Espíritu de Aventura

April 16, 2018 | Author: Jhonny | Category: Decision Making, Entrepreneurship, Life, Ernest Shackleton, Sustainability
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Albert Bosch

Espíritu de aventura Los 7 retos del emprendedor

EMPRESA ACTIVA Argentina - Chile - Colombia - España - Estados Unidos - México -

Perú - Uruguay - Venezuela

A Rafael Galán, amigo y socio en muchas de mis aventuras empresariales y deportivas; en representación de todos mis socios en distintos proyectos, que me han dado siempre su apoyo incondicional, y han comprendido mi dualidad vital, y los hándicaps que ésta suponía en determinados momentos de nuestros negocios.

Prólogo: explorar nuestros límites «Se buscan hombres para viaje peligroso. Salario bajo, frío agudo, largos meses en la más completa oscuridad, peligro constante, y escasas posibilidades de regresar con vida. Honores y reconocimiento en caso de éxito.» Este fue el anuncio que insertó Ernest Shackleton en The Times en 1914, para reclutar a los 27 hombres que formarían la expedición que debía atravesar el Polo Sur. He iniciado el prólogo con este anuncio, porque a pesar de que estuvieron más de dos años perdidos en el Polo Sur y de que la expedición fracasó, Shackleton fue un emprendedor y el espíritu que aportó a su empresa tiene mucho que ver con los riesgos que deben aceptar los emprendedores durante el inicio y desarrollo de sus proyectos: Será un viaje peligroso… Los proyectos empresariales de los emprendedores tienen características diferenciales, pero todos sin excepción tienen una gran afinidad con el contenido del anuncio de Shackleton; una idea, desarrollo del proyecto, búsqueda de la financiación, aceptación de los riesgos, una enorme soledad y mucha capacidad de sacrificio. El emprendedor nunca sabrá de lo que es capaz si no toma la decisión de explorar sus propios límites. ¿Qué existe más allá de nuestro horizonte? Para saberlo es preciso viajar hacia él, aceptar los riesgos, las angustias, el agotamiento y también el miedo, ese miedo al que hemos de ser capaces de mirar fijamente a los ojos para vencerlo. Es muy probable que si a lo largo de la vida hubiera aceptado los consejos de las personas que me quieren, mi vida hubiera sido muy aburrida y probablemente estaría sumido en una permanente depresión. Sus buenos deseos consistían en recomendarme que tuviera un trabajo seguro, con horario y sueldo fijos, con los fines de semana libres, uno de esos empleos donde uno conoce los días de vacaciones que tendrá a lo

largo de toda su vida, e incluso lo que percibirá, probablemente, el día de la jubilación. Sin embargo y con gran preocupación de todos ellos, escogí otro rumbo, el de la creación de empresas, el de las competiciones de motor por África y el de las regatas en solitario por el océano Atlántico. Es decir, las antípodas. La seguridad profesional suele ser una trampa, una prisión de donde resulta imposible salir a tiempo. Una inquietud, un sueño, debe materializarse. Soñar sin actuar conduce a la frustración permanente. Sin acción, nunca habrá reacción. La pasión y el instinto suelen arrastrarnos hacia universos inimaginables. La exploración permanente de los límites proporciona experiencias que han influido y formado el carácter de muchas personas, entre ellas, el de Albert Bosch. El viaje del emprendedor, es la historia de aquellas personas que son capaces de dejarse arrastrar por su instinto, su pasión, añadiendo también una buena dosis de reflexión. Sus vidas nunca serán grises. Podrán tener más o menos éxitos, podrán sufrir fracasos, pero lo habrán intentado y eso les proporcionará una experiencia y una formación de gran utilidad. Un emprendedor no debe tener como objetivo esencial el resultado económico, ello debe ser la consecuencia de un trabajo excelentemente realizado. El éxito inicial es la creación del proyecto y su sostenibilidad económica. Albert Bosch ha pasado por todo esto, ha conocido la angustia que produce la responsabilidad de tener que tomar decisiones en donde, además de poner en riesgo el proyecto empresarial, se corre el peligro de perder la vida. Un error en el cálculo sobre la altura de las grandes dunas de Mauritania, un error a la hora de escoger el rumbo adecuado en el océano de arena del desierto del Teneré, un error al cruzar una grieta en la nieve del McKinley, un error a la hora de asegurar el arnés en una pared del Everest y… En ese instante el resultado del «proyecto» ya no tiene ninguna importancia. Albert Bosch ha sido un emprendedor que ha pasado su vida explorando qué había más allá de sus límites. Ahora, como empresario, consejero y excelente deportista, ha acumulado una enorme experiencia que ha decidido trasladar a este libro impregnado de enseñanzas y de

respuestas sobre la interrelación de las experiencias personales de alta intensidad y la vida empresarial. Albert Bosch ha escrito un libro excelente, de gran utilidad que, entre otras cosas, nos enseña a reflexionar sobre los peligros, pero también sobre las ventajas de intentar un objetivo empresarial. Cuando lo he leído, me han llamado la atención muchas frases por su claridad y elevado contenido. Entre ellas he querido destacar la definición que hace la Real Academia Española de la Lengua para el término «Aventura»: «Empresa de resultado incierto o que presenta riesgo». Albert Bosch también advierte a todos aquellos que se decidan a arrancar un proyecto empresarial: «el emprendedor que no sepa ser feliz en la incertidumbre, sufrirá mucho, no será eficaz y además se estresará y estresará a su equipo». Pero a pesar de todo cuanto he relatado en mi prólogo, deseo terminarlo con otra frase del propio Albert: «El gran error está en no intentarlo». JUAN PORCAR Consejero delegado del Grupo Alesport Presidente del INDESCAT (Associació Catalana de la Industria de L’Esport) Premio al mejor dirigente del año 2008 (Asociación Catalana de Dirigentes del Deporte. Primer piloto español en el Rally Dakar (1982), 12 participaciones, 2 veces clasificado entre los 10 primeros (auto)

Érase una vez… un aventurero Se había planteado un gran reto... Sabía que le supondría muchos sacrificios y arriesgarse a un gran fracaso, pero no era una persona que quisiera hacer sólo lo que tocaba. Su inquietud le empujaba a lanzarse a aquella aventura incierta que todo su entorno le decía que era casi imposible de lograr. Con muchas dudas y fundados temores, pero haciendo valer su convicción de que tenía que probarlo, decidió finalmente meterse a fondo en su proyecto y estableció un plan de acción para ponerse en marcha de inmediato. Los preparativos fueron complejos y, en más de una ocasión, la angustia y las dudas sobre el paso que se disponía a realizar estuvieron a punto de hacerle renunciar. Pero se había impuesto perseverar y avanzar hacia su meta, a pesar de que tuviese que pagar un alto precio por el intento. Había llegado a un punto en el que sabía que ya no podría vivir con la sensación de frustración hacia sí mismo por no haber tenido el coraje de probarlo. Él quería hacerlo. Estaba convencido. Y hubiese sido un acto de cobardía personal el hecho de escoger alguno de los otros caminos más fáciles y seguros que tenía por delante, en lugar de seguir la ruta de sus deseos más sinceros. De repente, se encontró inmerso en la gran aventura de su vida. Ya no había marcha atrás. Dinamitó los puentes al cruzar los últimos ríos y ya sólo podía tirar hacia adelante, costase lo que costase. A menudo se encontraba muy solo ante aquel reto que, en demasiadas ocasiones, le superaba. Si bien, poco a poco, se fue rodeando de gente que confiaba en su liderazgo y en el viaje que se había propuesto, había tantas incertidumbres por delante que sólo él podía aprender a convivir realmente con ellas, él era el único que en ningún momento podría desentenderse del proyecto si este iba mal. Vivía en una situación de riesgos constantes que le habían hecho

cometer errores importantes en demasiadas ocasiones, lo que parecía dirigirlo hacia un estrepitoso fracaso. Pero su compromiso era muy alto y no tenía plan B por si todo se iba a pique. Además, su ambición por conseguirlo era tan fuerte que le ayudó a enderezar la tendencia en más de una ocasión, a pesar de que las circunstancias parecían indicar que era del todo imposible. Por el camino perdió el soporte de gente en la que confiaba, y se encontró una vez tras otra a muchos críticos con su actitud tozuda ante un entorno y unos resultados tan poco alentadores. Pero él notaba que todo aquel panorama tan duro le iba haciendo más fuerte, y que si había sido capaz de salir de situaciones delicadas, también tendría la suficiente fortaleza para continuar hasta el final, aunque acabase fracasando. Cada vez se sentía más feliz, porque entendía que el fracaso no era el no conseguir el objetivo, sino el no intentarlo. Intuía que iba por el buen camino a pesar de que los análisis de la situación aportaban resultados confusos y contradictorios. Muchas veces tomaba decisiones que no parecían del gusto de todos, pero él pensaba que era el mejor camino a seguir. Después de mucho tiempo luchando, cuando la situación llegó a un punto excesivamente crítico, y ya parecía del todo seguro que las cosas acabarían de la peor de las maneras, sucedió un hecho que le abrió claramente las puertas de la esperanza. Fue entonces cuando todo lo que había estado haciendo, todo el sufrimiento acumulado, toda la lucha pasada y todos los errores cometidos viraron a su favor y le dieron una fuerza increíble para poder avanzar con pasos seguros hacia un resultado, excelente para los objetivos iniciales, que se había marcado tanto tiempo atrás, cuando esta meta era sólo un sueño imposible. Había tenido éxito, y eso se notaba en casi todas las vertientes de su vida. Ahora muchos de los que le habían tratado de loco o inconsciente decían que era un héroe. Otros le envidiaban. Muchos le reconocían la gesta realizada. Y ahora le sobraba gente para poder formar equipo en otras fases del proyecto. De repente, se dio cuenta de que todo aquello para lo que luchaba había dado sentido a su vida. Pero sólo él, y nadie más que él, sabía

también que aquel éxito era solamente una parada en el trayecto. Ahora estaba más consolidado y todos le respetarían mucho más; pero para mantener lo que había conseguido, todavía eran necesarios muchos más esfuerzos. Y también había aprendido a conocerse muy bien, y entendía perfectamente que aquel carácter inconformista que le había llevado a lanzarse a la aventura extrema en una ocasión no había desaparecido por el hecho de haber alcanzado su objetivo. Por la cabeza le rondaban ya nuevas metas, a las cuales, sabía con certeza que no se podría resistir. Se había convertido en un verdadero aventurero. Era todo un emprendedor.

La aclimatación Este es un libro que reflexiona y promueve una actitud emprendedora ante la vida en general, aunque está dedicado especialmente a los empresarios como colectivo que tiene un papel fundamental en la sociedad, gracias a su espíritu inquieto y a un carácter luchador que les lleva a sacar adelante sus proyectos. Afrontando siempre caminos llenos de peligros, oportunidades, éxitos, fracasos, incertidumbres y un sinfín de dificultades que, como expondremos más adelante, les asemeja a unos verdaderos aventureros. Unos personajes inmersos en una sociedad muy compleja que tiende demasiado a menudo al conformismo y a la comodidad, antes que al esfuerzo y a plantearse nuevos desafíos. Una sociedad que pocas veces valora el sacrificio sincero, o aplaude el tan escaso éxito, pero a la que sí le gusta cebarse en el fracaso. Aquí los protagonistas son los «emprendedores», no los «gestores de empresas». Estos últimos me merecen, evidentemente, todo el respeto del mundo. Sin embargo, aunque realizan una labor clave en las organizaciones, y comparten el mismo entorno profesional que los primeros, difieren de ellos en algunos factores esenciales que no los hacen ni mejores ni peores, pero sí distintos. Utilizo en este libro el término «empresario» para referirme al verdadero emprendedor de un proyecto, bien porque lo haya iniciado él, bien porque haya continuado un negocio familiar, o bien porque lo haya comprado en una fase determinada. Sean del tamaño que sean; facturen lo que facturen; den o no trabajo a mucha gente; existan desde hace meses, años o generaciones; posean toda o parte de la sociedad; sean sólidas corporaciones con gran reconocimiento, pequeñas empresas o incluso autónomos, todos los empresarios poseen unos rasgos comunes que les hacen especiales. Y seguro que uno de los que quizá mejor define este eje común entre todos ellos sea: el compromiso absoluto.

Creo no equivocarme si digo que llevar a cabo un proyecto empresarial requiere siempre un elevadísimo grado de compromiso que, necesariamente, todo miembro del colectivo emprendedor debe tener. A diferencia de cualquier otra profesión, aquí no se puede desconectar cuando se quiere; no se puede cambiar de trabajo si uno no está motivado, si las cosas no van bien o si se puede ganar más en otro sitio; no se puede culpar a alguien de más arriba, porque ya no lo hay; y sobre todo, no se puede marcar una línea clara entre lo que es la vida personal y la empresarial. Si un empresario logra llevar su barco al buen puerto del éxito, todos los esfuerzos habrán valido la pena. Pero si el oleaje era demasiado alto, los vientos excesivamente fuertes o la ruta escogida resultó estar infestada de piratas, él difícilmente podrá saltar al agua, porque el primer día se regaló a sí mismo una cadena con la palabra «compromiso» grabada y con ella se ató al timón de la nave. Luego, aunque el barco salga en muy mal estado de todas las inclemencias, tendrá que continuar navegando con él sin demasiadas o ninguna alternativa. Y si se hunde, muy probablemente se irá a pique con él, y serán muy pocos los que conseguirán volver a subir a flote, salvarse y recuperar la energía, confianza e ilusión suficiente para algún día fletar otra nave. Con demasiada frecuencia el empresario ha sido injustamente valorado por la sociedad. Mucha gente aún tiene en la mente consciente o subconsciente la imagen del empresario como la de un señor con esmoquin y sombrero de copa, que se fuma un gran puro mientras con la otra mano sostiene una copa de coñac, y cuyo deporte favorito es especular y explotar a los trabajadores. No digo que todos los empresarios sean unos santos; y seguro que habrá bastantes que no merecen demasiado respeto. ¿Pero acaso cada colectivo no tiene sus manzanas podridas particulares? ¿Todos los policías, jueces o políticos son corruptos porque hay unos cuantos que actúan al margen de la ley? ¿Todos los funcionarios son unos vagos porque hay unos cuantos que aplican la ley del mínimo esfuerzo? ¿Todos los trabajadores son unos inútiles porque hay algunos que no se responsabilizan ni implican en serio en su trabajo? A veces parece que, exceptuando algunos premios y reconocimientos

aislados, un empresario siempre tiende a ser mal visto por la opinión pública. Si gana mucho dinero, que suele ser el caso de una minoría, acostumbra a crear recelos, envidias o incluso comentarios agresivos sobre lo escandaloso de ganar tanto, o sobre si gana más que algún otro, o sobre el dudoso proceso que le ha llevado a esos resultados. Y si no gana mucho o llega a fracasar en su proyecto, resulta que era un inepto, con nula visión de los negocios, que nunca debería haberse dedicado a eso y, sea por el motivo que fuere, pasa a formar parte de una especie de grupo de apestados porque un día tuvo la osadía de arriesgarse a hacer algo en lo que creía, con la intención de crear riqueza para sí mismo y para mucha otra gente, y le fue mal. Ojalá tuviésemos en nuestro país muchísimos empresarios como Amancio Ortega (Inditex-Zara), Isidoro Álvarez (El Corte Inglés), Isaac Andic (Mango), Felipe de Benjumea (Abengoa), Esther Koplovich (FCC), Antonio Pont (Borges), Rosa Tous (Tous), etcétera. O también, muchos como Bill Gates (Microsoft), Steve Jobs (Apple), Richard Branson (Virgin), Anita Roddick (The Body Shop) o Ingvar Kamprad (Ikea). Y ojalá tuviésemos un tejido todavía mayor de empresas pequeñas y medianas que fuera más sólido y más potente. Sería genial tener muchísimos emprendedores que ganasen dinero, y con ello diesen trabajo a gran cantidad de gente, aportando en general, y gracias a su iniciativa y ambición, mucha riqueza y bienestar a nuestra sociedad. Pero, como ocurre siempre, para que existan muchos casos de éxito es necesario que haya muchísimos intentos y, por supuesto, un enorme número de fracasos por el camino. Quiero desde aquí reivindicar el valor fundamental del papel que tienen los emprendedores en nuestra comunidad. Ellos son el verdadero motor de arranque y mantenimiento de nuestro estado de bienestar. También quiero descargar a los empresarios de la posible culpa que se les pretende otorgar por algunos de los males más preocupantes de la sociedad capitalista actual. Vaya por delante que yo pienso que el capitalismo ha sido el sistema que más progreso y libertad ha aportado a la humanidad en toda su historia. Parafraseando lo que Churchill opinaba sobre la democracia podríamos decir que el capitalismo «es el peor de los sistemas económicos, con la excepción de todos los demás

que se han intentado». Sin embargo, ello no excluye que no tenga importantes defectos que, entre todos, debamos corregir o erradicar directamente. Pero no vale aprovecharse y jactarse de todo lo bueno que el capitalismo nos aporta en forma de libertad y bienestar cuando las cosas van bien, y culparle luego de todos los problemas que tenemos cuando algo se tuerce. O como mínimo, no vale acusar a la parte empresarial de ser los malos de la película cuando hay una crisis, y no reconocerles una parte importante del mérito cuando todo va viento en popa. Aquí todos tenemos nuestra parte de mérito, nuestra parte de responsabilidad y nuestra parte de culpa. Además, el hecho empresarial, a pesar de que en nuestra época moderna está más claramente definido, es algo que ha existido en todas las sociedades desde que dejamos de ser monos y empezamos a razonar. Siempre ha habido personas que emprendían proyectos privados que, con el objetivo de obtener unas ganancias y crear valor, colaboraban de manera notable a hacer cosas nuevas, a crear riqueza para la comunidad, a avanzar por nuevos caminos y, en definitiva, a progresar, que es uno de los aspectos que más nos ha destacado como especie. Si ahora, con la perspectiva que nos aportan tantos años de pertenecer al sector del mundo definido como capitalista, nos damos cuenta de que a pesar de ser uno de los países más desarrollados, más felices, con más esperanza de vida, con más bienestar, con más libertad y, probablemente, con más futuro, vemos que hay cosas que se deben eliminar, corregir o mejorar, hagámoslo. Pero no vale la demagogia barata de criticar, propagar sueños idealistas y no tener plan alguno para poder actuar. Para hacer evolucionar nuestro sistema actual hacia un modelo todavía mejor en lo económico, más sostenible con respecto al medio ambiente, con un bienestar más equitativo tanto dentro del propio territorio como, y sobre todo, entre los países más pobres, que aproveche lo bueno del capitalismo para lograr una sociedad más y mejor desarrollada, será imprescindible contar con la parte empresarial. Y si no, ¿quién creéis que podrá liderar la acción para avanzar hacia esa dirección? ¿Los gobiernos quizá? Me temo que, siendo muy optimistas, de los gobernantes sólo podemos esperar, o debemos exigir, que sirvan para debatir y marcar tendencias, crear marcos regulatorios adecuados y establecer normas y políticas que permitan evolucionar hacia una

sociedad futura más responsable, sostenible y próspera para todos. La raza humana siempre ha querido progresar, y los que pertenecemos a la zona económica y técnicamente más desarrollada del mundo, tenemos la obligación de usar todo lo conseguido hasta ahora, aprender de todos los errores cometidos, e impulsar una evolución para que el planeta sea todavía mejor y más sostenible para las futuras generaciones. Y para ello todos tenemos nuestra porción de responsabilidad: los intelectuales, artistas y medios de comunicación tienen que informar, provocar e influir en la reflexión y en las tendencias a tomar; los trabajadores tienen que aportar la productividad necesaria para que todo pueda funcionar; los servicios públicos tienen que proporcionar el complemento necesario para la seguridad, salud, formación y calidad de vida de nuestras sociedades; los políticos ocuparse de la regulación, control y liderazgo imprescindible para que todo cuadre (a ser posible, con honradez); y los empresarios tienen que arriesgar emprendiendo proyectos para que todo se mueva. Pero dejemos la filosofía económica y los grandes proyectos para salvar a la humanidad para otro tipo de libros, y volvamos a nuestro tema, que es más concreto. Quiero acabar esta introducción apuntando que, en mi opinión, ser empresario no es sólo una elección profesional, sino una opción de vida. Si alguien decide montar una empresa sólo pensando en que así ganará más o para ser su propio jefe o para ser el dueño único de su agenda, se equivocará. Para emprender es necesario creer en su proyecto y decidir ir a por todas en el más amplio de los sentidos, ambicionando el éxito, pero sin miedo al fracaso. Por eso hay muy poca gente verdaderamente dispuesta a ser emprendedora, ya que ello supone vivir una verdadera aventura que implicará a casi todos los aspectos de su vida. Estoy convencido que los empresarios son unos verdaderos aventureros de nuestra época; y los aventureros siempre han sido los que, asumiendo riesgos y perseverando en sus objetivos, han descubierto nuevos horizontes en la historia de nuestras sociedades. Por todo ello, desde mi doble condición de empresario y practicante de actividades físicas extremas (o aventuras), me he atrevido a plantear esta reflexión, en la que intento destacar estos factores intrínsecamente ligados a la figura del emprendedor, haciendo constantes paralelismos al

describirlos, con experiencias que he vivido directamente, tanto en el mundo de la empresa como en las aventuras en las que he participado. Desde mi adolescencia, pasando por mi época de estudiante universitario, trabajador por cuenta ajena o empresario, siempre he compaginado mi parte más responsable y profesional con una destacada pasión por los deportes extremos. Así, con más esfuerzos y sacrificios de los que se pueden ver a simple vista, consiguiendo casi siempre convencer a los patrocinadores para que me apoyasen en los proyectos más costosos, y arriesgándome ya no sólo en las aventuras en sí, sino también en las posibles complicaciones personales o profesionales que conllevaba mi constante dualidad vital, he acumulado una enorme cantidad de experiencias intensas en ambas vertientes de mis actividades. Pido disculpas por anticipado si abuso del «Yo» en este libro. Supongo que todo autor tiene algo de egocéntrico o exhibicionista cuando se plantea publicar algo; y desde luego, yo no creo ser una excepción. Pero en este caso, pienso que el verdadero valor de lo que vais a leer es que se trata de una reflexión hecha a partir de unas experiencias vividas en primera persona. Los conceptos, anécdotas y ejemplos que componen esta lectura no provienen de un consultor, un periodista, un investigador, un catedrático o un analista que observa y se informa sobre una determinada temática para escribir luego un libro. Aquí soy yo el que, en la faceta de empresario ha encajado muchos errores y fracasos; el que ha tenido que avalar operaciones de financiación de proyectos en múltiples ocasiones; el que no sabía cómo solucionar innumerables situaciones críticas; el que ha conseguido también tener algún pequeño éxito; o el que vive a diario gestionando y afrontando mucho riesgo. Y aquí soy yo el que se ha jugado la vida para escalar el Everest u otras cumbres tanto o más complicadas; el que se ha pasado noches solo y perdido en el desierto, cruzándolo en moto, en coche, en bici o a pie; el que ha estado aislado durante días en un glaciar remoto de Alaska; o el que ha vivido muchas otras experiencias extremas. Lo que aquí reflexiono será mejor o peor; será más o menos acertado; será más o menos divertido; será más o menos de vuestro gusto, pero al menos os puedo asegurar que no está extraído de un

análisis teórico, y tiene como mínimo la validez de haberse desarrollado desde la práctica y a partir de unas experiencias y vivencias reales. Espero y deseo que todos los empresarios que lean este libro se sientan identificados con todos o muchos de los conceptos que aquí se tratan. Y que a todos los que lo lean sin ser empresarios les sirva para conocer y reflexionar un poco más acerca de las motivaciones, actitudes y estilo profesional y de vida de éstos, para que así valoren un poco más el papel que los empresarios tienen en el engranaje de nuestra sociedad.

LOS 7 FACTORES Montar una empresa rentable y de éxito tiene que ser muy fácil. Se trata tan sólo de escoger un concepto de negocio coherente en un sector emergente o con cierta proyección y fichar a los mejores profesionales de cada materia. Seguro que si juntamos a algunos de los mejores especialistas de cada una de las divisiones de la gestión, acabaremos triunfando. Con un reconocido experto en Marketing, otro en Finanzas, uno en Recursos Humanos, uno en producción, uno en logística y otro en sistemas, por ejemplo, el éxito tiene que estar forzosamente asegurado. ¿Alguien se cree esta reflexión?... Nadie, ¿verdad? Tener a los mejores elementos en cada especialidad seguro que ayuda muchísimo en la gestión de todo negocio, pero no es posible crear o desarrollar un proyecto empresarial sin que la figura del emprendedor esté presente. Cuando era pequeño me gustaba mucho la crema de avellanas y chocolate de la marca Nocilla, pero en casa me la dosificaban bastante. Como los que tengáis cierta edad seguramente recordaréis, su eslogan publicitario era un estribillo que decía: «Leche, cacao, avellanas y azúcar... ¡Nocilla! Estos son los hombres fuertes de Nocilla…» Tenía un amigo con quien compartía la pasión por tan goloso alimento, y juntos vimos claramente cuál era la solución a las restricciones impuestas por nuestros padres: nos teníamos que fabricar nosotros mismos la Nocilla. Para ello, compramos todo lo necesario y en una tranquila tarde de sábado, en plan misión secreta, pusimos dentro de un recipiente una buena cantidad de leche, cacao, avellanas y azúcar; luego lo batimos con convicción y… nuestra decepción fue mayúscula, pues el mejunje que nos salió no se parecía en absoluto al producto que buscábamos. Y es que está claro que por mucho que tuviésemos los ingredientes adecuados, alguien debe conocer la fórmula exacta y darle el toque

especial para obtener el resultado propuesto. Hay muchas escuelas que enseñan las mejores técnicas para gestionar una empresa. Unas serán mejores y otras peores, y más tarde la propia experiencia hará que cada profesional sea más o menos bueno en su especialidad. Pero en ningún lugar enseñan a ser empresario. Y es que hay una serie de factores fundamentales que necesariamente debe tener o desarrollar un emprendedor, que lo diferencian mucho de la figura de un ejecutivo. A partir de aquí, cuanta más capacidad y conocimientos de gestión tenga, mejor será su liderazgo; en cambio, si tiene toda la formación necesaria pero no domina estos factores esenciales, no podrá de ninguna forma ser un buen empresario. Seguramente podría haber muchos más, o con muchos más matices, pero yo he querido reflexionar sobre siete de esos factores clave que una persona necesita para poder ser un emprendedor. Evidentemente hay otros aspectos que también son claves para poder ejercer una actividad empresarial, pero pienso que todos ellos o bien pueden estar incluidos en alguno de los 7 retos aquí planteados, o bien no son tan exclusivos de los emprendedores, y son igualmente necesarios en cualquier perfil profesional de cierta responsabilidad. Acostumbrarse a vivir con una incertidumbre constante; estar preparado para tomar riesgos; saber gestionar bien la relación entre el éxito y el fracaso; tener la intuición necesaria; ser muy ambicioso con sus objetivos; entender que la soledad formará parte esencial del viaje en muchas ocasiones, y contar con la buena suerte como aliada, son factores que deberán formar parte, necesariamente, de la manera de ser y de vivir de un empresario. Yo no soy un emprendedor ejemplar, pero sí que tengo la suficiente experiencia como para haber vivido en carne propia todos estos conceptos a lo largo de mi trayectoria. Y por el hecho de ser un practicante habitual de aventuras extremas por todo el mundo, he llegado a la conclusión de que existe un paralelismo importante entre las dos actividades. Por ello, desde esta doble vertiente de empresario y aventurero, hago una reflexión conjunta y en primera persona de todos estos factores.

