Escritos Selectos - S. Antonio de Padua

July 15, 2017 | Author: Iosephus | Category: Christ (Title), Saint, Jesus, Saint Peter, Prayer
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Descripción: Escritos selectos - S. Antonio de Padua...

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SAN ANTONIO DE PADUA

ESCRITOS SELECTOS Selección y traducción de Fray Contardo Miglioranza, O.F.M.C.

Serie Grandes Maestros n.° 16

Editorial APOSTOLADO MARIANO Recaredo, 44 - 41003 SEVILLA Tei.: 954 41 68 09 - Fax: 954 54 07 78 www.apostoladomariano.com

Con licencia eclesiástica ISBN: 978-84-7693-217-9 Depósito legal: M. 25.269-2007 Impreso en España - Prìnted in Spain Por: Impreso por: Impresos y Revistas, S. A. (IMPRESA)

MAGISTERIO ESPIRITUAL DE SAN ANTONIO San Antonio de Padua goza de gran devoción en el mundo entero. Su popularidad está respaldada por tres sobresalientes características: su santidad, su apostolado y su poder tauma­ túrgico. Su predicación arrastraba a multitudes. Al iniciar algún curso de cuaresma o de adviento, la ciudad entera acudía a es­ cucharlo. Los templos más espaciosos no daban abasto. El de­ bía predicar en las plazas. De esa manera las ciudades del nor­ te de Italia y del sur de Francia tuvieron la dicha de recibir su mensaje. Algunos años antes de morir, solicitado por sus hermanos y algún cardenal amigo, comenzó a poner por escrito sus Ser­ mones. Su fama de apóstol y el prestigio de sus escritos le le­ vantaron el pedestal de «Doctor de la Iglesia». La biografía de San Antonio, siquiera en sus rasgos princi­ pales, es conocida; pero sus escritos son casi totalmente desco­ nocidos, de difícil acceso por el latín y también porque no es­ tán editados. Nuestro esfuerzo tiende a acercar al lector a este abundante manantial de sabiduría y de gracia. Rasgos biográficos San Antonio nació en Lisboa (Portugal). No conocemos la fecha exacta de su nacimiento. Comúnmente se la coloca en el año 1195; sin embargo, tanto los historiadores como los anato­ 3

mistas que en el año 1981 analizaron sus restos, anticipan de algunos años, hasta el 1188, la fecha de su nacimiento. En la fuente bautismal le fue impuesto el nombre de Fer­ nando, que él cambió en Antonio a su ingreso en la Orden franciscana. Antonio, en griego, significa «flor nueva». A todas luces, por su influencia religiosa y social, Antonio fue una flor nueva, de gran belleza y fragancia. Sus padres, Martín de Alonso y María, eran de familia noble y acomodada. La casa en que nació se hallaba al lado de la catedral. Frecuentó la escuela de la catedral, donde no sólo aprendió a leer, escribir y cuentas, sino que también avanzó hacia las ates liberales del trivio: gramática, retórica y dialéctica, y del cuadrivio: aritmética, música, geometría y astrologia. Toda la enseñanza se desarrollaba en latín, que Antonio llegó a dominar a la perfección, como llegó a dominar la cul­ tura humanista de Roma y Grecia. Las muchas citas sobre planteos de flora y fauna señalan que a Antonio le gustaban también los cursos sobre ciencias naturales. Mientras Antonio abrevaba su espíritu en contacto con la sabiduría humana y cristiana sucedían hechos de gran reso­ nancia política y religiosa. Las batallas de Las Navas (1212) y de Alcázar de Sal (1217) liberaban a España y Portugal del do­ minio musulmán. En el año 1215 se realizó en Roma el Con­ cilio Lateranense IV, cuyos dos fines precipuos eran la refor­ ma de la Iglesia y la liberación del Santo Sepulcro. La rozagante juventud de Antonio, adornada de tan her­ mosas prendas intelectuales y morales, le prometía una cose­ cha de laureles amorosos y profesionales. Pero, justamente cuando se le ofrecían en bandeja todos los atractivos munda­ nos, sintió en su interior el llamado de una entrega más plena y generosa al Señor. Llamó a las puertas del monasterio agustiniano de San Vi­ cente, en las afueras de Lisboa; pero, al verse asediado por las frecuentes visitas de familiares y amigos, pidió su traslado al monasterio de Santa Cruz de Coimbra, que era un prestigioso centro de espiritualidad y de cultura, a nivel universitario. Allí Antonio se empapó con toda la cultura filosófica y teológica de la época; sobre todo, profundizó su espiritualidad 4

en el diario contacto con la Sagrada Escritura y con los Padres de la Iglesia. Allí también, hacia el año 1220, se recibió de sacerdote. Acerca de su cultura bíblica, todos los testimonios la ensal­ zan. Con su poderosa inteligencia, Antonio podía desentrañar el sentido pleno del texto sagrado, con su memoria tenaz po­ día recordarlo, citando a la vez el libro y el capítulo, y con su capacidad de síntesis enlazarlo con muchos aspectos de la per­ fección cristiana. Era tan grande la admiración que los con­ temporáneos tenían del conocimiento y de la pasión bíblica de Antonio que solían decir que, si se perdieran todos los libros de la Sagrada Escritura, hubiera bastado la memoria del santo para reescribirlos. Antonio esperaba encontrar en Coimbra un monasterio que fuera un nido de fraternidad, un oasis de paz y un estímu­ lo para el apostolado; en cambio, se encontró en medio de si­ tuaciones muy turbulentas. Las intromisiones del rey, que go­ zaba del derecho de patronato, y una sarta de desórdenes y de indisciplinas crearon no pocas tensiones. Parece que Antonio, tanto por su idiosincrasia personal como para atender a sus predilectos estudios, se mantuvo al margen de esas miserias humanas. Bajo el sayal del Pobrecillo En el año 1219 llegaron a Coimbra cinco hermanos fran­ ciscanos, con la intención de dirigirse a Marruecos como mi­ sioneros. Antonio, como hospedero, los acogió y desde los co­ mienzos se sintió impactado por sus ejemplos de humildad y de pobreza. El 20 de enero de 1220 los cinco franciscanos su­ frieron el martirio, y sus despojos fueron traidos, como reli­ quias, al monasterio de Santa Cruz, donde recibieron solemnes honores. Los ideales misioneros y la sangre de esos cinco francisca­ nos fueron una llamada profunda o, mejor, una inspiración, para Antonio, cual, deseoso de imitarlos, solicitó permiso para pasar de los agustinos-a los franciscanos. 5

Impulsado por su fuego interior, Antonio se embarcó para dirigirse a Marruecos, pero no logró ninguna de sus aspiracio­ nes. Una grave dolencia -quizás, la malaria- lo clavó en el le­ cho. En ese trastorno Antonio vio una clara señal de Dios que no le quería en Africa. Se embarcó de nuevo para regresar a Portugal, pero una recia tempestad empujó el barco hacia las costas sicilianas. Era el mes de abril de 1221. Desde allí, con otros hermanos, se encaminó hacia Asís, para participar del famoso Capítulo de las Esteras del año 1221. En Asís pudo ver, escuchar y admirar al fundador de la Orden, San Francisco; pero, por ser extranjero y por balbucir apenas el idioma italiano, nadie se preocupó por él ni le hizo caso. Fray Gracián, Ministro Provincial de la Romaña, se lo lle­ vó consigo y le asignó el eremitorio de Montepaolo. Allí Anto­ nio celebraba la Misa para los hermanos, cumplía los humil­ des servicios de la casa y de la cocina y hacía penitencia. Su gran lumbrera cultural y espiritual se puso de manifies­ to en una ordenación sacerdotal. Se solía ofrecer a los orde­ nandos un fervorín exhortatorio; pero nadie estaba preparado. El superior mandó a Antonio que les dirigiera un mensaje de parabienes. A pesar de improvisar, en el discurso de Antonio resplandecieron su excepcional conocimiento de la Sagrada Escritura, su fervor y su admirable elocuencia. Desde ese momento se inició su apostolado itinerante, se­ gún la nueva metodología franciscana. Alternaba la predica­ ción con conferencias al clero, las confesiones, las lecciones de teología a los hermanos y las demás actividades pastorales. No tardaron en llegar a los oídos de san Francisco sucesos tan gratos y tan estrepitosos; y Francisco, con complacencia de padre y gozo de hermano, le dirigió este mensaje: «Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco envía sus saludos. Me complace que enseñes la sagrada teología a los hermanos, con tal que en esa ocupación no extingas el espíritu de oración y devoción, como está escrito en la regla». Fray Antonio fue el primer maestro de teología de la Or­ den franciscana y su primer gran escritor y doctor. Tuvo car­ gos de relevancia dentro de la Orden, pero su preferencia era 6

la predicación, donde era escuchado como un oráculo del cie­ lo; sin embargo, no le faltaron repulsas de parte de los herejes maniqueos. Para vencer la testarudez de uno de ellos, que ne­ gaba la presencia sacramental del Señor en la Eucaristía, im­ petró del Señor el famoso prodigio de la mula que se arrodilló en adoración ante la custodia y con ella, por supuesto, se arro­ dilló también el hereje. Herencia de un santo Fray Antonio, tanto para cumplir con sus impulsos misio­ neros como para visitar y alentar a los hermanos de los distin­ tos conventos, recorrió una tras otra las principales ciudades del norte de Italia y del sur de Francia; pero, sobre todo, se atrajo las simpatías y el fervor religioso de los habitantes de Padua. Allí, por primera vez, predicó una cuaresma con ser­ mones diarios. Esa innovación fue todo un éxito y tuvo un de­ sarrollo sorprendente y grandioso. Desde ese momento se co­ menzaron a predicar cuaresmales en todos los templos princi­ pales, y eran auténticas primaveras espirituales y catequéticas. Sólo decayeron con el advenimiento de los Medios de Comu­ nicación Social. El apostolado de Antonio tuvo también hondas resonan­ cias sociales. Por ejemplo, Antonio influyó para que los deu­ dores no fueran encarcelados. La Municipalidad de Padua, a través de una lápida, reconoce agradecida esa influencia para la pacificación y convivencia de los ciudadanos. Tanto en Padua como en la vecina Camposampiero, Fray Antonio aprovechó alguna temporada libre para poner por es­ crito sus Sermones, que serían su legado espiritual para sus in­ numerables devotos. En Camposampiero, para estar más a so­ las y más cerca del cielo, se hizo construir una celda pensil en la copa de un opulento nogal. El 13 de junio de 1231, hacia el mediodía, mientras se ha­ llaba sentado a la mesa con los hermanos, sufrió un grave co­ lapso. En conformidad con sus deseos, fue transportado en un carro de bueyes a Padua. Hacia las cinco de la tarde se sintió 7

desfallecer. Entonó con voz conmovida un canto de amor a la Virgen, la gloriosa Señora y Re na de su corazón y la estrella de su trayectoria misionera, para que le abriera las puertas del cielo; y . mientras los hermanos seguían cantando, su santa alma voló a la eternidad. Su proceso de canonización fue extremadamente rápido y el 30 de mayo de 1232 -¡menos de un año de su muerte!-, el Papa Gregorio IX lo proclamó santo. El Papa Pío XII, el 16 de enero de 1946, lo exaltó como Doctor de la Iglesia, con un matiz peculiar: «Doctor Evangélico», por su excepcional pa­ sión bíblica. Sobre su tumba los devotos le edificaron una estupenda ba­ sílica, a la que acuden anualmente millones de peregrinos, an­ siosos de besar esas santas reliquias y de impregnarse de la santidad del gran taumaturgo. Esa basílica es a la vez un pu­ jante centro de espiritualidad y de iniciativas culturales y cari­ tativas. Las Obras Antonianas brindan su generoso aporte a muchas instituciones de América, de Asia, de Africa... El jueves, 10 de octubre de 1991, se divulgó por el mundo entero la noticia de que el relicario con el Mentón de san An­ tonio había sido rapiñado, mientras se celebraba la Misa ves­ pertina. El mundo católico se conmovió y muchos levantaron sus plegarias al cielo. Gracias a Dios, y gracias a la perspicacia o astucia de un grupo de gitanos, el 20 de diciembre de 1991, que en general son muy devotos de san Antonio, se pudo ha­ llar el relicario con el Mentón del santo. ¡Todo intacto! No en vano san Antonio es el Protector de las cosas perdidas. Los Sermones Según los estudiosos, los Sermones Dominicales y Festivos son la única obra auténtica de la pluma de Fray Antonio y lle­ van toda la impronta de su personalidad y de su espiritualidad, como toda obra lleva la impronta de su autor. Después de un sinnúmero de estudios y confrontaciones de códices y citas, finalmente en el año 1979 se publicó la edición crítica de los Sermones, en latín, gracias a la ardua labor de los 8

hermanos franciscanos conventuales Benjamín Costa, Leonar­ do Frassón y Juan Luisetto, con la colaboración de Pablo Marangón. La edición fue asumida por IL MESSAGGERO DI SANT’ANTONIO - Padova 1979. Desde el comienzo se requiere una aclaración. Los Sermo­ nes de san Antonio no tienen nada que ver con nuestros ser­ mones u homilías; más bien, podríamos definirlos como un manual, un prontuario, un tratado, un acopio de mensajes bí­ blicos... para que los futuros predicadores los asimilen, los ru­ mien y los aderecen para el pueblo. Los temas centrales con los Evangelios de los domingos y fiestas. Para desarrollarlos, acude al misal y al breviario. El misal le ofrece, además del Evangelio, el introito y la epístola; el breviario le ofrece los textos del Antiguo Testamento. Fray Antonio era un hombre metódico y, utilizando esta cuadriga de textos, puede desplegar una exposición bíblica de amplio repertorio y de segura eficacia. El texto sagrado es a menudo explicado según los cuatro sentidos, que gozaban de gran simpatía entre los escolásticos: el sentido literal, el anagògico (en relación a la vida eterna), el alegórico y el moral. Los más desarrollados son el alegórico y el moral. Era la mentalidad de la época, a la que la sensibili­ dad espiritual de Antonio se adaptaba a las mil maravillas. Antonio tenía el noble propósito de explicar la Biblia con la Biblia. ¡Nada más justo ni más provechoso, porque el mejor intérprete de un texto es otro texto o el contexto, o la tradi­ ción! Este método le ayudaba mucho para iluminar, ensanchar o profundizar el texto. Naturalmente no faltan maneras un tanto artificiosas para hacer concordar un texto con otro en ra­ zón del nombre, del lugar, de la etimología, de la historia... Para respaldar su interpretación, el santo acude a la gran fuente patrística; y muy frecuentes son las citas de san Agus­ tín, de san Ambrosio, de san Jerónimo, de san Gregorio, de san Bernardo... Igualmente en temas filosóficos o morales acu­ de a la sabiduría de Grecia y Roma. Para matizar los temas y ampliar horizontes, no desdeña, de vez en cuando, acudir a las ciencias naturales las que, a pesar de hallarse en pañales, cons­ tituían el único acervo científico de la época. 9

En Antonio se pondera un gusto particular por la etimolo­ gía que le permite, a través de interpretaciones y símbolos, en­ riquecer su caudal doctrinal y abrirse hacia nuevas realidades. Su gran maestro fue san Isidoro de Sevilla. Fines y temas ¿Qué fines buscaba Fray Antonio? En el Prólogo a sus Ser­ mones, él mismo se expresa claramente. El fin remoto, eviden­ temente, es la gloria de Dios y el bien de las almas; el fin pró­ ximo, la instrucción de los hermanos, a los que quería brindar una ayuda para su gobierno espiritual y sus actividades minis­ teriales. Los mismos fines tenemos nosotros con los escritos del santo: brindar a los lectores material formativo para su ilustración y su animación. En los Sermones aparece con frecuencia la palabra «Glo­ sa». ¿Qué era? Era una colección ordenada y razonada de ex­ plicaciones bíblicas y de sentencias de los Santos Padres. Para los mismos fines exegéticos, Antonio utiliza las famosas Sen­ tencias de Pedro Lombardo, que tanta influencia tuvieron en los grandes maestros del siglo XIII: santo Tomás de Aquino, san Buenaventura, beato Juan Duns Scoto... Como buen franciscano, Antonio no predicaba en las aulas universitarias, sino en los templos y las plazas para los humil­ des, los simples, los pobres, los marginados, los pecadores. Sus preferidos eran los temas morales: el hombre y Dios, la con­ versión, la reforma de la vida, la confesión, el espíritu peniten­ cial, el llamado a la santidad, las grandes vivencias evangéli­ cas, el seguimiento del Señor, el servicio al prójimo, la frater­ nidad, la solidaridad... Fray Antonio, con mano maestra de teólogo y con expe­ riencia de santo, abre a todos sus oyentes los raudales de la misericordia del Señor, las ternuras del Niño-Dios, los gemi­ dos amorosos del Señor crucificado, los encantos virginales de María y su maternal protección, la compañía y el aliento de las innumerables multitudes de santos... Todos estos temas los hemos recogido en nuestro trabajo 10

bajo estos rótulos: vivencias espirituales, el misterio de Dios y de Cristo, caminos de oración y de contemplación, con Cristo en la eternidad. ¿Qué metodología hemos seguido? Hemos seguido estas orientaciones básicas: ante todo, fidelidad al texto; luego, clari­ dad de conceptos; y, finalmente, lenguaje agradable. Que lo hayamos logrado o no, lo confiamos a la consideración de los lectores. Obraban en nuestro poder la edición crítica, en latín, de los Sermones; pero, además de nuestros esfuerzos de abejas ha­ cendosas, hemos aprovechado también de los trabajos de otros expertos en estudios antonianos: Vergilio Gamboso en AN­ TONIO I PADOVA-GUARDATE I GIGLI DEL CAMPO -Città Nuova Editrice- Roma 1981; y A.G. Nocilli en SANT 'ANTONIO DI PADOVA NEI SUOI SCRITTI -EM PPadova 1981. A tan excelentes estudiosos les damos las más efusivas gracias. Acotaciones Para un primer acercamiento a la vida de San Antonio y a su época, sugerimos nuestra biografía: SAN ANTONIO DE PADUA, editada en varias ediciones por Misiones Francisca­ nas Conventuales y por Castañeda. Al final de cada artículo, ponemos una siglas. El número romano señala el volumen; el número arábigo, las páginas. La Sagrada Escritura que usó Antonio, era la Vulgata, en latín, con sus variantes que difieren un tanto de las versiones modernas. Ponemos sobre aviso al lector, por si acaso quisiera consultar las citas en alguna versión moderna. Para la consulta de las citas bíblicas, hay que tener en cuenta que en la época de san Antonio los actuales l.° y 2.° de Samuel eran el l.° y el 2.° de los Reyes; y los actuales l.° y 2.° de los Reyes eran el 3.° y el 4.° de los Reyes. También hay que tener en cuenta una variante en la nume­ ración de los salmos, que desde el 10 hasta el 148 postergan una unidad. Para consultar las citas de Antonio, hay que re­ troceder de una unidad. 11

No faltan casos en que Antonio cita el texto de memoria, reduciéndolo o ampliándolo. A través de sus Sermones, san Antonio sigue su divina trayectoria de evangelizador, tanto en Europa, que desde el año 1992 rasga sus fronteras nacionales y une los destinos de sus pueblos, como en América que celebra los 500 años de EVANGELIZACION y a la vez se proyecta en una nueva y más fecunda EVANGELIZACION. A través de su magisterio, Fray Antonio nos propone un itinerario de vida y de perfección cristiana. La meta es la plena vivencia de Cristo en nosotros, o sea, que «Cristo more plena­ mente en nosotros» (Ef. 3,17). San Antonio es así el pregonero de la gracia, como «parti­ cipación de la divina naturaleza» (2 Pe. 1,4), y de la divina in­ habitación, por la cual el hombre se vuelve hijo de Dios y mo­ rada trinitaria. ¡En alabanza de Cristo! ¡Amén! Fray Contardo Miglioranza Franciscano conventual

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PARTE PRIMERA VIVENCIAS ESPIRITUALES 1. En la soledad hallarás al Señor En aquel tiempo dijo Jesús a Pedro: Sígueme (Jn. 21,19). En este pasaje del Evangelio se notan dos cosas: la imitación de Cristo, y el amor que El tiene hacia su fiel. La imitación de Cristo se manifiesta en las palabras: Sígue­ me. Esto lo dijo a Pedro, pero lo dice también a todo cristiano: Sígueme. Por esto afirma Jeremías (3,19): Me llamarás Padre, y no dejarás de caminar en pos de mí. Sígueme, pues; pero, antes, quítate el bagaje, ya que, agobiado por la carga, no me puedes seguir a mí que corro. Dice el salmista (118,32): Corrí, teniendo sed, se entiende, sed de la salvación humana. ¿Hacia dónde corrió? Hacia la cruz. Entonces corre tú también detrás de El. Como El asumió su cruz por ti, tú también haz lo mismo: toma tu cruz, pero por ti. En el evangelio de Lucas (9,23) se lee: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, o sea, sacrifique la propia voluntad, tome su cruz mortificando la carne, cada día, es decir, continuamente, y me siga. Así, pues, sígueme. O, si deseas venir a mí y hallarme, sígueme, o sea, búscame aparte. El dijo a sus discípulos (Me. 6,31): Vengan a un lugar apartado, para descansar un poco. Eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo ni para comer. ¡Ay de mí! ¡Cuántas pasiones de la carne y cuántos estrépitos de la mente 13

van y vienen por nuestro corazón! Y así no tenemos ni el tiempo de comer el alimento de la eterna dulzura, ni de sentir el sabor de la interior contemplación. Por esto el bondadoso Maestro nos dice: sepárense del alboroto de la multitud y ven­ gan a un lugar apartado, o sea, a la soledad de la mente y del cuerpo, y descansen un poco. Sí, un poco, porque, como se dice en el Apocalipsis (8,1): Se hizo silencio en el cielo por casi media hora; y en el Salmo (54,7): ¿Quién me dará alas como de paloma, para volar y hallar descanso? Oseas (2,14): Yo la amamantaré, y la llevaré al desierto, y le hablaré a su corazón. En estas tres frases se nota una triple condición (de la vida espiritual): el que comienza, el que pro­ gresa y el que es perfecto. La gracia amamanta e ilumina al que está en los comienzos, para que crezca y progrese de vir­ tud en virtud; entonces lo separa del estrépito de los vicios y del tumulto de los pensamientos, y lo lleva a la soledad, o sea, al descanso de la mente; y, allí, después de haberlo perfeccio­ nado, le habla al corazón. Eso se logra cuando siente la dulzu­ ra de la divina inspiración y se entrega totalmente al gozo es­ piritual. ¡Oh! ¡Qué grandes son entonces en su corazón la devoción, la admiración y el júbilo! Por la grandeza de la devoción se eleva sobre sí mismo, por la pujanza de la admiración se siente transportado por encima de sí mismo y por el impulso del éx­ tasis se desapega de sí mismo. Sígueme. El habla como una madre cariñosa, cuando ense­ ña a su hijito a caminar. Le muestra un pastel o una manzana le dice: «Ven en pos de mí y te los daré». Y cuando el niño se le acerca hasta casi alcanzarla, la madre se aleja poco a poco y, siempre mostrándole las golosinas, le repite: «Sígueme, si quieres recibirlas». Existen aves que sacan fuera del nido a sus polluelos y con su vuelo les enseñan a volar y a seguirlas. Así obra Cristo: para que le sigamos, El mismo se ofrece como ejemplo y pro­ mete el premio en el reino de los cielos. Sígueme, pues, porque yo conozco el buen camino, para guiarte. A este propósito está escrito en el libro de los Prover­ bios (4,11-12): Yo te muestro el camino de la sabiduría; te 14

conduciré por sendas rectas. Así, cuando camines, tus pasos no serán estorbados; y, si corres, no tropezarás. El camino de la sabiduría es el camino de la humildad; cualquier otro es el camino de la necedad, porque es el de la soberbia. Este camino nos lo mostró Jesús, al decimos: Apren­ dan de mí que soy manso y humilde de corazón, y hallarán re­ poso para sus almas (Mt. 11,29). La senda es estrecha, de un ancho de dos pies, para que otro no pueda pasar. Senda deri­ va de «semis», que significa «medio camino». Sendas de la rectitud son las de la pobreza y de la obedien­ cia, por las que Cristo, pobre y obediente, te conduce con su ejemplo. En aquellas sendas no hay nada tortuoso, sino que todo es rectilíneo y llano. Pero lo que suscita maravillas, es el hecho de que, aun siendo tan estrechas, los pasos que las reco­ rren no se hallan estorbados. En cambio, el camino del mundo es ancho y espacioso; sin embargo, los que viven según el mundo, no lo hallan suficientemente ancho, como les pasa a los borrachos que hallan estrecho todo camino, aun si es muy ancho. El mal, efectivamente, tiene su congènita angostura; en cambio, la pobreza y la obediencia por un lado estrechan y condicionan, por el otro dan libertad, porque la pobreza hace ricos y la obediencia hace libres. El que corre por estos sende­ ros en pos de Jesús, no halla tropiezos ni de las riquezas ni de la propia voluntad. Sígueme, pues, y te mostraré lo que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni penetró en corazón de hombre, o sea, lo que Dios pre­ paró para los que le aman» (1 Co. 2,9). Sígueme, y, como dice Isaías (45,3 y 60,5): «Te daré tesoros escondidos y secretos ar­ canos; y tú, al verlo, te pondrás radiante, y tu corazón palpita­ rá y se dilatará». Verás a Dios cara a cara como es (1 Jn. 3,2); estarás col­ mado de deleites y de riquezas de la doble estola del alma y del cuerpo. Tu corazón admirará los órdenes de los ángeles y las moradas de los bienaventurados, y por el gozo se dilatará en el júbilo y en la alabanza. * * * 15

El amor de Cristo hacia quien le es fiel se ve, por ejemplo, en el pasaje: Pedro, volviéndose, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, aquel que en la cena se había inclinado sobre su pecho (Jn. 21,20). El que de veras sigue a Cristo, desea que todos lo sigan; y por esto se dirige hacia su prójimo con fervorosa solicitud, de­ vota oración y predicación de la palabra. Justamente esto sig­ nifica el volverse de Pedro; y concuerda con la parte final del Apocalipsis (22,17): «El esposo y la esposa -o sea, Cristo y la Iglesia- dicen: “Ven”. Y el que escucha, diga también: “Ven”». Cristo, por medio de la inspiración, y la Iglesia, por medio de la predicación, dicen al hombre: «Ven». Y el que escucha estas palabras, a su vez, diga a su prójimo: «Ven», o sea, «Si­ gue a Jesús». Volviéndose, Pedro vio que lo seguía aquel discípulo, a quien Jesús amaba. Jesús ama al que le sigue. Por esto se le puede aplicar lo de los Números (14,24): A mi siervo Caleb, que me siguió fielmente, lo introduciré en el país que ha explo­ rado, y sus descendientes lo poseerán. * * * El discípulo al que Jesús amaba. Se calla el nombre, pero con esas palabras se indica a Juan, y se lo distingue de los de­ más, no porque Jesús lo ama a él solo, sino que lo amaba más que a los demás. Amaba también a los demás, pero a éste lo amaba con mayor familiaridad. Lo enriqueció con una más abundante dulzura de su amor, porque fue elegido siendo vir­ gen y virgen permaneció; por esto Jesús le confió a su Madre. En la cena Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús. Fue una muestra de gran amor, el haberse reclinado -¡sólo él!— sobre el pecho de Jesús, en el que están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col. 2,3). En este gesto se representaban todos los misterios de las cosas divinas que Juan, a diferencia de los demás apóstoles, más adelante escri­ biría. Observa que Jacob descansó sobre una piedra y Juan sobre 16

el pecho de Jesús; aquél durante el viaje, éste durante la cena. En Jacob son simbolizados los peregrinos, en Juan los biena­ venturados; aquéllos durante el camino terrenal, éstos ya llega­ dos a la patria celestial. En el Génesis (28,10-13) se lee: Jacob salió de Bersebá y fue a Jarán. Al querer descansar, tomó una piedra por almo­ hada y durmió. En el sueño vio una escala, apoyada en la tie­ rra y que tocaba el cielo con su punta, y por la cual subían y bajaban ángeles de Dios; y el Señor estaba en lo alto. Jacob es el justo que todavía peregrina en esta tierra, en la que está sujeto a muchas luchas; parte de Bersebá, que signifi­ ca «pozo» y representa justamente el pozo sin fondo de la co­ dicia humana; va hacia Jarán, que significa «excelso» y por eso representa a la Jerusalén celestial. Por eso dice Rabacuc (3,16): Subiré a un pueblo armado, que triunfó sobre un mun­ do perverso. Y porque desea aliviar las fatigas de su peregrinación, colo­ ca una piedra bajo su cabeza y duerme. La cabeza es la mente; la piedra, la firmeza de la fe; la es­ cala erguida, el doble amor (hacia Dios y el prójimo). Los án­ geles son los hombres justos, que suben a Dios con la eleva­ ción de su mente, pero también se inclinan hacia el prójimo a través de la compasión del alma. El justo, pues, durante su peregrinación terrenal, para des­ cansar, posa la mente en la firmeza de la fe. Por eso se lee en los Proverbios (30,26): El gazapo es por su naturaleza débil y por eso hace su cueva entre las piedras. El gazapo, animal tí­ mido, representa al que es débil espiritualmente, y por ende no sabe oponerse eficazmente contra las ofensas de todo géne­ ro, y por eso, para descansar y dormir, coloca el lecho de su esperanza en la piedra de la fe. Así ve erigida en sí mismo la escala de la caridad. Observa que el Señor está apoyado en la escala por dos motivos: para sostenerla y acoger a los que suben por ella. El sostiene, efectivamente, el peso de nuestra fragilidad, para que podamos subir mediante las obras de la caridad; y acoge a los que suben, para que con El, que es eterno y dichoso, también nosotros seamos eternos y dichosos. 17

Entonces en aquella cena que nos saciará para siempre, descansaremos con Juan sobre el pecho de Jesús. Como el co­ razón está en el pecho, así el amor está en el corazón. Descan­ saremos en su amor, porque lo amaremos con todo el corazón y con toda el alma, y hallaremos en El todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. ¡Oh amor de Jesús! ¡Oh tesoro puesto en el amor, oh sabi­ duría de inestimable sabor, oh ciencia de todo saber! Dice el salmista (16,15): Me saciaré cuando aparezca tu semblante ra­ diante; y: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. (Jn. 17,3). A El sean gloria y alabanza por los siglos eternos. ¡Amén! (En la fiesta de san Juan Evangelista: III, 31-35)

2. Dejemos la vanidad del mundo Subía del pozo una humareda como la humareda de un horno grande, que oscureció el sol y la atmósfera. De la huma­ reda salieron langostas que se esparcieron por la tierra. Así se lee en el Apocalipsis (9,2-3). La humareda que enceguece los ojos de la razón sube del pozo de la codicia mundana, que es el gran homo de Babilo­ nia. A causa de esta humareda se oscurecieron el sol y la at­ mósfera. El sol y la atmósfera representan a los religiosos. Ellos son el sol, porque han de ser puros por la castidad, ca­ lientes por la caridad y luminosos por la pobreza; y son la at­ mósfera, porque han de ser etéreos, o sea, contemplativos. A causa de nuestros pecados salió la humareda del pozo de la codicia, y nos ahumó a todos. De ahí nace la lamentación de Jeremías (Lm. 4,1): ¡Cómo se ennegreció el oro! ¡Cómo se deterioró su hermoso brillo! Observa con cuanta propiedad Jeremías dice: «Se ennegre­ ció y deterioró». La humareda de la codicia oscurece el esplen­ dor de la vida religiosa y deteriora el espléndido brillo de la contemplación celeste, en la cual la cara del alma se aviva con 18

los colores más bellos, el blanco y el rojo: el blanco de la en­ carnación del Señor y el rojo de su pasión; el blanco de la marfileña castidad y el rojo por el ardiente deseo del Esposo celestial. Lamentablemente, hoy en día, este estupendo color está deteriorado, porque está alterado por la humareda de la codi­ cia. De ello está escrito: De la humareda del pozo brotaron langostas por toda la tierra. Las langostas, por su modo de saltar, representan a todos los religiosos que, utilizando los dos pies juntos de la pobreza y obediencia, deberían saltar hacia las cimas de la vida eterna. Pero, lamentablemente, salieron de la humareda del pozo con un salto atrás y, como se dice en el Exodo (10,5), cubrieron la superficie de la tierra. Hoy en día no se organizan mercados, ni hay encuentros atestados de seglares o de eclesiásticos, en los que no se en­ cuentren monjes y religiosos. Compran y venden, edifican y destruyen, cambian el cuadrado en redondo. En los procesos convocan las partes, pleitean ante los jueces, traen consigo a expertos en decretos y leyes y presentan testigos, con los que están dispuestos a jurar por cuestiones transitorias, frívolas y vanas. Díganme, oh religiosos necios, ¡si en los profetas o en los evangelios de Cristo, o en las cartas de san Pablo, o en la regla de san Benito o de san Agustín encontraron litigios y aberra­ ciones de este género, y tamaño alboroto y tantas protestas por cosas banales y caducas! ¡Todo lo contrario! Dice el Señor a los apóstoles, a los monjes y a todos los religiosos, pero no bajo forma de consejo, sino de precepto, ya que ellos escogieron el camino de la per­ fección: Les digo a ustedes que me escuchan: amen a sus ene­ migos y hagan el bien a los que les odian; bendigan a los que les maldicen y oren por los que les calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, no le niegues ni la túnica. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no solicites que te lo devuelva. Como quieren que hagan con ustedes los hombres, así también hagan ustedes con ellos. Porque si aman a los que les aman, 19

¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si les hacen el bien a los que se lo hacen, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo. (Le. 6,27-33). Esta es la regla de Jesús que hay que preferir a todas las re­ glas, instituciones, tradiciones, invenciones, porque no hay siervo mayor que su amo, ni apóstol más grande que Aquel que lo envió (Jn. 13,16). Presten atención, escuchen y consideren, oh pueblos todos, si hay demencia y presunción, como las de ellos. En la regla de su instituto está escrito que el monje o el canónigo tenga dos o tres túnicas y dos pares de zapatos, uno para el verano y otro para el invierno. Si sucediera que ocasionalmente y en deter­ minadas circunstancias de tiempo y de lugar no tuvieran estas prendas, protestan que no se observa la regla; mientras tanto pecan mezquinamente dentro de la regla misma. Observa cuan escrupulosamente guardan la regla o lo que sirve para el cuerpo; en cambio, no guardan para nada, o muy poco la regla de Jesucristo, sin la cual no pueden salvarse. (II domingo de cuaresma: I, 105-108)

3. Un nuevo modo de pensar y de vivir El tentador se acercó a Jesús y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en panes» (Mt. 4,2). El diablo procede por semejanzas. Como tentó a Adán en el paraíso, así tentó también a Cristo en el desierto, y sigue tentando a cualquier cristiano en este mundo. Ante todo, tentó a Adán con la gula, la vanagloria y la avaricia y, al tentarlo, lo derrotó. De modo semejante tentó también al nuevo Adán, Cristo, pero esta vez fue derrotado, porque no tentaba sola­ mente a un hombre sino también a Dios. Nosotros, que somos partícipes de uno y de otro, o sea, del primero según la carne y del segundo según el espíritu, despojémonos del hombre viejo con todas sus acciones, que son la gula, la vanagloria y la ava­ lé)

rida y, renovados por la confesión, revistámonos del hombre nuevo (Col. 3,9-10), para frenar con los ayunos la desbocada ansiedad de la gula, reprimir con la humildad de la confesión la hinchazón de la vanagloria y conculcar con la contrición del corazón el espeso fango de la avaricia. Dice el Señor (Mt. 5,3): «¡Bienaventurados los de espíritu pobre, o sea, de corazón con­ trito y humillado, porque de ellos es el reino de los cielos». Observa todavía esto. Como el diablo tentó al Señor de gula en el desierto, de vanagloria en el templo y de codicia en el monte, así nos tienta cada día a nosotros de gula, cuando es­ tamos ayunando; de vanagloria, cuando estamos orando, y de codicia en sus múltiples formas, cuando ocupamos altos car­ gos. Durante el ayuno, nos tienta de gula, en la que pecamos de cinco maneras; antes del tiempo, espléndidamente, demasiado, ansiosamente y refinadamente. Antes del tiempo: cuando se come antes de la hora de la co­ mida. Espléndidamente: cuando con variadas salsas, diferentes ingredientes y un surtido de manjares, se excita la ansiedad de la lengua y se estimula el apetito, aunque sea flojo. Demasiado: cuando se come más de lo que el cuerpo re­ quiere. Algunos glotones dicen: tenemos que ayunar; entonces hagamos una sola comida, que comprenda el almuerzo y la cena. Estos glotones son como el gusano de seda que no deja el árbol, donde anida, sin antes haber comido todas sus hojas. Este gusano parece todo una boca voraz y simboliza a los glo­ tones, que se entregan totalmente a la gula y al vientre; y aga­ rran la taza, como si adesiaran una fortaleza, y no la dejan sin haber antes devorado todo su contenido. O reventará el vien­ tre o se vaciará la taza. Ansiosamente: esto sucede cuando el hombre se repantiga sobre toda comida y, como si estuviera por expugnar una gran fortaleza, alarga los brazos, estira las manos y come con todo su cuerpo; y está a la mesa como un perro que no desea que haya otro perro en la cocina. Refinadamente: sucede cuando se procuran alimentos ex­ quisitos y se guisan con meticulosidad, como se lee en el pri21

mer libro de los Reyes (2,15), a propósito de los hijos de Helí, que no querían carne cocida, sino cruda, para guisársela con mayor esmero y refinamiento. Además, el diablo nos tienta de vanagloria, cuando esta­ mos en el templo en oración, durante el rezo del Oficio o la predicación. En ese momento somos embestidos por el diablo con los dardos de la vanagloria y, lamentablemente, ¡cuántas veces somos heridos! Hay algunos que, mientras están arrodillados y emiten sus­ piros, quieren ser vistos. Hay otros que, mientras cantan en el coro, cambian de voz y hacen gorgoritos, deseando que la gen­ te los escuche. Hay también otros que, mientras predican y atruenan con su voz, y mientras se lucen multiplicando citas de autores e interpretándolos a su manera, se dan vueltas en el púlpito, buscando aplausos. Todos ellos -créanmelo- son mercenarios, que ya recibie­ ron su recompensa (Mt. 6,2), pero arrojando al prostíbulo a su hija. Moisés los amonesta en el Levítico (19,29): «No prosti­ tuyas a tu hija». ¿Qué es esta hija? Esta hija es mi obra que prostituyo, o sea, arrojo al lupanar, cuando la vendo por el di­ nero de la vanagloria. El Señor nos exhorta: Cuando tu ores, entra en tu celda, cierra la puerta y ruega a tu Padre (Mt. 6,6). También tú, cuando quieres orar o hacer alguna obra buena -y hacerlo sin interrupción (I Ts. 5,17)-, entra en tu celda, o sea, en el secreto de tu corazón, y cierra la puerta de los cinco sentidos, para que no desees ser visto, oído ni alabado. En el evangelio de Lucas (1,9) se lee que Zacarías entró en el templo del Señor a la hora del incienso. En el tiempo de tu plegaria, que como incienso se dirige a la presencia del Señor (S. 140,2), entra en el templo de tu corazón, y allí orarás a tu Padre; y tu Padre, que ve en el secreto, te dará la recompensa (Mt. 6,6). En fin, también podríamos ser tentados del pecado de ava­ ricia en sus múltiples formas, al ocupar altos cargos terrenales. Y observa que no se trata sólo de avidez de dinero, sino tam­ bién de avidez por sobresalir. Los avaros, cuanto más tienen, más sed tienen de poseer. 22

Lo mismo sucede con los que están en cargos elevados: cuanto más suben, más se esfuerzan por ascender; y así, más tarde, caen más ruinosamente, porque los vientos soplan reciamente alrededor de las cumbres y es en los altozanos donde se ofre­ cen sacrificios. A propósito de estos dos vicios se expresa así Salomón en los Proverbios (30,16): El fuego jamás dice «basta». El fuego es la avidez de dinero y de sobresalir, que jamás dice: «¡Bas­ ta!»; sino: «¡Trae más, trae más!». Oh Señor Jesús, quita, te ruego, quita estos dos vicios de los prelados de tu Iglesia. Tú con las bofetadas, esputos, flage­ los, cruz, clavos, vinagre, hiel y lanza adquiriste un patrimo­ nio para tu Iglesia; pero ellos, al alardear y al solazarse en sus elevados cargos eclesiásticos, lo despilfarran. Pues bien, nosotros, que por el nombre de Cristo, somos llamados cristianos, debemos suplicar, todos juntos y con de­ voción, a Jesucristo, el Hijo de Dios, y debemos pedirle con perseverancia, que nos conceda el espíritu de contrición, para llegar al desierto de la confesión. De esta manera, durante esta cuaresma, mereceremos recibir el perdón de nuestros pecados; y así, renovados y purificados, merecemos gozar plenamente de su santa resurrección y un día ser colocados en la gloria de su eterna bienaventuranza. Nos lo conceda el favor de Aquel, a quien van el honor y la gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén! (I domingo de cuaresma: I, 81 -84) 4. Nosotros lo hemos dejado todo Pedro dijo a Jesús: He aquí, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido (Mt. 19,27). Con estas palabras expresaba su trayectoria. A este propósito acota el abad Gofredo: «Pedro, has hecho muy bien, ya que, llevando una carga, no hubieras podido seguir a quien corría, Cristo». Poco antes, en el mismo pasaje evangélico, Pedro había oído que el Señor decía: En Verdad les digo, que difícilmente 23

un rico entrará en el reino de los cielos; y él, para entrar en el reino de los cielos, lo dejó todo. ¿Qué significa todo? Los bienes exteriores y los interiores, los que hemos tenido y aún la misma gana de tenerlos: lo he­ mos dejado todo, tanto que no nos quedó nada. De todo ello habla el Señor en Isaías (14, 22): Exterminaré el nombre de Babilonia, y el resto, y el germen, y la estirpe. El nombre de Babilonia significa «propiedad», como si di­ jésemos: «mío o tuyo». Cristo en sus apóstoles no sólo anuló el nombre, sino también el resto de la propiedad; y no sólo esto, sino también el germen, o sea, la tentación de poseer; y tam­ bién la estirpe, o sea, la voluntad de poseer. ¡Dichosos aquellos religiosos, que apartaron de sí tales cosas, porque podrán decir de corazón: He aquí, lo hemos abandonado todo. Miren a los apóstoles que vuelan, de los que dice Isaías (60,8): ¿Quiénes son aquellos que vuelan como nubes y como palomas hacia su nido? Las nubes son ligeras. Así fueron los apóstoles que, exentos del peso del mundo, ligeros y con las alas del amor, volaban en pos de Jesús. De ellos hablaba Job (37,16): ¿Conoces tú las grandes sen­ das de las nubes y el saber perfecto? Estas grandes sendas consisten en abandonarlo todo: son estrechas para quien camina, pero llegan a ser capciosas en la recompensa. El saber perfecto consiste en amar a Jesús y se­ guirlo. Tales fueron las sendas y el saber de los apóstoles, que, como palomas, volaron a sus nidos. Los nidos son como ventanas que llevan hacia fuera. Los apóstoles y los varones apostólicos, como sencillas e inocentes palomas, se alejaron en vuelo de las cosas terrenales, para guardar las ventanas de los sentidos: para no salir, a través de ellas, hacia las cosas exteriores que habían abandonado. Justa­ mente por esas ventanas salió esa paloma, sin cabeza, que lue­ go fue seducida, de que habla el Génesis (3,1-2): Dina salió para ver a las muchachas de la región; pero la vio Siquem, príncipe de aquella comarca, la raptó y la deshonró. Así sucede al alma pecadora: a través de los sentidos del cuerpo es llevada hacia afuera para ver los atractivos del mun­ 24

do; y, mientras vagabundea acá y allá, cede a la tentación, es arrebatada por el diablo y así se echa a perder. ¡Qué diferencia entre los dos vuelos! Los apóstoles vuelan de las cosas terrenales a las celestiales; el alma pecadora, de las cosas celestiales a las terrenales; ellos vuelan hacia Cristo, ésta, hacia el diablo. * * * Y te hemos seguido (Mt. 19,27). Por ti, oh Cristo, lo hemos abandonado todo, y nos hemos vuelto pobres; pero, ya que tú eres rico, te hemos seguido, para que nos hagas ricos. Por esto, entre todos los hombres, más dignos de compasión son aque­ llos religiosos que lo dejan todo, pero no siguen a Cristo. Les sucede un doble mal: carecen de consuelo exterior y no tienen consuelo interior. También los mundanos carecen de consuelo interior, pero se consuelan con los bienes exteriores. Te hemos seguido, como la criatura sigue al Creador, los hijos al padre, los polluelos a la madre, los hambrientos el pan, los sedientos al agua de la fuente, los enfermos al médico, los fatigados el lecho, los desterrados el paraíso. Te hemos se­ guido y corremos en pos de la fragancia de tus perfumes, por­ que su aroma sobrepasa el de todas las especias aromáticas (Ct. 1,3; 4.10). *

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En los textos de ciencias naturales se afirma que la pantera es de una maravillosa belleza y despide un olor tan suave que supera todos los aromas. Por esto los otros animales, al perci­ bir tal olor, en seguida acuden y siguen a la pantera para delei­ tarse con ese olor y su admirable belleza. De cuánta belleza y de cuánta suavidad sea nuestro Señor Jesucristo, los bienaventurados las experimentan en la patria celestial; los justos, de alguna manera, las saborean a lo largo del camino terrenal. Los apóstoles, apenas percibieron el sua­ ve perfume que Cristo despedía, en seguida lo dejaron todo y lo siguieron. 25

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Te hemos seguido. ¿Qué tendremos? (Mt. 19,27). En Job se lee (3,21-22): Buscan un tesoro y gozan al hallar una tumba. El tesoro en un sepulcro es un símbolo de Dios es­ condido en el cuerpo de la Virgen. Oh apóstoles, ustedes ya hallaron el tesoro y ya lo tienen todo. ¿Qué buscan de más? Conserven lo que hallaron, porque El mismo es todo lo que andan buscando. Lo dice Baruc (3,14): En El están la sabiduría, la prudencia, la fuerza, la in­ teligencia, la longevidad y el alimento, la luz de los ojos y la paz. La sabiduría: con ella El lo crea todo; la prudencia: con ella gobierna las cosas creadas; la fuerza: con ella refrena al diablo; la inteligencia: con ella penetra en todo; la longevidad: con ella da larga vida a sus seguidores; el alimento; con que sa­ cia; la luz: con que ilumina; la paz: con que dona la sere­ nidad. *

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En fin, Jesús les dice: Les aseguro que ustedes que me si­ guieron, en la regeneración, se sentarán sobre doce tronos (Mt. 19,28). No dice: ustedes que lo dejaron todo; sino: ustedes que me siguieron. Esta actitud es propia de los apóstoles y de los perfectos. Muchos abandonaron sus cosas, pero no siguieron a Cristo, porque, por decirlo así, se retuvieron a sí mismo. Si quieres seguir a una persona y alcanzarla, debes dejarte a ti mismo. El que durante el camino sigue a otro, no se mira a sí mis­ mo sino al otro, que se asignó como guía de su marcha. ¿Qué significa dejarse a sí mismo? Significa esto: no confiar para nada en sí mismo; considerarse inútil, después de haber ejecu­ tado todos los mandatos (Le. 17,10); despreciarse como un pe­ rro muerto o una pulga (I R. 24,15); no anteponerse en el pro­ pio ánimo a ningún otro; juzgarse inferior a todos, incluso a los más grandes pecadores; ponderar nuestras obras buenas como trapo sucio (Is. 64,5); ponerse ante el espejo y conside26

rarse como muerto; en todas las cosas retenerse ruines; y lan­ zarse totalmente hacia Dios. (Conversión de san Pablo: III, 83-86) 5. El mundo te puede distraer y engañar ¿No saben que los que recibimos el bautismo de Cristo, fui­ mos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepulta­ dos con Cristo para compartir su muerte. De esa manera, como Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la Glo­ ria del Padre, así también nosotros debemos caminar en una vida nueva. Si nos unimos a Cristo con una muerte semejante a la suya, así también nos uniremos a El en su resurrección (Rom. 6,3-5). He aquí expresada la justificación en cinco puntos. Observa que del costado de Cristo salieron sangre y agua: el agua del bautismo y la sangre de la redención; el agua en ra­ zón del cuerpo, porque las muchas aguas simbolizan a mu­ chos pueblos (Ap. 17.15); la sangre en razón del alma, porque la sangre es la vida (Dt. 12,23). Por eso debemos damos com­ pletamente a Dios, porque nos redimió totalmente, para po­ seemos enteramente. Los que recibimos el bautismo de Cristo, o sea, en la fe de Jesucristo, fuimos purificados en su muerte, o sea, en su san­ gre. Por esto el Apocalipsis (1,5) nos dice: Cristo nos amó y nos lavó de nuestros pecados en su sangre. Observa que la sangre sacada del costado de una paloma quita del ojo una mancha de sangre. Por lo tanto, nosotros, se­ gún lo que somos y según lo que podemos, debemos honrar y reverenciar a Aquel que con su sangre quitó del ojo de nuestra alma la mancha de sangre. Cristo es nuestra paloma sin hiel, el cual, en lugar del canto, emite gemidos y sollozos, y quiso que le abrieran el costado, para purificar de los ojos de los ciegos la mancha de sangre y abrir a los desterrados las puertas del pa­ raíso. Pero nosotros también debemos brindar nuestra colabora27

ción. Mediante el bautismo, fuimos sepultados con Cristo para compartir su muerte, o sea, para hacer morir nuestros vicios. Como Cristo, soportando el dolor de la cruz y teniendo los miembros desgarrados y clavados, halló paz en el sepulcro, de­ sapareciendo de los ojos humanos, así debemos hacer nosotros también. Debemos sostener la cruz de la penitencia y clavar nuestros miembros mediante la continencia. De esa manera no volveremos más a los pecados, podremos lograr una paz per­ fecta y no tendremos más ni la visión ni la memoria de nues­ tro pasado. También al prójimo debemos ofrecer amor. Como Cristo, resucitando de los muertos, se apareció a los discípulos y cam­ bió en gozo su tristeza, así nosotros, resucitando de las obras muertas para gloria del Padre, podemos gozar juntos con el prójimo y caminar juntos en una vida nueva. ¿Y qué es la vida nueva? Es el amor al prójimo. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros (Jn. 13,34). Al venir las cosas nuevas, tirarán las viejas (Lv. 26,10), que son la ira, la envidia y el resto, que enumera el apóstol Pablo en la carta a los Gálatas (5,20-21). *

