Escritos Desde La Prisión - ALFRED DELP SJ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Escritos desde la prisión (1944-1945)

Prólogo de Thomas Merton

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Prólogo biográfico, por Alan C.Mitchell Introducción, por Thomas Merton Fragmentos del diario del P.Delp Meditaciones Figuras del Adviento Adviento: Domingo 1 Adviento: Domingo II Adviento: Domingo 111 Adviento: Domingo IV Vigilia de Navidad Figuras de Navidad Epifanía 1945 Tareas del presente Humanismo creyente La educación del hombre hacia Dios El destino de las iglesias Preparación del corazón Padrenuestro Ven, Espíritu Santo Rendición de cuentas y despedida Después de la condena Última carta a sus compañeros 11

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por Alan C.Mitchell* Tanto este Prólogo biográfico como la Introducción de Thomas Merton que figura a continuación han sido tomados de la edición en inglés editada por Orbis Books (Maryknoll, New York 2004), a la que agradecemos su autorización para incluirla en la presente edición española. La traducción es de Isidro Arias Pérez. EN 1947 se publicó en Alemania una selección de escritos del jesuita Alfred De1p con el título Im Angesicht des Todes («Frente a la muerte»)'. De la edición de esta obra se había encargado otro jesuita, Paul Bolkovac, amigo y compañero de Delp, que se había propuesto ofrecer al público alemán una serie de cartas y meditaciones que Delp había escrito entre agosto de 1944 y enero de 1945, mientras se encontraba en la prisión de Berlín esperando a ser juzgado y ejecutado. Delp había sido acusado de alta traición y deslealtad a la patria, por haber participado en círculos de debate contrarios al nazismo y haber predicado contra el nacionalsocialismo. El libro tuvo tal éxito que para 1981 contaba ya con once ediciones. La primera edición inglesa de cualquiera de los escritos de Delp fue, de hecho, una traducción del libro de Bolkovac, publicada en 1963 por la editorial Herder and Herder, con el título The Prison Meditations of Fr. Alfred Delp («Meditaciones desde la prisión del padre Alfred Delp»). Thomas Merton escribió una introducción para esa obra subrayando la importancia del testimonio cristiano de Delp en el contexto de un régimen totalitario y ateo. Cincuenta y ocho años después de su muerte, las palabras de Delp siguen causando en nosotros una fuerte impresión y nos invitan a reflexionar sobre lo que queda de verdad y de valores en el corazón humano. La historia de Delp resulta hoy tan dramática y sobrecogedora como en 1944-1945. El presente volumen reproduce la edición de Herder. Alfred De1p nació el 15 de septiembre de 1907 en Mannheim, Alemania. Fue el segundo de los seis hijos del matrimonio formado por Johann Adam Friedrich Delp, luterano, y Maria Bernauer, católica. Tuvo una infancia feliz y tranquila, aunque muy pronto experimentó un conflicto de fe. Bautizado en la Iglesia católica, hasta los catorce años recibió una educación luterana. Tras reñir con el pastor luterano, se dirigió a la parroquia católica de Lampertheim, lugar de residencia de su familia, y a partir de entonces siguió la religión de su madre. Delp era un niño bromista y travieso; «un granuja», según sus propias palabras. Estaba lleno de vida y energía. Comenzó la educación primaria en la escuela luterana de su ciudad, pero la terminó en una escuela católica de la diócesis de Dieburg. Una vez terminada la educación primaria, permaneció en aquella ciudad y estudió en la escuela 14

«Goethe», un Gymnasium clásico alemán. El 2 de agosto de 1926, un mes después de concluir sus estudios de secundaria, ingresó en el noviciado jesuita de Feldkirch, en Austria, Concluidos sus dos años de noviciado, De1p hizo por primera vez sus votos perpetuos el 27 de abril de 1928. Poco después, se trasladó al Colegio Berchmans de Pullach, en las afueras de Múnich, donde empezó la siguiente fase de su formación jesuítica: el estudio de la filosofía. Durante su estancia en Pullach, De1p destacó como buen estudiante. Además de familiarizarse con la filosofía escolástica, que constituía la base de la formación jesuítica, entró en contacto con pensadores contemporáneos. Durante esos años trabajó diligentemente en el manuscrito de un libro, un estudio crítico de la filosofía de Martin Heidegger, que finalmente se publicaría en 1935 con el título Tragische Existenz («Existencia trágica»). En abril de 1931, Delp recibió las órdenes menores, y a finales de julio terminó sus exámenes de filosofía. Tres meses más tarde, se trasladó de nuevo a Feldkirch para iniciar el juniorado, la siguiente fase de su formación jesuítica. Con este fin fue nombrado prefecto del Gymnasium Stella Matutina, dirigido por los jesuitas Durante esta etapa, De1p gozó de gran popularidad entre los estudiantes. Por su parte, él se tomó en serio las exigencias de su nuevo cargo. Tal vez, su logro más notable durante estos años fuera la escritura y puesta en escena de una obra de teatro navideña, titulada «El adviento eterno». Tras su estreno el 21 de diciembre de 1933, el periódico escolar comentó: «La obra, bien representada, consiguió despertar el anhelo de la Navidad» 3. Esta obra representó también la primera incursión de De1p en la crítica social, porque tocaba temas candentes de la sociedad alemana de su tiempo. Contenía tres escenas: la primera, soldados muertos; la segunda, mineros apartados del mundo exterior por el hundimiento de una galería subterránea; y la tercera, un sacerdote obrero. Las tres escenas presentaban la concepción de De1p de una humanidad acuciada por sus propias y desesperadas circunstancias. El sentido de la Navidad se expone a través de la obra como la esperanza que abrigan los seres humanos de verse finalmente libres de tener que vivir su condición humana en situaciones de extrema necesidad4. Tras la llegada de Hitler al poder, el Stella Matutina tuvo que cerrar sus puertas. En el verano de 1933, los jesuitas adquirieron un antiguo monasterio benedictino en Sankt Blasien, en la Selva Negra. Fueron necesarios muchos trabajos de rehabilitación, de modo que las clases no pudieron iniciarse hasta abril de 1934. Delp y unos 190 internos del Stella Matutina se trasladaron a esta nueva sede. Allí pasó los últimos meses de esta etapa de prueba. A continuación, en el otoño de 1934, De1p emprendió el estudio de la teología en el Ignatiuskolleg de Valkenburg, Holanda. Se entregó en cuerpo y alma a esta tarea. También fue una época de intensa actividad literaria para él. Además de publicar su libro 15

Tragisc he Existenz en 1935, planeó una obra en colaboración con varios compañeros jesuitas, entre los que se encontraban Hans Urs von Balthasar y Karl Rahner. Este libro abordaría la crítica del nacionalsocialismo y propondría una sociedad alternativa a la que estaban construyendo los nazis. Iba a titularse La reconstrucción. El proyecto fracasó, y el libro nunca llegó a escribirse. Dentro de sus Gesammelte Schriften (Obras Completas), aparece tan solo esbozado5. En octubre de 1936, Delp se trasladó al teologado de Sankt Georgen, en Fráncfort, para terminar sus estudios teológicos. En marzo de 1937 recibió las órdenes del subdiaconado y el diaconado. Su ordenación sacerdotal tuvo lugar en la iglesia de San Miguel, en Múnich, el 24 de junio de 1937, fecha en que se conmemoraba el cuarto centenario de la ordenación de san Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas. El 4 de julio de 1937, Delp celebró su primera misa en Lampertheim, la ciudad donde había vivido de niño. Desde julio hasta octubre, ejerció el ministerio sacerdotal en la iglesia de San Miguel de Múnich. El 16 de septiembre de 1938 inició el «terceronado», última fase formal de su formación jesuítica, en Rottmannshóhe, junto al lago Starnberg. Sin embargo, apenas cinco días después, fue trasladado a Feldkirch, en el Estado de Vorarlberg (Austria), donde ya había realizado el noviciado y parte del juniorado. Con el permiso de su Superior Provincial, De1p se proponía asistir a la Universidad de Múnich para obtener un doctorado en filosofía social. Su objetivo a largo plazo era contribuir a crear un instituto dedicado al pensamiento social. Para su desgracia, el administrador nazi de la universidad le negó la posibilidad de matricularse. Diez días antes, la Universidad Gregoriana de Roma le había concedido un doctorado en Filosofía en consideración a las notas que había obtenido en esta materia en sus exámenes en Pullach6. Delp permaneció en Múnich, y en julio de 1939 entró a formar parte de la plantilla de la revista de opinión Stimmen der Zeit, publicada por los jesuitas alemanes. Dentro de la redacción de la revista, Delp se encargó de los asuntos sociales y políticos, lo que le obligó a tratar a menudo esta temática. En algunos de sus artículos cuestionó directamente el nacionalsocialismo. Su aportación más importante fue tal vez «El cristiano en la actualidad» (1939), donde reflexiona de nuevo sobre la situación de los seres humanos en la historia y, más en concreto, sobre el lugar y la obligación del cristiano en el mundo. El 18 de abril de 1941, la Gestapo puso fin a la publicación de Stimmen der Zeit. Delp y los demás jesuitas que trabajaban para la revista se vieron obligados a cambiar de residencia. En junio, Delp fue nombrado párroco de la iglesia de San Jorge en MúnichBogenhausen. Como párroco, no se contentó con prestar todo tipo de ayuda pastoral a sus feligreses, sino que participó incluso en las tareas de desescombro de las casas después de los bombardeos. Otra faceta importante del trabajo de Delp en ese tiempo fue su ayuda a los judíos: reunía comida y dinero para ellos y los ayudaba a escapar a Suiza. 16

Siendo párroco de San Jorge, De1p entró a formar parte de un grupo de resistencia fundado por Helmuth James von Moltke y Peter Yorck von Wartenberg. El grupo se reunía en Kreisau, en Silesia, y más tarde, en 1944, la Gestapo lo denominaría el Círculo de Kreisau'. El objetivo de este grupo no era otro que trabajar para que, tras la caída del nacionalsocialismo, en Alemania pudiese reconstruirse una sociedad justa sin caer en el vacío social. Von Moltke le había planteado al Superior Provincial de Delp, Augustin Rósch, la posibilidad de contar con un sociólogo jesuita que pudiera asesorarlos en asuntos relacionados con los obreros alemanes y que les ayudara a diseñar un entorno de orientación cristiana para la clase trabajadora en una Alemania post-nazi. Rósch también formaba parte del grupo, lo mismo que Lothar Kónig, otro jesuita. En estos debates participaban católicos y no católicos. Durante los años 1942-1943, el grupo se reunió durante tres fines de semana en Kreisau, y en dos de esas reuniones tomó parte Delp. Además, los miembros del grupo se veían a menudo en Berlín y ocasionalmente se reunieron alguna vez en Múnich, en la rectoría de Delp. Este no participó, de hecho, en tales encuentros, limitándose a ofrecerles un local para la reunión, aunque al menos en una ocasión los invitó a comer en la rectoría. La contribución de Delp a estos debates se inspiró siempre en la doctrina social de la Iglesia católica, especialmente en la encíclica Quadragesimo anno, publicada por el papa Pío XI en 1931. Además, Delp había asimilado algunas ideas del también jesuita Oswald von Nell-Breuning y del profesor Adolf Weber, un economista de la Universidad de Múnich a cuyas conferencias había asistido Delp después de que las autoridades nazis le impidieran matricularse como alumno ordinario en los cursos de doctorado en la citada universidad'. El día de su arresto, 28 de julio de 1944, dos agentes de la Gestapo esperaron algún tiempo fuera de la iglesia de San Jorge y, mientras Delp celebraba la misa, penetraron en el templo y permanecieron al fondo del mismo hasta que terminó la función religiosa. Uno de los agentes era un antiguo compañero de clase de Delp. La Iglesia celebraba la fiesta de los santos Nazario, Celso, Inocencio y Víctor: dos márti res y dos papas. Tal vez Lucas 21,9-19, el evangelio correspondiente a la misa de los mártires, que nos recuerda cómo los discípulos serán perseguidos y conducidos ante reyes y magistrados, estaba cargado de excesivas resonancias para un hombre que debía de saber que su arresto era inminente. En su lugar, De1p prefirió decir la misa votiva del Espíritu Santo, cuyo evangelio, Juan 14,1ss, transmitía un mensaje de paz: «No os turbéis. Creed en Dios y creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, pues voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré para llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy» 9. ¿Trataba de consolarse personalmente? ¿Sugería a los fieles de su comunidad que no ofreciesen resistencia al arresto? ¿O ambas cosas a la vez? Una situación más bien dramática se produjo cuando su buen amigo, el doctor Ernest Kessler, se presentó en la sacristía con una nota en la que informaba a De1p de que el encuentro secreto que esperaba celebrar con el ala resistente de los socialdemócratas 17

había sido suspendido por motivos de seguridad. Kessler entregó la nota al sacristán, para que este la colocase en el altar donde celebraba misa Delp, de manera que este la viese. Como la misa iba ya por el ofertorio, el sacristán no tuvo más remedio que esperar a que De1p volviese a la sacristía para entregarle la nota. De1p leyó rápidamente el mensaje y se comió el papel en que estaba escrito`. Una vez celebrada la misa, De1p fue arrestado. Al dejar su casa conducido por los agentes de la Gestapo, De1p dijo a las personas que esperaban fuera: «He sido arrestado. ¡Que Dios os proteja, y hasta pronto!»". La situación se hizo extremadamente confusa desde el momento en que De1p fue conducido a una prisión de la Gestapo en Múnich. Sus ami gos trataron de localizarlo. Su Provincial recorrió cada una de las oficinas o prisiones de la Gestapo para conocer su paradero, pero todo fue en vano. Durante la noche del 6 al 7 de agosto, Delp fue trasladado por tren a Berlín. Al bajar del tren, custodiado por la policía en la estación ferroviaria de destino, un antiguo amigo suyo, el doctor Fritz Valjavec, lo vio y consiguió escuchar dos palabras que Delp le susurró en voz muy baja: «Hapig» y «maleta». Valjavec comprendió que Delp le pedía que transmitiese un mensaje a Marianne Hapig, una trabajadora social de Berlín que colaboraba con la resistencia. Al recibir el mensaje, esta pensó que Delp le pedía que le llevase una maleta con ropa de verano, pero luego, en una conversación telefónica con Marianne Pünder, ambas recordaron que Delp conservaba en su casa una maleta en la que guardaba importantes documentos'. Tal vez Delp deseaba que alguien se encargase de poner a salvo esa maleta. ¿Contenía documentos incriminatorios? El encarcelamiento de Delp en Berlín pasó por tres fases. Al principio, el 8 de agosto de 1944 el prisionero fue conducido a la prisión que la Gestapo tenía en la calle Lehrter. Era un lóbrego y terrible lugar donde, sin duda, fue golpeado por la policía, como lo demostrarían las manchas de sangre visibles en una de sus camisetas recogidas para la lavandería. Una vez más, a sus amigos les costó tiempo y trabajo localizarlo, hasta que finalmente Marianne Hapig lo consiguió el 15 de agosto. Más tarde, el 27 de septiembre, fue trasladado a una prisión situada en la localidad de Tegel, cerca de Berlín. Las condiciones eran allí algo mejores, y sus amigos estuvieron más informados sobre su situación, debido a que el capellán luterano, Harald Polechau, formaba parte del Círculo de Kreisau. Gracias a él, Delp pudo disponer de hostias y de vino, lo que le permitía decir misa. Delp continuó aquí todo el tiempo que duró el juicio. Finalmente, el 31 de enero de 1945, fue conducido al lugar donde sería ejecutado: la prisión de Plótzensee, en las afueras de Berlín. El presente volumen recoge los escritos redactados por Delp durante estos meses de prisión, concretamente sus reflexiones sobre el tiempo de Adviento, las cartas que escribió a sus amigos, y otras meditaciones y reflexiones. Por fortuna, estos escritos han llegado hasta nosotros gracias a la diligencia y el valor de las «dos Mariannes» (Hapig y Pünder). Ellas lograron camuflarlos entre la ropa que Delp enviaba a la lavandería, y de 18

la misma manera le hicieron llegar diversas informaciones al prisionero. Además de las cartas y escritos, hay una serie de «fichas de pedido» que también se utilizaron para intercambiar información13. Por una de ellas, fechada el 8 de diciembre de 1944, Delp conoció la buena nueva de que podría pronunciar sus votos definitivos como jesuita. En ella se le informaba de la visita que recibiría de su querido amigo Franz von Tattenbach, quien además estaría plenamente autorizado para recibir sus votos religiosos, que en principio tendría que haber pronunciado ya el 15 de agosto14. Esta noticia suscita cierto interés y curiosidad. Delp tendría que haber emitido sus votos en agosto de 1943, pero, por razones que desconocemos, este acto quedó pospuesto. Dado que toda la información relativa al proceso de su profesión definitiva como religioso jesuita es estrictamente confidencial, nadie sabe por qué se pospuso esa decisión, y parece inútil especular al respecto. Sí sabemos que el aplazamiento molestó íntimamente a Delp y le causó un profundo dolor15. Tattenbach visitó efectivamente al prisionero, y en una breve pero emotiva ceremonia Delp pronunció sus votos de finitivos como jesuita en la fiesta de la Inmaculada Concepción. El acto tuvo momentos llenos de tensión. Como para el rito de la profesión religiosa había que utilizar el latín, Tattenbach informó al vigilante de que tanto él como Delp iban a recitar algunas oraciones en latín, y le presentó la correspondiente traducción alemana de los textos latinos utilizados, para que pudiera seguir la ceremonia. Sin embargo, el vigilante continuó mostrándose receloso, porque temía que Tattenbach y Delp se intercambiasen información secreta. Cuando Tattenbach le entregó a Delp la fórmula de los votos que iba a leer, la emoción se apoderó hasta tal punto de él que, incapaz de resistir la tensión, se hundió en su silla. Preocupado por la validez de los votos, Tattenbach hizo que Delp firmase la fórmula y luego le recordó que tenía que decirla en voz alta y que no bastaba con que la leyese. Delp consiguió finalmente pronunciar las palabras con la voz quebrada por la emoción1e. En la carta que De1p le escribió a Tattenbach al día siguiente, le pedía disculpas por haberse dejado dominar por sus emociones y le decía que se sentía feliz de que el Señor lo hubiera considerado digno de cargar con las cadenas del amor (refiriéndose a los votos recientemente profesados) y que las cadenas de hierro que, de hecho, tenía que arrastrar a diario no tenían ahora para él ninguna importancia. También le aconsejaba que guardase el documento acreditativo de su profesión religiosa en un lugar que estuviese a salvo de las bombas. Habiendo sufrido tanto a causa del aplazamiento, y tras haber estado mucho tiempo sin saber si podría emitir los votos antes de su muerte, no quería arriesgarse ahora a que el documento en cuestión fuese destruido. De1p bromeaba afirmando que este documento sería la respuesta adecuada a la carta que, de haber seguido el consejo de la Gestapo, habría tenido que escribir a sus superiores religiosos pidiéndoles que le diesen de baja en la orden de los jesuitas. Al parecer, en la prisión le habían ofrecido negociar su libertad si se decidía a dejar la Compañía de Jesús".

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Durante los meses que duró su encarcelamiento, la vida diaria de Delp fue rutinaria. Algunos días resultaron más tensos que otros. En ocasiones, escribe acerca de una gran paz y confianza en Dios; en otras, de las noches pasadas en vela. Se distraía con pequeñas cosas, como la comunicación que peligrosamente le transmitían las dos Mariannes de la prisión y desde fuera, o cuando las cadenas que sujetaban sus manos estaban tan sueltas que podía desprenderse de ellas para celebrar la misa. En sus cartas se refiere a estas cadenas, que sin duda tienen un profundo significado en su vida. Había pensado mucho y había escrito a menudo sobre la condición humana, especialmente sobre la libertad. Ahora sus escritos finales tenía que redactarlos «con las manos esposadas». Esta imagen debió de recordarle otra que él conservaba en su escritorio en la rectoría de la parroquia de San Jorge: el detalle de las manos atadas de de la estatua esculpida en madera de San Sebastián, de Tilman Riemenschneider. Todavía hoy, cualquiera puede comprar una tarjeta postal que le permitirá apreciar el detalle de las «Las manos atadas» de dicha estatua. El 16 de diciembre, Delp conoció a través de su abogado cuáles eran los delitos concretos que le serían imputados: 1) Su papel en el grupo de resistencia de Kreisau. 2) Su participación en los debates de la resistencia en Múnich, algunos de los cuales tuvieron lugar en su rectoría. 3) La confesión de Nikolaus Gross, según el cual Delp le había dicho que Carl Goerdler y Helmuth von Moltke trataban de echar por tierra el nacionalsocialismo de Hitler. 4) El hecho de que De1p se hubiese reunido con Claus von Stauffenberg, que había colaborado activamente en la colocación de la bomba que el 20 de julio había explotado poniendo en peligro la vida de Hitler. 5) La afirmación de Franz Sperr, según el cual De1p le había manifestado estar al tanto del plan de von Stauffenberg para matar a Hitler. 6) Su actitud general frente al nacionalsocialismo. La afirmación de Sperr era incorrecta, ya que su conversación con De1p había tenido lugar varios días después del 20 de julio. Al fin y al cabo, los cargos de que tenía que responder eran poco consistentes, y De1p abrigaba la esperanza de ser absuelto. El asunto de Sperr le preocupaba especialmente; de ahí que tanto él como su abogado pusiesen todo su empeño en conseguir que Sperr pusiese en orden sus recuerdos. Pero Sperr no se retractó de lo dicho18. El juicio, una puesta en escena por todo lo alto, se celebró durante los días 9-11 de enero de 1945. El juez principal, Roland Freisler, que no disimulaba su odio a los sacerdotes, sobre todo tratándose de jesuitas, mostró una actitud despiadada y mezquina. En un determinado momento, y empleando un tono virulento, dio rienda suelta al desprecio que sentía por los jesuitas, llegando a afirmar que los integrantes de esta orden religiosa le desagradaban hasta tal punto que, si llegaba a un pueblo o ciudad y se enteraba de que allí se encontraba un Provincial de los jesuitas, abandonaría inmediatamente aquella localidad`. En el juicio no se demostró que De1p hubiese conocido de antemano el atentado del día 20 de julio contra Hitler, y mucho menos que hubiese tomado parte en él. En último término, por lo que a la inculpación de De1p se 20

refiere, todo se redujo a su asociación con von Moltke y a su condición de sacerdote jesuita. De las de más acusaciones, Freisler parece haberse desinteresado enseguida. El juez se había formado ya una idea acerca de Delp, por lo que la información de Sperr no debió de jugar un papel realmente determinante en su decisión. Freisler condenó a Delp a muerte. Al día siguiente de la ejecución de Delp, un bombardeo de la aviación aliada terminó también con la vida del juez Freisler. Las semanas siguientes al juicio fueron especialmente tensas para Delp, que, entre otras cosas, no podía comprender por qué no se seguía la costumbre tradicional de ejecutar enseguida a los condenados. Contra toda esperanza, durante cierto tiempo había esperado que los rusos alcanzaran Berlín y liberaran a los prisioneros de los nazis. Delp trató de serenarse interiormente y escribió sus cartas de despedida, entre las cuales son especialmente conmovedoras la dirigida a su madre y la que dedicó a sus compañeros de la Compañía de Jesús. A los jesuitas les pedía que le perdonasen sus defectos, les agradecía el apoyo que le habían prestado y les explicaba claramente cuál era, en su opinión, la verdadera razón de su inminente ejecución: «La base real por la que se me juzga es porque soy jesuita y he decidido continuar siéndolo... El juicio se llevó a cabo en una atmósfera cargada de odio y enemistad. La tesis fundamental del juez era: un jesuita es a priori un enemigo y un opositor del Reich. El mismo Moltke fue tratado de mala manera por la relación que mantenía con nosotros, especialmente con Rdsch. Todo el juicio fue, por una parte, una farsa, aunque, por otra parte, se convirtió en el motivo definitorio de mi vida» (GS, 4:103). Fue justamente esta dimensión definitoria la que Delp terminó valorando tan profundamente durante su encarcelamiento. Delp captó claramente la ironía de su vida. Él, un ser humano comprometido con los demás y preocupado por la auténtica libertad de todos en Dios, tenía que vivir ahora privado de libertad. Alguien que había dedicado toda su vi da a la justicia se veía ahora tan injustamente condenado. Una persona llena de vida, que deseaba que todos sus congéneres humanos gozasen de plenitud de vida, se encaminaba ahora hacia su propia muerte. Un filósofo obsesionado por el lugar de los seres humanos en la historia, y que creía que estos eran quienes creaban su propia historia, era ahora víctima de una historia que él trataba desesperadamente de cambiar. Un hombre de Dios, que había puesto su vida al servicio de los demás, estaba ahora a merced de un régimen impío. Los meses de prisión le ofrecieron numerosas oportunidades para reflexionar sobre estas y otras contradicciones de su situación personal. De esta manera, Delp terminó comprendiendo más plenamente esa misma condición humana, sobre la que había escrito tan ampliamente. Esta comprensión le ayudó a enfrentarse a la muerte y a aceptar su destino. El día 2 de febrero de 1945, fiesta de la Purificación de María, uno de los dos días en que los jesuitas solían pronunciar sus últimos votos, hacia las 10 de la mañana, De1p hizo un ofrecimiento más definitivo aún si cabe que el que había hecho el día 8 de diciembre anterior`. Cuando el capellán católico, Peter Bucholz, se despidió de él, De1p 21

se volvió para decirle: «¡Que Dios te proteja! Dentro de media hora conoceré cosas que tú ignoras»'. Ni siquiera en una situación de extrema gravedad como esta había perdido su sentido del humor. Tal vez recordaba lo que él mismo había escrito en su diario del retiro para el terceronado: «¡Qué grande es un corazón que se manifiesta a sí mismo en su disposición para el sacrificio. La mayor victoria se da allí donde se han hecho los mayores sacrificios» (GS, 1:255). En este sentido, su muerte en la horca en la prisión de PlótzenseeBerlín fue la verdadera victoria que coronó la vida de Delp. Su cuerpo fue incinerado, y sus cenizas esparcidas a las afueras de Berlín. El 15 de febrero de 1945, su madre, Maria, recibió una carta oficial donde se le decía: «El sacerdote religioso Alfred Delp fue condenado a muerte, por alta traición y felonía contra su país, por la Corte del Pueblo del Gran Reich Alemán. La ejecución de la sentencia tuvo lugar el 2 de febrero de 1945. Debe evitarse todo anuncio público de su muerte»`. Todo aquel que conozca a Delp a través de sus escritos de los últimos meses de vida descubrirá en él a un buen hijo y hermano, a un jesuita entregado a su vocación, a un patriota alemán que consagró su vida a preparar un futuro mejor para su patria y para su Iglesia. Sus lectores descubrirán en él a un ser humano que ha comprendido el precio del compromiso con la historia, y cuando lean su biografía comprenderán una de las cosas más profundas que él escribió: «Quien no tiene el coraje de hacer historia se convierte en objeto pasivo de esta última. Tengamos ese coraje»23.

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por Thomas Merton PARA leer esta obra, las personas familiarizadas con el lenguaje habitual de los libros y las meditaciones espirituales tendrán que adaptarse a un nuevo y tal vez inquietante panorama. Escritas por un hombre literalmente cargado de cadenas, condenado a morir ahorcado por haber traicionado a su patria en tiempo de guerra, estas páginas se presentan totalmente exentas de esos lugares comunes y falsos sentimientos de complacencia que a menudo han sido tan del gusto de la piedad rutinaria. Enmarcados dentro del modelo clásico de las meditaciones sobre las fiestas del calendario cristiano, se exponen aquí una serie de puntos de vista nuevos y a menudo chocantes sobre realidades que a veces son objeto de discusiones académicas, pero que aquí son experimentadas en su desnuda e intransigente verdad. Son los pensamientos de un hombre que, atrapado en una trampa perfectamente tejida de mentiras policiales, se abrazó desesperadamente a la verdad que le fue revelada en su situación de soledad, desamparo, vacío y desesperación. Situado frente al hecho de una muerte física próxima ineludible, en su angustia Delp alargó la mano en busca de una verdad que le permitiera respirar y sobrevivir. La verdad le fue concedida, y nosotros podemos compartirla hoy en este libro, conscientes de que esa verdad no le fue dada solo para él, sino también para nosotros, que la necesitamos tan desesperadamente o más que él. Uno de los aspectos de este libro que más deberían hacernos reflexionar es el convencimiento que transmite de que, tal vez no tardando mucho, todos nosotros nos veamos en la misma situación desesperada que su autor. Aunque muchos tengamos la sensación de vivir en un mundo en el que, a pesar de las guerras y los rumores de guerras, la vida sigue su curso normal, y el cristianismo es lo que siempre ha sido, el padre Delp nos recuerda que en algún momento, a lo largo de estos últimos cincuenta años, hemos cruzado un misterioso límite señalado por la Providencia y hemos iniciado una nueva era. De alguna manera, hemos sobrepasado un punto en el que no podemos dar marcha atrás, por lo que resulta inútil y trágico que continuemos viviendo como si todavía estuviéramos en el siglo XIX. Independientemente de cómo concibamos esta nueva era, ya sea que la imaginemos como el milenio, la noosfera o el comienzo del fin, se ha producido una alteración violenta de la sociedad y un vuelco radical del mundo moderno, que históricamente había dado sus primeros pasos en tiempos de Carlomagno. En esta nueva era se han venido abajo las estructuras sociales en las que tan cómoda y naturalmente había encajado el cristianismo. Los modelos laicistas de pensamiento, que habían empezado a consolidarse durante el Renacimiento y se habían hecho predominantes con la Revolución Francesa, han afectado ahora tan profundamente al hombre moderno y lo han corrompido de tal manera que, incluso allí donde se han mantenido en vigor ciertas creencias tradicionales, estas tienden a estar vacías de su 24

auténtico contenido religioso y, en su lugar, a enmascarar la falsa espiritualidad dominante o el abierto nihilismo del hombre masificado. El padre Delp escribió sus meditaciones no solo con la muerte pisándole los talones, sino en la presencia aterradora del espectro de un ser sin rostro que fue de repente la imagen de Dios, y con respecto a la cual la Iglesia tiene una innegable responsabilidad. Las primeras páginas las escribió durante el Adviento de 1944, cuando los ejércitos del Tercer Reich lanzaban su última y desesperada ofensiva en las Ardenas. La derrota era ya segura. Solo los nazis se negaban a verla. Hitler seguía recibiendo todavía mensajes positivos de los astros. Hacía ya tiempo que el padre Delp se había negado a dar por bueno el engaño colectivo. En 1943, a petición del conde von Moltke y con el permiso de sus superiores religiosos, había empezado a participar en los debates secretos que organizaba el llamado «Círculo de Kreisau», un grupo anti-nazi que trataba de planificar el nuevo orden social, inspirado en principios cristianos, que sería necesario para reconstruir Alemania después de la guerra. Eso era todo. Ahora bien, teniendo en cuenta que ello implicaba un rechazo total de los compulsivos mitos y absurdas ensoñaciones del nazismo, las actividades del citado círculo podían constituir alta traición. Además, dar a entender que Alemania caminaba hacia su derrota era «derrotismo», un crimen que Hitler castigaba con la muerte. El juicio mismo fue una farsa. La puesta en escena corrió a cargo de un especialista en la materia, que hizo gala de una pericia implacable y una arrogancia melodramática para convencer a un jurado predispuesto y a un público formado por hombres de las SS y agentes de la Gestapo. El escenario no era propicio para llevar a cabo una defensa seria de los encausados. Por otra parte, las razones aducidas por los propios acusados al proclamar su inocencia se volvieron contra ellos mismos y empeoraron más aún las cosas. El conde von Moltke y el padre Delp fueron considerados los acusados principales, y en el caso del padre Delp el proceso se centró no solo en la persona del acusado, sino también en la Compañía de Jesús y en la Iglesia Católica. A Moltke lo acusaron en particular de haberse atrevido a consultar a obispos y teólogos con siniestras «intenciones recristianizadoras». A lo largo del proceso, el fiscal también trató de in criminar a Moltke y a Delp en el asesinato frustrado de Hitler del anterior mes de julio. En cualquier caso, esta participación quedó claramente descartada, y la acusación se retiró. Hablando claro, se trató de un juicio religioso. El crimen de que se acusó a los reos fue el de herejía contra el nazismo. Como resumió el padre Delp en su última carta: «La verdadera razón de mi condena a muerte ha sido que yo soy y he decidido seguir siendo jesuita». Han transcurrido aproximadamente veinte años desde que el padre Delp fuera ejecutado en la prisión de Plotzensee el día 2 de febrero de 1945. Durante estos veinte años, el mundo ha estado supuestamente «en paz». Pero, de hecho, durante todo este tiempo ha continuado, aunque de distinto modo, la misma lucha caótica, incansable, de naciones armadas hasta lo inimaginable. Un nuevo armamento, desconocido para el 25

padre Delp, nos garantiza ahora que la próxima guerra total tendrá un poder destructivo titánico, porque no hemos de olvidar que una sola bomba nuclear posee más fuerza explosiva que todas las bombas juntas lanzadas durante la primera guerra mundial. En la atmósfera de violenta tensión que predomina hoy día, no hay menos cinismo ni menos desesperación ni menos confusión que en el ambiente que rodeaba al padre Delp. Los fanatismos totalitarios no han desaparecido de la faz de la Tierra. Al contrario, tratan de dominarlo todo, porque ahora disponen de armas nucleares. El fascismo no ha desaparecido: el socialismo de Estado de los países comunistas puede ser considerado justamente una variedad del fascismo. En los países democráticos de Occidente, armados hasta los dientes en defensa de la libertad, el fascismo no es desconocido. En Francia, una organización terrorista secreta trata de ampliar su poder recurriendo a la intimidación, la violencia, la tortura, el chantaje y el asesinato. Los principios en que se basa esta organización de militares son explícitamente fascistas. No debe extrañarnos, pues, que los neonazis reconozcan sus afinidades con los terroristas franceses y proclamen su solidaridad con ellos. De todos modos, entre los criptofascistas franceses hay muchos que, a la hora de justificar sus fines, apelan paradójicamente a principios cristianos. ¿Cuál es, de hecho, la postura de los cristianos? Lo cierto es que es una postura un tanto ambigua y confusa. Aunque la Santa Sede se ha pronunciado a menudo en favor de la ética clásica tradicional de justicia social e internacional, y a pesar de que estos pronunciamientos son recibidos con cierto interés y respeto, cada vez resulta más claro que su influencia real en la sociedad es a menudo insignificante. Los mismos cristianos se muestran confusos y pasivos, buscando aquí y allá indicaciones de lo que han de hacer o pensar en semejante situación. El factor dominante en la vida política del cristiano medio es hoy el miedo al comunismo. Ahora bien, como señala el padre Delp, este predominio del miedo, además de distorsionar completamente las auténticas perspectivas cristianas, tiene otro efecto altamente nocivo, que yo enunciaría así: aquellas personas cuya actividad religiosa, a la larga, se reduce a una actitud de simple rechazo podrían descubrir de pronto, un buen día, que su fe ha perdido todo contenido. En efecto, la tentación del negativismo y de la irracionalidad, la tendencia a caer en el puro pragmatismo y a recurrir masivamente a la fuerza, son actitudes irresistibles en nuestros días. Están enfrentados dos grandes bloques, armados cada uno de ellos con una fuerza ofensiva casi absoluta e irresistible. Ambos son capaces de aniquilarse mutuamente. Cada uno de ellos afirma haberse armado en defensa de un mundo mejor y para salvaguardar a la humanidad. Pero ambos tienden, cada vez más explícitamente, a afirmar que este objetivo no podrá alcanzarse mientras el enemigo no sea exterminado. Un libro como este nos obliga a distanciarnos y a reexaminar estas afirmaciones excesivamente simplistas. Hemos de recordar que en la Alemania de la época del padre De1p los cristianos ya tuvieron que hacer frente a una tentación muy parecida: primero hay que soportar una guerra, pero tras esta surgirá un mundo nuevo y mejor. Esto no era una novedad. Era un patrón comúnmente aceptado entonces no solo en Alemania, sino 26

también en Rusia, Inglaterra, Francia, América y Japón. ¿Había otra opción? ¿Existe hoy otra opción? La tradición occidental del liberalismo siempre ha esperado alcanzar un orden mundial más equitativo por medio de la colaboración pacífica entre las distintas naciones. Esta es también la doctrina de la Iglesia. El padre Delp y el conde von Moltke esperaban construir una nueva Alemania sobre principios cristianos. En su encíclica Mater et magistra, el papa Juan XXIII aclaró y expuso estos principios. El hombre de hoy se enfrenta a un dilema crucial: debe escoger entre la destrucción global y el orden global. Quienes se imaginan que en la era nuclear es posible preparar el camino para un nuevo orden recurriendo a las armas nucleares se engañan más aún que los seguidores de Hitler, y su error será mil veces más trágico, sobre todo si lo cometen con la esperanza de defender su religión. El padre De1p no vaciló al evaluar la opción de quienes, en nombre de la religión, aprobaron la política del gobierno nazi de conquistar primero y establecer más tarde un nuevo orden mundial. En este sentido, escribía: «La más piadosa de las oraciones puede convertirse en blasfemia, si quien la reza tolera o contribuye a promover condiciones funestas para el género humano, lo hace inaceptable a Dios o debilita su sentido espiritual, moral o religioso». Esto puede aplicarse sin duda, ante todo, a la cooperación con el ateísmo militante, pero es válido también para quienes apoyan a regímenes próximos o equivalentes al nazismo o al fascismo militarista. ¿Qué quería decir el padre De1p cuando hablaba de «condiciones funestas para el género humano»? Sus meditaciones desde la prisión son un perspicaz diagnóstico de una sociedad destruida, hecha añicos, desleal, en la que el ser humano está perdiendo a pasos agigantados su humanidad, porque prácticamente se ha vuelto incapaz de creer. La única esperanza del ser humano, en esta jungla en que se ha convertido el mundo, consiste en responder a su profunda necesidad de verdad luchando por recuperar su libertad espiritual. Desgraciadamente, nada de esto podrá llevar a cabo si antes no recupera su capacidad de escuchar la voz que le grita en su desierto interior. En otras palabras, el hombre debe tomar conciencia de su condición desolada y desesperada antes de que sea demasiado tarde. Nadie puede poner razonablemente en duda la suprema urgencia de esta recuperación. Está claro que para el padre Delp el tiempo se está acabando. En estas páginas nos encontramos con el presentimiento serio, recurrente, de que la «voz en el desierto» se va apagando progresivamente, y de que pronto ya no será perceptible. Cuando tal cosa suceda, el mundo puede hundirse en una desesperación impía.

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En cualquier caso, el «desierto» del espíritu del hombre todavía no es totalmente hostil a la vida espiritual. Al contrario, su silencio sigue siendo curativo. Quien trata de evitar la soledad y la confrontación con el Dios desconocido puede finalmente desaparecer en la caótica y absurda soledad atomizada de una sociedad de masas. Pero, mientras tanto, todavía es posible mirar de frente a la propia soledad interior y recobrar fuentes misteriosas de esperanza y fortaleza. Esto todavía es posible. Pero cada vez son menos las personas conscientes de esta posibilidad. Al contrario: «Nuestras vidas se han vuelto hoy descreídas y completamente vacías». Estas palabras no son un tópico sacado de un manual de retórica para predicadores. Tampoco son un eslogan conso lador para recordar al creyente que es él quien tiene razón y que el incrédulo está equivocado. Es una afirmación mucho más radical, capaz de poner en tela de juicio la misma fe del creyente y la piedad del piadoso. Lejos de ser consoladora, es una declaración alarmante que casi nos recuerda algunas de las más escandalosas frases de Nietzsche. «De todos los mensajes, este es el más difícil de aceptar: Nos resulta duro creer que ha dejado de existir el hombre de fe activa». Una declaración extrema que Delp completa con esta otra: «El hombre moderno ni siquiera es capaz de conocer a Dios». Para entender estas drásticas afirmaciones del padre Delp hemos de recordar que fueron escritas por una persona encarcelada y rodeada de guardianes nazis. Al hablar de «hombre moderno», Delp está refiriéndose a los nazis o a sus cómplices y compañeros de viaje. Afortunadamente, no todos los hombres modernos son nazis. E incluso con respecto a los nazis, tal como suenan directamente y sacados de contexto, estos enunciados todavía son demasiado extremos para ser verdaderos. No debemos entenderlos en sentido absoluto, porque, si fueran simplemente verdaderos, todos deberíamos renunciar a cualquier esperanza, y el mensaje del padre Delp es, de hecho, un mensaje de esperanza. En su opinión, «la gran tarea en la educación de la actual y las futuras generaciones consiste en devolver al hombre su capacidad de acoger a Dios». En nuestros días, la misión de la Iglesia en el mundo exige un denodado esfuerzo para ayudar a crear condiciones que permitan al hombre volver a sí mismo, recobrar algo de su humanidad perdida, como una preparación necesaria para su vuelta definitiva a Dios. Ahora bien, tal como es ahora (alienado, vacío, interiormente muerto), el hombre moderno no tiene efectivamente capacidad alguna para recibir a Dios. El padre De1p no dice que la naturaleza humana esté corrompida en su esencia, ni que hayamos sido abandonados por Dios, ni que el hombre se haya vuelto radicalmente in capaz de recibir la gracia. Pero, a su juicio, la falsedad y la injusticia de nuestro mundo son tales que los seres humanos nos hemos vuelto ciegos para las cosas espirituales, aun cuando pensemos que estamos viéndolas; más aún, tal vez nuestra ceguera sea máxima justamente cuando estamos convencidos de ver. Hablando de la Alemania de 1944, De1p escribe: «La esclavitud de hoy día es el síntoma de nuestra mentira y nuestra decepción». La mentira del ser humano, origen de su perfidia, es fundamentalmente cuestión de 28

arrogancia o de miedo. Una y otra cosa no son sino las dos caras de una misma moneda: apego a las cosas materiales por su propio bien, ansia de riqueza y de poder. La alienación puede tener como resultado, o bien la arrogancia de quienes detentan el poder, o bien el servilismo del funcionario que, incapaz de acaparar para sí riquezas y poder, forma parte de una estructura de poder que lo utiliza como una herramienta. El hombre moderno se ha sometido y ha aceptado cada vez más claramente ser utilizado como una herramienta, como un medio; y, como no podía ser de otra manera, su creatividad espiritual se ha agotado en su origen. Despojado ya de sus convicciones apasionadas y centrado en su propio yo alienado y vacío, el ser humano se vuelve destructivo, negativo, violento. Pierde toda perspicacia, toda compasión, y su vida instintiva es cruelmente perversa. De no ser así, su alma, horrorizada hasta la insensibilidad por el sufrimiento y la alienación, permanece simplemente paralizada, inerte, sin esperanza. En circunstancias tan diversas, el ser humano continúa «ciegamente enfrentado con la realidad»; de ahí que su vida se convierta en la ejecución reiterativa de una mentira básica. Puede suceder que todavía crea tanto en la materia como en el poder que esta le otorga al manipularla, y entonces su corazón es de aquellos a los que «ni Dios mismo logra acceder, porque está erizado de medidas preventivas». O, si no, movido por un deplorable desprecio de sí mismo, el hombre alienado «cree más en su propia indignidad que en el poder creador de Dios». Ambas condiciones son típicas del hombre materialista, aunque también se presentan bajo un disfraz pseudocristiano. Esto es aplicable sobre todo al cristianismo negativo, lacrimógeno y «resignado» de quienes se las arreglan para combinar el culto del status quo con la costumbre de expresar verbalmente el sufrimiento y la sumisión. Gracias a comportamientos de este estilo, la indiferencia ante el mal real se ha convertido en una virtud, y la preocupación por problemas ridículos o imaginarios de la piedad ha terminado suplantando la inquietud creativa del hombre verdaderamente espiritual. Unas cuantas frases sobre la Cruz y un reducido número de prácticas formales de piedad se compaginan, en esta modalidad de vida religiosa, con una apatía profunda, una lasitud anodina y, tal vez, una incapacidad casi absoluta de amar. Es la indiferencia de un hombre que, tras haber renunciado a su humanidad, se imagina que, a pesar de todo, agrada a Dios. Por desgracia, el padre Delp sugiere que este comportamiento religioso es ya el de un infiel, listo para adherirse a cualquiera de las falsas religiones modernas que rinden culto a la Clase, la Raza o el Estado. ¿Qué hacer para evitar que estos cristianos resignados y negativos se conviertan en criptofascistas? Desde luego, no se trata de hacer más atractivos los misterios de la fe abusando del «maquillaje barroco», de banalidades dramáticas o del falso brillo de las nuevas técnicas apologéticas. Vistos desde el silencio de la celda carcelaria del padre Delp, los tan ampliamente promocionados movimientos dedicados a conseguir fines dignos asumen un aire de penosa insignificancia. Según Delp, con demasiada frecuencia estos esfuerzos no responden a las auténticas necesidades del ser humano. A veces, ni 29

siquiera implican una elemental toma de conciencia de la desesperación real del ser humano. En lugar de estar dirigidos a las personas a las que la Iglesia de hería buscar con mayor ahínco, en muchos casos estos movimientos se preocupan - siempre en opinión de Delp - de las almas piadosas, que buscan así su propia satisfacción. Su resultado final: una ilusión de santidad y la complaciente sensación de estar consiguiendo algo. En lugar del difícil trabajo de exploración y diagnóstico que implica la búsqueda del hombre moderno en su desierto espiritual, con los espinosos problemas que esta situación conlleva, estos movimientos apenas tienen conciencia de lo nuevo que aparece en el mundo, a excepción tal vez de los nuevos medios de comunicación. Para ellos, nuestros problemas siguen siendo los mismos a los que la Iglesia ha hecho frente y ha tratado de solucionar durante los dos mil años de su existencia. Se da por sentado que sabemos en qué consiste el error, y que lo que nos falta son ganas y oportunidad de corregirlo: todo se habrá solucionado entonces. Nos imaginamos que no es cuestión de verdad o de perspicacia, sino de poder y de voluntad: lo único que necesitamos es la capacidad de hacer lo que ya conocemos. De ahí que concentremos nuestro interés en las formas y los medios de ganar influencia, para que el público preste atención a nuestras respuestas y soluciones ya conocidas. Pero, en realidad, nosotros, como el resto de los seres humanos, estamos en un mundo nuevo, inexplorado. Es como si nos encontráramos ya en la Luna o en Saturno. No se puede caminar como lo hacíamos en la Tierra. En opinión de Delp, hoy día proliferan en exceso las acciones religiosas que tratan de solucionar los problemas relativamente menores de la minoría de mentalidad religiosa y pasan por alto las grandes cuestiones que comprometen la supervivencia misma del género humano. Poco a poco, el ser humano ha aplastado en sí mismo la vida del espíritu y su capacidad de acoger a Dios, gracias al inhumano estilo de vida del que él mismo es a la vez «el producto y el esclavo». En lugar de esforzarnos por cambiar estas condiciones y construir un orden que permita al ser humano volver a sí mismo, recuperar su salud natural y sobrenatural y encontrar espacio para madurar y responder a Dios, preferimos ocuparnos de detalles relativamente insignificantes de ritual, organización, burocracia eclesiástica, sutilezas legales y psicología ascética. Quienes enseñan religión y predican las verdades de la fe a un mundo incrédulo, tal vez se preocupan más de demostrar que ellos tienen razón que de descubrir realmente y saciar el hambre espiritual de aquellos a quienes hablan. Una vez más, tendemos a suponer que nosotros conocemos mejor que el incrédulo qué es lo que a este le hace sufrir. Damos por sentado que la única respuesta que él necesita está contenida en fórmulas que a nosotros nos resultan tan familiares que las repetimos sin pensar. No nos damos cuenta de que lo que él espera oír de nosotros no son palabras, sino la prueba de que tras esas palabras hay pensamiento y amor. En cualquier caso, si él no se convierte enseguida tras escuchar nuestros sermones, nos consolamos pensando que ello es debido a la fundamental perversidad del sujeto en cuestión. El padre De1p escribe: «Ningún movimiento religioso contemporáneo toma como 30