Factor 1. La incertidumbre «La felicidad requiere que el futuro sea incierto.» JOSEPH WAGENBERG Me atrevo a decir que esta expresión es absolutamente cierta para los aventureros empresarios. O mejor quizás analizarla al revés: el emprendedor que no sepa ser feliz en la incertidumbre, sufrirá mucho, no será eficaz y además se estresará y estresará a su equipo. Al hacer la fusión entre empresario y aventurero tomamos la propia definición del diccionario de la R.A.E. (Real Academia Española de la Lengua). Vemos que define el término «aventura» como «empresa de resultado incierto o que presenta riesgo». Por tanto, de esta definición se extrae directamente la conclusión de que si el resultado es cierto o no presenta riesgo, ya no corresponde hablar ni de aventura ni de empresario. Emprender no es una buena elección para quien anhele seguridad y comodidad. Hay muchísima gente que tiene buenos empleos y que, aunque en determinados momentos seguro que tiene tensiones y altas dosis de trabajo, le aportan una cierta tranquilidad: funcionarios, empleados de banca o de grandes concesionarios, trabajadores de multinacionales muy sólidas, equipos de grandes despachos profesionales, etc. Algunos tienen, por supuesto, el riesgo final de que la empresa cierre o de ser víctimas de algún plan de reestructuración; pero eso no depende directamente de ellos mismos, y en su día a día no tienen que lidiar con un nivel de incertidumbre y riesgo profesional significativo. En caso de que alguna de estas personas se propusiera emprender un negocio propio debería cambiar de chip de manera drástica, pues de no hacerlo, aun contando con grandes capacidades de gestión y un buen proyecto de empresa, tendría altísimas probabilidades de fracaso, sólo por el hecho de que el eje de su vida estuviese asentado

en una silla con ninguna de las cuatro patas estables y mínimamente sólidas. Un emprendedor no es un funcionario ni un trabajador arropado por una gran compañía. Un empresario es quien asume riesgo y crea riqueza y empleo pese a la incertidumbre, lo hace por sí mismo, sin ningún soporte, y no sólo cuando todo funciona a la perfección. Hoy lo único estable en la economía de mercado es la inestabilidad global; y si supiéramos con cierta probabilidad lo que va a ocurrir mañana, no nos harían falta líderes. Además, siendo cierto que el empresario, como puro aventurero, siempre se mueve en un terreno inestable, no deja de ser menos cierto que la velocidad de cambio de todos los parámetros de la propia sociedad en general, y de la economía de mercado en concreto, se está acelerando progresivamente de una forma exponencial. Y si los cambios cada vez son más rápidos, es fácil deducir que la incertidumbre futura a la que los emprendedores deberán enfrentarse, será cada vez mayor y más complicada. Por ello, deberán tener o desarrollar una gran capacidad de adaptabilidad a los cambios constantes del entorno; deberán estar preparados para poder actuar de forma correcta frente a situaciones inesperadas. Si tomamos los últimos 15 años como referencia, veremos que han desaparecido un tercio de las empresas que figuraban en la lista Fortune Global 500. Esto significa que de las que se encontraban como las primeras 500 compañías del mundo hace pocos años, un 33% ya no existe, bien por haber quebrado, bien por haber sido absorbidas por un competidor. Y si ha ocurrido este hecho objetivo con la élite de las empresas mundiales, imaginaos cómo serán las estadísticas para las organizaciones menores durante el mismo periodo. Hay distintas visiones, estimaciones y proyecciones realizadas por todo tipo de expertos; pero todas coinciden en que la esperanza de vida de las compañías se está reduciendo drásticamente. No hay una cifra de consenso, pues sólo son predicciones, pero me he entretenido en mirar múltiples estudios sobre mortalidad empresarial, y concluyo que una media correcta entre todos podría situarse alrededor del 25% de supervivencia en los primeros 10 años de vida. No es un dato científico, y sólo pretende apoyar una reflexión al respecto, pero esto significaría

que del común de los estudios recientes sobre continuidad empresarial, se deduciría que sólo una de cada cuatro empresas nuevas estará viva dentro de 10 años. Pero aunque la incertidumbre ocasionada por este aceleradísimo proceso de cambio comprometa finalmente la propia existencia de la empresa, nos encontramos antes con multitud de factores que se ven afectados por una evolución rapidísima y con los que el emprendedor deberá enfrentarse a diario: el ciclo de vida de los productos se recorta drásticamente; las regulaciones administrativas cambian constantemente; la tecnología convierte en obsoletos tanto productos como sistemas de gestión; las necesidades de los consumidores varían a la velocidad de la luz; la competencia está en una carrera desenfrenada por innovar y crear nuevos productos y oportunidades de negocio; la economía es cada vez más inestable, la producción se deslocaliza a países más competitivos; si tienes algo bueno te lo copian en una millonésima de segundo; si no eres el más barato alguien hace lo mismo a un menor coste en alguna parte, etcétera, etcétera, etcétera… Y paro, porque me marearé. Ya que si reflexiono tanto sobre las incertidumbres que me rodean como empresario, puedo llegar a asustarme y, al final, quizá tire la toalla de mi vocación empresarial y me busque una ocupación más tranquila, segura, menos estresada, que me deje más tiempo libre y desde la que pueda opinar sobre los males del mundo y de la economía de mercado desde una posición más de espectador que de actor verdaderamente implicado. Pero dudo de que este proceso les ocurra a muchos empresarios. Porque igual que estoy convencido de que es difícil que alguien que tenga un trabajo seguro y tranquilo renuncie a su posición para arriesgarse a montar una empresa, también lo estoy de que es difícil que un empresario renuncie a su libertad, a su capacidad de crear, innovar, buscar nuevos caminos, perseguir triunfos asumiendo muchos errores y, en definitiva, dudo que renuncie a hacer que su vida sea apasionante dentro de un entorno tan complejo. Es como si a un aventurero al que le gustan las experiencias extremas en lugares remotos, con entornos y situaciones imprevisibles, pasase a dedicarse solamente a ir al gimnasio. Seguro que estaría más tranquilo, evitaría lesiones o riesgos de cualquier tipo, no tendría episodios de gran

tensión y tendría una vida más ordenada y previsible. Pero renunciaría a la pasión de buscar nuevos retos y nuevos horizontes, dejaría de conocer muchas dimensiones de nuestro mundo, renunciaría a explorar su propio potencial; y sobre todo, no podría vivir las experiencias intensas que son las que le aportan la aventura y que, en gran manera, dan sentido a su vida. Considerémoslo al revés. No veamos la incertidumbre como algo preocupante, amenazante o negativo. La incertidumbre es el vivero de las oportunidades. La incertidumbre es lo que impulsa al hombre a sacar lo mejor de sí mismo y a desplegar todo su poder. Muchos de los grandes personajes de la historia, y también muchos de los grandes empresarios, se han hecho a sí mismos enfrentándose a situaciones muy duras, encontrándose en entornos absolutamente inciertos y complejos. Haciendo referencia al mismo índice utilizado anteriormente, está estudiado que la mitad de las empresas del mundo que componen actualmente la lista Fortune Global 500 se fundaron durante una crisis. Ya dijo el filósofo griego Heráclito de Éfeso que la esencia de la vida es el cambio, y con ello no hacía más que insistir y reafirmar un pensamiento muy presente en todos los pensadores presocráticos. Incluso Platón estaba en línea con esta impresión, y a él se le atribuye la conocida frase: «Uno no se puede bañar dos veces en el mismo río». Luego, muchos siglos más tarde, el naturalista Charles Darwin concluyó que: «No sobrevivirán ni las especies más fuertes, ni las más inteligentes, sino las que se adapten mejor al cambio». Un empresario está siempre en primera línea de fuego y expuesto ante el cambio y la incertidumbre; pero, por ello, también es el primero en detectar las oportunidades que se generan y, si lo sabe manejar, tendrá la capacidad para gestionar esta incertidumbre a favor de un proceso creativo y de generación de valor para él y para la sociedad que le rodea.

El próximo año celebramos el décimo aniversario de Instalgroup, una empresa que fundamos junto con mi socio y gerente de la misma, Rafael Galán. Evidentemente estamos satisfechos de haber conseguido, como mínimo, ser de ese 25% aproximado de negocios que sobreviven su primera década de existencia. Pero además, considero que es un ejemplo perfecto de gestión en la incertidumbre, precisamente por el sector en el que estamos trabajando: el de las instalaciones. Fundamos la empresa en junio del año 2001, acumulando la experiencia de mi socio Rafael, como gerente de otras empresas del sector de instalaciones de sistemas de calefacción y aire acondicionado en el área residencial, y aprovechando una clara oportunidad que vimos de trabajar desde el primer momento como agentes colaboradores de Gas Natural para ese mercado. Durante los dos primeros años, nuestra estrategia novedosa a nivel de marketing, apoyada con un nivel de servicio y profesionalidad muy por encima de la media del sector, nos funcionó a la perfección. Pero ya entonces empezó a notarse una acelerada saturación de nuestro mercado, pues estábamos básicamente dirigidos al segmento de la vivienda existente. Ya casi todo el mundo tenía calefacción en casa, y ni las campañas de Gas Natural y otros agentes del mercado conseguían estimular la demanda. Ello condujo a que todas las empresas del sector empezaran a competir en base a los precios ofrecidos a sus clientes, y los márgenes de todos se fueron a pique. Una alternativa, a la que teníamos acceso por nuestros contactos y reconocida profesionalidad, era trabajar de forma significativa en obras nuevas y, de hecho, tuvimos propuestas muy interesantes y tentadoras que nos permitían incrementar el volumen de facturación de manera

espectacular, aunque a costa de trabajar, evidentemente, con márgenes mucho menores y mayor concentración de riesgos que en nuestro segmento tradicional. Mi socio y yo le dimos muchas vueltas y, finalmente, determinamos que nuestra capacidad de gestión, la calidad de nuestro equipo de producción y nuestro demostrado potencial comercial los teníamos que poner al servicio de una estrategia más ambiciosa y sólida que la pura táctica de hacer seguidismo del mercado, reaccionando a corto plazo según los vaivenes de un sector que prometía grandes dosis de incertidumbre. Con un poco de visión, intuición, buena suerte y muchísimo trabajo, enfocamos la empresa, ya en su tercer año, hacia una diversificación enorme. Organizamos el negocio en cuatro divisiones que deberían marcar el futuro a seguir, y que nos tenían que permitir aprovechar todos nuestros activos a medio y largo plazo: continuábamos, evidentemente, con el negocio residencial con el que nacimos, pero ya con unos objetivos más modestos y basados sólo en operaciones de calidad donde nuestro valor añadido pudiese justificar trabajar con unos márgenes adecuados al servicio dado y a nuestra estructura. En esta división renunciamos a trabajar con las grandes constructoras que nos habían abierto sus puertas, y sólo lo hacíamos para unos pocos promotores y constructores más pequeños con los que trabajábamos con un nivel de beneficio y seguridad muy equilibrado para el volumen que instalábamos. A partir de aquí, el resto de divisiones se centraba en las instalaciones industriales, los mantenimientos y las energías renovables. Para todo ello, y durante tres años, estuvimos reconvirtiendo el negocio tanto para adecuar la estructura de costes, como los perfiles profesionales requeridos. Sólo decir, a modo de ejemplo, que pasamos de una punta de 105 empleados con un ingeniero a media jornada, a la estructura actual de 48 trabajadores, entre los cuales contamos con 5 ingenieros. Con todo esto quiero explicar que hemos sobrevivido a esta primera década y, siempre con riesgo a equivocarnos, pensamos que tenemos un prometedor futuro, basado en gestionar con mucha flexibilidad, agudizando la capacidad de adaptación, explorando y arriesgándonos con fórmulas nuevas, y esforzándonos y comprometiéndonos al máximo. El ejemplo de Instalgroup sirve para ilustrar que hemos tenido que navegar

en un entorno absolutamente inestable. Sólo a grandes rasgos exponer que en estos diez años hemos vivido, entre otros, los siguientes cambios: la saturación total del mercado de las instalaciones de calefacción en viviendas existentes; el «parón» absoluto del mercado de residencias nuevas; el cierre de un enorme número de nuestros competidores, tanto de tamaños similares o menores como de los más sólidos y representativos del sector; muchos e importantes cambios de estrategias y políticas de Gas Natural motivados tanto por la necesidad propia de adaptarse a los acelerados cambios del mercado como por distintos intentos, exitosos y frustrados, de movimientos corporativos con otros operadores del mercado; una debacle financiera que cerró de golpe la posibilidad de financiación a nuestros clientes y a nosotros mismos, obligándonos a refinanciar deuda con unas condiciones más que duras y, casi siempre, con el aval personal tanto de Rafael como mío; un cambio constante y, demasiado a menudo, improvisado, de regulaciones por parte del Gobierno en distintos temas que nos afectaban directamente, y muy especialmente en la división de energías renovables. Y muchísimos otros cambios, sustos, sorpresas, incumplimientos, etc., que nos han ido cayendo encima como pedradas y que hemos ido aguantando cual soldados espartanos, para llegar sin ninguna herida mortal, aunque sí con más rasguños de los que hubiésemos deseado, a este nuestro décimo aniversario. Pero surcando este mar de incertidumbres también hemos encontrado oportunidades interesantes que nos han permitido avanzar y ganar dinero, estando tan motivados como el primer día para continuar nuestro camino hacia el futuro de Instalgroup. De todos modos aquí nadie guarda el escudo, ni se saca el casco, ni suelta la mano de la espada; porque sabemos que cada día que amanece nos puede caer encima otra nube de flechas, bombas, dardos, piedras o lo que corresponda, y tendremos que enfrentarnos al nuevo enemigo con uñas y dientes si queremos sobrevivir y conquistar alguna nueva victoria empresarial. En nuestra organización, como en la mayoría de las de cualquier sector, tenemos que saber que llegar al 15 o al 20 aniversario nos costará lo indecible. Pero tanto por nuestro compromiso e intereses propios, como por todos los profesionales que componen el equipo de la empresa, nos hemos propuesto la casi romántica idea de avanzar hacia el

futuro, viviendo y trabajando convencidos de que lo conseguiremos.

En el mundo de la aventura estamos, lógicamente, enfrentándonos constantemente a situaciones de incertidumbre que, de gestionarlas mal, pueden comportarnos desde no conseguir nuestros objetivos a incurrir en riesgos extremos con posibles consecuencias fatales. Cuando me preguntan por una situación incierta que haya vivido haciendo animaladas por el mundo, no me es nada fácil concretar, pero sí que me vienen enseguida a la mente las múltiples situaciones vividas en las dunas durante mis siete participaciones en el Rally Dakar. El Dakar es la carrera de motor más dura del mundo, y participar en ella supone avanzar en una experiencia a medio camino entre una carrera y una gran aventura. Desde el momento en que se inicia la prueba uno entra en un terreno absolutamente incierto en el que cualquier pequeño detalle puede hacerte abandonar la carrera, o comportar problemas de cualquier nivel de gravedad imaginable entre una pequeña avería y un accidente fatal. En los aproximadamente diez mil kilómetros del itinerario, uno tiene que hacer frente a centenares de imprevistos; pero la situación que considero que más y mejor representa la incertidumbre en ese entorno es el paso de las dunas.

U n erg es una zona repleta de dunas que puede tener una extensión muy variable, desde pocos kilómetros hasta varias decenas de ellos. Cruzarlos es, sin duda, la parte que más inquieta a los pilotos de la carrera. La adrenalina se dispara, las pulsaciones suben muy rápidamente, la concentración y la tensión es máxima porque se entra en una zona extremadamente imprevisible. Cada montaña de arena es distinta de la anterior. Para poderla subir y no quedarse encallado en la blanda arena, hay que llevar velocidad. Pero si se llega demasiado rápido a la cresta, puede ser muy peligroso porque se desconoce lo que hay detrás. La duna puede ser redonda y no comportar ningún problema en la bajada, o puede estar cortada y ser muy peligrosa, a menos que se vaya muy lento. Además, hay que ir encadenándolas una tras otra por el sitio que se intuya más duro y practicable, a la vez que se esquivan las numerosas trampas que puede haber en medio, como son unos bloques duros de arena con los que se puede chocar (normalmente por acumulación de ésta alrededor de las llamadas hierbas de camello), además de hoyas de arena muy blanda entre dunas que pueden suponer una trampa de la que no se pueda salir. Cada vez que debemos superar un erg, la sensación de incertidumbre es máxima. Lo más interesante de todo es que es un caso claro de que uno se esfuerza por salir de allí lo antes posible para encontrarse en terrenos más estables, a pesar de que, como siempre ocurre en situaciones tan imprevisibles, también goza al máximo de esa situación tan especial que le requiere dar lo mejor de sí mismo y ser consciente de que allí se vive en directo, sin ensayos, sin segundas partes y sin planes alternativos. El entorno no lo pone fácil, pero tampoco engaña. Uno ya sabe lo que comporta entrar en un erg de dunas, y dependerá de cada piloto el poder o no salir de él sin problemas. De hecho, la primera vez que afronté un erg fue en 1996, dos años antes de mi primer Dakar, durante mi participación en el

Rally del Atlas, en Marruecos, donde tuve un debut algo rocambolesco. Era la cuarta etapa de la prueba y faltaban unos 30 kilómetros para las primeras dunas de mi vida, cuando en un salto tuve un fuerte impacto contra una roca con la rueda trasera, lo que hizo que se destrozara el buje (parte central de la rueda, donde se sujetan los radios), que debía ya estar algo debilitado porque la moto era de ocasión y había corrido ya con esa rueda un Dakar entero. La moto se quedó bloqueada y, al ver la avería, tuve claro que allí había acabado mi carrera. Pero tensé la cadena al máximo y conseguí que la moto tuviera algo de tracción, lo que me hizo ver que podía intentar avanzar muy lentamente y con absoluta suavidad para no forzar la rueda. Vi en el libro de ruta que justo a la entrada de las dunas había un control de la organización, por lo que opté por ir avanzando hasta allí para abandonar, al menos, en un lugar concreto y controlado, con agua, alguna sombra, y mejores condiciones para esperar horas y horas a que me recogiese el camión escoba que pasaba al final del convoy. Sin casi tracción, pero con mucha paciencia y cuidado, conseguí llegar al mencionado control, situado justo a la entrada del gran erg Chebbi, que los participantes debían cruzar de punta a punta. Cuando llegué, aparqué la moto, me saqué el casco y, ya considerándome fuera de carrera, cogí agua y me fui a sentar en la sombra de un camión de la organización. Mi sorpresa fue que allí encontré sentado y descansando en el suelo a Jordi Farell, un piloto de Sabadell, que corría con una moto idéntica a la mía y con quien compartía estructura de equipo. Tenía la cara blanca como la leche. Al preguntarle qué le había ocurrido, me contó que había tenido una lipotimia en medio del erg porque se le había quedado la moto enganchada en las dunas y había tenido que hacer demasiado esfuerzo de golpe, lo que a esas altas temperaturas le había provocado la lipotimia. La organización le había visto inconsciente, y lo había recogido en helicóptero. Estaba ya fuera de carrera. Entonces se me encendió la bombilla, y le pregunté si le

molestaba que, en caso de poder llegar a su moto, le cambiase su rueda por la mía. Él autorizó el cambio, advirtiéndome que la moto estaba como mínimo a unos tres o cuatro kilómetros dentro de las dunas, y que el calor era de más de 40 ºC. Se lo agradecí mucho y me dispuse a intentar llegar a su moto. De este modo, la primera vez que afrontaba unas dunas en mi vida, no lo hacía montado en la moto, sino andando a su lado. La moto tenía algo de tracción siempre que, en un terreno tan irregular, no tuviese peso encima. Así que para superar cada duna cogía carrerilla dando gas a la moto al tiempo que corría a su lado hasta la cresta de la misma. Una vez arriba descansaba, bebía agua y me disponía a bajar la duna corriendo para afrontar la siguiente. No sé cuánto tardé, pero logré llegar a la moto de Jordi y, luego, con mucho esfuerzo y dándome espacios de recuperación para que no me diese a mí la lipotimia, pude cambiar una rueda por la otra. A partir de allí, y ya montado en la moto, el resto del erg me pareció fácil y agradable. Ya sabía pasar dunas. De este modo, pude terminar mi primera prueba africana, coger mucha confianza y animarme para participar en el futuro en la prueba reina: el Dakar. Esta experiencia fue totalmente espontánea, pero adquirió para mí todo el sentido cuando dos años después, ya a las puertas de la gran carrera, recibí un consejo que recogía lo aprendido ese día en Marruecos, y que me sería de gran utilidad para afrontar en el futuro todo tipo de situaciones de incertidumbre. La primera vez que participé en el Dakar lo hice en moto, dentro de un equipo de debutantes, organizado por la revista Solo Moto y la marca Honda. En una reunión preparatoria vino a darnos una charla Juan Porcar, el primer piloto español que participó en la famosa carrera. Juan era, sin duda, una de las personas que mejor conocían esa dura prueba, pues aparte de ser el pionero nacional en ella, había participado en moto y en coche en múltiples ocasiones, enrolado tanto en equipos muy humildes como en otros de primer nivel. Me hacía una especial

ilusión que el mismísimo Porcar nos aportase sus observaciones respecto a la carrera, porque él me había hecho soñar desde pequeño con el Dakar, cuando leía sus crónicas en la revista en la que trabajaba y porque además, personalmente lo admiro muchísimo por sus diferentes vertientes con las que, de alguna manera, me siento muy identificado. Juan es piloto y aventurero, pero también hombre de empresa, pues es socio y consejero delegado del grupo Alesport, propietario entre otras muchas líneas de negocio de la revista Solo Moto que nos patrocinaba en esa participación. En esa reunión, Juan Porcar nos dio el consejo que comentaba antes, y que me sirvió en ese y en los siguientes Dakar, en todas las aventuras que he afrontado posteriormente y en muchísimas actuaciones empresariales en las que he participado: «El Dakar no es una carrera cualquiera. El Dakar es una prueba muy peligrosa y repleta de incertidumbres. Además es larguísimo. Os advierto que habrá innumerables momentos en que os encontraréis en situaciones límite en las que os plantearéis abandonar. Miraréis al final, a la meta que todos deseáis, y veréis que en las condiciones en que estáis os será imposible llegar. Lo veréis demasiado para vosotros, se os hará inalcanzable en la distancia y con la dureza que os encontraréis. Yo sólo quiero daros un consejo: cuando estéis muy apurados, cuando constatéis que os cuesta mucho progresar, cuando tengáis algún problema, cuando creáis que aquella duna es demasiado difícil para vosotros, ¡avanzad! Avanzad cien metros más, un kilómetro, lo que podáis. Y luego intentad avanzar otro trocito. No os fijéis en vuestro objetivo final entonces, pues lo veréis demasiado difícil y desistiréis. Vuestra meta ya la tenéis clara en vuestra mente, pero ahora os toca concentraros en esa pequeña distancia que tenéis que avanzar. Quedándoos paralizados seguro que no encontraréis la solución y lo más probable es que optéis por el abandono. Pero avanzando os pasarán cosas nuevas, se os presentarán otras situaciones, tendréis renovadas oportunidades. Es probable que con la

pequeña distancia avanzada se acaben esas dunas tan blandas y encontréis ya una pista dura en la que rodar tranquilos, o que esa avería que parecía que no aguantaría te permita llegar al final de etapa, o que el dolor de ese golpe se mitigue con el paso del tiempo. Avanzad, aunque sea un poco. Y sumando esos pequeños avances en los momentos más críticos llegaréis a la meta, a vuestro objetivo final.» Juan, gracias por el consejo. Jordi, gracias por dejarme esa rueda.