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Debemos despreciar las cosas mundanas y odiar el pecado. Si nos unimos a Cristo... Si del huerto de árboles frutales, donde los falsos jueces hallaron a Susana (Dn. 13,5-7), nos trasplantamos al huerto donde Cristo fue sepultado, entonces, sí, despreciaremos el mundo. Y como del desprecio del mundo nace el odio al pecado, el apóstol añade: con una muerte semejante a la suya. Donde hay semejanza con la muerte de Cristo, allí hay odio al peca­ do. Apremia la esposa en el Cantar (8,14): Huye, amado mío, como gacela o cervatillo, sobre los montes de los aromas. He ahí el desprecio del mundo. Se lee en Juan (6,15): Sabiendo Jesús que querían arrebatarlo para proclamarlo rey, se retiró al monte él solo. En cambio, cuando lo buscaban para darle muerte, él mismo salió al encuentro de los que le buscaban (Jn. 18,4). Huye, pues, amado mío. 28

En el Exodo (2,15) se narra que el faraón procuraba matar a Moisés; entonces éste se alejó del faraón y se estableció en el país de Madián, donde se sentó junto a un pozo. Huye también tú, amado mío, porque el diablo procura matarte, y habita en tierra de Madián, que significa «juicio». Allí podrás juzgar tu tierra, para no ser juzgado por el Señor. Y siéntate también tú junto al pozo de la humildad, del que podrás sacar agua que brota hasta la vida eterna (Jn. 4,14). Huye, pues, amado mío. Puedes leer en el Génesis (27,42-44) lo que dijo Rebeca a Jacob: ¡Cuidado! Tu hermano Esaú amenaza matarte. Ahora, hijo mío, escucha mi voz: «Levántate, huye a Jarán donde está mi hermano Labán y permanece con él». Esaú, el peludo, es un símbolo del mundo, lleno de muchos vicios y que amenaza matarte, hijo. Entonces huye hacia La­ bán, que significa «blancura» y representa a Jerusalén, que blanqueará tu alma, más que la nieve, de tus pecados. El se halla en Jarán, que significa «excelsa», y allí habitarás con El, porque el Señor habita en lo alto. (S. 112,5). Huye, pues, ama­ do mío. Procura asemejarte a la gacela y al cervatillo. La gacela busca las cosas arduas, tiene vista aguda y tiende a lo alto. Los cervatillos, hijos de los ciervos, son dóciles y se esconden a una señal de la madre. Los dos animales son símbolos de Jesu­ cristo, Dios y hombre. En la gacela se representa su divinidad, que todo lo ve; en el cervatillo, su humanidad que, a la señal de su Madre, aplazó hasta los treinta años la obra que había comenzado desde los doce. Y vino con Ella a Nazaret y le es­ tuvo sujeto (Le. 2,51). Este cervatillo es hijo de los ciervos, o sea, de los antiguos padres, de los que tomó carne humana. Procura, amado mío, asemejarte a la gacela y al cervatillo, para que, hecho semejante a su muerte, puedas subir al monte de los aromas. Es lo que dice el apóstol: Si nos unimos a Cris­ to con una muerte semejante a la suya, nos uniremos a El en su resurrección. Los montes perfumados son las virtudes excel­ sas; quien las tenga, gozará de la resurrección con Cristo. Te suplicamos, oh Señor Jesús, que nos hagas abundar en 29

muchas obras buenas. Concédenos poder despreciar las cosas mundanas, llevar en nosotros la semejanza de su muerte y su­ bir a los montes perfumados, para gozar un día contigo de la alegría de la resurrección. Ayúdanos tú, que eres bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! (VI domingo después de Pentecostés: I, 519-521)

6. Del sepulcro, luz y fuerza Pasado el sábado, muy de mañana, María Magdalena, María de Jacobo y Salomé llegaron al sepulcro, ya salido el sol. Ellas dijeron entre sí: «¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?». Pero, al mirar, vieron removida la piedra, que era muy grande (Me. 16,3-4). La remoción de la piedra, alegóricamente, significa la aper­ tura de los sacramentos de Cristo, que estaban tapados por el velo de la letra escrita de la ley. Efectivamente la ley fue gra­ bada en la piedra. Sólo cuando ésta fue quitada, fue mostrada la gloria de la resurrección; y se comenzó a predicar por todo el mundo que la antigua muerte había sido abolida y que, por ende, debíamos esperar una vida eterna. Hay también un significado moral. Se quita la piedra, cuando por medio de la gracia se quita el peso del pecado. Cuándo esto suceda y cómo deba comportarse el hombre para que esto se realice en él, nos lo dice el Génesis (29,3): Era cos­ tumbre que, una vez reunidos los rebaños, los pastores hacían rodar la piedra de la boca del pozo. Tú también, si quieres que te sea quitada la piedra del pe­ cado, que te oprime y no te deja resucitar, reúne en Cristo tus ovejas, o sea, los pensamientos inocentes. Por esto se añade: Arribó Raquel con las ovejas de su padre, porque era una pas­ tora. Raquel, que significa «oveja», ella misma pastorea a las ovejas y representa al hombre sencillo que nutre dentro de sí pensamientos inocentes. Hay otro sentido moral. Va al sepulcro, quien se propone 30

hacer penitencia en algún monasterio o en cualquier otro lugar religioso; pero, considerando la grandeza de la piedra, o sea, las esperanzas y las dificultades de la vida religiosa, se pregun­ ta: «¿Quién nos removerá la piedra de la puerta del sepulcro?» La piedra es grande y difícil el ingreso. Se trata de velas conti­ nuas, ayunos frecuentes, poca comida, ropa tosca, disciplina dura, pobreza voluntaria, obediencia solícita... ¿Quién nos quitará esta piedra de la puerta del sepulcro? ¡Oh mentes frágiles, como de mujercitas! Acérquense y mi­ ren, no desconfíen, y verán la piedra removida. Mateo (28,2) lo aclara: Un ángel del Señor descendió del cielo, hizo rodar la piedra y se sentó sobre ella. Este ángel es la gracia del Espíritu Santo, que remueve la piedra de la puerta del sepulcro, da fuerza a nuestra fragilidad, suaviza toda aspereza y endulza con el bálsamo de su amor toda amargura. Dice el profeta (Pr. 21,31): El caballo se prepara para el día de la batalla; pero es el Señor el que da la victoria. El caba­ llo es un símbolo de la buena voluntad. ¡Nada es difícil para el que ama! (en latín, «amanti nihil difficile!»). (Domingo de Pascua: I, 216-217) 7. ¡No temas! ¡Yo soy tu ayuda! Se lee en el libro del Eclesiástico (24,42): Voy a regar mi espíritu y a embriagar el fruto de mi parte. El jardín es el alma, en la que Cristo, como jardinero, plan­ ta los sacramentos de la fe y la riega, cuando la fecunda con la gracia del arrepentimiento. Se dice también: Embriagaré el fruto de mi parto. Nuestra alma es llamada «fruto del parto del Señor», o sea, fruto de sus dolores, porque El la dio a luz, como mujer parturienta, en su dolorosa pasión. El se ofreció -escribe san Pablo (Hb. 5,7)- con gran clamor y lágrimas. Y en Isaías (66,9) dice el Señor: Yo que abro el seno materno, ¿no daré a luz? 31

El exalta el fruto de su parte, cuando con la mirra y el áloe de su pasión mortifica los deleites de la carne, para que el alma, como embriagada, olvide estas cosas temporales. Dice el salmista (64,10): Oh Señor, visitaste la tierra y la embriagaste. Además, El es de mano fuerte y nos hace progresar de vir­ tud en virtud, y esto sucede para los que sacan provecho. Y dice en Isaías (41,13): Yo soy el Señor tu Dios que toma tu mano y te dice: «¡No temas! ¡Yo soy tu ayuda!». Como la madre amorosa toma con su mano la del hijo pe­ queño, incapaz de subir, para que pueda subir en pos de ella, así el Señor aferra con su mano piadosa la del humilde peni­ tente, para que pueda subir por la escala de la cruz hasta el peldaño más alto de la perfección, y así merezca un día ver al Rey en todo su esplendor, a Aquel a quien desean contemplar los ángeles (Is. 33,17; I Pe. 1,12). Nuestro bondadoso y misericordioso Señor, que da a todos abundantemente y sin reproche (St. 1,5), nos dio el oro, o sea, la sagrada inteligencia de la divina Escritura: Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras (Le. 24,45); un entendimiento purísimo, purificado de toda hez y de toda escoria herética. (Prólogo de los Sermones: 1,2). 8. Jalones de la conversión Al entrar Jesús en la casa del principal, vio a los que toca­ ban flautas y a la gente en agitación y les dijo «Retírense, por­ que la niña no está muerta, sino que duerme». Pero ellos se burlaban de El (Mt. 9,23-24). El principal, del que se habla, es cualquier hombre, que debe saberse mandar a sí mismo. Su casa es su misma concien­ cia, en la cual el Señor entra cuando infunde su gracia, para que reconozca sus faltas y, reconociéndolas, se sonroje. Jesús, al ver a los flautistas, les dijo: Retírense. Cuando Je­ sús con su gracia visita la conciencia de un hombre, entonces ordena al placer de los sentidos y al tumulto de los pensamien32

tos que se retiren. El es capaz de mandar a los vientos, o sea, a los sentidos vanos, y al mar, o sea, al flujo de los pensamien­ tos; y ellos le obedecen. Retírense: la niña no está muerta, sino que duerme. La niña sólo dormía para Jesús, porque sólo El podía resucitarla de la muerte con la misma facilidad con que la podía despertar del sueño. Observa que hay una doble muerte del alma: la del pecado y la del infierno. La muerte del pecado es una especie de dor­ mir, porque cualquier pecador, mientras viva, puede resucitar del pecado con la misma facilidad con que uno se despierta del sueño. Así nos exhorta el apóstol Pablo (Ef. 5,14): Despiértate mediante el arrepentimiento, oh tú que duermes en el pecado; y resucita de los muertos mediante la confesión y las buenas obras; y Cristo te iluminará. Cristo dijo «niña» y no «vieja». El alma, cuando todavía no está oprimida por una costumbre larga y mala, se amodo­ rra en el pecado como una joven que se adormece, y por esto puede resucitar fácilmente a la vida de la gracia. La niña mu­ rió en su casa y allí fue resucitada, no fue llevada fuera de la puerta ni sepultada; así el alma, que muere en la casa de su conciencia y no es arrastrada a las obras malas ni enterrada en los vicios, puede fácilmente volver a la vida. Y se burlaban de El. Cuando la gracia de Jesucristo inspira a un alma a detestar el pecado y a resucitar, los flautistas, o sea, el deleite exterior de los sentidos, y la gente en agitación, o sea, el alboroto interior de los pensamientos, se burlan. En Job (39,18) se lee: El avestruz se burla del caballo y de su jinete. En ello está representado el pesado deleite de la carne, que se burla del caballo, o sea, del espíritu, y también del jinete, o sea, de la gracia, que lo quiere guiar por el camino de la vida, para que después reciba el premio de la gloria eterna. ¿Cómo se burla? Se burla cuando le pone ante los ojos la fragilidad de la naturaleza humana, el rigor de la abstinencia, la aspereza de la penitencia; en fin, le muestra que no podrá perseverar por aquel camino. Una vez echada fuera la gente, Jesús entró, tomó de la 33

mano a la niña y le dijo: «Niña, levántate», y la niña se levan­ tó (Mt. 9,25; Le. 8,54). Observa la disposición de las palabras: Una vez echada fuera la turba, Jesús entró. Esto concuerda con lo que dice Oseas (2,18): Quitaré de la tierra el arco y la espada y la gue­ rra; y los haré dormir seguros. En el arco está simbolizado el artero asalto del diablo; en la espada, los alborotados pensa­ mientos del corazón; en la guerra, los petulantes deleites de los sentidos. El Señor elimina de la tierra a estos enemigos, cuando echa de la casa de la conciencia el tumulto vociferante de los malos instintos y deseos. Una vez echados, El entra llevando la paz: Y los haré descansar en paz. (XXIV domingo después de Pentecostés: II, 436-437)

9. ¡Qué felices los que ven y siguen al Señor! ¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron (Le. 10, 23-24). Ya lo decía Tobías (13,20): Dichoso seré yo, si queda un resto de mi descendencia para ver el esplendor de Jerusalén, o sea, a Jesucristo hecho hombre. Ese resto de la descendencia de Tobías fueron los apósto­ les, semilla bendecida por el Señor y brote santo de lo que que­ da en el tronco, o sea, en la Iglesia (Is. 61,9; 6,13). Los apósto­ les fueron de veras semilla de Tobías por su fe y por su pacien­ cia, y por esto merecieron ver el esplendor de Jerusalén. De ahí, pues, que se diga: ¡Felices los ojos que ven lo que ustedes ven! Veían al Hombre y lo creían Dios. ¡Felices los ojos de los corazones puros, porque ven a Jesucristo. Se les aplica lo de Job (42,5): Ahora mis ojos te ven. ¡Felices los ojos, que no están cegados por el estiércol de las riquezas, ni oscurecidos por la inflamación de las preocupa34

ciones mundanas! Ellos ven al Hijo de Dios envuelto en hu­ mildes pañales y recostado en el pesebre; lo ven cuando huye a Egipto y cuando está sentado sobre un burro (en el ingreso a Jerusalén); lo ven desnudo y colgado del patíbulo. Así lo vie­ ron los apóstoles, pero así no lo pueden ver los ojos legañosos, como se lee en el salmo: Cayó sobre ellos el fuego y ya no ven el sol (S 57,9). Los ojos legañosos no pueden ver el sol. El sol es Cristo, quien, para ser visto, se cubrió con una nube. En El mismo que habla en Job (16,16): Cosí un cilicio sobre mi piel y puse mi cabeza en el polvo. Mi rostro está in­ flamado por el llanto y mis párpados están entenebrecidos. Esto sufro a pesar de que mis manos no cometieron maldad y justamente mientras dirigía a Dios oraciones puras. Oh tierra, no cubras mi sangre; y que mi grito no encuentre lugar donde esconderse. El cilicio y la ceniza simbolizan las asperezas y las miserias de la naturaleza humana. Jesucristo se hizo una túnica con el cilicio de nuestra naturaleza humana, y la cosió con aguja, o sea, con la sutil obra del Espíritu Santo, y con el hilo, o sea, con la fe de la bienaventurada Virgen; con esa túnica se vistió y después esparció sobre ella las cenizas de las humillaciones y de la pobreza. Todo esto no lo pueden ver los ojos legañosos y malditos. ¡Ay de mí! El rostro de Jesucristo se hinchó por las bofeta­ das y por las lágrimas. Soportó tales sufrimientos sin que sus manos cometieran maldad. Justamente sufrió El que no pecó y en cuya boca no se halló engaño. Fue El quien ofreció a Dios su Padre plegarias puras por los impuros y los impíos. Fue El quien oró por los pecadores, diciendo: Padre, perdónales, por­ que no saben lo que hacen (Is. 53,12; Le. 23,34). Oh tierra, oh pecador, no cubras mi sangre con el amor de las cosas terrenas. ¡Con mi sangre pagué el precio de tu reden­ ción! Te ruego que la dejes fructicar en ti. En tu frente escribí con mi sangre la letra tau, para que el ángel, encargado de he­ rir, no hiera (Ez 9,4-5). Te ruego que no la cubras con tierra y no arruines lo que está escrito sobre la frente. Tampoco Pilato lo arruinó y, más bien, lo confirmó: Lo que escribí, escribí (Jn. 19,22). 35

Mi grito no halle en ti lugar donde esconderse. El grito de nuestro Redentor es la sangre de la redención, que, como dice el apóstol Pablo a los Hebreos (12,24), habla mejor que la san­ gre de Abel. La sangre de Abel pedía la muerte del fratricida, mientras la sangre del Señor impetró la vida para los persegui­ dores. Este clamor halla en nosotros un lugar en el que escon­ derse, si, lo que la mente cree, la lengua calla. Los ojos legaño­ sos no ven ese cilicio ni esas cenizas; tampoco los sordos oyen ese grito. Añade el Señor: Les aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que uste­ des oyen y no lo oyeron. En estos profetas que no ven se repre­ sentan los prelados de la Iglesia y en los reyes los poderosos de esta tierra. Tanto los unos como los otros quieren ver, si, al Señor en el cielo, pero no quieren verlo colgado del patíbulo; quieren reinar con Cristo y gozar con el mundo. Ellos dicen con Balaam: ¡Pueda yo morir de la muerte del justoll (Nm. 23,10). Quieren ver la gloria de la divinidad que los apóstoles vieron, pero no quieren sobrellevar la ignominia de la pasión ni la pobreza de Jesucristo, que los apóstoles sobrellevaron (con alegría). Por eso no lo verán en compañía de los apóstoles, sino que con los impíos verán a Aquel a quien traspasaron (Jn. 19,37). Tampoco oirán el silbo de dulce brisa: Vengan, benditos de mi Padre, sino que oirán el trueno de las palabras: Vayan, maldi­ tos, al fuego eterno (Mt. 25,34 y 41). De este trueno habla Job: El trueno de su poder, ¿quién puede comprenderlo? Más adelante, el mismo Señor habla a Job: Desde que vives, ¿mandaste a la mañana y asignaste su lugar a la aurora, para que, sacudiéndolos, aferre los bordes de la tierra, cuando eligió en el mundo lo que es débil y está enfermo, para confundir a los fuertes (I Co. 1,27). Observa estas dos palabras: «aferra» y «sacude». El padre aferra con una mano al hijo y con la otra lo sacude y golpea. Lo aferra, para que no corra hacia el precipicio; lo golpea, para que no sea atrevido ni insolente. Otro tanto hace el Se­ ñor; con la mano de la misericordia retiene al justo, para que no corra hacia el pecado; con la otra lo golpea, para que no se 36

vuelva insolente por los dones que el Padre le dio. Lo ponde­ raba san Pablo en la carta a los corintios (2 Co. 12,7): Para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase excesiva­ mente, se me puso una espina en mi carne, y se me envió un mensajero de Satanás, encargado de abofetearme. Alejaste de la tierra a los impíos. En el día del juicio, el Se­ ñor arrojará al infierno a los impíos, después de haberlos sacu­ dido de nuestra tierra, en la que pecaron: como se sacude el polvo de una bolsa. Más aún, será la misma tierra, la que, no pudiendo soportar el peso de los pecados, arrojará a los impíos al infierno. Allí habrá llanto para los ojos que siguieron las va­ nidades, y rechinar de dientes para los que saquearon los bie­ nes de los pobres (Mt. 8,12). Los ojos de aquellos impíos no verán a Jesús en el cielo, sino a la multitud de los demonios en el infierno. Los tales tampoco oirán las melodías de los ánge­ les, sino el estridor de los dientes. Las reflexiones anteriores concuerdan con la antífona del introito de la Misa de este domingo: Oh Dios, Protector nues­ tro, mira y pon los ojos en el rostro de tu ungido, Cristo. Para mí es mejor un día en tus atrios que mil en otras partes (S. 83,10-11). ¡Felices los ojos que, a través de la amargura del corazón, verán el rostro de Jesucristo, hinchado por las bofetadas y el llanto, y ensuciado por los esputos!; pero tan atrayente que. los ángeles desean mirarlo; y un día lo verán glorioso en los atrios de la Jerusalén celestial. De ese rostro dice Job (33,26): Verán su rostro con júbilo. Es como si dijera: si aquí en la tierra el hombre, sufriendo, viere el rostro de Jesucristo como lo tuvo en la pasión, después lo verá, con júbilo de la mente, como lo luce en la bienaventuranza eterna. Ese júbilo será inefable. El esplendor de aquel rostro es un día solar ininterrumpido que ilumina la ciudad de Jerusalén. Esa luz supera cualquier otra; y, para merecer llegar a ella, supliquemos al Padre: Oh Protector nuestro, mira y pon los ojos en el rostro de tu Cristo. La protección de Dios se la cree menos necesaria, si uno la tie­ ne siempre; alguna vez nos es quitada para nuestro provecho, para que comprendamos que sin ella el hombre es nada. Oh Padre celestial, no mires nuestros pecados, sino mira el 37

rostro de tu Cristo, que fue ensuciado por los esputos de nues­ tros pecados e hinchado por las bofetadas y el llanto, para re­ conciliamos contigo a nosotros, pecadores. Jesús te muestra su rostro desfigurado por las bofetadas, para que nos perdones. Mira ese rostro, para que seas misericordioso con nosotros, que fuimos de su pasión. (XIII domingo después de Pentecostés: II, 156-159)

10. Vive en la humildad Cuando te invitan a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que también otro más distinguido que tú esté convida­ do; y venga el que te invitó a ti y a él, a decirte: «Cédele el lu­ gar»; y entonces comiences con vergüenza a ocupar el último lugar» (Le. 14,8-9). He aquí el comentario de la Glosa: «Si, gracias a la fe y a la invitación del predicador, llegas a unirte a los miembros de la Iglesia (o sea, llegas a ser cristiano creyente), no te glories de tus méritos ni te ensalces por encima de los demás». Observa que Jesús, al hablar del «primer lugar», se refiere a la soberbia; y, al hablar del «último lugar», se refiere a la hu­ mildad. Es señal de gran soberbia querer sobresalir, en razón de la dignidad y del cargo, en un banquete de bodas, o sea, en la Iglesia de Jesús. Dice el Señor: Los escribas y fariseos aman los primeros asientos en los convites y las primeras sillas en las sinagogas (Mt. 23,9). ¡Y de esa manera no ocuparán ni los pri­ meros ni los segundos asientos! ¡Oh infeliz ambición, que no sabes aspirar a cosas de veras grandes! Afirma san Bernardo: «El explorador solícito mero­ dea, usando manos y pies, para ver si de algún modo pueda in­ sertarse en el patrimonio del Crucificado; ¡y no sabe el pobre que es el precio de sangre! Dice Dios en el Génesis: No comerán carne que contiene sangre» (Gn. 9,4). Come carne con sangre el que vive camal38

mente, derrochando con sus abusos el patrimonio del Crucifi­ cado. Y, por eso, esa persona será eliminada del pueblo de Dios{ Ex. 12,15). No te pongas, pues, en el primer lugar, porque dice el Se­ ñor en el profeta Amos (6,8): Detesto la soberbia de Jacob y aborrezco sus palacios; y también: Hacen sacrificios a los Ído­ los en las alturas (3 R. 3,2). En cambio, nuestro Señor fue con­ cebido en un lugar humilde, en Nazaret, pero fue crucificado en el lugar más alto de Jerusalén. Dice san Gregorio: «De ningún modo puede aprender la humildad en un lugar elevado, aquel que no deja de ensober­ becerse, aunque esté colocado en los lugares más bajos». ¡Oh tú que aspiras a los cargos más elevados! Con ello te procuras la ruina del alma, la disipación de tu fama y el peligro para el cuerpo. Cuanto más alta es la posición, más ruinosa es la caí­ da. Exponerse a tantos peligros es señal de suma necedad. No te pongas, pues, en el primer lugar, para que no tengas con vergüenza el último lugar en el infierno. Todo esto concuerda con el primer libro de los Macabeos. Se relata que Alcimo, que había comprado el primer puesto de los sacerdotes, mandó derribar el muro del patio interior del templo, destruyendo así la obra de los profetas. Empezó a de­ moler, pero sufrió un ataque de hemiplejía y quedaron sus­ pendidos los trabajos. Perdió el uso de la palabra, y ya no pudo decir nada, ni dar órdenes acerca de su casa. Al poco tiempo murió en medio de grandes sufrimientos (I.M. 7,21; 9,55-56). Alcimo se interpreta «fermendo de malos consejos» y sim­ boliza al simoniaco, quien con el incentivo del dinero -¡que mi alma no entre en su conciliábulo, porque es un conciliábulo de impíos!-, corrompe las almas de los que venden palomas. Este no fue llamado por Dios como lo fue Aarón; y, porque quiere ponerse en un sitial elevado de la dignidad eclesiástica, como Alcimo, será atacado de parálisis, morirá en medio de atroces tormentos, sin haberse confesado ni haber hecho testamento; y con vergüenza tendrá el último y más deshonroso lugar del in­ fiemo, justamente él que aquí en la tierra quería parecer pri­ mero y glorioso. 39

Hermano, colócate en el último lugar, para que merezcas oír: Amigo, sube más arriba (Le. 14,10). Dice el filósofo Séneca: «Redúcete a las cosas pequeñas, para no caer»; y Salomón en los Proverbios (17,18): El que le­ vanta demasiado su casa, busca la ruina; y observa el apóstol: Abraham con Isaac habitó en chozas (Hb. 11,9). Siéntate, pues, en el último lugar. ¿Qué es el último lugar? El último lugar es el pensamiento de la muerte. El que se tiende sobre él, no aspira más a recos­ tarse en el primer lugar. Afirma san Jerónimo: «El que siem­ pre piensa que va a morir, fácilmente menosprecia las cosas terrenales». Oh hermano, coloca tu asiento en el último lugar; y allí re­ cuéstate, mirando y saludando de lejos a la celestial Jerusalén, cuyo artífice y fundador es Dios; y proclama que eres peregrino y huésped en la tierra (Hb. 11,3; 10 y 13). Colócate, pues, en el último lugar, sin preferirte a nadie, y juzgándote más indig­ no que los demás. Entonces oirás: Amigo, sube más arriba. El que te pospone por tu presunción, te acepta como amigo por tu humildad. Se dice que el amigo es el custodio del alma y que la hu­ mildad a su vez es la custodia de las virtudes. El que posee la humildad, cuida mucho su alma, para que no le huya; nada hay más fugaz que el alma. Exhorta el libro de los Proverbios (4,23): Con gran solicitud vigila sobre tu corazón. ¿Quieres ser amigo de Dios? Vigila sobre tu corazón, o sea, sobre tu alma, porque si huyes (o sea, si sufre merma), entrará en su lugar la animalidad (o sea, la instintividad). Se narra en la Biblia: Uno de los profetas gritó al rey: tu siervo estaba en el corazón de la batalla, cuando uno abando­ nó las filas, me trajo a un hombre y me dijo: «Custodia este hombre. Si se te escapa, responderás con tu vida, o pagarás un talento de plata». Mientras tu siervo estaba ocupado y se mo­ vía de una parte a otra, el prisionero se escapó. El rey de Israel le dijo: «Tú mismo has pronunciado tu sentencia». (3 R. 20,39-40). Todos nosotros que hemos abrazado la vida religiosa, he­ mos salido en batalla para luchar contra los espíritus del mal. 40

En esta batalla un hombre, o sea, nuestra alma, se nos escapa; pero la gracia de Dios nos la devuelve, cuando nos hace volver a El, quien dice a cada uno de nosotros: «Guarda a este hom­ bre, o sea, a tu alma». Etimológicamente «custodio» viene de «cura»; y se dice «cura», porque quema el corazón (en latín, «cor urit»). Guar­ da, pues, a este hombre y cuídalo, para que de hombre no se vuelva mujer, y como una prostituta se te aleje, para seguir a sus amantes. Si se te escapa, responderás con tu vida por la de él. Ad­ vierte lo recio de la amenaza del Señor, y prestemos particular atención a sus palabras: «Si se te escapa...» Se diluye en breve lo que costó mucho tiempo procurarse... Se queja Saúl en el primer libro de los Reyes (13,11): Yo vi que el ejército se dis­ persaba. Y Jeremías (Lm. 3,53): Me encerraste vivo en la fosa. ¡Ay de mí! ¡Cuántas veces nuestra alma, de la que procede la vida, cae en la fosa de la miseria y es el barro del pantano! Entonces, ¿debo responder con mi vida (por esas caídas), o debo pagar un talento de plata, que simboliza la pureza de la vida? ¡Ay de mí, Señor Dios! Tengo la vida; pero en la balanza de tu examen no puedo pagar el talento de plata (o sea, no puedo ofrecerte la pureza de mi vida). Por esto, oh Señor, te ruego que no hagas pagar mis deslices con mi vida. Por cierto, Señor, tus juicios son justos y merezco ser condenado, porque no guardé con solicitud lo que me diste en consignación: mi corazón y mi vida; y por esto merecería ser privado de la vida (pero confío en tu misericordia). Volvamos a meditar el pasaje anterior: Mientras tu siervo estaba ocupado y se movía de acá para allá, el prisionero esca­ pó. Presta atención a las dos palabras: «ocupado» y «se mo­ vía». No hay que sorprenderse, si tu alma se te escapa, mien­ tras estás ocupado, o sea, sumergido en las cosas terrenas. ¿Quieres custodiar bien tu alma? Vive con la conciencia tran­ quila. También observa con cuánta propiedad se expresó: Mientras se movía de acá para allá. «Acá» significa hacia el cuerpo; y «allá», hacia el mundo. Obrando así, tú te disipas y pierdes tu alma. No debes, pues, dirigirte ni a la derecha ni a la izquierda, 41

sino recorrer el camino regio, para que te tengas siempre a ti mismo delante de ti; y no juzgues la vida o las costumbres de éste o de aquél, ni hables mal de nadie. El prisionero se escapó (También a ti te puede suceder lo mismo). Si te encaminas en otra dirección que no sea Dios ni tú mismo, en seguida tu alma se te escapa. No te distraigas, pues; sino que en tu camino mira derecho hacia Jerusalén, para que ella venga sobre tu corazón; y tú, al custodiar tu co­ razón, te volverás amigo de Dios. Entonces el Señor te dirá: Amigo, sube más arriba. Sube más arriba el que se pone en el último lugar, porque el que se humilla será ensalzado (Le. 14,11). Entonces tendrás gloria delante de todos los comensa­ les. Más aún, el mismo Señor hará que se sienten a la mesa y vendrá a servirles (Le. 12,37). ¡De veras, es una gran gloria, cuando es el mismo Señor que se pone a servirles! (XVII domingo después de Pentecostés: II, 291-295)

11. Humildad, estrella que guia al puerto ¡Oh humildad! ¡Estrella del mar! ¡Estrella fulgidísima que ilumina la noche y guía hacia el puerto! Tú eres como una lla­ ma brillante que muestra al Rey de reyes, Dios, quien dijo: Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt. 11,29). Quien no tiene esta estrella, es como un ciego que ca­ mina tanteando; su barco se despedazará en la tempestad, y él mismo será sumergido por las olas. En el Exodo ( 14,24; 25 y 29): El Señor miró el campamen­ to de los egipcios desde la nube y desde la columna de fuego; trastornó el campamento de los egipcios y atascó las ruedas de sus carros que se hundían. En cambio, los israelitas pasaron, en seco, en medio del mar. Las aguas formaban para ellos murallas a la derecha y a la izquierda. Los egipcios, ofuscados por una nube tenebrosa, represen­ tan a los ricos y poderosos de este siglo, que se hallan ofusca­ dos por la nube de la soberbia. El Señor los matará; atascará 42

las ruedas de sus carros, o sea, sus honores y su gloria, que ruedan por las cuatro estaciones del año, y los sumergirá en lo profundo del infierno. En cambio, los hijos de Israel, ilumina­ dos por el esplendor del fuego, representan a los penitentes y a los pobres de espíritu, a los que ilumina el esplendor de la hu­ mildad. Ellos pasan a pie enjuto por el mar de este mundo, cuyas aguas amargas constituyen una muralla que los protege y defiende, a la derecha, de la prosperidad y, a la izquierda, de la adversidad. De esa manera el favor mundano no los ensalza en demasía ni la tentación de la carne los hace precipitar. Se lee en el Deuteronomio (33,19): Chuparán las riquezas del mar (o sea, metafóricamente, «los valores espirituales»). Observa que nadie puede chupar sin apretar los labios. Pues bien, los que tengan la boca abierta de par en par para adqui­ rir dinero, para granjearse vanagloria o especular con el favor popular, no pueden chupar las riquezas del mar. En efecto, es muy difícil que los lobos se desprendan de la carroña, las hor­ migas del grano, las moscas de la miel, los borrachos del vino, los mercaderes de la plata y las meretrices del prostíbulo. Algo análogo dice Salomón en los Proverbios (22,6): Enseña al ado­ lescente el camino que debe seguir; no se apartará de él mien­ tras viva. Pues bien, únicamente los humildes, que cierran sus labios al amor de las cosas temporales, podrán chupar como leche las riquezas del mar. * * * ¡Oh estrella del mar! ¡Oh humildad del corazón! Tú con­ viertes el mar salado y tempestuoso en leche dulce y agrada­ ble. ¡Qué dulce es la amargura para el humilde y qué leve la tribulación sobrellevada en el nombre de Jesús! A san Esteban fueron placenteras las piedras que le lanzaron, a san Lorenzo la parrilla, a san Vicente las brasas encendidas. Ellos absorbie­ ron, por amor a Jesús, esas inundaciones del mar, como leche. En el verbo «chupar» se destacan dos cosas: la avidez y el placer. Sólo la humildad sabe chupar con avidez y placer las tribulaciones y los sufrimientos. 43

Se dice en el Cantar (8,1): ¡Ah, si tú fueras hermano mío, alimentado con los pechos de mi madre! Aquí se habla de tres personas: la madre, el hermano y la hermana. La madre es la penitencia, que tiene dos pechos: el dolor en la contrición y la tribulación en la reparación. La hermana es la pobreza, y el hermano es el espíritu de la humildad. La hermana pobreza interroga: «¿Quién te me dará a ti como mi hermano, o sea, quién me dará el espíritu de humildad, para que puedas ávida­ mente chupar los pechos de nuestra madre?» He ahí el herma­ no y la hermana, José y María, el esposo y la esposa, la pobre­ za y la humildad. El que tiene la esposa, es el esposo (Jn. 3,29). ¡Dichoso aquel pobre que toma en esposa la humildad! (Octava de la Navidad: 11, 526-528)

12. Dios ama al que le pide perdón Jesús fue llevado al desierto. Les he dado ejemplo -dice Je­ sús-, para que como yo he hecho, asi hagan ustedes (Mt. 4,1 ; Jn. 13,15). ¿Qué hizo Jesús? Fue llevado al desierto por el Espíritu. Tú también, que crees en Jesús y esperas de El la salvación, te su­ plico que te dejes llevar por el espíritu de la contrición al de­ sierto de la confesión, para que cumplas la «cuaresma», o sea, cuarenta días que es el número perfecto de la reparación. Observa que la contrición del corazón se dice «espíritu», que, como afirma David (S. 47,8), es como un viento poderoso que aniquila las naves de Tarsis. Tarsis se interpreta «búsqueda del placer». Las naves de Tarsis representan las mentes de los mundanos, que cruzan el mar de la vida, arrastrados por las velas de la concupiscencia carnal y el viento de la vanagloria. Ellos buscan las gratifica­ ciones de la prosperidad mundana. El Señor, con el soplo ve­ hemente de la contrición, triturará la naves de Tarsis, o sea, las mentes de los mundanos, para que, arrepentidas, ya no busquen el gozo falso, sino el verdadero. 44

El espíritu de contrición es llamado vehemente por dos motivos: porque eleva la mente hacia lo alto y porque elimina la condenación eterna. De ese espíritu se dice en el Génesis (2,7): Sopló en su rostro el aliento de la vida. Tal aliento de vida es la contrición del corazón, que el Señor sopla en el ros­ tro del alma, cuando, por medio de la contrición, vuelve a re­ novarse y a grabarse en esa alma la divina imagen y semejan­ za, que el pecado había afeado. *

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¿Cómo ha de ser la contrición? Nos lo demuestra el profeta David en el Salmo (50,19): El espíritu abatido es un sacrificio grato al Señor; tú no desprecias, Señor, el corazón contrito y humillado. En este versículo se notan cuatro cosas: el remordi­ miento interior por los propios pecados, la reconciliación del pecador, la general contrición de todos los pecados, la perseve­ rante humillación del pecador arrepentido. El penitente, abati­ do por los pecados como si fuesen espinas y contrito, ofrece de veras un sacrificio a Dios: un sacrificio que aplaca a Dios en favor del pecador y lo reconcilia con El. Y como la contrición ha de ser general, por eso se añade: Un corazón contrito. Y observa que el pecador no sólo ha de tener el corazón contrito, sino también triturado: triturado, como si el martillo de la contrición lo aplastara, y la espada del sufrimiento lo di­ vidiera en muchas parcelas y colocara una parcela sobre cada pecado mortal; y de esa manera afligiéndose llore, y llorando se aflija. Por un solo pecado mortal debe afligirse más que si hubiera perdido el mundo entero y todo lo que hay en él y de que él fuese propietario. En efecto, a causa del pecado mortal, él perdió al Hijo e Dios, que es lo más digno, querido y precio­ so entre todas las cosas creadas. Debe también tener el corazón «contrito», o sea, triturado juntamente, para que se arrepienta, amargamente y en bloque, de todos los pecados cometidos y de las omisiones y de las ne­ gligencias. Y como la humildad es la consumación de todo bien, por esto David afirma: Tú, Señor, no desprecias el corazón humi45

liado. Más aún, insiste Isaías (57,15): El Excelso y el Sublime, que habita en la eternidad, habita también en aquel que se hu­ milla y se arrepiente, para reanimar el espíritu de los humildes y alentar los corazones arrepentidos. ¡Oh bondad de Dios! ¡Oh dignidad del penitente! ¡El que habita en una sede eterna, habita también en el corazón del que se humille y en el espíritu del que se arrepiente! Es cosa propia de un corazón contrito humillarse en todo y conside­ rarse un perro muerto y una pulga (I Re. 24,15). (I domingo de cuaresma: I, 64-66)

13. La confesión es la puerta del cielo El profeta Isaías nos exhorta (23,15-16): Toma la cítara y recorre la ciudad, canta lo mejor que puedas y entona tu cánti­ co, para que se acuerden de ti. El cántico es la confesión de los pecados. Después de haber cometido los crímenes, la pobre alma no tiene otro remedio que la confesión de los pecados, que es «la segunda tabla de la salvación después del naufragio» (Pedro Lombardo). Como en la cítara se despliegan las cuerdas, así en la confe­ sión se deben desplegar las circunstancias de los pecados, que son: quién, qué, dónde, por quiénes, cuántas veces, por qué, cómo, cuándo. Has de distinguir todas ellas, e investígalas con discreción y diligencia tanto en el sexo masculino como en el femenino. ¿Quién? Si es soltero o casado, laico o clérigo, rico o pobre, libre o siervo, qué oficio tiene o de qué dignidad está revestido, a qué orden o congregación pertenece... ¿Qué?, o sea, la gravedad o la cualidad del pecado: si fue una simple fornicación, como de un soltero con una soltera, o si la soltera se entregaba a la prostitución; si era adulterio; si era incesto, como entre consanguíneos y afines; si corrompió a una virgen, ya que por haber abierto el camino al pecado, pecó gravísimamente y ha de ponerse en guardia por no ser 46

responsable de todos los pecados que ella podría cometer, a menos que no le provea algún lugar donde hacer penitencia, o la encamine hacia el matrimonio, si hubiere posibilidad; si pecó contra natural, al derramar el semen fuera de la vagina de la mujer. Esto se debe investigar de manera sumamente dis­ creta y con circunlocuciones. Si llevó a cabo homicidios con la mente, la boca o la mano; si cometió sacrilegio, rapiña o hur­ to, y con cuáles personas, y si de manera pública o privada; si cometió usura y de qué manera, ya que es usura todo lo que se recibe fuera de la suerte; si cometió perjurio, falso testimonio, y de qué modo; si fue soberbio con sus tres categorías; no que­ rer obedecer al superior, no aceptar a los otros como iguales y despreciar a los inferiores. Todo esto debemos absolutamente confesar. ¿Dónde?, o sea, si cometió algún pecado o si habló de cosas ilícitas en una iglesia consagrada o no, o cerca de la iglesia, en el cementerio de los fieles o en algún oratorio. ¿Por quiénes?, o sea, si pecó con el auxilio o consejo de otro, o si incitó a otros a pecar; si los cómplices eran muchos o pocos y si estaban conscientes del pecado; si cometió pecado por encargo, dando dinero o recibiéndolo. ¿Cuántas veces? ha de confesar cuántas veces pecó, siquiera aproximadamente: si pecó muchas o pocas veces; si había poco o mucho intervalo entre un pecado y otro; si recayó fre­ cuentemente y frecuentemente se confesó. ¿Por qué?, o sea, si previno la tentación con algún deseo de la mente o alguna obra; si para llevar a cabo el pecado, hizo violencia a la naturaleza; y entonces pecaría mortalisimamente (o sea, no una simple caída ocasional, sino una caída busca­ da). ¿Cómo?, o sea, con qué modo cometió el pecado; si de modo indebido o extraordinario, si con tacto ilícito o con otras cosas similares. ¿Cuándo?, o sea, si en el tiempo del ayuno o en la fiesta de algún santo; si procedió a cometer fechorías cuando debía ir a la iglesia; qué edad tenía al cometer éste o aquel pecado... Estas circunstancias y otras similares mucho agravan el pe­ cado y el alma del pecador. Por esto en la confesión hay que 47

aclararlas. Estas son las cuerdas desplegadas en la cítara de la confesión. Isaías añade: Toma la cítara y recorre la ciudad. La ciudad es la vida del hombre, que él debe recorrer; el tiempo y la edad, el pecado y el modo de pecar, el lugar y las personas con las que pecó y aquéllas a las que incitó a pecar con su mal ejemplo, palabra o hecho, o aquéllas a las que, pudiendo, no apartó del mal. Hay que confesarlo todo con claridad y since­ ridad. Así obraba el profeta David (S. 26,6): Recorrí y ofrecí en tu tabernáculo una víctima dando grandes voces. Recorrí toda mi vida a semejanza de un buen soldado que recorre su cam­ pamento, para ver si hay alguna brecha por la que podría infil­ trarse el enemigo; y ofrecí en tu tabernáculo, o sea, en la igle­ sia, delante de un sacerdote, una víctima dando grandes voces. El pecador debe confesar sus pecados no en voz baja o a me­ dias, como balbuciendo, sino con voz clara, casi dando voces. *

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Canta con habilidad, «acusándote a ti mismo, no al diablo, ni al destino o algún otro» (San Agustín); y canta bien, confe­ sando todos tus pecados a un solo sacerdote y no distribuyén­ dolos entre varios sacerdotes... Canta, pues, bien, y renueva con frecuencia el cántico de la confesión, acusándote siempre a ti mismo. ¿Y con qué fin? Para que se acuerden de ti en presencia de Dios y de sus ánge­ les; y para que Dios perdone tus pecados, infunda su gracia y te de la gloria eterna... La confesión es llamada casa de Dios (Gn. 28,17), porque en ella el pecador se reconcilia con Dios, como el hijo se re­ concilia con el padre, cuando es recibido en la casa paterna. Es lo que se lee en Lucas (15,25): «El hijo mayor estaba en el campo. Al regresar y al llegar cerca de la casa, donde el hijo arrepentido banqueteaba con el padre, oyó la música y el bai­ le». Observa tres cosas; el banquete, la música y el baile. Estas tres cosas también han de existir en la casa de la confesión, en la que es recibido el pecador, que regresa del «país de la dese­ mejanza» o del desorden (San Bernardo): el banquete del arre48

pentimiento, la música de la confesión y el baile de la repara­ ción. De esa manera, al acusarte pecador, tú puedes gozosa­ mente enmendarte. Oye la música que dulcemente resuena: Reconozco mi cul­ pa, y mi pecado está siempre delante de mí (S. 50,5). Oye el coro del baile que responde en consonancia: Yo estoy prepara­ do para el castigo, y tengo siempre por delante mi pena (S. 37,18). Hay muchos que cantan bien, con dulzura, y se reconocen pecadores, pero jamás se corrigen. En cambio, si en la casa de la confesión resuena la música del llanto y del amargo arre­ pentimiento, inmediatamente responde a tono el coro de la di­ vina misericordia, que perdona los pecados. Hoy en la antífo­ na del introito el Señor promete: Me invocará y yo le daré res­ puesta. Estaré con él en la desgracia, lo salvaré y lo ensalzaré (S. 90,15-16). Observa que aquí el Señor promete cuatro cosas al que se arrepiente: la primera, cuando dice: Me invocaré, para que le perdone; y yo le daré respuesta, infundiéndole la gracia. La se­ gunda: Lo salvaré del terror nocturno, de la flecha que vuela de día, de la peste que avanza en las tinieblas y del demonio meridiano (S. 90,5-6). El terror nocturno es la tentación escondida del diablo; la flecha que vuela de día es el franco asalto del mismo demonio; la peste que avanza en las tinieblas es el engaño de los hipócri­ tas; el demonio meridiano es la ardorosa lujuria de la carne. De estos males libera el Señor al penitente. Tercera: Lo ensal­ zaré en el día del juicio, en la gloria de la doble estola. Cuarta: Lo gratificaré con largos años, en la perpetuidad de la vida eterna. La confesión es llamada también puerta del cielo (Gn. 28,17). ¡Oh, sí! De veras, la confesión es la puerta del cielo, de veras es la puerta del paraíso. A través de ella «el penitente es introducido para besar los pies de la divina misericordia, es hecho digno de besar las manos de la gracia celestial, y es aco­ gido al beso de la reconciliación paterna» (San Bernardo). ¡Oh casa de Dios! ¡Oh puerta del cielo! ¡Oh confesión de los pecados! ¡Dichoso el que habitará en ti! ¡Dichoso el que pasará 49

por ti! ¡Dichoso el que se humillará en ti! Humíllense, pues, y entren, oh hermanos queridísimos, por la puerta de la confe­ sión. Confiesen los pecados y sus circunstancias, porque ya llegó el momento favorable para confesarlos, ya llegó el día de la salvación para repasarlos. (I domingo de cuaresma: 1,72-78).

