Epílogo - Hans Urs von Balthasar

January 28, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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HANS URS VON BALTHASAR

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ESQUEMA GENERAL DE LA TRILOGÍA

Gloria Vol. l. La percepción de la forma Vol. 2. Estilos eclesiásticos Vol. 3. Estilos laicales Vol. 4. Metafísica. Edad Antigua Vol. 5. Metafísica. Edad Moderna Vol. 6. Antiguo Testamento Vol. 7. Nuevo Testamento

Teodramática Vol. l. Prolegómenos Vol. 2. Las personas del drama: el hombre en Dios Vol. 3. Las personas del drama: el hombre en Cristo Vol. 4. La acción Vol. 5. El último acto

Teológica Vol. l. Verdad del mundo Vol. 2. Verdad de Dios Vol. 3. El Espíritu de la Verdad

HANS URS VON BALTHASAR """"

EPILOGO

Eencuentrocr ediciones a

Título original Epilog © 1987 Johannes Verlag, Einsiedeln/Trier © 1998 para la edición española Ediciones Encuentro, Cedaceros, 3, 22 28014 Madrid Traducción: Ildefonso Murillo

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del ·Copyright•, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Para obtener información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Cedaceros, 3-211 -28014 Madrid- Tel. 532 26 07

ÍNDICE

Prólogo ........................... .

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l. PÓRTICO ....................... l. ¿Integración como método? . . . . . . . . . 2. La cuestión no planteada . . . . . . . . . . 3. La cuestión desde la perspectiva del hombre .................... 4. Palabra de Dios . . . . . . . . . . . . .....

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Il. UMBRAL ........................ l. Consideración del ser . . . . . . . . . . . . . 2. Ser y ente ..................... 3. Manifestación y ocultamiento . . . . . . . 4. Polaridad en el ser ............... 5. Mostrar-se . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6. Dar-se ....................... 7. Decir-se

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III. CATEDRAL l. Cristología y Trinidad . . . . . . . . . . . . . . 2. La Palabra se hace carne . . . . . . . . . . . 3. Fecundidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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46 50

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ABREVIATURAS

G: Gloria TD: Teodramática TL: Teológica

PRÓLOGO

El cansado lector tiene derecho a este epílogo a la voluminosa trilogía ·Estética·, ·Teodramática· y ·Teológica·, en quince volúmenes. Le ofrezco algo así como una perspectiva que abarca toda la obra. Pero no espere en modo alguno un ·digest• americano, un breve resumen, sino ante todo una justificación de por qué aquí se han presentado los tradicionales tratados o loci teológicos de manera completamente distinta de lo acostumbrado, o sea, desde los trascendentales, en los que se da de la manera más fácil posible el paso de la verdadera (y por esto religiosa) filosofía a la teología bíblica de la revelación. Ante este umbral hay una indispensable, pero insuficiente, especie de apologética: Biblia y Cristianismo figuran dentro de un conjunto de muchas otras ofertas religiosas, que sólo aparentemente poseen el mismo valor unas aliado de las otras, pero que miradas más profundamente forman una jerarquía de orientaciones. Puede pretenderse mostrar que las menos amplias pueden albergarse en las más amplias y, en último término, preguntarse dónde existe una suprema integración. El investigador de la verdad no puede pasarse sin este método, pero, por último, a fin de que le resulte fecundo, ha de aprovechar lo que se desarrolló en la ·Estética•. 9

Epílogo

Tras el •umbral• están los •misterios del Cristianismo•, gue no pueden derivarse de ninguna filosofía religiosa. Estos sólo pueden presentarse de manera bastante imprecisa y casi incomprensible; pero sobre ellos hay suficientes escritos dignos de leerse en la teología elaborada durante los dos mil años de la Iglesia. Así queda sin mencionar mucho, que tratamos ampliamente en otra parte. No expongo nada sobre oración, nada sobre la vida cristiana como teoría y praxis, nada sobre persona y misión, sobre los estados eclesiásticos, pero tampoco ningún tratado sobre Trinidad, cristología, mariología, sobre las grandes figuras de la Iglesia: santos, teólogos. ¿Para qué repetir lo ya dicho? Quede en aquello que se llama •envoi• en las antiguas baladas francesas. Dudo muchísimo de que este epílogo preste una gran ayuda a la didáctica y a la catequética en vista de la actual humanidad con la que nos encontramos. Lo cual significa que se debe ir a buscar al hombre allí donde está. ·Un joven de dieciséis años, en América, ha pasado, por término medio, quince mil horas ante la televisión, casi, pues, dos años completos.• Entre nosotros, según un reciente estudio, ya los niños de tres a seis años se sientan ante la pantalla, por término medio en la semana, de cinco a seis horas, y los de diez a trece años hasta más de doce horas... Hans Maier pregunta con razón •por si también nosotros, en la época de los medios de comunicación social, transmitimos una herencia cultural (y una fe religiosa) o si al final, con el lenguaje perdido, nos desaparece también el oír y ver.• Con razón igualmente, la mayoría de los profesores de religión se preguntan hoy qué clase de ruinas son esas personas que debieran ser •recogidas• allí (contra su voluntad). Un misionero de la selva lo tiene relativamente fácil: encuentra un •anima naturaliter christiana•, quizás muy primitiva; podría traducir al lenguaje más sencillo lo que aquí se expone en un lenguaje teológi10

Prólogo

co dificilisimo. ¿Dónde, sin embargo, está el •punto de contacto• en presencia del·anima technica vacua•? No lo sé. Un poco espiritismo, un poco Zen, una poca teología de la liberación. Y ya es mucho. Este pequeño libro no puede ni quiere ser más que una botella arrojada al mar; que arribe a algún sitio y alguien la encuentre sería un milagro. Pero de vez en cuando acontecen también tales sucesos. Hans Urs von Baltbasar

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I

PÓRTICO

1. ¿Integración como método? La posibilidad de ser cristiano está ahí, entre muchas concepciones del mundo, como una oferta, para ser elegida. No puede ponerse en el primer puesto echando mano de la violencia. Eso se opondría al espíritu de su fundador y al de sus mejores representantes. Debe pretender probar su credibilidad y -según su propia comprensión- su peculiaridad mediante argumentos puramente espirituales, que, suficientemente paradójicos, nunca pueden ser •constrictivos•, pues no deben frustrar el acto de fe libre y libre entrega. En primer lugar, ha de colocarse en la serie de las demás pretendientes, cada una de las cuales reclama su verdad envolvente o, al menos, su rectitud, y comprobar según la serie, desde su puesto, la justificación de todas estas pretensiones y reconocer como relativa su participación en la verdad. De esta manera resultará, desde su punto de vista, algo así como una jerarquía reconocible de verdades, que podrían ordenarse conforme al principio: ·El que ve más verdad, tiene más profundamente razón.• Lo cual corresponde a la antigua doctrina cristiana de los ·logoi spermatikoi•, que están difundidos por toda la humanidad; aunque no de modo que doctrinas y opiniones que se

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Epílogo

excluyen unas a otras pudieran tener la misma participación en este logos disperso (de lo contrario, dicha participación no dejaría de ser contradictoria consigo misma), sino más bien de manera que visiones que abarcan menos se integran en otras que abarcan más. El que más verdad pudiera integrar en su visión, tendría derecho a la verdad suprema que es alcanzable. Sería, si fuese permitido citar aquí, abusivamente, un texto de Pablo, aquel hombre espiritual, que puede juzgarlo todo, pero a él mismo nadie le juzga (1 Cor 2,15), porque nadie, excepto él, posee una visión tan amplia de la verdad. Pero con tal representación ingenua de la •apologética• el cristiano, corno alpinista espiritual, se encuentra con los lindes de un abismo infranqueable. En verdad llega con este método aditivo e integrador a una determinada altura, pero ve de repente que, siguiendo este camino (en caso de que fuese transitable), no llegaría a Cristo, sino a Hegel, es decir, al •saber absoluto•, que absorbe dentro de sí a la fe cristiana (quizás optima flde), aun cuando este saber, para la última síntesis entre Dios y el mundo, necesitó de una cristología, de un Viernes Santo especulativo y de un Pentecostés especulativo. Muchos cristianos creen (¿quizás con el mismo Hegel?) que, de este modo, han alcanzado el sentido más profundo de su propia religión, sin ver entretanto que con esto han perdido la libertad de Dios en su autorrevelación y por eso la inconcebibilidad del amor que se entrega libremente (·sólo el amor es digno de fe•). Han llegado de improviso más allá de éste, lo tienen a las espaldas o en el bolsillo en lugar de verlo siempre ante sí corno misterio digno de adoración. ¿Qué hacer? Al método de la integración creciente no puede renunciarse fácilmente, si debernos estar dispuestos, en cualquier ocasión, a dar ·cuenta de nuestra esperanza• (1 P 3,15). Pero este método no puede conducir por sí solo al objetivo, ni siquiera cuando se

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Pórtico

hubiera tenido en cuenta en esta integración creciente el momento de libertad creciente, pues tampoco entonces podría deducirse ni postularse la histórica revelación de Dios con Cristo como clave de bóveda. Este no poder le parecería a uno, en alguna reflexión, como algo positivo, pues el peso de la pura facticidad indeducible de lo histórico se muestra tan grande en la historia del mundo y en las concepciones del mundo que se han desarrollado en ella que los hechos se burlan de todo engarce en una cadena de perlas de ideas. Ambos aspectos que por ahora parecen incompatibles deberán unirse, si lo cristiano no debe ser aplanado racionalmente ni volatilizado en lo irracional. Es cierto que, a partir de la facticidad de lo cristiano, se han emprendido intentos de renunciar a todos los caminos inmanentes de integración. Quien con Karl Barth convierte el hecho de la Alianza en fundamento intrínseco de la creación puede abarcar con este hecho todo lo creado, que, desde su propio poder, sólo puede producir los ídolos más distintos, pero igualmente nulos en cuanto a su valor, los cuales sólo pueden ser liberados de su abyección mediante el acto de entrega de Cristo en la cruz, mientras se convierten en nada ante el único verdaderamente abyecto por ellos. Menos radical, pero ciertamente semejante, fue en Schelling la relación entre mitología (trágica) y revelación (positiva), pues aquí apareció reconciliable la total conversión de los últimos con una cierta gradación de los mitos. (E. Drewermann renueva hoy una perspectiva análoga, simplemente con la sencilla equiparación de mito y logos cristiano, los cuales, ambos igualmente, están en el hombre como arquetipos.) En una especie de empresa comparable de lejos con la de Barth puede representarse en Rahner el único hecho central de la revelación cristiana, con ayuda de un •existencial sobrenatural•, como extendido sobre la historia entera de la humanidad, donde entonces reciben un signifi17

Epílogo

cado secundario las diferentes formas •Categoriales• de representación de las religiones y de las representaciones del mundo. Estos y parecidos enfoques presentan la mencionada aporía: ¿cómo un método que procede mediante la integración de puntos de vista aislados puede moverse frente a una revelación única, libre del proceso creador? ¿Hay que atreverse a pensar, no obstante, con Agustín y Tomás, que una dinámica ·buscadora• (Hch 17,27), que insiste en la intuición de Dios, habría producido proyectos que, apoyados y dirigidos por una gracia presente de antemano (o un existencial sobrenatural), habrían tomado la dirección hacia lo no construible a partir de la naturaleza, para luego acogerse a un plano más elevado en una revelación, dispuesta por libre iniciativa de Dios, que a la vez dirige y perfecciona: •gratia non destruit sed elevat et perficit naturam• -claro que a la vez •sanans naturam aegrotam·? Se habría entonces abandonado desde un principio la hipótesis de una •natura pura• y al mismo tiempo presupuesto dos cosas distintas: la aparente paradoja de una naturaleza orientada a la inalcanzable comprensión de Dios por las fuerzas naturales y -adelantándose a esta paradoja- una gracia de divina autoapertura, ya introducida en la libertad ·puramente natural•, cuya irradiación sobre toda la historia se pensaría derramándose desde el centro cristológico. Entonces, sobre tal presupuesto, podría aventurarse, en primer lugar, algo así como un intento (apologético) de integración de proyectos intrahistóricos. Desde el principio deberían considerarse en eso, sin embargo, dos cosas. La primera: dónde, sobre el plano de tales proyectos, están con más frecuencia diametralmente frente a frente unas opiniones respecto de otras y excluyen por de pronto la integración y obstruyen así el camino a una visión de conjunto que une los derechos de ambas, puesto que ambas podrían apor18

Pórtico

tar en el plano más elevado, a ellas inaccesible, elementos útiles para una visión de conjunto. La segunda: de qué manera radical proyectos que se originaron antes de que nadie se hubiera enterado de la revelación cristiana se distinguen de aquellos que conscientemente, en la época poscristiana, rehúsan la unificación efectuada en Cristo (como centro y cima de la historia bíblica de la Alianza) y pretenden poner en su lugar algo más plausible. Lo precristiano y lo conscientemente poscristiano pueden igualarse estructuralmente, aunque sigan siendo distintos en su más íntima intención. Verdad es que, debido a que hoy la levadura de lo cristiano ha penetrado la humanidad entera, se hace difícil encontrar algo ingenuamente ·precristiano• aun en las concepciones del mundo que se remontan aparentemente a la época precristiana (las asiáticas, por ejemplo); éstas habrán absorbido con frecuencia momentos suficientemente cristianos (o bíblicos), con la intención de mostrar que no necesitan del cristianismo para mantener en pie su propia pretensión de totalidad.

2. La cuestión no planteada Como es sabido, el teórico del positivismo, Augusto Comte, estableció la prohibición de continuar teniendo en cuenta preguntas que no pueden responderse -como las plantea la época de la filosofia que ha tocado a su fin- y exige plantear sólo las que, en la época de las ciencias, pueden ser respondidas por éstas. Ahora bien, es asombroso en qué gran medida siguen hoy este programa, inconscientemente o también de modo plenamente consciente, aun los proyectos histórico-mundiales que reaccionan severamente contra el positivismo. La filosofía había planteado la cuestión del fundamento, del ser, del sentido y de la

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Epílogo

finalidad de la existencia en general; los grandes •sistemas• religiosos nunca habían prescindido de esta cuestión, aunque le dieron las respuestas más contrarias o parecieron dárselas. Pues toda religión quiso (y siempre quiere aún) dar una respuesta al sentido último del mundo, incluido el de la existencia humana, y, por tanto, contiene en sí la cuestión filosófica. El positivismo la excluye, por lo que se presenta también conscientemente como ateísmo. Pero donde siempre se suscita la exigencia de que toda pregunta sólo tenga sentido si ahora o más tarde puede ser respondida por una ciencia •exacta•, hay una intencionalidad positivista y por eso resulta absurda desde un principio la cuestión de Dios (¿qué es Dios desde un punto de vista ·científico·?). Ahí pueden inscribirse todas las concepciones del mundo que parten de ·lo que está a la vista -Vorliegend~·, sea el cosmos, cuya legalidad se investiga, o la humanidad, que se investiga desde el punto de vista médico, fisiológico y psicológico así como sociológico, generalmente no con una intención puramente teórica, sino en atención a un •cambio•, que suele aparecer como mejora. Aquí habría que contar, junto a todas las ciencias particulares, al marxismo en todas sus modalidades. El cual se llama generalmente •materialismo•, pero se adopta este nombre en el fondo sólo como una palabra dirigida contra el ·idealismo•; el interés de Marx por la esencia de la materia es mínimo, su pathos entero está situado en la •transformación· de lo humano en el estado mejor posible (guiada en el desarrollo de la humanidad por una ley de la dialéctica,. que se supone demostrable científicamente). La humanidad, tal como se presenta sociológicamente, es un punto de partida que margina, en cuanto insignificantes, muchas cosas, como la muerte, que son decisivas en la existencia humana o intenta -a partir de determinados hechos sociales del siglo XIX- asentar su sentido, situándolo en el futuro. 20

Pórtico

Esto es -a pesar de la polémica marxiana contra Comte- un positivismo sociológico, en tanto que toma la humanidad existente como algo dado y no se pregunta por el trasfondo de este dato. Uno puede investigar la naturaleza y su evolución cada vez más exactamente (por el sendero darwinista o por otro camino), del mismo modo, sin preocuparse en absolutp de por qué ·se dan· naturaleza, materia, ·desarrollo•; uno puede reducir todo a una explosión original, sin admirarse en lo más mínimo de por qué la hubo (en caso de que haya ocurrido). Uno puede además, volviendo otra vez al hombre, descubrir a éste como el lugar del cosmos en que se abre el preguntar fundamental y, a partir de aquí, edificar (•científicamente•) una antropología que describe el fenómeno de la existencia que pregunta, sin preguntarse por el sentido que, como tal, tiene un tal ser que se pregunta por el sentido. Objeto de esta ciencia es el hombre como alguien que pregunta, pero no el sentido que tiene él mismo que pregunta por su propia existencia e implícitamente por la existencia en absoluto: sólo con esta nueva pregunta la ciencia antropológica habría cruzado la frontera de la filosofía. En lo cual resulta evidente que las formas del psicoanálisis (según Freud o Jung o Adler) son ciencias psicológicas introspectivas, que se dan por satisfechas con •cambiar• la pregunta por el sentido de una forma de preguntar antropológicamente inadecuada a una conveniente, ·sana• para el hombre. Ni siquiera la •metapsicología· de Jung se sustrae a este modo de plantear el problema. El objeto de esta ciencia es el hombre que previamente se encuentra, la rectificación de la actitud para con el ser del hombre y de ninguna manera la pregunta por el sentido del ser en absoluto (de manera diferente acontecen las cosas en la logoterapia de V. Frankl, donde la aceptación del enfoque profundo de esta pregunta se convierte en presupuesto para la sanación humana). 21

Epílogo

En una dimensión completamente distinta de la historia de la humanidad surge la pregunta análoga: ¿son confucianismo y sintoísmo algo distinto de una ética psicológico-sociológica? Pretensión principal de Confucio en una época intranquila fue la restauración de un orden ético a partir de la actitud del individuo, el cual, si ha llegado a ser perfecto en su bondad humana, se ha convertido en •príncipe• y es apropiado para el gobierno. Tal ética es apoyada mediante dos procedimientos distintos: la convicción de un orden cósmico y la mirada retrospectiva a los grandes modelos del pasado. Esta ética, por no ser en último término religiosa, puede unirse con las más distintas formas religiosas de fe. De modo semejante, las distintas formas del sinto (la estatal fue suprimida después de la Segunda Guerra Mundial) no son apenas más que la defensa de la mentalidad histórico-nacional frente a la importación de las religiones extranjeras (los momentos mitológicos hace mucho tiempo que han dejado de ser eficaces en el sinto), donde se puede unir esta mentalidad, como en China, con distintos sistemas religiosos. Ella quiere pureza de corazón, gratitud, armonía de la vida; no se plantea la cuestión del más allá de la muerte, carece de lugar la pregunta metafisica. Pero esta pregunta no debe plantear simplemente la cuestión filosófico-religiosa del •ser en cuanto ser• -como aparece claro precisamente por lo antes expuesto-, sino también, en seguida, la del significado o valor de este ser comprobable para todo el mundo. La cuestión del ser, planteada puramente desde el hombre, incluye, por lo tanto, la búsqueda de una luz que aclare su sentido: quizás haciendo caer en cuenta de que la pregunta por el sentido no sea planteable en absoluto o de que, si dicha pregunta puede ser respondida en alguna parte, tal posibilidad no estaría en manos del hombre; quizás apuntando a un último sentido que está sobre o, de cualquier modo, dentro del todo del ser; quizás,

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Pórtico

finalmente, reconduciendo al hombre a sí mismo y a su preguntar, más allá de lo cual no hay un sentido o, mejor dicho, un sentido que se comunica en cifras ininterpretables. Entonces la primera ·luz· sería la del escepticismo, la tercera la de una reducción de la filosofía a la antropología. Sólo la segunda dejaría un espacio abierto para la cuestión filosófico-religiosa. A continuación se va a reflexionar sobre sus posibles formas.

3. La cuestión desde la perspectiva del hombre El diagnóstico o pronóstico de Comte manifiesta, estadísticamente visto, como correcto que la verdadera cuestión filosófica, hoy, sólo todavía rara vez se plantea explícitamente. La época de la filosofía ha sido relevada por la de la ciencia, en la que la ·exactitud· de las ciencias naturales vale también como modelo para las ciencias biológicas y humanas, y se ve cada vez más claramente el objetivo de la ciencia en la dirección o •Cambio· de lo captado: la ciencia sirve a la técnica, al poderío. Tan sólo las consecuencias trágicas de esta limitación -que mediante ella se consigue lo contrario de lo pretendido: mediante la técnica el hombre no se libera, sino que es sometido a todo grado de esclavitud- liberan de nuevo la mirada para la pregunta filosófica ilimitada, bastantes veces con un a priori de desesperación o resignación o con el convulsivo intento de obtener también la pregunta auténticamente filosófica (mediante miles de formas de ocultismo) hasta en la manipulación científica. La pregunta verdaderamente filosófica por el sentido del ser en su totalidad, llevada a su culmen en el hombre, se convierte en la pregunta religiosa por su salvación total. Uno puede preguntar de antemano qué forma puede tomar para el hombre la representación del sentido-salvación total. En todo caso una dualista.