Factor 2. El riesgo «El riesgo es no arriesgarse. Es el miedo a perder, lo que nos hace perder.» ÁLEX ROVIRA No existe la empresa sin riesgos. Y los emprendedores tienen, necesariamente, que afrontar muchísimos a lo largo de su vida. Pero sólo siendo optimistas y no dejándose intimidar por aparentes riesgos inasumibles podrán tomar las decisiones adecuadas. Donde otros quedarían paralizados, ellos han de identificar las fuentes de peligro para minimizarlas con acciones concretas. Para asumir riesgos hay que ser un líder. Gestionarlo será una de las tareas clave de los empresarios, claramente diferenciadoras de la mayoría de las otras profesiones. Y la gestión de este elemento clave, con responsabilidad e inteligencia, es el único camino hacia la verdadera creación de valor. Pero no hay que confundir riesgo con temeridad. Temeridad es plantearse avanzar a cualquier coste, no valorar o reconocer los peligros reales, tomar decisiones inconscientes y, por todo ello, estar constantemente expuestos al más absoluto y peligroso de los fracasos. El riesgo, a diferencia de la temeridad, es un factor que hay que gestionar en todos sus aspectos. Los aventureros extremos y los empresarios saben muy bien que el riesgo es un elemento que forma parte de sus vidas diarias, al que hay que mirar cara a cara para ser capaces de dominarlo y poder avanzar. Tomar riesgos requiere mucho esfuerzo, entrenar los sentidos, mejorar las capacidades de cada uno para afrontarlos y, sobre todo, acostumbrarse a disfrutar con ellos. Se llega a decir que el riesgo es adictivo, y no seré yo quien —por mi propio perfil tanto aventurero

como empresarial— me atreva a desmentirlo. Pero tampoco se trata de ser masoquistas, sino básicamente de aprender a lidiar y ser eficientes con las posibilidades de acertar o fallar que nos aporta cada situación. Cada emprendedor tendrá su metodología para controlar y afrontar el riesgo; y deberá ser muy disciplinado con su sistema, pues de él dependerá el éxito o el fracaso. Dominar el sutil arte de saber cuándo hay que replegarse y esperar, o cuándo hay que actuar y arriesgarse, será uno de los valores más grandes de todo empresario o aventurero. Este proceso es el que marca la verdadera diferencia entre un buen y un mal emprendedor, pues es en la gestión de los momentos verdaderamente críticos —donde uno tiene más en juego— cuando normalmente fallan la mayoría de personas. Éste no es un concepto absoluto y objetivo. La misma situación será percibida como de alto riesgo por una persona mientras que para otra será de un nivel muy bajo. A un alpinista experto puede no parecerle excesivamente arriesgado escalar a 8.000 metros de altura, y una persona no habituada puede percibirlo como un peligro casi mortal. Por eso la experiencia, el entrenamiento, la serenidad, la capacidad de análisis e intuición y la actitud serán elementos clave para avanzar en entornos de elevado riesgo. Normalmente este factor esencial no viene dado tanto por las situaciones provocadas por los peligros, sorpresas, cambios o incertidumbres que tenemos delante, sino por la ignorancia de los recursos de los que disponemos para darles respuesta. Un empresario y un aventurero deberán forzosamente conocer o intuir las cualidades, habilidades, actitudes y capacidades que podrán aplicar ante las situaciones críticas que se irán encontrando por el camino. Para ilustrar esta reflexión pondré un ejemplo cotidiano y común en nuestra vida: la mayoría de nosotros se mueve casi a diario por la ciudad, sin darle importancia al hecho de que, en realidad, está en un entorno de innumerables peligros. Si fuese un niño de tres años el que caminase por la calle, pensaríamos que está corriendo un grave riesgo de ser atropellado. En cambio, nosotros nos sentimos cómodos y no pensamos que estamos asumiendo un alto riesgo en cada paso que damos. La diferencia es que aunque la situación es la misma, el niño tiene un desconocimiento de los peligros que le acechan, e ignora los

recursos que tiene para afrontarlos; pero nosotros somos plenamente conscientes de la situación, estamos serenos y tenemos una actitud de permanente y espontánea atención, porque hemos desarrollado las habilidades necesarias para poder estar y sentirnos muy seguros moviéndonos por la ciudad. Cada persona tiene un enfoque diferente respecto al riesgo en su vida. De hecho, no sólo las personas, sino incluso los animales afrontan distintos grados de riesgo según su propia manera de ser. Hay muchísimos ejemplos en la naturaleza, pero un caso que es especialmente claro es el de las especies migratorias terrestres que se desplazan en manada, algunos de cuyos miembros optan por viajar en el interior donde están más seguros y menos expuestos a cualquier amenaza, aunque consiguen menos comida; mientras que los que van por el exterior del grupo, asumen mayor riesgo a ser cazados o atacados, pero gozan de mejores alimentos. Cada cual decide el nivel de riesgo con el que quiere situarse en la vida. Pero los empresarios tienen clarísimo que estarán siempre situados en la parte de la sociedad donde los riesgos son una constante absoluta. Si un emprendedor no arriesgase, únicamente haría lo que siempre se ha hecho; y esto en un entorno de cambio constante como en el que nos encontramos, sería igual a un suicidio empresarial. Eso sí que sería una verdadera temeridad. Para avanzar es imprescindible hacer las cosas de una manera diferente o, mejor aún, hacer lo que nadie ha hecho todavía. Demasiadas personas se empeñan en repetir lo conocido, porque les da seguridad. Pero aplicar siempre fórmulas ya conocidas, pensar que siempre se tiene la suficiente experiencia, limitarse a lo que se conoce, a lo cómodo, fácil o tradicional, puede ser un grave error o una clara limitación para avanzar en entornos de cierta competitividad. Moverse siempre en zonas seguras y sin riesgo puede ser, en muchísimas ocasiones, una atadura que impida explorar nuevas posibilidades y proyectarse hacia el futuro. Considero que uno de los principales problemas que presenta nuestra sociedad es que no educa para convivir con situaciones de riesgo. Más bien lo presenta únicamente como un tema negativo, como una contingencia, como la proximidad a una desgracia o a una situación

desafortunada. Parece dominar el concepto de que la felicidad va asociada a la seguridad, y por ello el riesgo suele considerarse como algo no deseable y contrario a la felicidad, algo que únicamente nos aporta posibilidades de perder lo que tenemos o de no alcanzar lo que deseamos. Si esto fuese así, y dado que todos queremos ser felices, ¿quién se arriesgaría?, ¿quién haría cosas nuevas?, ¿quién se sacrificaría para explorar nuevos horizontes?, ¿cómo evolucionaríamos?, ¿cómo se mantendría nuestra riqueza y nivel de bienestar? En cambio, apenas se valora la oportunidad que está detrás de cada situación de riesgo, la sensación de placer y autorrealización que supone haberlo controlado o gestionado con acierto, y la energía que se obtiene luchando por conseguir aquello que uno se ha propuesto. Los emprendedores, al igual que los aventureros, son grupos humanos que tienen miedos como todas las personas, pero también son plenamente conscientes de que hay cosas importantes por las que merece la pena arriesgarse. Hay una última connotación importante que me gustaría destacar sobre el concepto de riesgo, y es que éste nunca es generalizable, sino que, aparte de estar relacionado con el perfil y capacidad de la persona en cuestión, también está directamente relacionado con lo que se puede perder en una situación de riesgo. Para algunos perder 10.000 € puede no suponer un gran contratiempo, mientras que para otros puede ser un problema gravísimo; por ello invertir esa cantidad es mucho más arriesgado para el segundo que para el primero. El riesgo siempre está directamente relacionado con lo que uno se juega en ello.

Poco antes de partir hacia la expedición al monte Everest, estuve comiendo con un directivo de ACC1Ó, entidad dependiente del gobierno de la Generalitat de Catalunya, cuyo objetivo es la promoción y desarrollo del tejido empresarial. Estuvimos hablando de los conceptos tratados en este libro y, justamente en el apartado del riesgo, me manifestó que él no veía la diferencia entre la forma en que un ejecutivo y un empresario gestionaban el riesgo en la empresa. Mi opinión era radicalmente distinta, pues desde mi punto de vista, y precisamente por estar el riesgo relacionado no tanto con la forma de gestionarse, sino con lo que uno puede perder en su gestión, los enfoques son muy diferentes. En ese punto le argumenté el caso que nos había comentado recientemente en una comida con distintos empresarios, Ferran Soriano, el presidente de Spanair, empresa que me patrocinaba en mi aventura de escalar el Everest: Resulta que cuando le propusieron ser presidente de esta compañía aérea, al provenir él de sectores totalmente distintos y no conocer nada del negocio del transporte aéreo, organizó una serie de entrevistas con diversos altos directivos de otras empresas amigas, por ser todas miembros del grupo estratégico «Star Alliance». En una de esas entrevistas con el presidente de una de las grandes compañías aéreas europeas, éste le explicó lo complicado que era el negocio del transporte de personas y mercaderías por aire, en todos sus aspectos. Y como ejemplo, le contó que su empresa había perdido 500 millones de dólares en el ejercicio anterior. Lo curioso del caso no era sólo la cantidad de dinero perdido, sino que en realidad el resultado operativo de la sociedad fue positivo en 150 millones de dólares, pero ocurrió que una sola decisión suya o, mejor dicho, del consejo de administración que él presidía, le había llevado a perder 650 millones de dólares; con lo que, de forma consolidada, salían 500 millones de pérdidas finales. La decisión en cuestión partió de que a principios de aquel ejercicio el barril de petróleo cotizaba a 135 dólares, y todos los informes y tendencias parecían indicar que todavía podía subir mucho más durante el año. Como el coste de carburante supone alrededor de un 20% del total de gastos operativos de una compañía aérea, se tomó una decisión arriesgada, y se aseguró la compra de combustible para los siguientes 10

meses. El resultado fue nefasto, pues el precio del barril de petróleo empezó a bajar de forma estrepitosa, llegándose a situar en los 40 dólares. Conclusión: se habían perdido 650 millones de dólares con una sola decisión. Soriano, estupefacto, no pudo evitar preguntarle al presidente de esa otra aerolínea si podía dormir bien después de haber firmado aquel acta con la toma de una decisión tan arriesgada y, a la postre, tan desafortunada. La respuesta de su colega fue que él había podido dormir perfectamente desde el primer día, pues en realidad, su decisión estaba fundamentada en un exhaustivo informe de dos de los miembros del consejo de administración, responsables de supervisar todos los temas relacionados con suministros de combustible, en los que defendían de una manera más que razonada y sustentada, que había una altísima probabilidad de que el coste del petróleo se disparara al alza. Por ello, él estaba totalmente tranquilo, ya que aunque la decisión final fue suya, el error, en todo caso, recaía en unos informes mal enfocados de unos importantes consejeros de su empresa, especialistas en la materia. Creo que huelga decir que, si bien la decisión protagonista de este ejemplo fue de alto riesgo y de graves consecuencias para la empresa, el punto de vista de la misma y lo que perdió en realidad quien la tomó distan mucho de lo que hubiese supuesto una situación equivalente, al nivel que fuera, para un empresario. En una empresa normal, no cotizada o sin un gran colchón como estas macroorganizaciones dirigidas por ejecutivos no propietarios, tomar ciertos riesgos puede comportar, en caso de fallar, unos problemas gravísimos tanto en su propia compañía como en su vida personal; pues según qué errores sean podrían conllevarle ya no sólo la quiebra de la empresa, sino incluso, dependiendo de las garantías que tuviese depositadas en la operativa de la empresa o las alternativas de ingresos posibles, una total ruina personal. Pienso que esto ilustra el importante matiz que supone la gestión del riesgo para un ejecutivo o para un emprendedor.

En el mundo de la aventura, gestionar el riesgo puede conllevar a consecuencias más graves que las expuestas anteriormente, pues en muchas ocasiones lo que está en juego no es sólo el éxito o fracaso en un determinado proyecto, o la posibilidad de perder poco o mucho dinero, tiempo o esfuerzos; sino que lo que se pone encima de la mesa en determinadas acciones es la propia vida de los protagonistas. Si ya muchas de las acciones diarias que realizamos casi de forma automática en la vida pueden comportar riesgos importantes, imaginemos las situaciones que se pueden dar en la gran mayoría de aventuras extremas que un gran club de locos soñadores va haciendo por el mundo. En mis propios proyectos de aventura podría detallar un catálogo de peligros asumidos que, vistos desde fuera de la misma actividad, me asustarían también a mí y, con toda seguridad, harían que mi familia me pusiese condiciones más estrictas para dejarme salir de casa con la mochila preparada. La expedición al Everest, la cima más alta del mundo, sería quizás uno de los ejemplos que incluye un menú más amplio de riesgos asumidos en un mismo proyecto. En una montaña de estas características, uno está expuesto constantemente a un sinfín de peligros que deberá ir superando con serenidad y buena gestión. Durante los dos meses que dura de media esta expedición, la palabra «muerte» está presente de

forma habitual en muchas de las conversaciones referentes tanto al pasado como al presente de los montañeros con los que uno comparte la aventura. Sólo haciendo referencia al periodo en que nosotros estuvimos en el Himalaya, asistimos a un montón de desgracias a nuestro alrededor: vimos cómo evacuaban a un ruso del campo III, fallecido por edema cerebral; tuvimos conocimiento de que en la cara norte un alud se había llevado a un par de alpinistas, de los cuales uno falleció y el otro quedó muy mal herido; subiendo hacia el collado sur, vimos a un grupo de sherpas bajando un cadáver de otro montañero que había fallecido también de edema justo el día anterior a nuestro intento de cumbre; el mismo día en que hicimos cumbre, hubo dos mexicanos y un coreano que sufrieron graves congelaciones en los dedos de los pies, con sus consecuentes amputaciones; un día después de llegar nosotros al Campamento Base después de hacer cumbre, una española que escalaba el vecino Lothse, se cayó en una grieta y sufrió lesiones de muchísima gravedad. Y así podríamos ir siguiendo con un largo catálogo de problemas menores y mayores sufridos por gente que tenía como objetivo escalar alguna de esas montañas extremas. Dentro del amplio abanico de riesgos del Everest, sí que me atrevería a separar dos escenarios que tienen relación con lo que estamos tratando: por una parte las situaciones de riesgo y por otra las de temeridad. En el apartado de riesgos que uno asume cuando se enfrenta a una montaña de gran altitud, están todos los riesgos propios tanto de ese entorno como los que se añaden por la propia altura: aludes, grietas, congelaciones, edemas cerebrales y pulmonares… Pero todos ellos son riesgos que de una u otra forma uno puede o debería poder gestionar, y que en el momento en que se presentan el que los está afrontando está prevenido, preparado, adaptado y con todos los sentidos concentrados en superarlos. Nuestro propio ejemplo del ataque final a cumbre lo ilustra

claramente. Todos los riesgos mencionados estaban allí, siempre afectados por el fabuloso factor multiplicador que supone estar por encima de los 8.000 metros, en la que se conoce como la «zona de la muerte». Pero nuestra decisión de salir hacia cumbre se basaba tanto en una excelente preparación física y técnica anterior como en una buena aclimatación y una información muy precisa y fiable sobre las condiciones meteorológicas que nos íbamos a encontrar en las siguientes horas. Ello nos permitió subir con lentitud hasta la cumbre, con la certeza de que tendríamos muy poco viento y una buena temperatura, y afrontar una bajada muy complicada, en la que por distintos motivos nos demoramos excesivamente. Pero las mencionadas condiciones con las que afrontamos aquello nos permitía estar más o menos tranquilos y además estábamos informados de que el tiempo, aunque no sería demasiado bueno, tampoco derivaría en una tormenta que nos pudiese poner en una situación extremadamente crítica. No obstante, los tres compañeros y los dos sherpas que hicimos la cumbre juntos y que fuimos superando todas las dificultades de la bajada, somos plenamente conscientes de que estuvimos una cantidad excesiva de horas expuestos a riesgos tremendos, dependiendo únicamente de la evolución del clima. Sin embargo, esta situación, a pesar de ser extrema y de gran riesgo para nuestras vidas, la teníamos bajo control. Un control no 100% seguro, pero sí gestionable con bastantes garantías de éxito a través de nuestras capacidades, nuestra actitud y nuestra información. En cambio, más abajo, entre los 5.400 y los 6.000 metros, existe en el Everest una zona de riesgo temerario: la cascada de hielo del Khumbu. Se trata de la parte más vertical del glaciar del mismo nombre, que al llegar a los 6.000 metros de altura se deja caer casi en vertical, formando infinidad de grietas, bloques de hielo y, en definitiva, una zona absolutamente inestable y de muy difícil recorrido.

Pasar por esa zona requiere entre tres y cinco horas de subida, y dos o tres de bajada. Para poder aclimatarnos, preparar los campamentos y transportar el material de escalada que precisábamos, nosotros tuvimos que cruzarla cuatro veces en ambas direcciones. Una vez en medio de la cascada de hielo, las posibilidades de tener un accidente son altísimas y, en cambio, nuestras oportunidades de gestionar el riesgo y minimizar las probabilidades de que ocurra una desgracia son pocas. Por esto digo que la situación que presenta este obstáculo debería clasificarse más como una temeridad que como un riesgo. La propia verticalidad del hielo, el hecho de estar partido en miles de trozos de distintos espesores, la temperatura y el movimiento natural de avance del glaciar hacen que periódicamente, y sin previo aviso, se derrumben bloques de hielo y provoquen una reacción en cadena que arrastra sin contemplaciones lo que encuentra por delante. Entre los montañeros se conoce este ice fall o cascada de hielo, como la «ruleta rusa»; pues las probabilidades de que ocurra algo grave no dependen de la gestión que uno haga de su paso por allí, y en cambio, sí que es obligado cruzarla en diferentes ocasiones. El principal susto que nosotros tuvimos fue en la segunda ocasión que circulábamos de subida por la ruleta rusa. Recuerdo perfectamente que en ese momento yo iba asegurado a una cuerda e iniciaba el paso por una de las escaleras horizontales con las que nos ayudamos a superar determinadas grietas. De golpe, a unos 1.000 metros de donde nos encontrábamos, un bloque cuadrado de unos dos pisos de altura se desprendió y empezó a rodar como un dado encima de un tablero de parchís. Yo retrocedí en la escalera para estabilizarme en un sitio firme y controlar lo que pasaba; pero al mirar la evolución del bloque de hielo, vi que éste chocaba con una barrera de seraks (grupo de enormes trozos de hielo), y en lugar de detenerse allí, la reventaba y provocaba una

avalancha enorme. Mi reacción inmediata fue soltarme del seguro que me unía a la cuerda fija, cruzar la escalera en un par de saltos sin preocuparme de la grieta y gritar a mis compañeros para que corriesen hacia adelante lo más rápido posible. Toño y Rafa, los más jóvenes del grupo, venían justo detrás de mí, y vieron cómo el río de hielo bajaba a toda velocidad pasándoles a unos 15 metros de distancia. En definitiva: no nos pasó nada, pero a nadie le gusta tener la sensación de que casi se va al otro barrio por una causa totalmente incontrolable. En mi vida aventurera pasada y, con toda seguridad también en la futura, he pasado y pasaré por muchas situaciones consideradas como de «riesgo». Lo asumo, lo disfruto y casi lo deseo para así poder poner a prueba todas mis capacidades y tener la satisfacción de saber que dando lo mejor de mí mismo puedo controlar y dirigir hacia un buen final casi cada situación de este tipo. Pero momentos de temeridad como la acontecida en la cascada de hielo del Khumbu no son, para nada, episodios que disfrute ni que quiera repetir. Cuando superé esta preciosa y odiada parte de la montaña por cuarta y última vez, me giré, la miré y le juré que a mí no me vería nunca más en sus entrañas. Para acabar con el ejemplo del Everest, que daría para un libro entero, voy a emplearlo una vez más para marcar las diferencias que hay en una misma situación de riesgo entre quien sólo gestiona y quien está cien por cien comprometido con la acción que se lleva a cabo. Observemos que cuando estábamos a 8.000 metros, en el mítico collado sur, a punto de decidir si iniciábamos o no el ascenso a la cumbre, las dudas y el hecho que teníamos que analizar era el mismo para nosotros, los escaladores, que para nuestro base camp manager («jefe del campamento base»). La decisión clave de ir o no a la cumbre tenía un pequeño matiz que la hacía diferente para él y para nosotros. Este matiz era que si fallábamos en la opción escogida, para él —por su función de responsabilidad ejecutiva

en el grupo— sería un grave error, un gran disgusto, una posible pérdida de prestigio profesional o le podría comportar incluso problemas laborales por lo que hubiese podido pasar. Pero para los que estábamos allí arriba, los verdaderos emprendedores de la expedición, la consecuencia podía ser, ni más ni menos, que perder la vida. Las decisiones y situaciones de riesgo son las que habitualmente nos darán la llave para los grandes triunfos; pero la clave estará, ya no tanto en su gestión, sino en lo que de verdad nos estemos jugando.

Factor 3. Éxito y fracaso «Piensa en grande y atrévete a fracasar.» NORMAN VAUGHAN (AVENTURERO POLAR) Esta frase contiene todos los elementos esenciales para emprender cualquier proyecto: 1) soñar en grande y pensar de forma ambiciosa sobre los objetivos que uno se propone, y 2) llevarlo a cabo, hacerlo, y al ejecutarlo, apuntar hacia el éxito, pero asumiendo que también es perfectamente posible el fracaso. Incluyo los términos de «Éxito» y «Fracaso» en un mismo capítulo porque considero que casi forman parte del mismo concepto. Uno sin el otro no tendría razón de ser. Son hermanos gemelos, de aquellos a los que poca gente consigue distinguir a cierta distancia. Nacen de un mismo parto y casi se confunden, aunque al final, en su madurez, cada uno habrá evolucionado hasta una meta distinta. Para que haya éxito existirá, necesariamente, la posibilidad de fracaso. Y también se puede decir que sólo se fracasará cuando se está apuntando o persiguiendo un éxito. Hay mucha gente que tiene grandes propósitos y que se plantea objetivos interesantes, pero el miedo al fracaso no le permite ejecutar sus planes; y de esta manera, ellos mismos se impiden la posibilidad del éxito. Sólo fracasan los que lo intentan, pero también sólo tienen éxito los que lo intentan. Los empresarios forman parte de este colectivo. Al dedicar su proyecto vital a la empresa persiguen, evidentemente, el éxito; pero siempre están, inevitablemente, al borde del fracaso. En la aventura en la que están inmersos, han de tener asimilados ambos conceptos, y saber convivir con ellos a la perfección. Ser consciente de la posibilidad del fracaso ayuda a evitarlo, porque enseña a ser previsor, a hacer planes de contingencia y a valorar las

consecuencias de cada decisión. Y también ayuda a entender y reponerse cuando, desafortunadamente, las cosas han ido mal. Si dado el caso, el protagonista sólo había previsto la posibilidad de éxito, difícilmente se verá capaz de aprender de su fracaso y de reforzarse para próximas etapas. Se aprende tanto de las victorias como de las derrotas; y a pesar de que a todo el mundo le gustan más las primeras que las segundas, la vida aventurera de un emprendedor forzosamente tendrá de los dos tipos. En una entrevista a Carlos Checa —piloto español de MotoGP, que pese a tener un gran nivel nunca ha conseguido ser un número uno—, éste decía que de las derrotas se aprende muchísimo; y que una de las primeras cosas que se aprende es que son mucho mejores las victorias. Evidentemente, esta frase es una verdad como un templo, sin embargo, a pesar de que los triunfos siempre son preferibles, hay que entenderlos como absolutamente asociados a la posibilidad de fracasar. Estadísticamente un empresario tiene más probabilidades de fracasar que de tener éxito; por eso el triunfo es un activo tan valorado y que tanta gente anhela y envidia. Y por ello estos aventureros deben ser de una pasta especial, al ser plenamente conscientes de que alcanzar el éxito les supondrá una tarea más que complicada, y de que tienen muchísimos números para acabar mal. Pero el fracaso no ha de suponerles la negación de la propia capacidad, sino una lección y un reto para superarse. Muy a menudo, cuando alguien tiene claro por qué lucha, cada derrota es tan sólo un paso hacia el éxito. El verdadero éxito dependerá del balance entre la estabilidad y la innovación. Si se cometen pocos errores, quizá significará que se es poco creativo e innovador, que uno se ha acomodado a las normas y a la realidad ya conocida; sin poner a prueba las novedades que podrían ayudarle a evolucionar. Pero demasiados errores provocarán que una empresa no pueda funcionar bien. Saber gestionar este equilibrio constante entre el camino hacia el éxito y el camino hacia el fracaso será uno de los retos más delicados con los que tiene que convivir un emprendedor a lo largo de toda su trayectoria. Por ello se debe insistir en que nuestra sociedad debería reconocer siempre el mérito de un emprendedor, tanto si consigue el éxito como si

no. Precisamos de muchos personajes aventureros como éstos en nuestros países, que estén dispuestos a jugárselo todo para tirar adelante sus proyectos. Y tan sólo el hecho de intentarlo ya tiene un gran valor, pues para que unos pocos lo consigan, muchos tienen que decidirse a actuar. Para aprender algo de todos los grandes personajes y, sobre todo, de los grandes empresarios, no deberíamos fijarnos en qué han conseguido, sino en cómo lo lograron, de dónde salieron y, sobre todo, en cómo y cuándo se equivocaron. Seguro que todos cometieron muchos e interesantes errores. Y ahí es dónde se encuentran las verdaderas lecciones. Además, hay que decir que en el triunfo todos nos parecemos bastante; somos casi siempre aburridamente iguales. En cambio, el fracaso es algo mucho más personal; una experiencia más enriquecedora y útil para todos. Pienso que lo verdaderamente importante de un emprendedor ya no es si tiene éxito o si fracasa, sino que ha demostrado ser una persona de valor. Un empresario que no ha triunfado en su proyecto no es un fracasado a nivel personal, sino una persona valiente que intentó hacer aquello en lo que creía, y que desafortunadamente no lo consiguió. Pero su experiencia y su actitud innovadora y luchadora continúan siendo un gran activo para nuestra sociedad las cuales deberíamos, entre todos, ayudar a canalizar hacia otras iniciativas. Y la mejor forma de influir en ello, es ir cambiando esta percepción tan negativa que hay en general hacia la gente que fracasa en sus negocios. En otras culturas no hay tanta aversión al riesgo, entre otros motivos, porque no hay tanto miedo al fracaso; y gran parte de esta resistencia al fracaso viene dada por la percepción social del mismo. Un matiz importante en la reflexión del éxito y el fracaso aplicado al empresario es que hay ocasiones en la vida en que también es importante saber renunciar; y es cierto que, como afirma el dicho popular: «Una retirada a tiempo es una victoria». Pero lo malo es que, en la mayoría de los casos, este colectivo de talibanes comprometidos con su proyecto, sencillamente no pueden permitirse ni siquiera pensar en la posibilidad de la renuncia. Sin pretender aportar aquí más épica de

la necesaria, la verdad es que casi todos los retos empresariales responden perfectamente al grito habitual de los gladiadores del circo romano, que decía aquello de «Victoria o Muerte». Me anticipo y entono el mea culpa admitiendo que en este capítulo me he ido acelerando, y quizá ya suene todo algo exagerado. Pero sentía la necesidad de insistir en esta finísima línea que separa estos dos conceptos tan interrelacionados. Porque sea como sea, cuando alguien se fija en una persona de éxito, lo normal es que también lo desee para él. Sin embargo, poquísima gente quiere pasar por el enorme sacrificio y la gran cantidad de riesgos que comporta perseguirlo. Después de todo, quizás el éxito esté al alcance de todos, pero la clave final para conseguirlo es entender que nadie dará nunca, en nuestro lugar, el primer paso para conseguirlo.