14. La cuaresma, tiempo de gracia y de salvación Cristo ayunó cuarenta días y cuarenta noches (Mt. 4,2). Este ayuno de Cristo, que se prolongó por cuarenta días, nos enseña cómo debemos satisfacer por nuestros pecados, y qué debemos hacer para no recibir en vano la gracia de Dios. En la epístola de hoy el apóstol Pablo nos dice: Le exhorta­ mos a no recibir en vano la gracia de Dios (2 Co. 6,1-2). Y el Señor dice en Isaías (49,8): En el tiempo propicio te escucharé y en el día de la salvación te ayudé. Ya llegó el tiempo propi­ cio, ya llegó el día de la salvación. Recibe en vano la gracia de Dios el que no vive en conformidad con la gracia recibida; re­ cibe en vano la gracia de Dios el que atribuye a sus méritos la gracia gratuitamente recibida; igualmente en vano recibe la gracia de Dios el que, después de la confesión de sus culpas, justamente en el tiempo propicio de la salvación, es reacio a hacer penitencia en satisfacción por sus pecados. La cuaresma es el tiempo propicio, que Dios nos da para que merezcamos la salvación. Afirma san Bernardo: «Nada hay más precioso que el tiempo, pero lamentablemente hoy en día no hay nada que sea más envilecido. Pasan los días de la salvación, y nadie piensa ni se preocupa que está perdiendo un día que jamás volverá. Como no cae un cabello de la cabeza, así no perecerá un momento del tiempo». Y Séneca recalca: «Si tuviéramos mucho tiempo a nuestra disposición, debería­ mos administrarlo con cautela; pero teniendo tan poco, ¿qué deberíamos hacer?» Y el Eclesiástico (4,23) remacha: Hijo, 50

cuida el tiempo, como cosa sacrosanta. Por esto aprovechamos el santo tiempo de cuaresma para hacer penitencia. Cuaresma significa cuarenta días, y este número consta de cuatro y de diez. El creador de todos, Dios, creó el cuerpo y el alma, dando a cada uno cuatro y diez elementos. El cuerpo consta de cuatro elementos y está gobernado por diez sentidos, casi por diez príncipes, que son los dos ojos, las dos orejas, el olfato, el gusto, las dos manos y los dos pies. Al alma Dios le dio cuatro virtudes principales: prudencia, justi­ cia, fortaleza y templanza, y le dio los diez preceptos del decá­ logo, que son: Escucha, Israel: el Señor, tu Dios, es uno solo. No tomarás en vano el nombre de tu Dios. Acuérdate de santi­ ficar el sábado (Dt. 6,4; Ex. 20,7-8). Estos tres preceptos, que se refieren al amor de Dios, fue­ ron grabados en la primera tabla de la ley; los otros siete, que se refieren al amor del prójimo, fueron grabados en la segunda y son: Honra a tu padre y a tu madre. No matar. No cometer adulterio. No hurtar. No levantar falso testimonio contra tu prójimo. No desear la casa de tu prójimo, ni a su esposa, ni a su esclavo, ni a su esclava, ni su buey, ni su asno, ni cosa algu­ na que le pertenezca (Ex. 20,12-17). Ya que contra estas cuatro virtudes y contra los diez man­ damientos pecamos cotidianamente con este cuerpo mortal que, como se dijo, consta de cuatro elementos y está goberna­ do por diez sentidos, entonces debemos dar reparación al Se­ ñor a través del ayuno de cuarenta días. Y como debemos ha­ cerlo, nos lo enseña el libro de los Números (13,26): Los ex­ ploradores, enviados por Moisés y por los hijos de Israel, reco­ rrieron durante cuarenta días toda la región de Canaán (o sea, la Palestina). Canaán significa «comercio» o también «humil­ de». La tierra de Canaán es nuestro cuerpo, en el cual debemos negociar con próspero comercio, las cosas terrenales por las eternas, las transitorias por las permanentes; y lo debemos ha­ cer siempre con humildad de corazón. De este comercio se dice en los Proverbios (31,18), a pro­ pósito de la mujer fuerte: Está satisfecho y sabe que su comer­ cio prospera. 51

Esta mujer fuerte es el alma. Ella está satisfecha cuando, con el sano paladar de su mente, saborea la dulzura de la glo­ ria celestial, por cuyo amor desprecia el reino de este mundo y todo ornato terrenal. Así, con el paso de los días, ella ve y comprende, con el ojo de su iluminada mente, que su comer­ cio es bueno: vende todo lo que tiene y lo da a los pobres; y así, despojada de todo, sigue a Cristo despojado de todo. Justa­ mente esto señalaba Job (2,4): Piel por piel; todo lo que tiene, el hombre está dispuesto a darlo por su vida. El hombre, gustando y saboreando cuán suave es el Señor, dará y canjeará la piel del fasto terrenal por la piel de la gloria celestial; diversamente, dará al verdugo y al torturador la piel de este nuestro cuerpo mortal, lo expondrá a la espada de la muerte en lugar de la gloriosa piel del cuerpo inmortal. Con razón se llama piel a nuestro cuerpo. Como la piel, cuanto más se lava, tanto más se afea; así nuestro cuerpo, cuanto más delicadamente es alimentado y enervado por los placeres, tanto más prontamente pierde las fuerzas, envejece y se vuelve rugoso. El cristiano auténtico dará por su alma no sólo la piel, o sea, el cuerpo, sino también todo lo que posee, para merecer oír con los apóstoles, que abandonaron piel y todo: Ustedes se sentarán sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Is­ rael (Mt. 19,28). *

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Pues bien, nosotros, como auténticos y valerosos explora­ dores, recorremos toda la región de nuestro cuerpo, exploran­ do diligentemente todo lo que hemos pecado con la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, y confesando los pecados y las circunstancias, para que no nos quede ningún resabio. En eso imitaremos el ejemplo de Josué (10,28), del que se dice que en aquel día se apoderó de Maquedá. Pasó a cuchillo a su rey y a sus habitantes. La consagró en anatema a Yahvé con todos los que estaban en ella, sin perdonar a ninguno. Maquedá se interpreta «quemadura» y simboliza el peca­ do, que en un primer momento es quemado por el bautismo y 52

después dominado por la penitencia. El rey de aquella ciudad es la mala voluntad, que es herida por la espada a través de la confesión. Los habitantes, obedientes al rey, son los cinco sentidos, que igualmente deben ser matados por medio de la penitencia, o sea, deben ser alejados del pecado. Los restos son el recuerdo del pecado y los resabios del placer, que no han de ser perdo­ nados. También se lee: Josué conquistó toda la región montañosa, el desierto del Negueb, las llanuras y Asedot con sus reyes. No dejó ningún sobreviviente, sino que consagró en anatema a todo ser viviente (Jo. 10,40). Las montañas representan la soberbia; el desierto, la codi­ cia; los llanos, la lujuria. El lujurioso, como un potro sin fre­ no, recorre esos campos. Asedot representa toda torpe imagi­ nación que alimenta el fuego del pecado. Consignemos todos estos pecados en la confesión, con el propósito de no volver a caer más, y, para repararlos, cumpla­ mos una digna satisfacción, para que, cuanto el cuerpo se en­ soberbeció, otro tanto se humille en la confesión; y cuanto gozó de mal modo, otro tanto sea afligido por la penitencia, a pan y agua, con la disciplina y con vigilias. Así podrá oír con la hija de Jefté: Hija mía, carne mía, tú me engañaste con las delicias de la gula y de la lujuria, y ahora tú también te engañáste a ti misma (Jue. 11,35); ahora debes afligirte con la dis­ ciplina, las vigilias y los ayunos. (I domingo de cuaresma: I, 78-81).

15. Lleva con Cristo el yugo de la obediencia Se lee en el libro del Eclesiastés (4,13): Más vale un mu­ chacho pobre pero sabio, que un rey viejo y tonto, que no sabe proveer al futuro. El rey viejo y tonto es el diablo, quien, estan­ do entre los ángeles, no guardó la sabiduría que le había sido dada, porque no quiso someterse a su Creador. 53

Llegan a ser miembros del diablo los que rehúsan someter­ se al yugo de la obediencia, por amor de Aquel que fue obe­ diente hasta la muerte de cruz. Cada vez que tú, oh soberbio, rehúses obedecer a tu superior, otras tantas te vuelves seme­ jante al ángel que se rebeló a Dios. Al desobedecer, no despre­ cias a un hombre sino a Dios, que puso a hombres sobre otros hombres. Dice Job (28,25): Dios dio al viento un peso. Se llama «viento», porque es violento y vehemente. La naturaleza hu­ mana, que desde la adolescencia está inclinada al mal, es a la vez leve y violenta como el viento. Por eso Dios le dio un peso que es la obediencia a los prelados. De esa manera, frenada por el peso de la obediencia, no puede vanamente elevarse so­ bre sí misma como hizo el diablo, para luego caer miserable­ mente por debajo de sí misma, como le sucedió a él. Nos exhorta Jeremías (Lm. 3,27-28): Es un bien para el hombre llevar el yugo desde su adolescencia; y que se siente solitario y silencioso. Cuando humildemente te sometes a otro, entonces admira­ blemente te elevas sobre ti mismo. Se dice «yugo», porque en­ laza a dos personas. Lleva, pues, oh hijo, con Cristo, el Hijo de Dios, el yugo de la obediencia. Jesucristo, como joven novillo, fue atado al yugo de la obediencia y a solas arrastró la carga de todos nuestros pecados. Isaías (53,6) profetizó: El Señor descargó sobre El las cul­ pas de todos nosotros. Y los judíos, como campesinos, lo aci­ cateaban con el látigo, para que anduviera más de prisa. Helo ahí, pues, a nuestro novillito, quien, a solas, arrastra un peso que ni los ángeles ni los hombres pueden sobrellevar; y no hay nadie que considere esto y lo siente en su corazón. Corre, oh hermano, te lo rugeo, úncete a este yugo, y so­ pórtalo y levántalo con Jesús. Se quejaba Isaías (63,5): Miré a mi alrededor y me asombré; no había nadie que me ayudara; busqué, y no había nadie que me diera una mano. Ayuda a Jesús, hermano, ayúdalo, por que, si compartes sus tribulaciones, compartirás también sus consuelos (2 Co. 1,7). Te suplicamos, Señor Jesús, que hagas humildes a los po54

bres, sinceros a los ricos y sabios a los ancianos, para que me­ rezcamos un día llegar a las delicias y a las riquezas eternas. Te lo pedimos a ti, que eres el Dios bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! (XI domingo después de Pentecostés: 11,69).

16. Para compartir las bodas de Jesús, es necesario re­ vestirse de castidad, humildad y caridad El rey entró para ver a los comensales y, al ver a un hom­ bre que no vestía el traje nupcial, lo interpeló: «Amigo, ¿cómo entraste aquí sin traje nupcial?» (Mt. 10,11-12). Como tres son las bodas, así son tres los trajes nupciales: el de lino fino, el tejido de varios colores y el de escarlata. Para las primeras bodas se requiere el vestido de lino, para las segundas el de varios colores y para las terceras el de es­ carlata. El que quiere tomar parte en las bodas de la encamación del Señor, debe ponerse el vestido de lino, o sea, la pureza de la castidad, como se especifica en el Apocalipsis (19,7-8): Lle­ garon las bodas del Cordero y su esposa ya está preparada. Le dieron un vestido de lino radiante de blancura. Se dice «cordero», porque, en comparación con los demás animales, conoce a su madre, y por esto simboliza a Jesucristo quien, mientras estaba colgado en la cruz, reconoció a su ma­ dre de entre miles de judíos y «recomendó a la Virgen al após­ tol virgen» (San Jerónimo). Las bodas del Cordero son la encamación de Jesucristo; y su esposa, que es la santa Iglesia, o cualquier alma fiel, debe prepararse con la fe y ponerse el vestido de lino, o sea, la casti­ dad, que ha de ser fúlgida en la conciencia y blanca en el cuer­ po. ¿Cómo podría participar en las bodas del Hijo de Dios y de la bienaventurada Virgen el que no se pone el vestido de la castidad? ¿Cómo se atrevería a entrar en la iglesia; unirse a la asamblea de los fieles y participar en la mesa del Cuerpo del 55

Señor, el que se da cuenta de no tener el traje de lino blanco y fúlgido, o sea, la castidad interior y exterior? A éste el rey se le dirige irónicamente: Amigo ¿cómo en­ traste aquí sin tener el traje nupcial? El Hijo de la Virgen se alegra sobremanera en la pureza de la castidad. De El habla la esposa en el Cantar (6,2-3): Mi amado bajó a su jardín; donde se cultivan flores olorosas, para alimentarse con los productos del huerto y recoger lirios. Yo soy para mi amado y él es para mí. Mi amado se alimenta entre lirios. El jardín del amado es el alma del justo, en el que hay dos cosas: el cantero de los aromas, o sea, la humildad que es la madre de las otras virtudes, y los lirios, símbolo de la doble pureza. A este jardín desciende y en él se alimenta mi amado. Este jardín-huerto produce cuatro especies de frutos: nue­ ces, manzanas, viñas y aromas. Siete son los dones del Espíritu Santo: el temor de Dios, la ciencia y la piedad, el consejo y la fortaleza, la inteligencia y la sabiduría (Is. 11,2-3). El alma del justo por el temor de Dios llega a ser la huerta de las nueces que son amargas en la cáscara, duras en la coraza, buenas y deliciosas en las pepitas. Esta huerta de las nueces simboliza la penitencia: amarga en la mortificación de la carne, dura en la continuidad de la tribulación y suave por la espiritual alegría que produce. Mediante el espíritu de la ciencia y de la piedad, el alma llega a ser la huerta de las manzanas, que tienen la dulzura de la misericordia; por medio del espíritu del consejo y de la for­ taleza llega a ser la huerta de las parras; vides; mediante el es­ píritu de la sabiduría y de la inteligencia llega a ser la huerta de los aromas, todo perfumado. *

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El que quiere participar en las bodas de la penitencia, debe ponerse un vestido de varios colores, o sea, la humildad del corazón. De ella se dice en el Génesis (37,3): Israel quería a José más que a todos sus otros hijos, pues lo había engendrado en su vejez, y le había hecho una túnica de varios colores. Is­ rael es Dios Padre, quien, más que a todos los otros hijos 56

adoptivos, amó a José, o sea, a Jesucristo, su propio Hijo. A este Hijo lo había engendrado de la Virgen María, cuando el mundo ya estaba envejeciendo, y le hizo una túnica de varios colores, o sea, lo revistió de humildad. El dijo: Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt. 11,29). Hay algo semejante en el segundo libro de los Reyes (21,19): Hubo otro combate en Gob contra los fdisteos, en el que Adeodado, hijo de Salto, vestido de varios colores, betlemita, mató a Goliat el geteo. Observa que tres son las guerras: contra el diablo, contra el mundo y contra la carne. Gob, en hebreo, significa «fosa», y simboliza nuestra carne, que es fosa de muerte y barro de pan­ tano (S. 39,3). En esta fosa hay guerra contra los filisteos, o sea, contra nuestros cinco sentidos del cuerpo, los que, em­ briagados por el brebaje de las cosas temporales, se derrumban en los pecados. Pero en esta guerra y en esta fosa existe el pe­ nitente, Adeadado, el iluminado por la gracia divina, hijq de Salto, o sea, de la soledad, de la penitencia y de la aflicción. Tiene un vestido de varios colores, porque es humilde y benig­ no; es un ciudadano de Belén, porque es contemplativo, sacia­ do por la dulzura del pan celestial. Tal personaje, mientras se castiga a sí mismo por medio de la penitencia, hiere a Goliat el geteo, o sea, al diablo. De ahí que diga Isaías (10,26): El Se­ ñor, Dios de los ejércitos, hará zumbar él el látigo, como cuan­ do golpeó a Madián en el cerro Horeb. Se lee en el libro de Jueces (7,19-21), que Gedeón derrotó el campamento enemigo de Madián con antorchas, trompetas y estrépito de jarrones rotos. Gedeón es el penitente que vence al diablo con la antorcha del arrepentimiento, la trompeta de la confesión y con la rotura del ánfora, o sea, mortificando la carne propia; y lo hizo en el cerro Horeb, que se interpreta «sequía o cuervo», o sea, con el firme e inconmovible propósi­ to de hacer penitencia, que seca el humor de la lujuria, susti­ tuyéndolo con el llanto y el desprecio de las cosas terrenas. Entonces, el que quiere participar en las bodas de la peni­ tencia, debe ponerse el vestido de varios colores; si no lo tuvie­ ra, podría oír: Amigo -sólo en apariencia, pero en realidad enemigo, porque amas el fasto-, ¿cómo pudiste entrar aquí, o 57

sea, en la vida religiosa, no teniendo el vestido nupcial de la humildad? Hay algo más detestable y más abominable a los ojos de Dios y de los hombres, que la soberbia en los religio­ sos? Si el cielo no fue provechoso para los ángeles soberbios, ¿cómo podría ser provechosa la vida monástica para un reli­ gioso soberbio? Hay muchos seglares que se humillan y se confiesan peca­ dores; en cambio, el religioso se gloria de las plumas de la ci­ güeña y del gavilán (Jb. 39,13), y por eso crece en soberbia. De él dice el profeta Abdías (1,3): El orgullo de tu corazón te engañó a ti que habitas en las hendiduras de las rocas, que tie­ nes las cimas por morada y que dices en tu interior: «¿Quién me hará bajar a tierra?». Busca en el Evangelio: El sembrador salió a sembrar. Mientras sembraba, una parte de la semilla cayó al borde del camino, fue pisoteada y las aves del cielo se la comieron. Otra parte cayó sobre la roca y, después que brotó, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinos y, al crecer, los espinos la ahogaron. Otra parte cayó en tierra buena, creció y produjo el ciento por uno. El que tenga oídos para oír, ¡que oiga! *

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El que quiere participar en las bodas de la gloria celestial, debe ponerse el vestido escarlata; debe tener el amor a Dios y al prójimo. Unica es la materia del rojo escarlata y de la púr­ pura, pero sus colores son muy diferentes. La púrpura, de co­ lor más ferruginoso, se extrae del primer teñido de las ostras, y el escarlata, más rojo, del segundo teñido. El Señor mandó a Moisés que pusiera «escarlata dos veces teñido en los orna­ mentos de los sacerdotes y en las cortinas del tabernáculo» (Ex. cc. 26-28). De esta manera se designa el amor a Dios y al prójimo. Igualmente, David, al principio del segundo libro de los Reyes (1,24), habla de este color rojo: Hijas de Israel, lloren sobre Saúl, que las revestía de prendas escarlatas y de delicias, y que colgaba joyas de oro sobre su atuendo. Oh hijas de Israel, o sea, oh almas fieles, lloren sobre la 58

muerte de Saúl, o sea, sobre la muerte de Jesucristo, que fue consagrado rey por el Padre celestial, para que liberara a los hijos de Israel del poder de los filisteos, o sea, de los demonios. Jesús las cubre con el vestido rojo del doble amor a Dios y al prójimo y les da las delicias de una conciencia pura; y les ofre­ ce los adornos áureos de las otras virtudes durante su perma­ nencia terrenal. (XX domingo después de Pentecostés: 11,342-346).

17. (No amemos con palabras sino con obras Se lee en el Evangelio de san Lucas (14,21): El amo de casa, enojado, dijo al criado: «Anda rápido por las plazas y ca­ lles de la ciudad, y trae para acá a los pobres, a los inválidos, a los ciegos y a los cojos». Ya que los tres primeros invitados rehusaron venir a la cena del dueño de casa, el criado fue enviado nuevamente, para hacer entrar a pobres, célibes, ciegos y cojos. Explica la Glosa: «Raramente pecan los que no tienen atractivos para pecar; y los que no tienen en el mundo atractivos, más pronto se convierten a la gracia de Dios». Feliz es, pues, esa condición de indigencia, que lleva des­ pués a una mejora; y feliz esa condición oscura, que lleva des­ pués a la blancura. Los pobres que se hallan privados de la abundancia de los bienes mundanos, los débiles que. ni tienen salud, los ciegos y los cojos, que carecen de los atractivos para pecar, son introducidos más fácilmente en la cena del Señor. Todo esto concuerda con el mensaje del primer libro de los Reyes (30,11-15): Un muchacho egipcio, esclavo de un amalecita, fue despreciado y abandonado por su amo, porque se ha­ bía enfermado; pero David lo encontró, lo alimentó y lo asu­ mió como su guía por el camino. Este muchacho egipcio re­ presenta al que ama este mundo y se vuelve negro a causa de los pecados cometidos; y ya que no puede seguir en las obras del mundo las corrientes mundanas, el mundo lo desprecia y 59

lo abandona, enfermo, a su suerte. Pero Cristo lo encuentra; y como El atrae a su amor a todos aquellos a los que el mundo desprecia y abandona, lo nutre con el alimento de la palabra de Dios y lo hace guía de su camino; y a veces lo elige como su predicador. Observa que no sin razón nombró especialmente a estos cuatro grupos de personas: los pobres, los débiles, los ciegos y los cojos. Se llama pobre, porque manda poco o posee poco; débil, hecho frágil por la bilis, ya que la hiel de la bilis afecta al cuer­ po; ciego, porque carece de la vista o porque no ve con los ojos; cojo, porque está impedido de caminar. Estos cuatro grupos de personas representan a todos aque­ llos que se enredaron en los cuatro vicios; avaricia, ira, lujuria y soberbia. El avaro es un pobre, porque no se manda a sí mis­ mo sino que es esclavo del dinero; no es posesor sino poseído; tiene mucho pero cree tener poco. Observa Séneca: «Aquel al que sus bienes no le parecen dilatadísimos, aunque sea amo del mundo entero, es un miserable». Y también: «No conside­ ro pobre a aquel para el cual es suficiente lo poco que tiene». Débil es el iracundo que, empapado de amarga hiel, se en­ ciende de ira, y, una vez arrastrado por la misma, no puede llevar a cabo la justicia de Dios (St. 1,20). Job (5,2) lo amones­ ta: La ira mata al necio. El lujurioso, despojado de la gracia de Dios, es ciego de ambos ojos, porque está privado de razón y de inteligencia. El soberbio es cojo, porque no puede caminar con pasos rectilí­ neos por el camino de la humildad. De estos vicios y de otros semejantes afirma un filósofo: «Hay que evitar de cualquier modo, cortar con el hierro y el fuego, y separar con todos los medios la molicie del cuerpo, la ignorancia del espíritu, la lujuria del vientre, la sedición de la vida civil y la discordia en las relaciones humanas». A estos cuatro grupos de pecadores, hallados en las plazas, o sea, en los placeres de la carne, y en las callejuelas, o sea, en­ redados en las vanidades del mundo, el Señor misericordioso, a través de los predicadores de la santa Iglesia, los puede lla­ mar a la cena de la patria celestial. 60

Observa también que se dijo al criado: Anda por las calles y a lo largo de las tapias, y estimúlalos a entrar, para que se llene mi casa (Le. 14,23). ¿Y quiénes son estos hombres acicateados a entrar? Son aquellos que mediante castigos y adversidades son animados a entrar a la cena del Señor. Es lo que pondera el Señor en Oseas (2,9-10): Voy a cercar sus caminos con espinos y voy a bordearlos con paredes; y así ella, la lujuriosa, no hallará más sus caminos; perseguirá a sus amantes y no los alcanzará; tra­ tará de buscarlos, pero en vano. Entonces se dirá: «Me volveré a juntar con mi marido de antes, porque con él me iba mejor que ahora». A menudo el Señor, con los espinos de las adversidades y el cerco de las enfermedades, cierra los caminos del alma pe­ cadora, o sea, las acciones malas, siguiendo las cuales ella iba hacia sus amantes, o sea, hacia los demonios. El Señor lo hace, para que el alma vuelva a El, su primer marido. Ella ya había experimentado las dulzuras de aquel amor y gozado de aquella contemplación. Por esto y con toda razón puede decir que en aquel entonces se había hallado mejor que ahora que está abu­ sando de los miserables placeres de la carne. *

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Todo esto concuerda con lo que leemos en la epístola: Si alguien goza de las riquezas de este mundo y si, al ver a su hermano en apuros, le cierra el corazón, ¿cómo permanecerá en él el amor de Dios? Hijitos míos, no amemos de palabras y de labios afuera, sino con obras de verdad (I Jn. 3,17-18). Y el Señor recalca en el Evangelio de Lucas (11,41): Den a los po­ bres lo superfluo; y todo será puro para ustedes. La Glosa co­ menta: «Den a los pobres lo que les sobra a sus necesidades de comer y vestirse». Pues bien, si alguien tuviere bienes materiales, después de haber retenido lo suficiente para las necesidades de la alimen­ tación y del vestido, si ve que su hermano, por el cual Cristo murió, padece necesidad, debe darle lo que le sobra. Si no se lo diere y cerrare sus entrañas al hermano pobre, digo que co­ 61

mete pecado mortal, porque no hay en él el amor de Dios; porque, si hubiere ese amor, daría de buena gana a su herma­ no pobre. ¡Ay de aquellos que tienen las bodegas llenas de vino y de cereales y poseen dos o tres pares de vestidos, mientras los po­ bres de Cristo, con las tripas vacías y el cuerpo desnudo cla­ man a su puerta! Quizás, les hace alguna caridad, pero les da poco, y no de lo mejor sino de lo peor. Llegará, sí, llegará la hora en que ellos también, estando fuera de la puerta, clamarán: Señor, Señor, ábrenos; y oirán: En verdad, les digo que no los conozco. ¡Vayan, malditos, al fuego eterno! (Mt. 25,11-12 y 41). Salomón nos advierte: El que cierra sus oídos para no es­ cuchar la voz del pobre, él mismo clamará y no será escuchado (Pr. 21,13). Supliquemos, pues, hermanos queridísimos, al Señor Jesu­ cristo, para que, después de habernos llamado con este ser­ món, por inspiración de su gracia, se digne llamamos a la cena de la gloria celestial, en la que nos saciaremos, contemplando «cuán suave es el Señor» (S. 33,9). ¡Amén! ¡Amén! (II domingo después de Pentecostés: I, 430-433).

18. Los pobres son los bienhechores de los ricos Yo, Jesús, les digo: «Aprovechen el maldito dinero para ha­ cerse amigos, para que, cuando se les acabe, ellos los reciban a ustedes en las moradas eternas» (Le. 16,9). «Mantona», en la lengua de la Siria, son las riquezas ini­ cuas, porque fueron recogidas con iniquidad. Si la iniquidad, bien administrada, se puede cambiar en justicia, ¡cuánto más las riquezas de la palabra de Dios, en la que no hay iniquidad alguna, eleva hacia el cielo al que la dispensa bien! «Amigo», etimológicamente, puede derivar de «custodio del alma» o de «amor». Los ricos de este mundo, que, con fraudes y medios deshonestos, acumulan riquezas de iniqui­ 62

dad, si consideran bien, no tienen amigos más cercanos que las manos de los pobres, porque ellos son el tesoro de Cristo. Afir­ ma san Gregorio Magno: «Para que los ricos tengan algo en sus manos después de la muerte, antes de morir, se les dice en cuáles manos han de depositar sus riquezas». Oh rico, da a Cristo una parte de lo que te dio. «Tuviste en El a un donador espléndido, tenlo ahora como deudor, para que lo poseas como prestamista con subidos intereses». (San Agustín). Y yo te ruego, oh rico: extiende tu mano árida al po­ bre. Antes era árida por la avaricia, hazla ahora florecer con la limosna. Salomón, en el libro del Eclesiastés (12,5), exclama: Flore­ cerá el almendro, se engordará la langosta, y la alcaparra per­ derá sus fuerzas. El almendro es el primero en florecer, y representa al que hace la limosna. El, floreciente de compasión y de misericor­ dia, ante todo, debe hacer brotar la flor de la limosna. Por esto profetiza Isaías (27,6): Israel florecerá y brotará, dando frutos, que llenarán el mundo entero. Israel es el hombre justo que florecerá con la limosna y brotará con la compasión hacia el prójimo. Pero observa: el brote llega antes que la flor; y, sin embar­ go, Isaías pone antes el verbo «florecerá» y después «brotará». El motivo es éste: cuando el justo florece con la limosna, debe hacer brotar la compasión. En efecto, él debe dar la limosna al prójimo no sólo con la mano, sino, sobre todo, con el corazón; diversamente, la avaricia lloraría sobre la limosna. Se engordará la langosta, que representa al pobre. Como durante el invierno la langosta se entumece y pierde sus fuer­ zas, pero a la llegada del calor se alegra y salta, así el pobre en la época del hambre y en el frío de la necesidad pierde sus fuerzas, su cuerpo se vuelve friolento, su rostro palidece; pero, cuando llegan el calor de la caridad y el don de la limosna, re­ cupera sus fuerzas y rinde gracias por el bien recibido a Dios y al donante. La alcaparra, que es la avaricia, perderá sus fuerzas. Cuan­ do se distribuye la limosna, la avaricia se desvanece. 63

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Háganse amigos con el dinero maldito, para que, cuando se les acabe, ellos los reciban en los tabernáculos (o morada) eternos. Observa que cuatro son los tabernáculos; el primero es de los que viven según la carne; el segundo, de los que co­ mienzan una vida virtuosa; el tercero, de los que progresan en la vida virtuosa y el cuarto, de los que llegan a la perfección. Los primeros son los de los idumeos e ismaelitas, los segundos de Kedar, los terceros de Jacob y los cuartos de las virtudes del Señor. De los primeros se dice en el Salmo (82,6-7): Contra ti a una tramaron alianza las tiendas de Edom y los ismaelitas. Los habitantes de Edom son los sanguinarios; los ismaelitas son aquellos que se obedecen a sí mismos, no a Dios. Los pri­ meros representan a los lujuriosos, que se corrompen en su sangre de lujuria, y a los soberbios, que no obedecen a Dios, sino a su voluntad. En sus tabernáculos, o sea, en sus encuen­ tros traman un contubernio contra la alianza que el Señor es­ tableció en el monte: Bienaventurados los pobres en espíritu (mt. 5,3). Hay que huir de esas tiendas, para refugiarse en las tiendas de Kedar, de las que se habla en el Cantar (1,5-6): Soy morena pero bonita, oh hijas de Jerusalén, como las tiendas de Kedar, como las tiendas de Salomón. No se fijen en que estoy morena, el sol fue el que me tostó. *

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El que hubiera combatido bien en aquellos tabernáculos, podrá pasar a los de Jacob, de los que se afirma en el libro de los Números: ¡Qué hermosas son tus tiendas, y tus carpas, oh Jacob! Son como valles arbolados, como jardines a orillas del rio, como cedros plantados cerca de las aguas (Nm. 24,5-6). Presta atención a estos tres elementos: los valles, los jardi­ nes y los cedros. En los valles frondosos se representa la mente que se humilla; en los jardines regados, el arrepentimiento acompañado de lágrimas, y en los cedros la contemplación de las cosas celestiales. Las tiendas y las carpas de Jacob son la milicia del hombre 64

activo y contemplativo. Es el Señor quien plantó estas tiendas, las que están dispuestas según su beneplácito. Por esto se dijo a Moisés en el Exodo (25,40): Mira y obra según el modelo que te fue mostrado en el monte. El monte inmóvil, (en el que Dios estableció la ley), es Cristo, «hombre que no sigue el consejo de los impíos» (S. 1,1). Su vida misma es el modelo, según el cual debemos plantar y construir nuestras tiendas. Se dice «tienda», porque se extien­ de con cuerdas y postes. Tanto la tienda como el pabellón es­ tán hechos de la misma manera. Las tiendas del hombre activo y contemplativo son hermo­ sas como valles frondosos, porque se cimientan en la humildad de la mente, que ofrece un umbroso refugio contra el ardor de los vicios; y como jardines a orillas del río, porque sus mentes son regadas por las lágrimas del arrepentimiento; y como ce­ dros junto a las aguas, porque están plantados y arraigados en la altura de la contemplación, en el aroma de una vida santa y junto a la abundancia de las aguas que alegran la ciudad de Dios (S. 45,5). Cuando la milicia esté terminada, cuando el invierno haya pasado y la lluvia cesado (Ct. 2,11), entonces el hombre de aquellas tiendas pasará a los tabernáculos del Señor de las vir­ tudes, prometidos por Dios mismo en Isaías (32,18): Mi pue­ blo habitará en una morada de paz, en habitaciones seguras y en un descenso opulento. El pueblo de los penitentes es el pueblo del Señor y ovejas de su rebaño (S. 94,7). El que ahora está empeñado en el com­ bate, se sentará en una bella morada de paz. «La paz es la li­ bertad en la tranquilidad» (Cicerón). «Paz» viene de pacto o alianza. El pacto está antes y la paz viene después (como fru­ to). El que aquí abajo estipula un pacto de reconciliación con el Señor, un día se sentará en la belleza de la paz, allá arriba en el reino celestial. Lamentablemente, ¡cuántas veces se co­ rrompen la paz de este mundo y la del corazón! En cambio, la paz eterna permanecerá bella por los siglos de los siglos y en habitación segura. Entonces no habrá nadie que cause espanto. El justo habitará seguro en un reposo opu­ lento. «Opulenta» deriva de «opes», que significan riquezas. El 65

reposo opulento significa la glorificación del alma y del cuer­ po, que son nuestras dos estolas. Esa glorificación los santos la poseerán eternamente. Oh ricos, háganse, pues, amigos de los pobres; acójanlo en sus casas. Cuando les llegue a faltar el dinero de la iniquidad y les sea sustraída la paja temporal, ellos, los pobres, los acoge­ rán en las moradas eternas, donde reinan la belleza de la paz, la confianza de la seguridad y el opulento reposo de la eterna saciedad. (IX domingo después de Pentecostés: 22, 26-29). 19. La reconciliación fraterna Cuando presentes tu ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en contra de ti, deja ahí tu ofrenda ante el altar y anda primero a hacer las paces con tu hermano; y, después, vuelve a presentarla (Mt. 5,23-24). Hay cuatro tipos de altares: superior, inferior, interior y ex­ terior. El superior es la Trinidad; el inferior, la humanidad de Jesucristo; el interior, la devoción de la mente; y el exterior, la mortificación de la carne. Como hay cuatro tipos de altares, así hay cuatro tipos de ofrendas y cuatro tipos de hermanos. Están las ofrendas de la oración, de la fe, de la penitencia y de la limosna. Hermano nuestro es cualquier prójimo: Cristo, un ángel y nuestro espíri­ tu. Si ofreces el don de tu oración al altar de la santa Trinidad, y allí recuerdas que tu hermano, o sea, tu prójimo, tiene algo contra ti, porque lo ofendiste con alguna palabra o acción, o si le tienes algún proyecto hostil; si el otro está lejos, póstrate con corazón humilde en presencia de Dios al cual vas a ofre­ cer tu oración; en cambio, si tu hermano está cerca, acude a él con los pasos de tus pies, para pedirle perdón. *

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Igualmente, si ofreces la ofrenda de la fe al altar de la hu­ manidad de Jesucristo, o sea, crees que El asumió verdadera carne de la Virgen María, y allí recuerdas que tu hermano, Je­ sús, quien asumió tu misma naturaleza para salvarte, tiene algo contra ti, o sea, te acuerdas que estás en pecado mortal; mientras te preparas a alabar al Señor con el sonido de tu voz, deja allí tu ofrenda, o sea, no confíes en tu fe que está muerta; sino que, ante todo, corre a reconciliarte, por medio de una verdadera penitencia, con tu hermano, Jesucristo. *

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Lo mismo has de hacer si estás ofreciendo al altar la ofren­ da de tu penitencia, o sea, la mortificación de tu carne. Si en aquel momento te acuerdas de que tu hermano, o sea, tu con­ ciencia, tiene algo contra ti; o sea, si recuerdas que tu concien­ cia está manchada por algún vicio, deja ahí tu ofrenda. No de­ posites tu confianza en la mortificación de la carne, si prime­ ramente no limpias tu espíritu de toda impureza. Sólo después de haberlo llevado a cabo, vendrás a presentar tu ofrenda. *

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Lo mismo has de hacer si estás ofreciendo limosnas a los pobres. Si allí te acuerdas que tu hermano, el ángel de la guar­ da -creado como tú por Dios, pero a quien la gracia de Dios te confió, para que lleve al cielo tus oraciones y tus limosnas-, tiene alguna queja contra ti, ya que mientras te brinda buenas inspiraciones, tú desvías el oído de la obediencia, deja ahí tu ofrenda, o sea, no confíes en tu fría limosna, sino que, antes, con los pasos del amor, anda a reconciliarte con tu ángel, que te fue dado como custodio, y prométele obediencia a sus inspi­ raciones; y después regresa para ofrecer tu don por las mismas manos del Angel; y Dios lo aceptará... Te rogamos, oh Padre, que por tu Hijo, nuestro Señor Je­ sucristo, recibas nuestras ofrendas y nos concedas la gracia de tu reconciliación y la de los hermanos; y,una vez reconcilia­ dos, podremos ofrecerte a ti, oh Dios, con los dichos ángeles 67

nuestras ofrendas de alabanza, en el altar de oro de la Jerusalén celestial. ¡Amén! (VI domingo después de Pentecostés: 1,525 y 528-530).

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PARTE SEGUNDA MISTERIOS Y ESPLENDORES TRINITARIOS

1. La gracia de Jesús, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Jesús dijo a los discípulos: Yo les enviaré, desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre. Este Consola­ dor, cuando venga, dará testimonio de mí; y ustedes también serán mis testigos, pues estuvieron conmigo desde el principio (Jn. 15,26). Observa que en este Evangelio se proclama abiertamente la fe en la santa Trinidad. Desde el Padre y el Hijo es enviado el Espíritu Santo. Los tres son de una única sustancia y de una igualdad inseparable. La unidad está en la esencia, la plurali­ dad en las personas. Es el mismo Señor quien habla abierta­ mente de la unidad de la esencia divina y de la trinidad de las personas, al decir en Mateo (28,19: Vayan por el mundo ente­ ro, enseñen a todos los pueblos y bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. «En el nombre», dice, y no «en los nombres», justamente para mostrar la unidad de la esencia. Por los tres nombres muestra que son tres las personas. En la Trinidad existen el origen sumo de todas las cosas y la perfectísima hermosura y la dichosísima felicidad. Por «sumo origen» -como lo demues­ tra san Agustín en el tratado «De la verdadera Religión»-, se 69

entiende Dios Padre, del cual proceden todas las cosas: tam­ bién el Hijo y el Espíritu Santo. En «la perfectísima hermosu­ ra» se entiende el Hijo, la Verdad del Padre y en todo igual al Padre. Esa Verdad, que veneramos en el Hijo y en el padre, es la forma de todas las cosas, que fueron hechas y que a uno solo tienen referencia. En la «dichosísima felicidad» y con la «suma bondad» se entiende el Espíritu Santo, que es don del Padre y del Hijo. Ese don de Dios nosotros debemos retener y venerar inconmutable como el Padre y el Hijo. Además, si nos ponemos a considerar las criaturas, enten­ demos la Trinidad de una sola sustancia: un único Dios Padre, del que recibimos la existencia; y Dios Hijo, por el cual existi­ mos; y Dios Espíritu Santo, en el cual existimos. O sea, la Tri­ nidad es el principio, al que nos referimos; la forma perfecta, que hemos de seguir, y la gracia, por medio de la cual nos re­ conciliamos con Dios. Para que nuestra mente se despliegue en la contemplación del Creador y crea indudablemente la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad, es necesario que veamos cuáles ves­ tigios de la Trinidad se manifiestan en la misma mente. Nue­ vamente nos ayudará a comprender san Agustín por medio de su tratado «De la Trinidad». «Por cierto, la mente humana no es de la misma naturaleza de Dios, sino imagen de Aquel, del que nada hay mejor. Por esto es necesario buscar y hallar esos vestigios en nuestra men­ te, que es lo mejor que posee nuestra naturaleza humana. He­ los aquí: la mente tiene memoria de sí, se comprende y se ama. Si observamos bien esto, reconocemos la trinidad, no por cierto a Dios, sino una imagen de Dios. Ahí se aparece la tri­ nidad: la memoria, la inteligencia y el amor o la voluntad. Es­ tas tres no son tres vidas, sino una sola; ni son tres mentes, sino una sola mente; ni son tres esencias, sino una sola esen­ cia. Tanto la memoria y la inteligencia como la voluntad, o el amor tienen referencia a alguna cosa; en cambio, la vida, la mente y la esencia se tienen a sí mismas como referencia. Aquellas tres cosas en tanto son una sola cosa, en cuanto son una única vida, una única mente y una única esencia. «Estas tres facultades, cosas, a pesar de ser distintas entre 70

sí, son una sola cosa, porque en el alma existen sustancialmen­ te. La mente es como la madre, y la idea como una hija. La mente, al conocerse, engendra una idea, y es la única madre de su idea. El tercer elemento es el amor, que procede de la mis­ ma mente y de la idea. La mente, al conocerse, se ama, y no podría amarse sin conocerse. Ama a su querida hija, o sea, su idea; y así el amor es el abrazo entre la madre y la hija. En es­ tas tres palabras se aparece según vestigio de la Trinidad». (En otros momentos san Agustín analiza el «amor», y halla en él tres elementos: un amante, un amado y el amor; y los aplica a la santa Trinidad: el amante es el Padre, el amado el Hijo y el amor el Espíritu Santo. Con igual criterio se podría ver en la familia un reflejo trinitario: el amante es el padre, la amada es la esposa y madre, y el amor es el hijo). (VI domingo después de Pascua: 1,355-356).

2. Cristo, el Verbo y el Hijo dilecto del Padre Dijo Jesús: El que es de Dios, escucha la palabra de Dios; y por eso ustedes no me escuchan, porque no son de Dios (Jn. 8,47). Según la etimología, Dios se interpreta «temor». Es de Dios el que teme a Dios; y el que teme a Dios, escucha su pa­ labra. De ahí que el Señor diga a Jeremías (18,2): Levántate y baja a la casa del alfarero; allí te haré oír mis palabras. Se le­ vanta aquel que, estremecido por el temor, se arrepiente de haber hecho lo que hizo; y desciende a la casa del alfarero. Al conocer que está hecho de barro, teme que el Señor lo despe­ dace como vasija de alfarero (S. 2,9); y allí escucha las pala­ bras del Señor, porque es de Dios y porque teme a Dios. San Jerónimo observa: «Es una gran señal de predestina­ ción escuchar de buena gana las palabras de Dios y escuchar los murmullos de la patria celestial, a semejanza de aquél que escucha gratamente los murmullos de la patria terrena». En cambio, no escuchar las palabras de Dios es señal de 71

obstinación, como decía Jesús: Por eso ustedes no la escuchan, porque no son de Dios; como si dijera: «Ustedes no escuchan sus palabras, porque no lo temen. Por esto se queja Jeremías (6,10): ¿A quién hablaré y a quién tomaré como testigo para que me escuchen? Tienen oídos de paganos y no pueden en­ tender. La palabra de Dios les causa risa y no les gusta. *

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Jesús contestó a los judíos: No me preocupa mi propia glo­ ria, ya que de nada vale que yo me de gloria a mi mismo. El que me da gloria, es mi Padre. Ustedes lo llaman «nuestro Dios», pero no lo conocen. Yo, sí, lo conozco; y si dijera que no lo conozco, sería tan mentiroso como ustedes lo son ahora, porque yo lo conozco y guardo su palabra (Jn. 8,54-55). Observa que el Padre glorificó a su Hijo en la Navidad, haciéndolo nacer de la Virgen, pero también en el río Jor­ dán y en el monte, cuando dijo: Este es mi Hijo dilecto (Mt. 3,17). Lo glorificó también en la resurrección de Lázaro, y, sobre todo, en la resurrección y ascensión del mismo Cristo. Se lee en el Evangelio de san Juan: Padre, glorifica tu nom­ bre. Vino una voz del cielo que proclamó: «Yo lo glorifiqué en la resurrección de Lázaro, y nuevamente lo glorificaré en su resurrección y ascensión (Jn. 12,27-28). Es, pues, el Padre el que me glorifica, Aquel a quien ustedes dicen que es su Dios. En estas palabras tenemos un testimonio explícito contra los herejes, que afirman que la ley del decálogo fue dada a Moisés por el dios de las tinieblas. Pero el Dios de los judíos, que dio la ley a Moisés, es el Padre de Jesucristo. Por consi­ guiente el Padre de Jesús dio la ley a Moisés. Pero ustedes rio lo conocen espiritualmente, mientras se dedican a las cosas te­ rrenales. Yo, en cambio, lo conozco, porque soy una única cosa con El. « Y si dijera que no lo conozco, mientras lo conoz­ co bien, sería tan mentiroso como ustedes que dicen conocerlo, mientras no lo conocen. Yo lo conozco y guardo su palabra. Cristo, como Hijo, ha72

biaba el lenguaje del Padre. Más aún, era El mismo el Verbo del Padre, que hablaba a los hombres. (V domingo de cuaresma: I, 177 y 184-185).

3. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios Los fariseos dijeron a Jesús: Danos tu parecer: «¿Está per­ mitido o no pagar el impuesto al César?». Jesús comprendió su maldad y les contestó: «Hipócritas, ¿por qué me ponen tram­ pas? Muéstrenmela moneda con que se paga el impuesto». Y ellos le presentaron un denario. Jesús les preguntó: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?». Respondieron: «Del Cé­ sar» (Mt. 22,17-21). Observa estas tres palabras: denario, imagen, inscripción. Como el denario está marcado con la imagen del rey, así nues­ tra alma está marcada con la imagen de la santa Trinidad. En el Salmo (4,7): Oh Señor, está marcado en nosotros la luz de tu rostro. La Glosa comenta: «Oh Señor, la luz de tu rostro, o sea, la luz de tu gracia, por la cual se reformó tu imagen en nosotros y así somos semejantes a ti, está estampada en noso­ tros, o sea, grabada en nuestra razón, que es la fuerza superior de nuestra alma, por la cual somos semejantes a Dios. Esa luz nos fue grabada como un sello en la cera. Nuestra razón es como el rostro de Dios. Como se conoce a uno por su rostro, así por el espejo de la razón se conoce a Dios. La razón perdió su forma a causa del pecado, por el cual el hombre ya no fue semejante a Dios, pero se recuperó con la gracia de Cristo. Por esto exhorta san Pablo: Renuévense en el espíritu de su mente (Ef. 4,23). La gracia, pues, por la cual se renueva la imagen creada, aquí es llamada luz. Y observa que hay una triple imagen; la de la semejanza; la de la creación, o sea, de la razón, con la que el hombre fue for­ mado; y la de la re-creación, o nueva creación, por la cual la imagen creada recupera su forma. Además, hay la imagen de la semejanza, según la cual el hombre fue creado a imagen y 73

semejanza de toda la Trinidad. Efectivamente, por la memoria es semejante al Padre, por la inteligencia al Hijo y por el amor al Espíritu Santo. He aquí por qué san Agustín suplica: «Oh Señor, ique yo me acuerde de ti, que te comprenda y te ame!». El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios; ima­ gen en el conocimiento de la verdad, semejanza en el amor a la virtud. Luz del rostro de Dios es, pues, la gracia de la justificación, por la cual la imagen creada es señalada. Esta luz es el entero y verdadero bien del hombre, por el cual está señalado, como el denario está marcado con la imagen del rey. Por eso el Se­ ñor saca esta conclusión en el Evangelio: Den al César lo que es del César y den a Dios lo que es de Dios (Mt. 22,21). Es como si dijera: «Como rinden al César su imagen, así rindan sus almas a Dios, que están iluminadas y marcadas por la luz de su rostro. *

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Todo esto concuerda con lo que dice el profeta Zacarías: Veo un candelabro de oro macizo y una lámpara sobre la ca­ beza del ángel; y arriba un recipiente que alimenta siete lám­ paras con siete mechas. También hay cerca del candelabro dos olivos, uno a la derecha de la aceitera y otro a la izquierda (Za. 4,2-3). Candelabro y denario, lámpara e imagen significan la mis­ ma cosa. Candelabro es el alma, que es toda de oro, porque fue creada a imagen y semejanza de Dios. Por esto se lee en el libro del Eclesiástico (17,1): Dios creó al hombre de la tierra y lo formó a su imagen. Lo hizo precisamente para que el hom­ bre viva, conozca, recuerde y tenga inteligencia y voluntad. De ahí viene el mandato: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, o sea, lo amarás con toda tu inteligencia, voluntad y memoria. Como del Padre procede el Hijo, y de ambos el Espíritu Santo, así de la inteligencia procede la voluntad, y de ambas la memoria. El alma no puede ser perfecta sin estas tres dotes; y, 74

en cuanto a la bienaventuranza, una sola de estas dotes no es entera si faltan las otras dos. Como Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo no son tres divinidades, sino una sola en tres personas, así el almainteligencia, el alma-voluntad y el alma-memoria, no son tres almas sino una sola con tres poderes, en los que ella lleva ad­ mirablemente la imagen de Dios. Con estas dotes, que son superiores a las demás, se nos manda que amemos al Creador, de tal manera, que cuanto le podamos comprender y amar, lo tengamos también siempre en la memoria. A Dios no le basta la inteligencia, si no hay también voluntad en el amor a El. Tampoco bastan la volun­ tad y el amor, si no se añade la memoria, con la cual Dios per­ manece siempre en la mente del que lo comprende y ama. Y como no hay momento en el que el hombre no usufructúe y no goce de la bondad de Dios, así El ha de estar siempre pre­ sente en la memoria. El hombre fue creado también a semejanza de Dios; y como Dios es el amor y es bueno, justo, manso, misericordio­ so...; así el hombre ha de ser caritativo, bueno, justo, manso, misericordioso. (XXIII domingo después de Pentecostés: 11,414-416).

