Evolucionismo. ¿De Dónde Venimos? - Carlos Alberto Marmelada

March 1, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Evolucionismo: ¿De dónde venimos?

Carlos A. Marmelada

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Advertencia Este libro forma parte de la colección Argumentos para el s. XXI Director de la colección: Emilio Chuvieco Copyright: Carlos A. (http://www.digitalreasons.es/)

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Reasons

ISBN 978-84-941642-0-0 Diseño de cubierta: Enrique Chuvieco. Foto: africanfi. Los compradores de este libro tienen acceso a un espacio privado en la web de la editorial: http://www.digitalreasons.es/index.php?do=tuEspacio, donde podrán acceder a la última versión del libro, al blog que realiza el autor y a la lectura en línea del texto. Es un espacio para interaccionar con el autor y con otros lectores, y permite generar una comunidad cultural en torno al libro. --Este archivo digital no está protegido de copia, pero se ruega no distribuir su contenido a terceros. Copiar este archivo supone atentar contra los derechos del autor, que recibe el 35% del coste de su obra (frente al 10% que habitualmente se recibe en otras editoriales). Para mantener vivo este proyecto cultural necesitamos tu colaboración. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) Para más información: [email protected]

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Breve cv del autor Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona, Carlos A. Marmelada cuenta con 26 años de experiencia docente. Autor de guiones para documentales científicos sobre Evolución Humana y Cosmología. Ganador del Premio Arnau de Vilanova de Filosofía (el principal que se concede en Catalunya), tanto en la categoría de Profesor (1995) como dirigiendo el trabajo de alumnos (1996). Ha pronunciado más de 25 conferencias en diversas universidades, instituciones, colegios mayores, centros de enseñanza secundaria, y otros. Ha sido Profesor asociado de la Universidad Internacional de Catalunya entre los años 2008 y 2012, así como Director del Departamento virtual de Evolución Humana de la Consejería de Educación, Ciencia y Tecnología del Gobierno Autónomo de la Región de Murcia (EDUCARM) entre los años 2006 y 2011. Asesor de la sección de Antropología de la revista Ciencia Cognitiva del Departamento de Psicología de la Universidad de Granada y miembro del Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia entre los años 2009 y 2013. Varias veces entrevistado en programas de televisión (Televisión Española, TV2; Intereconomía, 13TV, 25TV, TV Igualada); y de Radio (ABC Punto Radio; COPE Madrid, COPE Guadalajara, Radio Igualada…), es tertuliano del programa radiofónico Luces en la oscuridad. Ha publicado los libros: El origen del hombre. Cuestiones fronterizas; Ed. Palabra, Madrid, 2008. (Ensayo); Charles Darwin. Evolución y vida, Ed. Casals, Barcelona, 2009. (Novela) (Libro vendido en España y en varios países de Iberoamérica). Darwin y el mono; Sello Editorial, Barcelona, 2009 (escrito junto a Daniel Turbón, catedrático de Antropología Física de la Universidad de Barcelona). (Ensayo). Hasta el último aliento; Ed. Sekotia, Madrid, 2012. Ha publicado, también, más de 185 trabajos sobre evolución humana; antropología; cosmología; metafísica, divulgación científica, etc… Aparecidos en diversas revistas e instituciones (nacionales e internacionales). Próximamente publicará dos libros más: Las fronteras del conocimiento (Sekotia, 2014) y Cuestiones ateas. Respuestas católicas (Stella Maris, 2014).

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Prólogo Ningún científico ha influido tanto en nuestro tiempo como Charles Darwin, y ninguna teoría científica nos afecta tanto a los humanos como la teoría de la evolución. Este libro pretende explicar de una forma clara y concisa cómo nació la teoría de la evolución, cómo se desarrolló históricamente, y cómo se formula en la actualidad. También veremos cuál es su validez y cuáles son sus límites, así como las controversias que encierra, tanto científicas cómo ideológicas; y qué es lo que nos dice acerca del origen del hombre. Todo esto nos llevará analizar también cuál es su grado de compatibilidad con las creencias religiosas, especialmente con el cristianismo. La evolución es la teoría científica actualmente existente con más implicaciones antropológicas. Por esta razón, su conocimiento, aunque no sea con todos los detalles propios de un especialista, no puede resultarnos indiferente, ya que no da igual la visión del hombre que se tiene según se entienda los límites y el alcance de la teoría de la evolución de un modo u otro. La teoría de la evolución nos permite conocer datos sobre el origen biológico del hombre, pero la antropología filosófica, y la teología, nos ayudan a profundizar en el conocimiento de la esencia humana.

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1. Introducción Ninguna propuesta científica ha hecho correr tanta tinta como la teoría de la evolución. Desde que Darwin publicara en 1859 El origen de las especies, la polémica en torno a las implicaciones antropológicas de esta teoría no ha dejado de ser objeto de un airado debate que continúa plenamente vigente en nuestros días. Si desde fuera de la ciencia hay quienes sostienen que la evolución no es un hecho suficientemente demostrado, entre los científicos, en cambio, casi nadie duda de la realidad del hecho evolutivo; pues, tal como sostiene Francisco Ayala: “Probablemente no hay otra teoría o concepto científico que esté corroborado de forma tan concienzuda como lo está la evolución de los seres vivos” (Ayala, 1999: 58). De este modo, hoy se puede afirmar que: “el fenómeno de la evolución, está confirmado más allá de toda duda razonable” (Ayala y Cela Conde, 2001: 16). Lo que se discute actualmente no es el hecho en sí de la evolución, sino cómo se produce ésta, cuáles son sus causas (es decir: cuál es el motor que la impulsa), de qué manera se ha ido desarrollando, si ha sido de forma lenta y gradual o a través de saltos bruscos que se han dado en momentos puntuales. Así, pues, las discusiones más agrias en torno a si la evolución es algo real o no, se han producido, y se continúan dando, más allá de la ciencia. No hay duda alguna de que en nuestros días uno de los debates más intensos entre ciencia y religión es el que hace referencia a la compatibilidad entre la teoría científica de la evolución y la doctrina religiosa de la creación, especialmente por lo que hace referencia a la aparición del hombre. Más de 150 años después de la publicación de la citada obra de Darwin el debate entre ciencia y fe, en lo que a la teoría de la evolución se refiere, sigue tan vivo como entonces; quizás menos acalorado, pero con una vitalidad renovada. La teoría de la evolución de Darwin fue utilizada bien pronto como arma arrojadiza contra la religión; y en general podría decirse que: “la difusión del darwinismo parece deberse en gran parte a que, para algunos, el darwinismo proporcionaría explicaciones naturales que harían innecesario recurrir a la acción de Dios” (Artigas, 1999: 194-195), y esto no sólo para explicar algún punto concreto del proceso evolutivo, como sería la aparición de las facultades espirituales en el hombre, tal como sugieren algunos, sino que podría prescindirse totalmente de Dios, al concebir al universo como una entidad eterna en donde la vida surge espontáneamente y por causas enteramente naturales, al menos en uno de sus múltiples planetas. 6

Pero… ¿Es cierto que la teoría de la evolución es totalmente incompatible con el cristianismo en general y el catolicismo en particular? ¿Cuál fue el origen de esta teoría? ¿Qué intención tenía Darwin? ¿Acaso sus aspiraciones se limitaban a establecer una teoría científica alternativa al fijismo imperante o también pensaba que estaba aportando pruebas científicas en favor del ateísmo? ¿Cómo gestó Darwin su teoría de la evolución? ¿Tras la muerte de Darwin cuál fue la suerte que corrió su teoría? ¿Cuáles fueron los avatares por los que pasó el darwinismo a finales del siglo XIX y principios del siglo XX? ¿Son lo mismo darwinismo y evolucionismo? ¿Cómo se integraron a mediados del siglo XX los postulados darwinistas con los nuevos descubrimientos en el campo de la genética? ¿Qué otras teorías evolucionistas no darwinistas se han propuesto en el siglo XX? ¿Son compatibles la afirmación de la evolución biológica con la creencia religiosa en un Dios creador, personal y providente? ¿Es realmente la teoría de la evolución un fundamento científico del ateísmo actual? ¿Puede un católico ser evolucionista? ¿Y darwinista? A lo largo de este libro intentaremos dar respuesta a estas cuestiones y a muchas otras de índole análoga En este libro, estudiaremos, en primer lugar, la teoría de la evolución propuesta por Darwin, para abordar luego el desarrollo de la teoría de la evolución desde la muerte del eminente naturalista hasta nuestros días. Luego se tratarán los argumentos a favor de la teoría de la evolución propuestos por sus partidarios, así como de algunas de las objeciones que les plantean sus oponentes. En el cap. 10 se verá, someramente, cuál es el estado actual de los conocimientos científicos acerca de la evolución humana. Finalmente, en el cap. 11abordaremos el debate ideológico en torno a la teoría de la evolución, haciendo especial hincapié en la compatibilidad de ciertas formulaciones de dicha teoría con las creencias religiosas. Tal como se dijo anteriormente, hoy en día la evolución como hecho es aceptada por la inmensa mayoría de los científicos. Lo que se cuestiona es si la selección natural darwiniana tiene tanta incidencia en el hecho evolutivo como suponía el científico británico. En efecto, hay quienes no están de acuerdo en que la selección natural tenga un papel tan determinante en el proceso evolutivo, por esto, algunos piden la elaboración de una nueva teoría de la evolución, una nueva síntesis, que vaya más allá de la propuesta por los neodarwinistas. Otros aducen que la bioquímica presenta retos insalvables al darwinismo y abogan por la existencia de un Diseño Inteligente en la naturaleza capaz de ser descrito por los métodos de la ciencia, una propuesta que está levantando debates muy acalorados. Sea como fuere, la idea de que la vida se ha desplegado a lo largo del tiempo a 7

través de un proceso evolutivo es una conquista de la ciencia que parece no tener marcha atrás, como sucede con el Big Bang en cosmología o la relatividad en Física. Otra cosa muy distinta es explicar de una forma absolutamente fiel a la veracidad de los acontecimientos cómo ha sucedido eso; en este campo la actual teoría sintética de la evolución es, sin duda alguna, mejorable y perfectible; algo que no supone demérito alguno, sino que ambas representan unas características consubstanciales a toda teoría científica. Ahora bien, que la evolución de los seres vivos sea un hecho científicamente demostrado no significa que la teoría de la evolución ya haya resuelto todos sus grandes retos Por su parte, la armonización entre la teoría científica de la evolución y las creencia religiosas, un punto de conflicto desde el mismo momento en que se publicó aquella, aunque sigue siendo objeto de polémica, es algo posible siempre y cuando se disciernan los aspectos científicos de la teoría de la evolución del uso ideológico que se hace de la misma,

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2. Del fijismo al evolucionismo. 2.1. Una idea genial. Darwin no fue el primero en proponer la idea de que las especies evolucionaban con el tiempo. En efecto, antes que él lo habían hecho otros, como Lamarck, Erasmus Darwin –su abuelo- o el periodista Chambers. Pero Charles Robert Darwin sí fue el primero que supo fundamentar y desarrollar mejor esta idea tan fructífera para las ciencias de la vida. Aunque lo cierto es que no destacó en los estudios de primaria ni tampoco en la universidad, sí fue un hombre extremadamente trabajador, con un gran poder de observación y sumamente intuitivo, gracias a lo cual fue capaz de desarrollar una idea genial. Cuando se embarcó en el H. M. S. Beagle, para acabar dando la vuelta al mundo en un viaje de casi cinco años, era un hombre de fe y un fijista convencido. Al final de la travesía continuaba manteniendo su fe, aunque con menor convencimiento, y lo mismo le sucedía con su apuesta por el fijismo. Sin embargo, la lectura de los Principios de Geología de Charles Lyell, sus observaciones a lo largo del viaje y lo que otros científicos le decían respecto del estudio de las muestras zoológicas que había enviado a Inglaterra, le hicieron comprender en la primavera de 1837, pocos meses después de su regreso, que El origen de las especies actuales no podía ser el fruto de un acto de creación único de Dios llevado a cabo al principio de los tiempos. Fue a partir de ese momento que Darwin comenzó a concebir su teoría de la evolución. Aún no sabía cómo, pero las especies anteriores debían de haberse transformado en otras hasta llegar a las actualmente existentes. Todo habría empezado con alguna forma viviente simple y a partir de ahí el majestuoso árbol de la vida se debió de ir ramificando. La vida se había ido abriendo paso a través de numerosos caminos. Algunas ramas desembocaban en callejones sin salida, por lo que las especies comprendidas en esa línea acaban desapareciendo, y otras extendían su presencia hasta el presente, pero siempre a través de múltiples cambios y transformaciones. Darwin interpretó el hecho de la diversidad de la vida como el fruto de un proceso y no como el resultado de un único acto de creación. De ahí que Plomin afirme que: “La teoría de la evolución de Darwin toma como punto de partida la variabilidad dentro de una población. La variabilidad existente entre individuos de la población se debe, al menos en parte, a la herencia. Si la probabilidad de sobrevivir hasta la madurez y reproducirse está influenciada,

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aunque sea ligeramente, por un carácter determinado, la frecuencia de este rasgo será algo mayor en la descendencia de los supervivientes que en la generación de sus padres. De esta forma, generación tras generación, las características de una población pueden cambiar gradualmente. Tras un período de tiempo suficientemente largo, los cambios acumulados pueden ser tan grandes que las poblaciones se conviertan en especies diferentes que ya no son capaces de cruzarse con éxito” (Plomin et alt, 2009: 300).

Variación aleatoria con selección natural y tiempo para que ésta pueda actuar, ahí estaban las dos claves de la teoría de la evolución de Darwin.

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2.2. La novedad darwiniana. Tal como ya hemos dicho, a mediados del siglo XIX, la idea de que las especies evolucionaban no representaba un horizonte intelectual del todo nuevo, otros ya habían hablado de algo parecido. La genialidad de Darwin radicó en proponer un mecanismo simple que explicaba esos cambios: la selección natural de aquellas características hereditables que favorecían la supervivencia por facilitar la adaptación al medio ambiente. Un mecanismo que luego completó con otro, denominado selección sexual, y que consistía en el favorecimiento de aquellas características que facilitaran el acceso al apareamiento, y, por lo tanto, a la reproducción. El escándalo vino cuando esa teoría se aplicó al hombre, afirmándose que las características heredables (incluida la inteligencia), y cuyos mecanismos eran desconocidos entonces, habían surgido de forma puramente casual siendo favorecidas únicamente por cuestión de suerte en procesos aleatorios. No era difícil ver que lo que el autor proponía realmente era que el diseño observado en la naturaleza no respondía a la acción de una Inteligencia sobrenatural, sino al azar y la fortuna. Una característica heredable surgida al azar que resultara ser favorable para la supervivencia constituiría una ventaja adquirida que se iría extendiendo, generación tras generación, entre la población en la que había aparecido. Si mantenía su interés adaptativo a lo largo del tiempo entonces acabaría imponiéndose hasta llegar un momento en el que estaría presente en todos los individuos de aquella población. La suma de varias características de este tipo podían dar lugar a una especie nueva. En esto radicó la genialidad inicial de Darwin. Luego iría perfeccionando su teoría y ampliándola. El problema estribaba en que esa característica adaptativamente ventajosa había sido adquirida por azar y casualidad. Esto es lo que resultaba inaceptable a la mentalidad victoriana de la sociedad británica y, en general, a la Europa de mediados del siglo XIX, así como en los Estados Unidos de Norteamérica. Darwin lo sabía y por eso fue tan cauto al exponer sus pensamientos. Pero los acontecimientos se estaban precipitando ya de una forma imparable. La apasionante biografía de una de las ideas más importantes de la historia de la ciencia se había puesto irremisiblemente en marcha. No se trataba de una teoría científica más, sino de una nueva interpretación de la historia de la vida que implicaba una visión del hombre y de su lugar en la naturaleza que chocaba con la visión bíblica expuesta en el Génesis, ya que la concepción darwiniana parecía implicar una antropología materialista, por lo que debía de ser 11

combatida enérgicamente. Deshacer los enredos que se produjeron por una y otra parte, hasta comprender que una visión evolutiva de los seres vivientes no se opone en absoluto a la afirmación de la existencia de un Dios creador, personal y providente llevó más de medio siglo. Pero los efectos del tsunami que ocasionó la aparición de la teoría de la evolución de Darwin todavía se dejan sentir en nuestros días. Al volver de su viaje en el Beagle, la idea de la evolución nació en la mente de este naturalista con una fuerza y un vigor irrefrenable. A partir de ese momento la fue desarrollando con una energía y una vitalidad que aún lo impregna todo; y no solo a la biología, sino que dicha idea trasciende en gran medida a esta disciplina para configurar en buena parte la visión que tenemos de nosotros mismos en la cultura actual. Comprender la teoría de la evolución, tal como la concebimos hoy en día, sabiendo captar su verdadero alcance científico y sus límites, implica, en primer lugar, entender cómo se forjó la idea original en la mente de Darwin. Para ello no hay más remedio que echar un breve vistazo a su biografía intelectual y al conjunto de influencias que recibió, a fin de poder enmarcar la evolución del pensamiento de este naturalista en su contexto cultural; es decir: analizar la interacción de su pensamiento con el ambiente cultural en el que se gestaron y desarrollaron sus ideas evolucionistas. El análisis de las ideas darwinianas no es una simple curiosidad histórica que sirva de preámbulo anecdótico para, posteriormente, pasar a estudiar la actual teoría de la evolución. La cosa es mucho más sería. Las ideas evolucionistas de Charles Darwin supusieron una revolución intelectual de tal calibre, que no solo transformaron las ciencias de la vida de su tiempo de una forma radical y definitiva, sino que desencadenaron una polémica ideológica cuyos efectos todavía se viven hoy. La magnitud de las ideas de Darwin fue tal que trascendieron los límites de su época. Su aportación principal: la teoría de la evolución, representa un logro intelectual tan vigoroso que ha desembocado en una auténtica darwinización de nuestra cultura (ver Castrodeza, 2009), de nuestro pensamiento y de nuestra sociedad, hasta el punto de que no constituye exageración alguna afirmar que Darwin sigue estando presente entre nosotros, dada la influencia tan acusada y manifiesta que tienen sus ideas en el pensamiento y en la sociedad actual. Veamos, pues, cómo se gestó la idea de la evolución en la mente de Darwin y cuál es la influencia que tiene en nuestros días.