Como ejemplo emprendedor para este capítulo, me ha parecido que estaba obligado a exponer mi propio proceso de equilibrio entre el éxito y el fracaso, pues recordar los malos momentos siempre es más duro que hablar de los buenos; y no me gustaría sólo esforzarme en realzar algunos éxitos mientras disimulo mis fracasos. Así aprovecho y hago un pequeño resumen de mi propia evolución empresarial, a modo de presentación, en la que podrán observar una lista de bastantes derrotas antes de conseguir una posición algo más consolidada. Tengo que decir que precisamente por ser empresario y aventurero, con muchos proyectos activos y futuros, no puedo evitar pensar habitualmente en positivo, y casi me cuesta acordarme de los fracasos. Y ello no porque no los haya en abundancia,

sino porque uno los minimiza con el tiempo, o los valora en positivo como paso necesario de aprendizaje para etapas posteriores, o sencillamente ocurre que la memoria selectiva va borrando las cosas negativas de nuestro disco duro. Mis inicios empresariales fueron puros fracasos. Yo venía de una tradición familiar de emprendedores y no me imaginaba trabajando siempre para otros, pero al acabar mis estudios de ciencias empresariales en ESADE (Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas), y habiendo trabajado a media jornada durante los dos últimos años de carrera, encontré un buen puesto de responsable de marketing en Mitsubishi Electric, multinacional japonesa de productos electrónicos de consumo (videos, TV, cámaras de video, aire acondicionado…). Allí me iba todo más que bien y, ya al cabo de un año, veía que estaba perfectamente situado para prosperar en esa empresa, pues era un momento de importante crecimiento de esta sociedad en España, y yo encajaba perfectamente tanto en el plan empresarial como en el engranaje siempre complicado de los directivos españoles y los japoneses. Sinceramente creo que hubiese podido tener un gran futuro en Mitsubishi. Pero al regresar de uno de los viajes que hacíamos a Tokyo y Kioto (Japón) para reunirnos en la central de la empresa, me entró un pánico total ante mi probable éxito como ejecutivo. Analizaba el caso del mejor posible de mis escenarios profesionales en aquella corporación, y no me imaginaba para nada realizado o feliz. Si no evolucionaba bien en aquella multinacional, mala noticia; y si todo iba viento en popa y llegaba a un cargo muy alto en España, en Europa o donde fuere, aún peor, pues me quedaría enganchado a un cargo determinado, una posición profesional concreta, un nivel económico determinado, y sin ser capaz, casi con toda seguridad, de dar el salto a trabajar luego realmente para mí mismo. Me entraba tristeza cuando veía mi futuro más o menos escrito en el seno de una gran multinacional como posible ejecutivo de éxito. Estaba obsesionado en montar una empresa, pero me veía demasiado joven e inexperto todavía, y a pesar de que elucubraba constantemente con posibles negocios, tampoco tenía ninguna idea concreta de un posible proyecto que desarrollar. Entretanto, mi antiguo jefe de la auditoría donde había trabajado durante los dos últimos años de carrera me propuso un puesto como gerente y director de marketing para un

cliente suyo del sector de la alimentación. Me entrevisté con el propietario de Geyco (Gestión y Control de Administración, S.A.), cabecera empresarial de una serie de sociedades muy desorganizadas de fabricación industrial de pan y bollería, con dos plantas de producción y setenta puntos de venta al por menor en la zona de Barcelona. Sinceramente, el proyecto me parecía un gran caos, pero me ilusionó porque era la antítesis de trabajar en una gran multinacional, de gran solidez, muchos planes estratégicos, viajes glamurosos, buena imagen profesional y futuro muy claro. Al decidir hacer o no el cambio de trabajo, preparé mi lista de puntos a favor y puntos en contra, y casi todos me llevaban a la opción de quedarme en Mitsubishi Electric; pero hubo dos factores que me hicieron decantar por dar el salto: 1. Si acertaba con el cambio y conseguía organizar y profesionalizar bien el conglomerado empresarial de Geyco, sería el director general de una mediana empresa a la que, bien organizada, le veía una gran proyección. Esto lo puse, por supuesto, en la columna de los puntos positivos de mi lista de decisión. 2. Si no acertaba con el cambio y no conseguía que Geyco saliese del caos organizativo en el que estaba, tendría que salir pitando de la sociedad, pues no soportaría trabajar en un entorno sin orden ni concierto, con una más que pobre proyección hacia el futuro y un dueño que seguro que no dejaría de estar omnipresente y presionando en el día a día. Iba a anotar este factor en la columna de puntos negativos, pero entonces me prometí a mí mismo que si se daba este caso, y a pesar de ser el que veía más probable, no buscaría otro trabajo y montaría directamente un negocio. Este autocompromiso me entusiasmó, pues me forzaba a dar el paso a ser empresario si no triunfaba en ese trabajo, y por ello lo puse en la columna de los aspectos positivos. Con estos dos puntos clave a favor y ante la incomprensión y estupefacción de los otros directivos, dejé Mitsubishi, una gran multinacional con importante proyección, por una empresa caótica, nada conocida y con todas las incertidumbres del mundo. Cambié un despacho

moderno y amplio en un edificio corporativo en Sant Cugat (Barcelona) por una oficina más que modesta en el barrio del Born del centro de la ciudad, y me dispuse a hacer todo lo que estuviera en mi mano para dirigir Geyco con acierto. De verdad que trabajé como un loco, pero sin que quiera justificarme con excusas ridículas, diré que no supe o no pude imponerme, o reorientar, o convencer o hacer reflexionar al propietario de la empresa, el cual era una persona a la que llegué a apreciar muchísimo, pero que tenía una nula cultura de gestión, improvisaba continuamente, me desautorizaba sin cesar, se interponía en todo y sabía cómo hacer sentir su aliento en tu cogote en todo momento. Habían pasado escasos cinco meses y ya tenía claro que allí no tenía ningún futuro, con lo que puse en marcha el plan de ser empresario. No sabía muy bien hacia dónde tirar, cuando un día comentando con mi cuñado la situación, me ofreció abrir la división catalana de su empresa de comunicación establecida en Madrid. Vicente Dalda es un profesional muy brillante de la comunicación en prensa y relaciones públicas en la capital de España. Era socio mayoritario de dos sociedades: Efecto Dominó de Comunicación, dedicada a la asesoría de comunicación y relaciones públicas, y RGR Seguimiento de Prensa, dedicada al clipping de prensa escrita y de televisión. Yo no era, para nada, un experto en comunicación, pero mi experiencia en marketing, más la potencia y experiencia de las sociedades de mi cuñado, me sirvieron para decidirme. Nos pusimos de acuerdo en constituir una sociedad al 50% para dar los servicios de ambas empresas en Cataluña, busqué una oficina todavía mucho más cutre de la que tenía en el Born y presenté mi dimisión al dueño de Geyco. Fui afortunado porque este señor al ver que quería dejar su empresa para establecerme como empresario, me solicitó que me quedara como consultor con una dedicación de unas 6 a 8 horas a la semana. De alguna forma, fue mi primer cliente. Yo era consciente de que no decidía ser empresario porque tuviese un gran plan de estratégico de empresa, pero había tomado el compromiso conmigo mismo de que no quería trabajar más para otro, y también estaba convencido de que sólo estando de verdad en la batalla empresarial encontraría, o como mínimo me obligaría a encontrar, las oportunidades que me hiciesen avanzar en esta ya única opción que me planteaba. Además, todo me encajaba, pues entre que capitalicé el paro,

pues tenía una remuneración bastante buena como consultor de la empresa de alimentación, y no tenía gastos fijos por estar todavía viviendo en casa de mis padres, no me daba ningún miedo empezar con un proyecto empresarial algo incierto y en un sector que desconocía. Entretanto, uno de mis mejores amigos, Joaquín Viñas, que trabajaba en un despacho legal especializado en temas inmobiliarios, tuvo la oportunidad de alquilar a muy buen precio un pequeño local en la planta de ocio del Centro Comercial Baricentro, en Barberà del Vallès (Barcelona). Empezamos a darle vueltas a la posibilidad de montar un pequeño restaurante, hicimos un miniplán de negocio, lo vimos viable, y nos pusimos manos a la obra. Éramos tan chulos que pretendíamos, además, gestionar el restaurante sin dejar nuestros trabajos, porque nosotros queríamos ser «empresarios de hostelería», pero no trabajar en un restaurante. De este modo, incorporamos a un tercer socio que debería ser el que se ocupase de la gestión ejecutiva del restaurante. Invertimos nuestros pequeños ahorros, una buena cantidad de dinero prestado y muchísimas horas en ponerlo todo a punto: obras, selección de personal, diseño de la carta de productos y de todos los procesos internos, etc. A los pocos meses inaugurábamos Mr.Tost, especializado en tostadas de todo tipo. Los primeros tiempos fueron muy positivos y, realmente, parecía que íbamos a triunfar. El negocio, aun con muchas dificultades y ajustes constantes de todo tipo, iba mejorando mes a mes. Incluso nos planteábamos ya la búsqueda de un inversor para iniciar una futura expansión con uno o dos locales propios más y otros franquiciados posteriormente. Estaba en un punto en que me veía ya casi triunfador, pues por un lado era socio-gerente de una agencia de comunicación para el área de Cataluña y por otro, era socio fundador de un negocio de hostelería que parecía apuntar al éxito. Pero ambas cosas estaban a punto de tomar un camino negativo que me haría entrar en una época de marcha atrás importante. En el negocio del restaurante minusvaloramos un punto débil clave: toda la ejecución giraba en torno al gerente ejecutivo del restaurante, nuestro tercer socio, que trabajaba más horas que un reloj, y a pesar de que nosotros le apoyábamos en todo lo posible y le sustituíamos muchos

días tanto laborables como festivos, acabó quemándose y devolviéndonos las acciones para irse a un trabajo más normal y a años luz del sector de la hostelería. Entendimos perfectamente su reacción, pero el problema que nos venía encima era de gran envergadura, pues los dos teníamos un trabajo concreto, ninguna intención de dejarlo y dedicarnos a gestionar el restaurante, y no disponíamos de nadie que se hiciera cargo de él. Valoramos distintas opciones, pero la visión final es que no teníamos más remedio que intentar traspasar el negocio antes de que nos explotase todo en las manos y perdiésemos mucho dinero que no era del todo nuestro. Nos ayudaron mucho Choni y Martina, dos de las chicas que trabajaban en el restaurante y a las que estoy todavía muy agradecido, pues a pesar de ser muy jóvenes y saber que queríamos traspasar Mr.Tost, se volcaron en que funcionase perfectamente. Las hicimos encargadas para cada uno de los turnos, mientras Joaquín y yo estuvimos casi un año simultaneando nuestro propio trabajo con la gestión del restaurante y la búsqueda de un posible comprador. Fue una temporada dura y confusa, pero también divertida. Nuestro principal objetivo era que no bajase la facturación para que no perdiese atractivo ante el ansiado traspaso. La mayoría de los días laborables mi amigo o yo acudíamos para los menús del mediodía o para la cena, con lo que aterrizábamos en el restaurante con nuestro traje y corbata y nos poníamos el delantal para empezar a servir a los clientes y después nos volvíamos a poner la americana para ir al despacho por la tarde. Fueron unos meses que los dos casi siempre vestíamos camisa azul con el traje, pues coincidía con el uniforme del restaurante y perdíamos menos tiempo al llegar allí, pues sólo teníamos que quitarnos la americana y la corbata para ponernos a hacer de camareros. Los fines de semana los hacíamos alternos. Una semana éramos el veinteañero típico que se lo pasaba en grande haciendo deporte y saliendo de juerga con los amigos, y a la siguiente estábamos condenados a trabajar sábado y domingo sin apenas salir del restaurante. Algunos meses más tarde, casi dos años después de haber inaugurado, conseguimos traspasar el negocio habiendo perdido en total cerca de seis mil euros, infinidad de horas no remuneradas y un proyecto lleno de ilusión descarrilado. Sin duda, fue una experiencia de fracaso, pero nos aportó un gran

aprendizaje que no nos habían enseñado en nuestras flamantes carreras universitarias. Además, y una de las cosas que más valoro de la experiencia, es que en lugar de que la relación de amistad entre Joaquín y yo se erosionara por la crisis en la que nos vimos envueltos, salió enormemente reforzada. Ninguno de los dos nos fallamos en ningún momento, nunca discutimos, conseguimos reírnos y apoyarnos mutuamente en los peores momentos y acabamos salvando casi todos los trastos en esta aventura fallida, consiguiendo que quedara como un recuerdo importante y de referencia en nuestras vidas profesionales para siempre. Actualmente Joaquín y yo, aparte de ser íntimos amigos, compartimos despacho y marca en nuestros respectivos trabajos. Aunque no somos socios directamente, sí que colaboramos en algunos proyectos y tenemos muchas sinergias profesionales. Cuando ocurría esto, la empresa de asesoría de comunicación iba tirando y mejorando siempre a base de proyectos muy puntuales que no permitían consolidar una base de clientes suficiente para poder estar tranquilos. Además, a pesar de que en los criterios profesionales estábamos en la misma línea con mis socios de Madrid, no nos poníamos demasiado de acuerdo con los precios de intermediación de la parte del seguimiento de prensa, donde sí íbamos acumulando ya una pequeña cantidad de clientes fijos. Yo empecé a preocuparme, ya que con los márgenes que nos quedábamos en Barcelona para ese servicio contratado aquí, pero suministrado desde Madrid, no me salían los números Y por otro lado, cada vez me contrataban más proyectos de asesoría pura de marketing y estrategia, en lugar de comunicación y relaciones públicas; por lo tanto, los socios me aportaban poco en este área de negocio pero sí que tenía que compartir los beneficios. Por ello, me daba cuenta de que ni yo estaba del todo satisfecho con mi asociación con la empresa de mi cuñado, ni ellos conmigo; y además, me veía perfectamente capaz de centrarme sólo en la asesoría de marketing por mi cuenta. La relación entre ambas partes fue tensándose poco a poco, a pesar de que nunca nos perjudicamos ni discutimos. La situación llegó a un punto en que era evidente plantearnos ir cada uno por su cuenta, y llegamos a un acuerdo en el que ellos se quedaban mi 50% de la sociedad conjunta, con los clientes de seguimiento de prensa ya consolidados que en ella existían, y yo me quedaba los clientes de asesoría.

Mis dos primeras empresas me habían supuesto mis dos primeros fracasos. Dos de dos, y sólo en el plazo de dos años y medio. Entonces constituí Markstrat, S.L., desde la que continué y potencié la actividad de asesoría de marketing y estrategia. Estaba ilusionado y me sentía confiado, pero me encontraba de golpe acumulando dos decepciones y muy solo ante la nueva etapa que estaba iniciando. Recuerdo que en ese momento un head hunter me propuso un trabajo de alto nivel en Media Planning, y reconozco que tanto por la remuneración segura que hacía dos años que no tenía como por el posicionamiento profesional que me proporcionaban el puesto y la empresa, estuve muy tentado de aceptarlo. Casi todos mis compañeros de universidad estaban en esa época en momentos fulgurantes de sus carreras, con tarjetas de visita que impresionaban, con sueldazos, cargos y entornos que les daban una aureola inevitable de éxito. Y yo estaba en una oficina muy cutre, con una estudiante en prácticas que me ayudaba por la mañana, y con una tarjeta de visita que tenía un logotipo acabado de sacar del horno. Aceptando el trabajo en Media Planning me ponía de golpe a la altura que parecía corresponderme por edad y preparación, y dejaba de tener muchos dolores de cabeza, a la vez que enterraba el recuerdo de los recientes fracasos. Pero en mi interior sabía que dar ese paso atrás hubiese supuesto una derrota todavía mayor. Además, tenía una mínima base de clientes de asesoría en marketing, había desarrollado un know how en consultoría y no tenía todavía responsabilidades familiares ni unas necesidades económicas mensuales excesivas. Por lo tanto, cerré la puerta a la propuesta de trabajo que tenía sobre la mesa y me dispuse a atacar a fondo mi empresa. Me cambié a un despacho compartido muy agradable en una zona bien situada de la ciudad, y me dediqué a incrementar la cartera de clientes y proyectos que ya tenía de mi anterior etapa. Fueron unos años buenos en los que la empresa de consultoría en marketing y estrategia me funcionaba bastante bien, me ganaba correctamente la vida, y trabajaba mucho. Según como se mirase, había conseguido cierto éxito, pues estaba establecido por mi cuenta y tenía una situación bastante sólida. Pero yo lo consideraba un resultado a medias. Ya fuera por falta de vocación como consultor puro o porque me daba la sensación de no estar realmente creando empresa o tomando decisiones estratégicas

de valor para mí mismo, quería evolucionar hacia nuevos negocios. A partir de aquí, como ya tenía el mínimo de trabajo e ingresos que necesitaba con Markstrat, me centré en mantenerlo, a la vez que desarrollaba algún que otro negocio. En ese intento tuve más aciertos que errores. Finalmente me encontré participando como socio en distintos proyectos en los que había sido normalmente cofundador o pequeño inversor (lo que ahora se llamaría business angel, supongo). Esta vertiente de inversor o promotor de negocios a pequeña escala fue evolucionando, y llegó un momento en que tuve claro que podía dar el salto de ir abandonando la asesoría estratégica y de marketing, para montar directamente una estructura que diese soporte y seguimiento a mis propios proyectos emprendedores de inversión, y que me sirviese para poder desarrollar o entrar en proyectos de mayor envergadura en los que invertir conjuntamente con otros inversores. Así creé Invergroup, la marca que hoy engloba todo mi entramado empresarial y de servicios. Y en estos momentos no sé si considerar que he tenido éxito, pero tengo que admitir que, al menos sí estoy en una posición emprendedora bastante consolidada participando en distintas empresas o proyectos a través de los que damos trabajo a un montón de gente, y gestionando para ello distintos grupos de inversión en los que siempre intento estar yo mismo comprometido con riesgo propio. A nivel personal sí que considero que estoy en la línea de mis objetivos, porque aunque gane más o menos dinero al año, soy un empresario que sufre y disfruta con su trabajo, que va teniendo más éxitos que fracasos, que cree en lo que hace y que tiene confianza e ilusión en el futuro. Mi tarjeta de visita continúa sin tener el mismo prestigio que la de muchas grandes empresas donde trabajan compañeros míos, pero estoy tan orgulloso de ella que me parece estar trabajando en la mejor empresa del mundo. Es mi empresa.

Un caso que me encanta recordar dentro del mundo de la aventura, es el que viví de forma muy directa con Nani Roma, tanto por nuestra relación de amistad como por el hecho de que yo estaba compartiendo con él, en vivo, la historia en cuestión, aunque fuese desde un nivel menos profesional. Nani Roma es ahora una persona famosa, respetada y que ha tenido éxito en su carrera deportiva. Pero antes de ser piloto de coches Nani era piloto de enduro y raids en moto. En su debut en el Rally Dakar, en 1996, se colocó en la posición de líder el primer día, y así continuó la segunda y tercera jornada. Los medios de todo el mundo estaban exaltados. Decían que había nacido una nueva promesa en los raids africanos. Pero el cuarto día tuvo un accidente y lo tuvieron que evacuar en helicóptero. A partir de ahí fue acumulando fracaso tras fracaso. Se le consideraba un gran piloto de raid, con todas las cualidades para ganar el Dakar. De hecho, casi cada año salía como uno de los máximos favoritos a la victoria. Pero en cada edición se llevaba una decepción, bien en forma de accidente, bien en forma de avería de la moto, unas veces por forzar demasiado y otras por mala suerte. Cuando yo participé por primera vez en el Dakar en el año 1998, Nani ya llevaba dos, con dos abandonos. En aquella edición yo corría en moto, me rompí un brazo y tuve que irme a casa. Él también. Al año siguiente yo conseguí acabar el rally en

moto, pero él volvió a fracasar. Y así se iba repitiendo la historia. Yo hablaba muy a menudo con él y, al igual que otra gente íntima suya, le decíamos que igual sería mejor que se calmase un poco e intentase acabar la carrera, aunque fuese en una posición más modesta para ir consolidándose y enterrar su fama de «pupas», para intentar atacar la victoria cuando lo viese más claro. Pero él siempre me decía que lo veía clarísimo y que se sentía muy preparado. Que llegado a ese punto, lo único que le valía era ganar y convertirse en el primer piloto español en vencer aquella mítica carrera. Me explicaba incluso que era consciente de que se arriesgaba a ser recordado como un piloto prometedor que, en el fondo, había fracasado. Sabía que si ganaba su vida quedaba casi resuelta pues la fama, la reputación, las posibilidades deportivas y profesionales, y todas las oportunidades que se le abrirían serían radicalmente diferentes. Por eso, él no apostaba por ser un piloto bueno del Dakar y llegar a quedar segundo o tercero en varias ocasiones. Él jugaba sólo a un número: el número uno. Rechazaba todas las demás opciones. Se sentía el mejor y quería demostrarlo ganando y pasando a la historia como tal. Viví con él un momento especialmente emotivo en el año 2000, cuando yo corría en coche. En aquella ocasión la carrera empezaba en Dakar (Senegal) y terminaba en El Cairo (Egipto) cruzando el Sáhara entero de oeste a este. Nani mantenía un liderazgo sólido desde el principio. A falta de tres etapas para el final, cuando ya casi tenía media hora de ventaja sobre el segundo clasificado, yo iba con mi Toyota por una inmensa planicie del desierto de Libia, y de lejos vi a alguien haciendo señales. Estábamos un poco lejos, pero pensé que podía ser alguien con problemas y nos desviamos hacia allí. Al acercarnos vimos que era un motorista. Y al aproximarnos más, ya empecé a sospechar, para acabar confirmándolo, que era él quien estaba al lado de la moto con todo el motor desmontado. Al llegar, yo salté del coche desesperado y maldiciendo como un condenado. Me abracé a Nani y me puse a llorar de la emoción y de rabia al

ver cómo, nuevamente, mi amigo había perdido la carrera. En esos momentos el pobre, después de más de hora y media esperando, ya se había calmado, pero mi llegada le volvió a hundir. Lo curioso fue que tuvo que ser él quien me consolase a mí, diciéndome que no me preocupase tanto, que eran cosas de las carreras; y que no sufriese, ya que al siguiente año él ganaría el rally. Al menos en esa ocasión pudo reparar la moto y logró terminar la carrera por primera vez, aunque fuese en la 17.ª posición. Pero al año siguiente se rompió la pierna. Y al otro fundió el motor de su moto. Y en el que le siguió tuvo una lipotimia después de intentar tomar un atajo por una montaña imposible, cuando quedaba una etapa para el final… y así, año tras año. Ya se había convertido en un clásico: salía como favorito, estaba siempre líder o en posiciones de liderazgo, pero abandonaba o tenía percances, y todo el mundo decía que, a pesar de tener grandes cualidades, posiblemente nunca ganaría. Durante ocho ediciones estuvo en una posición de fracaso. Y finalmente, en el año 2004, Nani Roma entró en el mítico lago rosa de Dakar como flamante campeón de la carrera de motor más dura del mundo. Era el primer español que ganaba el rally en sus 26 años de existencia. Aquel hombre había entrado en la leyenda. Todo el mundo le felicitaba. Todos le admiraban. Para mí fue la victoria de un deportista de élite que más he celebrado y disfrutado. Yo aquel año no corría y viví la gesta desde lejos, pero no podía dejar de pensar en todo lo que en ese momento debería estar pasándole por la cabeza a ese campeón. Después de tantos sacrificios, de tantos huesos rotos, de tantas críticas recibidas, de tantas desilusiones, y de tantas veces de tener que levantarse del suelo para continuar luchando, Nani había conseguido el éxito total. Posiblemente, como decía Winston Churchill: «El éxito es la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Y, ciertamente, en esto seguro que la mayoría de casos empresariales o el caso concreto de Nani son claros ejemplos.

Factor 4. La intuición «La imaginación es más importante que el conocimiento.» ALBERT EINSTEIN Tengo clarísimo que aparte del conocimiento lógico y racional, el empresario necesitará en su trayectoria altas dosis de pensamiento intuitivo. Al entrar en este capítulo soy consciente de que voy a tratar un tema algo más delicado, por subjetivo, que los tratados en los demás factores expuestos en este libro. Yo no soy psicólogo ni mínimamente experto en estudios sobre la inteligencia humana. Ya decía en la introducción que únicamente escribo desde la perspectiva de la experiencia práctica, y no desde una posición académica sobre ninguno de los apartados que aquí se tratan. Pero considero este aspecto empresarial tan esencial que de ninguna manera podría dejar de incluirlo en la lista de factores diferenciales que me he propuesto reflexionar. He definido como «intuición» esa parte de inteligencia, talento o capacidad de percepción o decisión sobre determinadas cosas, pero supongo que se podría haber definido también como «visión» o «sabiduría interior», o quizás «experiencia inconsciente», o ¿por qué no llamarle «dejarse guiar por el olfato»? Sea como sea, aquí trataremos esa característica básica que debe tener un emprendedor, que denominaremos «intuición», para referirnos a aquella capacidad para entender algo sin tener que pasar por un proceso de razonamiento lógico, ni un análisis exhaustivo. La intuición conduce a conocer o estimar una determinada realidad, o a identificar una posible oportunidad, o a creer conocer la solución a un problema a través de una información que no proviene del análisis de la situación, como lo hace el pensamiento tradicional, sino que llega

súbitamente. Uno sabe, o cree saber una cosa, pero no sabe cómo ha llegado a saberlo. Le viene de golpe. Es como una conexión que se da en un determinado momento, y que hace que uno vea claro lo que tiene que hacer ante una determinada situación. Recientes estudios científicos han identificado que la intuición es el registro de la información proveniente de las redes neuronales que rodean las vísceras (corazón, pulmones, intestinos, etc.). Según ellos, esta información se registra en el córtex prefrontal e influye sobre nuestros razonamientos y nuestras reacciones. Otras fuentes apuntan hacia distintos orígenes de esta capacidad de razonamiento instantáneo: el espíritu, la consciencia, el universo, la iluminación, etc. De todas formas, lo importante es que, sea cual sea la teoría sobre la procedencia de la intuición, parece ser que todos los estudiosos de la inteligencia humana están de acuerdo sobre la existencia de un conocimiento intuitivo o una mente inconsciente. En mi modesta opinión, y sobre todo para no querer entrar en temas demasiado profundos o conflictivos, pienso que aparte de otras muchas posibles explicaciones acertadas o no sobre el origen de la intuición, ésta se alimenta en gran manera de conocimientos racionales. El espacio y el tiempo en el que se desarrollan nuestras vidas suponen un aprendizaje y un campo de entrenamiento en el que se acumulan un montón de experiencias: errores, desgracias, éxitos, contratiempos, sorpresas, desilusiones… Quien tenga la capacidad voluntaria o involuntaria de aprender y asimilar las lecciones de todo ello irá adquiriendo una especie de sabiduría interior, una experiencia o un determinado potencial sobre la percepción de las cosas, que le ayudará luego a tomar decisiones, le proporcionará seguridad o le servirá como pista para dar el siguiente paso. Esto le pasa a todo el mundo. Todos, por el simple hecho de vivir y acumular experiencias, tenemos este poso de aprendizaje que desemboca en una cierta sabiduría interior. Pero me atrevo a decir que unos la tienen más desarrollada que otros, o que unos son capaces de aprovecharse más de esta intuición o, sencillamente, confían más en ella que otros. Por una pura regla de tres —insisto que escribo esto sin ningún experimento o análisis exhaustivo al respecto por mi parte—, deduzco

que los empresarios y los aventureros tienen una mayor capacidad de aprender, escuchar y confiar en esta intuición o sabiduría interior. Y ello por el puro hecho de que su propia vida está, lógicamente, hiperactivada en cuanto a experiencias acumuladas, ya que la simple definición de su acción diaria hace que tengan una dosis mucho mayor de los errores, éxitos y contratiempos que la media de personas. El mismo autor de la frase con la que iniciamos este capítulo, Albert Einstein, tenía un cartel colgado en su despacho que decía: «No todo lo que se puede contar cuenta, ni todo lo que cuenta puede ser contado». Y esta sola frase podría ser un credo para la empresa. Nada o casi nada es blanco o negro, y si lo es, difícilmente aportará un valor de verdad, pues todo el mundo lo sabrá y no tendremos ninguna oportunidad de ser mejores o más competitivos en un determinado entorno empresarial. Hay muchas cosas que se ven, se deducen o se pueden analizar y razonar, pero que no son claves para el negocio. Y hay muchas cosas que sí son esenciales, pero que no se pueden deducir lógicamente, o no se detectan, o no son de ninguna manera visibles. De alguna manera podría considerarse que para tener futuro como empresario, debería dominarse el arte de sacar conclusiones suficientes, a partir de informaciones insuficientes. Ésta es una de las funciones clave del emprendedor; ésta es la fórmula mágica de la Nocilla que comentábamos en la introducción; ésta será esa visión imprescindible del líder que no puede venir únicamente de un magnífico equipo de profesionales. Anteriormente me he olvidado de mencionar otra posible manera de denominar este concepto un tanto difuso de la intuición: el sentido común. No sé si en un momento dado serían términos sustitutivos o más bien complementarios. Creo que más bien lo segundo, pero en todo caso considero interesante hacer mención de este concepto en el mismo capítulo, ya que, de todas formas, es una capacidad no objetiva que proviene del interior de la persona. Una parte de la eficiencia del emprendedor será poder desarrollar una gran capacidad de sentido común. Sólo esto le evitará muchísimos errores y le permitirá tener seguridad y convicción ante muchas decisiones a tomar. El mundo empresarial requiere conocimientos y conceptos, pero es

básicamente un mundo de acción. Aquí no vale lo que deberíamos hacer o lo que nos gustaría hacer o lo que convendría hacer; aquí sólo cuenta lo que se hace. Por ello, dentro de este capítulo en el que nos referimos al concepto de la «inteligencia» del emprendedor, tenemos que dar importancia a la parte de su «inteligencia práctica», que será la que le servirá para actuar realmente. De todos los demás tipos de inteligencia (racional, emocional, creativa, conceptual, etc.), la inteligencia práctica será la que más deberá identificar al emprendedor, y el sentido común será una de las herramientas básicas para poder activarla. Hay un proverbio persa que dice: «Por cada libra de conocimiento, se necesitan 10 libras de sentido común para poder aplicarlo». Por ello, el empresario no necesitará ser el más sabio, sino el que tenga la capacidad de llevar a la práctica, con la ayuda de la intuición y de muchísimo sentido común, los conceptos que cree válidos. En nuestra sociedad, la educación se basa principalmente en la adquisición del conocimiento a partir de las deducciones lógicas y del estudio de cada parte del problema para llegar a la solución. Por ello estamos especialmente entrenados para desestimar la intuición, ya que siempre concederemos más credibilidad a la lógica. Por tanto, como regla general, no estamos preparados para confiar demasiado en nuestra capacidad de obtener conocimiento desde dentro de nosotros mismos sin necesidad de analizar racionalmente los datos objetivos. Por este motivo, los emprendedores deben, una vez más, destacar en un aspecto en el que la sociedad parece empeñada en apostar por la dirección contraria. En la empresa hay constantemente problemas por resolver, nuevas oportunidades por descubrir o por crear y amenazas latentes de múltiples tipos. Pero todas estas situaciones no suelen tener los postulados claramente expuestos. No son como los problemas de matemáticas de la escuela, con un planteamiento concreto y preciso del tema, y con todos los elementos necesarios para abordarlos. La complejidad empresarial requiere habilidades mentales que sobrepasan la lógica tradicional. De todas formas, ello no significa que una empresa se pueda liderar únicamente en base al pensamiento intuitivo, pues renunciar a la información, a la capacidad de análisis y a una gestión altamente

eficiente sería absurdo, y colocaría a la organización en desventaja respecto a las otras compañías que sí utilizan estas herramientas. Y en este punto doy un toque de atención a muchos empresarios que, afortunadamente, son muy potentes en la parte intuitiva y de sentido común, para que no se olviden de la parte racional y de gestión, pues con ella todavía cometerían menos errores, cosecharían mejores éxitos y serían, en definitiva, una empresa con mayor proyección. Para ser un buen empresario hay que utilizar todas las capacidades posibles: Tanto las que provienen del pensamiento lógico y la gestión como las que emanan del saber intuitivo y el sentido común. Sólo así se obtendrán los mejores resultados. Pero hay, de nuevo, un matiz básico entre ambos aspectos: el primero se puede comprar y el segundo no. Por ello la figura emprendedora será clave en la parte de la intuición, ya que es la que le permitirá ver posibilidades que otros no ven.