4. Dios nos ama En verdad, en verdad les digo: si piden algo al Padre en mi nombre, se lo dará. Hasta ahora no pidieron nada en mi nom­ bre. Pidan y recibirán, para que su gozo sea colmado (Jn. 16,23-24). Amén es una palabra hebrea, que significa juramento o afirmación solemne, que traducimos con la fórmula «En ver­ dad». Y la Verdad, con la fuerza del juramento y de la afirma­ ción solemne, nos promete el gozo, para que creamos sin som­ bra de duda lo que nos dice. Observa las tres palabras: algo, Padre y en mi nombre. 75

No se puede llamar Padre si no tiene un hijo, porque padre e hijo son nombres estrechamente relacionados. Cuando, pues, dice «padre», entiende al hijo que tiene padre. Padre es Dios, del que somos hijos y al que cotidianamente decimos la ora­ ción: «Padre nuestro que estás en el cielo...»1, y también en Isaías (63,16): Tu, oh Señor, eres nuestro Padre y nuestro Re­ dentor. Desde siempre tienes este nombre. Y El mismo en Je­ remías (3,4): Ahora invócame asi: «Tú eres mi Padre y guía de mi virginidad.» La virginidad del alma es la fe, que obra por el amor y mantiene el alma pura; y Dios Padre, como un guía, le conduce. Nosotros, los hijos, debemos pedir «algo» al Padre. Pero todo lo que existe es nada, fuera del amar a Dios. Amar a Dios es «algo», y este «algo» debemos pedirlo, para que nosotros, los hijos, amemos a nuestro Padre, como el hijo de la cigüeña ama a su padre. Se dice que «el hijo de la cigüeña ama tanto a su padre hasta el punto que, cuando envejece, lo sostiene y ali­ menta; y esto lo hace por instinto natural» (Aristóteles). De la misma manera nosotros debemos obrar en este mun­ do que comienza a envejecer: sostener a nuestro Padre en los débiles y en los enfermos, y alimentarlo en los pobres y en los necesitados, ya que todos ellos son sus miembros. Lo que uste­ des hacen a uno de estos pequeños, a mi me lo hacen (Mt. 25,40). Y si pedimos el amor, el mismo Padre, que es el amor, nos lo dará. Dios mismo nos lo promete en el Exodo (13,5): Te daré una tierra que mana leche y miel. Observa estas cuatro pala­ bras: tierra, que mana, leche y miel. La tierra, por su solidez, simboliza el amor de Dios; por otra parte el amor de Dios asegura la mente humana que está en la verdad. Por esto Salomón en el Eclesiastés (1,4) afirma: Una generación va, y otra viene; pero la tierra permanece siempre la misma. «Una generación va», símbolo del amor camal, que pasa. «Una generación viene», símbolo del amor del mundo, que también pasa. Pero la tierra, o sea, el amor de Dios, permanece para siempre, porque, como dice el apóstol (I Co. 13,8): El amor jamás tendrá fin. Se dice que la tierra «mana», por la abundancia de sus fru­ 76

tos. Por esto el Salmo (45,5): El río y sus afluentes alegran la ciudad de Dios. Esto significa que la abundancia del amor di­ vino alegra el alma, en la cual mora Dios. Esta tierra «mana leche y miel». La leche alimenta, la miel endulza; y así el amor de Dios alimenta el alma, para que crezca de virtud en virtud, y endulce todas las tribulaciones. Cicerón dice: «Para el que ama, nada es difícil» (en latín: «Amanti nihil difficile»). Cuando falta la dulzura del amor di­ vino, entonces parece intolerable aun la amargura de la más pequeña tribulación. Pero el madero endulzó las aguas de Mara (Ex. 15,23-25); y también: La harina de Eliseo volvió co­ mestibles las amargas hierbas silvestres (4 Rey, 39-41). De la misma manera el amor de Dios convierte en dulzura toda amargura. Por eso en el Eclesiástico se lee: Mi espíritu y mi herencia son más dulces que un panal de miel (Ecli. 24,19). El Espíritu del Señor es espíritu de pobreza, del que habla Isaías (25,4): El espíritu de los robustos es como un torbellino que embiste contra la pared. Los robustos son los pobres, que no vacilan ni en la prosperidad ni en la adversidad. Su espíri­ tu, como viento poderoso, embiste contra la pared de las ri­ quezas, y a ella se refiere el mismo profeta Isaías (22,6): El es­ cudo desguarneció la pared. Se dice escudo, porque esconde y protege el cuerpo, y es un símbolo del espíritu de pobreza, que esconde y protege el alma de las flechas de los demonios. Ese escudo derriba la pared de las riquezas. La herencia del Señor es su pasión en la cruz; y El la legó a sus hijos. Por esto exhorta: Hagan esto en mi memoria, o sea, en memoria de mi pasión (Le. 22,19). El apóstol Pablo se con­ sideraba heredero y poseía esa herencia, cuando decía: Llevo en mi cuerpo los estigmas del Señor (Ga. 6,17). Pues bien, el espíritu de pobreza y la herencia de la pasión superan en dul­ zura el panal de miel, en el corazón del que es verdadero amante. Dice bien el Señor: Si piden algo al Padre en mi nombre. Cristo, en hebreo, se dice «Mesías»; en griego, «Cristo» o «So­ ter»; en latín, «Ungido» o «Salvador». En nombre, pues, del Salvador pidamos al Padre que nos conceda el privilegio de su amor, si no por nuestros méritos, al menos por los de su Hijo, 77

por el cual salvó a la humanidad; y digamos con el profeta: Oh Dios, Protector nuestro, observa bien, y contempla el rostro de tu Ungido, Cristo (S. 83,10). Es como si dijera: Si no quieres dirigimos tu rostro a noso­ tros por nuestras culpas, al menos mira el rostro de tu Cristo abofeteado, escupido y mortalmente pálido. Mira el rostro de tu Cristo. ¿Hay padre que no mire el rostro de su hijo muerto? Pues bien, oh Padre, míranos también a nosotros, ya que por nosotros, que fuimos la causa de su muerte, murió Cristo tu Hijo. En nombre, pues, de Cristo, como El mismo nos lo mandó, te pedimos que nos des a ti mismo, porque sin ti no se puede vivir. Es lo que san Agustín pondera: «Señor, si quieres que me aparte de ti, dame otro igual a ti; de lo contrario, no me alejaré de ti». (V domingo después de Pascua: I, 333-335). 5. En tu juventud acuérdate de tu Creador Acuérdate de tu Creador en el tiempo de tu juventud, antes de que lleguen los días tristes y los años en que debas decir: «No encuentro placer en ellos»; antes de que se oscurezcan el sol, la luna y las estrellas, y las nubes vuelvan después de llo­ ver; cuando tiemblen los custodios de la casa, se encorven los hombres fuertes; y dejen de trabajar las que muelen, por ser muy pocas, y se queden ciegos los que miran por las ventanas; y se cierren las puertas de la calle, y se debilite el ruido del molino, y se levanten a la voz del ave y cesen los cánticos; cuando se teman las subidas, y se tenga temor de caminar; cuando el almendro esté florido, se ponga pesada la langosta y se caiga la alcaparra, porque el hombre se va a su morada de eternidad y las lloronas circulan ya por las calles. Se suelta el hilo de plata, y se quiebra la lámpara de oro, y se estrella el cántaro en la fuente, y se rompe la polea en el pozo. Y el polvo vuelve a la tierra, donde antes estaba, y el espíritu retorna a Dios, porque El lo dio (Ec. 12,1-7). 78

Oh alma, que eres como la ciudad de Jerusalén y que fuiste creada a semejanza de Dios, acuérdate de tu Creador que te hizo y te juzgará; y hazlo en el tiempo de tu juventud, cuando la edad se inclina más fácilmente al pecado, pero también se somete con más ganas a la penitencia. Por esto, poco antes, el mismo Eclesiastés nos exhortaba: Joven, alégrate en tu juven­ tud y vive feliz; sigue tus deseos y realiza tus ambiciones; pero no olvides que por todo esto Dios te juzgará (Ec. 11,9). Acuérdate, pues, y tenlo bien en la mente, antes de que vengan los días tristes, o sea, antes de la vejez, de la muerte y del juicio de Dios; antes de que lleguen los años en que debes decir: «No encuentro placer en nada». Acuérdate, pues, ahora, en estos años que te gustan y te dan una alegría serena. Pero vendrán días, que no te gustarán para nada, porque te complaciste a ti mismo y disgustaste a Dios. Vendrán días en que te disgustarás de ti mismo. Acuérdate, te pido, antes de que se oscurezca la luz del sol, o sea, antes de que la negrura de la muerte oscurezca la luz de la prosperidad mundana; antes de que se oscurezcan la luna y las estrellas, o sea, antes de que los sentidos del cuerpo se debi­ liten en la vejez y en la muerte se apaguen totalmente. Isaías (8,21-22) dice: Levantarán sus ojos al cielo, y luego mirarán al suelo; y sólo encontrarán miseria y tinieblas, diso­ lución y congoja, y una oscuridad angustiosa; y no podrán es­ capar de su angustia. La tribulación consiste en la tentación del diablo; las tinie­ blas, en la ceguera de la mente; la disolución, en la incapaci­ dad de trabajar; la congoja, en las malas costumbres; la oscuri­ dad desoladora, en la condenación al infierno. Lo mismo sucede durante el ciclo vital: tribulación en la vida, tinieblas en la vejez, debilidad en la enfermedad, congoja en el momento de morir, oscuridad desoladora en el infierno con los demonios. Acuérdate de tu Creador, antes de que vuelvan las nubes después de la lluvia. Las nubes son los predicadores, que ha­ cen llover abundantemente, cuando anuncian al alma el cauti­ verio del infierno. Las nubes se alejan, cuando el pecador no 79

quiere escucharlos, pero regresan cuando se realiza lo que ellos anunciaron. Cuando los custodios de la casa tiemblen. Salomón, en este versículo, habla tanto de la vejez como de la muerte del hom­ bre; pero cuando dice: Antes de que se rompa el hilo de plata, entiende hablar de la vejez, que es mensajera de la muerte. «Custodios de la casa» son las costillas, que protegen las par­ tes blandas e íntimas de nuestro organismo. Estas costillas, en la vejez, tiemblan, o sea, se debilitan. Se encorvan los hombres fuertes, o sea, vacilarán las pier­ nas que sostienen todo el cuerpo. Y dejan de trabajar las que muelen; o sea, los dientes se aflojarán y no podrán masticar el alimento. Y se quedan ciegos los que miran por las ventanas, o sea, los ojos se nublarán (con las cataratas). Y se cierran las puertas de la calle. Los ancianos, que no pueden caminar, están sentados en casa y cierran la puerta para no ver a los jóvenes que se divierten: todas cosas insopor­ tables para ellos. Y se debilita el ruido del molino. Los ancia­ nos tienen los sentidos torpes y la voz débil y floja y no pue­ den procurarse el alimento con su trabajo ni masticarlo con los dientes. Y se levanten a la voz del ave, o sea, del gallo. En­ friándose poco a poco la sangre y sacándose el humor con que se alimenta el sopor, ellos no pueden dormir. Y cesan los cán­ ticos. Se alude a los oídos, que gustan del canto, pero por la demasiada vejez se vuelven sordos y ya no pueden distinguir los sonidos. Y se temen las subidas. Los ancianos temen subir las esca­ leras, por la flojedad de sus piernas. Y temen caer en el cami­ no, aunque sea llano. Cuando florezca el almendro, o sea, sus cabellos se vuelvan canos, y la langosta se ponga pesada, o sea, cuando las piernas se hinchen. La langosta tiene el vientre gordo, y los viejos sue­ len tener barriga. La alcaparra se caiga; o sea, la actividad sexual se enfría, porque se marchitan los órganos. La alcaparra da vigor a los riñones y representa a la libido, que tiene su centro cerca de los riñones. El hombre, arruinado en sus miembros, se dirigirá a la casa 80

de su eternidad, o sea, bajo tierra; y durante el funeral los fa­ miliares y amigos darán vueltas por la plaza llorando. Refle­ xiona bien, oh hombre. ¡Qué grandes son tu miseria y tu debi­ lidad! ¿De qué podrías ensoberbecerte? *

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Acuérdate de tu Creador antes de que se rompa el cordón de plata, o sea, la duración de la vida; y antes de que se quie­ bre la lámpara de oro; o sea, antes de que el alma, la parte más preciosa del hombre, retorne allá de donde vino. Y se estrelle el cántaro en la fuente. El cántaro es el hom­ bre hecho de barro, que rueda por las tareas de este mundo y que se estrella en la fuente, cuando la muerte lo disuelve. En­ tonces pierde las aguas de la concupiscencia que había sacado del pozo de las vanidades mundanas. Por el cántaro se entien­ de la concupiscencia. Por eso se lee en el Evangelio de Juan (4,28): La samaritana, oyendo hablar al Señor, arrojó el cán­ taro. Cuando el rico muere tendido sobre sus riquezas, bien se puede decir que el cántaro se estrelló sobre la fuente, porque ese miserable hombre muere al mismo tiempo que la fuente de su concupiscencia. Por pozo se entiende la acumulación de las riquezas. Jeremías (2,13) nos amonesta: Me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron cisternas que no pueden contener el agua. Entonces la roldana se rompe sobre el aljibe, cuando el hombre codicioso no suelta las riquezas, sino que muere en medio de ellas. Entonces el polvo retorna a la tierra de la cual había veni­ do. Al primer hombre se le dijo: Eres polvo, y al polvo vas a volver (Gn. 3,19). Se dice «polvo», porque es impulsado por la fuerza del viento. (Mientras el cuerpo regresa a la tierra), el es­ píritu retorna a Dios que lo creó, ya que no es mugrón de vid terrenal. Dios creó el alma y le infundió gratuitamente las vir­ tudes, para que lo reconociera como su Creador, y reconocién­ dolo lo amara, y amándolo lo honrara, y honrándolo merecie­ ra gozarlo. Todo esto concuerda con lo que dice san Pablo en la pri81

mera carta a los corintios (12,4-6): Hay diferentes dones espi­ rituales, pero el Espíritu es el mismo; hay diversos ministerios, pero el Señor es el mismo; hay diversidad de obras, pero es el mismo Dios que obra todo en todos. Los dones, dice el apóstol, son las virtudes dadas gratuita­ mente por Dios, o sea, la fe, la esperanza y la caridad. Dios nos las infunde, nosotros las administramos; pero es siempre El quien obra. Aunque diga: Espíritu, Señor y Dios, se entien­ de que es totalmente la misma sustancia, pero Trinidad en las personas, que obra todo en todos. No atribuye todo a una per­ sona, sino que nos dice que la Trinidad obra todo en todos, para enseñamos que, lo que uno no tiene en sí mismo, lo tiene en el otro, y así se afirman la caridad y la humildad. Te suplicamos, pues, señor, tú que eres Uno y Trino, que cuando lleguen los días de la tristeza y de la última incinera­ ción y se quebrante el cordón de plata, el alma, que creaste, retome velozmente a ti; que tú la liberes del asedio de los de­ monios y que la recibas de manera que merezca volar a la li­ bertad y a la gloria de los hijos de Dios. Lo lograremos con la ayuda de ti, que eres el Dios Uno y Trino, bendito por los si­ glos de los siglos. ¡Amén! (X domingo después de Pentecostés: 11,43-47)

6. El Espíritu Santo, don del Padre y fuente de luz Los apóstoles quedaron llenos del Espíritu Santo y se pu­ sieron a hablar idiomas distintos, en la medida que el Espíritu Santo les concedía expresarse (He. 2,4). Quedaron llenos del Espíritu Santo. Es El, únicamente El, el que llena el alma, a la que, de ninguna manera, el mundo podría llenar. No reciben a otro Espíritu, porque lo que está colmado no puede recibir aumento. Por esto se dijo a la biena­ venturada María: Ave, llena de gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres (Le. 1,28). Observa que la expresión: «El Señor está contigo», está 82

puesta entre «llena de gracia» y «bendita tú entre las mujeres», para señalar que el Señor posee en su interior la plenitud de la gracia y, en lo exterior, hace obras santas y benditas. Con toda razón, después de «llena de gracia», se dice: «El Señor está contigo», porque, como sin Dios nada podemos ha­ cer ni poseer, así sin El tampoco podríamos guardar lo que te­ nemos. Por eso, después de la gracia, es necesario que el Señor esté con nosotros y guarde lo que solo El nos dio. Al damos la gracia, El nos previene; pero quiere que, al guardarla, colabo­ remos también nosotros con El. Al leer el Evangelio de Mateo (26,40-41), se tiene la impresión que el mismo Señor exija de nosotros esta diligente vigilancia: ¿No han podido velar una hora conmigo? Velen y oren, para no caer en la tentación. Bien, pues, se dice: Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Y en el Evangelio de Pentecostés, el Señor dice a este propósito: El Consolador, el Espíritu Santo que el Padre en­ viará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todas mis enseñanzas (Jn. 14,26). Él Padre envió al Espíritu Conso­ lador, en nombre del Hijo y para su gloria, precisamente para manifestar la gloria del Hijo. El les enseñará, para que sepan, y El les sugerirá, para que quieran. En efecto, la gracia del Es­ píritu Santo da el saber y el querer. Por esto en la Misa de hoy se canta: «Ven, oh Espíritu San­ to, y llena los corazones de tus fieles», justamente para que tengan el saber, y «enciende en ellos el fuego de tu amor», para que quieran llevar a cabo lo que saben. Igualmente se canta: «Envía a tu Espíritu y serán creados» por tu saber, y «renovarás la faz de la tierra», por medio de tu buena volun­ tad. * * * Y se pusieron a hablar idiomas distintos, según el Espíritu Santo les concedía expresarse. El que está lleno del Espíritu Santo, habla varios idiomas. ¿Qué son los varios idiomas? Son los distintos testimonios acerca de las virtudes de Cristo, como: humildad, pobreza, paciencia, obediencia... que noso­ tros hablamos, cuando las mostramos a los demás en nuestra 83

vida. El lenguaje es vivo, cuando hablan las obras. ¡Que cesen, pues por favor, las palabras, y que hablen las obras! Estamos saturados de palabras, pero vacíos de obras; por eso el señor nos maldice, como maldijo a la higuera, en la que no halló frutos, sino sólo hojas (Mt. 21,19). «La ley está dada al predi­ cador, para que practique lo que predica. Inútilmente se jacta­ ría del conocimiento de la ley, el que destruye la doctrina con sus obras» (San Gregorio). Los apóstoles hablaban, según el Espíritu Santo les conce­ día expresarse. ¡Dichoso aquel que habla, según lo que le su­ giere el Espíritu Santo, y no según sus impulsos! Hay algunos que hablan según su espíritu; roban las ideas de los demás, y las proponen como suyas y se atribuyen la autoría. «Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor». (Domingo de Pentecostés: 1,381-382 y 384) 7. El Espíritu Consolador en la problemática de la vida El Señor contra los males de la angustia, del pecado y del error, envió al Espíritu Santo, que es el Consolador de verdad, Consolador contra la angustia, Espíritu contra la culpa, verdad contra el error. El nos consuela en las estrecheces de la tribula­ ción. Ya lo ponderaba Isaías (43,2): Si atraviesas un río, yo es­ taré contigo, y no te arrastrará la corriente; si pasas a través de las llamas, no te quemarás y ni siquiera te chamuscarás. Observa estas cuatro palabras: aguas, ríos, fuego y llama. Las aguas son la gula y la lujuria; los ríos, la prosperidad de este mundo; el fuego, las adversidades; las llamas, la malicia de las tentaciones diabólicas. La mente, que el Espíritu Santo fortalece con el fuego de la caridad, no puede ser deshecha ni por las aguas de la gula y de la lujuria, ni por los ríos de la prosperidad mundana. Era eso lo que afirmaba Salomón en el Cantar (8,6-7): Ni los océanos ni los ríos pueden apagar el amor o ahogarlo. Sus lámparas son lámparas de fuego y de llamas. 84

También la mente, inflamada por el Espíritu santo, no puede ser destruida ni por el fuego de las adversidades ni por las llamas de la persecución diabólica. «El mismo Espíritu -dice el profeta Daniel (3,49-50)- empujaba fuera del horno la llama de fuego, y en medio del horno soplaba como una fres­ cura de brisa y de rocío. * * * Igualmente, el Señor envió al Espíritu contra el pecado, para dar nueva vida al alma. En el Génesis (2,7) se lee: El Se­ ñor sopló en su rostro el aliento de vida, y el hombre llegó a ser un ser viviente. El aliento de vida es la gracia del Espíritu San­ to. Cuando Dios la sopla en el rostro del alma, sin ninguna duda la resucita de muerte a la vida. * * * Y se lo llama también Espíritu de verdad contra los errores del mundo, porque la verdad los expulsa. Por eso dice Joel (2,23-24): Hijas de Sión, alégrense y gócense en su Señor Dios, porque les dio un doctor justo, y les dará la lluvia temprana y tardía (o sea, en otoño y primavera); las eras se llenarán de trigo, y los lagares desbordarán de vino y de aceite. ¡Bendito sea, pues, el Señor nuestro Dios, Hijo de Dios, en el que nosotros, los hijos de Jerusalén, o sea, de la Iglesia mili­ tante y triunfante, debemos exultar en el corazón y alegramos en las obras, porque nos ha dado un maestro, que enseña lo que es justo, el Espíritu de gracia, que nos enseña a dar a cada uno lo que justamente se le debe! El hizo descender sobre no­ sotros la lluvia matutina, o sea, la compunción por nuestros pecados, y la lluvia tardía, o sea, la compunción por los peca­ dos ajenos. En efecto, el que piadosamente llora por los peca­ dos ajenos, lava perfectamente los propios. En la venida del maestro de justicia, las eras, o sea, las mentes de los fieles, se llenaron con el trigo de la fe, y los lagares, o sea, sus corazo­ nes, desbordaron con el vino de la compunción y el aceite de la devoción. 85

Con razón se dice: Cuando venga el Consolador, que yo enviaré desde el Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, dará testimonio de mí. Y ustedes también serán mis testigos, porque estuvieron conmigo desde el comienzo. En el corazón de los fieles, el Espíritu de verdad da testi­ monio de la encarnación, de la pasión y de la resurrección de Cristo. Y nosotros también debemos dar testimonio a todo hombre que Cristo se encamó, murió de veras y de veras resu­ citó. * * * Muéstranos, Señor, la luz de tu rostro (S. 4,7). Y como el rostro del Señor, en nosotros, se reforma y en última instancia se conserva por el amor, por eso añade el apóstol Pedro (I. 4,8): Ante todo, haya entre ustedes un amor sin fallos, porque el amor cubre la multitud de pecados. Como Dios es el principio de todo, así el amor, virtud principal, ha de guardarse por encima de todo; y si el amor es mutuo y perseverante, cubre la multitud de pecados. El amor ha de ser mutuo, o sea, de uno a otro y comunitario; y conti­ nuo, o sea, que no falle ni en las adversidades ni en las prospe­ ridades, sino que sea perseverante y duradero hasta el fin. El amor es el Consolador, el Espíritu de verdad. Como el aceite cubre los demás líquidos, así el Consolador cubre la multitud de pecados. Pero observa que si se sopla hacia afuera, todo lo que estaba oculto vuelve a aparecer. Así si la gracia de Dios, que cubre la multitud de los pecados mediante la peni­ tencia, fuera soplada lejos por la reiteración del pecado mor­ tal, lo que ya estaba perdonado vuelve, ya que «el que falta en un solo punto de la ley, o sea, contra el precepto del amor, se hace culpable de todo (St. 2,10). ¡Que el Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, se digne cubrir con su amor la multitud de nuestros pecados! ¡Y que a El sea honor y gloria por los siglos de los siglos! ¡Amén! (VI domingo después de Pascua: I, 360-361 y 363-364) 86

8. La Virgen rocío y aurora Yo seré como rocío para Israel; florecerá como un lirio y extenderá sus raíces como cedro; se expandirán sus ramas; tendrá la magnificencia del olivo y la fragancia del Líbano (Os. 14,6-7). 1. El rocío. El Hijo de Dios se compara al rocío por tres características: el rocío cae muy de mañana, desciende suavemente y aporta refrigerio al ardor. Así el Hijo de Dios, en la mañana de la gracia, descendió en la Virgen, a semejanza de lo que se lee en el Exodo (16, 13-14 y 31): Por la mañana, en la superficie del desierto, apa­ reció un rocío menudo y granuloso, como machacado en el mortero, y semejante a la escarcha -entiende el maná-; y su sabor era el de la flor de harina amasada con miel. El desierto es símbolo de la bienaventurada Virgen, de la que dice Isaías (16,1): Envia, oh Señor, al cordero, y no un león, que tenga dominio sobre la tierra, y no la devaste, desde la piedra del desierto, o sea, desde la bienaventurada Virgen, al monte de la hija, o sea, a la Iglesia que es la hija, de Sión, o sea, de la Jerusalén celestial. La bienaventurada Virgen es llamada piedra del desierto: piedra porque no arable, en la que la serpiente, que ama la os­ curidad, o sea, el diablo, no pudo dejar huella, como dice Salo­ món (Pr. 30, 18-19). Se la llama también piedra del desierto, porque intacta, no fecundada por hombre, sino por obra del Espíritu Santo. Retomemos, pues: Apareció el rocío, o sea, el Hijo de Dios, en el desierto, o sea, en la bienaventurada Virgen. El fue maná menudo en su concepción y en su nacimiento, y como macha­ cado en el mortero, flagelado con látigos, abofeteado, escupido, durante la pasión. Era sejemante a la escarcha por el suelo a través de la predicación de los apóstoles, como proclama el Salmo (18,5): El sonido de su voz se propagó por toda la tierra. Su sabor será para nosotros dulce como flor de harina amasa­ da con miel, o sea, de la humanidad unida a la divinidad, en la 87

felicidad de la patria celestial. Diga, pues, el Hijo de Dios: Será como rocío, en la mañana de la gracia, descendiendo sua­ vemente en la Virgen, como dice el profeta (S. 71,6): Descen­ dió como lluvia sobre el vellón y como agua que cae goteando sobre la tierra. Observa que el modo como cae la lluvia es distinto de como cae el granizo. La lluvia desciende suavemente aportan­ do fecundidad; en cambio, el granizo desciende con violencia aportando esterilidad. En su primera venida, Cristo descendió como una lluvia en el vellón, la Virgen; en la segunda venida, será como granizo y harina a los impíos con sentencia de muerte. Por eso dice David (S. 148,8): El fuego y el granizo, la nie­ ve y el viento tempestuoso ejecutan su palabra. El fuego que­ mará sin consumirse, como se lee en Mateo (25,41): Vayan, malditos, al fuego eterno. El granizo golpeará, y por eso Jere­ mías (30,23): La tempestad irrumpirá sobre las cabezas de los impíos. La nieve tragará, y de ella dice Job (6,16): El que teme la escarcha, o sea, el sufrimiento de la penitencia, será embes­ tido por la nieve de la muerte eterna. El hielo apretará como un torniquete, y el viento tempestuoso no tendrá tregua. Estas penas serán la porción del cáliz, es decir, los castigos de los que beben del cáliz de oro de Babilonia, o sea, del mundo, cá­ liz empuñado por la prostituta, la concupiscencia camal. En su primera venida, el Hijo de Dios descendió como llu­ via sobre el vellón, según relata el libro de los Jueces (6,37-38), en el que leemos que el rocío descendió sobre el vellón de Gedeón. San Bernardo comenta así este pasaje: «El Hijo de Dios se infundió completamente en el vellón, o sea, la Virgen, para regar más adelante el área seca, o sea, el mundo». 2. La oveja de lana y leche El Hijo de Dios vino para hacerse un vestido con la lana de la oveja, o sea, la Virgen, llamada oveja por su inocencia. Es Ella nuestra Raquel, que significa «oveja», que el verdadero Jacob (Cristo) halló junto al pozo de la humildad, como se lee en el libro del Génesis (29,10). Se podría también decir que la 88

oveja sea Adán, del que está escrito (S. 118,176): Anduve va­ gando como oveja descarriada. En los tratados de cosas naturales se dice que, cuando se prepara un vestido con lana de oveja despedazada por el lobo, ese vestido se pudre por los gusanos. Así la lana de nuestra carne que recibimos de la oveja, o sea, del primer progenitor Adán, despedazada por el lobo, el diablo, pulula de gusanos de la concupiscencia y se pudre. Pero Cristo, queriendo purificar­ nos de toda contaminación del cuerpo y del espíritu, asumió una lana intacta, que tenía la oveja antes de ser despedazada por el lobo. Por esto dice de él Isaías (7,15): Comerá manteca y miel. Observa que la oveja produce dos cosas: la manteca y el queso. La manteca es dulce y gorda, el queso árido y seco. La manteca significa la naturaleza inocente, como era antes del pecado; el queso simboliza la pena y la aridez que tuvo des­ pués del pecado. Se dijo, en efecto (Gen. 3,17): Sea maldita la tierra, o sea, la carne, en tu obra, o sea, por tu obra que es el pecado. Ella germinará espinas y zarzas, o sea, te afligirá pun­ zadas graves y leves. Por eso se dice que Cristo no comió que­ so, sino manteca, porque asumió nuestra naturaleza como era antes del pecado de Adán, y no como fue después del pecado. No asumió el saco, sino el mérito del saco; o sea, asumió la pena del pecado, no el pecado. Jesús fue, además, la abeja que se posa en la flor, es decir, en la bienaventurada Virgen de Nazaret, que significa «flor». De esta abeja dice el Eclesiástico (11,3): La abeja es uno de los más pequeños insectos, pero la miel que produce tiene exquisi­ ta dulzura. En la primera venida trajo la miel de la misericor­ dia, pero en la segunda perforará con el aguijón de la justicia. Dice el profeta (S. 100,1): Proclamaré, Señor, tu misericordia y tu justicia. 3. El anuncio del ángel y el zafiro Así se ve expresado con claridad como Cristo descendió suavemente como lluvia en el vellón. De esta suavidad se ha­ bla en el tercer libro de los Reyes (19,11-12): Hubo un hura­ cán tan violento que hendía los cerros y quebraba las rocas; 89

pero el Señor no estaba en el huracán. Después hubo un terre­ moto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después brilló un rayo, pero el Señor no estaba en el rayo. Y, después del rayo, se sintió un murmullo de suave brisa; y allí estaba el Se­ ñor. Estas cuatro cosas se hallan en el Evangelio de hoy, de la Anunciación. El huracán violento fue el saludo del ángel, que prometió grandes cosas, anunciadas por Gabriel, que significa «fortaleza», a una mujer fuertísima. Este saludo hendió los ce­ rros de la soberbia y quebró las rocas, o sea, las dudas de la mente humana. Las cuatro partes que se hallan en este saludo corresponden a las cuatro propiedades del zafiro. El zafiro parece reflejar una estrella, y con esta propiedad concuerdan las palabras (Le. 1,28): Dios te salve, llena de gra­ cia. Tiene color etéreo, y con esto concuerdan las palabras: El Señor está contigo. Tiene la propiedad de restañar la sangre y con esto concuerdan las palabras (Le. 1,42): Bendita tu eres entre las mujeres, que restañó la sangre de la primera maldi­ ción. Igualmente, el zafiro mata el carbunclo, y a esta propie­ dad se adaptan las palabras: Bendito el fruto de tu vientre, que mató al diablo. Se dice, pues, con razón: Hubo un huracán violento, pero el Señor no estaba allí, o sea, la encamación del Verbo de Dios. Y, después del huracán del saludo, la conmoción: María se turbó por aquellas palabras, y pensaba qué significaba tal sa­ ludo; pero tampoco allí estaba el Señor, o sea, la encamación del Verbo. Después de la conmoción, brilló el fuego, o sea, la venida del Espíritu Santo y el poder del Altísimo que la cubría con su sombra; pero tampoco allí estaba el Señor. En fin, después del fuego, se sintió un soplo de suave brisa, o sea, He aquí la es­ clava del Señor; y allí estaba el Señor, o sea, la encamación del Hijo de Dios. Cuando la Virgen dijo: Hágase conmigo se­ gún tu palabra, inmediatamente el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn. 1,14). 4. El rocío lleva refrigerio Como el rocío lleva refrigerio, así el Hijo de Dios hizo 11o­ 90

ver agua refrigerante sobre el género humano, puesto bajo el ardor de la persecución diabólica. Dice Salomón (Pr. 25,25): Como agua fresca para una garganta seca, es una buena noti­ cia que llega de un país lejano. Buen embajador que trae buenas noticias, fue Jesucristo, que ofreció en gran abundancia el agua refrigerante de su en­ camación al alma de Adán y a su descendencia, jadeante por el ardor de la gehena. Esto lo logró cuando, en la sangre de su testamento los sacó del lago, en el que no había agua refres­ cante, como dice Zacarías (9,11) (Posible cita de memoria). Y el Hijo dice en Oseas: Yo seré como el rocío, que desciende suavemente por la mañana y trae frescura. 5. Floreció como el lirio Israel florecerá como un lirio. Israel, que significa «el que ve al Señor», es la bienaventurada Virgen María, que vio al Señor, porque lo crió en su regazo, lo amamantó con sus pe­ chos y lo llevó a Egipto. Ella, cuando el rocío se posó sobre Ella, germinó como lirio, cuya raíz es medicinal, el tallo sólido y recto, y la flor blanca y de cáliz abierto. La raíz de la Virgen fue la humildad, que doma la hincha­ zón de la soberbia; su tallo fue sólido por el desapego de todas las cosas creadas, y fue recto por la contemplación de las reali­ dades supremas; su flor fue blanca por la blancura de la virgi­ nidad, y su cáliz abierto y dirigido hacia el propio origen, al decir: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu pa­ labra. Este lirio germinó cuando, permaneciendo intacta la flor de la virginidad, Ella dio a luz al Hijo de Dios Padre. Como el li­ rio no arruina la flor por el hecho de despedir el aroma, así la bienaventurada Virgen María no perdió su flor por el hecho de dar a luz al Salvador. 6. Intención pura y fragante Extenderá sus raíces como cedro del Líbano y se expandi­ rán sus ramas. La raíz del lirio es la intención del corazón, que si es sencilla -como dice el Señor (Le. 11,34): si tu ojo, o sea, la intención del corazón, es sencillo, sin pliegues de em91

bustes-, sus ramas se expandirán, porque sus obras se eleva­ rán hacia lo alto; y así todo el cuerpo, o sea, el fruto de su obra, será luminoso. La intención de la Virgen fue de veras purísima y fragante, y de esa raíz brotaron las ramas de las obras, rectilíneas y ele­ vándose hacia lo alto. Y observa que esta raíz de la intención es llamada raíz del Líbano, porque de la pureza de la inten­ ción proceden el incienso y el aroma de la buena fama. 7. Arco iris de paz Tendrá la magnificencia del olivo, que es símbolo de paz y de misericordia. La Virgen, nuestra mediadora, restableció la paz entre Dios y el pecador. Por esto de Ella se dice en el Gé­ nesis (9,13): Pondré mi arco iris en las nubes del cielo, que será señal de mi alianza con toda la tierra. El arco iris es bicolor, acuoso e ígneo. En el agua que todo lo nutre, está simbolizada la fecundidad de la Virgen; y en la llama, que ni la espada puede herir, su inolvidable virginidad. Este es el signo de la alianza de paz entre Dios y el pecador. Ella es también el olivo de la misericordia. Por esto excla­ ma san Bernardo: «Oh hombre, tienes seguro acceso al Señor, porque la Madre está por ti delante del Hijo, y el Hijo delante del Padre. La Madre muestra al Hijo el seno y los pechos, el Hijo muestra al Padre el costado y las llagas. No puede haber ninguna repulsa allí, donde se hallan tan grandes testimonios de amor». 8. La fragancia del Líbano Y tendrá la fragancia del Líbano. Líbano significa «blancu­ ra», y significa el candor de la inocente vida de la Virgen, cuyo aroma, difundido por todas partes, devuelve a los muertos la vida, a los desesperados el perdón, a los penitentes la gracia, a los justos la gloria. Por las oraciones y los méritos de la Virgen, nos sea conce­ dido que el rocío del Espíritu Santo traiga refrigerio al ardor de nuestro espíritu, nos otorgue el perdón de los pecados y nos conceda la gracia de merecer llegar a la gloria de la vida eterna 92

e inmortal, por el don de Aquel que es bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! (En la Anunciación: 11,114-120).

9. Anunciación de Santa María En el Evangelio de san Lucas (1,26...) leemos: «En aquel tiempo el ángel Gabriel fue enviado por Dios... En este Evange­ lio se destacan tres cosas: la misión de Gabriel a la Virgen, el anuncio de la concepción del Señor y la venida del Espíritu Santo. A. La misión de Gabriel a la Virgen 1. Fue enviado el ángel Gabriel. Gabriel significa «Dios es mi consuelo». De ello dice Isaías (35,4): Digan a los de cora­ zón apocado: ¡Animo, no teman! Dios mismo vendrá y los sal­ vará. Solemos, sobre todo, confortar a tres clases de personas: los enfermos, los abatidos y los tímidos. Así era el género humano: estaba arruinado por una dolencia de cinco mil años y no hallaba remedio alguno; había sido alejado de las delicias del paraíso y temía continuamente al diablo, que con una mano lo flagelaba y con la otra lo arrastraba al infiemo. Pero, gracias a Dios, llegó el consuelo, que curó al enfermo, colmó de delicias al afligido y dio seguridad al tímido. Fue enviado el ángel Gabriel, buen embajador de una tierra lejana, como agua fresca para un espíritu sediento. He aquí el consuelo para un espíritu sediento, que languidece a causa de la sed y por la languidez desfallece: el agua fresca, el agua de la sabiduría y de la salvación. ¿A dónde es enviado? A una ciudad de Galilea, que se in­ terpreta «rueda» o «transmigración». Los que afanan en estas dos cosas, necesitan consuelo. Se dice «meda» porque meda. El género humano rodaba de pecado en pecado, y después transmigraba al infiemo. De ahí Jeremías (Lm. 1,3): El pueblo 93

de Judá ha sido desterrado; sufre atropellos y dura servidum­ bre; vive en medio de extranjeros y no encuentra descanso; to­ dos sus perseguidores lo alcanzaron y lo apretaron. El género humano pasaba de la servidumbre del pecado a la condenación del infierno. En tanta congoja era necesario el consuelo, para convertir a la vida la rueda que rodaba hacia la muerte, y para que hubiere la transmigración a la gloria. Por esto Jesús los precederá en Galilea, y allí ustedes le verán. Su nombre era Nazaret, que se interpreta «flor», o unción, o consagración, porque allí vivió la flor de la virginidad, la un­ ción de la gracia de los siete dones, la consagración de la Vir­ gen gloriosa. 2. Fue enviado a una Virgen. Algo semejante se lee en el Génesis (24,15-16): Rebeca era una doncella de aspecto muy hermoso, virgen y no había tenido contacto con ningún hom­ bre. Rebeca, que se interpreta que «recibió mucho», es un sím­ bolo de la Virgen, que en Verdad recibió mucho, porque con­ cibió al Hijo de Dios. Su esplendor lo proclama su mismo Hijo en el Cantar de los Cantares (6,3): Tú eres hermosa, ami­ ga mía, suave y encantadora como Jerusalén. La Virgen es hermosa por su humildad, amiga por su caridad, suave por su contemplación, encantadora por su virginidad, como la Jeru­ salén celestial, en la que habita Dios, y su habitación es virgi­ nal. Dice el Eclesiástico (24,12): El que me creó, descansó en mi tabernáculo, o sea, en mi seno. Virgen desposada a un hombre, de nombre José. He aquí el comentario de san Beda: «Cristo quiso nacer de una despo­ sada, para que a través de José fuera establecido el orden de las generaciones, y para que la Virgen no fuera apedreada como adúltera, recibiera el apoyo del varón y lo tuviera como testigo de su integridad, y para que el diablo ignorara el miste­ rio». Como el antiguo José es llamado salvador de Egipto, por­ que lo salvó del hambre, así este José salvó a la Virgen de la infamia. El Señor prefirió que algunos dudaran de su naci­ miento antes que dudaran del pudor de su Madre. Sabía bien que la fama del pudor es resbaladiza. De la casa de David. Esta frase no sólo se refiere a José, sino también a la Virgen, ya que ambos son de la casa de Da­ 94

vid. El Señor ordena en el libro de los Números (36,7-8): To­ dos los varones se casarán con mujeres de su tribu y de su pa­ rentesco, y todas las mujeres tendrán maridos de su misma tri­ bu. El nombre de la Virgen era María. Es un nombre dulce, nombre delicioso, nombre que consuela al pecador y nombre de dichosa esperanza. ¿Qué es María, sino estrella del mar, o sea, claro itinerario hacia el puerto para los que fluctúan en las amarguras? Es un nombre amable para los ángeles, terrible para los demonios, saludable para los pecadores y suave para los justos. 3. Entró el ángel a su casa. La Virgen estaba en su casa, a la cual entró el ángel, entregada a la oración o a la contempla­ ción; estaba a solas y buscaba la soledad. De Ella habla Oseas (2,14): La llevaré a la soledad y hablaré a su corazón. Ave, sin el triple «vae» o ay, de que habla el Apocalipsis (8,13): «Ay, ay, ay de los que moran en la tierra. La Virgen no sufrió ni la concupiscencia de la carne, ni la concupiscencia de los ojos, ni la soberbia de la vida, porque era casta, pobre y humilde. Llena de gracia. La Virgen fue la primera entre las mujeres en ofrecer a Dios el glorioso don de la virginidad; igualmente mereció gozar de la visión y del coloquio con el ángel, porque dio al mundo al Autor de toda gracia. Llena de gracia, porque el aroma de tus perfumes no se puede comprar con ningún otro. Tus labios, en los que está derramada la gracia, destilan miel pura (Ct. 4,10-11; S. 44,3). El Señor está contigo. El Señor elevó a la Virgen a las cosas celestiales a través de un nuevo amor de la castidad y, después, mediante su naturaleza humana, la consagró con toda la pleni­ tud de la divinidad. El Señor está contigo. Mi amado es para mí un manojo de mirra (Ct. 1,13); y por esto está llena del vino de la gracia. Bendita tú entre las mujeres. Concuerda con el libro de los Jueces (5,24): Bendita tú entre las mujeres, Jael, que se inter­ preta «esperando en Dios», y seas bendecida en tu tienda. A todas luces, la Virgen es bendita, porque Ella esperó la bendi­ ción de todos y, esperando, la recibió. De veras bendita, por­ 95

que no fue ni estéril ni impura: fecunda sin sonrojo, grávida sin gravamen, madre sin dolor. Ella, sin otro ejemplo de la condición femenina, fue a la vez virgen y madre y engendró a Dios. 4. Al oírlo, la Virgen se turbó. Concuerda con Juan (5,4): Un ángel descendía de vez en cuando a la piscina, y agitaba el agua. El movimiento del agua simboliza la turbación de María a causa de la visión angélica y del extraño saludo. La Virgen pensaba qué significaba aquel saludo. Se turba por el recato y por prudencia se asombra ante la nueva fórmu­ la de bendición; en cambio, el que se confía fácilmente mues­ tra ligereza (Ecli. 19,4). Se destaca una hermosa fusión de re­ cato y prudencia, para que el recato no sea afeminado ni la prudencia atrevida. No temas, María. La llama familiarmente por nombre como a pesona conocida, y le manda que no tema, porque «hallaste gracia delante de Dios». Concuerda con Ester (5,2): El rey Asuero, al ver a la reina Ester de pie, impresionado por su belleza, tendió hacia ella, en señal de benevolencia, su bas­ tón de oro, que tenia en la mano. Ella se acercó y besó la pun­ ta del bastón. Asuero, que se interpreta «beatitud», es un símbolo de Dios, beatitud de los ángeles, a quien agradó nuestra reina Es­ ter, que se interpreta «preparación en el tiempo» de nuestra salvación. Tendió hacia Ella el bastón de oro de la gracia ce­ lestial, cuando la colmó de gracia más que a los demás; y ella no se mostró ingrata por tanta gracia, sino que se acercó con humildad y fue besada por el amor. B. El anuncio de la concepción del Señor 5. El anuncio de la encamación del Señor está señalado por las palabras: He aquí que concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. Comenta san Bernardo: «El milagro es doble, pero elegantemente enlazado: Dios como Hijo y la Virgen como Madre; a una Madre Virgen no convenía otro hijo, ni a Dios Hijo convenía otro parto». Observa que Cristo fue conce­ bido en Nazaret, nace en Belén, y es crucificado en Jerusalén 96

en un lugar prominente. Igualmente Cristo es concebido en la humildad, nace en la caridad que es la casa del pan, y es cruci­ ficado en una exaltación. 6. Y llamarás su nombre Jesús. Observa que cinco perso­ nas fueron elegidas por Dios antes de ser concebidas en el seno. El primero fue Isaac, del que se lee en el Génesis (17,19): Sara, tu esposa, te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Isaac. El segundo fue Sansón, del que se lee en los Jueces (13,3): «Dijo el ángel a la esposa de Manoá: concebirás y da­ rás a luz un hijo. El tercero fue Josías, del que se habla en el tercer libro de los Reyes (13,2): He aquí que nacerá un hijo para la casa de David, de nombre Josías. El cuarto y el quinto fueron Juan el Bautista y Jesucristo. En estas cinco personas se destacan cinco géneros de elegidos. En Isaac, que se interpreta «risa», están simbolizados los caritativos, cuyas mentes están siempre sonrientes. Por esto dice Job (29,24): Si les sonreía, no se atrevían a creerlo, y reci­ bían agradecidos cualquier señal de benevolencia de mi rostro. El rostro del alma es la razón, cuya luz es la gracia, como está escrito en el Salmo (4,7): Señor, la luz de tu rostro nos ha alumbrado. El caritativo sirve con devoción sonriente; pero los detrac­ tores no creen, sino que, más bien, critican; sin embargo, su lucidez no debe desperdiciarse sin que se transforme en luz de la mente y en gozo del corazón. En Sansón, que se interpreta «sol para ellos», están simbo­ lizados los predicadores de la palabra de Dios, que con su pa­ labra y su ejemplo deben ser un sol para aquellos a quienes predican. Ustedes son la luz del mundo (Mt. 5,14). El sol es fuente de calor y de luz. En los predicadores la vida y la doc­ trina deben ser como dos ríos que, nacidos de ellos como de fuente, deben fluir hacia los demás. La vida ha de ser una doc­ trina cálida y luminosa. En Josías, que se interpreta «lugar del incienso o del sacri­ ficio», están simbolizados los verdaderos religiosos, en los que se manifiestan el incienso de la oración devota y el sacrificio de la mortificación de la carne, como se lee en Daniel (3,39-40): Nos presentamos con alma contrita y espíritu humi97

liado, esperando ser acogidos en tu presencia y que nuestro sa­ crificio te agrade plenamente. En Juan el Bautista están simbolizados todos los penitentes y los buenos seglares, que en el Jordán, o «río del juicio», se bautizan y se santifican a través de las lágrimas, la confesión, la liberalidad de las limosnas y demás obras de misericordia. En Jesús Salvador están simbolizados los buenos prelados, de los que habla Abdías (1,21): Subirán salvadores al monte de Sión, para gobernar a los cerros de Esaú. Entonces el Señor reinará. El monte de Sión es la excelencia de una buena vida, que los prelados deben ascender; y así podrán juzgar, es decir, condenar, a los cerros de Esaú, o sea, la soberbia de los hom­ bres carnales; de esa manera en sí mismos y desde sí mismos preparan para el Señor un reino. ¡Amén! C. Venida del Espíritu Santo 7. ¿Cómo será esto, pues no conozco varón? Es evidente que, la que busca cómo sucedería, cree que deba ser cumplido. Busca como sucedería, ya que había prometido en su ánimo que no conocería varón, a menos que Dios no dispusiera de otra manera. He aquí la glosa de san Ambrosio: «Cuando Sara se rió de la promesa de Dios y María preguntó: ¿Cómo será esto?, ¿por qué no se volvieron mudas, como Zacarías? Sara y María no dudan de que debe cumplirse lo que se ha prometi­ do, pero preguntan acerca de la modalidad. En cambio, Zaca­ rías niega saberlo, niega creerlo y busca a otro garante de su creencia. Por esto recibe el signo de callar, porque los signos están dados no para los creyentes, sino para los incrédulos». El ángel respondió: El Espíritu Santo descenderá sobre ti. El que antes había dicho: llena de gracia, y ahora dice: descen­ derá, nos hace comprender que, si se añade algo a un frasco lleno, desborda, así algunas gotas de su gracia desborden en nosotros. Al descender el Espíritu Santo en la Virgen, purificó su mente de la inmundicia de los vicios, para ser digna de un parto celestial, y en su seno y con su carne creó el cuerpo del Redentor. El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. En ello se 98

manifiesta la doble naturaleza del Salvador, porque la sombra suele formarse con la luz contra un cuerpo opaco. La Virgen no podía recibir la plenitud de la divinidad, pero la virtud del Altísimo la cubre con su sombra. De esa manera la incorpórea luz de la divinidad recibió en Ella el cuerpo de la humanidad, para permitir así que Dios padezca. El santo ser que nacerá de ti, será llamado Hijo de Dios. Jesús nace santo, porque no fue concebido por una relación de cópula camal y porque vino para vencer la condición de la na­ turaleza corruptible. Nosotros, a pesar de ser compelidos por la condición de una naturaleza corruptible, por medio de la gracia podemos santificamos. Convenía, pues, que aquella que contra la ley común concibiera como virgen, por encima de la ley común engendrara al Hijo de Dios. Ahí tienes a tu parienta Isabel: en su vejez concibió un hijo. Para que la Virgen no desconfíe del parto, recibe la prueba de la estéril y anciana que va a dar a luz, para que aprenda que para Dios todo es posible, aunque fuere contrario al orden de la naturaleza. 8. Dijo María: He aquí la esclava del Señor. No se exalta por la singularidad del mérito, sino que, plenamente conscien­ te de su condición y de la divina dignación, confiesa ser la es­ clava de Aquel de quien es elegida Madre, y con gran devo­ ción opta para que se cumpla la promesa del ángel. Hágase en mí según tu palabra. E inmediatamente fue concebido Cristo en la Virgen, totalmente hombre en el alma y en el cuerpo, pero sin que los rasgos de su cuerpo y de sus miembros puedan ser distinguidos por la vista. Se opina que fue concebido el ocho de abril y que igualmente murió el mis­ mo día, pasados los treinta años de su vida.

