Escatologia Cristiana

April 15, 2017 | Author: davidrizo | Category: N/A
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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier otra forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright: © 1994, CAPARRÓS EDITORES S.L. Moratín 5 • 28014 MADRID tel 4200306 • fax 4201451

Portada: José Antonio Sobrado Maquetación: Mª Corazón Cámara Imprime: ISBN: 84-87943-16-O Depósito Legal: Impreso en EspaZa - Printed in Spain

Emiliano Jiménez Hernández

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¡ALELUYA! ¡MARANTHA! Escatología Cristiana

CAPARRÓS EDITORES

Contenido:

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Introducción ...............................................

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¡Aleluya! ¡Maranatha! ................................

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Indice .........................................................

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Y oí el ruido de una muchedumbre inmensa. Y decían: "¡ALELUYA! Reina el SeZor, nuestro Dios, dueZo de todo. Alegrémonos y gocemos y démosle gloria, porque llegó la boda del Cordero, Y su Esposa se ha embellecido y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura". Ap 18,6-8 El Espíritu y la Esposa dicen: "¡MARANTHA!"

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Y el que escucha, diga: "¡MARANATHA!". Y el que da testimonio, dice: "Sí, vengo pronto". AMEN. VEN, SEYOR JESUS. Ap 22,17.20.

INTRODUCCIÓN a) Nos han cerrado el cielo Nuestra sociedad es fruto de los tres "maestros de la sospecha", los tres falsos profetas de nuestro tiempo, Marx, Freud y Nietzsche, que nos han cerrado con compuertas de plomo el cielo y la esperanza. El hombre actual recoge, amalgama o confunde las críticas de estos espíritus, eliminando a Dios de nuestro mundo y, con Él, la esperanza del mundo futuro. El hombre del ocio, engendrado por la civilización de los mass media –prensa, radio, televisión, cine– exige "panem et circenses", que le divierten y distraen de sí mismo y más aún de Dios y de la aspiración al "pan del cielo". El hombre del progreso y de la técnica, perdido en el laberinto de la gran ciudad tecnopolita, es absorbido por los ordenadores, que le codifican, haciendo de él una computadora de horarios y funciones, sometido a la esclavitud del consumo de lo que la publicidad le presenta como imprescindible para vivir el paraíso en la tierra, sin tiempo ni posibilidad de alzar los ojos al cielo. Reducido a la tierra, a este hombre sólo le queda la posibilidad de dar culto al cuerpo o a la ecología. Hoy, ¿quién habla o piensa siquiera en la vida eterna? Vivimos en un mundo secularizado, angustiado por lo inmediato, lo provisional. ¿Quien piensa en algo más allá de lo que tocan sus manos o la prolongación de ellas: la técnica? En un mundo científico, ¿quién se atreve a pensar en lo que se sustrae a la verificación de los laboratorios humanos? ¿No es intemporal sinónimo de ideal, es decir, irreal? ¿No parece una fábula del pasado hablar de vida eterna? ¿No ha sustituido la ciencia a la fe, la seguridad social a la esperanza y la organización estatal a la caridad? La cruz, la santidad y la vida eterna, ¿no suenan a necedad? ¿Qué cristiano o predicador se atreve hoy a escandalizar nombrándolas? Hoy causan, en vez de la risa del Areópago de Atenas (Hch 17,32), la sonrisa, que es una burla mayor, por el sarcasmo y conmiseración que encierran1. Y, sin embargo, hoy como entonces, sigue siendo válida la palabra de Pablo: "Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe... Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados" (1Co 15,16-19). Si no hay vida eterna, toda la fe cristiana es falsa. Se derrumba la teolog ía entera y, lo que es más grave, la vida cristiana pierde todo sentido. El martirio, la virginidad, el amor de los esposos, la entrega de la vida al servicio de los otros, el amor al enemigo, dar los bienes a los pobres, la liturgia..., ¿no se vacía todo de contenido? Pero, si no hay vida eterna y todo acaba con la muerte,

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Esto a pesar de los cientos de escritos sobre escatología de estos últimos aZos, que se presentan como teología del futuro, de la esperanza, de la liberación, sin que entren prácticamente ninguno de los temas clásicos de la Teología de los novísimos: ni se habla del cielo ni del infierno, ni del purgatorio ni del juicio... En la escatolog ía cristiana entra, sin duda, la cuestión del futuro y del presente y con ella todo lo referente a la esperanza, pero no puede prescindir de lo específico de la visión cristiana sobre el futuro y el presente.

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¿qué es el hombre? Y me atrevo a decir, sin vida eterna, ¿Dios es Dios? Si Cristo no ha resucitado y, por tanto, no existe para los hombres ninguna esperanza de resurrección y vida eterna, los cristianos son los más desgraciados de todos los hombres. Pero la verdad es que si el hombre no resucita a una vida eterna, el hombre es el ser m ás desgraciado de todos los seres. ¿Qué sentido tiene afirmar que la grandeza del hombre consiste en ser el único que sabe que muere? ¿Qué valor tiene ese privilegio de la inteligencia, si no es para descalificar de antemano la vida con la constante amenaza de su aniquilación? Todos los seres vivos están perfectamente adaptados al proceso natural de nacimiento, reproducción y muerte. Todos menos el hombre, que se resiste a morir, que posee una misteriosa aspiración a perdurar, a superar sus límites. Si fracasa en esta aspiración, si muere completamente cuando muere, habrá que decir que es el más desdichado de todos los mortales. Frente al mundo actual, pragmático y materialista, escindido entre una confianza ilimitada en el progreso técnico y la creciente decepción respecto a todos los valores humanos, frente a este mundo desgarrado entre la pasión de vivir y el terror inconfesado a la muerte, el cristiano tiene la misión de "dar razón de su esperanza" (1P 3,15). El cristiano está llamado a ser un testigo, con su palabra y con su vida, de la resurrección, de la vida eterna. La esperanza es el don del Espíritu Santo ofrecido a todo hombre que en la fe se abre a Cristo. A este don hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos, se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismos, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas2. Cuando Jesús fue levantado a los cielos, en presencia de sus apóstoles, y una nube lo ocultó a sus ojos, estando ellos mirando fijamente al cielo mientras Él se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: "Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" (Hch 1,9-11). Estamos en la hora en que es preciso mirar fijamente al cielo para ver a Cristo Resucitado como Kyrios, SeZor de la muerte, y, luego, bajar del monte y recorrer la tierra entera como "testigos suyos", anunciando con la fuerza del Espíritu Santo la vida eterna (Hch 1,8). La esperanza cristiana en la resurrección y en la vida eterna no es el mero optimismo humano de que al final todas las cosas acaban por arreglarse de alguna manera. La esperanza cristiana es la certeza de que Dios no se deja vencer por el mal y la injusticia. Remitir la justicia a Dios, no resistiéndose al mal, amando al enemigo, es dar razón a todos los hombres de nuestra esperanza (Cf 1P 3,15). La certeza de la vida eterna no es ilusoria. Ya ha comenzado a realizarse. Se ha cumplido en Jesucristo, como garantía y fundamento permanente y firme de nuestra esperanza. Unidos por la fe y el bautismo a Cristo y a su muerte, esperamos participar igualmente de su gloriosa resurrección (Cf Rm 6,5). Como dice San Agustín: "En Cristo se realizó ya lo que para nosotros es todavía esperanza. No vemos lo que esperamos, pero somos el cuerpo de aquella cabeza en la que ya se hizo realidad lo que esperamos". b)

Escatologia Cristiana

La escatología trata de las realidades últimas o del fin último de la vida. Trata de los artículos de fe del Credo: fe en la vida eterna, en la resurrección de los muertos y en la parusía del SeZor. Juan Pablo II, en la exhortación apostólica sobre La Reconciliación y la Penitencia recordaba que "la Iglesia no puede omitir, sin grave mutilación de su mensaje esencial, una 3 constante catequesis sobre los novísimos del hombre: muerte, juicio, infierno y paraíso" (n. 26) .

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JUAN PABLO II, El Espíritu Santo, prenda escatológica y fuente de la perseverancia final. Catequesis del 3-71991.

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La Teología y la catequesis han llamado a este tratado los Novísimos. Este término tiene su origen en la traducción de la Vulgata de Si 7,36: "En todas tus obras piensa en el fin y no pecarás" ("In omnibus operibus tuis memorare novissima tua et in aeternum nom peccabis"). Con la palabra novissima se traduce el término griego tá éschata. De esta palabra griega surge el término actual de escatología. El memento mori (acuérdate de la muerte) ha nutrido toda una amplia espiritualidad, que no ha perdido su importancia, aunque deba ser integrada en una visi ón evangélica. La cuaresma comienza con el rito de la imposición de la ceniza, acompaZado de dos fórmulas: "recuerda que eres polvo y al polvo volverás" y "Conviértete y cree en el Evangelio". Las dos fórmulas unidas pueden dar un auténtico sentido a la

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Esta fe carga de sentido escatológico la vida presente, actual. El futuro ya está en el presente de la vida personal y eclesial, en el correr actual de la historia. Sólo un futuro de vida da sentido al tiempo presente con todas sus vicisitudes de embarazo, de espera gozosa, de privaciones, de conflictos, de actividad y de fracasos. El tiempo presente es ya tiempo escatológico. Sólo espera el alumbramiento del hijo de quien siente en su vientre su presencia. Si el ésjaton se diluye y se pierde en el afán de lo inmediato se cae en lo que han seZalado algunos: "una fe sin esperanza genera una esperanza sin fe en Cristo muerto y resucitado". La fe, sin su dimensión escatológica, muere. De aquí la necesidad urgente de que la dimensión escatológica penetre la fe y la teología en todos sus aspectos. Tanto la antropología filosófica como la teológica de nuestro tiempo subrayan el carácter histórico de la persona humana. Hoy no se habla del hombre abstracto, atemporal, sino del hombre concreto, inserto en la historia, radicado "entre el pasado y el futuro en la 4 cadena del devenir universal, del que es un momento actual" . La libertad creadora del hombre le lleva a asumir la tradición histórica del pasado, pero no para instalarse en ella, sino para proyectarse desde ella en el futuro, como sujeto activo de la historia, a la que el hombre da sentido e impulso. El hombre se siente en la historia y, al mismo tiempo, se siente creador de la historia. Haciendo historia se realiza a sí mismo en relación con los demás hombres y con el mundo. Esta libertad creadora del hombre, que se manifiesta en la historia, libera al hombre del determinismo de la naturaleza y del condicionamiento instintivo del animal en su entorno. La persona humana existe en relaci ón con el mundo, pero la libertad le permite distanciarse del mundo, analizarlo, dominarlo y, de esta manera, proyectar su futuro. Memoria, presencia e imaginaci ón constituyen al hombre como espíritu encarnado en el mundo. 5

Pero esta visión antropológica de inspiración bíblica , que ve la historia como promesa y profecía, hoy se ha secularizado en la cultura actual. En la psicología se ha traducido en la simple espectativa de una liberación de tabúes y condicionamientos con la pretensión de llevar al hombre "a la patria de la identidad consigo mismo". En el campo de la sociología se queda reducida a la espectativa de una liberación de la esclavitud económica, social, política y religiosa, con la promesa del "paraíso futuro del comunismo para todos". En la cultura científica y técnica la esperanza escatológica se queda recortada y reducida a la "fe en el progreso", "fe en la ciencia", "fe en la técnica", fe en definitiva en el hombre, no ya hombre, sino "super-hombre". Sin embargo, hoy, esta fe ciega en el porvenir del hombre ha dado el fruto opuesto. La humanidad se siente sumida en una profunda inquietud, con un sentido de desorientación ante la realidad actual, que genera una angustia total o una apatía paralizante. Cuando las semillas de los tres falsos profetas, –Freud, Marx y Nietzsche–, han llegado a dar su fruto culminante en el progreso social, científico y técnico, se ha visto con claridad que no ha cambiado "la condición real de la existencia" del hombre. Sus frutos son "el miedo del hombre moderno en un mundo mecanizado, el miedo del hombre engullido sin piedad con su fr ágil estructura corpórea y espiritual por el monstruoso mecanicismo en el que se ve reducido a una parte an ónima; la angustia del hombre inmerso en una civilización que ha roto toda medida humana... Es el terror que está a la base de todas las neurosis 6

modernas" . La esperanza ilimitada en un devenir histórico, logrado sólo a través de las capacidades del hombre, diluye la esperanza, que tropieza ineluctablemente con un límite insuperable. "Mientras respiro, espero" (E.Bloch). Pero, entonces, cuando expiro, muere la esperanza. El Principio esperanza de E. Bloch postula siempre un novum, pero al cerrarse a la transcendencia, al adventus de lo verdaderamente nuevo, lo totalmente nuevo, pierde su cualidad de nuevo, degradándose a futuro de las posibilidades del 7

presente. Se diluye la novedad y desaparece la esperanza . En realidad "lo que nace de la carne (del hombre) es carne (mortal)". S ólo "lo que nace del Espíritu (de lo alto) es espíritu (da vida)". La escatología cristiana no es sólo futuro en cuanto devenir de la historia del hombre, sino que es futuro abierto al adventus, a la novedad que viene a la historia del hombre y la lleva a cumplimiento. La realidad del tiempo histórico es el presente y no el pasado o el futuro; pero en el presente de la historia sobrevive el pasado y el futuro se anticipa. Olvidar o negar el pasado es arrancar las ra íces de las que ha surgido el presente que posibilita el futuro. Y sin raíces se seca el árbol del futuro. Las utopías revolucionarias son estériles. Como es estéril un presente anclado en el pasado sin la mirada orientada al futuro. El círculo del eterno retorno ahoga el presente: "nada nuevo bajo el sol" es la expresión del hombre que está de vuelta, que perdió el horizonte y gira desesperado en torno a sí mismo. escatología. Convertirse al Evangelio infunde una esperanza al hombre abocado a la muerte y ya en el presente le saca del individualismo, incorporándolo al cuerpo eclesial de Cristo. La muerte entra en la luz de la cruz gloriosa del SeZor Resucitado.

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E. BRÉHIER, Les thémes actuels de la philosophie, París 1956 ,p .75. W. PANNEMBERG, Il Dio della speranza, Bologna 1979. H.U. von BALTHASAR, Il cristiano e l'angoscia, Alba 1957, p. 12-13. E. BLOCH, Ateismo nel cristanesimo. Per una religione dell'esodo e del regno, Milano 1983.

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c)

Memorial, presencia y esperanza de la salvación

La celebración cristiana de la fe es memorial, presencia y esperanza de la salvación. La memoria del misterio salvador de Cristo actualiza, hace presente esa salvación, suscitando la esperanza anhelante del maranathá: ¡Ven, SeZor Jesús!. Esta oración es siempre, y al mismo tiempo, de contenido presente y futuro. Se trata del anuncio alegre de que el SeZor está presente entre nosotros y también una llamada al SeZor para que venga, porque en su misma condición de presente continúa siendo el que ha de venir. Esto hace del presente un kairós. Para el cristiano y para la Iglesia el momento presente, grávido de la gracia de Cristo muerto y resucitado y que viene con gloria y potencia, es fecundo de frutos de vida para el mundo. La escatología no aliena al cristiano del presente y del mundo, sino que le sumerge en el mundo como fermento que transforma todas sus realidades, como sal que le da sentido y sabor. La esperanza en una vida más allá de la muerte llena de sentido la vida del más acá de la muerte. La escatología cristiana es personal y comunitaria; la esperanza cristiana es esperanza para el hombre singular m ás allá de la muerte y esperanza para la humanidad y el mundo más allá de la historia. El hombre, la humanidad y el cosmos sufren los mismos dolores de parto y esperan la plenitud de la manifestación de los hijos de Dios (Cf Rm 8,18ss). El Dios que se ha revelado en la Escritura es siempre el Dios que abre caminos de vida allí donde la historia presenta al hombre el límite de lo imposible. Es el Dios de la Palabra como promesa de vida, allí donde el hombre experimenta su impotencia, abriéndole, de este modo, al futuro "no evolutivo", "no proyectado", "no disponible", "desconocido", porque es la 8 novedad total que supera las posibilidades del hombre . Es el Dios que promete una descendencia a Abraham anciano con una esposa estéril. Es el Dios que libera al puZado de esclavos de la opresión del Faraón de Egipto, que abre el mar, que conduce al pueblo por el desierto, que les hace el don de la conquista de la Tierra, el Dios que salva porque es "el Dios que crea de la nada y resucita de entre los muertos". La experiencia del Dios de la promesa se manifiesta en el presente mirando esencialmente a un futuro humanamente imposible, pero que se hace posibilidad real para el hombre que la acepta, por la fuerza de la misma palabra creadora de Dios. El futuro, que da plenitud al hombre, es imprevisible, improyectable. No es un futuro evolutivo de lo actualmente presente en él. Si así fuera, el futuro sería un mero desvelamiento de lo ya existente, dejando al hombre clausurado en sus limites de finitud. Si el futuro tiene un sentido generador de esperanza para el hombre, es gracias a lo que puede ofrecerle de nuevo. Y no es nuevo lo ya incluido en las posibilidades ya actuales en el hombre. La libertad del hombre y la creatividad de Dios son las que dan cuerpo a la esperanza. La continuidad, que salva la identidad de cada persona, y la novedad de lo que no se ve y se espera, son la caracter ística de la escatología cristiana: el ya y todavía no de la salvación abarcan toda la escatología del Nuevo Testamento: identidad y diversidad del cuerpo resucitado respecto al terreno; de la nueva creación respecto a esta creación; de la vida eterna respecto a la gracia; de la muerte eterna respecto al pecado...

d)

Lenguaje Simbólico Esta escatología, que mira al futuro desde el presente, salva la identidad y la diversidad recorriendo simultáneamente dos

caminos: la via negationis y la via affirmationis. En Cristo la escatología, el final, se ha hecho histórica, de manera que lo acontecido en Él, podemos afirmar que sucederá en nosotros y en el mundo, pues ya en cierta manera lo experimentamos en la liturgia y otros momentos de la existencia terrestre. Esta via afirmationis la usa la Escritura al decirnos que Cristo resucitado es "primicia" (1Co 15,20) de nuestra resurrección; que los que ahora conocen a Dios por la fe, "verán a Dios" (Mt 5,8); que la alegría de la cena pascual presagia, pregusta el gozo de la cena escatol ógica (Mc 14,25); que las vivencias terrenas de la felicidad son imágenes de la bienaventuranza celestial (parábolas del reino). Pero la identidad de lo experimentado ahora no abarca todo lo esperado. Hay que subrayar la discontinuidad, lo nuevo que esperamos en la consumación final. Y, como no lo conocemos, pero tenemos por necesidad que hablar desde lo conocido en el presente, tenemos que servirnos de la analogía, aunque sea moviéndonos por la via negationis, que también encontramos en la Escritura: la bienaventuranza será "herencia in-corruptible, in-maculada, in-marcesible" (1P 1,4); "ya no habrá hambre ni sed; ya no les molestará el sol ni el bochorno" (Ap 7,16); "no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado" (Ap 21,4); "en la resurrección ni ellos tomarán mujer, ni ellas marido" (Mt 22,30)... Por ello, un medio expresivo de la escatología es el símbolo, única forma de describir lo que es en sí mismo indescribible. El lenguaje simbólico en sus múltiples variantes lo hallamos en la Escritura para mantener viva la esperanza en el ésjaton esperado,

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K. RAHNER, Il concetto di futuro, en Nuovi Saggi III, Roma 1969, p. 621-622.

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preservando su índole inefable: "la fe es el fundamento de las cosas que esperamos y la garantía de las cosas que no vemos" (Hb 11,1). La pretensión de "desmitologización" de la escatología, con la pretensión de buscar una pura objetividad, no hace otra cosa que vaciar de contenido la misma escatología. El símbolo, a la luz de Cristo, en quien se nos ha anticipado la escatología, nos introduce en su realidad inefable, haciéndola deseable, objeto de esperanza; crea en nosotros la vigilancia al kairós, la paciencia en la espera de su llegada... La liturgia ha sido siempre el reflejo de lo que ha creído y cree la Iglesia. En el Ritual de Exequias la Iglesia expresa su fe en el sentido pascual de la muerte y resurrección de sus fieles. El lenguaje que usa la liturgia exequial es, básicamente, bíblico. No es que busque una explicación racional de la muerte, sino que ofrece sobre todo imágenes sugestivas, simbólicas, a través de las cuales expresa su fe e invita a celebrarla. La primera imagen que surge en el centro mismo de la liturgia exequial es la de las manos misericordiosas de Dios: "En tus manos, Padre de bondad, encomendamos el alma de nuestro hermano"; "las almas de los justos están en las manos de Dios" (Sb 3,1). Las manos de Dios, que acogen al cristiano, significan la protecci ón de Dios y, por parte de la Iglesia, la confianza que le suscita saber que sus hijos, al morir, reposan bajo dicha protecci ón. Junto a la imagen de las manos de Dios, aparecen otras imágenes, como la del regazo de Abraham, que expresa la acogida del creyente en la comunidad de los padres en la fe. Es la imagen que expresa el sentido comunitario de la muerte del cristiano. Si san Pablo dice "los que viven de la fe, esos son los hijos de Abraham" (Ga 3,7), la Iglesia suplica que, al morir un hijo suyo, sea acogido en la comunidad de quienes nos precedieron en la fe. Por ello implora: "Los ángeles te conduzcan al regazo de Abraham", "que el alma de tu siervo sea llevada por los ángeles a la morada de nuestro padre Abraham, tu amigo". La Iglesia celebra el paso de sus hijos de la comunidad eclesial peregrina en la tierra a la comunidad celestial: "La verdadera fe le unió aquí, en la tierra, al pueblo fiel, que tu bondad le una ahora al coro de los ángeles y elegidos". La oración cristiana, desde las primeras comunidades, expresó su fe y esperanza escatológica. Mientras Israel, al orar, se volvía hacia el templo de Jerusalén, insertándose con su oración en la historia de salvación de Dios, que encontraba su actualización en el templo, los cristianos, al orar, se dirigen hacia oriente, hacia el sol que sale. Este es el símbolo de Cristo resucitado, que de la noche de la muerte ha surgido, inaugurando el día del SeZor, subiendo a la gloria del Padre, como SeZor del universo. Pero el sol naciente es, al mismo tiempo, el signo del Cristo que vuelve; saliendo definitivamente de su ocultamiento volverá a restablecer el Reino de Dios en el mundo. La fusión de ambos simbolismos en la imagen del sol que viene de oriente expresa la unidad que se da entre la fe en la resurrección y la esperanza en la parusía. El SeZor, en cuanto resucitado, ya ha vuelto, continúa viniendo siempre en la Eucaristía y en la oración de la comunidad cristiana, con lo que sigue siendo el que viene, la esperanza del mundo. Este volverse a oriente para orar se subrayó, luego, haciendo una cruz en la pared oriental de los lugares de reunión de los cristianos. Esa cruz aparece como signo del Hijo del hombre que vuelve y "al que verán todos, incluso los que le traspasaron". Esta cruz, expresión de la fe en la parusía del SeZor, hace presente en la asamblea cristiana la marcha triunfal del Cristo que vuelve a la comunidad en oraci ón, impregnando la oración y la vida de tensión escatológica. Presencia de Cristo y espera de Cristo es la tensión de la fe y la esperanza cristiana. El centro de la fe y de la esperanza es Cristo; y con Cristo, la oración de la Iglesia congrega a la Virgen María y a los salvados de todos los tiempos, significando que los muros entre el cielo y la tierra, así como pasado, presente y futuro, han sido rotos en Cristo. No se mira a los santos como algo pasado, sino como presencia del poder salvador del SeZor, garantía de la esperanza cristiana.

e)

La Esperanza del Cristiano

La carta a los Hebreos enumera entre los temas fundamentales de la catequesis cristiana "la doctrina sobre la resurrecci ón de los muertos y el juicio eterno" (Hb 6,1-3). Pues la esperanza escatológica es una virtud típica del hombre peregrino que, aunque conoce a Dios y la vocación eterna por medio de la fe, no ha llegado aún a la visión. Y es la esperanza escatológica la que le hace "penetrar más allá del velo" (Hb 6,19). El Credo concluye confesando la fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Creer en Dios Padre, como origen de la vida; creer en Jesucristo, como vencedor de la muerte; creer en el Espíritu Santo, como Espíritu vivificante en la Iglesia, donde experimentamos la comunión de los santos y el perdón de los pecados, causa de la muerte, nos da la certeza de la resurrección y de la vida eterna. La profesión de fe en "la resurrección de la carne" y en "la vida eterna" son el fruto de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador, como culminación de la nueva creación inaugurada en la resurrección de Cristo. El don del Espíritu Santo, que Cristo manda desde el cielo a la Iglesia peregrina, es la garantía del cumplimiento de nuestra aspiración a la salvación: "La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Esp íritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5): Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalipsis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apocalipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: "Y el que lo oiga diga: ¡Ven!. Y el

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que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, SeZor Jesús!" . Espero que estas páginas sirvan para la renovación a la que el Espíritu Santo llama sin cesar a la Iglesia, cuerpo de Cristo, en peregrinación hacia la luz sin sombra del Reino. De modo que, al término de la peregrinación de cada fiel, se cumpla lo que dice el Ritual de Exequias: La Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra con fe el misterio pascual de Cristo, para que aquellos que por el bautismo fueron incorporados a Cristo muerto y resucitado, pasen con Él por la muerte a la vida, sean purificados y recibidos en el cielo con los santos y elegidos, y aguarden la bienaventurada esperanza del advenimiento de Cristo y la 10 resurrección de los muertos .

1. DEL GÉNESIS AL APOCALIPSIS a) De la Creación a la Nueva Creación Dentro de nuestro corazón conviven la esperanza y la memoria, el futuro deseado y la nostalgia del pasado. El deseo de Dios coincide con la nostalgia de Dios. El cielo, que esperamos, es nuestra casa paterna, nuestra patria, donde nos concibió desde siempre el amor de Dios. Ir al cielo es volver al cielo, acabar el exilio y tornar a casa. Escatología y protología van unidas. La protología anuncia ya la escatología. El Génesis discurre desde la creación, a través de las vicisitudes de la historia, hasta el Apocalipsis. Dios, de quien procede todo, al fin será "todo en todo": "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Es el exitus/redditus que configura la Summa Teológica de Santo Tomás. Salimos de Dios y a Él volvemos. Es el éxodo del mismo Hijo de Dios (Jn 13,3). El Hijo de Dios sale del Padre y viene a este mundo para cumplir su voluntad, realizando la obra que Él le ha encomendado, y vuelve al Padre. Este es el camino, cuyas huellas ha marcado Cristo para todos sus discípulos. Salidos de Dios, podemos, gracias a Jesucristo, volver a Él, entrar en su intimidad, revistiéndonos de su misma naturaleza. En esto consiste nuestra salvación, realizada por Cristo e interiorizada en nosotros por el Espíritu Santo. Según la parábola del hijo pródigo, como la ha leído Juan Pablo II en la encíclica Dives in misericordia: La misericordia de Dios es la morada del hombre. Habiendo salido de esta casa, habiéndola abandonado, el hombre se ha degradado hasta desear sustentarse con el alimento de los cerdos. Pero hasta esas cosas le son negadas. El mundo, sin gracia, es el "país lejano" que destruye al hombre. En él no hay misericordia, no hay fidelidad ni a la paternidad ni a la hermandad. Volver a la casa del Padre es volver a ser engendrado en las entrañas de misericordia de Dios Padre, sentarse de nuevo a la mesa del banquete del Reino, cantar las danzas celestiales, recobrar el anillo de la filiación para gozar de la herencia con el Hijo Unigénito, Primogénito de los rescatados de la muerte. Esta es la línea interior, el río de vida subterráneo de toda la revelación. Por debajo de las palabras se abre cauce el designio de Dios sostenido por su amor y fidelidad. Por ello la Escritura se lee como nos ha enseñado la Dei Verbum: "El plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas" (n. 2). El Vaticano II considera el misterio de la creación dentro de la perspectiva del cumplimiento futuro de la obra divina, pues "lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (AA 5). El hombre, centro y cima de la creación, es el destinatario de la encarnación del Hijo de Dios como consumación de su destino. La "imagen del Dios invisible", creada en el principio, está destinada a convertirse en imagen del Hijo de Dios encarnado: "Quienes han sido llamados según su designio, de antemano

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JUAN PABLO II, Catequesis citada. RITUAL DE EXEQUIAS, Prenotanda n. 1.

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los conoció y también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el Primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29)1. La creación salida de las manos de Dios "en el principio" es una creación abierta hacia la consumación, que consiste en convertirse en morada de la gloria de Dios. Según la narración del Génesis, la creación del mundo y del hombre está orientada al sábado, la "fiesta de la creación". El sábado es la consumación y la corona de la creación (Gn 2,2-3). Así, en el plan de Dios sobre la creación se halla ya manifestado su plan de salvación como alianza con su pueblo, que celebra a Dios en el descanso de la fiesta sabática. Como día último de la creación, el sábado carece de límite; intencionadamente falta la fórmula conclusiva: "y atardeció y amaneció". En el sábado de la creación se halla protológicamente presente el descanso que la epístola a los Hebreos (4,1-11) espera de manera escatológica. El sábado semanal, liberación del trabajo cargado con el peso del pecado, apunta al año sabático, en el que se restablecen la primigenias relaciones interhumanas y entre el hombre y la creación: cada semana de años se deja en libertad a los esclavos y deudores y se hace descansar a la tierra 2. Y este año sabático apunta al año jubilar: al cabo de siete semanas de años todo vuelve a la situación original, reconociendo de este modo a Dios como único dueño y señor de la creación. Es el año de la liberación por excelencia. 3 Y este año jubilar apunta en la historia al reposo, a la paz del tiempo mesiánico: "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). Con la proclamación del sábado mesiánico comenzó la vida pública de Jesús de Nazaret. Este tiempo mesiánico proclamado entró en vigor mediante su muerte y resurrección de entre los muertos el primer día de la semana. Por eso los cristianos celebran el domingo como primer día de la nueva creación. La luz de la resurrección ilumina la esperanza de la creación entera, que suspira con dolores de parto, anhelando la manifestación de los hijos de Dios, como principio de la "nueva tierra y los nuevos cielos". La resurrección de Cristo es la inauguración de esa nueva creación, que se va desplegando en la historia hasta su consumación en la gloria del Reino de Dios: El Verbo trasladó la fiesta del sábado a la aparición de la luz y nos dio, como imagen del verdadero reposo, el día salvador, dominical y primero de la luz, en el que el Salvador del mundo, después de haber realizado todas su obras entre los hombres y haber vencido la muerte, franqueó las puertas del cielo, superando la creación en seis días y recibiendo el bienaventurado sábado y el reposo beatífico4. El acontecimiento pascual constituye el gesto salvador único por el que Dios genera definitivamente la historia e inaugura el tiempo nuevo de la salvación. Por ello, la Pascua es considerada como el eje medular en torno al cual gira toda la vida cristiana. El domingo es la pascua semanal, día de la resurrección de Cristo. En la mañana del domingo Cristo resucita triunfante, vencedor de la muerte y el pecado, para inaugurar un mundo nuevo, una creación nueva, un nuevo modo de vida en la comunión con Dios y en la fraternidad. Este es el gran acontecimiento que permite al hombre ser imagen de Dios. El primer día de la semana es también el que viene después del séptimo: es el octavo día. El domingo, pues, como octavo día, es signo de la nueva creación, signo de la vida eterna. Conmemorando la resurrección de Cristo, el domingo anticipa su retorno. Por ello, el domingo es signo del hombre libre, que vive la eternidad en el tiempo, reposando en el corazón de Dios 5. Así, cada domingo es una anticipación y celebración de la redención del mundo. El domingo es incluso la presencia de la eternidad en el tiempo y una degustación anticipada del mundo venidero. El domingo realiza la promesa del sábado como alegría, santidad y descanso 6. El sábado era ya un "signo que une a Yahveh y a sus fieles" (Ex 31,17), pues reposar significa que uno no

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Cfr. Col 3,10; 1Co 15,49; Ef 1,3,14; 2Co 3,18; Filp 3,21... Ex 21,2; 23,20s; Dt 15,1ss; Lv 25,3s. Lv 25,8; Jr 25,11ss; Dn 9,24. S. IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los magnesios 9,1. R. BLAZQUEZ, La Iglesia del Vaticano II, Salamanca 1988, p. 132. Cf Dt 12,9; 1R 8,56; Sal 95,11; Rt 1,19; Sacrosanctum Concilium 106.

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solamente es libre, sino también hijo de Dios 7: "Nuestro domingo es en verdad el advenimiento de la nueva creación, la irrupción de la vida de arriba" 8. El designio de Dios, su plan acerca del hombre, como interlocutor y partícipe de su vida, presidía, pues, su acción creadora. Dios nos ha creado para la fiesta, para llevarnos a la plenitud de su vida en una comunión vivificante con Él: "Así nos eligió en Cristo desde antes de la creación para ser santos e inmaculados en su presencia mediante el amor" (Ef 1,4).

b) La Historia en marcha hacia la Plenitud de los Tiempos El círculo cerrado y repetitivo de las religiones naturales, sin principio ni fin, se rompe con la fe bíblica en la creación. El mundo, que sale de las manos creadoras de Dios, tiene un principio. Y, como el Dios creador es, a la vez, el salvador de su creación, ésta se dirige a una meta, que no es la vuelta al principio, sino la consumación de la obra de Dios. El tiempo se hace historia de salvación. La creación discurre por el cauce que Dios le señala, ligada por los lazos de las generaciones, desde el comienzo hasta la plenitud de la salvación. La historia de la salvación está en germen en la creación, llamada desde el principio a una plenitud que se manifestará en la "plenitud de los tiempos" en Cristo y se consumará en la nueva creación escatológica. Este germen salvífico es el espíritu de Dios que aletea sobre la creación, es el hálito de vida que Dios sopla en el hombre y que no retira de él ni siquiera después del pecado. Al pecado Dios responde con el anuncio – protoevangelio– de la salvación. El que el hombre se haya alejado de Dios, no ha alejado a Dios del hombre y, por ello, no ha desaparecido el amor de Dios al hombre. La voluntad de Dios de establecer su alianza con el hombre, se hace amor salvífico después del pecado. Es el anuncio de pisotear la cabeza de la serpiente. La creación es el primer acto de la historia de salvación: "todo ha sido creado en Cristo y en vistas a Cristo". La creación de Dios alcanza su culminación en el sábado, señal de la alianza (Ex 31,12.16-17). De aquí que, en el designio salvífico de Dios, la creación, incluso después del pecado, se oriente a la alianza con Dios. Es el anuncio del protoevangelio del Génesis, de la primera alianza sellada con Noé en las nubes del cielo y con Abraham y su descendencia en la carne humana. La vocación de Abraham es, además del comienzo de la historia de salvación, el preludio de la alianza de Dios con el pueblo. Las continuas genealogías subrayarán, en el transcurso de las generaciones, el movimiento hacia la consumación de la alianza, sellada en la sangre de Cristo. Como dice San Juan Crisóstomo, comentando el Génesis: ¿Cuál es, pues, el ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre, grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo 9 posible para que el hombre subiera hasta Él y se sentara a su derecha . Desde el momento en que el hombre queda constituido por la llamada de Dios queda también determinado por su fidelidad, en virtud de la cual Dios se manifiesta siempre el mismo a través de los acontecimientos de la historia; siempre en formas nuevas y sorprendentes, Dios permanece eternamente fiel a su elección y a su pacto (Sal 146,6). La fidelidad inquebrantable de Dios se conjuga con su libertad absoluta, que se manifiesta en su irrupción imprevista en el curso de la historia con su obrar salvífico. Siendo fiel, Dios es libre en la realización de la salvación. La historia de la salvación está en sus manos, pues es el Dios creador de todas las cosas. Israel, conociendo la fidelidad de Dios, no se siente instalado en ningún lugar ni en ninguna situación. Espera un nombre nuevo (Is 62,2); un cántico nuevo (Sal 33,3; 40,4; 96,1; Is 42,10); una alianza nueva (Jr 31,31); un espíritu o un corazón nuevo (Ez 11,19; Sal 51,12). Y el Nuevo Testamento expresa el cumplimiento de esta novedad y el anuncio de una novedad aún mayor: nueva Jerusalén (Ap 3,12; 21,2); vino nuevo (Mc 14,25); vida nueva (Rom 6,4); mandamiento nuevo (Jn 13,34; 1Jn 2,7); nueva creación (2Co 5,17; Ga 6,15); hombre nuevo (Ef 2,15; 4,24; Col 3,10). El tiempo, con la irrupción salvadora de Dios, se hace historia abierta continuamente a la novedad creadora de Dios.

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Cf X. LEON DIFOUR, Reposo en VTB. S. GREGORIO MAGNO, De nov. Dom. 5:PG 36, col. 612. SAN JUAN CRISOSTOMO, In Gen. sermo 117.

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Toda auténtica novedad, fundada en la acción de Dios, es salvadora, pues se inserta en la fidelidad de Dios a sus promesas de salvación. Dios se manifiesta en la historia como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios que guarda fidelidad a sus promesas y las lleva a cumplimiento. En el apocalipsis de la historia, Dios se manifestará como el Padre fiel de Jesucristo. Esta fidelidad de Dios determina la continuidad y estabilidad en medio de la contingencia de los sucesos de la historia. Sólo en esta fidelidad de Dios, mantenida en un horizonte histórico y escatológico, puede encontrarse el verdadero ser del hombre. En ella se encierra y se funda la fidelidad del hombre consigo mismo. Continuidad e identidad es algo que el hombre halla en la aceptación de su pasado, en el reconocimiento y confesión de sí mismo, de su culpa, en la fidelidad de Dios a su promesa y en la acción de gracias, en el cántico de alabanza del hombre a esta fidelidad de Dios "porque es eterna su misericordia y su fidelidad dura por siempre". La continuidad de la historia podría parangonarse con la continuidad que existe entre la semilla y el árbol, entre el niño y el adulto. La Iglesia está en continuidad con Israel, y la Iglesia celeste, el Reino, está en continuidad con la Iglesia peregrina, que es el germen real de esa plenitud. Pues la plenitud de la historia ya ha llegado. La historia de la salvación culmina en el acontecimiento de Cristo y en la persona misma de Jesucristo. A esta plenitud de salvación apunta como término la historia de Israel. Después de la liberación de Egipto, después de recibir el don de la tierra prometida, después del establecimiento del reino de David y Salomón, todavía queda algo por esperar; por otra parte, esto significa que también en el exilio, en medio de los enemigos, frente a la muerte, todavía queda una esperanza. La salvación es una paz total, una vida plena, definitiva y para siempre. Se acerca en el sufrimiento mismo, en el fracaso, en la prueba acrisoladora que prepara el día del Señor. Esta espera de la salvación empapa la vida, la oración y la fe de Israel. Este es el dinamismo interno de toda la historia, según la síntesis que hace la Gaudium et spes: Como a la Iglesia se ha confiado la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, la Iglesia descubre con ello al hombre el sentido de la propia existencia, es decir, la verdad más profunda acerca del ser del hombre. Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos (n. 40). Con esto la Iglesia sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergen cia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, dentro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud de todas las aspiraciones. Él es Aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: restaurar todo lo que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1,10). He aquí que dice el Señor: 'vengo presto y conmigo la recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin' (Ap 22,12-13). (n. 45).

c) Antropología y Escatología El hombre moderno, quizá con más urgencia e insistencia que el de otras épocas, se pregunta por el sentido de su vida y del mundo en que su vida se desenvuelve. ¿Qué sentido tiene mi existencia? ¿Hay algo por lo que merezca realmente vivir y morir? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde camina el mundo y la humanidad? Con toda la secularización de nuestro mundo, no han perdido actualidad estas preguntas de siempre. La hipótesis nihilista del sin sentido de la vida no ha hecho más que agudizar estos interrogantes. El absurdo proclamado sólo logra manifestar su propio absurdo. Todas las proclamas existencialistas –"el hombre es un ser para la nada", "una pasión inútil", "el infierno son los otros", "homo homini lupus", "vivimos en un mundo finito de tormento infinito", "fluimos de la nada hacia la nada"...–, todas estas proclamas son el grito angustiado por lo contrario de lo que dicen, son la expresión del espíritu profundo del hombre que quiere ser, ser alguien, ser alguien para alguien, romper la finitud y la nada para entrar en la vida eterna, en la comunión, en el amor más fuerte que la muerte. El "sentimiento trágico de la vida" (Unamuno) es la agonía, la lucha por la "esperanza" aunque sea "contra toda

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esperanza". Es el espíritu de vida que Dios ha insuflado en las narices del hombre que se resiste a volver a la nada, que aspira a vivir eternamente. La escatología, al tratar de las realidades últimas, muestra el significado último de dichas realidades ya en el momento presente, manifestando su significado actual, que actúa como germen que las impulsa y orienta hacia su plenitud final. La escatología es esperanza, que da sentido y fuerza al presente, como la gestación, con sus gozos y dolores, recibe sentido y fuerza de la esperanza del alumbramiento de la nueva vida. Sin esperanza es imposible la vida. Y una vida sin sentido corroe la esperanza y se aniquila a sí misma. La alienación no es soporte de la vida, sino ahondamiento de la tumba del hombre. Olvidar el final, la muerte, el más allá de la muerte, no resuelve nada. Y la angustia de un vivir sin esperanza es devastadora. "Si antes y después de nosotros está la nada, ¿no representa esa nada una parte sustancial de nuestra existencia?" (Machovec). El gris hastío de la vida actual, atomizada en una multitud de fragmentos inconexos, genera en tantos hombres una impresión de vaciedad absoluta, de insensatez de la vida. La nada es el núcleo del ser para Sartre, haciendo del hombre y su vida "una pasión inútil"; el absurdo de la existencia quita valor a toda realidad y así engendra "la nausea". De aquí que la escatología, en los últimos años, haya adquirido un interés particular. La cultura actual, orientada hacia el futuro, siente la exigencia de hallar renovados motivos válidos de esperanza. a fe auténtica se manifiesta en el hecho de dar al hombre certezas vitales, necesarias hoy más que nunca, ya que "el malestar y la inquietud de tantas personas se manifiestan con tanta insistencia y la duda se insinúa sutilmente y muy profundamente en el espíritu. Ante las preguntas que surgen espontáneamente, muchos creyentes sienten miedo, no se atreven a dar una respuesta: ¿existe algo más allá de la muerte? ¿subsiste 10 algo de nosotros mismos después de la muerte?, ¿no será la nada lo que nos espera?" . El hombre, ser histórico, enraizado en las coordenadas del tiempo y el espacio, está dotado de continuidad –identidad permanente de su yo– y de novedad. Soy el que he sido y el que seré. El pasado me pertenece, me ha formado, ha hecho que sea quien soy hoy, pero mi vida no está aún concluida ni mi persona hecha, sigo abierto al futuro, a lo que viene (y no sólo a lo que voy). Yo voy a la muerte, pero a mí puede venir siempre algo imprevisto, improyectado, no fruto de lo que soy ni mera evolución de lo que ahora poseo. El tiempo del hombre se hace historia gracias a la libertad creadora de lo nuevo. Y Dios es el verdaderamente Creador: "da el ser a lo que no es y resucita a los muertos" (Rm 4,17). El tiempo tiene su punto privilegiado en el presente, cuya continuidad y singularidad viene expresada con los conceptos de momento y de kairós. El momento pasa, pero puede transformarse en kairós que da continuidad a la fugacidad del momento. La continuidad supone la identidad o fidelidad a sí mismo. En esta identidad de la persona se injertan los imprevistos, en los que la persona ejercita su libertad creadora, al reorientar su historia sin dejar de ser ella misma. Ser el mismo sin ser lo mismo es una dimensión específica del hombre que vive en plenitud su inserción en la historia, donde los hechos se hacen acontecimientos y lo relativo adquiere definitividad y la definitividad se hace precariedad, es decir, apertura a la novedad y no clausura o instalación en ningún logro alcanzado. Esta contingencia capacita al hombre para la esperanza, le dispone a la novedad creadora de Dios, que constantemente hace nuevas todas las cosas. Es la esperanza escatológica, que da definitividad al presente, sin cerrarle en sí mismo, pues, por su precariedad permanece abierto a la voluntad o designio inagotable de Dios. El hombre puede sentir la tentación de poner su vida en manos de la técnica, de las computadoras, pero un mundo programado, sin lugar para la libertad y la creatividad, sin espacio para lo imprevisto, para lo nuevo, es un mundo axfisiante, sin futuro, sin esperanza, mera ampliación o prolongación del presente, resultado de los datos introducidos de antemano en el programa. No es mundo del hombre, sino de la máquina. El fallo, el mal, el pecado, el amor, la muerte son realidades no programables, nos salen al encuentro, dan tensión a la vida, suscitan el miedo o la esperanza. El hombre los lleva inscritos en su espíritu y no puede prescindir de ellos, son el barro con el que se modela su persona. "El día después" está siempre ante nosotros. El desencanto de la ciencia y de la técnica es el fruto de su idolatría. Hoy "tomamos conciencia de los límites y del fracaso de cierto tipo de racionalidad científica y técnica que, a pesar de todas sus 11 aparentes posibilidades, se siente impotente para transformar en profundidad la vida y sus horizontes" . Las utopías de un paraíso en la tierra, es decir, esperar de la sola historia humana, del progreso humano, un final feliz de la humanidad es, por lo pronto, poco realista. Una tras otra han ido derrumbándose, como el

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CONGREGACION DE LA FE, Carta sobre cuestiones actuales de escatología, AAS 71 (1979) 939-943. M. GOURGES, El más allá en el Nuevo Testamento, Estela 1983.

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muro de Berlín. El sueño de Rouseau no pasa de ser una ilusión que contrasta con la experiencia diaria del mal en el mundo, del pecado del hombre. Pero es que, aunque fuera real esta esperanza de un final feliz de la historia, ¿qué esperanza habría para los millones de hombres muertos durante el proceso, sacrificados en aras de la hipotética felicidad de la generación final? ¿Qué esperanza hay para nosotros los que no nos sentimos en esa etapa dichosa de felicidad? ¿Nos resignaremos a vivir y a morir sin la esperanza de una realización personal únicamente con el consuelo de que tal vez nuestros nietos gocen de ella? Si se niega a Dios, creador de vida y capaz de resucitar a los muertos, muere la esperanza de un futuro realmente nuevo, definitivo, pleno y plenificador del hombre.

d) De las promesas de Dios al Dios de la promesa Pero la esperanza de que Dios crea siempre algo nuevo, se funda en su misma palabra, en la promesa que hace, primero, a Abraham y, luego, a Moisés, a David y al pueblo que ellos representan. La promesa de "una tierra que mana leche y miel" (Dt 8,7-10; 11,9) y la de "constituir con ellos un reino estable" (2S 7,1216), es una promesa que, al cumplirse, se dilata en una nueva promesa. La paz, fecundidad, salud, abundancia de bienes, larga vida, vejez tranquila y muerte serena (Dt 28,1-14), en la medida en que se cumplen, se manifiestan incompletas y se abren a una nueva realidad, a la esperanza de lo "nuevo" prometido. En realidad la promesa va despertando la esperanza, no tanto de las promesas, cuanto del Dios de las promesas. Esta esperanza la explicitan los profetas. En ellos se anuncia la irrupción de Dios en la historia, creando una tierra nueva y unos cielos nuevos (Is 65,17), transfigurando la realidad presente. Esta esperanza se abre a lo radicalmente nuevo, a lo que viene; no es el hombre quien va a Dios, sino Dios quien viene al hombre. La experiencia del exilio, de la pérdida de "la tierra", la destrucción del templo, no hizo otra cosa que purificar y alargar la esperanza. El contenido último de la esperanza, el futuro del hombre y del mundo, objeto de la promesa de Dios, no podía limitarse a unos bienes materiales, terrenos, caducos. El cumplimiento de la promesa no podía estar en el más acá de la historia, sino en el más allá del tiempo y el espacio, en la escatología. Es el anuncio de la apocalíptica bíblica del final del Antiguo Testamento. El libro de Daniel, el libro de los Macabeos y la Sabiduría, a las puertas del Nuevo Testamento, proclaman abiertamente la esperanza en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro (Dn 12,2-3; 2; Mc 7,9-36; 14,46; Sb 3,1-9; 4,7-14; 5,1-5).

e) Cristo cumplimiento de la promesa Jesucristo es la Palabra-Promesa de Dios. En Él todas las promesas han hallado cumplimiento. Él es quien abre y cierra la historia. Él es el que es, el que era y el que vendrá (Ap 1,4), el es el Alfa y la Omega, el principio y el fin. En Él la novedad absoluta irrumpe en la historia humana. Con Él se han inaugurado los "últimos tiempos", los definitivos. Jesús, entrando realmente en la historia, encarnándose, ha dado al hombre 12 y al mundo la certeza de la vida eterna. La ha proclamado y la ha inaugurado en su persona. En Jesucristo se realizan todas las esperanzas escatológicas. En su proclamación YO SOY manifiesta la presencia última y definitiva de "Dios con los hombres". Cristo es el Enmanuel, Dios con nosotros. Por eso puede decir YO SOY el pan vivo, la luz, el pastor, la puerta, la resurrección y la vida, el camino, la verdad y la vida, la vid verdadera. Quien come, le acoge, cree en Él, tiene ya vida eterna. Él es el ésjaton, el acontecimiento escatológico. Jesucristo es el puente, el Pontífice, entre el cielo y la tierra, en Él tenemos acceso a Dios. Él es el Hijo que descendió hasta nosotros para ascendernos a la filiación divina. Un día nos introducirá, como hijos, como hermanos suyos, en las moradas celestes preparadas por el Padre (Jn 14,2), para que su Hijo Unigénito sea el Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29; Col 1,18; Ap 1,5). Esta esperanza en Jesucristo se transforma en garantía de vida eterna. No es sólo anuncio, sino acontecimiento. Su resurrección es el fundamento de nuestra resurrección, su victoria sobre la muerte es la garantía de nuestra vida eterna. Dios Padre resucitó a su Hijo, sacándolo del sepulcro y devolviéndolo a la vida que tenía junto a Él; y lo hizo con Él como primicia de resurrección para todos nosotros.

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Cf la parábola de Epulón y Lázaro (Lc 16,19-31), la promesa al buen ladrón (Lc 23,42-42); los anuncios del Reino celeste (Mc 10,17-31), de la vida en Dios y con Dios tras la muerte (Mc 9,42-48; Mt 10,28; Lc 10,2528; 18,18.29-30), la certeza de la resurrección (Mc 12,18-27; Jn 6,39.40.54)...

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Cristo ha venido, ha participado de nuestra carne y sangre, y así ha vencido la muerte y al señor de la muerte, liberándonos de la esclavitud, abriéndonos el cielo, cerrado por el pecado. El reino de Dios se ha hecho presente entre nosotros en Cristo. La salvación ha aparecido sobre nuestra tierra. "Este es ya el tiempo oportuno, el día de la salvación" (2Co 6,1). Con estas arras o primicias esperamos con certeza y seguridad la consumación final, la cosecha escatológica. Aún no ha acabado la historia: hemos sido salvados en esperanza y aguardamos la manifestación gloriosa de nuestro Salvador, Cristo, el Señor: "No vemos lo que esperamos, pero somos el cuerpo de aquella Cabeza en la que se realizó lo que esperamos" (S. Agustín). Por ello la salmodia de la Iglesia, que es "hija del canto que resuena incesantemente ante el trono de Dios 13 y del Cordero" , introduce ya al hombre, en cuanto bautizado, nacido de lo alto, en el coro celeste de la alabanza divina (Ap 7,9ss; 15,2ss; 19,1ss). Así el cristiano en la asamblea litúrgica canta con San Pedro: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor en la Revelación de Jesucristo (1P 1,3-9).

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V. VANNI, Apocalisse. Una assemblea liturgica interpreta la storia, Brescia 1977.

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2. PLENITUD DE LOS TIEMPOS

a) Cristo promesa de Dios La revelación de Dios va de la protología a la escatología. Dios, que crea al hombre y el mundo del hombre, es un Dios de la historia. Entra en la historia y guía la historia a su consumación. En Cristo llega esta historia de salvación a su punto culminante. Las promesas y actuaciones de Dios en la historia de Israel hallan en Cristo el amén definitivo. Las esperanzas de Israel se cumplen en Jesucristo. Israel, conducido por Dios e iluminado por los profetas y sabios del Pueblo, a partir de sus experiencias, ve su propia existencia como un caminar ininterrumpido hacia situaciones nuevas. Vocación, promesa, alianza, fidelidad, conversión, perdón son realidades que no permiten a Israel instalarse, le mantienen siempre en camino, en espera de la acción creadora de Dios, que abre el círculo cerrado de toda esclavitud, del mar, del desierto devorador, circular... Donde no hay caminos, Dios abre un camino. Donde no hay esperanza, ni posibilidad de esperanza, Dios la crea, suscitándola con una promesa. El "esperar contra toda esperanza" culmina en la esperanza en el Dios que resucita de la muerte. Es la plenitud de la promesa, cumplida en la resurrección de Jesucristo, garantía de resurrección para "quienes creen en Dios, que da vida a los muertos y llama a la existencia las cosas que aún no existen" (Rm 4,17). 1. Cristo promesa de Dios a Abraham Desde la experiencia de Israel se ilumina la historia del hombre. La historia de salvación, realizada en el Pueblo elegido, manifesta a toda la humanidad el designio y actuación de Dios. Desde el Génesis (12,1-3; 15,18,20) hasta Pablo, Abraham es visto como la expresión de la elección de Dios. Con las promesas que Dios le hace, lo arranca de su tierra y de su parentela, poniéndolo en camino hacia el futuro, sostenido por la esperanza. Es el actuar de Dios, que salva, prometiendo un futuro, suscitando una esperanza, arrancando al hombre del pasado conocido, construido según sus limitadas o nulas posibilidades. Dios toma la iniciativa y busca al hombre necesitado de salvación, abriéndolo así a la fe en quien puede responder a su menesterosidad. Luego la fidelidad de Dios, la obediencia del hombre y la misericordia fiel de Dios por encima de las infidelidades del hombre son la garantía de la promesa y de la salvación 14. La promesa, que Dios hace a Abraham en el momento mismo de su vocación (Gn 12,1-3; 13,14-17), se orienta a la alianza (Gn 15,17-18). La misma promesa es reiterada, más tarde, en el marco mismo de la celebración de la alianza: la descendencia de los patriarcas se ha convertido en el pueblo de las doce tribus (Ex 24,4), al que Dios garantiza la fecundidad y la posesión de la tierra (Ex 23,30-31). Y cuando, con la conquista de Canaán, se cumple la promesa, ésta se alarga, abriéndose hacia el futuro con el anuncio de un rey mesías que llevará a su culminación la promesa salvífica de Yahveh a su pueblo (2S 7,8-16). La promesa de la tierra y de una posteridad no es más que el punto de partida. La promesa de Dios es mucho más importante. El Dios que hace la promesa a Abraham promete que Él será su Dios y el de sus hijos (Gn 17,19). Dios quiere ser la propiedad de aquellos a quienes promete una tierra. Abraham, viejo y sin futuro, sin descendencia (Gn 15,2-3), es invitado a "mirar el cielo y contar las estrellas" (Gn 15,5), es decir, a confiar en Dios, que le abre un futuro por encima de toda esperanza humana. Esta relación única con Dios indica que la promesa rebasa los contenidos materiales de tierra y descendencia. La promesa ofrece la vida en plenitud, que sólo se posee en la comunión con Él: "Esta es la vida eterna que te conozcan a Ti y a tu enviado". En Cristo, descendencia de Abraham, objeto final de la promesa (Ga 3,16.19), ésta halla su cumplimiento. En Él llega la plenitud de los tiempos y de la esperanza. 2. La alianza entre Dios y el pueblo sellada en Cristo

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Además de Gn, Cf Si 44,19-21.