Durante toda la década que va desde 1994 hasta 2004, tuve la fortuna de trabajar como consultor ejecutivo para la empresa Joma’s Uniformes. Utilizo el término «consultor ejecutivo» porque, si bien mi función era propiamente la de consultor externo que no formaba parte de la plantilla y tenía una dedicación presencial de aproximadamente un día de media por semana, mi función era ejecutiva, con capacidad de decisión y responsabilidad departamental. Era la única persona de la empresa que, sin estar en nómina, formaba parte de su organigrama con el título de Director de Marketing. Estoy muy orgulloso de esa etapa, en la que creo que pude aportar un

buen trabajo, y también mi granito de arena en la buena evolución de la compañía en ese periodo, pero sobre todo porque me enriqueció mucho personal y profesionalmente, y aprendí un montón tanto de los dueños como de todo el equipo de personas que componían su estructura. La empresa ha evolucionado mucho desde que empecé a trabajar para ellos, y ahora tiene una estructura de gestión muy profesionalizada y sólida en todos los niveles. Pero justo en el momento en que inicié mi colaboración hasta casi la etapa final, la dirección y organización de la misma estaba muy marcada por la personalidad e intervención directa de los dos socios fundadores: Joaquim Massagué y Pepe Llorens. Era un caso claro de esos en que dos emprendedores sin demasiada experiencia ni estudios específicos de gestión, pero con algún antecedente en sectores similares y mucha capacidad comercial, se lanzaban a crear una empresa de la nada consiguiendo, en poco más de quince años, una posición de liderazgo en España dentro de su sector, la uniformidad laboral. Trabajar bajo la dirección de dos propietarios directos hechos a sí mismos, comporta cierta dificultad para determinados ejecutivos. Pero el potencial de la empresa es impresionante si se encuentran las vías de conexión y coordinación entre esta propiedad/dirección y los directivos intermedios capacitados para desarrollar la estrategia de la compañía con eficacia. Éste era el caso de Joma’s Uniformes. Una empresa que, no sin tensiones y complicaciones en el modelo de organización durante bastantes años, consiguió con el tiempo compaginar ambas vertientes de la gestión del negocio. Por un lado, tenía un equipo ejecutivo compuesto por directivos muy fieles, motivados, actualizados y dispuestos a trabajar muy duro, que se nutría tanto de empleados que habían evolucionado dentro de la empresa desde casi los inicios de la misma como de profesionales con experiencia externa y nuevas ideas, fichados en el mercado. Y por otro lado, estaban los dos socios ejecutivos, que se repartían las responsabilidades de la sociedad aproximadamente al 50%, al igual que su participación accionarial en la misma, y que, por su carácter, formación, y gran capacidad intuitiva, se complementaban totalmente. Y juntos aplicaban a la perfección todos los criterios de intuición y sentido común que hemos expuesto en este capítulo,

compaginándolos con la parte racional y de gestión necesaria para ir avanzando de manera constante hasta tener la posición que más ambiciona una empresa en su mercado: ser, sencillamente, los líderes. Destaco especialmente una anécdota que seguramente los demás directivos de esta empresa ni recordarán, pero que a mí sí me quedó grabada: era la época en que Joma’s estaba haciendo las gestiones para obtener la calificación de normativa de calidad ISO 9001. Se trataba de un proceso largo, complejo, pesado y que comportaba cambiar y evolucionar muchos de los conceptos de gestión que ya estaban plenamente implantados y asumidos desde tiempo atrás en la empresa. Todos los responsables de departamento tuvimos que empeñarnos a fondo para entender, adaptar e implementar los procesos propios de toda la organización. El problema es que los mismos dueños de la empresa no estaban, al principio, plenamente convencidos de la necesidad de adoptar los nuevos procedimientos, y parecía que lo único que interesaba era pasar la auditoría de calidad para tener el sello y, de este modo, poder estar facultados para poder vender a según qué compañías que lo tenían como un requisito indispensable en su política de compras. Y fue precisamente esta diferencia de visión o mentalidad la que generó no pocas tensiones en todo el proceso de implantación de la ISO 9001 en la empresa. Al principio sólo algunos jefes de departamento —y más adelante casi todos— apostaban fuerte por el nuevo sistema que debería aportar mucha más eficacia en todos los procesos de gestión; pero costó mucho contar con el apoyo de verdad de la alta dirección y de los propietarios de la compañía. Y ello no era sólo un problema entre directivos y dirección general, sino que se filtraba al resto de la organización, que era la que al final debía utilizar y seguir la nueva manera de proceder, porque percibía que los dueños tampoco creían demasiado en todo ese «rollo burocrático». En un punto crítico de este difícil proceso, cuando parecía que por una decisión de dirección habíamos dado varios pasos atrás en la implantación del mismo, tuvimos una reunión sólo los responsables de departamento. En ella, por un lado, intentamos encontrar soluciones para reconducir el proyecto y, por otro, no pudimos evitar desfogarnos un poco entre nosotros. Hasta tal punto llegaron las discusiones que al final parecía que todos coincidíamos en que los que sabíamos de verdad cómo

gestionar la empresa y hacia dónde teníamos que ir éramos nosotros, los directivos; y que los dueños no hacían sino entorpecer lo que debía ser la correcta organización de un negocio moderno y con proyección. En ese punto fue cuando me di cuenta de que estaba tan metido en mi papel de responsable departamental que casi me olvidaba de que yo mismo era un emprendedor que, al fin y al cabo, actuaba como consultor; y en mi interior me rebelé profundamente ante esta actitud de grupo que estábamos adoptando por culpa del problema de la ISO. Luego, con toda la sensibilidad y discreción que pude, manifesté rotundamente la opinión de que tampoco podíamos extrapolar una divergencia concreta al total del enfoque empresarial. Porque, en definitiva, los que estábamos allí, por mucho título universitario que tuviésemos, por mucho ingeniero, informático, especialista en marketing, en ventas, en compras, en finanzas o en logística que hubiera, no seríamos capaces de crear ni un chiringuito de venta de prendas de trabajo sin la habilidad emprendedora y sin la intuición de nuestros jefes, que habían sabido crear una gran empresa, aunque les hubiese costado puntualmente entrar en el concepto de gestión integral de calidad Isonosecuantos… Demasiado a menudo, el conocimiento predomina sobre las verdaderas habilidades para emprender. Y las habilidades se nutren, por un lado, del conocimiento y, por otro, de la intuición, inteligencia práctica, sentido común, o como queramos denominar a esa parte no racional de nuestra sabiduría interior.

La intuición es un factor siempre presente en el mundo de la aventura. Allí se dan constantemente situaciones inciertas, críticas y nuevas. Es tan habitual usar la intuición en los deportes extremos que ya forma parte de la normalidad, más que de la excepción. Esta sabiduría interior o visión o sentido común serán muchas veces absolutamente claves tanto para avanzar en una situación crítica como para tener la entereza y la valentía de renunciar a ella. En el verano de 2010, mientras escribía este capítulo, recibí un correo electrónico de Giuseppe Pompili, un alpinista italiano amigo mío con quien compartí tienda en la expedición a la isla de Papúa Nueva Guinea (Australia) para escalar la pirámide de Carstensz. Él estaba intentando hacer cumbre en el mítico K2, una de las montañas más difíciles y peligrosas de la Tierra. En el correo que me enviaba, me decía que acababan de renunciar a la cima porque estaban encontrando muchas más dificultades de las previstas, y que tenía la firme intuición de que ni ellos ni la montaña estaban en condiciones para tener éxito, por lo que iniciaban el camino de regreso a su casa. Me sorprendí cuando Giuseppe me anunció que desistían, pues es de esos montañeros que no dan nunca una oportunidad por perdida, que luchan hasta el final por sus objetivos, que no se dejan llevar por las corazonadas o supersticiones, que entienden que todos los obstáculos en las aventuras acostumbran a estar ahí para ponernos a prueba y para encontrar la forma de superarlos. Mi amigo ha escalado un montón de cumbres de máxima dificultad en todo el mundo, y un total de cinco picos de más de 8.000 metros; y eso no se consigue renunciando ante cualquier duda que se presente por el camino. Pero en su correo electrónico utilizaba precisamente la expresión «firme intuición». Con esa sorpresa y con una sensación agridulce por saber que Giuseppe estaba ya de regreso a Italia sin conseguir realizar uno de sus grandes sueños, me fui esa noche a dormir. Pero dos días después hablamos por teléfono, y mi amigo me

explicó que tenía clarísimo qué era lo que tocaba hacer, porque la empresa que tenía por delante no era de aquellas que se pueden afrontar a la ligera, sino que uno debe estar convencido absolutamente en todas las partes de su persona. En el K2 casi cada temporada hay bastantes muertos. Justo dos años antes, el desprendimiento de un enorme bloque de hielo, provocó una terrible avalancha en la parte alta de esta montaña de 8.611 metros, en la que murieron once escaladores que estaban intentando hacer un ataque a la cumbre, y constituyendo una de las peores tragedias en toda la historia de las escaladas en el Himalaya. Su intuición, su experiencia o sus sensaciones por cómo estaba la montaña, quizá le hicieron fracasar, quizá le salvaron la vida, o simplemente, quizá le jugaron una mala pasada. Pero un aventurero de largo recorrido como él, sabe que los objetivos del corto plazo nuca tienen que estar por encima del éxito vital final. Enlazando con esta escalofriante anécdota de mi amigo, podríamos profundizar algo más en la importancia de la intuición para poder afrontar retos extremos, a partir de la figura de Juanito Oiarzábal. Juanito es, sin lugar a dudas, el alpinista más famoso de España. Fue el primer español y el sexto escalador del mundo que logró el dificilísimo reto de escalar las 14 cumbres de más de 8.000 metros del planeta. Y también ostenta el récord de ser el montañero que más cumbres superiores a 8.000 metros ha conseguido subir a lo largo de su vida. Ya lleva veinticuatro en total, y ahora se plantea el superreto, nunca antes alcanzado por nadie en la historia, de hacer cumbre dos veces en todos los 14 ochomiles mencionados. Desde que hace más de 30 años dejara su trabajo de pescadero en un pequeño pueblo cerca de Vitoria, y se dedicara exclusivamente al alpinismo, pasando una media de seis a ocho meses al año fuera de casa escalando montañas, este hombre se ha convertido en una auténtica máquina de hacer aventuras y de pulverizar récords en todas las cumbres del mundo.

Coincidí con Oiarzábal en mi expedición al Aconcagua, en Argentina, en el año 2008. Era la 17.ª vez que él hacía cumbre en el techo de Sudamérica. Allí aprendí mucho de este monstruo del alpinismo mundial. Nos enseñó los muñones de los nueve dedos de sus pies, que cuatro años antes le habían sido amputados después de las congelaciones sufridas en el trágico descenso de su segunda subida al K2. Él me explicaba que uno de sus principales méritos es, precisamente, estar vivo. Durante sus muchísimos años de expediciones al límite en montañas de todo el mundo, ha pasado por todo tipo de situaciones radicalmente críticas en las que se ha jugado la propia vida, pero siempre ha sabido o ha tenido la buena suerte de poder salir vivo de ellas. Se enorgullecía de que siempre que alguien había hecho cumbre el día en que él también iba para cima, él a su vez lo había conseguido; y que en las ocasiones en que él había renunciado, nadie había hecho cumbre o no había podido regresar. Juanito no es ni el escalador más listo, ni el que tiene más talento o capacidades técnicas, pero sí es un deportista con una intuición especial para saber cuándo hay que arriesgar y cuándo hay que retirarse de un proyecto. Y esto, hablando de una actividad en la que el éxito o el fracaso se mide normalmente con la propia vida, tiene una gran importancia.

Factor 5. La ambición «Tenemos hambre de éxito, el resto sólo es gestión.» MIKKO KOSONEN (Cuando era vicepresidente de Nokia) En la mayoría de ocasiones, la verdadera diferencia para enfrentarse con éxito a los cambios, a la innovación o a la competencia no es el sector, ni el tamaño, ni el presupuesto, ni disponer de los mejores directivos, ni tener la mejor marca; sino que es, sencillamente, el hambre de éxito, la ambición de conseguir unos determinados objetivos. Sin embargo, «ambición» es una palabra que acostumbra a tener mala prensa y que, a menudo, va relacionada con situaciones o conceptos negativos. Evidentemente, la ambición desmesurada o mal aplicada es negativa tanto para quien la tiene como para quien acusa las consecuencias del que está dispuesto a todo por satisfacerla. A pesar de ello, una ambición sana y equilibrada es esencial para un emprendedor, al igual que lo es para un aventurero. Él, forzosamente, ha de desear y perseguir de una manera muy intensa la meta que se ha marcado en su proyecto. Si uno solamente se lanza a la aventura empresarial porque le parece que así tendrá más ventajas que trabajando en alguna otra cosa, o porque piensa que es una buena alternativa en un momento determinado de su carrera profesional, o por algún otro motivo poco consistente, el fracaso está casi asegurado. Emprender un proyecto requiere ambicionar con todas las energías los objetivos propuestos. Si no es así, será imposible salirse de todas las situaciones de incertidumbre en las que uno se encontrará por el camino, o asumir los riesgos necesarios para avanzar, o superar los pequeños o grandes fracasos que, con toda seguridad, acontecerán. La ambición será siempre el hilo conductor que deberá encajar todas

las piezas que compondrán el puzle en el que un empresario se ha involucrado. En todo caso, el proyecto deberá tener bases realistas, pero también ser altamente ambicioso, pues será esta ambición la que dará la energía necesaria tanto al propio emprendedor como a todo el equipo, que encontrará a través de ella un «proyecto de futuro» atractivo con el que identificarse y motivarse. A partir de aquí, cada empresario tendrá su ambición particular en el momento de emprender o desarrollar un proyecto. Uno querrá ganar mucho dinero, otro hacer triunfar su idea, un tercero demostrar que todavía hay lugar para la innovación, otros ser reconocidos socialmente, o dar trabajo a mucha gente, o hacer una empresa que pueda ser traspasada a sus hijos, o tener algo más de libertad de tiempo, o ser dueño de su propio proyecto, o ser el número uno del sector, o ser la empresa más admirada, o duplicar la facturación en «X» años, o quizás, un poco de todos estos motivos o muchos otros que uno se pueda imaginar. Cada empresario ha de alimentar su ambición con las razones que a él le motiven sinceramente, y en ningún caso puede ser un «blando» que hace las cosas sólo porque tocan o porque no tiene más remedio. Otras profesiones permiten desarrollar con gran eficacia su tarea, sin necesidad de tener altas dosis de ambición, pero éste no es el caso del trabajo de emprendedor. Por definición, este último no puede ser conformista y, por tanto, tiene que querer, por encima de todo, prosperar y hacer cosas nuevas, diferentes y eficientes, con tal de sacar adelante su proyecto. Vuelvo aquí a la reflexión inicial de este capítulo, y ahora reivindico que la ambición sana es un hecho esencial y del todo positivo, tanto para ser emprendedor como para la sociedad en general. ¿Qué pasaría en nuestras comunidades si no hubiese gente ambiciosa que se arriesgase para hacer cosas nuevas, y con eso crease trabajo y riqueza? ¿Qué pasaría si todo el mundo sólo anhelase tener trabajos tranquilos, con buenas condiciones salariales y gran calidad de vida? ¿Qué pasaría si imperase el reino del conformismo y se pusiesen excesivas trabas a los que quisieran hacer cosas innovadoras, aunque fuese por un beneficio propio? ¿Qué pasaría si no hubiese locos

aventureros que, para llevar a cabo los objetivos que ambicionan, se decidiesen a crear empresas? Se podría decir que el primer escalón de la cadena del estado del bienestar, en el que afortunadamente vivimos, radica en esta ambición que empuja a algunas personas a aventurarse en un proyecto emprendedor.

Un caso empresarial concreto que ilustra este concepto de ambición, y que tuve la fortuna de vivir hace unos años, ocurrió entre 2001 y 2004, cuando yo representaba al 25% de la sociedad Óptica 2000, S.L. que mi padre había cofundado. En aquel momento contaba con 72 tiendas de óptica repartidas por toda España y daba trabajo a unos 830 trabajadores. Del total de ópticas, 24 estaban en plena calle y 48 emplazadas dentro de los centros comerciales de El Corte Inglés, líder absoluto de la distribución en España. En un momento dado, y seguramente llevado por la ambición mal enfocada de uno de los accionistas, ocurrió uno de esos otros riesgos frecuentes en las empresas: una guerra entre socios. La situación se fue agravando hasta el punto de que el socio-director —representante del 40% de la sociedad— estaba totalmente enfrentado al 60% restante, que considerábamos que tanto los intereses de la empresa como los de los propios propietarios, debían ir en otra dirección. La mayoría de los socios entendían que el punto más vulnerable de la empresa era la casi total dependencia de El Corte Inglés a nivel comercial, pues allí se facturaba casi un 85% del total de las ventas. Y resultaba que

quien sólo controlaba la relación con ellos era el socio-director. Esa debilidad era evidente, y por ello la estrategia que impulsaba la parte de socios que no estaba en la gestión era la de reforzar más la presencia fuera de estos centros comerciales, pues todavía había espacio en el mercado, y la sociedad tenía una situación financiera muy saneada que, claramente, le permitía afrontar este crecimiento, bien fuese por la vía de nuevas aperturas, bien por la compra de otras empresas. Este planteamiento no era aceptado de ninguna manera por el socio-director, pues consideraba que era demasiado arriesgado y tenía un retorno de la inversión a demasiado largo plazo, cuando seguir únicamente la estela de El Corte Inglés era más rentable y cómodo. Pero el trasfondo de todo era que este enfoque debilitaba su posición de control absoluto. Esta persona elevó el conflicto hasta el punto de preparar una estrategia claramente encaminada a expulsar a los demás socios, de forma que les tuviese que compensar con unas cantidades simbólicas por sus participaciones. El hecho es que todo se fue complicando de tal manera que los socios que representábamos de forma agrupada el 60% de la sociedad nos vimos obligados a coger el control de la misma, apartando de la gestión al hasta entonces socio-director, y poniéndome yo mismo como primer ejecutivo al frente de la empresa. En esa nueva etapa pretendíamos iniciar un camino de crecimiento externo a El Corte Inglés, mientras continuábamos, evidentemente, con las mejores relaciones comerciales posibles con este gigante de la distribución. Pero el antiguo socio-director, al perder su sillón, prefirió hacer explotar la bomba de la disidencia interna de los socios delante de la cúpula directiva de los grandes almacenes. Trataba con ello de buscar su apoyo y fuerte capacidad de presión en la lucha interna de socios de Óptica 2000. Una vez abierta la caja de Pandora, El Corte Inglés, en lugar de apoyarlo a él y hacer de árbitro de la situación de conflicto generada, hizo uso de su sana y normal ambición en toda empresa que quiere crecer, y quiso aprovechar nuestro delicado momento accionarial para comprarnos la compañía. El señor Isidoro Álvarez, presidente de la empresa, nos convocó en sus cuarteles generales a todos los socios, con la presencia de otros tres de sus máximos consejeros. Allí nos dejaron clarísimo que ellos querían comprar Óptica 2000, y que intentarían ser justos con la valoración. Sin

embargo, nos hicieron ver que nuestra situación de dependencia de los contratos que teníamos con ellos era tan alta que no podíamos hacernos excesivas ilusiones con la negociación del precio. Evidentemente, su concepto de «valoración justa» difería mucho del nuestro, y a partir de allí se inició una negociación cordial, pero muy dura, que se alargó dos años. Durante este tiempo nos reunimos en 27 ocasiones, y de éstas, ocho fueron sólo con los consejeros encargados de la negociación, mientras que el resto, es decir, 19 veces, contamos con la presencia y dirección directa del señor Isidoro Álvarez. Costó muchísimo ponernos de acuerdo, y durante el proceso pasamos por momentos de acercamiento y otros de casi ruptura y derivación judicial del asunto. Pero finalmente, a finales de 2004, firmamos la venta definitiva de la sociedad. El acuerdo dejaba a todas las partes moderadamente insatisfechas, lo que es igual a decir que era un punto de valoración que se acercaba bastante a un trato justo para ambas partes. De esta experiencia de negociar directamente con un gigante empresarial como El Corte Inglés, aprendí mucho y saqué muchas conclusiones; pero una de las principales, y que encaja perfectamente con el tema que estamos tratando en este capítulo, es el de la fuerte ambición de la empresa que nos compraba y, más especialmente, la de su presidente. El señor Isidoro Álvarez dirigió 19 de las 27 reuniones de negociación, y las principales conversaciones telefónicas de avances y cierre las mantuve directamente con él. ¿Cómo podía ser que el presidente de una corporación con casi 50.000 empleados, con más de 15.000 millones de euros de facturación y líder absoluta del mercado dedicase tanto tiempo a un asunto que, por su envergadura, no dejaba de ser menor para ellos? La respuesta es que este señor era muy ambicioso, y disfrutaba mucho haciendo crecer la empresa que él lideraba, fuese cual fuese la operación que tocase, o el tamaño de la misma. Y supongo que no costará demasiado que estéis de acuerdo conmigo en que la ambición de uno de los principales empresarios de la historia reciente de nuestro país no es la de ganar personalmente más dinero, sino más bien la de hacer avanzar a su empresa en todas las direcciones posibles, con el objetivo de ser un líder en muchos más sentidos que la propia facturación o cuota de mercado pueda indicar.

El mundo de la aventura no se explicaría tampoco sin la ambición personal de cada protagonista ante el reto propuesto. Durante años recorriendo el mundo, he constatado que los aventureros ambiciosos eran normalmente los que más índice de éxito tenían en sus proyectos. En cada nueva empresa hay siempre, inevitablemente, muchos momentos críticos que, para ser superados, requieren una condensación de muchos factores enfocados al éxito. Y para que eso se dé, el combustible esencial es la ambición hacia el objetivo final, que será la que hará concentrar la energía y eficacia suficiente para superar aquel punto clave. Hace tiempo que voy trabajando de forma intermitente en este libro, pero básicamente lo he escrito durante mis expediciones para escalar el McKinley (Alaska), el monte Vinson (Antártida) y el Everest (Himalaya). Había dejado para el final de este capítulo la parte referida a las experiencias en la aventura. Porque pensaba que mi propio ejemplo de escalar el Everest —la cumbre más alta del mundo— y completar así el proyecto de las «Siete Cumbres» —coronar las montañas más altas de cada continente— serían una buena historia de ambición para ser contada. Especialmente teniendo en cuenta que esto se ha hecho combinándolo con unas responsabilidades

empresariales importantes, con una familia con tres hijos, y en un entorno de crisis general considerable. Pero al llegar al campamento base del Everest y conocer a todos los miembros del grupo colombiano con el que compartía logística y permiso, tuve la oportunidad de descubrir una historia personal que ya formaría parte de mí durante toda la expedición, y que me parece que es un testimonio impresionante de ambición para conseguir los objetivos que uno se propone en la vida. Ahí estaba Nelson Cardona, al que sus compañeros llaman directamente el «Mocho», que en el español de Colombia significa directamente «cojo». Nelson se disponía a escalar el Everest con la pierna derecha amputada. Este hombre tiene detrás una historia de ambición y superación realmente intensa, que empieza ya en el momento de su nacimiento, en 1963. Nelson nació con dos semanas de antelación porque en la ciudad donde vivía su madre (Manizales, Colombia), hubo un terremoto, y cuando ella trataba de salir huyendo de su casa, cayó por unas escaleras, lo que le provocó el parto allí mismo… Y ya toda la vida de nuestro protagonista parece que tenía que ser, de alguna manera, un «terremoto». Su familia era muy humilde, y a los doce años se escapó de casa para irse a conocer mundo, intuyendo que él quería tener un futuro diferente al que le esperaba en su pueblo. Se pasó ocho años sin dar señales de vida, deambulando por la selva amazónica, y haciendo todo tipo de trabajos para vivir. Los principales fueron de raspador de coca y de mozo de un barco de carga del río Putumayo (uno de los principales afluentes del Amazonas). Volvió a casa a los 20 años, cuando ya lo daban por muerto, y se dedicó a desintoxicarse de ciertas adicciones provocadas por su vida en la selva, y a trabajar en empleos puntuales por los bosques de la zona. Consiguió hacerse guarda forestal del Parque Nacional de Los Nevados, por lo que se pasaba el día subiendo y bajando

montañas, y así empezó también a hacer escalada. Un día apareció en el parque un montón de periodistas, y él fue a ver qué ocurría. Le dijeron que el famoso escalador Manolo Barrios se disponía a cruzar el parque entero, imponiendo un nuevo récord. Cuando Barrios finalizó la travesía, con un tiempo espectacular de veinte horas justas, Nelson se dijo a sí mismo que quería ser «alguien», como aquel alpinista. Con la ayuda de su padre empezó a entrenar a fondo, y al cabo de cinco meses se notó preparado para batir aquella marca. Pero le entró miedo. Al conocer la biografía y las espectaculares condiciones físicas del titular del récord, comparado con su pequeño cuerpo y su nula experiencia atlética, quiso desistir del intento. Entonces su padre le dijo que «la fuerza no se tiene por el cuerpo, sino por la mente». Así se motivó de nuevo y terminó de pedir todos los permisos y el aval de la Federación de Montaña para homologar su tiempo. Consiguió rebajar 1 hora y 52 minutos el récord de la travesía, con un tiempo de 18 h 08 min. A la llegada, su padre le estaba esperando con una botella de champán y un montón de periodistas. Se habló de ello en todo el país. Su padre estaba muy orgulloso de su hijo, pero murió de un infarto a los tres días. Él lo enterró y le prometió rebajar de nuevo su propia marca. Entretanto, él iba trabajando de guarda del parque y entrenando. Pronto conoció a un grupo de escaladores, encabezado por Juan Pablo Ruíz (líder de la expedición al Everest en la que coincidimos), que iban a entrenar a algunas montañas del parque para una próxima expedición al Manaslu (Nepal). Nelson les ayudaba siempre y les pidió entrenar con ellos. Al irse conociendo y ver su potencial y pasión por las montañas, finalmente le invitaron a participar en la expedición. Así, a sus 32 años, empezó su carrera deportiva como alpinista. Entre otras muchas montañas, fue al Manaslu en el 98 (nadie hizo cumbre), al Cho Oyu en el 99 (hizo cumbre), y al Everest en el 2001 (no pudo hacer cumbre). Aquel mismo año, antes de

marchar al Everest, rebajó de nuevo el récord de la travesía del Parque de Los Nevados, tal como le había prometido a su padre, dejándolo en 16 h 08 min., tiempo que hasta ahora no se ha vuelto a superar. Aquel año se puso en el proyecto de las «Siete Cumbres», haciendo en poco tiempo el Kilimanjaro, el Elbrus, el Aconcagua y el McKinley. En 2006 montaron con Juan Pablo y el resto del grupo una expedición para ir de nuevo al Everest al año siguiente. Entonces, el 2 de marzo de 2006, mientras entrenaba escalando el Nevado del Ruiz, al lado de su casa, cometió un error absurdo y se despeñó 18 metros a plomo encima de una roca. Se destrozó la pelvis —sufrió una doble fractura por delante y por detrás—, se trituró la tibia y el peroné, tuvo cinco fracturas maxilofaciales con rotura de casi todos los dientes, y una fractura craneal. Los médicos le dijeron a su familia que lo preparase en todo porque seguramente moriría en pocas horas. En la prensa colombiana del día siguiente salió la noticia de que el alpinista Nelson Cardona había muerto escalando el Nevado del Ruiz. Pero, por suerte, Nelson reaccionó bien a las decenas de operaciones que le practicaron, y no sólo sobrevivió, sino que se fue recuperando lentamente de sus graves lesiones. De los nueve meses de hospitalización, cuatro estuvo colgado verticalmente para que su destrozada pelvis se pudiera soldar bien, y siete tuvo la boca cosida para poder consolidar las mandíbulas, alimentándose únicamente con líquidos que ingería por un tubo. Mientras tanto, sus compañeros de escalada iban preparando su expedición al Everest. Estaba amargado, triste y les envidiaba. Le dijeron que difícilmente volvería a andar. Todo apuntaba al desastre, hasta que tocó fondo y decidió reinventarse y no resignarse. Se puso como objetivo volver a la montaña, costase lo que costase. Desde aquella habitación de la clínica, colgado todo el día en vertical, oliendo la comida sin poder comer, y viéndose casi destrozado, se prometió que él volvería al Everest algún día.

