Escritos espirituales del Beato Claudio de la Colombière

April 20, 2017 | Author: escatolico | Category: N/A
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JUAN MANUEL IGARTUA

ESCRITOS ESPIRITUALES DEL BEATO CLAUDIO DE LA COLOMBIÉRE, S .J

(Contraportada) El Beato Claudio de la Colombiére, autor de estos escritos, murió a los cuarenta y un años (1641-1682). Su vida de apostolado directo sola­ mente se desarrolló entre 1675 y 1678, es decir, durante cuatro años. Dos de ellos los pasó en la pequeña ciudad de Paray-le-Monial en Francia, y los otros dos en Londres, en la Corte inglesa como predicador de la Duquesa de York, que era católica y francesa, casada con el hermano del rey. Fue un notable predicador del gran siglo de Bourdaloue y Bossuet, y sus ser­ mones han tenido repetidas ediciones en Francia, como obras religiosas y literarias de altura. Pero su fama principal proviene de haber sido en Paray-le-Monial director espiritual de santa Margarita María de Alacoque, a quien se le manifestó en grandes apariciones el Sagrado Corazón de Jesús. La santa estimó siempre a su director como a un gran santo, que fue elegi­ do por el mismo Señor para ser su «fiel servidor y perfecto amigo», y a quien le fue pedido el sacrificio de su vida en una larga enfermedad, agra­ vada por su prisión en Londres, de donde fue desterrado habiendo confe­ sado su fe ante los hombres. Fue beatificado en 1929. Estos «Escritos espirituales» comprenden sus Retiros personales y apuntes espirituales, así como sus cartas, de dirección espiritual en su ma­ yoría. La seguridad y riqueza de su doctrina hacen de él un verdadero maestro del espíritu. Especial relieve adquiere, en la historia de la Iglesia, el texto de su Retiro de Londres. En él se publicó por vez primera la gran revelación del Sagrado Corazón en 1675, en Paray, en la que el Señor pe­ día a su Iglesia la instauración de la fiesta. Hoy es celebrada con solemni­ dad litúrgica en la Iglesia universal, como fiesta en que se conmemora el misterio del Amor de Dios en Jesús, verdadero centro del cristianismo. Los últimos pontífices la han señalado como una devoción que ha llenado de gracias divinas la Iglesia y las almas en estos últimos tiempos.

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JUAN MANUEL IGARTUA

ESCRITOS DEL BEATO CLAUDIO DE LA COLOMBIÉRE, S.J.

1979

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Prólogo

El 16 de junio de 1929, en un solemne acto celebrado en la Basílica Vaticana, Su Santidad Pío XI otorgó en nombre de la Iglesia la gloria de los Beatos al P. Claudio de la Colombiére, el apóstol del Corazón de Jesús. Celebramos este año el cincuentenario de tal glorificación primera (1929­ 79). Y esperamos que el Señor, cuyo «servidor fiel y amigo perfecto» fue declarado por El mismo, querrá concederle un día no lejano la suprema glorificación del título de Santo. Dejando aparte los elogios de la Iglesia, que tiene el carisma del Es­ píritu para conocer los dones de Dios en las almas de los hombres, vamos a fijarnos un instante en los elogios que le tributó aquella que estuvo unida con él por la singular misión del Sagrado Corazón de Jesús: santa Margari­ ta María de Alacoque, cuyo director espiritual fue La Colombiére, y testi­ go ante la Iglesia y los hombres de su extraordinaria misión celeste. En la introducción que hacemos después sobre su vida pueden leerse las palabras admirables que el mismo Señor dijo a santa Margarita María sobre el «hombre que le enviaba», para ayudarle en su difícil empeño. Ahora nos vamos a limitar a entresacar de alguna de las cartas de la santa la opinión que tuvo sobre su Director, a quien tan bien conocía, y los elo­ gios que hace de los escritos que este libro quiere presentar. A los dos años de la muerte del P. La Colombiére, en 1684, aparecía ya impreso el primero de los libros de sus escritos, el de sus Retiros espiri­ tuales, en vida todavía de la santa, que es aludida claramente en el mismo. Aprovechó ella la ocasión para atribuir la devoción del Sagrado Corazón de Jesús al Padre, en cuyo libro aparecía con mucha claridad como inspi­ rada a ella, y transmitida a él: «Hemos hallado esta devoción en el libro del Retiro del R. P. La Colombiére, a quien se venera como a Santo. No sé si tenéis conoci­ miento de él ni si poseéis el libro de que os hablo. Para mí serla de su­ mo placer podéroslo enviar». (Carta del 4 de julio de 1686 a la M. Luisa Enriqueta de Soudeilles, superiora de Moulins. Obras, carta LI). Dos meses más tarde, recibida su respuesta, le envía el libro, con es­ tas palabras: 4

«Os envío el libro del Retiro del R. P. de La Colombiere, y esas dos estampas del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo... Os confieso que no puedo creer que perezcan las personas consagradas a este Sagrado Corazón... No os podéis figurar los excelentes efectos que produce en las almas que tienen la dicha de conocerle, por medio de es­ te santo varón (el P. de La Colombiere), el cual se había consagrado en­ teramente a este Corazón, y no suspiraba más que por hacerle amar, honrar y glorificar. Tengo para mí que esto fu e lo que le elevó a tan alta perfección en tan breve tiempo». (Carta del 15 setiembre 1686, a la misma. Obras, carta LUI). Más adelante envía a la misma los restantes libros publicados del P. La Colombiere, que eran sus sermones y reflexiones. (Obras, cartas LXXIII y LXXV). Pero con mayor claridad abierta podía expresarse escri­ biendo a la M. de Saumaise, a Dijon. Esta había sido Superiora de la santa en Paray-le-Monial en el momento crítico de las grandes revelaciones, cuando llegó de superior a Paray el P. La Colombiere. Ella misma se habla entregado también a su dirección, y como podrá verse en la co­ rrespondencia que el Beato le dirige, tuvo una gran confianza espiritual con él, y el Beato la admiraba y recibía sus consejos como luces de Dios. Escribe pues la santa a la M. de Saumaise, un año antes de la muerte de la misma santa, y le dice así sobre el Padre: «Espero que este divino Corazón será un manantial inagotable de misericordia, como me parece lo prometió a nuestro buen P. de La Colombiere el día (de su fiesta, o sea) de su muerte (15 de febrero), que celebré yo en nuestra Capilla, desde las diez de la mañana hasta eso de las cuatro de la tarde». (Carta de febrero de 1689, a la M. de Saumaise, Obras, carta XCVII). Y como aquella a quien escribía habla tenido tanta confianza y tanta parte con el P. de La Colombiere en la obra del Sagrado Corazón, le aña­ día: «Debe serviros de mucho consuelo tener tan Intima unión con el buen P. de La Colombiere, porque hace él en el cielo por su intercesión lo que se va obrando aquí en la tierra para gloria de este Sagrado Cora­ zón» (ib.). Todavía podemos decir más de la veneración que la santa tenía hacia su Director. Pues en la carta que había escrito a la misma M. de Seumaise en marzo de 1686, con ocasión del traslado de los restos del Beato (falleci­ 5

do en 1682) a la nueva iglesia edificada por los Jesuitas de Paray, le envía en secreto una reliquia del Padre, diciéndole: «Me complazco de antemano en el contento que tendréis al recibir las reliquias de nuestro santo P. de La Colombiére, cuyo cuerpo han trasladado los reverendos Padres jesuitas a su nueva iglesia. Nos han regalado, muy en secreto, un huesecito de sus costillas y su cinturón. Yo deseo compartirlo con vos, pues sé que el aprecio que hagáis de ello estará en relación con la estima en que tenéis a este gran siervo de Dios». (Carta de marzo de 1686, a la M. de Saumaise. Obras, carta XLIV). Presentamos así al lector este libro que hemos titulado «Escritos espi­ rituales del Beato Claudio de La Colombiére», y que contiene el texto de los Retiros y Notas espirituales de 1674 a 1677, así como el texto de su co­ rrespondencia, en un total de 149 cartas. No se incluyen pues, aquí los sermones del Beato, ni las llamadas «Reflexiones cristianas», o apuntes para sermones. Además de ser demasiado voluminoso el conjunto de sus obras completas, no parece que tengan tanta actualidad los sermones, en un tiempo como el nuestro, aunque sin duda son materia sólidamente es­ piritual, obra literaria digna de gran estima, y desde luego, necesarios para quien quiera entrar profundamente en el conocimiento de la personalidad total del autor. Pero estos escritos presentados, por su carácter de intimidad y alta espiritualidad, podrán servir para recibir luces sobre los caminos de Dios, y conocer bastante el alma del Beato. La primera edición de sus obras se inició, como hemos dicho, ya en 1684, a los dos años de su muerte, lo que muestra la estima que dejó como recuerdo. A ese texto de los Retiros, que fue providencial para la devoción al Sagrado Corazón, dándola a conocer por primera vez, por las notas refe­ rentes a la Gran Revelación de santa Margarita María en Paray en 1675, siguió la edición de sus sermones en varios tomos. Fueron estos tan apre­ ciados del público, que en medio siglo conocieron hasta nueve ediciones. Las cartas tardaron más en ver la luz pública. En 1715 se publicó la primera colección, y el mismo año pudo imprimirse otro volumen con las nuevas remitidas, que formaron un total de 139 cartas. Con ello quedaba publicada la obra integra conocida de La Colombiére, hasta que Charrier logre hacer una edición clásica y definitiva de sus obras, en 1900. Pero en 1864 se hizo en Lyon una reedición de las Obras completas en 7 tomos, y en 1875 en París una edición de sólo las Cartas. 6

En cuanto a biografías del Beato la demora para tenerlas fue mayor. En 1875 publicaba el P. Pierre-Xavier Pouplard una resumida «Notice sur le serviteur de Dieu P. Claude de la Colombiere», que contenía un resu­ men breve de su vida, y algunas cartas selectas de su correspondencia. En 1876 el P. Eugenio Séguin publicaba el primer ensayo histórico sobre la Vida y Obras del P. La Colombiere. Pero fue el P. Pedro Charrier el hombre destinado por la Providencia para reunir, clasificar y penetrar la enorme materia. En 1894 publicó su «Histoire du Venerable P. de La Colombiere» en dos volúmenes, con nu­ merosas notas y documentos que resultaban nuevos, debidos a su investi­ gación. Por fin en 1900-1901 dio a luz su edición de las obras completas del P. La Colombiere: Oeuvres completes. Forman seis gruesos volúme­ nes, de los cuales los cuatro primeros (I-IV) contienen, además de una in­ troducción, y del prefacio del P. la Pesse a la primera edición de los ser­ mones, el texto completo de éstos, tal como quedaron escritos por el Bea­ to. El volumen quinto (V) se dedica a las «Reflexions chrétiennes», que son apuntes para sermones, a veces extensos, compuestos por el Beato, y las «Meditations sur la Passion». En el volumen último (VI) es donde se encuentran tanto los «Retiros y notas espirituales» como las «Cartas», or­ denadas pacientemente por Charrier, como diremos en su lugar. Es a este último volumen, pues, al que debemos remitirnos para el texto de este li­ bro. En 1904 refundía en un volumen nuevo y diverso su «Histoire du Ve­ nerable», de 1894. Una importante deuda, para poder situar el conocimiento de la perso­ nalidad del Beato, tenemos con la gran vida escrita en 1942 por el P. Jorge Guitton, Le Bienheureux Claude La Colombiere, y traducción al español por el P. Luis Ramírez, que publicó el Mensajero del Corazón de Jesús de Bilbao en 1956, bajo el título: «Perfecto amigo. B. Claudio de La Colombiere». Declaramos aquí que hemos aprovechado mucho esta obra para los datos necesarios, junto con nuestra propia crítica sobre el texto del Beato. También debemos afirmar, como deuda de gratitud, la que tenemos con el P. José María Sáenz de Tejada, que trabajó en su vida incansable­ mente por la gloria del Corazón de Jesús y sus dos apóstoles, desde el mismo Mensajero. El publicó con admirable paciencia y fruto la Vida y Obras completas de santa Margarita María de Alacoque, que alcanzaba en 1958 la tercera edición, y que aprovechamos repetidamente, como se verá. El también publicó, mucho más modestamente, la primera edición del Retiro del Beato en español en 1929, que alcanzó una segunda edición 7

en 1944. Todavía más, este libro le es deudor también de la traducción de las Cartas del Beato, que dejó realizada. Es cierto que hemos debido confrontar cuidadosamente tanto el texto de la traducción del Retiro como el de las Cartas con los originales france­ ses. Es cierto que hemos verificado numerosas correcciones. Pero induda­ blemente tenemos una deuda básica de gratitud, que nos honramos en re­ conocer. Finalmente (last, but non least) manifestamos aquí nuestra profunda gratitud al Instituto Internacional del Corazón de Jesús (International Insti­ tuto o f the Heart o f Jesus), conocido por sus siglas IIHJ, y a su Fundador y Presidente, Mr. Harry G. John, de Milwaukee, USA, que generosamente ha hecho posible esta edición. Juntamente agradecemos su estrecha cola­ boración al Vice-presidente ejecutivo del Instituto, P. Jesús Solano. El Sagrado Corazón de Jesús agradecerá mucho mejor que nosotros esta obra a los que la han hecho posible. Bilbao, 16 junio 1979. Ju a n M a n u e l I g a r t u a s . j .

Universidad de Deusto - Bilbao

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Introducción I El autor de los escritos

a)

Familia y formación humana El Beato Claudio de La Colombiére, autor de estos escritos, com­ puestos con sus Retiros espirituales y Notas personales de los años 1674­ 1676, y con la correspondencia mantenida en 149 cartas, todas las que se conservan, nació en el pequeño pueblo francés de S. Symphorien d’Ozon. Se halla dicho pueblecito en la actual diócesis de Grenoble, pero entonces se incluía en la de Lyon, y en la dependencia civil de Vienne en el Delfinado. La fecha de su nacimiento, tercer hijo del matrimonio de Bertrand de La Colombiére y Margarita Coindat, fue el 2 de febrero de 1641, en la fies­ ta de la Purificación de la Virgen y Presentación del Señor en el Templo. Los hijos del matrimonio, y hermanos de Claudio (que es el tercero de ellos), fueron: Humberto el primogénito, Yzabeau y René, fallecidos de niños, Floris, Margarita Isabel y José. En la primavera de 1650 la familia abandonó el pueblecito y se trasladó a vivir a Vienne. Ese mismo año, Claudio fue enviado a Lyon, al colegio de los jesuitas de Nuestra Señora del Socorro. Era un colegio menor, del que pasó el año 1653 al gran Colegio de la Trinidad, regentado por los mismos jesui­ tas, donde estudiaban los niños de más edad. Bajo la dirección de eminen­ tes maestros de humanidades y retórica, cursó normalmente y destacando por sus aptitudes los estudios entonces vigentes, donde las ciencias y la li­ teratura alternaban, con preferencia para la formación humanista, con los principios de la filosofía. A los diecisiete años, en 1658, Claudio decidió su vocación al tér­ mino de los estudios. «Con una horrible aversión por la •vida religiosa», sentida por su sensible naturaleza (carta LXX), pero viendo clara la llama­ da del Señor, hizo a Dios su sacrificio y entró en el Noviciado de la Com­ pañía de Jesús en Aviñón. Teniendo por Maestro de novicios al P. Juan Papón, a quien había ya conocido como prefecto de las clases de literatura 9

en el Colegio de Lyon, hizo el bienio ordinario de los que comienzan la vida religiosa en la Compañía de Jesús. Hizo sus primeros votos, que son ya perpetuos en la Compañía, el 20 de octubre de 1660 en el Colegio de Aviñón, donde comenzaba a cursar el tercer año de filosofía. Aquel año se grabó además en la memoria del Beato porque en él murió su madre, a la que quería entrañablemente, el día 3 de agosto. Un biógrafo de Claudio, el P. Séguin, afirma que asistió a la muerte de su ma­ dre y que recogió de sus labios esta predicción: «Hijo mío, tú serás un san­ to religioso». Poco después era designado, al comenzar el curso de 1661, como profesor o regente de la clase de gramática, así llamada en el conjun­ to de las humanidades, que era la primera de todas para los alumnos meno­ res. Dio ya muestras de su notable talento oratorio, como en el discurso inaugural del curso de 1665, ante un brillante auditorio, y en el sermón pa­ ra celebrar la canonización del gran san Francisco de Sales en uno de los días del octavario celebrado. Tenía entonces 25 años y participó con desta­ cados oradores sagrados de varias Órdenes religiosas. En 1666, por especial disposición del General de la Compañía de Je­ sús, fue destinado a los estudios de la Teología, preparatorios para el sa­ cerdocio, en el Colegio de Clermont, de París, próximo a la Sorbona. El ambiente religioso, si por una parte ofrecía una renovación extraordinaria con un san Vicente de Paúl en plena actividad hasta su muerte, acaecida seis años antes (1660), y con la gran obra de espiritualidad iniciada por Berulle y M. Olier en san Sulpicio, por otra presentaba el drama jansenista en toda su fuerza, así como el problema del quietismo de Molinos. Port Royal, con su doble centro, con un Pascal que en 1655 había lanzado sus cé­ lebres Cartas Provinciales, contra los jesuitas, y donde la famosa M. Angé­ lica reunía en torno almas de notables austeridades y entregadas a una pie­ dad desviada por hallarse en rebeldía contra el Vicario de Cristo en la tie­ rra. En cuanto al ambiente literario y oratorio, ¿qué más será necesario decir que recordar que, por los años de La Colombiere en París como estu­ diante de Teología, triunfaban en la escena Racine y Moliere, y en los púlpitos sagrados Bossuet y Bourdaloue? La Colombiere tenía un extraordina­ rio dominio de la lengua francesa, y un espíritu fino y capaz de percibir y expresar todos los matices. Nos dirá el P. de La Pesse, en el prefacio a la primera edición de los sermones de La Colombiere, que Oliveti Patru, aca­ démico de la Real Academia Francesa, y «el hombre que hablaba mejor el francés» en la Francia de tan grandes talentos del siglo de oro, «admiraba 10

las reflexiones del P. de La Colombiére acerca de los más finos secretos del estilo francés», y llegó a decir de éste que era «uno de los hombres del reino que mejor conoce nuestra lengua». Por este tiempo, mientras estudiaba su Teología, fue nombrado en el Colegio preceptor del hijo mayor del influyente Colbert, ministro de Fi­ nanzas de Luis XIV. Se cuenta una anécdota, según la cual La Colombiére cayó al fin en desgracia del hombre de Estado, porque éste habría hallado entre los papeles personales del preceptor de su hijo inopinadamente un epigrama copiado de su mano contra él. Pero la crítica hoy rechaza como improbable tal suceso. El 6 de abril de 1669, víspera del domingo de Pasión, fue ordenado sacerdote. No conservamos ninguna noticia, ninguna impresión personal de tan grande y decisivo momento, en un hombre que después vivirá inten­ samente su sacerdocio y la devoción a la Eucaristía (V. Retiro de 1674 en Lyon, I, n. 10). Terminada la Teología al año siguiente, volvió en 1670 a Lyon, al Colegio de la Trinidad, como profesor. Ahora le fue encomen­ dada la cátedra de los cursos superiores, o de Retórica. Tuvo en el Colegio como contemporáneo al célebre P. Menestrier, polígrafo insigne y célebre por su erudición, brillantez y fecundidad. También le fue encargada la di­ rección, primero, de la Congregación de los Santos Angeles, y después de la Anunciación, conociendo así de cerca la utilidad para las almas de estas Congregaciones marianas, de lo que dará muestra en Paray-le-Monial, fundando una en su breve estancia como superior en la ciudad. Era tam­ bién predicador en la ciudad, y tuvo ocasiones de ejercitar este ministerio con su preparación extraordinaria. Tuvo como Rector en el Colegio al célebre P. de la Chaize, que fue poco después Provincial, quien envió a La Colombiére al destino de Paray, y más tarde fue designado confesor de Luis XIV, y con su influjo hizo que La Colombiére fuese enviado de Paray a Londres, como capellán de la Duquesa de York. La Providencia pone los hombres necesarios en el ca­ mino para que se obtengan los resultados que quiere. b)

El giro espiritual de su vida

Hemos llegado al momento en que la vida del Beato girará significa­ tivamente hacia los caminos de Dios. En setiembre de 1674 es enviado, en el mismo Lyon, a la «isla de Anay», donde una conocida Abadía presidía la confluencia de los grandes ríos Ródano y Saona. En la Casa de san José, se reunían todos los jesuitas que iban a vivir los meses de la llamada Ter­ 11

cera Probación (Terceronado vulgarmente entre los propios jesuitas). La Tercera Probación es un tiempo para intensificar la vida espiritual. Pero el principal centro de ese tiempo es el mes entero dedicado a los Ejercicios Espirituales íntegros, tal como en plenitud los concibió y escribió san Ig­ nacio de Loyola. Este mes de silencio y de intensa meditación interior, tiempo de oración y penitencia, fue decisivo en la vida del P. Claudio de La Colombiere, bajo la dirección del P. Athiaud, que dirigía la Tercera Probación, y que ocupó después todos los cargos más importantes de su Provincia religiosa. La importancia de este retiro, que cambia profunda­ mente el alma del religioso al enfrentarle directamente con el misterio de Jesús que le ha llamado, la pondremos de relieve brevemente al hablar de la espiritualidad del Beato. Ahora baste decir que supone un ángulo de giro hacia Dios en totali­ dad de entrega. El lo dice: «Dios mío, quiero hacerme santo entre Vos y yo», en la soledad de su propósito (Retiro, III, 5 ante Herodes). Y acaba su mes exclamando con decisión: «A cualquier precio que sea, es necesario que Dios esté contento». El 2 de febrero de 1675 La Colombiere hacia en Lyon, en el Terceronado, su Profesión religiosa. Era la unión con Jesucristo por los tres votos solemnes de los Profesos de la Compañía de Jesús, de los cuales dirá en un sermón pronunciado en Londres: «Me clavé hace tiempo en vuestra Cruz con los votos de mi Profesión religiosa». Hecha la Profesión, debía ya co­ menzar su trabajo apostólico, cuya preparación larga y cuidadosa habla así terminado. Era su primer destino como miembro pleno de la Compañía. ¿A dónde podía ser enviado un hombre de tan brillantes cualidades, que había desempeñado ya cargos de importancia como profesor en el Colegio de Lyon? La mano de Dios, por medio de su Provincial, el P. de La Chaize, se­ ñaló una pequeña ciudad provinciana, al parecer oscura, pero en la que ha­ bía comenzado a irradiar una misteriosa luz: Paray-le-Monial. Claudio de La Colombiere fue enviado como Superior de la pequeña Residencia en aquella ciudad. Sólo tenía tres o cuatro Padres en la Residencia, con un pequeño colegio para los alumnos de Paray. En la ciudad había una nota­ ble abadía cluniacense, que todavía conserva su gran iglesia abacial, con título de Basílica. Ocho monjes, divididos en dos observancias, «antiguos» y «reformados», para mayor conflicto. De este foco antiguo monacal, que poseyó antaño como propia la ciudad de Paray, había venido el sobrenom­ bre «le-Monial» (el Monacal). Había también una iglesia parroquial de 12

Nuestra Señora, con un párroco y unos quince sacerdotes entre curas y ca­ pellanes. Había un convento de Ursulinas con su colegio y pensionado. c)

Santa Margarita María de Alacoque

Pero, sobre todo, en Paray-le-Monial existía, desde hada cincuenta años solamente, un Monasterio de la Visitación de santa María, conocido por el nombre del Fundador, san Francisco de Sales, con el nombre fami­ liar de las Salesas. Hay que tener en cuenta, para apreciar mejor la situa­ ción, que la fundadora o Madre de la nueva Orden inspirada por el célebre obispo de Ginebra, santa Juana Francisca de Chantal, había muerto en 1641, el mismo año en que nació el Beato, y la Orden se hallaba en el auge inicial y además en la misma región donde había comenzado. La santa ha­ bía nacido en Dijon y muerto en Moulins. En este Monasterio, cuando La Colombiére llegó a Paray en 1675, en el mes de febrero, se hallaba uno de los más poderosos focos de irradiación espiritual que han existido en la Iglesia: las revelaciones y apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a una humilde religiosa del Monasterio llamada Margarita María de Alacoque. No tratamos aquí de hacer un resumen de esta devoción, apariciones y revelaciones, sino del Beato de La Colombiére. Por eso mencionaremos simplemente los datos relacionados con el Beato. Entrada en el monasterio el 20 de junio de 1671, a los treinta años de la muerte de santa Chantal y mientras La Colombiére enseñaba Retórica en el Colegio de la Trinidad de Lyon, Margarita había sido elegida por Jesucristo ya antes de su entrada en el monasterio como predilecta de su Corazón. Desde el principio de su no­ viciado el Señor había comenzado a manifestársele más claramente con insistentes llamadas y palabras interiores. A los veinticuatro años de edad (nació el 22 de julio de 1647, seis años más tarde que La Colombiére) en­ tró en el monasterio. El 25 de agosto de 1671, a los dos meses de su entra­ da, tomó el hábito de religiosa, y el 6 de noviembre de 1672 hizo su profe­ sión religiosa primera. Desde el día de san Juan Evangelista, 27 de di­ ciembre de 1673, el Corazón de Jesús había comenzado con mayor clari­ dad sus manifestaciones: «Mi divino Corazón ama tan apasionadamente a los hombres, que quiere repartirles los tesoros de su caridad...». Durante todo el año de 1674 crece el divino esplendor de la llamada. Se le mostra­ ba el Corazón de Cristo sobre su pecho como un divino sol rodeado de una corona de espinas. Tiene ardiente deseo de ser amado por los hombres. Se trata de un «último esfuerzo de su amor en estos últimos siglos». Los he­ chos prodigiosos, las curaciones, los éxtasis, se sucedían, y comenzó a tur­ barse la paz del convento. Era hasta entonces Superior de los jesuitas el P. 13

Papón, y al marchar llamó la atención del P. Provincial sobre el problema de su sustituto, que debía dirigir el caso. El Provincial encontró el hombre que la divina Providencia había preparado para ese momento: el P. Claudio de La Colombiere. La señorita de Lyonne, cuyo director será el Padre y a quien se dirige una serie de car­ tas del epistolario conservado, se extrañaba que un hombre tan eminente hubiese sido enviado a una ciudad tan retirada como Paray. Otro Padre de la Residencia le aclaró el misterio: «Es en favor de un alma que necesita su dirección». Esta era santa Margarita María. Se hallaba sometida a las an­ gustias que acompañan de ordinario a los casos extraordinarios, y que ne­ cesitan un maestro iluminado por Dios entre la incomprensión de los de­ más. ¿Era el demonio o era Dios el que actuaba? ¿Eran ilusiones o era el impulso del Espíritu? Santa Teresa conoció una situación muy semejante. Pero el Señor dijo a santa Margarita María: «Yo te enviaré a mi siervo fie l y perfecto amigo, que te enseñará a conocerme y abandonarte a Mí». (Vida y Obras de santa Margarita María, 3 edic., Bilbao, 1958. Carta CXXXII, tercera de Aviñón al P. Croiset, p. 445). Cuando a fines de febrero de 1675 el Beato hacia su primera visita al monasterio de Paray, la superiora M. de Saumaise, le presentó la Comuni­ dad de la que iba a ser confesor extraordinario. Tras las rejas del locutorio, entre las demás, la santa oyó interiormente y con claridad esta palabra del Señor: «He aquí al que te envío». Era el siervo fiel y perfecto amigo pro­ metido, con un título inigualable para el que aspira al amor de Jesucristo entre sus sacerdotes. Pocos días después, y aunque ella no quiso entonces o no se atrevió a declararse, se retiró del confesonario, según dice, con la in­ vitación a otra conversación sobre su alma. (Autobiografía, c. VI). La se­ gunda conversación fue más explícita y él admiró los singulares favores que Dios hacía a aquella alma, y la lanzó con seguridad por el camino de Dios. A la Superiora había dicho: «Es un alma elegida». Como san Juan en el lago de Genesaret ante el Señor aparecido, había dicho con la seguridad del instinto divino del Espíritu: Es el Señor. Un día que vino el Padre a decir Misa en la Visitación, cuenta la san­ ta que el Señor le hizo a él, y también a ella, grandes favores espirituales. Y cuando ella se aproximó a recibir de su mano la Comunión, vio al Señor que le mostraba su Sagrado Corazón como un horno ardiente, y vio otros dos corazones, el suyo y el del Beato, que iban a unirse y abismarse en el del Señor, mientras le decía: «Así es como mi puto amor une para siempre estos tres corazones». Visión, carisma y profecía. Porque efectivamente se 14

ha cumplido la palabra y los dos corazones de los dos santos están unidos indisolublemente con el del Señor en la Iglesia de Dios como primeros fautores de esta admirable expansión del culto al Corazón de Jesús que es­ talló en Paray-le-Monial. (Autobiografía, c. VI). «Quería — prosigue la santa— que yo le descubriese los tesoros de ese Corazón, a fin de que pu­ blicase y diese a conocer su valor y utilidad. Para lo cual quería que fué­ semos como hermano y hermana, igualmente partícipes de los bienes espi­ rituales». Profecía también cumplida en el primer apóstol de esta forma de la devoción. Y como ella objetara la diferencia entre los dos, dijo el Señor: «Las riquezas infinitas de mi Corazón suplirán e igualarán todo. Háblale sin temor». Es el comienzo de la nueva misión eclesial de La Colombiere, que él aceptará con humilde gratitud. El mandó a la santa que pusiera por escrito los favores recibidos. Pe­ ro, en su sencilla y humilde obediencia, quemaba luego lo escrito, espe­ rando cumplir así lo mandado sin darse a conocer. El mandato fue renova­ do. Llegó el día 16 de junio de 1675. En ese día de la octava del Corpus, que cayó en domingo y por esto se hallaba expuesto el Santísimo Sacra­ mento en el airar, la santa recibió la comunicación y visión definitiva de la intención de Jesucristo. Ha sido llamada la Gran Revelación, en que el Se­ ñor pide concretamente la Fiesta en honor de su Sagrado Corazón en el viernes siguiente a la octava del Corpus, con intención reparadora por los pecados de los hombres. Habiendo sido aceptada la fiesta por la Iglesia Católica, y figurando hoy en su liturgia como Solemnidad, tenemos la ga­ rantía de la verdad de esta petición. El Beato la transcribió de su propia mano en el Retiro de Londres de 1677, atribuyendo el escrito a «una per­ sona según el Corazón del Señor, según se puede creer por las grandes gracias que le ha hecho». Y añade: «El buen Dios quiere valerse de mis débiles servicios en la ejecución de este designio». Porque, en efecto, la revelación contiene estas palabras en boca del Señor: «Dirígete a mi siervo el P. La Colombiere, y dile de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción y dar este placer a mi Corazón» (Retiro 1677, n. 12). Añade el Señor que «encontrará dificulta­ des, pero que debe saber que es todopoderoso aquel que desconfía entera­ mente de sí mismo para confiar únicamente en Mí». La santa se refiere a esta gran revelación en su Autobiografía, c. VII, y menciona también el encargo hecho al P. La Colombiere. Siguiendo los deseos del Señor, la santa y el Beato se consagraron a su divino Corazón enteramente en el día señalado por el mismo Jesucristo para su deseo, el 15

viernes siguiente a la octava del Corpus, que aquel año fue el 21 de junio de 1675, aunque no conozcamos con certeza la fórmula literal que el Beato aquel día utilizó para su acto. (V. Retiros y oraciones, nota 53). Quedaba rubricada la definitiva entrega del siervo fiel a su Señor, del amigo perfec­ to a su Amigo. Jamás se apartará de ella, y le conducirá a la santidad plena. Dice santa Margarita María: «Se habla consagrado enteramente a este Co­ razón, y no suspiraba más que por hacerle amar, honrar y glorificar. Tengo para mí que esto fue lo que le elevó a tan alta perfección en tan poco tiem­ po» (Viday obras, Carta LUI a la M. de Soudeilles, p. 297). Un año más estuvo en Paray el Beato como Superior de la Residen­ cia. En el año y medio de su estancia, desde febrero de 1675 hasta setiem­ bre de 1676, trabajó lleno de celo por las almas en Paray-le-Monial y sus alrededores. Predicó en la iglesia, y la gente llenaba el lugar sagrado para escucharle. Predicó en algunos pueblos pequeños misiones, y en \ arios conventos retiros y sermones. Conmovió a varias almas, e inició su despe­ gamiento del mundo para comenzar a pensar en la vida religiosa, como la señorita de Lyonne y las hermanas Bisefranc, cuyas correspondencias con el Beato serán frecuentes hasta el fin de su vocación o de la vida del santo. Encauzó por el camino de la virtud a otras almas, madres de familia o pa­ dres, como la señora de Lyonne, la de Mareschalle y otras. Fundó y dirigió con gran fruto la Congregación de Nuestra Señora para los caballeros y jó ­ venes. Trabó profunda amistad con el párroco Bouillet y otros sacerdotes y religiosos. Dejó huella inolvidable en la ciudad, en sólo año y medio de estancia en ella. Podemos ver su rastro en las Cartas del Beato, y hablare­ mos más concretamente de estas personas en la introducción a las Caitas. A mediados de setiembre de 1676 dejaba Paray para dirigirse a Lon­ dres. ¿Qué había sucedido? Sabemos por el mismo Beato que ya en aquel verano los superiores pensaban en darle otro destino. (Carta LXIX, a la se­ ñora de Lyonne). ¿Fue porque creían que sus dotes requerían un puesto de mayor relieve? ¿Fue porque hubo algún revuelo en la ciudad ante su postu­ ra claramente favorable a santa Margarita? Porque la misma santa dice que tuvo que sufrir por causa suya, porque la favoreció (Autobiografía, c. VI): «Se hablaba de que yo quería engañarle con mis ilusiones e inducirle a error como a los otros». De hecho, se pensó en sacarle, aunque no sabía todavía qué destino le darían. Pero Dios intervino modificando los planes humanos. d)

De Paray a Londres 16

Carlos II de Inglaterra, que era católico de corazón, pero no se atrevía a serlo francamente, no tenía herederos directos. Tocaba heredar el trono a su hermano Jaime, que era verdadero católico en sus sentimientos y con­ ducta. Murió su primera mujer, Ana Hyde, de la cual tuvo ocho hijos; de ellos sobrevivieron dos: Mary, futura esposa de Guillermo de Orange, usurpador del trono de los Estuardos con el nombre de Guillermo II, y Ana, futura reina de Inglaterra. Jaime, Duque de York, contrajo segundo matrimonio, muerta Ana. La elegida, contra su voluntad en principio, pues siendo muy piadosa se sentía inclinada a otra vida, fue la casi niña María Beatriz de Este, hija del Duque de Módena. Luis XIV y Carlos II intervi­ nieron con cartas ante el Papa, Clemente X, quien llegó a escribir perso­ nalmente a la joven pidiéndole en nombre de la Iglesia el sacrificio de sus ideales. La pobre joven se sometió a la gran renuncia y obedeció. Conver­ tida en Duquesa de York, esposa del heredero de Inglaterra (aunque apar­ tado de la corona por su religión católica, prohibida al rey por el Acta del Test), tenía derecho estipulado a tener una capilla en palacio y un capellán católico, desde su matrimonio en 1673. Lo fue en primer lugar el jesuita P. Saint Germain, que suplió de este modo la acción desarrollada primero por el P. Patouillet como predicador autorizado en la Embajada de Portugal. Pero a finales de 1675 fue falsamente acusado por un traidor de haberle querido obligar por la fuerza a abjurar del protestantismo. A pesar de lo absurdo de la acusación, abandonó Inglaterra, y hubo de buscársele un sus­ tituto. Se pensó de nuevo en el P. Patouillet, pero algunas circunstancias presentadas hicieron desistir de esta idea. La elección recayó ahora sobre el P. La Colombiere, por parte del P. La Chaize, el confesor j. de Luis XIV, que le conocía a fondo del tiempo del Colegio de Lyon y de su tiem­ po de Provincial. Y fue destinado. Arreglados sus asuntos de Paray, el P. La Colombiere se puso en ca­ mino para París y de allí a Londres. La despedida en el convento de la Vi­ sitación debió ser resignada, pero llena de emoción sagrada. Se despedía, sin saber si las volvería a ver, tanto de santa Margarita María como de su Superiora, la M. de Saumaise, que había puesto su confianza en él espiri­ tualmente, y con la que se sentía muy identificado (Carta XXXVI). En la despedida la santa entregó a la Superiora, para que lo transmitiese al Padre, un «Memorial» breve, de tres puntos. En dicho escrito se contenían algu­ nos consejos y prevenciones para el Beato, de parte del Señor. Este tesoro se convirtió en un foco de luz para el Beato, que iluminó sus difíciles años de Londres, y le acompañó hasta su muerte. (Véase el Memorial en «Aviso previo», en el Retiro de Londres; y sobre su efecto, la nota 8 de la carta 17

XXI). Se despidió también de otras personas, que sintieron mucho su par­ tida, y el 5 de octubre salía para Calais, llegando a Londres el día 13. (Car­ ta LIV). e)

En el palacio de S. James

El P. La Colombiére habitó en Londres en el palacio de Saint James, residencia del Duque de York. Quedaba enfrente del Palacio real, separado por un parque, y sobre el río Támesis lleno de movimiento y vida. El P. La Colombiére hizo propósito, conforme a su voto, de austeridad, y lo cum­ plió con tal rigor que nunca se acercó a la ventana para mirar. Ni siquiera salió a visitar la ciudad. En lo que toca al clima, le correspondió un in­ vierno frigidísimo, con nevadas que impedían andar por las calles. El Támesis se heló, y soportaba a los paseantes que hasta encendían fuego sin que se derritiese el hielo. El santo no permitió encender fuego en su propia habitación. La predicación del Beato convirtió la capilla del Palacio en un lugar de consuelo para los católicos ingleses. Aunque era pequeña (cabían unas ciento cincuenta personas) era la única en que no se impedía entrar a los ingleses. Allí desarrolló una intensa labor de predicación el Beato. No pre­ tendemos hablar de sus sermones, llenos de unción, correspondientes a las diversas épocas y fiestas del año. Sobre su valor literario y oratorio religio­ so, bastará decir que de ellos se hicieron en Francia durante el siglo XVIII repetidas ediciones, preparadas después de su muerte con sus escritos. De los seis grandes volúmenes, que Charrier dedica a la obra del Beato, cuatro son de sus sermones. La primera edición de ellos se publicó ya a los pocos meses de su muerte. Nos basta consignar aquí, como una muestra del valor extraordinario de su oratoria religiosa, que el Acto de confianza tan admi­ rable, que se puede leer al fin de los Retiros en este libro, está tomado de su sermón sobre el amor y la confianza en Dios. (Charrier, IV, 215: v. p. 167). Desde aquel palacio, el fervor apostólico de La Colombiére irradió vigorosamente en torno la fe, la esperanza y la caridad. En sus cartas apa­ recen repetidas veces casos de personas que venían a buscarle para tratar asuntos de espíritu, de vocación, de fe perdida o recobrada. (Cartas XXIII, XXVI, XXVIII, XXX, XXXV-XXXVIII). Hasta hay indicios de que pudo influir en el ánimo del mismo rey. Respecto a su trabajo de escritor, dan testimonio tanto el esmero con que se han conservado sus sermones, que escribía con gran cuidado (cfr. Carta XXXVI), como la notable correspon­ dencia con diversas personas de Francia, a quienes atendía incesantemente. 18

Si se lee su correspondencia conservada, que es una parte de la real (cf. Retiro de Londres, n. 11, carta que no se conserva), se podrá ver que la mayoría de las cartas llevan como punto de partida Londres. Una incansa­ ble tarea, por otra parte, siempre cumplida en Cristo y en su Espíritu. Así como en la copiosa correspondencia de santa Margarita María de Alacoque, conservada con cuidado, que son en total 142 cartas, mucho más am­ plias doctrinalmente que las del Beato, las 149 conservadas de éste mues­ tran a un hombre lleno sólo de Dios. Si santa Margarita, religiosa de un convento de clausura, dedicada íntegramente a la vida interior, no escribía sino de asuntos espirituales y del Corazón de Jesús, el P. La Colombiere, junto con los numerosos consejos de vida interior y dirección espiritual que llenan sus cartas, da, como hombre que vive en el apostolado activo, numerosos datos y referencias externas de su trabajo. Pero nunca elemen­ tos mundanos. f)

