En los umbrales de la vida Interior MEYER

August 15, 2017 | Author: escatolico | Category: Prayer, Penance, Soul, Divine Grace, Love
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Descripción: Por sus pensamientos, redactados en gran parte aforística y sentenciosamente, el alma se centra en los punt...

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Este opúsculo de la Co­ lección PARA RELIGIO­ SAS, y su Sección bolsillo que t a n extraordinario éxito está obteniendo tan­ to en España como en Iberoamérica, introduce a la religiosa en los um­ brales de la vida interior. Por sus pensamientos, redactados en gran parte aforística y sentenciosa­ mente, el alma se centra en los puntos claves de la ascética, que el autor to­ ma de la liturgia, de la teología tradicional y de la experiencia religiosa de las grandes almas, entre otras del doctor de la Iglesia, San Buenaventu­ ra (Memorialia). Una lectura atenta, bre­ ve y animada de buena voluntad en los ratos li­ bres, llevará insensible­ mente a las almas hasta el santuario del amor di­ vino.

EN LOS UMBRALES DE LA VIDA INTERIOR VERSION DE LA SEGUNDA EDICION ALEMANA, POR EL

R. P. JOSE LUIS ALBIZU, 0. F. M.

EDICIONES STVDIVM BAILEN,

19

M A D R ID . 13

INDICE Págs.

Prólogo .......................................................................... El cántico de la con fian za.................................... ¿E n tre som bras y c ad e n as?................................ V ida del espíritu, no de los sen tid os............... V acaciones de to d as la s c ria tu ra s........................ C o n trita y h u m illada, confieso........................... C am in a con cu id ad o ..........,..................................... Y J e s ú s c a lló ............................................................. M ejor es la obediencia que el sacrificio (1 S am 15, 22) .............................................................. L a lu ch a con el ad v e rsa rio .................................... El deber de o r a r ......................................................... H ab la poco sobre tu vida in terio r.................... L a libertad in terio r.................................................. ¡ S i no hubiera que s u fr ir ! ................................ B en d ita sea tu p u re za............................................. ¿M en o sp reciad a en el convento?........................ No a mí, sino a tu nom bre se a todo h on or y bendición ................................................................... Vive y obra en D io s................................................. C am in a en D io s......................................................... D ios m ira a los h u m ildes......................................... Y sobre to d as la s d em ás cosas, revestios de la carid ad (Col 3, 14)......................................... L a p az sea con vosotros (Le 24, 36).................... G océm onos y regocijém on os y dém osle g lo ria (Apoc 19. 7)..................................................................

5 7 12 17 22 26 29 34 38 43 48 53 60 66 74 78 82 89 93 96 100 106 H3

im prlm atu r: F r.

B e r n o ld

K u h lm a n n ,

O.

P.

M.

Min. Provlia. Nihil obstat: M a r tín A r r o y o .

Censor. Im prlm atur: J osé M a r í a ,

Obispo, Vic. Cap., S.

Madrid, m arzo 1964.

Es traducción de la segunda edi­ ción alemana, publicada por Verlarg j . Schnellsche Buchhandlung (C. Leopold) Westíalen (Alemania), con el título TORE ZUM INNEREN LEBEN. EDICIONES STVDIVM ©

J u lio

G u errero

C arrasco

IMPRESO EN ESPAÑA

19 6 4

N .o d e R e g is tr o : 835-64

D e p ó s ito l e g a l :

M . 6.065.— 1964

BoUfios T A g u ila r, S . L . - G ral. S a n ju r jo , 20. - M adrid

PROLOGO Este opúsculo, octavo de la colección Libritos de bolsillo para las religiosas, introduce a la religiosa en los umbrales de la vida interior. Por sus pensamien­ tos, redactados en gran parte aforísti­ ca y sentenciosamente, el alma se cen­ tra en los puntos claves de la ascética, que el autor los toma de la liturgia, de la teología tradicional y de la experien­ cia religiosa de las grandes almas, en­ tre otras del doctor de la Iglesia San Buenaventura (Memorialia). Una lec­ tura atenta, breve y animada de buena voluntad en los ratos libres llevará in­ sensiblemente a las almas hasta el san­ tuario del amor divino.

Münster (Westf.), 4 de octubre de 1948. Fiesta de San Francisco de Asís. D. V.

EL CANTICO DE LA CONFIANZA

JjAS

a l a s d el a l m a

El buen Dios ha dotado de alas al alma, pero cuántas veces las tenemos abatidas por cansancio, tedio y acedía. Faltan alientos para batirlas. Contem­ plamos las altas cimas y el miedo nos retrae. O lo que es peor, miramos muy poco a las altas cimas que debiéramos tener siempre ante los ojos, a saber: las cimas del poder y de la bondad de Dios. Si tuviera conocimientos más claros, el alma emprendería el gran vuelo. ¡ Oh, infinito abismo del amor y del poder de Dios que desde los días de nuestra in­ fancia nos envuelves más que el aire y los rayos del sol! ¿Cómo es posible que e olvi(iemos? Nosotras, religiosas, espe-

cialmente llamadas a la santidad, somos los niños mimados de la divina Provi­ dencia. Y ¿dudaremos todavía del amor de Dios, vacilaremos en entregarnos a Él? ¿No confiaremos?

La

in v it a c ió n

«Venid a Mi todos..., Yo os aliviaré» (Mt 11, 28), es decir, Yo os elevaré a las cumbres de la virtud. Ninguna ac­ tividad ad extra, nos dice Dios, me es más agradable que la de dirigir las al­ mas inmortales a la santidad. Yo pon­ go todo mi poder a vuestra disposición. Venid todos los que estáis abatidos de ánimo, todos los que habéis perdido la confianza. Mirad, hasta ahora pusis­ teis vuestra esperanza en vosotros mis­ mos, cuando en el hombre no hay sino impotencia y fragilidad. Venid, dejaos abrazar por mi caridad y el poder de mi brazo os levantará.

P lena

c o n f ia n z a

Una confianza plena hace prodigios. Una confianza plena fascina a Jesús y le arrebata todas las gracias de su co­ razón. Con mil pesetas puedo comprar más que con cién: con una mayor con­ fianza puedo conseguir más gracias que con la duda y el temor. La plena con­ fianza es la moneda con la que puedo comprar la preciosa gracia de una santa vida. «¡Poned vuestra confianza en Dios, hijos míos!» «¿No valéis, acaso, mucho más que los gorriones?» (Mt 10, 31). Dios cuida del último pajarillo y ¿se olvidará de vosotros? ¿Dejará Él de escuchar vuestras plegarias y peticio­ nes? Imposible, porque Dios es amor y quiere que todos seamos conformes a la imagen de su divino Hijo

C o n f ia n z a

h u m il d e

Dios se complace en distribuir sus beneficios entre los pobres, los débiles y necesitados. ¡Si nos acercáramos a Él con humilde confianza! Dios no ha ES

LOS

UMBRALES...

2

cambiado, aunque nosotros hayamos re­ sistido a su gracia Ahora como antes, Él es el piélago infinito dei amor, el amigo de los pecadores, el médico de los enfermos. ¡Oh, cuántas almas re­ cuperarían su dicha y alegría y se tor­ narían muy pronto fervorosas si ali­ mentaran en su interior el sentimiento de una humilde confianza* La confianza nos pone en la pista de las gracias perdidas y nos restablece rápidamente en el dichoso estado o en la satisfactoria condición de una amis­ tad íntima pasada. Dios se deja buscar. Sea que movido por sus insondables de­ signios se haya retirado o que el alma le ha perdido de vista con su resistencia a la gracia, Dios se hace buscar. Y quien quiera hallarle pronto, abrigue en su pecho unq. iiiTnitfl/ifl. confianza en su bondad y misericordia. Los SANTOS

LLAMAN

No ahondamos suficientemente en las vidas de los santos. En otr? caso nos sentiríamos sobrecogidos por el miste­ rioso hálito divino que las impregna y

por esa confianza y familiaridad que ellos tuvieron con Dios. Según la vo­ luntad de Dios, las vidas de los santos deben comunicar como un nuevo im­ pulso primaveral a las almas, darles alas para no arrastrarse en el polvo de la duda, de la mcerlidumbre, de las rastreras caídas y elevarse como águi­ las a las alturas de una vida religiosa valiente, osada, confiada y decidida. Si los santos nos hablaran desde los collados eternos, pensando sin duda, en su pasado, nos dirían a voz en cue­ llo: « iCoraje, hermanos! ¡Confiad!» Y el eco de su arenga debiera resonar en tu alma. Di, pues, al Señor: «¡Oh, Jesús, no quiero ya más reservarme! Confío, confío. Robustece mi esperanza e hincha mi corazón de confianza, como henchiste las almas de los san­ tos». C o n f ia n z a

contra

v ie n t o

y

MAREA

Cantemos el maravilloso cántico de la confianza que registró el Apóstol San Mateo en el capítulo VI de su

Evangelio. Confiemos en el Salvador presente en la Eucaristía. Todo lo pode­ mos obtener de Él, si perseveramos en diálogo con Él. Confiemos en los supe­ riores, que son los representantes de Dios. Confiemos en las Sagradas Escri­ turas, que encierran la palabra de Dios. Confiemos en nuestras hermanas, que son templo y habitación de Dios. Con­ fiemos en la amargura del dolor y del sufrimiento, que son envíos de Dios. Confiemos en los sucesos de cada día, que son disposiciones de la bon­ dadosa y pedagógica Providencia de Dios. Confiemos en la comunidad con­ ventual que profesa una misma fe, una misma esperanza y una misma caridad y es una asamblea reunida y santificada por el mismo Dios. ¿ENTRE SOMBRAS Y CADENAS? ¿ N o ch e o

d ía ?

El pecado mortal es tiniebla, dice San Agustín, y la vida interior es luz, dice la fe. ¿Pueden coexistir en el alma el día

y la noche, la oscuridad y la luz? ¡Qué horrorosas son esas noches en que ni si­ quiera parpadea la estrella de la con­ fianza en Dios! ¡Qué terribles las no­ ches en que un firmamento negro y sin estrellas se comba sobre la miseria del hombre pecador! ¡Pobres almas, si en esta condición se encuentran entre los muros de un convento! No crea na­ die ser alma de vida interior, si no abandonó completamente y para siem­ pre esa oscura noche. A

LAS PUERTAS

Quien está dominado de grandes pa­ siones y se empeña poco en combatir­ las, está a las puertas de la noche. Co­ rre el inminente peligro de perder la luz de la gracia y de precipitarse en las tinieblas. Su vida interior no tiene consistencia. No puede aprovechar con reposo y seguridad la luz que le pro­ viene de la fe, de los sacramentos y de la oración.

¿E n

cadenas?

¿Quién no ha contemplado a la alon­ dra que, arrojando trinos de alegría y de amor, corta el aire y asciende dere­ chamente a las alturas? Estas son las almas que, libres de las ligaduras de las pasiones, se elevan orando y can­ tando en alabanza del Señor. Pero ¿quién no sabe que muchas almas es­ tán en sus cuerpos encerradas como en oscura mazmorra y entre cadenas? No es ciertamente por culpa del cuerpo, que ha sido creado para el alma, que lo vivifica y espiritualiza. Es culpa de las pasiones, que son las cadenas del alma y la atan fuertemente al polvo de la tierra. S u b o r d in a c ió n

Dios quiere ser el único dueño y se­ ñor del alma. Las pasiones como la naturaleza humana en general, pueden y deben también reinar pero en com­ pleta subordinación a la voluntad de Jesús. El divino Rey de las almas no admite parcelas ni rincones dominados

por sus enemigos. El alma experimenta­ rá el poder de su soberanía cuando so­ meta todas sus pasiones o llegue al me­ nos a calmarlas y sujetarlas. L as

c a d e n a s r e c h in a n

Quien desea de veras santificarse tie­ ne por delante mucho que hacer. Tiene, en primer lugar, que domeñar sus pa­ siones. No puede pensar: «No sé si me­ teré horas extraordinarias o dejaré a media tarde el trabajo». No puede decir: «Me es igual hacer la culpa que dejarla de hacer». Ni tampoco: «Estoy dispuesto a hacerlo; pero que tengan los superiores una palabra de reconocimiento... ¡Un poco de tacto, siquiera!» ¿Lo oyes bien? Todas esas ideas son cadenas que re­ chinan y atan fuertemente al alma. En esta alma Jesús no es todavía el rey so­ berano y el dueño absoluto. V

is t a z o s

hondos

El amor busca el bien, el temor huye del mal. Así, pues, me pregunto: ¿Qué bien busco yo? ¿De qué mal huyo? ¿Bus­

co el verdadero bien? Y si no, ¿tras qué corro? ¿Huyo del verdadero mal? Y si no, ¿de qué males huyo? Una sincera y atinada respuesta a estas preguntas re­ quiere echar hondos vistazos al alma. Quien ama y teme ordenadamente, ha vencido todas sus pasiones

¿Lo

EN TIE N D E S?

Todo el que vive en el retiro de un convento halla al cabo del día momen­ tos de reposo espiritual, en los que se exploran los fondos del alma y se en­ tretienen íntimos coloquios con Dios. Con frecuencia sucede en estos momen­ tos que la gracia ilumina con sus colo­ res los entresijos del alma como los ra­ yos de sol los campos en la primavera. El alma orante conoce entonces su es­ tado y condición. Pero aun sin contar con estos momentos especiales, el silen­ cio y la paz conventuales ayudan mu­ cho mejor que el tráfago del mundo a un profundo conocimiento de sí mismo. Ahora bien, una vez conocidas las fron­ dosas vegetaciones del mal en el alma,

preciso es aplicar sin compasión la hoz para desbrozarla y dejarla presta para la gracia. Hay algunos que se entretie­ nen demasiado en sus pensamientos: Primero, dicen, tengo que conocer mi pasión dominante y luego obraré en consecuencia. Falso es esperar de esta manera. Quien inmediatamente corta y quema, llega antes a conocer su pa­ sión dominante que quien espera a la hora de las grandes luces Los días son cortos y la vida discurre a prisa como una nubecilla que luego se disipa en el horizonte.