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Epílogo

Aun el monismo más extremo no se pasa sin una negación: que el devenir, la finitud es una •apariencia· que debe dejar tras sí la elevación al uno (Parménides). Aunque esta apariencia pueda ser en sí todavía tan vana, para la conciencia inmediata tiene una determinada realidad, que ni siquiera en los más consecuentes sistemas hindúes no dualistas (advaita) se puede concretar de manera perfectamente clara: entre pura ilusión (shankara), forma mundana de aparición de lo infinito inefable (ramanuja) o forma divina de aparición de lo divino más elevado (madhva). En el vedanta del shankara se exige la pura identificación de alma (atman) y todo (brahman), pero con esto se hace inexplicable la existencia de una apariencia. Individualidad es lo que no debe ser (en el fondo totalmente inexistente), la disolución de su apariencia deviene salvación. Pero este monismo que quiere ser absoluto se pasa por algo a sí mismo: si nos vale como ser (o ente) la apariencia en que vivimos, entonces su negación (nirvana) lleva el nombre de no-ser; la suprema sabiduría viene a ser entonces -así piensa el budismo zen, nacido del mahajana- comprender la identidad de ambas negaciones y vivirla tanto en el desaparecer (Versenkung) como en la vida ordinaria. Tras todo esto se halla una filosofía religiosa del desprendimiento, a la que se ha de volver. Si la apariencia mundana se entiende, pues, como lugar de aparición de lo divino en el mundo humano (avatara), entonces será visible una posibilidad, la de experimentar epifanías de lo divino bajo las formas transitorias del mundo, ya sea en el ser singular que manifiesta lo divino, ya sea en una determinada categoría de hombres, que, como los gnósticos, encuentran en sí un núcleo divinal y procuran liberarlo de su envoltura de lo material aparente. Si se radicaliza esta perspectiva, entonces todo el mundo fenoménico puede convertirse en una especie de organismo de lo

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Pónico

divino, como en la estoa y sus múltiples derivaciones; el hombre debe reconocer entonces la identidad de su ·chispa anímica· con el gran fuego central divino del ser del mundo y procurar vivir prácticamente lo que pide de él: que nivele como insignificantes para su realidad íntima las diferencias de lo que le afecta en su situación mundana. Esta indiferencia filosófico-religiosa pasa por entre todos los sistemas religiosos edificados sobre esta base. No sólo se la formula en India, también el aforismo 56 de Lao Tse dice lo mismo: •no ser impresionados por la fama, no ser impresionados por el desprecio, no ser impresionados por el beneficio, no ser impresionados por la pérdida, no ser impresionados por el honor, no ser impresionados por la deshonra: esto es el Tao (la unidad que unifica todo)•. Pero un sabio del sufismo puede decir en igual tono: ·A los hombres auténticamente reales les va de tal modo que, de distintas situaciones como muerte y vida, permanecer y partir, calamidad y calma, felicidad e infelicidad, riqueza y pobreza, ninguna corresponde a su ser y ninguna pesa más que la otra.• Del mismo modo se expresan Darani y Gazzali: ·Su corazón alcanza un estado en que son equivalentes el tener o no tener una cosa, ... de modo que ni se inclina a deshacerse de ella, ni a quedarse con ella.• Para el amigo de Dios, según Daya, son ·lo mismo, entre los hombres, honor y oprobio, alabanza y reprensión, rechazo y aceptación•. Este intento de un monismo no verdaderamente realizable toca de nuevo en un pensamiento al que se ha de volver; pero en la forma expuesta destruye la realidad del hombre en su finitud. Aún queda por interpretar la tercera forma, maya: el intento de distinguir dentro de la esfera del verdadero ser (el divino) una esfera absoluta irrepresentable de una forma expresable de aparición. Este intento acontece de la manera más plástica en la ya homérica separación de un ·destino· misteriosamente inefable y de un

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Epílogo

múltiple mundo de dioses que se destaca ante él, en el que el hombre encuentra la esfera del absoluto. Cuando un dios protector es añadido a un héroe (Atenea-Ulises), esto puede conducir a una eclipsación de este hombre por la luz divina; pero puede suceder también que el dios pida prestadas las fuerzas tenebrosas-irracionales del destino (Atenea-Ayax, Hera-Hércules) y conduzca al héroe a la locura y a la muerte. Además existe la visión más clara, en la que el dios superior se convierte en mediador implorado del abismo de la salvación (que disuelve al hombre): Amida-Buda. Aquí, como en otras muchas relaciones del hombre con un dios (Siva, Visnú) o con una de sus manifestaciones, se desarrolla bhakti -participación amorosa, adhesión creyente, fidelidad, adoración-, en que se expresa la necesidad humana de una autodonación plena, sin querer cruzar las fronteras de la divina trascendencia. En esta atmósfera de afectividad, que -precisamente en la religión de la gente sencilla- olvida el fundamento inefable e impersonal tras la divinidad amada o prescinde de él, se crea una insuficiencia en todas las formas de amor al prójimo. Un logos spermatikos. Pero donde el dios que destaca como forma individual se adivina poco digno de fe y como una ficción humana, precisamente en su individualidad, puede ser abandonado a la burla del hombre real (como Dionisos en Aristófanes). Entonces el hombre ascendido a héroe semidivino se queda solo actuando ante el negro bastidor del destino: los Nibelungos (donde puede hablarse con razón de un crepúsculo de los dioses; los héroes como semidioses son suficientemente trágicos, de modo que resulta superfluo que entre en juego un trágico Wotan). El problema de quién es culpable -¿Hagen? ¿Kriemhild?- pierde importancia tras la realidad, que todo lo domina, de la tragedia de la existencia en su totalidad. Tal es el duro peso de la •apariencia•, que según Aristóteles suscita ·estremecimiento• (phobos)

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Pórtico

y •conmoción· (eleos) -¡un prójimo sufre inmerecidamente (ana:xios) tal destino!- y con eso una •purificación· (katharsis, que casi se puede traducir por ·desilusionamiento•: ¡Así es, pues, la existencia!). Este duro peso de la tragedia pudo proporcionar un último apoyo al dogma fundamental del budismo ·Existencia es dolor•, pero precisamente este peso se coloca como un estorbo ante la solución de una huida puramente contemplativa al nirvana, un camino que, sin eso, sólo está abierto a pocos elegidos. Por lo cual en primer lugar, también en la India, se da una duplicación del camino de la vida: junto al contemplativo se pone el activo (así sucede tanto en el Samkhya y Bhagavadgita como en el Vedanta), pero luego, más consecuentemente, se añade el pensamiento de la compasión del dios (personal) que, aunque ya maduro para el nirvana, aplaza la entrada en éste hasta que todos los seres sean liberados de la tragedia de la existencia. En el contemplativo Mahayana se llega análogamente a •verdaderas orgías con deseos de compasión· (A. Schweitzer, Weltanschauung der indiscben Denker, 1935, 93) en los sobrehumanamente nobles príncipes, que, imitando al dios, se sacrifican por los que sufren. Las formas de tal sustitución exceden con mucho, en cuanto a fantasía creadora, de las imaginadas por Eurípides (G 4, 121-141; TD 1, 359-378). El pensamiento de un sufrir vicario de alguien preparado para la bienaventuranza en beneficio de los aún cargados con la culpa del karma se parece a un indicador de camino que señala la dirección hacia lo cristiano; pero hay que tener presente que la desintegración del Absoluto en una realidad inefable-impersonal (nirvana) y en una forma personal que está antes de ella cae ahora mismo víctima de la crítica heideggeriana a la onto-teo-logía: el ·dios· representado personalmente es sólo esbozable según el modelo óntico del ser mundano, lo que también se concede dócilmente en el pensamiento hindú. 27

Epílogo

La última cuestión, qué es y de dónde procede la maya, sobre todo cuando está cargada con el duro peso de una tragedia terrible, insuperable, queda sin posibilidad de solución en todos los tres sistemas apuntados. ¿Lo ponemos en duda? Tómese su recurso a Hegel, donde el Espíritu para su autodevenir se presu-pone la sensibilidad. Pero este sistema no puede hacer justicia, como se ha mostrado en otra parte (TD 1, 54 ss.), ni a Dios (que necesita del mundo para ser Él mismo) ni al hombre (que se ha sacrificado como individuo concreto). Aquí se despoja a la muerte de su dignidad: se convierte en un momento especulativo a favor del devenir de Dios, se la olvida como acontecimiento de la vida concreta. Tras el desarrollo de los múltiples intentos de responder a las preguntas planteadas por el hombre está finalmente un último postulado, al que ningún intento de solución pudo satisfacer. Todos los sistemas monistas que de algún modo quisieron superar el dualismo (ya sea apariencia o tragedia o ambas cosas), presente como dato originario, intentaron salvar un interminable abismo, aunque comprendieron con razón que un dualismo que permanece abierto equivale a un fracaso de la cuestión filosófico-religiosa. En las religiones se expresó la perplejidad en su doble forma de ritualismo popular y mística elitista o esotérica. Aquél se agarró al irrenunciable momento de la distancia del hombre ante los dioses o lo divino, éste abandonó tal distancia para alcanzar la unificación deseada en lo más profundo de su ser por el hombre. Por encima de esta aporía no puede remontarse ninguna metafísica religiosa desarrollada desde el hombre. Precisamente en ella rara vez se manifiesta según Tomás de Aquino la elevación del hombre y de su preguntar frente a todo ser puramente intramundano (STh 1 11 5, 5 ad 2). Esto quiere decir que en los enfoques de la filosofía religiosa (dicho cristianamente) desarrollada desde el 28

Pórtico

hombre salieron a luz muchos ·logoi spermatikoi•, donde unos de ellos pudieron integrar en sí a otros, y que, sin embargo, la integración no fue posible en lo decisivo porque postulados que aparentemente se excluyen estuvieron enfrentados hasta el final; tales que, dentro del interrogar humano, no pudieron unirse en un sistema metafísico abarcable con la vista de nuestra mente. Si por esto desde ahora se pasa a los datos de la religión (religiones) revelada, desde un principio es así seguro que sus datos no tendrán el objetivo de tapar las brechas que la razón no puede cerrar y ayudarle a llegar a un sistema definitivo, pues estos datos sólo son válidos como aquello para lo que se entregan: autoapertura de Dios en una libertad que no puede transformarse nunca, como tal, en un material de la razón. 4. Palabra de Dios

Comienza con una voz -como en el preludio de otras religiones. Pero esta voz no quiere ser de ninguna manera respuesta a la •pregunta más elevada· del hombre. Su acento está lleno de autoridad más viva, más incondicionada, más incuestionable; ya en este acento se encuentra la exigencia de obediencia sin titubeos, pero su contenido es promesa invisible. Promesa que presupone una obediencia pura, que aguanta sin chistar contradicciones aparentes: sacrificio del hijo de la promesa por parte de Abraham. Puede pensarse que la relación iniciada es particular, aun cuando ya una mirada que ve más lejos se abre a lo universal: ·Todos los pueblos se bendecirán en tu nombre•. Al hombre -al individuo, al que como a elegido se dirige la palabrase le dirá quién es (se cambia el nombre) y qué ha de hacer. La relación establecida desde lo alto es calificada de duradera, de alianza, e inscrita en la carne del hom-

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Epílogo

bre. El tú resuena desde un yo, que no se da a conocer sino en esta alocución y acreditación. Si se pregunta por su nombre, con lo que se podría amarrar al que habla, no se da ninguna respuesta. ·¿Por qué preguntas por mi nombre? Es misterio· (Jc 13,18). Pero la alianza concertada por el sin nombre -entretanto el único hombre se ha convertido en el único pueblo- es absoluta: perseverar en ella significa vida, violarla significa muerte. Y se darán instrucciones sobre cómo se ha de caminar en la alianza: los ·diez mandamientos•. La alianza se entiende como obra de una benevolencia enteramente libre, distinción ante todos los pueblos. Como la benevolencia de un celoso, que castiga inexorablemente cualquier vacilación sobre su gracia. Quien en el desierto, al que se le conduce, echa una mirada retrospectiva a Egipto, quien murmura contra las órdenes impartidas en estos cuarenta años de desierto, no conseguirá lo prometido: •Ni un solo hombre de esta generación trastornada verá la tierra espléndida, ... tampoco tú (Moisés) entrarás allí· (Dt 1,35.37). Todos los pueblos están acostumbrados a conocer su dios y a hacerse de él una representación (una imagen); a éste se le prohíbe tal proceder de manera rigurosísima. Una imagen es un concepto captable por medio de nuestra mirada. Pero de la voz de este Dios no hay ningún concepto, ninguna anticipación, cualquier intento de agarrarla queda frustrado. El pueblo y cada uno de sus miembros debe tener suficiente con la alianza y sus benignas disposiciones; la garantía de la recta relación con el fundador de la alianza consiste en la obediencia. La unión presupone primeramente la absoluta distancia y la forma exclusiva del acuerdo consiste en la alianza libremente fundada desde arriba. Los ·dos caminos• que se presentan al pueblo, para que éste elija entre ellos, son •vida y salvación, muerte y desgracia• (Dt 30,15). Eliges la vida, •si amas a Yahvé tu Dios, obedeces a su voz y te unes a Él· (Dt 30,20). 30

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Quien comprende que la obediencia perfecta exigida es reconocimiento de una benevolencia incomprensible, estará dispuesto a entender esta obediencia como el amor sin condiciones debido a Dios ( •con todas tus fuerzas•, Dt 6,5) y descubrir, además, que la libre benevolencia del mismo Dios no puede interpretarse sino como amor, con mayor razón, incondicionado (Os 11,8ss.). El otro camino es seductor: buscar con la vista un Dios al que se pueda captar, adorar en imagen, al que se pueda reconciliar, fascinar mediante sacrificios (¿por qué no mediante sacrificios humanos, si Dios ordenó la inmolación de Isaac?). Este camino, continuamente probado, se castiga cada vez más severamente, hasta la expulsión de la tierra perteneciente a Dios. A pesar del sí definitivo a su alianza, este Dios celoso conoce también un definitivo no: rechazo de todos los violadores de la alianza hasta que sólo queda •Un resto•, un retoño que brota del ·árbol· talado hasta la raíz. Y donde el vástago, después del destierro, quisiera portarse de nuevo como árbol, es humillado de nuevo, doblegado bajo pueblos extranjeros. Israel es el pueblo al que su Dios arrastra por los pelos, a través de la historia, hacia allá a ·donde no quiere•. Y puesto que al final de sus oportunidades se le emplaza por última y definitiva vez ante la elección de ·vida o muerte• y rechaza la •vida·, es enviado por Dios, que •nunca se arrepiente de sus promesas•, por fidelidad, al definitivo destierro. Para un pueblo precristiano, la educación en la pura obediencia como amor no fue fácil; sólo pudo tener éxito por la sustracción de lo aparente o provisionalmente concedido. Aconteció en primer lugar la guerra santa: Dios aniquiló ante Israel a los reyes, a fin de allanarle el camino; aún para David es un Dios de las batallas victoriosas. Pero el pueblo debe ser desacostumbrado: los enemigos capturan el amuleto: el arca de la alianza, que, una vez recobrada, se quema más tarde

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junto con el aparentemente inviolable templo -porque Israel no obedeció, prefirió politica y guerra al sometimiento que se le exigía. Luego hubo profetas, mediadores de la voz divina; también a ellos debe renunciar Israel. Hubo una ética -¿qué pueblo podría pasarse sin ella?-, en que se premia lo bueno y se castiga lo malo: en esta vida, pues la voz de Dios había guardado el secreto sobre una futura. La más amarga sustracción fue quizás que se podía no confiar en esta ley: es comprensible el grito de horror de Job, pero aún es protegido por Dios, el escepticismo de Cohélet se siente tentado de aproximarse al escepticismo egipcio y babilónico, los Salmos serpentean: sin abandonar la antigua ley en lo que toca a la recompensa terrena por hacer el bien, la rebasan tanto en la mera lamentación como en el más ruidoso, hasta jubiloso reconocimiento del perfecto poder soberano de Dios. Los pobres de Yahvé ponen toda su confianza en Él, su única riqueza; el más puro retrato de Israel es la viuda pobre al final del Evangelio: Jesús está lleno de admiración ante ella: ·de su pobreza echó todo lo que tenía para vivir•. No se la ha de posponer con el pretexto de que actuó así en vista de alguna recompensa. Sin saberlo, pertenece a la realización de la gran promesa: ·Escribiré mi ley en su corazón• (Jr 31,33) y de este modo comenzaré la •nueva alianza· (Jr 31,31). Después de su acción, el templo herodiano con toda su magnificencia puede ser reducido a cenizas y todo sacrificio ritual se hace imposible; se introduce lo esencial. Pero si esta imagen de pura entrega queda particularizada en Israel, también es cierto que se une a ella un germen de pura fe procedente del paganismo: el centurión de Cafarnaúm, la mujer sirofenicia. El camino central de Israel transcurre de otro modo. Hasta Cristo apenas se reparó en un motivo que sólo resonó a modo de señal-el papel de la sustitución: primeramente como intercesión en Abraham, luego intercesión junto con

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reparación en Moisés, finalmente, en neto resalte, como sufrimiento por los demás en el siervo de Yahvé. Dos motivos principales (junto a una casi ahistórica fidelidad a la antigua ley, en cuanto aún era sostenible) determinan la historia más tardía del judaísmo: un día la tentación de superar místicamente la distancia Dios-hombre: de la mística Mercaba y el gnosticismo a la teosofía de la Cábala, a su pervivencia en el jasidismo, a su racionalización en Espinosa y en las formas más innocuas de la ilustración y del idealismo; pero luego el cada vez más apasionado mesianismo, que señala horizontalmente al futuro terreno, resucitando en el sabatianismo, secularizado definitivamente en el marxismo y en sus numerosos modos judíos de proceder; también aquí es arrollada la línea de demarcación de la distancia israelita original. El judaísmo conservador puede mantenerla, pero su verdadero abogado en la historia universal es ciertamente el islam, que, muy probablemente, en su mayor parte es una derivación del cristianismo judío decadente, para el que Jesús era un hombre agraciado. Pone su principio regulador de la revelación aún antes de Abraham: Todo hombre, por tanto, nacería en la religión islámica original, es decir, en la distancia original entre Dios y el hombre, revelada por Dios, el absolutamente uno, desde su libre bondad; sólo más tarde, Abraham con su hijo Ismael renovó la Kaaba en la Meca (fundada por Adán), Moisés y David formularon su religión por escrito, la continuó Jesús, que se manifestó ciertamente como un mero hombre, el cual es verdad que nació de una virgen y subió al Cielo, pero no fue crucificado e inculcó a los suyos que adoraran solamente al único Dios, y hasta anunció al último profeta que había de venir: Mahoma (Sura 61,6). Por eso, el monoteísmo israelita, como religión de un Dios que se revela de manera máximamente libre y personal, conserva claramente en el islam la prioridad delante del 33

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cristianismo formulado dogmáticamente: así tanto la encarnación (hasta la cruz) como la trinidad de Dios, implicada en ella, son un absurdo y una abominación para Israel y para Mahoma. Se elimina conscientemente todo puente entre Dios y hombre que no sea un directo actuar libre de Dios en inspiración o milagro; por consiguiente, se eliminan sacramentos, culto de las imágenes, intercesión de los santos. Además quedan suprimidas dos peculiaridades judías: la dimensión teológiconacionalista y la dinámica mesiánica dirigida al futuro (con la que no es comparable la espera chiita del último Imán). No se trata aquí de una descripción más aproximada del islam; sólo se pondrán aún de relieve dos cosas: la primera es que se entiende como una religión bíblica y, correspondientemente, estima a judíos y cristianos como •propietarios de la Escritura• y por eso los tolera dentro de la Okumene islámica. El Corán es punto de partida y, por consiguiente, no se ve la primacía de la historia de Yahvé con Israel sobre el resumen de la antigua Escritura, la primacía de Jesús sobre la Biblia. La segunda cosa es más importante: con el rechazo de la Encarnación y de la Trinidad se suspende completamente también el significado salvador de la cruz de Jesús. La vida terrena de Jesús termina con un fracaso significativo, para la fe cristiana, que saca a luz el oculto pensamiento veterotestamentario de la sustitución; la vida de Mahoma termina con éxito, éxito terreno. Por esto la difusión de la verdadera doctrina puede efectuarse también con medios terrenos y, en lugar de la escatología judía terrenomesiánica, puede esperarse un paraíso con gozos terrenos, en los que ocasionalmente también se muestra Dios. Los creyentes son purificados mediante un fuego acrisolador, aunque fueron pecadores; a los no creyentes les espera el infierno. Pero, _como en la historia del judaísmo después de Cristo, también en el islam se ha intentado superar la barrera entre Alá y el hombre, que todo lo determina: 34

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en la ya mencionada mística del sufismo. La plena entrega a la voluntad de Dios se colorea aquí como amor desinteresado, que -como en toda mística, que está frente al Uno indivisible- sólo puede entenderse y pretenderse como una anulación de la criatura. Los poetas pudieron cantar tal anulación, pero donde fue realizada en serio con la identidad, como en Junayd y su discípulo Hallaj, la medida fue colmada: el último fue crucificado. Sin embargo, se encontró un gran pensador religioso, Al-Gazel, que logró salvaguardar momentos de esta mística dentro de la ortodoxia islámica. Pero ¿qué puede pesar Dios en el islam frente a la persona humana? Aquí se quedó sin duda con la última palabra el racionalismo de Averroes: todos los hombres tienen un único espíritu. Desde la perspectiva de esta adhesión judía y musulmana al Dios que se revela personalmente, puede llegar a concebirse cómo queda expuesta la situación del cristianismo, que precisamente retiene sus afirmaciones centrales en los dos motivos apasionadamente rechazados: Cristo como Palabra de Dios hecha carne y Dios como amor trinitario. Aquí resulta superclaro lo dicho al principio: los axiomas fundamentales de una concepción del mundo y de una religión pueden valorarse de manera tan distinta que, sobre la base del principio de integración, no es posible una apologética puramente racional de la fe cristiana. No es inútil, sin embargo, el intento de una tal apologética, y esto debería demostrarse definitivamente desde ahora. Puede prescindiese aquí de una presentación de lo cristiano, pues sus acentos principales son conocidos; de momento se trata solamente de preguntarse por su capacidad integradora en lo que toca a axiomas de otras religiones. Comencemos por la comparación con judaísmo e islam: los cristianos dicen un sí pleno a las dos columnas que los soportan: distancia insuprimible entre Dios

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y criatura (la última es creación de la omnipotencia libre de Dios) y aceptación de una autorrevelación de Dios distinta de la creaturalidad, por amor gratuito. Estas dos columnas están tan firmes que -de modo distinto a lo que sucede en un judaísmo tardío y en el sufismo islámico-- que resisten toda tentación de una esencial deificación o una sustancial anulación de la criatura. Este afán de anulación es conversión en Dios, lo que es común a las religiones orientales (en cuanto son religiones y no mera ética) y tiene su fundamento en la incomprensibilidad de cómo un ser finito puede poseer valor definitivo y dignidad suprema junto al Dios que lo es todo (o Absoluto). El cristianismo supera tal inseguridad mediante su afirmación central de que Dios, para conseguir el nombre de Amor, quiere ser en sí mismo entrega y fecundidad y, por tanto, conceder espacio al •otro• dentro de su unidad, de modo que esto positivamente otro justifica el ser otro de la criatura frente a Dios y el •otro en Dios•, sin renunciar a la diferencia Dios-criatura, puede ser también este otro en la creaturalidad. Sólo con eso se fundamentan definitivamente los axiomas de judaísmo e Islam. Israel nunca había intentado reflexionar la posibilidad de un cara a cara definitivo de Dios y hombre; y, por otra parte, el islam había tomado de la Biblia la confianza judía en la libertad y misericordia de Alá. Con la aceptación de la positividad del otro se llenan cristianamente los lugares dejados vacantes por las otras dos religiones reveladas. Un día gana el sujeto espiritual creado la insuprimible dignidad de persona; el socio primario de Dios no es ya el pueblo (Israel) ni lo es ya la comunidad (•umma•), sino, por supuesto sólo dentro de la comunidad, el individuo, que alcanza su suprema dignidad mediante el hecho de ser hermano y hermana de Cristo. Pero, luego, el vacío del sufrimiento y de la muerte -cualidades fundamentales de la existencia finita-, inllenable para las otras, gana también un sentido

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eminentemente positivo dentro del ser, y aquí el cristianismo no sólo se distingue de ambos •monoteísmos•, sino de cualquier otro proyecto religioso de la humanidad. Donde sufrimiento y muerte eran con bastante frecuencia aquello de lo que la religión debía librar al hombre o de lo que subsistía un resto, sin desaparecer, y frente a lo que uno se podía inmunizar a lo sumo mediante una indiferencia reflexiva, esto se convierte, visto cristianamente, en la suprema demostración de que Dios es amor, porque Cristo en la cruz, al revelar en sí el amor de Dios, toma sobre sí el pecado del mundo y lo sepulta en su muerte. No se trata de demostrar aquí esta afirmación enorme, sino de mostrar que, en caso de ser verdad, llena el lugar dejado vacío por todas las otras religiones: la muerte (como tormento e ignominia) es aquí suprema aparición y acto pleno de sentido, fecundo del amor. Con esto se integra también positivamente lo que, en la experiencia de la variabilidad, de la fugacidad y transitoriedad dentro de la existencia terrena, apareció como una cosa negativa (maya) que hay que examinar y superar espiritualmente; la •reflexión• sobre lo siempre dado se transforma cristianamente en fidelidad duradera dentro de esa realidad asumida, sí, para esa fidelidad, como necesaria comprobación del cambio reconocido, como el material cambiante de su acreditación, por lo cual la religiosa indiferencia (taoísta-estoica-sufita) se transforma en una oferta de disponibilidad (así en el ·Principio y fundamento• de los Ejercicios ignacianos). Seguramente persiste esta actitud como algo a lo que se ha de aspirar incondicionalmente, pero ya no como reflexión sobre las diferencias (honra-ignominia, riqueza-pobreza, etc.) que ya no estorban al espíritu, sino como disponibilidad para zambullirse en todo lo diferente ordenado por Dios, con plena percepción y experiencia de la diferencia. Sólo esto corresponde a la creaturalidad y tiene su modelo en Cristo.