Enfermedad y cárcel

En febrero de 1678, año largo después de haber llegado a Londres, el Beato habla en sus cartas de una salud que «no es ciertamente buena», y empieza a crearle dificultades (carta XXXII). Tres meses más tarde, a pe­ sar del cuidado puesto en trabajar algo menos para cuidar de su salud, co­ mo le advertía la misma santa desde Paray, siente los primeros síntomas de su pulmón enfermo (carta XXXIV, del 9 de mayo 1678). La terrible enfer­ medad de la tuberculosis, que ha de minar y arruinar su vida, ha comenza­ do su tarea, favorecida, sin duda, por su absoluta entrega al trabajo y auste­ ridad. El primer vómito de sangre se presentó el 24 de agosto. A fines de se­ tiembre se presenta de nuevo la ruptura sangrienta pulmonar (cartas XLXLI). Se piensa en que vuelva a Francia para reponerse, él vuelve a reani­ marse momentáneamente. Y de pronto estalla la tragedia en Inglaterra. El tristemente célebre Titus Oates, aprovechando el ambiente de las ambiciones y recelos de Londres, tramó su traición. Fingiéndose católico ferviente fue a Valladolid al Colegio de ingleses, que se preparaban al apostolado sacerdotal para su patria. Expulsado de allí al poco tiempo, pa­ só al Colegio de los jesuitas de Roma, y también acabó con la expulsión. Pero ya sabía lo bastante para sus planes. Esto sucedía en 1678, y en julio regresaba a Londres, con sus datos y sus planes. En agosto comenzó a tra­ bajar en los planes de una conspiración fingida, que en frase del historia­ dor Macaulay es «semejante a los sueños delirantes de un enfermo». Pero los ambiciosos aprovecharon la ocasión preparada largamente. 19

El 28 de setiembre eran detenidos varios jesuitas, entre ellos el Pro­ vincial de Inglaterra, arrancándolos de la misma Embajada de España. Pronto, a pesar del rey, que se reía de los fantásticos planes, los rumores llenaron Inglaterra. Una conspiración papista estaba en juego. Alguna carta poco prudente, pero antigua, del Secretario del Duque de York, Coleman, que luego murió valientemente, encendió el fuego popular. Y comenzó el terror. La locura se apoderó de muchos y aun de los mismos jueces. El rey quiso resistir y comenzó a comprender que era incapaz ahora. El «Popish Plot» (complot papista), inventado por Oates y apuntalado por los protes­ tantes sectarios y los ambiciosos, habla entrado en la historia, hasta que más tarde quedara patente su loca ficción. El complot, como era obvio, afectó gravemente a La Colombiére. Fue denunciado por resentimientos personales por un joven a quien habla ayu­ dado antes (Carta XII). La falsa denuncia, en aquel ambiente, prosperó un tiempo, y La Colombiére fue arrestado en el mismo palacio de Saint James en la madrugada del 13-14 de noviembre. Dos días de cárcel con guardias de vista, como preso peligroso, y el 16 de noviembre fue trasladado a la cárcel de King’s Bench, tristemente célebre. El 18 siguiente compareció ante los comisarios de la Cámara de los Lores. Vieron fácilmente que era inocente de toda sospecha verdadera: las acusaciones eran ridículas. Pero el proceso siguió adelante. Se le acusaba de haber alentado varias vocacio­ nes, de haber ayudado en sus dificultades a un muchacho de 16 años, de haber dicho que el rey era católico de corazón, que podía disolver el Par­ lamento (lo cual era pura verdad legal), que había ayudado a abjurar a al­ gunos protestantes, que decía misa alguna vez fuera de palacio... Timbre de honor para un sacerdote de Cristo, que tales acusaciones le hicieran se­ mejante a Jesucristo. Que cuidaba de unas religiosas católicas, ocultas en Londres: debían ser las hijas de la admirable Mary Ward. Un hombre con vómitos de sangre, que se va al campo a descansar unos días, y allí dice Misa. ¡Terrible conjuración! Pues la decía a sabiendas de todos en el pala­ cio, y para eso había venido con autorización real. El Parlamento, no atreviéndose a más, vista la falta de pruebas, pidió al rey que desterrase a La Colombiére a Francia. Como Pilato de Jesús de­ cía: No hallo culpa en este hombre, por tanto, le castigaré... La cárcel de King’s Bench, donde estuvo encerrado desde el 16 de noviembre hasta el 6 de diciembre, tenía los horrores de las cárceles ingle­ sas de entonces, como todas las de la época. Aherrojado allí, con muy es­ casa comida, sin apenas agua, en el corrompido ambiente de aquella paja 20

podrida, con compañeros demacrados y atacados muchas veces de la «fie­ bre del calabozo», pudo gustar, aunque sea brevemente, el cáliz de Jesu­ cristo. Otros compañeros jesuitas llegaron más adelante con sus cruces, y acabaron en el martirio el desenlace de las fantasías de Oates y de su per­ versidad. Se había cumplido su visión profética. (Notas espirituales, a, n. 8). Los lores, obtenido el destierro que pedían en la sesión del Consejo privado el 6 de diciembre, a la que el propio Rey asistió, sintieron compa­ sión de aquel hombre tísico, sometido a graves hemoptisis, que habían empeorado en la cárcel con la humedad y frío, hambre y falta de toda asis­ tencia (Carta XLII). Le permitieron reposar diez días en casa de Bradley y bajo su custodia. Allí pudo despedirse de sus amigos y de otros que tuvie­ ron el último consuelo de saludarle. Finalmente, en la segunda mitad de diciembre abandonó para siempre Inglaterra, con el corazón puesto en el que él mismo llamará «el país de las cruces» (Carta XLIII). A mediados enero de 1979 se hallaba en París, y desde allí escribía el 16 a su Padre Provincial para solicitar órdenes suyas para su destino (Carta X). g)

Paray y Lyon de nuevo Su destino fue Lyon, donde podría, con las fuerzas escasas que tenía (Carta X), realizar la labor de un Padre espiritual dirigiendo a los jóvenes estudiantes de la Compañía de Jesús (Carta L). Pero tuvo el gran consuelo, después de más de dos años de separación, de volver a ver a las personas que tan en el corazón llevaba. Pasó por Dijon, donde la M. de Saumaise, antigua superiora de santa Margarita María en Paray, vivía ahora en el monasterio de las Salesas, aunque no como superiora. Luego, alcanzó Paray-le-Monial. Allí visitó a santa Margarita María (Carta XLIII), y a las demás personas conocidas. Una de las hermanas Bisefranc, María, estaba ya en el noviciado de las Ursulinas. También estaba allí, aunque no duraría mucho tiempo, una inglesa a quien había dirigido a Francia, pero cuya vo­ cación para Salesa, aconsejada por la santa de Paray, terminó al cabo de poco tiempo llevándola al monasterio de Salesas de Charolles, cerca de Pa­ ray (Carta XLV). Después de diez días de estancia, de nuevo se puso en camino a Lyon, a donde llegó el 11 de marzo, agotado por el viaje. Atrojó de nuevo sangre (Carta XLIII). En el mes de abril, poco después de Pascua, que aquel año fue el 1 de abril, los superiores autorizaron a su hermano Hum­ berto a llevarle a su casa de campo de S. Symphorien d’Ozon, su pueblo 21

natal, para obtener una mejoría. Sometido a un régimen de salud cuidado­ so, según la medicina entonces aconsejaba, logró experimentar alivio, por lo cual, habiendo regresado a Lyon después de mes y medio, volvió de nuevo a S. Symphorien en el verano (julio-agosto) para recuperar fuerzas y así poder resistir el curso escolar. En el campo decidió la vocación de la señorita de Lyonne (Caitas LIXLXI). En Lyon, en alternativas de salud, con esperanzas y retrocesos, mejo­ rías y empeoramientos, pasará los años 1679-81, practicando el inmenso sacrificio de «no hacer nada», o casi nada (Carta XLIII). Sin embargo, de esta época es más de una tercera parte de la correspondencia conservada, y particularmente las dos cartas dirigidas a santa Margarita María. Las cartas a los jesuitas dirigidos por él dan testimonio de su labor callada y del efec­ to con que la recibían (Cartas XIV-XV). Finalmente, en agosto de 1681, sus superiores viendo el declinar de su salud, y probablemente el peligro que podría traer a los jóvenes estu­ diantes un posible contagio, decidieron sacarle de Lyon. Efectivamente, el día de Pascua, en abril, había sufrido un nuevo vómito de sangre. Y la de­ cisión fue enviarle a la Residencia de Paray, dándole aquel consuelo. Dios estaba de por medio en tal decisión. Era el lugar elegido por el Señor. Vivió en Paray los últimos meses de su vida, aunque muy débilmente en sus fuerzas físicas. Una carta nos deja el autoretrato del enfermo en los meses finales de 1681 en Paray (Carta XCIX). No podía ni vestirse por sí mismo. Reducido a no salir de su habitación, aunque todavía podía decir Misa a intervalos. Era una ruina física, pero todavía con la esperanza, que un enfermo siempre conserva, de recuperar la salud, matizándolo como «un castigo del mal uso que hago de la enfermedad». Esta penúltima carta suya conserva también el último recuerdo de santa Margarita María: no se atreve ya a pedir por su salud, porque cada vez que lo hace él empeora. Pe­ to también ella conserva la esperanza, y ahora como de una cosa «de la que no dudaba». Quizás era un aviso premonitorio del definitivo descanso de la gloria. El Beato expresa su porvenir con una frase que parece inspirada: «Vere­ mos lo que Dios nos enviará con la primavera». Esta para él sería eterna. h)

La muerte de un santo En los meses de setiembre y octubre, todavía el Beato había podido salir algunas veces de casa, y en sus paseos ligeros y breves pudo visitar tanto a la santa como a la Hermana Rosalía de Lyonne, que había ya al­ 22

canzado el tesoro de las esposas de Jesucristo en el mismo monasterio de la santa. También, sin duda, hizo alguna visita a María de Bisefranc en las Ursulinas, y fue visitado por su dirigida Catalina, que le rodeaba con el afecto de quien tanto le debía (Cartas CXXXI-CXLVIII). La Hermana Ro­ salía se acordaba mucho después de la visita del santo y de su última re­ comendación: «No hallará descanso sino en el amor de Dios». En enero de 1682 los superiores, visto el peligroso estado del enfer­ mo y siguiendo el consejo del médico, piensan en trasladarle a un clima mejor. ¿Será el de Lyon? ¿Sería mejor el de Vienne? El Beato piensa en ello y pide consejo, en esta última carta a las puertas de la muerte, a la M. Saumaise «por el escrúpulo de guardar la regla», conforme a su voto. Su regla dice, en efecto, que cada uno debe informar a sus superiores de lo necesario para su salud, aceptando después sus decisiones (Carta XLIX). El último consejo del santo es impresionante. Después de haber deseado y trabajado tanto para hacerse santo, por fin ha comprendido: «Es imposible, si Dios no pone su mano en ello. Sólo a Él pertenece el santificarnos, y no es poco desear sinceramente que lo haga. No tenemos ni bastante luz ni bastante fuerza para hacerlo». Al fin está en el punto que Dios quiere: ha­ bía dicho que trataba del negocio de la santidad «entre Vos y yo a solas». Ahora ya sabe que es cosa de Dios sólo. Su humildad es plena, está madu­ ro para el cielo. El doctor Billet, que le atiende en Paray, es hermano del socio del Provincial. Le ha escrito indicando su opinión de la necesidad de un clima apto para el enfermo, y la conveniencia o necesidad de su traslado. Es in­ vierno. Habría que buscar un coche para el viaje, que sería en todo caso penoso. El Provincial manda un aviso a Floris La Colombiere, hermano del Beato y arcediano de la Iglesia primacial de Vienne, para que vaya a buscar al enfermo y lo traslade, a Vienne al parecer. Debían partir el 29 de enero, fiesta de san Francisco de Sales, fundador de la Visitación, y a quien Claudio tenía muy particular afecto, como consta por sus cartas. Santa Margarita María envió antes del día señalado un recado verbal al enfermo, sirviendo de intermediaria Catalina de Bisefranc: que si podía, sin faltar a la obediencia, no emprendiese el viaje. El Beato, por la misma intermediaria, de su entera confianza, hizo preguntar a la santa los motivos de su petición. La respuesta vino inmediatamente en una nota escrita de mano de la santa. Le decía así, simple pero elocuentemente: «El me ha di­ cho que quiere aquí el sacrificio de vuestra vida». Todo ello nos consta r

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por la declaración jurada de Catalina en el proceso de Beatificación de Margarita María. Dios quería, pues, unir la memoria de los dos santos con Paray, como había unido antes sus corazones de hermano y hermana con el Suyo pro­ pio. El P. Superior de la Residencia, al saberlo, decidió que el Viaje no se efectuase. Pasaron diez días, y no sabemos si intervino el Provincial ante el Superior, o más probablemente el hermano de Claudio, que estaba allí to­ davía, instó y logró la resolución del viaje, a pesar de todo. El hecho es que el día 9 de febrero, el Beato, acomodado lo mejor que se pudo, en el coche de su hermano y acompañado de éste, emprendió la ruta. Pero se cumplió el deseo del Señor. Un violento acceso de fiebre impidió al enfermo proseguir el viaje. Hubo de volver a la Residencia, y el día 15 de febrero, con 41 años de edad justamente cumplidos el 2 de febrero, recién pasado, murió en un vómito de sangre, desangrándose así en manos del Señor, en el ahogo. Catalina de Bisefranc supo la triste noticia. A la primera hora del día siguiente, apenas se abrió el Convento de la Visitación, corrió a dar a Mar­ garita María, la noticia de la santa muerte del director espiritual de las dos. La santa ya la sabía por el mismo Señor. Sólo dijo: «Rezad y haced rezar por el descanso de su alma». Pero unas horas más tarde le escribió una no­ ta: «Cesad de afligiros. Invocadlo, no temáis; es más poderoso que nunca para socorrernos». Y le pedía que reclamase la nota escrita que había en­ viado al Beato sobre su partida, el día 29 de enero. Catalina corrió al Cole­ gio, pero el P. Bourguignet respondió firmemente: «Antes que deshacerme de este escrito entregaría todos los Archivos de esta Casa». Y para justifi­ carlo leyó a la señorita el contenido de la nota, transcrito antes. La entonces superiora de la santa, M. Greyfié, en su Memoire, narra que extrañándose con la santa de que no pidiera hacer sacrificios especia­ les por el alma del P. La Colombiére, Margarita María le respondió: «Mi querida Madre, no tiene necesidad. Está en estado de pedir por nosotros, colocado muy alto en el cielo por la misericordia y bondad del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo. Únicamente, para satisfacer por al­ guna negligencia que le habla quedado en el ejercicio del divino amor, se ha visto privada su alma de Dios desde que abandonó el cuerpo hasta el momento en que fue colocado en el sepulcro» (Gauthey, Vie et Oeuvres de S. M. M , I, 378). Dios ha iniciado y casi concluido la glorificación externa de su servi­ dor. El 8 de enero de 1880 León XIII introducía la causa de La Colombiére 24

en Roma. El 11 de agosto de 1901 el mismo León XIII proclamaba el De­ creto de heroicidad de sus virtudes, culminando los procesos. Dios añadió por su misericordia los tres milagros requeridos para que el Venerable fue­ se proclamado Beato. Realizados aquellos, Pío XI el 7 de junio de 1929, Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, declaró completo el proceso de beati­ ficación y aprobados los milagros, con el Decreto llamado de Tuto ( = con seguridad): se puede proceder con seguridad a la Beatificación. Esta se realizó en la acostumbrada ceremonia en la Basílica Vaticana el domingo 16 de junio de aquel año de 1929. Era el 254 aniversario de la Gran Reve­ lación de santa Margarita María de Alacoque, el 16 de junio de 1675, en la cual el mismo Señor había encargado a Claudio de la Colombiere su gran misión. Era verdaderamente reconocido por la Iglesia como el apóstol del Sagrado Corazón de Jesús. Esta fue la misión que el Señor le había encar­ gado con aquellas palabras: «Dirígete a mi servidor el P. Claudio de la Colombiere, y di le de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción, y dar este gusto a mi divino Corazón.» El apostolado lo había hecho en vida. Pero, apenas coronada su vida con su muerte, iba a comenzar la fecundidad de su apostolado. Lo hemos de ver al señalar el perfil espiritual del Beato. En Paray-le-Monial un altar guarda, en la Iglesia de los jesuitas, los sagrados restos y huesos del Beato. Sobre la urna de cristal, en la que pueden verse ahora los huesos del após­ tol del Sagrado Corazón, una admirable estatua yacente del mismo de co­ bre dorado, estalizada y hierática, que hemos admirado con devoción, y ante la que pudimos ofrecer el santo sacrificio de la Misa. La capilla dirige la atención hacia el sagrario, al que sirve con su línea, en medio de la nave lateral y paralelamente, el altar del Beato. Sobre el sagrario, en el que atrae la mirada una cabeza de Jesús con sus manos llagadas y el Sagrado Cora­ zón, en mosaico brillante, un gran fresco representando la célebre visión de santa Margarita María del 2 de julio de 1688, en la que la santa ve a la Virgen María junto al Sagrado Corazón de Jesús sentado en el trono, y a un lado junto a la Virgen las religiosas de la Visitación, y al otro, junto a san Francisco de Sales, el P. La Colombiere. El Señor encarga a ambas ór­ denes la misión de promover y dar a conocer esta devoción. Y es el Beato precisamente aquel a quien se dirige la Virgen María como a «siervo de su Hijo», para que promueva entre los Padres de la Compañía de Jesús este apostolado. Ha sido elegido así como miembro de esta Compañía para tal misión. Esta fue su gloria, y éste es el apostolado que desde el cielo ha de 25

realizar. A nosotros corresponde luego el ejecutarlo como servidores de la Iglesia y de Jesucristo, en unión con todos aquellos que sientan la misma llamada. El encargo es expreso, pero no exclusivo. El Beato La Colombiére es el primer apóstol de la Compañía de Jesús en esta devoción. ¡Ojalá que la Compañía no abandone tan precioso encargo, que oficialmente reci­ bió por su Congregación General con agradecida devoción! (V. Carta XC de santa Margarita: S. Tejada, Vida y Obras, p. 356-57).

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II

Cronología de la vida del beato

Damos aquí la cronología ordenada de la vida del Beato Claudio de la Colombiére. La intención al proponerla es facilitar con ello la consulta del lector, especialmente cuando quiera consultar acerca de datos o fechas de las cartas. Por eso fijamos algunas fechas particulares también, que se des­ prenden de algunas cartas suyas, indicando la carta de referencia. 1641 S. Symphoritn Nacimiento de Claudio la Colombiére. d'Oipn Traslado familiar. 1650 Vienne abril Claudio estudia la gramática 1650 Lyon octubre en el Colegio de Nuestra Señora del Socorro. Colegio de la Trinidad. Es­ octubre 1653 Lyon tudia Retórica y Filosofía. Noviciado. 1658 AviñÓn 25 octubre Votos de fin del Noviciado, 1660 » 26 octubre perpetuos. Estudios de Filosofía (1 año), y Magisterio (5 años de Profesor). Muerte de su madre, en 2 agosto 1661 » S. Symphorien d’Ozon. Colegio de Clermont. Estu­ setiembre 1666 París dios de Teología (4 años). Preceptor del hijo del mi­ nistro Colbert. Ordenación sacerdotal. Pri­ 6 abril 1669 » mera Misa. Colegio de la Trinidad. Pro­ setiembre 1670 Lyon fesor de Retórica. Predica­ dor (4 años). Casa de San José. Tercera setiembre 1674 Lyon Probación. Mes de ejercióos ( 1.*r Rttiro) oct.-nov. 1674 Lyon 2 febrero

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2 febrero febrero

9 octubre 13 octubre 2 febrero febrero 9 mivo 24 agosto setiembre 14 noviembre 16 noviembre 6 diciembre fin diciembre 16 enero «oaro-febr. H nano ■brü

1675 Lycn t675 Paray

Profesión solemne. Superior de la Residencia. Director de Sta. Margarita María y de ¡a M. Sau­ maise. 1676 París Salida para Londres (L1V). 1676 LonJnt Capellán y Predicador de la Duquesa de York. Palacio de Saint James. 1677 » Retiro de ocho días (2.* R a in ) (XXIII). 1678 Londrti Primeros síntomas de mala salud (XXXII). 1678 » Enfermedad del pulmón (Caita XXXVI) (en mayo, M. Saumaise a Dijon). 1678 » Primer vómito de sangre (XL). 1678 » Segundo vómito de sangre (XLI). 1678 » Detención en la madrugada, acusado de complot pa­ pista. C úrttl (XII). 1678 » Comparecencia ante los ma­ gistrados. C á r t e lK u ig 't Bttttb. Salud mala (XL1I). 1678 » Libertad vigilada. Casa de Bradley. Viaje a París, desterrado. 1679 París Carta al Provincial, espera destino (X). 1679 Dipn Visita a la M. Saumaise. Paray Visita de diez días. Sta. Margarita (XLU1). 1679 Lyon Colegio de la Trinidad. En­ fermo. Pequeño vómito de sangre (XLIII). 1679 S. Sjm pberün Estancia en casa de su her­ fO q* mano Humberto (XL1V)

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fin mayo 1679 Vuelve al Colegio. jul.-agosto 1679 S. Symphoritn Nueva estancia de reposo d'O^on d n * * m (Lxn). setiembre 1679 Lyon Encargado del espíritu de los estudiantes jesuitas de filo­ sofía (XI, XIV-XV). 1680 Lyon Enfermo. Alternativas. Di­ rector de espíritu (L). 6 abril 1681 Lyon El día de Pascua, vómito de sangre (LXXXVÜI y XOV). agosto 1681 Paray Traslado del enfermo a la Residencia. oct.-dic. 1681 » Vómito de sangre (LXXX). noviembre 1681 » Entrevista con santa Mar­ garita M. (XQX). diciembre 1681 » Mal estado de salud (XCIX). 10 diciembre 1681 » Ultima Misa del Beato diciembre

1681

enero

1682

28 enero

1682

29 enero

1682

9 febrero

1682

15 febrero

1682

16 febrero

1682

(xax).

»

Ultima visita a S. Margarita María (Carta XIII de la santa a la M. Saumaise). Proyecto de viaje a Vienne, para reponer su salud (XLIX). Aviso escrito de santa Mar­ garita María: «Quiere aquí el sacrificio de su vida». Suspensión del viaje proyec­ tado. Intento de viaje. Regreso con fiebre alta. Muerte del Beato a las siete de la tarde. Entierro a las diez de la mañana. Santa Margarita M. declara que está en la gloria del Señor.

»

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agos.-scpt. 1685

Lectura en el Refectorio de la Visitación de Paray del Retiro y la Gran Revela­ ción, presente santa Mar­ garita M. Proceso ordinario sobre las virtudes del Siervo de Dios. Proceso romano de beatifi­ cación. León XIII. Decreto de Heroicidad de virtudes: el Venerable Clau­ dio de la Colombiéere. León XIII. Decreto de T uto para la Beatificación: Pío XI.

Paray

7 diciembre

1874 Autsbt

8 enero

1880 Roma

11 agosto

1901 Roma

7 junio

1929 Roma

16 junio

1929 Roma

Beatificación de Claudio de la Colombiere: Pío XI. (Santa

Margarita María beatifica­ da el 4 setiembre 1864: Pío IX ; canonizada el 13 de mayo 1920: Benedic­ to XV).

III Perfil espiritual

La vida exterior de un hombre es reflejo de su vida interior. Si dice el Señor en el evangelio que del corazón salen las palabras de la boca y las acciones, y que por los frutos se conoce la calidad del árbol (Lc 6, 43-45), es un claro indicio del corazón del Beato Claudio saber que fue elegido por el Señor para una altísima misión, y que la desempeñó fielmente hasta su muerte. Como los frutos proceden del árbol, comenzaremos por éste. Examinamos brevemente, reduciéndolo a un esquema, el interior del espí­ ritu y alguna cualidad especialmente destacada del mismo que sea como un sello de marca interior. Luego dirigimos, también brevemente, nuestra 30

atención sobre la gran misión a él encomendada y su desempeño. De este modo tendremos el perfil espiritual de Claudio de la Colombiére en sus lí­ neas esenciales. También indicaremos su carisma de director de almas. Creemos que así habremos trazado el retrato de Claudio de la Colombiére en sus rasgos fundamentales. 1.

— Vida interior y espíritu

En el Beato, como en aquellos santos que nos han dejado apuntes personales de su propia vida, tenemos motivos para pensar que llegamos más adentro de su alma que a través solamente de sus obras externas. Sus Retiros nos dan los más íntimos sentimientos de su alma en momentos im­ portantes de su vida, tiempos de concentración y de oración, de reflexión y personalidad. En sus Cartas hallamos también detalles importantes de su vida espiritual propia, ya por algunas alusiones a ella (cf. cartas a la M. Saumaise y a santa Margarita), ya a través de los consejos que da a otras personas, sacados de su propia experiencia. Si quisiéramos examinar todos los sentimientos y virtudes del hom­ bre de Dios, tendríamos que recorrer íntegros los escritos que después da­ mos. Dejamos al lector el gustarlos y leer en ellos el alma del Beato, y so­ lamente hacemos aquí consideraciones fundamentales. Su oración, su hu­ mildad, su obediencia y su amor a las Reglas de su vida religiosa nos pare­ cen algunas de las constantes básicas de su vida interior, y sólo de ellas decimos algo a manera de síntesis. a)

La oración contemplativa

Si se comparan los dos Retiros que conservamos del Beato, uno el de sus ejercicios de mes entero en Lyon en 1674, que podemos llamar de su entrega definitiva a Dios y la santidad, y el otro de ocho días en Londres de 1677, hallamos una notable diferencia entre ambos. Hasta sus ejercicios de mes el P. Claudio ha hecho, como es costumbre entre los jesuitas, pri­ mero otro mes de ejercicios en el noviciado para comenzar su vida religio­ sa, y luego retiros de ocho días cada año hasta el de 1674, en total durante dieciséis años. De todos ellos no conservamos ningún apunte, sea porque los haya destruido después, sea porque no tomase todavía apuntes. En quien con tanta fidelidad ha anotado sus sentimientos en el mes entero de 1674, parece natural suponer que tomase ya por costumbre antes hacer apuntes espirituales, pero han desaparecido. 31

Después tenemos notas espirituales de algunos días o meditaciones de los años 1674-76, pero no propiamente Retiros hasta el de febrero de 1677 (Carta XXIII del 17 de febrero a la M. Saumaise). Podemos pensar que no los ha habido en el intermedio, visto el cuidado con que ha conser­ vado estos dos. Como los de mes de 1674 fueron a fines del año, y prece­ dieron a los votos de su Profesión del 2 de febrero 1675, parece natural pensar que fueron considerados válidos para este año. En 1676, si no los hizo antes del verano, al ser puesto en perspectiva de nuevo destino ya en agosto y enviado a Inglaterra en octubre, pensamos que dejó los ejercicios de este año para hacerlos con reposo en Londres. Donde los hubo de retra­ sar algo por razón de la acomodación al nuevo destino y los hizo en febre­ ro de 1677, que son los que conservamos. El 2 de diciembre de este mismo año de 1677 habla, en una carta a la M. de Saumaise (XXVIII), de un reti­ ro que va a comenzar «dentro de dos días»; pero no ha dejado ninguna no­ ta de él. En 1678, ya desde febrero comienza a notar fallos en su salud, y en el mes de mayo se presentan claros los síntomas del pulmón. Luego los vó­ mitos de sangre y la cárcel, no le dieron el tiempo de hacer otro Retiro en soledad. Pensamos, sin embargo, que fue un admirable Retiro el de sufri­ mientos, y en las seis semanas de cárcel no dejarla de dedicar lo principal de su tiempo a la oración en cuanto podía por su salud. Pero, como es ob­ vio, no conservamos ningún apunte escrito de tal tiempo. Comparando pues el primer Retiro de 1674 y el segundo de 1677, no­ tamos claramente en este intervalo que el Beato ha pasado de la medita­ ción iluminativa de los misterios de la vida del Señor (uno por uno, según el propio orden de los ejercicios, excepto en la segunda parte de la segunda semana,) a una situación propia de un contemplativo que encuentra su re­ poso en pensar en Dios por fe (n, 7), porque no encuentra ya su devoción en la meditación reflexiva anterior. Su espíritu se esponja pensando en la presencia de Dios, y en este Retiro ha encontrado a Dios no tanto en las meditaciones cuanto en reflexiones sobre la misericordiosa conducta del Señor con su alma. Piensa que en estos y otros sentimientos semejantes «hubiera pasado horas enteras, sin agotarme ni fatigarme» (n. 7). Por lo demás, hallamos en las notas espirituales intermedias a los dos retiros una serie de reflexiones sobre los divinos atributos, que muestran a un hombre sumergido en el pensamiento de Dios. Se hallan también en sus apuntes algunos pasajes que con razón han sido juzgados como gracias de carácter místico. Charrier ha notado, creemos que con razón, que cuando el 32

Beato en sus ejercicios de mes dice, escribiendo en su meditación sobre los pecados propios (I, 4): «Después de recibirme con tanta afabilidad, esta Señora me ha presentado, a mi parecer, a su Hijo, el cual, en consideración a filia, me ha mirado y abierto su seno como si yo hubiera sido el más inocente de los hombres». La expresión «a mi parecer», en su modestia, indica una gracia que no se atreve a dar como plenamente cierta por su ex­ celencia precisamente. Y sabiendo que poco después el Sagrado Corazón va a referirse a él diciendo que es su «siervo fiel y amigo perfecto», ¿cómo no ver en el final de esta gracia «me ha abierto su seno», como un preludio de la misión del servidor fiel del Sagrado Corazón de Jesús abierto? Del mismo modo, poco más tarde, relatando una gracia especial que ha recibido, dice: «Sentí en mi corazón tan gran tranquilidad, que me pare­ ció haber encontrado al Dios a quien yo buscaba. Esto me causó un instan­ te de la más dulce alegría que he gustado en mi vida» (I, 5). Asimismo, los sentimientos que describe en la meditación del Santísimo Sacramento: «Me he sentido penetrado de un dulce sentimiento de admiración y agra­ decimiento por la bondad que nos ha mostrado Dios en este misterio. Es verdad que he recibido por él tantas gracias, y he sentido tan sensiblemente los efectos de este Pan de los Angeles, que no puedo pensar en ello sin sen­ tirme movido a profunda gratitud» (I, 10). En el día de Navidad de 1675 ha considerado «con un gusto delicioso y una vista muy clara los excelentes actos que la Santísima Virgen practicó en el Nacimiento de su Hijo. He admirado la pureza de este Corazón y el amor en que se abrasa por este divino Niño... Me parecía ver los latidos de este Corazón, y me encantaba» (Notas esp. b, 1675, 5). Y en un don carismático de profecía muy claro, el día de san Francis­ co Javier de 1674, a pocos días del fin de los ejercicios de mes todavía, ve la futura cárcel de Londres cuatro años antes de sufrirla: «De pronto se ha hecho una gran claridad en mi espíritu. Me parecía verme cargado de hie­ rros y cadenas, arrastrado a una prisión, acusado y condenado por haber predicado a Jesús Crucificado, y deshonrado por los pecadores». (Notas esp., a, 1674,8). Y él solicita estos males y penas: «Enviadme estos males, Señor, los sufriré con gusto». (¿Tuvo purificación pasiva?, C. XLI). b)

La humildad y el olvido de sí mismo

El punto que podemos llamar central de su espiritualidad es, sin duda, el deseo de alcanzar lo que él llama «el perfecto olvido de sí mismo». Esta gracia es la petición con que inicia su consagración al Sagrado Corazón de 33

Jesús, en la cumbre de su vida espiritual (Orac. I, c, p. l67). Pide el olvido de sí mismo, porque es «el único camino por el cual se puede entrar en el Sagrado Corazón». Esta enseñanza se la ha dado santa Margarita María, desde luego, en relación a la entrada en el Sagrado Corazón. Lo dice él mismo, atribuyendo «el deseo de olvidarme enteramente de mí mismo», a «un consejo dado de parte del mismo Dios, como así lo creo, por medio de la persona de quien Dios se ha servido para otorgarme muchas gracias», que es santa Margarita María (Retiro 1677,13). Pero ese consejo divino, ¿no le ha sido ya sugerido también a él mismo antes personalmente? Al terminar la tercera semana del mes de ejercicios ha escrito: «Sería necesario vivir como si ya estuviese muerto y enterrado. Oblivioni datus sum... Estoy dado al olvido como muerto de corazón (Sal 30,13). Un hom­ bre de quien ya nadie se acuerda, que no es ya nada en este mundo, que no sirve para nada; he aquí el estado en que es necesario que viva yo de aquí en adelante, en cuanto me sea posible, y anhelo estar efectivamente en él» (111,11). Sin duda, este anhelo, infundido por Quien le preparaba a entrar en su Sagrado Corazón, había de ser una de sus líneas directrices o maes­ tras de vida. Podemos pensar que respondía a un estado admirable, buscado por el Señor, de víctima de su Sagrado Corazón. En realidad, responde plena­ mente a la reflexión final de san Ignacio en los Ejercicios espirituales, al terminar la segunda semana: «Tanto aprovechará cada uno cuanto más sa­ liere de su propio amor, querer e intereses». En su profunda humildad, dice en la carta a santa Margarita María exponiendo el interior de su alma, y su visión de sí mismo: «No puedo lle­ gar a ese olvido de mi mismo que debe darme entrada en el Corazón de Jesucristo, del cual por consiguiente estoy muy lejos. Veo claramente que, si Dios no tiene piedad de mí, moriré muy imperfecto» (Carta L). Esta car­ ta es desde Lyon en el verano de 1680. Año y medio más tarde, víspera de su muerte, escribirá a la gran confidente de su alma, la M. Saumaise, en su última carta: «Desde que estoy enfermo no he sabido otra cosa, sino que nos apegamos a nosotros mismos por muchos lazos imperceptibles, y que si Dios no pone la mano en ello, no los romperemos nunca. Ni siquiera los conocemos. Sólo a El pertenece santificarnos. No es poca cosa desear sin­ ceramente que haga Dios todo lo necesario para ello...» (Carta XLIX; enero 1682). c)

La obediencia 34

En el voto de guardar las reglas que hace en su Retiro de mes, si bien puntualiza detenidamente los compromisos que adquiere respecto a diver­ sas reglas o costumbres religiosas, cuando se trata de la virtud central de la obediencia solamente dice: «En cuanto a la obediencia, ya he hecho voto de practicarla según nuestras Reglas» (Retiro 1674, B,2-14). Este voto es el voto religioso que tiene perpetuo desde el noviciado, y que pronto con­ vertirá en voto solemne por su profesión. No le parece pues que necesita especificar nada, porque ya lo tiene hecho, y es según las reglas y constitu­ ciones de la Compañía, que lo extienden, si no en cuanto voto estricto, sí al menos en cuanto virtud buscada, a todas las cosas de la vida mientras no haya pecado y sean conformes a las reglas. Convendrá únicamente recor­ dar que el voto religioso de obediencia obliga por sí mismo en los casos en que el superior apela expresamente a él, mandando algo en virtud de ese voto, o como suele decirse «en virtud de santa obediencia». Pero si bien esto sucede pocas veces, y quizás nunca en la vida, sin embargo, propia­ mente el voto de obediencia introduce al religioso en la Orden como miembro de ella, y así queda dispuesto a la obediencia en todas las cosas. Por eso no necesita el Beato especificar en qué cosas obedecerá, pues son todas: la casa, el oficio, el trabajo, la tarea diaria, la salud y enfermedad... , todo queda de algún modo en el área de la obediencia, aunque na­ turalmente no siempre del mismo modo. En sus cartas recomienda con frecuencia a las religiosas la obedien­ cia. Pero recogeremos aquí algo que hace alusión a su obediencia como eje de su vida. En dos cartas particularmente, la CIV y la CV, toca este tema con especial atención. En la primera recuerda a la religiosa Ursulina (pro­ bablemente la misma en ambos casos), que la obediencia se hace por Jesu­ cristo y como a Jesucristo. ¿Qué es lo que nos santifica? «Créame, querida Hermana: no son el retiro y las largas conversaciones con Dios las que ha­ cen los santos. Es el sacrificio de nuestra propia voluntad, aun en las cosas más santas, y una adhesión inseparable a la voluntad de Dios, que se nos declara por medio de nuestros propios superiores» (CIV). La religiosa parece haber objetado que sería feliz obedeciendo si su­ piera que su superiora (había dificultades en aquel monasterio) le trataba así por consejo del P. La Colombiére, como director suyo. A lo que el san­ to responde con una clara doctrina tradicional sobre la obediencia: «Ay, mi querida Hermana. ¿Haría usted más por mí que por Jesucristo, que la go­ bierna por medio de su superiora? Yo no he aconsejado a su superiora que le mande lo que le manda; pero a usted le he aconsejado, y le aconsejo de nuevo, que obedezca. Yo no respondo de que ella haga bien aplicándola a 35

lo que le repugna; pero respondo con gusto de todo lo que haga usted si­ guiendo sus órdenes, que seguramente serán las órdenes de Dios, cualquie­ ra que sea el motivo que le obliga a dárselas» (XCIV). La doctrina es cla­ ra: el superior puede equivocarse, y se equivocará más de una vez, cuando manda, si miramos a lo que objetivamente hubiese sido más apropiado mandar. Nada garantiza que el mando haya de acertar siempre, aunque se pueda pensar que la Providencia asiste de algún modo al que manda en su nombre (sin embargo, la historia hace ver cuántas veces se han equivocado los superiores religiosos también, y no sólo eso, sino que han podido tener y han tenido a veces mala voluntad). Pero el que obedece hace bien en obedecer a lo mandado, y agrada a Dios, exceptuado el caso en que el su­ perior manda algo que es pecado hacer (pues entonces no manda en nom­ bre de Dios), o manda algo contrario a las Reglas (pues entonces no tiene autoridad para mandarlo). Doctrina difícil, peto que da su precio religioso a la obediencia, si se hace por el reino de los cielos. En la otra carta, el Beato manifiesta su propia conducta en la obe­ diencia a lo largo de su vida. Aconseja así a la Directora del pensionado de las Ursulinas: «Antes de hacer nada, querida Hermana asegúrese de que hace lo que Dios quiere. Hágase dependiente de otro desde la mañana has­ ta la noche... El demonio nunca ha engañado ni engañará a un alma verda­ deramente obediente». Y pasa a descubrir su propia conducta en la obe­ diencia: «En cuanto a mí, hago tan grande caso de esta virtud que todas las demás no me parecen nada si ella no las conduce. Reconozco que el empe­ ño que he tenido en practicarla ha sido la felicidad de mi vida, que le debo todas las gracias recibidas de Dios, y que mejor quisiera renunciar a toda clase de mortificaciones, de oraciones y de buenas obras, que apartarme en un solo punto no sólo de los mandatos, sino aun de la voluntad de aquellos que me gobiernan, por poco que pueda entrever esa voluntad» (CV). Tales palabras son de un hijo de san Ignacio de Loyola, sin duda. So­ lamente podríamos matizar que, ciertamente, la verdadera obediencia no debe impedir el desarrollo de la propia iniciativa y actividad personal, por lo cual hay que tener cuidado de no convertir la obediencia en una evasión de la propia responsabilidad. Pero evitado este peligro, no cabe duda de que la doctrina de los mejores maestros de la vida espiritual está completa­ mente de acuerdo con el consejo y la práctica, en algunos casos heroica, de esta virtud, como el Beato la vivió. d)

El voto de guardar las Reglas 36

Es claro que entre las virtudes en que el Beato La Colombiére destacó sobresale la fidelidad a las Reglas de su Instituto religioso. Y es un ejem­ plo memorable de ello especialmente por el Voto de guardar las Reglas, que estudió detenidamente y realizó durante el mes de ejercicios de 1674. Al llegar en los ejercicios al instante cimero de la elección, que es el corazón de la praxis de los ejercicios de san Ignacio, la realización del Vo­ to queda anotada con estas palabras: «Ha sido en esta situación (resolución de santidad, tras una falta de humildad interior) cuando, sintiéndome ex­ traordinariamente instado a cumplir el proyecto de vida que desde hace tres o cuatro años medito, con el consentimiento de mi Director, me he en­ tregado enteramente a Vos, oh Dios mío» (II,B,1). Fue una entrega sin re­ serva, como él deseaba. Dice que lo había meditado largamente, durante tres o cuatro años an­ tes. Es así cómo, ya en su vida de profesor en el Colegio de Lyon, surgía en su alma por divina inspiración el proyecto que ahora tomaba forma. Y señala que hace tal entrega en la misma edad en que Jesús nos redimió, y así se entregó por él. Su intención, ya antes de conocer las revelaciones de Patay, es con este voto «reparar el daño que hasta este punto no he dejado de haceros al ofenderos» (ib.). Esta reparación, tras la revelación de Paray, se tornará reparación al amor. El Voto comprende todas sus Reglas, sin excepción. Enumera las obligaciones que contrae, una por una, en cuanto a las Reglas del Sumario de las Constituciones (que son las que más propiamente forman su Regla de vida), las llamadas Comunes (porque afectan a todos los miembros de la Compañía por igual), y las de la modestia, escritas por san Ignacio, y las propias de los sacerdotes como tales. No es necesario que nos detengamos a tratar de cada una. Mirando el conjunto de obligaciones que contrae, se comprende que haya escrito en su retiro de Londres de 1677: «Es del todo evidente que, sin una particular protección, sería casi imposible guardar este voto. Lo he renovado con todo mi corazón, y espero que Nuestro Se­ ñor no permitirá que jamás lo viole» (Retiro 1677, 6). Tales palabras son un elocuente testimonio de su propia conciencia ante Dios de que no lo ha violado hasta entonces, en aquellos tres años de intensa actividad. Bien podemos pensar que no lo violó en los cinco restantes, particularmente ha­ biendo pasado los tres últimos en el retiro de su enfermedad hasta su muer­ te. ¿No basta esto para atestiguar la plena santidad de este hombre en la Iglesia de Dios? Es ella la que aprueba estas reglas como un camino de santidad para los miembros de la Compañía, mientras están en vigor. Y el 37

voto de obediencia se hace siempre, y la Iglesia hoy de nuevo lo ha seña­ lado enérgicamente declarando necesaria la condición pata la validez de la fórmula de los votos, de modo que la obediencia se prometa según las Constituciones o Reglas de vida propia de cada Instituto. Al leer las condiciones y motivos del Voto, que ofrece a su Director para que lo examine y apruebe o rechace (II,B,5-6), comprende uno bien la alteza de espíritu de este hombre, y que una moción divina le guiaba. Bus­ ca la libertad de espíritu en las ataduras que quiere. Se siente desprender de todo por esta resolución. Le parece «que va a entrar al hacerlo en el reino de la libertad y de la paz». Puede acaso parecer a alguno hoy que es más conforme a la libertad de los hijos de Dios actuar por amor que por obligación. Pero es que, en este caso, como en los mismos votos religiosos, la obligación se contrae libremente por amor. Es el amor el que resplandece, no el temor. Nada de escrúpulo ni mezquindades. Es un espíritu equilibrado y reflexivo el que lo hace. Sabe, por eso, medir con precisión las obligaciones que quiere acep­ tar, dejar un resguardo para el caso de que le llegue a producir turbación o ansiedad. Pero aquel hombre mantendrá su voto hasta el fin: «terminará solo con mi vida». El ascético Gandhi ha escrito: «El voto estabiliza la vo­ luntad, la conforma a la inmutabilidad divina». Dios le dio en aquellos mismos ejercicios una señal de su agrado so­ bre el voto. Pues al leer en la vida de san Juan Berchmans el memorable ejemplo de lo mismo, aunque sin voto, testimoniado por el santo joven en su lecho de muerte, tuvo un intenso dolor de su vida pasada. Lloró por sus faltas anteriores. Se decidió a guardar su voto con entera fidelidad (II,C,5). No sabemos qué día hizo el voto exactamente, pero fue en la mitad de la segunda semana, como hemos anotado (II,B,1). Pudo ser en la repetición de las tres maneras de humildad, de la que habla como tiempo del voto, hacia mediados de octubre de 1674. La austeridad con que lo vivió fue la que le hizo no permitir encender fuego en su habitación del palacio de Saint James, en el durísimo invierno londinense de 1677 (se heló el Támesis, y sobre el río helado se asaba car­ ne), y la que hizo que no se asomase nunca a la ventana para ver el espec­ táculo grato del ir y venir de las gentes, ni pasear nunca por la curiosidad de conocer Londres. En la hora de su muerte, ya próximo a ella, consultará a la M. Saumaise, su confidente de espíritu más de una vez, sobre su pare­ cer en cuanto a manifestar a los superiores las ventajas de Vienne sobre Lyon para su enfermedad por el clima: «a fin de descargar mi conciencia, 38

y no morir con escrúpulo de haber quebrantado la regla», que le manda dar cuenta al superior de lo que hace falta para su salud, modestamente ex­ puesto (Carta XLIX). Podemos resumir el aprecio que tuvo de las Reglas y el modo como las vivió si recorremos su correspondencia, diciendo que en toda ella como en un espejo aparece el modo religioso que tenía en todas las cosas. Su concepto de la vida religiosa era plenario. Y contra aquellos que piensan que la regla escrita es una atadura de la actividad, y que hay que buscar sin ellas una libertad de acción que les lleva a extremos tantas veces inauditos, se puede recordar que el hombre que brilla por este voto no es un apocado o un hombre retirado en un rincón mientras ha tenido fuerzas. Sus sermo­ nes han quedado como una de las más hermosas colecciones de elocuencia religiosa de Francia, en el mismo tiempo de Bossuet y de Bourdaloue. Su actividad apostólica se ha desarrollado en una corte real, la de Inglaterra, y en un país sacudido por las tormentas de la persecución religiosa, de la cual él mismo ha sido víctima. Es un hombre lleno de cualidades humanas, entregado a Dios sin re­ servas, y que al ser desterrado de Inglaterra, piensa y sueña en «volver al país de las cruces» (Carta XLIII), tiene nostalgia de la persecución y de la prueba en medio de su enfermedad, que es el sello de su confesión de la fe. Es un mártir, que no ha podido dar el testimonio directo de su sangre, pero ha dado el de su palabra incansable, el de la cárcel, el del perdón. Ha dado el testimonio de una vida agotada por sus trabajos, su firmeza y sus sufri­ mientos. No es un niño ignorante, sino un atleta verdadero de Jesucristo. Este es el hombre que, desde el Londres de las nieblas y la nieve, de las persecuciones y la tormenta, escribe en 1677, en plena actividad apos­ tólica: «La perfecta observancia de las reglas es una fuente de bendiciones. De mí sé decirle que mis reglas son mi tesoro, y que encuentro tantos bie­ nes encerrados en ellas, que aun cuando estuviese enteramente solo en una isla en el extremo del mundo (o sea, desprovisto de todo lo demás) nada me haría falta ni desearía otro socorro, con tal de que Dios me concediera la gracia de observarlas bien. ¡Oh santas Reglas, Bienaventurada el alma que ha sabido poneros en su corazón y conocer cuán provechosas sois!» (Carta CVII). 2.