VIDA DEL ESPIRITU, NO DE LOS SENTIDOS

V

ela sobre tu s o jo s

Pon un guarda a tus ojos para que no estén m erodeando por doquier. Pres­ ta atención y haz que tus miradas no se posen en cosas que no son necesarias o no conviene verlas sin razón suficiente. Renuncia incluso a muchas miradas lí­

citas o inocentes, a fin de que seas due­ ña y señora de tus ojos. Somete tu vista a una disciplina rigurosa, militar, diría yo. Nunca te arrepentirás de ello. El guarda de tus ojos son los párpa­ dos, que siempre velan mientras duer­ mes y hacen más hermosos tus ojos al despertar. Y la misma vigilancia debes observar durante el día. ¿Por qué fue­ ron tan bellos los ojos de los santos, por qué tan radiantes y sobrenaturales, sino porque los párpados los preserva­ ban del polvo de las criaturas y por­ que estaban abiertos a la luz purísima y blanca de la gracia que alumbraba su vida interior? Si quieres ser alma interior, pon guar­ da a tus ojos. No les dejes divagar, con­ sérvalos puros, brillantes, nítidos, para que tu alma sea también pura, brillante y nítida. D

o m in a l a

gula

La austeridad en el comer y en el beber contribuye a la salud del cuerpo y del alma. La mortificación de la gula da salud, energía y placer de vivir. Ja­

más se siente más lozana y vivaz el alma como cuando el hombre guarda los límites razonables en la comida y en la bebida. La vida interior no es ni pan ni vino, sino gracia. La vida interior se desarrolla a medida que se desarrolla la espiritualidad, es decir, las faculta­ des superiores de la persona humana, mientras que decrece y se atosiga con el desordenado apetito de comer y de beber. C ie r r a

tus

o íd o s

La buena religiosa no anda a la es­ cucha de todo lo que ocurre en el mun­ do, ni se apaña de mil ingeniosidades por satisfacer su deseo de novedades. Es abierta a todo lo que hace a su pro­ fesión o a su oficio, pero no abierta al mundo y a sus vanidades. Lo que tiene que oir, lo escucha con precaución y modo, reprimiendo sin vacilación lo que sólo sirve de fomento a la curiosidad. No quiere en sus oídos el runrún del mundo, porque los oídos de su espíritu deben estar abiertos y atentos a la voz del Señor, que le dice: Audi filia/ (Es­

cucha, hija mia, y presta atención) (Sal. 44). Y Dios habla con ella como un amigo con su amigo, como el padre con la hija. La buena religiosa tiene un oído finísimo para el mundo de la gracia. SÉ

RIGU RO SA CONTIGO

El hombre interior pone un guarda a su tacto, al sentido de la suavidad, de lo blando, de lo muelle. Evita la delica­ deza en el dormir, en el sentarse, en los vestidos. Prefiere lo austero, lo duro y cierta rigidez, porque tras la molicie y la blandura está de acecho el pecado. Ahoga en su raíz toda relación senti­ mental con los jóvenes y con las perso­ nas de otro sexo. Mimos, tocamientos y otras mundanas y libres maneras, que, con frecuencia, son ambiguas o peca­ minosas, le son ajenos. Discierne a la legua lo que procede y lo que es velada sensualidad, y ésta nunca sale favore­ cida en sus maneras y en su porte.

D

om eña

la

lengua

El mucho hablar es fuente de muchos males. Si en el mundo se hablara me­ nos y se obrara más, mejor andarían las cosas. También en ios conventos se desenvolvería con más garbo y vigor la vida interior si se dominara la len­ gua más de lo que se hace. El hablar es necesario donde, cuándo y cómo; pero el obrar es siempre necesario y fructífero. Los inferiores y súbditos pueden es­ tar ciertos de que el trabajo, el silencio y la oración les va mucho mejor que las charlas, a ellos y a toda comunidad. En el silencio del recogimiento brotan los grandes pensamientos y se forjan las almas santas. Hablar de cosas innece­ sarias o inútiles es ocupación de niños y de gente poco madura. Las personas serias, inteligentes y espirituales, prefie­ ren dar al mundo el oro de sus pensa­ mientos que la ganga de la escurrilidad, de la charlatanería y del hablar por hablar. Pero el oro es raro; brilla en la os­

curidad y en el secreto. La ganga, por el contrario, abunda en el mundo y cada día se acumulan montañas sobre montañas de ella.

VACACIONES DE TODAS LAS CRIATURAS

L

a

n atu raleza

y

la

g r a c ia

El corazón es engañoso y falaz. Tiene algo de robusto y de genial, pero se tor­ na ligeramente al mal y al bien. El co­ razón es la morada de las malas pasio­ nes y una camarilla de la caridad fer­ viente. Hoy será fuerte como el hierro, mañana se derretirá como en un horno. El odio y el amor, la envidia y la gene­ rosidad, la alegría y la tristeza: todo nace allí, desemboca allí y se turnan con relativa facilidad. Vela, pues, sobre tu corazón y cada una de sus palpitaciones. No seas in­ genua ni suspicaz ni quejumbrosa. Es­ tudia bien, primero, tu corazón. ¿No

tienes una lupa para mirarlo, un car­ diógrafo para medir sus pulsaciones, un bisturí para analizarlo estría a estría? Entonces te recomiendo que leas el ca­ pítulo LIV del libro tercero de la Imi­ tación de Cristo, compuesto por To­ más de Kempis, diestro conocedor del corazón humano. Léelo con atención y reflexión y serás más clarividente que muchos. E

l lado e te r n o

de l a s c o sa s

Todas las cosas y todas las ocupa­ ciones de este mundo tiener un lado de dimensiones eternas. Es el reverso infi­ nito de todo lo creado que debe estar bien grabado en nuestros corazones. Así, ellas no nos estorban, antes favorecen la vida interior, ayudan al hombre a concentrarse en lo celestial y le dan una unidad de dirección en los movimientos. Sólo

con

Dios

La soledad del corazón ha de ser en realidad un estar juntos, íntimo y fa­ miliar del Creador y de la criatura. Si

otras muchas criaturas comparten el corazón, la intimidad padece y el re­ poso se alborota. Entonces el alma llega a sentirse, por fin, sola, pero con una soledad que es abandono, desilusión, vacío y tedio de la existencia. Las mu­ chas criaturas a que el corazón se afi­ ciona impiden las finezas del amor de Dios. No pienses que esa soledad y aparta­ miento de todas las criaturas sea tan sublime y levantada que Dios no la exi­ ja rigurosamente de nosotros. ¿Quién que aspira a la cantidad se detuvo en distinciones acerca de lo estrictamente obligatorio y de lo imprescindiblemen­ te necesario? Y, además, por encima de todo, truena todavía en las almas la voz potente del Sinaí, que en el primer mandamiento del Decálogo dijo: «Yo soy tu señor y tu Dios. No tendrás fal­ sos dioses junto a mí. No talles ni es­ culpas imágenes que adorar...» Dios puede hablar con el alma a so­ las y plácidamente como una madre con el hijo de sus entrañas; pero es también capaz de tronar desde el Sinaí para desprender al hombre de las cria­

turas y hacerle temblar en su presen­ cia. L ib r e

de c a d e n a s

Las almas desprendidas de todas las aficiones desordenadas a las criaturas se sienten como libres de toda cadena. Disfrutan de aquella libertad interior que se llama la libertad de los hijos de Dios. Y porque son libres, se elevan fá­ cilmente y en gozoso vuelo se acercan a Dios. En el hondón del alma radica su fuerza principal, que es la nostalgia de Dios. ¿Cómo no va a desarrollarse en toda su plenitud ahora que las criatu­ ras no la distraen y arrebatan? ¿Cómo no ha de tender enteramente a Dios ahora que está libre de todo peso de lo creado? San Buenaventura que conocía este estado de alma por propia expe­ riencia, dice con mucha razón: «¡Date ahora enteramente al Creador! ¡Repo­ sa ahora en callada unión con Dios!»

EN LOS UMBRALES..

3

CONTRITA Y HUMELADA CONFIESO... El

e s p e jo de l a

H is t o r ia

La religiosa que estima todavía los ideales de su orden, admira la austeri­ dad de vida que se llevó en tiempos de la Madre Fundadora, y contempla la primavera de virtudes que floreció en­ tonces en todas las casas de la orden, y queda tan confusa como una mujer de edad avanzada que recuerda ante el es­ pejo los años de su juventud.

O bservarse

con

calm a

Para los santos eran todos y cada uno de los días como una preparación para la confesión, un examen de con­ ciencia, un observarse a la luz de los ideales y un examen crítico de todo lo que chocaba con le perfecto y lo santo. Las almas que les imitan están siempre

preparadas para la confesión y aprove­ chan con toda resolución los días de confesión. Pronto se acusan y pronto terminan, confesándose mucho mejor que otros para quienes el Sacramento de la penitencia es duro y pesado. No

ENGAÑARSE

¿Quién no siente de cuando en cuan­ do el tedio y la acedía espiritual? ¿No se halla a menudo el alma como un viñe­ do o un trigal, donde cayó el pedrisco? Y ¿no parece, a veces, que hasta los úl­ timos frutos del otoño están tocados de la niebla y de los primeros fríos del in­ vierno? Y los pensamientos vuelan con alas negras, como bandadas de corne­ jas que graznan en abandonadas tie­ rras. Sí; ¡cuán desolada, reacia, fría, disi­ pada y arisca puede sentirse el alma que, después de largas horas de trabajo en la escuela o en el hospital, se prepara para la meditación o para la confesión! Mirándolo desde el punto de vista pu­ ramente natural, no es de extrañar.

Y sería malo engañarse, considerándo­ lo desde el punto de vista sobrenatural. No siempre se trata de culpa. Muchos casos de éstos se explican sencillamen­ te por fatiga y agotamiento.

C o n f e s ió n

a

D io s

La fe obra en el confesonario verda­ deros milagros. Todo se puede decir al confesor, cuando se cree en su digni­ dad y misión sobrenaturales. Al arro­ dillarse a los pies del confesor, puede uno cerrar los ojos y decir: «Ahora me postro de rodillas ante Dios y se lo digo todo. Él lo sabe todo: ¿voy yo a ser re­ ticente y mirado en acusarme? Abrase de par en par mi alma». Tal es de he­ cho el gran medio y, para muchas re­ ligiosas, el único camino para abrir su corazón, para abrirlo de par en par, rompiendo con la praxis de recelar sin suficientes razones la verdad.

El

m ejo r

manual

de e x a m e n

Tú puedes hacer por ti misma el me­ jor examen de conciencia sin necesi­ dad de tomar un manual de examen en la mano. El mejor libro es el alma. Quien aprende a leerla, descifra pronto todos los caracteres escritos con tinta indeleble sobre sus vicios y virtudes.

¡CAMINA CON CUIDADO! LOS LÍMITES ESTABLECIDOS

¿Quién osará poner en entredicho ni criticar las relaciones que la religiosa debe por su misma profesión tener con el mundo y las personas de otro sexo, la vida y los trabajos que desarrolla en las escuelas, en los hospitales e incluso en la mendicación para las propias necesidades y para socorrer a los pobres, enfermos y desamparados? ¿Quién, por el contrario, no alabará todo esto? Lo que la religiosa debe evitar

con todo esmero son las relaciones con

las personas de otro sexo que se enta­ blan sin saberlo las superioras y sin permiso de las mismas. Debe evitar, asi­ mismo, la desenvoltura en las palabras y en los modales, guardando siempre la debida compostura, huyendo del trato demasiado frecuente, que, al fin, llega a buscarse artificiosamente y que arre­ bata la libertad interior y la indepen­ dencia del corazón, y teniendo la cau­ tela de la oportunidad del tiempo y del lugar. Todo es susceptible de abuso.

L as

flores

del

c a m in o

Los niños y las niñas son como las flores del camino. Se les contempla a gusto, porque son puros, inocentes, can­ dorosos y poseen un encanto casi Irre­ sistible. Los niños son como las estrellas del cielo, que alumbran con sus rayos de consuelo las negruras morales del mun­ do. Pero las flores son delicadas y luego se marchitan y ajan, se arrancan fácil­ mente, y fácilmente se pisan, Y las es­ trellas caen de cuando en cuando del

cielo en lejanos arenales, en la inmensi­ dad de una estepa o en la espesura de una selva virgen, sin que ya más nadie se preocupe de ellas. Pero lo más lamen­ table es que algunos juegren con las flores y las estrellas, hundiéndose en desordenados afectos a los niños.

¿ E ducadora

madura?

En el trato con los niños se ha de aprender el difícil arte, por el que se convierten en fructíferas para ambas partes las relaciones de la religiosa y de los niños. Este arte no se aprende sin una constante autodisciplina. Los niños son personas no maduras. Si se quiere hacer de ellos algo bueno, pre­ ciso es que haya junto a ellos personas maduras, educadoras que posean carác­ ter. Las religiosas que aspiran seriamen­ te a la virtud llevan una vida intacha­ ble y limpia, se guían en todos sus tra­ bajos por la obediencia y poseen, ade­ más, cualidades pedagógicas, son los guías natos de este enjambre alegre y bullanguero. Ellas pueden consagrarse

a la juventud, sin temor de que padez­ can detrimento en sus almas. Su propia manera de ser, disciplinada y ordenada, les da el sentido de los límites que ja­ más osan traspasar. ¡D

é ja te

g u ia r !