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Aquí se recuperan las grandes éticas del confucianismo y del sintoísmo, pues ya no vale sobrepasar lo humano mediante una indiferencia que piensa al mundo, sino conservar en ello el mismo ánimo para todo lo ordenado por Dios, aun para lo más dificil y adverso, donde el valor, desde la perspectiva cristiana, no consiste en hacerse heroicamente insensible contra eso, sino en arrostrarlo hasta la angustia que le es propia, la náusea y el tedio. Aquí, desde una perspectiva puramente humana, apenas llega aún a ser posible de ejecutar para el cristiano en el seguimiento de Cristo, porque tiene pleno sentido, una vez más desde el saber de la fe, el que la iniquidad voluntariamente soportada acceda a la energía salvadora de la cruz. ·El que quiera seguirme, tome diariamente su cruz sobre sí.· La afirmación del •otro• en Dios, que ante todo hace inteligible su esencia como amor, pero que, también, sólo se hace manifiesta por la procedencia divina de Jesús, lo mismo que la afirmación de sufrimiento y muerte como pertenecientes a la finitud y utilizables para la salvación del pecado del mundo: ambas afirmaciones determinan la escatología cristiana, en la que se integra todo lo que en las religiones hay de lleno de sentido para los hombres y el mundo. Por cierto, este doble sí presupone otro sí a la cristología tal como se desarrolla implícita y explícitamente en el Nuevo Testamento y es defendida por los Concilios (desde Nicea hasta Calcedonia): lo otro del ser del mundo y del hombre (frente a Dios) es salvaguardado como tal en lo otro dentro de Dios, de modo que la cruz de Jesús puede interpretarse como eficaz salvaguarda del hombre en la vida del amor de Dios, sin dejar que el ser creado del hombre quede absorbido por Dios. Lo cual da por resultado, en primer lugar, la resurrección corporal de Cristo como manifestación de lo hecho por él en la cruz y, a continuación (1 Cor 15,13), la salvaguarda en Dios, en la totalidad de cuerpo y alma, de los por él salvados.

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Pero, debido a que esto sucede a través de la muerte, la existencia ·del otro mundo· no se ha de presentar --como en judaísmo e islam- en categorías de este mundo, sino en una transformación que no puede ser precisamente una descorporalización, sino que (a falta de una manera mejor de significarlo) se indica como •transfiguración• o •incorruptibilidad· o ·absorción de la muerte en la vida·. No existe una tal salvación de la finitud, sino asunción de lo finito (y, por esto, otro) en lo infinito, que, para ser vida del amor, debe tener en sí a lo otro como tal (Palabra/Hijo) y como unido (Espíritu) con el Uno. Conforme a las formas profanas del amor -que, por cierto, en la revelación cristiana son proyectadas mucho más allá de ellas mismas-, no puede decirse a priori que una tal representación de Dios, que sólo puede ser el Uno, sea contradictoria. Tampoco cabe afirmar que sea construible o postulable a partir del mundo. Así, Dios sigue siendo misterio, del que el Cristo dice ciertamente que no está encerrado en sí, sino revelado y regalado al mundo en Jesucristo. Este misterio puede ser aceptado también en su revelación como verdadero y, por consiguiente, creído sólo en decisión libre, suscitada por la gracia de Dios; con lo que subraya una vez más que este proceso total de la integración de todos los fragmentos de sentido de la existencia no puede ser una ·demostración• estricta para la verdad de la fe cristiana. Si existiera tal demostración, sobraría el acto de fe. Pero, por lo siguiente, se hará todavía claro que también entre hombres las verdades personales contienen siempre un momento de confianza aun allí donde no existe ningún motivo para la duda. Pero, en definitiva, puede remitirse aquí ciertamente a un momento racionalmente problemático en el monoteísmo (judío). El dios único Yahvé ha hecho una alianza con Israel y se ha obligado tanto a esta alianza que se enoja por la infidelidad de Israel, la lamenta, se afli39

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ge por ella (como declaran enérgicamente los rabinos) y, afectado de nuevo en sus •más íntimas entrañas• (Os 11,8), se abstiene del castigo, porque le vence el amor. En ningún caso puede atribuirse •impasibilidad· a este Dios. ¿Es, para amar, dependiente de Israel, su criatura? Y en el caso de respuesta afirmativa, ¿es entonces aún Dios? Se reconoce que no puede filosofarse sobre Yahvé sin problematizarlo profundamente. Ahí reside la causa de los extravíos del pensamiento judío: mística unificadora, teosofia, ateísmo. Yahvé sigue siendo una forma de Dios que, más allá de sí, apunta a su propia promesa, al Dios de Jesucristo.

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1. Consideración del ser

La primera parte tuvo por lema ·El que ve más, tiene razón•. Desarrolló una especie de apologética que obligó al que seguía la reflexión a reconocer la estrechez de un grado correspondiente de ideas religiosas y, por consiguiente, a superarlo. Claro que, de hecho, la razón religiosa se resiste a esta presión de un cada vez más nuevo trascendimiento y contrapone a su apremio argumentos plausibles. Los argumentos pueden ser contrarios, aunque también cada uno, a su manera, siga siendo digno de consideración y se origine así, tanto en lo cosmovisional como en lo religioso, un aparentemente irreductible pluralismo, que nos vuelve a llevar a nuestro punto de partida. La protesta contra una determinada forma de trascendencia puede darse como una expresa renuncia a un supuesto •vermás•, porque el·más· pone en duda una actitud humana que, aunque también fomenta la moderación, parece más acomodada al hombre que la ofrecida superación. Al budista, callar sobre el fundamento de la (para él inexplicable) existencia de un mundo plural y problemático, le parece más correcto que servirse de teorías inverificables sobre él; al judío y al musulmán, mante43

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nerse a distancia ante la trascendencia de Yahvé/Alá, les parece más respetuoso que cerrar a cualquier precio, en una cristología y doctrina trinitaria, el insalvable abismo entre lo incondicionado y lo condicionado. ¿No conducirán tales síntesis por último, sin falta, a un saber absoluto hegeliano, a una dictadura de la gnosis, y de este modo, como ha mostrado inexorablemente la dialéctica histórica, no se conducirán a sí mismas ad absurdum por la real situación del hombre? ·Menos sería más·, se grita entonces, de todas partes, al pretendido maximalismo. La conditio humana exhorta a todos a la precaución frente a orientaciones definitivas. ¿Debe considerarse el hombre, a todo trance, como el último peldaño de la evolución? ¿Debe otorgarse a la personalidad ( •occidental·) en efecto tan definitiva autoridad que, así, por ejemplo, se refutaría la metempsícosis o también un ideal comunista? ¿No contradice sencillamente la situación efectiva del mundo (de lo •monstruoso repetido· de Nietzsche) al·muy bien•, con que el creador bíblico lo señala? Y ¿la insuprimible mortalidad del hombre (como la de todo viviente superior, por lo que de todos modos se cumple el entremezclamiento de muerte con pecado) apremia, de la manera más enérgica, a la resignación y refuta, como sin sentido; toda búsqueda de sentido tras la muerte? La apologética cristiana, bajo el lema •Quien ve más, tiene razón•, debe poder preguntarse, desde cualquier sentido, por el significado de este ·más•. Mediante amontonamiento racional de fundamentos, arrancará con dificultad un asentimiento -que, de todos modos, para ser fe, debe ser siempre libre-, pues en toda categoría de pensamiento se entorpece su progreso mediante razones contrarias (al menos hipotéticas), que, si no lógicas, son ciertamente existenciales. Y esto poco antes aún de la suprema decisión cristiana: el corriente -Jesús sí - Iglesia no• coloca ante un dilema más profundo: que 44

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no sólo es difícil, sino imposible, llegar al Jesús histórico sin la notoria redacción eclesial de su historia y significado. Ante este obstáculo -una vez que se ha prescindido totalmente de los demás inconvenientes contra la fisonomía pasada y presente de la Iglesia, con frecuencia, desunida-, una decisión parece convertirse en la aventura de una opción apenas todavía fundamentable racionalmente. Ante esta situación sólo podría continuar ayudándonos una inversión radical de la orientación interrogadora, es decir, un viraje de la pregunta por lo último -el objetivo último de la existencia humana- a la pregunta por lo primero y aparentemente evidentísimo, ciertísimo; pues según Tomás es el ser lo primero con que se encuentra el espíritu cognoscente. Pero este ser, siempre presupuesto como entendido, es también (según Aristóteles) lo que se trata siempre de explorar con nuevas preguntas. Y lo que en primer lugar se ha de considerar no son sus subdivisiones (categorías), sino él mismo, que es, por una parte, lo más abarcador y, por eso, lo más rico, la plenitud por antonomasia (pues no cae fuera de él nada más que la nada), y, por otra parte, lo más pobre, porque aparece como lo totalmente indeterminado. Ya ante esta apariencia no es extraño que obtenga las descripciones más contradictorias: para los unos es el absoluto, frente al cual todo cambio relativizador no es nada (Parménides); para los otros es lo vano, cuya apariencia (maya) en cuanto tal debe ser penetrada a fin de encontrarse con él desenmascarado (budismo). O menos abruptamente: para los unos es, en su aparente variabilidad sin sentido, lo racional; para los otros, su cambio, el devenir y pasar de los hechos e individuos, remite a una esfera superior (las ideas), a la que en primer lugar se ha de atribuir verdadero ser (Platón). ¿O debe atribuirse al cambio el valor de una movilidad orgánica de lo siempre igual (estoicismo)? 45

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Sería inoportuno exponer también aquí aun una historia tan breve de las opiniones filosóficas. Cabe ciertamente preguntarse por la luz que se refleja de lo cristiano, una vez puesto hipotéticamente como máximo y último, en la cuestión filosófica fundamental, una luz, si se quiere, teológica, pero que hace resplandecer lo genuinamente filosófico. Y en caso de que esta luz reflejada haga que aparezcan propiedades del ser que nos es tan evidente, podrían éstas por su parte proyectar luz sobre lo que las alumbra. Puede que el intento valga la pena. Nuestra trilogía ·Estética• - ·Dramática· - ·Lógica· se construye sobre esta iluminación recíproca. Lo que se llama las propiedades del ser (los •trascendentales•), que traspasan todo ente particular, pareció ofrecer el más apropiado acceso a los misterios de la teología cristiana. De estas propiedades se resaltaron tres: ·bello•, ·bueno•, •verdadero•. A continuación se mostrará claramente hasta qué punto son inseparables, se interpenetran, precisamente porque reinan conjuntamente por todo el ser. Generalmente se trata de antemano la propiedad de lo •uno•, pero en la trilogía llegó a ser claro que su peculiar problemática determina consecutivamente a las tres nombradas. Puede tener, sin embargo, pleno sentido tratarla aquí, de modo preliminar, destacada de las tres siguientes, donde a la vez se hace patente por qué éstas se trataron en la trilogía en un orden desacostumbrado para nosotros.

2. Seryente Si se toma ser en el sentido de realidad, entonces algo que es realmente no posee una parte del ser real en sí, sino todo entero, aunque junto a él haya otras innumerables cosas reales. Los entes son distintos unos de otros y están separados unos respecto de otros (un

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perro no es en modo alguno una pera, indiferentemente de si en el gran todo se relacionan también entre sí todos los entes), pero su ser real no es subdivisible, cada ente lo posee entero. Por lo que no puede decirse que la suma de las cosas que han sido reales a través de la historia del mundo (pasadas, presentes y futuras) sea la suma de la realidad, pues una vez que ésta no se puede sumar, luego podrían ser reales muchas cosas que no lo son (este niño abortado habría podido ser un hombre adulto). La suma de los entes posibles supera la extensión de los realizados; pero hay entes posibles que no son precisamente reales, de modo que la disposición del ser para realizar entes es mayor que su suma. Un ente pensado como posible no tiene como tal, en ningún caso, la capacidad de realizarse a sí mismo, pero, por otra parte, lo que se realiza necesita de un ente para realizarse en él: un ente real que es obtenido y puede actuar desde sí mismo. (Un animal posible no puede moverse, ni comer, ni multiplicarse; sólo puede hacerlo uno real y, precisamente, desde su esencia realizada.) De ahí la afirmación fundamental ·Esse significat aliquid completum et simplex, sed non subsistens•: .Ser real significa algo completo y simple, pero sin existencia en sí· (sino sólo en entes particulares) (Thomas, de pot. 1,1). El todo de la realidad sólo existe en el fragmento de un ente finito, pero el fragmento no existe más que por el todo del ser real. Esto da por resultado, en primer lugar, una diferencia real entre el ser como realidad y los entes particulares; pero en seguida surge la pregunta: ¿Qué es apropiado a este ente limitado y determinado como tal para un ser, puesto que nada ciertamente puede caer fuera del ámbito del ser dispensador de realidad? La respuesta es difícil, porque lo que se realiza como tal no tiene ninguna existencia en sí, tampoco puede desarrollar ante sí, por tanto, entes, para realizarse en ellos, y, sin embargo, debe ponerse en lo que se realiza la posibilidad de

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obtenerse en entes particulares. Esta paradoja remite a un fundamento, que tanto es la suma de toda la realidad como tiene la subsistencia requerida para la delineación de entes. Esto se hace visible por haber una gradación de los entes mundanos, conforme a la cual se descubren éstos cada vez más transparentes tanto de su realidad como de su esencia realizada, o más exactamente: de la fuerza (dynamis) de autorrealización (energeia) regalada a su esencia real. Y en cuanto pueden esto por la realidad regalada a su esencia, obtienen el panorama para la realidad en general (que traspasa como tal, indivisiblemente, el mundo de la esencia); la planta vive en el inconsciente enrejado de su ambiente, el animal conoce su ambiente, el hombre está abierto al mundo en su conjunto, su autoconciencia no existe sin conciencia del mundo, tanto que sólo llega a la autoconciencia interpelado desde el mundo. De este modo, el •esse simplex non subsistens• llega finalmente a sí mismo en la perfecta reflexión del ente humano como espíritu; verdad es que, como aún se aclarará, en un asombro de que le esté abierto el todo, es decir, la experiencia de realidad, a él, que se sabe fragmentario (en medio de los innumerables fragmentos de ente del mundo), y se le abra desde él mismo. En tanto que éste es una cumbre cualitativamente insuperable dentro del mundo, puede decirse que la construcción gradual del mundo (óntica o, a la vez, evolutivamente considerado) asciende esencialmente hacia el hombre. Por cuanto que en él, el ser (como realidad) no sólo es esencialmente en sí, sino para sí, se reflexiona, el hombre puede calificarse de ·imagen y semejanza de Dios•, en el que, como antes se dijo, debe estar el ·esse completum et simplex•, a la vez •subsistens•; por cierto, sólo una imagen, porque esto sucede en el hombre, en una entidad aislada, pero, sin embargo, una imagen, porque la subsistencia de Dios no le proporciona en verdad estre48

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chez, mas sí precisión -en contraposición al ser que se realiza de modo no subsistente. Ningún ente mundano puede alcanzar (aun cuando alcance el ser en la conciencia) la unidad de esencia y existencia (essentiaesse), porque nunca se puede proporcionar a sí mismo su existencia, sino que debe tomarla como un don. Por esto el ente más libre consiste precisamente en sí mismo, pero no se fundamenta en sí mismo, sino más allá de su mismidad en una realidad superesencial, en el ser por antonomasia, pero no sin realizarlo, como los entes infrahumanos, sino mientras lo reflexiona a base de lo que lo convierte, como se ha dicho, en una imagen de Dios. Una advertencia hay que añadir a lo dicho. Dios no puede •construirse• a partir del mundo por la equiparación de una esencialidad in-finita a lo real ·simple, indivisible, pero no subsistente•; pues conocemos estos ·elementos• del ser del mundo sólo en su deficiencia mutua, que no desaparece de manera automática cuando ambos se identifican inmediatamente. El pensar juntamente dos finitudes (también la no subsistencia de lo real remite a unas tales finitudes) no da por resultado el Absoluto, a lo sumo remite a algo que está más allá de ambas, sin poder proporcionar una representación de Él. El hecho de que al espíritu que reflexiona sobre todo lo realizado se le califique de ·imagen• de Dios señala, por cierto, en una dirección en la que debe estar el prototipo, pero, a la vez, prohíbe hacerse una ·imagen del prototipo•, sin la cual la imagen -un ente determinado, capaz de concebirse a sí mismo y por eso, potencialmente, a todo ente- no sería realmente en absoluto imagen en su comprensión progresiva, que nunca puede ser plena en el mundo. •No se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír•, dice Cohélet (1,8); sólo puede decirlo porque, por una parte, sabe de un deseo inalcanzable de plenitud de sentido y espíritu, del postulado que apunta a lo irrea-

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lizable, y ciertamente, por otra parte, remite sin cesar al hombre a su finitud terrestre: lo en este mundo alcanzable es satisfacción y •en toda su fatiga• estar agradecido a Dios (3,12ss.). Esto quiere decir que no podemos absolutizar nada finito (como, por ejemplo, el espíritu en contraposición al cuerpo), para •construir· a Dios, pero que, sin embargo, hemos de mirar a la dirección en la que indican las líneas de nuestro ser en dos sentidos finito; no podemos calcular cómo esas líneas se cortan en lo infinito. Basta que sepamos que nada finito, aun realizado. se ha puesto a sí mismo: tiene como horizonte (principium et finem... incomprehensibilem OS 3004, 3001) un fundamento, al que se debe. ·Similitudo- major dissimilitudo.•

3. Manifestación y ocultamiento La realidad proporciona a todo ente su ser-en-sí (su ser-para-sí en el ente espiritual), pero también, puesto que todos los entes reales lo son por la única realidad, su ser-con (su ser-para-un-otro en el ente espiritual). Por eso todo ente tiene el don de poder •expresarse• frente a otros, lo que presupone una •capacidad interior• de poder comunicarse (mit-teilen), que significa un misterioso •partir• •con• los otros, pues lo que se comunica se da a la vez y -para poder darse- se conserva. El ser real, que ha sido regalado al ente, entraña en sí, por esto, una dualidad que por de pronto puede aparecer contradictoria: fundamentarse en sí mismo (lo cual el simple ente no lo podría realizar desde sí mismo, de lo contrario sería Dios) y salir de sí, por una dinámica dada a él, para realizarse también a sí mismo (su interior) en esta manifestación. Si se efectúa la manifestación en un ente consciente (animal) y finalmente en uno autoconsciente (humano), entonces se perfecciona en sí mismo un ente real que 50

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aparece (lo que siempre puede suceder: un paisaje, un ser vivo, un prójimo) dentro del espacio a él ahí ofrecido; este espacio puede ser concepción sensible o espíritu que recibe y entiende (intellectus passibilis et agens). Los entes reales se perfeccionan unos con otros. Pero esto tiene su complemento en que un espíritu que concibe y comprende mediante la sensibilidad entiende la aparición como el autoperfeccionamiento de lo que se muestra, y no como algo perteneciente a él mismo: al espíritu; con otras palabras: su conocimiento no se aplica a las apariciones en su espacio interior, sino inmediatamente, por medio de éstas, al otro ente que se muestra, a la •Cosa en sí•. No tiene a lo otro como otro en sí --que sería una contradicción-, pero interpreta y entiende sus manifestaciones como las de su interioridad o subsistencia. Esto se produce de la manera más clara en el diálogo interhumano, donde la palabra del interlocutor es evidentemente la manifestación del otro, que quiere que se entienda no su palabra resonante, sino él mismo. Pero como el otro, al manifestarse, es siempre más que su manifestación, subsiste también para mí como el que se manifiesta realmente, se revela oculto en su subsistencia, sólo bajo esta condición hay realmente algo que comparte conmigo; no en el sentido cuantitativo de que me diera sólo la mitad, y la otra mitad la conservara para sí, sino en el cualitativo de que, para compartirse a sí mismo como dado, debe salvaguardarse a sí mismo como el que da; salvaguardar no significa retener, sino posibilitar el don. Puede ·desahogarse completamente• conmigo, pero sólo en cuanto sigue siendo él mismo y no se hace yo. Y esto de tal modo que yo, en cuanto acojo su •aparición· en mí, por eso no le tomo en posesión, sino que más bien soy absorbido por él. Pero esto sólo es posible, considerado desde mí, el que acoge, si puedo reunir la multiplicidad de sus modos de aparición -sonidos, colores, movi-

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mientos- en la •unidad de mi apercepción· de la realidad del ente que topa conmigo, la que puedo conocer desde mi propia realidad por esto, porque sé que mi esencia no es su propia realidad, ésta supera más bien, como realidad, en orientación hacia un infinito, la estrechez de mi esencia. Puesto que experimento eso en mí mismo como diferencia, puedo conceder al interlocutor la unidad en la diferencia de su ser-para-sí y su manifestación; según esto se necesita del abarcador medio unitario de la realidad, para ·dejar ser• al otro (o, en general, a todo otro) en su propia unidad, en el misterio de su para mí inaccesible existencia. Lo o el otro, por tanto, me es patente como un misterio que está más allá de todos los conceptos, precisamente entonces cuando se me manifiesta sin voluntad de reserva. Mientras aparece, se aclara, pero el ojo del espíritu conoce la luz sin ver al luciente Sol. En tanto que lo o el otro se manifiesta en mí como en un sujeto, sin abandonarse a sí mismo como sujeto, se muestra en el acto del compartir y conocer una confianza fundamental de los ·objetos• para conmigo, su llamamiento a un amor óntico; ellos, para su autorrevelación (y, consiguientemente, autoperfección), necesitan el espacio ajeno, donde deben cobijarse, sin poder reclamar desde sí este espacio. Por otra parte, no puedo, como queda dicho, echármelas de señor de los objetos, en tanto que posibilito su perfección, pues yo mismo sólo en la llamada de esos extraños descubro mi propia diferencia y, consiguientemente, soy regalado a mí mismo como el ente que se descubre a la vez como realidad a sí mismo y a los otros en la luz abarcadora del ser. Esta luz obra tanto abarcadoramente desde más allá de los entes finitos como también desde la profundidad de los entes regalados por la luz del ser; cuanto más sucede tal cosa, esos entes llegan a ser tanto más conscientes y autoconscientes, y así pueden reflejar la luz en sí mismos.