— Misión del B. Claudio de la Colombiére en la Iglesia

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El hombre cuyo espíritu nos manifiestan tales escritos y máximas ha tenido una altísima misión en la Iglesia de Cristo. Ha sido escogido para ser el testigo de una de las más admirables revelaciones habidas en la Igle­ sia Católica, la cual ha sido tan extraordinaria que la misma Iglesia la ha recogido en su esencia en la liturgia, otorgándole la máxima solemnidad: la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. No es, cierto, exclusiva de su vida, pero en ella adquiere un relieve tal que alcanza finalmente la aceptación de la Iglesia como fiesta particular, y por fin aparece como expresiva de uno de los más grandes misterios de la religión católica y de toda religión: el Amor infinito de Dios a los hombres hecho carne en Jesucristo. Ha habido otros santos antes de él, y también después, que han sido favorecidos con altísimas gracias, en ciertos aspectos mayores que las suyas en relación con este misterio de amor; pero él fue elegido para ser el testigo eclesial de una particular voluntad del Señor, la de la instauración de una fiesta para honrar este altísimo misterio. a)

El misterio del Sagrado Corazón de Jesús

Hemos hablado ya de su encuentro con la que el mismo Señor distin­ guió con el título de «Discípulo amada de su Sagrado Corazón». (Auto­ biografía de Sta. Marg. María, c. V). Hemos visto la misión que en rela­ ción con ella tuvo, y cómo fue designado por el mismo Señor como el amigo fiel que le enviaba para asegurarla y dirigirla en su nombre. El mismo Señor le designaba así para una misión particular: dar a conocer es­ te misterio de amor a los hombres y a la Iglesia, por ésta a aquellos. Suele haber, en la vida de los hombres que Dios escoge es­ pecialmente, un instante que puede ser calificado como «el instante de Dios». Este instante cambia el curso de su vida, ya torciendo totalmente su curso del pecado a la gracia, del error a la verdad, ya marcando una huella candente en su vida que transforma el hierro en fuego. Tal es el camino de Damasco para Pablo, tal la herida de Pamplona para san Ignacio de Loyo­ la. Tal fue para el Beato Claudio el encuentro con santa Margarita María de Alacoque en Paray-le-Monial. Su mirada iluminada por el Espíritu conoció la obra y la presencia de Dios en aquella llamada extraordinaria. La aseguró en su camino. Le man­ dó, con una certeza carismática, ejecutar las peticiones del Señor, huma­ namente no aconsejables, por las que le exigía que comunicase a religiosas de su comunidad defectos que el Señor quería ver corregidos (Autobiogra­ fía, c. VI), aunque prudentemente haciéndolos pasar primero por la Supe40

riora, para seguridad de obediencia. Las manifestaciones del Sagrado Co­ razón de Jesús a santa Margarita María culminaron en la Gran Revelación del 16 de junio de 1675. Como había mandado a la santa escribir todo lo que pasaba en su al­ ma, y luego dárselo a leer a él para mejor juzgar, ella obedeciendo trans­ cribió esta gran revelación en que el Señor pedía la Fiesta de su Sagrado Corazón en la Iglesia, que había de culminar y asegurar católicamente esta devoción. De su propia mano, seguramente con una profunda emoción de humildad, él transcribió en su diario del retiro de Londres de 1677 la copia que conservó de este escrito. En este escrito se dice: «Dadme — le dije— el medio para hacer lo que me mandáis. En­ tonces añadió: Dirígete a mi siervo, el P. Claudio de la Colombiére, y dile de mi parte que haga todo lo posible para establecer esta devoción y dar este gusto a mi divino Corazón. Que no se desanime por las difi­ cultades que para ello encontrará, y que no le han de faltar. Pero debe saber que es omnipotente aquel que desconfía enteramente de sí mismo para confiar únicamente en Mí» (Retiro de 1677, n. 12). El Beato hace preceder el relato de la gran gracia con estas palabras de testimonio: «Habiéndose Dios descubierto a la persona que hay motivo para creer que es según su Corazón (santa Margarita M.), por las grandes gracias que le ha hecho, ella se me manifestó a mí, y yo la obligué a poner por escrito lo que me había dicho. Y esto es lo que con mucho gusto he querido copiar de mi mano en el Diario de mis Retiros, porque quiere el buen Dios valerse de mis débiles servicios en la ejecución de ese proyec­ to». Esta fue la hora de Dios en la vida de su servidor. Un gran fuego ha­ bía sido encendido en su alma en ese momento, preparado largamente. A partir de aquel encuentro y de aquella invitación su vida cobraba un senti­ do plenario. Era la misión para la cual Dios le había elegido y preparado. Su agradecimiento es total. «He reconocido que Dios quiere servirse de mí, procurando el cumplimiento de sus deseos respecto a la devoción que ha sugerido a una persona a quien Él se comunica muy confidencial­ mente, y para la cual ha querido servirse de mi flaqueza» (n. 11). El sabe ahora que tiene que clamar sobre el mundo a los amigos del Señor de parte de El, que existe un Corazón apasionado de amor por los hombres, que es­ pera su amor y su reparación, el culto a su divino Corazón. Por eso exhala este grito de su alma encendida: 41

«¡Que no pueda yo estar en todas partes, Dios mío, y publicar lo que Vos esperáis de vuestros servidores y amigos!» (n. 11). Esto lo va a hacer de un modo humanamente increíble, conforme a la divina paradoja del Bautista: «Conviene que El crezca y yo disminuya». b)

El cumplimiento de su misión

Teniendo conciencia del encargo hecho por el Señor de una misión particular, bien se puede comprender cómo su alma se ordenó en aquella dirección con toda su voluntad de cumplirlo. El mismo nos lo dice en la efusión de su espíritu agradecido: «Ya la he inspirado a muchas personas en Inglaterra, y he escrito a Francia a uno de mis amigos, rogándole que dé a conocer su valor en el sitio en que se encuentra. Esta devoción será allí muy útil, y el gran número de almas escogidas que hay en esa Comunidad me hace creer que el practicarla en dicha santa Casa será muy agradable a Dios» (Re­ tiro Londres, n. 11). Aunque no dice cuál sea esa Comunidad de Francia, el modo de ha­ blar de «uno de mis amigos», dentro de una Comunidad, hace dar por se­ guro que se trata de una Comunidad de jesuitas, y ésta ¿cuál podría ser sino la de Lyon, donde el Beato había vivido la mayor parte de su vida an­ terior a Paray? Parece más propio pensar en Lyon que en París y su teolo­ gía, aunque sea posible. Sería entonces la Comunidad del Colegio de la Trinidad en Lyon, donde él mismo irá a vivir a su vuelta a Francia, y ten­ drá ocasión de encender más el sagrado fuego. Dice también que la ha inspirado a «muchas personas en Inglaterra». Estas habrían de ser aquellas almas más piadosas con las cuales ejerció su dirección espiritual. Entre todas ellas podemos estar seguros de que la más importante, tanto por su calidad como por el influjo que más tarde ejercerá para conseguir su desarrollo, es la misma Duquesa de York. María Beatriz de Este fue la primera de las personas reales en Europa que solicitó de Roma la concesión para las Salesas de la fiesta del Sagrado Corazón. ¿No se debe pensar que le había hablado concretamente el P. La Colombiere de tal deseo del Señor? Al menos es seguro que habrá leído en los Retiros, publicados ya en 1696 cuando ella hace la petición, la expresa mención hecha por su antiguo confesor el P. de La Colombiere del deseo del Señor de que se instituya esa fiesta en tal día precisamente. Tengamos en cuenta que la petición se hace sólo seis años después de la muerte de santa Marga­ rita, para toda la Orden de la Visitación, y para el viernes siguiente a la oc­ 42

tava del Corpus. Por iniciativa de santa Margarita misma, en vida suya, el Monasterio de Roma había solicitado esa fiesta para sí solamente, y fue denegada entonces. Ahora volvió a ser denegada la fiesta pedida por la Reina, en razón a la «novedad» que introducía; pero se concedió, a cam­ bio, la Misa de las Cinco Llagas, ya existente, para ese mismo día en la Orden de la Visitación (3 abril 1697). La Reina piadosísima pudo gozar este triunfo parcial en su retiro del Monasterio de la Visitación de Chaillot en París, donde se refugió después de Saint Germain cuando se vio deste­ rrada de Inglaterra por la persecución. ¿No era un primer triunfo de La Colombiére? En la Carta V a su hermana Margarita, religiosa de la Visitación de Condrieu, dice el Beato que ha inspirado esta devoción, la de la comunión pedida por el Señor en esta fiesta, a «varias comunidades». Escribe desde Lyon, vuelto ya de Inglaterra. Estas comunidades son, sin duda, de Salesas principalmente, por razones obvias. Tenemos testimonio de algunas de ellas en la Carta XLV, a la M. Saumaise superiora ahora de Moulins, don­ de más bien es un recuerdo del encargo; la Carta LXXXI bis a la M. Thélis, Superiora de Charolles, y luego a su sucesora en el superiorato (Carta LXXXIII) y a una de las religiosas inglesas (Carta LXXXIX) del mismo monasterio, aparte de la de su hermana en Condrieu. Seguramente que también en Dijon la M. Saumaise espoleada por el Beato ha movido áni­ mos para este efecto. Así son varias las Comunidades movidas por el Bea­ to con indicaciones breves, por ser devoción nueva. Pero la cumbre de este apostolado lo va a tener la inserción de la Gran Revelación en su Retiro de Londres, n. 12, y va a alcanzar inmensa resonancia después de su muerte, como suele suceder en los casos divinos muchas veces. Es el apostolado póstumo del santo. Sucedió así. La fama de su santidad al morir era ya tan dilatada que habiendo sido hallados entre sus papeles los que contenían las notas espirituales de sus Retiros, los superiores consintieron en darlos a la luz pública ya a los dos años de su muerte. Es necesario para comprenderlo pensar que era un hombre que tenía también la aureola de confesor de la fe. Pues su misma enfermedad había sido contraída en Inglaterra, y aumentada por la penosa estancia en la cárcel, aunque breve. El testimonio que había dado de sus virtudes era tan grande que aquel hombre, muerto en la mitad de su vida todavía, y cuyos sermones ilustres no habían sido apenas oídos en Francia, fue juzgado inmediatamente digno de ser conocido en su espíritu por el público de la Francia de la edad de oro de Luis XIV. En 1684 se editaban 43

pues sus Retiros, en el segundo de los cuales se hallaba copiada la Gran Revelación. Llegó inmediatamente un ejemplar al monasterio de santa Margarita María en Paray, donde todas las religiosas habían conocido al Superior de los jesuitas en los años 1675-76. Se leyó su libro en el refectorio de las re­ ligiosas como lectura apropiada y deseada por todas. Mas, por un descuido providencial de la encargada de tal lectura (si no fue deliberadamente bus­ cado), al llegar al pasaje de la gran revelación fue leído íntegramente. Co­ mo en él se alude expresamente a «una persona a quien él se comunica muy confidencialmente», como receptora y transmisora de esta devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que el Beato acoge con tan humilde gratitud, y dice de la misma persona que «hay motivo para creer que es persona se­ gún su Corazón, por las grandes gracias que le ha hecho, que ella me mani­ festó a mí, y yo le obligué a ponerlas por escrito», la voz de la lectora se­ ñalaba con absoluta claridad a la santa presente en el refectorio entre los oyentes. Pocas veces se habrá dado en la historia de los santos situación tan singular. Un santo hace el elogio en público de otra santa que está pre­ sente. El ha muerto, pero ella vive. Transcribe a continuación la gran manifestación en que el Señor pide una fiesta particular para honrar a su Corazón en un día determinado. Pue­ de verse el extraordinario texto íntegro en el Retiro de Londres, n. 12, y se comprenderá lo que su lectura hubo de suponer para aquellas que «hablan arrastrado (a la santa) de una parte a otra en medio de espantosa confu­ sión» (Autobiografía, c. VI) hacía solamente ocho años, el 20 de noviem­ bre de 1677 (Carta XXVIII). El Beato actuaba como testigo público de Dios, y su testimonio fue aceptado. La devoción al Sagrado Corazón, a partir de esta lectura, comenzó a verse libre de trabas en los conventos de la Visitación, y fue públicamente conocida. Razona el P. Guitton que esta lectura hubo de tener lugar en los meses posteriores a julio de 1685, por­ que algunas de la Comunidad de Paray, de tan recta intención como la M. des Escures, que era un modelo de fervor religioso, se opuso a la celebra­ ción de la fiesta del Sagrado Corazón en el Noviciado dirigido por santa Margarita María con sus novicias, y cree que no lo hubiera hecho si la lec­ tura ya hubiese tenido lugar en el refectorio. Ahora bien, aquella fiesta la celebraron con ocasión del santo de su Maestra las novicias, y fue el 20 de julio de ese año (Guitton, p. 400). c)

El Memorial de santa Margarita María 44

Hemos indicado antes cómo la santa entregó al P. La Colombiére, al partir éste de Paray para Londres, un breve Memorial o nota de parte del Señor mismo. Se halla transcrito este Memorial, no por el Beato sino por los editores de los Retiros, al comienzo del Retiro de Londres, en el «Avi­ so previo», n. 1, para que el público lector pueda comprender las alusiones del Beato al mismo en el Retiro. Consta de tres puntos: el primero habla del carisma del beato de llevar las almas a Dios, y le alienta para las cruces que en esto tendrá que soportar en Inglaterra; el segundo, le habla de la dulzura con los pecadores, invitándole quizás así a corregir un cierto exce­ so de rigor que al principio de su ministerio pudo aparecer en él; el tercero le habla misteriosamente de «no apartar el bien de su fuente». Aparece el Beato, tanto en sus ejercicios o Retiro posterior de Lon­ dres como en su correspondencia con la M. de Saumaise, confidente de la santa y suya, íntimamente penetrado de la importancia de aquellos puntos del divino mensaje. Piensa en ellos, y goza de una gran alegría cuando la luz divina le hace descubrir su sentido, y con ello comprobar su verdad. Sobre todo, el punto tercero, con su enigmática fórmula, le ha hecho pen­ sar mucho hasta que la luz divina interviene. Y entonces comprende al fin, tras haber dado muchas vueltas a la frase con profundo respeto, que se re­ fiere a la pobreza y su voto, y que tiene una aplicación inmediata en el uso de la pensión de que dispone como predicador de la Duquesa de York. No debe conservar como ahorro lo que le sobra, pues sería perder su confianza en Dios y «apartar el bien de su fuente». Y decide extender su voto al uso de lo sobrante de la pensión en obras buenas y pobres, o mejor «ya estaba comprometido con voto antes de tener la inteligencia, peto habla todavía algunos puntos a los cuales no había extendido todavía el voto» (Retiro de Londres, n. 4). Y en un movimiento de alegría, bendice a Dios y «la santi­ dad de la persona de quien quiso servirse para darme este aviso». Esta gra­ cia fue el quinto día de sus ejercicios de ocho días, el día en que se trata de la reforma ordinariamente. Pero también los otros puntos del memorial son objeto de la luz de Dios. El día tercero de los ejercicios comprende el punto primero sobre los lazos o persecuciones del enemigo en su actividad apostólica (n. 3). Y el día quinto entiende también el segundo punto sobre la conducta que debe seguir con algunas personas que resisten a la gracia divina (n. 5), declaran­ do que sólo falta por entender una parte del punto primero sobre las perse­ cuciones movidas por personas eclesiásticas. Ya lo entenderá cuando lle­ guen, y será la causa de su confesión de fe. 45

En su correspondencia con la M. Saumaise expone con claridad la importancia que da al Memorial, y las luces que ha recibido en los ejerci­ cios. Especialmente en la carta escrita inmediatamente después de su retiro de Londres, a diez días de distancia, donde todavía rebosa la alegría del descubrimiento hecho, Carta XXIII. Habla de los tesoros del memorial, de la luz recibida, de la grandísima alegría que le llenó. Habla del escrito co­ mo de un mensaje ciertamente divino, lleno de la luz del Espíritu. Del mismo modo menciona repetidas veces después el Memorial, en las Cartas XXIV, XXV, XXVI, XXXI. En la Caita XXI, de noviembre de 1676, ape­ nas llegado a Londres, se halla la primera mención del Memorial como de un escrito de grandísimo valor para él. Tal carta responde a otra en que se confirmaba el Memorial de nuevo. En toda su correspondencia puede apreciarse el respeto y como veneración con que recuerda siempre a la san­ ta, y el aprecio en que la tiene ante Dios, como a tal. Véase para ello las notas de la correspondencia n. 7, 25, 45 y 67. A la M. Saumaise en más de veinte cartas le habla de la santa. Un punto conviene al fin destacar, porque el mismo Beato le da un inmenso alcance. Es la palabra final de un nuevo escrito de la santa que le ha transmitido la M. Saumaise, y que él propone como muy difícil por lo que encierra: «Sin reserva» (C. XXV). No sabemos lo que le decía, pero debe ser la entrega al amor del Sa­ grado Corazón sin reserva. Esta carta, como la siguiente XXVI, prueban que la M. Saumaise le seguía transmitiendo algunos breves escritos (o bi­ lletes) de la santa de parte del Señor. Tales escritos son su felicidad y le ayudan en sus dificultades. Recordemos también un punto de suma importancia, respecto del Memorial. En el Retiro de Londres, n. 8 (v. nota 44) habla también del Memorial, y en él encuentra la fuente de una virtud de inmensa importan­ cia en su vida: la confianza. La hermosa oración de confianza en que allí se explaya con Dios, así como su Acto de confianza, que puede verse entre sus oraciones (p. 167) tras su Consagración, nos muestran una de las virtu­ des características de la vida de quien se ha entregado totalmente, sin re­ serva, al Sagrado Corazón de Jesús. Esta confianza en El, tan propia de es­ ta devoción, es «un gran tesoro» y «no pondrá límites en ella». d)

La Eucaristía y su sacrificio como víctima

En sus Retiros hallamos una de las más profundas devociones de su vida sacerdotal, la de la Eucaristía y la Misa. En la contemplación que ano­

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ta del día de la Inmaculada Concepción de 1674 (Notas espir. a, 1674, n. 9), recuerda la devoción con la que María llevó a Jesús en sus entrañas, y su pureza, como estímulo para sus comuniones. Recordemos que Kempis, en su Imitación de Cristo, es el único recuerdo que nos ha dejado de su propia devoción a la Virgen: «Con tal afecto, reverencia, honor y alabanza; con tal agradecimiento, dignidad y amor; con tal fe, esperanza y pureza, deseo recibirte hoy como te recibió y deseó tu santísima Madre, la gloriosa Virgen María, cuando al ángel que le anunció el misterio de la Encarna­ ción, respondió humilde y devotamente: He aquí la esclava del Señor, há­ gase en mí según tu palabra» (Imit. Cristo, IV, 17). En la meditación final de la primera semana de su Retiro de mes, 1,10, expone abiertamente cuáles son sus sentimientos hacia este admira­ ble misterio. En él pone su confianza de perseverar. Y tiene esta admirable expresión: «Celebraré Misa todos los días. He aquí mi esperanza y mi único recurso». Y apoyándose con seguridad en El, presente en el Sacra­ mento, añade: «Poco podría Jesucristo si no pudiese sostenerme de un día al otro». AHI encontrará su consejo, su corrección, su fuerza. Como Lope de Vega en su célebre soneto, sabe que tiene a Jesús en sus manos y consi­ dera sus sentimientos: «Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro...». En su Retiro de Londres esta devoción a la Eucaristía ha penetrado mucho más profundamente en su corazón. Se halla ahora, por una parte, con el conocimiento de la devoción al Sagrado Corazón y un mandato de misión recibido de El, que toca al Sacramento, pues la fiesta pedida es para reparar especialmente las ofensas que en el Sacramento se le hacen; y, por otra parte, se halla rodeado de herejes que niegan la presencia real. Se siente movido a desear derramar su sangre por el misterio. Hace cada día muchas veces actos de fe en el mismo. Y se impuso «como una ley» pro­ curar el cumplimiento de su misión respecto a este Santo Sacramento y la presencia real de Jesucristo con su Amor en el mismo. (Retiro 1677, n. 9). Ahora bien, el sacrificio de la Misa pone a Jesús en estado de Victima divina, renovando el sacrificio del Calvario, como el máximo esfuerzo re­ dentor de Cristo, la obra suprema de su amor. También el Beato, aunque no lo sabe todavía, pero lo comenzará a saber pronto, habrá de acompañar a Cristo Víctima como nueva víctima de sacrificio. El todavía piensa en una vida de apostolado lleno de actividad y celo. Cree que el sacrificio de su vida será en el movimiento y la actividad. Pero el sacrificio trae la muerte y tal es el estado de víctima. Y Jesucristo le ha elegido especial­ mente, como a amigo fiel, para esto.

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Un año más tarde, en febrero 1678, su salud empieza a resentirse, se declara el pulmón enfermo, y comienza a arrojar sangre. Se añade la cár­ cel, y su salud queda reducida a una ruina. Los cuatro años que durará su vida estarán ya marcados por la enfermedad incurable que acabará con su muerte en febrero de 1682. No podrá hacer nada, tendrá que vivir día a día «el sacrificio de no hacer nada» (C. XLIII), y en efecto poco podrá ya ha­ cer en actividad. Deberá cuidar su salud, y esto le será obediencia, a sus superiores y al Señor mismo (C. XLVI). Ejercita la paciencia de callar (XLIV). Tiene una moderada actividad, peto se resiente fácilmente a cada momento, si se excede un poco. Se halla tan pobre de fuerzas que debe decir a santa Margarita María, en una de las dos cartas que conservamos a ella, que la Misa es casi su único ejercicio espiritual y lo hace mal (L). Y al aproximarse el fin de su vida, cuando se halla en tal estado que no puede salir de su habitación, jun­ to al fuego, en Paray y necesita dejar que le vistan y le desnuden por la ex­ trema debilidad en que se halla (XCIX), la misma santa Margarita María le ha aconsejado que no diga Misa sino solamente comulgue, y así lo hace, al parecer, desde el tiempo de la Inmaculada. Y el secreto de esta voluntad divina de victimación se lo transmite la misma santa: «Hace mes y medio fui a verla — dice el propio Beato— y me dijo que Nuestro Señor le había dicho que si yo tenía salud le glorificaría por mi celo, pero que estando en­ fermo Él se glorificaba en mí» (XCIX). Aparece en el pensamiento comunicado por Jesús a la santa como una mayor y mejor glorificación del Señor la glorificación pasiva operada por El en el enfermo con su enfermedad, que la glorificación activa que hubiese dado por su trabajo en salud. Es el estado de víctima como mayor glorificación de Dios. Es el reflejo y la participación en el misterio de Je­ sús, cuya actividad sobre la tierra fue a cumplirse en plenitud de vértice en la entrega total de su muerte. Esta era la Misa que ahora le pedía Jesús: «cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Es la razón de ser del sufrimiento cristiano en su más alta valoración. Es el sacrificio del mártir en Cristo. Es la plenitud del ministerio de la reparación, al que Claudio estaba llamado. La misma santa, en carta a la M. de Saumaise, le comunicaba ya a fi­ nes de 1680, en noviembre, sobre los sufrimientos de la enfermedad en curso del Padre, diciendo confidencialmente que el Señor le ha dicho a es­ te respecto: «Que el siervo no es más que su Señor, y que nada había tan provechoso para el Padre como la conformidad con su querido Maestro. Y

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aunque, según el parecer humano, parecía más gloria de Dios que gozase de salud, se la daban mucho mayor sus padecimientos, porque hay para cada cosa su tiempo. Hay tiempo para sufrir y tiempo para trabajar, tiempo para sembrar y tiempo para regar y cultivar» (Carta X, Vida y Obras, p. 235). Estos son los pensamientos de Dios que nos resultan misteriosos, pe­ ro que en Jesús resplandecen, y en sus servidores. El tiempo plenario no es el de trabajar, sino el último de sufrir; no el de sólo sembrar, sino el de re­ gar con sangre lo sembrado. Es la excelencia de la redención, y del estado de víctima con Jesús. 3.

— El Director de almas

El punto primero del citado Memorial de la santa, entregado al Padre como un mensaje de Jesús y recibido por él como un tesoro, según hemos visto, al partir para Londres, dice así: «El talento del P. La Colombiére es el de llevar las almas a Dios» (Retiro de Londres, Aviso previo). Por eso, añade el mensaje, sufrirá contradicción de los demonios y de los hombres. La palabra utilizada por la santa «el talento» («le talent») recuerda la palabra evangélica con que el Señor, en la parábola, designó los dones di­ vinos concedidos a sus servidores y de los que pide luego cuenta. Creo que la traduciremos aquí de modo equivalentemente válido si hablamos del «carisma» del P. La Colombiére en la Iglesia al servicio de sus hermanos. Llevar las almas a Dios, como don peculiar, y atraerlos hacia el amor del Sagrado Corazón. Este carisma lo hizo fructificar el Beato a lo largo de su vida apostó­ lica, aunque breve en años, de dos maneras principales: por la palabra ha­ blada en sus conversaciones de espíritu y dirección, y por sus cartas. En ambas formas aparece y se mostró su carisma de llevar las almas a Dios. Diremos algo sobre este doble aspecto para terminar el perfil espiritual que estamos trazando. a)

El apóstol de la palabra

El P. La Colombiére ejercitó por oficio durante varios años, en Fran­ cia en Lyon y Paray, pero sobre todo en la Corte inglesa de Londres, en la Capilla del Palacio de Saint James, la predicación en determinados días y fiestas del año. Entre los escritos suyos, que quedaron a su muerte como precioso legado, se conservan sermones en bastante abundancia, unos

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ochenta, de los diversos temas de la predicación cristiana; y también cen­ tenares de páginas (318 en la edición de Charrier) con las llamadas «Refle­ xiones cristianas». Estas son los apuntes y borradores tomados diariamente al paso por La Colombiere, sobre diversos pensamientos que se le ofre­ cían. Son como pequeñas improvisaciones, que podrán servir después qui­ zás para un desarrollo más amplio, o ser insertadas, según la conveniencia, en su predicación. Tienen así, divididas en cuarenta capítulos, un mayor encanto de espontaneidad, aunque el conjunto sea disperso. Pero en su to­ talidad tales «reflexiones» o pensamientos bosquejados en algunas breves páginas cada vez, abarcan casi toda la materia de la religión cristiana: sus misterios, las virtudes, verdades y mandamientos, consejos y advertencias. No tratamos en este resumen de presentar al Beato como predicador elocuente. No es pues necesario que desarrollemos un estudio sobre sus variados sermones, que responden en su temática o a los tiempos litúrgicos del año, o a las fiestas del Señor, de la Virgen o de los santos. Tales ser­ mones fueron escritos íntegramente por el orador como preparación a los mismos, aunque quizás no fueran dichos exactamente del mismo modo. El trabajo de prepararlos y escribirlos, limando el estilo y desarrollando el or­ den del tema propuesto con mayor perfección, era grande, conforme a la costumbre de los grandes oradores profanos y sagrados, cuyas piezas de elocuencia nos han quedado. En la Carta XXXVI explica cómo preparaba sus sermones con gran cuidado, «escribiendo hasta la última exactitud», y esto ya para «los ser­ mones del año que viene», cuando está todavía en mayo. Su falta de salud le obliga a pensar en la conveniencia de escribir solamente un resumen del sermón en adelante. Ya este año será el último de su predicación, pues la enfermedad, la cárcel, el destierro y luego la lenta enfermedad devoradora le impedirán predicar, aunque al llegar a París, escribe al Provincial que «fuera de la predicación» podría hacer otros ministerios, pero que aún aquella está dispuesto a tomarla si se le manda. Su voluntad de sacrificio le engañaba, pues su salud estaba profundamente minada, aunque desarrolla­ rá el ministerio de dirigir en espíritu a los estudiantes jesuitas de Lyon du­ rante dos años largos (Carta X). Como aquí no ofrecemos los sermones de La Colombiere, podrá, sin embargo, tener el lector una muestra del ardiente estilo del orador sagrado si lee el admirable «Acto de confianza», ofrecido entre las oraciones o fórmulas del Beato, en este mismo libro. Tal «Acto de confianza» es en realidad la peroración de un sermón sobre el amor de Dios; y al leerla se

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comprende el efecto que en sus oyentes había de causar tal unción, tal sin­ ceridad, tal afecto y entrega. Nos ofrece además la ocasión de notar que, si bien es verdad que el santo hombre no se libró en algunas de las páginas que escribe, cuando toca temas afines, del rigorismo vigente en aquella época, del cual hay diversas muestras en los predicadores y sus severos acentos, tales acentos se hallan también en el evangelio en boca del Señor. Y que lo característico de La Colombiére es más bien el amor de Dios y la confianza en El, como era natural en el elegido para la misión del Sagrado Corazón de Jesús, Amor ofrecido a los hombres para su salvación. Tam­ bién hay que considerar en cualquier hombre el progreso de la vida. Este le va limando, y el que empezó por fuertes exigencias, sin dejarlas en su fon­ do, pero va atemperando, según el amor de Dios le penetra más y más, el temor al amor, y éste es el triunfador como una clara llama. Pero hay otro aspecto del apostolado de la palabra en el que es aún más eminente el Beato, y que responde con exacta precisión al mensaje de que su carisma está en saber llevar las almas a Dios. Es el apostolado de la palabra personal, la conversación dirigida a traer el alma a Dios. Este fue tino de los más excelentes apostolados de este hombre. Podemos compro­ barlo en Paray, durante la estancia primera de Superior allí en 1675-76. Su palabra personal, directa, al alma que se entregaba a su dirección, fue tan eficaz como puede verse por los frutos de la semilla sembrada. Su corres­ pondencia posterior (toda prácticamente) hace ya ver cuán atraídas habían sido aquellas almas por su palabra de dirección personal antes. Del mismo modo, estando en Londres, sembraba continuamente con su encendida pa­ labra las llamaradas del divino amor en muchas personas que acudían a él para encontrar consuelo, luz, firmeza. En medio de la persecución inglesa La Colombiére, durante aquellos dos años, aparece como un apóstol del Señor, una torre de defensa o un faro que guía con su luz. En la correspondencia con la M. de Saumaise desde Londres (Cartas XX-XLI) se muestra la labor constante, eficiente del hombre de Dios en sus conversaciones y trato diario. Acuden a él, además de aquélla para la que en primer lugar ha ido a Londres, la Duquesa de York y su trabajo en la Corte, muchas personas que buscan su fuerza y seguridad: un cirujano, un mercader, señoras que buscan a Dios, vocaciones para el desierto o para el claustro, una abundante mies. En la Carta XLIII desde Lyon el recuerdo le hará pensar con nostalgia en la abundancia de la cosecha que recogía en Londres.

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Si queremos sintetizar esta incansable acción, que contribuyó nota­ blemente a su agotamiento de salud, podremos hacerlo con dos frases su­ yas, testimonio directo de tal labor. En la Carta XXIX pide a la M. Saumaise que «alabe a Dios, porque hay gran motivo para ello; es en todas partes admirable. Podría escribir un libro sobre las misericordias de que me ha hecho testigo desde que estoy aquí». Escribe esto a finales de 1677, cuando lleva un año allí. Seis meses más tarde, próximo ya al ocaso de su acción en Inglaterra por la enfermedad y el destierro, escribe en la Carta XXXIX: «los favores que me hace Dios, haciéndome testigo de las opera­ ciones de su Espíritu en las almas». Quien podría escribir el libro de las misericordias de Dios, y ha sido puesto por El como testimonio de la acción de su Espíritu en las almas, es un hombre en el que verdaderamente comprobamos «el carisma de llevar las almas a Dios». Como cuadro que sintetiza toda esta acción y su figura de apóstol de la palabra, transcribiremos el retrato que de él nos dejó un mártir francis­ cano, el P. Wall, sobre la entrevista que tuvo con el P. La Colombiére en la noche de Todos los Santos, 1 de noviembre de 1678, cuando la persecu­ ción rugía alrededor y amenazaba a todos los católicos ingleses, especial­ mente a los sacerdotes como él. Dos semanas más tarde, el 16 de noviem­ bre, la gran marea llegará hasta la misma habitación del Beato y será dete­ nido y llevado a la cárcel y al destierro. La página es memorable, y mejor que muchas nos muestra al apóstol de] Sagrado Corazón de Jesús. La transcribimos del relato que nos hace el P. Guitton siguiendo a un biógrafo inglés del P. La Colombiére (Sir Mary Philip, A jesuit at the englisb Court, p. 135; Guitton, p. 271-2). Aprovechando la oscuridad de la noche el religioso, que tenía prohi­ bida, como todos los sacerdotes ingleses, su entrada en Inglaterra, llegó hasta las habitaciones del P. La Colombiére. «Vengo — le dijo— a buscar junto a usted la fortaleza y el consejo del Sagrado Corazón de Jesús. Todo el país sabe que usted es su apóstol». Hablaron de la persecución y la for­ taleza, del cáliz de amargura de Getsemaní. «¡Oh, exclamó el Beato — si yo pudiese recibir esta gracia tan preciosa, que los sacerdotes ingleses es­ tán ahora cosechando en este país de las cruces!». Prolongaron su coloquio martirial varias horas. El P. Wall, que meses después moriría mártir de Cristo, celebró finalmente la Misa en el altar del Sagrado Corazón, que el Padre tenía en su oratorio privado.