Al confesor se le ha de mirar con ojos de fe, cosa que, por desgracia, no es tan frecuente. Lo que dice el sacerdote en el confesonario, aunque no sea sino una sencilla máxima, lleva en sí la nota sa­ grada del Sacramento. Quien le escucha con fe y la pone en práctica, como si fuera la voz del Salvador, no puede ex­ traviarse. Es cierto que hay una diferencia en­ tre el confesor prudente y el de una vida interior un tanto desarreglada; pero la palabra del sacerdote, breve, clara y seca, si es preciso, no dejará jamás de surtir efecto, si se la sigue obediente­ mente. Este hecho lo vemos confirma­ do en la vida de muchos santos y de las almas fervientes. La fe y la obedien­ cia suplen con creces las deficiencias de una dirección espiritual e incluso la ca­

rencia de toda dirección, de que muchas veces carecen las religiosas durante años. Dios así lo ha dispuesto en sus designios insondables. H

ablar

po co

y

obrar

No hace falta mucha dirección, pero sí mucha tensión, mucho esfuerzo y mucha voluntad para poner en prácti­ ca lo que se sabe de ia vida espiritual. Mira cómo las almas verdaderamente decididas y fervientes corren a gran­ des pasos, sin mucho hablar ni pre­ guntar. Sus ojos están puestos en el divino Salvador, en su Santísima Ma­ dre y en los ejemplos de los santos y de los héroes. Estos son sus grandes guías. ¿Quién no ve la importancia enorme que tiene esta dirección espi­ ritual, poco amiga de palabras y fe­ cunda en hechos? La

señal

Es una gran gracia poder tratar con personas verdaderamente espirituales, pero demos también gracias a Dios por

los ejemplos de todos los que mucho an­ tes que nosotros corrieron el camino de la vida terrena y que brillan todavía como luceros en el cielo de la Iglesia. Démosle, asimismo, gracias por los ejemplos de las personas piadosas, que conocemos en el convento y en el mun­ do. Todos ellos son la señal para las al­ mas que buscan, la orientación para los que no saben a punto fijo dónde se ha­ llan. En los tiempos actuales, en que tanto se habla y se vuelve a hablar, el ejemplo, callado, pero elocuente, tiene una gran misión que cumplir.

Y JESUS CALLO S oledad

sagrada

¿Estimas también tú la soledad del convento y el santo silencio, sin el que en ninguna parte hallarás los encantos de la soledad? ¡Qué sedantes son los conventos, donde los tránsitos, las cel­ das y las oficinas callan, donde el há­

lito de la devoción y del recogimiento lo envuelve todo como las volutas de incienso, donde viven personas, en cu­ yos rostros se trasluce la dicha y el gozo acumulados en el alma en las largas horas de silencio! El retiro conventual es amable como Belén, como Nazaret, como la sala de la Ultima Cena, como el Santo Sepulcro B

e n d ic io n e s

del

s il e n c io

En cierto convento leí en una tabli­ lla colgada de una pared: Donde reina el santo silencio, rei­ nan la vida interior, la disciplina con­ ventual, la caridad fraterna, el espíritu de oración, la tranquilidad de las con­ ciencias, la paz del cielo y la suave y sabrosa presencia de Dios. N o d r iz a

de

la

s a n t id a d

El retiro conventual nos conserva le­ jos del mundo, nos permite escuchar la voz de Dios, nos hace entrar en nos­ otras mismas, detestar nuestros peca­

dos y corregirnos, nos introduce en el trato íntimo con el divino Redentor y eleva nuestras almas por encima de sí hasta las cosas celestiales y divinas. La soledad ha sido considerada inmemo­ rialmente como la nodriza, por así de­ cirlo, de la santidad. Llegará el tiempo en que nuestro cuerpo guardará el ma­ yor retiro en la soledad de una tumba. ¿No es precisamente ése el tiempo en que el alma, libertada de las cadenas de lo corpóreo y material acabará por santificarse en el purgatorio o volará rauda al empíreo, al país de los santos?

N

oches

calladas,

noches

santas

Todo un ejército de mujeres valien­ tes, entusiastas por sus ideales, está de pie cada noche en el coro o a la cabe­ cera de los enfermos. Unas adoran al Salvador eucarístico, otras al Salvador enfermo, y no faltan quienes adoran al Salvador maestro, a aquéllas me refie­ ro, que, tras intensas y agotadoras jor­ nadas de clase, sufren horas de insom­

nio o tienen que trabajar hasta muy entrada la noche o que recuperan las fuerzas necesarias para emprender al día siguiente la jornada con la pun­ tualidad y fidelidad de todos los días. ¡Con qué gusto elevarían también éstas sus manos a Dios en la oración de la noche! Y ¡cuántas envían sus afectos al cielo desde el lecho de sil descanso! Sobre ellas recaen las bendiciones di­ vinas. D

e vela

Algunas prácticas antiguas y senci­ llas, por ejemplo, la de la vela noctur­ na, están muy por encima de las sofis­ ticaciones de la moderna ascésis, que busca tratar a las almas con pañitos calientes y con las manos enguantadas de armiño. Aprovecha, pues, las noches de vela. Clava tus ojos en el divino Re­ dentor, que vela contigo en el Taber­ náculo, y ocupa tu tiempo con actos de paciencia y de amor. Si así haces, sal­ drás fortalecida y espiritualmente re­ novada de esas noches largas de silen­ cio y de soledad.

MEJOR ES LA OBEDIENCIA QUE EL SACRIFICIO (1 Sam 15, 22) T

oma

en

s e r io

lo s puntos

C A PITALES

Con los principios básicos de la regla está de pie o cae la vida de la orden o de la congregación religiosa. Donde no se observan, tambalean los cimientos del convento. La historia de la Iglesia es testigo. No todos Jos conventos en ruinas acusan la falta de observancia de las reglas de los moradores anterio­ res, pero aquí y allí se ven ruinas sinto­ máticas de la descomposición espiri­ tual que sufrieron las comunidades en cuestión. Dios lo ve todo, y cuando los religio­ sos y las religiosas osan pisotear sin escrúpulos los puntos capitales de la santa regla, Él se enciende en ira, como dice el salmista, y, después de haber de­ morado largo tiempo el castigo, hace

llover la desolación. Llegan tiempos en los que la obediencia en cosas serias está a punto de no ser tomada en serio, en los que a sangre fría y total indiferen­ cia se desprecia o abandona lo que las generaciones anteriores estimaron y conservaron con cariño. El espíritu del tiempo es, a veces, como la tempestad que furiosamente zarandea las copas de los árboles, y, a veces, como una at­ mósfera envenenada que atosiga insen­ siblemente. Seamos nosotras obedientes, si es que amamos nuestra orden, en los puntos capitales. El infortunio puede estallar pronto. L

a

o b e d ie n c ia

en

las

cosas

PEQUEÑAS

La perfección y la santidad son flo­ res que sólo crecen en los campos de la gente humilde, porque, como dice el salmista (Sal. 112, 5), Él atiende a lo pe­ queño y humilde, a lo que el mundo no presta atención. La grandeza de los santos consiste y consistió siempre en su respeto y amor a lo pequeño. Las

pequeñas prescripciones de la regla hi­ cieron grandes a los santos y a las san­ tas de las órdenes religiosas. ¿Por qué entonces sueño con otros actos de obe­ diencia y de virtud, cuando la cons­ tante y fiel obediencia en las cosas pe­ queñas supone un alma de temple he­ roico y una subidísima virtud? Aguzaré mi vista para percibir lo grande que se encierra en lo pequeño y para estimar en su debido valor los de­ talles más insignificantes de la vida. ¿No valen, acaso, las pepitas de oro? ¿El

e s c o llo de la edad?

El divino Salvador se oculta detrás de cada superior, a veces de una mane­ ra casi invisible para ésta o aquella súbdita. Sólo la fe que sobrenaturaliza la obediencia es entonces la tabla de salvación. Que sea más joven o mayor que tú, la superiora o la que está al frente de tu oficina es para ti la repre­ sentante del Salvador. Por esto y sólo por esta razón has de someterte. Todo lo demás es de poca importancia para

tu gobierno espiritual. Tienes que re­ avivar la fe y robustecerla Entonces la edad de la superiora no será un escollo para la virtud de la obediencia.

Alm a s

de oro

Las religiosas que son dóciles y dis­ puestas a todos los trabajos, que se de­ jan mandar, corregir y aconsejar, que callan y se mortifican, dichosas con vi­ vir en unión con Dios, son las almas de oro de un convento.

O

b e d ie n c ia

y

respeto

La vida interior puede ser de cuando en cuando objeto de diálogo y de con­ versión entre los superiores y los súb-r ditos. Pero el súbdito ha de cuidarse de intimar demasiado. La familiaridad tie­ ne sus peligros y priva a la obediencia de su carácter sagrado y de su poder santificador. La verdadera y auténtica aspiración a la virtud no se compadece sino con una sola familiaridad, a saCN LOS UMBRALES.

4

ber: la familiaridad con Dios. Por eso el alma se halla entre los hombres sola, pero dichosa de compartir su vida con Dios. No hay religiosa que respete tan­ to a la superiora como la que vive en familiaridad exclusiva con el Señor. No hay religiosa que reverencie tanto a la superiora como la que vive en soledad con Dios. A

lm as

que

tallar

La Iglesia, en el himno de la dedica­ ción y consagración de las iglesias, compara a sus miembros con las pie­ dras de la Jerusalén celestial, que tie­ nen que ser talladas aquí en la tierra. Es éste un trabajo que está dejado a la mano de cada uno. Unas piedras son tan duras como el hierro, otras dema­ siado blandas, otras, en fin, se pulve­ rizan con facilidad. Día tras día empu­ ña Dios el puntero a través de la vo­ luntad de los superiores; pero no to­ das las almas se dejan grabar conforme a la imagen de su divino Hijo. Siempre ha habido religiosas que resisten a las órdenes de las superioras, despotrican

contra ellas, hacen comentarios insidio­ sos, crean el confusionismo, alteran el orden y provocan a la rebeldía y a la desunión. Son almas que, si no cambian, quedarán por tallar durante toda la vida, semejantes a esos bloques de mármol que, completamente brutos o a medio labrar, yacen estorbando en el taller de un escultor.

LA LUCHA CON EL ADVERSARIO El

tentador eterno

Las almas son como ciudades sin mu­ rallas, y el espíritu malo posee ilimi­ tadas artes para disfrazarse y buscarse albergues a su talante. No hay palacio ni choza ni convento que estén segu­ ros de sus asechanzas e intrigas. Él po­ see la llave de todas las puertas, de la capilla, de las celdas, de las oficinas..., y anda unas veces como león rugiente en busca de la presa y merodea otras cauta y arteramente. Poco importa que

no le veamqs con los ojos corporales. Esto no hacé al caso; antes acrecienta el peligro en sumo grado. Nadie es tan aplicado ni está tan al acecho como el espíritu malo. Corre por los lugares áridos, donde ningún otro busca cosa alguna, y en medio de la noche, cuando todo duerme y reposa, halla él a los que no pueden dormir. Sabe presentarse de repente y atemo­ rizar, confundir, adular, hechizar y aguardar. Le conocemos tcdos. Ni si­ quiera ante el Santísimo Sacramento se detiene. Cuando Jesús mora por la Eucaristía en los corazones, el espíritu malo se aposta, con frecuencia, en la puerta del santuario, tratando de im­ pedir la atención y la devoción. El espíritu malo es el tentador eter­ no, es el moscón que zumba, el perro que aúlla, el adulador que nos alaba, la víbora que nos intimida, el rufián que seduce. Él lo es todo; menos nues­ tro amigo. El «antiguo enemigo», le lla­ ma San Buenaventura, el adversario que está siempre en pie de guerra con­ tra nosotros y trabaja sin descanso aco­ sándonos hasta la muerte. Cierto es

que unos son más molestados que otros, pero nadie está libre de sus embestidas y de sus argucias. Todos le sienten, to­ dos le abominan, pero no todos le evi­ tan ni se defienden contra él. Y, sin embargo, es preciso estar de sobre aviso contra sus tretas y su malicia viperina.

El

falso

ángel

La virtud auténtica y genuina nada tiene de relumbrón ni chillón. Brilla, sí, pero suavemente, y es siempre discreta. Hacerse el devoto y murmurar luego contra los superiores es taimado espe­ jismo: son luces del ángel de las tinie­ blas disfrazado. Ayunar ante los demás y tomarse en secreto lo necesario e in­ cluso lo superfluo es fuego de artificio diabólico. Hablar con palabras y moda­ les de humildad y sentirse luego prete­ rida o pisoteada es pirotecnia del dia­ blo del orgullo. La venerable sierva de Dios, Catali­ na Emmerich, dijo en cierta ocasión a la poetisa Luisa Hensel que existe una humildad que se resuelve en mera va­

nidad e hipocresía. El espíritu malo es muy Ingenioso y gasta muchos trajes de luces. Las vidas de los santos nos ilustran suficientemente sobre esto. No nos dejemos engañar. Arranquémosle la máscara para verle cara a cara. Hay que conocerle y descubrir a tiempo al falso y pérfido ángel con la prudencia de los hijos de Dios.