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3. En busca de una vocación. 3.1. El primer contacto con el evolucionismo de Lamarck. Después de una infancia y una adolescencia en la que no destacó en los estudios, Charles Darwin ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo en octubre de 1825. Pese a descubrir bien pronto su falta de vocación pasó allí un par de años. En la capital escocesa entabló amistad con el zoólogo y médico Robert Edmond Grant (1793-1874), un profesor que gozaba de buena reputación y al que se le auguraba un futuro muy prometedor como naturalista. Grant fue uno de los primeros en hablarle de las teorías evolucionistas de JeanBatiste-Pierre-Antoine de Monet, más conocido como el Caballero de Lamarck (1744-1829), quien se oponía al fijismo de Georges Cuvier (1769-1832) según el cual las especies actualmente existentes habían sido creadas por Dios con el mismo aspecto con el que las vemos hoy. En consecuencia, todas sus características habrían permanecido fijas a través de todo el tiempo transcurrido a partir de la creación divina hasta nuestros días, de ahí que esta doctrina reciba el nombre de “fijismo”. Años más tarde Darwin declararía que los argumentos de Grant a favor del evolucionismo lamarckista no le habían convencido en absoluto; de modo que en aquella época seguía considerándose partidario del fijismo. Lamarck sostenía que las especies actualmente existentes habían llegado a ser como son gracias a un proceso de evolución, en el que las actuales habían surgido por transformación de otras anteriores que habrían acabado desapareciendo, de ahí que su concepción evolucionista reciba el nombre de “transformismo”. Según Lamarck la evolución se producía gracias a que la función creaba el órgano, así la necesidad de comer las hojas de las ramas hacía que las jirafas estiraran el cuello para alcanzarlas, de forma que con el paso del tiempo a alguna podría crecerle, transmitiendo esta característica ventajosa a su descendencia, tesis conocida como: “herencia de los caracteres adquiridos”. Decepcionado por la actitud de Darwin ante la medicina su le buscó una alternativa: estudiar teología en Cambridge para que fuera un cura rural anglicano a fin de que consagrara su vida a la atención espiritual de los fieles que el destino pusiera a su cargo. Qué paradoja tan grande: ¡El hombre cuyas ideas serían utilizadas por algunos como base para intentar fundamentar el 14

ateísmo a partir de la ciencia resultaba que, en toda su vida, como única titulación académica tendría lo que sería el equivalente a una diplomatura en teología!

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3.2. El reloj y el relojero. En enero de 1828 Darwin ingresó en el Christ’s College de Cambridge para estudiar teología. Entre los autores que le causaron mayor deleite figuraba el teólogo William Paley (1743-1805), que era partidario del finalismo en la naturaleza, algo que Darwin cuestionaría en su teoría de la evolución de las especies y que ha hecho correr ríos de tinta. Su metáfora más famosa es la del reloj y el relojero. Según Paley si fuéramos por un camino y nos encontrásemos con un reloj en el suelo nos quedaríamos maravillados por la complejidad del mecanismo y no se nos ocurriría pensar que ese conjunto de piezas tan bien ensambladas, y que cumplen perfectamente una función dentro de un todo, se han dispuesto de esa forma pura y simplemente por azar. Más bien pensaríamos que ha habido un relojero que ha diseñado el reloj; y por la maravilla del producto podríamos inferir la inteligencia deslumbrante de su hacedor. Si esto es así con un reloj, mayor habría de ser nuestro asombro respecto a la Naturaleza. El orden y el diseño que se observa en la Naturaleza debe ser el resultado de una causa inteligente que ha dispuesto todos los elementos de la naturaleza con infinita sabiduría confiriéndole ese orden y ese diseño que apreciamos en ella, puesto que la naturaleza, al carecer de inteligencia, no se lo puede haber dado a sí misma. Paley era un clérigo anglicano que se esforzó por hacer una apología del cristianismo argumentando filosóficamente el fundamento de sus verdades, pero también era un hombre docto, instruido en los conocimientos más avanzados de la ciencia natural de su tiempo. Por lo que no se trata de una figura fanática, sino de un profesor ilustrado que exponía sus ideas de forma racional y que ha despertado por ello la admiración de reputados biólogos (Ayala, 200: 37). En su época de Cambridge, como tantos otros, Darwin estaba profundamente impresionado por los razonamientos de Paley, mostrándose partidario de la aceptación del finalismo en la Naturaleza. La ruptura vendría años más tarde, cuando elaboró su teoría de la evolución. Siguiendo la estela del papel que otorgaba Darwin al azar, muchos evolucionistas se han visto llevados a rechazar la existencia de una causa trascendente a la Naturaleza, negando que ésta pueda ser la responsable del diseño que se aprecia en ella; aserción que va más allá de lo que los métodos de la ciencia permiten afirmar, pues se trata de una cuestión filosófica y no científica, como sucede con los temas del finalismo y del Diseño Inteligente.

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La estancia en Cambridge resultó esencial para Darwin y para la futura elaboración de su teoría de la evolución, pues fue allí donde entabló amistad con el excelente profesor de botánica John Stevens Henslow (1796-1861), que sería quien le propondría realizar el viaje en el Beagle; un viaje sin el cual es muy probable que nunca hubiera llegado no habría llegado nunca a concebir la idea de que las especies se transformaban las unas en las otras en virtud de la selección natural de las variaciones adquiridas; o dicho de otra forma: sin esa travesía alrededor del mundo Darwin no habría sido Darwin. Sin embargo, lo bueno del caso es que nosotros hubiéramos tenido igualmente la teoría de la evolución por selección natural de las modificaciones de la herencia producidas al azar, gracias a Alfred Russel Wallace.

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3.3. El gusto por la geología. La amistad con el geólogo Adam Sedgwick (1785-1873) le hizo recuperar el gusto por la geología. Sin embargo, con el tiempo, el reputado geólogo se convertiría en el enemigo más agresivo que tuvo la teoría de la evolución darwinista. El estudio de la geología jugó un papel muy importante en la concepción de la idea de la evolución biológica en la mente de Darwin. Por aquel entonces para interpretar la historia geológica de la Tierra se daban dos grandes corrientes de pensamiento dentro de la geología: el catastrofismo y el actualismo. El catastrofismo geológico fue propuesto originalmente por el afamado paleontólogo francés George Cuvier (1769-1832), quien sostenía que la Tierra había sido objeto de diversas catástrofes universales repentinas cuyas consecuencias fueron la extinción de casi todas las formas vivientes existentes en el momento de producirse dichas calamidades. Después de cada uno de los cataclismos la Tierra se habría repoblado nuevamente gracias a un acto de creación divina de nuevas especies o bien porque algunos miembros de las que habían sobrevivido se dedicaban a colonizar nuevos hábitats, manteniendo así una continuidad (fijismo) entre los individuos de la especie en cuestión creados por Dios originariamente y los existentes actualmente. Según los catastrofistas el último gran desastre habría sido el diluvio universal. Sedgwick era partidario de esta concepción de la Historia Natural de la Tierra, de modo que es de suponer que le hablara de ello a Darwin durante aquellas semanas. Más tarde, estando ya embarcado en el Beagle, el naturalista de Shrewsbury, pudo comprobar que el capitán Robert Fitz Roy era partidario del catastrofismo, por lo que éste deseaba que durante sus expediciones de carácter naturalista Darwin encontrara pruebas en favor del diluvio universal, y por ello del fijismo, que es a lo que se opone el evolucionismo. Cuvier murió 27 años antes de que Darwin publicara el libro que contenía sus reflexiones sobre la transmutación de las especies, expresión con la que se conocía entonces lo que hoy llamamos teoría de la evolución, por lo que no pudo estar al corriente de los argumentos de Darwin a favor del transformismo. Sin embargo Cuvier reflexionó sobre este tema y consideró deficientes los razonamientos de los evolucionistas predarwinianos, apostando personalmente por el fijismo. En esos años, a diferencia de Sedgwick, Darwin era más bien partidario del actualismo-uniformitarista de Charles Lyell (1797-1875), según el cual las fuerzas geológicas que habían actuado en el pasado eran las mismas que 18

podían observarse en el presente. Esta interpretación geológica de la historia de la Tierra tuvo una influencia muy importante en la elaboración de la teoría darwiniana expuesta en El origen de las especies, ya que la visón de una transformación gradual del relieve a partir de agentes geológicos que siguen las mismas leyes naturales en el pasado y en el presente fue uno de los factores que le ayudaron a comprender que en la historia del desarrollo de la vida podía haber sucedido lo mismo; es decir, especies nuevas podrían haber surgido a partir de otras mediante una transformación gradual. De este modo, se puede afirmar que la influencia del estudio de la geología en la aparición de la teoría darwiniana de la evolución no debe de ser infravalorada. El 27 de diciembre de 1831Darwin partía del puerto de Plymouth a bordo del HMS Beagle; iniciando así una expedición que le llevaría a dar la vuelta al mundo en un viaje que cambiaría su futuro al mismo tiempo que le conferiría un nuevo rumbo a las ciencias de la vida. En aquellos momentos era fijista; y aunque no fue durante el viaje cuando concibió su famosa teoría de la evolución, si realizó os descubrimientos capitales que muy lentamente, le fueron surgiendo las dudas que le llevarían a replantearse el fijismo en favor del transformismo.

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3.4. Los primeros indicios En la Bahía Blanca, en la desembocadura del Río Negro, a unos 460 km al sur de Buenos Aires, llevó a cabo los primeros descubrimientos que le harían cuestionarse el fijismo. Por esas fechas, agosto de 1831, Darwin descubre unos fósiles de animales gigantescos durante una excursión por la Patagonia (Megatherium y Milodon, entre otros), lo que le hizo tener las primeras dudas sobre el fijismo. Así lo destacó mas tarde en El origen de las especies, señalando que la observación de la existencia de una fauna extinta muy similar, pero distinta, a la que poblaba la zona cuando llegó él le hizo pensar en una relación de ancestros descendientes. También le llamó la atención la distribución geográfica de la fauna, tanto la que ya se había extinguido como la que todavía continuaba existiendo. Esto le llevó a plantearse la hipótesis de la evolución de las especies frente a la idea de su creación estable desde el principio de los tiempos con las formas con las que las vemos actualmente. El valor del descubrimiento de la megafauna patagónica habitualmente ha permanecido en un segundo plano, pero lo cierto es que cuando estuvo en las Galápagos no fue consciente de lo que posteriormente llegarían a significar en el desarrollo de su futura teoría de la evolución los especímenes recogidos en aquellas islas; mientras que los descubrimientos de la megafauna de la Patagonia sí que le llevaron, aunque tímidamente, a cuestionarse las ideas imperantes en aquellos momentos sobre El origen de las especies. Richard Keynes, científico de la Universidad de Cambridge y bisnieto de Darwin, quien ha llamado la atención sobre este punto al afirmar que el 26 de septiembre de 1832 debe ser considerado un día destacado para la biología, ya que en esta fecha fue cuando Darwin encontró las primeras evidencias que le llevarían a formular su célebre teoría sobre la transformación de las especies. Se ha especulado mucho sobre el valor real que tuvo la estancia de Darwin en las Galápagos pero cuando estuvo allí no fue consciente de las implicaciones que tendría la biogeografía del archipiélago de cara a la elaboración de su futura teoría de la evolución. Sólo en Londres, y bajo la tutela de otros científicos, pudo tomar plena conciencia de la biodiversidad que había en las Galápagos. Entre tanto debió de utilizar colecciones de otras personas para estudiar el problema de la especiación en aquel hábitat tan peculiar. Se ha repetido mucho que la estancia en las Galápagos sirvió para abrir los ojos a Darwin y convertirlo a la causa evolucionista. Pero la cuestión no es tan

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simple. Es cierto que en su Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo hace algunas referencias a las Galápagos en las que se intuyen sus ideas evolucionistas, pero no hay que olvidar que el libro se publicó por primera vez en 1839, casi tres años después de haber regresado a Inglaterra. Dos años antes, en marzo de 1837, Darwin ya había empezado a alumbrar en su mente la teoría de la evolución. Esto quiere decir que, con toda probabilidad, introdujo reflexiones posteriores a las anotaciones, unas reflexiones que se correspondían a la época en la que estaba redactando el Diario y no a los días en los que estuvo en las Galápagos o durante los siguientes meses del viaje. Además, las sucesivas reediciones iban incorporando observaciones de Darwin que trascendían a las notas que había tomado durante el viaje y respondían más bien a las nuevas orientaciones que estaba alumbrando su pensamiento por lo que al origen de las especies se refiere. La importancia de la estancia en las Galápagos es algo que Darwin pudo percibir a posteriori, y no cuando estuvo allí. De hecho ni siquiera se molestó en empaquetar en cajas distintas los diferentes ejemplares de pinzones que había recogido en las diversas islas distinguiendo el lugar de procedencia. Fue el ornitólogo John Gould quien, meses después de haber regresado a Gran Bretaña, le hizo caer en la cuenta de que le había enviado varias especies distintas de pinzones, lo que le sorprendió a Darwin. Con las tortugas pasó lo mismo, y eso que el funcionario inglés del archipiélago, el vicegobernador Lawson, le advirtió que las tortugas de la isla de Charles, conocida también como Santa María, eran específicas de allí y no podían encontrarse en ninguna otra. A Richard Owen le entregó los fósiles de la Pampa. Thomas Bell se encargó de los reptiles; Leonard Jenyns de los peces; George Robert Watherhouse de los mamíferos y a John Gould, el taxónomo de la Zoological Society, se le asignarían las aves. Las plantas se las encomendó a Henslow quien las pasó a Joseph Dalton Hooker, un célebre botánico más joven que Darwin y con quien entablaría una sincera y duradera amistad. De los invertebrados marinos pensaba hacerse cargo personalmente ya que era un campo en el que se había ido especializando desde los tiempos de Edimburgo. Bien pronto empezó a recibir los primeros informes de los estudios de sus colecciones. Owen le advirtió que había observado que en los fósiles de la Pampa había una cierta similitud entre las formas extintas y las actualmente existentes, un dato que a Darwin le sugeriría la transmutación de las especies, aunque esta era una idea a la que Owen se opondría enérgicamente cuando Darwin la hizo pública veinte años más tarde. 21

Por su parte, el ornitólogo John Gould se dio cuenta de que el grupo de aves que Darwin había considerado que estaba formado por pinzones, por parientes de los mirlos, picogordos y chochines, en realidad era un grupo compuesto todo él por distintos tipos de pinzones diferenciados por el pico. También identificó a un antecesor del ñandú, por lo que decidió denominar esta nueva especie con el nombre de Rhea darwinii, en homenaje a su descubridor; un nombre científico que posteriormente sería cambiado. Asimismo, Thomas Bell hallaba diferencias entre las iguanas en función de la isla de procedencia. Las observaciones de Gould, los comentarios de Owen y Bell, así como los propios descubrimientos de Darwin formaban un conjunto de datos que empezaban a hacer rechinar claramente los últimos estertores de su sustrato conceptual fijista impulsándole a un abandono definitivo de esta idea.