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Moisés, como Abraham, ha sido elegido por Dios para llevar al pueblo a la alianza con Él (Ex 3,1-10; 6,2-8). Dios le renueva la promesa de la tierra hecha a los patriarcas (Ex 3,8; 6,8), insistiendo de nuevo en que Yahveh será el Dios propiedad de Israel, como Israel es el pueblo propiedad de Yahveh (Ex 6,7). El Dios de la promesa se manifiesta, como ha hecho con Abraham, con todo el pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto y poniéndolo en éxodo, con la promesa de la Tierra, que supone la alianza: "Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo". La conquista y posesión de Canaán manifiestan la fidelidad de Dios a las promesas (Jos 21,43-45). Pero el futuro de la promesa queda aún abierto. "Pues es Él tu vida y tu felicidad" (Dt 30,20). El Exodo es un juego continuo de promesas e intervenciones de Dios, que es fiel a las promesas. Pero, en cada cumplimiento salvador de las promesas, Dios anuncia una promesa nueva, mayor. En realidad "si hubiesen pensado en una patria como aquella de donde habían salido, hubieran podido volver a ella. Pero ellos aspiraban a una mejor, es decir, a aquella celestial. Por ello Dios no tiene inconveniente en llamarse su Dios: tenía preparada para ellos una ciudad" (Hb 11,15-16). Es el Reino de los cielos que llega con Jesucristo, cumplimiento de la promesa, "pues Dios tenía en mente algo mejor para nosotros, de modo que ellos no obtuvieran la perfección sin nosotros" (Hb 11,39), "si corremos con perseverancia la carrera que tenemos delante, con la mirada fija en Jesús, autor y perfeccionador de la fe" (Hb 12,1-2). En Jesús, Dios ha manifestado realmente su gloria. Ver la gloria de Dios era el deseo de Moisés (Ex 33,18-23). Pero donde ha brillado la gloria de Dios en todo su esplendor ha sido en el rostro de Cristo. En su sangre ha sido sellada definitivamente la alianza de Dios con su pueblo. 3. Jesús: el hijo de David La promesa y su cumplimiento en las sucesivas intervenciones salvadoras de Dios alcanza un nuevo estadio con David y el reino. En la profecía de Natán (2S 7,4-16) se anuncia, como en las etapas anteriores, la elección de un hombre, recordando también las actuaciones de Yahveh en el pasado (no se rompe el hilo que da continuidad a la historia), como garantía de la promesa de la tierra y de la descendencia. Pero aparece una novedad: la bendición y promesa se concretiza en David y su descendencia real, a la que se promete estabilidad perenne en el trono. Y la alianza –"yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo"– adopta la forma de relación familiar entre Dios y el rey: "Yo seré para él padre y él será para mí hijo". Los salmos mesiánicos (2,72,89,110 y 132), recogiendo la profecía de Natán, abren la promesa a la esperanza del Rey Mesías, en quien hallará su pleno cumplimiento: "Este es mi Hijo, en quien me complazco". Las promesas hechas a David hallan su cumplimiento en Jesús, el hijo de David. 4. Cristo: el anunciado por los profetas Con los profetas las promesas de Dios se abren nuevamente a la esperanza de la intervención salvífica definitiva de Dios en la historia. El cumplimiento definitivo de la promesa, como plenitud de los tiempos, es el anuncio de los profetas al interpretar el presente a la luz del pasado de la historia. La misericordia y fidelidad de Dios les da ojos para ver el éschaton, la intervención última, definitiva e irrevocable de Dios sobre la historia. Es el Día de Yahveh, que viene a hacerlo todo nuevo. El Día de Yahveh anuncia la intervención absoluta e irrevocable de Dios. El Día de Yahveh, que aparece anunciado por primera vez en Amós (5,18-20), inspira la esperanza de Israel, hasta el extremo de confiar que, por el simple hecho de pertenecer al pueblo elegido, ya tenían asegurada la salvación en su llegada. Oseas tiene que advertir al pueblo que el Día de Yahveh será, sí, una intervención definitiva de Yahveh, pero supondrá el aniquilamiento del pecado y de la infidelidad (Cf So 1,15; Ez 22,24; Lm 2,22), comportando un juicio –con tinieblas, llanto y terror–, antes de restablecer el triunfo de los justos sobre los pecadores15.

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Cf nota de la Biblia de Jerusalén a Os 5,18.

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La destrucción del pecado en el Día de Yahveh anuncia la novedad salvífica de la intervención de Dios, superando las acciones salvadoras del pasado. Oseas predice una nueva conquista; Isaías, un nuevo David y una nueva Sión; Jeremías, una nueva alianza y el Deutero-Isaías, un nuevo Exodo. Se trata de una "nueva creación" (Is 65,17-18), de una vuelta al paraíso del comienzo (Os 2,23-24; Is 41,18-19; Ez 36,35). Y en todos estos anuncios de la plenitud escatológica se reitera la promesa de la intimidad del hombre con Dios: "Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jr 31,33; Cf Is 55,3; Ez 36,28...). La historia del Pueblo elegido está marcada por la infidelidad. ¡La alianza ha sido rota tantas veces! No hay otra posibilidad que reconocer el pecado, el adulterio idolátrico, y la conversión a Dios, que acepta la conversión y perdona. La alianza sólo se fundamenta en el amor gratuito de Dios (Dt 30,1-10). Pero esta posibilidad de conversión, en un corazón de piedra, se hace imposible. Sólo la promesa de un nuevo corazón de carne mantiene la esperanza del cumplimiento de la promesa. Jesús, al anunciar la llegada del reino, llama a conversión y ofrece el don de la conversión, infundiendo su Espíritu en el corazón de quienes acogen su Buena Nueva. Sólo quien nace de nuevo, en agua y Espíritu Santo, entra en el reino de Dios. Es el cumplimiento de la promesa en la nueva alianza sellada en la sangre de Cristo. Las promesas de los profetas, superadoras de los prodigios del Exodo, se cumplen en Cristo con su novedad absoluta. La resurrección de Jesús es la culminación de todas las esperanzas suscitadas por las promesas a lo largo del progresivo revelarse de Dios en la historia. 5. El exilio: fidelidad de Dios a la promesa La fidelidad de Dios es la que mantiene ensartada la historia desde Abraham y los patriarcas, pasando a través de Moisés y el éxodo, por la alianza del Sínaí y la entrada en la tierra, hasta la promesa mesiánica hecha a David y cumplida en Jesucristo, hijo de David. Ni el exilio obstaculiza el desenvolvimiento de la historia, que marcha según el hilo del designio de Dios hacia su cumplimiento en la plenitud de los tiempos (Cf 2R 25,27-30; 1Cro 17,23-27). 16 El Dios de las promesas se promete a sí mismo como don último: "Yo seré vuestro Dios". El exilio, purificando las esperanzas terrenas de Israel, prolonga la promesa, espiritualizándola e interiorizándola. La esperanza de Israel se abre a la acción de Dios en lo íntimo del corazón. La reconstrucción de Israel en el poxtesilio, marcada por la precariedad de los repatriados, no permite a Israel volver atrás en su esperanza. La pedagogía de Dios, que ha guiado a su pueblo a la alianza con Él, como su propiedad personal, orienta al pueblo a esperar el encuentro con Dios, plena y definitivamente, más allá de la historia de este mundo. La plenitud de la salvación se realizará en la resurrección de los muertos. El éschaton se sitúa más allá de la historia. Se llega así a la última etapa de la esperanza escatológica de Israel. La promesa de Dios será cumplida plenamente en la resurrección, en el encuentro con Él en su reino. 6. Jesús el Hijo del hombre de la apocalíptica

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Cf E. JACOB, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969.

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El punto culminante de la apocalíptica17, dentro del Antiguo Testamento, lo hallamos en el libro de Daniel. Al término de la sucesión de los reinos temporales, Dios instaurará su reino, reino eterno de libertad (Dn 2,44; 4,31; 6,27), culminación del reino de David. Este reino de Dios no es una creación humana, fruto de la evolución histórica, sino que viene de lo alto, puesto que es instaurado por el Hijo del hombre que "viene en las nubes del cielo" (7,13-14) y preexiste en las alturas celestes "como arquetipo del mundo terrestre" (7,9-10). El pueblo que Dios se ha elegido como su pueblo, participará en este reino del Hijo del hombre (7,27). "Al final de los días" (11,4012,13) Dios, con una intervención suya, instaurará su reino, dando cumplimiento a la promesa. Este reino es don de Dios, no pertenece a la historia, aunque en la historia de la salvación Dios haya ido anticipándolo parcialmente. De aquí la insistencia en que "procede de lo alto". La promesa, hecha a Abraham y reiterada tantas veces al pueblo, no se agota en ninguna realización histórica, pues transciende la historia: Dios ha prometido siempre darse Él mismo. En definitiva la promesa y el Dios de la promesa coinciden 18. En Jesucristo, el Enmanuel, Dios –con– nosotros, llegan los últimos tiempos, al poner Dios su morada entre los hombres. La historia de la salvación, en marcha hacia la plenitud, se basa en la esperanza provocada por la palabra de Dios, que garantiza la realización plena de la salvación, pues Dios cumple su palabra (Dt 9,5; 2S 7,25); mantiene, en su fidelidad, la alianza pactada con los padres (Lv 26,9; Dt 8,18); ejecuta el juramento proferido en tiempos pasados (2S 3,9; Sal 89,4; 132, 11). Cuando Yahveh se compromete con una persona (Gn 15 y 17) o con el pueblo (Lv 26; Dt 28; 30,15ss), esa decisión gratuita entraña una promesa segura para el futuro. La veracidad de su palabra es inconmovible. Es posible que los hombres no sean fieles a lo pactado, pero Dios se mantiene fiel a la palabra dada (Lv 26,40-45; Dt 4,28-31; 30,2-5).

b) Cristo: plenitud de los tiempos Con Cristo llega a su plenitud el tiempo y la historia. Pues, "al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). He aquí "la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo (Lc 1,68), ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (Lc 1,55); lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su "Hijo amado" (Mc 1,11)19. Jesús es el acontecimiento escatológico. Con su encarnación ha comenzado el éschaton, el tiempo escatológico, la última y definitiva intervención de Dios en la historia. El "Día de Yahveh", del que hablaron los profetas, es el día del Señor. Con Cristo la salvación final se anticipa al tiempo presente. Anticipación que acontece en el misterio de su muerte y resurrección. Cristo es el éschaton, el acontecimiento último; luego son los éschata, las cosas últimas. Con Cristo, pues, se ha puesto en marcha la nueva era de la historia de la salvación: la plenitud de los tiempos. En Cristo, don del Padre al hombre y al mundo, el hombre y la creación entera encuentran su plenitud escatológica. Por su unión a Cristo muerto y resucitado, el cristiano, por su bautismo, no vive ya en la condición de la "carne", sino bajo el régimen nuevo del Espíritu de Cristo (Cf Rm 7,1-6). Por ello, la Iglesia, en su fase actual, es sacramento de salvación, es decir, encarna la salvación de Cristo, que se derrama desde ella sobre toda la humanidad y sobre toda la creación.

17 18 19

Apocalípsis=manifestación. Cfr. J. L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión. Escatología cristiana, Santander 1986, 62-67. Cat.Ig.Cat. (CEC) 422.

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Pero la Iglesia, y con ella la humanidad y la creación, aún espera la manifestación de la gloria de los hijos de Dios en el final de los tiempos. El "hombre nuevo" y la "nueva creación", inaugurada en el misterio pascual de Cristo, mientras canta el aleluya, vive los dolores de parto y grita maranathá, anhelando la consumación de la "nueva humanidad" en la resurrección de los muertos en la Parusía del Señor de la gloria. Esta es la tensión de la Iglesia, nuestra tensión: gozar y cantar lo que ya somos y sufrir y anhelar por aquello que seremos, a lo que estamos destinados: "Por tanto, mientras habitamos en este cuerpo, vivimos peregrinando lejos del Señor" (2Co 5,6) y, aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior y ansiamos estar con Cristo (Flp 1,23). La existencia del cristiano, es escatológica; está transida por la Vida Eterna y desemboca en la plenitud de ella. Rasgos de la existencia escatológica son todos aquellos que no encajan en los criterios de quien prescinde de Dios y reduce su vida y esperanzas a este mundo. A la luz de la fe en la escatología se iluminan tantas experiencias cristianas, como la aceptación de la cruz y el dolor como camino de salvación y encuentro con la luz radiante del rostro de Dios, la renuncia a los bienes como seguridad de la vida, la apertura a la vida, la no resistencia al mal remitiendo la justicia a Dios, el dejar "familia y patria" para vivir como apóstoles itinerantes, "viviendo sin patria propia y sintiéndose en cualquier lugar en su propia patria" (Carta a Diogneto), es decir, estando en este mundo como peregrinos, al sentirse ciudadanos del cielo...

c) Con Cristo o contra Cristo En Cristo, como acontecimiento último de la manifestación de Dios, se realiza el juicio del mundo: con Cristo o contra Cristo. La fe en Cristo es vida; la incredulidad o rechazo de Cristo es la exclusión de la vida. La aceptación, mediante la fe, del acontecimiento escatológico, de Cristo, crea una nueva forma de existencia que es la filiación divina (Jn 1,12). El hombre es hijo de Dios, al ser trasladado de las tinieblas a la luz, al recibir una nueva existencia, (en la concepción judía al final del eón presente), ahora ya (para los cristianos) al ser engendrados de nuevo, al nacer de lo alto, del Espíritu que nos sella con su unción como hijos de Dios, hijos del Reino 20. San Juan sustituye la expresión "reino de Dios" por la de "vida" o "vida eterna". Y esta vida se posee ya ahora por la fe en Cristo 21. Esta manifestación en Cristo de la vida eterna anticipa en la historia humana los acontecimientos propios del éschaton. El éschaton ha comenzado con la manifestación gloriosa de Cristo resucitado (Jn 14,3.18-20). El juicio se realiza ahora, en la aceptación o rechazo de Cristo y su palabra. Quien no cree en Él "ya está juzgado" (3,18-19), mientras que el que escucha su palabra y cree en Él, "no va al encuentro del juicio, pues ha pasado ya de la muerte a la vida" (5,24). A Marta, que confiesa su fe en la resurrección "en el último día" (11,24), Jesús anuncia una resurrección en el presente, que se identifica con su persona :"Yo soy la resurrección y la vida" (11,25). Jesús, en cuanto acontecimiento escatológico, es la manifestación de la gloria de Dios. Cristo con su muerte y resurrección inaugura el tiempo más –allá–de–la muerte. Vuelve glorioso del sepulcro vencedor de la muerte: "No os dejaré huérfanos, volveré a estar con vosotros... Vosotros seguiréis viéndome, porque yo vivo y vosotros también viviréis" (Jn 14,18s). Esta segunda venida de Cristo resucitado a la vida de los apóstoles, en sus apariciones, en la Palabra, en la fracción del pan, en la evangelización, en los sacramentos, les transforma, haciéndoles partícipes de su resurrección, quitándoles el miedo a la muerte, haciendo de ellos testigos de la resurrección, de la nueva vida. Siguen en el mundo, pero no son ya del mundo (Jn 15,19; 17,11.14.16). Cierto, que aún les esperan las tribulaciones del embarazo (Jn 16,20-21), hasta la manifestación final del Señor: "Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo" (Jn 14,3).

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K. Barth dirá: "La eternidad entra en contacto con el tiempo por Jesucristo. El éschaton ya está presente". "El futuro eterno se ha hecho presente; con el día de la pascua despertó el nuevo eón, el mundo o creación nueva" (Brunner). "El futuro es la irrupción de la gracia en la temporalidad humana" (Bultmann). "La escatología no es el futuro, sino el presente contemplado en el misterio de su relación con Dios. La escatología realizada" (Dodd). Cf Jn 3,15-16.36; 5,21.24.40; 11,25-26; 17,3...

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La palabra, que Cristo anuncia en el presente, será la que "juzgará en el último día" (Jn 12,48). Y repetidamente Juan presenta la resurrección como acontecimiento del "último día" (5,29; 6,39.40.44..54). La salvación ya se ha iniciado, pero todavía está en camino hacia su manifestación final, en el apocalipsis de la historia. Pero ya ahora, como germen, en gestación, los discípulos viven la nueva vida de resucitados. Sólo espera el alumbramiento del hijo la mujer que le lleva en su seno. Sólo esperan la "manifestación de la filiación divina" quienes poseen el "germen" de ella, los que se han incorporado al Cuerpo de Cristo Resucitado, a la Iglesia, quienes han recibido el don pascual de Cristo: su Espíritu Santo y Santificador. En Jesucristo, Amen de Dios a los hombres y Amén de los hombres a Dios, aparece la plenitud de los tiempos, el cumplimiento de la promesa: Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1Jn 2,18; 1P 4,7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (Mt 16,17-18) que acompañan su anuncio por la Iglesia (Mc 16,20)22.

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CEC 670.

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3. REINO DE DIOS

a) El Reino de Dios esta cerca Israel, a lo largo de su historia, ha ido tomando conciencia de la elección de Dios para realizar en él el designio de salvación para el pueblo y, a través de él, para todos los pueblos y para la creación entera23. La voluntad salvífica de Dios, sobre todo a partir de la monarquía davídica, la expresó Israel dando a Dios el título de Rey24. Dios ha elegido a Israel como su reino25. Esta perspectiva salvífica del reino de Dios implicaba una vida de justicia y paz en todas sus dimensiones: familia numerosa, vida sana y larga, tierra propia y próspera, cosechas abundantes... Pero ante la constatación experiencial de que este anhelo no se realizaba, los sabios de Israel intentaron, en su fidelidad a la fe en Yahveh, dar una respuesta: la felicidad del reino de Dios consiste en contemplar (ver, entrar en comunión) el rostro del Señor en su templo santo (Sal 4243) o en estar con el Señor que no permitirá que sus siervos experimenten la corrupción de la muerte (Sal 16; 49; 73): el Señor no abandonará en la muerte al justo que sufre (Sal 22; 69), sobre todo a los justos que sufren "como siervos del Señor", ofreciendo su vida por la realización del plan salvífico de Dios (Is 53,11; 57,2; Sb 3,1-9). Y finalmente, en la época macabea, la esperanza en la fidelidad de Dios llevó a proclamar la fe en la resurrección de los muertos. Esta fe de Israel se apoya en la promesa de Dios, que suscita la esperanza de la instauración eterna del reino de David, traducida en la esperanza mesiánica: de la descendencia de David brotará un vástago, un rey que realizará el reino consumado de Israel. Esta esperanza del reino de Dios, del señorío de Dios sobre el mundo, se expresará bajo la imagen del Hijo del hombre en Daniel, del Siervo de Yahveh en Isaías y del Rey –Sacerdote en Zacarías. La tradición rabínica sabe que Dios es siempre señor del mundo, pero espera que Dios salga de su oculta miento, mostrando abiertamente su poder. En esta tradición aparecen los celotas, que pretenden acelerar la llegada de este reino con medios políticos, interpretando la esperanza mesiánica como programa político. Junto a los celotas aparecen otras corrientes rabínicas que creen que se puede acelerar la llegada de la redención, los días del Mesías, mediante la penitencia. 26 Y Juan Bautista anuncia la inminencia del Reino de Dios, señalando la importancia del momento presente, tiempo de conversión: "En aquellos días apareció Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea: 'Convertíos, porque el Reino de los cielos está cerca'. Pero al ver a muchos fariseos y saduceos venir a su bautismo, les dijo: ¡Raza de víboras!, ¿quién os ha sugerido sustraeros al juicio inminente? Dad frutos dignos de conversión...Pues ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y echado al fuego" (Mt 3,1-2.7-10). Ante la inminencia del Reino de Dios es inútil cualquier justificación, como decir "somos hijos de Abraham" (Mt 3,9). Sólo la conversión, –el reconocimiento del pecado y la aceptación del perdón de Dios–, abre las puertas del Reino. El Reino de Dios se hace presente en Jesús. Juan Bautista, citando a Isaías (40,3) "preparad el camino del Señor" (Mc 1,2-3; Mt 3,3), está proponiendo a sus oyentes un nuevo éxodo. Ha llegado la hora de atravesar el desierto hacia la tierra prometida. Por ello Juan desarrolla su misión en el

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Cf Redemptoris missio 12. Ya en Ex 19,6 aparece este título. Reino de Dios, en hebreo malkùt y en griego basileia, expresa tanto el señorío o realeza de Dios como el territorio o pueblo sobre el que Dios ejerce su dominio como su reino. A este respecto se puede ver lo que dice Rabbi Jochanan: "Dios dijo a los israelitas: puesto que para el final he fijado un plazo concreto, en el cual ha de llegar, hagan penitencia o no, llegará en el tiempo fijado; pero si hacen penitencia, aunque no sea más que un día, haré que llegue incluso antes y fuera del plazo fijado, como dice el Sal 95,7: hoy, si escuchas mi voz". (Citado por Schnackenburg). Y en la oración judía del Qaddis se implora: "Que Él haga reinar su realeza durante nuestras vidas y en nuestros días y en los días de toda la casa de Israel pronto y en seguida".

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desierto. Su vestido (Mt 3,4) recuerda el de Elías (2R 1,8), el profeta precursor del Día de Yahveh (Ml 3,1.23; Mc 1,2). No es Juan quien introduce en el Reino, sino el que prepara su acogida (Mc 1,7). Su invitación a la conversión y al bautismo de purificación (Mc 1,4) está destinada a evitar "la ira que viene" (Mt 3,7), es decir, el juicio escatológico, significado en las imágenes del hacha y el bieldo (Mt 3,10.12). Este juicio llega, pues "el Reino está cerca" (Mt 3,2) 27.

b) Cristo hace presente el Reino En esta tradición se hace presente Jesús y su mensaje del Reino de Dios. Él anuncia el cumplimiento de la promesa de Dios: "Se ha cumplido el tiempo. El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed el evangelio" (Mc 1,15). El "Reino de Dios" es el anuncio central de la predicación de Jesús28. Pero, mientras que la predicación de Jesús giró alrededor del Reino de Dios, la predicación apostólica se centró en el anuncio de Jesucristo. ¿Significa esto un cambio, una ruptura entre el anuncio de Jesús y el anuncio de los apóstoles? ¿No será más bien que el anuncio de Jesucristo, que hacen los apóstoles, explicita lo que Jesús anunciaba bajo la expresión Reino de Dios? Jesús, haciéndose pecado por nosotros y entrando en las aguas para ser bautizado por Juan, abre los cielos (Mt 3,16), cerrados por el pecado. Apenas sale de las aguas, una vez bautizado, Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– se muestra sobre la tierra. El Padre que unge a Jesús, el Ungido, y el Espíritu Santo, la Unción. El Reino de Dios ha llegado a los hombres. Sólo queda derrotar al Príncipe del mundo, mentiroso y asesino desde el principio. Jesús, ungido con la fuerza del Espíritu, va al desierto a darle batalla hasta derrotarle. Victorioso, "Jesús comienza a predicar, anunciando: 'Convertíos porque el Reino de los cielos está cerca'" (Mt 4,17). O con palabras de Marcos: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed el Evangelio" (Mc 1,15). Esto es lo que proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21): la profecía de Isaías se ha cumplido en el hoy de la presencia y actuación de Jesús. "Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). "Cristo, por tanto, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos" (LG 3). Pues bien, la voluntad del Padre es "elevar a los hombres a la participación de la vida divina" (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra "el germen y el comienzo de este Reino" (LG 5) 29. Ha sonado la hora del cumplimiento. El anuncio profético 30 ha llegado a su plenitud: "Hoy han alcanzado su cumplimiento estas palabras que acabáis de oír" (Lc 4,16-21). En Jesús ha llegado el Rey que trae la salvación del final de los tiempos (Sal 17). En su persona, en sus palabras y en sus obras se ha actualizado el tiempo de la plenitud. El Reino de Dios ha llegado ya. Aunque el tiempo del cumplimiento no es aún el tiempo de la consumación y el Reino de Dios en "gloria y poder" es aún en la predicación de Jesús algo futuro, sin embargo, ya se ha inaugurado el "año de gracia de Dios", el advenimiento del Reino glorioso de Dios. El Reino, que anuncia Jesús, es, por tanto, un presente que requiere ya conversión (Mc 1,15) y no un simple futuro que haya que aguardar en la esperanza. "La entrada en él acaece por la fe y la conversión"31. Una vez aparecido Jesús, se ha cumplido la esperanza de las naciones (Mt 12,21). Jesús, presencia de Dios y de su Reino, exige la aceptación inmediata y, luego, la vigilancia en la

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Reino de los cielos (Mateo) o Reino de Dios (Marcos y Lucas) expresan la misma realidad. Mateo, siguiendo la norma judía de no nombrar a Dios, se sirve de la circunlocución Reino de los cielos. Pero los tres evangelistas no hablan del Reino del más allá, sino de Dios que reina, que actúa; se trata del anuncio de la realeza, del señorío de Dios sobre el mundo. El anuncio de que "el reino de Dios está cerca" puede traducirse por "Dios está cerca" actuando con poder.

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En el Nuevo Testamento el término se emplea 122 veces, de ellas 99 pertenecen a los sinópticos, quienes en 90 ocasiones lo ponen en boca de Jesús.

29 30

CEC 541. Is 24,23; 33,22; Mi 4,6; So 3,14s; Ab 21; Za 14,9.16s; Sal 5,18s; Mc 1,15.

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fe, mientras se aguarda la plena manifestación de su poder (Mc 13,33-37; Mt 24,42-44; Lc 12,3540). La esperanza cristiana se funda en que Dios nos ha llamado a tener parte en su Reino y gloria (1Ts 2,12) y en que ya ha hecho presente la fuerza de ese Reino en la resurrección de Jesús, en la expansión del Evangelio y en los dones del Espíritu Santo (Rm 5,1-5) 32. Este Reino "crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a sí mismo (Cf Jn 12,32)" 33. Jesús mismo, en su persona y en su palabra, es el signo de la llegada del Reino. Como Jonás (Mt 12,38-42; 16,4; Lc 11,29-32), que estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo antes de predicar la conversión a los ninivitas, así Cristo resucitará al tercer día para hacer posible la conversión a los que acojan su predicación. La generación de Jesús es comparada con los ninivitas, quienes no recibieron otro signo que el profeta mismo y su predicación de la penitencia. Así el signo de Jesús es Él mismo y su predicación, que es llamada a la conversión en el ahora de la salvación. Nínive estaba destinada a la condenación, pero le llegó en Jonás la gracia inesperada e inmerecida, como don de Dios, que les envía el profeta y les otorga el perdón. La penitencia de los ninivitas, que Jonás ni espera ni desea, aparece como gracia. Es una gracia ofrecida y aceptada. Así Jesús llama a conversión, ofreciéndola como gracia precisamente a los pecadores. Esta predicación del Reino de Dios, Jesús la ofrece a quienes creen en su palabra y le acogen a Él. "El Reino de Dios ya está en medio de vosotros" (Lc 17,20ss), proclama el mismo Jesús. Y aquí Jesús habla en presente. El Reino de Dios no es observable, estando precisamente entre aquellos a quienes habla. El Reino se encuentra entre ellos, en Jesús mismo. Jesús en persona es el misterio del Reino de Dios, dado por Dios a los discípulos. El futuro de las promesas es hoy en Jesús. El Reino de Dios se encuentra en Él, pero de tal modo que no puede ser advertido sino en los signos o señales que realiza con el "dedo" o Espíritu de Dios. En la irradiación del Espíritu Santo, que sale de Él, Jesús manifiesta la llegada del Reino de Dios con Él. Gracias a la fuerza del Espíritu, que rompe la esclavitud del hombre bajo el dominio de los demonios, se hace realidad el Reino de Dios. El Reino de Dios es un acontecimiento y no un espacio o un dominio temporal. La actividad de Jesús, su palabra, el poder del Espíritu en sus acciones, su pasión y resurrección, rompen el dominio del señor del mundo, que pesa sobre el hombre, y así libera al hombre, estableciendo entre los hombres el señorío de Dios. Él es el Reino de Dios, porque el Espíritu de Dios obra en el mundo por Él: Al resucitar Jesús de entre los muertos, Dios ha vencido la muerte y en Él ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta del Reino y, después de su pasión, resurrección y ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (Mt 28,18; Hch 2,36; Ef 1,18-31). La resurrección confiere un alcance universal al mensaje de Cristo, a su acción y a toda su misión 34.

c) Signos del Reino Cristo es el corazón mismo de la reunión de los hombres como "familia de Dios". Convoca a los hombres en torno a Él por su palabra y por las señales que realiza, que manifiestan el Reino de Dios. Cuando los discípulos de Juan van a preguntarle "¿eres Tú el que ha de venir o esperamos a otro?" (Mt 11,3), Jesús responde que el Reino se ha hecho presente y puede verse en sus efectos.

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CEC, Ibidem. Cristo, "sobre todo, realizará la venida del Reino de Dios por medio del gran misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su resurrección". Cf CEC 542. DH. 11. Redemptoris missio. 16. "Hoy, que se habla mucho del Reino, se dan concepciones no siempre en sintonía con la Iglesia, considerando al Reino como una realidad humana y secularizada, en la que sólo cuentan los programas y luchas por la liberación socioeconómica, política y también cultural, mirando a un progreso meramente terreno. El Reino de Dios, en cambio, "no es de este mundo" (Jn 18,36)...Estas ideologías dejan a Cristo en silencio...Pero Cristo no sólo ha anunciado el Reino, sino que en Él el Reino mismo se ha hecho presente y ha llegado a su cumplimiento. El Reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a la libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible..."(Cf, Ibidem 17-18)

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Estos signos del Reino son los que dan testimonio de Jesús como el esperado, "el que había de venir". Su actuación no es simple anuncio o promesa, sino cumplimiento. El plazo señalado por Dios para realizar su plan salvífico se ha cumplido. La vida toda de Jesús, según el Evangelio de Mateo, muestra en Él el cumplimiento de las Escrituras.35 El mismo Jesús dice que ha venido "a cumplir (plerosai) la Ley y los Profetas" (Mt 5,17). Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando "la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,14-15; Mt 4,17; Lc 4,43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: "Porque a esto he sido enviado" (Lc 4,43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la "Buena Nueva"...pues en Cristo se da la plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser36. La instauración del Reino de Dios en la persona de Jesús se manifiesta, sobre todo, en su victoria sobre Satanás. El Reino de Dios implica la derrota de Satanás y esa es la misión de Jesús (Mc 3,22-27). Jesús mismo afirma que ha "visto caer a Satanás desde el cielo como un rayo" (Lc 10,18). Esta derrota de Satanás es una prueba de que el Reino de Dios ha llegado: "Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que el Reino de Dios ha venido a vosotros" (Lc 11,20; Mt 12,28). "El Reino de Dios en acciones", llama Schnackenburg a los milagros que realiza Jesús. Las curaciones y las resurrecciones son una manifestación del Reino, donde ya no habrá llanto ni dolor ni muerte. Jesús manifiesta igualmente la llegada del Reino con el perdón de los pecados, que Él no sólo anuncia, sino que otorga, escandalizando a los judíos, pues sólo Dios puede perdonarlos (Mc 2,5-7): Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; Is 53,4). Pero no curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signo de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia37. El anuncio precursor de Juan Bautista, la apertura de los cielos en el bautismo de Jesús, su lucha y victoria sobre Satanás en el desierto son expresiones del combate escatológico entre Dios y Satanás38. El Reino de Dios ha penetrado en el mundo; su victoria final no puede tardar. El ya (peplerotai) pero todavía no (enghiken) lo expresa ya Marcos en la introducción de su Evangelio (Mc 1,15). Las parábolas de crecimiento, –la del sembrador y la del grano de mostaza (Mc 4 y Mt 13)–, ilustran esta tensión entre el presente y futuro del Reino anunciado por Jesús. El comienzo real del Reino, en su apariencia modesta, preanuncia el final espléndido de su plenitud. Se da la continuidad entre la siembra y la cosecha. Igualmente el símil de la siega, en la parábola de la semilla que crece por sí misma (Mc 4,26-28) hace referencia a la escatología39. La realidad escatológica del Reino no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. "El Reino de Dios está cerca" (Mc 1,15); se ora para que

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Cf Mt 1,22 ;2,15; 4,14; 8,17; 12,17; 13,35; 21,4. Redemptoris missio 13. CEC 1505. El poder de Satanás no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause daños en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero "nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8,28): CEC 395; 547-550. Cf Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, Madrid 1967.

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venga (Mt 6,10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (Mt 11,4-5), los exorcismos (Mt 12,25-28), la elección de los doce (Mc 3,13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (Lc 4,18)...40.

d) Caracteristicas del Reino El Reino de Dios, proclamado y realizado por Cristo, no coincide con todo lo esperado por los judíos. El Reino de Dios se promete a los pobres y no a los que se sirven del poder o la política. El Reino que anuncia Jesús, es una llamada a la conversión porque ha sonado la hora de la salvación. Jesús ofrece gratuitamente la entrada en el Reino, oponiéndose a una justicia que intentase conseguir ella misma el Reino de Dios (por medios políticos o morales). A esta justicia según la propia medida Jesús opone una redención totalmente gratuita y ante la cual el hombre no tiene que hacer más que aceptarla 41. Los pobres, los últimos, son los herederos del Reino: "Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios" (Lc 6,20). Jesús está con ellos, come con ellos (Lc 5,30; 15,2), les trata como amigos (Lc 7,34) 42. "Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos..." 43. "Cristo se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Él, trazando así los caminos sorprendentes del Reino" 44. La gloria de Dios Padre se ha cumplido en Jesucristo, en la cruz, en la humillación suprema. Jesucristo ha sido exaltado como Señor, como Dios ante quien se dobla toda rodilla, no arrebatando la divinidad, sino siendo Hijo, obediente al Padre hasta la muerte. La divinidad, herencia del Reino, no se conquista prometeicamente contra Dios, sino acogiéndola como don, aceptando la filiación divina. Es en el comportamiento de hijo donde se alumbra el Reino de Dios. Las bienaventuranzas del Reino son para los pequeños, para los que se hacen como niños. La gracia de Dios introduce un cambio radical en el mundo. Vivir en el Reino supone, en el orden moral, la locura de hacerse pobre, salirse de las reglas de eficiencia del mundo, encaminarse a la pobreza de Dios, abriéndose así a la riqueza que Él es y da a los suyos. Por ello el Reino de Dios aparece bajo el signo de la alegría, de lo festivo y de lo bello, como muestran las parábolas de boda y de banquete. Pero lo sublime es que esta riqueza de Dios se manifiesta bajo las imágenes de la impotencia y debilidad humana, como muestran las parábolas del grano de mostaza, de la levadura... Con esta paradoja Jesús se sale del esquema apocalíptico de la tradición rabínica y celota. Su nueva imagen del Reino es la victoria de Dios en lo falto de aparatosidad, en la pasión45. Jesús es Rey (Jn 18,33ss; Mt 27,15), pero reina desde el trono de la Cruz. Sobre ella queda escrito su título para todos los tiempos y en todas las lenguas (Jn 18,19-20). El hombre, en su deseo de autonomía, lo que pretende es ser Dios. Esta es la aspiración más profunda del hombre. Y Dios no se opone a ella, sino que la suscita en el hombre. Sólo que el hombre, en la búsqueda de su divinización, equivoca el camino. Jesucristo nos ha marcado el camino y san Pablo invita al cristiano a seguir sus huellas: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús: el cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios, a su vez, lo exaltó, y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para

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Redemptoris missio. 13. Cf Mt 20,1-16; Lc 18,9-14; 17,7-10; 15,11-32; 15,1-10; 7,36-50; Mc 4,26-29. Cf Redemptoris missio 14-15. CEC 1716. Ibidem 1967. Cf J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1980, p. 37-46.

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que, al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre" (Flp 2,5-11).

e) Hacia la consumacion del Reino Juan anuncia la venida inminente del Reino, Jesús manifiesta el cumplimiento de la promesa. Con Él Dios ha entrado en la historia; el poder de Satanás se tambalea; la enfermedad y el pecado, signos de su poder, retroceden. Pero el Reino de Dios, inaugurado en Jesucristo, se consumará en el final de los tiempos. La persona y obra de Cristo, haciendo presente el Reino de Dios entre los hombres, espera su consumación con su Segunda Venida gloriosa. La parábola del trigo y la cizaña anuncia el juicio, en el que se separarán el uno de la otra: el trigo se recogerá en el Reino y la cizaña será echada al fuego. Lo mismo anuncia la parábola de la red: separación de buenos y malos. Con esta separación se consumará el siglo presente, dando inicio al siglo futuro (Mt 13). La nueva creación sustituirá a este mundo (Mc 13,7.13; Mt 24,14). Al siglo futuro corresponden los elementos que integran la consumación del Reino: juicio, resurrección, vida o muerte eternas. El cumplimiento del tiempo entraña la llegada del Reino, pero no la consumación del Reino, por ello se puede decir: "el Reino está cerca". El Reino sigue conservando una dimensión de futuro, que alimenta la esperanza y la oración de los creyentes. Jesús mismo ora y enseña a orar a sus discípulos, pidiendo la venida del Reino (Mt 6,10; Lc 11,2) 46. Esta espera del Reino obliga a vivir despiertos, en vigilancia. Los siervos esperan a su Señor y serán dichosos si éste los encuentra a su regreso vigilando (Lc 12,36-38). Esta vigilancia es necesaria, pues no se sabe el momento de la venida (Mt 13,33-37) y puede incluso tardar (v.38). Las imágenes del ladrón (Lc 12,39-40) y la del administrador (Lc 12,41-46) acentúan la necesidad de la vigilancia, mientras se aguarda, se espera y se anhela el Reino que viene. La tardanza pone a prueba al administrador, pero es la oportunidad de añadir a la vigilancia la paciencia. Todas estas parábolas presentan el mismo cuadro: la expectación ante una venida que consumará la historia, y el desconocimiento del momento de tal venida, que es la ocasión para vivir en una constante y paciente vigilancia. Jesús, que ha hecho presente y experimentable el Reino, suscita la espera de su segunda venida como Hijo del hombre que llega con poder y gloria a juzgar al mundo y entregar el Reino al Padre (Mc 13, 26; 14,62; Mt 25,31). Por ello, quien ahora, en el tiempo presente, "se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del hombre se avergonzará de él ante el Padre" (Mc 8,38) o en la versión de Mateo (10,32-33): "quien se declare por mí... yo también me declararé por él". La originalidad de la escatología neotestamentaria está en la presentación de la doble dimensión del presente del Reino y del futuro esperado. El reino inaugurado en la actuación salvífica de Jesucristo espera su consumación en su Venida gloriosa. La tensión de los dos momentos del éschaton es la nota específica de la escatología cristiana. Esta tensión de los dos momentos –presente y futuro del Reino– aparece ya en el discurso inaugural de la predicación de Jesucristo (Mc 1,15).

f) La Iglesia, germen del Reino La Ascensión de Cristo al cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder de Dios. Cristo es constituido Señor, "bajo cuyos pies Dios sometió todas las cosas" (Ef 1,20-22). Y como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef 1,22). Elevado al cielo y glorificado, Cristo permanece en la Iglesia, en la que "el Reino de Cristo está presente ya en misterio", pues la Iglesia "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 3;5). El Reino no puede ser separado de la Iglesia. Ciertamente, ésta no es fin para sí misma, ya que está ordenada al Reino de Dios, del cual es germen, signo e instrumento. Sin embargo, a la vez que se distingue de Cristo y del Reino, está indisolublemente unida a ambos. Cristo ha dotado a la Iglesia, su Cuerpo, de la plenitud de los bienes y medios de salvación 47.

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Cf el comentario a la petición: "Venga a nosotros tu Reino", en CEC 2816-2821.

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Jesús, pues, a través de múltiples parábolas anunció el Reino de Dios, presentándolo como una realidad presente y, al mismo tiempo, futura. La Iglesia, en fidelidad al mensaje de Jesucristo, anunció a Jesús como Cristo, como quien actúa en el Espíritu y, por tanto, como la forma actual del Reino de Dios: Los discípulos se percatan de que el Reino ya está presente en la persona de Jesús y se va instaurando paulatinamente en el hombre y en el mundo a través de un vínculo misterioso con Él. En efecto, después de la resurrección ellos predicaban el Reino, anunciando a Jesús muerto y resucitado. Felipe anunciaba en Samaría "la Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo" (Hch 8,12). Pablo predicaba en Roma el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo (Hch 28,31). También los primeros cristianos anunciaban el "Reino de Cristo y de Dios" (Ef 5,5; Ap 11,15; 12,10) o bien 'el Reino eterno de nuestro Señor Jesucristo' (2P 1,11). Es en el anuncio de Jesucristo, con el que el Reino se identifica, donde se centra la predicación de la Iglesia primitiva...Los dos anuncios: el del Reino de Dios –predicado por Jesús– y la proclamación del evento de Jesucristo –predicación de los apóstoles– se complementan y se iluminan mutuamente48. La Iglesia, mirando al Resucitado, experimenta una venida ya ocurrida y, desde ella, anuncia una segunda venida del mismo Señor. Los creyentes conocen, por una parte, la alegría del Reino de Dios y, por otra, al encontrarse sumergidos en la persecución, anhelan e imploran esperanzados la plenitud del Reino. Sienten al Señor cerca, pero saben que el Señor aguarda a que se cumpla el tiempo concedido a las naciones para entrar en el Reino: es el tiempo en el que el grano de trigo, muriendo, va dando fruto de vida en todo el mundo. En su liturgia "la Iglesia celebra el misterio de su Señor 'hasta que Él venga' y 'Dios sea todo en todos' (1Co 11,26; 15,28). Desde la era apostólica, la liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia : 'Maranathá' (1Cor 16,22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: 'Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros...hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios' (Lc 22,15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque 'aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo' (Tt 2,13)" 49. Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados "de gracia y bendición", la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial. En la última Cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios: "Y yo os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29; Lc 22,18; Mc 14,25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: "Maranat há" (1Co 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu gracia venga y que pase este mundo" (Didaché 10,20). La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía "anhelando la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", pidiendo entrar "en tu Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos,

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Redemptoris missio 18. Cf 17-20. Redemptoris missio 16. "A sus Apóstoles, Jesús les hizo estar con Él y participar en su misión (Mc 3,13-19); les hizo partícipes de su autoridad "y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar" (Lc 9,2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo, porque por medio de ellos dirige su Iglesia: "Yo, por mi parte, dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel" (Lc 22,29-30). CEC 551. CEC 1130, donde cita a SANTO TOMAS: "Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera" (Summa Theol. III,60,3).

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porque, al contemplarte como Tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo Señor Nuestro" 50. A partir del "Triduo Pascual", como de su fuente de luz, el tiempo nuevo de la Resurrección llena con su resplandor todo el año litúrgico. Desde esta fuente, el año entero queda transfigurado por la liturgia. Es realmente "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). La economía de la salvación, pues, actúa en el marco del tiempo, pero desde su cumplimiento en la Pascua de Jesús y la efusión del Espíritu Santo, el fin de la historia es anticipado, como pregustado, y el Reino de Dios irrumpe en el tiempo de la humanidad51. La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" 52. Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (2Co 5,6), y aspira al advenimiento pleno del Reino, "y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria" (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, 'desde el justo Abel hasta el último de los elegidos', se reunirán con el Padre en la Iglesia universal" (LG 2) 53. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos "el Reino de los cielos", "el Reino de Dios" (Ap 19,6), que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él "santos e inmaculados en presencia de Dios en el amor" (Ef 1,4), serán reunidos como el único Pueblo de Dios, "la Esposa del Cordero" (Ap 21,9), "la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios" (Ap 21,10-11); y "la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14)54.

g) El Reino, obra del Espíritu Santo "Hacerse niño" con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (Mt 18,3-4); para eso es necesario abajarse (Mt 23,12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario "nacer de lo alto" (Jn 3,7), "nacer de Dios" (Jn 1,13) para "hacerse hijos de Dios" (Jn 1,12). "El Reino, objeto de la promesa hecha a David55, será obra del Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu"56. Desde el día de Pentecostés, el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado 57. Por la comunión con él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre

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Plegaria eucarística III, oración por los difuntos. Cf CEC 1402-1405. CEC 1168. SAN AGUSTIN, Civit. 18,51; LG 8). Cf CEC 769. CEC 865. 2 S 7; Sal 89; Lc 1,32-33. CEC 709. CEC 732.

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y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamados hijos de la luz y de tener parte en la gloria eterna58. El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos, ya desde ahora, "las arras" de su herencia (Ef 1,14; 2Co 1,22). 59. El Padre, fuente original de la justicia y de la santidad, nos hace entrar en su Reino de justicia y santidad, por la misericordia gratuita derramada en nuestros corazones por el Espíritu de su propio Hijo. "Sólo Dios es bueno" (Mc 10,18; Lc 18,19), y sólo del Padre, por Jesús, en el Espíritu, puede dimanar para el hombre la salvación. Es lo que con fuerza expresa San Bernardo: La misericordia del Señor, pues, es el fundamento de mis méritos. Yo tendré siempre tantos cuantos Él se digne concederme compadeciéndose de mí... Yo estaré cantando eternamente las misericordias del Señor (Sal 88,1). Mas, ¿acaso celebraré con esto mi propia justificación? En manera alguna; sino que de sola tu justicia, Señor, haré yo memoria (Sal 70,14). Aunque vuestra justicia es también mía, por cuanto Vos mismo fuisteis constituido por Dios en fuente de justicia para mí (1Co 1,30). ¿Acaso deberé yo temer que esta justicia no baste para los dos, para Vos y para mí? ¡Ah, no!...que vuestra justicia es eterna (Sal 118,142). Y ¿qué cosa hay tan amplia y dilatada como la eternidad? Vuestra justicia, pues, que es eterna y dilatadísima, nos cubrirá a entrambos ampliamente. En mí cubrirá la muchedumbre de los pecados; mas, ¿qué cubrirá en Vos, Señor, sino tesoros de clemencia e infinitas riquezas de bondad?... Dios nos ha revelado estas riquezas por el Espíritu Santo, el cual nos ha hecho entrar en su Santuario por las puertas de sus llagas60. La Iglesia anuncia que Cristo muerto y resucitado es el Redentor del hombre porque, donando al hombre su Espíritu filial, le revela y comunica a Dios como plenitud trinitaria de comunión. Esta redención es la historia del Reino de Dios, cuya venida imploramos y gustamos en la Iglesia. En esta historia de salvación, aquí en la peregrinación de la fe, Dios y el creyente se acostumbran poco a poco a habitar el uno en el otro a través de Cristo y del Espíritu, sin que el hombre se ponga en el lugar de Dios y sin que Dios reemplace al hombre anulando su libertad. El Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, infundido en nuestros corazones, nos hace entrever el Amor sin fin, el rostro de Dios uno y trino: "Vides Trinitatem si caritatem vides" 61.Hoy, en la caridad eclesial, vemos a Dios confusamente (con las primeras luces del alba); al fin lo veremos claramente, cara a cara (a la luz plena del Día sin ocaso). Pero ya, poco a poco, nos vamos acostumbrando a la luz eterna del Reino: El Verbo de Dios habitó en el hombre y se hizo Hijo del hombre, para habituar al hombre a acoger a Dios y habituar a Dios a habitar en el hombre según el beneplácito del Padre 62.

4. PARUSIA

a) Venida en poder y gloria

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SAN BASILIO, Spir. 15,36, citado en CEC 736. CEC 1107. SAN BERNARDO, Sermón 16 sobre el Cantar de los Cantares. SAN AGUSTIN, Te Trinitate 8,8,12. SAN IRENEO, Adv.Haer. 3,20,2.

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La Escritura alude al momento final de la historia con diversas expresiones. Pero la más específica es la palabra parusía63. Se trata de una palabra griega, derivada del verbo páreimi, que significa presencia o llegada de una persona o de un acontecimiento. Se usa para expresar una manifestación solemne, triunfal, festiva. En el Nuevo Testamento se usa para designar la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. La parusía, pues, hace referencia al final del mundo 64. Este fin del mundo implica una nueva creación, pues la parusía está unida con la resurrección (1Ts 4,15; 1Co 15,23) y con el juicio (1Ts 5,23; St 5,7.8; 1Jn 2,28)). La venida de Cristo pone en marcha todo el proceso de la consumación final: la resurrección de los muertos y el juicio, que comporta la destrucción de los enemi gos, el fin del mundo presente y la nueva creación en la que Dios "será todo en todo" (Cf 1Co 15). La parusía de Cristo es con toda verdad venida en poder y gloria. Por ello comporta, por un lado, la derrota de los poderes adversos y, por otro, la glorificación de quienes ya ahora pertenecen a Cristo. Cristo murió y resucitó para ser Señor de muertos y vivos (Rm 14,9). La Ascensión de Cristo a los cielos significa su participación, en su humanidad, en el poder de Dios mismo. Jesucristo es Kyrios, Señor, con poder en los cielos y en la tierra. El Padre "sometió bajo sus pies todas las cosas" (Ef 1,20-22). Cristo es el Señor del cosmos (Ef 4,10;1; Co 15,24.27-28). En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10), su cumplimiento transcendente. La parusía, consumando la historia, le da cumplimiento y revela su finalidad: Esta será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y resucitarán (Jn 5,28-29)... Cristo vendrá en su gloria acompañado de todos sus ángeles y serán congregadas delante de Él todas las naciones... Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (Jn 12,49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o dejado de hacer durante su vida terrena...El Padre, –único que conoce el día y la hora, pues sólo Él decide su advenimiento–, pronunciará, por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que "su amor es más fuerte que la muerte" (Ct 8,6)65. Por ello el Reino de Cristo, presente ya en la Iglesia, no está aún acabado. Espera el advenimiento a la tierra, "con gran poder y gloria" (Lc 21,27; Mt 25,31), del Rey. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (2Ts 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (1Co 15,28), la "Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (1Co 11,26), que se apresure el retorno de Cristo (2Pe 3,11,12), suplicando: "Ven, Señor, Jesús" (1Co 16,22; Ap 22,17-20). Pero "hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están ya glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal cual es" (LG 49). Todos, sin embargo, participamos de la misma vida de Dios y cantamos unidos el mismo himno de alabanza a nuestro Dios. Pues "la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales" (Ibidem).

63 64 65

Mt 24,3.27.37.39; 1Ts 2,19;3.13;4,15; 2Ts 2,1.8; 1Co 15,23; St 5,7.8; 2P 1,16; 3,4.12; 1Jn 2,28. Mt 24,3.27.37.39; 1Ts 2,19; 3,13; 2Ts 2,1.8; 2P 3,4.12. Cf CEC 1038-1040.