L as

redes

t e n d id a s

por

el

MALIGNO

El orgulloso no se percata de las re­ des que se le tienden y se envuelve y revuelve en ellas hasta quedarse total­ mente preso. El humilde, en cambio, posee la discreción y pisa con mucha mayor seguridad. La religiosa que está trabajando con o a las órdenes de una hermana displicente, amargada o muy pagada de sí misma, ¿¿abe muy bien, si es humilde, las redes que el maligno le tiende en el camino. La Ira, el rencor, la murmuración, las manifestaciones hostiles, el deseo de acusarla y de hu­ millarla, la celotipia, el tedio son otras

tantas redes que el diablo le tiende, para hacerle faltar contra la caridad y la paciencia. En la capilla, en el re­ creo, en la celda de la superiora, en la visita canónica, en caso de enfermedad de la dicha hermana, doquiera le pue­ den asaltar pensamientos poco confor­ mes con las virtudes cristianas y reli­ giosas. Pero si es humilde, ve con cla­ ridad la sutilísima y tupida red que el demonio le tiende. ¡Cuidado con las telarañas! No seas la mariposa que vue­ la a ser presa de una araña Dios,

M I FUERZA EN LA

BATALLA

En una vida interior auténtica se ar­ monizan y compaginan sin dificultad la vigilancia y la falta de temor. Se vive encerrado en un castillo y se hace la sa­ lida intrépidamente. Se pide como un pobre inerme y enteco y se trabaja como un gigante. La vigilancia es fuer­ za, es luz, es seguridad, es osadía, por­ que Dios es la fuente del poder, de la luz, de la seguridad y del coraje. Los

que miran a Dios son a un tiempo ni­ ños y gigantes: niños, porque ven que nada pueden hacer ún Él; gigantes, porque ven que todo lo pueden en Aquel que les conforta.

EL DEBER DE ORAR

L evantada

al c ie l o

El salmista habla en el salmo 68 de una paloma que, con sus plateadas alas, vuela rauda y ligera por el azur del cielo palestinense. Esta zurita es la imagen del alma que, en la recitación del Oficio Divino, se remonta a las su­ blimes regiones de la fe. desprendida de todos los lazos terrenos blanca por su pureza, revestida de esplendor por los rayos solares de la bondad paterna de Dios. ¿Quién no quisiera emprender un vuelo semejante hasta los umbrales del cielo?

La

m ente en

D io s

Para sumergirse en el piélago de los misterios divinos no se necesitan estu­ dios especiales. La religiosa más senci­ lla, que es fiel a su vocación, puede calar muy hondo, mientras que sus la­ bios se mueven recitando atentamente el Oficio Divino. Siempre ha sido objeto de fácil y provechosa meditación la amarguísima Pasión de Jesús o cual­ quiera de los episodios de su vida te­ rrena. Es lo que hacen muchas reli­ giosas. Otras se sirven de las primeras letras de cada salmo como un signo convencional o nemotécnico para re­ cordar algún determinado misterio de la fe. Otras se entretienen en los pen­ samientos de la meditación de la ma­ ñana o de la noche. Todas estas, ma­ neras de recitar el oficio son eficaces. Ha habido también todo un sistema de métodos, por ejemplo, el de tener la traducción española al lado y fijar el pensamiento en un versículo o en la idea principal de todo el salmo, tomán­ dolo como punto de partida para con-

sideraciones espirituales profundas de tipo ya ascético, ya místico. El

amor

en

D io s

Algunas almas no consiguen fijar la atención en un determinado pensa­ miento del Oficio Divino o durante el Oficio Divino; pero todo su rezo está animado de un sentimiento amoroso. Pensemos en esas religiosas que, ordi­ nariamente sin mérito de su parte, por sólo la gracia de Dios, se sienten reco­ gidas en la presencia divina y son intro­ ducidas en los primeros estadios de la oración contemplativa. Para todas estas almas mejor que empeñarse en fijar la mente en un pensamiento determinado de antemano, es prorrumpir suavemente y sin violen­ cia en afectos entretenidos de amor de Dios. Sepan estas almas que este modo de rezar es muy agradable a Dios y que, en ocasiones, pueden sus afectos ser más finos, delicados y sublimes que los que expresan los textos que leen o han leído alguna vez.

El

á n im o e n

D io s

No te inquietes por las variaciones de ánimo que puedes tener en la ora­ ción. Dios no es Dios de monotonía. Él es el que creó el firmamento con las estrellas, con las nubes, con los resplan­ dores del sol, con las lluvias y las nie­ blas y neblinas. Hoy así, mañana asá. Él mismo, cuando bajó a la tierra y habitó entre los hombres, unas veces lloró, otras se alborozó de júbilo, otras buscó el silencio y la soledad, otras se vio rodeado de las turbas. Conoció la tristeza y la alegría, el triunfo y la de­ rrota y todos los registros del corazón humano. La variación de los pensa­ mientos y de los afectos y de los estados de ánimo es la ley de nuestra vida, in­ cluso de nuestra vida interior. Si, por tanto, estás triste, reza con tu alma triste, buscando consuelo y apoyo. Si estás alegre, reza con tu alma alegre, exhalando cantos de júbilo, ado­ ración y acción de gracias Si temes a Dios y la hora del juicio ora con el alma humilde, excitándote a la con­

fianza en su misericordia Si estás tranquila, pacífica y serena, estáte so­ segada en la presencia de Dios. Todo el secreto está en conocer los diversos afectos que soplan como otros tantos vientos por nuestra alma, en purificar­ los, en vivirlos con Dios y hacerlos el eje o el fundamento de nuestra ora­ ción. Las almas son templos y los templos toman distinto aire según los dias y las festividades y suscitan sentimientos ya de temor, ya de alegría, ya de reve­ rencia, ya de devota familiaridad. Así también el hombre debe estructurar su oración con toda la gama de sentimien­ tos y de pensamientos nobles, sanos y elevados de que es susceptible su co­ razón. En

el coro de los ángeles

¡Mira! A tu derecha y a tu izquierda se arrodillan en e. coro tus hermanas. Todas visten el mismo vestido; todas siguen la misma ley; todas corren el mismo camino del cielo. Viven en ho­ nestidad y santas costumbres y Dios

las mira benévolo y complacido. Ellas son los ángeles que te asisten en el rezo. No pienses en sus defectos y en sus faltas; acaso eres Tú menos que ellas. Piensa en la pureza de su alma y en su buena voluntad. Ora y canta con ellas, como si en sus velos vieras las alas de los ángeles. Alégrate de la di­ cha de poder rezar siempre rodeada de tan buenas almas. ¿No abandonaron todas ellas el mundo y se consagraron resueltamente a Dios? Y ¿dónde, sino en la oración, están más consagradas y entregadas a Dios con todos sus pen­ samientos y afectos?

HABLA POCO SOBRE TU VIDA INTERIOR Mis

g r a c ia s s o n mi s e c r e t o

Dios está y obra en cada criatura; y todas las criaturas aman el secreto. Es­ tamos, en efecto, rodeados de todo un mundo de misterios, que son el secreto

de la esencia de cada criatura. ¡Apren­ damos de ellas! Dios no nos da las gracias para que nos engriamos y hablemos vanamente de ellas, sino para que las aproveche­ mos a fin de crecer en la caridad, como el rosal y todas las demás criaturas que concentran sus fuerzas para subsistir y desarrollarse. Sobre la vida de la gracia debe reinar la calma del bosque o el si­ lencio de la noche, no sea que pierda su misterio y su carácter sagrado. Que sea preciso aclarar esto c aquello, o que necesites consuelo, no es motivo para que te expansiones sobre estas cosas con tus hermanas. ¡ Cuán fácilmente se mezcla aquí el deseo de consolaciones humanas, o la satisfacción de la vani­ dad o también el particularismo del ca­ riño y la familiaridad desordenada!

¿ P or qué t e TAN ÁRIDA?

s ie n t e s

in t e r i o r m e n t e

Mejor que comunicar los secretos del alma a las compañeras y superioras es hablar de ellos con Dios, tomarlos como

objeto de la oración, consultarlos sere­ namente con Jesús en el. Sagrario. Si esto hicieras, tendrías muchas gracias que ahora no tienes, y recibirías, además, otras muchas de que ahora te privas, mientras te sientes tan árida y seca en tu vida interior.

Al

son

de

trom petas

y

de

TAMBORES

No todo lo que brilla es oro. Hay aba­ lorios relumbrones que no son diaman­ tes ni piedras preciosas ni metal caro. Dios mide los éxitos no por los aplausos de los hombres, sino por el alma que los ha animado. Está segura de que las menores obras realizadas con amor y humildad son mejor cotizadas a los ojos de Dios que los sonados éxitos, los lla­ mados grandes hechos que se airean entre toques de trompetas y redobles de tambores. ¿Qué hicieron los santos? ¿No vivie­ ron muchos de ellos en la oscuridad y en el silencio, siendo con todo su vida una gesta verdaderamente heroica y

sublime? ¿Y no imitaron otros muchos a Jesús, que después de haber multi­ plicado los panes huyó al monte para que las turbas entusiasmadas no le pro­ clamaran rey? Y Dios premió su humildad hacien­ do hablar, como diría el divino Salva­ dor, hasta a las mismas piedras. Hoy se buscan y visitan los lugares y las celdas que ellos hábitaron. Y todo y todos hablan de ellos. Se habla de su caridad, de su austeridad de su hu­ mildad, de su celo apostólico, en una palabra, de sus éxitos. Y todo esto porque ellos supieron callar y obrar. C on

po ca s

palabras

La religiosa que lleva una vida inte­ rior sana, al confesarse se acusa pri­ meramente de sus pecados, luego da cuenta de los resultados del propósito particular y, si es necesario o lo desea el confesor, expone en dos palabras el estado de su vida espiritual y no alarga por lo demás una confesión que se re­ pite semana tras semana

Si el confesor no debe dar ocasión en el confesonario a conversaciones im­ pertinentes o más largas de lo conve­ niente, el penitente ha de abstenerse de provocarlas. El confesonario es el lu­ gar donde el alma tiene derecho al buen consejo y a una buena dirección espiritual. Es el lugar más adecuado para ello. Allí puede el alma exponer todas las dudas que le atormentan, to­ das las inquietudes que le apesadum­ bran en el camino de la santidad, to­ dos los temores que le sobresaltan, y pedir confiadamente luz y fuerza al confesor. En algún sitio tiene que abrir­ se el alma y, según la voluntad de Dios, debe abrirse principalmente en la confesión. ¿D

ónde h allarás la respu esta

ATINADA?

Nadie posee un sentido tan fino para percibir todo lo que sucede en el alma como el divino Redentor. Sobre el pro­ fundo mar de tu alma hay un ojo cuya mirada lo penetra hasta el fondo y ob­ serva todas sus olas y el movimiento de >í LOS

— ^kLES.

5

cada una de sus gotas. Y más aún, hay también un oído divino que percibe to­ dos los rumores, ruidos y músicas del mar eternamente inquieto, que es el co­ razón humano. Día y noche sigue Dios los latidos de tu corazón. ¡Cuán hermoso y saludable es hablar con Dios de tus soledades, de tus con­ suelos, de tus tristezas, de tus sequeda­ des, de sus gracias! Es tu alma como un arpa de muchas cuerdas que suenan un día con los teños jeremíacos de la Semana Santa; otro con los idílicos de Belén y Nazaret; otro, con los gloriosos de la Resurrección... Pero, ¿qué sucede algunas veces que todo disuena y se hace estridente, violento e insoporta­ ble? ¿Por qué el pie se torna pesado en su marcha a la capilla? ¿Por qué se vuelve pesada la escalera que nos baja o sube a hacer la meditación? ¿Por qué tendemos más a hablar con los hom­ bres que con Dios? La respuesta atinada está en que no cedas jamás a los hechizos de las cria­ turas y no corras en pos de las conso­ laciones humanas, porque en todo esto no hallarás la paz.

E x p e c t a c ió n

serena

Quien busca la solución de sus can­ dentes problemas interiores en el mu­ cho hablar sobre la vida interior o en la desordenada entrega al trabajo es víctima de engaño. Generalmente so­ mos impacientes, buscamos soluciones fáciles y queremos remedios rápidos y expeditivos para nuestras penas. Pero Dios no procede así. Quien con Él dialo­ ga sobre su alma, y, sobre todo, lo que le mueve, alegra, oprime, abate o levanta, llega a alcanzar una santa calma, aprende a esperar serenamente, se ha­ bitúa a una humildad silenciosa y a la callada observación. «Esperé yo en el Señor confiadamen­ te, dice el salmista, y se inclinó hacia mí y oyó mi grito» (Sal. 39, 1). Las al­ mas discretas y retiradas, que viven en­ tregadas a Dios, que callan mucho y trabajan todavía más, esas almas cuya gloria y esplendor están dentro y tienen siempre los ojos puestos en Dios, «como la esclava pone los ojos vueltos hacia el Señor» (Sal. 121, 3), son los pilares de

/

la vida conventual. No diremos que su forma de vida sea la única válida—tie­ ne que haber también necesariamente otras formas—, pero si que no tiene desperdicio. «Vive solitaria, dice el doc­ tor de la Iglesia San Buenaventura, vive con la mente y el corazón en el cielo» (Memorialia, 21). Habla poco, ora y medita mucho, piensa en Dios, abismate en Él y no te apartes de Él. En Dios hallarás la quietud, la paz y el consuelo. En Dios todo es primavera y verano, eterno brotar y eterno flo­ recer.

LA LIBERTAD INTERIOR

Da

v o c a c ió n

a

todas

las

CRIATURAS

Tienen las criaturas un hechizo y aojamiento que los hombres se dejan embrujar una y otra vez. ¿Quién se hará idea de las veces que un alma cualquiera busca, ora en ésta, ora en aquella de las criaturas más insignifi­

cantes el consuelo que necesita y se deja aprisionar como la mosca en la tersa y brillante red de la araña?

