March 5, 2017 | Author: Carlos Castells | Category: N/A
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Ensayos escogidos (í'
Walter Benjamin
Ensayos escogidos (¡
Selección y traducción de H. A. Murena
( teoría y ensayo
Benjamin, Walter Ensayos escogidos / Walter Benjamin; seleccionado por H. A. Murena. 1ª ed. - Buenos Aires: El cuenco de plata, 2010. 192 pgs.; 21x14 cm. - (Teoría y ensayo) Traducido por: H . A. Murena ISBN: 978-987-1228-98-0 l. Filosofía. l. Murena, H. A., selec. 11. Murena, H. A., trad. III. Título
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Ensayos escogidos, 1ª edición, Sur, Buenos Aires, 1968.
© De la traducción: herederos de H. A. Murena. © 2010. El cuenco de plata. El cuenco de plata S.R.L. Director: Edgardo Russo Diseño y producción: Pablo Hernández Av. Rivadavia 1559 3° A (1033) Buenos Aires www.elcuencodeplata.com.ar
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Hecho el depósito que indica la ley 11. 723. Impreso en septiembre de 2010.
Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa de los herederos y/o editor.
Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades. A tales lectores se dirige el poema inicial de Les fleurs du mal. Con la fuerza de voluntad de éstos, así como con su capacidad de concentración, no se va lejos; tales lectores prefieren los placeres sensibles y están entregados al spleen, que anula el interés y la receptividad. Causa sorpresa encontrar un lírico que se dirija a semejante público, el más ingrato. Enseguida se presenta una explicación: Baudelaire deseaba ser comprendido, dedica su libro a quienes se le asemejan. La poesía dedicada al lector termina apostrofando a éste: « Hypocrite lecteur, - mon semblable, - mon frere! » Pero la relación resulta máy fecunda en consecuencias si se la invierte y se dice: füy6delaire ha escrito un libro que tenía de entrada escasas : perspectivas de éxito inmediato. Confiaba en un lector del tipo del descrito en el poema inicial. Y se ha comprobado que su mirada era de gran alcance. El lector al cual se dirigía le sería proporcionado por la época siguiente. Que tal sea la situación, que, en otros términos, las condiciones para la recepción de poesías líricas se hayan tornado menos propicias, es cosa probada al menos por tres hechos. En primer término, el lírico no es considerado más
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corno el poeta en sí. No es ya más «el vate », corno aún lo era Larnartine; ahora ha entrado en un género. (Verlaine hace que esta especialización se vuelva tangible; Rirnbaud es ya un esotérico que, ex officio, mantiene al público lejos de su propia obra.) Un segundo hecho: después de Baudelaire la poesía lírica no ha registrado ningún éxito de masas. (La lírica de Hugo tuvo aún, al aparecer, una vasta resonancia. En Alemania el Buch der Lieder marca la línea limítrofe.) De ello puede deducirse un tercer elemento: el público se ha vuelto más frío incluso hacia aquella poesía lírica del pasado que le era conocida. El lapso en cuestión puede datarse en la segunda mitad del siglo XIX. En el mismo lapso la fama de Les fleurs du mal se ha extendido sin interrupción. El libro que había confiado en los lectores más extraños y que al principio había encontrado bien pocos de ellos se ha convertido en el curso de decenios en un clásico, incluso en uno de los más editados. Puesto que las condiciones de recepción para la poesía lírica se han vuelto más pobres puede deducirse que la poesía lírica conserva sólo en forma excepcional el contacto con los lectores. Y ello podría deberse a que la experiencia de los lectores se ha transformado en su estructura. Esta conjetura será quizás aprobada, pero nos veremos en dificultades para definir dicha transformación. En este campo deberemos interrogar a la filosofía. Y en la filosofía hallaremos un hecho sintomático. Desde fines del siglo pasado, la filosofía ha realizado una serie de intentos para adueñarse de la «verdadera » experiencia, en contraste con la que se sedimenta en la existencia controlada y desnaturalizada de las masas civilizadas. Se acostumbra a encuadrar estas tentativas bajo el concepto de filosofía de la vida. Naturalmente, esos intentos no parten de la existencia del hombre en sociedad, sino de la poesía, también de la naturaleza y, con preferencia, de la época mítica. La obra de Dilthey Vida
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y poesía es una de las primeras en este orden. La serie con-
cluye con Klages y con Jung, quien se ha entregado al fascismo. Como un monumento eminente, se destaca entre esta literatura la obra temprana de Bergson Matiere et mémoire. Este libro conserva más que cualquier otro su relación con la investigación precisa. Está orientado por la biología. Su título dice por anticipado que en él se considera la estructura de la memoria como decisiva para la experiencia. En efecto, la experiencia es un hecho de tradición, tanto en la vida privada como en la colectiva. 11,a experiencia no consiste principalmente en acontecimientos fijados con exactitud en el recuerdo, sino más bien en datos acumulados, a menudo en forma inconsciente, que afluyen a la memoria. Pero Bergson no se propone en modo alguno la especificación histórica de la memoria. Incluso rechaza toda determinación histórica de la experiencia. De tal suerte evita, sobre todo y esencialmente, tener que aproximarse a la experiencia de la cual ha surgido su misma filosofía o contra la cual, más bien, surgió su filo sofía. Es la experiencia hostil, enceguecedora de la época de la gran industria. El ojo que se cierra ante esta experiencia afronta una experiencia de tipo complementario, como su imitación, por así decirlo, espontánea. ~a filosofía de Bergson es una tentativa de especificar y fijar¡~sa imitación. Por lo tanto la filosofía de Bergson reconduce !indirectamente a la experiencia que afronta Baudelaire en forma directa en la figura de su «lector».
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Matiere et mémoire define el carácter de la experiencia ·de la durée en forma tal que el lector debe decirse: sólo el poeta puede ser el sujeto adecuado de una experiencia semejante. Y ha sido en efecto un poeta quien ha sometido a
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prueba la teoría bergsoniana de la experiencia. Se puede considerar la obra de Proust, A la recherche du temps perdu, como la tentativa de producir artificialmente, en las condiciones sociales actuales, la experiencia tal como la entiende Bergson. Pues sobre su génesis espontánea resultará siempre más difícil contar. Proust, por lo demás, no se sustrae en su obra a la discusión de este problema. Introduce de tal suerte un elemento nuevo, que contiene una crítica inmanente a Bergson. Éste no deja de subrayar el antagonismo entre la vita activa y la particular vita contemplativa revelada por la memoria. Sin embargo, para Bergson parece que el hecho de encarar la actualización intuitiva del flujo vital sea asunto de libre elección. La convicción diferente de Proust se preanuncia ya en la terminología. La mémoire pure de la teoría bergsoniana se convierte en él en mémoire involontaire. Desde el comienzo Proust confronta esta memoria involuntaria con la voluntaria, que se halla a disposición del intelecto. Esta relación resulta esclarecida en las primeras páginas de la gran obra. En la reflexión en la que dicho término es introducido, Proust habla de la pobreza con que se había ofrecido a su recuerdo durante muchos años la ciudad de Cambray, en la que no obstante había pasado una parte de su infancia. Antes de que el gusto de la madeleine (un bizcocho), sobre el cual vuelve a menudo, lo transportase una tarde a los antiguos tiempos, Proust se había limitado a lo que le proporcionaba una memoria dispuesta a responder al llamado de la atención. Ésa es la mémoire volontaire, el recuerdo voluntario, del cual se puede decir que las informaciones que nos proporciona sobre el pasado no conservan nada de éste. «Lo mismo vale para nuestro pasado. Vanamente intentamos reevocarlo; todos los esfuerzos de nuestro intelecto son inútiles.» Por lo cual Proust no vacila en afirmar como conclusión que el pasado se halla «fuera de su poder y de su alcance, en cualquier
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objeto material (o en la sensación que tal objeto provoca en nosotros), que ignoremos cuál pueda ser. Que encontremos este objeto antes de morir o que no lo encontremos jamás, depende únicamente del azar». Para Proust depende del azar la circunstancia de que el individuo conquiste una imagen de sí mismo o se adueñe de su propia experiencia. Depender del azar en tal cuestión no resulta en modo alguno natural.J-,os intereses interiores del hombre no tienen por naturaleza ese carácter irremediablemente privado, sino que lo adquieren únicamente cuando disminuye, debido a los hechos externos, la posibilidad de que sean incorporados a su experiencia. El periódico es uno de tantos signos de esta disminución. Si la prensa se propusiese proceder de tal forma que el lector pudiera apropiarse de sus informaciones como partes de su experiencia, no alcanzaría de ninguna forma su objetivo. Pero su objetivo es justamente lo opuesto, y lo alcanza. Su propósito consiste en excluir rigurosamente los acontecimientos del ámbito en el cual podrían obrar sobre la experiencia del lector. Los principios de la información periodística (novedad, brevedad, inteligibilidad y, sobre todo, la falta de toda conexión entre las noticias aisladas) contribuyen a dicho defecto t1fito como la compaginación y el estilo lingüístico. (Karl Kraus ha demostrado infatigablemente cómo y hasta qué punto el estilo lingüístico de los periódicos paraliza la imaginación de los lectores.) La rígida exclusión de la información respecto al campo de la experiencia depende asimismo del hecho de que la información no entra en la «tradición ». Los periódicos aparecen en grandes tiradas. Ningún lector tiene ya fácilmente algo «de sí para contar» al prójimo. Existe una especie de competencia histórica entre las diversas formas de comunicación. En la sustitución del antiguo relato por la información y de la información por la «sensación» se refleja la atrofia progresiva de la
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experiencia. Todas estas formas se separan, a su turno, de la narración, que es una de las formas más antiguas de comunicación. La narración no pretende, como la información, comunicar el puro en-sí de lo acaecido, sino que lo encarna en la vida del relator, para proporcionar a quienes escuchan lo acaecido como experiencia. Así en lo narrado queda el signo del narrador, como la huella de la mano del alfarero sobre la vasija de arcilla. La obra en ocho tomos de Proust da una idea de las operaciones necesarias para restaurar en la actualidad la figura del narrador. Proust ha afrontado la empresa con grandiosa coherencia. De tal suerte se ha empeñado desde el comienzo en referir la propia infancia. Y ha medido toda la dificultad, como se advierte en el hecho de presentar como obra del azar su solución, que es sólo posible. En el curso de estas reflexiones forja la expresión mémoire involontaire, la cual conserva las huellas de la situación en la que fue creada. Ella corresponde al repertorio de la persona privada aislada en todos los sentidos. Donde hay experiencia en el sentido propio del término, ciertos contenidos del pasado individual entran en conjunción en la memoria con elementos del pasado colectivo. Los cultos, con sus ceremonias, con sus fiestas (de los cuales quizá no se habla jamás en la obra de Proust), cumplían continuadamente la fusión entre estos dos materiales de la memoria. Provocaban el recuerdo en épocas determinadas y permanecían como ocasión y motivo de tal fusión durante toda la vida. Recuerdo voluntario e involunt~rio pierden así su exclusividad recíproca.
111 En búsqueda de una definición más concreta de lo que en la mémoire de l'intelligence de Proust aparece como
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subproducto de la teoría bergsoniana, es oportuno remontarse a Freud. En 1921 aparece el ensayo Más allá del principio del placer, que establece una correlación entre la memoria (en el sentido de mémoire involontaire) y la conciencia. Tal correlación es presentada como una hipótesis. Las reflexiones siguientes, que se refieren a ella, no pretenden demostrarla. Se limitan a experimentar la feéandidad de dicha hipótesis sobre nexos muy remotos respecto a aquellos que Freud tenía presentes en el momento de formularla. Y es más que probable que algunos de sus discípulos hayan litigado a partir de nexos de tal género. Las reflexiones mediante las cuales Reik desarrolla su teoría de la memoria se mueven en parte justamente sobre la línea de la distinción proustiana entre reminiscencia involuntaria y recuerdo voluntario. «La función de la memoria -escribe Reikconsiste en proteger las impresiones. El recuerdo tiende a disolverlas. La memoria es esencialmente conservadora, el recuerdo es destructivo. » La proposición fundamental de Freud, que es la base de estos desarrollos, se encuentra formulada en la hipótesis de que «la conciencia surja en el lugar de la impronta mnemónica ». En el ensayo de Freud los conceptos de recuerdo y memoria no presentan ninguna dU ferencia fundamental de significación en lo que se refiere d nuestro problema. La conciencia «se distinguiría entonces\ por el hecho de que el proceso de la estimulación no deja en ella, como en todos los otros sistemas psíquicos, una modificación perdurable de sus elementos, sino que más bien se evapora, por así decirlo, en el fenómeno de la toma de conciencia ». La fórmula fundamental de esta hipótesis es la de que «toma de conciencia y persistencia de rastros mnemónicos son recíprocamente incompatibles en el mismo sistema». Residuos mnemónicos se presentan en cambio «frecuentemente con la máxima fuerza y tenacidad cuando el proceso que los ha dejado no llegó nunca a la conciencia».
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Traducido a la terminología proustiana: sólo puede llegar a ser parte integrante de la mémoire involontaire aquello que no ha sido vivido expresa y conscientemente; en suma, aquello que no ha sido una «experiencia vivida».'~ Atesorar «improntas perdurables como fundamento de la memoria » de procesos estimulantes es algo que se halla reservado, según Freud, a «otros sistemas», que es menester considerar como diferentes de la conciencia. Según Freud, la conciencia como tal no acogería trazos mnemónicos. En cambio la conciencia tendría una función distinta y de importancia: la de servir de protección contra los estímulos. «Para el organismo viviente la defensa contra los estímulos es una tarea casi más importante que la recepción de éstos; el organismo se halla dotado de una cantidad propia de energía y debe tender sobre todo a proteger las formas particulares de energía que la constituyen respecto al influjo nivelador, y por lo tanto destructivo, de las energías demasiado grandes que obran en el exterior. » La amenaza proveniente de esas energías es la amenaza de shocks. Cuanto más normal y corriente resulta el registro de shocks por parte de la conciencia menos se deberá temer un efecto traumático por parte de éstos. La teoría psicoanalítica trata de explicar la naturaleza de los shocks traumáticos «por la rotura de la protección contra los estímulos». El significado del miedo es, según esta teoría, la «ausencia de predisposición a la angustia ».
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El autor utiliza las palabras Erfahrung y Erlebniss. Ambas significan en alemán lo mismo: experiencia. En este texto están usadas Erfahrung como la experiencia tenida en bruto, por así decirlo, sin intervención de la conciencia, que hemos traducido por experiencia, y Erlebniss como los acontecimientos a cuyo desarrollo ha atendido la conciencia, que hemos traducido por «experiencia vivida». Las diferencias entre ambos términos son, sin embargo, según se desprende del texto, más sutiles y complejas. (N. del T.)
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La investigación de Freud partía de un sueño típico en las neurosis traumáticas. Tal sueño reproduce la catástrofe por la que el sujeto ha sido golpeado. Según Freud, los sueños de este tipo procuran «realizar a posteriori el control del estímulo desarrollando la angustia cuya omisión ha sido la causa de la neurosis traumática». En algo semejante parece pensar Valéry, y la coincidencia merece ser señalada porque Valéry es uno de aquellos que se han interesado por el modo particular de funcionamiento de los mecanismos psíquicos en las condiciones actuales de vida. (Valéry ha sabido conciliar este interés con su producción poética, que ha permanecido puramente lírica, con lo que se ha colocado como el único autor que remite directamente a Baudelaire.) «Las impresiones o sensaciones del hombre -escribe Valéry-, consideradas en sí mismas, entran en la categoría de las sorpresas, son testimonio de una insuficiencia del hombre ... El recuerdo ... es un fenómeno elemental y tiende a darnos el tiempo para organizar» la recepción del estímulo, «tiempo que en un principio nos ha faltado ». La recepción de los shocks es facilitada por un refuerzo en el control de los estímulos, para lo cual pueden ser llamados, en caso de necesidad, tanto el sueño como el recuerdo. Pero normalmente este training -según la hipótesis de Freud- corresponde a la conciencia despierta, que tiene su sede en un estrato de la corteza cerebral, «hasta tal punto quemado por la acción de los estímulos » como para ofrecer las mejores condiciones para su recepción. El hecho de que el shock sea captado y detenido así por la conciencia proporcionaría al hecho que lo provoca el carácter de «experiencia vivida » en sentido estricto. Y esterilizaría dicho acontecimiento (al incorporarlo directamente al inventario del recuerdo consciente) para la experiencia poética. Afrontamos el problema de la forma en que la poesía lírica podría fundarse en una experiencia para la cual la recepción de shocks se ha convertido en la regla. De una
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poesía de este tipo debería esperarse un alto grado de conciencia; además debería sugerir la idea de un plan en marcha en su composición. Ello se adapta perfectamente a la poesía de Baudelaire y a la vinculada, entre sus predecesores, con Poe, y, entre sus sucesores, de nuevo con Valéry. Las consideraciones hechas por Proust y por Valéry a propósito de Baudelaire se completan entre sí en forma providencial. Proust ha escrito un ensayo sobre Baudelaire, aun superado, en cuanto a su alcance, por algunas reflexiones de su novela. Valéry ha trazado, en Situation de Baudelaire, la introducción clásica de Les fleurs du mal. Escribe: «El problema de Baudelaire podía ser por lo tanto planteado en los siguientes términos: llegar a ser un gran poeta, pero no ser Lamartine ni Hugo ni Musset. No digo que tal propósito fuera en él consciente; pero debía estar necesariamente en Baudelaire y, sobre todo, era esencialmente Baudelaire. Era su razón de estado.» Resulta más bien extraño hablar de razón de estado a propósito de un poeta. E implica algo sintomático: la emancipación respecto a las «experiencias vividas». La producción poética de Baudelaire está ordenada en función de una tarea. Baudelaire ha entrevisto espacios vacíos en los que ha insertado sus poesías. Su obra no sólo se deja definir históricamente, como toda otra, sino que ha sido concebida y forjada de esa manera.