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El P. Wall daba más tarde cuenta de esta entrevista: «Cuando me vi en su presencia, creí encontrarme con el apóstol san Juan, vuelto a la tie­ rra para encender el fuego del amor del Sagrado Corazón. Su actitud bella y tranquila me parecía ser la que debió tener el Discípulo amado al pie de la Cruz, cuando la lanza traspasó el Costado de su Señor, y descubrió el tabernáculo de su ardiente caridad». b)

La correspondencia escrita

Una parte importante de este volumen la forma la colección de Car­ tas, que del Beato hemos conservado. Dejamos para su lugar, en la intro­ ducción a ellas, los detalles más técnicos respecto a sus ediciones, destina­ tarios y cronología, y aquí solamente queremos trazar las que podríamos llamar líneas maestras de su apostolado epistolar, y ello brevemente. En todo caso, es necesario tener siempre en cuenta a quién se dirige la carta para valorarla mejor, y también en qué fecha está escrita. No pue­ den ser iguales, ni en el estilo ni en el abandono de la confidencia, las car­ tas escritas a religiosas que solicitan una orientación espiritual y las escri­ tas a la M. de Saumaise, con quien siente una gran identificación, pues percibe que «sus gracias tienen mucha relación con las mías», y con la que puede hablar claramente de la Hermana Margarita María. También hay que pensar que el tiempo, y las enseñanzas que la vida da, y en su caso la misma enfermedad, moldean al hombre, madurándole en la comprensión de los demás, y haciendo que, si bien persevere en la exigencia de la entre­ ga a Dios total y sin reserva, trate de realizarlo de manera más dulce y be­ nigna. Entre todas las cartas destacan de manera especial las de la M. Sau­ maise (XX-XLIX). Son treinta cartas, de ellas veintidós desde Londres. Desfila por ella el cuadro de su vida en la Corte inglesa, su apostolado, sus preocupaciones íntimas, su perpetuo recuerdo de las gracias del Sagrado Corazón y la Hermana Alacoque. También las dos cartas a esta misma san­ ta (L-LI) destacan por su destino, y por la profundidad con que nos intro­ ducen en su propio corazón. Las cartas a la señorita de Lyonne y a su ma­ dre (LII-LXX) forman una magnífica lección del modo de conducir un al­ ma a la perfección de la vocación religiosa a que Dios la llama, sin vacila­ ciones pero con prudencia, a veces sobrenaturalmente ilustrada con gracias especiales (LX). Por la pintoresca variedad de sus múltiples consejos, merecen espe­ cial mención las cartas dirigidas a Catalina de Bisefranc, preguntona per­

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manente y «ángel» por su ingenuidad y espíritu, como la llamará él mismo en una carta a la M. Saumaise (XLIII). El humor del Beato ha de hacer al­ guna vez el comentario, después de haber contestado a páginas y páginas de cuestiones espirituales, que otra vez escribirá más largo, cuando tenga más tiempo (CXXXVHI). Podemos también notar en su varia correspondencia, algunas cartas que merecen ser destacadas por el tema que tratan o el modo con que lo hacen. Así, la Carta IV a su hermana, donde la tibieza religiosa le da oca­ sión para un cuadro digno del verbo de un profeta. La Carta XII hace el relato personal de su encarcelamiento. La Carta LXX es modelo de cómo escribir a una madre que se opone a la vocación de su hija. La LXXII es admirable por los consejos que da a quien va a morir pronto. La LXXIV por la sólida doctrina sobre la verdadera virtud, que no consiste en éxtasis sino en virtudes. Quizás asusta la dureza con que escribe la primera carta a la M. de Théliz, superiora de Charolles; pero esta Carta LXXXI está escri­ ta a quien se ha entregado a su dirección, y con quien acaba de hablar para lanzarla por el camino de la perfección y santidad. Pensamos, con todo, que en las cartas posteriores no se halla la energía, un tanto ruda, con que al comienzo de su ministerio en Paray (pesa el detalle de temprana crono­ logía de estas cartas) se dirige tanto a ella como a la joven Abadesa de la Benissons Dieu, porque ha reconocido a dos elegidas del Señor (CIX). Mezcla de la ternura de un padre, que ha orientado a sus hijas desde la persecución inglesa hasta el retiro de Francia en Charolles, con la firme­ za del director exigente de su perfección: así son las escritas a las inglesas que han entrado en la Visitación de Charolles, y especialmente a la H. Ma­ ría (LXXXVI-XCV, XCIX), la viuda que lo ha abandonado todo para en­ tregarse a Dios. Admirable la Carta XCVI sobre la confianza en Dios a pe­ sar de todos los pecados, y aun por ellos mismos, digna de quien ha fre­ cuentado la escuela del Sagrado Corazón de Jesús (Puede verse y confron­ tarse con ella su «Acto de confianza»). Del mismo modo la carta sobre la tribulación y angustias de espíritu y el modo de comportarse en ellas (XCVII1). De manera especial adquiere interés biográfico profundo la Carta XCIX penúltima del Beato, en que describe su estado de salud y es­ tancia en Paray, dos meses antes de su muerte, ya agotado por la enfer­ medad. Como puede verse, en esta correspondencia del Beato la parte princi­ pal la obtienen las religiosas: su hermana Margarita, la M. Saumaise y san­ ta Margarita María, las Salesas de Paray, las de Charolles, las Ursulinas de

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Paray. En total, hallamos dirigidas a religiosas ochenta y una cartas entre 149, a las que habría que sumar las siete dirigidas a jesuitas. Las demás es­ tán escritas a seglares: su hermano Humberto, los señores de la Congrega­ ción de Paray y su párroco, la señorita de Lyonne y su madre, una señora desconocida y las hermanas Bisefranc. Aun de éstas hay que decir que las dos series de la señorita de Lyonne y de María Bisefranc, aunque dirigidas a seglares, llevan la dirección de orientar su vocación religiosa, y algunas de ellas se dirigen ya a la corresponsal cuando ha tomado el hábito religio­ so. A seglares y como seglares, principalmente hallamos la carta a su her­ mano, las de la señora de Lyonne (primera, no relacionada con su hija), las dirigidas a una señora, al parecer con problemas de separación matrimo­ nial (CXIII-CXV), y las de Catalina de Bisefranc. Sería, sin embargo, un error si pensamos que no las hubo, pues estamos muy lejos de conservar todas las cartas del Beato, y es natural que hayan podido tener mayor difi­ cultad en ser recuperadas, si se conservaron, las de seglares y sus asuntos particulares. La actividad del Beato en la Corte de Londres, donde vivió diariamente entre seglares durante dos años enteros y hubo de estar en fre­ cuente conversación con ellos, nos muestra su actividad apostólica en ese campo. Nos queda, por ejemplo, la mención de dos cartas a seglares ingle­ ses que no conservamos: pueden verse sus referencias en las Cartas LXXXII y XCII. Por lo demás es claro que en su dirección de seglares el Beato sabe mantenerse en un discreto término medio, buscando la perfección de ellas en vivir conforme a su estado con plenitud cristiana. Así nos lo muestran los consejos dados a las hermanas Bisefranc, que viven la perfección entre su familia, aunque María descubra en sí los indicios de su vocación, que el Beato consolidará. No en vano La Colombiére tiene una grandísima devo­ ción a san Francisco de Sales (Cartas XXIII y XXXI-XXXII y Retiro de Londres, n. 13, fin), cuyas obras aprovecha ampliamente. El autor de la ««Introducción a la Vida devota», que trata de hacer la perfección asequible a los seglares en sus diversos estados profesionales, enseñaba al Beato el tacto con que debe dirigirse a cada uno conforme a su situación. La vida religiosa es camino exigente de perfección, pero también se halla la santi­ dad en la vida seglar, aunque los consejos han de ser diversos y las exi­ gencias también. Por lo demás, el amplio espectro de sus sermones predi­ cados a seglares suple con mucha ventaja a las cartas, mostrando a un di­ rector espiritual que presenta a sus oyentes los problemas del mundo con exacta descripción de sus dificultades y de sus caminos hacia Dios. Es un

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director de almas el que tenemos delante, ya de seglares ya de almas lla­ madas por Dios a la vida religiosa. Terminaremos enumerando algunas de las cuestiones o virtudes que en sus cartas pueden hallarse. No citaremos ahora en cada caso cartas de­ terminadas, por no alargar la enumeración y hacerla poco digerible, pero pueden fácilmente hallarse casos de ellas en el índice analítico de las cartas que va al fin del volumen. El amor de la soledad es recomendación importante en hombre que sabe su valor, aunque ha de vivir en medio del bullicio de los hombres. La obediencia religiosa y el amor de las propias Reglas se inculca en las reli­ giosas repetidamente, como ya hemos demostrado. Una sincera abnega­ ción, con sobriedad en las penitencias, especialmente cuando la frágil sa­ lud pide mayor prudencia en su uso. La pobreza, en cuanto renuncia a lo innecesario para mejor poseer a Jesucristo. La paciencia en la enfermedad, como don divino de sumisión a su voluntad. Las alternativas del fervor sensible y las sequedades en la oración, sobre la cual hallamos muchas referencias: prevención contra las ilusiones, ánimo para hacerla con fidelidad, modo y consejos prácticos pa­ ra su mejor aprovechamiento. Es un maestro ejercitado el que da tales doc­ trinas a los demás. En las cartas a Catalina de Bisefranc (CXXXICXLVIII) podemos encontrar multitud de consejos a una seglar situada en medio de los pequeños problemas de cada día en la vida familiar y social: desde el uso del color rojo en su vestido hasta el problema de una sortija o las amis­ tades en el mundo, y el apoyo que en ellas debe buscarse para servir a Dios. Pero entre todas las virtudes que en la correspondencia encuentran su lugar, quisiéramos señalar algunas que tienen preeminencia, y marcan lí­ neas de fuerza. Hemos hablado de la obediencia y las Reglas. Añadamos la perfecta humildad, virtud enraizada en el Beato como un constante anhelo, que él llamará y definirá, en la escuela de santa Margarita María, el perfec­ to olvido de sí mismo, del que ya hemos hablado. Ese olvido de sí, tan difí­ cil de alcanzar, es la virtud de la infancia espiritual, que el Beato varias ve­ ces propugnará, conforme al Evangelio, declarando que es necesario saber hacernos niños ante Dios, como Jesús enseña (Cartas LXVII, LXXVI y XCVII). En todos los casos, fundamentalmente el Beato busca persuadir a que el alma se convierta totalmente a Dios, se entregue sin reservas. La dona­ ción de si a Dios es el fin de sus trabajos apostólicos con los demás, para él

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y para ellos. Quiere mover a esta entrega resuelta, que sabe será para ellos el principio de la más profunda paz. Aunque nunca sin cruces. Por el con­ trario, siempre tiene la palabra de la cruz en el corazón y en la pluma. Las cruces son las joyas, las cruces son el camino, las cruces son el tesoro (LXIV, LXV, XCV, CVII, CXXIV). Así se encuentran dispersas en sus cartas las luces del Espíritu en consejos y afectos del corazón ante Dios. Como buen director quiere ser concreto. Por ello pide a sus corresponsales, tanto para facilitar su respues­ ta como para economizar su tiempo y orden, que propongan las cuestiones que plantean numeradas y en determinado orden. Así facilita el orden de la respuesta. Esta es la explicación de la multitud de breves alusiones a pun­ tos particulares que se hallan en sus cartas a veces, sobre todo en la corres­ pondencia con las hermanas Bisefranc, particularmente de Catalina. Al no poseer las cartas dirigidas por ellas solamente adivinamos la pregunta o la cuestión planteada, al leer la respuesta. Este método de escribirle lo indica a veces él mismo a sus corresponsales religiosas o seglares (CI, CXVII, CXXXII). Hay un método particular de entrega a Dios que el Beato aprecia, y que ha practicado como punto central en su vida: es hacer voto a Dios, pa­ ra vivir con mayor plenitud y firmeza la entrega que se le hace. El ha he­ cho el Voto de guardar sus Reglas, que hemos visto fue el punto de giro de su vida espiritual hacia la plenitud de la entrega. Conocedor del valor de este apoyo para la firmeza del propósito no vacila en recomendarlo a veces para puntos particulares. Recomienda el voto de hacer oración, aunque con las prudentes cautelas de seguridad (LXXI). Recomienda en las tentacio­ nes de una novicia contra su vocación, que haga voto de hacer la profesión en el día que le señalen, si le admiten (XCI). Por supuesto ha aconsejado, en las ocasiones en que lo veía posible y oportuno, el voto de castidad. Y estima tanto el voto, que nos liga con Dios, que a propósito de los tres vo­ tos religiosos, compromiso con Dios, exclamará con alegría: «¡Oh, si pu­ diéramos, en lugar de tres, unirnos por un millón de cadenas a ese amable Esposo!» (LXVIII). Pero lo que en el fondo de toda su correspondencia, y de toda su acti­ vidad, respira es el amor personal de Jesucristo, su amigo y su Señor. Por algo es el servidor perfecto y amigo fiel, en expresión del Sagrado Cora­ zón de Jesús. Habiendo conocido el secreto de su Corazón en Paray, quiere a toda costa entrar en su Corazón. Considera esto como el verdadero teso­

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ro. Para él la vida interior se convierte en esa profunda aspiración. Jesús es el centro, Jesús es la razón de ser. Es Jesucristo el verdadero Maestro y Fuente de perfección de la reli­ giosa, como se lo declara a su hermana (VII). La presencia del Sagrado Corazón en las cartas a la M. Saumaise es invisible y permanente, ya en encabezamiento o en despedidas, o en palabras expresas o en menciones de la Hermana Margarita María. En las dos cartas a la santa habla más es­ pecialmente del Señor. Generalmente habla de El como del Maestro o el Señor, expresando plenamente su confianza, su adhesión, su amistad con El, tanto más cuanto mayor es la confianza que tiene con la persona a quien escribe. Y habla de su Corazón. Al entrar por fin en la casa religiosa de sus deseos, la señorita de Lyonne es recibida por Jesucristo, que al abrirle su casa le abre su Co­ razón (LXIV), y dará fuerzas a su madre para la separación. Le desea un lugar en el Corazón de Jesucristo (LXVII). Pide a la señora de Lyonne que gane el Corazón de Dios consintiendo en la vocación de su hija (LXX). A la Hermana Catalina, carmelita, le propone el recuerdo expreso del estado de Jesucristo en el Huerto de los Olivos para animarla a reparar y sufrir (LXXIII). A la Hermana inglesa María de Charolles le explica que la profesión es una gloriosa alianza con Jesús Crucificado (XCI). Y a otra de las inglesas, tentada con violencia en una prueba que hace pensar en una purificación pasiva, con temores de condenación, le propone con sublime audacia de amor: «No deje sus pies adorables, y estréchelos tan fuertemen­ te que, si quisiera precipitarla en los infiernos, se viera como obligado a dejarse arrastrar con usted» (XCVIII). «Pero, ¿cómo te digo que me espe­ res — llorará Lope de Vega— si estás para esperar los pies clavados?». Es el mismo que en sus Retiros ha considerado a Jesucristo como su centro y su todo. En el Retiro de mes de 1674, al ver a Jesucristo clavado en cruz, siente que «no podría ser dichoso sin ella» (III, 9). En el Retiro de Londres de 1677 transcribe la Gran Revelación, en que Jesucristo le pide que sea el encargado de promover su amor. Tal es, con las inevitables omisiones y defectos, el cuadro que se nos ha ofrecido del espíritu y del consejo del Beato La Colombiere en sus car­ tas. Los editores de la primera edición de las mismas en 1715 proponían el cuadro de sus luces en las cartas, expresando que no están escritas en tér­ minos misteriosos y esotéricos, que no buscan novedades sino la solidez, que no llevan por caminos de ilusión de lo superficial y accesorio, sino en lo sustancial. Se trata, según los mandamientos y consejos evangélicos,

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nunca recargados innecesariamente, de destruir el amor propio para que triunfe el de Dios. Servirán tanto a los lectores que buscan consejos para sí, como a los directores de espíritu que las aprovecharán para los demás. Sirva como de un pequeño ramillete espiritual, un breve florilegio que muestra el acierto de algunas inspiradas frases de la correspondencia: «Esté para siempre en el Corazón de Jesucristo, con todos aque­ llos que se han olvidado de sí mismos, y no piensan sino en amarle y glori­ ficarle» (XLVUI). «Sólo a Dios pertenece el santificarnos, no es poco desear sin­ ceramente que lo haga» (XLIX). «No puedo llegar al olvido de mí mismo, que debe darme en­ trada en el Corazón de Jesucristo» (L). «Le deseo un lugar en el Corazón de Jesucristo, con los que le aman» (LXVII). «Trate de morir con espíritu de víctima, arrójese a ciegas al mo­ rir en el seno de Dios, que no la perderá» (LXXXII). «Dios la ama, y quiere hacer de usted un trofeo de la misericor­ dia infinita» (XC). «El secreto espiritual es abandonarse sin reserva, en cuanto al pasado y al porvenir, a la misericordia de Dios» (XCV). «Aunque mis crímenes fueran cien veces más horribles de lo que son, siempre esperaré en Vos» (XCVI). «Un corazón lleno de amor de Dios no piensa sino en sufrir por lo que ama, y ama a todos aquellos que le dan ocasión de sufrir por su Amado» (CIV). «El empeño que he tenido en practicar la obediencia ha sido to­ da la felicidad de mi vida» (CV). -

«¡Oh santas Reglas, bienaventurada el alma que ha sabido po­ neros en su corazón, y conocer cuán provechosas sois!» (CVII). «¡Qué feliz sería usted si fuese pobre!» (CXIV). «Valdría mil veces más haber ofendido a todo el género hu­ mano, que haber desagradado en lo menor a un Esposo tan perfecto como Jesucristo» (CXXX). «Ame la nada en que El la deja, para que brille más su miseri­ cordia» (CXLVIII).

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El hombre que ha escrito estas cosas, y todas las demás que en sus escritos se hallan, no puede menos de ser un hombre plenamente entregado a Dios, y que ha comprendido lo que es amar a Jesucristo. Es el servidor perfecto y el amigo fiel, el P. Claudio de la Colombiere. c) El estilo del escritor Solamente queremos advertir sobre el estilo literario del Beato La Colombiere, especialmente en sus cartas, que no puede olvidarse que per­ tenece a la Francia del siglo XVII. Es el siglo de oro francés, ciertamente, bajo Luis XIV; pero es un siglo refinado en las formas de cortesía, que re­ sultan algo anacrónicas para nosotros. Debe, además, tenerse en cuenta que la formación religiosa del Beato puede mostrar algo de tendencia, en su primera fase, a las máximas algo extremas cuando habla de la justicia divina. El, sin embargo, es el apóstol de la confianza y del amor, como co­ rrespondía a un elegido del Sagrado Corazón de Jesús. El lector sabrá dis­ tinguir estos matices.

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Retratos y notas espirituales Prefacio de 1684

Para explicar el título de este libro es necesario informar al lector que los Jesuitas tienen costumbre, antes de hacer la profesión solemne de sus votos, de pasar un año, que llaman de Tercera Probación, en los Ejercicios del Noviciado. Como esto suele ser a la edad de treinta años, sobre poco más o menos, son capaces de hacer reflexiones maduras y sólidas sobre los compromisos que van a contraer. Y a fin de que mejor se penetren de la obligación en que están de santificar sus acciones y asimilarse el espíritu de la santa Compañía de que forman parte, san Ignacio ordenó que hicie­ sen un Retiro de treinta días al empezar esta última Probación. Así pue­ den, con la gracia de Dios, durante este largo tiempo de retiro y oración conocerse bien a sí mismos y concebir una idea exacta de la perfección; y difícil será que no se sientan movidos del deseo de cumplir todos sus debe­ res. Y los que tienen grandes sentimientos de Dios, no dejan de formar un plan de vida digno de su vocación y tomar resoluciones que los conducen a la santidad. El Padre de La Colombiére sacó de este santo retiro todas las ventajas que se podían esperar de una virtud tan grande como la suya. Se preparó con excelentes disposiciones junto con una alta santidad, y ansiaba llegase este tiempo feliz en el que se habla de desprender por completo de las cria­ turas, como en efecto se desprendió. No hay sino leer el Voto inserto en este Retiro, para juzgar exactamente del fruto de sus Ejercicios espiritua­ les.

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Pero ¿qué hizo para lograr el fruto apetecido? Se sorprenderán cuan­ tos lean este libro al ver la exactitud con que anotaba todos los pensamien­ tos y movimientos de su corazón. Dios ha permitido para gloria de su siervo que él mismo escribiese detalladamente sus meditaciones y las luces y sentimientos que iba conci­ biendo y que aquí fielmente publicamos. No dudamos que gozará el lector al ver la sinceridad de su alma y admirará juntamente la pureza y elevación de la misma. Aprenda al mismo tiempo cómo se debe responder a Dios cuando tiene la bondad de hablarnos por su gracia y pedirnos que le sirva­ mos con fervor. Hemos creído que sería además muy oportuno añadir a este prefacio cierta Instrucción para los Ejercicios espirituales, que el Padre de La Colombiere dirigió a los jóvenes Hermanos Filósofos o Jesuitas del Colegio de Lyon que allí estudiaban Filosofía después del Noviciado y de cuya educación estaba encargado desde su vuelta de Inglaterra. Los dirigió para esta clase de Ejercicios que se hacen cada año; y para hacerles sacar de ellos el fruto que de esta santa práctica espera la Compañía, les dio los avi­ sos siguientes que pueden ser útiles y aun necesarios a todos los que hacen semejantes retiros. Al saber las gracias que Dios hizo al Padre de la Colombiére durante su retiro, será muy provechoso saber también con qué disposiciones entró en él: 1.° No deberían hacerse los Ejercicios espirituales sino cuando el alma, atraída por Dios a la soledad, por el disgusto de las cosas del mun­ do, o por alguna luz especial o moción extraordinaria que la invita a re­ formarse o a santificarse, busca los medios de responder al divino llama­ miento, o cuando movida a la vista de sus desórdenes, concibe deseos de hacer verdadera penitencia. 2.° Convendría entonces entrar en Ejercicios para tener tiempo amplio de examinar lo que pasa dentro de nosotros, qué es lo que esta gracia exige de nosotros y cómo podremos corresponder a ella. 3.° Muy buena disposición para retirarse a la soledad es el deseo de cambiar de vida y santificarse; pero los que no tienen esta resolución creo que deben entrar en Ejercicios para examinar seriamente el estado de su alma; para ver a sangre fría si están en camino de salvación; si vi­ viendo como viven, no arriesgan algo para la eternidad; si deben cambiar algo, o si pueden seguir con tranquilidad el camino emprendido.

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4.° Darse enteramente a esto y no admitir ningún otro negocio, cualquiera que sea. Es justo dar a Dios y a nuestra alma toda la aplica­ ción que pide el negocio más importante que tenemos que tratar en la vi­ da. 5.° Completa soledad. 6.° Purera de corazón y perfecta exactitud en guardar todas las Reglas y todas las Adiciones. No son más que ocho días. Una falta ligera puede ser un gran obstáculo a las luces del Cielo y desagradar a Dios 7.° Gran indiferencia para las consolaciones. No esperarlas, y aun resolverse a pasar toda clase de fastidios, sequedades y desolaciones. Somos dignos de ellas, y en el caso en que Dios quiera enviárnoslas, serán ocho días de Ejercicios de paciencia y penitencia. 8.° Si no tenemos la resolución de hacernos santos con estos Ejer­ cicios, es necesario al menos estar en disposición de recibir las gracias que a Dios plazca concedernos, y de no resistir a las buenas mociones que el Espíritu Santo podría darnos por su misericordia infinita: — Dios mío, no siento ningún deseo de esta perfección tan elevada y aun quiyás esté muy alejado de ella; pero si Vos por un efecto de vuestra divina bondad quisierais cambiarme, inspirarme mayor ánimo, arre­ batarme, a pesar mío, del mundo, espero que os dejaré hacer. Vos sabéis qué medios debo tomar para vencerme; estos medios están en vuestras manos; Vos sois el dueño. La vida perfecta me da miedo; Vos podéis qui­ tarme este falso temor y hacerme agradable todo lo que me parece tan re­ pugnante; Vos solo sois capaz de hacerlo. 9.° Gran confianza en Dios. El me buscaba cuando yo huía de El, en medio del mundo y de las ocupaciones; no me abandonará cuando yo le busco en el retiro, o al menos dejo de huir de El. 10.° Gran humildad en descubrirse al Director, aunque uno no le pueda decir otra cosa, sino que no siente nada, que no ve nada, que no se siente movido a nada bueno. Atenerse exactamente a los puntos y lecturas prescritas, aunque se crea que sería mejor otra cosa. Esta sencillez es muy meritoria y atrae grandes bendiciones. 11.° El día que precede a los Ejercicios es necesario excitar en sí el deseo de la soledad: Quis dabit mihi pennas? (Ps. LIV, 7). «¿Quién me dará alas?». — El deseo de la perfección: Beati qui esuriunt et sitiunt justitiam, quoniam ipsi saturabuntur. (Matt. V, 6).

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«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán hartos» (1).

1 Véase en la carta LXXIX, donde se podrán encontrar estas mismas normas que aquí se proponen, en forma de consejos a una religiosa para sus ejercicios de año.

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Primer retiro espiritual Hecho en Lyon en la casa de San José en 1674 En que se anotan las gracias y luces particulares que Dios le comunicó en sus Ejercicios espirituales de 30 días.

I.— PRIMERA SEMANA

1.—Preparación He comenzado, a mi parecer, con la voluntad bastante determinada por la gracia de Dios a seguir todos los movimientos del Espíritu Santo y sin ningún obstáculo que me impida darme a Dios sin reserva. Resuelto como estoy a sufrir por Dios todas las sequedades y todas las desolaciones interiores que me puedan sobrevenir, y que tengo muy merecidas por otra parte por el abuso que he hecho de las luces y consuelos en otras ocasiones recibidas: 1.° Me he propuesto hacer estos Ejercicios como si debieran ser los últimos de mi vida y hubiera de morir en seguida. 2.° Ser en ellos extremadamente fiel y sincero, venciendo el orgu­ llo, que siente gran repugnancia en descubrir la conciencia. 3.° No apoyarme nada en mí mismo, ni en mis diligencias. Para es­ to me he resuelto a no leer ni escrito ni libro alguno espiritual extraordina­ rio, aunque sienta verdadera pasión por ciertas obras que tratan de la vida espiritual de un modo más elevado, como santa Teresa, El Cristiano inte­ rior, etc. (2). He creído que Dios me hará encontrar en los puntos que el 2 Véase en la carta CXLI, punto 1, dirigida a Catalina Mayneaud de Bisefranc, el consejo concreto de que las obras de santa Teresa no son para todos, sino para algu­ nos directores. Aparece, a través del temor a una mala inteligencia de las doctrinas místicas, el alto aprecio de la santa Doctora y sus obras, que aquí es objeto de penosa renuncia, (v. c. CIX).

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Padre espiritual me señalará, y en los libros que me dará, todo lo que quie­ ra el Señor que yo encuentre y sienta en este Retiro. Me encuentro perfec­ tamente con este desprendimiento y doy gracias a Dios por haberme inspi­ rado hacerle este sacrificio, el mayor sin duda que pudiera ofrecerle en esta ocasión. 2 .—Principio y fundamento He sentido gran confusión de, que habiéndome Dios hecho el honor de destinarme a amarle, haya pasado gran parte de mi vida no solamente sin amarle, sino aun ofendiéndole; he admirado con un sentimiento muy suave la paciencia y misericordia infinita de este mismo Dios, que, viendo el desprecio que yo hacía de un fin tan glorioso, y no sirviéndole por con­ siguiente para nada en el mundo, antes al contrario, perjudicando sus in­ tereses, no ha dejado de sufrirme, de esperar a que yo quisiese pensar para qué me encontraba en él y haciéndomelo recordar de tiempo en tiempo. No me ha costado nada el prometerle vivir en adelante sólo para servirle y glo­ rificarle. Todos los empleos, lugares, estados en que pueda encontrarse mi cuerpo, sano, enfermo, tullido, vivo, muerto, me son, por la gracia de Dios, enteramente indiferentes. Y aun me parece que tengo cierta envidia a aque­ llos a quienes la ceguera o cualquiera indisposición habitual tiene separa­ dos de todo trato con el mundo, obligándolos a vivir como si ya estuviesen muertos. No sé si será el pensar en los combates que preveo me han de so­ brevivir en el resto de mi vida lo que me hace encontrar satisfacción en es­ tos estados, en que viviría tal vez con más tranquilidad, y en un despren­ dimiento que me costaría mucho menos. Cuando uno quiere ser de Dios a cualquier precio, es fácil comprender cómo se desean las cosas más extra­ ñas, si en ellas se ve mayor seguridad para cumplir tales deseos. En estos tan ardientes que Dios me da de amarle sólo a Él y conservar mi corazón libre de todo apego a las criaturas, una prisión perpetua en que me hubiese arrojado una calumnia me parecería una fortuna incomparable, y creo que, con el socorro del Cielo, jamás me aburriría allí. No he encontrado en mí gran celo para trabajar en la salvación de las almas. Al considerar la segunda de nuestras Reglas me ha parecido que en otros tiempos lo tenía mayor. No sé si me equivoco. Pero creo que lo que me entibia en este particular no es sino el temor que tengo de buscarme a mí mismo en los cargos en que el celo se manifiesta; pues me parece que no hay ninguno en que la naturaleza no encuentre su propia satisfacción, 66

sobre todo cuando se trabaja con éxito, como se debe desear para gloria de Dios. Se necesita una gran fuerza de espíritu, una gracia muy grande para resistir al placer que se experimenta en cambiar los corazones, y a la con­ fianza que toman con nosotros las personas que han sido por nosotros con­ vertidas. 3.—El pecado de los Angeles Fuerza es que sea muy horrible el pecado, puesto que obligó a Dios a condenar a criaturas tan perfectas y tan amables como los Angeles. Pero ¡cuán grande es vuestra misericordia, Dios mío, pues me habéis sufrido, después de tantos crímenes, a mí, que sólo soy un poco de barro! ¡Y me llamáis y no queréis que me pierda! ¡Cuán grande debe ser vuestro amor para contrapesar y vencer la espantosa aversión que, naturalmente, tenéis al pecado! Verdaderamente, esta consideración me traspasa el corazón y me llena, a mi parecer, de un amor muy tierno para con Dios. 4.—Los pecados propios A la vista de mis desórdenes, y tras la confusión que he sentido, ha sucedido después un dulce pensamiento, de que hay, a la verdad, en ellos materia muy propia para ejercitar la misericordia de Dios y una esperanza firmísima de que al perdonarme será El glorificado. Reposita est haec spes in sinu meo (Job 19, 27). «Esta esperanza la tengo yo guardada en mi cora­ zón». Y la tengo en él tan arraigada, que me parece que, con la gracia de Dios, antes me arrancarían la vida que este sentimiento. Me he echado en seguida en los brazos de la Santísima Virgen, y ella me ha recibido, me parece, con admirable suavidad y dulzura; lo cual me ha conmovido tanto más cuanto más culpable me siento de haberla servido hasta ahora con negligencia. Pero he venido aquí con grandes deseos de no olvidar en este año nada de cuanto me haga concebir un grande amor hacia ella y de trazarme un plan de devoción para con ella, que procuraré guar­ dar toda mi vida. Me siento muy consolado con el pensamiento de que tendré facilidad para trabajar en esto y que lo conseguiré con la protección de la misma Virgen María. Después de recibirme con tanta afabilidad, esta Señora me ha presentado, a mi parecer, a su Hijo, el cual, en consideración a Ella, me ha mirado y abierto su seno como si yo hubiera sido el más inocente de los hombres. (Cf. p. 39). 5.°— Una gracia especial

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Antes de hacer la meditación sobre la muerte, he tenido una conver­ sación que me ha producido cierta inquietud, causada, de un lado, por el temor de haber contentado mi vanidad, y de otro, por temer igualmente que lo que yo había dicho no fuese para mí una fuente de confusión. Habiendo ido al oratorio embargado por estos pensamientos, estuve cerca de media hora luchando por combatirlos y para recobrar la calma perdida; pero al fin, arrojándome resueltamente del lado de la misericordia de Dios por la falta cometida, y aceptando, por otro lado, toda la confusión que me pudiese traer, y habiéndome resuelto a prevenirla y salir a su en­ cuentro, en un momento sentí en mi corazón tan gran tranquilidad, que me pareció haber encontrado al Dios a quien yo buscaba. Esto me causó un instante de la más dulce alegría que he gustado en mi vida. Desde entonces he quedado extremadamente fortificado contra el respeto humano y el ju i­ cio de los hombres, y con valor para vencer la repugnancia que sentía para descubrir mis debilidades. 6.—La muerte Pensando después en el estado a que la muerte nos reduce respecto a todas las cosas criadas, me ha parecido que esto no me costaría gran cosa, encontrándome como me encuentro desprendido de todo, y me he dirigido a mí mismo esta pregunta: Puesto que ninguna pena me daría el morir aho­ ra mismo ni, por consiguiente, el estar privado para siempre de todo placer u honor en esta vida, ¿por qué no resolverme a vivir en adelante como si realmente estuviese muerto? Me he respondido que ningún sentimiento me causaría el separarme realmente de todas las cosas, como si hubiese de pa­ sar el resto de mis días en una tumba, o en una prisión con todas las inco­ modidades y todas las infamias posibles. Preveo, con todo, que aún tendré que sufrir muchos combates, si quiero vivir en un perfecto desprendi­ miento de todo afecto en medio del mundo, donde nos obligan a permane­ cer nuestros ministerios. He resuelto, sin embargo, hacerlo con la gracia de Dios, la única que puede obrar en mí semejante milagro. En fin, pensando en lo que da pena en la hora de la muerte, que son los pecados pasados y las penas futuras, se me ha ocurrido de improviso qué partido tomar, y he resuelto seguirlo de todo corazón y con gran con­ suelo de mi alma. Ha sido el de formar en este último momento con todos los pecados que vendrán a mi imaginación, sean conocidos o desconoci­ dos, como un haz que presentaré a los pies de nuestro Salvador para que sea consumido por el fuego de su misericordia; cuanto más numerosos 68

sean y más enormes me parezcan, con tanta mayor voluntad se los ofreceré pata que los consuma, porque será una obra mucho más digna de su mise­ ricordia. Nada podría hacer yo más razonable, ni más glorioso para Dios. Es tan grande la idea que he concebido de la bondad de Dios, y la siento tan de veras en mi corazón, que nada me costará el determinarme a ello. 7 .°—El purgatorio Respecto al Purgatorio —pues haría injuria a Dios temiendo en lo más mínimo el infierno, aunque lo hubiese merecido más que todos los demonios— , el Purgatorio, digo, no lo temo (3). Quisiera, cierto, no haberlo merecido, porque al merecerlo no he po­ dido menos de disgustar a Dios; pero, puesto que es cosa hecha, me encan­ ta ir a satisfacer a la divina justicia del modo más riguroso que sea posible imaginar y aun hasta el día del juicio. Sé que los tormentos allí son horri­ bles, pero que honran a Dios y no pueden alterar la paz del alma; que allí hay seguridad completa de no oponerse jamás a la voluntad de Dios; que al alma no le disgustará su rigor, que amará hasta la severidad del castigo; que esperará con paciencia hasta que esté completa la satisfacción. Por es­ to be ofrecido de todo corazón todas mis satisfacciones a las almas del Purgatorio, y les he cedido todos los sufragios que por mí se ofrezcan des­ pués de mi muerte, a fin de que Dios sea glorificado en el Paraíso por las almas que habrán merecido estar allí elevadas a mayor gloria que yo.

3 Por una parte parece que el Beato aquí no admite el «más mínimo» temor del in­ fierno, apoyado en la misericordia de Dios; y por otro que puede exagerarse un tanto el dogma del Purgatorio, al decir que «los tormentos allí son horribles». Conviene advertir que no se debe entender que debamos suprimir en nosotros el temor del in­ fierno totalmente, pues Jesucristo lo inculca (Mt 10, 28); y lo enseña san Ignacio en sus ejercicios, en la meditación del infierno, «para que si del amor me olvidase, a lo menos el temor rae impida caer en pecado» lo mismo que en las reglas para sentir con la Iglesia (R. 18). Pero la caridad perfecta arroja fuera el temor (1 Jn 4, 18). En cuan­ to al Purgatorio, y los sufrimientos del mismo, bastará recordar que en el caso del propio Beato al morir, según declaró santa Margarita Alacoque, estuvo retenida su alma sin entrar al ciclo hasta que fue sepultado su cuerpo, por alguna pequeña negli­ gencia en el divino servicio, pero sin sufrimientos diversos (vida y Obras, publicadas por el P. S. de Tejada, Bilbao 1958, p. 45j. Acerca del ofrecimiento de sus obras y méritos por las almas del Purgatorio, de que aquí habla el Beato, véase la fórmula de su Consagración al Sagrado Corazón de Jesús, donde habla de esta entrega realizada por él.

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Me he persuadido asimismo enteramente en esta primera semana, de que los hombres son incapaces de satisfacer a la justicia divina ni por la menor falta. Esto me ha causado alegría: 1.° Porque me quita la inquietud en que eternamente estarla de si habría o no satisfecho enteramente por mis pecados, pues me diría cons­ tantemente a mí mismo: No, tú no has satisfecho bastante; en cuanto a la culpa, no está en tu mano, se necesita la Sangre de un Dios para borrarla; en cuanto a la pena, es precisa una eternidad o los sufrimientos de Jesu­ cristo. Ahora bien, tanto esta Sangre como estos sufrimientos están en nuestras manos. 2.° No se ha de descuidar el expiar por la penitencia los desórdenes de la vida; pero esto sin inquietud, pues lo peor que puede suceder, cuando se tiene buena voluntad y está uno sometido a la obediencia, es el estar mucho tiempo en el Purgatorio, y se puede decir, en el buen sentido de la palabra, que eso no es al fin y al cabo tan grande mal. Prefiero, además, deber mi gracia a la misericordia de Dios más que a mis diligencias; por­ que esto da más gloria a Dios y me lo hace mucho más amable. Me encuentro muy bien habiendo hecho aprobar mis penitencias. Es­ to me libra o de la vanidad o de la indiscreción o de la inquietud que me hubiese causado el temor en que estarla de adularme, pues indudablemente hubiera caldo en uno de esos lazos, o tal vez en los tres.

8.—El juicio final En el juicio habrá gran confusión para las personas vanidosas que hi­ cieron sus acciones para ser honradas o estimadas de los hombres, que buscaron en ellas el distinguirse en todas las cosas, al verse entonces con­ fundidas entre la más vil canalla y con increíble desprecio de aquellos mismos que más los estimaron en la Vida. Al contrario, ¡qué alegría para las almas humildes, que por amor a Dios se abrazaron con una vida oscura y común al verse entresacar de la multitud para ser exaltadas a la mayor gloria sin tener ya que temer por su virtud!

9.—Desolación espiritual

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Me parece que de todos los tiempos de la vida el de sequedad y de­ solación es el mejor para merecer. Un alma que sólo busca a Dios soporta sin dificultad este estado, y se eleva fácilmente sobre todo lo que pasa en la imaginación y en la parte inferior del alma, que es donde radica la ma­ yor parte de los consuelos. No deja de amar a Dios, de humillarse, de acep­ tar este estado; aunque fuese para siempre. Nada tan sospechoso como las dulzuras y nada tan peligroso; se aficiona uno a ellas algunas veces y des­ pués que han pasado se encuentra, con frecuencia, no con más fervor que antes para el bien, sino al contrario. Pero para mí es un sólido consuelo pensar, en medio de esas arideces y aun de las tentaciones, que tengo un corazón libre, y que sólo con ese co­ razón puedo yo merecer o desmerecer; que no puedo agradar ni desagradar a Dios por las cosas que no están en mi mano, como los gustos sensibles y los pensamientos importunos que se presentan a la imaginación contra toda mi voluntad. Cuando me encuentro en tal estado digo a Dios: Dios mío, que el mundo, y aun el mismo demonio, tenga para sí lo que yo no puedo quitarle, de lo que yo no soy dueño. En cuanto a mi corazón que Vos ha­ béis querido poner en mis manos, no tendrán parte alguna; es todo vues­ tro, bien lo sabéis, bien lo veis. Por lo demás, Vos lo podéis tomar de mo­ do que sólo a Vos os pertenezca, y lo podéis hacer cuando os planta. Por nada debe turbarse el hombre a quien da Dios verdadero deseo de servirle. Pax hominibus bonae voluntatis: «Paz a los hombres de buena vo­ luntad». Eso hace que yo espere, contando con la gracia de Dios, hacer ac­ tos de verdadera contrición, porque, aunque bien veo los motivos interesa­ dos que nos pueden inspirar dolor de nuestros pecados, pero con plena vo­ luntad y con entera deliberación renuncio a todos esos motivos. Estoy per­ suadido de que Dios es infinitamente amable, que sólo El merece ser teni­ do en cuenta, que es justo le sacrifiquemos nuestros intereses y sólo pen­ semos en su gloria. O eso es posible, o no lo es. Si fuese imposible, Dios no me lo aconsejaría o no me lo ordenarla; si es posible, lo hago con su gracia; pues sinceramente hago y quiero hacer de buena fe todo cuanto puedo. 10.— La Sagrada Eucaristía No creo haber estado nunca tan consolado como en la meditación del Santísimo Sacramento, que es la última de la primera semana. Desde el primer momento que entré en el oratorio y consideré este misterio, me he sentido totalmente penetrado de un dulce sentimiento de admiración y

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agradecimiento por la bondad que nos ha mostrado Dios en este misterio. Es verdad que he recibido por él tantas gracias, y he sentido tan sensible­ mente los efectos de este Pan de los Angeles, que no puedo pensar en ello sin sentirme movido a profunda gratitud. Jamás he sentido mayor confianza de que perseveraré en el bien y en el deseo que tengo de ser todo de Dios, no obstante, las temibles dificulta­ des que imagino para el resto de mi vida. Celebraré Misa todos los días; he aquí mi esperanza y mi único re­ curso (4). Poco podría Jesucristo si no pudiese sostenerme de un día a otro. No dejará de reconvenirme mi flojedad desde el momento en que empiece a abandonarme; todos los días me dará nuevos consejos, nuevas fuerzas, me instruirá, me consolará, me animará, me concederá o me obtendrá por su sacrificio todas las gracias que yo le pida. Aunque no vea yo que está presente, Jo siento; soy como esos ciegos que se echaban a sus pies y no dudaban que Je tocaban, aunque no le vie­ sen. Mucho ha aumentado en mí esta meditación Ja fe en este misterio. Me he sentido muy movido, considerando qué pensará de mí Jesu­ cristo cuando le tengo en mis manos, y cuáles serán sus pensamientos acerca de mí; quiero decir los sentimientos de su corazón, sus deseos, sus designios, etc. ¡Cuántas dulzuras, cuántas gracias recibiría en este Sacra­ mento un alma muy pura y desprendida! 11.— Véncete a ti mismo El séptimo día por la mañana me sentí acometido de pensamientos de desconfianza respecto al plan de vida que me he trazado para el porvenir; veo grandísimas dificultades en su cumplimiento. Cualquiera otra clase de vida me parecería fácil de pasar santamente, y cuanto más austera, solita­ ria, oscura, separada de todo comercio, más suave y fácil me parecería. Respecto a lo que más suele asustar a la naturaleza, como las prisio­ nes, las continuas enfermedades, la misma muerte, todo me parece suave en comparación de la eterna guerra que hay que hacerse a sí mismo, de la vigilancia contra las sorpresas del mundo y del amor propio, de esa vida muerta en medio del mundo.