A. NADA TE APEGUES No llegarás jam ás a ser un alma in­ terior, si vives de buen grado de las ex­ terioridades. Vive de las exterioridades el que espera su consuelo y su dicha de las cosas vanas y pasajeras de este mundo. El p a s o f i n a l Poco aprovecha desprenderse a me­ dias de las criaturas. Quien no se de­ cide a ju gar el todo por el todo, queda­ rá a medio camino. Ahora bien, a toda persona de vida interior se le presenta más pronto o más tarde la. opción ra ­ dical. L a gracia le dice: Renuncia a todas las criaturas y poseerás al Crea­ dor. La naturaleza, por el contrario, se resistirá. Que la gracia no forma con sus exigencias radicales personas raras, inhumanas, amaneradas y poco natu­

rales es cosa fuera de discusión, porque tras la gracia está Dios, que sabe lo que quiere. Así formó Él a los santos, en los que la gracia coronó los cona­ tos de la naturaleza y que fueron a un tiempo dechados de hombres y dechados de hijos de Dios. ¿Qué nos retrae, pues, de dar el paso final?

¿Esc lav a del m u n d o ?

El mundo no comprende lo que es el espíritu de Dios y puede atar a su rue­ da a la religiosa por una comunicación demasiado frecuente con él, por visi­ teos reiterados, por innecesarias corres­ pondencias epistolares, por las tentacio­ nes de los placeres y de las comodida­ des, apartándola de Dios y de las cosas del cielo. Sí, el mundo puede paralizar los deseos sobrenaturales de la religiosa, hacerle esclava suya y despojarle de todo hábito de virtud y de aspiración a la perfección y a la santidad.

L ib e r t a d y p a z

La verdadera paz consiste en la serena y sostenida mirada del alma a Dios. Pero son muchos los que la declinan a las criaturas, siembran confusiones e inquietudes en el alma y se privan de la sabrosa paz de una entrega callada, tenaz y plena al Sumo Bien.

E ducar p a r a l a l ib e r t a d in t e r io r

La religiosa que busca por una parte a Dios con toda su alma y entabla ín­ timas relaciones con Él y que, por otra, se dedica con una caridad ordenada a la educación de los niños imprime en sus almas unas huellas imborrables de dimensiones eternas.

N in g u n a

d e p e n d e n c ia

in d ig n a

Los bienhechores son mensajeros de Cristo, mensajeros en forma humana, que, por desgracia, pueden inducir a los

beneficiarios a transgredir los límites de la gratitud y a someterse a una depen­ dencia indigna, que daña a la vida re­ ligiosa de la comunidad. Que se trate de visitas demasiado frecuentes y pro­ longadas, o de charlas demasiado con­ fiadas en las que se descubren cosas de la vida íntima de la comunidad, o de la admisión de candidatos poco aptos o ineptos, o de ciertas prerrogativas mo­ lestas o de regalos que no son útiles a la vida religiosa y que no se sabe cómo eludir, o de invitaciones personales, o de carteos demasiado frecuentes, en to­ dos estos casos se trata de influencias poco beneficiosas e incluso, a veces, per­ judiciales para los individuos y para la comunidad. Y, con todo, los bienhecho­ res son y siguen siendo para nosotras los mensajeros de Cristo, a quienes debemos respetar, amar, encomendarles en nues­ tras oraciones.

L e v a n t a d a s sobre l a s c o sas del m undo

La oración es un paraíso cerrado y oculto, donde Jesús y el aima pasean plácidamente, un paraíso ignoto al mundo. ¡Cuán íntimamente unidas vi­ vieron en este edén de delicias las al­ mas santas! El mundo les parecía una sombra lejana y sin contornos, y ellas caminaban a la sombra del árbol que está en medio del paraíso y comían de sus sabrosísimos frutos. Este árbol es la santa cruz. Y todos los que comie­ ron de este árbol murieron, murieron al mundo y a sus vanidades, mientras sus almas vivieron la vida misma de Dios. Un soplo poderoso de la gracia los levantaba más y más de todas las cosas de este mundo, sin que por eso dejaran en barbecho las obligaciones de su oficio y profesión. Ellos fueron total­ mente de Dios y totalmente también de su trabajo.

¡SI NO HUBIERA QUE SUFRIR!

L a m í s t i c a d e l s u f r im ie n t o e n e l MUNDO CREADO

Las criaturas son mensajeros, que nos llegan muchas veces como ángeles de castigo, invitándonos con los instru­ mentos de la Pasión de Cristo, por asi decirlo, a hacer penitencia de nuestros pecados. El alma que aspira seriamente a la interioridad debe hacerse ideas claras sobre esto. La divina Providencia quiere que nos purifiquemos, que pase­ mos por el crisol de la prueba y que cada día sea más acendrada nuestra virtud. Para ello se sirve de las criaturas. Quien se queja del calor y del frío, del hambre y de la sed, del trabajo, de la inhospi­ talidad, del olvido y postergación, de la fatiga y de las ir comodidades de todo género, no ha comprendido todavía la profunda mística del mundo creado y su importancia para la vir^a interior. Se queja y lamenta, cuando debía agrade­

cer. Se altera y se pone ceñudo, cuando debía conservar la más perfecta ecuani­ midad. U n c r is t i a n o n o s e l a m e n t a

Una antigua inscripción en los brazos de una cruz dice: «A Jesús en la cruz pregunta si tus quejas en razón se fundan». Y si no se fundan en razón, mátalas en el corazón. ¿Cómo sería en otro caso tu vida una imitación y un se­ guimiento de Cristo? Con tus quejas y lamentos injurias a Cristo. Él no fue así ni puede serlo su discípulo e imitador.

C u a n d o v i v í a n i a s p r im e r a s r e l ig io s a s

de

tu

orden

Repasa en tu memoria la Historia de tu orden o congregación y remonta has­ ta los orígenes. ¡Qué tiempos aquellos de heroica generosidad! Canonizadas o no, beatificadas o no, aquellas que pusieron la primera piedra de la orden o congre­ gación, las fundadoras, y las compañe­ ras que cooperaron en la propagación de

sus ideales, todas ellas supieron lo que es trabajar sin descanso y sin quejas ni lamentaciones estériles. Callaron y so­ portaron alegremente las más duras circunstancias de penuria, faltas de pan y de habitación. No eran lamentos lo que brotaba de sus labios, sino cánticos de gratitud y de alegría. Sus almas se sentían libres como los pájaros en la primavera y satisfechas cuando podían cubrir al mínimo sus necesidades ma­ teriales, y emprendían raudo vuelo a las alturas rasgando los aires con alegres trinos. El amor de Dios transformaba todas sus quejas en acentos de espe­ ranza y de resignación. Con gran nos­ talgia evocan las religiosas fervientes aquellos primeros años de su instituto y vivamente sienten que el curso de los años haya cambiado tanto las cosas que, en vez del contento, la jovialidad, la alegría en las pequeñas privaciones, se sobreponen las críticas y las quejas, que acusan poco espíritu, menos virtud y ningún amor a la cruz.

LOS MALOS TIEMPOS

¿Vas a quejarte de los malos tiem­ po? No son malos los tiempos, sino nosotros, que no sabemos adaptarnos y aprovechar las circunstancias. Lo que somos nosotros, eso son también los tiempos. Sumidos en quejas y la­ mentos estériles, no nos percatamos de cuán neciamente obramos al echar la culpa al día que nos alumbra y a la noche que nos acoge en su silencio y oscuridad. Los tiempos no son buenos ni malos, ni mejores ni peores que nos­ otros mismos. Cada uno se hace su tiempo. Si vives bien, son buenos los tiempos que se conceden. Vengan tempestades sobre tempestades, surjan situaciones políticas desfavorables, arrecien las per­ secuciones, ataquen las enfermedades, amontónense las calumnias, amenacen las dificultades financieras: los tiempos son siempre lo que los hombres que en ellos viven. Lucha con el tiempo, amól­ dalo, imprímele tu espíritu cristiano y los peores tiempos serán los más prós­ peros y gloriosos.

¿ T e q u e j a s t a m b ié n de l a s SUPERIORAS?

No hay superiora que lo haga todo a satisfacción de todas. El oficio de su­ periora es difícil. Pese a toda su pru­ dencia, espíritu de abnegación y buena voluntad, no faltarán motivos o pre­ textos de quejas. Las superioras están siempre vigiladas por ojos de lince. Hay en el convento espíritus archicelosos que vigilan a las superioras como si ellos fueran los que tienen que dar cuentas a Dios. No se les perdona el menor desliz: una palabra de deferen­ cia con alguna de sus súbditas, una visita olvidada a la celda de una enfer­ ma, una broma o un chiste en la con­ versación, una advertencia severa en el capítulo de culpas, una coartación de la libertad, un permiso negado, la dis­ tribución del trabajo. La religiosa que hace problema de estas cosas jamás lle­ gará a ser santa ni vivirá con alegría y soltura su vida monástica. También nosotras hemos de saber soportar a las superioras, como ellas nos soportan a

nosotras. Si algunas supieran los que­ braderos de cabeza que las súbditas dan a las superioras, aprenderían a ca­ llarse y a decir «esta boca no es mía». La superiora es la sierva de todas; pero esto no dispensa a las súbditas de la mortificación, de la humildad y de nin­ guna otra virtud.

L l e v a t u s p a d e c im ie n t o s

con

h u m il d a d

Esos propósitos vagos, reticentes, en­ vueltos en terciopelo, por así decirlo, para que hagan muelle la vida y no molesten a través de la Jornada, no son del agrado de Dios. Dios te pide humil­ dad y la humildad no es pereza, pusila­ nimidad, apatía, indolencia, sino todo lo contrario. Quien confía poco en sí, pero pone toda su confianza en Dios, es ca­ paz de los mayores sacrificios y de las más osadas empresas. Pon, pues, toda tu confianza en Dios y podrás todo. Sobrellevarás todas las humillaciones, todos los abandonos, to­ das las traiciones, todos los desprecios,

todas las postergaciones, todas las sole­ dades y todas las arideces. Serán fuertes tus espaldas para aguantar la cruz y la sonrisa de la victoria se dibujará en tus labics y en tus gestos. ¿No has visto al niño que, al pie de la escalera, tambalea y se agarra a la ba­ randa y sube a pasitos hasta su casa, mirando a su madre y sonriendo por su hazaña? « D e o g r a t i a s !»

Agradece la prueba del dolor. Los pa­ decimientos son siempre amargos y abruptos. El sufrimiento no es dulce. ¿Quién no repels, naturalmente, todo lo amargo y duro, las espinas, los abro­ jos y los cardos? Pero a pesar de todo agradece. Recíbelos como un regalo de Dios. Abre tus ojos y fíjalos en lejanos horizontes, donde el cielo y la tierra se Juntan. ¿Pero quién tendrá ojos para verlo? ¿Ves tú lo divino, lo sobrenatural en el sufrimiento? ¿Ves la gotita de sangre divina que consagra a cada cruz? Pre­ ciso es que lo ve'*- que abras tus ojos

y aceptes como dones divinos los mo­ mentos del dolor y del sufrimiento.

V a l o r e s e s c o n d id o s

Muchos y maravillosos eozos encierra el sufrimiento. En cada dolor, largo o breve, pero generosamente aceptado, al­ borea la m añana de la Resurrección.

P u r if ic a d a

en

i ,a

tem pestad

Los sufrimientos y las persecuciones son tempestades que sacuden las copas de los árboles y que, según la voluntad de Dios, tienen que arrancar un Te­ deum de armonías a todo un bosque o al solitario pino, al haya, al roble. Estas tempestades tienen también la misión de medir sus fuerzas en las ra­ mas y ramitas, de suerte que caigan las secas y quede aireada la copa. Los sufrimientos y las persecuciones son tempestades que soplan por mares y lagos, creando el magnífico espectácu­ lo de un laberinto de olas y arrancándoEN LOS UMBRALES...

6

les grandiosos him nos en honor del po­ der Omnipotente del Altísimo, al mismo tiempo que oxigenan las aguas y las pu rifican p a ra el próximo sol. Los días del dolor son días de glorifi­ cación divina, en que ias alm as interio­ res entonan sus m ás bellas canciones. Son los días de merecimiento abu n d an ­ te. El sufrim iento arran ca de cuajo las ram itas de los pequeños deseos terre­ nos. El alm a se siente líbre dúctil, lige­ ra, y sus anhelos se centran en lo eterno. El sufrimiento, puriflcador de los pecados, enriquece de gracia y abre los horizontes de la fe.

B E N D IT A SEA T U P U R E Z A

C á n t ic o

de a l a b a n za

E l Oficio P arvo es el cántico de a la ­ ban za de las religiosas. Todos los días las vírgenes del Señor acom pañan a su Santísim a M adre y vestidas de albas túnicas de pureza y entre cánticos de Júbilo la introducen en el palacio del

rey. Esto es realmente lo que hacen las religiosas cuyo oficio coral se reduce al Oficio Parvo: una solemne procesión de pleitesía y acatamiento a la Reina de los cielos y de la tierra. ¿Cómo no am ar esta recitación coral y meditar so­ bre su rico contenido? El Oficio Parvo es de perenne vigor y actualidad.

N

üestro

r e f u g io

Quien aspira a una vida interior, seria y profunda, tiene un instinto certero de los peligros que le amenazan, de la fla ­ queza que le tara, y del único poder que puede salvarle. Se siente como un niño, que corre pidiendo auxilio a su madre y se arroja a sus brazos para evitar el pe­ ligro que se cierne. Y esta madre no es sino una imagen y un símbolo de la M u ­ jer fuerte del Evangelio, de la M ujer nim bada de estrellas que tiene por pea­ na la luna y defiende a sus hijos del dragón apocalíptico. Corramos a Ella, que es nuestro refugio inexpugnable.