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Cuanto mayor es la parte del shock en las impresiones aisladas, cuanto más debe la conciencia mantenerse alerta para la defensa respecto a los estímulos, cuanto mayor es el éxito con que se desempeña, y, por consiguiente, cuanto menos los estímulos penetran en la experiencia, tanto más corresponden al concepto de «experiencia vivida». La función
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peculiar de defensa respecto a los shocks puede definirse en definitiva como la tarea de asignar al acontecimiento, a costa de la integridad de su contenido, un exacto puesto temporfi,l en la conci~ncia. Tal sería el resultado último y mayor de ia reflexión. Esta convertiría al acontecimiento en una «experiencia vivida ». En caso de funcionamiento fallido de la reflexión, se produciría el espanto, agradable o (más comúnmente) desagradable, que -según Freud- sanciona el fracaso de la defensa contra los shocks. Este elemento ha sido fijado por Baudelaire en una imagen cruda. Habla de un duelo en el cual el artista, antes de sucumbir, grita de espanto. Tal duelo es el proceso mismo de la creación. Por lo tanto Baudelaire ha colocado la experiencia del shock en el centro de su tarea artística. Este testimonio directo es de la mayor importancia y se ve confirmado por las declaraciones de muchos de sus contemporáneos. A merced del espanto, Baudelaire no deja a su vez de provocarlo. Valles narra sus extravagantes juegos mímicos; Pontmartin observa en un retrato de Nargeot la expresión embargada de Baudelaire; Claudel se extiende sobre el acento cortante del que se servía en la conversación; Gautier habla de la forma en que Baudelaire amaba escandir sus declamaciones· ' Nadar describe su forma abrupta de andar. La psiquiatría conoce tipos traumatófilos. Baudelaire se ha hecho cargo de la tarea de detener los shocks, con su propia persona espiritual y física, de dondequiera que éstos provengan. La esgrima proporciona una imagen de esta defensa. Cuando debe describir a su amigo Constantin Guys, va a buscarlo en la hora en que París está sumergida en el sueño, mientras que «él, inclinado sobre su mesa, lanza sobre una hoja de papel la misma mirada que hace poco dirigía a las cosas, se bate con el lápiz, la pluma, el pincel, hace saltar el agua del vaso hasta el techo, limpia la pluma con la camisa; apresurado, violento, activo, casi con temor de
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que las imágenes le huyan; en lucha, aunque solo y como quien se diera golpes a sí mismo». Baudelaire se ha retratado a sí mismo en la estrofa inicial del poema Le soleil -que es el único fragmento de Les fleurs du mal que lo muestra en su tarea poética- en un duelo fantástico similar: Le long du vieux faubourg, oit pendent aux masures Les persiennes, abri des secrétes luxures, Quand le soleil cruel frappe 'a traits redoublés Sur la ville et les champs, sur les toits et les biés,]e vais m'exercer seul á ma fantasque escrime, Flairant dans tous les coins les hassards de la rime, Trébuchant sur les mots comme sur les pavés, Heurtant parfois des vers depuis longtemps révés.
La experiencia del shock es una de las que han resultado decisivas para el temple de Baudelaire. Gide habla de las intermitencias entre imagen e idea, palabra y objeto, donde la emoción poética de Baudelaire hallaría su verdadero puesto. Riviere ha llamado la atención sobre los golpes subterráneos que agitan el verso baudelaireano. Es como si una palabra se hundiese en sí misma. Riviere ha señalado estas palabras que caen: Et qui sait si les fl,eurs nouvelles que je réve Trouveront dans ce sol lavé comme une grave Le mystique aliment qui ferait leur vigueur.
O también:
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Hacer justicia a estas leyes secretas incluso fuera del verso es el intento que Baudelaire se ha planteado en Spleen de Paris, sus poemas en prosa. En la dedicatoria del libro al redactor en jefe de la Presse, Arséne Houssaye, Baudelaire dice: «¿Quién de nosotros no ha soñado, en días de ambición, con el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo ni rima, suficientemente dúctil y nerviosa como para saber adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? ... De la frecuentación de las ciudades enormes, del crecimiento de sus innumerables relaciones nace sobre todo este ideal obsesionante». El fragmento permite efectuar una doble comprobación. Nos informa ante todo de la íntima relación que existe en Baudelaire entre la imagen del shock y el contacto con las grandes masas ciudadanas. Nos dice además qué debemos entender exactamente por tales masas. No se trata de ninguna clase, de ningún cuerpo colectivo articulado y estructurado. Se trata nada más que de la multitud amorfa de los que pasan, del público de las calles. 1 Esta multitud, de la cual Baudelaire no olvida jamás la existencia, no le sirvió de modelo para ninguna de sus obras. Pero está inscrita en su creación como figura secreta, así como es también la figura secreta del fragmento citado. La imagen del esgrimista se vuelve descifrable en su contexto: los golpes que asesta están destinados a abrirle un camino entre la multitud. Es verdad que los faubourgs a través de los cuales se abre camino el poeta del Soleil están vacíos y desiertos. Pero la constelación secreta (en la que la belleza de la
Cybéle, qui les aime, augmente ses verdures.
Aquí entra también el célebre comienzo de poema: La servante au grand coeur dont vous étiez jalouse.
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Dar un alma a esta multitud es el verdadero fin del flaneur. Los encuentros con ella constituyen la experiencia que no se fatiga nunca de contar. Ciertos reflejos de esta ilusión persisten en la obra de Baudelaire. Por lo demás, la ilusión no ha dejado aún de obrar. El unanimisme de Jules Romains es uno de sus frutos tardíos y más apreciados.
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estrofa resulta transparente hasta el fondo) debe ser entendida así: es la multitud espiritual de las palabras, de los fragmentos, de los comienzos de versos con los cuales el poeta libra en las calles abandonadas su lucha por la presa poética. V La multitud: ningún tema se ha impuesto con más autoridad a los literatos del siglo XIX. La multitud comenzaba -en amplios estratos para los cuales la lectura se había convertido en hábito- a organizarse como público. Comenzaba a formular sus demandas; quería -como los poderosos en los cuadros de la Edad Media- encontrarse en la novela contemporánea. El autor más afortunado del siglo se adaptó, por íntima necesidad, a esta exigencia. Multitud era para él, casi en un sentido antiguo, la multitud de los clientes, el público. Hugo es el primero en dirigirse a la multitud mediante títulos como: Les misérables, Les travailleurs de la mer. Y ha sido el único en Francia que pudo competir con el feuilleton. El maestro de este género, que comenzaba a resultar para la pequeña gente la fuente de una especie de revelación era, como es sabido, Eugéne Sue. Sue fue elegido para el Parlamento en 1850, por gran mayoría, como representante de la ciudad de París. No por azar el joven Marx encontró la forma de ajustar las cuentas con Les mystéres de París. Pronto se le presentó como' tarea el extraer la masa férrea del proletariado de esa masa amorfa que se hallaba por entonces expuesta a los halagos de un socialismo literario. Así la descripción que Engels hace de esta masa en su obra juvenil preludia, aunque tímidamente, uno de los temas marxistas. En Situación de las clases trabajadoras en Inglaterra dice: «Una ciudad como Londres, donde se puede caminar
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horas enteras sin llegar siquiera al comienzo de un fin, tiene algo de desconcertante. Esta concentración colosal, esta acumulación de dos millones y medio de hombres en un solo punto, ha centuplicado la fuerza de estos dos millones y medio de hombres ... Pero todo lo que ... esto ha costado es algo que se descubre sólo a continuación. Después de haber vagabundeado varios días por las calles principales... se empieza a ver que estos londinenses han debido sacrificar la mejor parte de su humanidad para realizar los milagros de civilización de los cuales está llena su ciudad, que cien fuerzas latentes en ellos han permanecido inactivas y han sido sofocadas ... Ya el hervidero de las calles tiene algo de desagradable, algo contra lo cual la naturaleza humana se rebela. Estos centenares de millares de personas, de todas las clases y de todos los tipos que se entrecruzan, ¿no son acaso todos hombres con las mismas cualidades y capacidades y con el mismo interés de ser felices? ... Y sin embargo se adelantan unos a otros apuradamente, como si no tuvieran nada en común, nada que hacer entre ellos; sin embargo, la única convención que los une, tácita, es la de que cada cual mantenga la derecha al marchar por la calle, a fin de que las dos corrientes de multitud, que marchan en direcciones opuestas, no se choquen entre sí; sin embargo, a ninguno se le ocurre dignarse dirigir a los otros aunque sólo sea una mirada. La indiferencia brutal, el encierro indiferente de cada cual en sus propios intereses privados, resulta tanto más repugnante y ofensivo cuanto mayor es el número de individuos que se aglomeran en un breve espacio». Esta descripción es sensiblemente diversa de las que se pueden hallar en los pequeños maestros franceses del género, tales como Gozlan, Delvau o Lurine. Carece de la facilidad y la nonchalance con las que el fláneur se mueve a través de la multitud y que el feuilletoniste copia y aprende
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de él. Para Engels la multitud tiene algo que deja consternado. Provoca en él una reacción moral. A la cual se agrega una reacción estética: el ritmo al que los transeúntes se cruzan y se sobrepasan le desagrada. El atractivo de su descripción reside justamente en la forma en que el incorruptible hábito crítico se funde en ella con el tono patriarcal. El autor viene de una Alemania aún provinciana; quizá la tentación de perderse en una marea de hombres le es desconocida por completo. Cuando Hegel llegó por primera vez a París, muy cerca de su muerte, escribió a su mujer así: «Cuando marcho por las calles, la gente tiene el mismo aspecto que en Berlín -están vestidas en la misma forma, tienen más o menos las mismas caras-, pero todo se da en una masa más populosa». Moverse en medio de esta masa era para el parisiense algo natural. Por grande que pudiera ser la distancia que él, por su propia cuenta, pretendiese asumir en relación a ella, estaba siempre teñido, impregnado por la multitud, y no podía, como Engels, considerarla desde el exterior. En lo que se refiere a Baudelaire, la masa es para él algo tan poco extrínseco que en su obra se puede advertir constantemente cómo lo cautiva y lo paraliza y cómo se defiende de ello. La masa es hasta tal punto intrínseca en Baudelaire que en su obra se busca inútilmente una descripción de ella. Como sus temas esenciales, no aparece nunca en forma de descripción. Para Baudelaire, según dice con agudeza Desjardins, «se trata más de imprimir la imagen en la memoria que de colorearla o adornarla». Se buscará en vano en Les fleurs du mal o en el Spleen de Paris algo análogo a los frescos ciudadanos en los que era insuperable Victor Hugo. Baudelaire no describe la población ni la ciudad. Y justamente esta renuncia le ha permitido evocar a la una en la imagen de la otra. Su multitud es siempre la de la metrópoli; su París es siempre superpoblada. Esto lo hace muy superior a Barbier, en quien
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-debido a que apela a la descripción- las masas y la ciudad quedan la una fuera de la otra. 2 En los Tableaux parisiens se puede verificar casi la presencia secreta de una masa. Cuando Baudelaire toma como tema el crepúsculo matutino hay en las calles desiertas algo del «silencio de un hormiguero» que Hugo siente en la París nocturna. Tan pronto como Baudelaire entrevé las láminas de los atlas de anatomía expuestas para la venta en los quais polvorientos del Sena, sobre esas páginas la masa de difuntos ocupa inadvertidamente el lugar en que antes aparecían esqueletos aislados. Una masa compacta se adelanta en las figuras de la Danse macabre. Destacarse de la masa, con ese paso que no logra ya llevar el ritmo, con esos pensamientos Característica del procedimiento de Barbier es su poesía "Londres", que describe en veinticuatro versos la ciudad, para concluir torpemente así: Enfin, dans un amas de choses, sombre, inmense, Un peuple noir, vivant et mourant en silence. Des erres par milliers, suivant l'instinct fatal, Et courant apres l'or par le bien et le mal. (Augusto Barbier, Jambes et poémes, París, 1841.) Baudelaire ha sufrido la influencia de los poemas de tesis de Barbier, y sobre todo del ciclo londinense, Lazare, más que lo que se quiere admitir. El final del Crépuscule du soir baudelaireano dice: .. .ils finissent Leur destinée et vont vers le grouffre commun; L'hopital se remplit de leurs soupirs. Plus d'un Ne viendra plus chercher la soupe parfumée, Au coin du feu, le soir, aupres d'une ame aimée. Compárese este final con el de la octava estrofa del poema «Mineurs de Newcastle», de Barbier: Et plus d'un qui revait dans le fond de son ame Aux douceurs du logis, á l'oeil bleu de sa femme, Trouve au ventre du gouffre un éternel tombeau. Con pocos toques magistrales Baudelaire hace del «destino del minero» el fin trivial del hombre de la gran ciudad.
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que no saben ya nada del presente, es el heroísmo de las mujercitas arrugadas que el ciclo Les petites vieilles sigue en sus peregrinaciones. La masa era el velo fluctuante a través del cual Baudelaire veía París. Su presencia domina uno de los fragmentos más importantes de Les fleurs du mal. No hay giro ni palabra que en el soneto "Á une passante" recuerde a la multitud. Sin embargo el proceso depende de la masa, así como del viento la marcha de un velero.
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La rue assourdissante autour de moi hurlait. Longue, mince, en grand deuil, douleur majestueuse, Une femme passa, d'une main fastueuse Soulevant, balan{:ant le feston et l'ourlet;
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Agile et noble, avec sa jambe de statue. Moi, je buvais, crispé comme un extravagant, Dans son oeil, ciel livide oit germe l'ouragan, La douceur qui fascine et le plaisir qui tue. Un éclair. .. puis la nuit! - Fugitive beauté Dont le regard m'a fait soudainement renaitre, Ne te verrai-je plus que dans l'éternité? Ailleurs, bien loin d'ici! Trop tard! ]amais peut-etre! Car j'ignore ou tu fuis, tu ne sais ou je vais, Ó toi que j'eusse aimée, o toi qui le savais!
Con velo de viuda, velada por el hecho de ser transportada tácitamente por la multitud, una desconocida cruza su mirada con la mirada del poeta. El significado del soneto es, en una frase, el que sigue: la aparición que fascina al habitante de la metrópoli-lejos de tener en la multitud sólo su antítesis, sólo un elemento hostil- le es traída sólo por la multitud. El éxtasis del ciudadano no es tanto un amor a
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primera vista como a «Última vista ». Es una despedida para siempre, que coincide en la poesía con el instante del encanto. Así el soneto presenta el esquema de un shock, incluso el esquema de una catástrofe. Pero la catástrofe ha golpeado no sólo al sujeto sino también la naturaleza de su sentimiento. Lo que hace contraer convulsivamente al cuerpo - «crispé comme un extravagant»- no es la beatitud de aquel que se siente invadido por el eros en todas las cámaras de su particular idiosincrasia, sino más bien la turbación sexual que puede sorprender al solitario. Decir, como Thibaudet, que «estos versos podían nacer sólo en una gran ciudad» resulta aun insuficiente. Tales versos ponen de manifiesto los estigmas que la vida en una gran ciudad inflige al amor. No de otra forma ha entendido Proust el soneto y por ello ha dado al tardío doble de la mujer de luto, tal como se le apareció un día Albertine, el significativo apodo de «la parisienne ». «Cuando Albertine volvió a entrar en mi cuarto, tenía un vestido de raso negro que contribuía a hacerla más pálida, a hacer de ella la parisienne lívida, ardiente, entristecida por la falta de aire, por el clima de las multitudes, y quizá por la influencia del vicio, y cuyos ojos parecían aun más inquietos debido a que no eran avivados por el rosa de las mejillas.» Así mira, aun en Proust, el objeto de un amor tal como sólo el habitante de una gran ciudad lo conoce, el cual ha sido conquistado por Baudelaire para la poesía y del cual se podrá decir a menudo que su realización le ha sido no tanto rehusada sino más bien ahorrada. 3 El tema del amor por la mujer que pasa es retomado en un poema del George inicial. El elemento decisivo se le ha escapado: es el de la corriente en medio de la cual pasa la mujer, transportada por la multitud. El resultado es una tímida elegía. Las miradas del poeta, como debe confesar a su dama, «pasaron más allá, húmedas de pasión antes de osar hundirse en las tuyas». (Stefan George, Himnen, Pilgerfahrten, Algaba!, Berlín, 1922.) Baudelaire no deja dudas del hecho de que él ha mirado en los ojos con fijeza a la mujer que pasaba.