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4. Polaridad en el ser

De este modo se entreabre el problema de la unidad del ser -en secreto siempre había estado ya latente-, al que se debe renunciar a llevarlo a un denominador unívoco. La realidad (esse) sólo puede ser una (la idea de dos •especies• de realidad es absurda desde un principio) en tanto que es ·completum et simplex•. Pero, por otra parte, no subsiste en sí, sino en una infinidad de entes, y confiere a cada uno de ellos su unidad esencial (sustancial). El entendimiento ordenador puede seguramente organizar estas unidades, comparándolas, en especies y géneros, pero ni especie, ni género subsiste como tal, sino sólo lo que con razón se llama lo indivisible, in-dividuum. También aquí reina un mutuo donar-se: el ser proporciona al ente su indivisibilidad, el ente proporciona al ser (como realidad meramente suspendida, que no encuentra en sí ningún apoyo) su realización. En eso el ser es siempre tanto lo que tiene un valor más general, que abarca infinitamente todo lo finito, como lo particular, que es tan único que no puede ser clasificado bajo nada. Este hombre determinado es irrepetible: aquí no vale precisamente ·Hombre es hombre•. Esta identificación de la polaridad de todo ser que se encuentra en el mundo será orientativa para todo lo siguiente. Pues si la primera propiedad omnirreinante (trascendental) del ser no se ha de reducir a ningún concepto unívoco, así deberá valer necesariamente lo mismo también en el caso de todos los siguientes •trascendentales•: de lo verdadero, bueno y bello, que sólo pueden tener su sitio dentro del ser real. Esta polaridad sigue siendo tan misteriosa porque no se puede decir que el ente finito no es él mismo también ser y por cuanto que debe ser emancipado de la realidad abarcadora en orden a su autoperfección, pero esto nuevamente no se puede representar, pues la rea53

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lidad como tal, en tanto que no subsiste y por esto no puede proyectar ningún ente, tampoco puede producir desde sí (para su autorrealización), y precisamente ya, de ningún modo, esta cantidad de entes enteramente determinada, limitada y configurada en respectividad mutua de tales entes. La polaridad esencial del ser mundano, cuyos polos sólo se hacen inteligibles unos por otros, remite sin falta a una identidad como fundamento, que, sin embargo, como arriba se mostró, no es construible a partir de los polos mismos. Pues la realidad, como la conocemos, sólo obtiene subsistencia en entes finitos, y éstos no son pensables como entes sin pensar ya la realidad junto con ellos. Esto debe valer también para el (inimaginable) infinito entendimiento de Dios, que puede esbozar posibles mundos, que no realiza. A eso, a que el Absoluto debe ser espíritu libre, alude el hombre como •imagen de Dios• y todo el orden del mundo que hay bajo él, sin que hayamos podido imaginar qué es espíritu infinito en sí. Y ciertamente queda aquí aún por considerar un aspecto de la diferencia. Pues no se fija desde un principio que la diferencia válida para los entes del mundo, que pudo describirse con la polaridad del ser del mundo, debe entenderse como una caída desde la identidad divina. Pero ella es el presupuesto para la relación, trato e intercambio de los entes entre sí, para su mutuo alojamiento allí donde son conscientes y autoconscientes, y así el primer grado óntico de lo que es el amor entre entes libres. Si éste es considerado con razón como una perfección, ya que en virtud de él los entes se perfeccionan en otros, puede hacerse a la absoluta identidad de ser y ente la nueva pregunta de si y cómo puede fundamentarse en él esta perfección intramundana. A partir de una consideración filosófica como la presente no puede deducirse una respuesta a esa pregunta, ante todo porque, como se dijo, el •esse completum 54

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et simplex, sed non subsistens• de la realidad del mundo sólo puede remitir veladamente a la absoluta identidad; menos aún, la infinita variedad de los entes puede hacer vislumbrar la única subsistencia universal del ente absoluto. Sólo puede decirse poca cosa: que en el amor interhumano proyecta su sombra un misterio que actúa en el principio, pues los amantes, en los que reina el abarcador ser real, nunca se cierran unos a otros, sino que en su fecundidad (como siempre proporcionada) se abren al misterio original del ser. La fecundidad naturalmente ligada (como la procreación de un niño) es verdad que sigue siendo una alegoría importante, aunque limitada, de esta fecundidad del amor, al que debe corresponder prototípicamente algo inefable dentro de la identidad divina.

5. Mostrar-se a) Todo ente mundano es epifánico, precisamente en la diferencia descrita. El principio vital de un árbol, invisible en sí, se muestra esencialmente en forma, crecimiento y variación de la aparición del árbol. Extiende su unidad esencial en la pluralidad de sus formas de aparición e indica su realidad, la que le es propia dentro de la realidad total. Tiene una forma que se cambia orgánicamente, que se muestra como unitaria e inmutable en su cambio no arbitrario, sino conforme a ley. La forma de aparición del ente es el modo como éste se expresa, una especie de lenguaje átono, pero no desarticulado, en el que las cosas no sólo se expresan a sí mismas, sino siempre también la realidad total presente en ellas, que (como •non subsistens•) remite a lo real subsistente: ·Los cielos cuentan la gloria de Dios, ... un día lo anuncia al otro y una noche comunica la noticia a la próxima. No hay lenguaje, ni palabras, ni voz que se pueda oír; mas por toda la tierra son legibles sus ren-

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glones, hasta el confín del mundo llegan sus palabras• (Sal19,2-4). O con el poeta: ·En todas las cosas duerme una canción, 1 sueñan entonces sin cesar, 1 y el mundo comienza a cantar, 1 encuentra sólo la palabra encantadora.• El poeta •puede decir lo que cada cosa quiere decir· (Claudel). Goethe diría más sobriamente que todas las cosas ponen una ·forma•, que el ojo capaz de ver para leer entiende como ·forma acuñada, que se desarrolla viviendo•. Nuevamente interviene aquí en el juego la paradoja de la revelación en el ocultamiento o el fenómeno del remitir que es inherente, como sentido, a la forma acuñada, y sin lo cual es cierto que podría ser forma, pero no acuñada por nada. Cuanto más libre es lo que acuña, tanto más articuladamente y de modo más personalmente único se manifiesta -lo más claramente en el lenguaje humano-, pero precisamente la libertad de la manifestación permite entonces también al que se manifiesta encerrarse más profundamente en ella: la libertad como tal no se puede mostrar, por más que pueda indicarse. En todos los casos, también en los puramente naturales, la epifanía de los entes es su autointerpretación, que es significativa, aunque también sólo a modo de indicación. Y puesto que ellos introducen su significar en un sujeto, incumbe a éste la tarea de la interpretación. Debido a que se indican tantas cosas al sujeto, que -como pronto se ha de describir más de cerca- pueden interpretarse como un todo y además real, al principio de toda reacción ante eso está el asombro: y precisamente en dos respectos distintos interimplicados: en el de que lo real desconocido puede mostrarse en una forma perfecta, bella, y en el de que la misma luz remite a la realidad que aparece en ella y a la vez la trasciende. La polaridad de la propiedad trascendente del ser belleza estriba en esta dualidad de forma de luz que descansa en sí y de señalar más allá de la forma a un ente (real) que se ilumina en ella. Ahí se trata menos de

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la posible mayor acentuación de la forma en lo artístico (·clasicismo•) o de su señalar más allá de sí (•romanticismo•) que, más bien, de la actitud espiritual que o se limita a la luz que hay en la pura forma y aparición (el •estadio estético· en el sentido de Kierkegaard) o percibe la remisión de la epifanía a su realidad oculta. En el segundo caso, lo bello remitirá al ser real, donde lo bello se muestra inseparable de lo bueno y lo verdadero. La aparición puede ser bella, aunque esté separada de esa profundidad y la frustre en sí misma: entonces se convierte en apariencia. Para ser aparición, necesita de la indicación que hay en ella, entonces es epifanía. Si se niega lo que aparece como no existente, la apariencia se convierte en lo último, lo que todavía puede tener dos sentidos distintos: si recae el interés en la •cosa en sí, entonces la aparición• se convierte en lo único digno de atención, revalorizada como •encantadora• (otra vez el •estadio estético•, se deberá contar también, en orden a ello, un consecuente impresionismo), si se conoce, por el contrario, el Absoluto, en teología negativa, como lo inefable y se pretende como tal, entonces puede leerse y formarse la aparición (acaso en el arte del tao o en la pintura zen) como alusión inmediata al misterio del •VaCÍO•.

b) El destinatario de lo bello en todos sus modos (la forma puede ser también ritmo que fluye temporalmente o acción que pasa dramáticamente), sobre el fundamento de la •unidad de su apercepción•, puede leer formas como totalidades. No recoge impresiones particulares (logos de legein), para sintetizarlas, sino que desde un principio (en un juicio intuitivo que no subdivide, sino que reparte) comprende totalidades en su aparición a partir de la profundidad. Por eso, con este poder leer de formas, hay algo como veneración, pues lo que se indica es una realidad inalcanzable. Esta veneración y gratitud no se achata, si uno se acos-

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tumbró a la esencia de lo que aparece, sino que sigue perteneciendo al fenómeno de la epifanía que siempre se regala de nuevo. ·Ya porque estás, se te debe agradecimiento•, la frase de Georges no sólo podía valer para el amado, sino para todo lo que se nos abre, que nunca está completamente sin forma (caos), más bien se nos ofrece (suplicando) una forma, aunque imperfecta. Y si la forma que se ofrece sólo difunde una luz borrosa, así no se ha de olvidar que el acto donador de realidad, en el que se fundamenta todo ente finito, es la propia luz del ser, que se refleja también en este ente, sobre todo si es autoconsciente. De esta manera, en el que conoce, se ha de distinguir la unidad obtenida por la imaginación de la adquirida en la razón percipiente. La primera produce como unidad una ·imagen· que puede aparecer en sí ·significativa• y como bastándose ahí a sí misma; así, por ejemplo, las imágenes estético-religiosas y los mitos, cuyo significado no remite más allá de sí, más bien permiten al contemplativo descansar en su propia luz (que como tal es ya su ·sentido profundo•). ·Remiten• seguramente, pero, en último término, a nada más que a sí mismos. Su significado está en su aludir a sí mismos; quien, como los estoicos, interpreta los mitos homéricos en el plano de las legalidades de la naturaleza, los destruye. De las ·imágenes• del Antiguo Testamento, aunque pueden ser realidades -el rey, el sacerdote, el profeta, el siervo de Dios, el templo, el sacrificio, etc.puede decirse que ·significan· en un modo distinto y ciertamente análogo; sólo que la realidad Qesucristo), a la que señalan, no se manifiesta a ellas mismas y a los familiarizados con ellas, son ·figures• (Pascal) sin que en ellas se manifestara de qué lo son. Así la entera tragedia existencial del mundo mítico y, en parte, también veterotestamentario, a pesar de todo, parece pertenecer aún al •estadio estético• (Kierkegaard vio su cumbre en ·Don Giovanni•, para el que las mujeres 58

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sólo son imágenes de su eros, pero no personas). Que las imágenes remiten ciertamente al ente real que se manifiesta en ellas sólo puede comprenderse desde la unidad de la (por Kant, en KR.D.R.V., A 108, llamada) •apercepción trascendental•, que solamente hace justicia al concepto pleno de ·forma•. Ésta es más que imagen; es la unidad autopresentativa de lo que se encuentra a la vez con la autoexperiencia (realidad vista en el cogito/sum), de modo que eso y el yo -a pesar de la diferencia de nuestra esencia únicacomunican en la sola profundidad de la realidad (esse). Nada más que en la profundidad de esta comunicación acontece conocimiento espiritual, no por anulación de las imágenes, sino en su conmemoración como formas de aparición del ente. El hombre no puede ganar nada más que el que se le manifieste desde la profundidad ·cómo lo firme la deja cuajar en espíritu 1 cómo ella conserva firmemente lo testimoniado por el espíritu• (Goethe). Más allá de la imaginación, pero no sin ella, acontece lo que se puede calificar de ·formación•: el duradero, nunca concluido proceso mutuo, en que el sujeto del conocimiento, por medio del mundo de las imágenes, asigna su ser valedero a las cosas reales, mientras que las cosas, por su parte, no simplemente pueblan de imágenes al espíritu cognoscente, sino que lo perfeccionan en sí mismo. Pero cuanto más formado está el espíritu, tanto más auténticamente aprende a distinguir, en la distinción intramundana de los espíritus, la aparición genuina de la superficial, con frecuencia engañosa apariencia. e) Desde esta epifanía trascendental de todo ser mundano puede lanzarse, de antemano, una mirada a la estructura de la revelación de la realidad absoluta, en cuyo centro está la forma de Cristo. Frente a ella es posible (aunque análogamente) la doble actitud descrita: leerlo como mera ·imagen•, en sí misma signifi-

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cativa, o como ·aparición• de aquello a lo que como imagen remite y, según su autodeclaración, quiere y debe remitir siempre, para ser entendido en su •realidad·. Como imagen (en el mismo plano que todas las demás imágenes que aparecen en la historia del mundo y en la historia religiosa) lo contempla el método histórico-crítico, que sitúa entre las formas esbozadas mediante los testigos de Cristo, distintas y a veces contradictorias, y él mismo, la •cosa en sí•, el plano problemático de la posible •apariencia•. Sobre cuánto es aquí •apariencia•, que sólo debe •remitir• conforme al parecer de los testigos, cuánto, al contrario, •aparición· de la cosa en sí misma, sobre esto puede tener lugar, en este plano, una disputa interminable. Para que esta •apariencia•, sin eliminar el plano de la •unidad de la imaginación•, pueda hundirse en una verdad más profunda de •aparición•, hay suficientes indicios, que se describieron ante todo en ·Estética 1·. Baste recordar brevemente que la diferencia de las imágenes (desde ahora mismo los cuatro evangelios) es comparable a las diferentes vistas que resultan en el recorrido en torno a la misma estatua, que estas diferencias sólo entonces obtienen sentido cuando se incluyen todas las dimensiones que pretende ofrecer la autointerpretación de la •cosa en sí· Qesucristo): representación de Dios (el Padre), reconocible en el Espíritu Santo (Trinidad), muerte en cruz como (atemporal) reconciliación de Dios con el mundo pecador, resurrección como salvación y plenificación en Dios de la creación entera, institución de la Eucaristía (pleno poder, Iglesia, comunidad de los santos, presente duradero de Cristo en la historia). Todos estos (aquí sólo aludidos) aspectos de la forma interpretada son indispensables, si lo que se presenta quisiera interpretarse a sí mismo en su real unidad. Una vez más es innecesario insistir en que la ·deformidad· de la muerte en cruz y del abandono de Dios ocupa un espacio central

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en esta forma del todo, por primera vez hace a esta misma propiamente legible (en plano más profundo: la muerte del héroe es, con bastante frecuencia, indispensable para la unidad estética de la forma de una tragedia). Pero puesto que Cristo (sometido como hombre a las estructuras intramundanas de fundamento y aparición) se presenta a sí mismo, a la vez, como interpretación del (supramundano) ser absoluto, lo hace completamente único, de modo que las estructuras mundanas de ·forma y luz• (belleza) sirven hasta para la epifanía antes mencionada del Absoluto. A partir de ahí se explica el doble acontecimiento: un día la necesidad de la ascensión (la aparición debe desaparecer, a fin de que se haga comprensible que era realmente revelación del Absoluto), pero luego el Espíritu divino debe interpretar precisamente esta forma como la única aparición definitiva del Absoluto, del Hijo, que permanece, como corpóreo, invisible en la Iglesia y en el mundo (en otro caso sería revocado de nuevo, de un modo contradictorio, lo sentado como definitivo). Si ulteriormente la muerte-(expiatoria) del Hijo se interpreta como el amor perfecto de Dios al mundo, se divisa una vez más en el Absoluto la ya insinuada análoga (supra-)diferencia en la identidad de Dios y, con ello, la posibilidad de que una diferente •persona• divina (idéntica con el ser absoluto) entre en el lugar donde todo ser humano personal se fundamenta en la omniabarcante realidad (del mundo) y desde ahí ·personaliza• al ser individual del hombre Jesús. Para el que conoce y afirma tal ente único, esto significa, sin embargo, que eso no puede resultar simplemente en virtud del ser común real (en el ·esse non subsistens•), sino que el ser absoluto, siendo en la persona de Jesús, se debe regalar libremente desde sí -y exactamente esto es •gracia-, con el fin de que pueda verse la forma total de Jesús como revelación de Dios, lo cual ciertamente no excluye que se pretenda ahí la estruc-

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tura humana racional del conocimiento. Y dicha estructura será ahí tanto más vigorosa cuanto más directa e indisimuladamente pueda concernir al fenómeno de Cristo: •se revela a los humildes, se oculta a los inteligentes y sabios•. Una vez más está el asombro agradecido en contra del infructuoso cavilar. Por último: la diferencia intramundana ·forma·-·luz• no se pierde en el conocimiento cristiano de fe. Pero, para ser válido, sólo puede tratarse ahí de prevalencias: por una parte, el conocimiento puede efectuarse por sumersión en las formas de aparición y concentrar ahí toda luz: por ejemplo, considerar toda particularidad del camino de la cruz en dirección hacia el amor absoluto de Dios que ahí aparece; por otra parte, puede sumergirse directamente en la luz infinita de amor del Dios trinitario, pero sin dejar nunca tras de sí como insignificante la forma de aparición de Dios en las insuperables formas concretas, sensibles del Evangelio. En toda belleza hay un momento de la gracia: se me muestra más de lo que tenía derecho a esperar, por eso se produce el asombro y la admiración de que ·haya• ser en una abundancia que fluye inmensurable, pero que se vierte en entes y ahí llega a realidad perfecta; también en mí, que no me debo a mí, sino a él (para mi eterno asombro). Pero los entes consuman, precisamente por el acto de ser, su individual iluminarse y mostrarse (como en agradecimiento porque un fundamento primero los ·deja ser•) en una ·forma• cuyos momentos •se ponen• unos a otros, recta y manifiestamente, desde la unidad: lo coincidente en la unidad es tanto la luz como la forma (tratándose del acontecimiento). La gracia entitativa que actúa en todo esto es peraltada cualitativamente allí donde el Absoluto se ilumina y se forma acabadamente en los seres finitos; ante esta gracia por antonomasia, que ya no manifiesta belleza, sino gloria, ya no se requiere sólo admiración y encanto, sino adoración.

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6. Dar-se a) Los trascendentales, que traspasan todo el ser, sólo pueden existir unos en otros. Esto se muestra ahora inmediatamente: lo que se muestra (belleza), se comunica, se da (bien). Y asimismo se manifiesta inmediatamente también (en un primer aspecto) que todo lo bueno del mundo posee también una estructura polar. Es lo que se pretende en una cosa: •omnia bonum appetunt• (dice Tomás con Aristóteles), •no sólo los entes dotados de capacidad cognoscitiva, sino también los incapaces de conocer• (De ver. 22,1). Puedo ciertamente aspirar a lo bueno, porque lo necesito para ser o porque sencillamente me satisface (lo que puede estar motivado de manera enteramente egoísta) o, al contrario, porque lo quisiera ganar como lo bueno en sí -lo que: por cierto, sólo puede un ente cognoscente y libre- y únicamente aquí aflora con plenitud lo bueno y me obliga inmediatamente a hacerme a mí mismo un autodonador. Poder regalarse sólo se puede con buena conciencia si se está dispuesto a regalar, por su parte, sin cálculo y en libertad. Lo bueno figura en este grado espiritual tanto como norma sobre el que regala como sobre quien recibe el regalo (pero dispuesto por su parte a regalar de nuevo), por otra parte, traspasa las conciencias libres de ambos. Este grado espiritual posee, según la afirmación de Tomás, sus grados previos en la naturaleza infrapersonal, en la que el hombre corporal conserva su parte. La planta tiene un ·derecho· a agua y sol, el animal a alimento -vegetal o animal- (el animal apetecido como alimento posee atributos que posibilitan el cumplir esta función), el hombre como ente corpóreo tiene derechos de toda clase: a la existencia (contra aborto y homicidio), a todas las formas indispensables de educación corporal y espiritual y a una manutención duradera. Pero todo esto no como animal, sino como ser viviente

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humano, de modo que llegamos a la conclusión paradójica de que el hombre, en todo estadio de su vida (como niño, aún no adulto, adulto), tiene un derecho al amor, sin el cual no sería en absoluto hombre, sino niño lobo; tiene, pues, un derecho a lo que no puede ser obtenido por la fuerza, sino sólo concedido en libre autoentrega. La paradoja aparece claramente en la frase: ·Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor• (Rm 13,8). Deuda que nunca puede satisfacerse definitivamente. En el derecho que es inherente al ser persona, en tanto que la persona siempre vive en comunidad, hay una forma de poder (y violentabilidad) frente a lo que es esencialmente inviolentable: el amor. Además está lo que cada uno se representa como lo debido frente al otro, lo cual en los particulares es muy distinto, lo exigido puede rehusarse por buenas o malas razones. En ambos tiene su origen la dramática que se desarrolla entre libertades humanas, desde el pequeño drama familiar hasta el drama total de la historia universal. El teatro es el sitio donde se representa esta dramática (como espectáculo, tragedia, comedia), con la indicación siempre incluida de que el espectador por su parte es compañero de actuación en el escenario de la vida. Un concepto de la infinidad de situaciones conflictivas fue ofrecido en ·Teodramática 1·; aquí no han de extenderse renovados ni su abundancia y diversidad ni el carácter de remitir a la existencia. Pero de la paradoja antes desarrollada se infieren las complicaciones que continuamente resultan: derechos de grado inferior (a la libre elección de un programa restringido de vida o también de una persona querida, por ejemplo) chocan con derechos de validez y urgencia superiores: ¿qué exige la norma superior y qué la conciencia de los que defienden los derechos que chocan? ¿Qué posibilidades hay de arreglo? La victoria del •más fuerte•. Si es el más fuerte físicamente, ¿se da entonces ahí una solución

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espiritual o sólo un aplazamiento del problema? Si es el más fuerte moralmente, ¿convencerá al adversario de su superioridad? ·Convencer• es una palabra rara, significa originalmente convencer ante el tribunal mediante testigos (ya el así convencido responda por su injusticia o no), para finalmente conseguir el significado: •Convertir con razones a una opinión• (donde una vez más sigue abierta la pregunta de si el inculpado se deja convencer en libertad o no). Como los derechos pueden graduarse objetivamente, lo mismo sucede con las opiniones subjetivas que se apoyan en ellos. Aquéllos son norma objetiva remota, éstas norma subjetiva próxima. La polaridad no puede ciertamente detenerse como si hubiésemos llegado a lo último, debe remitir a una identidad que está más allá de ellos en el Absoluto. Aquí no puede tratarse ya en ningún caso de la aplicación física del poder; lo que debe coincidir son derecho (justicia) y amor; Anselmo designó esta coincidencia con la palabra de lo recto y rectificador por antonomasia, ·rectitudo·. b) Además se suscita la pregunta de en qué modo lo bueno •actúa·: se regala --esto es su esencia-, pero ¿tiene el poder de hacerse acoger por una libertad? ¿Se deja influir la libertad desde fuera, volviendo a entender simplemente la palabra ·influjo• en su sentido fundamental? Muchos lenguajes conocen esta imagen de un desbordarse desde el bien, para mediante confluencia en el otro ·influir· en este otro. La imagen parece engañosa, pues nada puede infundiese al pie de la letra, desde fuera, en una libertad, que es causa original de sí misma. Toda la apologética que se expuso en la primera parte de esta obra acumuló razones para ·impresionar· al espíritu; pero siguió dependiendo de éste el dejarse ·impresionar• por los argumentos. Además se trató de concepciones del mundo y religiones históricas, para las que los argumentos debieran aproximarse al