Incesantem ente

Día tras día cantamos las loas de la Reina de cielos y tierra y nunca cesare­ mos de cantarlas, ni siquiera cuando las mil voces de la primavera, del verano, del otoño y del invierno hayan enmu­ decido y dejado de cantar, al cabo de los tiempos, a su soberana Señora. Las flores se marchitan, los colores se pa­ san, el sol se consume, los pajaritos y las mariposas mueren; pero el amor a María jamás se marchitará ni pasará ni se consumirá ni morirá.

Los

TRES CIRIOS

La pureza, la humildad y la manse­ dumbre son tres cirios que deben estar siempre encendidos en las celdas, trán­ sitos y oficinas del convento. Santa es la tierra, donde arden esos cirios, tie­ rra de paz, tierra de fraternal unión, tierra de promisión: por ella pasean, por así decirlo, María con los ángeles y los santos, escuchando algo de aquel

himno que, en cierta ocasión, fue dado escuchar al Apóstol San Juan. Pureza, humildad y mansedumbre constituyen el celestial acorde que sirvió de fondo musical a toda la vida de María. La pureza, la humildad y la manse­ dumbre son los signos más inequívocos de la auténtica devoción mañana. Los ejercicios de devoción, los actos de con­ sagración, los cánticos marianos, las medallas, los escapularios y todo lo que la devoción ha inventado para honrar a la Madre del cielo llevan un signo de interrogación, cuando no van acompa­ ñados de la virtud, especialmente de la p»reza, de la humildad y de la man­ sedumbre. B ie n

v is t a

la

cosa

Las virtudes son las más bellas flo­ res y los más inspirados cánticos de los hijos de María. Quien se conserva puro en las tentaciones, mortifica los ojos, anda precavido y vence sus pasiones, da muestras de una acendrada y au­ téntica devoción mañana Todos y cada uno de sus actos son como fragantes y

lozanos lirios que diariamente deposita a los pies de María. Quien humilde­ mente se somete a la cruz y a la vo­ luntad de los superiores, soporta pa­ cientemente las impertinencias del pró­ jimo y guarda la paz interior, es un alma escogida de María.

¿MENOSPRECIADA FN EL CONVENTO*7

A r c il l a de e t e r n id a d

La írente de los humanos está marca­ da con un sello de aristocracia divina. El brillo de sus ojos que otean más allá del horizonte delata su nobleza de ori­ gen. Los hombres somos y seguirán siendo los buscadores de Dios, los he­ rederos del paraíso perdido. Un halo sagrado envuelve toda morada humana y a un destino sagrado conducen sus ca­ minos. ¿Qué es el hijo del hombre para que de él te acuerdes? (Sal. 8, 5). Noble es su origen, noble y grandioso su des­

tino. Fue creado a semejanza e imagen de su Creador. Pero el hombre es también vil y des­ preciable y en nada debe reputarse a sí mismo. Hijo adoptivo de Dios, arras­ tra su miseria por el camino de la vida como leproso que abandona en marcha pedazos de su ser. Peca, vuelve a pecar y todos los días insulta a la bondad y a la justicia de Dios. ¿No se aborrecerá a sí mismo y se reputará vil y misera­ ble? ¿No será justo que, habiendo tra­ tado tan ignominiosamente a su Hace­ dor, se avergüence de sí mismo? Y si piensa que luego volverá al polvo de que fue hecho y será pasto de los gusa­ nos, ¿no tendrá sobrados motivos para humillarse y menospreciarse? ¿Qué es el hombre en la tierra sino un siervo rebelde y un hijo desastrado que arras­ tra su dignidad de origen y de destino por los caminos de la vida°

C u e s t io n e s in t e r e s a n t e s

¿Quién es capaz de encajar sin amar­ garse ni alterarse una injusticia? ¿Quién

es capaz de soportar con ecuanimidad y alegría los menosprecios de sus her­ manas, las ingratitudes de las alumnas, las falsas imputaciones y las ma­ lévolas interpretaciones de sus hechos? ¿Quién desea padecer todo esto y mu­ cho más, como el Apóstol de las Gentes, o como San Pedro y San Juan, que se sintieron dichosos de padecer algo por el nombre de Jesús? Simples preguntas, que ponen al descubierto nuestros avan­ ces en el amor de Dios.

La

pobreza

Las celdas pobres son escuelas de hu­ mildad. También quienes las habitan se preguntan a veces: «¿Por qué no ador­ narla y aderezarla mejor? ¿Por qué no darse más comodidades?» Y más de una se pregunta: «¿Por qué no pides y exi­ ges una celda para ti sola?» Y una voz le responde desde el fondo de la con­ ciencia: «Porque no la merezco, porque entre los millones de personas que pue­ blan la tierra desempeño un papel igno­ to e imperceptible. La pobreza es para

mí lo justo y acertado. No debo ni quie­ ro exigir nada». S o y o p r o b io de l a p l e b e

La pobreza cristiana nos hace discre­ tos y corteses. Ella no implica la menor falta de respeto a la propia persona; pero educa en el menosprecio de sí mis­ mo. La pobreza purifica y nos hace com­ prender a Jesús crucificado, pobre y desamparado en el momento supremo de su vida. Quien practica de buena gana y con generosidad la virtud de la santa pobreza, se hará conforme a la imagen de Jesús y exclamará un día con Él; «Yo soy gusano, y no hom­ bre; de la Humanidad oprobio y de la plebe mofa» (Sal. 21, 7). Pero ¡cuán her­ mosa y sin par será para él la alborada de la Pascua, cuando se descubra de­ finitivamente a sus ojos el misterio de la cruz! ¿C ómo

m ir o a m i s h e r m a n a s ?

La ascética de la humildad, del me­ nosprecio y del aborrecimiento de sí

no ha de hacernos mirar con los mis­ mos ojos a nuestros prójimos. Esto se­ ría pernicioso. Si soy superiora y ten­ go que iniciar o ejercitar a las demás en la virtud, debo practicar los princi­ pios probados del menosprecio de mí misma; pero jamás debo despreciar a las demás porque avancen lentamente en esta sublime doctrina de Jesús o porque no la entiendan. Las demás han de ser siempre para mí objeto de res­ peto y de amor.

¡ NO A MI, SINO A T U NOMBRE, SEA TODO HONOR Y BENDICION!

A m b ic ió n y s a n t o temor

Tu hábito religioso, tu santa regla, tus prácticas religiosas, tus Denitencias, tu silencio, tu apartamiento del mundo son otros tantos muros de protección para tu alma inmortal. Y, sin embargo, no te hallas todavía en perfecta segu­

ridad. Mira cómo los rayos del sol atra­ viesan los muros de tu convento, fran­ quean la clausura y entran en tu celda con saludos de alegría y amistad. Di, ¿no gozas de su suavidad y deleite y acercas tu mesa de trabajo y tu silla a la ventana para que la luz dorada los envuelva? Así entra también de cuando en cuan­ do el honor en tu celda o en tu oficina de trabajo para susurrarte suaves pa­ labras al oído, envolverte en sutilísimas redes y halagar tu amor propio. Bueno es el honor, pero ¡ se alia tan fácilmen­ te con la ambición hasta hacernos per­ der el santo temor del mundo y de nosotras mismas! «Mucho tiempo ha que estás ya en el convento, nos dice, mucho tiempo que hiciste la última profesión de los votos o es ya inminen­ te tu consagración definitiva. No es perjudicial para ti que frecuentes la portería y te veas entre gente que te corteja. No es perjudicial ya para ti que las superioras te alaben por tus trabajos y que te regodees sin temor al­ guno en tus éxitos, en el número de tus amistades...»

Puede ocurrir que algunas almas, que son magnánimas y ven con toda clari­ dad la nada de los vanos honores, lle­ guen a adquirir con los añcs una osada superioridad respecto del mundo y des­ pachen con una sonrisa victoriosa to­ das las tentaciones que proceden de las manifestaciones de estima y honor re­ cibidas. Pero esto no excluye que la ma­ yor parte de las personas antes se dejan vencer que vencen, y que las mismas al­ mas arraigadas sólidamente en Dios obran mejor fomentando el santo te­ mor de Dios que exponiéndose a los pe­ ligros de la ambición de honores.

E l p r i n c ip io de l a s a b id u r ía

El temor santo y la virtud son las alas de las grandes almas. «Vive siem­ pre en el santo temor de Dios>. No te creas segura. No te í'íes de ti. En tu mismo pecho se alberga tu enemigo. Ten los ojos abiertos. Las pasiones des­ ordenadas traman tu perdición. Ellas no son tus amigas. Témete. El temor no es flaqueza, sino fuerza Sin el san­

to temor puedes ser víctima' de la va­ nagloria. Camina con temor ante Dios: he aquí el .principio de la sabiduría.

H uíte d e l o s h o n o r e s

La huida es una treta auténticamen­ te evangélica. La encontramos en la vida de Jesús. Cuando las turbas qui­ sieron proclamarle rey, huyó, como nos dice la Sagrada Escritura Pero a pe­ sar de que el saber huir revela sabidu­ ría evangélica, pocos son los que culti­ van esta ciencia. A muchas almas, in­ cluso religiosas, se les hace duro y enojoso el huir. ¡Es tan dulce dejarse acariciar por la adulación, por las ala­ banzas, por los honores, y sentarse en lugares encumbrados! Sí, el mundo se divierte, a veces, ob­ servando cuán susceptibles son los re­ ligiosos a la adulación y a los honores. Hay quien alaba sin convicción, sola­ mente por observar las reacciones del alabado. No condenemos al mundo que así se comporta. No digamos: «El mun­ do fue siempre necio>. No. Juzguémo-

nos a nosotras mismas, que nos deja­ mos prender en sus redes y no hemos aprendido del divino Salvador a huir de los honores y de Tas caricias de la adulación y de las versátiles auras de la fama. A c c i ó n h u m il d e

El afán de celebridad es una ola del paganismo moderno. No permitamos que se disuelva el espíritu cristiano de una acción callada y humilde en el re­ molino de propagandas que buscan so­ lamente el impresionismo y el sensacionalismo. Odiemos y evitemos los ges­ tos grandilocuentes y megalómanos. Amemos la reserva, la discreción y la acción callada y eficaz. Los conventos pueden en este senti­ do dar un ejemplo maravilloso al pue­ blo cristiano. ¿Qué nos vale, desde lue­ go, ganarnos el favor de todo el mundo, si es con detrimento de nuestras almas? ¿Qué nos aprovecha brillar ante el mundo, ser objeto de admiración por nuestras empresas, si la vida religiosa se arrastra como un gusano? Los con-

ventos deben ser en este mundo de al­ garada y propaganda unas islas de paz, donde se vive al tiempo, pero no en todo, sino en lo justo, bueno, noble y santi­ ficados H u y e de l a v a n id a d

La vida religiosa no es mojigatería, santurronería y formalismo, sino ver­ dad. La vida religiosa no es afectación, sino contenido y realidad. Cada una procede como manda proceder su na­ turaleza buena y ordenada: con sen­ cillez, veracidad, sinceridad, naturali­ dad y jovialidad. Entonces las tocas y los velos complicados caen por sí. Las religiosas que realmente son religiosas no tienen necesidad de llamar la aten­ ción por atuendos refinados. Limpieza, sí, pero el remiendo y el zurcido no des­ dicen. En esta sencillez resalta mucho más la grandeza de alma, de la misma manera que un lenguaje sencillo y mo­ desto declara con máxima elocuencia la sabiduría del genio. La verdadera religiosa cuida de hacerse valer no ante los hombres, sino ante Dios. Abomina

los amaneramientos, nuye de aparen­ tar, no se viste de plumas prestadas, ama la verdad. La vanidad es un háli­ to pestífero que envenena las almas.

T r a b a j o ín t e g r o

El reino de los cielos padece violen­ cia. Sólo es para los esforzados. Las me­ dias tintas poco valen. Quien quiere santificarse debe aceptar todo el tra­ bajo, sin desviar las consecuencias. Si tus servicios no son reconocidos, si no escuchas jamás una palabra de apro­ bación de tus superioras o de tus herma­ nas, si eres mal vista y no hay quien te mire ni corazón que te quiera, si un día se te hace más monótono que el an­ terior y la vida te parece fría, helada e insípida, mira, entonces sabe que Dios te ha admitido en su escuela. Tú debes santificarte y Dios quiere que te despojes de toda ambición de honores, de reconocimiento y de acep­ tación. ¿Lo has oído? ¡Oh, maravillosos cursillos de santidad oue el divino Sal­ vador da en el silencio del olvido, de la

postergación y del abandono de las criaturas! ¡ Cuán insustituibles son para la vida conventual! En ellos se hacen los mejores exámenes, en ellos se forja el alma de la vida religiosa, en ellos se acrisola el verdadero espíritu de la or­ den o de la congregación.

VIVE Y OBRA EN DIOS

M ir a

a

D io s

Todos debieran aspirar a la serena y constante contemplación de Dios. To­ dos debieran tener sus-ojos puestos en la voluntad de Dios. Dios desea mani­ festarse en la conciencia de cada alma, mostrarles su faz, indicarles su volun­ tad. Una mirada a los santos Evange­ lios, a los preceptos y consejos de la santa regla, al tenor providencial de los menudos acontecimientos del día es una mirada a los rasgos, a los ojos de Dios. Pronto se conoce entonces lo que Él nos quiere decir y este conocimiento decidido a la acción es oración. en lo s

um brales...

