Esp Ignaciana
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CAPITULO V EL MODO DE PROCEDER
19. La intención recta «El nuestro modo de proceder»: es otra expresión frecuente en Ignacio, pero también en los primeros compañeros, para quienes se trataba de una fórmula consagrada. Y es que es normal que una determinada espiritualidad conlleve un modo determinado de vivir y de actuar: señal de que no se trata de un sueño, sino que es algo que se enraíza en la existencia. Y algo que afecta a la vida toda, acción y oración, en sus más mínimos detalles. Por aquí va a discurrir, pues, esta quinta y última parte, en la que vamos a tratar de determinar los ejes fundamentales del proceder ignaciano: el fin que se pretende y los medios que deben utilizarse. El fin es uno solo: trabajar en la propia santificación personal «ayudando a las almas»; vivir en Dios y con Dios lanzándose al encuentro de los hombres en el mundo. Un mundo del que se rechaza, además, «cuanto él ama y abraza», a fin de seguir al único Señor Jesucristo (CC, 10 l). Para vivir esta tensión sin crispaciones ni componendas, componendas, Ignacio insiste en la intención recta o el «ojo simple», como lo muestra lo que escribe para quienes dan sus primeros pasos en la vida religiosa: «Todos se esfuercen de tener la intención recta, no solamente acerca del estado de su vida, pero aun de todas cosas particulares, siempre pretendiendo en ellas puramente el servir y complacer a la divina Bondad por Sí misma y por el amor y beneficios tan singulares en que nos previno, más que por temor de penas ni esperanza de premios, aunque de esto deben también ayudarse; y sean exhortados a menudo a buscar en todas cosas a Dios nuestro Señor, apartando, cuanto es posible, de sí el amor de todas criaturas, por ponerle en el Criador dellas, a El en todas amando y a todas en Él, confonne a la su santísima y divina voluntad» (CC,288). Este texto precisa en qué consiste la intención recta. En primer lugar, en una convicción: sólo Dios es absoluto; todo lo demás es relativo; la fuente del amor verdadero no está en mí, sino en Dios. En segundo lugar, en una orientación del corazón: todo cuanto yo pienso, amo o hago debe orientarse hacia ese absoluto que es Dios. De ese modo, puedo volverme a las criaturas amándolas como Dios las ama, buscando a Dios en ellas. ell as. Esto afecta, en primer lugar, a la oración. Para evitar toda introspección estéril o toda divagación sentimental, nunca se debe omitir lo que san Ignacio llama la «oración preparatoria», en la que pedimos a Dios su gracia «para que todas mis intenciones, acciones y operaciones sean puramente ordenadas en servicio y alabanza de su divina majestad» (EE,46). Cada vez que la oración comienza a desviarse de este objetivo, podemos volver a esta petición. Y afecta también a las actividades cotidianas sobre las que hay que reflexionar y decidir. Siempre que haya que tomar una decisión, dice san Ignacio, «el ojo de nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima, y así, cualquier cosa que yo eligiere debe ser a que me ayude para el fin para que soy criado, no ordenando ni trayendo el fin al medio, mas el medio al fin». Y pone un ejemplo: «Muchos eligen primero casarse, lo cual es medio, y secundario servir a Dios nuestro Señor
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