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3.5. El alumbramiento de la teoría de la evolución. No existe unanimidad sobre cuál fue el momento exacto en el que Darwin empezó a hacerse evolucionista. Según el paleontólogo Niles Eldredge esta transformación ya se produjo durante el viaje, de modo que desembarcó en Falmouth siendo evolucionista. En cambio la famosa biógrafa de Darwin, Janet Browne, insiste en que a su regreso a Inglaterra Darwin todavía no era un evolucionista. Según lo dicho hasta ahora, es muy posible que a partir de la mitad de su viaje en el Beagle Darwin dudara cada vez más de la verosimilitud del fijismo, y en las últimas etapas del viaje probablemente ya acariciara la idea del transformismo de las especies; pero estaba aún muy lejos de haber elaborado una teoría a partir de sus intuiciones; es más, ni siquiera la tenía esbozada, sólo era eso: una intuición. Este escenario conciliaría las dos posturas. En cualquier caso todo indica que a mediados de marzo de 1837 Darwin era ya totalmente partidario de la transformación de las especies. En julio escribió sus primeras anotaciones sobre El origen de las especies. El cuaderno A lo dedicó a la geología. Los cuadernos B, vinieron otros: C, D, y E abordaban una multiplicidad de problemas relacionados con la transformación de las especies. Darwin se percató de que diversas cuestiones aparentemente inconexas estaban profundamente ligadas entre sí, tales como: el aislamiento geográfico, la distribución geográfica de las especies (la biogeografía), la importancia de la adaptación al medio, las variaciones que se producían en la descendencia, la transmisión de esas modificaciones y otras cuestiones que configurarían los elementos esenciales de su teoría, los temas a los que dedicaría los siguientes veintidós años. Se trataba de un esfuerzo que culminaría en la publicación de su obra capital: El origen de las especies. Uno de los temas importantes que había que dilucidar era, precisamente, el poder aclarar cuándo una diferencia, un nuevo carácter, establecía una distinción entre especies y cuando representaba únicamente una variación intraespecífica. Esta cuestión no siempre era algo que resultara fácil de resolver.

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3.6. La influencia de Malthus. No cabe ninguna duda de que a Darwin le resultó providencial la lectura del célebre economista político Thomas Malthus. En octubre de 1838, y de un modo puramente casual, le cayó en sus manos el libro que había escrito cuarenta años antes y que se titulaba: Ensayo sobre el principio de la población. En este ensayo Malthus exponía su convencimiento de que la humanidad estaba abocada a una gran crisis debido al aumento exponencial de la población; de seguir creciendo al ritmo que venía haciéndolo preveía que en el futuro no habría alimentos suficientes para todos, por lo que la cantidad de recursos marcaría el límite de crecimiento de la población. La hambruna y la guerra por la posesión de dichos recursos impedirían que la población aumentara más allá de ese límite, y entonces comenzaría la competencia por la supervivencia. A Darwin se le hizo la luz, y en uno de sus cuadernos anotó que en todas las especies nacen más individuos de los que pueden sobrevivir, de modo que, en cierta manera, la propia naturaleza se encarga de seleccionar los que sobrevivirán y los que serán eliminados. La cuestión que había que resolver ahora era ¿cómo resultaba eso posible? Es decir: ¿cuál era el principio que utilizaba la naturaleza para hacer tal selección? También aquí fue la lectura de Malthus lo que le proporcionó la clave: el motor de la evolución era la selección natural. Ahora había que pulir la idea. Dicho de otro modo, se trataba de averiguar en qué consistía la selección natural. ¿Qué es lo que se seleccionaba? La respuesta sería: la selección de las cualidades que facilitaban la adaptación al medio y con ello la supervivencia En su ensayo Malthus no hablaba sólo de poblaciones humanas, también hacía referencias a poblaciones vegetales y animales, afirmándose que todas las especies tienen la tendencia a procrear más allá de los recursos disponibles, de forma que sólo una parte de la descendencia puede sobrevivir. Darwin acogió estas ideas con entusiasmo ya que encajaban perfectamente en la visión de la naturaleza que estaba naciendo en su mente. El libro de Malthus, junto con la observación del trabajo que hacían los ganaderos y los granjeros al seleccionar de un modo artificial los caracteres que querían transmitir a sus descendientes, le habían dado la clave para explicar el motor de la evolución que, según Darwin, no era otro que la selección natural de aquellas variaciones producidas al azar que favorecían la supervivencia a través de una mejor adaptación al medio. Un principio que, según Darwin, también gobernaría la aparición del hombre. Éste no habría surgido mediante un acto de creación divina sino que se habría originado por la transformación de otra especie, sin duda de morfología simiesca, en alguna forma intermedia que 24

acabaría dando lugar a nuestra especie. Desde luego eran ideas tremendamente explosivas que chocaban frontalmente con el establishment científico, con la fe anglicana tal como era entendida en aquellos momentos y, por consiguiente, con el parecer popular. Si quería hacer públicos sus pensamientos sin ser objeto de diatribas demoledoras debería de encontrar pruebas extremadamente convincentes, y en esa tarea se embarcó durante décadas.

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3.7. Las primeras formulaciones. Ya hemos narrado en otro lugar (Turbon et alt: 2009) el itinerario intelectual de Darwin desde su regreso a Inglaterra hasta la publicación de su teoría de la evolución en 1859, por lo que aquí sólo haremos una breve alusión a ese período. En la primavera de 1844 Darwin completó un buen resumen de la teoría de la evolución por selección natural. Se trataba de un escrito que ya alcanzaba las 230 páginas y las 52.000 palabras. Era una versión ampliada de su breve esbozo de 1842. Pero todavía no estaba dispuesto a publicar sus opiniones sobre este tema. Solamente se lo dejó leer a su gran amigo Joseph Dalton Hooker. Hay varias razones por las que Darwin se mostró tan remiso a publicar su teoría de la evolución en esas fechas (Quadmmen, 2008). Una fue el convencimiento del rechazo social que experimentarían sus ideas. Un solo desliz en este sentido y su brillante y prometedora carrera como científico se iría al traste. Otro motivo estaba relacionado con el deterioro de la cuestión social en Londres, y en Inglaterra en general.La publicación de un libro en el que defendiera la transformación de las especies implicaría manifiestamente sostener el rechazo a la creación directa de las mismas por parte de Dios, algo que se podría interpretar como un ataque al orden social clásico, lo que en esos momentos resultaba un tema muy delicado dado lo convulso que estaba el ambiente general. Por otra parte, como buen empirista que era, deseaba fundamentar sus tesis en un gran número de observaciones, así como en datos extraídos de experimentos, por lo que estaba obsesionado con la obtención de una infinidad de testimonios que pudieran avalar su teoría, de modo que decidió embarcarse en toda una serie de trabajos de investigación que llevó a cabo concienzudamente con una meticulosidad extrema. Quería obtener muchas más pruebas para elaborar su presentación de forma que el discurso fuera perfectamente coherente y los razonamientos lograran ser plenamente convincentes. Esto encajaba a la perfección con el carácter de Darwin, al mismo tiempo que le daba algo de tranquilidad, al suponer, no sin cierta ingenuidad, que una exposición impecable de sus razonamientos minimizaría las críticas. Fue por esto que se pasó los siguientes quince años cultivando orquídeas y criando palomas y percebes para encontrar más pruebas a favor de su teoría de la transformación de las especies a través de la selección natural de las variaciones aleatorias surgidas en la descendencia con modificación, sumiéndose en una vorágine de recolección de datos. Después de ocho años 26

consagrando su trabajo a los cirrípedos, o percebes, deseaba cambiar de campo, aunque la finalidad era la misma: buscar más pruebas a favor de su teoría. Aunque no todo el mundo lo ve en este trabajo una búsqueda de pruebas; Niles Eldredge, por ejemplo, considera que el estudio pormenorizado de los percebes fue una excusa para no tomarse en serio la idea de publicar inmediatamente sus convicciones sobre la transformación de las especies (Eldredge, 2009: 49). Lo que hizo a partir de ese momento fue centrarse en la cría de palomas de toda clase. Las cruzaba para fomentar una variedad entre una población o, al revés, eliminar una característica dentro de un grupo mediante la selección de los individuos que dejaba reproducirse. En seguida se dio cuenta de que, a través de la selección artificial, era capaz de originar formas muy divergentes de palomas, con lo que se persuadió de que la naturaleza podía hacer lo mismo, sobre todo contando con mucho más tiempo. Ahora bien, según Niles Eldredge: “el error más grueso de Darwin fue aplicar la selección natural a especies enteras en el tiempo, en analogía con la selección artificial de los campesinos, los horticultores y los ganaderos, error que se ha perpetuado hasta nuestros días en algunos ámbitos de la biología evolutiva” (Eldredge, 2009: 243). Otro dato que pudo comprobar con estos trabajos fue que los individuos infantiles, las crías, se asemejaban más a las palomas que daban lugar a una clase nueva (los ancestros de todos los futuros individuos de esa clase) que cuando eran adultos.

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4. La publicación de El origen de las especies 4.1. La redacción y publicaciónEl origen de las especies Apremiado por el hecho de que un naturalista de clase humilde, Alfred Russell Wallace (1823-1913), había llegado a las mismas conclusiones que él sobre la evolución de las especies por causa de la selección natural de las variaciones surgidas en la herencia con modificación decidió volcarse en la redacción de un texto que recogiera lo esencial de su teoría (cif Turbón et al.: 2009). El 24 de noviembre de 1859 se publicó la primera edición de El origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia en la naturaleza. Tuvo muy buena acogida y bien pronto se convertiría en el libro científico más leído hasta aquel momento, de tal modo que su influencia en el campo de la biología sería decisiva, no sólo a lo largo del siglo XIX sino hasta nuestros propios días; por esto mismo Niles Eldredge ha observado con gran tino que: “la estructura teórica que Darwin construyó hacia 1859 es tan sólida que no solo convenció a los intelectuales de que las formas vivientes habían evolucionado sino que aún ejerce influencia en los biólogos evolutivos y en cómo enfocan su estudio” (Eldredge, 2009: 110). Sin embargo, lla reacción de los intelectuales y del público en general fue muy enérgica. La idea de que todas las especies provenían de otras anteriores hasta llegar a una que fuera la antecesora de todos los seres vivos se interpretó como algo contrario a la Biblia porque significaba que el hombre no había sido creado en su estado actual, sino que descendía de una especie animal; y no había duda de que debía de tratarse de algún primate, con lo que se sintetizó la tesis de Darwin en la frase: “el hombre viene del mono”. De este modo la animadversión hacia la teoría de Darwin estaba servida. Aunque el naturalista británico no mencionaba para nada al ser humano en esta obra, todo el mundo intuía que en el escenario transformista propuesto Darwin el hombre no ocupaba ningún lugar especial, sino que su origen se vislumbraba tan natural como el de cualquier otro ser viviente, aunque. Darwin había sido siempre especialmente cuidadoso con esto. El origen de las especies consta de catorce capítulos. En el primero se aborda el tema de la variación en estado doméstico, algo en lo que Darwin era todo un experto gracias a la cría de percebes, palomas y orquídeas, pero también por la 28

numerosa correspondencia mantenida con otros criadores. En este capítulo, entre otras cosas se habla de la selección artificial y de las causas de la variación intraespecífica. El capítulo segundo trata de lo mismo, la variación dentro de las especies, pero ahora en cuanto que son producidas por la selección natural, con lo que resalta el carácter analógico del primer capítulo. En el capítulo tercero se aborda la lucha por la existencia entre los seres vivientes; es decir, Darwin aplica la doctrina de Malthus al conjunto del reino animal y vegetal. En el capítulo cuarto se analiza la divergencia de la vida y la extinción de algunas especies por causa de la selección natural. El quinto capítulo trata sobre un tema muy espinoso, el de las leyes de la variación; cabe destacar aquí que Darwin no podía saber cómo se transmitían las variaciones a la herencia. Años después se arriesgaría al proponer una teoría sobre la transmisión de las variaciones favorecidas por la selección natural; pero sin el conocimiento de las leyes de la genética no podría ser sino errónea. En los cinco capítulos siguientes afronta algunas de las dificultades más importantes en contra de su teoría. Así el capítulo seis trata sobre cómo los organismos sencillos pueden desarrollarse hasta transformarse, con el paso de millones de años, en seres vivientes con órganos muy complejos; con ello Darwin está tocando uno de los temas más actuales y que es el centro del debate entre la teoría del diseño inteligente y la teoría de la evolución darwiniana. En el capítulo siete sigue abordando dificultades contra la teoría. En el octavo habla de las “facultades mentales” de los animales. En el nueve toca los temas de la hibridación, la esterilidad de las especies y la fecundidad de las variaciones cuando se cruzan. En el capítulo diez se analiza la imperfección de los registros geológicos. La precariedad del registro fósil era, sin duda alguna, uno de los temas que más mortificaba a Darwin, pues suponía una seria objeción contra su convencimiento de que la evolución era gradual. El once continúa con el tema. El doce trata sobre la distribución geográfica de las especies, tanto actuales como extintas. El trece es la continuación del anterior. Y el catorce analiza la afinidad mutua de los seres orgánicos, prestando una atención especial a la embriología, la morfología y la existencia de órganos rudimentarios, atrofiados o inútiles. El decimoquinto es el último y se trata de una recapitulación de las objeciones contra la teoría, incluyendo unas observaciones finales.