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b) Parusía como día o epifanía del Señor Junto al término parusía, el Nuevo Testamento se refiere al acontecimiento final con la expresión "el Día del Señor" (1Ts 5,2; 2Ts 2,2; 1Co 5,5), en sus diversas formas: "el Día de nuestro Señor Jesucristo" (1Co 1,8), "el Día de nuestro Señor Jesús" (2Co 1,14), "el Día de Cristo" (Flp 1,10;2,16) o, simplemente "el Día" (1Co 3,13; Rm 2,16; 2Tm 1,18;4,8...) Esta expresión ha nacido de la aplicación a Cristo de "el Día de Yahveh" del Antiguo Testamento66. El Día del Señor designa fundamentalmente el juicio escatológico67. Pero designa también la consumación de la obra salvífica inaugurada ya en la encarnación, muerte y resurrección de Cristo (Flp 1,6; 2Tm 4,8...), así como el aspecto de manifestación triunfal de Cristo (Lc 17,24), esperada por los creyentes con gozosa expectación (Cf 2Co 1,14; Rm 13,12; Hb 10,25). Complementaria de esta expresión es la fórmula propia de los sinópticos: "venida del Hijo del hombre"68, que procede del libro de Daniel (c.7) y evoca también preferentemente el juicio. Pero evoca igualmente el carácter solemne de la venida del Señor con poder y gloria, manifestándose en la nubes rodeado de ángeles (Mc 13,26s; 14,62; Ap 1,7). El Nuevo Testamento se sirve además de otras palabras para designar la parusía, como epifanía, manifestación y apocalipsis. Pablo, en sus cartas pastorales habla sobre todo de epifanía, refiriéndose indistintamente a la primera aparición de Cristo en la encarnación (2Ts 1,10; Tt 2,11; 3,4) o a su venida final (1Tm 6,14; 2Tm 4,1.8; Tt 2,13). Más tarde los Padres, inspirados en estos textos hablarán de las dos venidas de Cristo, una en la debilidad de la carne y otra con poder y majestad. Pero, la venida gloriosa del Señor, con poder y majestad, no suscita el temor en los cristianos, sino la expectación gozosa, "la feliz esperanza": "Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres...,vivimos aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2,11-13). Como variante de epifanía se usan los términos apocalipsis y manifestación (1Co 1,7; 1P 1,7.13; 4,13), expresando el carácter glorioso y plenificador de la manifestación del Señor. La vida cristiana se caracteriza por la esperanza de participar en la gloria de la parusía (1P 1,5;5,1; Col 3,4)).

c) Inminencia de la parusía Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (Ap 22,20), aun cuando "no nos toca a nosotros conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad" (He 1,7; Mc 13,32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (Mt 24,44; 1Ts 5,2), pues tal acontecimiento está en las manos de Dios (2Ts 2,3-12), que sólo espera el día en que esté completo el número de sus elegidos (Ap 7,1-8). Entonces el Hijo podrá entregar todas las cosas a su Padre (1Co 15,24). Es preciso estar preparado, vigilante, porque el Señor viene "como un ladrón", cuando menos se espere. No se puede dormir, quedarse sin aceite, porque viene y cierra la puerta del banquete. Sólo quien no conoce su amor puede vivir despreocupado u ocupado en otros afanes. Puede incluso burlarse de los creyentes, que esperan a que su Señor vuelva, diciendo: "¿Dónde está la promesa de su venida? Desde que murieron nuestros padres todo sigue igual" (2P 3,4). Pero se equivocan; la parusía está cerca, puede acontecer en cualquier momento; sólo que su cercanía no puede medirse en días o años humanos, porque Dios tiene otra medida: "ante el Señor un día es como mil años y mil años como un día" (2P 3,8). "El Señor, pues, no tarda en cumplir la promesa, como algunos creen, sino que usa de paciencia con vosotros, pues no quiere que ninguno perezca,

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Cf nota de la Biblia de Jerusalén a 1Co 1,8. Cf. 1Co 1,8 ;3,13; 5,5; Flp 1,10; 2,16; 2Tm 1,18... Mc 13,26; 14,62; Mt 10,23; 16,27; 24,44; 25,31; Lc 12,40 ;18,8.

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sino que a todos da tiempo para la conversión" (v.9). "Esta magnanimidad del Señor, juzgadla como salvación" (v.15). "El Reino de Dios viene sin dejarse sentir" (Lc 17,20), "porque, como relámpago fulgurante que brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día". Por ello, esperarlo velando es la actitud del cristiano para que en la parusía pueda estar en pie ante el Señor: Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre (Lc 21,34-36). A esta luz la vida humana aparece como el tiempo de la sementera, tiempo ordenado a la cosecha que tendrá lugar en la parusía del Señor: "No os engañéis: de Dios nadie se burla; lo que cada uno siembra, eso cosechará. Quien siembra en la carne cosechará corrupción; mas quien siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. Así, pues, no nos cansamos de obrar el bien, sabiendo que, si no desistimos, al tiempo oportuno, cosecharemos" (Ga 6,7-9). Quien siembra en la carne se presentará ante el Señor en su venida con la cosecha de "fornicaciones, impurezas, libertinaje, idolatrías, supersticiones, enemistades, discordias, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas parecidas, y no podrá heredar el Reino de Dios" (Ga 5,19-21). En cambio, el que camina en el Espíritu, guiado por el Espíritu, se presentará ante el Señor con el fruto del Espíritu: "amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22).

d) Signos precursores de la parusía La venida del Mesías glorioso está vinculada al reconocimiento de Jesús como Mesías por Israel (Rm 11,26; Mt 23,39) y al desvelamiento del misterio de iniquidad en la prueba final de la Iglesia, que sacudirá la fe de numerosos creyentes. 69 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su resurrección (Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (Ap 13,8) en forma de un proceso creciente, sino por una intervención de Dios, que triunfará sobre el último desencadenamiento del mal (Ap 20,7-10) y hará descender desde el cielo a su Esposa (Ap 21,2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (Ap 20,12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (2P 3,12-13)70. Como la conversión de Israel es un signo precursor de la parusía, a los judíos de Jerusalén, San Pedro, después de Pentecostés, les dirá: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3,19-21). Y San Pablo le hace eco: "Si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11,5). Judíos y gentiles unidos en Cristo "harán al Pueblo de Dios llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13)71. La Parusía del Señor estará precedida además por el enfriamiento de la fe (Lc 18,8), por la aparición del anticristo (2Ts 2,1ss; 1Jn 2,18-22; 4,1-4;2; Jn 7-9), por la predicación del Evangelio a todas las naciones (Mt 24,14). Pero estos signos no son señales que nos permitan conocer "el día o la hora", que el Señor no ha querido darnos a conocer. Pero sí son una invitación a la perseverancia en la fidelidad, para que, cuando el Señor venga, no nos encuentre sin fe, dado que los poderes, que se oponen al reino de Dios, –el anticristo como oposición a Cristo–, nos amenazan. Y, mientras llega la parusía del Señor, en el tiempo intermedio, la misión del cristiano

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Cf Lc 18,8; Mt 24,12; Lc 21,12; Jn 15,19-20; 2Ts 2,4-12; 1Ts 5,2-3; 2Jn 7; 1Jn 2,18.22. Cf CEC 668-677. Ibidem, 674.

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es la evangelización de las naciones, esperando también la conversión del pueblo de Israel, que sigue siendo el pueblo elegido, a pesar de su oposición al evangelio. La fidelidad de Dios es más fuerte que la infidelidad del hombre (Rm 11). En Cristo se ha alargado la elección de Dios a todas las naciones. La unidad original del género humano ha sido restablecida en Cristo. Ya Isaías (27,1) había anunciado para los últimos tiempos el combate final de Yahveh contra la serpiente, el adversario (Satán) desde el comienzo de los designios de Dios (Gén 3). Es la conclusión de la lucha, que ha entablado Satán, a lo largo de la historia, por intermedio de los poderes humanos, adversarios de Dios: Egipto, Asur, Babilonia. Son los poderes sacrílegos que llevan, a quienes los encarnan, a querer igualarse con Dios o a sustituirlo (Ez 28,2ss; Is 14,13). El impío pretende ocupar el lugar de Dios, instalando en el lugar santo la abominación de la desolación (Dn 11,36;9,27). Así, pues, la historia comporta un enfrentamiento continuo entre Yahveh y estas fuerzas hasta que llegue el enfrentamiento final, en el que "Gog, rey de Magog" quedará destruido para siempre y se implante la salvación escatológica (Ez 38-39). Cristo, cumplimiento del designio de Dios, entra en este combate con el Impío, que es llamado ahora el Anticristo. Su derrota final será el preludio de la venida gloriosa del Hijo del hombre. Pero la aparición de "falsos cristos" inducirá, con sus seducciones, a los hombres a la apostasía (Mc 13,5s.21ss; Mt 24,11p). En los últimos tiempos, el Adversario, al verse perdido, tomará, con impiedad, los rasgos del mismo Señor para llevar a la perdición a los hombres. Su manifestación precederá la parusía de Jesucristo, que con su llegada lo aniquilará (2Ts 2,3-12). El Apocalipsis presenta al Adversario con rasgos de bestias: una blasfema contra Dios, se hace adorar y persigue a los verdaderos creyentes (Ap 13,1-10); la otra remeda al Cordero, obrando prodigios engañosos con los que seduce a los hombres para que adoren a la otra bestia (13,1118). En la cartas de San Juan hallamos concretizado al Anticristo: quien niega que Jesús es Cristo, negando así al Padre y al Hijo (1Jn 2,22), quien no confiese a Jesucristo venido en la carne (1Jn 4,3; 2Jn 7) ese es el seductor, el Anticristo. Por la doble vía de la persecución y de la seducción el Adversario trata de hacer abortar el designio de salvación de Dios. "El Cordero, como es Señor de señores y Rey de reyes, le vencerá en unión con los suyos, los llamados y elegidos y fieles" (Ap 17,14). A estos testigos fieles les hará partícipes en su victoria, "concediéndoles sentarse conmigo en mi trono" (Ap 3,21).

e) En la espera de la parusía La parusía del Señor implica el juicio escatológico. Toda intervención de Dios en la historia conlleva un juicio. Su intervención supone siempre un doble aspecto: salvífico y judicial. Pero la prioridad, en las intervenciones de Dios, la tiene el carácter salvífico. El juicio que Dios hace es, fundamentalmente, para la salvación. Las victorias de Israel, manifestaciones del poder de Yahveh, eran siempre juicios: condena de los enemigos y salvación de su pueblo. Yahveh juez es el salvador de su pueblo (Cf Jc 11,27; 2S 18,31; Dt 33,21...). Dios juez como salvador aparece también en el Nuevo Testamento (Cf Mt 25,31ss; Lc 10,18; 2Ts 2,8; 1Co 15,24-28...). El juicio de Dios es la victoria de Cristo sobre los poderes del mal. Así en el Credo aparecen siempre unidos la venida de Cristo y el juicio. La parusía es, al mismo tiempo, la instauración plena del Reino de Dios y el juicio del señor de este mundo. El juicio es, pues, la intervención decisiva y consumadora de Cristo salvador, que comenzó su lucha al comienzo de su vida en el desierto. La sentencia del Padre le acredita como Hijo y Señor ante todos los hombres, que podrán contemplarlo victorioso. Este juicio provoca en el creyente en Cristo el gozo del triunfo de su Señor: "En esto ha llegado el amor a su plenitud en nosotros, en que tengamos confianza en el día del juicio...Y no hay temor en el amor, sino que el amor expulsa el temor" (1Jn 4,17-18). Por ello, la comunidad cristiana primitiva se ha sentido firmemente atraída por la esperanza de la parusía del Señor. Esta esperanza penetra en todas las esferas de la vida cristiana. En primer lugar, se manifiesta en la celebración de la Eucaristía, como aparece en los relatos de la institución (Mt 26, 29; Mc 14,25; Lc 22,16-18) y en la alegría de la fracción del pan de la comunidad de Jerusalén (Hch 2,46). La Eucaristía se celebra como memorial de Cristo, que ha venido, "hasta que El vuelva". En la Eucaristía la comunidad proclama la fe en Cristo presente y la esperanza en su vuelta, con el maranathá (Cf 1Co 16,22; Ap 22,20). Así la Eucaristía es vista como

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anticipación del banquete del Reino, como un gustar durante el tiempo de peregrinación lo que será permanente al final de los tiempos. Este gustar el Reino en sus primicias alimenta la esperanza y el deseo de su consumación: como el Señor ha venido ahora entre nosotros, respondiendo a la oración sacramental de la asamblea, así vendrá con gloria al término de la historia, acogiendo la invocación de la Iglesia que anhela su presencia gloriosa y manifiesta. Así, en toda celebración eucarística, la comunidad de creyentes reafirma su esperanza en la venida gloriosa de Cristo, a la vez que confiesa su fe en la presencia actual bajo las especies sacramentales. La Didaché recoge el maranathá de la celebración (10,6) y termina con la evocación de la venida del Señor "en las nubes del cielo" 72. Los Símbolos han recogido desde el principio la fe en la venida gloriosa de Cristo con la fórmula "ha de venir a juzgar" (DS 6,10ss). Este "venir a juzgar" equivale a venir en poder, como se especificará más tarde: "ha de venir con gloria a juzgar" (DS 150). En los Padres es constante la predicación de la esperanza escatológica. Y el Concilio Vaticano II, en su vuelta a las fuentes, ha señalado la importancia de la Parusía para la fe y la vida de la Iglesia. En los números 48 y 49 de la Lumen Gentium recoge los más importantes elementos de la doctrina neotestamentaria y patrística sobre la Parusía: la existencia cristiana como vigilancia, el carácter triunfal de la venida de Cristo y, por tanto, la actitud de gozosa y confiada expectación con que los cristianos viven su vida actual. La parusía como plenitud y cumplimiento de la obra comenzada, en la Iglesia y en cada fiel cristiano, sólo "alcanzará su consumación" al final de la historia. El Reino de Dios "ya presente se consumará en la venida del Señor" (GS 39). En el decreto Ad Gentes se recoge la contraposición "primera/segunda venida" del Señor para afirmar que la acción misionera de la Iglesia se realiza "entre la primera y la segunda venida del Señor, en la que la Iglesia será congregada, como la mies, en el Reino de Dios" (n.9). La constitución sobre la liturgia señalará igualmente que la participación en el culto litúrgico entraña la expectación de la manifestación final de Cristo, nuestra vida (SC 8). Y los nuevos textos litúrgicos recuperarán la aclamación escatológica del maranathá: "¡Ven, Señor Jesús!".

f) Parusía gloriosa de los cristianos La Parusía del Señor es la manifestación plena, la desvelación de la obra realizada en Cristo. Es su presentación como Señor, victorioso sobre Satanás y sobre la muerte. Es la parusía del Resucitado. Así la parusía mostrará a todos que la muerte del Gólgota fue una victoria y no una derrota. El velo que cubre la realeza de Cristo se rasgará, desaparecerá la fe y le veremos "cara a cara"; hasta los que le traspasaron, le verán. Pero la parusía no será sólo manifestación, será también el cumplimiento pleno del triunfo de Cristo. La parusía es el momento de la cosecha, de la que la resurrección de Cristo es primicia. Cristo Cabeza, ya resucitado y sentado a la derecha del Padre, unirá a sí mismo su cuerpo, la Iglesia, los cristianos con sus cuerpos gloriosos. Ante el Padre se presentará el Cuerpo total de Cristo. La resurrección de Cristo y la resurrección de los "que son de Cristo" son el acontecimiento final de su venida gloriosa (1Co 15,20-28). Así, pues, la venida gloriosa de Cristo supone una novedad, que Pablo hace consistir en que Cristo "nos manifestará a nosotros gloriosos con Él" (Col 3,4), colocándonos "la corona inmarcesible de gloria" (1P 5,6), es decir, "seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Y con la manifestación de los hijos de Dios, la creación entera se verá liberada de la esclavitud, siendo recreada como "nueva creación". La esperanza de la Parusía del Señor es la espera de la epifanía plena de su gloria (Tt 2,13), hecha ya presente en su resurrección y ascensión al cielo, y de la que nos hace ya participar incorporándonos a su muerte y resurrección73. Pero esta participación en su gloria pasa, en el cristiano, por la confrontación con la muerte, por la entrega de sí mismo a la muerte en unión con

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De la parusía habla el Discurso a Diogneto (7,6), el Pastor de Hermas (Sim V,5,3). San Justino usa la palabra parusía para designar tanto la primera venida de Jesucristo (Dial 88,2;120,3; Apol I,48,2;54,7) como para la segunda "venida gloriosa" (Dial 31,1;49,8). Esta distinción entre la venida sin gloria y la venida con gloria aparece frecuentemente en Ireneo (Cf Adv.Haer. IV,22,1-2;33,11...). Cf 1Ts 4,17; 5,9; 2Co 4,16-18; 5,2-4.15.

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Cristo, para participar de su victoria sobre la muerte, inicialmente en la tierra, y de forma plenamente consumada en la resurrección de la carne (1Co 15; Flp 3,8-11). En efecto, la resurrección de los muertos, en el "último día" (Jn 6,39-40.44.45; 11,24), "al fin del mundo" (LG 48), está íntimamente asociada a la parusía de Cristo: "Nosotros, los que vivimos, los que quedemos hasta la Venida del Señor, no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor" (1Ts 4,15-17)74. El cristiano, unido a Cristo por el bautismo (Col 2,12), participa ya realmente de la vida celeste de Cristo, pero esta gloria está oculta y no llegará a ser manifiesta y gloriosa sino en la Parusía: "Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios, cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él" (Col 3,3-4). Por su cruz, nuestra redención, el Señor se ha ido a prepararnos un sitio en la casa del Padre; cuando lo haya preparado "volveré y os traeré conmigo, para que donde yo esté estéis también vosotros" (Jn 14,23)75. Al cumplirse la promesa, la parusía revelará lo que todavía está oculto en la historia: el vínculo absoluto entre la victoria de Cristo sobre la muerte con el amor a los demás. A la luz de Cristo glorioso quedará de manifiesto la verdad de cada ser. La justicia de Dios se hará patente y realizará la aniquilación de las fuerzas del mal. Los justos, perseguidos en la tierra, brillarán como el sol en el cielo. La epifanía de la realeza de Cristo será la consumación de su obra redentora, llevando el Reino de Dios a su plenitud. La parusía será, pues, como el estadio último de nuestra transformación en Cristo, de nuestro asimilarnos a Cristo. Cristo, que "era, que es y que viene", nos atrae hacia sí, para hacernos partícipes, en plenitud, de su gloria. El cristiano, que ha experimentado ya la vida nueva en Cristo, espera anhelante su parusía, que lleve a plenitud esta nueva vida. Con Cristo "las velas del tiempo han comenzado a recogerse" (1Co 7,29-31). Lo decisivo de la historia ya ha acontecido. Ahora sólo queda la espera de su consumación, en la vivencia agradecida al Señor. Es la espera de la epifanía del Señor lo que cuenta: epifanía del Señor en la evangelización, en la celebración eucarística, en la vida de comunión y en su vuelta gloriosa para presentar al Padre el Reino conquistado al señor del mundo. La parusía representa el culmen y la realización plena de la liturgia, que ya es parusía, acontecimiento de parusía en medio de nosotros. Cada eucaristía es parusía, venida del Señor, y cada eucaristía es, preponderantemente, tensión del anhelo de que el Señor revele su oculto resplandor. Tocando al Resucitado, la Iglesia toca la parusía del Señor, vive dentro de la parusía del Señor, pero, precisamente por ello, es la fiesta de la esperanza de la gloriosa venida del Señor. La liturgia nos dice que el Señor está cerca (Flp 4,5), que estamos en los últimos días (1Tm 4,1ss; 2Tm 3,1). El Apocalipsis nos presenta al Cordero resucitado, rodeado de cristianos (5,11-14; 14,1-5; 15,2ss), triunfantes con Él en el cielo, de donde vendrá la Iglesia, Esposa gloriosa, (21,2) a la tierra donde la Iglesia, Esposa peregrina entre persecuciones (22,17), espera la venida del Esposo, para unirse a Él en la gloria. Al final de la historia, la Esposa se presentará ante el Esposo con la túnica nupcial de lino blanco resplandeciente, tejida por las obras de los fieles. Mientras tanto, el Esposo,

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Cf CEC. 1001. Estos son los días –el "Triduum sacrum" de la liturgia de la Iglesia– en los que renovamos la Pascua de Cristo, aquella hora suya (Jn 2,4;13,1) que es el momento bendito de la "plenitud de los tiempos" (Ga 4,4). Por medio de la Eucaristía, esta hora de la redención de Cristo sigue siendo salvífica en la Iglesia..."No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros" (Jn 14,18). La hora del Redentor, hora de su paso de este mundo al Padre, hora de la cual El mismo dice: "Me voy y volveré a vosotros" (Jn 14,28). Precisamente a través de su ir pascual, El viene continuamente y está presente en todo momento entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito. Está presente sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía...Nosotros hemos recibido, después de los Apóstoles, este inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía: JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes del Jueves Santo de 1993.

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en cada celebración, repite a la Esposa: "Vengo pronto" y la Esposa le responde: "¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,20).

5. MUERTE

a) La muerte, enigma de la vida humana La resurrección de Jesucristo ha inaugurado un tiempo nuevo. Un tiempo que está más allá de la muerte. La muerte ha sido vencida con su muerte. La muerte está muerta. Sin embargo, el hombre, peregrino, vive en este mundo, esperando que la victoria de Cristo se haga realidad en su carne: "Cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: 'La muerte ha sido devorada por la victoria. Dónde está, oh muerte, tu victoria? Dónde está, oh muerte, tu aguijón?'" (1Co 15,54-55). La fe de Israel y la fe cristiana, la fe fundada en la Palabra de Dios, es una fe abierta a la esperanza, que lee la historia a la luz de la promesa de Dios. La promesa de Dios es la garantía de la esperanza. La creación de Dios y la historia de la salvación no se encaminan hacia la nada y la muerte, sino hacia la plenitud final en los últimos tiempos. Pero el hombre no se interroga únicamente por el sentido del mundo y de la historia. En realidad, el fin de la historia acontece para cada hombre en el fin de su existencia. Al hombre singular se le presenta el interrogante sobre el sentido de su propia vida. La muerte se alza ante él cuestionando el sentido final de su vida. No le basta al hombre el saber que Dios conduce la creación y la historia hacia la plenitud escatológica. Si la promesa tiene valor personal, entonces el hombre tendrá esperanza.

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Por ello "la muerte es el máximo enigma de la vida humana. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que lleva en sí, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad, que hoy proporciona la biología, no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón del hombre" (GS 18)."En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte" 76. El hecho incuestionable de la muerte rompe todos los esquemas y utopías humanos, cuestionando toda la vida. Si el hombre es "un ser-para-la-muerte" (Heidegger), si la muerte es el silencio final y definitivo, si la nada es la meta de la vida, entonces es cierto que "el hombre es una pasión inútil" (Sartre). Toda la vida queda devorada por la muerte, anticipada en cada paso y momento de la existencia. Todo queda vaciado de sentido y de valor. Es el esfuerzo inútil por nada. Y no vale decir, resucitando el célebre sofisma de Epicuro, que la muerte es un acontecimiento intrascendente porque "mientras el hombre vive, no existe la muerte, y cuando existe la muerte, ya no vive el hombre". No se puede banalizar la muerte. Una cultura, que esconde la muerte, porque no tiene una respuesta satisfactoria para ella, engaña al hombre y le priva de algo fundamental. De todos modos, por mucho que la sociedad actual quiera camuflar la muerte con estadísticas sobre el aumento de la edad media de la vida, con los "tanatorios" que alejan a los muertos de las casas de los vivos, con los cementerios convertidos en "jardines del recuerdo", con los crematorios que pulverizan a los muertos, con las "ciencias mortuorias" que intentan abolir la experiencia real de la muerte, con los sofismas de la "muerte dulce" de la eutanasia..., nada conseguirá que el hombre deje de saber que está condenado a morir. El cáncer, el infarto, el sida o el humo del compañero de viaje en el asiento de atrás del avión alzan el grito, provocando el miedo o terror a la muerte. El culto al cuerpo, a la imagen y a la "calidad de vida" no son más que engañosas formas del miedo a la muerte y sus precursores: enfermedad, sufrimiento, envejecimiento, decrepitud... Durante esta vida, "todas las horas nos hieren, la última nos mata" (Heidegger), "todos los días conducen a la muerte; el último la alcanza" (Séneca), somos de verdad "seres-para-la-muerte" (Haidegger), "continuamente nos estamos despidiendo" (K. Rahner); al cumplir años, creciendo, con la enfermedad, la soledad, la jubilación, la muerte de amigos y seres queridos, el envejecimiento, el desgaste de las energías, las arrugas y las canas, "nos deshabituamos a la vida" terrena y anhelamos la vida celeste. Esto es lo que pide el salmista: "enséñame a contar los años para que adquiera un corazón sensato". "Por eso dice San Pablo no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día" (2Co 4,16).

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Himno antiguo de la Liturgia de las Horas.

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Sin embargo, la sociedad actual, imbuida de hedonismo y de indiferentismo religioso, se arroja de bruces en la inconsciencia de la "búsqueda del placer". Pero esta evasión en el goce de lo inmediato no es más que una huída inhumana e inútil, como ya testimonia el Antiguo testamento (Is 22,13; Sb 2,1-9) y San Pablo (1Co 15,32). Las decepciones, el dolor, la soledad y el sufrimiento o la muerte de un ser querido y cercano, nos devuelven la verdad de la muerte y la inutilidad de los esfuerzos por ocultarla o por olvidarla. La muerte es el fin del hombre entero, pues separa la unidad del ser (espíritu-materia), privando al hombre de su relación con el mundo y acabando con todas las relaciones personales. La muerte afecta a todos los elementos constitutivos de la persona humana: "espíritu encarnado en el mundo dinámicamente inserto en la historia en relación creadora con los demás" 77. El fin de la historia acontece para cada hombre con su muerte. Con la muerte termina el tiempo del peregrinar por la tierra, donde el hombre encuentra a Jesucristo y, en Él, conoce al Padre, renace como hijo suyo y ciudadano del cielo. La suerte eterna depende de esta existencia terrena que acaba con la muerte. En este sentido la muerte entraña el fin de los sufrimientos del justo y de las falsas ilusiones del impío (Sb 2-5). Tras la muerte el hombre se enfrenta con el juicio sobre las obras actuadas en el tiempo de este mundo (Mt 13,37ss; Jn 3,17ss; 5,29; 12,47). La parábola del rico Epulón (Lc 16,19ss) señala cómo no puede ya cambiarse la situación del hombre a partir de la muerte. También es explícito, al respecto, lo que Pablo dice a los corintios: "Porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal" (2Co 5,10). Pues "está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego el juicio" (Hb 9,27). La vida es una sola e irrepetible, culminando con la muerte.

b) El amor mas fuerte que la muerte "Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado 78, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte (1Co 15,56-57)" (GS 18). Por el libro de la Sabiduría sabemos que "no fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Él creó todo para que subsistie ra"(Sb 1,1314). "Amas a todos los seres y nada de lo que has hecho aborreces; si odiases algo, no lo hubieses creado. Cómo podría subsistir algo que no hubieses querido? Cómo se conservaría si no lo hubieses llamado a la existencia? Pero Tú todo lo perdonas porque todo es tuyo, Señor que amas la vida" (Sb 11,24,26). El amor gratuito de Dios es la fuente de la vida y la garantía de nuestra resurrección y de la vida eterna. Dios crea para la vida porque crea por amor. "El amor es más fuerte que la muerte". Es este el deseo de todo amor auténtico. Y el amor de Dios no sólo es deseo y promesa, sino realidad, pues tiene en su poder la vida y la muerte. La vida surgida del amor de

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Cada aspecto de esta descripción del hombre es afectado por la muerte. Cf mi libro QUIEN SOY YO? Antropología para andar como hombre por el mundo, Bilbao 1991. Cf Sb 1,13 ;2,23-24; Rm 5,21; 6,23; St 1,15.

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Dios es vida eterna. El Señor ora al Padre: "Quiero que donde yo estoy, estén también ellos, para que vean mi gloria" (Jn 17,24), deseando que a quienes plasmó y formó, estando con Él, participasen de su gloria. Así plasmó Dios al hombre, en el principio, en vista de la gloria; eligió a los patriarcas, en vistas de su salvación; formó y llamó a los profetas, para habituar al hombre sobre la tierra a llevar su Espíritu y poseer la comunión con Dios...Para quienes le eran gratos diseñaba, como arquitecto, el edificio de la salvación; guiaba en Egipto a quienes no le veían; a los rebeldes en el desierto les dio una ley adecuada; a los que entraron en la tierra les procuró una heredad apropiada; para quienes retornaron al Padre mató un "novillo cebado" y les dio el "mejor vestido", disponiendo así, de muchos modos, al género humano a la música (Lc 15,22-23.25) de la salvación...Pues Dios es poderoso en todo: fue visto antes proféticamente, luego fue visto adoptivamente en el Hijo, y será visto paternalmente en el Reino de los cielos (1Jn 3,2; 1Co 13,12); pues el Espíritu prepara al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le da la incorrupción para la vida eterna, que consiste en ver a Dios. Como quienes ven la luz están en la luz y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están en Dios, participando de su esplendor. Pero el esplendor de Dios vivifica, de ahí que quienes ven a Dios participan de la vida eterna79. Si "amar a alguien es decirle: tú no morirás" (G. Marcel), Dios, que nos ha amado en Jesucristo hasta lo indecible, en la hora de la muerte nos dice con palabra eficaz: "tú no morirás", acogiéndonos en su gloria. Es lo que manifiesta la celebración de las Exequias: "La Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra el Misterio Pascual, pues quienes por el Bautismo fueron incorporados a Cristo, muerto y resucitado, pasan con Él a la vida nueva"80.

c) Cristo vencedor de la muerte La vida es don de Dios, que ha infundido en el hombre su ruaj, es decir, el espíritu vivificante de Yahveh, que hace del hombre un ser viviente (Gn 2,7; Sb 15,11). Cuando Dios retira su ruaj, la carne vuelve al polvo (Jb 34,14-15; Qo 12,7; Sal 104,29). Pero ya en vida, el hombre se siente amenazado por la muerte; la enfermedad, la desgracia, la debilidad, el sueño, son formas anticipadoras de la muerte; el perseguido se siente asediado por las "olas de la muerte" (Sal 18,5-6; 69,2-3); el hombre angustiado está "prisionero de los lazos de la muerte, de las redes del sheol" (Sal 116,3), el peligro de muerte es ya estar anticipándose la muerte (Jon 2,6-7). La muerte es consecuencia del pecado81. La muerte "entró en el mundo por envidia del diablo" (Sb 2,24). El hombre, llamado a la vida por Dios, seducido por el diablo, quiere alcanzar por sí mismo el árbol de la vida, adueñarse de ella autónomamente,

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SAN IRENEO, Adv. haer. IV 14,1-2; 20,5-6; 22,1-2. Orientaciones. 8. La muerte entró en el mundo por el pecado: Sb 1,13-14; Sal 33,18s; 116,15; Gn 3,3; Lv 20,8-21; Ez 18,20. En el NT: Jn 8,51; Rm 5,12-17. La muerte física, signo de la otra muerte, es la condena al "seol" o separación definitiva de Dios: Sal 6,6; 30,10; 88,11ss; Is 26,19; 38,18; Dn 12,2; Ap 20,6; 21,8. Siendo la muerte salario del pecado, "su recuerdo es amargo" (Si 41,1; 14,12.16), suscita lágrimas (Si 22,11); la "espesa noche" es "imagen de las tinieblas" que esperan a quienes van a morir (Sb 17,20). "Tinieblas" y "muerte" serán asociados como sinónimos en los salmos (Sal 88,7.13). Así la muerte ensombrece de antemano la vida, haciendo pensar que los hijos de Adán "son poca cosa" (Sal 89,48); ante la muerte, la existencia se muestra como flor que se marchita y sombra que se desvanece (Jb 14,2). Pero la muerte del justo, del elegido de Dios, no implica la tragicidad de la muerte sin esperanza. Así la muerte de los patriarcas es "irse en paz con los padres" (Gn 15,15), morir "en buena ancianidad, lleno de días" (Gn 49,29.33), "juntarse con su pueblo" (Gn 35,29), "con los suyos" (Gn 49,29.33)

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sin Dios. Al intentarlo, halla la muerte (Gn 2,17; 3,19). Así "por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte" (Rm 5,12). Esta es la muerte que no ha querido Dios; esta muerte es fruto del pecado y signo del alejamiento de Dios, la fuente y plenitud de la vida. Comunión con Dios y vida son sinónimos, como lo son pecado y muerte. Ya en la narración del Génesis (2,3) aparece la conexión entre la muerte y el pecado. El rechazo de Dios implica la pérdida de la vida, que es don de Dios. Así pecado y muerte se implican como expresión del misterio del mal. Esta muerte del ser, fruto del pecado, es la verdadera muerte, como incomunicación con Dios: ni los muertos pueden alabar a Yahveh (Is 38,11.18-19; Sal 6,6; 30,10; 88,11-13; 115,17) ni Yahveh se recuerda de ellos (Sal 88,6.11). La muerte es "silencio" (Sal 31,18; 94,17; 115,17), "olvido" (Sal 88,13; Qo 9,5-6), "soledad" existencial. Es la negación del ser del hombre, imagen de Dios, que es comunidad trinitaria. La muerte es el último, el definitivo enemigo del hombre (1Co 15,26; Ap 20,14). Pero como la carne es capaz de acoger la corrupción, también puede acoger la incorrupción. Y como puede acoger la muerte, puede acoger la vida. Y si la muerte aleja la vida, apoderándose del hombre y haciéndolo un muerto, tanto más la vida, apoderándose del hombre, alejará la muerte y restaurará al hombre como un viviente para Dios (Rm 6,11). Pues si la muerte le mató, por qué la Vida no le vivificará? Por tanto, "como el primer hombre se hizo espíritu viviente, el segundo Hombre fue espíritu vivificante" (1Co 15,45). Y como aquel, espíritu viviente, pecando, perdió la vida, así él mismo, recibiendo el Espíritu vivificante, recobrará la vida (Rm 8,11; 2Co 5,4-5)82. En esta muerte entra Jesucristo, como nuevo Adán, y sale vencedor de la muerte: "Se hundió hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8); por esta kénosis, en obediencia al Padre, Jesús venció el poder de la muerte (2Tm 1,10; Hb 2,14); la muerte, de esta manera, ha perdido su aguijón (1Co 15,55). El que cree en Cristo "ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5, 24); pues "el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no gustará la muerte por siempre" (Jn 11,25-26), siendo el mismo Cristo "la resurrección y la vida" (Jn 11,25; 14,6). Debes creer que también la carne resucitará. Pues, por qué asumió Cristo nuestra carne? por qué subió a la cruz? por qué gustó la muerte, fue sepultado y resucitó? por qué hizo todo eso, sino para que resucitaras tú? Este es el misterio de tu resurrección. Porque "si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe" (1Cor 15,14). Pero resucitó!, siendo, por tanto, firme nuestra fe83. La confesión de fe en la resurrección de la carne no es, pues, la fe en la inmortali dad; no profesamos que el hombre es inmortal, sino la fe en Dios, que ama al hombre y le libra de la muerte, resucitándolo. "El amor pide eternidad, y el amor de Dios no sólo la pide, sino que la da y es" (Ratzinger). La resurrección de la carne constituye la segura esperanza de los cristianos. Somos tales por esta fe!84. Tu vida es Cristo. Esta es la vida que no sabe de muerte! Por tanto, si queremos no temer la muerte, vivamos donde vive Cristo, para que también diga de nosotros: "En verdad, algunos de los que están aquí presentes no gustarán la muerte" (Lc

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SAN IRENEO, Adversus haereses, I 10,1;III 16,9; 19,3; 23,7. SAN AMBROSIO, Explanatio Symboli 6. TERTULIANO, De resurrectione carnis 1-63.

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9,27), como el ladrón a quien el Señor aseguró: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23,43). Y es que la vida verdadera consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino85.

d) Llevando en nuestro cuerpo el morir de Jesús El hombre pecador está sometido a la muerte, que entró en el mundo por el pecado. De aquí su carácter incomprensible, pues no corresponde al ser humano creado según el designio de vida de Dios. Por ello el hombre siente miedo ante la muerte y se rebela contra ella. Pero ha habido un hombre, Cristo Jesús, que ha vivido la muerte de un modo diverso. Se ha entregado a la muerte voluntariamente: "nadie me quita la vida, soy yo quien la da voluntariamente" (Jn 10,18); y no sólo se entrega voluntariamente a la muerte, sino que da la vida por amor a los hombres: "nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Cristo sufrió la muerte con la angustia que le es propia, pero la vivió a la vez en la fe en el Dios vivo, en la esperanza de la resurrección y en el amor a los hombres. Con la muerte de Cristo la muerte ha cambiado de sentido. Puede entrarse en ella, con Cristo, como acto libre de fe, esperanza y caridad. El ser-para-la-muerte del hombre, con Cristo cambia de sentido y vuelve a ser lo que Dios quiso al crear al hombre: serpara-la-vida. La muerte no es fin, sino tránsito. Al igual que Cristo, el cristiano no muere para quedar muerto, sino para resucitar, para vivir eternamente. El cristiano, que en el bautismo se incorpora a la muerte de Cristo, ve la muerte como un morir con Cristo para resucitar con Él. Cada día el cristiano lleva en su cuerpo "el morir de Jesús", dando de este modo vida al mundo (Cf 2Co 4,7ss). Y, en cada celebración de la Eucaristía, celebra el misterio pascual de Cristo, su paso con Cristo de la muerte a la vida. San Pablo se lo recuerda a los tesalonicenses y, a través de su carta, a todos nosotros: "No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesucristo, los llevará con Él. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras" (1Ts 4,13-14.17-18). La muerte para el cristiano es la total incorporación a la muerte y resurrección de Cristo. Es la celebración de la Pascua final, su paso al seno del Padre con Cristo. Dios, amor y vida, es la garantía de la esperanza cristiana. Él no permitirá "que el justo experimente la corrupción del sepulcro" (Sal 16,10; Hch 2,27.31). La muerte, como paso al encuentro cara a cara con Dios, es un don. Dios al hombre, que por el pecado se ha alejado de él, le cierra con la espada la vuelta al paraíso, impidiéndole comer del árbol de la vida. Una vida eterna sin Dios sería insoportable: el tedio y la náusea de lo siempre idéntico, el hastío y la desesperación, la rutina o la crueldad, harían de la vida un infierno. Por eso, el árbol de la vida, la cruz de Jesucristo, nos devuelve el don de la vida eterna, abriéndonos el cielo, el acceso a Dios a través de la muerte. Con una bella imagen se ha expresado esta doble realidad: La vida física, en su vertiente exterior, no es más que el andamio necesario para la construcción del edificio espiritual. La muerte es el momento en que, acabado el tiempo de la construcción, se derriba el andamio, porque ya no es necesario. Sólo queda en pie, de forma indestructible, el edificio que se ha ido levantando día a día, detrás del andamiaje86. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el Dios único, y a aquel

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SAN AMBROSIO, Expos.Evan. s.Lucam VII 1-9; VIII 18; X 121. Cf A. TROBAJO DIAZ, El misterio de la muerte, en Los Novísimos, Salamanca 1990, p. 53.

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que has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). "Padre, quiero que los que tú me has dado estén conmigo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, la gloria que tú me has dado" (17,24). Pues Quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará a nosotros con Él y nos colocará con Él...Por eso no desfallecemos. Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día. En efecto, el momentáneo, ligero peso de nuestra tribulación nos procura un caudal inconmensurable de gloria eterna...Pues sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, que está en los cielos (2Co 4,13.5,1). "Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina; se transforma. Y al deshacerse nuestra morada terrena, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio de Difuntos). Cristo "muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida" (Prefacio pascual I). La resurrección de Cristo, como vencedor de la muerte, "ilumina a los que viven en sombras de muerte" (Lc 1,79) El cristiano vive ya ahora una vida con sentido, en la que cada momento es kairós de gracia, eterno, porque cree que "en Cristo Jesús hemos sido liberados de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8,2), por cuanto El participó de nuestra condición humana "a fin de aniquilar por la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a todos aquellos que, por el temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud" (Hb 2,14-15). Por la fe y el sello bautismal nos incorporamos a la "muerte de Cristo" y comenzamos a "llevar en nuestro cuerpo el morir de Jesús" (2Co 4,10), entregando todos los días nuestra vida en obediencia al Padre para la salvación del mundo, "pues mientras nosotros morimos, el mundo recibe la vida": "Pues siempre, mientras vivimos, estamos expuestos a la muerte a causa de Cristo, para que también la vida de Cristo se manifieste en nuestros cuerpos mortales. Así, mientras en nosotros actúa la muerte, en vosotros actúa la vida" (2Co 4,11). Así, día a día, renunciando a nosotros mismos, "perdiendo la vida, la encontramos", pues caminamos con Cristo hacia la hora de la muerte, que es la hora de la glorificación: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero, si muere, da mucho fruto" (Jn 12,23-24). Sólo "quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8,35).

e) Morir es lo mejor La salvación no es una realidad meramente escatológica, sino que acontece ya tras la muerte. Al buen ladrón que pide a Cristo que se acuerde de él cuando venga en su Reino, Cristo le responde "hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,42-43). El paraíso, clausurado por el pecado de Adán, es abierto de nuevo por la muerte de Cristo. En Cristo, estando con Cristo, se realiza ya ahora la salvación escatológica. Esta es la novedad de la fe cristiana. La muerte cristiana implica algo más que aguardar la salvación en el seno de Abraham. La muerte de Cristo abre las puertas del paraíso y, por consiguiente, la muerte del cristiano le introduce en la vida eterna. El cumplimiento de la esperanza mesiánica se hace realidad desde el hoy de la muerte y resurrección de Cristo. Por ello, a partir de Cristo, Pablo puede decir: "preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor" (2Co 5,8). Pablo sabe que lo que importa es "estar en Cristo", que Cristo sea glorificado en él, "ya por la vida, ya por la muerte", "pues para mí la vida es Cristo", pero "el morir es una ganancia" y, por ello, desea morir "para estar con

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Cristo, que es con mucho lo mejor" (Flp 1,21-23). La muerte constituye la confirmación de la comunión plena con Cristo, que es la vida del Apóstol. Por esto es deseable la muerte: porque otorga esa comunión con Cristo que constituye el fin último de la esperanza escatológica del cristiano87. Si la salvación, gracias a Cristo, pasa del estadio de promesa al de cumplimiento, si es ya real para los vivos, lo es también para los que han muerto en Cristo: "ni la muerte...podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo" (Rm 8,38-39) 88. Así San Ignacio de Antioquía ve su próxima muerte como el nacimiento a la verdadera vida en la estrecha unión con Cristo: Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de la tierra entera. Quiero a Aquel que murió por nosotros. A Aquel quiero que por nosotros resucitó. Y mi parto es ya inminente. No me impidáis vivir; no os empeñéis en que yo muera. Dejadme contemplar la luz pura. Llegado allí, seré de verdad hombre 89. Mi deseo terreno ha desaparecido..;hay en mí un agua viva que murmura y que dice dentro de mí "ven al Padre"90. San Clemente Romano habla de Pedro y Pablo como de quienes están ya "en el lugar de la gloria", "en el lugar santo" 91. Y San Policarpo afirma de varios mártires y de los apóstoles que "están ahora en el lugar que les es debido junto al Señor, con quien juntamente padecieron"92. Desde el comienzo, la Iglesia ha creído que el martirio suponía el ingreso inmediato en la comunión con Cristo, es decir, en la vida eterna. Por ello, en la liturgia se ha recordado siempre a los apóstoles y a los mártires, junto a la Virgen María, pidiendo a Dios que nos conceda participar con ellos en la vida eterna. A los apóstoles y mártires se han añadido después las vírgenes y "todos los santos que agradaron a Dios en todos los tiempos". La Iglesia ha canonizado a algunos, confesando que gozan ya con el Señor de la vida eterna. Y así, el Concilio Vaticano II, citando el Concilio de Florencia (DS 1305-1306), afirma que los justos muertos y purificados "gozan de la gloria, contemplando claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal cual es" (LG 49).

f) La vida don de Dios El valor de la vida humana se ilumina a la luz de la fe y la esperanza en Cristo, "quien con su vida, su muerte y su resurrección, ha dado un nuevo significado a la existencia y sobre todo a la muerte del cristiano. Según las palabras de S. Pablo: 'si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, para el Señor morimos. Por tanto, en la vida como en la muerte somos del Señor. Para esto murió Cristo y retornó a la vida, para ser Señor de vivos y muertos' (Rm 14,8s)" 93. Y esto porque la vida humana es un don de Dios y a Dios pertenece. Disponer absolutamente de la vida humana, propia o ajena, es usurpar algo que pertenece a Dios, "Señor de la vida y de la muerte". De aquí, la inviolabilidad de la vida humana. Dios marca con su señal protectora hasta la

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Cf 1Ts 4,14.17 ;5,10; 2Co 4,14; 13,4; Rm 6,8; 8,32. Cf Lc 23,43; Flp 1,23; 1Ts 4,14.16; 2Co 5,6-8. SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Rom 6,1-2. Ibidem, 7,2. SAN CLEMENTE ROMANO, Ad Cor. I,5,4.7. SAN POLICARPO, Ad Phil. 9,2. C. de la Fe, Sobre la eutanasia de 5-5-80, AAS 72(1980)542s.

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frente de Caín, para que nadie se arrogue el derecho de quitarle la vida. Toda la Escritura es un sí decidido a la vida, como don de Dios. Los Obispos españoles lo han señalado en su Nota sobre el aborto: Dios es el único Señor de la vida y de la muerte. El hombre, salvo el caso extremo de la legítima defensa, no puede atentar contra la vida humana. El Antiguo Testamento expresa de diversas formas esta misma idea: la vida, tanto la propia como la ajena, es un don de Dios que el hombre debe respetar y cuidar, sin poder disponer de ella. Dios, 'el viviente', ha creado al hombre 'a su imagen y semejanza' (Gn 1,14), y Dios, de vivos y no de muertos (Mc 12,27), quiere que el hombre viva. Por eso protege con la prohibición del homicidio (Gn 9,5-6; Ex 20,13) la vida del hombre. En el Nuevo Testamento continúa el aprecio del Antiguo Testamento por la vida del hombre, manifestando su predilección por las vidas más marginadas y menos significativas, y las ha rescatado para la verdadera vida. Con ello se ha revelado inequívocamente el valor de la vida de todo hombre, independientemente de sus cualidades y de su utilidad social. El derecho a la vida es inherente a la vida misma como un valor en sí, intangible, que debe ser respetado y salvaguardado.(n.2) En la cultura actual, por el contrario, se ha verificado un cambio profundo en relación a la vida y a la muerte. El hombre se arroga el derecho a decidir cuándo dar la vida a un nuevo ser y, como consecuencia, hasta el cuándo morir es considerado como objeto de la decisión humana. El fuerte crecimiento de la subjetividad, hasta absolutizar la libertad y la autonomía del hombre, se ha elevado como lugar y criterio único de toda decisión ética; la lógica de nuestra sociedad técnica y eficientista ha llevado a perder, como parámetro en la valoración de la vida, lo que no tenga un valor cuantitativo; la cualidad de la vida hoy se entiende únicamente como búsqueda de felicidad a toda costa, perdiéndose, por tanto, la comprensión del sufrimiento como dimensión de la vida; la incomunicación y marginación de las personas disminuídas según estos parámetros, hasta decretar su muerte, es una consecuencia lógica. Y para llevar estas ideas de la mente a la realidad, están los progresos de la ciencia médica y sus aplicaciones tecnológicas que hacen posible tanto la prolongación de la vida como acortarla: con la eutanasia o el encarnizamiento terapéutico. 1. Eutanasia Esta mentalidad secularizada es incapaz de dar un significado a la muerte. La muerte sólo tiene sentido cuando es vista como tránsito a una nueva vida, plena y eterna. Con esta esperanza se puede afrontar en paz la muerte. Sin esta garantía de vida eterna, el hombre actual reacciona ante la muerte con dos actitudes opuestas y, al mismo tiempo, unidas entre sí: por una parte la ignora, tratando de borrarla de la conciencia, de la cultura y de la vida; y, por otra, la anticipa para no enfrentarse conscientemente con ella. Nuestra cultura, con su reclamo de autonomía frente a Dios mismo, llega a querer ejercitar esta libertad hasta en la elección de la muerte. Si no hemos podido elegir nuestro nacimiento, no podemos al menos elegir nuestra muerte? Muchos se hacen individual y asociadamente sus promotores encarnecidos, proponiendo libertad de decidir el momento de la muerte (living will) y considerando el suicidio como signo y expresión máxima de libertad...Con Nietzsche reclaman la eutanasia "para los parásitos de la sociedad, para los enfermos a los que ni siquiera conviene vivir más tiempo, pues vegetan indignamente, sin noción del porvenir". Los niños subnormales,

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los enfermos mentales, los incurables o los pertenecientes a razas inferiores han de ser eliminados mediante la "muerte de gracia". Pero, quien considera la vida humana como vida personal, don de Dios, descubrirá que la vida tiene valor por sí misma; posee una inviolabilidad incuestionable, que no pierde su valor por situarse en condiciones de inutilidad productiva o social. En su inviolabilidad nunca puede ser instrumentalizada para ningún fin distinto de ella. De aquí la condena de toda acción que tienda a abreviar directamente la vida del moribundo. 2. Encarnizamiento terapéutico Y junto a la eutanasia, en contraste ilógico, se da también hoy el encarnizamiento terapéutico, la práctica médica que tiende a alejar lo más posible la muerte utilizando no sólo los medios ordinarios, sino medios extraordinarios. De este modo se logra prolongar, al menos vegetativamente, la vida, cuando ya se han apagado irremediablemente las funciones cerebrales. Pero este despliegue de recursos y de técnicas médicas para mantener en vida lo más posible a una persona, va contra el derecho del hombre a morir con dignidad, rodeado y sostenido por el afecto de sus familiares. El poder médico debe reconocer sus propios límites y guiarse por otros imperativos que no sean el simple rechazo de la muerte a cualquier precio. El progreso de los conocimientos médicos no puede justificar tal ensañamiento terapéutico. Contra al encarnizamiento terapéutico, hay que defender la muerte digna del hombre. El muro de tantos aparatos se interpone entre el moribundo y los familiares y le privan de la atención adecuada para entrar en el acontecimiento de la muerte. En el umbral de la muerte, el moribundo echa una mirada sobre su vida, buscando el sentido de ella. Es el momento de sumar éxitos y fracasos, de averiguar la trama de tantos acontecimientos aparentemente desligados. Es el momento en que siente la necesidad de reconciliación consigo mismo, del reconocimiento y comprensión de los demás, del perdón de sus faltas: de dar un significado a su vida y a su muerte. En esta recapitulación siente la necesidad de ser escuchado y ayudado. Puede aún corregir tantas cosas, con una súplica, con el desvelamiento de un secreto, con una palabra que nunca dijo, puede dar el verdadero significado a su vida. No se trata, pues, de disimular la muerte, ocultando al enfermo la realidad. Las falsas esperanzas, las mentiras son una falta de respeto y de consideración para el moribundo. Vivir la verdad con el moribundo, quizá en el silencio de la escucha atenta de sus suspiros o deseos, mostrándole la cercanía a su dolor, sosteniendo con él el combate entre la angustia y la confianza, recibiendo su último suspiro y sus últimas palabras...todo esto es dar a la vida humana, que se acaba, toda su dignidad. De este modo, el moribundo no siente únicamente angustia y sufrimiento; vive también la presencia afectuosa de quienes lucharon con él en la vida. Gracias a esta presencia, la pérdida de la vida, con toda la ruptura que significa, se transforma en un lazo más íntimo e intenso con quienes le circundan. La dignidad humana se expresa como nunca en esta solidaridad en el último momento de la vida. No se puede privar al moribundo de la posibilidad de asumir su propia muerte, de hacerse la pregunta radical de su existencia, de vivir, aún con dolores, su muerte. El acompañamiento del enfermo en esta agonía es importantísimo. Una muerte en solitario, sin el acompañamiento y ayuda de los seres queridos en momentos tan decisivos, resulta cruel, no respeta la dignidad del hombre y no responde a la naturaleza social de la persona. Con palabras de la C. de la Fe hay que afirmar: Hoy es sumamente importante proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra el tecnicismo

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que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho algunos hablan del derecho a la muerte, expresión que no designa el derecho a darse o hacerse dar la muerte, sino el derecho a morir serenamente con dignidad humana y cristiana.(IV)

g) Morir en el Señor Los cristianos ven la muerte como un "morir en el Señor". Dios es el Dios de la vida y de la muerte. Incorporado a Cristo por el bautismo, el cristiano en su agonía y muerte se siente unido a la muerte de Cristo para participar de su victoria sobre la muerte en el gozo de la resurrección. El bien morir es la entrega, en aceptación y ofrenda a Dios, del don de la vida, recibido de Él. Como Cristo, sus discípulos ponen su vida "en las manos de Dios" en un acto de total aceptación de su voluntad. El derecho del hombre a bien morir supone, como exigencias para los demás, la atención al enfermo con todos los medios que posee actualmente la ciencia médica para aliviar su dolor y prolongar su vida humana razonablemente; no privar al moribundo del morir humano, engañándolo o sumiéndolo en la inconsciencia; para ello, es preciso liberar a la muerte del ocultamiento a que está sometida en la cultura actual, que la ha encerrado en la clandestinidad de los repartos terminales de los hospitales y los camuflamientos de jardines de los cementerios. Es preciso acompañar al moribundo en sus últimos momentos de vida, participar con él en la vivencia del misterio cristiano de la muerte, como tránsito de este mundo al Padre de la vida94. Ahora ya podemos "morir en el Señor" como "vivir en el Señor", pues "Cristo será glorificado en mi cuerpo, por mi vida o por mi muerte, pues para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia" (Flp 1,20-21). Esto es fruto de la incorporación a Cristo por los sacramentos: "Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en su muerte, a fin de que, como Cristo resucitó de entre los muertos por el poder esplendoroso del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rom 6,4). Esta nueva vida tiene una expresión evidente: "Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama, permanece en la muerte" (1Jn 3,14). Esta "gracia se nos ha manifestado por medio de la Buena Noticia, al aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que ha destruido la muerte y ha hecho irradiar la vida y la inmortalidad" (2Tm 1,10; 1Co 15,57). Por ello la fe cristiana celebra el día del martirio o de la muerte de los bautizados como el "dies natalis". Es la entrada en la nueva Jerusalén, que es "la morada de Dios con los hombres" (Ap 21,3), donde "no habrá ya muerte, ni llanto,ni gritos ni dolores" (Ap21,4). La celebración de las exequias del cristiano expresa su incorporación a la victoria pascual de Cristo, atravesando la muerte para participar de la resurrección: La Iglesia, en las exequias de sus hijos, celebra el misterio pascual, para que quienes por el bautismo fueron incorporados a Cristo, muerto y resucitado, pasen también con Él a la vida eterna95.

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La comunidad cristiana lo hace con el Sacramento de la Unción. RITUAL DE EXEQUIAS, Prenotanda, n. 1.