punto de partida el hecho de que la humanidad está integrada por seres humanos... [De ahí que esos movimientos] no ayudan al hombre en lo más profundo de su necesidad y se limitan a rozar la superficie... Todos ellos centran su interés en las dificultades del hombre de mentalidad religiosa que todavía conserva inclinaciones religiosas. No consiguen coordinar las formas de religión con un estado de existencia que ya ha dejado de aceptar sus valores». Antes de conseguir que los no cristianos se interesen por los problemas relativos al culto y a los comportamientos, que a nosotros nos parecen importantes y apasionantes, hemos de tratar de descubrir cuáles son sus necesidades, y probablemente podríamos dedicar también un poco más de tiempo a pensar si no sería posible que, en el diálogo con ellos, sean justamente ellos quienes tengan algo que ofrecernos a nosotros. Siendo sinceros, si no enfocamos el diálogo como un auténtico diálogo, si simplemente lo convertimos en un benévolo monólogo, en el que ellos nos escuchan con tímido y agradecido temor reverencial, no podremos darles lo que ellos más necesitan: amor, que es también nuestra necesidad más profunda. Escribe también Delp: «El ser humano debe ser educado para alcanzar el adecuado estado de madurez, y la religión debe enseñarse intensamente por maestros que sean verdaderamente religiosos. La profesión se ha desprestigiado y deberá recuperar el prestigio perdido». Lo que se necesita, insiste Delp, no es simplemente buena voluntad y piedad, sino «hombres verdaderamente religiosos dispuestos a cooperar en todos los esfuerzos por mejorar la humanidad y el orden humano». De todos modos, estos esfuerzos no deben formar parte de una política religiosa interesada y manipuladora. El mundo ha perdido todo interés por una política religiosa carente de auténtica preocupación humana y espiritual y únicamente interesada en preparar el camino para una serie de exigencias doctrinales y morales de carácter autoritario. Delp afirma claramente que nosotros no estamos en condiciones de plantear tales exigencias al hombre moderno en su actual estado de confusión y desesperación. El siguiente párrafo es uno de los más aleccionadores (y probablemente de los más espeluznantes) del libro, pero contiene profundas verdades para quienes sepan cómo escucharlo: «Una Iglesia que plantea determinadas exigencias en nombre de un Dios autoritario ha perdido ya todo influjo en un mundo de valores cambiantes. La nueva generación está ya separada de las claras conclusiones de la teología tradicional por una enorme montaña de aburrimiento y desilusión levantada por la experiencia del pasado. Hemos destruido la confianza del ser humano en nosotros por nuestra manera de vivir. No podemos esperar dos mil años de historia para que la bendición y la recomendación de la Iglesia sean sin tacha. La historia puede ser también un obstáculo. Por desgracia, últimamente, cuando alguien ha vuelto a la Iglesia en busca de iluminación, con excesiva frecuencia solo ha encontrado para recibirlo a una persona cansada, una persona que después tenía la falta de honradez de ocultar su fatiga bajo palabras piadosas y demostraciones de fervor. Algún día, en el futuro, un historiador sincero 31

tendrá que decir cosas amargas sobre la contribución de las iglesias a la creación de la mentalidad de masas, del colectivismo, las dictaduras, y otras cosas por el estilo». Más aún, Delp comprende la profunda responsabilidad del cristiano para con sus mismos perseguidores, «para que quienes hoy son nuestros verdugos no puedan en el futuro acusarnos de haberlos privado de la verdad». Con afirmaciones como estas, el padre De1p no pretende encubrir aquello que él cree que es la verdad, y habla con la autoridad de un confesor de la fe que sabe que no debe malgastar palabras. Él mismo añade con absoluta franqueza: «Cualquiera que haya cumplido su deber de obediencia tiene derecho a echar una mirada crítica sobre las realidades de la Iglesia, y allí donde la Iglesia falla no deberían encubrirse sus defectos». Es imposible despachar estas críticas como las palabras de un rebelde resentido y desleal para con la Iglesia. El padre De1p murió por la Iglesia. Las palabras de alguien que ha sido obediente hasta la muerte no pueden rechazarse ni contradecirse. Estas meditaciones «en presencia de la muerte» poseen, de principio a fin, una seriedad formidable, desde luego no inferior a la de cualquier otro libro espiritual de nuestro tiempo. Esto nos impone el deber de escuchar también con seriedad, humildad y valor lo que él nos dice. En todo caso, hemos de reconocer que, desde 1945, a la de Delp se han unido otras voces que han reiterado las mismas críticas. Tal vez estas últimas voces se han servido de un tono más templado o han hablado en términos más generales, pero hay un reconocimiento generalizado del hecho de que la Iglesia no ha sabido mantenerse en contacto con el hombre moderno, por lo que de alguna manera puede decirse que no ha cumplido con su deber para con él. Esta misma toma de conciencia, expresada aquí en términos generales, la encontramos también en declaraciones de algunos obispos e incluso en documentos de los Papas. Sin duda, la convocatoria del concilio Vaticano II respondió, en la mente de Juan XXIII, a la necesidad de abordar precisamente la situación descrita por el padre Delp con casi absoluta franqueza. El arzobispo Hurley, de Durban, ha recomendado una reforma radical en la educación que se imparte en los seminarios para que los sacerdotes estén capacitados para responder a las nuevas necesidades que tiene que afrontar la Iglesia. Aunque afirmadas con menos urgencia que las críticas del padre Delp, estas recomendaciones del arzobispo sudafricano reflejan en parte la misma sensación de crisis: «A menos que se acometa sistemáticamente un cambio de métodos, se producirá una primera crisis de clase, porque no hay mejor forma de promover una crisis que dejar que una situación vaya a la deriva sin regular el planteamiento de quienes están más directamente implicados en ella. Los sacerdotes comprometidos en el ministerio pastoral son las personas más directamente implicadas en la vida y la actividad cotidianas de la Iglesia. Por lo tanto, de entre todas las tareas que hemos de afrontar, ninguna es más urgente que la de repensar los métodos que utilizamos para formar a 32

nuestros sacerdotes con vistas al ministerio. De no tomar en serio este problema, la crisis que se avecina podría poner en grave peligro de ruptura las relaciones entre un laicado desesperadamente necesitado de un nuevo enfoque y que de alguna manera lo está esperando y un clero incapaz de satisfacer tal necesidad» (Pastoral Emphasis in Seminary Studies, Maynooth, 1962). El padre Delp nos ha ofrecido el diagnóstico de nuestra enfermedad moderna en términos absolutamente serios y nada ambiguos. ¿Qué decir del pronóstico? En primer lugar, Delp nos pide que afrontemos directamente la situación, pero nos advierte que no podemos limitarnos a disfrutar maliciosamente de la contemplación de nuestra propia ruina. «Horrorizarse piadosamente del estado del mundo no nos servirá de nada». Un humor apocalíptico de desaprobación general y desprecio de las esperanzas de nuestros compañeros de fe cristiana en apuros no haría más que agravar el negativismo y la desesperación que tan lúcidamente nos ha señalado Delp. Por otra parte, está fuera de discusión que nosotros tenemos que partir de donde nos encontramos ahora: hemos de empezar admitiendo el hecho de que, en medio de una humanidad crispada y confundida, también nosotros llevamos una «existencia que se ha convertido en un oprobio». Sin embargo, aquí nos explica Delp la paradoja de la que depende nuestra salvación: la verdad de que, incluso en nuestra ceguera y aparente incapacidad de Dios, este sigue estando con nosotros, y que, por tanto, todavía es posible un encuentro con él. Realmente, él es nuestra única esperanza. La impaciencia, la terquedad, la autosuficiencia y la arrogancia no nos sacarán de apuros. De nada sirve recurrir aquí a una dramatización prometeica del yo. Las cosas han llegado ya demasiado lejos para eso. El encuentro con Dios no es algo que nosotros podamos producir a voluntad. No es algo que podamos evocar con una demostración de fuerza psicológica y espiritual. En realidad, estas son justamente las tentaciones de los falsos profetas seculares: los señores de la autonomía, para quienes «la subjetividad ilimitada es el secreto último de la existencia», los artistas de la afirmación fáustica del yo, cuyos esfuerzos «han hecho callar a los mensajeros de Dios» y han convertido el mundo en un yermo espiritual. El descubrimiento de Adviento que hizo el padre De1p mientras paseaba encadenado por su celda carcelaria fue que, incluso en medio de su desolación, estaban presentes los mensajeros de Dios. Este descubrimiento no fue el resultado de sus propios esfuerzos espirituales, de su voluntad de creer, de su propia pureza de corazón. Los «mensajes benditos» fueron dones puros de Dios, y nunca habría podido contar de antemano con ellos, ni preverlos, ni programarlos gracias a una toma de conciencia humana. Inexplicablemente, mientras veía con terrible y desnuda claridad el horror de este mundo devastado por las bombas, De1p contempló también el sentido y las posibilidades de la condición humana. En la oscuridad de la derrota y la degradación, estaban siendo sembradas también las semillas de la luz. 33

«¿De qué nos sirven todas las lecciones aprendidas a través del sufrimiento y la desgracia, si no es posible tender un puente entre ambas orillas? ¿Qué sentido tiene nuestra aversión al error y al miedo, si con semejante actitud no obtenemos algo de luz que penetre la oscuridad y la disipe? ¿De qué nos sirve horrorizarnos de la frialdad del mundo, cada día más intensa, si no podemos descubrir la gracia que nos permita evocar mejores condiciones?». En sus meditaciones de Adviento, con la sencillez de la fe cristiana tradicional y valiéndose de imágenes que raramente destacan por una originalidad especial, el padre Delp se atreve a describir el ruinoso estado de Alemania y del mundo occidental como un «adviento» en el que los mensajeros de Dios preparan al pueblo para el futuro. Pero este fu turo dorado no es un resultado garantizado de antemano. No es una certeza. Es un objeto de esperanza. Depende de la vigilancia del ser humano. Y este, como repite a menudo el padre Delp, se encuentra sumido en la oscuridad. El ser humano debe empezar reconociendo y aceptando su desolación en toda su crudeza. «A menos que un hombre se haya sentido profundamente espantado de sí mismo y de las cosas que es capaz de hacer, así como de los defectos de la humanidad en su conjunto, no puede comprender en su plenitud el significado del Adviento». La tragedia de los campos de concentración, de Eichmann y de tantos otros como él, no consiste solo en que tales crímenes fueran posibles, sino en el hecho de que quienes tomaron parte activa en esos crímenes pudieran hacer lo que hicieron sin sentirse mínimamente espantados y sorprendidos de sí mismos. ¡Eichmann se consideró hasta el último momento un hombre obediente y temeroso de Dios! Esta deshumanizada conciencia burocrática era lo que más horrorizaba a Delp: la mentira absurda y monumental que practica el crimen más horrendo con solemnidad ritual, como si de una acción noble, inteligente e importante se tratara. Para Delp, un caso de autosuficiencia inhumana totalmente incapaz de percibir en sí misma pecado, falsedad, absurdo, o ni siquiera la más leve incorrección. Así pues, el ser humano necesita dos cosas, de las cuales depende todo: En primer lugar, debe aceptar sin reservas la verdad de que «la vida... por sí misma no tiene ni objetivo ni cumplimiento. Dentro de su propia autonomía existencial, es a la vez impotente y trivial, y también como consecuencia del pecado. A esto se ha de añadir la recomendación de que la vida exige ambas cosas: objetivo y cumplimiento». En segundo lugar, ha de reconocer que «es la alianza de Dios con el hombre, su existencia a nuestro lado, alineado con nosotros, la que corrige este estado de inutilidad carente de sentido. Es necesario ser consciente de la decisión de Dios de ampliar las 34

fronteras de su propia existencia suprema condescendiendo a compartir las nuestras, para superar el pecado». En otras palabras, Delp nos recuerda una y otra vez la verdad básica de la fe y la experiencia cristianas, la comprensión paulina de la paradoja de la impotencia del hombre y de la gracia de Dios, no como dos realidades opuestas que se disputan la primacía en la vida del hombre, sino como una única unidad existencial: el hombre pecador redimido en Cristo. La aceptación no garantiza una iluminación repentina que disipe para siempre toda oscuridad. Ser aceptado significa que el hombre puede ver su vida como una larga andadura por el desierto que, realizada al lado de un compañero invisible, conduce a un cumplimiento seguro y anunciado no solo al creyente individual, sino a la comunidad humana en su conjunto, a la cual se le ha prometido la salvación en Jesucristo. Por desgracia, cuando escuchamos estas palabras, tan familiares para nosotros, nos imaginamos que de lo que se trata es, una vez más, de echarnos nosotros mismos a dormir en devota paz psicológica. «Todo saldrá a pedir de boca. La realidad no es tan terrible como parece». Desde luego, no es este el objetivo de Delp. Lo que él pretende, por el contrario, es que los cristianos volvamos a contactar con el mundo contemporáneo real, con toda su espeluznante e inhumana destructividad. No tenemos otra opción. Esta es la primera necesidad. Necesitamos urgentemente valor para hacer frente a la verdad de la mentira, al cataclismo de una mentira apocalíptica cuyos efectos se dejan sentir no solo en tal o cual nación, en tal o cual clase, en tal o cual partido, en tal o cual raza, sino en todos nosotros y en todas partes. «Estos no son asuntos que puedan posponerse porque a nosotros nos convenga. Exigen acción inme diata, porque la mentira es al mismo tiempo peligrosa y destructiva. Ya ha alquilado nuestras almas, destruido a nuestro pueblo, devastado nuestro país y nuestras ciudades; ya ha muerto desangrada nuestra generación». En cualquier caso, también es cierto que la verdad está escondida en el corazón mismo de la mentira. «Nuestro destino, independientemente de lo mucho o lo poco conectado que esté con la lógica ineludible de la circunstancia, no es en realidad otra cosa que el camino hacia Dios, el camino que el Señor mismo ha escogido para la consumación definitiva de su propósito». La luz y la verdad que permanecen ocultas en la sofocante nube del mal no pueden encontrarse únicamente en algún que otro caso aislado, en que individuos impasibles han logrado sobreponerse al horror de su destino. La luz y la verdad deben aparecer, de alguna manera, formando parte de una renovación de nuestro orden social en su conjunto. «Los momentos de gracia, tanto históricos como personales, aparecen inevitablemente vinculados a un despertar y restauración del orden y la verdad 35

genuinos». Esto es extraordinariamente importante y sitúa las profundas intuiciones místicas del padre Delp en un marco de referencia perfectamente objetivo. Su visión está cargada de significado no solo para él, sino para nuestra sociedad, para nuestra Iglesia y para el género humano. En otras palabras, De1p nos recomienda no solo aceptar nuestro «destino», sino algo mucho más comprometido: aceptar la tarea que Dios nos ha señalado en la historia. Es evidente que no se trata simplemente de la decisión de aceptar la propia salvación personal de manos de Dios a través del sufrimiento y la tribulación, sino de la decisión de comprometerse totalmente en la tarea histórica del Cuerpo Místico de Cristo para la redención del hombre y de su mundo. Así pues, no se trata únicamente de aceptar el sufrimiento, sino, más aún, de aceptar la felicidad. Esto, a su vez, im plica mucho más que una buena disposición estoica a aguantar los golpes de la fortuna, aun cuando estos puedan concebirse como «enviados por Dios». Esto significa una total y absoluta franqueza con Dios. Semejante actitud es imposible sin una reorientación total de la existencia del hombre de acuerdo con el orden preciso y objetivo que Dios ha puesto en su creación y del que la Iglesia da testimonio infalible. Si nos entregamos completamente a Dios, considerado no solo como un huésped inescrutable y misterioso que habita dentro de nosotros, sino también como creador y soberano del mundo, señor de la historia y triunfador del mal y de la muerte, podemos recuperar el sentido de la existencia, redescubrimos nuestro sentido de orientación. «Recuperamos la confianza en la propia dignidad, en nuestra misión y en el objetivo de nuestra vida, hasta el punto de que comprendemos la idea de nuestra propia vida como algo que brota en nosotros a partir del misterio de Dios». Franqueza plena, receptividad total, nacidas de una entrega completa del yo, nos ponen en un contacto desinhibido con Dios. Encontrarlo a él significa que nos encontramos a nosotros mismos. Volvemos al verdadero orden que él ha querido para nosotros. Todos estos textos demuestran que el padre Delp, además de ser profundamente místico, se mostró ampliamente abierto a los más altos ideales del humanismo cristiano. El don de la intuición mística le permitió encontrarse a sí mismo en Dios y, a la vez, situarse personalmente con claridad dentro del orden de Dios y de la sociedad humana, y ello a pesar de que, paradójicamente, su lugar fue el de un hombre encarcelado y condenado por un gobierno injusto y absurdo. Sin embargo, fue aquí donde, como demuestra elocuentemente este libro, él cumplió lo que Dios le pedía. Fue aquí donde él pudo escribir, sin exageración: «Restaurar el orden divino y proclamar la presencia de Dios: en esto ha consistido mi vocación».

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La exacta obediencia de De1p a Dios, su plena aceptación del orden divino en medio del desorden, fue lo que le otorgó una sublime autoridad a la hora de denunciar la cobardía de aquellos cristianos que, no atreviéndose a enfrentarse a la realidad, se refugian en preocupaciones sin importancia, en mezquinas opiniones sectarias, en un ritualismo trivial o en tecnicismos religiosos que solo ellos pueden comprender. Los cristianos no deben tener miedo a ser personas y a entablar un auténtico diálogo con otras personas, precisamente tal vez con aquellas que más miedo les infunden o a las que están más dispuestas a condenar. Escribe, por ejemplo, Delp: «El auténtico diálogo ha dejado de existir porque no hay personas dispuestas a comprometerse en él. La gente está espantada. Les asusta la idea de salir decidida y sinceramente hasta los límites de sus poderes potenciales, porque tienen miedo a lo que puedan encontrar en la línea divisoria». En su apasionada defensa de la libertad cristiana y de la dignidad personal, el padre De1p destaca como abogado del auténtico humanismo cristiano. Es una actitud que se contrapone directamente a la representada por el falso humanismo prometeico de la cultura anticristiana desde el Renacimiento. La pretendida «creatividad» reclamada por el subjetivismo a ultranza de quienes buscan la plena autonomía se echa por tierra ella misma, porque el hombre centrado en sí mismo se vuelve inevitablemente destructivo. El humanismo del padre Delp, que es también el humanismo de la Iglesia, reconoce que el hombre necesita ser rescatado precisamente de su espuria autonomía, que únicamente puede traerle la ruina. El ser humano debe liberarse de la preocupación obsesiva por sus propias necesidades y coacciones subjetivas y reconocer que no podrá ser plenamente él mismo hasta conocer su necesidad de contar con el mundo y su obligación de servirlo. En suma, el servicio que el ser humano presta al mundo no consiste en esgrimir armas capaces de destruir a otros seres humanos y a sociedades enemigas, sino en crear un orden basado en el plan de Dios para su creación, empezando por un nivel mínimo que permita a todos los hombres llevar una existencia humana. Espacio vital, ley y orden, alimentos para todos... son necesidades básicas sin las cuales no puede haber paz ni estabilidad en la Tierra. «Ninguna fe, ninguna educación, ningún gobierno, ninguna ciencia, ningún arte, ninguna sabiduría podrán ayudar a la humanidad si falta la certeza infalible del mínimo vital». También existe un mínimo ético: sinceridad en todos los terrenos, autoestima y respeto recíproco entre todos los seres humanos, solidaridad humana entre todas las razas y naciones. Finalmente, no puede faltar un «mínimo de trascendencia», lo que en otras palabras significa que las necesidades culturales y espirituales del hombre deben 37

verse satisfechas. Dice el papa Juan XXIII en la encíclica Mater et magistra: «Actualmente, la ardua misión de la Iglesia consiste en ajustar el progreso de la civilización presente con las normas de la cultura humana y del espíritu evangélico. Esta misión la reclama nuestro tiempo, más aún, la está exigiendo a voces, para alcanzar metas más altas y consolidar sin daño alguno las ya conseguidas». No es una tarea fácil satisfacer estos niveles mínimos. En el momento actual, la furia y las coacciones de la guerra fría parecen ser el obstáculo principal a nuestro progreso. Sin embargo, también nosotros estamos en el mismo «adviento» que el padre Delp, y sus leyes son las mismas para nosotros. Si prestamos atención, nos despertamos de nuestro sueño desesperado y abrimos nuestros corazones sin reservas al Dios que nos habla en el desierto mismo en que ahora nos encontramos, podremos poner en marcha la obra que él nos pide: restaurar el orden en la sociedad y traer la paz al mundo, de manera que, finalmente, el ser humano sea capaz de iniciar la curación de su enfermedad mortal, y algún día pueda emerger una sociedad sana a partir de nuestra confusión actual. ¿Es esto imposible? Al morir, el padre Delp puso su vida en manos de Dios con el firme convencimiento de que no solo era posible alcanzar esos objetivos, sino que, de hecho, algún día se alcanzarían. De todos modos, él también creía que la única esperanza del mundo era el retorno al orden y la emergencia del «hombre nuevo», que sabe que «la adoración a Dios es el camino que conduce al ser humano a sí mismo». Mientras el hombre no se renueve, en el nuevo orden por el que el padre Delp ofreció su vida, no habrá esperanza para nuestra sociedad; es más, no habrá esperanza para el género humano. Porque el hombre, en su estado actual, ha quedado reducido a la impotencia. Todos sus esfuerzos para salvarse por sus propias fuerzas son inútiles. No hacen más que acercarlo cada vez más a su propia destrucción. Este es, pues, el mensaje profundamente perturbador, aunque esperanzado, de estas páginas. No es el mensaje de un político, sino de un místico. Sin embargo, este místico reconoció su ineludible responsabilidad y decidió implicarse en la política. Y por haber seguido a los mensajeros de Dios en el contexto de una crisis política fanática y absurda, después de todos sus esfuerzos fue condenado a muerte. Lo que ahora queda por hacer es que nosotros comprendamos esta lección final, pero extremadamente importante. El lugar del místico y del profeta en el siglo XX no está totalmente fuera de la sociedad ni completamente alejado del mundo. La espiritualidad, la religión, el misticismo no implican un rechazo inequívoco del género humano con el fin de buscar la propia salvación individual sin preocuparse del resto de los seres humanos. Por su parte, el verdadero culto religioso no exige que los creyentes se mantengan aparte y oren por el mundo sin tener idea de los problemas y la desesperación de ese mismo mundo. 38

El místico y el espiritual que en nuestros días se muestren indiferentes a los problemas de sus prójimos, que no están plenamente capacitados para hacer frente a esos problemas, se verán también inevitablemente involucrados en la misma ruina. Sufrirán las mismas decepciones, se verán implicados en los mismos crímenes. Irán a la ruina con la misma ceguera y la misma insensibilidad a la presencia del mal. Estarán sordos a la voz que clama en el desierto, porque habrán escuchado otra voz distinta, más reconfortante, de su propia cosecha. Este es el castigo de una actitud evasiva y autocomplaciente. También los religiosos contemplativos y enclaustrados o tal vez especialmente ellos necesitan ser sensibles a los profundos problemas del mundo contemporáneo. Lo cual no significa que deban abandonar su soledad y comprometerse en la lucha y la confusión, ya que con toda seguridad en este terreno serían mucho menos útiles que en su claustro. Los religiosos contemplativos deben preservar su perspectiva única, que únicamente la soledad puede darles, y desde su posición ventajosa deben comprender la angustia del mundo y compartirla a su manera, que de hecho puede parecerse mucho a la experiencia del propio padre Delp. Nadie está más solemnemente obligado a comprender la verdadera naturaleza de la situación apurada en que hoy se encuentra el hombre que quienes han sido llamados a una vida de especial santidad y dedicación. Los sacerdotes, los religiosos y los líderes seglares deben, les guste o no, cumplir en el mundo una función profética. De no hacer frente a la angustia de ser verdaderos profetas, tal vez puedan disfrutar del consuelo carroñero de verse aceptados en la sociedad de los ilusos convirtiéndose en falsos profetas y compartiendo sus delirios. Octubre de 1962

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28.12.1944 La vida se ha hecho increíblemente plástica en estas semanas interminables. Muchas cosas que eran antes superficies planas elevan ahora su tercera dimensión. Las cosas parecen ahora más sencillas, pero también más simbólicas y angulosas. Ahora bien, es principalmente Dios el que se ha hecho más real. Sigo creyendo muchas cosas que antes me parecía conocer y creer pero ahora, además, las vivo. Por ejemplo, la manera en que yo me expresaba antes sobre la esperanza y la confianza. Ahora veo por experiencia propia que me comportaba como un niño irreflexivo. He restado mucha fuerza y profundidad a mi vida, mucha fecundidad a mi trabajo, y he privado de muchas bendiciones a mis hermanos por no haber estado suficientemente abierto a las invitaciones de Dios a confiar en Él aceptándolo en serio y de corazón. Fe, confianza y amor: eso es, ante todo, el hombre capaz de adivinar la dimensión del ser hombre desde la perspectiva de Dios. 29.12.1944 Con el orden y el universo de la Edad Media y de la época anterior se ha venido abajo mucho más que un sistema o una fecunda tradición. El hombre occidental sigue siendo un apátrida desnudo e inseguro. Y si alguna vez sobresale por encima del término medio, siente no solo la soledad en que se ve envuelto eventualmente también el hombre distingui do; siente también la falta de patria y de seguridad. Entonces comienza a construirse él mismo su propia casa. Podrían haberse evitado a nuestras grandes figuras muchas penalidades, muchas preocupaciones y dolores, y nosotros mismos podríamos recibir de ellos mensajes más estimulantes. Solo así pueden explicarse y comprenderse personalidades como las de Paracelsus y Bóhme, que supieron transformar en un acogedor hogar esta insoportable soledad y falta de sosiego existencial. Luego les pareció caprichoso, raro y esquinado. Pero ese hogar es digno de respeto, porque lleva las marcas sangrientas de una grave necesidad y una profunda inquietud. En idéntica situación tuvo Goethe mucha más suerte. Su refinado instinto supo intuir un cierto proyecto importante de la naturaleza. Tuvo además un buen maestro privado, aunque inseguro en muchas cosas, del que copió en gran parte sus proyectos. A veces se presenta uno con un proyecto universalmente aceptable. Quizá porque cree que ha tenido una intuición universal, o quizá porque se lo imagina él y lo acepta así. Siempre habrá quienes se le adhieran por carecer y añorar la casa paterna común. Y siempre seguirán esos mismos descubriendo que esta no les sirve por mucho tiempo de espacio cerrado y refugio contra las inclemencias del mal tiempo. O quizá se trataba de un charlatán de buena voluntad que se engañó a sí mismo y embaucó a otros. 41

Es extraño; desde la misa de medianoche del día de Navidad, estoy bastante seguro, aunque nada ha cambiado hacia fuera. Las dos peticiones de amor y de vida han roto un hielo en alguna parte. En qué capa, no lo sé. No aparece ninguna transformación palpable y perceptible, y sin embargo siento cosas buenas y me siento como trasladado totalmente a otro lugar. Volverán otra vez las otras horas cuando Pedro tenga miedo ante el viento y las olas. Tengo un enorme deseo de charlar con algunas personas queridas. Pero ¿cuándo? 30. 12. 1944 La vida sigue totalmente en suspenso. Hoy se supo aquí por la prensa susurrada que Bolz está condenado a muerte. Nadie sabía si ha sido ya ejecutado. Hermes ha sido aplazado, Pünder está libre. Toda la fuerza para perseverar tiene que venir de la otra parte. Se apoya en tres columnas: fiat misericordia tua - quemadmodum speravimus - in patientia possidebitis animas vestras (que tu misericordia descienda sobre nosotros - según lo hemos esperado - en la perseverancia salvaréis vuestras almas). La perseverancia no es cosa de temperamento, es ciertamente una virtud. Lo que Kolbenheyer ha hecho en la Ebnerin es una catástrofe. Hasta tanto podría degenerar un hombre moderno. Es una pena que la mística alemana permanezca cerrada ahora otra vez durante una hora a la amplia comunidad de Kolbenheyer. 31.12.1944 El fruto de este tiempo debe ser una pasión interior por Dios y por su gloria. Tengo que encontrarme con Él de manera nueva y más personal. Tengo que derribar los muros que se levantan todavía entre Él y yo. Tengo que trabajar sin descanso por desalojar las tácitas desconfianzas. Tengo que vivir la oración de san Nicolás de Flüe. Necesito desarrollar en mí y vivir con mayor intensidad la vida divina en la fe, la esperanza y el amor. Todo esto tiene que formar una unidad sólida con mi vida, con mi temperamento, mis aptitudes, mis faltas y limitaciones, lo mismo que con las cosas exteriores, para una nueva misión, para crear la imagen de un orden nuevo a cuya realización deseo entregarme. Esta noche, durante una hora de tranquilidad, voy a reflexionar sobre el transcurso del año y a incluir todos mis acontecimientos personales en una oración de arrepenti miento, de acción de gracias, de entrega y, en una palabra, de confianza y de amor. Tengo que preguntarme una y mil veces si no vivo de fantasías engañándome a mí mismo. La seriedad del momento es inexorable, por muy irreal y quimérica que pueda a 42

veces parecerme. Pero el Señor ha dicho su palabra, y Él mismo nos ha estimulado a tener esa fe que mueve las montañas, una confianza ante la que Él no niega nada. Estos son los hechos establecidos por Él, que pueden y deben ser tomados en serio. Solo una vez se le vio enfadado, si exceptuamos el episodio de la purificación del templo: cuando los discípulos no podían curar al muchacho epiléptico porque les faltaba confianza. Nosotros podemos desconfiar y no tocar en la oración el único punto que interesa. Hasta ahora se han hecho tangibles la providencia y la gracia, a pesar de tanta dureza y tanto quebranto. Nochevieja Es difícil resumir en cuatro palabras el año que hoy termina. Se han sucedido acontecimientos variados, pero todavía no alcanzo a ver cuál ha sido lo más característico ni e qué consiste su principal mensaje. En general, no ha traído nada definitivo. La miseria, la dureza, el rigor de los acontecimientos y destinos se han agravado mucho más de lo que nadie se hubiera atrevido a imaginar. El mundo es un montón de escombros. No hay más que envidia y odio. Cada uno se agarra desesperadamente al último jirón que le queda y que es ya lo único que puede llamar suyo. Espiritualmente reinan el silencio y el vacío. La última conquista espiritual del hombre es la pregunta por el sentido y la finalidad del todo. Y esa pregunta se le queda lentamente pegada a la garganta. Apenas existirá nadie hoy capaz de imaginar las interdependencias mutuas entre las ruinas materiales y el campo de cadáveres en que vivimos, la decadencia y la ruina espiritual del mundo de nuestras filosofías y opiniones, y el mundo moral y religioso de nuestros comportamientos que se ha hecho añicos. Y si alguien se aventura a hacerlo, entonces se limitará a constatar y registrar toda esta realidad como meros acontecimientos, pero no como realidades sobre las que haya que horrorizarse ni como temas de los que sea preciso sacar las debidas consecuencias para un saludable resurgimiento. Hasta tal punto hemos llegado ya en nuestro proceso de nihilización y de bolchevización. Afortunadamente, los intereses vitales mantienen la oposición a las hordas todavía lejos de la estepa. Entre los antiguos países representantes de la cultura occidental, Portugal duerme un sueño prolongado de la Bella Durmiente en dependencia de decisiones extranjeras. España será otra vez arrojada al crisol de fundición, porque superó con trampa la última prueba y respondió mintiendo a la pregunta que se le hacía. Ya no quedan hoy posibilidades feudales, ni siquiera en la mascarada de las tribunas populares. Las únicas posibilidades existentes son posibilidades sociales, y España las ha desaprovechado para mayor dolor y amargura suya y de la Iglesia corresponsable. Italia se ha convertido en un puro objeto. Pocas veces se ha consumado un cambio tan rápido de sujeto histórico a 43

objeto histórico. Su gran parte de culpabilidad y sus múltiples formas de infidelidad hacen que sus aliados desconfíen de Italia, independientemente de la decadencia en el sentido de la historia de sus gentes y por la falta de visión histórica del país desde el punto de vista del conjunto de la interdependencia moderna. Nunca se pudo hacer nada allí sin convulsiones y violencia. Exagerada pose de elegancia y convulsión. Polonia expía amargamente su sueño de grandeza y su culpa ante los pueblos extraños, especialmente del Este. Se trata de un pueblo que ha carecido siempre de visión de los hechos reales. Los polacos son unos buenos chicos en cuanto personas y de carácter agradable. Los Balcanes, etc. viven provisionalmente a la sombra rusa. Si a través de este duro experimento se lograra finalmente la aparición de un espacio balcánico cerrado, se habría conseguido mucho. Temo un juicio inapelable para Hungría. En este país se han cometido graves errores, especialmente en el orden social. Escandinavia espera a ver quién será el que venga a ocuparla o arrastrarla a su bando. Rusia es un misterio. Visitad Rusia. ¿Es el bolchevismo el preámbulo de un inconmensurable imperialismo ruso? Cuando la estepa sueña, sus sueños son grandiosos y sin medida. ¿O es que necesita el bolchevismo el natural peso pesado y los intereses de Rusia? En cualquier caso, una hegemonía rusa sobre Europa puede ser y será solo un asunto pasajero. Rusia misma no ha reflexionado aún lo suficiente. Rusia es demasiado grande para servir de líder; los eslavos no han sido todavía incluidos en el sistema occidental, y por eso resultan todavía un cuerpo extraño en él. Pueden destruir, arrasar y deportar todo lo indecible, pero no pueden todavía liderar y construir. Francia está sin definirse, como siempre que el arco occidental está sin tensar. Francia necesita un diálogo sincero con Alemania; de lo contrario, caerá en extremismos y excesos casi tanto como Rusia. Solo que su punto de vista es más racional y, por tanto, más peligroso. Poco a poco, me voy convenciendo también yo de que el tiempo de Inglaterra está llegando a su fin. A los ingleses ya no les queda ni audacia ni espíritu suficiente. La filosofía del pragmatismo les ha infectado la médula y ha paralizado su corazón. Conservan todavía los grandes recuerdos, las grandes formas y los grandes gestos; pero ¿los hombres? No han dedicado la debida atención al problema social, ni al de la juventud, ni al de América, ni al de los espacios del espíritu, todos los cuales se convierten fácilmente en densos espacios cultura les y políticos. No tienen nada que decir. Alemania, en cambio, lucha por su existencia en todas las zonas de su propio ser. Una cosa es segura: No es posible una Europa sin Alemania, concretamente sin el coliderazgo alemán. Pero una Alemania en la que ya no fluyen en su pureza las primitivas corrientes occidentales - cristianismo, germanismo (no teutonismo) y antigüedad - ni es Alemania ni es una bendición para Occidente. Pero, prescindiendo de la brutal pregunta por el destino que nos aguarda cuando concluya la guerra, la pregunta prioritaria ahora, por encima de todas las demás, es la pregunta por un orden que resuelva el problema del pan y la miseria. Tomado más en serio: también aquí se trata de una cuestión social. 44

El panorama de Occidente en este crepúsculo del año es un panorama amargo. Por dos flancos intervienen en nuestra vida dos potencias extranjeras y sin previsión de futuro: Rusia y América. Quedan el Vaticano y la Iglesia como dos temas de reflexión. En lo que se refiere a sus relaciones y a su influencia visible, la postura del Vaticano ha cambiado mucho con respecto a su pasado. No solo nos lo parece así por el hecho de que no podemos comprobar nada; más tarde se podrá comprobar ciertamente que el Papa ha cumplido con creces su obligación. Ofreció la paz, buscó las posibilidades de paz, proclamó las condiciones espirituales previas para hacer posible la paz, se preocupó de los presos, distribuyó limosnas, buscó a los desaparecidos, etc. Todo esto es hoy más o menos conocido. Ya solo se podrá tratar de un aumento cuantitativo, del que nos informaremos por los archivos. Esto es en parte más o menos comprensible, y en parte inútil y absurdo. Aquí aparece su cambio de actitud: entre los grandes interlocutores del sangriento diálogo, no hay nadie que preste atención fundamental a la Iglesia. Hemos sobrevalorado el aparato político de la Iglesia, dejándolo funcionar en un tiempo en el que ya se agotaba el combustible espiritual. Pa ra que la intervención de la Iglesia tenga efectos saludables carece de importancia el que un Estado mantenga o no relaciones diplomáticas con el Vaticano. Todo depende única y exclusivamente de la capacidad de influjo interior que la Iglesia pueda poseer, en cuanto religión, dentro del territorio en cuestión. Aquí se ha cometido un grave error. La religión murió de varias enfermedades, y con la religión murió también el hombre. El hombre murió de muchas masificaciones, desarrollos, ritmos, etc. Y con el hombre murió también la religión. En todo caso, los espacios occidentales quedaron vacíos espiritual, humana y religiosamente. ¿Cómo debe seguir teniendo resonancia y respuesta allí la voz o la acción de la Iglesia? La Iglesia se encuentra ante la misma tarea que cada uno de los pueblos y estados y todo el Occidente en general. Primero tiene que llegar a un doloroso final esta guerra, que ya nadie parece poder ganar. La problemática de los estados, lo mismo que la del todo el continente, es, en su conjunto, el hombre en su triple dimensión: cómo se le aloja y alimenta; cómo se le ocupa de manera que pueda él alimentarse a sí mismo: la renovación económica y social; y cómo se puede hacer que vuelva en sí: el despertar espiritual y religioso. Estos son los problemas del continente y de cada estado y nación en particular; estos son también los problemas de la Iglesia, y no sus formas o estilo. Si estos tres problemas reciben solución sin o contra nosotros, significaría que la Iglesia ha perdido este espacio, aunque se dé la vuelta a los altares en todas las iglesias y aunque se cante a coro el gregoriano en todas las parroquias. Lo sobrenatural presupone un mínimo de capacidad vital y de posibilidad de vida, sin las cuales nada es posible. Y la Iglesia, en cuanto institución y autoridad, presupone un mínimo de religión viva; de lo contrario, será valorada únicamente por su poder real o de museo. Así pues, el año que acaba deja una rica herencia de tareas, y a nosotros nos toca 45

pensar qué es lo que debe hacerse. En cualquier caso, lo único prioritariamente necesario es que el hombre religioso crezca en intensidad y en extensión. Con esto llego personalmente a mí mismo. ¿He progresado en este último año? ¿Se ha hecho mi vida más valiosa? ¿Cómo van las cosas? Exteriormente, carezco de más cosas que nunca. Este es el primer fin de año en que no dispongo ni de un rebojo de pan. Nada en absoluto. Como único regalo, el hombre ha cerrado las esposas tan inadvertidamente que puedo sacar la mano izquierda. Ahora cuelgan de la derecha, y al menos puedo escribir. Solo que tengo que tener constantemente el oído pendiente de la puerta; ¡pobre de mí, si me sorprenden así...! Jurídicamente, vivo en el monte del patíbulo. Si no logro invalidar la acusación en el único punto, acabaré ahorcado. Hasta ahora, nunca había creído en la posibilidad de la horca, a pesar de que ha habido horas amargas. Las esposas son ciertamente un signo de mi candidatura oficial a la muerte. En este año ha habido interiormente mucho orgullo, arrogante seguridad en mí mismo, insinceridad y mentira. Esto se me ocurrió cuando, al golpearme, me llamaban mentiroso porque habían descubierto una vez más que yo no les decía ningún nombre que ellos no conocieran ya. Yo preguntaba a Dios por qué permitía que me golpearan así. Comprendí que era por mis ambigüedades y mi falta de veracidad. Así se han quemado y se han purificado muchas cosas en este monte de los rayos. Dios me facilitó tan maravillosamente el cumplimiento de mis votos que fue una bendición y una garantía de vida interior. Él me garantizará también una vez más la vida exterior tan pronto como esta se encuentre libre para una nueva misión. De la tarea exterior y del aumento de la luz interior tiene que brotar la chispa de una nueva pasión. Es la pasión por dar testimonio del Dios vivo al que conocido y sentido. Solo Dios basta (así en el original), y eso es innegable. La pasión por la misión a los hombres que necesitan hacerse aptos y voluntarios receptores de la vida. Los tres problemas tienen que ser abordados en el nombre del Señor. 01.01.1945 JESÚS. Al comienzo del nuevo año quiero escribir con letras mayúsculas este nombre del Señor y de mi Orden. Ese nombre significa lo que yo pido, creo y espero. La salvación interior y exterior. La desaparición de las convulsiones y estrecheces egoístas en el diálogo libre con Dios, la libre cooperación, la entrega incondicional. Y la pronta liberación de estas miserables cadenas. Me retiene aquí cautivo algo que nunca he hecho ni sabido. Este nombre significa, además, lo que todavía deseo en el mundo y ante los 46

hombres: seguir salvando y ayudando. Ser bueno con los hombres y hacer el bien. Me siento muy deudor de muchos. Y significa también mi Orden, que finalmente me ha unido y recibido en ella. Tiene que tomar forma concreta en mí. Quiero asociarme a Jesús como un compañero fiel y enamorado. Finalmente, este nombre tiene que indicar una pasión: la pasión de la fe, de la entrega, del esfuerzo y del servicio. 02.01.1945 Parece que la semana próxima va a ser finalmente decisiva. Tengo plena confianza. El Señor ha encendido en mí una interior luz de Navidad que fortalece mi esperanza. Hasta sueño con el viaje de regreso a casa, yo, tan irreflexivo. Si todo sigue así, la última misa que podré celebrar será la del Corazón de Jesús, el primer viernes. Mi hermana fue muy valiente. Confío mucho en sus oraciones y en su fidelidad. Nunca antes había contado yo con la visita de mi hermana hasta el fin de semana. La cosa sigue estando peliaguda, pero tengo esperanza y sigo rezando. Es mucho lo que he aprendido en este año tan duro. Dios se me ha hecho más real y cercano. He leído algo en Langbehn. Ahora entiendo cómo las viejas «voces» dieron con su artículo. El hombre hizo muy difícil a la gente ver el nuevo tipo anunciado por detrás de sus observaciones generales. En tiempos pasados leíamos el libro apasionadamente. La lectura de ahora fue en gran parte una despedida. Las gentes de entonces habrían tenido que notar la subjetividad. No habrían quedado tan sorprendidas ni desbordadas. Será necesario reunir en un pequeño volumen las expresiones permanentes. 03.01.1945 O sea, que vamos a seguir aquí dos días más, y luego nos recogerán para llevarnos a la Gestapo. Mientras tanto, tengo la Eucaristía conmigo y puedo celebrar misa. No me atrevo a llevar conmigo al Santísimo, porque no sé como va a ser la meticulosidad del chequeo, y existe el peligro de una profanación. En todos los demás momentos adversos me he enterado concretamente de que el presidente del tribunal es un comecuras y no puede ver a los católicos. Una razón más para estar seguro de la asistencia del Señor. Siempre sucede lo mismo: la solución viene solo del Señor. Durante el día, leo algo del maestro Eckhart, el único de quien he logrado conservar algunos de sus escritos. Toda la pregunta de Eckhart resultaría más fácil si se pensara que aquí se trata de un hombre cuyo espíritu aspiraba a cosas muy altas y que ahora procura conseguirlas de palabra y con expresiones. Esto no se consigue, como tampoco 47

lo consiguió Pablo ni lo consigue nadie en su proporción cuando se trata de reproducir y transmitir las vivencias íntimas. Todo individuo es inefable. Solo si ahora volvemos a estar tan dis tantes que los hombres viven con sus misterios íntimos e inexpresables, volverán también a aparecer los otros a los que Dios puede introducir en diálogo creador, como Eckhart. Si esto se presupone, la lectura se hace comprensible y consoladora y anuncia al hombre muchas cosas sobre el misterio divino de su corazón. Mañana temprano voy a deshacerme de estas páginas, y ya no escribiré más antes del juicio. Sinceramente, si conociera alguna forma de desaparecer ese día lo haría sin dudar, aunque suene a cobardía. ¡Es lo que tiene ser tan débil! Por otra parte, todo depende de auténticas minucias. El asunto no tiene en realidad verdadera enjundia. Si N. insiste en declarar en falso, no hay nada que hacer. Pero, en fin, no tiene sentido seguir pensando en ello. Es mejor que me arrodille, que rece y lo ponga todo en las manos de Dios. Ad maiorem Dei gloriam. 06.01.1945 Un amoroso detalle del Señor dispuso que por la noche me esposaran tan flojamente que pude escurrir las manos de las esposas. Lo mismo que en Nochebuena, pude también celebrar la misa con las manos completamente libres. Es la penúltima misa antes de la decisión. Ahora, por supuesto, me llevo al Señor conmigo. El nuevo truco para esconderlo, que me han enviado los marianistas, funciona de maravilla. Durante todo el juicio estará el Señor también allí. Hoy ha estado el abogado aquí de nuevo. Para que todo salga bien tienen que cumplirse tres condiciones. Tengo firme confianza. Tampoco los amigos me abandonarán a mi suerte. Es un momento en el que se concentra toda la existencia y, con ella, toda la realidad. Tengo que poner sin cansancio las cartas sobre la mesa. La realidad de Dios, de la fe, del mundo, de las cosas y sus relaciones, la responsabilidad real o posible por obras o palabras, el comportamiento bajo la acción de la gracia, la capacidad combativa de la existencia: todo quiere realizarse al mismo tiempo. Me he atrevido a pedir a Dios estas dos libertades. Y volveré a hacerlo ahora. Después voy a leer o escribir todavía algo mientras vuelve el inspector. Entonces tengo que fingir estar tranquilo. En estos días me veo frecuentemente a mí mismo como un misterio y no sé lo que me pasa. ¿Cómo puedo vivir horas y días como si no existiera nada de esta miseria? El conjunto me parece una cosa irreal. Muchas veces está totalmente ausente. Luego reaparece de repente. A veces me ahoga, y entonces tengo que llamarme al orden. Y pensar en el coraje de mis amigos. Si he de ser sincero, tengo ciertamente más miedo de los días de espera que del resultado. Tan abierto está todavía todo: hasta ahora, tengo absoluta confianza en la vida. Y los sentimientos interiores tampoco se resignan a desaparecer. 48

Esto es un triste garabato. Pero el catre es bajo y no se puede acercar la silla a la mesa cuando el catre está suelto. 07.01.1945 Inmediatamente después de la hora libre, queda la última oportunidad de transmitir algo. Es decir, durante la hora de descanso. Por eso unas líneas más a vuela pluma. Ayer me interesó mucho más la figura de Leonardo da Vinci que mi propia acusación. De algún modo, tengo que imitar a ese hombre tan plurivalente y contradictorio. En su caso parecen haberse manifestado por primera vez algunos enigmas del hombre moderno; pero también parece que se pueden encontrar algunas claves para su solución. Hay que decir a Klees que yo pienso ahora que el secreto de Goethe está ciertamente en Spinoza; este es traducido en lírica auténtica y vivida. Y el acceso a Fausto pasa por Wilhelm Meister. Precisamente Goethe no habla aquí con tanta concentración como en otras partes: quedan algunos temas más abiertos. En Fausto se encuentran muchos temas de la vida, de la historia y de la cultura. Son los temas universales humanos y culturales; también los de la historia espiritual de aquel tiempo. Por ejemplo, el fracasado encuentro interior entre la cultura antigua y la aparición del nuevo fenómeno del homo faber. Desgraciadamente, la última palabra la tiene el homo faber, también en Goethe. En este momento llega el hombre con las esposas. Y mañana estaremos en la casa del silencio. ¡Ojalá reciba pronto mi madre el regalo de la alegría del evangelio de hoy! Bastante ha sufrido ya privada de mí. In nomine Domini. No he escrito ninguna carta de despedida, porque interiormente todo me lo impide.