Al cabo de nueve meses salió del hospital en silla de ruedas. No tardó en descubrir que habían entrado a robarle, poco después de su accidente, en su apartamento de separado de Bogotá y que le habían robado absolutamente todo lo que poseía. No tenía trabajo, ni subsidio, y se lo habían quitado todo. Así que se fue a vivir a casa de su hermano, mientras sus compañeros de escalada recogían para él cada mes 450.000 pesos (el equivalente a un sueldo mínimo), para que pudiese vivir. Afortunadamente, todos los tratamientos evolucionaron mucho mejor de lo que preveían los médicos, e incluso al cabo de unos meses podía ya ir en muletas. Pero la pierna se le infectó por culpa de las numerosas platinas que tenía incrustadas. La única solución era cortar unos 15 milímetros de tibia de la parte infectada, y soldar el talón con la tibia y el peroné. Los médicos estaban contentos porque preveían que podría volver a andar con la ayuda de muletas o un bastón, con una pierna algo más corta que la otra, sin movilidad en el pie derecho y, evidentemente, sin poder hacer ningún tipo de deporte. Pero él no quería olvidarse de su único propósito, que era hacer montaña y ser un deportista, y empezó a informarse de otras soluciones alternativas. Descubrió unas prótesis muy evolucionadas que sí permitían caminar y hacer cierto tipo de deportes. Buscó, preguntó, se asesoró y, finalmente, decidió que le amputasen la pierna por debajo de la rodilla, para poder calzarse una prótesis de aquellas y ser capaz así de volver a vivir su pasión. Me remarcó que uno de los consejos que más le influyeron fue el de su amigo Juan Pablo, quien al preguntarle qué pensaba respecto a la amputación voluntaria que se proponía, le respondió: «Tú no eres una reina de la belleza, Nelson; tú eres un deportista, y tienes que hacer lo posible para volver a la montaña». Después de luchar para convencer a los médicos, que lo único que querían era conservar el pie, aunque no lo pudiese utilizar

para casi nada, el 29 de noviembre de 2007 —un año y nueve meses más tarde del accidente, y tiempo después de que sus compañeros ya hubiesen hecho cumbre en el Everest— él entraba de nuevo en el quirófano para sacarse el trozo de pierna que no le servía. Dice que, a pesar de los dolores inhumanos e insoportables que se tienen al sufrir una amputación de un miembro principal, al día siguiente de la operación se sentía un hombre nuevo. Notaba que empezaba una nueva etapa en su vida y veía que su camino hacia la cima del mundo todavía era posible. Un mes más tarde empezó la recuperación y el tratamiento preprotésico, y se apuntó a un gimnasio. Estaba absolutamente debilitado y a años luz del deportista de élite que había sido, pero se sentía lleno de energía e ilusión. A principios de mayo de 2008 recibió la prótesis que él había pedido. Aprendió a ir en bicicleta de nuevo, entrenó a tope, y empezó a caminar y a hacer pequeñas escaladas. El veinticuatro de diciembre de aquel año, subió solo a escalar de nuevo el Nevado del Ruiz, la cima en la que tuvo el accidente. Desde la cumbre se sentía de nuevo poderoso. Llamó desde allí a sus compañeros de escalada y les dijo que «había vuelto», que contasen con él. Me contó que también llamó a su hija de ocho años y le dijo: «Mina, qué contento estoy, porque ya he vuelto a la montaña»; y la niña le respondió: «No papi, son las montañas las que están contentas de que tú hayas vuelto». Bajó todo el camino muy cansado, pero llorando de felicidad. En diciembre de 2009 hizo cumbre en el Aconcagua (Andes argentinos). Y el cuatro de abril de 2010 nos encontramos en el Campamento Base del Everest, dispuestos a escalar juntos —él, Juan Pablo, Antonio, Rafa y yo mismo— la reina de las montañas. Nelson quería cumplir su sueño de volver al alpinismo de alto nivel, y de coronar la cima más alta. El mes y medio que duró la expedición fue una constante de sorpresas y emociones por mi parte al verlo luchar, superar la complicada cascada del Khumbu, pasar las escaleras y los

puntos más complicados, escalar las rampas de hielo azul con una inclinación de más de 50 y 60º para llegar al collado sur, adaptarse a las incomodidades de dormir en tienda a esas alturas y en las condiciones extremas de la montaña, o derrotar el paso crítico del escalón Hilary a 8.760 metros… Este hombre sí que es un luchador. El 17 de mayo de 2010, Nelson y yo nos abrazábamos muy fuerte en la cima del Everest. Yo estaba, evidentemente, eufórico por el resultado conseguido pero lloré. Lloré intensamente por la emoción del momento personal y, muy especialmente, por estar allí, al lado de un hombre ambicioso que, a pesar de haber recibido los golpes más duros de su vida, había tenido la capacidad de recuperarse y superarse en cada uno de ellos. Cuatro años después de su gravísimo accidente y poco más de dos años después de haberse hecho amputar la pierna, estaba donde quería estar. Estaba donde sólo su ambición podía haberle llevado. Había coronado la cima del mundo.

Factor 6. La soledad «La soledad es el imperio de la consciencia.» GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER Ya sé que lo políticamente correcto es hablar del trabajo en equipo, de que el resultado siempre es fruto de un buen engranaje de todo el conjunto y no de una individualidad. Es cierto, e incluso es obvio, que para que una empresa se pueda desarrollar con éxito, hará falta la colaboración y el encaje eficaz de todos los miembros del grupo. Y está clarísimo que, hoy en día, la inteligencia ya no es un atributo meramente individual; por lo que un buen empresario deberá ser capaz de liderar con eficacia al equipo de profesionales implicados en el proyecto. Pero de todo ello ya hablan la mayoría de los libros actuales de gestión y de liderazgo. Dándole el valor clave que tiene, y sin querer poner en duda la absoluta necesidad de trabajar bien en equipo en cualquier proyecto empresarial, lo que me interesa más destacar aquí es que, al igual que no sólo con buena capacidad de gestión se podrá ser empresario, tampoco será suficiente solamente con el valor del equipo para que todo encaje. El emprendedor se encontrará en innumerables ocasiones muy solo en su aventura. Y con altísimas probabilidades, estará solo precisamente en los momentos más importantes. Por ello uno de los factores claramente diferenciadores de su perfil será justamente la capacidad de saber llevar esta soledad con serenidad y deportividad. No significa esto que el resto del equipo no esté apoyando a la organización en su evolución general; sino que, simplemente, cada persona puede llegar hasta donde sus motivaciones y compromisos le permitan alcanzar. Y el compromiso y la motivación de un

emprendedor hacia su proyecto siempre estarán en el nivel más alto posible; y sólo él estará, voluntaria u obligatoriamente, presente física y mentalmente en determinadas situaciones. Por muy excelente e implicado que sea el equipo de una empresa, habrá decisiones, problemas o situaciones determinadas a las que únicamente la figura individual del empresario podrá hacer frente. Por explicarlo de una manera muy llana, podemos utilizar la metáfora de los «huevos fritos con bacon». Donde vemos que la gallina (el equipo) está meramente implicada, en cambio el cerdo (el empresario) está plenamente comprometido. En el mundo del alpinismo sabemos que el primer paso para escalar una montaña es comprometerte a llegar a la cumbre. Por el camino pasarán muchas cosas, y la mayoría de ellas serán compartidas con todo el grupo; pero habrá situaciones clave cuya gestión dependerá únicamente de los valores que uno aporte individualmente a cada parámetro de riesgo, cansancio, perseverancia o motivación. Cuando nos vayamos acercando a la cumbre, encontraremos cada vez más razones para renunciar y bajar, y sólo habrá al final un motivo que nos dé la fuerza necesaria para subir. Y éste deberá ser identificado por cada persona en su momento de soledad y de valor. Este compromiso único e individual del empresario con su proyecto es el que le permitirá, precisamente, asumir todos los factores específicos hasta ahora tratados. Él, y sólo él, será quien tendrá que acostumbrarse a soportar la incertidumbre, quien determinará su grado de ambición, quien asumirá o no un determinado riesgo, quien tendrá que lidiar con el equilibrio entre el éxito y el fracaso, quien tendrá que aportar unas altas dosis de intuición en el proceso y, finalmente, quien tendrá que contar o no con la buena suerte necesaria. La soledad del emprendedor se manifestará claramente en momentos muy críticos de la evolución de la empresa. Algunos serán positivos y, por ello, quizá serán los más fáciles de sobrellevar. Algunos supondrán decisiones clave y, en ocasiones, radicales para el futuro de la organización; estas son las decisiones que curtirán al verdadero empresario. Y otros corresponderán a los momentos amargos, los errores, las situaciones extremadamente negativas, que será donde más se acusará la soledad.

Cuando una persona decide emprender un proyecto, sabe o debería saber muy bien que pasa a ser el protagonista de su aventura, que pone el destino en sus manos, y que ya no le valdrá ir de víctima. Sabe muy bien que deberá pasar del «yo debería» al «yo puedo»; o sea, del condicional al presente. Sabe muy bien que ya no le valdrá echar la culpa a los otros de los errores. Sabe muy bien que para poder solucionar los problemas, de nada le servirá eludir responsabilidades, sino que deberá asumir que es parte del problema para entenderlo y poderlo afrontar. De este modo, la soledad será siempre más manifiesta en las situaciones negativas. Se pasará del «gano yo» y «pierden ellos», al «ganamos nosotros» y «pierdo yo». Por pertenecer a la Asociación de Jóvenes Empresarios desde hace más de 18 años, he asistido a muchas entregas de distintos tipos de premios a emprendedores; y casi siempre en el parlamento de agradecimiento, el premiado hace referencia a su equipo como un valor importantísimo para el logro del galardón correspondiente. Pero también he conocido a muchos empresarios que han tenido que hacer drásticos ajustes de sus plantillas, o han tenido que asumir pérdidas importantes, o han tenido que ampliar capital de forma urgente, o han tenido que avalar con su patrimonio personal una determinada operación clave para la supervivencia de la empresa, o han tenido que afrontar fuertes batallas de socios, o han tenido que malvender su negocio, o han tenido que presentar concurso de acreedores. Y en todos esos momentos, casi nunca han querido o podido compartir la situación con sus equipos, y han tenido que aguantar el chaparrón solos y resignados. Pero no es mi intención hacer llorar a nadie con esta reflexión. Simplemente quiero constatar que la individualidad es un factor intrínseco en la figura del emprendedor. Sin embargo, a pesar de que esta soledad se manifiesta de forma más significativa en los momentos negativos, también tiene, indudablemente, su parte positiva. Esta soledad es la que aporta un alto nivel de confianza, valor y compromiso al empresario. Y éstos son tres elementos que, sin posibilidad de compartirlos demasiado en su base, con el resto del equipo, formarán parte del lado absolutamente positivo y creativo de la

individualidad. La confianza será la que le permitirá ser optimista y no dejarse intimidar por aparentes riesgos; la que le capacitará para crear o encontrar oportunidades; la que posibilitará que pase página del error y se quede en el presente para afrontar el futuro; la que no le dejará perder nunca la ilusión en el proyecto; y la que le convencerá de que aunque no pueda controlar todas las circunstancias, sí puede escoger su actitud para afrontarlas. El valor es lo que le dará la fuerza necesaria para enfrentarse a todos los escenarios que se irá encontrando en su trayectoria; lo que inevitablemente le conectará con su mente para superar lo que creía que eran sus límites; lo que evitará que se paralice por temor al fracaso; y lo que le hará perseverar en la lucha para conseguir sus objetivos. El compromiso es lo que hará que una su destino al de su proyecto; lo que le hará vivir entendiendo que sólo el que no se rinde es el que sobrevive; lo que le hará implicarse personal y emocionalmente con su empresa; y lo que le aportará la capacidad de entusiasmar y crear confianza en su equipo. La soledad es una carga muy pesada que, ineludiblemente, el empresario deberá llevar consigo en su viaje; pero es una carga que está llena de energía positiva y que, bien gestionada, se convertirá en su principal e íntima aliada en todo el proceso emprendedor al que ha decidido dedicar toda o una parte muy importante de su vida.

Apuesto a que todos los que leáis estas líneas y seáis empresarios, o

todos los que no siéndolo conozcáis o habléis con alguno, os será muy fácil identificar muchos episodios de soledad a lo largo de la evolución de un proyecto emprendedor. Durante tantos años involucrado con verdadera pasión en el mundo empresarial, he podido conocer un montón de vivencias donde el empresario no podía contar con nadie que no fuera él mismo para dar el siguiente paso o para salir de una determinada situación. Sin embargo, el ejemplo para este capítulo ha sido el que más me ha costado encontrar. Cada uno de los instantes de soledad de una persona o, en nuestro caso, de un emprendedor, forma parte de un conjunto de acciones y de un entorno determinado, normalmente bastante crítico o delicado. Esto hace difícil poderlos exponer sin que el o los protagonistas directos del caso no se sientan incómodos o excesivamente sensibles hacia la historia en cuestión. Podría explicar muchos casos tanto propios como de socios, parientes o amigos, en los que la individualidad extrema les ha hecho vivir experiencias muy duras y complejas en determinados momentos. Casos que van desde episodios positivos, como pueden ser la propia creación de la empresa, la negociación de un contrato clave o la visión y enfoque de una oportunidad muy interesante, hasta los problemas más amargos. Los instantes de soledad debidos a temas positivos, normalmente son mucho más llevaderos y, precisamente por ello y por tratarse de momentos creativos y agradables, no son prácticamente ni percibidos ni recordados como complicados por quien los ha pasado. Sin embargo, las situaciones provenientes de problemas graves suelen dejar tantas cicatrices a quien las ha sufrido que nadie ve demasiado bien que otra persona escriba de ello en un libro. Por todo ello, me permito aquí recurrir a la propia historia familiar para hacer un breve repaso de la evolución de mi padre. Así abarcaré el suficiente intervalo de tiempo para demostrar que la soledad es una señora que no envejece, y a quien gusta visitarnos con mucha más frecuencia de la que muchos desearían en sus vidas profesionales y empresariales. Al proceder de una familia de campesinos muy modesta de Sant Joan de les Abadesses (Gerona), José Bosch, mi padre, siempre tuvo cierta inquietud para ampliar el mapa de actuación que, a priori, le había sido concedido para su vida. No le atraía la vida del campo y donde mejor se

movía era en los trabajos mecánicos o manuales de cierta precisión. A los catorce años entró de aprendiz de tornero en un taller del pueblo y a los dieciséis pasó a oficial, consiguiendo ser el segundo empleado de la entonces recientemente inaugurada fábrica Fibran, S.A. En ésta se trabajaba con la tripa de colágeno vacuno para embutidos crudos y cocidos. La fábrica se convertiría poco tiempo después en la mayor y más importante industria de la población. A los veinte años hizo el servicio militar, y lo aprovechó para estudiar el idioma francés de forma autodidacta, porque tenía el sueño de visitar algún día aquel país del que había oído contar tantas maravillas. Terminada la mili, se reincorporó a su anterior empresa, y sus padres estaban más que orgullosos de él. A su modo de ver, era todo un triunfo poder estar trabajando en una empresa cuya proyección se prometía fabulosa, y en la que los dueños habían depositado mucha confianza en su hijo. Pero allí se encontró con su primer momento de gran soledad. Él estaba decidido a emprender una nueva aventura que le tenía que llevar a su Francia soñada para conocer un nuevo mundo, aprender otros trabajos y poder ampliar sus horizontes profesionales e intelectuales. Después de visitar en repetidas ocasiones el consulado del país vecino en Barcelona, definirse a sí mismo como un «mecánico de precisión», y solicitar un trabajo en cualquier lugar de Francia que tuviese montañas (como en su pueblo), recibió una oferta de trabajo en una fábrica de gafas de una marca llamada Buris, situada en la zona de Jura, tocando a la frontera con Suiza. Para él era un sueño; para sus padres una situación muy preocupante y casi decepción; y para una chica con la que empezaba a flirtear (mi futura madre), una confusión profunda que mezclaba la admiración por alguien que quería salirse de la línea trazada y ser dueño de su propio destino con la desilusión de alejarse de la persona que le gustaba. Así que una mañana de julio del año 1957 cargó a tope la motocicleta, que le había pedido prestada a mi abuelo, y en su total soledad arrancó hacia un rally que le debía llevar a cruzar toda Francia por las lentas y peligrosas carreteras de la época. Una anécdota divertida y, a la vez, muy ilustrativa, fue que sólo tres kilómetros después de salir del pueblo y haberse despedido de todo el mundo en un momento tremendamente emotivo por la aventura que

estaba iniciando, tuvo un accidente al desprenderse las cajas de un camión que le precedía en la carretera. Esto ocurría a los pocos minutos de dar el primer paso hacia su gran quimera y justo delante de la fábrica de Fibran, S.A., de donde había dimitido pocos días antes. La moto sufrió bastantes desperfectos y él tenía algunas pequeñas heridas, pero lo que más le dolía era su orgullo y el sentimiento de fracaso prematuro que aparecía como un castigo por haber querido salirse del guión que parecía estar escrito para él hasta ese momento. Ya de pequeño, cuando mi padre me contaba su viaje a Francia, me impresionaba especialmente ese momento de aparente derrota, vivido en absoluta soledad, en las afueras de su pueblo. Pero lo bueno es que él tuvo clarísimo que no podía volverse atrás, y bajó a la fábrica para solicitarle al encargado, y jefe suyo hasta hacía pocos días, que le dejase algunas herramientas y la máquina de soldar para poder reparar su motocicleta. A las tres horas reemprendía la marcha. Cruzó todo el mítico collado de Tosas en plena tormenta de verano, para llegar empapado, a la una de la madrugada, a dormir en casa de sus parientes de Puigcerdà. Había superado la primera jornada de su gran proyecto, y estaba apenas a un kilómetro de la frontera francesa. Con su motocicleta atravesó toda Francia y estuvo allí viviendo totalmente solo durante dos años, trabajando en Buris, donde fue evolucionando en sus tareas y responsabilidades profesionales. Allí hubiese podido desarrollar una buena carrera e iniciar una vida interesante como emigrante español bien adaptado al país galo, pues hizo buenos amigos y contaba con el aprecio y la total confianza del propietario de la empresa, quien le llegó a ofrecer un cargo de gran responsabilidad como director de una fábrica. Pero si bien deseaba que su mapa mental continuase expandiéndose, su mapa geográfico le marcaba la dirección de regreso a su tierra natal. Hacía meses que estaba soñando y ya planificando la idea de montar un negocio de venta y fabricación de gafas en España, donde él intuía que había un gran mercado por desarrollar. De nuevo en solitario, tenía que escoger entre un futuro sólido y prometedor como profesional respetado en Francia y el riesgo de volver a casa para jugársela en un proyecto emprendedor sobre el que disponía de cierta experiencia técnica adquirida en su trabajo, pero nulos conocimientos de gestión. Una vez instalado de nuevo en Sant Joan de les Abadesses, le pidió la

mano a su ya novia María y se embarcó en la gran aventura de su vida: montar la empresa. Fueron años de esfuerzos titánicos, importantes estrecheces económicas, frecuentes sorpresas negativas, un descubrimiento constante de oportunidades y lecciones de los errores cometidos. El señor Bourgeois, propietario de Buris, le dio la representación para España de su marca, y su total apoyo en el proyecto. Al mismo tiempo inició una pequeña producción de monturas para el mercado de la óptica. Y poco a poco, fue añadiendo otras marcas a su catálogo de ventas. Hasta aquí hubo momentos de intensa soledad, pero vividos de una forma positiva, pues todos eran para avanzar hacia algún lugar o para construir algo. A partir de allí, con la incorporación al negocio de su hermano Pedro, inició una época de crecimiento y prosperidad, no exenta de problemas y preocupaciones, pero muy productiva y rica en su vida empresarial. Los dos hicieron un tándem muy efectivo. El conocimiento del producto y la tecnología de fabricación de mi padre, unidas a la gran capacidad comercial y estratégica de mi tío, catapultaron la empresa hacia un crecimiento exponencial en un mercado con gran potencial. Bajo la enseña «Bosch-Servicios Generales de Óptica, S.A.» llegaron a ocupar una posición de liderazgo en la oferta de servicios integrales para el sector. Abarcaban desde la fabricación y distribución de algunas de las principales marcas de gafas, hasta el diseño y la fabricación de mobiliario y tiendas de óptica, y la venta de todo tipo de complementos y herramientas para ese mercado. Pero los momentos de más dura lucha individual todavía tenían que llegar, pues como hemos dicho repetidas veces en este libro, un empresario nunca llega a la meta final, siempre va hacia algún lugar y por el camino constantemente le acecharán peligros de todo tipo. Un episodio traumático, ajeno al propio negocio pero que conllevó implicaciones importantes para su propio futuro empresarial, fue el grave accidente de moto que tuvo mi padre en 1978. Durante más de un año estuvo absolutamente fuera de juego, y le dejó secuelas físicas importantes así como una cierta desubicación inicial que afectaba, en ocasiones, a su propia autoconfianza para afrontar la enorme complejidad diaria del entramado empresarial del que formaba parte fundamental.

Entró en un periodo de constantes situaciones de soledad, tanto para solucionar problemas como para acometer nuevos proyectos o afrontar discusiones y negociaciones con los socios que tenía en distintos proyectos en los que estaba relacionado. Tiempo después de estos acontecimientos, un cúmulo de problemas en los que ahora no podemos ahondar, llevaron a la empresa a una situación bastante crítica, que también repercutió en otros negocios en los que mi padre había ido entrando. Hubo un largo periodo de situaciones muy tensas entre los socios de diferentes proyectos, y esto comportó incluso tener discusiones muy traumáticas con su propio hermano, y socio principal en la mayoría de asuntos, llegándose a separar del todo a los pocos años. Las divergencias entre socios es otro de los graves riesgos con los que se topan los emprendedores; y cuando éstos son familiares, afecta a todo el ámbito vital de los protagonistas. Mi padre, José, acabó saliendo de la empresa tanto como ejecutivo como a nivel accionarial, sintiendo un gran vacío y una soledad inmensa por tener que separarse, a sus 56 años, de lo que había sido el gran proyecto de su vida. Poco tiempo después, y sin estar él ya involucrado en el negocio, una acumulación de circunstancias adversas llevó a la empresa al cierre definitivo. Aunque parezca obvia esta reflexión, os puedo asegurar que el peor momento que puede vivir un empresario es, lógicamente, el cierre de su negocio. Si hay un momento que defina la soledad máxima de un emprendedor, éste es el del final de su empresa. En la gran mayoría de casos que he conocido, cuando una compañía tiene que cerrar, el empresario prácticamente no puede contar con su equipo, por el contrario, raras veces es comprendido y es habitual que acaben enfrentados. En un momento de crisis, por pura reacción humana y con la lógica preocupación por su futuro profesional, la mayoría de los empleados que han formado el equipo del proyecto ven al dueño como a su principal enemigo, y al culpable de la grave e incierta situación a la que se deben enfrentar debido al cierre del negocio. El emprendedor será siempre víctima de muchas críticas cuando el negocio va mal. Y en caso de cierre, se encontrará aislado, luchando contra muchos frentes y enemigos a la vez para poder poner fin con toda la dignidad posible a un

proyecto que ya no funciona ni tiene futuro alguno. Estará absolutamente solo. Nadie le apoyará en ese momento tan áspero, y nadie reconocerá que fue él, precisamente, quien con su liderazgo, valentía y gran capacidad de empuje hizo posible, en gran medida, el propio crecimiento y desarrollo de una sociedad que durante años dio trabajo a muchas familias. Por mucho valor que aportes a un proyecto, parece ser que cuando éste caduca, nadie te lo va a reconocer y todas las fuerzas se van a concentrar en culpabilizarte de los problemas que en ese momento afectan a todo un entorno que dependía de aquella empresa. Al haber optado por ser empresario, mi padre vivió grandes momentos en su vida, a la vez que también episodios de intensa y amarga soledad. Una vida apasionante y dura al mismo tiempo que requería ser valiente en más aspectos de los que exteriormente se pueden apreciar. Por lo menos, creo haber entendido lo que me quería decir mi padre cuando me insistía en que, tanto en la vida como en la empresa, tienes que aprender a trabajar con todo tipo de gente, ser buena persona, y sobre todo, ser capaz de valerte por ti mismo, pues en los momentos verdaderamente críticos, normalmente, uno se encuentra muy solo.