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Entre las versiones más antiguas del tema de la multitud se puede considerar clásico el relato de Poe traducido por Baudelaire. Hay en él elementos que bastará seguir para llegar a instancias sociales tan potentes y secretas como para poderlas colocar entre aquellas de las cuales sólo puede derivar el influjo diversamente transmitido, tan profundo como sutil, sobre la producción artística. El cuento se titula El hombre de la multitud. Se desarrolla en Londres y es contado en primera persona por un hombre que, tras una larga enfermedad, sale por primera vez al tumulto de la ciudad. En las horas finales del atardecer de un día de otoño se ha sentado tras las ventanas de un gran local londinense. Observa a los otros huéspedes en torno a él y los anuncios de un periódico; pero su mirada se dirige sobre todo a la multitud que pasa tras los vidrios de la ventana. «La calle era una de las más animadas de la ciudad; durante todo el día había estado llena de gente. Pero ahora, al oscurecer, la multitud crecía de minuto en minuto; y cuando se encendieron las luces de gas, dos espesos, compactos ríos de transeúntes se cruzaban frente al café. No me había sentido nunca en un estado de ánimo como el de esta noche; y saboreé la nueva emoción que me había sorprendido frente al océano de esas cabezas en movimiento. Poco a poco perdí de vista lo que ocurría en el local en el que me encontraba y me abandoné por completo a la contemplación de la escena del exterior.» Dejaremos de lado, a pesar de su significación, la fábula que se desarrolla tras este prólogo y nos limÍtaremos a examinar el cuadro en el que se cumple. En Poe la multitud de Londres aparece tan tétrica y confusa como la luz de gas en la cual se mueve. Ello no es válido sólo para la gentuza que desemboca en la noche «desde sus cuevas». La clase de los empleados superiores es descrita por Poe en estos términos: «Tenían todos la cabeza ligeramente
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calva; y la oreja derecha, habituada a sostener la pluma, estaba un poco separada del cráneo. Todos se tocaban rutinariamente el sombrero y todos llevaban cortas cadenitas de oro de malla anticuada.» Aún más extraña es la descripción de la forma en que se mueve la multitud: «La mayor parte de los que pasaban tenían aspecto de gente satisfecha de sí y sólidamente instalada en la vida. Parecía que pensasen sólo en abrirse paso entre la multitud. Fruncían el entrecejo y lanzaban miradas hacia todos lados. Si recibían un golpe de los que pasaban más cerca, no se descomponían, sino que se reacomodaban la ropa y se apresuraban a seguir. Otros, y también este grupo era numeroso, se movían en forma descompuesta, tenían el rostro encendido, hablaban entre sí y gesticulaban, como si justamente en medio de la multitud innumerable que los circundaba se sintieran perfectamente solos. Cuando tenían que detenerse dejaban de improviso de murmurar, pero intensificaban su gesticulación, y esperaban con sonrisa ausente y forzada a que hubiesen pasado los que los molestaban. Cuando eran golpeados saludaban con exageración a aquellos de los que habían recibido el golpe y parecían extremadamente confusos.» 4 Se podría creer Un paralelo de este fragmento se encuentra en Un jour de pluie. Este poema, pese a que lleva otra firma, debe ser atribuido a Baudelaire. El último verso, que da a la poesía un tono particularmente lúgubre, tiene una precisa correspondencia con El hombre de la multitud. «Los rayos de las linternas a gas -escribe Poe-, que eran aún débiles mientras luchaban con el crepúsculo, habían vencido ahora y lanzaban en torno una luz cruda y móvil. Todo era negro y relucía como el ébano, al cual ha sido comparado el estilo de Tertuliano. » El encuentro de Baudelaire con Poe es en este caso más singular, puesto que los versos que siguen han sido escritos a más tardar en 1843, o sea cuando Baudelaire no sabía aún nada sobre Poe: Chacun, nous coudoyant sur le trottoir glissant, égoi'ste el brutal, passe et nous éclabousse, Ou, pour courir plus vite, en s'éloignant nous pousse. Partout fange, déluge, oscurité du ciel. Noir tableau qu'eíit revé le noir Ezéchiel.
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que se trata de miserables, de individuos semiborrachos. En verdad son «personas de condición elevada, comerciantes, abogados y especuladores de bolsa». 5 El cuadro esbozado por Poe no se puede definir como «realista». Se nota en él la obra de una fantasía que deforma conscientemente, que aleja mucho un texto como éste de aquéllos recomendados como modelo de un realismo socialista. Por ejemplo, Barbier, uno de los mejores a quienes podría vincularse un realismo de esa índole, describe las cosas en forma menos desconcertante. Él ha elegido asimismo un tema más transparente: el de la masa de los oprimidos. De ella no se trata en absoluto en Poe: su tema es «la gente» como tal. Como Engels, Poe advierte en el espectáculo que ofrece la gente algo amenazador. Y es justamente esta imagen de la multitud metropolitana la que ha resultado decisiva para Baudelaire. Si por un lado él sucumbe a la violencia con que la multitud lo atrae hacia sí y lo convierte, como (laneur, en uno de los suyos, por otro, la conciencia del carácter inhumano de la masa, no lo ha abandonado jamás. Baudelaire se convierte en cómplice de la multitud y casi en el mismo instante se aparta de ella. Se mezcla largamente con ella para convertirla fulminantemente en nada mediante una mirada de desprecio. Esta ambivalencia tiene algo de fascinante cuando la admite con reluctancia; y podría incluso depender de ella el encanto tan difícil de explicar del Crépuscule du soir.
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Los hombres de negocios tienen en Poe algo demoníaco. Se podría pensar en Marx, quien atribuye al «movimiento febrilmente juvenil de la producción industrial » en los Estados Unidos la responsabilidad por el hecho de que no hubiese habido «ni tiempo ni ocasión» de «liquidar el viejo mundo de fantasmas». En Baudelaire, cuando cae la noche, los «demonios malsanos» se levantan en la atmósfera «como hombres de negocios». Quizás ese trozo del Crépuscule du soir es una reminiscencia del texto de Poe.
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VII Baudelaire ha querido equiparar al hombre de la multitud, tras cuyas huellas el narrador de Poe recorre la Londres nocturna en todos los sentidos, con el tipo del fláneur. En esto no podemos seguirlo. El hombre de la multitud no es un fláneur. En él el hábito tranquilo ha sido sustituido por otro, maníaco. Más bien de él se puede inferir qué le iba a ocurrir al fláneur cuando le fuese quitado su ambiente natural. Si este ambiente le fue proporcionado alguna vez por Londres, sin duda no fue por la Londres descrita por Poe. Respecto a ésta, la París de Baudelaire conserva algunos rasgos del buen tiempo antiguo. Hay aún balsas para cruzar el Sena, en los lugares donde más tarde se enarcarían puentes. Incluso en el año de la muerte de Baudelaire, a un hombre de empresa se le podía ocurrir hacer circular quinientas literas para uso de los ciudadanos acomodados. Estaban ya de moda las galerías donde el flaneur se sustraía a la vista de los vehículos, que no toleran la competencia del peatón. 6 Estaba el transeúnte que se infiltraba entre la multitud, pero estaba también el flaneur que necesita espacio y no quiere renunciar a su privacy. La masa debe atender a sus ocupaciones: el hombre con privacy, en el fondo, puede fláner sólo cuando, como tal, sale ya del cuadro. Donde el tono es dado por la vida privada hay para el fláneur tan poco espacio como en el tránsito febril de la city. Londres tiene al hombre de la multitud. Nante, el hombre de la El peatón sabía, incidentalmente, exhibir en forma provocativa su nonchalance. Hacia 1840 fue durante cierto tiempo de buen tono conducir tortugas con una correa en las galerías. El (laneur se complacía en adecuarse al ritmo de las tortugas. Si hubiese sido por él, el progreso hubiera debido andar a un ritmo similar. Pero no fue él quien tuvo la última palabra, sino Taylor, quien de «guerra a la flcmerie » hizo el mot d'ordre.
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esquina, personaje popular de la Berlín anterior a 1848, es en cierto modo su antítesis: el flaneur parisiense está en medio de los dos. 7 Una breve historia, la última que escribió E. T. A. Hoffmann, nos instruye sobre la forma en que el hombre con privacy contempla a la multitud. El relato se titula La ventana en ángulo del sobrino. Fue escrito quince años antes que el relato de Poe y acaso constituye uno de los primerísimos intentos de presentar el cuadro de las calles de una gran ciudad. Vale la pena subrayar las diferencias entre los dos textos. El observador de Poe mira a través de los vidrios de un local público, mientras que el sobrino está sentado en su propia habitación. El observador de Poe sucumbe a una atracción que acaba por arrastrarlo al vórtice de la multitud. El sobrino en la ventana es paralítico: no podría seguir a la corriente aun cuando la sintiese sobre su propia persona. Se halla más bien por encima de esta multitud, tal como lo sugiere su puesto de observación en un departamento elevado. Desde allí arriba pasa revista a la multitud. Es día de mercado y la multitud se siente en su propio elemento. Su anteojo de larga vista le permite aislar escenas de género. La disposición interior de quien se sirve del anteojo se halla plenamente de acuerdo con el funcionamiento de tal instrumento. El sobrino quiere iniciar a su visitante, tal como él mismo lo dice, «en los principios del arte de mirar». 8 Dicho 1
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En el tipo creado por Glasbrenner el hombre con privacy aparece como vástago raquítico del citoyen. Nante no tiene ninguna causa por la cual preocuparse. Se establece en la calle, que evidentemente no lo conduce a ningún lado, con tanta comodidad como el filisteo entre sus cuatro paredes. Es significativa la forma en que se llega a esta confesión. El sobrino mira, según su huésped, el movimiento de la calle sólo porque le complace el juego de los diversos colores. Pero a la larga esta diversión debe cansar. En la misma forma y no mucho después Gogol escribe acerca de una feria en Ucrania: «Había tanta gente en movimiento hacia allí que los
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arte consiste en la facultad de complacerse con cuadros vivos, como aquellos con que se complace el romanticismo burgués. Sentencias edificantes favorecen la interpretación. 9 Se puede considerar el texto como un intento cuya realización estaba próxima. Pero es evidente que dicho intento había sido cumplido en Berlín, en condiciones que no consentían su pleno éxito. Si Hoffmann hubiese estado alguna vez en París o en Londres, si se hubiese propuesto representar una masa como tal, nunca hubiera escogido un mercado, no hubiese dado a las mujeres un puesto predominante en el cuadro y quizás hubiera alcanzado los ternas que Poe extrae de las multitudes en movimiento a la luz de los faroles de gas. Pero no hubiesen sido necesarios los faroles para iluminar el elemento inquietante que ha sido advertido por otros fisonomistas de la gran ciudad. Es oportuno en este sentido recordar una anécdota significativa de Heine. «Heine ha estacY6 muy enfermo de los ojos en primavera -escribe en 1838 un corresponsal-. La última vez he recorrido con él los boulevards. El esplendor, la vida de esta calle única en su género me lanzaba a una admiración sin límites mientras que Heine subrayó en esta ocasión con eficacia lo que hay de horrible en este centro del mundo. » ojos temblaban». Quizá la visión cotidiana de una multitud en movimiento fue durante cierro lapso un espectáculo al cual el ojo debía habituarse antes. Si se admite esta hipótesis, se puede quizá suponer que una vez cumplido ese aprendizaje el ojo haya acogido favorablemente toda ocasión de mostrarse dueño de la facultad recién conquistada. La técnica de la pintura impresionista, que extrae la imagen del caos de las manchas de color, sería por lo tanto un reflejo de experiencias que se han vuelto familiares para el ojo del habitante de una gran ciudad. Un cuadro como La catedral de Chartres, de Monet, que es una especie de hormiguero de piedras, podría ilustrar esta hipótesis. Hoffmann, en este texto, dedica reflexiones edificantes -entre otrosal ciego que tiene la cabeza levantada hacia el cielo. Baudelaire, que conocía este relato, extrae de las consideraciones de Hoffmann una variante, en el último verso de los Aveugles, que condena el fin edificante: «Que cherchent-ils au Ciel, tous ces aveugles? »
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Angustia, repugnancia, miedo, suscitó la multitud metropolitana en los primeros que la miraron a los ojos. En Poe la multitud tiene algo de bárbaro. La disciplina la frena sólo con gran dificultad. Posteriormente James Ensor no se cansará de oponer en ella disciplina y desenfreno. Se complace en hacer intervenir compañías militares en medio de sus bandas carnavalescas. Ambas se encuentran entre sí en una relación ejemplar: como ejemplo y modelo de los estados totalitarios, donde la policía está aliada a los delincuentes. Valéry, dotado de una mirada muy aguda para el complejo de síntomas que es la «civilización», describe de la siguiente forma uno de los elementos en cuestión: «El habitante de las grandes ciudades vuelve a caer en un estado salvaje, es decir en un estado de aislamiento. La sensación de estar necesariamente en relación con los otros, antes estimulada en ·forma continua por la necesidad, se embota poco a poco por el funcionamiento sin roces del mecanismo social. Cada perfeccionamiento de este mecanismo vuelve inútiles determinados actos, determinadas formas de un sentir». El confort aísla. Mientras que por otro lado asimila a sus usuarios ál mecanicismo. Con la invención de los fósforos, hacia fines del siglo, comienza una serie de innovaciones técnicas que tienen en común el hecho de sustituir una serie compleja de operaciones por un gesto brusco. Esta evolución se produce en muchos campos; y resulta evidente, por ejemplo, en el teléfono, donde en lugar del movimiento continuado con que era preciso hacer girar una manivela en los aparatos primitivos aparece el acto de levantar el receptor. Entre los innumerables actos de intercalar, arrojar, oprimir, etcétera, el «disparo» del fotógrafo ha tenido consecuencias particular-
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mente graves. Bastaba hacer presión con un dedo para fijar un acontecimiento durante un período ilimitado de tiempo. Tal máquina proporcionaba instantáneamente, por así decirlo, un shock póstumo. Junto a experiencias táctiles de esta índole surgían experiencias ópticas, como la producida por la parte de los anuncios en un periódico y también por el tránsito en las grandes ciudades. Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de colisiones. En los puntos de cruce peligrosos, lo recorren en rápida sucesión contracciones iguales a los golpes de una batería. Baudelaire habla del hombre que se sumerge en la multitud como en un reservoir de energía eléctrica. Y lo define enseguida, describiendo la experiencia del shock como «un calidoscopio dotado de conciencia». Si los transeúntes de Poe lanzan aún miradas sin motivo en todas ct.irecciones, los de hoy deben hacerlo forzosamente para atender a las señales del tránsito. La técnica sometía así al sistema sensorial del hombre a un complejo training. Llegó el día en que el film correspondió a una nueva y urgente necesidad de estímulos. En el film la percepción por shocks se afirma como principio formal. Lo que determina el ritmo de la producción en cadena condiciona, en el film, el ritmo de la recepción. No por azar Marx señala que en el artesanado la conexión de los momentos de trabajo es continua. Tal conexión, convertida en autónoma y objetivada, se le presenta al trabajador fa bril en la cinta automática. El trozo en el que hay que trabajar entra en el radio de acción del obrero independientemente de la voluntad de éste; y con la misma libertad se le sustrae. «Toda la producción capitalista -escribe Marx- se distingue por el hecho de que no es el trabajador quien utiliza la condición de trabajo, sino la condición de trabajo la que utiliza al trabajador; pero sólo con la maquinaria esta inversión conquista una realidad
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técnicamente tangible.» En sus relaciones con la máquina los obreros aprenden a coordinar «sus propios movimientos con aquellos uniformemente constantes de un autómata». Estas palabras arrojan luz particular sobre la uniformidad de carácter absurdo que Poe atribuye a la multitud. Uniformidad en la vestimenta y en el comportamiento, aunque no menos uniformidad en la expresión. La sonrisa da que pensar. Es probablemente la misma que se reclama hoy con el keep smiling y actúa, por así decirlo, como paragolpes mímico. «Todo trabajo con máquinas exige -se dice en el fragmento antes citado- un amaestramiento precoz del obrero. » Este amaestramiento es distinto del ejercicio. El ejercicio, decisivo sólo en el trabajo manual, tenía aún una función en la manufactura. Sobre la base de la manufactura, «cada particular ramo de producción halla en la experiencia la forma técnica a él adaptada y la perfecciona lentamente». La cristaliza rápidamente «apenas alcanzando un cierto grado de madurez». Pero la misma manufactura produce por otro lado «en todo trabajo a mano del que se apodera, una clase de obreros llamados no especializados, que la empresa de trabajo manual excluía rigurosamente. Mientras desarrolla hasta el virtuosismo la especialización simplificada al extremo, comienza a hacer una especialización incluso de la falta de toda formación ». El obrero no especializado es el más profundamente degradado por el amaestramiento a la máquina. Su trabajo t!S impermeable a la experiencia. El ejercicio no tiene en él ningún derecho.1° Lo que el Luna Park cumple mediante sus ruedas giratorias y otras diversiones de la misma índole no es más que un ensayo del amaestramien-
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Cuanto más breve es el período de adiestramiento del obrero industrial, más largo se torna el de los reclutamientos militares. Quizá sea parte de la preparación de la sociedad para la guerra total el hecho de que el ejercicio se traslade de la praxis productiva a la praxis de destrucción.
to al que el obrero no especializado es sometido en la fábrica (ensayo que a veces debe convertirse para él en el programa entero; puesto que el arte del excéntrico, en el cual el hombre vulgar podía ejercitarse en los Lunaparks, prosperaba durante los períodos de desocupación). El texto de Poe pone en evidencia la relación entre desenfreno y disciplina. Sus transeúntes se comportan como si, adaptados a autómatas, no pudiesen expresarse más que en forma automática. Su comportamiento es una reacción a shocks. «Cuando eran golpeados saludaban con exageración a aquellos de los que habían recibido el golpe.»