4 La gran devoción de la Eucaristía es central en el Beato, como se ve aquí, y en las notas 27 y 45.

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Cuando pienso en esto, me parece que la vida va a hacérseme terri­ blemente larga y que la muerte nunca llegará demasiado pronto. He com­ prendido estas palabras de san Agustín: Patienter vivit et delectabiliter moritur: «Lleva la vida en paciencia y recibe la muerte con deleite». He comprendido además muy bien, que la vida que escogió para sí Jesucristo es seguramente la más perfecta, y que es imposible dar una idea más alta de la santidad que la de un perfecto compañero de Jesús (5). Esto ha producido en mí un buen efecto: convencerme de que, si has­ ta aquí he practicado algún desprendimiento, aunque muy imperfecto, no lo he hecho seguramente por mí mismo, y así es necesario que en lo suce­ sivo ponga Dios mano a la obra, si quiere hacer algo bueno en mí; pues veo muy bien la imposibilidad en que estoy de hacer nada sin su gracia. 12.—Progresos en la perfección He notado que hay muchos pasos que dar antes de llegar a la santi­ dad, y que a cada uno que se da se cree haber llegado; pero una vez dado se ve que no se ha hecho nada, que aún estamos por empezar. Un hombre que va a dejar el mundo mira esta acción como si después de esto ya no le quedase nada más que hacer; pero cuando se encuentra en la Religión con todas sus pasiones, ve que sólo ha cambiado de objetos y que es un mundano, aun fuera del mundo; ve que no le han salido sus cuentas (6).

5 Es natural que Dios baya mostrado la perfección a un miembro de la Compañía de Jesús como realizable por sus propias reglas y Constituciones. Ello nada quita a que baya formas diversas, e igualmente conducentes a la más alta perfección en la vida religiosa y de la Iglesia, como lo vemos en las variadas vidas de los santos. Pero, ciertamente, un jesuita que realice en sí el ideal inspirado por Dios a san Ignacio de Loyola, alcanzaría la perfección en el grado más alto piara él, ya que no podrá alcan­ zarla por otro camino. El amor a la vida de Jesús se traduce para él en s u vida reli­ giosa. 6 Se puede notar en las notas del Beato la alusión a diversa* pasiones interiores que combaten en su corazón, atrayéndole hacia el mundo, especialmente la tentación de vanidad. Véase, por ejemplo, aquí, en este Retiro, II, A. 13, y en las notas espirituales de 1674-76 lo» n. 1-2, donde describe el combate de pasiones y la tentación de la va­ nagloria, que fue un punto de gran lucha para él, según su testimonio, hasta que lo superó por la gracia divina (véase Retiro de Londres, n. I), a lo que contribuyó tanta Margarita María de Alacoque, como allí se ve.

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Se le presenta entonces otro paso que dar, y es desprenderse de los objetos de que, por su estado, aún no está enteramente desprendido; apar­ tar del mundo su propio corazón y no tener amor a ninguna cosa creada. Es cosa muy distinta hacerse religioso y dejar el mundo. Una vez conseguido esto, aún queda otro paso que dar, que es des­ prenderse de sí mismo, no buscar sino a sólo Dios en el mismo Dios. No solamente no buscar en la santidad ningún interés personal, lo que sería una grosera imperfección; pero ni siquiera buscar en ella nuestros intereses espirituales, buscar en ella puramente el interés de Dios (7). Para llegar ahí, Dios mío, ¡cuán necesario es que trabajéis mucho Vos mismo! Pues ¿cómo podría por sí misma llegar una criatura a ese grado de pureza? Quis potest facere mundum de immundo conceptum semine? Nonne tu qui solus es? «¿Quién podría limpiar al hombre concebido en la inmundicia fuera de Vos, que sois el único Ser necesario?» (Job 14, 4). Una idea que me consuela mucho y que me parece capaz, con la gra­ cia de Dios, de calmar parte de mis turbaciones es que para saber si esta­ mos apegados humanamente a las cosas que nos manda la obediencia, si disgustamos a Dios al satisfacer, por ejemplo, las necesidades de la vida, o al gozarnos de la gran estima o de la gloria que siguen a nuestros trabajos, o en el placer que sentimos en conservarla aunque sea con fines santos, etc., para saber, digo, si no se desliza algo de humano en todo eso, es nece­ sario no juzgar por el sentimiento, porque ordinariamente es imposible no sentir el placer que lleva consigo esa clase de bienes, como es imposible no sentir el fuego cuando se aplica a una parte sensible. Peto hay que examinar: 1.° Si hemos buscado de algún modo el placer que expe­ rimentamos. 2.° Si tendríamos pena en dejarlo.

7 Por una parte, sin duda que los hombres perfecto» buscan el puro interés de Dios, aun prescindiendo de su propio interés espiritual, como lo muestra el famoso soneto: «No me mueve, mi Dios, para quererte, etcétera...». Pero también es verdad que el amor de Dios lleva a hacer obras que merecen la gloria, y mirando a la salvación en felicidad eterna. Lo contrario sería un exceso de espiritualidad, que la Iglesia rechazó al condenar la doctrina de Fenelón en ese punto, porque la esperanza es virtud obliga­ toria. Es claro que aquí el Beato habla como han hablado los santos, sin que haya oposición entre el interés de Dios y el nuestro espiritual verdadero, que va unido a aquel.

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3.° Si siendo igual gloria de Dios y teniendo libre elección, escoge­ ríamos con preferencia las cosas desagradables y oscuras. Cuando se está en esta disposición, hay que trabajar con gran libertad y ánimo en las obras de Dios, y despreciar todas las dudas y escrúpulos que podrían detenernos o turbarnos.

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II

Segunda semana

A. — Hasta la elección 1. — Reino de Cristo En la primera meditación he estado agitado con algunos pensamien­ tos, a propósito de una flaqueza en que había caído el día anterior. Pero habiendo descubierto la causa porque Dios habla permitido las faltas que había cometido, es a saber, para curarme de cierta vana estima de mí mis­ mo que empezaba a concebir, este conocimiento me ha causado paz y ale­ gría muy sensible. Me he dado cuenta, con un placer que no es ciertamente natural, de que no era lo que pensaba ser, y no recuerdo haber descubierto jamás nin­ guna verdad con tanta satisfacción, como he descubierto mi miseria en esta ocasión. 2.

— Encarnación

No encuentro aquí sino anonadamiento y humildad. El Angel se abaja a los pies de una doncella, María toma la calidad de sierva, el Verbo se ha­ ce esclavo y Jesucristo, concebido en el seno de su Madre, se anonada de­ lante de Dios de la manera más sincera y profunda que es posible imagi­ nar. Dios mío, ¡qué hermoso espectáculo para Vos ver a seres tan excelen­ tes humillarse delante de Vos de un modo tan perfecto, cuando Vos los honráis con los más extraordinarios favores! ¡Cuánto placer experimento considerando los sentimientos interiores de estas divinas personas; pero, sobre todo, ese profundo anonadamiento, por el cual Jesucristo empieza a glorificar a su Padre y a reparar el agravio que el orgullo de los hombres ha hecho a Su Majestad! En cuanto a mí, no puedo humillarme ante esta vida, porque ¿dónde podré meterme, pues veo al mismo Jesucristo en la nada? He aquí cómo rebajar mi orgullo: ¡el Hijo de Dios anonadado delante de su Padre!

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Hasta ahora no había comprendido las palabras de san Bernardo: ¡Qué insolencia que un gusano se infle de orgullo cuando el Hijo sínico del Padre se humilla y anonada! (8). 3. —Circuncisión Se me ha ofrecido que la vida de apóstol pide gran mortificación: 1.°, sin ella Dios no se comunica, y 2.°, no se edifica al prójimo. Un hombre que se priva de los placeres y trabaja sin cesar en reprimir sus pasiones, habla con más autoridad y hace mucha mayor impresión. Como naturalmente siento atractivo al placer, he resuelto vigilar esta mala inclinación. 4.°— Huida a Egipto De no consultar más que la prudencia humana parece muy duro y po­ co razonable. ¿Qué hacer en un pueblo desconocido e idólatra? Pero Dios es quien lo quiere, luego necesariamente es conveniente; el razonar sobre la obediencia, por extravagante que parezca, es desconfiar de la prudencia de Dios y creer que con toda su sabiduría hay órdenes que no sabría El hacer redundar en gloria suya y provecho nuestro. Cuando nos llegan mandatos en que la razón humana no ve nada, debe alegrarse el hombre de fe con el pensamiento de que sólo Dios obra allí, y que nos pre­ para bienes tanto mayores cuanto debe enviarlos por vías ocultas que noso­ tros no podemos prever. Gracias a Dios, no tengo ninguna dificultad en eso; pues la experiencia me ha instruido. 5.°—Presentación ¡Qué ofrenda! ¡Qué bien hecha de parte de Jesús y de María! ¡Qué honor dado a Dios en esta ocasión! Yo hago la misma ofrenda en la Misa; ¡si la hiciese con los mismos sentimientos, con los mismos deseos de agra­ dar a Dios! Me gusta considerar en el cántico de Simeón la profecía clara y neta de la conversión de los Gentiles: Salutare tuum, quodparasti ante faciem 8 Recordamos aquí la hermosa palabra del Abbé Huvelin: «Jesucristo se ha apode­ rado de tal manera de) último lugar que no es posible arrebatárselo». Llama la aten­ ción que no haga mención del Nacimiento en las meditaciones, véase el n 6. El tema se puede hallar luego, en las «Notas espirituales», 1675, n. 5.

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omnium populorum, Lumen ad revelationem gentium. «Tu Salud, que pre­ paraste en presencia de los pueblos, Luz para la iluminación de las gentes» (Lc 2, 31-32). Este santo varón estaba bien iluminado; menester es que tuviese gran santidad para merecer tan señalados favores. Hay pocos verdaderos santos; pero los hay, sin embargo, y los ha habido en todo tiempo. 6.—Navidad Omitía la Navidad; recuerdo que pedí a Dios con gran fervor, durante cerca de media hora, el perfecto desprendimiento de que Jesús nos dio ejemplo; lo pedía por intercesión de san José, de la santísima Virgen y del mismo Jesucristo. Entre mis devociones a la Santísima Virgen, he resuelto no pedir nada a Dios, en ninguna oración, que no sea por intercesión de María. 7.°—Niño perdido

Quid est quod me quaerebatis etc.?: «¿Por qué me buscabais, etcéte­ ra?» (Luc 2,49). En esta meditación me ha conmovido mucho el dolor que sintió la Virgen durante los tres días en que estuvo privada de la presencia de su Hijo; pero aún más, la tranquilidad de su corazón, que no se turbó en esta ocasión en que, al buscar a Jesús, se ejercitaba en actos de la más he­ roica y sumisa resignación que hubo jamás. In his quae Patris mei sunt oportet me esse: «Conviene que yo me ocupe en las cosas de mi Padre» (Lc 2, 49). He encontrado en estas pala­ bras grandes lecciones para mí. Aunque el mundo entero se sublevase contra mí, se burlase de mí, se quejase, me censurase, es necesario que yo haga todo lo que Dios me pida, todo lo que me inspire para su mayor gloria. Se lo he prometido y espero observarlo con la gracia de Dios. Esto pide una gran vigilancia; sin ella, fácilmente se deja uno sorprender por el respeto humano, sobre todo cuan­ do se es tan débil como soy yo. 8.— Vida oculta

Et era subditas illis... Et Jesúsproficiebat sapientia et aetate: «Y es­ taba sujeto a ellos... Y Jesús adelantaba en sabiduría y en edad» (Lc 2, 51­ 52). He reflexionado que en vez de crecer en virtud, a medida que se avan­ za en edad, más bien se decrece y sobre todo en sencillez y en fervor, res­ 78

pecto de las humillaciones exteriores y de la dependencia de nuestra con­ ducta espiritual. Me ha conmovido el reconocer que a medida que el número de los beneficios de Dios aumenta, nuestro amor y agradecimiento se enfrían. ¿Por qué deshacerse de las virtudes de los novicios? Confieso que no bas­ tan y que es necesario añadir otras; peto hay mucha diferencia entre adqui­ rir nuevas virtudes y deshacerse de las antiguas; es preciso fortalecer las primeras, pero no renunciar a ellas. En segundo lugar, este amor de la soledad me parece muy conforme con el espíritu de Dios. El espíritu del mundo hace que uno se apresure, procure exhibirse y se persuada de que no llegará bastante pronto. El espí­ ritu de Dios tiene sentimientos enteramente contrarios: treinta años oscuro, desconocido, a pesar de todos los pretextos de la gloria de Dios que podría sugerir un celo menos iluminado. Permaneceré en la soledad todo el tiem­ po que la obediencia me lo permita. Ninguna visita de pura cortesía, sobre todo a mujeres. Ninguna amis­ tad particular con ningún seglar; al menos no buscaré ninguna y nada haré por cultivarla, a no ser que vea claramente que el interés de la gloria de Dios pide que proceda de otra manera. He aquí uno de mis propósitos. En tercer lugar, este interior de Jesucristo que sublima tanto la bajeza de sus acciones, me ha hecho descubrir, a mi parecer, el verdadero camino de la santidad. En el género de vida que he abrazado éste es el único medio de dis­ tinguirse delante de Dios, porque todo es común en lo exterior. También me siento fuertemente atraído a aplicarme a hacer las cosas más pequeñas con grandes intenciones, a practicar a menudo en el secreto del corazón actos de las más perfectas virtudes de anonadamiento ante Dios, de deseo de procurar su gloria, de confianza, de amor, de resignación y de perfecto sacrificio. Esto se puede hacer en todas partes, aun cuando no se esté ha­ ciendo nada. Aunque todo lo que nosotros hacemos para procurar la gloria de Dios sea bien poca cosa, y aunque esta gloria, aun la exterior, sea un bien muy pequeño respecto de El, no es, sin embargo, tan pequeño puesto que el Verbo Eterno ha querido encarnarse para eso. Es maravilloso que, pudiendo por sí mismo convertir toda la tierra, haya preferido hacerlo por sus Discípulos. Empleó toda su vida en formar­ los. Parece que de todas las cosas necesarias para la conversión del mundo sólo escogió para sí las más espinosas, como la muerte, y dejó a los hom79

bres las de mayor brillo. ¡Qué amor hacia algunos hombres, querer servirse de ellos para santificar a otros, aunque pudiese fácilmente hacerlo sin ellos! 9 .—Bautismo He pensado que el hombre llamado a convertir a otros, tiene necesi­ dad de grandes virtudes, y sobre todo, de una gran humildad y de una obe­ diencia admirable. Hay ocasiones en que se puede imitar esta conducta; no hay que de­ jarlas escapar. El arreglar las cosas de manera que parezca que uno sigue el consejo que recibe y que no pasa de ser un mero instrumento cuando es en realidad el agente, esto facilita la ejecución y ayuda a la humildad. Ningún trabajo me cuesta el atribuirlo todo a Dios. ¿Cómo podría yo hacer nada por mí mismo en la santificación del prójimo, cuando tan fuertemente sien­ to la impotencia en que me encuentro de curarme de las menores imper­ fecciones, aunque las conozca, aunque tenga, por decirlo así, entre las ma­ nos mil clases de armas para combatirlas? He resuelto ser obediente como un niño durante toda mi vida, espe­ cialmente en las cosas que se refieren de algún modo al adelanto en el ser­ vicio de Dios; porque sin esto hay peligro de buscarse uno a sí mismo. ¡Qué ilusión pensar en servir a Dios y glorificarle más o de otro modo que como a El le agrada! Aun cuando fueseis el mayor hombre del mundo, ¿qué dificultad hay en obedecer en todo a otro hombre? Este hombre re­ presenta a Dios: y ¿no reconocéis en una campana la voz de Dios? Además, honrar a todos los que trabajan en la salvación de las almas, hacer valer sus ministerios tanto cuanto me sea posible, mantener gran unión con ellos, alegrarme de sus triunfos. Una conducta opuesta a ésta sería la más ridícula, la más imperfecta, la más vana, la más alejada del espíritu de Dios que podría tener un hom­ bre que se emplea en la salvación de las almas. 10.—Desierto Parece que treinta años de preparación deberían ser suficientes. Peto no; Jesucristo no pone en práctica la misión de su Padre antes de que el Espíritu Santo le conduzca al desierto para practicar allí la mortificación y demás virtudes necesarias al cargo de un apóstol.

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He propuesto huir toda clase de delicadezas en la comida, en el vesti­ do, etc.; nunca pedir nada para mi sustento al predicar, y no quejarme nun­ ca de nada. Non in solo pane vivit homo: «El hombre no vive de solo pan» (Mt 4, 4). Segundo, no tener nada de particular para mis vestidos, ni aun para el campo, y hacer todos mis viajes siempre a pie, en cuanto sea posi­ ble. Es fácil hacer esto sin mucha incomodidad, y esto, a más de otros buenos efectos, humilla el espíritu (9). También he hecho el propósito de hacer mis Ejercicios espirituales y los Retiros con una fidelidad inviolable y con el mayor fervor posible; de meditar mucho la vida de Jesucristo, que es el modelo de la nuestra. He comprendido la sentencia de san Juan Berchmans: Mortificatio maxima vita communis: «Sea mi mayor mortificación la vida común». Mortifica el cuerpo y el espíritu. Todo lo demás no es las más de las veces sino la vanidad que busca distinguirse. En todo caso, antes de hacer algo extraordinario, quiero hacer todas las cosas ordinarias y hacerlas con todas las circunstancias que piden nuestras Reglas: esto lleva lejos, a una admirable santidad. Al leer nuestras Reglas he concebido un gran deseo de observarlas todas, con la gracia de Dios. Esto pide, a mi juicio, gran ánimo, gran sencillez, gran recogimiento, gran esfuerzo y gran constancia, y sobre todo, una grande gracia de Dios. 11.—Elección de los Apóstoles Jesucristo escogió por Apóstoles, primeramente, hombres pobres, analfabetos, y juzgando humanamente muy poco a propósito para sus pla­ nes. No porque sea preciso ser de familia oscura y sin letras para trabajar en la salvación de las almas; sino para hacer entender, a aquellos que son llamados a este ministerio, lo poco necesarios que son los talentos natura­ les o adquiridos, y que no deben atribuir a ellos el éxito de su empleo. Escogió lo segundo pescadores, etc., para enseñarnos que no es este oficio de personas delicadas, sino que es necesario sufrir mil fatigas y pre­ pararse para los más rudos trabajos. Me he sentido dispuesto a todo, gra­ cias a Dios, ningún trabajo me causa miedo, moriría contento trabajando

9 Los viajes antiguos tenían como comodidad el caballo o muía, sobre todo el co­ che de caballos. El B. Pedro Fabro recorrió Europa a pie. S. Estanislao de Kostka fue a pie de Viena a Roma.

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en esto; pero me siento tan indigno de esta gracia, que no sé si Dios querrá ni siquiera servirse de mí en alguna cosa. 12 —Las Bienaventuranzas

Beati pauperes spiritu..., mites, mundo corde: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los limpios de corazón» (Mt 5, 3). Estas tres bienaventuranzas tienen entre sí, me parece, alguna relación y no pue­ den darse la una sin la otra. He comprendido que son verdaderamente di­ chosos los que están desprendidos de todas las cosas y han arrancado de su corazón hasta las inclinaciones viciosas; pero ciertamente me encuentro muy lejos de este estado. 13.— Tentaciones de vanagloria He sentido, pensando en el fin de esta segunda semana, que la incli­ nación a la vanagloria está aún en mi corazón casi tan viva como nunca, aunque no produzca los mismos efectos y reprima sus movimientos con la gracia. Me parece que nunca me he conocido tan bien; pero me veo tan miserable que me avergüenzo de mí mismo, y este conocimiento me causa de vez en cuando accesos de tristeza, que me llevarían a la desesperación si Dios no me sostuviese. En este estado nada me consuela tanto como la reflexión que me hago de que esta misma tristeza es efecto de una gran vanidad, y que este cono­ cimiento y este sentimiento de mis miserias es una gran gracia de Dios, y que con tal que yo espere en Dios, y le sea fiel en combatir mis inclinacio­ nes, no permitirá que perezca. Me someto en todo a su voluntad y estoy dispuesto, si así lo quiere, a pasar mi vida en este molesto combate, con tal que El me sostenga con su gracia para no sucumbir. Creo, sin embargo, que se puede ahogar este ape­ tito de vanagloria a fuerza de reprimir sus movimientos; como también, al fin y al cabo, se ahogan los remordimientos de la conciencia, aunque mili­ ten en su favor la gracia, la naturaleza y la educación. 14.— Tres maneras de humildad En la meditación de los tres grados de humildad (10) además de que he sentido con mucha dulzura, confusión y temor que Dios me llama al 10 En los ejercicios ignacianos se llaman tres maneras o grados de humildad a tres disposiciones del ejercitante, para que se examine y aspire a la tercera. La primera es

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tercero, que consiste en combatir las malas inclinaciones y amar todo lo que el mundo aborrece; además de que veo que sería el más desgraciado de los hombres si me contentase con algo menos, mil razones me persua­ den que tengo que procurarlo con todas mis fuerzas. Lo primero, Dios me ha amado demasiado para que yo trate de esca­ timarle en adelante nada; el sólo pensamiento me horroriza. ¡Qué! ¿No ser todo de Dios cuando El ha sido tan misericordioso para conmigo? ¿Reser­ varme alguna cosa, después de tantas como he recibido de El? Jamás con­ sentirla tal cosa mi corazón. Lo segundo, cuando veo lo poco que soy y qué es lo que yo puedo hacer para gloria de Dios, empleándome enteramente en su servicio, me avergüenzo sólo de pensar en reservarme algo, quitándoselo a Dios. Lo tercero, no tendría yo seguridad ninguna, tomando un término medio: me conozco y sé que caería bien pronto en un mal extremo. Lo cuarto: sólo los que sirven a Dios, sin reserva, deben esperar morir dulcemente. Lo quinto: sólo estos llevan una vida dulce y tranquila. Lo sexto: para hacer mucho por Dios es necesario ser completamente suyo; por poco que le quitéis, os hacéis poco a propósito para hacer gran­ des cosas por el prójimo. Lo séptimo: en este estado es donde se conserva fe viva y esperanza firme; se pide a Dios con confianza y se obtiene infaliblemente lo que se pide.

15.— Tres binarios (11) En la meditación de los tres estados o clases de hombres he resuelto, y me parece que de buena fe, gracias a Dios, ser de aquellos que quieren curarse a toda costa. Y como he conocido muy bien que mi pasión domi­ no cometer pecado mortal, ni dudar en ello. La segunda lo mismo del pecado venial, y con indiferencia a todo sino a la voluntad de Dios. La tercera es desear imitar a Cristo en humillaciones y desprecios, aunque fuese igual gloria de Dios tenerlos que no tenerlos, por amor. 11 Llama san Ignacio en sus ejercicios «tres binarios» a tres clases de hombres, que sirven como de espejo para la actitud del ejercitante: primera clase, de los que quieren renunciar a todo por Cristo, pero a la hora de la muerte; segunda, de los que dicen que lo quieren, pero no ponen medios eficaces para lograrlo; tercera, de los profundamen­ te sinceros en este querer.

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nante es el deseo de la vanagloria, he hecho un firme propósito de no omi­ tir ninguna humillación de todas las que me pueda procurar sin faltar a la Reglas y no huir nunca de las que se me presenten. He notado que este continuo cuidado de humillarse y mortificarse en todo causa a veces tristeza a la naturaleza, lo que la hace floja y menos dispuesta a servir a Dios. Es una tentación que podemos, me parece, ven­ cer pensando que Dios no exige esto de nosotros sino por amistad, y que nosotros nos entregamos a esta práctica como un amigo se aplica en todo momento a agradar a su amigo, o un buen hijo a servir y alegrar a su buen padre, sin que tenga para esto necesidad de forzarse, conservando cierta libertad de espíritu en medio de los menores y más asiduos cuidados, liber­ tad que es una de las señales más sensibles del verdadero amor. Se hace con gusto lo que se cree que agrada a la persona a quien amamos de veras. B .—La elección y el Voto En la repetición de las dos últimas meditaciones, habiendo empezado primero con un gran sentimiento a la vista del orgullo que encierra un pe­ cado cometido con propósito deliberado y de la ceguedad de los hombres que se ponen a deliberar si deben limitarse a huir del pecado mortal, etc., como si un bien grande no debiera siempre preferirse, sin ponerlo en pa­ rangón con uno más pequeño; este dulce sentimiento ha quedado extin­ guido por un pensamiento de vana complacencia que me ha sobrevenido y que he tenido que combatir. No acertaría a decir cuánto me ha humillado esto. He pasado el resto de la oración pensando sobre mi nada y mi indig­ nidad respecto a todas las gracias y consuelos de Dios, He aceptado con completa sumisión la privación de esta clase de bienes durante toda mi vi­ da, y ser hasta la muerte como el juguete de los demonios y de toda clase de tentaciones. Me parece que he reconocido, con los sentimientos de la Cananea, que no debo tener ninguna parte en el pan de los hijos. He pedido a Dios sólo lo que me es precisamente necesario para sos­ tenerme de manera que no le ofenda jamás. No pierdo, sin embargo, la es­ peranza de llegar al grado de santidad que pide mi vocación, y lo espero; pero preveo que tendré que pedir esta gracia durante mucho tiempo. Bien está; estoy resuelto, gracias a Dios, a la perseverancia cuanto fuere preciso; es una cosa tan grande y tan preciosa la santidad, que nunca se comprará demasiado cara.

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1.—La entrega del Voto Ha sido en esta situación cuando sintiéndome extraordinariamente instado a cumplir el proyecto de vida que desde hace tres o cuatro años medito, me he entregado enteramente a Vos, ¡oh Dios mío! ¡Cuán grandes son vuestras misericordias para conmigo, Dios de la Majestad! ¿Quién soy yo para que Vos os dignéis aceptar el sacrificio de mi corazón? Será, pues, todo para Vos; las criaturas no tendrán parte algu­ na, no valen la pena. Sed, pues, amable Jesús, mi padre, mi amigo, mi maestro, mi todo; si os contentáis con mi corazón, ¿sería posible ni razo­ nable que el mío no estuviese contento con el vuestro? Sólo quiero vivir en adelante para Vos y vivir mucho tiempo, si así lo queréis, para sufrir más. No pido la muerte, que abreviaría mis miserias. No es vuestra voluntad que yo muera a la misma edad que Vos; sed por ello bendito; pero me parece, al menos, que es de justicia que yo empiece a vivir por Vos y para Vos a la misma edad que Vos moristeis por todos los hombres, y por mí en particu­ lar, que tantas veces me he hecho indigno de tan grande gracia. Es natural que Dios baya mostrado la perfección a un miembro de la Compañía de Jesús como realizable por sus propias reglas y Constituciones. Ello nada quita a que baya formas diversas, e igualmente conducentes a la más alta perfección en la vida religiosa y de la Iglesia, como lo vemos en las varia­ das vidas de los santos. Pero, ciertamente, un jesuita que realice en sí el ideal inspirado por Dios a san Ignacio de Loyola, alcanzaría la perfección en el grado más alto piara él, ya que no podrá alcanzarla por otro camino. El amor a la vida de Jesús se traduce para él en s u vida religiosa. Recibid, pues, amable Salvador de los hombres, este sacrificio que el más ingrato de todos ellos os hace para reparar el daño que hasta este punto no he de­ jado de haceros al ofenderos (12).

12 Tenía el Beato La Colombiere en este momento treinta y tres años de edad (1641-1674), la edad que la tradición asignó a Jesús al morir. Es la edad de plenitud viril en la que el hombre de Dios va a entregar su vida a Dios con el extraordinario «Voto de guardar sus Reglas», que constituirá su camino de entrega a Dios. Se puede decir que la vida del P. La Colombiere da un cambio profundo a partir de este instan­ te, y aparece un hombre nuevo de espíritu. No nos parece necesario detallar las diver­ sas Reglas de la Compañía de Jesús, que él incorpora a su voto. Van suficientemente indicadas en el «Proyecto de Voto», que describe. Sí diremos que estas Reglas y Constituciones, por voluntad expresada del propio Fundador de la Compañía en las mismas Constituciones, por sí mismas no obligan a pecado alguno, son motivo del espíritu generoso de la mayor gloria de Dios. El Beato va a añadir con su voto la con­

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PROYECTO DE VOTO

Juravi et statui custodire judicia justitiae tuae: «Juré y determiné guardar los preceptos de tu justicia» (Salmo 118, 106). Me siento atraído a hacer a Dios voto de observar nuestras Constitu­ ciones, nuestras Reglas comunes, nuestras Reglas de modestia y las Reglas de los sacerdotes, de la manera siguiente: 2.— Sumario de las constituciones 1.° Trabajar toda mi vida en mi perfección particular por la obser­ vancia de las Reglas y en la santificación del prójim 0 aprovechando todas las ocasiones que la obediencia y la pro’ videncia me proporcionen de ejer­ citar mi celo sin detrimento de las Reglas de la discreción y prudencia cris­ tianas. (Regla 2.a) 2.° Ir indiferentemente, sin excepción, sin réplica, a cualquier parte que la obediencia me envíe. (Regla 3.a). 3.° Tratar con el Superior sobre las penitencias exteriores y no omi­ tir, sin necesidad, las que a él le haya parecido bien que haga; hacer la con­ fesión general todos los años; el examen de conciencia dos veces al día; tener un confesor fijo, y descubrirle toda mi conciencia. (Reglas 4.a, 5.a, 6.a y 7.a). 4.° Amar a mis parientes sólo en Jesucristo. Me parece que, por la gracia de Dios, me encuentro ya en esta disposición; así este punto no me puede dar ningún trabajo. (Regla 8.a). 5.° Ver con gusto que me reprendan, que se dé cuenta a mis supe­ riores de mis defectos y darla yo también de los defectos de mis hermanos cuando juzgue estar obligado a ello por la Regla. (Reglas 9.a y 10.a). 6.° Desear ser ultrajado, colmado de calumnias e injurias, pasar por un insensato, sin dar ocasión para ello, y sin que Dios sea ofendido. Me parece que en todo eso sólo tengo que pedir a Dios me conserve los senti­ mientos que ya me na dado por su infinita misericordia. (Regla 11.a). 7.° Por lo que hace a la mayor abnegación y continua mortificación me parece que, con la gracia de Dios, puedo hacer voto (Regla 12): dición de pecado en su inobservancia, y dará sus motivos para hacerlo en las Consi­ deraciones que acompañan al fin del Voto. Sin que sea necesario imitar su conducta, es indudable que a él le llevó a una gran perfección, y constituye un gran ejemplo pa­ ra los religiosos de amor a sus Reglas, como camino seguro hacia Dios.

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1. De no tener jamás voluntad eficaz respecto a la vida, salud, prosperidad, adversidad, empleos, lugares, sino en cuanto esta voluntad sea conforme a la suya. 2. De desear, en cuanto de mí dependa, todo cuanto sea contrario a mis inclinaciones naturales, si ello no se opone a su mayor gloria; y me parece que por su infinita bondad me ha puesto ya en esta disposición. 3. De no buscar nunca lo que halaga los sentidos, como los espec­ táculos, los conciertos, los olores, las cosas agradables al paladar ni lo que pueda satisfacer la vanidad; de no buscarlo, digo, nunca ni en mis discur­ sos ni en mis acciones; en cuanto a los muebles y vestidos, contentarme con lo que me den, a menos que la obediencia o la Regla de la salud no me obliguen a obrar de otro modo. 4. De no evitar ninguna de aquellas mortificaciones que se me presenten, a menos que juzgue, según Dios, que debo obrar de distinto modo por alguna razón que me parezca verdadera. 5. De no gustar jamás ningún placer de aquellos a que la necesi­ dad me obliga, como beber, comer, dormir, ni de aquellos que no podamos evitar en la Compañía sin alguna afectación o singularidad, como las re­ creaciones, los manjares extraordinarios, etc. Jamás tomarlos por el placer que en ello experimenta la naturaleza, sino renunciar a ello de corazón, y mortificarme efectivamente tanto cuanto Dios me inspire, y pueda yo ha­ cerlo sin llamar la atención demasiado. (Regla 12.a). 8.° Las cuatro Reglas siguientes están encerradas en todas las otras. Respecto a la 17.a, que trata de la pureza de intención, me parece que pue­ do hacer voto: 1. De no hacer nunca nada con la gracia de Dios, al menos con re­ flexión, sino puramente por su gloria. 2. De no hacer ni omitir nada por respeto humano: este último punto me agrada sobremanera, y me parece que me afianzará en una gran paz interior. (Regla 17.a). 9.° Este presente voto encierra, si no me equivoco, la observancia de la diecinueve. (Regla 19.a). 10.° Respecto a la 21.a puedo hacer voto. 1. De no faltar nunca a la oración y observar, ya sea en la prepara­ ción, ya sea en la misma oración, las adiciones de san Ignacio, a menos que alguna razón o de necesidad o de caridad u otra parecida me dispense de algunos de esos puntos.

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2. De observar, respecto a la Misa y Oficio divino, las Reglas de los sacerdotes. (Regla 21.a). 11.° En cuanto a la pobreza, ya he hecho voto de observar todas las Reglas dadas por san Ignacio. 12.° Por lo que hace a la castidad, no mirar jamás ningún objeto que pudiera inspirarme pensamientos contrarios a esta virtud, al menos con in­ tención formada, o sin necesidad indispensable; no leer, oír ni decir cosa que no sea casta, a menos que la caridad o la necesidad de mi empleo me obliguen a ello guardar las Reglas de los sacerdotes referentes a la confe­ sión y visitas de mujeres. 13.° Comer siempre con templanza, modestia y decencia, diciendo la bendición y acción de gracias con respeto y devoción. 14.° En cuanto a la obediencia, ya he hecho voto de practicarla se­ gún nuestras Reglas. 15.° Respecto de las cartas que se entregan o reciben, observaré lo que los superiores deseen que guarde. 16.° Dar cuenta de conciencia según la fórmula que tenemos en nuestras Constituciones. 17.° De no tener nada oculto a mi confesor, al menos de lo que debe saber para dirigirme. 18.° Respecto a la unión y caridad fraterna, los negocios puramente seculares y el cuidado de la salud, no encuentro en mí ninguna dificultad, así como tampoco en la manera de proceder cuando uno está enfermo. 3 .—Reglas comunes Hacer todos los días dos veces el examen de conciencia y el examen particular y anotar el adelanto, según la instrucción de san Ignacio; la lec­ tura espiritual, siempre que pueda; no faltar al sermón sin permiso, estando en casa; en la abstinencia del viernes guardar el uso de la Compañía; no predicar sin la aprobación cíe los superiores. Las tres Reglas siguientes se refieren a la pobreza; en todas las otras no encuentro dificultad. Puedo ha­ cer voto, me parece, de no dispensarme de ellas sin permiso. Convendría acordarse al llegar a una casa de pedir permiso a los su­ periores. 1.° Para tener libros.

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2.° Para ver con frecuencia a los enfermos, si es que no hay la cos­ tumbre de pedirlo cada vez que se va a visitarlos. 3.° Para entrar un momento en el cuarto de ciertas personas en de­ terminadas ocasiones, como para tomar luz, devolver un libro, etc. 4.° Para hablar en casa con los de fuera y llamarlos si fuere necesa­ rio. 5.° Para hacer los encargos de los de fuera de casa a los de dentro, y de los de dentro a los de fuera cuando nos lo piden, siempre que se juz­ gue que en ello no hay nada de particular. Para escribir cartas; bien entendido que se mostrará a quien se deba hacerlo, si es que no hay costumbre de pedir este permiso cada vez que se escribe. 4,

4 .—Reglas de la modestia y de los sacerdotes Las Reglas de la modestia están compuestas de tal manera, que no pueden costar ningún trabajo. Dígase lo mismo de las e los sacerdotes. La que recomienda la instrucción de los niños no impone, a mi juicio, mayor obligación que la que está encerrada en el voto que hacen los profesos. Se podría hacer voto de las Reglas de los oficios particulares a medi­ da que a ellos sea uno aplicado. 5 .—Motivos de este voto 1.° Imponerme una necesidad indispensable de cumplir, en tanto cuanto sea posible, los deberes de nuestro estado y de ser fieles a Dios, aun en las cosas más pequeñas. 2.° Romper de un golpe las cadenas del amor propio y quitarle para siempre la esperanza de satisfacerse en alguna ocasión; esta esperanza, me parece, vive siempre en el corazón en cualquier estado de mortificación en que uno se encuentre. 3.° Adquirir de una vez el mérito de una larga vida, en la extrema incertidumbre en que estamos de vivir ni un solo día, y ponernos en estado de no temer que la muerte pueda quitarnos los medios de glorificar más a Dios; pues esta voluntad que tenemos de hacerlo eternamente no puede de­ jar de tomarse por efectiva, puesto que nos obligamos tan estrechamente a cumplirlo.

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4.° Reparar las pasadas irregularidades por el compromiso que con­ traemos de ser regulares cumplidores de las Reglas durante todo el tiempo que Dios quiera prolongar nuestra vida. Este motivo me agrada mucho y hace mucha más fuerza que todos los otros. 5.° Reconocer en cierto modo las misericordias infinitas que Dios ha tenido conmigo, obligándome indispensablemente a ejecutar sus más pequeñas órdenes. 6.° Por respeto a la divina voluntad, que bien merece I ser ejecuta­ da bajo pena de condenación; aunque Dios, por su infinita bondad, no nos obliga siempre a ello bajo tan graves penas (13). 7.° Hacer de mi parte todo cuanto de mí dependa para ser todo de Dios sin reserva, para desprender mi corazón de todas las criaturas y amar­ le con todas mis fuerzas, al menos con un amor efectivo. 6.—Algunas consideraciones que me animan a hacer este voto 1.° No encuentro más trabajo en observar todo lo que este voto en­ cierra, que el que tendría un hombre naturalmente inclinado al placer pata guardar la castidad que le obliga a tantos combates y a tanta vigilancia. 2.° Dios, que inspiró nuestras Reglas a san Ignacio, pretendió que fuesen observadas. No es, pues, imposible el hacerlo, ni aun con imposibi­ lidad moral. Ahora bien, el voto, lejos de hacer la observancia más difícil, la facilita, no sólo porque aleja las tentaciones por el temor de cometer un pecado grave; pero, además, porque en cierto modo obliga a Dios a dar mayores gracias en las ocasiones. 3.° San Juan Berchmans pasó cinco años en la Compañía sin que su conciencia le reprochase la infracción de ninguna Regla; ¿por qué, con la gracia de Dios, no lo haré yo en una edad en que se debe tener mayor fuer­ za y en que se está menos expuesto a los respetos humanos, que son los mayores enemigos que tenemos que combatir? 4.° No temo que esto me quite la paz del alma y me sea piedra de escándalo: Pax multa diligentibus legem tuam et non est illis scandalum: «Mucha paz hay para los que aman tu ley y no les sirve de tropiezo» (Sal 118, 135). Es artículo de fe y, por consiguiente, cuanto más se ama esta ley mayor tranquilidad se experimenta: Ambulabam in latitudine quia manda13 Dios ni nos obliga, ni en su justicia nos podría obligar, a cosas leves bajo penas eternas. Es con exceso rigurosa esta reflexión.