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4.2. La esencia de la teoría de la evolución darwiniana. En El origen de las especies Darwin sostenía que las formas de vida no son estáticas sino que evolucionan; es decir, las especies cambian continuamente con el paso del tiempo, unas se originan y otras se extinguen. Este proceso de transformación de las especies es gradual, pues se desarrolla lentamente de una forma continuada, sin saltos, sin discontinuidades o cambios súbitos. Es lo que se conoce como gradualismo. Por otra parte, los organismos parecidos se hallan emparentados y descienden de un antepasado común. De esta suerte, se puede afirmar que todos los seres vivientes pueden remontarse a un origen único de la vida. Finalmente, para Darwin la selección natural es el principal motor de los cambios. ¿Cómo se produce la evolución de las especies? En primer lugar surge la variabilidad intraespecífica. Los hijos se parecen mucho a los padres, pero no son idénticos a ellos, sino que presentan ciertas diferencias. En general la variabilidad suele ser pequeña e intrascendente, pero en ocasiones aparece una característica nueva que permite que el individuo se adapte mejor a los cambios que experimenta el medio en el que habita. Los mejor adaptados serán los que lleguen en mayor número a la madurez y, por consiguiente, serán los que se reproduzcan en más cantidad, de modo que su descendencia tendrá la variación adaptativa heredada de sus padres, esto es a lo que llamó selección natural. En pocas generaciones y en un determinado nicho ecológico los individuos que tienen esa variante adaptativa que les confiere ventaja en la supervivencia representarán a la mayoría de la especie, hasta que, finalmente, habrán desplazado por completo a los otros. La acumulación de variaciones de este tipo, lo que Darwin llamaba herencia con modificación, llega a dar pie a un conjunto de individuos que ya no pueden aparearse con los de la especie madre, de esta forma se ha generado una especie nueva. El gran problema que tenía Darwin era explicar cómo se producían esas variaciones. Sin pruebas que avalaran empíricamente una explicación razonable de los mecanismos de herencia de las variaciones adaptativas la teoría de Darwin era un castillo de naipes construido en el aire. Su teoría carecía de una base sólida y él lo sabía, pero no conseguía dar con una explicación verosímil. Sin embargo, y sin que él lo supiera, en un recóndito monasterio cercano a la ciudad checa de Brno, un humilde monje que trabajaba con guisantes estaba a punto de hallar la solución. En efecto, en 1866 Gregor Mendel (1822-1884) divulgó los primeros trabajos sobre genética. La publicación de los resultados de sus investigaciones se hizo 30

en una revista especializada de difusión local, de modo que su trabajo permaneció desconocido hasta principios del siglo XX cuando fue redescubierto, prácticamente de forma simultánea, por diversos investigadores que trabajaban independientemente. Hoy sabemos que la variación de la que hablaba Darwin se produce por causa de los cambios en las frecuencias de los genes (es decir, por un cambio en la proporción de una variante de un gen particular entre todas las formas alternativas que puede presentar dicho gen) debido a factores tales como: las mutaciones, la reproducción sexual, la recombinación cromosómica u otros. Según Darwin, las variaciones que se heredarán serán aquellas que favorezcan la adaptación, de modo que es el medio el que, de una forma totalmente inconsciente, selecciona los individuos que sobrevivirán. Fue a esto a lo que Darwin llamó selección natural. Los individuos mejor adaptados, es decir, los que han nacido con modificaciones espontáneas favorables para hacer frente al medio ambiente, son los que van a tener más posibilidades de sobrevivir, de reproducirse y de dejar descendencia con estas ventajas. Dicho de otro modo, toda variación seleccionada positivamente tenderá a propagar su nueva y modificada forma. La selección es, por consiguiente, la responsable del diseño de los organismos, y actúa de un modo inconsciente, o ciego. Es decir, en el panorama dibujado por Darwin, el orden que observamos en la naturaleza no es el fruto del diseño realizado por un Diseñador Inteligente y trascendente a la naturaleza, sino que es el producto de un sinfín de casualidades. Dicho de otro modo, el azar es quien ha moldeado la naturaleza, de manera que el orden observado en ella sólo es un orden aparente. En resumen, puede decirse que la teoría de la evolución de Darwin se basa en cuatro ideas fundamentales: a) Las formas de vida no son estáticas sino que evolucionan. Las especies cambian continuamente, unas se originan y otros se extinguen. b) El proceso de la evolución es gradual, lento y continuo, sin saltos o cambios súbitos. c) Los organismos parecidos se hallan emparentados y descienden de un antepasado común. De esta suerte, cabe suponer que todos los organismos vivientes pueden remontarse a un origen único de la vida. Un ser vivo primario que daría lugar al nutrido árbol de la vida.

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d) La selección natural es la clave de bóveda de todo este proceso. En efecto, ella es la encargada de las modificaciones espontáneas que se han producido en los individuos y que representan variaciones favorables para la adaptación del individuo al medio, de modo que le facilita el éxito en la lucha por la supervivencia (selección natural propiamente dicha) o en la competición por el acceso a la reproducción (selección sexual). En el primer caso, los individuos mejor dotados, los que han nacido con modificaciones espontáneas favorables para hacer frente al medio ambiente, van a tener más posibilidades de sobrevivir, de reproducirse y de dejar descendencia con estas ventajas. Aunque Darwin admite que no es el único mecanismo que impulsa la evolución.

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4.3. La polémica levantada por las tesis de Darwin. En junio de 1860 la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia organizó su encuentro anual en Oxford. Este año el tema central giraría en torno a la teoría de la evolución de Darwin. Los primeros días las sesiones habían transcurrido de forma anodina. Lo mismo estaba sucediendo el sábado 30 de junio hasta que el obispo anglicano de Oxford, Samuel Wilberforce, tomó la palabra. Había prometido demostrar la falsedad de los argumentos de Darwin y acabar así con su propuesta de que el hombre descendía de otras formas de vida inferiores. La sala estaba abarrotada de gente y todo el mundo tenía ganas de oírle. Wilberforce era un excelente orador y durante un buen rato estuvo disertando acerca de lo que se decía en El origen de las especies; estaba bien claro que se había documentado sobre el tema, es más, hoy se cree que había sido preparado por el propio Richard Owen (el paleontólogo al que Darwin propuso el estudio de los fósiles de megafauna descubiertos en Argentina). En un determinado momento de su alocución se percató de que en la sala estaba uno de los más fervientes defensores de las ideas de Darwin, Thomas Henry Huxley, quien había conocido a Darwin unos pocos años antes, convirtiéndose bien pronto en el gran paladín de la causa. Al parecer Wilberforce le preguntó con mucha ironía si descendía del mono por parte de su abuelo o de su abuela. Cuenta la tradición que Huxley se irritó mucho y le replicó con energía que prefería tener a un mono por antepasado que descender de una persona que usaba su talento para acabar con la cultura y que ponía sus dotes de orador al servicio de los prejuicios y las falsedades. Hubo clamor en la sala y se dice que una mujer llegó a desmayarse. La defensa acérrima de Darwin le valió a Huxley , quien se autodefinió como “el bulldog de Darwin”. Después de este incidente Darwin escribió más libros, entre ellos uno aparecido en 1871, y que llevaba por título: El origen del hombre, en el que aplicó la teoría de la selección natural a la aparición del ser humano sobre la faz de la Tierra, sosteniendo de una forma explícita que la humanidad descendía de algún tipo de primate y que las facultades espirituales del hombre, como la inteligencia, habían ido surgiendo progresivamente (lo que hoy se conoce como emergentismo), constituyendo uno de los puntos de conflicto entre la teoría de la evolución y la antropología cristiana. Con esto Darwin rompía de una forma explícita con la visión cristiana del ser humano manifestada en el libro bíblico del Génesis, en donde se dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios.

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El parecer de Darwin no sólo no era compartido por las personas que tenían creencias religiosas, sino que algunos de sus amigos tampoco veían esto así. Por ejemplo Alfred Russell Wallace (quien también había descubierto la teoría de la evolución por selección natural), opinaba que la inteligencia y la voluntad eran facultades espirituales entregadas por Dios al hombre y que no habían emergido de la materia. Ahora bien, entre los mejores amigos de Darwin también los había que no tenían problemas en compatibilizar sus creencias religiosas con el convencimiento de que Dios no había creado las especies fijas e inmutables a partir de un único acto. Entre esos amigos se pueden citar Henslow, Asa Gray o Georg Mivart.

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5. El debate ideológico posterior. 5.1. En busca de más pruebas. Tras la publicación de su obra principal, Darwin dedicó una atención especial a la botánica. No es que perdiera el interés por el estudio de la transmutación de las especies, sino que se centró en el análisis de las plantas para poder encontrar allí más pruebas a favor de sus tesis. Por su edad, por su salud y por sus circunstancias familiares hacía décadas que ya no estaba en condiciones de viajar en busca de fósiles que pudieran corroborar su teoría. Sin embargo, las plantas era algo que podía controlar en su jardín y en su invernadero. Entre sus nuevos estudios destacan los realizados con orquídeas. El trabajo llevado a cabo con estas plantas le permitió publicar en 1862 un libro sobre ellas titulado: La fecundación de las orquídeas. Es muy importante destacar que Darwin no eligió las orquídeas por casualidad; sino porque, dada la belleza de estas plantas, eran consideradas como una de las obras más sublimes salidas directamente de la mano del Creador. Después del revuelo levantado tres años antes por El origen de las especies, este nuevo texto parecía mucho más inocente, ya que trataba sobre las distintas estrategias que tienen las orquídeas para ser fecundadas por los insectos, y no parecía abordar la teoría de la evolución. Pero, en realidad, lo que Darwin pretendía mostrar con este libro era que su teoría se podía aplicar incluso a esta clase de plantas, consideradas por su belleza la obra más majestuosa del Creador. Así, en una carta que escribió, el naturalista dijo de su libro sobre la fecundación de las orquídeas que procuraba ser una “carga de flanco contra el enemigo”; es decir, que pretendía tratar el tema del aparente diseño que se observa en la naturaleza para encontrar argumentos que fortalecieran su posición y debilitaran la de los creacionistas fijistas. 1875 publicó un nuevo libro que ahondaba en este tema y que llevaba por título: Los movimientos y costumbres de las plantas. En 1868 publicó: La variación de los animales y las plantas bajo domesticación. En esta obra Darwin hace suya por primera vez una expresión que había acuñado el filósofo Herbert Spencer, nos estamos refiriendo al término: “supervivencia de los más aptos”, idea que incorporó a la quinta edición de El origen de las especies, que apareció en 1869.En El origen de las especies la incorporaría en la quinta edición, que apareció en 1869. En La variación de los animales y las plantas, además de tratar sobre la 35

selección natural, también esboza una teoría sobre la herencia de los caracteres. Uno de los reproches que se le hacía a la teoría de la evolución darwiniana era, precisamente, que no explicaba los mecanismos de transmisión de las variaciones; en el libro de 1868 Darwin propone que en los órganos genitales de los animales se encuentran una serie de partículas del cuerpo, gémulas, que se transmiten a la descendencia. Se trataba de una teoría errónea, tal como había demostrado, en su trabajo publicado dos años antes, el monje Gregor Mendel, aunque sus investigaciones sólo serían reconocidas universalmente a partir de 1900, por lo que en aquel momento dicha solución acertada a la cuestión de la transmisión de los caracteres y las variaciones le permanecía totalmente desconocida a Darwin.

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5.2. La teoría de la evolución y el origen del hombre. En 1871 aparecía El origen del hombre y la selección en relación al sexo; en donde, por primera vez, aplicaba de forma explícita su teoría de la evolución por selección natural al ser humano, defendiendo que África debía de ser la cuna de la humanidad, puesto que allí se encontraban los seres vivientes más parecidos a los humanos, naturalmente se estaba refiriendo a los grandes antropomorfos africanos (los gorilas y los chimpancés). No sostenía que los humanos actuales procediéramos de alguno de estos simios, sino que ellos y nosotros debimos tener un antepasado común, que habitó en África central u oriental, a partir del cual divergieron las líneas evolutivas que condujeron hasta los representantes actuales de los tres grupos. Fue en este libro en donde Darwin utilizó por primera vez el término evolución en su sentido actual. Hasta entonces había usado los vocablos transformación o transmutación de las especies para referirse a lo que hoy llamamos evolución. Aunque el libro está dividido en tres partes, en realidad versa sobre dos grandes temas: por un lado enfoca el estudio del origen del hombre como si fuera una especie animal más; por otro, trata sobre la selección sexual. Esta cuestión, a su vez, se divide en dos apartados, correspondientes a la segunda y la tercera parte del libro, abordando en una la selección de los caracteres sexuales de uno de los sexos en función de las preferencias del otro en los animales, y en la otra hace lo mismo pero centrándose en el hombre. En este trabajo Darwin había decidido azuzar nuevamente el fuego de la polémica al prescindir de todos los rodeos tomados hasta la fecha y afirmar de un modo claro y rotundo que todas las cualidades consideradas hasta entonces como exclusivamente humanas, tales como la inteligencia, el lenguaje o la moral, también habían surgido gradualmente por selección natural. Esto significaba que la diferencia entre el hombre y los animales era sólo cuantitativa y no cualitativa. Fue precisamente, en este punto, donde tuvo las mayores discrepancias con su buen amigo Alfred Russell Wallace, ya que éste opinaba que no todo en la naturaleza podía ser fruto de la selección natural. En su opinión las cualidades propiamente humanas habían sido creadas por Dios, un parecer que también compartía Henslow. A Darwin le preocupaba esta postura de Wallace y por ello le rogaba que no matara a su hijo en común, refiriéndose a la selección natural. Para sorpresa del propio Darwin, a pesar de su planteamiento materialista tan explícito, este libro despertó mucho menos revuelo que el publicado en 1859. Sin duda, la sociedad se había ido acostumbrando a la idea de la evolución de las especies y a la consideración de que el hombre, desde el punto de vista 37

biológico, no era una excepción. De este modo las críticas que recibió no fueron tan virulentas como las acaecidas doce años antes.

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5.3. Las dudas de Darwin sobre la teoría de la evolución. Al año siguiente de publicar El origen del hombre apareció: La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Un texto que perseguía la misma finalidad que el de las orquídeas y el de las variaciones de los animales: aportar más pruebas a favor de la teoría de la evolución. Desde el punto de vista del desarrollo de su teoría el libro presenta un dato interesante. Lord Kelvin (1824-1907), seguramente el físico más famoso y con mayor prestigio de la segunda mitad del siglo XIX, sostenía que la antigüedad de la Tierra estaría entre 400 y 20 millones de años, por lo que no habría habido tiempo suficiente para el desarrollo gradual de las variaciones que habrían configurado el devenir evolutivo de las especies tal como lo concebía Darwin. En efecto, una de las objeciones más serias contra la teoría de la evolución darwiniana (aparte del tema de la por entonces tremenda precariedad del registro fósil y de la carencia de una explicación plausible para la transmisión de las variaciones), era el hecho de que muy pronto se hizo evidente que la evolución, para que se desarrollara tal como la concebía Darwin, es decir: entendida como un proceso gradual de cambios, necesitaba mucho más tiempo del que estimaba Kelvin para la Tierra. Para que el gradualismo evolutivo darwiniano pudiera ser admitido se necesitaba una Tierra que tuviera una antigüedad de varios miles de millones de años a fin de que pudiera actuar la selección natural; algo impensable en aquel momento. Estos datos desanimaron a Darwin, y a sus seguidores, por venir de una fuente tan autorizada. La influencia que tuvo sobre Darwin este hecho fue tan grande que los últimos años de su vida llegó a perder parte de su fe en la selección natural como motor de la evolución acercándose a las posturas de Lamarck, ya que la transmisión de los caracteres adquiridos no requería periodos de tiempo tan largos. Fue un error por parte de Darwin, pero no podía hacer mucho más, la alternativa hubiera sido una fe ciega en su teoría, postura dogmática que se aleja del espíritu crítico que se les supone a los científicos. No obstante, lo cierto es que, para alivio de los seguidores de Darwin, décadas después de la muerte del ínclito naturalista de Down se fue sabiendo que la Tierra no tenía unos cuantos centenares de millones de años, sino miles de millones. Hoy se estima que tiene una antigüedad que ronda los 4500 millones de años. El otro gran déficit que tenía la teoría de la evolución por selección natural era, 39

tal como ya hemos dicho antes, que Darwin no sabía cómo se transmitían de una generación a otra las variaciones que iban apareciendo.

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5.4. Las alusiones de Darwin a Dios en El origen de las especies. En 1872 Darwin publicó la sexta edición de El origen de las especies, la última que pudo revisar en vida. Resulta remarcable que en esta edición introdujo una docena de referencias a Dios. Una de las más importantes está contenida en el último párrafo: “Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada por el Creador en un corto número de formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un principio tan sencillo, infinidad de formas las más bellas y portentosas” (Darwin, 1998: 572).

Este texto suele ser muy citado, pero casi siempre se omite la palabra “Creador” con lo que se quiere borrar las referencias positivas que hace Darwin a Dios. Se trata de una omisión deliberada e injustificada, pues tal referencia aparece en el original inglés. El penúltimo párrafo de su gran obra comienza con otra alusión al Creador. Allí Darwin está hablando de los fijistas para acabar diciendo algo así como que quienes creen que se honra mejor a Dios afirmando que Éste creo las especies de un modo invariable se equivocan al sostener tal postura y que la defendida por él es una imagen que no desmerece en nada la acción creadora de Dios. El texto dice así: “Autores eminentísimos parecen estar completamente satisfechos de la hipótesis de que cada especie ha sido creada independientemente. A mi juicio, se avienen mejor con lo que conocemos de las leyes fijadas por el Creador a la materia el que la producción y extinción de los habitantes pasados y presentes de la Tierra hayan sido debidas a causas secundarias, como las que determinan el nacimiento y muerte del individuo” (Darwin, 1998: 571).