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espíritu desde fuera, empíricamente, no de verdades matemáticas, cuya plausibilidad encuentra ese espíritu, reflexionando, dentro de sí mismo. Después de los buenos argumentos viene ·el buen ejemplo·, que quiere ejercer un efecto más fuerte, de cualquier modo más convincente (¡de nuevo la palabra!), •contagioso•. Cristo cuenta con eso: ·Así luzca vuestra luz ante los hombres, a fin de que vean vuestras buenas obras y alaben a vuestro Padre que está en el Cielo• (Mt 5,16). •Que sean uno como nosotros (el Padre y yo) somos uno, ... a fin de que el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado ... • (Jn 17,23). No atribuye a este ejemplo, sin embargo, ningún efecto infalible; de lo contrario, no prometería a los discípulos el odio del mundo, que los alcanzará, como a él lo ha alcanzado, y, por cierto, como ·odio sin motivo· (Jn 15,25); es decir, que el mundo resiste sin motivo a las razones más contundentes. Así aparece la libertad ajena como una fortaleza inexpugnable. Pero ¿cómo puede Pablo, entonces, decir que derriba ·baluartes, arrasa todo castillo que se fortifica contra el conocimiento de Dios, apresa todo pensamiento para hacerlo obediente a Cristo• (2 Cor 10,4 s.)? ¿Con qué armas conseguirá esto? ·Haciéndose el loco•, remite a su existencia apostólica, que debe •convencer· por esto: porque es reflejo de la existencia de Cristo; pero sabe al mismo tiempo que este modelo no tiene éxito en tanto que es ·imagen•, sino en tanto que lleva en sí la forma de la eficacia de Cristo: ·Si soy débil, entonces soy fuerte•; Cristo mismo le había dicho: ·Te basta mi gracia, pues en la debilidad llega la fuerza a la perfección· (2 Cor 12,10.9). Por esto se evita duraderamente la •sabiduría elocuente•, las •palabras persuasivas de sabiduría·, ·a fin de que la cruz de Cristo no sea vaciada (kenothe) de su poder• (1 Cor 1,17; 2,4). Aquí el modo de la ·influencia· de Pablo se remonta a la de la cruz de Cristo, de cuyo único ·poder· se ha de hablar ulteriormente. Pero como en el atrio, están a su favor 66

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ciertos conocimientos accesibles a todos los hombres. Acaso los procedentes del poder purificador de lo trágico en la tragedia griega, considerados por Aristóteles: en el fondo (y liberada de todos los accesorios) está la sospecha de que un hundimiento en autodonación puede llegar a ser la ·gracia· y •salvación• para un país (·Edipo en Kolonos·) o de que alguien purificado completamente mediante su renuncia a la bienaventuranza puede hacer desdeñar, en orden a su salvación, su compasión por otros entes que sufren (el voto budista de compasión). Cercana a lo que acabo de insinuar está la oración de intercesión, la cual no puede ser fecunda sin autoofrecimiento; en todas estas formas hay una renuncia a influencia directa y la vuelta a un fundamento en el que radica todo, también la libertad ajena (pues no se ha producido a sí misma, sino que su existencia es puro regalo). Además este fundamento •insubstancial•, común a todos los entes, puede representarse como siempre: míticamente como principio divino de todos los entes o apersonalmente como sosteniendo todo lo personal o, por fin, como poniendo suprapersonalmente fuera de sí toda libertad personal (aun la que se niega a sí misma). Bíblicamente, a partir de este sumergirse en la base que fundamenta toda libertad individual, desde el Antiguo Testamento, crece el pensamiento de la sustitución, que se perfecciona en la cruz de Cristo, la cual ·quita los pecados del mundo· desde ese ·por debajo· de todas las libertades que se hacen sordas a sí mismas. Claro que uno, desde ahí, se guardará de terminar en una dominación del que se niega a sí mismo, sojuzgamiento que actúa automáticamente desde fuera; la salvación objetiva debe asumirse subjetivamente; sin embargo, desde lo que fundamenta, se efectúa un desligamiento de aquel que se liga a sí mismo y que ya no puede desatarse por su propia fuerza; simultáneamente con la adquisición de la conciencia de que la autoligazón de la libertad no es ni definitiva ni llena de sentido, se le representa al que

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se niega a sí mismo una imagen de libertad mejor (para el bien). Aquí puede obtener sentido la palabra del influjo, de la •comunicación, por fin, de la virtud divina•. Frente a una dominación, indigna de Dios, Ireneo pone la imagen de la •suasio•, que en último término se entiende ya en el sentido de la agustiniana •voluptas trahens•. Ésta no es (como Agustín desarrolla clásicamente en ·De Spiritu et Littera·) ni violencia ni seducción desde fuera, sino descubrimiento de la libertad más íntima del corazón, que precisamente consiste en el amor a Dios y al prójimo: la imagen representada en la •suasio· es al mismo tiempo la capacidad para la más propia libertad, descubierta graciosamente en el corazón del hombre mediante el fundamento del amor de Dios (el Espíritu Santo). ·Cum potestas datur, non necessitas utique imponitur• (l.c. 31,54); pero sin •suasio vel vocatio cui credat• la libertad no tendría ningún poder para decidirse por la fe; la preparación del camino y el recorrido del camino para la afirmación de lo bueno es •actuar de Dios• y ·adherirse desde la propia libertad· (ib. 34,60). Aquí se hace también visible el paso, descrito en jr 31,33 (= Hb 10,16), desde una ley veterotestamentaria exteriormente prescrita a la ·ley hincada en el fondo de vosotros mismos y escrita en vuestro corazón•, donde la prescripción externa se convierte en inscripción de la libertad humana misma. Sólo se ha de recordar, no obstante, que el último presupuesto de eso es el fracaso de la cruz, para posibilitar, en el naufragio del darse, la ascensión de la máximamente propia libertad del otro. e) De este modo se indica el acceso al misterio del cristiano •poder kenótico de la cruz•, pero que por su parte no puede sufrir ninguna ·kénosis• trivializadora, debilitadora. En virtud de este misterio, el profeta puede decir: ·Ya nadie deberá instruir al otro, mientras cada uno exhorta al otro: 'Conoced a Yahvé', sino que todos me conocerán• Qr 31,34). ·Pues el país está lleno del

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conocimiento de Dios, como las aguas llenan el mar• (Is 11,9; Habacuc sustituye ·conocimiento• por •gloria•: 2,14). Esta profecía se cumple en la palabra de Jesús: ·Todos serán discípulos de Dios· On 6,43, según Is 54, 13) y en el comentario de Juan: ·Recibisteis la unción del (Espíritu) Santo y lo conocéis todo ... , ya no necesitáis ninguna instrucción· (1 Jn 2,20.27). Catequesis en esta perspectiva no es aportación de verdades desconocidas desde fuera, sino recuerdo del amor ya inspirado por Dios en la libertad cristiana, que coincide con la libertad. Aquí basta con recordar lo dicho en Teodramática 2, 175-290 sobre el necesario perfeccionamiento de la libertad finita en la infinita; la primera sólo se puede perfeccionar esencialmente en la segunda, la que la fundamenta, mientras que la segunda, conforme a su definición, sólo puede ofrecerse libremente (benignamente, graciosamente) para la perfección de la primera. Si existieran unas leyes necesarias, a las que estuviesen sometidas ambas libertades, entonces se imposibilitaría el juego de su mutua interacción. El •poder kenótico· de la cruz de Cristo, en contraposición a la •no violencia· (ahimsa) hindú, insiste esencialmente sólo en el fundamento de un modo de la persona que se •anula (como amor)• en favor del otro, mientras que todas las formas de la no-violencia moralmente ofrecidas desde los Upanisades, en el budismo, jainismo y vishnuismo aspiran a la destrucción de la apariencia de personalidad, a la extinción de la sed de ser (·sed de los sentidos•, •sed de ser•, ·sed de autodestrucción•), o pueden llegar a ser políticamente eficientes en cuanto actitud moral, como sucede en Gandhi (bajo influjo del Sermón de la Montaña). Por ninguna parte, tampoco en la •veneración por la vida·, que se guarda del aniquilamiento del más pequeño ser vivo, se alcanza el sentido de aquello que Jesús piensa consumandamiento (previamente vivido por él mismo): •No resistáis al mal, ... presentad también la mejilla izquierda· (Mt

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5,39). Pues no se trata aquí de una forma del autoperfeccionamiento o de un medio de llegar al conocimiento, sino de la amortización de todos los ataques del violento en el campo espiritual, donde éste es el instrumento del mal, que no sólo agota psicológicamente su fuerza en la no resistencia, sino que ónticamente es cogido por debajo con mayor profundidad: la sustitución se efectúa primeramente allá donde no sólo se aguantan los golpes, sino que se aceptan en la kenótica de la persona como tal. Claro que esto sólo es posible si la •realidad no subsistente•, de la que anteriormente se habló, se convierte en el ·espacio• de la realidad absoluta subsistente y acoge gratuitamente también en este •espacio• a los seguidores de este amor. No de otro modo se origina lo que se llama cristianamente •comunidad de los santos•. Aquí acontecen las formas más sutiles del darse, de la dramática teológica. Aquí se muestra también que el luminoso mostrar-se se perfecciona en el dar-se, que, por esto, Jesús puede llamarse a sí mismo la ·luz del mundo· Qn 8,12), en la que intentan penetrar las tinieblas a su ·hora• (Le 22,53) sin poderlo conseguir, pues, en la medida en que se acercan a ella, se convierten en luz. Orígenes ha descrito esto magistralmente: por una parte, luce la luz en la tiniebla, de modo que ésta no puede capturarla, pero la luz, porque es luz del amor y no hay en ella ninguna tiniebla, •puede recibir nuestra tiniebla en sí, para expulsarla de nuestras almas• (Comentario a Juan, a 1,5). Al fin de este capítulo remitamos una vez más a la polaridad en el bien del mundo -entre norma objetiva y conciencia subjetiva-, la cual polaridad, con la encarnación de Cristo, se modifica para los creyentes con tal de que Cristo mismo se convierta en norma, que inhabita al seguidor de una nueva manera, sin que él la pudiera alcanzar. Pero esta polaridad no es nada puramente deficiente, sino que tiene en la identidad su origen positivo; así el Hijo encarnado es el don del Padre 70

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al mundo y esto en su ·kenótica obediencia• a la norma del Padre, que le es mediada por el Espíritu, con el que es uno, pero, como persona, no idéntico. 7. Decir-se La autodeclaración en la palabra es más que un mero expresarse en el aparecer o en el hacer; presupone la tensión más fuerte entre interioridad perfecta en la libertad de la autoconciencia y perfecta manifestación en una más que natural mímica y gesticulación (·lenguaje natural•), y precisamente como una creación libre en la que, tanto según convención como según invención, el sujeto espiritual puede dar a conocer su interioridad. Con esto resulta claro en qué sentido ·verdad· constituye el remate de ·belleza• y ·bondad· y en qué sentido lo último debe ser a la vez lo primero. Considerada desde la perspectiva de la evolución, la verdad puede destacarse dentro del mundo primeramente en la cumbre del desarrollo de la naturaleza, allí donde se ha profundizado existencia, vida, conciencia en autoconciencia. Por eso, más allá de lo verdadero y de lo falso, puede hallarse, debe existir algo •quod natum est convenire cum omni ente; hoc autem est anima, quae quodammodo est omnia· (de ver. 1,1). Pero con todo eso viene a ser patente en seguida que ·bello· y ·bueno• sin autoconciencia sólo pueden ser imperfectos primeros grados naturales de lo que son, plenamente desarrollados, en el hombre, como ha quedado ya claro por lo dicho sobre ellos. Por otra parte, el mostrar-se y el dar-se deben ser también ya, prehumanamente, formas incoativas del decir-se, lo que sólo es pensable si (como continuamente ha inculcado J. Pieper) las cosas mismas son •palabras· dichas por un entendimiento libre infinito (dicho teológicamente: entes creados en la Palabra eterna), entes (inconscientes, conscientes o autoconscien71

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tes) que sólo pueden decirse perfectamente en el hombre, que es un ente apto para la palabra, donde su autonomía y su autoentrega entran también como momentos indispensables en su devenir lingüístico. Se reconoce aquí definitivamente que la entera, no abreviada, metafísica de los trascendentales del ser sólo puede desarrollarse bajo la luz teológica de la creación del mundo en la Palabra de Dios, que se pronuncia finalmente, en libertad divina, como hombre materialespiritual, sin que la metafísica misma necesitara convertirse en teología. Por eso fue calificada toda esta parte de •umbral•. a) El lenguaje, que en su propia naturaleza presupone la mencionada tensión entre perfecta interioridad libre y una perfecta forma libre de su autodeclaración, sólo es posible si se abre en principio a la autoconciencia espiritual del ser en su totalidad (la realidad), lo que quiere decir también que la autoconciencia se comprende reflexivamente como ser (realidad), más allá del cual no hay nada más que la nada, se comprende como un ser que es también siempre más que la suma de los entes finitos que en él participan. Éstos se iluminan, por cierto, en su aparecer y actuar, pero sólo porque se fundamentan en lo real, que les presta la luz para su iluminación, una luz que se halla en la luz del espíritu que se reconoce a sí mismo como siendo realmente. Ahora bien, las cosas que se iluminan a sí mismas (dentro del sentido humano) son, ellas mismas, sensibles, y los sentidos humanos son las puertas siempre (¡actualmente!) abiertas, con el fin de aceptar en sí a los entes que aparecen y se dan y de ayudarlos a manifestarse. El ojo no aprende a ver, ve siempre oscuro o claro; el oído no aprende a oír, oye siempre silencio o sonido. Pero lo realmente ente -sobre todo el prójimo- no sólo quiere hacerse conocido al espíritu en fantasmas imaginarios, sino en su realidad, lo cual sólo lo consigue si el 72

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espíritu, consciente de su ser, puede comprenderlo, a través de las imágenes, en la luz del ser e impulsar a ello a esas imágenes. Estos hechos deberían exponerse más exactamente desarrollando una teoría del conocimiento; para aquí basta darse cuenta de que así, ciertamente, lo que se muestra como real lo hace en la imagen sensible, y de que el espíritu interpelado por sus sentidos sólo puede reconocer el abarcador ser real mirando a la imagen-fantasma (en que se muestra la cosa). Como entes físico-espirituales somos interpelados a través de los sentidos -y, de lo contrario, si no somos interpelados, no despertamos a la autoconciencia espiritual-; respondemos mediante una palabra espiritual ( verbum intellectus o cordis), que siempre tiene ya su correspondencia sensible, aunque a esta respuesta, por de pronto, sólo le preceda la mirada de la penetración inteligente en la realidad en general ( •simplex intuitus intellectus... nondum habet rationem verbi·,1 d 27,2,1). Pero tan pronto como •pensamos• en esta luz, también ·decimos• (•omne intelligere in nobis est dicere·, ver. 4,2 ad 5). Y puesto que la demanda lo mismo que la respuesta es •espíritu (o ente) gracias a la mediación sensible•, por esto, el medio de nuestro pensar y juzgar humano es el lenguaje; él es para nosotros la esfera en la que los hombres se entienden (unos a otros y a sí mismos). ·La facultad entera de pensar se basa en el lenguaje• (Hamann), por lo que conocimiento presupone también siempre comunidad. Theo Kobusch (Sein und Spracbe, Grundlegung einer Ontologie der Spracbe, Brill 1986) demostró detalladamente que este medio es para el hombre la esfera adecuada de la realización, por lo que no corresponde al lenguaje ningún mero •ens rationis• y ·ens diminutum•, sino realidad ontológica. Este medio se presupone ya siempre como general cuando tiene lugar una comprensión concreta o manifestación, y la expresión personal, única puede inscribirse en la generalidad de ese medio pretendido para hacerse comprensible a

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otros. Filosóficamente no tiene sentido tratar sobre el lenguaje in abstracto, prescindiendo de un hablante y de un oyente; sólo un lenguaje puramente técnico podría tratarse así y un tal lenguaje sigue siendo un (inhumano) fenómeno marginal. Cómo se llevó a cabo originalmente este medio de comprensión siempre ya existente se explica de la mejor manera por medio del hecho de que el lenguaje, que pone palabras convencionales, ha incluido ya en la esfera de lo espiritual el (infrahumano) orgánico mostrar-se y dar-se, de que ·lenguaje• natural existió siempre ya como material para el hablar espiritual-sensible. También la mímica es aproximadamente una forma de comunicación espiritual, que se fundamenta en lo naturalmente interpretable (reír, llorar, etc.), en lo que puede inscribirse la manifestación personal. El signo sensible puede ser humanamente portador de algo mucho más profundo y más abarcadoramente espiritual y entenderse como tal. ·Lo que se quiere no se puede dar, 1 y se da sólo lo que se debe, 1 así se da un beso 1 y se daría gustosamente la vida. 1 Así se da un ramillete 1 en lugar del jardín que está alrededor de una casa, 1 se da un libro como el equivalente 1 por la sabiduría de todo el mundo. 1 Todo don es sólo sentido 1 e imagen en una envoltura. 1 Desde que siento toda abundancia, 1 ¡sé tan sólo lo pobre que soy!· (Rudolf Borchardt). Pero si un hombre quiere en el diálogo no meramente decir algo, sino ·darse• en él, ·comunicarse• (•verhum quod spirat amorem•, 1 d 27,2,1) (lo que se hace coexperimentable en la palabra sensible), la •pobreza• experimentada no necesita, en modo alguno, ser desesperada; por la angostura de las palabras ligadas a imágenes pueden encontrarse y cambiarse las almas. Y porque, como se ha mencionado, los sentidos son siempre activos, este intercambio y esta comprensión no necesitan efectuarse siempre en palabras sonoras, sino que también pueden suceder en calma y silencio; pueden 74

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pertenecerse unos a otros sin oírse. Pues lo oído y visto y palpado se conserva en la memoria y se agita después allí; por la imaginación puede el hombre formarse las imágenes para mantenerlas en sí. Aquí hay que recordar todo lo que se desarrolló más ampliamente en otra parte (TL 1, 162-175). b) El lenguaje presupuso ambas cosas: conocimiento del ser como realidad y libertad de las palabras. Nadie obliga al sujeto libre a inscribir su propio signo diferenciador en el medio intersubjetiva existente del lenguaje. Y en tanto que es libre para manifestarse o no hacerlo, es también libre para poner un signo inadecuado: para mentir o decir sólo la media verdad. Dejamos aquí sin discutir la otra cuestión: ¿hasta qué punto el medio anónimo del lenguaje, que en definitiva fue establecido por una multitud inverificable de sujetos y puede ser dañado por su quizás falta de sinceridad o superficialidad -hasta un total desmoronamiento del lenguaje-, se hace por eso inadecuado para convertirse en pizarra de la verdad personal? Es seguro que la •opinión pública• en periódicos y medios de masas puede iniciar este peligro (quizás mortal). Que el prejuicio general puede impedir ampliamente la cognoscibilidad de un verdadero juicio y su expresión lingüística, lo muestra (entre otros innumerables) el caso de jesús. Pasando por alto este problema, en el punto de mira está ahora la libertad (personal) como condición de verdad perfecta. Tras la libertad de expresar o callar algo como verdaderamente conocido, de acuñarlo correcta o falsamente, se oculta un problema que late en lo profundo. El sujeto sólo ·descubre· el ser mientras que, por su parte, es ·descubierto• por el ser; el •cogito/sum•, donde el sujeto descubre, en autoposesión reflexiva-libre, la entera franqueza de lo real, acontece sólo en el ser interpelado por una realidad que se manifiesta mediante imágenes. Esto significa que la verdad del ser, en ambos 75

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aspectos la misma -como autoconocimiento mediante el ser conocido-, no se presenta respectivamente como posesión propia, sino como una cosa dada, regalada. Aquí se abren horizontes de distinta profundidad, que manifiestan ahora también el carácter polar de la verdad mundana. En primer lugar sucede esto ya en el acto subjetivo del conocimiento de la verdad; pues éste es sin duda el resultado de un juicio, donde a lo que me aparece le concedo el carácter de una realidad que ahí se muestra; pero este acto sólo tiene lugar, como se ha dicho, cuando yo, interpelado por esa realidad, llego en mí mismo, con el brillo y rapidez del relámpago, a la intuición •realidad•, en cuya luz se efectúa el juicio. Así se me ofrece a mí, al mismo tiempo, en orden a mi propio actuar (intellectus agens), que él mismo ilumina, la luz del ser. Experimento, por consiguiente, la unidad del ser ·regalado• •en orden a la propia disposición·, o: mi libertad , •super-apropiada· como mía. Esto descubre un estado de cosas más profundo. En la discusión de la diferencia del ser quedó sin resolver la cuestión de si el acto de la realidad del ser, que desborda todos los entes particulares y es ilimitado, hace salir de sí (se presupone) las esencias limitadas, para realizarse en ellas, o si esto exige la posición de un entendimiento absoluto distinta de ese acto; a modo de ensayo podía insinuarse que Dios le •otorga• al •esse• el hacer salir de sí las •essentiae•. Como siempre puede formularse este misterio, es seguro que los entes realizados en el mundo no dependen originalmente, en su realidad y verdad, del juicio del espíritu humano, sino de la libre elección (¡no todo lo posible es real!) de un espíritu absoluto libre, de cuya determinación depende la verdad de las cosas finitas reales -ya sean conocidas o no lo sean por el hombre. Infinitamente mucho, que el hombre desconoce, si se reconoce contingente y juzga como verdadero, es desde siempre verdadero en virtud de esa intervención del espíritu absoluto. Con todo eso, de ninguna manera

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se ha de establecer que la ·idea• que Dios tiene de este ente particular existente de hecho debe ser algo general conforme a la naturaleza de las ideas, sino que es querido y puesto en la realidad precisamente como este ente particular. Pero el espíritu humano, conocedor de la verdad, no participa inmediatamente en esta increada-creadora luz original, inaccesible al hombre, sino en la luz del ser que sale libremente de su espiritualidad, la cual luz, en sí invisible-oscura, sólo llega a resplandecer en los entes particulares, incluido el espíritu humano particular, lo que le recuerda que esta luz suya le es regalada igualmente por la absoluta. e) En este lugar puede echarse todavía una mirada a las relaciones de los modos trascendentales del ser mundano. Por todas partes se hizo clara su interpenetración, aunque como modalidades del único ser siguen siendo diferenciables unos de otros. El fenómeno fundamental fue su carácter epifánico que todo lo traspasa: mostrar-se (bello) -dar-se (bueno) -decir-se (verdadero) fueron distintos aspectos de este aparecer, que recuerda el iluminar de la luz, pero sólo tiene pleno sentido si se aferra a la diferencia de la aparición y lo que aparece (la aparición sin lo que aparece degenera en mera apariencia). El ente se presenta en su aparición, esta presentación le da en el mundo una forma, en la que coloca su contenido lleno de sentido (de naturaleza lógica) como algo enteramente intuible y, por eso, se da también en la armonía del mundo, de modo que puede utilizarse (uti) como don, pero también puede disfrutarse (frui), en lo que se manifiesta finalmente también su verdad. Los tres modos, como queda ya mencionado, pueden aparecer por cierto, en una consideración evolutiva, como escalonados, pues el mero aparecer es ya apropiado a lo inanimado, el dar-se obtiene su peculiaridad en el peldaño de la vida y la conciencia (plantas y animales •se dan·, por ejemplo,

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como alimento), mientras el propio decir-se queda reservado a la palabra humana. Pero la expresión humana en su plena forma comprende los dos modos en sí; además, cada uno de los tres modos puede reclamar una primacía para sí mismo, lo que pudo confirmarse en nuestra trilogía. (Compárese también la relación interna de la trilogía kantiana sobre la razón pura, la razón práctica y el juicio). En una gran obra de arte domina lo bello de manera tan perfectamente clara que su fuerza de afirmación y su donabilidad a todos los disfrutadores se convierten en momentos (irrenunciables) de su belleza impretendible e irreductible a ninguna palabra; si se comprende teológicamente lo bello como gloria de Dios que aparece, entonces se muestra lo mismo: esta gloria no puede consumirse en la donación de Dios, ni disfrutarse totalmente, ni mucho menos descomponerse en palabras. Una donación total implica por su parte en sí los otros dos momentos: la belleza propia a ella, inconfundible, e igualmente fuerza única de afirmación. La autoafl1lllación, la palabra, como esencialmente libre, es el más arriesgado de los tres, porque puede aislarse de la cosa y -como lenguaje puramente abstracto, científico-exacto o también como habladurías que no dicen nada- ser víctima de la impropiedad. Pero el discurso plenamente humano, que salvaguarda en sí tanto la imagen y forma sensible como la autodonación del corazón, puede penetrar en el centro del alumbramiento del ser. Subjetivamente corresponde al predominio de lo bello el asombrarse admirativo, que no disminuye cuando se llega a conocer cada vez mejor lo bello (acaso una gran obra de arte), al predominio de lo bueno corresponde el agradecimiento (que no se •acostumbra· al regalo), al predominio de lo verdadero (en su forma más elevada, projimal) corresponde la fe (que no se disuelve tampoco en el conocer y saber más profundo, porque respeta la libertad incognoscible del que se dice).