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FIGURAS DEL ADVIENTO ADVIENTO es el tiempo indicado para despertar a la verdad acerca de nosotros mismos. La condición previa para un Adviento fecundo es la renuncia a gestos presuntuosos y sueños seductores con los que el hombre espera engañarse a sí mismo y a los demás, adelantando muchas veces sus programas a las obras. Si no lo hace, la dura realidad puede apoderarse de él y obligarle a adentrarse por un camino que no le ocasionará más que ansiedad y sufrimiento. El despertar violento pertenece de lleno a la mentalidad y las vivencias del Adviento. Pero al mismo tiempo le pertenecen muchas otras cosas. Lo que ante todo crea la íntima felicidad de este tiempo y enciende en los corazones la luz interior es el hecho de que el Adviento está bendecido con todas las promesas del Señor. Conmoción, despertar: por ahí empieza ante todo la vida a hacerse digna vida del Adviento. Es precisamente en la aspereza del despertar, en el desamparo experimentado al volver en sí, en la miseria de la experiencia de los propios límites, donde alcanzan al hombre los hilos dorados que en este tiempo unen cielo y tierra y transmiten al mundo un presentimiento de la plenitud a la que está llamado y de la que es capaz. El hombre no debe dispensarse de esta clase de reflexiones sobre el Adviento. Pero debe también tener constantemente abiertos los ojos interiores y dar rienda suelta al co razón. Entonces vivirá de una manera nueva la seriedad y las bendiciones del Adviento. Verá figuras, hombres realizados y bien conocidos de nuestro tiempo y de todos los tiempos, en cuyas vidas se encarna sencillamente el mensaje del Adviento y sus bendiciones, y con ello llaman y conmueven al hombre transmitiéndole felicidad, emoción, consuelo o entusiasmo. He hablado de hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Aquí incluyo tres clases de tipos: el que clama en el desierto, el ángel mensajero y Nuestra Señora.

El que clama en el desierto. Dichosa la época que pueda afirmar sinceramente de sí misma que no es un desierto. ¡Pero ay de aquellas épocas en las que hayan enmudecido las voces de quienes claman en el desierto, bien porque las ha sofocado el ruido de la vida, bien porque han sido silenciadas, bien porque se han visto arrastradas por el vértigo del progreso, paralizadas o apagadas por el miedo y la cobardía! La desolación no tardará en presentarse de una manera tan horrorosa y universal que hará recordar espontáneamente al hombre, aun sin quererlo, la palabra escrita: desierto. Creo que de esto somos todos conscientes. Pero las voces que claman no elevan todavía su queja ni su acusación. Figuras como 51

la de Juan no pueden faltar nunca en el cuadro de la vida. Esos hombres marcados, tocados por el rayo de la llamada y la misión. Su corazón les precede a ellos mismos; de ahí su mirada clarividente y su criterio insobornable. No gritan por gritar ni por el gusto de hacerse oír. Tampoco porque envidien las cosas buenas realizadas por otros hombres que no han compartido su singular actitud ante la vida. Están por encima de la envidia y experimentan el gran consuelo que únicamente conocen quienes han sabido delimitar las fronteras interiores y exteriores de la existencia. Estos hombres gritan pidiendo bendición y salvación. Convocan al hombre ante su última oportunidad, mientras que ellos mismos sienten cómo el suelo tiembla bajo sus pies y cómo chirrían las maderas; ven cómo las más sólidas montañas se resquebrajan interiormente, y cómo hasta las estrellas parecen colgar inseguras en el cielo. Llaman al hombre a intentar oponer la conversión del corazón como un dique resistente frente a la fuerza del desierto que avanza amenazando con arrollarlo y sepultarlo. ¡Ay, Señor!, el hombre de hoy ha vuelto a saber por propia experiencia lo que significa desescombrar ruinas y allanar de nuevo los caminos. Tendrá que saberlo y practicarlo todavía durante muchos años. Que resuenen las voces de los que claman, los que señalan el desierto y se adelantan desde dentro a la desertización. Que la figura del Adviento de Juan, el mensajero inflexible y amonestador en nombre de Dios, no pase inadvertida en nuestros desiertos de escombros. De estas figuras depende mucho nuestra vida. Porque ¿cómo vamos a oír si no hay nadie que llame, y lo que reina es la ofuscación y el caos de una destrucción salvaje?

El ángel mensajero. Nunca había conocido un Adviento tan intenso y lleno de presentimientos como el de este año. Cuando en mi celda voy de un lado para otro, tres pasos adelante y otros tres atrás, con las manos esposadas, ante mi destino incierto, entiendo de manera muy distinta las viejas promesas de la venida del Señor a redimir y liberar. Y siempre me viene a la memoria el recuerdo del ángel que hace dos años, en Adviento, me regaló una buena persona. Llevaba un letrero: «Alegraos, porque el Señor está cerca». Una bomba destruyó la imagen del ángel. La bomba mató a la buena persona, y yo noto ahora muchas veces que me ayuda como un ángel. El horror de este tiempo sería insoporta ble - lo mismo que, en general, todos los horrores que nos depara nuestra condición terrena, si la entendemos bien - si este otro conocimiento no nos animara y levantara constantemente la moral, el conocimiento de las promesas que se hacen y valen aun en medio del horror. Y el conocimiento de los silenciosos ángeles de la Anunciación, que traen su mensaje de bendición en los momentos de necesidad y siembran su semilla de salvación, que brotará alguna vez en medio de la noche. No son todavía los ruidosos ángeles del júbilo, de la publicidad, de la plenitud, los ángeles del Adviento. En silencio y sin ser notados penetran en las alcobas y se colocan ante los corazones como antes. Traen en silencio las 52

preguntas de Dios y nos anuncian las maravillas de Dios, para el que no hay nada imposible. El Adviento, aun cuando las cosas no puedan ir peor, es un tiempo del que siempre podemos extraer un mensaje. Si los hombres ya no conocen nada del mensaje y las promesas, si únicamente tienen experiencia de las cuatro paredes y de la ventana de la mazmorra de sus días tristes, si ya no son capaces de percibir el silencioso paso de los ángeles mensajeros, ni el susurro de su palabra nos estremece el alma y la eleva al mismo tiempo, entonces estamos perdidos. Entonces estamos viviendo un tiempo perdido y estamos muertos antes de que nos maten. Creer en la dorada semilla de Dios, esparcida por los ángeles y ofrecida siempre a los corazones receptivos, es lo primero que el hombre debe hacer por su vida. Y lo segundo es ir él mismo en los días grises como mensajero portador de un mensaje. Tanto valor necesita fortalecerse; tanta desesperación necesita consuelo; tanta dureza necesita una mano delicada y una interpretación clarificadora; tanta soledad pide a gritos una palabra liberadora; tanta pérdida y tanto dolor buscan una justificación interior. Los mensajeros de Dios conocen la bendición que el Señor ha derramado en esta hora histórica. Esperar con fe los frutos de la tierra silen ciosa y la plenitud de la próxima cosecha significa comprender el mundo, también este mundo en Adviento. Esperar con fe: pero ya no porque confiemos en la tierra, en nuestra estrella, en el temperamento o en el buen humor, sino únicamente porque hemos percibido los mensajes de Dios, conocemos a sus ángeles mensajeros e incluso nos hemos encontrado con uno de ellos.

Nuestra Señora. Es la figura consoladora del Adviento. El más sagrado consuelo del Adviento es el hecho de que la anunciación del ángel encontrara un corazón dispuesto, la Palabra se encarnara, y en un espacio sagrado del corazón maternal creciera la tierra muy por encima de sus límites, hasta penetrar en el mundo de lo humano-divino. ¿De qué nos sirven el presentimiento y la vivencia de nuestra miseria si no tendemos ningún puente hasta la otra orilla? ¿De qué nos sirve horrorizarnos ante el error y el extravío sin una luz que brille con más fuerza que las tinieblas y permanezca encendida? ¿Qué sacamos con estremecernos por el frío y la crudeza con que el mundo se congela a medida que va perdiéndose y hundiéndose más en sí mismo, si no tenemos al mismo tiempo experiencia de esa gracia más poderosa aún que toda amenaza y todo extravío? Es lo que siempre han dicho de las madres los poetas, los creadores de mitos e historias por el estilo y los fabulistas que ha tenido la humanidad. Unas veces se han referido a la tierra; otras, a la naturaleza, y con esta palabra han pretendido abrir los misteriosos espacios creadores de las fuentes del universo y conjurar la misteriosa fuente de la vida. En todo eso había y sigue habiendo hambre, presentimiento, deseos y una espera del Adviento de esta mujer bendita. Que Dios se hiciera hijo de una madre, que pudiera ir por la tierra una mujer cuyo seno estaba consagrado para ser templo santo y 53

tabernáculo de Dios, es ciertamente la consumación de la tierra y el cumplimiento de sus esperanzas. Tan variado es el consuelo que nos procura en el Adviento esta figura oculta y paciente de la bendita María. ¡A la tierra se le concedió producir este fruto! ¡El mundo pudo presentarse ante Dios con calor de salvación, pero también de servicio, y por eso con la segura competencia del corazón materno! Tienen que iluminarse los oscuros horizontes. Solo el primer plano grita con tanta fuerza y urgencia. Mucho más atrás, allí donde se encuentran los verdaderos problemas, la situación es distinta. La mujer concibió al niño, lo acogió junto a su corazón y dio a luz al Hijo. El mundo se ha puesto bajo otra clase de ley. Ya no son solo los acontecimientos históricos de entonces en los que se apoya nuestra fe. Son también las figuras típicas y los acontecimientos que nos anuncian el nuevo orden de las cosas, de la vida y de nuestra existencia. Hoy hemos de tener la honradez y el coraje de pensar que la bendita mujer de Nazaret es una de estas figuras luminosas. En lo más profundo de su ser llevan también nuestros días y nuestro destino la bendición y el misterio de Dios. Se trata de poder esperar hasta que llegue la hora. Triple Adviento como figura santa y al mismo tiempo simbólica. Esto no debe ser una idílica miniatura, sino una palabra dirigida a mí y a ti, querido amigo, si alguna vez llegan a ti estos apuntes. No deben valorarse ante todo unas palabras bien dichas; lo primero debe ser la verdad con la que yo quiero medirme, a la que quiero ajustarme y con la que deseo estimularme si la carga principal de estos días se me hace excesivamente pesada y seductoramente engañosa. Pongámonos, pues, de rodillas y pidamos la triple bendición y la triple santificación del Adviento. Pidamos sinceridad y disposición para oír los consejos de los mensajeros del Señor y, mediante la conversión del corazón, vencer la esterilidad de la vida. No temamos ni malversemos las graves palabras de los que claman, para que quienes son hoy nuestros verdugos no sean mañana de nuevo nuestros acusadores, por haber silenciado la verdad. Pongámonos otra vez de rodillas y pidamos mirada clarividente para distinguir a los mensajeros de Dios y su mensaje, y corazones vigilantes capaces de percibir las palabras de la promesa. El mundo es más que su carga, y la vida es más que la suma de sus días amargos. Los hilos dorados de la auténtica realidad cruzan ya por todas partes. Seamos conscientes de ello y hagámonos nosotros mismos mensajeros del consuelo. Aquel por quien crece la esperanza es a la vez un hombre de esperanza y de promesa. 54

De nuevo nos ponemos de rodillas para pedir la fe en la santificación maternal de la vida en la figura de la bendita mujer de Nazaret. La vida, también hoy y para siempre, ha sido arrebatada a los poderes crueles y sin corazón. Tengamos paciencia y esperemos, con la esperanza propia del Adviento, la hora en que el Señor tenga a bien manifestarse de nuevo en esta noche como fruto y misterio de este tiempo. Adviento es el tiempo de la promesa, pero no todavía de su cumplimiento. Estamos aún en la mitad del Todo y en la lógica inflexibilidad y carencia de atenciones del destino. A los ojos inexpresivamente fijos les parece como si la suerte definitiva estuviera echada allá abajo en estos valles, en estos campos de batalla, en estos campamentos y calabozos y celdas. El que está vigilante nota que las fuerzas opuestas se mueven, y puede esperar su hora. Todavía llena los espacios el fragor de la devastación y la destrucción, el griterío de la autoseguridad y la arrogancia, de los llantos, de la desesperación y la impotencia. Pero en torno al horizonte permanecen en silencio las cosas eternas, con su primitiva nostalgia. Ya brilla sobre ellas la primera y tenue luz de la radiante plenitud que llega. Desde allí llegan los primeros sonidos como de chirimías y de niños cantores. Todavía no unifican su canción ni su melodía; todavía está todo muy lejos, y solo se trata de un anuncio y una advertencia. Pero es una realidad. Sucede hoy. Y mañana contarán los ángeles jubilosos en voz alta todo cuanto ha sucedido. Nosotros lo sabremos y seremos felices, si es que de verdad hemos creído y confiado en el Adviento. ADVIENTO: DOMINGO 1 Nadie puede comprender el profundo sentido del Adviento si antes no ha sentido angustias de muerte sobre sí mismo y sobre sus posibilidades humanas, así como sobre la situación y condición esencial del ser humano en general revelada a través de sí mismo. La totalidad del mensaje de la venida del Señor, de los días de la salvación, de una liberación que se acerca, no va a ser en esos días puro juego divino ni mera ficción poética del espíritu humano, con tal de que en ellos se dé una doble y clara circunstancia fundamental. La primera es la comprensión y el horror ante la impotencia e ineficacia de la vida humana con respecto a un fin último y su consumación. Impotencia e ineficacia, también, tanto con respecto a las limitaciones del ser humano como con respecto a las consecuencias de la culpa. Y juntamente, además, la clara conciencia de que un fin último y su consumación pertenecen a la vida humana. La segunda es la promesa de Dios de ponerse de nuestra parte, de salir a nuestro 55

encuentro. La decisión de Dios de suprimir las limitaciones del ser y remediar las consecuencias de la falta. De todo esto se deduce que la condición esencial de la vida humana es siempre una situación de Adviento: limitación, hambre, sed, irrealización, promesa y movimiento de unos a otros. Pero esto significa que, en el fondo, el hombre sigue estando desprotegido, siempre en camino y abierto a sus posibilidades hasta el último encuentro. Con la santa humildad y la dolorosa felicidad de esta apertura. Por lo tanto, lo definitivo no existe por ahora, y el intento de crear cosas definitivas es ya una vieja tentación del hombre. El hambre, la sed, la peregrinación por el desierto y la comunidad formada por los vínculos de la miseria son factores integrantes de la verdad del ser humano. Es a esta verdad a la que le han sido hechas las promesas, no a la arrogancia ni a las fantasías. Pero las promesas se han hecho realmente a esta verdad, y se puede y se debe confiar en ellas. «La verdad os hará libres». Este es el auténtico tema de la vida. Todo lo demás no es más que exteriorización, resultados, empleos, consecuencias, garantías, ensayos. Que Dios nos ayude a encontrar el camino hacia nosotros mismos y, desde nosotros, hacia Dios. Todo intento de vivir en otras condiciones diferentes es engañoso. Este es, ciertamente, el pecado que nosotros estamos expiando de manera tan cruel hoy como individuos, como generación y como continente, por habernos dejado seducir por esta mentira existencial. El camino de la salvación pasa únicamente por la conversión existencial y la vuelta a la verdad. Esta conversión y esta vuelta no admiten demora. Ab imminentibus peccatorum periculis...! (de los peligros inminentes de pecados...). La falta de verdad sobre el ser y los lazos permanentes con ella no son un asunto arbitrario. La mentira es peligrosamente destructora. Ha devorado nuestras almas, ha destruido a nuestros hombres, ha arrasado nuestras ciudades y nuestros campos y ha hecho desangrarse otra vez a una nueva generación. Universi, qui te exspectant, non confundentur (ninguno de los que esperan en ti quedará confundido). Conocer y reconocer otra vez el hambre y la sed de llegar más allá de nosotros. No se trata de una espera sin esperanza, sino de un corazón que siente el calor de la felicidad, conocido por todos los que esperan y saben que el otro viene y que ya está en camino. El horror que este despertar a la propia situación conlleva es superado desde dentro y de manera definitiva por la certeza de saber que Dios se ha puesto en camino y está para llegar. Nuestros destinos, todavía tan entremezclados con la marca inevitable de los términos «lógico» y «mecánico», no son en realidad otra cosa que los caminos de los que Dios, el Señor, se sirve para el encuentro definitivo, lo mismo que para una permanente interpelación: Levate capita vestra: appropinquat redemptio vestra (levantad 56

vuestras cabezas: se acerca vuestra liberación). Lo mismo que la mentira salió de los corazones y penetró en el mundo y lo destruyó, así también debe empezar la verdad y empezará a realizar allí su servicio curativo. Encended tranquilos las velas de que dispongáis y en cualquier parte en que podáis. Son un verdadero símbolo de lo que debe suceder en Adviento y como acontecimiento de dicho Adviento, si queremos vivir. ADVIENTO: DOMINGO II Surge et sta in excelso (Levanta y ponte en pie sobre la altura) El valor o la falta de valor de la vida humana, su hondura o su superficialidad, dependen en gran parte del hecho de que la vida permanece plástica, conoce y acepta todas sus dimensiones, no se reduce a lo superficial ni se enquista en pequeñeces. El desarrollo occidental, tanto personal como colectivo, podría titularse: el acortamiento y la falsificación de las perspectivas y la pérdida de las dimensiones de conjunto. El resultado somos nosotros. Se trata aquí de las amenazas inherentes a las peculiaridades del hombre, pero que en nuestra generación se han difundido más que nunca y de una manera más universal. Las grandes horas históricas y de gracia personal significarán siempre, de alguna manera, el despertar y la vuelta al verdadero orden de la realidad. Ese es también el sentido del tiempo de Adviento: no solo promesa, sino también conversión y cambio. Como diría Platón, orientación hacia la capacitación para la verdad. Juan dice más sencillamente: convertíos. Las oraciones y los mensajes de Adviento empujan al hombre fuera de toda superficie plana y le hacen consciente de la plasticidad y dramatismo de su situación. Por eso el primer domingo tiene siempre por tema la conmoción: la revelación de la inseguridad del hombre (evangelio, segunda parte de la oración). Impulso hacia Dios desde cualquier autarquía de seguridad de sí mismo: ahí está el punto crucial de la vida (introito, epístola, gradual, ofertorio, etc.). Invocación de la libertad divina pidiendo que salga al encuentro del movimiento desvalido de nuestra impotencia (oración: excita potentiam tuam..., mueve tu poder...). El segundo domingo desarrolla más estos pensamientos y los concreta en una decisión personal. Su mensaje abarca claramente tres afirmaciones. Primera afirmación: la promesa de Dios de continuar inclinándose hacia el hombre. Dios es siempre el que viene. Y, ciertamente, no una sola vez; Él viene también ahora y está viniendo siempre (introito, epístola, evangelio, secreta). Promesa de Dios de que 57

viene como el Dios de la voluntad salvífica universal, que quiere la salvación (introito, primera mitad del evangelio). Exhortación a los hombres para que tomen en serio a este Dios: ut abundetis in spe (para que abundéis en la esperanza). El hombre confiado en la seguridad divina superará esta hora y vencerá. Segunda afirmación: no se trata aquí de minimizar ni de allanar la vida: algo así como un aburguesamiento divino. Las bendiciones de Dios no le quitan al hombre el gusto ni el lastre de la libertad. El encuentro con la voluntad salvífica de Dios no depende de la complacencia del hombre, como tampoco la manera ni el lugar. Por eso la afirmación central del mensaje en este segundo domingo de Adviento es esta palabra del Señor: «Dichoso el que se escandaliza de mí». Es decir, Dios viene, pero tiene sus propias maneras y caminos. Por eso, el que hace depender la salvación de sus gustos personales es un hombre perdido. Y significa, además, que el punto concreto del movimiento de salvación es el encuentro con Cristo. El camino de la salvación del mundo es el camino del Salvador. No existe otro. Hay que ver y decir esto con toda claridad, contra cualquier desviación atenuante. Tercera afirmación: el mensaje de este domingo se resume en una palabra: opción por la salvación en Cristo. Opción por la vida del más allá (poscomunión); la expresión amare coelestia (amar las cosas de arriba) es una oportunidad difícil, pero muy importante. En cuanto opción por la libertad ante a las pequeñas ataduras y puntos de vista: surge et sta in excelso (levántate y ponte en pie sobre la altura [comunión]); el elevado punto de mira determina el horizonte de la vida y el aire que respira el alma. En cuanto decisión de carácter y de conducta (evangelio: la hirsuta figura de Juan). En cuanto decisión ante la misión de Cristo: la salvación personal solo se realiza en la cristificación de la vida, entendida como unión personal con la figura y misión de Cristo (evangelio, oración). En cuanto opción por la gracia, que es don de Dios puesto en nosotros (oración); excita corda nostra (mueve nuestros corazones), en contraposición al excita potentiam tuam (mueve tu poder) del domingo pasado; que Dios abra el reducido coto cerrado de nuestro corazón y nos haga dignos de Él y de su misión. Por eso también en este domingo hay que juntar las manos, doblar las rodillas e inclinar el propio yo ante Dios, en gesto de adoración, para que haga realidad su salvación en nosotros y nos capacite para ser llamados y tocados por Él. Aquí se viene abajo toda la arrogancia moderna. Pero también va a desaparecer, sustituida por el calor de Dios y sanada por la bendición divina, toda la enorme miseria y soledad en que muchas veces nos sentimos a punto de quedar congelados. ADVIENTO: DOMINGO III Sobre las condiciones de la verdadera alegría

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¿Y qué es la alegría, la verdadera alegría? Los filósofos dicen que sería la satisfacción y elevación del espíritu sobre los bienes que tiene a su disposición. Esto puede ser cierto aplicado a ciertos fenómenos de la alegría, pero no es la alegría en cuanto tal. ¿Cómo debería yo, si no, llegar a una verdadera alegría en este momento y en esta situación? ¿Tiene pleno sentido andar filosofando sobre la alegría? ¿No es un artículo de lujo en esta vida, imposible de encontrar en los angostos espacios privados admitidos por el lenguaje de la guerra? ¡Y mucho menos en la celda de la cárcel, donde se vive oscilando en un permanente vaivén, con las manos esposadas, el corazón tenso hacia los vientos del deseo, y la cabeza llena de preocupaciones y preguntas...! Entonces tiene que sentir uno repetidamente en estas circunstancias que, de pronto, el corazón ya no es capaz de seguir comprendiendo la plenitud del torrente de vida y de dicha. Que de pronto, y sin que uno sepa por qué y sobre qué, se vuelven a enarbolar las banderas de la existencia y se hacen presentes las promesas con su fuerza de convicción. Alguna vez puede deberse a la necesidad de proteger la existencia, que se defiende contra toda violación depresiva. Pero no siempre es así. Muchas veces ha sido el presentimiento de la llegada de un buen mensaje (también esto puede su ceder en la vida austera de nuestros conventos). Muchas veces también llegó el amor ingenioso a descubrir un camino para llegar a nosotros con un regalo de bondad y en un tiempo en que esto no era frecuente. Pero eso no fue todo. Había y sigue habiendo horas en las que uno se siente consolado y elevado interiormente, en las que uno ve las cosas de manera tan real y desesperada como nunca y, sin embargo, no se deja invadir por el rencor, sino que le resulta fácil ponerlo todo en las manos del Señor. Esta es ahora la palabra decisiva. En la vida del hombre tiene la alegría mucho que ver con Dios. La criatura puede proporcionar alegría o ser ocasión de alegría para el hombre de múltiples maneras; pero el lograrlo depende de si el hombre es todavía un sujeto capaz de sentir la alegría y darse cuenta de ella. Esto, a su vez, depende de las relaciones que el hombre mantenga con Dios. Únicamente en Dios es capaz el hombre de la vitalidad plena. Sin Dios, el hombre es un enfermo crónico. Y esa enfermedad contamina también la alegría y la capacidad de vivir alegres. Por eso ha hecho el hombre tanto alboroto sobre su alegría mientras todavía tenía tiempo para hacerlo. Hasta que llegó un momento en que ya no pudo más. El mundo, convertido en cárcel, le acaparó tan intensamente que incluso la alegría quedó valorada y reducida a un medio de volver al compromiso por la lucha. Si el hombre pretende ser sujeto de la verdadera alegría, tiene que situarse en un orden concreto y en relación con Dios. También la capacidad para la verdadera alegría y la misma vitalidad plena en la alegría dependen de determinadas circunstancias de la vida humana, de determinados comportamientos ante Dios. Allí donde la vida no se entiende 59

como fundamentada y realizada en comunidad con Dios, todo se torna gris, triste y puro cálculo. ¿Cómo tenemos que vivir para ser capaces de la verdadera alegría? La pregunta debe hoy atraer nuestra atención más que en otros tiempos. El hombre debe tomar su alegría tan en serio como se toma a sí mismo. Y ha de tener en sí mismo, en su corazón y en su Dios la certeza de haber sido creado para la alegría, incluso en el tiempo de la noche y de la prueba. Es decir, para una vida plena y consciente de su propio sentido, segura de sus posibilidades, conocedora del camino de la plenitud en alianza con todos los buenos espíritus y fuerzas divinas, que se sabe bendecida, enviada y tocada interiormente por el mismo Dios. ¿Cómo tiene que vivir el hombre para que esta dicha brote en su corazón, resplandezca en su rostro y en sus ojos, ponga en sus manos un poder de transmitir felicidad y completarla? La liturgia de hoy, el domingo Gaudete, enumera cinco condiciones para la verdadera alegría y la capacitación para ella. La meditación reflexiva sobre estas cinco condiciones de la verdadera alegría es al mismo tempo un examen de conciencia y una meditación histórica sobre el origen de la falta de alegría en la vida moderna y sobre cómo pudo difundirse el sucedáneo de la alegría hasta el punto de que los hombres han llegado a denominar «alegría» lo que, como seres sanos, nunca se habrían atrevido a mirar ni a tocar. Quizá llegamos a presentir de nuevo cómo la vieron los grandes hombres, bien dotados para la alegría: qué peculiar aptitud tenían sus ojos para de descubrir en todas partes hontanares de alegría. El Himno al sol de Francisco de Asís no es una exageración lírica, sino la expresión creadora de una enorme libertad interior que le capacitó para preguntarle a todo acerca de su último sentido y descubrir en todo la misión que debe cumplir en el mundo. Las condiciones de la verdadera alegría no son las condiciones de la vida exterior; significan una íntima constitución y competencia del hombre que le permitirá al menos alguna vez conjeturar, incluso en las más adversas circunstancias, cuál es en realidad el sentido de la vida. 1 La primera condición previa para hacer posible la verdadera alegría es mencionada en la liturgia de hoy con palabras de Pablo: Gaudete in Domino... Dominus prope est (Gozaos en el Señor... El Señor está cerca). La devoción y la alegría están íntimamente relacionadas. La pregunta por la religiosidad y la alegre plenitud, o bien por el vacío sin alegría y por la aridez, tanto en 60

una época o cultura determinada como en una vida individual, son preguntas presentes ante la mirada del espíritu que reclama la totalidad relacionada. Y esto en un doble sentido. Primero, en el sentido del primer mandamiento: la vida está sometida al dominio y al orden del Eterno. Se trata en ella de valores y contenidos eternos. Dominus prope est (el Señor está cerca), y entonces esto tiene que significar que los hombres han interiorizado esto en su conciencia, no solo en su memoria y en el repertorio de las verdades que desean les recuerden periódicamente los predicadores. Así recibe el hombre la tensión en la que únicamente debe vivir como ser moral y eterno. Por eso la multiplicidad de realidades no es una multiplicidad caótica que llega al hombre a través de la variedad con que él proclama sus valores, sino un orden jerárquicamente estructurado. De este modo se libera el hombre de la codicia con que puede manifestarse un valor al hombre, provocando su captación. O por lo menos encuentra el hombre un sólido punto de vista desde donde puede organizar la defensa y el ataque. Con esto se ha mencionado también a los grandes asesinos de la alegría, a quienes la vida sin Dios les ha sometido. El hombre queda estrangulado por el absurdo universal que lo penetra todo y que se le impone como el resultado de su vida si renuncia a vivir la tensión entre lo temporal y lo eterno. El hombre cae en el confusionismo de una existencia absurda cuyos crepúsculos de decadencia ya no son penetrados por ningún rayo de sol. El hombre cae en la ruptura de la multiplicidad y la oposición de los diferentes valores si no existe un orden que le ponga el sabor de lo jerárquico en la lengua, en la mano y en el corazón. Finalmente, el hombre sucumbe a la barbarie del valor y del bien, respectivamente el más alto y el más bajo. Queda poseído, acosado, perseguido; ya no es ni hombre libre ni señor. Por medio de todo esto, el hombre se ve no solo situado ante determinadas experiencias fundamentales de la existencia, que cada cual tiene que superar, sino entregado a ellas. Ahí es donde experimenta sus propios límites. Siente la limitación de sí mismo, del mundo y de sus cosas, aunque las oscilaciones multicolores del espíritu y del deseo vayan mucho más allá de todo límite. El hombre abandonado a su propia suerte con la realidad de las cosas es incapaz de traspasar los límites y sucumbe a la impresión de hallarse en un mundo fracasado y, sobre todo, en compañía de unos hombres fracasados. El hombre corre siempre el peligro de quedar atascado en las duras experiencias que nos proporciona el destino, porque ya no es capaz de escuchar el mensaje interior de las cosas ni la íntima canción de los misterios. El mundo se le convierte fácilmente en puro desconsuelo; seguir viviendo en él no parece valer la pena, aunque no se vea solución alguna. O también pueden sorprender de repente todas estas vivencias separadas, siempre ocasión para echar una mirada de conjunto y presentar como banderín multicolor la invitación del cómodo carpe diem (aprovecha el momento presente). Comienza la gran decepción. Es la hora del alboroto de las masas, de las comilonas organizadas y de las fiestas multitudinarias. Hasta que, de pronto, tiembla la tierra, y los truenos subterráneos, que se pretendía conjurar por encontrarlos sin sentido, estallan con toda su potencia y llenan el 61

día con sus llamadas a juicio. Este es el camino de un pueblo, de una generación, de un hombre que avanza hacia el vacío del desierto, hacia la vida sin alegría. Y va a ser aún peor si se abandona a los hombres y a las cosas en esta situación. La creación se llena de desconfianza de unos para con otros, y la armonía de las esferas se hace añicos, en una orgía de crueldad y ansias de destrucción que cada criatura comienza a organizar contra la otra. Solo hay una cosa que pueda ayudarnos: escuchar la llamada de san Juan. La gran conversión transformará el desierto en un lugar sagrado para el hombre. Le abrirá nuevas perspectivas y rasgará los sellos de las antiguas fuentes. El hombre debe orientarse a Dios y no solo al sentido de su vida. Pero, en la medida en que la vida busca y recupera nuevamente su centro, va recuperando también su libertad y señorío, abre la mirada a la comprensión de la interdependencia de las cosas y su contenido, su tierra es fecundada por las corrientes de la misión, de la seguridad, de la perfección, corrientes que siguen soportando y dirigiendo el barco de la vida. Este es el primer sentido del gaudete in Domino. Lejos del Señor, todo se mustia. Necesitamos predicar constantemente estas verdades a la gente, porque este es el principal mensaje en la actualidad. Nosotros debemos saberlo y preceder con el ejemplo. Con esto hemos tocado el segundo sentido que la palabra tiene y significa. In Domino: el Señor nos debe encender y encenderá constantemente la luz no solo como un orden y una ley aceptada. Dominus prope est: el Dios de la cercanía personal. Las verdades teológicas sobre la providencia y gobierno, sobre la omnipresencia de Dios y sobre la inhabitación en nosotros por la gracia, necesitan hacerse posesión vivida de manera concreta. Así lograremos vivir a fondo todos los acontecimientos de los días ordinarios y festivos, de las horas luminosas u oscuras, en cuyo centro se oculta Dios como su última explicación. Su pregunta, su guía y dirección, su sanción, su juicio, su consuelo y ayuda: esta es la carga secreta y sagrada que ha encomendada a los sucesos con que nosotros nos encontramos. Los templos de Dios no están solo allí donde todavía se elevan las torres de las iglesias; los arcos de los templos se abren y crecen también en cualquier parte donde un corazón humano adora, donde se dobla la rodilla, donde el espíritu se abre, y el hombre adorador y enamorado se realiza en su más alta dimensión. Y, finalmente, que las más audaces expresiones de Agustín, de Eckhart y de todos los demás que saben y sospechan han de tomarse en serio y significan la pura realidad: que la vida de Dios se realiza dentro del hombre, en lo más íntimo de su interior. El hombre llega precisamente a ser él mismo allí donde se reconoce como el lugar en el que habita el Ser más alto y luminoso. Y tanto más volverá él a reencontrarse a sí mismo y su propio rostro y la fe en la propia dignidad, misión y posibilidades de la vida, cuanto mejor comprenda su propia vida como un chorro que brota del misterio de Dios. Así, lo negativo y amenazador queda superado y desenmascarado desde su mismo interior y, al mismo tiempo, debilitado en su nulidad. 62

Solo esta clase de hombres será capaz del gran aliento, y ni el mundo ni la vida les serán deudores de nada. Entregarán todo lo que en derecho tienen que dar, porque se les pide con la bondad soberana de la competencia divina de la que este hombre puede disponer. Volverá a sentir el resplandor eterno de las cosas y estará ante ellas con respeto y con cautela. Volverá a otorgar a las cosas ese brillo interior, porque su espíritu y su corazón, sus manos y sus obras poseen el don y la fuerza de la garantía creadora. Este hombre será el hombre de la gran alegría. De la gran alegría que vive y siente. Y que él da y enciende. ¡Gaudete! II Para poder penetrar en esta vida impermeable y alcanzar esta capacidad del gran aliento y la profunda alegría, es precisa la gran conversión, la gran transformación de la propia vida, resultado, al mismo tiempo, del propio esfuerzo y de la gran obra de liberación que Dios obrará en él, de manera que el hombre no quede bloqueado y encerrado en la autarquía y el aislamiento del orgullo. La cuestión es cómo puede el hombre lograr entrar en esa cercanía creadora de Dios que le permite vivir en cuanto hombre. La primera respuesta es esta. De nuevo la figura de Juan, el hombre del Adviento: confessus est et non negavit, quia non sum ego... Confesó y no negó: Yo no soy. El hombre debe proceder con absoluta claridad acerca de sí mismo y con absoluta sinceridad ante sí y ante los demás. Tiene que descender de los altos pedestales del orgullo a los que constantemente se encarama. Tiene que apearse de los altos caballos de la vanidad y de la falsa autocomplacencia, sobre los cuales presume durante cierto tiempo, dejándose llevar por ellos hasta que los caballos se espantan o emprenden espontáneamente el galope, arrojando al «señor» a la cuneta. O los que se manifiestan como miserables rocines a los que se les ha pasado el cepillo, dando brillo artificialmente y suavizando los efectos de la apariencia de la piel. La honrada sencillez personal, la conciencia de las limitaciones y responsabilidades, lo mismo que la objetiva comprensión de las aptitudes y posibilidades de que está dotado todo hombre son los primeros pasos para llegar a la verdad de la vida. «La Verdad os hará libres». Y ciertamente se trata de la libertad para toda la vida. El hombre suele estar iniciando nuevos sueños constantemente. Existe un sueño verdadero y creador: un rostro que llama al hombre a salir del cansino caminar de quien se siente esclavo de los usos y costumbres. ¡Ay de la juventud que ya no tiene historia ni deja que se llene de espíritu su vida cuando sopla el Espíritu Santo! Pero también abundan los falsos y locos sueños que oscurecen los límites de las posibilidades y realidades humanas y se los ocultan a la conciencia. El hombre entonces no puede ensanchar sus límites con una mirada honrada y un verdadero esfuerzo, sino que los traspasa. Pero los traspasos de fronteras a nivel de la existencia final son mortales.

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El hombre tendrá siempre a mano dos criterios para conocer si se deja llevar por un impulso verdadero o por un falso, orgulloso y loco fuego de artificio. Las dos posibilidades pueden distinguirse en la lectura de la figura de Juan: servicio y anuncio. Voz del que clama: es también la llamada hecha al hombre para que permanezca en la autenticidad de su naturaleza sin dejarse hinchar por el orgullo en su última competencia. Una persona verdaderamente sincera tiene que considerarse a sí misma como un «mandado» y entender la realidad como un encargo y una tarea. Los conceptos de auténtico servicio y auténtico compromiso pertenecen a la comprensión de la naturaleza del hombre. Quien permite que se vean socavados estos principios ha echado a perder su propia imagen y deformado el conocimiento de sí mismo. La manera concreta en que el hombre debe asumir sus compromisos de servicio es muy variada. También aquí puede volver, de manera oculta o patente, a los desplazamientos de los puntos cruciales y contaminar así este concepto puro. El segundo criterio orienta y ayuda: ipse est..., este es él: el anuncio, el testimonio, la gloria del Señor. Aquí se libera el hombre de todas las parálisis y se sitúa en una actitud de sinceridad y clarividencia. Se requiere un tenaz esfuerzo personal para darse a uno mismo constantemente ese empujón que le permita saltar por encima y más allá de sí mismo. Pero así logra el hombre también la apertura en la que debe permanecer, si aspira honradamente a las grandes realidades que el mismo representa. III La sinceridad con que el hombre debe permanecer fiel a su esencia conlleva un desprendimiento interior que impide al hombre convertirse en un habitante del nirvana, ni interesante para nadie ni interesado por nada. El desprendimiento le lleva, más bien, a superarse a sí mismo, realizando su esencial apertura hacia arriba como disponibilidad, servicio y alabanza. Con esta actitud de apertura logrará una gran libertad frente a la parálisis, la ceguera y el repliegue sobre sí mismo. El largo camino a recorrer hasta el encuentro auténtico del hombre con Dios y hasta el encuentro sincero y total consigo mismo hace pasar al hombre por encima de sí y consiste en un conjunto de acontecimientos íntimos que al principio no son distancias ni trayectos exteriormente mensurables, aunque de ordinario se necesiten acontecimientos fortuitos hasta que los ojos logren abrirse a toda la compleja realidad. Pertenece a la esencia del hombre tratar de superarse, si no quiere incurrir en una burguesía espiritual de sangre fría, molesto, torpe y comodón. ¿Se trata, entonces, de la gran gesta de superarse a sí mismo? Sí, pero de otra manera. No en forma de un orgullo degenerado y degradante, sino como la sincera consumación del ser alcanzada por uno mismo. La naturaleza humana está tan sólidamente fundada que es capaz de imprimir la marca de su fuerza y su estructura en las degeneraciones humanas. Es precisamente al cometer los errores más peligrosos - las 64

exhibiciones de orgullo ciego y autárquico, la pose de arrogancia y necedad vanidosa, el sueño del «superhombre», la convicción de que su destino esencial consiste en ser más que hombre - cuando el hombre más desea ser y seguir siendo hombre. Quien desea ser hombre excluye todo lo demás y no es consciente ya de las vulgaridades de cada día y las pequeñas cosas humanas, es un individuo destinado a vegetar pronto en calidad de infrahombre. Esta es la razón metafísica de la presente miseria humana en nuestro continente. También aquí hemos de ser sinceros con nosotros mismos. La gran libertad no puede obtenerse, ciertamente, sin una acción drástica, pero desde una actitud de cooperación, sin mostrarse desafiante o exigente en exceso. El fuego de Prometeo es una fábula: el fuego divino es lo bastante fuerte y eficaz en su acción para proteger lo que es suyo. No necesita el ridículo y cruel gesto de la venganza para manifestar y demostrar su fuerza y competencia. Dios no es vengativo. Dios solo es él mismo, y el que lo reconoce pone sobre sí una carga que le hace sucumbir. La aportación del hombre al proceso de su gran liberación para una vida plena consiste en una sincera modestia, apertura aceptada y disponibilidad, servicialidad desinteresada, auténtico anuncio y alabanza. Dondequiera que el hombre se pone en movimiento e inicia la marcha del Adviento, tendrá como recompensa también el gran encuentro, porque esa es la manera en que se realiza la liberación del hombre: Dios da la libertad a quienes hacen de su venida a este mundo una experiencia personal, en todo el consuelo y el apoyo que la experiencia comporta. Benedixisti terram tuam et avertisti captivitatem - excita potencian et ven¡ (derramaste tu bendición sobre la tierra y alejaste la cautividad - despierta tu poder y ven. Introito, oración, ofertorio, postcomunión): todas son afirmaciones que anuncian la intervención de Dios en favor de los hombres y desde los hombres. Pero en ellas se cumple el reconocimiento de una fundamental responsabilidad del hombre ante Dios y que debe ser realizado, ante todo, por el hombre. Esa responsabilidad consiste en que el hombre, frente a las últimas experiencias y cumplimientos, se encuentra en una impotencia de hecho. Esta impotencia es llamada en la liturgia «captivitas» (cautiverio, iniquitas - culpa). El hombre únicamente se hace apto para las últimas realizaciones de sí mismo mediante una especial intervención de Dios, que, saltando por encima del cautiverio, borra toda culpa y derrama su bendición. En este punto carece de todo interés la manera en que el hombre llega a ese estado. Lo único interesante, inquietante y estimulante es que el impotente en cogimiento de hombros del hombre moderno frente a estas preguntas últimas y posibilidades es correspondido por la Iglesia. Pero las consecuencias son distintas y saludables, mientras que la permanencia fáctica en la impotencia agrava la catástrofe, haciéndola aún peor y sin salida posible.

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El hombre tiene a menudo la impresión de que sus pies se enredan a cada paso en cualquier clase de espesura, de la que nunca puede salir. Para el espectador más cercano resulta obvio el hecho deprimente de que las fronteras del ser humano son más ásperas, angostas e impenetrables que las de la naturaleza. La liturgia denomina «cautiverio» a esta situación condicionada por la iniquidad, la culpa. Esta palabra se repite muchas veces, pero hay que haber sufrido directa y personalmente alguna vez el cautiverio para comprender su mensaje en nuestro interior. Hay que haber estado sentado alguna vez esposado y en un angosto zulo, haber visto en un rincón pendiente y desgarrada la bandera de la libertad en mil representaciones deprimentes. El corazón vuela lejos de esta visión, y el espíritu entra en una exaltación libre, pero solo para despertar a la definitiva realidad al próximo chirrido de la llave. Y comprender entonces: eres impotente. No tienes llave, tu puerta carece de cerradura interior, tu ventana está enrejada y es tan alta que ni siquiera puedes mirar afuera a través de ella. Si no viene nadie que te abra, vas a seguir encadenado, pobre y miserable. De nada valen todas las superaciones puramente espirituales: esta es una situación y una realidad; lo único que sirve de algo es reconocerlo. Sí, y en este estado se encuentra nuestra naturaleza humana. Es decir, que el hombre es tan pobre, tan inhábil para la vida y tan deleznable porque la liberación de Dios no se ha realizado en él. De la misma manera que yo sé que solo Dios puede soltar mis cadenas, abrirme la puerta (y lo hará), y que solo su viento creador puede hacer ondear nuevamente mi bandera, lo mismo sucede con el hombre. Pero necesita la recta comprensión en estas circunstancias de la llama da expectante del Dios liberador y de la abierta disposición de espera. Dios no impone a nadie por la fuerza su salvación. Esto hay que repetírselo al hombre de hoy: que el Señor está preparado y esperando ante la puerta; que todos los sucesos amargos no solo son un juicio, sino que tienen que ser considerados como serias llamadas de Dios a la puerta de nuestro espíritu y de nuestra libertad para que se entregue a él. Por nosotros mismos y con nuestro propio esfuerzo no podemos conseguir nada. El proverbio teológico según el cual el hombre no puede por sus propias fuerzas mantenerse ni siquiera en el nivel de las obligaciones del derecho natural, es la forma concisa y racional que expresa la miseria que nosotros vivimos y experimentamos. De nuevo se presenta al hombre la necesidad de presentarse y ofrecerse. Lo importante es que cambie cadenas por cadenas. Las llamadas de Dios son siempre creadoras, porque elevan la realidad llamada exactamente a su auténtica realidad. Por tanto, nuestra vida necesita de manera imprescindible, urgente e inmediata la repetida conversión y entrega a Dios para que su voluntad salvífica pueda ser operante, liberadora y creadora en nosotros. Hay que poner esto en práctica enseguida y repetirlo constantemente. El hombre occidental ya no tiene aliento. Y no se trata solo de la existencia personal, la salvación terrena y celestial de cada uno. Para toda la historia 66

venidera y para la gloria de Dios que la historia debe darle es determinante que el occidental vuelva a conquistar el espacio libre y el mar abierto. ¿Es aún necesario decir que aquí está también en juego la existencia y desarrollo de la aptitud para la alegría? ¿Es aún necesario decir que únicamente este hombre será capaz de contemplar y experimentar las realidades interiores? La libertad es el aliento de la vida. Estamos sentados en enmohecidos sótanos y angostos calabozos, y gemimos bajo restallados y destructores golpes del destino. Necesitamos al fin comenzar a no dar a las cosas ningún falso brillo, ninguna falsa dignidad, sino limitarnos simplemente a soportarlas en lo que son: una vida irredenta. Y el ruido de las cadenas, el temblor de los nervios y las dudas del corazón se transforman por sí mismos en una oración jaculatoria: Rorate coeli... Tenemos que incluir de manera más definitiva nuestro destino personal en esta situación de conjunto y pedir la libertad redentora de Dios. Entonces se ensancha el espacio, los pulmones se llenan otra vez de aire puro, y en el horizonte se perfilan de nuevo las promesas. La existencia llora y se lamenta todavía, pero en las voces roncas de los lamentos suena ya una tenue melodía de alegría, como expresión de un deseo y de un conocimiento. IV El hombre dotado de este conocimiento y de esta actitud se distingue del común de las cosas y sucesos. Se sitúa en una sana y saludable distancia. Pero no es una distancia fría, calculada y orientada hacia un objetivo, organización o mecanización, sino hacia la serenidad reflexiva que el hombre de la altura siente ante las cosas de abajo. A un hombre así no se le corta tan pronto la voz Nihil solliciti sitis: así se refiere la epístola a esta libertad que saca al hombre del ajetreo de la cacería un día ordinario y de las horas contadas o de la angustia temblorosa. La mirada penetra, la situación es conocida en su conjunto y ante todo: se conoce el único lugar donde se hacen las evaluaciones válidas y se toman las decisiones definitivas. Este lugar es el punto de encuentro de la saludable y creadora libertad de Dios con la libertad del hombre que busca y llama. Allí no desaparece la miseria; solo desaparece el dolor. No desaparece la carga, pero el corazón deja de estar encogido. Allí sigue vigente la tarea y la confirmación de la existencia, pero ya no en forma de una preocupación que atormenta. Innotescant apud Deum: el hombre conoce que el centro de su existencia gravita en Dios. Pablo nos recuerda aquí algunas de las actitudes fundamentales que constituyen la autenticidad del hombre. El que ama, por ejemplo, representa una de las formas primitivas y esenciales del hombre; y lo mismo se puede decir del hombre temeroso de Dios. Pablo añade aquí al hombre que da gracias, al que adora y al que suplica. El hombre que ha puesto el centro de su vida en la exacta relación existencial con Dios ha 67

llegado a la perfecta relación personal Yo-Tú con Él. Este hombre vuelve por primera vez a sí mismo, pues por primera vez es justo. Y mientras va consumando esta vida, van brotando o despertando de nuevo en él las aptitudes largo tiempo perdidas o atrofiadas. La sustancia se ensancha, los ojos se iluminan y mejoran su visión, y a pesar de todos los temblores y vacilaciones, él sigue más seguro y confiado. Sigue siendo un hombre que va por su camino, siempre en vilo y en apuros, en confirmación y prueba; pero él está siempre por encima de toda ordinariez. El alma recuerda otra vez nuevas canciones y escucha el murmullo de las fuentes interiores. El alma completa la penetración hasta la realización del in Domino. Y llegará alguna vez a cantar el viejo y jubiloso himno del encuentro feliz: Aleluya. V Todo esto es objetivo y llegará a ser realidad en la medida en que el hombre opte por una actitud de apertura y escucha. Pero sucede y sigue siendo un acontecimiento en la criatura: es la única actitud en la que el hombre puede soportar la realidad y la dicha de Dios. Esta actitud es dicha y resplandor suficiente para el que siente, conoce y cree. Y, sin embargo, tal actitud es un principio, garantía, conjetura, la primera respiración. La fórmula «cuanto mayor... y siempre más...» de lo definitivo reluce en todas las grietas de la criatura y mantiene la vida apremiante vitalidad. Así ensancha la vida sus horizontes exteriores y la hora de su más potente grito: nunca se extinguen las llamadas de las promesas. Esta maravillosa palabra de Isaías del verso de la comunión: «decid a los vacilantes», hablad a todas las criaturas y sanad con vuestro tacto y consuelo la profunda herida de su realidad. ¡Pobre la vida, y el mundo, y el pueblo que ya no tiene promesas! Esto significa, al mismo tiempo, que ya no les queda vitalidad ni brillo ni confianza ni valor ni dicha. La alegría muere. Las promesas de Dios permanecen sobre nosotros, más válidas que las estrellas y más efectivas que el sol. Con ellas deseamos curarnos y hacernos libres desde dentro. Ellas nos han rodeado y ampliado al mismo tiempo en nosotros el espacio vital hasta el infinito. Hasta la queja conserva aún su canción, y la necesidad su melodía, y la soledad su confianza. Pero ¿y la alegría, cuyo mensaje estamos esperando, en la que deseamos vernos iniciados y para la que queremos capacitarnos? ¿He escrito algo sobre la variada y estimulante alegría que puede invadir a un hombre con el lucir del sol, el movimiento de una corriente de agua, el abrirse de las flores o el encuentro con un auténtico ser humano? ¿He dicho algo de la excitación gozosa que puede significar para una persona el verdadero amor y el verdadero sufrimiento? ¿Cómo pueden el cielo y la tierra convertirse en motivos de mayor y más profunda alegría?