Estas causas secundarias son las que constituyen la selección natural. Hay quienes dicen que estas alusiones a Dios en la sexta edición de El origen de las especies se deben a una concesión que hizo Darwin a las presiones recibidas en este sentido. En mi opinión, no es verosímil suponer que Darwin se sintiera abrumado por las críticas a su teoría y decidiera hacer una concesión a sus críticos aludiendo a Dios, dando a entender que aceptaba su existencia pero que sólo disentía en el modo de realizar su creación, cuando en realidad Darwin no aceptaría la existencia de un ser sobrenatural. Varias razones avalan esta opinión. En primer lugar, porque una vez publicado El origen de las especies se mostró siempre impermeable a las críticas, no permitiendo que le perturbaran lo más mínimo y siguió trabajando en la misma línea. Uno de los biógrafos de Darwin, Tim M. Berra, se ha hecho eco de este estado de ánimo al afirmar que: 41

“Al propio Darwin le afectó relativamente poco la controversia, ya que permanecía recluido en Down sin dejar de acumular pruebas en apoyo de su teoría” (Berra, 2009: 88). Por otra parte, justo al mismo tiempo que introducía estas referencias a Dios en la última edición de su obra más relevante, El origen de las especiesiba publicando una buena cantidad de libros en los que se reafirmaba en sus tesis principales. Por ejemplo, pocos meses antes de publicar esta sexta ediciónde El origen de las especies, con las alusiones citadas, había sacado a la luz su libro titulado El origen del hombre,en el que defendía una postura materialista sin ningún tipo de pudor. Este dato es muy importante, pues hace más creíble la sinceridad de las palabras de Darwin en la sexta edición de El origen de las especies cuando afirma explícitamente que su teoría de la evolución es compatible con la existencia de un Dios creador, o como dice el propio Darwin: su teoría se aviene mejor con lo que sabemos de la acción creadora de Dios que la propuesta por el creacionismo fijista.

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5.5. La polémica levantada por las tesis de Darwin. En los últimos años de vida de Darwin el ritmo de producción literaria era trepidante. Aquí destacaremos dos trabajos; uno el aparecido en 1876, y que llevaba por título: Los efectos de la fecundación cruzada y la autofecundación en el reino vegetal, que continuaba con el enfoque emprendido en el estudio de las orquídeas. El otro es la última obra publicada por Darwin, se trata de extenso trabajo sobre las lombrices, una investigación que puede parecer irrelevante pero que se enmarca en ese gran proyecto que abarcó la vida de Darwin desde 1837 en adelante, y que no fue otro que explicar cómo las especies actualmente existentes habían aparecido, por transformación, de otras anteriores, desapareciendo las que estaban menos adaptadas a los cambios que se producían en el medio. Esta obra, cómo no, procuraba aportar más pruebas a favor de esta idea. El miércoles 19 de abril de 1882, la muerte puso fin a la vida del eminente naturalista. Desaparecido Darwin de escena llegaba el turno de sus más fieles seguidores. Fueron ellos quienes habían tomado el mando de la defensa pública de la teoría de la evolución desde la publicación de El origen de las especies, permitiendo con ello que Darwin pudiera seguir trabajando en un discreto segundo plano desde el que velar por la ortodoxia en la teoría sin tener que desgastarse en enfrentamientos dialécticos con sus opositores; ahora, además de continuar con esa tarea, les correspondía también encontrar nuevos datos y nuevas pruebas que confirmaran la teoría de la evolución tal como la entendía Darwin. Nacía así el darwinismo. Pocos hombres han conseguido que se discutan sus puntos de vista tan ampliamente y con tanta intensidad como ha sucedido con la teoría de la evolución de Charles Darwin. Igualmente, se puede afirmar sin lugar a duda alguna que ésta es una de las teorías científicas más importantes jamás propuestas. Pero también es una de las más controvertidas por las implicaciones ideológicas que conlleva. Por esto mismo se puede afirmar, sin caer en la exageración, que Darwin causó un auténtico terremoto intelectual con sus ideas evolucionistas. Un terremoto sin precedentes en la historia de la ciencia y cuyas réplicas siguen llegando vigorosamente hasta nuestros días; y que, de un modo u otro, parecen ser un compañero de viaje definitivo. Además, no es exagerado afirmar que la importancia de la teoría de la evolución de Darwin sobrepasa el ámbito de la ciencia, llegando hasta los terrenos de la antropología filosófica, la metafísica y la teología; puesto que implica reflexionar sobre la esencia humana y sobre la 43

acción de un Dios creador, personal y providente. Otro de los factores que garantizan la perdurabilidad de la influencia del pensamiento del naturalista de Down en nuestro días es el hecho de que la teoría propuesta por Darwin condujo a una manera totalmente nueva de ver la Naturaleza, produciendo también un cambio en el enfoque de la relación del hombre con la Naturaleza y del lugar que ocupa en ella. La importancia de las teorías de Darwin radica en que desde la publicación de El origen de las especies, ya era posible explicar científicamente el desarrollo y la diversificación de la vida a partir de causas puramente naturales, de modo que no era necesario recurrir a intervenciones especiales de Dios en momentos puntuales de dicho desarrollo. Esto fue aceptado bien pronto por un buen número de científicos; de tal manera que, una vez vencidas las primeras reticencias, la teoría de la evolución de Darwin fue encontrando cada vez una mayor aceptación, y no sólo entre la clase científica, sino incluso a nivel popular, aunque es cierto que las adhesiones se iban incrementando lentamente. Las discusiones científicas se centraban básicamente en si el gradualismo era o no una idea correcta, algo que costaba aceptar dada la precariedad del registro fósil; o si la selección natural era el único mecanismo o no que regía el proceso evolutivo y, en caso de no serlo, cuál era su auténtica incidencia en el devenir evolutivo; además de otras cosas por el estilo. Es decir: se aceptaba la teoría, pero se discutía acerca de sus elementos constituyentes. Así, pues: “En las dos décadas que siguieron a la publicación de El origen de las especies, la teoría de Darwin ganó una notable aceptación. Pero se trató de una aceptación de la evolución, idea que Darwin contribuyó en gran medida a difundir, más bien que del mecanismo concreto de la selección natural” (Solís y Sellés, 2005: 1117). Los problemas verdaderamente graves surgirían a partir del momento en el que se tenía que dar cuenta de las facultades espirituales del hombre. Aquí era donde se hacían sentir las disensiones más notorias y se despertaban las polémicas más agrias. Según Darwin dichas facultades procedían de la evolución, por selección natural, de las facultades cognitivas que ya están presentes en los animales superiores; de modo que las diferencias entre las de estos y las nuestras serían puramente de grado y no una cuestión de distinción cualitativa. Alfred Russel Wallace, codescubridor de la teoría de la evolución por selección natural, opinaba de forma distinta y sostenía que tal diferencia era de especie y no de grado y que implicaba el reconocimiento de la acción divina en este punto. Esto era algo que aceptaban muchos amigos de Darwin, y también algunos discípulos suyos, pero que rechazaba el maestro.

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Aunque hoy pueda parecer extraño, lo cierto es que a Darwin no le resultó nada fácil intentar lograr el reconocimiento de sus ideas evolutivas en toda su extensión. El propio Thomas Henry Huxley, uno de sus más vigorosos defensores, quien acuñó el término darwinismo, no acababa de aceptar que la selección natural hubiera quedado demostrada irrefutablemente como el motor que causaba la transformación de las especies. En cambio Wallace sí que reconocía el papel darwiniano de la selección natural; de hecho publicó en 1889 uno de los mejores libros escritos durante el siglo XIX sobre la selección natural y que, humildemente, tituló: Darwinismo. Enterrar a Darwin en la Abadía de Westminster fue algo que resultó chocante para más de uno. Al fin y al cabo se trataba de un hombre que se creía que había escrito una extensa obra que servía para socavar los cimientos de la iglesia anglicana. De todos modos, después de su muerte, y a medida que transcurrían los años, la polémica despertada por su teoría de la evolución iba remitiendo tanto en Gran Bretaña como en Europa. Lo que estaba sucediendo era que, poco a poco, ganaba terreno la idea de que la Biblia era un texto que contenía muchas alegorías, de modo que podían ser interpretadas con un significado espiritual que no entrara en conflicto con las afirmaciones científicas. Al fin y al cabo, las Sagradas Escrituras lo que pretendían, citando a Galileo, era enseñar cómo ir al Cielo y no ilustrar sobre cómo es el cielo. De esta suerte se podía compaginar la fe en el mensaje revelado por Dios en la Biblia con el convencimiento de que la teoría científica de la evolución describía unos hechos naturales. La ciencia y la teología estudiaban dos planos distintos de la realidad, perseguían finalidades diferentes y lo hacían con métodos de trabajo desemejantes. Al otro lado del Atlántico, en los Estados Unidos, en cambio, se abría una brecha entre ciencia y fe, provocándose una agria polémica entre creacionistas y evolucionistas. Un debate que todavía llega hasta nuestros días y que muchas veces ha acabado en los tribunales. Los grupos cristianos protestantes estadounidenses que se oponen al evolucionismo lo hacen a partir de una interpretación literal de las Sagradas Escrituras.

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6. El eclipse del darwinismo. 6.1. Discrepancias y déficits. A pesar de la aceptación creciente que iban teniendo las ideas evolucionistas dentro de la comunidad científica, Darwin tuvo que hacer frente al rechazo que despertaba su concepción puramente materialista del surgimiento de las facultades mentales del ser humano. Un rechazo que se daba no solo entre aquellos que interpretaban literalmente la creación del hombre tal como es descrita en los pasajes iniciales del Génesis, sino también entre los amigos y partidarios de las tesis del propio Darwin, como eran el caso de Henslow o Wallace, entre otros. Por su parte, disputas ideológicas al margen, y, tal como ya hemos señalado, también había quienes cuestionaban el valor de la selección natural como motor de los cambios evolutivos. Para Darwin éste era un punto capital, pues había propuesto este mecanismo como la causa principal que consolidaba los cambios adaptativamente favorables que producían la aparición de nuevas especies. Es un error suponer que a la muerte de Darwin su teoría de la evolución se fue imponiendo progresivamente entre los miembros de la comunidad científica, de tal suerte que sus ideas acabarían por dominar totalmente el panorama de la biología en los siguientes años. Por el contrario, lo que realmente sucedió es que, tras el fallecimiento del egregio naturalista, durante los últimos veinte años del siglo XIX se iban inaugurando nuevas áreas de investigación dentro de la Biología, de manera que toda una pléyade de jóvenes científicos hacían frente a problemas más generales con tecnologías novedosas. A finales del siglo XIX, los conceptos fundamentales de la teoría de la evolución darwiniana, como el de éxito evolutivo (noción que en biología es conocida técnicamente como fitness), adaptación, aptitud, o competencia, fueron objeto de una acalorada discusión. De esta suerte, aunque hacia 1880 la teoría de la evolución había alcanzado un alto grado de aceptación, “después de la muerte de Darwin se inició un período de cuarenta o cincuenta años de decadencia general del darwinismo, motivado, en gran medida, por el hecho de que los adelantos en biología celular y en genética sembraron serias dudadas acerca de la eficiencia de la selección natural” (Makinistian, 2004: 155). Fue en dicho período donde sucedió lo que en 1940 Julian Huxley calificaría como el “eclipse del darwinismo”, un tema abordado por Peter Bowler en un libro de título análogo (Bowler, 1985). Así, pues: “En las primeras décadas de 1900, la mayoría de los biólogos seguían siendo evolucionistas aunque creían que el 46

darwinismo había muerto” (Bowler y Rhys, 2007: 197). Para colmo, las ideas evolucionistas de Darwin, pensadas para una aplicación estricta al ámbito de la Naturaleza y de las ciencias naturales, empezaron a ser extrapoladas al terreno de la interpretación de los hechos acaecidos en las sociedades humanas, algo que se conoció como darwinismo social, y que inició sus primeros pasos estando Darwin vivo. El filósofo Herbert Spencer interpretó la teoría de la evolución darwiniana por selección natural como una lucha por la supervivencia en la que triunfaban los más aptos, los mejor adaptados, extrapolando esta idea al campo de la economía y la sociología. Este intento de extender las ideas puramente naturalistas de Darwin a la esfera de la vida humana supuso despertar recelos adicionales hacia el científico inglés, aunque fuera a través de extrapolaciones abusivas de sus teoría. Ahora bien, entre todos los problemas a los que tenía que hacer frente la teoría darwiniana de la evolución de las especies, el mayor era: “La carencia de una teoría de la herencia que pudiera dar cuenta de la reproducción, generación tras generación, de las variaciones sobre las que actúa la selección natural” (Ayala y Cela Conde, 2001: 27). Este déficit era un hecho que lastraba gravemente la teoría darwiniana, ya que: “a pesar del éxito de El origen de las especies, la teoría de la selección natural darwiniana fue muy controvertida durante el final del siglo XIX desde el punto de vista científico. Tal oposición se debió a que aunque Darwin descubrió el hecho de la existencia de la selección natural, apenas pudo hacer más que vagas sugerencias a cerca de por qué surgen variaciones hereditarias entre organismos y cómo se transmiten estas de generación en generación. Carecía, en resumen, de una teoría de la herencia” (Ordóñez, et al., 2005: 446). Carecer de una teoría de la herencia de los caracteres adaptativos favorables que fuera plausible era, pues, el gran déficit, de la teoría de la evolución darwiniana.

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6.2. La teoría de la herencia de Darwin. Una de las teorías de la herencia de los caracteres predominante en la época de Darwin sostenía que las características de los progenitores se mezclaban con las de los hijos. Pero si esto fuera así, resultaba muy difícil explica cómo era posible que se mantuvieran dichas características favorables sin diluirse en el transcurso de las generaciones. Darwin tenía que hacer frente a esta dificultad; pero, tal como se ha dicho, desconocía los mecanismos mediante los cuales las características heredables iban pasando de una generación a otra. Aun así, tenía que hacer una propuesta plausible para intentar llenar esta laguna tan importante en su teoría. En el marco de su libro La variación de los animales y las plantas bajo domesticación (Darwin, 2008: 809-857), publicado en 1868 había incluido un capítulo donde exponía su teoría sobre la herencia. Lo que Darwin proponía era que todas las células del cuerpo contribuían a la herencia de las variaciones, por lo que llamó “pangénesis” a su hipótesis. Según esta propuesta, cada una de las células corporales contribuía a la herencia con unas partículas diminutas a las que llamó “gémulas”, las cuales eran transportadas, a través del torrente sanguíneo, desde todas las partes del cuerpo hasta las células reproductoras (los espermatozoides y los óvulos), que serían las encargadas de transmitir las variaciones a la siguiente generación, así como de reproducir en la descendencia la parte del cuerpo de la que proceden. Una teoría que ha sido calificada como: “no demasiado original y a tono con las creencias de la época” (Solís y Sellés, 2005: 942). Pero esto no era todo, la hipótesis propuesta por Darwin como modelo de transmisión de la herencia incorporaba también la idea de que la herencia era combinada, lo que significa que las características observadas en un individuo son la combinación de las de sus progenitores. El astrónomo y divulgador científico, John Gribbin llama la atención sobre este punto, al considerarlo una inconsistencia con las tesis centrales de la teoría de la evolución, puesto que: “Desde un punto de vista moderno, resulta asombroso ver al propio Charles Darwin promocionando esta idea, que implica que, por ejemplo, los hijos de una mujer alta y un hombre bajo alcanzarían una altura intermedia. Esto está totalmente en contra del principio básico de la evolución por selección natural: dicho principio es la exigencia de variación entre los individuos para que se produzca la selección, ya que la herencia combinada produciría al cabo de unas pocas generaciones una población uniforme. El hecho de que Darwin llegara tan siquiera a barajar semejante idea muestra lo lejos que estaban en aquellos tiempos los biólogos de tener un conocimiento verdadero sobre lo que era la herencia” (Gribbin, 2003: 435).

Si la propuesta de Darwin hubiera sido correcta, el valor adaptativo de una 48

variación favorable desaparecería tan pronto que no daría tiempo a que pudiera surgir una especie nueva. Así “en 1930, Fisher calculó que, de existir una herencia mixta, con el paso de sólo veinte generaciones cualquier cantidad de variación existente quedaría reducida a la milésima parte” (Ayala y Cela Conde, 2001: 27). El propio Darwin no era ajeno a esta aporía, por lo que se comprende el hecho de que, ante una carencia de tamaña magnitud, en “las numerosas revisiones que hizo Darwin de El origen de las especies (tendiera) cada vez más hacia la postura de Lamarck, mientras sus contrarios argumentaban que la evolución no podía producirse mediante aquella serie de pequeños pasos que se planteaba en la versión original de la selección natural, porque no serían viables las formas intermedias” (Ayala y Cela Conde, 2001: 27).