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Se ha mostrado que a través de los tres modos trascendentales transita una polaridad fundamental y también que ésta se deriva de la polaridad de la unidad que todo lo traspasa, la cual, como primero de los modos trascendentales, subyuga a todos los demás. Y ahora se nos plantea imperiosamente desde el fenómeno de la unidad no-una la cuestión de la verdad una, idéntica en sí, así, pues, la cuestión de la analogía del ser. Pero la riqueza de vida que hay en la diferencia trascendental permite que la cuestión se divida en dos. Debe superarse en lo absolutamente uno, verdadero, bueno y bello la polaridad que traspasa todo lo finito: tanto la del ser como la de sus trascendentales; los últimos deben también coincidir de tal modo entre sí que se los pueda hacer resaltar considerándolos en particular, de modo que en cada uno se encuentren, no disminuidos, los otros dos. La gloria de Dios es su autodonación y ésta es, por otra parte, su verdad. Esta identidad, sin embargo, presupone que Dios -más allá de la forma más elevada del ser del mundo, del ser del espíritu- es espíritu absoluto y, por consiguiente, libertad absoluta que se posee a sí misma. Una libertad que traspasa su ser entero de modo que ningún resto de ser preceda a esta libertad o se sustraiga a ella. Ahora bien, el podermostrar-se, regalar-se, decir-se de las cosas finitas no pertenece a su necesidad, sino a su perfección esencial del ser; debe, por esto, tener su prototipo en el ser divino; de qué tipo es éste sólo podrán declararlo la autorrevelación de Dios y su reflexión (como teología): aquí el ser como perfecta autodicción y autodonación dentro de la identidad será la diferencia personal de Padre e Hijo, que, como Amor, debe tener su fecundidad como Espíritu Santo. ·Hijo· es entonces a la vez ·palabra· (como autodicción), •expresión• (como mostrar-se) e ·hijo· (de procreación amorosa), y esta diferencia personal debe repetirse en la unión personal de los diferentes, que no superan esa diferencia, sino que la unifican

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en la unidad del fruto que está más allá. Esto son misterios que no pueden deducirse desde la perspectiva de una analogía necesaria entre ser mundano y su origen, más bien se revelan únicamente (como misterios permanentes) cuando la soberanía de Dios le permite y le induce, libremente por amor, para libre autodicción y autoglorificación, a crear el ser mundano, que contendrá entonces en sí, necesariamente, huella e imagen de la diferencia intradivina y puede ser apropiado -otra vez más allá- para hacer una unidad con la unidad divina. Esto explicará luego fundamento y objetivo de esta empresa divina del mundo: manifestar en su libertad que, como él puede ser uno en sí mismo con los otros, igualmente puede fuera de sí mismo hacerse uno con los otros.

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1. Cristología y Trinidad

Mucho de lo que se desarrolló en la segunda parte con motivo de los trascendentales ha introducido ya, más allá del umbral, en el propio santuario del hecho cristiano de la salvación, conforme al modo como en nuestra trilogía una propiedad fundamental del ser remitió respectivamente de su aspecto filosófico al teológico. Pero siempre de modo que en la •similitudo· apareció la •major dissimilitudo· -como precisamente la •necedad de Dios aniquiló· toda la sabiduría del hombre-, pero esta •major dissimilitudo· debió revelarse siempre de nuevo dentro de la •similitudo· de modo que el hombre capacitado por Dios para ello en el Espíritu Santo pudo ver que ·la necedad de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios más fuerte que la (fuerza de los) hombres• (1 Cor 1,25). Por esto el mismo apóstol predica expresamente •sabiduría• (2,6), pero que se apoya enteramente sobre la •necedad del Cristo crucificado· (1,23), pues la fuerza de la cruz de Cristo en ningún caso ·puede perderse· (1, 17), dicho paradójicamente: la impotencia del crucificado no puede perder su poder. Con esta •palabra de la cruz• (ib. 18) se cruza definitivamente el umbral y se

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penetra en el lugar sagrado, si se quiere, en los arcanos •sagradamente públicos• de la revelación cristiana. Pero la entrada no significa que el ·pórtico• y el •umbral· carezcan de valor, sólo que la continuidad del sanniario con ambos sólo puede reconocerse desde dentro. a) ¿Cómo puede jesucristo decir de sí mismo: ·Yo soy la verdad·? Sólo porque todo lo verdadero del mundo •tiene su consistencia· en él (Col 1,17), lo que presupone de nuevo que personaliza en él la analogía entis, él es en el ser finito la adecuada mostración, donación y afirmación de Dios. Para acercarse a este misterio, debe intentarse pensar que en Dios mismo la total epifanía, autodonación y autoafirmación de Dios el Padre es el Hijo idéntico como Dios con él, en el que se dice todo, también todo lo posible para Dios. Si Dios decide libremente, pues, proferir en el Hijo (Col1,17) una plenitud de entes no divinos, en el acto creador que realiza esencialmente todo (esse completum sed non subsistens) puede encuadrarse el acto del Hijo, en Dios esencialmente •relativo· y, en ese aspecto, ·kenótico•, como un acto personal (esse completum subsistens), pero a su modo igualmente ·kenótico·, para, desde ahí, tomar la semejanza de hombre (homoioma anthropan, Flp 2,7), personalizando a este hombre desde su realidad, pero sin sustituir ahí al •esse non subsistens•, pues, de lo contrario, habría personalizado a la humanidad entera. Así aparece en un ente humano, cuyo mostrar-se sensible comparte y a cuya palabra, cuando habla de Dios, se le debe prestar la misma fe que a la de otro hombre. ¿Es comprobable la verdad de sus palabras? Él mismo remite, para esta comprobación, a sus obras: ·Si no me creéis a mí, creed al menos a las obras•, en caso de que no hiciera las obras de mi Padre, •no necesitaríais creerme· (Jn 10,37 s.). Por estas obras se entiende seguramente, en primer lugar, los milagros, que son inexplicables

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mediante las fuerzas humanas, pero, en un sentido más amplio, todo su destino humano como un actuar duradero conforme al modelo de la actuación del Padre (Jn 5,19 s.), un actuar que culmina en la muerte de cruz y en la resurrección. Así todo el ser humano de Jesús se convierte en una autodicción y autodonación de Dios, que tanto en el hablar (·¡una nueva doctrina llena de autoridad!·, Me 1,27; •¡nunca habló nadie como este hombre!·, Jn 7,46) como en el superior callar, tanto en el actuar como en el sufrir de Jesús es tan único que en su majestad (aparición de la gloria) y seiVicialidad perfecta (el ·señor y maestro•, Jn 13,13, es el•que siiVe a la mesa• de todos, Le 22,27) puede leerse la verdad de todo su ser con una certeza que no excluye la fe, sino que la incluye (Hb 10,22). Su persona se revela en su aparición sensible (en los tres trascendentales) tan convincentemente que puede decir: •Quien me ve a mí, ve al Padre• (Jn 14,9), y en este ver no se trata, de ningún modo, de una superación de su aparición sensible, pues, como en los demás hombres, su persona libre no se manifiesta más que en todos los modos del aparecer mundano: en éstos se encuentra la •imagen• (eikon) o •semejanza• (homoioma) del prototipo paterno. En la demanda de un tal mirar a través de lo sensible hay, por cierto, una pretensión exagerada de la naturaleza humana; por esto, para el logro de esta demanda, le es prometido el Espíritu Santo, que •introducirá en toda (mi) verdad· (Jn 16,13). Pero como Jesús en cuanto Hijo de Dios se ha hecho verdaderamente hombre, así el Espíritu no quedará flotando por encima de la comprensión humana, sino que entrará en ésta, para, en unión con ella, capacitándola, posibilitar la demandada perspectiva del hombre Jesús para lo divino. ·Recibimos el Espíritu que procede de Dios, para que nos demos cuenta de lo que Dios nos ha regalado· (1 Cor 2, 12). Un darse cuenta que, para decirlo una vez más, análogamente al conocimiento del prójimo, incluye la fe como confiarse. 85

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Aún hay que añadir algo sobre la aparición sensible de jesús. En tanto fue hombre, su muerte y, con ella, el cesar de su manifestación sensible pertenecieron necesariamente a la verdad de su ser humano. Pero en tanto que en su morir es el vencedor de la muerte y el revelador, por eso, del-prodigioso poder de Dios• (Ef 1,20), fue resucitado corporalmente para siempre, pues la corporalidad de su aparición había sido para los hombres el instrumento esencial de su revelación de Dios. Por esto tuvieron que suceder ambas cosas: la divulgación, ante testigos, de su corporalidad resucitada (·vista, oída, palpada•, 1 Jn 1,1-2) y la ocultación de esta corporalidad captada sensiblemente sin perjuicio de su duradero presente invisible -y ciertamente ¡insuprimible! b) Pero además no hay que pasar por alto que la analogía entis que se hace presente en Cristo no está de ninguna manera entre la diferencia intramundana de ser y esencia (y los trascendentales que en ella imperan) y el ser de Dios y sus libres modos de revelarse (en que nuevamente dominan a su manera los trascendentales), pues esto presupondría que veríamos la analogía en que lo que aparece en el mundo como polarmente estructurado, sería puesto como idéntico por el pensamiento en Dios; lo que en el mundo sólo aparece como finito y, por esto, distinto del ser in-finito, la esencia, en Dios sería puesto idéntico con el ser infinito (esto se piensa entonces, como tal, subsistente). Pero precisamente esta identificación de un ser, al que no experimentamos más que como •completum non subsistens· y podemos pensarlo, con una esencia, a la que sólo encontramos en el mundo como limitada-determinada, identificaría en Dios (como ya se ha inculcado) ambos momentos, que no podemos pensar, pues, más que como no absolutos. Así, esta atribución de una tal identidad a Dios seguiría siendo un intento, que fracasa, de pensar con dirección a Dios (vuelve al veredicto de lo

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que Heidegger calificó de onto-teo-logía y lo rechazó). La ·identidad· real de Dios, que desarrolla además en sí, a su manera incomprensible para nosotros, la vitalidad de los trascendentales, está, para hablar con Platón y de nuevo con Gregorio de Nisa y Dionisio, •epekeina tou ontos•, por encima y más allá de lo que aún podemos concebir como •ser siendo•. Sólo desde este por encima, que no remite a la libertad de Dios mediante nada alcanzable por toda la legalidad intramundana del ser, puede servirse soberanamente de lo más amplio que conocemos, del ser, no para definirse (•soy el ser•), sino para señalar su inefablemente libre donación ( •seré el que seré•) en contraposición a los ídolos, que son ·identidades• trazadas desde el pensamiento humano. Esta trascendencia sobre lo pensable como idéntico (donde Dios sería simplemente fundamento de sí mismo, causa sui, lo que sólo da por resultado un hilado de pensamiento) se manifiesta en Jesucristo en el sentido de que la libertad perfecta de Dios se revela como una vitalidad interior, en la que los trascendentales se identifican con su identidad: no cabe ninguna posibilidad de distin~uir la vida de las tres personas respecto de su esencia. Esta no es una cuarta cosa, común a las tres personas, sino su misma vida eterna en sus procesiones, por lo que el •ser• de Dios (pensado como sustancia) no se manifiesta en verdadero-bueno-bello, sino que la manifestación de la vida intradivina (las procesiones) como tal se identifica con los trascendentales (idénticos entre sí). En eso domina centralmente lo ·bueno•; dar-se y decir-se culminan en el absoluto dar-se, de tal modo que todo parasí se ha superado siempre ya en un para-ti; pensar de manera diferente del Padre sería arrianismo. Este absoluto dar-se sólo puede ser entonces •generación• (dentro de la identidad divina), cuyo resultado sólo puede ser total recepción y total devolución al origen; en donde el •amor• de la devolución no puede ser menor que el de la generación. De ahí se sigue que el unos87

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en-otros del amor produce, con poder igualmente (divino), aquella identidad de amor que, una vez más dentro de la identidad, es tanto el fruto como el ·definitivo· alumbramiento de la absolutez del amor mismo. ·Dios es amor• y nada más, en este amor se halla toda posible autodicción, verdad y sabiduría, pero su belleza/gloria está en su más allá de todo .lo concebible. Dentro de esta ·vida· se conservan superadas todas las propiedades atribuibles a Dios: todo poder está en el amor (Ct 8,6), precisamente cuando éste se presenta impotente para desarmar todo poder del mundo, toda sabiduría, precisamente cuando se comporta como necedad frente a la sabiduría del mundo, toda dominación de ser, precisamente cuando se elige lo que no es para aparecer, con el fin de mostrar lo que es como nulo frente al ser (1 Cor 1,28). e) Cuando la persona del Hijo toma forma humana, para revelar (mostrando, diciendo y dando) este absoluto amor como ·Palabra•, entonces esta ·Palabra• no habla más que del amor absoluto trino y uno, en doctrina, vida y cruz, en el juicio sobre toda negación del amor, juicio que se muestra a sí mismo como obra del amor. Lo vemos al calificarse Jesús a sí mismo como verdad, tanto porque revela en su existencia entera al amor trino y uno, y lo proporciona en el Espíritu Santo, como de la manera más alta allí donde deja desfogarse en él a toda negación pecadora del amor y, haciéndose cargo de lo que ésta tiene de antidivino, lo entierra en la muerte y el infierno. Pero tales afirmaciones parecen olvidar el problema principal: ¿cómo puede hacerse presente el Absoluto -de manera definitiva- en una efímera forma finita de vida? Desde el mundo parece esto imposible; pero ¿quién puede decir que tal forma de vida es desde Dios aprióricamente imposible porque encierra en sí una contradicción? Son apreciables dos acercamientos a la 88

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•posibilidad•. El primero procede de la introducción de la Carta a los Hebreos: Dios ·habló muchas veces y de muchos modos en otros tiempos a los Padres por medio de los profetas•, pero últimamente •por medio del Hijo• como ·heredero de todo· (Hb 1,1-2): también de lo múltiple y repetido en su unidad. Esto significa (como se mostró más ampliamente en Gloria 5, 2) que ha compatibilizado lo incompatible en sí •en otros tiempos• -no paradójica o dialécticamente, sino formalmente y sin esfuerz~: el (sumo-)sacerdote y el cordero sacrificado, el rey y el esclavo, el templo y los que en él adoran, lo sagrado y lo profano, y, por fin, la procedencia de Dios y el nacimiento por un hombre. Y esto mientras •cumple las Escrituras· hasta última hora On 19,28) y no mediante •quebrantamiento de las antiguas tablas•. Aún más: representa de modo intramundano el amor absoluto, puesto que unifica de nuevo, sin esfuerzo y no dialécticamente, en su existencia, formas del amor que mundanamente nos parecen contrarias: trae en sí mismo la paz y la reconciliación de los enemistados (Ef 2,14 ss.), pero simultáneamente la espada (tanto la espada de la decisión, que separa a los hombres, como la de la persecución), reclama para Dios solo el servicio y la adoración, pero a la vez un tal servicio del prójimo necesitado, de modo que ambas exigencias coinciden, sostiene que ha venido al mundo no para juzgar, sino para salvar, y, al mismo tiempo, que le ha sido entregado el juicio entero. Dice que, mediante su existencia, ha vencido al mundo y ha echado a los dominadores antidivinos del mundo, pero sigue combatiendo durante la historia del mundo hasta que haya vencido a todos los poderes rebeldes (1 Cor 15,35; Ap 17,14). Estas aparentes contradicciones se superan y reconcilian en su forma desde un principio; ambos flancos, que siguen manteniendo la tensión en otras religiones, son uno en él sin violencia. De modo, por cierto, que esta unidad no es construible desde el hombre, sino que sólo desde Dios, 89

Epilogo

el amor que se revela, puede aparecer como unidad digna de fe y llevarse desde ésta, en seguimiento creyente, una existencia auténticamente humana. Todas las explicaciones desde abajo, desde lo puramente humano, fracasan, porque, siempre, sólo pueden representar momentos particulares en la forma de Cristo con descuido de otros, de la manera más sencilla presentando la síntesis original como una obra ulterior de la primera Iglesia: los títulos veterotestamentarios y helenísticos fueron añadidos a Jesús sólo más tarde (con lo que desaparece el·argumentum ex prophetia•), las palabras en primera persona, que le reservan dignidad divina, son automanifestaciones atribuidas falsamente, mientras que su exigencia de humildad y servicio puede reducirse a una ética puramente humana, en suma, es (para judaísmo e islam) uno de los profetas, por lo que le tomó también la gente, Le 9,19. Pero todos estos intentos de hacer saltar la unidad de forma de Jesús, en la que un creyente no encuentra ninguna contradicción, no sólo la hacen humanamente inverosímil, sino que destruyen ante todo -como la carta de Juan repite continuamente- la frase que significa todo lo cristiano: ·Dios es amor•. •Quien deshace a Jesús (lyei), no procede de Dios• (1 Jn 4,3). Los mismos evangelistas confiesan que la unidad indisoluble de la forma como revelación del amor absoluto sólo fue •legible• definitivamente desde la muerte libre de Jesús en la cruz. No puede decirse que en la no analogía de la forma de Cristo haya llegado a ser concebible lo absolutamente inconcebible de que ·Dios es amor•. Esto sería brillante contradicción. La forma de Jesús no es ningún monumento colocado estáticamente, sino que se entiende enteramente como referencia. La cruz dice: ·De tal modo amó Dios al mundo· On 3,16). Dios el Padre, cuya palabra dirigida al mundo es, sin embargo, la propia palabra de Jesús, en cuyo amor se •manifiesta• el amor del Padre On 1,18), y lo que el Espíritu del amor expli90

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ca interminablemnte siempre de nuevo para nosotros y en nosotros como la Palabra del amor. La frase: •Nadie ha visto a Dios jamás•, y la siguiente: ·el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, lo ha puesto de manifiesto• (Jn 1,18), no se contradicen mutuamente: la segunda no anula la primera, sino que la confirma, poniéndola de manifiesto. Aquí se clarifica, por fin, por qué ante la forma de Jesús tanto se insiste en la •candidez de la mirada· (Mt 6,22; Le 11,34): ·haplous• es aquí tanto lo •sencillo-cándido· como lo •sano•. (Compara ·Christen sind einfaltig•, 1983; ·Einfaltungen•, 1985, ·Der Glaube der Einfaltigen•, en: Spiritus Creator, 1967, etc.). Pues sólo el ojo cándido puede ver juntamente en su unidad las aparentes contradicciones en la forma de Jesús, sólo los •nepioi•, los pequeños, pobres, incultos, no son inducidos, por el amontonamiento de sus tesoros de saber, a considerar por sí los rasgos particulares y a perder de vista la forma ante puros análisis. Pero esto negativo de la incultura figura aquí como una cosa positiva: no como adquisición del cándido mismo, sino como aquel defecto que viene de maravilla a la •complacencia· de Dios, y precisamente a la complacencia del Padre (Mt 11,25-26), que se revela en el Hijo, como a la del Hijo (Mt 11,27), que •quiere revelar•. Lo que se revela es exactamente el mutuo conocimiento exclusivo entre Padre e Hijo, en el que nadie, sin revelación, obtiene penetración, pero cuya irradiación libre y llena de gracia sólo cae en suerte eficazmente a la mirada sencilla. En la forma de Jesús, tanto sobre el fundamento de su condición como sobre el fundamento de la luz de gracia que cae sobre esa forma e irradia de ella, llega a ser conocido el •supraesencial· (hyperousion) misterio del amor trino y uno. Lo cual no significa que la pobre candidez pueda ser algo humanamente indiferente, vuelto hacia Dios o apartado de Él; con la desnudez, la pobreza (de los •anawim·) se alude a una necesidad de Dios sólo (solamente los 91

Epilogo

•pobres en pneumati• son alabados como bienaventurados), una necesidad que no se fía de transformarse a sí misma en un postulado y justamente de este modo atrae sobre sí la gracia de la complacencia divina. El poder ver el misterio del amor de Dios mediante el ojo sencillo no está, por consiguiente, sólo en la complacencia trinitaria como tal, sino absolutamente también en una disposición del ojo, que, mediante la gracia divina, se ha dejado dócilmente empobrecer y hacer más cándido. Pero finalmente es la candidez del ojo humano y del espíritu el órgano únicamente adecuado para recibir aquella autorrepresentación de Dios en Cristo, que se califica a sí mismo de •suave y humilde de corazón• e invita a la aceptación de esta su enseñanza existencial, porque revela de la manera más clara, en esta actitud, el misterio del amor trino y uno. Claro que si se quiere hablar de la meditación y sumersión en las profundidades de la revelación divina, esto no puede suceder sin acentuar la encarnación infranqueable del Hijo. Únicamente por medio de esta ·aparición• escapa de la temeridad la afirmación central de que Dios es amor. Si se supera la epifanía de Dios, éste se convierte en el abismo y profundidad sin fondo, en el uno, en el ser absoluto. En primer lugar no puede pasarse por alto que todo en Cristo -la circuminsessio en él de todos los trascendentales, también en su polaridad intramundana-, por ser Palabra del Padre en el Espíritu, siempre sigue siendo referencia a la riqueza del amor de Dios, donde, como se ha mostrado, los trascendentales que aparecen en él son revelación de la vida trinitaria de Dios. Y en caso de reducirse todo a esa referencia, el devoto contemplativo, sin querer, se habría inclinado a aspirar desde el que revela, prescindiendo de él, a lo puro revelado. Pero, como la teología de Juan nos advierte, hay la referencia opuesta del Padre al Hijo, en la que nunca alcanzamos al Padre. ·Éste es mi Hijo querido, debéis escucharle•, ya en el ver

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o en el creer, en el experimentar o en el no experimentar. Empeñándose en ambos movimientos, el devoto puede estar seguro de permanecer en el Espíritu Santo, que unifica ambos.