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No he dicho nada de eso. Pero sé muy bien de cuántas fuentes puede brotar la alegría del hombre, y que todas esas fuentes pueden también secarse. No se trataba de eso. Se trataba del viejo tema de mi vida: el hombre se cura con el orden de Dios y en la proximidad de Dios. Así vuelve a recuperar la capacidad de alegría y a vivir alegre. Lo que mi vida es y quiere significar, el compromiso que un día aceptó y en el que permanece, no es otro que establecer el orden de Dios, anunciar su presencia, enseñarla y transmitírsela a otros ADVIENTO: DOMINGO IV Triple cautiverio y liberación En el adviento de la oración sucede lo mismo que en el adviento de la vida: poco antes de que se descorran los velos y se ensanche sin límites la perspectiva, dejando a la vista toda la realidad, se concentran todas las esperanzas e incertidumbres en una carga pesada, en una vivencia de encubrimiento y de confusión. La vida conoce estas horas hoy más que nunca, la vida conoce su propia realidad. Pero al mismo tiempo la profundidad de la confianza, el apremio de la esperanza, la objetividad de la promesa se identifican en un mismo y gran impulso de victoria. El día va a vencer, la noche va a verse obligada a reconocer su impotencia, hasta degradarse en un bastidor diabólico e impotente o transformarse en un templo de la luz. El cuarto domingo de Adviento se juntan todos los encubrimientos y fingimientos y se manifiestan en una gran y definitiva comedia de la luz. Es la última amonestación conocedora de las cadenas y la desesperación; sin embargo, adivina ya ahora, experimenta y, más tarde, tendrá pruebas de las energías comunicativas y creadoras de la gracia. La triple ley de las cadenas La ley de la culpa. «Quod nostra peccata praepediunt» (oración): la salvación que todavía retardan nuestros pecados. Aquí queda aparcada toda la jerga del destino, etc., toda la pasividad de la desgracia y de una vida atormentada. El camino de la noche por el que tenemos que caminar ha quedado vinculado a las importantes decisiones de nuestro co razón. Debemos pensarlo en serio. Sirve para el desarrollo total, cuyo principio es la decisión para la noche de la arrogancia y del capricho. Y sirve para los mismos tiempos, épocas y generaciones para los que sirve la vieja ley: la suerte y la desgracia llevan siempre el mismo camino: errónea decisión del corazón, ceguera del espíritu, fatalismo de las manos para realizar una obra desastrosa y destructora. Y a la inversa: la conversión del corazón, la iluminación del examen de conciencia y la conversión, la bendición para una obra saludable y buena. Esto ayuda también a la vida personal. Los acontecimientos que nos envuelven tienen una doble trama. Primero es la causalidad histórica, la lógica interdependencia, un 69

fatalismo aparentemente inevitable. La otra interdependencia histórica ayuda a esclarecer el sentido de la prueba y la fidelidad, sirve para la purificación y santificación personal de una manera más intensa y definitiva. En este significado existencial y personal y en la libre voluntad reside la decisión sobre el valor o la carencia de significado de las vivencias y acontecimientos. Y aquí se concede a la libertad del hombre un poder sobre el destino. En este punto de la más íntima realidad de los hechos se abre siempre al hombre una puerta que comunica con el luminoso espacio del significado de las cosas. Y tan pronto como se hace comprensible el significado del destino, este pierde todo su poder. También el hombre tiene aquí poder para golpear la fría y cruel roca y hacer brotar de ella las aguas refrescantes y liberadoras. Hoy es absolutamente necesario encontrar y dar a conocer el significado de esta situación general. Nuestra vida se ha hecho increíblemente dura y peligrosa, en el sentido de que la dureza y la opresión que son normales en cualquier existencia han adquirido hoy unas proporciones desmesuradas. Una desgracia cruel y una salvación encadenada son sus causas. La liberación debe comenzar por la gran conversión, por la silenciosa transformación del corazón que, en el fecundo silencio y el auténtico cambio, junta todas sus fuerzas para dar en la noche el salto sobre la dura corteza del suelo helado de la maldición. La ley de la historia. No hay vida sin historia ni más allá de la historia, sea esta sagrada o profana. La historia es la manera en que se expresa la existencia de una criatura. Desarrollo, despliegue, decisión arbitraria o determinada por las corrientes de la misión interior: esos son los elementos que configuran el espacio existencial. Los intentos de existir más allá de la historia, de emigrar fuera de la historia concreta, o de reaccionar equivocadamente a la historia desde una falsa perspectiva, son simples tentaciones. La emigración y la reacción no figuran entre las categorías de la vida humana. Hic Rhodus, ¡Aquí está Rodas!: esto tiene valor coactivo. Todo lo demás es una escapatoria y atrae la maldición. El evangelio del cuatro domingo de Adviento relata historia. Enumera a los representantes del poder que determinaban la estructura histórica de un pequeño espacio en el que tenía que surgir la luz y anunciarse la salvación. Hay que revestir de recuerdos históricos los nombres que se citan para saber que lo que allí se anuncia es una hora históricamente sin salida. Una hora cerrada desde el trono del poder imperial hasta los centinelas del templo. El sacerdocio visible, corrompido y aferrado a una política de poder, de egoísmo familiar y de un árido espíritu de castas. Sin perspectiva: esa es la cadena con que la historia ata frecuentemente las manos de la salvación; desalienta los corazones clarividentes e intuitivos, hasta hacerlos temblar y vacilar y ponerlos en una situación de cómodo silencio y de renuncia por agotamiento.

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El hombre y el cristiano deben conocer su compromiso por la historia y con la historia. La falta de historia es falta de vida, es una existencia irreal. No es de la historia de lo que principalmente se trata; ahora bien, de lo que principalmente se trata es únicamente intrahistórico, a no ser que se viva en torno a un ídolo falaz que nos hace engañarnos y con el que pretendemos tranquilizarnos cómodamente. La ley de los misterios. Decía Goethe: si quieres pisar lo infinito, recorre lo finito en todas las direcciones. El viejo de Weimar anunció muchas experiencias auténticas. Pero no tenía mucho conocimiento personal de las causas metafísicas. Tradujo la Lógica panteísta de Spinoza en lenguaje lírico como si fuera una vivencia personal suya. A pesar de toda clase de libertad de vivencias y de alegría en las mismas frente a las últimas actitudes y valoraciones, muy pocas veces ha habido en este punto un dogmático tan sistemático y tan sin salida como Goethe. Su tensión con Schiller, por ejemplo, no era otra cosa que la impotencia de hacer coincidir a Kant con Spinoza. Esto es una anécdota. «Recorrer lo finito en todas las direcciones» no da ni descubre nada nuevo y humano, sino la sumisión a un apriorismo o el conocimiento y experiencia de los límites, de lo oculto, de lo inefable y del silencio: del misterio. Es justamente el camino a lo finito en todas las direcciones el asidero universal de que están dotados algunos espíritus superiores, el que hace conocer al hombre, que se mueve entre misterios, rodeado exteriormente de misterios e interiormente lleno de ellos. Al final quedan las preguntas y faltan las respuestas, quedan los signos y faltan los significados, quedan los acontecimientos y faltan sus mensajes. El hombre aplica muchos remedios para arrancarse esta espina del cuerpo del bienestar y de una existencia sin problemas. Pasa por alto las señales exteriores de la realidad y se embota en la rutina de la vida ordinaria. Hasta que los aludes de la vida le sacan de los espacios familiares y de los jardines bien cuidados, dejándole en la calle de la necesidad y la emigración. O cavila para dar con nuevas categorías que desearía imponer a la realidad. Son las categorías de la lógica, del co razón, de la coherencia o del absurdo. Lo intenta con el escepticismo o con un pesimismo heroico, con el progreso infinito y la fuerza de los puños. Finalmente, termina siempre teniendo que resignarse o imaginar algo nuevo, con lo que intenta juguetear durante una hora de la vida, sobre la seriedad de la situación y lo implacable de la pregunta sin respuesta. La vida transcurre en medio de complicaciones mucho mayores, en su conjunto, de lo que el hombre puede determinar y comprender. La vida arrastra cargas mucho más pesadas y cargamentos mucho más ricos de lo que el hombre puede por sí solo controlar, comprender y producir. Todo lo que el hombre desearía ver y tocar como última experiencia se le revela como penúltima, como un nuevo signo del mensaje, como nueva palabra del mensaje, como nueva pregunta, como nueva misión. Así, a pesar de toda vigilancia y esfuerzo previo, a los ojos humanos y ante las fuerzas humanas, la vida, en 71

definitiva, sigue siendo algo escondido, silencioso y mudo: un misterio, íntimo e incomprensible y muy incómodo en todo. La triple ley de la libertad Solo superándose a sí mismo puede el hombre llegar a ser él mismo. Solo más allá de sí mismo existen las fuerzas y poderes que necesita para ser él mismo y alcanzar la libertad que le es tan necesaria, para su realización, como el aire y la luz. Y, sin embargo, estas fuerzas y poderes solo suelen entrar en acción y ser eficaces mediante decisiones optadas por el hombre y dentro del hombre. La superación de la ley de la culpa. La ley de la culpa no encuentra la superación liberadora en el corazón del hombre que la cometió. La intuición y la transformación del corazón son una condición previa que el hombre tiene que cumplir para invocar y encontrar el poder capaz de liberar al hombre y que está más allá del hombre. Por eso la llamada del Adviento no es tampoco una llamada al corazón convertido y una invitación a liberarse. Excita potentiam tuam, per auxilium gratiae tuae (despierta tu poder con la ayuda de tu gracia): Dios está contra el pecado. Con el pecado sucede lo mismo que con las cadenas de las esposas: solo puede soltarlas el que tiene la llave. Pero de esa llave no dispone ni siquiera el deseo más ardiente de mi corazón. Con el pecado sucede lo mismo que con la puerta de mi celda: aunque tuviera yo la llave, no me serviría de nada, porque no tiene bocallave por dentro. Solo puede abrirse desde fuera. Dios está contra el pecado: como acusador y juez, si el hombre sigue aferrado a él. Pero como liberador y salvador, si el hombre se vuelve a Dios y se une a Él frente a la desgracia. Esto significa que ha llegado la hora de las grandes personas orantes que presenten a Dios nuestra necesidad y nuestra noche y, al mismo tiempo, se preocupen con toda la vitalidad de sus corazones de que el tiempo se haga un interior aliado de Dios. Es preciso que se eleve incansable la gran invocación a Dios. Hay que tomarle por la palabra. Él mismo ha formulado las leyes de la oración. Por ejemplo, en Mt 21,18ss; Le 17,5; 11,5ss y otros muchos pasajes cuyas palabras serán siempre actuales mientras el mundo exista. Hay una confianza que invoca a Dios y con la que a Él le agrada ser invocado. La realización de grandes acontecimientos, la realidad de algunos auténticos milagros, dependen únicamente de la gran misericordia que se atribuya a Dios. Él no hará siempre cosas espectaculares, aunque sean siempre posibles como pruebas de su poder. Pero puede, y lo hará, disponer con divina soberanía los detalles de la causalidad y la lógica intramundanas para que, al fin, el efecto se produzca. Quien tenga confianza no dudará del resultado; la manera de realizarlo se la deja a Dios. Y si uno ve superada su esperanza por las obras de Dios, quedará asombrado y sin palabra. Ha llegado la hora de los grandes rezadores. Esto no es una invitación a quedarse de brazos cruzados y renunciar a la acción y a la propia responsabilidad. Al contrario, existe la ley de las obras, que es mucho más dura: con esto ha llegado la hora de la acción pura 72

y bendecida desde dentro. La regla de san Ignacio - interiora sunt...: lo interior es aquello con lo que se deben llenar y lograr los resultados exteriores y de lo que estos reciben toda su eficacia - es la regla de la hora actual. Más que nunca puede defenderse la convicción de que la acción, la entrega y el éxito deben desplegarse en forma de oración. No hay motivos de desaliento ni de renuncia ni de turbación; es la hora de la confianza y de las llamadas sin descanso. Podemos unirnos a Dios contra nuestra desgracia. Tomar en serio esta palabra. Fiat misericordia tua super nos, quemadmodum speravimus in te (venga tu misericordia sobre nosotros, según lo hemos esperado de ti). Esa es la medida con la que mide Dios. Su cercanía es tan densa como sincero es nuestro deseo; su misericordia es tan grande como seria es nuestra llamada; su liberación está tan cerca y efectiva como inquebrantada e inquebrantable es nuestra fe en Él y en su venida. ¡Esto es así! La liberación de la ley de la historia. No hay más que uno realmente más allá de la historia y sujeto capaz de toda la vida: el Espíritu, el Dios todopoderoso, el Señor de toda la historia. Por eso la gran liberación no consiste en salirse de la historia, sino en la alianza con Dios dentro de la historia y para cumplimiento de la misma. Para experimentarlo hay que leer una vez más el evangelio. Cuando los hombres, estos y aquellos, se erigían en representantes de la ley en una hora histórica, y cuando la historia se presentaba vacía de perspectivas y de espíritu incluso dentro del santuario del Señor, vino la voz del Señor sobre Juan. ¿Cuál fue el resultado? Se oye la voz, el pueblo se pone en movimiento, las aguas del Jordán se convierten en baño de liberación. Se anuncia el gran cambio, se hace a la vida una increíble promesa. Lo estrecho se ensancha, se abren de par en par las ventanas para dejar a la vista un amplio y lejano horizonte. Esto significa que todo va bien. La confirmación en la historia de dos cosas: el aislamiento, retirada a la soledad lejana del desierto, y el regreso a las callejuelas de la vida. Pero retirada al desierto no como a un lugar de huida con un valor propio, sino como lugar de equipamiento, de espera, de preparación, de atenta escucha del mensaje de la palabra. Estas son las leyes de de la confirmación en la historia: rearme para el cumplimiento de la misión, atención y estado de vigilancia ante la palabra, confianza y confesión valiente. Todo ello en esta hora histórica, no en la que a uno le gustaría determinar o soñar. Aquí es válida la ley de la devoción desarrollada en dirección de lo visible y audible. De eso se trata. Y allí donde se invoca la historia con esta ley, es la ley misma la que es llevada a 73

juicio y recibe el mandato de regresar al orden de toda la creación: la gloria del Señor. Pero aquí la ley está sometida a la cárcel y a las cadenas. La palabra de Dios no está encadenada ni siquiera cuando todos los valores humanos yacen bajo las cadenas del miedo y de la angustia, del desaliento y el cansancio y del afán de compromiso. ¡Preparad el camino!: una consigna para la historia. La historia se mostrará siempre fiel a esta palabra, porque siente a su Señor y lleva en sí misma la tendencia a permanecer fiel a sus verdaderos orígenes. La superación de la ley de los misterios. El mensaje del domingo cuarto de Adviento suelta también esta atormentadora cadena. Y lo hace de tres maneras: Nos obliga al reconocimiento. Así es nuestra vida: dispensatores mysteriorum, administradores de los misterios. Esta es la confirmación del hombre para comprender y conservar los misterios. Esta es una parte de la devoción auténtica, la que comprende el misterio del Deus semper maior (Dios siempre nos excede) y lo toma en serio incluso cuando empieza con la aspereza incomprensible de un angustioso día de semana. Anuncia la consagración. Que todas las cosas están consagradas y son especiales misterios, debido a la cercanía de Dios y a la intimidad con Dios en la existencia. Los tiempos y las cosas llevan la carga de las bendiciones divinas. Y ello como una realidad gratuita, a la vez que como un realzado símbolo del Todo. Dispensatores: conservar y manifestar. Otra vez la misión. La noche aceptada tiene que transformarse en luz, la historia aceptada escucha el mensaje del Redentor. Quoadusque veniat (hasta que llegue). Todo es un esperar, un mirar y un venir del Señor. Dominus est: ¡es el Señor! Para conocer la intimidad de Dios y la seguridad de la vida en Dios. Aquí se evoca la extraordinaria virtud de la perseverancia. La perseverancia tocada por el Señor. Y, debido a ese contacto, el hombre se frota los ojos para alejar el sueño y permanecer en vela. Quoadusque: continuar por el camino y permanecer vigilante es la ley de una vida liberada y realizada. A Dios pertenecen el día y la noche, las cadenas y la libertad, el calabozo y el ancho mundo. En todo esto tiene que cumplirse el gran significado del encuentro con Dios. Basta con exigir a todas las cosas su último sentido y que cada uno se cuestione a sí mismo hasta el final. La pregunta se manifiesta como pregunta sobre Dios, a la vez que como pregunta de Dios. Anunciar toda respuesta hasta el final. Esta se manifiesta como mensaje y anuncio del mismo Dios. Aguantar cada noche hasta media noche. Esta se manifiesta como «Noche Sagrada», Navidad, de la llegada de Dios. Los que lo saben, los vigilantes y los que claman, los que conocen las cosas de Dios y su orden, los que le esperan vigilantes y le invocan sin cansancio: todos convertirán sus cadenas en sacramento de libertad. VIGILIA DE NAVIDAD

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Sobre el bendito lastre de Dios La fiesta de Navidad ha estado siempre expuesta a muchos malentendidos. Costumbres superficiales, intimidad familiar, idílicos juegos en torno al pesebre, etc. han desplazado la atención del increíble acontecimiento que representa esta fiesta. Este año son las tentaciones del idilio sustancialmente menores. La dureza y frialdad de la vida nos ha envuelto en una energía insospechada en otros tiempos. Y algunos a quienes su propia vivienda no puede proporcionarles ni siquiera la protección contra el frío que reinaba en el establo de Belén se olvida de todos los idilios de la mula y el buey y quizá se pregunta qué es lo que realmente sucedió. ¿Es ahora el mundo más bello?, ¿son mejores las condiciones de la vida porque pasó la Navidad, porque los ángeles han cantado su Gloria libremente ante todo el mundo, porque los pastores se admiraban y fueron corriendo a adorar, porque el rey se asustó e hizo asesinar a los niños? Sí, la pregunta ya no tiene ciertamente sentido. Porque esa dureza y esos asesinatos sucedieron únicamente porque era Navidad. Y, sin embargo, pocas veces repetiremos en nuestra oración una palabra de manera tan sincera y tan sentida como la palabra respirare al final de la misa de la vigilia: Señor, permítenos respirar. Respirar porque se han caído las piedras de nuestro corazón, porque la vida vuelve a tener sentido, porque los horizontes están nuevamente despejados, porque la opción vuelve a ser razonable, porque la relativa seguridad de que puede gozar normalmente la vida ya no puede ser engullida por una inseguridad que ha superado todos los límites de lo normal. Respirare! Sinceramente, también a mí me gustaría hacerlo pronto. He rezado de todo corazón el citius liberentur (que sean liberados pronto) de la misa de ayer. Cada mañana necesito rearmarme para el día, y cada tarde para la noche; y entretanto, con frecuencia me pongo de rodillas o me siento un rato ante mi silencioso santuario y discuto con «Él» la situación en me encuentro. Sin este contacto permanente con «Él» no habría sido yo capaz de soportar los acontecimientos y la situación. La pregunta que se aplica al mundo en general se me aplica también a mí personal y concretamente en esta fiesta de la Navidad: ¿cambia algo por el hecho de celebrar el Sacramento en esta estrecha celda, donde pronuncio las oraciones, fluyen las lágrimas y conozco a Dios, en quien creo y al que invoco conscientemente? ¿Qué cambio produce todo esto? A una hora determinada, chirrían las llaves en la cerradura, y las manos quedan sujetas en las esposas, para más tarde, a una hora también determinada, volver a soltarse. Y así pasan los días uno tras otro, y siempre igual para nosotros. ¿Dónde está ese respirare posibilitado en el misterio de Dios? Y luego el esperar sentado la salvación de Dios. ¿Cuánto tiempo? ¿Y con qué fin? Hay que celebrar ciertamente la Navidad con un gran realismo; de lo contrario, el 75

corazón espera cambios cuyo fundamento no comprende la razón. Y el día de la más reconfortante de todas las fiestas puede convertirse justamente hoy en una amarga decepción y un agotamiento paralizante. La misa de la vigilia de Navidad nos introduce en una triple sobriedad de la espera y de la reflexión objetiva: El Dios cuya llegada celebramos, sigue siendo el Dios de las promesas En el introito pedimos: hodie scietis, mane videbitis (hoy sabréis, mañana veréis). Esto se refiere, ante todo, a la proximidad de la fiesta, a la relación entre vigilia y fiesta. Pero se refiere también a una situación permanente, a un fundamental estado de nuestra existencia. Ciertamente, una de las tensiones connaturales y atormentadoras de nuestra existencia es esta: que el hombre ha conocido y sabe muchas cosas y, sin embargo, no sabe encontrar un albergue. ¡Cómo le gustaría al hombre contemplar sin cansarse todo eso que sabe, tenerlo por definitivo y establecer allí su hogar definitivamente! Pero siempre le asalta la sospecha, que a menudo se troca en presentimiento desagradable, de que el camino aún no ha llegado a su término. La realidad que uno justamente posee, que ha comprendido y sujetado, se manifiesta invariablemente, a la larga, como la señal de alguien que está detrás de esa realidad y llama por medio de ese signo. El hombre debe seguir adelante, tiene que peregrinar al precio de su vida. Una parada prematura significaría también su muerte, su ruina metafísica y religiosa. Este «mañana veréis» disipa en nosotros esta inquietud creadora y saludable, a la que agradecemos todo cuanto es auténtico y plenamente vital ¡Pero a qué precio! Hambre y sed de justicia, llama el Señor a este estado de cosas. Hay que haber vivido la experiencia de pasar los días contando las horas que faltan para recibir el próximo rebojo de pan para poder comprender el sentido de estas palabras y cuál es la tensión que se exige al hombre y que es superior a sus fuerzas. El relajamiento de esta tensión - renuncia, embotamiento, resignación, insensibilización, parálisis de los órganos, pérdida de los nervios del espíritu, agotamiento y hastío de la vida - es ciertamente una de las heridas mortales por las que se desangra el hombre de hoy. El alejamiento del arco de tensiones que ponía a prueba los nervios bajo la coacción de su ley, puede el hombre haberla sentido inicialmente como un alivio, como la liberación de un peso agobiante. Pero, a la larga, no puede negarse a reconocer que las cargas son parte de las condiciones permanentes y los presupuestos de la vida. Ahora se va a repetir el mismo motivo a las puertas del misterio de Navidad, en el que desearíamos entrar como en el paraíso recuperado: scietis, oiréis el mensaje; videbitis, tenéis que dirigiros a su encuentro y su cumplimiento comprobable. Otra vez estamos frente a la vieja tensión, ante la ley del arco que solo puede prolongarse en forma de 76

bóveda si los pilares soportan el peso. El hombre tiene que pensar que celebramos la fiesta de la Encarnación de Dios, pero no celebramos todavía la fiesta de la relativa divinización del hombre. Esta comienza, pero solo en el ámbito humano y en el acontecer temporal. Así lo subraya insistentemente la epístola: secundum carnem, ex semine David (según la carne, de la estirpe de David): así tiene que entenderlo el hombre. Se trata de la incomprensible realidad de la intervención de Dios en la historia de los hombres. De su entrada en nuestra ley, en nuestro mundo, en nuestra existencia. No solo como si fuera uno de nosotros, sino siéndolo en realidad. Esto es lo apasionante e inexplicable de este acontecimiento. La historia se convierte ahora también en la manera de existir del Hijo, y el destino histórico se hace su propio destino. Se le pudo ver en nuestras calles. Podemos encontrarlo en los sótanos más lúgubres y en las solitarias cárceles de la vida. Esta es también la primera bendición y santificación de la cruz: que se le puede ver a Él allí abajo. Con ello, y al mismo tiempo, la segunda: todos los que gimen bajo la misma cruz lo notan cuando unos nuevos y vigorosos hombros se meten debajo de la cruz y se convierten en cireneos. Debe citarse también la tercera: desde la Noche Buena se ha convertido la vida humano-divina en la forma primitiva de existencia conforme a la cual quiere Dios configurar toda vida que no opone resistencia. La fuerza necesaria para controlar la vida crece con el torrente de la vida divina que penetra en la existencia humana y en la comunidad de destino a la que Cristo se asoció. Nos hacemos más adultos en la vida, más expertos y más mensajeros de vida si nos abrimos a las consignas de esta noche que se acerca. Peregrinemos, viajemos, no tengamos miedo a las calles y a los sustos de la vida: en nosotros ha nacido algo nuevo; no queremos cansarnos de creer en la estrella de las promesas ni de unir nuestra voz a la de los ángeles que cantan su Gloria, aunque a veces nuestra voz salga mezclada con las lágrimas. Nuestra situación de miseria ha cambiado, porque nos hemos resignado a ella. El Dios del encuentro en Navidad sigue siendo el Dios exigente La imagen de Dios del tiempo de Navidad está expuesta a muchos malentendidos. El hombre se queda aquí en las apariencias puramente exteriores y, con harta frecuencia, no siente absolutamente nada de la apremiante excitación y el misterio ciertamente estremecedor que nos conmueven en el nacimiento del Niño Dios. Para la raza humana en general y para cada individuo en particular es ciertamente un gran motivo de consuelo. Desde entonces, tiene el hombre mayor derecho a presentarse confiado y presentar sus súplicas ante el trono de la gracia. Dios está de nuestra parte. Pero esto no significa en modo alguno que Dios se haya destronado a sí mismo. Como tampoco significó, hace poco, que el destino del hombre se haya convertido ahora 77

en una pradera sonriente y en un camino de rosas. Este eclipse de los rasgos de la divinidad en el rostro del Niño, y más tarde en el Jesús adulto, la disolución y atenuación de esos rasgos en la expresión de idilios encantadores en los cuentos infantiles de Navidad, y más tarde en el intento de reducir a Cristo a la simple figura del hombre honrado de los buenos ejemplos y los piadosos consejos: todo eso forma el serio complejo de causas que han vaciado de sí mismo el concepto de Dios y lo han encadenado hoy en Occidente. Era y sigue siendo el Dios hecho hombre, el Dios que, también en cuanto hombre, es siempre frente al hombre el Señor de todo lo creado y lo creable. En gesto de respeto y adoración ante Él, debe el hombre llegar al encuentro de sí mismo, porque solo por sí mismo se desvía de la realidad última. Solo allí, ante él, puede el hombre realizarse. La vigilia anuncia de dos maneras esa cautelosa conducta con que el hombre debe penetrar en el santuario de la fiesta. En la epístola habla Pablo de su relación con Cristo: ad oboediendurn fidei in omnibus gentibus (para obedecer a la fe en todas las naciones). Prescindiendo de la exageración paulina, queda aquí de manifiesto la ley según la cual todo encuentro con Dios equivale a una alocución exigente y a una misión de la criatura interpelada. Quien se adentra en el área del aliento vital de Dios queda dentro también dentro del área de su ley de vida. Y esto significa para la criatura interpelada que, cuanto más cerca está de Dios, tanto más obligada está a seguir el impulso de ese aliento y la añoranza de una patria. La cercanía de Dios es una cercanía de búsqueda, y quien tiene experiencia de esta cercanía se ve arrastrado por el impulso infatigable con que Dios apremia al hombre. Y en esta bendita impaciencia tiene además una señal de lo mucho que se ha adentrado en el conocimiento del auténtico misterio existente entre Dios y el hombre. No hay allí ningún tipo de egoísmo sagrado; únicamente la ley humana del caminar, que se transformará en el destino de la misión. Por segunda vez la liturgia de la Vigilia rescata al Dios hecho niño del peligro de ser minimizado y considerado como una bonita figura de nacimiento, al ponerlo como llama da de atención a la nueva e insospechada relación entre la criatura y Dios. En la oración se recuerda de repente y de manera inesperada que el Niño, cuya venida celebramos con regocijo, es también el que vendrá como juez de nuestras vidas. Los sonrientes ojos de este Niño adquirirán un día la adulta seriedad de quien cuestiona y juzga. La capacidad cada vez mayor de vida que proporciona el escuchar esta advertencia, el aguzado sentido de responsabilidad, no nos abandonan una vez concluida la Navidad, con tal de que hayamos celebrado la vigilia con el espíritu apropiado.

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Ese Niño es ya hoy el juez del mundo. ¿Cuántos de los modelos que presenta hoy el hombre pueden honradamente presentarse ante el pesebre? La mayoría no desea hacerlo, ciertamente. La angosta y pequeña puerta no permite entrar a nadie a lomos de caballo. Son los pastores sanos y sencillos los que encuentran el camino. Los reyes Magos llamados por la estrella. Pero la soberbia de Jerusalén tiembla de miedo ante el Niño. ¡Cuántas cosas de las que nosotros vivimos no tienen consistencia ante este Niño...! ¡Y qué distinta sería la vida personal y colectiva si pensáramos que a la vida le ha llegado su gran hora en el momento en que Dios se hizo un hombre, un niño...! No seríamos tan exigentes, violentos y codiciosos unos con otros. Los niños no producen heridas con sus golpes. Pero nosotros deseábamos ser grandes y poderosos, adultos y suficientes: el resultado somos nosotros y la montaña de escombros que nos queda. Todas las horas de su vida con las que nos ha salvado y liberado, desde las horas de niño hasta la hora del Gólgota, son otros tantos juicios sobre nuestra manera de vivir. Por eso estamos tan golpeados, esclavizados y miserables. Y por eso es también su última hora la hora de la resurrección, la vuelta victoriosa a la casa del Padre. Pero nuestra vida está en tal situación sin salida. Necesitamos tomar al Niño muy en serio. El Dios causa de nuestra alegría es también el Dios de la prueba Un argumento suficiente por sí mismo es la vigencia de la ley de las promesas y la ley de las exigencias. Y el hecho de que el Señor nos obligue a obedecer el mensaje, a percibir serenamente la palabra sobre la que necesitamos edificar nuestra vida, no sirve sino para agravar más aún esta carga. Pero eso no es todavía el final. Por encima de todo ello, que no son más que leyes y normas de la vida, permanece también lo otro: la providencia y guía personal con que Dios interviene en la vida de cada uno y que tantas veces parece abandonarla a su suerte bajo el peso de la cruz que Él impone. Hay que leer alguna vez el evangelio de la vigilia de Navidad de manera humana. Es decir, entenderlo como un relato de la vida de María. Conocemos desde siempre el resultado: solución por la liberación. Sin embargo, eran horas y días que había que soportar. José veía cuestionada su fe en una persona. ¡Pero para María...! Ella se había puesto en las manos de Dios. Su «sí» fue una respuesta absolutamente incondicionada. La palabra vino sobre ella de una manera tan eminente como nunca volvería a venir sobre ninguna otra criatura. Y Dios guardó silencio. María vio los ojos de su esposo hechos pregunta. Ella sufrió la tortura de un corazón fiel, juntamente con el dolor y la decepción del justo. Dios la dejó al principio sola en estas horas, bajo esta carga. Meditarlo humanamente. Es el mismo destino que se repite en nosotros. Hemos oído las promesas, hemos creído el mensaje, hemos sentido la misión... y de repente nos sentimos colgados del destino. Esto sucede así en la vida humana. ¿También en la vida cristiana? ¿No debería 79

suceder en ella de otra manera totalmente distinta y en toda circunstancia? Pero es así. Ciertamente, estas son las horas estelares en que se pone a prueba la grandeza o banalidad de nuestra vida de cre yentes: fidelidad a la palabra, perseverancia firme sin cansancio ni miedo contra el testimonio de las piedras con que tropiezan nuestros pies, contra el testimonio de los látigos que nos abren heridas, contra el testimonio de las cadenas que nos retienen. Esta es la gran respuesta que un hombre puede dar a Dios y también la respuesta que Dios formulará a cada hombre. A todos. No quedará indultado ninguno de los que tienen obligación de permanecer vigilantes y adultos ante Dios, el Señor. Dios formula hoy esta pregunta de cien maneras. Ojalá seamos capaces de dar esta respuesta. La virtud de la perseverancia exige tensión. Pero por ella empieza el hombre a hacerse capaz de Dios. Además, le abre los ojos a la verdadera realidad de Dios. Allí donde hay hombres que lo intentan sinceramente, allí recobra el mundo un rostro nuevo. Desaparecen los rasgos petrificados de las leyes de la causalidad intramundana, de la interrelación lógica y de la fuerza del destino. La faz del mundo y de la vida se hace más maternal y paternal. Comienza el misterio de los mil y un pequeños detalles con que Dios rodea a los hombres. Las cosas y el estado de las mismas siguen seguras su curso; y, sin embargo, se cumple en ellas y en su callada convergencia hacia un resultado nuevo la paternal providencia con que Dios vela por quienes han ido dando respuestas de creciente madurez a sus preguntas. El hombre comprende al fin que la marcha del mundo ya no presenta un solo aspecto universal ni una sola validez universal, sino que las cosas son más ricas en significados y en valores. En el diálogo personal entre Dios y el hombre, la forma más perfecta de la vida humana, ocupan los acontecimientos otro puesto muy distinto del que suelen tener en la escala de valores. En ambas cosas hay una justificada razón: unos solo perciben en ellas una banalidad ordinaria, mientras que para otros el mismo acontecimiento es una prueba de misericordia y providencia. Respirare En este punto, hemos llegado a la cumbre, donde respirar - tomar aliento - es algo que sucede, que puede suceder y tiene que suceder. El mundo se ha detenido en su carrera, pero se ha convertido en la barca del Señor, que no sucumbirá ante ninguna tormenta será hundida por oleaje alguno. La vida sigue con sus leyes y tensiones. Dios se ha subordinado y ha ocupado su puesto en esta tensión. Él ayuda a soportarla y eleva el potencial de energía y habilidad de toda la humanidad. Pero, como consecuencia final, el hombre ya no está solo. El monólogo no fue nunca la forma de vida humana saludable y feliz. La forma de vida auténtica y verdadera del hombre es el diálogo. Toda forma de monotendencia procede del mal. Pero el hecho de que la superación de las tensiones de la existencia y de las cruces de Dios llame ahora al 80

hombre al diálogo con Dios es un hecho que supera la más grave enfermedad humana: la soledad real y definitiva. Ya no quedan más noches sin luz, ni más celdas de prisión sin diálogo sincero; ya no hay senderos solitarios de montaña ni peligrosos caminos sobre el precipicio sin acompañamiento ni guía. Dios está con nosotros: así estaba prometido, y por ello hemos llorado y suplicado. Y así se ha convertido realmente en algo connatural a la existencia: todo lo contrario, más completo y, al mismo tiempo, más fácil de lo que imaginábamos. No se deben eludir las cruces de Dios, porque son también el camino de sus bendiciones. Quien guarda fidelidad a la vida áspera y dura verá cómo se abren ante él las interiores fuentes de la realidad, y el mundo ya no permanecerá mudo para él en otro sentido del que podía sospechar. Los hilos de plata del misterio de Dios en todo lo real comienzan a resplandecer y a cantar. La carga ha quedado bendecida, porque se la consideró y llevó como la cruz de Dios. Dios se hace hombre. Pero el hombre no se hace Dios. El orden humano sigue y sigue obligando. Pero está consagrado. El hombre es más y se ha hecho más poderoso. Confiemos en la vida, porque esta noche se vio obligada a traernos la luz. Confiemos en la vida, porque no tenemos que vivirla solos: Dios está con nosotros. FIGURAS DE NAVIDAD Lo que separa a nuestros hombres de Dios La vida con Dios y en Dios tiene sus propias leyes, las cuales no pueden leerse fácilmente en los titulares de primera plana de los periódicos. Las condiciones previas para su realización están resumidas de manera clara y lapidaria en el Decálogo. Pero solo con su cumplimiento se empiezan a tejer los íntimos hilos de comunicación entre el Tú personal de Dios y el personal Yo de la criatura. Todo este espacio interior de las relaciones divino-humanas tiene su propia arquitectura. La fórmula fundamental es cosa de Dios. Él, en su libertad, viene constantemente al encuentro del hombre de nuevas formas y por nuevos caminos. Una de las cualidades más reales y nobles del espíritu humano es su posibilidad de indagar los misterios de Dios y descubrirlos en espíritu de respeto y adoración. La manera más fácil y clara de descubrir las huellas del Dios misericordioso y siempre inclinado hacia nosotros, del Dios que llama y pide, que busca y anuncia, la encontramos en la investigación de la vida de esos hombres cuya existencia es agradable a los ojos de Dios. Pero aquí, ciertamente, no se trata tan solo de la providencia establecida por Dios en sus relaciones con los hombres. Si solo se tratara de eso, ocuparse de esta pregunta sería 81

únicamente, a pesar de toda la grandeza y santidad del te ma, el intento de satisfacer una santa y ordenada curiosidad. Para los hombres se trata aquí de algo más. Se trata de las condiciones previas que todo hombre tiene que cumplir en su vida para que pueda tenderse el arco del encuentro y para que pueda iniciarse el diálogo liberador y creador. Tiene que permanecer válidamente en pie todo lo que necesita seguir así sobre la libertad divina y su designio sobre el hombre. Que siga intacto el orden de la divina gracia, de la presciencia divina y la providencia, de la benevolencia de los actos, afirmaciones y decisiones en la vida que abren al hombre el acceso a Dios. Y, sin embargo, en medio de todo esto queda un espacio abierto a la libertad y la responsabilidad humanas. Ese espacio es el que nos interesa. Aquí la pregunta de la curiosidad piadosa se hace pregunta existencial sobre los misterios del éxito o el fracaso de la propia vida. Porque ¿qué razón hay para que la predicación más perfecta y clara interese a unos y no a otros? ¿Por qué hay generaciones y épocas enteras que están estructuradas sencillamente lejos del alcance de la palabra de Dios? ¿Por qué hay hombres y tiempos completamente insensibles al mayor de los prodigios, a las pruebas convincentes de dirección y ayuda, a la penitencia más impresionante y al juicio más inexorable? Es claro a primera vista que no se trata aquí tan solo de una interesante pregunta de la pastoral o de la psicología; se trata de una pregunta por el destino de nuestra vida actual. Porque todo depende de si nuestros hombres se acogen otra vez al juicio y la gracia de Dios o si seguimos bailando la macabra danza de la muerte hasta el amargo final. La pregunta de esta reflexión no significa nada más que esto: ¿qué conductas tienen que inspirar la educación del hombre, por qué orden y leyes existenciales debe optar el hombre para que pueda tener lugar de nuevo su encuentro con Dios? Porque nuestra vida se ha hecho atea, en el sentido de vacía: Dios ya no está con nosotros; y en el sentido de comportamiento: se prescinde de Dios, se le niega, se rechaza cualquier pretensión suya sobre la vida. Ya no somos partícipes de Dios; ya no estamos en el círculo de su amistad ni nos sentimos necesitados de él; pero es que, además, ya no somos capaces de él. Son las frases más duras que se pueden decir sobre nuestra vida. Pero es la pura realidad. No hay que demostrar la veracidad de estas afirmaciones, porque cada nuevo día se encarga de hacerlo. Tampoco es cuestión de dolerse y lamentar la realidad expresada en esas frases. Bajo la ley que esta realidad ha impuesto a nuestra vida se ha convertido la tierra, poco a poco, en un espectáculo deplorable, en un estridente lamento, en ruinas de piedras y cascotes, en ruinas de carne y sangre. El problema actual consiste en salir de esta miseria interior y sellar así las fuentes interiores que brotan al exterior en forma de miseria. 82

Navidad es el misterio del encuentro. Esto es así en la teoría y en la práctica. Los hombres que se integraron en la corriente vital de este encuentro, o fueron llamados o arrastrados por ella, pueden muy bien señalarnos y hacernos ver las condiciones humanas necesarias para que el hombre se haga nuevamente digno de que Dios le llame y le dirija su palabra. Por eso toda la cuestión se reduce a esto: hacerse otra vez dignos de la llamada y de la palabra de Dios, hacerse otra vez capaces de Dios. Tres tipos de hombres vienen a nuestro encuentro en el misterio de la Navidad: los que son llamados a la realización histórica del misterio; los que rodean la renovación litúrgica del misterio; y, además, el silencioso y al mismo tiempo clamoroso grupo de los ausentes, porque también los puestos vacíos tienen su palabra y anuncian su mensaje. Personajes en torno al pesebre Son las viejas y venerables figuras que se hallan de pie en torno al pesebre o que recorren el camino hacia el establo. Así encuentran también el camino del misterio de la vida y del mundo. María, José, los ángeles, los pastores, los magos: este es el pueblo reunido en torno al Niño. Que ellos nos hablen, y nosotros escuchemos su mensaje y su crítica sobre nuestra vida. María. No se trata de la figura de Santa María en cuanto tal, alabada de múltiples formas y digna siempre de alabanza. Sería una falta de respeto pretender mencionarla solo de paso en una frase secundaria. Siempre constituye un tema y un mensaje en sí misma. Contemplamos a María de rodillas ante el pesebre, ella que nos ha dado al Niño. Tiene un mensaje propio para nosotros, una palabra propia para nuestras serias reflexiones sobre el distanciamiento de los hombres de nuestra generación del encuentro con el misterio divino. La noche conocía al portador de la luz; María se postra de rodillas ante el Niño, en gesto de adoración; la maternidad y la gracia misericordiosa se hicieron ley de nuestra vida; a los hombres se les rompió la frialdad de hielo de su soledad interior, que se transformó en calor de salvación: todo esto pudo suceder porque María, en un acto de decisión libre, se entregó a la palabra del mensaje de Dios. Su misterio es la completa apertura esencial y consciente a algo que está por encima de ella misma. Este es también su mensaje y su juicio sobre nosotros. Nosotros somos una generación curvada sobre sí misma. Siempre pensamos en nosotros, en nuestra formación, en nuestra autorrealización, en nuestro espacio vital, etc. Todo lo relacionamos con nosotros como con su centro. Y precisamente por eso somos cada vez más pobres y estamos más maleados. La decisión de María es la decisión libre de entregarse a la voluntad de Dios, que eleva la disposición esencial (potentia oboedientialis) a la forma propiamente humana. La decisión de María es también opción 83

por la vida. José. Es el hombre marginado, en la sombra. El hombre de la silenciosa disposición de ayuda y con éxito en la misma. El hombre en cuya vida interviene constantemente Dios con nuevas órdenes y misiones. Sus planes personales quedan subordinados y silenciados. Siempre nuevas órdenes y misiones, nueva marcha y nueva salida. Es el hombre que soñaba con un acogedor hogar futuro en el silencio y esplendor de la adoración del Señor, pero que se vio sometido a la incomodidad de la duda, a una dolorosa pesadumbre de espíritu, a una atormentada conciencia, a recorrer caminos abiertos a todos los vientos, al establo inhabitable, al inhospitalario país extranjero. Este es el hombre, y él fue adonde se le mandaba. Esta es su ley: al servicio de la obediencia; el hombre servicial. Para él era evidente que una palabra de Dios es una orden y una misión, porque era un hombre dispuesto y preparado para la llamada de Dios en cualquier momento. Su secreto es la disposición al servicio. Este es también su mensaje y su juicio sobre nosotros. ¡Qué orgullosos, autosuficientes y petulantes fuimos! ¡Cómo hemos intentado encerrar al Señor en los límites de nuestro egoísmo, de nuestra peculiaridad, de nuestros intereses, de nuestra autorrealización, etc.! Dios fue reconocido como lo más elevado, espiritual y santo únicamente en la medida en que nos ofrecía seguridad y alimentaba nuestra obstinación y nuestros caprichos. La misma vida nos ha demostrado que todo eso era un error, por cuanto nos ha llevado, en cumplimiento de nuestro orden y nuestras leyes, a la dependencia más extrema, a una total esclavitud. La vieja oración de Pablo, «quid me vis facere?» (¿qué quieres que haga?) y la silenciosa disposición al servicio del varón José nos harán ser más sinceros y, finalmente, más reales y más libres. Los ángeles. No esos angelotes en que los hemos convertido, sino los espíritus de alto rango y valor en su naturaleza y cuya realidad se resume en una libertad, una fidelidad, una decisión y un amor sin límites. Hacen su gozosa aparición sobre los campos de Belén con verdadero júbilo. Pero ni su misterio ni su ley consisten en eso, que no es sino el fruto maduro y la dicha merecida. Anuncian el mensaje, publican los misterios de Dios, convocan a la adoración de la que ellos mismos proceden y vienen. Su misterio consiste en reflejar la gloria de la realidad divina que anuncian y cantan. Es también su mensaje y su juicio sobre nosotros. Desde hace mucho tiempo, rara vez están los grandes espíritus con nosotros. Están atrofiados y extinguidos, porque las leyes del espíritu han sido quebrantadas y corrompidas por los mismos hombres. Desde el siglo pasado, nuestra mentalidad está poseída de sí misma. Las cosas, las realidades, deben considerarse muy honradas si estos espíritus se dignan mirarlas, imaginarlas o 84

idearlas. El espíritu ya no quería ser el reflejo de la vida superior, ni la vigilancia y vitalidad que perciben y anuncian. Todo el mundo encendía una nueva luz, todo el mundo anunciaba su propio mensaje y sus propias ocurrencias. Prohibido hablar de misión y de encargo, porque eso iba contra la autonomía y la autarquía del espíritu cansado. Por eso llevamos ya mucho tiempo sin recibir más mensajes que hubiera valido la pena escuchar. Tampoco hemos oído, desde hace ya mucho tiempo, a ángeles con gozosos mensajes de júbilo. Y si en alguna parte queda todavía alguien que habla, eso se produce, presunta o probablemente, entre terribles convulsiones y dolorosos delirios que son síntoma de la seria gravedad de la enfermedad del ser humano. Adorar, percibir, anunciar: esa es la vida del espíritu, al que la adoración capacita para percibir, porque le libera de toda parálisis y obstrucción. El mensaje que ha sido captado le enriquece y completa el orden y disposición interior. Pero el testimonio es la consumación de la existencia y de la misma vida. Demos gloria otra vez a Dios en la adoración, en el anuncio y en el júbilo, y volveremos a expresarnos con palabras llenas de contenido y de valor, volveremos a contemplar visiones y a comprender misterios, y la vida volverá a hacer preguntas sobre la opción e intuición y sobre el mensaje del espíritu, en vez de preguntar solo por el impulso mayor del mayor instinto. Los pastores. De lo que aquí se trata es del tipo. Si eran o no realmente pastores que velaban por sus rebaños, es cuestión secundaria. Podría tratarse también de labradores o viajantes que pernoctaban a cielo raso. Yo, sinceramente, no creo que hayan podido ser hombres del tiempo de la técnica. Por eso he dicho que de lo que se trata es del «tipo». Tuvieron que ser unos hombres en cuya alma estaba todavía fresco el recuerdo de las viejas promesas. Hombre, por tanto, cuya vida tenía amplios horizontes, y estos estaban también perforados y dejaban colarse los rayos de otra luz distinta de cientos de conjeturas y signos precursores. Tuvieron que ser hombres capaces todavía de admirarse. Hombres mentalmente sanos y rectos, que llaman a cada cosa por su nombre aunque los cálculos de sus tablillas y sus experiencias profesionales se manifiesten en contra. Este era su misterio: la plena salud del corazón, la vitalidad vigilante del alma, la disposición pronta ante la posible llamada. Más profundo aún: del interior de su vida brotaban torrentes de deseos, esperanzas, anhelos, súplicas y promesas conocidas. Este es también su mensaje para nosotros y su juicio sobre nosotros. Falta este «tipo» de hombre, ya no existe. No falta la profesión ni la ocupación, sino «el tipo de hombre», la disposición vigilante para creer en el prodigio. El verdadero deseo de ir más allá de sí mismo. El íntimo parentesco con los deseos más profundos de la humanidad y de las promesas divinas, de donde brota esta admirable seguridad instintiva que espera en 85