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6.3. El neodarwinismo de August Weismann. Los partidarios de Darwin eran muy conscientes de la enorme dificultad que suponía para la subsistencia del darwinismo el carecer de una teoría verosímil de la herencia, el alemán August Weismann (1834-1914), considerado por el eminente biólogo Erns Mayr como el científico del siglo XIX con mayor impacto en la teoría de la evolución, y uno de los principales defensores del darwinismo en Alemania, acepta las cuatro tesis fundamentales del darwinismo, pero descarta la teoría darwiniana de la pangénesis, al mismo tiempo que sobredimensiona el valor de la selección natural, llegando a considerarla como el principio omnipotente de la evolución. Según Weismann, cada organismo es una compleja maquinaria constituida por una multiplicidad de engranajes que se mueven en su interior. En cada ser viviente se pueden distinguir dos componentes fundamentales: el soma, que comprendería las principales partes del cuerpo y sus órganos; y el germoplasma o germa, que comprendería a las células que dan origen a los gametos y, por lo tanto, a la descendencia. Como entre el germoplasma y el soma hay una distinción radical, las modificaciones producidas en éste nunca podrán pasar al plasma germinal. Esto significa que una variación somática adquirida por un individuo jamás podrá ser heredada por su descendencia, por muy favorable que resulte esta variación para la supervivencia o para el éxito reproductivo. El soma es la única parte del cuerpo que puede ser alterada por la influencia del medio, pero en el germoplasma es donde se hayan los caracteres hereditarios contenidos en las células sexuales y, por consiguiente, sólo el plasma germinal puede transmitir las características hereditables; de modo que únicamente las variaciones producidas en el germoplasma de un individuo podrán ser heredadas por su descendencia. Para corroborar sus ideas, Weismann hizo un experimento famoso, se dedicó a cortar la cola de ratones durante varias generaciones, de tal manera que se hizo patente que una característica adquirida en las células somáticas (carecer de cola, aunque fuera por causa de una amputación), no pasaba a las células germinales. De este modo se observaba que de ratones progenitores a los que se les había cortado la cola nunca nacían ratones sin cola. Dicho de otro modo, había una continuidad del plasma germinativo, por lo que la teoría de Weismann se conoce como: “teoría de la continuidad del plasma germinal”, habiendo sido propuesta por primera vez en 1883. En opinión de Weismann, la selección natural sólo podía actuar sobre el 50

germoplasma. Para él la selección natural no se limitaría a ser el principal motor de la evolución, como sostenía Darwin, sino que se trataría del único mecanismo por el cual se produce la evolución. Pero, a diferencia de lo que opinaba el científico británico, para Weismann la selección natural sólo actuaría en el interior del organismo, concretamente en el germoplasma, permaneciendo totalmente ajena a los cambios producidos en las condiciones ambientales. Weismann era, por tanto evolucionista y darwinista, pues aceptaba que la selección natural era la causante de los cambios evolutivos. Pero sus ideas, así como las de sus colaboradores, diferían de las de Darwin, por lo que en 1895 George John Romanes acuñó el término “neodarwinismo” para referirse al conjunto de evolucionistas que se sentían seguidores de Darwin, aceptando los tres primeros postulados básicos del darwinismo antes señalados, pero que diferían en la concepción del papel que jugaba la selección natural en el proceso evolutivo, lo que afectaba al cuarto postulado. Así, pues, August Weismann se consideraba seguidor de Darwin, pero su visión del proceso evolutivo difería de la propuesta por el naturalista de Down. En efecto, para éste la influencia de los cambios en el medio era clave, para aquél resultaban intrascendentes. Tal como ya se señaló con anterioridad, Darwin acabó, de algún modo, aceptando el papel de la herencia de los caracteres adquiridos en el proceso evolutivo; Weismann, en cambio, creyó que había demostrado la inviabilidad de esto mismo. Para el científico alemán la selección natural era el único motor de la evolución; para el naturalista británico era el más importante, pero no el único. Para éste la selección natural existe fuera del organismo, mientras que para Weismann sólo se da en su interior. Finalmente cabe señalar que para Darwin primero se producen las variaciones y luego la selección natural actúa sobre ellas; en cambio Weismann sostenía que las variaciones adaptativas al medio eran el resultado de la selección germinal o selección natural interna. Como puede apreciarse se trata de diferencias muy importantes sobre el status y el papel que juega la selección natural dentro de la teoría de la evolución.

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6.4. Las leyes de Mendel. El fundador de la genética moderna fue el monje Gregor Mendel, quien presentó el resultado de sus investigaciones en el Boletín de la Sociedad de Ciencias Naturales de Brno, una publicación poco conocida fuera del ámbito local en el que se distribuía, por lo que su artículo: Investigaciones sobre híbridos vegetales pasó totalmente desapercibido para la comunidad científica. En dicho trabajo expuso las leyes fundamentales de la herencia, también llamadas “Leyes de Mendel”. Dichas leyes son tres. La primera de ellas se conoce como: ley de la uniformidad de los mestizos de la primera generación filial, y sostiene que si se cruzan dos razas puras que difieren en un determinado carácter los descendientes de la primera generación son todos iguales con respecto a ese carácter, ya que uno de los dos progenitores será el dominante en la herencia respecto a ese carácter, algo que se conoce como: principio de dominancia. · La segunda es la ley de la disyunción de los alelos (cada una de las dos expresiones que puede adoptar un gen, que en la mayoría de los vivientes son dos); en la que se afirma que los genes alelos procedentes del padre y de la madre están juntos en los híbridos, pero se pueden separar en la generación siguiente. Esto significa que la descendencia obtenida por autofecundación de los híbridos no es uniforme, sino que en ella aparecen individuos que presentan el carácter dominante de individuos que ostentan el recesivo, en la proporción de tres a uno, en virtud del denominado: principio de la segregación. · A la tercera se la denomina: ley de la herencia independiente de los caracteres. Consiste en que cada uno de los caracteres hereditarios se transmite a los descendientes con absoluta independencia de los demás, como si éstos no existiesen; es decir, los factores que determinan cada carácter se transmiten de modo completamente independiente en función del principio de la recombinación. ·

Aunque el descubrimiento de estas leyes supuso, en un primer momento, un duro golpe contra la teoría de Darwin,- pues no se veía cómo conciliarlas con el gradualismo y con el papel preponderante que se concedía a la selección natural,varias décadas después serían fundamentales para la revitalización del darwinismo, ya que permitiría comprender cómo, entre las características heredables, se producían aleatoriamente las variaciones que permitían facilitar la adaptación al medio y con ello la supervivencia. Pero ahora el reto que se 52

tenía por delante era cómo conciliar el mendelismo y el darwinismo.

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6.5. El mutacionismo y el descubrimiento de Mendel. Es curioso ver cómo el golpe más duro que recibiría el darwinismo a principios del siglo XX, y que para muchos parecía ser definitivo, iba a venir de la mano de aquella nueva rama de la ciencia que, precisamente, conseguía aportar una idea clara sobre cómo heredaban los descendientes las variaciones que se habían producido en sus progenitores y que, tal como hemos visto anteriormente, representaba el déficit principal del darwinismo. En efecto, por aquellas fechas el darwinismo era objeto de fuertes ataques desde numerosos frentes. Los mutacionistas, con Hugo de Vries a la cabeza, negaban que la selección natural tuviera valor alguno; los neolamarckistas insistían en la importancia de la herencia de los caracteres adquiridos por el uso; los partidarios de la ortogénesis defendían que existía una tendencia innata a evolucionar de un modo unilineal, como si una fuerza directriz guiara el proceso, por lo que la selección natural perdía el papel que jugaba en la teoría de Darwin. En definitiva, usando palabras de Patricia Fara, podría decirse que: “A principios del siglo XX, las ideas de Darwin eran ferozmente atacadas en los libros con títulos tan dramáticos, como “En el lecho de muerte del darwinismo”. Esta virulenta oposición no procedía únicamente de ambientes religiosos, sino también de diversos sectores científicos” (Fara, 2009: 425). El ataque de los mutacionistas se basaba en la negación del gradualismo. Los mutacionistas eran evolucionistas, pero no gradualistas, por lo que rechazaban lo que hemos llamado el segundo postulado fundamental del evolucionismo darwinista. Pero tampoco aceptaban el cuarto postulado, pues negaban que la selección natural jugara papel alguno en el proceso evolutivo, ya que sostenían que la evolución de las especies se daba abruptamente al aparecer de forma espontánea mutaciones que daban pie a nuevas características. De hecho, puede decirse que: “Los primeros genetistas detestaban el darwinismo y el lamarckismo por igual. Creían que mutaciones genéticas importantes creaban nuevas especies sin necesidad de selección alguna” (Bowler y Rhys, 2007: 197). En 1866 Mendel había logrado dar con las auténticas leyes de la herencia, pero estas pasaron inadvertidas hasta que en 1900 fueron redescubiertas, independientemente, por Hugo de Vries, Cal Correns y Erich von Tschermak. En 1885, de Vries empezó a trabajar con ejemplares de Oenotherna lamarckiana, las prímulas de primavera. En pocos años pudo observar las 54

variaciones que habían surgido en la descendencia, de modo que habían aparecido modificaciones que daban lugar a nuevas especies, que se habrían originado abruptamente en un breve lapso de tiempo, fruto de las alternaciones sufridas. De Vries acuñó el término “mutación” para referirse a “todos los cambios que se producen en uno o varios individuos de una especie y que se transmiten hereditariamente a la descendencia. Según de Vries la nueva especie surge súbitamente, con rasgos definidos y característicos, sin pasar por ninguna etapa intermedia y sin que intervenga la selección natural” (Makinistian, 2004: 160). De Vries se dio cuenta en 1900 de que Mendel ya había llegado a sus mismas conclusiones treinta y cuatro años antes, lo que le animó a publicar sus descubrimientos en una voluminosa obra titulada: Sobre la teoría de la mutación, cuyo primer volumen apareció en 1901, editándose el segundo en 1903. A partir de ese momento muchos biólogos consideraron que las mutaciones eran la materia prima de la evolución, por lo que relegaron a la selección natural a un segundo plano. Por esto mismo ha dicho Janet Browne que: “La genética como ciencia fue al principio un tanto antidarwinista (…) De hecho, en la década de 1930 era difícil entender exactamente para qué podía ser todavía relevante la teoría de Darwin” (Browne, 2007: 145 y 147).

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6.6. El éxito del mendelismo. Pero de Vries no fue el único que se quedó asombrado al tener conocimiento de los trabajos de Mendel y comprobar cómo sus conclusiones coincidían con los descubrimientos realizados por él durante las últimas décadas del siglo XIX. En efecto, en el año 1900 otros dos botánicos: el alemán Carl Correns y el austríaco Erich von Tschermak, que era nieto del profesor que le enseñó botánica a Mendel en Viena, trabajando independientemente redescubrieron las leyes de Mendel y las dieron a conocer. La publicación de sus investigaciones, más las de de Vries, junto al anuncio de las conclusiones a las que había llegado Mendel propició el nacimiento del mutacionismo. A principios del siglo XX se fue constituyendo la genética moderna a raíz del descubrimiento de los trabajos de Mendel. William Bateson (1861-1926), quien acompañó a Wallace durante algunas de sus expediciones científicas, acuñó el término “genética” para referirse a la ciencia dedicada al estudio de los fenómenos relacionados con la herencia y la variación. Wilhelm Johannsen introdujo el concepto de “gen” y Morgan, por su parte, descubrió la herencia ligada al cromosoma X. El mendelismo se fue imponiendo al mismo tiempo que se renovaba el interés por la evolución bajo el prisma del mutacionismo de Hugo de Vries. Los primeros genetistas consideraban que el origen de la variabilidad heredada radicaba en un proceso de mutación genética espontánea y aleatoria de gran alcance, que hoy correspondería con lo que se ha dado en llamar macromutación. Se trataba de una explicación bien diferente de la aportada por el darwinismo clásico, para el que las especies se originaban a través de pequeños cambios escogidos y depurados por la selección natural, aunque de Vries insistía en que su trabajo estaba enmarcado en los principios del evolucionismo de Darwin. Según de Vries las mutaciones podían darse en muchos individuos a la vez y no en uno solo, ya que de ser así la mutación se perdería abrumada por el resto de la población. Para Darwin las variaciones favorables para la supervivencia o para el acceso a la reproducción eran favorecidas por la selección natural de modo que gradualmente se iban imponiendo en la población. En cambio de Vries sostenía que una mutación podía aparecer en muchos individuos simultáneamente y si era favorable para la supervivencia y/o la reproducción entonces iría aumentando su presencia en la población generación tras generación.

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6.7. La disputa entre mendelianos y biometristas. El biólogo inglés William Bateson (1861-1926), que simpatizó en su juventud con el lamarckismo, viajó a los grandes lagos de Asia central para buscar entre la flora y la fauna de aquella zona pruebas que avalaran la tesis de que los caracteres adquiridos se transmiten a los descendientes, tal como sostenía Lamarck. Pero no las encontró. Tampoco halló datos que confirmaran que las variaciones producidas tuvieran relación con los cambios en el ambiente. Estos dos hechos le hicieron alejarse por igual del lamarckismo y del darwinismo, pero sin abandonar el evolucionismo. Desechó la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos por el uso y el papel de la selección natural y el gradualismo en favor del mutacionismo. Sus estudios de las variaciones le llevaron a las mismas conclusiones que de Vries: “que era la variación, y no la selección natural, la que desempeñaba un papel fundamental en la dirección del curso de la evolución” (Makinistian, 2004: 162). De la mano de Bateson el mendelismo se introdujo en Inglaterra, expandiéndose con gran rapidez, quien logró demostrar que las leyes de Mendel eran aplicables por igual a animales y plantas. De todos modos, el acta de defunción del darwinismo no se firmó sin más a principios del siglo XX. Al contrario, los partidarios de la teoría de la evolución de Darwin reaccionaron con energía. Se les conocía como los biometristas porque intentaban demostrar la continuidad gradual de las variaciones aplicando un método estadístico a la biología, por lo que no ha de extrañar que a la cabeza de este grupo estuviera un matemático, concretamente el inglés Karl Pearson (1857-1936). Los biometristas sostenían que la selección natural era la causante principal del hecho evolutivo, y lo hacía a través de los efectos acumulados de variaciones pequeñas y continuas. Como puede verse, se trataba de la defensa de las tesis darwinistas más puras. ”Sin embargo, la teoría de las variaciones continuas tropezaba con algunas dificultades. La primera y más obvia era que no existían pruebas tajantes que mostrasen que tales variaciones, en efecto, se heredaran. Otra era que el examen de las poblaciones en la naturaleza mostraba que, entre una y otra localidad, las variaciones parecían ser a menudo discontinuas” (Ayala y Barahona, 2009: 50).