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6. RESURRECCION DE LOS MUERTOS

a) La resurrección de Jesús, cumplimiento de la promesa "Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los Padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús" (Hch 13,32-33). La resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz: Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció la muerte. A los muertos ha dado la vida96. Dios, en su pedagogía con el pueblo de Israel, le ha llevado progresivamente a la fe en la resurrección de los muertos. El amor y fidelidad de Dios, experimentados en la historia de salvación, ha engendrado la esperanza y la confesión de fe en la resurrección, como respuesta al misterio de la muerte. El amor auténtico entraña una promesa de eternidad. La resurrección cumple esa promesa; de este modo se puede decir "resurrección es el amor que es-más-fuerte-que-la-muerte"97. La resurrección de Cristo ha significado la ratificación de esa esperanza: Dios, amor y fidelidad, no abandona a sus elegidos al poder de la muerte. La resurrección de Cristo ha garantizado la resurrección de sus discípulos. Esta es la esperanza específicamente cristiana. Dios puede ser definido como "quien resucita de entre los muertos y llama a la existencia las cosas que aún no son" (Rm 4,17). La fe en la resurrección surge en el Antiguo Testamento en un contexto martirial (2M 7; Dn 12). El justo perseguido remite su justicia a Dios, creyendo y esperando que Él restablecerá el derecho (Jb 19,25s; Sal 73,23s). A quienes han sufrido por Dios, declarándose por Él ante los hombres, Dios no les abandona. Esta esperanza martirial de Israel llega a su plenitud en el martirio de Cristo, en el testimonio supremo del amor de Dios en la muerte de cruz dado por Cristo Jesús (1Tm 6,13). El Padre sale como garante de la vida de sus testigos, de sus mártires. Quien remite a él su justicia, no queda defraudado, "no permitirá que su Justo experimente la corrupción" (Hch 2,27.31): Yo sé que está vivo mi Vengador (goel) y que al final se alzará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a Él,

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Liturgia bizantina, Tropario de Pascua, citado en CEC 638. J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, p. 264.

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y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo, y no otro, le veré, mis propios ojos le verán. (Jb 19,25-27) Es cierto que no sabemos representarnos ni explicarnos la resurrección de nuestra carne, pues "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1Co 2,9), pero esto no resta nada a la certeza de nuestra esperanza, que se basa, no en nosotros, sino en la fidelidad de Dios. La muerte no es capaz de destruir la unión con Dios. Podemos decirle con el salmista: Yo siempre estaré contigo, Tú tomas mi mano derecha, me guías según tus planes y me llevas a un destino glorioso. No te tengo a Ti en el cielo? y contigo, qué me importa la tierra? Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna. (Sal 73,26) Dios rescatará mi vida, de las garras del seol me sacará. (Sal 49,16) Dios no abandona al justo más de tres días (Os 6,2; Jon 2,1). En Jesucristo, resucitado por Dios al tercer día, aparece cumplida en plenitud la esperanza de salvación de los profetas. Justamente en esa situación extrema y sin salida posible, que es la muerte, se afirma el poder y la fidelidad de Dios, devolviendo a su Hijo a la vida, realizando la esperanza de Abraham, nuestro padre en la fe, que "pensaba que poderoso es Dios aun para resucitar de entre los muertos" (Hb 11,19). La fidelidad de Dios es la garantía de la resurrección. La fe en la resurrección de los muertos, confesada explícitamente en el libro de Daniel y en el segundo libro de los Macabeos, es aceptada por los judíos del tiempo de Jesucristo, excepto por la secta de los saduceos. Marta, ante la muerte de su hermano Lázaro, confesará esta fe: "creo que resucitará en el último día" (Jn 11,24). Y Pablo, para manifestar su acuerdo con las esperanzas judías, apela a su fe en la resurrección. Jesús, contra los saduceos, argumentando desde las Escrituras admitidas por ellos, les hace ver que el Dios de los Padres "no es un Dios de muertos, sino de vivos" (Mc 12,18-27)98. En el Evangelio de San Juan se afirma formalmente la resurrección universal: "todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios y saldrán de ellos", unos resucitarán "para la vida" y otros "para la condenación" (5,28-29; Cf Hch 24,15). Jesús mismo "es la resurrección y la vida" (Jn 11,25); quienes acojan su palabra vivirán (Jn 5,25), pues la resurrección para la vida es el fruto de la participación en la vida del propio Cristo: comer su carne y beber su sangre (Jn 5,54). Esta resurrección, operante sacramentalmente en los cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo, se realizará plenamente en el último día con la "resurrección de la carne", cuando nuestro cuerpo mortal será transformado en inmortal (Cf Jn 11,25). La esperanza se ha cumplido. Con la resurrección de Jesucristo, vivida en una comunidad de hermanos que se aman hasta la muerte, ha comenzado el final de los

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La resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento (Lc 24,2627.44-48) y del mismo Jesús durante su vida terrenal (Mt 28,6; Mc 16,7; Lc 24,67). La expresión "según las Escrituras" (1Cor 15,3-4 y el Símbolo de la Iglesia) indica que la resurrección de Cristo cumplió esas predicciones. CEC 652.

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tiempos. Ha comenzado la nueva creación. La Iglesia lo celebra en la Vigilia Pascual. Dios llama a la existencia a lo que no es (Gn 1) y en forma aún más maravi llosa llama a los muertos a la vida nueva (Rm 4,17). La fe de Abraham halla su cumplimiento pleno; la liberación de Egipto, a través del paso del Mar Rojo, se queda en pálida figura del paso de la muerte a la vida de Cristo resucitado y de sus discípulos renacidos en las aguas del bautismo. El corazón nuevo, con un espíritu nuevo, que anhelaron los profetas, se difunde como herencia de Cristo muerto y resucitado entre sus discípulos, que comen su cuerpo y beben su sangre, sellando con Él la nueva y eterna alianza.

b) La fidelidad de Dios, garantía de resurrección La resurrección de Jesús de entre los muertos, expresada en la fórmula pasiva -"fue resucitado"-, es obra de la acción misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y exalta a la gloria, sentándolo a su derecha (Rm 1,3-4; Flp 2,6-11; 1Tm 3,16). Nuestra fe en la resurrección tiene como fundamento el amor y fidelidad de Dios. Como ha resucitado a Cristo, "cabeza del cuerpo", resucita a todo el cuerpo de Cristo, del que los cristianos somos miembros. Cristo ha sido resucitado por el Padre "como primicias"; después y del mismo modo resucitará "a los que son de Cristo". San Pablo podrá decir a los corintios: "en Cristo Dios nos ha conresucitado" (1Co 2,6): La resurrección de Cristo -y el propio Cristo Resucitado- es principio y fuente de nuestra resurrección futura: "Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron... Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1Co 15,20-22)99. El misterio pascual de Cristo es el fundamento de la resurrección de los muertos, como aparece constantemente en el Ritual de Exequias, en el que la muerte del cristiano se contempla como la comunión con la muerte de Cristo y, por eso, bajo la esperanza de la resurrección: Dios Padre omnipotente, nuestra fe confiesa que tu Hijo ha muerto y ha resucitado. Concede a tu siervo, que ha participado ya en la muerte de Cristo, participar también de su resurrección... Dios todopoderoso, por la muerte de Jesucristo, tu Hijo, destruiste nuestra muerte, por su reposo en el sepulcro santificaste las tumbas, y por su gloriosa resurrección nos restituiste la vida y la inmortalidad. Escucha nuestra oración por aquellos que, muertos en Cristo y consepultados con Él, anhelan la feliz esperanza de la resurrección... La resurrección de Jesucristo es el fundamento firme de la fe de la Iglesia en la resurrección de los muertos (Hch 4,1-2; 17,18.32): "Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu, que habita en vosotros" (Rm 8,11; 1Co 15,12-22). "Se mantenga siempre fuerte en vuestro corazón Cristo, quien quiso mostrar en la Cabeza lo que los miembros esperan! Él es el Camino: 'corred de manera que lo alcancéis'. Sufrimos en la tierra, pero nuestra Cabeza está en el cielo, ya no muere ni sufre nada, después de haber

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CEC 655.

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padecido por nosotros, pues 'fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación' (Rm 4,25)"100. En los cuatro Evangelios y en los Hechos se habla de la resurrección de los justos y de los pecadores. En cambio Pablo, que es quien más habla de la resurrección, se ocupará en sus cartas únicamente de "la resurrección para la vida eterna" 101. El primer texto (1Ts 4,13-17) está motivado por la preocupación de los tesalonicenses que, viviendo en la espera de una parusía inminente como llegada del triunfo y de la salvación consumada, temen que sus hermanos muertos, al no alcanzar este acontecimiento, queden fuera de la salvación de Cristo glorioso. Pablo les dice: "Nosotros creemos que Cristo ha muerto y resucitado; así será también para quienes han muerto, Dios les reunirá por medio de Cristo con Él". El hecho de vivir en el momento de la parusía no supone ninguna ventaja: "los muertos en Cristo resucitarán primero, después los vivos seremos arrebatados al encuentro con el Señor...y así estaremos siempre con el Señor". Muertos y vivos, todos participan igualmente de la gloria de la parusía del Señor. Lo que cuenta es "vivir en Cristo" y "morir en Cristo". Esta certeza de la resurrección de los muertos es el consuelo que la esperanza cristiana ofrece a los creyentes. En conclusión, con la resurrección de Jesucristo, Dios se nos revela como Aquel cuyo poder abarca la vida y la muerte, el ser y el no ser, el Dios vivo que es vida y da la vida, que es amor creador y fidelidad eterna, en quien podemos confiar siempre, incluso cuando se nos vienen abajo todas las esperanzas humanas. Pablo nos describe esta existencia del creyente basada en la fuerza de la fe en la resurrección: Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza de este poder es de Dios, y que no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; atribulados, no desesperamos; perseguidos siempre, más nunca abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos continuamente entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. Así, pues, mientras en nosotros actúa la muerte, en vosotros se manifiesta la vida. Pero como nos impulsa el mismo poder de la fe -del que dice la Escritura "Creí, por eso hablé" (Sal 116,10)-, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús...Por eso no desfallecemos. Pues aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro hombre interior se renueva día a día. Así, la tribulación pasajera nos produce un caudal inmenso de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (2Co 4,7-18). Así el apóstol, y todo discípulo de Cristo, vive en su vida el misterio pascual, manifestando en la muerte de los acontecimientos de su historia la fuerza de la resurrección. Vive con los ojos en el cielo, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, buscando las cosas de allá arriba y no las de la tierra (Col 3,1-2). Cristo, el Hijo Unigénito de Dios, al volver al Padre en su Ascensión, subió al cielo como Primogénito, como el primero de muchos hermanos: "Subo a mi Padre, que es vuestro Padre" (Jn 20,17). Subió abriéndonos el camino: "Me voy a prepararos sitio"

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SAN AGUSTIN, Sermón 361. Aunque en Hch 24,15, Lucas pone en boca de Pablo, en el discurso ante el gobernador romano: "nutriendo la esperanza, aceptada también por los judíos, de que habrá una resurrección de los justos y de los injustos" (24,15).

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(Jn 14,2). Él es la primicia de los resucitados, de la gran cosecha del grano sepultado en la tierra.

c) Cristo ha resucitado! Cristo, que descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos. Es la confesión de la Iglesia desde sus comienzos, según la fórmula que Pablo recuerda a los corintios: Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras. y fue sepultado. Resucitó al tercer día, según las Escrituras, y se apareció a Pedro, y más tarde a los Doce.(1Co 15,3-5) Ya el Evangelio de Lucas recoge la aclamación litúrgica de la primera comunidad: "Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc 24,34). Es la Buena Nueva que alegra a quienes antes lloraron su muerte, o mejor sus pecados (Lc 23,28), como exultante comienza San Cirilo su catequesis XIV: "Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que amáis" (Is 66,10) a Jesús, porque ha resucitado! Alegraos todos los que antes llorasteis al oír el relato de los insultos y ultrajes de los judíos, porque resucitó el que fue ultrajado! Como al oír hablar de la cruz os entristecía, os regocije ahora la Buena Nueva de la resurrección, tras la cual el mismo Resucitado dijo: "Alegraos!" (Mt 28,9). Ha resucitado el muerto, "libre de los muertos" (Sal 87,5) y Libertador de los muertos. Quien con paciencia llevó la ignominiosa corona de espinas, ha resucitado, ciñéndose la diadema de la victoria sobre la muerte. Los evangelistas y los apóstoles, como testigos de la sorprendente Buena Noticia, concorde y unánimemente confiesan en múltiples formas diversas la misma realidad: "Ha sido suscitado por Dios de la muerte", "se ha levantado de entre los muertos", "ha sido elevado por Dios a la gloria", "ha sido constituido por Dios Señor de vivos y muertos", "el Señor vive", "se dejó ver", "se apareció"...(1Co 9,1; Ga 1,16). Cristo, por su resurrección, no volvió a su vida terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naín o la hija de Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida definitiva, a la vida que está más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir. En sus apariciones se muestra como el mismo que vivió, comió y habló con los apóstoles, el mismo que fue crucificado, murió y fue sepultado, pero no lo mismo. Por eso no le reconocen hasta que Él mismo les hace ver; sólo cuando Él les abre los ojos y mueve el corazón le reconocen. En el Resucitado descubren la identidad del crucificado y, simultáneamente, su transformación. No es un muerto que ha vuelto a la vida anterior. Está en nuestro mundo de forma que se deja ver y tocar, pero pertenece ya a otro mundo, por lo que no es posible asirle y retenerlo102. La fe en Cristo Resucitado no nació del corazón de los discípulos.103 Ellos no pudieron inventarse la resurrección. Es el resucitado quien les busca, quien les sale al

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Jesús resucitado se deja tocar (Lc 24,39; Jn 20,27), come con los discípulos (Lc 24,30.41-43; Jn 21,9.13-15); es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, pues sigue llevando las huellas de su pasión (Lc 24,40; Jn 20,20.27). Pero este cuerpo auténtico y real está glorioso, sobre el tiempo y el espacio (Mt 28,9.16-17; Lc 24,15.36; Jn 20,14.19.26; 21,4)... La resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena. Cristo, en su cuerpo resucitado pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. "Es el hombre celestial" (1Co 15,35-50). CEC 645-646.

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encuentro, quien rompe el miedo y atraviesa las puertas cerradas. La fe en la resurrección de Cristo les vino a los apóstoles de fuera y contra sus dudas y desesperanza: El argumento claro y evidente de la resurrección de Cristo es el de la vida de sus discípulos, "entregados a una doctrina" (Rom 6,17) que humanamente ponía en peligro su vida; una doctrina que, de haber inventado ellos la resurrección de Jesús de entre los muertos, no habrían enseñado con tanta energía. A lo que hay que añadir que, conforme a ella, no sólo prepararon a otros a despreciar la muerte, sino que lo hicieron ellos los primeros 104. Al ser vencida la muerte por la muerte, acontece en la historia algo que transciende toda la historia. Esta situación nueva, que viven los apóstoles con el Resucitado, es idéntica a la nuestra. No se le ve como en el tiempo de su vida mortal. Sólo se le ve en el ámbito de la fe. Con la Escritura enciende el corazón de los caminantes, y al partir el pan, les abre los ojos para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús. La vida extraordinaria de sus discípulos testimonia su resurrección como repite S. Atanasio: Que la muerte fue destruida y la cruz es una victoria sobre ella, que aquella no tiene ya fuerza sino que está ya realmene muerta, lo prueba un testimonio evidente: Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan hacia ella sin temerla, pisándola como a un muerto gracias al signo de la cruz y a la fe en Cristo! En otro tiempo la muerte era espantosa, incluso para los mismos santos, llorando todos a sus muertos como destinados a la corrupción. Después que el Salvador resucitó su cuerpo, la muerte ya no es temible: Todos los que creen en Cristo, la pisan como si fuese nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo! Así se hacen testigos de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, mediante su resurrección...Dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan con las palabras: "Donde está, oh muerte, tu victoria? Dónde está, oh infierno, tu aguijón?" (1Co 15,55; Os 13,14). Todo esto prueba que la muerte ha sido anulada y que sobre ella triunfó la cruz del Señor: Cristo, el Salvador de todos y la verdadera Vida (Jn 11,25; 13,6), resucitó su cuerpo, en adelante inmortal! La demostración por los hechos es más clara que todos los discursos...Los hechos son visibles: Un muerto no puede hacer nada; solamente los vivos actúan. Entonces, puesto que el Señor obra de tal modo en los hombres, que cada día y en todas partes persuade a una multitud a creer en Él y a escuchar su palabra, cómo se puede aún dudar e interrogarse si resucitó el Salvador, si Cristo está vivo o, más bien, si Él es la Vida? Es acaso un muerto capaz de entrar en el corazón de los hombres, haciéndoles renegar de las leyes de sus padres y abrazar la doctrina de Cristo? Si no está vivo, cómo puede hacer que el adúltero abandone sus adulterios, el homicida sus crímenes, el injusto sus injusticias, y que el impío se convierta en piadoso? Si no ha resucitado y está muerto, cómo puede expulsar, perseguir y derribar a los falsos dioses, así como a los demonios? Con solo pronunciar el nombre de Cristo con fe es destruida la idolatría, refutado el engaño de los demonios, que no soportan oír su nombre y huyen apenas lo oyen (Lc 4,34; Mc 5,7). Todo eso no es obra de un muerto, sino de un Viviente!...Si los incrédulos tienen ciego el espíritu, al menos por los sentidos exteriores pueden ver la indiscutible potencia de Cristo y su resurrección105.

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ORIGENES,Contra Celso II 55.Gracias a la resurrección de Cristo, los cristianos no temen la muerte:Cf Ep.a Diogneto 5,16; S. Justino 1 Apol. 57,2... SAN ATANASIO, De incarnatione Verbi 20-32.

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d) Testigos elegidos de la resurrección Jesús, resucitado por Dios Padre, se aparece a los testigos elegidos de antemano por el Padre, come con ellos, les muestras las señales gloriosas de su pasión en manos, pies y costado, comunicándose con ellos en encuentros personales, donde se les revela vivo, resucitado a una vida nueva, exaltado a la gloria de Dios. También Pablo entiende su encuentro con Cristo en el camino de Damasco como una revelación que le derriba y le confiere la gracia de Cristo resucitado, que vive y que está en Dios.106El Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como Kyrios, como el Señor. Pablo, lo mismo que los demás testigos, no tiene otra palabra que anunciar (1Co 15,11). El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce" (1Co 15,3-4). El Apóstol habla aquí de la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (Hch 9,3-18)107. La Iglesia, comunidad de creyentes en la resurrección de Cristo, se edifica sobre el fundamento de los apóstoles, testigos de la resurrección (Hch 1,22). El Dios vivo, Señor de la vida y de la muerte (Rm 4,17; 2Co 1,9)), ha vencido la muerte, absorbiéndola definitivamente en la vida nueva sin barreras de división y destrucción. El amor a los hermanos, incluso a los enemigos, es el signo evidente del paso de la muerte a la vida (1Jn 3,14). Que la muerte haya sido destruida, que la cruz haya triunfado sobre ella y que no tenga ya fuerza sobre nosotros (1Co 15,54-57), sino que esté realmente muerta, aparece evidente en el testimonio de los discípulos de Cristo que "desprecian la muerte".Todos sus discípulos caminan hacia ella sin temerla, pisoteándola mediante el signo de la cruz y la fe en Cristo! Los que creen en Cristo la pisan como una nada, prefiriendo morir a renegar de la fe en Cristo. Pues saben muy bien que muriendo no perecen sino que viven y que la resurrección les hará incorruptibles. Así testimonian la victoria sobre la muerte lograda por el Salvador en su resurrección. De tal modo ha sido debilitada la muerte, que hasta los niños y las mujeres se mofan de ella como de un ser muerto e inerte...Así todos los creyentes en Cristo la pisan y, dando testimonio de Cristo, se ríen de la muerte. Quien dude sobre la victoria de Cristo sobre la muerte, que reciba la fe en Él y le siga: Verá entonces la debilidad de la muerte y la victoria lograda sobre ella! Muchos, que antes de creer se mofaban de la resurrección de Cristo, después de creer, despreciaron la muerte, llegando a ser también ellos mártires de Cristo.108 Los discípulos son los testigos de esta nueva creación. Dios, resucitando a Jesús, les ha transformado; les ha reunido de la dispersión que el miedo y la negación de Jesús había provocado en ellos; les ha congregado de nuevo en torno a Jesús, les ha

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Ga 1,15-16; 1Co 9,1; 15,8-10; Flp 3,12. CEC 639. SAN ATANASIO, De incarnatione Verbi 27-28.

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fortalecido en su desvalimiento y desesperanza, ya podrán ser fieles, creyentes y apóstoles, partícipes de la nueva vida inaugurada en la resurrección de Cristo. La resurrección de Cristo funda la misión de los apóstoles y, con ella, queda fundada la Iglesia. Con las apariciones del Resucitado y con la misión que con ellas se vincula, los apóstoles quedan constituidos en fundamento de la fe de la Iglesia. Simón Pedro es nombrado, en primer lugar, como piedra sobre la que se levanta la Iglesia109; él es el primer testigo de la fe en la resurrección, con la misión de confirmar en la fe a los demás (Lc 22,31-32). Pero Cristo Resucitado confiere a todos sus apóstoles el poder que ha recibido con su resurrección: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,18-20). Las apariciones de Jesús resucitado tienen, pues, una clara significación para la fundación de la Iglesia. Manifiestan que la Iglesia, desde el principio, es apostólica. No hay, en efecto, otro camino de acceso al núcleo de la predicación cristiana, al evangelio de la muerte y resurrección de Jesús mas que el testimonio de los testigos por Él elegidos. Ellos sellaron este testimonio con su sangre en el martirio.

e) Cómo es la resurrección? Desde el tiempo de san Pablo, el hombre siente curiosidad por saber "cómo resucitan los muertos? con qué cuerpo vuelven a la vida?" (1Co 15,35). La única respuesta que tenemos es la certeza de que seremos "los mismos, pero no lo mismo"; resucita el mismo cuerpo, la misma persona, pero transformados: "porque esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad" (1Co 15,50-53). "Todos resucitarán con sus propios cuerpos que ahora tienen"110, pero transformados y transfigurados por el Espíritu de Dios: Se siembra lo corruptible, resucita incorruptible; se siembra lo vil, resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual (1Co 15,42-44). Ya San Pablo se sirve de la naturaleza, de la siembra y la cosecha o del dormir y despertar, como imágenes del poder de Dios para hacer surgir y resurgir la vida. Los Padres de la Iglesia no se cansan de comentar estos textos: Consideremos cómo Dios nos muestra la resurrección futura, de la que hizo primicias al Señor Jesucristo, resucitándolo de entre los muertos (Col 1,18); miremos la resurrección que se da en la sucesión del tiempo: se duerme la noche y se levanta el día; tomemos igualmente el ejemplo de los frutos: las semillas sembradas y deshechas en la tierra, la magnificencia del Señor las hace resucitar y de una brotan muchas y llevan fruto...111 Considerándolo bien, qué cosa parecería más increíble -de no estar nosotros en el cuerpo- que el que nos dijeran que de una menuda gota de semen humano nacerán huesos, tendones y carnes, con la forma que los vemos? Si no fuerais hombres y alguien, mostrándoos el semen humano y la imagen de un hombre, os

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1Co 15,5; Lc 24,34; Jn 20,3-8; 21,15-19. Concilio IV de Letrán, Dez. 801. SAN CLEMENTE ROMANO, 1Co 24-26;Cf SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, A los Trallanos 9,2.

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dijera que éste se forma de aquel, lo creeríais antes de verlo nacido? Pues, aunque parezca increíble, así es...Ved, pues, cómo no es imposible que los cuerpos humanos disueltos y esparcidos como semillas en la tierra, resuciten a su tiempo por orden de Dios y "se revistan de incorrupción" (1Co 16,53)."Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios" (Mt 19,26p; Gn 18,14; Jb 42,2; Sal 113,9; Sb 11,21)112. Un árbol cortado vuelve a florecer; y el hombre "cortado" de este mundo, no ha de florecer? Lo que se sembró y cosechó queda para las eras; y el hombre "segado" de este mundo, no va a quedar? (Mt 3,12p). Los sarmientos, aunque se corten, si son injertados, retoñan y fructifican; y el hombre, para quien aquellos existen, no va a resucitar después de haber caído en tierra? Dios, que nos hizo de la nada, no podrá resucitar a los que somos y hemos caído? Se siembra un grano de trigo u otra semilla, y caído en tierra, muere y se pudre, pero el grano podrido resucita verde y hermosísimo; pues si lo que ha sido creado para nosotros, revive después de haber muerto, no resucitaremos nosotros después de la muerte? Como ves, ahora es invierno; los árboles están como muertos; pero reverdecen con la primavera, como volviendo de la muerte a la vida. Pues, viendo Dios tu incredulidad, realiza cada año una resurrección en estos fenómenos naturales, para que a la vista de lo que pasa en seres inanimados, creas que lo mismo sucede con los seres dotados de alma racional...Y he aquí otro ejemplo de lo que todos los días sucede ante tus ojos: Hace cien o doscientos años, dónde estábamos nosotros? Nuestros cuerpos están formados de sustancias débiles, informes y sencillas; sin embargo, de tales principios el hombre se hace un viviente con nervios resistentes, ojos claros, nariz dotada de olfato, lengua que habla, corazón que palpita, manos que trabajan, pies que corren, y demás clases de miembros; aquel débil principio forma un ingeniero naval o de la construcción, un arquitecto, un obrero de cualquier profesión, un soldado, un gobernador, un rey. Pues haciéndonos Dios de cosas pequeñas, no podrá resucitarnos después de muertos? Quien hace cuerpos vivos de tan insignificantes elementos, no podrá resucitar un cuerpo muerto? El que hace lo que no era, no resucitará lo que era y murió?...113 Pero, cómo -te preguntas- puede resucitar una materia totalmente disuelta? Examínate a ti mismo, oh hombre, y te convencerás de ello! Piensa lo que eras antes de ser: Nada, de lo contrario lo recordarías! Pues si tú eras nada antes de ser y serás nada cuando dejes de ser, por qué no podrás resucitar de la nada por voluntad del mismo Autor, que quiso llegaras de la nada al ser? Qué te acontecerá de nuevo? Cuando no existías, fuiste hecho. Nuevamente serás hecho, cuando no existas...Más fácil es hacerte tras haber existido, que hacerte sin existir114. La resurrección implica la identidad del hombre resucitado con el hombre histórico. Es el mismo yo que ha muerto el que resucita de entre los muertos. Ahora bien, para que tal identidad sea real tiene que darse en ese yo algo que sobreviva a la muerte, que sirva de nexo entre las dos formas de existencia, sin lo cual no habría

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SAN JUSTINO, 1 Apología 19,1-6. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XVIII 1-20. TERTULIANO, Apología 48. Textos semejantes se podrían multiplicar en los Padres, respondiendo a las objeciones de herejes u oyentes.

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resurrección, sino creación de la nada. Para que se de, pues, la resurrección, la acción resucitadora de Dios no puede ejercerse sobre el vacío absoluto, sobre la nulidad total del ser humano; ha de apoyarse sobre un elemento constitutivo del ser humano. Por ello, hay que afirmar que la muerte es el fin del hombre entero, mas no enteramente. Que el hombre, por la muerte, cese de ser no significa que sea absorbido totalmente por la nada; persiste de él algo, que no es ciertamente el hombre, pero que suscita la atención de Dios, gravándose en su memoria, y a partir de lo cual el amor divino reconstruye al ser humano en su integridad. De otro modo habría que afirmar que Dios crea dos veces un ser que se dice que es único e irrepetible. Lejos, pues, de oponerse a la resurrección, la doctrina de la inmortalidad del alma es la condición que la hace posible. Al hombre, creación de Dios, le corresponde una relación de amor que implica la inmortalidad. La muerte comporta una ruptura real del sujeto, mas no la aniquilación de su nucleo personal. Es muerte del hombre; éste ha cesado de ser. La resurrección devuelve la vida al mismo hombre que había muerto realmente, al recuperar el sujeto su integridad e edintidad. Pero, para ello, entre la muerte y la resurrección es preciso que se dé una situación que dé razón de ambas y certifique su verdad: a eso responde el concepto de alma separada en el "estadio intermedio", que es el tránsito de la muerte a la resurrección.

f) Experiencia de la resurrección Ya la Eucaristía es experiencia gozosa del banquete del Reino y garantía de resurrección, según la Palabra del mismo Jesús: "Él que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día" (Jn 6,54). En la Palabra y en el Sacramento nos encontramos con el Resucitado. La liturgia nos pone en contacto con Él. En ella le reconocemos como el vencedor de la muerte. La liturgia celebra siempre el misterio pascual. El Señor ha resucitado y es tan potente que puede hacerse visible a los hombres. Pero esta experiencia de resurrección, mientras peregrinamos por este mundo, aún no agota la esperanza. Cristo resucita como primicias de los que duermen (Hch 26,23; 1Co 15,20; Col 1,18). En Él se nos abre de nuevo el futuro y la esperanza de la resurrección de nuestros cuerpos mortales. Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección final. En Él tenemos ya la certeza de la victoria de la vida sobre la muerte: es la esperanza de la vida eterna 115. En Cristo el amor se ha mostrado más fuerte que la muerte. Su resurrección es el hecho histórico en el que Dios confiere la vida a quien ha vivido la propia vida gastándola por los demás. Es la ratificación de la vida como amor y entrega y la condenación de la vida como poder, dominación, placer o aturdimiento, expresiones todas del pecado. Melitón de Sardes pondrá este anuncio en la boca de Cristo Resucitado: Cristo resucitó de entre los muertos y exclamó en voz alta: Quién disputará contra mí? Que se ponga frente a mí! Yo he rescatado al condenado, he vivificado la muerte, he resucitado al sepultado. Quién es mi contradictor? Yo destruí la muerte, triunfé del enemigo, pisoteé el infierno, amordacé al fuerte, arrebaté al hombre a las cumbres de los cielos. Venid, pues, familias todas de los hombres unidas por el pecado, y recibid el perdón de los pecados! Porque yo soy vuestro perdón, yo la pascua de la salvación, yo el cordero inmolado por vosotros, yo vuestro rescate, yo vuestra vida, yo vuestra resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro Rey. Yo os conduzco a las cumbres de los cielos! Yo

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Rm 6,5; 1Co 15,12-22; Flp 3,11; 2Tm 2,11.

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os mostraré al Padre, que existe desde los siglos! Yo os resucitaré por mi diestra!116. Los apóstoles, dispersados por la pasión y muerte, gozosos anuncian: Vive! Dios le ha resucitado! Dios ha rehabilitado a Jesús como inocente. Con su intervención Dios ha exaltado a su siervo Jesús, y en su nombre ofrece el perdón de los pecados y la vida nueva a los que crean y se conviertan a Él. En el anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Padre nos ofrece la conversión para el perdón de los pecados (Lc 24,46-47). Ante este anuncio todos somos descubiertos en pecado. Dios se revela como el que está reconciliando al mundo consigo, ratificando el evangelio de la gracia y del perdón. Con este anuncio todos quedamos situados ante la verdad del pecado y en presencia del amor misericordioso sin límites. Con la resurrección Dios ha declarado justo a Jesús y a nosotros pecadores perdonados, agraciados por su muerte. La cruz, juicio condenatorio de Dios para los hombres, con la resurrección ha quedado transformada en cruz gloriosa. La Vida eterna ha comenzado. El creyente puede experimentarla en todas las formas en que la anunciaron los profetas para cuando llegara el Reino de Dios: la paz de Dios, el gozo de estar redimido por Él, la participación en su vida y herencia, la alegría del perdón de los pecados, la libertad de toda esclavitud, la capacidad de amar al prójimo, incluso enemigo. El creyente no se halla ya a merced de los poderes que conducen a la muerte, sino en las manos de Dios que conduce a la vida, resucitando a los muertos. La experiencia de la resurrección es la piedra angular que mantiene la cohesión de la fe de la Iglesia: Sólo la fe en la resurrección de Cristo distingue y caracteriza a los cristianos de los demás hombres. Aun los paganos admiten su muerte, de la que los judíos fueron testigos oculares. Pero ningún pagano o judío acepta que "Él haya resucitado al tercer día de entre los muertos". Luego la fe en la resurrección distingue nuestra fe viva de la incredulidad muerta. Escribiendo a Timoteo le dice San Pablo: "recuerda que Jesucristo resucitó de entre los muertos" (2Tm 2,8). Creamos, pues, hermanos y esperemos que se realice en nosotros, lo que ya se realizó en Cristo: Es promesa del Dios que no engaña! 117. Jesús, el condenado a muerte, es el Señor, el centro de la historia, la roca donde encontrar apoyo seguro en la inseguridad de nuestra existencia; la fuente de la vida verdadera; lugar personal donde Dios otorga el perdón. Es Dios quien resucita a Jesús, superando la muerte con la vida, como un día venció la esterilidad de Sara y Abraham y antes aún sacó las cosas de la nada. Así Dios nos ha revelado su acción creadora, que llama y suscita la vida en nuestra esterilidad, en nuestra nada y en nuestra muerte. Sin la resurrección de Jesús la predicación sería vana y nuestra fe absurda; sin ella, nuestra esperanza perdería todo fundamento y seríamos los más desgraciados de los hombres (1Co 15,14.19):

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MELITON DE SARDES, Homilía sobre la Pascua, 100-105. SAN AGUSTIN, Sermón 215,6. "Los estudiosos y doctos han demostrado que Pascua es un vocablo hebreo que significa tránsito: Mediante la pasión pasó el Señor de la muerte a la vida. No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto lo creen los paganos, los judíos e incluso los impíos: Todos creen que Cristo murió! La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Esto es lo grande: Creer que Cristo resucitó. Entonces quiso Él que se le viera: cuando pasó, es decir, resucitó. Entonces quiso que se creyera en Él: cuando pasó, pues 'fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación' (Rm 4,25). El Apóstol recomienda sobremanera la fe en la resurrección de Cristo, cuando dijo: 'Si crees en tu corazón que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, serás salvo' (Rm 10,9)": Idem, Enar. in Ps. 120,6.

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Quien niega la resurrección anula nuestra predicación y nuestra fe. Pues, si la muerte no fue destruida, subsiste la acción del mal. Pues es evidente, que si no tuvo lugar la resurrección de Cristo, sigue siendo señora la muerte y no fue abolido su imperio, puesto que con la muerte nos circundan el pecado y todos los males: "Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado, vana es vuestra fe: Continuáis todavía en vuestros pecados" (1Co 15,16-17). Sólo mediante la resurrección de Cristo fue destruida la muerte (2Tm 1,10) y, con la muerte, el pecado118. La resurrección de Cristo es, con su muerte, el centro de la fe cristiana. La tumba vacía y los ángeles mensajeros y apóstoles anuncian que el Sepultado no está en el sepulcro, sino que vive y se deja ver en la evangelización, en la Galilea de los gentiles (Mc 16,1-8), en la palabra y en la Eucaristía se da a conocer (Lc 24,30.41-42; Jn 21,5.12-13), apareciéndose el primer día de la semana y al octavo día, en el Día de Señor:119. Nosotros celebramos el Día octavo con regocijo, por ser el día en que Cristo resucitó de entre los muertos, inaugurando la nueva creación 120. Pedro y Juan en el sepulcro vacío hallaron los signos evidentes de la resurrección: las vendas y el sudario (Jn 20,6)...Que Jesús resucitó desnudo y sin vestidos significa que ya no iba a ser reconocido en la carne como necesitado de comida, bebida y vestidos, como antes había estado voluntariamente sometido a ellas; significa también la restitución de Adán al estado primero, cuando estaba desnudo en el paraíso sin avergonzarse. Sin dejar su cuerpo, en cuanto Dios, estaba rodeado de la gloria que conviene a Dios, "que se cubre de luz como un manto" (Sal 103,2)121.

g) Resurrección de la carne La fe en la resurrección ha encontrado siempre una oposición. Cristo se ha encontrado con su negación por parte de los saduceos. De Pablo se rieron cuando la anunció en el Areópago (Hch 17,32) y el rey Agripa, por lo mismo, le llamó loco (Hch 26,24). Tanto al interior de las comunidades cristianas (por influencias docetistas o gnósticas) como fuera, la razón humana ha chocado con la fe en la resurrección. Los Padres de la Iglesia multiplicarán sus argumentos en defensa de este articulo basilar de la fe cristiana122.

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TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII,3-5. Mt 28,1; Mc 16,1.9; Lc 24,1; Jn 20,1.19.26; Hch 20,7; 1Co 16,2; Ap 1,10. Cfr. San Justino 1 Apología 63,16 y con él otros muchos Padres. En Hombre en fiesta he recogido otros testimonios. SAN GREGORIO DE NISA, De Christi ressurretione Orat. II El artículo de la resurrección de los muertos (o de la carne) se halla ya en los símbolos más antiguos de la Iglesia (DS 2,10ss) y en las profesiones de fe de los concilios provinciales (DS 190,200,462,540) y ecuménicos (DS 801; LG 48). En la fe de la Iglesia se confiesa la resurrección de los muertos como un evento escatológico, es decir, que tendrá lugar "el último día" (DS 72), "a la llegada de Cristo" (DS 76), "el día del juicio" (DS 859,1002), "al fin del mundo" (LG 48). Esta resurrección es un evento universal: resucitarán "todos los hombres" o "todos los muertos" (DS 76,540,801,859,1002). Que resucitarán justos y pecadores lo afirma la LG: "al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron el mal, para la resurrección de condenación (Jn 5,29; Mt 25,46)" (n.48). Y, finalmente, la fe de la Iglesia afirma que los muertos resucitarán "con sus cuerpos" (DS 76,859,1002), "en esta carne en la que ahora vivimos" (DS 72),

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Realmente "en vano cree en Dios, quien no cree en la resurrección de la carne y en la vida eterna, pues todo lo que creemos es por la fe en nuestra resurrección". De otro modo, "si ponemos nuestra esperanza en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de los hombres" (1Co 15,19). Pues Cristo asumió la carne humana para dar a nuestro ser mortal la comunión de la vida eterna. Creer en Cristo, por tanto, es creer en la resurrección de la carne. Ya Isaías lo anunció así: "Se levantarán los muertos, resucitarán los que yacen en los sepulcros y en el polvo de la tierra" (Is 26,19). Y el mismo Señor nos dice que con Él "llegó la hora en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, resucitando quienes obraron el bien para la resurrección de la vida, y los obradores del mal para la resurrección del juicio" (Jn 11,27)...De estos -y otros textos ya citados- concluye Nicetas de Remasina: Para que no dudes, absolutamente, de la resurrección corporal, observa el ejemplo de las cosas terrestres aducido por el Apóstol. Él grano de trigo sembrado en la tierra muere y, humedecido por el rocío del cielo, se pudre para finalmente ser vivificado y resucitar (1Cor 15,36). Creo que Quien, a causa del hombre, resucita un grano de trigo, puede resucitar al mismo hombre sembrado en la tierra.Lo puede y lo quiere! Pues como el grano es vivificado por la lluvia, así el cuerpo lo es por el rocío del Espíritu, como asegura Isaías refiriéndose a Cristo: "El rocío que de ti procede es salvación para ellos" (Is 26,19).Verdadera salvación! Pues los cuerpos resucitados de los santos ya no temen morir, viviendo con Cristo en el cielo, quienes en este mundo vivieron según su voluntad. Esta es la vida eterna y bienaventurada en la que crees! Este es el fruto de toda la fe! Esta es la esperanza por la que nacimos, creímos y renacimos! 123. Resurrección quiere decir que revive el mismo hombre que murió 124. A pesar de la ruptura de la muerte, se mantiene la identidad personal antes y después. Esto supone recobrar el pasado, la memoria de lo vivido y de las personas que dan singularidad a mi yo personal. Hasta la memoria de los mismos pecados perdurará como parte de mi ser, si bien aparecerán en su más gloriosa luz, a la luz del perdón obtenido, como motivo eterno de gratitud, de eucaristía ininterrumpida. El pecado, en cuanto mal y muerte, desaparecerá, pues es perecedero, pero la gratitud de su "con sus propios cuerpos, los que ahora poseen" (DS 801); es una resurrección "de esta carne y no de otra" (DS 797). En expresión del concilio XI de Toledo: "Creemos que resucitaremos no en una carne aérea o de cualquier otro tipo, como algunos deliran, sino en esta en que vivimos, subsistimos y obramos" (DS 540). La identidad es exigida por la fe de la Iglesia, no sólo porque ha de ser el mismo hombre de la existencia terrestre el que resucite, sino también como reacción a la condena dualista de "la carne" y el menosprecio de la corporeidad humana.

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NICETAS DE REMASINA, Explanatio Symboli 10-12. Y San Agustín dice: "Nuestra esperanza es la resurrección de los muertos, nuestra fe es la resurrección de los muertos. Quitada ésta, cae toda la doctrina cristiana. Por tanto, quienes niegan que los muertos resuciten no son cristianos... Espero que aquí nadie sea pagano, sino todos cristianos. Pues los paganos y quienes se mofan de la resurrección, no cesan de susurrar diariamente en los oídos de los cristianos: 'comamos y bebamos, que mañana moriremos' (1Cor 15,33); pues dicen: 'nadie resucitó del sepulcro, no oí la voz de ningún muerto, ni de mi abuelo ni de mi bisabuelo ni de mi padre'. Respondedles, cristianos, si sois cristianos: 'Estúpido!, creerías si resucitase tu padre? Resucitó el Señor de todas las cosas, y no crees?, para qué quiso morir y resucitar, sino para que todos creyéramos en Uno y no fuésemos engañados por muchos?'...": De fide et symbolo X,23-24;Sermón 361,2-18.

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El concepto de inmortalidad es negativo, niega el hecho de la muerte, o lo restringe al campo de lo corporal, y no de lo humano. Pero el cristianismo no puede negar la muerte; antes bien, sostiene que ha sido una muerte humana el acto salvífico por excelencia. Por el contrario, el concepto resurrección es una afirmación positiva: sin negar la muerte, significa que su sujeto es devuelto a la vida. La fe en la resurrección confiesa la restitución de la vida al hombre entero. Cfr. J. RATZIN GER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, p. 313.

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perdón es eterna como el amor. Perdurarán nuestros pecados como "felix culpa", que nos mereció conocer el amor supremo de Cristo. 1. En San Pablo En la carta a los Corintios (1Co 15), Pablo responde a las inquietudes de la comunidad. Algunos fieles de Corinto, influenciados por el entusiasmo gnóstico de una perfección pneumática con el consiguiente desprecio de la corporeidad, rechazaban la resurrección del cuerpo y la expectación de la parusía final. Pablo se opone a su creencia en una consumación desencarnada como forma de existencia eterna. Para Pablo la negación de la resurrección corporal destruye los fundamentos mismos de la fe y acaba con la auténtica esperanza de la salvación. Cristo murió y fue resucitado. Este es el evangelio que Pablo ha predicado, el único por el que se puede llegar a la salvación. Ha habido, pues, una resurrección, corroborada por el testimonio de tantos testigos, algunos aún vivos. Cómo pueden algunos decir que no hay resurrección de los muertos?. Si los muertos no resucitan, si la resurrección es imposible, quiere decir que tampoco Cristo ha resucitado. Y entonces se derrumba toda la fe: no estamos salvados, pues la salvación es el fruto de la pascua de Cristo de la muerte a la vida; no somos los apóstoles testigos veraces de Dios, pues le atribuimos una acción no realizada; no hay esperanza más allá de la muerte, pues la resurrección es la única garantía válida de la esperanza cristiana; más aún, si no hay esperanza para el futuro, incluso el presente está vacío de sentido: "somos los más desgraciados de los hombres". Pero no es esto lo que creemos los cristianos. Pablo lo proclama rotundamente: "Pero no; Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron". Cristo no sólo resucita para sí; resucita como primicias. La conexión entre la resurrección de Cristo y la de los cristianos es tan estrecha como la de las primicias y la cosecha total; tras las primicias, viene la cosecha; como son las primicias, así es la cosecha; la bendición de las primicias, es bendición de toda la cosecha. La resurrección de Cristo abre el proceso de resurrección de "los que son en Cristo". Afirmada la fe en la resurrección, fundamento de toda la vida y de toda esperanza cristiana, Pablo afronta la dificultad que tenían algunos corintios para aceptar la resurrección: su repugnancia a la corporeidad: "cómo resucitan los muertos? con qué cuerpo?". Con la imagen de la semilla Pablo ilustra la necesidad de la muerte para la transformación de nuestro cuerpo corruptible en cuerpo incorruptible, de nuestro cuerpo vil en cuerpo glorioso, débil en fuerte, de cuerpo psíquico en cuerpo espiritual. El cuerpo actual es "el grano desnudo"; no es todavía el cuerpo definitivo. De la experiencia actual de la carne no se puede argüir contra la corporeidad resucitada. La existencia encarnada del cristiano en el presente no es la misma de después de la resurrección. Resucitaremos con el mismo cuerpo, pero no lo mismo que es ahora. Nuestro cuerpo será transformado: resucitaremos con un cuerpo espiritual, con un cuerpo informado por el Espíritu Santo. El carácter corruptible, efímero, débil, de la existencia terrestre responde a nuestra herencia de Adán; la participación de Cristo, espíritu vivificante, nos hará alcanzar la forma definitiva de existencia. Por ello, aunque no todos mueran, "todos serán transfor-mados", "pues la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos". El ser frágil del hombre, hijo de Adán, ha de ser transformado: "nosotros seremos transformados", "este ser corruptible", "este ser mortal" se revestirá de incorruptibilidad e inmortalidad. Con este anuncio de la resurrección y su larga catequesis (todo el c. 15), Pablo ofrece a los corintios una iluminación sobre su vida actual, corrigiendo las falsas exaltaciones espiritualistas o las resignadas consecuencias epicureístas, de quienes no tiene más esperanza que el goce de esta vida.

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Aún volverá a insistir Pablo sobre lo mismo en su segunda carta a los corintios (2Co 5,1-5). Siempre contra las teorías gnósticas, que esperan una salvación desencarnada, aspirando a la "desnudez" del alma, liberada del vestido del cuerpo, Pablo insiste en la necesidad de revestirnos del cuerpo celeste, de ser sobrevestidos y no desvestidos, de suerte que "lo mortal sea absorbido por la vida". La esperanza cristiana no consiste en la liberación del cuerpo, sino en su transformación. En el resto de sus cartas, Pablo insistirá en presentar nuestra resurrección como consecuencia de la resurrección de Cristo y como conformación con Cristo resucitado. Ya desde el bautismo, la existencia cristiana es un proceso de asimilación a la figura de Cristo, que va operando en nosotros el Espíritu y que culminará, a través de la participación en su muerte, con una resurrección semejante a la suya (Rm 6,4-11). Cristo es el primogénito de entre los muertos, primicias de los que durmieron.125 Para seguir a Cristo en la resurrección "Cristo mismo transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo"126. Cristo resucitado atrae hacia Si a su cuerpo. El cuerpo de Cristo, la Iglesia, alcanza así en la resurrección su plenitud. Por ello, los vivos no avantejarán a los muertos, sino que esperarán a que estos resuciten para ir, todos juntos, al encuentro del Señor (1Ts 4,15-17). Cristo es el salvador de su cuerpo, que es la Iglesia, y nuestros cuerpos "son miembros de Cristo".127 La esperanza de los cristianos, siendo esperanza de cada uno singularmente, es al mismo tiempo esperanza comunitaria, eclesial: en el "hombre perfecto", Cristo y su Cuerpo, se alcanza la "madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). La transformación final de nuestro cuerpo actual y la toma de posesión del nuevo cuerpo es un acontecimiento del "ultimo día", cuando aparecerá glorioso el Señor: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él" (Col 3,4). 2. En los Padres Frente al desprecio del cuerpo de la filosofía dualista, los Padres defenderán la identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terrestre. Es el hombre, cuerpo y alma, quien resucita, pues cuerpo y alma forma una unidad inseparable: "Qué es el hombre sino un ser compuesto de un alma y un cuerpo? Es que el alma es el hombre? No. Sino que ella es el alma del hombre. El cuerpo será, pues, el hombre? No. Sino que se le llama el cuerpo del hombre. Si, pues, ninguna de estas dos cosas es por sí misma el hombre, sino que se llama hombre al compuesto de ambas, y si Dios ha llamado a la vida al hombre, entonces no es la parte, sino el todo lo que Él ha llamado" 128. Y "como no fue al alma sola, separadamente del cuerpo, a quien destinó Dios la creación y la vida, sino a los hombres, compuestos de alma y cuerpo, es necesario que todo este conjunto se refiera a un sólo fin" 129. De igual modo se expresa Taciano: "Porque a la manera que, no existiendo antes de nacer, ignoraba yo quién era, pero una vez nacido yo, que antes no era, creí en mi ser por nacimiento, así yo, que fui y que por la muerte dejaré de ser, nuevamente volveré a ser. Dios, cuando quiera, restablecerá en su ser primero mi sustancia" 130.

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1Co 6,14; 2Co 4,14; Rm 8,11; Col 1,18. Flp 3,21; Cf Rm 8,23; Ef 2,5-7.10; 4,22-24; Col 3-4... 1Co 6,13-15; Cf 1Co 12,12; Rm 7,4; Ef 1,20-23; 5,23.25. SAN JUSTINO, De resurrectione 8. ATENAGORAS, De resur.mort.,15. TACIANO, Ad graecos 6. Igualmente ATENAGORAS, De ressur. mort., 2-3,12-13.

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Así podrá afirmar: "Aunque el fuego destruya mi carne o sea despedazado por las fieras, depositado quedo en los tesoros de un dueño rico" 131. Teófilo describe a Dios como un alfarero que vuelve a modelar, entero y sin tacha, el mismo vaso, esto es, el cuerpo destruido por la muerte132. En defensa de la corporeidad, contra el gnosticismo que se infiltraba en las comunidades cristianas, escribirá San Ireneo: "Si no hubiese de salvarse la carne, no se habría encarnado en absoluto el Verbo de Dios" 133. Al ser total la salvación de Cristo, "nuestros cuerpos, depositados en la tierra y disueltos en ella, resucitarán a su tiempo, porque el Verbo de Dios les dará por gracia el levantarse, para la gloria de Dios Padre"134. La posibilidad de la resurrección se funda en la omnipotencia creadora de Dios: "Que Dios sea poderoso en todo, hemos de comprenderlo observando nuestro comienzo: tomando barro de la tierra, Dios hizo al hombre. Más difícil es crear un ser animado y dotado de razón que restablecer de nuevo este ser ya creado"135. E igualmente Tertuliano, en su libro De carne Christi, parte de la encarnación de Cristo para afirmar el valor de la corporeidad en el designio de Dios creador. En efecto, creado el cuerpo del primer hombre, Dios preveía la encarnación de su Hijo. Una vez que los heréticos reconozcan que Dios es el creador de la carne y que su Hijo ha tomado una carne verdadera, habrán de reconocer también la resurrección de esta misma carne136. Pues la sola inmortalidad del alma sería "llevar medio hombre a la salvación", lo que es indigno de Dios 137. Y, dado que el ataque de los adversarios se concentra en el desprecio de lo corporal, Tertuliano hace una apasionada apología de la carne: "Caro salutis est cardo... La carne es lavada para que el alma sea purificada; la carne es ungida para que el alma sea consagrada; la carne es santiguada para que el alma se fortifique; la carne recibe la imposición de manos para que el alma se ilumine por el Espíritu; la carne es alimentada del cuerpo y sangre de Cristo para que el alma se nutra de Dios". De aquí concluye: "así, pues, no puede separarse en el premio lo que la obra de salvación ha unido" 138. Y para probar la posibilidad de la resurrección, también Tertuliano recurre al argumento de la creación: "Pregúntate quién eras antes de existir...Tú, pues, que no eras nada antes de existir, por qué no podrás salir una segunda vez de la nada por la voluntad del mismo que lo ha querido una primera vez?"139. Orígenes repetirá el ejemplo del semen: "consideremos, si queréis, el origen del hombre; henos en presencia de un germen humano. Si se os dijera: este germen será un hombre...,no acusaríais de locura al que usase un tal lenguaje?" 140. Y contra los intelectuales como Celso, que niegan lo que no entienden, presentará la resurrección como fundamento de la fe predicada por los apóstoles: "habrá un tiempo para la

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Ibidem. TEOFILO, Ad Autol. II,26. SAN IRENEO, Adv. Haer., 5,14,1. Ibidem,5,2,3. Ibidem, 5,3,2. TERTULIANO, De carne Christi, 2,6. Ibidem. Ibidem,8. Apologeticus 48,4-7;De carnis, 11. In 1Co 15,23.

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resurrección de los muertos, cuando el cuerpo que ha sido sembrado en la corrupción resucitará en la incorrupción". Esta resurrección de la carne tendrá lugar en "el último día", "al final de los tiempos": Cristo "al acercarse al altar" (Lv 10,8-9), dijo: "Os aseguro que no volveré a beber del fruto de la vid, hasta que lo beba con vosotros en el Reino de mi Padre" (Lc 22,17-18). Por consiguiente, espera que nos convirtamos, que sigamos sus huellas y se alegre "con nosotros", "bebiendo juntos el vino en el Reino de su Padre". Pero esto que se dijo a Aarón, se dijo también a sus hijos. Quiere decir que ni los apóstoles han recibido su alegría, sino que esteran a que yo participe de ella. Porque tampoco los santos que parten de aquí reciben inmediatamente el gozo completo, sino que nos aguardan, por más que nos retardemos. Pablo, en la carta a los Hebreos, después de haber mencionado a los santos padres que alcanzaron la justicia por la fe, escribe: Pero todos estos, que tienen el testimonio de la fe, no han alcanzado aún la promesa, habiendo previsto Dios algo mejor para nosotros, de modo que o alcanzaron la plenitud sin nosotros". Te das cuenta, pues, de que Abraham sigue esperando alcanzar la consumación? Aguarda también Isaac y Jacob, todos los profetas nos aguardan, para alcanzar juntamente con nosotros la plena felicidad. Aquí radica el misterio del juicio retrasado hasta el último día. Porque es un "cuerpo" el que se levanta para el juicio. "por más que son muchos miembros, forman, con todo, un solo cuerpo. No se le ocurre al ojo decirle a la mano: no te necesito". Ya puede estar sano el ojo y ser capaz de ver, pero si le faltan los demás miembros, qué alegría va a tener el ojo?... Por tanto, te alegrarás, si partes de aquí como santo. Pero tu alegría se colmará, cuando no te falte miembro alguno. Porque tú tendrás que esperar, lo mismo que te esperan a ti...Por eso, Cristo no quiere recibir sin ti su alegría plena, es decir, sin su pueblo, que es "su cuerpo" y "sus miembros" 141. La vida eterna es Dios mismo y el amor que Él nos da. Y siendo "Dios de vivos y no de muertos" (Mc 12,27) resucita a los muertos en fidelidad consigo mismo. En su Hijo Jesucristo nos ha mostrado su fuerza de resurrección, es decir, ha aparecido ante nosotros como "Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean" (Rm 4,17). La carne de los santos será transformada por la resurrección en tal gloria que podrá estar en la presencia del Señor, pues "Dios transformará el cuerpo de nuestra humillación conforme al cuerpo del Hijo de su gloria" (Flp 3,21), que está sentado a su derecha: "Nos resucitó con Cristo y nos hizo sentar con Él en los cielos" (Ef 2,6), "brillando como el sol y como el fulgor del firmamento en el Reino de Dios" (Dn 12,3; Mt 13,43)142.