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ta tua exquisivi: «Andaré con amplitud de corazón porque busqué tus mandamientos» (Sal 118, 45). El exacto cuidado en obedecer a las más pe­ queñas observancias pone al espíritu en libertad en vez de causarle violen­ cia. 5.° Me parece que desde hace algún tiempo vivo ya poco más o menos como tendré que vivir después de hecho este voto. Y más bien por el deseo de obligarme a perseverar, que por gana de hacer algo nuevo o ex­ traordinario, he tenido este pensamiento 6.° Me parece que el solo pensamiento de hacer este voto me des­ prende de todo lo del mundo poco más o menos como si sintiera acercarse la muerte. 7.° No me apoyo en mi resolución ni en mis propias fuerzas, sino en la bondad de Dios, que es infinita, y en su gracia, que nunca deja de comunicarnos abundantemente, tanto más cuantos mayores esfuerzos ha­ cemos por servirle: Non delinquent omnes qui sperant in eo. «No pecarán lo que esperan en El» (Sal 33,23). 8.° Me parece que este voto sólo me obliga a un poco más de vigi­ lancia que la que tengo, pues ahora mismo no querría, me parece, quebran­ tar ninguna Regla con voluntad deliberada. 9.° Para prevenir los escrúpulos puedo no comprometerme a nada cuando tenga duda. 10.° Puedo comprometerme bajo esta condición: que, si pasado al­ gún tiempo encuentro que este voto me turba, cesa el compromiso; si no, terminará sólo con mi vida. 11.° Cuando se tiene permiso no se quebranta la Regla, al menos cuando se trata de una Regla exterior, porque muy desgraciado tendría uno que ser para preferir quebrantar una Regla y desagradar a Dios, aunque no hubiere obligación de pecado mortal, que decir una palabra al Superior. 12.° No pretendo estar obligado a nada en todas las ocasiones en que cualquiera otro pudiera dispensarse de la Regla, sin hacer nada contra la perfección. 13.° El pensar en este compromiso, lejos de asustarme me llena de júbilo; me parece que en vez de ser esclavo voy í entrar en el reino de la libertad y de la paz. El amor propio no se atreverá a enredarme cuando tan gran peligro habrá en seguir sus movimientos. Me parece que toco ya mi felicidad y que he encontrado, al fin, el tesoro, que es necesario comprar a tan gran precio. 91

14.° No es éste un fervor pasajero; hace mucho tiempo que lo medi­ to; pero me reservaba el examinarlo a fondo en esta ocasión, y mientras más se aproxima el tiempo de ponerlo por obra, más facilidad encuentro en él y más fuerza y más resolución en mi mismo. 15.° Esto, no obstante, esperaré la resolución de V. R. antes de se­ guir adelante. Por esto le suplico quiera examinar este escrito y reflexio­ nar, sobre todo, en estas últimas consideraciones, en las cuales encontrará, tal vez, señales del espíritu de Dios; si no, no tiene más que decirme que no juzga a propósito que yo ponga en práctica este designio, y tendré para con el sentir de V. R. el mismo respeto que debo a la palabra de Dios. C.— La misión apostólica (14). 1.—Misión de los Apóstoles En la meditación de la Misión de los Apóstoles comienzo, me parece, a conocer mi vocación y el espíritu de la Compañía, y creo también que, por la gracia de Dios, este espíritu nace y se fortifica en mí, ya sea a causa de un afecto particular y de una gran estima que tengo de todas las Reglas, ya porque me parece que mi celo se aumenta y purifica. Sobre esta palabra que encierra la Misión de los Apóstoles: Docete omnes: «Enseñad a todos» (Mt 18,19), he comprendido que somos envia­ dos a toda clase de personas, y que en cualquier parte que se encuentre un Jesuita, y en cualquier compañía que esté, está allí como enviado de Dios para tratar el negocio de la salvación de aquellos con quienes trata, y que si no habla de este negocio, y no aprovecha todas las ocasiones para hacer que adelanten en él, hace traición a su ministerio y se hace indigno del nombre que lleva. He resuelto, pues, acordarme de esto en toda ocasión y estudiar los medios para hacer recaer la conversación sobre cosas que puedan edificar, sea quien sea aquel con quien me encuentre; de tal modo, que nadie se se­ 14 En esta parte de la «Segunda semana», que sigue a la elección del Voto, sin duda por seguir la dirección dada a los ejercicios por el P. Athiaud, que los dirigía, si­ guiendo el libro del P. Le Gaudier sobre la perfección (Cf. Guitton, J. Perfecto amigo, Bilbao 1956, p. 92), se deja a veces el estricto orden ignaciano. Así no aparecen aquí las meditaciones de la vida pública de Cristo, que pone en orden san Ignacio, y en cambio se proponen las virtudes del apóstol que a continuación ira proponiendo La Colombiére en sus notas.

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pare de mí sin tener más conocimiento de Dios que cuando llegó, y, si es posible, con mayor deseo de su salvación. 2.—Celo apostólico Al meditar sobre el celo, me ha ocupado todo el tiempo el desinterés y la indiferencia que debo tener. Doy gracias a Dios de que no he encon­ trado en mí ninguna repugnancia en ocuparme de los niños y de los po­ bres; antes, al contrario, me parece que tomaría estos empleos con gusto; no están expuestos a la vanidad y son de ordinario más fructuosos. Des­ pués de todo, el alma de un pobre es tan querida de Jesucristo como la de un rey, y poco importa de quiénes se llene el cielo. Entre las señales que Jesucristo da de su misión, ésta es una de las principales: Pauperes evangelizantur: «Los pobres son evangelizados» (Mt 11,5), y por esta señal se puede reconocer que es el Espíritu de Dios quien ha fundado la Compañía; pues el Catecismo y el cuidado de los po­ bres es una de sus principales atenciones; las Constituciones nada nos re­ comiendan tanto como eso. Me parece que podemos esperar que somos enviados de Dios, y que a El buscamos, cuando tenemos esta indiferencia; por esto he resuelto, sea en las confesiones, sea en la predicación, servir con gusto a los pobres, y cuando quede a mi elección, preferir a éstos, pues a los ricos nunca les faltará quienes les sirvan. 3.—Pobrera apostólica En la meditación de la pobreza apostólica he resuelto gloriarme toda mi vida y complacerme en esta virtud, y tener el consuelo de poder decir siempre: «No tengo nada»; así, como n0 el contrario, el mundo y el amor propio sienten tanta satisfacción en decir y contar lo que poseen. Sobre to­ do, no tener libros propios; esto me obligará a leer mucho y bien aquellos que tenga y crea más necesarios; respecto a los demás, no me costará nada el pasarme sin ellos. 4.—Mortificación apostólica En la meditación de la mortificación he comprendido que un Apóstol no está llamado a llevar una vida muelle ni descansada; es necesario sudar y fatigarse, no temer ni el calor ni el frío, ni los ayunos ni las noches en vela; es necesario gastar la vida y las fuerzas en este empleo. Lo peor que 93

puede suceder es morir sirviendo a Dios y al prójimo; mas no veo que esto pueda hacer temer a nadie. La salud y la vida me son, por lo menos, indiferentes; pero la enfer­ medad o la muerte, cuando me lleguen por haber trabajado en la salvación de las almas, me serán muy agradables y preciosas. 5.—Observancia de las Reglas Este mismo día, después de la comida, habiendo leído en la vida de San Juan Berchmans la muerte de este santo joven, me sentí muy conmo­ vido por lo que entonces dijo: que sentía gran consuelo por no haber que­ brantado nunca ninguna Regla; y reflexionando en lo que podría decir yo sobre esto, si debiera dar cuenta a Dios, concebí de pronto tan grande dolor de haberlas observado tan mal, que derramé lágrimas en abundancia. Hice en seguida mi oración, en la que formé grandes resoluciones de ser en adelante mejor Jesuita que lo que he sido hasta aquí; invoqué con gran confianza a este bienaventurado joven y le rogué por la Santísima Virgen, a quien él tanto amó, y por la Compañía, a la cual fue tan fiel, que me obtuviese la gracia de vivir hasta la muerte como él vivió durante cinco años. Todo el testo del día estuve penetrado de dolor, teniendo siempre an­ te mis ojos las Reglas despreciadas y quebrantadas tan a menudo; lloré tres o cuatro veces, y me parece que, con la gracia de Dios, no será fácil que las quebrante en lo sucesivo. Pero no por eso dejo de estar sin consuelo por lo pasado; nunca jamás habla pensado en el mal tan grande que hacía en ello. Pensaba que, si hubiesen querido solicitar de Berchmans que que­ brantase una Regla a la hora de su muerte, por ninguna consideración lo hubiese hecho, después de haber pasado su vida sin haber quebrantado ninguna. Ahora bien, las mismas razones tenemos nosotros que las que tu­ vo él para resistir a las tentaciones de esta naturaleza. Ai faltar hoy al si­ lencio, no desagradaré menos a Dios; desprecio una orden inspirada por el Espíritu Santo a nuestro Santo Fundador. Por mí no queda que no se des­ truya la observancia regular; no es tan poca cosa esta Regla que no depen­ da de ella todo el bien del cuerpo de la Compañía. 6.—Desprecio del mundo

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Me parece que para el desprecio del mundo es un medio muy eficaz la costumbre de la presencia de Dios. Es pensamiento de San Basilio que un hombre que tiene por testigos de lo que hace a un rey y a un lacayo, no atiende principalmente al lacayo, sino sólo a merecer la aprobación del príncipe. Es una servidumbre extraña y desgraciada la del hombre que sólo piensa en agradar a los otros hombres. ¿Cuándo podré yo decir: Mihi mundus crucifixus est et ego mundo: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo?» (Gal 6,14). He pedido con instancia a Jesucristo y a la Santísima Virgen me concedan esta disposición de ánimo. 7.—Humildad apostólica En la meditación de la humildad, es verdad, y yo lo comprendo, que debe ser grande esta virtud en un hombre apostólico, y el temor de no po­ seerla bastante me tendrá toda mi vida, a mi parecer, en un continuo temor. Paréceme, sin embargo, que para esto sólo hay que estar atento y evitar la inconsideración. Pues cualquiera que considere qué es, qué ha sido, qué es lo que puede hacer por sí mismo, no es fácil que se atribuya nada a sí mismo; para destruir el orgullo basta con recordar que la primera señal de la virtud es no estimarse absolutamente en nada. En segundo lugar, basta con mirar a Jesucristo, anonadado de cora­ zón, que reconoce delante de Dios que es nada y que sólo a su Padre se debe la gloria de todo cuanto hace. Si me alaban se equivocan; es una in­ justicia que hacen a Dios. Es como si alabasen a un comediante por los versos que recita y que otro ha compuesto; además, no nos estiman tanto como pensamos; son conocidos todos nuestros defectos, aun aquellos que a nosotros se nos escapan, o, al menos, los demás no se ocupan en pensar en nosotros. Más aún: concediendo que hagamos grandes cosas, o por decir mejor, que Dios haga grandes cosas por nosotros, es muy digno de admiración y de alabanza que El haga tan buen uso de tan malos instrumentos; pero no soy por eso mejor; y puede suceder que Dios me condene después de haber salvado a muchos por mi medio, como sucede que un pintor tira al fuego un carbón que le ha servido para trazar un dibujo admirable y excelentes figuras. La práctica de la Santísima Virgen es admirable; confiesa de bue­ na fe que Dios ha obrado en ella grandes cosas y que por eso la alabarán todas las generaciones; pero en vez de envanecerse, Magníficat anima mea Dominum: «Mi alma engrandece al Señor» (Lc 1,46). 95

8.—Repetición En la repetición de esta meditación, después de haber reconocido y confesado delante de Dios que no soy nada y que jamás he hecho nada por mí mismo, he comprendido cuán justo es que sólo Dios sea glorificado, y me ha parecido que un hombre que se ve alabado por una virtud o una buena acción, debe sentirse avergonzado como un hombre de pundonor a quien toman por otro y le alaban por lo que no ha hecho. Pero si somos tan vanos que nos hinchamos por estas cualidades naturales o sobrenaturales que no nos pertenecen, ¡qué cobardía, qué confusión cuando en el día del Juicio Dios presente ante toaos a este hombre vano, y, dé a conocer a todo el mundo lo que ha recibido y la nada que tiene por si mismo, y le diga re­ prochando su vanidad: Quid habes quod non accepisti?; si autem accepisti, quid gloriaris?: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has reci­ bido ¿por qué te glorías?» (1 Cor 4,7). Me parece ver a un bribón que, habiéndose hecho pasar algún tiempo por un hombre honrado, gracias a una capa robada, viene a quedar descu­ bierto en medio de la buena sociedad y se llena de grandísima confusión (15). Pero, mucho peor será todavía, Dios mío, cuando hagáis ver que no solamente no tenía nada de qué vanagloriarme, pero ni aun siquiera tenía aquello de que me he gloriado; cuando descubráis mi hipocresía, el abuso que he hecho de vuestras gracias, mis miserias interiores, etc. Dios me ha hecho verme a mí mismo, en esta ocasión, tan deforme, tan miserable, tan desprovisto de todo mérito, de toda virtud, que verdade­ ramente jamás me había encontrado tan desagradable a mí mismo; me pa­ recía oír a Dios en el fondo de mi corazón, recorriendo todas las virtudes y haciéndome ver claramente que no tengo ninguna; le he suplicado con ins­ tancia que conserve siempre en mí esta luz. Confieso que este conocimiento de mi mismo, que crece en mí de día en día, debilita mucho o al menos modera cierta firme confianza que hace mucho conservaba en la misericordia de Dios. No me atrevo ya a levantar los ojos al cielo; me encuentro tan indigno de sus gracias, que casi no sé si les habré cerrado del todo la entrada. Este sentimiento me viene especial-

15 Esta comparación y sus sentimientos muestran al Beato como un hombre de educación refinada socialmente, para quien la vergüenza de quedar mal ante los hom­ bres era un impacto natural muy grande, que él llama «respeto humano» muchas ve­ ces.

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mente cuando comparo mi vida, mis crímenes y mi orgullo con la ino­ cencia y humildad de nuestros santos (16). 9.—Desconfianza de sí mismo En la meditación de la desconfianza de sí mismo no encontré nada tan fácil después de la meditación precedente. Cuando se conoce lo que es salvar un alma y lo que nosotros somos, pronto nos persuadimos de que nada podemos. ¡Qué locura pensar que con algunas palabras dichas de pa­ so podamos hacer lo que tanto costó a Jesucristo! Habláis y se convierte un alma: es como en el juego de las marione­ tas, el criado manda a la muñeca que baile y el maestro la hace bailar por medio de un resorte. El mandato no ha hecho absolutamente nada. Exi a me quia homo peccator sum, Domine: «Apartaos de mí, Señor, que soy hombre pecador» (Lc 5,8). ¡Hermoso sentimiento del alma en quien o por quien Dios hace algo extraordinario! 10.—Oración Como siento, por la gracia de Dios, bastante atractivo por la oración, he pedido de todo corazón a Dios, por la intercesión de la Santísima Vir­ gen, que me conceda la gracia de amar cada día más este ejercicio hasta la muerte. Este es el único medio de purificarnos, de unirnos con Dios, de que Dios se una con nosotros para poder hacer algo por su gloria. Es nece­ sario orar para obtener las virtudes apostólicas, es necesario orar para ha­ cerlas útiles al prójimo, es necesario orar para no perderlas en el servicio del prójimo. Este consejo o este mandamiento: Orad sin interrupción, me parece muy dulce y de ningún modo imposible; encierra la práctica de la presen­ cia de Dios. Quiero procurar seguirlo con la ayuda de Nuestro Señor. Siempre tenemos necesidad de Dios; así, pues, hay que orar siempre; cuan­ to más oremos, más le agradaremos y más conseguiremos. No pido las dulzuras que Dios da a sentir en la oración a quien le place; no soy digno, no tengo fuerzas suficientes para soportarlas. No son buenas para mí las gracias extraordinarias; dármelas sería edificar sobre arena, echar un licor 16 No debe interpretarse, en modo alguno, este sentimiento como una disminución de la verdadera confianza en Dios. Es más bien el sentimiento del publicano ante el Señor, en el evangelio, que es alabado por Jesús. (Lc 18, 13-14).

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precioso en un vaso roto que nada puede retener. Lo que yo pido a Dios es una oración sólida, sencilla, que le glorifique a El y no me hinche a mí; la sequedad y la desolación, acompañadas de la gracia de Dios, me son, a mi parecer, muy útiles. Entonces hago con gusto actos de las más excelentes virtudes; hago esfuerzos contra la mala disposición y procuro ser fiel a Dios, etc. 11.—Conformidad con la voluntad de Dios Desde el principio de la oración me he sentido movido a hacer actos de ella. Y los he hecho sin trabajo, porque, efectivamente, no siento ningu­ na oposición por la gracia de Dios hacia ningún estado, y me parece que, con la misma gracia, aceptaría con sumisión los más enojosos accidentes que la Providencia permitiera me sucediesen, o al menos pronto me resol­ vería a ello si Dios no me abandona. Me he resignado, sobre todo, a santificarme por el camino que a Dios le plazca: por la sustracción de toda dulzura sensible, si así lo quiere El; por las penas interiores, por los continuos combates contra mis pasiones. Esto es para mí lo más duro que hay en la vida; me someto, sin embargo, a todo de todo corazón, y tanto más voluntariamente cuanto que comprendo que ese es el camino más seguro, el menos sujeto a ilusiones, el más corto para adquirir una perfecta pureza de corazón, grande amor de Dios y mu­ chísimos méritos.

III Tercera semana

1.—Preparación a la Pasión En la primera meditación de la tercera semana, que es la de prepara­ ción a la Pasión, considerando el ardiente deseo que Jesucristo tenía de su­ frir, mi espíritu se ha inclinado, desde luego, al deseo que tenían los santos de morir; el cual deseo hacía que la muerte tuviese para ellos dulzuras inexplicables. Es el efecto, me parece, de una fidelidad inviolable en 98

cooperar a todas las gracias de Dios y hacer por El todo cuanto han podido durante muchos años. Esta vista ha encendido en mi corazón un gran deseo de no perder el tiempo, de hacer cuanto antes todo el bien que pueda, a fin de ponerme en estado de desear la muerte y recibirla con alegría. He pensado, además, que el hombre que verdaderamente desea sufrir mucho por Jesucristo es como una persona hambrienta o extremadamente sedienta, la cual, mientras espera se le presente con qué saciarse, toma, sin embargo, la poca comida o bebida que le ponen delante. Siento en mí un gran deseo de sufrir por Dios, y creo que no hay ningún dolor que yo no aceptase, a mi parecer, con gran alegría; pero estimo que ésta es una gracia que Dios hace sólo a sus amigos, y me encuentro tan indigno de ella que no creo que Dios me haga nunca este favor. 2.—Prendimiento de Jesucristo Dos cosas me han conmovido sumamente y me han tenido ocupado todo el tiempo. La primera es la disposición con que sale Jesucristo al en­ cuentro de los que le buscaban, con la misma firmeza, el mismo valor, el mismo porte exterior que si su alma hubiese estado en perfecta calma. Su corazón (17), está anegado en una horrible amargura: todas las pasiones se han desencadenado en su interior, toda la naturaleza está desconcertada y a través de estas turbaciones y de todas estas tentaciones su Corazón va de­ recho a Dios, no da un paso en falso, no vacila en tomar el partido que la más alta virtud le sugiere. He aquí un milagro que sólo el Espíritu de Dios es capaz de obrar en un corazón: el de concertar la guerra y la paz, la tur­ bación y la calma, la desolación y cierto fervor varonil que ni la naturaleza ni los demonios ni el mismo Dios (que parece armarse contra nosotros, o al menos abandonarnos) pueden quebrantar. La segunda cosa es la disposición de este mismo Corazón con respec­ to a Judas, que le traicionaba; a los Apóstoles, que cobardemente le aban­ donaban; a los Sacerdotes y a los demás, que eran los autores de la perse­ cución que sufría. Es cierto que todo ello no fue capaz de excitar en Él el menor sentimiento de odio ni de indignación; que no disminuyó en nada el 17 En esta meditación de la agonía de Getsemaní, el Beato se introduce en los sen­ timientos del Corazón de Jesús, antes de conocer las revelaciones de Paray le Monial, que dentro de unos meses van a convertirse en el gran acontecimiento de su vida. Getsemaní y la agonía del Corazón de Jesús es uno de los temas precisamente sugeri­ dos por el mismo Señor a santa Margarita como propios de esta devoción.

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amor que tenía a sus discípulos y a sus mismos perseguidores; que se afli­ gía en extremo y de corazón del daño que a sí mismos se hacían, y que lo mismo que sufría, lejos de turbarle, dulcificaba en cierto modo su dolor, porque veía que sus dolores podrían remediar los males de sus enemigos. Por esto me represento el Corazón de Jesús como un corazón sin hiel, sin acritud, lleno de verdadera ternura aun para con sus enemigos, en el cual ninguna perfidia, ningún mal tratamiento puede excitar sentimiento de odio. Después, dirigiéndome a María para pedirle la gracia de poner mi co­ razón en esta misma disposición, me doy cuenta de que el suyo ya se en­ cuentra perfectamente en ella; que está abismada en el dolor, pero sin ha­ cer nada inconveniente, y que no pierde el juicio en tan terrible coyuntura; que no quiere mal ninguno para los verdugos de su Hijo, antes, por el con­ trario, los ama y lo ofrece por ellos. Confieso que semejante espectáculo me encanta, me da un amor increíble a la virtud y me causa el mayor pla­ cer que pudiera yo experimentar. ¡Oh Corazones, verdaderamente dignos de poseer todos los corazo­ nes, de reinar sobre todos los corazones de los Angeles y de los hombres! (18). Vosotros seréis, de aquí en adelante, la regla de mi conducta, y en to­ das las ocasiones trataré de inspirarme en vuestros sentimientos. Quiero que mi corazón no esté, en adelante, sino en el de Jesús y de María, o que el de Jesús y de María estén en el mío, para que ellos le comuniquen sus movimientos; y que el mío no se agite ni se mueva sino conforme a la im­ presión que de ellos reciba. 3.—Repetición Amice, «amigo». Es verdad que Jesús le amaba; no hubiese empleado esta palabra si no hubiese sido verdad. Jesucristo quería de veras convertir­ le, había escogido bien el dardo, así que Judas sintió herido su corazón; pero le sucedió como a esos enfermos desahuciados a quienes les dan los más fuertes remedios. Producen éstos su efecto, pero el enfermo no tiene 18 El Beato ha encontrado en esta meditación no solamente el tesoro del Corazón de Jesús, sino juntamente ha pasado a considerar el Corazón de María, de los cuales había ya hablado recientemente san Juan Eudes. Esta ardiente invocación final a am­ bos Corazones preludia la próxima vida del Beato, y es digna de figurar en las anto­ logías de la devoción a los Corazones de Jesús y de María: «Quiero que mi corazón no esté, en adelante, sino en el de Jesús y de María, o que el de Jesús y María estén en el mío...».

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fuerzas bastantes para soportar la operación y exhala el alma al arrojar los malos humores. ¡Todo es admirable! Jesucristo arrastrado; Jesucristo delante del juez, sentado en el banquillo, acusado y callando. Me ha parecido que, con la gracia de Dios, sufriría yo ser calumniado y tratado como un malvado; en­ contraría en ello el completo anonadamiento del amor propio. Me parece que en semejante ocasión daría gracias a Dios de todo corazón y le pediría con instancia que me dejara morir en este estado. Pero es perder el tiempo pensar en esto. Creo que este favor no es para mí; es necesario para eso ser un santo; es necesario aprovechar las pequeñas ocasiones que se presentan, y tener cuidado, no sea que, mientras me entretengo en esos quiméricos deseos, corra tras la vanagloria mundana y deje escapar las pequeñas oca­ siones que se presentan. 4.—Negaciones de san Pedro Al meditar sobre la caída de san Pedro he visto con sorpresa y espan­ to cuán débiles somos. Esto me hace estremecer; tengo dentro de mí las semillas y fuentes de todos los vicios; no hay uno sólo que no pueda come­ ter; entre mí y el abismo de todos los desórdenes sólo media la gracia de Dios, que me impide caer. ¡Qué humillante es esto! ¡Qué confusión debe excitar, aun en las almas santas, este pensamiento! He aquí por qué dice san Pablo: Cum metu et tremore vestram salutem operamini: «Con temor y temblor, trabajad en vuestra salvación» (Flp 2,12). Jesucristo pasa toda la noche atado, sirviendo de juguete a la insolen­ cia de los soldados. ¡Hermoso motivo de meditación los pensamientos de Jesús durante toda la noche! (19). 5.—En el palacio de Herodes ¿Hay cosa más admirable que ver a la Sabiduría encarnada, Jesucris­ to, tratado de loco por Herodes y por toda su Corte? El mundo no ha cam­ biado aún de modo de pensar con respecto al Hijo de Dios: todavía pasa por loco. ¡Qué valor el de Jesucristo, haber despreciado toda la gloria, todo 19 Esta interiorización de tan hermosa reflexión sobre los dolores de Jesús y sus pensamientos, responde a uno de los puntos que indica san Ignacio en los ejercicios para la tercera semana: «Considerar lo que Cristo Nuestro Señor padesce o quiere padescer...» (195).

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el respeto que tan fácilmente podía atraerse de toda esta Corte; haber deja­ do de buen grado a este príncipe y a todos sus cortesanos en la creencia de que era un insensato! ¡Qué sacrificio a su Padre! y ¡qué acto tan glorioso!, y ¡qué cobardes somos nosotros que hacemos tanto caso de los sentimien­ tos de los hombres y nos hacemos esclavos de su opinión! ¿Cuándo sacu­ diremos este vergonzoso yugo? ¿Cuándo nos elevaremos por encima del mundo? ¡Cuán digno es de un alma cristiana el sufrir una confusión que po­ dría evitar, y contentarse con tener a solo Dios por testigo de una verdad ventajosa para nosotros! Dios mío: quiero hacerme santo, entre Vos y yo, despreciando toda confusión que no disminuya la estima que Vos podríais tener de mí. La consideración de estos actos generosos, y que tan por encima es­ tán de la naturaleza, eleva, me parece, mi alma sobre sí misma y sobre to­ dos los objetos creados. 6.—En el pretorio de Pilatos ¡Qué espectáculo ver a Jesucristo vuelto a casa de Pilatos, atravesan­ do Jerusalén vestido de loco! Pilatos le condena a ser azotado. ¡Oh justi­ cia! Jesucristo no se queja, aunque ve la causa en la envidia de los sacerdo­ tes y en la falsa condescendencia del juez, como también prevé la crueldad de este suplicio. He comparado este proceder con el que nosotros solemos tener cuando nos injurian en alguna cosa. ¿Cómo quejarnos, teniendo a la vista este ejemplo? He estado sumamente confuso con el recuerdo del pasado, Dios mío: las hermosas ocasiones que he desperdiciado no volverán jamás; no soy digno de ello. He resuelto no quejarme nunca de nada. Me he convencido de que, de cualquier manera que me traten, no me harán ninguna injusticia. 7.—Flagelación y Coronación de espinas Nada me conmueve tanto en la flagelación como el desprecio con que es tratado en ella Jesucristo. El más criminal de los hombres encuentra compasión cuando es condenado al suplicio: apedrean al verdugo si hace sufrir demasiado a un ladrón, a un asesino; y he aquí a Jesús entregado al capricho de los soldados, que desgarran sus carnes, que añaden pena sobre pena, que le tratan a su placer impunemente como si no fuese hombre. Je­ 102

sús no se queja, se anonada aún más, en presencia de su Padre; acepta, como venidas de su mano, todas estas penas, se regocija al poder darle un soberano honor por este espantoso abatimiento. Le ponen una corona de espinas sobre la cabeza para expiar esta ho­ rrible pasión que tenemos de querer ser en todas partes reyes, de sobresalir, de sobreponernos a todos y en todas las cosas. 8.—Ecce Homo Pilatos lo muestra al pueblo: Ecce Homo. ¡Debía estar en un lastimo­ so estado! Buena lección para los que aman los grandes teatros y los aplausos. Prefieren a Barrabás: ¡qué cosa tan extraña! Nos quejamos de las atenciones que tienen con los demás; Jesucristo no se queja, sino que se pone más bajo aún de lo que le colocan con esta injusta comparación. En este momento decía en su corazón al Padre: Vermis sum et non homo: «Gusano soy y no hombre» (Sal 21,7). Grifaban: Crucifige «Crucifícalo» (Jn 19,15), y consentía en ello de todo corazón. A la vista de este ejemplo, de este modelo, ¿hay cristianos en el mun­ do? Si cada vez que por respeto humano quebrantamos una Regla refle­ xionásemos que preferimos un hombre a Dios, yo creo que no lo haríamos a menudo. Este pensamiento me ha movido, y me parece que de aquí en adelante seré inflexible en este punto. Me parecía tan poca cosa un hom­ bre, que no podía comprender cómo se toma uno tanto trabajo para agradar a algunos, siendo Dios testigo de nuestras acciones. Pero ¡ay, Dios mío! ¿no se desvanecerán todos estos sentimientos en la primera ocasión? 9.—Sentencia de muerte No me he asombrado mucho de la injusticia de Pilatos al condenar a Jesucristo; pero si me he sentido conmovido al ver a Jesucristo someterse a este injusto juicio, tomar su Cruz y cargar con ella con una humildad, una dulzura y una resignación admirables; al verle cómo, llegado al alto de la montaña, se deja despojar de sus vestiduras, se extiende sobre la Cruz, tiende sus manos y sus pies para ser clavados, y se ofrece a su Padre con sentimientos que sólo El es capaz de experimentar. Ciertamente, esta vista me hace la Cruz tan amable, que me parece no podría ser dichoso sin ella. Miro con respeto a aquellos a quienes Dios vi­ sita con humillaciones o adversidades, de cualquier clase que sean; son, sin 103

duda alguna, sus favoritos. Me bastará para humillarme el compararme con ellos, cuando esté en prosperidad. 10.—Crucifixión y muerte Al considerar a Jesucristo muriendo en la Cruz, he notado que aún es­ tá muy vivo en mí el hombre viejo, y que si Dios no me sostiene con una gracia muy grande, me encontraré después de treinta días de retiro y medi­ tación tan débil como antes. Es necesario que Dios haga un gran milagro para que yo muera enteramente a mí mismo: todavía vive en mí el hombre viejo, no está del todo crucificado, y no está perfectamente muerto. Mueve guerras interiores, no deja estar en paz el reino de mi alma (Kempis, Imit. 3, 34). He notado que siempre que Dios me ha dado este vivo sentimiento de mis miserias, y he entrado en oración después de alguna falta o debilidad, que me ha hecho conocer mis imperfecciones, he sido consolado antes de terminar la oración y he salido de ella con más firmeza: Iratus es et misertus es mei; conversus est furor tuus et consolatus es me: «Te has airado y te has compadecido de mí; se ha vuelto tu furor y me has consolado» (Is 12,1). Esto me sucede también fuera de la oración, después de haber ven­ cido alguna tentación con la gracia de Dios. Lo mismo me ha sucedido esta vez: he salido con nueva resolución de no dar cuartel a mi amor propio y estar en guardia contra sus sorpresas. He pedido con mucho sentimiento esta gracia a Jesucristo, exponién­ dole mis miserias y mis debilidades; cada día las descubro mayores. 11.—Sepultura En la meditación de la sepultura, viendo cuán lejos estoy de llegar al estado a que Jesucristo se haya reducido para honrar a su Padre y salvar­ me, he dicho con gran sentimiento: ¡Dios mío!, ¿es posible que tantos do­ lores, tan profundo anonadamiento, una muerte tan cruel y tan infame, que todo esto, digo, haya sido padecido para aplacar vuestra cólera contra mí, para atraerme vuestras gracias y vuestras bendiciones, y que, con todo, sea yo tan imperfecto? Padre Eterno, ¿no ha sido esto bastante para hacerme santo? ¿De dónde viene que no sienta yo en mí un cambio que esté en pro­ porción con tantos trabajos?

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He aquí un gran tesoro; pero permitidme que os diga, Señor que me parece que todavía no me habéis dado gracias que respondan a tal precio. Espero un gran resultado del amor de vuestro Hijo; pero no lo siento aún como me parece debo esperarlo. ¿Es acaso que no quiero yo experimentar tales efectos? Pero, Dios mío, si fuese así no os ofrecerla yo la muerte de vuestro Hijo y el sacrificio de la Misa para alcanzarlo; no se emplean me­ dios tan excelentes y poderosos cuando no re tiene deseo de obtener nada. Sería necesario vivir como si se estuviese ya muerto y enterrado: Oblivioni datas sum tanquam mortuus a corde: «Estoy dado al olvido como muerto de corazón» (Sal 30,13). Un hombre de quien ya nadie se acuerda, que no es ya nada en este mundo, que no sirve para nada: he aquí el estado en que es necesario viva yo de aquí en adelante, en cuanto me sea posible, y anhelo efectivamente estar completamente en él (20).

20 El olvido de sí mismo será el punto de mira de su perfección, que repetirá fre­ cuentemente en sus notas. Lo considera necesario para entrar en el Corazón de Jesu­ cristo, como lo dice en su Consagración (oraciones, p. 167, c). «Que no sirve para nadan»: v. Carta XLIII.

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IV

Cuarta semana

1.—Resurrección ¡Qué alegría para aquellos que sufrieron con Jesucristo y que verda­ deramente habían tomado parte en sus dolores, como María, san Juan, la Magdalena, etc., pues los demás tienen tan poca parte en esta fiesta como la tuvieron en los tristes misterios que la precedieron! ¡Con cuánto placer y cuánta abundancia recompensa Dios los dolores e ignominias de su Hijo! Sin hablar del cielo donde tiene gloria tan grande, aun en la tierra, por un Judas que le vendió, ¿cuántos millones de hombres se despojarán de todo para poseerle?; por una ciudad ingrata y sacrílega que no le reconoció por Rey, ¿cuántos reinos e imperios sometidos a su poder? Se ha visto negado por san Pedro; ¿cuántos millones de mártires sufrirán la muerte antes que renegar de El? ¿Cuántos altares a cambio del banquillo de reo? ¿Cuántas verdaderas adoraciones por las burlas de los soldados? ¿De cuántas riquezas no se revestirán sus templos y sus altares por el manto de púrpura y por la vestidura blanca, etc.? 2.—Impasibilidad de Jesús Al meditar sobre la impasibilidad de Jesucristo he examinado qué podría aún alterarme. He sentido una extrema repugnancia a obedecer en cierta circunstancia; la he vencido con la gracia de Dios, y me encuentro dispuesto a todo. He reflexionado cuán peligroso es formar proyectos, aun en cosas de poca importancia, a menos que no estemos bien resueltos a dejarlo todo por obedecer y ejercitarla caridad. En toda ocupación que se deja con pena, o si prefiere uno más seguirla que hacer otra cosa o que no hacer nada, cuando Dios así lo quiere, hay peligro de estar aficionado a ella con algún apego humano. He resuelto muy de veras vigilarme sobre este punto. Es necesario tener el consuelo, con la gracia de Dios, de no conceder nada a la naturaleza. Es preciso, con la ayuda de Dios, antes de determi106

narme a cualquier cosa que sea, en cualquier proposición que me hagan, es necesario, digo, consultar a Dios y acostumbrarme a prevenir el movimien­ to que pueda causar en el alma mediante una elevación del espíritu a Dios y ver qué debo yo sentir de tal cosa, según las reglas del Evangelio. Si no se tiene este cuidado es imposible conservar la paz del corazón y no caer en muchas faltas, porque todas las cosas que suceden tienen un aspecto agradable o desagradable a la naturaleza, y no es por ese aspecto por donde hay que mirarlas. No hay otro medio para proceder rectamente que este método de elevación, al cual se refiere todo lo que acabo de notar. El método de san Ignacio, de hacer un examen o deliberación antes de cada acción y particularmente antes de aquellas en que hay mayor peli­ gro de caer en faltas, este método, digo, es incomparable: he resuelto ser­ virme de él; no puede menos de producir con el tiempo una gran pureza y conservar gran tranquilidad de conciencia. Esto, con la gracia de Dios, no es tan difícil; como tampoco lo es el examen que debe seguir a la misma obra. Cuando se tiene gran celo por la propia perfección se hace esto como naturalmente y casi sin sentir. 3.—Ascensión ¡Hermosa palabra! Opus consummavi quod dedisti mihi ut faciam: «He terminado la obra que me encomendaste» (Jn 16,4). Jesús y María pu­ dieron decir esto al morir. He notado, que cuando me determino a imitar en esto a Jesucristo para toda mi vida, siento que la naturaleza como que se sorprende de semejante proyecto, y que me siento más fuerte para actuarlo; para resolverme, por ejemplo, a hacer durante este mes, este año, todo cuanto pueda para que mis acciones sean más agradables a Dios y lo más perfectas que me sea posible. Es necesario para esto gran vigilancia y la práctica de las Reglas, la elección y frecuentes exámenes, junto con la ora­ ción, para obtener muchas gracias. 4.—Repetición En la repetición de la Ascensión he notado que Jesucristo, después de haber sufrido, haber muerto y resucitado, sale de Jerusalén, sube a lo alto de la montaña, y después de tantas pruebas, desprendido enteramente del mundo y de la tierra, se eleva sin trabajo al cielo. Lo que a nosotros nos impide seguirle es que estamos aún o viviendo con una vida natural, o sepultados en el pecado, o comprometidos en el 107

trato de los hombres, o apegados a la tierra, donde todavía encontramos nuestra felicidad. San Pablo decía: Nostra conversatio in caelis est: «Nuestro modo de vivir está en los cielos» (Flp 3,20). ¡Bienaventurados los que pueden decir lo mismo! Pido a Dios para mí el poder vivir entre el cielo y la tierra, sin gozar ni de los placeres de aquí abajo ni de los del Paraíso, con un desprendi­ miento universal, estando ligado sólo a Dios, que se encuentra en todas partes. A nosotros nos toca el desprendernos de todos los placeres de la tie­ rra, al menos no tomar ninguno por puro gusto; desprender de ellos nuestro corazón, si no podemos renunciar realmente a ellos; hacer que se nos con­ viertan en tormento por el deseo ardiente que tenemos de privarnos de ellos por amor de Dios. En cuanto a los consuelos del cielo, es necesario dejar hacer a Dios, que conoce nuestras fuerzas y tiene sus designios, y vi­ vir en una gran indiferencia, siempre dispuestos a pasarnos sin ellos. 5.—Contemplación para alcanzar amor (21) En la meditación sobre el amor de Dios, me ha movido mucho el ver los bienes que he recibido de El desde el primer instante de mi vida hasta ahora. ¡Qué bondad, qué cuidado, qué providencia tanto para el alma como para el cuerpo, qué paciencia, qué dulzura! No he tenido trabajo ninguno, ciertamente, en entregarme a El, o al menos en desear de todo corazón ser del todo suyo, pues no me atrevo todavía a lisonjearme de haber hecho el sacrificio completo; sólo la experiencia será capaz de asegurarme en este punto. La verdad es que me tendría por el más ingrato y desdichado de los hombres si me reservase la cosa más mínima. Veo que es absolutamente necesario que yo sea de Dios y no podría nunca consentir en dividirme. Pe­ ro será necesario ver si en la práctica tendré bastante fuerza y constancia para sostenerme en este hermoso sentimiento. Soy tan débil, que es impo­ sible que por mí mismo lo haga; palpo esta verdad.

21 La Contemplación para alcanzar amor, que cierra el ciclo de los ejercicios ignacianos en la cuarta semana, tiene cuatro puntos: primero, ver los beneficios recibidos de Dios y mi correspondencia; segundo, considerar la presencia de Dios en todos es­ tos beneficios y en las cosas del mundo; tercero, que trabaja en todas ellas por noso­ tros con su acción; cuarto, que todas las cosas tienen un reflejo de Dios. Aquí el Bea­ to desarrolla o contempla especialmente los tres primeros puntos en tres diversas con­ templaciones (5-7).