IX A la experiencia del shock que el transeúnte sufre en medio de la multitud corresponde la del obrero al servicio de las máquinas. Sin embargo, ello no autoriza a suponer que Poe haya tenido un concepto del proceso del trabajo industrial. En todo caso Baudelaire estaba muy lejos de un concepto de esa índole. Pero se sentía fascinado por un proceso en el que el mecanismo reflejo que la máquina pone en movimiento en el obrero se puede estudiar en el ocioso como en un espejo. Este proceso es el juego de azar. La afirmación debe parecer paradójica. ¿Cómo hallar una antítesis más acentuada que la que existe entre el trabajo y el azar? Alain dice con gran claridad: «El concepto de juego ... consiste en el hecho de que la partida que sigue no depende de la que la precede. El juego ignora decididamente toda posición conquistada. No tiene en cuenta los méritos conquistados con anterioridad. En ello se distingue del trabajo. El juego borra el pasado decisivo en el que se funda el trabajo ... , es un proceso más breve ». El trabajo al que Alain se refiere aquí es el altamente diferenciado (el cual, como el
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intelectual, puede retener ciertos elementos del trabajo manual); no es el trabajo de la mayoría de los obreros de las fábricas, y de ninguna forma el de los no especializados. A este último le falta el elemento de aventura, la fata morgana que seduce al jugador. Pero no le falta la vanidad, el vacío, el hecho de no poder concluir, que es también inherente a la actividad del obrero asalariado. Incluso sus gestos, determinados por el proceso automático del trabajo, aparecen en el juego, que no se desarrolla sin el movimiento rápido de quien hace la apuesta o toma una carta. Al estallido del movimiento de la máquina corresponde el coup en el juego de azar. Cada intervención del obrero en la máquina carece de relaciones con la precedente porque constituye una exacta reproducción de ésta. Cada intervención en la máquina está tan herméticamente separada de aquella que la ha precedido como un coup de la partida de azar del coup inmediatamente precedente. Y la esclavitud del asalariado hace en cierta forma pendant a la del jugador. El trabajo de ambos está igualmente libre de contenido. Hay una litografía de Senefelder que representa una escena de juego. Ninguno de los personajes sigue el juego de la misma forma. Cada cual está ocupado con su propia pasión; el uno por una alegría no contenida, el otro por desconfianza hacia su partner, otro por una turbia desesperación, otro por deseos de litigar, otro toma disposiciones para abandonar este mundo. En las diversas actitudes hay algo secretamente afín: los personajes representados muestran cómo el mecanismo al cual los jugadores se entregan en el juego se adueña de sus cuerpos y sus almas, por lo cual incluso en su fuero íntimo, por fuerte que sea la pasión que los agita, no pueden obrar más que automáticamente. Se comportan como los transeúntes del texto de Poe; viven una vida de autómatas y se asemejan a los seres imaginarios de Bergson, que han liquidado por completo su memoria.
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No parece que Baudelaire se dedicase al juego, a pesar de que ha tenido para sus víctimas palabras de simpatía incluso de respeto. El tema que ha tratado en su poem~ nocturno Le jeu respondía, según su criterio, a los tiempos modernos. Escribir ese poema era parte de su tarea. La figura del jugador constituye en Baudelaire la encarnación moderna del arquetipo arcaico del espadachín. Ambos son para él personajes igualmente heroicos. Beirne veía con los ojos de Baudelaire cuando escribía: «Si se ahorrase toda la fuerza y toda la pasión ... que se derrochan cada año en Europa en las mesas de juego... bastaría para hacer un pueblo romano y para construir una historia romana. ¡Pero es así!, si bien todo hombre nace romano la so. ' c1edad burguesa busca des-romanizado y con tal objeto son introducidos los juegos de azar y de salón, las novelas, las óperas italianas y los periódicos elegantes ». En la burguesía el juego de azar se ha aclimatado sólo en el curso del siglo xix; en el siglo anterior jugaba exclusivamente la nobleza. El juego de azar fue difundido por los ejércitos napoleónicos y pasó a formar parte del «espectáculo de la vida mundana y de las miles de existencias irregulares que se alojan en los subterráneos de una gran ciudad »: el espectáculo en el que Baudelaire veía lo heroico «tal como es propio de nuestra época ». Si se considera el juego de azar no tanto desde el punto de vista técnico como desde el psicológico, la concepción de Baudelaire parece aun más significativa. El jugador atiende a la ganancia: eso es claro. Pero su gusto por ganar y por hacerse de dinero no puede ser definido como deseo en el sentido estricto de la palabra. Lo que lo embarga íntimamente es quizás avidez, quizás una oscura decisión. De todos modos, se halla en un estado de ánimo en el cual no puede atesorar experiencia.U El deseo, en cambio, pertenece
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a los órdenes de la experiencia. «Lo que se desea de jóvenes, se tiene en abundancia de viejos», dice Goethe. Cuanto antes se formula en la vida un deseo tanto más grandes son sus perspectivas de cumplirse. Cuanto más lejos en el tiempo se halla un deseo tanto más puede esperarse su realización. Pero lo que lleva lejos en el tiempo es la experiencia, que lo llena y lo articula. Por ello el deseo realizado es la corona reservada a la experiencia. En el simbolismo de los pueblos la lejanía espacial puede ocupar el lugar de la lejanía temporal; por lo cual la estrella que cae, que se precipita en la infinita lejanía del espacio, se convierte en símbolo del deseo cumplido. La bolita de marfil que gira en la próxima casilla, la próxima carta, que está arriba del mazo, son la verdadera antítesis de la estrella que cae. El tiempo contenido en el instante en el que la luz de la estrella que cae brilla para el ojo humano es de la misma naturaleza que aquel que Joubert, con su habitual seguridad, ha definido así: «Hay un tiempo -dice- incluso en la eternidad; pero no es el tiempo terrestre, el tiempo mundano... Es un tiempo que no destruye, realiza solamente». Es la antítesis del tiempo infernal en el cual transcurre la existencia de aquellos a los cuales no les es dado llegar a concluir nada de lo que han comenzado. La mala reputación del juego depende justamente del hecho de que es el jugador mismo el que pone su mano en la obra. (Un cliente incorregible de la lotería no 11
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El juego rechaza los órdenes de la experiencia. Es quizás un oscuro sentimiento de este hecho lo que hace popular, justamente entre los jugadores, la «apelación vulgar a la experiencia ». El j~gador dice «mi número», tal como el libertino dice «mi tipo ». Hacia fmes del Segundo Imperio era la mentalidad de ellos la que daba el tono. «En el .boulevard era normal atribuir toda cosa a la fortuna.» Esta mentalidad se ve favorecida por la apuesta, que es un medio para dar a los acontecimientos carácter de shock, para hacerlos saltar de sus contextos de experiencia. Para la burguesía, incluso los acontecimientos políticos tendían a asumir la forma de acontecimientos de mesa de juego.
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incurrirá en la misma condena de la que se hace pasible el jugador de azar verdadero.) El hecho de comenzar siempre de nuevo es la idea reguladora del juego (como del trabajo asalariado). Tiene pues un sentido muy preciso el que la aguja que marca los segundos -la seconde figure en Baudelaire como el partner del jugador: Souviens-toi que le Temps est un joueur avide
qui gagne sans tricher,
a tout coup! c'est la loi!
En otro texto Satán ocupa el lugar que aquí corresponde al segundo. A sus posesiones corresponde sin duda también el «antro taciturno» en el que el poema «Le jeu » coloca a las víctimas del juego de azar. Voila le noir tableau qu'en un réve nocturne Je vis se dérouler sous mon oeil clairvoyant. Moi-méme, dans un coin de l'antre taciturne, Je me vis accoudé, froid, muet, enviant, Enviant de ces gens la passion tenace.
El poeta no participa en el juego. Permanece en un ángulo; y no es más feliz que ellos, los jugadores. Es también un hombre despojado de su experiencia, un moderno. Pero él rechaza el estupefaciente con el que los jugadores tratan de apagar la conciencia que los ha puesto bajo la custodia del ritmo de los segundos. i2 12
La embriaguez en cuestión está temporalmente determinada como el dolor que debería paliar. El tiempo es la trama en la cual están entretejidas las fantasmagorías del juego. En su Faucheurs de nuit Gourdon escribe: «Afirmo que la pasión del juego es la más noble d~ todas las pasiones, porque encierra en sí a todas las otras. Una serie de coups
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Et mon coeur s'effraya d'envier maint pauvre homme Courant avec ferveur a l'abfme béant, Et qui, soúl de son sang, préférerait en somme La douleur ala mort et /'enier au néant.
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En estos últimos versos Baudelaire hace de la impaciencia el sustrato de la furia del juego. Lo hallaba en sí en estado puro. Su cólera repentina tiene la expresividad de la Iracundia de Giotto en Padua.
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Si se cree a Bergson, es la actualización de la durée lo que saca al hombre la obsesión del tiempo. Proust comparte esta fe y ha deducido de ella los ejercicios con los cuales ha buscado durante toda la vida conducir a la luz el pasado, saturado de todas las reminiscencias que lo han impregnado durante su permanencia en el inconsciente. Proust ha sido un lector sin igual de Les fleurs du mal; porque sentía en acción en ese libro algo afín. No hay familiaridad posible con Baudelaire que no se halle contenida en la experiencia baudelaireana de Proust. «El tiempo -escribe Proust- se afortunados me procura un gozo mayor que el que podría se~tir en años un hombre que no juega ... ¿Creéis que veo sólo la ganancia en el oro que me toca? Os equivocáis. Veo y saboreo en él los placeres que me procura. Y que me llegan demasiado rápido para P?der re?ugn.a rme, y en variedad demasiado grande para poder ~b~rnrm~. Vivo_c1e~ vidas en una sola. Si viajo, es en la forma en que v1a1a la chispa electnca. Si soy avaro y reservo mis billetes para jugar, es porque conozco demasiado bien el valor del tiempo para emplearlo como lo hacen los demás. Un determinado placer que me concediese me costaría mil otros placeres ... Tengo esos placeres en el espíritu y no quiero otros.» Análogamente presenta las cosas Anatole France en sus bellas reflexiones sobre el juego en el jardín d'Épicure.
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halla en Baudelaire desintegrado en forma desconcertante; sobresalen sólo pocos días, y son días significativos. Así se explica que se encuentren a menudo en él formas de decir tales como "cuando una noche" y similares. » Estos días significativos son los del tiempo que realiza, para decirlo en términos de Joubert. Son los días del recuerdo. No se distinguen por ninguna experiencia vivida; no están en compañía de los otros sino que se destacan del tiempo. Lo que constituye su contenido ha sido fijado por Baudelaire en el concepto de correspondance. Dicho concepto está ligado al de «belleza moderna ». Dejando de lado la lectura erudita sobre las correspondances (que son patrimonio común de los místicos; Baudelaire las había encontrado en Fourier), Proust ni siquiera presta demasiada atención a las variaciones artísticas sobre el argumento, representadas por las sinestesias. Lo importante es que las correspondances fijan un concepto de experiencia que retiene en sí elementos culturales. Sólo adueñándose de estos elementos podía Baudelaire valorar plenamente el significado de la catástrofe de la cual él, como moderno, era testigo. Sólo así podía reconocerla como el desafío lanzado únicamente a él y que él ha aceptado en Les fleurs du mal. Si existe de verdad en este libro una arquitectura secreta, que ha sido objeto de tantas especulaciones, el ciclo de poemas que inaugura el volumen podría estar dedicado a algo irrevocablemente perdido. A este ciclo pertenecen dos poemas idénticos en sus temas. El primero, que lleva el título de Correspondances, empieza así: La Nature est un temple ou de vivants piliers Laissent parfois sortír de confuses paro/es; I.:homme y passe a travers des fórets de symboles Qui l'observent avec des regards familiers.
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SOBRE ALG UN OS TEMAS EN BAUDELAIRE
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Comme de longs échos qui de loin se confondent Dans une ténébreuse el profonde unité, Vaste comete la nuit et comme la clarté, Les parfums, les couleurs et les sons se répondent.
El sentido que Baudelaire daba a estas correspondances se puede definir como el de una experiencia que busca establecerse al reparo de toda crisis. Tal experiencia sólo es posible en el ámbito cultural. Cuando sale de dicho ámbito asume el aspecto de lo bello. En lo bello se manifiesta el valor cultual del arte. 13 13
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Lo bello se puede definir de dos formas: en su relación con la historia y con la naturaleza. En ambos casos se destacará la apariencia, el elemento aporético de lo bello. (En cuanto al primero baste una indicación. Lo bello en su realidad histórica es una llamada que reúne a quienes lo han admirado precedentemente. La experiencia de lo bello es un «ad piures ire», como llamaban a la muerte los romanos. La apariencia de lo bello consiste en este sentido en que el objeto idéntico buscado por la admiración no es halla ble en la obra. La admiración no hace más que recoger lo que generaciones precedentes han admirado en ella. Un dicho de Goethe proporciona aquí la última palabra de la sabiduría: Todo lo que ha ejercido una gran influencia no puede en realidad ser ya más juzgado.) Lo bello en su relación con la naturaleza puede ser definido como aquello que «permanece esencialmente idéntico a sí mismo sólo bajo un velo». Las correspondances nos dicen qué debemos entender por tal velo. Podemos considerar a este velo, con elipsis ciertamente arriesgada, como el elemento reproductivo en la obra de arte. Las correspondances representan la instancia ante la cual el objeto de arte aparece como fielmenfe reproducible, incluso a pesar de ser -y justamente por ellocompletamente aporético. Si se quisiese volver a hallar esta aporía en el material lingüístico mismo, se llegaría a definir lo bello como el objeto de la experiencia en el estado de semejanza. Esta definición coincidiría con la formulación de Valéry: «Lo bello exige quizá la imitación servil de aquello que es indefinible en las cosas». Si Proust vuelve de tan buena gana sobre este tema (que en él aparece como el tiempo reencontrado), no se puede decir que traicione un secreto. Es uno de los aspectos más desconcertantes de su arte el que ponga continuamente en el centro de sus propias el comerciante o el maestro, sino también el molino de viento y la locomotora. ¿Qué utilidad extrae de esta educación de la facultad mimética? La respuesta presupone la comprensión del significado filogenético de la facultad mimética. Para lo cual no basta con pensar en lo que hoy entendemos mediante el concepto de semejanza. Es sabido que el ámbito vital que en un tiempo se aparecía como gobernado por la ley de la semejanza era considerablemente más amplio: tal ley gobernaba tanto en el microcosmos como en el macrocosmos. Pero esas correspondencias naturales conquistan todo su peso solamente cuando se sabe que son, en su totalidad, estimulantes y
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SOBRE LA FACULTAD MIMÉTICA
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reactivos de la facultad mimética que responde a ellas en el hombre. Además es preciso tener en cuenta que ni las fuerzas miméticas ni los objetos miméticos han permanecido inalterables en el curso de los milenios. Hay que suponer en cambio que la facultad de producir semejanzas -por ejemplo, en las danzas, cuya más antigua función es precisamente ésa-, y por lo tanto también la de reconocerlas, se ha transformado en el curso de la historia. La dirección de esta transformación parece determinada por un creciente debilitamiento de la facultad. Puesto que es evidente que el mundo perceptivo del hombre moderno no contiene más que escasos restos de aquellas correspondencias y analogías que eran familiares· a los pueblos antiguos, el problema aquí consiste en determinar si se trata de la decadencia de esta facultad o más bien de su transformación. A propósito de la dirección en la cual ésta podría ·producirse, algo se puede inferir, aunque sea indirectamente, de la astrología. Es preciso tener en cuenta el hecho de que, en tiempos más antiguos, entre los procesos considerados imitables debían entrar también los celestes. En las danzas y en otras operaciones culturales se podía producir una imitación y utilizar una semejanza de esa índole. Y si el genio mimético era verdaderamente una fuerza determinante de la vida de los antiguos, no es difícil imaginar que debía considerarse al recién nacido como dotado de la plena posesión de esta facultad y, en particular, en estado de perfecta adecuación a la configuración actual del cosmos. La apelación a la astrología puede proporcionar una primera indicación respecto a lo que es necesario entender con el concepto de semejanza inmaterial. Es verdad que en nuestra realidad no existe más aquello que permitía, en un tiempo, hablar de esta semejanza y, sobre todo, evocarla. Pero también nosotros poseemos un canon que puede ayudarnos
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a esclarecer, por lo menos en parte, el concepto de semejanza inmaterial. Y este canon es la lengua. Siempre le ha sido reconocida a la facultad miméti_ca u~a cierta influencia sobre la lengua. Pero ello ha ocurndo sm sistema: sin que se pensase con ello en una más remota importancia o, mucho menos, historia de la facultad mimética. Y tales consideraciones han quedado sobre todo estrechamente limitadas al campo normal, sensible de la semejanza. Así se ha dado un puesto, con el nombre de onomatopeya, al comportamiento imitativo en la formación del lenguaje. Y si la lengua, como resulta obvio, no es un sistema convenido de signos, será necesario siempre acudir a ideas _que_se presentan, en su forma más rudimentaria, como explicaciones onomatopéyicas. Se trata de ver si pueden ser desarrolladas y adecuadas a una comprensión más profunda. «Toda palabra y toda la lengua -se ha dicho- es onomatopéyica.» Es difícil precisar aunque sólo sea el programa que podría hallarse implícito en esta_ prop~sición. El concepto de semejanza inmaterial proporciona sm embargo algunas indicaciones. Es decir que ordenando palabras de diversas lenguas que significan la misma cosa, alrededor de este significado como centro de ellas, sería necesario indagar cómo todas ellas -que pueden a menudo_ n~ _tener entre sí ninguna semejanza- son similares a ese s1gmficado en su centro. Pero esta especie de semejanza es ilustrada sólo por las relaciones entre las palabras para la m~sma ~osa en las diversas lenguas. Así como, en general, la mvest1gación no puede limitarse a la palabra hablada. Tal semejanza tiene además relación con la palabra escrita. Y resulta sintomático que la palabra escrita esclarece -en muchos casos quizás en forma más manifiesta que la ~abla?a-:-, mediante la relación de su forma escrita con el ob1eto s1gmficado la naturaleza de la semejanza inmaterial. En resu' . men, la semejanza inmaterial fundamenta las tens10nes no
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sólo entre lo dicho y lo entendido, sino también entre lo escrito y lo entendido y también entre lo dicho y lo escrito. La grafología ha enseñado a descubrir en las escrituras imágenes que en ellas esconde el inconsciente de quien escribe. Es necesario pensar que el proceso mimético que se expresa así en la actividad de quien escribe era de máxima importancia para el escribir en los tiempos remotísimos en que surgió la escritura. La escritura se ha convertido así . ' Junto con la lengua, en un archivo de semejanzas no sensibles, de correspondencias inmateriales. Pero este aspecto de la lengua y de la escritura no marcha aislado junto al otro, es decir al semiótico. Todo lo que es mimético en el lenguaje puede revelarse sólo -como la llama- en una especie de sostén. Este sostén es el elemento semiótico. Así el nexo significativo de las palabras y de las proposiciones es el portador en el cual únicamente, en un rayo, se enciende la semejanza. Porque su producción por parte del hombre -como la percepción que tiene de ellaestá confiada en muchos casos, y sobre todo en los más importantes, a un rayo. Pasa en un instante. No es improbable que la rapidez en el escribir y en el leer refuerce la fusión de lo semiótico y de lo mimético en el ámbito de la lengua. «Leer lo que nunca ha sido escrito. » Tal lectura es la más antigua: anterior a toda lengua -la lectura de las vísceras, de las estrellas o de las danzas. Más tarde se constituyeron anillos intermedios de una nueva lectura, runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que fueron éstas las fases a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta hizo su ingreso en la escritura y en la lengua. De tal suerte la lengua sería el estadio supremo del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al cual emigraron sin residuos las más antiguas fuerzas de producción y recepción mimética, hasta acabar con las de la magia.