7. JUICIO

141 142

ORIGENES, Homilía 7 sobre el Levítico, n 2. Cfr. J. RATZINGER, o.c.,p.172ss. RUFINO DE AQUILEYA, Expositio Symboli 44-54.

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a) Vendrá a juzgar a vivos y muertos Dentro de esta visión escatológica, se descubre en su verdadero sentido la realidad del juicio. El Evangelio de Jesús implica un juicio: salvación o ruina. En todos los kerigmas del Nuevo Testamento se anuncia el juicio: no acoger la Buena Nueva, negarse a creer, no es algo irrelevante, sino "muerte eterna". Si no se entra en la sala del banquete, se sale a las tinieblas. El que cree, tiene vida eterna, "pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Jn 3,18-21). Frente al silencio del juicio, bastante generalizado en la predicación actual, es preciso proclamarlo abiertamente. Dios toma en serio al hombre y su libertad. La vida no es un juego ni el hombre una marioneta en sus manos. Negar el juicio ( o el infierno) es no creer en el hombre ni en la libertad. Dios, en Cristo, ofrece la luz y la vida al hombre. Pero el amor y la salvación no se imponen. Dios respeta absolutamente la libertad del hombre, que puede acoger o rechazar la salvación. El amor de Dios, amor gratuito, nunca anula la libertad del hombre y, por ello, le deja siempre la posibilidad real de rechazar ese amor. El cristiano sabe que su vida no es algo arbitrario ni un juego poco serio que Dios pone en sus manos. Como administrador de los "dones de su Señor", se le pedirá cuentas de lo que se le ha confiado. Al siervo fiel, aunque sea "en lo poco", se le "invitará a entrar en el gozo eterno de su Señor"; al "siervo malo y perezoso, que entierra el talento del Señor que le ha sido confiado, sin hacerlo fructificar, se le arrojará a las tinieblas de afuera, donde experimentará el llanto y rechinar de dientes" (Mt 25,14ss). El artículo de fe sobre el juicio pone ante nuestros ojos el examen al que será sometida nuestra vida. No podemos tomar a la ligera nuestra vida y libertad ante Dios. Él es el único que nos toma en serio. La fe en el juicio final contradice, por una parte, los sueños ingenuos de quienes ponen su confianza en el progreso de la ciencia y de la técnica, del que esperan la salvación de la humanidad. El progreso humano está cargado de ambigüedad; por ello, al final de los tiempos tendrá lugar la separación definitiva entre el bien y el mal, la victoria del bien y la derrota del mal. Aquel día se pondrá de manifiesto la verdad definitiva de nuestra vida. Entonces triunfará la justicia y Dios "hará justicia a cada uno en particular" (Is 9,11): a los humildes y oprimidos, a los humillados y olvidados; a las victimas de la violencia humana Dios les hará justicia, "pues Él venga la sangre, recuerda y no olvida los gritos de los humildes" (Sal 9,13) y "recoge en un odre las lágrimas de sus fieles perseguidos" (Sal 56,9). Cada lágrima del justo tendrá su compensación escatológica (Is 25,8; Ap 7,17). Feliz quien día y noche no se deja oprimir por otra preocupación que la de saber dar cuenta -sin angustia alguna- de la propia vida en aquel gran día, en el que todas las criaturas se presentarán ante el Juez para darle cuenta de sus acciones. Pues quien tiene siempre ante la vista aquel día y aquella hora, ése no pecará jamás. ¡La falta del temor de Dios es causa de que pequemos! Acuérdate, pues, siempre de Dios, conserva en tu corazón su temor e invita a todos a unirse a tu plegaria. Es grande la ayuda de quienes pueden aplacar a Dios. Mientras vivimos en esta carne, la oración nos será una preciosa ayuda, siéndonos viático para la vida eterna. Y, también, así como es buena la soledad, en cambio, el desánimo, la falta de confianza o desesperar de la propia salvación es lo más pernicioso para el alma. ¡Confía, pues, en la bondad del Señor y espera su recompensa! Y esto,

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sabiendo que si nos convertimos sinceramente a Él, no sólo no nos rechazará para siempre, sino que, encontrándonos aún pronunciando las palabras de la oración, nos dirá: "¡Heme aquí!" (Is 58,9)143. Por otra parte, la espera de la venida de Jesucristo como juez de vivos y muertos, es una llamada a la vigilancia, a la conversión diaria a Él, a su seguimiento. La puerta de las bodas se cierra para quien no espera vigilante, con las lámparas encendidas, al novio que llega a medianoche (Mt 25, 1ss): ¡Vigilad sobre vuestra vida! No se apaguen vuestras lámparas ni se desciñan vuestros lomos, porque no sabéis la hora en que vuestro Señor va a venir (Lc 12,35-40; Mt 24,42-44p; 25,1-13). Reuníos frecuentemente, inquiriendo lo conveniente a vuestras almas, pues de nada os servirá todo el tiempo de vuestra fe, si no sois perfectos en el último momento144. Recordémoslo, no sea que, echándonos a descansar como llamados, nos durmamos (Mt 25,5; Rm 13,11) en nuestros pecados y, prevaleciendo sobre nosotros el "príncipe malo", nos empuje lejos del Reino del Señor (Mt 22,14) 145. Es preciso, pues, que estemos preparados para que, al llegar el día de partir, no nos coja impedidos y embarazados (Lc 21,34-36; Mt 25,1-13). Debe lucir y resplandecer nuestra luz en las "buenas obras" (Mt 5,14-16), para que ella nos conduzca de la noche de este mundo a los resplandores eternos146. El evangelio está lleno de alusiones al juicio147. La Carta a los Hebreos dirá: "Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio" (Hb 9,27). Y Pablo nos dice: "Porque es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal" (2Co 5,10). Este anuncio del juicio prolonga la idea profética de el Día de Yahveh, con su doble desenlace de perdición y victoria. Con la Resurrección y exaltación de Jesucristo se inaugura el mundo nuevo, la nueva humanidad. Pero el Reino de Cristo se halla todavía en camino hacia su plenitud. La Iglesia peregrina en la tierra hacia la consumación final, viviendo en lucha con los poderes del mal. El Credo, Símbolo de la fe de la Iglesia, mira con esperanza anhelante la consumación definitiva del Reino de Jesucristo, confesando que, ascendido a los cielos: "Desde allí vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos". La espera del retorno de Cristo como juez de vivos y muertos forma parte de la fe cristiana. Todo hombre comparecerá ante Él para dar cuenta de sus actos. Desde los Hechos hasta el Apocalipsis, en todos los kerigmas de la predicación apostólica se anuncia el juicio como invitación a la conversión. Dios tiene fijado un día para juzgar al universo con justicia por Cristo a quien ha resucitado de entre los muertos 148.

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SAN BASILIO, Epistola 174. DIDAJE, 16,1-8; HERMAS, Pastor, vis. II,8,9. CARTA DE BERNABE, 4,12-14. SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia, 26. Mc 8,38p; Mt 10,15p; 11,12p; 12,41p; 13,37ss; 19,48p; 25,31; Jn 3,17... Hch 17,31; 24,25; 1P 4,5.17; 2P 2,4-10; Rm 2,5-6; 12,19; 1Tm 3,5-12; Hb 6,2; 10,27-31 ; 13,4; St 5,9; Ap 19,11; 20,12s...Cf CEC 678-679 y 1038-1041.

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Anunciamos no sólo la primera venida de Jesucristo sino también la segunda, más esplendente que aquella; pues mientras la primera fue un ejemplo de paciencia, la segunda lleva consigo la corona de la divina Realeza. Casi siempre las cosas referentes a Cristo son dobles: doble nacimiento, uno de Dios antes de los siglos y otro de la Virgen al cumplirse los siglos. Doble venida: oscura la primera y gloriosa la segunda. En aquella fue envuelto "en pañales" (Lc 2,7), en esta le rodeará "la luz como un manto" (Sal 104,2). En la primera "sufrió la Cruz despreciando la ignominia" (Hb 12,3), en la segunda vendrá glorioso y "rodeado del ejército de los ángeles" (Mt 25,31). No nos fijemos sólo en la primera venida, sino esperemos también la segunda. Y como en la primera decíamos: "Bendito el que viene en el nombre del Señor" (Mt 21,9p), lo mismo diremos en la segunda (Mt 23,19p). Pues vendrá el Salvador, no a ser juzgado, sino a juzgar a quienes le juzgaron (Sal 50,21; Mt 26,62; 27,12). El mismo Salvador dice: "Me acercaré a vosotros para juzgar en juicio y seré testigo rápido contra los que juran en mi Nombre con mentira" (Ml 3,1-5). También Pablo señala las dos venidas, escribiendo a Tito: "La gracia de Dios, nuestro Salvador, apareció a todos los hombres, enseñándonos a negar toda impiedad y pasiones humanas, para vivir sobria y piadosamente en este siglo, esperando la manifestación de la gloria del Dios grande y Salvador nuestro, Jesucristo" (Tt 2,11-13)149.

b) La retribución según el Antiguo Testamento Ya en el Antiguo Testamento el juicio de Dios era un artículo de fe. Yahveh "sondea las entrañas y los corazones" (Jr 11,20; 17,10), distinguiendo entre justos y culpables. Los justos escapan a la prueba y los culpables son castigados (Gn 18,23ss). A Él confían su causa los justos como Juez supremo 150. Los salmos están llenos de las llamadas angustiosas y confiadas que le dirigen los justos perseguidos151. La propia historia de Israel está hecha de juicios salvadores de Dios contra sus opresores. El Exodo es el "juicio" salvador de Dios contra Egipto y el Faraón que les oprimía con dura esclavitud (Gn 15,14; Sb 11,10). La expulsión de los cananeos en el don de la tierra es otro ejemplo del "juicio salvador" de Dios en favor de su pueblo (Sb 12,10-22). Pero Israel también ha experimentado en carne propia el juicio de Dios sobre sus infidelidades con la pena del exilio. Y de estas experiencias del pueblo elegido podemos retroceder a las experiencias anteriores de la humanidad, pasando por la ruina de Sodoma (Gn 18,20; 19,13), el diluvio (Gén 6,13) o la expulsión del paraíso de Adán y Eva (Gn 3,14-19). El juicio de Dios, que desde el cielo contempla a los hombres, es anunciado constantemente por los profetas. El Día de Yahveh es el día del juicio de Dios (Am 5,18ss). Israel, esposa infiel, será juzgada por sus adulterios (Ez 16,38; 23,24); los hijos serán juzgados según sus obras y no por las culpas de sus padres (Ez 36,19). En su juicio, Dios discierne la causa de los justos de la de los culpables: castiga a los unos para salvar a los otros (Ez 35,17-22). Dios es enemigo del pecado y, el Día de Yahveh, día de juicio, destruirá con fuego el mal (Is 66,16). En el valle de Josafat -"Dios juzga"-, Dios reunirá a las naciones para la siega y la vendimia escatológicas (Jl 4,12ss). Sólo los pecadores deberán temblar, pues los justos serán protegidos por

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SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis XV 1-33. Gn 16,5; 31,49; 1S 24,26; Jr 11,20. Sal 9,20 ;26,1; 35,1.24; 43,1...

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Dios mismo (Sb 4,15ss); los santos del Altísimo tendrán parte en el Reino del Hijo del Hombre (Dn 7,27). El tema de la retribución está presente en todo el Antiguo Testamento, ya que Yahveh es un Dios justo, que premia el bien y castiga el mal. Adán es castigado por su pecado (Gn 3); Noé es salvado del diluvio por su inocencia (Gn 7); la fe de Abraham merece un premio (Gn 15,15); la corrupción de Sodoma y Gomorra merece su destrucción (Gn 19)... "Al que peque contra mí, le borraré yo de mi libro", afirmará el Señor152. Junto a estos textos, están otros muchos en que aparece el principio de solidaridad en el pecado y en la justicia153. Así la rebelión de Coré, Datán y Abirón es castigada en los culpables y en sus familiares, servidores y amigos (Nm 16). El anatema en que ha incurrido Akán recae sobre todo el pueblo (Jos 7). El pecado de David atrae la peste sobre la nación (2S 24,1-17). La santidad de Noé lo salva a él y a "toda su casa" (Gn 7,1.13); lo mismo ocurre con Lot y su familia (Gn 19,12-16). En Abraham "serán bendecidas todas las familias de la tierra" (Gn 12,3). La dimensión comunitaria es para Israel un hecho religioso, puesto que es el pueblo elegido de Dios (Dt 7,6-8) y es con el pueblo con quien Dios ha pactado la alianza (Ex 19,3-8; 24,3-8). En el Deuteronomio (c. 28) se estipulan las bendiciones y las maldiciones que recaerán sobre el pueblo si éste obedece o desobedece los preceptos de Dios (Cf Dt 5,32-6,3; 8,18-20). El libro entero de los Jueces sigue el esquema pecado-castigoconversión-salvación del pueblo. Cuando el castigo sobreviene a una persona, aparentemente inocente, la justicia de Dios queda a salvo apelando a la solidaridad de los hijos en las culpas de los padres, hasta llegar a plasmar el refrán: "los padres comieron agraces y los hijos sufren dentera" (Jr 31,29; Ez 18,2). Pero ya Jeremías protesta contra él. La solidaridad del pueblo no puede eliminar la responsabilidad personal. Jeremías afirmará, pues, que "cada cual morirá por su culpa; quien coma el agraz, tendrá dentera" (31,30). Yahveh explora el interior del hombre "para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras" (17,10). En su anuncio de la nueva alianza promete que el Señor inscribirá su ley en los corazones de cada hombre y no en las tablas de piedra, de forma que todos y cada uno conozcan a Yahveh (31,31-34). Esta interiorización de la ley lleva a la relación personal del hombre con Dios. Y, aún con mayor fuerza, Ezequiel subrayará la llamada personal de Dios a cada hombre; no permitirá al pueblo engañarse culpando a las generaciones pasadas de sus desastres: "vosotros os mancháis, conduciéndoos como vuestros padres" (Ez 20,30); "el que peque, ése morirá" (18,1-4). La justicia del padre no salvará al hijo, ni el pecado del padre condenará al hijo (18,5-20). El malvado que se convierta, vivirá; el justo que se extravíe, morirá (18,21-24). "Yo juzgaré a cada uno según su proceder" (18,30; Cf 33,12-20). En esta línea continuará el libro de los Proverbios. Quien sigue la sabiduría, encuentra la vida (4,13; 7,2; 9,6) y la felicidad (3,18); quien se aparta de ella, va a la muerte (1,23-32; 7,24,27). Con la sabiduría están "la riqueza y la gloria" (8,18.21); el que honra a Yahveh tendrá sus graneros repletos y sus lagares rebosantes (3,9-10); gozará de bienestar durante una larga vida (3,16-17). Por el contrario, la existencia del pecador será breve: "para el malvado no hay un mañana" (24,20). Lo mismo aparece en los salmos. El salmo 1 contrapone la suerte del justo a la del impío154. Pero la expresión más elocuente de la protección con que Yahveh recompensa a sus fieles la encontramos en el salmo 91: sean cuales fueren los

152 153 154

Ex 32,33; Cf Lv 20,3; Nm 15,30-31. Cf Ex 20,15; Nm 15,18; Dt 5,9. Cf salmos 112 y 128.

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peligros que le pueden sobrevenir, Dios salva al justo de todos ellos: Dios es para el justo "abrigo", "refugio y fortaleza", "escudo y defensa". La fidelidad de Yahveh no defrauda a los que confían en Él. "Muchas son las pruebas del justo, pero de todas le libra el Señor" (Sal 34,20). En estos textos se trata de una retribución temporal: larga vida, fecundidad, felicidad, prosperidad. Pero la experiencia de la vida real lleva a Israel a constatar que no siempre los justos son felices ni los pecadores desgraciados; más bien sucede con frecuencia lo contrario. El principio "yo daré a cada uno según sus acciones", proclamado por Yahveh, entra en crisis. Los profetas, el salmista y los libros de Job y Eclesiastés se plantearán el problema: "¿por qué tienen suerte los malos y son felices los traidores?"155 Jeremías vive el problema en carne propia, como justo perseguido (Jr 15,10-18), que "ha servido a Yahveh" y, sin embargo, le toca un "penar continuo" y "una herida incurable"; esta situación le lleva a preguntarse si Yahveh no será un "espejismo, aguas no verdaderas"; pero, en su angustia, se dice: "He aquí lo que meditaré en mi corazón para cobrar confianza: que el amor del Señor no se ha acabado ni se ha agotado su ternura, cada mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! Mi porción es el Señor, por eso en Él esperaré" (Lm 3,21-24). Varios salmos recogen los mismos interrogantes: ¿por qué Yahveh está lejos en la hora de la angustia?; ¿hasta cuándo triunfarán los impíos y sufrirán los justos? 156. La respuesta de la fe es la esperanza en una intervención de Yahveh, desvelando el carácter efímero del triunfo de los pecadores. Los injustos no son dignos de envidia, pues su felicidad pasa como el heno que se seca en un día (Sal 37) 157. Pero, también, ya en la misma oración, en el encuentro con Dios, el justo encuentra la paz interior, el gozo superior a la desgracia: "cuando digo 'vacila mi pie', tu amor, oh Yahveh, me sostiene; en el colmo de mis angustias interiores, tus consuelos recrean mi alma" (Sal 94,18-19). Este gozo interior es signo de la justicia de Yahveh, que en su día se manifestará158. Este es el drama del libro de Job: el justo acosado por la pérdida de la riqueza y por el dolor moral (1,13-19), por la enfermedad y el dolor físico (2,4-10). Los amigos repetirán que Dios reparte bienes y males a los hombres según su conducta: "Recuerda, ¿qué inocente ha perecido jamás?, ¿dónde han sido los justos extirpados? Así lo he visto: los que cultivan la maldad y siembran aflicción, las cosechan" (4,7-8; 8,8-20)... Lo sucedido a Job le acusa de culpable (36,5.17-21). Que se arrepienta de su pecado y Dios le restituirá la dicha (22,21-30). Pero Job se alza contra sus amigos, invocando como ellos la experiencia ajena, y la propia. Job constata en su carne que los malvados medran, se divierten, ven cómo sus bienes se multiplican (21,1.13), despojan al inocente impunemente (24,1-17). Se trata de hechos tan evidentes que Job desafía a sus amigos a desmentirle: "¿no es así?, ¿quién me puede desmentir?" (24,25). Las razones de los amigos son, pues, vanas: "pura falacia son vuestras respuestas" (21,34). Su propia experiencia es una prueba de ello. Él está seguro de su inocencia, como proclama delante de Dios, a quien invita a un juicio imparcial (c. 31). Tanto los amigos como Job se mantienen en su posición, pues se trata de defender la imagen misma de Dios. Los amigos saben que Dios es justo y, si no comprenden el cómo, apelan a una culpa secreta para salvar la justicia divina. Job, en

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Jr 12,1; Sb 1,13; Ml 3,14-15.

158

Sal 94, 22-23; 38,12-18.

Sal 6,4;10,1;13,1-3;74,10;94,3. Esta esperanza en la intervención de Yahveh restableciendo la justicia aparece en Sal 6,911; 10,17-18; Hb 2,1-4; Ml 3,17-18; Sal 73.

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cambio, desea una explicación de la justicia de Dios, pero contando con su experiencia, pues de lo contrario la justicia de Dios sería un puro engaño, una falacia. Job está convencido de la justicia y bondad de Dios, a pesar de sus gritos de protesta. Él no reniega de Dios, apela al juicio de Dios. Quiere que Dios desvele su justicia 159. Y cuando Dios interviene, presentándose como Dios, por encima de todo conocimiento humano (cc. 38-41), Job aceptará con docilidad la Palabra de Dios: ante la manifestación del misterio de Dios, Job retracta sus palabras y se hunde "en el polvo y la ceniza" (42,1-6). El misterio del dolor humano queda aún sin respuesta, pero la justicia divina queda intacta, aunque sea inaccesible a la mente humana. Job, al final, creerá en Dios por Dios mismo y no sólo como el dador de bienes. Job podría decir con el salmista: "tu gracia vale más que la vida". En el misterio del dolor, el hombre encuentra a Dios y en Él halla la felicidad. En la pedagogía de la revelación divina, el sufrimiento ha abierto al creyente a la esperanza en la comunión con Dios, como felicidad plena, más allá de esta vida. El salmo 16 es el canto de la fidelidad a Dios y confianza en Él en contraste con quienes han cedido ante la sugestión del culto idolátrico. El salmista describe a Yahveh como "la parte de su herencia" y de "su copa", compartiendo su misma vida. Esta intimidad con Dios es para el creyente "un recinto de delicias, la más preciada herencia", el apoyo más firme y seguro. La experiencia de la presencia de Dios crea en el fiel sentimientos de alegría y de tranquila serenidad para el porvenir, que sobrepasa la muerte: "Pues no abandonarás mi alma en el sheol, ni dejarás a tu siervo en la fosa. Me mostrarás el camino de la vida, abundancia de goces delante de tu rostro, a tu derecha hallaré delicias para siempre" (v.10-11). La confianza en Yahveh supera el temor de la muerte. La muerte no será capaz de interrumpir la íntima comunión con Dios. El salmo 49 desarrolla el tema de la felicidad de los impíos y el sufrimiento de los justos. Pero el salmista proclama a "todos los habitantes de la tierra" la fragilidad de los bienes terrenos. El justo perseguido puede consolarse pensando que los malvados son un rebaño pastoreado por la muerte. Cuando ésta les conduzca al sheol, de nada les servirán sus riquezas. Y mientras el sheol será la residencia de los pecadores, "Dios rescatará mi alma, de las garras del sheol me tomará" (v.16). La vida de los fieles, aunque en esta vida les toque sufrir, está asegurada en el Señor. Aún con más fuerza aparece la esperanza del fiel en el salmo 73. El creyente, contemplando la prosperidad de los impíos, llega a dudar de su fe en Dios y del valor de su inocencia. En esta crisis se dirige a Yahveh en su oración y en su meditación halla la iluminación interior del Señor. Entonces puede oponer al bienestar de los impíos la felicidad de la comunión con Dios. A la prosperidad efímera, corruptible de los malvados, se opone la verdadera felicidad, fruto de la comunión con Dios, reservada a sus fieles: "Pero a mí, que estoy siempre contigo, me has tomado de la mano derecha, y me guiarás con tu consejo y al fin me llevarás a la gloria" (v. 23-24). La muerte no tiene poder para romper la comunión con Dios. No es la muerte más fuerte que el amor indestructible de Dios. A la fidelidad del creyente responde la fidelidad de Dios que tiene poder sobre la vida y sobre la muerte. La esperanza del creyente, que ha experimentado la comunión y fidelidad de Dios, no es vencida por la muerte. Esta fe en la fuerza salvadora de Dios, fiel a su amor por encima de la muerte, culminará en la esperanza en la resurrección de los muertos. Yahveh, que ha entregado Israel a los asirios (Os 6,1), "hará vivir" y él mismo "levantará" a su pueblo (v. 2). Yahveh tiene el poder de devolver a la vida los muertos. En el cuadro

159

Cf 6,29; 9,15.32-33; 13,3.13-19.22; 31,35,37).

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impresionante de los "huesos secos", que contempla Ezequiel (37,1-14), el profeta proclama la fe en el poder de Dios para "hacerlos volver a la vida". El Dios creador es capaz de recrear; el Señor de la vida puede vencer la muerte, arrancándole los muertos y devolviéndolos a la vida. En Isaías 26,19 se anuncia abiertamente la resurrección: "Revivirán los muertos, sus cadáveres se levantarán, despertarán y gritarán jubilosos los moradores del polvo; la tierra dará a luz las sombras". La tierra, por la fuerza del Dios de la vida, se abrirá para devolver a los muertos a la vida. Todo este proceso de la revelación culmina en el testimonio explícito de la fe en la resurrección de los muertos, que encontramos en el libro de Daniel y en el segundo libro de los Macabeos. En un contexto claramente escatológico, el libro de Daniel afirma: "Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna y otros para el oprobio, para el horror eterno. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, de eternidad en eternidad. Y tú, vete a descansar; te levantarás para recibir tu suerte al fin de los días" (Dn 12,2-3.13). Los mártires, que han entregado la vida en la persecución de Antíoco Epífanes resucitarán a la vida por haber permanecido firmes en la fe. Para ellos el destino es la "vida eterna". Su reverso es el "horror eterno". Lo mismo afirma, pocos años después, el segundo libro de los Macabeos, afirmando la resurrección de los mártires para una "vida eterna" (7,9) 160. En cambio para el tirano "no habrá resurrección a la vida" (7,14). La resurrección es la respuesta de la fidelidad de Dios a la fe de sus fieles. Quienes, por amor a Dios, han perdido la vida, pueden estar seguros que la recuperarán: "Por don de Dios poseo estos miembros, por sus leyes los desprecio, y de Él espero recibirlos de nuevo" (2M 7,11). El amor y la fidelidad de Dios a su alianza son más fuertes que la muerte. Así la esperanza del creyente encuentra su cumplimiento en la comunión con Dios en la vida eterna. En conclusión, el justo, que ha puesto su confianza en Dios, apela al juicio de Dios suplicante: "Levántate, Juez de la tierra, da su salario a los soberbios" (Sal 94,2). Y canta por anticipado la gloria del juicio de Dios 161; el pobre, que confía en Dios, tiene la certeza de que Dios le hará justicia (Sal 140,13s). Así los fieles del Señor, oprimidos por los impíos, aguardan con esperanza el juicio de Dios, el Día de Yahveh. Pero, ¿quién es justo ante Dios? (Sal 143,2): "Si llevas cuenta de las culpas, oh Dios, ¿quien se salvará? Pero de ti procede el perdón...Mi alma espera en el Señor, porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa: Él redime a Israel de todos sus delitos" (Sal 130).

c) Cristo nombrado juez por el Padre Con Jesús llega el Día de Yahveh. Los Apóstoles son enviados a predicar y dar testimonio de que "Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos"162. El Credo, fiel intérprete de la fe apostólica, confiesa que Cristo "De nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos". En el Nuevo Testamento, "el Día de Yahveh" pasa a ser el Día de Jesucristo, porque Dios le entregó el juicio y le confió la consumación de la salvación: es el Día

160 161 162

Cf. vv.11.14.23.29.36. Sal 75,2-11; 96,12s; 98,7ss. Hch 10,42; 17,31; Rm 14,9; 2Tm 4,1; 1P 4,5.

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de Cristo Jesús (Flp 1,6.10;2,16), "Día del Señor" (1Ts 5,2; 1Co 1,8) o "Día del Hijo del Hombre" (Lc 17,24). En la venida gloriosa del Señor Jesucristo se centra la esperanza de la comunidad cristiana. Esta venida del Señor como Juez llevará a plenitud consumada la obra iniciada en la encarnación, en la muerte y resurrección de Cristo. Él hará un juicio justo entre todas las criaturas. Enviará al fuego eterno a los espíritus malvados, mientras que a los justos y santos, que perseveraron en su amor, les dará la incorrupción y les otorgará una gloria eterna...En la primera venida fue rechazado por los constructores (Sal 117,22; Mt 23,42p). En la segunda venida, vendrá sobre las nubes (Dn 7,13; Mt 26,64; 1Te 4,16-17), "llevando el Día devorador como un horno" (Ml 4,1), golpeando a la tierra con la palabra de su boca y destruyendo a los impíos con el soplo de su boca (Is 11,4;Ap 19,15; 2Te 2,8), teniendo en sus manos el bieldo para purificar su era: recogiendo el grano en el granero y quemando la paja en el fuego inextinguible (Mt 3,21p). Por eso, el mismo Señor exhortó a sus discípulos a vigilar en todo tiempo con "las lámparas encendidas, como hombres que esperan a su Señor" (Lc 21,34-36; 12,35-36); pues "como en tiempo de Noé hizo perecer a todos con el Diluvio y en tiempo de Lot hizo llover sobre Sodoma fuego del cielo y perecieron todos, así sucederá en la venida del Hijo del Hombre" (Lc 17,26-30; Mt 24,37-39).163 "El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas. Quien cree en el Hijo, tiene vida eterna; en cambio, quien no obedece al Hijo, no verá la vida, sino que la ira de Dios caerá sobre él" (Jn 3,35-36). Porque el Padre "ha dado a Cristo autoridad para juzgar, porque es el Hijo del Hombre" (Jn 5,27). Cristo es la presencia de Dios entre los hombres. El juicio se realiza ahora, en la aceptación o rechazo de Él y de su palabra. La palabra de Jesús y su persona, como Hijo del hombre, y la respuesta humana ante Él son acontecimientos que ocurren en el tiempo, pero que, simultáneamente, deciden la eternidad del hombre. La eternidad se juega en el tiempo. La vida nueva, incorporación a la muerte con Cristo por la inmersión bautismal, y a su resurrección gracias al don del Espíritu es vida eterna. Del corazón de los que creen en Cristo, brota un agua viva, que corre en el tiempo presente, pero que salta hasta la vida eterna. Es el Espíritu Santo, lazo de amor eterno del Padre y el Hijo, quien nos concede vivir desde ahora en la comunión trinitaria. Quien contrista o apaga el Espíritu queda excluido de la vida de Dios. Cristo desvela el juicio de Dios: "Vosotros juzgáis con criterios humanos. Yo no quiero juzgar a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado" (Jn 8,15-16). "No seré yo quien condene al que escucha mis palabras y no haga caso de ellas, porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarlo. Él que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día" (Jn 12,4748). Él es el Cordero de Dios, que quita, cargándolo sobre sí, el pecado del mundo (Jn 1,26-39). Es el salvador del mundo (Jn 4,42). En la aceptación o rechazo de su salvación está el juicio de salvación o de condenación. Él no vino a juzgar, sino a salvar, pero su Palabra y su Persona, que se ofrecen, sin imponerse al hombre, ya suponen un juicio: acogida de la salvación o su rechazo. Dios acoge como "benditos" a quienes han reconocido a Cristo en sus hermanos y proclama como "malditos" a cuantos no le han reconocido (Mt 25,31ss). Acoger o rechazar a Cristo en su palabra o en sus hermanos pequeños decide la bendición o maldición eterna. El rechazo de Jesús, su condena, clama justicia ante el Padre, que juzga con justicia y "a quien se remitió Jesús" (1P 2,23):

163

SAN IRENEO, Adversus Haereses I 10,1; IV 33,1; 36,3-4; Exposición 85.

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Vendrá, pues, a juzgar a los vivos y a los muertos. Vendrá como Juez Quien fue sometido a juicio. Vendrá en la forma en que fue juzgado para "que vean a quien traspasaron" (Za 12,10; Jn 19,37): "He aquí al Hombre a quien crucificasteis. He aquí a Dios y al Hombre en quien no quisisteis creer. Ved las heridas que me hicisteis y el costado que traspasasteis". Pues por vosotros se abrió y, sin embargo, rehusasteis entrar. Quienes no fuisteis redimidos al precio de mi Sangre (1P 1,18-19) no sois míos: "Apartaos de mí al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles" (Mt 25,41)... Vendrá...Quien antes vino ocultamente, vendrá de modo manifiesto; quien fue juzgado, vendrá a juzgar. Quien estuvo como reo ante el hombre juez, juzgará a todo hombre...sin que pueda ser corrompido con dinero ni ablandado por satisfacción alguna. ¡Aquí, aquí debe hacer cada uno lo que pueda, mientras hay lugar a la misericordia! Pues no podrá hacerlo allí. ¡Haz aquí penitencia, para que aquel cambie tu sentencia! Da aquí limosna, para que de aquel recibas la corona. Otorga aquí el perdón, para que allí te lo conceda el Señor. Ahora es el tiempo de la fe. Quien quiera vivir para siempre y no temer la muerte, conserve la Vida que vence la muerte. Quien quiera no temer al Juez divino, le considere ahora su Defensor164. Acoger a Jesús es acoger al Padre, que le ha enviado, y participar plenamente en su vida. No acoger a Jesús es rechazar también al Padre y, en consecuencia, excluirse de la vida (Jn 12,44-50). En Cristo, la luz se ha manifestado a los hombres. Aquellos que se cierran a la luz, que prefieren las tinieblas, se autoexcluyen de la vida, decidiendo su propio juicio de condenación, pues las tinieblas y la luz se excluyen necesariamente (Jn 3,19-21). Al ser levantado o glorificado Cristo en la Cruz, se realiza el juicio del mundo: "Ahora es el juicio del mundo; es ahora cuando el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Pues cuando sea levantado atraeré a todos a mí" (Jn 12,31-32). La resurrección es la entrada en la vida eterna, en la salvación eterna gracias a la comunión con Cristo o a la condenación eterna para quienes han rechazado a Cristo. De aquí la exhortación de la primera carta de San Juan: "Sí, hijos míos, permaneced en Él, para que cuando se manifieste, tengamos plena confianza y no nos veamos avergonzados ante Él en su venida" (2,28). Pues "quien reconoce que Jesús es el Hijo de Dios, en él mora Dios y él en Dios. Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor; quien vive en el amor, vive en Dios y Dios en él. De este modo el amor alcanza en nosotros la plenitud, porque esperamos confiados el día del juicio, porque como es Él, así somos nosotros en este mundo" (4,15-18). Pero no es esta la situación de todos, sino sólo de quienes, habiendo reconocido que Jesús es el Señor, resucitan para la vida eterna: Pues el Padre no juzga a nadie, sino que ha remitido al Hijo todo juicio, para que todos honren al Hijo como honran al Padre...En verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado no va al encuentro del juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida. En verdad, en verdad os digo: ha llegado el momento, y es éste, en el que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre. No os extrañéis de esto: llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán los que hayan hecho el bien para una

164

SAN QUODVULTDEUS, Sermo I de Symbolo VIII 1-7 y Sermo II de Symbolo VIII 1-7.

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resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio. Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: juzgo según lo que oigo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 5,22-30)165. Para el Evangelio de Juan ya en esta vida nos ponemos al descubierto ante Cristo: Porque Dios amó tanto al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Él que cree en Él, no será juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios (Jn 3,16-21). No es que Jesucristo haya venido al mundo para juzgar al mundo, sino para salvarlo. Pero el juicio se opera ya por la actitud que cada cual adopte para con Él. Quien no cree, ya está juzgado por haber rechazado la luz. Él juicio, más que una sentencia divina, es una revelación del interior de los corazones humanos: "Este está puesto -dirá Simeón- para caída y elevación de muchos, como señal de contradicción, a fin de que se manifiesten las intenciones de muchos corazones" (Lc 2, 34-35). Aquellos cuyas obras son malas prefieren las tinieblas a la luz y Dios no hace más que dejarles en la ceguera con la que creen ver claro, satisfechos en su jactancia. En cuanto a los que reconocen su ceguera, Jesús les abre los ojos (Jn 9,39), para que actuando en la verdad lleguen a la luz (Jn 3,21). El juicio final, para el Evangelio de Juan, por tanto, no hará más que manifestar en plena luz la discriminación operada ante Cristo desde ahora en el secreto de los corazones: ¡Ni siquiera me juzgo a mí mismo! Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. Mi juez es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. Él iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corozones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda (1Co 4,3-5). Después de la Pascua de Jesucristo, con la venida del Espíritu Santo, se ilumina el misterio de Dios y del hombre. El Espíritu demuestra el pecado del mundo al rechazar a Jesús; muestra la justicia de Jesús, de la que salió garante el Padre al resucitarlo de la muerte y sentarlo a su derecha; y muestra, finalmente, el juicio definitivo de Dios, que condena al príncipe de este mundo (Jn 16,8-11). De este modo el Espíritu nos guía a la "verdad plena" (Jn 16,13). Así, frente a la mentira y la muerte, en el Juicio, que comenzó con la resurrección y exaltación de Cristo a los cielos, triunfa la vida y la verdad del amor. Queda manifiesto a todos que Él es el único Señor, que su amor y su vida es la única verdad (Jn 16,8-11). Por ello con su venida gloriosa quedarán juzgados, vencidos y depuestos los poderes del mal, el último de ellos la muerte y Dios será todo en todas las cosas (1Co 15,28).

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Cf Jn 6,39.40.44.54; 12,48; Rm 2,16.

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El fin del mundo es la prueba de que todas las cosas han llegado a su plena realización y tendrá lugar cuando todos los enemigos sean sometidos a Cristo y, destruido también el último -la muerte-, Cristo mismo entregue el Reino a Dios Padre (1Co 15,24-26). Entonces "pasará la figura de este mundo" (1Co 7,31), de modo que "la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción" (Rm 8,21), "recibiendo la gloria del Hijo de Dios, para que Dios sea todo en todos" (1Co 15,28)166.

d) Los hombres seran juzgados segun sus obras En el umbral del Evangelio, Juan Bautista invoca el juicio de Dios, apremiando a sus oyentes a la conversión (Mt 3,7-12p). Con la aparición de Jesús en el mundo quedan inaugurados los últimos tiempos, actualizándose el juicio escatológico, aunque todavía haya que aguardar su retorno glorioso para verlo realizado en su plenitud. El juicio del último día significa, por tanto, que al final de los tiempos se hará patente la verdad definitiva sobre Dios y los hombres, la verdad que es Jesucristo. Mirando "al que traspasaron" aparecerá quien "está con Cristo y quien está contra Él" (Mt 7,21; 12,30; 21,28p). En el mundo, tal como nosotros lo experimentamos, se hallan el bien y el mal, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas. Trigo y cizaña se hallan mezclados hasta el día de la siega. San Agustín ve toda la historia, desde el comienzo de la creación hasta el final de los tiempos, como una lucha entre el reino de Dios y el reino del mundo o del diablo; estos dos reinos se enfrentan entre sí y, al presente, estos dos reinos se hallan juntos y entremezclados. Es más, en la medida en que se acerca el final de los tiempos, el poder del mal se exacerba contra Dios y contra la Iglesia 167. El Anticristo arrastra consigo a la perdición a los que se dejan llevar de sus promesas. Él se alza "contra todo lo que es de Dios y contra su culto", "instalandose en el templo de Dios, proclamándose Dios" (2Ts 2,410). Vestido de "jactancia, arrogante y blasfemo" nos lo describe el Apocalipsis (c.13). Su verdadera esencia es el orgullo, la voluntad de poder y de dominio que se manifiesta en la violencia y la opresión, en el egoísmo, la envidia, el odio y la mentira (1Jn 2,18-22; 2Jn 7). Es hijo del Príncipe de este mundo, el Diablo, mentiroso y asesino desde el principio (Jn 8,44). Pero el Juez es Cristo y, no sólo juez, sino la norma, el camino, la verdad y la vida. Al final se manifestará que Jesucristo es el fundamento y el centro que otorga sentido a toda la realidad y a la historia. A su luz quedarán juzgadas las obras de los hombres, pasando por el fuego para ver cuáles resisten o cuáles serán abrasadas: Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo. Y si uno construye sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja, la obra de cada cual quedará al descubierto; la manifestará el Día, que ha de revelarse por el fuego. Y la calidad de la obra de cada uno, la probará el fuego...(1Co 3,10ss). El fundamento sobre el que se construye, es Cristo y las obras buenas de la obediencia de la fe son frutos del Espíritu: "Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22). Para los que creen en Cristo "y viven en Cristo Jesús, ya no pesa condenación alguna, porque la ley del Espíritu que da vida les ha liberado de la ley del pecado y

166 167

0RIGENES, De principiis I 6,1-4; III 5,1; 6,1. Mt 13,3-23; 2Ts 3,1-3; Ap 12,13-18...

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de la muerte" (Rm 8,1-2). Pero el hombre, en su libertad, puede "contristar al Espíritu" para vivir "según la carne", "satisfaciendo sus deseos", construyendo sobre sí mismo y no sobre el fundamento de Cristo. Sus obras serán "fornicación, impurezas, libertinaje, idolatría, supercherías, enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, envidias, embria-gueces, orgías y cosas parecidas" (Ga 5,1921), con las que "se excluye del Reino". Dios y el pecado se excluyen. Quienes se guían por los deseos de la carne, "no heredarán el Reino de Dios" (Ga 5,21). Y ya, al presente, "la ira de Dios se manifiesta desde el cielo contra la impiedad y la injusticia de los hombres que se oponen a la verdad" (Rm 1,18). La corrupción creciente de tales hombres, que Pablo describe a continuación, es la expresión de la ira de Dios, que les abandona a los deseos de su corazón (v.24). Con el endurecimiento de su corazón impenitente acumulan ira para el día del juicio de Dios (Rm 2,5). El justo juicio de Dios, en su día, pondrá al descubierto el corazón del hombre, ratificando definitivamente la vida del hombre: su acogida del Reino o su rechazo. El juicio de Dios da seriedad a toda la vida del hombre, por lo que la carta a los Hebreos nos amonesta: "Viendo que el Día se acerca, animémonos los unos a los otros en la caridad y en las obras buenas...pues, si pecamos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no habrá más sacrificios por nuestros pecados, sino sólo la temible espera del juicio y el fuego abrasador que devorará a los rebeldes" (Hb 10,24-27). Pero el cristiano ha experimentado la reconciliación con Dios en la Pascua de Cristo. En la muerte salvadora de Cristo se apoya su confianza. Y "la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado. En efecto, mientras nosotros éramos aún pecadores, Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado. Ya es difícil encontrar quien dé la vida por un justo, aunque quizá por una persona buena alguien esté dispuesto a dar la vida. Pero Dios nos ha mostrado su amor al morir Cristo por nosotros mientras aún éramos pecadores. Con mayor razón, pues, ahora, justificados por su sangre, seremos salvados de la ira por medio de Él. Pues si, siendo enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo, mucho más, ahora que estamos reconciliados, seremos salvados mediante su vida. Y no sólo esto, sino que nos gloriamos en Dios que nos ha reconciliado por medio de nuestro Señor Jesucristo" (Rm 5,6-11). La actuación de Cristo en favor del hombre es la que nos da la certeza de la salvación: "Si Dios está por nosotros, ¿quién se pondrá contra nosotros? Si no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con Él? ¿Quien acusará a los elegidos de Dios, si Dios es el que justifica? ¿Quien nos condenará si Cristo Jesús ha muerto, más aún, ha resucitado y está a la derecha de Dios intercediendo por nosotros?" (Rm 8,32-35). Esta garantía de la salvación, fundada en el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es la que da esperanza de salvación incluso al pecador. Sea cual sea el pecado, siempre es posible la conversión, la vuelta a Dios, cuyo amor es mayor que nuestro pecado. San Pablo podrá decir en relación al incestuoso: "Entréguese a ese individuo a Satanás para ver si, destruyendo su carne, su espíritu pueda obtener la salvación en el día del Señor" (1Co 5,5). El pecado no vence la fidelidad de Dios a su alianza: "Si algunos han sido incrédulos, ¿acaso su incredulidad puede anular la fidelidad de Dios?" (Rm 3,3). Su palabra es inquebrantable. Sólo no habrá perdón contra quien blasfeme contra el Espíritu Santo, como implacable será el juicio contra los escribas y fariseos, que ni entran ni dejan entrar a otros en el Reino de los cielos (Mt 12,32; 23,13-35). En

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realidad el juicio será duro para aquellas ciudades que oyeron la palabra de Jesús y no se convirtieron. Los ninivitas serán tratados con mayor benignidad que esta generación. Los trabajadores de la viña, que no dieron los frutos que el señor esperaba de ellos, y mataron además al hijo, para adueñarse de la heredad, serán desposeídos de ella (Mt 11,20-24; 12,41s; 21,40s). En la vida, a cada momento, Dios se acerca al hombre en su Hijo Jesucristo, ofreciéndole la gracia del perdón: "tus pecados te son perdonados". El hombre es juzgado digno de la vida, cuando acoge la gracia; muere en su pecado, cuando no se reconoce pecador y no acepta, por tanto, el perdón, la gracia de Dios en Cristo. Hace vana la muerte de Cristo por su pecados. ¡Pues ningún otro acusador tendrás ante ti aquel día, fuera de tus mismas acciones! Cada una de ellas se presentará con su peculiar cualidad: adulterio, hurto, fornicación..., apareciendo cada pecado con su inconfundible característica, con su tácita acusación. "Bienaventurados, en cambio, los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia" (Mt 5,7)168. Quien vive de la fe, no encuentra contradicción entre la gracia radical que libera al hombre de la impotencia de salvarse y las obras de la fe, pues "la fe actúa por la caridad" (Gál 5,6), de modo que "aunque tuviera una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo caridad, no soy nada" (1Co 1,2). "La fe, si no tiene obras, está muerta" (St 2,17). Esto significa que para el cristiano, por una parte, existe la paz liberadora de quien vive en la abundancia de la justicia de Dios, que es Jesucristo entregado a la muerte por nosotros. Lo que Cristo ha edificado, es irrevocable. De aquí nace la libertad profunda, la experiencia del amor inquebrantable de Dios, que siempre nos es propicio a pesar de todos nuestros pecados. La salvación no la esperamos de nosotros, sino del amor de Dios.

e) Jesucristo juez que justifica Pero cumplida la tarea o misión encomendada, el discípulo de Cristo, aún dirá: "Siervos inútiles somos, hemos hecho lo que teníamos que hacer" (Lc 17,10). En la presencia de Dios, nada podemos presentar con pretensión de recompensa. En última instancia lo único decisivo es "estar con Cristo o contra Cristo", pues "si alguno se declara por mí delante de los hombres, yo también me declararé por él delante de mi Padre celestial; pero a quien me niegue ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre celestial" (Mt 10,12s). La confianza en el día del juicio se apoya no en las propias obras, sino en la gracia del perdón: "Si decimos que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Pero si reconocemos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos purificará de toda culpa. Si decimos, pues, que no tenemos pecado, hacemos de Él un mentiroso y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8-10). En realidad "todos somos culpables ante Dios" (Rm 3,10-20). Desde la entrada del pecado en el mundo, por nuestro padre Adán, se pronunció un veredicto de condena contra todos los hombres (Rm 5,16-18). Nadie podía escapar a esta condena por sus méritos. Pero, cuando Jesús murió por nuestros pecados, Dios destruyó el acta de condenación, clavándola en la cruz. A quien no conoció el pecado le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él (2Co 5,21). "Condenó el

168

SAN BASILIO, In Ps. 48 Homilia, 7; In Ps 33 Homilia,21.

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pecado en la carne de Cristo, a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros según el espíritu" (Rm 8,3-4). Así Cristo "nos rescató de la maldición de la ley haciéndose Él maldición por nosotros"(Ga 3,13). Para quienes confían en Jesucristo, el juicio será, o mejor lo es ya, un juicio de gracia y misericordia. Él es nuestra justificación: "al que cree en Aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia" (Rm 4,5), "porque el fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente" (Rm 10,4). Por ello, nuestra profesión de fe en Jesucristo "como juez de vivos y muertos" es Buena Nueva y expresión de la esperanza cristiana. En Cristo se nos ha revelado la justicia de Dios, no la que castiga, sino la que justifica y salva (Rm 3,21-24). Para los creyentes no hay ya condenación (Rm 8,1): si Dios los justifica, ¿quién los condenará? (8,34). Quien cree en Cristo que, al ser levantado en la cruz, nos libera del dominio del Príncipe de la muerte, tiene vida eterna y no va al encuentro del juicio, pues ha pasado de la muerte a la vida (Cf Jn 5,24). En el juicio, nada temen quienes han experimentado la vida de Cristo, porque Cristo vivía en ellos y toda su vida ha sido testimonio de Cristo: Como hay muchas persecuciones (Sal 118,157), también hay muchos mártires. Cada día eres testimonio de Cristo. Has sido tentado por el espíritu (Os 4,12;5,4; Jn 4,1-6) de fornicación, pero, temiendo el futuro juicio de Cristo (Hb 10,27), no has violado la pureza de la mente y del cuerpo (1Co 6,9-20): eres mártir de Cri0sto. Has sido tentado por el espíritu de avaricia y, sin embargo, has preferido dar ayuda a hacer injusticias: eres testigo de Cristo. Has sido tentado por el espíritu de soberbia, pero, viendo al pobre y al necesitado, con corazón benigno has sentido compasión, has amado la humildad antes que la jactancia (Flp 2,3-4): eres testigo de Cristo, dando testimonio no sólo con la palabra, sino con los hechos (Mt 7,21; Jn 12,47). De hecho, quien escucha el Evangelio y no lo guarda (Mt 7,26), niega a Cristo; aunque lo reconozca con las palabras, lo niega con los hechos. Serán muchos los que dirán: "¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios?", pero el Señor les responderá: "Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad" (Mt 7,22-23). Testigo es, pues, aquel que, en armonía con los hechos, da testimonio del Señor Jesús. ¡Cuan numerosos son, pues, cada día aquellos que en secreto son mártires de Cristo y confiesan a Jesús como Señor! ¡Cristo les confesará a ellos ante el Padre!169 ¡Es Cristo el "juez de vivos y muertos"! Los primeros cristianos con su oración "maranathá, ven ,Señor Jesús", han visto el retorno de Jesús como un acontecimiento lleno de esperanza y alegría. Han visto en él el momento anhelado durante toda su vida, hacia el que han orientado su existencia. Eran conscientes de que el juez es nuestro hermano. No es un extraño, sino el que hemos conocido en la fe. Vendrá, por tanto, "para unirnos con Él, pues lo esperamos del cielo para hacernos semejantes a su gloria" (Flp 3,20-21)170.Cristo Juez es el mismo Cristo Salvador, cuya misión fue purificar al pecador y llevarle a la vida y a la visión del Padre. De aquí el celo y gozo con que Jesús invita a todos a entrar en la gloria, según el texto que Melitón pone en sus labios:

169 170

SAN AMBROSIO, Expositio Psalmi 118,20. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII 11-VIII 18.

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Venid, pues, todas las estirpes de hombre que estáis amasados en el pecado (1Co 5,6-8; Mt 16,6) y habéis recibido la remisión de los pecados. Soy yo vuestra remisión (Ef 1,7), yo la pascua de salvación, el cordero degollado por vosotros, vuestro rescate, vuestra vida, vuestra resurrección, vuestra luz, vuestra salvación, yo vuestro rey. Soy yo quien os elevo hasta el cielo, yo quien os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo quien os resucito con mi diestra171. El juicio, por tanto, para el creyente es salvación. Cristo juez, a los elegidos, que claman a Él día y noche, les hará justicia (Lc 18,7s). Por ello, diariamente piden la llegada del día del Señor, la vuelta del Señor en la gloria a juzgar a vivos y muertos: Venga a nosotros tu reino. El encuentro con Jesús, que es el acontecimiento escatológico, es el momento esperado y deseado, pues cada encuentro con Él ha sido encuentro de gracia, de perdón, de amor172. Sobre el juicio se alza, pues, la aurora de la esperanza. El creyente se encontrará aquel día con quien le ha dicho tantas veces en su vida y en sus celebraciones: "No temas, soy Yo, el Primero y el Ultimo, el Viviente; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades" (Ap 1,17-18). Con la Parusía del Señor se consumará la esperanza de redención plena, de liberación de todas las angustias y adversidades de la vida presente. La aparición del Señor significará el fin de la muerte y de la corrupción del pecado. "Cuando empiece a suceder esto..., alzad vuestra cabeza: se acerca vuestra liberación" (Lc 21,28). El Señor prometió a los Apóstoles que serían partícipes de su gloria celeste, diciéndoles: "Así será el fin del mundo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, los cuales recogerán de su Reino todos los escándalos y todos los operadores de iniquidad para arrojarlos al horno del fuego. Allí habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre...Seremos partícipes de aquel esplendor, en el que mostró a los apóstoles el aspecto de su Reino, cuando se transfiguró sobre el monte (Mt 17,1-2p). Entonces Cristo nos entregará, como su reino, al Padre (1Co 15,24), pues nosotros seremos elevados a la gloria de su cuerpo, haciéndonos así reino de Dios. Nos consignará, pues, como reino, según estas palabras: "Venid, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34) 173. Mientras esperamos esta liberación plena y definitiva, en medio del combate de cada día, el Señor nos conforta con su gracia: "Dios os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día del Señor Jesucristo" (1Co 1,8). Todos los que pertenecen a la Iglesia serán congregados de todo el mundo (Mc 13,27) y, entonces, la Iglesia, purificada con la sangre del Cordero, celebrará sus bodas como "novia ataviada para su Esposo" (Ap 21,2). Este es su deseo y plegaria constante: El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven! y el que oiga que repita: ¡Ven! (Ap 22,17.20; 1Co 16,22). Esta súplica nace de la fe esperanzada de que Cristo vendrá con gloria a buscar a los suyos para llevarlos con Él. "Y así estaremos siempre con el Señor" (1Ts 4,18):

171MELITON DE SARDES, Sobre la Pascua 103. 172Sólo temen el encuentro con Él, el juicio,

quienes han organizado su vida prescindiendo de Dios, como el rico Epulón (Lc 16,19-31), el fariseo que se gloría en sí mismo despreciando a los demás (Lc 18,10-12) o el propietario insensato que, ante la gran cosecha, sólo piensa en "comer, beber y darse a la buena vida" (Lc 12,16-20).

173SAN HILARIO, De Trinitate XI 38-39.