9. Sermón moral o la concepción espiritual del Verbo El ángel Gabriel fue enviado por Dios. Hemos escuchado cómo la bienaventurada María concibió al Hijo del Padre; ahora escuchemos brevemente cómo el alma concibe el espíri99

tu de salvación. La Virgen María es un símbolo del alma fiel: virgen por la integridad de la fe, de la que habla el apóstol Pa­ blo (2 Co. 11,2): Los he desposado con un solo esposo, para presentarlos como una virgen pura a Cristo. María es la estre­ lla del mar por la confesión de la misma fe: Con el corazón se cree para la justificación: he ahí a la virgen; Proclamar la fe con los labios lleva a la salvación (Rm. 10,10): he ahí a la es­ trella del mar, que lleva de las amarguras del siglo al puerto de la salvación eterna. Esta alma habita en Nazaret de Galilea, o sea, en la flor de la transmigración. La flor es la esperanza del fruto. Espera, pues, transmigrar de la fe a la visión, de la sombra a la verdad, de la promesa a la realidad, de la flor al fruto, de lo visible a lo invisible. Por eso los pastores se dijeron unos a otros (Le. 2,15): Vamos a Belén, porque allí encontraremos buenos pas­ tos, el pan de los ángeles, el Verbo encarnado. Dice Isaías (32,14): Gozo de los asnos monteses, pastor de los rebaños. Los asnos monteses simbolizan a los justos; los rebaños, a los ánge­ les y el pasto es su luminosidad y felicidad. Todos comparten el gozo, porque pacen juntos, o sea, gozarán de la visión del Verbo encamado. A tal virgen es enviado el ángel Gabriel, que se interpreta «Dios es mi consuelo». En él se designa la inspiración de la gracia divina, que, si falta, el alma desfallece. Por esto suplica Judit (13,7-8): Señor, Dios de Israel, dame fuerzas en este mo­ mento. Golpeó dos veces en el cuello de Holofernes, y le cortó la cabeza. Holofernes se interpreta «debilitando al ternero gor­ do», y en él se entiende al pecador, que, cebado por la gordura de las cosas temporales y despojado de virtudes por el diablo, se debilita y se enferma. La cabeza de Holofernes significa la soberbia del diablo. Dice el Génesis (3,15): Ella te herirá en la cabeza y tú le herirás en el calcañar; que representa el fin de la vida. María quebrantó la soberbia del diablo a través de su hu­ mildad; pero él de alguna manera le hirió el calcañar a través de la pasión de su Hijo. El que quiere alejar de sí la soberbia del diablo, debe gol­ pearlos dos veces. El golpe doble es el recuerdo de nuestro na­ cimiento y de nuestra muerte. Al pensar seriamente en ellos, 100

extirpa de sí la soberbia del diablo, pero, antes, es necesario que pida la fuerza de la gracia divina. Obren virilmente los que esperan en el Señor, y tome aliento su corazón (S. 32,25). El ángel entro a su casa. En ello se simboliza la soledad del alma, que habita consigo mismo, leyendo en el libro de la pro­ pia miseria y deseosa de la dulzura divina. Por eso merece es­ cuchar el saludo: Ave. El nombre de Eva, que se interpreta «ay» o «calamidad», al transformarse, llega a ser Ave. Para un alma que vive en pecado mortal se aplica el nombre de Eva, signo de calamidad, pero, al convertirse a la penitencia, se le dice Ave, (señal de fiesta). Llena de gracia. El que echa algún líquido en un frasco lle­ no, todo lo que echa, se pierde. Lo mismo sucede al alma. Si estuviere llena de gracia, no podría entrar en ella la inmundi­ cia del pecado. La gracia ocupa todo el espacio y no deja nin­ gún rincón libre, en el que pueda entrar o permanecer su con­ trario, el pecado. El que compra todo, anhela poseer todo. El alma tiene mucha dilatación y nadie puede colmarla más que Dios, quien es mayor que nuestro corazón y lo sabe todo (I Jn. 3,20). Un frasco bien lleno rezuma a todas partes. De manera semejante, todos nuestros sentidos reciben de esa plenitud del alma, como señala Isaías (66,23): De un sábado procede otro sábado, o sea, de la paz interior fluye la paz de los sentidos y de los miembros. El Señor está contigo. Lo contrario dijo al pueblo judío (Ex. 33,3): No subiré contigo, porque eres un pueblo de dura cerviz, o sea, desobediente y soberbio. Como si dijera: subirá contigo, si fueras humilde. En cambio, promete al humilde (Is, 43,1-2): Tú eres mi siervo; cuando pases por las aguas, yo es­ taré contigo, y los ríos no te anegarán; cuando pases por el fue­ go, no te quemarás y la llama no arderá en ti. Las aguas sim­ bolizan las sugestiones del diablo; los ríos, la gula y la lujuria; el fuego, el dinero o la abundancia de cosas temporales; la lla­ ma, la vanagloria. El siervo humilde, con el que está el Señor, atraviesa incólume las tentaciones del diablo, porque no está tapado ni por la gula ni por la lujuria, el que tiene la cabeza tapada, no puede ver, ni oler, ni hablar, ni oír bien. De la mis­ ma manera, el que está tapado por la gula y la lujuria, se priva 101

de la capacidad de contemplar, discernir, confesar y obedecer. El humilde, aunque camine por el fuego de las cosas tempora­ les, no se quemará ni por causa de la avaricia ni de la vanaglo­ ria. Bendita tú entre las mujeres. Se lee en las ciencias de la naturaleza que «las mujeres son más piadosas que los varones, más fácilmente lloran y tienen una memoria tenaz. En estos tres aspectos se notan la compasión del prójimo, el afecto de las lágrimas y el recuerdo de la pasión del Señor. Se lee en el Cantar (8,6): Grábame como un tatuaje sobre tu corazón, como un tatuaje sobre tu brazo, porque el amor es fuerte como ¡a muerte, o sea, tu amor por el cual murió. ¡Benditas sean aquellas almas que poseen estas tres cosas! Entre ellas es ben­ decida con una característica de bendición especial el alma fiel y humilde, llena de obras de caridad. He aquí el fruto de esa bendición: He aquí que vas a conce­ bir y dar a luz a un hijo, cuyo nombre es Jesús. Se lee en las ciencias naturales que a las mujeres grávidas les sobrevienen el dolor y la debilidad del apetito, y su vista se embota por la os­ curidad. Algunas mujeres, después de haber concebido, abo­ rrecen el vino, porque se debilitan por beberlo. Así le sucede al alma. Cuando, gracias a la obra del Espíritu Santo, concibe el espíritu de salvación, comienza a arrepentirse de los peca­ dos, desdeñar las cosas temporales, disgustarse de sí misma -lo que está simbolizado en el debilitamiento del ojo, con el que solía mirarse-, y aborrecer el vino de la lujuria. Por estos signos puedes ponderar, que el alma concibió el espíritu de salvación, al que parirá, cuando produzca por fuera la luz de las buenas obras. Se le da el nombre de salvación, porque todo lo que obra, lo obra con la intención de la salva­ ción. Y se dice que la intención da el nombre a la obra. Obra, pues, para agradar a Dios, alcanzar el perdón de los pecados, edificar al prójimo y llegar a la salvación eterna. Que el Señor se digne concedérnosla, El que es el bendito por los siglos. ¡Amén! (En la Anunciación de Santa María: III, 151-161). 102

10. Nos ha nacido un Niño; es el Hijo de Dios Estando en Belén, le llegó a María el día en que debía dar a luz (Le. 2,6). ¿Dónde? En Belén, que significa «casa del pan»; y María es la casa del pan. Y el Pan de los ángeles llegó a ser leche para los niños, para que los niños llegaran a ser án­ geles. Dejen, pues, que los niños vengan a mí, para que, del seno acogedor, tomen la leche hasta quedar satisfechos (Le. 18,16; Is. 66,11). Observa que la leche es de sabor dulce y de aspecto agrada­ ble. De la misma manera Cristo con su dulzura atraía hacia sí a los hombres, como el imán al hierro. Por eso dice el Ecle­ siástico (24,29): Los que me coman, tendrán hambre de mí; y los que me beban, seguirán sedientos de mí. Además, la leche es de aspecto agradable, y es un símbolo de Cristo, a quien de­ sean contemplar los ángeles (I Pe. 1,12). Le llegó a María el día en que debía dar a luz. He ahí «la plenitud de los tiempos»; he ahí «el día de la salvación»; he ahí «el año de gracia». Desde el pecado de Adán hasta la llega­ da de Cristo fue un tiempo vacío. Por eso Jeremías dice: Miré a la tierra y estaba vacía v llena de confusión (4,23), ya que todo estaba devastado por el diablo. Eran días de dolor o de enfermedad, como dice el Salmo (40,4): Trastornaste todo su lecho con la enfermedad. Era un año de maldición, de la que habla el Génesis (3,17): Maldita la tierra por tu culpa. Le llegó a María el día en que debía dar a luz. Y de la ple­ nitud de este día todos nosotros hemos recibido bienes y gra­ cias. Dice el Salmo (65,5): Estaremos colmados con los bienes de tu casa. Oh bienaventurada Virgen María, a ti sean toda alabanza y gloría, porque hoy con los bienes de tu casa, o sea, de tu vientre, estamos colmados. Antes, estábamos vacíos, pero ahora estamos llenos; antes, enfermos, ahora sanos; an­ tes, malditos, ahora benditos, como lo insinuaba el Cantar (4,13): Tus frutos son un paraíso. Y dio a luz a su hijo primogénito (Le. 2,7). He ahí la bondad, he ahí el paraíso. Corran, pues, los ham­ brientos, los avaros y los usureros, que quieren más al dinero que a Dios, y compren sin dinero y sin canje alguno (Is. 55,1) 103

el trigo que hoy la Virgen entregó desde el granero de su vien­ tre. Dio a luz un hijo. ¿Qué hijo? A Dios, Hijo de Dios. «¡Oh la más dichosa de entre todas las dichosas!, porque tuviste en co­ mún un Hijo con Dios Padre!» (San Bernardo). Si una pobre mujercita tuviera un hijo de un emperador, que por otra parte es un ser mortal, ¡cuánta gloria le sobrevendría! Una gloria muchísimo más grande le viene a la Virgen, que tuvo un hijo en común con Dios Padre. Dio a luz a su hijo. «El Padre le dio la divinidad, la Madre la humanidad; el Padre la majestad, la Madre la debilidad hu­ mana» (San Agustín). Dio a luz a su hijo, que es el Emanuel, o sea, el Dios-con-nosotros. Y si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? (Rm. 8,31). Y, como dice Isaías (59,17): El yelmo de la salvación está sobre sú cabeza. El yel­ mo es la humanidad, la cabeza la divinidad; y la cabeza escon­ dida por el yelmo simboliza a la divinidad escondida en la hu­ manidad. Debemos alejar de nosotros todo temor: la victoria está en nuestro poder, ya que el Dios armado está con noso­ tros. Te cantamos nuestras gracias, oh Virgen gloriosa, porque por medio de ti Dios está con nosotros. Dio a luz a su hijo primogénito, engendrado del Padre an­ tes que todos los siglos, el primogénito de los que resucitarán de entre los muertos, el primogénito entre muchos hermanos. (Col. 1,18; Rm. 8,29). Continúa el relato de Lucas (2,7): Y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. ¡Qué pobreza! ¿Qué humildad! ¡El dueño de todas las cosas es envuelto en humildes pañales, el rey de los ángeles yace en un pesebre! ¡Avergüénzate, oh insaciable avaricia! ¡Anonádate, oh soberbia humana! Además, observa que Cristo es envuelto en paños, tanto al comienzo como al fin de su vida. Se lee en el evangelista Marcos (15,46): José de Arimatea compró un lienzo, luego bajó el cuerpo de Jesús de la cruz y lo envolvió en el lienzo. ¡Feliz el hombre que guarda la inocencia bautismal, simbo­ lizada en el lienzo blanco, hasta el fin de su vida! El antiguo 104

Adán fue echado del paraíso y revestido con una túnica de piel (Gn. 3,21), que cuanto más se lava, más se arruina. Con ello se quiere significar la sensualidad de Adán y de su descendencia. En cambio, Cristo, el nuevo Adán, fue envuelto en paños, cuya blancura representa para nosotros la pureza de su Madre, la inocencia del bautismo y la gloria de la resurrección univer­ sal. *

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Nos nació un niño, nos fue dado un hijo. Sobre sus espal­ das tiene las insignias de la soberanía; y es llamado el Conse­ jero admirable, Dios poderoso, el Padre por siempre, el Prínci­ pe de la paz (Is. 9,6). El mismo Isaías (7,14), poco antes, había profetizado: He ahí: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, al que llamará Emanuel, que significa Dios-con-nosotros. Este Dios se hizo por nosotros niño, que nació hoy. Por muchas razones Cristo es llamado niño. Por amor a la breve­ dad, aclaro una sola. Si haces una ofensa a un niño, si lo re­ prochas, si lo golpeas, pero después le muestras una flor, una rosa, una golosina, un juguete o algo semejante, y se los das, él olvidará la ofensa recibida, aplacará su enojo y correrá a abra­ zarte. Algo semejante sucede con Cristo. Si lo ofendes con un pecado mortal y si le haces algún otro agravio, pero después le ofreces la flor de tu arrepentimiento o la rosa de una confesión acompañada de lágrimas -«las lágrimas son la sangre del alma» (San Agustín)-, en seguida olvidará tu ofensa, perdona­ rá tu culpa y correrá a abrazarte y besarte. Ezequiel (18,21-22) proclama: Si el pecador hace peniten­ cia de todos los pecados que cometió, yo no me acordaré de ninguna de sus culpas. Igualmente Lucas (15,20) en la parábo­ la del hijo pródigo: Su padre lo vio y, conmovido, corrió a su encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó. Y en el segun­ do libro de los Reyes (14,33) se lee que David acogió benigna­ mente al arrepentido Absalón y lo besó. Un niño nació para nosotros. ¿Qué utilidad nos viene del nacimiento de este niño? Muchas, por cierto. Oye lo que dice Isaías (11,8-9): El niño de pecho jugará sobre el hoyo de la ví105

bora y el pequeñuelo, apenas destetado, colocará su mano so­ bre la cueva de serpientes venenosas. En todo mi santo monte no cometerán el mal, ni dañarán a su prójimo. La serpiente venenosa es el diablo; sus hoyos y sus cuevas son los corazones de los malvados. Allí nuestro querido niño puso la mano y con el poder de su divinidad sacó al diablo. De ahí Job (26,13): Con su mano, como la de una partera, sacó a la serpiente venenosa. Tarea de la partera es sacar el feto de las tinieblas a la luz. Así obra cristo. Con su mano poderosa saca fuera de los tene­ brosos corazones de los pecadores al diablo, la antigua ser­ piente; y así el diablo y sus fautores ya no dañarán el cuerpo sino sólo con el permiso. Por ejemplo, los espíritus inmundos no pudieron entrar en el cuerpo de los puercos sino con el per­ miso (Me. 5,13). Y de ninguna manera podrán matar las almas con la muerte eterna. Antes de la venida del Salvador ellos ejercían un poder tan grande sobre los hombres, que primero desgastaban espantosamente el cuerpo y después arrastraban miserablemente las almas al infierno. Y nos fue dado un hijo. Esto concuerda con el segundo li­ bro de los Reyes (21,19): Hubo una tercera guerra en Gob contra los filisteos, en la cual Adeodado, hijo de Salto, que te­ nía un vestido de varios colores, nativo de Belén, mató a Goliat de Gel Observa que la primera guerra se trabó en el desierto: Je­ sús fue conducido al desierto para ser tentado (Mt. 4,1 ); la se­ gunda en el campo, o sea, en público: Jesús estaba echando a un demonio (Le. 11,13); la tercera batalla se desarrolló en el leño de la cruz. Jesús, colgado de la cruz, derrotó a los filis­ teos, o sea, a las potencias del aire. Esta tercera guerra se trabó en Gob, que significa «lago»; o sea, se luchó en las heridas del Redentor y, sobre todo, en la herida del costado, de la que bro­ taron los dos ríos de nuestra redención. Esta guerra fue com­ batida por Jesús al que la misericordia del Padre nos dio, para que fuese nuestro campeón. Adeodado («dado por Dios»), hijo de Salto, es Cristo, que permaneció cuarenta días en el desierto con las fieras (Me. 1,13). El hijo de Salto es también Jesús, coronado de espinas y 106

vestido con varios colores. El vestido simboliza su humanidad, enriquecida con los siete dones de la gracia, que El mismo se preparó en el seno de la Virgen; nativo de Belén, ya que Jesús nació de la Virgen en Belén. También hay otra interpretación. Jesús tendrá una vestimenta multicolor también el la resurrec­ ción universal, cuando nos vestirá también a nosotros con las cuatro coloridas dones de los cuerpos gloriosos. Jesús es nativo de Belén, o «casa del pan», en la eterna refección del paraíso, (tanto para sí como para nosotros). Jesús es en fin nuestro atle­ ta. Fue, sí, herido en el lago de su pasión, pero luego El derro­ tó a Goliat, el geteo, o sea, al diablo. Sobre sus hombros tiene la insignia de la soberanía. Esto concuerda con el Génesis (22,6): Abraham tomó la leña del sacrificio y la puso sobre su hijo; y con el Evangelio de Juan (19,17): Llevando la cruz, Jesús se dirigió hacia el monte Cal­ vario. ¡Oh humildad de nuestro Redentor! ¡Oh paciencia de nues­ tro Salvador! A solas, para el bien de todos, lleva la cruz, en la que fue suspendido y crucificado para morir en ella. Como dice Isaías (57,1): Perece el justo, y nadie le presta atención. Dice también Isaías (22,22): Pondré sobre sus hombros la llave de la casa de David. La llave es la cruz de Cristo, con la cual nos abrió las puertas del cielo. Pero la cruz es llave y también soberanía: la llave, porque abre el cielo a los elegidos, y sobe­ ranía, porque con su poder arroja al infierno a los demonios. Y su nombre será el Admirable, en el nacimiento; Conseje­ ro, en la Predicación; Dios, obrando milagros; el fuerte, en la pasión; el Padre por siempre, en la resurrección. Al resucitar, nos dejó a todos la esperanza cierta de que también nosotros resucitaremos, y nos la dejó como una herencia para los hijos. Y será el Príncipe de la paz para nosotros en la eternidad. ¡Que el bendito Dios se digne concedérnosla! ¡Amén! *

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(Sobre los atributos del Niño-Dios, señalados por el profeta Isaías (9,6), san Antonio teje una trama de interpretaciones que se pueden aplicar tanto a los predicadores como a los pa107

dres de familia, tanto a las autoridades religiosas como a las ci­ viles). Se llamará el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre por siempre, el Príncipe de la paz. A través de estas seis características o títulos se compendia la perfección del hombre arrepentido o del varón justo. El es admirable en los frecuentes análisis o sutiles exámenes de su conciencia, por los que ve las maravillas que la gracia obra en lo profundo de su corazón. Por eso es admirable aquel Job, cuya paciencia todos admiramos: Por eso no callará mi boca, sino que expresará mis angustias y me quejaré a la medida de mi amargura (Jb. 7,11). El espíritu acongojado y el corazón amargado no dejan nada sin discutir, sino que todo, y con todo cuidado, lo someten al análisis y al examen. El es el Consejero, en las necesidades tanto espirituales como temporales del prójimo, como lo practicaba Job (29,15): Yo fui los ojos para el ciego y los pies para el cojo. Ciego es aquel que no ve su conciencia, y cojo es el que se aparta del camino rectilíneo de la justicia. El varón justo lleva gran ayu­ da a ambos. Es ojo para el ciego, cuando lo instruye, para que conozca los perjuicios que sufre su conciencia, y es pie para le cojo sosteniéndolo y guiándolo, para que oriente sus activida­ des por el camino de la justicia. El es Dios. En el gobierno de los súbditos, el hombre justo es designado con solemnidad como Dios. Por ejemplo, el Se­ ñor en el Exodo (7,1) declara a Moisés: Yo te constituí como un dios para el faraón. Igualmente en Exodo (22,8): Si el la­ drón está escondido, el dueño de la casa se presentará ante los dioses, o sea, los sacerdotes, y jurará no haber echado mano en las cosas de su prójimo; y en fin: Les digo: todos ustedes son dioses (S. 81,6). Además, Dios, en griego, significa «El que ve» o «El que corre». El penitente es llamado Dios, porque ve y corre: a tra­ vés de la contemplación ve las cosas superiores, y corre hacia adelante en la lucha por la penitencia. El es Fuerte, en luchar contra las tentaciones. Se lee en el libro de los Jueces (14,5-6): Sansón vio un cachorro de león que se le acercaba furioso y rugiendo. El espíritu de Dios tomó 108

a Sansón, el cual despedazó al león como lo hubiera hecho con un cabrito. El cachorro es el espíritu de soberbia, o de lujuria o de algún otro vicio. Furioso de apariencia, rugiendo por la as­ tucia, se presenta de improviso y ataca con ímpetu. Cuando el espíritu de contrición, del amor y del temor de Dios, irrumpe en el alma del penitente, desgarra el espíritu de soberbia, sim­ bolizado en el león, y despedaza el espíritu de lujuria, simboli­ zado en el cabrito, porque hiede, porque poco a poco lo des­ truye a él y sus circunstancias. El es el Padre por siempre, a través de la predicación de sus palabras y de sus ejemplos. El apóstol Pablo de pondera: Hijos míos, a quienes nuevamente doy a luz, hasta que Cristo se for­ me en ustedes; yo los engendré a través del Evangelio de Cristo para la vida eterna (Gl. 4,19; I Co. 4,15). El es el Príncipe de la paz, en la serena convivencia del cuerpo y del espíritu. Nos lo señala Job: Las bestias salvajes, o sea, los movimientos de la sensualidad, no te atacarán, y tu tienda gozará de paz. Vivirás seguro, lleno de esperanza, serás protegido y te acostarás tranquilo (Job. 5,23-24; 11,18). (Para la Navidad: III, 4-6; 8-11; 13-15).

11. ¡Feliz el vientre que te llevó! Mientras Jesús estaba hablando, una mujer de entre la gente alzó la voz y dijo: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!» (Le. 11,27). Y en el Cantar de los cantares el esposo habla así a la espo­ sa: Resuene tu voz en mis oídos, porque tu voz es dulce (Ct. 2,14). La voz dulce es la de la gloriosa Virgen María, que re­ suena suavísimamente en los oídos del Esposo, Jesucristo, Hijo de la misma Virgen. Levantemos, pues, la voz todos jun­ tos y cada uno en particular para alabar a la bienaventurada María y digamos a su Hijo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron! «Bienaventurado», etimológicamente, significa «bien acre­ 109

centado». Bienaventurado es aquel que posee todo lo que quiere y no quiere nada malo. Bienaventurado es todo aquel que obtiene todo lo que desea. Bienaventurado, pues, es el vientre de la gloriosa Virgen, que por nueve meses mereció llevar todo bien, más aún, el sumo bien, la felicidad de los ángeles y la reconciliación de los pecadores. Comentaba san Agustín: «Fuimos reconciliados por medio del solo Hijo según la carne, pero no con el solo Hijo según la divinidad: la Trinidad nos reconcilió consigo misma, por el hecho que la misma Trinidad hizo que el Verbo se hiciera hombre». Bienaventurado, pues, es el vientre de la gloriosa Virgen, de la que san Agustín en el tratado De la naturaleza y de la gracia, ponderaba: «Cuando se trata de pecados, queda excep­ tuada la Virgen María, por el honor del Señor; por eso yo no quiero absolutamente que se plantee esta cuestión. Sabemos que a Ella se le confirió mayor abundancia de gracia, precisa­ mente para vencer el pecado en todos sus aspectos. Ella mere­ ció concebir y dar a luz a Aquel de quien consta que no tuvo ningún pecado». A excepción de la Virgen, si se pudiera reunir a todos los santos y santas y si se les preguntara si tienen pecado, ¿qué cosa responderían sino lo que Juan dice: Si decimos que no te­ nemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros? (I Jn. 1,8). Aquella gloriosa Virgen fue prevenida y colmada con una gracia tan singular, que tuvo como fruto de su vientre a Aquel a quien desde el principio tuvo como Señor del universo. Bienaventurado, pues, es el vientre, del que el Hijo en el cantar (7,2) proclama en alabanza de su Madre: Tu vientre es un montón de trigo, rodeado de lirios. Por cierto, el vientre de la gloriosa Virgen fue un montón de trigo: montón, porque en él fueron reunidas todas las prerrogativas de méritos y de pre­ mios; de trigo, porque en él, como en un granero, gracias a la previsión del verdadero José, fue colocado el trigo, para que el entero Egipto no muriera de hambre (Gn. 41,56). Se dice «trigo», porque se lo coloca purísimo en el granero, o porque se lo muele y machaca; blanco por dentro y rubio 110

por fuera. Eso significa a Jesucristo, que por nueve meses fue puesto en el granero del dichoso vientre de la gloriosa Virgen y fue machacado por nosotros en el molino de la cruz; fue blan­ co por la inocencia de la vida, y rubio por el derramamiento de la sangre. Este dichoso vientre fue rodeado de lirios. Se dice lirio, porque es «como lácteo», y por su blancura significa la virgini­ dad de María, cuyo vientre fue rodeado, o sea, protegido por el valle de la humildad, y rodeado de lirios de la doble virginidad interior y exterior. Comentaba san Agustín: «Dios Unigénito, mientras era concebido, recibió de la Virgen verdadera carne y, mientras nacía, conservó íntegra en la Madre la virginidad». Verdaderamente fue dichoso aquel vientre que te llevó a ti, que eres Dios e Hijo de Dios, Señor de los ángeles, Creador del cielo y de la tierra y Redentor del mundo. La Hija llevó en su vientre al Padre, la Virgen pobrecilla llevó al Hijo. ¡Oh querubines! ¡Oh serafines! ¡Oh ángeles y arcángeles! Con el rostro -humilde y la cabeza inclinada, adoren reverente­ mente el templo del Hijo de Dios, el sagrario del Espíritu San­ to, el dichoso vientre rodeado de lirios, y proclamen: Biena­ venturado el vientre que te llevó. Y ustedes, hijos terrenales de Adán, a los que les fue conce­ dida una tal gracia, una tal especial prerrogativa, con devoción de fe, conmoción de la mente, póstrense a tierra y adoren el trono excelso y de marfü del verdadero Salomón y el trono de nuestro Isaías (3 R. 10,18-20; Is. 6,1); y proclamen: Bienaven­ turado el vientre que te llevó. *

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Dichosos los pechos que te amamantaron. Dice Salomón (Pr. 5,19): Cierva amable, gracioso cervatillo: sus amores, te embriaguen en todo tiempo, y su amor te apasione para siem­ pre. En los tratados de ciencias naturales se dice que la cierva para en el camino trillado, sabiendo que el lobo evita ese ca­ mino por miedo al hombre. La cierva amable es la Virgen María, quien en el camino 111

trillado, o sea, en un albergue público, dio a luz un gracioso cervatillo: su pequeño Hijo, que se nos dio gratuitamente y en el tiempo oportuno. Por esto Lucas (2,7): Dio a luz a un hijo primogénito y lo envolvió en pañales, para que recibiera la es­ tola de la inmortalidad, y lo acostó en un pesebre, porque para él no había lugar en el albergue. El se procuró un albergue, para que nosotros tuviéramos en el cielo muchas mansiones. Los pechos de esta «cierva», muy querida por todo el mun­ do, te embriaguen a ti, oh cristiano, en todo tiempo, para que, olvidando las cosas temporales, tú puedas desplegarte con em­ briaguez hacia las cosas futuras (Fl. 3,13). Suscita mucha ma­ ravilla el que haya dicho: Te embriaguen, porque en los pe­ chos no hay vino, sino leche agradabilísima. Pero oye el moti­ vo. El Esposo, su Hijo, así la alaba en el cantar (Ct. 7,6-7): ¡Qué hermosa y qué graciosa eres, oh amor, o hija de deleites! Tu estatura se asemeja a la palmera y tus pechos a racimos. ¡Qué hermosa eres en el alma, y qué graciosa en el cuerpo, oh madre mía, oh esposa mía, oh cierva queridísima en los delei­ tes, es decir, en los premios de la vida eterna! *

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Tu estatura se asemeja a una palmera. La palmera, en la parte baja, tiene la corteza rugosa; en cambio, hacia lo alto, es hermosa de verse y fecunda en sus frutos; y se dice que da fru­ tos a los cien años. De la misma manera, la Virgen María en este mundo llevó una vida áspera en la corteza de su pobreza, pero en el cielo fue hermosa y gloriosa, porque llegó a ser Rei­ na de los ángeles y, como Virgen de las vírgenes, mereció obte­ ner el fruto del ciento por uno que se da a las vírgenes. Tus pechos se asemejan a racimos. El racimo, como el de la uva, concentra en sí las muchas pepitas que nacen de la vid. En la historia de José, en el Génesis (40,9-10), se lee el relato del copero: En mi sueño tenía delante de mí una vid con tres sarmientos. Los brotes crecieron poco a poco, después apare­ cieron las flores y los racimos maduraron. En este pasaje se notan siete cosas: la vid, los tres sarmientos, los brotes, las flo­ 112

res, los racimos de uva. Vamos a estudiar de qué manera estas siete características convienen egregiamente a la Virgen. Se llama vid, porque tiene la fuerza de arraigarse con más celeridad, o porque se entrelaza con facilidad con las plantas cercanas. La vid es María que más pronto o más profunda­ mente que todos los demás se arraigó en el amor de Dios, e in­ separablemente se unió a la verdadera vid, o sea, a su Hijo, que dijo: Yo soy la vid verdadera (Jn. 15,1). Y ella dijo que sí en el Eclesiástico (24,17): Yo como una vid di brotes de suave aroma. El parto de la bienaventurada Virgen no tiene ejemplo en el sexo femenino, pero tiene semejanzas en la naturaleza. Tú preguntas cómo la Virgen engendró al Salvador: lo engendró como la flor de la vid engendra el aroma. Después de haber despedido el aroma, la flor de la vid sigue íntegra; así cree por fe que el pudor de la Virgen sigue inviolado, después de haber dado a luz al Salvador. ¿Qué es la flor de la virginidad sino un suave aroma? Los tres sarmientos de esta vid fueron: el saludo del ángel, la intervención del Espíritu Santo, la inefable concepción del Hijo de Dios. De estos tres sarmientos cotidianamente se ali­ menta y se propaga por todo el mundo la prole de los fieles mediante la fe. Los brotes de la vid son la humildad y la virginidad de Ma­ ría. Las flores son la fecundidad sin menoscabo, el parto sin dolor. Los tres racimos de uva son la pobreza, la paciencia y la abstinencia. Estas son las uvas, de las que fluye el vino maduro y aromático que embriaga, pero, aun embriagando, hace so­ brias las mentes de los fieles. Bien, pues, se dice en los Prover­ bios (5,19): Sus amores te embriaguen en todo tiempo, y su amor te apasione para siempre. De esa manera, por medio de su amor, podrás despreciar los falsos deleites del mundo y con­ culcar la concupiscencia de tu carne. *

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Oh pecador, refúgiate en Ella, porque Ella es la ciudad del refugio. Como un tiempo atrás el Señor designó algunas ciuda­ 113

des para refugio de los que hubieran cometido homicidio, in­ voluntariamente; así ahora la misericordia del Señor proveyó, como refugio misericordioso, el nombre de María también para los homicidas voluntarios. Torre fuertísima es el nombre de nuestra Señora: en Ella el pecador podrá hallar refugio y salvación. Su nombre es dulce: es un nombre que anima al pe­ cador y le da la dichosa esperanza. Oh Señora, tu nombre y tu recuerdo son el anhelo del alma (Is. 26,8). Fragancia derrama­ da es tu nombre (Ct. 1,2). «El nombre de María es júbilo para el corazón, miel para la boca y melodía para el oído» (San Bernardo). Egregiamente, pues, se proclama en alabanza de la Virgen: Dichoso el vientre que te llevó v los pechos que mamaste (Le. 11,27). Observa que el latino súgere (=mamar) viene de sumendo ágere (=obrar chupando). Mientras Cristo chupaba la leche, obraba nuestra salvación. Nuestra salvación fue su pasión; y El soportó la pasión en su cuerpo, que fue alimentado con la leche de la Virgen. Por eso dice en el Cantar de los cantares (5,1): Bebo mi vino y mi leche. Pero, Señor Jesús, ¿por qué no dijiste: «Bebí el vinagre con mi leche»? Tú mamaste la leche de los pechos virginales, y más adelante bebiste hiel y vinagre. La dulzura de la leche se cambió en la amargura de la hiel, y El lo aceptó, para que la amargura de la hiel se trocara para nosotros en dulzura eterna. Chupó los pechos Aquel que en el monte Calvario quiso ser herido en el pecho, para que los pue­ blos bebieran sangre en lugar de la leche. De ellos dice Job (39,30): Los polluelos del águila lamen la sangre. Sin embargo, Jesús dijo: Dichosos, más bien, los que oyen la palabra de Dios y la guardan (Le. 11,28). Con ello quería decimos que a la Virgen no sólo hay que alabarla por haber llevado en su vientre al Hijo de Dios, sino también porque puso en obra los preceptos de Dios. Nosotros, pues, te suplicamos, oh Señora nuestra y nuestra esperanza confiadamente. Nos hallamos sacudidos por las tempestades de este mar terrenal. Tú, que eres la estrella del mar, envía un rayo de tu luz, para que nos guíe a puerto. Con la tutela de tu presencia, asístenos al término de nuestra vida, 114

para que merezcamos salir sin temor de esta cárcel y llegar fe­ lices al gozo que no tiene fin. ¡Nos lo conceda Jesús, a quien tú llevaste en tu dichoso vientre y a quien amamantaste con tus sagrados pechos! ¡A El sean el honor y la gloria por los siglos de los siglos! ¡Amén! (III domingo de cuaresma: 1,157-163)

12. Todo nos fue dado en Jesucristo Jesucristo nos fue dado por Dios en la Navidad. Ya Isaías dijo: Nos ha nacido un niño, nos fue dado un hijo (Is. 9,6). Fue hijo de Salto. Salto fueron los antiguos padres, los pa­ triarcas y los profetas que, inspirados por el Espíritu de Dios y semejantes a árboles «que suben hacia lo alto», profetizaron la encamación del Hijo de Dios, quien de ellos asumió la carne. Por esto se dice «hijo de Salto». Jesús fue hijo de Salto en la predicación y en la pasión: en la predicación, porque eligió a los apóstoles como árboles que suben hacia lo alto; por esto dijo: Los he elegido para que vayan y lleven fruto (Jn. 15,16); en la pasión, porque fue coro­ nado con las espinas de nuestros pecados. Fue «multicolor» en la resurrección, porque aquella túnica multicolor, o sea, aquella carne gloriosa, tomada de María Virgen, estirada por nosotros en el madero de la cruz, dilace­ rada por los clavos y perforada por la lanza, con su aguja sabia y poderosa la reparó y la restituyó a la inmortalidad. El será ciudadano de Belén, para nosotros, en la bienaven­ turanza eterna, en la que nos saciaremos, al verlo cara a cara (I Co. 13,12). Con razón se dice: Optimo es lo que nos fue dado (St. 1,17). El Padre de las luces, espléndido y piadoso li­ mosnero, nos dio a nosotros, los pobres, no algo bueno o me­ jor, sino lo óptimo: lo mejor que El tenía. Y cada uno de sus dones es perfecto (St. 1,17). Dice bien el apóstol: Con El nos lo dio todo; y además: Nos lo dio como ca­ beza de la Iglesia (Rm. 8,32; Ef. 1,22). ¡Un don mayor no hu115

biera podido dárnoslo! Con toda razón se dice que Cristo es el don perfecto, porque el Padre, ante todo, nos lo dio a El y, después, por El lo llevó todo a su perfecta consumación. Por esto, el Hijo del hombre vino a salvar lo que estaba perdido (Mt. 18,11). Hoy en el introito de la Misa la Iglesia canta: Canten a Dios un cántico nuevo (S. 97,1). Es como si dijese: «Oh fíeles, ustedes que fueron salvados y renovados por medio del Hijo del hombre, ¡canten un cántico nuevo! Echen fuera las cosas viejas, porque están sobreviniendo las nuevas. Canten, porque Dios Padre obró maravillas: nos envió un don perfecto, su Hijo, su Unigénito, salvó a los pueblos y lo llevó todo a la per­ fección. De veras, a los ojos de los pueblos reveló su justicia (S. 97,2). En seis días hizo toda la creación: Lo dijo y fue hecho (S. 148,5). En la sexta edad el Verbo se hizo carne (Jn. 1,14). En el sexto día, a la hora sexta padeció por nosotros (I Pe. 2,21). Y así llevó todas las cosas a su acabamiento, como El dijo en la cruz: Todo está consumado (Jn. 19,30). * * * Cuanta distancia existe entre el decir y el hacer, otra tanta existe entre el crear y el re-crear. La creación fue fácil y leve, porque sucedió con la sola palabra, más aún, con la sola vo­ luntad de Dios, cuyo decir es querer; pero el re-crear fue mu­ cho más difícil, porque se logró con la pasión y la muerte. Adán fue creado con facilidad, pero también muy fácilmente cayó. ¡Ay de nosotros, miserables, que fuimos re-creados y re­ dimidos con una pasión tan grande y con tan acongojado do­ lor; pero después, con gran facilidad, llegamos a pecar grave­ mente, frustrando un tan grande trabajo del Señor. Dios mismo dice en Isaías (49,4): Inútilmente trabajé, en vano y sin motivo gasté todas mis fuerzas. En la creación el Se­ ñor no se fatigó, porque hizo todo lo que quiso (S. 134,6); en la re-creación, o nueva creación tanto fatigó que su sudor se transformó en gotas de sangre, que corrían por la tierra (Le. 22,44). 116

Si tantos sufrimientos sobrellevó cuando oraba, imagina cuántos habrá soportado en la crucifixión. El Señor se fatigó, y de esa manera nos arrancó del poder del diablo. Por nuestra parte, al pecar mortalmente, caemos en poder del diablo, y así frustramos el trabajo del Señor. De ahí viene su queja: Inútilmente trabajé, y sin provecho. No veo provecho alguno de mi pasión, porque no hay nadie que obre el bien, ¡ni uno solo! (S. 13,1). También Oseas (4,2) lo había señalado: Estamos llenos de homicidios, adulterios, perjurios, robos, maldiciones y mentiras; y se derramó sangre sobre san­ gre. Ni los sacerdotes -observa Jeremías (2,8)- se preguntaron: «¿Dónde está el señor?» Los custodios de la ley no me conocie­ ron; los pastores, o sea, los prelados, se rebelaron en contra de mí; y los profetas, o sea, los predicadores, profetizaron en nombre de Baal. Los predicadores predican, buscando el aplauso. Con toda razón dice el Señor: Inútilmente Trabajé, en vano y sin motivo gasté todas mis fuerzas. La fuerza de la divinidad fue casi gastada en la debilidad de la humanidad. ¿No te parece que su fuerza fue deshecha, cuando El, Dios y Hombre, fue atado como un ladrón a una columna, sometido a la flagelación, abofeteado y ensuciado con escupitajos; su barba, arrancada pelo tras pelo; y su cabe­ za, que hace temblar a los ángeles, herida por una caña; y fi­ nalmente fue crucificado entre dos ladrones? ¡Ay de los pecadores miserables, vanidosos e insensatos, a los que estos sufrimientos de Cristo no sirven para alejarlos de las vanidades de este mundo! Cristo consumió en vano su fortaleza, porque, aquellos por los cuales se desgastó (soportando la pasión), se volvieron in­ sensatos. Por esta razón habría que temer mucho que aquel Señor, que dijo al principio de los tiempos: Me arrepiento por haber creado al hombre (Gn. 6,7), ahora diga: «Me arrepiento de haber redimido al hombre, porque agoté todas mis fuerzas, pero sus maldades no se extinguieron». * * *

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De esos insensatos dice Jeremías (6,29-30): Jadeó el fuelle, el plomo se consumió por el fuego. En vano el fundidor quiso fundirlo; las escorias no se desprendieron. Serán llamados «plata de desecho», porque Dios los desechó. En este importante pasaje se destacan cinco características: el fundidor y el fuelle, el fuego, el plomo y la plata. En el fun­ didor se representa la divinidad, en el fuelle la predicación, en el fuego la pasión, en el plomo la humanidad de Cristo y en la plata nuestras almas. En el homo encendido, la plata se purga del plomo y se vuelve brillante. Para purgar la plata de las escorias, o sea, los pecados de nuestras almas, tomaron parte el Dios-Hombre y su predicación. Pero el fundidor, o sea, Dios, sopló en vano y en vano gas­ tó todas sus fuerzas. El fuelle, o sea, la predicación, se echó a perder, y el plomo fue consumido en el fuego de la pasión; y así Dios se fatigó en vano, sin motivo, porque nuestras malda­ des no fueron eliminadas. Por eso la «plata de desecho» será echada en el basural de la gehena, porque las almas de los pe­ cadores serán arrojadas en el lago del fuego ardiente. (IV domingo después de Pascua: 1,313-315)

13. Jesús: Camino, Verdad y Vida Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn. 14,6). Yo soy el camino, sin error para los que me buscan. De él habla Isaías (35,8): Habrá allí un camino allanado; será lla­ mado vía sacra; ni el impuro ni el necio pasarán por ella. Aclara san Pablo en la primera carta a los corintios (3,18): Si alguno de vosotros se cree un sabio en este mundo, hága­ se necio para llegar a ser sabio, porque la sabiduría de este mundo es necedad delante de Dios. El necio-sabio no se equivoca recorriendo el camino de Cristo, cuya doctrina consiste en dar relativa importancia a las cosas temporales y valorar las eternas. 118

De este camino se habla en el libro de los Números (20,17-29), en el que se relata que Moisés envió mensajeros al rey de Edom, para que le dijeran: Déjanos, por favor, pasar por tu territorio. No cruzaremos por campos ni viñedos ni be­ beremos agua de pozo; caminaremos por el camino público sin desviarnos ni a la derecha ni a la izquierda, hasta que cruce­ mos tus fronteras. Los hijos de Israel son los justos que pasan por tierras de Edom, que significa «sanguinolento» y representa el mundo ensangrentado por los pecados. Estos justos no tienen morada permanente, ni se les puede aplicar la amenaza del Apocalipsis (8,13): ¡Ay de los habitan­ tes de la tierra!, sino que son viajeros, de los que habla Job (21,29-30): ¿No interrogaron a los viandantes y no se quedaron pasmados por los casos que refieren: que el malo es preservado en el día del desastre y queda a salvo en el día de los furores? Estos justos no van por los campos malditos de las preocu­ paciones terrenas, ni van por los viñedos de la concupiscencia camal o de la lujuria, cuyas viñas son viñas de Sodoma y plan­ taciones de Gomorra (Dt. 32,32). Ellos no beben el agua del pozo de la samaritana, o sea, el agua de la codicia mundana, de la que tendrá nuevamente sed el que la beba (Jn. 4,13). Ellos van por el camino público y trillado, por el camino indicado por Cristo: Yo soy el camino: público por la palabra, trillado por la flagelación. Ese camino es público por la predi­ cación de los apóstoles, y trillado por las persecuciones; públi­ co, porque está abierto a todos, pero trillado, porque es con­ culcado por los pies de casi todos. El sarraceno reniega de él, el judío lo blasfema, el hereje lo viola, el falso cristiano lo fla­ gela con su conducta mala. Sólo el justo anda por él con fidelidad y humildad, sin des­ viar a la derecha, para no elevarse en la prosperidad, ni a la iz­ quierda, para no abatirse en la adversidad; y lo recorre hasta que, después de la muerte, entre en la tierra prometida. * * *

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Cristo es la verdad, sin falsedad para los que la hallan. De ella se dice: La verdad brotará de la tierra (S. 84,12). Cristo es la verdad, nacida de una tierra virgen; y la verdad de su fe na­ ció de la madre Iglesia. Aquella precedió, para que ésta, la Iglesia, la siguiera: Nació en las tinieblas una luz para los rec­ tos de corazón (S. 111,4)... Se lee en el tercer libro del apócrifo Esdras (4,35-40): «La verdad es grande y fuerte más que todo. Toda la tierra invoca la verdad, y el cuelo la bendice. En el rey inicuo, como en las mujeres inicuas y en todos los hijos de los inicuos, no está la verdad, como tampoco en ninguna de sus obras inicuas. Todos ellos perecerán en su misma iniquidad. En cambio, la verdad se fortalece y permanece para siempre, y vive y se despliega en los siglos de los siglos. Con ella no hay discriminación de per­ sonas. Lo que es justo, ella lo hace con todos, aunque sean in­ justos y malvados, y todos son favorecidos en las obras de la verdad. En su juicio no hay iniquidad, sino sólo fortaleza, rei­ no, poder y majestad de todos los tiempos. ¡Bendito sea el Dios de la verdad! ¡Amén!». Fuerte es el vino de la codicia terrenal, del que se embriaga la gente mundana y luego resbala de pecado en pecado. Más fuerte es la soberbia del diablo quien, como dice Job (41,25), es el rey de todos los hijos de la soberbia. Aún más fuerte es la tentación de la carne y de la lujuria; pero la verdad de Cristo es más fuerte que ellas, y vence todos estos pecados. * * * Cristo es la vida para los que no tienen vida: Yo vivo y us­ tedes vivirán (Jn. 14,19). E Isaías (65,22): Cuales son los días del árbol, tales son los días de mi pueblo. El árbol, plantado en la tierra del vientre virginal y junto a las aguas, o sea, a la abundancia de las gracias, es Jesucristo. Sus días son eternos, porque su reino no tendrá fin (Le. 1,33), y eternos también se­ rán los días de su pueblo elegido y salvado, porque la muerte ya no reinará, y su Dios no es el Dios de los muertos sino de los vivos (Me. 12,27). Yo soy el camino en el ejemplo, la verdad en la promesa, 120

la vida en el premio: un camino que no se desvía, una verdad que no engaña, una vida que no termina. * * * Nadie va al Padre sino por mí - dice Jesús (Jn. 14,6)-. Yo soy la puerta. Si uno entra por medio de mí, se salvará; entra­ rá y saldrá y hallará pastos (Jn. 10,9). Había en Jerusalén una puerta llamada «Ojo de la aguja», por la cual el camello no podía entrar, porque era humilde, o sea, baja. Esta puerta es cristo que se humilló. Por ella no pue­ den entrar ni el soberbio ni el avaro con su carga en la joroba. El que quiere pasar por ella, debe humillarse y deponer la jo­ roba, para no tropezar con la puerta. El que entra por esa puerta, se salvará, con tal que sea perseverante. El que entra en la Iglesia y vive en la fe, saldrá de esta vida para vivir en la eternidad, en la que hallará los pastos de la eterna felicidad. ¡Amén! (Fiesta de los apóstoles Felipe y Santiago: 111,194-197)

14. Jesús, modelo de obediencia Jesús partió con sus padres, regresó a Nazaret y les estuvo sujeto (Le. 2,51). Al oír estas palabras, toda soberbia debería disolverse, toda rebeldía desaparecer y toda desobediencia doblegar la cabeza. ¿Quién es el que les estaba sujeto? Es Aquel que con su sola palabra lo creó todo de la nada; Aquel que midió los ma­ res con el cuenco de su mano, y abarcó con su palma la di­ mensión de los cielos, y sostuvo con tres dedos la mole de la tierra, y pesó con la balanza las montañas y las colinas (Is. 40,12). Es Aquel que sacude la tierra de su sitio, y se tamba­ lean sus columnas; Aquel que manda al sol y éste no se levan­ ta, y pone un sello a las estrellas. El solo despliega los cielos y camina sobre las olas del mar. Crea la Osa y el Orion, las 121

Pléyades y las constelaciones australes. Ejecuta obras tan grandiosas que no se pueden sondear y maravillas que no se pueden contar (Jb. 9,6-10). Es Aquel que hace cesar la música del cielo (Jb. 38,17). Es Aquel que con el anzuelo puede pren­ der y extraer al leviatán, o cocodrilo, y atar su lengua con una cuerda, perforar sus narices con punzones y taladrar su quija­ da con un gancho (Jb. 40,19.21). Este hombre con tanto poder y con tantas cualidades les es­ taba sujeto. ¿A quiénes les estaba sometido? A un carpintero y a una virgen pobrecilla. ¡Oh maravilla! ¡El que es el primero y el últi­ mo, el que es el prelado de los ángeles, se sujeta a los hombres! El Creador del cielo se somete a un carpintero, el Dios de la gloria eterna obedece a una virgen pobrecilla. ¿Quién pudo oír o ver tal maravilla? No desdeñe, pues, el filósofo obedecer y someterse a un pescador, el sabio a un simple, el letrado al ile­ trado, el hijo de un príncipe a un plebeyo. * * * Todo ello concuerda con lo que dice san Pablo a los roma­ nos: Por la gracia que me fue concedida, yo os digo a todos vosotros -filósofos, sabios, letrados y otros semejantes-, no queráis ser más sabios y doctos que lo que conviene... No tre­ pen en soberbia, sino teman (Rm. 12,3; 11,20). Y san Bernar­ do pondera: «Te falta mucho para alcanzar la sabiduría, si no eres sabio para ti mismo». Sabio y docto no eres, si sabes más que lo que conviene. Saber lo que conviene es humillarse, venir a Nazaret, estar so­ metido y obedecer con toda perfección. Esto ha de ser todo tu saber, porque éste es un saber de medida justa; en cambio, el querer saber más lleva al exceso, a la embriaguez; y entonces toda sabiduría se vuelve insipiencia. Querer saber y discernir más que lo que conviene, hace que se desvíe también el novicio prudente, que se puso en el cami­ no de la sabiduría: lo hace tambalear como un beodo que está vomitando. «La perfecta obediencia -declara san Bernardo-, sobre todo en el novicio, ha de ser poco discreta, y consiste en 122

no querer entender qué cosa y porqué se lo manda. El debe es­ forzarse por cumplir con fidelidad y humildad lo que el supe­ rior manda. Toda su cordura consiste en no tener cordura; toda su sabiduría consiste en no tener sabiduría». Esto es saber con sobriedad, dentro de un límite justo. La pura sencillez -agua de Siloé, que corre silenciosa (Is. 8,6)- hace sobria al alma; y el saber de los sencillos es un saber sobrio, que vierte agua en el vino fuerte de la sabiduría de este mundo. Y si en la vida religiosa hay sabios, Dios los agregó a su grey justamente porque eran sencillos. Dios eligió lo que en el mundo es necio, bajo, enfermo y vil, para que por su medio uniera a los sabios, a los fuertes y a los nobles. De esa manera ningún hombre puede gloriarse en sí mismo (I Co. 1,27,-29), sino en Aquel que regresó a Nazaret y les estaba sujeto. ¡A El sean el honor y la gloria por los siglos eternos! ¡Y toda alma simple y obediente diga: Amén! ¡Aleluya! (II domingo después de Navidad: 11,563-565)