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PARA LA CRÍTICA DE LA VIOLENCIA
La tarea de una crítica de la violencia puede definirse como la exposición de su relación con el derecho y con la justicia. Porque una causa eficiente se convierte en violencia, en ef sentido exacto de la palabra, sólo cuando incide sobre relaciones morales. La esfera de tales relaciones es definida por los conceptos de derecho y justicia. Sobre todo en lo que respecta al primero de estos dos conceptos, es evidente que la relación fundamental y más elemental de todo ordenamiento jurídico es la de fin y medio; y que la violencia, para comenzar, sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no en el de los fines. Estas comprobaciones nos dan ya, para la crítica de la violencia, algo más, e incluso diverso, que lo que acaso nos parece. Puesto que si la violencia es un medio, podría parecer que el criterio para su crítica está ya dado, sin más. Esto se plantea en la pregunta acerca de si la violencia, en cada caso específico, constituye un medio para fines justos o injustos. En un sistema de fines justos, las bases para su crítica estarían ya dadas implícitamente. Pero las cosas no son así. Pues lo que este sistema nos daría, si se hallara más allá de toda duda, no es un criterio de la violencia misma como principio, sino un criterio respecto a los casos de su aplicación. Permanecería sin respuesta el problema de si la violencia en general, como principio, es moral, aun cuando sea un medio para fines
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justos. Pero para decidir respecto a este problema se necesita un criterio más pertinente, una distinción en la esfera misma de los medios, sin tener en cuenta los fines a los que éstos sirven. La exclusión preliminar de este más exacto planteo crítico caracteriza a una gran corriente de la filosofía del derecho, de la cual el rasgo más destacado quizás es el derecho natural. En el empleo de medios violentos para lograr fines justos el derecho natural ve tan escasamente un problema como el hombre en el «derecho» a dirigir su propio cuerpo hacia la meta hacia la cual marcha. Según la concepción jusnaturalista (que sirvió de base ideológica para el terrorismo de la Revolución Francesa) la violencia es un producto natural, por así decir una materia prima, cuyo empleo no plantea problemas, con tal de que no se abuse poniendo la violencia al servicio de fines injustos . Si en la teoría jusnaturalista del Estado las personas se despojan de toda su autoridad en favor del Estado, ello ocurre sobre la base del supuesto (explícitamente enunciado por Spinoza en su tratado teológico-político) de que el individuo como tal, y antes de la conclusión de este contrato racional, ejercite también de jure todo poder que inviste de facto. Quizás estas concepciones han sido vueltas a estimular a continuación por la biología darwinista, que considera en forma del todo dogmática, junto con la selección natural, sólo a la violencia como medio originario y único adecuado a todos los fines vitales de la naturaleza. La filosofía popular darwinista ha demostrado a menudo lo fácil que resulta pasar de este dogma de la historia natural al dogma aún más grosero de la filosofía del derecho para la cual aquella violencia que se adecúa casi exclusivamente a los fines naturales sería por ello mismo también jurídicamente legítima. A esta tesis jusnaturalista de la violencia como dato natural se opone diametralmente la del derecho positivo, que considera al poder en su transformación histórica. Así como
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PARA LA CRÍTICA DE LA VIOLENCIA
el derecho natural puede juzgar todo derecho existente sólo mediante la crítica de sus fines, de igual modo el derecho positivo puede juzgar todo derecho en transformación sólo mediante la crítica de sus medios. Si la justicia es el criterio de los fines, la legalidad es el criterio de los medios. Pero si se prescinde de esta oposición, las dos escuelas se encuentran en el común dogma fundamental: los fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, los medios legítimos pueden ser empleados al servicio de fines justos. El derecho natural tiende a «justificar» los medios legítimos con la justicia de los fines, el derecho positivo a «garantizar» la justicia de los fines con la legitimidad de los medios. La antinomia resultaría insoluble si se demostrase que el común supuesto dogmático es falso y que los medios legítimos, por una parte, y los fines justos, por la otra, se hallan entre sí en términos de contradicción irreductibles. Pero no se podrá llegar nunca a esta comprensión mientras no se abandone el círculo y no se establezcan criterios recíprocos independientes para fines justos y para medios legítimos. El reino de los fines, y por lo tanto también el problema de un criterio de la justicia, queda por el momento excluido de esta investigación. En el centro de ella ponemos en cambio el problema de la legitimidad de ciertos medios, que constituyen la violencia. Los principios jusnaturalistas no pueden decidir este problema, sino solamente llevarlo a una casuística sin fin. Porque si el derecho positivo es ciego para la incondicionalidad de los fines, el derecho natural es ciego para el condicionamiento de los medios. La teoría positiva del derecho puede tomarse como hipótesis de partida al comienzo de la investigación, porque establece una distinción de principio entre los diversos géneros de violencia, independientemente de los casos de su aplicación. Se establece una distinción entre la violencia históricamente reconocida, es decir la violencia sancionada como poder, y la violencia no sancionada. Si los análisis que siguen parten de esta
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distinción, ello naturalmente no significa que los poderes sean ordenados y valorados de acuerdo con el hecho de que estén sancionados o no. Pues en una crítica de la violencia no se trata de la simple aplicación del criterio del derecho positivo, sino más bien de juzgar a su vez al derecho positivo. Se trata de ver qué consecuencias tiene, para la esencia de la violencia, el hecho mismo de que sea posible establecer respecto a ella tal criterio o diferencia. O, en otras palabras, qué consecuencias tiene el significado de esa distinción. Puesto que veremos enseguida que esa distinción del derecho positivo tiene sentido, está plenamente fundada en sí y no es sustituible por ninguna otra; pero con ello mismo se arrojará luz sobre esa esfera en la cual puede realizarse dicha distinción. En suma: si el criterio establecido por el derecho positivo respecto a la legitimidad de la violencia puede ser analizado sólo según su significado, la esfera de su aplicación debe ser criticada según su valor. Por lo tanto, se trata de hallar para esta crítica un criterio fuera de la filosofía positiva del derecho, pero también fuera del derecho natural. Veremos a continuación cómo este criterio puede ser proporcionado sólo si se considera el derecho desde el punto de vista de la filosofía de la historia. El significado de la distinción de la violencia en legítima e ilegítima no es evidente sin más. Hay que cuidarse firmemente del equívoco jusnaturalista, para el cual dicho significado consistiría en la distinción entre violencia con fines justos o injustos. Más bien se ha señalado ya que el derecho positivo exige a todo poder un testimonio de su origen histórico, que implica en ciertas condiciones su sanción y legitimidad. Dado que el reconocimiento de poderes jurídicos se expresa en la forma más concreta mediante la sumisión pasiva -como principio- a sus fines, como criterio hipotético de subdivisión de los diversos tipos de autoridad es preciso suponer la presencia o la falta de un reconocimiento histórico universal de sus fines. Los fines que faltan en ese
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reconocimiento se llamarán fines naturales; los otros, fines jurídicos. Y la función diversa de la violencia, según sirva a fines naturales o a fines jurídicos, se puede mostrar en la forma más evidente sobre la realidad de cualquier sistema de relaciones jurídicas determinadas. Para mayor simplicidad las consideraciones que siguen se referirán a las actuales relaciones europeas. Estas relaciones jurídicas se caracterizan -en lo que respecta a la persona como sujeto jurídico- por la tendencia a no admitir fines naturales de las personas en todos los casos en que tales fines pudieran ser incidentalmente perseguidos con coherencia mediante la violencia. Es decir que este ordenamiento jurídico, en todos los campos en los que los fines de personas aisladas podrían ser coherentemente perseguidos con violencia, tiende a establecer fines jurídicos que pueden ser realizados de esta forma sólo por el poder jurídico. Además tiende a reducir, mediante fines jurídicos, incluso las regiones donde los fines naturales son conseguidos dentro de amplios límites, no bien tales fines naturales son perseguidos con un grado excesivo de violencia, como ocurre, por ejemplo, en las leyes sobre los límites del castigo educativo. Como principio universal de la actual legislación europea puede formularse el de que todos los fines naturales de personas singulares chocan necesariamente con los fines jurídicos no bien son perseguidos con mayor o menor violencia. (La contradicción en que el derecho de legítima defensa se halla respecto a lo dicho hasta ahora debería explicarse por sí en el curso de los análisis siguientes.) De esta máxima se deduce que el derecho considera la violencia en manos de la persona aislada como un riesgo o una amenaza de perturbación para el ordenamiento jurídico. ¿Como un riesgo y una amenaza de que se frustren los fines jurídicos y la ejecución jurídica? No: porque en tal caso no se condenaría la violencia en sí misma, sino sólo aquélla dirigida hacia fines antijurídicos. Se dirá que un sistema de
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fines jurídicos no podría mantenerse si en cualquier punto se pudiera perseguir con violencia fines naturales. Pero esto por el momento es sólo un dogma. Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo. Y que la violencia, cuando no se halla en posesión del derecho a la sazón existente represente para éste una amenaza, no a causa de los fines' que la violencia persigue, sino por su simple existencia fuera del derecho. La misma suposición puede ser sugerida, en forma más concreta, por el recuerdo de las numerosas ocasiones en que la figura del «gran » delincuente, por bajos que hayan podido ser sus fines, ha conquistado la secreta admiración popular. Ello no puede deberse a sus acciones sino a la violencia de la cual son testimonio. En este caso: por lo tanto, la violencia, que el derecho actual trata de prohibir a las personas aisladas en todos los campos de la praxis, surge de verdad amenazante y suscita, incluso en su derrota, la simpatía de la multitud contra el derecho. La función de la violencia por la cual ésta es tan temida y se aparece, con razón, para el derecho como tan peligrosa, se presentará justamente allí donde todavía le es permitido manifestarse según el ordenamiento jurídico actual. Ello se comprueba sobre todo en la lucha de clases, bajo la forma de derecho a la huelga oficialmente garantizado a los obreros. La clase obrera organizada es hoy, junto con los estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia. Contra esta tesis se puede ciertamente objetar que una omisión en la acción, un no obrar, como lo es en última instancia la huelga, no puede ser definido como violencia. Tal consideración ha facilitado al poder estatal la conce~ión del derecho a la huelga, cuando ello ya no podía ser evitado. Pero dicha consideración no tiene valor ilimitado
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porque no tiene valor incondicional. Es verdad que la omisión de una acción e incluso de un servicio, donde equivale sencillamente a una «ruptura de relaciones», puede ser un medio del todo puro y libre de violencia. Y como, según la concepción del Estado (o del derecho), con el derecho a la huelga se concede a las asociaciones obreras no tanto un derecho a la violencia sino más bien el derecho a sustraerse a la violencia, en el caso de que ésta fuera ejercida indirectamente por el patrón, puede producirse de vez en cuando una huelga que corresponde a este modelo y que pretende ser sólo un «apartamiento», una «separación » respecto al patrón. Pero el momento de la violencia se presenta como extorsión, en una omisión como la antedicha, cuando se produce respecto a la fundamental disposición a retomar como antes la acción interrumpida, en ciertas condiciones que no tienen absolutamente nada que ver con ella o modifican sólo algún aspecto exterior. Y en este sentido, según la concepción de la clase obrera -opuesta a la del Estado-, el derecho de huelga es el derecho a usar la violencia para imponer determinados propósitos. El contraste entre las dos concepciones aparece en todo su rigor en relación con la huelga general revolucionaria. En ella la clase obrera apelará siempre a su derecho a la huelga, pero el Estado dirá que esa apelación es un abuso, porque -dirá- el derecho de huelga no había sido entendido en ese sentido, y tomará sus medidas extraordinarias. Porque nada le impide declarar que una puesta en práctica simultánea de la huelga en todas las empresas es inconstitucional, dado que no reúne en cada una de las empresas el motivo particular presupuesto por el legislador. En esta diferencia de interpretación se expresa la contradicción objetiva de una situación jurídica a la que el Estado reconoce un poder cuyos fines, en cuanto fines naturales, pueden resultarle a veces indiferentes, pero que en los casos graves (en el caso, justamente, de la huelga general revolucionaria) suscitan su decidida hostilidad.