En este capítulo dedicado a la soledad del emprendedor, y ya que me he movido en una zona de ciertos sentimientos personales o familiares, os quiero contar una de mis experiencias aventureras más íntimas, aun a riesgo de parecer

una «fantasmada», porque de hecho cuando alguna vez la he compartido, como ahora, me ha dado algo de vergüenza. Pero la cuento tal como la viví, con la convicción de que también aporta algo útil para quien quiera extraer alguna conclusión positiva. Era la séptima etapa del rally Dakar de 1999 y me encontraba participando en moto dentro del equipo de Honda-Solo Moto. Estábamos en el este de Mali, casi en la frontera con Argelia, y la etapa del día siguiente, según la organización, era de una complicación y dureza de máximo nivel. Tenía 780 km de puro desierto, con un gran erg (zona de dunas) en el kilómetro 180, y otro en el kilómetro 540. Carlos Mas, el reconocido ex piloto de raids y gran conocedor de esta carrera y del terreno africano, era nuestro jefe de equipo; y el día antes nos explicó que la etapa a la que nos íbamos a enfrentar era terrible. Nos dijo que la mejor forma de superarla era trabajar en equipo haciendo un pequeño grupo entre algunos pilotos. Hablándolo con otros motoristas conocidos, y dado que estábamos todos bastante impresionados, seguimos aquel consejo aportado por mi jefe de filas. Al día siguiente varios pilotos con los que habíamos decidido ir juntos, nos esperamos en la salida e hicimos un grupo compacto para ir avanzando hacia el infierno que parecía que nos tenía preparado la organización. De entre mis compañeros, yo debía ser uno de los que estaba más preocupado, pues era la segunda vez consecutiva que participaba en el Dakar, y en la primera ocasión, el año anterior, había fracasado al fracturarme un brazo en una caída a esta misma altura de la carrera. Cuando llegamos al primer gran erg, de unos 40 km de largo (una brutalidad, creedme), nos habíamos juntado seis pilotos. Estábamos justo en la mitad del día, era la hora de máximo calor y la arena estaba muy blanda. Cuando habíamos avanzado pocos kilómetros ya vi que las cosas no iban bien, y que aquella estrategia de equipo nos llevaría al desastre. En nuestro grupo

había alguno que tenía muchas dificultades para pasar las dunas. Especialmente uno de ellos, que en realidad era mucho mejor piloto que yo en terreno normal, era bastante negado en la fina arena de ese erg. Esto, multiplicado por los problemas que se van acumulando cuando el tamaño del grupo es inadecuado, nos hizo retrasar muchísimo. Para colmo, a otro se le rompió la cadena, que salió disparada, perdiéndose en las dunas. Y os aseguro que encontrarla fue una tarea muy larga, difícil y ridícula; pues ver a seis tíos en medio del desierto, a 40 ºC, dando vueltas a pie, en posición de recoger espárragos durante un buen rato, buscando la dichosa cadena, era un espectáculo bastante kafkiano. Invertimos más de tres horas y media en salir del erg. Luego fuimos avanzando, siempre juntos, durante muchos kilómetros, hasta que en el 410, cuando ya estaba a punto de anochecer, llegamos a un control de la organización, donde había un camión para el avituallamiento de gasolina. Yo maldecía mi mala suerte. Veía que estaba muy cerca de tener que abandonar el Dakar por segunda vez consecutiva, después de haber hecho lo posible y lo imposible para volver a participar. Además, a pesar de que me sabe mal reconocerlo, estaba convencido de que yo solo me las hubiese apañado mejor, pues a pesar de no ser uno de los pilotos más rápidos, yo pasaba muy bien las dunas y no solía hacer demasiados fallos. Pero me encontraba allí, poniendo gasolina, mientras veía que el sol estaba a pocos minutos de juntarse con la línea del horizonte, y escuchaba cómo mis compañeros empezaban a discutir sobre la estrategia a seguir. Nos quedaba media hora escasa de luz, 370 km por delante, y todavía otro gran erg para cruzar. La situación nos daba más que respeto. Yo (y aquí empieza la «fantasmada», disculpad) les dije que teníamos que espabilar y aprovechar al máximo los minutos de luz que quedaban. Pero el grupo se puso a discutir sobre la imposibilidad de afrontar lo que nos faltaba para llegar al campamento, ya que si un piloto llega más tarde de su teórica

hora de salida de la etapa siguiente, queda fuera de carrera. Nos faltaba recorrer casi la misma distancia que habíamos hecho en todo el día, y ahora rodaríamos mucho más lentos por ser de noche, asumiendo además un riesgo de accidente muy alto. Yo decía que lo teníamos que intentar, que estábamos allí para jugar a ese juego, y que la arena del erg siguiente estaría mucho más dura al ser de noche y estar fría. Pero parecía que el sector pro abandono iba ganando posiciones. Uno sacó un mapa y argumentó que desde ese punto había una pista muy buena que llevaba a una ciudad a unos 250 km, donde encontraríamos una carretera normal. Me iba desesperando y después de argumentar repetidas veces la opción de intentar avanzar, acabé gritándoles y diciéndoles dos veces que yo continuaba, y que quien quisiera podía seguirme. Al decir esto, había decidido anteriormente que no lo iba a repetir más, pues también tenía mis dudas y temía que me acabasen convenciendo. Luego conté hasta diez lentamente, respirando profundamente, mientras miraba a mi enemigo circunstancial, el sol, que se había empeñado en esconderse de inmediato. Puse la primera marcha, y arranqué suavemente, sin mirar atrás, pero sin acelerar demasiado por si alguno se decidía a seguirme. A los pocos minutos vi que no venía nadie. No sabía si alegrarme o asustarme más todavía; pero ahora ya no me importaba. Ahora sólo pensaba en avanzar poco a poco, teniendo como objetivo ir cumpliendo cada decena de kilómetros del marcador de la moto y celebrarlo ya como una victoria, motivándome así para hacer los diez siguientes. De esa manera fui recorriendo la distancia lentamente, con algunas caídas incluidas, y muchas sorpresas que aquí ahora no puedo detallar por falta de espacio. Sólo me podía guiar por las roderas, pues todas las referencias visuales indicadas en el libro de ruta eran inapreciables en la oscuridad. Esto provocó que hiciese bastantes kilómetros extras porque me perdía a menudo. Esto hizo que estuviera a punto de quedarme sin gasolina, hasta que encontré una Yamaha abandonada de otro piloto

accidentado, y muy cuidadosamente, desmonté su depósito para ponerme en el mío todo su carburante. De cómo pasé el erg ya no os lo cuento, pero sí que os diré que hice más trozo a pie al lado de la moto, que encima. Fue una noche larga, intensa, arriesgada, magnífica, preocupante, motivadora, inolvidable… pero a las 06.40 h de la mañana vi delante de mí el campamento de la carrera. Pasé el control de entrada y me fundí en un largo abrazo con el comisario que estaba allí a cargo de esa tarea. Estaba eufórico. Era consciente de que aquel sería uno de los grandes momentos que recordaría en mi vida. Fui a comer un poco de lasaña fría que quedaba del día anterior (¡qué buena estaba!), bebí cuatro Coca-Colas seguidas, fui a limpiar el filtro de la moto, tensé la cadena, repasé que todo estuviese más o menos en orden, descansé unos 40 minutos, y me dirigí de nuevo hacia la salida de otra etapa larguísima. Tenía una fuerte penalización por tiempo que me relegaba a las últimas posiciones, pero todavía estaba en la carrera. La sobremotivación del momento me ayudó a terminar la siguiente etapa, para empalmar con la jornada de descanso, en la que tuve tiempo de recuperarme y revisar a fondo la moto. Ocho días después subía al podio de llegada del Dakar, a la orilla del mítico lago Rosa de la capital de Senegal. Había conseguido el objetivo. Me sentía el campeón de la carrera. Había tenido ese sueño desde pequeño, y después de hacer trial desde los 14 años y haber corrido en velocidad y enduro durante mucho tiempo, a mis 32 años estaba en el punto culminante de mi personal y apasionada afición a la moto. Evidentemente estaba en una nube de emoción; pero también tenía un sentimiento contradictorio sobre mi experiencia en aquella noche clave. Los otros cinco compañeros de la etapa 8 abandonaron en aquel avituallamiento de gasolina de Mali, y yo estaba celebrando mi llegada a Dakar entre la euforia y un ligero sentimiento de egoísmo por haberlos dejado. He analizado muchas veces aquellos hechos, y uno, en la lejanía,

nunca sabe si actuó o no correctamente; pero yo me siento orgulloso de haber terminado la carrera con mi particular dosis de épica personal. Yo fui obediente y consecuente con la estrategia de equipo escogida, hasta que llegada la evidencia del desastre, consideré que me tenía que dar una oportunidad para intentarlo, sin que ello, a mi entender, perjudicase a ninguno de mis compañeros. Cada uno era mayor y dueño de sus decisiones, y mi actuación no comportaba ningún riesgo para los demás, sino al contrario, el único que asumía un riesgo suplementario era yo porque me iba solo. Espero sinceramente que no haya malos entendidos respecto al concepto de soledad que quiero expresar en este capítulo. Al igual que pasa con el anterior concepto de la ambición, la soledad acostumbra a ir acompañada de una cierta mala prensa. Un discurso excesivamente marcado por el buenismo y las palabras grandilocuentes demasiado a menudo deja de lado o estigmatiza la parte positiva y los valores que van asociados a la propia potencia de la individualidad como factor clave para la autoconfianza, el compromiso y la perseverancia, tan necesarias para que una persona con espíritu emprendedor pueda llevar a cabo sus proyectos con todo el equipo necesario y, siempre, con un gran beneficio directo o indirecto para la sociedad.

Factor 7. La buena suerte «Sólo triunfa en el mundo quien se levanta y busca las circunstancias, y las crea si no las encuentra.» GEORGE BERNARD SHAW El empresario es, por definición, alguien que no se queda esperando a que el azar le sonría, sino que decide ir él a por la suerte, buscando o creando las circunstancias que la puedan propiciar; luchando contra todos los obstáculos que pueda encontrar por el camino, arriesgando, perseverando y confiando en sus objetivos. Al analizar los factores claves que forman parte de la vidad de un emprendedor, me veía en la necesidad de tratar el concepto de la «suerte». Para ello hago absoluta referencia al libro titulado La Buena Suerte —editado igualmente por esta editorial—, de Fernando Trías de Bes y Álex Rovira. En él se recogen todos los pasos necesarios para que la buena suerte forme parte del recorrido de cualquier proyecto. Me gustaría transcribir en su totalidad el libro pero para no ser acusado directamente de plagio, me limito a aconsejarlo encarecidamente, pues desarrolla con claridad y gran sencillez este controvertido concepto. De hecho, no me extrañaría que yo fuese uno de sus principales clientes, pues lo he regalado a muchísima gente. Con autorización de la editorial, intentaré hacer un resumen elemental de su contenido, es decir, de los principales puntos que, según ellos, constituyen la buena suerte. Todo parte de diferenciar la «suerte» (azar) de la «buena suerte» (el fruto del trabajo, la búsqueda, la perseverancia, la asunción de riesgos y la confianza en lo que se está haciendo). Luego, van desgranando las claves de la buena suerte, que quedan resumidas en las siguientes diez reglas:

1. La suerte no dura demasiado tiempo, porque no depende de ti. La buena suerte la crea uno mismo, por eso dura siempre. 2. Muchos son los que quieren tener buena suerte, pero pocos los que deciden ir a por ella. 3. Si ahora no tienes buena suerte tal vez sea porque las circunstancias son las de siempre. Para que la buena suerte llegue, es conveniente crear nuevas circunstancias. 4. Preparar circunstancias para la buena suerte no significa buscar sólo el propio beneficio. Crear circunstancias para que otros también ganen, atrae a la buena suerte. 5. Si dejas para mañana la preparación de las circunstancias, la buena suerte quizá no llegue nunca. Crear circunstancias requiere dar un primer paso… y darlo hoy. 6. Aun bajo las circunstancias aparentemente necesarias, a veces la buena suerte no llega. Busca en los pequeños detalles circunstancias aparentemente innecesarias, pero imprescindibles. 7. A los que creen en el azar, crear circunstancias les resulta absurdo. A los que se dedican a crear circunstancias, el azar no les preocupa. 8. Nadie puede vender suerte. La buena suerte no se vende. 9. Cuando ya hayas creado todas las circunstancias, ten paciencia, no abandones. Para que la buena suerte llegue, confía. 10. Crear buena suerte es preparar las circunstancias a la oportunidad. Pero la oportunidad no es cuestión de suerte o azar: está siempre ahí. Tanto el concepto de la «buena suerte» como el decálogo expuesto por Trías de Bes y Rovira son aplicables a la vida en general, pero son absolutamente esenciales en la vida de un emprendedor. De hecho, creo que en las escuelas de negocios, para enseñar a emprender, deberían enseñar estos conceptos al mismo nivel de importancia que hacer un plan de empresa, un análisis financiero o un estudio de marketing. Un emprendedor ha de ser necesariamente optimista, si no, nunca se lanzaría a desarrollar un proyecto empresarial. Y por ello, para llevar a cabo su aventura, ha de confiar en la buena suerte tal como ha quedado definida.

No me gusta cuando oigo el comentario de que un determinado empresario de éxito ha tenido «suerte». La gente dice esto equiparando su resultado a un mérito similar al de haberle tocado la lotería. Creo poder afirmar rotundamente que no conozco a ningún empresario que haya tenido simplemente suerte. Quizá pueda haber algún oportunista que haya hecho alguna operación puntual exitosa por pura fortuna, y luego pretende hacerse llamar «emprendedor». Pero los que desarrollan un proyecto empresarial, nunca confían, ni dependen, ni avanzan por el azar. En cambio, sí que hay muchos empresarios que han tenido buena suerte. Pero ésta les ha llegado después de haber preparado las circunstancias para que se diese la oportunidad, después de haberse arriesgado, después de haber perseverado, después de haber cometido errores, después de haber tenido fe en su proyecto, después de pasar por un mar de dudas y de estrés, después de sacrificar mucha calidad de vida y tiempo de sus familias, después de trabajar muchísimo, después de haberse sentido muy solo, después de haber vivido con grandes incertidumbres y, en definitiva, después de haber estado inmersos en un camino sin retorno y sin prácticamente escapatorias. Con todos los respetos para los que juegan a la lotería, creo que la clase de suerte que buscan es de una categoría que está a años luz de la buscada por los emprendedores. Uno de los grandes logros de nuestra sociedad actual es que ha democratizado absolutamente el acceso a las oportunidades, a la información, y a las probabilidades de éxito. Aunque muchos quieran ver que detrás de una empresa hay gente privilegiada que se ha aprovechado de una situación de ventaja respecto a los demás ciudadanos, un análisis más detallado demuestra fácilmente que los emprendedores representan la mayor diversidad social, educativa, geográfica y económica posible. Cuando uno desea el éxito, pero no está dispuesto a ir a por él con todas las consecuencias, y prefiere estar sentado esperando a que un día le toque el Gordo o la Primitiva, siempre le será más fácil criticar los privilegios o la buena suerte del triunfador que reconocer que él no hace nada para alcanzar sus teóricas ambiciones. Si vemos la vida como un problema, tan sólo hallaremos problemas.

Si la vemos como una oportunidad, así será. Pero las oportunidades hay que identificarlas y dar el primer paso para consolidarlas; pues se fugarán cuando sólo elucubremos una y otra vez sin pasar a la acción. La buena suerte parte de la acción y la búsqueda o creación de las oportunidades. Está detrás de una puerta de la que todos podemos tener la llave, y deberá ser una aliada indispensable de todo empresario a lo largo de su vida.

Durante 2007 y 2008, junto a un grupo de inversores de mi confianza, fui socio de Abengoa Solar —filial del Grupo Abengoa— en un proyecto empresarial de energía fotovoltaica de concentración. Al final, por motivos propios de la evolución del proyecto que nos unía, nosotros no teníamos capacidad suficiente para seguir invirtiendo, y les vendimos a ellos nuestra participación. Desde entonces mantengo una relación muy buena con los directivos de Abengoa con los que trabajé, y tengo la satisfacción de haber aprendido mucho con ellos. Como en el caso de El Corte Inglés citado anteriormente, un emprendedor radical como yo —acostumbrado a trabajar habitualmente con empresas de menor volumen— valora mucho poder estar en contacto directo con estas grandes organizaciones que tienen todavía en su línea básica de liderazgo y dirección a los propietarios finales. Abengoa es la principal empresa de Andalucía. Cotiza en el mercado de valores desde hace 15 años; forma parte del Ibex 35 de la bolsa española desde el año 2007, y es un ejemplo mundial de buena gestión empresarial, éxito en estrategias a largo plazo y selección de nuevas

oportunidades de negocio. Por decimocuarto año consecutivo desde que entró a cotizar en bolsa, ha conseguido crecimientos de dos dígitos con una rentabilidad muy buena, y una actividad enfocada a segmentos de alto crecimiento que ofrecen soluciones innovadoras para el desarrollo sostenible y la diversificación geográfica. Sus líneas de negocio y desarrollo se reparten en seis áreas: Abengoa Solar, que produce energía eléctrica a partir del sol, con tecnología termosolar y fotovoltaica. Abengoa Bioenergía, que produce biocombustibles ecológicos, energía renovable, azúcar y alimento animal, a partir de biomasa. Befesa, que produce materiales reciclados a partir de residuos, y depura y desala agua. Telvent, que gestiona procesos operativos y empresariales de forma segura y eficiente, a partir de tecnologías de la información. Abeinsa, que mediante ingeniería construye y opera centrales eléctricas convencionales y renovables, sistemas de transmisión eléctrica e infraestructuras industriales. Además cuenta con la Fundación Focus-Abengoa para el desarrollo de políticas sociales y culturales, por lo que contribuye al progreso económico, la equidad social y la preservación del medio ambiente de las comunidades donde la empresa está presente. He querido detallar, a grandes rasgos, la dimensión y alcance de las actividades de Abengoa para que no quede duda alguna de que es absolutamente imposible conseguir todos esos logros a base de azar o golpes de suerte. No pretendo aquí analizar a fondo las múltiples causas que han contribuido a que esta empresa obtenga un éxito tan sólido y global. Pero sí que considero que es un clarísimo ejemplo de organización que ha tenido gran acierto en la gestión de su «buena suerte». En mi modesta opinión, y después de haber compartido una pequeña aventura empresarial intensa con ellos, constato que la buena suerte de Abengoa está basada en tres ejes principales: 1. Gran capacidad de trabajo. Los inversores que me acompañaban, todo mi equipo ejecutivo y yo vivimos en carne propia la gran cultura de trabajo que existe en esta empresa. Empezando por Felipe de Benjumea, su presidente, y continuando por todos los directivos o empleados de

cualquier nivel de la organización, todos tienen un grado de dedicación, eficiencia e identificación con el trabajo realmente impresionante. La cultura emprendedora interna está muy arraigada en esta entidad, y todos los que en ella trabajan no tienen muchos de los vicios acomodaticios que a menudo se dan en empresas de este tamaño. Supongo que aquí sería aplicable la célebre frase que dijo Pablo Picasso, también andaluz de origen, cuando afirmó: «Siempre busco que la inspiración me pille trabajando». Por eso, y siguiendo con esta referencia, en Abengoa supongo que tienen claro que las oportunidades que buscan les traerán la buena suerte, pero sólo la reconocerán y la podrán aprovechar si les coge trabajando. 2. Visión a largo plazo. Seguramente por ser una empresa todavía familiar, que tiene todavía la mayoría del capital fuera de la bolsa y en manos de los descendientes de sus fundadores, pueden permitirse hacer estrategias a más largo plazo que otras organizaciones obligadas a dar resultados más inmediatos. En Abengoa no descuidan el resultado y los objetivos de cada ejercicio, pero tienen un sistema de toma de decisiones que va mucho más allá de lo que los accionistas pueden esperar en cada una de las juntas de cierre anual. Ello les permite crear las circunstancias necesarias para que llegue la buena suerte, y poder tener la paciencia precisa para esperarla. 3. Metodología para crear Buena Suerte. Me quedé impresionado cuando Carlos Bousoño —responsable de Comunicación y Responsabilidad Corporativa de Abengoa— me comentó cómo han adaptado totalmente al desarrollo de proyectos y apuestas de futuro en Abengoa, la metodología de «Los tres horizontes» de McKinsey. Me entretengo un poco más en este punto, porque me parece un método extremadamente efectivo, inteligente y profesional para la persecución de la buena suerte a largo plazo en los negocios: De manera simplificada, la metodología de los tres horizontes de McKinsey propone que una empresa que pretenda crecer con éxito ha de gestionar y generar tres tipos de negocios diferentes: tradicionales, emergentes y visionarios.

• Los negocios básicos o tradicionales (Horizonte 1) son aquellos vinculados a la actividad tradicional de la empresa. En ellos la clave de la gestión es controlar la cuenta de resultados, y es necesaria una estricta política de control de costes. Son los negocios generadores de caja. • Los negocios emergentes (Horizonte 2) son los que en el momento considerado no están aún maduros, pero presentan un elevado potencial de crecimiento a medio y largo plazo. Es necesario invertir mucho en ellos a fin de que desarrollen todo su potencial y lleguen a convertirse con el tiempo en negocios del Horizonte 1. • Los negocios visionarios (Horizonte 3) representan las apuestas por las opciones de futuro. Son las alternativas de negocio a largo plazo. Y han de gestionarse siguiendo tres reglas claves: contar con un número elevado de posibles negocios de Horizonte 3; dedicar un tiempo, esfuerzo e inversión limitados a cada uno de ellos; y descartarlos cuando se demuestre que no resultan de interés. De hecho, ha de haber muchas opciones de futuro de éstas, porque la mayoría se descartarán y sólo unas pocas pasarán a convertirse en negocios de Horizonte 2. Toda la actividad de Abengoa está impregnada de estos valores de apuesta por el futuro y se basa en la innovación como fuente de crecimiento sostenible. Y aunque yo desconozco el detalle de la evolución de las otras áreas de negocio, sí que soy testigo de que en Abengoa Solar han seguido al pie de la letra esta fórmula mágica de la buena suerte. Invierten una cantidad limitada de dinero y recursos en muchas oportunidades que identifican como interesantes para su modelo de negocio a futuro. Muchas de éstas mueren por el camino, y ellos pierden, en la mayoría de los casos, la totalidad de la inversión realizada. Algunas pocas demuestran un cierto potencial y recorrido, y las pasan al siguiente nivel, donde ya apuestan mucho más fuerte, con cantidades importantes de inversión y una estructura especialmente dedicada a ello. En estas oportunidades más consolidadas, también pueden darse fracasos, pero alguna tiene posibilidades de llegar a ser un gran negocio que les permitirá ganar mucho dinero y estar a la vanguardia de proyectos con gran crecimiento y modelos económicos sostenibles. En nuestro caso concreto, ellos entendían que la tecnología solar fotovoltaica de concentración para generar electricidad podía ser una de

las vías de desarrollo futuro más interesantes, y con mejor proyección a largo plazo dentro del campo de la energía solar. Para ello, apostaron por varios proyectos que había en el mercado, que estaban dando sus primeros pasos en estos sistemas energéticos. Nosotros, en la sociedad Sol3G, S.L., éramos uno de ellos. Suponíamos para Abengoa Solar un negocio del Horizonte 3 al que quería dedicar unos recursos controlados para ver si se demostraba como una fórmula de éxito en el futuro. Nunca nos engañaron, y desde el primer día nos dejaron claro que para ellos la entrada en nuestra compañía era una apuesta en la que confiaban. Si se avanzaba con éxito, intentarían controlar del todo la empresa; y si se demostraba poco eficiente, abandonarían el negocio. Al cabo de dos años, la evolución de la tecnología había avanzado mucho y apuntaba a un elevado potencial de futuro, por lo que cuando se dio una oportunidad de ampliar su participación en la sociedad, ellos compraron todas nuestras acciones, pasando a dominar totalmente un negocio que ya estaba en su Horizonte 2. Ahora ya sólo el tiempo y el buen hacer de esta empresa nos dirán si este proyecto se consolida como un éxito final y pasa al Horizonte 1 para generar un beneficio interesante. También dentro de Abengoa Solar tienen otro caso interesante, que es ejemplar por haber completado todo el ciclo virtuoso que aquí se ha expuesto. Se trata de la generación eléctrica a través de plantas termosolares. Muchos años atrás habían apostado por múltiples tecnologías incipientes de energía termosolar. Entonces el mercado de las energías renovables era casi inexistente, las políticas gubernamentales al respecto eran sólo simbólicas, y no existía la más mínima idea de qué posible modelo de negocio podía comportar aquella oportunidad. Pero la familia propietaria y los directivos de Abengoa, fieles a su metodología de buscar negocios visionarios, invirtieron en ello. Algunos años más tarde, aquella apuesta se mostró técnica y económicamente viable, y apuntaba un gran potencial de desarrollo futuro. En la actualidad Abengoa Solar es el líder mundial en esta tecnología, tiene contratos para la construcción de megaplantas de energía termosolar en muchísimos países, y está creciendo exponencialmente en los principales países desarrollados. Quizá será que realmente Abengoa sólo tiene el mérito de haber tenido muy buena suerte durante toda su existencia, ¿verdad?