La disputa que se entabló entre mendelianos, o mutacionistas, y biometristas desde 1901 hasta 1906 fue especialmente dura. Si bien es cierto que costó bastante que cicatrizaran las heridas, con el paso del tiempo ambos bandos fueron suavizando sus posturas, abriendo así las puertas a la integración de las 57

tesis del antagonista en una nueva síntesis; eso sí, con la introducción de las pertinentes modificaciones. Aunque se tuvieron que matizar algunos de los resultados de los trabajos propuestos por de Vries, el caso es que otros biólogos llegaron a confirmar la existencia de auténticas mutaciones genéticas, si bien a una escala más reducida de la que había supuesto el botánico holandés. Sin embargo, fuera del ámbito de la genética, la mayoría de los naturalistas de campo y de los paleontólogos permanecieron convencidos del carácter gradualista de la evolución y, por tanto, se mostraron renuentes al trabajo de los genetistas hasta que se revisó la cuestión de la amplitud de las mutaciones. Lo primero que sucedió fue que los genetistas aceptaron que las mutaciones no producían cambios tan abruptos en las poblaciones como habían supuesto en un principio, de modo que los efectos de sus mutaciones podían conciliarse con el gradualismo que tanto gustaba a los naturalistas y a los paleontólogos darwinianos. También admitieron que la selección natural podía determinar el éxito o fracaso de un gen mutante, desarrollándolo en la población o eliminándolo. Aunque no se aceptaba la selección natural tal como la había concebido Darwin, se trataba de un primer paso hacia una aproximación de posturas entre los miembros de los diversos campos de las ciencias de la vida. A ello contribuyó el progreso de los estudios realizados en el ámbito de la citología a finales del siglo XIX. En efecto, por esas fechas se descubrió que en el núcleo de las células existían unos orgánulos, los cromosomas, que durante la división celular se dividen en dos, pasando una de las partes a la célula hija. En 1883 el científico belga Édouard von Beneden (1845-1910) confirmó que en todas las especies con las que estaba trabajando el número de cromosomas era constante, por lo que podía inferirse que debía de ser así en todas las otras especies. En 1887 el biólogo alemán Theodor Boveri (1862-1915) demostró que los cromosomas de todas las células que forman un organismo provienen del óvulo fecundado por el gameto masculino, por lo que se podía afirmar la continuidad genética de los cromosomas. Así mismo, también descubrió que cada cromosoma era portador de sólo una parte de la información hereditaria de un organismo y no de toda la información, como se pensaba hasta entonces. En plena controversia entre mutacionistas y biometristas, Walter Stanborough Sutton (1877-1916) sugirió en 1903 que los factores de la herencia, lo que más adelante se llamaría genes, debían de estar localizados dentro de los cromosomas; dando pie a lo que se denominaría la “hipótesis cromosómica de la 58

herencia”. Ese mismo año Wilhelm Johannsen acuñó el término gen para describir los elementos presentes en las células sexuales que determinan las diferentes características de los organismos. Tres años más tarde Bateson propuso el vocablo Genética para referirse a la disciplina científica que tenía como objeto el estudio de los genes. El insigne genetista de la Universidad de Columbia, en Nueva York, Thomas Hunt Morgan (1866-1945), llamado el Mendel del siglo XX, confirmó, en sus investigaciones con las Drosophila melanogaster, las moscas de la fruta o del vinagre, la existencia de los genes, localizándolos en los cromosomas. La elección de este pequeño díptero como material idóneo para trabajar en el laboratorio se debió al hecho de que tiene un corto ciclo de desarrollo, pues en condiciones ideales un individuo puede pasar del nacimiento a la madurez sexual en menos de dos semanas; su tasa de reproducción es muy alta, hasta trescientos individuos por pareja; tiene sólo cuatro pares de cromosomas, claramente diferenciables los unos de los otros y fácilmente reconocibles al microscopio; finalmente, su diminuto tamaño permite trabajar con grandes cantidades de individuos en los espacios reducidos de un laboratorio. Junto con sus colaboradores logró desarrollar un método que permitía, de una forma aproximada, identificar la posición de un gen dentro de un cromosoma; por lo que pudo realizar los primeros mapas de los cromosomas de la Drosophila melanogaster. En 1915 publicó el resultado de sus trabajos en un libro titulado: Los mecanismos de la herencia mendeliana. Sus investigaciones le reportaron un Premio Nobel. Decididamente antidarwiniano, Morgan desechó las ideas de variación, adaptación y selección propuestas por Darwin. Al igual que de Vries, el científico estadounidense sostenía que eran las mutaciones las que dirigían el curso de la evolución y no la selección natural; pero a diferencia de él, Morgan consideró que las mutaciones de gran amplitud eran excepcionales, mientras que las pequeñas mutaciones, las de tipo génico, eran las más frecuentes. Esto significaba que Morgan era partidario de un desarrollo gradual de la evolución y no de un proceso abrupto, como afirmaba de Vries. Sin embargo, coincidía con él en su rechazo del valor de la selección natural como motor de la evolución; pues estaba convencido de que ésta no podía llegar a explicar la aparición de nuevas especies. Como mucho aceptaba que pudiera ser la responsable del surgimiento de pequeñas modificaciones dentro de la especie, pero nunca la causante del desarrollo de cambios drásticos en individuos de modo que dieran pie a una nueva especie. La selección darwiniana era el blanco de las críticas de Morgan, pues pensaba 59

que aquélla debía incrementar la especialización de cualquier carácter mediante la eliminación de las formas peor adaptadas; empero, muchas veces se observan una serie de formas con diferentes niveles de desarrollo en el mismo carácter. Morgan no pretendía afirmar que un órgano bien desarrollado podía producirse por simple mutación, por lo que necesitaba encontrar un mecanismo que guiara las mutaciones en una dirección concreta. No obstante, Morgan no hablaba ya de discontinuidad, presentando, en cambio, la evolución como un proceso relativamente gradual, en el que los nuevos genes que conferían ligeras ventajas adaptativas se difundían en la población. Admitió que incluso los genes neutrales desde el punto de vista adaptativo tenían escasas posibilidades de producir un efecto significativo y explicó la evolución de los caracteres no adaptativos como consecuencia de genes individuales que tenían más de un efecto. Morgan pensaba que la evolución no procedía a través de la lucha, sino mediante la incorporación gradual de nuevos caracteres en la población. No podía aceptar la necesidad de la eliminación total de los menos aptos y, de hecho, sugirió que el nombre de “selección natural” no era apropiado para la nueva explicación de la adaptación.

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6.8. El neolamarckismo. Dado el ocaso al que se estaba viendo abocado el darwinismo a manos de la genética, los lamarckistas resurgieron con un ímpetu renovado a principios del siglo XX. El austríaco Paul Kammerer (1880-1926) fue uno de los principales representantes del movimiento neolamarckista. Entre 1904 y 1909 trabajó intensamente en el intento de alterar el modo de reproducción de la salamandra, una investigación por la que fue galardonado por la Sociedad de Ciencia Naturales de Fráncfort con el Premio Södmmering, concedido a trabajos que resultaran fundamentales en el campo de la fisiología. A partir de 1909 Kammerer afirmó que había realizado una serie de experimentos que demostraban la herencia de los caracteres adquiridos. Los problemas surgieron cuando en 1926 fue acusado de fraude. Ese mismo año se suicidó, aunque parece ser que por motivos sentimentales y no por sentirse afectado por tales acusaciones. A partir de ese momento sus trabajos fueron cayendo en el olvido, sobre todo porque sus investigaciones con sapos requerían demasiados años de dedicación, algo que desalentaba a los científicos; pero, sobre todo, el hecho de que en 1924 se descubriera que la principal característica inducida en los sapos con los que experimentaba se diera también en la naturaleza de forma espontánea, lo que invalidaba las tesis de Kammerer. En Rusia la introducción del darwinismo se vio frenada por la llegada de los soviets al poder, pues vieron en las tesis de Darwin una actitud reaccionaria. Fue así como el lamarckismo tuvo un repunte en la Unión Soviética de la mano de los agrónomos Michurin (1855-1935) y Lysenko (1898-1976); quienes, a pesar de denominar darwinismo creador a su postura, acabaron apostando por la herencia de los caracteres adquiridos. Los grandes fracasos de la economía agraria soviética en los años 50 y 60 del siglo XX hicieron caer en desgracia a Lysenko y a sus tesis. En la actualidad se considera que la genética es más una aliada del darwinismo que del lamarckismo, de modo que: “Si bien es cierto que aún existen mecanismo genéticos insuficientemente conocidos, la comunidad continúa descartando por el momento toda posibilidad de existencia de un mecanismo molecular que permita avalar la herencia de los caracteres adquiridos” (Makinistian, 2004: 187).

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6.9. Hacia un nuevo darwinismo. Durante el primer tercio del S. XX el mendelismo se extendió rápidamente por toda Europa y Estados Unidos. “La época en que la herencia mendeliana y la genética alcanzaron en conjunto, por fin, su mayoría de edad puede situarse en 1915, cuando Morgan y sus colegas A. H. Sturtevant, C. B. Bridges y H. J. Müller publicaron su libro The Mechanism of Heredian Heredity, que se convirtió en un clásico” (Gribbin, 2003: 444). Ya hemos visto que durante las dos primeras décadas del siglo XX, las disputas entre los partidarios de Mendel y los seguidores de Darwin fueron especialmente agrias. Aquellos creían que las leyes de la herencia mendeliana hacían superflua la noción darwinista de selección natural como principal motor de la evolución. Los darwinistas, en cambio, reconocían el valor de las explicaciones de Mendel sobre el modo en el que se transmite la herencia, considerándolas mucho mejores que las propuestas por Darwin en su teoría de la pangénesis, pero sostenían que la selección natural continuaba jugando el papel preponderante que había anunciado el naturalista británico. Uno de los primeros pasos para superar este enfrentamiento se produjo cuando se descubrió que los caracteres no estaban determinados por un solo gen, sino que inciden sobre ellos varios genes, de modo que la influencia de cada uno quedaba minimizada. Por otra parte, algunos genetistas teóricos como era el caso de J.B.S. Haldane (1892-1994), Ronald A. Fisher (1890-1962) o Sewall Wright (1889-1988): “demostraron matemáticamente que la selección natural, actuando de manera acumulada sobre pequeñas variaciones, puede producir cambios evolutivos importantes en la forma y en la función” (Ayala y Cela Conde, 2001: 30). Los trabajos de estos investigadores supusieron unos límites al mutacionismo, permitiendo la compatibilidad entre el mendelismo y el darwinismo; o lo que es lo mismo, facilitaron la síntesis entre la teoría mendeliana de la herencia de las variaciones (o mutaciones) y la teoría de la evolución por selección natural. No obstante, la difusión de las investigaciones de este grupo entre los biólogos fue lenta, debido al hecho de que se trataba de trabajos básicamente teóricos, con pocos soportes experimentales y apoyados en un complejo aparato matemático que dio pie a la genética de poblaciones.

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6.10. La genética de poblaciones. La genética de poblaciones es un elemento clave de la nueva teoría de la evolución, ya que, tal como dicen Boyd y Silk: “Para entender cómo la genética mendeliana soluciona cada una de las dificultades de Darwin, debemos observar más detenidamente lo que les ocurre a los genes en las poblaciones que están sufriendo procesos de selección natural. Esto es dominio de la genética de poblaciones” (Boyd y Silk, 2001: 68).

Esta disciplina se orienta a realizar un estudio biológico de la composición genética de las poblaciones, que suele medirse en forma de frecuencias génicas, o lo que es lo mismo, se encarga de estudiar la frecuencia con que un gen aparece en una población. Por tanto, la genética de poblaciones concibe la evolución como la sucesión de cambios de frecuencias génicas a lo largo del tiempo. Así, pues: “La Genética de poblaciones proporciona a la evolución una base cuantitativa. Su aportación esencial es la descripción de las frecuencias alélicas y genotípicas de las poblaciones y el estudio de las fuerzas como la selección natural, que hacen que cambien estas frecuencias” (Plomin, et al., 2009: 305).

Partiendo de la evolución como un hecho histórico completamente establecido, la cuestión estriba en averiguar qué factores son los responsables del cambio evolutivo. En este contexto, se concibe la evolución como un proceso genético, de manera que la genética de poblaciones pasaría a ser una disciplina biológica que suministraría los principios teóricos de la evolución. En esta rama de la ciencia se parte del supuesto de que los cambios evolutivos a pequeña escala, los que se dan en el seno de las poblaciones de las especies, contienen todos los elementos necesarios para explicar la evolución, pues la macroevolución, o evolución a gran escala, no sería más que la extrapolación en el espacio y en el tiempo de los procesos básicos de las poblaciones. Todas las especies están formadas por poblaciones de individuos que se cruzan entre sí, formando una comunidad de intercambio genético denominada población mendeliana. Esta población es el sustrato básico donde se forja la evolución. En el seno de la población se da el hecho inevitable de que algunos individuos dejan más descendientes que otros. Como el único componente que se transmite de generación en generación es el material genético, los genes, el que un individuo deje más descendientes implica que sus genes estarán más representados en la siguiente generación. De este modo, las frecuencias de los distintos genes cambiarán de una generación a otra, y este cambio será irreversible cuando se considera el conjunto de los genes de la población, pues 63

es muy improbable que se vuelva a una configuración previa en todos los genes. Por tanto, desde el punto de vista de la genética de poblaciones, la evolución es en último término un cambio acumulativo e irreversible de las proporciones de las diferentes variantes de los genes, o alelos, en las poblaciones. ¿Qué procesos hacen que unos alelos cambien en frecuencia de generación en generación? Los agentes que cambian las frecuencias génicas de las poblaciones, o sea los factores de la evolución, son la mutación, la deriva genética, la migración y la selección natural. Las “variaciones”, o “mutaciones”, son la materia prima de la evolución. Sin variación genética no es posible la evolución. Según la genética de poblaciones, la fuente última de toda variación genética es la mutación. Una mutación es un cambio estable y heredable en el material genético. Las mutaciones alteran la secuencia del ADN y por tanto introducen nuevas variantes. Muchas de estas variantes suelen ser eliminadas, pero ocasionalmente algunas pueden tener éxito e incorporarse en todos los individuos de la especie. La mutación es un factor que aumenta la diversidad genética. La tasa de mutación de un gen o una secuencia de ADN es la frecuencia en la que se producen nuevas mutaciones en ese gen. Una alta tasa de mutación implica un mayor potencial de adaptación en el caso de un cambio ambiental, pues permite explorar más variantes genéticas, aumentando la probabilidad de obtener la variante adecuada necesaria para adaptarse al reto ambiental. Pero también es cierto que una alta tasa de mutación hace que aumente el número de mutaciones perjudiciales o deletéreas en los individuos, lo que les hacer ser menos adaptados, incrementando la probabilidad de extinción de la especie. Las mutaciones no tienen ninguna dirección respecto a la adaptación, son como un cambio al azar de una letra por otra en un texto. Este cambio suele producir una falta de significado, y por ello se estimaba que la mayoría de las mutaciones son deletéreas. Pero a veces ciertos cambios pueden introducir nuevos significados, permitiendo nuevas funciones. Cada especie tiene una tasa de mutación propia que ha sido modulada por la selección natural para que la especie pueda enfrentarse de un modo más o menos óptimo a los compromisos contrapuestos de estabilidad-cambio que le impone su ambiente. Las frecuencias génicas no se ven afectadas exclusivamente por las mutaciones, sino que también pueden cambiar, de una forma puramente aleatoria; este fenómeno es conocido como “deriva genética”. Cuanto menor sea el “tamaño eficaz” de individuos dentro de una población de animales o plantas, es decir, los sujetos capaces de reproducirse, mayor podrá 64

ser la probabilidad de que se produzca un cambio de frecuencias genéticas por deriva genética; de la misma manera que, cuanto menor sea el número de lanzamientos que hagamos con una moneda mayor será la probabilidad de que salgan más una cara que la otra. De una generación a otra sus efectos suelen ser pequeños, pero si la deriva genética fuera el único mecanismo que produjera cambios evolutivos entonces, en el transcurso de muchas generaciones, sí que podría tener efectos importantes, ya que algunos alelos se acabarían perdiendo irremisiblemente. Esto es así porque la mayoría de los organismos son diploides (o lo que es lo mismo: poseen dos series de cromosomas; así, por ejemplo, las células somáticas de los humanos tienen 46 cromosomas repartidos en 23 pares); en cambio, las células sexuales o gametos (que en los humanos son los espermatozoides y los óvulos) reciben sólo un juego de cromosomas de cada uno de los pares (por lo que son células haploides). Cuando un óvulo es fecundado por un espermatozoide se da lugar a la formación de un nuevo ser humano, el cigoto, con 46 cromosomas (23 pares). Pero la deriva genética no es el único proceso que interviene en el cambio evolutivo; las mutaciones, por ejemplo, pueden hacer que vuelva a aparecer un alelo eliminado por deriva genética. Por otra parte, la selección natural hace que la deriva genética no sea un factor determinante en la evolución de las especies, salvo en casos muy concretos como podría ser cuando un pequeño grupo de individuos se queda aislado en una determinada zona geográfica perdiendo todo contacto genético con los demás individuos de la especie, de modo que con el paso del tiempo se producen variaciones en las frecuencias génicas, es lo que se llama “efecto fundador”. La deriva genética también puede tener su importancia cuando una especie ve reducido el número total de miembros y, por consiguiente, el tamaño eficaz de las poblaciones, fenómeno conocido como “cuello de botella”. Así, pues, las mutaciones contrarrestan la variabilidad en las frecuencias génicas producidas por la deriva genética y la selección natural modera su impacto. Por otra parte, los efectos de la deriva genética también se ven afectados negativamente por el impacto de las migraciones, con su aporte de “flujo genético”. Si bien es cierto que el flujo genético, de por sí, no afecta a los cambios de frecuencias génicas en la totalidad de la especie, sino solamente en un área geográfica determinada, o lo que es lo mismo: en la población eficaz de una especie que habita una zona concreta.