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Y en efecto, a pesar de que a primera vista pueda parecernos paradójico, es posible definir en ciertas condiciones como violencia incluso una actitud asumida en ejercicio de un derecho. Y precisamente esa actitud, cuando es activa, podrá ser llamada violencia en la medida en que ejerce un derecho que posee para subvertir el ordenamiento jurídico en virtud del cual tal derecho le ha sido conferido; cuando es pasiva, podrá ser definida en la misma forma, si representa una extorsión en el sentido de las consideraciones precedentes. Que el derecho se oponga, en ciertas condiciones, con violencia a la violencia de los huelguistas es testimonio sólo de una contradicción objetiva en la situación jurídica y no de una contradicción lógica en el derecho. Puesto que en la huelga el Estado teme más que ninguna otra cosa aquella función de la violencia que esta investigación se propone precisamente determinar, como único fundamento seguro para su crítica. Porque si la violencia, como parece a primera vista, no fuese más que el medio para asegurarse directamente aquello que se quiere, podría lograr su fin sólo como violencia de robo. Y sería completamente incapaz de fundar o modificar relaciones en forma relativamente estable. Pero la huelga demuestra que puede hacerlo, aun cuando el sentimiento de justicia pueda resultar ofendido por ello. Se podría objetar que tal función de la violencia es causal y aislada. El examen de la violencia bélica bastará para refutar esta obligación. La posibilidad de un derecho de guerra descansa exactamente sobre las mismas contradicciones objetivas en la situación jurídi2a sobre las que se funda la de un derecho de huelga, es decir sobre el hecho de que sujetos jurídicos sancionan poderes cuyos fines -para quienes los sancionansiguen siendo naturales y, en caso grave, pueden por lo tanto entrar en conflicto con sus propios fines jurídicos o naturales. Es verdad que la violencia bélica encara en principio sus fines en forma por completo directa y como violencia de
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robo. Pero existe el hecho sorprendente de que incluso -o más bien justamente- en condiciones primitivas, que en otros sentidos apenas tienen noción de los rudimentos de relaciones de derecho público, e incluso cuando el vencedor se ha adueñado de una posesión ya inamovible, es necesaria e imprescindible aun una paz en el sentido ceremonial. La palabra «paz», en el sentido en que está relacionada con el término «guerra » (pues existe otro, por completo diferente, enteramente concreto y político: aquel en que Kant habla de «paz perpetua »), indica justamente esta sanción necesaria a priori -independiente de todas las otras relaciones jurídicas- de toda victoria. Esta sanción consiste precisamente en que las nuevas relaciones sean reconocidas como nuevo «derecho», independientemente del hecho de que de facto necesitan más o menos ciertas garantías de subsistencia. Y si es lícito extraer de la violencia bélica, como violencia originaria y prototípica, conclusiones aplicables a toda violencia con fines naturales, existe por lo tanto implícito en toda violencia un carácter de creación jurídica. Luego deberemos volver a considerar el alcance de esta noción. Ello explica la mencionada tendencia del derecho moderno a vedar toda violencia, incluso aquélla dirigida hacia fines naturales, por lo menos a la persona aislada como sujeto jurídico. En el gran delincuente esta violencia se le aparece como la amenaza de fundar un nuevo derecho, frente a la cual (y aunque sea impotente) el pueblo se estremece aún hoy, en los casos de importancia, como en los tiempos míticos. Pero el Estado teme a esta violencia en su carácter de creadora de derecho, así como debe reconocerla como creadora de derecho allí donde fuerzas externas lo obligan a conceder el derecho de guerrear o de hacer huelga. Si en la última guerra la crítica a la violencia militar se convirtió en punto de partida para una crítica apasionada de la violencia en general, que muestra por lo menos que la violencia no es ya ejercida o tolerada ingenuamente, sin
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embargo no se la ha sometido a crítica sólo como violencia creadora de derecho, sino que ha sido juzgada en forma tal vez más despiadada también en cuanto a otra función. Una duplicidad en la función de la violencia es en efecto característica del militarismo, que ha podido formarse sólo con el servicio militar obligatorio. El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia corno medio para los fines del Estado. Esta coacción hacia el uso de la violencia ha sido juzgada recientemente en forma más resuelta que el uso mismo de la violencia. En ella la violencia aparece en una función por completo distinta de la que desempeña cuando se la emplea sencillamente para la conquista de fines naturales. Tal coacción consiste en el uso de la violencia como medio para fines jurídicos. Pues la sumisión del ciudadano a las leyes -en este caso a la ley del servicio militar obligatorio- es un fin jurídico. Si la primera función de la violencia puede ser definida como creadora de derecho, esta segunda es la que lo conserva. Y dado que el servicio militar es un caso de aplicación, en principio en nada distinto, de la violencia conservadora del derecho, una crítica a él verdaderamente eficaz no resulta en modo alguno tan fácil como podrían hacer creer las declaraciones de los pacifistas y de los activistas. Tal crítica coincide más bien con la crítica de todo poder jurídico, es decir, con la crítica al poder legal o ejecutivo, y no puede ser realizada mediante un programa menor. Es también obvio que no se la pueda realizar, si no se quiere incurrir en un anarquismo por completo infantil, rechazando toda coacción respecto a la persona y declarando que «es lícito aquello que gusta ». Un principio de este tipo no hace más que eliminar la reflexión sobre la esfera histórico-moral, y por lo tanto sobre todo significado del actuar, e incluso sobre todo significado de lo real, que no puede constituirse si la «acción » se ha sustraído al ámbito de la realidad. Más importante resulta quizás el hecho de que incluso la apelación a menudo hecha
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al imperativo categórico, con su programa mínimo indudable -«obra en forma de tratar a la humanidad, ya sea en tu persona o en la persona de cualquier otro, siempre como fin y nunca sólo como medio»- no es de por sí suficiente para esta crítica. 1 Pues el derecho positivo, cuando es consciente de sus raíces, pretenderá sin más reconocer y promover el interés de la humanidad por la persona de todo individuo aislado. El derecho positivo ve ese interés en la exposición y en la conservación de un orden establecido por el destino. Y aun si este orden -que el derecho afirma con razón que custodia- no puede eludir la crítica, resulta impotente respecto a él toda impugnación que se base sólo en una «libertad» informe, sin capacidad para definir un orden superior de libertad. Y tanto más impotente si no impugna el ordenamiento jurídico mismo en todas sus partes, sino sólo leyes o hábitos jurídicos, que luego por lo demás el derecho toma bajo la custodia de su poder, que consiste en que hay un solo destino y que justamente lo que existe, y sobre todo lo que amenaza, pertenece irrevocablemente a su ordenamiento. Pues el poder que conserva el derecho es el que amenaza. Y su amenaza no tiene el sentido de intimidación, según interpretan teóricos liberales desorientados. La intimidación, en sentido estricto, se caracterizaría por una precisión, una determinación que contradice la esencia de la amenaza, y que ninguna ley puede alcanzar, pues subsiste siempre la esperanza de escapar a su brazo. Resulta tan amenazadora como el destino, del cual en efecto depende si el delincuente incurre en sus rigores. El significado más profundo de la indeterminación de la amenaza jurídica surgirá sólo a través del análisis de la esfera del destino, de la que la amenaza deriva. Una preciosa referencia a esta esfera se encuentra . En todo caso se podría dudar respecto a si esta célebre fórmula no contiene demasiado poco, es decir si es lícito servirse, o dejar que o~ro se sirva, en cualquier sentido, de sí o de otro también, como un medio. Se podrían aducir óptimas ra zones en favor de esta duda.
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en el campo de las penas, entre las cuales, desde que se ha puesto en cuestión la validez del derecho positivo, la pena de muerte es la que ha suscitado más la crítica. Aun cuando los argumentos de la crítica no han sido en la mayor parte de los casos en modo alguno decisivos, sus causas han sido y siguen siendo decisivas. Los críticos de la pena de muerte sentían tal vez sin saberlo explicar y probablemente sin siquiera quererlo sentir, que sus impugnaciones no se dirigían a un determinado grado de la pena, no ponían en cuestión determinadas leyes, sino el derecho mismo en su origen. Pues si su origen es la violencia, la violencia coronada por el destino, es lógico suponer que en el poder supremo, el de vida y muerte, en el que aparece en el ordenamiento jurídico, los orígenes de este ordenamiento afloren en forma representativa en la realidad actual y se revelen aterradoramente. Con ello concuerda el hecho de que la pena de muerte sea aplicada, en condiciones jurídicas primitivas, incluso a delitos, tal como la violación de la propiedad, para los cuales parece absolutamente «desproporcionada». Pero su significado no es el de castigar la infracción jurídica, sino el de establecer el nuevo derecho. Pues en el ejercicio del poder de vida y muerte el derecho se confirma más que en cualquier otro acto jurídico. Pero en este ejercicio, al mismo tiempo, una sensibilidad más desarrollada advierte con máxima claridad algo corrompido en el derecho, al percibir que se halla infinitamente lejos de condiciones en las cuales, en un caso similar, el destino se hubiera manifestado en su majestad. Y el intelecto, si quiere llevar a término la crítica tanto de la violencia que funda el derecho como de la que lo conserva, debe tratar de reconstruir en la mayor medida tales condiciones. Toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez. Pero de ello se desprende que toda violencia como medio, incluso en el
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caso más favorable, se halla sometida a la problernaticidad del derecho en general. Y cuando el significado de esta problematicidad no está todavía claro a esta altura de la investigación, el derecho sin embargo surge después de lo que se ha dicho con una luz moral tan equívoca que se plantea espontáneamente la pregunta de si no existirán otros medios que no sean los violentos para armonizar intereses humanos en conflicto. Tal pregunta nos lleva en principio a comprobar que un reglamento de conflictos totalmente desprovisto de violencia no puede nunca desembocar en un contrato jurídico. Porque éste, aun en el caso de que las partes contratantes hayan llegado al acuerdo en forma pacífica, conduce siempre en última instancia a una posible violencia. Pues concede a cada parte el derecho a recurrir, de algún modo, a la violencia contra la otra, en el caso de que ésta violase el contrato. Aún más: al igual que el resultado, también el origen de todo contrato conduce a la violencia. Pese a que no sea necesario que la violencia esté inmediatamente presente en el contrato como presencia creadora, se halla sin embargo representada siempre, en la medida en que el poder que garantiza el contrato es a su vez de origen violento, cuando no es sancionado jurídicamente mediante la violencia en ese mismo contrato. Si decae la conciencia de la presencia latente de la violencia en una institución, ésta se debilita. Un ejemplo de tal proceso lo proporcionan en este período los parlamentos. Los parlamentos presentan un notorio y triste espectáculo porque no han conservado la conciencia de las fuerzas revolucionarias a las que deben su existencia. En Alemania en particular incluso la última manifestación de tales fuerzas no ha logrado efecto en los parlamentos. Les falta a éstos el sentido de la violencia creadora de derecho que se halla representada en ellos. No hay que asombrarse por lo tanto de que no lleguen a decisiones dignas de este poder y de que se consagren mediante el compromiso a una conducción de
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los problemas políticos que desearía ser no violenta. Pero el compromiso «si bien repudia toda violencia abierta, es sin embargo un producto siempre comprendido en la mentalidad de la violencia, pues la aspiración que lleva al compromiso no encuentra motivación en sí misma, sino en el exterior, es decir en la aspiración opuesta; por ello todo compromiso, aun cuando se lo acepte libremente, tiene esencialmente un carácter coactivo. "Mejor sería de otra forma" es el sentimiento fundamental de todo compromiso».2 Resulta significativo que la decadencia de los parlamentos haya quitado al ideal de la conducción pacífica de los conflictos políticos tantas simpatías como las que le había procurado la guerra. A los pacifistas se oponen los bolcheviques y los sindicalistas. Éstos han sometido los parlamentos actuales a una crítica radical y en general exacta. Pese a todo lo deseable y placentero que pueda resultar, a título de comparación, un parlamento dotado de gran prestigio, no será posible en el análisis de los medios fundamentalmente no violentos de acuerdo político ocuparse del parlamentarismo. Porque lo que el parlamentarismo obtiene en cuestiones vitales no puede ser más que aquellos ordenamientos jurídicos afectados por la violencia en su origen y en su desenlace. ¿Es en general posible una regulación no violenta de los conflictos? Sin duda. Las relaciones entre personas privadas nos ofrecen ejemplos en cantidad. El acuerdo no violento surge dondequiera que la cultura de.los sentimientos pone a disposición de los hombres medios puros de entendimiento. A los medios- legales e ilegales de toda índole, que son siempre todos violentos, es lícito por lo tanto oponer, como puros, los medios no violentos. Delicadeza, simpatía, amor a la paz, confianza y todo lo que se podría aún añadir, constituyen su fundamento subjetivo. Pero su manifestación objetiva se halla determinada por la ley (cuyo inmenso alcance Unger, Politik imd Metaphysik, Berlín 1921, pág. 8.
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no es el caso de ilustrar aquí) que establece que los medios puros no son nunca medios de solución inmediata, sino siempre de soluciones mediatas. Por consiguiente, esos medios no se refieren nunca directamente a la resolución de los conflictos entre hombre y hombre, sino sólo a través de la intermediación de las cosas. En la referencia más concreta de los conflictos humanos a bienes objetivos, se revela la esfera de los medios puros. Por ello la técnica, en el sentido más amplio de la palabra, es su campo propio y adecuado. El ejemplo más agudo de ello lo constituye tal vez la conversación considerada como técnica de entendimiento civil. Pues en ella el acuerdo no violento no sólo es posible, sino que la exclusión por principio de la violencia se halla expresamente confirmada por una circunstancia significativa: la impunidad de la mentira. No existe legislación alguna en la tierra que originariamente la castigue. Ello significa que hay una esfera hasta tal punto no violenta de entendimiento humano que es por completo inaccesible a la violencia: la verdadera y propia esfera del «entenderse », la lengua. Sólo ulteriormente, y en un característico proceso de decadencia, la violencia jurídica penetró también en esta esfera, declarando punible el engaño. En efecto, si el ordenamiento jurídico en sus orígenes, confiando en su potencia victoriosa, se limita a rechazar la violencia ilegal donde y cuando se presenta, y el engaño, por no tener en sí nada de violento, era considerado como no punible en el derecho romano y en el germánico antiguo, según los principios respectivos de «ius civile vigilantibus scriptum est» y «ojo al dinero », el derecho de edades posteriores, menos confiado en su propia fuerza, no se sintió ya en condición de hacer frente a toda violencia extraña. El temor a la violencia y la falta de confianza en sí mismo constituyen precisamente su crisis. El derecho comienza así a plantearse determinados fines con la intención de evitar manifestaciones más enérgicas de la violencia conservadora del derecho. Y se vuelve contra el
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engaño no ya por consideraciones morales, sino por temor a la violencia que podría desencadenar en el engañado. Pues como este temor se opone al carácter de violencia del derecho mismo, que lo caracteriza desde sus orígenes, los fines de esta índole son inadecuados para los medios legítimos del derecho. En ellos se expresa no sólo la decadencia de su esfera , sino también a la vez una reducción de los medios puros. Al prohibir el engaño, el derecho limita el uso de los medios enteramente no violentos, debido a que éstos, por reacción, podrían engendrar violencia. Tal tendencia del derecho ha contribuido también a la concesión del derecho de huelga, que contradice los intereses del Estado. El derecho lo admite porque retarda y aleja acciones violentas a las que teme tener que oponerse. Antes, en efecto, los trabajadores pasaban súbitamente al sabotaje y prendían fuego a las fábricas. Para inducir a los hombres a la pacífica armonización de sus intereses antes y más acá de todo ordenamiento jurídico, existe en fin, si se prescinde de toda virtud, un motivo eficaz, que sugiere muy a menudo, incluso a la voluntad más reacia, la necesidad de usar medios puros en lugar de los violentos, y ello es el temor a las desventajas comunes que podrían surgir de una solución violenta, cualquiera que fuese su signo. Tales desventajas son evidentes en muchísimos casos, cuando se trata de conflictos de intereses entre personas privadas. Pero es diferente cuando están en litigio clases y naciones, casos en que aquellos ordenamientos superiores que amenazan con perjudicar en la misma forma a vencedor y vencido están aún ocultos al sentimiento de la mayoría y a la inteligencia de casi todos. Pero la búsqueda de estos ordenamientos superiores y de los correspondientes intereses comunes a ellos, que representan el motivo más eficaz de una política de medios puros, nos conduciría demasiado lejos. 3 Por consiguiente, Sin embargo, cfr. Unger, pág. 18 y sigs.
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basta con mencionar los medios puros de la política como análogos a aquellos que gobiernan las relaciones pacíficas entre las personas privadas. En lo que respecta a las luchas de clases, la huelga debe ser considerada en ellas, en ciertas condiciones, como un medio puro. A continuación definiremos dos tipos esencialmente diversos de huelga, cuya posibilidad ya ha sido examinada. El mérito de haberlos diferenciado por primera vez -más sobre la base de consideraciones políticas que sobre consideraciones puramente teóricas- le corresponde a Sorel. Sorel opone estos dos tipos de huelga como huelga general política y huelga general revolucionaria. Ambas son antitéticas incluso en relación con la violencia. De los partidarios de la primera se puede decir que «el reforzamiento del Estado se halla en la base de todas sus concepciones; en sus organizaciones actuales los políticos (es decir, los socialistas moderados) preparan ya las bases de un poder fuerte, centralizado y disciplinado, que no se dejará perturbar por las críticas de la oposición, que sabrá imponer el silencio, y promulgará por decreto sus propias mentiras ».4 «La huelga general política nos muestra que el Estado no perdería nada de su fuerza, que el poder pasaría de privilegiados a otros privilegiados, que la masa de los productos cambiaría a sus patrones.» Frente a esta huelga general política (cuya fórmula parece, por lo demás, la misma que la de la pasada revolución alemana) la huelga proletaria se plantea como único objetivo la destrucción del poder del Estado. La huelga general proletaria «suprime todas las consecuencias ideológicas de cualquier política social posible; sus partidarios consideran como reformas burguesas incluso a las reformas más populares». «Esta huelga general muestra claramente su indiferencia respecto a las ventajas materiales de la conquista, en cuanto declara querer suprimir al Estado; Sorel, Réflexions sur la violence, 5ª ed., París 1919, pág. 250.