el milagro, lo vive y desenmascara al charlatán. Ese tipo de hombre nos falta. El mundo está lleno de prodigios, pero nadie los ve: nuestros ojos están cerrados. Los mensajeros de Dios se precipitarían sobre nuestra vida con más frecuencia, con más celo, de manera más visible..., si los corazones conocieran aún el ritmo que los llama. De todos los juicios, es este el más duro: el hombre de fe vigilante ya no existe. Creamos otra vez con todas las fuerzas, y el mundo será distinto. Los magos. Es una cuestión completamente secundaria determinar si estos hombres eran realmente reyes, una especie de jefes de tribu del Este o unos célebres astrónomos. En sus corazones reales llevaban la sabiduría y los anhelos de sus pueblos. Solo una mentalidad real es capaz de emprender esta marcha con tal fin. Llevan la sabiduría y los anhelos de sus pueblos al lugar del encuentro y del cumplimiento. Cruzan el desierto, pasan por los palacios reales, por los estudios de los hombres cultos y por los aposentos sacerdotales de Jerusalén, hasta llegar al portal. También aquí se trata de un «tipo». Lo mismo que en el caso de los pastores, el secreto de estos hombres es claro y sencillo. Estos son los hombres de ojos infinitos. Tienen hambre y sed de lo definitivo. Es auténtica hambre y sed. Ahora comprendo lo que esto significa. Son los hombres capaces de tomar las decisiones oportunas. Orientan su vida hacia su destino, al sentido final. Se han convertido en hombres que buscan, en hombres que caminan, porque, en lugar de quedarse segura y cómodamente sentados, han preferido fiarse de la llamada interior y de la señal exterior de la estrella, cosa en la que nunca se habrían fijado sin el hambre interior y la tensa vigilancia. Y se manifiestan como reyes en cada uno de sus gestos, en el momento de la reflexión que les hace sufrir en las diversas situaciones, pero que les hace también, sin embargo, sumisos a ellas. Este es su secreto: apremiante seriedad de las preguntas, tenaz firmeza en la búsqueda, regia grandeza de su entrega y su adoración. Este es también su mensaje y su juicio sobre nosotros. ¿Por qué son tan pocos los que ven la estrella? Sí: porque nadie la mira. Hay algunos que a veces se lo proponen, pero luego viene siempre algo más importante que se impone en el orden preferencial. El mundo llevaba también mil años en manos seguras, bien organizado, y cada día era mejor. Nosotros hemos excitado y molestado tanto a toda criatura y al universo entero con esta banal superficialidad y abundancia burguesa (aunque en marcha) que, mientras tanto, ellos nos han puesto ante la pregunta. Sin embargo, no somos nosotros los primeros aterrorizados, torturados y derrotados. Ni tampoco aquellos a quienes angustia la pregunta interior y sobre quienes podría ponerse y brillar de nuevo la estrella de la alianza. ¿Qué preguntamos ahora? ¿Dónde arde todavía esta sincera pasión del corazón que no se encoge por temor al desierto, ni a las distancias, ni a la soledad, ni a las sabias sonrisas de quienes siempre tienen al creyente por loco? Solo en esta pasión, de la que el 86

corazón se ha llenado, crece la perseverancia que cae de rodillas sabia y señorialmente cuando el largo viaje señala su fin en el establo. Ellos ven más profundo y comprenden lo definitivo. Han preparado para la fe cientos de necesidades del espíritu y del corazón y las han consagrado para la adoración. Figuras en torno a la fiesta de Navidad También aquí aparece una interconexión y un mensaje. Hasta los niños de Belén tienen su sitio aquí históricamente. El resto de las figuras santas dependen tan íntima y originaria mente en toda su existencia del hecho de haber comprendido y protegido el misterio del encuentro, que pueden dar una respuesta auténtica a nuestra pregunta. Sigue la vieja pregunta: ¿qué es lo que capacita al hombre para un encuentro sincero? Por otra parte, ¿qué actitudes del espíritu debemos tener en cuenta como objetivo de nuestra pedagogía del hombre?; ¿por qué clase de primacía en las tendencias del corazón debemos optar si queremos volver a la presencia del Señor con autenticidad y dinamismo? Esteban. Es muy fácil leer su ley y su secreto. Su figura se recorta como un anuncio con perfiles perfectamente delimitados sobre el horizonte. Había comprendido que por medio del encuentro con Cristo, por medio del misterio la de Noche Buena, la humanidad entera había sido elevada a un nivel superior, capacitada para nuevas posibilidades y llamada a dar un nuevo testimonio. Lo conseguido hasta ahora ya no basta. Así están también las afirmaciones: llenas de gracia y de fuerza, signos y prodigios, no pudieron resistir. Nada de esto le ha sido dado al hombre para afirmarse a sí mismo. Desde Navidad anda Dios de camino en busca y con el corazón en ascuas. Hasta la injusticia y el asesinato quedarán consagrados y transformados en signo de gracia, de fuerza y de redención. Su ley es la entrega extraordinaria y el no menos extraordinario testimonio. Y este es también su mensaje y su juicio sobre nosotros. Salgamos fuera de lo ordinario. Estando Dios cerca, esto ya no es tolerable. Dios nos transformará, haciéndonos capaces de dar testimonio si le invocamos con la sinceridad de nuestra entrega. Juan. Basta con mencionar esta figura de luz y fuego para saber que en ella se acumulan muchos misterios. Citemos tres palabras suyas con las que él entendió de manera tan va ronilmente áspera la realidad de Dios y con las que se definió a sí mismo: luz, verdad, amor. Bastan estas palabras como mensaje y juicio sobre nosotros. ¡Dónde están los hombres que brillan como reflejos de la luz eterna? ¿Dónde están los que practican la verdad? «La verdad os hará libres»: es una palabra de Juan. Si la esclavitud de una existencia es signo de mentira e hipocresía, entonces, ¡ay de esta generación! Llamemos 87

a los que optaron por el amor y sigamos su ejemplo. Buscar lo claro, practicar la verdad, amar la vida: esto nos curará. Los Inocentes. Los niños de Belén. También ellos tienen aquí su sitio. Tienen un espacio común con el Señor. A ellos se aplica la palabra misteriosa: todo esto ha sucedido quia dominus venit, porque el Señor ha venido (breviario). Aquí se pone de manifiesto, no el poder y la infame crueldad de los tiranos inseguros y recelosos. Para conocerla no hace falta acudir a una página de la Sagrada Escritura. Ese poder y crueldad se hacen ya notar visiblemente en su vida. Aquí se pone de manifiesto cómo el Señor tomó posesión total de la vida de esos niños. No es ninguna fórmula de devoción piadosa por nuestra parte aplicar al Niño el título de «Señor». Nuestro concepto de Dios tiene que volver a ser grande, destacado y soberano. Y, además, duro. Así el amor que nosotros anunciamos será fuerte y poderoso e inspirará confianza. El misterio de estos niños es que ellos son las víctimas. El águila divina se los llevó como presa a su presencia. Los ha asesinado el tirano cruel pensando golpear en alguno de ellos al Señor. Estaban de centinelas en la primera guardia en torno al joven corazón de Dios. Fueron sencillamente introducidos en ese bélico diálogo entre Dios y el antidiós. Como resultado, participaron de la salvación. Por desgracia, ya no conocemos esos hechos: el diálogo de la lucha bruscamente resuelto; las consecuencias de la participación en este diálogo. Cada uno debe aportar su parte. Y puede suce der que la suprema soberanía de Dios arrastre a la criatura a la disputa. Pero a la criatura adulta solo le sirve de salvación si ella, con una decisión libre, ratifica y completa esta incautación por parte de Dios. Pero la intervención del antidiós, permitido por Dios, en la vida de aquellos niños les transformó el establo en sepulcro de salvación por la gracia del Niño. Este es su misterio. Y este es su mensaje y su juicio sobre nosotros. Porque estos niños son también nuestros jueces. No sabemos más de la soberanía divina. Nuestra relación con Dios carece de una línea bien definida y de un orden, incluso allí donde todavía existe. El Dios cuyo orden inmutable nos dirige y cuyas leyes eternas nos gobiernan ha quedado disuelto en conceptos psicológicos, en condiciones subjetivas de vida y necesidades vitales de carácter singular y colectivo. Aquí está uno de los más centrales focos de enfermedad en la estructura de la vida actual. Tomás de Canterbury. También este hombre tiene aquí su lugar. También él es un «tipo» desde dos puntos de vista. Carece de interés el hecho de que fuera canciller y, más tarde, arzobispo; un hombre, por tanto, de la cúpula del poder, de la púrpura, del esplendor, de los palacios. El secreto está tanto arriba como abajo. Al pasar de canciller a obispo, tenía que entregar la Iglesia al Estado. Tomás, como canciller, también lo habría hecho. Pero el nuevo oficio cambió al hombre, porque se tomó muy en serio las interiores leyes de su 88

nueva situación. Esto es lo primero: vivir según el orden que imponen las cosas. Y aquí encontramos enseguida lo segundo: siguiendo la ley de las cosas, Tomás dio su vida por Dios, por el gran misterio de Navidad en el mundo, porque murió por la Iglesia intacta. Tanto el mensaje de este hombre como su juicio sobre nosotros son extraordinariamente serios e importantes. Las realidades de la vida humana y las realidades de Dios tienen su propio orden y se rigen por sus propias leyes. Solo el que se inclina ante ese orden y esas leyes es configurado según ellas, y solo a él se le manifestarán, abriéndole su sentido. Este es el primer mensaje y el primer juicio sobre esta generación impía. El subjetivismo flotando libremente no puede ser el último misterio de la existencia. Tiene que producirse un verdadero encuentro sin ejercer violencia sobre el otro, cosa o persona, ni en forma idealista ni materialista ni vitalista, sino de forma que le permita tomar la palabra en su estilo propio. Sí, que le ayude a expresarse con plenitud para que pueda expresarse con plena libertad. El segundo mensaje y el segundo juicio están relacionados con este: el misterio del encuentro en la Noche Buena no está entregado a un lirismo libre y subjetivo, sino que está resumido en las claras disposiciones de la Iglesia. Sé muy bien que a menudo la Iglesia no solo se eclipsa a sí misma, sino que se interpone ante la luz, impidiendo ver a Dios. Pero aquí empiezan la perseverancia y la fidelidad. Belén no era ciertamente ningún palacio. Era un establo. Dios permanece fiel en sus principios. Y como la Iglesia esta solo para aceptar y permanecer en la obediencia a la voluntad del Señor, de la misma manera no puede Dios tolerar la inobediencia. Y quien ha demostrado su obediencia a Dios en sus relaciones prácticas con la Iglesia puede también dirigir su mirada crítica a la realidad de la misma. Pero no siguiendo los dictados del gusto, sino los principios de la verdad y de la luz. No hay razón para silenciar las infidelidades dentro de la Iglesia. De esto hay que hablar, y pronto, en otras circunstancias. Se trata exactamente de la verdad y fecundidad de los hombres vivos y capaces. Los que no están allí Aun los mismos que faltan allí tienen un mensaje y un juicio para nosotros. Porque quizá nos hacen conocer mejor lo que nos separa del Señor. Tampoco nosotros estamos allí en cuanto generación, en cuanto época histórica. Y la pasión que debe brotar de lo que conocemos tiene que ser una pasión orientada hacia allí. No están allí los poderosos, ni los que tienen mucho, ni los sabios, ni la sinagoga, es decir, la Iglesia oficial. Los poderosos. Ni el tribuno romano ni el gobernador de la provincia aparecen ante el pesebre para ver confirmado su poder, que solo es verdadero y saludable en cuanto es 89

feudo otorgado por Dios. Ellos detentan su poder por sí y para sí. Todo lo relacionado con el poder es un misterio. Debería tener el cometido y la capacidad de ser representante del poder de Dios. En el idioma francés existen dos palabras para expresar esta realidad: force et puissance. Por «puissance» puede entenderse la manifestación y empuje exterior de una energía interior. La fuerza sola, como suma de los medios de poder en manos de una competencia soberbia y totalitaria, corrompe al superior y al súbdito. El primero pierde instinto y presentimiento. Ya no tiene órganos de percepción de los fenómenos del espíritu. Sobre todo, sofoca todo cuanto no coincide con las categorías existentes de una vida tolerada y reglamentada, y echa mano de la espada. El nacimiento del Niño en Belén no constaba en las categorías y artículos de Jerusalén. De ahí la reacción de temor y angustia y la llamada a la espada del esbirro. En cuanto al súbdito, se vuelve cobarde y tímido. Para él, el derecho y la posibilidad de vivir se reducen a una autorización oficial. ¿No es esto un mensaje para nosotros y un juicio sobre nosotros? La historia del poder en Occidente es la historia de la fuerza. No se protege ni defiende la gloria de Dios, sino la propia postura. No se han excluido las consecuencias para el estilo y capacidad de vida del hombre. Y ahora el miedo se ha convertido en nuestra virtud cardinal. Con estas reflexiones no intentamos convertirnos en unos estúpidos anarquistas. Pero el poder necesita volver a aliarse con la tarea eterna y la auténtica misión. De lo contrario, lo único que hace es provocar el poder de la resistencia, y entonces el curso sangriento de vida o muerte nunca tendrá fin. El hombre, en cuanto sometido y como hombre de espada, tiene también que creer en la soberanía interior del espíritu, de la conciencia, y en su contacto inmediato con Dios. Los que poseen riquezas. No hay nada malo en poseer cosas. El mal se da con frecuencia cuando las cosas poseen al hombre, quitándole la libertad. Así sucedió entonces: los palacios y viviendas señoriales no estuvieron disponibles como hospedaje del Señor. Las grandes posesiones podrían y deberían ser una bendición. Pero también este tipo de hombres se asusta ante cualquier posibilidad de un orden que no se puede registrar en los libros principales. Así sucedió entonces. Las palabras del Señor son conocidas. Sobre este estado de cosas se han formulado muchos juicios prematuros y muchos mensajes precipitados. Un comunismo cristiano, una condena de la propiedad privada y cosas similares. Queremos una vida modesta. Pero una cosa es incuestionable: la cuestión pendiente de la propiedad privada, de los beneficios, etc. es una de las preguntas de este siglo y del pasado. Las cosas ya no estaban en manos de los dueños, ya no estaban bajo la influencia de la idea más elevada, del orden superior, de la misión. Las cuestiones planteadas por la problemática materialista del siglo pasado han sido hasta ahora una burguesa lucha de intereses, de indignación y de necesidad. Faltaba la orientación de un punto de vista superior y faltaba, sobre todo, la libertad superior que procede de Dios. Por eso es perfectamente comprensible que los hombres de ambos 90

frentes quedaran ciegos y atrofiados para las realidades del mundo de arriba. Ambos tipos de personas están ausentes del pesebre. Los unos, porque les ciegan la vista sus posesiones; los otros, porque las cosas que ambicionan les cortan la respiración y les impiden ver otra cosa. La preocupación y obligación que tenemos todos los demás por asegurar el pan de cada día, un techo que nos cobije, un derecho que nos ampare, es para ellos una cuestión secundaria. Esto sigue siendo una necesidad, y no, ciertamente, como cuestión de limosna, sino como cuestión de situación permanente. La ciencia. La ciencia ha perdido hace mucho tiempo el sentido de lo sagrado. Está hechizada y ebria de sus propias ocurrencias, presa de sus propios proyectos del mundo y de las cosas. Y el mundo se hace siempre sospechoso cuando se permite ser distinto de como consta en los libros. El espíritu de Occidente se siente muy orgulloso de haber llegado en el siglo pasado a su mayoría de edad. Ha quedado atrapado en sus propias redes. Mientras tanto, y en fuerza de sus mismas leyes, que él ha promulgado, ya no es el águila orgullosa que penetra con su mirada las lejanas alturas azules. Se ha convertido en un obrero manual de lo terreno y de lo útil y ha quedado ciego y paralítico para ciertas capas de la realidad. Pero el espíritu del hombre es de carácter divino, de tal manera que hasta en su misma degradación y corrupción sigue imitando a Dios y necesita compararse con él. Así conjetura que algo de la vitalidad de él mismo podría llenarse, se seduce a sí mismo y al mundo en una situación cada vez más desesperada, llevándolo a la helada y absoluta intramundanidad. No. Los intelectuales no han venido a arrodillarse ante el Niño de Belén. Más tarde, este les anunciará a gritos muchas calamidades, pero ellos tampoco le comprenderán. Los intelectuales que permitieron a los espíritus agudos inspirarse en corazonadas conocían el camino y la meta, conocieron también y practicaron el arte real de la adoración. Los intelectuales de hoy no adoran. Y si sus pensamientos se acercan al pesebre, lo explican todo por medio de sig nos, símbolos, desarrollo, nivel cultural, etc. Pasan por alto las cosas más sencillas e impresionantes que Dios ha dispuesto. Pero es evidente que aquí se trata de una cuestión sobre el destino de Occidente. Para probarlo basta una mirada a nuestras aulas y auditorios. La Iglesia oficial. La sinagoga no estuvo presente en la adoración del Niño. Su obligación era esperar esta hora y pedir su llegada. Incluso, hojeando sus libros, llegó a la conclusión de que el lugar del cumplimiento era Belén. Pero se sentían tan seguros en su seca tradición y su frío estupor que no fueron capaces de interpretar los signos de los tiempos. Por eso no se les apareció ninguna estrella ni vieron ninguna luz. Por eso tampoco les cantaron los ángeles ningún cántico nuevo.

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¡Ojalá se quedara todo esto en pura historia y en puro ejemplo disuasorio! Pero es realidad. El Espíritu creador penetra constantemente la nueva Iglesia. Pero ¡cuánto poder y cuánta fuerza necesita muchas veces para establecerse! Los puestos oficiales de la Iglesia están interiormente habitados y son conducidos por el Espíritu. Pero ¿y los despachos? ¿Y los representantes como simples funcionarios? ¿Y los simples fieles, tan imperturbables y seguros? Creen en todo: en cada ceremonia, en cada costumbre; en lo único que no creen es en el Dios vivo. Hay que proceder con mucha cautela al formular estos pensamientos, no por miedo, sino por respeto. Pero evocan muchos recuerdos de actitudes y gestos en contra de la vida. ¿En nombre de Dios? No, en nombre de la tranquilidad, de los usos y costumbres, de la comodidad y de la ausencia de peligro. Exactamente en nombre de lo burgués, el organismo más impropio del Espíritu Santo. El Espíritu se derramará a torrentes y lo renovará todo. Pero muchas cosas habrían sido completamente diferentes sin la ruptura y confrontación violenta, sin alienación y secesión, sin difamación ni sospechas, si la vida hubiera en contrado y encontrara órganos de vida, en lugar de funcionarios. La teología creadora, el hombre penetrado de espíritu, el amor incondicional hecho obras: todo eso será y llegará. Esforcémonos por comprender nuevamente la autenticidad del encuentro y sus leyes; intentemos otra vez intuir y contemplar la historia tocados por el espíritu. Dejemos otra vez al instinto divino que se nos ha dado, libre de los escombros de las rigideces y seguridades, y volveremos a ser los grandes adoradores y, al mismo tiempo, los grandes vehículos de salvación y de bendiciones. De qué se trata Ahora debería yo resumir una vez más todo lo dicho en un compendio de actitudes por las que deberíamos optar y para las que deberíamos formar a nuestros hombres para hacernos, nosotros y ellos, dignos otra vez del Dios vivo. Me falta tiempo. Ya se oye chirriar en el pasillo al hombre de las cadenas. Además, no me queda papel. Por eso, el amigo al que está destinado todo esto o cualquier otro que lo lea será el encargado de hacer él mismo este resumen. Una cosa tengo que decir todavía: probablemente se me reprochará que, en todo esto, de lo único que se trata es de la conducta «natural» de lo humano. No voy a molestarme en ocultarlo ni disimularlo. Apparuit humanitas (se ha manifestado la humanidad): es uno de los mensajes de Navidad. Sin un mínimo de sano humanismo, de verdadera dignidad humana y de sustancia humana cultivada, no puede el hombre ser digno de Dios. Ni siquiera digno de una mentalidad y unos comportamientos naturales. Yo sé muy bien que se requiere una gracia misericordiosa de Dios de dimensiones extraordinarias para salvarnos y llamarnos una vez más. Sé también que Dios desea que imploremos, presentemos como un sacrificio y creemos esta inclinación suya hacia nosotros. En esto consiste la misión y responsabilidad de los pocos de nosotros que 92

todavía lo saben y lo sienten. Facienti quod est in se Deus non denegat gratiam suam (Dios no niega su gracia a quien hace lo que de él depende): esta ley de misericordia es nuestra salvación. Pero capacitar al hombre para este querer «hacer lo que de él depende» es la tarea más urgente; más urgente aún que cualquier anuncio del misterio medular, que nadie puede comprender antes de ponerse a la escucha y permitir libremente que se le dirija la palabra. Por eso, puede suceder también que este establo de nuestra vida, estos escombros y harapos, estas crueles y heladas tormentas del destino se transformen en el lugar y la hora de una nueva Noche Buena, de un nuevo nacimiento del Dios de la Navidad, que busca al hombre y quiere su salvación. No tiene por qué asustarnos la noche ni agotarnos la miseria. Seguiremos siempre en espera vigilante y llamando hasta que aparezca la estrella. EPIFANÍA 1945 La hora de meditación se presenta hoy llena de temas contradictorios para meditar y contemplar. Ahí está la fiesta rica de contenido: la iniciativa divina de salir del rincón de Belén y presentarse al gran público. La voz y eficacia de la estrella; los hombres vencedores del desierto; la alegría y remate del encuentro; la adoración y la oferta; el sobresalto del rey; la jerarquía clerical sin información; la maravillosa guía y providencia de Dios. Y luego los otros hechos salvíficos que recuerda la fiesta: el bautismo en el Jordán, el testimonio de la voz del Padre, el primer signo en Caná. De verdad, un montón. Hay que añadir la nota personal de la fiesta: los años enteros de preparación, el día de la renovación de los votos. Y luego esta fiesta en este año, en estos tiempos en que los hombres tienen hambre de la estrella, pero ninguna se les aparece, porque sus ojos están cerrados. Precisamente ahora, es especialmente importante anunciar a las gentes el mensaje de este día, explicárselo y abrirlo a su comprensión. A todo esto he de añadir mi situación personal. Dos días solo para que comience el proceso, en el que no tengo nada en lo que poner mi confianza, fuera de las manos de Dios. ¡Cuánto he pedido una estrella de Navidad, una luz sobre el asunto...! Dios lo deja todo abierto y solo me pide franchir le pas: dar el salto absoluto desde mí hasta él. También hay aquí un desierto que hay que superar y un rey asustado que enseguida echa mano de la espada.

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¿Va a concentrarse todo esto en una palabra, en un símbolo, en un conocimiento interior? En esta situación me gustaría decirme a mí mismo y a mis amigos una palabra de la que puedo asegurar que es honrada y verdadera, y que estoy convencido de haberla suplicado y pedido como una limosna al Señor. Todavía no la conozco. ¿Me la dará la hora? En esta hora de mi vida estoy viendo una cosa con más claridad que nunca: una vida es una vida perdida si no se resume en una palabra interior, en una actitud, en una pasión. El hombre tiene que permanecer fiel a un secreto imperativo que compromete cada una sus horas y determina cada uno de sus actos. Únicamente el hombre así forjado podrá llegar a ser realmente un hombre; los demás serán mercancía común a disposición de todos. Hoy son muy pocos los hombres forjados; esto da a la vida un tono de vulgaridad y de pobreza en las relaciones. Ya no hay diálogos sinceros, porque no quedan auténticos interlocutores. Los hombres ya no se atreven a medir con seriedad y honradez los límites de su realidad, porque tienen miedo al descubrimiento que en ellos les espera. El hombre tiene que reconocerse siempre como un ser grandioso que necesita estirarse hacia lo ilimitado si quiere permanecer fiel a las leyes de sus propios lí mites y encontrarse a sí mismo. Pero eso es exactamente lo que nos causa miedo: el descubrimiento de la grandeza y la infinitud de lo que somos capaces. Capaces y necesitados. Aquí se decide sobre el valor y la dignidad del hombre. Al hombre que desea llegar a ser él mismo hasta en sus últimas posibilidades le anuncia el día de hoy diversas leyes y condiciones para regular su vida, o sea, fuerza y posibilidades de llegar a la individualidad «hombre», forjada y valiosa, de la que se trata. La ley de la libertad El hombre necesita ser libre. Si es esclavo, si está entre cadenas y esposado en la celda de una cárcel, se deteriora. El hombre ha pensado mucho y se ha preocupado mucho de la libertad exterior. Ha empleado todos los medios para garantizar ante todo su libertad exterior, pero siempre ha vuelto a perderla. Lo grave es que el hombre llega a acostumbrarse a la falta de libertad y a tener por libertad la más deshonrosa y mortal esclavitud. Durante estas semanas de prisión he llegado a reconocer que los hombres incapaces de una gran amplitud y libertad interior se encuentran perdidos y sucumben a la ley de su ambiente, de sus circunstancias y de la violencia. Quien no se siente a gusto como en su propia casa en una atmósfera de libertad, inalterada e intocable a pesar de todas las circunstancias y conmociones exteriores, está perdido. Pero tampoco es un auténtico hombre, sino es un objeto, un número, una estadística, una ficha. El hombre solo tiene parte en esta libertad cuando cruza la línea de sus propios límites. Esto puede intentarlo de manera inadmisible e irritante. Pero es justamente la 94

chispa que dormita en el hombre, dispuesta a provocar un motín existencial, la que demuestra con cuánta fuerza tiende la naturaleza humana a superar sus propios límites. Es po sible hacer del rebelde un hombre, pero no así del haragán y del visionario. La hora del nacimiento de la libertad humana es la hora del encuentro del hombre con Dios. Carece de interés saber si Dios obliga al hombre a salir de sí mismo por la fuerza de la necesidad y la miseria, o si lo atrae con imágenes de belleza y de verdad, o atormentándolo con el deseo de lo infinito o con el hambre y la sed de justicia. Lo único importante es la llamada del hombre y que el hombre consienta en ser llamado. Este es uno de los mensajes de este día: la ley de la libertad. Que los hombres se arrodillaron y adoraron en el establo; que todo lo dejaron atrás: la patria, el desierto, la guía de la estrella y la tortura de su silencio, el seductor palacio del rey y la magnificencia de la ciudad. Cuando todas las cosas perdieron su valor y su capacidad de impresionar, el establo pobre, los míseros alrededores, la falta de poder y la ausencia de brillo del mundo, todo el ser estaba concentrado en este único acto: adoro, en este gesto simbólico de las ofrendas. Entonces llegaron a ser y permanecieron hombres libres. El hombre tiene que olvidarse de sí mismo si quiere imaginarse lo que verdaderamente es. Esto es lo que tan raras veces logramos y tan difícil nos resulta. Es también lo que a los hombres de hoy les resulta tan absurdo, porque ya no conocen los inmensos ardores ni el chispeante azul ni la grandeza infinita del Ser divino, a todo lo cual deben entregarse. Para conocer la ruta que somos capaces de seguir hemos de desplegar antes las velas hacia lo infinito. Lo que principalmente da al hombre su propio lugar es el libre e incondicional encuentro con el Señor. Todo lo demás son chozas levantadas sobre miserables solares pantanosos que un día no serán más que un montón de escombros. Es preferible adorar en el establo a temblar en el trono. La enseñanza de los antiguos sobre la «separación del alma» es una gran sapiencia, porque es exactamente la teoría de que el hombre únicamente puede llegar a su plena realización más allá de sí mismo. Adoro y suscipe (adoro y recibe) son las dos palabras primigenias de la libertad humana. Y el hombre postrado de rodillas y con las manos vacías alzadas al cielo expresa las dos posturas primigenias del hombre libre. Nosotros lo hemos intentado de otra manera, todos nosotros. Pero la vida quiere al hombre auténtico y le impulsa constantemente hacia la posibilidad de serlo. Lo que más costoso nos resultó fue esto: desprendernos de los sueños de grandezas. Y esto sucedió. Hemos llegado al establo. Fue un camino difícil, peligroso y sangriento hasta llegar a esta nuestra miseria visible. Nuestras manos están vacías. Están más que vacías: dejan visibles las grietas y heridas sangrantes, porque hubo que arrebatarnos las cosas que llevábamos. Pero si sentimos y reconocemos la gran llamada, si sabemos interpretar este cruel acontecimiento en su íntimo significado, si en esta situación de terror sabemos caer 95

de rodillas y adorar, entonces saldría de este infierno un nuevo hombre purificado, liberado y libre para poder ser él mismo, y habría sonado en la noche la hora de la bendición para la tierra, como en tantas otras ocasiones. El destino común, mi situación personal, la decisión de los próximos días, el mensaje de la fiesta..., todo se resume en una sola cosa: Hombre, sé libre para dirigirte a tu Dios y volverás a poseerte a ti mismo. En este momento te poseen otros, te torturan y aterrorizan, y te persiguen de una miseria a otra. Esta es la libertad que canta: no hay muerte que pueda matarnos. Esta es la vida que se pone en camino hacia el horizonte sin límites. Adoro y suscipe: sois las palabras primigenias de la vida, sois los caminos rectos y empinados hacia Dios, sois las puertas de la plenitud, sois los caminos del hombre hacia sí mismo. La ley del desierto Los hombres cuya hora de la gran libertad sonó en el establo de Belén habían superado ya las dificultades del desierto. El desierto exterior de la soledad, de la patria abandonada, de las amistades y relaciones sacrificadas, del viaje monótono y duro. Y el desierto interior de los momentos de la estrella oculta, de la pregunta, de la duda, de la indecisión y de la angustia. Fue un camino largo, y ni siquiera en el esplendor del encuentro feliz desaparecieron de sus rostros las marcas de las horas de la prueba. El desierto tiene su lugar aquí. La libertad humana es el resultado de la liberación de una dura e infatigable escalada de un muro hostil. Los niños pueden ponerse de rodillas ante el pesebre y recitar su adoro y tomad..., y vale. Pero el adulto tiene además que estar continuamente luchando por dar autenticidad a sus palabras y a sus gestos. La libertad humana es el resultado de una dura y laboriosa liberación. Esto se puede aplicar a la libertad en cada uno de sus auténticos sentidos. Por otra parte, el hombre no es forzado a trabajar por su salvación y dicha. Tampoco es la vida, ni mucho menos, una lotería con grandes premios. Los grandes premios son siempre la respuesta a una llamada suplicante. «Al que tiene se le dará». El desierto tiene aquí su lugar. También el desierto físico. Se podría escribir una historia de la cultura del desierto. Todos los hombres verdaderamente grandes han tenido que superar la soledad y la sequedad; y las grandes cuestiones primigenias que allí se les plantean. El hecho de que el mismo Señor se retirara al desierto no hace sino demostrar la seriedad y sinceridad con que aceptó las leyes del hombre. Y después de superar las dificultades del desierto, quedaron también superadas las tentaciones. Las grandes decisiones de la humanidad y del hombre se toman en el desierto. Tienen su sentido y traen la bendición de dejar al hombre en los amplios espacios vacíos, a solas con la realidad. El desierto es uno de los más fecundos y creadores espacios de la historia. Otros 96

espacios son el ancho mar, las altas cumbres, el bosque en penumbra, la llanura dilatada, la árida estepa, el paisaje árido y también la tierra fecunda y los ríos caudalosos: estos distintos espacios influyen más directamente en la disposición de las relaciones y configuración de las cosas. Y más directamente aún sobre el hombre. Todas tienen su propia fecundidad histórica. Solo el desierto de piedra de las grandes ciudades ha sido hasta ahora siempre y únicamente sepulcro de la verdadera historia. Pero el desierto afecta inmediatamente al hombre, a su seguridad y a sus opciones. Es desastroso para una vida no superar el desierto o evitarlo. Hay que lograr un justo equilibrio entre las horas de soledad y las de sociedad; de lo contrario, se estrechan los horizontes y se malogran y malgastan los valores. Esta es una de las actividades liberadoras que el hombre debe practicar conscientemente en sí mismo, haciéndose el gran interrogador y el verdadero espectador de la realidad. Y si se sustrae a esta acción salvadora de sí mismo, tendrá mucho que sufrir bajo un adverso destino. Pero Dios, que le ama, lo vinculará con la soledad, tal vez hasta el exceso y el peligro. Es desastroso para el mundo la ausencia de espacios de desierto y soledad y la desmedida abundancia de ruidos, conexiones, canales y arterias de comunicación, etc. Habría que destinar determinadas zonas del mundo al hombre solitario, para que todos pudieran tener al menos la posibilidad de intentar hacer alguna experiencia de aislamiento. La ley del utilitarismo absoluto y del oportunismo absoluto no son leyes aceptables en la vida. El desierto y una vida realizada y bendecida se relacionan íntimamente entre sí. Un mundo en el que todos los desiertos fueran como ruidosos mercados, todas las musas silenciosas como burros de carga, y todas las fuentes de creatividad como trepidantes molinos ofi ciales, habría superado el desierto y su seguridad solitaria y lo habría convertido en absoluta desolación. El desierto tiene aquí su lugar. Un querido amigo lo llamaba «acto de abandono». Yo le agradezco esta palabra. Abandonado y solo, sin protección frente a los vientos e inclemencias, frente al día y a la noche, frente a los sobresaltos de las horas intermedias... Y frente a Dios, que guarda silencio. Sí, también esto es un abandono o, mejor, es el abandono. Y aquí se desarrolla la principal habilidad del corazón y del espíritu para conseguir la libertad: la perseverancia en el esfuerzo. No intento escribir una oda al desierto. El que se ha visto y se sigue viendo en la necesidad de superarlo hablará de él con respeto y con la discreta circunspección con que el hombre se avergüenza de sus heridas y flaquezas. Es el gran lugar de reflexión, de reconocimiento, de nuevos puntos de vista y nuevas decisiones. Es el pesado lastre que garantiza al barco el calado y la estabilidad. Es la ley de la dureza y de la seguridad a que hemos sido llamados. Y es el silencioso rincón de 97

nuestras lágrimas, de nuestros gritos de socorro, de nuestras mezquindades y de nuestros temores. Pero tiene su lugar aquí. La ley de la gracia Pero el desierto no es lo primero ni lo último. El hombre tampoco queda abandonado a su propia suerte en los avatares de la escalada de la cumbre de la libertad. Porque cuanto más tenga que caminar y ascender por encima de sí y distanciarse de sí para llegar a ser él mismo, tanto más desproporcionados e insuficientes serán sus propios recursos. Las posibilidades de nuestras propias fuerzas las hemos experimentado y demostrado en cuanto generación y en cuanto individuos. Y ojalá sea esta, por mucho tiempo, la última prueba de las consecuencias de la desmesurada autosuficiencia humana. La hora de la libertad es la hora del encuentro. No es que Dios busque y esté esperando al hombre peregrino y fatigado de caminar. Dios y el hombre están de camino, al encuentro el uno del otro. Las salidas de Dios al encuentro del hombre son muy variadas; lo son también las metas de avituallamiento que Dios dispone para que el hombre no sucumba en el camino. Sin embargo, eso no es lo esencial de la ayuda divina. Lo esencial consiste en la capacitación del hombre para escuchar la llamada y cumplir la obligación de superarse a sí mismo. De tres maneras anuncia la fiesta de hoy el viaje que Dios emprende hacia los hombres y los signos de la gracia bajo cuya protección pone la vida de todos los que buscan. Estos signos son: la estrella que guía, el torrente que cura y el agua transformada. Son solo y ante todo signos y efectos, no son todavía la realidad. Porque la estrella simboliza al Niño, el Jordán simboliza al Señor y la liberación del pecado realizada por Dios, el milagro de las bodas simboliza al Señor poderoso que se ha puesto en camino para nuestra salvación. Así queda claro que la vida no solo está bajo la ley de la necesidad de ayuda de la gracia, sino bajo la ley de la realidad operante de dicha gracia. La vida no se ve abandonada cuando aspira a superarse a sí misma, porque Dios se ha hecho nuestro compañero en cuanto hombre. No estamos solos. Podemos dominar la situación. Más aún, podemos seguir viviendo y manejarnos en la vida incluso cuando todo parece ponerse en contra. «Mi gracia te basta», le fue dicho a Pablo; y la gracia ha bastado para llegar a una plenitud de la humanidad y una seguridad que aún hoy sostiene al mundo. «Solo Dios basta», dijo la gran santa Teresa, y ha bastado para una vida cuyos frutos sigue hoy recogiendo el mundo. Nuestra hora es todavía la hora del desierto. Todavía está nuestro corazón implorando las primitivas peticiones de la criatura. Esto vale para todos, y vale para mí 98

personalmen te. Es una situación en la que el desierto pierde su aspecto de consoladora confianza y nos mira con el rostro de la inquietud amenazante. No son metáforas; son situaciones y hechos reales. Todos cuantos formamos la gran comunidad de los hombres de este mundo lo sabemos. Y lo sabemos nosotros nueve, los que pasado mañana, como un pelotón perdido, emprenderemos el viaje hacia el destino. Pero el desierto es la garantía de la gran seguridad, no un destino definitivo. Los desiertos están para ser atravesados. Y yo sé bien que no estoy solo. Permanece la ley de la gracia. Y yo sé que no estoy solo. Permanece la ley de la fidelidad, del amor, de la oración y del sacrificio. Y yo sé que la estrella se levantará sobre el desierto. Yo debo dejar pasar la corriente de la salvación, y las aguas de nuestra amargura quedarán transformadas en el vino de la bendición y consagración divina. Adoro y suscipe.

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AL estudiar la historia me invade siempre un sentimiento de tristeza, porque la historia solo la estudiamos después. En gran parte, se puede y se debería estudiar antes. Así se podrían prever y ahorrar a la humanidad muchas calamidades y sufrimientos. Por eso el camino que pasa por la historia es siempre un via crucis. Pero sucede que los dirigentes históricos se dejan influenciar en sus decisiones por los condicionamientos precedentes, por las dificultades de la propia situación, por la estructura y el ritmo de las características personales. Puede tratarse de individuos o de grupos, pero también de pueblos enteros y estados que cuyas decisiones no apuntan más allá de las citadas realidades. Estas decisiones a medias - sobre las que se centra el verdadero tema del tiempo como un presentimiento, disposición, sueño, o imagen de un deseo, quizá también como defensa en la necesidad y rechazo de unilaterales puntos de vista - obligan a los sujetos históricos a dar grandes rodeos para llegar finalmente a aquel punto donde el destino y la misión quería y quiere ponerlos. Cada época y cada generación tienen su propia misión histórica. Y cuanto antes la intuyan, la reconozcan y se entreguen a realizarla, tanto más pronto se verán libres de una cierta brutalidad de la historia y encontrarán su relativa armonía. Se trata de descubrir el tema propio de una época y de una generación. Un gran número de hombres, la gran mayo ría de nosotros, nunca se elevarán a la altura necesaria para contemplar la vida histórica como algo distinto y superior al aprovisionamiento para las necesidades diarias, a un campo de acción y posibilidad de la acción de las pasiones subjetivas, o al servicio e intereses del sacro egoísmo. Por eso lo importante es encontrar en cada generación un determinado número de hombres lo bastante bien dotados para ver las exigencias generales y repetirlo sin cansancio. Platón deseó en cierta ocasión que los filósofos fueran reyes. Su deseo se puede aplicar perfectamente a la circunstancia actual. Pero yo pienso, por muchas razones, que aquí podría verse una posibilidad histórica y una gran tarea para el cristiano; no su misión principal, pero sí una función para la que él está capacitado en virtud de sus conocimientos sobre el sentido metahistórico de la historia, si se toma en serio a sí mismo. HUMANISMO CREYENTE Cualquier reflexión bajo el título de «Humanismo» lleva a priori una carga histórica. Ya ha habido uno o, mejor dicho, varios humanismos. Y si el próximo humanismo no se 101

preocupa a priori de desligarse clara e inequívocamente de sus predecesores, cuya herencia tardía y muchas veces desafortunada somos nosotros, no podrá depositarse ninguna esperanza en él. Y con razón. Pero va a resultar muy difícil decir, ya en el sencillo anuncio, que se trata de un verdadero humanismo, pero también de una superación o, mejor, de una saludable vuelta de los predecesores históricos. Tiene que ser un verdadero despertar del hombre para verse a sí mismo con sus propios valores y su dignidad, para reconocer honradamente sus posibilidades divinas y humanas; pero también para someter las fuerzas y pasiones desatadas y salvajes con que el hombre ha destruido al hom bre, en su propio nombre y con absoluto narcisismo. Este no debe ser un discurso contra el apasionamiento. ¡Pobre del hombre que intenta vivir sin él...! Sería otro camino por debajo en sus posibilidades. El hombre necesita reencontrarse de nuevo como una tormenta que avanza y un fuego que abrasa. Pero hay que arrebatar su capacidad destructiva a estos hechos elementales a los que me refiero, esa capacidad sin límites ni orillas que ha descompuesto y desgarrado al hombre. La pasión del hombre por sí mismo, de la que aquí se trata, tiene que ser dominada sin restarle empuje, ni ardor, ni un amor serio y efectivo al hombre, pero purificándola al mismo tiempo de todo lastre de la ceguera, el extravío, la distancia y la falta de instinto inherente a toda pasión. El hombre debe y quiere volver a ser hombre. Se destruyó a sí mismo porque se consideró puro hombre, dentro del orden y las fuerzas de lo humano. Pero el hombre, a solas consigo mismo, está falsificado y es infeliz. El hombre necesita al otro, necesita la sociedad, necesita el mundo y servir al mundo, necesita lo eterno. Mejor, al Eterno. Esta ha de ser la época del humanismo creyente. Las malas experiencias hechas por el hombre consigo mismo en el último siglo no pueden quedar sepultadas en el caos de las vivencias ni en el primitivismo de un estilo de vida que tal vez pueda sobrevenir. Esas experiencias deben interpretarse como claras afirmaciones y ser entregadas a la humanidad como los hijos del dolor y la miseria, para que sirvan de orientación en el resto del camino de la vida. Yo no puedo ordenar ahora estas experiencias y resultados según un orden jerárquico, ni lógico, ni de cualquier otra clase. Tan solo puedo enumerar algunas que parecen importantes y tal como las recuerdo. Aquí están nuestras futuras tareas: 1.Es indispensable un «mínimo existencial», que consiste en disfrutar de un lugar seguro, un orden seguro y los necesarios alimentos. Este socialismo del mínimo no es lo último que se puede indicar y exigir, sino lo primero, el principio. Pero no hay fe posible, ni mensaje, ni imperio, ni siglo de ciencia y técnica, ni ciencia, ni arte que puedan ayudar al hombre sin este mínimo disponible con una regularidad asegurada. 2.Es indispensable un mínimo de veracidad en cada cosa importante. 102