2. La Palabra se hace carne a) La entrada al santuario consiste en la frase esencialmente inaceptable para paganos, judíos y musulmanes: Verbum caro factum est. Para ellos ni la palabra (profética) es Dios mismo, ni Dios puede hacerse algo que no era. Pero cristianamente se afirma con ahínco: la Palabra tanto estaba •en Dios· como ella misma era ·Dios•, y •se hizo• algo, y, por cierto, no acentúa simplemente ·hombre· (lo que ciertamente se quiere decir, pues •carne• en el Antiguo Testamento significa enteramente el hombre concreto temporal y caduco), sino caro, sarx, carne, que pone en el centro su achacosidad y caducidad, ante todo su mortalidad. Que el cuerpo constituye el centro de la afirmación es el núcleo de la verdad de la •cristología dellogos-sarx• del primer cristianismo hasta la doctrina herética de Apolinar, que debió rectificarse ulteriormente, completándola; pero es también la permanente afirmación central de la teología antignóstica entera, que sigue siendo actual contra todas las veleidades espiritualistas del acontecimiento de Cristo, que siempre renacen de nuevo. Para la filosofia y para toda teología extrabíblica, el Espíritu está en el centro, pues éste caracteriza al hombre frente a todos los entes (a los que él mismo pertenece), cuyo cuerpo se corrompe y •vuelve al polvo•; el cual también puede sufrir, lo que sólo rara vez interesa a la filosofía y las religiones intentan suprimirlo o, ciertamente, evitarlo. Verdad es que también se puede heroicizar el sufrimiento (lo hacen los mitos y tragedias, y Nietzsche lo hizo de nuevo de otro modo), pero el 93

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Cristo que sufre no tiene nada común con un héroe, el cual demuestra que también puede ·fortalecer• lo peor. Su sufrimiento es, más bien, un servicio por obediencia de amor para con la voluntad amorosa de Dios, aunque soportado en angustia (Le 12,50; 22,30 ss.); su impulso a preservarse de él es humano (compara 2 Cor 12,18), mantenerse firme en la entrega a la voluntad de Dios es sólo posible por la confortación de Dios en la impotencia humana (Le 22,43): el ángel que fortalece en la pasión es ayuda, a fin de que pueda persistir la debilidad de la muerte. La pasión, para la que Jesús vive, es misterio del cuerpo desde un doble punto de vista. Pues, en primer lugar, el dolor del alma en sentido humano sólo es posible por la corporalidad; aunque tenga causas meramente espirituales, se producirá de la manera como entendemos el sufrimiento, desencadenado por medio del cuerpo y posibilitado por la influencia del alma en el cuerpo. (Puede comprobarse algo semejante en el fenómeno de lo sexual: tiene, sin duda, su origen en la corporalidad, pero repercute hasta todos los rincones del espíritu. Un varón, una mujer no perderán ni cambiarán su sexo tampoco en la vida eterna, donde ya no hay ninguna propagación sexual.) Por esto sólo puede hablarse en un sentido análogo de un sufrimiento de Dios o de los puros espíritus. No podría endosarse a un ángel la experiencia del abandono de Dios que Jesús experimenta en la cruz; esa experiencia sólo le fue posible a Jesús como culminación superabundante de su rechazo por el mundo. Esto se relaciona íntimamente con el segundo punto de vista: el sufrimiento salvador del mundo sólo fue posible dentro del tipo de comunidad con los demás hombres fundamentado por medio de la materialidad. Los Padres griegos vieron esto claramente en su teología de la encarnación, que no puede separarse de su teología de la cruz. La encarnación del Logos afecta a toda la naturaleza humana sobre el fun-

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damento del conjunto de los individuos que se basa en la unidad material; éstos son seguramente espirituales en tanto que inmediatamente referidos a Dios, constituyen una especie por su común arraigo en la carne, su nacer camal separadamente unos de otros: esto es un presupuesto para que se pudiera sufrir sustitutoriamente por la humanidad entera. (Aquí se habla sólo de una condición para el misterio de la sustitución, no de este misterio mismo.) Por eso tendrá razón Tomás cuando atribuye a cada ángel una propia especie, lo que a la vez excluye una reproducción natural de los ángeles, pero también (en caso de que tuviese sentido, lo que no sucede) un sufrimiento sustitutorio por ellos. b) A partir de las afirmaciones del prólogo de Juan, se debe continuar y no sólo poner en relación con la encamación del Logos, tanto prológica como escatológicamente, a la humanidad misma, sino al cosmos material en bloque -aunque de otro modo. Los himnos neotestamentarios (Jn 1, Ef 1, Col 1) coinciden en que el cosmos entero (cielo en el sentido del Génesis y tierra) fue creado por el Logos (junto con Dios), y no precisamente por un ·Logos asarkos•, sino por aquel Hijo de Dios que, desde la eternidad, estaba destinado a la encamación. ·Sin él no se hizo nada de lo que ha sido hecho•, •todo tiene en él su consistencia•. Este creador de todo al principio, en la •plenitud de los tiempos• será también el•salvador de todo·, pues el plan de Dios consiste en conducir a la encamación el decurso, guiado por él, de los tiempos de la historia, para •recapitulat todo en Cristo, todo cuanto hay en los cielos y sobre la tierra•. Que la protología del principio corre hacia esta terminación se muestra también en la espera de la creación, descrita por Rm 8, que •está en dolores de parto•, no por la encamación de Jesús, sino por su perfección en su cuerpo místico, pues nosotros los cristianos, que, como miembros de este cuerpo, recibimos ya ·las arras 95

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del Espíritu•, •suspiramos en nuestros corazones y esperamos la (perfección de la) filiación, la salvación de nuestro cuerpo•. De ninguna manera quiere la creación ser espiritualizada o queremos nosotros estar libres de nuestro cuerpo, sino ser asimilados plenamente al Hijo y a su cuerpo neumático resucitado. En ambas direcciones, tanto desde el comienzo de la creación como desde la salvación final, está en el centro la corporalización del Logos, y, en tanto todo el cosmos, en desarrollo ascendente hacia el hombre, destinado a reinar sobre él como sobre su gran cuerpo, es inseparable del hombre, la soberanía del Hijo encarnado se hace necesaria para la soberanía sobre el universo. La estricta distinción, llevada a cabo por Pablo, entre el •cuerpo de Cristo• como Iglesia (y humanidad) y su soberanía sobre el universo (Ef, Col) es sólo comprensible en una relación mutua de ambas magnitudes: •en el Señor de la Iglesia gobierna también el Señor de las potencias; en el Señor de las potencias, todo el mundo tiene también ante sí al Señor de la Iglesia•, donde ·la inclusión del universo en el pleroma de Dios sólo funciona sobre la Iglesia y en ella sobre el individuo• (Schlier). Desde esta inclusión del cosmos en la salvación de la humanidad se hace otra vez más claro el peso del cuerpo, pues el hombre como cuerpo se debe al cosmos y a sus infinitos peldaños, y ya en el plano corpóreo de la projimidad hay un natural poder-responder-los unos por los otros, como presentimiento lejano de la sustitución por todos que Jesús, gracias a su encarnación, llevó a plenitud, sustitución que sólo Dios puede efectuar en una naturaleza humana. ¿Qué debiera lograr, pues, toda esta ascensión, a través de millones de años, de una •naturaleza•, que únicamente pudo crecer estableciendo la necesidad de que los seres vivos -por más equipados que estén con defensas y mecanismos de autoconservación- se ofrez-

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can a la conservación de otros, ·superiores• (Hans André habla de la •gran marcha sacrificial de la naturaleza•), qué debiera intentar en un plano superior la indescriptible historia atroz de la humanidad -una única sarta de sangre y lágrimas-, si no se incluyera finalmente todo este sacrificio, que no se comprende a sí mismo, en un último sacrificio consciente y omnicomprensivo a Dios, no como a un perverso tirano, sino a aquel que es en sí mismo absoluta entrega, más allá de todas las formas representables de imprudencia, y lo revela en la cumbre del mundo? e) Mi cuerpo es una inconcebible zona intermedia entre mí y el mundo. No me pertenece como un objeto, sino •como si fuese un trozo de mí• - y ciertamente es también algo así como un trozo del mundo externo, que siempre se recuerda (por ejemplo, en una amputación). En tanto que me pertenece es aquello mediante lo que -con frecuencia duramente- lindo con otros cuerpos y ahí descubro por primera vez que el mundo, los otros en su libre ser otros son indominables para mi espíritu. (·Ligeramente juntos viven los pensamientos, 1 duramente en el espacio se chocan las cosas.•) Si se trata en este choque de un prójimo, entonces descubro especialmente ambos aspectos: el límite de mi libertad y la realidad de la suya, que se me hace realidad mediante el encuentro de los cuerpos. Y justamente porque se me hace experimentable así como real, experimento su indominabilidad. Vale y debo admitirla, y únicamente sobre la base de la dura experiencia del noyo puede originarse la comunidad humana. El choque revela el frente a frente de las libertades, que se hacen presentes y, por eso, se convierten en presupuesto de la convivencia. (Pre-sente -Gegen-wartig- significa exactamente: estar vuelto mutuamente de los dos lados: en la dirección de volverse, vertere.) Sólo en el descubrimiento del misterio del otro -mediado corporal-

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mente- puede originarse auténtica comunidad, que, por esto, nunca puede organizarse desde un neutral arriba (sociológicamente, políticamente) sin que la persona, de cualquier manera, se convierta en número y el cuerpo vivo individual en un trozo de materia manipulable. Pero donde el choque de los cuerpos se convierte en percibir mutuo -y esto sucede porque los sentidos corporales devienen ocasión para el conocimiento y el reconocimiento--, allí y sólo allí se origina la •entrepalabra•, en griego el dia-logo. Fue necesaria esta reflexión previa a fin de que se nos abra realmente el sentido de la encarnación. En el hombre Jesús encontramos un otro tan extraño que no podemos por de pronto en absoluto clasificarlo en una categoría conocida de prójimo. •¿Qué dice la gente de mí?· Quizás un profeta, primero uno de los antiguos, que ya conocemos, Jeremías, Elías ... Pero las categorías fracasan. ·¿Por quién me tenéis vosotros.?. Admitamos que lo que Pedro pudo representarse bajo ·Mesías•, ·Hijo de Dios• no era en todo caso lo adecuado, como muestra la continuación (•el hijo del hombre debe sufrir mucho•). Pero habría sido infinitamente difícil adivinar que desde este hombre corporalmente presente habla la Palabra personal del mismo Dios, que todo lo que se presentó en la parte central de este libro (cómo todo lo real se expresa, se regala y se dice) debió acontecer aquí en última plenitud, dentro del mundo, en el frente a frente de cuerpos vivos. En todo lo históricamente precedente -en la Alianza entre Dios y el hombre, en la Ley, en la palabra profética, en el sacrificio cultualse inició algo así como un diálogo, pero no había tenido lugar un definitivo mostrar-se, decir-se, regalarse. Para ello hubiera sido necesario el ·duro chocar en el espacio· y esto siguió siendo, para los que habían chocado, lo absolutamente inconcebible, porque Dios está en el cielo y nosotros en la tierra, porque Dios es espíritu y nosotros cuerpo, y aunque fuese cuerpo, con cer-

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teza no sería este cuerpo individual, mortal, comparable con todos los demás cuerpos. Una cosa con la que se choca sensiblemente ¡es indudabl~mente imposible que sea el Dios uno, universal! Juan comienza su gran carta anteponiendo a todo este absoluto escándalo: •Lo que hemos visto, oído, tocado con nuestras manos de la Palabra de la vida.• Entendido esto al modo de Cafarnaúm - y quién, que reflexiona, debiera poder entenderlo de otro modo- fue insoportable y horroroso. Aquí, a la propuesta de Jesús a sus discípulos para abandonarlo, sólo hubo desamparada confianza ciega: ·¿A dónde iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna•. ¿Cómo imaginarse que la realidad de este cuerpo, que no podría suprimirse a no ser que quisiéramos hacer ilusoria la ·interpretación de Dios• (Jn 1,18) por medio de él, podía ser compatible con la superación de los límites puestos por los cuerpos materiales? Aun después de la resurrección, puesto que a los discípulos esta superación se les demuestra previamente, la fe sigue siendo difícil: un cuerpo que entra y sale a través de puertas cerradas debe palparse: ·Un espíritu no tiene carne y piernas, como veis en mí. ¿Tenéis algo para comer?• Se comprende perfectamente la duda de Tomás: pero una vez más y definitivamente, la fe debe adelantarse al ver. De lo contrario, no existe ningún acceso al misterio central de la eucaristía, en el que convergerá lo más contrario: el verdadero cuerpo y la verdadera sangre, en que Dios mismo se muestra, regala, dice, y la construcción de la definitiva comunidad humana, en la que los cuerpos individuales, que se son presentes unos a otros, se convierten en templos del Espíritu Santo de Cristo, pero también sólo son un único templo en su único cuerpo. El pensamiento camal-terreno (·kata sarka·) ha de enmudecer ante una definitiva •comprensión neumática del cuerpo• (•soma pneumatikon•), al que nos lleva el cuerpo eucarístico de Cristo repartido por todo el mundo. Y no se debió creer erróneamente que palabras

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como carne y sangre sólo estuvieron vigentes hasta la Resurrección, pues ¿cómo un cuerpo transfigurado había de contener algo así, lo que solemos ver como sangre? Pero hay que pensar en que sangre fue desde el principio en el hombre el elemento vital perteneciente a Dios (Gn 9,4-6), y la visión central de la doctora de la Iglesia Catalina de Siena fue la de la sangre de Cristo circulando viva y purificadoramente, de manera continua, por la Iglesia y la humanidad (puede prescindiese de la problemática de los muchos milagros en que interviene la sangre). Las palabras de la institución de la eucaristía conservan también su sentido y su fuerza después de Pascua. ·Estas palabras son duras. ¿Quién puede escucharlas?· On 6,60). Lo son, pero no pueden sonar de otro modo si el cuerpo es realmente la interpretación natural o simbólica del Espíritu y Dios, conforme a su propia creación, se quiere encontrar con nosotros en su forma de interpretación y hacer sociedad con nosotros: aparece epifánicamente en Jesucristo (•Nadie conoce al Padre como el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quiere revelar•), se nos regala en él y se nos dice en él. Para entender esto enteramente en la fe, se ha de tomar aún la otra palabra dura de la sustitución. d) Antes de hablar de la •resurrección de la carne· de Cristo, ·luego de los que pertenecen a Cristo• (1 Cor 15,23), echando una mirada retrospectiva, debe asegurarse radicalmente que el hombre como ente de naturaleza corporal lo mismo que todo lo perteneciente a la vida infrahumana es un •ser para la muerte•. Esto da su gran valor al hombre y a su actuar y encontrarse corporal, pero también su aflicción. La búsqueda de la inmortalidad de Gilgames sigue siendo inútil, no se ha de ir a buscar a Eurídice del Hades. Todas las religiones excepto el Antiguo Testamento fueron y son intentos de escapar de esta tragedia mediante la demostración de la inmortalidad del alma, que escapa de la cárcel del cuer-

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po -intento estimado aún en el idealismo moderno-, mediante reencarnación, pero para escapar poco a poco de ella, mediante abandono de la individuación dentro del Absoluto o de una futura sociedad ideal. La oposición contra todos estos intentos de evasión, en el Antiguo Testamento, pertenece a lo más asombroso en la historia espiritual de la humanidad. El aspecto trágico se niega tan poco que todo lo que proyecta sombras en la vida: desdicha, persecución, derrota, soledad, enfermedad y hasta el sueño, aparece aquí como un indicio de la muerte. Además de ninguna manera se entiende la vida, desde lo puramente fisiológico, como salud, fuerza, seguridad, fortuna, sino -según la realidad de la alianza con Dios- como un poder estar ·a la luz de la vida· (Sal 56,14). La frase •en tu luz vemos la luz• (Sal 36,10) entiende la luz terrena, la irradiación de su energía que dispensa vida, como procedente del luminoso rostro de Dios, de su presente experimentado en el templo y su culto. De hecho, el presente garantizado de Dios en el Santuario es para Israel una forma precursora de la encarnación; el para nosotros casi inconcebible anhelo del templo en los cantos de peregrinación lo demuestra. En la participación en el presente luminoso de Dios puede éste recibir tal peso que prevalezca completamente sobre la vida terrena: ·Tu gracia es mejor que la vida· (Sal 63,4). La vida para la muerte se ha convertido en una existencia en la Alianza, en cierto modo para los momentos de éxtasis, que, sin embargo, se volatilizan siempre de nuevo ante las muchas tentaciones de Israel -hasta sus quejas y acusaciones frente a Dios-. El cuerpo, el hombre corporal como un todo sigue siendo mortal, la Alianza se hace sólo con los vivos, el muerto no pertenece más tiempo a ella, en el mundo subterráneo no hay de ningún modo alabanza de Dios. Por eso el anhelo de una larga vida, entendida necesariamente como alabanza de Dios. Israel, a diferencia de Egipto y de la mayoría de los pueblos que lo 101

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rodean, desconoce una mitología del mundo subterráneo: es preparado por Dios para la única solución de la tragedia humana: la resurrección del Hijo de Dios desde el seno de la muerte, la apertura del Seol. De este modo se efectúa una trasmutación perfecta de la muerte y de su imperio y, conforme a ello, también una tal trasmutación de la existencia humana como ·ser para la muerte•. Pues la muerte de Cristo, en el plan salvador de Dios, es la cumbre perfeccionadora de su amor manifestado al mundo, se toma desde el principio, en la encarnación del Hijo eterno, como la expresión del amor de Dios a la criatura y especialmente a los pecadores. Muerte como amor es dentro del Antiguo Testamento un pensamiento inimaginable. Hubo, como en todos los pueblos, la muerte de los héroes (David la celebra en su canto fúnebre a Saúl y Jonatán), hubo la muerte de los testigos (la de los hermanos macabeos), se comparó la fuerza del amor con la fuerza de la muerte (Ct 8,6), pero que el morir como tal, y precisamente en las temidas tinieblas, que los salmos unen con la esencia de la muerte y del reino de los muertos, pudiera interpretarse como supremo amor, contradijo la comprensión entera que tuvo Israel de la Alianza. Ésta fue la causa de que los discípulos no comprendieran en absoluto el anuncio que jesús les hizo de su muerte llena de ignominia. Su morir, como suceso, conserva también realmente todos los colores tenebrosos de los salmos, de los que dice fragmentos en la cruz y cuyas afirmaciones todas pudo él apropiarse; pero entender este horror como obra del supremo amor le estaba reservado por primera vez a él. Después de él, los discípulos que en él creen pueden asumir una tal comprensión de la muerte: morir -más allá del natural expirar forzado- como entrega perfecta, desasiéndose de todo, en las manos del Padre. Aquí se lleva a cabo la suprema obra del cuerpo, se hace manifiesta su última dignidad. Ésta supera su finitud física y, en

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tanto que es expresión del amor infinito, tiene derecho a la acogida en la vida eterna de Dios. Y por cierto no sólo como cuerpo vivo, sino precisamente como muerto. La trasmutación de la muerte en un acto supremo de la vida revela verdaderamente que la muerte, en tanto que es total entrega a Dios, se transforma en el •cuerpo neumático·, sobre el que ·la muerte ya no tiene poder· (Rm 6,9), porque la ha ·absorbido· en su propia vida (1 Cor 15,54).

3. Fecundidad a) En la discusión de los trascendentales sólo se hizo imperfectamente visible el más profundo misterio del ser. Todo ente apareció como esencial y crecientemente epifánico: mostrándo-se, dándo-se, diciéndo-se, donde todos los tres modos respectivamente, incluyendo a los otros dos, podían destacarse como síntesis. Pero este abrirse, al menos donde el ente vive (dejemos ahora sin examinar las preformas puramente materiales), está dotado del milagro de la fecundidad: Ya en el relato de la creación las plantas debían producir fruto, que contiene en sí nuevas semillas (Gn 1,11), los animales deben ·ser fecundos y multiplicarse· (1,22) e igualmente los hombres (1,28). No se dice aún ahí que este poder engendrar y dar a luz está unido a la finitud y la muerte de los entes, aunque esto resulta razonable para el que piensa en la evolución del cosmos. Aun cuando se ve la mutua pertenencia de fecundidad y muerte, sigue siendo la primera el inconcebible milagro de lo viviente. En tanto que este milagro está unido a la autoría del cuerpo (los ángeles no pueden multiplicarse), pueden distinguirse ahí dos cosas: antes, que los trascendentales (tomados como unidad) hacen aspirar al ente más allá de sí mismo: la entrega crea nuevo ente; luego, que en esta entrega (como Hegel acentuó) hay 103

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siempre ya un momento del morir: como estando oculto, según eso (tal como ya se indicó), en el puro fenómeno de la naturaleza más ordinario un presentimiento de lo más elevado, de la entrega sobrenatural de Cristo (•en el que todo tiene su consistencia•). Hay animales que mueren en el éxtasis del coito (otros sobreviven en cierto modo sólo para criar su prole y hacerla viable), de modo que la caída de ellos mismos coincide con la ascensión del otro, que les debe su ser. Que el milagro de la fecundidad cósmica sea sencillamente imagen del misterio original del ser, de su autoría trinitaria, se mostró detalladamente, ante todo, en la •Teológica· y también aquí fue ya mencionado. Pero si en jesucristo este misterio original se expresa y regala en el lenguaje mundano y si en este lenguaje la muerte obtiene un significado enteramente nuevo, entonces la expresión de la absoluta fecundidad trina y una debe salir del círculo natural de generación y muerte, y tomar otra forma no menos corporal. Una forma en que la muerte (en la cruz como en el prototipo) coincide con la máxima fecundidad de la vida, que entonces precisamente ya no engendra nada mortal, sino algo ya perteneciente a la eterna vida, trinounitariamente fecunda, de Dios: •Hay incapaces para la vida sexual que se hicieron a sí mismos tales por el Reino de los Cielos• (Mt 19,12). En un sentido espiritual valdrá esto para todos los cristianos (1 Cor 7,29), en un sentido literal para aquellos •que pueden comprenderlo•, a quienes •se les dio el conocer los misterios del Reino de los Cielos• (Mt 13, 11). Puesto que también ellos están en el ·seguimiento de la Palabra encarnada, no se trata en ellos de una tendencia desencarnadora, sino más bien, siguiendo el modelo de Cristo, de una nueva fecundidad no sólo espiritual, sino también corporal. Puede tener pleno sentido el recordar modelos veterotestamentarios: Donde se trata de fecundidad en la línea de las promesas de salvación de Dios, es Dios el 104

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que ayuda a la fecundidad deficiente del varón y de la mujer y así se convierte en el primariamente fecundo: en Abraham y Sara, pero también en Ana y una vez más, acentuadamente, en Zacarías e Isabel. Desde aquí se desprende una clara luz sobre José: la fecundidad divina obtiene tal preponderancia sobre la puramente sexual del hombre, que ésta puede ceder a aquélla el lugar entero. Así se confirma enérgicamente que en Jesús es roto definitivamente el círculo mundano generación (natural)-muerte (natural), lo cual tan sólo posibilita su muerte única como expresión suprema de vida y amor. Pero José mismo, con su renuncia, se mueve en la serie de los mencionados en Mt 19,12; no hay que separar su fecundidad virginal de la de su esposa María. Pero mientras la fecundidad sobrenatural del matrimonio José-María constituye el cierre perfeccionador de una serie que comienza con Abraham-Sara (que por cierto permance fecunda para todo lo venidero), el don conjunto de María, la ·mujer•, y de Juan, el ·hijo•, se convierte en el preludio de la fecundidad donada desde el Crucificado a la Iglesia. María, la madre de Jesús, a la que éste se dirige siempre en Juan como •mujer·, en el con-padecer de la cruz se convierte en la •esposa· del •nuevo Adán·, del•cordero•, y recibe como hijo al discípulo amado, que es virginal como ella, pero uno de los apóstoles de Jesús. Por su mediación, María se introduce en la Iglesia apostólica. Este don conjunto de un varón y una mujer desde la cruz -con toda la superación de la esfera sexual-natural (son madre e hijo)muestra la permanencia del significado de la diferencia sexual dentro de la Iglesia de Cristo. Esto se hace claro de una manera reiterada. Debiendo considerar como •SU hijo• al discípulo en lugar de su hijo carnal, se recuerda la imperecedera fecundidad de su maternidad virginal para todos y para sí misma; pero siendo este hijo varón, como Jesús, que se dirige a María junto a la 105