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Pues nuestro Señor estuvo sobre la tierra, está ahora en el cielo y vendrá en gloria como Juez de vivos y muertos. Vendrá, en efecto, como ascendió, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,11) y también del Apocalipsis: "Esto dice Él que es, Él que fue y Él que vendrá" (1,8). "De allí vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos". ¡Confesémosle ahora como Salvador, para no temerlo entonces como Juez! A quien ahora cree en Él y le ama, no le hará palidecer el miedo, cuando Él llame a juicio a "los vivos y a los muertos" (2Tm 4,1; 1P 4,5). Lejos de temerlo, anhelará su venida. ¿Puede haber mayor felicidad que la llegada del Amado y Deseado (Ct 2,8)? No temamos, porque es nuestro Juez: Abogado nuestro ahora (1Jn 1,8-9;2,1; Hb 7,22; 9,24), entonces será nuestro Juez. Supongamos que te hallas en la situación de ser juzgado por un juez. Nombras un abogado, quien te acoge benévolo y, haciendo cuanto le sea posible, defiende tu causa. Si antes del fallo recibes la noticia de que este abogado ha sido nombrado juez tuyo, ¡qué alegría tener por juez a tu mismo defensor! Pues bien, Jesucristo es quien ahora ruega e intercede por nosotros (1Jn 1,2), ¿vamos a temerlo como Juez? Tras haberle enviado nosotros delante para interceder en favor nuestro, ¡esperemos sin miedo que venga a ser nuestro Juez!174

8. INFIERNO

a) El infierno es la excomunión eterna El que cree tiene vida eterna, "pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas" (Jn 3,18-21). Dios, en Cristo, ofrece la luz y la vida al hombre. Pero el amor y la salvación no se imponen. Dios respeta absolutamente la libertad del hombre. Le ofrece gratuitamente, en Cristo, su amor y salvación, pero deja al hombre la libertad de acogerlo o rechazarlo. Es más, el amor de Dios capacita al hombre para acoger el don, pero sin anularle la libertad y, por ello, dejándole la posibilidad de rechazar el amor. Vida eterna y muerte eterna no son dos enunciados simétricos. Dios no quiere la muerte eterna, Dios sólo desea la salvación de todos (1Tm 2,4). Y la Iglesia que proclama santos a algunos de sus fieles (canonización), no ha afirmado nunca la condenación de ninguno. El triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza absoluta. La condenación eterna es sólo una posibilidad, aunque sea una posibilidad real para el hombre que rechaza la salvación. Pero el infierno, siempre posible para todo hombre, da seriedad a la vida y es garantía de libertad175. Sin infierno, todo el Credo pierde su verdad. La idea del

174SAN AGUSTIN, De fide et Symbolo VIII,15;Sermón 213,6. 175 Cf CEC 1861. 80

infierno, como condenación eterna, puede chocar con la lógica sentimental del hombre, pero es necesario para comprender a Dios, a Cristo, al Espíritu Santo, a la Iglesia y al hombre. Su existencia además da fuerza e impulso misionero a quien se ha visto merecedor de él por sus pecados y se siente alcanzado por la gracia de Cristo. Quisiera que lo mismo llegara a todos los hombres. Sin el infierno, todo se convierte en apariencia, juego; nada es real. Ya San Justino decía: Y no se nos objete lo que suelen decir los que se tienen por filósofos: que cuanto afirmamos sobre el castigo reservado a los impíos en el fuego eterno no es más que ruido y fantasmagorías; a estos respondemos que si no es como nosotros decimos, o Dios no existe o, si existe, no se cuida para nada de los hombres; y ni la virtud ni el vicio serían nada176. Y San Ignacio de Antioquía escribirá a los fieles de Efeso: "No os hagáis ilusiones, hermanos míos, los que corrompen una familia, no heredarán el Reino de Dios. El corruptor de la fe irá al fuego inextinguible"177. La Sagrada Escritura conoce y anuncia la muerte eterna, como destino último de quien rechaza el ofrecimiento de la salvación que Dios le hace en Cristo. La fe cristiana cree en la libertad del hombre y en el carácter responsorial de la persona, es decir, en la capacidad del hombre de abrirse a la comunión con Dios y con el hombre. Pero, siendo libre, en vez de abrirse, puede igualmente cerrarse en sí mismo, en la clausura de su egoísmo, rechazando a Dios y al prójimo. Si el no a Dios es posible, la muerte eterna es una posibilidad real para el hombre. Ya el Antiguo Testamento contempla la posibilidad de la condenación, de la muerte eterna. Isaías describe a los pecadores como cadáveres que yacen fuera de los muros de la Jerusalén escatológica, perpetuamente atormentados por el gusano y el fuego (Is 66,24). Daniel habla del "oprobio" u "horror eterno" (Dn 12,2) y la Sabiduría describe ampliamente el destino de los impíos (Sb 5,14-23; Cf 3,10,4,1920). El lugar de los muertos es el sheol, lo opuesto al cielo, la morada de Dios. Los que van a él han de descender (Gn 37,35; 42,38; Nm 16,30.33; 1R 2,6; Is 14,15...). A los muertos se los designa como "los que bajan a la fosa" (Sal 28,1; 30,4; 88,5; 143,7). Entre Dios y los muertos se impone una distancia insalvable 178.Y también el Nuevo Testamento afirma la condenación eterna como negación de la comunión con Dios, que constituye la bienaventuranza. Se habla de "perder la vida" (Mc 8,35; Jn 12,25), "perder alma y cuerpo en la gehenna" (Mt 10,28), "no ser conocido" (Mt 7,23; Lc 13,25-27), "ser echado fuera" (Lc 13,23-24) "lejos de Cristo" (Mt 7,27). Los pecadores son echados fuera de la mesa del banquete (Lc 13,28-29; Mt 22,13); las vírgenes necias quedan fuera del convite de bodas, mientras que las sabias entran en él (Mt 25,10-20). Pablo habla de "no heredar el reino" (1Co 6,9-10; Ga 5,21) y Juan de "no ver la vida" (Jn 3,36)179. Una condenación rigurosa aguarda a los hipócritas (Mc 12,40p), a quienes se han negado a escuchar la predicación de Jesús (Mt 11,20-24), a los incrédulos que,

176 177 178

SAN JUSTINO, 1Apol. 19,7-8; 2Apol 9,1; Dial. con Trifón 47,4. SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Eph. 16,1-2. Cf Jb 7,9-10; 10,21; 16,22; 38,17; 2S 12,23; 14,14; Sb 16,13-14; Is 38,10-11; Jon 2,7; 2M 7,14.35.

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El infierno, pues, existe y es eterno, como aparece en el Evangelio (Mt 25,41; 5,9p; 5,22; 8,12; 13,42.50; 18,8-12; 24,51; 25,30; Lc 13,28) y en los escritos apostólicos (2Ts 1,9; 2,10; 1Ts 5,3; Rm 9,22; Flp 3,19; 1Co 1,18; 2Co 2,15; 4,3; 1Tm 6,9; Ap 14,10; 19,20; 20,10-15; 21,8...).

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escuchando, no se han convertido (Mt 12,39-42), y a quienes no acojan a sus discípulos (Mt 10,14s), que son enviados a las naciones "sin oro, ni plata, ni alforja, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón" (Mt 10,9s), "como los hermanos más pequeños de Jesús", con quienes Él se identifica (Mt 25,35-46): Cristo es formado, por la fe, en el hombre interior del creyente, el cual es llamado a la libertad de la gracia, es manso y humilde de corazón, y no se jacta del mérito de sus obras, que es nulo, sino que reconoce que la gracia es el principio de sus méritos; a éste puede Cristo llamar su humilde hermano, lo que equivale a identificarlo consigo mismo, ya que dice: "cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis". Cristo es formado en aquel que recibe la forma de Cristo, y recibe la forma de Cristo el que vive unido a Él con un amor espiritual180. Todos estos textos presentan la condenación como exclusión de la comunión con Dios o con Cristo, en contraposición al goce de la vida eterna. El infierno es la negación de Dios, que constituye la bienaventuranza del hombre. Por ello, el infierno es la imagen invertida de la gloria. Al "ser en Cristo", se opone el ser apartado de Cristo, "no ser conocido por Él" (Mt 7,23), sin comunión con Él; al "entrar en el Reino" se opone el "quedar fuera" (Lc 13,23-27); al "sentarse en el banquete" corresponde el ser excluido de él, "no participar en el banquete" (Lc 13,28-29; Mt 22,13); el novio "no conoce a las vírgenes necias y se quedan fuera, se les cierra la puerta"; el infierno es "perder la herencia del Reino" (1Co 6,9-10; Ga 5,21), "no ver la vida" (Jn 3,36)...Si el cielo es "vida eterna", el infierno es "muerte eterna" o "segunda muerte"181. En su lenguaje simbólico, el "tormento que dura por los siglos de los siglos" (Ap 14,11) se describe en los evangelios como "gehenna de fuego" (Mt 18,9), "horno de fuego" (Mt 13,50), "fuego inextinguible" (Mc 9,43.48), "llanto y crujir de dientes" (Mt 13,42), "estanque de fuego y azufre" (Ap 19,20), "gusano que no muere" (Is 66,24; Mc 9,48). La privación eterna de la comunión con Dios implica el mayor de los sufrimientos, pues el hombre es privado de lo que constituye la verdadera vida: "que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo". 182 Así San Juan Crisóstomo presenta el estado de perdición como exclusión del Reino de Dios: "Desde el momento en que alguien es condenado al fuego, evidentemente pierde el reino, y ésta es la desgracia más grande. Sé que muchos tiemblan ante el solo nombre de la gehenna, mas para mí la pérdida de aquella gloria suprema es más terrible que los tormentos de la gehenna". 183 Es lo que dice también san Agustín: "Se dará la muerte sempiterna cuando el alma no pueda vivir, al no tener a Dios" 184.

180 181

SAN AGUSTIN, Comentario a los Gálatas, 37-38. Lc 13,3; Jn 5,24; 6,50; 8,51; 1Jn 3,14; 5,16-17; Ap 20,14; Rm 5,12; 6,21; 7,5.13.24; 8,6; 1Co 15,21-22; Ef 2,1-5; 1Tm 5,6...

182

La imagen más repetida para describir el sufrimiento del infierno es la del fuego. En el vocabulario de los evangelios el fuego designa, más que una pena, el estado propio de los condenados, que se opone a Reino de Dios (Mt 25,34.41), a entrar en la vida (Mt 18,9)... El fuego, además, es el destino de lo inservible, "del árbol que no da fruto" (Mt 3,10), de la paja una vez separada del trigo (Mt 3,12; Lc 3,17), del árbol que no da buen fruto (Mt 7,19), de la cizaña (Mt 13,30.40-42). Así, pues, más que significar un dolor físico, expresa la vaciedad e inutilidad de una vida sin la comunión con Dios, fuente de la vida. "La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira": CEC 1035.

183

SAN JUAN CRISOSTOMO, In Math. Hom. 23,7,8.

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La vida eterna consiste en "ver a Dios", en "vivir eternamente con Dios"; la muerte eterna, negación de la vida, es la irrevocable lejanía de Dios, el vacío incolmable del ser humano, existencia eterna sin Dios. Es la soledad absoluta, soledad en la que no puede entrar el amor. Dios y los otros, rechazados -"el infierno son los otros"-, quedan fuera del círculo donde el pecador se ha encerrado a sí mismo, creándose su propio infierno, excomulgándose, excluyéndose de la "comunión de los santos". El pecado lleva en su seno el infierno; la muerte en el pecado es su alumbramiento con todo "su llanto y crujir de dientes". La vida eterna, que es premio de las obras buenas, es valorada por el Apóstol como gracia de Dios: "El salario del pecado es la muerte, mas la gracia de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rm 6,23). El salario se paga como debido por el servicio prestado, no se regala; de ahí que "la muerte es el salario del pecado", es decir, ganada con éste, debida a éste. La gracia de Dios, sin embargo, no es gracia si no es gratis. Se ha de entender, pues, que incluso los buenos méritos del hombre son don de Dios, de modo que, cuando son recompensados, en realidad se devuelve gracia por gracia185.

b) El infierno no es creación de Dios El infierno es la "segunda muerte" (Ap 20,14-15), es decir, el voluntario encerrarse en sí mismo, rechazando a Cristo, amor del Padre. De este modo el hombre pecador extravía la llave que podría abrirle las puertas del infierno (Ap 1,18; 3,7). La muerte eterna brota, pues, da la profundidad del pecado del hombre. No vale decir "Dios es demasiado bueno para que exista el infierno", pues para que "exista el infierno" no es preciso que Dios lo haya querido o creado; basta que el hombre, siendo libre, realice su vida al margen de Dios, quien respeta esa libertad y la ratifica una vez terminado el tiempo de la misericordia de Dios, que es el plazo de la vida terrena para cada persona. Y como Dios es vida, lo que nace del rechazo de Dios es muerte eterna186. "Morir sin acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separado de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno"187. San Ireneo así lo dice en su libro contra la herejías de su tiempo y de todos los tiempos: Quienes hayan huido de la luz (Jn 3,19-21; 12,46-48; 1Jn 1,5-6), tendrán un lugar digno de su fuga. En efecto, hallándose en Dios todos los bienes, quienes por propia decisión huyen de Dios, se privan de todos los bienes. Quienes huyen del reposo, vivirán justamente en la pena y quienes hayan huido de la luz, vivirán justamente en las tinieblas eternas, por haberse procurado tal morada. La separación de Dios es la muerte; la separación de la Luz es la tiniebla...Y como eternos y sin fin son los bienes de Dios, su privación es eterna y sin fin (Jn 12,18; 3,18; Mt 25,34.41.46). Por eso dice el Apóstol: "Porque no acogieron el amor de Dios, para ser salvados, Dios les enviará un poder seductor que les hará creer en

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SAN AGUSTIN, De Civ. Dei 21,3,1.

187

CECat. 1033.

SAN ILDEFONSO DE TOLEDO, De cognitione baptismi 92-95. Cfr. J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1980,p.201-203; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La otra dimensión. Escatología cristiana, Santander 1986, p. 251-271.

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la mentira, para que sean condenados todos los que no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad" (2Te 11,10-12)188. El juicio final, para el Evangelio de Juan, no hará más que manifestar en plena luz la discriminación operada ante Cristo desde ahora en el secreto de los corazones. Los espejos limpios reflejan la imagen de los rostros tal como son: imágenes alegres de rostros alegres, imágenes tristes de rostros sombríos, sin que nadie pueda reprochar al espejo reflejar una imagen sombría si su rostro lo está. De modo análogo, el justo juicio de Dios se acomoda a nuestro estado. Se comporta con nosotros como nosotros nos hemos comportado! Dice: "Venid, benditos!" o "Apartaos, malditos!" (Mt 25,34.41). Unos obtienen misericordia por haber sido misericordiosos; y los otros reciben la maldición por haber sido ellos duros con su prójimo. El rico Epulón, al no tener piedad del pobre, que yacía junto a su puerta lleno de aflicciones, se privó a sí mismo de la misericordia al tener necesidad de ella (Lc 16,19-31). Una gota de misericordia no puede mezclarse con la crueldad. Pues, "qué unión cabe entre la luz y las tinieblas?" (2Co 1,14). Por ello se dijo asimismo que "el hombre cosechará lo que siembre: quien siembra en la carne, cosechará la corrupción, mientras que quien siembra en el Espíritu, cosechará la vida eterna" (Ga 6,7-8)189. El juicio del último día significa, por tanto, que al final de los tiempos se hará patente la verdad definitiva sobre Dios y los hombres, la verdad que es Jesucristo. Mirando "al que traspasaron" aparecerá quien "está con Cristo y quien está contra Él" (Mt 7,21; 12,30; 21,28p). Qué significa la amenaza del fuego eterno (Mt 25,41) lo insinúa el profeta Isaías, al decir: "Id a la lumbre de vuestro propio fuego y a las brasas que habéis encendido" (Is 50,11). Creo que estas palabras indican que cada uno de los pecadores enciende la llama del propio fuego, no siendo echado a un fuego encendido por otros: yesca y alimento de este fuego son nuestros pecados, designados por el Apóstol "madera, heno, paja" (1Co 3,12), de modo que cuando el pecador ha reunido en sí gran número de obras malas y abundancia de pecados, toda esta cosecha de males, al tiempo debido hierve para el suplicio y arde para la pena190. Pues ningún otro acusador tendrás ante ti aquel día, fuera de tus mismas acciones! Cada una de ellas se presentará con su peculiar cualidad: adulterio, hurto, fornicación..., apareciendo cada pecado con su inconfundible característica, con su tácita acusación. "Bienaventurados, en cambio, los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia"(Mt 5,7)191. Dios, que creó el mundo y el hombre, vio que todo lo que había salido de sus manos era bueno (Gn 1). Dios, pues, no ha creado nada para la muerte ni aborrece nada de lo que existe (Sb 1,13; 11,24); no quiere tampoco la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 18,23; 33,11). En definitiva, "Dios es amor" (1Jn 4,8) y desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad

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SAN IRENEO, Adv.haer. IV,39,4; V,27,2-28,2. SAN GREGORIO DE NISA, De beatitudine Oratio V. ORIGENES,De principiis, II 9,8;10,4-11,7. SAN BASILIO, In Ps. 48 Homilia, 7;In Ps 33 Homilia,21.

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(1Tm 2,4). Por ello, usa de paciencia, prolongando la historia, pues no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan (2P 3,9). Mientras Juan anunciaba la conversión, prometiendo salvación y condenación: "convertíos porque el reino de Dios está cerca y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto, será cortado y arrojado al fuego" (Mt 3,2.10), Jesús anuncia sólo la salvación: "convertíos porque el reino está cerca" (Mt 4,17). Los judíos, oyéndole hablar en la sinagoga de Nazaret, se maravillarán "extrañados de las palabras de gracia que salían de su boca" (Lc 4,16ss). El furor que suscitó entre los judíos se debía a que Jesús, citando a Isaías (61,1-2), ha suprimido del texto el anuncio "del día de la venganza de nuestro Dios". Esta novedad del evangelio provocará siempre el escándalo de los fariseos, que no entienden que Dios "no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva" 192. Jesús no ha sido enviado a condenar al mundo, sino como Salvador: es Jesús (Jn 3,17; 12,47). El evangelio es, pues, buena noticia de salvación. El infierno, pues, no es creación de Dios. "Dios no ha mandado a nadie ser impío ni ha dado a nadie permiso de pecar" (Si 15,20). Si Dios no ha creado ni quiere el pecado, tampoco ha creado ni quiere la muerte eterna, fruto y consecuencia del pecado. La condenación eterna no es deseo de Dios ni tampoco obra de Jesucristo, que ha venido a los hombres como su Salvador, sino que es obra del hombre mismo, que no acoge esta salvación, porque "no cree" (Jn 3,17-19), no acoge la palabra de salvación, y ésta "le condenará el último día" (Jn 12,47-48).

9. PURGATORIO

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Cfr. parábolas del perdón: el hijo pródigo, el fariseo y el publicano, la dracma y la oveja perdidas...

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a) Fe de la Iglesia en el purgatorio "Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles, y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal cual es...Así que la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales" (LG 49). La Iglesia llama Purgatorio a "la purificación final de los elegidos". Este estado "es completamente distinto del castigo de los condenados". Los fieles, que se purifican, "están seguros de su eterna salvación, aunque necesiten pasar por el "fuego purificador" (1Co 3,15; 1P 1,7) para lograr "la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo", "en la luz y paz de Cristo", y "ser admitidos a la plenitud pascual de la mesa del Reino" y "llegar a la visión beatífica de Dios" 193. El nombre de Purgatorio se debe a San Cipriano que, en el siglo III, en plena persecución de Decio, preocupado por la situación de los "lapsi" 194, que han muerto sin terminar de cumplir la penitencia pública establecida por la Iglesia para ellos, habla del "ignis purgatorius", como oportunidad que Dios les ofrece, ya que se privaron de la purificación del martirio. Desde entonces, en distintos contextos, los Padres siguieron hablando del Purgatorio. En los Concilios de Lyón (1274) y de Florencia (1439), la Iglesia de Oriente y de Occidente suscribieron la fórmula que Miguel Paleólogo recoge en el Decreto pro Graecis: Si los verdaderos arrepentidos fallecieron en gracia de Dios antes de haber satisfecho por sus pecados de omisión y comisión sus frutos dignos de arrepentimiento, sus almas son purificadas después de la muerte con penas purgatorias. Y para ser exoneradas de este género de penas, les son de provecho los sufragios de los fieles vivos (DS 856). Esta doctrina es recogida y proclamada después en el Concilio de Trento y en el Vaticano II: La Iglesia católica, instruída por el Espíritu Santo, enseñó, por las Sagradas Escrituras y por la tradición de los Padres, en los sagrados concilios y últimamente en este Concilio Ecuménico, que el Purgatorio existe y que las almas allí retenidas son ayudadas por los sufragios de los fieles y, sobre todo, por el agradable sacrificio del Altar (DS 1820). Este sagrado Sínodo recibe con gran piedad la venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que se hallan en la gloria celeste o que aún están purificándose después de la muerte, y de nuevo confirma los decretos de los sagrados concilios Niceno II, Florentino y Tridentino (LG 51; Cf LG 49 y 50). Lutero, –y con él los protestantes–, no admite el Purgatorio porque, según él, admitir el Purgatorio es negar la satisfacción única que representa el sacrifico de Jesucristo en la cruz. Y. Congar, al respecto, escribe: "Uno de los errores del

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CEC 1030-1032, 1371 y 1689. Cristianos que durante la persecución no tuvieron fuerza para sufrir el martirio por Cristo, pero que querían seguir siendo cristianos y pedían la reconciliación con la Iglesia, aceptando la penitencia eclesiástica.

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protestantismo es creer que es imposible salvar la transcendencia de Dios si no es sosteniendo que la criatura está absolutamente privada de toda capacidad, incluso de la que pudiera recibir como regalo de Dios mismo; y que, por consiguiente, cualquier capacidad espiritual que se admita en la criatura, se la quita a Dios" 195. En la Biblia encontramos algunos textos que se orientan y se abren válidamente a la doctrina del Purgatorio. En el cuadro de una sana teoría del desarrollo del dogma son suficientes para constituir el fundamento de la fe de la Iglesia. Como dice la Dei Verbum es conveniente no olvidar que "la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza acerca de todo lo revelado" (n.9). "El primer texto es el de 2M 12,39-46. El texto no se refiere directamente al Purgatorio, sino más bien a una práctica de sufragio, sugerida por el pensamiento de la resurrección; a pesar de ello, este pasaje aparece rico y significativo para nuestro tema. La práctica del sufragio y la convicción que la sostiene, hacen efectivamente referencia expresa a la 'magnífica recompensa reservada para los que se duermen en la muerte con sentimientos de piedad' y a la certidumbre de que el sacrificio por los soldados muertos tiene un valor expiatorio 'para que sean absueltos del pecado'". Se deduce de este texto la convicción de que los fieles se purifican entre la muerte y la resurrección y que, en esta purificación, reciben la ayuda de las oraciones de los vivos. "El segundo texto es el de 1Co 3,10-17. El sentido del texto es el de una advertencia a los obreros del Evangelio que trabajan en Corinto para que se fijen bien en cómo construyen sobre ese fundamento –Jesucristo– que Pablo puso como experto arquitecto y por gracia de Dios. Su obra se verá sometida a la prueba del día del juicio para valorar su consistencia y solidez; la imagen del fuego está sacada de la escatología judía y cristiana, tal como aparece, por ejemplo, en Is 66,15-16 o en 2P 3,7. Puede decirse, por tanto, que este texto no contiene una enseñanza sobre la doctrina del Purgatorio, ni mucho menos sobre la existencia del fuego; sin embargo, el versículo 15 admite la posibilidad de una expiación, después de la muerte, de eventuales imperfecciones. Es lo que basta como germen de la doctrina católica" 196. Los apóstoles del evangelio son advertidos de que "la obra de cada cual quedará al descubierto"; "la manifestará el día, que ha de revelarse por el fuego" (v.13). Aquel cuya obra resista "recibirá la recompensa" (v.14); "aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. Él, sin embargo, se salvará, pero como quien pasa a través del fuego" (v.15). Y, finalmente, "si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él" (v.17). A las tres clases de apóstoles corresponde una triple retribución: el premio de la vida eterna, la destrucción o muerte eterna y la purificación dolorosa a través del fuego del purgatorio. Desde el texto "no te acerques aquí, quita las sandalias de tus pies, pues el lugar que pisas es tierra sagrada" (Ex 3,5) hasta el del Ap 21, 27: "nada profano entrará en la Jerusalén celeste", la Escritura afirma la necesidad de purificación y santidad para comparecer ante Dios (Is 35,8;52,2). Esta exigencia, junto a la experiencia de pecado e imperfección del hombre, ha dado origen a la idea de una purificación más allá de la muerte. Es una posibilidad que la misericordia de Dios ofrece a los que mueren sin hallarse plenamente purificados. Dios, que otorga el perdón a David, no le exime de sufrir las consecuencias de su pecado (2S 12,13-14). Esta certeza de la fe da sentido a la oración por los difuntos, que ha sido y sigue siendo una práctica constante en la Iglesia, atestiguada, además de en el Antiguo Testamento y en el Nuevo,197 en los Padres, en las inscripciones funerarias de los primeros siglos, en las catacumbas, en las actas de los mártires y en los textos

195 196

Y. CONGAR, Le purgatoire, en Le mystère de la mort et sa célebration, París 1951. G. GOLZANI, Purgatorio, en Diccionario Teológico Interdisciplinar, Salamanca 1988, pp. 997998.

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litúrgicos. Así se hacía, por ejemplo, en Jerusalén, en el siglo IV, según nos dice San Cirilo: "Después oramos por los santos padres y obispos difuntos y, en general, por todos aquellos que vivieron con nosotros y ahora han muerto, creyendo que nuestras oraciones han de ser útiles para las almas por quienes se ofrecen, y tanto más cuanto que se hacen delante de la santa y adorable víctima...Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores, presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres"198. La Iglesia, madre y maestra, sabe muy bien que ninguno de nosotros puede presentarse ante Dios "inmaculado, sin mancha ni arruga", como sabe también que vivos y muertos estamos unidos en la "comunión de los santos": los bienaventurados interceden por los que peregrinamos aún en la tierra, y nosotros podemos interceder por los que esperan, purificándose, poder entrar en los cielos. Como intérprete de la palabra de Dios, nos ha declarado, por tanto, que entre la muerte y el cielo existe un intervalo en el cual Dios termina de purificar y salvar a los que no están condenados. Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, se expresaba así: "Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del Purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso enseguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón- constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos" (n.28)199.

b) El purgatorio, don de Dios No se puede comparar el Purgatorio con el Infierno, como si sólo se diferenciara en ser transitorio mientras el Infierno es eterno. El infierno es la condenación total y sin esperanza, mientras el purgatorio es el estado de purificación con la certeza absoluta de la salvación total, aunque esta certeza no quite el sufrimiento de verse aún privado de la presencia del amado200. Para comprender el significado del Purgatorio hay que tener presente que la misericordia es el verdadero rostro de Dios, "Dios misericordioso y clemente, lento a la ira y rico de misericordia...."(Ex 34,6-7; Sal 103,8). La misericordia (hesed) de Dios es piedad, bondad, fidelidad, ternura, compasión (Os 2 y 11). Y, sobre todo, la hesed de Dios se manifiesta en el perdón, como canta la Escritura entera y de modo particular los salmos. Jesucristo, muerto por nuestros pecados, es la expresión suprema de esta misericordia. En Él hemos sido reconciliados con el Padre. El Purgatorio es una expresión más, -la última, la añadida por pura gracia- de esta misericordia desbordante de Dios201.

197

Cf 2Tm 1,16-18 que contiene una súplica de un cristiano vivo, Pablo, en favor de un cristiano muerto, Onesíforo, que ha ayudado al apóstol en momentos difíciles. Pablo implora que "encuentre misericordia ante el Señor en aquel día".

198

SAN CIRILO DE JERUSALEN, Cat. Mist. 5,9.10. Aquí vale también el principio "lex orandi, lex credendi".

199

Cfr. Igualmente el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 17-5-1979, sobre los artículos del Credo referentes al más allá.

200

El Vaticano II, en lugar del verbo "purgari" (expiar) de los anteriores concilios, ha preferido la palabra purificación. Cf LG 49 y 50.

201

Santa Catalina de Génova (1447-1510), especialista en la doctrina del Purgatorio, escribe: "No creo que pueda hallarse un contento igual al de las almas del Purgatorio, a menos que sea el contento de los bienaventurados en el cielo. El contento crece cada día a medida que Dios

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Pero, ante la presencia de la gloria de Dios, sentiremos lo que sintió Pedro ante la manifestación de Jesucristo, y gritaremos: "¡Aléjate de mí, Señor, que soy un pecador!" (Lc 5,8 ). En los Padres de la Iglesia Oriental, el purgatorio era visto, más que como expiación de pecados, como divinización progresiva, que va devolviendo al cristiano la imagen de Dios gracias a la intercesión y sufragios de la Iglesia. Yahveh, Dios de la historia, ha entrado en comunión con su Pueblo a través de la Palabra y de la Ley, con las que se comunica para sellar "su alianza" con el Pueblo. Es el mismo Dios quien ha decidido romper la distancia que le separa del hombre y entrar en comunión con él, "participando, en Jesucristo, de la carne y de la sangre del hombre" (Hb 2,14). Esta comunión de Dios, en Cristo, con nuestra carne y sangre humanas nos ha abierto el acceso a la comunión con Dios por medio de la "carne y sangre" de Jesucristo, pudiendo llegar a "ser partícipes de la naturaleza divina" (2P 1,4). Pues "en la fidelidad de Dios hemos sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1Co 1,9). Por ello, von Balthasar ve el purgatorio como un encuentro purificador con Cristo: "Poco habríamos adelantado con reducir el purgatorio de ser un lugar a ser un estado, si no nos decidiéramos a trasladar la realidad purificadora de este estado al encuentro del pecador aún no purificado con el Kyrios que se le aparece para juzgarlo...El purgatorio es una dimensión del juicio en cuanto éste es el encuentro del pecador con el rostro de llamas y los pies de fuego de Cristo (Ap 1,14)"202. Ratzinger sigue también esta interpretación: "El purgatorio adquiere su sentido estrictamente cristiano, si se le entiende cristológicamente y se dice que es el mismo Señor el fuego purificador, que cambia al hombre, haciéndolo 'conforme' a su cuerpo glorificado (Rm 8,29; Flp 3,21). La purificación no se realiza por algo, sino gracias a la fuerza transformante del Señor, que acrisola y refunde nuestro corazón de modo que pueda insertarse perfectamente en su Cuerpo". Él es la fuerza purificadora, que acrisola nuestro corazón cerrado, para que pueda insertarse en su Cuerpo resucitado. El corazón del hombre, al adentrarse en el fuego del Señor, sale de sí mismo, siendo purificado, para que Cristo le presente al Padre. El purgatorio es el proceso necesario de transformación del hombre para poder unirse totalmente a Cristo y entrar en la presencia o visión de Dios–"solo los limpios de corazón gozan de la bienaventuranza de la visión de Dios" (Mt 5,8)–. El purgatorio es, pues, el triunfo de la gracia por encima de los límites de la muerte. Es la gracia, fuego devorador del amor de Dios, que quema "el heno, la madera y la paja" de las obras de nuestra débil fe. El encuentro con el Señor es precisamente esa transformación, el fuego que acrisola al hombre hasta hacerlo imagen suya en todo semejante a Él, libre de toda escoria. Así Jesucristo puede presentar al Padre la "comunión de los santos", su Cuerpo glorioso, la "Iglesia resplandeciente sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27; 2Co 11,2; Col 1,22),"engalanada con vestiduras de lino, que son las buenas acciones de los santos" (Ap 19,8; 21, 2.9-11): Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Así todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2Co 3,17-18) 203. penetra en esta alma, y penetra en ella a medida que los obstáculos que se oponen a ello, se desvanecen". Cf J. GUITTON, Le purgatoire, profonde mystère, París 1957, donde cita el Tratado sobre el purgatorio de Santa Catalina de Génova, pp. 333-335.

202 203

H.U. VON BALTHASAR, Escatología, en VARIOS, Panorama de la teología actual, Madrid 1961. Cfr. J. RATZINGER, Escatología, Barcelona 1980, p. 204-216, con sus referencia patrísticas.

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La conferencia episcopal alemana, en su catecismo, escribe: "Cuando se habla de fuego, se emplea una metáfora que se refiere a una realidad profunda. Este fuego puede entenderse como la fuerza purificadora y santificadora de la santidad y la misericordia de Dios. Para el hombre que ha optado radicalmente por Dios, pero que no ha realizado esta opción con todas sus consecuencias y se ha quedado lejos del ideal –¿quién podrá decir que no es éste su caso?–, el encuentro que se produce después de la muerte con el fuego del amor de Dios tiene una fuerza purificadora y transformadora que ordena, limpia, cura y completa todo lo que en el momento de la muerte era todavía imperfecto. El Purgatorio es, por tanto, Dios mismo como poder purificador y santificador del hombre"204.

c) La Iglesia misterio de comunión El Purgatorio, como aparece en los textos de la Lumen Gentium, subraya la comunión de los miembros del cuerpo de Cristo. La comunión de los santos es una realidad tan viva y fuerte que no la rompe ni la muerte. Nadie en la Iglesia se siente aislado. Todos pueden ayudar a todos. Unidos a Cristo, los creyentes están siempre unidos entre sí, de modo que la vida de uno influye en los demás. Esta comunión explica la purificación después de la muerte gracias a la intercesión de los vivos por los difuntos; la purificación de los difuntos, obra de la "llama de amor viva" de Dios, es sostenida por el amor de los hermanos peregrinos en la tierra. Los vínculos, no de la carne ni de la sangre, sino de la comunión con Cristo en un mismo Espíritu, no se rompen con la muerte. La Iglesia peregrina se siente unida a la Iglesia celeste, que nos espera, y a la Iglesia purgante, que vive en la certeza la espera de unirse al canto de los santos y los ángeles en los cielos. La cabeza del cuerpo, Cristo elevado a la derecha del Padre, atrae hacia Él a todos los miembros de su cuerpo. En el tiempo que precede al juicio final, la obra de salvación continúa en la Iglesia y por la Iglesia, no sólo sobre la tierra, sino también más allá de la muerte. El primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia es la comunión de los santos, que confesamos en el Credo Apostólico. El Catecismo Romano dirá que "la comunión de los santos es una nueva explicación del concepto mismo de la Iglesia una, santa y católica. La unidad del Espíritu, que anima y gobierna, hace que cuanto posee la Iglesia, sea poseído comúnmente por cuantos la integran. El fruto de los sacramentos, sobre todo el bautismo y la Eucaristía, produce de modo especialísimo esa comunión"205. La Iglesia, en su ser, es misterio de comunión. Y su existencia está marcada por la comunión. La comunión de bienes es fruto del amor de Dios experimentado en el perdón de los pecados, en el don de su Palabra, en la unidad en el cuerpo y sangre de Cristo y en el amor entrañable del Espíritu Santo. Esta comunión de los santos, este amor y unidad de los hermanos, en su visibilidad, hace a la Iglesia "sacramento, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1). La comunión de los santos es el antídoto y el contrapeso a la dispersión babilónica; testimonia una solidaridad humana y divina tan maravillosa que le es imposible a un ser humano no sentirse vinculado a todos los demás, en cualquier

204

Cat. de la Con.Epis. Alem., pp.468-469. Alguien ha comparado el Purgatorio al dardo con que el querubín inflamó el corazón de Santa Teresa.

205

CATECISMO ROMANO, I,9,1-27.

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época y dondequiera que vivan. El más pequeño de nuestros actos repercute en profundidades infinitas y eleva a todos, vivos y muertos. (L. Bloy) Y esta comunión de los santos penetra todos los aspectos de la vida de la Iglesia. Esta comunión de los fieles, que participan del misterio de Dios en una misma fe y una misma liturgia, es una comunión jerárquica, que une a toda la asamblea en torno a los apóstoles, que trasmiten la fe y presiden la celebración, presbíteros y obispos en comunión con el Papa. Es una comunión temporal y escatológica: se funda en la fe recibida de los apóstoles, que se vive ya en la vida presente, y está abierta a la consumación en el Reino, donde cesará el signo, pero quedará la realidad de la comunión en la unidad y amor de los salvados con Cristo, en el Espíritu, cuando "Dios será todo en todo". La comunión en lo santo nos une a los creyentes en la comunión de los santos. La comunión en las cosas santas crea la comunión de los santos: las personas unidas y santificadas por el don santo de Dios. La comunión de los santos supera las distancias de lugar y de tiempo. En la profesión de fe confesamos la comunión con los creyentes esparcidos por todo el orbe, la comunión de las Iglesias en comunión con el Papa. Pero confesamos también que la comunión de los santos supera los límites de la muerte y del tiempo, uniendo a quienes han recibido, en todos los tiempos, el Espíritu y su poder único y vivificante: une la Iglesia peregrina con la Iglesia triunfante en el Reino de los cielos. En la Eucaristía podemos cantar unidos -asamblea terrestre y asamblea celeste- el mismo canto: "¡Santo, Santo, Santo!". En la liturgia es donde vivimos plenamente la comunión con la Iglesia celeste, porque en ella, junto con todos los ángeles y santos, celebramos la alabanza de la gloria de Dios y nuestra salvación (SC 104) Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de modo excelente cuando en la liturgia, en la cual la virtud del Espíritu Santo obra en nosotros por los signos sacramentales, celebramos juntos con alegría fraterna la alabanza de la divina Majestad, y todos los redimidos por la sangre de Cristo de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap 5,9), congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios Uno y Trino. Al celebrar, pues, el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial en una misma comunión. (LG 50) Por Jesús, el Salvador, en quien se cumplen las promesas del Padre, y mediante el Espíritu que actualiza e impulsa en la historia la salvación a su plenitud final, la Iglesia supera todas las distancias. Allí donde los cristianos celebran su salvación en Eucaristía exultante se hacen presentes todos los fieles del mundo, los vivos y "los que nos precedieron en la fe y se durmieron en la esperanza de la resurrección", junto con los santos del cielo, que gozan del Señor: "María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires, y todos los santos, por cuya intercesión confiamos compartir la vida eterna y cantar las alabanzas del Señor" en "su Reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de su gloria", "junto con toda la creación libre ya del pecado y de la muerte"206. La Iglesia peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo, reconoció esta comunión del Cuerpo de Cristo y conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció sufragios por ellos (2M 12,46). Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de

206

Plegarias Eucarísticas.

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amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos: a ellos junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos Angeles veneró con peculiar afecto e imploró su intercesión...Veneramos la memoria de los santos del cielo para que la unión de la Iglesia en el Espíritu sea corroborada (Ef 4,1-6). Porque así como la comunión entre los peregrinos por la tierra nos acerca a Cristo, así la comunión con los santos nos une con Cristo, de quien procede como de Fuente y Cabeza toda la gracia y vida del mismo Pueblo de Dios. (LG 50) La comunión de los santos la vivimos, pues, más allá de la muerte también con los hermanos que aún están purificándose, por quienes intercedemos ante el Padre. La comunión eclesial se prolonga más allá de la muerte, continuando la purificación de sus fieles, "en camino hacia el juez" (Mt 25,26). La unión eclesial de cada cristiano no se interrumpe en el umbral de la muerte. Los miembros de un mismo Cuerpo siguen "sufriendo los unos por los otros y recibiendo los unos de los otros, preocupándose los unos de los otros" (1Co 12,25-26). El límite de división no es la muerte, sino el estar con Cristo o contra Cristo (Filp 1,21). Los santos interceden por sus hermanos que viven aún en la tierra y los vivos interceden por sus hermanos que se purifican en el Purgatorio. El fundamento de nuestra comunión, en la construcción de la Iglesia y en la vida de cada cristiano, es Cristo (1Co 3,11-15). Participando todos de la misma salvación del único Salvador y del único Espíritu, que obra todo en todos, los fieles se transmiten mutuamente santidad y vida eterna. A través de la plegaria se establece, por tanto, un misterioso intercambio de vida entre todos. Ante todo, el Doctor de la paz y Maestro de la unidad no quiso que hiciéramos una oración individual y privada, de modo que cada cual rogara sólo por sí mismo: "Padre mío, que estás en los cielos", ni "dame hoy mi pan de cada día", ni pedimos el perdón de las ofensas sólo para cada uno de nosotros, ni pedimos para cada uno en particular que no caigamos en la tentación y que nos libre del mal. Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos lo hacemos no por uno solo, sino por todo el pueblo, ya que todo el pueblo somos como uno solo. El Dios de la paz y el Maestro de la comunión, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que Él incluyó a todos los hombres en su persona207

10. CIELO

207SAN CIPRIANO, Sobre la oración del Señor, c. 8-9. 92

a) El cielo, vida eterna con Dios El Credo de nuestra fe concluye confesando la fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Es la consecuencia de la fe en Dios Padre, como origen de la vida; es el fruto de la fe en Jesucristo, como vencedor de la muerte; es el don de la fe en el Espíritu Santo, como Espíritu vivificante en la Iglesia, donde experimentamos la comunión de los santos y el perdón de los pecados, causa de la muerte. La confesión de fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo nos da la certeza de la resurrección y de la vida eterna. La vida surgida del amor de Dios, manifestado en Jesucristo e infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo, es vida eterna, pues "su amor es más fuerte que la muerte": El Señor ora al Padre: "Quiero que donde estoy yo, estén también ellos, para que vean mi gloria" (Jn 17,24), deseando que a quienes plasmó y formó, estando con Él, participen de su gloria. Así plasmó Dios al hombre, en el principio, en vistas de su gloria; eligió a los patriarcas en vistas de la salvación; formó y llamó a los profetas para habituar al hombre sobre la tierra a llevar su Espíritu y poseer la comunión con Dios...Para quienes le eran gratos diseñaba como arquitecto el edificio de la salvación; guiaba en Egipto a quienes no le veían; a los rebeldes en el desierto les dio una ley adecuada; a los que entraron en la tierra les procuró una propiedad apropiada; para quienes retornaron al Padre mató un "novillo cebado" y les dio el 'mejor vestido', disponiendo así, de muchos modos, al género humano a la música (Lc 15,22-23.25) de la salvación...Pues Dios es poderoso en todo: fue visto antes proféticamente, luego fue visto adoptivamente en el Hijo, y será visto paternalmente en el Reino de los cielos (1Jn 3,2; 1Cor 13,12); pues el Espíritu prepara al hombre para el Hijo de Dios, el Hijo lo conduce al Padre, y el Padre le da la incorrupción para la vida eterna, que consiste en ver a Dios 208. El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres" (Sal 113,24). Pero Dios quiso compartir con los hombres su gloria. Por eso, el cielo, morada de Dios, pasó a ser también morada de los hombres, "residencia de Dios con los hombres" (Ap 21,3). El cielo es la patria de los elegidos (Ga 4,26; Hb 12,22; Ap 3,12; 21,2.10). Allí está su herencia (1P 1,4); allí está su tesoro (Mt 6,20). En el cielo están escritos sus nombres (Lc 10,20), pues es su hogar (2Co 5,1), su ciudadanía (Flp 3,20). El cielo, que esperamos, es nuestra casa paterna, nuestra patria, donde nos concibió desde siempre el amor de Dios. Ir al cielo es volver al cielo, acabar el exilio y tornar a casa209. La Revelación, partiendo del Génesis, discurre desde la creación, a través de las vicisitudes de la historia, hasta el Apocalipsis. Dios, de quien procede todo, al final será "todo en todo". La historia en Cristo une el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin: Él es el Primero y el Ultimo. Y con Cristo, tras Él, los que fueron creados en Él y en vista de Él. Con la frase de San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". O con San Pablo: "Quienes han sido llamados según su designio, de antemano los conoció y también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29; Cf Ef 1,3-14).

208 209

SAN IRENEO, Adv haer. IV 14,1-2; 20,5-6; 22,1-2... "El símbolo del cielo nos remite al misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. Él está en el cielo, es su morada. La casa del Padre es, por tanto, nuestra patria. De la patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (Gn 3) y hacia el Padre, hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (Jr 3,19-4,1; Lc 15,18.21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (Is 45,8; Sal 85,12), porque el Hijo ha bajado del cielo, solo, y nos hace subir allí con Él, por medio de su cruz, resurrección y ascensión (Jn 12,32; 14,2-3; 16,28; 20,17; Ef 4,9-10; Hb 1,3; 2,13)". CEC 2795.

93

Cristo, el Hijo Unigénito de Dios, que bajó del cielo (Jn 3,13; 6,62; 1Co 15,47), al volver al Padre en la ascensión, subió210 al cielo como Primogénito, como el primero de muchos hermanos; subió "a prepararnos el sitio" (Jn 14,2), para "estar donde Él está", "en el seno del Padre". En eso consiste el cielo, en la vida eterna con Dios: Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama cielo...Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (Jn 14,3; Flp 1,23; 1Te 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (Ap 2,17). "Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el Reino" 211. El cielo212 consiste en la vida eterna con Dios. Es algo que "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni nadie llegó a imaginar nunca lo que Dios tiene preparado para quienes le aman" (1Co 2,9). "Todos los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rm 8,18). La asunción de la Virgen María constituye una participación singular en la resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos: "La Virgen inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59). De este modo María es considerada en el Catecismo de la Iglesia Católica como icono escatológico de la Iglesia. En María el cristiano contempla lo que será la Iglesia al final de su peregrinación. Y entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo" (CEC 972; LG 68). Cristo "es la resurrección y la vida" (Jn 11,25). Quien se une a Cristo, es conocido y amado por Dios y tiene, por tanto, "vida eterna" (Jn 3,15): "Pues tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).213 Esta certeza del amor de Dios lleva al cristiano a poner su confianza en Dios y no en sí mismo.

b) Imagenes del cielo Para hablar de la vida de resucitados en el cielo, tenemos que servirnos de lo que ven nuestros ojos en este mundo, pero sólo como imágenes o símbolos de otra realidad. En toda analogía hay semejanza y desemejanza, quizá más desemejanza que semejanza, pues cuanto decimos del cielo es siempre menos de lo que dejamos de decir. Pero la semejanza existe. Toda imagen terrena de la realidad celeste es algo así como la vara de oro que sirvió para medir el perímetro del cielo, "la medida

210 211 212 213

Mc 16,19; Lc 24,51; Jn 3,13; 16,28; 20,17; Hch 2,23; Ef 4,8-10. CEC 1024-1025, con la cita de SAN AMBROSIO, Luc 10,121. El cielo (o los cielos) puede designar el firmamento (Cf Sal 115,16), pero también el "lugar" propio de Dios: "nuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16), y por consiguiente también el "cielo", que es la gloria escatológica. Cf CEC 326. El temor de Dios le hace vivir en vigilancia para que no le sorprenda dormido la venida del Señor. El evangelio de las vírgenes, que aguardan al Señor con aceite en sus alcuzas, y de las necias que no se proveyeron de él acompaña al cristiano en su peregrinación por esta vida.

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humana que usan los ángeles" (Ap 21,17). Los símbolos son indispensables para expresar lo inefable, son la forma más transparente de la verdad, pues en lugar de esconderla, la revelan, al decir lo indecible, poniéndonos en contacto con el misterio, dejándolo como lo que es: misterio. Esto no lo hace el lenguaje conceptual, por más exacto que parezca, pues éste es siempre neutro y frío. Los intentos de la teología racional de "desmitologizar" el Evangelio, pretendiendo encerrar en una fórmula abstracta el misterio, no hacen más que desnaturalizar el misterio, negarle finalmente. Es el absurdo incongruente de los iconoclastas que, después de barrer el templo de imágenes, se arrodillan ante la pared desnuda o la hornacina vacía. La imagen no es Dios, pero la hornacina tampoco214. Así, podemos vislumbrar el cielo en el gusto y colorido de las imágenes 215, como reposo, banquete, tálamo nupcial; es un jardín, tierra que mana leche y miel, árbol siempre florido... Así llegamos per visibilia ad invisibilia. Del cielo desciende a nosotros la lluvia y la luz; de Dios procede la fecundidad y el conocimiento. Cuanto acontece en el cielo, es una teofanía, una manifestación del poder y voluntad de Dios. La tempestad muestra su fuerza; el trueno es su voz potente; el rayo, su brazo; el viento, su soplo; el arco iris recuerda su alianza con los hombres; el incesante curso de los astros atestigua su fidelidad. El sol es como la mirada de Dios, que lo abarca todo, nos mira y no se deja mirar, pero nos alumbra y fecunda nuestra tierra. Las nubes son vehículo de Dios, el azul celeste es el velo que cubre su rostro y la luz es el óleo que le unge. La iconografía cristiana está inspirada en todos estos símbolos, dando lenguaje plástico a la palabra revelada. San Pablo, para hablar de la resurrección y de la vida eterna, se sirvió de la naturaleza, de la siembra y la cosecha o del dormir y despertar, como imágenes del poder de Dios para hacer surgir y resurgir la vida. Los Padres de la Iglesia, enfrentados a los paganos o heréticos, no se cansan de repetir y comentar estas imágenes. Con espléndidas imágenes el Apocalipsis afirma que los bienaventurados vestirán vestiduras blancas y que cada uno recibirá una piedrecita con su nombre grabado. Es el nombre propio, personal, inconfundible, dado por Dios a cada uno de sus hijos, nacidos en el manantial de las aguas bautismales. En la resurrección, el renacido, con el libro sellado de su vida abierto por el Cordero degollado, recibirá una corona refulgente, con la que entrará por una de las doce puertas hechas de una sola perla de la Jerusalén celestial. Allí paseará entre los árboles frutales que producen doce cosechas al año. Siendo verdad que Dios y su cielo desbordan todo símbolo, sin embargo, la Ciudad celeste del Apocalipsis (c.21), con sus doce puertas y un ángel apostado en cada puerta, con las medidas exactas de su planta cuadrada y las piedras preciosas de los basamentos, que le dan un resplandor de "jaspe diáfano", nos hace sentir la seguridad, la armonía, la claridad del cielo, frente a nuestra experiencia diaria de inseguridad, caos y confusión sobre la tierra. Nosotros damos el mismo nombre de felicidad a la menguada dicha, que experimentamos sobre la tierra, y aquel estado de beatitud suma propio de la bienaventuranza eterna. Damos el mismo nombre de vida a la efímera existencia en este mundo y a aquella otra que será eterna, como si los dos adjetivos "efímera" y

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215

La Escritura, Palabra de Dios para el hombre, desaparecería si tacháramos de ella este símbolo del cielo. El cielo es la morada de Dios (Sal 2,4; 122,1; Tb 20,12; Mt 5,16; 6,9.14; Rm 1,18). El cielo es el trono de Dios (Sal 11,4; 20,7; Is 66,1; Ez 1,1; Mt 5,24; Hch 7,49). Es su santuario (Mi 1,2; Ha 2,20; Ap 11,19; 15,5). Y, puesto que Dios habita en el cielo, de allí desciende para comunicarse con los hombres (Gn 11,5; Ex 19,11ss; Mi 1,3; Sal 18,10; 144,5) y allí vuelve de nuevo (Gn 17,22). El cielo se abre para dar paso a la palabra de Dios (Mt 3,17; Jn 12,28; 2P 1,18). Del cielo desciende hasta nosotros el Espíritu enviado por Dios (Is 32,15; Mt 3,16; Hch 2,2; 1P 1,12). Y también los ángeles, mensajeros de Dios, viven en el cielo (1R 22,19; Jb 1,16; Tb 12,15; Mt 18,10) y de allí bajan para cumplir en la tierra la misión que Dios les encomienda (Dn 4,10; Mt 28,2; Lc 22,43). Tan íntimamente está ligado el cielo con Dios, que a veces se utiliza como sinónimo suyo (Mt 5,10; 5,20; Mc 11,30; Lc 10,20; 15,18.21; Jn 3,27). Cf CEC 1027.

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"eterna", no afectaran radicalmente al sustantivo "vida". La tensión del lenguaje analógico, al que nos vemos forzados, refleja la tensión que hay entre lo enunciado y lo inefable, entre lo que está presente y lo que está más allá. Pero los símbolos son indestructibles, pertenecen a la memoria constitutiva del hombre, forman parte de su mismo ser. Por ello poseen una validez perenne, indispensable para expresar ciertas realidades inaccesibles por otros caminos. Los símbolos son la forma más transparente de la verdad; en vez de esconderla, la revelan, al decir lo indecible. Como dice P. Ricoeur, "los símbolos dan que pensar". Al darnos "que pensar", nos dan lo pensado, nos ponen en contacto con el misterio, cosa que no hace el lenguaje conceptual. El misterio es irreductible a conceptos, no se deja atrapar por la fórmula abstracta. Se trata de un lenguaje figurado, ciertamente, pero figurado no por exceso, sino por defecto, es lo que dice la figura y mucho más. Por ello, el peligro está en ver sólo la imagen y quedarse en ella, sin asomarse por ella más allá de ella misma. Es como quien se queda mirando la ventana, en lugar de ver a través de la ventana el panorama que está más allá de la ventana. Es el conocido ejemplo del necio que cuando un dedo les señala el cielo se quedan mirando el dedo. Pero lo propio de todo símbolo es la apertura hacia "lo otro", la alusión a algo que está detrás, la transparencia que revela una presencia: per visibilia ad invisibilia. Al firmamento lo llamamos cielo, porque es el símbolo que revela lo transcendente, el más allá. El cielo es lo patente, lo obvio, a la vez que lo inescrutable, que asombra la mirada contemplativa. El cielo es lo otro por excelencia, lo distinto de la tierra. Cielo y tierra van siempre unidos y contrapuestos: "Al principio creó Dios el cielo y la tierra". Dios queda siempre al lado del cielo, hasta gramaticalmente. Desde el cielo Dios mira a los hombres, que están en la tierra; y desde la tierra el hombre eleva la mirada a Dios: "He dirigido la mirada hacia Ti, que habitas en el cielo" (Sal 122,1). El cielo es lo que está arriba. Dios habita en lo alto 216. Es más, le llamamos el Altísimo. La misma ascensión de Cristo participa de este valor simbólico. Significa el tránsito de un modo de ser a otro "más alto". La sustracción a los ojos de los apóstoles, ellos la vieron como subida, como elevación. Jesús volvía al cielo, de donde había bajado en su kénosis (Jn 3,13; Flp 2,6ss). Era su constitución como Kyrios, Señor, que pone a sus enemigos "como escabel de sus pies" (Hb 12,13). Son locuciones, más que espaciales, cualitativas, pero enraizadas en el ser del hombre. Por ello, podrá decir Pablo: "Buscad las cosas de arriba, no las de la tierra" (Col 3,2). Nuestros deseos y plegarias suben al cielo "como el perfume del incienso" (Sal 141,2). Desde que Dios se hizo hombre y la revelación de Dios tomó carne humana, el cielo y su manifestación para nosotros quedó encarnado en las imágenes humanas y terrenas, que tocan lo más íntimo de nuestro ser. Jesús habló siempre del cielo con las imágenes que tocaban lo más sensible de sus oyentes. A los hambrientos les hablaba de pan; a la Samaritana de un agua viva, que sacia definitivamente la sed; al mercader, le habla de una perla preciosa, al pastor del gozo del hallazgo de la oveja perdida; a los pescadores del lago de Galilea, les hablaba de una red repleta de peces; al hombre que cava en el campo, de un tesoro escondido; a los sordos les promete que oirán, a los ciegos que verán, a los paralíticos que saltarán. A sus íntimos les dice que en el cielo estarán siempre con Él en el seno del Padre. Así la realidad inefable de la vida eterna con Dios se nos describe en el Nuevo Testamento mediante innumerables imágenes que nos desvelan y, simultáneamente, nos impulsan a participar de su riqueza como: reino, reino de Dios, reino de los cielos, paraíso, gloria, cielo, visión de Dios, perla preciosa, mies abundante, banquete

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Es cierto que Dios desborda sus propios símbolos y hasta el símbolo del cielo es pálido e insuficiente. Habrá que recurrir a frases enfáticas: "Dios está en el cielo de los cielos" (Dt 10,14; 1R 8,27; Ne 9,6; Sal 148,4), está "por encima del cielo" (Ez 1,26). Pues, en verdad, "el cielo no puede contenerlo" (Sal 113,5s; 1R 8,27).