7

T r a b a j a e n D io s

Trabajando con espíritu de oración y devoción se transforma todo lo que se hace, en el oro purísimo del amor divi­ no. Entonces el alma está en la capilla de la oración incesante. Todo el con­ vento es entonces una capilla, desde donde secretamente suben al cielo las volutas del incienso que arde en el co­ razón. L a s máquina.» de escribir, las la­ vadoras, las aspiradoras, las prensas, las máquinas de coser y bordar cantan entonces realmente las loas del Señor. Todo es santa armonía: los cuadernos que corrijo, los libros que leo, los trán­ sitos que barro, las llaves que manejo, los vestidos que coso, los zapatos que cepillo... Todo se convierte en oración.

T r a b a j a c o n h u m il d a d

Prefiramos los trabajos humildes y oscuros. Son los trabajos que buscaron los santos con la avidez con que los mun­ danos buscan sus placeres Atengámo­

nos a la probada ascética tradicional, que Jesús mismo practicó y aprobó, y no corramos a todo viento de nuevos métodos de oración y de santificación, que, tal vez muy ingeniosos, pretenden educarnos con suavidad, en vez de col­ marnos con el espíritu de la humildad y de la mortificación.

A m a e l t r a b a j o po c o l u c id o

¿Qué cosa tan bella y excelsa para una religiosa como tomarse por amor de Jesús los trabajos humildes, poco vistosos y llamativos, empleándose con un espíritu diametralmente opuesto al del mundo? El trabajo modesto y ca­ llado requiere mucho espíritu sobrena­ tural. Verdaderamente son dignas de toda alabanza las religiosas dedicadas a trabajos manuales, que lo hacen todo con ardiente caridad. Pero no deben ol­ vidar que otras muchas dedicadas por su preparación a la enseñanza anhelan también ocupaciones menos lucidas y puestos menos relevantes o que realizan

con gran humildad los trabajos más es­ timables a los ojos del mundo.

C r i s t o e n l o s h o m b r es

Es grande el arte de descubrir a Cris­ to en todos y en cada uno de nuestros prójimos. Quien en él se adiestra, con­ templa a la Humanidad al resplandor de una nueva luz. No se trata de una mente fantasiosa ni de un espíritu exal­ tado y visionario. Para ver a Cristo en los hombres hace falta haberse sumer­ gido en la gran verdad del Cristo Mís­ tico. Entonces se mira al prójimo con compasión, bondad, misericordia, servicialidad y caridad. Se desechan las mur­ muraciones y las críticas injustas y mal intencionadas. Los prójimos son dema­ siado grandes y demasiado bellos para osar hablar mal de ellos. Se ve a Cristo en ellos. Y ¡ cuán veloz y de buena gana sube entonces la enfermera las escale­ ras para aliviar al más asqueroso de los enfermos! Acude, porque está Cris­ to a la vista.

¡CAMINA EN DIOS!

D e s p r é n d e t e de todo

Andar en Dios, que equivale a repo­ sar serena y amorosamente en los bra­ zos de Dios, es el fruto de la morti­ ficación. Desde que el sol cierra su enorme ojo a la belleza de la tierra, se cierne la noche tranquila para el des­ canso. Cuando la tempestad ceja en sus furias, la paz de la naturaleza se apo­ dera de los bosques, de las montañas y de las vegas. También yo tengo que ce­ rrar los ojos al hechizo de las criatu­ ras y tengo que amainar las tempesta­ des de las desordenadas pasiones, para que la paz se envuelva, para que la quie­ tud y la devota entrega a Dios se tor­ ne más fácil, para que viva y camine en Dios. Bien entendido, caminar en Dios es lo mismo que estar desprendido de las criaturas.

T o t a l m e n t e e n D io s

Cam inar en Dios es llevar una vida afectiva que fluye del humilde conoci­ miento y de una decidida voluntad, cul­ minando en la caridad. Cam inar en Dios es el ejercicio activo del amor y, como todo amor, es desbordamiento jubiloso, tristeza de la ofensa, ingeniosidad en el servicio, delicadeza en el detalle, activi­ dad sin descanso, profundidad en la ter­ nura y generosidad en el sacrificio. El caminar en Dios forja hombres austeros y sobrios, que ven lo eterno a través de lo temporal, lo divino a tra­ vés de lo humano, lo sobrenatural a través de lo natural. El andar en Dios fo rja hombres de temple, resueltos en la acción, prudentes ante los peligros, duros contra las dificultades. El cami­ nar en Dios forja hombres que unen a la sensibilidad religiosa la penetra­ ción de la inteligencia y el poder de la voluntad. No pienses que con sólo pensar en Dios esté la cosa hecha: esto sería po­ ner en Dios no toda, sino media alma.

O brar c o n y por D io s

Caminar en Dios no es simple divaga­ ción de sentimientos y de afectos pia­ dosos: exige, además, una comproba­ ción por los hechos, una auténtica ac­ ción católica, una actividad apostólica desarrollada con Dios y por Dios.

P or l a g r a c ia y c o n l a i n t e n c i ó n en

D io s

Un caminar en la presencia de Dios con la mente fija en Él de una mane­ ra consciente y actual es imposible al hombre en el desempeño de sus obli­ gaciones, sin una gracia especialísima de Dios. No es tampoco lo que Dios pide de nosotras. Pero podemos estar cerca de Él por la gracia santificante y la recta intención y vivir realmente en Él y con Él y por Él, aunque no lo pense­ mos en acto. ¿Y no está el alma en Dios cuando ora, medita, asiste a la Santa Misa, guarda el santo silencio, cuida a los en-

ferinos, socorre a los ancianos e instru­ ye a los niños? Dios está en todas par­ tes y en todas las cosas, particular­ mente en las personas de nuestros pró­ jimos: «Fui niño y me instruisteis; es­ tuve en el ara del altar y os inmolas­ teis conmigo; viví en el Sagrario y me visitasteis; yo callé y vosotros callas­ teis conm igo. ¡Dichosa la religiosa que gusta esta verdad!

DIOS MIRA A LOS HUMILDES

E mpleomanía

f

Abandonar casa y cortijo v entrar en el convento, dejando muchas posibili­ dades cerradas, incluso la de una ca­ rrera en el mundo, es algo grande, y si al entrar, tuve clara conciencia del sa­ crificio, imité a Cristo en su descenso del cielo en la Encamación Pero no he bajado como Él. Me quedan todavía muchos escalones que descender: des­

de el palacio hasta el portal de Belén, desde el trono hasta el pesebre. ¿Estoy impregnada del espíritu de humildad? O ¿he comenzado en el con­ vento a dar marcha atrás y hacer una carrerilla por lo que abandoné al in­ gresar en el claustro? No se trata de hacer estudios, sino de la ambicionci11a por los puestos y dignidades. ¡Ah, la' empleomanía! No es una palabra muy bonita ni muy usada; pero tiene su razón de ser que, acaso, disguste a más de uno que hasta ahora no la haya oído. No tengo por qué inquietarme si la Providencia me hace «subir». Es cosa de Dios; pero no debo buscarla ni va­ lerme de ingeniosidades ni ser peloti­ llera. A la religiosa le conviene más bien seguir a Jesús que bajó y bajó has­ ta el fondo de la humildad, de los tra­ bajos no relucientes, del silencio y de la modestia. La empleomanía no es co­ secha del Evangelio. La obediencia es humildad. El divino Salvador no hizo jamás lo que se le an­ tojara. Estuvo siempre sometido a lo que quiso su Padre celestial, a lo que quiso su

padre putativo, San José, a lo que quiso su Madre, la Virgen Santísima, incluso a lo que de Él quisieron los verdugos. Jesús fue obediente hasta la muerte y en esta obediencia estuvo su profunda humildad. E l t e r m ó m e t r o d e l a h u m il d a d

La obediencia es el termómetro de la humildad. Quien se despoja plena­ mente de la propia voluntad, es plena­ mente humilde. La voluntad del hom­ bre es su reino de los cielos, y quien lo abandona para vivir conforme a la vo­ luntad de los superiores, encuentra en los muros de su convento el hogar de Nazaret, la tierra santa, el monte Cal­ vario, y toda su vida será la imagen viva del divino Redentor.

H u m il d a d d e a m o r

Cuando lees el nombre de Jesús, ¿no es para ti como si leyeras el nombre de tu querida madre, de aquella madre que fue tan buena contigo, que te que­

ría tanto, que con lágrimas en los ojos, te dejó partir para el convento? Y cuando oyes el nombre de Jesús, nom­ bre dulcísimo, como dice la Iglesia, ¿no te parece escuchar ecos de armonías celestiales? Sí; hay nombres que están sobre todo nombre y que no son ya nom­ bres, sino evocaciones de algo grande y bello, insinuaciones de cosas que son inefables y que hablan más al cora­ zón que a la razón. Tal es el nombre de Jesús y mucho más. La escuela de San Bernardo com­ puso una poesía de 30 estrofas al san­ tísimo nombre de Jesús a cuál mejo­ res y más bellas. Se recita y se canta la poesía. Sus estrofas se acaban; pero el tema apenas está en su comienzo. La gloria del nombre de Jesús trasciende las creaciones del arte humano, como el amor y la misericordia divina tras­ cienden las virtudes todas de las cria­ turas. Pues bien, si siendo Jesús lo que fue se humilló, ¿te engreirás y enso­ berbecerás tú?

Se

anonadó

Dios amó la humildad. Desde los es­ plendores de su trono descendió a tra­ vés de los coros de los Bienaventurados hasta nuestra tierra y se hizo hombre. ¿Quien de nosotras no bajará tam­ bién del trono de las alabanzas y de la notoriedad a la tierra del olvido? B a ­ ja r es algo grande, porque a cada es­ calón nos acercamos más a Cristo ano­ nado por nuestro amor.

¡Y SOBRE TODAS ESTAS COSAS REVESTIOS DE LA CARIDAD! • (Col 3, 14).

L a im a g e n o culta

El alma humana es inescrutable. P ara conocerla hay que bajar hasta el fondo de sus abismos v olvidar el mun­ do. Sucede con el alma humana lo que con las catacumbas. Para conocer el

Cristianismo de la antigua Roma, ño basta visitar las basílicas romanas, tan bellas y encantadoras; es preciso, ade­ más, descender a los oscuros subterrá­ neos, correrlos, examinar las sepultu­ ras, leer a la luz de las antorchas las inscripciones y los epitafios. Así nos h a ­ cemos idea del Cristianismc, del primi­ tivo Cristianismo romano y llegamos a sentir su fe, su esperanza, su espíritu de sacrificio, su heroísmo, su pureza de vida y su paz en la persecución. Allí el cristiano se siente sobrecogido por las evocaciones del pasado y parece que sus ojos se abren a una nueva luz. Del mismo modo se ha de descender a los fondos abismáticos del alma con la antorcha de la fe en la mano para descubrir su origen y su fin. Entonces, como leemos un epitafio en las cata­ cumbas, leeremos también y descifra­ remos la imagen y la semejanza a que fue creada por Dios el alma humana. ¿No nos ayudará esta dichosa explora­ ción a hacernos una idea más pura y santa de todos ruestros prójimos, es­ pecialmente de nuestras hermanas de religión?

L a a ñ o r a n z a o c ulta

Si miras con Gjos puros y divisas a través de las ruinas de tu naturaleza empecatada el hondón de tu alma, ve­ rás arder en ella la centella encendida por Dios, que añora la realización de la caridad universal. El hombre frío y egoísta no se conoce a sí mismo, no sabe lo que hace, no se conduce como hombre y mucho menos como cristiano. El hombre auténtico añora el amor del prójimo. ¿Dónde sino en el convento se en­ contrarán estos hombres auténticos? Gracias a Dios, los hay a cientos y mi­ llares. No faltan esos ángeles de la ca­ ridad que sacrifican todas sus fuerzas en aras del amor del prójimo. Y este sacrificio es una de las hojas de servi­ cio más brillante en la historia de las congregaciones religiosas femeninas. Quiera Dios que no desaparezca jamás de la actualidad este timbre de gloria avalado por las crónicas conventuales.

¿E l c o r a z ó n d i v i d i d o ?

Junto con las flores brotan de la tie­ rra las espinas y los abrojos, que pun­ zan dolorosamente. Sucede, a veces, que la religiosa es una flor para las gentes del mundo y una espina para sus her­ manas. Serviciales y simpáticas con los de afuera, duras y esquinudas con las de casa. Es ésta una caridad enfermiza y manca, una caridad con ojos que su­ fren de estrabismos: un ojo mira con caridad, el otro con antipatía y despe­ cho. Pudiéramos también decir que se trata de un alma dividida, rasgada, sana en parte y en parte enferma. ¡ Cuánto se ganaría en los conventos si se extermi­ naran estos desdoblamientos de perso­ nalidad! ¿Quién es más prójimo para la religiosa que todas y cada una de sus hermanas, que visten el mismo há­ bito, profesan los mismos ideales y tra­ bajan y viven juntas?

L as

escuelas

s u p e r io r e s

de

la

CARIDAD

Sobre el campo de la solicitud ma­ ternal con los enfermos y los desgra­ ciados se abre un cielo azul e inmenso de paz y de bendiciones divinas. Las dificultades que se encuentran son nu­ bes que derraman a su paso lluvias de gracias sobre las almas amantes. Los hospitales y las enfermerías son para las buenas religiosas, las escuelas supe­ riores de la caridad, donde van exami­ nando y probando su virtud en la secre­ ta presencia de sus ángeles custodios.