3.Es indispensable un mínimo de personalidad y solidaridad. Por «solidaridad» se entiende aquí la jerárquica y orgánica. 4.Es indispensable un mínimo de entrega universal a la trascendencia. Cualquier idea o el ideal de una época, aunque solo sea una sombra de la verdad total; cualquier idea errónea y cualquier ideal falso deben preferirse a la estéril y masiva ausencia total de reflexión porque al menos despiertan en el hombre una cierta vitalidad para los valores espirituales sin la cual se embota y se corrompe nuestro órgano de percepción de la llamada de la verdad total. 5.Es indispensable un mínimo de trascendencia. El espíritu, el hombre tiene que elevar sus propios deseos por encima de sí mismo, si de verdad quiere seguir siendo hombre. 6.No es cuestión general, y nada de esto es posible sin ciertos condicionamientos internos en la vida, a los que el hombre necesita abrir los ojos y prepararse bien para cumplirlos. Quisiera describir este mínimo existencial interno del hombre con las palabras que, en mi opinión, expresan el cumplimiento auténtico con sinceridad interior: temor y respeto; adoración y amor; libertad y ley. 7.Es indispensable, finalmente, poner orden en todas partes y en los diversos sectores de la vida. Dentro: la personalidad. Fuera: la familia, la comunidad, la empresa... LA EDUCACIÓN DEL HOMBRE HACIA DIOS Yo sigo en la idea de mi vieja tesis: el hombre actual es en gran parte ateo, práctico o convencido, pero su ateísmo tiene raíces más profundas. El hombre moderno ha asimilado una filosofía de la vida en la que no hay lugar para Dios. Todas las preocupaciones y proyectos sobre el hombre actual y el hombre futuro deben centrarse en la manera de capacitarlo para la fe en Dios y, como consecuencia, para la práctica de la religión. ¿En qué consiste la incapacidad de Dios? Consiste en la atrofia de determinados órganos humanos que ya no funcionan con normalidad. Y, además, en una estructura y una concepción de la vida humana que exigen al hombre negarse a seguir siendo él mismo por más tiempo, lo mismo en el orden técnico-sociológico que en el orden moral. Así ha creado el hombre una imagen del hombre a semejanza de sí mismo, en la que solo se considera como un ser vegetativo y sensitivo. El entendimiento, la razón, el espíritu son sencillamente larvas de intensificación de lo real. Hay que preguntarse con toda seriedad cómo se ha llegado a esta situación. No se pueden sacar conclusiones precipitadas y culpar de todo, por ejemplo, a los dos últimos años o a las dos últimas décadas. Han sido una cosecha, no una siembra. Cuando se lee, 103

por ejemplo, Poesía y verdad, de Goethe, o Los años de aprendizaje, se intuye a pesar de todo que este tipo de hombre ya está a punto de llegar. Aquí se advierte que el desplazamiento del centro de gravedad ha tenido lugar y está produciendo ya sus efectos. Se han introducido dos clases de desarrollo cuyo resultado somos nosotros: un desarrollo interior del desplazamiento del centro de gravedad humano, que, una vez comenzado, sigue su propia lógica y tiene sus consecuencias; y un desarrollo exterior del mundo técnico, social, científico e industrial. Estas dos clases de desarrollo se han condicio nado y favorecido mutuamente. El hombre es hoy en gran parte prisionero y resultado del mundo en el que vive. Pero este mundo ha llegado a ser lo que es debido, en gran parte, a que las líneas exteriores del desarrollo han golpeado certeramente al hombre desplazado interiormente del centro de gravedad y de la desaparición de las estructuras que habían sido confiadas a su decisión y control. ¿ Qué hacer? Existen tres posibilidades: anunciar el orden de Dios y esperarlo todo de la aceptación de ese orden; ordenar al hombre y esperar el remedio de su reconstrucción; ordenar el espacio vital y esperar de él un buen resultado para el hombre. Hay que hacer realidad las tres posibilidades. Yo puedo predicar como quiera, puedo tratar a los hombres con educación o con grosería, y puedo animarlos cuanto quiera: pero mientras el hombre tenga que vivir en condiciones indignas e inhumanas, la mayor parte sucumbirá ante esa situación sin tener nada que les ayude a pensar o rezar. Se necesita con urgencia un cambio radical en las condiciones de vida. La revolución del siglo XX necesita su objetivo definitivo y la posibilidad de crear espacios renovados y seguros para la vida del hombre. Dada la condición actual de la mayoría de los hombres, yo puedo cambiar las cosas y ponerlas en sus manos, pero más pronto o más tarde volverán otra vez a un nuevo caos. El hombre está enfermo, incapacitado para organizar y dirigir su propia vida. Hay que multiplicar los esfuerzos para hacerle volver a arraigarse anímica y espiritualmente. Para eso se necesita una educación para la subsistencia, responsabilidad, capacidad crítica, conciencia, para la convivencia y auténtica vida social; una educación para la superación de los innumerables fenómenos de masificación, para la trascendencia lo mismo que para la inmanencia; una formación en el sentido de lo práctico, para la comunicación entre los hombres y para relacionarnos con Dios. Es evidente que to do esto forma un bloque de interdependencias, que una cosa no puede suceder sin la otra. Solo el hombre dotado de un mínimo de vigilancia espiritual, de dinamismo personal y de sentido práctico de la vida será especialmente apto para percibir nuevamente el nombre y la palabra de Dios, para reconocer el orden de Dios y cumplirlo. Nada de esto es posible sin dejarse orientar por la ley de Dios. El nuevo orden del mundo tiene que fundamentarse en el cumplimiento histórico del orden divino; de lo contrario, nos encontraremos ante una nueva torre y ante su nuevo derrumbamiento. Los 104

esfuerzos por renovar al hombre tienen que estar interiormente inspirados en el modelo del que definió al hombre: ad imaginem suam, según la imagen de Dios. De lo contrario, caeremos otra vez en la hybris (arrogancia), en el confusionismo y en el delirio. Pero ¿qué sucede? Las tres posibilidades forman un mismo bloque: esto es importante y es cierto. Pero ¿por dónde empezar? ¿Cuál es lo primero y fundamental? Se requieren minorías de hombres con visiones de conjunto y conscientes de las conexiones e implicaciones de todas las cosas entre sí, conocedores de sus interdependencias y que hayan observado la realidad en todas sus manifestaciones hasta su fundamento radical en Dios, que todo lo sostiene. Estos grupos de hombres tienen que sumergirse en dos aspectos de la existencia: el conocimiento y la aceptación de Dios, que constituyen la auténtica religiosidad, y el conocimiento y aceptación del orden real de la vida humana y del hombre mismo. Por sí y en sí mismos, estos dos aspectos podrían separarse: el santo no necesitaría ser también el experto en las cosas del mundo. En la actualidad puede ser también así. Pero si se nos hiciera el regalo de unos cuantos santos, empezarían las cosas a moverse en dirección de su propio orden. Porque la actividad del santo, la alabanza preferencial de Dios, coincide objetivamente con el verdadero orden de las cosas. A pesar de todo, se desea y se necesita una profundización en ambas actividades: la de la auténtica religiosidad y la del auténtico conocimiento objetivo del mundo. La religión se ha ocupado muchas veces de los problemas prácticos de la vida moderna con tal desconocimiento que, poco a poco, ha ido perdiendo toda credibilidad; y el conocimiento del mundo se ha excedido tanto en sí mismo que ha perdido toda confianza en su propio poder. El estímulo y la formación de estos hombres es absolutamente indispensable para el restablecimiento de la religiosidad. Hay que apoyar cualquier iniciativa en favor del restablecimiento del hombre o de la concepción de la vida, aunque eso no lo sea todo. Hay que enseñar al hombre a comprenderse seriamente a sí mismo como un proyecto de orden y a que lo interprete y realice (humanismo existencial). Ese humanismo debe ser luego cauto y prudente, conscientemente responsable de su necesidad de expansión en dirección de un humanismo creyente. Se trata de trabajar por un orden en la organización exterior de la vida en su dimensión social, económica, técnica, etc. que garantice al hombre un mínimo existencial de todo tipo, incluido el espiritual, temporal, espacial, etc. La medida del símbolo del objetivo es elección del hombre; la proporción en la realización debe determinarse en función de las 105

posibilidades; la ejecución debe ser forzada a realizar el socialismo personal. ¿Consiste en esto la formación del hombre orientado a Dios? La condición más fundamental la constituye, ante todo, el esfuerzo por conseguir un orden y una concepción de la vida en la que una mirada a Dios no signifique para el hombre un esfuerzo sobrehumano. El esfuerzo por llegar a un concepto de la existencia en el que el corazón humano vuelva a estar sano hasta en sus deseos más ardientes y, como consecuencia, inquieto con aquellasanta inquietud que solo encuentra descanso en Dios y que, por eso mismo, significa otra vez a Dios. Luego se necesita ciertamente lo principal: un hombre lleno de Dios y capaz, por su semejanza con él, de llamar y dirigirse a los demás hombres. A mi modo de ver, resultan infecundos a largo plazo todos los esfuerzos directos y religiosos de la hora histórica actual. Mientras el hombre siga tirado en la calle, desangrándose y despojado de todo, su verdadero prójimo y su más directo responsable es quien se ocupa de él y le proporciona hospedaje, no quien pasa de largo para ir al servicio del culto por no considerarse afectado por lo que allí sucede. Es preciso, por tanto, que aquellos cuya existencia está marcada por la religión profundicen y maduren religiosamente, asuman su responsabilidad en la recuperación y salvación de todos, comprueben que se dan las condiciones prácticas y los efectos de su restablecimiento: que el hombre es otra vez hombre, dentro de un orden humano y digno. Es urgente una intensa presentación de la religión a través de la vida de hombres religiosos, una vida que en ocasiones ha caído en el descrédito y necesita recuperar su prestigio. Solo los hombres que viven religiosamente pueden desempeñar el papel de mensajeros en los próximos años, dispuestos a colaborar en todos los esfuerzos para la mejora de la situación del hombre y del orden social. Deben insistir con autoridad en estos esfuerzos y no darse por satisfechos con cualquier mediocridad prematura. Con esto queda dicho que, en mi opinión, esos esfuerzos considerados puramente religiosos sobre la suerte del hombre son hoy infecundos porque no satisfacen plenamente las necesidades del hombre y, aunque apunten al centro, se quedan, sin embargo, en la periferia. Como prueba puede servir el hecho de que casi ninguna de nuestras corrientes religio sas en la actualidad toma como punto de partida la consideración del hombre en cuanto hombre y en cuanto totalidad, sino justamente las dificultades del hombre religioso, que sigue todavía siendo religioso, pero incapaz ya de armonizar una forma o modelo de existencia ya superada con una existencia nueva y en permanente estado de cambio. Por otra parte, los esfuerzos en orden a una existencia espiritual y física no deben realizarse con el punto de mira puesto en posiciones de poder. El hombre europeo no va a soportar en los próximos cien años ninguna alianza entre los tronos de cualquier tipo y los altares. Se trata necesariamente del hombre que está tirado en la calle, de su 106

recuperación y del alumbramiento de los valores más íntimos de su corazón y de su espíritu. Se trata del hombre del respeto, de la adoración y del amor, porque solo este es el verdadero hombre. Todo lo demás es camino. Un camino que hemos de recorrer hasta que vuelvan a encenderse las escasas luces de los corazones que adoran y aman. Entonces volverá a sentirse otra vez la humanidad como en su casa durante una hora, pero de su espíritu inquieto nacerán nuevos planes para un nuevo viaje. EL DESTINO DE LAS IGLESIAS El destino de las iglesias en el futuro no va a depender de las aportaciones de inteligencia, habilidad y aptitud diplomática de sus prelados e instancias directivas. Tampoco de los puestos que podrían conquistar y ocupar algunos de sus hombres. Todo eso ya está superado. Si las iglesias quieren sobrevivir, tienen que estar firmemente dispuestas a acabar con todo cuanto hay en ellas de sentimentalismo y de un liberalismo superado y disolvente. Tienen que ser jerarquía, entendida como auténtico orden y dirección. La Iglesia debe saber esto desde sus orígenes. Pero orden y dirección son cosas distintas del formalismo y del personalismo feudal. Ante todo, debe imperar nuevamente el convencimiento de que la jerarquía no solo es comprensiva con los errores y disparates de la humanidad; es preciso también saber de nuevo, sentir y experimentar que la jerarquía escucha y da respuesta a las llamadas del corazón y del tiempo, a las inquietudes de las agitaciones y revueltas; que las peticiones de los nuevos tiempos y generaciones no solo no se archivan, sino que son valoradas y tratadas como «peticiones», es decir, como preocupación y tarea. El otro camino, el de las exigencias de la Iglesia en nombre de las exigencias de Dios, tampoco es ya un camino apropiado para llegar a la generación actual ni a los tiempos que se avecinan. Entre las conclusiones claras de nuestra teología fundamental y las de las intuiciones del corazón de los hombres se interpone el gran muro de la abundancia, levantado por nuestra propia experiencia. Con nuestra manera de vivir hemos hecho perder la confianza de los hombres en nosotros. Dos mil años de historia son ciertamente una bendición y una recomendación, pero también son un lastre y un grave obstáculo. En los últimos tiempos, el hombre cansado no ha encontrado en la Iglesia más que a otro hombre igualmente cansado, el cual, por si fuera poco, añadió una falta de honradez, disimulando así su cansancio con palabras y gestos piadosos. La futura historia crítica de la cultura y del espíritu se verá obligada a escribir amargos capítulos sobre la colaboración de las iglesias en la aparición del hombre masificado, del colectivismo, de las formas dictatoriales de dominio, etc. La posibilidad de que la Iglesia vuelva a encontrar el acceso a esta clase de hombres va a depender de dos circunstancias. La primera es tan evidente que renuncio adrede a 107

dar más detalles. Si las iglesias vuelven a exigir de la humanidad la aceptación de la imagen de un cristianismo marcado por disputas internas, no tienen nada que hacer. Hemos de resignarnos a soportar la división como un destino histórico y, al mismo tiempo, como una cruz. Esa división no encontraría hoy partidarios dispuestos a consumarla. Sin embargo, vamos a tener que seguir sintiéndola como nuestra permanente humillación y vergüenza, por no haber sabido impedir el desgarramiento de la herencia y del amor de Cristo. Otra de las circunstancias es la vuelta de las iglesias a la diakonía, al servicio de los hombres. Concretamente, a una forma de servicio determinado por las necesidades de los hombres y no por nuestro gusto o por las tradiciones de una comunidad eclesial que todavía goza de aprecio. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir». Bastaría con sintetizar en este principio las diversas actividades de la vida eclesial y valorarlas según este criterio: no se necesita más. Nadie dará crédito a nuestro mensaje de salvación y del Salvador mientras no nos hayamos desangrado en servicio al hombre aquejado de cualquier tipo de enfermedad (física, psíquica, social, económica, moral...). Quizá me dedique en los próximos días a poner por escrito algunos pensamientos sobre las diversas clases de enfermedades del hombre. El hombre moderno se ha convertido en un experto en muchos aspectos de la vida y ha ampliado enormemente el campo del poder y el dominio humanos. Pero sigue estando ebrio de su nuevo poder. Aún no ha caído en la cuenta de que todo ello ha sido a costa de una serie de daños y de la atrofia de ciertos órganos interiores. No es que necesite darse cuenta al principio, pero, sobre todo, tampoco es preciso que se lo repitan y se lo hagan ver constantemente. Una dirección perspicaz y sabia lo tendrá siempre en cuenta, pero nunca hablará de ello. Este hombre experto y mundano es sumamente sensible ante cualquier clase de arrogancia, imaginaria o real. El cuidado y la seguridad que la vida técnica impone a la mayoría de los hombres de hoy les abren los ojos para ver de un nuevo modo el desorden y la incompetencia con que nosotros desempeñamos en la Igle sia nuestras «funciones», en el más amplio sentido de esta palabra. He hablado antes de la vuelta a la «diakonía». Es decir, acompañar al hombre en todas sus situaciones y ayudarle a controlarlas, sin sentirse urgido después a hacer público ese gesto por cualquier medio. Me refiero a la necesidad de acompañar al hombre incluso en sus extravíos y excesos, para estar a su lado precisamente en esos momentos. «Id al mundo entero», dijo el Maestro. No dijo: «Esperad sentados a ver si viene alguien». Me refiero también a la preocupación por el habitat humano y por el orden digno del hombre. Carece de sentido darse por satisfechos con un sermón, o con una habilitación para ejercer el ministerio, o con la percepción de una remuneración por desempeñar el oficio de párroco o de prelado... y dejar a los hombres abandonados a su suerte. Hablo del acompañamiento espiritual entendido como auténtico diálogo, no como un monólogo o una letanía de monótonos lamentos. Todo esto solo se comprenderá y se aceptará cuando la Iglesia vuelva a presentar hombres que sean modelos de madurez 108

humana. «Pleroma» (plenitud) es una palabra importante para Pablo. Pero más importante aún es para nuestros objetivos. Hombres con madurez humana, y no caricaturas angustiadas por el problema de su salvación o atemorizados oyentes de los clérigos. Hombres que, además de considerarse administradores de Cristo, han rezado además y pedido con toda sinceridad: fac cor meum secundum cor tuum (haz mi corazón semejante al tuyo). La tarea de las iglesias consiste en volver a producir hombres con plenitud, llenos de fuerza divina y de espíritu creativo. Solo entonces poseerán el criterio de seguridad y autoconciencia que les permita renunciar al tópico de invocar la justicia y las tradiciones, etc. Solo entonces tendrán la mirada clara para ver la manifestación de los deseos y llamadas de Dios incluso en las horas más lóbregas. Y solo entonces latirán sus corazones bien dispuestos y sin interés alguno en constatar que hemos tenido razón. Porque solo les interesa una cosa: ayudar y sanar en nombre de Dios. Pero ¿cómo llegar a ese objetivo? En este punto, y debido a su manera peculiar de ser configuradas a través de la historia, las iglesias parecen estar siempre en camino. En mi opinión, dondequiera que no estemos libremente dispuestos a renunciar a una determinada forma de vida por amor a la vida, la historia, que se va haciendo poco a poco, se encargará de alcanzarnos como un rayo, juez y purificador a la vez. Esto es aplicable tanto al destino personal de cada individuo, de cada hombre de Iglesia, como al conjunto de las instituciones y tradiciones. A pesar de todo criterio recto y de toda creencia ortodoxa, nos hallamos en un punto muerto. El pensamiento cristiano no representa ninguna de las corrientes de pensamiento pioneras y características de este siglo. El hombre asaltado y desvalijado sigue tendido en el camino. ¿Tiene que ser otra vez un extranjero quien lo atienda? Yo creo que debe tomarse muy en serio esta frase: lo que actualmente preocupa y atormenta a la Iglesia es el hombre. El hombre de fuera, al que ya no tenemos acceso ni nos cree. Y el hombre de dentro, que no se fía de sí mismo porque ni ha sentido amor ni ha sabido amar. Por lo tanto, no se trata de pronunciar elocuentes discursos ni de esbozar grandes programas de reforma; lo urgente es entregarse a la formación de la personalidad cristiana y equiparse para ir al encuentro de unos hombres en estado de terrible precariedad y necesitados de ayuda. La mayoría de los hombres de Iglesia (y la Iglesia oficial) necesitan comprender que para el hombre moderno de hoy la Iglesia resulta no solo una realidad incomprendida e incomprensible, sino además, en muchos aspectos, una realidad preocupante, amenazadora y peligrosa. Corremos por dos caminos paralelos sin comunicación alguna entre uno y otro. A ello se añade que cada una de las dos instancias, natural y sobrenatural, se considera juez competente de la otra. De ahí se derivan muchos compromisos para la Iglesia. Es precisa una reflexión - desagradable pero sincera - sobre las causas por las que se ha llegado a esta situación; una reflexión que no ha de versar, obviamente, sobre la culpabilidad del otro.

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Hay que afrontar la vieja pregunta: ¿qué consecuencias se derivan para la revitalización de la Iglesia y su actividad pública? Y hemos de insistir en algo aún más importante y profundo: en la educación para el respeto a todos los demás. ¡Hemos de renunciar al privilegio de ser objeto de un trato respetuoso! La Iglesia debe entenderse a sí misma más como sacramento, como camino y como medio que como fin y como meta. La renovación personal es hoy más importante que la integridad en su extensión objetiva. Pero la cuestión capital es si la valoración crítica de lo acontecido históricamente se puede o se debe aplicar a los valores espirituales siempre y en todas las circunstancias. Con sencilla honradez, debemos reconocer que la Iglesia actual no forma parte del grupo de poderes y fuerzas que rigen el mundo. Ese estado de cosas no se puede presentar unilateralmente como un «de acuerdo» con otros poderes e instancias de la historia (toda forma de alianza entre el trono y el altar), sino solo como el alumbramiento de una vida interior propia y las posibilidades humanas: poder, no fuerza. El impacto de la misión inmanente de la Iglesia depende de la seriedad de su entrega y su espíritu de adoración trascendentes. La arrogancia en los ámbitos eclesiales es siempre rechazable, mucho más cuando se practica en nombre de la Iglesia o, peor aún, cuando se convierte en nota distintiva de la Iglesia.

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PADRE NUESTRO HE llegado ya en mi existencia a un punto en el que muchas palabras corrientes parecen haber perdido el significado que solían tener para mí, y en ocasiones veo en ellas un sentido absolutamente diferente. Algunas de ellas, ni siquiera me atrevo a emplearlas: pertenecen a un pasado ya muy lejano. Y aquí me encuentro, como al borde de un acantilado, esperando que alguien venga a darme un empujón. En esta soledad, al tiempo le han salido alas (alas de ángel); casi puedo sentir el suave soplo que producen al surcar el aire, manteniendo su distancia debido a la inmensidad de la altura. Lo mismo sucede allá abajo, y se percibe como el lejano estruendo de una corriente a través de un paso angosto. Todo es demasiado estrecho, demasiado justo para las verdaderas medidas y tareas encomendadas. Esta fue siempre la íntima intuición y convicción: todo es demasiado estrecho. Entre las palabras que conservan aquí en la altura su plena validez y descubren sus nuevos significados, están las palabras de las viejas oraciones, principalmente las palabras de la oración que nos enseñó el Señor. Padre ¡Con qué acentos tan peculiares resuena en esta altura la palabra «padre»! Pero yo la he retenido todo el tiempo en la memoria. Incluso en la sala horrible y llena de odio en la que los hombres fingían hacer justicia. Lo sucedido en el mundo en estos últimos tiempos ha sido una explosión de odio, de hostilidad, de deseos de venganza y de aniquilación, de orgullo y arrogancia, de un estado de ebriedad de poder y dominio producido por sí mismo. Sería lamentable que la vida y las crueles experiencias de este tiempo, que de alguna manera todos hemos padecido, fueran la última revelación de la realidad. Pero solo la fe nos obliga a creer que Dios se llama padre y nos mandó llamarlo y conocerlo con este nombre, «porque es padre», y este jactancioso mundo es tan solo el degradado primer plano del centro de la realidad, que apenas logra llamar la atención en medio del griterío y el alboroto que la rodea. El rasgo fundamental de la vida es la misericordia y la providencia paternal. Todas las construcciones de ayuda y las fantasías del desesperado espíritu humano como destino, fatalidad, pueblo eterno, el mundo como la morada definitiva, etc., todo ello suena aquí arriba, en medio de este aire seco y transparente, como un gemido inarticulado de un animal parecido al hombre. Pero no son palabras humanas. Dios como padre, origen, guía, misericordia, es el poder interior que hace al hombre superar estas tormentas y ataques. Y es mucho más lo que se anuncia aquí en un mero mensaje, en una sola verdad. El creyente siente de mil maneras la paternidad, la misericordia, la providencia, en medio de todos los asaltos, las situaciones de desamparo y abandono. Dios tiene palabras llenas de un prodigioso consuelo y esperanza. Dios tiene 112

caminos hasta llegar al hombre en toda situación de abandono. Todo lo demás tiene su valor en cuanto que es una ayuda para encontrase nuevamente con el Padre. Nuestro Una de las más estremecedoras formas de violencia es el aislamiento forzado. Y sigue siéndolo ahora, lógicamente, cuando ya sabemos que sobre todos pesa la misma sentencia y todos estamos a la espera de su ejecución. Ya nadie se fija en los demás, nadie atiende al cuchicheo del compañero y camarada de esta última y agobiante escalada. El hombre se ha quedado solo consigo mismo y con las últimas cosas. Sin embargo, es bueno recordar la vieja palabra: no es bueno que el hombre esté solo precisamente en esta hora. Uno desearía dar gritos hacia la próxima roca, donde se divisa al otro. Pero la voz del hombre ya no suena. Nos hemos elevado demasiado en el aire. Padre nuestro: de pronto desaparecen las distancias. La verdad aparece diáfana y clara: el camino hacia Dios, el camino que pasa por Dios, ha sido siempre el próximo camino hacia el hombre. El hombre se siente en unión y alianza con todos cuantos adoran, creen y aman. El centro universal, el Dios personal, que nos habla y al que nosotros invocamos, es el que hace del hombre un hombre, y de la comunidad una comunidad. Que estás en el cielo La vida en el más allá se ha desfigurado y silenciado con mucha frecuencia. Nuestro tiempo la tiene casi totalmente olvidada. Nuestro olvido ha obligado a Dios a recordarnos de una manera terriblemente dura e impresionante la transitoriedad e inconsistencia de nuestra existencia humana. Incluso nosotros, quienes creemos en la vida del mundo futuro, nos hemos dejado contagiar en la práctica por la intramundanidad de los incrédulos. Y, sin embargo, el hombre tan solo es verdaderamente hombre en la medida en que conserva intacto el orden y la relación esencial de su propia realidad. Solo quien tiene fe en la vida futura será capaz de una conducta auténtica, de guardar las distancias en la creación, de un prudente respeto, del amor servicial, de una disposición para la obediencia. Estas son las categorías fundamentales del hombre. Pero solamente la mirada y la decisión de elevarnos sobre nosotros mismos nos permiten ser nosotros mismos. Por eso hemos llegado a masificarnos, a ser puro objeto e ineptos para la vida. Ineptos realmente para el orden fundamental y para aspiraciones fundamentales del hombre mismo. Es muy pobre el concepto de una vida en el más allá si se limita a una idea o a un ideal. Eso no basta. El hombre idealista es más hombre que el puramente materialista y práctico. Pero tampoco aquel alcanza su pleno desarrollo y plenitud. El fundamento más interior permanece cerrado, intacto, sin semilla. Únicamente en el Yo personal, en la unidad individual, llega el hombre a ser él mismo. Esta unidad individual, sin un diálogo con algo superior a ella misma, se convierte en un aislamiento gélido y mortal. El diálogo con el otro es parte esencial de la naturaleza del hombre como medio de abrirse y 113

hacerse más real. Pero mucho más importante es el diálogo con el Absoluto. Por eso no basta con tener una idea o un ideal sobre el más allá. El Dios personal es el Dios de la vida. Solo en diálogo con él entra el hombre en su verdadero espacio vital. Es aquí donde el hombre conoce los verdaderos valores de su esencia: adoración, respeto, amor, confianza. Todo lo que en la vida queda fuera de ese diálogo es incompleto, es a la larga inhumano, por más que se haya emprendido con entusiasmo, seriedad y espíritu de entrega. La adoración es el camino que lleva al hombre al encuentro de sí mismo. El cielo es el mundo del Dios personal. Es decir, lo que el hombre imagina como la máxima dicha y plenitud de su vida. El cielo no es un espacio, un tiempo, un «eón», etc. El cielo es, ante todo, Dios, el encuentro consciente con Él. Quien tiene una experiencia de Dios ya está en el cielo. La experiencia de Dios rasga nuestras fronteras y nuestra manera terrenal de ser donde quiera y como quiera que se nos pueda conceder como un gran don. Baste recordar las experiencias y descripciones de los místicos. Por el contrario, la descomposición de nuestra manera actual de existir, la muerte, es normalmente la condición previa para la experiencia de Dios. Aquí se mezclan fácilmente las cosas. Todo lo que el hombre ama y desea (la dicha, la felicidad, el cielo), todo lo que teme y le aterroriza (la muerte, la descomposición de la manera actual de existir) y todo lo que adora y glorifica respetuosamente (Dios y su perfección), todo ello se resume y concentra en un solo punto. La Iglesia pide con frecuencia, como una gracia y plenitud, amar las cosas celestiales. Es muy importante vivir relacionado con la plenitud, con el futuro, con lo venidero, no solo según las exigencias de la naturaleza, sino de manera consciente y práctica: «con todas tus fuerzas». El hombre tiene que volver a saber con más prontitud, con más intensidad y con más decisión, que el camino de su vida es el camino del diálogo personal con Dios para llegar al encuentro personal y la experiencia de Dios. Tiene que saber que este es su cielo y su patria. Que, por lo tanto, permanece en el más allá no solo por obligación y obediencia, sino como en la máxima e íntima vitalidad y libertad. Santificado sea tu nombre Los símbolos usados en el Padre nuestro son los símbolos normales en la vida de los hombres. Con lo que aquí se significa están de acuerdo todo hombre y toda la humanidad. Donde esto es realidad encontramos nuestro medio de crecimiento. Donde no existe nada de eso, o no se toma en serio, fracasamos y nos hundimos. Esta es también la clave del cruel y enigmático símbolo de nuestro tiempo. Esta petición enseña a los hombres a pedir un buen ideal, un estandarte intangible, santo, digno de todo honor. El hombre y la humanidad se hunden irremisiblemente, a no ser que se interponga para detenerlos, en medio de su caída en cuanto hombres, un valor intangible, un bien inmutable. El orden humano de pende tanto de la necesidad de santificar algo, que siempre que se desplaza o margina el verdadero centro de la santificación surge algo inauténtico que viene a ocupar su puesto y reclama santificación. Nosotros salimos 114

precisamente de un diálogo criminal y nos situamos en medio de un centro arbitrariamente establecido. Este sucedáneo de valores es infinitamente más inexorable que las exigencias del Dios vivo. Porque en ellos no hay nada de la dignidad de quien sabe esperar, ofrecer un perdón generoso, una llamada benévola, un encuentro gratificante. No conocen más que exigencias, coacción, poder, amenazas y destrucción. ¡Y pobre del que piense de otra manera! Hay que presentarse ante Dios con el enorme respeto que exige esta petición. Se trata ahora de hacer realidad con obras la glorificación de Dios, su temor reverencial, su veneración...: todo lo que acabo de enumerar con el nombre de «categorías fundamentales». Solo el nombre de Dios es el único verdaderamente santo y exige una paz silenciosa y una actitud humilde. Al hombre corresponde no solo creer que Dios es el centro de todo y el que da sentido a su vida. Como consecuencia, tiene además que dar testimonio de esta fe en todas las manifestaciones de su vida. Debe someterlo todo a esta ley de la santificación y prescindir totalmente de todo lo que la acepta. Dios, objeto de la gran veneración del hombre, será también su vida. «Fuera de este nombre no hay otro que pueda salvarnos». Una vez pronunciado, no hay mucho más que decir, pues gran parte de lo que decimos es pura hipocresía. Empleamos muchas frases piadosas absolutamente carentes de respeto por Dios. La castidad religiosa y el silencio forman una buena pareja. Volvamos a nombrar a la vida y a las cosas por su nombre. Hace ya mucho tiempo que no soy más que un número, y ahora comprendo lo que es una vida sin nombre. Pero mientras la vida misma no conozca o estime el nombre propio, los hombres y las cosas irán perdiendo su nombre propio en este cruel anonimato al que hemos llegado. La vida tiene nervios muy sensibles, y todo se relaciona entre sí. Desde que el nombre de Dios ya no es el primer nombre de la vida, del país, de los hombres, ha perdido también su nombre todo lo que vale la pena ser poseído y está bajo el dominio falso y falsificador de nombres extraños. Desde entonces, lo que distingue es el cliché, la etiqueta, el uniforme, el tópico, la masa. ¡Pobre de quien conserva todavía un rostro, una palabra personal y un nombre propio! La adoración es el camino de la libertad, y educar para la adoración es el más útil servicio que puede prestarse al hombre y sirve de preparación de un orden en el que el templo y el altar pueden volver a estar en el lugar que les corresponde, donde la realidad se inclina de nuevo ante Dios y donde la gran responsabilidad se valora en relación con el nombre de Dios. Venga a nosotros tu reino El ser humano es un ser necesitado de fuerzas y poderes sobrehumanos. Cuando nota que le faltan las relaciones con el verdadero mundo sobrenatural, empieza a tener sueños de grandeza o a construirse por su cuenta dioses extraños: objetos, éxitos, personas, organizaciones, etc. Yo lo conozco muy bien. Yo he soñado, deseado, amado, creado, pero todo ello no era en realidad más que una oda a los deseos de lo definitivo y 115

permanente. Ahora bien, el hombre no consigue avanzar nada con sus sueños y sus ídolos. Constantemente choca con las fronteras y limitaciones que le impone su condición de criatura. También yo he experimentado cómo a veces se viene todo abajo de repente y solo quedan los añicos en las manos, cuando uno pensaba que sostenía los cántaros intactos; cómo uno no es más que un gemido sangriento, cuando soñaba con entonar odas heroicas. El hombre por sí solo no es capaz de conseguirlo. El sentido de la petición deseando que venga el reino de Dios consiste exactamente en una confesión de que el hombre por sí solo no puede nada y necesita, por tanto, un poder y una ayuda sobrenatural que le haga participe del poder de Dios. También esto lo he experimentado yo: cómo el hombre, en un instante, es elevado por encima de sí mismo, fuera del roce y el alcance de las cosas, aunque las ve de distinta manera de cómo lo había esperado. Se realiza el verdadero diálogo con la propia esencia y, con frecuencia, también con una experiencia de vida comunitaria. El reino de Dios consiste en que el hombre viva en gracia de Dios, y el mundo siga el orden divino. La plenitud del vacío del hombre con la plenitud de Dios, la apertura de las fronteras humanas por la fuerza de Dios, la domesticación del salvajismo humano por el amaestramiento divino...: en eso consiste exactamente el reino de Dios. Tiene lugar en el hombre, como obra del hombre y entre los hombres. Es una gracia silenciosa que, sin embargo, compele a hablar y a actuar; existe también en figura de obras y orden. En esta súplica del Padre nuestro pedimos por todo lo que nos falta hoy. La plenitud del sentido de la vida reside en el encuentro con Dios. Dios procede siempre con la corrección que le es propia. Viene siempre con discreción a llenar de gracia, esperando libremente. No se presenta como violento, aunque tenga poder y capacidad cordial de decisión. El reino de Dios es un reino de gracia: por eso pedimos que venga. Pero muchas veces la gracia de Dios espera ante las puertas cerradas, golpea sin que nadie venga a abrirle. De dos maneras puede el hombre oponerse a la venida del reino de Dios: de acuerdo con su modo peculiar de organizar la vida que ha elegido o en función del orden social de su vida dentro del cual se encuentra, tolera o apoya. La mínima aportación por parte del hombre es una vigilante y voluntaria apertura a Dios. El hombre encerrado en sí mismo como puro ser natural y humano es una creación sin gracia, y sin gracia ni miseri cordia discurre su camino por el mundo. A la larga, se convierte en factor destructivo para sí mismo y para los demás. A pesar de todas sus aspiraciones prometeicas, permanece esclavo de las cosas, tareas y problemas. Esta es precisamente la clave de la historia en las últimas épocas, ninguna de las cuales supo cumplir las tareas urgentes del momento. Si el hombre no se decide a presentárselas a Dios, debe al menos abrirse a Él y esperar así que Dios le hable. Esta petición exige de todos nosotros una humilde conversión. Y también nos exige estar dispuestos a una revolución social para crear un orden nuevo que posibilite al hombre llevar una vida verdaderamente humana, abierta a Dios y según Dios. Incluso la oración más devota puede convertirse en blasfemia si se realiza con resignación ante las circunstancias o 116

aceptando sus exigencias de muerte para los seres humanos, de incapacitación para vivir según Dios, de parálisis inevitable de todos los órganos espirituales, morales y religiosos. En esta petición se piden cosas grandes de Dios, y se le piden, en definitiva, a Él mismo. Pero supone para el hombre una enorme responsabilidad. De su aceptación y cumplimiento depende que sea una auténtica oración o un parloteo de beatas. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo Esta es la súplica del hombre que pide su libertad. Al principio no lo parece, pero es así. El hombre es un ser reprendido. Todo intento de no enterarse de esta reprensión, de desentenderse o liberarse de ella, le conduce a una ruina inevitable. Ya el mero encuentro con las circunstancias del mundo debería hacer al hombre reflexionar y proceder con cautela. Se encuentra inmerso en una trama de relaciones que le vinculan de mil maneras, desde la reserva digna de un tacto conveniente hasta el servicio y la obediencia real. Aquí todo intento de autarquía significa ya un autoengaño, una cegue ra voluntaria, un suicidio. No existe un espléndido y creativo aislamiento. Y esto se aplica, en un sentido más definitivo e incuestionable, a las relaciones trascendentales del hombre. Dios es un componente de la definición del hombre, lo mismo cuando se trata del «dios de donde venimos» como del «dios al que vamos o en el que vivimos». Cualquier otra autodefinición del hombre es fatalista y desastrosa. La vinculación con Dios es una vinculación con su orden, resplandor de su Ser, una vinculación con su libertad y con la grandeza de su misterio insondable. Estas son las realidades con las que tiene que contar el hombre si quiere ser verdaderamente hombre. El orden divino vincula al hombre de dos maneras: como inserción en los diversos acontecimientos naturales de la vida y como encuentro libre con la ley que liga y obliga. La libertad de Dios llama además al hombre a introducirse en el espacio sagrado de la providencia personal, del destino, de la vocación, de la misión y de las encomiendas. En este diálogo personal con un Dios que exige es donde se decide la auténtica y extraordinaria grandeza y dignidad del hombre. Pero la grandeza de Dios, llamada también «misterio escondido», consiste en situar al hombre ante las vías misteriosas, las misiones nocturnas, las palabras luminosas... y también ante el misterio de la grandeza, el cual no se oculta en sus exteriorizaciones. Solo aceptando esta vinculación con Dios logra el hombre realizarse en cuanto hombre en libertad. En el caso contrario, permanece eternamente esclavo de su angustia y de las cosas que le gustaría retener. El hombre necesita dejarse atrás a sí mismo si quiere llegar hasta sí mismo. Tiene que decidirse de una vez por todas a dar este último adiós, para poder ponderar sus bendiciones. Se trata ciertamente de una bendición, como lo demuestra la dicha que conlleva esta libre entrega: como en el cielo. Se trata también, ciertamente, de una afirmación de validez absoluta. Pero más de lo otro. La voluntad de Dios en el cielo es la afirmación de Dios por Dios y la afirmación de Dios por los bienaventurados. El conocimiento y afirmación que Dios tiene de sí mismo constituye el 117

gran júbilo de la Trinidad, la corriente de vida de Dios. Y la afirmación de Dios por los bienaventurados constituye su perfección, su inmersión en el júbilo y en la corriente beatífica de la vida divina. Y esto significa que la voluntad de Dios que debe cumplirse en nosotros es siempre y en su origen una voluntad salvífica. El encuentro de entrega con la voluntad de Dios y con sus misterios es el encuentro con la salvación. Danos hoy nuestro pan de cada día Hay que ver en esta petición, sencillamente, la petición de pan. Se ha querido interpretar, según otra palabra del Señor, como «mi alimento es hacer la voluntad del Padre», o también en el sentido del pan eucarístico. Son piadosas interpretaciones, pero de lo que aquí realmente se trata es del pan para quitar el hambre de cada día. El Padre nuestro nos enseña a tratar con Dios las grandes prioridades y deseos de nuestra vida. Acuden a la boca las palabras sobre las preocupaciones y necesidades de la vida: el pan, la culpa, las pasiones, el mal... Con más acuciante presencia lo que nos ocupa y preocupa cada día. El Señor enseña al hombre cómo debe orar, y en la oración del Señor se incluyen los problemas del hombre y las bendiciones sobre el hombre. El pan constituye una necesidad fundamental del hombre que se expresa ante el Señor como un problema permanente. La necesidad y la petición del pan son dos realidades de la vida humana. Y significan dos cosas: los filósofos definieron una de ellas con las palabras primum vivere (lo primero es vivir), aunque reconocieron ciertamente una necesidad en esta afirmación, pero la consideraron como una condición intrascendente. Es una expresión de orgullo en las personas «espirituales». Se puede hacer del pan un ídolo, y del vien tre un diosecillo. Cierto, pero hay que haberse visto antes en la necesidad de ayunar semanas enteras; hay que haber experimentado antes cómo un inesperado rebojo de pan parece una gran gracia caída del cielo; hay que haber vivido antes esta forma que tiene el hambre de influir en cada movimiento de la vida para volver a aprender el respeto por el pan y la preocupación por el mismo. Mientras haya hombres que pasan hambre, y el pan de cada día les parece una quimera, anunciar a estos hombres el reino de Dios o hablarles del reino de la tierra resultará tan inútil como predicar en el desierto. Por eso el pan ha sido siempre y sigue siendo uno de los grandes señuelos de seducción. Es muy importante que las personas honradas asuman la preocupación por el pan y sepan controlarla. Pero el problema del pan tiene que seguir siendo siempre una petición. De lo contrario, se extravía el hombre en el mundo de la tierra. Necesita saber que, aunque nuestro pan se nos dé en abundancia y se nos asegure cada día, tiene que ser pedido también cada día. Las cosas deben quedar claras hasta en sus últimas causas. De lo contrario, son falsas y peligrosas. Por eso, en la oración del Padre no pedimos graneros repletos ni despensas bien provistas; solo pedimos el pan de cada día. La petición del pan de cada día es el eco de la inseguridad y el peligro diario de la vida. Pero la vida encuentra su habitat no solo en la seguridad humana, sino en la confianza. La preocupación por las rentas y la inseguridad de las últimas generaciones han anulado muchas fuerzas creadoras y muchos brotes de 118

libertad. Aquí se significa la supremacía y la distancia creadora. El que lo acepta así lo encuentra todo más fácil, porque es un misterioso instrumento fiel en las manos del Señor. El pan de cada día es necesario y precioso, pero el hombre no vive solo de pan. Lo sabemos muy bien quienes sufrimos en una época extraordinariamente angustiosa después de la segunda gran guerra mundial y vivimos por segunda vez la gran angustia de la falta de pan. El pan es necesario, y la libertad es más necesaria aún; pero lo más necesario de todo es la inquebrantable y permanente disposición de fidelidad y adoración. Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden La culpa es tan connatural a la vida del hombre como el hambre. Tan amargamente necesaria como la necesidad de pan lo es la realidad de la culpa. Y no me refiero a la culpa original, esa nube que ha entenebrecido el esplendor de toda la creación desde una funesta mañana en el jardín de Edén. Es un hecho real en el que se ha insistido demasiado, y por eso ha encontrado un menor eco auténtico. Esta insistencia en la culpa original ha dado lugar a dos diferentes actitudes por parte de los seres humanos: para unos, la fuerza natural de la que somos conscientes desmiente el cansancio y la incapacidad que siempre se nos ha atribuido; hay quienes no entienden -y otros pretenden no entender - que tal incapacidad se refiere al orden sobrenatural; pero la escandalosa rebelión contra Dios a la que hemos asistido en el mundo occidental ha privado a esta idea de una gran parte de su fuerza y su sentido. La segunda actitud consiste en la más absoluta indiferencia frente a la culpa, pues se ha hecho creer a los seres humanos que no podían obrar de otra manera. La culpa no solo como implicación personal, sino como pecado personal con responsabilidad consecuente, ha desaparecido, de hecho, en la conciencia de Occidente. Pero a esto me refiero exactamente cuando digo que el pecado forma parte de nuestra vida diaria. Incurrimos en el pecado por nuestras infidelidades y nuestros errores. Nos hacemos responsables porque vivimos en un determinado momento histórico y permitimos que suceda lo que está sucediendo. Existe la responsabilidad personal ante Dios y existe también una responsabilidad general. Nuestra generación es una generación culpable, desmesuradamente culpable. Aceptar este hecho es ya muy importante, pero no es suficiente. Hemos de borrar esta culpa; o nos liberamos de ella o nos hundimos. La culpa es el ídolo en torno al cual ejecuta el hombre muchas danzas que no son danzas de libertad, porque son básicamente torpes gestos de parálisis. El hombre puede intentar liberarse de su culpa, pero en vano, porque la culpa está dentro de su misma realidad. Puede intentar simplemente negarla, puede soñar el viejo sueño griego e incluso alejarla de sí con malas palabras: todo esto puede por un momento nublar su mirada y oscurecer su conciencia. Pero lo que realmente ha sucedido es una carta firmada. Y hay que cumplir el contrato firmado. La única manera que le queda al hombre de liberarse de su culpa consiste en reconocerla, confesarla y aceptar que la culpa de la criatura ha producido una herida cuya curación excede todas las posibilidades de la medicina y de las fuerzas del ser humano. La curación consiste en presentarse como pecador ante la 119

bendición de Dios, que todo puede sanarlo. Esta generación necesita hombres responsables de sus pecados ante Dios. Dios pide al hombre que relacione su confianza en el perdón con el perdón que él mismo ha otorgado. El pecado del mundo tiene que desaparecer juntamente con el pecado trascendental, para que el mundo pueda de vez en cuando respirar libremente. Esto significa para nosotros la renuncia a todo tipo de amargura y resentimiento contra los hombres que «nos han ofendido». Yo no siento rencor contra ellos, ni siquiera contra el gran charlatán del derecho alemán. Lo único que siento por ellos es una pena indescriptible. Y mucho más todavía por el pueblo, que se ha entregado a ellos totalmente en cuerpo y alma. ¡Que Dios salve a Alemania! No nos dejes caer en la tentación Hay que hacer esta petición con toda seriedad. El Señor conocía bien lo que es la tentación y la prueba desgarradora a la que el hombre puede quedar expuesto en el momento de la prueba. ¿Y quién puede sentirse seguro de sí mismo? En los días felices oímos esta petición como quien no la oye, porque no nos sentimos aludidos. Hasta el momento en que los días felices pasan y ya nadie sabe de dónde soplan al mismo tiempo los fuertes vendavales de la tribulación. ¡Cuántas horas de agotamiento y flaqueza hicieron agobiante mi ascenso a esta roca! Horas de impotencia, de duda, de no saber ya qué hacer. ¡Qué sorprendente cambio en el verdadero perfil de las cosas cuando, de repente, lo cambian circunstancias extrañas! Y la hora de la prueba no se le perdona a nadie. Solo en esa hora aprende el hombre a conocerse a sí mismo y presiente las decisiones que se esperan de él. ¡Ojalá permanezca yo allá arriba sin sufrir vértigo ni sensación alguna de mareo! Me he puesto en manos de Dios y confío en la ayuda de mis amigos. La tentación nos asalta desde fuera y desde dentro. El poder, la violencia, el dolor, la humillación sufrida, la propia infidelidad, el silencio de Dios, la soledad total: este conjunto de detalles puede imponer amargas decisiones. Puede surgir desde dentro el miedo, ese gusano oculto que, sin embargo, corroe la sustancia del hombre. Puede desatarse desde dentro el espíritu demoníaco, el espíritu salvaje, la rebeldía, la duda, las ganas de seguir viviendo, que nunca cambian en sentido contrario. Todo esto puede propiciar horas amargas, y el mundo, visto de cerca, parece muy distinto. La piel se ha curtido, alternancia de cicatrices y de heridas. La única posibilidad de superar esas horas radica en Dios y en no dejarse arrastrar por ellas. El Señor nos enseña a pedir que pasen dichas horas. Y yo aconsejo a todos que tomen muy en serio esta petición. Mi existencia, en este sen tido, ha sido un auténtico hervidero. No tengo ni idea de cuánto va a durar, cuánto tiempo voy a tener que seguir esperando sentado al borde de esta roca, no sé si debo dar o no un salto: no sé nada. ¡Cuántos tipos de gusanos pueden crecer dentro! El hombre tiene que renunciar a toda 120

falsa seguridad, y entonces sentirá la enorme paz y la grandeza de Dios. ¡Qué distintas fueron las horas del juicio popular! Aunque desde el principio comprendí que estaba perdido, ni por un instante me sentí derribado. Me sostenía una fuerza del más allá. Por eso recibí también, de manera clara e inequívoca, una revelación por la que merece la pena vivir y dar la vida: siempre es verdad, pero lo es especialmente cuando el hombre se siente bajo el efecto de la tentación, que por sí mismo el hombre no puede nada. El Señor os guarde, os proteja y os ayude a superar la tentación. Y líbranos del mal Esta petición afecta, una vez más, al hombre que es tentado. La tentación no es siempre y necesariamente algo grave, sino una situación circunstancial que puede cuestionar la salvación. En la tentación se trata de optar a favor o en contra de Dios. La tentación consiste, justamente, en que la pureza y firmeza de esta opción se ve frenada, debilitada, amenazada. Optar decididamente por Dios es una decisión inevitable en el hombre; pero evitar el peligro de no optar por Dios es algo que compete al hombre, que debe suplicar humildemente la ayuda de la gracia de Dios. Y, ciertamente, exige mucha más humildad y sinceridad de corazón de lo que solemos pensar. El mal que en esta petición deseamos se aleje de nosotros no consiste en problemas «normales» de la vida, casos de necesidad y apuro, problemas, dureza, circunstancias especiales de privación o sufrimiento, injusticia o violencia, etc. Es lo que nos induce, lo que nos mete en la tentación, lo que desplaza el centro de gravedad y borra los contornos de toda perspectiva. Enseguida se advierte que las cosas de la vida que solemos llamar «buenas» son parte integrante de ella tanto como las llamadas realidades «difíciles» o «duras». En todas ellas late la posibilidad de ser inducido a la tentación o incluso de caer en ella. Todo esto se refiere a lo que puede interponerse entre nosotros y Dios, y eso lo podemos ser nosotros mismos. Esta petición pone de relieve, mucho más que las anteriores, el carácter agónico, competitivo, de la vida. La dialéctica existencial puede siempre intensificarse hasta caer en estado de agonía, no solo en el Monte de los Olivos, sino en el desierto donde el Señor fue tentado. También allí hubo una auténtica tentación, porque Jesús tuvo hambre y porque el diablo pudo dirigirse a él directamente. Sí, el diablo. No solo existe el mal en el mundo, sino también el Maligno, no como contraprincipio de Dios, pero sí como oponente tenaz y miserable. El hombre tiene que pensar en la necesidad de la discreción de espíritus. Y especialmente allí donde las realidades se consideran autónomas, la violencia exige culto de adoración, la vida quiere hacer valer su derecho de realizarse a sí misma por sus propios caminos; en suma, allí donde no prevalece la realidad, sino la antirrealidad. Entonces necesita el hombre inevitablemente ver con claridad, tiene que proceder con cautela y decisión. Y necesita caer de rodillas y rezar, rezar. Esto es lo que ha venido haciendo demasiado poco en los diez últimos años.