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y el Estado era precisamente... la razón de ser de los grupos
dominantes, que sacan provecho de todas las empresas de las que el conjunto de la sociedad debe soportar los gastos.» Mientras la primera forma de suspensión del trabajo es violenta, pues determina sólo una modificación extrínseca de las condiciones de trabajo, la segunda, como medio puro, está exenta de violencia. Porque ésta no se produce con la disposición de retomar -tras concesiones exteriores y algunas modificaciones en las condiciones laborales- el trabajo anterior, sino con la decisión de retomar sólo un trabajo enteramente cambiado, un trabajo no impuesto por el Estado, inversión que este tipo de huelga no tanto provoca sino que realiza directamente. De ello se desprende que la primera de estas empresas da existencia a un derecho, mientras que la segunda es anárquica. Apoyándose en observaciones ocasionales de Marx, Sorel rechaza toda clase de programas, utopías y, en suma, creaciones jurídicas para el movimiento revolucionario: «Con la huelga general todas estas bellas cosas desaparecen; la revolución se presenta como una revuelta pura y simple, y no hay ya lugar para los sociólogos, para los amantes de las reformas sociales o para los intelectuales que han elegido la profesión de pensar por el proletariado. » A esta concepción profunda, moral y claramente revolucionaria no se le puede oponer un razonamiento destinado a calificar como violencia esta huelga general a causa de sus eventuales consecuencias catastróficas. Incluso si podría decirse con razón que la economía actual en conjunto se asemeja menos a una locomotora que se detiene porque el maquinista la abandona que a una fiera que se precipita apenas el domador le vuelve las espaldas, queda además el hecho de que respecto a la violencia de una acción se puede juzgar tan poco a partir de sus efectos como a partir de sus fines, y que sólo es posible hacerlo a partir de las leyes de sus medios. Es obvio que el poder del Estado, que atiende sólo a las consecuencias, se oponga a
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esta huelga -y no a las huelgas parciales, en general efectivamente extorsivas- como a una pretendida violencia. Pero, por lo demás, Sorel ha demostrado con argumentos muy agudos que una concepción así de rigurosa de la huelga general resulta de por sí apta para reducir el empleo efectivo de la violencia en las revoluciones. Viceversa, un caso eminente de omisión violenta, más inmoral que la huelga gener~l política, similar al bloqueo económico, es la huelga de med1cos, que se ha producido en muchas ciudades alemanas. Aparece en tal caso, en la· forma más repugnante, el empleo sin escrúpulos de la violencia, verdaderamente abyecto en una clase profesional que durante años, sin el menor intento de resistencia, «ha garantizado a la muerte su presa », para luego, en la primera ocasión, dejar a la vida abandonada por unas monedas. Con más claridad que en las recientes luchas de clases, en la historia milenaria de los Estados se han constituido medios de acuerdo no violentos. La tarea de los diplomáticos en su comercio recíproco consiste sólo ocasionalmente en la modificación de ordenamientos jurídicos. En general deben, en perfecta analogía con los acuerdos entre personas privadas, regular pacientemente y sin tratados, caso por caso, en nombre de sus Estados los conflictos que surgen entre ellos. Tarea delicada, que' cumplen más drásticamente las cortes de arbitraje, pero que constituye un método de solución superior, como principio, que el del arbitraje, pues se cumple más allá de todo ordenamiento jurídico y por lo tanto de toda violencia. Como el comercio entre personas privadas, el de los diplomáticos ha producido formas y virtudes propias, que, aunque se hayan convertido en exteriores, no lo han sido siempre. En todo el ámbito de los poderes previstos por el derecho natural y por el derecho positivo no hay ninguno que se encuentre libre de esta grave problematicidad de todo poder jurídico. Puesto que toda forma de concebir una solución de las tareas humanas -para no hablar de un rescate
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de la esclavitud de todas las condiciones históricas de vida pasadas- resulta irrealizable si se excluye absolutamente y por principio toda y cualquier violencia, se plantea el problema de la existencia de otras formas de violencia que no sean la que toma en consideración toda teoría jurídica. Y se plantea a la vez el problema de la verdad del dogma fundamental común a esas teorías: fines justos pueden ser alcanzados con medios legítimos; medios legítimos pueden ser empleados para fines justos. Y si toda especie de violencia destinada, en cuanto emplea medios legítimos, resultase por sí misma en contradicción inconciliable con firtes justos, pero al mismo tiempo se pudiese distinguir una violencia de otra índole, que sin duda no podría ser el medio legítimo o ilegítimo para tales fines y que sin embargo no se hallase en general con éstos en relación de medio, ¿en qué otra relación se hallaría? Se iluminaría así la singular y en principio desalentadora experiencia de la final insolubilidad de todos los problemas jurídicos (que quizás, en su falta de perspectivas, puede compararse sólo con la imposibilidad de una clara decisión respecto a lo que es «justo» o «falso » en las lenguas en desarrollo). Porque lo cierto es que respecto a la legitimidad de los medios y a la justicia de los fines no decide jamás la razón, sino la violencia destinada sobre la primera y Dios sobre la segunda. Noción ésta tan rara porque tiene vigencia el obstinado hábito de concebir aquellos fines justos como fines de un derecho posible, es decir, no sólo como universalmente válidos (lo que surge analíticamente del atributo de Ja justicia), sino también como susceptible de universalización, lo cual, como se podría mostrar, contradice a dicho atributo. Pues fines que son justos, universalmente válidos y universalmente reconocibles para una situación, no lo son para ninguna otra, pese a lo similar que pueda resultar. Una función no mediada por la violencia, como ésta sobre la que se discute, nos es ya mostrada por la experiencia cotidiana. Así, en lo que se refiere al hombre, la
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cólera lo arrastra a los fines más cargados de violencia, la cual como medio no se refiere a un fin preestablecido. Esa violencia no es un medio, sino una manifestación. Y esta violencia tiene manifestaciones por completo objetivas, a través de las cuales puede ser sometida a la crítica. Tales manifestaciones se encuentran en forma altamente significativa sobre todo en el mito. La violencia mítica en su forma ejemplar es una simple manifestación de los dioses. Tal violencia no constituye un medio para sus fines, es apenas una manifestación de su voluntad y, sobre todo, manifestación de su ser. La leyenda de Níobe constituye un ejemplo evidente de ello. Podría parecer que la acción de Apolo y Artemisa es sólo un castigo. Pero su violencia instituye más bien un derecho que no castiga por la infracción de un derecho existente. El orgullo de Níobe atrae sobre sí la desventura, no porque ofenda el derecho, sino porque desafía al destino a una lucha de la cual éste sale necesariamente victorioso y sólo mediante la victoria, en todo caso, engendra un derecho. El que esta violencia divina, para el espíritu antiguo, no era aquella -que conserva el derecho- de la pena, es algo que surge de los mitos heroicos en los que el héroe, como por ejemplo Prometeo, desafía con valeroso ánimo al destino, lucha contra él con variada fortuna y el mito no lo deja del todo sin esperanzas de que algún día pueda entregar a los hombres un nuevo derecho. Es en el fondo este héroe, y la violencia jurídica del mito congénita a él, lo que el pueblo busca aún hoy representarse en su admiración por el delincuente. La violencia cae por lo tanto sobre Níobe desde la incierta, ambigua esfera del destino. Esta violencia no es estrictamente destructora. Si bien somete a los hijos a una muerte sangrienta, se detiene ante la vida de la madre, a la que deja -por el fin de los hijos- más culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre los hombres y los dioses. Si se pudiese demostrar que esta
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violencia inmediata en las manifestaciones míticas es estrechamente afín, o por completo idéntica, a la violencia que funda el derecho, su problematicidad se reflejaría sobre la violencia creadora de derecho, en la medida en que ésta ha sido definida antes, al analizar la violencia bélica, como una violencia que tiene las características de medio. Al mismo tiempo esta relación promete arrojar más luz sobre el destino, que se halla siempre en la base del poder jurídico, y de llevar a su fin, en grandes líneas, la crítica de este último. La función de la violencia en la creación jurídica es, en efecto, doble en el sentido de que la creación jurídica, si bien persigue, lo que es instaurado como derecho, como fin con la violencia como medio, sin embargo -en el acto de fundar como derecho el fin perseguido- no depone en modo alguno la violencia, sino que sólo ahora hace de ella en sentido estricto, es decir, inmediatamente, violencia creadora de derecho, en cuanto instaura como derecho, con el nombre de poder, no ya un fin inmune e independiente de la violencia, sino íntima y necesariamente ligado a ésta. Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de violencia. Justicia es el principio de toda finalidad divina; poder, el principio de todo derecho mítico. Este último principio tiene una aplicación de consecuencias extremadamente graves en el derecho público, en el ámbito del cual la fijación de límites tal como se establece mediante «la paz» en todas las guerras de la edad mítica, es el arquetipo de la violencia creadora de derecho. En ella se ve en la forma más clara que es el poder (más que la ganancia incl~so más ingente de posesión) lo que debe ser garantizado por la violencia creadora de derecho. Donde se establece límites, el adversario no es sencillamente destruido; por el contrario, incluso si el vencedor dispone de la máxima superioridad, se reconocen al vencido ciertos derechos. Es decir, en forma demoníacamente ambigua: «iguales» derechos; es la misma línea la que no debe ser traspasada
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por ambas partes contratantes. Y en ello aparece, en su forma más temible y originaria, la misma ambigüedad mítica de las leyes que no pueden ser «transgredidas », y de las cuales Anatole France dice satíricamente que prohíben por igual a ricos y a pobres pernoctar bajo los puentes. Y al parecer Sorel roza una verdad no sólo histórico-cultural, sino metafísica, cuando plantea la hipótesis de que en los comienzos todo derecho ha sido privilegio del rey o de los grandes, en una palabra de los poderosos. Y eso seguirá siendo, mutatis mutandis, mientras subsista. Pues desde el punto de vista de la violencia, que es la única que puede garantizar el derecho, no existe igualdad, sino -en la mejor de las hipótesispoderes igualmente grandes. Pero el acto de la fijación de límites es importante para la inteligencia del derecho, incluso en otro aspecto. Los límites trazados y definidos permanecen, al menos en las épocas primitivas, como leyes no escritas. El hombre puede traspasarlos sin saber e incurrir así en el castigo. Porque toda intervención del derecho provocado por una infracción a la ley no escrita y no conocida es, a diferencia de la pena, castigo. Y pese a la crueldad con que pueda golpear al ignorante, su intervención no es, desde el punto de vista del derecho, azar sino más bien destino, que se manifiesta aquí una vez más en su plena ambigüedad. Ya Hermann Cohen, en un rápido análisis de la concepción antigua del destino, 5 ha definido como «conocimiento al que no se escapa» aquel «cuyos ordenamientos mismos parecen ocasionar y producir esta infracción, este apartamiento». El principio moderno de que la ignorancia de la ley no protege respecto a la pena es testimonio de ese espíritu del derecho, así como la lucha por el derecho escrito en los primeros tiempos de las comunidades antiguas debe ser Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens, 2ª ed. Berlín 1907, pág. 362.
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entendido como una revuelta contra el espíritu de los estatutos míticos. Lejos de abrirnos una esfera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su problematicidad en una certeza respecto al carácter pernicioso de su función histórica, que se trata por lo tanto de destruir. Y esta tarea plantea en última instancia una vez más el problema de una violencia pura inmediata, que pueda detener el curso de la violencia mítica. Así como en todos los campos Dios se opone al mito, de igual modo a la violencia mítica se opone la divina. La violencia divina constituye en todos los puntos la antítesis de la violencia mítica. Si la violencia mítica funda el derecho, la divina lo destruye; si aquélla establece límites y confines, ésta destruye sin límites; si la violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, ésta es letal sin derramar sangre. A la leyenda de Níobe se le puede oponer, como ejemplo de esta violencia, el juicio de Dios sobre la tribu de Korah. El juicio de Dios golpea a los privilegiados levitas, los golpea sin preaviso, sin amenaza, fulmíneamente, y no se detiene frente a la destrucción. Pero el juicio de Dios es también, justamente en la destrucción, purificante, y no se puede dejar de percibir un nexo profundo entre el carácter no sangriento y el purificante de esta violencia. Forque la sangre es el símbolo de la vida desnuda. La disolución de la violencia jurídica se remonta por lo tanto a la culpabilidad de la desnuda vida natural, que confía al viviente, inocente e infeliz al castigo que «expía» su culpa, y expurga también al culpable, pero no de una culpa, sino del derecho. Pues con la vida desnuda cesa el dominio del derecho sobre el viviente. La violencia mítica es violencia sangrienta sobre la desnuda vida en nombre
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de la violencia; la pura violencia divina es violencia sobre toda vida en nombre del viviente. La primera exige sacrificios, la segunda los acepta. Existen testimonios de esta violencia divina no sólo en la tradición religiosa, sino también -por lo menos en una manifestación reconocida- en la vida actual. Tal manifestación es la de aquella violencia que, como violencia educativa en su forma perfecta, cae fuera del derecho. Por lo tanto, las manifestaciones de la violencia divina no se definen por el hecho de que Dios mismo las ejercita directamente en los actos milagrosos, sino por el carácter no sanguinario, fulminante, purificador de la ejecución. En fin, por la ausencia de toda creación de derecho. En ese sentido es lícito llamar destructiva a tal violencia; pero lo es sólo relativamente, en relación con los bienes, con el derecho, con la vida y similares, y nunca absolutamente en relación con el espíritu de lo viviente. Una extensión tal de la violencia pura o divina se halla sin duda destinada a suscitar, justamente hoy, los más violentos ataques, y se objetará que esa violencia, según su deducción lógica, acuerda a los hombres, en ciertas condiciones, también la violencia total recíproca. Pero no es así en modo alguno. Pues a la pregunta: «¿Puedo matar? », sigue la respuesta inmutable del mandamiento: «No matarás. » El mandamiento es anterior a la acción, como la «mirada » de Dios contemplando el acontecer. Pero el mandamiento resulta -si no es que el temor a la pena induce a obedecerlo- inaplicable, inconmensurable respecto a la acción cumplida. Del mandamiento no se deduce ningún juicio sobre la acción. Y por ello a priori no se puede conocer ni el juicio divino sobre la acción ni el fundamento o motivo de dicho juicio. Por lo tanto, no están en lo justo aquellos que fundamentan la condena de toda muerte violenta de un hombre a manos de otro hombre sobre la base del quinto mandamiento. El mandamiento no es un criterio del juicio,
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sino una norma de acción para la persona o comunidad actuante, que deben saldar sus cuentas con el mandamiento en soledad, y asumir en casos extraordinarios la responsabilidad de prescindir de él. Así lo entendía también el judaísmo, que rechaza expresamente la condena del homicidio en casos de legítima defensa. Pero esos teóricos apelan a un axioma ulterior, con el cual piensan quizá poder fundamentar el mandamiento mismo: es decir, apelan al principio del carácter sacro de la vida, que refieren a toda vida animal e incluso vegetal o bien limitan a la vida humana. Su argumentación se desarrolla, en un caso extremo -que toma como ejemplo el asesinato revolucionario de los opresores-, en los siguientes términos: «Si no mato, no instauraré nunca el reino de la justicia ... así piensa el terrorista espiritual... Pero nosotros afirmamos que aun más alto que la felicidad y la justicia de una existencia se halla la existencia misma como tal.» 6 Si bien esta tesis es ciertamente falsa e incluso innoble, pone de manifiesto no obstante la obligación de no buscar el motivo del mandamiento en no buscar el motivo del mandamiento en lo que la acción hace al asesinato sino en la que hace a Dios y al agente mismo. Falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la existencia justa, si existencia no quiere decir más que vida desnuda, que es el sentido en que se la usa en la reflexión citada. Pero contiene una gran verdad si la existencia (o mejor la vida) -palabras cuyo doble sentido, en forma por completo análoga a la de la pa\abra paz, debe resolverse sobre la base de su relación con dos esferas cada vez distintas- designa el contexto inamovible del «hombre». Es decir, si la proposición significa que el no-ser del hombre es algo más terrible que el (además: sólo) no-ser-aún del hombre justo. La frase mencionada debe su apariencia de verdad a esta ambigüedad. Kurt Hiller en un almanaque del «Ziel».
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En efecto, el hombre no coincide de ningún modo con la desnuda vida del hombre; ni con la desnuda vida en él ni con ninguno de sus restantes estados o propiedades ni tampoco con la unicidad de su persona física. Tan sagrado es el hombre (o esa vida que en él permanece idéntica en la vida terrestre, en la muerte y en la supervivencia) como poco sagrados son sus estados, como poco lo es su vida física, vulnerable por los otros. En efecto ¿qué la distingue de la de los animales y plantas? E incluso si éstos (animales y plantas) fueran sagrados, no podrían serlo por su vida desnuda, no podrían serlo en ella. Valdría la pena investigar el origen del dogma de la sacralidad de la vida. Quizá sea de fecha reciente, última aberración de la debilitada tradición occidental, mediante la cual se pretendería buscar lo sagrado, que tal tradición ha perdido, en lo cosmológicamente impenetrable. (La antigüedad de todos los preceptos religiosos contra el homicidio no significa nada en contrario, porque los preceptos están fundados en ideas muy distintas de las del axioma moderno.) En fin, da que pensar el hecho de que lo que aquí es declarado sacro sea, según el antiguo pensamiento mítico, el portador destinado de la culpa: la vida desnuda. La crítica de la violencia es la filosofía de su historia. La «filosofía» de esta historia, en la medida en que sólo la idea de su desenlace abre una perspectiva crítica separatoria y terminante, sobre sus datos temporales. Una mirada vuelta sólo hacia lo más cercano puede permitir a lo sumo un hamacarse dialéctico entre las formas de la violencia que fundan y las que conservan el derecho. La ley de estas oscilaciones se funda en el hecho de que toda violencia conservadora debilita a la larga indirectamente, mediante la represión de las fuerzas hostiles, la violencia creadora que se halla representada en ella. (Se han indicado ya en el curso de las investigaciones algunos síntomas de este hecho.) Ello dura hasta el momento en el cual nuevas fuerzas, o aquellas
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antes oprimidas, predominan sobre la violencia que hasta entonces había fundado el derecho y fundan así un nuevo derecho destinado a una nueva decadencia. Sobre la interrupción de este ciclo que se desarrolla en el ámbito de las formas míticas del derecho, sobre la destitución del derecho junto con las fuerzas en las cuales se apoya, al igual que ellas en él, es decir, en definitiva, del Estado, se basa una nueva época histórica. Si el imperio del mito se encuentra ya quebrantado aquí y allá en el presente, lo nuevo no está en una perspectiva tan lejana e inaccesible como para que una palabra contra el derecho deba condenarse por sí. Pero si la violencia tiene asegurada la realidad también allende el derecho, como violencia pura e inmediata, resulta demostrado que es posible también la violencia revolucionaria, que es el nombre a asignar a la suprema manifestación de pura violencia por parte del hombre. Pero no es igualmente posible ni igualmente urgente para los hombres establecer si en un determinado caso se ha cumplido la pura violencia. Pues sólo la violencia mítica, y no la divina, se deja reconocer con certeza como tal; salvo quizás en efectos incomparables, porque la fuerza purificadora de la violencia no es evidente a los hombres. De nuevo están a disposición de la pura violencia divina todas las formas eternas que el mito ha bastardeado con el derecho. Tal violencia puede aparecer en la verdadera guerra así como en el juicio divino de la multitud sobre el delincuente. Pero es reprobable toda violencia mítica, que funda el derecho y que se puede llamar dominante. Y reprobable es también la violencia que c::mserva el derecho, la violencia administrada, que la sirve. La violencia divina, que es enseña y sello, nunca instrumento de sacra ejecución, es la violencia que gobierna.