L a s RELIGIOSAS ENFERMAS

¡Tansformad, hermanas enfermas, vuestras celdas en paraísos del espíritu! Aquel divino Redentor que amó a los enfermos y les prestó sus atenciones, pasa también por la enfermería conven­ tual con una palabra de consuelo y de esperanza en sus labios. ¡Ayudad las demás a vuestras hermanas, con todo

el esmero de que sois capaces! ¡Asis­ tidlas de día y de noche! Al toque de la campana o del timbre, no demoréis. A las comunidades, que practican la ca­ ridad con las enfermas, que se desve­ lan por ellas, que les hacen sentir las delicadezas de sus atenciones, no les fal­ tará la bendición de Dios

L a caridad perfecta

Los ojos de la caridad no son giróva­ gos, curiosos, inquietos, ni están vestidos al exterior. Los ojos de la caridad des­ tellan la fe, la gracia sobrenatural y un poco de la paz y serenidad de Jesús en el Tabernáculo. Están vueltos al inte­ rior. Lo ven todo, es decir, todo lo que se debe ver y lo ven bien. La caridad es recogida, callada, inte­ rior. No habla mucho. Obra en vez de ha­ blar. Conversa con Dios. Su paso no es arrastrado, pero tampoco precipitado. Es amigable y agradable con el prójimo, pero no excesivaments familiar. Se da a todos, pero a nadie se vende; porque su corazón es sólo de Dios. EN LOS UMBRALES...

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La caridad es como una madre que se sacrifica de día y de noche: de día, en el ajetreo de los cuidados domésticos; de noche, en el desvelo por e) buen sueño de sus hijos. En su frente no se ven nu­ bes ni angustias, sino paz y confianza. Es todo para todos, como lo son los santos en el cielo. Todo cuanto hace lo hace con recogimiento y sin detrimen­ to de la vida interior, de donde toma su fuerza, su nobleza y su incompara­ ble valor.

LA PAZ SEA CON VOSOTROS (Le 24, 36).

L A PAZ DE LA NATURALEZA

Dios ha inscrito en la tierra, en el aire, en las plantas, en las aguas y en los animales una ley de mutua y múl­ tiple subordinación. Todos los elemen­ tos tienden a completarse y a nivelar­ se. Esta nivelación puede ser tranquila o tumultuosa, pero está siempre al ser­ vicio de la armonía del conjunto. Lo

podemos comprobar a menudo. Unas veces pasan días y días en los que reina sobre la campiña una paz celestial. El firmamento azul, sin nubes, aparece sumido en un profundo sueño, los ár­ boles están floridos y verdeantes, en las enramadas cantan mil clases de pintados pajarillos; un aura suave re­ parte los perfumes de las flores; las ovejas pacen en los prados y los corderitos triscan y, acaso, un lejano sonido de alguna campana acompasa el retin­ tín de las esquilas. Días de paz como éstos son fenóme­ nos pasajeros, que brotan del seno de la naturaleza como un regalo de nuestro Padre celestial. L a p a z de C r ist o

Con Jesús llegó sobre el mundo un aura de paz. Esta aura era ignota al mundo y tan nueva le pareció que hoy mismo, cada vez que un hombre siente sus aleteos, se extraña, se admira, se alegra como transportado a otro reino. Que sople en las catacumbas o a los pies del Sagrario o en las almas de los

justos o en los silenciosos claustros con­ ventuales, es siempre bienvenida y aco­ gida con deseos de retenerla y guardar­ la para siempre. No se crea que esta fe de Cristo es algo incomprensible, no. Es comprensi­ ble a través de la fe de la Santa Madre Iglesia. Jesús nos ha reconciliado con su Padre y restablecido la paz entre el cielo y la tierra, ha instituido los santos Sa­ cramentos, que son viaductos de la paz, y nos ha traido un Evangelio, que de un cabo hasta el otro no es otra cosa sino la buena nueva de la paz.

L a PAZ DEL ALMA

En los ojos del justo se ve que es di­ choso y que posee lo que llamamos la santa paz. No sólo la destellan sus ojos, sino que a veces la reflejan toda su cara y todo su ser. Entonces es todo él ojo, todo él cristal, todo él paz. «El fru­ to del espíritu es la paz», dice San Pa­ blo (Gal 5, 22). Mira a la cara del santo y verás la paz. Sus ojos te harán vis­ lumbrar la paz del cielo, esa paz que

nuestros grandes y devotos artistas han sabido plasmar en los mármoles talla­ dos de ángel o en los lienzos pintados de ángel. Una vez me tocó contemplar muy de cerca los ángeles pintados por fray Angélico. Fue un momento en que el alma echó una ojeada por el mun­ do del Espíritu Santo. Aquellos ángeles están todos imbuidos del espíritu de Dios y se comprende que fray Angélico no pudo imaginárselos sino entre tím­ panos de alegría y solazándose en las verdeantes vegas de la eternidad.

L a p a z d e l r e c o g im ie n t o

Muchos no acaban de arribar a la paz, porque se embrollan sin necesidad con las cosas del mundo. Tienen dos ojos en la cara, pero se diría que son tuertos para las cosas divinas. Los hay también que aplican sus dos ojos a las nonadas de la tierra. Viven totalmente extravertidos, ven todo, oyen todo lo que pasa en su derredor y más lejos. Su alma es como un gran mercado de

algarabía y su lengua la dp un prego­ nero o charlatán. En las almas disipadas todo es ruido, todo es eco confuso del mundo, un ba­ bel de novedades, de risotadas y de ba­ rullo. ¿Cómo podrán oir las voces de Dios, que habla en el silencio de los bosques y en las profundidades del alma? La voz de Dios es fina y sólo au­ dible con el oído interior. ¡Qué pérdida irremediable por no amar el recogi­ miento! El alma disipada en vez de estar conectada, como una radio, con el mundo, debiera estarlo con el cielo, desde donde le habla el Espíritu con­ solador, el Espíritu que instruye, co­ rrige, amonesta, exhorta, conforta, ilu­ mina, pacifica y la hace dichosa y fe­ liz. El cielo está lleno de estas hondas hertzianas; pero el alma disipada no las capta. i Cuán sabia es la antigua y tradi­ cional ascesis que nos ense ña a mor­ tificar ojos, oídos y lengua y que nos amonesta a prescindir de todo trato in­ necesario con el mundo!

La

sepultura

de

la

paz

La paz conventual acaba cuando to­ das quieren mandar, juzgar y ocupar el primer puesto. El eterno criticar de lo que disponen los superiores, los mane­ jos por imponer la propia voluntad hasta el punto de que los superiores tengan que ceder y seguir los antojos de una súbdita, el entrometerse en lo que toca solamente a los superiores, es la sepultura de la convivencia pacífica. Pero, dejando de lado los males que acarrea a la comunidad como tal, ¿pue­ de este prurito de mandar y de criticar y de ocuparse en vidas ajenas traer la paz a nuestra propia alma? No, jamás. Piensa cuán complicada es la maquina­ ria del alma, cuán limpias y aceitadas han de estar sus ruedas, cuánta aten­ ción requieren y que todas sus energías son pocas para atender a Dios, a tu conciencia, a la gracia que llama sua­ vemente, a los ejercicios de piedad, a la caridad, al examen particular, a las obligaciones de tu oficio. ¿Es poco todo esto para que añadas ocupación sobre

ocupación y te cargues con tareas in­ necesarias y perjudiciales? La paz con los prójimos y la paz con Dios suponen que se trabaje silencio­ sa y modestamente allí donde la obe­ diencia nos coloca. Dichosos debiéra­ mos considerarnos de no tenernos que ocupar de las vidas ajenas. Sublime y gloriosa es la paz de los que viven en­ tregados totalmente a Dios y despren­ didos de los tiquis-miquis del ambien­ te. En verdad que entonces el alma es morada de la paz, de donde vuelan al cielo como palomas de argentinas alas todos los pensamientos y todos los afectos, atravesando los inmensos es­ pacios de la fe, de la esperanza y de la caridad. Cosa muy distinta es mirar con ojos bizqueantes a las hermanas y vigilarlas para delatarlas a la superiora. Misera­ bles caricaturas de religiosas son las que así proceden, almas corcovadas y mio­ pes que se arrastran con muletas. No tienen alas para remontar el vuelo a elevadas regiones del ideal y de la san­ tidad. Desconocen el sosiego del espíri­ tu, no han probado las dulcedumbres

y el calor de la cercanía de Dios. Son almas pequeñas, ruines, cejijuntas, que no se hallan a sí mismas y merodean por las vidas y trabajos de los demás, atribuyéndoles sus ruines intenciones, picoteando como gallinas el gusanillo y alzándose victoriosas por las deficien­ cias del prójimo.

¡GOCEMONOS Y REGOCIJEMONOS Y DEMOSLE LA GLORIA! (Apoc 19, 7)

¿ A l m a que n o c a n t a ?

En el invierno la vida se entumece y congela. Ni las flores florecen ni los árboles crecen ni los pájaros cantan. ¿Quisieras que tu vida interior se con­ virtiese en una estampa invernal? Un alma sin vida, sin movimiento, sin flo­ res, sin música... Sal un día de invier­ no a la naturaleza, mira las últimas ho­ jas amarillo-negruzcas que la otoñada abandonó a su paso, contempla el bos­

que de ramas desnudas y ateridas y me­ dita. ¿Qué te dice todo esto, qué oyes? Crujidos como lamentos, ^a naturaleza llora sus glorias pasadas. Y mira que esto es la imagen de tu alma abatida y desalentada. ¡NO

ANDES CABIZBAJA!

Si eres Jovial y alegre, tu alma será como un vergel a los rayos del sol. ¿Qué importan tus faltas pasadas? Arrepién­ tete de ellas y vuelve a tu Jovialidad y alegría. Piensa cuánto más hermoso es el verano que el invierno. Despiértate, pues, a la primavera y da paso al ve­ rano, venciendo el abatimiento y la pu­ silanimidad. En el invierno no hay co­ secha; nada crece. ¿Por qué estar triste? Las verdaderas religiosas son Jardines donde despun­ tan las flores y maduran esplendorosa­ mente los frutos. Las mediocres, en cambio, las almas poco resueltas están siempre entre nieves y brumas y no to­ man la hazada nt pasan el rastrillo... Seria inútil. La alegría lleva a la ac­ ción, al movimiento, a la vida.

A l é g r a t e c om o u n n i ñ o

Si tu alma se halla en una situación confusa, hazte aconsejar por el director espiritual y busca decididamente la cla­ ridad. Ordinariamente son el amor pro­ pio, el orgullo y la susceptibilidad los que producen en nosotras el estado de abatimiento y el derrotismo Si eres hu­ milde y candorosa, tus ojos brillarán de nuevo con los mismos fulgores que en el noviciado. ¡Qué alborozada y alegre marchabas entonces! Aquella dicha no tenía fin, porque no eras engreída, sino dócil y sencilla, como niño que desea aprender, corregirse y abandonarse en los brazos de sus padres. Retorna, pues, a aquellos caminos donde triscabas con la alegría de una novicia y el candor de una niña. Pon fin a tus extravíos. L a a l e g r ía de l a cr u z

La cruz quita a la alegría lo rebosan­ te, lo espumoso, la afirmación del pro­ pio yo y nos hace reflexivas y modes­ tas. Y esta reflexividad y modestia es

la que necesitamos en la vida espiri­ tual. Deja, pues, que soplen los vientos de marzo, las lluvias de abril y las fres­ cas mañanitas de mayo. ¡ Sopórtalo todo en silencio! ¡Aprende de los tiempos y de los momentos! No te. quejes, pen­ sando en Jesús, que lo aguantó todo con paciencia, por duro y amargo que fue­ se. Y poco a poco de la gleba de tu alma brotarán las flores inmarcesibles y lo­ zanas de las virtudes. S a n t a a l e g r ía

La alegría es la flor perenne del con­ vento, un esqueje de la alegría de Be­ lén y de Nazaret. Examínate por den­ tro y por fuera y mira si en ti se encar­ na la santa alegría, aquella alegría que brota de un corazón puro del amor de Cristo y del fiel cumplimiento del de­ ber. M ata

el

e s p ír it u

dk

CONTRADICCIÓN

No perturbes el soleado y jovial es­ tado de tu alma con el espíritu de con­

tradicción. No te enfrentes con los de­ seos y los pensamientos de tus próji­ mos, a no ser con razón probada y ne­ cesaria. Quizá tengas razón pero no la debida discreción y prudencia. La con­ tradicción llama a la contradicción y la reyerta a la reyerta, como un abismo al abismo. Los ánimos se erizan, la sen­ sibilidad se irrita, la ecuanimidad va a pique y se añade dureza a dureza. ¡Cuán dichosa y feliz sería la convi­ vencia conventual, si las religiosas ma­ taran en sí el espíritu de contradicción! Para ello es preciso optar por el silen­ cio, en cuanto se vislumbra que la opi­ nión propia va a encontrar resistencia. O bien hay que aprender a exponer los propios puntos de vista con objetividad, sin acrimonia, sin segundas intenciones. No se han de confundir los propios de­ seos con los de la comunidad ni defen­ derlos con agresividad, sino con el arte de la persuasión, de la insinuación, de las interrogantes. Se ha de poner siem­ pre la atención más en la verdad y en la cosa discutida que en el triunfo de una misma. En ningún caso se permite el alterca­

do, la injuria, la ironía maligna. Todo esto hiere y perturba la paz del corazón, que es el mayor bien que hemos de con­ servar en nuestro corazón y en el de nuestros prójimos, especialmente en una época en que el exceso de trabajo y de actividad pone los nervios de punta.

C o n sum o respeto

¡Qué abigarrado ramillete de caracte­ res y temperamentos constituye una comunidad religiosa! Cada una es hija de su madre. Pero si todas saben ceder un poco, si todas saben adaptarse a las demás, ¡qué maravilloso conjunto, qué armonía de almas, qué variedad en la unidad del amor! Entonces el convento es morada de paz, abierto a los soplos del Espíritu que, como en el cielo, hace a uno alegrarse con la dicha de todos y a todos con la de cada uno.

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