Un ejemplo reciente de buena suerte lo he tenido en la conclusión de mi proyecto de las «Siete Cumbres», que me ha llevado a escalar las montañas más altas de cada continente en poco más de tres años, y que he podido completar con el calendario exacto establecido a priori, consiguiendo hacer todas las cumbres en el primer intento. Por poco que uno sepa del mundo del montañismo, entenderá que hacer a la primera siete cumbres del calibre de las que componen el mencionado proyecto, no es una tarea nada fácil ni habitual. Por este motivo, se me ha dicho a menudo que yo había tenido mucha «suerte» en el desarrollo de esta aventura. Pero no estoy de acuerdo en que haya tenido simplemente suerte, cuando sólo yo, y nadie más que yo, sabe en realidad lo que he luchado, lo que he arriesgado, lo que he decidido en cada momento, las dudas que he tenido y la actitud mental que he requerido en determinadas situaciones para lograr cada una de estas cimas. No negaré que pueda haber tenido algunos episodios de fortuna o azar a lo largo de estos tres años; pero defiendo radicalmente que haber obtenido un resultado tan poco común en un evento de larga duración como son las «Siete Cumbres» ha sido, en gran medida, el resultado de haber gestionado mi

buena suerte en todo momento. Pondré como ejemplo sólo un par de detalles de dos de las montañas más difíciles y emblemáticas que componían mi programa. En ellos se ve con claridad el sutil, pero importante, matiz que separa el concepto de suerte del de la buena suerte: Estábamos en el monte McKinley, en Alaska (EE UU), acampados a 4.350 metros de altitud. Como es frecuente en esta gélida y extrema montaña, situada casi en el círculo polar ártico, se desató una fuerte tormenta que nos tuvo bloqueados unos días sin poder avanzar ni retroceder. En esta zona habitualmente estas situaciones suelen alargarse de dos a cuatro días, cinco a lo sumo; en cambio, en aquella ocasión, la violenta depresión nos tuvo bloqueados nueve días. Os aseguro que estar nueve días aislado a esa altura y en esa latitud, con unas condiciones de viento y frío extremas, que alcanzaban algunas noches los –45 ºC, es una prueba dura para el cuerpo, pero todavía mucho más dura para la mente. Llegó el décimo día y tanto el parte meteorológico como la bonanza de aquella mañana, nos animaron a dejar ese campamento para dirigirnos ya hacia el campo de altura, situado a 5.250 metros, desde el que deberíamos atacar finalmente la cumbre. Salíamos animados y con la moral aparentemente alta no sólo para poder superar un fuerte desnivel, que nos llevaría unas cuatro horas de escalada, sino para llegar a una arista muy expuesta que tendríamos que superar en unas tres horas más, y finalmente alcanzar el siguiente campamento. Pero una vez llegados a la arista nuestra decepción fue mayúscula: los vientos eran excesivamente fuertes, superaban los 80 o 100 km/h y no nos permitían avanzar sin tomar unos riesgos excesivos en esas condiciones. Emprendimos el camino de regreso hacia el campamento donde ya habíamos pasado nueve días totalmente bloqueados. Evidentemente, nuestra actitud era de perdedores. Sólo Geert Van Hurk, mi compañero de tienda, y yo sacamos de nuevo la

tienda de la mochila para volverla a montar. Los otros cuatro compañeros de expedición manifestaron serias dudas sobre la posibilidad de quedarnos nuevamente allí, pues si bien las condiciones del tiempo para subir al campamento de altura eran nefastas, el clima era lo suficientemente benigno como para regresar abajo, cosa que tampoco nos habíamos podido plantear en los días anteriores. Geert y yo nos rebelamos ante esa decisión. Insistimos en que todos teníamos la ilusión o el proyecto de escalar el McKinley, y que habernos quedado aislados tantos días no debía ser excusa para abandonar ahora, ya que, al final, y sin querer tomar riesgos excesivos, llegaría un momento en que las condiciones mejorarían. Si no era por una causa de fuerza mayor, no podíamos precipitar el abandono tirando por la borda todos los esfuerzos económicos, familiares, de trabajo y de sufrimiento en la montaña. Pero los otros cuatro miembros del grupo estaban ya con la cara de cerveza, o de ducha, o de una suculenta hamburguesa con cebolla… Por mucho que insistimos, vimos que no lograríamos convencerlos. Así que les manifestamos nuestra decisión de que, sin querer perjudicarlos a ellos, nosotros nos quedábamos para intentarlo cuando el tiempo mejorara. Después de mucho discutir, el único que se convenció, aunque de forma condicionada a un número de días determinado, fue Mike Janes, un experto alpinista de Anchorage. De este modo, el grupo se partió de forma consensuada. Ron, Geoshe y Michael decidieron aprovechar que el tiempo estaba calmado para regresar abajo y abandonaron en ese momento. Mike, Geert y yo, los despedimos, y nos dispusimos a montar de nuevo las tiendas y las protecciones para el viento para el caso de que tuviésemos que pasar otra vez unos cuantos días en ese sitio. Con todo, al final sólo nos demoramos cuarenta horas más en ese campamento, pues justo dos días después amanecía con sol y sin viento. Las previsiones se presentaban bastante buenas, y

eso nos permitió desplazarnos hasta el campo de altura. Allí descansamos otra jornada más, y a la mañana siguiente, cuatro días más tarde de la partida de los tres compañeros, conseguimos llegar a la cumbre del McKinley, la reina absoluta de Norteamérica. ¿Suerte o buena suerte?

Otra situación que ilustra bien este concepto, se dio en el Everest, casi un año más tarde: Gracias a que Marc de Keyser, un amigo belga, que tiene un servicio de predicciones meteorológicas de ámbito mundial, Weather 4 Expeditions, actuó como patrocinador técnico de nuestra expedición, dispusimos de un servicio de información del tiempo de máximo nivel. Desde el primer día en que llegamos al Campamento Base, nos fue informando puntualmente de la evolución del clima en la montaña más alta del mundo. Su predicción la detallaba por alturas, por velocidad del viento, por temperaturas, y por probabilidad de precipitaciones. En el momento clave de decidir si iniciábamos o no el ataque a la cumbre, que nos debería llevar cinco jornadas como mínimo desde el Campamento Base, habíamos podido contrastar durante 44 días los informes recibidos con la realidad, por lo que gracias a las predicciones que nos enviaba Marc teníamos un alto nivel de confianza. Estábamos plenamente preparados para marchar hacia la cumbre, pero el tiempo se mostraba muy inestable. Nuestros informes indicaban una corta ventana de buen tiempo para la noche del 16 de mayo. Pero todas las grandes expediciones recelaban de esta posibilidad y apostaban por esperar hasta, como mínimo, una semana más tarde, pues alrededor del veinte y pico de mayo, estadísticamente, venía un buen y largo periodo de buen tiempo, que precedía justo a la llegada de los monzones. A partir de entonces ya era imposible intentar hacer cumbre.

Como todos los rumores y planes de expediciones mucho más importantes, y con más recursos que la nuestra, apuntaban a esperar y a no jugársela en la más temprana oportunidad —la del 17 de mayo—, se nos hacía difícil desmarcarnos de una posición seguidista para lanzarnos a intentar aprovechar esa supuesta ventana más corta de tiempo. Recordemos que decidir atacar o no la cumbre del Everest conlleva asumir unos riesgos que van mucho más allá de la pura posibilidad de éxito o fracaso en conseguir hacer cima. Cualquier problema o cambio súbito del tiempo por encima de los 8.000 metros puede ser letal. Adelantarnos una semana respecto a las intenciones de las grandes expediciones tenía varias ventajas: podíamos hacer el ataque final con garantías de que hubiese poca gente en el último tramo de la montaña, cosa que minimizaba los riesgos de esperas y congelaciones; evitábamos perder forma física y aclimatación durante el tiempo de espera, y nos daba una oportunidad pequeña pero cierta, ya que nada nos garantizaba que una semana más tarde, como ocurría la mayoría de temporadas, realmente hubiese una ventana de buen tiempo lo suficientemente segura. Finalmente, después de mucho discutir entre los cinco miembros escaladores, más la base camp manager («responsable del Campamento Base») y los sherpas que componíamos nuestro grupo, intentamos aislarnos de los comentarios e intenciones de las otras expediciones, para centrarnos en las que creíamos eran nuestras verdaderas capacidades y posibilidades, basadas en la fiabilidad de la información de la que disponíamos. Hablamos por teléfono satélite con Marc para matizar la información que cada día nos actualizaba por e-mail, y para hacer un ajuste todavía más detallado de las previsiones hora por hora, a partir del momento teórico en que pensábamos que sería posible salir del último campamento —situado en el collado sur del Everest a 7.950 metros— para ir hacia cumbre. Todo nos cuadraba y, a pesar del hándicap de saber que

usábamos nuestra única oportunidad, decidimos iniciar la marcha de altura para poder atacar la cima del mundo a partir de las 19:00 h. del 16 de mayo. Si acertábamos, habríamos demostrado nuestro buen criterio, buena suerte e independencia respecto a otros montañeros más consagrados. Si nos equivocábamos, seríamos los burros del pueblo (el Campamento Base) de aquella temporada. Con algo de retraso sobre el horario inicial previsto —debido a que nosotros mismos íbamos muy tarde y a que el fuerte viento todavía era muy persistente—, a las 21.30 h. del día planificado iniciábamos nuestra escalada final a la cumbre. El viento ya había amainado, la noche era magnífica. Hicimos cumbre a las 12.17 h. El tiempo, tal como estaba previsto en los informes de Weather 4 Expeditions, empezó a empeorar a partir de aquella hora, pero sin llegar a ser excesivamente malo, lo que nos permitió descender con cierta calma y seguridad hasta llegar de nuevo al campamento de salida. Nuevamente, ¿habíamos tenido suerte o Buena Suerte? Para hacer todas y cada una de las montañas que componen el proyecto de las «Siete Cumbres» se requiere una planificación muy meticulosa; tener el patrocinio necesario, un entrenamiento intenso; realizar una selección de los mejores acompañantes; establecer un calendario adecuado a los diferentes climas de cada montaña; gestionar bien la aclimatación; estar bien de salud durante todo el proyecto y a lo largo de cada expedición, y un sinfín de detalles más que, cuanto mejor previstos y desarrollados estén, mejor influirán en el resultado final de la aventura. Pero luego, en cada una de las cimas a culminar, siempre se dan momentos clave que, sumados a todos los otros elementos comentados, serán los que decantarán la balanza del resultado hacia un lado u otro. Y para esos momentos clave también hay que estar preparado, pues de la actitud y decisiones que tomemos en ese preciso instante dependerá que se den las circunstancias adecuadas para alcanzar el éxito.

Al fin y al cabo, tener éxito como empresario o como aventurero es sólo cuestión de tener un poquito de «buena suerte».

Fin de esta aventura «Si tratamos a los hombres como son, los haremos peores de lo que son; pero si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, conseguiremos que al final lo sean.» JOHANN W. GOETHE Aplicando esta máxima a cada uno de nosotros y a nuestro entorno, nos permitiremos ser visionarios de nuestra propia vida, mejorando así nuestra forma de ser y de hacer. Posiblemente en este libro he transmitido una admiración o confianza muy grande hacia el individuo. Lo reconozco, a la vez que aclaro que no pretendo defender aquí un concepto ultraliberal de la vida o de nuestro sistema. Desde mi punto de vista, el ser humano tiene una gran fuerza y debe poder desarrollarse libremente en su entorno, pero siempre enmarcado en una sociedad que establezca ciertas normas, y aplique unas determinadas políticas sociales de protección, expansión y consolidación de los derechos comunes, el bienestar general y la igualdad de oportunidades. Pero si bien los gobiernos de los diferentes estados deben garantizar la democratización del acceso a las oportunidades y un lógico nivel de bienestar y seguridad, cuando se exceden en su empeño, pueden llegar a provocar en la sociedad un efecto sedante. Si nos empeñamos entre todos en que los valores dominantes de nuestras comunidades sean los de la cultura de los derechos sin obligaciones; la calidad de vida sin esfuerzo; la seguridad como norma básica, seguida de la penalización del riesgo; el poco aprovechamiento del talento y las iniciativas valientes, y el pensar que sólo por vivir donde vivimos tenemos que tener nuestras necesidades principales cubiertas, lo único que conseguiremos es ser una sociedad anestesiada por un tiempo, pero que deberá despertar de forma dolorosa más

adelante. Barcelona-Cataluña-España-Europa. Tengo la fortuna de vivir en un punto situado en pleno centro del mundo desarrollado, donde el grado de bienestar es máximo, incluso comparándolo con el de muchos países de igual nivel o de mayor riqueza que el nuestro. No quiero abrir aquí un debate filosófico que todos habremos tenido más o menos en serio en muchas ocasiones. Pero de vez en cuando nos deberíamos hacer algunas preguntas esenciales como por ejemplo: ¿nos merecemos realmente tanta calidad de vida?; ¿es lógico que vivamos tan bien cuando muchos países están en la más absoluta de las miserias?; ¿somos lo suficientemente ricos en la base como para estar al nivel que nos encontramos y, lo que es más importante, para mantener ese nivel?; ¿somos realmente conscientes de cuáles son las claves que nos han llevado a nuestra actual situación privilegiada, y cuáles lo serán para conservarla?; ¿nos damos cuenta de que el mundo está cambiando muy rápidamente y de que deberemos ser competitivos a escala global si queremos vivir más o menos como ahora?; ¿queremos defender nuestro estatus actual a cualquier precio, e ignorar las consecuencias que ello puede comportar para las siguientes generaciones o para el propio planeta? La seguridad y el bienestar prácticamente se han convertido, en nuestra sociedad actual, en una religión integrista. Y el peor síntoma (o causa) de ello es que los políticos, como líderes que deberían ser en nuestros respectivos países, ni tan siquiera se atreven a proclamar que no todo tiene que ser protección, y que la gente tiene que aprender a espabilarse algo más por su cuenta. No se atreven a decir que nos ha costado mucho llegar a nuestro nivel de servicios, y que la lucha para poder mantenerlos requerirá muchos esfuerzos de toda la sociedad o que, incluso, habrá que revisar el propio catálogo de prestaciones concedidas. Con todo ello, casi toda la educación y formación de valores en la actualidad parece empeñada en enfocarnos hacia la seguridad por encima de todo. A demostrar que la tranquilidad y la ausencia de riesgo son el único camino a la felicidad. Y con ello se va reduciendo el espacio para la novedad, la creatividad, las sorpresas y los cambios. Si nos encerramos en nuestras zonas de comodidad y bienestar, dejaremos de

crecer y mejorar. Al igual que las personas, un país que sólo busca seguridad es un país al que le falta confianza. Y no confiar ni en nosotros ni en nuestro potencial nos comportará proteger tanto nuestras vidas que quizá conseguiremos vivir sin grandes sufrimientos o preocupaciones, pero también cerraremos las puertas a las emociones, a las nuevas ilusiones, o a nuestro propio desarrollo como comunidad realmente feliz, realizada y próspera. Que todas las encuestas a jóvenes estudiantes españoles concluyan que más de la mitad (entre el 60 y el 75% según varios estudios) aspira prioritariamente a tener un empleo público, muy por delante de otras ocupaciones, no creo que sea lo más alentador para el futuro de un país. Y que la vocación empresarial sea de las menos valoradas, podría considerarse ya no sólo triste, sino más bien peligroso. Colocarse en la Administración parece ser el gran sueño americano de nuestro tiempo. Yo no tengo nada en contra de los funcionarios, más allá de que el sistema de gestión podría ser, en muchos casos, bastante mejorable. Pero lo que sí me preocupa es que la gran fuerza de futuro que supone nuestra juventud esté básicamente motivada por un determinado trabajo, no por una real vocación profesional, ni por que así pueda aportar algo importante a la sociedad, sino simplemente porque allí tendrá seguridad y buena calidad de vida. Alguien dirá que es lógico que la juventud esté preocupada por el futuro, pues son el colectivo que más acusa las inseguridades de nuestro sistema y es el grupo social con mayor paro y menor acceso a las oportunidades de trabajo y bienestar de los que las generaciones inmediatamente anteriores han tenido. Eso es totalmente cierto. Es la realidad actual y, en mi modesta opinión, una muestra de la incertidumbre que afrontaremos en los tiempos venideros. Pero eso no lo vamos a solucionar sólo protegiendo a nuestros cachorros de la lluvia que cae fuera de nuestras casitas de papel couché. La única forma de afrontarlo es con valentía, demostrándoles que aunque el entorno es complicado, está lleno de oportunidades interesantes, y que a veces, aunque llueva, hay que saber mojarse, porque no podemos estar siempre aguantándoles el paraguas. Tenemos que educarles también a ser felices en las inseguridades.

Debemos inculcarles, de alguna manera, una mentalidad emprendedora. No me refiero aquí sólo al término «emprendedor» aplicado a ser empresario, sino a ser dueños de su propio porvenir, creadores de sus propias realidades. Necesitamos mentalizarlos de que no tienen por qué tener una vida mediocre o estereotipada, en la que no puedan rebelarse a su destino o a lo que el azar ha decidido, teóricamente, por ellos. La vida, pese a todas las complejidades del mundo actual, será lo que ellos quieran hacer de ella. Su iniciativa y su actitud serán fundamentales para ir diseñando su futuro. Y a partir de aquí, los que tengan vocación sincera de servicio y quieran ser médicos, policías, bomberos o profesores, bienvenidos sean al empleo público de calidad. Pero los demás, que no vean en la seguridad a largo plazo el único camino hacia la realización personal. Todos ellos tienen la gran responsabilidad de gestionar nuestro mundo en el futuro; y por ello hemos invertido muchos esfuerzos y recursos en su formación. En lo que más debemos haber fallado es que, demasiado a menudo, les hemos inculcado aversión al riesgo, al fracaso, a la ambición, a la incertidumbre y a la gestión de la propia buena suerte. Me he extendido un poco en esta reflexión sobre las motivaciones e inquietudes de nuestra juventud actual por dos motivos: primero porque ellos son los que gestionarán el mañana, y a un emprendedor lo que más le preocupa siempre es tener un mínimo plan estratégico para afrontar el futuro. Y segundo, porque ellos son el reflejo del sistema que hemos creado, con muchas ventajas, pero que si no nos autolimitamos o autocontrolamos, podemos poner en juego todos esos mismos beneficios que tanto nos ha costado conseguir. Me gusta especialmente estar en contacto con gente muy joven, ya no tanto para sentirme yo mismo todavía joven (de espíritu, por lo menos), sino para compartir sus inquietudes, valores, humor, códigos de comunicación y funcionamiento en general. Y por suerte, tanto mi vertiente deportista como la empresarial me lo permiten muy a menudo. Correr carreras de todo tipo con chavales, que están entre los 18 y los 30 años, me permite convivir de una manera muy intensa, próxima y espontánea con todos ellos. Y formar parte todavía, y desde hace diecinueve años ya, de la Asociación de Jóvenes Empresarios de Cataluña (AIJEC), miembro de CEAJE (Confederación de Jóvenes

Empresarios de España), ayuda a llenarse de energía y a ser testigo de uno de los segmentos más activos de nuestra juventud actual. He formado parte de la junta directiva de la mencionada asociación durante dieciséis años y, aparte de haber sido yo mismo un joven emprendedor, ello me ha permitido conocer de primerísima mano, y con una visión más amplia, a todo el entorno de estos aventureros más prematuros. Los propios estatutos establecen que a los 40 años se pierden los derechos políticos en la organización, determinando así, de alguna manera, el límite de edad en la que uno es «joven empresario». Yo ya he superado esa franja de edad, y quizás ahora me tocaría formar parte de alguna patronal como Fomento o Pimec; pero me siento más a gusto en la AIJEC, cerca de la savia nueva y de los líderes del mañana; donde se vive con la máxima pasión la innovación, la creación y las fases más intensas de cada proyecto. De hecho, cuando me propusieron ser el presidente de la AIJEC+, la sección sénior de la asociación que engloba a los miembros mayores de cuarenta años, me motivó muchísimo. Además, os puedo asegurar que en todos los actos de esta asociación en los que participo, veo y percibo una vitalidad muy intensa en este colectivo de jóvenes emprendedores que dedican poco tiempo a quejarse, y mucha energía en lanzar y gestionar nuevos e interesantísimos proyectos. Como ellos, por edad y evolución empresarial, no tienen todavía mucho para proteger, se basan en su autoconfianza y asumen los riesgos necesarios con naturalidad para ir avanzando hacia el futuro. Siempre que estoy con estos grupos tan activos, me convenzo más de que es un gran error afirmar, como hacen muy a menudo los mayores, que la juventud actual es peor que la de antes. Los jóvenes de hoy en día son magníficos en muchísimos sentidos. El problema que tienen no son ellos mismos, sino que la sociedad en general se empeña en sobreprotegerlos, en crearles expectativas de comodidad y calidad de vida excesivamente tentadoras, y en coartarles la capacidad de tomar iniciativas y de cometer errores en sus vidas personales y profesionales. Sea como sea, estoy seguro de que el futuro necesariamente será más emprendedor. No sólo para los empresarios, sino para la sociedad en general. La incertidumbre en la que estamos, y la que vendrá, deberá afrontarla cada cual con su autoconfianza y cambiando parámetros

básicos de su propia mentalidad actual. A nivel profesional, por ejemplo, vemos que la generación que ahora está por encima de los 60 años ha tenido, en la mayoría de casos, uno solo o muy pocos empleos en su vida. Mi generación, en cambio, que está ya por encima de los 40, ha cambiado bastantes veces de empresa o negocio a lo largo de su carrera profesional. Y los que están por detrás de nosotros tendrán multitud de trabajos a lo largo del tiempo. Pero además, es fácil visualizar un futuro en el que la mayoría de la gente para desarrollarse tendrá que olvidarse de centrarse sólo en una empresa u organización para ganarse la vida, y pasar a pensar en clave de carrera profesional o autoempleo. En ese momento cada uno gestionará su propia iniciativa y prestará sus servicios ya no a una, sino a varias compañías. Enlazando con esta visión de un futuro más emprendedor, y entendiendo que la formación siempre será la base en la que deberá sustentarse nuestra sociedad venidera, sería fundamental que en las universidades no sólo enseñasen conocimiento, sino que también promoviesen y divulgasen la emprendeduría profesional o empresarial. Tendría que haber más conexión entre el «ágora» (donde se hacen los negocios y se vive la cultura y la política) y la «academia» (donde se genera y divulga el conocimiento). Además, si aparte de vivir intensamente el presente, nos preocupa mínimamente el futuro porque de él dependerán los próximos presentes, deberíamos dar más valor a los colectivos clave que constituyen la base de la creación de ese porvenir. Y entre esos colectivos, los empresarios ocupan uno de los lugares destacados. A pesar de que demasiadas veces, en lugar de encontrar facilidades en la sociedad actual, éstos deben luchar para superar muchos más obstáculos del mismo sistema que los que les serían propios por su condición. En los mapas antiguos, cuando se mostraban zonas que no habían sido todavía exploradas, se dibujaba un dragón o alguna fiera rara para demostrar que en esas tierras todo era desconocido, y que había mil peligros acechando a los osados que se atreviesen a descubrirlas. Pero siempre había algún aventurero que asumía el riesgo y daba un paso más en el conocimiento de nuestro mundo y en el descubrimiento de un montón de nuevas oportunidades. En la actualidad quedan pocos rincones por descubrir, pero

continuamos teniendo muchísimos dragones dibujados en nuestro mapa mental. Quizá tenemos incluso más miedos que antes, pues ahora el temor no nos viene de las zonas desconocidas y no exploradas, sino precisamente de lo que ya conocemos y tenemos miedo a perder. La aceleradísima velocidad de los cambios que estamos experimentando y, precisamente, el hecho de haber conseguido unas cotas de desarrollo tan avanzadas, nos hacen muy vulnerables por todo lo que ahora tenemos y ponemos en riesgo. Por ello será imprescindible que fomentemos y alentemos un verdadero ejército de personas que tengan una actitud emprendedora ante los grandes retos actuales y futuros de nuestra humanidad. Como fiel apóstol de la emprendeduría, termino este libro declarándome absolutamente optimista hacia el futuro que nos espera. Será distinto, será quizá más complejo todavía, y será muchas cosas que no podemos ni describir hoy en día; pero estoy convencido de que será apasionante. Sin embargo, el reto que tenemos por delante es enorme. Como decía el recientemente fallecido premio Nobel José Saramago: «Nunca una generación ha tenido tanta responsabilidad sobre ella misma y su futuro como la generación actual». El nivel de consciencia, información y libertad ha aumentado exponencialmente; y por ello tenemos que adoptar una actitud protagonista y responsable en nuestra vida personal y profesional o empresarial. De manera que nos enriquezca personalmente y a la vez esté en línea con el desarrollo y el bienestar de todas las personas, respetando y fomentando la máxima sostenibilidad medioambiental posible. Vivimos unos tiempos sensacionales. Especialmente si sabemos adoptar una actitud más curiosa que asustada; más confiada que recelosa; más atrevida que conservadora; más activa que pasiva; más emprendedora que resignada. Si no nos hubiesen tocado estos momentos de la historia, quizás hubiéramos pagado por vivirlos. Y hasta aquí me ha llevado la atrevida aventura de escribir mi primer libro, redactado sin conocimientos previos como escritor, pero asumiendo también el riesgo, e intentando hacerlo tan bien como he sabido, siendo tan sincero como he podido y partiendo de la experiencia propia de una vida dedicada, hasta ahora, a vivir con pasión casi todo lo que he hecho. Una vida más enfocada a vivirla que únicamente a

pensarla. Una vida que espero poder continuar exprimiendo al máximo, gozando de todas las aventuras posibles tanto a nivel deportivo como en la actividad empresarial. Al fin y al cabo, como emprendedores de nuestro propio proyecto empresarial, profesional o vital, todos tenemos claro que más allá de la reflexión siempre estará la acción; y que lo verdaderamente importante es hacer algo tan sencillo como pasar del sustantivo «vida» al verbo «vivir»… y a ser posible, con cierto espíritu de aventura.

Agradecimientos Para poder escribir este libro he necesitado acumular muchas experiencias que no hubiesen sido posibles sin el apoyo y compromiso de mucha gente a lo largo de muchos años, y en momentos muy especiales de cada proyecto. Necesitaría un libro entero como éste para agradecerles a todos su aportación indispensable. Por ello, hago un agradecimiento general a todos por haber compartido conmigo tanta energía positiva, y destaco sólo los casos más especiales que me han permitido llegar a redactar todo el contenido que habéis podido leer. A mi mujer María, agradecerle ser siempre mi apoyo y consejera indispensable tanto en mis proyectos empresariales como deportivos. Por ayudarme a vivir la vida de forma expansiva dentro de la propia pareja, y compartir todo lo que hacemos de una forma apasionada en nuestra aventura familiar. Después de haber dado vueltas viviendo al límite por todo el mundo y ver cosas maravillosas, gracias a ella y a toda mi tribu, tengo clarísimo que lo mejor de todo siempre está antes de cruzar la puerta para salir de casa. A mi madre le agradezco haber sufrido toda la vida, con dignidad y humor, por culpa de mis ansias para afrontar retos de todo tipo. Pensó que me calmaría cuando acabase la carrera, o cuando montase un negocio, o cuando tuviese hijos, pero cada vez he hecho animaladas más grandes y nunca se ha podido acostumbrar a que su hijo se liase constantemente en acciones rodeadas de riesgo. A Mónica Palencia, la gerente de INVERGROUP, le doy las gracias porque a pesar de que yo he tenido momentos de soledad importantes en el negocio y en la aventura, gracias al equipo que ella lidera de forma excelente y a la compenetración a la que hemos llegado en nuestra

intensa colaboración profesional, puedo permitirme combinar toda la gestión y responsabilidad empresarial, con periodos intermitentes de ausencia por temas deportivos. Mil gracias a todos los compañeros de aventura y colaboradores de todo tipo en los diferentes proyectos empresariales y aventureros: los trabajadores de las empresas con las que estoy relacionado, los sherpas, los guías, los porteadores, los copilotos, los mecánicos, los responsables de comunicación, los escaladores, mis compañeros de equipo, mis amigos deportistas, etc. Un gran reconocimiento a todos los patrocinadores que me han apoyado económica o técnicamente en todos los proyectos en los que he participado. Aquí hago especial mención de SAUNIER DUVAL, marca que me ha esponsorizado desde 2004 en la mayoría de mis aventuras. Pero también agradezco el soporte esencial a Spanair, Vista Óptica, Joma’s Uniformes, ECHO, Don Piso, Icebreaker, Race Tracker, Masajes a 1000, Golite, EnelaireTV, El Mundo Deportivo, Sport, y una larga lista de colaboradores. A Pep Busquets (primer piloto en silla de ruedas de la historia en acabar el Rally Dakar, siendo yo su copiloto y asistente), a Nelson Cardona (coronamos juntos el Everest, pero él con una pierna amputada) y a Camila Vargas (a sus 15 años y con sólo un 20% de capacidad pulmonar ha grabado y me ha dedicado su primera y fabulosa canción). A los tres les estaré siempre agradecido porque me han inyectado mucha energía, y me han demostrado que todos los impedimentos que hay en la vida son sólo mentales. Todos podemos hacer realidad nuestros sueños, por muy duras y traumáticas que sean nuestras circunstancias. Y muy especialmente, a Sergio Bulat, mi editor, porque ha sido fundamental para mí en todo el proceso de redacción y concepción de este libro. Me ha aconsejado, ha sido mi guía y mi coach, siempre se ha mostrado flexible y positivo en todas mis sugerencias o manías, y ha sufrido estoicamente las torpezas de un escritor novato. La primera frase que me dijo después de presentarnos, es que ellos compraban libros, y no proyectos. Pero firmamos el contrato con el libro a medio

hacer, y él ha estado sudando la camiseta durante todo el proceso. Me ha ayudado a dar pasos con confianza, a evitar muchos errores de principiante, y a enriquecer mucho el producto final. Muchísimas gracias Sergio.

ISBN EPUB: 978-84-9944-451-2

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