aguas. Ezequiel entra en el torrente y ve cómo las aguas van creciendo hasta sumergirle totalmente. Un río abría el libro y otro aparece al final. Ezequiel siente la llamada de Dios junto al río Kebar, el río del exilio, donde los deportados colgaban sus cítaras en los sauces de su orilla (Sal 137). Ahora otro río les alegra con las aguas que brotan del umbral del templo y comunican la vida a la tierra. Al ir realmente se va llorando, mas al volver se viene cantando (Sal 126,6). El lenguaje de Ezequiel como los temas dominantes de su teología muestran su origen sacerdotal. El corazón de Ezequiel está en el templo. Todo el itinerario de su profecía parte del templo y retorna al templo. Comienza con la visión de la gloria de Dios que se aleja del templo y concluye con la vuelta de la gloria de Dios al templo de la Jerusalén reconstruida. El templo es para él el centro de la tierra prometida. El templo, con su río maravilloso, crea el nuevo paraíso terrenal. Los frutos del agua alcanzan a las plantas, se comunican a los animales, llenando el mar Muerto de peces, y se comunican a los hombres en forma de frutas y medicinas: “Entonces me dijo: ¿Has visto, hijo de hombre? Me condujo, y luego me hizo volver a la orilla del torrente. Y al volver vi que a la orilla del torrente había gran cantidad de árboles, a ambos lados” (47,6). Volviendo sobre sus pasos, Ezequiel se da cuenta de los frutos que han producido las aguas. A ambos lados del torrente han crecido abundancia de árboles. El guía le explica que el río, surgido del templo, descendiendo por la depresión del Jordán, se dirige al mar Muerto, para sanear sus aguas, a fin de que se pueblen de peces. La abundancia de peces será tal que, desde Engadí hasta En-Eglayim, se extenderá un tendedero de redes de los muchos pescadores que acudirán allí a pescar. Y además de esta riqueza de peces, serán numerosas las salinas en las charcas y recodos del río. El guía le dice -Esta agua sale hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua hedionda, y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente. A sus orillas vendrán los pescadores; desde Engadí hasta En-Eglayim se tenderán redes. Los peces serán de la misma especie que los peces del mar Grande, y muy numerosos. Pero sus marismas y sus lagunas no serán saneadas, serán abandonadas a la sal. A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán: producirán todos los meses frutos nuevos, porque esta agua viene del santuario. Sus frutos servirán de alimento, y sus hojas de medicina (47,6-12). La vuelta de la gloria de Dios al templo de Jerusalén se convierte en manantial de agua, en fuente de vida para todo Israel, la tierra y sus habitantes. El caudal del agua supera al agua abundante que brotaba de la roca del Éxodo (Ex 17,1-7); es como el torrente de agua del jardín del Edén (Gn 2,10-14) que hace germinar árboles de frutos exquisitos, que comunican vida (Gn 2,8-9; Ap 21,6; 22,1s). Es el “agua viva” que el Señor da a su pueblo (Jr 2,13; 17,13). Como antes Dios se ha hecho presente a través del viento, dando vida a los huesos calcinados (c. 37), ahora se muestra a través del agua vivificadora. Viento y agua son los principios de la nueva creación, de la vida nueva. Cristo, anuncia Juan Bautista, bautizará en agua y espíritu. El Nuevo Testamento recoge el símbolo, aplicado a Cristo (Jn 7,38) y a la vida celeste (Ap 22,1-2). Juan, en el Evangelio, hablando del lado derecho de Cristo en la cruz hace alusión a Ezequiel, al señalar que del costado de Cristo brotan sangre y agua (Jn 103

19,34). La nueva ciudad será una ciudad perfecta, como una gema espléndida, que inspirará la descripción de la Jerusalén celeste del Apocalipsis (Ap 21). Aunque Ezequiel no la llama Jerusalén, sino que la da un nombre nuevo: “El Señor está allí” (48,35). Los profetas han calificado la Jerusalén mesiánica con diversos nombres. Isaías la llama “ciudad de justicia, ciudad fiel” (Is 1,26), “la ciudad de Yahveh, la Sión del Santo de Israel” (Is 60,14), “no te llamarán la Desamparada, sino Mi complacencia en ella”, “Desposada” (Is 62,4.12). Jeremías la llama “Trono de Yahveh” (Jr 3,17)... Así nos dan algunos aspectos de la nueva Jerusalén. Pero quizá ninguno dé en el blanco como Ezequiel. Juan en el prólogo del Evangelio coincide con él: “Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14) En el último versículo de su libro, al dar el nombre nuevo a la nueva Jerusalén, Ezequiel nos ha dado la síntesis de todo el actuar de Dios en favor de su pueblo; en él hallamos la meta de todo el itinerario que ofrece Dios a su pueblo, y a todos nosotros, mediante su profeta. Ezequiel. Con el brazo extendido, Ezequiel nos indica la Jerusalén reconstruida y nos dice: -¡JHWH SHAMMA! ¡DIOS ESTÁ ALLÍ!

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