15. Cristo se hizo obediente hasta la muerte Domingo de Ramos. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén sucedió para que se cumpliera lo preanunciado por el profeta Zacarías: Digan a la hija de Sión: he aquí que tu rey viene a ti, manso y montado en un asno (Mt. 21,4-5). He aquí las precisas palabras de Zacarías: Exulta grande­ mente, hija de Sión; grita de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí que viene a ti tu rey. El es justo, victorioso y humilde, montado en un borriquillo, cría de asna. Suprimirá los carros de Efraim y los caballos de Jerusalén, v quebrantará el arco de la guerra (Za. 9,9-10). Sión y Jerusalén son la misma ciudad, ya que Sión es una torre de Jerusalén. La torre representa la Jerusalén celestial: allí se contempla la eternidad y se goza de una paz perpetua. Su hija es la santa Iglesia, a la cual ustedes, los predicadores, deben dirigirse así: «Exulta grandemente con las obras y grita 123

de júbilo con la mente». Efectivamente, el júbilo se advierte en la mente y en el corazón con mucha alegría, pero no se lo pue­ de expresar adecuadamente con palabras. He aquí a tu rey, del que habla Jeremías (10,6-7): No hay otro como tú, Señor. Tú eres grande, y grande es el poderío de tu nombre. ¿Quién no te temerá, oh rey de las naciones? El lle­ va un nombre escrito en el vestido y en el fémur: Rey de reyes y Señor de los señores (Ap. 19,16). Los paños son su vestido y el fémur es su carne, de la que en Nazaret, en la encamación, fue coronado como con una diadema; y en Belén fue envuelto en pañales, como si fuesen púrpura. Estas fueron las primeras insignias de su reino, contra las que se ensañaron los judíos, como si quisieran privarlo de él. Ellos lo despojaron de sus vestiduras en la pasión y clavaron su carne con clavos. Sin embargo, precisamente así su reino alcanzó una perfec­ ción mayor. Después de la corona y de la púrpura, no le falta­ ba sino el cetro; y lo recibió cuando salió hacia el Calvario lle­ vando la cruz (Jn. 19,17); pero esa cruz se transformó en signo de soberanía, como lo profetizó Isaías (9,6). Por su parte el apóstol Pablo escribe en la carta a los hebreos (2,9): Por haber padecido la muerte, vemos a Jesús coronado de gloria y de ho­ nor. He aquí que tu rey viene manso y montado en un borriqui11o, para tu utilidad; viene manso, porque quiere ser amado y no temido por su poder. Zacarías lo describe así: Es el justo, victorioso, pobre, mon­ tado sobre un borriquillo. Dos son las virtudes propias de un rey: la justicia y la piedad. Tu Rey es justo, porque da a cada uno lo que le corresponde según sus obras; y es manso y re­ dentor, porque es piadoso. Además, es pobre, porque se anonadó a sí mismo, toman­ do la forma de siervo. Porque Adán en el paraíso no quiso ser­ vir al Señor, el mismo Señor quiso asumir la semblanza de siervo, para servir al siervo; de esa manera el siervo ya no se avergonzará de servir al Señor. El Hijo de Dios llegó a ser se­ mejante a los hombres y se apareció en forma humana (Flp. 124

2,7). Baruc lo anunciaba (3,38): Se apareció en la tierra y vi­ vió entre los hombres. Cristo se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp. 2,8). Comenta san Agustín: «Nuestro Redentor tendió una trampa, al que nos había cap­ turado: la cruz, y por cebo puso su sangre; pero El vertió su sangre no como un deudor, ya que El está muy lejos de los deudores». Y san Bernardo afirma: «Cristo apreció tanto la obedien­ cia, que prefirió perder la vida a echar a perder la obediencia. Se hizo obediente al Padre hasta la muerte de cruz». El no te­ nía dónde posar la cabeza sino en la cruz, en la que, inclinan­ do la cabeza, entregó el espíritu (Jn. 19,30). * * * Cristo es pobre. Dice Jeremías (14,8-9): Oh esperanza de Israel y su Salvador en el tiempo de la angustia. ¿Por qué has de ser cual forastero en la tierra, o cual viajero que se tumba para hacer noche? ¿Por qué quieres ser como un hombre vaga­ bundo y fuerte, pero que no es capaz de ayudar? Nuestro Dios, el Hijo de Dios, al que esperábamos, vino y nos salvó en el tiempo de la tribulación, o sea, cuando el de­ monio nos perseguía; y como si fuera un colono y un foraste­ ro, cultivó nuestra tierra y la regó con el agua de su predica­ ción. El fue como un viajero sin cargas, o sea, sin las cargas de los pecados, y señaló sus caminos, porque El exulta, como un atleta, corriendo su carrera (S. 18,6); inclinó su cabeza en la cruz, diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Le. 23,46); y después permaneció en el sepulcro tres días y tres noches. Se lo llama hombre vagabundo, según el juicio de los he­ breos, que lo acusaban de no tener morada fija. Cuando Jesús decía: Tengo el poder de ofrecer mi vida y tengo el poder de re­ cuperarla, muchos hebreos decían: «Ese hombre tiene el de­ monio, está endemoniado y loco ¿Por qué lo escuchan?» (Jn. 10,18 y 20). A ellos les parecía que por su aspecto de siervo 125

era incapaz de salvar. Sin embargo, El fue el fuerte, a pesar de tener las manos clavadas en la cruz, venció al diablo. He aquí que viene a ti tu rey, manso y montado en un borriquillo. ¡Ojalá que los clérigos y los religiosos quieran acoger a un rey y a un jinete de tanta importancia y, como mansos anima­ les, llevarlo con suavidad, para merecer entrar con El en la Jerusalén celestial! Lamentablemente, ellos son hijos de Belial, o sea, del dia­ blo, y no llevan el yugo. Dice Jeremías (2,5-6): Ellos siguieron lo que es vano y se volvieron ellos mismos vanidad; y no pre­ guntaron: «¿Dónde está el Señor?». Más bien, despedazaron el yugo y rompieron los vínculos, gritando: «¡No serviremos!». Por eso les dice el Señor por medio de Zacarías: Suprimiré los carros de Efraim y los caballos de Jerusalén, y quebrantaré el arco de la guerra. La cuadriga, con cuatro ruedas, es la abundancia en la que viven los clérigos, que consiste en cuatro elementos: la anchu­ ra de sus propiedades, la multiplicidad de rentas y prebendas, la suntuosidad de los banquetes y el lujo disoluto de los vesti­ dos. El Señor dispensará semejante cuadriga y arrojará en el mar infernal a su conductor; y aniquilará el caballo, o sea, la espumajeante y desenfrenada soberbia de los religiosos, que, bajo el hábito monástico y con pretexto de santidad, se creen grandes. Pero el grande y poderoso Señor, que mira a los humildes y abate a los grandes, arrojará este caballo de la Jerusalén celes­ tial. En ella no entrará nadie si no se hubiere humillado como este párvulo que se humilló hasta la muerte y muerte de cruz. (Domingo de Ramos: 1,198-201)

16, Nuestra salvación está en el nombre de Jesús Se le dio el nombre de Jesús (Le. 2,21). Jesús es un nombre dulce, nombre delicioso, nombre que 126

alienta al pecador y le da la dichosa esperanza; nombre que es «júbilo para el corazón, melodía para el oído y miel para la boca» (San Bernardo). Exultando por este nombre, la esposa del Cantar (1,2) pro­ clama: Aceite derramado es tu nombre. El aceite, o perfume, tiene cinco propiedades: flota sobre todo líquido, ablanda lo que es duro, dulcifica lo que es amargo, ilumina lo que es os­ curo y sacia el cuerpo. Igualmente el nombre de Jesús está muy por encima de todo nombre de hombres y de ángeles, porque en su nombre toda rodilla debe doblegarse (Flp. 2,10). Si tú predicas a Jesús, El ablanda los corazones duros; si lo invocas, dulcifica las ásperas tentaciones; si piensas en El, te ilumina el corazón; si lo lees, te sacia la mente. Presta atención. El nombre de Jesús no sólo es aceite, sino aceite derramado. ¿Dónde y por quién? Fue derramado por el corazón del Padre en el cielo, en la tierra y en el infierno. En el cielo, para júbilo de los ángeles, que claman gozosos: La salvación pertenece a nuestro Dios, sentado en su trono, y al Cordero (Ap. 7,10). En la tierra, para consuelo de los pecado­ res, como ya se expresaba el profeta Isaías (26,8-9): Tu nom­ bre y tu recuerdo son el anhelo del alma. Mi alma suspira por ti en la noche. En el infierno (o, mejor, el limbo), para la libe­ ración de los prisioneros, los que, postrados a sus rodillas, po­ drán exclamar: «Finalmente llegaste tú, que eres nuestro Re­ dentor». * * * Para celebrar este nombre, recogeré algunas reflexiones del Papa Inocencio III: «Este nombre de Jesús tiene dos sílabas y cinco letras: tres vocales y dos consonantes. Las dos sílabas re­ presentan a las dos naturalezas: la divina y la humana; la divi­ na de parte del Padre, del que nació sin madre; la humana de parte de la madre, de la que nació sin padre. He ahí, pues: dos son las sílabas en este único nombre, porque dos son las natu­ ralezas en esta única persona. »Pero hay que destacar también que la vocal es la que da la voz por sí misma, mientras la consonante no da sonido por su 127

cuenta sino en unión con una vocal. Ahora bien, por medio de las tres vocales (dé que está compuesto el nombre latino de Iesus), se representa la divinidad, la cual, aunque sea una, “re­ suena”, si las dos partes no están enlazadas una con otra, en la unidad de la persona. Como el alma racional y el cuerpo for­ man un hombre único, así Dios y el hombre son un solo Cris­ to. »Y se dice persona una sustancia racional que “resuena” por sí misma, la cual es cristo. Y Dios es también hombre, pero de por sí “resuena” en cuanto es Dios, no en cuanto es hombre, porque la divinidad, al asumir la humanidad, guardó consigo el derecho de la personalidad; en cambio, la humani­ dad, cuando fue asumida, no recibió el derecho de la persona­ lidad. »Este es, pues, el nombre santo y glorioso, que fue invoca­ do sobre nosotros (Jr. 14,9) y, dice el apóstol Pedro, no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el cual poda­ mos salvarnos (Hch. 4,12). »Por ende, nos salve El mismo, Jesucristo nuestro Señor, que es bendito sobre todas las cosas por los siglos de los siglos. ¡Amén!». (Circuncisión del Señor: 111,58-60) 17. ¡Cristo nos liberó de nuestros pecados! El Hijo del hombre será entregado a los paganos, escarne­ cido, flagelado y escupido y, después de haberlo flagelado, lo matarán (Le. 18,32-33). ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Aquel que vino para dar libertad a los prisioneros, es traicionado y tomado prisionero; Aquel que es la gloria de los ángeles, es escarnecido; Aquel que es el Dios de todos, es flagelado; Aquel que es el espejo sin mancha y el esplendor de la luz eterna (Sb. 7,26), es escupido; Aquel que da la vida a los moribundos, es matado; y a nosotros misera­ bles, ¿qué nos queda por hacer, sino seguirlo y morir con El? (Jn. 11,16). 128

Oh Señor Jesús, ¡del fango de la hez sácanos con el anzuelo de tu cruz, para que podamos correr no hacia el aroma, sino hacia la amargura de tu pasión! Oh alma mía, prepárate un colirio y llora amargamente por la muerte del Unigénito y por la pasión del Crucificado! El Señor inocente es traicionado por el discípulo, es escarnecido por Herodes, es flagelado por el gobernador, es escupido por el populacho judío, es crucificado por el piquete de soldados. Vamos a tratar brevemente cada uno de estos puntos. Jesús fue traicionado por su discípulo. ¿Cuánto me quieren dar -dijo Judas-, y yo se lo entregaré? (Mt. 26,15). ¡Ay, qué abismal congoja! Se pone el precio a una cosa que no tiene precio. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Se traiciona y se vende a un Dios por algunas mezquinas monedas. Oh Judas, tú quieres vender al Hijo de Dios y Dios El mismo, como si fuera un esclavo despreciable o un perro muerto, cuando preguntas lo que te quieren dar los compradores, no lo que quieres tú. ¿Y qué te pueden dar? Aunque te dieran Jerusalén, la Galilea y la Sama­ ria, ¿quizás podrían comprar a Jesús? Y aunque te pudieran dar el cielo con sus ángeles, y la tierra con sus hombres, y el mar con todo lo que contiene, ¿podrían quizás comprar al Hijo de Dios, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia? (Col. 2,3). ¡No, por cierto! El Creador, ¿puede quizás ser comprado o vendido por su criatura? ¿Y tú, oh Judas, tienes el coraje de preguntar: «¿Qué quieren darme, para que se lo entregue?» Préstame atención y dime: «¿qué mal y qué daño te hizo, para que digas: “Yo se lo entrego”? ¿No te acuerdas de aquella incomparable humildad del Hijo de Dios, de su voluntaria pobreza, de su benignidad y afabilidad, de su estupenda predicación y de su poder milagro­ so? ¿No te acuerdas de aquellos afectuosísimos llantos sobre Jerusalén y sobre Lázaro muerto? ¿No te acuerdas de aquel privilegio, por el cual te eligió como apóstol y te hizo su íntimo amigo? Todo esto debería ablandar tu corazón, y mo­ verlo a misericordia, e impedirte que dijeras: «Yo se lo entre­ garé». ¡Ay de mí! ¡Cuántos Judas Iscariotes existen hoy, que ven­ den la verdad, para comprar alguna ventaja temporal, y trai129

cionan al prójimo con el beso de la adulación, y de esa manera se ahorcan con el lazo de la condenación eterna! Jesús fue escarnecido por Herodes: Herodes con su guar­ dia, después de despreciarle y burlarse de él, lo vistió con un vestido blanco (Le. 23,11). Es escarnecido por Herodes, el zo­ rro, y por su guardia el Hijo de Dios, a quien el ejército de los ángeles glorifica, gritando con voz incansable: «Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos»; y al cual -como dice el profeta Daniel (7,10)- sirven mil millares de ángeles, y diez veces cien mil están a sus órdenes. Herodes se burló de él, poniéndole un vestido blanco. El Padre celestial vistió a su Hijo, Jesús, con un vestido blanco, o sea, con la carne pura de toda mancha de pecado, recibida de la Virgen Inmaculada. Dios Padre glorificó a su hijo, pero He­ rodes lo despreció. Dios padre lo vistió con vestido blanco; pero Herodes le puso un vestido blanco para escarnecerlo. Lamentablemente todo esto sucede hoy en día. El nombre Herodes se interpreta «gloria de la piel», y sig­ nifica al hipócrita, todo pomposo por fuera en su conducta; mientras toda gloria del alma, que es hija del rey celestial, es interior (S. 44,14). El hipócrita desprecia a Jesús y se burla de El: lo desprecia, cuando en sus sermones predica que Jesús fue crucificado, pero El no lleva los estigmas del Crucificado; se burla de El, cuando se esconde bajo la gloria de la piel, para poder engañar a los fieles, miembros de Cristo. El antiguo Ca­ tón dice: «El cazador canta con el señuelo, y así engaña a la avecilla». La gloria de la piel de Herodes, o sea, la hipocresía, ¡a cuántos engaña hoy también! *

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Jesús fue también flagelado por orden de Poncio Pilato: Entonces Pilato lo prendió y lo hizo flagelar (Jn. 19,1). Dice Isaías: Cuando pase el flagelo del destructor, ustedes serán pisoteados. Cada vez que pase, los tomará (28,28-19). Por «flagelo» se entiende la muerte eterna o el poder del dia­ blo. pues bien, para que este flagelo no nos conculcara, el Dios de todos, el Hijo de Dios, fue atado a la columna como un 130

malhechor y azotado de la manera más atroz, tanto que la san­ gre brotaba de todas partes del cuerpo. ¡Oh mansedumbre de la divina piedad, oh paciencia de la paterna benignidad, oh inescrutable misterio del eterno conse­ jo! Tú veías, oh Padre, a tu Hijo Unigénito e igual a ti, atado a la columna como malhechor y dilacerado por los flagelos como si fuese un homicida; ¿y cómo pudiste retenerte? Te da­ mos gracias, oh Padre santo, porque, gracias a las cadenas y a la flagelación de tu dilecto Hijo, fuimos liberados de las cade­ nas del pecado y de la flagelación del diablo. Lamentablemente, Poncio Pilato flagela de nuevo a Jesús. Etimológicamente, Poncio significa a «uno que se desvía de su propósito»; y Pilato, a «uno que trabaja con el martillo». El que se desvía de los buenos propósitos y, después de las pro­ mesas, vuelve al vómito (o sea, repite los antiguos errores), ataca y flagela a Cristo en sus miembros con la boca blasfema y con el martillo de la lengua. Alejándose de la cara del Señor junto con Satán (Jb. 2,7), trastorna el orden, porque a uno lo llama soberbio, a otro lo acusa de gula. En breve, para parecer inocente, juzga culpables a los demás, con el fin de esconder su iniquidad bajo la ignominia de muchos. Jesús fue también ensuciado por los esputos: Entonces le escupieron en el rostro y lo abofetearon; otros lo golpearon (Mt. 26,67). Oh Padre, la cabeza de tu Hijo, Jesús, delante de la cual los arcángeles tiemblan, es golpeado con una caña; aquel rostro, en el cual los ángeles desean fijar la mirada (I Pe. 1,12), es ul­ trajado por los escupitajos de los judíos y abofeteado; se le arranca la barba pelo a pelo, se lo hiere con puñetazos, se lo arrastra por los cabellos. Y tú, Padre clementísimo, callas y di­ simulas, y prefieres que tu Hijo único sea escupido y abofetea­ do a que la humanidad entera perezca. A ti te sean dadas la alabanza y la gloria, porque con los esputos y bofetadas y pu­ ñetazos, que sobrellevó tu Hijo, Jesús, nos preparaste la medi­ cina, para expulsar el ven’eno de nuestras almas. Podría haber otra aplicación. La cara de Jesús son los pre­ lados de la Iglesia, por los cuales, como por medio de la cara, conocemos a Dios. Contra esa cara escupen los pérfidos ju131

dios, o sea, los súbditos perversos, cuando ellos denigran a sus prelados y hablan pestes de ellos. Todo ello está prohibido por el mandato del Señor: No injuriarás al jefe de tu pueblo (Hch. 23,5). *

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En fin, Jesús fue crucificado: Los soldados, después que cruficicaron a Jesús, tomaron sus vestidos (Jn. 19,21). Todos ustedes que pasan por el camino, detengan el paso, consideren y observen si hay un dolor semejante al mío (Lm. 1,12). Sus discípulos huyen, los conocidos y los amigos se alejan, Pedro reniega, la sinagoga la corona de espinas, los soldados lo crucifican, los judíos lo ridiculizan y lo blasfeman, y le dan de beber hiel y vinagre. ¿Puede haber un dolor semejante al mío? (Lm. 1,12). Sus manos torneadas -como dice la esposa del cantar (5,14)-, aros de oro, engastados en piedras preciosas, fueron perforadas con clavos. Sus pies, que hollaron el lago de Genezaret, fueron clavados en la cruz. Su rostro, que resplandece como el sol en todo su fulgor (Ap. 1,16), se volvió mortalmen­ te pálido. Sus ojos tan amados, que ven todas las criaturas, fueron cerrados en la muerte. ¿Puede haber un dolor semejan­ te al mío? Sólo el Padre, en medio de tantos sufrimientos y hu­ millaciones, le ofreció socorro; y Cristo, al morir, se confió a sus manos: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Le. 23,46). Y, dicho esto, inclinó la cabeza, que en otras partes no tenía dónde posarla, y entregó su espíritu (Jn. 19,30). Sin embargo, iay de mí! ¡Ay de mí! Todavía se sigue crucifi­ cando y matando a Cristo en su Iglesia, que es su Cuerpo mís­ tico. En ella algunos son la cabeza, otros las manos, otros los pies y otros el cuerpo. La cabeza son los contemplativos, las manos los activos, los pues los santos predicadores y el cuerpo todos los verdade­ ros cristianos. Todo este cuerpo de Cristo, diariamente, es cru­ cificado por los soldados, o sea, por los demonios con sus ins­ tigaciones que son como otros tantos clavos. Los judíos, los paganos y los herejes lo blasfeman y lo abrevan con la hiel y el 132

vinagre de dolorosas persecuciones. Por otra parte no debemos asombramos, porque todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, padecerán persecuciones (2 Tm. 3,12). Con toda verdad se dice: El Hijo del hombre será traicio­ nado, escarnecido, flagelado, escupido y crucificado. Con noso­ tros cinco verbos, como si fueran hierbas de gran valor medici­ nal, prepárate un colirio, y unta los ojos de tu alma, para que recibas la luz y puedas oír: Recibe la vista; tú fe te salvó (Le. 18,42). Oremos, queridísimos hermanos, y apremiantemente y con gran devoción de la mente supliquemos al Señor Jesucristo, quien, como dio la vista al ciego de nacimiento, a Tobías y al ángel de Laodicea, así se digne, mediante la fe en su encama­ ción y mediante la hiel y el colirio de su Pasión, iluminar los ojos de nuestra alma. De esa manera, entre los esplendores de los santos y los fulgores de los ángeles, mereceremos ver al mismo Hijo de Dios, que es luz de luz. lo alcanzaremos con la ayuda del mismo Cristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. ¡Amén! (Domingo de quincuagésima: 1,51-55)

18. La cruz, instrumento de salvación Como Moisés levantó la serpiente de bronce en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado (Jn. 3,14). Se lee en el libro de los Números (21,6-8): (Por las quejas de los israelitas), entonces el Señor envió contra el pueblo ser­ pientes venenosas, que mordían al pueblo; y murió mucha gente. El pueblo fue a decirle a Moisés: «Hemos pecado por haber hablado contra Dios y contra ti. Intercede ante Dios, para que aparte de nosotros las serpientes». Moisés intercedió por el pueblo. Y Dios dijo a Moisés: «Prepara una serpiente de bronce y colócala en un mástil. Quienquiera, después de haber sido mordido, mire a la serpiente, quedará con vida. 133

La serpiente de bronce es Cristo, Dios y Hombre; el bron­ ce, que no se gasta por la antigüedad, es la divinidad; la ser­ piente es la humanidad de Cristo, que fue levantada en la cruz, como signo de nuestra salvación. Levantemos, pues, nuestros ojos y miremos a Jesús, el au­ tor de nuestra salvación (Hb. 12,2). Mirémoslo fijamente col­ gado en la cruz y clavado. Pero, ¡ay de mí! Moisés dice en el Deuteronomio (28,66): Tu vida estará ante ti como pendiente de un hilo, y ni de tu vida te sentirás seguro. No dijo «vivien­ te», sino «vida pendiente». ¿Hay algo en el hombre más queri­ do que la vida? El alma es la vida del cuerpo, pero la vida el alma es Cristo. He ahí, pues, Cristo, que es tu vida, cuelga de la cruz; ¿por qué no sufres con El? Si Cristo es tu vida, como lo es en ver­ dad, ¿cómo puedes detenerte todavía? ¿No deberías estar pre­ parado, como lo estaban Pedro y Tomás, para ir a la cárcel y afrontar la muerte junto con El? La cruz cuelga delante de ti, para invitarte a tener compasión de El, como lo sugería Jere­ mías: Oh todos los que pasan por el camino, presten aten­ ción y miren, si hay un dolor semejante al mío (Lm. 1,12). Por cierto, no hay dolor como el de Cristo, porque a aque­ llos a quienes El redimió con tanto dolor, después los pierde con mucha facilidad. Su pasión bastó para redimir a todos; pero, lamentablemente, casi todos tienden a condenarse. Casi ninguno piensa y sabe todo el dolor que padeció el Señor; por esto debemos temer que, como El dijo al principio de la crea­ ción: Me pesa de haberlos hecho (Gn. 6,7), ahora nos diga: «Me pesa de haberlos redimido». *

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Si uno por un año entero se fatigara continuamente en el trabajo de un campo o de un viñedo, pero no cosechara nin­ gún fruto, ¿no tendría motivo de quejarse? ¿No le pesaría de haberse fatigado tanto? El mismo Dios dice en Isaías (5,4): ¿Qué más debía hacer a mi viña, que no haya hecho. Yo espe­ raba que diera uvas, y dio agraces. ¡Qué dolor! Esperaba justi134

cia, o sea arrepentimiento, en cambio, hay iniquidad; esperaba honradez para con el prójimo, en cambio hay alaridos. He ahí el triste fruto que da la viña maldita a su cultivador. No queda más remedio que extirparla de cuajo y echarla al fuego. Ellos no sólo pecan en presencia de Dios, sino también públicamente ante los ojos del prójimo. Cristo, que es tu vida, está colgado delante de ti, para que tú te mires en la cruz como en un espejo. Allí podrás conocer lo mortales que fueron tus heridas, que ninguna medicina ha­ bría podido curar, sino la de la sangre del Hijo de Dios. Si re­ flexionas bien, allí podrás darte cuenta de cuán grandes son tu dignidad y tu valor, ya que, para rescatarlos, fue pagado un precio que no se puede estimar. En ningún otro lugar el hombre podrá comprender mejor el valor de su dignidad que en el espejo de la cruz. Ella te muestra cómo debes humillar tu soberbia, y cómo debes mor­ tificar las inclinaciones de tu sensualidad; y también cómo de­ bes orar al Padre por los que te persiguen y confiar en sus ma­ nos tu espíritu. Pero, en cambio, a nosotros nos sucede lo que dice Santiago (1,23-24): Si alguno se contenta con oír la Pala­ bra sin ponerla en práctica, ése se parece al que contempla su rostro en un espejo. Se contempla; pero, al irse, se olvida de cómo es. Lo mismo nos sucede a nosotros. Miramos el crucifijo, en el que vemos la imagen de nuestra redención; meditamos un poco y hasta sentimos un poco de compasión. Pero en seguida desviamos nuestras miradas, nos separamos con el sentimiento y, quizás, nos ponemos a reír. Con todo, si sintiéramos las mordeduras de las serpientes, o sea, las tentaciones diabólicas y las heridas causadas por nuestros pecados, entonces fijaría­ mos nuestros ojos en la serpiente de bronce, o sea, en la cruz de Cristo, para poder vivir. El que cree en El no sólo no perecerá, sino que tendrá la vida eterna (Jn. 3,15). Ver y creer es la misma cosa, ya que cuanto crees, otro tanto ves. Con viva fe cree, pues, en tu vida, que es Cristo, para vivir eternamente con El. que es la vida. (Invención de la cruz: 111,212-214) 135

19. La transfiguración o escala para el cielo Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a un alto monte (Mt. 17,1). Estos tres apóstoles, que fueron colaboradores especiales de Jesús, significan las tres virtudes de nuestra alma, sin las cuales nadie puede subir al monte de la luz, a las cumbres de la vida santa. Pedro se interpreta «el conocedor», Santiago «el suplan­ tados, y Juan «la gracia de Dios». Tú también, que crees en Jesús y esperas de El la salva­ ción, toma contigo a Pedro, o sea, el conocimiento de tus pe­ cados, que consisten en la soberbia del corazón, en la lascivia de la carne y en la avidez de las cosas de este mundo. Toma contigo también a Santiago, o sea, a aquel que su­ planta estos vicios, para que bajo el pie de la razón puedas pi­ sotear la soberbia de tu espíritu, mortificar la lascivia de tu carne y reprimir la vanidad de este mundo falaz. Y toma contigo también a Juan, o sea, la gracia de Dios, que está a la puerta y llama (Ap. 3,20), para que te ilumine y conozcas el mal que hiciste y te conserva en el bien que co­ menzaste. Estos son los tres hombres, de los que habló Samuel a Saúl, en el primer libro de los Reyes (10,3): Cuando llegues a la En­ cina del Tabor, encontrarás tres hombres que suben hacia Dios, a Betel: uno llevará tres chivites, otro tres tortas de pan y el tercero un odre de vino. Tanto la encina como el monte Tabor representan la exce­ lencia de la vida santa: «encina», porque es firme, no se dobla y persevera hasta el fin; «monte», porque es alta y sublime por medio de la contemplación de Dios; «Tabor», o luz que viene, es la luz del buen ejemplo. Las tres cosas se requieren para so­ bresalir en la vida santa, para que ella sea constante en sí mis­ ma, contemplativa de Dios y luz para el prójimo. Los tres hombres encontrados en el camino son Pedro, «el conocedor», Santiago, «el suplantador» y Juan «la gracia de Dios». Pedro, o sea, «el hombre que se conoce pecador», lleva tres cabritos. En el cabrito está el hedor del pecado; y en los tres cabritos son simbolizados los tres principales pecados: la so­ 136

berbia del corazón, la petulancia de la carne y la avidez de las cosas mundanas. El que quiere subir al monte de la luz, debe llevar estos tres cabritos, o sea, reconocerse culpable en estos tres pecados. Santiago, o sea, «el que suplanta los vicios de la carne», lle­ va tres tortas de pan. El pan significa la suavidad de la mente, que consiste en la humildad del corazón, en la castidad del cuerpo y en el amor a la pobreza. Nadie puede alcanzar esa suavidad, si antes no hubiere eliminado esos vicios. El que re­ prime la soberbia del corazón, el que mortifica la petulancia de la carne y el que aleja de sí la avidez de las cosas munda­ nas, lleva las tres tortas de pan, o sea, gozará de una triple sua­ vidad de la mente. Juan es aquel que, con la gracia de Dios, que le previene y le acompaña, conserva con fidelidad y perseverancia estas vir­ tudes, y lleva de veras un odre de vino. El vino en el odre es la gracia del Espíritu Santo, infundida en la buena voluntad. Toma también tú a estos tres hombres, y sube con ellos al monte Tabor. *

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Pero te aseguro que la subida es difícil, porque el monte es muy alto. ¿Quieres subir con gran facilidad? Toma esa escala, de la que se lee y se canta en este domingo de cuaresma: Jacob tuvo un sueño; vio una escalera apoyada en tierra, y cuya cima tocaba el cielo; y he aquí que los ángeles de Dios subían y ba­ jaban por ella; y el Señor estaba en la parte más alta (Gn. 28,12-13). Observa cada palabra en particular y verás que concuerda con el Evangelio. «Vio»: he ahí el conocimiento del pecado, del que comentaba san Bernardo: «Que Dios no me conceda otra visión que la de conocer mis pecados». Jacob, o Santiago, «el suplantador», significa justamente la victoria sobre la carne. De él su hermano Esaú: Jacob ya me suplantó dos veces (Gn. 27,36). «El sueño»: he aquí la gracia de Dios que trae un sueño so­ segado y pacífico. Aristóteles así lo describe: «El sueño es el 137

reposo de las facultades físicas y a la vez la tensión de las fa­ cultades espirituales». Cuando uno duerme en el sueño de la gracia, en él se aplacan los instintos de la carne con sus malas obras, y al mismo tiempo se intensifican las facultades espiri­ tuales. Por eso se dice en el Génesis (15,12): Al ponerse el sol, un sopor cayó en Abraham, y lo invadió un gran horror. Aquí por sol se entiende la libido o placer carnal. Cuando ella mer­ ma, he aquí que un sopor, o sea, el éxtasis de la contempla­ ción, irrumpe en nosotros, y nos invade un gran horror por los pecados cometidos y por las penas del infierno. ¿Quieres comprender cómo se combinan la tensión de las fuerzas espirituales y el sosegarse de las camales? Yo -dice la esposa del Cantar (5,2)- duermo, pero mi corazón vela, o sea, estoy en calma acerca del amor de las cosas temporales, y mi corazón vela en la contemplación de las celestiales. Con razón se lee: Jacob vio en sueños una escala, por la cual puedes subir al monte Tabor. Observa que esta escala tiene dos brazos y seis peldaños, por los cuales es fácil la subida. La escala representa a Jesu­ cristo; los dos brazos, la naturaleza divina y la humana; los seis peldaños son su humildad y su pobreza, su sabiduría y su misericordia, su paciencia y su obediencia. El fue humilde, al asumir nuestra naturaleza humana, cuando miró la humildad de su sierva (Le. 1,48). Fue pobre en su nacimiento, cuando la Virgen, pobre ella también, al dar a luz al mismo Hijo de Dios, no encontró donde ponerlo, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre de las ovejas (Le. 2,7). Fue sabio en su predicación, ya que comenzó a hacer y a enseñar (Hch. 1,1). Fue misericordioso, al acoger afablemente a los pecadores, como El dijo: No vine a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan (Mt. 9,13). Fue paciente durante la flagelación, entre las bofetadas y los escu­ pitajos. El mismo dijo por medio de Isaías (50,7): Pongo mi cara dura como el pedernal. La piedra, cuando se la golpea, no golpea a su vez, ni murmura contra quien la está quebrando. Así hizo Cristo: Al ser maldecido, no respondía con maldicio­ nes; al padecer, no amenazaba (I Pe. 2,23). Y fue obediente hasta la muerte y la muerte de cruz (Flp. 2,8). 138

La escala estaba apoyada en la tierra, cuando Cristo predi­ caba y obraba milagros, y tocaba el cielo, cuando Jesús pasaba las noches en oración (le. 6,12). He ahí, la escala ya está levantada. ¿Por qué, pues no su­ ben? ¿Por qué se arrastran con las manos y los pies sobre la tierra? Suban, pues, porque Jacob vio que los ángeles de Dios subían y bajaban por la escala. Suban, pues, oh ángeles, oh prelados de la Iglesia, oh fieles de Jesucristo. Suban, para con­ templar cuán bueno es el Señor (S. 33,9). Luego, bajen para socorrer y aconsejar al prójimo, que tanto necesita de estos auxilios. ¿Por qué se esfuerzan por subir por otro camino y no por la escala? Si ustedes quieren subir por otros senderos, arriesga­ rán caer en algún precipicio. ¡Oh necios y tardos de corazón (Le. 24,25), no digo para creer, porque ustedes creen -¡y tam­ bién los demonios creen! (St. 2,19)-, sino porque son duros como piedras para obrar! ¿Confían ustedes poder subir al monte Tabor, a la paz de la luz, a la gloria de la celestial bienaventuranza por un camino distinto que no sea la escala de la humildad, de la pobreza y de la pasión del Señor? De veras, no pueden confiar. Oigan lo que dice el Señor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt. 16,24). Igualmente Jere­ mías: Me llamarás Padre, y no dejarás de caminar en pos de m i Or. 3,19). «La medicina amarga -dice san Agustín- antes la bebe el médico, para que el enfermo no sienta repugnancia»; o, como dice san Gregorio: «Por medio de la copa de la bebida amarga se llega a la alegría de la salud». Suban, pues, y no teman: el Señor está encima de la escala, dispuesto a acoger a los que suben. (II domingo de cuaresma: 1,86-91).

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TERCERA PARTE LOS GOZOS DE LA ORACION Y DE LA CONTEMPLACION

1. Importancia de la vida contemplativa Después que en la mente del hombre se formó la humil­ dad, entonces se nota la distinción entre la parte superior y la inferior. La parte superior es la más digna, y por eso se forma antes; y en ella aparecen la cabeza y los ojos. «»La parte superior es la vida contemplativa, en la cual pri­ mordialmente aparece, y debe aparecer, la cabeza de la cari­ dad. De ella se lee en el Cantar (5,11): Su cabeza es oro puro. El oro es puro y brillante. Así ha de ser la caridad: pura para con Dios, brillante para con el prójimo. Además, aparecen los ojos, o sea, el conocimiento de la eterna felicidad. La vida activa, dado que es inferior, debe servir a la con­ templativa, porque la parte inferior no está sino en función de la parte superior. Por eso el apóstol Pablo dice: El hombre no deriva de la mujer, sino la mujer del hombre; ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre (I Cor. 11,8-9). De igual modo la vida contemplativa no está en función en la activa, sino la activa en función de la contemplativa. Y como el cerebro, miembro frío, está puesto en una posi­ ción contraria al corazón, justamente para templar su calor, 140

así la vida contemplativa, que consiste en la conmoción de la mente, está situada en oposición a la vida activa, para que con la oración y con las lágrimas del arrepentimiento temple el fervor del trabajo y modere el calor de la tentación. Ella debe consistir en la humildad del corazón. Y como la cabeza es más grande que los otros miembros, así la gracia de la contemplación es más elevada, porque se acerca más a Dios, a quien contempla. ¡Ah! ¡Cuántos infantes, o sea, mentalmente inestables, in­ tentaron regir esta cabeza, pero por largo tiempo no lograron regirla, a causa de su grandeza! El solo Abraham, o sea, el hombre justo, subió el monte junto con el muchacho Isaac (Gn. 22,5); o sea, Abraham subió al monte de la contemplación en compañía de una mente pura. En cambio, los criados permanecieron en el valle de los deleites mundanos, a la espera y con el asno, o sea, esperando con la lentitud típica del asno. Y como todos los miembros reciben (de la naturaleza) con­ fines preciosos, rasgos propios, coloridos, firmeza y flexibili­ dad, así todas las virtudes deben tener sus propios confines, para que, procediendo por el camino real no se desvíen ni a la derecha ni a la izquierda; y no suceda que la crueldad, bajo la apariencia de justicia, tome su lugar, y la relajada desidia se presente con el vestido de la mansedumbre. Los rasgos de las virtudes son los de la pasión del Señor. Todo lo que hace el hombre de virtuoso, debe llevar grabado el sello sangriento de la cruz. Y los coloridos deben ser auténticos y no falsos, para que no suceda que los vicios, teñidos del color de la virtud, enga­ ñen el alma. Bellamente dice san Isidoro: «Algunos vicios muestran el aspecto de la virtud, y así engañan a los que los si­ guen, justamente porque se esconden bajo el velo de la vir­ tud». El filósofo Tulio Cicerón afirmaba: «No hay acechanzas más ocultas que las que se esconden bajo la apariencia de afec­ tuosa cortesía». El caballo de Troya engañó, porque asumió la forma de Minerva. Las virtudes deben tener también dosis de firmeza y flexibi­ 141

lidad, o sea, deben tener algo del vino y del aceite, del cayado y del maná, de los azotes y de los pechos, del hierro y del un­ güento. (III domingo de Pascua: 1,299-301)

2. De la contemplación a la acción Al comentar la curación del hijo de un funcionario real, quiero ponderar la promesa de Jesús: Vete, que tu hijo vive y la fe del funcionario: Creyó el hombre en la palabra de Jesús, y se puso en camino (Jn. 4,46-53). He aquí la acotación de la Glosa: «Aun solicitado, Jesús no acude a la casa del hijo del funcionario real, para no dar la im­ presión de honrar las riquezas. En cambio, promete acudir a la casa del siervo del centurión, quien no desprecia la humilde condición de su criado. De esa manera aniquila la soberbia, que en las personas no aprecia el valor intrínseco, sino lo que aparece exteriormente». Jesús no honra las riquezas. Por eso el Señor dice en Ezequiel (7,19): Arrojarán su plata por las calles, y su oro se con­ vertirá en inmundicia. Su plata y su oro no los podrán eximir en el día de la ira del Señor. Estas palabras pueden tener también una aplicación moral; o sea, la plata de la elocuencia y el oro de la sabiduría no po­ drán salvar a Cicerón y a Aristóteles en el día de la ira del Se­ ñor. Dios dice en Job (41,3): No le perdonaré, a pesar de las palabras vehementes y bien elaboradas con que me suplican. (Posible cita de memoria). Observa que en el pasaje evangélico, antes se dice: Creyó, y después: Se puso en camino. Esto nos enseña que antes se debe creer con el corazón, y después moverse con la obra. Dice Ezequiel (1,13-14): Entre aquellos seres animados se veían como carbones incandescentes semejantes a antorchas, que se movían en medio de ellos. El fuego resplandecía, y del 142

Juego salían rayos. Esos seres animados iban y venían con el aspecto del relámpago. En el esplendor del fuego se designa la fe, que ilumina. Tu fe te ha salvado, o sea, te ha iluminado. Jesús preguntó al cie­ go: ¿Qué quieres que haga? Y el ciego le contestó: Maestro, ¡que yo recupere la vista! (Me. 10,51-52). De ese fuego brota el relámpago de la obra buena. Esos se­ res animados que iban y venían representan a los santos que van a la contemplación y después regresan a la acción. Efecti­ vamente no pueden estar en continua contemplación, porque deben fructificar para los demás. Ellos son semejantes a relám­ pagos llameantes, porque, por medio de ellos, que se elevan a la contemplación y también despliegan continuamente obras buenas, se propaga a los demás la luz celestial. San Gregorio Magno escribe: «Entonces la caridad se eleva admirablemente en alto, cuando misericordiosamente se abaja hacia las cosas más humildes del prójimo; y la caridad que se inclina benignamente hacia lo más bajo, con vigor y rápida­ mente vuelve a lo más alto. (XXI domingo después de Pentecostés: 11,366-367)

3. La suavidad de la contemplación Florecerá el almendro, se engordará la langosta y perderá su sabor la alcaparra (Ecle. 12,5). Tres cosas merecen ser destacadas: la honestidad de la con­ ducta, la dulzura de la contemplación y la extinción de la libi­ do. Vamos a comentar brevemente cada punto. Ante todo, la honestidad de la conducta. Se lee en Daniel (4,1): Yo, Nabucodonosor, estaba tranquilo en mi casa y flore­ ciente en mi palacio. ¿Qué se entiende por casa sino la conciencia? ¿Y qué se en­ tiende por palacio sino la tranquilidad de la conciencia y la confianza en esa tranquilidad? Por cierto, el palacio es una casa, peor no toda casa es palacio. El palacio es una casa forti143

ficada, imponente y regia. Si por casa debemos entender la conciencia, con ràzón por palacio se entiende la tranquilidad de la conciencia. Uno está tranquilo en su casa, cuando la conciencia no le atormenta. ¿Cómo se alcanza una conciencia tranquila? Una concien­ cia se siente tranquila, cuando reparó adecuadamente los pe­ cados cometidos y cuando, con prudente y oportuna previsión, evita las ocasiones y las circunstancias peligrosas que podrían impulsarse al mal. Por esto permanece tranquilo en su casa aquel cuya conciencia no está inquieta ni por las culpas pasa­ das ni por las presentes. Está quieto en su casa aquel que a sa­ biendas dice: Mi corazón no me reprocha nada de toda mi vida (Jb. 27,6). Está quieto en su casa aquel que de veras pue­ de decir: No me siento culpable de nada (I Co. 4,4). Permane­ ce quieto en su casa y satisfecho en su palacio aquel que puede decir: Mi gloria es el testimonio de mi conciencia (2 Co. 1,12). En la flor se espera el fruto. Por eso, con razón, en la flor se quiere representar la expectativa de los bienes futuros. Como la flor es el comienzo de los frutos futuros, con razón puede también significar el despliegue de las buenas obras que se lle­ ven a cabo. Se representa, pues, en la flor ya la segura expecta­ tiva del premio, ya una nueva promoción de méritos. Pues bien, florece en su palacio aquel que, con el testimonio de su recta conciencia, espera con seguridad la corona de la gloria. Mientras tanto, a través del vuelo de la contemplación ya sa­ borea la dulzura de esa futura gloria. * * * En segundo lugar, la dulzura de la contemplación, simboli­ zada en la langosta que se engorda. La langosta, cuando el sol calienta, suele saltar y volar por el aire, toda feliz. Una cosa si­ milar le pasa al alma santa. Cuando se siente sacudida por un interno estremecimiento de júbilo, cuando se siente apremiada a levantarse por encima de sí misma a través de la elevación de la mente, cuando se siente toda extasiada ante las cosas ce­ lestiales y sumergida en los espectáculos angélicos, ella da la impresión de haber superado sus límites naturales. 144

A ella se pueden aplicar las palabras del Salmo (113.4): Los montes saltaron como carneros, y las colinas como corde­ ros de un rebaño. ¿Quién no ve que es cosa superior a la natu­ raleza o, mejor, contraria a ella el hecho de que los montes y las colinas salten como cameros, y que los corderos juguetones salten de adelante para atrás y se lance por el aire? ¿No se des­ prende, quizás, de la tierra y no es transportado por encima de la naturaleza humana aquel al cual el Señor dirige el reproche: Eres polvo y al polvo regresarás? (Gn. 3,19). Mientras el alma se eleva así con su mente, ella se «engorda», (o sea, se enrique­ ce) en la dulzura de la contemplación. En el Cantar (8,5) se lee: ¿Quién es ésta que sube del de­ sierto, colmada de delicias, apoyada en su amado? Es el alma que durante la contemplación sube del desierto, dejando de lado todas las cosas de abajo y, elevándose hacia el cielo, se sumerge totalmente con su devoción en las solas cosas divinas. Entonces se siente colmada de delicias, cuando canta su dicha por la plenitud del gozo espiritual y se enriquece por la abun­ dancia de la interna dulzura, que el cielo le dio y abundante­ mente le infundió. Esta alma se apoya en su amado, cuando para nada confía en sus fuerzas o en sus méritos, sino que todo lo atribuye a la gracia que le viene de su amado: Es El quien nos hizo y noso­ tros somos suyos (S. 99,3). E Isaías, (26,12): Es el Señor el que da éxito a todas nuestras empresas. * * * En fin, la alcaparra sin vigor significa el cese de la libido. La lujuria es fuerte en los riñones, porque ahí tiene su sede. Las apetencias carnales se extinguen, cuando el alma se enri­ quece con la dulzura de la contemplación. Dice el profeta Da­ niel (10,8): Quedé yo solo contemplando esta gran visión; esta­ ba sin fuerzas; se demudó mi rostro, desfigurado, y quedé to­ talmente sin fuerzas. Y Job (7,15-16): Preferiría ser ahorcado y morir a sufrir estos dolores. Ya me disuelvo, ya no viviré largo tiempo. 145

He ahí, pues, cómo la «alcaparra», o sea, la libido, pierde su vigor. Daniel, el hombre predilecto (Dn. 10,11), es el contemplati­ vo, el cual entonces queda solo consigo mismo, cuando pospo­ ne las cosas exteriores y con el vínculo del amor se eleva a la dulzura de la contemplación. Entonces, con su mente ilumina­ da, ve una gran visión que él aún no puede abarcar, porque to­ davía no contempla directamente ni cara a cara, sino sólo a través de un espejo y de manera confusa. Cuando el alma a tal punto es iluminada y elevada, enton­ ces el vigor del cuerpo merma, el rostro se vuelve pálido y la carne se afloja. En ese entonces el hombre no tiene más con­ fianza en los deleites corporales y temporales, ni se preocupa de vivir más en medio de ellos, como antes solía hacer. Ya no es él que vive, sino que es la vida de Cristo que vive en él (Ga. 2,20), de ese Cristo que es bendito por los siglos. ¡Amén! (Resurrección del Señor: III, 185-187)

4. Muchos los llamados a la vida mística, pocos los elegidos. Había una pequeña ciudad con pocos hombres. Un gran rey se movió contra ella, la sitió y levantó contra ella grandes baluartes, pero se hallaba en ella un hombre pobre, pero sabio, el cual con su sabiduría salvó a la ciudad. Sin embargo, nin­ guno se acordó más de aquel pobre hombre (Ecle. 9,14-15). Veamos qué puede significar todo esto, alegóricamente. Había una pequeña ciudad. La ciudad es la Iglesia. Ella es pequeña en comparación con los malos, que son muchos y su­ peran el número de los buenos. Salomón afirma (Ecle. 1,15, según la Vulgata): Los perversos difícilmente se corrigen, e in­ finito es el número de los necios. Los perversos, o sea, los que orientan en sentido contrario, dirigen a Dios el dorso y no la cara. Por eso es difícil corregirlos y enderezarlos, porque no razonan y no tienen sensibilidad de corazón, como la tienen 146

los buenos. Los necios, cuyo número es infinito, son los que tienen una sensibilidad obtusa. Con pocos hombres. En la iglesia muchas son las mujeres, o sea, los blandos y afeminados; pero, iay de mí!, son pocos los varones, o sea, los virtuosos. Dice el Señor a través de Isaías (3,12): Las mujeres se enseñorearon de mi pueblo. Las muje­ res, en este caso, son los prelados reblandecidos. Salomón en los Proverbios (8,4): Oh varones, a ustedes cla­ mo. La sabiduría dirige sus clamores a los varones, no a las mujeres, porque el sabor de la íntima dulzura lo experimenta aquel que es fuerte en la virtud, aquel a quien la providencia hizo circunspecto. Pero en la Iglesia son pocos los varones; y por esto son pocos los que pueden gustar el sabor de la dulzu­ ra celestial. Casi todos están como afeminados: tienen la men­ te afeminada como se ve en la preciosidad de los trajes, en la opulencia de los banquetes, en la lubricidad de los criados, en la construcción de sus casas, en el lujo de los caballos. ¡He ahí a cuáles apóstoles confió el Señor el gobierno de su Iglesia! Un gran rey se movió contra ella. Este gran rey es el diablo, de quien dice Job (41,25): El es el rey de todos los hijos de la soberbia. Este rey ejecuta estas tres cosas: construye la trinche­ ra y las fortificaciones, y así prepara el asedio. La trinchera se hace con postes agudos. Las fortificaciones, que son protegidas por la trinchera o por murallas, son los he­ rejes, que son como postes agudos en los ojos de los fieles. Las fortificaciones son todos los falsos cristianos. Con la trinchera de los herejes y las fortificaciones de los cristianos, el diablo asedia a la Iglesia, en la que hay pocos varones. Pese a todo, no temas, pequeño rey (Le. 12,32), este asedio, porque el Señor les dará con la tentación la fuerza para superarla (I Co. 10,13). Se hallaba en la ciudad un hombre pobre pero sabio. Este hombre pobre y sabio es Cristo: varón excepcional por su divi­ nidad, pobre por su condición humana. Observa la perfecta concordancia. Este es llamado varón, y aquellos también varo­ nes;- éste pobre, aquéllos pocos. Pero Cristo, como sabio con­ tra la astucia del diablo, liberó a la ciudad de la trinchera de los herejes y de las fortificaciones de los hombres camales; y 147

con su sabiduría seguirá destruyendo toda fortificación enemi­ ga. Es muy doloroso lo que sigue: Nadie se acordó del pobre hombre. Más bien, lo que es peor, le dicen con Job (18,40): Aléjate de nosotros, no queremos conocer tus caminos. Hay algo peor aún, reniegan de él y vociferan con los judíos: A éste no lo queremos, sino a Barrabás. Y Barrabás era un bandolero (Jn. 18,40). Había sido encarcelado por un homicidio y por or­ ganizar una sedición en la ciudad. Este bandolero es el diablo, quien, por la rebeldía que cometió en el cielo, fue arrojado al infierno. Piden con insistencia que se les de este bandido, y crucifican al Hijo de Dios, que los ha liberado. ¡Almas desgra­ ciadas! ¡Por si mismos se han preparado el daño! (Is. 3,9). (VII domingo después de Pentecostés: I, 535-537)