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mesiánico, boda, banquete de bodas. Con todas estas imágenes se describe la visión de Dios, la vida eterna, el ser con Cristo. Entre estos símbolos empleados por Jesús, tienen una importancia especial el del banquete mesiánico o el de convite nupcial (Mt 22,1-10;25,1-10; Lc 12,38-38;13,2828; 14,16-14). La boda y el banquete responden al deseo de perpetuidad de la especie y de cada persona. La sexualidad y la comida festiva expresan la vida gozosa en la comunión. Son imágenes inmediatas de la plenitud personal y comunitaria 217. De aquí la insistencia de Jesús en las imágenes del banquete y de las bodas, que sugieren el gozo de las personas en la comunión de la comunidad congregada en torno al Esposo. Por ello, la analogía más fiel y expresiva del reino de Dios es la Asamblea cristiana congregada en Eucaristía218. La dimensión comunitaria de la vida eterna se subrayará igualmente con las imágenes de la ciudad celestial o la nueva Jerusalén (Ap 21,9ss). La ciudad en efecto significa la "superación de la soledad y da refugio al hombre allí donde únicamente puede éste encontrarse cobijado: en la comunidad de los prójimos, de los otros hombres"219. Los elegidos, dice san Agustín, participan "contigo en el reino perpetuo de tu santa ciudad", la Iglesia celeste, "ciudad santa, nuestra madre, mansión radiante, templo de la divinidad, casa de Dios", en la que y mediante la cual llega a las personas singulares el gozo eterno220. "El amor no desaparecerá" (1Co 13,8). El amor es como el río que quedó, después del pecado, uniendo la tierra y el Paraíso. El amor es lo que nos queda en esta tierra de peregrinación como realidad celeste, como posesión "de vida eterna" (1Jn 3,14). Ciertamente que, en el paso por este mundo, nuestro amor se va cargando de escorias de egoísmo y falsedad. Por ello, tendrá que pasar por el crisol del fuego, para que sea el amor de la esposa sin mancha ni arruga, digna del Esposo Cristo, que se entregó a la muerte por ella. "Yahveh, nuestro Dios, circuncidará nuestro corazón" (Dt 30,6), antes de entregarnos a su Hijo amado. El cielo será actividad sin cansancio, descanso sin hastío, conocimiento sin velos, amor no posesivo, libertad sin desamparo, luz que no ciega, vida sin temor de muerte. Son simples promesas para ganar discípulos? Es pura proyección psicológica de los deseos infantiles? No serán puras ilusiones que nos avocan al desencanto? Si esto dependiera de nosotros podríamos dudar de su realidad. Pero la certeza de nuestra esperanza se basa en la fidelidad de Dios. Y, por experiencia, en la Iglesia ya sabemos que "Dios es capaz de hacer incomparablemente más de lo que nosotros pedimos o imaginamos" (Ef 3,20). Es lo que en el peregrinar de la fe hemos empezado a gustar: la paz del perdón, la iluminación del Espíritu Santo, el gozo de la comunión, el amor de la comunidad, la libertad de la filiación divina. Aquí hemos podido barruntar, aunque sólo sea en sus reflejos, lo que nos aguarda. "Poseemos ya las arras", el aval de lo que nos pertenece como herederos de Dios, coherederos de Cristo. El banquete de la Eucaristía es realmente "pregustación de la vida celeste", del banquete del Reino de los cielos. La alegría del perdón sacramental es

217

Cfr. J.RATZINGER, Resurrección y vida eterna, en VARIOS, Muerte y vida. Las ultimidades, Madrid 1962, pp. 173-177.

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La Iglesia sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo...Y "para el hombre esta plenitud será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina es como el sacramento. Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios (Ap 21,2), la Esposa del Cordero (Ap 21,9). Ya no será herida por el pecado, las manchas (Ap 21,27), el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión humana". CEC 1045.

219 220

Ibidem. SAN AGUSTIN, Confesiones, 11,3; 12,20.21.24.

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participación de aquella "alegría mayor" que hay en el cielo por un pecador que se convierte. El gozo de los esposos, unidos en una sola carne en el matrimonio, es un anticipo del gozo nupcial de Cristo y la Iglesia, unidos en un solo cuerpo glorioso. El paralítico, que sólo busca la curación de su parálisis, recibe con ella lo que nunca imaginó, "el perdón de sus pecados". Así la felicidad del cielo desbordará también todos nuestros deseos y súplicas, como recoge la fe de la Iglesia en la colecta del domingo 27 del tiempo ordinario: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. La liturgia de la Iglesia, en las exequias, evoca la entrada en la vida eterna con las imágenes de la luz, de la paz, del reposo eterno, combinadas con la imagen de la Jerusalén celestial. El cristiano, que ha acogido en su vida la llamada de Cristo, es acogido en la hora de la muerte por Cristo, que es quien lleva a plenitud la vocación cristiana de cada discípulo. Como en esta vida el cristiano ha vivido "en Cristo", también muere "en Cristo", es acogido por Cristo y conducido por Cristo, que, como Buen Pastor, lo toma sobre sus hombros y lo conduce por las cañadas oscuras de la muerte hasta las verdes praderas del Paraíso, como canta el salmo 22, típico de las exequias. Así la Iglesia puede despedir confiada a su hijo: "Suscipiat te Christus, qui vocavit te". Así la muerte se ve y se celebra a la luz de Cristo, que también murió y salió victorioso de la muerte. El cristiano que muere, muere con Cristo y se incorpora a Él en su resurrección. La Iglesia, acompañando a sus hijos hasta el final, intercede por el difunto, ruega por la purificación de sus pecados, le recomienda y deja en "las manos del Padre", creyendo que lo que ella hace en la tierra tiene un valor sacramental: corresponde con lo que acontece en el cielo. La Eucaristía celebrada en el interior mismo de las exequias manifiesta de manera clara la vinculación de la muerte del cristiano al misterio pascual de Jesucristo. En la celebración de las exequias resplandece la luz de la vida. Es lo que expresan los salmos 113 y 117 y la colocación del cirio pascual junto al féretro. Es significativo igualmente el respeto, casi la veneración por el cuerpo, como expresión de la esperanza de la resurrección. Por ello se coloca el cuerpo del difunto en medio de la asamblea, se le asperja con el agua, recordando el agua del bautismo que lo incorporó a Cristo, y se le inciensa, como signo de veneración al cuerpo, templo del Espíritu Santo y destinado a la resurrección gloriosa.

c) Anticipos del cielo Entrar en la vida es lo mismo que entrar en el Reino de Dios (Mc 9,43.45.47). En la parábola del juicio final igualmente la "vida eterna" coincide con "el reino preparado desde la creación del mundo" (Mt 25,34.46). El joven rico pregunta a Jesús qué debe hacer para "obtener la vida eterna" (Mc 10,17). Y "vida eterna" es lo que promete a los discípulos que han dejado todo por seguirlo (Mc 10,30). Pero, si en los sinópticos se habla de vida eterna, como vida escatológica "para el siglo futuro" (Mc 10,30), Juan, el evangelista que más habla de la vida eterna, nos dice que esta vida eterna comienza ya aquí; es poseída ya actualmente por la fe. Quien cree en Cristo, "tiene la vida" o "la vida eterna" 221. Cristo es la fuente de esta vida, que "estaba en

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Jn 3,36; 5,24; 6,47.53-54; 1Jn 3,14; 5,11.13...

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Él" desde antes de la creación del mundo (Jn 1,4; 1Jn 1,1) y "se ha manifestado, haciéndose visible en su encarnación (1Jn 1,2). Por ello Jesús dirá de sí mismo que "posee la vida" (Jn 6,57; 14,19) o que Él mismo "es la vida" (Jn 11,25;14,6; 1Jn 5,20) y que ha venido al mundo para "darle la vida" (Jn 6,33; 10,10; 1Jn 4,9). La muerte es consecuencia del pecado. El hombre, llamado a la vida por Dios, al intentar alcanzar por sí mismo, contra Dios, el árbol de la vida, halla la muerte. Así "por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte" (Rm 5,12). En esta muerte entra Cristo, como nuevo Adán, y sale vencedor de ella. "Se humilló hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2,8); por esta kénosis, en obediencia al Padre, Jesús venció el poder de la muerte (2Tm 1,10; Heb 2,14); la muerte, de esta manera, ha perdido su aguijón (1Co 15,55). Él que cree en Cristo "ha pasado de la muerte a la vida" (Jn 5,24) pues "el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no gustará la muerte por siempre" (Jn 11,25-26), siendo el mismo Cristo "la resurrección y la vida" (Jn 11,25; 14,6). Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como el don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera anhelante de la consumación de las bodas, gritan: Maranathá! La Iglesia, en su peregrinación, vive continuamente la tensión entre el Aleluya y el Maranathá. Cuando la Iglesia ora diciendo "Padre nuestro que estás en el cielo", profesa que somos el Pueblo de Dios "sentado en el cielo, en Cristo Jesús" (Ef 2,6), "ocultos con Cristo en Dios" Col 3,3), y, al mismo tiempo, "gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celestial" (2Co 5,2; Flp 3,20; Hb 13,14). "Los cristianos viven en la carne. Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del Cielo"222. Ahora ya vemos al Señor entre nosotros, pero le "vemos como en un espejo" y anhelamos "verle cara a cara" (1Co 13,12). Ahora "ya somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,1-2). Como escribe Pablo: En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para testimoniarnos que somos hijos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza (Rm 8,14-24). Pablo, como los evangelios sinópticos, reserva la expresión "vida eterna" para la consumación escatológica (Rm 2,7; 5,21; Ga 6,8; Tt 1,2). Sin embargo, esta vida eterna ya tiene su actualidad en la vida presente gracias al don del Espíritu Santo

222

CEC 2796, con cita de la Carta a Diogneto 5,8-9.

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(Rm 8,2.10; Ga 2,20;5,25). Esta vida es participación en la vida de Cristo resucitado (Gál 2,20) y se manifestará en su plenitud con la parusía de Cristo (Col 3,3-4). De este modo ahora somos "herederos, en esperanza, de vida eterna" (Tt 3,7). La participación del ser de Dios, fruto y expresión del ver a Dios o poseer la vida eterna, se nos concede siendo en Cristo, participando del ser de Cristo, mediante la incorporación a Cristo, escuchando su palabra y comiendo su carne, como repite san Pablo. Podemos, pues, definir la vida eterna como "ser con Cristo". Este "ser uno con Cristo" es el significado de las parábolas del convite de bodas (Mt 22,1-14), pues se trata de las nupcias del hijo del rey, de las diez vírgenes (Mt 25,1-13) en la que el esposo es el Señor de la parusía y las vírgenes sabias entran con Él al banquete. Igualmente en la última cena Jesús anuncia el convite escatológico, invitando a sus discípulos a participar con Él: "no beberé ya del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29). Así Cristo une el banquete eucarístico al banquete escatológico, como su plenitud. Como en la eucaristía la Iglesia participa de la carne y de la sangre de Cristo, así el banquete escatológico será la comunión plena con Él. Si el cristiano ya vive en la Iglesia una Vida que pasa por encima de la muerte, porque ama al enemigo y puede entrar en la cruz de su historia, esta experiencia robustece en él la fe y la esperanza de la Vida en plenitud, de la Vida eterna más allá de este mundo. Lo que ha pregustado le lleva a anhelar su consumación plena. La vida comenzada es, al mismo tiempo, una garantía de la realización escatológica de la promesa y de la esperanza. Es lo que en lenguaje teológico dice el P. Alfaro: "Solamente se podrá hablar significativamente sobre el éschaton cristiano, en sí mismo todavía escondido, si ya en el presente hay signos anticipadores de este último por venir"223. La fe es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la vida futura224. Este don de la vida, que ofrece Jesucristo, es vida eterna. Pero durante la existencia temporal puede perderse, por la pérdida de la fe o por la negación del amor fraterno, expresión de la vida eterna (1Jn 3,14-15; 5,16). Por ello, la vida eterna, don de Cristo, sólo alcanza su consumación perfecta en el futuro, cuando el creyente sea asumido en la gloria de Cristo resucitado y esté donde Él mismo está (Jn 14,3; 17,24). El Hijo entregará al Padre los elegidos salvados por Él (1Co 15,24), pasándoles de su Reino al Reino del Padre (Mt 25,35). "Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre" (Mt 13,43): El justo recibirá un "cuerpo celeste" (1Co 15,40), capaz de estar en compañía de los ángeles con el "vestido" limpio de su cuerpo, recibido en el bautismo, al ser inscrito en el libro de la vida (Ap 3,4-5). La otra vida es una espiritual cámara nupcial225. Esta es la esperanza cristiana: "vivir con Cristo eternamente" (Flp 1,23). Esta es la fe que profesamos: "los muertos en Cristo resucitarán...yendo al encuentro del Señor...y así estaremos siempre con el Señor" (1Ts 4,16-17). "Porque Cristo murió y

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J. ALFARO, Escatología, hermenéutica y lenguaje, Salmanticensis 25(1980)233-246. SANTO TOMAS, Compendium Theologiae, 1,2. SAN JUAN CRISOSTOMO, In Mth. Homilía 34,2; 31,3-5; De resururectione mortis homilia.

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resucitó para ser Señor de vivos y muertos" (Rm 14,9). Estar en Cristo con el Padre en la comunión del Espíritu Santo con todos los santos es la victoria plena del Amor de Dios sobre el pecado y la muerte: es la vida eterna: Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. Él que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, ni les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero, que está delante del trono, será su Pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Ap 7,15-17). Quién es el hombre, que apetece la vida y anhela ver días felices?" (Sal 34,13). El profeta se refiere, no a esta vida, sino a la verdadera vida, que no puede ser cortada por la muerte. Pues "ahora dice el Apóstol vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; pero cuando Cristo, vuestra Vida, se manifieste, también vosotros apareceréis con Él en la gloria" (Col 3,3-4). Cristo es, pues, nuestra verdadera vida, siendo ésta vivir en Él...De aquí que cuando oyes hablar de "días felices" no debes pensar en la vida presente, sino en los sábados alegres, santos, hechos de días eternos...Ya desde ahora, el justo bebe "agua viva" (Jn 4,11; 7,37-39), pero beberá más abundantemente de ella, cuando sea ciudadano de la Ciudad de Dios (Ap 7,17;21,6;22, 1.17), es decir, de la asamblea de quienes viven en los cielos, constituyendo todos la ciudad alegrada por la inundación del Espíritu Santo, estando "Dios en medio de ella para que no vacile" (Sal 45,6)...Allí, encontrará el hombre "su reposo" (Sal 114,7), al terminar su carrera de la fe y recibir la "corona de justicia" (2Tm 4,7-8). Un reposo, por lo demás, dado por Dios no como recompensa de nuestras acciones, sino gratuitamente concedido a quienes esperaron en Él.226 Esta será la meta de nuestros deseos, amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este será el don, la ocupación común a todos, la vida eterna. Pues, como dice el salmo, "cantarán eternamente las misericordias del Señor" (Sal 88,2). Por cierto, aquella Ciudad no tendrá otro cántico más agradable que éste, para glorificación del don gratuito de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados. Allí se cumplirá aquel "descansad y ved que yo soy el Señor" (Sal 45,11). Este será el sábado máximo, que no tiene ocaso; descansaremos, pues, para siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos cuando "Él sea todo en todos". En aquel sábado nuestro, el término no será la tarde sino el Día del Señor, como octavo día eterno, que ha sido consagrado por la Resurrección de Cristo, santificando el eterno descanso. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos.227

d) La resurrección consuma la comunión de los santos En Cristo, hombre como nosotros, glorificado a la derecha del Padre, nos encontramos con Dios. Y en Él nos encontramos con la comunidad de los creyentes, unidos a Él como miembros de su Cuerpo, glorificados con Él. Este es el fin y el compendio de nuestra fe. Y quién, creyendo en Dios, puede dudar de la resurrección de la carne, siendo manifiesto que por eso solamente nació Cristo? Por qué otro motivo se dignó el Eterno asumir la carne, sino para

226 227

SAN BASILIO, In Ps 33 Homilía 17; In Ps 45 Homilía 8-10; In Ps 114 Homilia 8. SAN AGUSTIN, De civitate Dei XXII 29-30.

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eternizar la carne? Por qué el Hijo de Dios no rehusó la cruz, deseó la muerte y anheló la sepultura, sino para dar a los mortales la vida eterna mediante la resurrección?228. Confesamos la resurrección de la carne, es decir, del hombre entero, como persona que vive en la comunión con los hombres y con la creación entera. La vida eterna, comunión con Dios, será también "communio sanctorum", la comunión de los santos y de las cosas santas229. La vida eterna realizará plenamente la comunión. El gozo de la comunidad eclesial alcanzará la plenitud en la comunión celestial. En ella, cada miembro del Cuerpo eclesial de Cristo descubrirá su puesto "indispensable" (1Co 12,22) y, por ello, sin envidia, "tomando parte en el gozo de los demás" (1Co 12,26). El amor, llegado a su cumplimiento pleno, dará sentido y valor a todos y cada uno de los diversos carismas (1Co 13). Cristo nos dirá: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino que os ha sido preparado desde la creación del mundo" (Mt 25,34). Así se lo anuncia al buen Ladrón: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Pues Cristo quitó aquella "espada llameante" de la entrada del Paraíso (Gén 3,24), abriéndolo para los creyentes, al recrear todas las cosas en su estado original, para reunirnos a todos en la Jerusalén celestial, donde estaremos y haremos fiesta con Cristo...Pues es una fiesta deseabilísima la fiesta de la resurrección de todos los cuerpos, de los que Cristo fue "la primicia" (1Cor 15,23), pues es designado -y lo es- "Primogénito de entre los muertos" (Col 1,18), siendo "la Resurrección y la Vida" (Jn 11,25-26)230. La fe en la vida eterna, como consumación de la comunión, impulsa a la comunidad cristiana a vivir en el mundo como signo sacramental del amor y unidad escatológico, que mientras la espera, realiza ya la comunión. El fiel vive como hijo, sintiendo a los demás fieles como hermanos, desgastando la vida presente por los hombres, en espera de la nueva creación. Ver morir a los cristianos, acompañados por los hermanos en la celebración del sacramento de su unción, nos ha hecho sentir tantas veces lo que dice San Cipriano: Al morir, pasamos por la muerte a la inmortalidad a reinar por siempre. No es ciertamente una salida, sino un paso y traslado a la eternidad. Y el que ha de llegar a la morada de Cristo, a la gloria del Reino celeste, no debe llorar sino más bien regocijarse de esta partida y traslado, conforme a la promesa del Señor (Flp 3,20-21). Pues nosotros tenemos por patria el paraíso (Flp 3,20; Hb 11,13-16;

228 229

230

SAN MAXIMO TAUMATURGO, Homilía 83. El éschatón será la consumación de la historia, aunque cada cristiano participa de la vida eterna inmediatamente después de la muerte. Qué significa, pues, para uno que ha llegado ya a la vida eterna el éschatón? El cristiano vive esperando y anhelando el encuentro con Cristo en su muerte y en la espectación del Reino de Dios en la Parusía como final de la historia. Ciertamente no podemos medir la duración entre el encuentro con Cristo tras la muerte y la consumación del Reino en la Parusía con las categorías del tiempo humano, histórico. Los teólogos, con fantasía, llamarán a esa duración "evo", "tiempo transfigurado", "tiempo-memoria", "eternidad participada". Poco importa el nombre de algo que no corresponde a nuestra experiencia. Pero sí es immportante afirmar que el hombre, ya salvado en el encuentro con Cristo tras su muerte, no está plenamente glorificado fuera de la consumación de la comunidad humana y de la creación entera, cuando "Dios sea todo en todas las cosas". SAN ATANASIO, Contra arrianos II,76; SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, De adoratione in spiritu et veritate XVII; In Joannes VII-VIII.

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13,13) y por padres a los patriarcas. Nos esperan allí muchas de nuestras personas queridas, seguras de su salvación, pero preocupadas por la nuestra. Qué alegría tan grande para ellos y nosotros llegar a su presencia y abrazarlos! Allí está el coro glorioso de los apóstoles, el grupo de los profetas gozosos, la innumerable multitud de los mártires coronados por la victoria, las vírgenes que triunfaron en el combate de la castidad, los que socorrieron a los pobres, transfiriendo su patrimonio terreno a los tesoros del cielo. Corramos, hermanos amadísimos, con insaciable deseo tras éstos, para estar en seguida con ellos! Deseemos llegar pronto a Cristo!231. La resurrección "en el último día", al final de la historia y en presencia de todos los hombres, manifestará la "comunión de los santos". El cristiano, que ya vive resucitado, vivirá plenamente su resurrección en la comunión del Reino, gozando con los hermanos que vivieron la misma fe en Cristo. La muerte no ha tenido el poder de separarlos. En el Cuerpo glorioso de Cristo, a quien le unió el bautismo, el cristiano encuentra a sus hermanos, miembros con él del "Cristo total" (S. Agustín). La santa madre Iglesia en el círculo del año celebra la obra de su divino Esposo, desarrollando todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor.(SC 102) En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero(Ap 21,2; Col 3,1; Hb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él (Flp 3,20; Col 3,4).(Idem,n.8; Cf LG 48ss). Porque, cuando Cristo aparezca y se verifique la resurrección gloriosa de los muertos, la claridad de Dios iluminará la ciudad celeste y su Lumbrera será el Cordero (Ap 21,24). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la suma beatitud de la caridad, adorará a Dios y al Cordero que fue inmolado (Ap 5,12), proclamando a una voz: Al que está sentado en el Trono y al Cordero la alabanza, el honor y la gloria y el imperio por los siglos de los siglos (Ap 5,13-14). (LG 51). El Espíritu Santo, comunión eterna del Padre y del Hijo, ya en la tierra, en la celebración, nos introduce en el misterio de la comunión de Dios junto con todos los salvados por Cristo. En la Sión celeste, por la que suspiraban los padres (Hb 11,10.16), en torno a Cristo triunfante, nos reuniremos con los ángeles también los cristianos (Lc 10,20; St 1,18), que Cristo ha santificado y perfeccionado (Hb 10,14; 11,40): Acercándonos al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, asamblea de los innumerables ángeles, congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su consumación, y a Jesús, Mediador de la nueva alianza (Hb 12,22-24)232.

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SAN CIPRIANO, Sobre la unidad de la Iglesia 26; Sobre la peste 2-26.

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e) El cielo: visión de Dios "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8), es el anuncio de Jesucristo. Desde Moisés, los creyentes son "la raza de los que buscan a Dios", los que "van tras su rostro" (Sal 24,6), los que imploran que brille sobre ellos "la luz de su semblante" (Sal 4,7), los que esperan "contemplar su rostro" (Sal 11,7). Este deseo que late en los salmos, "ver a Dios", es lo que promete Jesús a los limpios de corazón. Para el semita ver al rey es, no sólo conocerle, sino participar de su vida, vivir en su presencia. Los que viven en la corte del rey, gozan de su intimidad, se sientan a su mesa, son distinguidos por su familiaridad, ven al rey. En este contexto, en el Reino de Dios, los ángeles, que forman la corte de Dios, "ven continuamente el rostro de Dios" (Mt 18,10), es decir, viven de modo estable en su presencia. Ver a Dios, pues, es entrar en comunión vital con Él. A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia la visión beatífica: "Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios..., gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada"233. En Cristo, imagen visible del Padre invisible, hemos visto a Dios: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre". Así, Cristo es el cumplimiento de la promesa, haciendo a Dios presente entre nosotros como Enmanuel, Dios con nosotros. En Cristo, anticipo del reino de Dios, se nos ha abierto el cielo, la vida eterna con Dios. "Estando sentado a la diestra del Padre, Cristo actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por ella unirlos a Sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio cuerpo y sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa" (LG 48). La fe cristiana llama justamente "vida eterna" a la victoria del amor sobre la muerte. Esta vida eterna consiste en la visión de Dios, incoada en el tiempo de la fe y consumada en el "cara a cara" del Reino. Pero visión, "ver a Dios", "conocer a Dios cara a cara", recoge toda la fuerza del verbo conocer en la Escritura. No se trata del conocer intelectual, sino de convivir, de entrar en comunión personal, gozar de la intimidad, compartiendo la vida de Dios, participando de la divinidad: "seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). Conocer a Dios es recibir su vida, que nos deifica: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo"(Jn 17,3). El estar con Cristo, vivir en Cristo, que nos da la fe y el bautismo, es el comienzo de la resurrección, como superación de la muerte (Flp 1,23; 2Co 5,8; 1Ts 5,10). Este diálogo de la fe es vida que no puede destruir ni la muerte: "Pues estoy seguro que ni la muerte...podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Rm 8,38-39). San Policarpo puede bendecir a Dios en la hora de su martirio: Señor, Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito siervo Jesucristo, por quien hemos nacido de ti, yo te bendigo por haberme considerado digno de esta hora y poder ser contado entre tus mártires, tomando parte en el cáliz de Cristo (Mt 20,22-23; 26,39) para resurrección de vida eterna, mediante la incorrupción

232 233

Cf CEC 1020, 1524 y 1680 sobre la Exequias del cristiano. CEC 1028.

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del Espíritu Santo! (Rm 8,11). Sea yo recibido hoy con ellos en tu presencia, como sacrificio aceptable, conforme previamente me lo preparaste y me lo revelaste, cumpliéndolo ahora Tú, el infalible y verdadero Dios.234 La visión de Dios es el cumplimiento del deseo que Jesús expresa en su oración: "Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la creación del mundo" (Jn 17,24). Más aún, que lleguen a "ser uno como nosotros", "como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que ellos también sean uno en nosotros...,para que el mundo sepa que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17,11. 2123). Qué nos dio aquí?Qué recibisteis? Nos dio la exhortación, nos dio su palabra, nos dio la remisión de los pecados; recibió insultos, la muerte, la cruz. Nos trajo de aquella parte bienes y, de nuestra parte, soportó pacientemente males. No obstante nos prometió estar allí de donde Él vino, diciendo: "Padre, quiero que donde voy a estar, estén también conmigo los que me has dado" (Jn 17,24) Tanto ha sido el amor que nos ha precedido!. Porque donde estábamos nosotros, Él también estuvo; dónde Él está, tenemos que estar también nosotros. Qué te ha prometido Dios, oh hombre mortal? Que vivas eternamente. No lo crees? Créelo, créelo. Es más lo que ya ha hecho que lo que ha prometido. Qué ha hecho? Ha muerto por ti. Qué ha prometido? Que vivirás con Él. Es más increíble que haya muerto el eterno que el que un mortal viva eternamente. Tenemos ya en mano lo que es más increíble. Si Dios ha muerto por el hombre, no ha de vivir el hombre con Dios? No ha de vivir el mortal eternamente, si por él ha muerto Aquel que vive eternamente? Pero, cómo ha muerto Dios y por qué medio ha muerto? Y puede morir Dios? Ha tomado de ti aquello que le permitiera morir por ti. No hubiera podido morir sin ser carne, sin un cuerpo mortal: se revistió de una sustancia con la que poder morir por ti, te revestirá de una sustancia con la que podrás vivir con Él. Dónde se revistió de muerte? En la virginidad de la madre. Dónde te revestirá de vida? En la igualdad con el Padre. Aquí eligió para sí un tálamo casto, donde el esposo pudiera unirse a la esposa (2Co 11,2; Ef 5,2223...). El Verbo se hizo carne (Jn 1,14) para convertirse en cabeza de la Iglesia (Ef 1,22-23; Col 1,18). Algo nuestro está ya allá arriba, lo que Él tomó, aquello con lo que murió, con lo que fue crucificado: ya hay primicias tuyas que te han precedido, y tú dudas de que las seguirás?.235 El siervo fiel es invitado a "entrar en el gozo de su Señor" (Mt 25,21-23). El Reino de los cielos es "estar con Cristo en el paraíso", compartiendo (metá) su vida, como anuncia el mismo Cristo al buen ladrón (Lc 23,42-43). En definitiva se trata de "estar siempre con el Señor (1Ts 4,17), por ello "preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor" (2Co 5,8), "deseo partir y estar con Cristo (Flp 1,23). Este es deseo no sólo del discípulo de Cristo, sino el mismo deseo de Cristo: "Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria" (Jn 17,24); por eso dirá también: "cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros" (Jn 14,3). Así san Cipriano presenta la gloria como configuración con Cristo y participación en su Reino: "quién no deseará ser transformado y transfigurado lo antes posible a imagen de Cristo? Cristo el Señor ruega por nosotros para que estemos con Él y

234 235

Martirio de San Policarpo 14,1-2. SAN AGUSTIN, Enarratio in Psal. 148,8.

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podamos alegrarnos con Él en la morada eterna y en el Reino celestial. Quien quiera llegar al trono de Cristo, tiene que manifestar sólo alegría en razón de la promesa del Señor". San Ignacio de Antioquía, en un texto brotado de su amor a Cristo, dice a los fieles de Roma: "que ninguna cosa, ni visible ni invisible, se me oponga, por envidia, a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamiento de mis huesos...vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo. De nada me aprovecharán los confines del mundo. Para mí mejor es morir en Jesucristo que ser rey de toda la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros y por nosotros resucitó".236 En la parusía del Señor resucitaremos para la vida eterna (Dn 12,2; 2M 7,9.14). Cielo y vida eterna con Dios es el fin de nuestra existencia cristiana. El cielo es el cumplimiento pleno de la promesa de Dios: "Yo mismo seré tu recompensa" (Gn 15,1; Sb 5,15). La vida en plenitud es la íntima comunión con Dios eternamente, permanentemente. Esta era la aspiración de Moisés: "Muéstrame tu gloria" (Ex 33,18), sin advertir que no es posible ver el rostro de Dios durante esta vida terrena (Ex 33,20). El salmista se goza con la certeza de poder disfrutar de su visión después de la muerte: "Al despertar me saciaré de tu semblante" (Sal 17,15; Cf Sal 16,11; 73,23-26). Esta vida eterna consiste en el conocimiento de Dios, manifestado en Jesucristo: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3). Este conocimiento entraña la comunión vital con Dios en Jesucristo mediante el Espíritu Santo, que nos hace reconocer y confesar a Jesús como Señor y que testimonia a nuestros espíritu que Dios es nuestro Padre. Por eso dirá san Juan "lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,3); y "quien confiesa al Hijo posee también al Padre...Si permanece en vosotros lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre" (1Jn 2,23-24). Conocer a Dios y a su Hijo es entrar en relación íntima, participando de su persona. En definitiva es conocer en el amor: "yo les he dado a conocer tu nombre...para que el amor con que tú me has amado esté en ellos, como yo estoy en ellos" (Jn 17,26). El amor con que el Padre ha amado al Hijo, es el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones. Este amor, participación del amor de Dios, que "es amor" (1Jn 4,8) es vida eterna: amor a Dios y a los hermanos. "Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor es perfecto en nosotros. En esto se conoce que permanecemos en Él y Él en nosotros: Él nos ha dado su Espíritu" (1Jn 3,12-13). Y "en esto sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos...Quien no ama no tiene en sí mismo vida eterna" (1Jn 3,13ss). Así San Pablo contrapone el carácter imperfecto del conocimiento o visión de Dios durante esta vida temporal en relación a la perfección que nos aguarda en el éschaton: "La caridad no tendrá fin. Las profecías desaparecerán...,la ciencia desaparecerá. Nuestro conocimiento ahora es imperfecto, nuestra profecía es imperfecta. Pero cuando venga lo perfecto, lo imperfecto desaparecerá... Ahora vemos como en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido" (1Co 13,8-13). Ver a Dios supone la comunión vital con Él, en una relación personal, de persona a persona, "cara a cara". "Mientras habitamos en el cuerpo estamos en exilio lejos del Señor, caminamos en la fe y aún no en la visión. Por eso, deseamos salir del cuerpo para "habitar junto al Señor" y conocer a Dios en visión.

236

SAN IGNACIO DE ANTIOQUIA, Ad Romanos 5,3-6,1.

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San Juan nos presenta, desde otro ángulo, lo mismo: "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). La visión de Dios tal cual es, engendra la semejanza con Él: "seremos semejantes a Él porque le veremos". La visión de Dios es nuestra divinización, realizándose la plena filiación divina. Ahora ya, gracias a Jesucristo, el Hijo unigénito del Padre, somos hijos de Dios, pero aún no hemos llegado a la forma perfecta de filiación. Al ver a Dios, entrando en comunión vital plena con Él, seremos hechos partícipes de su ser y de su vida: "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1,4). San Ireneo señala la imposibilidad de ver a Dios en base a las solas fuerzas del hombre, para afirmar a continuación que "lo imposible para el hombre es posible para Dios. Dios es visto por los hombres porque Él quiere, cuando y como quiere. Será visto en el Reino de los cielos". Esta visión de Dios nos otorga la divinización: "a los que hayan sido limpios de corazón, les concierne, elevados a la cercanía de Dios, su perpetua contemplación. Así son llamado con el nombre de dioses". 237 Reino de Dios, paraíso, visión de Dios, vida eterna es estar con Cristo eternamente en el seno del Padre, abrazados por el amor mutuo del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo, que el Padre y el Hijo nos han dado, derramándolo en nuestros corazones. Un solo amor de Dios, un solo Espíritu unirá a todos los bienaventurados en un solo Cuerpo de Jesucristo, en la gloria de Dios y de sus obras, el cielo nuevo y la tierra nueva (Is 65,17; 66,22; 2P 3,13): Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte ni luto ni dolor. Porque lo de antes ha pasado. Y el que estaba sentado en el trono dijo: Todo lo hago nuevo (Ap 21,2-5).

11. CELEBRACION DE LA ESCATOLOGIA

a) El domingo celebra la nueva creación La creación, obra de las manos de Dios, ha sido hecha con miras al Sabbat, al descanso y a la glorificación de Dios. Con el pecado la creación queda sometida a la maldición y a la vanidad. Pero Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, inaugura el octavo día, comienzo de la nueva creación. "Así, la obra de la creación culmina en una obra todavía más grande: la Redención. La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera"238. La creación, en el plan de Dios, desde el comienzo, está orientada a la plenitud. Al acabar la obra de los seis días, Dios descansó, creando el sabbat, el descanso, como corona de la creación. Toda la creación está orientada a la glorificación de Dios, a entrar en la libertad de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de Dios (Rm 8, 19-24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el nuevo

237 238

SAN IRENEO, Adv.Haer. 4,20,5;CLEMENTE ALEJANDRINO, Stromata 7,10,55. CEC 349.

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cielo y la nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Ap 21,2). Alcanzará su plenitud cuando Dios sea "todo en todo" (1Co 15,28). Y Dios, creador del mundo, ha colocado al hombre al frente de su creación. Se da una relación permanente entre el hombre y la creación, que se basa en el designio de Dios. El hombre es un ser en el mundo. Por ello las intervenciones de Dios en la historia del hombre se dan en el marco concreto del mundo y tienen una repercusión cósmica. Así, el pecado del hombre rompe, no sólo su relación con Dios y entre los hombres, sino también la armonía con la creación. El pecado del hombre hace que la maldición caiga sobre la tierra (Gn 3,17-18). Igualmente la alianza con la humanidad rescatada del diluvio abarca también al universo (Gn 8,21-22; 9,9-13). Las abominaciones del pueblo profanan el mundo, que sufre por ello la cólera de Yahveh239. En correspondencia a la maldición, el mensaje de salvación se dirige igualmente a la tierra, que recibirá también las bendiciones divinas240. El anuncio de la nueva creación en los profetas (Is 65,17-21; 66,22) se inserta en este designio de Dios sobre su creación en relación al hombre. La consumación escatológica de la historia, con la resurrección de los muertos, implica la creación de cielos nuevos y una tierra nueva. El anuncio del "nuevo cielo y la tierra nueva" de Isaías es recogido también en el Nuevo Testamento (2P 3,13; Ap 21,1). Y San Pablo asocia la creación a la redención de Cristo. Cristo, en quien han sido creadas todas las cosas (1Co 8,6; Col 1,16-17; Hb 1,2-3), es también el salvador de todas las cosas. Así Cristo recapitulará o reconciliará todas las cosas (Ef 1,10; Col 1,20), pues ha sido puesto "por encima de todo" (Ef 1,21-22), para ser cabeza de todas las cosas (Col 2,10.19; Ef 4,15). Y ya, mientras se desmorona este mundo, el cristiano experimenta, hasta en su mismo cuerpo, la nueva creación ya en gestación. De aquí que en el texto clásico de la carta a los romanos escriba: Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la manifestación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior, anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8,19-23). La suerte del universo aparece, pues, ligada a la del hombre. El hombre arrastró a la creación a la vanidad, a la esclavitud y a la corrupción, cuando, desconfiando de Dios, la idolatró; ahora, cuando se manifieste en el hombre la filiación divina, con la plenitud de la redención o rescate del cuerpo, el hombre hará a la creación partícipe de su liberación, llevándola a ser creación de Dios y no ídolo en el puesto de Dios. Cuando nuestros cuerpos sean transfigurados a imagen del cuerpo glorioso de Cristo resucitado, reproduciendo la gloria del Hijo (2Co 3,18), entonces se manifestará nuestra condición filial, y la creación, que está sufriendo, será gestada como nueva creación241.

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Cf Lv 18,27-28; Jr 7,20; 9,10-11; Ez 6,14; Is 13,9-11. C. Ez 36,1-15; Is 11,6-9; 30,23-26; 35,1-2.6-7; Am 9,13... Cfr. S. LYONNET, La Storia della salvezza nella lettera ai Romani, Napoli 1966, p. 221-240.

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El creyente, que llega a la fe en la creación desde la celebración y experiencia salvífica de la resurrección de Jesucristo, ve la creación como recreación, como nueva creación, con "cielos nuevos y tierra nueva" (Ap 21,1), que la potencia de Dios ya ha inaugurado al resucitar a su Hijo y que el cristiano espera que consume en él (1P 3,13). Dios aparece en la liturgia cristiana como un Dios que crea siempre en novedad y abre las puertas al futuro. Las grandes obras del pasado vocación, elección, liberación, alianza, posesión de la tierra, construcción del templo, exilio con su retorno se repiten de una forma nueva y más maravillosa en la celebración litúrgica. En ella Dios levanta de nuevo a Israel, acogiéndolo en una nueva alianza, sellada en el corazón del verdadero Israel (Jr 31,31-33). Dios, que creó todas las cosas por Cristo y en vistas a Cristo (Jn 1,3; Col 1,15 -20), recrea en Cristo su obra desfigurada por el pecado (Col 1,15-20). El núcleo de esta nueva creación, que implica a todo el universo (Col 1,19s), es el hombre nuevo creado en Cristo para una vida nueva: "Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (2Co 5,17; Ga 6,15; Ef 2,15). Desde esta experiencia de nueva creación en la novedad de vida inaugurada con la resurrección de Cristo, y para cada cristiano al incorporarse a Cristo con la fe (Rm 1,6) y el bautismo (Rm 6,4), el creyente se abre, en esperanza, a la culminación escatológica, anticipada en el presente con las arras del Espíritu (2Co 1,22;5,5): En Cristo también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído también en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1,13-14; Cf todo el capítulo). En el centro está Cristo, como cúspide o piedra angular de la creación y de la historia: Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él (Col 1,15-17). El domingo, pascua semanal de la Iglesia, es el día primero y el día octavo de la creación. Día de la creación de la luz, "día en el que Dios empezó las primicias de la creación del mundo y día en el que dio al mundo las primicias de la resurrección" 242. Así el domingo es signo de la nueva creación, signo de la vida eterna, esperada y ya celebrada en la Iglesia. Conmemorando la resurrección de Cristo, el domingo anticipa su retorno. Memorial, profecía y presencia, "nuestro domingo es en verdad el advenimiento de la nueva creación, la irrupción de la vida de arriba" 243: No me son aceptos vuestros sábados de ahora, sino el que yo he hecho, aquel en que, haciendo descansar todas las cosas, haré el principio de un día octavo, es decir, el principio de otro mundo. Por eso justamente celebramos el día octavo

242 243

PSEUDO EUSEBIO DE ALEJANDRIA, citado por J. DANIELOU, La doctrina patristique du dimanche, en Le jour du Segneur, París 1948, p. 113-119. S. GREGORIO NACIANZENO, De nov.Dom. 5.

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con regocijo, por ser el día en que Jesús resucitó de entre los muertos y después de manifestado subió a los cielos244. Este día octavo es el que celebra San Agustín, al final de la Ciudad de Dios, como el día cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, día octavo eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos 245. Pero, ya en la celebración de la Iglesia, este día eterno entra en nuestro tiempo. El cristiano, elevando sus manos al cielo, ora en pie como "liberado del pecado y de la muerte y como quien espera la Parusía del Señor. De pie y prontos para partir, como comieron la pascua los hebreos en Egipto: De pie es como hacemos la oración del primer día de la semana. Y no sólo porque, resucitados con Cristo y debiendo buscar las cosas de arriba (Col 3,1), hagamos volver a nuestra memoria el día consagrado a la resurrección, la gracia que nos ha sido dada, sino porque aquel día parece ser de alguna manera la imagen del mundo venidero. Puesto que este día está al principio, fue llamado por Moisés no "primero" sino "uno": tuvo una noche y una mañana, un día (Gn 1,5), como si este "mismo día" volviera a menudo. Además ese "día uno" es también octavo y significa por sí mismo ese día realmente único y verdaderamente octavo, el día sin fin que no conocerá ni noche ni día siguiente, siglo imperecedero que no envejecerá ni tendrá fin246. De domingo en domingo, a lo largo de la historia, hasta que el Señor vuelva, el acontecimiento pascual de su muerte y resurrección actúa transformando el corazón de los hombres y liberando la creación entera de la vanidad y corrupción a que está sometida, llevándola hasta "la participación en la gloriosa libertad de los hijos de Dios".

b) Navidad celebra la gloria de Dios en la carne humana Después del pecado, que perturbó toda la creación, Navidad es el inicio de la restauración cósmica. El Verbo encarnado se une a la naturaleza humana y en ella a cada hombre y a la creación entera. Todo lo creado participa en la alegría de la encarnación de Cristo, como canta el tropario bizantino de Navidad: Qué cosa te ofreceremos nosotros, oh Cristo!, por haber venido a la tierra como hombre por nosotros? Cada una de las criaturas, que por Ti han sido creadas, Te trae una oblación de gratitud. Los ángeles, su canto; el cielo, su astro; los magos, sus presentes; los pastores, su estupor; la tierra, su gruta; el desierto, un pesebre. Y nosotros, qué te ofreceremos? Nosotros te ofrecemos una Virgen Madre.

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BERNABE, Carta XV 8-9. SAN AGUSTIN, Ciudad de Dios XXII,30,5. SAN BASILIO, De Spiritu Sancto 27.

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El don de María, la nueva Eva, la nueva tierra del paraíso, inicia la restauración del cosmos y de la historia. Todo mira hacia el Mesías: la creación, la historia, los pueblos. Y Él viene a consagrar el mundo con su presencia entre nosotros: Verbo invisible, apareció visiblemente en nuestra carne; engendrado antes de los siglos, comenzó a existir en el tiempo, para asumir en sí todo lo creado y levantarlo de su caída; para reintegrar en tu designio el universo y reconducir a Ti la humanidad dispersa247. Cristo toma nuestra carne sin gloria, desfigurada por el pecado, para darnos el "Espíritu de gloria" (1P 4,14) y que la Iglesia "se presente ante Él toda gloriosa, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27), "como esposa adornada para su esposo" (Ap 21,3). Bella y resplandeciente con los dones del Esposo, la Iglesia celebrará las bodas del Cordero, "engalanada y vestida de lino deslumbrante de blancura" (Ap 19,6-8). María, figura de la Iglesia que acoge a Cristo, es ya la "mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza" (Ap 12,1). Navidad, inicio de la restauración escatológica, provoca el canto a la gloria de Dios manifestada en la encarnación de su Hijo. Toda la liturgia navideña es un canto a la gloria de Dios manifestada en sus obras en la creación y, más aún, en la recreación en Cristo. El Nacimiento del Salvador constituye el "anuncio gozoso" de una gran alegría. Todo grita de júbilo como una anticipación de la alegría escatológica. Dios se ha hecho hombre para que el hombre llegue a ser Dios! En Él resplandece en plena luz el misterioso cambio que nos ha redimido, nuestra debilidad es asumida por el Verbo, el hombre mortal es elevado a una dignidad perenne y, nosotros, unidos en comunión admirable, compartimos tu vida inmortal248.

c) Cuaresma celebra el tiempo presente

La Escritura expresa el concepto de vida con un plural intensivo (hayyim) que significa vida y felicidad. Vivir y existir no son sinónimos. La vida es más que la mera existencia; la vida, en el lenguaje bíblico, implica la idea de plenitud existencial. Es el bien supremo por el que el hombre está dispuesto a dar todo lo que posee (Jb 2,4), está por encima incluso del honor, pues "vale más perro vivo que león muerto" (Qo 9,4). La vida es luz (Jb 3,20; Sal 36,10) que alumbra la existencia. Preservar y prolongar la vida es la aspiración del hombre, iluminado por la Palabra de Dios 249. Este amor apasionado a la vida responde a la convicción de que la vida es el don más precioso de Dios al hombre. Dios mismo es el Viviente (Dt 5,26; Sal 42,3; 84,3; Jr 10,10...). En Él está la fuente de la vida (Sal 36,10; Jr 2,13; 17,13). Por ello, la vida participa de la santidad de Dios, pues es Él quien la otorga, la conserva y la prolonga, como comunicación de su propio ser viviente (Gn 2,7). La vida, pues, como don de Dios y participación de su hálito de vida, está llamada a vivirse en alianza con Dios. El hombre "vive de la palabra de Dios" (Dt 8,3), de la fidelidad a sus Diez Palabras o Decálogo (Dt 30,15-20; 5,33). La vida es participación de la sabiduría de Dios. Vida y sabiduría se identifican en los libros sapienciales 250. La vida, por tanto, alcanza su plenitud en la comunión con Dios. Entrando en relación de

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Prefacio II de Navidad. Prefacio III de navidad. Cf Dt 5,16; 16,20; 30,19.21 ;Am 5,4.6.14; Ez 18,23.32. Cf Pr 3,11-18; 4,22;5,6; 6,23; 10,17; Si 21,13; Sb 6,17-18.

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intimidad con Dios el creyente puede decir "tu gracia vale más que la vida" (Sal 63,4), "para mí la vida es Cristo y el morir una ventaja" (Flp 1,21). Si estar en comunión con Dios es la plenitud de la vida, ésta es posible en medio de las dificultades, las pruebas y tribulaciones. Los salmos cantan esta vida, radicada en Dios, aunque esté circundada de adversidades. Es el canto del peregrino, que afronta las penalidades y obstáculos de su viaje por la alegría que le produce "la casa de Dios" (Sal 122), en cuyos atrios "un día vale más que mil fuera" (Sal 84,11); es el canto del fiel que experimenta el gozo interior en medio de la prueba (Sal 119) o el gozo del pecador que implora el perdón para recobrar con él "el gozo y la alegría" (Sal 51). La comunión con Dios, el escuchar su palabra y celebrarla son las fuentes de una alegría con la que nada se puede comparar. Se halla en ella dulzura (Sal 27,4; 34,9), encanto apetecible (Sal 42,2-3; 84,2-3), felicidad (Sal 63,8-9; 1,1-2; 112,1)... Por el contrario, una vida fuera de la alianza con Dios no es vida, sino un "invocar la muerte con obras y palabras" (Sab 1,16). El pecado lleva consigo la experiencia de la propia muerte (Gn 2,17). La muerte, pues, es la excomunión, el ser arrojado lejos de la relación con el Dios vivo, fuente de la vida251. La cuaresma es el tiempo del desierto, lugar de los esponsales del pueblo con Dios. Dios, como guía del pueblo252, le conduce, en medio de prodigios (Malq 7,15) y cariños (Os 15,1-4), a la alianza con Él (Ex 3,17s; 5,1s), atrayéndolo hacia Él (Ex 19,4), hablándole al corazón (Os 2,16; Jr 2,2), mostrando su santidad y su gloria (Nu 20,13, su solicitud paterna (Dt 8,2-18), dándole a gustar el alimento celeste (Sal 78,24)... Pero la cuaresma, como el desierto, es un tiempo de paso. Es el tiempo de pasar, bajo la gloria de Dios, hasta llegar a la tierra, al descanso (Jr 31,2), al Reino de Dios, lugar del culto a Dios (Dt 26,3). Todas las pruebas del desierto, que recuerda la cuaresma, están encaminadas a que el pueblo aprenda (Sb 16,26) que "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios"; que no es "tentando a Dios", sino reconociéndolo como Dios en la historia, como se alcanza la vida; y que Él es el único Dios y "a Él sólo se debe adorar y dar culto". En definitiva, el desierto es el tiempo de descubrir la vida y la felicidad "amando a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" (Dt 13,3-4). La cuaresma, como el desierto, expresión de esta vida, es el tiempo de "habitar en tiendas" (Os 12,10), que dejan ver las estrellas, impulsando a mirar al cielo, mientras se vive en el "gozo" (Sal 118; 122; 126) de la presencia de Dios (Dt 16,1115; Lv 23,40). Bautizados en la nube y en el mar, somos alimentados con el pan vivo y abrevados con el agua del Espíritu que brota de la roca, que es Cristo. Así, el cristiano, en la Iglesia, vive en el desierto hasta el retorno glorioso de Cristo. Pero ya Cristo es el agua viva, el pan del cielo, el camino y el guía, la luz en la noche, la serpiente que sana de las mordeduras de muerte... La cuaresma, símbolo del tiempo presente, es la celebración del combate con Cristo para participar de su victoria sobre los poderes de muerte que nos amenazan todos los días (Mt 4,1s). La cuaresma nos lleva a desear sentarnos a la diestra del trono de Dios con Cristo, que "en lugar de la gloria que se le proponía, se sometió a

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El CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLOCA, en su primer número señala el sentido y fin de la historia del hombre con estas palabras: "Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a aceptarlo y a amarlo con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada". Ex 13,21; 40,36-38; Dt 1,33; Sal 78,14; 105,39; Sb 10,17; 18,3.

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la cruz sin miedo a la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Hb 12,2).

d) Pentecostés imagen del cielo 1. Cincuentena pascual Con la resurrección de Cristo apareció una vida nueva y la presencia del Espíritu del Resucitado impulsa con su fuerza de vida la resurrección, la vivificación de los cuerpos mortales, venciendo la muerte y el pecado (Cf 2Co 4,6; Ef 1,19....). Por eso la espera escatológica se proyecta hacia la Pascua definitiva, cuando el Señor vuelva: Llegará un tercer día y en él nacerá un cielo nuevo y una tierra nueva, cuando estos huesos, es decir, la casa de Israel, resucitarán en aquel solemne y gran domingo en el que la muerte será definitivamente aniquilada. Por ello, podemos afirmar que la resurrección de Cristo, que pone fin a su cruz y a su muerte, contiene y encierra ya en sí la resurrección de todos los que formamos el cuerpo de Cristo253. Como la cuaresma es figura del peregrinar del cristiano en el mundo, la cincuentena pascual, pentecostés, es imagen de la vida celeste. Entusiasmado, dirá Eusebio de Cesarea: Una vez celebrada la pascua, nos espera una fiesta, que lleva la imagen del cielo, una fiesta espléndida, como si ya estuviéramos reunidos con nuestro Salvador en posesión de su Reino. Por ello durante esta fiesta no nos está permitido someternos a la fatiga y así aprendemos a ofrecer una imagen del reposo esperado en los cielos. En consecuencia, no nos arrodillamos al orar ni nos afligimos con ayunos. No es justo que se postren por tierra quienes participan de la resurrección divina, ni que continúe sufriendo como esclavo quien ha sido liberado de las pasiones254. Y San Atanasio dirá: Siendo la fiesta de Pentecostés símbolo del mundo futuro, celebramos el gran domingo, gustando aquí ya la prenda de la vida eterna futura. Cuando al fin emigremos de aquí, entonces celebraremos la fiesta perfecta con Cristo 255. La cincuentena pascual es el tiempo de la convivencia pascual con Cristo resucitado. Es esta presencia viva de Cristo, Esposo de la Iglesia, lo que confiere a este tiempo el clima de alegría y de gozo profundo (Lc 5,35). Las apariciones del Resucitado, la Ascensión de Cristo a la gloria del Padre, el don del Espíritu Santo y la espera de la Parusía gloriosa del Señor, llenan de gozo a la comunidad cristiana durante el día prolongado y exultante de la cincuentena pascual, imagen del Reino

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ORIGENES, Comentario al Evangelio de San Juan, 10,20. EUSEBIO DE CESAREA, Com. in Mat. 14,5. SAN ATANASIO, Epistula festalis 1,10.