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VEN, ESPÍRITU SANTO... El Espíritu Santo es el aliento de la creación. Del mismo modo que al principio de la creación el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas, también ahora, pero de un modo mucho más activo, cercano e íntimo, toca el Espíritu de Dios el corazón humano haciéndole capaz de crecer en plenitud. Desde el punto de vista teológico todo es claro. El Espíritu Santo es el corazón de la gracia. Lo que nos configura con Cristo es la inhabitación de ese mismo Espíritu, principio en Cristo y en nosotros de la vida sobrenatural. Fe, esperanza y amor son las palpitaciones de la vida sobrenatural y no son otra cosa que la participación de la criatura agraciada con el «sí» del mismo Dios, que se consuma en la acción del Espíritu Santo. Así puede interpretarse ese Ven¡, ¡ven! Es el deseo ardiente y sediento del Adviento el que llama, pero más alto y con más intensidad. Es el ansia de abandonar la angostura de esta cárcel y estas cadenas la que obliga a entonar sin cansancio este ¡ven»! Solo quien ha experimentado el deseo infinito de la criatura, unido a la infinita desgracia, es capaz de entonar con autenticidad esta llamada de socorro. Y solo así será una verdadera llamada que encontrará respuesta y cumplimiento. ... y envía desde el cielo Desde el cielo hasta aquí, desde ese mundo de la realidad de Dios. Desde allí, donde las cosas están unidas, sin posible dispersión ni diáspora del ser. La criatura necesita alzar la voz por encima de sí misma para poder tener parte en la fuerza verdadera. Es el primer paso hacia la salvación cuando el hombre reconoce que no le basta con sus propias fuerzas, cuando comprende que necesita la misión y la orden de Dios, su dirección y salvación constantes, si quiere avanzar plantando cara a todas las formas de destino. El hombre es un ser puesto en el mundo: no existe por su propia fuerza y poder. Por eso toda su actividad y todas sus manifestaciones de vida son puro don y pura gracia. Desde el comienzo del mundo somos ciegos ante este conocimiento, pero seguimos osadamente tercos en nuestro amor propio, aunque somos como vagabundos que van de fracaso en fracaso y empren demos nuevas marchas cada vez que nos encontramos con menores resultados y con más graves heridas ante las nuevas ruinas. Esto se puede aplicar a cada individuo particular. Cuando nos encontramos agotados y desalentados, no debemos empezar a medir y enumerar la superioridad del destino; lo que debemos hacer es preguntarnos si estamos cerca de Dios y si le hemos invocado lo suficiente. Los eternos collados, de donde viene la ayuda, están allí. La ayuda está dispuesta, espera y viene. Yo estoy viviendo la confirmación de esta verdad. Dios me educa directamente en la lógica de esta concepción. Todas mis aportaciones de seguridad, talento y estrategia se redujeron a polvo ante el empuje y la dureza de la adversidad. «Dios solo basta» (así en el original). Estos meses me han deshecho: después del veredicto final, toda mi existencia física se ha venido abajo. Y, sin embargo, han sucedido muchas cosas maravillosas. Dios 122

ha tomado en sus manos las riendas de todo este asunto. Y yo he aprendido a llamar y a esperar el mensaje y la fuerza de los eternos collados. ... un rayo de tu luz. La palabra «luz» es, al mismo tiempo que palabra, símbolo de uno de los eternos y más profundos deseos en la vida del hombre. Es a la vez una de las grandes carencias que atormentan la existencia humana. Continuamente tropezamos contra nosotros mismos como contra un obstáculo oscuro, como la noche, como un misterio. Y esto tiene su origen en la dotación eterna y vocación de nuestro Espíritu, que ni siquiera en las «horas punta» pierde el presentimiento de la plenitud y cumplimiento con que el ser humano está interiormente emparentado y por el que suspira. El hombre ha sido configurado por Dios como un ser luminoso, esencia de luz, y en esta calidad le ha puesto en la realidad del mundo. Somos nosotros los que nos hemos hecho voluntariamente ciegos. Jamás está el hombre tan gravemente enfermo como cuando se siente extraviado y confundido. Este es el primer significado de esta llamada de socorro: que la luz de Dios venza sobre la oscuridad de la criatura e ilumine nuestras tinieblas culpables, que enjugue los sueños y el miedo de nuestros ojos y nos haga ver de nuevo. Pero hay además otra falta de luz en nuestra vida: el esplendor de la gloria de Dios también nos ciega. Muchas veces no tenemos más que impresiones, sospechas, pero sin posibilidad de un mayor conocimiento de la complicada realidad. El hombre entregado y preparado puede entonces suplicar a Dios la luz que mejore su capacidad visual, para que pueda abrirse a la plenitud divina que ha tocado ya nuestra vida. Entonces, con la fuerza de Dios, conoceremos a Dios mismo incluso en las situaciones más tenebrosas e impenetrables de la vida. En cualquier parte donde se complica gravemente la vida, el hombre se siente sin capacidad de tomar iniciativas, o estas son del todo infantiles, absurdas y mortales. Y así lo evidencia tanto la sencilla vida individual como la vida general cuando ha quedado ciega. Ven, padre de los pobres, Tres veces entona ahora la criatura el Ven¡ con el fin de romper su soledad y gritar su miseria, hasta introducirla en la cercanía salvífica de Dios. Este suspiro es un arco de puente tendido desde el vacío humano hasta la plenitud de Dios. Y en esta súplica se encuentran las dos realidades, en una primitiva y sencilla relación. La criatura es consciente de su pobreza esencial, de sus necesidades, de su insuficiencia para afrontar por sí misma las realidades de la vida. El problema radica en el deseo de vivir, en la necesidad de vivir pero sin tener de qué. Esta condición de la existencia se aplica tanto a los problemas materiales de la vida como a todos los estratos del ser y es perfectamente compatible con una gran plenitud material. Los pobres de espíritu son el sujeto de una de las bienaventuranzas del Señor. Pero se les promete exactamente la superación de la crisis de necesidad. Aquí se habla de la criatura atascada en sus necesidades de cualquier clase que sean. ¡Cuántas veces he rezado yo este triple Ven¡ en las los días en que me azotaba el hambre...! Desde entonces se han convertido en mi bendición de la mesa. 123

El Espíritu de Dios viene al encuentro del hombre necesitado de un modo paternal, es decir, como un poder y una fuerza providentes y amorosos. Y es precisamente esta su forma de ser. El hombre que reconoce su pobreza, que renuncia a su vanidad, a su orgullo, a su seguridad y arrogancia, y se presenta ante Dios como un resignado mendigo desamparado y necesitado de todo, se convierte en objeto de las maravillas del amor y la misericordia divinas. Sentirá consuelo en el corazón, iluminación en el espíritu y hartura en el hambre y en la sed. Es el Dios vivo, el Espíritu creador a quien invocamos. Somos pobres. Reconozcamos la ley de la necesidad y pidamos por nosotros y por nuestra patria. ...ven, dador de los dones, Por tres veces invoca la pobre criatura al Espíritu creador, y por tres veces es escuchada por el Dios providente y salvador. Es muy conveniente invocarlo incansablemente. El Espíritu Santo es el Espíritu de perfección, el que nos enriquece con sus dones, el torrente de riquezas. En su misma esencia divina, es ya el Espíritu de perfección. Justamente en él se manifiesta Dios plenamente. En él se concentra la pasión con que Dios necesita ser fiel y afirmarse a sí mismo en la tercera persona divina. Su ley y su orden consisten en perfeccionar lo imperfecto, conservarlo, completarlo. Aquí se le llama «dador de dones». Lo repito: él es el aliento de la creación; el torrente poderoso que lo arrastra todo para devolverlo a la fuente patria de la desembocadura, donde la criatura está enferma, cansada de sí misma y tomando conciencia de su pobreza. Es entonces cuando se le debe invocar. Él es el dispensador. Por la comunicación de sí mismo nos convierte en imagen del Hijo, partícipes y capaces de la nueva vida. Él crea en nosotros un sentido superior, una voluntad superior, un corazón superior para poder creer, esperar y amar; es decir, para poder vivir en la intimidad de Dios y unidos a Él. Es el dispensador de los dones en su sentido estricto: los siete dones del Espíritu Santo, tan frecuentemente olvidados e ignorados. Lo que con esto se significa es, sencillamente, el enriquecimiento del hombre con nuevas facultades y actividades vitales. Nuestra vida sobrenatural es una verdadera vida, pero distinta. Cuanto mayor sea la facultad de captación y receptividad sensorial de una persona, cuanto mayor sea su capacidad creativa de formas, tanto más intensa será su vida. Todo esto se desarrolla y se convierte en habilidad perceptible cuando los órganos espirituales se desarrollan bajo la bendición creadora del dador de dones. Estamos hablando de lo que hemos dado en llamar «superación de la limitación humana». Todas las arengas, sueños y blasfemias de Nietzsche sobre el superhombre y el pequeño hombre masificado, lo más que pueden conseguir es cansar al hombre, dejarlo triste e insatisfecho; al final, convertido en un pobre ser digno de lástima. Esta única invocación, debidamente comprendida y orada, nos permite seguir adelante. ¿De qué me serviría a mí, en mi actual situación de marginación, soledad y cautiverio, llegar a percibir algo de la grandeza que el hombre debería poseer? Pero sentir en las calles solitarias la cálida presencia del Espíritu y su soplo poderoso ayuda a seguir adelante. Las cosas pierden entonces su superpotencia, porque Dios quiere que se le invoque como el 124

Dios de toda plenitud, de toda gracia y de toda bendición que reconforta. ¡Ven, dador de los dones! Él sabe encontrar caminos y maneras de consuelo, tiene formas de atención que exceden ampliamente toda clase de ternura o inventiva del amor humano. ...ven, luz de los corazones, ¡Luz de los corazones! De nuevo nos encontramos con Dios como la luz que disipa las tinieblas y la pequeñez humana. Muchas veces se habla del Espíritu como «luz». El encuentro con el Espíritu de Dios es un encuentro en medio de la vida y una curación de la vida en sus fuentes y raíces. Todo está dicho en esta maravillosa expresión: «Luz de los corazones». El hombre no vive ni siente con sus pensamientos, ni estos le hacen sufrir mientras no se transformen en una viva pasión o en una pesada carga en su corazón. La peor confusión que puede entenebrecer el espíritu del hombre es la confusión del corazón. Un hombre lo es en la medida en que su corazón esté comprometido. Es decir, en la medida en que ama. Esta es, justamente, la clave que descifra los enigmas de la vida y la historia humanas. La historia de los hombres es la historia de sus pasiones. Y la historia de las locuras humanas es la historia de los corazones entenebrecidos. La gran amenaza del hombre es su posibilidad de error, de confusión, de inseguridad y de falta de instinto en las opciones esenciales de la existencia. Y su gran desgracia es haber perdido el instinto. La palabra «corazón» significa aquí el centro de la vida humana, donde todas sus aptitudes, deseos, carencias y anhelos fundamentales se concentran en una decisión, en un impulso, un amor, una entrega. Este centro del corazón de la existencia tiene que convertirse en morada y templo del Espíritu Santo. Esta es la manera y orden de insertarse interiormente en la vida de la criatura, de cumplir sus funciones vitales y de exteriorizar su vida para elevarla a su correspondiente nivel, solidez y seguridad. Lumen cordium: debemos pedirla con insistencia. Pedir que nuestro corazón mantenga un ritmo armonioso y la capacidad de sentir rectamente. La sensibilidad de que aquí se trata no consiste en frases ni palabras claras, sino en la capacidad de percepción y en el recto instinto. Si nuestro corazón late armoniosamente, todo va bien. Que el Espíritu de Dios se compadezca de este corazón pobre, loco, hambriento y muerto de frío, abandonado, y lo llene con la cálida seguridad de su presencia. ...fuente del mayor consuelo. Consuelo. Hay que despojar a esta palabra de toda connotación de ingenuidad o sentimentalismo. La falta de consuelo (o desolación) es un estado de ánimo originado por las experiencias conscientes de la pobreza y la frialdad en las relaciones, por las situaciones reales, especialmente las propias. El consuelo no es un intento de desentenderse de una situación embarazosa con fáciles palabras, sino la creación de nuevas circunstancias en las que nuestro espíritu pueda henchirse nuevamente de alegría y sentirse satisfecho. Porque el consuelo es justamente eso: un estado de ánimo que nace del sentimiento consciente de estar viviendo de un modo seguro, estable, ordenado, 125

limpio y plenamente real. Para consolar verdaderamente hay que crear esta nueva situación o hacer una transposición temporal de la situación antigua a las nuevas circunstancias, eliminando todos los elementos perturbadores y creando una situación nueva y con sentido. Ambas cosas las produce el Espíritu en nosotros. El dador de todo bien y padre de los pobres supera las propias pequeñeces y, con la luz que ilumina el corazón, nos hace percibir la sensación de encontrarnos en la verdadera realidad. Con la fuerza de ese Espíritu podemos enfrentarnos al destino y a las horas tristes. Lo único necesario es volver a creer y a orar. Ven, dulce huésped del alma, Los versos que vienen a continuación describen la múltiple variedad de consuelos que los hombres reciben del Espíritu como un don. Aquí la unidad de medida no es la unidad mí nima. Con anterioridad a toda acción del Espíritu con el hombre y sobre el hombre, el Espíritu, con sola su presencia, es ya consuelo y consolador. Huésped del alma: presente con una peculiar relación de presencia y de unión: el amigo del alma. La experiencia mística no es otra cosa que la sencilla, a la vez que impresionante, vivencia de lo que aquí se afirma. Y la felicidad eterna es la experiencia eternamente continuada de esta relación. El consuelo del Espíritu de Dios es tan profundo y definitivo que supera absolutamente todas nuestras experiencias radicales de desconsuelo, soledad e impotencia, y purifica el organismo interior de todo elemento tóxico. Puede afirmarse de la religión en general que, a pesar de toda la dependencia de la criatura, es una relación y un vínculo personal. Esto puede afirmarse con mayor razón cuando nos movemos y hablamos dentro del ámbito de la intimidad divina. Aquí se aplican con toda propiedad las leyes, el orden y los usos habituales de la amistad. Dulcis: la oración califica de «dulce» esta presencia del divino amigo. A veces sentimos cierto apuro al pronunciar esta palabra dentro de este contexto. Ya no nos quedan estas palabras como una propiedad del espíritu ni como una experiencia espiritual, sino exclusivamente como decadentes arrebatos de experiencias primitivas normales. Pero hay que dejar bien claro que esta palabra, como tantas otras pertenecientes al campo de la religiosidad interior, tiene su origen en la terminología de las vivencias del amor humano. Los grandes y auténticos movimientos primitivos del Espíritu están interiormente confraternizados. Es lamentable que en la actualidad no poseamos, ni por experiencias de amor ni por práctica religiosa, una verdadera relación con esas determinadas palabras que expresan una dicha interior de inimaginable intimidad. En los movimientos de la adoración y del amor somos, sencillamente, paralíticos. ...descanso de nuestro esfuerzo, Si uno ha conocido a una persona cuya mera existencia y proximidad contagian fortaleza y ansias de elevación, y que es para los demás un sólido punto de apoyo, un motivo de alegría y confianza dentro de una atmósfera nueva, entonces puede llegar a comprender 126

esta expresión: dulce refrigerium. El robustecimiento, la elevación y la felicidad del espíritu incluidos en el concepto de «dulce» se difunden realmente como la temperatura en un espacio, y de pronto se respira un nuevo y denso clima de confianza y de amistad humana. Re-frigerium: descongelar lo congelado. Lo que significa el alivio, el calor y la protección para un cuerpo abandonado a la intemperie y a las heridas, eso mismo significa el Espíritu Santo para el alma, la cual tiene sus experiencias y vive sus desconsuelos y necesidades con más intensidad en el encuentro con el amigo del alma. ...tregua en el duro trabajo, La precariedad de la atormentada criatura anhela y pide a gritos en estas tres peticiones un encuentro sanador con la fuerza del Espíritu. Se enumeran primero tres necesidades radicales del hombre, remediables con el torrente de la voluntad salvífica de Dios. Después habla la criatura repetidas veces de su propia miseria. La primera necesidad radical de la criatura está in labore, en el trabajo. Al principio de la creación se habla del «sudor de tu frente». Y así ha sucedido: el hombre acosado y perseguido, el hombre esclavo de su obligación de servir, de su interminable preocupación por todo. El deber, la necesidad y el peligro obligan al hombre a seguir inexorablemente su camino sin salirse de él ni por un instante. A ello se añade además la fatiga personal, las necesidades del corazón y la preocupación por los seres queridos. En eso se ha convertido nuestra vida: en fatiga, en inseguridad y en desam paro en el trabajo. Ignoramos la distancia creadora; por eso conocemos ahora la falta de libertad de los minutos de tortura y del agotamiento definitivo. Este destino titánico del hombre se realiza a mayor escala en los espacios más amplios. La sustitución del homo sapiens, del homo speculativus, del homo religiosus, etc. por el homo faber fue la misteriosa disposición de las últimas épocas. Apareció entonces el homo faber, las fábricas se convirtieron en las modernas catedrales, las máquinas en los nuevos símbolos mágicos, y pronto el hombre será solo la pieza más fácil de recambio en este mundo mecanizado y pragmático. Todos han sido arrastrados por ese orden y esa coacción. La vida ha abierto sobre nosotros un fuego de exigencias al que hemos sucumbido, a no ser que... Sí, a no ser que nos venga el auxilio de lo alto. A no ser que al hombre le brote una fuerza en su interior capaz de elevarle por encima de las cosas, capaz también de hacerle saltar por encima de los puntos muertos y le ayude a superar sus horas de agotamiento. Este descanso tendrá que brotarnos dentro y liberarnos del ajetreo y del peligro, aunque tengamos todos que seguir atados a nuestros compromisos y cumplir todas nuestras obligaciones. Esta es la peculiaridad del Espíritu: introducirse en la criatura, compartir su vida y hacer sentir y ver la presencia del Dios poderoso y protector, especialmente allí donde la necesidad es mayor. El Espíritu va a ayudarnos a practicar esta gran virtud de la perseverancia sin desfallecer. El espíritu y el Espíritu Santo nos ayudarán a ser más 127

fuertes que la dificultad, superiores y más firmes que la peligrosa inquietud de nuestra existencia. Él nos da el libre espíritu de reflexión y la plenitud silenciosa que nos mantienen inexhaustos. Y aunque muchas veces nos parezca que ya hemos llegado al final, la nueva invocación nos encuentra, además de dispuestos, aptos también en el nombre del Señor. Solo tenemos que permanecer interiormente en disposición de apertura, en estado de escucha a lo que pueda venir de allí, en actitud de disponibilidad y colaboración. De lo contrario, las cosas nos vaciarán y nos arrastrarán a la estéril diáspora de un mundo y una realidad hechos pedazos. El Espíritu de Dios se comunica a quien lo invoca, a quien lo conoce y siente sed de él a través de cualquier ruido, cualquier necesidad y en cualquier estado de cansancio. Por eso es esta hoy nuestra oración al Espíritu creador, el que crea y renueva, el que da fuerzas, el que nos ensancha y nos hace entrar dentro de nosotros mismos, según la peculiaridad individual de la vida de cada uno. Hoy precisamente, cuando sentimos cómo la fatiga nos roza el corazón, cuando los corazones parecen dispuestos a rendirse y todo el hombre se siente extenuado, es precisamente ahora, en medio del cansancio, cuando invocamos la paz curativa del Señor: in labore requies. Creedme todos los que os sentís agotados, a quienes el tiempo, la miseria, las preocupaciones, la fidelidad y el amor os roban todas las fuerzas; vosotros, los que notáis cómo se os va escapando la existencia en cientos de ocasiones y trabajos; vosotros, los que ya no sabéis cómo mantener unida en su estructura vuestra vida deshilachada: creedme, todo eso es verdad, es la pura realidad y nos convence de manera indiscutible, hora tras hora, de su realidad cercana. Pero también lo contrario es más real aún. Del interior de nosotros brotan las fuentes de la salud y la salvación. Dios es como una fuente en nuestro interior, y se nos invita a acogerlo como huésped y refrigerio. Necesitamos encontrar estas fuentes del interior y dejar correr sus aguas por el campo de nuestra vida. Entonces ya no habrá desiertos. Deseo tranquilizaron: la vieja promesa del Señor se cumplirá en los torrentes de su Espíritu. La fuerza, la seguridad del espíritu y la razón nacerán en nuestro interior. Infinidad de veces he hecho yo mismo esta experiencia en estos meses de nerviosismo y amenazas bajo el peso del poder: llega un momento en el que brotan del interior el frescor y la fuerza como un sol matutino. Con la paz tras la tormenta y con la fuerza recuperada, se inundan entonces de su luz los espacios del alma. Pero si no logramos dar con esa fuente interior, de nada nos sirven las tensiones ni el silencio exterior. Pero si el Espíritu de Dios toca al hombre, entonces este se supera a sí mismo, y siempre queda en él algo del sagrado silencio y la paz bendita, del silencio reconfortante de la presencia de Dios, del templo, del paisaje del bosque, de la buena amistad. ...brisa en las horas de fuego, Esta es la segunda necesidad fundamental del ser humano, pobre e indefenso, a merced de unas fuerzas interiores que alternativamente le hostigan o le angustian al punto de quedar prácticamente exhausto. Esta angustia puede proceder del interior del hombre y 128

sorprenderlo cuando el volcán dormido entra de repente en erupción y empieza a rugir y hace que salgan volando en todas las direcciones los elementos de la realidad, hecha pedazos. La sangre ardiente, la rabia repentina, el estallido de la ambición de poder, el corazón abandonado que llama sin descanso: estas y muchas otras son las variedades de ardor interno que pueden convertirse en fuego abrasador. Pero, visto desde fuera, el hombre se encontrará siempre con la necesidad de aguantar las horas y el sol de mediodía de sus días. Como una tempestad de fuego: todos sabemos lo que esto significa. Esta angustia del día ardiente puede irrumpir en la vida del hombre de repente o poco a poco, pero siempre obstinada, golpe a golpe, problema tras problema, y aposentarse en el corazón, en el espíritu y en la encorvada espalda de la pobre criatura. En todo caso, hay un ardor, un fuego que consume desde dentro y desde fuera, una carga que oprime: todo contribuye a desbordar los límites de las posibilidades humanas y fuerza al hombre buscar ansiosamente las fuentes del vigor y del restablecimiento, la fuerza de la moderación y del control. In aestu temperies: el Espíritu Santo como fuente de nuestra capacidad para hacer frente a las contingencias de la vida. La pasión de Dios por sí mismo, hecha realidad en el hombre por medio del Espíritu, abrasa las pasiones que se desencadenan en el hombre. El hombre crece en densidad de esencia y en intensidad de fuerza. Ya puede superar toda su problemática interior y exterior, que sus decisiones no dejan de tener en el punto de mira el objetivo, y en su mano las medidas a tomar. El hombre magnánimo es el hombre del Espíritu Santo. Es el hombre de la paz imperturbable y de las frías evaluaciones. Los caballos de este carro son caballos de fuego pletóricos de ímpetu salvaje. Pero están domados. In aestu temperies: el hombre en medio de la tempestad de fuego de la vida. La segunda necesidad fundamental del hombre consiste en que constantemente se abrasan el corazón, las manos y las alas de su espíritu, y es siempre consciente de vivir atrapado por los múltiples arrebatos de la existencia. Todas las imágenes que conservamos en el alma y la memoria de hombres fugitivos, de posesiones destruidas, de viviendas que se desmoronan...: todo es realidad. Pero es solo una imagen y metáfora del salvajismo esencial, de los torrentes de lava volcánica que siguen atormentando al hombre. El poder humano se convierte en impotencia; la fuerza humana, en debilidad; el espíritu humano, en puro instrumento para reconocer el horror en su máximas expresión. Pero ya no es instrumento de dominio y doma. Pasión frente a pasión. El Espíritu se manifestó una vez en forma de lenguas de fuego. Así procede Dios. Dios no es destructor de su criatura. La voluntad de Dios es que la criatura se salve. Así es también su ardor salvífico y reconfortante. Con el soplo del Espíritu, el hombre se hace superior a sí mismo y a todos los salvajismos humanos y diabólicos. Se hace capaz de moderación y de dominio. El fuego sagrado de Dios en el hombre nos inmuniza contra los incendios de desoladora destrucción. Dios es fuego y agua al mismo tiempo. Solo a quienes están llenos del Espíritu Santo les quedará todavía una palabra que decir y una acción que llevar a cabo 129

en estos tiempos de abrasadora desolación. El don del arte de la moderación, de la verdadera visión de conjunto, de las riendas tensas y los diques reconstruidos, del valor inquebrantable, constante y perseverante... forman una única unidad. La criatura que sufre esta miseria actual necesita invocar al Espíritu; de lo contrario, se abrasará. ...gozo que enjuga las lágrimas. La pobre criatura padece otra tercera miseria fundamental: la de verse constantemente sacudida por fuertes convulsiones de llanto y sobrecogida por graves problemas, tanto a nivel individual como colectivo. Suele suceder con ocasión de las grandes celebraciones, en las que los hombres se sienten tan felices y seguros de sí mismos, tan ebrios de su propia autoestima. De pronto, se ven obligados a reconocer que la alta opinión en que se tienen a sí mismos era justamente un delirio, no un auténtico éxtasis. De los delirios se pueden recoger migajas, pero no crear sólidas estructuras. El hombre se encuentra de repente ante su propia realidad desnuda y recuerda la vieja confesión bíblica: dissipavit substantiam suam, hemos malgastado todos nuestros bienes. O es la realidad violada la que se encabrita. Todas las leyes quebrantadas por el hombre se vuelven contra él como ejecución del castigo de una sentencia judicial. Los desfiles triunfales de la gran vida se transforman primero en duras marchas de guerra; más tarde, en desfiles de mendigos miserables; y, finalmente, en interminables cortejos fúnebres. La criatura gimotea otra vez, sin saber cómo salir de este círculo sangriento. En esta lamentable situación se oye otro llanto, más claro y más puro: el de la inocencia golpeada, del derecho violado, de los hombres torturados por las arbitrariedades de las cárceles y cadenas; la amarga y triste angustia de quienes comprenden la situación y buscan salidas, pero sin más resultado que el de ver cómo el hombre puede seguir cavando hasta que le sangren las manos sin lograr nunca una salida. No basta, porque nunca han bastado los medios puramente humanos. Lo que parecía que iba a tener buenos resultados era orgullo, violencia, vanidad, convulsiones, pura retórica. Y derroche de los bienes. Esta es la múltiple miseria de la criatura. Aquí encontramos otra vez una palabra de consuelo. No se trata de una superficialidad, sino de una auténtica realidad, tan real como las cadenas de mis manos: cuando el Espíritu toca al hombre, le da la certeza de la libertad creadora de Dios, del gran cambio en la situación miserable que Dios puede y quiere obrar. Esto es ya un primer logro: hacer que el hombre se eleve sobre sí mismo y se convierta en portador y propietario de unas nuevas aptitudes y habilidades, de las que antes no tenía ni la más mínima idea. Se le descubren nuevas visiones de conjunto, cada cosa y cada situación se manifiesta como portadora de un mensaje: el mensaje, anunciado por san Juan, de conversión y de retorno a casa. El destino más triste oye la palabra de la semilla, la invitación al sacrificio, de cuyo seguimiento puede siempre vivir la humanidad. El hombre siente impulsos interiores de calor, de fuerza y de luz que penetran en el desierto como torrentes de bendiciones y lo transforman en tierra fecunda. Pienso en la noche que pasé en la calle Lehrter cuando pedí a Dios la muerte, porque no podía soportar más 130

esta impotencia y no me sentía con fuerzas para hacer frente a tanta violencia ni dominar tanta indignación. Y recuerdo cómo pasé toda la noche en lucha con el Señor y le presenté con sencillez y lágrimas mi miseria. Solo hacia el amanecer noté cómo me inundaba un torrente de paz que me llenaba de calor, de luz y de fuerza, con una sensación de bienestar acompañada del convenci miento de que tenía que aguantar; y sentí sobre mí como una bendición esta certeza: acabarás venciendo. In fletu solarium. Este es el Espíritu consolador, estos son los diálogos creadores del Espíritu con el hombre, las misteriosas bendiciones que él imparte y con cuya fuerza es posible vivir y vencer. Oh luz santísima, Otra vez la palabra «luz». La benéfica y paradisíaca luz. Estas palabras significan justamente lo que acabo de intentar describir: que Dios se da a gustar al hombre como realidad viva que desborda y penetra a chorros, produciendo la felicidad. Hay días de verano en que la luz nos envuelve como una bendición palpable. Por ejemplo, en un paseo por un bosque, junto a un campo de mieses a punto de madurar o a la brilla de un lago. La sensibilidad del hombre se abre y se ensancha, el hombre se siente formando una unidad con la creación que le rodea y tiene un presentimiento gratificante de todas las fuerzas ocultas en el cosmos que maduran, curan y bendicen; pero solo es capaz de percibirlas la persona receptiva, respetuosa y atenta. Es un débil reflejo y una pálida imagen de la experiencia que los santos tienen de Dios como luz santísima: la conciencia de que hay momentos en que Dios envuelve a sus hijos en oleadas de ternura que inundan sus corazones y llenan todo su ser con la beatífica corriente de la vida divina. Nosotros solo somos conscientes de ello en raras ocasiones de contacto, las cuales, sin embargo, bastan para vernos atravesar por largos día de desierto y largas noches de desesperanza, porque, una vez que nos ha sido concedida tan abrumadora experiencia, la impresión de la misma ya no desparece nunca. Después de lo cual, somos capaces de detectar la dulce y tranquila sonrisa de Dios en todas las cosas y en cualesquiera condiciones y circunstancias. ...ilumina lo más íntimo del corazón De nuevo la relación entre la luz y el corazón, a la que ya nos hemos referido. Se insiste en lo mismo. La luz no es expresión aquí, ante todo, de una relación con el entendimiento, con la razón o con los ojos del Espíritu. Se refiera a la voluntad de Dios de querer tocar el centro del hombre, de rasgar allí los sellos de las fuentes sagradas y transformarlas en cielo. El entendimiento y la razón crecen con la elevación general de la criatura. Sumergido en la dicha de esta luz, el hombre se hace más clarividente, más intuitivo y más sabio. Desenmascara las falsas aspiraciones de las cosas, de las circunstancias y de los hombres, al mismo tiempo que crece en proporción para el encuentro con ellos con más bondad que los demás hombres situados fuera del alcance de esta luz, porque conoce cuál es su lugar propio, su auténtico valor, y penetra en el 131

conocimiento de su interior hasta el misterio mismo de su misión y de su simbolismo en el mundo. Cordis intima: se trata realmente de una vida de intimidad con Dios, mucho más que de una obligación, de un origen, de una costumbre, de lo que se suele hacer. Puede incluso alejar al hombre de todas estas prácticas. Se trata de la potenciación de la relación personal sobre las posibilidades de la pura religiosidad. Lo mismo que una amistad o un amor, en cuanto amor, se consuma y aumenta en el intercambio amoroso y el diálogo a través de todos los estratos del ser, lo mismo sucede aquí. La única diferencia es que el socio creador es aquí únicamente el Espíritu de Dios, cuya venida y bendiciones pedimos. ...de tus fieles. Más tarde habrá que hablar específicamente de los creyentes en el Espíritu Santo. Por ahora, tan solo una puntualización y un acercamiento a lo anteriormente dicho. Lo que sucede en toda verdadera intimidad sucede también en la inti midad con el Espíritu de Dios: su fundamento es una entrega total y sincera. El Espíritu de Dios no ejerce violencia sobre los hombres, ni siquiera cuando se trata de su dicha y su realización plena. Por eso el diálogo entre la criatura y Dios es verdadero diálogo aunque la fuerza creadora nos toque y proceda exclusivamente de Dios. Si existe alguna intimidad necesitada de atención y cuidados, de respetuosa y vigilante atención, es precisamente esta. El hombre que establece este diálogo con los sentidos embotados se priva de muchas gracias y bendiciones. Porque desoye tantas palabras y orientaciones interiores, estos suaves encargos, esta manera de actuar de Dios tan delicada y noble. Hay también horas en las que la luz de Dios desciende sobre el hombre como un rayo o como una pesada carga que remueve hasta el fondo las aguas de nuestra existencia. Estas horas son nuevas interpelaciones y ofertas hechas al hombre y que este puede desaprovechar. Pero para la prolongación de este diálogo se requiere atención vigilante y disposición de apertura más allá de uno mismo. Y el desplazamiento, constantemente iniciado, del centro del hombre, hasta ponerlo definitivamente en Dios. La confianza con que nos acercamos a Dios es la puerta abierta por la que entran y se instalan en nuestra vida las maravillas de Dios, la fuerza de Dios y Dios mismo. Sin tu gracia Este verso no es una frase ni una afirmación completa. Por eso parecería que no habría que reflexionar sobre él. Sin embargo, es un importante tema para nosotros hoy: justamente ahí se expresa, de manera breve y concisa, el gran error y delirio de nuestra generación y, al mismo tiempo, su destino. Sine tuo numine: pretendíamos vivir sin gracia, confiando solo en nuestras propias fuerzas, con la obligación de acatar tan solo las propias leyes, apasionados únicamente por las propias ocurrencias y obedientes a los propios instintos. Así hemos pretendido levantar las nuevas torres. Hemos entonado 132

canciones y lanzado gritos de júbilo; hemos caminado y conseguido; hemos banqueteado y pasado hambre; hemos ahorrado y despilfarrado...; y el resultado fue nuestra ley: sine tuo numine, una vida sin tu gracia. El tiempo inmisericorde. El tiempo de los inexorables destinos, de las crueldades y arbitrariedades. El tiempo de la muerte absurda y de la vida vulgar. No deberíamos horrorizarnos de que nuestra vida se haya realizado a sí misma. Y nosotros, quienes somos arrastrados a la fatídica desgracia sin haber hecho quizá lo suficiente para evitarla, pretendemos librarnos del destino en medio del destino, convirtiéndolo en petición de gracia y misericordia, en petición de la corriente salvífica del Espíritu. Nunca más deben los hombres cometer tales errores sobre sus posibilidades ni hacerse tanto daño a sí mismos. Los que quedan deben conocer y ver las mutuas interdependencias y anunciarlas con lenguas de fuego. Sin la gracia, el camino es arrogancia y caída. El hombre únicamente es hombre cuando está unido a Dios. ...nada hay en el hombre, Sin Dios, el hombre no tiene nada. Uno siente a veces la tentación de decir que el hombre no es nada en absoluto. Y ello es porque son muy pocos los que tienen la suerte de encontrar a un auténtico hombre. Todos estamos sometidos a esta ley de los caminos falsos: sine tuo numine. Todos fuimos concebidos en el error y hemos seguido falsos caminos. Por eso, justamente, nuestra experiencia empírica del hombre es la experiencia de la debilidad, de la impotencia y del total desamparo. No se trata de una carencia fundamental, sino únicamente de la manifestación de una carencia, y se demuestra por la disposición y aptitud del hombre para lo definitivo y perfecto, por el sagrado deseo que constantemente le impulsa a buscar con la mirada y a esperar, por la insa tisfacción del corazón ante la situación real de la existencia, de la que el hombre intenta constantemente liberarse para emprender la peregrinación en busca de su verdadero y eterno rostro. El hombre está capacitado y llamado a tener una gran conciencia de sí mismo y de su autorrealización. Tan solo necesita ser honrado ante la verdad, que consiste en que por sí solo ni siquiera es hombre. Dios pertenece a la definición del hombre. Y la más íntima comunidad de vida con Dios forma parte de los primeros condicionantes de una vida realizada. Esta será la gran e importante decisión, la única capaz de sacar a la humanidad de la situación catastrófica en que ella misma se ha metido. Conversión y regresión hasta en los más concretos detalles de la vida. ...nada hay inocente. Aquí, en estas tres palabras se habla de una mala estructura en la criatura y en toda la realidad. Nada hay inocente. Más aún, nada hay inocuo. Esto significa que se da un estado y estructura de lo real en que las cosas no solo no están en orden, sino que además son peligrosas, venenosas, destructoras. A veces experimentamos, como individuos, que todo cuanto toca el hombre se vuelve contra él y le produce un amargo dolor. Esa misma experiencia hacen generaciones enteras, movimientos espirituales y 133

situaciones sociales, económicas, etc. Se ve, se siente, se experimenta cómo se transforman las cosas, cómo cambian de signo frases y programas; y no solo a causa de una traición de los mensajeros o representantes, sino porque la realidad es más fuerte y, de pronto, se ha vuelto hostil, dura de corazón y fría. Esta es la confirmación experimental de nuestra frase. La realidad sin Dios es esencialmente falsa. Pero la falsedad esencial no solo es inútil para el establecimiento de un orden saludable y para la protección de una vida sana y auténtica, sino que además es peligrosa. En las últimas valoraciones y su sentido no hay neutralidad posible, no hay nada indiferente. Las decisiones, conductas e intenciones tienen un valor positivo o negativo; y si tienen valor negativo, son peligrosas, nocivas. La expresión «nada hay inocente» debería llenarnos a todos de prudencia. Es una de las afirmaciones por las que el hombre reconoce o puede reconocer, al menos, que la opción por Dios es al mismo tiempo opción por el propio bien y la propia vida. Quien no vive fundamentalmente la comunión y el encuentro con Dios vive fundamentalmente contra sus propios intereses. El que realmente rechaza la comunión con Dios expone su vida a innumerables cargas, indecisiones y conductas erróneas. Nuestra oración es también expresión de la intimidad personal con que debemos comunicarnos con el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo. El significado no cambia; simplemente, aumenta. La intimidad con el Espíritu Santo es una gracia concreta, es decir, comunión y contacto. El Espíritu Santo, por su propia naturaleza, fortalece nuestro espíritu y lo capacita para realizar y perfeccionar la propia vida, nos concede el dominio sobre nuestra innata debilidad y nuestra propensión al error, sobre nuestras inhibiciones y limitaciones, de tal manera que no solo podamos controlarlas, sino también saltar por encima de ellas. El hombre que vive en el Espíritu Santo se hace un hombre útil para sí y para los demás; en el contacto con la vida, con las cosas y con la realidad, tiene una mirada más clarividente y positiva y una mano más bondadosa. Él bendice y recibe bendiciones. Lava lo que está manchado, Las tres quejas fundamentales de la criatura - trabajo, inquietud y llanto-, de las que ya hemos hablado, corresponden a tres limitaciones esenciales en la criatura y se convierten en tres martillos que la golpean durante el recorrido de su realización en la vida. No siempre son tan desmesuradas y frecuentes como en la actualidad pero siempre son inherentes a la condición humana. Ahora bien, únicamente cuando el hombre prescinde de Dios en su vida, desbordan estas limitaciones categóricas todo límite y caen como un peso sobre el hombre desde todas las direcciones. Las seis líneas siguientes presentan un nuevo catálogo de limitaciones en la criatura. Pero aquí ya no se trata de limitaciones esenciales en el hombre, sino de las propias degeneraciones, incrustaciones, mutilaciones y atrofias que le ha acarreado su género de vida y se han sedimentado en la naturaleza del hombre hasta llegar a identificarse en él 134

como características individuales. De la misma manera que existen virtudes adquiridas, existen también vicios adquiridos: la habitual disminución del ser, su permanente mutilación y la atrofia de la realidad. También ante estas limitaciones se encuentra el hombre sumido en una enorme perplejidad y abandono. Quien ha perdido fácilmente lo que tenía no tiene luego suficiente clarividencia para encontrarlo. Quien por locura, por ligereza o por otros comportamientos equivocados pudo dejarse amputar o mutilar la mano, no puede por sí solo recuperarla sana. Estas heridas son también heridas de la criatura, pero no son consecuencia de la limitación de la naturaleza humana, sino del abuso de la libertad. Por eso, a pesar de toda su gran responsabilidad en la aparición de esta limitación en el ser, no le queda al hombre otra salida que presentarse con insistencia ante el Dios que puede curarlo y pedir al Espíritu dador de todo bien que introduzca su vida lastimada en su curativo torrente vital. Con impresionante sinceridad enumera la criatura en los siguientes seis versos su limitación esencial: otra vez se esboza y expresa en esos versos nuestra vida con sus propias limitaciones. Ciertamente, hay que decir que toda criatura siente esta limitación y la anterior. Pero nosotros, más que otras generaciones, hemos vuelto a hundirnos en los restos de lo puramente humano, nos hemos aferrado y hemos consumido en parte la última reserva y sustancia de la humanidad. Así resaltan más las fronteras, y la insuficiencia de la criatura se hace más evidente y dura. Todas estas son señales de que para el hombre occidental ha llegado el momento de retornar al espacio natural de la vida del hombre. Este espacio natural está determinado por las relaciones entre el hombre y Dios: sumisión, contacto, comunión de vida. Esto podría interpretarse mal, pensando que solo se acepta a Dios como una medicina para el hombre enfermo. Primero, el Señor dice: ego reficiam vos, yo os aliviaré. Y, segundo, no se afirma que Dios se ofrezca al hombre como medicina, sino que el hombre que no acepta a Dios en todas las relaciones que Dios ha establecido o desea establecer con él, es enemigo y asesino de sí mismo. Solo a través de Dios puede el hombre volver total y realmente a sí mismo. En toda vida llega un momento en que uno siente horror de sí mismo. Es el momento en que la frustración y el horror que le produce uno a sí mismo hace que se estremezca su espíritu, y quizá se levanta la máscara de la autoseguridad y autojustificación durante ese momento... o para siempre. El hombre siente en su interior un impulso a evadirse de esta hora. El amor a sí mismo, el orgullo, la cobardía y, sobre todo, el presentimiento de que rendirse es la única salida de la turbación de una vida de mentira, impulsan al hombre a tener la realidad por irreal y a calificar de falso lo que se auténtico. Esta conmoción puede sobrevenirle al hombre cuando, tras un crimen monstruoso, la suma de los fracasos llega a rebasar toda la capacidad de la criatura de engañarse a sí misma y de cerrar los ojos, viéndose obligada a recapacitar. Entonces todo depende de si el hombre acepta la propuesta de volver a la honradez o si la rechaza como una «hora de debilidad» y se repone de nuevo. En el segundo caso, el empecinamiento y la oscuridad son peores que nunca, porque el organismo espiritual se va inmunizando 135

poco a poco, y por algún tiempo soporta lo falso como la medida justa. Aparecen entonces los grandes corruptos y falsificadores de la realidad y de sí mismos, los impíos por razones de autorrealización, de derecho a la vida, de ganas de vivir, etc. Por una cualidad humana relativamente notable que posee esta clase de hombres, salen de entre ellos geniales seductores de la humanidad, grandes incendiarios de las catástrofes del espíritu. Son capaces de someter a generaciones enteras a la ley de su error. Los hombres de una época se encuentran de repente en un círculo cerrado de corresponsabilidad del que ya no pueden salir por su propio esfuerzo. Puede ocurrir que la existencia, ayudada por la gracia, entre de manera inesperada en la intimidad de Dios. También en ese caso queda el hombre asombrado de sí mismo. Nadie se libra de verse obligado a reconocer que no tenemos buena mano en la administración de nuestra vida. Sobre la culpabilidad esencial, toda criatura admite no solo la fragilidad y debilidad humana, sino también la falsa paz que hemos firmado con nuestras tendencias o posibilidades del mal. De esa paz falsa y mezquina se han derivado estados y situaciones de las que somos responsables. El hombre culpable no tiene más que un remedio. Este no consiste en cerrar los ojos a la realidad o a la posibilidad de su culpa, sino en reconocerse responsable de un error y no negar el fracaso de su vida. Pero esta confesión no debe convertirse en una cámara sepulcral de su vida. Es positivo para el hombre extrañarse alguna o muchas veces de sí mismo. Pero ¡pobre de él si se queda en ese asombro o si la extrañeza degenera en cansancio y resignación...! Entonces todo está perdido. Es precisamente en el reconocimiento del error donde debe permanecer fiel a las aspiraciones más íntimas y valiosas de su naturaleza, que le invitan a superarse a sí mismo. La culpa es siempre una mancha, muchas veces una mutilación de la realidad. Únicamente el Dueño de la naturaleza sabe, puede y quiere recomponerlo todo. El deber de la criatura culpable consiste en ponerse bajo la protección de la palabra de Dios y entregarse a su voluntad salvífica. Su triunfo sobre la culpa es su entrega a Dios. Para superar la culpa es necesaria una llamada, una intervención salvadora y creadora de Dios. Esto hay que afirmarlo, sobre todo, cuando se trata de la llamada a la intimidad con el Espíritu de Dios. Solo entonces toma verdadera conciencia el hombre de sus limitaciones como criatura y de su indignidad culpable. Y, de nuevo, no queda más solución que la entrega; que el Señor prepare y dirija él mismo a aquel a quien llama a una comunidad de vida con él. El Espíritu de Dios nos envolverá y penetrará como un torrente de salvación, lavando todas las manchas y tachas. Lava quod est sordidum: esta debe ser la oración de cualquiera que desee acercarse a Dios. Y también la de quien busque el centro interior de la superación de la calamidad general. Se necesita una gran gracia y misericordia de Dios. Se necesita un contacto creador de Dios. Es preciso romper los sellos de las fuentes divinas de la salvación por medio de una sincera orientación, entrega y oración a Dios. 136

...riega lo que está seco, Hay que recordar siempre el deseo fundamental expresado en esta oración de Pentecostés: el diálogo suplicante de la pobre criatura con el Espíritu creador que puede socorrerla. En esta súplica expresa la criatura una de las más vivas experiencias de su pobreza: la de la esterilidad. Sucede cuando se han extinguido los ecos de las canciones interiores, cuando las fuentes del espíritu se han secado, y el dilatado campo de la vida interior se ha convertido en un desierto: arena, sequedad, rocas. Hay en la vida sucesivas etapas de prosperidad, de entusiasmo y de temblor creativo, en las que al hombre le parece el mundo muy pequeño, y las estrellas muy cercanas. Esto puede ser como una borrachera de la criatura, a la que pronto sigue el despertar a la desnuda realidad, a la experiencia de sus límites y barreras. Hay un talento natural y creador que se fija en las cosas más que el otro, y cuya mano es más habilidosa en la modulación de las formas. Pero también este talento choca con barreras y, sobre todo, también sobre él pesa la amenaza de la inutilidad, del despilfarro y de la ineficacia final. Estas son las tres formas de la esterilidad humana: El talento inútil, que no va más allá de los grandes proyectos y los puros gestos. Ciertamente, puede entusiasmar a una comunidad, a una generación; pero no es capaz de crear ni descubrir ningún valor definitivo. La aridez personal en la que puede caer el individuo, concretamente en su vida y sus experiencias más íntimas; no solo en el conocimiento y actividad natural, sino también en el trato con Dios, en el vivo diálogo y unión con Él. La generación incapaz de crear nada: la aparición de todo un pueblo y una generación entera sin ideas teóricas ni prácticas, ni en arte ni en política, ni en filosofía ni en teología, como tampoco en la religiosidad. Todos estos son fenómenos que reclaman una especial reflexión más allá de la pura constatación de su existencia. Detrás de esos fenómenos se esconden cuestiones fundamentales y un orden esencial en nuestra vida. No basta la primera y más sencilla explicación, que trata de explicarlo por la fatiga y el agotamiento a que está sometida la capacidad creadora de cada individuo y de cada generación. No solo existe un profundo deseo de fecundidad, sino también una fecundidad de hecho que está por encima de las mareas más altas; y existe también una infecundidad inferior a las mareas más bajas. Pero el hecho de la infecundidad creadora demuestra, ante todo, que aquí no se trata de la ley de las mareas, sino del orden final, de la salvación final. Lo primero y principal aquí no son los grandes resultados creativos. Estos están sometidos también a las leyes de las que aquí se trata, porque las condiciones que los 137

hacen posibles dependen, en su realización o en su fracaso, de estos resultados. El verdadero dinamismo de la vida en cuestión se demuestra o se echa de menos en el éxito o el fracaso del hombre en sí mismo y en sus relaciones con los otros hombres y con Dios. Cuando el hombre se ve en medio de una estructura en la que el acto de adoración ya no es posible o incluso se considera esencialmente extraño, porque en esa estructura solo se ve el amor como una degeneración desfigurada y porque allí el hombre solo existe y puede existir como una caricatura de sí mismo, entonces todo ello significa que las fuentes se han secado, que el desierto empieza a avanzar y a apoderarse de la tierra que aún verdea. Las causas pueden ser circunstancias externas y vitales que extenúan al hombre o le obligan a entrar en una angostura y acomodarse a un patrón donde se ahoga. Pero detrás de todo esto se oculta definitivamente una falsa jerarquía de valores, una falsa decisión y una falsa configuración, hecho todo por el hombre. O también una falsa imagen del hombre de sí mismo y sus posibilidades, tanto si ese error es resultado de una decisión individual como si lo es de una decisión colectiva. En ambos casos, la causa fundamental es una falsa decisión del hombre, empeñado una vez más en actuar individualmente por cuenta propia, siguiendo sus propias ideas. La solución hay que buscarla también aquí en la conversión del hombre a Dios y en la unión con Él. El hombre únicamente puede y debe vivir según el orden divino y viéndose a sí mismo como imagen de Dios. Allí donde, por culpa del hombre, el orden objetivo ha llegado a ser tan duro y rígido que inevitablemente deforma al hombre, no basta con esperar el restablecimiento del verdadero orden por la conversión del corazón. El orden necesita entonces ser restablecido de manera activa, tomando la ley divina como norma, incluso asumiendo el riesgo de choques violentos. La perseverante llamada suplicando las bendiciones del rocío del cielo tiene que ser también entonces el alma verdadera de toda transformación. ¡Que Dios mueva los corazones a la recta comprensión de la verdad y conceda el necesario valor para decidir! Queda, finalmente, la aridez que nos sobreviene en forma de cansancio y de esfuerzo excesivo. Las cargas del Señor pueden ser muy pesadas, y sus días pueden ser muy oscuros y ardientes. Por más que el hombre se esfuerce y se canse, siempre chocará con sus propias limitaciones y necesitará la ayuda y providencia extraordinaria desde arriba. Y todavía entra el hombre una última vez en el desierto cuando Dios lo envía a la soledad de la prueba y la purificación. Debe ir tranquilo, pero aferrándose confiadamente a la mano de Dios, sin soltarla. Hay que cruzar los desiertos de la soledad, de la indecisión, de la tristeza, del absurdo y del abandono. Dios, que creó el desierto, hace también brotar las fuentes que lo transforman en tierra fecunda. El corazón suplicante y el espíritu confiado invocan su fidelidad.