5. Ama a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti mismo Ya que la caridad es más importante que las demás virtu­ des, procuremos ponderar algunos aspectos, con una medita­ ción breve pero particular. El amor hacia Dios y hacia el prójimo es, por cierto, la misma forma del amor, ya que Dios es Amor. Este precepto del amor, por el cual tú has de amar a Dios por sí mismo y con todo el corazón, y al prójimo como a ti mismo, ha sido es­ tablecida por Dios; y has de amarlo por el mismo fin y por el mismo motivo por los cuales debes amarte a ti mismo. Tú debes amarte en el bien y por Dios; igualmente debes amar al prójimo en el bien y por Dios, y no en el mal. Y por prójimo debes entender a todo hombre, porque no hay nadie con el cual se deba obrar mal. ¿Cómo se debe amar a Dios? He aquí el criterio: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, o sea, con toda la inteligen­ cia, con toda el alma, o sea, con la voluntad, y con toda la mente, o sea, con la memoria. De esa manera concentrarás to­ 148

dos tus pensamientos, toda tu vida y toda tu inteligencia en Aquel, del que recibes lo que le ofreces. Al hablar así, Jesús no deja libre ninguna parte de nuestra vida: todo lo que pasa en nuestra alma, es proyectado allí, ha­ cia donde corre el ímpetu del amor (Pedro Lombardo). San Juan en su primera carta (4,9) nos ofrece muchas refle­ xiones acerca del amor de Dios y del prójimo, y nos invita a vivirlo: De esta manera se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: Dios Padre envió a su Hijo Unigénito al mundo, para que por El tuviésemos la vida. ¡Qué grande fue el amor del Padre hacia nosotros! El nos envió a nosotros, para nuestro bien, a su Hijo Unigénito, para que, viviendo por El, lo amáramos. ¡El vivir sin El es morir, y el que no ama permanece en la muerte! (I Jn. 3,14). Si Dios tanto nos amó hasta damos a su Hijo dilecto, por el cual lo hizo todo, también nosotros debemos amamos recíprocamen­ te. Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros (in. 13,34). El rico Epulón, que no observó este mandamiento, perma­ neció en la muerte. Es como si hubiese sido sepultado en vida, porque no amó la vida, que es esencialmente amor. El pecó, porque trastornó el mandamiento. San Agustín afirma: «Cuatro cosas se han de amar: la pri­ mera es Dios, que está por encima de nosotros; la segunda, lo que somos nosotros, o sea, nuestra alma; la tercera, lo que está a nuestro lado, o sea, el prójimo; la cuarta, lo que está debajo de nosotros, o sea, el cuerpo». El rico Epulón, en cambio, amó primero y principalmente su cuerpo, despreocupándose de Dios, de su alma y del prójimo; por eso fue condenado. San Bernardo observa que debemos considerar nuestro cuerpo como un enfermo, que se nos ha confiado. A él se le deben rehusar muchas cosas inútiles, aunque las quiera y, al contrario, se le deben suministrar las cosas útiles, aunque no las quiera. Con el cuerpo debemos comportamos como si no fuera nuestro, sino de Aquel que lo compró a caro precio, para que lo glorifiquemos en nuestro cuerpo (1 Co. 6,20). Cuidémonos, pues, para no merecer los reproches del Señor a través del pro149

feta Ezequiel: Tú, oh alma, te olvidaste de mí y me pospusiste a tu cuerpo; por esto ahora soporta tu pecado y tus inmoralida­ des (Ez. 23,35). Debemos, sí, amar el cuerpo, pero en el cuarto y último lu­ gar: no como si viviéramos por él, sino como si sin él no pu­ diéramos vivir. De la miserable vida del cuerpo se digne el Se­ ñor llevamos a El, que es la vida eterna. (I domingo después de Pentecostés: I, 397-399)

6. Dios merece todo nuestro amor Los falsos cristianos, hijo de un foráneo, o sea, del diablo, que mintieron al Señor violando el pacto del bautismo, diaria­ mente y lo más que pueden, apedrean con las duras piedras de sus pecados a su padre y señor, Jesucristo, del que toman el nombre de cristianos; e intentan matarlo, o sea, matar la fe en El. Estos tales son como los hijos del buitre, que dejan morir de hambre a su padre. No son como los hijos de la grulla que, cuando el halcón persigue a su padre, ellos se oponen a la ma­ tanza y protegen al padre; y cuando es viejo, le llevan el ali­ mento, dado que ya no es capaz de procurárselo con la caza. Nuestro Padre, como un pobre hambriento, llama a la puerta, para que le abramos y le demos, si no la cena, al me­ nos algún bocado. Yo, dice en el Apocalipsis, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, yo entraré a él, cenaré con él y él conmigo (Ap. 3,20). Pero nosotros somos hijos degenerados, como los hijos del buitre, y permitimos que nuestro Padre muera de hambre. El mismo se queja de nosotros por medio de Jeremías (2,31-32): ¿Llegué a ser, quizás, para Israel un desierto o una tierra de ti­ nieblas? ¿Por qué mi pueblo dice: «Nos hemos emancipado y ya no retornaremos a ti?» ¿Puede olvidarse la doncella de sus atavíos y la desposada de sus galas? Sin embargo, mi pueblo se ha olvidado de mí durante innumerables días. 150

El Señor no es un desierto ni una tierra de tinieblas, que no producen fruto o apenas alguno pequeñito: El es un paraíso, una tierra de bendición, en el que cosecharemos el céntuplo de lo que semeremos. ¿Por qué, pues, nosotros, miserables, nos alejamos de El y nos olvidamos de El por tan largo tiempo? Con todo, el alma, que es esposa de Cristo y es virgen en la fe y en la caridad, no puede olvidarse de su adomo, que es el amor divino, del que está embellecido y con el cual camina; no puede olvidarse de su cinturón, o sea, de la pureza de su conciencia, con la cual vive segura y serena. ¡Seamos, pues, hermanos queridísimos, se lo suplico, como los hijos de la grulla! También nosotros, si fuere menester, opongámonos a la muerte en defensa de nuestro padre, o sea, en defensa de la fe de nuestro padre; más aún, en este mundo, ya envejecido y próximo al desplome, alimentémoslo con las buenas obras. ¡Ojalá no suceda que oigamos aquellas palabras: Jesús se escondió y salió del templo (Jn. 8,59)... Roguemos, pues, y con lágrimas supliquemos al Señor Je­ sucristo, que no nos esconda su rostro, que no salga del templo de nuestro corazón y que en el día del juicio no nos acuse de pecado. Pidámosle que nos infunda su gracia, para que poda­ mos oír con amor su palabra, soportar con paciencia las inju­ rias que recibimos y que nos libre de la muerte eterna. Pidá­ mosle, sobre todo, que nos glorifique en su reino, para que con Abraham, Isaac y Jacob merezcamos ver el día de su eterni­ dad. ¡Que nos ayude Aquel al que van por todos los siglos ho­ nor y poder, gloria y señorío! Y toda la Iglesia diga: «¡Amén!». (V domingo de cuaresma: I, 187-188) 7. El amor, alma y motor de la vida contemplativa y activa Alégrate, Zabulón, cuando salgas; y tú, Isacar, cuando per­ maneces en tus tiendas. Llamarán a los pueblos a la montaña, allí sacrificarán víctimas legítimas, y absorberán como leche las inundaciones del mar (Dt. 33,18-19)... 151

En estos dos patriarcas se representan moralmente los dos amores, el amor hacia Dios y el amor hacia el prójimo. Zabu­ lón, cuyo nombre se interpreta «sustancia de habitación», es el amor de Dios. La habitación es la mente del hombre, cuya substancia, o sea, cuya riqueza es el amor de Dios; y es la ri­ queza más grande. Se lee en los Proverbios (3,13-14): Biena­ venturado el hombre que halla la sabiduría y que abunda de prudencia, o sea, que abunda del amor hacia Dios; su posesión es preferible a la plata, y sus frutos (o ganancias) son preferi­ bles al oro fino. Con estas palabras se pone en evidencia la dulzura de la contemplación, que nace del amor hacia el Creador y es más preciosa que todos los bienes. Todo lo que se puede desear no puede compararse con ella. Puede haber otra interpretación. El amor hacia Dios es lla­ mado substancia de la habitación, porque hace que la mente, poseída por el amor, no caiga en ruinas. ¡Ay de la habitación que carece de esta substancia, o sea, de este amor! En el salmo (68,3) se lee: Me hundo en el fango y no hallo sostén. El fango es el amor de la carne o del mundo. Quien se sumerge en él, no tiene más el amor de Dios, en el cual pueda apoyarse; y por eso es chupado hacia lo profundo. Isacar, que se interpreta «mi recompensa», simboliza el amor del prójimo. Tal amor somete los hombros para llevar las cargas ajenas, como afirma el apóstol Pablo a los gálatas (6,2): Lleven las cargas los unos de los otros, y así cumplirán la ley de Cristo, que es el amor. El amor al prójimo es como un asno robusto: a lo largo del camino de la vida lleva las cargas ajenas, para recibir la recompensa en la patria celestial. Se lee en el salmo (126,2-3): El Señor dará a sus amigos el sueño; he aquí, los hijos son un don del Señor y es su merced el fruto del vientre. Dulce es el sueño después del duro trabajo. Es el reposo que Dios concederá a sus dilectos, o sea, a los que están liga­ dos con el doble vínculo del amor. He aquí la herencia conce­ dida por el Señor: en aquel sueño está la posesión de la patria eterna, que es la recompensa que el hijo, adoptado por la gra­ cia, recibe. El es el fruto del vientre, o sea, de la madre Iglesia. 152

Los dilectos también son una herencia del Señor, y son una recompensa, que el Hijo Jesucristo mereció con su pasión; y Jesús, como hijo, es el fruto del vientre de la Virgen. Y bendito es el fruto de tu vientre (Le. 1,42). * * * Zabulón, que representa el amor de Dios, se alegra en su salida, que simboliza la vida contemplativa. Quien quiere sa­ car provecho de ella, no sólo debe salir de las preocupaciones del mundo, sino también de las propias: debe salir fuera de sí mismo. En el Génesis está escrito (18,2-3): Abraham salió co­ rriendo de la puerta de su tienda al encuentro con el Señor y se postró en tierra, diciendo: «Señor mío, si he hallado gracia en tus ojos, te ruego que no pases sin detenerte con tu siervo». La tienda es la milicia de la vida activa. El que sale de ella y corre al encuentro del Señor, libre de las cosas temporales, se eleva en la contemplación. El alma, salida de sí misma a través del éstaxis mental, goza y contempla la luz de la suma sabiduría. Para asurir por más tiempo, ruega al Señor que no pase (sin detenerse). Pues bien, Zabulón se alegra en su salida, o sea, en la con­ templación; pero también Isacar, que representa el amor al prójimo, se alegra en su tienda, o sea, en la milicia de la vida activa, a la cual se entrega totalmente para socorrer las necesi­ dades del prójimo. De estas tiendas se canta en el libro de los Números (24,5-6): ¡Qué hermosas son tus tiendas, oh Jacob, y tus moradas, oh Israel! Son como valles boscosos, como huer­ tos irrigados por el río, como tabernáculos plantados por el Se­ ñor, como cedros junto a las acequias. En este pasaje tan importante se describe con bellas imáge­ nes, cómo debe ser quien quiere dedicarse a la vida activa. Ja­ cob, que significa «luchador», e Israel, que significa «el que ve a Dios», simbolizan al hombre activo. Este hombre ya está tra­ bado en lucha, ya contempla con su mente; ya está en el abra­ zo de Lía, la laboriosa, ya en el abrazo de Raquel, la contem­ plante. Las tiendas son la milicia de su santa vida. Ellas son y de153

ben ser hermosas por la honestidad de las costumbres; son como valles boscosos por la humildad de la mente, valles que ofrecen sombra y abrigo contra los estímulos de la carne; son como huertos irrigados por el río, por la abundancia de las lá­ grimas; son como tabernáculos plantados por el Señor, por la firmeza del alma y la perseverancia final; son como cedros, por la altura de la esperanza y el olor de la buena reputación, que hace huir a las serpientes; son cedros junto a las acequias, o sea, los dones de las gracias. El que tiene tales tiendas, puede muy bien alegrarse y deleitarse en ellas. * * * Llamarán a los pueblos a la montaña. Has de tener en cuenta que existe un hombre interior y otro exterior; cada uno de ellos tiene su pueblo. El hombre interior tiene un pueblo rico en pensamientos y sentimientos; el hombre exterior tiene un pueblo rico en miembros y sentidos. El amor de Dios convoca al pueblo, que está en el hombre interior, hacia el monte, hacia la alta y santa contemplación, para que participe de aquel banquete, del que habla Isaías (25,6): El Señor de los ejércitos preparará en este monte para todos los pueblos un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos refinados. Cuando la mente se eleva en la contemplación, entonces un pueblo de pensamientos y sentimientos se junta allá en el monte. Los pensamientos ya no divagan en banalidades y los sentimientos no se dejan atrapar por la ilícita concupiscencia. Entonces el Señor les prepara un banquete, o sea, el gozo de suculentos manjares celestiales y la luz de su sabiduría, con la que la conciencia se enriquece: En medio de cantos de júbilo y alabanza de una multitud en fiesta (S. 41,5). Como el animal, después de haber comido bien, es todo alegre y jocoso, así el alma, después de haber gustado aquel alimento, exulta y se alboroza. Banquete de vinos refinados es la efusión de lágrimas de gozo: es un doble gozo del sentimiento y de la inteligencia, o sea, de amor y de conocimiento. 154

Igualmente, el amor del prójimo convoca, hacia el monte de la dilección fraterna, al pueblo del hombre exterior, para que con sus miembros y sus sentidos se ponga al servicio del prójimo y le brinde lo que necesita. He aquí como nos invita Ageo (1,8): Suban al monte, traigan madera y reedifiquen mi casa. En ella me complaceré y manifestaré mi gloria. Sube a este monte el que ama al prójimo; lleva madera, cuando lo asiste; le edifica una casa, cuando lo abastece de lo que necesita. * * * Allí sacrificarán víctimas de justicia, (o legítimas). El amor de Dios sacrifica la víctima «en el corazón contrito y en el es­ píritu humillado (Dn. 3,39); el amor del prójimo sacrifica la víctima en el empeño y en el trabajo del cuerpo. Estos sacrificios se llaman «de justicia», porque se hacen en vista de la sola caridad y no han de ser sacrificios para la vana­ gloria, de la que habla Oseas (5,2): Arrojaron las víctimas a lo profundo. Así obran los que derraman lágrimas o cumplen obras de socorro fraternal con fines de vanagloria. Chupan como leche las inundaciones del mar. El que quie­ re chupar, debe comprimir los labios: nadie podría chupar con la boca abierta... Quien quiere chupar como dulce leche las inundaciones del mar, que representan las tentaciones de la carne, del mundo y del diablo, debe aspirar con los labios apretados las cosas vanas de este mundo. Entonces, el doble amor, privado de su objeto propio, que es Dios y el prójimo, absorbe como leche las tentaciones. En el cántico de Moisés se lee: Chuparon miel de la peña y aceite de la roca durísima (Dt. 32,13). En la peña se representa la dureza de las tentacio­ nes de la carne y del mundo; en la durísima roca, las tentacio­ nes del diablo, «duro como la piedra». ¡Dichosos los que de ambas piedras supieron chupar la dul­ zura y la luz de una gozosa conciencia! La roca me vertía arroyuelos de aceite, exclama Job (29,6). Esto sucede cuando alguien sufre rudas tentaciones, pero du­ rante la tentación es visitado por la gracia, colmado de luz y 155

regado por arroyos de lágrimas. ¡Que el Señor, que es el ben­ dito por los siglos, se digne regamos con estas lágrimas! ¡Amén! (Fiesta de los santos Pedro y Pablo: 111,286-289)

8. ¡Bienaventurado el que vive en el amor de Dios y del prójimo! El administrador llamó uno a uno a los deudores de su amo y preguntó al primero: «Tú, ¿cuánto debes a mi amo?» Le contestó: «Cien barriles de aceite». Y le dijo: «Toma tu cuenta, siéntate y escribe en seguida cincuenta». Después preguntó a otro: «Tú, ¿cuánto debes?» Le contestó: «Cien medidas de tri­ go». Le dijo: «Toma tu cuenta y escribe ochenta». El amo ala­ bó a aquel administrador deshonesto, por haber obrado sagaz­ mente. Los hijos de este mundo, efectivamente, en el trato con sus semejantes, son más sagaces que los hijos de la luz (Le. 16,5-6). Acerca de este pasaje la Glosa acota: «El barril -cado en griego, ánfora en latín- contiene tres urnas (=unos 13 litros cada una), y la medida de trigo se llena con treinta almudes. Al vuelo de pájaro la parábola podría entenderse así: el que alivia la indigencia del pobre de una mitad o de una cuarta parte, es justo que reciba la recompensa por su obra misericor­ diosa». Moralmente, procuremos analizar qué significan los dos deudores, los cien barriles de aceite, las cien medidas de trigo, el cincuenta y el ochenta. Los dos deudores representan a todos los fieles, que deben observar los dos preceptos de la caridad, según la cual han de amar a Dios y al prójimo. Los cien barriles de aceite represen­ tan el amor hacia Dios; las cien medidas de trigo, el amor ha­ cia el prójimo. ¿Por qué el aceite significa el amor hacia Dios? Por esto: el aceite flota sobre todo líquido. ¿Y cuál es la razón de su leve­ 156

dad? Aristóteles lo explica así: «Dado que su gordura no está compuesta de agua y de tierra, sino de aire, por esto flota so­ bre el agua. El aire, contenido en el aceite, lo sostiene como si fuera un odre». De manera semejante el amor hacia Dios debe flotar sobre cualquier otro amor. Por esto Salomón afirma: El fruto de la sabiduría es más precioso que todas las riquezas, y todo lo que es apetecible en el mundo no puede compararse a la sabiduría (Pr. 3,14). El fruto de la sabiduría es el amor hacia Dios. Cuando un alma gusta su dulzura, puede saborear cuán suave es el señor (S. 33,9). ¿Puede haber algo más precioso? ¿O algo más deseable? Ni las riquezas ni la gloria terrena pueden com­ parársele. Y como en el aceite no hay nada de agua ni de tierra, sino sólo aire, así en el amor a Dios no hay que mezclar nada de camal ni de terreno, sino sólo aire, o sea, pureza de mente y vida celestial. ¡Dichosa el alma que tiene en sí misma el amor de Dios! Entonces ella flota sobre toda agua, porque el aire, presente en esa alma amante, la transporta hacia lo alto. * * * En el Génesis (1,2) está escrito: El Espíritu de Dios aletea­ ba sobre las aguas. Este pasaje, de tanta autoridad, puede ser explicado de cuatro modos. El primero es éste: como la mente del artista aletea sobre la obra que proyecta llevar a cabo, y como la avecilla está sobre los huevos, de los que nacerán los pollitos, así el Espíritu del Señor aleteaba sobre las aguas, de las que proyectaba formar todas las cosas, cada una según su especie (Gn. 1,11). El segundo es éste: el Espíritu del Señor representa a la in­ teligencia dirigida a las cosas espirituales; por eso, como el Es­ píritu del Señor aleteaba sobre las aguas, así la inteligencia es­ piritual debe dirigir la inteligencia dirigida a las cosas corpora­ les. El apóstol san Juan (6,63) proclama: Es el espíritu el que da vida; la carne para nada aprovecha. San Pablo en la segun­ da carta a los corintios (3,6) insiste: La letra mata; en cambio, el espíritu da vida. Y Ezequiel (1,20): El espíritu de los seres 157

vivientes estaba en las ruedas. En las ruedas (o pasajes) del Antiguo y Nuevo Testamento está el espíritu de vida, o sea, la inteligencia espiritual que da vida al alma. Por eso en los Pro­ verbios (13,14): La enseñanza del sabio es manantial de vida, para evitar los lazos de la muerte. El tercer modo es éste: el Espíritu del Señor, que aletea so­ bre las aguas, representa al prelado espiritual, que está sobre los pueblos. Escribe san Gregorio: «Cuanto la vida del pastor dista de la vida de las ovejas, otro tanto debe distar la vida del prelado de la vida del súbdito». Ezequiel dice: Sobre las cabe­ zas de los seres vivientes aparecía una especie de firmamento, semejante a un cristal esplendiente, extendido sobre sus cabe­ zas. El firmamento es el prelado, que debe tener el sol de la vida pura, la luna de la doctrina que ilumina la noche de este destierro terrenal, y las estrellas de la buena reputación. Su conducta de vida debe ser como un cristal por la firmeza de su mente, la gracia de su mansedumbre y la severidad de sus co­ rrecciones. El prelado ha de ser a la vez firme y suave, severo y terrible, según las circunstancias. Sólo así estará sobre las aguas y sobre las cabezas de esos seres vivientes, o sea, sobre sus súbditos, para protegerlos y defenderlos. El cuarto modo es éste: el Espíritu del Señor es el alma, que ya acogió el espíritu del amor divino y aletea sobre las aguas, o sea, sobre las cosas temporales. En el Génesis se lee: El arca flotaba sobre las aguas. Y las aguas crecieron sobre la tierra y cubrieron todos los montes más altos que hay bajo el suelo (Gn. 7,18-19). Precisamente, las aguas de las riquezas y de las concupiscencias tanto crecieron que cubrieron toda la tierra. Por eso se queja Isaías: Su tierra está llena de oro y de plata, y sus tesoros no tienen fin: he ahí la avaricia. Su tierra está llena de caballos y sus carros son innumerables: he ahí la soberbia. Y su tierra está llena de ídolos: he ahí la lujuria (Is. 2,7-8). De estas aguas malditas está cubierta toda la tierra y, lo que es peor y más peligroso, están cubiertos los montes más altos, o sea, los prelados de la Iglesia. Pero el arca de Noé, o sea, el alma del hombre que vive espiritualmente y que consi158

dera todas estas cosas temporales como estiércol, flota sobre las aguas. Con razón se dice que el aceite del amor divino flota sobre cualquier otro líquido; y los cien barriles de aceite significan la absoluta perfección de este amor. Y el administrador, o sea, el prelado de la Iglesia, debe preguntar a todo fiel que sea deudor de Dios: «¿Cuánto debes a mi amo, o sea, cuántos motivos tie­ nes para amar a Dios?» El otro responderá: «Le debo cien ba­ rriles de aceite, o sea, el amor más perfecto. Debo, amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas mis fuerzas; pero, como soy pecador, no puedo llegar a aquella perfección de amor». Entonces el administrador de la Iglesia, tomando precau­ ciones para sí mismo y para el otro, debe decir: Toma tu reci­ bo, siéntate en seguida y escribe cincuenta... * * * Observa aquí los tres aspectos, en los que consiste la verda­ dera penitencia. El prelado, o el sacerdote, debe decir al peca­ dor: «Ya que todavía no puedes subir a aquella suprema per­ fección del amor, mientras tanto, toma tu recibo, o sea, prepá­ rate a hacer penitencia; y siéntate, en tu arrepentimiento inte­ rior; en seguida, porque el tiempo es breve; escribe, confesan­ do tus pecados; cincuenta, en la obra de la reparación. El nú­ mero cincuenta era sagrado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. En el primero, recordaba la ley dada por Dios a Moisés cincuenta días desde la inmolación del cordero, después que los hebreos salieron de Egipto; en el segundo, re­ cordaba los cincuenta días después de Pascua, cuando el Espí­ ritu Santo descendió sobre los apóstoles (I, 369). *

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El administrador preguntó a otro: «Y tú, ¿cuánto debes?» Respondió: «Cien medidas de trigo». El trigo es el amor al prójimo, del que dice Salomón (Pr. 11,26): El que acapara el 159

trigo, será maldecido por el pueblo; y la bendición será invoca­ da sobre la cabeza del que lo vende. El que acapara el trigo, o sea, el que sustrae el amor al pró­ jimo, será maldecido en aquella general asamblea, en la que todo el pueblo estará delante del tribunal del juez. En cambio, descenderá la bendición sobre la cabeza de los que lo venden: «Venid, benditos de mi Padre (Mt. 25,34). Si vendes al prójimo el trigo del amor, recibirás, como re­ compensa, una retribución eterna: El que hace la caridad al prójimo, hace un préstamo al Señor, el cual le volverá a pagar el bien que ha hecho (Pr. 19,17). En las cien medidas de trigo se entiende la perfección del amor que tenemos internamente. Pues bien, el administrador, el sacerdote o el prelado pre­ guntan al pecador: «¿Cuánto debes, o sea cuánto debes amar en Dios a tu prójimo?». El otro responde: «Cien medidas de trigo, o sea, debo amar, en Dios y por Dios, al amigo y al ene­ migo y dar por ellos la vida, si fuere menester. Pero estoy he­ cho de carne y soy débil; y por esto no puedo llegar a tan gran­ de amor del prójimo». Entonces el administrador le debe decir: «Ya que todavía no eres capaz de morir por tu hermano, toma tu recibo y escri­ be ochenta. Lo cual significa: prepara el itinerario de tu mente para llegar a amar al prójimo; y escribe ochenta, o sea, enséña­ le a que no se desvíe del camino y aliméntalo, para que no desmaye; enseña a su alma la doctrina de los cuatro evangelis­ tas, y alimenta su cuerpo, que está hecho de cuatro elementos, con el subsidio de un beneficio temporal; y así escribirás «ochenta». Este número «ochenta» debes tenerlo siempre de­ lante de los ojos, para que, cuantas veces veas al prójimo, otras tantas veces escribas «ochenta» (obras de misericordia); y lo leas mientras lo escribes; y leyéndolo lo repitas. A ti que las lees, estas mismas letras «ochenta», (o sea, las obras buenas), te señalarán el camino, siguiendo el cual llegarás a recibir el premio celestial. (IX domingo después de Pentecostés: II, 20-24)

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9. Escucha con solicitud y habla con gravedad Hermanos queridísimos, ¡que cada uno sea solícito para oír, lento para hablar y lento para airarse; porque la ira del hombre no obra lo que es justo delante de Dios! (St. 1,19-20). Naturalmente, todo hombre debe ser veloz para escuchar, porque, según la etimología latina, el oído se llama así, porque ávidamente capta y traga el sonido. Observa, además, que «en la parte posterior de la cabeza no hay carne ni cerebro: sólo está el instrumento del oído. Y esto es oportuno y justo, porque la parte posterior de la cabeza está vacía y llena de aire; y justamente, el instrumento del oído se sirve del aire» (Aristóteles). He ahí porqué el hombre oye velozmente, a menos que no sobrevenga un estorbo. En la cabeza, o sea, en la mente, en la cual no hay came, o sea, no hay apego a la propia voluntad, sino aire de devota fidelidad, pasa velozmente la voz de la obediencia, por la cual, al oírme, en seguida me obedecían (S. 17,45); y Samuel en el primer li­ bro de los Reyes (3,19): Habla, Señor, que tu siervo te escucha. Para que la obediencia penetre más velozmente, ha de ser como el aire: puro, dócil a las cosas celestiales, sin tener nada de las cosas terrenales. Sea, pues, todo hombre solícito para oír. ¡Y sea lento para hablar! La misma naturaleza, que ence­ rró la lengua con una doble puerta, nos enseña a que no diva­ gue libremente. Delante de la lengua, la naturaleza ha puesto dos puertas, los dientes y los labios, para significar que la pala­ bra no debe salir sin gran cautela. Estas dos puertas las había cerrado con perspicacia David, quien en el Salmo (140,3) oraba así: Señor, coloca una custo­ dia a mi boca y una puerta de circunstancia a mis labios. Y se expresa bien al decir «puerta de circunstancia», para que se cuide no sólo de la palabra ilícita, sino también de la circuns­ tancia de una palabra ilícita. Por ejemplo, hay algunos que se avergüenzan de hablar mal en público de una persona, pero bajo el manto de la alabanza (o sea, de la adulación) hablan mal de ella y, lo que es peor, hacen esto también en la confe­ sión. 161

Observa, además, que no basta cerrar la puerta de los dien­ tes, sino también la de los labios. Cierra estas dos puertas el que se abstiene tanto de la detracción como de la adula­ ción. Pero la lengua ningún hombre la puede domar: es un mal rebelde y está llena de veneno mortal; es un fuego que puede incendiar el bosque de las virtudes y puede inflamar la rueda de nuestra existencia (St. 3,5-8). La lengua puede romper la primera y la segunda puerta y luego salir a la plaza como una prostituta cacareadora y casquivana, incapaz de estar quieta y alborotadora (Pr. 7,10-12). San Bernardo arremete con fuerza: «¿Quién puede contar cuántas suciedades puede acumular el pequeño miembro de la lengua y cuántas inmundicias se junten dentro de los labios impuros y cuántos sean los perjuicios de una boca no cerrada? Nadie subestime el tiempo gastado en palabras ociosas... Vue­ la lejos la palabra que no se puede revocar, vuela lejos el tiem­ po al que no se puede llevar remedio; y el necio no advierte lo que está disipando. La gente se disculpa: «¿No es lícito charlar un rato y pasar una hora juntos?». Pero Dios te dio esa hora como una gracia, para que tú puedas obtener el perdón, para que busques la gracia, para que hagas penitencia y para que así merezcas la gloria celestial». Insiste san Bernardo: «No tengas reparo en decir que la lengua del maldiciente es más cruel que la espada con que fue traspasado el costado de Cristo. Esa lengua traspasa el cuerpo de Cristo, pero no el cuerpo inanimado, sino que lo hace ina­ nimado traspasándolo (en el prójimo). Las espinas que punza­ ron la cabeza de Cristo y los clavos que le perforaron las manos y los pies no hicieron más daño que los que hace la lengua del maldiciente: ésta traspasa el corazón mismo de Cristo». El filósofo Séneca dice: «No pronuncies cosas deshonestas, porque poco a poco, a fuerza de repetirlas, llegas a perder el pudor». Y el pensador Publilio Siro: «Muchas veces me arre­ pentí de haber hablado, jamás de haber callado». Y de nuevo Séneca: «Usa más a menudo los oídos que la lengua». ¡Que todo hombre sea, pues, lento para hablar; y así podrá 162

imitar a los santos, porque, como dice Santiago (3,2): Es per­ fecto quien no ofende en el hablar. (IV domingo después de Pascua: I, 325-327)

10. Dios ayuda al humilde y al sencillo Observen cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan, pero les digo que ni Salomón, con toda su gloria, se ves­ tía como uno de ellos (Mt. 6,28-29). En los lirios se destacan tres propiedades: la medicina, el candor y el aroma. El poder medicinal está en la raíz, el can­ dor y el aroma en la flor. Los lirios simbolizan a los peniten­ tes, que tienen el espíritu de pobreza y que crucifican los vi­ cios y las concupiscencias de su cuerpo; que tienen la humil­ dad en el corazón y reprimen la hinchazón de la soberbia; que poseen en el cuerpo el candor de la castidad y despiden el aro­ ma de la buena reputación. Los penitentes son llamados lirios del campo, no del de­ sierto ni del huerto. En su campo se ponderan una sólida san­ tidad y una perfecta caridad. Este campo es el mundo (Mt. 13,38); poder vivir en él, para una flor, es muy difícil, pero también digno de elogio. En el desierto florecen los ermitaños, que se tienen aparta­ dos de la convivencia humana; en el huerto cerrado florecen los religiosos de clausura, a los que provee la custodia huma­ na. Para los penitentes es mayor gloria florecer en el campo del mundo, en el que fácilmente se marchita la doble gracia de la flor; el candor de la vida y el aroma de la buena reputación. He ahí porqué Cristo se gloría de ser flor del campo, y nos dice en el Cantar (2,1): «Yo soy la flor del campo». De manera se­ mejante puede gloriarse la bienaventurada Virgen María, su Madre, que, aun viviendo en el mundo, no echó a perder su flor, y consideró fuente de mayor mérito florecer en el mundo, en lugar de florecer como reclusa o monja en el huerto o en el 163

desierto. Por cierto, .observa san Agustín, es más peligroso ten­ tar los caminos del mundo; pero el poderlo hacer produce fru­ tos mejores. * * * En el campo suelen desarrollarse combates; y en el mundo la batalla es continua, impulsada por las tentaciones de la car­ ne, del mundo y del demonio. Es menester tener una santidad bien sólida y bien firme, para que pueda resistir a todos los pe­ ligros. El que quiere trabarse en lucha en el campo del mundo, ante todo, considere a través de su experiencia si es capaz de resistir en una lucha tan despiadada. Es mejor florecer en el huerto o en el desierto que pudrirse en el campo: es mucho mejor estar en pie allá que sucumbir aquí. En el asunto de los lirios del campo, se muestra la perfec­ ción de la caridad, porque ellos se ofrecen a quienquiera los quiera recoger. Da a todo el que pide, dice el Señor (Le. 6,30). Si no tienes recursos, dale al menos la buena voluntad; y si le das las dos cosas, la perfección es mayor. * * * Considerar cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Observa los tres verbos: crecen, no trabajan, ni hilan. Los justos crecen de virtud en virtud, justamente porque no trabajan ni hilan: no trabajan en los hornos de ladrillos de Egipto, o sea, en los placeres de la carne; ni hilan, o sea, no se embanderan en preocupaciones por las cosas temporales. ¿Quieres crecer? Entonces, no trabajes en ti mismo (para tu egoísmo), ni hiles cosas mundanas; y así serás pobre. Dice José en el Génesis (41,52): Dios me hizo crecer en la tierra de mi pobreza. El justo crece en la tierra de la pobreza, o sea, en la humil­ dad del corazón. Cuando decrece en sí mismo, entonces Dios crece en él. Con razón decía Juan el Bautista: El, o sea, Cristo, debe crecer y yo disminuir (Jn. 3,30). Cuando te disminuyes a 164

ti mismo, entonces Dios crece en ti. Isaías dice: El pequeño llegará a ser un millar, y el niño un pueblo formidable (Is. 60,22). Esto sucede cuando el humilde se eleva en la perfec­ ción de su mente y de su obra, como se dice en el Salmo (63,8): El hombre se humillará, y Dios será exaltado... Cuando tú te humillas, entonces Dios se exalta en ti, por­ que te levantará sobre todo lo que es vanidad y aflicción de es­ píritu (Ecle. 1,14). Escuchen ustedes, oh mundanos y amantes del tiempo fu­ gaz; escuchen ustedes, que se hallan fatigados y oprimidos (Mt. 11,28) tuercen y retuercen los hilos de sus preocupaciones te­ rrenales; consideren cómo crecen los lirios del campo. Les digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vestía como uno de ellos. El sapientísimo Salomón simboliza a los sabios de este mundo, los cuales en toda su gloria frívola y efímera, en todo su saber hinchado y en toda su engañosa elocuencia, no están vestidos como uno de los pobres de Cristo. Estos están vestidos del candor de la pureza, mientras aquellos están cubiertos por la herrumbre de la concupiscencia camal; la desnuda pobreza cubre a estos pobres, la abundancia no cubre a los demás. Es­ tán cubiertos por su iniquidad e impiedad (S. 72,6) y no están cubiertos por la virtud. Aquí en la tierra están vestidos, pero en otras partes serán desnudados. De ellos añade el Señor: Si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está y mañana será arrojada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe? (Mt. 6,30). Esa hierba se dice «heno», por el hecho de que nutre la lla­ ma (en griego, phos), y simboliza a los que viven carnalmente. Hoy, o sea, en esta vida, Dios los viste, o permite que se vis­ tan, de cosas temporales; pero mañana, o sea, en el futuro, los arrojará al homo del fuego ardiente. Allí serán ellos mismos quienes nutrirán la llama que los quema. Por eso el señor dice por medio de Isaías (50,11): He aquí: todos ustedes que encien­ den el fuego y están rodeados de brasas, caminen a la luz de su fuego y de las brasas que encendieron. De mi mano les ven­ drá esto: ustedes yacerán entre torturas. Allá, en el infierno, te quemarás en el fuego, que tú mismo encendiste aquí en la tie­ rra. ¿Quieres evitarlo? No enciendas este fuego mundano; y, si 165

ya lo encendiste, apágalo en seguida. Entiendo el incendio del pecado. Pondera bien estos dos adverbios: hoy y mañana. Hoy él es pecador, y mañana no lo será; hoy se viste y mañana es arroja­ do al homo. En el primer libro de los Macabeos (2,62-63): No tengan miedo de las palabras del impío, porque su gloria aca­ bará en el estiércol y entre gusanos; hoy es exaltado y mañana ya no se hallará, porque retorna a su polvo y sus cálculos se desvanecen. Hoy el pecador es vestido y mañana será arrojado al homo. Por esto dice Isaías: Todo manto, revolcado en sangre, será quemado y será pasto del fuego (Is. 9,5). El alma, que se echa a cuestas el vestido de las riquezas manchadas con la sangre de los placeres camales, será un día pasto del fuego eterno. Si, pues, Dios permite a los pecadores carnales, hijos del fuego eterno, las cosas superfluas, pero para su daño, ¿cuánto más no concederá a ustedes, sus fieles, las cosas que les son ne­ cesarias? Por esto, no se preocupen diciendo: «¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos vestiremos (Mt. 6,31). Jesús vuelve a inculcar más plenamente lo que ya había dicho al co­ mienzo del sermón, para que vivamos sin preocupación. Sobre este punto comenta la Glosa: «Con estas palabras parecen cen­ surados los que desprecian el alimento y el vestido comunes y procuran presumir de más refinados y de corte más primoroso en relación con las personas con las que viven. De todas estas cosas se preocupan los paganos (Mt. 6,32), que no se cuidan de lo que suceda después de su muerte. Pero el pagano no tie­ ne nuestra fe: por eso se fatiga y se preocupa de las cosas de esta vida. Pero el cristiano, que tenga para los bienes terrena­ les el mismo afán del pagano, se vuelve también él un infiel. Su Padre sabe de qué ustedes necesitan y no cierra sus en­ trañas a los hijos buenos. Al oír la palabra «Padre», no dudes más: El sabrá darles lo necesario, con tal que su infidelidad no le haga volver las espaldas. Con esta pauta concuerda el pasaje de la epístola: Lleven las cargas los unos de los otros y así cumplirán la ley de Cristo (Ga. 6,2). No podrías llevar la carga ajena, si antes no depones 166

la tuya. Aligérate de tus cargas, y así podrás llevar las cargas ajenas. Cuando seas como un ave del cielo o un lirio del cam­ po, entonces podrás llevar como tus cargas las tribulaciones y las enfermedades del prójimo; y así cumplirás la ley, o sea, la caridad, de cristo, quien llevó nuestros pecados en su cuerpo crucificado (I Pe. 2,24). Te suplicamos, pues, Señor Jesucristo, que a través de las alas de las virtudes nos eleves de las cosas terrenales, nos vistas con el candor de la pureza, nos ayudes a llevar las cargas de las debilidades de los hermanos y así podamos llegar a ti, que llevaste nuestras cargas. Lo alcanzaremos con tu ayuda, oh tú, Señor, que eres bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! (XV domingo después de Pentecostés: II 238-241).

11. Busquen las cosas de arriba De Tobías se lee en la Escritura: Tobías era de la tribu y de la ciudad de Neftalí, que está en la alta Galilea sobre Naasón, detrás del camino que lleva a occidente, y tiene a la izquierda la ciudad de Sefet (Tb. 1,1). Tobías se interpreta «el bueno del Señor»; Neftalí, «ampli­ tud»; Galilea, «rueda»; Naasón, «augurio»; Sefet, «letra» o «belleza». Tobías es todo hombre justo, que cree que todo el bien que posee le pertenece al Señor, no a él. Y dice con el Salmista (118,65): Oh Señor, concediste bienes a tu siervo; y con Isaías (26,12): Oh Señor, tú das éxito a todas nuestras empresas; y de nuevo con el Salmista (99,3): El nos hizo y nosotros somos suyos. Este buen hombre, Tobías, se dice que era de la tribu y ciu­ dad de Neftalí. Es, pues, hijo y ciudadano de la «amplitud», o sea, de la caridad. Tus mandamientos, Señor, son sobremane­ ra amplios (S. 118,96). He aquí el testamento que Cristo estableció para sus hijos: Este es mi mandamiento, que se amen unos a otros, como yo 167

los he amado (Jn. 15,12). El justo, precisamente como un hijo, posee este testamento, que le pertenece por derecho de heren­ cia, y habita siempre en él, como en una ciudad. El proclama: Habitaré en la herencia del Señor, y mi herencia es magnífica (Ecli. 24,11; S. 15,6). Y ¿dónde está esta ciudad? En la alta Galilea, sobre Naasón. Observa a la avecilla que vuela hacia lo alto: Ustedes son de abajo -dice el Señor-, yo soy de arriba (Jn. 8,23). Es como si dijera: «Ustedes dan vueltas alrededor de la tierra como una rueda, o sea, se precipitan de vicio en vicio. En cambio, la ciu­ dad del justo, la del buen Tobías, no está situada en las partes bajas de Galilea, sino en las altas. Ella supera la rueda del mundo, busca las cosas de arriba y abandona las cosas inferio­ res y volubles». La ciudad del justo está sobre Naasón, justamente porque ella es un augurio de cosas superiores, o sea, contempla las co­ sas celestiales. He aquí entonces como este relato bíblico concuerda con el Evangelio. Naasón significa «augurio» y etimológicamente «augurio» significa «lo que las aves llevan con su vuelo». Y «ave», formado por el «a» privativo y «vía», significa «sin vía»; o sea, que no tiene camino seguro. Y es un símbolo del hombre contemplativo, el cual, mien­ tras vuela a las esferas superiores, no tiene un camino rectilí­ neo. En efecto, la contemplación no está en poder del contem­ plante, sino que está a disposición del Creador, que infunde la dulzura de la contemplación en quien quiere, cuando quiere y como quiere. Por eso Jeremías afirma (10,23): Sé bien, Señor, que el hombre no es dueño de su camino, ni está en poder del hombre caminar ni ordenar sus pasos. Observa que algunas aves tienen las patas largas y, cuando vuelan, lo hacen con las patas extendidas hacia atrás. Y hay también aves con patas y zancos cortos y, cuando vuelan, los aprietan contra el vientre, para que no las estorben en el vue­ lo; las patas cortas no impiden el vuelo. Dos son las clases de contemplativos: los hay que se ocu­ pan de los demás y se les entregan totalmente. Los hay que no se ocupan ni de los demás ni de sí mismos, y hasta se sustraen 168

a las cosas que les son necesarias. Los primeros tienen los pies largos; los segundos, cortos. Los primeros, mientras oran, vue­ lan hacia arriba en la contemplación; y los pies, o sea, sus afectos con que proveen a las necesidades del prójimo, los ex­ tienden hacia atrás, para no ser estorbados en su vuelo. Oh hermano, cuando sirves al hermano, extiende tus pies hacia adelante y gástate todo por él. En cambio, cuando te di­ riges a Dios, extiende tus pies hacia atrás, para que tu vuelo sea libre. Cuando oras, olvídate de los beneficios y servicios que llevaste a cabo o proyectas hacer. Durante la oración, sue­ len presentarse esas imágenes, perturbando mucho la mente del contemplativo. Por su parte, los que tienen los pies cortos, o sea, que no se extienden ni hacia los demás ni hacia sí mismo, aprietan los pies contra el vientre, o sea, acogen en su mente sólo senti­ mientos breves y cortos; y se recogen en sí mismos, convenci­ dos que la mente, concentrada en un solo pensamiento, más fácilmente puede levantarse en vuelo y fijar el ojo de la mente en el áureo y solar esplendor de la luz eterna... * * * Sigamos leyendo en la Biblia: Detrás del camino que lleva a occidente y tiene a la izquierda a la ciudad de Sefet (Tb. M ).

Así obra el justo. El deja a sus espaldas el camino espacio­ so que lleva al occidente, o sea, a la muerte. Dice el profeta David: Que su camino sea tenebroso y resbaladizo y el ángel del Señor los persiga (S. 34,6). Mientras viven, el camino de los pecadores es tenebroso por la ceguera de su mente, y resba­ loso por prácticas inicuas. Y en la muerte el ángel malo, o sea, el demonio, los perseguirá y los acosará hasta precipitarlos en el abismo del fuego ardiente. El justo tiene a la izquierda la ciudad de Sefet, que significa «letra» o «belleza». El considera errónea y siniestra la ciencia falsa y condena la filosofía basada en cosas mundanas y en una belleza pasajera... * * * 169

En el mismo libro de Tobías se lee que Ana subió a la ha­ bitación superior de su casa, y allí por tres días y tres noches no comió ni bebió, sino que, perseverando en la oración, supli­ có al señor con lágrimas (Tb. 3,10-11). Esta Ana, que se interpreta «gracia», como ave plumada, sube a las cosas superiores. De la misma manera el justo ora en el superior cenáculo de su mente. Igualmente Cristo ora en el monte y Daniel en el cenáculo. También Eliseo y Elias tie­ nen cenáculos; y Cristo celebra la Pascua en un cenáculo. Acerca de los tres días y tres noches (durante los cuales Ana ni comió ni bebió), ellos significan que el justo dirige sus plegarias a la santa Trinidad tanto en los momentos prósperos como en los adversos. Observa el orden de las palabras. Ante todo, Ana subió a la habitación superior; no comió ni bebió; perseveró en la oración; derramó lágrimas. El que quiere volar, debe proceder con este orden. Ante todo, debe desprender y elevar el ánimo de las cosas terrena­ les; después, mortificar el cuerpo; perseverar en la oración; de­ rramar lágrimas. Comenta la Glosa: «La oración aplaca a Dios; pero las lágrimas lo obligan. Aquella unge, ésta punza». (XV domingo después de Pentecostés: !!, 231-234).