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Destino y carácter son concebidos comúnmente en relación causal, y el carácter es definido como una causa del destino. La idea que está en la base de tal concepción es la siguiente: si por un lado el carácter de un hombre, es decir también su modo específico de reaccionar, fuese conocido en todos sus detalles, y si por otro lado el acontecer cósmico fuese conocido en todos los campos en que entra en contacto con ese carácter, se podría decir con exactitud ya sea lo que le ocurriría a ese carácter o lo que ese carácter cumpliría. En otras palabras, el destino sería manifiesto. El contacto teórico directo con el concepto de destino no es permitido por las concepciones actuales, según las cuales los modernos aceptan la idea de leer el carácter en los rasgos físicos de un individuo, porque hallan de alguna forma en ellos mismos la noción de carácter en general, pero les parece inaceptable la idea de descifrar análogamente el destino de un hombre según las líneas de su mano. Ello parece tan imposible como «predecir el futuro», categoría en la cual es incluida sin más la previsión del destino, mientras que el carácter, por el contrario, aparece como algo dado en el presente y en el pasado, y por lo tanto cognoscible. Pero justamente, quien pretende predecir a los hombres su destino, sobre la base de determinados signos, sostiene la tesis de que ese destino, para quien sepa ver (para quien
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tenga ya en sí una noción inmediata del destino en general), está ya de alguna forma presente o, dicho con más cautela, está ya en su lugar. La hipótesis de que un cierto «estar en su lugar» del destino futuro no contradice el concept0 de éste y la de que su predicción no contradice las fuerzas cognoscitivas del hombre no es, como se puede demostrar, absurda. También el destino, como el carácter, puede ser observado sólo a través de signos, no en sí mismo -pese a que este o aquel rasgo del carácter, este o aquel encadenamiento del destino, puedan ser inmediatamente visibles-, porque la conexión indicada por esos conceptos no está nunca presente más que en los signos, debido a que se halla por encima de lo inmediatamente visible. El sistema de signos caracterológicos está por lo general limitado al cuerpo, si se prescinde de la importancia caracterológica de los signos estudiados por el horóscopo, mientras que signos del destino, según la concepción tradicional, pueden llegar a serlo, junto con los rasgos físicos, todos los fenómenos de la vida externa. Pero la relación entre signo y designado constituye en ambas esferas un problema igualmente difícil, aun cuando, en todo lo restante, distinto, porque, a despecho de toda consideración superficial e hipostatización falsa de los signos, no es sobre la base de conexiones causales que éstos significan, en los dos sistemas, carácter o destino. Un contexto significativo no puede ser nunca motivado causalmente ni siquiera cuando, como en el caso en cuestión, esos signos hayan sido determinados causalmente en su realidad por el destino y el carácter. Aquí no estudiaremos la fisonomía de este sistema de signos del carácter y del destino, sino que nos ocuparemos exclusivamente de los designados mismos. Al parecer la concepción tradicional de su naturaleza y de su relación no sólo resulta problemática, debido a que no está en condiciones de tornar racionalmente inteligible la posibilidad de una previsión del destino, sino que es falsa,
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porque la separación sobre la que se funda es teóricamente irrealizable. Puesto que es imposible formar un concepto no contradictorio del exterior de un hombre actuante, como núcleo del cual es considerado en esa concepción el carácter. Ningún concepto de mundo exterior se deja delimitar con claridad en relación con el concepto de hombre actuante. Entre el hombre que obra y el entero mundo externo hay más bien una interacción recíproca, en la cual los círculos de acción se esfuman el uno en el otro; por más que sus representaciones puedan ser distintas, sus conceptos no son separables. No sólo no es posible mos~rar en ningún c_as? qué cosa debe ser considerada en una vida humana en ultima instancia como función del destino (lo que no querría decir aún nada, si, por ejemplo, ambos elementos se esfumaran el uno en el otro sólo en la experiencia), sino que lo externo, que el hombre actuante halla como dato, puede ser reconducido en último término, en la medida en que se desee, a su interior, y su interior, en la medida en que se desee, a su exterior, y también considerar al uno como el otro. En esta perspectiva, carácter y destino, lejos de estar teóricamente separados, coincidirán. Como en Nietzsche cuando dice: «Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve.» Ello significa: si uno tiene carác~er,. s~ destino es esencialmente constante. Lo cual a su vez sigmfica -y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicosque no tiene destino. Si queremos obtener el concepto de destino, debemos separarlo claramente del de carácter, lo que a su vez no podrá lograrse si no damos también a este último un~ de~~r minación más precisa. Sobre la base de esta determmac10n los dos conceptos se tornarán por completo divergentes; donde hay carácter no habrá destino, y en el cuadro del destino no se encontrará carácter. Para este fin será preciso cuidarse de asignar esos dos conceptos a esferas en las que
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no usurpen, como ocurre en el uso lingüístico cotidiano la majestad de esferas y conceptos superiores. El carácter,' en efecto, es por lo común incluido en un contexto ético y el destino en un concepto religioso. Es preciso sacarlos de ambos campos, mostrando el error que los ha podido colocar allí. Este error se halla determinado, en lo que concierne al concepto de destino, por su conexión con el de culpa. Así, para citar el caso típico, la desgracia fatal es considerada como la respuesta de Dios o de los dioses a la culpa religiosa. Pero aquí debería hacer reflexionar el hecho de que falte una relación correspondiente del concepto de destino con el concepto ofrecido por la moral simultáneamente con el concepto de culpa, es decir el concepto de inocencia. En la configuración clásica griega de la idea de destino la felicidad que le toca a un hombre no es en modo alguno concebida como la confirmación de su conducta de vida inocente si ' no como una tentación para la culpa más grave, la hybris. Por lo tanto, no se halla en el destino relación con la inocencia. Y una pregunta que va aún más al fondo: ¿existe acaso en el destino una relación con la felicidad? ¿Es la felicidad, como sin duda la desventura, una categoría constitutiva del destino? Justamente la felicidad es la que desvincula al feliz del engranaje de los destinos y de la red de lo propio. No por azar Holderlin llama «sin destino » a los dioses bienaventurados. Felicidad y bienaventuranza conducen pues, al igual que la inocencia, fuera de la esfera del destino. Pero un orden cuyos únicos, conceptos constitutivos son infelicidad y culpa y desde el cual no es concebible ningún camino de liberación (pues en la medida en que algo es destinado es infelicidad y culpa) no puede ser religioso, pese a que un falso concepto de culpa parezca conducir a la religión. Se trata de buscar otro campo en el que cuenten sólo la infelicidad y la culpa, una balanza en la que la bienaventuranza y la inocencia resulten demasiado ligeras y suban. Esta
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balanza es la balanza del derecho. Las leyes del destino, infelicidad y culpa son puestas por el derecho como criterios de la persona; pues sería falso suponer que en el cuadro del derecho se encuentra sólo la culpa; se puede demostrar en cambio que toda culpa jurídica no es más que una desgracia. Por un error, puesto que ha sido confundido con el reino de la justicia, el orden del derecho, que es sólo un residuo del estadio demónico de la existencia de los hombres -durante el cual los estatutos jurídicos no regularon sólo las relaciones entre ellos, sino también su relación con los dioses- se ha conservado más allá de la época que inauguró la victoria sobre los demonios. No es con el derecho, sino en la tragedia, como la cabeza del genio se ha alzado por primera vez desde la niebla de la culpa, porque en la tragedia el destino demónico es quebrantado. Ello no significa que la concatenación de culpa y castigo -que desde el punto de vista pagano no tiene fin- haya sido sustituida por la pureza del hombre purificado y reconciliado con el puro Dios. Pero en la tragedia el hombre pagano advierte que es mejor que sus dioses, pese a que este conocimiento le quita la palabra y permanece mudo. Sin declararse, ese conocimiento busca secretamente recoger sus fuerzas. Ese conocimiento no coloca ordenadamente la culpa y el castigo en los dos platillos de la balanza, sino que los agita juntos y los confunde. No se puede decir que esté restablecido «el orden ético del mundo», pero el hombre moral, aun mudo, aun menor -así como lo es el héroe- trata de elevarse en la inquietud de ese mundo atormentado. La paradoja del nacimiento del genio en medio de la incapacidad moral de hablar, del infantilismo moral, es lo sublime de la tragedia. Y es probablemente el fundamento de lo sublime en general, pues en lo sublime aparece mucho más el genio que Dios. El destino aparece por lo tanto cuando se considera una vida como condenada, y en realidad se trata de que primero ha
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sido condenada y sólo a continuación se ha convertido en culpable. Fases que Goethe resume en las palabras: «Hacéis convertir al pobre en culpable». El derecho no condena al castigo sino a la culpa. El destino es el contexto culpable de lo que vive. Corresponde a la constitución natural de lo viviente, a esa apariencia no disuelta aún del todo, de la cual el hombre está apartado de tal manera que nunca ha conseguido sumergirse del todo en ella, sino que más bien -bajo su imperio- ha podido permanecer invisible sólo en su mejor parte. Por lo tanto, no es el hombre el que tiene un destino, sino que el sujeto del destino es indeterminable. El juez puede ver el destino donde quiere; en cada pena debe infligir ciegamente destino. El hombre no es golpeado nunca, sólo lo es la desnuda vida en él, que participa de la culpa natural y de la desventura por causa de la apariencia. En el sentido del destino este viviente puede ser acoplado tanto a las cartas como a los planetas, y la adivina apela a la simple técnica de insertarlo, con las cosas más inmediatamente ciertas y calculables (cosas impuramente grávidas de certidumbre), en el contexto de la culpabilidad. Así la adivina descubre a través de los siglos algo sobre la vida natural del hombre a quien trata de colocar en el puesto de la cabeza anterior (la del genio), así como por otra parte el hombre que se llega junto a la adivina abdica de sí mismo en favor de la vida culpable. El contexto de la culpa es temporal en forma por completo impropia, por completo diferente, en cuanto al género y a la medida, del tiempo de la redención, de la música o de la verdad. La plena iluminación de estas relaciones depende de la determinación del carácter particular del tiempo del destino. El cartomántico y el quiromante muestran en cada caso que este tiempo puede ser en todo momento convertido en contemporáneo de otro (que no es presente). Es un tiempo no autónomo, que se adhiere parasitariamente al tiempo de una vida superior, menos
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ligada a la naturaleza. Este tiempo no tiene presente, porque los instantes fatales existen sólo en las malas novelas, y conoce el pasado y el futuro sólo a través de inflexiones características. Existe por lo tanto un concepto del destino -verdadero y único, que concierne en la misma forma al destino de la tragedia como a las intenciones del cartomántico- por completo independiente del de carácter y que busca su fundamento en una esfera del todo diferente. También debe ser puesto en el estado correspondiente el concepto de carácter. No por azar ambos órdenes están conectados con prácticas hermenéuticas ni tampoco es por azar que en la quiromancia carácter y destino coinciden con exactitud. Ambos conciernen al hombre natural o, para decirlo mejor, a la naturaleza en el hombre; es la naturaleza lo que se manifiesta en los signos naturales, obtenidos directamente o en forma experimental. Por consiguiente, el fundamento del concepto de carácter deberá estar referido a su vez a una esfera natural y deberá tener tan poco que ver con la ética o con la moral como el destino con la religión. Por otro lado, el concepto de carácter deberá liberarse también de los rasgos que determinan su falsa conexión con el concepto de destino. Esta conexión es producto de la imagen de una red susceptible de ser espesada sin límites por el conocimiento, hasta que se convierta en un tejido ceñidísimo: así es como el carácter aparece a la consideración superficial. Junto a estos rasgos fundamentales la mirada aguda del conocedor de hombres debería percibir -según esta concepción- otros rasgos más pequeños y más densos, hasta que la red aparente se condense en un tejido. En los hilos de este tejido un intelecto débil ha creído captar la esencia moral del carácter en cuestión y ha distinguido en ella las buenas y las malas cualidades. Pero tal como le toca demostrar a la moral, nunca las cualidades y sí solamente las acciones pueden ser moralmente
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relevantes. Pero es evidente que el criterio superficial piensa de otra forma. No es sólo que «furtivo», «pródigo», «animoso» parecen implicar valoraciones morales (aquí se puede aun prescindir del aparente colorido moral de los conceptos), sino que además palabras como «desinteresado», «maligno», «vengativo», «envidioso» parecen designar rasgos de carácter en los cuales no es ya posible hacer abstracciones de valoración moral. Y sin embargo tal abstracción no sólo es posible en cada caso, sino también necesaria para percibir el sentido de los conceptos. Y tal abstracción debe concebirse en el sentido de que la valoración en sí permanece totalmente intacta y se le quita sólo el acento moral, para dar lugar, en sentido positivo o negativo, a apreciaciones no menos limitadas por las determinaciones -sin duda moralmente indiferentes- de cualidad del intelecto (como «inteligente» o «estúpido »). La verdadera esfera a la que pertenecen estos atributos seudomorales se nos revela en la comedia. En el centro de ella, como protagonista de la comedia de caracteres, se halla a menudo un hombre al que, si en lugar de encontrarnos frente a él en el teatro nos encontráramos en la vida frente a sus acciones, llamaríamos un canalla. Pero sobre la escena de la comedia sus actos conquistan el interés de que los inviste la luz del carácter; y el carácter es, en los casos clásicos, objeto no de una condena moral sino de una consideración altamente serena. Las acciones del héroe cómico no tocan al público.nunca por sí mismas, nunca desde el punto de vista moral; sus actos interesan sólo en cuanto reflejan la luz del carácter. Por lo que se observa que el gran poeta cómico, como Moliere, no trata de determinar a su personaje a través de una multiplicidad de rasgos característicos. De tal suerte, el análisis psicológico encuentra cerrada toda entrada a su obra. Para el interés de dicho análisis no tiene nada que ver el hecho de que en el Avare o en el Malade
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imaginaire la avaricia o la hipocondría sean hipostatizadas y puestas en la base de todas las acciones. Esos dramas no enseñan nada sobre la hipocondría ni la avaricia; lejos de hacerlas comprensibles, las representan en forma cruda y simplificada, y si el objeto de la psicología es la vida interior del hombre empíricamente entendido, los personajes de Moliere no le pueden servir ni siquiera como puntos de apoyo. En ellos el carácter se despliega luminosamente en el esplendor de su único rasgo, que no permite subsistir a ningún otro visible junto a sí, sino que lo anula con su luz. La sublimidad de la comedia de caracteres reposa sobre este anonimato del hombre y de su moralidad incluso mientras el individuo se despliega al máximo en la unicidad de su rasgo característico. Mientras el destino desarrolla la infinita complicación de la persona culpable, la complicación y fijación de su culpa, el carácter da la respuesta del genio a la mítica esclavitud de la persona en el contexto de la culpa. La complicación se convierte en simplicidad, el destino en libertad. Porque el carácter del personaje cómico no es el fantoche de los deterministas, sino el fanal bajo cuyo rayo aparece visiblemente la libertad de sus actos. Al dogma de la natural culpabilidad de la vida humana, de la culpa originaria, cuya fundamental insolubilidad constituye la doctrina y cuya ocasional solución constituye el culto del paganismo, el genio opone la visión de la natural inocencia del hombre. Esta visión permanece a su vez en el ámbito de la naturaleza, pero los conocimientos morales están tan próximos a su esencia como la idea opuesta lo está a las formas de la tragedia. Pero la visión del carácter es liberadora bajo todas las formas: está en relación con la libertad (como no es posible mostrar aquí) a través de su afinidad con la lógica. El rasgo de carácter no es por lo tanto el nudo de la red, sino el sol del individuo en el cielo incoloro (anónimo) del hombre, que arroja la sombra de la acción cómica. (Y esto
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sitúa la profunda observación de Cohen de que toda acción trágica, por sublime que se alce sobre sus coturnos, arroja una sombra cómica sobre un contexto más pertinente.) Los signos fisiognómicos, como los demás signos divinatorios, debían servir necesariamente para los antiguos sobre todo para la investigación del destino, conforme a la supremacía de la fe pagana en la culpa. La fisiognómica, como la comedia, fueron manifestaciones de la nueva edad del genio. La fisiognórnica moderna muestra aún su relación con el antiguo arte divinatorio a través del estéril acento moral de sus conceptos, así como también por su tendencia a la complicación analítica. Justamente en este sentido han visto mejor los fisonomistas antiguos y medievales, que entendieron que el carácter puede ser captado sólo bajo pocos conceptos fundamentales, moralmente indiferentes, como los que trató de fijar, por ejemplo, la teoría de los temperamentos.
ÍNDICE
SOBRE ALGUNOS TEMAS EN BAUDELAIRE . .... ..... ... ........ ......... . ... .. .... .
7
TESIS DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA ..•............•...•.•.....••.•..••.•.••.•..
59
FRANZ KAFKA •••· •••• ••••·•••••••••·•••·•··•· •··•·•····•··•··•• •·• ·••··••• •···• •·•·
73
Potemkin ..................................................................... 73 Un retrato de infancia ................................................... 82 Un hombrecito jorobado .. ... .. .... ... ... ..... ....... ........ ... .. ... .. 92 Sancho Panza ............................................................ 101
190
LA TAREA DEL TRADUCTOR ••.• •. ••• . . •. ••. . .. •. .•.• .. .• . •. •... •. •• .••. •. •••...•
109
SOBRE EL LENGUAJE EN GENERAL Y SOBRE EL LENGUAJE DE LOS HOMBRES .•.
127
SOBRE LA FACULTAD MIMÉTICA .........•••.............•.. •..•.............••..
149
PARA UNA CRÍTICA DE LA VIOLENCIA •••.•..•.••••.•.••.••••••.••...•...••.••..
15 3
DESTINO y CARÁCTER •• .. •• •• •••• •• .••••• •. •. .. ••• .. . . ••• . . .• •. . . . •• ••••. •.• •. ..
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Se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 201 O en los Talleres Gráficos Nuevo Offset Viel 1444, Ciudad Autónoma de Buenos Aires Tirada: 2.000 ejemplares