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...sana lo que está enfermo, La criatura herida es una gran calamidad para sí misma. Está habitada por tal deseo de salud y perfección que considera una injusticia esencial cualquier clase de enfermedad. Cuanto más tiempo viva el hombre, cuanto más avance cuesta arriba por la montaña que se alza entre él y la perfección, cuanto más avance por el camino que le ha sido señalado, tanto más progresivamente va descubriendo que nada de todo ello puede hacerlo sin recibir heridas de toda clase. Además, si quiere ser honrado y permanecer fiel a todo compromiso, tiene que abrirse paso por medio de toda realidad y hacer en ella la experiencia del propio dolor y limitación. La naturaleza silenciosa golpea al hombre aun con su mismo silencio y con la inflexibilidad y peso de sus ordena ciones y desarrollos, que solo a disgusto se someten a la programación libre del hombre, al que no aman en lo más íntimo de su interioridad, allí donde es verdaderamente un individuo único. El hombre golpea al hombre con buena y con mala voluntad, por locura o por razón, por pasión o por pereza, por codicia o por frialdad, por amor o por odio. ¿Quién es capaz de imaginar ahora el número de heridas causadas en los vulnerables y santos corazones de los hombres por la mano brutal de otros hombres? Y lo más duro es que también Dios parece golpear y hacer sufrir al hombre, creación suya. Él llamó «dichosos» a los que lloran y sufren. Pero muchas veces esta bienaventuranza se queda en pura promesa, y el más profundo y ardiente dolor del hombre consiste en que fue Dios quien le produjo las heridas. ¡Pobre criatura! A veces sería preferible acercarse a rastras al matorral, como el venado herido, y no dejarse ver más. Pero tampoco esto es posible. Los lazos del amor, las obligaciones del servicio, las cadenas de la cárcel nos sujetan a lugares fijos incluso para nuestra última desgracia. Y algunos tienen también que añadir a la propia desgracia el sufrimiento y enfermedad de la gran masa de quienes se sienten agotados y sin capacidad ya de reacción. Ya nos hemos referido a menudo, en las reflexiones precedentes, a las mutilaciones y atrofias que pueden golpear a la criatura en todos los estratos de su ser. No hay por qué repetirlo. La oración tiene que conservar su sentido, que es este: hay horas en las que solo es posible una cosa, y esta consiste en concentrar todo el dolor y la dura miseria en una llamada suplicante, en un grito de compasión y socorro. Y dar voces, quejarse, llorar, dar gritos de dolor al Dios de la voluntad salvífica. Concentrar las quejas de todo el dolor dentro de sí en ese sagrado espacio interior en el que Dios toca nuestro «yo» con amor y benevolencia. Alguna vez tienen desaparecer los pensamientos y conatos de fuga. Hay que permanecer quietos para que no produzcan nuevas heridas las espinas del matorral en el que hemos caído. Permanecer quietos, conocer la propia impotencia y buscar la mano salvadora de Dios. Atraer con lágrimas su corriente santa y sanadora, que desde dentro nos hará capaces de hacer frente a la situación. Existen las heridas de la necesidad, pero también las maravillas de dicha necesidad. Muchos individuos, y todos en conjunto, nos encontramos hoy en tal grado de impotencia, de necesidad y de dolor, que ya nadie puede ayudarnos, ya no hay ninguna buena voluntad, ningún amigo, ningún 139

consuelo; tan solo el Espíritu creador, la voluntad salvífica de Dios que penetra en nosotros. Pero, precisamente por eso, el hombre nunca debe perder la esperanza, ni siquiera hallándose en extrema necesidad. Debe pensar que Dios comparte su vida, que está llamado por el Espíritu Santo a entrar en la intimidad de Dios, y que Dios le acompaña mientras cruza las horas y trayectos duros, ayudándole a soportar la extrema dificultad; que el Espíritu creador y salvador de Dios está presente en las fibras de la realidad del hombre, viviendo desde dentro la misma vida de toda criatura elegida que lo acepta, también la vida que sufre y está herida. Por eso, todo hombre debe saberse siempre poseedor de la virtud curativa, la cual basta para soportar las heridas sin volverse loco por el dolor y para curarlas al menos de tal modo que la totalidad del hombre siga siendo capaz de vivir y de ejercitar las funciones de la vida. No debe el hombre creerse capaz de hacer eso por sí mismo, sino confiarlo a Dios, que comparte su misma vida. Pero las heridas más profundas que se pueden causar al hombre o producirse él a si mismo son las heridas que le llevan a la perdición. Cuando la fe vacila, la esperanza se hace añicos, el amor se enfría, la adoración se hiela, la duda corroe, el pesimismo cubre toda la vida como el sudario del paisaje invernal, el odio y el orgullo sofocan el aliento interior..., entonces la vida está herida de muerte. Entonces ha llegado la hora de convertirse y dejar que el Espíritu cons truya y cree nuevamente desde dentro. El mundo es distinto visto desde Dios, y tenemos que volver a contemplarlo desde este punto de vista divino. Muchas veces tenemos que perseverar en este proceso de conversión saludable a través de muchas situaciones concretas. ¡Pobre del hombre que entonces se queda solo y no sabe nada de la proximidad íntima del Espíritu...! El hombre que está solo se desanima y falla. Yo lo veo día tras día y hora tras hora: solo ante el problema y la situación, ya hace tiempo que yo tendría que estar interiormente abatido y ahogado. Constantemente se introduce en la conciencia la lógica natural y la consecuencia de la perdición como sofoco y veneno. Pero ver también en todo esto una lógica de salvación, de guía y de providencia es una decisión personal únicamente posible después de mucha oración. Y, sin embargo, el Espíritu de Dios me ayuda constantemente a pasar las pequeñas horas: lo sé y lo experimento. Yo solo, hace ya tiempo que no habría podido soportarlo. Ya entonces, en la calle Lehrter. Dios cura. La fuerza curativa de Dios vive en mí y conmigo. ...dobla lo que está rígido, La rigidez es un enemigo declarado de la vida. Una vida anquilosada o que va perdiendo movilidad es una vida muy pobre, tanto si uno es consciente y sufre por ello como si ha llegado ya a un punto en el que todo lo da por bueno. La ley de la vida y de todo ser viviente es movimiento, crecimiento, desarrollo. El imperativo íntimo en todo cuanto vive no da descanso a la vida hasta verse él mismo 140

realizado plenamente. La rigidez es la paralización de la existencia en cualquier punto del camino de la vida; es una apostasía de la ley de nuestra peregrinación; es un deseo prematuro e inoportuno, por tanto, de una patria definitiva. El hombre puede llegar a un estado de rigidez -rigidum- de muchas maneras. Puede intentar establecer su morada en el reino de las cosas como el Epulón del evangelio. Si Dios se compadece, hace que se le quemen todos los graneros antes de someterle a la última prueba. El destino del pasado siglo consistió en ese establecimiento en el reino de las cosas, en instalarse en el mundo de las posesiones, las casas, el dinero, el lujo, el arte y la buena vida. Unos vivían para estas cosas; otros protestaban, pero no contra la amenaza del hombre por esta clase de esclavitud, sino porque todavía no les había llegado la hora de poseer y disfrutar de tales cosas. Hoy arden las cosas y las casas, y mucho más. Si después de estos duros tiempos no surge una nueva libertad y audacia, el hombre habrá perdido otra vez una gran oportunidad. Pero la peor rigidez es la interior. El hombre intenta entonces ser infiel a su ley más íntima. Ya no es el ens ad omne verum, ad omne bonum (el ser verdadero y bueno para todo), sino que se duerme en los laureles y lleva la vida de un pensionista. Renuncia a aferrarse a las estrellas con todo su ser. Ya no es capaz de comprender qué significa amar a Dios el Señor con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda el alma, y lo reduce todo a un número de prácticas y tradiciones. Las verdades ya se han descubierto, el hombre ya no necesita someterse al esfuerzo y el peligro de buscarlas. El mundo ha enmudecido. El hombre está sordo y no oye cómo las fuerzas misteriosas se desencadenan y se agolpan en un intento de llegar hasta la última perfección en el conocimiento y decisión del hombre. El duro destino puede salvar a este hombre, y el Espíritu de Dios, que lo mueve por dentro, le une nuevamente con el fuego divino. La palabra realmente importante es flecte, dobla: un reblandecimiento de la dureza y rigidez. La ineptitud del hombre moderno para la adoración, el amor, el respeto y la discreción tiene su causa en el orgullo y en el endurecimiento de la vida. El hombre liberado, como tampoco el hombre realizado, no es en absoluto obra del esfuerzo y del destino, sino de la bendición y de la gracia. El hombre, por su parte, debe ad herirse con absoluta fidelidad a la ley de la condición humana, que hace al hombre estar siempre en camino. Entonces permanece en diálogo como auténtico socio de la libertad y la vida divinas. El último y cruel endurecimiento se puede producir en el hombre en la vivencia del destino. ¿De qué sirve optar por la vida y la libertad, si luego la misma vida paraliza al hombre, lo ata a lugares y postes fijos, lo encarcela, le corta todas las salidas y le cierra todas las puertas? La parálisis del terror y el endurecimiento de las experiencias son muchas veces una legítima defensa, y muchas veces también una amenaza para la misma vida del hombre. Solo el que, con la fuerza de Dios, se siente envuelto en esta tormenta podrá salir de ella victorioso y lleno de vitalidad interior. El refrigerio del soplo del 141

Espíritu debe mantener y mantendrá desde dentro fresca la existencia y capacitarnos para no sucumbir a la tentación de las cosas, ni al propio cansancio y deseo de seguridad, ni al cruel destino. El amor del Espíritu de Dios tiene que ayudarnos, al igual que la amorosa y paciente mano de todos aquellos a quienes se les ha concedido la gracia de una vida no anquilosada. La vida anquilosada sigue enferma hasta la muerte. Todo cuanto la vida crea en la vida muere con la rigidez y el anquilosamiento. El hombre anquilosado solo piensa en sí mismo, no escucha las múltiples llamadas que le invitan a salir de sí mismo y a superarse. Está amarrado a sí mismo, y ahí se atrofia. Es incapaz de una fe viva, porque es incapaz de diálogo, la forma primitiva de a vida de una criatura en todos los aspectos. La fe, la palabra, el gesto verdadero, el buen gusto, el respeto, la discreción, el amor, la adoración... son diferentes formas de diálogo que, en el anquilosamiento y la rigidez, se atrofian y mueren. Por eso debe el hombre esforzarse sinceramente por permanecer en el diálogo y no desaprovechar ni perder nunca la posibilidad de contacto con el interlocutor más íntimo. Esta costra interior, tanto si es secuela de una costumbre y rutina como si es producto del miedo, el temor, la pusilanimidad o la soberbia, resulta siempre peor que toda dureza exterior y que toda fatalidad. En el diálogo de la criatura se encuentra el hombre a sí mismo, sus razones ocultas y sus trasfondos. Por eso, cuando se pide al Espíritu «dobla», se le está pidiendo justamente la vida. ¡Ay, qué gravemente enferma puede estar una vida por su propio endurecimiento...! Pienso en la época en que yo presumía tanto de mi independencia y mi dureza: era puro autoengaño y orgullo por mi parte. Esto ya lo notaba yo entonces, porque jamás podía molestar a otros sin sentir yo mismo ese dolor. Me ayudó mucho el encuentro purificado con Dios. Cuanto más sincero era este encuentro, tanto más empujado me sentía a renunciar a esta orgullosa falta de amor. Pero la aptitud para el encuentro purificado y elevado con Dios tengo que agradecérsela a los encuentros de apertura y liberación que he tenidos con los seres humanos, gracias a los cuales amplios campos baldíos de mi espíritu sintieron por primera vez la reja del arado. La liberación del endurecimiento y de la rigidez es realmente la salvación del hombre. Es un hecho al principio doloroso, lo mismo que cualquier inclinación que no procede de una sincera espontaneidad humana. Pero es una nueva creación y liberación; la corriente llega por fin a su océano. La victoria sobre la atrofia y la frialdad, el cambio del corazón y de la falta de amor, la superación de lo frío y de la autocomplacencia: todo eso es obra del Espíritu Santo en la criatura. ...calienta lo que está frío. Creo que es en la oración de la fiesta de los estigmas de san Francisco donde se dice: frigescente mundo, cuando el mundo se quedaba frío. Esa fue precisamente la hora de este Santo del amor. Frigescente mundo: el enfriamiento del amor es el destino de muerte que amenaza a toda vida y que necesita ser superado a toda costa. El hombre necesita 142

ver muy claro lo que esto significa, de qué abismos puede surgir lo más horroroso y cuál es la fuerza capaz de detenerlo. Según la ciencia, nuestro planeta acabará muriendo por enfriamiento, cosa que lo discutimos: según el estado de la ciencia actual, es probable que sea cierto. Pero lo que nadie sabe es qué fuerzas nuevas están ya dispuestas y ocultas para transformar el futuro desarrollo. Es verdad que la cultura de Occidente, cuyos últimos documentos y monumentos están precisamente siendo destruidos, ha muerto ya por enfriamiento. La humanidad del hombre está en función de la medida de su amor. Este Occidente y estos hombres no han conocido ningún ejemplo de amor desmedido, no han sentido ninguna pasión por lo absoluto. Se han apasionado por las cosas, por el poder y la fuerza, por el placer y la riqueza; pero ya no han sido capaces de apasionarse por el hombre. También aquí estaba todo cosificado y orientado a la consecución de un fin; no era el hombre el objeto de su llamada, sino el aumento de intensidad de las propias vivencias con otros o mediante otros. Nuestros corazones ya no se enternecían cuando pensábamos en las realidades fundamentales: Dios, el hombre, la misión... Todo se seguía enseñando, anunciando, custodiando y practicando como antes. Pero nos faltaba nuestra creadora fuente interior, el auténtico progreso, la entrega total...; en suma, la pasión. Es difícil hacer que broten llamaradas de un fuego que se extingue. La criatura separada de las corrientes de la verdad no puede hacer absolutamente nada por sus propias fuerzas. Lo que sí puede es recordar y optar por una total apertura y buena voluntad. Puede pedir el fuego del cielo que dispone, transforma y abrasa. El Espíritu Santo es la pasión de Dios por sí mismo. El hombre tiene que contagiarse de esa pasión y contribuir a consumarla. Entonces habrá amor auténtico en el mundo y capacidad para la verdadera vida. Tiene que tocarnos y agarrarnos esa proximidad de Dios y sacarnos de las estrecheces de nuestras medidas y criterios, para ser otra vez dignos de la verdadera afirmación y del encuentro verdadero. Dios tiene que afirmarse a sí mismo en nosotros y por nosotros: entonces nuestra vida será buena. Entonces el sagrado fuego continuará siendo o volverá a ser el corazón de la tierra. Dobla lo que está rígido - Calienta lo que está frío A dos fenómenos de nuestro pasado reciente, y en parte todavía del presente, hay que aplicar el criterio creador y curativo de esta súplica: el estilo de vida burguesa y la iglesia burocrática. La vida burguesa tuvo alguna vez su grandeza y su misión. Estaba amenazado y era al mismo tiempo una amenaza, por estar siempre en alianza con la debilidad humana y por existir constantemente la posibilidad de que el hombre se adueñase para siempre de los bienes acumulados por el burgués como medio para cumplir sus deberes y su misión. En eso consistió entonces la rigidez y la muerte por enfriamiento: murió en la burguesía el sentido de responsabilidad y quedaron vivas el hambre y la sed de bienestar, de atención social, de paz, de comodidad, de bienes 143

asegurados... La renta, el talonario, la condición de socio sin problemas, las viviendas de alquiler... fueron y siguen siendo el ideal de esta clase social. Nació entonces un tipo de hombre frente al que podría afirmarse que hasta el Espíritu de Dios se queda sin palabra y sin acceso posible, porque todo está bloqueado por precauciones burguesas y seguros. Es este un hecho que no debe ser valorado como un fenómeno del pasado. Porque ese tipo de hombre sigue viviendo hoy. Este tipo ha puesto los carriles del desarrollo por el que nosotros nos movemos. Este tipo de hombre no ha sido fundamentalmente superado, porque ninguna de las reacciones en contra lo niega limitándose a negar el hecho de la exclusión de una parte de la humanidad del nivel de vida de que goza esa clase social. La mayoría de los movimientos modernos han sido creados para facilitar a sus secuaces un estilo de vida burgués del que hasta ahora se sentían excluidos. Incluso allí donde el tiempo y las circunstancias espirituales fomentaron el desarrollo, se mantuvo viva la vieja forma de burguesía, en medio de un imperialismo burgués. Es una pena que tantas cosas creadas por la burguesía en sus buenos tiempos queden devaluadas ante el criterio del flecte y fove, que es lo único capaz de despertar al hombre. Y que este juicio de ruptura y fuego tuviera que resultar tan duro y haya alcanzado, hasta el presente, a tan pocos hombres. Un nuevo tipo de hombre vigilante tiene que nacer del fuego, del juicio y de la corriente de fuego del Espíritu Santo: un hombre despierto, nuevo, comprometido, con ojos que escudriñan y corazón que escucha. Este tipo de hombre canta en su alma la canción de la peregrinación de los infatigables; su espíritu ha encontrado la bandera de la libertad y le ha jurado lealtad. El otro tipo llamado a juicio no es de menor importancia, pero tampoco es menos resistente y actual que el tipo burgués. La iglesia burocrática es en gran parte obra del tipo burgués dentro de ella. La Iglesia ha tenido su parte en la aparición y degeneración del hombre burgués. Y el burgués no se ha avergonzado de instalarse en la Iglesia ni de establecer dentro de ella los ideales de la debilidad humana: posesión, poder, existencia atendida y vida asegurada. No se puede pensar en cambiar nada en una administración eclesiástica que no puede prescindir de estadísticas, autoridades, sellos oficiales y demás. Pero si en todas partes pertenece a la esencia de las cosas tender a buscar el punto medio, esto debería ser imprescindible al menos en el mundo eclesiástico. El hombre en cuanto hombre, en cuanto objeto y sujeto, es igualmente cosificado y marginado de la vida y dirección de la Iglesia. No vale la pena hacer largas enumeraciones. Hay que añadir todavía una cosa: esta ley del anonimato en el nombre y dirección ha favorecido la masificación de nuestra vida tanto como los negocios y la administración anónima del Estado, de la economía y de los partidos políticos. Incluso la ha conjurado directamente. También aquí fueron inútiles los intentos y llamadas a la audacia de una existencia viva y personal, hasta que el Señor sometió al juicio del fuego todas las evidencias y seguridades de la Iglesia. «Que nadie cruce el fuego sin transformarse». Y cuando 144

dejemos atrás centenares de puertas y puentes destruidos, quizá entonces podamos adivinar la distancia a la que habrá que haber jurado fidelidad, si se quiere pronunciar el nombre de Dios. El Espíritu, el creador de vida, nos ayudará salir de las ruinas, no como de ruinas humanas, sino como hombres de una nueva dimensión y una nueva aventura. Tenemos que olvidar mucho y prescindir de muchas cosas y esforzarnos seriamente por recuperar el todo. La tierra es cultivada, se arroja nueva semilla. Amenos la libertad de Dios y seamos fieles a la verdad del Espíritu, dejándonos llenar de su vida. Guía al que tuerce el sendero Una de las degeneraciones más funestas de la vida es la pérdida de los instintos. Lo de menos es el tipo de vida de que se trate: la del animal doméstico o la del individuo cansado. La falta de instinto es uno de los más lamentables estados en que puede caer la criatura. Los hombres de hoy hemos perdido el instinto interior y exterior. Hemos perdido nuestros instintos naturales bajo el peso mortal de nuestra civilización, bajo el esfuerzo desmesurado de nuestros sueños de titanes, bajo el nocivo derroche de nuestras autorrealizaciones y otros sueños de la vida. La mecanización e historización de nuestra vida religiosa nos ha privado de los instintos sobrenaturales. El gusto natural por lo religioso, que se comu nica a todo hombre consciente que se confía a la acción del Espíritu que habita en él, es muy raro en nuestro tiempo. Se ha debilitado en nosotros esa seguridad que desde dentro acierta a distinguir el bien del mal, lo útil de lo nocivo, la prudencia de la locura. La minoría de edad de los cristianos modernos, tantas veces lamentada, tantas veces elevada a consigna combativa, tiene aquí su raíz más profunda, y no en otro tipo de prácticas de educación o pastoral cristiana. La propia pastoral padece la misma ley de pobreza y precariedad. El extravío cuya corrección pedimos viene aquí a aumentar también la gravedad del burdo y centrífugo error del pecado. Lo que se pide es una sincera conversión. Pero como de lo que se trata en toda esta oración es de una vida de intimidad con el Espíritu Santo, del encuentro tierno y creador entre la criatura indigente y el Espíritu de vida, yo pienso que lo que principalmente se quiere significar aquí es la curación de esta carencia de instinto. Como individuos y como Iglesia, hemos cometido en los últimos tiempos tantos errores en la manera de tratar al hombre, en la evaluación de situaciones y realidades espirituales, en el arte de dirigir al hombre, en la presentación de nuestras enseñanzas y en otras muchas cosas, que tuvimos y seguimos teniendo motivos de vergüenza de nosotros mismos. Sí, nuestras tácticas son siempre «inteligentes», nuestros demagogos hablan con elocuencia, los políticos de la Iglesia son siempre inteligentes..., pero siempre falta la sencilla seguridad de quienes sienten y hacen lo correcto casi sin darse cuenta de ello. Entre los dones del Espíritu Santo que el creyente desea obtener, se enumeran la prudencia, la sabiduría y la piedad. Son las cualidades naturales que permiten penetrar en el sentido de las cosas, descubrir sus relaciones y filosofar sobre sus causas y su origen. 145

Y lo que es aún más importante, son vistas como equipamiento sobrenatural del hombre. Estas son las aptitudes instintivas que el Espíritu Santo crea en nosotros y conserva activas con su propia vida; ellas nos protegen contra el devium, el camino falso, contra el contacto ciego, torpe y desgraciado con toda la realidad. Concede a tus fieles... El lugar del encuentro es la fe. Ya he dicho antes que esta maravillosa vida en el Espíritu solo puede nacer y desarrollarse dentro del ámbito y en la atmósfera de una intimidad personal. El encuentro es la fe; pero una fe entendida como entrega personal. Se trata aquí de mucho más que de la aceptación de una verdad apoyada en la garantía de Dios. Este es el principio y el mínimo de apertura y buena voluntad que debe aportar y conseguir el hombre. Quien reduce su mundo al ámbito de lo palpable y comprensible nunca podrá acercarse a este Dios vivo. La fe es el primer paso por parte del hombre para salir de sí mismo y dirigirse a Dios, definitivamente aceptado como el centro y la realidad absoluta incluso contra el hombre mismo y contra cualquier otra apariencia. Esta opción tiene que condensarse en una palabra y en una fidelidad personal. Solo entonces se hace verdaderamente vivo y dador de vida. El mundo y la realidad del Espíritu Santo se nos dan a conocer por la fe como mensaje de fe. Pero únicamente se hace realidad operante en nosotros en el momento en que lo reconocemos como la personal voluntad salvífica de Dios para cada uno de nosotros y le damos la correspondiente respuesta personal. La vida conserva también sus formas primitivas en el reino de lo sobrenatural. El diálogo personal es la forma fundamental de la vitalidad del espíritu. En la oración pedimos: concede a tus fieles. Es lo mismo que el encuentro amoroso de dos personas sanas. El corazón de uno se atreve a presentarse al corazón del otro, porque en él se encuentra a sí mismo como en la morada del deseo, como con el socio y compañero buscado, como con el valor reconocido y estimado. El Espíritu no penetra violentamente en un lugar extraño. La voluntad salvífica de Dios no violenta a nadie. Tan solo espera paciente la llamada y ver cómo se le abre la puerta del corazón. Entonces basta un mínimo movimiento del corazón para poner en movimiento los océanos del Señor. Por lo tanto, la adoración del Espíritu Santo, la petición de su presencia y bendición, debe convertirse en la oración incesante de nuestro corazón y de nuestro tiempo a medida que vamos viendo y comprendiendo los dolores del mundo en que nos ha tocado vivir, el saqueo de las criaturas que hemos cometido. Aquí recobra la palabra su sentido: solo quien ora lo conseguirá. Porque desde la oración nos elevamos, en cuanto hombres, a una dignidad y una realidad superiores, a ser los hombres de una naturaleza más elevada y con un mayor poder. ....que en ti confían La confianza es la perfección de la fe. No llega todavía a la suprema perfección propia del amor, pero sí al estado de seguridad y bienestar que sentimos al saber que pisamos 146

suelo firme, una situación que nos permite fiarnos de una solidez garantizada. La confianza es la tranquilidad y confianza que siente el hombre cuando sabe que puede fiarse del valor y la capacidad de resistencia del ser, puesta a su disposición. El desplazamiento del punto de gravedad, al que hace poco nos hemos referido al describir la fe personal, es un hecho definitivo y pone las bases de la decisión siguiente. Confiar es entregarse por entero a algo contra toda duda, contra todo condicionamiento y contra toda apariencia. Pero la confianza es una relación personal mucho más intensa y excluyente. Ciertamente, uno puede poner su confianza también en aquellas cosas cuyo valor y autenticidad ha comprobado por sí mismo o ha sido garantizada por otros. Pero entonces uno se fía fundamentalmente de sí mis mo, de sus propias razones y sus pruebas, y solo secundariamente de otros. Ahora bien, en las relaciones mutuas entre dos vidas solo es posible la confianza si se entiende como intimidad personal. No necesita ser necesariamente la suprema intimidad del amor, aunque es cierto que hasta llegar a esa intimidad no ha recibido la confianza su última bendición y fecundidad. La relación del hombre con Dios es una relación de confianza, a pesar de toda dependencia natural en la criatura, de la distancia y la subordinación. Dios ha condicionado a la confianza de los hombres muchas de sus promesas. La realización de muchos milagros y gracias de Dios depende de la confianza con que se le pidan y se esperen. En este punto particular ha recibido el hombre un cierto derecho y poder para mover a Dios; pero, como el propio hombre muchas veces no lo cree, quedan sus obras sin efecto. «Hombres de poca fe», llama el Señor a sus discípulos, que no confían en que Él pueda obrar un par de fenómenos en la naturaleza, en las leyes naturales o en cualquier otra consecuencia de la lógica natural. En todo caso, es preciso convencerse de que no son las cosas las que fallan, sino nuestra falta de confianza en Dios. Esta realización maravillosa de la vida en el Espíritu Santo está también condicionada a nuestra confianza. A pesar de la presencia del Espíritu que habita en nosotros, nos sentimos a veces tan cansados y tan tímidos porque no confiamos en que el Espíritu de Dios pueda hacer algo de nosotros. Creemos que contra nuestra indigencia poco pueden los impulsos creadores de Dios que comparte nuestra vida dentro de nosotros. Por eso, de lo que aquí se trata, en definitiva, es de confiar en que siempre somos instrumentos aptos para ponernos a disposición de las bendiciones creadoras de Dios, y que con estas bendiciones podemos convertirnos en seres humanos plenos y eficaces en la vida. Dichosos los que tienen hambre y sed.

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DESPUÉS DE LA CONDENA LA vida es ahora muy singular. Uno no tarda en acostumbrarse a ella y tiene que hacer esfuerzos para traer a la memoria de vez en cuando el recuerdo de la sentencia de muerte. Lo específico de esta muerte es que las ganas de vivir siguen intactas, y cada nervio sigue vivo hasta el momento en que la violencia del odio venga a acabar con todo. Hasta el punto de que no aparecen por aquí los presagios y emisarios normales de la muerte. Pero un día se abrirá la puerta, y el buen vigilante vendrá a decir: preparad el equipaje; dentro de media hora estará aquí el coche. Lo mismo que hemos oído y vivido ya tantas veces. En realidad, habíamos pensado que nos llevarían a Plótzensee el jueves por la tarde. Somos, al parecer, los primeros con quienes se produce un retraso. ¿O se debió, quizá, a las gestiones en favor de un indulto? Yo no lo creo. Frank regresó también ayer, aunque no tenía incoada aún ninguna demanda en su contra. Nadie habría podido imaginar la condena de Frank. Pero allí todo es subjetivismo; y no hablo de subjetivismo oficial, sino de un subjetivismo completamente personal. El hombre (Freisler) es inteligente, nervioso, vanidoso y petulante. Hace teatro, su antagonista tiene que quedar humillado. Cuando se dan estas circunstancias, ya en el diálogo tiene siempre la superioridad del que decide. Yo me sentí completamente ajeno a todo este asunto. Era como una mala disputa (filosófica) de Pullach, con la única diferencia de que el defensor cambiaba constantemente, y el objetor decidía quién tenía razón. Los terceros árbitros, el pueblo, en el juicio popular eran ordinarios rostros serviles que se presentaban muy solemnes con sus trajes azules y se consideraban muy importantes al lado de la toga roja del señor presidente. Buenos y leales sujetos de las S.A. que desempeñan la función del pueblo, que consiste únicamente en decir «sí». Todo está allí, no falta nada: entrada solemne, gran despliegue de policías, cada uno lleva dos hombres a su lado; detrás de nosotros el «público», formado en su mayor parte por miembros de Gestapo, etc. Los policías de seguridad, con caras bonachonas, corrientes y vulgares. El público tiene generalmente los rasgos del tipo medio de la «una» Alemania. La «otra» Alemania no está representada o está condenada a muerte. Solo faltaba una «obertura» al principio y un «finale» para terminar, o al menos el sonido de unos clarines. El proceso estaba hábil y refinadamente dispuesto. Tan refinado que nadie podía decir una sola palabra que pudiera disculpar a otro o beneficiarle a él mismo. Solo se preguntaba esto, y únicamente se permitía como respuesta aquello que, según la tesis admitida, favorecía la condena. 149

Nuestro proceso estaba dispuesto para la destrucción de Moltkes y mía. Todo lo demás eran bastidores y comparsas. Hasta el final no se supo si Sperr iba a caer o no. Cuando me tocó el turno en mi proceso, intuí ya en la primera pregunta una intención de muerte. Las preguntas se sucedían cuidadosamente ordenadas, en una ficha. ¡Ay, si las respuestas no eran las esperadas! Entonces no eran más que escolástica, jesuitismo. En general, piensan que un jesuita comete un crimen cada vez que respira. Y que puede decir, demostrar y hacer lo que le venga en gana: no es más que un traidor, y no se le puede creer nada, absolutamente nada. La situación de Gerstenmeier es, sin embargo, mucho peor que la mía. Como párroco protestante de quien se espera, como él mismo me dijo, una inmediata utilización, es declarado como un puro teórico, y luego se pasa por alto todo lo demás: Goerdeler el 20 de julio, Molkte, Kreisau..., todo. No pretendo decir nada contra Gerstenmeier. Es un hombre estupendo y un creyente profundo, con cuya vida disfruto cordialmente y que todavía hará muchas cosas. Pero así fueron puestos los bastidores, y en esto consistió entonces la «justicia». ¡Ay, pueblo alemán, en cuyo nombre al final se promulgó la sentencia! Los insultos a la Iglesia, a las órdenes religiosas, a las tradiciones de la historia de la Iglesia, etc. eran terribles. Sinceramente, tuve que contenerme para no estallar. Porque entonces se habría enrarecido aún más la atmósfera para todos. Fue una magnífica oportunidad para el gran actor: poder considerar a su antagonista como un hombre inteligente, excelente y astuto, y luego presentarse a sí mismo como infinitamente superior a él. Todo estaba dispuesto cuando él empezó. Yo aconsejo urgentemente a todos mis compañeros que no se expongan a esto. Allí nadie es un hombre; no es más que un objeto. Y todo en un estilo inflacionista de formas y palabrería jurídica. Poco antes había leído yo en Platón: esta es la mayor injusticia que se comete en forma de justicia. Nuestra verdadera acción y crimen es nuestra herejía contra el dogma: larga vida para el NSDAP, el Tercer Reich, el Pueblo Alemán. Los tres mueren juntos. Habrá que recordar algún día al Sr. Freisler lo bueno que sería que alguien realizara ahora los planes de Moltke para la postguerra y la defensa. ¡Y cuántos hombres juzgados por él faltan ahora! Quien se atreve a dudar de esa Trinidad Nacional Socialista o, mejor dicho, de esa Triple-Unidad, es un hereje. Los antiguos juicios contra los herejes eran una nimiedad, comparados con el refinamiento y precisión mortal de los de ahora. En el caso de Moltke, todo habría ido todo mucho mejor si él no hubiera estado vinculado a la Iglesia, si no se le hubieran probado «propósitos recristianizadores», si no hubiera tenido trato con obispos y jesuitas. ¡Qué locos estuvimos cuando nos preparábamos objetivamente para el proceso! No se trataba de nada de eso. Esto no tiene nada de juicio. Es una farsa. Un eco completamente unívoco, y nada más. No puedo comprender cómo un hombre puede repetirlo cada día. El jueves por la tarde tuvo 150

lugar la sesión final. Otra vez todo en el mismo estilo. Como la distribución de premios en una pequeña escuela que carece de espacio suficiente. A continuación, pensábamos Moltke y yo: nos llevan a Plótzensee. Pero aún seguimos en Tegel. En la condena estuve también interiormente tan desinteresado como en los dos días enteros. Tuve los dos días conmigo el Santísimo, y antes de salir para el juicio celebré y, como última comida, pude disfrutar de el alimento. Así deseaba estar preparado, pero aun sigo esperando. Hasta ahora me ha ayudado el Señor de manera magnífica y cordial. Todavía no tiemblo, y me siento derrumbado. La hora de la criatura sonará muy pronto. A veces me invade la tristeza cuando pienso en lo que todavía querría hacer. Porque ahora me siento por primera vez hombre, libre interiormente y mucho más auténtico y veraz que antes. Solo ahora tienen los ojos la mirada plástica en todas sus dimensiones y la salud para todas las perspectivas. Las abreviaciones y atrofias se remedian. Sí, y luego los hombres que quedan atrás. Dicho con toda sinceridad: yo no creo todavía en la horca. No sé lo que es eso. Quizá una gran gracia y ayuda paternal de Dios que me hace superar de este modo el desierto sin tener que tener que morir de sed en él. Durante todo el proceso, también cuando me di cuenta de que el «milagro» estaba excluido, yo me sentía muy por encima de todo, sin que me afectara nada de lo que sucedía ni la pers pectiva que me aguardaba. ¿Es esto el milagro o qué? Ante Dios me encuentro realmente en cierta confusión y tengo que aclararme. Todos estos meses amargos de maduración y desdicha están bajo una ley completamente singular. Desde el primer minuto estaba yo interiormente seguro de que todo terminaría bien. Y Dios ha ido fortaleciendo en mí constantemente esa certeza. En estos últimos días he dudado y me he preguntado si he sido víctima de falsas ilusiones; si mis ganas de vivir se han sublimado en fantasías religiosas, o qué era todo eso. Pero todas estas elevaciones en medio de la desgracia; esta seguridad e integridad ante los golpes; esta especie de terquedad que me hizo siempre creer que no lograrían aniquilarnos; esta consolación en la oración y en el sacrificio; estas horas de gracia ante el sagrario; estas señales suplicadas y siempre otorgadas: yo no sé si ahora tengo derecho a olvidarlo todo. ¿Debo seguir confiando? ¿Quiere Dios el sacrificio que yo no quiero negarle, o prefiere la confirmación de la fe y la confianza hasta el fin de lo posible? Cuando, en Berlín, fui conducido al primer interrogatorio, me vino a la memoria el recuerdo de la bomba sobre la casa de San Ignacio que no estalló, y oía sencillamente estas indiscutibles palabras: no estallará. Luego he estado esperando su cumplimiento hora tras hora, día tras día, semana tras semana. Primero creí en la elegante solución de la inteligencia y la habilidad. Pero así terminó pronto. Esta es la segunda ley que rige el desarrollo de estas semanas: me falló todo cuanto 151

hice para ayudarme. No solo salió mal, sino que incluso me perjudicó. Y lo mismo ahora, durante el proceso. El cambio de abogados parecía bueno al principio, pero no resultó así. Cuando el hombre advirtió el complejo de antijesuitismo, me dijo, mientras continuaba el proceso, que también él era antijesuita. El envío a Freisler del librito (El hombre y la historia) solo sirvió para que él me tomara por astuto y, en consecuencia, por más peligroso. Todo lo que habíamos preparado para nuestra defensa se convirtió en nueva carga. Todo el desarrollo externo no era más que fracaso, naufragio, impotencia tras impotencia. Y en medio de todo, otra vez, toda la forma peculiar de nuestra desdicha: que nos quedamos en Tegel; que hoy seguimos con vida aunque nos habíamos preparado para el jueves; etc. ¿Qué pretende Dios con todo esto? ¿Es una educación para el ejercicio de la libertad y la entrega total? ¿Quiere Dios que apuremos el cáliz hasta la última gota, en la que están estas horas de espera y de un Adviento especial, o pretende poner a prueba nuestra fe? ¿Qué tengo que hacer ahora para no serle infiel? ¿Debo seguir esperando contra toda esperanza? ¿Es infidelidad desentenderse de todo? ¿Tengo que liberarme y despedirme de todo y concentrarme en la preparación para la horca? ¿Es cobardía o pereza no hacerlo y seguir todavía esperando? ¿Debo, sencillamente, seguir disponible en libertad y en la actitud de disponibilidad? Todavía no me conozco del todo y pido constantemente iluminación y guía. Y, además la aceptación del sacrificio de Urbi, hace hoy exactamente siete meses... ¡Tener que seguir tantos procesos dentro del propio corazón...! Pero hay que seguirlos con honradez bajo la protección del Espíritu Santo. Si comparo la serenidad e imparcialidad durante los días del proceso con el pánico que me invadió a veces durante los ataques contra Munich, noto muchas diferencias. Pero nuevamente la pregunta: ¿era este «ser de otra manera» el objetivo, la finalidad de esta educación, o consiste el milagro precisamente en esta elevación y ayuda interior? No lo sé. Dentro de lo normal, ya no queda ninguna perspectiva. El ambiente aquí está para mí tan corrompido que ni siquiera una instancia de gracia significa en absoluto una salida. ¿Es una locura, pura fantasía, cobardía, gracia... seguir confiando? Muchas veces permanezco sentado ante el Señor, le contemplo y le pregunto. En cualquier caso, tengo que desprenderme interiormente y hacer mi ofrecimiento. Es tiempo de sementera, no de cosecha. Dios es el sembrador: él recogerá también un día la cosecha. Solo quiero esforzarme por una cosa: por caer en la tierra al menos como fecundo y sano grano de trigo. Y en las manos de Dios. Y protegerme contra el dolor y tristeza que a veces quieren acometerme. Si el Señor ha escogido este camino, y todos los signos visibles apuntan a ello, entonces tengo que seguirlo voluntariamente y sin amargura. Otros podrán vivir alguna vez mejor y más felices porque nosotros hemos muerto. 152

Pido a los amigos que no me lloren, sino que oren por mí y me ayuden mientras lo necesite. Y después, que piensen que fui sacrificado, no asesinado. Nunca había pensado que este pudiera ser mi camino. Todas las velas de mi vida querían permanecer tensas por el viento; mi barco pensaba en largas singladuras; las banderas y gallardetes tenían que permanecer enarbolados, orgullosos y altos, cruzando todas las tormentas. Pero quizá se hubiera convertido todo en falsas banderas, falsa ruta, falsa mercancía para el barco y falso botín. No lo sé. Tampoco quiero consolarme con una fácil devaluación de las cosas terrenales y de la vida. Sincera y exactamente: me gustaría mucho seguir viviendo, producir ahora cosas importantes, anunciar muchas palabras nuevas y valores que hasta ahora no había descubierto. Pero no ha sido así. Que Dios me siga dando la fuerza necesaria para responder generosamente a su voluntad. Aún tengo que agradecer a muchos sus muestras de interés por mí, su bondad y amor. A la Compañía de Jesús y a mis compañeros que me hicieron el regalo de un medio de vida espiritual hermoso y sincero. Y a muchas personas auténticas con quienes pude encontrarme. Los aludidos lo saben ya. ¡Ay, amigos, no llegó la hora ni amaneció nunca el día en habríamos podido asociarnos espontánea y libremente para hacer realidad la palabra y la obra para la que crecíamos interiormente! Seguid fieles a la orden silenciosa que se nos daba desde dentro. Amad a este pueblo tan abandonado en su alma, tan traicionado y sin esperanza. Y, en el fondo, tan solo y desconcertado, a pesar de toda la seguridad de los desfiles y las arengas. Si un hombre logra poner en el mundo un poco más de amor y de bondad, un poco más de luz y de verdad, su vida ha estado llena de sentido. Tampoco quiero olvidar a nadie de aquellos de quienes me siento deudor. Yo soy deudor de muchas cosas y de muchas personas. Pido perdón a todos a quienes haya podido molestar. A aquellos con quienes me comporté con presunción, orgullo o falta de amor, les pido que me perdonen. Yo lo he expiado ya. Sí, en las horas transcurridas en los sótanos, en las horas con las manos del cuerpo y del espíritu esposadas, se han roto muchas cosas. Allí se ha quemado todo lo que no era digno ni tenía suficiente valor. Por eso, ¡adiós! Mi crimen consiste en haber creído en Alemania, aunque le esperen todavía graves dificultades y horas oscuras, y no haber creído en aquella ingenua TripleUnidad de orgullo y violencia. Que lo hice como cristiano católico y jesuita. Estos son los valores por los que estoy aquí, al borde del precipicio, esperando que llegue el que va a darme el empujón hacia abajo. Alemania por encima de hoy, como una realidad que se va configurando constantemente; Cristianismo e Iglesia como el deseo íntimo y la fuerza reconfortante y curativa de este país y de este pueblo; mi Orden como el hogar de hombres marcados a los que se odia porque no se les comprende ni se les conoce en su compromiso libre, o porque se los teme al ver en ellos, desde la propia falta de libertad, un reproche y una pregunta presuntuosa y patética.

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Por eso quiero ahora, al terminar, hacer lo que tantas veces hice con mis manos esposadas y lo que siempre seguiré haciendo, siempre con más gusto y mejor, mientras pueda respirar: bendecir. Bendecir al país y al pueblo; bendecir a este querido Reich Alemán en su desgracia y tortura interior; bendecir a la Iglesia para que vuelvan a manar en ella las fuentes más puras y claras; bendecir a la Compañía para que permanezca auténtica y fiel a sí misma, marcada y libre mediante una desinteresada fidelidad a todo lo auténtico y a su misión; bendecir a los hombres que han creído y confiado en mí; bendecir a los hombres con quienes fui injusto; bendecir a todos los que fueron buenos conmigo, muchas veces demasiado buenos. ¡Que Dios os proteja! Ayudad a mis ancianos padres a superar los días difíciles y dedicadles siempre un poco de vuestra atención. Para todos la protección, llena de gracias, del Señor. Yo voy a esperar aquí sinceramente la voluntad y guía del Señor. Confiaré en él hasta que vengan a llevarme. Y me esforzaré para que este desenlace y esta consigna no me encuentren abatido y sin esperanza. ÚLTIMA CARTA A SUS COMPAÑEROS Queridos compañeros: ahora tengo que emprender otro camino. Se ha solicitado para mí la pena de muerte, y la atmósfera está tan cargada de odio y hostilidad que he de contar hoy con que será dictada y ejecutada. Doy gracias a la Compañía y a los compañeros por toda su bondad, compañerismo y ayuda, también y especialmente en estas duras semanas. Pido perdón por muchas cosas falsas e injustas, y suplico un poco de ayuda y cuidado de mis padres, ancianos y enfermos. La verdadera razón de la condena es que soy y he seguido siendo jesuita. No se pudo demostrar relación alguna con el 20 de julio. El cargo de Stauffenberg tampoco se ha mantenido en pie. Otras acusaciones, referentes al verdadero conocimiento del 20 de julio, fueron mucho más suaves y objetivas. El ambiente estaba cargado de odio y hostilidad. Tesis fundamental: un jesuita es a priori enemigo y opositor del Reich. También a Molkte se le trató muy mal, porque nos conocía a nosotros, y en particular a Rósch. Por eso, en conjunto, todo ha sido, por una parte, una comedia; pero, por otra, se ha convertido en un tema. Eso no fue ningún juicio, sino la manifestación de un deseo de exterminio. Que Dios os bendiga a todos. Pido vuestras oraciones. Yo me esforzaré por compensar desde arriba todas las deudas que dejo aquí abajo.

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Hacia el mediodía celebraré aún una misa, y luego, en el nombre de Dios, emprenderé el camino de su voluntad y guía. Para todos vosotros la bendición y protección de Dios Agradecido a vosotros. Alfred Delp, S.J. 1 Este prólogo ha sido redactado teniendo en cuenta las siguientes fuentes: Marianne HAPIG (ed.), Alfred Delp, sJ: Kampfer Beter Zeuge, Morus Verlag, Berlin 1955; Roman BLEISTEIN, Alfred Delp: Geschichte emes Zeugen, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1989; ID., Begegnung mit Alfred Delp, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1994; ID., «Die Christusnachfolge des P.Alfred Delp: Zu seinem 50. Todestag am 2. Februar»: Geist und Leben 68 (1995), pp. 24-37; Alfred DELP, Gesammelte Schriften I-V ed. Roman Bleistein, Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 19852; Victor VON GosTOMSKI, «Der Todeskandidat in Zelle 317: Erinnerung an Pater Delp im Gef ngnis Berlin-Plótzensee»: Regensburger Kirchenzeitung 51 (1982), pp. 7 y 11; Gotthard FUCHS (ed.), Glaube als Widerstandskraff: Edith Stein, Alfred Delp, Dietrich Bonhoeffer Josef Knecht Verlag, Frankfurt a.M. 1986; Benedicta Maria KENIPNER, Priester vor Hitlers Tribunalen, Verlag Rütten/Loening, München 1966; Petro MÜLLER, Sozialethikfür ein neues Deutschland: Die «Dritte Idee» Alfred Delps - ethische Impulse zur Reform der Gesellschaft, Lit Verlag, München 1994; Oskar SIMEL, «Alfred Delp, sJ, t 2.2.1945»: Stimmen der Zeit 175 (1965), pp. 321-328; Ger VAN RooN, Neuordnundg im Wderstand: Der Kreisauer Kreis innerhalb der deutschen Widerstandsbewegung, R.Oldenbourg Verlag, München 1967; Freya VON MOLTKE, Erinnerungen an Kreisau 1930-1945, C.H. Beck Verlag, München 1997; Franz VON TATTENBACH, SJ, «Das entscheidende Gespr ch: Zum 10. Todestag P.Alfred Delps, si»: Stimmen der Zeit 155 (1955), pp. 321329; ID., «PaterAlfred Delp, sJ», en Georg Schwaiger (ed.), Bavaria Sancta: Zeugen christlichen Glaubens in Bayern, vol. 2, Verlag Friedrich Pustet, Regensburg 1971, pp. 417-438. En las notas, las citas de los escritos de Delp se indican con la sigla GS, seguida del volumen y las páginas correspondientes en cada caso. La versión española reproduce directamente la versión inglesa del texto alemán. 2. GS, 4:115. 3. R.BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 69. 4. GS, 1:51-68. 5. GS, 1:195-199. 6. H.BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 442.

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7. Ibid., p. 255. 9. M.HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 30. 8. Ibid., p. 242. 10. H.BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 296-297. 11. Ibid., p. 297. 12. M.HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 32. 13. R.BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 321-326. 14. GS, 4:38-39. 15. F.VON TATTENBACH, «Pater Alfred Delp, SJ», P. 426. 16. R.BLFISTFIN, Alfred Delp, pp. 331-334. 18. R.BLEISTEIN, Alfred Delp, pp. 364-370. 17. GS, 4: 39-41. 19. H. von Moltke, citado por M.HAPIG (ed.), Alfred Delp, S.J., p. 77. 20. V. vote GOSTONISKI, «Der Todeskandidat in Zelle 317», p. 11. 21. F.VON TATTENBACH, «Das entscheidende Gespr ch», p. 326. 23. Ibid., p. 289. 22. R.BLEISTEIN, Alfred Delp, p. 411.

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Índice Prólogo biográfico, por Alan C.Mitchell Introducción, por Thomas Merton Fragmentos del diario del P.Delp Meditaciones Adviento: Domingo 1 Adviento: Domingo II Adviento: Domingo 111 Adviento: Domingo IV Vigilia de Navidad Figuras de Navidad Epifanía 1945 Tareas del presente Humanismo creyente La educación del hombre hacia Dios El destino de las iglesias Preparación del corazón Ven, Espíritu Santo Rendición de cuentas y despedida Última carta a sus compañeros

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