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Si yo os soy fiel, Dios mío, vuestra será toda la gloria, y no sé cómo podría yo atribuirme algo. Sería necesario que me olvidase de mí mismo enteramente. 6.—Segunda contemplación En la segunda meditación del amor de Dios, el Señor ha hecho que me penetre y vea claramente esta verdad: Primero, que El está en todas las criaturas. Segundo, que El es todo lo bueno que hay en ellas. Tercero, que Él nos da todo el bien que de ellas recibimos. Me ha parecido ver a ese Rey de gloria y majestad ocupado en calentamos con nuestros vestidos, en refrescarnos con el aire, en alimentarnos con los manjares, en regocijamos con los sonidos y objetos agradables, en producir en mí todos los movi­ mientos necesarios para vivir y obrar. ¡Qué maravilla! ¡Quién soy yo, oh Dios mío, para ser así servido por Vos, en todo tiempo, con tanta asiduidad y en todas las cosas, con tanto cuidado y amor! De la misma manera procede El en todas las demás criaturas; pero todo por mí, semejante a un intendente celoso y vigilante que en todos los lugares de su reino hace trabajar para su rey. Lo que es aún más admirable, es que Dios hace esto por todos los hombres, aunque casi ninguno piensa en ello, a no ser algún alma escogi­ da, algún alma santa. Es necesario que al menos yo piense y sea agradeci­ do. Me imagino que como Dios tiene su gloria por último fin de todas sus acciones, hace todas estas cosas principalmente por amor de aquellos que piensan en ellas y que admiran en esto su bondad, le son reconocidos y toman de aquí ocasión para amarle; los otros reciben los mismos bienes, como por casualidad y fortuna, a la manera que cuando se hace una tiesta o «e ofrece un concierto a una persona, mil personas gozan de este placer porque se encuentran en la casa donde está la persona por quien se hace la fiesta. A esto se refiere lo que Dios decía a santa Teresa: que si no hubiese hecho el mundo, lo crearía por ella. (cf. S. Marg. M., Autob. VIII, de la Eucaristía). 7.— Tercera contemplación En la tercera he considerado que los servicios que Dios nos hace por medio de las criaturas deberían tenernos sumidos en gran confusión y re­ 109

cogimiento. Cuando es un criado quien nos sirve, se recibe con frecuencia este servicio haciendo otra cosa, hablando con otra persona, durmiéndose, etc.; peto si una persona de calidad se abajase hasta querer servimos, cier­ tamente que entonces procuraríamos estar bien despiertos: Domine in mihi lavas pedes! «¡Señor, tú me lavas a mí los pies!» (Jn 13, 6). Esto es admi­ rable para quien haya comprendido un poco lo que es Dios y lo que somos nosotros. Dios refiere incesantemente a nosotros el ser, la vida, las acciones de todo lo creado que existe en el universo. He aquí su ocupación en la natu­ raleza; la nuestra debe ser recibir sin cesar lo que nos envía de todas partes y devolvérselo por medio de acciones de gracias, alabándole y reconocien­ do que El es el autor de todas las cosas. He prometido a Dios hacerlo así en cuanto pueda. El ejercicio de la presencia de Dios es un ejercicio de utilidad admi­ rable; pero puede decirse que es un don de Dios muy singular el continuar­ lo con esta dulzura, sin la cual se haría perjudicial. Ahora bien, yo sólo pi­ do a Dios su amor y su gracia, un amor que tenga más de sólido que de bri­ llante y dulce. Lo que he prometido hacer con su gracia es no comenzar ninguna acción sin recordar que le tengo por testigo, y que El la hace con­ migo y me da todos los medios para hacerla; y no terminar ninguna sino con el mismo pensamiento, ofreciéndole esta acción como cosa que le per­ tenece; y durante el transcurso de la acción, cada vez que me venga este pensamiento, detenerme en él algún tiempo y renovar el deseo de agradar­ le. A propósito de estas palabras: Amorem tui solum etc. «Dadme vues­ tro amor y gracia, que esto me basta, etc.», me he sentido dispuesto a pasar toda mi vida sin consuelos, ni siquiera espirituales; me contento con servir a Dios con gran fidelidad ya sea en sequedad, ya sea aun en medio de ten­ taciones (22). Para recibir, como se debe, lo que veo que teme la naturaleza, es ne­ cesario que recuerde cuando tal suceda que se lo he pedido a Dios. Es ésta una gran señal de que me ama, y por lo tanto debo esperarlo todo de su bondad. Es una consecuencia que me confirmará en el dulce pensamiento de que lo que hasta aquí me ha sucedido, ha sucedido por una muy particu­ 22 La fórmula de la entrega en los ejercicios, en respuesta al amor de Dios, es el cé­ lebre: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad...». Al fin de esta fórmula de entrega se pide a cambio de la misma solo el amor de Dios como deseo, «Amorem tui solum».

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lar providencia. Hago el propósito de aceptarlo, como si fuera la cosa más agradable del mundo, sin mostrar nunca a nadie las inclinaciones de la na­ turaleza. Mihi autem absit gloriari (vel laetari), nisi in cruce Domini nostri Jesu Christi: «Fuera de mí el gloriarme (o el alegrarme) en otra cosa que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6, 14). Mihi autem pro minimo est ut a vobis judicer, aut ab humano die; qui me judicat Dominus est: «En cuanto a mí, poco me importa el ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; porque el Señor es quien me juzga» (1, Cor 4, 3). Vivir cada día como si no hubiera otro, como si fuésemos a morirnos en la ocupación que tenemos entre manos. Las personas verdaderamente humildes no se escandalizan de nada, porque conocen perfectamente su debilidad; se ven a si mismas tan cerca del precipicio, y temen tanto el caer en él, que no les llama la atención el ver que caen los otros. ¿Qué honor hay en predicar, si a Dios no le place que lo haga?, de­ cía el P. B. Alvarez; y ¿qué cosa hay baja en los oficios más viles, si agra­ do a Dios ocupándome en ellos? A cualquier precio que sea, es necesario que Dios esté contento. NOTAS ESPIRITUALES Posteriores a este Retiro (1674-76) a) Año 1674 1.—Combate espiritual Resulta extraño ver cuántos enemigos hay que combatir desde el momento en que se toma la resolución de hacerse santo. Parece que todo se desencadena: el demonio con sus artificios, el mundo con sus atractivos, la naturaleza con la resistencia que opone a nuestros buenos deseos; las alabanzas de los buenos, la crítica de los malos, las solicitaciones de los tibios. Si Dios nos visita, es de temer la vanidad; si se retira, la timidez, y la desesperación puede suceder al mayor fervor. Nuestros amigos nos tien­ tan por la complacencia que tenemos costumbre de tener con ellos; los in­ diferentes, por el temor de desagradarles. En el fervor, es de temer la in­ 111

discreción; la sensualidad en la moderación, y el amor propio en todo. ¿Qué hacer, pues? Non est alius qui pugnetpro nobis nisi tu, Deus noster: «Nadie hay que combata en nuestro favor, sino Vos, Dios nuestro». Sed cum ignoremus quid agere debeamus, hoc unum habemus residui, ut oculos nostros dirigamus ad te: «No sabiendo lo que debemos hacer, no nos queda otro remedio que dirigir a Vos nuestras miradas» (2 Cron 20, 12). Sobre todo, no consistiendo la santidad en ser fiel un día o un año, sino en perseverar y crecer hasta la muerte, es necesario que Dios nos sirva de escudo, pero como escudo que nos rodee, porque de todas partes nos atacan. Scuto circumdabit te: «Te rodeará con un escudo» (Sal 90, 5). Es necesario que Dios lo haga todo. ¡Tanto mejor! No hay que temer que falte en nada. En cuanto a noso­ tros, no tenemos que hacer sino reconocer francamente nuestra impotencia, y ser fervorosos y constantes en pedir socorro por la intercesión de María, a quien Dios nada rehúsa; pero ni esto mismo lo podemos nosotros, sino con una gran gracia, o mejor con muchas grandes gracias de Dios. 2.—Tentaciones de vanagloria Me parece que siento un poco más de fuerza, por la infinita miseri­ cordia de Dios, contra las tentaciones de vanagloria. Los mismos pensa­ mientos se presentan, pero con menos fuerza y no me hacen ya tanta im­ presión. Empiezan a cansarme y me parecen menos encantadores; las ra­ zones que hacen ver su vanidad me persuaden mucho mejor que antigua­ mente. Esto sucede, sobre todo, desde que hice un sincero propósito de re­ nunciar enteramente a ella por un camino en extremo eficaz e infalible; la resolución quedó formada en mi espíritu y la hubiese puesto en práctica, con la gracia de Dios, desde el día siguiente si, como lo habla previsto, no se me hubiese hecho saber que no debía esperar conseguir el permiso de hacerlo (23). Quando bene erit sine illo, aut quando male cum ¡lio?: «¿Cuándo me irá bien sin El, o cuándo me irá mal con El?» (Kempis, III, 59).

23 No sabemos cuál fuese esta especial resolución formada por el Beato para cortar sus tentaciones de vanagloria, y que el director espiritual de sus ejercicios le hace sa­ ber terminantemente que no será aprobada. ¿Fue acaso la de vivir el resto de su vida en ejercicios humildes de servicio a los demás?

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3.—Oración y humildad Cuando se siente en la oración cierta inquietud que hace que nos pa­ rezca el tiempo largo, por la impaciencia que se tiene por pasar a otra ocu­ pación, podemos decirnos provechosamente a nosotros mismos: ¡Y qué, alma mía!, ¿te aburres con tu Dios? ¿No estás contento con El? ¿Lo posees y buscas otra cosa? ¿Dónde te encontrarás mejor que en su compañía? ¿De dónde podrás sacar mayor provecho? He experimentado que esto calma el espíritu y une a Dios. Como la perfección consiste en buscar en todo agradar a Dios y no agradar más que a El, me he convencido con mayor firmeza que de ordina­ rio, de que no hay que vacilar en las ocasiones en que podemos agradar a Dios, aunque sea desagradando a los hombres, y adquirir alguna estima de El, aunque sea perdiendo algo de la que los hombres tienen de nosotros. Por esto he resuelto no vacilar en las ocasiones que se presentarán de humillarme y hacer que los hombres me conozcan tal como soy y he sido. No me costará mucho trabajo, si Dios me hace la gracia de recordar que mientras menos me estimen los hombres más me estimará Dios, y de que­ rer tan solo agradarle a El. Aunque pasase por un criminal y esta repu­ tación no aumentara mis méritos, debería mirarla como cosa indiferente, pues no es con los hombres con quienes quiero hacer fortuna; pero si esto me hace adelantar delante de Dios debo considerarlo como un gran bien. 4.—Cuán noble es servir a Dios He comprendido también que es una gran dicha ser todo de Dios, considerando su grandeza infinita. Dios nos honra mucho llamándonos a la santidad. He comprendido esto, haciendo comparación con un Rey que es­ coge a uno de sus súbditos para set únicamente suyo y no quiere que preste a nadie ningún servicio más que a su propia persona; que desea poseer to­ da su amistad, sobre todo si es un Príncipe de mérito relevante. Se ama al Rey, aunque nunca se le haya visto ni se le haya de ver ja­ más, aunque él no nos ame, aunque ignore nuestros sentimientos, aunque no nos conozca y aunque, caso de conocernos, ningún caso hubiera de ha­ cer de nosotros. Y a Dios, a quien no vemos, es verdad, pero a quien ve­ remos eternamente; que nos ve, que nos ama, que nos hace bien, que es 113

testigo de todos nuestros pensamientos, ¿no podemos amarle? — ¡Es que el Rey es nuestro Señor!— ¿Y no lo es Dios, además de ser nuestro criador y nuestro padre, etc.? Si Dios reina en nosotros, todo le obedecerá, todo se hará al menor de sus mandatos, nada se hará sino según sus órdenes. Además, procuraremos agradarle en todo, estudiaremos sus inclinaciones, nos adelantaremos a sus deseos, haremos siempre y en todo lo que creamos ser más de su gusto. Es­ tas son las dos cosas con que tenemos más cuenta respecto de los Reyes: una sumisión ciega, y una extrema complacencia. Es, pues, necesario hacer lo que agrada a Dios y lo que más le agrada. 5.—Fidelidad a la gracia La gracia de Dios es una semilla que es necesario no ahogar, pero que también es preciso no exponer demasiado. Es necesario fomentarla en el corazón y no mostrarla demasiado a los ojos de los hombres. Hay dos clases de gracias, pequeñas en apariencia, pero de las cuales puede, sin embargo, depender nuestra perfección y nuestra salvación: 1.° Una luz que nos descubre una verdad. Es necesario recogerla cui­ dadosamente y procurar que no se extinga por culpa nuestra; hay que ser­ virse de ella como de una regla de nuestras acciones, ver a que nos lleva, etc. 2.° Una moción que nos induce a hacer algún acto de virtud en ciertas ocasiones. Es preciso ser fiel a estas mociones, porque esta fidelidad es a veces el nudo de nuestra felicidad. Una mortificación que Dios nos inspira en ciertas circunstancias, si escuchamos su voz producirá, tal vez, en nosotros grandes fruto» de santi­ dad; y si, por el contrario, despreciamos esta pequeña gracia, podría tener funestas consecuencias, como sucede a veces con los favoritos que caen en desgracia por no haber complacido a su Rey en cosas muy pequeñas. 6.—Amor a la Cruz Habiendo sufrido con pena una pequeña mortificación que no espera­ ba, he sentirlo gran confusión, conociendo el poco amor que profeso a la Cruz; de suerte que me da lugar a creer que todos los deseos que, en dife­ rentes ocasiones, he sentido de sufrir dolores y humillaciones han sido de­ 114

seos aparentes o al menos que yo he mirado en esos males otra cosa distin­ ta que Dios y la cruz de Jesucristo. Nuestro Señor, continuando su costumbre por su misericordia infinita de tomar ocasión de mis propias ingratitudes para hacerme nuevas gracias, Nuestro Señor, digo, ha hecho seguir a esta confusión una luz que me ha hecho comprender que el amor a la Cruz es el primer paso que hay que dar para serle agradable; que estoy todavía comenzando, puesto que estoy tan lejos de los sentimientos de los Santos que se regocijaban en las ocasiones de sufrir que Dios les enviaba. ¡Qué cobardía!, recibir refunfuñando delante del Señor una pequeña mortificación que nos presenta! Todos estos pensamientos han producido en mí no sé qué fuerza que antes no tenía, para sufrir todo lo que se pre­ sente y aun para buscar lo que no se presente. Me parece que esto me ha curado de no sé qué timidez, de cierta delicadeza que me hacía temer, en­ tre otras cosas, el rigor de las estaciones y desear ciertos alivios, sin los que puede uno pasar sin gran peligro. ¡Alabada sea eternamente la bondad infinita de mi Dios, que lejos de castigarme como merecía por mis faltas, me hace encontrar en ellas tan grandes tesoros de gracias! 7.—Día de San Andrés (30 de noviembre de 1674) O bona Crux! Me he sentido muy conmovido al ver a este santo pros­ ternarse súbitamente a la vista de la Cruz, no poder contener su alegría y hacerla estallar con estas palabras tan apasionadas: Bona: útil, honrosa, agradable: la Cruz es todo su bien, es el único bien que le conmueve. Diu desiderata: «Hace largo tiempo deseada». No solamente la deseaba, sino que la deseaba con ardor, por lo que se le hacía largo el tiempo. Diu sollicite amata: «Hace mucho tiempo solícitamente amada». El amor no puede estar sin cuidado; este santo buscaba la Cruz con la dili­ gencia y con el temor de un hombre que teme no encontrarla, que no puede encontrarla bastante pronto. Diríase que ha encontrado un tesoro al encon­ trarla, y los transportes a que se entrega son los de un amante poseído de un amor extremado. Sine intermissione quaesita: «Buscada sin descanso». He aquí nues­ tra regla, y por ella fue por lo que mereció él encontrarla. 115

Et aliquando: «Y por fin». Esta palabra demuestra un gran deseo: ne­ cesario era que amase mucho a Jesucristo para encontrar tanto placer en la Cruz: «preparada para el que la desea». Muchas veces amamos a los hombres por los bienes que poseen: pero amar sus miserias por amor de ellos es cosa inaudita; y maravilla será si no se les aborrece a causa de las mismas. Majorem hac dilectionem nemo habet ut animam suam ponat quis pro amicis suis: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Pero hay grados en este sacrificio; pues morir con esta alegría, con esta diligencia, es un amor in­ comparable. ¡Qué fe! 8.—Día de san Francisco Xavier (3 de diciembre 1674) Este santo hablaba de Dios en todas partes, a toda clase de personas. Su primer pensamiento, en cualquier parte que se encontrase, era ¿qué ser­ vicio puedo prestar a mi prójimo? Hay mil ocasiones en que poder llevar los hombres a Dios, y a menu­ do se consigue más que con la predicación; nadie hablaba con Berchmans que no saliese todo inflamado. Tengamos al menos ese celo los unos por los otros. ¿De qué hablamos con los seglares? En nuestras recreaciones ¿hablamos como jesuitas? Hablo poco de Vos, oh Dios mío; es que pienso poco en Vos, porque apenas os amo nada. Podemos llevar los hombres a Dios por el ejemplo, como san Juan Berchmans, san Luis Gonzaga y el santo hermano Alfonso Rodríguez; con nuestra modestia para con los de fuera, y con los de casa por la observan­ cia, por la práctica de todas las virtudes. ¿No soy yo, por el contrario, pie­ dra de escándalo? Si los otros siguieran mi ejemplo, ¿habría observancia regular, habría mortificación en Casa? No queda por mí el que la Compa­ ñía no sea un conjunto de personas muy libres y sensuales. Podemos hacerlo con nuestras oraciones y buenas obras. La predica­ ción es inútil sin la gracia, y la gracia no se obtiene sino por la oración. San Javier empezaba siempre por ahí; testigo aquella cuaresma que pasó toda entera en tan terribles austeridades, que estuvo luego enfermo un mes entero, para obtener la conversión de tres soldados que vivían en el desor­ den. En efecto, sin eso ¿habría conseguido tanto fruto? ¡Cuántos predica­ dores le han sucedido que no han predicado menos, aunque hayan conse­ guido menos fruto! Si hay tan pocas conversiones entre los cristianos es porque hay pocas personas que oren, aunque hay muchas que predican. 116

¡Cuán agradables a Dios son estas oraciones!; es como cuando a una ma­ dre le ruegan que perdone a su hijo (24). La obediencia de san Francisco Xavier es muy digna de admiración: le hablan de hacer un viaje de seis mil leguas y está dispuesto al punto. San Ignacio le dice sencillamente: Hay que ir. No se detiene un solo momento. Hay que dejar amigos, parientes, las dulzuras de la patria, ir completamente solo a otro mundo. No hacen falta discursos para persua­ dirle. Parte sin recursos, sin equipaje, sin libros, etc. ¿Obedezco yo así? ¿Estoy presto a hacerlo? ¿O es que me mandan cosas más difíciles? Yo tengo hecho voto de obediencia; él no lo tenia he­ cho todavía. ¿No me hablan de parte de Dios? Javier obedece con alegría, y se echa a los pies de san Ignacio; se estima dichoso por haber recaído sobre él la elección; le da las gracias. Es esta una ocasión de gran mérito: cree que Dios le habla por la boca de Ignacio; y nosotros murmuramos cuando nos mandan cosas difíciles o contrarias a nuestras inclinaciones; las hacemos a regañadientes, creemos que el superior no nos tiene ninguna consideración, y quedamos resenti­ dos. Sin embargo, debíamos considerar esto como una gracia; no obede­ cemos sino cuando nos mandan lo que nos da gusto, lo hacemos porque nos gusta y no porque se nos manda. Javier somete su juicio. ¡Qué ocurrencia, llamar a Europa al Apóstol de las Indias, al apoyo de la religión en medio mundo, y precisamente cuando está a punto de entrar en China, exponer una vida tan preciosa! No se le da ninguna razón de esto, ni tampoco la espera él para obedecer. Y nosotros, cuando estamos en un lugar en que nos encontramos bien o creemos hacerlo bien en una ocupación que resulta bien; en una casa don­ de somos útiles, ¿qué cosa no decimos contra las órdenes que nos llaman a otra parte? Entonces es cuando debemos obedecer: es Dios quien obra en­ tonces contra toda razón humana por razones que nos son desconocidas, pero muy provechosas. El mal está en que no nos fiamos de Dios. —Pero, este clima, este superior, esta ocupación... —Vete en nombre de Dios: Omnem sollicitudinem vestram proficientes in eum, quoniam ipsi cura est de vobis: «Arrojad en Dios toda vuestra solicitud, porque El tiene cuidado de vosotros» (1 Pe 5, 7). 24 Estas consideraciones del Beato son como un presentimiento de los fundamentos del Apostolado de la Oración, que más adelante concretará, por obra del P. Ramiére, la devoción al Sagrado Corazón para utilidad de muchos.

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San Francisco Xavier se creía indigno de obtener algo de Dios por sí mismo, y utilizaba los méritos de san Ignacio, las oraciones de sus herma­ nos y las de los niños. Por un sentimiento de verdadera humildad, se creía un gran pecador, y atribuía a sus pecados los obstáculos que se oponían a la propagación de la fe. ¡Qué milagro de humildad en tan grande hombre! Pero ¿no es todavía mayor milagro el que nos atrevamos nosotros a enso­ berbecernos? ¿Qué hemos hecho en comparación de lo que hizo este gran santo? ¡Qué diferencia en el modo de hacer las mismas cosas! ¡Qué confu­ sión al vernos tan diferentes! Pero si, no obstante, esta diferencia, todavía tenemos vanidad, tenemos entonces un motivo mucho mayor de confusión. Estimaba a los demás: a san Ignacio, a los que de Europa le escribían, a los demás eclesiásticos. Hacía caso de todos, les hablaba con una dulzura y una bondad admirables, les servía, les prestaba los oficios más viles. No tenemos motivo para despreciar a nadie. Un hombre humilde sólo ve sus defectos, y es una señal de poca virtud el fijarse en las imperfecciones de los demás. Acaso es uno imperfecto hoy, y tal vez dentro de pocos días, reconociéndolo, se elevará a una gran santidad. Además, nuestra Regla nos obliga a mirar a los demás como superiores: Inde honor, reverentia, prompta ad serviendum mictaque voluntas: «De aquí el honor, la reverencia, la pronta voluntad de servir a todos». Cuando uno conoce bien sus miserias no parece mal que nos despre­ cien, porque se ve que es cosa justa; por esto san Xavier recibía con pa­ ciencia, y hasta con gran alegría, los desprecios y ultrajes de los bonzos, no alterándose nunca y respondiéndoles con dulzura. Un pobre mendigo no se turba cuando le rechazan, cuando no le saludan, ni cuando le dan el deshe­ cho de todo. Un hombre humilde, por mal tratamiento que reciba, cree que le ha­ cen justicia. Los hombres no me estiman, se dice; tienen razón, convienen en esto con Dios y con los Angeles. Un hombre que ha merecido el in­ fierno, encuentra que le es muy debido el desprecio. Mirabilis Deus in sanctis suis; magnificus in sanctitate: «Admirable es Dios en sus santos; magnífico en la santidad» (Sal 67, 36; Ex 15,11). No es a san Xavier a quien yo admiro: admiro a Dios, que puede hacer tan grandes cosas de un hombre, en un hombre y para un hombre; es decir, elevarle a tan grande virtud, darle un grado tan elevado de contemplación, hacer por su medio tan grandes conversiones y tan grandes milagros. Esto me ha dado, a mi parecer, una gran idea de Dios y me ha hecho compren­ der la gloria tan grande que es servirle. ¡Es extraño que descuidemos el 118

servicio de tan gran Señor! ¡Que tan pocas personas quieran consagrarse enteramente a El! ¡Qué prodigio esas conversiones que debían ser tan difí­ ciles, y que han sido logradas en tan poco tiempo por un extranjero, por un pobre mal vestido, que hace siempre sus viajes a pie, completamente solo, que ignora la lengua de las naciones a quienes predica! Este hombre hace cambiar las costumbres y de religión a los Reyes, a los sabios, a los pueblos y a la mitad del mundo en diez años; a pueblos separados por tan enormes distancias, que parece increíble los haya podido recorrer en tan poco tiempo. He concebido un gran deseo de la conversión de estos pueblos abandonados. He pedido a Dios que, si era su voluntad fuese yo a llevarles la luz del Evangelio; que tuviera la bondad de abrirme el camino; si no, que se formen obreros dignos de tan alto honor, pues veo claramente que yo soy del todo indigno. Me siento movido a trabajar para hacer conocer y amar a Dios en to­ das las ocasiones y por todos los medios posibles a mi debilidad, sostenida por la gracia de Dios, fortificada con los ejemplos de este gran santo y por su poderosa intercesión para con Dios. ¿Acaso, le he dicho, si tú has tenido tanto celo por un bárbaro y desconocido, que has ido a buscarle hasta el fin del mundo, rechazarías a uno de tus hermanos, descuidando su salvación? ¡Ayúdame, gran Apóstol, a salvarme y yo no descuidaré nada para ayudar a la salvación de los demás! De pronto se ha hecho una gran clari­ dad en mi espíritu: me parecía verme cargado de hierros y cadenas, arrastrado a una prisión, acusado y condenado por haber predicado a Je­ sús crucificado y deshonrado por los pecadores (25). He concebido al mismo tiempo un gran deseo de la salvación de los infelices que están en el error, y me parecía que daría de buena gana hasta la última gota de mi sangre por sacar una sola alma del infierno. ¡Qué dicha para mí si a la hora de la muerte pudiera decir a Jesucris­ to: Vos habéis derramado vuestra sangre por la salvación de los pecadores y yo he impedido que para tal y tal no resultara inútil! Pero ¿qué diré yo mismo, si pensando en convertir a otros no me convierto a mí mismo? ¿Acaso trabajaré para poblar el Paraíso e iré yo a llenar el infierno?

25 Esta iluminación de espíritu tuvo carácter profético, pues se había de realizar li­ teralmente en Inglaterra cuatro años más tarde en noviembre y diciembre de 1678. Véase la carta XII, que contiene el relato sobre la cárcel, en donde los presos de en­ tonces «se pudrían».

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No, no, Dios mío; Vos sois muy bueno, me ayudaréis a salvarme, me fortificaréis en los trabajos, con los cuales quiero merecer el Paraíso. ¿De­ bo morir acaso por mano del verdugo, debo ser deshonrado por alguna ca­ lumnia? Aquí todo mi cuerpo se horroriza y me siento sobrecogido de te­ rror. ¿Me juagará Dios digno de sufrir algo notable por su honor y su glo­ ria? (26). No veo la más mínima apariencia; pero si Dios me hiciera este honor, abrazarla de todo corazón cualquier cosa: prisiones, calumnias, oprobios, desprecios, enfermedades; todo lo que sea de su gusto, ni sólo nuestros su­ frimientos le agradan. Me parece, no sé si me engaño, pero me figuro que Dios me prepara males que sufrir; ¡enviadme estos males, amable Salvador mío! ¡Procurádmelos, gran Apóstol, y eternamente daré por ello gracias a Dios y os alabaré! Beati estis cum vos oderint homines et persecuti vos fuerint: «Seréis bienaventurados cuando os aborrezcan y persigan los hombres» (Mt 5, 11). Enviadme, Señor, estos males, los sufriré con gusto. 9.—Inmaculada Concepción (8 de diciembre 1674) El día de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen resolví abandonarme de tal modo a Dios que está siempre en mí, y en el cual exis­ to y vivo, que no me preocupe absolutamente nada de mi vida, no sólo ex­ terior, pero ni aun interior, descansando suavemente en sus brazos, sin te­ mer ni tentación, ni ilusión, ni prosperidad, ni adversidad, ni mis malas in­ clinaciones, ni siquiera mis propias faltas, esperando que El lo llevará to­ do, por su bondad y sabiduría infinita, de tal modo que todo redunde en su gloria. Me resolví a no querer ni ser amado, ni sostenido por nadie, que­ riendo tener en Dios mi padre y mi madre, mis hermanos y mis amigos, y todos aquellos que pudieran ser objeto para mi de algún sentimiento de afecto. Me parece que se está muy a gusto en un asilo tan seguro y tan dulce, y que no debo temer en él ni a los hombres, ni a los demonios, ni a mí mismo, ni la vida, ni la muerte. Con tal que Dios me mantenga en él, soy

26 No había de pedirle el Señor el martirio, sino que libre de la cárcel volvería a Francia, pero para morir tres años después tras una larga enfermedad de tuberculosis con vómitos de sangre, contraída en Inglaterra y agudizada por el mal trato y hume­ dad de la cárcel. Nótese en el párrafo que sigue a éste, la paridad de los sentimientos del Beato con los célebres de san Ignacio de Antioquía en sus marchas hacia el circo romano para ser devorado por las fieras (Ad Rom, V, 3).

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sumamente feliz. Paréceme que he encontrado en esto el secreto para vivir contento, y que de aquí en adelante ya no debo temer nada de lo que temía en la vida espiritual. ¿Por qué una pureza tan grande en María? Porque debía alojar en sus entrañas al Hijo de Dios. Si no hubiese sido más pura que los ángeles, el Verbo no hubiese podido entrar en ella con agrado, no hubiera venido con placer, no hubiese podido darle aquellos preciosos dones de que la llenó en el momento en que en ella fue concebido. Nosotros recibimos en el Santí­ simo Sacramento del Altar al mismo Jesucristo a quien María llevó nueve meses en sus entrañas (27). ¿Cuál es nuestra pureza? ¿Qué cuidado pone­ mos en preparar nuestra alma? ¡Cuánta inmundicia! Caemos en faltas la víspera, el mismo día, en el acto mismo de comulgar. Y con todo, viene Jesús; ¡qué bondad!, y nosotros vamos a El: ¡qué temeridad! Ext a me, Domine, quia homo peccator sum: «Apartaos de mí, Señor, porque soy hombre pecador» (Lc 5, 8). Pero este Dios de bondad ¿viene con gusto? Examinemos cuáles de­ ben ser sus sentimientos. ¿No le repugna la vista de tan gran corrupción? Y nosotros vamos a El osada e imprudentemente, sin confusión, sin contri­ ción, sin penitencia. ¡Oh Dios mío!; procuraré preparar mi corazón de tal suerte, que tengáis placer en él y encontréis en él vuestras delicias. Para no oponerme a las inmensas gracias que recibiré si tuviera cuidado de puri­ ficarme, si supiera lo que pierdo. Pero, ¡ay Dios mío, mi ignorancia justifi­ ca poco mi negligencia! ¿Ignoro acaso lo que el decoro exige de mí, cuan­ do debo tratar con los hombres? Además de lo que me han enseñado y he mamado, por decirlo así, con la leche, ¿cuántas reflexiones, cuánto tiempo perdido en instruirme?, y todo para agradar a quien, un momento después, se burla de mí. Y puede ser que nunca haya pensado bien lo que debo evitar para no desagradaros a Vos. ¿Qué digo, pensar bien alguna vez en mis deberes para con Vos? ¿He pendo siquiera? ¿Qué espero así, tan ingrato e infiel? ¿Que Vos tengáis cuidado de mí? ¿Y cuándo habéis dejado de hacerlo? ¿Esperaré a que mis extravíos os obliguen a no pensar más en mí? ¡Ay, amable Salvador mío!, no lo tengáis en cuenta, ¡os ha dado tan­ tas ocasiones de olvidarme, de despreciarme, y de no acordaros de mí más que para precipitarme en los infiernos! No lo habéis hecho, Dios de bon­

27 Ya en la primera semana aparece la gran devoción a la Eucaristía del Beato (I, 10). Puede verse asimismo en el Retiro de Londres, n. 9.

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dad; os doy gracias; quiero serviros mejor en lo sucesivo. Con el cuidado que ponga en purificarme, me haré capaz de aprovecharme de vuestras vi­ sitas, y de moveros a venir a mí con gusto. ¡Venid a mí, Dios mío, y con vuestra santa gracia encontraréis mi corazón más puro y más limpio; pero si llega a agradaros alguna vez, tomadlo entonces Vos, Dios mío, no sea que las criaturas os lo roben! No lo consentiré jamás, porque quiero ser to­ do vuestro; con todo, me temo a mí mismo más que a mis más terribles enemigos. ¡Unicamente en Vos confío! Omniapossum, et audeo in eo qui me confortat: «Todo lo puedo —diré, y añadiré luego— y a todo me atre­ vo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). b) Año 1675 1.—Respeto humano Reflexionando ayer tarde (28), después de la oración, sobre lo que ha­ bía casi debilitado mis resoluciones, he reconocido que no ne ahogado aun en mí el vano temor de los hombres, quiero decir el respeto humano; y, que, aunque gracias a vuestra infinita misericordia, Dios mío, he salido bien en algunas ocasiones con la ayuda de vuestra poderosa gracia, reco­ nozco, sin embargo, mi miseria, y comprendo que sois Vos solo quien ha­ ce todo el bien en mí. Y os ofendería a cada momento, y muy gravemente, si no me dieseis la mano para sacarme del lodazal a que me llevarían mis malas inclinaciones, y donde mi natural, demasiado complaciente, me comprometería si no usaseis conmigo del dominio que ejercéis sobre todas las criaturas. Pero, Dios mío, ¿cuántas acciones de gracias deberé daros por tantos beneficios como me hacéis? Por indigno e ingrato que sea os alabaré, amable Salvador mío, y publicaré por doquier que Vos sois el único que debe ser amado, servido y alabado. Para confirmarme en esta verdad, me habéis hecho ver que el respeto humano nos mueve a hacer el mal por te­ mor de desagradar a los hombres, nos hace omitir el bien por no disgustar­ los y hacer el bien para agradarles. En efecto; me doy cuenta de que por miedo de desagradar a los hombres se da cosas sin permiso, se quebranta 28 Situamos estas notas siguientes ya en el año 1675, por hallarse entre la anterior sobre la fiesta de la Inmaculada Concepción de 1674, todavía en el retiro del Terceronado de la Casa de san José de Lyon, y la fiesta de san Juan Bautista, b, n. 3 ya del año 1675 evidentemente.

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el silencio, se oye criticar y murmurar y no se advierte de ello a los supe­ riores cuando se debiera hacer. ¡Cosa extraña! Se prefiere atraerse la in­ dignación de Dios antes que exponerse a disgustar a un hombre: Cui similem me fecistis? «¿A quién me habéis hecho semejante?» (Cf. Is 40, 18). Confusión, con dolor y propósito, a la vista de Dios no obstante sus amenazas y sus promesas. ¿Qué espero yo de este hombre? ¿Qué temo? ¿No es verdad que es imposible que no tengamos en la religión a menudo buenos deseos? Pero es extraño que a veces no los pongamos por obra por temor a los hombres. ¿Qué dirán si quiero ser exacto, devoto, mortificado? He emprendido ya cierto género de vida; si tuviese que empezar, muy de otro modo procedería; pero, pasaría por beato. Gustoso haría esto y aquello si me atreviese: Qui me erubuerit coram hominibus: «El que se avergonza­ re de mí delante de los hombres» (Lc 9, 26). Y lo de santa Frontina: Ita timebat Deum ut ab hominibus timeretur: «De tal modo temía a Dios, que era temida de los hombres». ¿Tendré yo menos fuerza y resolución que el hermano Jiménez?, al cual cuando iba a entrar jesuita hizo este voto: Promitto tibi, Deus meus, nihil me facturum quod non sit amoris tui causa. Ego enim nescio quo eam ut alicui serviam nisi tibi qui es Deus meus ac Dominus meus: «Os prome­ to, Dios mío, no hacer nada que no sea por amor vuestro. Pues ¿a dónde iré para servir a alguien, si no es a Vos, que sois mi Dios y Señor?». Si no estamos alerta perdemos casi toda la vida por el deseo de agra­ dar a los hombres. Pues ¿qué obligación tenemos para con ellos? ¿Qué bien esperamos de ellos? Más desgraciados somos y más despreciables que los que trabajan para ganar dinero. Pero, ¡qué error el mío!, estos hombres, a quienes tanto y tan necia­ mente temo en la religión, esperan verme practicar todo el bien que yo te­ mo hacer delante de ellos. Me tratan de loco e insensato cuando falto; sa­ ben que precisamente para ser virtuoso, devoto y mortificado he dejado el mundo y ven que no lo soy. Mira a ese extravagante, dicen, que se aparta de su fin; si quería vivir así, ¿por qué no se quedó en el mundo, donde hu­ biera podido hacerlo sin pecar, y en la religión está con peligro de perder­ se? Esto es lo que juzgan de mí aquellos mismos cuyos juicios temo. ¿No soy bien miserable, Dios mío, por desagradaros a Vos y no agradar a los hombres? Si hiciera por Vos otro tanto me juzgaríais favorablemente, y los hombres no sentirían por mi conducta el desprecio que sienten; pues, al fin y al cabo, todo hombre de buen sentido estima la virtud, aun cuando no la quiera practicar. 123

2.—Combate espiritual (29) Cuando considero mi inconstancia, me horrorizo y temo ser del nú­ mero de los réprobos. ¡Dios mío, qué desorden!, ¡qué revolución!, tan pronto estoy alegre como triste. Hoy acaricia uno a todos; mañana nos volvemos como un erizo, que no se puede tocar sin pincharse. Señal es és­ ta de poca virtud; de que reina aún en nosotros la naturaleza; de que nues­ tras pasiones no están nada mortificadas. Un hombre verdaderamente vir­ tuoso es siempre el mismo. Si a veces obro bien, es más bien por humor que por virtud. Un hombre que se apoya en Dios es inconmovible, no pue­ de ser derribado, decía el P. Caraffa. Suceda lo que suceda y por enojoso que sea, está contento, porque no tiene otra voluntad que la de Dios. ¡Oh dichoso estado! ¡Oh paz, oh tranquilidad! ¡Es necesario luchar para llegar ahí! Lo reconozco, Dios mío, y demasiado me lo enseña la experiencia, que uno es bueno un día y al otro es malo; que insensiblemente se va uno relajando. ¿De qué proviene que ya no soy lo que era en el noviciado? ¿Se­ rá acaso que creemos que hemos hecho bastante para pagar a Dios y ganar el Paraíso? Comparemos nuestros méritos con los de los santos. Hemos recibido nuevas gracias; deberíamos, por lo tanto, aumentar nuestro agra­ decimiento. Estamos más cerca de la muerte, somos más razonables, te­ nemos mayor formación. ¿De dónde viene, pues, que hayamos cambiado? ¡Que la razón nos haga entrar en nosotros mismos! Las más pequeñas oca­ siones me hacen olvidar mis buenos propósitos: ¿cómo las preveo? ¿cómo me conduzco en ellas?, etc. 3.—Día de san Juan Bautista (30) 29 Dado el orden y cronología correspondiente de las notas, se cree que esta nota pertenece ya al tiempo en que el Beato comenzó su oficio de Superior en la Residen­ cia de Paray-le-Monial, donde el encuentro con santa Margarita María va a sellar su vida hasta la muerte con la devoción al Sagrado Corazón. Comenzó este oficio en el mes de febrero de 1675. En el mes de junio iba a producirse la llamada gran revela­ ción de la devoción del Sagrado Corazón, la petición de una fiesta especial en su ho­ nor en la Iglesia, y el nombre de Claudio de la Colombiére iba a ser designado por el mismo Señor a la santa para comenzar el camino de ejecución de este gran proyecto. 30 El 16 de junio se ha producido en el convento de la Visitación de Paray la gran Revelación, que indicamos en la nota anterior. Este texto está redactado el 24 de ju­ nio, ocho días después del gran suceso, y tres días después del viernes correspondien­ te aquel año a la fiesta pedida por el Señor, que fue el 21 de junio. En este día, al pa­

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(24 de junio 1675) San Juan, aunque inocente, pasa la vida en una continua penitencia. Este es el espíritu del cristianismo. Debemos practicar siempre esa virtud, porque hemos pecado; aunque hubiéramos cometido un solo pecado, no sabemos si Dios nos ha perdonado; y aunque lo supiéramos, san Pedro y santa Magdalena lloraron hasta la muerte. He merecido el infierno, he cru­ cificado a mi Dios; esto me debe mantener en humildad y alimentar en mi corazón un santo arrepentimiento de mí mismo. Peco todos los días; apenas hago una acción, aunque sea santa, en la que no haya algo que merezca el Purgatorio. Por esto, el hacer a menudo actos de contrición es muy necesario y ventajoso. San Ignacio se examina­ ba después de cada acción. Yo hago muchas más faltas que él y ni pienso en ellas; ¡qué ceguedad! Puedo aun pecar. ¡Miserable condición de la vida! ¡que este peligro me vuelva amarga la vida a mí y a los que aman a Dios y conocen el pre­ cio de la gracia!, pero ¡que les vuelva también agradable la penitencia y la mortificación, que es un medio tan eficaz para prevenir esta desgracia! Re­ prime la carne, debilita la naturaleza, cercena las ocasiones, aleja los obje­ tos, etc. ¡Santa penitencial ¡Dulce penitencia! La consideración de las virtudes de nuestros hermanos debe inspirar a los que tienen verdadera caridad sentimientos de alegría al ver que tienen estas virtudes y que Dios se glorifica en ellos: Non gaudet super iniquitate, congaudet autem veritati: «La caridad no se regocija de la iniquidad, sino que se alegra con la verdad» (1 Cor 13, 6). ¿Nos causan tristeza? Es nece­ sario alabar a Dios, darle gracias y pedir para ellos que perseveren y se perfeccionen más y más. Este es el medio de tener parte en todo el bien que hacen las confe­ siones, mortificaciones, misiones, etc., y a veces más parte que ellos mis­ mos a causa del desinterés. San Agustín decía: ¿Estáis envidiosos de que vuestro hermano es más mortificado? Regocijaos de su mortificación, y desde ese momento será vuestra. No, Dios mío, no tengo envidia de las virtudes de mis hermanos: Soror nostra est, crescat: «Hermana nuestra es: que crezca» (Gen 24, 60). recer, los dos santos hicieron su consagración al Corazón Sagrado del Señor. Sin em­ bargo, ningún rastro aparece aquí, en la nota del día 24, de tan gran suceso. A pesar de que el Beato conservará cuidadosamente, como un tesoro, y lo copiará en su Reti­ ro de Londres (n. 12), el relato de la grande gracia con su propio nombre en la misma, que la santa escribió por orden suya.