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Por su parte, la selección natural también afecta a las frecuencias génicas. Desde el punto de vista de la genética podemos concebir a la selección natural como la reproducción diferencial de unas variantes genéticas respecto de otras. La selección natural favorece los genes que facilitan la adaptación al medio y la supervivencia. Lógicamente, los individuos que están mejor adaptados al medio son los que sobreviven con más facilidad y, por ello, son más longevos, lo que significa que son los que tienen una tasa de reproducción más alta dentro de una población, que desde un punto de vista genético se puede definir como: “un grupo de organismos de la misma especie que conviven en el espacio y en el tiempo y se cruzan entre sí” (Curtis et al., 2007: 246). Así, pues, sus genes son los que se transmitirán en mayor número a la siguiente generación. De estos individuos se dice que son los que tienen una mayor “eficacia biológica” o “fitness”, que es algo así como el nivel de éxito evolutivo que tiene un individuo, una población o una especie, y que técnicamente podríamos definirlo como: “la aptitud relativa de los distintos genotipos en un ambiente determinado” (Curtis et al., 2007: 256). La selección natural es el mecanismo que, por así decirlo, retira de la partida a los individuos menos adaptados al juego de la lucha por la supervivencia, controlando de este modo el tamaño de las poblaciones; y lo hace de forma implacable. Los humanos hemos conseguido amortiguar, que no eliminar, el impacto de este mecanismo inmisericorde en nuestro género gracias al desarrollo de la evolución cultural.

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6.11. Hacia la síntesis entre darwinismo y mendelismo. Un gran paso en la dirección de la consecución de una síntesis entre darwinismo y mendelismo lo representó la publicación, en 1929, por parte de R. A. Fisher (1890-1962) del libro: The Genetical Theory of Natural Selection, en donde se propuso dar un fundamento matemático a la teoría de la selección natural, partiendo de los avances realizados en el campo de la genética. Sus cálculos mostraron que las mutaciones favorables quedan incorporadas al “stock” genético de la especie al cabo de cierto número de generaciones. Fisher aplicó la sofisticación matemática de la biometría al análisis genético de la población para demostrar que los viejos procesos darwinianos podrían interpretarse en términos mendelianos. De acuerdo con esto, la selección no actuaba sobre genes individuales cuando eran creados por mutación, sino sobre un conjunto de genes que constituían el fondo de variabilidad de la especie, constantemente reabastecido mediante mutación y recombinación genética. J.B.S. Haldane (1892-1964), por su parte, contribuyó a aunar los procesos de mutación mendeliana con la noción darwiniana de selección natural en su libro: The Causes of Evolution. A juicio de Haldane, la selección natural por sí sola puede producir cambios considerables en una población heterogénea, pero es la mutación la que proporciona el material sobre el que actúa la selección. Las diferencias entre especies son de la misma naturaleza que las diferencias entre variedades. Éstas se deben en general a unos pocos genes y aquéllas afectan normalmente a un número muy grande. Gracias a la selección natural se van acumulando las variaciones favorables hasta llegar a constituir diferencias de grado específico. Otras veces, la especie puede surgir bruscamente, pero siempre las variaciones que le han dado pie a la existencia deben de haber pasado por el cedazo de la selección natural. La aportación de Sewall Wright (1889-1988) a los estudios evolutivos consiste en una serie de publicaciones, la mayoría de ellas breves y técnicas, pero de singular importancia. Wright consideraba a los seres vivientes como combinaciones de genes. Las combinaciones emparentadas corresponden a individuos del mismo grupo taxonómico, pero a la vez el número de ellas que se pueden dar dentro de una especie con reproducción sexual es tan grande que prácticamente ningún individuo de la misma es exactamente igual a otro, ya que las combinaciones de genes y, por tanto, de caracteres son casi infinitas. En el caso de los seres humanos los gemelos monozigóticos constituirían una excepción.

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6.12. La teoría sintética de la evolución. Las ideas de Fisher, Haldane y Wright que compatibilizaban la genética mendeliana con el darwinismo, desbrozaron el camino para que autores posteriores como Theodosius Dobzhanski (1900-1975), Julian Huxley (18871975), Ernst Mayr (1904-2005) y George G. Simpson (1902-1984), ampliaran la teoría darwinista a la luz de la teoría cromosómica de la herencia y de la genética de poblaciones. Estos últimos autores insistieron permanentemente en el carácter gradual de la evolución y en la importancia decisiva de la selección natural. Había nacido el neodarwinismo sintético o la síntesis moderna de la evolución. Para los partidarios de la teoría sintética de la evolución la selección natural y la mutación son conjuntamente responsables del proceso evolutivo. El neodarwinismo concibe las mutaciones como cambios fortuitos en partes del mecanismo genético, la mayoría desfavorables. Es lo que cabría esperar, pues la constitución genética de un organismo es un proceso muy complejo. Pero en ocasiones, se producen mutaciones favorables, que la selección natural se limita a conservar y a transmitir. Como éstas son pocas y muy pequeñas, hace falta que transcurran enormes períodos de tiempo para que lleguen a producirse cambios notables en las especies. Hay que tener en cuenta que, para la teoría sintética, el sujeto de la evolución no es el individuo, como en el darwinismo, sino la población, que se define, tal como pudimos ver un poco más arriba, como el conjunto de individuos que pueden intercambiar genes mediante reproducción sexual. En las poblaciones hay una gran variabilidad genética, es decir, existen varios alelos para cada carácter, procedentes de pequeñas alteraciones (mutaciones) del gen primitivo. Estas mutaciones son escasas, tienen efectos pequeños y se van acumulando con el paso del tiempo. La recombinación genética producida durante la meiosis (la reducción a la mitad en el número de cromosomas, con la finalidad de mantener constante el número de cromosomas característico de la especie en el individuo generado a través de la reproducción sexual) tiende a combinar esos genes de muchas formas, de tal manera, que no sólo hay varios alelos para cada carácter, sino muchas combinaciones posibles de genes. Resumiendo, de acuerdo con el neodarwinismo los ingredientes de la evolución son: la mutación (que origina la materia prima de la evolución: nuevos genes y nuevos fenotipos), la recombinación (que establece diversas combinaciones de genes con diferente valor adaptativo); la selección natural (que, en función del ambiente, determina qué genes y qué combinaciones se convierten en mayoritarios en la población); y el gradualismo (o acumulación paulatina de pequeñas 68

variaciones). Una de las diferencias más radicales entre el neodarwinismo de mediados del siglo XX y el darwinismo de los últimos años de vida de Darwin y de finales del siglo XIX era el rechazo categórico de la doctrina lamarckiana de la herencia de los caracteres adquiridos. En su lugar se incorpora al darwinismo clásico las leyes de la genética de poblaciones, para explicar las variaciones. La teoría sintética toma su cuerpo definitivo a finales de los años treinta y principios de los cuarenta del siglo pasado, y lo hace de la mano de cuatro científicos que representan a otras tantas ramas de la biología. En efecto, en 1937 apareció la obra de Theodosius Dobzhanski: Genetics and the Origin of Species, que intenta compatibilizar los factores de la evolución, estudiados hasta entonces en disciplinas separadas, en una teoría global susceptibles de esclarecer la mayoría de los hechos. Julian Huxley publicó en 1942 su Evolution: the Modern Synthesis, en donde aparece por primera vez el término popular con el que se conocería desde entonces a la propuesta neodarwinista, y que no era otro que el de “teoría sintética”. Ese mismo año Ernst Mayr publica también un libro titulado: Systematics and the Origin of Species, en el que destaca la importancia del aislamiento geográfico como factor causal de nuevas especies. Dos años más tarde, G.G. Simpson publicó: Tempo and Mode in Evolution, en donde hacía especial incidencia en el tiempo y el modo de la evolución, mostrando cómo la paleontología podría concordar con la genética de poblaciones. La crisis del neodarwinismo comenzó a producirse a finales de los 60 del siglo pasado. En 1967, algunos matemáticos, como Murray Eden, ponen en tela de juicio que haya habido tiempo suficiente para que se diera la evolución según las tesis neodarwinistas. Como ya hemos visto Darwin lidió con algo parecido cuanto tuvo que hacer frente a los datos proporcionados por Lord Kelvin sobre la antigüedad de la Tierra.

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6.13. La teoría neutralista de Motoo Kimura. En la década de los 70 del siglo XX las críticas al neodarwinismo arreciaron. Uno de los puntos de procedencia de dichas críticas corría a cargo de la teoría neutralista de la evolución. Para el genetista de poblaciones japonés Motoo Kimura, el más ardiente defensor del neutralismo, las variaciones genéticas son en su mayoría neutras en sus efectos, no confieren ni ventajas ni desventajas al portador y son capaces de derivar por las poblaciones sin el estorbo de la selección natural. Para los neutralistas la selección natural poseería un poder mucho menor que el que le atribuyen los neodarwinistas.

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6.14. La teoría del equilibrio puntuado. Hacia 1972, la crisis del paradigma neodarwinista comienza a afectar también a la tesis del gradualismo, uno de los puntos básicos de la teoría sintética. Dos conocidos paleontólogos, Stephen Jay Gould y Niles Eldredge, ponen serios reparos a una visión de la evolución por acumulación de microvariaciones. Frente al gradualismo, estos autores proponen la teoría de los “Equilibrios intermitentes” o “Equilibrio puntuado”, según la cual, las especies se forman mediante macromutaciones, que dejan sentir sus efectos en un breve espacio de tiempo, produciéndose entre cada uno de los periodos de grandes transformaciones un intervalo en el que las especies apenas sufren modificaciones, periodo al que denominan estasis. A partir de su estudio del registro fósil los autores llegaban a la conclusión de que la ausencia de especies intermedias no se debe a la imperfección de éste, sino al curso peculiar de la evolución. Un devenir que se desarrolla más bien a saltos que de una forma gradual;no obstante no hay que confundir la teoría de los Equilibrios intermitentes o interrumpidos con el saltacionismo. Mientras que este modelo explicativo de la evolución sostiene que los procesos de especiación se dan de una forma abrupta en peridos de tiempo extremadamente corto, incluso en una sola generación, como sería el caso de la “teoría del monstruo esperanzado” de Goldshmidt, los partidarios del equilibrio puntuado sostienen que la evolución se produce, durante la mayor parte del tiempo, con un ritmo lento, pero que en momentos puntuales se acelera; ahora bien, esos momentos de cambio brusco pueden ir desde varias decenas de miles de años hasta unos pocos millones de años, lo que considerado en tiempos geológicos no es mucho... Es cierto que el registro fósil resulta especialmente magro, pero las grandes lagunas que se observan en el mismo no se deben tanto al hecho de que todavía no se hayan descubierto los fósiles que las rellenan, lo que podría entenderse como una ausencia coyuntural de dichos fósiles en nuestros registros, sino que dicho vacío debe interpretarse como que no existen, lo que sería una ausencia estructural. Y no existen, según los partidarios del Equilibrio puntuado, porque la evolución procede más bien a grandes saltos que de una forma gradual. De este modo, los eslabones fósiles de la evolución gradual no es que estén perdidos, sino que no existen. Las mutaciones que han dado lugar a nuevas especies han sido relativamente rápidas y, según los partidarios de esta teoría el proceso de especiación que ha dado lugar a nuevas especies en poco tiempo ha sido básicamente el alopátrico (la especiación alopátrida es la que se produce cuando un grupo de individuos de una especie queda aislado 71

geográficamente del resto de la población; cuanto menor sea el grupo aislado con mayor rapidez se extenderán las mutaciones que se hayan originado en el genoma y, por consiguiente, más pronto quedarán aislados reproductivamente del resto de la población madre, de manera que darán lugar a una nueva especie

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7. Argumentos a favor de la teoría de la evolución. 7.1. Los tipos de pruebas. “Algunas veces se argumenta que la evolución no es más que una teoría incapaz de ser demostrada experimentalmente” (Jouve: 2008, 97). En efecto, existen quienes niegan la evolución alegando que la ciencia se basa en la observación, la reproducción de los fenómenos y la experimentación, para luego añadir que nadie ha visto la transición de una especie en otra, y que es imposible recrear semejantes procesos en un laboratorio. “Sin embargo, tanto la transformación de las especies como la aparición de una especia han sido explicadas experimentalmente de forma reiterada a una escala temporal, constatada en el laboratorio o en la propia naturaleza” (Jouve, 2008: 97). Es evidente que los que aducen esta aporía están pensando en especies como los elefantes, las ballenas o los pitirrojos. En este sentido no es posible. “Pero ¿ha visto alguien la aparición de una nueva especie? La respuesta es sí, pero no se trata de las especies en las que pensamos habitualmente: el tiempo necesario para la aparición de una especie de forma natural es, normalmente, mucho mayor que el tiempo desde el que hay registros históricos. Muchas de las nuevas especies de aparición reciente (en los últimos miles de años) son especies domésticas. De hecho, la gran mayoría de especies sobre las que se sustenta nuestra alimentación y que aprovechamos de diversas maneras son bastante diferentes de sus parientes silvestres. Es más, muchas otras especies que no sólo no utilizamos, sino que se alimentan o se aprovechan de nosotros, han evolucionado recientemente. Desde virus, como el de la inmunodeficiencia humana que provoca el sida o el de la gripe, o bacterias, como las numerosas cepas resistentes a los antibióticos, hasta parásitos como los piojos, los análisis de su evolución nos han mostrado que han cambiado recientemente para adaptarse a un nuevo entorno facilitado por la especie humana” (González, 2009: 43).

El famoso genetistas estadounidense Francis S. Collins, nos recuerda que: “también podemos ver la evolución actuando en la vida diaria, en las rápidas variaciones de ciertos virus, bacterias y parásitos mórbidos” (Collins, 2007: 145). En definitiva, esta acusación de que no es posible ”ver” la transformación de una especie en otra no es una dificultad que haga mella en el valor explicativo de la teoría de la evolución. En este sentido no debemos de olvidar que nadie ha podido ver la gran explosión que dio lugar al origen del universo, ni cómo la Tierra gira alrededor del Sol, pero son numerosos los experimentos que han confirmado las consecuencias previstas para ambas suposiciones. De igual modo la gravedad no se puede ver, pero sí podemos percibir sus efectos. Lo mismo pasa con la evolución por selección natural.

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Hace 365 millones de años, en el periodo geológico conocido como devónico superior, Ichthyostega, el primer tetrápodo conocido y que fue descubierto en 1931, ya había abandonado el agua para caminar sobre sus cuatro extremidades en los pantanos. Diez millones de años después, Tiktaalik rosae, otro tetrápodo descubierto en 2004, también alternaría su vida en el agua con incursiones por los aledaños de la orilla. Pero este hecho no sucedió solamente en la prehistoria. En opinión del entomólogo francés Rémy Chauvin, biólogo especialmente crítico con el darwinismo, los científicos están de enhorabuena, puesto que tienen la suerte de poder contemplar, en las costas africanas, la evolución en vivo y en directo; puesto que allí se está produciendo de nuevo la salida de un pez del agua para hacer sus correrías en tierra, se trata de Periophtalmus papilo o saltarín del fango. Se trata de un : extraordinario pez que recorre los arenales de Guinea, y lo hace a gran velocidad, “apoyándose sobre la punta de sus aletas pectorales en la arena seca de la playa. Como su lejano primo Ichthiostega hizo hace mucho tiempo, está saliendo del agua para convertirse definitivamente en un animal terrestre, (de hecho) ya podemos encontrarlo trepando por los mangles para cazar moscas” (Chauvin, 2000: 276). “La naturaleza está repitiendo ante nuestros ojos ”el truco de la salida del agua“ y nosotros miramos hacia otro lado” (Chauvin, 2000: 70), se admira sorprendido el biólogo francés. La ciencia trabaja observando los fenómenos que se dan en la naturaleza y para llegar a comprenderlos formula hipótesis que son sometidas a experimentación a fin de comprobar si los experimentos verifican o refutan las predicciones implícitas en dichas hipótesis. Ahora bien, los datos acumulados a favor de la teoría de la evolución son realmente abrumadores, y proceden de una multitud de disciplinas. Ahora bien. “Dado que una teoría sólo se acepta como
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