Epllogo

cruz como a (su) •mujer•, resulta una sustitución que apremia tanto a la madre como a Juan a no pasar por alto su diferencia sexual y hace aparecer su unión como el símbolo real para la fecundidad del crucificado varón Jesús. Y precisamente aquí hay que tener presente un tercer motivo, que se presenta aparentemente de manera transversal: al trazar Pablo la paralela entre la procedencia de Eva a partir de Adán y la de la Iglesia a partir de Cristo (Ef 5) -lo que se subraya aún en Juan mediante el manar de la sustancia de la Iglesia a partir de la herida del costado de Jesús-, el varón Jesús en la fecundidad de su muerte se convierte en el origen de la mujer y de la esposa Iglesia, de modo que la virginidad de María (y del miembro de la Iglesia Juan) se deriva en último término de la de su hijo carnal; se cumple en el plano supremo lo que dice Pablo: ·Como la mujer (en primer lugar) procede del varón, así también el varón procede de la mujer, y todo proviene de Dios· (1 Cor 11,12). Dos aspectos de la suprasexual fecundidad virginal se entretejen así uno en otro inseparablemente: uno personal (María-Juan) y uno sacramental (sangre y agua, además la entrega del Espíritu, Jn 19,30), pero que (lo mismo que el primero) no es impersonal, sino que procede del cuerpo personal moribundo de Cristo. Esto se ha de determinar aún más exactamente desde la esencia de Cristo como Verbum-Caro. Su misión por el Padre es universal, pero saliendo de él como un hombre particular. Él mismo se convierte por su muerte, donde abre lo más íntimo de su cuerpo y entrega su Espíritu, en lo universal, sin dejar de ser el ente particular-único. Aquí se hace claro que su universalización (como siempre puede entenderse más perfectamente) debe contener en sí ambos momentos de su fecundidad: en un primer momento algo corporal, lo cual él gobierna sin identificarse con ello: la nueva Eva, la Iglesia, nacida de su cuerpo, pero como 106

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su esposa. Luego, en el segundo momento, la universalidad de la Iglesia (la correspondiente a los suyos) como misión a todos los pueblos y como sacramento de la salvación del mundo. Dicho esto otra vez más exactamente: la Palabra encamada es tanto la epifanía como el autorregalo, como la autodicción de Dios, y esto por medio de la total existencia psíquico-corporal de Jesús. En ésta, como fecundidad de su existencia, hay (destacando más) tanto su epifanía -en este aspecto, la Iglesia como cuerpo social será su representación corporal en el mundo y para él- como su autodonación -en este aspecto, la Iglesia se entenderá como su •cuerpo• y como su ·esposa· ante el mundo y para él-, como, finalmente, expresión del Dios que se expresa en él -en este aspecto, la Iglesia se deberá a su instrucción hablada: ·Haced esto•, •salid, enseñad y bautizad·, •como me envió el Padre, os envío yo•, etc.-. Los aspectos de la Iglesia aquí enumerados, pensados desde la autoría de Jesús como la Palabra encarnada y su fecundidad consiguiente, se pueden separar unos de otros tan poco como se pueden trasladar los trascendentales al interior de categorías (deslindadas unas de otras). Considérese finalmente la humanidad de Jesús, que resulta del•Verbum caro factum·, el cual, como hombre, no puede en absoluto más que incluir a los demás hombres en su obra única e incomparable: desde el principio en el llamamiento de los doce, que obtienen participación en sus plenos poderes, que antes de la pasón (·haced esto•) y después de ella (·a quienes les perdonéis los pecados•) se incluyen cada vez más profundamente en su propia misión y, por eso, serán también ellos mismos capaces de incluir a otros en la especial misión de Cristo. Todos estos aspectos hay que verlos en su estar unos en otros, si se quiere percibir en cierto modo íntegramente el misterio de la fecundidad de la existencia de la Palabra encarnada, llamada Iglesia. 107

Epílogo

b) Pero si se quiere aquí venir a la Iglesia como sacramento y a sus sacramentos particulares, para tratar de estos temas, entonces hay que volver una vez más al cuerpo de Cristo. Según Hb 10,6, habla él en su encarnación: ·Sacrificios y oblaciones no exiges, pero me formaste un cuerpo, ... he aquí que vengo a cumplir tu voluntad· (según Sal 40,7 s. LXX). De nuevo el cuerpo como la representación del yo en el campo visible del mundo, por lo tanto, como sustitución de los sacrificios y oblaciones, y al mismo tiempo como realización de la voluntad interior para el cumplimiento de la voluntad divina. Y al ser Cristo sacramento original como aparición, entrega y afirmación del amor de Dios para el mundo, la Iglesia obtiene parte, por medio de la universalización eucarística de este cuerpo personalmente entregado, en esta sacramentalidad original, tanto por la inclusión de los creyentes como miembros en su •cuerpo espiritual creador de vida· (1 Cor 15,45; o ·cuerpo místico·), como en tanto es fruto de su cuerpo entregado, en cuanto •esposa• que procede de él, que es •una carne con él· (Ef 5,31). En ambos aspectos, la Iglesia como fruto se debe a la entrega del cuerpo de Cristo, por lo que no puede sentirse tentada a equiparar su carácter sacramental original al de Cristo. Y en ningún caso se puede separar, de este aspecto central de la procedencia corporal de la Iglesia a partir del cuerpo entregado de Cristo, los primeros grados, en los que la Palabra encarnada llama en primer lugar a los doce (como primeras piedras de la Iglesia, Ap 21,14) y los equipa crecientemente de plenos poderes: la Iglesia no está allí primeramente como mera institución, que ulteriormente (en la cruz) obtiene un principio de vida mediante la sangre, el agua y el Espíritu: contra esta dicotomía habla, en primer lugar, la inclusión sacramental de los doce en la fecundidad de la cruz por medio de la Cena celebrada antes de la pasión y, en segundo lugar, la fundación de 108

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la célula eclesial primitiva María-Juan al final de la entrega de la cruz: como última palabra antes del cumplimiento perfecto de la Escritura (Jn 19,26-28). Así la Iglesia, en todos sus aspectos descritos (en el capítulo precedente) a partir de la corporalidad de Cristo, es sacramento original naciente, que participa en la misión y fuerza salvadora universal de Cristo (en este sentido vale el, de lo contrario, equivocado •extra ecclesiam nulla salus•), la Iglesia es como Cristo un cuerpo particular con una misión y función universal para el mundo. Esto vale para la Iglesia en tanto que como un todo es cuerpo místico y esposa de Cristo, pero especialmente para aquellos miembros que están más íntimamente unidos a los sentimientos de Cristo y a su verdadera Iglesia. Una de las esferas de actuación de la Iglesia como sacramento original es su función vivificadora en la forma de los sacramentos particulares, que parten de ella; en éstos representa ella en forma corporal, para el hombre corporal en las más destacadas situaciones de su vida, una inclusión decisiva en la eficacia salvadora de Cristo-Iglesia. Se inscriben necesariamente en esas situaciones de la vida naturales (pero ya alcanzadas por la gracia de Dios), que ya en el plano natural se señalan mediante ritos sagrados: nacimiento, madurez, matrimonio, banquete, enfermedad (y la capacidad competente de acción para tales situaciones, además también la designación de determinadas personas para el ofrecimiento de sacrificios a la divinidad así como su consagración sagrada para el gobierno del pueblo), muerte y entierro (•sacramentos naturales•). Más allá de esto se sitúa un primer grado veterotestamentario, dado mediante la realidad de la Alianza, que se destaca con el rito corporal de la circuncisión y una caracterización del matrimonio (como símbolo de la Alianza, que se orienta hacia la venida del Mesías) así como del sacer109

Epflogo

dacio (como el ejecutor concreto del ritual de la Alianza). Pero en la Nueva Alianza es peraltado todo esto por la realidad indeducible de Cristo como Verhum-Caro, que pone a la Eucaristía en el centro de la realidad sacramental -como inclusión inmediata en la realidad corporal salvadora Cristo-Iglesia. Desde este centro, todas las demás situaciones sacramentales obtienen una relación a ese cuerpo: puesto que el bautismo de Jesús fue la iniciación en su misión pública y él no sólo manda a sus discípulos bautizarOn 4,2), sino que después de su resurrección da una expresa orden de bautizar (Mt 28,19), que se obedece como lo evidente, el bautismo como forma de la iniciación tiene su último fundamento en el acontecimiento del Jordán, donde el Dios uno y trino se adhiere a la filiación de Jesús y a su misión. La distinción de la confirmación respecto del bautismo está ante todo en la consideración •naturalsacramental• de la madurez humana, pero también puede verse en relación con la diferencia entre el bautismo del propio Cristo y su otorgamiento del Espíritu durante el triduo pascual (o en Pentecostés). El matrimonio humano y su fecundidad se pone expresamente en el contexto de la relación Cristo-Iglesia (Ef 5). La ordenación sacerdotal tiene su origen en la autodonación corporal de Jesús en la Santa Cena y su inspiración del Espíritu en Pascua para los capacitados expresamente en orden a la administración de estos misterios. El perdón de los pecados (a pesar de ciertos precedentes en el Antiguo Testamento) tiene su verdadera fuente en la acción de Cristo de soportar en la cruz el pecado del mundo, en su descenso a los muertos y el perdón eterno proporcionado por él en Pascua. La unción de los enfermos, como acompañamiento eclesial en la muerte, procede de la especial preocupación de jesús por los enfermos (·los sanos no necesitan de médico, sino los enfermos•, Le 5,31, compara 17), de su indicación a los discípulos a curar enfermos median110

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te unción con aceite (Me 6,13, la realización en St 5,14), de su promesa de ser resurrección y vida para los que mueren corporalmente (Jn 11,25 s.) y de su propia unción para la muerte por medio de María de Betania. Así, en los siete sacramentos de la Iglesia, se relacionan las situaciones del portador mismo de la salvación con las situaciones fundamentales de la existencia humana, de tal manera que las últimas, cuyo valor simbólicosagrado para toda cultura sana salta a la vista, se inscriben en los acontecimientos fundamentales de la vida de Jesús y de su fecundidad eclesial. Si destaca la eucaristía como lo central, tampoco carece ésta (como se ha mostrado) del fundamento natural (compara Mt 22: el banquete real de bodas) y del modelo veterotestamentario (en la comida pascual), pero se muestra desde todo como último sello del definitivo Verbum-Caro: si bien •toda palabra salida de la boca de Dios• es alimento del hombre (Dt 8,3 = Mt 4,4; Jn 4,34), así las palabras de Jesús son por esto •espíritu y vida· (Jn 6,63), porque la Palabra se ha hecho carne y entregado y, como tal, es •verdadera comida y verdadera bebida· (ib. 6,51 s.). Así es Cristo también dentro de la Iglesia el donador de sí mismo en los sacramentos: ·Él es quien, por medio de la Iglesia, bautiza, enseña, manda, suelta, ata, ofrece, santifica, ...viviendo con su fuerza divina por su cuerpo entero• (DS 3806). Sin embargo, hace todo esto por encargo y pleno poder del Padre mediante su común Espíritu Santo, de modo que el verdadero compañero de mesa de la comida eucarística en todos los Evangelios sinópticos es el Padre celestial, que nos sirve lo mejor que tiene para ofrecer, mientras que el exquisito gusto de los dones (en los demás sacramentos) hay que agradecérselo al Espíritu Santo, al Espíritu del Padre que regala y del Hijo que se deja regalar, que nos induce por él con el Hijo a dirigir todo agradecimiento (en el Canon) al Padre.

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e) Y ciertamente, en la consideración de la fecundidad de Dios en Cristo falta aún el punto central, del que todo irradia y que se conserva intacto. Se giró a su alrededor, pero no se consideró en sí mismo. Está en el centro entre dos verdades que se mantienen firmes, de las que no vemos cómo son compatibles. Por una parte, Jesús anuncia el venidero reino de Dios, que está dispuesto a perdonar toda culpa, a perfeccionar la Alianza, queriendo perdonar y olvidar toda infidelidad del hombre. Y Jesús busca a los hombres que están dispuestos a efectuar la pequeña vuelta a este Dios del amor, aquel casi-nada que según él lo entienden mejor los sencillos que los inteligentes y sabios, los enfermos mejor que los sanos, los pecadores mejor que los justos. En el otro extremo está el hecho de que Dios no fuerza mediante su amor a ninguno de estos autojustificados y de que cuanto más clara aparece su luz tanto más obstinadamente se atrincheran en sus tinieblas y ceguera. El amor, que ha llegado a ser hombre y prójimo,. hace que salgan a luz las supremas quimeras del pecado. ·Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían ningún pecado· (Jn 15,22). ·Si estuvieseis ciegos, no tendríais ningún pecado. Pero decís: ¡Vemos! Vuestro pecado permanece· (ib. 9,41). Es cierto que se puede decir que Jesús anuncia un incondicional perdón de Dios, pero con esto no ha dicho aún que los hombres lo acepten. Al contrario: por primera vez en el Nuevo Testamento hay amenazas tan absolutas como las dirigidas a los fariseos hipócritas (Mt 23), a las ciudades incrédulas (Mt 11,20-24). La conversión no puede anunciarse, sino sólo hacerse. Aquí hay que preguntarse por el misterio de la cruz en tanto que es •maravilloso cambio de lugar•. Sería pueril esperar de Jesús que habría podido comportarse en su actividad pública como por encima de una porción de enseñanza (como parecen echar de menos algunos teólogos). Una tal espera sería la total falta de com112

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prensión de la tragedia de Jesús (y ¡ay de nosotros!, nos dice Reinhold Schneider, si negamos lo trágico en la vida de Cristo y en el cristianismo, que precisamente consiste en que el cuanto más de la manifestación del amor de Dios expulsa el tanto más del odio de Dios). Si se quisiera argumentar que en el camino de Jesús a la cruz Dios el Padre quiso demostrarnos cuánto ama al mundo (por lo demás: para un Dios, un modo cómico de demostrárnoslo), entonces no se diría nada sobre la conversión del que odia. No se demostraría mucho más si se quisiera decir que Jesús ha permanecido de este modo fiel hasta el final a su ·solidaridad· con los pecadores. ¿Qué aprovechan a éstos tales manifestaciones de amor? En el fondo sólo pueden apartarse de ellas llenos de menosprecio. Especialmente cuando los teólogos les aseguran que Dios no es más que amor y que lo que se dice sobre la cólera de Dios es sólo (según Girard y sus secuaces) una errónea transferencia, a Dios, de los afectos humanos. La cuestión difícil, pues, no está en la parte de Dios, sino en la de los apartados: ¿cómo el hecho de que un varón fue crucificado en un rincón del imperio romano hace dos mil años (con otros milenios anteriores) y por amor a mí me debe motivar a cambiar de vida? ¿De emoción por este amor, que nadie me puede demostrar? Si hacemos jugar aquí a un automatismo, ¿dónde quedaría ahí mi libertad? No la dejo aturdirme mediante algo semejante a las drogas de la verdad que utilizaron los tribunales totalitarios. Se habla de •Sustitución•, pero una tal expresión, por favor, sólo es válida si se me pone de acuerdo. Se me declara culpable (Kafka) y luego se me informa de que otro está por mí en la cárcel. Puedo creer simplemente ambas cosas. Con la palabra •sustitución· se deberá también, de algún modo, tener cuidado. Jesús no puede apartar al pecador para ocupar su lugar. No puede apropiarse de su libertad para hacer de ella lo que el otro no quiere hacer. En fin: puede •salvarme· (lo que significa rescatar

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de una cárcel o culpa), pero debo todavía aceptar esta acción, hacer que sea verdadera para mí. El hombre en su libertad no es un bulto que se •rescata•. Estamos aquí en el más apretado nudo del misterio, que sólo muy cuidadosamente puede deshacerse. Pueden distinguirse cuatro momentos en el arranque de lo que se llama ·salvación•. Primeramente, puesto y misión del Hijo de Dios. Según la teología ciriliana-calcedonense, al entrar en la naturaleza humana, Jesús obtiene (como dijimos: por la materialidad de todos los hombres) un puesto que altera el todo de esa naturaleza. Según la dignidad es cabeza, que a todos los demás caracteriza de miembros en un sentido aún a determinar. Si añadimos que toda la naturaleza se encuentra en una determinada situación negativa para con Dios, entonces -conforme a su misión y a su interior capacidad y libertad- se apropiará esta situación negativa de modo que la transforma en lo que es en verdad: en el dolor de la alienación, que ya no se experimenta simplemente desde Dios, sino también desde el hombre. Téngase en cuenta que aquí se habla en el plano de la estructura total (de lo divino lo mismo que de lo humano) y con esto no se toca aún la cuestión de la libertad particular. Pero, en segundo lugar, se hará valer al mismo tiempo que el cambio puesto por la cabeza de la humanidad, implicando a ésta, sólo se realiza desde este lugar como desde un •por encima de· toda la naturaleza, que altera el ser situado de todos los que, con su libertad personal, pertenecen a esta naturaleza. Aquí hay que recordar una cosa dicha anteriormente: que encarnación y cruz tienen su •sitio• allí donde el •actus completus non subsistens• hace ser a lo real creado, que sólo se realiza en el individuo. El Hijo de Dios de ninguna manera sustituye este acto, pero si •todo cuanto hay en el cielo y sobre la tierra tiene su consistencia en él·, del mismo modo, desde allí, él es la cabeza de todo 114

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lo creado. Y la libre aceptación no sólo de la naturaleza humana, sino de su alienación, sólo puede efectuarse por esto también •por encima de· (o •más allá de· o •por debajo de·) de toda su situabilidad, lo que significa a la vez que aquélla, en el resumen de todas las alienaciones, supera a ésta en torno a lo infinito, porque, dicho en pocas palabras, nadie puede ser abandonado por el Padre como el Hijo, que como único conoce al Padre tal cual es (Mt 11,27). Con esto se ha dado un paso adelante esencial en la aclaración del misterio, sin haber empujado por cierto ya al campo de visión la cuestión de la relación de •salvación· y voluntad individual. Pero algo distinto, que hasta ahora no se consideró, se hace ahora claro: la correlación entre cruz y eucaristía. El •por vosotros entregado· y ·derramada· no es una frase, sino pura realidad: Jesús invierte nuestra situación ante Dios (como pecadores) en la suya y nos devuelve la antes nuestra como la suya. Lo que era alienación de Dios, por haber experimentado él más profundamente esta alienación, como lo habría podido hacer un mero hombre, se convierte en una forma del amor absoluto: ·Amor más fuerte que el infierno•. Sin embargo, todo esto sólo se entiende considerando un tercer momento: que la encarnación de la Palabra, todo su actuar terreno y precisamente también su cruz dejada de la mano de Dios es algo obrado por el Espíritu Santo del Padre y del Hijo. Esto fue expuesto detalladamente en otra parte (Teológica 111) y aquí sólo se insinúa. Siendo el Espíritu el entre del Padre y el Hijo, así lo es precisamente en la cruz de manera hiperbólica, puesto que él muestra y actúa la suprema •separación• de ambos como aparición de su suprema unidad. Y esto, desde aquel sitio donde se realiza el •santo intercambio· para que él, como Espíritu exhalado del Hijo, precisamente desde este lugar, entre en contacto con la libertad individual finita y así, no desde un fuera, que en una libertad sería imposible, sino desde allí donde 115

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toda libertad creada, ya esté abierta o cerrada a Dios, tiene su origen y su legalidad: para lo verdaderamente bueno y por medio de esto realizarse como libertad. Desde este punto fontanal, el Espíritu, tal como ya se insinuó, confronta la libertad finita y deficiente consigo misma y le muestra cómo podría ser libertad que se realiza verdaderamente. El corresponder a la ·imagen• presentada (que es a la vez imagen de Dios en el hombre) sería autorrealización para la libertad finita. Lo que el Espíritu hace aquí desde la cruz (si en forma de una •gratia actualis adjuvans· o ya •sanctificans•, no puede discutirse aquí, pues la diferencia sólo entra en juego desde el próximo momento -admisión o negación-) es un actuar en la esfera en que la forma finita se regala a sí misma antes que todo. No hay aquí espacio para ningún extrinsecismo; sólo cabe preguntarse aún a ver si el Espíritu finito está sosegado para reconocer que debe recibirse a sí mismo para ser, y, en caso de que sea espíritu que está en la alienación de Dios, convertirse a este hecho original: a la vez a sí mismo y a Dios. Habría aquí mucho que desarrollar sobre la relación entre el segundo y el tercer momento: la muerte de Jesús en la alienación de Dios de los pecadores (lo que para cada uno de éstos quiere decir que no pueden alcanzar una soledad perfecta, •autónoma·), una muerte de la suprema entrega al Padre y a los hombres, se perfecciona interiormente en la entrega de su (Santo) Espíritu, que en la muerte se exhala y en Pascua de Resurrección se inhala al mundo. El acontecimiento descrito como tercer momento está unido de nuevo histórica-metahistóricamente, de manera insoluble, al segundo momento. Esto muestra también que no es pensable la pascua de Pentecostés sin la fiesta del Corpus. Aún queda el cuarto momento: el sí o no de la libertad finita a la solicitación del Espíritu en su fundamento. Aquí acaba todo saber humano: •No me juzgo a mí mismo, mi juez es el Señor· (1 Cor 4,3 s.). No sabemos

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si una libertad humana se puede negar hasta el final al ofrecimiento del Espíritu a darle la auténtica propia libertad. Si lo hiciera definitivamente, entonces actuaría con plena conciencia y perpetraría el pecado contra el Espíritu Santo, un •pecado eterno•, que •nunca encuentra perdón· (Me 3,29). Aquí, donde sencillamente no podemos saber nada más, sólo hay todavía espacio para la esperanza. Considerada cristianamente, no una esperanza arbitraria, sino una que, según el mandamiento del amor de Jesús, no puede excluir a ningún hombre, ni abandonar a ninguno en medio del camino. ·]'espere en Toi pour nous· (Gabriel Marcel). Tenemos ·el deber de la esperanza de salvación para todos• (K. Rahner, Sacr. Mundi II, 737). ·La relación por principio a este sentido salvador del dogma -la posibilidad real del eterno fracaso- debe proporcionar en este terreno el mojón y la guía interior de toda especulación· (J. Ratzinger, LThK V, 448). ·¿Serán todos los que se dejen reconciliar? Ninguna teología o profecía puede responder esta pregunta. Pero el amor 'todo lo espera' (1 Cor 13,7). No puede más que esperar la reconciliación de todos los hombres en Cristo. Tal esperanza ilimitada no sólo es cristianamente permitida, sino mandatJa. (Herm.-Jos. Lauter, Pastoralblatt 1982, 101).

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