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de los cielos. Pentecostés es la "semana de semanas" más el día octavo que completa la cincuentena: Siete multiplicado por siete da cincuenta si se le añade un número más que, según la tradición autorizada de los antiguos, prefigura el siglo futuro; este día es al mismo tiempo el octavo y el primero; más aún, ese día es siempre único, esto es, el día del Señor256. El cristiano, engendrado en la Pascua de Cristo, está en el mundo, pero vive en fiesta, pues "Cristo resucitado convierte la vida en una fiesta perenne" (Atanasio). Como "primogénito de los muertos y conductor de la vida, Él es el que guía las danzas nupciales y la Iglesia es la esposa que danza con Él" (Hipólito). En el canto, en la bendición, en la fiesta, en el banquete, en la alegría eucarística y en la comunión de los hermanos, la Iglesia celebra "al Señor de la gloria" (1Co 2,8). 2. Ascensión de nuestra carne en Jesucristo El Símbolo te enseñadirá San Cirilo a los catecúmenos a creer en quien "resucitó al tercer día, subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre". Resurrección257, ascensión y estar sentado a la derecha del Padre son la expresión de la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado, la muerte y el infierno. Son la manifestación de la glorificación de Cristo por la derecha o fuerza salvadora de Dios Padre (Hch 2,32-33; Ef 1,19-20), que le "dio todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18). Cristo subió al cielo como Cabeza de la Iglesia y así atrae hacia Él a los miembros de su cuerpo. Él subió al cielo por su victoria contra el diablo: enviado al mundo para luchar contra el diablo, lo venció; por eso mereció ser exaltado sobre todas las cosas (Ap 3,21). "Quien quiso hacerse hombre y asumir la forma de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte" (Flp 2,6-8) y descendiendo hasta el infierno, mereció ser exaltado al cielo, al trono de Dios, pues la humildad es el camino de la exaltación (Lc 14,11; Ef 4,10). "Así -concluye Santo Tomás- su ascensión nos fue útil. Subió, en efecto, para conducirnos allí, mostrándonos la senda del cielo, que ignorábamos (Miq 2,13), y asegurándonos la posesión del Reino celeste (Jn 14,2). Subió, además, para interceder por nosotros (Hb 7,25; 1Jn 2,1) y atraer hacia Sí nuestros corazones (Mt 6,21), a fin de que despreciemos las cosas temporales"258. La Ascensión es la "vuelta al Padre" (Jn 13,1; 14,28; 16, 28), donde Jesús, "sentado a su derecha"259, comienza una existencia nueva en plenitud de vida y de poder. Cristo, antes de venir al mundo, estaba junto a Dios Padre como Hijo, Palabra, Sabiduría. Su exaltación consistió, pues, en el retorno al mundo celestial, de donde

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SAN ISIDORO, De ecclesiasticis officiis I,24; SAN HILARIO DE POITIERS, Tractatus super Psalmos, Inst. 12. De la Resurrección ya se habló en el cap. 6. SANTO TOMAS, Exposición del Símbolo apostólico, art. 6. Mt 22,44; 26,64; Mc 16,19; Hch 7,55-56; Col 3,1; Hb 1,3.13 ;8,1; 10,12-13; 12,2; 1P 3,21-22.

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había venido, revistiéndose de nuevo de la "gloria que tenía antes de la creación del mundo" (Jn 6,33-58; 3,13; 6,62). "Qué quiere decir subió, sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra? Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo" (Ef 4,9-10). "Dios lo exaltó por encima de todo, y le dio el nombre sobre todo nombre" (Flp 2,9). Resucitando y subiendo a los cielos, la gloria del Señor brilló en toda su esplendorosa magnificencia. La resurrección y ascensión del Señor coronaron la victoria sobre el diablo, siendo verdadero lo escrito: "Venció el León de la tribu de Judá" (Ap 5,5). Resurrección y Ascensión constituyen "la plena glorificación de Cristo", repetirá San Agustín260. Y San León Magno canta con exultación: Durante todo el tiempo transcurrido desde la resurrección del Señor hasta su ascensión, la providencia de Dios procuró, enseñó y, en cierto modo, metió por los ojos y corazones de los suyos, que se reconociese como verdaderamente resucitado al Señor Jesucristo: Al mismo que había nacido y muerto! Por lo cual, los bienaventurados apóstoles y todos los discípulos, que se habían alarmado por la muerte en cruz y habían vacilado en la fe de la resurrección, de tal manera fueron confortados ante la evidencia de la verdad, que, al subir el Señor a lo más alto de los cielos, no sólo no experimentaron tristeza alguna sino que se llenaron de una gran alegría (Lc 24,52). Había ciertamente motivo de extraordinaria e inefable exultación al ver cómo, en presencia de aquella santa multitud, una naturaleza humana subía sobre la dignidad de todas las criaturas celestiales, elevándose sobre los órdenes de los Angeles y a más altura que los Arcángeles! (Ef 1,3). Ningún límite tenía su exaltación, puesto que, recibida por su eterno Padre, era asociada en el trono a la gloria de aquel cuya naturaleza estaba unida con el Hijo. La Ascensión de Cristo constituye, pues, nuestra elevación, abrigando el cuerpo la esperanza de estar un día donde le ha precedido su Cabeza gloriosa. Por eso, alegrémonos, exultantes de júbilo! gocémonos en nuestra acción de gracias! Hoy no sólo hemos sido constituidos poseedores del Paraíso, sino que con Cristo hemos ascendido a lo más elevado de los cielos (Ef 2,6). Así como la resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría en la solemnidad pascual, así su ascensión a los cielos es causa de gozo presente, ya que recordamos y veneramos este día en el que la humildad de nuestra naturaleza se sentó con Cristo junto al Padre261. El Señor, resucitado de entre los muertos, convocó a los apóstoles en el monte de los Olivos y, después de "enseñarles lo referente al Reino de los cielos, en presencia de ellos se elevó a los cielos", que abiertos le acogieron (Hch 1,3.9-11)262. Esto mismo anunció David: "Alzaos, puertas eternas, que va a entrar el Rey de la gloria" (Sal 24, 7). Las "puertas eternas" son los cielos...Y porque, maravillados, los príncipes celestiales preguntaban: Quién es el Rey de la gloria?, los ángeles dieron testimonio de Él, respondiendo: "El Señor fuerte y potente: Él es el Rey de la gloria". Sabemos, por lo demás, que, resucitado, está a la derecha del Padre,

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Cfr. A. del FUEYO, Sermones de San Agustín V 256-260;VII 255-257; Cf Serm. 261-265 dedicados a la Ascensión. SAN LEON MAGNO, Homilía 73,4;74,1-5. SAN IRENEO, Adversus Haereses I,10; III,16.

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pues en Él se ha cumplido lo otro que dijo el profeta David: "Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies" (Sal 110,1), es decir, a todos los que se le rebelaron, despreciando su verdad263. "Día solemne", "ilustre y espléndido día", "santo y solemne día de la Ascensión", llaman a la fiesta de la Ascensión del Señor los santos Padres. 264 Y San Pablo, igualmente, nos exhorta a levantar ya el corazón "buscando las cosas de arriba", mientras caminamos en esta vida (Col 3,1-2). El hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8,29;Col 3,10-14), recibe las primicias del Espíritu (Rm 8,23), las cuales le capacitan para cumplir (Rm 8,1-11) la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu, que es prenda de la herencia (Ef 1,14), se restaura internamente todo el hombre, hasta que llegue la redención del cuerpo (Rm 8,23). Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8,11; 2Co 4,14). (GS 22) 2. Sentado a la derecha del Padre Pablo nos resume la fe de la Iglesia apostólica diciendo que "Cristo murió, más aún, resucitó y está sentado a la derecha de Dios" (Rm 8,34). Esta es también la confesión de Pedro: "Por la resurrección de Jesucristo, que está a la derecha de Dios después de haber subido al cielo" (1P 3,21-22). La fe les hizo posible lo que el mismo Señor había anunciado: "Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Poder" (Mt 26,64p). Pues Cristo está a la derecha del Padre "por la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero. Sometió todas las cosas bajo sus pies y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo" (Ef 1,19-23). La imagen de Cristo "sentado a la derecha del Padre" está tomada del salmo 110, el salmo más citado en el Nuevo Testamento: "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha" También recoge la visión de Daniel, que contempla al Hijo del Hombre que avanza sobre las nubes hasta el trono de Dios y recibe el imperio y el reino eterno 265. Una vez concluida su obra "de purificación de los pecados, Cristo se sentó a la derecha de Dios en las alturas" (Col 3,1; Heb 10,12-13), "a la derecha del trono de Dios" (Heb 12, 2), cosa que "no hizo nunca ángel alguno" (Heb 1,3.13). Cristo, pues, "está sentado en el trono de su gloria" (Mt 19,28; 25, 31), ocupando incluso "el mismo trono de Dios" (Ap 22,3)266. Los bautizados en Cristo, muertos y sepultados en las aguas con Él, participan también de su resurrección y exaltación267. Pues Dios "en Cristo nos hizo sentar en los

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SAN IRENEO, Exposición 83-85. Eusebio de Cesarea, San Juan Crisóstomo y San Agustín, respectivamente. Dn 7,13-14; Mt 24,30; 26,64; 28,18; Mc 13,26; 14,62; Lc 1,33; 21,27; Jn 12,34. R. BLAZQUEZ, Está sentado a la derecha del Padre, Communio 6(1984)21-39. "El Bautismo, cuyo signo original y pleno es la inmersión, significa eficazmente la bajada del cristiano al sepulcro muriendo al pecado con Cristo para una nueva vida: 'Fuimos, pues, con Él

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cielos", otorgándonos poder sobre nuestros enemigos, asegurando al "vencedor" el poder "sentarse con Él en su trono" para participar plenamente de su triunfo y "juzgar a las naciones" (Mt 18,28; Ef 2,6): "Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo vencí y me senté con mi Padre en su trono" (Ap 3,21). Pues los fieles han sido liberados por Dios "del poder de las tinieblas y trasladados al reino de su querido Hijo, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados". Nuestra verdadera vida "está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,1ss), como "ciudadanos del cielo" (Flp 3,20): Cristo fue el primero en ascender al "Padre y Dios" (Jn 20,17), restaurándonos aquel supremo ingreso y preparándonos aquellas mansiones celestes, a las que se refirió cuando dijo: "Voy y os prepararé un lugar" (Jn 14,2). Pues fue inmolado por nuestros pecados, según las Escrituras (1Co 15,3; 1P 3,18), resucitó y subió al lugar inaccesible a nosotros, es decir, al cielo...Pues Cristo fue enviado de entre nosotros a la Ciudad Celeste para "presentarse ahora por nosotros ante Dios" (Hb 9,24). Así nos lo confirmó el bienaventurado Juan, al escribir: "Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis, pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: Jesucristo, el Justo! Él es víctima de propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero" (1Jn 2,1-2). Plugo, pues, a Dios que fuésemos enviados en Cristo y sanados por medio de Él, que es nuestro abogado...Pues Él entró en el cielo como "precursor" por nosotros, abriéndonos un camino nuevo y vivificante, que conduce al Santuario (Hb 6,20; 9,12)268. 3. En pie a la derecha de Dios Para estar sentado o en pie a la derecha de Dios Padre (Hb 10,12ss; 12,2), por encima de los ángeles (1,4-13), Cristo, Sumo Sacerdote, subió, atravesando los cielos (4,14) y penetrando detrás del velo (6,19s) en el Santuario del cielo, donde intercede por nosotros en la presencia de Dios (9,24). Estar ante Dios en pie es la actitud del Sacerdote en el Santuario. "Como Sacerdote con sacerdocio inmutable e imperecedero, Cristo vive eternamente para interceder en favor de los que por su mediación se acercan a Dios" (Hb 7,24-25). Porque Él, como Sacerdote, "ha entrado en el Santuario auténtico, del que el otro, fabricado por los hombres, no era mas que figura y promesa; Él, en cambio, ha entrado en el cielo mismo para presentarse a la faz de Dios en favor nuestro" (Hb 9,24). Así Cristo, con sola su presencia ante el Padre, presenta continuamente su intercesión por nosotros; por ello, "es capaz de salvar íntegra y perfectamente", pues muestra al Padre en su cuerpo glorioso las cicatrices de la pasión: sus llagas gloriosas, "para mostrar continuamente al Padre, como súplica en favor nuestro, la muerte que por nosotros había padecido"269. Esto mismo es lo que expresa la visión del Apocalipsis, que contempla "al Cordero degollado, que se adelanta para recibir el libro" de la historia. Así, Jesucristo glorificado es constituido Señor de la historia; ésta se va desarrollando a medida que el Cordero rompe los siete sellos que cierran el libro: "porque digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la grandeza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva' (Rm 6,4; Cf 2,12; Ef 5,26)". CEC 628.

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SAN CIRILO DE APEJANDRIA, In Levitico 3. SANTO TOMAS, III q.54 a.4.

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la alabanza" (5,12). "Y cuando el Cordero tomó el libro, se postraron ante Él los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos, cada uno con su arpa y un vaso de perfumes, y entonaron un canto nuevo: Digno eres de recibir el libro y abrir sus sellos, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de todas las razas, lenguas, pueblos y naciones" (5,8-9). Jesucristo, el Crucificado-Glorificado, desde el cielo dirige su Iglesia, conduciéndola a través de adversidades y persecuciones, hasta llevarla a "las bodas del Cordero" (19,9), preparando a la Esposa y embelleciéndola (21,2.9), haciéndola "digna de Él, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada". Desde el cielo, Jesucristo se mantiene en continuo diálogo con la Iglesia: Él, santificándola y purificándola con el agua del bautismo y con la sangre de sus mártires que es sangre del Cordero (Ap 1,5; 7,14), y la Iglesia, invitándolo, junto con el Espíritu: "Ven!" y recibiendo la consoladora respuesta: "Sí, vengo pronto" (22,17.20).

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En la visión de Esteban, "el testigo del Señor" (Hch 22, 20), Jesús a parece "en pie" como abogado, que testimonia a favor de Esteban, que le "confiesa ante los hombres", como había prometido (Mt 10,32; Lc 12,8). "Quién será el acusador que se levante contra los elegidos de Dios? Quién osará condenarlos? Acaso Cristo Jesús, el que murió, más aún, dicho, el que resucitó, el que está a la derecha del Padre, intercediendo por nosotros?" (Rm 8,33-34). Esta es la base inconmovible de nuestra esperanza: "Tenemos un Abogado ante el Padre: Jesucristo, el Justo" (1Jn 2,1): Esteban vio a Jesús, que "estaba en pie a la derecha de Dios" (Hch 7,55). Está sentado como Juez de vivos y muertos, y está en pie como abogado de los suyos (1Jn 2,1;Hb 7,25; 9,24). Está en pie, por tanto, como Sacerdote, ofreciendo al Padre la víctima del mártir bueno, lleno del Espíritu Santo. Recibe también tú el Espíritu Santo, como lo recibió Esteban, para que distingas estas cosas y puedas decir como dijo el Mártir: "Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie a la derecha de Dios!". Quien tiene los ojos abiertos, mira a Jesús a la derecha de Dios, no pudiendo verle quien tiene los ojos cerrados: Confesemos, pues, a Jesús a la derecha de Dios, para que también a nosotros se nos abra el cielo! Se cierra el cielo a quienes lo confiesan de otro modo!270 4. Garantía de nuestra glorificación La glorificación de Cristo en su ascensión a los cielos nos abrió el acceso al Padre. En Él podemos llegar al Padre "estando dónde Él está y contemplando su gloria" de Hijo Unigénito (Jn 17,24): Cristo Jesús, después de resucitar de entre los muertos y haberse aparecido a los apóstoles, envuelto en una nube, se elevó al cielo (Hch 1,9-11; Lc 24,50; Mc 16,19; Ef 4,8-10), para presentar victorioso a su Padre al hombre a quien amó, de quien se había revestido y a quien libró de la muerte...Resucitado, ha recibido del Padre pleno poder (Dn 7,14-15; Is 30,10-11; Ap 2,12-

270

SAN AMBROSIO, De fide III 17.

18; Mt 28,18-19) de modo que no se puede llegar a Dios Padre sino por medio de su Hijo (Jn 14,6; 10,9; Mt 12,17; Jn 3,36; Ef 2,17-18; Rm 3,23-24; 1P 3,18; 4,6; 1Jn 2,23)271. La nube que ocultó a Jesús de la mirada de sus discípulos (He 1,9), es símbolo de la manifestación y presencia de Dios272. Al entrar en la nube, Jesús entra en el mundo de Dios, en la gloria de Dios. Pero, al mismo tiempo, esa nube manifiesta que Jesús, por haber entrado en la gloria de Dios, permanece junto a los discípulos con una presencia nueva, al modo de Dios. El Señor glorificado continúa su obra en la Iglesia a través de su Espíritu. Está presente en su Palabra y en los Sacramentos, en la Evangelización y en el Amor que suscita entre sus discípulos, amor en la dimensión de la cruz, más fuerte que la muerte. Cristo, el "Primogénito de entre los muertos" es la primicia de la gran cosecha, que en la tierra espera su maduración para unirse plenamente a Él en la gloria. Es lo que bellamente nos dice Teodoro de Mopsuestia: Cristo fue "primicia" nuestra no sólo mediante su resurrección (1Co 15,20.23), sino también mediante su ascensión a los cielos (Ef 2,6; Col 3,1-4), asociándonos en ambas a su gloria. Esperamos, en efecto, no sólo resucitar de entre los muertos, sino también subir al cielo, para estar allí con Cristo nuestro Señor. Así lo dijo el bienaventurado Pablo: "El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo; y los que murieron en Cristo resucitarán primero; después nosotros los que vivamos, seremos arrebatados con ellos sobre las nubes al encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor" (1Ts 4,16-17). Lo mismo afirma también en otro texto: "Nuestra ciudadanía está en el cielo, de donde esperamos como Salvador a nuestro Señor Jesucristo, que transfigurará este cuerpo miserable en un cuerpo glorioso como el suyo" (Fip 3,20-21).

271 272

SAN CIPRIANO, Testimonios II, 26-27. Ex 13,22; Nu 11,25; Sal 18,10; Is 19,1; Lc 9,34-35.

Así mostró que seremos conducidos al cielo, de donde vendrá Cristo nuestro Señor, quien nos transformará por la resurrección de entre los muertos, nos hará semejantes a su cuerpo y nos elevará al cielo, para estar con Él por toda la eternidad. Y también: "Sabemos que si esta tienda, que es nuestra habitación terrestre, se desmorona, poseemos sin embargo para siempre en el cielo una casa que es de Dios, una habitación eterna no hecha por mano humana" (2Co 5,1). El Apóstol añade luego: "Mientras estamos en el cuerpo permanecemos alejados de nuestro Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión; pero, llenos de confianza, esperamos salir de este cuerpo, para estar con Cristo" (2Co 5,6-7). Con ello nos enseña que, mientras estamos en este cuerpo mortal, somos como pasajeros alejados de nuestro Señor, porque todavía no gozamos efectivamente de los bienes futuros, habiéndolos recibido sólo en la fe; y, no obstante esto, abrigamos una gran seguridad de lo que ha de venir y, con mucho interés, esperamos ese momento, en el que nos despojaremos de la mortalidad de este cuerpo, haciéndonos inmortales por la resurrección de entre los muertos; y estaremos después con nuestro Señor, como quienes desde toda la duración de este mundo estaban alejados y esperaban unirse a Él. También dice el Apóstol que "la Jerusalén de arriba es libre y es nuestra madre" (Ga 4,27), significando con "la Jerusalén de arriba" la morada celeste, donde por la resurrección naceremos y nos haremos inmortales, gozando verdaderamente de la libertad con plena alegría. Ninguna violencia ni tristeza nos afligirá, sino que viviremos en la más inefable felicidad entre delicias sin fin. Puesto que esperamos estos bienes, cuyas "primicias" disfrutó Cristo nuestro Señor, la Sagrada Escritura nos enseña que no sólo resucitó de entre los muertos, sino que subió a los cielos, afirmando: "También a vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados y delitos, os vivificó Dios por medio de Cristo. Con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros

en Cristo Jesús" (Ef 2,1-10), indicándonos así la gran comunión que tendremos con Él273. La liturgia de la Ascensión nos hace, por ello, cantar: Es justo dar gracias a Dios, porque Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, precediéndonos como Cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino.(Prefacio). La Ascensión corporal de Cristo a los cielos -como también la Asunción de María tras Él- es la garantía de la glorificación de nuestros cuerpos mortales. Cristo, el Verbo encarnado, ha sido exaltado, es decir, con Él ha llegado a Dios definitivamente nuestra carne humana y Dios la ha aceptado irrevocablemente. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza. Con esta garantía de nuestra glorificación podemos repetir con San Pablo: "Quien acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica: Quién condenará? Acaso Cristo, que murió, resucitó y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?" (Rm 8,33-34).

273

TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII 6-10.

12. ACTITUDES ESCATOLOGICAS

a) El cielo, aspiración del hombre Dios ha sembrado en el corazón del hombre un anhelo irresistible de vida y felicidad, que no puede llenar ningún logro terreno. Las continuas decepciones cobran sentido como estímulo a orientar la vida hacia el cielo, único destino que puede acallar el deseo del hombre. Los israelitas llegaron a poseer la tierra de Canaán, pero no estaba allí la felicidad, que ellos deseaban, porque Canaán no era la verdadera tierra de promisión. Sólo así pudo Israel purificar poco a poco sus deseos, su esperanza, terminando por situar la tierra prometida por encima de la tierra, en el cielo: En la fe murieron todos ellos, sin haber conseguido el objeto de las promesas: viéndolas y saludándolas desde lejos y confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubieran pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornar a ella. Más bien aspiran a

una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad... Unos fueron torturados, rehusando la liberación para conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antros de la tierra. Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros, de modo que no llegaran ellos sin nosotros a la perfección (Hb 11,13-16.35-40). La era escatológica de la "perfección" fue inaugurada por Cristo (Hb 2,10; 5,9; 7,28; 10,14) y el acceso a la vida celeste sólo por Él fue abierto. Por eso los justos del Antiguo Testamento, a los que la Ley "no pudo llevar a la perfección" (Hb 7,19; 9,9; 10,1), tuvieron que esperar la Resurrección de Cristo para entrar en la vida perfecta del cielo (Hb 12,23; Mt 27,52s; 1P 3,19): "En efecto, lo que era imposible a la ley, porque la carne la hacía impotente, Dios lo ha hecho posible mandando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne del pecado y en vista del pecado. Él ha condenado el pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no caminamos según la carne, sino según el Espíritu" (Rm 8,34).

b) Cristo glorificado sigue con nosotros Transcendencia e inmanencia son dos atributos divinos que se implican mutuamente. Cristo, al ascender al cielo, en vez de alejarse de sus discípulos, se volvió más cercano, más íntimo. Su exaltación a la derecha del Padre significaba su plena participación en el poder del Padre. De este modo, su ascensión es una nueva presencia y cercanía a los hombres. La desaparición corporal hizo posible una mayor compenetración con los hombres: "Os conviene que yo me vaya" (Jn 16,7).

Con el Cuerpo de Cristo glorificado, el cielo se ha unido a la tierra. En la Iglesia, cuerpo de Cristo, Dios está presente con su gloria y poder. Quien "vive en Cristo", vive en Dios, en el cielo274. Por ello, como cuerpo de Cristo, la Iglesia en su liturgia canta con los ángeles el himno celeste: "Santo, Santo, Santo!" (Ap 4,8). El Señor glorificado sigue acompañando a la Iglesia "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20). La acompaña "con su intercesión ante el Padre"; Él, en efecto, intercede por nosotros y está vivo para ello, pues "penetró en el cielo precisamente para presentarse ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Rm 8,34; Hb 7,25; 9,24), "para protegernos desde lo alto" (San Agustín). Los pecadores tenemos en Jesucristo, el Justo, un abogado permanente ante el Padre, a quien presenta en favor nuestro sus llagas gloriosas, trofeos de su pasión redentora, de las que no se ha despojado. Así "está en pie", como Sacerdote constituido en favor nuestro o como Cordero degollado por nosotros. Nos convenía (Jn 14,2-4) realmente que Jesús ascendiera al cielo: Verdaderamente "nos convenía" que Cristo volviese al Padre: para que Él esté junto al Padre (Jn 14,28), para que nos enviara el Espíritu Santo (Jn 16,7), para prepararnos una morada (Jn 14,2-3) y para poder habitar en el corazón de los creyentes, que le aman (Jn 14,23). Así, ahora, nuestra existencia puede ser una "vida en Cristo"275. Cristo, Señor Glorificado, está presente entre nosotros en la Evangelización. Con la predicación de su palabra, espada de doble filo, el Salvador ejerce su poder con "curaciones, milagros y prodigios" con los que acompaña a sus apóstoles (Mc 16,20). Las armas del Rey Mesías son "la predicación de su gracia" y los "signos" de esa gracia salvadora: "Los apóstoles predicaban con parresia libertad

274

Ya ahora el cristiano, que vive pregustando la gloria de Cristo, experimenta la comunión con Dios o el cielo, pues como dice con palabras sencillas Santa Teresa: "donde está Dios es el cielo; nuestra alma es el cielo pequeño, donde está quien hizo el cielo y la tierra".

275

Rm 6,11; 8,1; 1Co 1,2; 15,18.58; 16,19.24; 2Co 2,14-17 ;5,17; 13,4...

de palabra, franqueza, valentía, autoridad, con confianza en el Señor, que les concedía obrar por sus manos señales y prodigios, dando así testimonio de la predicación de su gracia" (Hch 14,3). Porque no es Pablo quien habla, sino "Cristo quien habla en mí" (2Co 13,3). Por ello, el que presta oídos a la palabra del apóstol, "a mí me escucha", dice el mismo Jesús (Lc 10,16). Lo mismo que es Él quien está presente en los sacramentos. Sea Pablo o Cefas quien bautice, es "Cristo el que bautiza en el Espíritu Santo", que mediante el ministerio de un hombre nos incorpora a sí mismo (Jn 1,33; 1Co 1,12-13). Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús, anticipando en su bautismo la muerte y la resurrección. El cristiano, por el bautismo, desciende al agua con Jesús, para subir con él; renace así del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y "vivir una vida nueva" (Rm 6,4): Enterrémonos con Cristo por el Bautismo, para resucitar con Él; descendamos con Él para ser ascendidos con Él; ascendamos con Él para ser glorificados con Él276. El hombre, que acoge el Evangelio en la fe y se hace bautizar, deja en las aguas el hombre viejo, renaciendo a una vida nueva, participando de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Esta vida nueva en Cristo es vida eterna, celebrada en la Eucaristía como anticipo del banquete del reino277. De modo particular podemos vivir en Cristo o Cristo en nosotros "comiendo su carne y bebiendo su sangre" (Jn 6,56). Su carne y su sangre, en la Eucaristía, nos unen de un modo particular con el Cordero sacrificado y viviente, pues la Eucaristía es incorporación y participación a la carne y sangre glorificadas, lo mismo que Él quiso participar de nuestra carne y sangre para vencer en ellas el

276 277

SAN GREGORIO NACIANCENO, Or.40,9. CEC 537. Este anticipo espera la manifestación plena que acontecerá en la Parusía del Señor. Por ello el cristiano mientras hace memoria de la muerte de Cristo, proclama su resurrección en la esperanza de su retorno glorioso.

poder de la muerte (Hb 2,14) y con su carne y sangre vivificadas y vivificantes darnos la vida eterna (Jn 6,51-54): "El cáliz sobre el que pronunciamos la bendición, no es acaso participación en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, no es participación en el cuerpo de Cristo?" (1Co 10,16; 11,27). Con razón la celebración eucarística se llama "mesa del Señor" (1Co 10,21). La Eucaristía une inseparablemente la celebración presente del banquete del reino y la esperanza del banquete celeste del reino. Mientras "anuncia la muerte del Señor y proclama su resurrección, espera anhelante su vuelta gloriosa". La Eucaristía es la celebración de la Esposa hasta que el Esposo vuelva (1Co 11,26). También está presente el Señor glorificado en el perdón de los pecados, que nos abre la esperanza de la gloria: Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don278. De todas estas maneras está presente el Señor de los cielos. Sintiéndole vivo y confesándole glorioso, la esperanza cristiana suscita en el creyente el anhelo de "morir en el Señor" (Ap 14,13), para pasar a morar con el Señor, desembocando la peregrinación de la fe en la visión cara a cara (2Co 5,7-8).

c) El Cristiano vive en perenne adviento El acontecimiento esperado de la manifestación gloriosa del Señor transforma la existencia cristiana, dando al cristiano una actitud nueva y un estilo nuevo de vida. El cristiano encuentra un sentido al sufrimiento, a la persecución, a la vejez, a todo lo que le anuncia el final de su peregrinación y le acerca al encuentro con el Señor al término de su existencia y al final de los tiempos. Esta vida con la mirada en la Parusía del Señor le invita a vivir cada momento de la existencia como un kairós de gracia. Vive en perenne adviento. El acontecimiento

278

SAN AGUSTIN, Sermo 213,8.

esperado da significado a la vida en Cristo, al llevar en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús, para que también en nuestro cuerpo se manifieste su gloria cuando Él vuelva. La Parusía es un acontecimiento real y actual, como lo es la resurrección de Cristo, que garantizan la fe y la esperanza cristiana. La resurrección de Cristo es ya el anuncio de nuestra resurrección y la parusía gloriosa del Señor es la realización plena de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, llevando con Él, como cortejo de gloria, a todos los rescatados del señor de la muerte. La fe en Jesús como Siervo de Yahveh es inseparable de la esperanza en Cristo como Hijo del Hombre, Señor del Universo. La celebración del Adviento hace presente al cristiano que este mundo está en tránsito. Nada en él es estable, duradero. Pasa la escena de este mundo con las riquezas, los afectos, llantos, alegrías y construcciones humanas (1Co 7,29- 31). El poder y la gloria que ofrece "el señor del mundo" es efímero (Mt 4,1-11). Cristo ha vencido el pecado, venciendo a Satanás y desposeyéndole de su reino. El cristiano vive este tiempo de tensión entre la carne y el Espíritu. Recibiendo el Espíritu, viviendo en el Espíritu, puede vivir según el Espíritu, libre del poder del pecado, "condenando como Cristo el pecado en sí mismo". Lo que en Cristo ha sido una realidad cumplida, definitiva, el cristiano lo vive cada día, de conversión en conversión. El pecado, que se sirve de la ley y de la debilidad de la carne, no tiene fuerza para aquellos que viven en Cristo Jesús, "pues la ley del Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, nos ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rom 8,1-2). De la ley del pecado y de la muerte, el cristiano ha pasado a la ley de la gracia y de la vida, de la existencia carnal a la espiritual, de las tinieblas a la luz, del Reino de la mentira al reino de la verdad. Esto gracias a que, en lugar del "pecado que habitaba en él" (Rm 7,17), ahora el principio de su vida es el Espíritu de Cristo, hasta poder decir con San Pablo: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). En el aquí y ahora del momento presente, gracias a la acción de Dios en el hombre, se hace presente el Reino de Dios. El creyente vive así el hoy de su vida como un kairós de gracia. La presencia del Espíritu de Dios le anticipa la

vivencia del Reino. Con esta experiencia de vida eterna, el cristiano persevera con firmeza, aguardando la plenitud futura del Reino, anhelando la consumación que nos traerá "el Día del Señor"279, es decir, la Parusía de Cristo280, cuando tenga lugar la resurrección (1Co 15,51-52; 1Ts 4,14-17), la renovación de la creación (Rm 8,19-22), el juicio (2Co 5,10) y el mundo presente llegue a su fin (1Co 15,24-28).

d) Tras las huellas de Cristo El tiempo presente es el tiempo de caminar con Cristo, tras sus huellas. El discípulo "toma la cruz 281 de cada día y sigue" al Maestro (Mt 16,24), porque Él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1P 2,21). Así llegamos con Él a la glorificación en el Reino del Padre. Este es el camino de la fe. La fe, como respuesta a la palabra de Dios, es ya un acontecimiento escatológico, que hace al creyente partícipe de la salvación. Esta fe, que es don de Dios, implica ya la participación en la vida de Cristo, en su muerte y en su resurrección (Rm 6,1-11; Jn 3,36; 6,47), aunque aguarde aún su consumación plena (1Co 15,20-27). La fe es ya el comienzo de la vida eterna; nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo, hasta que lleguemos a ver a Dios "cara a cara" (1Co 13,12), "tal cual es" (1Jn 3,2). Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día282.

279 280 281 282

Cf 1Co 1,8; 5,5; 2Co 1,14; Flp 1,6.10; 2,16; 1Ts 5,2; 2Ts 2,2. Cf 1Ts 4,15; 2Ts 2,1; 1Co 15,23; 1,7; 2Ts 1,7. "Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo" (Sta. Rosa de Lima, vida). SAN BASILIO, Spir. 15,36 ;Cf S. TOMAS, S.Th 2-2,4,1.

Ahora "caminamos en la fe y no en la visión" (2Co 5,7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa, imperfecta" (1Cor 13,12). De aquí que la fe sea puesta a prueba por las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte: Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rom 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta "la noche de la fe" (RM 18), participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12,1-2)283. Poseyendo, en la fe, la salvación ya iniciada, el cristiano puede realmente dar testimonio de la esperanza (1P 3,15). En su historia se verifica ya la esperanza, aunque aguarde su plenitud en la gloria. "Qué puedo hacer si me falta la esperanza?", se lamentará Jeremías. Y es que la espera sin esperanza paraliza; la espera con esperanza, en cambio, podrá ser larga y dolorosa, como un embarazo complicado, pero no lleva a la desesperación. Da fuerzas para atravesar el valle oscuro, con la seguridad de que viene del Señor (Sal 23). La fe, que nos hace participar con Cristo del Reino de los cielos, da al creyente el valor de "arrebatar el Reino de los cielos" (Mt 11,12) al maligno, que le cerró, al llevar al hombre al pecado. Se arrebata el cielo con la fe (Mt 15,28), con la oración inoportuna (Lc 18,3-4), con la vigilancia (Mt 24,42p), acogiendo la gracia sobreabundante donde abundó el pecado (Rm 5,20). "La gracia es Cristo, la vida es Cristo, Cristo es la resurrección" 284 Acoger a Cristo en la fe, haciendo de Él nuestra vida, es arrebatar el Reino de los cielos, recibiendo la adopción, la vida y la resurrección. Es la experiencia de San Jerónimo:

283 284

CEC 163-165. SAN AMBROSIO, Expositio Evangelii sec. Lucam V 114-117, con otras muchas referencias.

Qué dice el Evangelio: "Él que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día su cruz y sígame" (Lc 9,23). Afortunado aquel que lleva en su alma la cruz, la resurrección, el lugar del nacimiento de Cristo y el lugar de su ascensión. Es afortunado aquel que tiene Belén en su corazón, pues en este corazón nace cada día Cristo. En definitiva, qué significa Belén? Casa del pan. Somos también nosotros la casa del pan, del pan que desciende del cielo! (Jn 6,31ss; Sal 77, 24; Sab 16,20). Cada día Cristo es crucificado por nosotros: nosotros somos crucificados al mundo (Gál 6,14) y también Cristo es crucificado en nosotros (Gál 3,1). Es afortunado aquel en cuyo corazón Cristo resucita cada día: si cada día hace penitencia por sus pecados. Es afortunado aquel que cada día, del monte de los Olivos, sube al Reino de los cielos (He 1,12), donde están los olivos frondosos del Señor, donde nace la luz de Cristo, donde están los olivares del Señor. "Pero yo, como olivo verde en la casa del Señor" (Sal 51,10). Encendamos, pues, también nosotros la lámpara de este olivo (Mt 25,1-13) y en seguida subiremos con Cristo al Reino de los cielos285. Los primeros cristianos, en la fe, hallaron la esperanza para vivir confiada y creativamente la alegría del amor. Cristo resucitado, acogido en la fe, se manifestaba en ellos, con la fuerza del Espíritu, como cumplimiento de todas las promesas de Dios. Este gozo, fruto de la bondad y fidelidad de Dios, les hace experimentar, en medio de las flaquezas y miserias, que la salvación acontecida y manifestada en Jesús se desenvuelve en el tiempo. La salvación es en esperanza, y la fortaleza de la esperanza es la forma de vivir esa salvación en el tiempo. La experiencia de la salvación ya vivida gozosamente, gracias a la fe y al don del Espíritu, fundamenta la esperanza como forma de vida cristiana. Vivir en esperanza es, por tanto, vivir la salvación en el tiempo, viéndola cumplirse. Si la gracia es un germen de la gloria, esta vida se convierte en semilla del árbol de la vida. "Todos los sufrimientos de esta vida no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros" (Rm 8,18).

285

SAN JERONIMO, Tractatus de Psalmo XCV 10.

"No habrá ni muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor" (Ap 21,4), algo por lo que vivimos amenazados diariamente en este mundo. Creo en la vida eterna, esto es lo que confesaban los mártires al morir por su fe. Esto es lo que profesa el cristiano que vive el martirio diario al aceptar vivir entre la burla y la sonrisa irónica de quienes le rodean.

e) En la esperanza Junto a la fe, o junto a la fe y la caridad, Pablo coloca continuamente la esperanza y, a veces, la paciencia, como la forma de vivir la esperanza en medio de la persecución y en momentos difíciles286. Son éstos los tiempos de la paciencia de la fe, de la fidelidad y perseverancia en el padecer por la fe287. La gozosa esperanza de quienes pertenecen a la comunidad de fe, convocada por Dios para dar cumplimiento a las promesas288, da la fuerza para salir victoriosos en las tentaciones y contrariedades289, gracias a la fe en Dios y en sus promesas (Hb 6,13-19). En definitiva la esperanza, y la paciencia, se basa en la fe y no en las fuerzas del hombre. Es Dios quien nos conforta en todas nuestras tribulaciones (Hb 7,18-19). La fe es la que vence al mundo (1Jn 5,4); es la fe, vivida en la caridad, la que engendra la esperanza que nos hace caminar hasta la plena manifestación de los hijos de Dios (1Jn 1,1-3). La Palabra de Dios nos da la garantía y nos explicita la forma de vivir la esperanza escatológica. La terminología bíblica, para mostrarnos la esperanza, es rica y abundante en matices. Es la expectación anhelante de la intervención de Dios, como manifiesta el justo en su oración 290. Es la confiada certidumbre con que el creyente se pone en las

286 287 288 289 290

1Tm 6,11; 2Tm 3,10; Tt 2,2. Así son los tiempos en que se escribe el Apocalipsis (Cf 1,9; 2,2.19; 3,10; 13,10; 14,12). Cf Rm 5,3; 8,25; 15,4-5; 2Co 6,4; 12,12... Hb 3,6; Cf 1Ts 4,13; Ef 2,12. 16

Hb 6,11; Rm 5, 3-4; 2Co 3,12

Sal 27,13-14; 130,5-7; Is 25,9.

manos de Dios291. Se trata de la experiencia de Dios como refugio seguro292. Es la certeza de que Dios es fiel y cumple las promesas293. Yahveh mismo es llamado esperanza (Sal 71,5), su palabra es promesa, expresión del hesed Yahveh, es decir, de su misericordia gratuita (Sal 52,10; 130,7) o de su emeth, es decir, de su fidelidad inquebrantable (Sal 31,6-8; 91,4). Esta riqueza terminológica, para expresar la esperanza, se halla igualmente en el Nuevo Testamento. Ante el futuro el creyente espera, está vigilante, persevera pacientemente. La expectación de la salvación 294 escatológica es viva ; es sostenida por la paciencia (Heb 10,32-37) y vivida en vigilancia (Mt 24,42-44; 25,13) y en confianza295. Esta esperanza está garantizada gracias a Cristo,296 porque en Él Dios ha cumplido ya su promesa (2Tm 1,1) y en Él nos ha mostrado su amor y fidelidad 297. Jesús mismo es ya nuestra esperanza. En su resurrección Dios nos ha mostrado su poder y fidelidad (1Co 15,20): Dios cumple sus promesas (2Co 1,18-20). Esta fidelidad de Dios es el fundamento de nuestra esperanza y no la confianza en nosotros mismos, en nuestros deseos o en nuestras potencialidades de progreso. Cristo resucitado, derramando su Espíritu sobre los cristianos, nos ha abierto el camino a través de la cruz y de la misma muerte, inaugurando una nueva forma de vida: "Justificados por la fe, ahora estamos en paz con Dios por obra de nuestro Señor Jesucristo... (Rm 1,1-5). En la Resurrección de Jesús, Dios se revela como quien cumple sus promesas, pero no suprimiendo el dolor y la muerte, sino venciéndoles (Rm 6,13; 2Co 4,10).

291 292 293

Sal 22,5-11; 31,25; 37,5-7. Sal 7,2; 18,1-3; 31,2-7; 91,2-9.

Jr 31,31-34; 32,37-43; Is 61,1-11; 65,17-25; 66,22; Ez 16,59-63; 36,25- 29.

294 295 296 297

20

1Co 1,7-8; 1Ts 1,10; Rm 8,23-25; Flp 3,20-21. 2Co 1,10; 3,12; 1P 1,21. Ef 3,16; 1Tm 1,1. Rm 5,8-10; 1Co 1,8-9.

La esperanza cristiana está enraizada en la cruz, pasa por la muerte de cada día: "llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús". Este morir cada día con Cristo es manantial de vida298. La resurrección de Jesús es fuente de esperanza por ser resurrección de quien padeció y murió para salvar a quienes padecen y mueren299. De aquí que el cristiano pueda decir: "Mi vida es Cristo" (Flp 1,21). Él nos ha dado ya la santidad (1Co 1,2), ya nos ha enriquecido (1Co 1,5), es ya el fundamento de la fe y del actuar (1Co 3,11), habiéndonos incorporado a sí, como miembros de su cuerpo (1Co 12,27). La esperanza, la seguridad de nuestra confianza, nos permite vivir ya el gozo de la nueva vida, como nos exhorta San León Magno: Alegrémonos, gozándonos ante Dios en acción de gracias. Elevemos libremente las miradas de nuestros corazones hacia las alturas donde se encuentra Cristo. Nuestras almas están llamadas a lo alto. No las depriman los deseos terrestres, están predestinadas a la eternidad! No las ocupe lo llamado a perecer, han entrado en el camino de la verdad! No las entretengan los atractivos falaces. De tal manera hemos de recorrer el tiempo de la vida presente, que nos consideremos extranjeros de viaje por el valle de este mundo, en el que, aunque se nos ofrezcan algunas comodidades, no las hemos de abrazar culpablemente, sino 300 sobrepasarlas enérgicamente... La esperanza escatológica libera de la servidumbre a los poderes de este mundo, abriendo al creyente a la osadía, a la parresía por el reino de los cielos. No hemos recibido un espíritu de siervos para recaer en el temor. 301 Esta parresía de la esperanza se realiza en la paciencia diaria, que no tiene nada que ver con la resignación o la pasividad. La paciencia es una cualidad del amor (1Co 3,4), que da la perseverancia y la fidelidad en la prueba (Lc

298 299 300 301

1Co 8,11; 11,23-26; 15,3. 2Co 1,5; 4,2 ;6,3-10; 12,23; 13,4. SAN LEON MAGNO, Homilía 74,5. Cf 2Co 3,12; Hb 3,6; 4,16; 1Jn 3,21.

8,15). La paciencia se manifiesta en la constancia de los mártires ante la persecución (1Co 4,12), en los padecimientos por Cristo (2Co 1,6). El apóstol no puede mantenerse fiel sin ella302. Por ello Santiago proclama: "Feliz el hombre que soporta la prueba! Superada la prueba recibirá la corona de la vida que ha prometido el Señor a los que le aman" (St 1,12; 5,7-8). La esperanza en "Jesús que ha de venir de los cielos", ha impulsado a los tesalonicenses a "abandonar los ídolos" y a convertirse a Dios" (1Ts 1,9-10). La fuerza de la esperanza del reino de Dios libera siempre al cristiano de absolutizar cualquier realidad pasajera, idolatrándola. En realidad, el mirar desde arriba, desde lo alto, nos permite valorar en su justa medida lo de abajo. La sabiduría de Dios nos "hace sopesar los bienes de la tierra amando intesamente los del cielo" 303, dar todos los bienes para adquirir la perla preciosa, arrancarse un ojo o una mano, odiar al padre o a la madre, negarse a sí mismo, cargar con la cruz de cada día. La esperanza fortalece (Rm 5,3-4) y alegra (Rm 12,12; Hb 3,6). Estar sin ella es como estar sin Dios (Ef 2,12). Es lógico, pues, dar gracias por ella (1Tes 1,2-3). Pues vivir la salvación en la esperanza es como estar ya plenamente salvado (Rom 8,24). Hasta que el Señor vuelva, la esperanza cristiana es confianza en Jesús, traducida en fidelidad a Jesús, vivir en Él, declararse por Él, celebrarlo y anunciarlo como único Salvador. El Espíritu Santo, que "recuerda" a Jesús, le testifica en el corazón del creyente como Señor, alimenta e impulsa constantemente esta entrega a Jesús en la historia de cada día.

f) Remitiendo la justicia a Dios La certeza del juicio divino, libera al cristiano del juicio sobre los demás: "Cómo te atreves a juzgar a tu hermano? Cómo te atreves a despreciarlo si todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios?" (Rm 14,10). "Cada uno dará cuenta a Dios de sí mismo. Dejemos, pues, de

302 303

2Co 12,12; Mc 13,13; 1Ts 1,3. Postc. del 2 domingo de Adviento.

juzgarnos los unos a los otros; pensemos más bien en no ser causa de caída o de escándalo para el hermano" (Rm 14,12-13). El juicio pertenece exclusivamente a Dios: "Por tanto, no tienes excusa tú, quienquiera que seas, cuando juzgas; porque mientras juzgas a los demás, te condenas a ti mismo; pues, tú que juzgas, haces las mismas cosas. Y sabemos que el juicio de Dios es verdadero contra los que hacen tales cosas. Acaso piensas, oh hombre, que juzgas a quienes hacen tales cosas, que escaparás al juicio de Dios, cometiendo tú las mismas cosas?" (Rm 2,1-3). Mientras estamos en este mundo, juzgar al otro, además de suplantar a Dios, es equivocarse. Dios, que conoce el corazón del hombre, aún espera la conversión del pecador y da tiempo para ello. "El amor todo lo espera". Sólo Satanás, y quienes le siguen, piensan siempre mal de Dios y de los hombres. San Pablo, habiendo experimentado en su misma persona la fuerza salvadora de Jesucristo, que ha transformado su vida, cuando nada hacía imaginarlo (yendo en su persecución), dirá a los corintios: "Mi juez es el Señor! No juzguéis, pues, antes de tiempo. Esperad a que venga el Señor. El iluminará lo que se esconde en las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones del corazón. Entonces cada uno recibirá de Dios su merecido" (1Co 4,5; Rm 12,19). Es más, el perdón, gracias al cual el hombre supera el juicio y el temor del juicio, se realiza en el ámbito de la comunión fraterna. Por eso, el cristiano, al mismo tiempo que implora el perdón de sus pecados, perdona al hermano las ofensas recibidas: "Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden" (Mt 2,12). No puede esperar un juicio de misericordia, de perdón, quien prefiere vivir en la ley: "Porque si vosotros perdonáis a los demás sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas" (Mt 6,12-14). Es ésta la conclusión de la parábola del siervo despiadado: "No debías haber tenido compasión de tu compañero, como tuve yo de ti?" (Cf Mt 18,21-35). Cómo queremos ser juzgados: desde la gracia del perdón o desde la inexorabilidad de la ley?: "Pues tendrá un juicio sin misericordia quien no practicó la misericordia. La

misericordia, en cambio, saldrá victoriosa del juicio" (St 2,13).

g) En vigilancia El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, no está todavía acabado con "gran poder y gloria" (Lc 21,27; Mt 25,31). Aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (2Ts 2,7), a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo: Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (Hch 1,6-7) que, según los profetas (Is 11,1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (Hch 1,8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1Co 7,26) y la prueba del mal (Ef 5,16) que afecta también a la Iglesia (1P 4,17) e inaugura los combates de los últimos días (1Jn 2,18;4,3; 1Tm 4,1). Es un tiempo de espera y de vigilia (Mt 25,1-13; Mc 13,33-37)304. La parábola de la vigilancia, propia de Mateo, es la parábola de las diez vírgenes (25,1-12). Se trata en ella de despertar la expectación vigilante del esposo que tarda en llegar al banquete del reino, con la advertencia del juicio, que puede concluir con la sentencia "no os conozco". Lo mismo en la parábola del administrador (Mt 24,45-51), que se dice "tarda en venir mi señor", se trata de suscitar con "la misma tardanza" la vigilancia y la paciencia en la espera.

h) En la acción de gracias De la vigilancia en oración, para que la venida del Señor no nos sorprenda, se desprenden una serie de actitudes fundamentales: la sobriedad, la templanza, el ejercicio de la fe, el amor y la esperanza (1Ts 5,4-8). La

304

CEC 672.

proximidad del día lleva a vivir en la luz, abandonando "las obras de las tinieblas" (Rm 13,11-14). Toda realidad humana es relativizada ante la espera del Señor que viene. Así, la Parusía, con su fuerza, libera al cristiano de la angustia y el afán por asegurarse la vida. Pablo señala, por ello, el gozo como un fruto de la espera del Señor: "Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres...El Señor está cerca"305. De aquí nace la vida de "acción de gracias" como auténtica expresión de la vida cristiana y como el verdadero culto a Dios 306. La acción de gracias, con el memorial de las acciones salvadoras de Dios, alimenta la esperanza. Así, en las dificultades se espera en el Dios a quien se da gracias. La esperanza misma es un don de Dios, viene de Él, es una bendición suya, que permite al creyente caminar alegre y fielmente en la vida, aunque atraviese por un valle oscuro. El cristiano celebra con acción de gracias el don de la esperanza 307. La esperanza aparece junto a la fe y a la caridad, como fruto y experiencia, de la Buena Nueva de Jesucristo 308. Si Jesús vino, puso su tienda entre nosotros, murió y venció la muerte, resucitando de entre los muertos, el tiempo que nos separa de su Parusía es el tiempo del gozo de la fe, que actúa en la caridad y enciende la esperanza (LG 40). Él que vino, volverá y nos llevará con Él, para tener parte con Él en su reino y en su gloria (1Ts 2,12). i)

En el Espíritu

Estar vivos o muertos cuando vuelva glorioso el Señor en su Parusía poco cuenta. Lo que importa es estar con el Señor en la vida o en la muerte (1Ts 4,13ss). El comer, el beber, el trabajo, la convivencia con los hermanos..., todo ello vivido en el Señor, con acción de gracias, santifica al cristiano y le prepara para el encuentro con el Señor que viene. Pero, sin el Señor, el matrimonio, la tristeza, la

305

Flp 4,4-5; 1Ts 2,19; Rm 12,12.

306

Cf Rm 1,8.12; 2,7; 14,6; 1Co 1,14; 14,17; 2Co 1,11; 4,15; Col 1,12; 3,17; Ap 11,7...

307 308

1Ts 1,2; Rm 5,3ss; 15,5. 1Co 13,13; Col 1,5; 1Ts 5,8; 1Tm 6,11...

alegría, los bienes de mundo, se transforman en ídolos, se vacían de valor, haciendo vanos a quienes en ellos ponen su esperanza. Pasan como pasa la escena de este mundo (1Co 7,29-31). En síntesis, Cristo encarnado, muerto y resucitado es la esperanza de quienes viven en la fragilidad de la carne, sufren y mueren. La salvación de Cristo abarca toda la vida, vivida con Cristo (1Ts 5,10) o "en Cristo", asumiendo la cruz y la voluntad del Padre guiados por el Espíritu, que nos da el espíritu de hijos. Cristo nos ha dado su Espíritu, dador de vida, que nos hace vivir en novedad de vida, mientras nos impulsa hacia el pleno cumplimiento de esta vida, gritando con nosotros: "Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,17). El cristiano, en y con la comunidad eclesial, iluminado por el Padre de la gloria, vive en la esperanza del tesoro de la gloria, herencia de los santos (Ef 1,17sss). Este tesoro, manifestado ya en la resurrección y ascensión de Cristo, ha situado a Cristo, cabeza de la Iglesia, como Señor en este mundo y en el futuro (Ef 1,20ss). La comunidad cristiana, con todos los dones y carismas que el Espíritu le otorga, vive aún en el presente "edificando el cuerpo de Cristo, para que alcancemos todos el estado de hombre perfecto, según la estatura adulta de Cristo" (Ef 4,12-13), "en el día de la redención". De aquí la llamada de Pablo "a no contristar al Espíritu de Cristo" (Ef 4,30) y a vivir en estado de guerra contra las asechanzas del maligno (Ef 6,10-18).

ALELUYA! MARANATHA! Cristo ha venido en nuestra carne, se ha manifestado vencedor de la muerte en su resurrección y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como el don de bodas a su Esposa. Y la Iglesia, gozosa y exultante canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera anhelante de la consumación de las bodas, gritan: Maranathá! La Iglesia vive continuamente la tensión del Aleluya y el Maranathá. Esta es la doble e inseparable expresión de la Escatología cristiana. Tenemos las primicias del Espíritu, pero aún esperamos la redención del cuerpo. Somos hijos de Dios y le llamamos Abba, papá, pero todavía ansiamos

la filiación. La fe es certeza y dolor al mismo tiempo. La fe es pascual, es vivir crucificado con Cristo esperando la liberación, no sólo del "cuerpo de pecado", sino del "cuerpo de muerte" (Rm 7,24).

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