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Por el contrario, me humillo y me confundo comparándome con ellos. Pocos hay en los cuales no vea yo algo excelente y que yo no tengo. Puede suceder que tengan defectos; pero la mayor parte son involuntarios, y un pecador como yo apenas los debe notar, sino excusarlos y tener los ojos fijos en los míos. Sus virtudes son de ordinario verdaderas virtudes. Esto nos sirve para mantenernos en la humildad, en el respeto, en la ca­ ridad. ¿Lo hago yo así? No; señal de orgullo. En vez de esta envidia en­ cended en mí, oh Dios mío, una santa emulación de imitarlos y aprove­ charme de sus ejemplos. Me condenarán en el día del Juicio. Deben exci­ tarme y animarme para hoy. Son avisos sensibles que Dios me da. Et non poteris quod isti?: «¿Y no podrás tú lo que éstos?» (S. Agustín, Confesio­ nes, I. 8, 11). Los ejemplos de nuestros hermanos nos deben mover más que los de los santos antiguos, porque los tenemos todos los días ante los ojos. Los veo, por ejemplo, proceder con gran moderación, teniendo un tempera­ mento de fuego; los veo practicar las humillaciones más repugnantes, siendo de distinguida educación; los veo austeros y mortificados, aunque sean de muy delicada salud. ¡Qué vergüenza para mi, tener a la vista tan grandes ejemplos de humildad en personas de calidad, de tan ruda mortifi­ cación en cuerpos educados tan delicadamente!, ¿y no me aprovecho para ser mejor? 4.—Presencia de Dios Dios está en medio de nosotros y parece que no le reconocemos. Está en nuestros hermanos y quiere set servido en ellos, amado y honrado, y nos recompensará más por esto que si le sirviésemos a El en persona. ¿Cómo me porto yo? ¿Amo, honro a todos mis hermanos? Si exceptúo a uno sólo, ya no es a Jesucristo a quien considero y ni siquiera parece que le reconozco en ellos. Si los amo es por ellos, para ser estimado, considerado, porque es conforme al mío su carácter. Que cada uno considere en su hermano a Jesucristo. Está en medio de nosotros en el Santísimo Sacramento. ¡Qué con­ suelo estar en una casa donde habita Jesucristo! Pero, ¿no se diría que ig­ noramos nuestra dicha? ¿Le visitamos a menudo? ¿Vamos a El en nuestras necesidades? ¿Le consultamos nuestros proyectos? ¿Le contamos nuestros disgustillos, en vez de tomar consejo de nuestros amigos, de quejarnos, de murmurar, etc.? Medius vestrum stetit etc.: «En medio de vosotros está Aquel a quien no conocéis» (Jn 1, 25). 126

Dios está en medio de nosotros, o, mejor dicho, nosotros estamos en medio de El; en cualquier lugar donde estemos nos toca: en la oración, en el trabajo, en la mesa, en la conversación. No pensamos en ello; pues si no, ¿cómo haríamos nuestras acciones, con qué fervor, con qué devoción? ¡Si cuando estoy ocupado en el estudio, en la oración, en cualquier otro traba­ jo creyese yo que un superior me ve desde algún rincón donde está oculto! Hagamos a menudo actos de fe; digamos con frecuencia: Dios me mira, aquí está presente. No hacer nunca nada, estando a solas, que no quisiéra­ mos hacer a vista de todo el género humano. 5.—Día de Navidad (25 diciembre 1675) He considerado con un gusto delicioso y una vista muy clara los ex­ celentes actos que la Santísima Virgen practicó en el nacimiento de su Hi­ jo. He admirado la pureza de este Corazón y el amor en que se abrasa por este divino Niño; pues su santidad no se ha disminuido con el afecto natu­ ral, y con todo ha sobrepujado en ardor y ternura el amor natural de todas las madres del mundo. Me parecía ver los latidos de este Corazón y me en­ cantaban (31). Desde la víspera de Navidad he estado muy ocupado con un pensa­ miento muy consolador que me ha hecho practicar muchas veces y con mucha dulzura los actos siguientes: De alegría, considerando que la mayor parte de los fieles en el mundo cristiano se ocupan en honrar a Dios y santificarse, sobre todo las personas santas, los religiosos fervorosos, muchos seglares escogidos que viven de un modo muy perfecto y pasan especialmente la víspera y el día de Navi­ dad, en santos ejercicios. Me parece que el aire está todo embalsamado con su devoción y que las virtudes juntas dan un perfume admirable que sube al Cielo y lo alegra infinitamente (32).

31 He aquí una nueva mención del Corazón Inmaculado de María, visto como obje­ to de veneración, y signo del amor de María hacia Jesús. 32 Esta contemplación del nacimiento, a fines de 1675, nos muestra a un hombre invadido ya por la luz de la contemplación infusa. El embalsamiento del aire, y el perfume de las virtudes, que aquí se contemplan interiormente, son un signo de la ab­ sorción espiritual en una contemplación por los sentidos interiores. San Ignacio en sus ejercicios propone tal ejercicio en la llamada aplicación de sentidos de la segunda semana (n. 121-126), donde el punto tercero es precisamente éste: «Oler y gustar con

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De acción de gracias, por los favores que Dios dispensa a las almas santas y a todos los cristianos. De petición: que quiera Dios purificar y abrasar el sacrificio de ellos y el mío. Venís, Señor, Vos mismo a traer este fuego, y ¿qué queréis sino que arda y que toda Ja tierra se abrase? Todos vuestros fieles servidores trabajan con ardor y constancia para merecer alguna centella de él, y Vos recompensaréis sus santos trabajos. Para mí, Dios de misericordia, no os pido recompensas; pues ¿qué he hecho todavía que las merezca? Os pido solamente, Dios todopoderoso y anonadado, que no me tratéis con rigor; perdonadme mis infidelidades en atención a todo el bien que practican mis hermanos, que os sirven tan religiosamente. Y si mis debilidades y mis extravíos os han enojado e irritado contra mí, castigadme en este mundo. Tengo un cuerpo que sirve para sufrir, ha­ cedle sentir el peso de vuestra justicia; no me quejaré, sino que, en lo más fuerte de la enfermedad y de la calumnia, en la prisión y en la infamia, os alabaré y bendeciré con los tres niños del horno de Babilonia, segurísimo de que, si tenéis la bondad de castigarme en este mundo, me perdonaréis en el otro. Sentía en mí grandes deseos de imitar el fervor de los santos religio­ sos y fervorosos cristianos que pasan estos días en continuas comunicacio­ nes con este Dios humillado, ofrecer a Dios algunas heroicas mortificacio­ nes, mantenerme unido a Dios hecho niño. Y me sentía tan atraído, que no podía ocuparme de ningún otro pensamiento sin trabajo, cometiendo aun incongruencias; tanto era lo que me arrebataba este pensamiento (33). ¡Cuán bueno sois, Dios mío, pues recompensáis tan plenamente los esfuerzos que he hecho! Cesad, mi soberano y amable Señor de colmarme de vuestros favores; conozco lo indigno que soy de ellos, me acostumbra­ réis a serviros por interés, o me induciréis a excesos; pues ¿qué no haría yo si no me obligaseis a obedecer a mi director, para merecer un instante de estas dulzuras que me comunicáis? ¡Insensato! ¿Qué digo merecer?, per­ donadme, oh amable Padre, esta palabra; me turba el exceso de vuestras el olfato y el gusto la infinita suavidad y dulzura de la divinidad, del ánima (de Cris­ to), y de sus virtudes y de todo». Pero aquí, parece tal contemplación del Beato de tipo infuso, por la suavidad. A ello apunta san Ignacio. 33 He aquí una nueva señal del efecto de la contemplación infusa muy clara: «No podía ocuparme (durante el día) de ningún otro pensamiento sin trabajo, cometiendo aun incongruencias; tanto era lo que me arrebataba este pensamiento», (cfr. Sta. Tere­ sa, Vida, c. 20).

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bondades, no sé lo que digo; ¿acaso puedo yo merecer estas gracias e inefables consuelos con que me prevenís y me colmáis? No, Dios mío; Vos solo sois quien por vuestros sufrimientos me procuráis, y por vuestra intercesión para con vuestro Padre, todos los favores que recibo. Sed eter­ namente bendito por ellos, y agobiadme con males y miserias para que tenga alguna parte en las vuestras. No creeré que me amáis, si no me ha­ céis sufrir mucho y por mucho tiempo. Yo he cometido la falta: ¿es acaso justo que el Hijo sea castigado por el esclavo? Nada tan puro como la maternidad de María. Dio a luz a Jesucristo sin perder nada de su integridad; ninguna mancha, ninguna sombra empa­ ñó la santidad de este parto. Así es como las personas apostólicas deben hacer nacer a Jesucristo en los corazones. Sucede a veces que nos man­ chamos purificando a otros. Es cosa frecuente, y hasta es una especie de milagro el que no pierda un hombre nada de su humildad, nada de su san­ tidad en las obras de celo, y que en ellas no busque más que a Dios. Dios nos había dejado caer en un abismo de miserias para tener oca­ sión de manifestarnos su amor. Pero nuestras miserias, por grandes que sean, estaban muy por debajo de su celo. Una sola gota de su sangre basta­ ba para curarnos; pero su amor no se podía contentar con tan poca cosa: derramó hasta la última gota de sus venas. No era esto necesario para la curación de nuestros males; pero sí lo era para la manifestación de su amor.

c) Año 1676 1.—El hombre y Dios (34) Me encuentro consolado, oponiendo a los sentimientos de los hom­ bres que nos estiman y tienen en algo, el juicio de Dios, en presencia del 34 En esta serie de notas, que proponemos como del año 1676 (por ser la última an­ terior de la Navidad de 1675), el Beato toma como materia de sus consideraciones y contemplaciones los atributos divinos: la esencia, espiritualidad, simplicidad, inmor­ talidad, perfección, eternidad de Dios. Esta materia es muy apta para que el corazón del Beato se expansione, pues ha de declarar en su Retiro de Inglaterra, n. 7, que la oración afectiva pensando en Dios directamente le resulta mucho más fácil y gustosa que las meditaciones de los temas ordinarios de los ejercicios. Es propio de un alma que ha entrado ya en un ambiente de contemplación extraordinaria.

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cual no somos más que átomos. No le somos necesarios para nada; puede pasarse tan fácilmente sin nosotros, como si jamás hubiéramos existido; hará perfectamente y sin nosotros cuanto tiene designio de hacer, tiene mil servidores más celosos, más fieles, más agradables a sus ojos; puede for­ mar en un momento una infinidad de otros más completos todavía, y ser­ virse del más miserable de los hombres para sus designios más grandiosos. ¡Qué maravilla, Dios amabilísimo, si algún día queréis serviros de mi debilidad para sacar a algún miserable de las puertas de la muerte! Si no hay más que quererlo, yo lo quiero con todo mi corazón. Verdad es que es necesario ser santo para hacer santos, y mis defectos tan considerables me dan a conocer cuán lejos estoy de la santidad; pero hacedme santo, Dios mío, y no me perdonéis nada para hacerme bueno; pues yo quiero serlo, cueste lo que cueste. 2.—Esencia de Dios Sobre esta verdad: que hay un Dios y que este Dios es un set que no tiene nada de no ser; que nada puede perder, nada adquirir; que encierra en sí todo el ser y es su manantial; que no puede depender de ningún otro ser en la más mínima cosa, ni para ser ni para mejor set; me he sentido pene­ trado de un profundo respeto hacia esta grandeza incomprensible, me pa­ rece que jamás he comprendido tan bien como ahora la nada de todos las cosas, oponiéndolas a esta idea. Los ángeles, los grandes Santos, la misma Virgen Santísima y la santa Humanidad de Jesucristo, que no tienen nada por sí mismos y que dependen de Dios en todo: todo esto me parecía como nada en comparación de Dios. Mi sorpresa ha llegado al colmo cuando he reflexionado que ese Dios, siendo tan grande y tan independiente como me lo represento, se digna pensar en el hombre, entretenerse, por decirlo así, en escuchar sus ruegos, en exigir sus servicios, en considerar sus defectos. Me parecía ver a un gran Rey cuidando de un hormiguero. Si nos condenase o nos aniqui­ lase sin otra razón que su voluntad, sería como si un hombre se entretuvie­ se en matar moscas o en aplastar hormigas, (cfr. Sab. 12, 18: «Con gran atención nos gobiernas»). Lo que me hace volver de mi asombro es que en la misma medida en que es grande es también bueno, misericordioso y benéfico. Es un abismo de grandeza, es verdad; pero también es un abismo de misericordia. He aquí lo que me anima a esperar, a atreverme a acercarme a El para hablar­ 130

le; sin esta consideración, me parece que ni siquiera me atreverla a pensar en Dios. Pensaré, no obstante, en Vos, Dios mío, no para comprenderos; es necesario no estar apegado a la tierra para ello, y yo siento que mi corazón está aún apegado a las cosas humanas. Tantos deseos de ser estimado, amado y alabado, aunque la gloria y las alabanzas sólo a Vos son debidas; tanto amor a mis propias comodidades me hace gemir; porque, cuando me creía más a cubierto del amor propio, veo que me ha sorprendido, y con gran vergüenza y confusión mía se ha burlado de mí. Abridme, pues, los ojos, amable Jesús: Domine, ut videam: «¡Señor, que vea!» (Lc 18,41). No os pido ni veros, ni conoceros; dadme solamente luces que me descubran a mí mismo, y así infaliblemente os conoceré: Noverim me, noverim te: «Señor, conózcame a mí, conózcate a ti» (S. Agus­ tín). No puedo conocerme a mí sin conoceros a Vos; mis imperfecciones me darán un ardiente deseo de conocer algo que sea mejor que la criatura; y ¿qué hay sobre la criatura que valga más que el Creador de ella? Ad te omne desiderium meum: «A ti se dirige todo mi deseo» (Sal 37,10). Todo lo demás me desagrada, y yo a mí mismo más que todo; porque no conoz­ co nada más digno de repulsión, nada más despreciable y miserable. Esta consideración de la grandeza e independencia de Dios, por un lado, y de la nada de todas las criaturas por otro, me ha descubierto la ba­ jeza y cobardía de aquellos que se hacen dependientes de los hombres, la generosidad y la dicha de los que sólo quieren depender de Dios. El único medio para sacarnos e la triste nada en que estamos, es adherirnos a Dios: Qui adhaeret Deo unus spiritus est: «El que se apega a Dios es un mismo espíritu con El» (1 Cor 6,17). Así nos elevamos del polvo y en cierto modo nos hacemos semejantes a Dios. 3.—Espiritualidad de Dios Al considerar la espiritualidad de Dios he entendido cómo es que Dios, que es todo espíritu, puede ser gustado, oído, visto, abrazado por los sentidos espirituales. Esta consideración ha sido una persuasión interior y fuerte de la presencia de Dios que la fe hace como sensible al alma, de tal manera que no duda, y que ni aun necesita hacerse violencia ni razonar pa­ ra quedar convencida de su verdad. Esta disposición en que me he encontrado me ha dado un gran deseo de mortificar los sentidos exteriores, cuyos desórdenes y operaciones son los únicos obstáculos que tiene el alma en el uso de los sentidos espiritua­ 131

les. Animalis homo non percipit ea quae sunt spiritus Dei: «El hombre animal no percibe las cosas que son del espíritu de Dios» (1 Cor 2,14). No me sorprende que los hombres carnales no conozcan a Dios. Es que Dios es espíritu y el espíritu está muerto, o al menos amortiguado, en el hombre carnal. 4. —Simplicidad de Dios La simplicidad de Dios me parece cosa admirable. Una naturaleza que excluye toda composición de partes, ya esenciales, ya integrantes, ya accidentales; que es todas las cosas, y no es sino una sola cosa; que es su propia existencia, que es todo lo que ella tiene: su sabiduría, su bondad, su eternidad, su poder, etcétera. Me represento una flor que tuviese los olores de todas las flores. Se podría quizás hacer una composición en donde se encontrasen todos estos olores; pero ¡qué maravilla si una cosa simple los tuviese todos y en todas sus partes y en la mayor perfección! Una fruta que tuviese el gusto de to­ das; una piedra preciosa que tuviese todos los colores de las otras piedras; una planta que tuviese todas las virtudes de todas las demás plantas, etécetera: in te uno omnia habentes non debemus dimitiere te: «Teniendo en ti solo todas las cosas, no debemos dejarte» (Tob 10,5). Me he sentido inclinado a imitar esta simplicidad de Dios. 1.° En mis afectos, no amando sino sólo a Dios; no recibiendo en mí sino este amor. Y esto es fácil, puesto que en Dios encuentro todo lo que pudiera amar fuera de El, y así mi amor será como dice la Escritura de Dios: Sanctus, unicus et multiplex «Santo, único y múltiple» (Sab 7,22). Pero mis amigos me aman, yo los amo; Vos lo veis, Señor, y yo lo siento. ¡Oh Dios mío, el único bueno, el único amable! ¿Es necesario sacrificáros­ los, pues que me queréis sólo para Vos? Haré este sacrificio que me costa­ rá aún más que el primero que hice al dejar padre y madre. Hago, pues, es­ te sacrificio y lo hago de corazón, pues que me prohibís dar parte de mi amistad a ninguna criatura (35). Dignaos recibir este sacrificio tan rudo; pe­ ro en cambio, divino Salvador mío, sed Vos su amigo. Ya que Vos queréis ocupar en mí su lugar, ocupad en ellos el mío; yo os haré acordaros de 35 El sacrificio de la amistad es para el Beato, por educación y por inclinación, uno de los mayores que Dios le pidió. Como a santa Teresa en su conversión: «Ya no quiero que trates con hombres, sino con ángeles». (Vida, c. 24). Jesús llamara al Bea­ to: «Perfecto amigo».

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ellos todos los días en mis oraciones, y de lo que debéis hacer por ellos, pues me habéis prometido sustituiros en mi lugar. ¡Dichosos de ellos si se aprovechan de esta ventaja! Os importunaré tanto, que os obligaré a hacer­ les conocer y estimar el bien que tendrán en el mandamiento que me po­ néis de no tener más amigos para poder serlo vuestro. Sed, pues, su amigo, Jesús mío, el único y verdadero amigo. Sed el mío ¡puesto que me orde­ náis serlo vuestro. 2.° En mis intenciones: Si oculus tuus fuerit simplex, totum corpus tuum lucidum erit: «Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo será claro» (Mt 6,22). No buscar sino a Dios; ni siquiera buscar sus bienes, sus gracias, las ventajas que en su servicio se encuentran como la paz, la alegría, etc., sino sólo a El. 5. —Desasimiento universal Un medio excelente para desprender el corazón de todo, es cambiar a menudo de lugar, empleo, etc.: se apega uno insensiblemente y se echan raíces, como aparece en la pena que se siente al dejarlos. Es una especie de muerte el salir de un lugar donde uno es conocido y donde tiene algunos amigos. El pensamiento de que Dios me acompañará a todas partes es lo que me hará soportar sin turbarme la separación; porque en cualquier parte adonde vaya encontraré al mismo Señor, y en este aspecto no cambiaré nada. Es el mismo Dios a quien yo adoro aquí, quien me conoce y me ama, y a quien quiero únicamente amar. 6. —Inmortalidad de Dios Qui solus habet immorialitatem: «El único que tiene la inmortalidad» (1 Tim 6,16). Sólo Dios es inmortal. Todo lo demás muere: reyes, parien­ tes, amigos; los que nos estiman, o a quienes estamos obligados, se sepa­ ran de nosotros o por la muerte o por la ausencia. Nos separamos de ellos, y el recuerdo de nuestros beneficios, la estima, la amistad, su agradeci­ miento mueren en ellos. Las personas a quienes amamos mueren, o al menos la belleza, la inocencia, la juventud, la prudencia, la voz, la vista, etc., todo eso muere en ellos.

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Los placeres de los sentidos no tienen, por decirlo así, más que un momento de vida. Sólo Dios es inmortal de todas las maneras. Como Dios es simplicísimo, no puede morir por la separación de par­ tes que lo componen; como es sumamente independiente, no puede desfa­ llecer por la sustracción de un concurso extraño que lo conserva. Además, no puede ni alejarse ni cambiar. No solamente existirá siempre, sino que será siempre bueno, siempre fiel, siempre razonable, siempre hermoso, generoso, amable, poderoso, sabio y perfecto con todas las maneras de perfección. El placer que gustamos en poseerlo es un placer que jamás pasa; es inalterable, no depende ni del tiempo ni del lugar, no causa jamás hastío, antes, al contrario, se hace cada vez más encantador a medida que más se goza. 7. — Infinita perfección de Dios Dios es perfecto en todos los sentidos. Es imposible encontrar en El algo que no sea infinitamente bueno. Dios es sabio, prudente, fiel, bueno, generoso, hermoso, dulce, no desprecia nada de cuanto ha creado, hace caso de nosotros, gobernándonos con dulzura y hasta con respeto, paciente, exento de todos los movimientos desordenados de las pasiones, tiene todo cuanto amamos en las criaturas. Todo está reunido en El, y para siempre y de un modo infinitamente más perfecto. No tiene ninguno de los defectos que nos desagradan, que nos disgus­ tan, que nos repugnan en las cosas criadas. ¿De dónde, pues, procede que no le amamos exclusivamente? ¿Qué es lo que puede justificar este desamor? Cuando encontramos algo muy perfecto y cumplido, en cual­ quier género que sea, ya no podemos sufrir lo demás. Una hermosa voz bien educada nos produce un gran disgusto de los malos cantores; un hombre entendido en pintura y que ha estudiado duran­ te algún tiempo los originales de Rafael y del Ticiano no se digna fijar sus ojos sobre las obras de otros pintores. Cuando se ha vivido entre personas educadas y finas no es posible acostumbrarse a una conversación menos delicada y fina. 8. —Dios, fuente de toda perfección 134

Dios no solamente es perfecto, sino que es la fuente de toda perfec­ ción. Sólo de El se puede sacar, y hay que hacerlo, estudiándolo y conside­ rándolo: Similis ei erimus quoniam videbimus eum sicuti est: «Seremos semejantes a El, porque le veremos tal como es» (1 Jn 3,2). Esto será en el Cielo; en esta vida, tanto más nos asemejaremos a El cuanto más le contemplemos. Tenemos gran obligación de ser perfectos, porque en un hombre que predica la virtud y hace profesión de ella las im­ perfecciones perjudican más al prójimo que le aprovecha su virtud; dan ocasión para creer que no hay verdadera santidad, que es imposible la per­ fección y que no es sino ilusión o hipocresía. Si las imperfecciones no producen estos pensamientos, persuaden al menos a los flojos que se pueden tener y ser santo al mismo tiempo. Es su­ ficiente para adormecer a un imperfecto y para alimentar en su corazón al­ guna pasión que le lisonjea y que ama, el haber observado alguna sombra de ella en un hombre que tiene fama de hombre bueno. Se cree así autori­ zado a continuar contentando su amor propio, y se imagina que no será por ello menos santo. 9. —Eternidad de Dios Pensando en la eternidad de Dios, me la he representado como una roca inmóvil a la orilla de un rio (36), desde donde el Señor ve pasar todas las criaturas sin moverse y sin que El pase nunca. Todos los hombres que se apegan a las cosas creadas me han pareci­ do como individuos que, arrastrados por la corriente de las aguas, se aga­ rran los unos a una tabla, los otros a un tronco de árbol, los otros a una aglomeración de espuma que toman por cosa sólida. Todo eso se lo lleva la corriente; los amigos mueren, la salud se consume, la vida pasa, se llega a la eternidad, llevado sobre esos pasajeros apoyos, como a un dilatado mar, donde no podéis impedir el entrar y el perderos. Compréndese bien cuán imprudente ha sido uno al no agarrarse a la roca, al Eterno; se quiere vol­ ver atrás, pero las olas nos han llevado demasiado lejos y no se puede vol­ ver; es necesario perecer juntamente con las cosas perecederas. Por el contrario, un hombre que se abraza a Dios ve sin temor el peli­ gro y la pérdida de todas las otras cosas. Suceda Jo que suceda, haya los 36 Esta magnífica imagen del Beato, obtenida con la luz de Dios que le ilumina, le «conmueve mucho», como dirá enseguida aquí. Una luz semejante fue la que movió la conversión del célebre P. Gratry cuando era aún adolescente y recobró la fe.

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cambios que haya, se encuentra siempre sobre su roca. Dios no puede es­ capársele; abrazado a solo El, se encuentra siempre a El asido; la adversi­ dad le sirve sólo para regocijarse de la buena elección que ha hecho. Posee siempre a su Dios; la muerte de sus amigos, de sus parientes, de los que le estiman y favorecen, el alejamiento, el cambio de empleo o de lugar, la edad, la enfermedad, la muerte, nada le quitan de su Dios. Está siempre igualmente contento, diciendo en la paz y gozo de su alma: Mihi autem adhatrere Deo bonum est, ponere in Domino meo spem meam: «Bueno es para mí el juntarme a Dios; poner en el Señor mi esperanza» (Sal 72,28). Esta consideración me ha conmovido mucho. Me parece haber com­ prendido esta verdad, y que Dios me ha hecho la gracia de persuadirme de ella, de un modo tal que me da gran ánimo y facilidad para desprenderme de todo, y no buscar más que a Dios en toda mi vida y por todos los cami­ nos por los que a El le agradará llevarme, no manifestando nunca inclina­ ción ni repugnancia, recibiendo ciegamente todos los empleos que mis Su­ periores me encargaren. Y si alguna vez sucediese que me diesen a escoger (lo prometo, Dios mío, y confío guardarlo con vuestra gracia); si sucediese, digo, que me diesen a escoger mis Superiores, prometo renovaros el voto que me habéis inspirado hacer (37): de escoger siempre el empleo y lugar hacia los cuales sintiere mayor repugnancia y donde crea, según Dios y en verdad, que ten­ dré más que sufrir. Vos me habéis dado el ejemplo, ¡amable Jesús mío!, y en cuanto pueda, quiero regirme por vuestros ejemplos y vuestras máxi­ mas, que son las únicas que me pueden conducir a Vos, y sacarme de mis perplejidades e ignorancias y de los errores en que pueden precipitarme mis pasiones.

37 Sobre este voto, que está comprendido en el que formó la resolución central de sus ejercicios de mes, véase en estos, en la segunda semana, II, B, 2 y la regla 12.

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SEGUNDO RETIRO ESPIRITUAL DE OCHO DÍAS, DEL BEATO PADRE DE LA COLOMBIÉRE HECHO EN LONDRES: 1-8 FEBRERO 1677. (CARTA X X IIl)

AVISO PREVIO (38) E l M em orial de Santa M argarita A laría Los que se tom en el tra b a jo de le e r este JZet/ro, se e n c o n tra ría n embarazados si n o se Ies com unicase lo s p u n to s de/ A fe/t/oria/ d e q ue habla el P. de La C olom b iére en el tercero y q u in to día d e este D iario de sus E jercicios espirituales. E sta M em o ria le fu e dada al salir de Francia para ir a Inglaterra com o p re d ic a d o r de su Alteza Real Madame la D uquesa de Y ork . La p ro b id a d y la v irtu d de la persona que le dio este papel (Santa M argarita A lacoq u e) hizo que el Padre lo guardase cuidadosamente. S ó lo h a y tres artículos, que he creído deber poner aquí palabra p o r palabra, copiados cuidadosamente del original, sin añadir nada. (3 8 ) E ste « a v i s o » , q u e p r e c e d e a la s notas del Retiro anual de ocho d ía s, q u e , s e g ú n la c o s t u m b r e de los jesuítas, hizo el Beato L a Colombiére e n L o n d r e s , s e g u r a m e n t e e n e l m is m o Palacio de la Duquesa de York en d o n d e v iv ía c o m o p r e d i c a d o r oñeial, no es u n aviso del propio Beato. Pro­ viene d e los e d ito re s de la p r i m e r a edición. Transcribe literalmente el p a p e l o M em orial (M c m o i r c ) entregado por santa AdCargarita al P. L a Colo m b ié re , a trav és d e su S u p c r io r a la M a d r e de Saumaise, cuando el Padre a b a n d o n ó P a r a y -I e -M o n ia l p a r a tra s la d a rs e a su nuevo destino de Londres. L a fech a d e este re tiro es a principios de febrero, según puede verse en la c arta X X I I I a la N I. S au m a ise.

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I. El talento del Padre de La Colombiére es el de llevar las almas a D ios: por esto los demonios dirigirán contra él sus esfuerzos; basta personas consagradas a Dios le harán sufrir, y no aprobarán lo que diga en sus sermones para guiarlas hacia Dios; pero la bondad de Dios será su sostén en sus cruces, tanto cuanto en El confíe. II. Debe tener una dulzura compasiva para con los pecadores, y no servirse de la fuerza sino cuando Dios se lo dé a entender. III. Que tenga gran cuidado de no apartar el bien de su fuente. Esta palabra es corta, pero encierra muchas cosas, de las cuales Dios le dará la inteligencia según la aplicación que haga de ella. —Disposición actual del P. La Colombiére Al presente me encuentro en una disposición completamente opuesta a la que tenía hace dos años (39). El temor me preocupaba completamente y no sentía atractivo por las obras ae celo, por la aprensión que sentía de que no podría evitar los peligros o lazos que trae consigo la vida activa, en que veía que me iba a comprometer mi vocación. Hoy ese temor se ha disipado; todo cuanto hay en mí me impulsa a trabajar por la salvación y santi­ ficación de las almas. Me parece que sólo para eso amo Ja vida, y que sólo quiero la santificación por ser un medio admirable para ganar muchos corazones para Jesucristo. Me parece que la causa de encontrarme en esta disposición es el no sentir ya tanta pasión por la vanagloria. Es un milagro que sólo Dios podía obrar en mí. Los empleos brillantes ya no me mueven como me movían antes. Me parece que no busco ya más que almas, y que las de las aldeas y pueblecillos me son tan queridas como las otras. Además, estoy muy lejos, por la misericordia de Dios, deque las alabanzas y la estima de los hombres me conmuevan como antes, aun cuando soy todavía demasiado sensible a ellas. Pero antes era tan importunado por esta tentación, que me quitaba todo ánimo (39) Véase la nota 5 de los Retiros. Puede comprobarse el notable cambio verificado en estos dos años, a partir de las confidencias de santa Margarita María sobre el Sagrado Corazón y su voluntad, en el espíritu del Beato La Colombiére.

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y me hada casi perder la esperanza de poder trabajar por mi salvación mientras pensaba en la salvación de los otros. De suerte aue si hubiese estado libre, no dudo que hubiera pasado mis oías en la soledad. Esta tentación empezó a debilitarse por una palabra que me dijo un día N. N. (la Hermana Margarita María). Puec como me dijese un día que, al rogar a Dios por mí, Nuestro Señor le había dado a entender que mi alma le era querida y que tendría especial cuidado de ella, yo le respondí: —¡A y! N. N.9¿cómo puede concor­ dar esto con lo que yo siento dentro de mi? ¿Podrá amar Nuestro Señor a una persona tan vana comoy o : a una persona que sólo busca agradar a los hombres y merecer su consideración, llena de respetos humanos? —¡Oh Padre mió! —replicó—; nada de eso habita en vos. Es verdad que esta palabra me calmó, y que al paso que comencé a turbarme menos con estas tentaciones, comenzaron también ellas a debilitarse y a ser menos frecuentes. Pero nada ha contribuido tanto, según me parece, a darme este deseo de trabajar en la salvación de las almas como dos cosas: el éxito que plugo a Dios dar a los pequeños cuidados de que me hice cargo en N. (Paray-le-Monial) y lo que N. N. (la Hermana Margarita María) me mandó decir a mi salida por medio de N. N. (la Madre de Saumaise) e hice me lo dieran por escrito (el Memorial). Veo todos los días cosas que me dan lugar a creer que no se ha equivocado. ¡Concédame Dios la gracia de hacer uso de tantos bienes, de los cuales me había hecho tan indigno 1 2.—Fin del hombre El pensamiento de que Dios me ha hecho sólo para El, me eleva, a lo que creo, por encima de las criaturas y me coloca en una libertad e independencia que produce en mi corazón una gran paz y un gran deseo de consumirme por su servicio. Quisiera, si me fuera posible, no resistir jamás a la voluntad de Dios. Siento en mí un gran deseo de seguir todas sus inspiraciones, sobre todo, después que una persona, de trato sumamente familiar con Dios (santa Margarita María), me dijo que Nuestro Señor le había dado a entender que yo le resistía hacía ya mucho tiempo en una cosa sobre la que yo titubeaba, a lo que yo creía, por temor de no obrar con prudencia. 154

3,—El primer punto del Memorial Me he dado cuenta, el tercer día de mis Ejercicios, de que el primer punto del papel que me dieron al salir para Londres, el cual punto me ha sido confirmado de nuevo en una carta que recibí hace dos meses; me he dado cuenta, digo, de que no era sino muy verdadero (40). Porque desde mi salida de París el demonio me ha tendido cinco o seis lazos que me han turbado mucho, y de los cuales no me he visto libre sino por una gracia particular y después de haber caldo en mil cobardías. No sé cómo no me di cuenta en seguida, por la turbación que estas cosas me causaban. Cierto, no eran cosas enteramente malas; pero sí cosas en las cuales dudaba cuál de ellas era la mejor. Y el partido de la naturaleza se hallaba tan fortalecido con la tentación del demonio, que me impedía ver lo más perfecto, o me quitaba al menos la fuerza para abra­ zarlo; de tal manera que me encontraba en gran turbación, y en inquietudes que han cesado, gracias a Dios, por la gracia que Nuestro Señor me ha hecho de hacerme ver la verdad y abrazarme con ella. 4.—«No apartar el bien de su fuente» (3.° punto) El quinto día Dios me ha dado, si no me equivoco, la inte­ ligencia de este punto del Memorial que he traído de Francia: Que tenga gran cuidado de no apartar jamás el bien de su fuente. Esta palabra es corta, pero encierra muchas cosas, de las cuales Dios le dará la inteligencia según la aplicación que haga de ella. Es verdad que muchas veces había examinado esta palabra —apartar el bien de su fuente— sin poder penetrar su sentido (41). Hoy, habiendo notado que Dios debía dármela a entender según la aplicación que de ella hiciese, la he meditado mucho (40) El Beato alude a esta confirmación del Memorial de santa Mar­ garita, en la carta aue escribe a la M. Saumaise el 20 de noviembre, dos meses antes de este Retiro de Londres. (V. carta X X I). (41) Véase el comentario sobre este mismo punto tercero, que hace el propio Beato en la carta X X III a la M. Saumaise. Habla de la «gran alegría» que le causó esta luz sobre el escrito y su sentido hasta entonces incógnito. La nueva inteligencia obtenida parece ser ésta: no debe poner ninguna confianza en el dinero de la pensión, sino usarlo como materia de pobreza con perfección, porque lo contrario sería «apartar el bien de su fuen­ te», que es Dios solo, por la observancia de las Reglas.

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tiempo sin encontrar en ella otro sentido que éste: que debo referir a Dios todo el bien que quiera obrar por mí, puesto que El es su única fuente. Pero apenas he apartado con trabajo mi pensamiento de esta consideración, cuando de pronto se ha hecho luz en mi espíritu, a favor de la cual he visto claramente que ésta era la resolución de la duda que tanto me había turbado los dos o tres primeros días de mis Ejercicios sobre el uso que debía hacer del dinero de mi pensión. He comprendido que esta palabra contiene mucho, porque lleva a la perfección de la pobreza, a un gran desprendimiento de toda vanagloria, a la perfecta observancia de las Reglas y que es la fuente de una gran paz interior y exterior, y de muchos actos de edificación; y que, por el contrario, siguiendo cualquier otro consejo por muy especioso que fuese: 1.° Me hubiera alejado de la perfección de la pobreza. 2.° Hubiera tenido que pedir dispensas sin necesidad. 3.° Daba a la vanagloria y al amor propio un alimento delicado. 4.° Me exponía a cuidados exteriores que me hubieran ocupado mucho tiempo. 5.° Corría peligro de escandalizar a los de Francia e inspi­ rarles amor al mundo, o al menos hubiere privado a los de In­ glaterra de un buen ejemplo. 6.° Iba a entregarme a todas las espinas que la avaricia trae consigo, y empezaba ya a estar muy inquieto. Lo que hay en esto de admirable y hace ver que sois bueno de veras, ¡oh Dios mío!, es que me habéis hecho la gracia de com­ prometerme con voto a seguir este consejo antes de darme la inteligencia. No sabría decir qué alegría, qué sentimientos de gratitud, de confianza en Dios y de valor me ha inspirado este conocimiento. Había todavía algunos puntos a los cuales no habla extendido el voto porque estaban aún muy lejos; pero heme ya, si al Señor le place, tranquilo sobre este particular para toda mi vida. ¡Alabado sea mil y mil veces el Señor, que ha querido hacerme conocer así su misericordia y la santidad de la persona de quien quiso servirse para darme este aviso! 156

5.—Segundo punto del Memorial He encontrado también en el segundo articulo un remedio contra una tentación que, desde que estoy aquí, me ha atormen­ tado mucho. En él he visto claramente la conducta que debiera haber observado respecto de una persona cuyas acciones me desagradan; no sé cómo no lo he entendido antes; pero alabado sea Dios, que al fin me lo ha hecho entender. Este papel contenía justamente todas las reglas de que tenía necesidad para sacarme de los lazos del demonio; sólo queda un punto cuya ejecución permitirá Dios cuando a El le plazca. Toda mi confianza está en El. 6.—Renovación del Voto de perfección El sexto día, meditando sobre el voto particular que tengo hecho (42) me he sentido conmovido por un gran agradecimiento hacia Dios, que me ha concedido la gracia de hacer el voto. Nunca había tenido tanto tiempo para considerarlo bien; he sentido grande gozo al verme así atado con mil cadenas para cumplir la voluntad de Dios. No me he aterrado a vista de tantas obli­ gaciones tan delicadas y tan estrechas, porque me parece que Dios me ha llenado de una gran confianza, que no he hecho sino cumplir su voluntad al abrazar estos compromisos, y que El me ayudará a cumplirle mi palabra. Es del todo evidente que, sin una particular protección, sería casi imposible guardar este voto; lo he renovado con todo mi corazón y espero que Nuestro Señor no permitirá que jamás lo viole. 7.—Oración afectiva He notado hoy, séptimo día, que, aunque Dios me ha con­ cedido muchas gracias en este Retiro, sin embargo, no ha sido casi nunca en las meditaciones; al contrario, en ellas he tenido mucho más trabajo que de ordinario. No sé si es*o será por haber querido sujetarme a los puntos ordinarios, hacia los cuales no siento apenas atractivo (43). Me parece que hubiera pasado horas (42) Véase en el primer Retiro de mes, el Voto de perfección: se­ gur J ~^mana, II, B. Véase la nota 34 de esta serie, en las «Notas espirituales», p. 142.

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enteras sin agotarme ni fatigarme considerando a Dios alrededor de mi y dentro de mi, sosteniéndome y ayudándome, alabándole por sus misericordias y entreteniéndome con sentimientos de confianza, con deseos de ser de El sin reserva, anonadando en mí todo lo que es mío, deseando glorificarle y hacerle glorificar por otros, viendo mi impotencia y la gran necesidad que tengo ae la ayuda de lo alto, complaciéndome en todo lo que Dios puede querer, ya con respecto a mí, ya con respecto a otras per­ sonas, con las cuales tengo alguna obligación. Y sin embargo, cuando quería meditar algún misterio me sentía, desde luego, cansado y quebrada la cabeza; de suerte que puedo decir que jamás he tenido menos devoción que en la ora­ ción. Creo que no haré mal en continuar trabajando en lo sucesivo como lo hacía antes, para unirme con Dios presente por la fe, y después con actos de otras virtudes a las que más atraído me sienta. Esta manera de oración no está expuesta a ilusiones, me parece, porque nada hay más verdadero que el que Dios está en nosotros y nosotros en El, y esta presencia es un gran motivo de respeto, de confianza, de amor, de alegría, de fervor. Sobre todo, la imaginación no tiene parte en el cuidado que nos tomamos para representamos esta verdad, y no nos servimos para esto sino de las luces de la fe. 8.—Confianza ilimitada en Dios Este octavo día paréceme haber encontrado un gran tesoro, si sé aprovecharme de él. Es una firme confianza en Dios, fundada en su infinita bondad y en la experiencia que tengo de que jamás nos falta en nuestras necesidades. Además, encuentro en el Memorial que me dieron al salir de Francia, que me promete Dios ser mi fortaleza, según la confianza que tenga en El (44). Por esto he resuelto no poner límites a esta confianza y extenderla a todo. Me parece que en lo sucesivo debo servirme de Nuestro Señor como de un escudo que me rodea, y que opondré a todos los dardos de mis enemigos. (44) Se refiere, sin duda, al punto primero del Memorial:
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