12. Las virtudes del justo La abeja es pequeña entre los seres alados, pero su produc­ to tiene la primacía entre los dulces sabores (Ecli. 11,3). La abeja, en latín «apis», está formada por la letra «a», pri­ vativa, que significa «sin», y por la sílaba «pie». Etimológica­ mente, según san Isidoro de Sevilla, «se llaman abejas, o por­ que nacen sin pies, o porque se ligan mutuamente con los pies». En las ciencias naturales se dice que la abeja pequeña tra­ baja mucho más. tiene cuatro alas sutiles, y su color es negro casi quemado. Las abejas con muchos adornos son las perezo­ sas, que viven solitarias por su cuenta, y no hacen nada bueno. 170

En cambio, las abejas hacendosas toman las flores de los sau­ ces con las que untan la superficie de la colmena, y lo hacen para tener alejados los animales dañosos; y si los ingresos a la colmena son amplios, los restringen. Durante el invierno nece­ sitan un lugar cálido, y durante el verano un lugar fresco. Y sienten cuando llegan el invierno y las lluvias, y lo hacen en­ tender no saliendo de las colmenas, sino que vuelan dentro de las colmenas. Los apicultores deducen de ese hecho que está por llegar la lluvia. Tres cosas son sobremanera perjudiciales a las abejas: el viento, el humo y los insectos. Cuando sopla un viento fuerte, en seguida los apicultores tapan los orificios de las colmenas para que no penetre el viento. Y como el humo da fastidio a las abejas, los que quieren sacar la miel, las fumigan antes. También hay insectos que les son muy dañinos. Las abejas ro­ bustas los matan y los sacan de las colmenas; en cambio, las abejas débiles los padecen y sufren daños. Analicemos las dis­ tintas características. *

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La abeja es el justo. Sus pies son los sentimientos de la ca­ ridad, que no le comunicó la naturaleza, sino la gracia, porque todos por naturaleza somos hijos de la ira divina (Ef. 2,3). Con esos pies los justos se ligan recíprocamente; por eso el apóstol Pablo exhorta: Rivalicen en la estima mutua (Rm. 12,10). Y en el Apocalipsis (10,1) se lee: Los pies del ángel eran como columnas de fuego. De manera similar, los sentimientos del justo o del cristiano deben ser columnas, para sostener la fragi­ lidad de los demás y a la vez fuego, para encender en ellos el amor de Dios. La abeja pequeña, o sea, el justo humilde, es la que trabaja más. David en el libro primero de los Reyes (17,36) dice: Yo, tu siervo, maté un león y un oso. El que se proclama siervo, se muestra humilde. En el león está representada la soberbia, y en el oso la lujuria. Cuánta fatiga cuesta matar en la propia persona estos dos vicios, lo sabe sólo el que lo experimentó. Y presta atención. En la Biblia se pone antes el león, porque no 171

se podrá vencer la lujuria de la carne, si antes no se doma la soberbia del corazón. * * * Las cuatro alas de la abeja pequeña representan las cuatro alas del justo: el no pensar demasiado en sí mismo, el despre­ cio del mundo, el celo por el prójimo, el anhelo del reino ce­ lestial. También las cuatro alas podrían simbolizar las cuatro virtudes principales, mediante las cuales el justo se desprende de la tierra y se eleva, mirando intensamente hacia el cielo. Su color es negro casi quemado. En las Lamentaciones (4,8) se lee: Su semblante se hizo más oscuro que el carbón, y ya no se los reconoce en las plazas. El carbón apagado es el pobrecillo de Cristo. Su rostro se vuelve oscuro por el hambre y la sed, por la fatiga y el sudor; y es por esto que en las pla­ zas, o sea, en los lugares donde triunfa el mundo, no se lo re­ conoce. Las abejas, llenas de adornos, simbolizan a los religiosos que corren en pos de las vanidades y también a los hipócritas, que se jactan de su honestidad toda exterior y de la observan­ cia de sus tradiciones. Viven de una manera individualista, procuran singularizarse, y así no llevan a cabo nada bueno, porque sólo anhelan agradar a los ojos de la gente. * * * Además, están las abejas hacendosas, que chupan las flores de los sauces, con las que untan la colmena. El sauce represen­ ta la amarga abstinencia, las vigilias y las lágrimas, con las que el penitente mortifica su cuerpo y de alguna manera lo unta, para protegerlo de las alimañas dañinas, que son la lujuria y las ocasiones de pecado. En cambio, los hombres carnales se untan con miel, o sea, con las dulzuras mundanas, y por eso son asediados y casi tapados por muchas moscas de malos pensamientos y de las tentaciones. Esas moscas huyen de los justos que se untan con la amarga abstinencia. Nuestra carne no tuvo alivio alguno, afirma el apóstol Pablo (2 Co. 7,5). 172

Y si los ingresos de la colmena, o sea, los sentidos del cuer­ po, fueren amplios a causa de la lascivia o de la curiosidad, los restringirán, o sea, los frenarán. Cerrada la puerta de los senti­ dos, entra en la celda de tu conciencia y allí ora a tu Padre ce­ lestial en secreto (Mt. 6,6). Y en el invierno, o sea, en el tiempo de las adversidades, les conviene un lugar cálido, o sea, un ánimo virtuoso, para no ser abatido por ellas; y en el verano, o sea, en el tiempo de la prosperidad, les conviene un lugar fresco, o sea, un ánimo só­ lido, para que el viento de la prosperidad no los infle o disuel­ va. El calor, en efecto, disuelva; y el frío, en cambio, restringe y solidifica. Los justos conocen el invierno y el tiempo de las lluvias, o sea, prevén la tentación. Por esto Job habla del caballo, que representa al justo: El caballo de lejos huele la batalla, los gri­ tos de los jefes y el estrépito del ejército (Jb. 39,25). Los jefes son las tentaciones engañosas, que, bajo apariencia de virtud, parece que exhorten a seguir la razón. El ejército es el estímu­ lo de la carne, que aúlla reciamente como un lobo. Pero el jus­ to, a través del olfato del discernimiento y de lejos, husmea uno y otro y así logra resguardarse de los dos. Cuando el justo se da cuenta que la tentación está por lle­ gar, no sale afuera a través de los sentidos del cuerpo, sino que se recoge en sí mismo, y allí se eleva en vuelo con la contem­ plación, como se lee en el libro de la Sabiduría (8,16); Entraré en mi casa, o sea, en mi conciencia, y reposaré con la sabidu­ ría. Sabiduría deriva de sabor, que justamente se percibe en la contemplación. * * * A los justos hay tres cosas que sobre todo los perjudican. La primera es el viento de la soberbia; cuando sopla, los jus­ tos, que son los custodios de sí mismos, deben cerrar los orifi­ cios de las colmenas, o sea, los sentidos de sus cuerpos, para no sufrir daño. Es el viento del que habla Job (1,19); «Un vien­ to impetuoso irrumpió del lado del desierto y azotó las cuatro 173

esquinas de la casa, que se desplomó sobre sus hijos, matándo­ los. Job, que significa «el doliente», es el penitente; los hijos son sus obras; la casa, la conciencia; las cuatro esquinas, las cuatro virtudes; el desierto, la malicia del diablo. Cuando la soberbia irrumpe con vehemencia, sacude la conciencia; y la conciencia, sacudida, cae de su posición y, cayendo, aplasta las obras de la penitencia. Antes de la caída el corazón del hombre se exalta; y la soberbia tiene en sí misma su ruina (Pr. 18,12). * * * Igualmente el justo es perjudicado por el humo de la avari­ cia, que ciega los ojos de los sabios. Cuando los demonios quieren arrancar el dulce reposo de la mente, ponen ante los ojos el humo de la codicia. En el libro de los Jueces (9,48-49) se lee: El rey Abimelec y toda su gente cortaron en el monte Salmón ramas de árboles, las pusieron junto a la fortaleza donde estaban encerrados varones y mujeres, les prendieron fuego; y a causa del humo y del fuego murieron mil hombres. El árbol es el mundo, y sus ramas son las riquezas y los placeres. Abimelec es el diablo, que es el rey de todos los hijos de la soberbia (Jb. 41,25). Acompañado de toda la multitud de demonios, corta del árbol del mundo riquezas y placeres, bajo las cuales coloca el fuego de la avaricia -¡ay de mí!- con el humo de la codicia mata miles y miles de varones y mujeres. Los insectos, que perjudican a las abejas, son los atractivos de la carne o también los pensamientos impuros, que ocasio­ nan daños a los hombres virtuosos; pero, si éstos son fuertes y firmes, lograrán arrojarlas de sí y matarlos; en cambio, si son débiles y afeminados, también sus obras serán débiles, porque están enervadas por malos pensamientos y por los atractivos de la carne. * * * La abeja es pequeña entre los seres alados. Estos seres ala­ 174

dos son los santos, de los que dice Mateo (6,26): Miren las aves del cielo, ya que los santos con la contemplación se diri­ gen al cielo; no siembran la vanidad ni cosechan la tempestad, porque de esa semilla procede este fruto; y por esto no amon­ tonan la condenación en los graneros infernales. Entre estos volátiles está la abeja pequeña, o sea, el humil­ de penitente, que se juzga indigno de pertenecer a la categoría de los volátiles grandes, entre los cuales su vuelo es muy corto. Pese a todo, su producto tiene la primacía entre los dulces sa­ bores. Le sucede lo que está escrito en el salmo (1,3): Será como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da fru­ to a su tiempo y sus hojas no caen. Este árbol es el penitente, plantado junto a las corrientes de agua de las lágrimas o de abundantes gracias. Su raíz es la hu­ mildad; su tronco, que procede de la raíz, es la obediencia; sus ramas son las obras de caridad, que se extienden al amigo y al enemigo; sus hojas son las palabras de vida eterna; su fruto es la gloria del cielo, que tiene un comienzo, una fase intermedia y un fin sin fin, (o sea, que no acaba nunca). El comienzo de esta gloria celestial es la suavidad de la contemplación que el penitente puede saborear de muchas maneras; la fase interme­ dia es la paz del alma después de la muerte del cuerpo; y el fin sin fin es la doble glorificación del alma y del cuerpo en la bie­ naventuranza eterna. ¡Que el Señor, que es el bendito por los siglos, nos la conceda! ¡Amén! (Fiesta de la Purificación de María: III, 112-117)

13. Señor, mi corazón no halla paz hasta que descanse en ti Jesús se apareció a los once discípulos, mientras estaban sentados a la mesa (Me. 16,14). Observa que Jesús, después de su resurrección, se apareció diez veces a sus discípulos. En el día de la resurrección se apa­ reció cinco veces. La sexta vez se apareció a Tomás que estaba 175

con los demás discípulos, en la octava de su resurrección. La séptima fue junto al lago de Tiberíades; la octava, en el monte que El mismo había fijado; la novena y la décima, en el día de hoy, fiesta de la ascensión. Justamente en este día Jesús llegó a sus discípulos en Jerusalén y les dijo: Permanezcan en la ciu­ dad, hasta que sean revestidos de poder desde lo alto (Le. 24,49). Y comió con ellos. De este detalle se entiende que el mediodía ya había pasado; y ésta fue la novena aparición. Después los llevó afuera al monte de los Olivos, hacia Betania. Levantó los brazos y los bendijo. Y precisamente delante de sus ojos subió al cielo, sostenido por una nube luminosa. Esta fue la décima aparición. Mientras los once discípulos estaban sentados a la mesa, Jesús se les apareció. Observa que el Señor se aparece a los discípulos «sentados»; o sea, el Señor se aparece a los que re­ posan en la paz y en la humildad del corazón. Isaías (66,2) lo proclama: ¿Hacia quién dirigiré la mirada? Hacia el pobre y el humilde de espíritu, y hacia quien tiembla a mi palabra. En el agua turbia y movida no se refleja el rostro del que mira. Si quieres que se aparezca en ti el rostro de Cristo que te mira, recuéstate y reposa. ¿Qué significa la exhortación: Per­ manezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos de poder desde lo alto? Significa esto: estar tranquilos dentro de la pro­ pia conciencia, lejos del estrépito exterior. En el segundo libro de los Reyes (7,1-2) se lee: El rey David habitaba en una casa de cedro, y el Señor le dio paz de todos los enemigos que le rodeaban. El cedro es un árbol alto, de agradable olor y de larga duración. Su olor hace huir a las ser­ pientes y tiene la propiedad de dar frutos siempre, en invierno y en verano. La casa de cedro es la conciencia del justo: alta por el amor a Dios, de agradable olor por la conducta honesta, de larga du­ ración por la perseverancia. Con el olor de su pureza o de su devota oración hace huir a las serpientes, o sea, los movimien­ tos camales o a los demonios; y tanto en el invierno de las ad­ versidades como en el verano de la prosperidad siempre pro­ duce el fruto de la salvación eterna. Quien habita en esta casa, es de todas partes seguro de to­ 176

dos sus enemigos, o sea, del diablo, del mundo y de la carae. Y está en paz, porque está revestido del poder que viene de lo alto, no de lo bajo, o sea, del mundo, porque el que se reviste del vestido del mundo fácilmente precipita en la guerra. El que se reviste de lo alto, del poder del Espíritu Santo, aniquila a los enemigos y obra virtuosamente... * * * Como el mundo consta de cuatro elementos, también el hombre, consta de cuatro humores, mezclados de tal modo que forman un todo único. Los antiguos consideraban al hom­ bre como un mundo en pequeño, un microcosmos. El hombre infeliz, desde el principio hasta el fin de su vida, está siempre en agitación y no reposa hasta que llegue a su lu­ gar, o sea, a Dios. Por eso san Agustín dice: «Señor, nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti». El lugar del hombre es Dios, y por eso no puede haber paz para el hombre sino en Dios. Por eso a El debe retornar. La vida del hombre está dividida en partes: la parte orien­ tal, o sea, su nacimiento, la occidental, o sea, su muerte; el mediodía, o sea, la prosperidad; el septentrión o el viento aquilón, o sea, las adversidades. A este mundo debemos ir, se­ gún el mandato de Jesús: Vayan por todo el mundo (Me. 16,15). De esa manera podrán considerar cuáles fueron en su nacimiento, cuáles serán en su muerte, cuáles son cuando les sonríe la prosperidad o les sobreviene la adversidad. Así se da­ rán cuenta si la prosperidad los engríe o la adversidad los aba­ te. De esta cuádruple reflexión proviene una cuádruple utili­ dad: el mirar desde lo alto la propia existencia, el relativizar el valor de las cosas, mesura y firmeza para no enorgullecerse y paciencia para no perderse de ánimo. Es, pues, buena cosa ir por el mundo entero y predicar el evangelio a toda criatura. Dice el apóstol Pablo en la segunda carta a los corintios: Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Las cosas viejas pasaron; y he ahí que nacieron cosas nuevas (2 Co. 5,17). Y en el Salmo (101,19): Un pueblo nuevo 177

dará alabanza al Señor. Y en Isaías (65,18-19): Se gozarán j se alegrarán para siempre por lo que voy a crear. Traeré a Jerusalén alegría y a su pueblo gozo. ¿Qué es crear? Es hacer algo de la nada. Nada es el hom­ bre, cuando se halla en el pecado mortal, porque Dios, que de veras es, no se halla en él por la gracia. Por eso, dice san Agus­ tín, «nada llegan a ser los hombres, cuando pecan». Pero cuando con la gracia de Dios el pecador se convierte a la peni­ tencia, he aquí que en él se crea una nueva criatura, o sea, una conciencia nueva y pura. Esta es la Jerusalén, «la pacífica», que exulta en la misericordia, que Dios le concede. Y se crea también un pueblo de muchos buenos sentimientos y pensa­ mientos, que contienen el gozo y la alabanza de Dios, deriva­ dos de la misma dulzura divina, que ellos saborean de antema­ no. Entonces las cosas viejas, o sea, las acciones y la conducta arraigadas en los cinco sentidos, pasan y se alejan; y se renue­ van en cristo, para que el hombre ya no viva para sí mismo, sino para Aquel que murió y resucitó por él (2 Co. 5,15). Esta es la gracia que renueva a toda criatura, que renueva tanto al hombre interior como al exterior. Es ésta la criatura a la que debemos predicar el Evangelio, o sea, anunciar los bie­ nes nuevos. El vocablo griego «Evangelio» significa «buen anuncio». Anuncia los nuevos bienes a toda criatura aquel que viene virtuosamente tanto en su interior como en su exterior. Predica el Evangelio del reino a toda criatura aquel que en lo íntimo de su corazón devotamente considera cuán grande será aquella felicidad de mirar, junto con los bienaventurados espí­ ritus, el rostro del Creador y sin fin alabarlo con ellos; vivir siempre con El, que es la vida, y gozar continuamente de una dicha inefable. (Ascensión del Señor: III, 237-238; 240-241) 14. Oración y contemplación 1. Escribiendo a Timoteo (I. 2,1), el apóstol Pablo le mues178

tra el orden del pedir y suplicar: Recomiendo que se hagan sú­ plicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias. Entre los ejercicios espirituales, la súplica es una apasiona­ da instancia a Dios, ya que sin la ayuda de la gracia divina nuestro esfuerzo mental es sólo un acrecentarse de sufrimien­ tos. La oración es una afectuosa adhesión del hombre a Dios, es una conversación íntima y piadosa y un descanso del alma ilu­ minada para gozar de Dios hasta que le está concedido. La petición es la solicitud de obtener las cosas temporales, necesarias para esta vida; sin embargo, Dios, aun aprobando la buena voluntad del que pide, hace lo que juzga mejor y da de buena gana al que bien implora. Desear la tranquilidad y la paz, la salud física, el aire sano y las demás cosas relacionadas con las exigencias y necesidades de esta vida, lo hacen también los impíos y los mundanos; pero quien los pide con fe, lo hace sólo impulsado por la necesidad y con plena sumisión de su voluntad a la de Dios. Pues bien, en la oración, podemos ex­ poner nuestros deseos con fe y devoción, pero sin apegamos tenazmente a las peticiones, porque no sabemos nosotros sino que lo sabe nuestro Padre celestial lo que, de entre estos bienes temporales, nos sea necesario. Finalmente, la acción de gracias consiste en comprender y penetrar la gracia de Dios y su beneplácito, guardando incan­ sable la intención dirigida a Dios. Esta es la caridad que jamás falla, la oración ininterrumpida de que habla el apóstol (I Ts. 5,17): Oren sin interrupción y agradeciendo siempre. (I. 337-338). * * * Tripe es la oración: mental, vocal y manual. De la primera dice el Eclesiástico (35,21): La oración del humilde penetra el cielo. De la segunda dice el Salmo (87,3): Llegue a tu presencia mi oración. De la tercera dice el apóstol Pablo (1 Ts. 5,17): Oren sin 179

interrupción. Efectivamente no deja de orar el que no deja de hacer el bien. Con razón insiste el Salmo (26,7): Escucha, Señor, mi voz, con que clamo a ti, la voz del corazón, de la boca y de la obra. (1,363). * * * Seis cosas son necesarias para la oración: el aroma de la devoción interior, el gozo en la tribulación, las lágrimas de la compunción, la mortificación de la carne, la pureza de la vida y la limosna. Estas características están ponderadas en el Génesis (43,11), donde Jacob dice a sus hijos: Vayan y lleven a José unos dones: bálsamo y miel, incienso y mirra, resina y almen­ dras. El bálsamo es el aroma de la devoción interior, como se lee en el Eclesiástico (24,21): Mi aroma es como bálsamo puro, símbolo de una devoción pura, no falsificada por doblez de co­ razón. La miel es el gozo en la tribulación. Leemos en el Deutero­ nomio (32,13): Chuparon la miel de la roca. La roca es la du­ reza de las adversidades y de la tribulación. Chupa la miel de la roca el que recibe con mente suave las durezas de las adver­ sidades... El incienso es la oración, como bien dice el Salmo (140,2): Mi oración, Señor, suba a tu presencia como incienso. Es de la pureza de la vida que se eleva el incienso de una oración pura. Dice el Eclesiástico (24,21): Despedí el aroma como el libano sin incisión. El libano, que es un árbol, representa a aquellos cuya vida está totalmente entregada a la oración. Su mente no tiene que estar dividida en la oración, teniendo una cosa en la boca y otra en el corazón, porque la mente dividida no impe­ tra. Deben esforzarse por ser íntegros, para que su lengua esté en armonía con el corazón; y así habrá una dulce melodía en los oídos del Señor... La mirra es la mortificación de la came. De ella se dice que Judit (10,3) lavó su cuerpo y se perfumó con mirra de gran 180

precio. El penitente debe lavarse en la confesión y perfumarse con la mortificación de la carne en reparación de los pecados cometidos... La resina es la lágrima del árbol y simboliza las lágrimas que manan de lo hondo del corazón. Dice el Señor a Ezequías: He escuchado tu oración y he visto tus lágrimas (Is. 38,5). Y en otro lugar: Te regaré con mis lágrimas, oh Hebsón y Eleale (Is. 16,9). Hebsón significa «cordón de tristeza» o «pensamiento de duelo», y Eleale significa «subida»; y representan a los pe­ nitentes, que deben ceñirse de tristeza y de duelo, para que puedan subir a la casa del Señor. Por su parte el Señor embria­ ga con las lágrimas de su pasión las almas de los penitentes; y lo hace El que se ofreció a sí mismo a Dios Padre con fuertes clamores y lágrimas. Las embriaga, para que, olvidando las co­ sas temporales, se lancen a las realidades futuras... El fruto del almendro, que florece durante el invierno, es la limosna de la que cada uno ha de florecer en el invierno de la vida presente. Dice el Eclesiástico (4,1): Hijo, no defraudes la limosna al pobre. Dicen bien: No defraudes, porque el fraude se comete contra la propiedad ajena; y el que para sí retiene algo más allá de lo necesario, debe convencerse que está hur­ tando lo ajeno... Estas seis dotes señalan una oración verdadera y pura, que sube hasta los oídos de Dios y alcanza todo lo que pide (II, 51-55). * * * Humilla tu espíritu delante de Dios, porque, como dice el Eclesiástico (35,21): La oración del humilde traspasa las nu­ bes; y mientras no llegue a su destino, no será consolado. Orí­ genes: «Vale más un santo orando que innumerables pecado­ res combatiendo. La oración del santo traspasa el cielo, ¿cómo no podrá vencer al enemigo aquí en la tierra?» San Agustín: «Gran poder tiene la oración pura que, como una persona, en­ tra en la presencia de Dios y lleva a cabo sus mandatos, allí donde la carne no puede llegar». San Gregorio: «En verdad, 181

orar no es hacer resonar palabras, sino amargos gemidos de compunción». Humilla, pues, tu espíritu, porque todo el que se humilla, será ensalzado. Dice el Eclesiástico (11,13): El Señor los saca de su miseria y les levanta la cabeza de la tribulación; y por eso muchos se admiran. Te pedimos, Señor Jesús, que grabes el sello de tu humil­ dad en nosotros y en el tiempo de la extrema necesidad nos exaltes a tu derecha. Lo lograremos con la ayuda de ti, que eres el Dios bendito por los siglos de los siglos. ¡Amén! (11,76). * * * El árbol del incienso es inmenso y ramoso, de corteza sutil, y despide un jugo aromático como de almendra. El incienso puede ser adulterado con mezclas de resina o de goma; pero se lo reconoce, gracias a sus propiedades, ya que, puesto sobre las brasas, arde, mientras que la resina humea y la goma se licúa. El árbol del incienso es la oración devota, inmensa por la contemplación, ramosa por la caridad fraterna, porque ora tanto por el amigo como por el enemigo; de corteza sutil, por la benevolencia que demuestra; despide un jugo aromático de lágrimas y exhala una fragancia en presencia de Dios. Estas lá­ grimas son alimento de los pecadores, como la leche de las al­ mendras es alimento de los enfermos. El orante se golpea el pecho, y la devoción sube a Dios (III, 74-75). * * * El hombre contemplativo muere al mundo y se aleja del al­ boroto humano: es como si se sepultara. Se lee en Job (5,26): Llegarás a la tumba cargado de años, como a su tiempo se re­ cogen las gavillas de trigo. En la abundancia de la gracia que se le comunicó, el justo entra en el sepulcro de la vida contem­ plativa, como a su tiempo un montón de trigo se lleva al gra­ nero. Después de haber apartado con el soplo la paja de las cosas temporales, su mente se recupera en el granero de la ce­ 182

lestial contemplación; y una vez restablecida, se sacia con aquella dulzura (1,9). *

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Acerca del gusto de la contemplación, el profeta David dice (S. 33,9): Saboreen y vean cuán suave es el Señor. Medi­ ten, pues, en la felicidad de la Jerusalén celestial, la glorifica­ ción de las almas santas, la gloria inefable de la dignidad de los ángeles, la dulzura perenne de la Trinidad y Unidad. Igualmente, mediten en la gran gloria que se disfrutará, al estar junto a los coros de los ángeles, alabando a Dios con ellos y con voz incansable, contemplar el rostro presente de Dios, admirar el maná de la divinidad en el cofre de oro de la humanidad. Si saborean bien estas cosas, de veras, de veras, verán cuán suave es el Señor. ¡Dichosa aquella alma que está embellecida y enriquecida con tales sentimientos!... Sin embargo, en la contemplación es necesario el discerni­ miento, para no saborear de la sabiduría celestial más de lo que es necesario (Rm. 12,3). Salomón dice en los Proverbios (25,16): Hijo, ¿has hallado la miel, o sea, la dulzura de la con­ templación? Come lo que te basten no sea que, harto, tengas que vomitarla. Vomita la miel el que, no contento con la gra­ cia que gratuitamente se le concedió, desea indagar con la ra­ zón humana la dulzura de la contemplación, no recordando que Raquel murió al dar a luz a Benjamín (Gn. 35,17-19). Benjamín simboliza la gracia de la contemplación, Raquel la razón humana. Mientras la mente, elevada en la contempla­ ción por encima de sí, vislumbra algún rayo de los fulgores de la divinidad, la razón humana desfallece. Ricardo de San Víctor afirmó que «nadie subió con la razón humana allí don­ de el apóstol Pablo fu,e arrebatado» (I, 94-95). * * * Job habla de la contemplación, cuando dice: «Señor, yo te 183

conocía sólo de oídas; pero ahora te han visto mis ojos» (Jb. 42,5). Sin embargo, no vas a ver a Dios, si no eres obediente. Obedece, pues, con afectuoso corazón, para que veas con el ojo de la contemplación. Dice el Eclesiástico (17,7): Dios puso el ojo sobre el corazón, y lo hace cuando infunde la luz de la contemplación en aquel que obedece de corazón. Dice Zaca­ rías (9,1): El Señor es el ojo del hombre y de todas las tribus de Israel... Mientras el primer hombre obedeció en el Edén, el Señor fue su ojo; pero cuando se volvió desobediente, no fue Dios sino el diablo su ojo cegatoso... Todas las tribus de Israel son los penitentes que, obede­ ciendo de corazón a sus prelados, llegan a ser el verdadero Is­ rael, o sea, llegan a ver a Dios (11,92-93). *

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El Eclesiástico (15,3) dice: El Señor lo alimentó con el pan de la vida y de la inteligencia. Es doble la dulzura de la con­ templación: en el afecto y en la ciencia. Esta sucede en la ele­ vación de la mente, aquélla en la alineación de la mente. La elevación de la mente se da cuando la vivida inteligen­ cia, irradiada por la divinidad, trasciende los límites de la ca­ pacidad humana, pero sin llegar a una alineación de la mente, porque ve la realidad trascendente pero sin salir del involucro de sí misma o de sus actividades ordinarias. La alineación de la mente se da cuando decae de la mente el recuerdo de las cosas presentes, y pasa, gracias a una transfi­ guración obrada por Dios, a un estado totalmente nuevo o inaccesible a las fuerzas humanas. El que se alimenta y fortifica con tal alimento, muy bien puede anunciar a Jesús o darle gracias, en conformidad con lo que dice el Salmo (21,27): Coman los pobres y sean saciados, y alaben al Señor (111,97).

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15. Busquen ante todo el reino de Dios y su justicia Jesús recomienda la perseverancia en la oración, cuando dice: Pidan y les será dado (Le. 11,9). Y el profeta Zacarías (10,1): Pidan al Señor la lluvia tardía, y el Señor enviará las nieves, y les dará lluvia abundante y a cada uno la hierba de los campos. En la nieve, blanca y fría, se representa la pureza de la cas­ tidad; en la lluvia abundante, el arrepentimiento y la devoción acompañados de lágrimas; en la hierba, la compasión por las necesidades de los hermanos, que siempre debe florecer en el campo de nuestro corazón. Estas tres cosas debemos pedir al Señor, y aunque no sea en el tiempo oportuno, hagámoslo por la tarde, o más tarde, porque ante todo debemos buscar el rei­ no de Dios y su justicia (Mt. 6,33; Le. 12,31). Los hombres mundanos piden intempestivamente las cosas terrenales y por último las eternas. En cambio, deberían co­ menzar con las cosas del cielo, ya que allí está nuestro tesoro y ahí debería estar nuestro corazón (Mt. 6,21). Así debería ser nuestra petición. Busquen y hallarán (Le. 11,9). Por eso la esposa en el cantar (3,2) dice: Me levantaré y giraré por la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al que ama mi corazón. La ciudad es la patria celestial, en la que hay calles y plazas, o sea, órdenes angélicos mayores y menores. El alma, elevándo­ se de las cosas terrenales, gira por esos órdenes angélicos; y mira el ardiente amor de los serafines hacia Dios y contempla la divi­ na sabiduría de los querubines; y así pasa de un orden a otro, entre los cuales busca a su esposo. Pero, ya que El está por enci­ ma de todos, no lo encuentra. Por lo tanto, a través de la con­ templación, debe ir más allá de los espíritus celestiales, que es­ tán siempre velando, hasta poder hallar a su esposo dilecto. Busquen, pues, y hallarán. Dice el profeta Sofonías (2,3): Busquen al señor todos ustedes, los pobres de la tierra, que lle­ van a cabo sus órdenes. Busquen la justicia, busquen la humil­ dad. Así hallarán un refugio en el dia de la ira del Señor. Y el profeta Amos (5„4-5): Busquen al Señor y vivirán. No busquen a Betel, ni vayan a Gilgal, ni pasen por Berbsebá. 185

Los hijos de Israel labraron becerros de oro y los pusieron en Betel, para que fuesen adorados. En el oro se representa el esplendor de la gloria temporal; en el becerro, la sensualidad de la carne. No entren en Gilgal, que se interpreta «el barro de la lujuria», en el que se revuelcan los puercos. Ni pasen por Bersebá, que quiere decir «séptimo pozo», y se interpreta «vo­ rágine de codicia» sin fondo, así como no se lee que el séptimo día tenga fin. Busquen, pues, al Señor, mientras puede ser ha­ llado, e invóquenlo, mientras está cerca (Is. 55,6). El Señor añade: Llamen y se les abrirá (Le. 11,9). Se lee en los Hechos de los Apóstoles (12,16): Pedro seguía llamando y, cuando le abrieron la puerta y lo vieron, quedaron atónitos. Pedro, liberado de la cárcel por medio de un ángel, representa al hombre que por medio de la gracia es sacado fuera de la cárcel del pecado. Este debe llamar con perseverancia a la puerta de la curia celestial; y entonces los ángeles le abrirán y ofrecerán en la presencia de Dios su devota oración. El estu­ por que los ángeles experimenten es el gozo que ellos sienten por un pecador que se arrepiente (Le. 15,10). (En las Rogativas: 111,225-227)

16. Fructificar para la vida eterna Busquen ante todo el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás les será dado por añadidura (Mt- 6,33). El reino de Dios es el bien sumo y por eso hay que buscar­ lo. Se lo busca con la fe, esperanza y caridad. La justicia del reino de Dios consiste en observar todo lo que Cristo nos ense­ ñó. Buscar este reino significa realizar plenamente con las obras la justicia del reino de Dios. Busquen, pues, ante todo el reino de Dios; o sea, prefiéran­ lo a todas las cosas; y todo ha de ser buscado en función de este reino; y todo lo que pedimos debe servir para este fin; y si no se pide eso, nada se pide. Observa que se dice: Y todo lo demás les será dado por 186

añadidura. La razón es que todas las cosas pertenecen a los hi­ jos, y por eso todo ello se les da por añadidura, aunque no lo busquen. Pero si estas cosas son sustraídas a los hijos, se hace para ponerlos a prueba; y si se les dan, se hace para que digan su acción de gracias. Para ellos todo coopera para el bien. Acerca de este reino concuerda el libro de Tobías (13,17): Las puertas de Jerusalén se construirán con zafiro y esmeral­ da, y todos sus muros con piedras preciosas. Y todas sus pla­ zas serán enlosadas con piedras puras y blancas; y por sus ca­ lles se cantará el «Aleluya». ¡Bendito sea el Señor que la exal­ tó, y su reino sobre ella sea por los siglos de los siglos! ¡Amén! Observa que hay tres Jerusalén: una alegórica, y es la Igle­ sia militante; una moral, y es el alma fiel; y una anagògica, y es la Iglesia triunfante, hablaremos de cada una de ellas. La Jerusalén alegórica. En el pasaje de Tobías se habla de cuatro piedras: zafiro, esmeralda, piedra preciosa, piedra dura y blanca. Estas cuatro piedras simbolizan los cuatro órdenes de la Iglesia militante: los apóstoles, los mártires, los confeso­ res y las vírgenes. El zafiro, que se asemeja a un cielo sereno, simboliza a los apóstoles que, despreciando las cosas terrenales, merecieron decir: Nuestra patria es el cielo (Fl. 3,20). La esmeralda, «que es de un verde tan intenso que supera el verde de todas las hierbas y matiza de verde tanto el aire cir­ cunstante como los semblantes de los que la miran» (San Isi­ doro), simboliza a los mártires que, con su sangre copiosamen­ te derramada, regaron en el huerto de la Iglesia las almas plan­ tadas por la labor de los apóstoles, para que perseveraran en el lozano verde de la fe. Pues bien, con el zafiro de los apóstoles y con la esmeralda de los mártires se edificaron las puertas déla Iglesia militante, para que por medio de ellos fuese visible y fácil el ingreso en el reino de Dios. La piedra preciosa simboliza a los confesores, que contra los herejes se erigieron a sí mismo como muro, para defender la casa de Israel. La piedra pura y blanca simboliza a las vírgenes, fulguran­ tes por pureza interior y candor exterior, las cuales con la hu­ mildad y con el martirio se postraron delante del Señor. Gra187

cias a sus ejemplos, las plazas, que significan «amplitud» y re­ presentan a los fieles, se ensanchan. Y los fieles, dilatados y re­ cubiertos por la caridad, se inclinan para someterse al Señor. * * * La Jerusalén moral. En el zafiro se designan la indiferencia para las cosas visibles y la contemplación de las invisibles; en la esmeralda, el arrepentimiento y la confesión de los propios pecados, acompañados de lágrimas. Con estas dos piedras se edifican las puertas del alma, por las que entra la gracia del Espíritu Santo. Por aquellas dos puertas se entra y se sale para gustar la suavidad de Dios, para mirar a su alrededor y caute­ larse, y para despreciar las cosas de este mundo. En la piedra preciosa se representa la paciencia que es el muro del alma, que la fortalece y defiende de toda conmoción. La piedra pura y blanca representa la castidad y la humil­ dad, que deben alfombrar los pensamientos y los sentidos del corazón; y entonces por las calles, que son los sentidos del cuerpo, se cantará el «Aleluya», o sea, la alabanza de Dios. Resulta una dulce sinfonía, cuando la operación de los senti­ dos va de acuerdo con la pureza de los pensamientos. * * * La Jerusalén espiritual o anagògica. El zafiro es signo de la indescriptible contemplación de Dios Uno y Trino. En la es­ meralda, que impresiona los ojos, se representa la gozosa vi­ sión de toda la Iglesia triunfante; en la piedra preciosa, el eter­ no disfrute de la felicidad del cielo; en la piedra pura y blanca, la glorificación de la doble estola, del alma y del cuerpo. Cuando los santos tengan todo esto, entonces por las calles de Jerusalén cantarán el «Aleluya». Por las calles entendemos las moradas celestiales, de las que habla el Señor: En la casa de mi Padre hay muchas moradas (Jn. 14,2). En ellas los san­ tos cantan con voz incesante: Aleluya, alabanza y gloria. ¡Bendito sea Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que elevó la Iglesia militante a Iglesia triunfante! Esta Iglesia es su reino, 188

en el que reina por la eternidad. ¡Amén! De este reino habla el Evangelio: Busquen ante todo el reino de Dios. *

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Con este tercer aspecto concuerda el pasaje de la epístola de san Pablo a los gálatas (6,8): El que siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. Esta es la Jerusalén edifica­ da con piedras preciosas. Este es el reino de Dios, que anda­ mos buscando cuando sembramos en el Espíritu. Y sembrar en el Espíritu es buscar la justicia del reino de Dios, de que si­ gue hablando Pablo: No nos cansemos de hacer el bien; si no desistimos, a su tiempo cosecharemos (Ga. 6,9). Entonces con voz incesante por las calles de Jerusalén cantaremos el «Ale­ luya». Roguemos, pues, hermanos, al Señor Jesucristo, que nos conceda la gracia de buscar su reino y de construir en nosotros una Jerusalén moral. Con ello mereceremos llegar a la Jerusa­ lén celestial y por sus calles cantaremos el «Aleluya» con los ángeles y santos. ¡Que nos ayude aquel Señor, cuyo reino per­ manece por los siglos de los siglos y toda alma, como una Je­ rusalén moral, diga: ¡Amén! ¡Aleluya! (XV domingo después de Pentecostés: 11,241-244.

17. Con Cristo en la eternidad 1. Nuestra alma será oro puro, semejante a cristal puro (Ap. 21,18). ¿Hay algo más espléndido que el oro y más puro que el cristal? Y en la resurrección general, ¿puede haber algo más espléndido y puro que el alma del hombre glorificado? Entonces, cuando nuestro cuerpo mortal se revista de la in­ mortalidad y nuestro cuerpo corruptible se revista de la inco­ rruptibilidad (I Co. 15,53-54), el Señor curará nuestras llagas, con que fuimos castigados por la desobediencia del primer pa­ dre. 189

En aquella resurrección general, el paraíso del Señor, o sea, nuestro cuerpo glorificado, brillará por cuatro dotes; esplen­ dor, sutileza, agilidad e inmortalidad, simbolizados por los cuatro nos del paraíso terrestre; Fisón, Guijón, Tigris y Eufra­ tes (Gn. 2,10-24). El Pisón simboliza la luminosidad de la re­ surrección, en la que, después de tanta fealdad y oscuridad, se­ remos transformados a semejanza del sol, como lo señala Je­ sús: Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre (Mt. 13,43). El Guijón simboliza la sutileza. Como el pecho del hombre no se quebranta, ni sufre daños, ni se abre ni padece dolores cuando los pensamientos salen del corazón, así el cuerpo glorificado gozará de tal sutileza que nada le será impenetrable; y al mismo tiempo esa sutileza permanecerá in­ frangibie, cerrada, indisoluble y sólida, como acaeció al cuer­ po glorificado de Cristo, que entró en el cenáculo, donde esta­ ban los apóstoles, a puertas cerradas. El Tigris, que significa «flecha», simboliza la agilidad, muy bien representada por la agilidad de la flecha. En fin, el Eufra­ tes simboliza la inmortalidad, en la que nos embriagaremos con los bienes de la casa de Dios (S. 35,9). Trasplantados como el árbol de la vida en el medio del paraíso, daremos fru­ tos de eterna saciedad y jamás sentiremos hambre por toda la eternidad (1,223). *

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2. Su gozo celestial nadie podrá quitárselo (Jn. 16,22). Y Juan en el Apocalipsis (22,14): El ángel me mostró el rio de agua viva, espléndido como cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. El río simboliza la perpetuidad del gozo celestial; el agua viva la saciedad; el cristal brillante, la lumi­ nosidad; el trono de Dios y del Cordero, la humanidad glorifi­ cada del Dios-Hombre. Este es su gozo, que nadie les podrá arrebatar()n. 16,22). Del río de la perpetuidad, dice el Señor en Isaías (48,8): ¡Ojalá guardaras mis mandamientos! Tu paz y prosperidad serían como un río. El río tiene aguas perennes. Oh hombre, si 190

guardas los mandamientos del Señor, gozarás perpetuamente de paz y de seguridad. De la saciedad del agua viva se habla en el Salmo (35,10): En ti está la fuente de la vida, una fuente que jamás sufrirá merma, una fuente que apagará la sed de todos; y el que beba de ella, no tendrá sed eternamente (Jn. 4,13). De la luminosidad se habla en el Apocalipsis (21,23): La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que la iluminen, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Corde­ ro, o sea, el Hijo de Dios. De su trono, o sea, de su humani­ dad, en la cual se humilló la divinidad, proceden una luz sin fin, el agua viva de la eterna saciedad, y el cristalino esplendor de la gloria divina. Entonces Dios será todo en todos (I Co. 15,28), todos com­ partirán la única remuneración y darán gracias al verbo encar­ nado, porque por medio de El llegaron a ser inmortales, sacia­ dos, esplendentes y dichosos (1,291-292). *

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3. En ese gran banquete comeremos alimentos excepciona­ les, o sea, aquellos frutos que recogieron los hijos de Israel de la Tierra Prometida (Rm. 13,24): uva, higos y granadas. La uva, de la que se extrae el vino, simboliza la felicidad que gus­ tarán los santos en la contemplación del Verbo Encamado. Los hombres verán a Dios-hombre, mientras los ángeles no verán a Dios-ángel, y verán la humanidad de Cristo exaltada sobre los ángeles. Me gozaré, pues, en el Señor y exultaré en mi Jesús (Hab. 3,18),, de ese Jesús, que para salvarme, me tomó a mí mismo de mí, o sea, de mi carne, y la elevó por en­ cima de los coros de ángeles. El higo, el más dulce de los frutos, simboliza la dulzura que gozarán los santos en la contemplación de toda la Trinidad. Lo dice el profeta David (S. 30,20): ¡Qué grande es, Señor, tu dulzura, que guardas para los que te aman!... La tienes escon­ dida, para que la busquemos con mayor fervor y, buscándola la hallemos, hallándola la amemos con gran dulzura y amán­ dola la poseamos eternamente. No se puede expresar con pala­ 191

bras lo que nos tiene preparado. Con razón escribe el apóstol Pablo (1 Co. 2,9), que ningún ojo lo vio, porque está escondi­ do; ni ningún oído oyó, porque mora en el silencio y no pode­ mos oírlo; ni penetró en corazón de hombre, porque es incom­ prensible. La granada simboliza la unidad y la diversidad de premios de la Iglesia triunfante. Como en la granada el conjunto de los granos está protegido por una única cáscara y cada grano tiene a su vez un alveolo distintos: así en la vida eterna todos los santos gozan de una misma gloria y, sin embargo, cada uno re­ cibe mayor o menor merced, según su propio trabajo... Roguemos, hermanos queridísimos, al Señor Jesucristo, que nos introduzca a la cena de la penitencia y de ésta nos transfiera al banquete de la gloria celestial. Lo lograremos con la ayuda de Aquel, que es bendito y glorioso por los siglos de los siglos. ¡Amén! (I, 420-421 y 423). * * * 4. Recibirán en su seno una medida bien llena, apretada, sacudida y rebosante (Le. 6,38). Hay una triple medida; de fe, de penitencia y de gloria. La medida de la fe está bien llena en la recepción de los sa­ cramentos; apretada, o colmada, en el ejercicio de las obras buenas; sacudida, al soportar persecución o martirio por el nombre de Cristo; rebosante, en la perseverancia final. La medida de la penitencia está bien llena en la contrición, en la que se conoce la bondad de Dios; apretada en la confe­ sión, que hay que hacer de modo completo; sacudida en la re­ paración y rebosante en la remisión de toda la culpa y en la pureza de la mente... Acerca de la medida de la gloria, se pueden entender las cuatro dotes del cuerpo glorioso: la agilidad, la sutileza, la lu­ minosidad y la impasibilidad. Por cierto, los cuerpos serán más luminosos que el sol, más ágiles que el viento, más sutiles que las chispas, y no padecerán daño alguno. El Señor manifestó la luminosidad en el monte Tabor; la agilidad caminando sobre las olas del mar; la sutileza, al ale192

jarse de la gente pasando en medio de ellas; la impasibilidad, al ser asumido por los discípulos bajo las especies del pan, sin sufrir algún daño. Igualmente, utilizando otros textos de la Escritura (Sb. 3,7; Ecli. 44,14), se podría decir: Los justos resplandecerán: he aquí la luminosidad; y como chispas: he ahí la sutileza; salta­ rán en el cañaveral: he ahí la agilidad; sus nombres vivirán eternamente: he ahí la impasibilidad, ya que no pueden morir, ni sufrir merma. Se podría también explicar así: la medida bien llena, es el gozo sin dolor; apretada, plenitud sin huecos; sacudida, soli­ dez sin disolución, porque lo que se sacude llega a ser sólido; rebosante, o sea, amor sin simulación, porque en el cielo uno gozará del premio del otro, y así el amor rebosará. En su seno. Seno, o ensenada, o puerto, significa el reposo de la vida eterna, en la que los santos, liberados de las tempes­ tades de este mundo, serán recibidos como en la tranquilidad del puerto. O también: como un parvulillo, llorando, regresa al seno de su madre, que, acariciándolo, seca sus lágrimas, así los san­ tos, del llanto de este mundo, retomarán al seno de la gloria, en la que Dios enjuagará toda lágrima de cada rostro (Ap. 7,17). (1,466; 468-469). *

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5. Oh alma, si antes eres penitente, después verás lo que ningún ojo vio, como lo pondera Isaías (64,4): Ningún ojo vio, oh Dios, fuera de ti, lo que preparaste para los que confían en ti. Entonces de veras podrás ver, porque contemplarán a Aquel que lo ve todo. Verás la sabiduría de Salomón, como se lee en el libro ter­ cero de los Reyes (10,4-5) acerca de la reina de Saba; y tam­ bién verás el palacio real, que él edificó en Jerusalén, y los manjares de su mesa... Saba significa prisionera»; y tú también, oh alma, eres aho­ ra prisionera, pero entonces serás reina... Gozarás de abun­ dantes delicias y riquezas: o sea, la glorificación del alma y del 193

cuerpo. Tu corazón admirará la belleza de la Jerusalén celes­ tial, la felicidad de los ángeles, la corona inmarcesible de todos los santos. Así tu corazón se dilatará de indecible gozo y de inefable júbilo (11,35). *

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6. Juan en el Apocalipsis (21,18) dice que la ciudad de Je­ rusalén es de oro puro, semejante al cristal. En un frasco de cristal, cualquier líquido aparece por fuera lo que es por dentro. Ese oro y ese cristal simbolizan en la ex­ celsa patria a la familia de los santos, que resplandecerán con el fulgor de la felicidad y ya no existirá la opacidad de los cuerpos que esconda de los ojos ajenos la mente de cada uno. Para los que ven la claridad de Dios, nada sucederá en cual­ quier criatura de Dios que ellos no puedan ver (11,305). *

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7. En la resurrección, todo elegido resucitará a la gloria sin ningún vicio ni ninguna deformidad. Serán desterradas toda dolencia, toda lentitud, toda corrupción, toda necesidad y cualquier otra cosa que no sea digna de aquel reino del Sumo Rey. Allí los hijos de la resurrección y de la promesa serán iguales a los ángeles de Dios (Le. 20,36). Entonces habrá una verdadera inmortalidad. Poder no morir fue la condición primitiva del hombre; pero a causa de los pecados le tocó la pena de no dejar de mo­ rir; en cambio, en aquella felicidad se manifiesta la tercera condición: no poder morir. Entonces el albedrío será plena­ mente libre, mientras al primer hombre fue dado condicional (o en medida parcial): podía no pecar; pero inmensamente más gozosa será la situación celestial, la de no poder pecar. ¡Oh día venturoso, en el que todos los males serán extirpados (y todos los bienes otorgados! (111,58). *

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8. Dice Jesús: En la casa de mi Padre hay muchas mora­ das (Jn. 14,2). Toma una granada. Todos sus granos están cu­ biertos por una sola corteza y, sin embargo, cada grano tiene su alveolo particular. Así en aquella gloriosa eternidad habrá una única morada, una única recompensa, una única y la mis­ ma medida de vivir; pero cada uno tendrá su celda propia, ya que en la misma eternidad son distintas las dignidades: uno es el esplendor del sol, otro el de la luna y otro más el de las es­ trellas. Con todo, a pesar de estos distintos esplendores, la alegría será igual, porque gozaré de tu bien como del mío, y tú del mío como del tuyo. He aquí una comparación. Estamos juntos y yo tengo en mi mano una rosa. La rosa es mía; y, sin embar­ go, tú gozas de su belleza y de su fragancia, como lo gozo yo. De manera semejante, en la vida eterna, mi gloria será tu gozo y tu júbilo; y viceversa. En ese fulgor será tan grande la luminosidad de los cuer­ pos, que yo podré mirarme en tu rostro como en un espejo, y tú podrás mirarte en mi rostro, y de ello brotará un amor ine­ fable. Dice san Agustín: «¿Qué amor brotará, cuando cada uno verá su rostro en el rostro de los hermanos, como aquí abajo vemos el uno el rostro del otro?» En ese esplendor todo será luminoso, nada permanecerá oculto a los demás, nada será oscuro. En el Apocalipsis (21,18) leemos: La ciudad de Jerusalén será oro puro, semejante a cristal puro. Jerusalén es llamada oro puro por el esplendor de los cuerpos glorificados, que se­ rán semejantes a cristal puro. Como cualquier cosa que esté contenida en el cristal puro se manifiesta claramente por fuer­ za, así en esa visión de paz estarán recíprocamente patentes todos los secretos del corazón, y por ende arderán de un inex­ tinguible, inefable y recíproco amor. Actualmente -¡es de lamentarlo!- no nos amamos de veras recíprocamente, como debería ser, porque nos escondemos en las tinieblas y nos separamos recíprocamente en los secretos de nuestro corazón; y así el amor se enfría y la iniquidad abunda (Mt. 24,12). Si no fuera así, yo se lo habría dicho (Jn. 14,2): no se lo ha­ 195

bría escondido, sino que les habría manifestado claramente que allí no hay muchas moradas. Pero sepan que voy a prepa­ rarles un lugar. Como un padre prepara para el hijo un lugar y el ave pre­ para un nido para sus polluelos, así Cristo nos ha preparado un lugar: el reposo de la vida eterna; pero, antes, nos ha abier­ to el camino por el cual podemos acercamos. ¡Sea El bendito por los siglos! ¡Amén! (111,193-194).

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INDICE Magisterio espiritual de San Antonio ............................

3

PRIMERA PARTE: Vivencias Espirituales ................

13

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

En la soledad hallarás al Señor .............................. Dejemos la vanidad del m u n d o .............................. Un nuevo modo de p e n sar..................................... Nosotros lo hemos dejado todo .............................. El mundo te puede distraer y engañar .................. Del sepulcro, luz y fuerza....................................... No temas, yo soy tu a y u d a ..................................... Jalones de la conversación ..................................... ¡Qué felices los que ven y siguen al Señor!............. Vive en la humildad .............................................. Humildad, estrella que guía al puerto.................... Dios ama al que le pide perdón.............................. La confesión es la puerta del cielo.......................... La cuaresma, tiempo de gracia y de salvación . . . . Lleva con Cristo el yugo de la obediencia ............. Para compartir las bodas de Jesús........................... No amemos con palabras sino con o b ras............... Los pobres son los bienhechores de los ricos......... La reconciliación fraterna.......................................

13 18 20 23 27 30 31 32 34 38 42 44 46 50 53 55 59 62 66

PARTE SEGUNDA: Misterios y esplendores trinitarios

69

1. La gracia de Jesús................................................... 2. Cristo, el Verbo y el Hijo dilecto del P ad re........... 3. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios .

69 71 73 197

4. 5. 6. 7. 8.

9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19.

Dios nos ama ............................................................ En tu juventud acuérdate de tu Creador ............... El Espíritu Santo, don del Padre y fuente de luz .. . El Espíritu Consolador en la problemática de la v id a ....................................................................... La Virgen rocío y aurora......................................... A. La misión de Gabriel a la Virgen .................... B. El anuncio de laconcepción del Señor................. C. Venida del Espíritu Santo.................................... Sermón moral o la concepción espiritual del Ver­ bo ...................................................................... Nos ha nacido un niño; es el Hijo de D ios............. ¡Feliz el vientre que te llevó!.................................. Todo nos fue dado en Jesucristo ............................ Jesús: Camino, Verdad y V id a............................... Jesús, modelo de obediencia................................... Cristo se hizo obediente hasta la muerte ............... Nuestra salvación está en el nombre de Jesú s....... ¡Cristo nos liberó de nuestros pecados!................... La cruz, instrumento de salvación ........................ La transfiguración o escala para el cielo ...............

TERCERA PARTE: Los gozos de la oración y de la contemplación.............................................................. 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 198

Importancia de la vida contemplativa ................... De la contemplación a la acción ............................ La suavidad de la contemplación .......................... Muchos son los llamados......................................... Ama a Dios con todo el corazón y al prójimo como a ti m ism o................................................ Dios merece todo nuestro am or.............................. El amor, alma y motor de la vida contemplativa .. ¡Bienaventurado el que vive en el amor de Dios y del prójimo!....................................................... Escucha con solicitud y habla con gravedad......... Dios ayuda al humilde y al sencillo ...................... Busquemos las cosas de a rrib a ................................

75 78 82 84 87 93 96 98 99 103 109 115 118 121 123 126 128 133 136 140 140 142 143 146 148 150 151 156 161 163 167

12. Las virtudes deljusto .............................................. 170 13. Señor, mi corazón no hallará paz hasta que des­ canse en ti ......................................................... 175 14. Oración y contemplación....................................... 178 15. Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia__ 185 16. Fructificar para la vida eterna ............................... 186 17. Con Cristo en la eternidad ..................................... 189

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